Sorprendidos por la esperanza

Transcripción

Sorprendidos por la esperanza
Sorprendidos por la esperanza
Repensando el cielo, la resurrección y la vida eterna
NT Wright
Contenido
Prefacio
PRIMERA PARTE
Preparando la escena
Cap. 1
¿Listos para salir y sin ningún lugar adónde ir?
1. Introducción
2. La confusión sobre la esperanza: el mundo más amplio
3. Variedades de creencias
Cap. 2
¿Desconcertado sobre el paraíso?
1. La confusión cristiana con respecto a la esperanza
2. Exploración de las opciones
3. Los efectos de la confusión
4. Las implicaciones más amplias de la confusión
5. Las preguntas clave
Cap. 3
La esperanza cristiana en los primeros tiempos dentro de su ambiente histórico
1. Introducción
2. La resurrección y la vida después de la muerte en el paganismo y en el judaísmo
antiguos
3. El carácter sorprendente de la esperanza de los primeros cristianos
Cap. 4
La extraña historia de la Pascua de Resurrección
1. Historias sin precedente
2. La Pascua y la historia
3. Conclusión
SEGUNDA PARTE
El plan futuro de Dios
Cap. 5
Futuro cósmico: ¿progreso o desesperación?
1. Introducción
2. Opción 1: El optimismo evolutivo
3. Opción 2: Almas en tránsito
Cap. 6
Aquello por lo que está esperando todo el mundo
1. Introducción
2. Estructuras fundamentales de la esperanza
3. La siembra y la cosecha
4. La batalla victoriosa
5. Ciudadanos del cielo que colonizan la tierra
6. Dios será todo en todo
7. Un nuevo nacimiento
8. El matrimonio del cielo y de la tierra
9. Conclusión
Cap. 7
Jesús, el cielo y la nueva creación
1. La ascensión
2. ¿Qué es, entonces, la «segunda venida»?
Cap. 8
Cuando él aparezca
1. Introducción
2. La venida, la aparición, la revelación y la presencia real
Cap. 9
Jesús, el juez que viene
1. Introducción
2. La segunda venida y juicio
Cap. 10
La redención de nuestros cuerpos
1. Introducción
2. La resurrección: la vida después «de la vida después de la muerte»
3. La resurrección en Corinto
4. La resurrección: los debates posteriores
5. Repensando la resurrección hoy: quién, dónde, qué, por qué, cuándo y cómo
Cap. 11
Purgatorio, paraíso, infierno
1. Introducción
2. El purgatorio
3. El paraíso
4. Más allá de la esperanza, más allá de la piedad
5. Conclusión: las metas humanas y la nueva creación
TERCERA PARTE
La esperanza en la práctica: la resurrección y la misión de la Iglesia
Cap. 12
La reformulación de la salvación: el cielo, la tierra y el reino de Dios
1. Introducción
2. El significado de la «salvación»
3. El reino de Dios
Cap. 13
La construcción del reino
1. Introducción
2. La justicia
3. La belleza
4. El evangelismo
5. Conclusión
Cap. 14
La nueva forma que asume la Iglesia para su misión (1): raíces bíblicas
1. Introducción
2. Los evangelios y los Hechos de los Apóstoles
3. Pablo
Cap. 15
La nueva forma que asume la Iglesia para su misión (2): viviendo el futuro
1. Introducción
1.1 La celebración de la Pascua
2. El espacio, el tiempo y la materia: la creación redimida
3. La resurrección y la misión
4. La resurrección y la espiritualidad
4.1 El nuevo nacimiento y el bautismo
4.2 La eucaristía
4.3. La oración
4.4 Las escrituras
4.5. La santidad
4.6. El amor
Epílogo
Dos sermones de Pascua de Resurrección
Prefacio
¿Qué es lo que estamos esperando? ¿Y qué vamos a hacer al respecto mientras tanto?
Estas son las dos preguntas que le dan su configuración a este libro. En primer lugar, esta obra
tiene que ver con la esperanza futura última que se establece en el Evangelio cristiano: nos
referimos, claro está, a la esperanza de «salvación», de «resurrección», de «vida eterna» y de
toda una serie de elementos similares con los que se relaciona. En segundo lugar, tiene que ver
con el descubrimiento de la esperanza dentro del ámbito de nuestro mundo actual: a este
respecto, hablamos sobre las maneras prácticas en las que la esperanza puede cobrar vida entre
aquellas comunidades y personas que carecen de ella, por cualquiera que sea la razón. También
tiene que ver con las formas en las que al adoptar la primera, se puede y debe generar y mantener
la segunda.
Según mi experiencia, la mayoría de las personas, entre las que se cuentan muchos cristianos, no
sabe verdaderamente lo que es la esperanza cristiana fundamental. La mayoría de las personas y,
una vez más es lamentable que tenga que incluir en este grupo a muchos cristianos, no espera
que los cristianos tengan mucho que decir sobre la esperanza en el mundo actual. La mayoría de
las personas no imagina que estos dos elementos pudieran tener relación alguna entre sí. Es por
ello que el título de este libro, la esperanza, los toma por sorpresa y esto sucede a varios niveles
al mismo tiempo.
Sin lugar a dudas, en un primer nivel, el libro habla acerca de la muerte y de lo que puede
decirse, desde la perspectiva cristiana, sobre lo que hay más allá de la misma. No voy a intentar
hacer un análisis físico o médico de la muerte y del periodo posterior a la misma, así como
tampoco daré una descripción psicológica o antropológica de las creencias y prácticas que tienen
que ver con la muerte. Hay un número muy considerable de libros que se dedica a esos temas.
Más bien voy a abordar este tema desde mi perspectiva de teólogo bíblico y recurriré a otras
disciplinas, aunque siempre con la esperanza de brindar aquello de lo que, por lo general, éstas
carecen y que es precisamente lo que yo creo que la Iglesia necesita recuperar: la respuesta
cristiana clásica a la pregunta por la muerte y lo que hay después de la muerte. Es más, cabe
mencionar que en estos tiempos no es tanto que no se crea en la vida después de la muerte (a
nivel, tanto del mundo, como de la Iglesia), sino que no se conoce mayormente nada al respecto.
Una encuesta sobre las creencias acerca de la vida después de la muerte que se llevó a cabo en
Gran Bretaña en el año de 1995, permitió llegar a la conclusión de que, aunque muchas personas
creían en algún tipo de vida que continuaba, sólo una muy pequeña minoría, incluso de
practicantes, creía en la posición cristiana clásica, que es la de la resurrección corporal futura. En
realidad, me he podido percatar con mucha frecuencia de que aunque los cristianos siguen
utilizando el término resurrección, lo emplean como sinónimo de vida después de la muerte o de
ir al cielo y que, cuando se ven contra la pared, a menudo comparten la confusión que tiene el
mundo en general sobre este tema. De igual manera, algunos escritores cristianos que abordan el
tema de la muerte logran marginar la resurrección y todo lo que ésta implica, sin suponer
aparentemente que se está ocasionando algún daño con esta actitud.
A modo de descargo de responsabilidad, debería decir que a un nivel yo no estoy muy bien
calificado para hablar acerca del tema de la muerte. Ahora que tengo más de cincuenta años, soy
la persona de edad madura menos afligida que conozco. Mi vida ha estado excepcionalmente
libre de tragedias. Casi todos mis parientes han vivido hasta una edad muy avanzada. En
realidad, estoy tanto sorprendido como agradecido por ello y es algo que valoro. Lo que es más,
aunque fui ordenado hace más de treinta años, el hecho de que mi vocación me haya llevado a
las universidades, por un lado, y por el otro, al trabajo diocesano y de catedral, significa que he
tenido que oficiar muchos menos entierros y funerales que la mayoría de los miembros del clero
en sus dos o tres primeros años. Son muy pocas las veces en las que he tenido que acudir al lecho
de muerte de una persona. Sin embargo, a pesar de que es evidente que es mucho lo que tengo
que aprender de primera mano sobre estos aspectos, creo que esto lo he podido compensar
ampliamente metiéndome de lleno, de una manera que muchos no hubieran tenido la oportunidad
de hacer, en la vida y en el pensamiento de los primeros cristianos. Y cuando lo he hecho, por lo
general, siempre me ha quedado la sensación de que no se trata de que no se haya creído lo que
ellos manifestaron, sino que simplemente no se les ha escuchado en lo absoluto. El propósito que
persigo en este libro es el de volver a sacar estas creencias a la luz y espero también que cobren
vida puesto que estoy convencido de que ofrecerán no solo la mejor esperanza, sino la esperanza
mejor fundada que podamos tener. Es más, será una esperanza que se una, tal como lo he
mencionado con anterioridad, a la esperanza que deberá activar nuestro trabajo por el reino de
Dios en el mundo actual.
Luego, en un segundo nivel, el libro tiene que ver con las bases de la teología práctica e, incluso,
política, de lo que podríamos llamar la reflexión cristiana sobre la naturaleza de la tarea que
enfrentamos cuando intentamos que el reino de Dios se haga sentir verdaderamente en el mundo
real y doloroso en el que vivimos. (Me disculpo con los bibliotecarios en caso de que esto les
cause alguna confusión: ¿se deberá catalogar este libro bajo la categoría de «escatología»
(muerte, juicio, cielo o infierno) o de «política»?). También a este respecto se hace necesario otro
descargo de responsabilidad. Debo aclarar que no soy político, aunque también es cierto que en
virtud de mi cargo, soy miembro de la Cámara de los Lores de Gran Bretaña. Pero nunca me he
inscrito como candidato a ninguna elección para desempeñar un cargo público, así como
tampoco nunca he hecho campaña de forma activa en términos del trabajo arduo de hablar,
escribir, marchar, tratar de convencer a nadie a favor de las múltiples causas en las que creo. He
tratado de arrimar el hombro y dar mi contribución por otros medios. Sin embargo, en mí se ha
ido fortaleciendo la convicción de que los temas en los que me he especializado y las situaciones
pastorales que ahora enfrento todos los días en una diócesis, muchos de los cuales han sufrido de
manera muy aguda las crueldades sin rostro de los últimos cincuenta años, nos imponen el reto
de pensar y analizar, cuando menos, lo que todo cristiano debería estar diciendo y pensando
sobre el redescubrimiento de la esperanza en el mundo público y político. En vista de que yo lo
he hecho, he podido descubrir que estos dos temas sobre la esperanza se han unido una y otra
vez. Les manifiesto libremente a cualesquiera críticos potenciales que puedan surgir estos dos
descargos de responsabilidad: mi inexperiencia, tanto en el sufrimiento, como en la política, y
espero que a pesar de ello, la sorpresa de la esperanza cristiana en ambas áreas les brinde una
energía renovada y refresque a aquellos que trabajan, más de lo que yo he logrado hacerlo, tanto
con los moribundos, como con los desposeídos.
En este punto, quisiera formular un comentario más a modo de introducción general. Tal como lo
podrá afirmar cualquier economista o político, todas las palabras que se digan acerca del futuro
son simplemente una serie de señales que apuntan hacia una niebla densa. Como dice San Pablo
cuando analiza detenidamente lo que el futuro nos depara: es como mirar a través de un vidrio
que sólo nos permite ver perfiles borrosos. Todo nuestro lenguaje sobre los estados futuros del
mundo y de nosotros mismos consiste en imágenes complejas que pudieran o no corresponder
muy bien a la realidad última. Sin embargo, eso no quiere decir que sea la adivinanza de alguien
o que todas las opiniones tengan el mismo peso. ¿Y si suponemos que alguien sale de esa niebla
espesa para darnos la bienvenida? Sin lugar a dudas, ésa es la creencia central, básica, aunque a
menudo ignorada, del cristianismo.
Este libro surgió como resultado de una serie de charlas que di originalmente en la Abadía de
Westminster durante el año de 2001. Algunas de éstas se reformularon y pasaron a constituir la
Serie de Conferencias Stephenson que ofrecí en Sheffield en la primavera de 2003. Otras las di
en la Iglesia La Santísima Trinidad de Guildford, también en la primavera de 2003. Algunas de
ellas las volvía reformular para que formaran parte de la Serie de Charlas Didsbury que me
invitaron a dar en el Colegio Nazareno de Manchester, en octubre de 2005. Otras forman parte de
mis días de estudios religiosos en la Iglesia St. Andrew de Charleston, Carolina del Sur, en enero
de 2005; en la Iglesia Episcopal St. Mark de Jacksonville, Florida, en marzo de 2005; en City
Church, Newcastle, también en el año 2005; en el Centro Teológico St. Mark de Canberra, en
abril de 2006; en un consorcio de iglesias de Roanoke, Virginia, en marzo de 2007 y (bajo el
esquema de la Charla Faraday) en Cambridge, en el mes de mayo de 2007. Manifiesto mi más
profundo agradecimiento a todos aquellos que me invitaron, me dieron la bienvenida y me
recibieron en sus instalaciones en todas esas ocasiones y, muy especialmente, a quienes me
formularon preguntas y me hicieron comentarios agudos que me ayudaron a pensar más aún en
todos estos temas y a evitar, cuando menos, algunos errores. Le estoy también muy agradecido al
sitio de la Web «Ship of Fools» por encargarme el artículo que aparece al final del libro y por
haberme dado el permiso para incluir en esta obra la versión ligeramente corregida del mismo.
También quisiera expresarle mi agradecimiento al Dr. Nick Perrin, quien durante el tiempo que
estuvo en la Abadía de Westminster, leyó y corrigió el texto tal como estaba entonces y me hizo
una serie de sugerencias muy útiles. Y mi agradecimiento, como siempre y en todo momento, a
Simon Kingston, Joanna Moriarty y al personal incansable y atento a todos los detalles de SPCK.
N.T. Wright
Castillo Auckland
Primera parte
Preparando la escena
Capítulo 1
¿Listos para salir y sin ningún lugar adónde ir?
Introducción
Hay cinco imágenes que preparan la escena para las dos preguntas que aborda este libro.
En otoño de 1997, Gran Bretaña se vio sumida en una semana de luto nacional por la muerte de
la princesa Diana, la cual llegó a su clímax con el extraordinario funeral cuyo servicio religioso
se celebró en la Abadía de Westminster. La gente envió flores desde todos los rincones del país y
de muchas partes del mundo, al igual que osos de peluche y otros objetos que fueron a parar a las
iglesias, catedrales y alcaldías del país. También fue mucha la gente que hizo colas durante horas
para escribir mensajes conmovedores aunque, a veces, de mal gusto, en los libros de pésame.
Una manifestación similar de dolor público, aunque quizás de menores proporciones, fue la que
se evidenció luego de los incidentes del desastre de Hillsborough que tuvo lugar en 1989 (cuando
muchos aficionados al fútbol murieron aplastados), del mismo modo que después de las bombas
que se detonaron en la ciudad de Oklahoma en el año de 1995. Todos estos acontecimientos
demuestran una clara confusión de creencias, la sensación de que lo que ha sucedido no es
posible, los sentimientos y las supersticiones sobre el destino de los muertos. Las reacciones de
las iglesias demostraron cuanto terreno habíamos recorrido con respecto a lo que una vez habían
sido las enseñanzas cristianas tradicionales sobre este tema.
La segunda escena fue una farsa, aunque tuvo su trasfondo serio. A principios de 1999, me
acababa de despertar una mañana cuando, al escuchar la radio, me enteré de que habían
destituido a una figura pública por sus declaraciones heréticas acerca de la vida después de la
muerte. Escuché con mucha atención. ¿Se trataba quizás de un obispo o de un teólogo radical,
quien por fin habría quedado expuesto a la luz pública? Pronto tuve la respuesta. Increíble, pero
cierto. No, de quien se trataba era de un entrenador de futbol. Hablaban de Glenn Hoddle, el
director técnico de la selección de Inglaterra que declaraba su creencia en una versión particular
de la reencarnación, de conformidad con la cual los pecados que se cometen en una vida son
castigados con las discapacidades que sufre la persona en su próxima vida. Los grupos que
representan a las personas discapacitadas fueron los primeros en manifestar sus objeciones más
rotundas y la federación terminó por despedir a Hoddle. Sin embargo, en esa época se comentaba
que la reencarnación había adquirido mucha aceptación en nuestra sociedad y que sería muy
extraño que los hindúes (muchos de los cuales tienen creencias similares) terminaran proscritos
automáticamente de la posibilidad de ser entrenadores de la selección nacional de algún deporte
de su país.
La tercera escena no ocupa un momento especifico del tiempo, sino que representa la
“instantánea» de una acción que les será muy familiar a todos. Veinte o treinta personas llegan
en automóviles que se desplazan lentamente y se detienen ante un edificio viejo y destartalado
ubicado en las afueras de la ciudad. Un diminuto órgano electrónico toca música de
supermercado. Se mencionan unas cuantas palabras, se presiona un botón, se aprecia la mirada
solemne del encargado de la funeraria y todos vuelven a casa tranquilamente para tomar una taza
de té y preguntarse de qué se trató todo eso que acaban de experimentar. La cremación, aunque
era una práctica casi desconocida en el Reino Unido hace cien años, ahora es el método preferido
de la gran mayoría. Bueno, eso es lo que se supone o lo es en realidad. Esta práctica refleja y
genera cambios de actitud sutiles, aunque de amplio alcance, con respecto a la muerte y a
cualquier esperanza que haya más allá de la misma.
Corría el año 2001 cuando escribí inicialmente estas descripciones de apertura del libro. Sin
embargo, es necesario recordar que, a fines de ese mismo año, se había evidenciado un cuarto
acontecimiento, uno que es ampliamente conocido, aunque también demasiado terrible como
para describirlo o abordarlo con mayor grado de detalle. Se trata de los eventos que tuvieron
lugar el 11 de septiembre de ese año y que todos llevamos grabados en la memoria global. Todos
recordamos a los miles de seres que murieron y a las decenas de miles de familiares y amigos
que quedaron desconsolados por la partida de sus seres queridos, a quienes tenemos presentes en
nuestro amor y oraciones. No es mucho más lo que quisiera decir acerca de este día, aunque cabe
afirmar que a muchas personas este acontecimiento les trajo a la mente, de una manera muy clara
y aguda, por cierto, las preguntas que este libro tiene como propósito abordar. Este también fue
el caso, aunque de diferentes maneras, de los tres grandes «desastres naturales» de 2004 y de
2005: el tsunami asiático de 2004 que tuvo lugar el día en que se celebra Boxing Day; los
huracanes de la costa del Golfo de Estados Unidos del mes de agosto de 2005 que ocasionaron
especialmente la devastación de Nueva Orleans, la cual ha tardado tanto en ser superada; y el
terrible terremoto que sacudió a Pakistán y Cachemira en octubre de ese mismo año.
La quinta escena es un cementerio, aunque de corte diferente. Si uno visita la aldea histórica de
Easington en el Condado de Durham y camina colina abajo hacia el mar, llegará hasta el pueblo
que lleva por nombre Easington Colliery. El pueblo sigue teniendo ese nombre, aunque ya no
opere en las afueras ninguna mina de carbón. Donde una vez se podía apreciar la boca de esta
mina en la que trabajaban miles de personas, produciendo cada vez más carbón con mayor
eficiencia y rapidez que en la mayoría de las otras minas, ahora no hay más que un terreno
uniforme de grama sin ningún agujero. Es algo que nuestros ojos no pueden captar pero que está
cargado de dolor y pesar. En toda la zona y a pesar de los esfuerzos inmensos que han hecho los
líderes locales, se siguen apreciando los indicios de esa plaga postindustrial con todas las
secuelas humanas de los juegos de poder de otras gentes. Y esa visión se mantiene en mi mente
como un símbolo o, más bien, como una pregunta simbólica. ¿Qué esperanza les queda a las
comunidades que han perdido su camino, que han perdido su forma de vida, su coherencia, su
esperanza?
Este libro plantea dos preguntas que a menudo se abordan por separado, pero que yo creo con
toda firmeza que deben ir unidas estrechamente. La primera es: ¿cuál es la esperanza cristiana
fundamental? La segunda es: ¿qué esperanza hay de cambio, rescate, transformación y nuevas
posibilidades dentro de nuestro mundo actual? Y la respuesta principal puede plantearse de la
manera siguiente. Siempre y cuando veamos la «esperanza cristiana» en términos de «ir al
cielo», de una «salvación» que básicamente está apartada de este mundo, terminará por parecer
que las dos preguntas no están relacionadas. En realidad, algunos insisten con bastante fuerza en
que el hecho de incluso formular la segunda pregunta implica ignorar la primera, la cual es
verdaderamente la más importante. Esto, a su vez, hace que otros se molesten cuando la gente
habla de resurrección, como si se pudiera apartar la atención de los aspectos que son
verdaderamente importantes y los más urgentes en la preocupación social contemporánea. Ahora
bien, si la «esperanza cristiana» es una esperanza por la nueva creación de Dios, por los «nuevos
cielos y la nueva tierra» y si esta esperanza ya se ha hecho vida en Jesús de Nazaret, entonces no
existe razón alguna por la que no podamos unir estas dos preguntas. Más aún, si lo hacemos nos
percataremos de que, al responder la primera pregunta, también se le estará dando respuesta a la
segunda. Me parece que en el caso de muchos, y por supuesto entre ellos se cuentan los
cristianos, esto los toma por verdadera sorpresa: en el sentido de que la esperanza cristiana es
sorprendentemente diferente a lo que habían supuesto y también en el sentido de que esta misma
esperanza ofrece una base coherente y vigorizante para trabajar en el mundo actual.
En este primer capítulo, quiero preparar la escena y abrir el ámbito de las preguntas para analizar
la confusión contemporánea que se aprecia en nuestro mundo sobre la vida después de la muerte,
y me refiero en este caso al mundo más amplio que va más allá de las iglesias. A continuación,
ya en el segundo capítulo, me dedicaré a analizar las iglesias en sí mismas, en las que me parece
que hay una incertidumbre muy similar y que, por ende, es fuente de mucha preocupación. De
esta manera, se resaltarán las preguntas clave que se tienen que formular y se podrá sugerir un
marco de referencia sobre cómo vamos a hacer para responderlas.
Me he ido convenciendo poco a poco de que la mayoría de las personas, entre las que incluyo a
muchos cristianos practicantes, están confundidas y equivocadas respecto a este tema y que esta
confusión genera errores bastante graves en nuestra manera de pensar y en nuestra manera de
rezar, al igual que en nuestras liturgias, en nuestra práctica y, quizás, en nuestra misión en el
mundo. Lo que es más, tal como lo indican los ejemplos que presento al principio de este
capítulo, el mundo no cristiano, del que no excluyo al mundo occidental contemporáneo, no solo
está confundido sobre lo que debe creer por su propia cuenta, sino que también está confundido
con respecto a lo que se supone que deben creer los cristianos. A menudo, la gente supone que
los cristianos están comprometidos simplemente con una creencia en la «vida después de la
muerte» en los términos más generales y que no tienen idea alguna sobre las nociones más
específicas de la resurrección, el juicio, la segunda venida de Jesucristo y otros temas similares,
así como en torno a la manera en la que todos encajan para tener sentido global. Tienen menor
idea aún sobre la forma en la que todo esto se relaciona con las preocupaciones urgentes del
mundo real que hoy enfrentamos.
No se trata, tampoco, de dedicarnos simplemente a clasificar en qué debemos creer cuando se
trata de alguien que ha muerto, ni de ponernos a deliberar sobre el destino probable que cada uno
tendrá luego de la muerte, por importantes que sean estos dos aspectos, como en realidad lo son.
Más bien, de lo que se trata es de pensar con claridad acerca de Dios y sus propósitos con
respecto al cosmos y sobre lo que Dios está haciendo precisamente ya desde ahora como parte de
esos propósitos. Desde Platón hasta Hegel y aquellos que los siguieron, algunos de los filósofos
más importantes han declarado que lo que uno piensa acerca de la muerte y de la vida que hay
más allá de la muerte, es la clave para pensar con la debida seriedad sobre todo lo demás y que,
en realidad, este pensamiento es lo que le da a uno las principales razones y fundamentos para
pensar con la debida seriedad sobre cualquier tema o aspecto. Esto es algo con lo que cualquier
teólogo cristiano debería estar totalmente de acuerdo.
Por consiguiente, y ya sin seguir hablando en términos generales, dediquémonos ahora a analizar
la confusión que existe en torno a este tema en el mundo general, aquel mundo que está más allá
de las puertas de nuestra Iglesia.
2. La confusión sobre la esperanza: el mundo más amplio
Las creencias acerca de la muerte y de lo que se encuentra más allá de la muerte son de todo tipo,
de toda forma y de todo color. Incluso cuando le echamos una rápida ojeada a las opiniones
clásicas de las religiones más importantes, las tradiciones son las que nos llevan a la vieja idea de
que todas las religiones son básicamente iguales. Hay todo un mundo de diferencia entre el
musulmán que cree que un muchacho palestino que muere en manos de los soldados israelíes se
va directo al cielo y el hindú para quien el obrar riguroso del karma significa que uno debe
volver al mundo en un cuerpo diferente para vivir la siguiente etapa del destino que tiene. Hay un
mundo de diferencia entre el judío ortodoxo que cree que todos los justos serán elevados a una
vida corporal individual nueva en la resurrección y el budista que espera que después de la
muerte va a desaparecer como una gota que se hunde en el océano, perdiendo su propia identidad
en ese gran espacio sin nombre y sin forma que es el Más Allá. Y claro está, hay una serie de
variaciones de importancia entre las diferentes ramas o escuelas de pensamiento que tienen vida
en estas grandes religiones.
Así, podemos ver que existe también una amplia variedad de creencias sobre los muertos y a lo
que éstos se dedican. En muchas partes del continente africano, los ancestros siguen jugando un
papel de vital importancia en la vida de la comunidad y de la familia; hay sistemas muy
diseminados y complejos que se ponen en práctica para buscar su ayuda o, cuando menos, para
evitar que nos hagan alguna travesura o alguna maldad. Tampoco estas creencias están
confinadas a los que se conocen como pueblos «primitivos», tal como pudieran suponer de forma
por demás arrogante los secularistas occidentales. El antropólogo Nigel Barley nos relata que una
vez conoció a un colega japonés ampliamente calificado que había trabajado muy cerca de él en
Chad. Barley había quedado fascinado por «la forma complicada de culto a los ancestros en la
que entraban en juego hasta los huesos y la destrucción del cráneo y una serie de intercambios
entre los muertos y los vivos». Su amigo japonés consideraba que todo eso era muy aburrido.
Barley, por su parte, nos comenta lo siguiente:
Sin lugar a dudas, era un budista y, como tal, tenla un altar para sus padres que ya se
habían ido de este mundo. El altar estaba en la sala de su casa. Acudía a este lugar para
hacerles ofrendas con cierta regularidad... Se había llevado a África un hueso de la pierna
de su difunto padre y lo había envuelto con todo cuidado en una tela blanca para asegurar
que estuviera protegido durante su trabajo de campo. Para mí [comenta Barley], el culto a
los ancestros era algo que bien valía la pena describir y que también debía ser analizado.
Para él, sería la ausencia de vínculos entre los vivos y los muertos lo que requeriría de
una explicación especial.
Volviendo a nuestras propias tradiciones, en nuestra propia época y en nuestra cultura hemos
apreciado una variedad desconcertante y apabullante, no sólo de creencias manifestadas, sino de
prácticas reveladoras que se asocian con la muerte y la vida después de la muerte. Me atrevería a
decir que nunca ha habido un período en el que la ortodoxia cristiana sobre el tema haya
constituido la creencia incluso de la mayoría de personas de Gran Bretaña. Es más, ya en la
época victoriana, había una amplia variedad de creencias cuando la gente trataba de lidiar con los
aspectos de la fe y de la duda y los analizaba desde diferentes ángulos. La famosa pintura de
Henry Alexander Bowler que lleva por título The Doubt: Can these Dry Bones Live? (La duda:
¿pueden vivir estos huesos secos?), que el artista pintara entre 1855 y 1856, resume en pocas
imágenes el problema cuando se ve a una mujer joven que se reclina sobre la lápida de un tal
John Faithful y en la losa se lee el siguiente texto: «Yo soy la resurrección y la vida». En la
lápida de al lado aparece la palabra Resurgam, «Me levantaré», que era lo que se inscribía en
muchas de las tumbas en esa época. Un castaño de Indias está naciendo de la tumba y una
mariposa, que simboliza el alma, descansa sobre un cráneo expuesto. Las preguntas que vienen a
la mente y las creencias a medias representadas en este cuadro son muy similares a las que
aparecen en las preguntas que formula Tennyson en su gran poema In Memoriam. El mismo
Tennyson, en el último poema de sus obras coleccionadas que fueran escritas en 1889, tan sólo
tres años antes de su muerte, suena por un momento como si estuviera inclinándose hacia la
visión budista del ser que es absorbido como una gota en el océano, aunque a la larga termina
con una nota cristiana:
Estrella del atardecer y de la noche,
¡Y una clara llamada para mí!
Y no habrá lamento desde la barra,
cuando zarpe a la mar,
Pero la marea al moverse parece dormida,
Demasiado plena está para el sonido y la espuma,
Cuando aquello que surgió del sueño profundo
Vuelve a casa.
Campana del anochecer y de la noche,
¡Y después de eso la oscuridad!
Y que no haya tristeza por la despedida,
Cuando yo me embarque;
Ya que aunque en el Tiempo y el Lugar
La marea pueda llevarme lejos,
Espero ver cara a cara a mi Piloto
Cuando haya cruzado la barra.
No obstante y en claro contraste con esto tenemos la visión ortodoxa más sólida de Rudyard
Kipling, tal como se aprecia en un poema que él escribiera en 1892. No sé cuánto creía él en eso
y claro está que el poema tiene que ver más con el arte que con las teorías de la vida futura.
Ahora bien, sin lugar a dudas, lo utiliza como marco para sus ideas y se basa en la creencia
cristiana de que, luego de un período de descanso, habrá una nueva vida, una nueva encarnación:
Cuando se pinte la última imagen de la tierra y los tubos estén todos doblados y secos,
Cuando se hayan desvanecido los colores más viejos y haya muerto el crítico más joven,
Descansaremos y necesitaremos la fe para yacer descansando durante un siglo o dos,
Hasta que el Maestro de Todos los Buenos Trabajadores nos ponga de nuevo a trabajar.
Y aquellos que fueron buenos serán felices: se sentarán en una silla dorada;
Salpicarán un lienzo de diez leguas con brochas de cabello de cometas.
Encontrarán en los verdaderos santos sus inspiraciones-Magdalena, Pedro y Pablo.
¡Trabajarán durante toda una era sin parar y nunca se sentirán cansados!
Y sólo el Maestro nos alabará y sólo el Maestro nos culpará;
Y nadie trabajará por dinero y nadie trabajará por la fama,
Más bien, cada uno trabajará por el placer de hacerlo y cada uno en su estrella separada.
Dibujará la Cosa como la ve para el Dios de las Cosas ¡como Ellas son*5!
Esta variedad de creencias que se aprecia a fines del siglo diecinueve se refleja muy claramente,
como podremos observar, en los himnos y en las oraciones de la Iglesia.
Si nos remontamos un poco más atrás en la historia, podemos analizar este hecho en
Shakespeare. En Measure for Measure (Medida por medida), el Duque aborda a Claudia, quien
ha sido condenado, y lo insta a que se enfrente a la muerte. Le dice que la vida en sí misma no
vale tanto y que la muerte debe valer lo mismo:
Lo mejor del descanso es el sueño,
Y aquello que a menudo provocaste; aunque temiste mucho
Tu muerte que ya no es más. Tú no eres tú mismo;
Porque tú existes en muchos miles de granos
Que surgen del polvo. No estás feliz;
Ya que sigues luchando por obtener lo que no tienes,
Y lo que tienes, lo olvidaste... Si tú eres rico, eres pobre;
Pues, como un asno cuyo lomo se dobla con el peso de los lingotes,
Tú cargas tus riquezas pesadas para el viaje,
Y la Muerte te descarga... ¿Qué es todavía esto
Que lleva el nombre de vida? Y aunque en esta vida
Yace escondido el dolor de miles de muertes, aún tememos a la muerte,
Que hace que estas incertidumbres sean todas iguales.
Por un momento, Claudia parece estar convencido por este argumento:
Te agradezco humildemente.
Para buscar vivir, busco y encuentro morir.
Y al buscar la muerte, encuentro la vida. Que así sea.
No obstante, poco después, Claudio está hablando con Isabella, quien se está ofreciendo a
sacrificar su propio honor para salvarlo. Él enfrenta el dilema; como nos dice, la muerte es algo
que atemoriza:
¡Ay! morir e ir sin saber a dónde;
Yacer en una fría obstrucción y podrirnos;
Este acertado movimiento cálido que se convierte
En un terrón trabajado; y el espíritu encantado que
Se baña en feroces inundaciones o que reside
En una región que se estremece debajo del grueso hielo;
Estar aprisionado en vientos que no alcanzamos a describir
Y ser arrastrado por una violencia sin cesar que nos rodea y
Rodea a todo el mundo o ser peor que lo peor.
Estar sujeto a aquellos sin ley y al pensamiento incierto
Tan sólo imaginar los aullidos -es demasiado terrible.
La vida terrenal más dura y despreciada
Esa edad, ese dolor, esa penuria y esa prisión,
Que pueden posarse sobre la naturaleza son un paraíso
Si las comparamos con nuestro temor a la muerte.
La comodidad es fría y allí sigue presente la triste realidad.
Volviendo a nuestra propia época, cabe destacar que la Primera Guerra Mundial produjo no solo
una serie muy considerable de muertes súbitas, sino que también se comenzó a reflexionar acerca
de su significado. Algunos historiadores han sugerido que la creencia en el infierno, que ya
estaba sometida al ataque de los teólogos en el siglo diecinueve, fue una de las más grandes bajas
de la Gran Guerra. Se había vivido tanto infierno en la tierra que la gente no podía creer que Dios
pudiera crear tal lugar también para la eternidad. Pero esto no quiso decir que la gente creyera en
el universalismo cristiano, en un cielo o una resurrección cristiana para todos o, cuando menos,
para la mayoría. Más bien, muchos se desplazaron en direcciones muy diferentes que ya Shelley
esboza en su poema memorial para Keats:
¡Paz, paz! Él no está muerto, él no está dormido
Él se ha despertado del sueño de la vidaSomos nosotros, quienes, perdidos en visiones tormentosas,
Mantenemos una lucha infructífera con fantasmas...
Él es ahora uno con la Naturaleza: allí se escucha
Su voz en toda su música, desde el gemido
Del relámpago, hasta el dulce trinar del pájaro nocturno;
Él es una presencia que debe sentirse y conocerse
En la oscuridad y en la luz, de la yerba y de la piedra,
Diseminándose por doquiera que se desplace el Poder
Que ha replegado a sí mismo su ser...
Él es una porción del encanto
Que tornó una vez más encantador: él carga con
Su parte, mientras la tensión plástica del propio Espíritu
Barre y atraviesa todo el mundo denso y aburrido...
Yo nací en la oscuridad, con temor, lejos;
Aun quemándome a través del velo más interno del Cielo,
El alma de Adonais, como una estrella,
Lanza su luz desde la morada de los Eternos.
Shelley, en su condición de ateo, sabía perfectamente bien que esta visión neoplatónica de una
transformación del alma en parte de la belleza del universo estaba muy lejos de las enseñanzas
cristianas tradicionales. La ironía actual es que muchos expresan sentimientos similares y
piensan que son cristianos, así como también esperan que la Iglesia les permita que se lean
poemas como éste en los funerales y entierros cristianos. Bueno, sigamos con algo similar sin
tardanza. Encontramos una posición muy similar en Rupert Brooke, cuando inspiraba a sus
amigos en 1914 con las siguientes palabras:
Cuando yo muera, sólo piensen esto de mí:
Que hay algún rincón en un campo extranjero
Que será por siempre Inglaterra. Habrá
Escondido en esa tierra rica un polvo aún más rico;
Un polvo nacido, formado y nutrido por Inglaterra, que
Una vez le dio sus flores para amar, sus caminos para recorrer,
Un cuerpo de Inglaterra que respira el aire inglés,
Bañado por los ríos, bendito por los soles del hogar.
Y piensen, que este corazón expulsará todo el mal,
Un pulso en la mente eterna, igualmente devolverá
De alguna manera los pensamientos que Inglaterra le dio;
Sus paisajes y sonidos; sus sueños felices como sus días;
Y la risa, aprendida de los amigos, así como su gentileza,
En corazones que están en paz bajo un cielo inglés.
Sí quizás sea un cielo inglés, pero es muy difícil que sea el cielo de la tradición cristiana o del
Nuevo Testamento. Se escuchan opiniones similares y bastante familiares en el caso de otros
escritores, tales como George Eliot, quien habló sobre «los muertos inmortales que vuelven a
vivir / en mentes que se han convertido en algo mejor por su presencia».
El preludio más obvio del desahogo del dolor que se sintió por la princesa Diana fue el funeral
del Soldado Desconocido en noviembre de 1920. En esa oportunidad, millones de personas que
habían perdido a miembros de su familia por la acción de explosiones que los despedazaron o
que nunca fueron recuperados, tuvieron la ocasión de expresar su dolor como si este soldado
desconocido fuera en realidad su propio hijo o su propio esposo. Tanta muerte afectó a tantos en
ese momento y, luego, volvió a hacerlo una vez más, menos de una generación después, como
resultado de la Segunda Guerra. Los afectó a tal grado que mi propia interpretación es que
nuestras actitudes británicas del siglo veinte con respecto a la muerte manifiestan que,
simplemente, fue demasiado lo que tuvieron que sobrellevar. Yo crecí en una cultura de un
silencio evidente respecto a la muerte. En la década de los cincuenta, a los niños se les aislaba de
la muerte. El primer funeral o entierro al que asistí fue cuando ya casi tenía veinte años. Diría
que esto pudiera haber sido una reacción contra las prácticas victorianas que se manifestaban
ante el lecho de muerte y durante los funerales, que se percibían como claramente
melodramáticas. También pudo haber sido una estrategia mediante la cual los adultos podían
protegerse de su propio sufrimiento enorme y aún sin aflorar, que se podría reflejar con mucha
claridad y ser expresado en las reacciones inocentes de un niño.
Ahora bien, si la muerte y la vida después de la muerte eran las palabras que menos se
mencionaban en la década de los cincuenta, sin lugar a dudas éste no es el caso ahora. Las
películas, las obras de teatro y las novelas las han explorado desde todos los ángulos. Hay
películas como Cuatro bodas y un funeral y Posibilidad de un sueño que han reflejado el interés
e, incluso, la fascinación que tiene la nueva generación por una pregunta que ellos no se habían
formulado y con respecto a la cual no han recibido respuestas que los satisfagan. El lado más
oscuro y sórdido del mercado se regodea en la muerte y no solo en la violencia que aparece en la
pantalla, sino en las películas sobre crímenes, en las que la muerte se convierte en la máxima
emoción. El nihilismo al que ha dado lugar el secularismo puede dejar sin razón para vivir a
muchos y la muerte, una vez más, está flotando en el ambiente cultural. La obra de teatro más
brillante que vi cuando vivía en Londres fue la que se ganó el Premio Pulitzer. Su nombre es Wit
y fue escrita por Margaret Edson, una profesora de colegio de Atlanta, Georgia. La heroína,
Vivian Bearing, es una especialista renombrada en los Sonetos sagrados de John Donne y la
totalidad de la obra de teatro tiene lugar en el pabellón de cáncer del hospital donde ella yace
moribunda y reflexiona durante la obra sobre el gran soneto de Donne «Death Be not Proud»
(«Muerte no te sientas orgullosa»), al que dedicaré mi atención a continuación. La obra de teatro
tuvo más éxito en Nueva York que en Londres. Quizás en Gran Bretaña no estamos todavía
listos para una exploración cabal de la muerte en la edad madura, como lo están nuestros primos
norteamericanos. Sin embargo, las preguntas siempre las tenemos en nuestra mente. En la época
en la que estaba escribiendo las charlas en las que se basó este libro, el columnista John Diamond
era famoso a nivel nacional por escribir con un ingenio estoico, aunque también lacónico, sobre
su cáncer de garganta que estaba en etapa terminal y acerca de su sólido ateísmo mediante el cual
rehusaba todo consuelo y todo ofrecimiento de algún tipo de salvación más allá de la tumba. Ya
para el momento en que me dedique a escribir el libro había muerto. El interés por su columna y
la correspondencia que nos intercambiamos indican con toda claridad el fuerte y renovado
interés que existe en nuestro mundo por todo lo que tiene que ver con el tema de la muerte y lo
que nos espera o no nos espera más allá de la misma.
¿A dónde nos conduce todo esto? No hace mucho tiempo, Ruth Gledhill, la corresponsal de
asuntos religiosos del The Times, publicó un artículo en el que argumentaba que se había abierto
la brecha entre las iglesias de la corriente dominante, por un lado, y la «magia» de las diferentes
filosofías, cultos y supersticiones de la Nueva Era, por el otro. Un lector le escribió para decirle
que vistas desde fuera, las iglesias de la corriente dominante también parecían inclinadas a creer
en lo mágico. «Para los no cristianos», escribe este lector, «los miembros de la iglesia anglicana
aparentemente creen en los cadáveres reanimados», y la implicación es que si esto no es magia,
él no sabía, entonces, de qué se trataba.
Pero bueno, ¿se trata o no de creencias mágicas? ¿En qué es en lo que cree la gente cuando habla
sobre la Pascua de Resurrección? ¿Y cómo se relaciona eso con lo que los credos de las iglesias
de la corriente dominante declaran sobre nuestro destino futuro cuando dicen: «Creo en la
resurrección del cuerpo»? ¿Qué significaba esta frase cuando la usaron los primeros cristianos y
qué puede significar hoy en día? ¿Qué es lo que estamos esperando alcanzar después de la
muerte? ¿Qué respuesta podríamos obtener a esta pregunta si hiciéramos una encuesta aleatoria
en las calles de nuestros pueblos y ciudades? Y, ya que la buena teología nunca es cuestión que
se decida a partir de una mayoría de votos, entonces, ¿cuál es la enseñanza que encontramos en
la Biblia en torno a este tema y sobre Jesús y los Apóstoles?
3. Variedades de creencias
Yo diría que las principales creencias que surgen en el clima actual son de tres tipos, ninguno de
los cuales se corresponde con la ortodoxia cristiana. Igualmente, se aprecian intentos por
restablecer una visión más tradicional. Me viene a la mente, por ejemplo, la oscura, aunque
brillante obra de William Golding, Pincher Martin. No obstante, en términos generales, lo que ha
prevalecido como opinión es que las creencias tradicionales, tanto acerca del juicio, como del
infierno, por un lado, y sobre la resurrección, por el otro, son ofensivas a las sensibilidades
modernas.
En primer lugar, algunos creen en la total aniquilación. Cuando menos, esa posibilidad es
metódica y transparente, por insatisfactoria que pueda ser en lo que al destino humano se refiere.
Podría suponerse que esto es lo que subyace al estallido molesto de Dylan Thomas ante la muerte
de su padre:
No caigas con suavidad en esa noche buena.
Manifiesta tu ira, exprésala contra la luz que se apaga.
Sin embargo, no muchos pueden mantener una negación completa de cualquier vida futura.
Analicemos las secciones de «religión» de las librerías convencionales y nos percataremos de
que cada día son más las personas que en estos tiempos parecen creer en alguna forma de
reencarnación. Esto no se reduce a los hindúes practicantes o a los conversos a medias, como es
el caso de Glenn Hoddle. En la truculenta, aunque fascinante novela de Will Self, How the Dead
Live (Cómo viven los muertos), su personaje central, una mujer londinense gruñona que acaba de
fallecer y que vive en una parodia fantasmal de Londres, descubre que estará condenada a una
reencarnación convencional, a menos que ella logre comprender lo que su guía del más allá
denomina «los broches de la gracia», a través de los cuales pareciera que ella podrá escapar de
este ciclo continuo:
«Muchachita, todavía tienes una última oportunidad para que logres bajarte del
carrusel... Todavía te queda tiempo para colgarte de los broches de la gracia. Si lo
deseas. Si puedes—incluso por unos pocos instantes— lograr una concentración y
unifocalidad de pensamiento».
Pero ella no lo logra y vuelve a nacer como una bebita infeliz, predestinada a una vida corta y
brutal. Will Self parece concebir un tipo de hinduismo en el que el logro mental de un
pensamiento breve y totalmente enfocado remplaza a la mente o al alma que divaga y que está
distraída y es la clave para escapar del ciclo, de la rueda que nunca deja de girar, la rueda de la
muerte y el nacimiento. Aquellos muchos para quienes, juzgando por la literatura disponible, la
reencarnación se ha convertido en una manera de intentar el psicoanálisis por otros medios que
les permiten descubrir aspectos de su personalidad que se derivan de quiénes fueron o qué les
sucedió en una vida anterior, le dan un giro diferente a todo esto. De esta manera, todo fluye
hacia la cultura más amplia de la New Age (Nueva Era), en la que las diferentes creencias
esotéricas se mezclan con los sueños de la autoayuda, el autodesarrollo y la realización.
También alrededor de diferentes ideas de la Nueva Era encontramos un resurgimiento de las
opiniones que descubrimos en Shelley, una forma de religión primitiva basada en la naturaleza y
de amplio alcance popular, con elementos budistas. Al momento de la muerte, uno termina
siendo absorbido hacia el mundo más amplio que nos rodea, hacia el viento y los árboles. El
poema anónimo que dejó un soldado en caso de encontrar la muerte cuando se dirigía hacia
Irlanda del Norte, lo expresa con mucha claridad:
No te pares ante mi tumba a llorar;
Yo no estoy allí. No estoy dormido.
Yo soy miles de vientos que soplan,
Soy el resplandor de diamantes sobre la nieve.
Soy la luz del sol que brilla sobre el grano madurado,
Soy la suave lluvia de otoño...
No te pares ante mi tumba a llorar,
Yo no estoy allí. Yo no muero.
Luego de la muerte de Diana, en un mensaje que dejaron en Londres, hablaban como si la
princesa misma lo estuviera haciendo a viva voz: «Yo no los he dejado en lo absoluto. Sigo aún
con ustedes. Estoy en el sol, como estoy en el viento. Incluso estoy presente en la lluvia. Yo no
me he muerto, yo estoy con todos ustedes». En tantos servicios funerarios, entierros y
aniversarios, incluso en el caso de muchas lápidas y dedicatorias, ahora se hace referencia a este
tipo de creencias. Muchos supuestos cristianos tratan de convencerse a sí mismos y a los demás
de que este tipo de vida en curso es verdaderamente a lo que se refieren las enseñanzas
tradicionales que nos hablan, bien sea sobre la inmortalidad del alma o sobre la resurrección de
los muertos. Sin embargo, otros, como Philip Pullman, el famoso escritor de libros infantiles que
tanto éxito ha tenido, siguen sólo hasta cierto punto esta línea. Pullman ha establecido con
bastante claridad que, de este modo, él está atacando y deconstruyendo la creencia cristiana
tradicional y que, más bien, está ofreciendo algo a cambio.
Encontramos un ejemplo sorprendente y claramente delineado que no deja de asombrarnos en el
libro Fever Pitch (Al rojo vivo) de Nick Hornby. Se trata de un recuento apasionado y gracioso
de su amor por el fútbol y, especialmente, su pasión por el equipo Arsenal. Al encontrarse a un
aficionado del futbol muerto y tirado en la calle, él se pone a pensar acerca de la muerte y el
fútbol. Piensa, entonces, si no sería terrible morir en plena temporada sin saber cómo terminó.
A continuación, dejemos que él mismo nos lo relate:
Quizás moriremos la noche justo antes de que nuestro equipo haga su aparición en
Wembley o el día después del primer juego de la primera ronda de la Copa de Europa, o
pudiera ser en plena campaña de ascenso o en plena pelea para no descender en la liga y
son muchas las probabilidades, según la mayoría de las teorías sobre la vida después de la
muerte, de que no podremos descubrir el resultado final. El verdadero punto sobre la
muerte, hablando en términos metafóricos, es que es casi seguro que ésta ocurra antes de
que se hayan entregado los trofeos más importantes.
Ahora bien, esto es altamente insatisfactorio y lleva a Hornby a especular sobre las posibilidades
que todos podemos tener de una vida después de la muerte en la que el fútbol (claro está) seguirá
jugando un papel de vital importancia. La cremación ofrece una posibilidad:
Creo que yo sería uno de aquellos que estaría feliz de que dispersaran sus cenizas sobre la
grama de Highbury (aunque entiendo que habría ciertas restricciones: demasiadas viudas
entrarían en contacto con el club y se teme que el terreno no respondería muy bien al
recibir una urna tras otra)... Sin duda, yo preferiría que dispersaran mis cenizas sobre la
Tribuna de Occidente que sobre el Atlántico o que las dejaran en la cumbre de alguna
montaña.
Y aunque esto pudiera dar lugar a un tipo diferente de «sobrevivencia», él se pregunta sobre lo
siguiente:
Sería agradable pensar que yo me pudiera quedar dentro del estadio de alguna manera, y
ver al primer titular jugar un sábado, y a los equipos de reserva los sábados siguientes;
quisiera sentir que mis hijos y mis nietos serán también fanáticos del Arsenal y que yo
podré ver los partidos con ellos. No me parece una mala idea pasarme así toda la
eternidad... Quiero flotar por Highbury como un fantasma que ve los partidos de los
equipos de reserva hasta el fin de los tiempos.
Aquí podemos apreciar la confusión total actual sobre la vida después de la muerte que se
expresa, por así decirlo, sobre el terreno de una obsesión monomaniaca (siendo ésta la propia
descripción de Hornby) con un área específica de la vida.
Las prácticas funerarias que han ido surgiendo o que han reaparecido en nuestra época actual
exhiben el mismo grado de confusión.
Hasta hace muy poco, el hecho de colocar objetos en el ataúd para que acompañen al muerto y le
den consuelo o lo ayuden en la vida que le espera, era algo que describían los estudiantes de
cultura y civilización como una práctica interesante que había sido plenamente abandonada por
el mundo occidental moderno. Sin embargo, con el pasar de los días vuelven a hacerse más
comunes los regalos que se le dejan a los muertos. Pudiera tratarse de fotografías, joyas, osos de
peluche y otros objetos similares que quedan con ellos en el ataúd. Nigel Barley nos relata las
historias contadas por un empleado de un crematorio acerca de algunas viudas que colocan en el
ataúd un paquete de galletas o los anteojos de repuesto del difunto, así como su dentadura
postiza. Nos cuenta que, en una ocasión, una viuda colocó en el ataúd de su esposo dos latas del
adhesivo en espray que el difunto solía utilizar para colocarse el peluquín sin que se le moviera y
esto ocasionó una explosión de tal magnitud que casi dobló la puerta del horno crematorio. ¿Qué
tipo de creencia refleja todo esto, si acaso releja alguna?
Finalmente, a nivel popular, la creencia en los fantasmas y en la posibilidad de un contacto
espiritualista con los muertos se ha resistido a todos los avances de un siglo de secularismo.
Cuando este libro no era más que una serie de charlas que dicté en la Abadía de Westminster, en
el boletín semanal en el que se hacía la publicidad de la primera charla, también se anunciaba
que uno de los fantasmas del siglo diecisiete que habitaba la Abadía bien podría estar haciendo
su aparición anual alrededor de esa fecha. Y, claro está, hay evidencia de numerosos fenómenos
populares a ambos lados del Atlántico, tal como el culto continuo a Elvis Presley en Estados
Unidos, el cual requeriría de sus propias categorías para describirlo.
Supongo que estoy describiendo un mundo que reconocerán mis lectores. Mi propósito no es el
de catalogarlo de forma muy exhaustiva sino, más bien, el de atraer la atención hacia algunas de
sus características y hacia el hecho sorprendente de que no solo es bastante improbable que algo
así pueda llamarse una creencia cristiana ortodoxa sino que, según tengo entendido, la mayoría
de la gente simplemente no sabe lo que pudiera ser una creencia cristiana ortodoxa. Se da por
sentado que los cristianos creen en la vida después de la muerte, en contraposición a una
negativa clara y directa de cualquier forma de «sobrevivencia» y de todos y cada uno de los tipos
de «vida después de la muerte». Por lo tanto, debe ser más o menos lo mismo desde el punto de
vista cristiano. La posibilidad de que dentro de la idea general de la «vida después de la muerte»
pueda haber variaciones que personifican diferentes creencias significativamente distintas acerca
de Dios y el mundo y diferentes maneras en las que la gente puede vivir en la actualidad, es algo
que simplemente no se le ha ocurrido a la mayoría de las personas modernas que viven en el
mundo occidental. Cabe mencionar, en particular, que muchas personas tienen una idea muy
limitada o no tienen ni idea de lo que verdaderamente quiere decir la palabra «resurrección» o la
razón por la que los cristianos dicen que creen en ella.
Lo que es más preocupante aún es que esta ignorancia múltiple parece a menudo también verse
en las iglesias. Éste es precisamente el tema del siguiente capítulo.
Capítulo 2
¿Desconcertado sobre el paraíso?
1. La confusión cristiana con respecto a la esperanza
Uno de los sermones anglicanos que se ha citado con mayor frecuencia en el XX es también, por
coincidencia, uno de los que más se presta a malentendidos. En una guía ampliamente utilizada
para la organización y celebración de funerales laicos, las palabras que pronuncia el canónigo
Henry Scott Holland de la catedral de San Pablo se citan como el prefacio y son innumerables las
personas que solicitan que se lea este prefacio en los servicios funerarios de entierros y
aniversarios de defunción:
La muerte no es nada en lo absoluto. No cuenta para nada. Simplemente me he
escabullido hacia la otra habitación. Nada ha sucedido. Todo permanece exactamente tal
y como era. Yo soy yo y tú eres tú y la vida anterior que compartíamos con tanto cariño y
afecto ha quedado igual, sigue inalterada, sin que nada haya cambiado. Todo lo que
fuimos el uno para el otro, lo seguimos siendo. Al llamarme, sigue usando el nombre
familiar con el que solías hacerlo. Habla de mí con la misma facilidad y naturalidad con
la que siempre solías referirte a mí. No cambies en lo absoluto tu tono de voz al referirte
a mí. No te veas obligado tampoco a asumir un aire de solemnidad o de tristeza... La vida
significa todo lo que siempre ha significado. Es exactamente igual a como siempre fue.
Sigue existiendo una continuidad absoluta e inquebrantable. ¿Qué es la muerte si no un
accidente insignificante? ¿Por qué deberías dejar de tenerme en tu mente simplemente
porque ya no aparezco ante tus ojos? Estoy esperando por ti en este intervalo. Espero por
ti en algún lugar muy cercano que no está más que al dar la vuelta a la esquina. Todo está
bien. Nada ha sufrido daño alguno; nada se ha perdido. En un breve momento todo será
tal como era antes. ¡Cómo nos reiremos de todos los inconvenientes de la separación
cuando volvamos a reunirnos!
En términos generales, lo que nadie se toma el trabajo de resaltar es que ésta no era la visión que
Scott Holland pretendía propugnar. Tal como él mismo lo señala, esto era simplemente lo que le
venía a la mente cuando «contemplaba a alguien que yacía en la paz del sepulcro», cuando se
trataba de «alguien que había sido muy cercano y que era muy querido». En otro pasaje del
mismo sermón que fuera predicado en el año de 1910 con motivo de la muerte del rey Eduardo
VII, también se refirió a otros sentimientos que se relacionan igualmente con la muerte, que
parece
…tan inexplicable, tan despiadada, tan cegadora... la cruel emboscada que nos hace caer
en la trampa... se abre paso interrumpiendo implacablemente nuestra felicidad sin
tomarnos para nada en cuenta en su inhumano desprecio por nosotros... más allá de la
oscuridad se esconde su impenetrable secreto... ¡Mudo como la noche, ese aterrador
silencio!
Scott Holland prosigue en un intento por lograr un punto medio que reconcilie estas dos visiones
de la muerte. Según lo que nos dice el Nuevo Testamento, el cristiano «ya ha pasado de la
muerte a la vida», de manera que la transición ulterior de la muerte real no debería ser tan
aterradora como parece serlo. Además (según nos sugiere Scott Holland), deberíamos pensar en
la vida más allá de la muerte en términos de una continuación de aquel crecimiento en el
conocimiento de Dios y en la santidad personal que ya ha empezado en esta vida. Esto aborda
aspectos que no podemos tomar en cuenta en esta etapa del libro. Sin embargo, no nos debe
quedar duda alguna de que el hecho de mencionar este párrafo, que se ha citado con tanta
frecuencia, fuera del contexto del sermón al que perteneció originalmente, distorsiona seriamente
las intenciones del autor. En realidad, apenas podríamos especular sobre la extraordinaria
negación en la que se incurre cuando se le cita fuera de su contexto. No sería más que una total y
completa negativa a decir la verdad sobre esta ruptura real y salvaje, la terrible negación de la
bondad de la vida humana que toda muerte implica. Me encantaría pensar que uno de los efectos
que pueda tener este libro que les estoy presentando sea el de cuestionar el uso de este fragmento
de Scott Holland en los entierros y aniversarios de defunción cristianos. En realidad, nos ofrece
un consuelo vano. En sí mismo y sin venir acompañado de algún otro comentario, simplemente
nos dice mentiras. No es tan siquiera una parodia de la fe cristiana. Más bien, simplemente
empieza por negar que exista algún problema, incluso alguna necesidad de esperanza.
En contraste con ese fragmento tan ampliamente conocido, podemos hacer mención de la actitud
sólida de una teología cristiana clásica, aquella que manifestó John Donne, quien en algún
momento fuera Deán de la Catedral de San Pablo:
Muerte, no te sientas orgullosa, pues aunque te hayan llamado Poderosa y digna de temer,
no lo eres;
Ya que aquellos que tú crees que logras vencer
No mueren, pobre Muerte, como tampoco tú puedes matarme.
Del descanso y del sueño que solo tus imágenes transmiten,
Mucho placer de ti, entonces debe fluir;
Y muy pronto nuestros mejores hombres contigo se irán,
Descanso de sus huesos y entrega de su alma.
Tú eres esclava del destino, de la suerte, de los reyes y de los hombres desesperados,
Y reinas con tu veneno, tu guerra y tu enfermedad,
También las amapolas o los hechizos nos pueden hacer dormir,
Y mejor aún que tu golpe. ¿Por qué entonces te enorgulleces?
Tras un corto sueño, nos despertaremos por toda la eternidad,
Y la muerte ya no será más. Muerte, tú morirás.
A primera vista, esto pudiera parecer bastante similar a lo que nos dice Scott Holland. ¿La
muerte no es nada en lo absoluto? ¿Después de todo, la muerte no es ni poderosa ni digna de
temer? No, no es así. Las dos últimas líneas son las que nos dicen todo. La muerte es una gran
enemiga, pero ha sido conquistada y al fin de los tiempos será conquistada plenamente. «Tras un
corto sueño, nos despertaremos por toda la eternidad, / Y la muerte no será más. Muerte, tú
morirás». En el pasaje de Scott Holland, no hay nada que deba ser conquistado. A su vez, para
John Donne la muerte si es importante, es un enemigo, pero para el cristiano, es un enemigo
vencido. Muy a tono con gran parte del pensamiento cristiano clásico…, Donne ve la vida
después de la muerte en dos etapas: en primer lugar, es un sueño corto y, luego, es un despertar
por toda la eternidad. Y la muerte ya no será más. Donne ha captado lo que descubriremos que es
la creencia medular del Nuevo Testamento: que, al final de los tiempos, la muerte no será
simplemente redefinida, sino que será vencida. La intención de Dios es no permitir que la muerte
se salga con la suya con respecto a nosotros. Si el futuro final que se nos ha prometido es
simplemente que las almas inmortales les habrán dejado atrás sus cuerpos mortales, ¿por qué
entonces sigue imperando la muerte? Ésta es una descripción no de la derrota de la muerte, sino
de la muerte en sí misma, aunque vista desde otro ángulo.
Ahora bien, creo que me estoy adelantando demasiado en estas líneas. La posición cristiana
clásica ha quedado establecida en los primeros credos, los cuales dependen, a su vez, del Nuevo
Testamento en maneras que exploraremos más adelante en este libro. En mi iglesia, nosotros
declaramos todos los días y todas las semanas que creemos en «la resurrección del cuerpo».
¿Pero esto es verdaderamente cierto? Muchos profesores y teólogos cristianos de las décadas
más recientes han cuestionado si esta manera de hablar es apropiada. Un libro ilustrado de gran
formato y de mucho lujo que fuera publicado recientemente sobre el tema de la muerte y de la
vida después de la muerte, simplemente le dedica unas cuatro páginas a la idea aparentemente
extraña de la resurrección y declara de forma bastante anodina que el «cristianismo ortodoxo
actual ya no se rige por la creencia de la resurrección física y prefiere el concepto de la existencia
eterna del alma, aunque algunos credos siguen aferrándose a las viejas ideas». Una vez más, es
necesario que seamos muy claros. Si esto es cierto, entonces no se conquista a la muerte, sino se
le redescribe: ya no como un enemigo, sino simplemente como el medio a través del cual, al
igual que en Hamlet, el alma inmortal se desprende de su envoltura mortal.
2. Exploración de las opciones
En realidad, se ha venido fluctuando entre los dos polos de opinión, lo cual se puede apreciar con
toda facilidad si uno visita cualquier iglesia vieja y observa los monumentos que hay en ella.
Algunos conciben la muerte como un terrible enemigo que acecha a su presa. Esto se combina, a
menudo, con la proclamación firme que establece que, a pesar de ser una enemiga, la muerte será
finalmente derrotada: de ahí que la tradición de inscribir la palabra Resurgam, que quiere decir
«Me levantaré», tal como destacáramos en el capítulo anterior, significa que, al igual que en
Donne y Kipling, el difunto creía en un sueño intermedio que sería seguido de una nueva vida
corporal en algún momento futuro. Es por eso que a la gente se le enterraba mirando hacia el
este, de manera que se levantara para saludar al Señor a su llegada. Sin embargo, Stanley
Spencer, uno de los pintores más recientes que ilustra la resurrección, ignora ese detalle y se
inclina más bien, hacia el semirrealismo de los cadáveres que salen de sus tumbas en todas las
direcciones en el cementerio de Cookham. Este aspecto lo volveremos a analizar de manera más
específica en el capítulo 10 este libro.
El otro polo de creencia es aquel que representa el himno de San Francisco «Todas las criaturas
de nuestro Dios y Rey», con su destacada invocación: «Y tú, mi muy querida y gentil muerte,
qué esperas para apagar nuestro último aliento». Muchos himnos, muchas oraciones y muchos
sermones han intentado suavizar el golpe al presentar a la muerte como un amigo, que viene para
llevarnos a un lugar mejor. Este era un tema muy familiar en el siglo XIX y hace sentir su eco
secular en los movimientos modernos que se inclinan hacia la eutanasia voluntaria. Por lo tanto,
el pensamiento cristiano ha oscilado entre la corriente que ve a la muerte como un vil enemigo y
la que la ve como a una amiga a la que hay que darle la bienvenida.
Claro está que tradicionalmente hemos supuesto que el cristianismo nos enseña acerca del cielo
que está arriba y al que van aquellos que han sido salvados o están bendecidos y el infierno que
está abajo, esperando a los malvados e impenitentes. Esto es lo que muchos siguen tomando
como la línea oficial, tanto en el caso de los que están dentro, como fuera de la Iglesia, aunque
sea una línea que ellos pudieran aceptar o no.
Un ejemplo muy destacado al respecto me llegó por correo hace no mucho tiempo: se trataba de
un libro, aparentemente uno de los más vendidos de la temporada, que había escrito Maria
Shriver, la esposa de Arnold Schwarzenegger y sobrina de John F. Kennedy, que se denomina
What’s Heaven? (¿Qué es el cielo?). El libro va dirigido a los niños y tiene muchas ilustraciones
grandes de suaves y acolchadas nubes en cielos azules. Cada página de texto tiene una frase que
aparece en una letra mucho más grande y que transmite el mensaje básico del libro de una
manera muy clara y obvia. Tal como nos dice Maria Shriver en su libro, el cielo
…es algún lugar en el que uno cree... un lugar muy bello en el que te puedes sentar sobre
suaves nubes y hablar con las otras personas que están allí. En la noche, puedes sentarte
cerca de las estrellas, que son las más brillantes que se pueden ver en todo el universo...
Y si eres bueno durante toda tu vida, entonces te puedes ir al cielo... cuando termina tu
vida aquí en la Tierra, Dios te envía a sus ángeles a buscarte para que te lleven al cielo a
estar con El... [Y mi abuela está] viva dentro de mí... Lo más importante de todo esto es
que ella me enseñó a creer en mí misma... Ella está en un lugar seguro, con las estrellas,
con Dios y con los ángeles... ella nos está mirando desde allá arriba... «Quiero que todos
ustedes sepan [le dice la heroína a su bisabuela] que incluso cuando tú ya no estés aquí, tu
espíritu siempre estará vivo dentro de mí».
Sin lugar a dudas, palabras más, palabras menos, esto es exactamente lo que millones de
personas han llegado a creer y a aceptar como verdad en el mundo occidental, razón por la que se
lo enseñan a sus hijos. Este libro me lo envió un amigo que trabaja con niños que están
aquejados por alguna pérdida y me lo describió como «uno de los peores libros para los niños».
Al respecto, me dijo lo siguiente: «¡Espero que este libro tan horroroso te sirva de ayuda para
saber exactamente qué es lo no se debe decir! ». Es un auténtico y excelente ejemplo de ese
género. La verdad de lo que la Biblia nos enseña es muy diferente y es verdaderamente muy
diferente en diversos niveles.
A mucha gente le sorprende ampliamente cuando se le dice lo que en realidad es el caso: que es
muy poco lo que se menciona en la Biblia sobre «ir al cielo cuando uno muere». Es más,
tampoco es mucho lo que dice acerca de un infierno posterior a la muerte. Las imágenes
medievales del cielo y del infierno, las cuales fueron estimuladas, aun cuando no fueron creadas
por la obra clásica de Dante, han ejercido una inmensa influencia sobre la imaginación cristiana
de Occidente. Son muchos los cristianos que crecen bajo la suposición de que en todos aquellos
momentos en los que se habla del «cielo» en el Nuevo Testamento, se refiere al lugar al que irán
aquellos que se han salvado después de su muerte. En el evangelio según san Mateo, las
referencias que hace Jesús al «reino de Dios» aparecen en los otros evangelios como el «reino de
los cielos». Ya que muchos leen primero a Mateo, cuando encuentran pasajes en los que Cristo
habla de «entrar al reino de los cielos», simplemente confirman sus suposiciones y piensan que
en realidad está hablando de «cómo ir al cielo cuando uno muere». Ahora bien, sin lugar a dudas,
eso no es precisamente lo que Jesús, así como tampoco Mateo, tenían en mente. Alrededor de
esto se han ido tejiendo muchas imágenes mentales que ahora damos por sentadas «como lo que
enseña la Biblia» o «aquello en lo que creen los cristianos».
Sin embargo, el lenguaje del cielo en el Nuevo Testamento no opera de esta manera. En las
prédicas de Jesús, el «reino de Dios» no se refiere al destino posterior a la muerte, ni a nuestro
escape de este mundo hacia otro, sino, más bien, tiene que ver con el reinado soberano de Dios
que se ejerce «así en la tierra como en el cielo». Las raíces de este malentendido son bastante
profundas y se remontan incluso a las etapas residuales del platonismo que ha infectado escuelas
y tendencias completas de pensamiento cristiano y ha llegado a inducir a la gente a creer
erróneamente que los cristianos tienen que restarle valor a este mundo presente y a los cuerpos
en los que llevan esta vida, debiendo considerarlos deteriorados o dignos de vergüenza.
De igual manera, también se han malentendido ampliamente las imágenes que ilustran el cielo en
el libro del Apocalipsis. Muy a pesar de los grandes himnos de Charles Wesley, la fabulosa
descripción que aparece en Ap. 4 y 5 de los veinticuatro ancianos que se despojan de sus coronas
y las arrojan delante el trono de Dios y del Cordero, al lado del mar transparente semejante al
cristal, no es una ilustración del último día en la que todos los redimidos por fin están en el cielo.
Es, más bien, una ilustración de la realidad actual, la dimensión celestial de nuestra vida actual.
En la Biblia, el cielo no es, a menudo, un destino futuro. Más bien, es la otra dimensión, la
dimensión oculta de nuestra vida cotidiana. Por así decirlo, es la dimensión de Dios. Dios hizo el
cielo y la tierra. En los últimos días, Él rehará el cielo y la tierra y los unirá para siempre. De
igual manera, cuando llegamos a la imagen del verdadero Final en Ap. 21 y 22, no encontramos
almas rescatadas que están logrando llegar a un cielo incorpóreo, sino más bien a la Nueva
Jerusalén que baja del cielo a la tierra hasta que el cielo y la tierra se unen en un abrazo por
siempre.
Mucho me temo que hoy en día la mayoría de los cristianos nunca medita sobre esto, ni siquiera
una vez al año. Se sienten satisfechos con lo que es, cuando mucho, una versión truncada y
distorsionada de la gran esperanza bíblica. En realidad, la imagen popular se ve reforzada una y
otra vez por los diferentes himnos, oraciones, monumentos e, incluso, obras muy serias de
teología e historia. Se supone simplemente que la palabra «cielo» es el término adecuado que se
utiliza para designar el destino final, el «hogar» final y que el idioma de la «resurrección» y de la
nueva tierra, al igual que de los nuevos cielos, debe encajar de alguna manera dentro de ese
concepto.
Me parece que lo que hoy en día apreciamos en la Iglesia actual es una combinación confusa de
muchos aspectos diferentes. Por un lado, sabemos que se ha venido atacando la antigua visión
del cielo y del infierno. Son muchos los que ahora incluso se rehúsan a creer en el infierno. No
obstante, en el transcurso del último siglo, a medida que se iba desarrollando esta negativa,
también hemos descubierto que paradójicamente esto llevaba a una disminución de la promesa
del cielo, ya que si todos están en el mismo camino, sería bastante injusto permitir que algunos
vayan directo a su destino en vez de que continúen el largo viaje posterior a la muerte. La idea de
tal «viaje» posterior a la muerte ahora es bastante infrecuente aunque, una vez más, casi no
encuentra justificación alguna en la Biblia o en el pensamiento cristiano primitivo. También
hemos visto la rehabilitación de una versión moderna, aséptica de la antigua idea del purgatorio:
en vista de que en el momento de la muerte, todos seguimos estando muy poco preparados para
presentarnos ante nuestro Creador, (se sugiere que) necesitaremos, por lo tanto, un período de
refinamiento y mejora para poder crecer hacia la luz. (Las personas que piensan hoy en día de
esta manera tienden a optar por expresarlo de ese modo, en vez de enfatizar el concepto de
«purgar» u otros conceptos igualmente incómodos). Muchos han preferido adoptar un
universalismo en el que Dios les ofrecerá por siempre a los que no se han arrepentido todavía la
alternativa de elegir la fe, hasta que al fin todos sucumban al llamado del amor divino. Algunos
han declarado que el cielo, tal como éste se ha ilustrado de forma tradicional, pareciera ser
insufriblemente aburrido con todos sentados en las nubes tocando arpas todo el tiempo y que,
bien sea no creen en este tipo de cielo o simplemente no quieren ir al cielo. Otros han declarado,
con bastante desdeño, que un Dios que simplemente quiere que la gente lo esté adorando todo el
tiempo no es en lo absoluto un personaje que ellos respetarían. Aquellos de nosotros que
manifestamos que la figura ortodoxa es la de una vida humana vibrante y activa, que refleja la
imagen de Dios en los nuevos cielos y en la nueva tierra, a veces somos acusados de proyectar
nuestra vida contemporánea dinámica y decidida en la pantalla del futuro.
3. Los efectos de la confusión
Esta confusión tan compleja y que tiene tantas aristas se refleja e interpreta claramente en los
himnos que cantamos, en la manera en la que celebramos el año litúrgico cristiano y en el tipo de
funerales y de cremaciones que organizamos. Tan solo unas cuantas palabras que les diga sobre
cada uno de estos ejemplos les demostrará claramente a qué me refiero.
Tomemos, en primer lugar, el caso de los himnos. Si echamos un vistazo rápido a cualquier libro
convencional de himnos, nos podremos percatar de que se realizan quizás demasiadas referencias
a la vida futura más allá de la muerte y que todas éstas se acercan más a Tennyson, o incluso a
Shelley, que al cristianismo ortodoxo. Veamos un ejemplo:
Hasta que en el océano de tu amor
Nos perdamos en el cielo que está en las alturas.
Esas son las palabras del piadoso John Keble, pero fue él quien se perdió por un momento aquí,
no en el cristianismo, sino en una gota del océano de la escatología budista. ¿Y qué podríamos
decir de lo que nos habla este colega del Movimiento de Oxford, John Henry Newman, con su
línea casi gnóstica?
Siempre que tu poder me haya bendecido, todavía
Me seguirá guiando,
Más allá de páramos o pantanos, riscos y torrentes, hasta
Que se vaya la noche.
Y al llegar la mañana, esas caras de ángeles sonríen
Aquellos a quienes siempre amé y que por un tiempo había perdido.
¿Acaso Newman creía verdaderamente que él había tenido una vida previa con los ángeles, bien
sea antes de haber sido concebido o en los primeros años de su niñez y que volvería a esa vida a
su debido tiempo? Y, aunque no cabe duda de que la idea del peregrino solitario que sigue la
«amable luz» por páramos y pantanos es una idea romántica y poderosa, igual nos podríamos
preguntar si él piensa verdaderamente que el mundo actual y la vida de hoy podrían describirse
simplemente como «noche».
De igual manera, ¿qué podría decirse sobre el platonismo abierto y patente del himno «Abide
with me» («Mora en mí»), que sigue siendo favorito de algunos círculos?:
Despunta la mañana del cielo y huyen las sombras vanas de la tierra.
Hay una serie de himnos y cánticos que expresan claramente esta línea de pensamiento.
Recordemos, por ejemplo, aquel de Vaughan: «My soul, there is a country» («Mi alma, hay un
país»), o el de Isaac Watts: «There is a land of pure delight» («Existe una tierra de deleite total»).
Prefiero a Watts. Después de todo, está utilizando la tipología bíblica del cruce del Jordán y la
entrada en la tierra prometida, mientras que Vaughan lo que nos ofrece es un mundo
abiertamente platónico de lo de arriba y lo de abajo que, en realidad y según yo lo veo, tiene
poco contenido cristiano más allá de la superficie. En una breve ojeada que le di al libro de
himnos, me percaté de que existían docenas de otros ejemplos similares y no todos podían
explicarse mediante el proceso de selección en un momento en el que la teología imperante
quería decir ese tipo de cosas.
Y qué podríamos decir sobre el himno de Navidad «It came upon the midnight clear» («Apareció
claro sobre la media noche»), que declara en su estrofa final lo siguiente:
¡He ahí! Que los días anticipados
Por bardos y profetas están prontos a llegar,
Cuando, con los años que giran sin cesar
Viene por fin la edad de oro.
Cuando la paz extenderá sobre toda la tierra
Su antiguo esplendor,
Y todo el mundo repetirá la canción
Que ahora cantan los ángeles.
Es un villancico de Navidad que a todos les gusta, pero la idea de ciclos de la historia que a la
larga vuelven a la edad de oro tampoco es una idea cristiana ni judía. Es, más bien, abiertamente
pagana. Y ya que hablamos de villancicos de Navidad, recordemos el que lleva por título «Away
in a manger» («Lejos en un pesebre»), que reza lo siguiente: «y haznos dignos de entrar al cielo
para que vivamos allá contigo». Ahí no se habla de resurrección, ni de ninguna nueva creación.
Tampoco se hace alusión a ningún matrimonio entre el cielo y la tierra. Más aún, cuando
encontramos en el libro de himnos el universalismo y la naturaleza-religión abiertamente
romántica de Paul Gerhardt, en su poema: «The duteous day now closeth» («El día del deber
llega a su fin», incluso hasta se nos puede perdonar por pensar que quien quiera que haya
compilado el libro de himnos sólo leyó el primer verso y ni siquiera se tomó el trabajo de
verificar la teología que tenía el resto. De lo contrario, no nos cabe duda de que alguien habría
levantado una ceja de puro asombro ante la simple sugerencia de que una vida sin fe en el mundo
creado presente pudiera llevar a un futuro de salvación en un escape platónico de la creación:
Por el momento su ceguera mortal
Puede pasar por alto a la amorosa amabilidad de Dios
Y andar a tientas en una lucha sin fe;
Pero cuando el día de la vida haya llegado a su fin,
Entonces la noche clara de la muerte descubrirá
Los campos de la vida perdurable.
En el Nuevo Testamento, la muerte nunca es una «noche clara». Es simplemente un enemigo,
conquistado por Jesús, pero que sigue a la espera de ser vencido por siempre.
Algunos de los himnos que se aprecian en la tradición evangelista y carismática caen con mucha
facilidad en el error fácil que se relaciona, como ya veremos, con las visiones confusas de la
«segunda venida» que nos sugieren que Jesús volverá para tomar a su pueblo y sacarlo de la
tierra y de su «hogar» para llevarlo al cielo. Es por ello que el fabuloso himno, «How great thou
art» («Cuán grande eres»), declara en su estrofa final lo siguiente:
Cuando venga Cristo con su grito de aclamación,
Y me lleve a casa, qué alegría llenará mi corazón.
La segunda línea (lo que permitirá anticipar el argumento que esgrimiré a continuación) pudiera
leerse mejor de esta manera: «Y curará a este mundo...». En realidad, la versión sueca original de
este himno no habla sobre un Cristo que viene para llevarme a casa. Ésta no es más que la
adaptación del traductor. Más bien, menciona que caerán los velos del tiempo y que la fe
cambiará a una visión clara y las campanas de la eternidad nos llamarán a nuestro descanso del
sábado, todo lo cual permite que se le recomiende mucho más ampliamente.
Sin lugar a dudas, hay algunos himnos que se oponen firmemente a esta tendencia. El himno
«Jerusalem the golden» («La dorada Jerusalén») llama la atención hacia los capítulos finales y
decisivos del Apocalipsis. Unos cuantos himnos nos expresan que estamos «siendo despertados
por la última y temida llamada», o hablan de «elevarnos gloriosos el último día». Un gran himno
nos habla de un Dios que se asegura de que su propósito se haga realidad, de manera que «la
tierra se llene de la gloria de Dios al cubrir las aguas el mar». Pero el que descolla por encima de
todos estos himnos, no es otro que el gran himno del Día de todos los Santos, denominado «For
all the saints» («Para todos los santos») cuya secuencia de pensamiento capta a la perfección el
énfasis del Nuevo Testamento. Después de conmemorar y celebrar la vida de los santos en sus
primeros versos, nuestra comunión con ellos en el cuarto y nuestro fortalecimiento en el quinto,
el sexto verso nos habla de cómo nos uniremos a ellos en su morada actual que no es el lugar
final de descanso, sino más bien el sitio intermedio de descanso, alegría y refrescamiento, al que
se le da por nombre paraíso:
La noche dorada brilla en el Oeste;
Pronto, muy pronto, llegará el descanso a los fieles guerreros:
Dulce es la calma del Paraíso bendito. ¡Aleluya! ¡Aleluya!
Sólo después de esto es cuando ocurre la resurrección:
Pero he ahí que despunta un día aún más glorioso,
Los santos triunfantes se levantan en todo su esplendor,
El Rey de la gloria pasa por aquí en su recorrido. ¡Aleluya! ¡Aleluya!
Y de ahí se nos lleva al verso final, triunfal, a la llegada a la nueva Jerusalén.
Si nuestros himnos revelan la confusión en la que hemos caído, la forma en la que celebramos el
año litúrgico cristiano demuestra más o menos lo mismo. He escrito en otra ocasión sobre el
simple enredo que en los años recientes ha permitido ese festival de dos días, si así podemos
llamarlo, en que se han convertido el Día de todos los Santos y el Día de todos los Muertos, que
viene precedido por una fecha que confunde más aún y que no es otra que la de la víspera del Día
de todos los Santos o Halloween, como se le conoce en inglés. Muy pocos de aquellos que
celebran esta doble (o triple) festividad son los que, en mi opinión, creen en la teología medieval
que intentó darle siquiera algún sentido a estas tres fechas. En realidad, lo que refleja esta
celebración es la confusión de una Iglesia que ya no cree verdaderamente en el cielo y,
probablemente, ni siquiera cree en el infierno; una Iglesia que prefiere, más bien, una suerte de
purgatorio blando e indulgente que viene a remplazar a cualquiera de los otros dos y en el que no
hay lugar en lo absoluto para la resurrección del cuerpo, la nueva creación o la nueva Jerusalén
que desciende del cielo a la tierra.
Ahora bien, esto no es más que parte del enredo. En ciertos esquemas anglicanos recientes, se ha
dejado sin definir claramente una sección completa del año cristiano. El Adviento, los cuatro
domingos inmediatamente anteriores a la Navidad, solían enfocarse sobre las doctrinas de la
segunda venida, del juicio de Dios y del destino final de los seres humanos. Hoy en día, los
leccionarios han cambiado todo eso y, más bien, han venido a remplazarlos otros diversos
aspectos de preparación para la Navidad. Durante un buen tiempo (en la década de los noventa),
ese mes que cubre, más o menos, la liturgia previa al Adviento y que abarca casi en su totalidad
el mes de noviembre, fue conocido bajo un nuevo nombre puesto que se le llamó la «Temporada
del Reino». Es más, en esa época del año, se procedió a establecer suposiciones bastante
peculiares e inconsistentes sobre la muerte y lo que nos espera más allá de la misma. Aunque ya
este nombre no se sigue utilizando, no ha sido posible erradicar con la misma facilidad la
confusión que trajo y que se ve reflejada en diversas oraciones litúrgicas que hablan de «la luz
del reino que disfrutan los santos», como si, a pesar de lo que dice el Nuevo Testamento, el
«reino» de Dios fuera un lugar denominado «cielo» al que ya han llegado algunos, aunque no
todos los cristianos que han muerto.
Incluso podemos decir que la Navidad en sí ha sobrepasado ampliamente a la Pascua de
Resurrección como el verdadero centro de celebración del año litúrgico cristiano, una realidad
que revierte por completo el énfasis que le otorga a estas fechas el Nuevo Testamento. En
algunas ocasiones, en los himnos, las oraciones y los sermones tratamos de construir toda una
teología sobre la Navidad, aunque en realidad no se logre darle sustento a tal situación. De igual
modo, celebramos la Cuaresma, la Semana Santa y el Viernes Santo de manera tan rigurosa y
esmerada que casi no nos queda energía para la Pascua de Resurrección, excepto para la vigilia y
el primer día de pascua. A pesar de ello, la Pascua de Resurrección debe ser el centro de todo. Si
la eliminamos, podríamos decir literalmente que no nos queda nada.
Las mismas confusiones se aprecian en la forma en la que se celebran los funerales y entierros.
En los años recientes, son muchos los ritos fúnebres que se han escrito y publicado y, a menudo,
luego de largos y acalorados debates. Sin embargo, antes de proceder a abordarlos, quisiera decir
unas cuantas palabras acerca de la teología implícita que mantienen muchos de aquellos que
optan por la cremación en vez del entierro. Claro está que hubo razones de higiene y de
hacinamiento que llevaron a los que emprendieron las reformas a fines del siglo pasado a
proponer este paso, el cual, aunque quizás no lo sepan todos los cristianos de Occidente, sigue
siendo algo a lo que se opone firmemente la ortodoxia del Oriente (a pesar de la escasez de
tierras que sufren algunos países, cuando menos Grecia), al igual que los judíos ortodoxos y los
musulmanes. Sin embargo, clásicamente la cremación ha tendido a pertenecer más al ámbito de
la teología hindú o budista. De igual manera, aunque en menor grado y a nivel popular, la vemos
como una cultura que está penetrando con cierta rapidez. Cuando alguien pide que sus cenizas se
dispersen en las laderas de una colina que era su favorita o en un río o playa que le gustaba
mucho, podemos entender sus sentimientos (aunque al hacerlo, quizás les estaríamos negando a
los afligidos deudos un lugar específico al que pueden ir a visitarlo para llorar su tristeza). Sin
embargo, la implicación subyacente de un deseo de fundirse simplemente con el mundo creado,
sin afirmación alguna de la vida futura de una nueva personificación, desaparece ante la
contundencia de la teología cristiana clásica.
Claro está que no pretendo decir que la cremación sea una herejía. Ya hablaré a su debido tiempo
sobre la relación que tiene con el cuerpo en la resurrección. Simplemente pretendo destacar que
se evidenció un gran cambio en el pensamiento durante el siglo pasado que privilegió la
cremación y que éste refleja, cuando menos en parte, algunas de las confusiones que hemos
observado, tanto en la Iglesia, como en el mundo en general. Y, ya que estamos abordando este
tema, quisiera mencionar que una ceremonia en un edificio que se utiliza únicamente para
cremar es un evento muy diferente a un funeral, venga éste seguido, o no, por una cremación,
puesto que el funeral se celebra en un edificio que se utiliza diaria y semanalmente para la
oración, la eucaristía, la celebración, los bautizos y las bodas y toda la vida de adoración y culto
de una comunidad. Por otra parte, viéndolo desde otra perspectiva, podríamos decir que hay algo
fabuloso y profundo en el acto de entrar a una iglesia atravesando el cementerio en el que están
enterrados todos aquellos que han adorado a Dios duran te siglos en ese lugar. Ahora bien,
también, esa es otra historia.
Cuando se trata de los funerales en sí, la confusión de otros ámbitos se refleja también aquí con
bastante fidelidad (si ésa es la palabra que podemos utilizar). Es tanto lo que ha sucedido en las
diferentes iglesias que sólo puedo hacer comentarios muy selectivos y relativos a mi propia
Iglesia (la Iglesia de Inglaterra). Las verificaciones realizadas al azar con respecto a otras iglesias
indican que también en ellas es bastante típico lo que les voy a decir. Cuando surgieron las
nuevas liturgias fúnebres de la Iglesia de Inglaterra, a fines del siglo xx, se publicaron varios
recursos bastante útiles para ayudar al clero a aprovechar las mejores oportunidades pastorales
entre una serie de pasajes sensibles, aunque a menudo engañosos. Uno de tales libros que fuera
publicado por la editorial oficial de la Iglesia de Inglaterra y con recomendaciones en su prefacio
ofrecidas por altos personeros de la Iglesia, nos ofrece una guía fabulosa que nos permite tener
una idea de todo lo que quisiéramos saber y hacer, excepto en cuanto al hecho de que, en ningún
lugar de este libro se hace mención siquiera una vez a la palabra resurrección. Más aún, quizás
esto no nos sorprenda tanto cuando examinemos los nuevos oficios en sí. Afortunadamente, la
resurrección no ha desaparecido de ellos, aunque sí se ha apagado su presencia, se le ha restado
importancia y, más bien, el tenor general apunta a respaldar la visión, cada día más
prevaleciente, de una sola etapa en el destino posterior a la muerte que «convierte la oscuridad de
la muerte en el amanecer de una nueva vida y la tristeza de la partida en la dicha del cielo», tal
como lo señala una de las oraciones. También podríamos decirlo en otras palabras: si alguien
acudiera a uno de estos oficios fúnebres sin tener idea sobre cuáles eran las enseñanzas al
respecto de la religión judía y de la religión cristiana clásicas, este funeral haría muy poco para
ilustrar a esta persona y, más bien, contribuiría ampliamente a confundirla o confirmarle el
enredo mental que ya tenía con respecto a estos ritos.
Las «oraciones en las que se encomienda al difunto» tampoco ayudarían mucho, tal como se
aprecia a continuación:
...encomendamos a N a tus brazos de misericordia,
en la creencia de que, al haberle perdonado sus pecados,
él/ella compartirá un lugar de felicidad, luz y paz
en el reino de tu gloria por siempre.
...Dios ahora le da la bienvenida a él/ella a su mesa en el cielo
Para que comparta la vida eterna con todos los santos.
Encomendamos a N a tu misericordia
y te rogamos porque al acercarlo/acercarla a ti,
nos darás tu bendición de paz...
Lo/la encomendamos a tu misericordia,
y rogamos porque nos muestres el camino de la vida,
y la plenitud de la dicha en tu presencia
por toda la eternidad.
En medio de esta secuencia, hay una oración que se destaca por su clara afirmación de lo que los
primeros cristianos hubieran querido decir:
Confiando en tu fidelidad,
encomendamos a N a tu misericordia
mientras aguardamos ese gran día
en que tú nos resucites triunfantes con él/ella a la vida
y en que nos presentemos ante ti,
con toda tu creación hecha nueva en él,
en la gloria de tu reino celestial.
Aunque se nos podría excusar por preguntarnos si la última línea no nos quita con la mano
izquierda lo que nos acaba de conceder con la derecha, ya que el punto medular de la nueva
creación y de la resurrección en sí es que éste es el momento en el que el «reino celestial» llega a
la tierra plenamente y finalmente.
Podemos decir, entonces, que el principal oficio funeral de la nueva Iglesia de Inglaterra nos
daría un indicio muy poco claro sobre la creencia cristiana clásica. Tampoco nos ayudaría mucho
el «entierro de las cenizas», que termina con las tres oraciones que aparecen a continuación:
Padre Celestial,
te agradecemos por todos los que amamos aunque ya no veamos.
Al recordar a N en este lugar,
muéstranos nuestro principio y nuestro final,
el polvo del que venimos
y la muerte a la que nos dirigimos,
con firme esperanza en tu amor eterno y tus propósitos para nosotros,
[éste es el punto en el que en los servicios anteriores se hubiera dicho: «en la certeza y en la
esperanza cierta de la resurrección», u otras palabras similares y con el mismo efecto], en
Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Dios de esperanza,
concédenos que nosotros y todos aquellos que hemos creído en ti,
podamos estar unidos en el pleno conocimiento de tu amor
y en la visión clara y transparente de tu gloria;
a través de Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Que la infinita y gloriosa Trinidad,
el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo,
guíe nuestras vidas mediante buenas obras,
y después de nuestro paso por este mundo
nos conceda el descanso eterno con todos los santos. Amén.
Todas estas son oraciones emotivas, humildes y delicadas. Sin embargo, no mencionan en
ningún momento la esperanza característica del cristiano. Yo espero que aquellos que toman con
seriedad el argumento que pretendo plantear en este libro examinarán la práctica actual de la
Iglesia, desde sus liturgias oficia- 1 les hasta todos los textos y pasajes que las rodean, y tratarán
de descubrir maneras más frescas y novedosas de expresar, personificar y enseñar lo que
verdaderamente enseña el Nuevo Testamento, en vez de aquellas teorías y opiniones
desmembradas, que se sostienen vagamente y que entienden a medias lo que estamos viendo en
estos dos primeros capítulos. Francamente, no me resta otra cosa que decirles que lo que tenemos
en este momento no es, tal como solían decirlo las viejas liturgias, «la esperanza segura y cierta
de la resurrección de los muertos», sino el optimismo vago y difuso de que, de alguna manera,
las cosas pudieran terminar funcionando al final de cuentas.
Se han suscitado varias discusiones recientes sobre las liturgias contemporáneas para los
funerales. Sin embargo, no es el momento, ni contamos aquí con el espacio necesario para
debatirlas con amplitud. Simplemente, quisiera destacar que últimamente encontramos una y otra
vez lo que ha venido a convertirse en el enredo clásico para aquellos que no han pensado lo que
quiere decir verdaderamente la palabra «resurrección», o lo que es igual, el colapso del lenguaje
de la «resurrección» en el lenguaje de «ir al cielo». Así, por ejemplo, Paul Sheppy nos ilustra
esto en The Word of Resurrection (La Palabra de Resurrección):
Señor, Tú renuevas la faz de la tierra;
Conduce ante ti y reúne contigo a N a quien hemos amado,
Y concédele a ella aquellas cosas
que los ojos no han visto ni los oídos han escuchado,
ni el corazón humano ha imaginado.
Ahora bien, una vez más esto no puede verse como «la esperanza segura y cierta de la
resurrección del cuerpo», arraigada y basada en la resurrección de Jesús mismo y ubicada dentro
de la promesa de los nuevos cielos y la nueva tierra. Más bien, es la esperanza generalizada y
piadosa de una inmortalidad bendita que empieza más o menos al mismo tiempo y continúa en
un futuro no diferenciado. Lo que es más, esta incapacidad para distinguir entre el estado
bendito, aunque temporal, al que ingresa el pueblo de Dios en la muerte, y la resurrección final
por la que sigue esperando toda la creación, se ha logrado reflejar en las oraciones colectas, en
las oraciones eucarísticas, devocionarios y otros materiales litúrgicos. A medida que se vaya
desarrollando el argumento de este libro, se hará más claro que no es posible simplemente
considerar éste como el tipo de problema ante el cual podemos simplemente levantar los
hombros y decir bueno, hay diferentes puntos de vista sobre estos temas». Todo lo que digamos
sobre la muerte y la resurrección le da forma y color a todo lo demás. Si no tenemos el debido
cuidado, simplemente ofreceremos una «esperanza» que ya no es una sorpresa, que ya no logra
transformar vidas y comunidades en el presente y que ya no es generada por la resurrección de
Jesucristo mismo que nos permite mirar hacia adelante y esperar los nuevos cielos y la nueva
tierra prometida.
Los himnos, el año litúrgico cristiano y las ceremonias de la muerte nos cuentan por separado
una historia similar. Quizás igualmente importante es la teología más extensa y la visión más
amplia del mundo que van mano a mano con este enredo contemporáneo.
4. Las implicaciones más amplias de la confusión
¿Qué papel juega una creencia en la vida más allá de la tumba dentro del espectro de los asuntos
más amplios que enfrentamos en relación con la vida y el pensamiento cristiano?
En un comentario que se hizo muy famoso, Karl Marx mencionó que la religión era el opio del
pueblo. Él suponía que los gobernantes opresivos podían utilizar la promesa de una vida futura
de dicha y felicidad para tratar de impedir que las masas se levantaran e hicieran revueltas. Ese
ha sido el caso con mucha frecuencia. No obstante, yo tengo la impresión de que esto es lo que
sucede cuando la «religión» en cuestión también le resta importancia platónicamente a los
cuerpos y al orden creado en general, considerándolos como las «sombras vanas» de la tierra que
dejaremos detrás con toda felicidad al morir. ¿Para qué tratar de mejorar la prisión que nos
circunda si nuestra liberación está muy cercana? ¿Para qué aceitar los engranajes de una máquina
que pronto va a caerse por un precipicio? Este es precisamente el efecto que han generado hasta
la fecha algunos cristianos devotos que creen genuinamente que la «salvación» no tiene nada que
ver con la forma en la que está ordenado el mundo actual.
Por el contrario, se ha observado con bastante frecuencia que las sólidas doctrinas judía y
cristiana de la resurrección, como parte de la nueva creación de Dios, le otorgan más y no menos
valor al mundo presente y a los cuerpos que tenemos actualmente. Lo que estas doctrinas
ofrecen, tanto en el judaísmo clásico, como en el cristianismo clásico, es un sentido de
continuidad, al igual que de discontinuidad entre el mundo actual (y el estado actual) y el mundo
futuro, cualquiera que sea, con el resultado de que es indiscutible que lo que hacemos en el
presente tiene una grandísima importancia. San Pablo nos habla de la resurrección futura como
un motivo de gran importancia para tratar adecuadamente nuestros cuerpos en el tiempo presente
(1 Cor 6,14), lo cual es razón no para sentarnos a pensar y esperar a que todo suceda, sino para
trabajar arduamente en el presente sabiendo que nada que se haga en la gracia del Señor, en el
poder del Espíritu y en el tiempo actual se desperdiciará en el futuro de Dios (1 Cor 15.58). Más
adelante, volveremos a analizar este punto.
Por consiguiente, la doctrina cristiana clásica es, en realidad, mucho más poderosa y
revolucionaria que aquella que preconizara Platón. La gente que se levantó contra el César en los
primeros siglos de la era cristiana era gente que creía firmemente en la resurrección y no gente
que transigía y que simplemente buscaba una manera espiritualizada de sobrevivir. Una piedad y
una devoción con las que se ve a la muerte como el momento de «por fin volver a casa», el
momento en el que somos «llamados a la paz eterna de Dios», no tienen nada, en lo absoluto, en
contra de las ideas de aquellos que quieren darle forma al mundo para que se adapte a sus
propios fines. Por el contrario, la resurrección siempre se ha relacionado con una visión muy
sólida de la justicia de Dios y de Dios como el buen Creador. Estas dos creencias, que siempre
van de la mano, no dieron lugar a un consentimiento sumiso ante la injusticia del mundo, sino a
una firme resolución de oponerse a ella. Es bastante elocuente que los evangélicos ingleses
dejaran de creer en el imperativo urgente de mejorar la sociedad (tal como lo podemos apreciar
en el Wilberforce de fines del siglo XVIII y de principios del siglo XIX), aproximadamente al
mismo tiempo en que dejaron de creer firmemente en la resurrección y se contentaron, más bien,
con un cielo incorpóreo. También este tema crucial lo volveremos a abordar en los últimos
capítulos de este libro.
5. Las preguntas clave
Espero que el breve recuento que se ha presentado en estos dos primeros capítulos sea suficiente
para dar cuando menos una idea general de la imagen bastante confusa que enfrentamos todos
los días, tanto en el mundo actual como en la Iglesia contemporánea. Ahora debemos proceder,
más bien, a enumerar las preguntas clave que subyacen y que constituyen la estructura básica de
todo este libro, así como también debemos abordar en términos generales aquellas discusiones y
soluciones que ofreceremos en los capítulos siguientes.
Las dos primeras preguntas están incorporadas como presunciones en todo momento, sin que se
les haya asignado un capítulo en particular. La primera de ellas es la siguiente: ¿cómo tenemos
conocimiento sobre todo esto? Mi propia Iglesia, la Iglesia de Inglaterra, parte de la comunidad
anglicana mundial, declara que encuentra su doctrina en las Escrituras, la tradición y la razón,
todas ellas unidas en la combinación adecuada. Yo sugeriría que gran parte de nuestra visión
actual de la muerte y la vida más allá de la muerte no ha provenido de ninguna de éstas, sino de
los impulsos que se aprecian en una cultura que ha sido fundada sobre las mejores tradiciones
semicristianas informales y que ahora necesita ser sometida a una reevaluación adecuada a la luz
clara de las Escrituras. En realidad, las Escrituras nos enseñan mucho acerca de la vida futura
sobre la cual la mayor parte de los cristianos y casi todos los no cristianos nunca han escuchado
hablar. Claro está que la evidencia de la parasicología y de otros estudios similares, al igual que
de las que se conocen como experiencias «cercanas a la muerte», no carecen de importancia,
aunque con mucha frecuencia se mezclan fácilmente con la acumulación de la sabiduría popular.
Aquí lo que nos compete es ir más allá de todo esto e investigar las riquezas, a menudo
olvidadas, de la misma tradición cristiana que tienen en las Escrituras su eje medular.
En segundo lugar, está la siguiente pregunta: ¿tenemos almas inmortales? Y, de ser así, ¿qué son
estas almas inmortales? Una vez más, gran parte de la tradición cristiana y subcristiana se ha
basado en el supuesto de que, en realidad, cada uno de nosotros tiene un «alma» que requiere ser
«salvada», y que si «se salva» esa «alma», entonces ésa será la «parte» nuestra que «irá al cielo
al momento de nuestra muerte». Sin embargo, todos estos argumentos encuentran un respaldo
muy limitado en el Nuevo Testamento, incluidas las enseñanzas de Jesús donde la palabra
«alma», aunque es muy poco frecuente, al aparecer refleja las palabras hebreas o arameas
subyacentes que no se refieren a una entidad incorpórea que se esconde en la estructura externa
del cuerpo desechable, sino, más bien, a aquello a lo que podríamos denominar la «persona»
integral o la «personalidad» vista como enfrentada a Dios. En cuanto a la inmortalidad, 1 Tim
6:16 establece que solo el mismo Dios tiene inmortalidad, mientras que 2 Tim 1:10 declara que
la inmortalidad solo ha salido a la luz y, por lo tanto, podemos suponer, que nada más está
disponible a través del Evangelio. Dicho en otras palabras, la idea de que todo ser humano posee
un alma inmortal que es la parte «real» suya no encuentra mayor respaldo en la Biblia.
En tercer lugar, el punto de partida de todo el pensamiento cristiano acerca de este tema en
general debe ser la propia resurrección de Jesús. Sin embargo, para entenderla y para comprender
lo que significó la misma para los primeros discípulos, así como la razón por la que derivaron de
ella las conclusiones que hoy conocemos, debemos primero analizar aspectos de la vida después
de la muerte en el propio mundo de Jesús, el mundo del primer siglo del judaísmo, dentro de sus
raíces en el Nuevo Testamento y su contexto circundante en el mundo de Grecia y de Roma. Por
consiguiente, en el tercer capítulo se procederá a examinar las creencias del mundo antiguo sobre
la vida después de la muerte, así como la naturaleza radical y revolucionaria de la creencia judía
en la resurrección que floreció en los tiempos de Jesús. A su vez, en el cuarto capítulo se
abordará, dentro de ese mismo contexto, la pregunta siguiente: ¿qué podemos decir sobre la
resurrección de Jesús mismo?
Esto nos permitirá proyectarnos hacia la segunda parte, la parte central de este libro, en la que se
formula la pregunta siguiente: ¿cuál es entonces la esperanza cristiana fundamental, tanto para el
mundo en general, como para cada uno de nosotros? Este aspecto se divide en tres temas
separados, cada uno de los cuales tiene sus divisiones subsiguientes en cuanto al material
abordado. En primer lugar, ¿qué es lo que podemos decir sobre el futuro de todo el cosmos? En
segunda instancia, ¿a qué nos referimos cuando decimos que Jesús «desde allí ha de venir a
juzgar a los vivos y a los muertos»? Y en tercer lugar, ¿a qué deberíamos referirnos y qué
deberíamos creer sobre la «resurrección del cuerpo y la vida futura»? Sin embargo, hay una
pregunta adicional, que se relaciona con todo esto, pero que a mí me pareció tan importante que,
más bien, decidí hacer de ella un libro separado y abordarla por su cuenta: ¿dónde se encuentran
ahora los muertos, especialmente los muertos cristianos? ¿Qué podemos decir sobre ellos en el
momento actual? ¿Deberíamos rezar por ellos o incluso rezarles a ellos? ¿Se nos permite algún
contacto con ellos? ¿Qué es la Comunión de los Santos? Y, finalmente, tenemos una interrogante
que es igualmente importante: ¿cómo pueden llorar de forma adecuada los cristianos la muerte
de un ser querido? En este libro, he resumido todos estos temas en un solo capítulo que se
combina con una sección sobre la perspectiva de la pérdida final.
A continuación, en la tercera y última parte de este libro, volvemos del pasado (parte 1), al igual
que del futuro (parte 2), al presente y nos preguntamos lo siguiente: ¿cómo podemos celebrar
adecuadamente y vivir de conformidad con esta esperanza precisa en nuestra época actual y en
nuestra cultura contemporánea? ¿Que significará todo esto, específicamente en términos de la
misión de la Iglesia y del trabajo en el mundo? ¿Cómo podríamos ver la «esperanza», no solo en
el futuro final, sino en el futuro más cercano que nos espera? ¿Qué sorpresas podrían estar
esperándonos?
Por consiguiente, todo el libro es un intento por reflejar la Oración en sí de nuestro Señor cuando
nos dice, «venga a nosotros tu reino, así en la tierra como en el cielo». Esa sigue siendo una de
las frases más poderosas y revolucionarias que podamos decir en algún momento. Tal como yo
lo veo, la oración recibió su respuesta más poderosa en la primera Pascua y será respondida final
y plenamente cuando se unan el cielo y la tierra en la nueva Jerusalén. La Pascua fue aquel
tiempo en el que la Esperanza en persona sorprendió a todo el mundo al salir del futuro para
entrar en el presente. La esperanza final futura sigue siendo una sorpresa y esto se debe en gran
parte a que nosotros no sabemos cuándo llegará, pero también en parte a que en el presente solo
tenemos imágenes y metáforas de la misma, lo que nos deja tan solo con la posibilidad de
adivinar que la realidad será mucho más importante y aún mucho más sorprendente. De igual
manera, la esperanza intermedia, aquella de las cosas que pasan en el tiempo presente que ponen
en práctica la Pascua y anticipan el día final, siempre es sorprendente porque, cuando es cuestión
nuestra, nos hace caer en una especie de colusión con la entropía, aceptando la creencia general
de que las cosas pueden estar empeorando pero que no podemos hacer mayormente nada al
respecto. Y en eso estamos equivocados. Nuestra tarea en el presente, de la que Dios mediante,
espero que este libro forme parte, es la de vivir como gente de la resurrección entre la Pascua y el
día final, con nuestra vida cristiana comunitaria e individual, así en la adoración a Dios, como en
nuestra misión en este mundo, en tanto un signo de lo primero y una anticipación de lo segundo.
Capítulo 3
La esperanza cristiana en los primeros tiempos
dentro de su ambiente histórico
Introducción
El viernes 25 de octubre de 1946, a las 8:30 de la noche, dos de los más grandes filósofos del
siglo veinte se reunieron en el King’s College de la Universidad de Cambridge por primera y
última vez. Esa ocasión en la que estuvieron frente a frente no fue muy afortunada. Más adelante,
cuando aquellos que estaban presentes compararon sus percepciones, no lograban ponerse de
acuerdo con respecto a lo que había pasado con exactitud.
Los dos filósofos a los que se hace referencia no son otros que Ludwig Wittgenstein y Karl
Popper. Wittgenstein ya se había ganado la fama de ser una persona brillante y muchos habían
caído bajo el influjo de sus ideas revolucionarias. Era el presidente del Club de Ciencias Morales
de Cambridge (en Cambridge, cuando se habla de «Ciencias morales», a lo que se refieren es a la
«filosofía»). Sin embargo, muchos otros filósofos, entre los que se contaba Popper, lo veían con
mucho recelo. Popper apenas se estaba haciendo famoso al haber publicado recientemente la
traducción al inglés de su obra maestra The Open Society and its Enemies (La sociedad abierta y
sus enemigos). Ambos hombres habían sido criados como judíos asimilados en la Viena anterior
a la guerra. Wittgenstein había crecido en el seno de una familia acaudalada con el mundo a sus
pies. Por el contrario, Popper había crecido en un ambiente mucho más común y corriente.
Durante mucho tiempo, Popper había esperado la oportunidad de demostrar la locura del
pensamiento de Wittgenstein y de pronto se le ofrecía la oportunidad de hacerlo. Había ido a
Cambridge para presentar una ponencia que le permitiría atacar de frente al gran hombre. Era
una noche fría y habían encendido el fuego en la chimenea. Wittgenstein estaba sentado al lado
de ella. Muchos de los que estaban presentes ya eran o estaban por convertirse en nombres muy
conocidos de la filosofía: Bertrand Russell, Peter Geach, Stephen Toulmin, Richard Braithwaite.
Otros optaron, más bien, por profesiones distintas, tales como el derecho. Muchos de ellos siguen
vivos y recuerdan la ocasión bastante bien. Cuando menos, así lo han hecho saber.
No había motivo para que Popper supiera que Wittgenstein no tenía la costumbre de escuchar el
final de las presentaciones o que se le conocía por ser arrogante y bastante grosero. Tenía el
hábito de abandonar, frecuentemente, las reuniones antes de que terminaran. No había
transcurrido mucho tiempo en esa reunión, y es aquí donde comienzan a ser diferentes los
relatos, cuando Wittgenstein interrumpió a Popper y los dos empezaron un breve intercambio de
palabras bastante cáustico. En un punto específico, Wittgenstein tomó el atizador de la chimenea
y comenzó a blandirlo. Poco después, abandonó el salón y nunca volvió.
No pasó mucho tiempo antes de que los rumores acerca de lo que había sucedido comenzaran a
darle la vuelta al mundo. Popper recibió una carta de Nueva Zelanda en la que le preguntaban si
era cierto que Wittgenstein lo había amenazado con un atizador de fuego que estaba al rojo vivo.
Desde ese día en adelante, las grandes mentes que estuvieron presentes no logran ponerse de
acuerdo con respecto a lo que pasó exactamente esa noche. Algunos dicen que el atizador estaba
caliente, al rojo vivo, mientras que otros indican que estaba frío. Algunos dicen que Wittgenstein
simplemente lo blandió para enfatizar el punto que estaba esgrimiendo (lo que no hubiera sido
nada inusual de su parte). Otros, entre los que se cuenta Popper, señalan que parecía estar
amenazando con el atizador a su oponente. Algunos relatan que Wittgenstein abandonó el lugar
luego de un intercambio muy iracundo con Russell y que, después de haberse ido, Popper sugirió
como ejemplo de un principio moral obvio: «No amenazar a los oradores invitados con
atizadores de fuego». Otros, entre los que también se cuenta Popper, dicen que Wittgenstein
abandonó el lugar cuando Popper se lo dijo en su cara. Algunos recuerdan que golpeó
fuertemente la puerta y otros sostienen que abandonó el lugar silenciosamente. No cabe duda de
que ésta es una historia fascinante y recientemente la misma ha quedado reflejada en un libro que
demuestra tener bastante iniciativa. La primera conclusión que se puede derivar de este libro es
que, probablemente, Wittgenstein abandonó el lugar antes de que Popper hiciera el comentario.
Es probable que la memoria de Popper lo haya traicionado. Él estaba tan interesado en esta
reunión y en la misma había tanto en juego para él, a nivel personal, al igual que profesional, que
se moría por contar lo sucedido como la historia de su famosa victoria sobre Wittgenstein. Por lo
tanto, se apresuró a hacer eso y sin pasar mucho tiempo, el mismo se creyó su propio cuento.
Nadie logra ponerse de acuerdo sobre los detalles precisos. Sin embargo, tampoco nadie pone en
duda que la reunión haya tenido lugar. Nadie duda de que Wittgenstein y Popper hayan sido los
dos principales adversarios y que Russell haya actuado como una especie de árbitro principal del
encuentro. Nadie pone en duda que Wittgenstein, cuando menos, blandió el atizador y salió del
lugar con bastante brusquedad.
He empezado el capítulo con este relato por una razón muy obvia. Es algo común y corriente
para los abogados estar en un ambiente en el que los testigos presenciales de un hecho están en
desacuerdo, aunque esto no quiera decir en lo absoluto que nada haya pasado. Lo que más llama
la atención por extraordinario es que el desacuerdo suceda cuando todos los testigos presenciales
son en extremo eruditos y están profesionalmente involucrados en el mundo del conocimiento y
de la verdad. Pero, aquí tenemos ese caso. De igual manera, el Evangelio cristiano afirma como
hecho central, sin el cual no existiría ningún evangelio, que algo sucedió quizás cincuenta años
antes de los registros más detallados que tenemos al respecto y ésa es la razón por la que esos
registros y esos recuentos no concuerdan entre sí con toda exactitud. Algunos han esgrimido que
esto pone en duda si pasó algo en realidad ese primer día de Pascua. En los cuatro evangelios, así
como en Hechos y Pablo, tenemos un equivalente del primer siglo de los diversos relatos acerca
del atizador que blandió en el aire Wittgenstein y ahora mi pregunta es muy clara: ¿de qué tipo
de evento se trató? ¿En realidad, cuán vacía estuvo la tumba esa mañana de Pascua?
Claro está que con esto nos metemos de lleno en el epicentro mismo de uno de los debates que
ha molestado a la Iglesia convencional de Occidente durante más de un siglo. William Temple,
quien más adelante se convertiría en el arzobispo de Canterbury, no fue ordenado sino hasta que
se convenció de que verdaderamente creía en la resurrección corporal de Jesús. Más adelante,
muchos miembros del clero, entre los que se contaron numerosos obispos, no tomaron la misma
línea y David Jenkins fue famoso por avivar toda una tormenta de controversias con sus
comentarios sobre la tumba vacía, los huesos de Jesús y trucos de prestidigitación, aunque sus
palabras, como el intercambio entre Popper y Wittgenstein, han logrado una carrera subsiguiente
muy interesante en la tradición oral y escrita. ¿Qué debemos creer sobre la resurrección de Jesús
y por qué?
Esta pregunta se ha enredado más aún con otras que se relacionan con la misma aunque son
claramente diferentes y cada día es más difícil aclarar la mente de la gente lo suficiente como
para concentrarse en los problemas reales. Aquí lo que está en juego no es si la Biblia es verídica
o no. El problema y lo que está en juego no es determinar si los milagros ocurrieron o no. Lo que
está en juego no es si creemos en algo llamado «lo sobrenatural» o no. Lo que está en juego aquí
no es si Jesús está vivo hoy y si podemos llegar a conocerlo nosotros mismos. Si nosotros
abordamos todo el aspecto de la Pascua de Resurrección simplemente como un caso de
comprobación en cualquiera de estas discusiones, no estaremos entendiendo de lo que todo esto
se trata.
Tampoco podemos decir, aunque muchos si lo hayan intentado hacer, que debido a que
conocemos las leyes de la naturaleza, mientras que la gente de siglo uno no las conocía, sabemos
que Jesús no se pudo haber levantado de entre los muertos. Como he podido demostrar con
considerable grado de detalle en otros puntos, los habitantes del mundo antiguo, con la excepción
de los judíos, eran firmes y categóricos en cuanto a que los muertos no volvían a levantarse y los
judíos no creían que nadie lo había hecho hasta el momento o que nadie lo podría hacer por sí
mismo antes de la resurrección general. Sin embargo, incluso luego de haber aclarado esos
malentendidos, persisten las preguntas más profundas. ¿En qué creían precisamente los primeros
cristianos? ¿Por qué utilizaron el lenguaje de la resurrección para expresar esa creencia? ¿Es tal
vez posible montar un caso histórico a favor o en contra de una tumba vacía y de la resurrección
corporal, o siempre se tratará de un asunto que uno lo toma o lo deja, de una creencia que uno la
acepta o la rechaza? ¿Cuán lejos puede llevarnos la historia, qué papel juega la fe y cómo pueden
combinarse la fe y la historia en este aspecto? La pregunta no estriba simplemente en qué
podemos saber, sino también en cómo podemos saberlo y en este punto es en el que se está
cuestionando todo nuestro conocimiento.
Edmonds y Eidinow llevaron a cabo su investigación sobre el encuentro entre Popper y
Wittgenstein utilizando dos métodos fundamentales. En primer lugar, interrogaron a los testigos
presenciales con el propósito de asegurarse de contar con la evidencia aparente de primera mano
para su investigación. En segundo lugar, reconstruyeron, en forma por demás minuciosa, los
antecedentes de la reunión en términos de las vidas complejas y de las agendas complicadas que
tenían los dos principales actores. Luego, procedieron a derivar sus conclusiones en la forma de
una narrativa histórica relacionada, esgrimiendo no solo que era totalmente cierta, sino que era la
manera más probable de reconciliar los diferentes argumentos.
Es necesario que hagamos algo similar cuando analizamos el hecho de la tumba vacía y el
acontecimiento de la Pascua de Resurrección en sí. Los testigos presenciales, si así los podemos
considerar, son bien conocidos por todos. Los tenemos frente a nosotros en el Nuevo
Testamento. Podemos reconstruir los antecedentes de forma bastante cabal en términos de las
creencias y expectativas de los judíos y de la propia carrera pública de Jesús, así como de las
creencias y esperanzas de sus seguidores. Sin embargo, existe un tercer elemento que no tiene
paralelismo con el debate que tuvo lugar en Cambridge en el año de 1946. Los aspectos
filosóficos que allí se discutieron y la acalorada vehemencia que generaron fueron cuestión de su
tiempo y ya han quedado en el pasado. A Popper se le considera, cada día más, como un
«pensador que no tiene nada nuevo que ofrecer» y el legado más brillante de Wittgenstein es
profundamente ambiguo. Al analizar la filosofía que nos dejaron no podemos decir quién ganó el
debate esa noche, si es que acaso alguno de ellos lo ganó. Incluso si hoy en día pudiéramos
determinar que el logro de uno de ellos fue superior al del otro, esto quizás no tendría nada que
ver con los diez minutos de acalorada retórica que se vivieron en Cambridge. Ahora bien, en el
caso de la Pascua de Resurrección, las cosas son diferentes. Lo que sucedió entonces, sea lo que
sea que haya ocurrido, generó algo bastante nuevo, algo que creció y se desarrolló de formas
muy particulares aunque siempre hayan tenido este momento singular como su punto de origen.
Por consiguiente, una parte fundamental de nuestra investigación debe girar alrededor del
análisis del movimiento cristiano emergente y preguntarnos: ¿qué lo ocasionó? Aun si nuestros
testigos presenciales no están de acuerdo con respecto a los detalles, algo debe haber sucedido.
Ya que he escrito ampliamente sobre este tema en otros capítulos, ahora podemos ir directamente
al meollo mismo de este asunto. En este capítulo, ubicaré las creencias de los primeros cristianos
acerca de la vida después de la muerte en el mapa de las visiones antiguas del mundo, tanto la
pagana, como la judía. Los resultados sorprendentes de este ejercicio nos llevarán atrás, en el
siguiente capítulo, a las narrativas mismas de la Pascua de Resurrección para alcanzar una
investigación nueva y fresca con respecto a su naturaleza y su procedencia y nos permitirán
reflexionar en torno a las opciones que se le abren a todo historiador.
2. La resurrección y la vida después de la muerte en el paganismo y en el judaísmo antiguos
Empecemos, pues, con esta pregunta: ¿qué creía el mundo antiguo sobre la vida más allá de la
muerte? A continuación, voy a resumir el amplio cúmulo de evidencia que ya he establecido en
otros párrafos.
Según lo veía el mundo pagano, el camino al mundo del más allá solo iba en un sentido. La
muerte era todopoderosa. En primer lugar, nadie podía escapar de ella y tampoco nadie sería
capaz de doblegar su poder una vez que había llegado. Todo el mundo sabía que, en realidad, no
había respuesta alguna a la muerte. Entonces, el mundo pagano antiguo se dividía, en líneas
generales, entre aquellos que, tal como las sombras de Homero, podrían haber querido un nuevo
cuerpo, aunque sabían que no podrían tenerlo y aquellos que, como los filósofos de Platón, no
querían un cuerpo nuevo porque era mucho mejor para ellos ser un alma incorpórea.
Dentro de este mundo, la palabra «resurrección», en sus equivalentes del griego, el latín y otras
lenguas, nunca se usó para que denotara la «vida después de la muerte». El término
«resurrección» era el que se utilizaba para referirse a la nueva vida corporal después de cualquier
tipo de «vida después de la muerte» que pudiera existir. Cuando en la antigüedad se hablaba de
la resurrección, bien sea para negarla (como lo hacían todos los paganos) o para afirmarla (como
era el caso de algunos judíos), a lo que se estaban refiriendo era a una narrativa en dos partes en
la cual la resurrección, que se refería a la nueva vida corporal, sería precedida por un período
interino de muerte corporal. Por consiguiente, la «resurrección» no era una manera dramática o
vívida de hablar sobre el estado al que pasaba la gente inmediatamente después de la muerte.
Denotaba algo que podía suceder (aunque casi todo el mundo pensaba que no sucedería) algún
tiempo después de ese momento. Ese significado es constante a todo lo largo de la historia del
mundo antiguo hasta que surgen las acepciones postcristianas del gnosticismo del segundo siglo.
En el mundo antiguo, la mayoría creía en la vida después de la muerte. Algunas de estas
personas desarrollaron creencias complejas y fascinantes a este respecto, que nosotros
simplemente acabamos de abordar en forma muy general. Sin embargo, aparte del judaísmo y del
cristianismo (y quizás del zoroastrianismo, aunque la fecha de esta corriente es controversial),
ellos no creían en la resurrección.
En cuanto a su contenido, la «resurrección» se refería específicamente a algo que le sucedía al
cuerpo. Por lo tanto, esto condujo a los debates posteriores sobre la forma en la que Dios lo
haría, sobre si él empezaría con los huesos existentes o haría huesos nuevos, o cualquiera que
fuera la modalidad que eligiera. Uno solo pudiera tener debates como ése si tuviera la total
claridad de que verdaderamente terminaría con algo físico y tangible, por así decirlo. Todo el
mundo sabía de los fantasmas, los espíritus, las visiones, las alucinaciones y otras
manifestaciones similares. En el mundo antiguo, casi todas las personas creían en alguna de estas
cosas. Tenían bastante claridad con respecto al hecho de que eso no era lo que quería decir el
término «resurrección». Cuando se relata que Herodes creía que Jesús podía ser el propio Juan el
Bautista que se había levantado de entre los muertos, él no pensaba en lo absoluto que fuera un
fantasma. La resurrección implicaba la dimensión de corporalidad, la presencia de un cuerpo.
Esto es algo que debemos enfatizar una y otra vez y mucho más aún debido a que tantos escritos
modernos continúan utilizando la palabra «resurrección» de forma por demás engañosa y que
lleva a malas interpretaciones, como un sinónimo virtual de las palabras «vida después de la
muerte», en el sentido popular.
De todo esto podemos derivar una conclusión muy importante antes de proceder a analizar el
material judío. Cuando los primeros cristianos mencionaron que Jesús se había levantado de
entre los muertos, ellos sabían que lo que estaban diciendo era que algo le había sucedido a Jesús
y que no le había ocurrido a nadie más, que era algo que nadie esperaba que pasara. Ellos no se
estaban refiriendo a que el alma de Jesús había partido hacia la gloria celestial. Tampoco estaban
diciendo, con cierta confusión por cierto, que Jesús entonces se había convertido en un ser
divino. Simplemente, esto no es lo que sus palabras querían decir. Ni en el caso de los judíos, ni
en el de los paganos, había relación implícita alguna entre la resurrección y la divinización.
Cuando los antiguos romanos declaraban que el emperador que acababa de dejarlos se había ido
al cielo y se había convertido en un ser divino, nadie soñaba siquiera con decir que él se había
levantado de entre los muertos. La excepción confirma la regla: aquellos que creían que Nerón
había vuelto a la vida (un grupo, que podríamos suponer que era muy similar a aquél que piensa
que Elvis ha vuelto a la vida, a pesar de que todos visitan con mucha frecuencia su tumba, un
lugar de reposo que es de todos conocido), no pensaban precisamente que él estaba entonces en
el cielo.
¿Y qué podemos decir, pues, del antiguo mundo judío? Algunos judíos estaban de acuerdo con
aquellos paganos que negaban cualquier tipo de vida futura, especialmente una vida futura en la
que volvíamos a encarnarnos en el cuerpo. Los saduceos son famosos por haber tomado esta
posición. Otros estaban de acuerdo con aquellos paganos que pensaban en términos de un futuro
glorioso, aunque incorpóreo, para el alma. Aquí podemos citar el ejemplo obvio del filósofo
Filón. Sin embargo, la mayoría de los judíos de esos tiempos creía que, a la larga, habría una
resurrección: es decir, la mayoría pensaba que Dios cuidaría su alma después de la muerte hasta
que, al llegar el último día, daría a los hijos de su pueblo nuevos cuerpos en el momento en el
que los juzgara y rehiciera todo el mundo. Esto es lo que Marta suponía que Jesús les estaba
diciendo en su conversación junto a la tumba de Lázaro: «Sé que resucitará en la resurrección del
último día». Eso era precisamente lo que para ellos significaba la «resurrección».
Las propias enseñanzas de Jesús durante su breve carrera pública simplemente reforzaron la
imagen judía. El redefinió una serie de ideas que eran actuales en esa época, especialmente sobre
el «reino de Dios» en sí mismo, explicando en muchas parábolas codificadas y acciones
simbólicas que el reinado soberano y salvador de Dios estaba penetrando, incluso cuando no
parecía que sus contemporáneos hubieran imaginado o querido que eso sucediese. Pero él apenas
trató de redefinir la noción de la resurrección. Como veremos a continuación, cuando lo hizo,
brevemente y en forma bastante críptica, ni siquiera sus seguidores más cercanos tenían idea
alguna de lo que él estaba hablando.
En una discusión frontal sobre el tema que tuvo lugar cuando los saduceos le formularon una
pregunta que, en realidad, tenía el propósito de hacerlo caer en una trampa y que había sido
planteada de manera que la idea de la resurrección se viera como algo ridículo, él respondió de
una forma bastante tradicional, logrando manejar la pregunta mucho mejor de lo que hubiera
podido ser caso de los propios fariseos, aunque sin ir significativamente más allá de lo que era la
visión judía convencional de la época. Les habló de “la resurrección” como de un evento
completo que tendría lugar en el futuro, cuando todos los rectos y justos se levantarían. Más aún,
parece que lo que indicó es que, en ese estado de resurrección, algunas cosas serían diferentes, de
manera que no habría ningún problema con respecto a quién había estado casado con quién en la
vida actual, que era precisamente el punto con el que los saduceos habían tratado de hacerlo caer
en la trampa. Por cierto, contrariamente a lo que la gente sugiere a veces, él no mencionó que los
hijos del pueblo de Dios se convertirían en ángeles mediante la resurrección, sino que serían
como ángeles en algunos aspectos (Mateo y Marcos) o iguales a ángeles (Lucas). Aparte de esta
discusión, podría decirse que casi la única otra referencia que se ha hecho de forma global a “la
resurrección” en los evangelios se aprecia en Mt 13:43, cuando Jesús declara que en el último
día, los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre. El eco de Dn 12:3 se encargaría de
que esto se tomara como referencia a la resurrección. Cuando Jesús habla de la recompensa que
espera al pueblo de Dios, simplemente se puede referir a “la resurrección de los justos” en la
manera normal judía (Lc 14:14). En un escrito aislado de Juan (Jn 5:29), Jesús habla de una
próxima resurrección, tanto de los que hayan hecho el bien, como de los que hayan hecho el mal.
Hasta el momento, Jesús está precisamente a tono con lo que eran las creencias de los judíos del
primer siglo. Además de su redefinición del reino del mesianismo, no parece tener nada nuevo
que decir.
Excepto que entonces empieza a decirles a sus seguidores que a él mismo lo van a matar y que,
luego, se levantará de entre los muertos tres días después. Claro está que muchos eruditos y
académicos han pensado que éstas son seudo “profecías” que se han puesto en los labios de
Jesús. Incluso manifiestan que de esto se encargó la Iglesia en épocas posteriores. Yo he
discutido ampliamente este argumento y he defendido el punto de vista opuesto: soy de la
opinión de que es muy probable que alguien que estaba haciendo lo que Jesús estaba haciendo y
que estaba pensando como él debe haber estado pensando, pudiera anticipar su propia muerte o
hacer referencia a ella como una imagen apocalíptica y una metáfora. Es más, también es muy
probable que le haya conferido, tal como se piensa que hicieron los mártires macabeos al
referirse a sus propias muertes, algún tipo de importancia salvadora. En ese mundo, alguien que
pensara de esa manera, estaría casi obligado a decir además lo siguiente: “Y Dios me
reivindicará después de mi muerte”. Y el tipo de reivindicación que hubieran esperado todos en
esa época, tal como se afirma en 2 Mac es, sin lugar a dudas, la resurrección.
Sin embargo, tal como se insiste una y otra vez en los evangelios, simplemente los discípulos no
lograban entender lo que Jesús les estaba diciendo. En cualquier caso, su sombrío anuncio calzó
en la metáfora apocalíptica sobre el hijo del hombre y ellos claramente pensaron que estaban
llamados a decodificarla, aunque no sabían cómo hacerlo. Lo último que se hubieran imaginado
es que este portador del reino, este Jesús en el que ellos estaban empezando a creer que podía ser
el Mesías de Dios, moriría a manos de las fuerzas de ocupación paganas. En ningún momento
tenemos siquiera una leve sugerencia de que alguien haya dicho lo siguiente: “Bueno, está bien,
tiene que hacerlo, tiene que morir para salvarnos y, además, después de hacerlo, se levantará de
entre los muertos”. Por lo tanto, aquella vez en la que Jesús realmente parece estar tratando de
redefinir la creencia judía en la resurrección, al sugerir que le iba a pasar a él primero solo, ellos
no tenían idea alguna de lo que él les estaba hablando. Cuando les pidió que no dijeran ni una
sola palabra sobre la transfiguración “hasta que el hijo del hombre se haya levantado de entre los
muertos”, ellos se pusieron a hablar entre sí y con bastante asombro se preguntaban qué es lo que
querría decir ese “resucitar de entre los muertos”. No es que ellos no estuvieran informados sobre
la resurrección. Más bien, de lo que se trataba era que ellos nunca habían pensado, incluso a
pesar del supuesto comentario de Herodes sobre Juan el Bautista que, tal como lo estaba
implicando Jesús, era algo que le sucedería a una persona antes de sucederle a todos los demás.
Este escenario es totalmente factible de creer, tanto para Jesús, como para los discípulos. Encaja
con todo lo demás que sabemos sobre su contexto, de su forma de ver y comprender la vida, así
como de sus motivaciones.
De igual manera, también demuestra que la crucifixión de Jesús era el final de todas sus
esperanzas. Nadie había soñado siquiera con decir: “Bueno, no hay ningún problema si, después
de todo, volverá en unos cuantos días”. Ni tampoco nadie comentó: “Bueno, cuando menos,
ahora está en el cielo, con Dios”. Ellos no estaban buscando ese tipo de “reino”. Después de
todo, el mismo Jesús les había enseñado a rezar que el reino de Dios vendría “en la tierra como
en el cielo”. Lo que ellos deben haber dicho y, una vez más, tiene todo el sello de la verdad del
primer siglo, eran cosas como ésta: “¡Nosotros esperábamos que él sería el liberador de Israel!”
(Lc 24:21), con la siguiente implicación: “pero lo crucificaron, por lo que él no puede haber sido
el que esperábamos”. Cabe destacar que la cruz ya tenía un significado simbólico en todo el
mundo romano, incluso mucho antes de que tuviera un significado nuevo para los cristianos. Lo
que significaba era lo siguiente: somos nosotros los romanos los que gobernamos este lugar y si
ustedes se interponen en nuestro camino, los borraremos de la faz de la tierra y, por cierto, lo
haremos de una manera bastante dura para ustedes. La crucifixión implicaba que el reino no
había venido y no que había llegado ya. La crucifixión de un judío que podría ser el Mesías
significaba que él no era el Mesías; no significaba que él lo fuera. Cuando Jesús fue crucificado
todos y cada uno de los discípulos cayó en la cuenta de lo que esto quería decir: apoyamos al
hombre equivocado. El juego llegó a su fin. Cualesquiera que hubieran sido sus expectativas y,
sin importar el grado en el que Jesús había estado tratando de definir tales expectativas, según
ellos veían las cosas, las esperanzas se habían hecho cenizas. Sabían que habían tenido la suerte
de escapar sin pagar con sus propias vidas.
Ese es el mundo dentro del cual irrumpió en la escena el cristianismo primitivo como una
novedad y aun así no tan nueva. ¿Qué sucede cuando ubicamos este movimiento súbito en el
mapa del antiguo judaísmo, dentro de su contexto pagano más amplio?
3. El carácter sorprendente de la esperanza de los primeros cristianos
Para decirlo en pocas palabras, la respuesta a la pregunta anterior es que las creencias de los
primeros cristianos en cuanto a la esperanza más allá de la muerte son aquellas que claramente se
demuestran en el caso de los judíos, y no en el mapa pagano. Sin embargo, de siete maneras
significativas, esta esperanza judía ha sido sometida a modificaciones dignas de mención, que se
pueden graficar con una consistencia muy destacada en escritores que incluyen desde Pablo, a
fines del primer siglo, hasta Tertuliano y Orígenes, a fines del segundo siglo y años después.
Entonces, empecemos por decir que la fe futura de los primeros cristianos se centraba
firmemente en la resurrección. Los primeros cristianos no creían simplemente en la “vida
después de la muerte”. Casi nunca hablaban sencillamente de “ir al cielo cuando se murieran”
(como he mencionado con frecuencia con anterioridad haciendo alusión al título de un buen libro
popular sobre este tema: el cielo es importante pero no es el fin del mundo). Y, cuando hablan
del cielo como destino posterior a la muerte, parecen considerar esta vida “celestial” como una
etapa temporal en su camino hacia la resurrección final del cuerpo. Cuando Jesús le dice al
ladrón que ese mismo día estará con él en el paraíso, “el paraíso” claramente no puede ser su
último destino, tal como lo manifiesta de modo diáfano Lucas en el siguiente capítulo. Más bien,
el “paraíso” es un jardín de dicha y felicidad en el que la gente descansa antes de la resurrección.
Cuando Jesús declara que hay muchas moradas en la casa de su Padre, la palabra que utiliza para
“moradas” es mone que denota un alojamiento temporal. Cuando Pablo dice que su deseo es el
de “partir para estar con Cristo, lo que es mucho mejor”, sin lugar a dudas él está pensando en
una vida de felicidad con su Señor inmediatamente después de la muerte, aunque éste es tan solo
el preludio a la resurrección en sí misma. En términos del análisis que se intentó en el capítulo
anterior, los primeros cristianos se reglan firmemente por una creencia sobre el futuro que está
dividida en dos etapas: en primer lugar, la muerte y aquello, lo que sea, que se encuentre
inmediatamente después; y en segundo lugar, una nueva existencia corporal en un nuevo mundo
que ha sido totalmente rehecho.
En el paganismo no se aprecia nada ni remotamente parecido a esto. Esta creencia no podría ser
más judía. Sin embargo, dentro de esta creencia judía, hay siete modificaciones de los primeros
cristianos, cada una de las cuales surge de escritores tan diferentes como Pablo y Juan El
Vidente, Lucas, Justino El Mártir, así como Mateo e Ireneo. Esto es altamente significativo en
vista de que lo que la gente cree sobre la vida después de la muerte tiende a ser muy conservador.
Al enfrentarse con el dolor que produce la muerte de un ser querido, la gente vuelve atrás en
busca de la seguridad de lo que había escuchado o aprendido con anterioridad. Sin embargo,
todos los primeros cristianos articulan una creencia que es bastante nueva en estas siete maneras
y el historiador tiene que preguntarse entonces: ¿por qué?
1) La primera de estas modificaciones es que dentro del ámbito de los primeros tiempos del
cristianismo, prácticamente no hay ningún espectro de creencia sobre la vida más allá de la
muerte. Lo que la gente cree acerca de la vida después de la muerte y las manifestaciones
sociales y culturales a través de las cuales logran su expresión estas creencias se cuentan
notoriamente entre las características más conservadoras de una cultura. Sin embargo, mientras
que los primeros cristianos surgieron de muchas corrientes del judaísmo y de antecedentes
ampliamente diversos dentro del paganismo y, por consiguiente, de círculos que deben haber
tenido creencias muy diferentes sobre la vida más allá de la muerte, todos han modificado dichas
creencias para que se enfoquen en un punto del espectro. En este grado, el cristianismo aparece
como una variedad del judaísmo farisaico. No hay vestigio alguno de la visión saducea o de la
Filo.
Los corintios, como antiguos paganos confundidos que eran, tenían entre ellos algunas personas
que aparentemente negaban la resurrección. Bueno, es verdad que pueden haberlo hecho, aunque
esa situación no se mantuvo así durante mucho tiempo. Dos maestros que se mencionan en las
Pastorales argumentan que la resurrección ya es algo del pasado. Ese era un malentendido que
tenía grandes probabilidades de ocurrir, anticipando quizás la reformulación del pensamiento
gnóstico tardío de todo este problema, aunque no altera la impresión abrumadora de unanimidad.
De igual manera, para anticiparnos a un argumento posterior, sería preferible no imaginar, tal
como lo hacen algunos hoy en día, que la razón de esta aparente unanimidad es que el ortodoxo
torpe obliteró todo vestigio de un primer período más polimorfo. Tenemos amplia evidencia de
debates sobre todo tipo de elementos y problemas y la virtual unanimidad sobre la resurrección
resalta en ellos. Apenas a fines del segundo siglo, transcurridos ya 150 años desde los tiempos de
Jesús, la gente empezó a utilizar a palabra «resurrección» para referirse a algo bastante diferente
de aquello que significaba en el judaísmo y en el cristianismo primitivo; en otras palabras, una
“experiencia espiritual” en el presente que lleva a una esperanza incorpórea en el futuro. Durante
casi todos los dos primeros siglos, la resurrección, en el sentido tradicional, no solo ocupa el
lugar central del escenario, sino la totalidad del mismo.
2) Esto nos lleva a la segunda mutación. En el judaísmo del Segundo Templo, la resurrección es
importante aunque no tanto así. Hay abundantes obras muy extensas que nunca mencionan la
pregunta y menos aún esta respuesta. Sigue siendo difícil lograr verdadera certeza acerca de lo
que los autores de los rollos del Mar Muerto pensaban sobre este tema. Aparte de algunos puntos
resaltantes ocasionales, tal como se aprecia en 2 Mac 7, la resurrección es apenas un tema
secundario, tangencial al debate central. Sin embargo, en el cristiano inicial la resurrección se ha
desplazado de la circunferencia para llegar al centro. Sería verdaderamente imposible imaginar el
pensamiento de Pablo sin esta consideración. Uno no debe intentar siquiera imaginar el
pensamiento de Juan sin se haga alusión a la resurrección, aunque algunos han tratado de
hacerlo. Igualmente, es de vital importancia tanto en Clemente y en Ignacio, como en Justino y
en Ireneo. Es una de las creencias clave que enfureció a los paganos en Lyon el año 177 d.C. y
que los llevó a masacrar a varios cristianos, entre los que se contaba el obispo que precedió al
gran Ireneo. La creencia en la resurrección corporal era uno de los dos aspectos centrales que el
pagano doctor Galeno resal sobre los cristianos (el otro era su compostura sexual, digna de
mención). Si dejamos de lado las historias del nacimiento de Cristo, todo lo que perdemos son
dos capítulos de Mateo y dos de Lucas. Ahora bien, si no incluimos la resurrección, se pierde la
totalidad del Nuevo Testamento, del mismo modo que gran parte de las escrituras de los Padres
del siglo II.
3) Estas dos primeras mutaciones tienen que ver con el nuevo lugar que asumió la resurrección
dentro de las primeras etapas del cristianismo, en contraposición al lugar que tuvo dentro de su
judaísmo nativo. La siguiente mutación tiene que ver con algo considerablemente más orgánico
acerca de lo que quiere decir precisamente la palabra resurrección. En el judaísmo, siempre se
deja con un sentido bastante vago la explicación sobre qué tipo de cuerpo va a poseer aquél que
resucitará. Los mártires macabeos suponían que sería un cuerpo más o menos exacto al que
tenían en ese momento. La mayoría de los textos judíos que analizan esta pregunta tienen poco
que decir al respecto, aparte de las referencias ocasionales que se han hecho a la “gloria”, quizás
en el sentido de la luz. No obstante, dentro del ámbito inicial del cristianismo, desde sus mismos
inicios, se incorporó como parte de la creencia en la resurrección que el nuevo cuerpo, aunque
sin lugar a dudas sería un cuerpo en el sentido de un objeto físico que ocupa el espacio y el
tiempo, se convertiría en un cuerpo transformado, un cuerpo cuya materia, creada del antiguo
material, tendría propiedades nuevas. Ha habido un avivamiento dramático de lo que la
“resurrección” en sí implicaba realmente.
En un pasaje, por cierto bastante incomprendido, de 1 Cor 15, Pablo es sin lugar a dudas quien
establece esto con más claridad que antes. Es por ello que muchos, aunque no todos los escritores
que lo sucedieron, se refieren a él. Él habla de dos tipos de cuerpos. Uno es el cuerpo actual y el
otro, el futuro. Él usa dos adjetivos clave para describir estos dos cuerpos. Desafortunadamente,
muchas traducciones lo han reflejado de una forma radicalmente equivocada en este punto, lo
que ha llevado a la suposición muy diseminada de que, para Pablo, el nuevo cuerpo sería un
cuerpo “espiritual” en el sentido de un cuerpo “no material”, un cuerpo que, en el caso de Jesús,
hubiera dejado tras de sí una tumba vacía. Puede demostrarse con amplio grado de detalle, tanto
desde el punto de vista filosófico, como exegético, que esto no es precisamente lo que Pablo
pretendía decir. El contraste que él pretendía establecer no es entre aquello que denotaría el
cuerpo presente “físico” y aquello que denotaría el cuerpo futuro “espiritual”, sino más bien el
contraste entre el cuerpo actual animado por el alma humana normal y un cuerpo futuro animado
por el espíritu de Dios.
De igual manera, la cuestión acerca del cuerpo futuro es que éste será incorruptible. La carne y la
sangre de los cuerpos actuales son corruptibles, están destinadas a descomponerse y morir. Es
por ello que Pablo decía que “la carne y el cuerpo no pueden heredar el reino de Dios”. El nuevo
cuerpo será incorruptible. Todo el capítulo, en el cual se aprecia una de las discusiones más
largas de Pablo y el clímax vital de toda la carta es sobre la nueva creación, sobre Dios, el
Creador que rehace la creación sin abandonarla, como hubieran querido los platonistas de todo
tipo, entre los que también se cuentan los gnósticos.
Sin embargo, esta fisicalidad transformada (o, tal como yo la he denominado en el libro The
Resurrection of the Son of God (La resurrección del Hijo de Dios), la “transfisicalidad”), no
implica que uno se transforme en luminosidad. Una vez más, aquí muchos se han equivocado al
entender de forma errónea la palabra “gloria” de manera que implique un brillo físico en vez de
una condición dentro del mundo de Dios. Este aspecto se torna mucho más aparente aún en los
textos bien conocidos de la resurrección bíblica, como es el caso de Dn 12, en el cual se nos dice
que los rectos, los doctos que se han levantado de la muerte brillarán como las estrellas.
Sorprendentemente, este texto nunca se cita en el Nuevo Testamento con respecto al cuerpo de la
resurrección, excepto en la interpretación de una parábola. Cuando lo encontramos, hace
referencia al mismo en forma metafórica, relacionado con los testigos cristianos actuales del
mundo. Entonces, lo que encontramos en la mayoría de los escritos de los primeros cristianos en
relación con la creencia en la resurrección es la visión y opinión de que el nuevo cuerpo, cuando
se le otorga a la persona, va a poseer una naturaleza física transformada, aunque no transformada
en la única manera en la que este texto bíblico central pudiera haber sugerido.
4) La cuarta mutación sorprendente que se evidencia en las creencias sobre “la resurrección” de
los primeros cristianos es aquella que indica que la resurrección, como un acontecimiento, se ha
dividido en dos. Una vez más, 1 Cor 15 es una carta fundamental a este respecto, aunque la
resurrección se da como un hecho hasta el final de los primeros dos siglos. Ningún judío del
primer siglo, antes de la Pascua, esperaba que “la resurrección” fuera nada más que un
acontecimiento a gran escala que le sucedería a todo el pueblo de Dios, o quizás a la totalidad de
la raza humana, como parte del acontecimiento súbito en el que el reino de Dios finalmente
vendría para estar así en la tierra como en el cielo. No hay sugerencia alguna de que una persona
resucitaría de entre los muertos antes que todos los demás. Las “excepciones” que a veces se han
citado (Enoch y Elías) no cuentan, precisamente porque: a) se sostenía que no habían muerto y,
por lo tanto, la “resurrección” (la nueva vida después de la muerte corporal) no sería pertinente y,
b) estaban en el cielo y no en la tierra con un nuevo cuerpo. No debemos olvidar nunca que la
“resurrección” no significaba “ir al cielo” o “escapar a la muerte”, así como tampoco “tener una
existencia luego de la muerte gloriosa y noble”, sino “volver una vez más a la vida corporal
luego de la muerte corporal”. Esta es la razón por la cual, cuando Jesús pide a los discípulos
después de la transfiguración que no mencionen la visión hasta que el hijo del hombre se haya
levantado de entre los muertos, ellos (como acabamos de ver) terminan por estar confundidos y
se preguntan qué es lo que puede significar este “levantarse de entre los muertos”. Se preguntan
si es un acontecimiento que les permitirá estar en la posición de contarle a la gente acerca de los
detalles de la vida de Jesús, en vez de un acontecimiento en el que nacerá todo el nuevo mundo
de Dios.
Sin lugar a dudas, hay otros movimientos judíos ligeramente contemporáneos con los primeros
años del cristianismo que también mantenían alguna especie de escatología inaugurada (en otras
palabras, la creencia de que “el final” había ya empezado en cierto sentido). Tal como se les
presenta en los rollos, los esenios creían que la alianza se había restablecido secretamente con
ellos como anticipación al desenlace final. Sin embargo, fuera del ámbito del cristianismo, nunca
encontramos lo que se convierte en una característica central de la alianza: la creencia en que la
modalidad de esta inauguración consistió en la resurrección misma que le sucedió a una persona
en el medio de la historia y como adelanto de su gran ocurrencia final, anticipando y
garantizando la resurrección final del pueblo de Dios al fin de la historia.
5) Siento que estoy totalmente en deuda con Dominic Crossan por resaltar lo que ahora yo
presento como la quinta mutación de la forma en la que los judío creían en la resurrección. En un
debate público que tuvo lugar en Nueva Orleans durante el mes de marzo de 2005, Crossan habló
de esta mutación como de una “escatología colaboradora”. La forma en la que yo veo esto, muy
en línea con lo que, a mi parecer, pretendía Crossan, es lo que les diré a continuación. En vista de
que los primeros cristianos creían que la “resurrección” habla empezado con Jesús y se
completaría en la gran resurrección final del último día, ellos también creían que Dios los había
llamado a trabajar con él en el poder del Espíritu para poner en práctica los logros de Jesús y, de
esa manera, anticipar la resurrección final en la vida personal y política, en la misión y en la
santidad. No se trataba simplemente de que Dios hubiera inaugurado el “final”. Si Jesús, el
Mesías, era el Fin en persona, el futuro de Dios llegado al presente, entonces aquellos que
pertenecían a Jesús y que lo seguían, aquellos que habían recibido el poder de su Espíritu eran
los encargados de transformar el presente, siempre y cuando ellos estuvieran en la capacidad de
hacerlo, a la luz de ese futuro.
6) La sexta mutación digna de mención en cuanto a las creencias judías es el uso metafórico
bastante diferente del término “resurrección”. Dentro del ámbito del judaísmo, la resurrección
podía operar como una metáfora y como una metonimia del retorno del exilio. Así, por ejemplo,
vemos que para Ezequiel, en el capítulo 37, es una metáfora bastante clara. Para el momento en
el que los rabinos adoptaron la idea e, incluso, en 2 Mac, en 4 Esd y en otros pasajes, como
también en los evangelios, es una metonimia, una parte del gran todo escatológico que representa
al todo. De igual manera, el referente concreto de esta metáfora judía es el restablecimiento
nacional, étnico y geográfico de Israel. Por lo tanto, cuando se utiliza de forma metafórica el
término “resurrección” en el judaísmo, éste se refiere al restablecimiento de Israel. Sin embargo,
desde los primeros días del cristianismo, lo que cobra aún más importancia si tomamos que todo
esto empezó como un movimiento mesiánico judío, este significado ha desaparecido y hace
quizás su única aparición fugaz en la pregunta de los discípulos confundidos al principio de los
Hechos de los Apóstoles (“Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel? “).
En su lugar, tenemos un nuevo significado metafórico de la resurrección, que es igualmente
digno de mención y el cual ya empieza a arraigarse firmemente en los tiempos de Pablo: la
resurrección, cuando se refiere metafóricamente al bautismo como una muerte y un levantarse de
entre los muertos con Cristo, y la resurrección cuando se refiere a la nueva vida de obediencia
ética tenaz que es posible por medio del Espíritu Santo y con la que está comprometido el
creyente. Cabe destacar al respecto que estos significados metafóricos se encuentran
regularmente junto a aquellos pasajes en los que también se enfatiza el significado literal de la
resurrección futura real corporal, como es el caso, por ejemplo, de Romanos. En otras palabras,
éste no es el inicio de un desplazamiento hacia un significado no físico. De igual manera, hay
que resaltar que el significado metafórico aún tiene un referente concreto en el bautismo y en la
ética, en vez del referente abstracto o «espiritual» que fue tan apreciado por los gnósticos
posteriores.
Por lo tanto, ésta es la sexta modificación de la creencia judía: aun cuando la resurrección se
sigue viendo como un lenguaje literal sobre la existencia corpórea futura, también ha proyectado
su significado metafórico poderoso anterior en torno a la renovación del Israel étnico y ha
adquirido un nuevo significado que tiene que ver con la renovación de los seres humanos en
general. En realidad, es en los primeros años del cristianismo cuando empezamos a descubrir el
lenguaje del retorno del exilio, de la renovación étnica y territorial de Israel que entonces se
utiliza metafóricamente en sí misma para referirse tanto a la renovación presente de los seres
humanos, como a su resurrección corporal, más adelante. Una vez más, todos estos significados
solo tienen verdadero sentido dentro del mundo del pensamiento judío. Ningún pagano hubiera
soñado siquiera con algo parecido a esto. Sin embargo, hasta el momento en que surgió el
cristianismo, tampoco ningún judío se habla animado a seguir este camino. Aquí nos
enfrentamos con una mutación aún más sorprendente y que viene desde dentro.
7. La séptima y última mutación que surge dentro de la creencia judía en sí misma de la
resurrección fue su asociación con el mesianismo. Nadie en el judaísmo hubiera esperado que el
Mesías muriera y, por consiguiente, tampoco nadie hubiera siquiera imaginado, como es natural,
que el Mesías se levantaría de entre los muertos. Esto lleva a una modificación muy destacada no
sólo de la creencia en la resurrección, sino de la creencia en el mesianismo en sí. Cuando existían
especulaciones mesiánicas (una vez más cabe mencionar que en ningún momento podemos decir
que todos los textos judíos hablasen de un Mesías, aunque esta noción sí adquirió importancia
central en los primeros tiempos del cristianismo), se suponía que el Mesías vendría a librar la
batalla victoriosa de Dios contra los malvados paganos; para reconstruir o limpiar el Templo y
para traer la justicia de Dios a este mundo. Parecía que Jesús no había hecho ninguna de estas
cosas. Él había sufrido la injusticia típica del mundo; había presentado una demostración extraña
y aparentemente inefectiva en el Templo y había muerto por obra de los paganos y a manos de
ellos, en vez de vencerlos gloriosamente en la batalla. Ningún judío que tuviera alguna idea
sobre cómo se había operado el lenguaje del mesianismo en esa época, hubiera imaginado
posiblemente después de su crucifixión, que Jesús de Nazaret era en realidad el Ungido del
Señor. Ahora bien, desde los primeros tiempos del cristianismo, tal como podemos evidenciarlo
en los que podrían ser los fragmentos prepaulinos de las primeras creencias del Credo, los
cristianos afirmaron que Jesús era en realidad el Mesías, precisamente debido a su resurrección.
En esta etapa cabe destacar, a modo de comentario al margen, aunque por demás importante,
cuán imposible es justificar y dar cuenta de la creencia de los primeros cristianos en Jesús como
el Mesías, sin referirnos a la resurrección. Tenemos evidencia de varios otros movimientos
judíos, indiscutiblemente movimientos mesiánicos y movimientos proféticos, durante el siglo
uno o el siglo dos que defienden ambos aspectos de la carrera pública de Jesús. Por rutina, todos
ellos han terminado con la muerte violenta de la figura central. Los miembros del movimiento
(suponiendo siempre que lograron salvar su pellejo) pronto se vieron enfrentados a una
alternativa: bien sea darse por vencidos y renunciar a la lucha o encontrar un nuevo Mesías. En
caso de que los primeros cristianos hubieran querido optar por seguir el segundo camino, habrían
tenido un candidato obvio: Santiago, el hermano del Señor, un gran maestro muy devoto, la
figura central de la iglesia primitiva de Jerusalén. Pero nadie nunca imaginó siquiera que
Santiago pudiera ser el Mesías. Josefa lo describe con cierto desdén, aunque se hace eco del
lenguaje que debe haber utilizado la gente para referirse a él como «el hermano del que llaman el
Mesías».
Esto quiere decir que ya podemos descartar las posiciones revisionistas sobre la resurrección de
Jesús que han ofrecido tantos y tantos escritores en los años recientes. Muchos han sugerido que
los primeros discípulos estaban tan embargados por el dolor ocasionado por la muerte de Jesús
que optaron por adoptar la idea de la resurrección en la cultura que los rodeaba y que se aferraron
a ella, convenciéndose de que Jesús verdaderamente se había levantado de entre los muertos,
aunque sin lugar a dudas sabían que éste no había sido el caso. Algunos incluso han sugerido que
los primeros cristianos creían que, luego de su muerte, Jesús había sido exaltado a los cielos o
también habían tenido la extraña idea de que su misión de traer el reino del Señor estaba ahora
prosiguiendo de una nueva manera y que este tipo de creencia los llevaba a decir que se había
levantado de entre los muertos.
Sin embargo, cabe preguntarse si esto tendría algún sentido. Podemos someter a prueba esta
teoría a través de un pequeño experimento. En el año 70 d.C., los romanos conquistaron
Jerusalén y volvieron a apresar y llevar cautivos a Roma a miles de judíos, incluyendo al hombre
que ellos consideraban que era el líder de la revuelta judía, «el rey de los judíos», un hombre
denominado Simón bar Giora. Este hombre fue llevado a Roma detrás de una triunfal procesión.
Al final del espectáculo, Simón fue azotado y luego asesinado.
Pues bien: supongamos ahora que estamos observando a unos cuantos revolucionarios judíos,
tres días o tres semanas después de este acontecimiento. Analicemos lo que conversan. El
primero de ellos dice: «Bueno tú sabes, ¡yo creo que Simón era verdaderamente el Mesías y que
sigue siéndolo!».
Los otros lo miran con sorpresa y confusión. Claro que no lo es, los romanos lo apresaron como
siempre sucede. Y si quieres un Mesías, más vale que te busques uno nuevo.
Responde el primero: «Ah, pero yo creo que él se ha levantado de entre los muertos».
«¿A qué te refieres?», le preguntan sus amigos. «Él está muerto y enterrado». «No es así»,
responde el primero, «yo creo que él ha sido exaltado a los cielos».
Los otros parecen confundidos. Todos los mártires más justos están con Dios; todo el mundo
sabe eso. Sus almas están en las manos de Dios, pero eso no quiere decir que ellos ya hayan sido
levantados de entre los muertos. De todas maneras, la resurrección es algo que nos pasará a todos
nosotros al final de los tiempos, y no a una persona en pleno curso de la historia.
«No», replica el primero, «tú no me entiendes. Yo he tenido la sensación muy fuerte de que el
amor de Dios me está rodeando. He sentido cómo Dios me está perdonando y nos está
perdonando a todos. También he sentido que a mi corazón lo embargaba un extraño calor. Lo
que es más, anoche, yo mismo vi a Simón. Estaba allí conmigo...».
Los otros lo interrumpen, ahora con cierta molestia: «Todos podemos tener visiones. Muchas
personas sueñan con los amigos que acaban de morir. A veces, lo sienten como si fuera real. Eso
no quiere decir que estos amigos se hayan levantado de entre los muertos. Sin lugar a dudas esto
no quiere decir que uno de ellos sea el Mesías. Y si sientes que tu corazón ha sido reconfortado,
entonces canta un salmo y no te pongas a decir esas locuras acerca de Simón».
Esto es lo que le habrían dicho a quien hubiera venido con un argumento que, según los
revisionistas, cualquiera habría podido tener al principio con la idea de la resurrección de Jesús.
Sin embargo, esta solución no sólo es simplemente increíble sino que también es imposible. En
caso de que alguien hubiera dicho lo que sugieren los revisionistas, habría seguido una
conversación similar a la que acabo de plantear con anterioridad. Todo lo que se necesita para
hacer que desaparezcan los argumentos de lo que se denomina crítica histórica es simplemente
un poco de imaginación histórica disciplinada.
Lo que es más (y menciono esto para redondear esta mutación final dentro del contexto de las
creencias judías), debido a que los primeros cristianos creían que Jesús era el Mesías, nos
enfrentamos al desarrollo de la creencia muy temprana de que Jesús es el Señor y que, por lo
tanto, César no puede serlo. Este es otro tema y lo dejaremos para otra ocasión. Ahora bien, ya
en Pablo podemos apreciar que la resurrección, tanto de Jesús en el presente y, luego más
adelante en el futuro, la de su pueblo aparece como el fundamento mismo de la posición cristiana
de lealtad a un rey diferente, a un Señor diferente. La muerte es la última arma del tirano y el
punto de la resurrección, a pesar de tanto malentendido que lo rodea, es que la muerte ha sido
vencida. La resurrección no es la redescripción de la muerte. Es, más bien, el derrocamiento de la
misma y, de esa manera, es también el derrocamiento de aquellos cuyo poder depende de ella. A
pesar de las injurias y del desdén de algunos eruditos contemporáneos, fueron precisamente
aquéllos que creían en la resurrección corporal los que fueron quemados en la pira y lanzados a
los leones. La resurrección nunca fue el camino para asentarse, tranquilizarse y volverse
ciudadanos responsables. Eso nos lo pudieran haber dicho los fariseos. Fueron los gnósticos,
quienes tradujeron el idioma de la resurrección a una espiritualidad privada y a una cosmología
dualista, alterando más o menos así su significado para volverlo lo opuesto, quienes escaparon a
la persecución. ¿Qué emperador hubiera pasado noches y noches de insomnio preocupado
porque sus súbditos estaban leyendo el Evangelio de Tomás? La resurrección siempre estaba
destinada a meter a la gente en problemas y, por lo general, esto fue lo que sucedió.
Por lo tanto, hasta el momento hemos resaltado siete mutaciones importantes de las creencias
judías acerca de la resurrección y vimos que cada una de ellas se convirtió en un punto central
dentro del cristianismo de los dos siglos iniciales. Las primeras creencias cristianas acerca de la
resurrección siguen presentes enfáticamente en el mapa del judaísmo del siglo uno, en vez del
paganismo. Sin embargo, desde el mismo interior de la teología judía del monoteísmo, de la
elección y la escatología, ha abierto toda una nueva forma de ver la historia, la esperanza y la
hermenéutica. Y esto exige una explicación histórica. ¿Por qué los primeros cristianos
modificaron el idioma judío de la resurrección de estas siete maneras y lo hicieron con tanta
consistencia? Cuando les preguntamos, claro está que nos responden que lo hicieron debido a lo
que ellos habían creído que le sucedió a Jesús al tercer día después de su muerte. Esto nos lleva a
lo que abordaremos en el próximo capítulo, al preguntarnos lo siguiente: ¿entonces, qué
podemos decir acerca de las historias tan extrañas que ellos relatan a medida que van
describiendo los eventos de ese primer día de la Pascua?
Capítulo 4
La extraña historia de la Pascua de Resurrección
1. Historias sin precedente
Cuando nos dedicamos seriamente a analizar las historias relativas al primer día de Pascua, que
no son más que los relatos que encontramos en los capítulos finales de los cuatro evangelios
canónicos, volvemos a enfrentar la situación del atizador de fuego de Wittgenstein. Cabe
destacar que los relatos pascuales no concuerdan entre sí a la perfección. ¿Cuántas mujeres
fueron a la tumba y cuántos ángeles u hombres se consiguieron al llegar? ¿Los discípulos se
encontraron con Jesús en Jerusalén, en Galilea o en ambos lugares? Y así sucesivamente. En el
caso de la historia que tuvo lugar en Cambridge en 1946 como en los acontecimientos que se
vivieron en la Jerusalén del año 30 d.C. (o cuando hayan ocurrido) sucedió lo mismo: las
discrepancias superficiales no significan en lo absoluto que no haya sucedido nada. En realidad,
hay indicaciones más que razonables que nos apuntan hacia el hecho de que sucedió algo
extraordinario, de importancia tal que los primeros testigos se vieron tan perplejos y
desconcertados que esto los llevó a contarnos diferentes historias sobre el suceso.
Como parte de un argumento más amplio que ya he desarrollado en otro punto, en este momento
quiero llamar la atención sobre cuatro características extrañas que aparecen por igual en los
recuentos de los cuatro evangelios canónicos. Yo sugeriría que estas características nos obliguen
a tomarlos con seriedad como los recuentos de los primeros días y no, tal como se piensa a
menudo, como inventos posteriores.
1) En primer lugar, cabe destacar el extraño silencio de la Biblia en cuanto a las historias. Hasta
este punto, los cuatro evangelistas se habían basado de manera muy determinante en citas,
alusiones y ecos bíblicos para establecer claramente que la muerte de Jesús tendría lugar «de
acuerdo a las Escrituras». Incluso la narrativa de la sepultura tiene ecos bíblicos. Sin embargo,
casi en su totalidad, las narrativas de la resurrección son ajenas a estos ecos, con tan sólo un par
de pequeñas excepciones. Esto es aún más sorprendente debido al hecho de que incluso en los
primeros tiempos, en la época de Pablo, la fórmula común del Credo declaraba que también la
resurrección tendría lugar de «conformidad con las Escrituras». Es más, el mismo Pablo se une al
resto de la iglesia primitiva para recurrir desesperadamente a los salmos y a los profetas en busca
de aquellos textos que les explicaran lo que acababa de suceder y que les permitieran ubicar este
acontecimiento dentro de la larga historia de Dios e Israel y como el clímax de la misma. ¿Por
qué no son iguales las narrativas de resurrección de los evangelios? Hubiera sido fácil para
Mateo referirse a una o dos profecías de las Escrituras que se estaban cumpliendo, pero él no lo
hizo. Juan nos relata que los discípulos todavía no conocían las enseñanzas de las Escrituras que
señalaban que el Mesías se levantaría de entre los muertos, pero no cita los textos que tiene en
mente.
Claro está que podríamos decir que quienquiera que haya escrito las historias, tal como las
tenemos ahora, parece haber actuado con astucia y las debe haber revisado, eliminando algunas
partes para hacerlas parecer como si fueran muy viejas, tal como si alguien retirase
deliberadamente todos los aparatos eléctricos de una casa para hacerla aparecer como si hubiera
sido construida hace un siglo o más. La suposición que comparten muchos eruditos que
defienden el argumento de que las historias se desarrollaron en la segunda generación, en épocas
tan posteriores como, podría decirse, la década de los ochenta o los noventa del primer siglo, nos
obligaría a decir que, aunque estas historias incluyen curiosamente y de forma por demás
interesante (tal como veremos) la teología de Pablo, de aquella teología se han extraído con todo
cuidado todas las alusiones bíblicas que ya son tan abundantes en un pasaje como 1 Cor 15.
Esto pudiera haber sido apenas verosímil si hubiéramos tenido tan sólo un relato, o si los cuatro
relatos se hubieran derivado obviamente uno del otro. Pero no hay tan sólo un relato y uno no se
deriva del otro. Por lo tanto, tenemos que imaginar que se trata de cuatro autores muy diferentes,
cada uno de los cuales se decidió a escribir una narrativa de la Pascua basada en la teología de la
primera iglesia, aunque ajena a todos los ecos bíblicos. Lo que es más, los cuatro lograron
hacerlo de cuatro maneras muy diferentes, aunque teológicamente consistentes. De lo contrario,
y aunque creo que es infinitamente mucho más probable, uno tendría que decir que las historias,
incluso si fueron escritas bastante tiempo después, se remontarían a las primeras tradiciones
orales que se habían formado y establecido firmemente en la memoria de los diferentes
narradores, antes de que hubieran tenido tiempo para reflexión bíblica alguna.
2) La segunda característica extraña de las historias es a la que se hace mención con mayor
frecuencia: la presencia de las mujeres como las principales testigos. Nos guste o no, a las
mujeres no se les consideraba testigos verosímiles en el mundo antiguo. Cuando la tradición ya
hubiera tenido tiempo de organizarse y poner las cosas en orden, adquiriendo la forma fija que ya
encontramos en la cita que hace Pablo al respecto en 1 Cor 15, las mujeres habrían sido
apartadas, habrían sido retiradas de la escena de forma sutil. Aunque puede avergonzarnos
decirlo, las mujeres son incómodas. Sin embargo, se encuentran allí presentes en los relatos de
los cuatro evangelios, al frente y en pleno centro de los acontecimientos, como los primeros
testigos y los primeros Apóstoles. Nadie se hubiera puesto a inventarlas. En caso de que la
tradición se iniciara en la forma únicamente masculina que encontramos en 1 Cor 15, nunca se
hubiera transformado tampoco y de maneras tan diferentes en las primeras historias con
protagonismo femenino, como las que encontramos en los evangelios.
3) La tercera característica extraña es la iconografía del propio Jesús. Si, tal como lo han tratado
de establecer muchos revisionistas, las historias del Evangelio se desarrollaron, bien sea a partir
de personas que reflexionaron sobre las Escrituras, o de una experiencia de iluminación interna
subjetiva, lo único que uno pudiera esperar encontrar es al Jesús resucitado que brilla como una
estrella. Eso es lo que Daniel dijo que sucedería y eso es precisamente lo que hubiera generado
una experiencia de iluminación interna. Encontramos un relato de este tipo en la transfiguración.
Sin embargo, ninguno de los evangelios hace referencia a esto con respecto a Jesús en la Pascua.
En realidad, Jesús aparece como un ser humano con un cuerpo que, en muchos aspectos, es
bastante normal. Es alguien a quien se le podría confundir con un jardinero o con cualquier otro
viajero que pasaba por esa región. Sin embargo, las historias contienen también señales
definitivas de que este cuerpo ha sido transformado y esto es lo que hace que se destaquen y que
se considere que se encuentran entre las historias más misteriosas que se hayan escrito, con
signos definitivos de que ese cuerpo se ha transformado. Sin lugar a dudas es físico: consume
(por así decirlo) la materia del cuerpo crucificado y ésta es la razón por la que el sepulcro estaba
vacío. Sin embargo, de igual manera entra y sale a través de puertas cerradas y no siempre se le
reconoce y, al final, desaparece hacia el espacio de Dios, que no es otro que el cielo, a través de
la cortina delgada que en muchos pensamientos judíos es lo único que separa el espacio de Dios
del espacio humano. Este tipo de relato no tiene precedente alguno. Ningún texto bíblico predice
que la resurrección va a tener lugar con este tipo de cuerpo. Ninguna teología especulativa había
establecido este camino para que lo siguieran los evangelistas y cabe destacar, una vez más, para
que lo siguieran de maneras que son, curiosamente, muy diferentes.
En particular, esto debería ponerle cese a las antiguas ideas absurdas que defienden que los
relatos de Lucas y Juan, que son aparentemente los más «físicos», fueron escritos a fines del
primer siglo, en un intento por combatir el docetismo (la visión de que Jesús no era un verdadero
ser humano, sino que solamente «parecía» serlo )4. Podemos dar por sentado que si todo lo que
uno tenía como argumento era hablar de Jesús comiendo pescado asado en las brasas (Lucas) e
invitando a Tomás a tocarlo (Juan), tal relato hubiera tenido al principio una credibilidad inicial.
Pero si Lucas y Juan estaban construyendo simplemente narrativas para combatir el docetismo,
entonces fueron contra su propio propósito y de manera muy clara cuando hablaron del Jesús
resucitado que aparecía atravesando puertas cerradas, para volver a desaparecer, del Jesús a
quien a veces se le reconocía y a veces no y que finalmente ascendió al cielo.
4) La cuarta característica extraña que se evidencia en los relatos de la resurrección es el hecho
de que éstos nunca mencionan la futura fe cristiana. En casi todos los otros pasajes del Nuevo
Testamento, cuando se habla de la resurrección de Jesús, se hace en relación con la esperanza
final de que aquellos que pertenecen a Jesús, algún día se levantarán de entre los muertos como
él y siempre aluden al hecho de que esto se debe anticipar en el presente, tanto en el bautismo,
como en el comportamiento diario. A pesar de los miles de himnos de Pascua y los millones de
sermones de Pascua, las narrativas de la resurrección que aparecen en los evangelios nunca
mencionan algo como esto: «Jesús ha resucitado y, por lo tanto, hay vida después de la muerte».
Y mucho menos dicen lo siguiente: «Jesús ha resucitado y, por lo tanto, iremos al cielo al morir».
Ni siquiera al estilo más auténtico del primer siglo cristiano, ellos osaron decir la frase siguiente:
«Jesús ha resucitado y, por lo tanto, nosotros también resucitaremos de entre los muertos después
del sueño de la muerte». No. En la medida en que se interpreta el acontecimiento, la Pascua tiene
un significado muy de este mundo y de este momento: Jesús ha resucitado y, por lo tanto, él es el
Mesías y, como resultado de ello, él es el verdadero Señor de la tierra. Jesús ha resucitado. Por lo
tanto, ha empezado la nueva creación y nosotros, sus seguidores, ¡tenemos una tarea que
cumplir! Jesús ha resucitado y, por lo tanto, debemos actuar como sus heraldos y anunciarle al
mundo que él es nuestro Señor, ¡haciendo que su mundo venga en la tierra como en el cielo! Para
estar seguros, podemos mencionar que, incluso en etapas tan tempranas del cristianismo como en
la época de Pablo, la resurrección de Jesús se relacionó firmemente con la resurrección final de
todo el pueblo de Dios. En caso de que estas historias se hubieran inventado a fines del siglo uno,
sin lugar a dudas en ellas se habría hecho alguna mención a la resurrección final de todo el
pueblo de Dios. No hay mención alguna al respecto porque no fueron inventadas.
Todavía hay mucho más que tenemos que decir acerca de las narrativas de la resurrección que
aparecen en el Evangelio. Sin embargo, quisiera cerrar esta primera sección del capítulo con la
propuesta que es, sin lugar a dudas, la más fácil de creer. También nos indica que las historias
son básicamente muy tempranas, anteriores a Pablo, y que no han sufrido alteraciones
sustanciales, excepto algún intento personal por pulirlas en la transmisión o publicación
subsiguiente. Ahora bien, sí es verdad que presentan indicios de los intereses teológicos de los
diferentes evangelistas. De esta manera, podemos apreciar que la historia que nos relata Mateo
acerca de la resurrección enfatiza temas que son típicamente de este evangelista y así
sucesivamente. Sin embargo, esto es tal cual lo que sucede cuando diferentes artistas pintan los
retratos de la misma persona. Esta pintura es de Rembrandt, sin lugar a dudas... No cabe duda
alguna de que este cuadro es un Holbein... El toque personal del artista individual es
incuestionable. A pesar de ello, aquél que está sentado posando es plenamente reconocible. Los
artistas no han cambiado el color del cabello del modelo, la forma de su nariz o su media sonrisa
tan particular. Y cuando nos preguntamos por qué tales historias, tan diferentes de tantas maneras
y, no obstante, tan curiosamente consistentes en éstas y otras características, pudieron haber
surgido tan temprano, todos los primeros cristianos dan la respuesta obvia a esta pregunta: algo
así fue lo que sucedió, incluso cuando haya sido difícil describirlo en el momento y haya seguido
siendo, de allí en adelante, algo que nos llena de perplejidad. Las historias, aunque fueron
editadas ligeramente y las volvieron a escribir más adelante, básicamente son de épocas muy,
muy tempranas. Como se ha sugerido con tanta frecuencia, indiscutiblemente no son leyendas
que se escribieron mucho después para darle una base seudohistórica a aquello que
esencialmente había sido una experiencia privada e interna.
Podemos decir, entonces, que este es el testimonio más o menos universal de los primeros
cristianos: que ellos son precisamente lo que son, que ellos hacen precisamente lo que hacen, que
ellos cuentan las historias que precisamente cuentan y que nada de esto se debe a una nueva
experiencia o visión religiosa, sino más bien a algo que había sucedido; algo que le había
sucedido al Jesús crucificado; algo que ellos habían interpretado desde un principio como un
claro indicio de que, después de todo, él era el Mesías, que, después de todo, la nueva era del
Señor había irrumpido en los tiempos de entonces y que ellos tenían así un nuevo cometido; algo
que los había hecho reafirmar la creencia judía en la resurrección sin intercambiarla por una
alternativa pagana. Se trataba de una creencia a la que le agregarían varias modificaciones
particulares, aunque igualmente consistentes. Ya ha llegado el momento de preguntarnos, en la
segunda sección de este capítulo: ¿qué es lo que los historiadores pueden decir respecto a todo
esto?
2. La Pascua y la historia
Quisiera comenzar abordando los que yo considero que son los puntos históricos fijos. La única
manera en la que podemos explicar los fenómenos que hemos venido examinando es si
proponemos una hipótesis de dos vertientes: en primer lugar, la tumba de Jesús sí estaba vacía;
en segundo lugar, los discípulos en realidad lo encontraron bajo formas que los convencieron de
que no se trataba simplemente de un fantasma, así como tampoco de una alucinación. Ahora les
presentaré unos breves comentarios sobre cada una de estas dos vertientes de la hipótesis.
En caso de que los discípulos simplemente hubieran visto o hubieran pensado que habían visto a
alguien a quien tomaron por Jesús, esto en sí mismo no habría generado las historias que hoy en
día hemos recibido. Todos en el mundo antiguo daban por sentado que las personas a veces
tenían experiencias extrañas que implicaban encuentros con los muertos, especialmente con
aquellos que acababan de morir. Sabían, cuando menos, lo mismo que nosotros acerca de tales
visiones, fantasmas y sueños. De igual manera, sabían también que tales cosas a menudo
ocurrían dentro del contexto del pesar de la pérdida o de la tristeza. En su idioma tenían una
palabra para ello y no era precisamente «resurrección». Sin importar cuántas de tales visiones
pudieran haber tenido, nunca hubieran dicho que Jesús se había levantado de entre los muertos.
Ellos no estaban esperando tal resurrección.
En cualquier caso, y éste es un punto que a menudo ignora la gente o que le es muy cómodo
olvidar, Jesús fue enterrado de conformidad con una tradición judía en particular, la cual fue
diseñada para que ocurriera en dos etapas. En primer lugar, se envolvía con todo cuidado el
cuerpo con especies y lino y se le colocaba en un saliente de una caverna. Luego, cuando la carne
se hubiera descompuesto (y ésa era la razón para recurrir a las especies, por el olor, ya que la
cueva podía ser utilizada para más de un cadáver), se tomaban los huesos, se envolvían con toda
la debida reverencia y se les almacenaba en una caja de huesos (u «osario»). Si Jesús no se
hubiera levantado de entre de los muertos, entonces, tarde o temprano, alguien hubiera ido al
lugar a buscar sus huesos para envolverlos, prepararlos y almacenarlos. Incluso si alguien
hubiera estado sugiriendo que él se había levantado de entre los muertos, esto habría sido
suficiente para rebatir tal sugerencia. Nadie en el mundo judío se referiría a tal persona diciendo
que ya se había levantado de entre los muertos.
Por lo tanto, sin la tumba vacía, los discípulos hubieran estado tan dispuestos a declarar que todo
era una «alucinación» como podríamos estarlo nosotros mismos. Se habrían descartado también
las aparentes «reuniones» con Jesús: obviamente, has visto a un fantasma.
De igual manera, de por sí, una tumba vacía no prueba casi nada tampoco. Tal como muchos han
sugerido, pudo haberse tratado de la tumba equivocada, aunque habría bastado una rápida
verificación para que esto también se hubiera solucionado y descartado la equivocación. Alguien
(los soldados, los jardineros, los supremos sacerdotes, otros discípulos o cualquier otra persona)
podría haberse llevado el cuerpo por una u otra razón. El robo de tumbas era algo de todos bien
conocido. Esta fue la conclusión a la que llegó María, según vemos en el evangelio de Juan: se lo
han llevado y quizá sea el encargado del huerto quien lo hizo. Según Mateo, ésa fue la
conclusión a la que llegaron y que dieron a conocer los líderes judíos: fueron sus discípulos
quienes se lo llevaron. Se podría haber dado una amplia serie de explicaciones similares y éstas
podrían haber sido ciertas en caso de que a la simple tumba vacía, no se le hubiera agregado el
hecho de que varias personas lo vieron e, incluso, se reunieron con el mismo Jesús. No: para
poder explicar históricamente la forma en la que todos los primeros cristianos llegaron a tener la
creencia de que Jesús había resucitado, tenemos que decir, cuando menos, lo siguiente: que la
tumba estaba vacía y que en ella sólo quedaban unas cuantas vendas con las que lo habían
sepultado y que, en realidad, ellos vieron y hablaron con alguien que tenía toda la apariencia de
ser un Jesús definitivamente físico, aunque fuera un Jesús que había cambiado en forma extraña,
en una forma más extraña de la que ellos lograron describir plenamente.
De esta manera, las reuniones con Jesús, por un lado, y la tumba vacía, por el otro, son
necesarias si queremos explicar el surgimiento de una creencia y la forma en la que los relatos
fueron escritos. Ninguna de estas dos manifestaciones por separado hubiera sido suficiente. Sin
embargo, al combinarlas, sí nos ofrecen una explicación completa y coherente del surgimiento de
las primeras creencias del cristianismo.
¿Existe alguna explicación alternativa, una explicación que nos permita dejar de lado toda esta
discusión sin tener que decir que la visión pagana antigua (que señala que la resurrección es
imposible) estaba equivocada, al igual que sus equivalentes modernos? No. Como todos los
demás argumentos que presento en este capítulo, es necesario dar la respuesta con mayor grado
de detalle. Sin embargo, cuando menos, podemos destacar que los principales recuentos alternos,
las propuestas revisionistas, carecen de todo poder explicativo.
Tomemos como ejemplo el fenómeno de la «disonancia cognoscitiva» acerca del cual se ha
escrito tanto durante el último medio siglo o más. La «disonancia cognoscitiva» es aquel
fenómeno que tiene lugar cuando la gente que quiere desesperadamente que algo sea cierto,
aunque está enfrentada a evidencia muy determinante que le indica lo contrario, logra pasar por
encima de los datos que apuntan en la dirección equivocada y defiende de manera aún más
estridente sus argumentos. Esta teoría tiene cierta credibilidad inicial. Podemos citar algunos
ejemplos interesantes de personas que se comportan de esta manera. Sin embargo, teorías como
ésta no nos sirven para explicar los fenómenos que se evidenciaron en los primeros tiempos del
cristianismo. En realidad, la investigación en la que se basó originalmente la teoría tiene ya de
por sí fallas muy profundas, tal como he podido demostrar en otra oportunidad.
Ahora bien, en especial, simplemente no concuerda con la situación de la Pascua. Debemos decir
enfáticamente que los discípulos no estaban esperando que Jesús se levantara de entre los
muertos por sí mismo en la mitad de la historia. El hecho de que ellos fueran judíos del Segundo
Templo y que, como algunos han dicho, la resurrección fuera una idea que «se respiraba en el
ambiente», simplemente no bastan para explicar las modificaciones radicales que destacamos
con anterioridad dentro del ámbito de las creencias judías, o de las características sorprendentes
de las historias mismas que se relataron acerca de la Pascua.
Del mismo modo, algunos han sugerido que los primeros discípulos tuvieron una nueva
experiencia de gracia, que se sintieron perdonados de una nueva manera, que habían tenido
acceso a una nueva fe en el poder de Dios, a una nueva convicción de que el reino y el proyecto
de Dios seguían adelante a pesar de la muerte de Jesús. Sin embargo, tampoco esta explicación
surtirá efecto. Como apreciamos con anterioridad, el simple hecho de mencionar que alguien ha
tenido una nueva experiencia de gracia o algo parecido, no da argumentos sólidos para decir que
el líder que uno había estado siguiendo se había levantado de entre los muertos.
Sin lugar a dudas, la resurrección funcionó como metáfora, aunque no como la metáfora para una
nueva experiencia religiosa. El judaísmo ya tenía un lenguaje muy abundante para todo esto. El
hecho de decir: «él se ha levantado de entre los muertos», sin que esto hubiera sucedido, es
simplemente inexplicable desde el punto de vista histórico. Todo esto me recuerda el poema
mordaz de John Updike:
No nos burlemos de Dios con la metáfora,
la analogía, la elusión o la trascendencia;
haciendo de todo evento una parábola, un signo pintado en la
credulidad evanescente de las eras anteriores:
abramos la puerta y entremos.
No tratemos de hacerlo menos monstruoso,
por nuestra propia conveniencia o nuestro sentido de la belleza,
no sea que al despertar en una hora inimaginable, nos sintamos
avergonzados por el milagro,
y aplastados por el reproche.
Hay muchos argumentos menos importantes que pudiéramos traer a colación en este punto. Sin
embargo, ahora sólo procederemos a resumirlos. Podemos empezar con las otras propuestas que
se presentan con cierta regularidad como explicaciones que compiten con la explicación cristiana
primitiva:
1)
Jesús no murió realmente. Alguien le dio alguna droga para que tan sólo pareciera que estaba
muerto y, más tarde, él revivió en la tumba.
Respuesta. Indiscutiblemente, los soldados romanos eran unos verdaderos expertos en matar a la
gente y a ningún discípulo lo hubiera engañado un Jesús medio drogado y apaleado, ni tampoco
le hubiera hecho creer que él había vencido a la muerte e inaugurado el reino.
2)
Cuando las mujeres fueron a la tumba se encontraron a otra persona (podría ser Santiago, el
hermano de Jesús, quien se parecía mucho a él) y, en esa media luz, pensaron que era el propio
Jesús.
Respuesta. Muy pronto se hubieran percatado de que no era así.
3)
Jesús sólo se le apareció a las personas que creían en él.
Respuesta. Los relatos nos hacen ver claramente que Tomás y Pablo no caen dentro de esta
categoría y, en realidad, ninguno de los seguidores de Jesús creía después de su muerte que él era
realmente el Mesías y, menos aún, pensaban que él fuera divino en lo absoluto.
4) Los relatos que tenemos están sesgados.
Respuesta. También lo está toda la historia, todo el periodismo. Toda foto que se toma, se capta
desde el ángulo de alguien.
5) Empezaron por decir «él resucitará de entre los muertos», tal como la gente solía decirlo de
los mártires y, muy pronto, comenzaron a decir «él ha resucitado de entre los muertos», lo cual
era equivalente desde el punto de vista funcional.
Respuesta. No, no lo era.
6)
Muchas personas tienen visiones de alguien a quien quieren y que acaba de morir. Esto es
precisamente lo que le sucedió a los discípulos.
Respuesta. Ellos conocían muy bien este tipo de manifestaciones y hasta tenían varias palabras
en su idioma para describirlas. Hubieran dicho simplemente «es su ángel» o «es su espíritu» o
«es un fantasma». No habrían dicho jamás «él ha resucitado de entre los muertos».
7) Finalmente el argumento que es, quizás el más popular de todos: lo que sucedió realmente fue
que ellos tuvieron algún tipo de experiencia «espiritual» intensa que interpretaron a través de las
categorías judías. Después de todo, Jesús estaba vivo espiritualmente y ellos seguían estando en
contacto con él. Respuesta. Ésta es simplemente una descripción de una muerte noble seguida de
una inmortalidad platónica. La resurrección fue y es la victoria sobre la muerte y no simplemente
una descripción más agradable de la muerte; así como también es algo que sucede algún tiempo
después del momento de la muerte, no inmediatamente después.
De igual manera, podemos apenas destacar tres de los múltiples argumentos de menor escala
que, a menudo y de forma acertada, se han presentado para respaldar la creencia de que Jesús en
realidad sí resucitó de entre los muertos:
l) Las tumbas judías, especialmente las de los mártires, eran veneradas y, a menudo, se
convertían en lugares santos. No hay señal alguna de que esto haya sucedido con la tumba de
Jesús.
2) El énfasis que pone la iglesia primitiva en el primer día de la semana al convertirlo en su día
especial es muy difícil de explicar, a menos que verdaderamente algo muy sorprendente haya
pasado ese día. Un despertar gradual o incluso súbito de la fe no basta para explicar este énfasis
repentino.
3) Es muy difícil pensar que los discípulos estuvieran dispuestos a sufrir y morir por una creencia
que no se apoyara firmemente en un hecho real. Este es un punto importante, aunque esté sujeto
a la debilidad de que ellos pudieran haber estado confundidos genuinamente: ellos creían que la
resurrección de Jesús era un hecho y actuaron sobre la base de tal creencia, aunque nosotros
sepamos (por así decirlo) que ellos estaban equivocados.
Todo esto nos lleva a enfrentarnos cara a cara con el último y el más vital de los aspectos. La
tumba vacía y las reuniones con Jesús son hechos que se han establecido con tanta claridad en
virtud de los argumentos que yo he presentado como se pudiera esperar de cualesquiera datos
históricos. Analizados de forma conjunta, ambos hechos constituyen la única explicación posible
que podemos dar sobre las historias y creencias que surgieron con tanta rapidez entre los
seguidores de Jesús. Ahora bien, ¿cómo podemos explicarlos?
De tratarse de cualquier otra investigación histórica, la respuesta hubiera sido tan obvia que casi
habría surgido sin necesidad de expresarla. En este caso, claro está, esta respuesta obvia («bueno,
en realidad sucedió») nos conmociona tanto y es tan trascendental que, con toda la razón, nos
tomamos nuestro tiempo y nos detenemos antes de dar un salto hacia lo desconocido. Es más, a
este respecto, cabe mencionar, tal como me lo han señalado con cierto entusiasmo algunos
amigos escépticos, que siempre es posible que cualquiera prosiga con el argumento hasta este
punto y luego diga simplemente: «No tengo una buena explicación para lo que sucedió y que
llevó a que la tumba estuviera vacía y a que se manifestaran las apariciones, pero igualmente he
decidido ceñirme a mi convicción de que los muertos no resucitan. Por lo tanto, debo llegar a la
conclusión de que debe haber pasado otra cosa, incluso a pesar de que no podamos decir qué fue
lo que sucedió». Eso me parece muy bien y respeto esa posición, pero simplemente quiero
destacar que, entonces, es cuestión de elección y no cuestión de decir que esa disciplina que se
conoce como «historiografía científica» es lo que en sí nos lleva a tomar ese camino.
No obstante, en esta etapa del argumento que estamos planteando, todas las señales están
apuntando en una dirección. Tanto yo, como otros, hemos estudiado con bastante profundidad y
amplitud todas las otras explicaciones, tanto las antiguas como las modernas, que dan cuenta del
surgimiento de la iglesia primitiva y de la forma que asumieron sus creencias". Sin lugar a dudas,
la mejor explicación histórica es que Jesús de Nazaret, luego de haber muerto y de haber sido
enterrado, como todos los comprobaron, en realidad se levantó de entre los muertos y resucitó al
tercer día con un cuerpo renovado (no era un simple «cadáver resucitado», como la gente a veces
dice con cierta displicencia). Resucitó con un nuevo tipo de cuerpo físico que dejó tras de sí una
tumba vacía porque había «consumido» o usado el elemento material del cuerpo original de
Jesús. Este nuevo cuerpo físico poseía nuevas propiedades que nadie había anticipado o
imaginado y que generaron mutaciones muy significativas en el pensamiento de aquellos que
estuvieron en contacto con él. Si algo así fue lo que sucedió, esto explicaría a la perfección la
razón por la que empezó el cristianismo y por la que adoptó la forma que fue tomando.
Sin embargo, a este respecto quiero prestarle la debida atención a las advertencias de aquellos
teólogos que nos han persuadido en relación con cualquier intento de apoyarnos en los
argumentos del racionalismo para tratar de «comprobar», de alguna «manera matemática» algo
que, en caso de haber sucedido, debe ser considerado como el centro no sólo de la historia, sino
también de la epistemología, y no sólo de lo que sabemos, sino también de cómo lo sabemos. En
otras palabras, no pretendo decir que mediante estos argumentos yo haya «comprobado» la
resurrección en términos de algún punto de vista neutro. Más bien, estoy planteando un reto
histórico a otras explicaciones y a las visiones del mundo dentro de las cuales adquieren su
significado.
Precisamente debido a que en este punto nos enfrentamos a problemas que están a nivel de una
visión del mundo, no hay ningún terreno neutro, ninguna isla en el medio del océano
epistemológico que todavía no haya sido colonizada por algunos de los continentes en guerra. El
argumento histórico por sí solo no puede llevar a nadie a creer que Jesús haya resucitado de entre
los muertos. Sin embargo, el argumento histórico es excelente para despejar toda la maleza
detrás de la cual se han estado escondiendo todo tipo de escepticismos. La propuesta que señala
que Jesús se levantó corporalmente de entre los muertos tiene una capacidad inigualable para
explicar los datos históricos que se encuentran en el corazón mismo del cristianismo primitivo.
El hecho obvio sobre que sigue constituyendo un verdadero reto a nivel personal y corporativo
no nos debe impedir que lo tomemos con la debida seriedad. ¿O quizás sólo estábamos jugando
cuando decidimos abordar esta pregunta en un principio?
Después de todo, hay diferentes tipos de «conocimiento». La ciencia estudia aquello que se
repite, mientras que la historia aborda lo que no se repite. César sólo cruzó el Rubicón una vez y,
si lo hubiera cruzado de nuevo, esa segunda vez habría significado algo diferente. Hubo y sólo
pudo haber un primer aterrizaje en la luna. La caída del segundo Templo de Jerusalén tuvo lugar
en el año 70 d.C. y este evento nunca volvió a suceder. Claro está que los historiadores no ven
esto como un problema y, en términos generales, no tienen miedo alguno de declarar que estos
eventos tuvieron lugar, aunque no los podamos repetir en un laboratorio.
Sin embargo, cuando la gente dice: «pero eso no puede haber sucedido porque sabemos que ese
tipo de cosas no sucede en realidad», está apelando a un tipo de principio de la historia con
ciertas características científicas que no es otro que el principio de analogía. El problema que
plantea la analogía es que nunca profundiza lo suficiente. La historia está llena de hechos y
acontecimientos poco probables que sucedieron una vez y tan sólo una vez. Como resultado de
ello, las analogías tienden a ser, en el mejor de los casos, parciales. De cualquier forma, si
alguien decide declarar que algunos tipos de eventos o acontecimientos «no suceden
normalmente», eso simplemente lleva a que alguien se sienta tentado a replicar: «¿quién lo
dice?». Y, en realidad, en este caso que nos ocupa, debemos destacar como un punto obvio que a
veces se pasa por alto el hecho de que los cristianos primitivos no pensaban que la resurrección
de Jesús era una instancia de algo que sucedía en otros lugares de forma ocasional. Es verdad que
ellos la vieron como la primera instancia, el preludio que anticipaba algo que, a la larga, les
sucedería a todos los demás. Pero ellos no utilizaron esa esperanza futura como una analogía
partiendo de la cual podrían argumentar de forma retrospectiva que ya había sucedido en esta
instancia única («Va a sucederle a todo el mundo a la larga, de manera que se demuestra que no
hay problema de que haya sucedido por adelantado esta única vez»).
¿Entonces, cómo trabaja el historiador cuando la evidencia apunta hacia aquellas cosas que por
lo general no esperamos? La resurrección es un ejemplo tan claro a este respecto que es difícil
generar analogías de la pregunta en sí a este metanivel. Sin embargo, tarde o temprano, las
preguntas y los aspectos de la visión del mundo empiezan a surgir en el trasfondo y la pregunta
acerca de los tipos de material que el historiador va a permitir que aparezcan en el escenario se
ve afectada inevitablemente por la visión del mundo dentro de la cual vive dicho historiador. Y,
en ese momento, nos enfrentamos una vez más a la pregunta del científico, quien, ante el
experimento perfecta y minuciosamente repetible que analiza lo que le sucede a los cadáveres, lo
que pareciera que siempre es ha sucedido y lo que es bastante probable que siempre vaya a
seguir sucediéndoles, señala que la evidencia es tan sólida e indiscutible que es imposible creer
en la resurrección sin dejar de ser científico del todo.
Ahora bien, podemos preguntarnos, ¿hasta dónde llega esa posición «científica»? Cuando
preguntamos: «¿qué es lo que puede creer un científico acerca de algo?», estamos formulando
una pregunta que se desarrolla en dos niveles. En primer lugar, nos estamos interrogando sobre
el tipo de cosas que puede explorar el método científico y sobre la manera en la que se puede
llegar a saber o creer en algunas cosas. En segundo lugar, nos estamos preguntando sobre el tipo
de compromiso que se puede esperar que tenga en todas las otras esferas de su vida alguien que
está estrechamente vinculado con el conocimiento científico. Así, por ejemplo, ¿se debe esperar
que un científico tenga un enfoque «científico» cuando escucha música? ¿Debe tenerlo cuando
ve un juego de futbol? ¿Lo tendrá cuando se enamora? Yo creo que la pregunta acerca de si un
científico puede creer en la resurrección de Jesús da por sentado que se pueda esperar que la
resurrección y, quizás, específicamente «la resurrección de Jesús», incida en el área de interés
del científico. Sería algo así como decir: «¿puede un científico creer que el sol va a salir dos
veces en un solo día?», o «¿puede un científico creer que una polilla puede volar hasta la luna»?
En otras palabras, esto sería diferente a decir lo siguiente: «¿puede un científico creer que la
música de Schubert es bella?», o «¿puede un científico creer que su cónyuge lo ama?». Y claro
está, también están aquellos que al redefinir la resurrección para hacer de ella simplemente una
experiencia espiritual al interior de los corazones y de las mentes de los discípulos, han inclinado
la pregunta hacia el estilo de las últimas dos, alejándola de las dos primeras. Sin embargo, esto
tiene que descartarse si tomamos en cuenta el significado que los usuarios del lenguaje de la
resurrección le daban a la palabra durante el primer siglo, tal como lo veremos más adelante.
Durante el primer siglo, la palabra «resurrección» se relacionaba con alguien que luego de haber
estado completamente muerto físicamente, había vuelto a estar totalmente vivo físicamente y no
simplemente alguien que había «sobrevivido» o había ingresado en un mundo «puramente
espiritual», cualquiera que éste pudiera ser. Por consiguiente, la «resurrección» tiene efecto
necesariamente sobre el mundo público.
Ahora bien, en esta etapa nos encontramos frente a un tercer elemento del «conocimiento», un
área desconcertante que va más allá de la ciencia (que «sabe» todo aquello que, en principio, se
puede repetir en un laboratorio) y el tipo de «historia» que pretende «saber» aquello que tiene
sentido por analogía con nuestra propia experiencia. En algunas ocasiones, los seres humanos,
tanto a nivel individual, como comunitario, se ven enfrentados a algo que deben rechazar de
plano o que, en caso de aceptarlo, implicará que tengan que reformular su propia visión del
mundo.
Para establecer claramente este punto, se me ocurrió una fantasía e inventé un escenario
imaginario de Oxbridge. Un antiguo alumno muy acaudalado de esta universidad le regala a este
centro de estudios una pintura espléndida y bellísima a la que simplemente no le logran encontrar
lugar en ninguno de los espacios disponibles de la universidad. No obstante, el cuadro era tan
magnífico que, a la larga, las autoridades de la universidad decidieron demoler los edificios y
reconstruirlos alrededor de este inesperado y estupendo regalo, descubriendo, como tiende a
suceder, que la nueva estructura realzaba todos los mejores aspectos de la universidad y que se
habían logrado superar todos los problemas de los que la gente había estado consciente hasta ese
momento. Cabe destacar que el aspecto clave con respecto a este ejemplo, por inadecuado que
sea, es que debe haber habido algún momento específico en el que la universidad en cuestión
recibió la pintura, un punto de coincidencia epistemológica que permitiera a las autoridades de la
universidad tomar su decisión trascendental y memorable. El ex alumno que dona el cuadro no
llegó simplemente a la universidad sin que nadie lo hubiera invitado. No les entregó la pintura
diciéndoles: «Ahora pónganse a pensar qué harán con el cuadro». El punto que pretendo
establecer es que la resurrección de Jesús, al presentarse como la respuesta obvia a la pregunta de
«¿cómo puede usted explicar el surgimiento de un cristianismo primitivo?», tiene ese tipo de
influencia sobre cualquier investigación histórica seria y, por lo tanto, plantea ese tipo de reto a
la visión más amplia del mundo que tienen, tanto el historiador como el científico.
El reto es en realidad el reto de la nueva creación. Para expresarlo en sus palabras más básicas: la
resurrección de Jesús se ofrece a sí misma por igual al estudiante de historia o de ciencias que al
cristiano o al teólogo, no como un evento muy extraño dentro de un mundo tal como es, sino
como el evento totalmente característico, el prototipo y el fundamento mismo que ha tenido en el
mundo, tal como éste ha comenzado a ser. No es un evento o acontecimiento absurdo dentro del
viejo mundo, sino el símbolo y el punto de partida del nuevo mundo. El argumento que se
plantea en el cristianismo es de tal magnitud: con Jesús de Nazaret no surge simplemente una
nueva posibilidad religiosa, así como tampoco una nueva ética o una nueva forma de salvación,
sino una nueva creación.
Ahora bien, éste pareciera ser un descubrimiento epistemológico, al igual que teológico y
preventivo. Si lo que realmente estuviera en juego fuera una nueva creación, el historiador no
tendría ninguna analogía para explicarla y los científicos no podrían clasificar sus eventos
característicos con otros eventos que, de otra manera, hubieran podido estar sujetos a revisión.
¿Qué es lo que debemos hacer?
Sólo la historia, desde luego tal como se concibe dentro del mundo occidental moderno y tal
como se ubica en la cama procrusteana de la ciencia que (con toda razón) observa el mundo tal
como es, parece dejarnos como los hijos de Israel que esperan con temor en las riberas del Mar
Rojo. Detrás de nosotros están las fuerzas del escepticismo: las hordas del Faraón se burlan de
nosotros y nos gritan que vienen a buscarnos. Más adelante está el mar que representa el caos y
la muerte, las fuerzas que nunca antes nadie siquiera podría haber supuesto que iban a ser
vencidas. ¿Qué es lo que debemos hacer? No hay manera de dar marcha atrás. No se han dado
otras explicaciones en los dos mil años de escepticismo despectivo contra el testigo cristiano que
puedan explicar de forma satisfactoria la manera en la que la tumba llegó a estar vacía y en la
que los discípulos llegaron a ver a Jesús y cómo se transformaron sus vidas y sus visiones del
mundo. En realidad, los relatos alternativos son muy poco convincen.es, He leído la mayoría de
los relatos actuales y muchos de ellos incluso inspiran risa. La historia parece dejarnos
temblando en la costa. Se puede insistir con la pregunta que tiene su respuesta en la fe cristiana.
Sin embargo, si alguien decide quedarse entre el Faraón y el mar profundo, la propia historia no
puede obligarlo a ir más allá.
Entonces, todo depende del contexto dentro del cual se desarrolla la historia. Las decisiones más
importantes que tomamos en la vida no surgen únicamente de la racionalidad del cerebro
izquierdo que hace su aparición luego de la Ilustración. Yo no me atrevería a sugerir que uno
puede argumentar hasta llegar a la verdad fundamental de la fe cristiana por puro razonamiento
humano, basándose únicamente en la observación del mundo. En realidad, es obvio que eso sería
imposible. De igual manera, no sugeriría tampoco que una investigación histórica de este tipo no
influye en lo absoluto y que todo lo que se requiere es un salto al vacío impulsado por la fe. Dios
nos ha dado la mente para pensar. La pregunta se ha planteado de forma adecuada. El
cristianismo apela a la historia y hacia ella debe dirigirse. Es más, aunque en muchos sentidos el
asunto de la resurrección de Jesús puede ir más allá de los límites de la historia, también
permanece dentro de ellos y ésa es precisamente la razón por la que es tan importante y tan
inquietante. Es precisamente por ello que es un asunto de vida o muerte. Cada uno de nosotros y
el mundo entero puede hacerle frente a un Jesús que, en última instancia, permanece como una
idea fabulosa dentro de la mente y el corazón de los discípulos. En cambio, el mundo no puede
manejar la idea de un Jesús que sale de la tumba e inicia una nueva creación de Dios en medio de
la antigua.
Esta es la razón por la cual para lograr un enfoque completo que aborde este problema en su
totalidad, necesitamos ubicar nuestro estudio de la historia dentro de un complejo más amplio de
contextos humanos, personales y colectivos. Sin lugar a dudas, esto constituye un reto no sólo
para el historiador y el científico, sino también para todos los seres humanos, cualquiera que sea
la visión del mundo bajo la cual ellos viven normalmente. Aquí están en juego los problemas de
la visión del mundo y no se podrán manejar recurriendo a la antigua estrategia liberal de
pretender (como han sugerido algunos de los revisores de mis trabajos anteriores) que para
aquellos que aceptan lo que un escritor ha denominado los «paradigmas actuales de la realidad»,
es imposible creer en la resurrección de Jesús. Si esto significa capitular ante la visión del mundo
de Hume y de otros exponentes de la Ilustración, les responderé que precisamente ahora, a
principios del siglo veintiuno, hay toda una amplia gama de razones que nos llevan a cuestionar
los paradigmas actuales. De cualquier modo, como ya hemos podido apreciar, es erróneo
implicar que es necesario elegir entre la visión antigua del mundo y la moderna (o, incluso, la
postmoderna). Tampoco en la visión antigua del mundo que vemos en Homero, Platón y
Cicerón, así como los demás pensadores de esos tiempos, había lugar para la resurrección. Lo
que está en juego es una verdadera pugna entre una visión del mundo en la que tiene cabida un
Dios de creación y justicia y las visiones del mundo que no lo permiten.
Estoy plenamente consciente de que, aún hoy en día, muchas personas suponen que la fe vive en
un ámbito privado, que se aísla por completo de la historia, a menos que la historia esté dispuesta
a aceptar ciertas limitaciones poco gratas. Mientras tanto, para muchos otros, la historia consiste
simplemente en una cadena cerrada de causas y efectos visibles que nunca está abierta a nada
nuevo que pueda suceder. Lo que hace la narrativa sobre la Pascua y lo que, según yo sostengo,
hace también la existencia entera y total de la Iglesia, desde los primeros días en adelante, es
plantear una pregunta inmensa. En última instancia, tenemos que formular esa pregunta, cuando
menos, en concierto con la vida de la comunidad que cree en el Evangelio y que busca mediante
su existencia vivir su verdad. Tenemos que considerarla detenidamente dentro del contexto de la
lectura de las Escrituras que, en virtud de toda su narrativa, establecen claramente la visión del
mundo dentro de la cual adquiere su sentido. Necesitamos examinarla con detenimiento dentro
del contexto de la apertura personal al Dios del que habla la Biblia, el Creador del mundo y no
simplemente una presencia divina dentro del mismo, el Dios de la justicia y de la verdad. Estos
no son sustitutos de una investigación histórica, así como tampoco son simples complementos
débiles y malos de la misma. Son tan sólo maneras de abrir las ventanas de la mente y del
corazón para ver lo que, después de todo, pudiera ser posible verdaderamente en el mundo de
Dios, el mundo no sólo de la creación, sino también de la nueva creación. Creo yo que la historia
nos lleva al punto en el que estamos obligados a decir: en realidad, había una tumba vacía y
realmente hubo apariciones de Jesús, el mismo Jesús, aunque al mismo tiempo transformado. La
historia luego procede a decir: ¿entonces, cómo puede usted explicar eso?
En ese punto no nos ofrece ninguna escapatoria fácil, así como tampoco una respuesta rápida a
esta pregunta. Ya todas se han intentado en algún momento y ninguna de ellas ha funcionado. La
historia plantea la pregunta. Y cuando la fe cristiana la responde, bien pudiera ser el caso que una
historia sensata, humilde e inquisitiva (en contraposición a un racionalismo arrogante que ya ha
tomado la decisión sobre el problema por anticipado), se encuentre diciendo: «eso no me suena
nada mal».
La historia de Tomás que aparece en el capítulo 20 del evangelio según san Juan nos sirve de
parábola para explicar todo esto. Como todo buen historiador, Tomás quiere ver y tocar. Jesús se
le presenta para que lo vea y lo invita a tocarlo, pero Tomás no lo hace. Él logra trascender el
tipo de conocimiento que ha pretendido utilizar y pasa, más bien, a un nivel más elevado y más
intenso. En la imagen que utilicé con anterioridad de Israel en el Mar Rojo, podemos apreciar
cómo se ven las cosas, en las palabras del Oratorio de Pascua, tal como se aprecia a
continuación. Tomás empieza con sus dudas:
El mar es demasiado profundo
El cielo está demasiado alto
No puedo nadar
No puedo volar;
Debo permanecer aquí
Debo permanecer aquí
Aquí donde yo sé
Lo que puedo saber
Aquí donde yo sé
Lo que puedo saber.
Jesús luego reaparece e invita a Tomás a ver y tocar. De pronto, la nueva posibilidad que lo
aturde se abre ante él:
El mar se ha abierto en dos. Las huestes del Faraón
La desesperación y la duda, el temor y el orgullo
Ya no nos asustan. Nosotros debemos
Cruzar hasta el otro lado.
El cielo se inclina ante nosotros. Con manos heridas
Nuestro Dios exilado, nuestro Señor de la vergüenza
Se yergue vivo, respirando ante nosotros;
La Palabra está cerca y nos llama por nuestro nombre.
Un nuevo conocimiento para la mente que duda,
Que ahora vemos crecer de la ceguera;
Una nueva confianza que puede encontrar el escéptico
Una nueva esperanza a través de la que ahora sabe la fe.
Y luego de eso, Tomás respira profundamente y permite que se unan la historia y la fe sin
demora. A continuación, dice: «Mi Señor y mi Dios».
Este no es un comentario antihistórico. El «Señor» en cuestión es precisamente aquél que es el
clímax de la historia de Israel y del lanzamiento de una nueva historia. Una vez que se logra
comprender la resurrección, es posible apreciar que la historia de Israel está plena de analogías
parciales y preparatorias para este momento. El peso epistemológico no sólo lo carga la promesa
de la resurrección final y de la nueva creación, sino la narrativa de las acciones poderosas de
Dios en el pasado.
Tampoco es un argumento anticientífico. El mundo de la nueva creación es precisamente el
mundo de una nueva creación. Como tal, está abierto y, en realidad, está dispuesto a recibir el
trabajo de los seres humanos, no para poderlo manipular con trucos de magia, ni tampoco para
supeditamos a él como si el mundo de la creación fuera divino en sí mismo, sino para ser sus
representantes. Y los representantes o administradores necesitan prestarle una atención muy
cercana y muy detallada a aquello que ellos están representando o administrando, de manera de
poder prestar un mejor servicio y permitirle desarrollar el provecho que desea lograr.
Lo que pretendo sugerir es que la fe en Jesús resucitado de entre los muertos trasciende, aunque
incluye, lo que denominamos la historia y a lo que nos referimos como la ciencia. Este tipo de fe
no es una creencia ciega que rechaza la totalidad de la historia y de la ciencia. ¡Aunque esto sería
mucho más «seguro», tampoco es simplemente una creencia que habita en una esfera totalmente
diferente, separada de ambas en un compartimiento hermético totalmente diferente! Más bien,
este tipo de fe, la cual como todas las modalidades de conocimiento se define según la naturaleza
de su objeto, es la fe en Dios el Creador, el Dios que ha prometido poner todas las cosas en su
lugar en los últimos días, el Dios que (como el punto agudo en el que ambos elementos se unen)
ha resucitado a Jesús de entre los muertos dentro de la historia, dejando una evidencia que exige
una explicación del científico, al igual que de todos los demás. Según entiendo el método
científico, en el momento en que surge algo que no encaja en el paradigma con el que uno está
trabajando, una última opción, cuando quizás todo lo demás ha fallado, es la de cambiar el
paradigma y no excluir todo lo que uno ha conocido hasta ese momento, sino, más bien, incluirlo
dentro de un todo más amplio. Por así decirlo, este el reto de Tomás.
Si Tomás representa una epistemología de la fe que trasciende, aunque también incluye el
conocimiento histórico y científico, podríamos sugerir que Pablo representa a este respecto una
epistemología de la esperanza. En 1 Cor 15, nos esboza su argumento de que habrá una
resurrección futura, como parte de la nueva creación de Dios, la redención de la totalidad del
cosmos, tal como nos lo dice en Ro 8. Para el cristiano, la esperanza no es una simple ilusión, ni
tampoco un optimismo ciego. Es una modalidad de conocer, una modalidad dentro de la cual las
cosas nuevas son posibles, las opciones no se cierran y puede haber una nueva creación. Hay más
que decir al respecto, aunque no será éste el momento de hacerlo.
Por cierto, todo esto nos lleva a Pedro. Las epistemologías de la fe y de la esperanza apuntan
hacia una epistemología del amor y ambas trascienden, aunque también incluyen el
conocimiento histórico y científico. Esta es una idea acerca de la cual leí por primera vez en un
libro de Bernard Lonergan, aunque no podríamos decir que fuera nueva para él. El relato que se
nos plantea en el capítulo 21 del evangelio según san Juan le da aún más vida a esta idea. Pedro
es famoso por haber negado a Jesús. Él decidió vivir en el mundo normal en el que los tiranos
ganan al final y en el que es mejor disociarse de la gente que se pasa al lado equivocado. Pero
entonces, con la Pascua, Pedro es llamado a vivir en un mundo nuevo y diferente. Es un mundo
en el que Tomás está invitado a tener un tipo de fe y Pablo a abrigar una esperanza radicalmente
renovada, mientras que Pedro está llamado a un nuevo tipo de amor.
A este respecto, quisiera volver a mencionar a Wittgenstein. Esta vez no lo haré en referencia al
atizador de fuego, sino a un famoso aforismo que nos persigue: «Es el amor el que cree en la
resurrección». «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?», pregunta Jesús. En esa pregunta se esconde
todo un mundo. Es un mundo de invitación y reto personal, de la reformulación de un ser
humano luego de la deslealtad y del desastre, de la recreación de la epistemología en sí misma.
Es la pregunta sobre cómo conocemos las cosas para que se correspondan con la nueva
ontología. Es la pregunta acerca de lo que es verdaderamente la realidad, La realidad que es la
resurrección no se puede «conocer» simplemente desde dentro del viejo mundo de
descomposición y negación, de tiranos y de tortura, de desobediencia y muerte. Pero ése es
precisamente el punto. El hecho de repetir: la resurrección no es un acontecimiento altamente
peculiar dentro del mundo actual (aunque también es precisamente eso); es, fundamentalmente,
el evento que ha definido la nueva creación, el mundo que está naciendo con Jesús. Si fuésemos
tan sólo a echarle un vistazo a este nuevo mundo, sin pretender siquiera ingresar en él,
necesitaríamos un tipo nuevo de conocimiento, un conocimiento que nos involucre en nuevas
formas, una epistemología que extraiga de nosotros no sólo la fría evaluación de la investigación
distante, cuasi científica, sino ese compromiso y esa participación de una persona plena que se
pueden expresar de la mejor manera en una sola palabra: «amor», en el verdadero sentido que
Juan le da al término agape. Mi opinión, como resultado de haber hablado con algunos colegas
científicos al respecto, es que, a pesar de que es difícil de describir, algo como esto es lo que está
en juego cuando los científicos se dedican a estudiar esta materia de forma tan completa que el
nacimiento de nuevas hipótesis parece surgir, no tanto del cerebro abstracto (¿una computadora
hecha de carne y hueso?) que procesa datos de otras fuentes sino, más bien, a través de la
simbiosis suave y misteriosa del conocedor y del conocido, del amante y del amado 17.
Claro está que el escéptico de inmediato sugerirá que ésta es una manera de derrumbar la verdad
de la Pascua, convirtiéndola una vez más en un simple subjetivismo. No es así. Simplemente
porque se requiere de agape para creer en la resurrección, eso no significa que todo lo sucedido
fuera que Pedro y los otros sintieron que su corazón tenía un extraño calor. Precisamente porque
es de amor de lo que estamos hablando, éste debe tener una realidad correlativa en el mundo
fuera del que ama. El amor es la modalidad más profunda del conocimiento porque es
precisamente el amor el que, aunque se involucra completamente con una realidad que no es la
propia, afirma y celebra esa otra realidad que no es la suya. Este el punto en el que se viene abajo
gran parte de la epistemología modernista. La antítesis estéril de lo «objetivo» y de lo
«subjetivo» cuando decimos que las cosas son, bien sea objetivamente ciertas (y pueden, por lo
tanto, ser percibidas como tales por un observador objetivo), o subjetivamente ciertas (y, por
consiguiente, no tendrán utilidad alguna como recuento del mundo público real), es superada por
la epistemología del amor que es llamado a existir como modalidad necesaria del conocimiento
para aquellos que van a vivir en el mundo público nuevo, el mundo que se inauguró en la Pascua,
el mundo en el que Jesús es el Señor y ya no lo es el César.
Esta es la razón por la que, a pesar de que los argumentos históricos que defienden la
resurrección corporal de Jesús son verdaderamente contundentes, nunca debemos suponer que
lograrán más que hacer que la gente se enfrente a las preguntas que también enfrentaron Tomás,
Pablo y Pedro, las preguntas relativas a la fe, la esperanza y el amor. No podemos utilizar una
epistemología histórica supuestamente «objetiva» como el terreno fundamental para la verdad de
la Pascua. Hacerlo sería como encender una vela para ver si ya ha salido el sol. Lo que harán las
velas de la erudición histórica es demostrar que se ha desordenado la sala de alguna manera, que
ya no se ve como la noche anterior y que no bastarán estas explicaciones que intentan ser
«normales». Después que los argumentos históricos hayan logrado su cometido, quizás
pensemos que ha despuntado la mañana y que se ha despertado el mundo. Sin embargo, para
investigar si éste es el caso, debemos correr el riesgo y abrir las cortinas para enfrentar al sol que
ya ha salido. Cuando lo hacemos, ya no necesitamos más las velas ni recurrimos a ellas, no
porque no creamos en la evidencia y en el argumento, sino porque, más bien, ambos han sido
superados por la realidad más amplia de la cual adquieren su propia realidad, a la que apuntan y
en la que encontrarán un hogar nuevo y más amplio. Todo conocimiento es un regalo de Dios. El
conocimiento histórico y científico no lo es menos que el de la fe, la esperanza y el amor, aunque
sin duda el mayor de todos ellos es el del amor.
3. Conclusión
Para finalizar, quisiera hacer un último comentario. Estoy convencido de que el clima de
escepticismo que durante los últimos doscientos años hizo que no estuviera de moda e incluso
que fuera vergonzoso sugerir que verdaderamente ocurrió la resurrección de Jesús, nunca fue y
tampoco es ahora un elemento neutro desde el punto de vista sociológico o político. El golpe de
estado intelectual mediante el cual la Ilustración convenció a tantos de que «ahora sabemos que
los muertos no resucitan», como si esto fuera un descubrimiento moderno, en vez de una simple
reafirmación de lo que habían dado por sentado Homero y Esquilo, va de la mano con las otras
propuestas de la Ilustración y más ahora que hemos llegado a la mayoría de edad, que podemos
mandar a Dios allá arriba y dedicarnos a conducir el mundo de la manera que queramos, dándole
la forma que más nos conviene, sin interferencia externa alguna. A ese grado, podemos contar
los totalitarismos del último siglo simplemente entre las diversas manifestaciones de un
totalitarismo más amplio de pensamiento y cultura contra el cual se ha revelado y con toda razón
en mi opinión, la postmodernidad. ¿Después de todo, quién es aquél que no quería que los
muertos resucitaran? No era simplemente el tímido intelectual; tampoco eran los racionalistas.
Eran aquellos que estaban en el poder, los tiranos sociales intelectuales y los bravucones.
También eran los Césares que estarían amenazados por un Señor del mundo que había vencido la
última arma del tirano, la misma muerte. Los Herodes estarían horrorizados ante la validación
posterior a su muerte del verdadero Rey de los Judíos. Y éste es punto en el que creer en la
resurrección de Jesús deja de ser cuestión de investigar un acontecimiento extraño que sucedió
en el siglo uno para convertirse, más bien, en el redescubrimiento de la esperanza en el siglo
veintiuno. La esperanza es aquella virtud que uno logra tener cuando se percata de pronto de que
es posible que surja una nueva visión del mundo, una visión del mundo en la que, después de
todo, los ricos, los poderosos y los inescrupulosos ya no tienen la última palabra. El mismo
cambio en la visión del mundo que exige la resurrección de Jesús es el cambio que nos permitirá
transformar el mundo.
Pensemos en la escena fabulosa de Oscar Wilde en su obra de teatro Salomé, cuando Herodes
escucha informes de que Jesús de Nazaret se ha levantado de entre los muertos.
«Yo no deseo que él lo haga», dice Herodes. «Le prohíbo que lo haga. No le permito a ningún
hombre que resucite a los muertos. Es necesario encontrar a este hombre y decirle que le prohíbo
que resucite a los muertos»
.
Esta es una bravata del tirano que sabe que su poder está siendo amenazado. Es más, es el mismo
tono de voz que escucho no sólo en los políticos que quieren darle al mundo la forma que más
les conviene, sino también en las tradiciones intelectuales que parecen haberse tomado unas
vacaciones.
Ahora bien, la siguiente línea inquietante de Wilde es el verdadero aspecto crucial para nosotros,
al igual que para Herodes. «¿Dónde está este hombre?», pregunta Herodes. «Está en todos lados,
mi Señor», responde el cortesano, «pero es difícil encontrarlo».
Segunda Parte
El plan futuro de Dios
Capítulo 5
Futuro cósmico: ¿progreso o desesperación?
1. Introducción
Ya sugerí en la primera parte del libro que cuando volvemos la mirada hacia el mundo y hacia la
Iglesia contemporáneos, descubrimos una gran confusión con respecto a la fe futura, pero cuando
dirigimos la mirada hacia los cristianos primitivos, encontramos no sólo fe, sino una fe muy
precisa y muy específica, tanto con respecto a Jesús y a su resurrección, como en relación con la
vida futura que Dios le ha prometido a todo su pueblo.
No es cuestión de que el pueblo antiguo fuera crédulo y que el pueblo moderno esté siendo
escéptico. Existe un alto grado de credulidad en nuestro mundo actual y había también un alto
grado de escepticismo en el mundo antiguo. Más bien, todo esto tiene algo que ver con la visión
muy específica del mundo que se generó como resultado de los acontecimientos que tuvieron
relación con Jesús y, sobre todo, con el acontecimiento en sí de la Pascua.
Los primeros cristianos recordaban con alegría ese gran acontecimiento. Sin embargo,
precisamente debido a su propia creencia muy judía en Dios como el Creador y redentor y
debido a que ellos habían visto la forma en que se había confirmado esta creencia en el
acontecimiento totalmente inesperado de la resurrección de Jesús, también veían hacia el futuro
con ansias esperando un evento que estaba aún por venir y por medio del cual se completaría lo
que se había iniciado en la Pascua. Esta imagen más amplia de una renovación aún futura es el
tema que nos ocupa en esta parte del libro.
En este momento sería imposible pasar directamente a hablar acerca de la fe personal que el
Evangelio le ofrece a cada creyente. Lo que Dios hizo por Jesús en el primer día de Pascua es lo
que él ha prometido hacer por cada uno de aquellos que está en Cristo, cada uno de aquellos en
quien habita el Espíritu de Cristo. Esa es la expectativa cristiana bíblica e histórica en términos
de nosotros como seres humanos. Sin embargo, a su debido tiempo procederemos a analizar este
aspecto.
Ahora bien, hay muy buenas razones para no empezar con ese punto. En los últimos doscientos
años, en el pensamiento occidental se ha puesto demasiado énfasis en el individuo a expensas de
la imagen más amplia de la creación de Dios. Lo que es más, en el caso de gran parte de la
devoción occidental, cuando menos a partir de la Edad Media, la influencia de la filosofía griega
ha sido muy relevante, lo que ha llevado a que las expectativas futuras mantengan mucha más
similitud con la visión que tenía Platón de las almas que ingresan en una felicidad incorpórea que
con la imagen bíblica de los nuevos cielos y la nueva tierra. Si empezamos con la esperanza
futura del individuo, siempre correremos el riesgo de que éste sea el enfoque que se le dé a la
totalidad del problema y tratemos la esperanza de la creación desde la periferia individual; eso ya
ha sucedido con suficiente frecuencia. Me entusiasma mucho la idea de descartarlo en virtud de
la estructura del argumento, al igual que mediante una exposición detallada.
Por lo tanto, el orden de la discusión lo determina lo que yo considero que es la disposición
adecuada del material. En vez de analizar primero la promesa que se le hace a la persona y su
desarrollo desde ese punto hasta la renovación de la creación, empezaremos con la visión bíblica
del mundo futuro, una visión del cosmos actual renovado de arriba hacia abajo por el Dios que
es, tanto Creador, como redentor. Ese es el contexto dentro del cual podremos hablar de la
«segunda venida» de Jesús y, luego, de la resurrección corporal.
A su vez, luego pasaremos a la esperanza a gran escala del cosmos en su totalidad, al gran drama
dentro del cual, por así decirlo, nuestros pequeños dramas desempeñan su parte en la obra. ¿Cuál
es el propósito de Dios para el mundo como un todo?
Para responder a esta pregunta, en primer lugar debemos analizar en este capítulo dos opciones
muy populares, antes de que en el próximo capítulo pasemos a explorar la alternativa que ofrece
el Nuevo Testamento en sí (aunque uno nunca lo hubiera siquiera imaginado partiendo sólo de
gran parte del cristianismo contemporáneo).
2. Opción 1: el optimismo evolutivo
Incluso cuando se corra el riesgo de simplificar todo este asunto en exceso, podríamos sugerir
que ha habido dos maneras bastante diferentes de analizar el futuro del mundo. En algunas
ocasiones, ambas maneras se han confundido con la fe cristiana y, en realidad, las dos han
recurrido a ciertos elementos de la esperanza cristiana para relatar sus grandes historias. Sin
embargo, ninguna de ellas se acerca, tan siquiera un poco, a la imagen que tenemos del Nuevo
Testamento e, incluso, a las aproximaciones fugaces que nos ofrece el Antiguo Testamento. La
respuesta cristiana no la encontramos verdaderamente en el punto medio entre las dos
alternativas, sino en la respuesta bíblica que combina las fortalezas y elimina las debilidades de
ambas.
La primera posición se explica en términos del mito del progreso. Muchas personas, en particular
los políticos y los comentaristas seglares de la prensa y de otros medios, siguen viviendo según
este mito, apelan al mismo y nos animan a creer en él. En realidad (si me permiten apartarme del
tema que nos ocupa por un momento), uno podría sugerir que la desaparición del discurso
político serio hoy en día no consiste en esto en lo absoluto por el hecho de que los políticos
siguen tratando aún de despertar nuestro entusiasmo por las versiones de este mito, ya que es el
único discurso que conocen los pobrecitos, mientras que el resto del mundo ha avanzado. A ese
grado, son como aquellas personas que están tratando de remar en un bote hacia la costa mientras
una corriente muy fuerte las aparta y las lleva más y más mar adentro. Debido a que están
mirando en la dirección equivocada, no se pueden percatar de que sus esfuerzos están siendo en
vano y lo que hacen es llamar a todos los que están en los otros botes a unirse a ellas en la gran
travesía que las llevará hacia la costa. Es por eso que los proyectos modernistas y progresistas sin
tregua que los políticos se sienten obligados a ofrecernos («¡Vote por nosotros y las cosas
mejorarán!») tienen que disfrazarse recurriendo a las técnicas postmodernistas implacables de las
opiniones favorables sesgadas para convencer de forma engañosa y en un despliegue exagerado
de publicidad: ante la ausencia de una esperanza real, todo lo que les queda son los sentimientos
y apelar a ellos. La persuasión no funcionará porque nunca van a creer en ella. Aparentemente, lo
que necesitamos y, por consiguiente, lo que la gente nos da, es puro entretenimiento. Tal como lo
mencionara recientemente un periodista, nuestros políticos exigen que se les trate como estrellas
del rock, del mismo modo que nuestras estrellas del rock están actuando como si fueran
políticos. Aclarar este enredo y confusión, algo para lo que está capacitada la fe cristiana, a pesar
de las opiniones actuales, debería implicar, entre otras cosas, la renovación del verdadero y
genuino discurso político, algo que Dios bien sabe que necesitamos con suma urgencia.
Sin embargo, volvamos ahora a nuestro tema principal, el que nos ocupa. El mito del progreso
tiene raíces profundas en la cultura occidental contemporánea y algunas de estas raíces son
cristianas. La idea de que el proyecto humano y, en realidad, el proyecto cósmico, podría y
debería continuar creciendo y desarrollándose para generar una mejora ilimitada en el ser
humano y marchar hacia una Utopía, se remonta hacia el propio Renacimiento y recibió su
empuje decisivo de la Ilustración europea del siglo XVIII. El florecimiento pleno de esta
creencia tuvo lugar en Europa durante el siglo XIX, cuando la combinación de progreso y avance
científico y económico, por un lado, y las libertades democráticas así como un nivel más amplio
de educación, por la otra parte, despertaron un sentido muy fuerte y determinado que indicaba
que la historia se aceleraba hacia una meta fabulosa. El Dorado estaba apenas a la vuelta de la
esquina; era el milenio en el que el mundo viviría en paz. La prosperidad se diseminaría desde la
Europa y la América ilustradas para cubrir el mundo entero. Bajo ningún respecto los pensadores
de hace cien años encajaban dentro de este molde, aunque muchos lo hicieron con entusiasmo, lo
que incluye a algunos de gran influencia como Hegel. Una vez más, es precisamente de esta
fuente de la cual los políticos siguen obteniendo su inspiración.
En realidad, este sueño utópico es una parodia de la visión cristiana. El reino de Dios y los reinos
del mundo se unen para crear una visión de la historia que se desplaza hacia adelante, hacia su
meta, una meta que surgirá desde dentro, en vez de ser un nuevo regalo o don que proviene de
algún otro lugar. Es posible hacer que los seres humanos se vuelvan perfectos y, en realidad,
están evolucionando inexorablemente hacia ese punto. El mundo es nuestro para que lo
descubramos, lo explotemos y lo disfrutemos. En vez de depender de la gracia de Dios, nos
convertiremos en lo que tenemos el potencial de ser como resultado de la educación y del trabajo
arduo. En vez de la creación y de la nueva creación, la ciencia y la tecnología convertirán la
materia prima de este mundo en el meollo de la Utopía. Al igual que el mítico Prometeo, quien
desafió a los dioses y trató de conducir el mundo a su propio estilo y manera, el modernismo
liberal ha supuesto que el mundo puede convertirse en todo aquello que queremos que sea
mediante un trabajo un poco más arduo y dedicado y ayudando a que progrese la gran marcha
hacia el futuro glorioso.
Estoy dejando un poco de lado en este breve esbozo el papel que jugó Charles Darwin, cuya
imagen icónica sigue estando presente en muchas de las discusiones contemporáneas de diversa
índole. Uno de los giros extraños y quizás poéticamente adecuados de esa historia es nuestro
reconocimiento cada vez mayor de que Darwin en sí mismo no era el gran pensador que se dice,
aquel que surgió de la nada a su nueva idea radical, sino que era, más bien, el producto exacto y
preciso de su tiempo, un punto de apogeo específico de la carrera inexorable del optimismo
modernista liberal. Es más, él mismo era el producto de una evolución muy particular del
pensamiento occidental. El entusiasmo con el que se adoptaron y se volvieron a aplicar sus ideas,
no sólo en la esfera biológica limitada a la que pertenecía, sino en áreas más amplias, tales como
la sociedad y la política, nos indica con mucha claridad cuál era la atmósfera que prevalecía en
su época. El mundo, en general, y la raza humana, en particular, seguían su curso inexorable
hacia adelante y hacia arriba en un proceso inmanente que no se podría haber detenido y que
llevaría al gran futuro que los esperaba a la vuelta de la esquina. En este sentido más general del
progreso, ya se creía ampliamente en la evolución. Era una filosofía profundamente conveniente
para aquellos que querían justificar su propia expansión industrial e imperial masiva. Darwin le
dio cierta legitimidad científica aparente de la que pronto se aprovecharon ellos y, transcurrido
medio siglo, esta filosofía comenzó a utilizarse para justificarlo todo, desde la eugenesia hasta la
guerra. Claro está que lo mismo puede decirse, mutatis mutandis, de Karl Marx.
Muchos pensadores cristianos se montaron en esta ola de aparente progreso. Fueron muchos los
que adoptaron las ideas de Darwin como una manera de resolver (por ejemplo) algunos de los
problemas que ellos parecían encontrar en el Antiguo Testamento. Muchos hablaron largo y
tendido sobre el darwinismo social como el camino futuro del mundo y algunos de ellos incluso
instaron a que se intentara la guerra como la manera adecuada de poner a prueba y determinar
quiénes eran los exponentes de la especie humana más preparados y los que estaban en mejores
condiciones y, por lo tanto, aquellos que más merecían sobrevivir. Muchos cristianos adoptaron
lo que ellos denominaron el «evangelio social» en un intento por poner en práctica en la sociedad
las promesas del mensaje cristiano. Fue muy abundante la cantidad de buen trabajo que se realizó
por este medio, aunque un siglo después, todos sabemos ahora que no es la respuesta completa.
Ahora bien, el desarrollo cristiano más conocido del mito del progreso fue el de Pierre Teilhard
de Chardin. Este jesuita francés nacido en el año de 1881 fue un científico muy reconocido que
tenía un claro origen humanista. Era un ferviente místico cristiano que creía que la presencia de
Dios debía descubrirse en cualquier lugar y en todo lugar en el mundo natural. Él profesaba la
creencia de que el mundo viviente se revelaba a sí mismo como un medio «cósmico, erístico y
divino» que lo abarcaba todo. A pesar de la confusión y del sufrimiento del mundo, él creía que
estaba siendo «animado y atraído hacia Dios». Pensaba, también, que el espíritu divino está
involucrado en el proceso evolutivo en todas las etapas, de manera que «la evolución cósmica y
humana se desplazan hacia adelante en una revelación cada vez más plena del Espíritu,
culminando en el “Cristo-Omega”». Toda la historia se había estado desplazando hacia el punto
Omega del surgimiento de Cristo y ahora se desplazaba hacia el clímax y la meta en la que toda
la creación se sentiría realizada en él. El libro más famoso que escribió Teilhard de Chardin, El
fenómeno humano, escrito antes de la Segunda Guerra Mundial aunque sólo fuera publicado
después de la muerte de Teilhard en el año de 1955, se convirtió en uno de los libros más
vendidos y tuvo influencia sobre toda una generación de aquellos que quisieron combinar la
espiritualidad cristiana con el pensamiento científico. Un escrito muy entusiasta y más reciente
sugiere que ahora «su afirmación poderosa de la Encarnación y su visión del Cristo universal y
cósmico dentro de la perspectiva evolutiva» pueden reafirmar «el corazón mismo de la fe
cristiana para nuestra era científica». La influencia de Teilhard de Chardin puede encontrarse
detrás de la popularidad reciente de una oración que nos dice que «todas las cosas vuelven a la
perfección a través de él, en quien tienen su origen».
El pensamiento de Teilhard de Chardin es complejo y multilateral, así como también es sutil y
éste no es ni el lugar ni el momento para presentar toda una exposición del mismo y, menos aún,
una crítica. Estaríamos simplemente caricaturizando, como algunos lo han hecho, si dijéramos
que él fue simplemente un profeta de la espiritualidad de la Nueva Era y que se adelantó a su
época. De igual manera, aunque pareciera haber ciertos elementos panteísticos en su
pensamiento, Teilhard de Chardin no era de por sí un panteísta propiamente dicho. Tampoco
compartió las debilidades del optimismo evolutivo de su tiempo y menos aún, tal como veremos
luego, la incapacidad de tomar en cuenta en su pensamiento el hecho en sí del mal radical (cabe
destacar, puesto que es muy interesante, que fue precisamente un trabajo inédito acerca del
pecado original, o más bien de la ausencia del mismo, lo que dirigió primero la atención crítica
hacia él en su propia iglesia). Teilhard de Chardin y sus seguidores han apelado a la idea paulina
del «Cristo cósmico», tal como éste aparece en Col 1,15-20. Sin embargo, el pensamiento de
Pablo, tanto en ese pasaje, como en otros, apenas si respalda la estructura que Teilhard de
Chardin desea construir. A la larga, y claro está que él apelaba precisamente a este largo plazo, él
puede aparecer como uno de los grandes florecimientos bajo la modalidad cristiana de ese
optimismo evolutivo del que nuestra era postcientífica ahora se aleja con un escepticismo cada
vez mayor. Pero seguiremos hablando de este tema más adelante.
Tal como lo acabo de dar a entender, el verdadero problema que plantea el mito del progreso es
que no logra abordar y ocuparse del mal. Y cuando digo «abordar y ocuparse del mal», no me
refiero únicamente a hacerlo intelectualmente, aunque también éste sea el caso, me refiero
específicamente a lidiar con el mal en la práctica. No logra desarrollar una estrategia que aborde
los problemas severos del mal en el mundo. Esta es la razón por la que todo el optimismo
evolutivo de los últimos doscientos años sigue indefenso y sin recursos ante las guerras
mundiales, las drogas y el crimen, Auschwitz, el apartheid, la pornografía infantil y otros
aspectos suplementarios interesantes que la evolución nos ha lanzado en el camino para nuestro
disfrute en el siglo veinte. Y no sólo no podemos explicarlos en virtud del mito del progreso,
sino que tampoco podemos erradicarlos. La propia agenda de Marx, la de no pretender explicar
el mundo sino cambiarlo, permanece aún sin haberse hecho realidad. Claro está que el siglo
veinte le da una respuesta bastante completa y detallada al mito del progreso, tal como muchas
personas (entre ellas, Karl Barth) lo pudieron observar durante la Primera Guerra Mundial. Sin
embargo, cabe destacar que muchos otros han continuado creyendo en él y propagándolo de
igual manera. El propio Teilhard de Chardin fue camillero durante la Gran Guerra y esa
experiencia tuvo una influencia definitiva sobre él. No lo apartó de la evolución. Más bien, fue
clave en su intento por incluir el sufrimiento humano en su ecuación. Parte del problema en
nuestros debates contemporáneos acerca de los que buscan asilo o acerca del Medio Oriente es
que nuestros políticos siguen queriendo vendernos el sueño del progreso, el avance firme y
constante del sueño dorado de la «libertad». De igual manera, cuando la marea de la miseria
humana viene a romper las olas sobre nuestras playas, o cuando la gente de culturas muy
diferentes a la nuestra parece no querer el tipo de «libertad» que nosotros teníamos en mente,
esto no sólo es fastidioso e inconveniente desde el punto de vista social, sino también ideológico.
Les recuerda a los políticos que hay una brecha en su proceso de pensamiento. El mundo sigue
siendo un lugar triste y malvado y no un progreso feliz hacia adelante, hacia la luz.
Por consiguiente, el mito no puede lidiar con el mal debido a tres razones. En primer lugar, no lo
puede detener: si la evolución trajo consigo a Hiroshima y al Gulag, no debe ser tan buena así.
No hay una sola razón observable en la ciencia, la filosofía, el arte o en cualquier otra disciplina
que permita suponer que si simplemente seguimos arando la tierra con el sueño de la Ilustración,
estos problemas técnicos terminarán por solucionarse y, a la larga, llegaremos a la Utopía. Lo
que es más, hoy en día la ciencia más avanzada tiene bastante claridad con respecto a que todo
aquello que pueda o no ser cierto acerca de la evolución, específicamente la biológica, el cosmos
en forma global, simplemente no está evolucionando hacia un futuro dorado. El mundo que
empezó con la Gran Explosión, lo que también se conoce como el Big Bang, está dirigiéndose
bien sea al Gran Enfriamiento, a medida que se va agotando la energía y el universo se expande
hacia un más allá frío y oscuro o hacia la Muerte Térmica, lo que también se conoce como el Big
Crunch, a medida que la gravedad se reafirma y todo empieza a hacerse más lento, se detiene y
luego vuelve a unirse una vez más. Es bastante posible que, antes de que tenga lugar cualquiera
de estas dos posibilidades preocupantes, un meteorito gigante muy similar a los que
probablemente eliminaron a los dinosaurios de la faz de la tierra caiga sobre nuestro planeta con
efectos igualmente devastadores. Ninguno de estos escenarios tiene sentido alguno dentro del
mito del progreso.
En segundo lugar, incluso si el «progreso» hubiera sido después de todo lo que nos llevó a la
Utopía, tampoco daría cuenta del problema moral de todo el mal que ha sucedido hasta la fecha
en el mundo. Supongamos que la era de oro llega mañana en la mañana, ¿qué sentido tendría ese
hecho para aquellos que están siendo torturados a muerte hoy en día? ¿Cómo podría ser una
solución satisfactoria para los males inmensos e indescriptibles del siglo pasado y, menos aún, de
toda la historia mundial? Si, siguiendo la línea de lo que propugnaba Teilhard de Chardin,
nosotros decidiéramos hacer que Dios fuera parte de todo este proceso, ¿qué tipo de dios sería
aquel que construye su reino sobre los huesos y las cenizas de quienes han sufrido a todo lo largo
del camino? Esta imagen me recuerda la historia de un viejo profesor universitario de Oxford
quien, cada vez que se le iba de las manos el documento en el que estaba trabajando,
simplemente lo tapaba con la edición del día del periódico The Times y empezaba de nuevo.
Después de su muerte, encontraron varias capas de estos asuntos que nunca habían sido
abordados. Y luego de la construcción de un reino evolucionista de Dios, a Dios le quedaría
precisamente el mismo problema. Fue debido a esto que los antiguos judíos empezaron a hablar
de la resurrección.
El mito del progreso falla porque en realidad no funciona; porque nunca resolvería el problema
del mal de forma retrospectiva. Finalmente, en tercer lugar, falla porque subestima la naturaleza
y el poder del mal en sí mismos y, por lo tanto, no logra ver la importancia vital de la cruz, el No
de Dios al mal que abre la puerta al Sí de Dios a la creación. Únicamente en la propia historia
cristiana y, sin lugar a dudas, no en las historias seculares de la modernidad, tiene algún sentido
que los problemas del mundo se solucionen no por el movimiento ascendente claro e indiscutible
hacia la luz, sino porque Dios el Creador baja hacia la oscuridad para rescatar a la humanidad y
al mundo de su difícil situación.
Por lo tanto, el mito del progreso ha sido extremadamente poderoso en nuestra cultura. En
realidad, sigue siéndolo y no menos por ser una creencia implícita a la que se puede apelar para
justificar todos y cada uno de los «desarrollos» en una dirección supuestamente liberadora,
humanizadora y que nos da la libertad. La gente pregunta con burla cuando alguien objeta una
nueva propuesta «moral»: «¿No crees en el progreso?». Solían decir eso mismo cuando la gente
se oponía a la tala de árboles antiguos para construir una carretera nueva; pero hemos empezado
a darnos cuenta de que el «progreso» en ese sentido no siempre era tan bueno como lo pintaban.
A menudo, los cristianos han aceptado la idea general del «progreso», aunque a veces éste sigue
un camino paralelo al de la esperanza cristiana, proviene de un origen diferente y se desvía hacia
un destino muy distinto, tal como es el caso de los trenes que recorren el trayecto de Londres a
Manchester, los cuales coinciden durante una parte del trayecto con aquellos que van de
Southampton a Newcastle, aunque cada línea se inicia y termina en lugares muy diferentes. Los
políticos y los medios constantemente recurren al mito, aunque los métodos que utilizan para
explotarlo frecuentemente lo subvierten. Es como alguien que utiliza un taladro eléctrico para
cortar precisamente el tomacorrientes al que está conectada la herramienta y de la está recibiendo
la electricidad. No nos debería extrañar, entonces, que vivamos en un mundo de chispas que se
disipan, de una energía contraproducente. Ahora bien, antes de analizar la verdadera alternativa
cristiana, debemos examinar aunque más brevemente, el otro mito, el mito negativo, la historia
que nos dice que el mundo es un lugar malvado y que lo mejor que podríamos hacer es escapar
del mismo.
3. Opción 2: Almas en tránsito
Platón sigue siendo el pensador que más influencia ha tenido en la historia del mundo occidental.
Para Platón, al igual que para Buda, el mundo actual del espacio, el tiempo y la materia es un
mundo de ilusión, de sombras que vemos bailar en una cueva y la tarea humana más pertinente
es la de ponerse en contacto con la verdadera realidad, aquella que está más allá del espacio, del
tiempo y de la materia. Para Platón, éstas eran las Formas eternas, para Buda, la Nada eterna.
Aunque corriendo una vez más el riesgo de simplificar excesivamente la explicación, podríamos
decir que la imagen de Platón se basaba en un rechazo de los fenómenos de la materia y la
fugacidad. El enredo y el desorden que privan en el mundo del espacio, el tiempo y la materia
fueron una ofensa para la mente filosófica, limpia y ordenada que habitaba en el mundo de las
realidades eternas. No sólo el mal estaba equivocado con el mundo, también lo estaban el cambio
y la descomposición, la naturaleza transitoria de la materia, el hecho de que a la primavera y al
verano les siguen el otoño y el invierno, que el atardecer se apaga hasta convertirse en oscuridad
y que el despertar y el florecer del ser humano son el preludio de su sufrimiento y muerte.
Al respecto, las visiones del mundo difieren radicalmente. Los optimistas, los panteístas, los
evolucionistas y los defensores del mito del progreso dirán que éstos no son más que los dolores
crecientes de algo más grande y mejor. Los platonistas, los budistas y los hindúes —y siguiendo
la línea platónica, los gnósticos, los maniqueos y muchos otros dentro de las variantes de las
tradiciones cristiana y judía—, todos ellos dirán que éstas son claras señales que indican que
estamos diseñados para algo totalmente diferente, para un mundo que no está hecho de espacio,
de tiempo y de materia, para un mundo de existencia espiritual pura en la que con toda felicidad
nos libraremos de las cadenas de la mortalidad de una vez y para siempre. Y la forma en la que
uno se libra de la mortalidad dentro de esta visión del mundo es librándose de aquello que se
puede descomponer y morir, en otras palabras, de nuestros seres materiales.
La línea platónica se incorporó al pensamiento cristiano desde una etapa muy temprana y
trayendo consigo el fenómeno que se conoce como el gnosticismo. Ya que los gnósticos han
tenido una especie de regreso triunfal recientemente, creo que bien valdría la pena decir unas
palabras sobre ellos. Al igual que Platón, los gnósticos creían que el mundo material era un lugar
inferior y oscuro, que era el mal en toda la magnitud de su existencia, aunque creían igualmente
que dentro de este mundo también se encontraban algunas personas que estaban destinadas a
otros fines. Estos hijos de la luz eran como estrellas caídas, puntos diminutos de luz que se
escondían dentro de un cuerpo material sin pulir. Sin embargo, luego de haberse percatado de
quiénes eran, este «conocimiento» (gnosis, en griego) les permitiría ingresar a una existencia
espiritual en la que el mundo material ya no contaría. Al haber ingresado en esa existencia
espiritual, podrían entonces vivir de conformidad con ella, pasando a través de la muerte hacia el
mundo infinito que está más allá del espacio, el tiempo y la materia. «Somos polvo de estrellas,
somos dorados y tenemos que volver al jardín», cantaba Joni Mitchell, conectándose con esta
mitología milenaria. El mito gnóstico a menudo sugiere que la manera de salir de este enredo es
volviendo a nuestro estado primigenio, anterior a la creación del mundo. En esta visión, la
creación en sí es la «caída» que produce la materia, que es el verdadero mal. Espero que esté
claro, por un lado, el alto grado en que esta visión parodia algunos aspectos del cristianismo y,
por el otro, cuán profunda y completamente discrepa de ella.
A pesar de que muchas de las personas del mundo actual probablemente sólo tienen una idea
general de lo que pudiera ser el gnosticismo, suponiendo que acaso hayan oído hablar del mismo,
se ha discutido con cierta credibilidad que, cuando menos, algunos elementos del gnosticismo se
encuentran presentes en ciertos pensadores y escritores de mayor influencia de los últimos
doscientos años de nuestra cultura y, cabe destacar, que el gnosticismo siempre es un fenómeno
ecléctico. El escritor y guionista Stuart Holroyd, quien sin reparo alguno era un apologista
abierto del gnosticismo, señala a Blake, Goethe, Melville, Yeats y Jung, entre otros, como los
representantes de esta corriente en el Occidente moderno y, a pesar de que sus percepciones a
menudo han recibido la influencia cruzada de otras ideas diferentes, no podemos ignorar su
comentario. En esencia, si uno se aparta del optimismo materialista, aunque sin por ello adoptar
el judaísmo o el cristianismo, es probable que termine en algún tipo de gnosticismo. Por lo tanto,
no debe sorprendernos que algunos elementos del movimiento romántico y algunos de sus
herederos más recientes hayan estado bastante predispuestos a esto. El descubrimiento en
nuestros días de los rollos de Nag Hammadi (una biblioteca de textos gnósticos que se encontró
en el Alto Egipto) ha despertado el deseo de reinterpretar el propio cristianismo en términos de
una espiritualidad gnóstica supuestamente original que está en contraste agudo con el reino de
Dios sobre la tierra tan concreto que anunció Jesús en los evangelios canónicos. Al recorrer un
trecho suficientemente largo de ese camino uno termina con las teorías abiertas y ostensibles de
conspiración de un libro como El código Da Vinci. Sin embargo, hay muchos que, sin ir tan
lejos, han llegado a suponer que de lo que se trataba precisamente el cristianismo genuino era de
algún tipo de gnosticismo.
La mayoría de los cristianos de Occidente y, en realidad, también la mayoría de los no cristianos
occidentales, han supuesto de hecho que el cristianismo estaba comprometido, cuando menos,
con una versión menos fuerte de la posición de Platón. Un buen número de himnos y poemas
cristianos se dirige sin pensarlo en la dirección del gnosticismo. Aunque sin lugar a dudas la
espiritualidad de «simplemente estamos de paso» (como se aprecia en la frase espiritual: Este
mundo no es mi casa, /Yo sólo estoy de paso»), tiene ciertas afinidades con el cristianismo
clásico, fomenta precisamente una actitud gnóstica: el mundo creado es como mucho una
irrelevancia, un lugar oscuro, maligno y sombrío y nosotros somos almas inmortales que
existíamos originalmente en una esfera diferente y estamos esperando en el futuro volver a ella,
tan pronto como se nos permita hacerlo. Se ha supuesto a tal grado en el cristianismo occidental
que el propósito de ser cristiano es simplemente o, cuando menos fundamentalmente, el de «ir al
cielo cuando uno muere», que aquellos textos que no lo dicen, aunque sí mencionan el cielo, se
leen como si lo dijeran. Por otra parte, los textos que dicen lo opuesto, tal como es el caso de Ro
8, 18-25 y el libro del Ap 21-22, simplemente son eliminados y se les deja fuera como si no
existieran.
Los resultados se encuentran por doquier en la Iglesia de Occidente y en las visiones del mundo
que ha generado el cristianismo occidental. Los secularistas a menudo critican a los cristianos
por haber contribuido al desastre ecológico y hay más de una pizca de verdad en esta acusación.
He escuchado argumentos muy serios en Norteamérica que defienden que ya que Dios pretende
destruir el universo actual del tiempo y el espacio y, más aún, ya que pretende hacerlo muy
pronto, en realidad no importa verdaderamente si emitimos el doble de gases de invernadero de
lo que hacemos ahora o, si destruimos la selva tropical y la tundra del Ártico, o si llenamos
nuestros cielos de lluvia ácida. Esta es una forma extrañamente moderna de lo que pretende ser
la negatividad cristiana acerca del mundo y, claro está, su punto de vista «espiritual» superficial
está totalmente al servicio del materialismo profundo y arraigado de los intereses comerciales a
los que servirán estas prácticas peligrosas en cualquiera que sea el plazo, por corto que éste
pueda ser.
Más adelante, abordaré estas consideraciones con mayor grado de detalle. Por el momento,
simplemente pretendo hacer ver que en muchas partes del mundo cualquier llamado a una visión
cristiana del futuro se entiende como un llamado a la desaparición final del orden creado y a un
destino que es meramente «espiritual» en el sentido de que es totalmente no material. A eso se
resume ahora la percepción popular, tanto dentro, como fuera de la Iglesia, de lo que se supone
que nosotros los cristianos debemos creer cuando hablamos del «cielo» y cuando hablamos de la
esperanza que es nuestra en Cristo.
En contraposición a estas visiones populares y equivocadas, la afirmación cristiana central es que
lo que Dios el Creador ha hecho en Jesucristo y especialmente en su resurrección es lo que
pretende hacer para todo el mundo y al hablar del «mundo» me refiero a la totalidad del cosmos
con toda su historia. Es precisamente de esta esperanza de la que les hablaré en el próximo
capítulo.
Capítulo 6
Aquello por lo que está esperando todo el mundo
1. Introducción
Los primeros cristianos no creían en el «progreso». Ellos no creían que el mundo estuviera
mejorando sin cesar por sus propios medios o, incluso, bajo la influencia constante de Dios.
Sabían que Dios tendría que hacer algo muy novedoso para poner las cosas en su lugar y sacar a
todos de su error.
Sin embargo, ellos tampoco creían que el mundo estaba empeorando cada vez más y que, por
ello, estaban en la obligación de escapar del mismo de una vez por todas. Ellos no eran dualistas
en lo absoluto.
Ya que la mayoría de las personas que reflexionan hoy en día sobre estos aspectos tienden a
inclinarse hacia uno o el otro de estos dos puntos de vista, nos sorprende hasta cierto punto
descubrir que los primeros cristianos sostenían una visión algo diferente. Ellos creían que Dios
iba a hacer por todo el cosmos lo que había hecho por Jesús en la Pascua. Esta es una creencia
bastante sorprendente y, por cierto, es una creencia sobre la cual se reflexiona muy poco, incluso
en los círculos cristianos, y menos aún fuera del ámbito de la Iglesia. Es por ello que debemos
exponerla claramente paso a paso y demostrar la forma en la que os diversos escritores de los
primeros tiempos desarrollaron diferentes imágenes que luego se sumaron y se combinaron para
crear una imagen sorprendente de un futuro por el cual todo el mundo estaba esperando
ansiosamente, tal como ellos mismos insistían.
2. Estructuras fundamentales de la esperanza
Las afirmaciones más claras de la esperanza cristiana a gran escala se encuentran en el Nuevo
Testamento, específicamente en los escritos de Pablo y en el libro del Apocalipsis. Por lo tanto,
quisiera proceder a analizarlas en este momento y, al hacerlo, derivaremos del análisis las
maneras en la que responden a las dos visiones opuestas que he esbozado. En particular, tenemos
que tomar en cuenta la manera en la que surgen de ellas tres temas.
En primer lugar, hablemos de la bondad de la creación. Cuando tomamos en cuenta las
corrientes confusas de las diferentes visiones del mundo que se planteaban en el siglo primero,
una característica muy destacada del cristianismo primitivo que nosotros conocemos es
precisamente que se negó a terminar cayendo en cualquier momento en un dualismo
cosmológico en el que se considerara que el mundo creado no es tan bueno y que no lo hemos
recibido de Dios. Sin embargo, el mundo es bueno en tanto es creación y no como una
«naturaleza» independiente o autosuficiente. No hay sugerencia alguna de panteísmo o,
inclusive, de panenteísmo. Dios y el mundo no son lo mismo, así como tampoco todo se
mantiene como parte de algo que se denomina «dios». Dentro del ámbito de la teología bíblica,
el caso es que un Dios viviente creó un mundo que es otro a sí mismo y que no se contiene en sí
mismo. Desde el mismo principio, la creación fue un acto de amor, de afirmación de la bondad
del otro. Dios vio todo lo que había hecho y le pareció muy bueno; pero no era en sí divino. En
su punto culminante, que según Gn 1 es la creación de los humanos, fue diseñada para reflejar a
Dios, tanto para reflejarlo de nuevo en la adoración, como para reflejarlo a través del servicio.
Sin embargo esta capacidad portadora de una imagen que posee la humanidad no es en lo
absoluto equivalente a la divinidad. Si pretendiésemos eliminar esta distinción, estaríamos dando
un paso muy grande hacia el panteísmo dentro del cual no hay manera alguna de entender y,
menos aún, de abordar, el problema del mal.
En segundo lugar, tenemos la naturaleza del mal. El mal es real y poderoso dentro de la teología
bíblica, aunque éste no consiste ni en el hecho de haber sido creados, ni en el de ser otros que
Dios (¡ya que ser amados al punto de ser llevados hacia la vida por el Dios único es más que
suficiente!), así como tampoco en el hecho de estar creados de materia física y de pertenecer al
tiempo y al espacio, en vez de ser puro espíritu en un cielo eterno. De igual manera, y éste
constituye un aspecto crucial, el mal tampoco consiste en que seamos algo transitorio y creado
para descomponerse. No tiene nada de malo que a un árbol se le caigan sus hojas en el otoño. No
tiene nada de malo que el atardecer se vaya desvaneciendo hasta convertirse en oscuridad. El mal
no consiste en ninguna de estas cosas. En realidad, es precisamente la transitoriedad de la
creación buena la que sirve como indicador que apunta hacia su propósito mayor. La creación
fue buena, pero siempre dirigió su mirada hacia adelante. La naturaleza efímera actúa como una
señal dada por Dios que no apunta desde el mundo material hacia un mundo no material, sino del
mundo tal como éste es, hacia un mundo tal como algún día se supone que sea. En otras
palabras, apunta desde el presente hacia ese futuro que Dios nos tiene preparado. El proyecto
humano de poner las cosas en su santo lugar todavía no se ha completado y sin la transitoriedad
podríamos ser llevados con mayor facilidad hacia la idolatría y estaríamos más inclinados a tratar
a la criatura, al ser creado, como si fuera el Creador y bien sabemos que tal como están las cosas,
eso sería extremadamente fácil. Esto nos lleva de nuevo a lo que dije en los dos primeros
capítulos. Lo que importa es la dualidad escatológica (la era actual y la era por venir) y no el
dualismo ontológico (una «tierra» del mal y un «cielo» del bien).
Tenemos así, entonces, que el mal no consiste en ser creado, sino en la idolatría rebelde mediante
la cual los seres humanos adoran y honran a elementos del mundo natural, en vez de adorar al
Dios que los hizo. El resultado de ello es que el cosmos no está articulado. En lugar de que los
seres humanos sean los vicerregentes sabios de Dios sobre la creación, más bien ignoran al
Creador y tratan de adorar a algo menos exigente, algo que les dé una dosis de poder o de placer
de muy corta duración. Como resultado de ello, la muerte, que siempre fue parte de la
transitoriedad natural de la creación buena, adquiere una segunda dimensión que, en algunas
ocasiones, la Biblia denomina «la muerte espiritual». En el libro del Génesis, y en realidad en
gran parte del Antiguo Testamento, la imagen que describe la muerte es el exilio. A Adán y a
Eva se les dijo que morirían el día en que comieran de la fruta del árbol prohibido y lo que
sucedió en realidad fue que fueron expulsados del Jardín del Edén. Aquel que se aparta de la
adoración al Dios vivo, se está volcando hacia aquello que no tiene vida en sí misma. La
adoración de aquello que es transitorio sólo puede ofrecernos la muerte. Más aún, cuando uno
comete tal idolatría, da rienda suelta al mal y éste domina el mundo, desatando reacciones en
cadena que tienen consecuencias incalculables. Misteriosamente, esta falta de articulación parece
enredarse con la transitoriedad y la decadencia que son necesarias dentro de la creación buena,
aunque todavía incompleta, de manera que lo que quizás nosotros denominamos de forma
equivocada «el mal natural» puede verse, entre otras cosas, como signos previos de esa
«sacudida» final del cielo y de la tierra que los profetas bien sabían que era necesaria para que
pudiera nacer a la larga el nuevo mundo de Dios.
En tercer lugar, tenemos el plan de la redención. Precisamente debido a que la creación es el
trabajo del amor de Dios, la redención no es algo ajeno al Creador, sino algo que él emprenderá
con sumo placer y dándose a sí mismo con alegría. El punto sobre la redención es que no
significa desechar aquello con lo que contamos y empezar de nuevo desde cero, sino más bien
liberarnos de aquello que ha terminado por ser esclavizan te. Más aún, en virtud del análisis del
mal, no como materialidad sino como rebelión, la esclavitud de los seres humanos y del mundo
no consiste en la posesión corporal, cuya redención se lograría con la muerte del cuerpo y la
liberación subsiguiente del alma o del espíritu. Más bien, la esclavitud consiste en el pecado, y la
redención del mismo debe a la larga implicar, no sólo la bondad del alma o del espíritu, sino
también una nueva vida corporal.
Este es el plan que se articula en toda la Biblia en cuanto a la elección por parte de Dios del
pueblo de Israel como medio de redención y, luego, tras la larga y accidentada historia de Dios y
del pueblo de Israel, en términos del envío que Dios hace de su hijo Jesús. La encarnación, que
ya había sido anunciada en la tradición judía y, sobre todo, en referencia al Templo como el
lugar en el que Dios decide vivir en la tierra, no es un error de categorías, como imaginan los
antiguos y los modernos seguidores de Platón. Es, más bien, el centro mismo y el cumplimiento
del plan a largo plazo del Creador bueno y sabio.
Si uno relata esta historia desde el punto de vista de la creación buena, entonces la venida de
Jesús surge como el momento por el que había estado esperando toda la creación. Los seres
humanos fueron creados para que actuaran como los guardianes y administradores de la creación
a nombre de Dios. Por lo tanto, aquél a través de quien se hicieron todas las cosas, el Hijo eterno,
la sabiduría eterna, se hace humano de manera que él pueda convertirse verdaderamente en el
administrador de Dios, en aquel que rige todo su mundo. De igual manera, si uno contara la
historia desde el punto de vista de la rebelión humana y del pecado y la muerte consiguientes que
han envuelto al mundo entero, éste vuelve a surgir como el momento por el que había estado
esperando toda la creación: la expresión eterna del amor del Padre se convirtió en la expresión
encarnada del amor del Padre, de manera que al darse a sí mismo a la muerte, incluso a la muerte
en la cruz, toda la creación se pueda reconciliar con Dios. Si uno combina estas dos maneras de
relatar la historia y las expresa en los términos de la poesía, uno se percatará de que ha terminado
por volver a escribir Col 1,15-20. Esta es la verdadera «Cristología cósmica» del Nuevo
Testamento: no se trata de un tipo de panteísmo que opera bajo su propia fuerza y que está
apartado del Jesús real, sino de una nueva forma de contar la historia judía de la sabiduría en
términos del mismo Jesús, enfocándose en la cruz en sí misma como un acto mediante el cual la
creación buena vuelve a estar en perfecta armonía con el Creador sabio.
En su conjunto, los versos del poema que aparece en Col 1 nos muestran el grado en el que Pablo
ha insistido en mantener juntas la creación y la redención. La redención no es simplemente hacer
que la creación sea un poco mejor, como podrían tratar de sugerir los evolucionistas optimistas.
Tampoco es el rescate de espíritus y de almas de un mundo material maligno, tal como la
querrían presentar los gnósticos. Es el rehacer de la creación, luego de haber apartado el mal que
le está quitando sus características y la está distorsionando. Y esto lo logra el mismo Dios, ahora
conocido en Jesucristo, a través del cual se hizo la creación en primer lugar. Es altamente
significativo que en el pasaje que viene precisamente a continuación del gran poema de Col 1,1520, Pablo declare que el Evangelio ya ha sido proclamado a toda criatura bajo el cielo (Col 1,23).
En otras palabras, lo que ha sucedido en la muerte y en la resurrección de Jesucristo no se limita
de manera alguna a los efectos que tiene sobre aquellos seres humanos que creen en el Evangelio
y que, por lo tanto, encuentran su nueva vida en este mundo y en el mundo futuro posterior a la
muerte. Esto resuena en modos que no logramos ver ni entender plenamente, en los vastos y más
recónditos lugares del universo.
La creación, el mal y el plan de redención revelados en la acción de Jesucristo. Estos son los
temas constantes que los escritores del Nuevo Testamento, en especial Pablo y el autor del libro
del Apocalipsis, intentan expresar con mucho esfuerzo. En este punto, quisiera explorar los
textos clave del Nuevo Testamento que hablan sobre la dimensión cósmica de la esperanza
cristiana. Son seis los temas principales que es necesario explorar. Algunos de ellos constituyen
en sí mismos imágenes poderosas que han sido tomadas del mundo de la creación. Si uno va a
hablar de algo nuevo que Dios está haciendo, que igualmente afirma lo viejo, qué podría ser
mejor que hablar de la siembra y de la cosecha, del nacimiento y de la nueva vida, así como del
matrimonio. Empecemos con el primero de estos temas, el de la siembra y la cosecha.
3. La siembra y la cosecha
En 1 Cor 15, Pablo usa la imagen de nuestros «primeros frutos». Esto se remonta a los festivales
judíos de la Pascua y de Pentecostés, los cuales en sus formas desarrolladas cuando menos eran
festivales agrícolas, así como festivales históricos de salvación. La Pascua era el momento en el
que se presentaba la primera cosecha de cebada ante el Señor. Pentecostés, siete semanas
después, era el momento en que se presentaban los primeros frutos de la cosecha de trigo. El
ofrecimiento de los primeros frutos significa que la cosecha más abundante está aún por venir.
Claro está que a nivel histórico y de salvación, la Pascua judía conmemoraba la salida del pueblo
de Israel de Egipto, mientras que Pentecostés, que se celebraba siete semanas después,
conmemoraba la llegada al Sinaí y la entrega de la Torah. Estos dos hilos de la historia estaban
entretejidos, ya que parte de la promesa de Dios de liberar a Israel y darle la Ley estribaba en el
hecho de que Israel heredaría la tierra y que la tierra daría sus frutos.
Pablo aplica esta imagen de la Pascua judía a Jesús. Él es el primero de los frutos, el primero en
levantarse de entre los muertos. Pero ésta no es una instancia aislada. El punto de los primeros
frutos es que habrá muchos, muchos más. La Pascua de Jesús es eso, el Calvario y la Pascua de
Resurrección que ocurrió, claro está, durante el tiempo de la Pascua judía y fue interpretada
desde un principio a la luz de tal festival que indicaba que el esclavista, el gran Egipto, el pecado
y la muerte reunidos habían sido vencidos cuando Jesús atravesó el Mar Rojo de la muerte y
salió en la otra ribera. Y más adelante en el capítulo, Pablo sigue hablando acerca de la
naturaleza del cuerpo de resurrección cristiano sobre la base del nuevo cuerpo de Jesús. Cabe
destacar una vez más y en contraposición a cualquier inclinación por el gnosticismo, la forma en
la que esta serie de imágenes apunta hacia la continuidad, así como también hacia la
discontinuidad. Del mismo modo es digno de mención que más allá de cualquier tipo de
optimismo evolutivo, el hecho de pasar de la semilla sembrada al fruto cosechado, implica cierta
discontinuidad, al igual que requiere de continuidad y, a ese respecto, el éxodo de Egipto que
simboliza esta historia sólo podría verse como un acto de gracia pura. El «progreso» por sí solo
nunca lo hubiera logrado hacer realidad.
4. La batalla victoriosa
A renglón seguido, la primera carta a los Corintios continúa con una imagen bastante diferente,
una imagen que no está tan relacionada orgánicamente con el orden natural de la creación,
aunque sí tiene antecedentes bíblicos numerosos: se trata de un rey que establece su reino
logrando subyugar a todos sus posibles enemigos.
Con extremo cuidado Pablo destaca tanto que Jesús reinará hasta que se le haya sometido el
último poder que existe en el cosmos, como que Dios el Padre no está incluido en esa categoría.
Sin importar lo que digamos acerca de la cristología que está implícita en este pasaje, Pablo ya
está expresando con toda claridad una teología de la nueva creación. Toda fuerza, toda autoridad
del cosmos en su totalidad estarán sujetas al Mesías y, finalmente, hasta la muerte misma estará
dispuesta a renunciar a su poder. En otras palabras, aquello que estamos tentados a considerar
como el estado permanente del cosmos —la entropía, el caos amenazador y la disolución—,
serán transformados por el Mesías quien actuará como el agente de Dios el Creador. Si el
optimismo evolutivo es sofocado, entre otras cosas, por los estimados sensatos de los científicos
que indican que el universo tal como lo conocemos hoy en día ya está quedándose sin fuerzas y
sin impulso y que no podrá durar para siempre, el Evangelio de Jesucristo anuncia que lo que
Dios hizo por Jesús en la Pascua de Resurrección lo hará, no solamente por todos aquellos de
nosotros que estamos «en Cristo», sino por la totalidad del cosmos. Por lo tanto, será un acto de
nueva creación, paralelo al acto de la nueva creación en que Dios resucitó a Jesús de entre los
muertos y derivado del mismo.
En este caso encontramos, en toda su magnitud, uno de los resultados más directos que se
derivan al decir que Jesús fue levantado corporalmente de entre los muertos, en vez de decir
simplemente que al morir empezó a existir en una nueva modalidad incorpórea. Como ya he
argumentado en otro punto de este escrito, si después de su muerte él hubiera pasado a algún tipo
de existencia no corpórea, la muerte no hubiera sido derrotada. Permanecería intacta y
simplemente se le hubiera re-descrito. Jesús, la humanidad y el propio mundo no podrían estar
esperando por ningún futuro dentro del esquema de una modalidad creada y corpórea tal como la
que conocemos ahora. Sin embargo, esto es precisamente lo que Pablo está negando. La muerte
es el último enemigo y no es una parte buena de la creación buena. Por lo tanto, se debe vencer a
la muerte para poder honrar al Dios que da la vida como el verdadero Señor del mundo. Cuando
esto haya sucedido, y sólo entonces, Jesús el Mesías, el Señor del mundo, le entregará el mando
del reino a su Padre y Dios volverá a ser todo en todo. Volveremos a analizar este punto un poco
más adelante.
5. Ciudadanos del cielo que colonizan la tierra
Antes de que pasemos a abordar este aspecto, quisiera que analizáramos otra imagen real que se
presenta en Flp 3,20-21. Lo que expresa el tema de este pasaje es muy similar a lo que leemos en
1 Cor 15 y, en realidad, nos cita el momento crucial del mismo salmo (Sl 8), el cual destaca la
autoridad de Jesús sobre todos los otros poderes.
Filipos era una colonia romana. Augusto había asentado a sus veteranos en este lugar luego de
las batallas de Filipos (año 42 a.C.) y de Actium (año 31 a.C.). No todos los residentes de Filipos
eran ciudadanos romanos, aunque todos ellos ya sabían lo que implicaba el término ciudadanía.
La creación de las colonias perseguía dos objetivos. En primer lugar, se fundaba una ciudad con
el propósito de ampliar la influencia romana en todo el mundo mediterráneo, creando células y
redes de personas leales al César en una cultura más amplia. En segundo lugar, esta era una
manera de evitar el problema de la sobrepoblación de la capital. Sin lugar a dudas, el emperador
no quería que los soldados retirados, con mucho tiempo (y sangre) en las manos se la pasaran en
Roma listos y dispuestos a causarle problemas. Era mucho mejor que establecieran sus granjas y
negocios en otras regiones.
Por lo tanto, cuando Pablo dice: «somos ciudadanos del cielo», no se refiere en lo absoluto a que
cuando hayamos llegado ya al final de esta vida, iremos directamente en la otra vida a vivir en el
cielo. Lo que él pretende decir es que el Salvador, el Señor, Jesús el Rey, y, claro está que todos
aquellos eran títulos imperiales, vendrá del cielo a la tierra para cambiar la situación y la
condición actuales de su pueblo. La palabra clave a este respecto es «transformar»: «él
transformará nuestros cuerpos humildes actuales para que sean como su cuerpo glorioso». Jesús
no declarará que la naturaleza física presente es redundante y que se puede desechar. Tampoco él
la mejorará simplemente, al acelerar, quizás, su ciclo de evolución. En un gran acto de poder, el
mismo poder que se apreció en la propia resurrección de Jesús, tal como nos lo indica Pablo en
Ef 1,19-20, él cambiará el cuerpo actual por uno que se corresponde en su naturaleza con la suya,
como parte de su labor para que todas las cosas vuelvan a corresponder en su esencia a él mismo.
Sin embargo, en Flp 3, aunque está hablando fundamentalmente de la resurrección humana,
indica que ésta tendrá lugar dentro del contexto de la transformación victoriosa por parte de Dios
de la totalidad del cosmos.
6. Dios será todo en todo
Si volvemos a analizar una vez más 1 Cor 15, veremos que Pablo declara que, como meta de
toda la historia, Dios será «el todo en el todo», o si así lo prefieren «todo en todo» (15,28). Este
es uno de los argumentos o de las frases más claras del centro mismo de la visión del mundo del
Nuevo Testamento que se orienta hacia el futuro.
A este nivel, el problema que plantea el optimismo evolutivo de Teilhard de Chardin, al igual
que cualquier forma de panteísmo real, es el hecho de que colapsa la totalidad del futuro en el
presente y, en realidad, incluso en el pasado. Dios será todo en todo. El tiempo del verbo es el
futuro. Hasta que se dé la victoria final sobre el mal y, en especial, sobre la muerte, no habrá
llegado este momento. Sugerir que ya ha llegado no es más que estar en clara connivencia con el
mal y con la muerte en sí misma.
¿Cómo podemos pensar entonces con sabiduría y prudencia acerca de la relación actual de Dios
con el orden creado? Si Dios es en realidad el Creador del mundo, sí importa que la creación sea
otra a Dios. Éste no es un problema moral, como se ha pensado en algunas ocasiones (si un Dios
bueno hace algo que no es él mismo, debe ser menos que bueno y, por lo tanto, él tampoco es un
Dios bueno por haberlo hecho así). Tampoco es un problema lógico (si, en el principio, Dios era
todo lo que existía, ¿cómo puede haber algún espacio ontológico para algo o alguien más?). Tal
como dijimos anteriormente, si la creación fue una obra de amor, debe haber implicado la
creación de algo que no fuera Dios. Este amor mismo es lo que entonces permite que la creación
sea ella misma y se sostenga en la providencia y en la sabiduría, sin por ello abrumarla y
sofocarla. La lógica no logra entender el amor. Claro está, ése el problema de la lógica.
Sin embargo, ése no es el final de la historia. Al final, Dios lo que pretende es llenar toda la
creación con su propia presencia y amor. Esta es, cuando menos, una parte de la respuesta a la
propuesta de Jürgen Moltmann de revivir la doctrina rabínica del zimzum, en la que Dios, por así
decirlo, se retira y crea un espacio dentro de sí mismo, de manera que haya un espacio
ontológico en el que pueda tener cabida algo que no sea él. Si estoy en lo cierto, esto más bien
funcionaría a la inversa. El amor creativo de Dios, precisamente por ser amor, crea un nuevo
espacio para que pueda haber cosas que sean genuinamente otras a Dios.
El Nuevo Testamento desarrolla la doctrina del Espíritu precisamente en esta dirección, aunque
ya en Isaías tenemos una posibilidad de ver hacia el futuro. En el capítulo 11, anticipándose al
pasaje de la «nueva creación» de los capítulos 65 y 66, el profeta declara que «la tierra estará
llena de conocimiento de Yahveh, como cubren las aguas el mar». De por sí, ése es un
argumento que llama mucho la atención. ¿Cómo pueden cubrir las aguas el mar? Ellas son el
mar. Pareciera como si Dios pretendiera inundar la totalidad del universo con su ser; como si el
universo, la totalidad del cosmos, hubiera sido diseñado como un receptáculo de su amor.
Incluso podríamos animarnos a sugerir, como parte de una estética cristiana, que el mundo es
bello no sólo porque nos recuerda de manera inquietante a su Creador, sino porque también
apunta hacia adelante: ha sido diseñado para ser llenado, inundado, empapado en Dios. Es tal
como un cáliz que es bello y lo es más precisamente porque sabemos aquello para lo ha sido
diseñado, aquello que va a contener, o como un violín que es bello y lo es más porque sabemos
la música que es capaz de producir. Sin embargo, volveremos a analizar este aspecto más
adelante.
La respuesta al panteísmo del optimista evolucionista o progresista, por un lado, y al dualismo
del gnóstico o del maniqueo por el otro, comienza a adquirir ahora su plena perspectiva en la
forma de la escatología cósmica que se presenta en el Nuevo Testamento. El mundo ha sido
creado bueno, aunque incompleto. Algún día, cuando se hayan vencido todas las fuerzas de la
rebelión y la creación responda libremente y con agrado al amor de su Creador, Dios la llenará
con su presencia, de manera que, permanezca tanto como una entidad independiente, otra a Dios,
como que también pueda ser inundada con la propia vida de Dios. Esto es parte de la paradoja
del amor, en la que el amor dado libremente crea un contexto para que el amor se devuelva, se
corresponda y devuelva libremente, y así sucesivamente en un ciclo en el que la libertad total y la
unión completa no se anulen una a la otra, sino más bien se celebren una a la otra y hagan que la
otra adquiera su totalidad.
7. Un nuevo nacimiento
Esto nos lleva a Ro 8, donde encontramos otra imagen más que está profundamente arraigada en
el propio orden creado: es aquella del nuevo nacimiento. Este pasaje de la Biblia ha sido
marginado de forma rutinaria durante siglos por los exégetas y teólogos que han tratado de
convertir a Romanos en un simple libro que habla acerca de la manera en la que los pecadores
individuales son salvados de forma también individual. Sin embargo, ése es, en realidad, uno de
los grandes puntos culminantes de la carta y, verdaderamente, del pensamiento en sí de Pablo.
En este pasaje, san Pablo vuelve a usar las imágenes del éxodo de Egipto, aunque esta vez no lo
hace en relación con Jesús, ni siquiera con nosotros mismos, sino con la creación de forma
global. Según nos dice (v. 21), la creación está sometida a la esclavitud en ese momento, tal
como los hijos de Israel. El designio de Dios fue el de regir sobre la creación con una sabiduría
que diera vida a través de las criaturas humanas que portan su imagen. Pero ésta siempre ha sido
una promesa para el futuro, la promesa de que algún día el ser humano verdadero, la Imagen
misma de Dios, el hijo encarnado de Dios, vendría para guiar a la raza humana hacia su
verdadera identidad. Mientras tanto, la creación ha estado sujeta a la futilidad, a la fugacidad y a
la descomposición, hasta aquel momento en el que los hijos de Dios sean glorificados y en el que
cuanto le ha sucedido a Jesús en la Pascua de Resurrección, le suceda a todo el pueblo de Jesús.
Es en este punto en el que Ro 8 encaja en el contexto de 1 Cor 15. Tal como se menciona en el
versículo 19, la totalidad de la creación espera con ansiosa expectativa el momento en el que se
revele a los hijos de Dios, cuando su resurrección anuncie su propia nueva vida.
Luego, Pablo procede a utilizar la imagen de los dolores del parto —una metáfora judía que
describe el surgimiento de la nueva era de Dios— no sólo para la Iglesia, según lo indica el
versículo 23, y para el Espíritu, como aparece un par de versículos más adelante, sino de la
creación misma, como lo indica en el versículo 22. Una vez más, esto resalta, tanto la
continuidad, como la discontinuidad. Ésta no es una transición evolutiva sin complicaciones en
la que la creación simplemente asciende y se desplaza un nivel más hacia otra modalidad de
vida. Esta es una transición traumática que implica convulsiones y contracciones, así como la
discontinuidad radical en la que la madre y el hijo se separan y ya no siguen siendo uno, sino se
convierten en dos. Sin embargo, tampoco éste es un rechazo dualista de la naturaleza física que
indique que, debido a que la creación actual es transitoria y llena de descomposición y muerte,
Dios la debe apartar, desechar y empezar de nuevo desde cero. En realidad, la metáfora misma
que Pablo elige para este momento decisivo de su argumento nos demuestra que cuanto Dios
tiene en mente no es que se deshaga la creación, ni simplemente que siga en su desarrollo
constante. Más bien, tiene en mente el nacimiento drástico y dramático de la nueva creación
desde el vientre de la vieja.
8. El matrimonio del cielo y de la tierra
Es de esta manera como llegamos a la última imagen, la cual es, quizás, la más importante de
todas las imágenes de la nueva creación, de la renovación cósmica, que aparece en toda la Biblia.
Esta escena, que se establece en el libro del Ap 21-22, no es lo suficientemente conocida, ni se
ha reflexionado lo suficiente sobre ella (quizás debido a que, para que uno se gane el derecho a
leerla, es necesario leer primero, en realidad, el resto del libro del Apocalipsis de Juan, que para
muchos pareciera ser muy sobrecogedor). Esta vez, la imagen es la del matrimonio. La nueva
Jerusalén baja del cielo engalanada como una novia que se ha ataviado para su esposo.
De inmediato podemos percatarnos hasta qué grado esto es drásticamente diferente de todos
aquellos posibles escenarios cristianos en los que el final de la historia es la partida del cristiano
hacia el cielo como un alma, desnuda y sin adornos, para encontrarse con el Creador tembloroso
en una clara actitud de temor. Al igual que en Flp 3, no somos nosotros los que vamos al cielo.
Más bien, se trata de que el cielo viene a la tierra. En realidad, es la propia Iglesia, la Jerusalén
celestial, la que desciende y viene a la tierra. Este es el rechazo final y definitivo de todos los
tipos de gnosticismos, de toda visión cuyo objetivo final es que el mundo se separe de Dios, que
lo físico se separe de lo espiritual, que el cielo se separe de la tierra. Es la respuesta final a la
Oración del Señor, que venga el reino de Dios y que se haga su voluntad así en la tierra como en
el cielo. Es precisamente de lo que nos está hablando Pablo en Ef 1,10 cuando nos dice que el
designio de Dios y su promesa es la de reunir todas las cosas en Cristo, tanto lo que está en los
cielos, como lo que está en la tierra. Es precisamente la realización final, en imágenes ricamente
simbólicas, de la promesa de Gn 1, que la creación del hombre y la mujer reflejaría de forma
conjunta la imagen de Dios en el mundo. Y el logro final del gran designio de Dios es el de
vencer y erradicar a la muerte por siempre, lo que sólo puede significar el rescate de nuestra
creación de la terrible condición de descomposición que sufre ahora.
Pareciera entonces que el cielo y la tierra no son, después de todo, polos aparte que tienen que
mantenerse separados para siempre, cuando todos los hijos del cielo hayan sido rescatados de
esta tierra infame. Tampoco son simplemente maneras diferentes de analizar lo mismo, tal como
podría estar implícito en algunos tipos de panteísmo. No; son algo diferente, radicalmente
diferente. Sin embargo, están hechos el uno para el otro, de la misma manera (según lo sugiere el
libro del Apocalipsis) que lo están el hombre y la mujer. Y, cuando finalmente se reúnan en uno,
esa ocasión será causa de regocijo, del mismo modo que lo es una boda: un signo creacional que
indica que el proyecto de Dios está progresando, que está avanzando y progresando; que los
polos opuestos de la creación se han hecho para estar unidos y no para competir entre sí; que el
amor y no el odio será el que diga la última palabra en el universo y que lo que Dios desea para
la creación es la fecundidad de los frutos y no la esterilidad.
Por lo tanto, lo que se promete en este pasaje es lo que anticipó Isaías: un nuevo cielo y una
nueva tierra, que vinieran a remplazar al viejo cielo y a la vieja tierra que estaban destinados a la
descomposición. Como ya he resaltado en diversas oportunidades, esto no significa que Dios
hará borrón y cuenta nueva y que empezará de nuevo de la nada. Si ése fuera el caso, no habría
ninguna celebración ni conquista sobre la muerte, así como tampoco habría una preparación tan
larga que ya por fin hubiera llegado a su fin. A medida que se va desarrollando el capítulo, la
Novia, la Esposa del Cordero, se describe cariñosamente: ella es la nueva Jerusalén que
prometieron los profetas del Éxodo, en especial Ezequiel. Sin embargo, a diferencia de la visión
de Ezequiel en la que el Templo reconstruido a larga vuelve a asumir el protagonismo, en esta
ciudad no hay Templo (11,22). Pareciera que el Templo de Jerusalén siempre era diseñado como
una señal que indicaba a Dios y como un símbolo anticipado de la presencia del mismo Dios.
Cuando la realidad está allí presente, la señal, ya no es necesaria. Al igual que vemos en
Romanos y en 1 Cor, el Dios vivo habitará con y entre su pueblo, llenando la ciudad de su vida y
su amor y derramando por doquier gracia y sanación en el río de la vida que fluye de la ciudad
hasta las naciones. Aquí apreciamos un indicio del proyecto futuro que les espera a los redimidos
en el nuevo mundo final de Dios. Por lo tanto, lejos de estar sentados en las nubes tocando arpas,
como tiende a imaginar con frecuencia la gente, en el nuevo mundo, los hijos del pueblo
redimido de Dios serán los agentes de su amor que se entregará de maneras nuevas para lograr
nuevas tareas creativas, así como para celebrar y extender la gloria de su amor.
9. Conclusión
Claro está que hay otros pasajes del Nuevo Testamento que nos hablan de la nueva creación.
Idealmente, uno querría también incluir la imagen gloriosa de la ciudad que está por venir, la
cual está por el momento en el cielo, aunque destinada para la tierra y que se menciona en Heb
11 y 12. Sin lugar a dudas, quisiéramos hablar del hermoso pasaje de 2 Pe, el cual, haciéndose
eco de Isaías, refiere a la espera por los nuevos cielos y una nueva tierra en los que habite la
justicia. Claro está que estos dos conceptos los he analizado previamente en La resurrección del
Hijo de Dios. Sin lugar a dudas, aquí deberíamos incluir los pasajes de Ef 1,15-23, que contienen
uno de los argumentos más grandes y más importantes con respecto a este tema. Sin embargo,
como lo he hecho con tanta frecuencia durante todos estos años, siempre vuelvo al gran poema
que aparece en Col 1,15-20. A menudo éste ha sido comprimido en una imagen superficial de un
supuesto «Cristo cósmico» que legitima a un Jesús deshistorizado y a una transición fácil y sin
complicaciones de la creación-teología judía a diversas versiones más indulgentes de Teilhard de
Chardin y otros pensadores similares. Sin embargo, igual sigue vigente rechazando todos esos
intentos y, sobre todo, debido a que si es Jesús la clave del cosmos, claro está que del Jesús que
estamos hablando es del Cristo crucificado y que ha resucitado de entre los muertos:
Él es imagen del Dios invisible,
primogénito de toda la creación,
porque por él fue creado todo,
en el cielo y en la tierra:
lo visible y lo invisible,
majestades, señoríos, autoridades y potestades.
Todo fue creado por él y para él,
él es anterior a todo y todo se mantiene en él.
Él es la cabeza del cuerpo, es decir, de la Iglesia.
Él es el principio, el primogénito de los muertos,
para ser en todo el primero.
En él decidió Dios que residiera la plenitud;
por medio de él quiso reconciliar consigo todo lo que existe,
restableciendo la paz por la sangre de la cruz
tanto entre las criaturas de la tierra como en las del cielo.
Sin lugar a dudas, solamente a través de las imágenes, a través de las metáforas y de los símbolos
es que podemos imaginar el nuevo mundo que Dios pretende hacer. Esto es lo correcto y lo
adecuado. Tal como ya lo he mencionado con anterioridad, todas nuestras palabras acerca del
futuro no son más que una serie de letreros y señales que apuntan hacia una bruma brillante. El
letrero no nos brinda una fotografía de lo que encontraremos allí cuando lleguemos, sino una
indicación cierta de la dirección en la que debemos viajar. Lo que estoy proponiendo es que la
imagen del Nuevo Testamento de la esperanza futura de todo el cosmos, que tiene sus bases en la
resurrección de Jesús, es tan coherente como la que todos necesitamos o pudiéramos tener del
futuro que se le ha prometido a todo el mundo, un futuro en el que, bajo el reinado soberano y
sabio de Dios el Creador; se logra eliminar la muerte y la descomposición y nace una nueva
creación en relación con la cual el presente será lo que una madre es a su hijo. Tal como lo han
demostrado algunos escritores recientes, entre ellos John Polkinghorne, esta imagen le da forma
a la esperanza cristiana que podemos abordar y con la que podemos entablar un diálogo de física
de avanzada, de una manera que no logran hacerlo la síntesis que ofrecen Teilhard de Chardin y
otros pensadores. Lo que la creación necesita no es el abandono, por un lado, ni la evolución, por
el otro, sino más bien, la redención y la renovación y esto es precisamente lo que promete y
garantiza la resurrección de Jesús de entre los muertos. Eso es lo que todo el mundo está
esperando.
A su vez, esto nos abre el camino para otros temas que se relacionan con la esperanza cristiana
futura: Dios pone las cosas en orden a través de la venida de Jesús y de la resurrección corporal
misma.
Ahora que reflexiono sobre los planes futuros que Dios tiene para el mundo, me viene a la mente
un gran maestro y pastor, el obispo Lesslie Newbigin. Una vez alguien le preguntó si cuando él
miraba hacia el futuro y lo analizaba, su actitud era optimista o pesimista. Su respuesta fue muy
sencilla y característica de él. «Yo no soy ni optimista, ni pesimista. ¡Jesucristo ha resucitado de
entre los muertos!». Este capítulo, que se basa en el anterior y lo amplía, es una manera de
responderle Amén a esa respuesta. El mundo en su totalidad está esperando expectante por el
momento en el que la resurrección, la vida y el poder se propaguen de un extremo a otro,
llenándolo con la gloria de Dios a medida que las aguas van cubriendo el mar.
Pero antes de que lleguemos al tema de la resurrección en sí, debemos dirigir nuestra atención a
otro elemento vital de la imagen que se tiene en el Nuevo Testamento del futuro primordial y
último de Dios. Por ello, tendremos la presencia personal del propio Jesús como aspecto central
de la revelación del nuevo mundo de Dios.
Capítulo 7
Jesús, el cielo y la nueva creación
1. La ascensión
En el Nuevo Testamento, la creencia que señala que Jesús de Nazaret ha resucitado de entre los
muertos está estrechamente relacionada con la creencia de que él ha sido llevado a los cielos
donde, según las palabras del salmo, él está sentado a la diestra del Padre. Sólo Lucas nos relata
una historia explícita acerca de este evento (aunque, como si estuviera tratando de compensar las
omisiones de sus colegas, él nos lo dice dos veces; una vez al final de su evangelio y una vez al
principio de Hechos). Sin embargo, podemos decir sin temor a equivocarnos que esta creencia es
una presunción que se evidencia más o menos a todo lo largo de los primeros años del
cristianismo.
Lo que es más, a pesar de los esfuerzos de muchos, es imposible colapsar la ascensión en la
resurrección o viceversa. Uno no puede salirse con las suyas cuando sugiere que el hecho de
decir que «Jesús ha resucitado de entre los muertos» y que «Jesús ha ascendido a los cielos» son
dos maneras de expresar lo mismo. Pablo, el primero de nuestros escritores, establece una clara
distinción entre ambas acciones. A pesar de las impresiones populares que apuntan a lo contrario,
Juan los ve como dos acontecimientos separados; Jn 20,17 («no me toques, que todavía no he
subido al Padre») pudiera ser sorprendente en otros aspectos, aunque no lo es en éste. La
resurrección y la ascensión desempeñan papeles bastante diferentes (aunque, claro está, que
estrechamente relacionados) dentro del pensamiento de la iglesia primitiva.
En realidad, recientemente se ha demostrado que algún tipo de creencia en la ascensión de Jesús
no es simplemente un raro agregado a las creencias cristianas, como a veces se había pensado,
sino más bien una característica básica y vital sin la que todos los demás elementos empiezan a
fallar de forma clara. En su trabajo magisterial, Ascension Ecclesia, el profesor Douglas Farrow
de la Universidad de McGill revisa la totalidad del pensamiento cristiano sobre este tema y nos
demuestra que, en aquellos casos en los que se ha ignorado o entendido de forma errónea la
ascensión, se puede apreciar claramente un deslizamiento hacia ideas y prácticas confusas e,
incluso, peligrosas. En nuestra propia época, el problema no ha sido en lo absoluto diferente a los
problemas relativos a la segunda venida que es el tema al que ahora le dedicaremos la atención:
el literalismo categórico, por un lado, que se enfrenta al modernismo escéptico, por el otro,
alimentándose cada uno del otro. Algunas personas persisten en que Jesús debe haber realizado
alguna especie de despegue vertical (a pesar de que saben que él no está viviendo ahora en algún
lugar del espacio sideral y también a pesar del hecho de que el despegue vertical en una parte del
mundo, hubiera sido un movimiento descendente visto desde la otra parte del mundo, y así
sucesivamente). Muchas personas insisten, e incluso me atrevería a decir que ésta es la teología
que se les ha enseñado a tantos de mis lectores, que el lenguaje de la «desaparición» de Jesús no
es más que una manera de expresar que después de su muerte él se convirtió en un ser que
estaba, por así decirlo, presente espiritualmente en todas partes, de modo especial entre sus
propios seguidores. Por lo tanto, esto se correlaciona a menudo con una lectura no literal de la
resurrección; en otras palabras, con una negación de su naturaleza corpórea: Jesús simplemente
«se fue al cielo cuando murió», en un sentido bastante especial que ahora hace que él esté cerca
de cada uno de nosotros dondequiera que nos encontremos. De conformidad con esta visión,
Jesús, por así decirlo, ha desaparecido sin dejar ningún recordatorio. Su «presencia espiritual»
entre nosotros es su única identidad. En ese caso, claro está, cuando hablamos de su «segunda
venida», esto sólo sería una metáfora de su presencia en el mismo sentido y terminaría a la larga
por impregnarlo todo.
¿Qué sucede cuando la gente piensa de esta manera? Para responder a esta pregunta, quizás
deberíamos formular otra interrogante más: ¿por qué la ascensión ha sido una doctrina tan difícil
y tan poco popular en la Iglesia moderna de Occidente? La respuesta no es simplemente que el
escepticismo racionalista se burla de ella (posibilidad que la Iglesia a veces ha propugnado con
aquellos vitrales que nos muestran a Jesús con los pies saliendo de una nube). De lo que se trata
es de que la ascensión requiere que pensemos de modo diferente sobre la manera en la que
podemos contemplar el cosmos de forma global o, por así decirlo, la forma en la que el cosmos
se estructura. Es más, también implica que pensemos de manera diferente sobre la Iglesia y la
salvación. Tanto el literalismo, como el escepticismo, han operado regularmente con lo que se
denomina una visión «receptáculo» del espacio. Los teólogos que han tomado en serio la
ascensión han insistido en que ésta exige lo que algunos han denominado una visión
«relacional». Básicamente podríamos decir que en la cosmología bíblica, el cielo y la tierra no
son dos ubicaciones diferentes dentro del mismo continuo del espacio o la materia. Son, más
bien, dos dimensiones diferentes de la creación buena de Dios. Y el punto sobre el cielo tiene
también dos aristas. En primer lugar, el cielo se relaciona con la tierra de forma tangencial, de
manera que aquél que está en el cielo puede estar presente simultáneamente en cualquier lugar y
en todos los lugares de la tierra: por consiguiente, la ascensión significa que Jesús está
disponible, accesible, sin que la gente tenga que desplazarse a algún lugar en particular de la
tierra para encontrarlo. Y, en segundo lugar, se podría decir que el cielo es como una especie de
sala de control para la tierra. Es la oficina del presidente ejecutivo, el lugar desde el cual se
imparten las instrucciones. Tal como nos dice Jesús al final del evangelio de Mateo: «Me han
concedido plena autoridad en cielo y tierra».
La idea del Jesús ser humano que ahora está en el «cielo» en su perfecto estado de resurrección
corpórea total es una verdadera conmoción para muchas personas, entre las que se cuentan
innumerables cristianos. En algunas ocasiones, esto se debe al hecho de que bastante gente
piensa que Jesús, habiendo sido divino, dejó de ser divino para convertirse en humano y, luego,
habiendo sido humano por un tiempo, dejó de ser humano para volver a ser divino (esto es,
cuando menos, lo que muchas personas piensan que los cristianos están llamados a creer). Con
mayor frecuencia, se debe a que nuestra cultura está tan acostumbrada a la idea platónica de que
el «cielo», por definición, es un lugar de realidad «espiritual» y «no material», que la idea de que
un cuerpo sólido, corpóreo esté no sólo presente en el cielo, sino ampliamente cómodo de
estarlo, parece ser un verdadero error de categorías. La ascensión nos invita a volver a pensar y
reformular todo esto. Así mismo, después de todo, ¿por qué se nos ocurrió pensar que sabíamos
lo que era el «cielo»? Sólo debido a que nuestra cultura nos ha sugerido algunas cosas. Parte de
la creencia cristiana nos lleva a averiguar qué es cierto acerca de Jesús y permitir que eso rete a
nuestra cultura.
Esto se aplica en particular a la idea de que Jesús «está a cargo» no sólo en el cielo, sino en la
tierra, no sólo en algún futuro final, sino también en el presente. Muchos estarán prestos a
plantear su objeción obvia: sin lugar a dudas no parece como si él estuviera a cargo o, en caso de
estarlo, está enredando verdaderamente las cosas. Pero eso no va directo al punto del que
estamos hablando. Los primeros cristianos sabían que el mundo seguía siendo todo un enredo, un
desastre. Pero ellos anunciaron, como mensajeros que salen enviados por una compañía global a
hablar en nombre de la misma, que existía un nuevo presidente ejecutivo que había tomado el
cargo. Descubrieron a través de sus llamados personales cómo iba a funcionar y a terminar
resultando esta nueva forma de llevar las cosas. No era cuestión (tal como suponen ansiosamente
algunas personas hasta la fecha) de que los cristianos simplemente se encargaran de las cosas y
empezaran a impartir órdenes en una especie de «teocracia» en la que la Iglesia simplemente le
pudiera decir a todo el mundo qué es lo que debía hacer. Claro está que eso se ha intentado en
algunas ocasiones y siempre ha conducido al desastre. Sin embargo, tampoco se trata de que la
Iglesia retroceda y permita que el mundo haga lo que desee y que adore a Jesús en una especie de
esfera privada.
De alguna manera surge o existe una tercera opción que será precisamente la que exploraremos
en la próxima parte de este libro. Al respecto, podríamos echarle un vistazo al libro de los
Hechos de los Apóstoles: el método del reino se equiparará al mensaje del reino. El reino vendrá
como la Iglesia vigorizada por el Espíritu que sale hacia el mundo vulnerable que sufre, alaba,
reza, malentiende, establece juicios erróneos, reivindica y celebra: tal como lo dice Pablo en una
de sus cartas, siempre en el marco de la muerte de Jesús, de manera que la vida de Jesús también
pueda ser manifestada.
¿Qué sucede cuando uno le resta importancia o ignora la ascensión? La respuesta es que la
Iglesia se expande para llenar el vacío. Si Jesús es más o menos idéntico a la Iglesia, si, en otras
palabras, lo que hablamos acerca de Jesús se puede reducir a hablar sobre su presencia entre su
pueblo, en vez del Jesús que lo observa y lo aborda desde cualquier otro lugar como su Señor,
entonces habremos construido una importante carretera que nos lleva al peor tipo de
triunfalismo. Esto es, sin lugar a dudas, hacia lo que siempre ha tendido el liberalismo inglés del
siglo XX: al hacer un compromiso con el racionalismo y tratar de sostener que la conversación
sobre la ascensión es «verdaderamente» la conversación sobre un Jesús que está por doquier
entre nosotros, la Iglesia se ha presentado a sí misma de forma convincente (con sus estructuras y
su jerarquía, con sus costumbres y sus peculiaridades), en vez de presentar a Jesús como su
Señor y a sí misma como su servidora en la tierra, tal como nos refiere Pablo. Y, claro está, el
otro lado del triunfalismo es la desesperación. Si colocamos todos los huevos en la canasta que
señala que la Iglesia es igual a Jesús, lo que nos queda entonces, tal como lo dice Pablo en el
mismo pasaje, es que nosotros estamos simplemente representados como recipientes de barro
agrietados.
Si la Iglesia identifica sus estructuras, su liderazgo, su liturgia, sus edificios o cualquier otro
elemento con su Señor y eso es lo que sucede si uno ignora la ascensión, o si la convierte
simplemente en otra manera de hablar sobre el Espíritu, ¿qué es lo que obtenemos? Obtenemos,
por un lado, lo que Shakespeare denominó la «insolencia de oficio» y, por el otro, la
desesperación de los años finales de la edad madura, cuando la gente se percata de que no
funcionó. (Esto lo veo con mucha frecuencia entre aquellos que se han plegado de forma
determinante al racionalismo saturado de la década de los cincuenta y de los sesenta).
Únicamente cuando captamos firmemente que la Iglesia no es Jesús y que Jesús no es la Iglesia,
en otras palabras, únicamente cuando entendemos la verdad de la ascensión y que aquél que está
verdaderamente presente entre nosotros mediante el Espíritu es también Nuestro Señor que está
extrañamente ausente, que es extrañamente otro, que es extrañamente diferente de nosotros y
está por encima de nosotros, aquél que le dice a María Magdalena que no se aferre a él, sólo
entonces se nos habrá rescatado del triunfalismo hueco, por un lado, y de la desesperación vacía,
por el otro.
Y solamente cuando nos aferremos y celebremos el hecho de que Jesús se ha adelantado a
nosotros para ir hacia el espacio de Dios, hacia el nuevo mundo de Dios, y que ya está
gobernando este mundo actual rebelde como su verdadero Señor y también está intercediendo
por nosotros a la diestra del Padre, en otras palabras, cuando verdaderamente captemos y
celebremos que la ascensión nos habla acerca del trabajo humano continuo de Jesús en el
presente, sólo entonces habremos sido rescatados de una visión equivocada de la historia del
mundo y estaremos equipados para la tarea de justicia en el presente (aunque sobre ambos puntos
volveremos a hablar más adelante). También habremos sido rescatados de forma por demás
considerable de los intentos que se han hecho por crear mediadores alternos y, en particular, una
mediadora alterna en su lugar. Si logramos entender correctamente la ascensión, entonces nuestra
visión de la Iglesia, de los sacramentos y de la madre de Jesús volverá a estar en su correcta
perspectiva.
Podríamos resumir todo esto al decir que la doctrina de la Trinidad que, en realidad, está
volviendo a adquirir vigencia en la teología actual es esencial si pretendemos decir la verdad no
solamente sobre Dios y, más particularmente sobre Jesús, sino también sobre nosotros mismos.
La Trinidad es precisamente una manera de reconocer y celebrar el hecho del ser humano Jesús
de Nazaret como distinto, aunque aún identificado con Dios el Padre, por un lado (él
simplemente «no volvió a ser Dios de nuevo» luego de su vida en la tierra) y el Espíritu, por el
otro lado (el Jesús que está cerca de nosotros y con nosotros por el Espíritu permanece siendo el
Jesús que es otro a nosotros) 10. Esto lo que hace es ponerle fin a toda la arrogancia humana, lo
que incluye la arrogancia cristiana. Y ahora podemos ver finalmente la razón por la que el
mundo de la Ilustración estaba determinado a lograr que la ascensión pareciera como algo
ridículo, utilizando las armas del racionalismo y del escepticismo en su cometido: si la ascensión
es cierta, entonces todo el proyecto del auto-engrandecimiento humano representado por el
pensamiento europeo y americano del siglo XVIII es reprendido y llamado al orden. El hecho de
aceptar y defender la ascensión implica emitir un suspiro de alivio, significa también dejar ya la
lucha por ser Dios (y con ella la desesperación inevitable por nuestro fracaso constante) y
disfrutar nuestra condición de criaturas: criaturas que llevan y están hechas a su imagen, aunque
igualmente y a fin de cuentas, criaturas.
Por consiguiente, la ascensión habla del Jesús que sigue siendo verdaderamente humano y, por lo
tanto, que en un sentido importante está ausente de nosotros mientras en otro sentido, igualmente
importante, está presente en nosotros de una nueva manera. En este punto, el Espíritu Santo, por
un lado, y los sacramentos, por el otro, adquieren una importancia muy especial ya que son
precisamente el medio mediante el cual Jesús está presente. A menudo, en la Iglesia hemos
destacado de manera tan entusiasta la presencia de Jesús por estos medios que no hemos logrado
señalar su ausencia simultánea y esto ha dejado a la gente preguntándose si esto, por así decirlo,
«es todo lo que tenemos», «todo lo que existe». La respuesta es no, no lo es. El señorío de Jesús;
el hecho de que ya haya un ser humano al mando, llevando las riendas del mundo, su intercesión
presente y actual por todos nosotros, todo esto está más allá y por encima de su presencia entre
nosotros. Es mucho más aún y está por encima de nuestro sentido de presencia, el cual
indiscutiblemente va y viene con nuestros propios esta dos de ánimo y circunstancias.
Ahora bien, indiscutiblemente decir todo esto y demostrar cómo encaja y nos libera de aquellas
cosas sin sentido en las que terminaríamos de otra manera, es una cosa. Sin embargo, otra muy
distinta es poder concebirlo o imaginarlo, saber de qué es de lo que verdaderamente estamos
hablando cuando decimos que Jesús sigue siendo humano, en realidad sigue siendo un humano
con corporalidad y, más aún, un ser humano con una corporalidad más sólida que la nuestra,
aunque ausente de este mundo en el que vivimos. En efecto, lo que necesitamos es una nueva
cosmología que también sea mejor, así como también una nueva y mejor manera de pensar
acerca del mundo, mejor que aquella que nuestra cultura nos ha legado, como nos ha legado
también la cultura posterior a la Ilustración. Los cristianos primitivos y sus judíos
contemporáneos del primer siglo no estaban, como lo han supuesto muchos pensadores
modernos, atrapados en el pensamiento de un universo en tres niveles con el cielo en el espacio
sideral y el infierno en las profundidades del abismo por debajo de sus pies. Cuando ellos
hablaban de «arriba» y «abajo» de esa manera, como los griegos también lo hacían de diferentes
modos, estaban utilizando metáforas que eran tan obvias que ni siquiera necesitan explicación.
Tal como lo han resaltado algunos escritores recientes, cuando un alumno de una escuela «pasa y
sube» digamos de quinto grado a sexto grado, es poco probable que esto quiera decir que lo que
se está haciendo es reubicarlo en un salón de clase que se encuentra en el piso de arriba. Y a
pesar de que el ascenso de un vicepresidente de la junta que es nombrado presidente puede
implicar, también, que por fin le van a dar su oficina en la suite del penthouse, sería totalmente
erróneo pensar que el ascenso en este contexto quiere decir simplemente estar unos cuantos pies
más lejos de tierra firme.
Indiscutiblemente, el misterio de la ascensión es precisamente y nada más que eso, un misterio.
Nos obliga a pensar lo que para muchos es casi impensable hoy en día: que reconozcamos que
cuando la Biblia habla del «cielo» y de la «tierra» no se está refiriendo a dos ubicaciones
relacionadas entre sí dentro del mismo continuo del espacio y del tiempo; ni siquiera alude al
mundo «no físico» por un lado y al mundo «físico» por el otro, sino que más bien se refiere a dos
tipos diferentes de aquello que denominamos «espacio», dos tipos distintos de aquello que
denominamos «materia» y también con bastante posibilidad (aunque esto no necesariamente se
desprende de los otros dos aspectos), a dos tipos distintos de aquello que denominamos
«tiempo». Nosotros, los occidentales de las eras posteriores a la Ilustración, somos tales
flatlanders (habitantes de tierras bajas) desdichados. Aunque los pensadores de la Nueva Era y,
es más, un buen número de novelistas contemporáneos, nos llevan con mucha facilidad a otros
mundos, espacios y tiempos paralelos, nosotros tendemos a replegarnos y encerrarnos en nuestro
propio universo racionalista de sistema cerrado tan pronto nos ponemos a pensar acerca de Jesús.
Sin lugar a dudas, C.S. Lewis logró imaginar en las historias de Narnia y en otros relatos cómo
los dos mundos podrían relacionarse y entrecruzarse. Sin embargo, la generación que ha crecido
con las historias de Narnia no ha logrado ver muy bien la forma en la puede lograr la transición
entre una historia para niños y la devoción y teología del cristiano adulto en el mundo real.
Algunas edificaciones de la Iglesia han hecho su mejor esfuerzo por ilustrar la interrelación que
existe entre el cielo y la tierra. Las iglesias ortodoxas orientales lo hacen al concebir el «cielo»
como un santuario interno, el espacio alrededor del altar, mientras que la «tierra» es aquella parte
del edificio que está fuera de ese espacio. Ambos espacios están separados desde una perspectiva
iconoclasta según la cual se representa a los santos en el «cielo» en una condición no lejana a la
de los fieles que se encuentran en la «tierra». A menudo, se aprecia algo similar en las catedrales
y abadías occidentales y éstas lo han logrado a través de la arquitectura gótica que se proyecta
hacia el cielo y nos da a aquellos que estamos a nivel de la tierra el sentido de que pertenecemos
a los grandes espacios de luz y belleza (aunque por el momento sólo podamos habitar una
porción de los mismos), en los que sólo puede penetrar nuestra música, lo cual es bastante
elocuente.
No hay problema alguno en acoger todos estos elementos que ayudan a la imaginación cristiana,
claro está, siempre y cuando no se les tome erróneamente como lo real, lo verdadero. Lo que se
nos insta a captar precisamente a través de la propia ascensión es que el espacio de Dios y el
nuestro, en otras palabras, el cielo y la tierra, son muy diferentes, a pesar de lo cual no están muy
lejos uno del otro. De igual manera, cualquier referencia al «cielo» no es simplemente una forma
metafórica de hablar sobre nuestras propias vidas espirituales. El espacio de Dios y el nuestro se
entrelazan e interceptan en una amplia variedad de maneras, aun cuando mantienen, al menos por
los momentos, sus identidades y roles separados y bien diferenciados. Tal como lo vimos en el
capítulo anterior, un día estarán unidos de un modo bastante novedoso, que les permitirá tener
una total apertura y visibilidad mutua y permanecerán unidos para siempre.
En otras palabras, algún día, aquel Jesús que en estos momentos es la figura central del espacio
de Dios, el Jesús humano que aún lleva (tal como lo menciona Wesley) «aquellos preciados
recuerdos de su pasión» en su «cuerpo deslumbrante» estará presente ante nosotros y nosotros
ante él de una manera radicalmente diferente a la que conocemos hoy en día. La otra mitad de la
verdad de la ascensión es que Jesús volverá, tal como lo dijeron los ángeles en He 1,11.
En este punto, algunas de las oraciones convencionales de mi tradición nos defraudan y nos
dejan caer, aunque, en realidad, ésta es la metáfora equivocada ya que lo que dicen, en efecto, es
que «Jesús ha sido elevado a los cielos» y que rogamos para que nosotros también podamos «ser
elevados al cielo». Sin lugar a dudas, hay un sentido en el que esto es cierto, como es el caso de
Ef 2,6 y Col 3,1-4. Sin embargo, cuando la gente escucha hoy en día aquellas oraciones (que nos
hablan del Jesús que ha sido exaltado a los cielos y que nos dicen que nosotros mismos vamos a
ir en corazón y mente a estar con él para siempre, o que se refieren al Espíritu Santo como aquel
que nos exaltará al lugar en el que él nos ha antecedido), no puede sorprendernos que, dentro de
la visión terriblemente confusa del mundo actual, termine por reforzar su perspectiva de que el
punto primordial de la fe cristiana es el de seguir a Jesús que deja la tierra para ir al cielo y
quedarse allí para siempre. Por el contrario, el Nuevo Testamento insiste en que aquél que se ha
ido al cielo, volverá. En ningún relato de los evangelios o de Hechos alguien dice algo siquiera
remotamente parecido a lo siguiente: «Jesús se ha ido al cielo. Por lo tanto, debemos asegurarnos
de poder seguirlo». Más bien nos dicen: «Jesús está en el cielo, gobernando desde allí la totalidad
del mundo y algún día volverá para hacer que ese reinado sea completo».
Ahora bien, ¿de qué se trata todo este asunto de la «segunda venida»? ¿No es ésta también una
idea extraña y descabellada que deberíamos abandonar en esta época actual?
2. ¿Qué es, entonces, la «segunda venida»?
En la eucaristía anglicana decimos que «Cristo ha muerto, Cristo ha resucitado, Cristo vendrá de
nuevo». Y claro está, también lo decimos en el Credo. «Y de nuevo vendrá con gloria para juzgar
a los vivos y a los muertos». Y durante la época de Adviento, lo cantamos no una, sino una
docena de veces. «¡Aleluya! ¡Ven Señor, ven!».
Y si nosotros somos cristianos normales de la corriente dominante de la Gran Bretaña actual,
como de muchos otros lugares, entre los que se cuentan algunas regiones de América del Norte,
bien podríamos agregar en voz muy baja, casi entre dientes, «incluso cuando yo no tenga idea de
lo que esto quiere decir». A lo que nos referimos como la «segunda venida» de Jesús no es un
tema candente ni primordial en la prédica de las iglesias de la corriente dominante, ni siquiera en
la época de Adviento. (Claro está que hay algunas iglesias que casi no hablan de otro tema,
aunque me referiré a ellas más adelante en estas páginas). Más bien, los leccionarios más
recientes que estamos utilizando en mi Iglesia nos han ido alejando de esta noción. Lo que es
más, el renacimiento de una vida eucarística animada que se apreció en la Iglesia de Inglaterra de
la postguerra traía consigo, cuando menos en algunos círculos, una teología que no parecía dejar
lugar alguno para una «venida» final. «¿Por qué decimos que "Cristo vendrá de nuevo"?»,
preguntó un fiel desconcertado en la década de los setenta cuando la frase triple se usó por
primera vez en la liturgia anglicana. «Sin duda, se nos ha enseñado que él viene, que él está aquí
con nosotros, ¿en la eucaristía propiamente dicha».
¿Qué es entonces lo que podemos decir acerca de la «segunda venida» de Jesucristo? Hemos
llegado al punto de este libro en el que podemos abordar este asunto dentro del marco de
referencia más amplio en el que tiene verdadero sentido. En los capítulos anteriores, analizamos
las creencias sobre la vida después de la muerte y el futuro del mundo que tenemos en nuestros
tiempos y que "a se tenían también en la época de Jesús. Hemos podido apreciar que hay bue= os
argumentos históricos que apuntan hacia la creencia en la propia resurrección corporal de Jesús.
Muy en particular he esbozado en el último capítulo la esperanza futura a gran escala de los
cristianos, la esperanza por la renovación ~e todo el mundo. En este momento, antes de volver la
atención al análisis más específico de la esperanza, o del destino, del individuo dentro de este
esquema de pensamiento, llegamos a un aspecto central y de vital importancia de la fe a gran
escala. El Nuevo Testamento insiste en que cuando Dios renueve la totalidad del cosmos, Jesús
mismo estará presente personalmente como centro y foco mismo del nuevo mundo que surgirá
como resultado. ¿Qué nos enseña en este punto la fe cristiana? ¿Cuál es la implicación que tiene
para nosotros hoy en día? ¿Cómo podemos lograr que se convierta en algo propio nuestro?
Responder a estas preguntas se hizo más difícil durante el siglo pasado. Hay dos razones para
ello que son más o menos iguales, al tiempo que opuestas.
Por una parte, la «segunda venida» de Jesucristo se ha convertido en el tema favorito de un
amplio sector del cristianismo de América del Norte, específicamente, aunque no de forma
exclusiva, del segmento fundamentalista y «dispensacionalista». Existe una creencia que ha
surgido de alguno de los movimientos milenarios del siglo XIX, en especial aquellos que se
asocian a J.N. Darby y a los hermanos Plymouth, y que ha encontrado cabida en las mentes y los
corazones de millones de personas que nos dicen que ahora estamos viviendo en el «final de los
tiempos», cuando finalmente están por hacerse realidad las grandes profecías. Se cree que un
aspecto fundamental y básico de estas profecías es la promesa de que Jesús volverá en persona,
llevándose a los verdaderos creyentes de este mundo malvado para estar con él y, luego, después
de un intervalo de impiedad, volverá para reinar sobre el mundo para siempre. El intento por
correlacionar estas profecías con los eventos geopolíticos de la década de los sesenta y los
sesenta que se aprecia en su mayor expresión en el best seller de Hal Lindsey que lleva por título
The Late Great Planet Earth (El gran planeta tierra de los últimos tiempos), ha perdido fuerza
hasta cierto punto, aunque su lugar lo han ido tomando los escenarios de ficción que ofrecen una
serie de libros escritos por Tim LaHaye y Jerry Jenkins. El primer volumen de la serie, Left
Behind (Dejados atrás), le ha dado su nombre a una secuencia de un total de doce libros, la
mayoría de los cuales ha tenido un éxito sorprendente en las listas actuales de los libros mejor
vendidos de los Estados Unidos. En este escenario ficticio, ha tenido lugar el «rapto». Todos los
cristianos verdaderos han sido arrebatados y alejados de la tierra y aquellos que han sido
«dejados atrás» ahora están luchando por sobrevivir en un mundo sin Dios. Este es un escenario
apasionante y entretenido. Les dejo a otros la tarea de explorar la psicología social y política que
se manifiesta cuando la ficción seudoteológica toma vuelo y florece de esta manera. Cabe
mencionar que éste no es un fenómeno meramente americano. Los libros se venden también con
mucho éxito en el Reino Unido, aunque la verdad, no sé quién los estará comprando en mi
propio país.
La obsesión norteamericana y, por cierto, no creo que ese término sea demasiado fuerte, con la
segunda venida de Jesús o, más bien, con una interpretación muy específica y, tal como veremos
luego, altamente distorsionada de la misma, sigue sin disminuir en lo absoluto. Yo me enfrenté a
esta situación por primera vez en persona cuando estaba dando unas charlas en Thunder Bay, de
Ontario, a principios de la década de los ochenta. Estaba hablando sobre Jesús en su contexto
histórico y, para mi sorpresa, casi todas las preguntas que me formularon al terminar fueron
acerca de la ecología, específicamente acerca de los árboles, del agua y de los cultivos. Después
de todo, eso es lo que hay básicamente en Thunder Bay. Bueno, resulta ser (tal como ya lo señalé
en el capítulo anterior) que muchos cristianos conservadores de esa área y, lo que es más
importante aún, de un poco más al sur, del otro lado de la frontera, de Estados Unidos, habían
estado exhortando a que ya que estábamos viviendo en los «últimos tiempos» y ya que el mundo
estaba a punto de llegar a su fin, no tenía sentido alguno preocuparse por tratar de detener la
contaminación que sufría el planeta con la lluvia ácida y otros problemas similares. En realidad,
¿no era acaso «poco espiritual» e, incluso, una señal de falta de fe pensar en estas cosas? Si Dios
tenía pensado estremecer a todo el mundo y a toda la humanidad haciendo que todo se parara y
llegara a su fin, ¿cuál era el problema? Si el fin del mundo estaba a la vuelta de la esquina, ya no
importaba si General Motors estaba liberando gases venenosos a la atmósfera canadiense. Por
cierto, me inclino a pensar que esa última consideración era parte de la verdadera agenda que
estaba sobre el tapete.
Hoy en día enfrentamos aspectos y preguntas similares. Lo que se conoce bajo el nombre de
especulación del final de los tiempos, que es el pan nuestro de cada día de muchos que defienden
el «derecho religioso» norteamericano, tiene una estrecha relación, sin lugar a dudas, con la
agenda de algunos de los políticos importantes y prominentes de Norteamérica. Ya hablaremos
acerca de esto más adelante. Para muchos millones de los cristianos creyentes de hoy, la segunda
venida es parte de un escenario en el que el mundo actual está condenado a la destrucción,
mientras que sólo los pocos elegidos serán arrebatados y llevados al cielo.
En parte como reacción contra tal idea, aunque también impulsadas hasta cierto punto por la
energía del liberalismo tradicional de la Ilustración, son muchas las iglesias occidentales de la
corriente dominante que durante un cierto tiempo han venido haciendo todo lo posible por
deshacerse de la doctrina que enseña que Jesucristo «de nuevo vendrá con gloria para juzgar a
los vivos y a los muertos», cuando menos de una forma en la que se le pueda reconocer.
Se ha manifestado cierto disgusto en contra de ambos aspectos: por un lado, la venida, y, por el
otro, el juicio. La idea de que Jesús «vendrá» a este mundo invadiéndolo como un hombre del
espacio, les suena a muchos como una teología «sobrenatural» o «intervencionista» más antigua,
que ellos se han pasado toda una vida rechazando o, en el mejor de los casos, reinterpretando.
Por así decirlo, ellos no piensan que Jesús siga estando por allí presente en algún lugar y bajo esa
forma. Por lo tanto, el lenguaje de su «venida» debe reinterpretarse en términos de una esperanza
general por la renovación del mundo. Después de todo, según ellos nos dicen, la iglesia primitiva
esperaba que Jesús volviera muy pronto y no lo hizo. Es obvio que debemos reinterpretar su
esperanza de una forma que tenga sentido dos mil años después. De igual manera, la idea del
juicio final hace que muchas personas piensen en una deidad vengativa y llena de ira, que está
determinada a lanzar al infierno al mayor número de personas que le sea posible. Hemos
aprendido a desconfiar de las personas que aman acusando y castigando a los demás. De igual
manera, hemos aprendido a sentir disgusto y desconfianza por aquellas teologías en las que la
acusación y el castigo ocupan el lugar más importante. Después de todo, no podemos olvidar que
el término hebreo que se usa para referirse «al acusador» es hasatan, «el Satanás».
Por consiguiente, al analizar la imagen global actual a gran escala, nos enfrentamos a dos polos
opuestos. Por una parte, algunos han hecho de la segunda venida un elemento tan central y
básico que apenas si logran ver algo más. Por otro lado, otros han marginado o debilitado hasta
tal punto este concepto, que el mismo ha dejado de tener sentido.
Es necesario cuestionar ambas posiciones. Procederé brevemente a demostrar que el hecho de
centrar la atención en lo que se denomina «el rapto» se basa en un malentendido acerca de dos de
los versículos de Pablo y que, cuando superemos ese malentendido y lo dejemos atrás, tendremos
una doctrina de la venida de Jesús que es fundamental y será vital para que todo el misterio de la
fe cristiana se aclare ante nuestros propios ojos. Al mismo tiempo, cabe mencionar que el
antiguo liberalismo de la Ilustración con su aversión por todo tipo de «juicio», ha estado
sometido en sí mismo a ataques. Nos hemos convertido en una generación muy moralista y muy
sentenciosa, dispuesta a erigirse en juez. Hemos juzgado el apartheid y determinamos que está
plagado de deficiencias. Hemos juzgado a los que abusan de los niños y los encontramos
culpables. Hemos juzgado el genocidio y lo consideramos indignante. Hemos redescubierto lo
que sabían los salmistas: que el hecho de que Dios «juzgase» al mundo significaba que, al final,
lo arreglaría y lo enderezaría, poniéndolo en el buen camino, lo cual no sólo generaría un suspiro
de alivio por doquier, sino que también haría que se escucharan gritos de júbilo, provenientes de
los árboles y de los campos, de los mares y de las inundaciones.
Al mismo tiempo, como cultura bien podemos no tener en buena estima el sobrenaturalismo
anticuado, aunque sin lugar a dudas, sí nos gusta la espiritualidad, cualquiera que sea la forma en
que la podamos tener. Sospecho que si, de pronto, nos presentaran a cualquiera que no fuera
Jesús (digamos a Krishna o a Buda) como alguien que está destinado a una «segunda venida»,
habría millones de personas en nuestra sociedad postsecular que estarían dispuestas a aceptarlo
sin siquiera cuestionarlo, dejando atrás al racionalismo de la Ilustración, para gran furia de sus
seguidores. Somos una generación confundida y sorprendida que se aferra a cualquier tipo de
esquema no racionalista que nos pueda ofrecer una especie de inyección espiritual, al mismo
tiempo que volvemos a caer en el racionalismo (en particular, las viejas críticas modernistas),
cada vez que queremos mantener a raya al cristianismo tradicional u ortodoxo.
Y, no obstante, es precisamente esta ortodoxia cristiana, bien entendida, la misma que nos puede
ayudar a encontrar el camino a través de todos los laberintos y de todo el enredo en el que
estamos sumidos, para llegar a la salida. Ahora bien, antes de seguir adelante, es preciso que les
diga unas palabras acerca de un término, un término ampliamente malentendido, un término que
pudiera obstaculizar nuestro camino, a menos que procedamos ahora mismo a desmitificarlo. Me
refiero al bendito término «escatología».
El término «escatología» ha sido utilizado con mucha frecuencia en relación con el cristianismo
primitivo y se usa para referirse a la expectativa del regreso de Jesús dentro del lapso de una
generación, así como a las redefiniciones que se hicieron del mismo cuando esto no sucedió. Se
solía pensar que esta expectativa se basaba en y le daba un nuevo enfoque a la expectativa de los
judíos del primer siglo de que el mundo estaba a punto de llegar a su fin.
Cuando escribí en el año de 1992 The New Testament and the People of God (El Nuevo
Testamento y el pueblo de Dios), en esa obra expuse que, a pesar de que .os cristianos primitivos
en realidad sí esperaban el regreso de Jesús, no les preocupaba en lo absoluto que esto no
sucediera dentro del marco de tiempo de una generación. También manifesté que, de hecho, la
expectativa judía que ellos habían heredado no tenía que ver con el fin del mundo, sino que se
relacionaba, más bien, con un cambio drástico que tendría lugar dentro del contexto del orden
mundial de esos tiempos. Un colega de Oxford que leyó el libro me comentó al respecto:
«¡Ahora que has abandonado la escatología...!». Y lo que aparentemente quería decir era lo
siguiente: «Ahora que has abandonado la idea de que los judíos y los cristianos del primer siglo
esperaban que el mundo terminara de pronto y súbitamente...». Insistí entonces y vuelvo a insistir
igualmente ahora en que yo no he incurrido en nada que siquiera se parezca a eso. La palabra
«escatología», que literalmente quiere decir «el estudio de las últimas cosas», no se refiere
únicamente a la muerte, al juicio, al cielo y al infierno, tal como se solía pensar (y tal como aún
se define el término en muchos diccionarios). Más bien, se refiere a la creencia firme que tenía la
mayoría de los judíos del primer siglo, al igual que casi todos los cristianos primitivos, de que la
historia se dirigía hacia algún lugar bajo la guía de Dios y que aquel lugar al cual se dirigía era el
nuevo mundo de justicia, de sanación y de esperanza de Dios. La transición del mundo de ese
momento al mundo nuevo no sería el resultado de la destrucción del universo presente del
tiempo y del espacio, sino más bien, el resultado de su sanación radical e innovadora. Tal como
lo vimos en el capítulo anterior, los escritores del Nuevo Testamento y, en especial Pablo,
esperaban la llegada de ese futuro y veían la resurrección de Jesús como el principio, come los
primeros frutos de este inicio. Por lo tanto, cuando yo, al igual que muchos otros, utilizamos la
palabra «escatología» no nos referimos simplemente «a le. segunda venida» y menos aún a una
teoría en particular respecto a la misma, sino más bien al sentido global y completo del futuro
que Dios le tiene deparado al mundo y a la creencia de que dicho futuro ya ha empezado a
manifestarse para encontrarse con nosotros en el presente. Esto es lo que encontramos en el
mismo Jesús y en las enseñanzas de la iglesia primitiva. Los primeros cristianos modificaron,
pero no abandonaron, las creencias escatológicas judías que ya habían compartido.
Por lo tanto, ¿en qué términos podemos entender la «segunda venida»? Y, por cierto, ¿cómo la
entienden los propios escritores bíblicos? Vamos a necesitar todo un capítulo para contestar estas
dos preguntas.
Capítulo 8
Cuando él aparezca
1. Introducción
En el capítulo seis, esbocé la imagen general de la redención cósmica que el Nuevo Testamento
nos invita a convertir en nuestra propia redención. Dios redimirá a todo el universo. La
resurrección de Jesús es precisamente el inicio de esa nueva vida, es la grama fresca que crece e
irrumpe a través del concreto de la corrupción y de la descomposición del viejo mundo. Esa
redención final será el momento en el que el cielo y la tierra se unan finalmente en una verdadera
explosión de la energía creativa de Dios de la que la Pascua de Resurrección es el prototipo y la
fuente. ¿Cuál es el resultado, qué obtenemos cuando reunimos esta imagen general con lo que ya
hemos mencionado en el capítulo anterior acerca de la ascensión de Jesús? Claro está que se trata
de la presencia personal de Jesús, en contraposición a su ausencia actual.
Sin lugar a dudas, la presencia que conocemos en el momento —la presencia de Jesús con su
gente en la palabra y en el sacramento, por medio del Espíritu, a través de la oración y la que se
refleja en los rostros de los pobres—, se relaciona con aquella presencia futura, aunque la
distinción que existe entre estas manifestaciones es importante y, a la vez, llama poderosamente
la atención. Para aquellos de nosotros que lo hemos conocido y lo hemos querido aquí en esta
tierra, la aparición de Jesús será como encontrarse cara a cara con alguien a quien sólo habíamos
conocido por carta, por teléfono o quizás por medio del correo electrónico. Los teóricos dela
comunicación insisten en que para tener una comunicación humana plena no sólo se necesitan las
palabras que aparecen en una página, sino también un tono de voz. Esa es la razón por la que una
llamada telefónica puede decirnos mucho más que una carta, no en términos de cantidad, aunque
sí de calidad. Sin embargo, para que exista una comunicación plena entre los seres humanos, no
sólo se necesita el tono de la voz, sino también el lenguaje corporal, la expresión facial y las
miles de pequeñas maneras a través de las cuales nos relacionamos unos con otros, sin siquiera
darnos cuenta. En estos momentos, el Jesús ausente está presente en nosotros mediante el
Espíritu, la palabra, los sacramentos y la oración, así como también se encuentra en aquellos que
tienen necesidades y a quienes estamos llamados a servir en su nombre. No obstante, un día, él
estará aquí con nosotros en un encuentro cara a cara. La señora Alexander lo capta en cierta
medida, aunque dentro del marco de un compromiso clásico del siglo XIX:
Y nuestros ojos finalmente lo verán,
Por medio de su propio amor redentor,
Puesto que ese niño tan amado y tan dulce
Es nuestro Señor que está en los cielos".
A menos que sintamos verdaderamente la fuerza y el anhelo de esas líneas, no habremos
aprendido todavía a conocerlo como pudiéramos hacerlo en el presente o a sentir la tensión entre
la forma en la que lo conocemos en el presente y aquello que se nos promete para el futuro. Sin
embargo, en el himno se incurre en un error considerable al sugerir que para tener este
conocimiento tenemos que ir a encontrarlo:
Y él conduce a sus hijos
Al lugar adonde él ha partido.
Como veremos más adelante, esto es verdaderamente lo que le sucedió a su gente después de la
muerte, en una etapa interina. Sin embargo, no es la verdad fundamental que nos enseña el
Nuevo Testamento, ni tampoco refleja el énfasis básico que le dieron los primeros cristianos y en
el que ellos insistieron una y otra vez. La verdad fundamental es que él vendrá de nuevo a estar
con nosotros. Esto es precisamente de lo que tenemos que hablar ahora, a la luz de dos aspectos
principales. Él vendrá de nuevo y él vendrá de nuevo como nuestro juez.
2. La venida, la aparición, la revelación y la presencia real
En nuestra cultura, aún seguimos hablando de que el sol «sale» y «se pone» incluso cuando
sabemos que en realidad somos nosotros, o más bien, nuestro planeta el que se está moviendo en
relación con el sol y no todo lo contrario. De la misma manera, los primeros cristianos se referían
con mucha frecuencia a la «venida» o al «regreso» de Jesús. En realidad, cuando menos en el
evangelio según san Juan, es el propio Jesús quien nos habla en esos términos. Sin embargo, la
imagen global más amplia que ellos utilizan sugiere que para que nosotros los podamos entender
de forma adecuada y precisa, esa forma de hablar, por común y corriente que sea, incluso por ser
la que se utiliza en el Credo, pudiera no ser el medio más útil que tengamos hoy en día para
captar la verdad que afirma.
En efecto, el Nuevo Testamento utiliza una variedad bastante amplia de formas de hablar y de
imágenes para expresar la verdad que indica que Jesús y su gente estarán algún día presentes,
personalmente, unos frente otros como seres humanos nuevos, plenos y renovados. Quizás sea un
accidente de la historia que la frase «la segunda venida», la cual, por cierto, es muy poco común
en el Nuevo Testamento, sea la que haya terminado por dominar toda esta discusión y la que más
se mencione. Cuando se identifica esta frase, tal como se ha hecho con frecuencia, especialmente
en Norteamérica, con una visión en particular de tal «venida» como un descenso literal, para
encontrarse a medio camino con los redimidos que están al mismo tiempo en su jornada de
ascenso, surgen problemas de todo tipo, los cuales pueden evitarse si abordamos de forma global
los múltiples testimonios que contiene el Nuevo Testamento.
El primer aspecto que tenemos que poner muy en claro es que, a pesar de la opinión generalizada
que apunta hacia lo contrario, durante su ministerio en la tierra, Jesús no mencionó nada acerca
de su regreso. Yo he discutido y defendido esta posición ampliamente y con vasto grado de
detalle en los diversos libros que he escrito sobre Jesús y en este libro no podemos darle el
espacio que se requiere para fundamentarla una vez más. Simplemente, quisiera decir dos cosas,
francamente y sin rodeos.
En primer lugar, cuando Jesús habla del «hijo del hombre que viene en las nubes», no está
hablando acerca de la segunda venida sino que, muy a tono con el texto de Dn 7, que él está
citando, de lo que nos habla es acerca de su reivindicación después de haber sufrido. La «venida»
es un movimiento ascendente y no descendente. En contexto, los textos clave quieren decir que,
aunque Jesús se esté dirigiendo hacia su muerte, él será reivindicado por los acontecimientos que
van a tener lugar más adelante. Cuáles son esos eventos sigue siendo algo críptico desde el punto
de vista de los pasajes a los que estamos haciendo mención, lo cual constituye una muy buena
razón para pensar que son auténticos, aunque, por cierto, incluyen, por un lado, la resurrección
de Jesús y, por el otro, la destrucción del Templo, el sistema que se ha opuesto a él y que se ha
opuesto a su misión. Más aún, es por demás significativo que el lenguaje sea precisamente el
lenguaje y la forma de hablar que utilizaba la iglesia primitiva como la manera menos
inapropiada de hablar acerca de aquel acontecimiento extraño que sucedió luego de la
resurrección de Jesús: su «ascensión», su glorificación, su «venida» no a la tierra, sino al cielo, al
Padre.
En segundo lugar, el propósito original que tenían las historias de Jesús que nos hablan de un rey
o de un maestro, que se aleja y desaparece por un tiempo y deja a sus súbditos o discípulos
encargados para que comercien con su dinero mientras él está ausente, no era el de referirse a un
Jesús que se marchaba dejando a la Iglesia con tareas a realizar hasta que tuviera lugar en algún
momento su segunda venida, aún cuando así se han leído estas historias desde los primeros
tiempos. Estos relatos pertenecen al mundo judío del primer siglo cuando todo el mundo, al oír la
historia, la «escucharía» como relativa al propio Dios que se había ido de Israel y del Templo en
la época del exilio y que iba a regresar finalmente a Israel, que volvería a Sión y al Templo, tal
como los profetas del postexilio habían dicho que lo haría. En su ambiente original, el sentido de
estas historias es que el Dios de Israel, YHWH, en realidad va a venir por fin a Jerusalén, va a
regresar al Templo en la persona humana de Jesús de Nazaret. En ese sentido, las historias no
tienen que ver con la segunda venida de Jesús sino, más bien, con la primera venida. Están
explicando, aunque de manera bastante críptica, la propia creencia de Jesús, en otras palabras,
que lo que él estaba haciendo al venir a Jerusalén para instituir, tanto el juicio, como la salvación,
era precisamente lo que YHWH había dicho en las Escrituras que él haría en persona.
Estas dos alusiones históricas a los relatos del «hijo del hombre» y de las parábolas del regreso
del maestro o rey, me han dejado indefenso y mis argumentos están sujetos a ataques,
especialmente de los lectores americanos, quienes podrían pensar que he dejado de creer en la
segunda venida y de plantearla como cierta. Pero esto es absurdo, tal como se podrá apreciar
claramente en este capítulo. El hecho de que Jesús no lo enseñara no quiere decir que esto no sea
cierto. (De igual manera, el hecho de que yo haya escrito libros sobre Jesús sin mencionarlo, no
quiere decir en lo absoluto que no crea en ello. Cuando un comentarista de fútbol narra todo el
partido sin mencionar para nada el cricket, esto no quiere decir que él no crea que exista el
cricket o que no considere que sea un deporte importante y digno de mención). Para Jesús ya era
lo suficientemente difícil explicarles a sus discípulos que él tenía que morir. En realidad, ellos
nunca llegaron a captar lo que les decía y, sin lugar a dudas, simplemente tomaron sus palabras
acerca de su propia resurrección como la esperanza general de todos los mártires judíos. ¿Cómo
podrían haberlo entendido cuando él les mencionaba algo sobre acontecimientos posteriores en
lo que hubiera sido para ellos un futuro aún más impensable?
Claro está, cuando Jesús viene a Sión durante el primer siglo como el Señor en pleno derecho de
Israel, sin lugar a dudas ese evento apunta a su futuro subsiguiente como el verdadero y legítimo
Señor de todo el mundo. Esto quiere decir que, si somos lo suficientemente cuidadosos con lo
que estamos haciendo, podemos leer las parábolas que yo les he mencionado de esta nueva
manera y bajo esta nueva luz, si así lo deseamos. Sin embargo, la razón por la que tenemos que
ser cuidadosos es porque ellas no van a encajar a la perfección. En ningún lugar del Nuevo
Testamento podemos leer que alguno de los escritores mencionen que en el momento de la
venida final de Jesús, habrá algunos de sus servidores, algunos cristianos realmente creyentes
que serán juzgados de la misma manera que fue juzgado el siervo infame por esconder el dinero
de su Señor en una servilleta.
Tampoco bastará con decir, como han pretendido algunos de los que han captado en parte este
punto, aunque no lo han analizado y desarrollado lo suficiente, que los acontecimientos del año
70 d.C. constituyen en sí mismos la «segunda venida» de Jesús, de manera que, desde entonces,
hemos estado viviendo en la nueva era de Dios y que no tenemos por qué esperar por ninguna
otra «venida». Para muchos lectores, y yo me sumo a ellos, esto pudiera parecer una posición
bastante extraña de sostener, pero hay algunos que no sólo la defienden, sino que están muy
dispuestos a propagarla, e incluso recurren a algunos de mis argumentos para respaldarla. Éste no
es más que el resultado de una confusión a la que quisiera hacer referencia: si bien los textos que
hablan del «hijo del hombre que viene en las nubes» se refieren al año 70 d.C., como yo he
sostenido que es el caso (en parte), esto no quiere decir que en el año 70 d.C. tuvo lugar la
«segunda venida» porque los textos del «hijo de Dios» no son los textos de la «segunda venida»
en lo absoluto, a pesar de que se han interpretado frecuentemente de forma errónea y se les ve
como si lo fueran. Más bien, son los textos sobre la reivindicación de Jesús. Y cabe mencionar
que la reivindicación de Jesús, en su resurrección, ascensión y juicio en Jerusalén, aún requiere
de un evento subsiguiente para estar completa. Permítanme decirles algo con todo el énfasis que
esto se merece y en beneficio de aquellos que están confundidos con respecto a este punto (y, sin
duda, para regocijo de aquellos que nunca lo estuvieron): todavía no ha ocurrido la «segunda
venida».
Por lo tanto: si los recuentos del Evangelio sobre las enseñanzas de Jesús no se refieren a la
segunda venida, ¿de dónde proviene, entonces, esta idea? En realidad, es muy sencillo, proviene
del resto del Nuevo Testamento. Tan pronto como Jesús fue reivindicado, tan pronto como
resucitó, subió a los cielos y fue exaltado, la Iglesia creyó firmemente que él volvería y así lo
enseñó. Tal como el ángel les dice a los discípulos: «Este Jesús, que les ha sido quitado y
elevado al cielo, vendrá de la misma manera que lo han visto partir», Es más, aunque Hechos no
se refiere de nuevo con frecuencia a esta creencia, no hay duda de que la totalidad del libro se
desarrolla bajo esta línea; ésta es la rúbrica que lo distingue. Esto es lo que están haciendo los
discípulos para lograr que se conozca ampliamente el señorío de Jesús en todo el mundo hasta el
día en el que él vuelva una vez más para renovar todas las cosas.
Ahora bien, está claro que el testigo principal es Pablo. Las cartas de Pablo están llenas de la
venida futura o de las apariciones de Jesús. Su visión del mundo, su teología, su práctica
misionera, su devoción, todo ello sería inconcebible sin esta venida futura. Sin embargo, lo que
él ha dicho acerca de este gran evento ha sido malentendido con mucha frecuencia y no menos
por aquellos que proponen la teología del «rapto». Ya casi ha llegado el momento de abordar
este tema directamente, aunque primero diremos unas cuantas palabras sobre otro término
técnico importante y que a menudo se ha malinterpretado también.
Tanto los eruditos, como las personas comunes y corrientes, pueden equivocarse y dejarse llevar
por el uso de una sola palabra creyendo que se refiere a algo, cuando esa palabra en su sentido
original significa, bien sea más, o menos, que el uso que se le atribuye posteriormente. En este
caso, la palabra en cuestión es el término griego parousia. Por lo general, éste se traduce como
«venida», aunque literalmente quiere decir «presencia». En otras palabras, se refiere a
«presencia», en contraposición a «ausencia».
La palabra parousia aparece en dos de los pasajes clave de Pablo (1 Te 4,15 y 1 Cor 15,23) y se
encuentra también con frecuencia en otros escritos de Pablo y del Nuevo Testamento. Resulta
bastante claro que los primeros cristianos conocían bien la palabra y sabían lo que ésta
significaba. En términos generales, la gente supone que la iglesia primitiva utilizaba el vocablo
parousia simplemente para referirse a «la segunda venida de Jesús» y que en este evento todos
concebían, de una manera bastante literal, el escenario de 1 Tes 16-17 (la venida de Jesús en una
nube mientras la gente vuela hacia las alturas para encontrarse con él). En realidad, ninguna de
esas suposiciones es correcta.
Por una parte, la palabra parousia tenía dos significados vívidos en el discurso no cristiano de
esa época. Ambas acepciones parecen haber determinado el significado que le daban los
cristianos.
El primer significado era la presencia misteriosa de un dios o divinidad, específicamente cuando
el poder de este dios se revelaba en la sanación. La gente, de pronto, tenía conciencia de una
«presencia» sobrenatural y poderosa y la palabra obvia para definir esta sensación no era otra
que parousia. Flavio Josefo a veces utilizaba esta palabra cuando hablaba sobre YHWH que
venía al rescate de Israel. La presencia poderosa y salvadora de Dios se revela en la acción. Este
es el caso, por ejemplo, cuando el pueblo de Israel, bajo el Rey Ezequías, fue defendido
milagrosamente de los asirios.
El segundo significado se aplica cuando una persona de alto rango hace una visita a un estado
súbdito, especialmente cuando un rey o emperador visita alguna de sus colonias o de sus
provincias. La palabra que se usa para describir tal visita es «presencia real», que en griego es
parousia. Cabe destacar, aunque sea obvio y no por ello menos importante, que en ninguno de
estos dos escenarios o sentidos hay la más ligera sugerencia o alusión a alguien que esté volando
por los cielos en una nube. Tampoco existe indicio alguno del colapso o de la destrucción
eminente del universo, del espacio y el tiempo.
Ahora bien, supongamos que Pablo y, como él, todos los demás miembros de la iglesia primitiva,
pudieran haber querido decir dos cosas. Supongamos, por una parte, que quisieron decir que el
Jesús que ellos adoraban estaba cercano en espíritu, aunque ausente en el cuerpo, pero que, algún
día, él estaría presente en el cuerpo y, entonces, todo el mundo, incluidos ellos mismos,
conocerían el súbito poder transformador de esa presencia. Una palabra natural que utilizarían
para describir esto sería parousia.
Por otro lado, supongamos que lo que ellos querían decir era que el Jesús que había resucitado de
entre los muertos y había sido exaltado a la diestra de Dios era el Señor por derecho propio del
mundo, el verdadero Emperador ante el cual se pondrían a temblar todos los otros emperadores,
inclinando sus rodillas con temor y con asombro. Supongamos, así mismo, que lo que querían
decir es que, tal como César podría visitar algún día una de sus colonias, como podría ser el caso
de Filipos, Tesalónica o Corinto (el emperador, aunque normalmente ausente de la provincia, era
el emperador gobernante y aparecía para gobernar en persona), de igual manera el Señor ausente,
pero siendo aún aquel que rige el mundo, algún día aparecería y regiría en persona este mundo
con todas las consecuencias que esto pudiera acarrear. Una vez más, la palabra natural que se
utilizaría para definir esto sería parousia. (Esta acepción adquirió importancia específica, ya que
Pablo y los demás estaban muy interesados en decir que Jesús era el verdadero Señor y que
César era un impostor).
Ahora bien, cabe destacar que todo esto no es una simple suposición. Esta es exactamente la
manera en la que se desarrollaron los acontecimientos. Pablo y los demás utilizaron la palabra
parousia porque querían evocar estos mundos. Pero ellos los evocaron dentro de un contexto
diferente. No es ni la primera, ni la última oportunidad, en la que el relato o guión judío y las
alusiones y confrontaciones grecorromanas se encuentran como dos placas tectónicas que
generan la formación de una cadena de montañas escarpada a la que hoy en día conocemos como
la teología del Nuevo Testamento. Claro está que el argumento del guión judío en cuestión era,
sin lugar a dudas, la historia del Día del Señor, el Día de YHWH, aquel Día en que YHWH
vencería a todos los enemigos de Israel y rescataría a su pueblo de una vez por todas. Pablo y los
otros evangelistas hacen alusión regularmente «al Día del Señor» y, sin duda, se refieren a ese
Día del Señor en el sentido cristiano, queriendo decir lo siguiente: «el Señor aquí es el propio
Jesús». En este sentido y tan sólo en este sentido, existe un antecedente judío sólido para la
doctrina cristiana de la «segunda venida» de Jesús. Sin lugar a dudas, nada podría haber tenido
un impacto más fuerte, ya que el judaísmo precristiano, que incluye a los discípulos de la época
en la que Jesús vivió entre ellos, nunca imaginó siquiera la muerte del Mesías. Esa es
precisamente la razón por la que ellos nunca pensaron en su resurrección y, menos aún, en un
período interino entre dichos eventos y la consumación final cuando él asumiría como el
verdadero Señor del mundo, etapa provisional en la que seguirían esperando aún a que dicho
reinado soberano se hiciera plenamente realidad.
Pareciera que lo que sucedió fue lo que procedo a relatarles. Los primeros cristianos habían
vivido dentro del marco de ese guión judío tradicional, verdaderamente habían respirado y orado
en virtud de lo que éste les dictaba. Con la resurrección y ascensión de Jesús, a pesar de lo
sorprendentes e inesperadas que éstas fueron, ellos lograron captar que, de esta manera, el Dios
de Israel había hecho verdaderamente lo que siempre se había supuesto que haría, aunque todo
indicaba que ellos no pensaban que de verdad lo haría. Como resultado de estos acontecimientos
fue que ellos empezaron a darse cuenta de que Jesús, como el Mesías de Israel, ya era el
verdadero Señor del mundo y que su presencia secreta mediante su Espíritu en estos tiempos nos
dejaba apenas entrever lo que estaba aún por venir, cuando él se revelaría finalmente como aquel
cuyo poder triunfaría sobre todos los demás poderes, tanto los terrenales, como los celestiales.
Por lo tanto, la historia de Jesús llevó a una intensificación y transformación radical de la historia
judía desde su interior mismo y el lenguaje que surge como resultado para describir el
acontecimiento de ese Jesús que está aún por venir es el mismo lenguaje que nos dice en relación
con el futuro que Jesús es el Señor y que César no lo es.
En realidad, la palabra parousia en sí misma es uno de los términos con los que Pablo tiene la
capacidad de decir que Jesús es la realidad de la que el César es tan sólo una parodia. Su teología
de la segunda venida es parte de esta teología política de Jesús como el Señor. En otras palabras,
tenemos el lenguaje de parousia, de presencia real, lado a lado, en una yuxtaposición típicamente
paulina, del lenguaje judío apocalíptico. Soy de la opinión que esto no le habrá planteado
mayores problemas a los primeros que escucharon a Pablo. Sin lugar a dudas sí ha generado ese
tipo de problemas en el caso de aquellos que lo leyeron de allí en adelante y éste ha sido el caso,
indiscutiblemente, de quienes lo hicieron durante el último siglo, más o menos.
Este es especialmente el caso cuando leemos 1 Te 4,16-17:
... porque el Señor mismo, al sonar una orden, a la voz del arcángel y al toque de la
trompeta divina, bajará del cielo; entonces resucitarán primero los que murieron en
Cristo; después nosotros, los que quedemos vivos, seremos llevados juntamente con ellos
al cielo sobre las nubes, al encuentro del Señor; y así estaremos siempre con el Señor.
El punto fundamental que debemos notar en estos versículos que nos pueden confundir, es que
no se les debe tomar como una descripción literal de lo que Pablo cree que va a suceder.
Simplemente, son una manera diferente de relatar lo que él nos dice en 1 Cor 15, 23-27 y 51-54,
así como y en Flp 3,20-21.
Para empezar, es menester que entendamos con toda claridad esos otros pasajes de la Biblia. En
1 Cor 15, 23-27, Pablo nos habla de la parousia del Mesías como el tiempo de la resurrección de
los muertos, el tiempo en que su reinado actual, aunque secreto, se pondrá de manifiesto en la
conquista de los últimos enemigos, especialmente la muerte. Más adelante, en los versículos 51
al 54, él nos habla de lo que sucederá con aquellos que no hayan muerto todavía para el
momento de la venida de Jesús. Ellos se verán cambiados, transformados. Éste es, sin lugar a
dudas, el mismo evento que aquel del que él está hablando en 1 Te 4. En ambos se menciona la
trompeta, al igual que la resurrección de los muertos. Sin embargo, mientras que en 1 Te, él dice
que aquellos que estén vivos en ese momento serán llevados «al cielo sobre las nubes», en 1 Cor,
él dice que ellos van a ser «transformados». Lo mismo sucede en Flp 3, capítulo en el que el
contexto es más explícito cuando clasifica a Jesús por encima de César, y especialmente en el
versículo 21, en el que Pablo habla de la transformación del cuerpo miserable presente en un
cuerpo glorioso como el de Jesús, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas.
Nos podemos preguntar entonces, ¿por qué Pablo habla de esta manera tan extraña en 1 Te, al
referirse al Señor que desciende y a los santos vivos que son arrebatados en nubes? Yo me
animaría a sugerir que lo que él ha encontrado aquí son maneras ricamente metafóricas de hacer
alusión a otras tres historias que está reuniendo deliberadamente en una sola. Pablo tenía grandes
dotes para combinar con mucha excelencia y detalles las metáforas: en el siguiente capítulo, en 1
Te 5, menciona que el ladrón vendrá en la noche, y la mujer de pronto sentirá los dolores del
parto, por lo tanto no hay que embriagarse sino más bien mantenerse despiertos y ponerse la
coraza. (Como advierten en los programas de televisión, no vaya a intentar hacer esto en su
casa).
Debemos recordar una vez más que todo el lenguaje cristiano acerca del futuro no es más que
una serie de señales y avisos que apunta hacia una nebulosa. Por lo general, las señales y los
avisos no nos dan «contactos» fotográficos de las imágenes que encontraremos al final del
camino, aunque esto no quiere decir que no estén apuntando hacia la dirección correcta. Están
contándonos la verdad, aquel tipo específico y especial de verdad que se puede relatar acerca del
futuro.
Las tres historias que Pablo está reuniendo y combinando en una empiezan con la historia de
Moisés cuando baja de la montaña. Suena la trompeta y se escucha una voz muy potente y,
después de una larga espera, aparece Moisés y desciende de la montaña para percatarse de lo que
ha venido sucediendo en su ausencia.
Luego, está la historia de Dn 7, en la que el pueblo perseguido de Dios es reivindicado por
encima de su enemigo pagano al ser elevado en las nubes para sentarse con Dios en la gloria.
Esta «elevación en las nubes» que Jesús se aplica a sí mismo en los evangelios, ahora la aplica
Pablo a los cristianos, quienes están sufriendo en el momento la persecución.
Al fusionar estas dos historias en una combinación bastante extravagante de metáforas, Pablo
tiene la capacidad para incorporar la tercera historia, a la que ya hemos hecho alusión. Cuando el
emperador visitaba una colonia o una provincia, los ciudadanos del país salían a saludarlo,
dándose el encuentro a cierta distancia de la ciudad. Hubiera sido una señal de falta de respeto
permitir que él llegase a las puertas de la ciudad, sin que sus súbditos se hubieran siquiera
tomado el trabajo de salir a darle la bienvenida en la forma adecuada. Al llegar hasta donde él se
encontraba, no solían quedarse simplemente en campo abierto, más bien lo escoltaban hasta la
ciudad con toda la dignidad y la pompa que él se merecía. Cuando Pablo habla de «encontrarse»
con el Señor «en el aire», no se trata precisamente, como es el caso en la teología popular del
rapto, de que los creyentes salvados se vayan a quedar como suspendidos en algún lugar en el
aire, alejados de la tierra. Más bien, el punto es que una vez que hayan salido al encuentro de su
Señor que está retornando, lo escoltarán con toda dignidad y pompa hasta su dominio, que no es
otro que precisamente el lugar del que ellos provienen. Incluso cuando nos percatamos de que
ésta es una metáfora de mucha carga subjetiva y no una descripción literal, el significado es el
mismo que el que tiene el paralelismo que se establece en Flp 3,20. Como bien lo saben los
filipenses, el ser ciudadanos del cielo no quiere decir que uno vaya a estar esperando que va a
volver a la ciudad principal, a la capital del reino, sino, más bien, que uno está esperando que el
emperador vuelva de la ciudad principal a darle a la colonia toda su dignidad plena, a rescatarla
en caso de que esto sea necesario, a subyugar a los enemigos locales y poner todo en su santo
lugar.
Por lo tanto, estos dos versículos de 1 Te 4 han estado sujetos a un grave abuso por aquellos que
los han utilizado como base para construir la imagen global del supuesto «rapto». Esto tuvo
impacto no sólo sobre el fundamentalismo popular, sino también en cierta medida sobre los
eruditos del Nuevo Testamento, quienes han supuesto que Pablo hacía referencia verdaderamente
a lo que los fundamentalistas creen que él se refería. La verdad surge sólo cuando fusionamos los
diferentes comentarios que él hace sobre el mismo tema. Esta es una pieza típica de alta carga
subjetiva y una retórica plena de múltiples alusiones y referencias. La realidad a la que se alude
no es otra que la siguiente: Jesús estará presente en persona, los muertos resucitarán y los
cristianos que están vivos para entonces sufrirán una transformación. Tal como ahora veremos,
esto es en gran medida lo que también nos dice el resto del Nuevo Testamento.
No obstante, cabe destacar algo más y de gran importancia sobre la totalidad de la teología
cristiana de la resurrección, la ascensión, la segunda venida y la esperanza. Esta teología nació de
la confrontación con las autoridades políticas, así como también de la convicción de que Jesús
era en realidad el verdadero Señor del mundo y que algún día se manifestaría como tal. La
teología del «rapto» evita esta confrontación, puesto que sugiere que los cristianos serán
retirados de forma milagrosa de este mundo malvado. Quizás ésta sea la razón por la que tal
teología a menudo es gnóstica en su tendencia hacia una espiritualidad dualista privada y hacia
un quietismo del laissez—faire liberal político. De igual manera, quizás ésta sea en parte la razón
por la que tal teología, con sus sueños de fin de mundo, haya respaldado de forma callada el statu
qua político de un modo que Pablo nunca lo hubiera hecho.
Antes de seguir adelante y dejar a Pablo, cabe destacar especialmente un par de pasajes muy
importantes. El primero de ellos lo encontramos al final de 1 Cor cuando Pablo, de pronto,
escribe una frase en arameo: Maranatha. Esta frase quiere decir «¡Venga nuestro Señor!» y se
remonta (como en el caso de la palabra Abba, «Padre») a la iglesia primitiva de los primeros
años que hablaba en arameo. No hay razón alguna para que esta iglesia que habla en griego haya
inventado una oración en arameo. Debemos estar en contacto en este punto con una tradición
muy anterior, de los primeros tiempos, definitivamente anterior a Pablo. Desde un principio, la
iglesia primitiva le rezó a Jesús para que volviera.
En segundo lugar, leemos un pasaje muy diferente en Col 3. En el mismo, vemos en muy pocas
palabras la teología de Pablo acerca de la resurrección y la ascensión, aplicada a la vida cristiana
presente y a la esperanza cristiana futura:
Por tanto, si han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo, donde Cristo está
sentado a la derecha de Dios, piensen en las cosas del cielo, no en las de la tierra. Porque
ustedes están muertos y su vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando se manifieste
Cristo, que es vida de ustedes, entonces también ustedes aparecerán con él, llenos de
gloria.
Sin lugar a dudas, éste sigue la misma línea que los otros textos que hemos estado analizando.
Sin embargo, cabe destacar el aspecto clave: en vez de la «venida» o la palabra bendita parousia,
aquí Pablo puede utilizar la frase «se manifieste», aparezca. Es exactamente lo mismo, aunque
desde un ángulo diferente y esto nos ayuda a desmitificar la idea de que la «venida» de Jesús
quiere decir que él va a venir como un hombre del espacio que desciende de los cielos. En estos
momentos, Jesús está en el cielo. Sin embargo, tal como vimos con anterioridad, el cielo, por ser
el espacio de Dios, no está en algún lugar dentro del espacio de nuestro mundo, sino que es, más
bien, un espacio diferente, aunque estrechamente relacionado. La promesa no es que Jesús
simplemente reaparecerá dentro del orden del mundo actual. Más bien, cuando el cielo y la tierra
se unan en la nueva manera en la que Dios lo ha prometido, entonces él se aparecerá ante
nosotros y nosotros apareceremos ante él y ante nosotros mismos en nuestra propia y verdadera
identidad.
En realidad, este pasaje se asemeja de manera muy destacada a un pasaje clave dela primera
carta de Juan (1 Jn 2,28; 3,2):
Ahora, hijitos, permanezcan con él, y así, cuando se manifieste, [ean phanerothe],
tendremos confianza y no nos avergonzaremos de él en el día de su venida [parousia] ...
Queridos, ya somos hijos de Dios, pero todavía no se ha manifestado [oupo ephanerothe]
lo que seremos. Sabemos que, cuando aparezca, seremos semejantes a él y lo veremos
como él es.
Aquí, apreciamos más o menos de forma exacta la misma imagen que en Colosenses, aunque
esta vez tenemos los términos manifestado (aparecer) y venida (parousia) uno al lado del otro sin
problema alguno. Claro está, cuando se «manifieste» él estará «presente». Sin embargo, el punto
a resaltar del término «aparecer» en este versículo es que, aunque, en un sentido, pareciera como
que él estuviera «viniendo», en realidad él estaría «apareciendo» ahí mismo donde se encuentra
presente, no en un lugar distante dentro de nuestro propio mundo espacio-temporal, sino más
bien en su propio mundo, en el mundo de Dios, el mundo que nosotros denominamos «cielo».
Ese mundo es diferente al nuestro («la tierra»), aunque se intercepta con éste de innumerables
maneras y lo hace también sin duda en las vidas internas de los mismos cristianos. Un día, los
dos mundos se integrarán completamente y estarán visibles el uno al otro, produciendo aquella
transformación de la que nos hablan tanto Pablo como Juan.
Claro está que Pablo y Juan no son los únicos escritores que mencionan todo esto. El Apocalipsis
de san Juan también habla de la venida de Jesús y aquí encontramos la palabra «venir» en sí
misma. El Espíritu y la Novia dicen «Ven» y la oración final del libro, como en el caso de 1 Cor,
nos dice que el Señor Jesús vendrá y vendrá pronto. El mismo tema se encuentra en otros pasajes
del libro. Este capítulo no es el más indicado, ni tenemos aquí el espacio para analizar esto en
detalle, así como tampoco para analizar en detalle pasajes relevantes que aparecen en los otros
libros más pequeños del Nuevo Testamento. Uno de los más conocidos de ellos es 2 Pe 3, la
carta del Nuevo Testamento en la que se aborda de manera frontal el problema del retraso y cabe
destacar que aquellos que consideran que éste es un problema, son precisamente, dentro de este
contexto, aquellos que están abogando por una forma del cristianismo más bien diferente y no
histórica.
De lo que se trata en este caso, aunque con diferencias mínimas y variaciones del mismo tema, es
de una visión sorprendentemente unánime que se aprecia en todo el cristianismo primitivo tal
como nosotros lo conocemos. Llegará el momento, lo cual puede suceder en cualquier instante,
en el que, como parte de la gran renovación del mundo que tan sólo ha anunciado la Pascua de
Resurrección, el propio Jesús esté presente en persona y sea el agente y el modelo de la
transformación que les sucederá tanto a todo el mundo como a los creyentes.
Esta expectativa y esta esperanza, que se expresan con tanta claridad en el Nuevo Testamento,
permanecen inalteradas en el siglo dos y en los siglos posteriores. Los cristianos de la corriente
dominante de todo el primer período no estaban en lo absoluto preocupados por el hecho de que
el evento no hubiera sucedido dentro del lapso de una generación. La idea que propugna que el
problema del «retraso» que se establece en 2 Pe 3 fuera algo generalizado en el cristianismo de la
segunda generación es un mito de los académicos modernos, más que una realidad histórica. De
igual manera, la idea que sostiene que la «aparición» o la «venida» de Jesús no fueron
simplemente parte de la tradición que se fue transmitiendo sin cuestionar y sin que las
generaciones subsiguientes sintonizaran con lo que ésta decía. Lo que se aprecia en el caso de la
ascensión, también se evidencia con respecto a la aparición de Jesús: se le consideraba un
aspecto vital de una presentación completa del Jesús que fue, del que es y del que está porvenir.
Sin la aparición, la proclamación de la Iglesia no tiene sentido alguno.
Si la dejamos de lado, comenzaría a derrumbarse una serie de creencias. Los primeros cristianos
vieron esto con una claridad que nadie antes de ellos había tenido y bien valdría la pena aprender
de ellos en este sentido.
Sin embargo, ya es el momento de analizar el segundo aspecto de la aparición o de la venida de
Jesús. De conformidad con la misma tradición que tiene su base en la Biblia, cuando él venga,
tendrá un rol específico que desempeñar: aquel de un juez.
Capítulo 9
Jesús, el juez que viene
1. Introducción
Desde los principios mismos del cristianismo y ya presente en algunas de las tradiciones más
primitivas, encontramos la creencia de que el Jesús que aparecerá al final de los tiempos vendrá a
desempeñar el papel de un juez. Esta no es una creencia aislada. En realidad, dentro de su
contexto judío, es una noción que tiene una explicación más fácil que la de la misma parousia.
Sin embargo, es relevante que exploremos su significado dentro del contexto del cristianismo de
los primeros tiempos, así como la importancia que tiene hoy en día y la que tendrá de aquí en
adelante.
La imagen de Jesús como el juez que vendrá a nosotros es la característica central de otra
creencia totalmente vital del cristianismo que no es negociable en lo absoluto: sin lugar a dudas
va a haber un juicio en el que Dios nuestro Creador pondrá de una vez por todas cada cosa en su
lugar. La palabra «juicio» ha tenido un trasfondo negativo para muchas personas en nuestro
mundo liberal y postliberal. Es necesario que recordemos que desde el principio hasta el fin de la
Biblia y, fundamentalmente, en los salmos, el juicio de Dios que está por venir es algo bueno,
algo que debemos celebrar, algo por lo que tenemos que esperar y algo que deberíamos ansiar
que suceda. Es algo que hace que la gente grite de alegría e incluso que los árboles del campo
agiten sus ramas como si aplaudieran. En un mundo en el que reinan de manera sistemática la
injusticia, la intimidación, la violencia, la arrogancia y la opresión, tan sólo pensar que va a
llegar el día en el que a los malvados se les ponga firmemente en su lugar, mientras que a los
pobres y a los débiles se les brinde lo que merecen es, sin duda, la mejor noticia que todos
podamos recibir. En este mundo de rebelión y rebeldía, en este mundo plagado de explotación y
de maldad, el Dios bueno debe ser un Dios que juzga. El optimismo liberal del siglo XIX logró
su cometido durante un buen tiempo y pudo sobrevivir a algunos de los argumentos más obvios
en su contra que surgieron del inmenso mal sistémico del siglo XX. Sin embargo, la teología más
reciente ha vuelto a volcar su atención sobre el tema del juicio, reconociendo que el análisis
bíblico del mal se corresponde más de cerca con la realidad.
La esperanza que se aprecia en el Antiguo Testamento, aquella que anhela que el Dios Creador
nos traiga el juicio y la justicia al mundo y que ponga cada cosa en su lugar, se enfocó en el
período bíblico posterior en el deseo incesante de Israel de ver que Dios derrocaría los regímenes
opresivos del mundo pagano. Se esperaba una especie de gran escenario cósmico en el que
aparecería un verdadero tribunal de justicia. Israel (o, cuando menos, los rectos y justos del
pueblo de Israel) desempeñaría el rol del acusado indefenso. Los gentiles (o, cuando menos,
aquellos que eran especialmente malvados) desempeñarían el papel de los bravucones arrogantes
que a fin de cuentas se enfrentarían con alguien que los superaría y, por lo tanto, recibirían la
justicia (el «juicio») que se merecían.
El pasaje más famoso que expresa todo esto aparece en Dn 7. En él, se ilustra a las naciones
gentiles como monstruos inmensos y poderosos, mientras que a Israel, o más bien, a cada uno de
los rectos y justos de Israel, se les ilustra como un ser humano aparentemente indefenso, «uno
como el hijo del hombre». La escena tiene lugar en un gran tribunal de justicia y llega a su
clímax cuando el juez, el Anciano, se sienta y falla a favor del hijo del hombre y en contra de los
monstruos, falla a favor de Israel y en contra los imperios paganos. Luego, al hijo del hombre se
le da la autoridad y el dominio sobre todas las naciones, algo que nos recuerda deliberadamente
lo que se expresa en Gn 1 y 2, cuando a Adán se le dio autoridad plena y total sobre los animales.
¿Qué sucede, entonces, cuando se traslada al contexto del Nuevo Testamento? Respuesta: allí
vemos que el propio Jesús es quien está tomando el papel del «hijo del hombre», el que sufre y
luego es vindicado. Entonces, como en el texto de Daniel, él recibe del Juez Supremo la tarea de
imponer su juicio en la tierra. Esto concuerda con numerosos pasajes bíblicos y postbíblicos en
los que al Mesías de Israel, a aquel que representa a Israel en persona, se le encomienda la tarea
de llevar a cabo el juicio. En Is 11, el juicio del Mesías crea un mundo en el que el lobo y el
cordero yacen uno al lado del otro, serán vecinos. En el Sl 2, los gentiles tiemblan cuando al
Mesías se le exalta a su trono. Una y otra vez se menciona que el Mesías es el agente de Dios que
ha sido enviado a llevar de nuevo a todo el mundo, y no tan sólo a Israel, al estado de justicia y
verdad que Dios espera que llegue con tanto anhelo como nosotros. Por lo tanto, era natural que
los primeros cristianos, quienes a partir de la Pascua de Resurrección habían llegado a la
conclusión de que Jesús era en realidad el Mesías, lo identificaran como aquel a través de quien
Dios enderezaría el mundo, poniendo cada cosa en su lugar. Esto no lo dedujeron simplemente
de su creencia en la venida o en la aparición o manifestación futura de Jesús. En realidad,
pudiera muy bien haber sucedido a la inversa: su creencia en el mesianismo de Jesús pudo haber
sido perfectamente bien un factor decisivo en el surgimiento de la creencia en su venida final
como juez.
Sin lugar a dudas, en los tiempos de Pablo, esta creencia ya había quedado bien establecida. El
resumen de lo que Pablo dijo en el Areópago de Atenas concluye con la declaración de que Dios
ha establecido un día en el cual juzgará al mundo a través de un hombre que él ha nombrado para
tal fin y le ha conferido total seguridad de hecho al resucitarlo de entre los muertos. De manera
casi informal (en Ro 2,16), Pablo se refiere a esto en tanto que, de conformidad con el Evangelio
que él predica, Dios juzgará los secretos de todos los corazones a través de Jesús el Mesías.
Aunque la gente a menudo supone que no puede haber lugar alguno para un juicio futuro «según
las obras», debido a que Pablo enseñó la justificación por la fe y no por las obras, esto sólo
demuestra a qué grado lo hemos malinterpretado de manera tan radical. El juicio futuro en virtud
de nuestras acciones, un juicio que Jesús imparte desde su «silla del juicio», lo podemos ver muy
claramente, por ejemplo, en Ro 14,9-10, 2 Cor 5,10 y en otros pasajes de la Biblia. De igual
manera, estos no son lugares aislados en los que Pablo está citando una tradición que no encaja a
plenitud dentro de la teología que ha desarrollado. Más bien, están plena y totalmente integrados
a su pensamiento y a su prédica. Para él, tanto como podría serlo para cualquier otro cristiano de
la iglesia primitiva, el juicio final, impartido por Jesús el Mesías, fue un elemento vital sin el cual
todas las demás cosas no tendrían asidero, ni podrían tener justificativo.
Cabe mencionar, en particular (aunque éste no sea ni el lugar, ni el momento para desarrollar este
tema), que esa imagen del juicio futuro según las obras, en realidad es la base de la teología de la
justificación por la fe que nos presenta Pablo. El punto de la justificación por la fe no estriba en
que Jesús de pronto deje de preocuparse por el buen comportamiento o la moralidad. La
justificación por la fe no puede verse reducida, como muchos han tratado en efecto de hacerlo
durante los dos últimos siglos, a ser parte de una visión liberal generalizada de una moralidad de
total liberalismo, de laissez-faire, o bien, de una visión romántica que propugna que cuanto
nosotros hagamos en apariencia no importa en lo absoluto, ya que lo único que importa es lo que
somos en nuestro fuero interno. (Aquellos que se esfuerzan por defender de forma exagerada una
doctrina de la que se ha excluido de manera rigurosa toda mención a las «obras», deben
considerar ¡con quiénes están en connivencia en este punto!).
No: la justificación por la fe es lo que sucede en el tiempo presente, anticipando el veredicto del
día futuro cuando Dios juzgue al mundo. Es la declaración por adelantado de Dios que indica
que cuando alguien cree en el Evangelio, esa persona ya es un miembro de su familia, sin
importar quiénes fueron sus padres, y también sus pecados son perdonados en virtud de la muerte
de Jesús y desde ese día en adelante, tal como nos lo dice Pablo, «no hay condena para los que
pertenecen a Cristo Jesús» (Ro 8,1). Sin lugar a dudas, quedan todavía otras preguntas por
formularse sobre la manera en la que se pueda suponer con tanta confianza que el veredicto que
se emite en el presente anticipe correctamente el veredicto que se emitirá en el futuro en virtud
de toda la vida que uno ha llevado. Pablo aborda esas preguntas de diversas maneras y en
diferentes momentos, especialmente en sus exposiciones acerca de la labor del Espíritu Santo.
Sin embargo, para Pablo (y éste es el único punto que voy a establecer dentro de este contexto),
no existe ningún conflicto entre la justificación actual por la fe y el juicio futuro según las obras.
Ambos aspectos se necesitan y dependen uno del otro. Pretender ir más allá de esta aseveración
requeriría de una exposición bastante amplia y completa de sus cartas a los Romanos y a los
Gálatas y, sin duda, no hay espacio en este lugar para hacerlo.
Una vez más, muchas otras referencias que se presentan en el Nuevo Testamento ilustran la
imagen paulina. Lo que leemos en Romanos no es flor de un día, así como tampoco es
idiosincrasia paulina. Sin lugar a dudas es la creencia cristiana primitiva común. Constituye el
eje central del largo párrafo que leemos en Jn 5 y que les ocasionó tantos dolores de cabeza a
aquellos primeros eruditos que trataron de demostrar que el evangelio de Juan hablaba
simplemente de una vida eterna presente, en vez de hacerlo también sobre la vida futura:
El Padre no juzga a nadie, sino que encomienda al Hijo la tarea de juzgar, para que todos
honren al Hijo como honran al Padre. Quien no honra al Hijo no honra al Padre que lo
envió. Les aseguro que quien oye mi palabra y cree en aquel que me ha enviado tiene
vida eterna y no es sometido a juicio, sino que ha pasado de la muerte a la vida. Les
aseguro que se acerca la hora, ya ha llegado, en que los muertos oirán la voz del Hijo de
Dios, y los que la oigan vivirán. Así como el Padre posee vida en sí, del mismo modo
hace que el Hijo posea vida en sí; y, puesto que es el Hijo del Hombre, le ha confiado el
poder de juzgar. No se extrañen de esto: llega la hora en que todos los que están en el
sepulcro oirán su voz: los que hicieron el bien resucitarán para vivir, los que hicieron el
mal resucitarán para ser juzgados. Yo no puedo hacer nada por mi cuenta; juzgo por lo
que oigo, y mi sentencia es justa, porque no pretendo hacer mi voluntad, sino la voluntad
del que me envió.
El primer punto que debemos notar, una vez más, es que, básicamente, se hace referencia y se
resalta todo el juicio futuro como un juicio que nos trae buenas noticias y, no, malas noticias.
¿Qué me permite hacer esta afirmación? En primer lugar, se trata de buenas noticias porque
aquél a través del cual la justicia de Dios barrerá finalmente el mundo no es un tirano de corazón
duro, arrogante, vengativo, sino el Hombre de los Dolores, aquél que conoció todos los pesares,
el Jesús que amó a los pecadores y murió por ellos; el Mesías que asumió sobre sus hombros el
juicio del mundo en la cruz. Sin lugar a dudas, esto quiere decir que él se encuentra en una
posición privilegiada, única, y está llamado a juzgar todos los sistemas y a todos los gobernantes
que se han repartido el mundo entre ellos y el Nuevo Testamento nos señala esto en varios
pasajes. En especial, como ya hemos podido apreciar y tal como lo han resaltado algunos
teólogos y artistas medievales, Jesús viene como juez, del mismo modo que Moisés descendió de
la montaña hacia un campo en el que descollaban la idolatría y el bullicio del jolgorio. La Capilla
Sixtina en sí misma nos recuerda el día en que se les pedirán cuentas a quienes hayan llevado una
vida despreocupada y superficial. igual como a quienes hayan actuado con una total y absoluta
maldad.
Dentro del contexto del Nuevo Testamento, como en la teología cristiana posterior, este juicio se
anticipa bajo ciertas circunstancias. Ya me he referido a la justificación por la fe. En el caso de 1
Cor, lo mismo es cierto en cuanto a la eucaristía: el hecho de comer y beber el cuerpo y la sangre
de Cristo implica para nosotros que nos estamos enfrentando aquí y ahora con aquel que es tanto
el juez como el salvador de todos. Y lo mismo se aplica, claro está, a las obras del Espíritu, tal
como lo podemos apreciar una vez más en Jn 16. Según declara Jesús, cuando venga el Espíritu,
él convencerá al mundo en lo referente al pecado, a la justicia y al juicio. En otras palabras, el
juicio final se anticipará en el mundo actual por medio del trabajo que obra el Espíritu y que ha
sido atestiguado por los seguidores de Jesús.
2. La segunda venida y el juicio
Por ende, cuando se le da la interpretación adecuada en el Nuevo Testamento y en las enseñanzas
cristianas subsiguientes, lo que se conoce como la segunda venida de Jesús no es ninguna
ocurrencia posterior al mensaje cristiano básico. Por así decirlo, no ha sido adosada, como algo
accesorio, a lo externo de un mensaje del Evangelio que estaría completo y sería totalmente
autónomo sin ella. No podemos relegarla a los confines de nuestra mente, como si fuera un
aspecto marginal de nuestro pensamiento, de nuestra vida y de nuestras oraciones. Si lo hacemos,
privaremos de su forma a todo lo demás. Ahora quiero referirme brevemente a unos puntos
finales que hoy en día revisten importancia para nosotros.
En primer lugar, la manifestación o venida de Jesús les da una respuesta completa, por un lado, a
los fundamentalistas literales y, por el otro, a aquellos que proponen la idea del «Cristo
cósmico», idea acerca de la cual ofrecí un breve marco en el capítulo 5. Jesús permanece otro,
ajeno a la Iglesia, otro o ajeno al mundo, aún cuando esté presente en ambos por el Espíritu. Él
confronta al mundo en el presente y lo hará también en persona y visiblemente en el futuro. Él es
aquel ante quien se doblará toda rodilla (Flp 2,10-11), y es también quien asumió la condición de
un siervo y fue obediente hasta el punto de morir en la cruz (Flp 2,6-8). En realidad, tal como lo
destaca Pablo, él es lo primero porque hizo lo segundo. Cuando se manifestó, en su aparición no
encontramos un rechazo dualista del mundo presente, así como tampoco su llegada al mundo
actual como si fuera un hombre venido del espacio. Lo que encontramos es la transformación del
mundo presente y de nosotros dentro de este mundo, de manera que por fin se pondrá cada cosa
en su justo lugar, con nosotros como parte de ese mundo. Será entonces cuando se venza para
siempre a la muerte y a la descomposición y Dios será el todo en todo.
En segundo lugar, esto quiere decir que a la visión cristiana del mundo se le da la forma y el
equilibrio adecuados. Como a la visión del mundo de los judíos, aunque radicalmente opuesta a
la de los estoicos, los platónicos, los hindúes y también a la visión del mundo de los budistas.
Los cristianos relatan una historia que tiene un principio, una parte intermedia y un final. El no
tener un cierre al final de la historia, el quedar con un ciclo potencialmente sin fin, en el que
diéramos vueltas y vueltas alrededor de las mismas cosas que suceden una y otra vez, o quizás el
karma que se arrastra, sería la verdadera antítesis de la historia relatada por los Apóstoles y por la
larga línea de sus predecesores judíos. Y, precisamente porque Jesús no desaparece
convirtiéndose en la Iglesia o en el mundo, podemos renunciar, por un lado, al triunfalismo que
conscientemente hace que su señorío soberano sea una excusa en sí misma y, por el otro, a la
desesperación que sobreviene cuando nos percatamos de que se acaban tales esperanzas, como
siempre será el caso, en la insensatez y en las fallas de las que, incluso, son las mejores y las más
grandes organizaciones, estructuras, líderes y seguidores cristianos. En vista de que vivimos
entre la ascensión y la venida, unidos a Jesucristo por medio del Espíritu, aunque aún a la espera
de su venida y de su presencia final, podemos ser, tanto adecuadamente humildes, como
adecuadamente confiados. «No nos anunciamos a nosotros, sino a Jesucristo como Señor, y
nosotros no somos más que servidores de ustedes por amor de Jesús».
En tercer lugar, como corolario directo de todo esto, la tarea de la Iglesia entre la ascensión y la
parousia es, por lo tanto, liberar a ambas de la energía auto-impulsada que imagina que tiene que
construir el reino de Dios por sí misma y la desesperación que implica que no puede hacer nada
hasta que Jesús vuelva a venir. Nosotros no «construimos el reino» por nuestra cuenta, más bien,
construimos para el reino. Todo lo que hacemos en la fe, en la esperanza y en el amor en el
presente, todo lo que hacemos en obediencia a nuestro Señor que ha ascendido a los cielos y en
el poder de su Espíritu, se verá realzado y transformado en su aparición. Claro está, esto también
tiene su nota de juicio, tal como Pablo lo establece claramente en 1 Cor 3,10-17. El «día»
divulgará qué tipo de trabajo ha realizado cada constructor.
En particular, el reinado actual del Jesucristo que ascendió a los cielos y la seguridad de su
aparición final en el juicio deben darnos cierta claridad y realismo en nuestro discurso político y
esto nos es, sin duda, muy necesario hoy en día. Quizás con demasiada frecuencia los cristianos
se dejan llevar por una versión vagamente espiritualizada de uno u otro importante sistema o
partido político. ¿Qué sucedería si nosotros decidiéramos tomar en serio nuestra creencia
establecida de que Jesús ya es el Señor del mundo y que ante la simple mención de su nombre,
algún día se inclinarán todas las rodillas?
Uno podría suponer que esto inyectaría simplemente una nota de devoción y que nos haría evitar,
entonces, los verdaderos problemas o, incluso, tratar de imponer una toma teocrática del poder.
Sin embargo, si pensáramos en cualquiera de esas dos maneras, sólo demostraríamos en qué
grado hemos estado condicionados por la división impuesta por la Ilustración entre la religión y
la política. ¿Qué pasa si las reintegramos? Tal y como lo hacemos con el trabajo específicamente
cristiano, también lo hacemos con el trabajo político que se realiza en el nombre de Jesús:
confesar que Jesús es aquél que ha ascendido y que es el Señor que viene y que libera la tarea
política de la necesidad de pretender que éste o aquél programa o líder tienen la clave de la
Utopía (si tan sólo eligiésemos al uno o al otro). De igual manera, libera nuestra vida corporativa
de la desesperación que enfrentamos cuando nos percatamos de que, una vez más, nuestros
sistemas políticos nos han defraudado. La ascensión y la venida de Jesús constituyen un reto
radical para la totalidad del pensamiento y de la estructura de la Ilustración (y, claro está, para
muchos otros movimientos). De igual manera, ya que nuestra política occidental actual es en
gran medida creación de la Ilustración, podríamos pensar con toda seriedad sobre las maneras en
las que nosotros, como cristianos pensantes, podemos y debemos hacer que ese reto se convierta
en el centro de atención. Estoy consciente de que esto implica correr un gran riesgo y plantear
aspectos y preguntas de las que desconozco las respuestas, pero también tengo la certeza de que,
a menos que yo señale todo esto, cualquiera podría tener fácilmente la impresión de que las
doctrinas antiguas tienen un interés teórico o abstracto. Éste no es el caso. Las personas que
creen que Jesús ya es el Señor y que aparecerá de nuevo como juez del mundo son aquellas que
están llamadas y debidamente preparadas (por decir lo menos) para pensar y actuar de forma
diferente en el mundo a quienes no lo creen. Estas preguntas y estos aspectos los abordaré con
mayor grado de detalle en la parte final del libro.
Claro está que, en especial, la esperanza en la venida de Jesús como juez para corregir todo lo
que está mal en el mundo y para dar una nueva vida a los muertos es el contexto de uno de
nuestros temas centrales al que finalmente le habremos de prestar la debida atención. De ser
cierto todo esto, ¿qué es lo que podemos decir acerca del futuro que nos espera a cada uno de
nosotros, a cada creyente bautizado en Jesucristo? ¿A qué nos referimos específicamente en
relación con nosotros mismos cuando hablamos de la resurrección futura?
Capítulo 10
La redención de nuestros cuerpos
1. Introducción
Tal como pudimos apreciar en los primeros dos capítulos, hoy en día no hay acuerdo alguno en
la Iglesia acerca de lo que sucede con la gente cuando muere. Por lo tanto, no debe
sorprendernos que también exista cierta confusión en el mundo más amplio no cristiano y no
únicamente en torno al destino de los muertos, sino sobre lo que se supone que los cristianos
creen acerca de este tema.
Esto es más curioso aún en vista de que el Nuevo Testamento en sí, al que muchas iglesias
consideran oficialmente como su fuente primaria de doctrina, reviste una claridad prístina y una
gran transparencia en esta materia. En un pasaje clásico, Pablo nos habla sobre el «rescate de
nuestro cuerpo» (Ro 8,23). No hay lugar alguno para la duda en cuanto a lo que él se refiere: al
pueblo de Dios se le ha prometido un nuevo tipo de existencia corporal, la realización y la
redención de nuestra presente vida corporal. El resto de los escritos cristianos de los primeros
tiempos está totalmente en sintonía con esto en aquellos pasajes en los que aborda este tema.
Sin embargo, esta expresión de esperanza, de esperanza por la resurrección del cuerpo, ha estado
tan desarticulada y fuera de tono con varias tendencias prevalecientes del pensamiento cristiano a
lo largo de los años, que ha terminado por estar silenciada, aparecer distorsionada e, incluso, es
algo que muchos desconocen. En este capítulo, procederé a sentar las bases y presentar una
imagen general de la resurrección corporal final que ofrece el Nuevo Testamento y que nos han
ofrecido también los primeros Padres de la Iglesia. De igual manera, explicaré la forma en la que
creo que se le puede volver a dar el debido énfasis hoy en día. Es posible hacer esto de la manera
más breve posible, ya que simplemente estoy reuniendo comentarios y análisis que ya he
presentado con mucho mayor grado de detalle en otros escritos.
Lo que planteo es que la imagen tradicional de la gente «que va al cielo», por un lado, o «que va
al infierno», por el otro, como una travesía posterior a la muerte que sólo tiene una etapa (con o
sin la opción de algún tipo de «purgatorio» o como una etapa intermedia de «continuación de la
travesía»,) representa una distorsión muy seria y una disminución de la esperanza cristiana. La
resurrección corporal no es simplemente un apéndice sin importancia de esa esperanza. Más
bien, es precisamente el elemento que le da la forma y el significado al resto de la historia que
relatamos sobre los propósitos fundamentales de Dios. Si la llevamos a sus extremos, como
muchos han hecho por implicación, o en realidad, si la dejamos fuera totalmente, como algunos
han hecho de forma bastante explícita, perderemos no sólo un componente adicional de la
máquina, como podría ser en el caso de decidir que vamos a comprar un vehículo que no tiene
espejos retrovisores de operación eléctrica y automática. Más bien, perderíamos el motor central
que impulsa ese vehículo y que le otorga a todos los demás componentes del mismo su razón de
ser y su posibilidad de funcionar. En vez de hablar vagamente sobre el «cielo» y, luego, tratar de
lograr que encaje dentro del lenguaje de la resurrección, deberíamos hablar con precisión bíblica
sobre la resurrección y reorganizar toda nuestra forma de expresarnos sobre el cielo precisamente
alrededor de ese concepto. Lo que es más, tal como pretendo demostrar en la parte final de este
libro, cuando hacemos esto descubrimos un excelente fundamento, y no como algunos suponen,
para una piedad escapista o quietista (que pertenece, más bien, al lenguaje tradicional y engañoso
sobre el «cielo»), sino para un trabajo cristiano vivo y creativo dentro del mundo actual.
2. La resurrección: la vida después «de la vida después de la muerte»
En el segundo capítulo ya pudimos observar que, mientras que el paganismo grecorromano, por
un lado, y el judaísmo del Segundo Templo, por el otro, sostenían una amplia variedad de
creencias sobre la vida más allá de la muerte, los cristianos primitivos manifestaban un acuerdo
sorprendentemente unánime con respecto a este tema. En este capítulo tan sólo hay espacio para
un breve recuento de la evidencia más sólida.
Empecemos, una vez más, con los escritos de Pablo. Ya recalqué en el capítulo anterior que
cuando Pablo habla en Flp 3 de ser «ciudadanos del cielo», él no se refiere a que nos iremos a
vivir allá cuando hayamos terminado nuestro trabajo aquí. Lo que dice en la próxima línea es que
Jesús vendrá del cielo para transfigurar el cuerpo humilde del presente y transformarlo en un
cuerpo glorioso como el suyo y que esto lo hará mediante el poder que tiene de someter a sí
todas las cosas. Esta sencilla afirmación contiene en pocas palabras más o menos la totalidad del
pensamiento de Pablo sobre este tema. El Jesús resucitado es, tanto el modelo del cuerpo futuro
cristiano, como el medio mediante el cual éste llega a ser tal.
De igual manera, dice en Col 3,1-4: cuando aparece el Mesías, aquel que es tu vida, entonces tú
también aparecerás con él en la gloria. Pablo no dice que «algún día te irás para estar con él».
No, lo que dice es que ya tú posees vida en él. Esta nueva vida que el cristiano posee
secretamente, que es invisible al mundo, estallará para convertirse en una realidad y una
visibilidad corporal plenas.
El pasaje más claro y más determinante, a pesar de que se le ignora a menudo, es el que aparece
en Ro 8,9-11. Tal como nos dice Pablo: si el Espíritu de Dios, el Espíritu de Jesús el Mesías,
habita en ustedes, entonces aquél que resucitó al Mesías de entre los muertos, le dará también la
vida a sus cuerpos mortales, por su Espíritu que habita en ustedes. Dios le dará vida, no a un
espíritu incorpóreo, no a lo que muchas personas han pensado que es el «cuerpo espiritual» en el
sentido de un cuerpo que no es físico, sino «también a sus cuerpos mortales».
Pablo no es el único escritor del Nuevo Testamento que sostiene esta opinión. La primera carta
de Juan declara que cuando Jesús aparezca, nosotros seremos semejantes a él porque lo veremos
tal cual es. El cuerpo de la resurrección de Jesús, que en estos momentos es casi inimaginable
para nosotros en toda su gloria y todo su poder, será el modelo de nuestro propio cuerpo. Y, claro
está, en el evangelio de Juan, a pesar del desconcierto de aquellos que quieren leer el libro de una
manera diferente, nosotros encontramos las declaraciones más claras sobre la resurrección
corporal futura. Jesús reafirma la expectativa judía ampliamente diseminada de la resurrección y
anuncia que ya le ha llegado su hora. En el pasaje que analizamos en el capítulo anterior, esto se
presenta de manera bastante explícita:
Les aseguro que se acerca la hora, ya ha llegado, en que los muertos oirán la voz del Hijo
de Dios, y los que la oigan vivirán. Así como el Padre posee vida en sí, del mismo modo
hace que el Hijo posea vida en sí; y, puesto que es el Hijo del Hombre, le ha confiado el
poder de juzgar. No se extrañen de esto: llega la hora en que todos los que están en el
sepulcro oirán su voz: los que hicieron el bien resucitarán para vivir, los que hicieron el
mal resucitarán para ser juzgados.
Esto claramente se desprende de Dn 12 y de otros pasajes tales como Is 26 y Ez 37. De igual
manera, pone de manifiesto una tensión, un conflicto superficial con la posición de Pablo, quien
parece considerar la resurrección fundamentalmente como el don futuro de Dios otorgado por
medio del Espíritu a quienes están en Cristo y no a todos sin distingo (aunque, tal como veremos
en este momento, 2 Cor 5,10 bien pudiera indicar lo contrario). Algunos de los primeros Padres
de la Iglesia siguieron con entusiasmo a Juan en este punto, al enfatizar que la resurrección
también es necesaria para los malvados de manera que puedan ser juzgados en sus propios
cuerpos. Más adelante volveremos a abordar este asunto.
En este punto, necesitamos volver a analizar un aspecto que señalamos con anterioridad. ¿A qué
se refiere Jesús cuando declara que hay «muchas mansiones» en la casa de su Padre? Esto se ha
interpretado con cierta regularidad y, fundamentalmente, cuando se le utiliza en el contexto del
dolor que se experimenta por la muerte de un ser querido, como un concepto que implica que los
muertos (o, cuando menos, los muertos cristianos) simplemente irán al «cielo»
permanentemente, en vez de volver a ser levantados de entre los muertos subsiguientemente a
una nueva vida corporal. Sin embargo, aquí, la palabra que se utiliza para «mansión» es monai,
que se emplea regularmente en el griego antiguo, no para referirse al lugar final de descanso,
sino para describir un descanso temporal en un viaje que lo llevará a uno, a la larga, a otro lugar.
Esto encaja muy bien dentro del marco de las palabras que Jesús le dice al ladrón que está
muriendo a su lado en el evangelio según san Lucas: «Te aseguro que hoy estarás conmigo en el
paraíso». A pesar de una larga tradición de interpretación errónea del término, la palabra
«paraíso» se interpreta aquí, como en otras escrituras judías, no como un destino final, sino como
un jardín en el que se experimenta una gran felicidad, un jardín de descanso y tranquilidad en el
que los muertos se refrescan mientras esperan por el amanecer de un nuevo día. El punto
principal de la frase estriba en el contraste aparente entre la respuesta a Jesús y la solicitud del
ladrón: «Jesús, acuérdate de mí», le dice, «cuando vengas con tu reino», lo que implica (el hecho
de que este comentario sea irónico o no, no es asunto que nos ocupe en este momento) que esto
será en algún futuro distante. A su vez, la respuesta de Jesús trae esta esperanza futura al
presente, lo que significa, desde luego, que con su muerte, el reino en realidad va a venir, aún
cuando no pareciera que alguien lo hubiera imaginado: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso».
Claro está, habrá una finalización futura que implique la resurrección final. La comprensión
teológica global de Lucas no da pie para ninguna duda a ese respecto. Después de todo, Jesús no
se levantó de entre los muertos «hoy», o lo que es igual, el Viernes Santo. En la interpretación de
Lucas, Jesús debió haberse referido a un estado de encontrarse en el paraíso que sería verdadero
para él y para el hombre que está muriendo a su lado en ese mismo momento, ese mismo día; en
otras palabras, antes de la resurrección. Con Jesús, la esperanza futura ha dado un paso hacia
adelante y se sitúa en el presente. Para aquellos que mueren en la fe, antes de ese renacer final, la
promesa fundamental es la de estar inmediatamente «con Jesús», en ese mismo momento. Tal
como Pablo lo escribió: «mi deseo es morir para estar con Cristo, y eso es mucho mejor».
Por consiguiente, la «resurrección» en sí aparece como lo que esa palabra ha significado siempre,
sin importar que la gente no creyera en ella (como ocurría con los antiguos paganos) o que la
hubiera afirmado (como hicieron muchos de los antiguos judíos). No era una manera de hablar
acerca de la vida «después de la muerte». Era una manera de hablar sobre una nueva vida
corporal luego de cualquier estado de existencia en el que uno pudiera entrar inmediatamente
después de la muerte. En otras palabras, era la vida después «de la vida después de la muerte».
¿Qué podemos decir, entonces, de pasajes tales como 1 Pe 4, en el cual se nos habla de una
salvación «reservada para ustedes en el cielo», de manera que en su presente crean que están
recibiendo «la salvación de sus almas»? A este respecto, yo sugeriría que la suposición
automática del cristianismo occidental nos ha llevado definitivamente por muy mal camino. Hoy
en día, al leer un pasaje como ése, la mayoría de los cristianos simplemente supone que esto
significa que el cielo es aquel lugar al que uno va para recibir esta «salvación» o, incluso, que
esta «salvación» consiste en «ir al cielo cuando uno muere». Está claro, entonces, que esto nos
da un marco de referencia peligrosamente distorsionado dentro del cual se interpretan algunos de
los comentarios clave del Evangelio, como aquellos que aparecen en el evangelio de san Mateo
cuando Jesús habla de «entrar al reino de los cielos», o de «recibir una recompensa en el cielo»,
o de «almacenar riquezas en el cielo». Dicho en pocas palabras, la manera en la que ahora
entendemos este lenguaje en el mundo occidental, cuando menos, es totalmente diferente a la que
Jesús y aquellos que lo escucharon en su tiempo hubieran implicado y entendido.
Para empezar a explicarlo podríamos decir que el «cielo» es, en realidad, una manera reverente
de hablar sobre Dios, de modo que «las riquezas del cielo» simplemente se refieren a «las
riquezas ante la presencia de Dios» (como hemos podido observar en otros pasajes cuando Jesús
habla sobre alguien que es o no es «rico en orden a Dios»). Sin embargo, también a este respecto
y por derivación de su significado primordial, el «cielo» es el lugar en el que se almacenan los
propósitos de Dios para el futuro. No es allí donde se supone que se queden, de manera que uno
tuviera que ir al cielo para disfrutarlos. Es aquel lugar en el que se mantienen totalmente
resguardados hasta el día en el que se convertirán en una verdadera realidad en la tierra. Si yo le
digo a un amigo: «Te he guardado una cerveza en la nevera», esto no quiere decir que él tenga
que ir necesariamente a la nevera para poder beber la cerveza. La herencia futura de Dios, el
nuevo mundo incorruptible y los nuevos cuerpos que están llamados a habitar en ese mundo ya
se han mantenido seguros, esperando por nosotros, no de manera que podamos ir al cielo y
colocarlos allí, sino de modo que se les pueda traer para que nazcan en este mundo o, más bien,
en el nuevo cielo y en la nueva tierra, el mundo renovado del que les hablé anteriormente.
De igual manera, debemos resaltar en relación con el pasaje que aparece en 1 Pe y en algunos
otros relatos de las Escrituras, que el idioma del «alma» es poco común en este sentido en los
escritos primitivos cristianos. La palabra psyche era muy común en el mundo antiguo e
implicaba una variedad de significados. A pesar de la frecuencia con la que aparece, tanto en el
cristianismo posterior y (por ejemplo) en el budismo, el Nuevo Testamento no la usa para
describir, por así decirlo, «aquella parte de uno que a la larga será salvada». Aquí la palabra
psyche parece referirse, tal como la palabra hebrea nephesh, no a una parte interna incorpórea del
ser humano, sino a lo que podríamos llamar la «persona» o incluso la «personalidad». Y el punto
en 1 Pe 1 es que esta «persona», ese «yo real», ya está siendo salvado y algún día recibirá esa
salvación en su plena forma corporal. Ese es el motivo por el que Pedro con toda la razón
siembra la esperanza por la salvación firmemente en la resurrección de Jesús. Como nos dice
Pedro, «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que, según su gran misericordia y
por la resurrección de Jesucristo de la muerte, nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza
viva».
3. La resurrección en Corinto
Todas las discusiones sobre la resurrección futura deben relacionarse más tarde o más temprano
con Pablo y especialmente con sus dos cartas a los corintios. Ambas son bastante engañosas,
delicadas y controversiales y ya le he dedicado amplio espacio a estas epístolas en otro momento
con gran grado de detalle. Ahora, quisiera resumir simplemente el argumento principal partiendo
de 2 Cor para luego pasar a 1 Cor.
El pasaje sobre la resurrección que aparece en 2 Cor 4 y 5 incluye la descripción larga y
apasionada que Pablo hace de su propio apostolado. Nos habla de su ministerio en términos de
que «Ese tesoro lo llevamos en vasijas de barro, para que se vea bien que ese poder
extraordinario procede de Dios y no de nosotros». Para darle sustancia y contenido a todo esto,
nos habla de la esperanza futura dentro de la cual tiene sentido la vida actual de ambigüedad y
sufrimiento. Si todo lo que nos ha transmitido fueran los últimos versículos del capítulo 4,
hubiera sido posible decir—y, cabe mencionar, que algunos tratan incluso ahora de sostenerlo—,
que Pablo se estaba refiriendo a una esperanza futura en la que el cuerpo quedaría atrás y
permanecería en la forma de un espíritu puro: tal como él nos dice, «si nuestro exterior se va
deshaciendo, nuestro interior se va renovando día a día». Podríamos preguntarnos si no hemos
recorrido acaso ya tres cuartas partes del camino que nos lleva a Platón, quien estaba siempre
muy dispuesto a desechar el cuerpo mortal perecedero y quedarse simplemente con el alma
gloriosa, inmortal e incorpórea.
En el capítulo 5, Pablo habla sobre la nueva «tienda» o «tabernáculo» que está esperando por
todos nosotros. Esta es una nueva casa, una nueva morada, un nuevo cuerpo que espera dentro de
la esfera de Dios (una vez más, el «cielo»), que está listo para que nosotros nos lo coloquemos
sobre el que tenemos en la actualidad, de manera que lo que es mortal pueda ser tragado por la
vida. Como siempre, también acá Pablo insiste en que Dios lo logrará mediante el Espíritu.
Este es el punto en el que nosotros, los occidentales modernos, estamos llamados a dar el gran
salto de la imaginación. Hemos venido comprando nuestro mobiliario mental durante tanto
tiempo en la fábrica de Platón que llegamos a dar por sentado que existe un contraste ontológico
básico entre el «espíritu», en el sentido de algo inmaterial, y la «materia», en el sentido de algo
material, sólido y «físico». Creemos que sabemos que los objetos sólidos son una cosa y que las
ideas o los valores, al igual que los espíritus o los fantasmas, son algo totalmente diferente
(aunque a menudo no nos percatamos de que, en sí mismos, todos ellos son también tipos
diferentes de cosas). Sabemos bien que los cuerpos se descomponen y mueren; que las casas, los
templos, las ciudades y las civilizaciones caen y se convierten en polvo y, por lo tanto,
suponemos que el hecho de ser corporal y ser físico implica ser efímero, pasajero, cambiable,
transitorio y que la única manera de ser permanente, inalterable e inmortal es convertirse en algo
no físico.
Lo que Pablo defiende a este respecto es que ése no es el caso. En realidad, ni siquiera fue el
caso en la cosmología dominante de su época, que fue estoica y no platónica. Menos aún lo fue
dentro de la teología de la creación del judaísmo que constituyó el semillero del que Pablo derivó
su teología de la nueva creación como resultado de la resurrección de Jesucristo mismo. Pablo
busca que aquellos que lean sus epístolas a los corintios piensen en términos de nuevos patrones
y también está claro que ha tenido el mismo efecto sobre nosotros.
Lo que Pablo nos está pidiendo que imaginemos es que habrá una nueva modalidad de naturaleza
física que se contrapondrá a nuestro cuerpo actual, tal como nuestro cuerpo actual se contrapone
a un fantasma. Será tanto más real, tanto más firme, tanto más corporal que nuestro cuerpo
actual como nuestro cuerpo actual es más substancial y más tangible que un espíritu incorpóreo.
A veces, cuando hablamos de alguien que está muy enfermo, nos referimos a esta persona
diciendo «que no es más que una sombra de lo que era antes». Si Pablo está en lo cierto, un
cristiano en la vida presente no es más que una simple sombra de su ser futuro, del ser que será
cuando saquen al cuerpo que Dios tiene guardado en su almacén celestial, ese cuerpo que ya está
hecho a la medida para colocarlo sobre el cuerpo actual, o sobre el ser que seguirá existiendo
luego de la muerte corporal. Es a este respecto que uno de los grandes himnos de la Pascua de
Resurrección da precisamente en el blanco:
Oh, cuán glorioso y resplandeciente
Serás tú, frágil cuerpo,
Cuando estés dotado de tanta belleza,
¡Pleno de salud, y fuerte, y libre!
Pleno de vigor, pleno de placer,
Que durarán por siempre.
Pablo está ansioso y no pretende que ya ha alcanzado este estado. Sin lugar a dudas, está ansioso
por destacar que el trabajo que los Apóstoles han sido llamados a desempeñar los lleva
precisamente a compartir la debilidad y el sufrimiento del estado actual del mundo. No obstante,
también establece claramente que todos debemos aparecer ante el tribunal del Mesías (2 Cor
5,10) y, para ello, necesitaremos tener cuerpos. A este respecto Pablo, como Juan, está muy a
tono con lo que se nos dice en Dn 12 y en otros textos judíos similares. En realidad, puede ser
precisamente en este punto donde Pablo da a entender, después de todo, que habrá una
resurrección para los malvados (de manera que puedan ser juzgados en el cuerpo), como la habrá
para los justos.
Esto nos lleva al corazón mismo de la visión que ofrece el Nuevo Testamento de la resurrección
en 1 Cor 15.
La esperanza de la resurrección constituye la base de la totalidad de la primera epístola a los
corintios y no sólo del capítulo 15. Sin embargo, aquí Pablo lo aborda de manera clara y directa
otorgándole una importancia fundamental. Algunos de los fieles de Corinto han negado la
resurrección futura, casi sin lugar a dudas sobre la base de argumentos paganos normales que
indican que todos saben que la gente muerta no resucita. En respuesta a ello, y tal como vimos en
el capítulo anterior, Pablo habla de Jesús como el primero de los frutos y como la mayor cosecha
que está por venir cuando todo el pueblo de Jesús resucite tal como él ha resucitado y se ha
levantado de entre los muertos.
La totalidad del capítulo nos recuerda los pasajes de Gn 1-3 y hace alusión a los mismos. Es una
teología de la nueva creación y no del abandono de la creación. El meollo del capítulo lo
constituye la exposición de los dos tipos diferentes de cuerpos, el presente y el futuro. Es a este
respecto que ha surgido todo tipo de problemas.
Hay diferentes traducciones populares, especialmente la versión estándar revisada y las que se
han derivado de ella, que han traducido las frases clave de Pablo como «un cuerpo físico» y «un
cuerpo espiritual». En términos de las palabras griegas que Pablo usa, esto simplemente no puede
ser correcto. Los argumentos técnicos son determinantes y concluyentes. El contraste se
establece entre el cuerpo actual que es corruptible, que está en plena descomposición y que está
condenado a la muerte y el cuerpo futuro que es incorruptible, impoluto y que nunca volverá a
morir. Los adjetivos clave que se citan sin fin en las discusiones sobre este tema no se refieren a
un cuerpo «físico» y a un cuerpo «no físico», que es la forma en la que nuestra cultura está
destinada a escuchar las palabras «físico» y «espiritual».
La primera palabra, psychikos, no significa, bajo ningún respecto, nada parecido al término
«físico» en el sentido que nosotros le damos. Para los grecoparlantes de la época de Pablo, la
psyche, vocablo del que se deriva la palabra psychikos, se refiere al alma y no al cuerpo.
Sin embargo, el punto subyacente y que mayor importancia reviste es que los adjetivos de este
tipo, los adjetivos griegos que terminan en -ikos no describen el material del que están hechas
las cosas, sino el poder o la energía que las anima. Es como la diferencia que existe entre
preguntar, por un lado «¿éste es un barco de madera o es un barco de hierro?» (el material del
que está hecho) y, por otro lado, «¿éste es un barco a vapor o un barco de vela?» (la energía con
la que se desplaza). Pablo está hablando sobre el cuerpo presente, el cual está animado por la
psyche humana normal (la fuerza de vida que todos poseemos aquí y ahora y que nos permite
discurrir por la vida actual, aunque, a la larga, carece totalmente de poder contra la enfermedad,
las lesiones, la descomposición y la muerte) y el cuerpo futuro que está animado por el pneuma
de Dios, el aliento de una nueva vida de Dios, el poder vigorizante de la nueva creación de Dios.
Esta es la razón por la que en una frase posterior que se hizo controversial incluso en épocas tan
antiguas como mediados del segundo siglo, Pablo declara que «la carne y la sangre no pueden
heredar el reino de Dios». Con esto, él no pretende decir que se abolirá todo tipo de naturaleza
física. «La carne y la sangre» no son más que dos términos técnicos que denotan aquello que es
corruptible, transitorio y que va dirigido hacia la muerte. Una vez más, el contraste no se
establece entre aquello que nosotros denominamos físico y aquello que denominamos no físico,
sino entre la naturaleza física corruptible, por un lado, y la naturaleza física no corruptible, por
el otro.
Este razonamiento subyace a aquel versículo tan extraordinario con el que termina 1 Cor 15 y al
que volveremos a dedicar la atención. Para Pablo, la resurrección corporal no nos deja diciendo:
«Bueno, está bien, pues; iremos finalmente a unirnos con Jesús en un cielo no corporal
platónico», si no, más bien, «entonces, ya que la persona que uno es y el mundo que Dios ha
hecho se reafirmarán gloriosamente en el futuro que finalmente Dios nos deparará, uno debe ser
firme, categórico, inquebrantable y siempre debe abundar en la obra del Señor, porque uno sabe
que nuestro accionar, que nuestro esfuerzo no es en vano en el Señor». La creencia en la
resurrección corporal incluye la creencia de que lo que se hace en el presente en el cuerpo por el
poder del Espíritu será reafirmado en el futuro final de maneras sobre las que actualmente sólo
podemos especular.
4. La resurrección: los debates posteriores
Sin lugar a dudas, durante el segundo siglo y de allí en adelante, se suscitó todo tipo de debates y
discusiones ulteriores sobre la resurrección corporal. Lo que es verdaderamente digno de
destacar es que, aparte del pequeño cuerpo de escritos gnósticos y semignósticos, los primeros
Padres, cuando menos hasta la época de Orígenes, insistieron en esta doctrina, a pesar de que las
presiones que deben haber sido ejercidas sobre ellos para que las abandonaran debieron ser muy
fuertes. Ignacio de Antioquia, Justino el Mártir, Atenágoras, Ireneo, Tertuliano, todos ellos
resaltaron la importancia de la resurrección corporal.
Lo que es más, todos ellos relacionaron esta doctrina muy de cerca con otras dos, que les permite
distinguirles de todos los otros tipos de enseñanzas, incluidas entre ellas el docetismo y el
gnosticismo. Me refiero, en primer lugar, a la doctrina de la creación y, en segunda instancia, a la
doctrina de la justicia de Dios y el juicio final. Como en el judaísmo, la resurrección es el punto
en el que se encuentran la creación y el juicio. Cuando se abandona a alguno de los tres
elementos, por cualquiera que sea la razón, pronto les seguirán los otros dos.
Específicamente en el caso de Tertuliano empezamos a encontrar preguntas sobre lo que
implicará precisamente la resurrección corporal. (Algunas de estas preguntas también se
formularon en las fuentes rabínicas que tuvieron que batallar con problemas similares y más o
menos en la misma época). Supongamos que un caníbal se come a un cristiano y supongamos,
también, que luego el caníbal se convierte. El cuerpo cristiano se ha convertido en parte del
cuerpo caníbal. ¿Quién recibirá cuáles partes en el momento de la resurrección?
Tertuliano nos da una respuesta bastante brusca. Eso es cuestión de Dios, nos dice: él es el
Creador por eso está en la capacidad de solucionar esto y así lo hará. Orígenes, al verse
enfrentado con preguntas similares, responde de una manera más sutil. Según nos dice, nuestros
cuerpos están en cualquier caso en un estado de cambio continuo. No se trata, simplemente, de
que nos crezcan el cabello y las uñas y que los tengamos que cortar. La totalidad de nuestra
sustancia física está sujeta a un proceso de cambio lento. Los que hoy en día denominamos
átomos y moléculas pasan a través de nosotros y nos dejan con una continuidad de forma,
aunque con una transitoriedad de materia. (Al intentar resumir estos argumentos C.S. Lewis nos
ofrece la siguiente ilustración: A este respecto yo soy como una curva en una cascada, nos dice).
Este argumento lo vemos repetido en Santo Tomás de Aquino, un milenio luego de Orígenes y
casi un milenio antes de Lewis. Se trata de un buen argumento: como bien sabemos ya, nosotros
cambiamos todo nuestro equipo físico, todo átomo y toda molécula, a lo largo de un período de
cada siete años más o menos, no más de ese lapso. Yo soy físicamente una persona totalmente
diferente ahora de la persona que era hace diez años. Pero, igualmente sigo siendo yo. Por lo
tanto, en realidad no importa si obtenemos de nuevo las mismas moléculas idénticas o no,
aunque sí es perfectamente posible cierta continuidad. Aquellas moléculas que usamos durante
un tiempo han sido utilizadas antes de nosotros por otros organismos y serán utilizadas por otros
tantos cuando ya nosotros no las usemos más. Polvo somos y en polvo nos convertiremos. Ahora
bien, Dios puede hacer cosas nuevas con el polvo.
Muchos de los teólogos más importantes del período patrístico y del medieval tenían bastante
claridad acerca del futuro posterior a la muerte, un período dividido en dos etapas. Tenemos así,
por ejemplo, que Gregorio el Grande (540-604) fue uno de los que enseñó que el alma del
cristiano muerto disfruta de una visión beatífica mientras espera la resurrección de su cuerpo. A
su vez, Anselmo (1033-1109) resaltó que nuestros cuerpos de resurrección trascenderán a
nuestros cuerpos actuales para convertirse en un nuevo tipo de ser. Los teólogos victorinos, que
sucedieron a Hugo de San Víctor (quien murió en 1142), enseñaban que el cuerpo de la
resurrección sería idéntico a nuestro cuerpo terrenal, aunque transfigurado:
... será inmune a la muerte y al dolor; alcanzará la cúspide de sus poderes, estará libre de
toda enfermedad y deformidad y tendrá una edad aproximadamente de treinta años, la
edad en la que Cristo inició su ministerio. Será capaz de sobrepasar cualquier cosa que
podamos imaginar, incluso aquellas que se mencionan en los recuentos de las apariciones
de Cristo en la tierra luego de su resurrección.
Los teólogos medievales de las corrientes dominantes tradicionales, como Tomás y Bernardo,
insistían en la resurrección corporal. Del mismo modo que el Nuevo Testamento y los Padres de
la Iglesia, ellos defendían de manera clara y determinada la buena creación de Dios. Sabían que
debía ser reafirmada y no abandonada. Sin embargo, una buena parte de la piedad medieval
occidental dio a continuación un giro y tomó una dirección muy diferente en la que se tornaron
mucho más importantes los destinos gemelos del cielo y del infierno y el posible destino
intermedio del purgatorio. En este marco de ideas, el lenguaje de la «resurrección», si acaso se
mantenía, parecía simplemente ser una manera bastante especial de hablar sobre el «cielo», que
era la primera categoría. Este giro tuvo todo tipo de resultados por demás desafortunados, a los
cuales les dedicaremos atención más adelante. Ahora bien, primero debemos establecer y resaltar
los elementos clave de la visión cristiana primitiva de la resurrección y considerar cómo
podemos volver a apropiarnos de ellos para aplicarlos al momento actual.
5. Repensando la resurrección hoy: quién, dónde, qué, por qué, cuándo y cómo
¿Quién será resucitado de entre los muertos? Todas las personas, de conformidad con lo que nos
dice Juan y quizás también Pablo. Sin embargo, en el caso de Pablo cuando menos existe un
sentido especial de resurrección que se aplica claramente a aquellos que están en Cristo y que
están habitados internamente por el Espíritu. Esto trae a colación otras preguntas que
abordaremos en el capítulo siguiente.
¿Dónde tendrá lugar la resurrección? En la nueva tierra, unida ya, tal como estará entonces, al
nuevo cielo. Esa ha sido la esencia de relato en cuanto a la forma y al argumento de toda esta
parte del libro. En este nuevo mundo, no habrá ningún problema de sobrepoblación (como
algunos se han atrevido a sugerir, corriendo el riesgo repentino de pasar de lo sublime a lo
prosaico y trivial). Aparte de la pregunta de si todos los seres humanos serán resucitados de entre
los muertos, o si sólo algunos serán premiados, debemos tener siempre en mente y recordar que
más o menos la mitad de los humanos que han vivido sobre la tierra en todos los tiempos están
vivos en este momento. La población mundial ha crecido a un índice espectacularmente rápido
en el último siglo. Tendemos a olvidar con mucha frecuencia que durante buena parte de la
historia eran muy grandes las extensiones de terreno que casi no estaban habitadas. Incluso las
ciudades civilizadas y algo sobrepobladas de los tiempos bíblicos eran una especie de market
towns (pequeños pueblos basados en el comercio), si nos regimos por las normas que hoy
determinan lo que es una gran ciudad. En este sentido, si tomamos en serio la promesa del nuevo
cielo y de la nueva tierra, nada de esto constituirá un problema. Dios es el Creador y su nuevo
mundo será exactamente tal como lo necesitamos y lo queremos y reflejará el amor y la belleza
de este mundo actual, aunque estarán ampliamente transformados.
De forma explícita, podemos preguntarnos entonces, ¿cuál será precisamente el cuerpo de la
resurrección? Aquí tengo que rendirle homenaje una vez más a uno de los pocos escritores
modernos que ha tratado de ayudarnos en la tarea de imaginar cómo podría ser el cuerpo
resucitado: me refiero a C. S. Lewis. En una amplia variedad de escritos, aunque muy
específicamente en su extraordinario libro The Great Divorce (El gran divorcio), él logra
llevarnos a imaginar cuerpos que son más sólidos, más reales, más sustanciales de los que
tenemos en la actualidad. Tal es precisamente la tarea que nos invitan a emprender los versículos
de 2 Cor. Éstos serán cuerpos a los que se les podrá aplicar claramente la frase sobre la «gloria
perpetua que supera toda medida» que ha sido tomada de esa carta (4,17), serán cuerpos que se
podrán ver, sentir y conocer como los cuerpos adecuados.
En el mundo antiguo, se formularon muchas preguntas adicionales sobre este punto y éstas han
ido surgiendo una vez más y con mayor frecuencia en la discusión contemporánea. ¿Cuáles de
nuestras características actuales y de nuestras imperfecciones presentes retendremos en esta
naturaleza física que se transformará? En una ocasión, cuando impartí el curso sobre la
resurrección en Harvard, durante el año de 1999, una de mis estudiantes se quejó en su informe
final de curso que a ella nunca le había gustado la forma que tenía su nariz y que definitivamente
esperaba que no la tuviera que soportar también en la vida futura. No hay manera de poder
responder a tales preguntas o inquietudes. Todo lo que podemos derivar y suponer de la imagen
de la resurrección de Jesús es que, tal como sus heridas seguían estando visibles, sin ser ya en ese
momento fuente de dolor y de muerte, sino signos de su victoria, también el cuerpo resucitado
del cristiano llevará aquellas marcas de su lealtad con el llamado específico que Dios le ha hecho
y considere apropiadas, así como también todo aquello que haya causado algún sufrimiento.
En particular, cabe destacar que este nuevo cuerpo será inmortal. En otras palabras, este cuerpo
habrá pasado más allá de la muerte y no solamente en el sentido temporal (que es el que pasa por
un momento y evento en particular), sino también en el sentido ontológico, puesto que ya no
seguirá siendo un cuerpo sujeto a las enfermedades, a las lesiones, a la descomposición y a la
muerte misma. Ninguna de estas fuerzas destructivas tendrá poder alguno sobre el nuevo cuerpo.
Sin lugar a dudas, ésa puede ser una de las maneras en las que podemos entender la extrañeza del
cuerpo resucitado de Jesús. Los discípulos estaban viendo la primera manifestación de una
naturaleza física incorruptible, que, por cierto, era la única hasta ese momento.
En este punto es necesario que destaquemos, una vez más, que podemos apreciar cómo nuestro
lenguaje nos lleva a meternos en problemas. La palabra «inmortalidad» se ha utilizado con
frecuencia para referirse a una «inmortalidad incorpórea» y en ese contexto ha sido utilizada en
algunas ocasiones para establecer un contraste muy claro con la palabra «resurrección». Como
resultado de ello, olvidamos con bastante facilidad lo que Pablo manifestó sobre el cuerpo de la
resurrección. Será un cuerpo, aunque no estará sujeto a la mortalidad. Un «cuerpo inmortal» es
algo que la mayoría de la gente considera tan extraño que ni siquiera se detiene a pensar si eso es
sobre lo que está hablando Pablo, del mismo modo que hicieron los otros cristianos de los
primeros tiempos. Pero sí lo es.
Hay todo un mundo de diferencia entre esta creencia y la creencia en un «alma inmortal». Los
platonistas pensaban que todos los seres humanos tenían un elemento inmortal en su interior, al
que se hace referencia, por lo general, como «alma». (Luego de haber alabado a C.S. Lewis, no
puedo dejar de decir, que, al parecer, él también cayó en esta trampa). No obstante, en el Nuevo
Testamento, la «inmortalidad» es algo que sólo Dios posee por naturaleza y que, luego, él
comparte con su pueblo como un don de gracia, más que como una posesión innata.
¿Por qué se nos van a dar estos cuerpos nuevos? De conformidad con los primeros cristianos, el
propósito de este cuerpo nuevo es el de poder gobernar de forma sabia sobre el nuevo mundo de
Dios. Olvidemos esas imágenes de los ángeles que están sentados en las nubes tocando el arpa.
Habrá trabajo que hacer y vamos a disfrutar cuando lo hagamos. Todas estas habilidades y
talentos que hemos puesto al servicio de Dios en esta vida actual y, quizás también, los intereses
y gustos a los que hemos renunciado porque estaban en conflicto con nuestra vocación, se verán
mejorados y ennoblecidos y los volveremos a recibir para que los podamos ejercer para su gloria.
Probablemente, éste sea el aspecto más misterioso y menos explorado de la vida de la
resurrección. Sin embargo, hay varias promesas que aparecen en el Nuevo Testamento sobre el
«reinado» del pueblo de Dios y éstas no pueden ser simplemente palabras vacías. Si, tal como ya
lo hemos visto, la visión bíblica del futuro que Dios nos depara es la de la renovación de la
totalidad del cosmos, será bastante lo que tendremos que hacer y habrá muchos nuevos proyectos
que emprender. En términos de la visión de la creación original que aparece en Gn 1 y 2, será
necesario ocuparse una vez más del jardín y se les darán nuevos nombres a los animales. Claro
que éstas son tan sólo imágenes, aunque como el resto de este idioma que se orienta al futuro,
sirven como verdaderas señales que nos apuntan hacia una realidad más amplia, una realidad a la
que la mayoría de los cristianos no le prestan mucha atención, en la que piensan muy poco si
acaso le dedican algún pensamiento.
El nuevo cuerpo será un don de gracia y de amor de Dios. No obstante, hay varios pasajes en el
Nuevo Testamento, incluso podemos hacer referencia a las palabras del mismo Jesús, que nos
hablan de las bendiciones futuras de Dios en términos de recompensa (es decir, es un tipo más de
respuesta a la pregunta «por qué»). Muchos cristianos piensan que esto es bastante incómodo. No
sólo se nos ha enseñado que se nos justifica por la fe y no por las obras, sino que, de alguna
manera, la idea misma de ser un cristiano sólo por aquello que vamos a obtener a cambio, es
bastante desagradable para nosotros.
Pero la imagen de la recompensa que se aprecia en el Nuevo Testamento no opera de esta
manera. No es cuestión de cálculo ni de llevar a cabo un trabajo difícil para que se nos pague un
buen salario. Más bien, se trata de trabajar por una amistad o un matrimonio, de manera de
disfrutar la compañía de la otra persona de una forma más plena. Es, más bien, como practicar
golf para que podamos salir a la cancha y pegarle a la pelota en la dirección correcta. Se trata,
más bien, de aprender alemán o griego, de modo que podamos leer a algunos de los grandes
poetas y filósofos que escribieron en esos idiomas. La «recompensa» se conecta orgánicamente
con la actividad y no con alguna especie de palmadita arbitraria en la espalda que, de cierta
forma, no tiene relación alguna con el trabajo que se ha hecho y sí una abundancia mucho mayor
y que va más allá de cualquier sentido de pago directo o equivalente. La recompensa de tener la
capacidad de leer y disfrutar a Homero durante el resto de nuestra vida va mucho más allá de
cualquier tipo de «pago» equitativo a cambio del fastidio que tuvimos que soportar para aprender
el griego. Como ya hemos podido ver y tal como seguiremos leyendo más adelante, todo esto se
relaciona directamente con lo que nos dice Pablo en 1 Cor 15,58: la resurrección significa que
todo lo que hagamos en el presente, todo el trabajo arduo por el Evangelio no se va a
desperdiciar. Ese trabajo no va a ser en vano. Ese trabajo se va a completar y tendrá su plena
realización en el futuro de Dios.
¿Cuándo tendrá lugar la resurrección? Algunos han supuesto que, inmediatamente después de la
muerte, pasamos al estado de resurrección. Esto me parece en extremo difícil. Pablo nos dice que
si Cristo es los primeros frutos, aquellos que pertenecen a él serán resucitados «a su venida» —
algo que, sin lugar a dudas, no ha sucedido todavía. Como en el caso de muchos escritos judíos
de ese período de tiempo, el libro del Apocalipsis habla sobre los muertos que esperan con
paciencia, aunque algunas veces no lo hacen con tanta paciencia, a que llegue el momento en el
que finalmente seremos resucitados a una nueva vida. En realidad, este estado intermedio es más
o menos una característica constante de las creencias sobre la resurrección que se aprecian tanto
entre los judíos como entre los cristianos.
En particular, si es cierto (tal como lo argumenté anteriormente) que la nueva creación será
continua a la presente en los sentidos más importantes, no podemos pensar que ésta ya ha
llegado, así como tampoco tendría sentido que el cuerpo de la resurrección de Jesús ya estuviera
vivo y activo antes de su crucifixión. El nuevo cuerpo es la transformación y no meramente el
remplazo de antiguo cuerpo. Y ya que es bastante obvio que el viejo cuerpo aún no ha sido
transformado, tampoco todavía puede haber tenido lugar la resurrección que es su característica
básica y central. El tiempo sí importa y fue parte de la buena creación original. Aunque es muy
claro que el cuerpo puede ser transformado de maneras que ni siquiera logramos imaginar en el
presente, no nos deberíamos dar el lujo de terminar siendo seducidos por el lenguaje de la
«eternidad» (tal como en la frase «vida eterna», la cual en el Nuevo Testamento no se refiere con
regularidad a una existencia futura no temporal, sino a «la vida de la era por venir») para
imaginar, como lo dice una antigua canción que «ya no habrá más tiempo». No, «debemos quitar
la maleza y limpiar el viejo campo del espacio, del tiempo, de la materia y de los sentidos,
debemos abrir nuevos surcos en la tierra y sembrarla para que surja y crezca una nueva cosecha.
Es posible que nosotros estemos cansados ya de ese campo de labranza viejo: pero Dios no lo
está».
¿Cómo sucederá todo esto? Tal como nos han manifestado con insistencia, tanto John
Polkinghorne, como otros, de lo que estamos hablando es de un gran acto de nueva creación. De
hecho, Polkinghorne nos ofrece una metáfora contemporánea que para mí es muy importante y
que me parece atractiva (aunque también he descubierto que para muchas personas es
simplemente terrible). Claro está que él la presenta con muchos más matices y de una manera
más sutil, aunque en realidad no me parece que esté formulando una caricatura de ese
pensamiento cuando lo expresa de la manera siguiente: Dios va a descargar nuestro software en
su hardware hasta aquel momento en el que nos dé un nuevo hardware para que podamos correr
una vez más el software. Pablo nos dice que Dios nos dará cuerpos nuevos. Quizás haya cierta
continuidad corporal, como la hubo en el propio Jesús, pero Dios es muy capaz de recrear el
mundo, aun cuando (como en el caso de los mártires de Lyon) sus cenizas se dispersen en un río
que fluye con mucha rapidez.
Cada vez que en los primeros escritos del cristianismo se aborda la pregunta «cómo», la
respuesta que se da siempre es la misma: por medio del Espíritu. El Espíritu que se lamentaba
sobre las aguas del caos, el Espíritu que habitó con tanta riqueza en el interior de Jesús que llegó
a ser conocido como el Espíritu de Jesús: este Espíritu que ya está presente dentro de los
seguidores de Dios como los primeros frutos, como el pago inicial, como la garantía de lo que
está por venir, no sólo es el inicio de la vida futura, incluso en el tiempo presente, sino el poder
vigorizante a través del cual tendrá lugar la transformación final. El primer Credo hablaba del
«Espíritu Santo, Señor y dador de vida». Esto es exactamente cierto según el Nuevo Testamento.
Todo esto trae a colación de manera muy sagaz la siguiente pregunta: entonces, ¿dónde están los
muertos en este momento? ¿En qué términos deberíamos pensar en ellos?
Capítulo 11
Purgatorio, paraíso, infierno
1. Introducción
Antes del siglo XVI, gran parte del pensamiento occidental cristiano de la Iglesia se dividía en
tres partes. En primer lugar, teníamos a la Iglesia triunfante, que consistía en los santos, aquellas
almas benditas que ya habían llegado a la visión beatifica de Dios. Oficialmente, seguían
esperando la resurrección final, pero cada día se ponía menos énfasis en ese hecho y en muchas
imágenes o descripciones medievales se había dejado de mencionar por completo. Pensemos en
Dante y en las obras teatrales de misterio de la época medieval. Había cierto lugar al que se le
denominaba el cielo. Algunas almas ya habían logrado llegar hasta allá y, por lo tanto, se podía
pensar en ellas como «santos». Estaban ante la presencia de Dios. ¿Qué más podían pedir?
Dentro del marco de esas imágenes, algunos santos llegaron allí por vía directa, inmediatamente
al momento de morir, mientras que otros fueron al «cielo» después de un período en otro lugar,
el cual procederemos a analizar dentro de un momento. Sin embargo, una vez allá, dichos santos
actuarían como amigos y personas que intercederían por aquellos que ya estaban en camino. Y
esos santos triunfantes tenían su propio día en el que se les celebraba entonces y se les celebra
ahora: el Día de todos los Santos.
En el otro extremo, se encontraba la Iglesia combatiente. («Combatiente» quiere decir que
«lucha» en el sentido de «luchar el buen combate preservando la fe», tal como se menciona en 1
Tim 1). Esto es, por supuesto, la compañía de la gente de Dios en la vida presente, la cual por el
momento no es objeto de nuestra preocupación.
Entre ambos extremos teníamos a la Iglesia «expectante», aquella Iglesia que «espera» y el lugar
en el que está esperando es el purgatorio. Este es un tema complejo que requiere de un análisis
ulterior.
2. El purgatorio
El purgatorio es básicamente una doctrina de la Iglesia católica romana. No es una doctrina que
sostenga como tal la Iglesia ortodoxa oriental, la que, más bien, la rechazó de forma clara y
determinante sobre fundamentos bíblicos y teológicos y no simplemente debido a la aversión por
los abusos específicos cometidos durante la Reforma. Las primeras declaraciones acerca del
purgatorio provienen de Santo Tomás de Aquino en el siglo XIII y de Dante a principios del
siglo XIV, aunque la noción comenzó a entretejerse profundamente en toda la psiquis de este
período. A fines del período medieval, fue muy considerable la energía que se dedicó a
desarrollar la imagen del purgatorio y reestructurar la vida cristiana presente alrededor del
mismo. Entonces, se enseñaba que casi todos los cristianos seguían siendo pecadores en cierta
medida hasta el momento de su muerte y que, por lo tanto, tenían que pasar por una etapa de
castigo y purgación, aunque durante esta etapa se les podía ayudar con las oraciones y
especialmente con las misas ofrecidas por la Iglesia militante. Fue precisamente como resultado
de esta creencia que se inició la práctica de la venta de indulgencias a principios del siglo XVI,
lo que horrorizó verdaderamente no sólo a Martin Lutero, sino a varios otros teólogos católicos
romanos de la época.
El poder poético y dramático de la idea del purgatorio es evidente, tanto en Dante, hace ya
setecientos años, como también en épocas más cercanas a nuestro tiempo y se aprecia también en
obras como el famoso libro Dream of Gerontius (Sueño de Geroncio) del cardenal Newman, que
adquirió aún mayor fama cuando fue musicalizado bajo la inspiración de Elgar. Esta visión, así
como la enseñanza que la misma implica, siguen formando parte de la estructura básica de gran
parte de la Iglesia romana y de algunos otros que se vuelcan sobre ella en busca de una buena
guía. Sin embargo, en la última generación, dos maestros importantes y centrales de la teología
romana han expuesto visiones muy diferentes.
Karl Rahner, quien murió en 1984, intentó combinar las enseñanzas romanas y las orientales
acerca del lugar al que va el alma entre la muerte y la resurrección. En vez de concentrar la
atención en lo que él consideraba que era la preocupación en extremo individualizada por el
destino de un alma en particular, prefirió suponer que después de la muerte las almas se unían de
manera mucho más estrecha con el cosmos de forma global a través de cuyo proceso y mientras
sigue esperando por la resurrección, el alma está más consciente de los efectos de su propio
pecado en el mundo en general. En su opinión, esto ya era más que suficiente como purgatorio.
Aún más digna de mención es la visión del cardenal Ratzinger, quien es ahora el Papa Benedicto
XVI. Basándose en 1 Cor 3, sostiene que nuestro Señor en sí mismo es el fuego del juicio que
nos transforma a medida que nos va adaptando a su cuerpo glorioso resucitado. Esto no sucede
durante un proceso largo e interminable, sino en el momento del juicio final mismo. Al
relacionar de esta manera el purgatorio con el propio Jesucristo como el fuego escatológico,
Ratzinger separa la doctrina del purgatorio del concepto de un estado intermedio y rompe el
vínculo que dio lugar en la Edad Media a la idea de las indulgencias y que le proporcionó un
punto excelente de arranque a la polémica protestante. Sin importar cuál es nuestra opinión al
respecto: nos queda claro que dos de los teólogos centrales y más conservadores de la Iglesia
católica romana de la última generación han ofrecido una marcha atrás bastante radical con
respecto a Santo Tomás de Aquino, Dante, Newman y todos aquellos que vivieron entre la época
del primero y la del último.
No obstante, al mismo tiempo —y es aquí donde entran en juego muchos anglicanos—, había
una cierta tendencia en gran parte de la teología del siglo XX a restarle importancia a la
«esperanza segura y cierta» de la que hablaban con tanto entusiasmo los reformadores. Pareciera
(según se nos dice con frecuencia) muy arrogante. Si conocemos nuestros propios corazones y
los de las personas a las que les ofrecemos nuestro ministerio, sabemos que no estamos listos
para el júbilo final. Además, la tendencia hacia el universalismo, que fue tan evidente en los
últimos cien años del pensamiento protestante, ha generado una nueva situación en la que no sólo
los cristianos profesos, sino la masa de cristianos no profesos, tienen que aprestarse y estar listos
para la salvación en el tiempo después de la muerte. Como en una cama doble que está mal
tendida, esto ha llevado a la gente que solía posicionarse en cualquiera de los dos lados, el del
cielo o del infierno, a caer en ese espacio incómodo que se encuentra en el medio de ambos
extremos. Según esta visión, después de la muerte, los no cristianos continuarán emprendiendo
cualquiera que sea la «travesía» que hasta entonces habían emprendido, hasta que a la larga
lleguen a aceptar la salvación de Dios. A su vez, los cristianos continuarán aquella «travesía»
que habían emprendido, procediendo a pasos pausados y sin prisa a través del país espiritual
inexplorado y desconocido hasta que ellos también lleguen a su meta. Algunas veces, tal como
leemos en el Libro americano de oraciones, se hace referencia a este proceso como de
«crecimiento», aunque no tenemos claro cuál es la razón que llevó a que se prefiriera esa
metáfora en vez de cualquier otra. Por lo tanto, tenemos una especie de purgatorio para todos, el
cual no es tan desagradable y, sin lugar a dudas, tampoco pretende ser un castigo, ya que el
liberalismo que da lugar a estas ideas no hace mayor referencia al pecado y está claro, entonces,
que no quiere pensar que se requería o se requiere ser castigado.
Bien sea en su forma clásica o en su forma moderna, el purgatorio constituye la base en la que se
apoya el Día de los Fieles Difuntos (2 de noviembre), innovación benedictina del siglo X. Esta
conmemoración establece una clara distinción entre los «santos» que están en el cielo y los
«difuntos» que no lo están y que, por lo tanto, se encuentran lejos de ser totalmente felices y
necesitan nuestra ayuda (tal como hoy lo decimos) para «seguir adelante». La doble
conmemoración del Día de todos los Santos y del Día de los Fieles Difuntos es el fundamento
mismo de esta distinción radical. Y es precisamente esto lo que quiero cuestionar a continuación.
Hay cuatro puntos que es necesario establecer claramente.
En primer lugar, tal como lo mencionara con anterioridad, la resurrección sigue siendo algo que
se ubica en el futuro. Esa es la visión oficial de todos los teólogos ortodoxos de la corriente
dominante, tanto los católicos, como los protestantes, los de Oriente y los de Occidente, excepto
aquellos que piensan que después de la muerte pasamos hacia una eternidad en la que están
presentes todos los momentos. A este respecto, debemos recordar en particular que el uso de la
palabra «cielo» para hacer referencia a la meta última y final de los redimidos, aunque claro está
que ha sido ampliamente popularizada por la piedad medieval y aquélla la siguió, es
ampliamente engañosa y ni siquiera está cerca de hacerle justicia a la esperanza cristiana. Yo me
siento frustrado una y otra vez por lo difícil que es lograr que este punto atraviese la gruesa pared
del pensamiento y el lenguaje tradicional que ha levantado la mayoría de los cristianos. El
destino final no es (una vez más) «ir al cielo cuando uno muere», sino ser elevado de forma
corporal hacia la semejanza transformada y gloriosa de Jesucristo. (Claro está que el meollo de
todo esto no es únicamente nuestro propio futuro feliz, por importante que éste sea, sino la gloria
de Dios cuando llegamos a reflejar plenamente su imagen). Por lo tanto, si hablamos de «ir al
cielo cuando morimos», debemos tener muy claro que esto constituye apenas la primera etapa de
un proceso de dos etapas y, por cierto, la menos importante. La resurrección no es «la vida
después de la muerte»; más bien es la vida después «de la vida después de la muerte».
En segundo lugar, no hay razón alguna en el Nuevo Testamento para suponer que haya alguna
distinción de categorías entre los diferentes cristianos que están en el cielo mientras esperan por
la resurrección. En los primeros escritos cristianos, todos los cristianos eran «santos» y entre
ellos se incluían los corintios, a quienes se les consideraba confundidos y pecadores. Cuando
Pablo habla de su deseo «de partir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente, es con mucho lo
mejor», no está sugiriendo que él va a estar «con Cristo» aunque los cristianos menos
competentes tendrán un período interino de espera. En ese sentido, él no estará con los «santos»
mientras las «almas» están en algún otro lugar. Esto lo reconoce la ortodoxia oriental que celebra
a los santos de múltiples maneras diferentes, aunque no imagina que ya ellos hayan alcanzado el
júbilo final. Ellos no lo alcanzarán hasta que todos nosotros lo hayamos alcanzado. Esa es la
razón por la que los ortodoxos rezan por los santos al igual que con ellos.
El único pasaje del Nuevo Testamento que establece algún tipo de distinción en este punto es 1
Cor 3 que nos habla de los trabajadores cristianos que construyen con oro, con plata y con
piedras preciosas y aquellos otros que construyen con madera, con heno y con paja. Sin embargo,
Pablo no dice que un grupo irá directo al «cielo», mientras que el otro irá primero al purgatorio.
Ambos serán salvados, a ambos les espera el mismo destino. Sin embargo, el primer grupo
llegará con toda gloria y el segundo apenas si logrará hacerlo. Este es un pasaje solemne que
deben tomar muy en serio los trabajadores y maestros cristianos, pero tal como parece reconocer
ahora el Papa, no indica que haya una diferencia de condición o una geografía celestial, así como
tampoco una progresión temporal entre una categoría de cristiano después de la muerte y la otra.
En realidad, se dicen tantas cosas en el Nuevo Testamento sobre que los más grandes serán los
menos y los menos serán los más grandes que no debería sorprendernos por esta falta de
distinción entre la condición postmoderna de los diferentes cristianos. Me doy perfecta cuenta de
que pudiera ser muy difícil para algunos captar plenamente esto, pero a la luz del Evangelio
cristiano básico y central del mensaje y el logro de Jesús, así como de la predicación de Pablo y
de los otros discípulos, no hay manera de decir, por ejemplo, que Pedro o Pablo, Aidan o
Cuthbert, o incluso me atrevería a decir, la madre misma de Jesús están más «avanzados» y más
cerca Dios y han logrado más «crecimiento» espiritual, o cualquier tipo de progreso con respecto
a aquellos cristianos que han sido mártires en nuestros días o aquellos que simplemente han
muerto con toda tranquilidad en sus camas. Para ser consecuentes con los lineamientos que
guiaron nuestra fundación, con las bases de nuestra religión, debemos decir que a todos los
cristianos, tanto a aquellos que están vivos, como a aquellos que ya nos dejaron, debemos verlos
como «santos» y debemos creer que se debe pensar en todos los cristianos que han muerto como
santos y es preciso tratarles como tales.
Por lo tanto, en tercer lugar, no creo en el purgatorio como un lugar, un tiempo o un estado. En
cualquier caso, el purgatorio no es más que una innovación occidental tardía que no encuentra
ningún respaldo en la Biblia y sus supuestos fundamentos teológicos están siendo cuestionados
en estos momentos, tal como pudimos verlo, por importantes teólogos católicos romanos. Tal
como insistieron los reformadores, la muerte corporal en sí es la destrucción de una persona
pecadora. En algún momento, alguien me acusó de sugerir que Dios era un mago si lograba la
maravilla de hacer que una persona que seguía siendo pecadora se convirtiera en una persona que
ya no era pecadora, así de fácil. Pero ése no es el punto. La propia muerte elimina todo aquello
que sigue siendo pecador. No se trata de magia en lo absoluto, sino de buena teología. Por
consiguiente, no queda nada que haya que purgar. Algunos profesores de antes sugerían que el
purgatorio sería necesario de todos modos porque igual necesitaríamos purgar algún castigo por
nuestros pecados; sin lugar a dudas tal sugerencia resulta un pensamiento repugnante para
cualquiera que tenga aunque sea una ligera comprensión del pensamiento de Pablo, quien nos
enseña que «no hay condena para los que pertenecen a Cristo Jesús».
El último y formidable párrafo de Ro 8, el cual se lee con tanta frecuencia y de manera muy
pertinente por cierto en los funerales, no deja lugar para ningún tipo ni forma de purgatorio:
Estoy seguro que ni muerte ni vida, ni ángeles ni potestades, ni presente ni futuro, ni
poderes ni altura ni hondura, ni criatura alguna nos podrá separar del amor de Dios
manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro.
Y si igualmente ustedes quisieran decir que Pablo se refería realmente a que «claro está que uno
probablemente tendrá que pasar primero por el purgatorio», creo, con todo el debido respeto, que
ustedes no deberían ir a hablar con un teólogo, sino con un psiquiatra.
En realidad, Pablo establece claramente aquí, al igual que en otros pasajes, que es la vida
presente la que debe servirnos como un purgatorio. Los sufrimientos del momento actual y no los
de algún estado posterior a la muerte, son el valle a través del cual tenemos que pasar para llegar
al futuro glorioso. Creo que sé cuál es la razón por la que el purgatorio se hizo tan popular y por
la que el volumen del medio de Dante es aquel con el que la gente más se relaciona. El mito del
purgatorio es una alegoría, una proyección del presente hacía el futuro. Esa es la razón por la que
el purgatorio le llama tanto la atención a la imaginación. Es nuestra historia, aquí y ahora. Si
somos cristianos, si creemos en el Jesús resucitado como nuestro Dios y Señor, si somos
miembros bautizados de su cuerpo, entonces estamos pasando ahora mismo por aquellos
sufrimientos que constituyen la puerta de entrada hacia la vida. Claro está que para millones de
nuestros ancestros teológicos y espirituales, la muerte habrá traído una sorpresa agradable. Es
probable que se hubiesen estado preparando durante largo tiempo para la larga lucha que los
esperaba, para tan sólo darse cuenta de que esa lucha ya había terminado.
Por lo tanto, el renacimiento del casi purgatorio en nuestros propios días es algo que no viene al
caso. Es un extraño retorno a la mitología, precisamente cuando deberíamos comenzar a poner
los pies sobre la tierra. Es irónico que, en algunos círculos, el propósito parece ser el de acercarse
sigilosamente a Roma de manera amistosa, precisamente en el momento en el que dos de los
teólogos conservadores más importantes de Roma, Rahner y Ratzinger, han estado
transformando la doctrina para convertirla en algo más. Ha llegado el momento de respirar
profundamente, de comenzar a pensar con claridad y de lanzar un suspiro de alivio.
3. El paraíso
Por lo tanto, llego en cuarta instancia a este punto de vista: que todos los cristianos que ya se han
ido están básicamente en el mismo estado, el cual no es otro que aquel de una felicidad en paz.
Aunque a veces se le describe como «sueño» o como «dormición», no debemos interpretarlo
como un estado de inconsciencia. En caso de que Pablo lo hubiera visto como tal, dudo mucho
de que habría descrito la vida inmediatamente después de la muerte como un «estar con Cristo,
lo cual, ciertamente, es con mucho lo mejor». Aquí, más bien, el «sueño» se refiere a que el
cuerpo está «dormido», en el sentido de «muerto», mientras que la persona real, sin importar
cómo la queremos o lo queremos describir, continúa existiendo.
Queda claro, entonces, que este estado no es un destino final al que vamos dirigidos todos los
muertos cristianos, que es sin duda la forma en la que veíamos la resurrección corporal. Más
bien, se trata de un estado en el que los muertos están sostenidos firmemente en el amor
consciente de Dios y la presencia consciente de Jesucristo mientras esperan ese día. No hay
razón por la que ese estado no deba ser denominado «cielo», a pesar de que debemos destacar
una vez más lo interesante del hecho de que el Nuevo Testamento no lo denomine así de forma
rutinaria y utilice la palabra «cielo» en otro sentido.
De todo esto podemos derivar un punto muy interesante. Ya que, tanto los santos que nos han
precedido, como nosotros, estamos en Cristo, compartimos con ellos en la «Comunión de los
Santos», ellos siguen siendo nuestros hermanos y hermanas en Cristo. Cuando celebramos la
eucaristía, ellos están allí con nosotros, así como también con los ángeles y los arcángeles. ¿Por
qué entonces no deberíamos nosotros rezar por ellos y con ellos? La razón por la cual los
reformadores y aquellos que los sucedieron hicieron todos los esfuerzos por prescribir la
«oración por los muertos» fue debido a que esa práctica había estado tan estrechamente
vinculada con la noción del purgatorio y la necesidad de sacar de ahí a la gente lo antes que fuera
posible. Una vez que descartamos el purgatorio, no veo razón alguna por la que no debamos
rezar por y con los muertos y sí considero que hay todas las razones por la que debiéramos
hacerlo y no para que ellos logren salir del purgatorio, sino para que ellos se sientan como
nuevos y llenos de la dicha y de la paz de Dios. El amor se traspasa hacia la oración y seguimos
queriéndolos. Entonces, ¿por qué no los vamos a mantener en ese amor ante Dios?
Sin embargo, ni en el Nuevo Testamento, ni entre los primeros Padres cristianos, encuentro
sugerencia alguna que indique que aquellos que están actualmente en el «cielo» o (si así lo
prefieren) en el «paraíso» estén dedicados activamente a rezar oraciones por aquellos de nosotros
que estamos en esta vida presente. Tampoco encuentro sugerencia alguna que señale que los
cristianos que están vivos todavía deban rezarle a los «santos» para que intercedan ante el Padre
en su nombre. Yo sé que aquí estoy tocando un punto muy sensible de los hábitos devocionales
de muchos cristianos. Sin embargo, soy de la opinión que este punto de vista merece ser
escuchado. Es cierto que si los muertos cristianos son conscientes y están «con Cristo» en un
sentido que, tal como lo implica Pablo, es más cercano que aquel en el que estamos nosotros en
este momento, existen razones muy poderosas para suponer que, cuando menos, ellos son como
las almas bajo el altar de las que se lee en el Apocalipsis y le están instando al Padre a que
complete el trabajo de justicia y salvación en el mundo. En caso de ser esto así, no hay razón
alguna en principio por la que ellos no puedan de manera similar interceder ante el Padre
también en nuestro nombre. O bien, analizándolo desde otro punto de vista, si en realidad ellos
están «con Cristo» y si parte del trabajo del Cristo que ascendió a los cielos es el de gobernar el
mundo como agente de su Padre, podríamos entonces suponer que los muertos están
involucrados de alguna manera en eso, no simplemente como espectadores de ese trabajo que
está en marcha. Ahora bien, no veo evidencia alguna en los primeros escritos cristianos que
sugiera que los muertos cristianos en realidad están dedicados a labores de ese tipo y menos aún
veo alguna sugerencia sobre que, por así decirlo, los cristianos que ahora están vivos deben
instarlos a hacerlo al invocarlos de forma específica y éste es un aspecto muy importante para
aquellos que creen que es vital basar nuestras creencias en las Escrituras mismas y que es
indiscutiblemente mi caso.
En particular, debemos desconfiar muy especialmente de la idea medieval que señala que los
«santos» pueden funcionar como «amigos que están en la corte», de manera que así como
podríamos sentir timidez y no atrevernos a acercarnos al Rey, también es cierto que conocemos a
alguien que, por así decirlo, es «uno de nosotros» y al cual le podemos hablar libremente y esta
persona quizás pudiera estar dispuesta a interceder por nosotros. A mí me parece que esa práctica
pone en tela de juicio e, incluso, niega por implicación la inmediatez del acceso a Dios a través
de Jesucristo y en el Espíritu, lo cual se nos promete una y otra vez en el Nuevo Testamento. En
el Nuevo Testamento esto está muy claro: en virtud de Cristo y del Espíritu, todos y cada uno de
los cristianos son bienvenidos en cualquier momento a presentarse ante el propio Padre. Si a
usted le aguarda una bienvenida real en la sala del trono, para plantear lo que tenga en su mente y
en su corazón, sin importar lo grande o pequeño que sea, ¿por qué se iba a tomar la molestia de
buscar a alguien en la antesala, por distinguido que fuera, para que entrara y pidiera en su
nombre lo que usted mismo puede pedir? El simple hecho de cuestionar esto, incluso por
implicación, es sinónimo de poner en tela de juicio una de las bendiciones y de los privilegios
básicos del Evangelio.
En realidad, la invocación explícita a los santos puede ser, pero no digo que siempre lo sea, un
paso hacia aquel semipaganismo que los reformadores temían con toda la razón. Para el mundo
de las etapas finales de la antigüedad romana era difícil eliminar de la imaginación colectiva a la
panoplia multiestratificada de dioses y señores, de semidioses y héroes que habían ido
coleccionando en su cultura durante más de mil años. La Iglesia del segundo siglo empezó —lo
cual es fácil de entender— a venerar a los mártires como testigos especiales de la victoria de
Cristo sobre la muerte. Ahora bien, una vez establecido el cristianismo y al cesar la persecución,
no les fue difícil la transición y elegir como objeto de su veneración a otros, que aunque no
habían sido mártires, igualmente fueron destacados cristianos de una manera u otra. Sin
embargo, todo ese proceso mediante el cual se establecieron jerarquías entre dichas personas, así
como sistemas elaborados para designarlos (la canonización y otros esquemas similares) me
parece un inmenso intento por buscar la respuesta donde no está.
Por consiguiente, podemos preguntarnos lo siguiente: en vez de las tres divisiones de la Iglesia
medieval (la triunfante, la expectante y la militante), creo que sólo hay dos. La Iglesia en el
cielo/paraíso es tanto triunfante como expectante. No anticipo en lo absoluto que todos mis
lectores estén de acuerdo con esta conclusión aunque sí quisiera instarlos a que, cuando menos,
busquen en los escritos para ver si lo que digo es cierto. Y en particular, insto a aquellos cuyas
iglesias, tal como es el caso de la mía propia, han reactivado la práctica de la conmemoración del
Día de los Difuntos y, sobre todo, quienes piensan que esto es útil para su práctica pastoral, a que
mediten con seriedad acerca de la teología que están siguiendo y enseñando, cuando menos en
forma implícita. Los momentos adecuados para recordar a los muertos cristianos y para hacerlo
de una manera que exprese genuina esperanza cristiana son la Pascua de Resurrección, por un
lado, y el Día de todos los Santos, por el otro. El hecho de agregar otras conmemoraciones
simplemente contribuye a restarle valor al significado y la importancia de esas dos grandes
festividades. En este caso, al igual que en otros de la teología y de la liturgia, se logra más con
menos.
Claro está que hay ciertos detalles prácticos que se aplican a alguna de las iglesias, aunque no a
todas. Sin embargo, las iglesias tienen toda la razón al sentir cierta inquietud, cuando menos
ocasional, al abordar las interrogantes acerca tanto de lo que sucede inmediatamente después de
la muerte como del futuro final. Sin cierta reflexión sobre estos asuntos que han sido tan
centrales, fundamentales y polémicos dentro de la tradición, nuestras discusiones se verían
empobrecidas y correrían el riesgo de repetir los viejos errores del pasado. Lo importante es que
captemos la esperanza central de la resurrección final establecida dentro de la nueva creación
misma y que reordenemos todos nuestros pensamientos y hablemos libremente sobre cualquier
otro asunto de la «vida después de la muerte» a la luz de todo esto.
4. Más allá de la esperanza, más allá de la piedad
En todas aquellas ocasiones en las que me he referido a estos aspectos durante la última década,
más o menos, alguien siempre me pregunta: «¿Y, entonces, qué nos puede decir del infierno?».
En realidad, para darle respuesta a esta pregunta se requeriría escribir un libro completo y yo me
siento atrapado entre mi falta de deseo de escribir tal libro y mi claro reconocimiento de que,
cuando menos, uno debe decir algo al respecto.
Parte de la dificultad que plantea este tema, tanto como los otros que hemos venido estudiando,
es que la palabra «infierno» en sí misma nos trae a la memoria una imagen que se ha derivado
más del imaginario medieval que de los primeros escritos del cristianismo. De la misma manera
en la que muchos de aquellos a quienes se les enseñó que Dios era un señor anciano de barba
larga, sentado en una nube, cuando decidieron de pronto que iban a dejar de creer en tal ser
personificado de esa manera y por consiguiente, «dejaron de creer en Dios», muchos de aquellos
a quienes se les enseñó a pensar en el infierno como una ubicación literalmente subterránea, llena
de gusanos y fuego, como una especie de cámara de tortura que estaba en el centro del castillo de
Dios, pleno de delicias celestiales, decidieron que cuando dejaran de creer en eso también
dejarían de creer en el infierno. Los que componen el primer grupo decidieron que ya que no
podían seguir creyendo en las imágenes infantiles de Dios, debían ser ateos. Los integrantes del
segundo grupo decidieron que ya que no podían seguir creyendo en las imágenes infantiles del
infierno, debían ser universalistas.
Claro está que hay muchas mejores razones para convertirse en un ateo y también muchas
mejores razones para convertirse en un universalista. Muchos de los que ocupan una de estas dos
posiciones han pasado por una trayectoria bastante más sofisticada de las que acabo de describir.
Sin embargo y, cuando menos, a nivel popular, no es la doctrina cristiana primitiva seria del
juicio final la que ha sido rechazada, sino más bien una que no es más que una burda caricatura.
La palabra más común del Nuevo Testamento que a veces se traduce como «infierno» es
Gehenna. Gehenna era un lugar y no tan sólo una idea: era un montículo de desperdicios que
estaba en las afueras de la ciudad vieja de Jerusalén, hacia su límite sur occidental. Hasta estos
momentos el valle que ocupa ese lugar lleva el nombre Ge Hinnom. Cuando estuve visitando
Jerusalén hace unos pocos años, me llevaron a uno de los restaurantes más elegantes, ubicado en
las laderas occidentales de este famoso valle, y allí atestiguamos una exhibición espectacular de
fuegos artificiales que se organizó, sin duda alguna, con la ironía deliberada, en el sitio al que
Dios se refería cuando hablaba sobre el fuego candente de Gehenna. Sin embargo, lo mismo que
sucede con sus palabras acerca del «cielo», se aprecia también en sus referencias al Gehenna:
una vez que se hubiera distanciado lo suficiente a los lectores cristianos del significado original
de las palabras, vendrían a la mente imágenes alternativas generadas, no por Jesús o por el
Nuevo Testamento, sino por la serie de imágenes, alguna de ellas en extremo escabrosas que
surgieron del folklore, así como de la imaginación antigua y medieval.
El punto es que cuando Jesús les estaba advirtiendo a quienes lo escuchaban sobre el Gehenna,
por regla general no les estaba diciendo que, a menos que se arrepintieran en esta vida, estarían
condenados al fuego en la siguiente. Es más, tal cual lo que sucede con respecto al reino de Dios,
ocurre también con su concepto contrario: es en la tierra donde importan las cosas y no en otro
lugar. Su mensaje a sus contemporáneos era crudo y (como podríamos decir ahora) «político». A
menos que le dieran la espalda a sus sueños inútiles y rebeldes de establecer el reino de Dios en
sus propios términos y, fundamentalmente, a través de una revuelta armada contra Roma, el
gigante romano haría lo que terminan por hacerle los imperios grandes, codiciosos y despiadados
a los países pequeños (y el Medio Oriente no ha sido ninguna excepción) cuando quieren sus
recursos o cuando les es vital su ubicación estratégica y la quieren resguardar para ellos. Roma
convertiría a Jerusalén en una extensión horrible y podrida de su propio montón de basura
ardiendo en llamas. Cuando Jesús dijo «si no se convierten todos perecerán del mismo modo»,
éste es el significado fundamental que él tenía en mente.
En vista de ello, es tan sólo por extensión y con cierta dificultad que podemos extrapolar de los
diversos dichos del Evangelio que articulan esta advertencia urgente e inmediata al aspecto más
profundo de una advertencia sobre lo que puede suceder luego de la muerte en sí. Las dos
parábolas que parecen abordar esta pregunta directamente son, tal como debemos recordar,
parábolas y no descripciones reales de la vida después de la muerte. Utilizan las imágenes del
antiguo ideario judío tales como reposar en el «seno de Abraham», pero no lo hacen con el
propósito de enseñarnos sobre lo que sucederá después de la muerte, sino que, más bien, insisten
en la justicia y en la misericordia en la vida presente. Con esto no pretendemos decir que Jesús
hubiera disentido de la imagen implícita de las realidades posteriores a la muerte. Por el
contrario, lo que se pretende es señalar que el hecho de tomar de forma «literal» la escena de
Abraham, el hombre rico y Lázaro sería tan insensato como tratar de averiguar cuál es el nombre
del hijo pródigo. Simplemente, Jesús no habló mucho sobre la vida futura. Después de todo, a él
lo que le interesaba fundamentalmente era anunciar que el reino de Dios iba a venir para estar
«así en la tierra como en el cielo». Tal como hemos podido observar, Jesús no impartió ninguna
enseñanza nueva sobre el aspecto de la resurrección, aparte de algunas sugerencias poco claras
en torno a lo que iba a suceder y, por cierto, pronto a una persona antes que a todas las demás.
Fuera de esto, él simplemente se contentó con reforzar la imagen judía normal. De igual manera,
no le preocupaba impartir ninguna enseñanza nueva acerca del juicio posterior a la muerte, fuera
de los extraños indicios de que iba a ser una anticipación dramática y terrible de alguna manera
en particular en la historia del tiempo y del espacio, en el lapso de una generación.
Por lo tanto, no podemos buscar en las enseñanzas de Jesús ningún detalle nuevo y novedoso
acerca de si realmente hay quienes finalmente rechazan a Dios y sobre quienes, por así decirlo,
ratifican ese rechazo. Claro está que todos los signos y señales nos indican que él seguía la
percepción normal judía del primer siglo: en realidad, existirían tales tipos de personas y la única
sorpresa sería aquella que experimentaron las ovejas y las cabras por igual, tanto ante su destino,
como ante la evidencia sobre la cual éste se basaban. También los primeros escritores cristianos
siguen estas líneas de pensamiento. Ni el infierno ni el juicio final son temas que se mencionan
con frecuencia en las epístolas (aunque cuando aparecen, sí revisten mucha importancia, como
por ejemplo, en Ro 2,1-16). Este tema no se menciona en lo absoluto en Hechos y las imágenes
tan gráficas que aparecen hacia el final del libro del Apocalipsis, aunque han sido en extremo
importantes, siempre han demostrado que se cuentan entre los extractos más difíciles de
interpretar con certeza definida de las Escrituras. Todo esto debería advertirnos contra el alegre
doble dogmatismo que ha plagado de problemas toda discusión sobre esos temas. Hablamos, en
pocas palabras, de aquel dogmatismo, tanto de la persona que sabe exactamente quién se irá y
quién no se irá «al infierno», como del universalista que está absolutamente seguro de que no
existe tal lugar, o bien, que si existe, cuando menos estará totalmente vacío.
Este último tipo de universalismo constituyó la suposición normal del trabajo de muchos
teólogos y clérigos del apogeo liberal de la década de los sesenta y de los setenta y ha
permanecido como un punto fijo. Incluso en algunos casos, el punto fijo para muchos de aquellos
cuyo pensamiento había adquirido su forma en este período. Recuerdo muy bien que en uno de
mis primeros cursos en Oxford, mi tutor me dijo que él y muchos otros creían que «aunque
pudiera existir el infierno, éste a fin de cuentas estaría sin inquilinos», en otras palabras, que
después de todo, el infierno terminaría por ser el purgatorio, que no era más que una preparación
desagradable para la dicha final. Se ha ido eliminando hasta la simple mención del juicio final de
la consciencia cristiana en las diversas denominaciones, que incluyen la mía propia, como
resultado de la displicente omisión de algunos versículos de la lectura bíblica pública. En todas
esas ocasiones en las que uno ve en un leccionario oficial la orden de omitir dos o tres versículos,
casi siempre podrá estar seguro de que éstos hacen alusión al juicio. A menos, claro está, que
tengan que ver con el sexo.
Sin embargo, en el aspecto teológico también podríamos decir que en los últimos veinte años la
situación ya llegó a su límite. La incapacidad del optimismo liberal de la sociedad occidental se
ha visto equiparada con el obvio fracaso del optimismo liberal equivalente de la teología,
impulsado, como lo ha sido, por el espíritu de la era. Es una lástima tener que volver a vivir la
historia de casi hace cien años cuando Karl Barth rechazaba furiosamente la teología liberal que
había generado el clima para la Primera Guerra Mundial; aunque a veces nos sentimos como si
esto fuera precisamente lo que sucedió. Al enfrentarse con el problema de los Balcanes, Ruanda,
el Medio Oriente, Darfur y toda una serie de otros horrores similares que el ilustrado
pensamiento occidental no logró explicar ni aliviar, la opinión de muchas instancias ha sido
llegar a la conclusión de que debe haber algo que pudiera llamarse juicio, opinión que es muy
correcta también según mi punto de vista. El juicio, aquella declaración soberana que señala que
esto es bueno y se debe mantener y reivindicar, mientras que aquello es malo y debe ser
condenado es la única alternativa que tenemos frente al caos. Hay algunas cosas, muchas de ellas
por cierto que no debemos «tolerar», a menos que estemos simplemente dispuestos a estar de
acuerdo con la maldad. Todos sabemos esto perfectamente bien, a pesar de que
convenientemente lo olvidamos en cada ocasión en que los remilgos o las exigencias de las
convenciones sociales hacen que nos sea mucho más fácil seguir la corriente de la opinión que
prevalece en ese momento. El problema es que gran parte de la teología, que se ha alimentado de
la conveniente y nada exigente tolerancia facilista de aceptarlo todo, de esa «inclusividad» que
tiene tan pocas fronteras como el McMundo, se ha convertido en algo deprimentemente endeble,
que es incapaz incluso de subir las colinas del juicio social y cultural y, menos aún, llegar a las
escarpadas cumbres de ese juicio del que hablaron y escribieron los primeros cristianos.
Sin embargo, el juicio es necesario, a menos que aceptáramos llegar a la conclusión, absurda por
cierto, de que nada en realidad está equivocado o es una blasfemia y que a Dios, a fin de cuentas,
tampoco le interesa mucho. En la famosa frase de Miroslav Volf que dice que debe haber
«exclusión» antes de que pueda haber «abrazo»: es necesario identificar, darle su nombre y
enfrentar el mal antes de que pueda haber reconciliación. Esta es la base sobre la cual Desmond
Tutu fundamentó su trabajo alucinante para la formación de la «Comisión para la Verdad y la
Reconciliación». Y ésta no es más que la hora de la verdad para aquellos que han actuado con
maldad y se niegan a reconocerlo, en cuyo caso no puede haber ni reconciliación, ni abrazo.
Dios está totalmente comprometido a que cada cosa esté en su lugar en el mundo al final de los
tiempos. Esta doctrina, al igual que la propia resurrección, ha logrado mantenerse firmemente al
basarse en la creencia de Dios como Creador, por un lado, y en la creencia en su bondad, por el
otro. Y ese poner las cosas en su lugar debe implicar necesariamente la eliminación de todo
aquello que distorsiona la creación buena y perfecta de Dios y, en particular, de todo aquello que
desfigura a sus criaturas humanas hechas a su imagen. Tampoco es que debamos exagerar tanto a
este respecto ya que no habrá una barda de alambre de púas en el reino de Dios. Y aquellos cuyo
ser total ha sido sometido al alambre de púas tampoco tendrán un lugar en ese reino de Dios.
Si de «alambre de púas» se trata, claro está que podemos leer el catálogo de terror y acciones
degradantes que prefiramos: el genocidio, las bombas nucleares, la prostitución infantil, la
arrogancia de un imperio, la comercialización de las almas, la idolatrización de la raza. El Nuevo
Testamento tiene varias de esas categorías, las cuales operan como luces rojas de advertencia que
nos llaman la atención para que no vayamos por un camino que lleva hacia un precipicio del que
nada nos protegerá. De igual manera, a la luz del análisis que nos ofrecen los primeros cristianos,
empezando por Pablo y otros de él en adelante, se pueden decir tres cosas con respecto a esos
patrones de comportamiento.
En primer lugar, todos ellos surgen de la misma falla primaria y primordial, que es la idolatría,
cuando se adora aquello que no es Dios como si lo fuera. En segundo lugar, todos estos aspectos
presentan la señales reveladoras de la falla consiguiente, que es el comportamiento subhumano, o
lo que es igual, la incapacidad de reflejar plenamente la imagen de Dios, esa «evaluación
incorrecta» de la humanidad plena, libre y genuina que se expresa comúnmente en el Nuevo
Testamento utilizando la palabra hamartia, «pecado». (Quisiéramos destacar que el «pecado» no
es la violación de reglas arbitrarias. Más bien, las reglas son las pequeñas reseñas de los
diferentes tipos de comportamiento deshumanizante). En tercer lugar, es perfectamente posible y,
en realidad parece suceder en la práctica, que esta idolatría y deshumanización se hagan tan
endémicas en la vida y sean el comportamiento elegido de una persona, o en realidad, de grupos
enteros, a menos que decidan darle la espalda de manera clara y definitiva a tal estilo de vida, y
aquellos que persisten estén siendo cómplices de su propia deshumanización final.
Este es el meollo mismo de la manera en la que yo creo que hoy en día podemos replantear la
doctrina del juicio final. Al leer el Nuevo Testamento, por un lado, y los periódicos, por el otro,
me parece casi imposible siquiera suponer que no habrá ningún tipo de condena final, que no
habrá ninguna pérdida final, que no habrá seres humanos a quienes, tal como lo dijo C. S. Lewis,
Dios terminará por decirles «Hágase tu voluntad». Quisiera que fuera de otra manera, pero no
podemos seguir tratando siempre de repetir que «la misericordia de Dios es inmensa» ante la
oscuridad de Hiroshima, de Auschwitz, del asesinato de niños y de la codicia descuidada que
esclaviza a millones de personas con deudas que no les son propias. Más aún, la humanidad no
puede soportar mucho más la realidad y la negativa masiva de la realidad a través del
universalismo barato y colorido del liberalismo occidental que tiene mucho por lo cual deberá
responder.
Sin embargo, en caso de que exista verdaderamente una condena final para aquellos que, en
virtud de su idolatría, se han deshumanizado a sí mismos y han arrastrado a otros en este camino,
el recuento que he sugerido sobre cómo funciona ésta en la práctica nos da una imagen algo
diferente de la que imaginamos normalmente.
La visión tradicional es que quienes desdeñan la salvación de Dios y se rehúsan a dejar atrás la
idolatría y la maldad por siempre, se mantienen en un tormento consciente. Esto a veces es
agudizado y resaltado con exceso de entusiasmo por algunos predicadores y profesores que
pretenden saber precisamente cuál tipo de comportamiento es el que está llamado a conducir al
infierno y cuál tipo de comportamiento, aunque reprensible, se puede aún perdonar. Sin
embargo, la imagen tradicional está clara: en cierto sentido, tales seres humanos seguirán siendo
seres humanos y serán castigados en un tiempo sin límites.
A su vez, los universalistas se oponen a esta teoría. Algunas veces, ellos sugieren (en una forma
similar a la que expuso Shakespeare en Medida por medida) que Dios será misericordioso con
los que exhiban el comportamiento más abominable, incluso con los asesinos en serie y aquellos
que violan a los niños. En algunas oportunidades, ellos modifican este argumento cuando dicen:
después de la muerte, Dios continuará ofreciéndole a todo el mundo la oportunidad de
arrepentirse hasta que finalmente la persona ceda y acepte el ofrecimiento de su amor.
Un punto intermedio lo ofrecen quienes se autodenominan «condicionalistas». Ellos lo que
proponen es una «inmortalidad condicional»: aquellos que se rehúsan de manera persistente a
recibir el amor de Dios y a aceptar su forma de vida en el mundo presente, simplemente dejarán
de existir. Según señalan dichas teorías, la inmortalidad no es (¡a pesar de la popularidad del
platonismo!) una característica humana innata. Tal como lo dice Pablo, es algo que sólo Dios
posee por derecho y, por lo tanto, es un don que Dios puede decidir concedernos, o bien, retener
para sí otorgárnoslo. Por ende, de conformidad con esta teoría, Dios no va simplemente a
conferirles la inmortalidad a quienes en esta vida han seguido adorando ídolos de forma
impenitente, destruyendo así su propia humanidad. Es por ello que esta visión a veces se
denomina «aniquilación», ya que dichas personas dejarán de existir. Sin embargo, quizás esa
palabra sea demasiado fuerte y sugiera que tales personas están siendo destruidas de forma
activa, en vez de señalar que simplemente no recibirán aquel don que se les había brindado y que
ellos han rechazado de manera insistente.
Por encima y en contraposición a estas tres opciones, propongo una visión que combina, a mi
parecer, los que son los puntos más fuertes de la primera y de la tercera alternativa. La mayor
objeción que se puede esgrimir contra la visión tradicional en los tiempos recientes y durante los
últimos doscientos años ha sido una inclinación masiva hacia el universalismo en las iglesias
occidentales, cuando menos en las que se denominan las iglesias «de la corriente dominante»,
que proviene de la profunda repulsión que muchas han sentido por la idea de la cámara de tortura
en pleno centro del castillo de las maravillas, el campo de concentración en pleno centro de una
bellísima campiña, por la idea de que entre las alegrías de quienes han sido benditos, se debe
incluir la contemplación de los tormentos de los que han sido malvados. No obstante, por mucho
que nos digamos que Dios debe condenar el mal si es un Dios bueno y que quienes aman a Dios
deben apoyar tal condena, tan pronto como estas imágenes aparecen en nuestras mentes, las
apartamos con disgusto. El «condicionalista» evita esto al costo aparente de restarle importancia
a aquellos pasajes de las Escrituras que parece que hablan de forma nada ambigua sobre un
estado continuo para quienes han rechazado la adoración del verdadero Dios y el camino de
humanidad que surge de esta adoración.
Sin embargo, el simple hecho de aplicar este análisis nos plantea la siguiente posibilidad que yo
creo le hace justicia tanto a los textos más importantes como a la realidad de la vida humana, de
la que ahora estamos todos muy conscientes, luego de un siglo de horror que fundamentalmente
fue creado por la mente de los seres humanos. Cuando los seres humanos le manifiestan su
lealtad y adoran desde el fondo del corazón a aquello que no es Dios, progresivamente dejan de
reflejar la imagen de Dios. Una de las leyes fundamentales de la vida humana es que uno se
convierte en algo similar a aquello que adora. Lo que es más, uno refleja lo que uno adora y no
sólo se refleja al objeto en sí, sino que también lo proyecta hacia afuera, hacia el mundo que nos
rodea. Quienes adoran cada vez más el dinero, se definen a sí mismos en términos del dinero y
también tienden a tratar cada vez más a las otras personas como acreedores, deudores, asociados
o clientes, en vez de tratarlos como los seres humanos que son. Quienes adoran el sexo se
definen a sí mismos en términos del sexo (sus preferencias, sus prácticas, sus historias anteriores)
y tienden a tratar cada vez más a las otras personas como objetos sexuales reales o potenciales.
Los adoradores del poder se definen a sí mismos en términos del poder y tratan a las otras
personas bien sea como colaboradores, competidores o peones. Éstas y muchas otras formas de
idolatría se combinan de mil maneras, todas las cuales dañan la calidad portadora de imagen de
las personas involucradas y de aquellos cuyas vidas ellos afectan de una u otra forma. La
sugerencia que me atrevería a dar es que es posible que los seres humanos continúen por este
camino rehusándose a todo susurro de la buena nueva, a todo destello de la verdadera luz, a todas
las indicaciones de dar la vuelta y seguir el camino opuesto, a todos los signos y señales del amor
de Dios para que, así, después de la muerte, finalmente se conviertan por su propia elección en
seres que alguna vez fueron humanos, pero ahora no lo son, en criaturas que han dejado por
completo de llevar en sí la imagen divina. Con la muerte de ese cuerpo en el que habitaron en el
buen mundo de Dios, en el que la llama parpadeante de la bondad no se ha apagado por
completo, ellos pasan simultáneamente no sólo más allá de la esperanza, sino más allá de la
piedad. No hay ningún campo de concentración en el centro de un bello paraje bucólico, ni
tampoco una cámara de tortura en el palacio de las maravillas. Aquellas criaturas que aún existen
en un estado ex humano que ya no refleja a su hacedor en ningún sentido importante, ya no
pueden generar en sí mismos, o en otros, la simpatía natural que algunos sienten incluso por el
criminal más empedernido.
Estoy muy consciente de que ahora estoy entrando en un territorio que nadie puede incluso
pretender que ha recorrido. Según creen los cristianos, Jesús ha ido al infierno y ha regresado del
mismo. No obstante, al referirnos a esto, lo que hacemos es simplemente mirar con la boca
abierta hacia la oscuridad y no estamos escribiendo precisamente un folleto de viajes para los
futuros visitantes. Lo último que yo quiero es que alguien suponga que yo (o cualquier otra
persona) sé mucho acerca de todo esto. Tampoco quiero que nadie suponga que yo disfruto
cuando especulo de esta manera. Sin embargo, me siento impulsado por el Nuevo Testamento y
por las graves realidades de este mundo a darle este tipo de solución a uno de los misterios más
oscuros de la teología. Me sentiría muy complacido si alguien comprobara que estoy equivocado,
aunque no a expensas de los argumentos que constituyen los fundamentos mismos de que este
mundo es la buena creación de un verdadero Dios y de que él, al final, nos celebrará aquel juicio
en el que toda la creación va a regocijarse.
5. Conclusión: las metas humanas y la nueva creación
Ahora bien, no puedo terminar este capítulo bajo ese marco de ideas por la muy buena razón de
que una y otra vez el Nuevo Testamento se niega a terminarlo de esa manera. En Ro 2,8; 11,31,
Pablo está bastante claro en que, sin lugar a dudas, habrá una condena final para «los que por
egoísmo desobedecen a la verdad y obedecen a la injusticia». Sin embargo, como podemos ver
en el curso de esta carta, su gran énfasis recae en el hecho de que a pesar de esa rebeldía, también
ellos alcanzarán la misericordia. Sin duda, partiendo de este pasaje y de otros semejantes, nos
queda claro que él no se refiere a «todas las personas individualmente» sino a «las personas de
todo tipos. Ahora bien, cuando Pablo dice «todos», en realidad él tiende a ir más allá de lo que
quienes lo escuchan pudieran haber anticipado, demostrando que el amor poderoso de Dios rodea
y cubre lo inesperado y lo obvio. Ya que Pablo sabía que su propio corazón duro y amargado
había sido cambiado por la gracia de Dios, también sabía que no había nadie que estuviera vivo
que, en principio no pudiera ser alcanzado y cambiado de manera similar.
De igual forma, el final majestuoso, aunque misterioso, del Apocalipsis según san Juan nos deja
con ciertos indicios fascinantes y quizás frustrantes de futuros propósitos, de un trabajo futuro
cuya nueva creación está apenas en sus inicios. La descripción de la nueva Jerusalén en los
capítulos 21 y 22 es bastante clara cuando indica que hay varias categorías que quedan «fuera»:
los perros, los impuros... y todo el que ame y practique la mentira. Ahora bien, precisamente
cuando en nuestras mentes tenemos una imagen de dos categorías ordenadas y agradables, los
elementos internos y los elementos externos, nos percatamos de que el río del agua de la vida
fluye saliendo fuera de la ciudad; que en cualquiera de ambas orillas está creciendo el árbol de la
vida y no sólo un árbol sino muchos de ellos y que «las hojas del árbol están allí para sanar a las
naciones». En todo esto se encierra un gran misterio y todas nuestras conversaciones acerca del
futuro eventual de Dios deben también hacer un lugar para ello. Esto no pretende bajo ningún
aspecto plantear dudas sobre la realidad del juicio final entre quienes han adorado de forma clara
y resoluta y han servido a los ídolos que nos deshumanizan y que le quitan el rostro al mundo de
Dios. Lo que se pretende decir es que Dios es siempre el Dios de las sorpresas.
Sin embargo, lo más importante que podemos decir al final de esta discusión y de esta sección
del libro es que, por así decirlo, «el cielo y el infierno» no son los únicos elementos que
componen este juego. Esta es una de las «sorpresas» básicas de la fe cristiana. El verdadero
punto de mi argumento hasta el momento es que el tema de «lo que me sucede después de la
muerte» no es el fundamental, el tema determinante que se ha supuesto durante siglos de
tradición teológica. El Nuevo Testamento fiel a sus raíces en el Antiguo Testamento, insiste con
regularidad en que el asunto marco, el más importante, es aquel del propósito que Dios tiene de
rescatar y de recrear la totalidad del mundo, la totalidad del cosmos. El destino de los seres
humanos individuales debe entenderse dentro de este contexto; no únicamente en el sentido de
que sólo somos parte de una imagen mayor y más amplia, sino en el sentido de que parte de todo
este punto de ser «salvados» en el presente es de tal manera que podamos desempeñar un papel
vital (Pablo habla de este papel en términos que nos sorprenden al decirnos que somos
«trabajadores compañeros de Dios») dentro de una imagen y un propósito más amplios. Y, a su
vez, esto nos hace darnos cuenta de que el aspecto de nuestro propio «destino» en términos de las
alternativas de alegría o de tristeza probablemente es la manera equivocada de ver todo este
problema. El asunto o la pregunta más bien debería ser: «¿Cómo vendrá la nueva creación de
Dios?», y luego, «¿Cómo contribuiremos nosotros los humanos a esa renovación de la creación y
a los proyectos frescos que Dios el Creador lanzará en su nuevo mundo?». La alternativa de
elección que se plantea ante los seres humanos debería venir entonces dentro de un marco
diferente: ¿vas a adorar a Dios el Creador y descubrir de esa manera lo que significa ser un ser
humano totalmente pleno y glorioso que refleja su amor poderoso, sanador y transformador en el
mundo? ¿O vas a adorar al mundo tal como está, reforzando su humanidad corruptible
adquiriendo poder o placer de las fuerzas que están dentro del mundo aunque al mismo tiempo
contribuyendo simplemente a ellas y mediante ellas a tu propia deshumanización y a la mayor
corrupción del mismo mundo?
Esta reflexión nos lleva a otro pensamiento que es muy aleccionador. Si lo que he sugerido está
cercano a la realidad, entonces insistir en el «cielo y el infierno» como si se tratara del tema más
importante, o en otras palabras, insistir en que lo que sucede eventualmente a los seres humanos
es lo más importante en el mundo, pudiera ser sinónimo de cometer un error similar a aquel que
cometió el pueblo judío en el siglo primero, el error que, tanto Jesús, como Pablo han abordado.
Israel creía (así nos lo dice Pablo y él indiscutiblemente debía saberlo) que los propósitos de
Dios el Creador se limitaban al mismo tema o pregunta: ¿cómo va a rescatar Dios a Israel? Sin
embargo lo que el Evangelio de Jesús reveló fue que los propósitos de Dios se estaban
dirigiendo, más bien, a esta pregunta: ¿cómo va a rescatar Dios al mundo a través de Israel,
rescatando así al propio Israel como parte de este proceso, pero no como el punto central del
mismo? Quizás con lo que nos estamos enfrentando en nuestros propios días es con un reto
similar: enfocar la atención no en la pregunta de cuáles son los seres humanos a los que Dios se
va a llevar al cielo y cómo es que lo va a hacer sino a la pregunta de cómo Dios va a redimir y a
renovar su creación a través de los seres humanos y cómo va a rescatar a los seres humanos
mismos, como parte del proceso pero no como el punto central del mismo. Si pudiéramos volver
a leer Romanos y Apocalipsis y el resto del Nuevo Testamento, claro está, a la luz de esta
reformulación de la pregunta, creo que encontraríamos muchos aspectos dignos de analizar. Y, si
pudiéramos reformular las liturgias de la Iglesia, para volver a analizar por un momento las
discusiones que tuvimos en el capítulo 2, de manera que ellas expresen la esperanza sorprendente
que se aprecia en el Nuevo Testamento, nos sentiríamos sostenidos y fortalecidos por esa visión
más amplia.
En particular, nos percataríamos de que la pregunta sobre la misión de la Iglesia había sido
catapultada de pronto hacia la parte central del escenario y había sido reformulada en este
proceso. Ahora bien, para ello tendríamos que pasar a la parte final de este libro.
TERCERA PARTE
LA ESPERANZA EN LA PRÁCTICA:
LA RESURRECCIÓN Y LA MISIÓN DE LA IGLESIA
Capítulo 12
La reformulación de la salvación: el cielo, la tierra y el reino de Dios
1. Introducción
Ya hemos llegado al punto en el que debemos preguntarnos lo siguiente:«¿ Y qué hay con todo
esto?». ¿Acaso todos estos argumentos sobre el futuro final de Dios, acerca «de la vida después
de la vida después de la muerte», son simplemente cuestión de poner en orden nuestras creencias
sobre lo que sucederá al final de los tiempos, o bien, los mismos tienen alguna consecuencia
práctica aquí y ahora? ¿Se trata simplemente de lograr que nuestras enseñanzas y nuestras
predicaciones sean correctas y de organizar nuestros funerales y otras liturgias de manera que
reflejen verdaderamente las enseñanzas bíblicas sobre la muerte y lo que existe más allá, en vez
de perseguir ideas no bíblicas e incluso contrarias a lo que dice la Biblia y que han ido
metiéndose en la Iglesia en diferentes momentos y lugares?
Quisiera abordar esta pregunta de forma indirecta. Entre las objeciones que generalmente se
plantean contra la creencia en la resurrección corporal de Jesús, recientemente me he topado con
una muy digna de mención que demuestra, o al menos así me lo parece a mí, una total falta de
comprensión de lo que es precisamente el cristianismo. Uno de los escritores americanos más
importantes que nos hablan de los primeros días del cristianismo, Dominic Crossan, se ha
preguntado lo siguiente: ¿incluso siendo cierto que Jesús se ha levantado de entre los muertos,
qué importancia tiene eso? Me parece fabuloso, pero ¿qué tiene que ver todo esto con lo demás?
¿Por qué él tendría que haber sido favorecido de manera tan especial? Si Dios logra hacer un
acto como ése, ¿por qué no puede intervenir y hacer una serie de cosas más útiles como ponerle
cese a los genocidios o impedir los terremotos?
Y esta objeción está muy en sintonía con otros argumentos que se han esgrimido antes como es
el caso, por ejemplo, de lo que mencionara mi distinguido predecesor, el obispo David Jenkins, y
que constituye lo que se podría denominar la objeción moral (en contraposición a la científica o
histórica) contra la creencia en la resurrección corporal de Jesús.
No pretendo comentar aquí la objeción en sí, aunque vale la pena destacar que cuando los
historiadores empiezan a presentar argumentos acerca de «lo que en realidad sucedió»,
planteándolos sobre la base de «lo que debería (o no debería) haber sucedido», simplemente se
colocan en una situación que no cabe duda que es muy delicada. Más bien, lo que yo quisiera es
presentarles lo que el Nueve Testamento menciona como respuesta a la pregunta «¿qué tiene que
ver la resurrección de Jesús con cualquier otra cosa?», al igual que señalar algunas conclusiones
que se relacionan con la vida de la Iglesia y de los cristianos actuales.
Baso en parte este argumento en dos observaciones más y esta vez tienen que ver con la manera
en la que celebramos la Pascua de Resurrección en la Iglesia contemporánea. (La Iglesia que yo
conozco mejor es la Iglesia de Inglaterra. aunque las conversaciones que he sostenido con
amigos que pertenecen a otras iglesias me indican que se pueden encontrar fenómenos similares
también en muchas otras religiones cristianas).
Un número muy considerable de los himnos que se cantan en la Pascua de Resurrección
empiezan por suponer que el aspecto fundamental de la Pascua es que comprueba la existencia
de «la vida después de la muerte» y que nos insta a todos a esperar tal vida posterior a la muerte.
Luego, esto se combina regularmente, aunque también de manera por demás irónica, con una
visión de esta vida después de la muerte en la que el elemento específico de la resurrección se ha
eliminado de forma callada. «Vayamos donde él se ha ido», cantamos al final en un himno muy
bien conocido por todos. «¡Descansemos para reinar con él en el cielo!». Ahora bien, ése
precisamente no es el punto que el Nuevo Testamento deriva de la resurrección de Jesús. Sí, es
cierto que se nos ha prometido un «descanso» después de los esfuerzos de esta vida y la palabra
«cielo» puede ser una manera apropiada, aunque vaga, de denotar el lugar donde podrá tener
lugar ese «descanso». Sin embargo, este momento de descanso es el preludio de algo muy
diferente que también implicará definitivamente a la tierra. La tierra, la tierra renovada, es
aquella ubicación en la que se desarrollará el reinado y ésa es la razón por la que el Nuevo
Testamento hace referencia con regularidad a que él vendrá aquí, al lugar en el que estamos
nosotros, y no que nosotros vamos a ir a un lugar donde está Jesús, tal como ya lo hemos podido
apreciar en la parte anterior de este libro.
No obstante, incluso cuando hablamos con mayor precisión y con un enfoque más claro acerca
de lo que dice el Nuevo Testamento sobre nuestra propia esperanza futura, la resurrección final
en sí misma, así como cualquiera que sea el estado intermedio que la pueda preceder, aspecto del
que ya hemos hablado en los capítulos 10 y 11, éste no es el factor principal que pretende
transmitir el Nuevo Testamento como resultado directo de la resurrección de Jesús de Nazaret,
idea que quizás nos sorprenda. Así es, la resurrección en realidad nos brinda una esperanza
segura y cierta. De no ser ése el caso, seríamos los más dignos de compasión de todos los
hombres, tal como lo manifestó Pablo en su momento". Ahora bien, cuando el Nuevo
Testamento hace que resuene la gran campana de la Pascua, las principales resonancias que ésta
libera no son simplemente sobre nosotros y cualquier mundo futuro que Dios termine a fin de
cuentas por hacer, cuando el cielo y la tierra se unan y se renueven finalmente desde un extremo
a otro, desde arriba hasta abajo. Precisamente debido a que la resurrección ha sucedido como un
evento dentro de nuestro propio mundo, sus implicaciones y sus efectos se deben sentir dentro de
nuestro mundo, aquí y ahora.
Este es uno de los puntos con respecto al cual simplemente no bastará con decir (como según lo
indican diversas encuestas de opinión, y se inclinan a decir muchos clérigos e incluso algunos
obispos) que el hecho de creer en una resurrección corporal de Jesús es una opción que uno
puede tomar o dejar. Aquí nos enfrentamos a un elemento crucial. Pudiera parecer que podemos
alejarnos unos cuantos pasos en uno o en el otro sentido, pero no es así. Si uno acepta la
resurrección corporal de Jesús, todas las corrientes fluyen en una sola dirección y si uno no la
acepta, todas fluyen en la dirección opuesta. Y, para decirlo con toda gentileza, aunque también
de forma clara y directa, si usted va en la otra dirección, apartándose de la resurrección corporal,
puede terminar con algo que apenas si se parece al cristianismo y ya no estará comulgando con
lo que relatan y establecen los escritores del Nuevo Testamento. Cabe destacar a este respecto
que esto no es en lo absoluto cuestión de colocar una palomita en señal de aprobación al lado de
algunos dogmas y dejar en blanco el espacio junto a otros, en el entendido de que el recuadro que
está al lado de la resurrección es simplemente el más difícil de marcar. De lo que se trata es de
una creencia que es un síntoma de una visión global del mundo, un indicador preciso de una
manera de ver todo lo demás.
El propósito de esta sección final del libro es el de indicar que una comprensión adecuada de la
esperanza futura (sorprendente) que se nos ofrece en Jesucristo lleva directo y, para muchas
personas de forma igualmente sorprendente, a una visión de la esperanza actual que es la base de
toda la visión cristiana. La esperanza por un futuro mejor en este mundo, para los pobres, para
los enfermos, para los que se sienten solitarios y para los que están deprimidos, para los esclavos
y para los refugiados, para los que tienen hambre y los que no tienen un techo, para los que han
sido sometidos a abusos, para los paranoicos y los oprimidos, así como para los desesperados y,
en realidad, para todo este mundo entero, fabuloso y herido, no es algo adicional, algo más, algo
añadido al «Evangelio» como una idea de último momento. Igualmente, el hecho de trabajar por
y para esa esperanza intermedia, esa esperanza sorprendente que nos viene del futuro final de
Dios hacia el presente urgente de Dios no es una distracción de la tarea de la «misión» y el
«evangelismo» del presente. Es una parte central, esencial y vital de esta misión que nos da vida.
Fundamentalmente, el propio Jesús logró que sus contemporáneos lo escucharan debido a lo que
él estaba haciendo. Lo vieron «salvando» gente de la enfermedad y de la muerte y ellos también
lo escucharon hablando acerca de una «salvación», de aquel mensaje por el que tanto habían
esperado, que iría más allá de lo inmediato para pasar al futuro último y final. Ahora bien, ambos
aspectos estaban relacionados. El presente era simplemente una «ayuda visual» del futuro o un
truco para lograr la atención de la gente. En realidad, lo que Jesús pretendía era precisamente
hacer ver que lo que él estaba haciendo, muy de cerca, en el presente, era lo que él estaba
prometiendo a largo plazo, para un futuro. Y lo que él estaba prometiendo para ese futuro y
haciendo en ese presente no tenía nada que ver con salvar almas para una eternidad incorpórea.
Se trataba, más bien, de rescatar a la gente de la corrupción y de la descomposición, de la forma
de vivir del mundo en el momento, de manera que todos pudieran disfrutar, incluso en el
presente, la renovación de la creación que es el propósito último de Dios y de modo que pudieran
convertirse en sus colegas y asociados en ese proyecto más amplio.
Debo decirles que cuando leo a Pablo, el versículo que siempre me llama poderosamente la
atención en relación con este tema es 1 Cor 15,58. Tenemos que recordar que Pablo acaba de
escribir el capítulo más largo y más denso de cualquiera de sus epístolas, en el que aborda la
resurrección futura del cuerpo con amplios detalles que revisten gran complejidad. ¿De qué
forma podríamos esperar nosotros que él terminara ese capítulo? Diciendo simplemente: «Por lo
tanto, ya que ustedes tienen una esperanza tan grande, sean firmes y categóricos, sean
inquebrantables, dispuestos siempre a recibir y participar en el trabajo del Señor porque ustedes
saben que Dios les tiene preparado algo muy bueno». No, más bien, lo que él dice es lo
siguiente: «En conclusión, queridos hermanos, permanezcan firmes, inconmovibles, progresando
siempre en la obra del Señor, convencidos de que sus esfuerzos por el Señor no serán inútiles».
¿Qué quiere decir todo esto? ¿De qué manera el hecho de creer en la resurrección futura puede
llevarnos a seguir adelante con el trabajo en el presente? Pues, de una manera bastante simple y
sencilla. Tal como Pablo ha venido argumentando a todo lo largo de esta epístola, el punto de la
resurrección es que la vida corporal presente no carece de valor simplemente porque va a morir.
Dios la elevará de nuevo para que sea una nueva vida, la resucitará. Lo que uno haga con su
cuerpo en el presente tiene importancia porque Dios le tiene preparado un gran futuro. Y si esto
se aplica a la ética, tal como en 1 Cor 6, también se aplica, sin lugar a dudas, a las diferentes
vocaciones a las que es llamado el pueblo de Dios. Lo que usted haga en el presente, cuando
pinta, predica, canta, cose, ora, enseña, construye hospitales, perfora pozos, hace campaña por la
justicia, escribe poemas, se encarga de los más necesitados y ama a su prójimo como a usted
mismo, todas estas cosas perdurarán en el futuro de Dios. No son más que simples maneras de
hacer que la vida actual sea un poco menos bestial, un poco más soportable, hasta que dejemos
atrás por siempre (o como lo expresa de forma tan equivocada el himno: «hasta el día en que a
todos los bendecidos se les llame al descanso que no tiene fin»). Son parte de lo que podríamos
denominar la construcción del reino de Dios.
Más adelante, volveré a abordar el significado del «reino de Dios» en el presente. Sin embargo,
cabe destacar desde el principio de esta última sección del libro que la promesa de una nueva
creación, la promesa que hemos estado estudiando a todo lo largo de este escrito, no está y no
puede estar relacionada simplemente con la tarea de aclarar las ideas con respecto a la «vida
después de la muerte». Tiene que ver con la misión de la Iglesia. Donde yo trabajo, es mucho lo
que se ha hablado sobre lo que se ha denominado «La Iglesia conformada por la misión», que
surgió de un informe que tiene ese mismo título. En este informe se insta a la Iglesia actual a no
considerar la «misión» como algo adicional, como algo que podemos incluir sólo si queda algún
tiempo libre luego de haber abordado todos los demás asuntos, sino más bien como el aspecto
central, el que le da forma y es lo dinámico de su vida. Ahora bien, para que esto sea lo que se
pretende, también debemos reestructurar y darle una nueva forma a nuestras ideas sobre lo que es
la misión en sí misma. No tiene ningún sentido volver a caer en el mundo cansado y dividido en
el que algunas personas creen en el «evangelismo» en términos de la «salvación de las almas
para una eternidad sin tiempo» y las otras personas creen en la «misión» en términos de «trabajar
por la justicia, la paz y la esperanza en el mundo actual». Esta gran división no tiene nada que
ver con Jesús y con el Nuevo Testamento, pero sí tiene todo que ver con la esclavitud silenciosa
de muchos cristianos (tanto los «conservadores», como los «radicales») a la ideología platónica
de la Ilustración. Una vez que entendamos claramente lo que es la resurrección, podremos y
deberemos poner en claro la misión. Si queremos una «Iglesia conformada por una misión», lo
que necesitamos es una misión conformada por la esperanza. Y si pensamos que eso es algo
sorprendente, pues más vale que nos comencemos a acostumbrar.
Empezaremos con uno de los temas más amplios de todos, un aspecto que la mayoría de los
cristianos da por sentado, aunque requiere de forma urgente y necesaria de una reformulación
radical: la salvación.
2. El significado de la «salvación»
El aspecto verdaderamente emocionante, sorprendente y, quizás, hasta alarmante sobre el que
ahora estamos empezando a hablar en este libro es que nos hemos visto obligados a reformular el
significado mismo de la palabra «salvación» en sí.
Cuando se menciona la palabra «salvación», casi todos los cristianos occidentales suponen que a
lo que se refiere es «a ir al cielo cuando uno se muere». Sin embargo, si tan sólo le dedicáramos
un momento de nuestros pensamientos, a la luz de lo que hemos dicho hasta ahora, podríamos
ver que eso simplemente no puede ser así. Claro está que «salvación» quiere decir «rescate».
¿Pero qué es aquello de lo que nos están rescatando, a fin de cuentas? La respuesta obvia es la
«muerte». Sin embargo, si cuando nosotros morimos, todo lo que sucede es que nuestro cuerpo
se descompone mientras que nuestra alma (o cualquiera que sea la otra palabra que queremos
utilizar para nuestra existencia continua) va a algún otro lugar, esto no quiere decir que hemos
sido rescatados de la muerte. Simplemente quiere decir que hemos muerto.
De igual manera, si la creación buena de Dios, si la creación del mundo, de la vida, tal como la
conocemos, de nuestros cuerpos gloriosos y extraordinarios, así como de nuestros cerebros y
torrentes sanguíneos, realmente es buena y si Dios quiere reafirmar esa bondad en un acto
fabuloso de la nueva creación al final, entonces, el ver la muerte del cuerpo y el escape del alma
como la «salvación» no implican simplemente que estamos ligeramente desviados del curso
correcto y que requerimos efectuar unas cuantas alteraciones y modificaciones sutiles. Por el
contrario, es algo total y completamente errado. Estaríamos actuando en colusión con la muerte.
Seríamos cómplices de la destrucción por parte de la muerte de las buenas criaturas humanas
hechas a la imagen del buen Dios, al mismo tiempo que nos consolaríamos con el pensamiento
(básicamente no cristiano y no judío) que sostiene que ¡la parte realmente importante de nosotros
se «salva» de este cuerpo malvado y fastidioso y de este espacio triste y oscuro del mundo del
tiempo y de la materia! Tal como lo hemos visto, la totalidad de la Biblia, desde el Génesis hasta
el Apocalipsis, se manifiesta en contra de tal tontería y falta de sentido. Sin embargo, esto es
precisamente lo que creen en realidad casi todos los cristianos de Occidente, entre los que se
cuenta la mayoría de los «cristianos de la Biblia», cualquiera que sea su denominación. Este es
un aspecto muy serio que se ve reforzado no sólo en la enseñanza popular, sino en las liturgias,
las oraciones públicas, los himnos y las homilías de todo tipo.
Caí en la cuenta de todo ello recientemente cuando leí un libro popular del conocido escritor
cristiano Adrian Plass. Plass no podría pretender presentarse como un teólogo profundo, aunque,
en realidad, su gran contribución, a través del humor, la ironía y una historia ocasional
profundamente conmovedora, es la de hacernos pensar bajo un nuevo enfoque sobre todo lo que
antes dábamos por sentado. Por lo tanto, cuando alguien me dio su nuevo libro Bacon
Sandwiches and Salvation (Sándwiches de tocineta y Salvación), pensé que iba a encontrar
simplemente más de lo mismo. La verdad, no me defraudó: el libro es divertido, ágil,
deliberadamente tonto y deliberadamente serio.
Cuando llega a la parte más seria sobre la salvación en sí, yo esperaba encontrar un pensamiento
fresco y novedoso. El mismo Plass aborda las preguntas que intrigan a muchas personas hoy en
día:
¿Y de qué se trata todo esto? ¿Qué significa eso de ser salvado? ¿Salvado de qué?
¿Salvado para qué? ¿Acaso todo este asunto de la salvación tiene un impacto
significativo sobre mi presente, al igual que sobre mi futuro? Hablando del futuro, ¿qué
podemos esperar de una eternidad que pasaremos en el cielo? ¿Cómo podría tener sentido
para nosotros el cielo, si nuestros pies siguen estando tan sólidamente anclados en la
tierra? ¿Cuál es el punto de contacto, cuál es el punto de encuentro entre la carne y el
Espíritu? ¿Y cuando todos los términos, las voces, los patrones y los mantras, así como
todas las convenciones hechas por el hombre, extrañas por demás, se hayan desvanecido,
qué será lo que quede?
Bueno, ya se habrán dado cuenta. Éste, en realidad, es el rompecabezas que encontramos en los
primeros capítulos de este libro. Di la vuelta a la página, ansioso de ver cuál sería el argumento
fresco y novedoso que Plass nos ofrecería acerca de la «salvación». Sin embargo, quedé
defraudado:
El plan [de Dios] era que nosotros viviéramos en perfecta armonía con él.
...Luego, de pronto, algo falló horrible y estrepitosamente... este evento verdaderamente
espantoso que sucedió separó de alguna manera a los seres humanos de Dios, quien a
pesar de todo siguió amándolos/amándonos con una pasión que es imposible de entender.
Desesperado por corregir el distanciamiento, Dios diseñó un plan de rescate... Debido a
que Jesús fue ejecutado en la cruz, ahora es posible que cualquiera de nosotros o que
todos nosotros, mediante el arrepentimiento, el bautismo y la obediencia, recuperemos la
magnífica relación con Dios que se destruyó en tiempos pasados... Si usted y yo
aceptamos la muerte y la resurrección de Jesús como un mecanismo vivo, divino y que
obra en nuestras propias vidas, algún día volveremos a nuestro hogar en Dios y
encontraremos la paz... El Espíritu Santo, enviado por el propio Jesús después de su
muerte, les ofrece respaldo y fortaleza a aquellos que lo invocan.
Reconozco que no es muy justo de mi parte referirme a Adrian Plass citando un libro como éste.
Él nunca ha mencionado que pretendiera que fuera una obra de teología y, tal como ya lo he
mencionado, su libro tiene muchas apreciaciones fabulosas (al igual que muchos chistes malos).
Lo cito simplemente como un ejemplo clásico de la visión cristiana occidental «normal»: que la
«salvación» tiene que ver con «mi relación con Dios» en el presente y con «volver al hogar en
Dios y encontrar la paz» en el futuro. Es más, adquiere mayor importancia citarlo porque, en este
punto, él está expresando con bastante claridad lo que muchos dan por sentado. El simple hecho
de que, aunque formule tantas preguntas sagaces y esté claramente insatisfecho con las
consabidas respuestas típicas que ha recibido, él no haya pensado en cuestionar estas respuestas,
nos demuestra lo arraigadas que están en toda una tradición. Aquellos de nosotros que hemos
conocido esta tradición toda nuestra vida, y por cierto, no tan sólo la tradición «evangélica», sino
en este punto, la totalidad de la tradición de la Iglesia occidental, reconoceremos que su resumen
es precisamente «lo que cree la mayoría de los cristianos» y, en realidad, también lo que la
mayoría de los no cristianos supone que creen los cristianos. Finalmente y para establecer este
punto de la manera más clara y convincente que pueda, quisiera mencionar que esta creencia
simplemente no es lo que enseña el Nuevo Testamento.
El día después de haber escrito este párrafo, tuve otro ejemplo, tremendamente personal, del
mismo problema. Me llegó un mensaje por correo electrónico de la persona que me estaba
traduciendo el libro Judas and the Gospel of Jesus (Judas y el Evangelio de Jesús) a uno de los
idiomas balcánicos. Había llegado precisamente al punto en el que yo advertía que algunos
cristianos occidentales han adoptado algo preocupantemente similar al gnosticismo del siglo dos,
al pensar que el mundo actual es maligno y que la única solución es la de escapar de él y, más
bien, ir al cielo. Esto generó una diatriba de acusaciones por parte del traductor, para quien
precisamente eso era lo que él pensaba que nos enseñaban las Escrituras. ¿Acaso yo no había
leído la Biblia? ¿Acaso yo no creía en el cielo? ¿Acaso no creía en Jesús? ¿Acaso yo estaba
tratando de inventar una religión nueva?
Hasta este momento, simplemente he tratado de enfatizar el punto que he venido estableciendo a
todo lo largo del libro. Sin embargo, en la sección final tenemos que analizar de manera frontal
el problema que resulta directamente de la percepción errada y generalizada que transmite la
visión cristiana de la «salvación». Siempre y cuando veamos la «salvación» en términos de «ir al
cielo al morir», la tarea fundamental de la Iglesia tiene que verse en términos de salvar almas
para ese futuro. Ahora bien, cuando vemos la «salvación», tal como la presenta el Nuevo
Testamento, en términos del nuevo cielo y de la nueva tierra prometida por Dios, del mismo
modo que en términos de nuestra resurrección prometida para poder compartir aquella realidad
nueva y gloriosamente corpórea, lo que yo denomino «la vida después de la vida después de la
muerte», entonces es que se debe reformular consiguientemente el trabajo principal de la Iglesia
aquí y ahora.
En este punto, adquiere especial importancia y sentido el slogan bien conocido de Christian Aid:
«Creemos en la vida antes de la muerte». La vida antes de la muerte es aquello que amenaza y
pone en tela de juicio la idea de que la salvación es simplemente «vida después de la muerte». Si
lo que buscamos es una eternidad intemporal e incorpórea, ¿entonces, para qué levantar tanto
revuelo cuando se trata de poner cada cosa en su justo lugar en este mundo? Sin embargo, si lo
que importa es la nueva vida corpórea después de «la vida después de la muerte», entonces la
«vida anterior a la muerte», la vida corpórea actual puede verse, finalmente, no como una
preocupación interesante actual, aunque a la larga irrelevante, no simplemente como un «valle de
lágrimas creador del alma», a través del cual tenemos que pasar para llegar al estado final
bendito e incorpóreo, sino como un tiempo, un lugar y una materia esencial y vital en los que los
propósitos futuros de Dios ya han penetrado en la resurrección de Cristo y donde aquellos
propósitos futuros ahora deben anticiparse a través de la misión de la Iglesia. Pareciera entonces
que la «vida después de la muerte» puede ser una distracción seria, no sólo de la «vida después
de la vida después de la muerte» última, sino también de la «vida antes de la muerte». Si
pretendiéramos ignorar esto, en realidad no sólo estaríamos en colusión con la muerte, sino con
todo tipo de otros poderes que adquieren su fuerza de su propia alianza con ese enemigo último.
Por lo tanto, la «salvación» no es «ir al cielo» sino «ser elevado a la vida en el nuevo cielo y en
la nueva tierra de Dios». Sin embargo, tan pronto como lo planteamos de esta manera nos
percatamos de que el Nuevo Testamento está lleno de sugerencias, indicios y aseveraciones
claras de que esta «salvación» no es simplemente algo por lo que tenemos que esperar en el
futuro, a largo plazo, si la disfrutamos aquí y ahora (siempre parcialmente, claro está, porque
todos igual tenemos algún día que morir), si la anticipamos genuinamente en el presente que está
por venir en el futuro. «Porque nuestra salvación es en esperanza», nos dice Pablo en Ro 8,24.
Esta frase indica una acción del pasado, algo que ya ha tenido lugar y se refiere, sin lugar a
dudas, al complejo de la fe y el bautismo del que Pablo ha venido hablando hasta ese momento
en la epístola. Sin embargo, esto permanece «en la esperanza» porque seguimos esperando la
salvación final futura de la que él habla, por ejemplo, en Ro 5,9-10.
Esto explica en pocas palabras el hecho, por lo demás sorprendente, al que el Nuevo Testamento
se refiere con frecuencia como la «salvación» y «ser salvado» en términos de eventos corporales
dentro del mundo presente. «Mi hijita está agonizando. Ven y pon las manos sobre ella para que
sane y conserve la vida», suplica Jairo, y mientras Jesús se dirige a hacerlo, la mujer con el
problema de la sangre piensa para sí misma: «Con sólo tocar su manto, quedaré sana». «Hija», le
dice Jesús a ella luego de haber sido curada, «tu fe te ha sanado». Mateo, al relatar la misma
historia, la abrevia drásticamente, aunque en este punto también él agrega una nota adicional:
«Al instante la mujer quedó sana». Es fascinante ver la forma en la que pasajes como éste, y hay
tantos a los que podemos hacer mención, se yuxtaponen a otros que hablan de la «salvación» en
términos más amplios y que parecen ir más allá de la sanación o del rescate físico presente. Esta
yuxtaposición pone nerviosos a algunos cristianos (¡sin lugar a dudas, esto se debe a que ellos
piensan que la «salvación» debería ser un asunto espiritual!), aunque no parece haber
preocupado en lo absoluto a los miembros de la iglesia primitiva!". Para los primeros cristianos,
la «salvación» última tenía que ver únicamente con el nuevo mundo de Dios y el punto de lo que
estaban haciendo Jesús y los Apóstoles cuando sanaban a la gente, o cuando la rescataban de un
naufragio, o cuando realizaban cualquier acción, era simplemente una anticipación adecuada de
esa «salvación» final, de esa transformación sanadora del espacio, del tiempo y de la materia. El
rescate futuro que Dios había planificado y prometido empezaba a hacerse realidad en el
presente. Somos salvados no como almas sino como un todo.
(De esto se desprenden muchas cosas. Así, por ejemplo, cabe destacar que las teorías del
«vaciamiento» y del significado de la cruz no son simplemente una serie de respuestas alternas a
la misma pregunta. Más bien, ofrecen las respuestas que dan debido a las preguntas que se
formulan. Si la pregunta es: «¿cómo puedo llegar al cielo a pesar del pecado en virtud del cual yo
merecería ser castigado?», la respuesta bien pudiera ser: «debido a que Jesús ha sido castigado
por ti». Por el contrario, si la pregunta es: «¿cómo puede seguir adelante el plan que Dios
formuló para rescatar y renovar a la totalidad del mundo, a pesar de la corrupción y
descomposición que han surgido como resultado de la rebelión humana?», la respuesta pudiera
bien ser: «quizás es así porque, en la cruz, Jesús venció a los poderes del mal que habían
esclavizado a los humanos rebeldes y, de esta manera, aseguraron la corrupción constante». Cabe
destacar que éstas y otras preguntas y respuestas posibles no son mutuamente excluyentes. El
punto que pretendo establecer es que el reformular la pregunta implicará repensar las diversas
respuestas que pudiéramos dar y la relación que hay entre ellas. En cualquier caso, éste es un
tema muy amplio y vamos a tener que dejarlo para otra ocasión).
Sin embargo, tan pronto captamos esto (y tengo que reconocer que requiere de un esfuerzo
bastante considerable en el caso de aquellas personas que han pasado toda la vida pensando de
otra forma) podemos ver que si la salvación es algo así, no puede estar confinada a los seres
humanos. Cuando se «salva» a un ser humano en el pasado como un evento sencillo de acercarse
a la fe, en el presente a través de actos de sanación y rescate, lo que incluye respuestas a la
oración «no nos dejes caer en la tentación más líbranos del mal», y en el futuro cuando
finalmente es resucitado de entre los muertos, esto siempre es así de manera que los seres
humanos puedan ser seres humanos genuinos en un sentido más amplio de lo que pudieran haber
sido de otra manera. Y desde Gn 1 en adelante, a los seres humanos genuinos se les da el
mandato de cuidar de la creación, de poner orden en el mundo de Dios, de establecer y mantener
comunidades. El hecho de suponer que somos salvados, como si así lo fuera, para nuestro propio
beneficio privado, para el restablecimiento de nuestra propia relación con Dios (¡por vital que
ésta sea!) y para nuestra eventual llegada final al hogar y la paz del «cielo» (¡por engañosa que
ésta pueda ser!) es tal como pensar en un niño al que se le da un bate de cricket en el presente y
se insiste en que ya que le pertenece, él debe jugar siempre y únicamente con este bate en
privado. Sin embargo, claro está que uno sólo puede hacer aquello que se pretende que haga con
un bate de cricket cuando está jugando con otras personas. Y la salvación sólo hace lo que se
pretende que debe hacer cuando aquellos que han sido salvados, aquellos que están siendo
salvados y aquellos que algún día estarán plenamente salvados, se percatan de que han sido
salvados no como almas sino como un todo y no únicamente para sí mismos, sino también para
lo que ahora Dios espera hacer a través de ellos.
Este es el punto. Cuando Dios «salva» a las personas en esta vida, al hacer que obre en ellas el
Espíritu Santo para que las traiga a la fe, al llevarlas a que sigan a Cristo como sus discípulos en
la oración, la santidad, la esperanza y el amor, dichas personas han sido designadas —y, cabe
decir que ésta no es una palabra demasiado fuerte— para ser una señal y un anticipo de lo que
Dios quiere hacer por la totalidad del cosmos. Lo que es más, tales personas no deben ser
simplemente una señal y un anticipo de aquella «salvación» final, sino que, más bien, deben ser
parte del medio a través del cual Dios hace que esto suceda, tanto en el presente, como en el
futuro. Esto es sobre lo que Pablo insiste cuando dice que la totalidad de la creación está
esperando ansiosamente no sólo su propia redención y su propia liberación de la corrupción y de
la descomposición, sino que está esperando también a que se revelen todos los hijos de Dios: en
otras palabras, espera a que se revelen aquellos seres humanos redimidos mediante cuya
dirección la creación volverá a estar en ese orden sabio para el que fue creada. Y dado que Pablo
establece claramente que aquellos que creen en Jesucristo y que están incorporados a él a través
del bautismo ya son hijos de Dios y ya han sido «salvados», esta dirección no puede ser algo que
podamos posponer para un futuro final. Es algo que debe empezar aquí y ahora.
En otras palabras y resumiendo todo lo que hemos analizado hasta el momento, en su sentido
más pleno, el trabajo de la «salvación» tiene que ver: r) con la totalidad de los seres humanos y
no con simples «almas»; 2) con el presente y no simplemente con el futuro, y 3) con lo que Dios
hace a través de nosotros y no simplemente con lo que Dios hace en y por nosotros. Si esto lo
logramos entender claramente lograremos redescubrir la base histórica de la misión de la Iglesia
en todo el orbe. Para revisarlo con más grado de amplitud necesitamos analizar la imagen dentro
de la cual esto tiene sentido: el reino de Dios.
3. El reino de Dios
En diferentes etapas de este libro hemos podido apreciar que la comprensión cristiana normal del
término «reino», especialmente del «reino del cielo», simplemente está equivocada. El «reino de
Dios» y el «reino del cielo» significan lo mismo: el reinado soberano de Dios (o, lo que es igual,
el reinado del «cielo», que no es otro que aquel que vive en el cielo), lo cual, de conformidad con
lo que decía Jesús, ha estado y está irrumpiendo en el mundo presente, en la «tierra». Eso es por
lo que Jesús nos enseñó a rezar. No tenemos derecho alguno a omitir esta cláusula de la Oración
a Nuestro Señor, ni de suponer que, en realidad, no quiere decir lo que dice.
Tal como lo hemos podido apreciar, es precisamente sobre esto de lo que tratan la resurrección y
la ascensión de Jesús, así como el don del Espíritu. Su propósito no es el de apartarnos de esta
tierra, sino el de hacernos agentes de la transformación de esta tierra, anticipando el día en el
que, como se nos ha prometido, «la tierra esté llena del conocimiento del Señor, tal como las
aguas cubren el mar». Así lo podemos apreciar al final del evangelio de san Mateo, cuando el
Jesús resucitado aparece ante sus seguidores, y declara que a él se le ha dado toda la autoridad en
el cielo y en la tierra. Juan el Vidente escucha las voces que retumban en el cielo: «Ha llegado el
reinado en el mundo de nuestro Señor y de su Mesías y reinará por los siglos de los siglos». Y el
punto que se establece en los evangelios, en el de Mateo, en el de Marcos, en el de Lucas y en el
de Juan, al igual que en los Hechos de los Apóstoles, es que esto ya ha empezado.
Lo que ha constituido el centro mismo del debate durante un largo tiempo es la pregunta acerca
de cómo ha empezado, en qué sentido se ha «anticipado» o «inaugurado» o como se le quiera
llamar. Sin embargo, parte del problema que plantea ese debate es que aquellos que participan en
el mismo, por lo general, no han aclarado la pregunta relativa a qué es precisamente aquello que
se ha iniciado, que se ha lanzado o que ha empezado. En un nivel, está claro que se trata de la
esperanza de Israel, tal como se expresa en los «pasajes clásicos del reino», como el de Is 52,712. En esos pasajes, «Ha llegado el reinado en el mundo de nuestro Señor» significa el fin del
exilio, la victoria sobre el mal y el retorno del Dios de Israel a Sión. Podemos ver cómo todo esto
se convierte en el tema principal no sólo de la vida y carrera pública de Jesús, sino de su propia
interpretación de su muerte.
Sin embargo, cuando nos alejamos y vemos las cosas desde cierta distancia, como elementos que
subyacen a todo esto, una vez más tenemos el significado del «reino de Dios» para el cual la
esperanza de Israel fue diseñada; para decirlo de otra manera, se trata del significado debido al
cual Dios llamó a Israel en primer lugar. Al enfrentarnos con esta creación bella y poderosa en
rebelión, Dios aspiraba a poner cada cosa en su lugar y a rescatarla de la corrupción continua y
del caos inminente, así como a volverla a restablecer en una situación de orden y provecho. En
otras palabras, lo que Dios aspiraba era a restablecer su sabia soberanía sobre la totalidad de la
creación, lo cual significaría un gran acto de sanación y de rescate. Él no pretendía rescatar a los
humanos de la creación, así como tampoco quería rescatar a Israel de los gentiles. Quería
rescatar a Israel de manera que Israel pudiera ser una luz para los gentiles y de ese modo
pretendía rescatar a los humanos con el propósito de que los humanos pudieran ser sus guías en
el rescate de la creación. Esa es la dinámica interna del reino de Dios.
En otras palabras, ésa es la manera en la que Dios, quien hizo a los seres humanos para que
fuesen sus representantes de la creación y que llamó a Israel a ser la luz del mundo, debe
convertirse en rey de conformidad con la intención original intrínseca a la creación, por una
parte, y a su intención original en la alianza, por la otra. El apartar las almas salvadas y
llevárselas a un «cielo» incorpóreo destruiría todo este punto. Dios está por convertirse
finalmente en rey de todo el mundo. Y no lo hará declarando que la dinámica interna de la
creación (que fuera regida por seres humanos) era un error, ni tampoco declarando que la
dinámica interna de su alianza (que Israel sería el medio de salvación de las naciones) era un
fracaso, sino al lograr que ambas se hicieran realidad. Esto es más o menos de lo que trata la
epístola de Pablo a los Romanos.
Este es el plan que se ha hecho realidad en Jesucristo. Uno de los más grandes problemas de la
Iglesia occidental, cuando menos a partir de la Reforma, es que en realidad no ha sabido cuál es
el propósito de los evangelios. Al imaginar que la aspiración del cristianismo era permitirle a la
gente «ir al cielo», la mayoría de los cristianos de Occidente ha supuesto que el mecanismo
mediante el cual esto sucedió fue aquel que ellos encontraron en los escritos de Pablo (quisiera
resaltar esto de aquel que ellos encontraron y en otros escritos he argumentado que eso implicó
también que no se haya comprendido correctamente a Pablo) y que los cuatros evangelios tenían
simplemente el propósito de dar información de respaldo acerca de Jesús, sobre su enseñanza o
ejemplo moral y sobre su muerte expiatoria. Esta larga tradición ha descartado la posibilidad de
que cuando Jesús hablaba del «reino de Dios», no estaba hablando de un «cielo» para el cual
estaba preparando a sus seguidores, sino de algo que estaba sucediendo en y sobre la tierra, a
través de su trabajo, luego a través de su muerte y su resurrección, y subsiguientemente a través
del trabajo conducido por el Espíritu al que ellos habían sido llamados.
En parte, la dificultad que la gente tiene todavía para ponerse de acuerdo y entender los
evangelios leídos de esta manera estriba en el hecho de que «el reino de Dios» ha sido como una
bandera de conveniencia al amparo de la cual han navegado todo tipo de embarcaciones.
Algunos han utilizado esta frase como una pantalla para la consecución de sus propios intereses,
como podría ser el caso de los programas de mejoramiento moral, social o político o de agitación
social, para ambiciones, tanto de izquierda, como de derecha. La han utilizado los
bienintencionados, aunque confundidos, al igual que los menos bienintencionados que están muy
claros. Muchos de los que han seguido este camino han tratado a los evangelios como si fueran
simples historias acerca de Jesús cuando iba por los pueblos ayudando a la gente de la mejor
manera que podía, con la secuela desafortunada de su muerte inoportuna. Y muchos otros
cristianos, ante esta exégesis y su aplicación, ligeras y confusas, han reaccionado con ira contra
lo que se denomina la «teología del reino», como si se tratara simplemente de una versión
corporativa anticuada y superficial de un moralismo de autoayuda que se convierte en una moda.
(Este es un problema muy serio en algunas partes de Estados Unidos en las que el «reino» se ha
convertido en un slogan de este tipo y ha sido utilizado para descartar o marginar muchos
aspectos de la fe cristiana ortodoxa, precipitando entre algunos que se dicen cristianos ortodoxos
una reacción contra cualquier dimensión social o política del Evangelio y totalmente contra las
referencias al idioma del «reino». Es por estos medios que proyectamos nuestras confusiones a
los textos).
Sin embargo, el hecho de que algunas personas y algunos movimientos se hayan apropiado
indebidamente de la «teología del reino» de los evangelios, no quiere decir que no exista una
realidad en la que tales ideas son una caricatura. Lo que encontramos en los evangelios es
indiscutiblemente mucho, mucho más profundo. Una vez más, a este respecto enfrentamos un
problema que ya nos es familiar, el problema de la forma en la que el ministerio inicial de Jesús
se une a su decisión propia de entregarse a la muerte. En otras ocasiones, he argumentado con
amplio grado de detalle que Jesús nunca imaginó que el «reino» que él estaba lanzando a través
de su sanaciones, banquetes y enseñanzas se haría realidad sin su muerte. O, para decirlo a la
inversa, tanto yo mismo, como otros, hemos resaltado que la muerte de Jesús no tuvo que ver (y
él tampoco pensaba que tuviera que ver) con otra cosa que con el reino, trabajo al que él le
dedicó su corta carrera pública. El problema del mal que domina como telón de fondo de los
evangelios no va a ser abordado ni siquiera con las sanaciones, los banquetes y las enseñanzas de
Jesús. Sin lugar a dudas, no será abordado al ofrecerle a sus seguidores una ruta rápida a un cielo
distante e incorpóreo. Sólo puede abordarse con y a través de la propia muerte y resurrección de
Jesús y sólo así el reino vendrá a la tierra como es en el cielo. Ahora bien, esta es otra historia
por completo, aunque claro está que es una historia vital y central para todo el cristianismo.
Sin embargo, cuando reintegramos aquello que nunca debió haber sido separado, el trabajo
público de Jesús que inauguraba el reino, por un lado, y su muerte y resurrección redentora, por
el otro, nos percatamos de que los evangelios relatan una historia muy diferente. No es
simplemente la historia de un trabajo social espléndido y llena de interés, aunque terminara de
manera triste. No. Tampoco es simplemente la historia de una muerte expiatoria con una larga
introducción. Es algo mucho mayor e importante que la suma de esas dos perspectivas
disminuidas. Es la historia del reino de Dios que se lanza en la tierra como en el cielo y que
genera un nuevo estado de las cosas en el que el poder del mal ha sido vencido de forma decisiva
y la nueva creación se ha lanzado, también, de manera decisiva; así a los seguidores de Jesús se
les ha encomendado la tarea y han sido equipados para poner en práctica esa victoria, ese nuevo
mundo que se acaba de inaugurar. La «expiación», la «redención» y la «salvación» son las
manifestaciones que se dan en el camino ya que, para que las personas se involucren en este
trabajo, es necesario que ellas mismas sean rescatadas de los poderes que esclavizan al mundo.
En otras palabras, es necesario que ellas también puedan, a su vez, volverse salvadoras o
rescatadoras. Para decirle en otras palabras, si usted quiere ayudar a inaugurar el reino de Dios,
debe seguir el camino de la cruz. De igual manera, si quiere beneficiarse de la muerte salvadora
de Jesús, usted debe convertirse en parte de su reino y de su proyecto. Sólo hay un Jesús, sólo
hay una historia del Evangelio, aunque se relate en cuatro patrones caleidoscópicos.
Por lo tanto el reinado del cielo y el reinado de Dios se deben poner en práctica en el mundo, lo
que resultará en la salvación, tanto en el presente, como en el futuro, una salvación que es para
humanos y a través de humanos salvados para el mundo más amplio. Esta es la base sólida para
la misión de la Iglesia. Sin embargo, para explorarlo en mayor grado de detalle necesitaremos un
capítulo completo.
Capítulo 13
La construcción del reino
1. Introducción
Al verse enfrentadas con el reto de trabajar para el reino de Dios en el presente, son muchas las
personas que de inmediato plantearán su objeción. Preguntarán, por ejemplo: «¿no suena eso
como si uno estuviera tratando de construir el reino de Dios por su propio esfuerzos?». Bueno, si
suena de esa manera, pues lo siento mucho, ya que no se pretendía que sonara así. Quizás sea
necesario aclarar un poco más este concepto.
Tenemos que estar claros acerca de dos puntos. En primer lugar, Dios es quien construye el reino
de Dios. Sin embargo, Dios ha ordenado su mundo de manera tal que su propio trabajo dentro de
ese mundo pueda tener lugar también a través de sus criaturas, que no son otras que los seres
humanos que reflejan su imagen. En mi opinión, ése es un aspecto básico para explicar de qué
trata la noción de «estar hechos a la imagen y semejanza de Dios». Dios pretende que su
presencia sabia, creativa y llena de amor y poder se refleje, o, por así decirlo, que se «represente
como imagen» en su mundo a través de sus criaturas humanas. Él nos ha llamado a actuar como
sus guías en el proyecto de la creación. De igual manera, luego del desastre de la rebelión y la
corrupción, él ha incorporado al mensaje del Evangelio el hecho de que, a través de las obras de
Jesús y del poder el Espíritu Santo, él les ha dado a los seres humanos todo lo que requieren para
trabajar en la labor de lograr que el proyecto vuelva a enrumbarse como debe. Por lo tanto, la
objeción de que nosotros estemos tratando de construir el reino de Dios por nuestro propio
esfuerzo, aunque pudiera parecer una actitud humilde y piadosa, también puede ser una forma de
esquivar la responsabilidad y de mantener baja la cabeza, sin levantarla ni un ápice, cuando
sabemos que el jefe está buscando voluntarios. Aunque, cabe acotar, por cierto, que no es que
uno vaya a poder eludir para siempre la llamada de Dios... pero, bueno.
En segundo lugar, tenemos que distinguir entre el reino final y las anticipaciones actuales del
mismo. Claro está que la venida final en la que ;e unirán el cielo y la tierra es el acto supremo de
la nueva creación de Dios, del cual el único prototipo real, que no haya sido la primera creación
en sí, fue la resurrección de Jesús. Sólo Dios hará que todas las cosas se resuman en Cristo, tanto
las cosas del cielo, como las cosas de la tierra. Sólo él hará «los nuevos cielos y la nueva tierra».
Sería casi un acto de locura pensar que nosotros siquiera podríamos ayudar en ese gran trabajo.
Ahora bien, lo que sí podemos y debemos hacer en el presente, si decidimos acatar con
obediencia lo que nos dicta el Evangelio, si seguimos a Jesús y si estamos habitados
internamente, vigorizados y dirigidos por el Espíritu, es construir para el reino. Una vez más,
esto nos lleva de vuelta a 1 Cor 15,58: ya nuestro trabajo en el Señor no es en vano. No se trata
en lo absoluto de que estemos aceitando el motor de un vehículo que está a punto de caerse por
un despeñadero. Tampoco es cuestión de que uno esté restaurando una gran pintura que dentro
de muy poco va ser a lanzada al fuego, así como tampoco se trata de sembrar rosas en un jardín
que está a punto de ser excavado para colocar los cimientos: de una obra de construcción. Por
extraño que pueda parecer, por difícil que sea creerlo, como es también difícil creer en la propia
resurrección, uno lo que está logrando es algo que se convertirá, a su debido momento, en parte
del nuevo mundo de Dios. Todo acto de amor, de gratitud y de amabilidad; toda obra de arte o de
música que se inspire en el amor a Dios, así como en el deleite en la belleza de su creación; cada
minuto que se dedique a enseñarle a un niño con alguna discapacidad severa a leer o a caminar;
toda acción dirigida a cuidar y educar a los demás, a darle consuelo y respaldo al prójimo, y no
tan sólo a nuestros hermanos humanos, sino también a las demás criaturas no humanas y, sin
lugar a dudas, toda oración, toda enseñanza que se base en el Espíritu, toda acción que sirva para
difundir el Evangelio, que construya la Iglesia, que adopte e incorpore la santidad, pero no la
corrupción, y que haga que se honre el nombre de Jesús en el mundo entero, todo esto logrará
encontrar su camino a través del poder de resurrección de Dios para ingresar a la nueva creación
que Dios hará algún día. Esa es la lógica de la misión de Dios. La recreación por parte de Dios de
su mundo fabuloso, que ha empezado con la resurrección de Jesús y que continúa de forma
misteriosa a medida que el pueblo de Dios vive en el Cristo resucitado y en el poder de su
Espíritu Santo, significa que aquello que hacemos en Cristo y mediante el Espíritu está presente
y no se desperdicia.
Él logrará perdurar hasta finalmente llegar al nuevo mundo de Dios. En realidad, allí se verá
realzado.
No tengo idea alguna de lo que esto querrá decir con precisión en la práctica. Estoy presentando
simplemente un letrero y no una fotografía de aquello que encontraremos cuando lleguemos a
aquel lugar hacia el cual apunta el letrero. No sé cuáles son los instrumentos que tendremos para
tocar a Bach en el nuevo mundo de Dios, aunque sí estoy seguro de que allí estará presente la
música de Bach. No sé tampoco cómo el hecho de que yo plante hoy un árbol se relacionará con
los árboles fabulosos que encontraremos en el mundo recreado de Dios, aunque sí recuerdo las
palabras de Martin Lutero que indican que la reacción adecuada al saber que el reino estaba
viniendo al día siguiente era que teníamos que salir a plantar un árbol. No sé cómo la pintura que
un artista crea hoy mediante la oración y la sabiduría encontrará un lugar en el nuevo mundo de
Dios. No sé cuál es la manera en la que reaparecerán en ese nuevo mundo nuestras obras de
justicia en favor de los pobres y de remisión de las deudas globales. Sin embargo, lo que sí sé es
que el nuevo mundo de Dios de justicia y de alegría, de esperanza para toda la tierra, fue lanzado
cuando Jesús se levantó de la tumba en la mañana de Pascua y sé también que él llama a sus
seguidores a vivir en él por el poder del Espíritu y a ser la gente de la nueva creación aquí y
ahora, trayendo consigo los signos y símbolos del reino para que nazcan en la tierra como en el
cielo. La resurrección de Jesús y el don del Espíritu significan que estamos llamados a traer
signos reales y efectivos de la creación renovada de Dios a la tierra y a su nacimiento incluso en
plena era actual. Si no fuéramos a lograr que las obras y signos de renovación nacieran dentro de
la creación de Dios, estaríamos en franca colusión, tal como lo ha estado siempre el gnosticismo,
con las propias fuerzas del pecado y de la muerte. Ahora bien, no enfoquemos la atención hacia
lo negativo. Por el contrario, pensemos en lo positivo: pensemos en el llamado y la vocación, en
el presente, para compartir la fe sorprendente de toda la nueva creación de Dios.
La imagen que he utilizado con frecuencia para tratar de explicar esta idea extraña, aunque no
por ello menos importante, es aquella del picapedrero que trabaja en una parte de una gran
catedral. El arquitecto ya tiene la totalidad del plan muy clara en la mente y le ha dado las
instrucciones pertinentes al equipo de albañiles en cuanto a las piedras que necesitan tallar de tal
o cual manera. El capataz distribuye estas tareas entre los miembros del equipo. Uno será el
encargado de darle forma a las piedras para una torre o torrecilla en particular. Otro le dará forma
al patrón delicado que interrumpe lo que de otra manera serían líneas rectas imperdonables. Otro
trabajará en las gárgolas o en los escudos. Otro se encargará de esculpir las estatuas de los santos
y los mártires, o de los reyes y las reinas. Ellos estarán apenas conscientes de que hay otras
personas que están también adelantando sus trabajos y sabrán, claro está, que hay muchos otros
grupos y cuadrillas enteras que están muy ocupadas también, aunque en tareas bastantes
diferentes. Cuando ellos hayan terminado con sus piedras y sus estatuas, entonces las podrán
entregar sin que necesariamente tengan que saber mucho acerca del lugar en el que su trabajo
encontrará su destino final en el edificio terminado. Es probable que ni siquiera hayan visto los
planos completos del arquitecto que cubre todo el edificio con «su parte» individual identificada
en su lugar preciso. De igual manera, es probable que no vivan para ver el edificio totalmente
construido con su trabajo al fin en el lugar al que pertenece. Sin embargo, ellos sí confiarán en el
arquitecto y estarán seguros de que el trabajo que ellos han realizado siguiendo sus instrucciones
no se va a desperdiciar. Ellos, en sí mismos, no están construyendo la catedral. Sin embargo, sí
están construyendo para la catedral y cuando la catedral ya esté completamente lista, su trabajo
se verá realzado y ennoblecido, lo que significará para ellos mucho más de lo que hubiera
significado mientras estaban cincelando y dándole forma a su pieza en el patio de los
picapedreros.
Claro está, esa imagen es en sí incompleta, ya que la catedral sí será construida, a la larga, por
obra de la combinación de todos los artesanos y obreros que trabajan juntos, mientras que el
reino final de Dios, tal como ya lo he dicho, será un regalo nuevo y fresco de transformación y
renovación que nos brinde el Arquitecto mismo. Sin embargo, basta con apuntar hacia el camino
en el que hay continuidad, al igual que falta de continuidad, entre la vida presente y el trabajo
que hacemos en ella y la vida futura final en la que Dios ha reunido todas las cosas y las ha
transformado, «haciendo que todas las cosas sean nuevas» en Cristo. Nuestro trabajo en el Señor
«no es en vano» y ése es precisamente el mandato que necesitamos para todo acto de justicia y
de misericordia, para todo programa de ecología, para todo esfuerzo que hagamos por reflejar la
imagen sabia de Dios que nos guía hacia su creación. En la nueva creación, el mandato humano
antiguo de velar por el jardín se reafirma de forma dramática, tal como Juan nos lo sugiere en su
historia de la resurrección en la que María asume a Jesús como el jardinero. La resurrección de
Jesús es la reafirmación de la bondad de la creación y el don del Espíritu está presente para
hacernos a nosotros los seres humanos plenos que estamos supuestos y llamados a ser,
precisamente de manera que finalmente podamos cumplir con tal mandato.
Por consiguiente, el trabajo que realizamos en el presente logra su pleno significado en el diseño
final al que está llamado a pertenecer. Cuando esto se aplica a la misión de la Iglesia, quiere
decir que debemos trabajar en el presente para las señales previas de aquel estado final de las
cosas cuando Dios sea «todo en todo», cuando su reino haya venido y cuando se haga su
voluntad «así en la tierra como en el cielo». Claro está que esto será radicalmente diferente al
tipo de trabajo al que pudiéramos dedicarnos si nuestra única tarea fuera la de salvar almas para
un cielo incorpóreo o, simplemente, la de ayudar a la gente a cumplir «su relación con Dios»
como si eso fuera el final de todo. También será significativamente diferente al tipo de trabajo
que pudiéramos emprender si nuestra única tarea fuera olvidar cualquier dimensión de Dios y
tratar simplemente de hacer mejor la vida dentro de la continuación del mundo tal como éste es.
Esto nos lleva de frente hacia ciertas áreas de contención, aunque igualmente importantes y
necesarias. La Iglesia actual (lo que incluye a la «Iglesia emergente», la «Iglesia líquida», las
«expresiones recién emitidas por la Iglesia», la «Iglesia conformada por la misión» y muchas
otras) está lidiando con la pregunta acerca de cuál es su misión y cómo podría verse la vida en
los días por venir. Sin embargo, el ánimo actual de frustración que generan los patrones
existentes de la vida de la Iglesia, aunado a una experimentación postmoderna libre para todos,
por un lado, y a los temores protestantes residuales acerca del orden creado, por el otro, se han
unido para conspirar y producir un caos alegre y, en algunas ocasiones, no tan alegre. Este es el
contexto dentro del cual una perspectiva adecuada de la escatología bíblica puede y debe generar
una visión fresca de la misión de la Iglesia, aunque sin lugar a dudas también será una visión
controversia!.
Para decirlo claramente y sin rodeos, es necesario redimir a la creación. En otras palabras, el
espacio se debe redimir, así como también se debe redimir el tiempo y se debe redimir la
materia. Dios le manifestó su aprobación y le dijo «muy bien» a su creación en el espacio, el
tiempo y la materia y, aunque la redención de este mundo, de su corrupción y descomposición
actual, implique transformaciones que no podemos siquiera imaginar, de lo único que sí
podemos estar totalmente seguros es de que la redención de la creación significará que Dios se
referirá al espacio, al tiempo y/o a la materia diciendo: «qué buen intento, muy bueno, bueno
mientras duró aunque, sin lugar a dudas, es obvio que se ha echado a perder. Por lo tanto,
pongámoslo a un lado y busquemos en vez de esto un mundo sin espacio, sin tiempo y sin
materias. Ahora bien, si Dios verdaderamente pretende redimir su mundo creado de espacio,
tiempo y materia, en vez de proceder a rechazarlo, se nos plantea, más bien, la pregunta
siguiente: ¿cómo se vería la celebración de aquella redención, aquella sanación y aquella
transformación en el presente; lo anticiparía de esta manera y de la forma apropiada la intención
final de Dios?
Quisiera resaltar algo antes de empezar nuestro análisis para así anticiparme a la objeción obvia.
Siempre y cuando perdure el mundo presente, existirá el peligro de la idolatría, el de adorar a la
criatura, en vez de al Creador. Ya que el espacio, el tiempo y la materia son las materias primas
de las que se han formado los ídolos, algunas personas devotas han supuesto que deben rechazar
el espacio, el tiempo y la materia por sí mismos, de manera que cualquier objeto que se utilice en
la adoración, cualquier acción realizada, cualquier «santo lugar», se convierta de inmediato en un
sospechoso.
Bueno, claro está que existe algo llamado idolatría y que debemos protegernos y cuidarnos de
ella. En realidad, debemos hacer que desaparezca sin piedad alguna. Ahora bien, la idolatría es
siempre la perversión de algo bueno. La avaricia y la gula, que son la adoración de los apetitos y
de aquello de lo que éstos se alimentan, son la perversión del instinto que nos ha dado Dios para
disfrutar en forma adecuada de la creación buena. Por lo tanto, la respuesta adecuada a la
idolatría no es el dualismo, ni el rechazo del espacio, el tiempo y la materia como elementos que
sean dañinos o peligrosos en sí mismos, sino la adoración renovada del Dios Creador que
establece el contexto del disfrute adecuado y del uso pertinente del orden creado, sin el peligro
de adorarlo. El hecho de que vivamos dentro del espacio, del tiempo y de la materia y que los
disfrutemos y los usemos, debe compararse y medirse de modo constante con la historia de
Jesús, tanto en cuanto a la forma en la que él comparte el espacio, el tiempo y la materia como
Hijo Encarnado en su muerte, a través de la cual será él quien enjuicie a todos por la idolatría y
el pecado, como en cuanto a su resurrección, en la que el espacio, el tiempo y la materia se
renuevan en su cuerpo y anticipan la renovación final de todas las cosas. El peligro de la idolatría
y la respuesta adecuada que podemos darle es como una rúbrica sobre lo que está por venir. La
Iglesia ha sido llamada a una misión para poner en práctica la resurrección de Jesús y anticipar
de esa manera la nueva creación final. ¿Cómo podría ser esto?
2. La justicia
La primera categoría fundamental que quiero explorar es la de la justicia. Utilizo esta palabra
como un atajo o una manera conveniente de referirme a la intención de Dios, la cual se ha
expresado desde el Génesis hasta el Apocalipsis, que no es otra que la de poner de nuevo cada
cosa del mundo en su justo lugar en el mundo. Este es un plan que se ha cumplido gloriosamente
en Jesucristo y que se ha cumplido de forma suprema en su resurrección (luego de su victoria en
la cruz sobre los poderes del mal y de la muerte) y que ahora debe ponerse en práctica en el
mundo. No nos podemos librar de la responsabilidad actual, tal como lo tratan de hacer muchos
cristianos y, sobre todo, dentro de algunas corrientes del fundamentalismo, con tan sólo declarar
que el mundo está actualmente en un estado tan caótico que no hay nada que pueda hacerse al
respecto hasta que vuelva el Señor. Ese es el dualismo clásico. Muchas personas lo siguen y
defienden con entusiasmo. A la Iglesia la deja en una situación en la que no tiene mucho que
hacer en el presente, excepto ocuparse de los heridos de la mejor manera posible mientras
esperamos un tipo totalmente diferente de salvación.
No obstante, el solo el hecho de decir que hay más en juego y que todo no se limita a lo anterior
no es equivalente en lo absoluto a volver al viejo «evangelio social». Más bien, implica vivir
conscientemente entre la resurrección de Jesús acaecida en el pasado y la creación del nuevo
mundo de Dios en el futuro. Esta es la razón por la cual la teología del modernismo liberal, en su
mejor momento y expresión, siempre luchaba por sus agendas sociales con una mano atada
detrás de la espalda. Claro está que algunos cristianos han hablado de la resurrección como una
manera en la que pueden reforzar un dualismo que los deja sin preocupación social alguna. Sin
embargo, esto ha sido siempre una distorsión grave. Precisamente debido a que Jesucristo se
levantó de entre los muertos, el nuevo mundo de Dios ya ha irrumpido en el presente y el trabajo
cristiano de justicia es en el presente, como en el caso por ejemplo, de las campañas que están en
marcha para lograr la remisión de la deuda y la responsabilidad ecológicas, que asumen la forma
que tienen. Si Jesús dejó atrás su cuerpo en la tumba y si nosotros estamos llamados a hacer lo
mismo, tal como lo pensaban muchos teólogos de la última generación, entonces, nos están
robando, tanto el piso como la energía, para lograr que nuestro trabajo le aporte señales reales,
corporales y concretas de esperanza al mundo actual.
Pensemos en los saduceos. Ellos constituían la élite poderosa en el mundo de Jesús. Era Roma la
que los había mantenido en ese lugar y ellos disfrutaban de riqueza, condición y prestigio dentro
de la sociedad judía. Se argumentaba que al negar la resurrección, así como cualquier tipo de
vida futura, se basaban en su creencia de que la doctrina era algo moderno, un argumento
reciente inventado por los últimos profetas, como es el caso de Daniel. Según ellos lo
manifestaban, no se encontraba ninguna mención al respecto en los cinco libros de Moisés. Los
fariseos manifestaban lo contrario, como el propio Jesús y, para ello, recurrían a su cita del
Éxodo en la que Dios declara que él es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Ahora bien,
cuando Jesús cita ese verso, no está simplemente sacando un conejo del sombrero exegético y
encontrando un pasaje en los libros de Moisés que habla de los patriarcas como si todavía
estuvieran vivos y como si, por lo tanto, a modo de implicación, siguieran esperando la
resurrección. El punto de que Dios le dijera a Moisés que él es el Dios de Abraham, de Isaac y de
Jacob tiene como propósito resaltar lo que él está por decir en los siguientes versículos: que él ha
escuchado el clamor de su pueblo que está en la esclavitud y que está bajando a rescatarlo y a
guiarlo de vuelta a su tierra prometida.
Dentro del marco del mundo de Jesús durante el primer siglo, para los fariseos y los saduceos, la
doctrina de la resurrección era una doctrina revolucionaria. Hablaba de la determinación de Dios
de realizar un nuevo Éxodo, el verdadero retorno del exilio, la gran liberación de la opresión y de
la esclavitud, la liberación por la que tanto había esperado Israel. Y la razón verdadera por la que
los saduceos se oponían a esto, detrás de la cortina de humo de los argumentos teológicos, por
una parte, y de las historias tontas acerca de las mujeres que tenían siete esposos, por la otra, era
que ellos sí sabían que la doctrina de la resurrección era una amenaza que ponía en peligro su
propia posición. Sabían muy bien que esto significaba que Dios estaba poniendo al mundo al
revés de lo que estaba. Más aún, sabían que la gente que creía que Dios pondría el mundo al
revés, gente como María con su Magníficat en el que los poderosos eran bajados de sus tronos y
se exaltaba a los humildes y a los mansos, no iba a dudar cuando se tratara de emprender algunas
actividades que estuvieran dirigidas a cambiar al mundo en el presente. A este respecto no se
trata de que, cual pilotos bombarderos suicidas, las personas que creen en la resurrección estén
más contentas de morir por la causa porque están contentas de dejar este mundo actual y escapar
hacia un futuro glorioso. Más bien, de lo que se trata es de gente que cree en la resurrección, en
que Dios está haciendo un nuevo mundo en el que todo por fin estará en su justo lugar y estas
personas están motivadas de forma indetenible de manera de trabajar para ese nuevo mundo en el
presente.
Si esto fue cierto incluso en el caso de los fariseos, aun antes de que alguien en realidad hubiera
sido resucitado de entre los muertos, ¿cuánto más cierto debe ser en el caso de nosotros, quienes
celebramos y proclamamos que no sólo Jesús se ha levantado de entre los muertos, sino que lo
celebramos y proclamamos como aquel que de esa manera ha sido instaurado como el Señor de
todo el mundo? Al mundo ya se le dio la vuelta y todo está al revés de cómo estaba. De eso es
precisamente de lo que trata la Pascua de Resurrección. No es ni siquiera cuestión de esperar
hasta que Dios, a la larga, haga algo diferente al final de los tiempos. Dios ha traído hacia el
presente su futuro, ese futuro en el que pondrá cada cosa en su justo lugar. Lo ha traído al
presente en Jesús de Nazaret y él quiere que ese futuro esté cada día más involucrado en el
presente. Esto es precisamente aquello que pedimos cada vez que rezamos la Oración de Dios
Nuestro Señor: Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. Y
esta es la razón por la que, a renglón seguido, en esta oración rezamos por nuestro pan y pedimos
por nuestro perdón. Yo me atrevo a sugerir que es precisamente a este respecto que el elemento
de la justicia se acerca más hoy en día a nuestra aldea global.
Una vez más, existen dos extremos hacia los cuales tiende a inclinarse el pueblo cristiano. Para
empezar, podemos decir que están aquellos que declaran que si Jesús es un verdadero
revolucionario, entonces la tarea única principal del cristiano es la de construir el reino aquí en la
tierra a través de la revolución social, política y cultural. Muy a pesar nuestro, este evangelio
social (tal como solía llamársele) ha fallado de forma muy especial y no ha logrado cumplir con
lo prometido en el siglo o más, desde que se le empezara a defender en esta manifestación
moderna. Es mucho el bien que se ha hecho, es muy grande: las condiciones sociales han
mejorado ampliamente, aunque igualmente podemos preguntarnos hasta qué punto y en qué
grado esto se ha debido a la labor cristiana y hasta qué punto y en qué grado ha sido el resultado
de otras influencias y esto es difícil de determinar. Sin embargo, seguimos siendo un mundo
fragmentado, atemorizado y golpeado. Incluso en el Occidente próspero y abundante, siguen
existiendo muchos lugares que están en las condiciones que son típicas de las novelas de Dickens
e, incluso, peores aún. Y esto es más sorprendente incluso porque, fundamentalmente, están
fuera de la vista y de la mente de los medios que imprimen en sus páginas sólo artículos de lujo y
comodidad.
En el otro extremo de la balanza, tenemos a aquellos que declaran que nada puede hacerse hasta
que el Señor vuelva y ponga todas las cosas en su justo lugar. Las fuerzas del mal están
demasiado arraigadas y nada, excepto un gran momento apocalíptico de poder divino, puede
enfrentar o cambiar las estructuras profundas de la manera en la que las cosas se están llevando a
cabo. Este tipo de dualismo se encarna de forma muy efectiva en aquellas sociedades en las que,
a pesar de que se puede ver y nombrar la injusticia, es políticamente inconveniente hacer algo al
respecto. Según señala esta opinión, seguiremos adelante con el verdadero interés del Evangelio,
que no es otro que aquel de salvar vidas para el mundo futuro. Incluso llevaremos a cabo
operaciones de limpieza y actividades de curación para buscar a la gente hasta en lo más
profundo de cualquier montón de escombros. Sin embargo, no haremos nada con respecto a las
estructuras que la llevaron hasta esa situación y que la mantiene allí. Este tipo de dualismo hace
que desaparezca la actividad sanadora continua del Padre del mundo que él ha hecho, la del Hijo
del mundo del que ya es el Señor y la del Espíritu Santo del mundo dentro del cual él (¿ella?) se
queja con dolor de sus tribulaciones.
Ninguna de estas visiones comienza siquiera a hacerle justicia en cualquier sentido a la orden
que nos da Pablo de ser inquebrantables e inflexibles cuando se trata de llevar a cabo el trabajo
del Señor, ya que nuestro trabajo en el Señor no es en vano. La creencia cristiana primitiva
universal era que Jesús ya había demostrado públicamente que era el Mesías de Israel y el
verdadero Señor del mundo a través de su resurrección. Tal como lo hemos visto, eso es parte del
meollo fundamental de la historia cristiana. Es más, si creemos en ella y rezamos, tal como él nos
lo ha enseñado, para que el reino de Dios venga así en la tierra como en el cielo, no hay manera
alguna en la que podamos quedarnos contentos con las injusticias tan serias que se observan en el
mundo. Debemos reconocer, tal como podemos apreciar que se reconoce en la segunda visión,
que para ese momento en el que se pondrán las cosas en su justo lugar no se tiene que esperar
hasta el último día. Por lo tanto, hay que evitar la arrogancia o el triunfalismo de la primera
visión, cuando imaginamos que podemos construir el reino mediante nuestros propios esfuerzos,
sin la necesidad de un gran acto adicional divino de nueva creación. Ahora bien, tenemos que
estar de acuerdo con la primera visión que establece que el hecho de hacer justicia en el mundo
es parte de la tarea cristiana y, por lo tanto, debemos rechazar el derrotismo de la segunda visión
que propugna que no vale ni siquiera la pena intentar algo.
Según veo yo las cosas, la tarea más importante que enfrentamos en nuestra generación con
respecto al problema de la esclavitud de hace dos siglos es el gran desequilibrio económico del
mundo cuyo mayor síntoma es la deuda del tercer mundo que es tanto ridícula como imposible
de pagar. Me he referido a este tema muchas veces durante los últimos años y tengo la impresión
de que algunos de nosotros, al igual que el viejo Wilberforce con respecto al tema de la
esclavitud, estamos dispuestos a matar a la gente de aburrimiento al hablar una y otra vez sobre
esto hasta que a la larga se nos entienda lo que decimos y el mundo cambie. Hay muchos libros
excelentes acerca del tópico y lo abordan desde diferentes puntos de vista, por lo que ahora no
pretendo entrar a discutirlo con mayor grado de detalle. Simplemente quiero hacer pública mi
convicción de que éste es el problema moral número uno de nuestros días. El sexo tiene una gran
importancia, pero la justicia global es mucho más importante aún. El sistema actual de la deuda
mundial es el verdadero escándalo inmoral, el pequeño secreto sucio que se esconde, o más bien,
es el inmenso secreto sucio del capitalismo occidental glamoroso y deslumbrante. Sin importar lo
que se requiera para lograrlo, debemos cambiar la situación o estaremos condenados por la
historia futura junto a quienes respaldaron la esclavitud hace dos siglos y a quienes respaldaron a
los nazis hace tan sólo setenta años. Este problema es, sin lugar a dudas, así de serio. Éste no es
el lugar adecuado para que yo desarrolle mis argumentos. Simplemente quiero hacer cuatro
comentarios breves, a la luz del tema que hemos venido explorando a todo lo largo de este libro,
acerca de la naturaleza de los debates que uno enfrenta cuando se trae a colación este asunto.
(Esto lo sé muy bien: cada vez que escribo sobre tales problemas, algunos críticos y
comentaristas de mis escritos, por lo general de Estados Unidos, me escriben para decir que más
me valdría limitarme a hablar sobre Jesús y Pablo y que no me debería meter en cosas
relacionadas con la economía y la política. Afortunadamente, hay muchos otros, tanto en Estados
Unidos, como en otros lugares, que me han instado y me siguen instando a que continúe
haciéndolo).
En primer lugar, es necesario resaltar la forma en la que la retórica a la que se recurre
normalmente para hablar en contra de la emisión de las deudas globales se hace eco de los
argumentos que se utilizaron contra la abolición de la esclavitud. Si uno lee los documentos que
se escribieron en el siglo XVIII, como es el caso, por ejemplo, de los del cuáquero John
Woolman (1720-1772), en ellos encontraremos dicha similitud. Leamos una vez más la historia
de Wilberforce (1759-1833). Pensemos en todas las actitudes condescendientes, técnicas
dilatorias y, en algunas ocasiones, hasta actos intimidatorios que ellos tuvieron que soportar. No
olvidemos el tono de voz con el que se les decía: «nosotros sabemos muy bien cómo funciona el
mundo; no nos vengas a molestar con tus argumentos morales». Recordemos los intereses
poderosos que llevaban a los grandes y a los buenos a hacer cabildeo contra ellos. Todo esto
vuelve a ser una rutina ahora a medida que el imperio global occidental lucha contra el clamor
por la justicia. Es más, cada vez lo aplazamos un día más y, mientras tanto, mueren varios
cientos de niños. Y esto no es más que el principio.
Por lo tanto, debemos aprender a reconocer los argumentos complejos contra la remisión de la
deuda y tomarlos precisamente por lo que son. La gente tiende a decirnos que éste es un tema
que tiene muchas aristas y que es muy complejo y delicado. Sí, es verdad, lo es. También lo era
la esclavitud. En realidad lo son todos los problemas morales de gran envergadura. El hecho es
que lo que ahora está sucediendo no se pudiera describir sino como el simple robo que los fuertes
perpetran en los débiles, que los ricos perpetran en los pobres. Quiero aclararles que estoy
eligiendo mis palabras con todo cuidado. Lean la literatura acerca del tema y compruébenlo
ustedes mismos. Si un policía atrapa a un ladrón con las manos en la masa, no necesita recurrir a
argumentos complejos que describan los motivos que tenía el ladrón, las complejidades
irrevocablemente relacionadas con la situación económica del ladrón y con la de su víctima, así
como a cualquier otra evasiva. Lo que es importante es simplemente asegurarse de evitar que
pueda proceder con el robo y detenerlo de inmediato. A la luz de todo esto, deberíamos aprender
a reconocer las historias complejas de quienes tienen intereses creados y que se asemejan mucho
a las historias complejas que relataban los saduceos para demostrar cuán imposible era creer en
la resurrección. La respuesta de Jesús fue clara, rotunda y concisa: ¿No están equivocados por
esto, por no conocer la Escritura ni el poder de Dios? (Mc 12,24). Nuestra respuesta debe ser que
ya que creemos en la resurrección de Jesús como un evento dentro de la historia, creemos
también que el Dios vivo ya había iniciado el proceso de la creación nueva y que lo que nos
puede parecer imposible en términos humanos, sí es posible para Dios.
Por consiguiente, cuando la gente nos presenta sus objeciones, a mí y a otros, tal como en
realidad lo hace, y nos señala que los ricos se están haciendo más ricos y los pobres se están
haciendo más pobres, al tiempo que nos comenta que la riqueza no es finita, que las soluciones
«estatistas» y «globalistas», así como también las dádivas, simplemente le quitarán al pobre su
dignidad humana y su vocación para el trabajo y que todo esto le instará a caer en una envidia
pecaminosa hacia los ricos, en un escapismo indolente y en una dependencia y confianza
contraproducente en el César, en vez de en Dios, cuando escucho este tipo de comentarios, lo
que quisiera hacer es llevar a los que esgrimen tales argumentos a los campos de refugiados, a las
aldeas en las que mueren niños todos los días, a los pueblos en los que la mayoría de los adultos
ya ha muerto de SIDA y mostrarles algunas personas que ya ni siquiera tienen la energía para
sentir envidia, que no son indolentes ni perezosos, sino que están usando toda la energía que les
queda para hacer cola para recolectar agua y para cuidarse unos a otros porque ellos saben
perfectamente que no requieren tanto las dádivas, que lo que necesitan es justicia. Yo sé bien y
también estas personas lo saben en lo más íntimo de su ser que la riqueza no es un juego de suma
cero y que, con tan sólo leer las obras de colección de F. A. Hayeken una silla cómoda en
América del Norte, no estamos abordando verdaderamente los problemas morales del siglo
veintiuno.
En segundo lugar, volvamos a lo que mencioné en un párrafo anterior: la manera en la que la
teología liberal del siglo pasado, al negar la resurrección corporal, ha hecho causa común con los
saduceos y ha guardado las distancias con Dios y, de ese modo, ha mantenido a raya y contenido
cualquier posibilidad de un trabajo con base teológica realizado para el nuevo mundo de Dios,
para que el reino venga así en la tierra como en el cielo. También a este respecto evidenciamos
múltiples ironías ya que el liberalismo del evangelio social también estaba adoptando las
negaciones modernistas de la acción de Dios en la historia, cuando dicha acción era precisamente
lo que ellos necesitaban como su fundamento. Hoy en día, los herederos de esa teología liberal
están muy interesados en marginar la Biblia y declaran que ésta respalda la esclavitud y otros
comportamientos malvados porque simplemente no les gusta lo que dice la Biblia acerca de otros
temas como, por ejemplo, la ética sexual. Sin embargo, si uno aparta y deja de lado la Biblia,
estará simplemente en clara colusión con el imperio pagano al mismo tiempo que se estaría
negando el libro que es la fuente para la crítica de la opresión del reino. Los saduceos no
conocían la Biblia, ni el poder de Dios, y ésa es la razón por la que negaban la resurrección y
respaldaban a Roma.
Sin embargo, en tercer lugar, debemos analizar el punto de la imagen en el espejo: aquella
teología tan conservadora que incluso está presente en Estados Unidos donde ahora tiene una
influencia muy fuerte, también ha servido para reforzar el dominio de Occidente. Los años de la
Guerra Fría le permitieron a Estados Unidos construir su imagen como la respuesta de Dios al
comunismo. Muchas iglesias conservadoras de ese país siguen con vida por la creencia de que lo
que es bueno para Estados Unidos, es bueno para Dios. El resultado de ello es, por ejemplo, que
si Estados Unidos necesita generar más lluvia ácida para mantener en alza la producción de
automóviles, Dios tiene entonces que estar contento con esa producción y cualquiera que toque
el tema de la contaminación o que se vea defraudado porque el presidente no firmó el Protocolo
de Kioto es de alguna manera anticristiano o simplemente está propugnando «un neosocialismo
bautizado», que fue precisamente de lo que me acusó un crítico. La creencia desenfrenada en el
«rapto» respalda ampliamente esto, tal como lo vimos con anterioridad: ya viene el Apocalipsis;
por lo tanto, ¿a quién le puede interesar en qué estado se encuentra el planeta? La ironía es que
aquellas iglesias americanas que protestan más airadamente y abiertamente contra la enseñanza
del darwinismo en sus escuelas, son a menudo las que respaldan un tipo de darwinismo
económico en sus políticas públicas, al defender la sobrevivencia del más apto en los mercados
mundiales y en el poderío militar.
En cuarto lugar, cabe mencionar en particular que la fuerte creencia en la resurrección corporal
de Jesús que se aprecia en el caso de los cristianos conservadores de muchas partes del mundo,
especialmente de Estados Unidos, ha sacado esa creencia de su contexto bíblico, para colocarla,
más bien, dentro de un contexto diferente en el que sirve a intereses diametralmente opuestos a
los bíblicos. Hoy en día, para muchos cristianos conservadores, la creencia en la resurrección
corporal de Jesús tiene que ver con la acción sobrenatural de Dios en el mundo y legitima una
visión de la realidad de arriba y de abajo; en otras palabras, un dualismo en el que lo
«sobrenatural» es el mundo real y lo natural, lo que es de este mundo, es secundario y, en buena
parte, irrelevante. Por lo tanto, la resurrección se afirma como la creencia ortodoxa por encima y
contra el modernismo liberal. Sin embargo, con lo que uno termina es con el modernismo
conservador que deja el modernismo intacto (la división entre el cielo y la tierra) y, en realidad,
lo refuerza. Claro está que, desde este punto de vista, lo que interesa e importa es la salvación
sobrenatural negadora del mundo que ofrece el Evangelio. Cualquier intento por trabajar para la
justicia de Dios así en la tierra como en el cielo se condena como ese accionar que tratan de
implantar aquellos liberales malvados antisobrenaturales. Esto es precisamente lo que no es la
resurrección y, al defender la posición ortodoxa acerca de la Pascua de Resurrección, me he
percatado en los últimos años de que muchos liberales no están atacando realmente la Pascua de
Resurrección en sí, sino la política escapista y socialmente conservadora de aquellos que
perciben que la están defendiendo. Lamentablemente, esa distorsión intrincada del Evangelio no
la encontramos simple y únicamente en el fundamentalismo norteamericano.
Por lo tanto, desde ambos lados internos de la supuesta cultura cristiana, quienes niegan la
resurrección y así cortan y apartan la rama de la que debe crecer el verdadero trabajo cristiano
por la justicia, y quienes la afirman, pero la usan para reforzar su teología contraria a este mundo,
encontramos razones aparentemente poderosas para no hacer nada sobre la lucha del mundo y
para dejar que las cosas tomen su propio curso, lo que quiere decir, claro está, que se permite que
los fuertes y poderosos sigan ganando. Una vez más, esto lleva implícito un darwinismo social.
Deberíamos saber muy bien a dónde nos condujo esto hace cien años, cuando los predicadores de
Gran Bretaña y Alemania declararon solemnemente que unas cuantas guerras bien libradas
podrían ser la manera que Dios habría elegido para permitir que la raza humana se hiciera más
apta y más fuerte. A medida que vamos aprendiendo las lecciones del futuro de Dios no debemos
olvidar las lecciones trágicas de nuestro propio pasado.
El paradigma que he establecido en este libro nos habla ampliamente en contra de ambos lados.
Este es el punto en el que la teología bíblica genuina puede salir a la luz y sorprender a quienes
pensaban que la Biblia era irrelevante o peligrosa para la ética política, así como a los que
pensaban que tomar verdaderamente en serio la Biblia implicaba ser conservador políticamente,
al igual que en lo teológico. La verdad es diametralmente opuesta, tal como ya deberíamos haber
adivinado de la propia predicación que hacía Jesús del reino. De igual manera, a este respecto
cabe mencionar también su muerte como un supuesto rey rebelde. Su resurrección y la promesa
de Dios del nuevo mundo que ésta también trae consigo crean un programa para el cambio y nos
ofrecen la posibilidad de facultarlo. Aquellos que creen en el Evangelio no tienen otra opción
que seguirlo.
Así mismo, si la gente le dice a usted que, después de todo, no es mucho lo que ella pueda hacer,
recuerde que la respuesta que debe darle es que sí lo puede hacer. ¿Qué le respondería usted a
aquellos que le dijeran, con toda razón, que Dios podría hacerlos totalmente santos en la
resurrección y que ellos nunca llegarían a este estado de total santidad hasta entonces?¿ Y qué les
respondería a quienes, como resultado de ello dirían, aunque estuvieran equivocados, que por
consiguiente no tendría sentido alguno tratar de vivir una vida santa hasta que llegara ese
momento? Sin lugar a dudas, usted recurriría a algún tipo de escatología inaugurada. Usted
insistiría en que la nueva vida del Espíritu, en clara obediencia al señorío de Jesucristo, debería
producir una transformación radical del comportamiento en la vida presente, anticipando la vida
porvenir, incluso cuando sabemos que nunca estará completa e íntegra hasta entonces. Esta es la
lección que se nos da en Ro 6. ¡Pues bien, apliquemos lo mismo a Ro 8! ¿Cómo le podríamos
responder a alguien que nos diga, con toda razón, que el mundo no será totalmente justo y
totalmente recto sino hasta la nueva creación, y que deduce equivocadamente de ello que no
tiene sentido alguno tratar de traer justicia al mundo (y, por supuesto, tampoco salud ecológica,
otro tema para el que no hay espacio en este libro) hasta ese momento? Le podríamos responder
partiendo de todo lo que he dicho hasta el momento: hay que insistir en la escatología
inaugurada, en una transformación radical de la manera en la que nos comportamos como una
comunidad mundial, anticipando el tiempo futuro en el que Dios será todo en todo, a pesar de
que nosotros estemos claros en que las cosas no estarán completas hasta entonces. Ese es
precisamente el reto. La resurrección de Jesús nos dirige hacia ello y nos da energía para
acometerlo. Superemos nuestra sorpresa de que se haya colocado ante nosotros tal esperanza y
dediquémonos a la tarea con oración y sabiduría.
3. La belleza
Ahora surge un tema, en apariencia bastante diferente, como parte del trabajo de la misión dentro
de una teología de la nueva creación. Creo que tomar la creación y la nueva creación en serio es
el camino para entender y revitalizar la consciencia estética y, quizás, incluso la creatividad entre
los cristianos hoy en día. Me atrevería a decir que la belleza importa casi tanto como la
espiritualidad y la justicia. Claro está que si uno tiene que elegir entre la esclavitud bella y el
Éxodo horrible uno debe preferir el Éxodo. Sin embargo, tal como lo dijo William Temple en un
contexto diferente (aunque relacionado), afortunadamente no tenemos que tomar esa decisión.
Ro 8, con su rica teología de la nueva creación nos ofrece una manera de apreciar la belleza
natural. Pablo habla de la creación que gime y sufre dolores de parto esperando a dar vida al
nuevo mundo de Dios. Tal como ya he sugerido con anterioridad en este libro, la belleza del
mundo actual es similar a la belleza de un cáliz, que es bello en sí mismo, pero que es aún más
inquietantemente bello puesto que sabemos con qué tiene el propósito de ser llenado; o como la
belleza del violín que es bello en sí mismo, pero lo es en particular porque sabemos la música
que es capaz de ofrecernos. Otro ejemplo pudiera ser el anillo de compromiso que tiene como
función ser un deleite para los ojos, aunque su función más importante aún es la de ser un deleite
para el corazón debido a lo que le promete. En este momento, tengo el propósito de desarrollar
este concepto con un mayor grado de amplitud, en términos de una nueva creatividad a la que yo
creo que estamos llamados los cristianos a medida que cada día nos encontramos más preparados
y situados entre la creación y la nueva creación.
También soy de la opinión de que nos estamos alejando de la antigua división mediante la cual
se dictaminaba que los buenos cristianos no podían ser artistas y los buenos artistas no podían ser
cristianos. Gracias a Dios ahora tenemos algunos excelentes pintores, compositores, escultores e,
incluso, poetas cristianos que nos están indicando cuál es el camino a seguir. Inclusive, tenemos
espléndidos teóricos tales como Jeremy Begbie y su proyecto, Theology through the arts (La
teología a través de las artes), que ha hecho tanto por esta área. Quiero ofrecer una propuesta
acerca del lugar que ocupa el quehacer artístico, así como el lugar que ocupa lo que podemos
llamar en términos generales la cultura humana, dentro de la disciplina de la misión cristiana,
dentro del mapa de la creación y de la nueva creación.
Creo yo que es parte del estar hechos a la imagen de Dios lo que también nos permite a nosotros,
en cierta medida, ser creadores o, cuanto menos, procreadores. La extraordinaria capacidad de
dar a luz una nueva vida, fundamentalmente, claro está, a través de la procreación de los hijos,
aunque también de millones de otras maneras, es un elemento básico del mandato que la raza
humana recibe en Gn 1 y Gn 2. El hecho de que podamos derivarle sentido y celebrar un mundo
bello a través de la producción de artefactos que en sí mismos son bellos es parte del llamado a
ser aquellos que guían la creación, como fue el hecho de que Adán les diera nombre a los
animales. Por lo tanto, el arte genuino es en sí mismo una respuesta a la belleza de la creación,
que de por sí señala hacia la belleza de Dios.
Sin embargo, nosotros no vivimos en el jardín del Edén y el arte que intenta hacerlo se convierte
rápidamente en algo débil y trivial. (La Iglesia no tiene el monopolio del mal gusto o del
sentimentalismo, aunque si uno quiere encontrarlos, la Iglesia bien puede ser el lugar más
adecuado para empezar a buscarlos). Vivimos en un mundo caído y cualquier intento por
conectarnos con algún tipo de panteísmo, de adoración de la creación como si fuera en sí algo
divino, siempre se enfrentará al problema del mal. En ese punto, el arte, al igual que la filosofía y
la política, a menudo gira aunque en el otro sentido y responde de forma determinada a la fealdad
con más fealdad. (Esto refleja el cambio supuesto de la tragedia griega, al ir de Sófocles, quien
describe el mundo como debería ser, a Eurípides, quien, más bien, describe el mundo tal como
éste es). En la actualidad, tenemos en Gran Bretaña un rosario de ejemplos al respecto en el
mundo de las artes. Se trata de una especie de brutalismo, el cual, bajo el disfraz de realismo,
expresa simplemente la futilidad y el aburrimiento. Estamos de vuelta en la línea divisoria entre
quienes se rehúsan a reconocer el mal, por una parte, y quienes, por la otra, no ven nada más que
no sea el mal.
Esto les brinda una excelente oportunidad a los cristianos que tienen una visión del mundo
integrada y que defienden una teología, tanto de la creación, como de la nueva creación, ya que
de esta manera pueden encontrar el camino hacia adelante y quizás liderar el camino hacia
adelante más allá de cualquier impasse estéril. Cuando leemos Ro 8, observamos que Pablo
afirma que la totalidad de la creación está gimiendo y sufriendo dolores de parto, al mismo
tiempo que está esperando su redención. La creación es buena, pero no es Dios. Es bella, pero es
la belleza en su presente transitorio. Es dolor, aunque ese dolor se transporta y se lleva hasta el
corazón mismo de Dios y se convierte en parte del dolor de un nuevo nacimiento. La belleza de
la creación a la que responde el arte y que éste trata de expresar, imitar y resaltar, no es
simplemente la belleza que posee en sí, sino la belleza que posee en vista de lo que se le
promete: lo que nos lleva de nuevo al ejemplo del cáliz, el violín y el anillo de compromiso.
Estamos comprometidos a describir el mundo no sólo como debería ser, no sólo tal como es, sino
¡como algún día será únicamente por la gracia de Dios! Y nunca deberíamos olvidar que, cuando
Jesús se levantó de entre los muertos, como el paradigma, el primer ejemplo y el poder generador
de la totalidad de la nueva creación, las marcas de todos los clavos no sólo estaban visibles en
sus manos y en sus pies. Esos clavos representaban la forma en la que él iba a ser identificado.
Cuando el arte acepte, tanto las heridas del mundo, como la promesa de la resurrección y aprenda
a expresarse y responda a ambos al mismo tiempo, es entonces cuando estaremos dirigiéndonos
hacia una visión más fresca, hacia una misión nueva.
Vemos una parodia de todo esto en la creencia apasionada de muchos artistas y escritores de la
última generación que piensan que el arte verdadero es sólo aquel que tiene un compromiso
políticamente. Cuando menos los marxistas, quienes pensaban de esta manera, habían captado el
hecho de que en el proceso de la autorrealización no bastan ni el sentimentalismo, ni la
brutalidad, y tan sólo tiene sentido la escatología. Si los artistas cristianos pueden captar, aunque
sea fugazmente, la verdad de la que la visión marxista es una parodia, entonces pueden encontrar
el camino que la llevará hacia adelante para celebrar la belleza sin caer en el panteísmo, por un
lado, o en el cinismo, por el otro. Para esto se requerirá de una imaginación seria, de una
imaginación impulsada por la reflexión y la oración a los pies de la cruz y ante la tumba vacía,
una imaginación que podrá discernir los misterios del juicio de Dios sobre el mal y la
reafirmación de Dios de su creación bella a través de la resurrección. El arte en su mejor
expresión no sólo llama la atención hacia la forma en la que son las cosas, sino hacia la forma en
la que serán las cosas cuando la tierra esté llena del conocimiento de Dios a medida que el agua
cubra el mar. Esa sigue siendo una esperanza sorprendente y quizá serán los artistas quienes
estarán mejor preparados para transmitir tanto la esperanza como la sorpresa.
4. El evangelismo
Si estamos dedicándonos al trabajo de la nueva creación, al tratar de hacer que se manifiesten en
el presente los signos del mundo futuro de Dios, en la justicia y en la belleza, así como de un
millón de maneras más (no hay espacio en este libro para estas otras maneras más y, además, la
justicia y la belleza de por sí requieren que se les dé un trato más amplio), entonces en el centro
mismo de toda la imagen está la llamada personal del Evangelio de Jesús a cada niño, a cada
mujer y a cada hombre.
La palabra «evangelismo» le sigue produciendo escalofríos a mucha gente. Esto sucede en virtud
de diversas razones. Algunas personas se han visto ahuyentadas por arengas aterradoras o
intimidantes, por comportamientos ofensivos y sin tacto, así como por las presentaciones
vergonzosas e ingenuas del «evangelio». Otras nunca han sufrido tales vejaciones, aunque sí han
escuchado o han leído acerca de ellas y se sienten muy contentas de tener una buena excusa para
dirigir todo su desprecio hacia el evangelismo, como si en vista de que alguna gente haya hecho
las cosas mal, nadie debería hacer nada más en ningún momento. Además, claro está, muchas
personas de los medios siguen confundiendo al «evangelista» (aquel que predica el Evangelio)
con el «evangélico» (aquel que profesa ciertas creencias y doctrinas y las sostiene de manera
muy específica) y, como resultado, confunde el «evangelismo» (la predicación del Evangelio)
con el «evangelicalismo» (la amplia coalición de «evangélicos» que incluye diferentes líneas de
las denominaciones «oficiales»). Éste no es el lugar ni el momento para abordar los diferentes
aspectos de la naturaleza del evangelismo en sí o de lo que se presenta como la «predicación del
Evangelio», así como tampoco la relación del «evangelismo» con la «misión» como categorías
abstractas, a pesar de lo cual, espero que este capítulo le permita a la gente reflexionar sobre
todos estos temas. Más bien, simplemente quiero demostrar la manera en la que el paradigma
que he presentado en este libro acerca de la sorprendente esperanza que encontramos en la
resurrección de Jesús y en la exploración que hace el Nuevo Testamento de su importancia, nos
da una nueva perspectiva sobre lo que pudiera ser el «evangelismo» y, por lo tanto, sobre la
manera en la que podríamos abordarlo.
Claro está que gran parte del «evangelismo» se ha limitado a tomar el marco tradicional de una
expectativa del cielo y del infierno y a convencer a la gente de que ha llegado el momento de
tomar en consideración la opción del «cielo», opción que debe tomarse mientras se tenga la
oportunidad de hacerlo. Lo que le está impidiendo hacerlo es el pecado y la solución se nos
brinda en Jesucristo. ¡Todo lo que se tiene que hacer es aceptarla! Se cuentan por millones las
personas que son cristianas hoy en día porque han escuchado ese mensaje y han respondido a él.
¿Acaso estoy diciendo, como resultado de ello, ya que creo básicamente que esa manera de
plantear las cosas es, cuando menos, sesgada, que ellos han sido engañados o que están
equivocados?
No. Dios honra gloriosamente todas las maneras de anunciar la buena nueva. No supongo ni por
un momento que mi propia manera de predicar o de hablarle a las personas acerca de Dios sea
perfecta y no tenga errores y, a pesar de ello, Dios me ha honrado graciosamente (creo yo)
cuando menos con lo que yo puedo hacer. Claro está, él se habría sentido más honrado si yo lo
hubiera hecho mejor y hubiera estado más inclinado a la oración. Sin lugar a dudas, las fallas que
se aprecian en mi propia predicación y las diferentes fallas de otras presentaciones a la larga se
manifestarán en las vidas cristianas de quienes acuden a la fe como un resultado y no me cabe
duda de que todos deberíamos pulir y mejorar aquello que hacemos en beneficio de los que nos
escuchan y en honor a Dios. Sin embargo, tal como lo han sabido ya todas las generaciones, no
es la calidad de la predicación lo que cuenta, sino la fidelidad de Dios.
De igual manera, está claro que rezar es algo que debe acompañar a la predicación. La primera
vez que yo prediqué un sermón adecuado, mi mentor me dio un buen consejo: tu oración y tu
predicación deben durar el mismo tiempo. No es conveniente que termines cojeando y que una
pierna sea más corta que la otra. Dios opera como resultado de la oración y de la fidelidad y no
de la técnica y la astucia.
Sin embargo, nada de esto es una excusa para no entender lo que está sucediendo cuando
evangelizamos o para no darle forma a la manera en la que lo hacemos de acuerdo con la
totalidad del Evangelio bíblico. Por lo tanto, empecemos con este último punto y digamos
claramente de una vez por todas: «el Evangelio», en el Nuevo Testamento, es la buena nueva de
que Dios (el Creador del mundo) por fin se está convirtiendo en rey y que Jesús, a quien este
Dios resucitó de entre los muertos, es el verdadero Señor del mundo. Hay miles de maneras
diferentes de decir esto y todo depende del punto del que está partiendo el público que nos
escucha y de la ocasión de la que se trate. (¡A este respecto cabe comparar los diferentes
discursos que aparecen en Hechos!).Algunas personas sabrán quién es Jesús, mientras que otras
sólo tendrán una idea muy vaga de él. Algunos escucharán la palabra «Dios» y pensarán en un
hombre anciano de barba blanca, mientras que otros pensarán en él en términos de un gas
celestial. En una u otra ocasión, casi todos necesitarán ayuda para entender de qué trata el
mensaje.
El poder del Evangelio no estriba en el ofrecimiento de una nueva espiritualidad o experiencia
religiosa, tampoco en la amenaza del fuego del infierno (y, sin lugar a dudas, no estriba en la
amenaza de uno quedar rezagado, «de ser dejado atrás» ),lo cual puede evitarse únicamente si el
que escucha marca una casilla, dice una oración, levanta una mano o cualquiera que sea lo que
intente... sino en el anuncio poderoso de que Dios es Dios, de que Jesús es el Señor, de que los
poderes del mal han sido vencidos y de que se ha iniciado el nuevo mundo de Dios. Este
anuncio, manifestado como un hecho sobre la forma en la que el mundo es y no como un
llamado a la manera en la que uno pudiera querer que fuera su vida, sus emociones o su saldo en
el banco, es el fundamento mismo de todo lo demás. Claro está que una vez que se hace el
anuncio del Evangelio de cualquiera que sea la manera, esto significa instantáneamente que las
personas en todas partes del mundo están invitadas con todo gusto a entrar, a unirse a la
celebración, a descubrir el perdón por el pasado, un destino sorprendente en el futuro de Dios y
una vocación en el presente. Y en esa bienvenida, así como en esa invitación, se pueden
incorporar y uno espera que, a la larga se incorporen, todas las emociones y todas las esperanzas.
Ahora bien, ¿cómo puede anunciar la Iglesia que Dios es Dios, que Jesús es el Señor, que se han
vencido los poderes del mal, de la corrupción y de la misma muerte y que ha empezado el nuevo
mundo de Dios? ¿Acaso no parece esto algo risible? Bueno, lo sería si no estuviera sucediendo.
Sin embargo, si una Iglesia está trabajando en todos los aspectos que ya hemos analizado, si está
involucrada activamente en la búsqueda de la justicia en el mundo, tanto a nivel global, como
local, y si está celebrando con alegría la buena creación de Dios, así como su rescate de la
corrupción, en el arte y en la música y si, además de todo esto, su propia vida interna da toda
señal de que la nueva creación ya está sucediendo, generando un nuevo tipo de comunidad, es
entonces cuando, de pronto, el anuncio comienza a tener mucho sentido.
Por consiguiente, ¿qué recuento podemos hacer dentro de esta teología de la nueva creación de
aquello que sucede cuando se arraiga profundamente el Evangelio? Es algo que sucede una y
otra vez, gracias a Dios: las personas se infunden entusiasmo y descubren dentro de sí mismas la
sensación de que sí tiene sentido, que verdaderamente creen en esto; se dan cuenta de que la
forma en la que están pensando y sintiendo sobre todo tipo de otras cosas es verdaderamente
transformadora, de que la presencia de Dios es, de pronto, una realidad para ellas, que empieza a
ser emocionante leer la Biblia, que siempre quieren más adoración y fraternidad cristiana.
Utilizamos estas diferentes palabras para describir ese momento o ese proceso (en algunas
personas sucede de un momento a otro, como un rayo; mientras que, en el caso de otras, toma
más tiempo): la conversión, que quiere decir dar la vuelta y viajar en la dirección opuesta; la
regeneración, que quiere decir nuevo nacimiento; «ingresar en Cristo», que quiere decir unirse a
la familia que toma su nombre y su naturaleza del mismo Cristo. El Nuevo Testamento nos dice
que tal persona «muere con Cristo» y «es resucitada con él» (Ro 6; Col 2 y 3) y pasa por el agua
del bautismo como señal y medio para dejar atrás la vieja vida y empezar la nueva, e
identificarse con la muerte y resurrección del propio Jesucristo. De igual manera, en términos de
la imagen más amplia de la nueva creación que hemos venido dibujando en todo este libro, esto
es lo que debemos decir. Tal persona es una pequeña porción viva que respira de esta «nueva
creación», la creación que ya ha empezado a suceder en la resurrección de Jesús y que estará
completa cuando Dios, finalmente, haga su nuevo cielo y su nueva tierra y nos eleve a compartir
ese nuevo mundo. Pablo lo expresó de esta manera: «Si uno es cristiano, es una criatura nueva».
Referirse a este aspecto con tales palabras nos permite evitar tres problemas que el evangelismo
tiende a enfrentar en términos generales. En primer lugar, establece claramente que convertirse
en cristiano no implica decirle «no» al mundo bueno que Dios ha creado. Claro está que sí
implica darle la espalda a todas las corrupciones en las que ha caído el mundo y en las que ha
caído cada persona. En algunas ocasiones, los conversos se ven en la necesidad de darle un «no»
firme y rotundo a algunas cosas que, en sí mismas, no son malas, ni malignas (como es el caso,
por ejemplo, de las bebidas alcohólicas), con el propósito de tener un espacio muy claro entre
ellos y los hábitos y patrones de la vida que antes los habían tenido bajo su control. Sin embargo,
pensar en términos de una «nueva creación» evita el problema de suponer, por un momento, que
uno podría olvidar la tierra y concentrarse en el cielo.
En segundo lugar, el hecho de ver el evangelismo en términos del anuncio del reino de Dios, del
señorío de Jesús y de la subsiguiente nueva creación, evita desde un principio cualquier cuestión
que sugiera que el aspecto principal o central que ha sucedido es que el nuevo cristiano ha
ingresado en una relación privada con Dios o con Jesús y que esta relación es lo principal o lo
único que importa. (Algunas canciones cristianas populares de estos tiempos parecen sugerir esto
con demasiada frecuencia, como si lo principal acerca del Evangelio fuera que Dios va a tomar el
lugar de mi novia o de mi novio). El ver el Evangelio y cualesquiera conversiones resultantes en
términos de una nueva creación significa que el nuevo converso sabe desde un principio que él o
ella es parte del reino-proyecto de Dios, el cual va más allá de mi yo y de mi salvación, para
rodear o ser rodeado, más bien, por los propósitos más amplios del mundo de Dios. Por lo tanto,
junto con la «conversión», cuando menos en principio, también tendremos la llamada a encontrar
aquel lugar en el proyecto total en el que podemos hacer nuestra propia contribución. (El hecho
de que esta vocación a menudo tome tiempo para surgir, no quiere decir que no sea algo que
debemos esperar desde un inicio).
En tercer lugar, el hecho de situar el evangelismo y la conversión dentro del contexto de la nueva
creación significa que el converso, quien ha escuchado el mensaje en términos del señorío
soberano y salvador del propio Jesús, nunca estará inclinado a pensar que el comportamiento
cristiano, que el decirle «no» a las cosas que disminuyen el florecimiento humano y la gloria de
Dios y el decirle «SÍ» a las cosas que lo realzan y lo amplían, es un punto adicional opcional o
simplemente cuestión de lograr discernir y entender algunas reglas y regulaciones bastante
extrañas. En el pasado ha habido ciertos tipos de evangelismo que han implicado que lo principal
es registrarse, rezar una oración en particular que nos brinde la seguridad de que uno está en el
camino seguro al cielo... y algo que no había mencionado, para la frustración de pastores y
profeso res que tratan de cuidar de aquellos «conversos», el hecho de que seguir a Jesús significa
simplemente eso, seguir a Jesús. No significa marcar una casilla que dice «Jesús» y, luego,
sentarse a esperar tranquilamente pensando que ya se ha hecho todo lo que se debía hacer. Más
bien, el hablar del señorío de Jesús y de la nueva creación que resulta de esta victoria en el
Calvario y en la Pascua de Resurrección, implica desde un principio que lo confesemos como
Señor y que creamos que Dios lo ha resucitado de entre los muertos para permitir que nuestra
propia vida sea cambiada y reciba una forma nueva como resultado y en virtud de él, sabiendo
que aunque esto será doloroso en algunas ocasiones, éste será el camino que nos lleve, no a una
existencia humana disminuida o estrecha, sino a una vida humana genuina en el presente y a una
vida humana completa, gloriosa y resucitada en el futuro. Como en cualquier otro aspecto de la
nueva creación, el camino nos deparará diversas sorpresas. Sin embargo, la ética cristiana sólo
ganará si se le entiende como una expresión de la esperanza cristiana.
5. Conclusión
Por lo tanto, la misión de la Iglesia debe reflejar y debe estar conformada por la esperanza futura,
tal como la presenta el Nuevo Testamento. Yo creo que si tomamos estas tres áreas, la de la
justicia, la belleza y el evangelismo, en términos de la anticipación del momento futuro en el que
Dios ponga todas las cosas en su justo lugar en este mundo, nos percataremos de que todo esto
encaja a la perfección y nos daremos cuenta también de que, en realidad, ambos aspectos son
parte del mismo todo más amplio que es el mensaje de la fe y de una nueva vida que viene con la
buena nueva de la resurrección de Jesús.
Creo yo que éste es el fundamento y la base del trabajo de esperanza en la vida diaria de la
Iglesia. Mi propia vocación me ha llevado a un área de mi país en la que, para mucha gente, la
esperanza había sido algo muy poco común. Un sentido vago de injusticia pende sobre muchas
comunidades y está representado en la forma de la creencia, a medio formar, que indica que el
colapso industrial del pasado siglo XX debe ser culpa de alguien y que es necesario hacer algo al
respecto. Esto es muy diferente al sentido de que el mundo te debe una vida. Es un reflejo del
hecho que, cuando una comunidad grande se ha construido sobre varias generaciones alrededor
de una o dos industrias clave, y que al cerrar esas industrias no porque no sean productivas o
porque los trabajadores sean incompetentes o flojos, sino porque ya no encajan dentro de la
estrategia más amplia y de los planes estratégicos de aquellas personas cuyas caras nunca se ven
en el área, entonces surge una ira callada, un sentido de que algo ha fallado y ha fallado a nivel
estructural. Las sociedades humanas no deben trabajar de esta manera y si esto llegara a suceder,
sería necesario formular ciertas preguntas. Parte de la tarea de la Iglesia debe ser la de abordar
este sentido de injusticia, hacerlo palabra y mencionarlo en el discurso, para así ayudar a la
gente, tanto a articularlo cuando esté lista para hacerlo, así como también a tornarlo en oración
(es sorprendente, hasta que uno mismo se encuentra en esta posición, ¡se da cuenta de cuántos
salmos comienzan a tener importancia!). Y la tarea continúa, de allí en adelante, con el trabajo de
la Iglesia en la totalidad de la comunidad local para fomentar programas de mejores viviendas,
escuelas e instalaciones comunitarias, para fomentar las nuevas oportunidades de empleo, para
hacer campaña y convencer a los gobiernos y trabajar con las autoridades y con los consejos
locales y, en otras palabras, para fomentar la fe en todos y cada uno de los niveles. De igual
manera, cabe mencionar que parte del argumento de este libro es que, cuando esto se haya
llevado a cabo, no será otra cosa que la esperanza sorprendente del Evangelio, la esperanza de la
«vida después de la vida después de la muerte». Es el resultado directo de ello: la esperanza de la
«vida antes de la muerte».
La segunda característica de muchas comunidades en el Occidente posterior a la era industrial, al
igual que de muchas de las partes más pobres del mundo, es la fealdad. Es cierto que algunas
comunidades logran mantener niveles de arte y música arraigados, a menudo, en la cultura
popular que llevan la riqueza incluso a las áreas más golpeadas por la pobreza. Sin embargo, el
funcionalismo indiferente de la arquitectura postbélica, aunado a la pasividad que surge de
décadas de televisión, han significado que, en el caso de mucha gente, el mundo parece ofrecer
apenas poco más que sombríos pasajes urbanos, por un lado, y entretenimiento de mal gusto, por
el otro. Y cuando las personas dejan de estar rodeadas por la belleza, dejan de tener fe y
esperanza. Más bien, externalizan el mensaje de sus oídos y de sus ojos, el mensaje que le
susurra que ellas no valen mucho y que, en realidad, no son seres humanos completos y plenos.
Para las comunidades que están en peligro de seguir ese camino, el mensaje de la nueva creación,
de la belleza del mundo actual que es tomada y que trasciende en la belleza del mundo que está
por venir, cuando parte de esa belleza se convierte precisamente en la sanación de la angustia
actual, se transforma en una esperanza sorprendente. Parte del papel de la Iglesia ha sido en el
pasado y podría y debería ser, una vez más, el de fomentar y sostener vidas de belleza y
significado estético a todo nivel, desde tocar música en el bar del pueblo, hasta hacer teatro en la
escuela primaria local, desde los talleres para «artistas y fotógrafos» hasta las clases de pintura
de naturalezas muertas, desde los conciertos de sinfonías (bueno, si esto lo lograron hacer en los
campos de concentración; ¿qué capacidad de inventiva podríamos tener nosotros?), hasta las
esculturas de madera balsa. Debido a que la Iglesia es la familia que cree en la esperanza de la
nueva creación, debe sobresalir en cada pueblo y en cada aldea por ser los lugares en los que
surge la creatividad para toda la comunidad apuntando hacia la fe, que como la belleza, nos toma
por sorpresa.
Y, claro está, el evangelismo, que florece mejor si la Iglesia se está entregando a las obras de
justicia (poniendo cada cosa en su justo lugar en la comunidad) y a las obras de belleza (que
resaltan la gloria de la creación y la gloria que está por ser revelada), el evangelismo siempre
será para nosotros una sorpresa. ¿Esto quiere decir, entonces, que hay más? ¿Hay un nuevo
mundo que ya ha empezado y que obra sanando y perdonando, empezando de nuevo desde cero
y como una energía nueva y fresca? Sí, responde la Iglesia y todo esto sucede cuando las
personas adoran a Dios, a cuya imagen han sido hechas, y siguen al Señor, quien cargó con sus
pecados y se levantó de entre los muertos, ya que ellas están habitadas internamente por su
Espíritu y así se les ha dado nueva viva, un nuevo tipo de vida, un nuevo vigor de vida. A
menudo se señala que algunos de los lugares en los que más se aprecia la falta de fe no son las
zonas industriales deprimidas, ni los sombríos escenarios carentes de belleza, sino los sitios en
los que hay demasiado dinero, demasiada cultura, demasiado de todo excepto fe, esperanza y
amor. A aquellos lugares y a las personas tristes que viven en ellos, al igual que a aquellos que se
encuentran vencidos por circunstancias que están más allá de su control, debe llegar el mensaje
de Jesús, así como el mensaje de su muerte y su resurrección porque es como la buena nueva que
viene de un país lejano, trayendo consigo una esperanza que sorprende.
Esta es la buena nueva de la justicia, la belleza y sobre todo, de Jesús, que la Iglesia está llamada
a vivir y a dar a conocer, a hacer realidad en cada lugar y en cada generación. ¿Cuál sería la vida
de la Iglesia si estuviera formada, a su vez, por esta misión conformada por la esperanza?
Capítulo 14
La nueva forma que asume la Iglesia para su misión (1): raíces bíblicas
1. Introducción
Si la Iglesia actual, como la Iglesia del futuro, se va a dedicar a este tipo de misión, en un intento
de poner en práctica el logro, tanto de Jesús, como de su resurrección, anticipando, de esa
manera, la renovación final de todas las cosas, también la propia Iglesia debe estar renovada y
contar con nuevos recursos y con una nueva estructura para acometer esta misión. ¿Cuál es la
forma que debe asumir para hacerlo, cómo debe ser?
Es vital que abordemos este aspecto en términos del testimonio de la resurrección que se da en
las Escrituras, así como de la manera en la que en la propia Biblia este testimonio se traduce
directamente en la misión y en la vida de la Iglesia. Por lo tanto, en este capítulo se examinarán
brevemente los evangelios, los Hechos de los Apóstoles y las epístolas de Pablo teniendo esto en
mente, antes de pasar al capítulo final donde lo aplicaremos a los problemas específicos de la
vida de la Iglesia.
Gran parte de lo que se hablado en fechas recientes sobre la «Iglesia determinada por la misión»
ha sido, inevitablemente y con toda razón, sobre los aspectos prácticos de la vida de la Iglesia: la
reestructuración del ministerio, de las parroquias y de las maneras en las que se puede trabajar
mejor para facilitar la misión a la que hemos sido llamados. No pretendo tratar de abordar ese
aspecto en las páginas que siguen. Más bien, mi intención es la de apuntalar esa tarea necesaria y
vital al establecer las que parecen ser las prioridades espirituales y bíblicas de una Iglesia que
adquiere un nuevo enfoque que centra sus esfuerzos y su atención en una misión determinada por
la esperanza. Sin esto, siempre podríamos correr el peligro de caer en un simple pragmatismo. Y,
a menudo, el pragmatismo nos lleva al oportunismo que permite la formulación de agendas que
no están motivadas por el imperativo de la misión, sino más bien por uno u otro de los viejos
modelos de la vida de la Iglesia que ya se están quedando sin fuerzas y perdiendo su ímpetu. Mi
propósito en este capítulo y en el capítulo final será el de asentar los cimientos: en primer lugar,
en la Biblia y, luego, en las áreas clave de la vida cristiana.
2. Los evangelios y los Hechos de los Apóstoles
El primer significado y quizás el más obvio de todos los significados de la resurrección de Jesús,
aquel que se aprecia con más fuerza en los cuatro evangelios, es que Dios ha reivindicado y
confirmado al Jesús que proclamó el reino y que murió como representante de Israel. Esto puede
sonar obvio, pero si juzgamos por las reacciones que a menudo puedo apreciar cuando digo este
tipo de cosas, creo que no se ha reconocido lo suficiente. En el recuento breve y probablemente
truncado de Marcos, no hay nada en lo absoluto que indique lo siguiente: «Jesús ha resucitado y,
por lo tanto, verdaderamente hay vida después de la muerte». Más bien, el punto que señala es:
«Jesús ha resucitado y, por lo tanto, más vale que vayan a Galilea para que lo puedan ver allá».
Para cualquiera que haya leído la totalidad del Evangelio, la implicación más clara y rotunda es
la que sigue: «Jesús ha resucitado, tal como él les dijo que lo haría. En otras palabras, todo lo que
él ha dicho acerca de la venida del reino a través de su propia obra, a través de su muerte y de su
resurrección, se ha hecho realidad». La resurrección completa la inauguración del reino de Dios.
Dentro del cuadro de referencia de la perspectiva de Marcos, esto es, cuando menos en parte,
aquello a lo que se refería Jesús cuando mencionó que algunos que estaban con él no se
enfrentarían a la muerte antes de ver cómo el reino de Dios venía con todo su poder. Esto nos
lleva hacia el trabajo más detallado que se aprecia en los otros evangelios. La resurrección no es
una rareza aislada y sobrenatural que comprueba cuán poderoso puede ser Dios, aunque
aparentemente arbitrario, cuando así él lo decide y desea hacerlo. Tampoco es en lo absoluto una
manera de demostrar que existe, en realidad, un cielo que está esperando por nosotros después de
la muerte. Más bien, es un acontecimiento decisivo que quiere decir que el reino de Dios ha sido
lanzado verdaderamente en la tierra, tal como lo ha sido en el cielo.
Cuando leemos a Mateo, nos percatamos de que él va aún más allá y que, en realidad, es bastante
posible que el texto original de Marcos también haya contenido algo similar a esto. Cuando los
discípulos se dirigen a Galilea y ven allá a Jesús, lo adoran (aunque es interesante señalar que
algunos dudan). Esta es la culminación de la cristología que se ha venido desarrollando a todo lo
largo del evangelio. Jesús es reivindicado como el Emmanuel, el hombre que es Dios con
nosotros. Ahora bien, tampoco tiene sentido alguno que esto simplemente sea algo agradable que
le ha sucedido a él, o el punto de todo esto sea sólo que él diga: «Así que si ustedes se siguen
comportando bien, podrán unirse a mí en el cielo algún día». Por el contrario, tal como Jesús les
enseñó a sus seguidores a rezar que el reino de Dios vendría así en la tierra como en el cielo,
ahora también nos dice y argumenta que a él se le ha conferido toda la autoridad en el cielo y en
la tierra y, que sobre esa base es que les ordena a sus discípulos que salgan y vayan a convertir
esto en realidad. En otras palabras, les dice que trabajen como agentes de dicha autoridad. Lo
que permanece implícito en Marcos, al menos tal como lo tenemos a nuestra disposición, se hace
explícito en Mateo: la resurrección no significa que vayamos a escapar del mundo, sino que se
refiere a la misión al mundo sobre la base del señorío de Jesús sobre el mundo.
Ya empezamos a ver cómo funciona esta cascada. Si la resurrección es un acontecimiento que
ocurrió verdaderamente (en algún sentido) en el tiempo y en el espacio, al igual que en la
realidad material del cuerpo de Jesús, ésta tiene implicaciones sobre otros hechos que deben
seguir. Si es tan sólo (lo que nosotros denominamos) un evento «espiritual», que involucra a
Jesús que está ahora vivo en algún reino celestial, o bien, que simplemente involucra un nuevo
sentido de fe y esperanza en nuestras mentes y en nuestros corazones, los únicos sucesos que
seguirán serán las diversas formas de espiritualidad privada. De esta manera, Mateo nos da un
claro mensaje de lo que quiere decir la resurrección: su reino ya ha quedado establecido. Y este
reino va a ser puesto en práctica por sus seguidores que llamarán a todas las naciones a
manifestarle su lealtad obediente a Cristo, distinguiéndose del resto de las personas a través del
bautismo. La línea final, en el comentario de cierre, reúne los temas más importantes del
evangelio: el Emmanuel, el Dios con nosotros, ahora es Jesucristo con nosotros, hasta los últimos
tiempos de la era antigua, hasta el momento en el que la nueva era que se ha inaugurado en la
resurrección haya completado su obra transformadora en el mundo.
Esto nos lleva directamente a Lucas y, en particular, a la historia maravillosa de los dos
discípulos que se desplazan por el camino que conduce a Emaús. Es mucho lo que podría
comentarse acerca de Lc 24, aunque por el momento simplemente quiero llamar la atención
sobre la respuesta que le da este capítulo a la pregunta:«¿Y qué implica el hecho de que Jesús se
haya levantado corporalmente de entre los muertos?». La respuesta más clara y más importante
es que con la resurrección de Jesús, la totalidad de la historia de Dios y de Israel y del mundo
debe relatarse de una manera diferente.
Esto, una vez más, es cuestión de la actividad en cascada. Sin la resurrección, sólo hay un modo
de contar esta historia; con la resurrección, surge una manera totalmente diferente. Sin la
resurrección, la historia es un drama sin terminar, potencialmente trágico, en el que Israel puede
seguir aferrándose a la fe, aunque con un mayor sentido de que la narrativa está saliéndose de
control. Sin la resurrección, incluso la historia de Jesús es una tragedia. Sin lugar a dudas, lo es
en los términos judíos del primer siglo, como bien lo sabían aquellos dos que se desplazaban por
el camino que conduce a Emaús. Sin embargo, con la resurrección surge una nueva manera de
contar toda la historia. La resurrección no es simplemente un final feliz sorprendente para una
persona, sino que es el momento crucial de todo lo demás. Es el punto en el que las viejas
promesas por fin se vuelven realidad: son las promesas del reino inquebrantable de David, las
promesas del retorno de Israel luego del más grande de todos los exilios, y detrás de todo ello,
una vez más, relatada de forma muy explícita por Mateo, Lucas y Juan, la promesa de que todas
las naciones ahora estarán benditas a través de la semilla de Abraham.
Tal como nos lo dice Lucas: si Jesús no ha sido levantado de entre los muertos, no nos quedarían
más esperanzas de las que se nos permitió tener de nuevo y que, una vez más, fueron hechas
añicos. No cabe duda de que ellos habrían seguido teniendo esperanza porque eran judíos fieles.
No obstante, si Jesús no se hubiera levantado de entre los muertos, no habría pasado nada que
demostrara que, después de todo, se pudieran haber satisfecho sus esperanzas. Pero si Jesús sí ha
resucitado, entonces, ésta es la manera en la que se tiene que leer el Antiguo Testamento: como
una historia de sufrimiento y de reivindicación, de exilio y de restauración, como una narrativa
que llega a su clímax, no porque Israel se convierte en la nación más importante que le gana al
resto del mundo en su propio juego, sino en virtud del sufrimiento y de la reivindicación, del
exilio y de la restauración del Mesías, no sólo en su propio beneficio, sino porque él es el
portador de las promesas salvadoras de Dios. Si el mensajero que trae las noticias vitales se cae
al río y luego es rescatado, él no es rescatado únicamente para su propio bien, sino para beneficio
de todos aquellos que están esperando con una fe desesperada por su mensaje, ese mensaje que
da la vida. Si Jesús es levantado de entre los muertos, Lucas está diciendo que, en realidad, él fue
y él es el Mesías; pero si es el Mesías, él es el mensajero de Dios, aquel que porta las promesas
de Dios y que lleva en sí las promesas hechas a Abraham, a Moisés, a David y a los profetas, las
promesas que no son sólo para Israel, sino para todo el mundo.
Por cierto, ésta es la razón por la que el Antiguo Testamento debe verse como parte de las
Escrituras cristianas. Yo respeto a aquellos que llaman al Antiguo Testamento «las Escrituras
hebreas» para reconocer que siguen siendo las Escrituras de una comunidad con fe viva diferente
al cristianismo. Sin embargo, Lucas insiste en que, ya que Jesús realmente resucitó de entre los
muertos, las antiguas Escrituras de Israel deben leerse como una historia que llega a su clímax en
Jesús y que, luego, producirá su propio fruto adecuado, no sólo en Israel, sino en los seguidores
de Jesús y, a través de ellos, en todo el mundo. Esa es la razón por la cual, cuando Jesús se
aparece ante los discípulos en los versículos 36 al 49, a abrirles la inteligencia para que
comprendan la Escritura (versículos 44 al 46), esto lleva directamente a una nueva comisión:
«que en su nombre se predicaría penitencia y perdón de pecados a todas las naciones, empezando
por Jerusalén». Ésta es precisamente la esperanza judía. Se encuentra entretejida con las
Escrituras desde los primeros días, ya que cuando Dios finalmente haga por Israel lo que va a
hacer, entonces las naciones del mundo vendrán a compartir esta bendición. Sin lugar a dudas,
ésta es una de las claves centrales para entender la teología del Nuevo Testamento.
Claro está que si Jesús no es levantado de entre los muertos, podríamos reconocer dos tipos de
religiones o de fe: una fe cristiana que creyó ganar acceso a «lo divino» a través de Jesús y una fe
judía que creyó ganar acceso a «lo divino» apartada de Jesús (y que, quizás, sigue esperando por
otro Mesías). Sin embargo, ambas serían muy diferentes del verdadero cristianismo y del
verdadero judaísmo. Si, como resultado del deseo de ser justos con el judaísmo, convirtiéramos,
tanto al cristianismo, como al judaísmo, en ejemplos de «una religión», de una manera de
ordenar nuestra propia espiritualidad, estaríamos tomando una actitud correcta políticamente,
aunque no le haríamos justicia a ambas casas de fe. Ahora bien, si Jesús es resucitado de entre
los muertos, entonces las Escrituras han logrado en él su meta y ha llegado ya aquel momento
que tanto esperaban ver los salmos y los profetas en que las naciones sobre la tierra traerán sus
tesoros en lealtad y obediencia al rey ungido de Dios, el Mesías de Israel.
No cabe duda de que la pregunta ulterior sobre la forma en la que el cristianismo sigue
relacionándose con el judaísmo que no reconoce a Jesús como el Mesías es esencial. Se aborda
en el Nuevo Testamento. Lo hace Pablo, fundamentalmente. Sin embargo, no podemos permitir
que nuestras propias sensibilidades acerca de este tema nos impidan hablar de la resurrección de
Jesús y adoptar el reto que ésta plantea. En el caso de Lucas, el punto básico de la resurrección es
que la larga historia de Israel, la gran narrativa de las Escrituras que todo lo incluye, ha llegado a
su meta, a su clímax y que ahora debe dar vida, como siempre se ha pretendido que lo hiciera, a
la misión del mundo mediante la cual las naciones están llamadas a darle la espalda a la idolatría
y a encontrar el perdón de los pecados. Y están llamadas a hacerlo, precisamente tal como lo da a
entender Lucas, puesto que en Jesús vemos al verdadero Dios en su forma humanar todos los
ídolos no son más que simples parodias de su realidad. De igual manera, el verdadero perdón de
los pecados a través de cruz es la realidad frente a la cual todos los sacrificios no son más que
tipos y sombras. En otras palabras, para Lucas, la resurrección no es un milagro extraño, que
sucede por casualidad, para que Jesús pueda volver a la vida, y que no tiene ningún otro
significado como tal, así como tampoco es una señal que nos indique que todos iremos al cielo al
morir. Lo que es, más bien, es el cumplimiento de todas las antiguas promesas de las Escrituras,
por un lado, y el inicio de la misión de Dios en todo el mundo, por el otro.
Estos temas alcanzan su expresión más amplia en el evangelio de Juan cuando se les exhibe en
una secuencia de escenas que son tan conmovedoras como magistrales. En Jn 20 y 21 nos
encontramos frente a dos temas fundamentales que nos presenta el evangelista: el nuevo día y la
nueva tarea.
Jn 20 resalta dos veces (en el versículo 1 y en el versículo 19) que la Pascua de Resurrección es
el primer día de la nueva semana. Juan ha organizado y ordenado su evangelio de manera tal que
la secuencia de siete signos, que llegan a su clímax en la cruz de Jesús en el sexto día de la
semana y su descanso en la tumba en el séptimo día, se desarrollen como la semana de la vieja
creación y, ahora, la Pascua de Resurrección surge como el inicio de la nueva creación. La
Palabra a través de la cual se hicieron todas las cosas es ahora la Palabra a través de la cual se
van a rehacer todas las cosas. Lejos de considerar que la resurrección de Jesús es un evento
«extraño o aislado», que irrumpe como una señal de lo que Dios pudiera hacer si así lo decidiera,
aunque normalmente no decide hacerlo, este acontecimiento debe verse como el inicio del nuevo
mundo, el primer día de una nueva semana, el develar del prototipo de lo que Dios ahora va a
lograr en el resto del mundo. María se imagina que Jesús es el jardinero y ése es el error correcto
que debe cometerse ya que, al igual que a Adán, a él se le ha encomendado la tarea de poner en
orden el nuevo mundo de Dios. Él ha venido para sacar de raíz las espinas y los cardos, así como
para plantar en su lugar los cipreses y los mirtos, tal como Isaías lo prometió en su gran
descripción de la nueva creación que resultaría de la venida de la Palabra de Dios en la forma de
lluvia o de nieve hacia este mundo.
De igual manera, no es que mayormente la resurrección pretenda demostrar que «vamos al cielo
en el momento de morir». Más bien, sí tiene mucho que ver con la nueva tarea, con el nuevo
encargo que se les da a los discípulos de ser para el mundo lo que Jesús fue para Israel: «Como el
Padre me envió, así yo los envío a ustedes», les dice Jesús a sus discípulos. Así mismo, como se
aprecia en Lucas, al encomendárseles esta tarea, se les entrega también el equipo necesario para
llevarla a cabo: para ser agentes de Jesús en el mundo, sus seguidores necesitan su propio
Espíritu, el cual ellos reciben. La Pascua de Resurrección y Pentecostés son dos fechas que no se
pueden separar. En la Pascua de Resurrección, Jesús les encomienda a sus discípulos una tarea y
en Pentecostés les da el equipo que necesitan para poderla llevar a cabo.
De forma más específica, tal como empezamos a ver en un capítulo anterior, Jesús llama a sus
discípulos a imbuirse de una nueva modalidad de conocimiento. Este tema lo he abordado con
anterioridad en otra obra al referirme a lo que he denominado una epistemología del amor.
Tradicionalmente, habíamos pensado en el conocimiento en términos de un sujeto y un objeto y
hemos luchado por ser objetivos y distanciarnos de nuestra subjetividad. Esto no puede hacerse y
uno de los logros de la postmodernidad ha sido precisamente el de demostrar este hecho. A lo
que sí estamos llamados y, por cierto, para lo que estamos equipados en virtud de la resurrección,
es a portar un conocimiento en el que estamos involucrados como sujetos, aunque como sujetos
desinteresados dispuestos a darse a sí mismos y no como sujetos egoístas e interesados: en otras
palabras, éste es un conocimiento que es una forma de amor. La historia que nos relata Tomás es
un compendio de esta transformación del conocimiento. Él propugna un conocimiento que
nosotros podamos controlar, una evidencia objetiva y todo lo que esto acarrea. Sin embargo,
cuando Jesús lo confronta y le da la prueba que él le había pedido, sus bravatas se tornan en
creencia y en confesión: «¡Señor mío y Dios mío!». Más adelante, la historia de Pedro en Jn 21
lleva esto a un nivel diferente: el aspecto clave, cuyo eco ha venido resonando durante siglos en
los oídos de aquellos que han luchado y que han fallado en su labor como discípulos, es el
meollo fundamental: «¿Me amas?».
Esto nos lleva, una vez más, a Ludwig Wittgenstein, a quien hicimos referencia en un capítulo
anterior de este libro, así como a su famoso dicho que reza que «es el amor el que cree en la
resurrección». El libro más famoso de Wittgenstein, el Tractatus Logico-Philosophicus, fue
publicado por primera vez en 1921 y sigue siendo uno de los textos de mayor influencia y que
más nos hace reflexionar de la filosofía, no sólo del período moderno, sino de todos los tiempos,
en la opinión de algunos. Wittgenstein ordena sus comentarios en una numeración rigurosa y
lógica: 1; 1.1; 1.11; 1.12; 1.13; 1.2; 1.21; luego 2 y así sigue, con base en el mismo patrón. El
número 1 sólo cubre la mitad de una página, mientras que el número 2 abarca cinco páginas, el 3
consta de nueve páginas y así sucesivamente. En total, está compuesto por seis secciones que
terminan con una subsección enumerada 6. 54. Luego, de forma por demás reveladora, la sección
7 consiste en una sola frase: «What we cannot speak about, we must pass over in silence»
(«Aquello acerca de lo cual no podemos hablar, debemos pasarlo por alto en silencio»).
Claro está, Wittgenstein era judío y era un hombre que poseía una consciencia cultural y estética
sorprendente. Él tenía el tono musical y el ojo perfectos del arquitecto. También tenía una vena
mística muy fuerte. Yo ni siquiera puedo pretender decir que entiendo todas las seis secciones
principales del Tractatus, aunque sí creo que he podido captar lo que Wittgenstein estaba
haciendo a este respecto. Creo que conscientemente estaba tomando como modelo el relato de
Gn 1: el conocimiento, al igual que la creación, empieza pequeño, aunque preñado, y se va
desarrollando en complejidad hasta alcanzar su plena altura y magnitud al sexto día, el día en el
que los seres humanos fueron creados a la imagen de Dios. Luego, viene el séptimo día, el día
del silencio: es un descanso, una pausa preñada. En otras palabras, se trata del Sabbath, el sábado
de los judíos y el domingo de los cristianos. Tal como lo indica Wittgenstein, algunas cosas van
más allá de la palabra y de la filosofía y uno puede y debe permanecer en silencio con respecto a
las mismas. Lo que quisiera sugerir, con bastante temeridad por cierto, es que en la resurrección
se nos confiere el inicio de un nuevo conocimiento, de una nueva epistemología, de un nuevo
contacto con la palabra hablada, la Palabra que renace una vez más totalmente nueva después de
la muerte de todo el conocimiento y el discurso humano, de toda la esperanza y de todo el amor
humano, después del descanso silencioso del séptimo día sabático en la tumba. No tengo
conocimiento sobre si algún filósofo cristiano ha pensado en escribir un Tractatus ResurrectioPhilosophicus posterior a Wittgenstein, que empiece con el número 8. No obstante, me atrevo a
sugerir que si alguien se decidiera a intentar tal cometido, debería hacerlo con toda seriedad, en
términos de la ciencia en sí del conocimiento, que es precisamente lo que Juan nos menciona en
sus capítulos 20 y 21.
Volviendo al texto que analizábamos, luego de este breve examen al margen, en Jn 21 (uno de
los capítulos más conmovedores y profundos de toda la Biblia) encontramos una descripción
intrincada y estratificada de la nueva tarea que ya se anunció en Jn 20,19-23. Los discípulos se
van de pesca, pero no logran pescar nada. Jesús los ayuda y pescan muchísimos peces, aunque
luego de ello, procede a encargarle a Pedro la tarea de ser un pastor, en vez de un pescador. Son
muchas las cosas que están sucediendo aquí al mismo tiempo, aunque en el centro de toda esta
manifestación tenemos el reto de iniciar una forma de vida nueva, un nuevo perdón, un nuevo
provecho, una nueva manera de seguir a Jesús que será más amplia y más peligrosa de aquella
que acaba de quedar atrás. Todo esto se encuentra a un millón de millas de distancia de los
himnos que simplemente nos hablan de la resurrección de Jesús en términos de nuestra propia
certeza de lograr un descanso seguro y feliz en el cielo. Muy por el contrario, la resurrección de
Jesús nos llama a tareas peligrosas y difíciles que debemos llevar a cabo en la tierra.
En esta historia, la «pesca» parece representar «lo que los discípulos, al igual que el resto del
mundo, ya estaban haciendo», mientras que «el ser pastor» parece representar «aquellas tareas
nuevas que asumen dentro de la nueva creación». Al desarrollar esto como metáfora, me parece
que gran parte del trabajo actual de la Iglesia se concentra en la pesca y en ayudar a otros a
pescar, en vez de dedicarse a ser pastor. Claro está que hay tareas que deben llevarse a cabo para
ayudar al mundo actual a hacer mejor las cosas que debería estar haciendo. Jesús nos ayudará a
hacerlo. Debemos ponernos a trabajar en sociedad con un mundo más amplio. Sin embargo, si
tan sólo hacemos junto a los demás lo que ellos ya están haciendo, dejaremos de cumplir con la
tarea que es realmente la más importante. Como en el caso de la visión de Isaías en el Templo y
en muchas otras escenas, tanto bíblicas, como modernas, el cambio de Pedro, de pescador a ser
un pastor, se hace realidad sólo cuando él enfrenta su propio pecado y recibe el perdón, así Jesús
con la pregunta que formula tres veces se remonta a la triple negación de Pedro y luego le ofrece
el perdón precisamente bajo la forma de una vida totalmente transformada y con la nueva tarea
que le encomienda. Aquellos que no quieren enfrentar esa pregunta y esa respuesta escrutadoras
pueden contentarse con ayudar al mundo a pescar. Aquellos que encuentran al Jesús resucitado
que va a las raíces mismas de su rebelión, su negativa y su pecado y les ofrece amor y perdón,
también pueden terminar, siendo enviados, más bien, a trabajar como pastores. Permitamos que
aquellos que tienen oídos, escuchen.
Todo esto se aprecia de múltiples y diversas maneras en el libro de los Hechos de los Apóstoles.
Cuando Jesús estaba a punto de ser apartado de ellos por última vez, los discípulos seguían
insistiendo en lo que ellos creían que era el meollo mismo de toda su misión en primera
instancia. «Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel?». Con mucha
frecuencia, al leer este pasaje, la gente tiende a suponer que la respuesta de Jesús significa: «No,
ustedes lo están entendiendo todo al revés». En otras palabras: «Ya hemos dejado atrás las
categorías del reino, de Israel y de todo eso. Más bien, ustedes tienen una labor muy difícil que
deben llevar a cabo». Sin embargo, yo sugeriría que si entendemos lo que quieren decir el reino e
Israel y de lo que se trata la respuesta que les da Jesús, podemos ver que su respuesta es
realmente: «¡Sí! Pero no será como ustedes se lo imaginan, sino que más bien será algo
totalmente diferente».
Los discípulos están suponiendo que para que el reino le sea devuelto a Israel, será necesario que
tenga algún tipo de superioridad nacional y que esto implica, quizás, la derrota militar de los
enemigos de Israel. No obstante, lo que Jesús tiene en mente es, más bien, el cumplimiento del
plan de Dios para Israel y el reino que tanto se había retrasado. Ahora él ha resucitado de entre
los muertos como el Mesías de Israel y el Mesías de Israel, tal como lo proclaman los salmos e
insisten los profetas, es el verdadero Señor del mundo. «Que domine de mar a mar, del Río al
confín de la tierra». Sin lugar a dudas, ése es el verdadero mensaje de una historia de la
ascensión que le sigue de inmediato: tal como lo sabía todo romano, el único que asciende al
cielo es el que está entronizado como el Emperador divino.
¿Y cómo va a tomar el mando este Emperador sobre su imperio que abarca el mundo entero? Sus
mensajeros, sus emisarios deben partir hacia todos los territorios en los que él ya está
entronizado como Señor para llevarles la buena nueva de que ha sido entronizado, así como
también para hablarles de su reinado justo y sabio. Él les dice: «y serán testigos míos en
Jerusalén, Judea y Samaria y hasta el confín del mundo». Y, sin lugar a dudas, ése es
exactamente el patrón que se aprecia en todo el resto del libro de los Hechos de los Apóstoles.
Los Apóstoles no les están ofreciendo a las personas una nueva experiencia religiosa, aunque
esto también será algo que estas personas vivirán. No les están diciendo que ahora pueden ir al
cielo cuando se mueran, aunque así lo harán, si creen, y allí esperarán hasta que tenga lugar la
resurrección misma. Tampoco les están diciendo que Dios ha hecho un milagro extraordinario
que demuestra cuán poderoso es, a pesar de que sí lo ha hecho. Más bien, ellos han sido llamados
a ir por el mundo a decirle a todos que Jesús, que el Mesías judío, es el verdadero Señor del
mundo y también deberán instarlos a profesar una obediencia creyente. Y eso es precisamente lo
que ellos hacen.
Cabe destacar a este respecto en virtud de la forma en la que está configurado el libro de los
Hechos de los Apóstoles, esto no se desarrolla en términos de lo que denominamos religión, sino
más bien, de aquello que denominamos política. La primera mitad de Hechos, específicamente
hasta el capítulo 12, nos presenta a Jesús anunciado como el Mesías resucitado, el Rey de los
Judíos, bajo las narices de las autoridades judías y específicamente de la familia de Herodes.
Finalmente, Herodes Agripa, quien mandó a matar a Santiago y trató también de mandar a matar
a Pedro, se deja llevar por su megalomanía y piensa que se ha convertido en un ser divino, algo
así como un príncipe helénico o un emperador romano y cae muerto en el acto. (El incidente
también es registrado por Josefo y, sin lugar a dudas, se basa en una historia sólida y seria). A
continuación, en la segunda mitad del libro, se relata que Pablo siempre está viajando,
confrontando al Imperio del César con la noticia de su nuevo Señor. Se menciona que termina en
Roma, bajo las narices del César. Él «enseñaba con toda libertad y sin estorbo lo concerniente al
Señor Jesucristo», tal como podemos leer en Hechos. Es imposible encontrar un argumento más
claro de propósito e intención: ahora se reclaman los reinos del mundo como el Reino del Dios
de Israel y de su Mesías.
Más aún, el fundamento de este anuncio es la resurrección de Jesús: no son sus parábolas, ni sus
sanaciones, ni siquiera lo es su muerte expiatoria, por importantes que hayan sido, sean y
seguirán siendo todos estos acontecimientos. Es la resurrección de Jesús, lo que implica que,
ahora, él ha sido entronizado como Señor. (A este respecto, cabe hacer notar de pasada que, a
pesar de que esta secuencia de pensamiento tiene perfecto sentido, aunque sorprendente, dentro
del mundo del judaísmo del primer siglo, el movimiento opuesto no tiene sentido, ni surte efecto
en lo absoluto. Algunas personas han sugerido que lo primero en lo que creyó la Iglesia fue en
que Jesús había sido entronizado como Señor y que luego se había deducido de este hecho que
Jesús había sido resucitado de entre los muertos. Esto no tendría ningún sentido en lo absoluto
dentro del esquema de ese mundo). En realidad, la cuestión es que Israel y el mundo han pasado
un punto muy crítico y es necesario informárselo a la gente. En una frase muy reveladora, Lucas
nos dice que los saduceos estaban molestos porque los Apóstoles «instruían al pueblo
anunciando la resurrección de la muerte por medio de Jesús». Muchas traducciones modernas
moderan y le bajan el tono a este comentario y dicen simplemente algo similar a lo siguiente:
«anunciaban la resurrección de los muertos en virtud de Jesús», lo que implica que los Apóstoles
estaban diciendo que, debido a la resurrección de Jesús, entonces otras personas también podrían
ser resucitadas a la vida. Pudieran haber estado diciendo eso también, aunque sin lugar a dudas,
éste no es el sentido que Lucas pretende transmitir. La cuestión es que estaban anunciando que
en la Pascua se había iniciado verdaderamente «la resurrección de entre los muertos». La Pascua
de Resurrección era el inicio del nuevo mundo de Dios, de la nueva era que todos habían
esperado tanto, la de la resurrección de los muertos.
Luego, y de forma por demás dramática, Pablo se dirige a los presentes en el Aerópago de
Atenas, donde seis siglos antes, en una obra de Esquilo, Apolo había declarado que «cuando un
hombre muere y se derrama su sangre en el piso, ya no hay resurrección alguna». Y, tal como
podemos ver en He 17, es en ese preciso lugar en el que Pablo declara que en esos momentos ya
era posible darle una dimensión diferente a las especulaciones y a los enigmas de la teología y de
la filosofía paganas porque el único y verdadero Dios se había dado a conocer y nos había
develado su plan para todos al nombrar a un hombre para que fuera el juez de todo el mundo y lo
había certificado al resucitarlo de entre los muertos. Esto es precisamente lo que hace la
resurrección: abre el nuevo mundo en el que, bajo el señorío salvador y el juicio de Jesús, el
Mesías judío, todo lo demás debe verse con otros ojos y bajo una nueva luz.
Es de esperarse que todo esto genere inmensas dudas y preguntas en nosotros. Éstas quedaron
expuestas de forma muy resumida en una carta que recibí hace un año o dos, después de haber
presentado ciertos argumentos en protesta contra la manera en la que se había eliminado, de
forma cuidadosa y deliberada, la noción del reino de Dios de la serie de televisión Son of God (El
Hijo de Dios) que transmitió la BBC, y me refiero literalmente a eliminarla del guión. La persona
que me escribió fue directo al punto cuando me dijo: «Ya que no hay ningún indicio claro de un
nuevo reino luego de dos mil años, quizás seamos más gentiles con Jesús si lo dejamos al margen
de todo esto». Claro está que todo depende de a lo que uno se refiere. En sus conversaciones, la
gente tiende a referirse a las Cruzadas y a la Inquisición española y a implicar que la totalidad de
lo que ha hecho la Iglesia cristiana a lo largo de toda su existencia puede resumirse en estas dos
monstruosidades. Sin lugar a dudas, esto es ridículo, pero la Iglesia ha estado en desventaja
durante tanto tiempo que hemos olvidado hasta cómo dar la respuesta correcta. Sin embargo,
cabe destacar dos lecciones sorprendentes que se derivan de los últimos veinticinco años de
historia mundial.
Es verdad que todos sabíamos que el comunismo de Europa Oriental iba a caer por su propio
peso, tarde o temprano. Ahora bien, es altamente significativo que aquello que verdaderamente
hizo que comenzara a tambalearse hasta caer fuera el testimonio sin temor a las consecuencias de
un Papa polaco y de aquellos que lograron actuar de forma valiente emulando la fe y la
esperanza de este Papa. De igual manera, todos sabíamos que el apartheid no hubiera podido
durar para siempre y es altamente significativo que observemos que en el centro mismo del
movimiento que llevó al desmantelamiento pacífico, en vez de al baño de sangre que todos los
comentadores políticos e, incluso, muchos de los que vivían en esa zona habían estado
esperando, se encontraba un arzobispo africano negro, quien dedicó las primeras tres horas y
varios otros momentos de cada día a la oración devota y ferviente. ¿Quién hubiera siquiera
pensado hace treinta años que alguna vez llegaríamos a presenciar las deliberaciones de una
Comisión de la Verdad y de la Reconciliación, la cual se estableció para poder sanar las heridas
de ese país tan aquejado por las tribulaciones?
Claro está que todavía hay muchas heridas abiertas en diversos lugares del mundo, muchos de
los cuales, como es el caso de Irlanda del Norte, le han ocasionado una profunda vergüenza a la
Iglesia. Sin embargo, cabe mencionar que cualquier persona tiene la libertad de dar explicaciones
diferentes acerca de éstos y otros eventos y de ignorar la evidencia que sugiere que Jesús es el
Señor. Después de todo, su señorío siempre se ha ejercido y ha sido visible a través de la fe.
Incluso los milagros asombrosos que hicieron en algunas ocasiones los primeros Apóstoles no
convencieron a nadie en esa época. Esto no pretende escurrirle el bulto al problema. La
diferencia que existe entre los reinos del mundo y el reino de Dios estriba precisamente en el
hecho de que el reino de Dios viene a través de la muerte y resurrección de su hijo y no a través
de exhibiciones manifiestas de fuerza bruta o de riqueza. Sin embargo, me complace altamente
que no tengamos que hablar únicamente de San Francisco o de la Madre Teresa de Calcuta y, ni
siquiera, de William Wilberforce, sino que podamos hablar de forma totalmente creíble, también
en estos días, sobre el poder que tiene el reino de Jesús resucitado para derrocar a regímenes
arrogantes y opresivos y para darle esperanza a los humildes y a los pobres y, fundamentalmente,
para hacerlo con una compostura, una dignidad, una justicia y una paz dignas de resaltar. De
igual manera, aunque en menor escala, no cabe duda de que hay también cientos y miles de cosas
que la Iglesia está haciendo todos los días en nombre y por el poder del Jesús resucitado. Yo tuve
el privilegio de estar en la Catedral de Southwark un sábado del año 2001 y pude presenciar
cuando Nelson Mandela inauguraba una nueva serie de edificaciones que han contribuido a
ampliar de forma muy considerable las obras que realiza la Catedral a favor de los desamparados
y los jóvenes. En esta ampliación se incluía un salón que recibió su nombre en honor al obispo
Desmond Tutu: éste es un símbolo sorprendente que se encuentra en el corazón mismo del sur de
Londres, en un sector que es un verdadero crisol de múltiples razas, que evidencia el poder de la
resurrección en una comunidad que a menudo se ha visto aquejada por múltiples problemas y ha
estado dividida.
Precisamente son los evangelios y el libro de los Hechos de los Apóstoles los que sitúan la
escena. Sin embargo, nuestro principal representante de la iglesia primitiva es san Pablo y, ahora
que nos preparamos a analizar sus escritos, veremos que no sólo está de acuerdo con los
evangelios y quienes los escribieron, en cuanto a la importancia básica de la resurrección, sino
que él la convierte en un reto vigorizante que se le plantea a la vida cristiana actual.
3. Pablo
Ya hemos estudiado la esperanza sólida de Pablo en la resurrección del cuerpo. También vimos
que él puede hablar de forma conmovedora sobre el estado intermedio entre la muerte y la
resurrección: su deseo, nos dice, es el de «morir para estar con Cristo, y eso es mucho mejor» 16•
Sin lugar a dudas, esta creencia no se basa únicamente en las creencias de su educación judía,
por importantes que hayan sido, sino en la resurrección del propio Jesús.
Sin embargo, al igual que los evangelistas, Pablo no ve la resurrección de Jesús como algo que
significa simplemente que nosotros tenemos la seguridad de estar con Cristo después de la
muerte y de la resurrección final posterior a ese momento. Para él, bajo ningún respecto el
significado de la Pascua se limita a la esperanza más allá de la tumba. Él, como los evangelistas,
ve la resurrección de Jesús como el inicio de un nuevo mundo, de una nueva creación, en la que
Jesús ya está gobernando y en la que reina como Señor. Nadie podría acusar a Pablo de no estar
consciente de la paradoja que implica plantear estos argumentos. Algunas de sus declaraciones
más sorprendentes sobre este aspecto son aquellas que escribe desde la prisión. Y, dentro de ese
contexto, es Pablo quien expresa de manera más destacada lo que quiere decir la resurrección, no
sólo para el mundo particular, por vital que esto sea dentro del contexto global, sino para la vida
común y corriente de todo cristiano, de todo niño, toda mujer y todo hombre.
Empezamos con el gran argumento y la gran declaración de Pablo sobre el nuevo mundo en 1
Cor 15,12-28. Él está luchando por lograr que esta idea penetre las mentes de los corintios que
habían sido paganos, muchos de los cuales aún no habían logrado, como era de esperar,
comprender plenamente lo que quería decir el Evangelio cuando hablaba acerca de la
resurrección de Jesús. El punto crucial lo observamos en el versículo 17: «Y si Cristo no ha
resucitado, la fe de ustedes es ilusoria, y sus pecados no han sido perdonados». En otras palabras,
con la resurrección de Jesús ha surgido un nuevo mundo en el que el perdón de los pecados no es
simplemente una experiencia privada; es un hecho que tiene que ver con el cosmos. El pecado es
la causa fundamental de la muerte. Si se ha vencido a la muerte, esto debe significar que también
se ha logrado resolver el problema del pecado. Sin embargo, si no ha resucitado el Mesías,
estamos todavía en un mundo en el que el pecado renace de forma suprema y sin que nadie lo
venza, de manera que la creencia cristiana, que es el fundamento mismo de la religión que indica
que Dios se ha encargado de nuestros pecados por medio de Cristo, se basa en ideas muy poco
sólidas y no pretende más que aceptar que todo está bien.
A continuación, Pablo describe este nuevo mundo en el pasaje sorprendente y seminal de los
versículos 20 al 28. Aquí lo que escribe es típicamente denso, aunque los argumentos centrales
son fuertes y claros. La expectativa judía de la resurrección, la resurrección de todo el pueblo de
Dios al final de los tiempos, se ha dividido en dos: en primer lugar, un anticipo al que le seguirá
todo lo demás. El Mesías ha sido resucitado como el inicio de una gran resurrección. Quienes
pertenecen a él serán resucitados en su aparición final (versículo 23). Entonces y sólo entonces él
podrá verdaderamente completar la victoria que se ganó en el Calvario y en la Pascua. Este es el
momento en el que todos los enemigos, entre los que se cuenta la misma muerte, podrán
colocarse bajo sus pies en el cumplimiento de la promesa de las Escrituras (versículos 24 al 26).
Sin embargo, cabe destacar y tomar en cuenta el versículo 25a: porque él tiene que reinar
hasta... En otras palabras, él ya está reinando, aunque quizás no veamos todavía el resultado
pleno de ese reino. Es más, si preguntamos qué podría justificar de alguna manera un argumento
tan sorprendente que señala que Jesús ya es rey del mundo, aunque César parezca serlo, y a pesar
de que la muerte continúa su acción desenfrenada, sólo puede haber una respuesta: la
resurrección.
Por lo tanto, Pablo sigue firmemente la misma vía que la de los evangelistas.
Para él, el significado principal de la resurrección de Jesús es que el nuevo mundo de Dios ha
cobrado vida a través de este acontecimiento, el nuevo mundo que se había prometido durante
tanto tiempo y en el que se renovará el pacto de la alianza, se perdonarán los pecados y se podrá
por fin dejar de lado la muerte. La resurrección no es un «milagro» divino, aislado y atípico, así
como tampoco es la promesa de la vida eterna más allá de la tumba. Más bien, es el inicio
decisivo y contundente del reinado mundial del Mesías judío, en el que los pecados ya han sido
perdonados y se asegura la promesa de un mundo futuro de justicia y de vida incorruptible.
Por lo tanto, ¿qué quiere decir esto en la práctica para nosotros? Podríamos estar dispuestos a
conceder que la resurrección de Jesús ha abierto una nueva era en la historia mundial. Sin
embargo, incluso esto no es nada fácil. Tal como pudimos apreciar hace poco, la retórica
anticristiana de los últimos doscientos años que se ha observado en el mundo occidental ha
hecho todo lo posible por negarlo. Muchos de nosotros tenemos una reacción pavloviana a ese
tipo de argumento sobre el reino actual que esgrime el Nuevo Testamento. De inmediato
queremos hablar acerca de las ambigüedades del acuerdo de Constantino, de la complicidad de
muchas iglesias con las atrocidades del siglo xx y de las muchas cosas más que sucedieron entre
estos dos acontecimientos. Sin embargo, no deberíamos permitir que una penitencia adecuada
por las maldades del pasado se convierta en una falsa humildad sobre los logros extraordinarios
que la Iglesia ha alcanzado, tanto en el pasado, como en el presente. Los Wilberforce y los Tutu
son reales y tienen importancia; al igual que lo son también millones de otras personas que
puedan ser menos conocidas, pero que son igualmente signos del extraño señorío de Jesús sobre
el mundo. Estamos llamados a vivir dentro del mundo en el que tales cosas son posibles y
también estamos llamados a ser los agentes de dichas cosas siempre y cuando caigan dentro de
nuestra esfera de acción y de nuestra vocación. No obstante, para Pablo la resurrección no sólo
tiene que ver con el trabajo público o a gran escala. También tiene que ver con la vida personal
íntima de la resurrección a la que cada uno de nosotros ha sido llamado. En otras palabras, tiene
que ver con el bautismo y con la santidad. Es aquí donde esta orden vigorizante nos hace
entender que ha llegado el momento de despertar.
El primer pasaje importante en el que se establece este punto es Ro 6. Este capítulo sigue
directamente a una de las visiones generales majestuosas de Pablo acerca de los propósitos
salvadores del mundo. Tal como nos escribe al fin de Ro 5: «Así como el pecado reinó
produciendo la muerte, así la gracia reinará por medio de la justicia para la vida eterna por medio
de Jesucristo Señor nuestro». Es allí donde está el nuevo mundo de Jesús y la pregunta es:
¿dónde pertenecemos a él?
Él aborda esta pregunta en 6,1: «¿Qué diremos entonces? ¿Qué debemos seguir pecando para
que abunde la gracia?». ¿Somos simplemente espectadores en el gran drama de Dios, sentados en
los puestos laterales, al margen, sin vernos afectados por la imagen global? Si Dios se deleita en
darles su gracia a los pecadores, tal como los evangelistas cristianos han insistido con tanta
razón, ¿debemos seguir siendo pecadores para obtener más gracia?
La respuesta de Pablo al respecto es muy clara: ¡sin lugar a dudas que no! En nuestro bautismo
nos comprometemos a ser gente de la resurrección. Los versículos 2 al 4 establecen el trabajo de
base: en el bautismo morimos con el Mesías y resucitamos con él a la nueva vida. Luego, en el
típico estilo de Pablo, nos sigue explicando lo que quiere decir en los versículos del 5 al 7.
Fuimos colocados al lado del Mesías en su muerte y el resultado de ello es que nuestra vieja
identidad, nuestro viejo ser, fue crucificado con él. Y si eso es cierto, quiere decir que el pecado
no tiene derechos sobre nosotros, que no tiene autoridad o control alguno sobre nosotros. Más
bien (versículos 8 al 10), si el Mesías se ha levantado de entre los muertos y usted está en el
Mesías y por el bautismo es un miembro de su pueblo, esto significa que usted, en él, también ha
sido levantado de entre los muertos. Muchos han supuesto que Pablo se refería a esto en un
sentido puramente futuro, aunque el meollo del versículo u es que también se trata de una
experiencia del presente: ahora, usted debe calcular, sumar, dilucidar y considerarse muerto al
pecado y vivo ante Dios en el Mesías, Jesús. Es sobre esta base que Pablo puede proseguir con el
siguiente pasaje para dar instrucciones a aquellos que lo siguen y decirles que no permitan que el
pecado gobierne sus cuerpos actuales.
Esto lo podemos resumir de la manera siguiente. El nuevo mundo revolucionario que se ha
iniciado en la resurrección de Jesús, el mundo en el que Jesús reina como Señor y que ha
ganado la batalla, victorioso sobre el pecado y la muerte, tiene sus reductos de primera línea en
aquellos que en el bautismo han compartido su muerte y su resurrección. La etapa intermedia
entre la resurrección del propio Jesús y la renovación de la totalidad del mundo es la renovación
de los seres humanos, de usted y de mí, en nuestras propias vidas de obediencia aquí y ahora.
Antes de seguir haciendo comentarios al respecto, cabe destacar que este mismo punto se resalta
en Col 2 y 3. Empecemos con Col 2,12: «que consiste en ser sepultados con él en el bautismo [el
cual corresponde a la circuncisión judía; en otras palabras, es la señal de entrada al pueblo
elegido de Dios], y en resucitar con él por la fe en el poder de Dios, que lo resucitó a él de la
muerte». Pablo da por sentado que el bautismo está asociado a la fe en el poder de la
resurrección de Dios porque la confesión básica del bautismo es «Jesús es Señor» y la creencia
en la que se basa esta confesión es el mensaje del Evangelio que nos indica que Dios resucitó a
Jesús de entre los muertos. Luego, continúa derivando las implicaciones de haber muerto con el
Mesías: las leyes y regulaciones judías ya no tienen poder alguno sobre ti (2,16-23).
Sin embargo, al inicio de Col 3, se enfoca en lo que en realidad implica el compartir aquí y ahora
la resurrección del Mesías. Pablo insiste en que si ya uno ha resucitado con Cristo, en otras
palabras, si a través del bautismo y la fe se es una persona de resurrección que vive en el nuevo
mundo que se inició en la Pascua, vigorizado por el poder que levantó a Jesús de entre los
muertos, entonces también uno tiene la responsabilidad de compartir en el presente con la vida
resucitada de Jesús. «Por lo tanto, si han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo,
donde Cristo está sentado a la derecha de Dios, piensen en las cosas del cielo, no en las de la
tierra». No tiene sentido decir simplemente: «He sido bautizado; por lo tanto, Dios está feliz con
la manera en la que yo soy». La lógica de Pablo es la siguiente: «Tú has sido bautizado; por lo
tanto, Dios te está llamando a morir al pecado y a vivir la vida de la resurrección».
En este punto, enfrentamos un problema que más vale resolver de manera frontal. Tiene dos
aspectos, uno es el que está a nivel de la calle, expuesto a los demás, y el otro es más recóndito.
Para solucionarlos, debemos pensar un poco más sobre el significado de la palabra «cielo» en sí
misma y acerca de otras ideas similares como «las cosas de arriba».
El problema más abierto y expuesto a los demás es el mismo sarcasmo de siempre cuando
decimos que «estamos tan inclinados hacia lo celestial que ya no tenemos utilidad terrenal
alguna». Yo digo que es el mismo sarcasmo de siempre, la vieja burla. En realidad, no la he oído
mencionar mucho recientemente y quizás se deba a que, últimamente, muchos cristianos
practicantes están yendo, más bien, en la dirección opuesta y a menudo están tan aferrados a lo
terrenal, tan preocupados por los detalles y los aspectos prácticos que uno se pregunta si tendrán
en realidad algún uso celestial. Sin embargo, ése no es el punto. Ese sarcasmo sólo funciona en
un mundo en el que se supone que el cielo y la tierra están separados y no tienen nada que ver el
uno con el otro. No obstan te, en la Biblia, el cielo y la tierra están hechos el uno para el otro.
Son las esferas gemelas que se entrelazan de la realidad única creada por Dios. Uno sólo puede
entender la tierra cuando está igualmente familiarizado con el cielo. Uno sólo puede conocer
verdaderamente a Dios y compartir su vida cuando uno entiende que él es el Creador y el que
ama la tierra, al igual que el cielo. Y todo el punto de la resurrección de Jesús y del cuerpo
transformado que ahora posee estriba en el hecho de que se siente igualmente en casa, tanto en la
tierra, como en el cielo, y que puede desplazarse sin problemas de un ámbito al otro,
deslizándose a través de la delgada cortina que nos separa de la realidad enceguecedora de Dios.
Tal como lo mencionamos en el capítulo 7 de este libro, esto es parte del significado medular de
la ascensión.
El problema de segundo orden es una especie de versión madura y ampliada de la básica de la
calle y es el siguiente: ¿no quiere decir acaso toda esta referencia a la resurrección en el presente
que estamos reduciendo la «resurrección» a una experiencia espiritual? ¿No significa esto acaso
que estamos aceptando un sistema gnóstico que devalúa el cuerpo físico, lo que incluye el cuerpo
resucitado de Jesús?
No. Mucho me temo que nuestras mentes están tan condicionadas por la filosofía griega, sin
importar si hemos leído, o no, a algún exponente de la misma, que pensamos que, por definición,
el «cielo» no es material y la «tierra» no es espiritual o no es celestial. Sin embargo, eso no
puede ser. Parte del logro fundamental de la encarnación, que consiguientemente se celebra en la
resurrección y en la ascensión, es que el cielo y la tierra ahora están unidos por un lazo que es
imposible de romper y que también nosotros somos por derecho propio ciudadanos de ambos
lugares. Si así lo decidimos, podemos dejar fuera la dimensión celestial y vivir como seres
terrenales y materialistas. En ese caso, estaremos aceptando y adoptando un sistema que va a
fracasar y que poco a poco irá debilitándose y muriendo porque la tierra obtiene su vida esencial
del cielo.
Sin embargo, si dirigimos nuestra atención hacia la dimensión celestial, disfrutaremos todo tipo
de resultados positivos y prácticos. En Col 3,11, Pablo ve la unidad de la Iglesia, por encima de
los límites culturales y étnicos, como uno de los primeros de estos resultados. En el pasaje que
sigue, él enumera una serie de otras cosas que deberían aparecer en la vida de cualquiera que se
vuelque hacia el mundo que es ahora el hogar primordial de Jesús, el mundo que ha sido
diseñado para sanar y restablecer nuestro mundo presente. En cada caso, de lo que él está
hablando es de la verdadera realidad física actual atravesada ahora por la vida del cielo. Parte
del acostumbrarse a vivir en el mundo posterior a la Pascua, parte del acostumbrarse a dejar que
la Pascua cambie su vida, sus actitudes, su forma de pensar, su comportamiento pasa por
acostumbrarse a la cosmología que ahora está siendo develada. Quisiera repetir que el cielo y la
tierra están hechos el uno para el otro y, en ciertos puntos, se cruzan y se entrelazan. Jesús es ese
punto final. Nosotros, como cristianos, estamos llamados a ser tales puntos derivados de él.
Hemos recibido el Espíritu, los sacramentos y las Escrituras de manera que la vida doble de
Jesús, tanto celestial, como terrenal, también pueda convertirse en nuestra y serlo ya en el
presente.
Todo esto nos lleva a nuestro último pasaje paulino. Efesios es una epístola que acompaña a
Colosenses y aquí encontramos la instrucción más clara, tomada quizás de un poema o himno
cristiano de los primeros días: «¡Despierta, tú que duermes, levántate de la muerte, y te iluminará
Cristo!» (Ef 5,14).
En otras palabras: ¡es hora de despertar! El vivir al nivel del mundo no celestial que nos rodea es
como estar dormidos; peor aún, es como aquello de lo que el sueño es una metáfora, es como
estar muerto. La mentira, el hurto, la inmoralidad sexual, el mal carácter y otras manifestaciones
(Pablo las enumera todas en un pasaje muy corto pero devastador) son modalidades de la muerte,
tanto para la persona que las comete, como para aquellos cuyas vidas son afectadas por esas
acciones. Hay diversas maneras de dormir un sueño funesto y mortal. Es hora de despertar. Eso
es lo que nos dice Pablo. Debemos surgir a la vida en el mundo real, el mundo en el que Jesús es
el Señor, el mundo al que nos lleva el bautismo, el mundo al que uno puede afirmar que
pertenece cuando dice en el Credo que Jesús es el Señor y que Dios lo ha resucitado de entre los
muertos. Lo que todos necesitamos de vez en cuando es que alguien (un amigo, un director
espiritual, un extraño, un sermón, un versículo de las Escrituras o simplemente el llamado
interno del Espíritu) nos diga: «¡Es hora de despertar! ¡Ya has dormido lo suficiente! ¡El sol está
brillando y afuera te espera un bellísimo día! ¡Despierta y comienza a vivir!».
Por lo tanto, el mensaje de la Pascua no es que Jesús alguna vez hizo un milagro fabuloso y,
luego, decidió no hacer muchos otros más, ni tampoco que hay una vida de gran dicha después
de la muerte por la que estamos esperando. El mensaje de la Pascua es que el nuevo mundo de
Dios ha sido develado en Jesucristo y que ahora ya hemos sido invitados a pertenecer a él. Y,
precisamente debido a que la resurrección fue y es corporal, aunque con un cuerpo transformado,
el poder que tiene la Pascua para transformar y sanar el mundo presente debe ponerse en
práctica, tanto al nivel macro, al aplicar el Evangelio a los problemas fundamentales del mundo
(y si el comunismo soviético y el apartheid no se incluyen en esta categoría, la verdad es que no
sé qué se incluiría entonces) como en los detalles íntimos de nuestras vidas diarias. La santidad
cristiana no consiste en tratar con todas las fuerzas de ser buenos, sino en aprender a vivir en el
nuevo mundo creado por la Pascua, el nuevo mundo al que ingresamos públicamente en nuestro
bautismo. Hay muchas partes del mundo donde no podemos hacer nada excepto rezar. Sin
embargo, hay una parte del mundo, una parte de la realidad física, con respecto a la cual
podemos hacer algo y ésa es la criatura ala que nos referimos como mi «yo». La santidad
personal y la santidad global son aspectos relacionados. Aquellos que se despiertan y están
dispuestos a intentar una de ellas bien pueden verse llamados a despertar a la otra. Y eso nos
lleva precisamente a nuestro próximo capítulo, el último de este libro.
Capítulo 15
La nueva forma que asume la Iglesia para
su misión (2): viviendo el futuro
1. Introducción
1.1 La celebración de la Pascua
Entonces, ¿cómo podemos aprender a vivir como personas totalmente despiertas, precisamente
como personas de la Pascua de Resurrección? A este respecto, tengo algunas sugerencias
vigorizantes que quisiera darles. He llegado a la conclusión de que muchas iglesias simplemente
desaprovechan la Pascua de Resurrección años tras año y yo trato de convencerlas para pensar
detenidamente en la forma en la que la celebramos, de manera que la reformulemos y nos
podamos ayudar unos a otros como Iglesia y como personas para vivir verdaderamente lo que
profesamos. En este libro estoy hablando fundamentalmente desde la perspectiva de la Iglesia
que más conozco y me estoy dirigiendo básicamente a ella. Sin duda, aquellos que celebran la
Pascua de Resurrección de otras maneras podrán hacer los ajustes pertinentes y tomar de lo que
les digo aquello que necesiten para aplicarlo a sus situaciones específicas.
Para empezar, vale la pena analizar el día en sí de la Pascua de Resurrección, el Domingo de
Pascua. Se ha dado un gran paso hacia adelante al lograr que, en la actualidad, muchas iglesias
celebren la vigilia de la Pascua de Resurrección, tal como siempre lo ha hecho la Iglesia
ortodoxa, aunque en muchos casos, todavía lo estén haciendo de una manera muy insípida e
incompleta. La Pascua de Resurrección tiene que ver con la alegría intensa que nos despierta el
poder de creación de Dios. Sin duda, aunque quizás no estén dispuestos a hacerlo todos los
anglicanos, lo menos que podríamos hacer es decir en voz muy alta Aleluya, en vez de
murmurarlo; deberíamos encender todas las velas de la Iglesia, en vez de tan sólo algunas
cuantas y deberíamos darle hasta al último hombre, la última mujer, el último niño, el último
gato, el último perro y el último ratón que se encuentren presentes una vela y pedirles que la
sostengan en alto de manera que parezca una verdadera fogata. De igual modo, deberíamos
salpicar agua por doquier a medida que vamos renovando nuestros votos del bautismo. Todo
paso hacia atrás que demos para alejarnos de este tipo de celebración será un paso hacia adelante
que nos lleve a una experiencia etérea o esotérica de la Pascua y lo importante sobre la Pascua de
Resurrección es que no es etérea, así como tampoco es esotérica. Más bien, tiene que ver con la
venida del verdadero Jesús que abandona la tumba y pone en marcha la nueva creación real de
Dios.
Sin embargo, mi mayor problema se relaciona con el Lunes de Pascua. Considero que es, tan
absurdo como injustificable, que pasemos cuarenta días respetando la Cuaresma, meditando
sobre lo que ésta significa, predicando la importancia del sacrificio, e incluso actuando de
manera un poco apesadumbrada, para luego llegar al apogeo en la Semana Santa, la cual, a su
vez, alcanza su clímax el Jueves Santo y el Viernes Santo y, a continuación, después de un
Sábado Santo bastante extraño, tenemos tan sólo un día de celebración.
Es cierto que los domingos después del Domingo de Pascua de Resurrección siguen siendo parte
de la época de Pascua. Durante varias semanas, en la liturgia continuamos con las lecturas y con
los himnos de la Pascua. Sin embargo, la Semana Santa en sí no debería ser la época en la que
todo el clero suspira con alivio y se va de vacaciones. Creo que debe ser un festival de ocho días
en el que se sirva champaña después de las oraciones matutinas e incluso antes con muchos
Aleluyas y otros himnos, así como cánticos espectaculares. ¿Nos debería sorprender acaso que a
la gente le cueste creer en la resurrección de Jesús si nosotros no la celebramos con bombos y
platillos? ¿Nos debería sorprender acaso que nos sea difícil vivir la resurrección si no lo hacemos
con entusiasmo y una euforia desbordante en nuestras liturgias? ¿Nos debería sorprender acaso
que el mundo no parezca tomar mucho en cuenta la Pascua de Resurrección si ésta se celebra
simplemente como final feliz, que dura tan sólo un día y que parece el simple apéndice de
cuarenta días de ayuno y de tristeza? Sin lugar a dudas que hace mucho tiempo que llegó el
momento de analizar de manera muy crítica y cruda la forma en la que celebramos la Pascua de
Resurrección en la Iglesia, en la casa, en nuestras vidas personales y a todos los niveles del
sistema en el que nos desenvolvemos. Más aún, si esto implica reformular alguno de nuestros
hábitos más preciados, bueno, quizás es que ha llegado el momento de despertar. Esto siempre
nos toma por sorpresa.
Y ya que estamos hablando de ello, no estaría de más en lo absoluto que nos pusiéramos a
componer unos cuantos himnos bellos más de Pascua y que nos aseguráramos de elegir aquellos
múltiples himnos bellos que han sido compuestos con anterioridad y que celebran la Pascua de
Resurrección tal como es, en vez de tratarla simplemente como nuestro boleto a una vida plena y
de felicidad en el futuro. Es interesante destacar que la mayoría de los mejores himnos de la
Pascua de Resurrección resultan ser aquellos de la iglesia primitiva, mientras que la mayoría de
los peores tienen su origen en el siglo XIX. Ahora bien, es necesario que empecemos a dar los
pasos necesarios para celebrar la Pascua de Resurrección de formas nuevas y creativas. Podemos
celebrarla, por ejemplo, a través del arte, la literatura, los juegos para niños, la poesía, la música,
la danza, los festivales, las campanas y los conciertos especiales, así como con cualquier otra
manifestación que se nos pueda ocurrir. Este es nuestro festival más grandioso. Si decidimos
dejar fuera la Navidad, en términos bíblicos, solamente se perderían dos capítulos al inicio de
Mateo y de Lucas, absolutamente nada más. Sin embargo, si decidiéramos dejar fuera la Pascua
de Resurrección, perderíamos la totalidad del Nuevo Testamento y desaparecería el cristianismo.
Tal como lo dice Pablo, todos seguiríamos teniendo todavía nuestros pecados. No debemos
permitir que el mundo seglar con sus programas y sus hábitos, al igual que con sus eventos
pararreligiosos y con sus simpáticos conejitos de Pascua nos aparte del curso correcto que
debemos seguir. Este es nuestro día más fabuloso y es por ello que debemos celebrarlo con
bombos y platillos para que todo el mundo se entere.
De esta manera, podríamos decir que si la Cuaresma es aquel período en el que debemos hacer
sacrificios y renunciar a algunos placeres, la Pascua de Resurrección debe ser la época en la que
emprendamos nuevas acciones. Una vez más, champaña para el desayuno, claro que sí. La
santidad cristiana nunca tuvo como propósito ser una cualidad simplemente negativa. Está claro
que no podemos negar que es necesario eliminar las hierbas malas del jardín de vez en cuando.
En muchas ocasiones, es necesario excavar un poco por debajo de la hiedra que crece en la
superficie, de manera de poderla sacar. Esto es precisamente lo que es la Cuaresma para
nosotros. Ahora bien, tampoco queremos dejar simplemente el jardín como un terreno baldío o
un pedazo de tierra sin cultivar. La Pascua de Resurrección es el momento en el que debemos
sembrar las nuevas semillas y trasplantar unos cuantos brotes. Si el Calvario implica eliminar o
someter a muerte aquellos aspectos de nuestras vidas que es necesario matar para poder florecer
como cristianos y como verdaderos seres humanos, entonces la Pascua de Resurrección debe ser
el momento para que plantemos, reguemos y preparemos todo aquello de nuestras vidas (la
personal y la corporativa) que queremos que florezca, llenando así el jardín de colores y
perfumes y, en su debido momento, de los frutos que éste nos quiera dar. Los cuarenta días del
tiempo de la Pascua que transcurren hasta el día de la Ascensión, deben ser una época que
compense la Cuaresma al emprender alguna nueva tarea o alguna nueva empresa, algo íntegro y
fructífero, algo altruista y que responda a los intereses de los demás al igual que a los nuestros.
Es posible que usted sólo esté en la capacidad de hacerlo durante seis semanas, tal como es
posible que usted sólo este en la capacidad de estar sin fumar o sin beber cerveza durante las seis
semanas de Cuaresma. Ahora bien, si se decide a dar verdaderamente ese primer paso, ese simple
hecho podría permitirle descubrir nuevas posibilidades, nuevas esperanzas y nuevas acciones que
nunca siquiera hubiera imaginado. Esto podría incorporar a su vida más íntima parte del espíritu
de la Pascua. Podría ayudarlo a despertar de una manera totalmente nueva. Y esto es
precisamente de lo que se trata en la Pascua de Resurrección.
2. El espacio, el tiempo y la materia: la creación redimida
En este punto tenemos que enfrentar un problema actual que es muy serio. Aquellos lugares en
los que las iglesias occidentales han visto surgir una nueva vida como resultado de la presencia
de jóvenes que están acudiendo a la Iglesia y le están transmitiendo una nueva energía que se
manifiesta de diversas maneras, aunada a su música e iniciativas, también han sido precisamente
los lugares en los que con bastante frecuencia la gente había abandonado, de forma por demás
deliberada, gran parte de las prácticas tradicionales de las iglesias de la corriente dominante: las
edificaciones de las iglesias, las liturgias, las oraciones formales, e incluso, en algunos casos,
hasta los propios sacramentos (excepto de una manera bastante ocasional y con muy poco
entusiasmo). Me inclino a pensar que esto ha surgido de una especie de protestantismo que se
encuentra latente en la cultura cristiana occidental y que se deriva de la creencia implícita en que
las edificaciones, las liturgias y otros elementos similares por naturaleza propia no son
espirituales, así como tampoco son verdaderamente estimulantes y tienden, más bien, a ser
sofocantes y embrutecedores, por lo que cuanto menos cerca los tengamos, mejor será para
nosotros. Muchas personas de las nuevas iglesias que han seguido este camino, así como el de las
expresiones más novedosas de este tipo dentro de las denominaciones tradicionales, han
evidenciado, en realidad, que sus iglesias tradicionales no tenían vida. Al descubrir por sí
mismas la dicha de la nueva vida en Cristo, tales personas han abandonado con mucho agrado
todo lo que ahora consideran aburrido, demasiado serio e, incluso, poco espiritual. En realidad,
para muchas personas, las «expresiones originales y novedosas» de fe implican la ausencia de
iglesias, la ausencia de «servicios y oficios» como tales, por supuesto, la ausencia de liturgia, la
ausencia de días u horas fijas de culto y la ausencia de sacramentos (cuando menos, la ausencia
de una eucaristía formal; aunque habrá diversos tipos de para sacramentos caseros, aunque esa ya
es otra historia). Pudiera ser el caso que algunos lectores, ahora estén leyendo finalmente un
capítulo acerca de la manera en la que se le puede dar forma a la Iglesia para la misión, y estén
esperando que yo esté de acuerdo con este protestantismo implacable que se evidencia a nivel
popular (y eso es precisamente lo que es).
De ser así, mucho me temo que los voy a decepcionar. Se los voy a decir con toda claridad: yo
no soy de los que defiende la «economía mixta» en el culto, en la adoración a Dios. Vivimos en
una sociedad compleja que tiene muchas aristas, tanto a nivel local, como global, y sería ridículo
suponer que un solo tamaño o una sola forma va a ser «adecuada» para todos los fieles que
espero estén pensando en unirse a nosotros. Sin embargo, la lógica de la nueva creación me
obliga a plantearles unas reflexiones que espero verdaderamente sean muy saludables y de
mucho provecho, reflexiones que espero no disminuyan el entusiasmo que despiertan las nuevas
expresiones de la vida cristiana, sino que les recuerden a estos fieles que no deben botar el
plátano cuando tiren la cáscara. Como podemos verlo en una de las parábolas más importantes de
Jesús, siempre existirá el peligro de que una planta que crece con mucha fuerza no tenga raíz. De
la misma manera, no cabe duda de que existen algunas plantas que tienen unas raíces muy
profundas pero igualmente permiten que otras plantas las asfixien. En otras palabras, no tiene
ningún sentido aferrarse ciegamente a las viejas modalidades de la Iglesia, como tampoco
abandonar con la misma ceguera todas las tradicionales e insistir en la innovación perpetua.
Debemos mantener los ojos fijos en la fe que se nos plantea y en la resurrección de Jesús que es
nuestra plataforma de lanzamiento y hemos de reordenar de manera pertinente nuestro culto y
nuestro trabajo en el mundo.
Es por todo ello que tenemos que recordar cuál es el punto de partida. El orden creado que Dios
ha empezado a redimir en la resurrección de Jesús es un mundo en el que el cielo y la tierra están
designados no a estar separados, sino a reunirse. En ese reunirse, el «propio bien» del que Dios
habló al referirse a la creación en el principio de todo se verá realzado y no eliminado. El Nuevo
Testamento nunca imagina que cuando los nuevos cielos y la nueva tierra lleguen, Dios dirá en
efecto lo siguiente: «Bueno, después de todo, esa primera creación no era tan buena, ¿no es así?
¿No están acaso contentos de que nos hayamos librado de todo ese espacio, todo ese tiempo y
toda esa materias». Más bien, debemos visualizar, sin duda, un mundo en el que la creación
presente, en la cual pensarnos en términos de esas tres dimensiones, se vea realzada para pasar a
ser parte u los propósitos más amplios de Dios, aunque ciertamente no sea abandonada,
¿Qué es lo que sucede cuando pensamos en el tiempo, el espacio y la materia como elementos
que están siendo renovados y abandonados dentro de la vida de la Iglesia?
La renovación y la reivindicación del espacio han implicado recientemente entre otras cosas una
nueva manera de entender la tradición celta de los «thin places», aquellos lugares en los que la
cortina que separa el cielo de la tierra es casi imperceptible. En realidad, éste es tan sólo un
aspecto de una «teología del lugar» mucho más amplia que se ha visto seriamente amenazada en
el Occidente desde la Ilustración. Utilizando una metáfora obvia, podríamos decir que
necesitamos urgentemente recapturar esta teología antes de que se talen todos los árboles viejos
para abrirle el espacio a un centro comercial o a un estacionamiento, precisamente en el
momento en el que la gente empieza a percatarse de cuán fresca es la sombra que brindan en el
verano, cuántos frutos nos dan en el otoño y cuán bellos se ven durante la primavera. En
realidad, Jesús nos declara que Dios llama a la gente de todo el mundo a que lo adoren en el
espíritu y en la verdad, en vez de que limiten su adoración a tal o cual otra montaña sagrada. Sin
embargo, esto no debilita el reclamo, sobre la base de la teología adecuada, de Dios a todo el
mundo, que se anticipa cuando reclama el espacio para la adoración y la oración. Tal como lo
manifiesta Eliot en su frase célebre, las iglesias y otros lugares en los que «ha sido válida la
oración», no son un refugio alejado del mundo, sino un puente hacia el mundo, una manera de
reclamar parte del espacio que Dios nos ha dado para su gloria como un adelanto del día en el
que todo el mundo se regocijará en su alabanza.
Entonces, sería simplemente de una locura dualista declarar sin más (como muchos tratan de
hacerlo hoy en día, supuestamente en defensa de los intereses de una «misión», aunque en
realidad no es más que en defensa de los intereses del dualismo o de un beneficio rápido) que los
edificios de la iglesia primitiva y otros símbolos similares son irrelevantes para la misión de Dios
hoy en día y en el futuro. No cabe duda de que hay muchos momentos en los que la edificación
de una iglesia ya cumplió su propósito, ya ha servido para algo y, ahora, puede ser demolida o
puede ser utilizada para algún otro propósito. Sin embargo, muchas personas están
redescubriendo en nuestros tiempos actuales que, en realidad, hay lugares que han sido
santificados como sitios de oración y adoración durante mucho tiempo, lugares en los que, aun
cuando a veces no logramos explicar por qué, la gente de todo tipo se percata de que la oración le
sale con mayor naturalidad y que se puede conocer y sentir a Dios con más facilidad. Debemos
reflexionar detenida y cuidadosamente acerca de una teología adecuada del lugar y del espacio,
pensada en términos de la promesa de Dios de renovar la totalidad de la creación, antes de que
procedamos a abandonar la geografía y el territorio. Así es, los argumentos territoriales se
pueden volver idólatras o abusivos. Este es el caso, por ejemplo, de cuando una iglesia que ha
abandonado desde hace mucho tiempo toda pretensión de un cristianismo ortodoxo, trata de
utilizar sus poderes canónicos para insistir en algún tipo de «derecho territorial», o bien, cuando
unas cuantas personas se aferran a un edificio por razones sentimentales mucho después de que
éste haya dejado de servir a su comunidad local. Sin embargo, la respuesta que le demos al abuso
no puede ser el dualismo, sino el uso adecuado.
La renovación y la reivindicación del tiempo asumen, cuando menos, tres formas.
1) En el siglo cuarto, Dionisia el Insignificante construyó un esquema de fechas a ser aplicado en
todo el mundo, el cual se basaba en la supuesta fecha de nacimiento de Jesús. Este esquema se
sigue utilizando más o menos a nivel mundial, a pesar de los intentos por eliminarlo, como aquel
de los revolucionarios franceses y que se descubrió hace unos cuantos años cuando se hablaba
del cambio del milenio. Fuera de eso, se ha ignorado en términos generales. Al igual que las
campanas de una iglesia grande que resuenan sobre un pueblo dormido, en todo momento en que
alguien le pone una fecha a algo, habla del Señorío de Jesús, sin importar si la gente lo escucha,
o no.
2) Aunque de manera más específica, el tiempo de la Iglesia, el viejo recuento de la historia y de
la «tradición» de la Iglesia que se ha acumulado durante este tiempo, debe tomarse en serio en
cualquier visión basada en la escatología y determinada por la misión de la Iglesia. Una vez más,
sin lugar a dudas debemos cuidarnos de la idolatría, de la santificación de cosas que alguna vez
fueron indiferentes y ahora se han vuelto irrelevantes. Uno debe estar consciente constantemente
de que la Iglesia ha hecho y ha dicho muchas cosas tontas y malvadas, al igual que también
tantas otras sabias y buenas. Sin embargo, la historia de la Iglesia es la historia de la maneras en
las que, a pesa: de la locura, el fracaso y el pecado descarado, el futuro de Dios ya ha irrumpido
en lo que para nuestros antepasados era «el tiempo presente», dejándonos un legado de aquel
pedazo del «pasado» que está lleno no sólo de errores y de estilos de vida condicionados por la
cultura, sino de patrones de una nueva creación que, desde nuestro punto de vista, ya se han
entrelazado y convertido en parte de la historia. Son, por así decirlo, trozos del futuro de Dios
que ahora ya son trozos de nuestro pasado.
Sin lugar a dudas, es de suma importancia discernir lo que en la «tradición» debe verse como un
ejemplo de esto y lo que debe verse como un ejemplo de la equivocación de la Iglesia. Sin
embargo, el hecho de deshacerse de la tradición simplemente porque es «tradición» no es más
que capitular ante la postmodernidad y el tipo de ultra protestantismo que corta el árbol desde la
misma raíz porque cree que los árboles deben ser visibles en su totalidad y obviamente deben dar
frutos, razón por la que no deben estar enterrados en una tierra sucia.
3) En especial, los evangelios (y de forma muy específica, el de Juan), así como la práctica
inicial de la Iglesia que nos relata Pablo en sus escritos, reflejan la interpretación muy temprana
de la iglesia de que el primer día de la semana, el día de la Pascua de Resurrección, se ha
convertido en un signo en el mundo presente y de su secuencia temporal que indica que la vida
de la era por venir ya ha llegado. El domingo, que se mantiene como conmemoración de la
Pascua de Resurrección desde el momento mismo en el que tuvo lugar ese acontecimiento
(fenómeno por demás destacado, cuando uno piensa en él con detenimiento), no es simplemente
un legado de valores victorianos, sino una señal perpetua que se renueva con gozo semana tras
semana y que nos indica que todo el tiempo le pertenece a Dios y que se yergue ante nosotros
bajo el señorío renovador de Jesucristo.
Claro está que es necesario que adoremos a Dios los «siete días completos y no sólo uno de los
siete». Por razones de diferente índole, muchos cristianos llegarán a la conclusión de que el
domingo es un día en el que es difícil asistir a los servicios religiosos que tienden a ser largos.
Sin embargo, no podemos dejar de recordar que los primeros cristianos vivieron en un mundo en
el que domingo era el primer día de la semana de trabajo, muy similar a lo que es hoy en día el
lunes para nosotros, y que ellos valoraban su simbolismo de manera tan clara que estaban
preparados para levantarse mucho más temprano para celebrar una vez más la Pascua de
Resurrección y para anticipar el Octavo Día de la Creación final, el inicio de la nueva semana, el
día en el que Dios renovará todas las cosas.
El aspecto más polémico del trío compuesto por el espacio, el tiempo y la materia es, sin lugar a
dudas, la materia misma, aquel material del que están hechos los ídolos (como siempre nos lo ha
advertido, de manera por demás pertinente, la tradición protestante). Ahora bien, a pesar de ello,
cabe destacar una vez más, para no caer en un platonismo definitivo y negar la bondad de la
creación, que es crucial recobrar tanto la encarnación corporal y la resurrección de Jesús, como
la promesa de que se renovará la creación en sí, que se la liberará de la muerte y de la
descomposición, y por lo tanto, es de suponer, como se aprecia en el mundo imaginativo y
destacado de C.S. Lewis en The Great Divorce (El gran divorcio), que será de manera más
sólida, más real, que la actual. Es precisamente dentro de este marco de referencia de
pensamiento que tienen sentido los sacramentos cristianos clásicos del bautismo y de la
eucaristía.
Ahora bien, no cabe duda de que los sacramentos pueden degenerar en una simple superstición e
idolatría. Sin embargo, nunca deberíamos olvidar lo que pasó cuando los israelitas permitieron
que eso sucediera con el Arca de la Alianza, cuando la trataron simplemente como un talismán
mágico al que había que recurrir y al que se tenía que recordar únicamente cuando les estaba
yendo mal en la batalla (1 Sam 4-5). El Arca fue capturada y los israelitas perdieron la batalla.
Sin embargo, cuando los filisteos llevaron el Arca al templo de Dagón su dios, Dagón se
desplomó cayendo al piso ante sus ojos. El abuso del sacramento no anula el uso adecuado.
Las generaciones cristianas sucesivas han luchado por encontrar un lenguaje que le haga justicia
a la realidad de lo que sucede en el bautismo y de lo que sucede también en la eucaristía. Por lo
tanto, quizás no nos sorprenda que hayan fallado ampliamente en el intento, porque en realidad
los sacramentos han sido diseñados para ser su propio lenguaje, un lenguaje que, a la larga, no se
puede traducir, incluso a pesar de que podamos describir lo que está sucediendo desde varios
ángulos, aunque también todos ellos sean inadecuados. (A este respecto, cabe recordar a la
bailarina a la cual cuando se le preguntaba lo que «quería decir» un baile en particular,
respondía: «Si yo hubiera podido expresar esto en palabras, no hubiera tenido necesidad alguna
de bailarlo».) Sin embargo, cualquier intento por rechazar, por marginar, por trivializar, o el
simple hecho de sospechar de los sacramentos (y de los actos cuasi sacramentales como es el
caso, por ejemplo, de encender una vela, de arrodillarse, de proceder al lavado de los pies, de
elevar las manos al aire, de persignarse, etc.) basándose en el supuesto de que todas estas
acciones pueden ser indicio de superstición o tender a la idolatría, o en virtud de que algunas
personas pudieran incluso suponer que, al hacerlo, están logrando que Dios esté en deuda con
ellos, sería exactamente igual que rechazar las relaciones sexuales dentro del matrimonio
basándose en la razón de que se trata del mismo acto que, bajo otras circunstancias, constituye
una inmoralidad. La verdad es que yo siempre me sorprendo y hasta me divierto en este sentido
cuando visito iglesias que han abandonado con el debido cuidado todas las señales de la
adoración profesional de una era anterior, como podría ser el caso de los coros con vestiduras
ceremoniales, de las procesiones, de los organistas y otras similares, y simplemente han
inventado nuevas modalidades de adoración que exigen el mismo nivel de profesionalismo en
términos de personas competentes que manejen sistemas de sonido, iluminación, proyección de
láminas y de presentaciones en PowerPoint, al igual que otras actividades similares. No hay nada
de malo en el caso de ninguna de estas dos modalidades. Todo puede y debe hacerse si es para la
gloria de Dios. Sin embargo, el hecho de implicar que los estilos anteriores de adoración son en
cierta medida menos «espirituales» y que la adoración electrónica moderna es más digna no es
más que un simple prejuicio cultural y no nos queda otra cosa que reírnos de él cada vez que lo
vemos surgir.
Traten de ver esto desde este punto de vista (acortando, por el momento, lo que podría ser un
caso mucho más amplio de argumentación). En la eucaristía, el pan y el vino se nos presentan y
llegan a nosotros como parte de la nueva creación de Dios, la creación en cuya realidad Jesús ya
participa a través de la resurrección. Tanto el pan, como el vino, nos hablan de forma por demás
convincente, como tan sólo pueden hablar las acciones codificadas (bien se trate de un apretón de
manos, de un beso, de la decisión de romper en dos el papel de un contrato o de cualquier otra
cosa), tanto de la muerte que sufrió a través de la cual se han vencido la idolatría y el pecado,
como de su futura llegada en la que se va a renovar la creación (1 Cor 11, 26). Nosotros nos
alimentamos de esa realidad, aun cuando podamos pensar que es difícil conceptualizar de qué
tipo de realidad se trata. El hecho de saber que por medio de este sacramento estamos siendo
renovados como el pueblo de Jesús que vive y trabaja en la tensión que existe entre la Pascua de
Resurrección y la renovación final, nos permite cuando menos relajarnos y disfrutar de todo lo
que nos puede ofrecer este sacramento.
Por lo tanto, si la Iglesia se va a renovar en cuanto a su misión precisamente en y por el mundo
del espacio, del tiempo y de la materia, no podemos ignorar o marginar ese mundo. Más bien,
debemos reclamarlo para el reino de Dios y para el señorío de Jesús y en el poder del Espíritu, de
manera que podamos dirigirnos hacia todos los confines y trabajar por ese reino, anunciar ese
señorío y efectuar el cambio a través de ese poder. Uno no le enseña a la gente a cantar
indicándole que debe deshacerse primero con todo cuidado de sus instrumentos musicales. Por lo
tanto, la misión de la Iglesia debe incluir, a nivel estructural, el reconocimiento de que nuestro
espacio, nuestro tiempo y nuestra materia presentes están sujetos, no al rechazo, sino a la
redención. El vivir entre la resurrección de Jesús y la venida final conjunta de todas las cosas en
el cielo y en la tierra quiere decir que estamos celebrando la sanación de este mundo por parte de
Dios y no el hecho de que Dios lo esté abandonando. El reclamo del espacio como cielo y tierra
que Dios nos hace se intersecta una vez más. La redención de Dios del tiempo en términos de
años, semanas y días habla del lenguaje de la renovación y la redención de la materia en sí de
Dios en los sacramentos, lo cual a su vez apunta a la renovación de las vidas que son lavadas del
pecado en el bautismo y a las que se les alimenta con la eucaristía. A pesar de la tendencia que se
aprecia en algunos sectores de la «Iglesia emergente» hacia la marginación del espacio, del
tiempo y de la materia, yo sigo estando convencido de que la manera de seguir adelante no es
otra que la de redescubrir una verdadera escatología, la de redescubrir una verdadera misión que
se arraigue en la anticipación de esa escatología y la de redescubrir modalidades de la Iglesia que
permitan incorporar tal anticipación.
3. La resurrección y la misión
¿Entonces, cómo será la Iglesia cuando pase de una adoración renovada a una misión renovada?
Espero haber dicho lo suficiente como para que haya quedado claro que la misión de la Iglesia
no es ni más ni menos que la realización, en el poder del Espíritu, de la resurrección corporal de
Jesús y, por consiguiente, la anticipación del momento en el que Jesús llenará la tierra de su
gloria, transformará el antiguo cielo y la antigua tierra en un cielo nuevo y una tierra nueva y
levantará z sus hijos de entre los muertos para poblar y reinar sobre el mundo redimido que se ha
creado.
En caso de ser así, la «misión» debe recuperarse urgentemente de la esquizofrenia que sufre
desde hace tanto tiempo. Como ya lo he mencionado con anterioridad, la división que existe
entre «salvar almas» y «hacer el bien en el mundo es el producto, no de la Biblia o de los
evangelios, sino del cautiverio cultural de ambos en el mundo occidental. Volvamos a los temas
que abordamos dos capítulos atrás (la justicia, la belleza y el evangelismo) con una esperanza
renovada, precisamente debido a la promesa del espacio, del tiempo y de la materia renovados.
El espacio, el tiempo y la materia son los ámbitos en los que vive la gente real; en los que se
establecen las verdaderas comunidades; donde se toman las decisiones difíciles, donde las
escuelas y los hospitales son testigos del «ahora y el ya» del Evangelio, mientras que las policías
y las prisiones son testigos del «todavía no». El espacio, el tiempo y la materia son aquel ámbito
en el que los congresos, los consejos municipales, los esquemas de Vigilancia de Vecinos y todo
lo que cae entre ambos extremos se establece y se administra para el beneficio de la comunidad
más amplia, de la comunidad en la que la anarquía implicará que los bravucones (económicos o
sociales, al igual que físicos) siempre ganarán y en la que los débiles y vulnerables siempre
necesitarán de protección. Será, por lo tanto, una comunidad en la que las estructuras sociales y
políticas de la sociedad son parte del diseño del Creador.
De esta manera, la Iglesia que es renovada por el mensaje de la resurrección de Jesús debe ser la
Iglesia que se pone a trabajar precisamente en ese espacio, en ese tiempo y en esa materia y que
los reclama, por adelantado, como el lugar del reino de Dios, del señorío de Jesús y del poder del
Espíritu.
Los consejos municipales y los congresos pueden actuar y, en realidad, a menudo actúan
sabiamente (el «ya» del Evangelio que la Iglesia debe tratar de fomentar), aunque, debido a que a
su vez pueden convertirse en agentes de la intimidación y de la corrupción, siempre necesitarán
estar sujetos a escrutinio y a responsabilidad con rendición de cuentas (el «todavía no» del
Evangelio en el que la Iglesia debe estar activa y vigilante).
Por lo tanto, la Iglesia que toma en serio el espacio sagrado, no como un retiro del mundo, sino
como un puente que conduce hacia él, pasará directamente del culto en el santuario a la cámara
del senado y del consejo para debatir los aspectos de la planificación de la ciudad, la
armonización y humanización de la belleza en la arquitectura, en las áreas verdes, en los
esquemas del tránsito de carreteras (y, claro está, que también lo hará en las zonas rurales que lo
necesitan tanto), en los trabajos ambientales, en los métodos de agricultura creativa y saludable y
en el uso adecuado de los recursos. Si es cierto, tal como lo he argumentado con anterioridad,
que ahora todo el mundo es la tierra santa de Dios, no debemos descansar mientras esta tierra
esté siendo devastada y dañada. Esta no es una simple actividad «adicional» a la misión de la
Iglesia. Es su misión fundamental.
La Iglesia que se toma en serio el hecho de que Jesús es el Señor de todos los tiempos, no sólo
celebrará calladamente cada vez que escribimos la fecha en una carta o en un documento, no sólo
reservará el domingo, en cuanto sea humana y socialmente posible, como el día para la
celebración de la nueva creación de Dios (y señalará la locura humana que representa una
semana de trabajo de siete días), no sólo tratará de ordenar su propia vida en un ritmo adecuado
de adoración y trabajo. Más bien, tal Iglesia tratará de llevar la sabiduría y un orden nuevo y
humanizador al ritmo de trabajo de las oficinas y de los talleres, al gobierno local, así como a los
feriados cívicos y a la forma que se le debe dar a la vida pública. Estos aspectos no se pueden dar
por sentados. Los grandes cambios que han tenido lugar durante mi propio lapso de vida, al
presenciar cómo mi pueblo en el que todos cumplían el precepto del Viernes Santo y de la
Pascua de Resurrección, ahora toman estas fiestas de guardar como una ocasión más para ir a ver
un partido de futbol o para ver una vez más en televisión películas viejas (¡y, a menudo, sin que
en la programación televisiva se incluya algo que, aunque sea remotamente, se refiera a Jesús o
al Evangelio!), son un claro indicador de lo que sucede cuando una sociedad pierde sus raíces y
se va a la deriva siguiendo las corrientes sociales que prevalecen. La reivindicación del tiempo
como el regalo bueno de Dios (en contraposición a ver al tiempo como simplemente un bien de
consumo que hay que «gastar» para nuestro propio beneficio, lo que, a menudo, implica nuevas
formas de esclavitud para otros) no es algo «adicional» a la misión de la Iglesia. Es su misión
fundamental.
Y, claro está, la Iglesia que se toma en serio el hecho de que en y a través de Jesús, Dios el
Creador ha tomado, una vez más, el mundo de la materia y lo ha transformado por medio de su
propia persona y presencia y que, algún día, lo llenará con su conocimiento y con su gloria
cuando las aguas cubran el mar, no sólo tratará de celebrar la venida de Dios en Cristo en y a
través de elementos sacramentales, sino que pasará directamente del bautismo y de la eucaristía a
hacer que la presencia sanadora y transformadora de Dios se convierta en una realidad en la
materia física de la vida real. Una de las cosas que más he disfrutado de ser obispo es ver a los
cristianos «normales y corrientes» (y no pretendo decir que existan muchos cristianos «normales
y corrientes», pero ya ustedes saben a lo que me refiero) pasar directamente de la adoración a
Jesús en la iglesia, a marcar una diferencia radical en la vida material de la gente que vive en la
calle, al organizar grupos de juegos para niños con mamás trabajadoras que son padre y madre a
la vez, al organizar cooperativas de crédito que ayuden a la gente que se encuentra en la parte
más baja de la escala financiera a encontrar la manera de lograr una solvencia responsable, al
hacer campañas por mejores viviendas, contra carreteras peligrosas, para establecer centros de
rehabilitación de droga - dicción, por leyes sabias que se relacionan con el alcohol, por
bibliotecas decentes y por instalaciones deportivas, por mil y un cosas más en las que el reinado
soberano de Dios se extiende hacia una realidad dura y concreta. Una vez más, esto no es algo
«adicional» a la misión de la Iglesia. Es su misión fundamental.
Se debe tener claridad con respecto al hecho de que esta forma de abordar las tareas de la Iglesia
en términos del espacio, del tiempo y de la materia, juega un papel directo en las categorías que
he utilizado antes de la justicia y la belleza. Sin embargo, también nos lleva directamente al
evangelismo, cuando se ve que la Iglesia sigue adelante y pasa de la adoración de Dios que
vemos en Jesús, a marcar la diferencia y a lograr que se hagan realidad los cambios que tanto se
necesitan en el mundo real; cuando se ve claramente que la gente que comparte la mesa de Jesús
es precisamente la misma gente que está al frente de la iniciativas que van dirigidas a eliminar el
hambre y la hambruna; cuando la gente se percata de que quienes rezan para que el Espíritu obre
en y a través de ellos, son las personas que parecen tener recursos adicionales de amor y
paciencia para ocuparse de aquellos cuyas vidas han sido dañadas, golpeadas y avergonzadas.
Entonces, no sólo es natural hablar del propio Jesús y alentar a otros a que lo adoren por sí
mismos y a que descubran lo que implica pertenecer a su familia, sino que es natural para las
personas por «poco religiosas» que se consideren a sí mismas como seres que reconocen que
algo está pasando y de lo que ellos quieren ser parte. En términos que pudiera haber utilizado el
autor de Hechos de los Apóstoles, cuando la Iglesia está viviendo verdaderamente el reino de
Dios, la palabra de Dios se dispersa con todo su poder y lleva a cabo su propio trabajo.
Claro está que ninguna persona puede intentar más que tan sólo una fracción de esta misión. Ésta
es la razón por la que la misión es el trabajo de toda la Iglesia y lo es todo el tiempo. Algunos se
percatarán de que Dios los inclina a trabajar con niños discapacitados. Otros oirán el llamado a
participar en el gobierno local. Otros descubrirán una satisfacción callada en los proyectos
artísticos o educativos. Todos se necesitarán unos a otros y buscarán el respaldo y el aliento de
los demás. Todos tendrán que ser nutridos por la vida central de adoración de la Iglesia y la vida
central en sí se nutrirá y se renovará a medida que los amigos de Jesús vuelvan a adorarlo desde
su misión en el mundo.
Gran parte de esta actividad coincidirá de manera alegre y correcta con el trabajo que se está
haciendo y que, a menudo, se está haciendo muy bien, y que está en las manos de aquellos que
profesan otra fe o no profesan ninguna. Esto es lo que debemos esperar y lo que debemos
aceptar, si en realidad es cierto que (por encima de todo dualismo) el Dios uno y verdadero es el
Creador de todos y se ha encargado de dejar sus testigos en este mundo. El consejo que Pablo les
daba a los Filipenses, aunque él y ellos sabían que estaban sufriendo por su fe y hubieran podido
verse tentados a retirarse del mundo y buscar refugio en una mentalidad sectarista y dualista, era
optimista. Esto escribía Pablo: «ocúpense de cuanto es verdadero y noble, justo y puro, amable y
loable, de toda virtud y todo valor». Y al pensar y analizar estas cosas, descubriremos más y más
acerca del propio Dios el Creador, a quien nosotros conocemos en y a través de Jesucristo, y
estaremos mejor preparados para trabajar con efectividad, no contra «el mundo», sino con el
grano, con la esencia misma de todos los buenos, de todo aquello que intenta mejorar esta vida.
No cabe duda, por otra parte, de que la misma carta nos instaría también a no ser ingenuos. Hay
multitud de lugares y de situaciones en los que los intereses creados, las políticas y los políticos
corruptos, los tiranos, los intimidadores y las comunidades que se han encerrado en sí mismas
racial y culturalmente, encontrarán al testigo de la Iglesia mediante una de las maneras que yo he
descrito como amenazadoras y ofensivas. Esto no tomará por sorpresa en lo absoluto a aquellas
Iglesias que, hoy en día, se encuentran enfrentando la prohibición «políticamente correcta» de
los símbolos y festivales cristianos en el mundo occidental. Tampoco será una sorpresa para
aquellos que han tratado de hacer campañas para que se construyan mejores viviendas para los
desposeídos, para que se les ofrezcan mejores condiciones a los trabajadores del campo o de las
fábricas y que, en su intento, se han enfrentado a la ira implacable de aquellos que han estado
explotando a otros calladamente, aunque sin piedad
Cabe destacar lo que dirá esa gente entonces. Ellos le dirán una y otra vez a la Iglesia que se
dedique a sus propias actividades de «salvar almas». Esa distorsión radical de la esperanza
cristiana pertenece exactamente al quietismo que deja al mundo tal como está y que, por lo
tanto, permite que el mal proceda inexorablemente en su camino, sin que nadie lo detenga. Es
aquí donde la «sorpresa» de la esperanza agarra a las personas desprevenidas y éstas reaccionan
diciéndonos a nosotros los cristianos lo que ellas creen que debe ser nuestra «esperanza», una
esperanza que le quitará la esencia y la necesidad misma a todo intento por hacer las cosas mejor
en el mundo actual del espacio, del tiempo y de la materia.
Es en este punto que la Iglesia debe aprender las artes de la colaboración sin compromiso y de la
oposición sin dualismo. En el mundo que se desarrolla más allá de nuestro ámbito cristiano están
sucediendo cosas buenas y debemos unirnos a él, al mismo tiempo que permanecer vigilantes
para cuando llegue el momento en el que se nos pida que hagamos algo que va contra la esencia
misma del Evangelio. En el mundo que se extiende más allá de nosotros, en ese universo más
amplio, sin duda hay mucha maldad y debemos siempre levantarnos contra ella, sin dejar de estar
vigilantes, cuidando de no caer en el punto en el que nos convirtamos en simples dualistas y nos
retiremos del mundo que ya está cargado con la grandeza de Dios. Si lograr esto era ya lo
suficientemente difícil en la mejor de las épocas, lo es más aún ahora, debido a que nosotros, los
que vivimos en el hemisferio occidental, simplemente no hemos pensado en estos términos
durante, cuando menos, doscientos años. Una vez más, William Wilberforce, y otros como él,
hubieran hecho algo por enseñarnos. Y de pronto, todos esos comentarios inteligentes de Jesús
nos hacen pagar las consecuencias. Es el momento de dilucidar lo que significará en el mundo
real del siglo XXI ser tan sabios como las serpientes y tan inocentes como las palomas.
He sugerido ya que la misión de esta «Iglesia conformada por su misión» debe estar
determinada, a su vez, por la esperanza. He expresado, también, que la esperanza cristiana
genuina, que tiene sus raíces en la resurrección de Jesús, es la esperanza por la renovación de
todas las cosas en las manos de Dios, por su superación de la corrupción, la descomposición y la
muerte, por su acción de llenar todo el cosmos con su propio amor y gracia, su poder y su gloria.
He argumentado que, para ser verdaderamente efectivos en este tipo de misión, debemos estar
arraigados de forma genuina y alegre en la renovación realizada por Dios del espacio, del tiempo
y de la materia, dentro de la vida de la Iglesia. No tiene sentido (readaptando, una vez más, una
metáfora que ya se ha utilizado repetidamente) tratar de tomar los frutos de un árbol cuyas raíces
uno ha desenterrado de forma sistemática.
Claro está que no pretendo decir: «iglesia tradicional, haz las cosas bien y surgirá la misión». De
forma por demás excesiva, la «iglesia tradicional» ha sido ya demasiada tradición y no
suficientemente iglesia. Lo que estoy pidiendo es que pensemos a través de la esperanza que es
nuestra en el Evangelio; que reconozcamos la renovación de la Creación, como la meta de todas
las cosas en Cristo, al igual que como el logro de lo que ya se ha alcanzado en la resurrección, y
que acometamos el trabajo de la justicia, la belleza, el evangelismo, la renovación del espacio,
del tiempo y de la materia como anticipación de la meta final de poner en práctica lo que Jesús
ha logrado en su muerte y su resurrección. Este es el camino a seguir, tanto para la genuina
misión de Dios, como para darle forma a la iglesia por medio de esa misión y para esa misión.
Naturalmente, todo esto quiere decir que la gente que trabaja en y por esta misión en el mundo
más amplio, más allá de nuestro ámbito cristiano, debe estar viviendo, modelando y
experimentando lo mismo en sus propias vidas. A fin de cuentas, no hay justificación para una
piedad privada que no se exprese en la misión en sí, al igual que, en última instancia, no hay
justificación para que la gente utilice su activismo en la esfera social, cultural o política como
una pantalla que le permita evitar tener que enfrentar los mismos retos dentro de sus propias
vidas, en pocas palabras, el reto del reino de Dios, del señorío de Jesús y del poder y el
facultamiento del Espíritu Santo. ¿Si el Evangelio no lo está transformando a uno, como puede
uno tener la certeza de que está transformando algo?
Desde un punto de vista, pudiera parecer que esto nos lleva hacia atrás, hacia temas bastante
«normales y corrientes». Ahora bien, quisiera sugerir en este momento, en la sección final de
este último capítulo, que las disciplinas básicas de la espiritualidad cristiana, las disciplinas a
través de las cuales la Iglesia se nutre para esta misión del espacio, el tiempo y la materia, de la
justicia, la belleza y el evangelismo, se pueden entender de la mejor manera dentro del contexto
de la esperanza que sorprende, de la esperanza que se fundamenta en la resurrección de Jesús y
que se ofrece para anticipar la nueva creación de Jesús en toda su plenitud.
4. La resurrección y la espiritualidad
El espacio no permite que se haga más que un breve esbozo de seis aspectos fundamentales de la
espiritualidad cristiana que aparecen bajo una nueva luz cuando los vemos como parte de la
esperanza sorprendente de Dios, la Pascua que nos llama a despertarnos y a venir a la vida con
este nuevo mundo.
4.1 El nuevo nacimiento y el bautismo
Una de las menciones más destacadas del nuevo nacimiento se encuentra en la gran apertura de 1
Pe. Dios, en su gran misericordia, nos ha dado una nueva vida a una esperanza viva mediante la
resurrección de Jesucristo de entre los muertos. La resurrección de Jesús actúa como influencia
directa para que tengan lugar este nuevo nacimiento y sus consecuencias. Todo se debe a lo que
sucedió en la Pascua de Resurrección: se ha abierto una nueva realidad en el mundo, un nuevo
tipo de vida, tanto interna, como externa (lo que es más importante aún) en la santidad y en la
esperanza de nuestra propia resurrección. Es indudable que la predicación y la experiencia del
nuevo nacimiento han sido fundamentales en ciertos movimientos que han tenido lugar, a lo
largo de los años, dentro del cristianismo, especialmente el evangelicalismo.
Aunque, a menudo, ha sido sujeto de burla e incluso se le ha caricaturizado (al respecto se
pueden recordar los comentarios insidiosos que solían hacer los periodistas acerca del presidente
Jimmy Carter cuando decían que «había nacido con mucha frecuencia»), sigue manteniendo con
todo derecho ese lugar.
Sin embargo, lo que ha probado ser mucho más difícil de hacer en aquellos movimientos que han
resaltado la nueva vida como una experiencia vital espiritual, es articular una teología del
bautismo que la acompañe, como obviamente sucede en el Nuevo Testamento. La incapacidad
de hacerlo por parte del evangelicalismo dejó la puerta abierta a diferentes teologías del bautismo
en el Espíritu que han caracterizado al pentecostalismo, aunque ya esa es otra historia. Por
supuesto, el bautismo también está íntimamente vinculado con la resurrección de Jesús en dos
pasajes en particular: Ro 6 y Col 2.
Para poder entender el bautismo, dentro de este contexto o de cualquier otro, tenemos que decir
algo acerca de la teología sacramental. He llegado a creer que la mejor manera de entender los
sacramentos es dentro del marco de la teología de la creación y de la nueva creación, así como
del entrecruzamiento del cielo y la tierra que he venido explorando a lo largo de este libro. La
resurrección de Jesús ha traído un cambio en la condición de la historia cósmica y en la realidad.
El futuro de Dios ha irrumpido en el presente y (tal como sucede a veces en los sueños, cuando
las palabras que decimos o la música que escuchamos también están sucediendo en los eventos
en los que estamos tomando parte), de alguna manera, los sacramentos no son simples signos de
la realidad de la nueva creación, sino que son parte de la misma. Por lo tanto, el evento del
bautismo, la acción, el agua, el sumergirse y volver a salir, las nuevas vestiduras, no sólo son
signos de la realidad de un nuevo nacimiento, de la membrecía (ya que toda vida nos hace ser
miembros de algo) en la nueva familia. Es, en realidad, la vía de entrada a esa membrecía.
Indiscutiblemente y tal como los pastores de todas las tradiciones lo saben muy bien, hay muchos
que han compartido el bautismo y que ahora parecen no tener nada que ver con la nueva familia
o con la nueva vida a la cual este bautismo debió haberlos hecho ingresar. Ahora bien, éste no es
un argumento contra la manera tan realista en la que Pablo habla del bautismo. (Tampoco es un
argumento contra el bautismo de los niños de muy corta edad, ya que el problema de que la gente
se «aparte» es igualmente real cuando se bautiza a personas adultas). En realidad, el propio Pablo
parece haber enfrentado el mismo problema en 1 Cor 10, donde alguien que había sido bautizado
se negaba a vivir de la manera adecuada. Al abordar este problema, él no niega la validez de la
entrada en el reino de la gente de Dios sino que, más bien, la presupone. La consecuencia es una
advertencia severa: Dios juzgará a aquellos que abusan de su bondad y del privilegio de su
membrecía.
Por lo tanto, lo importante es que en la acción simple, aunque poderosa, de sumergir a alguien en
el agua en el nombre del Dios triuno, en realidad, hay implícita una muerte real a la vieja
creación y un verdadero levantarse hacia la nueva con todos los privilegios y responsabilidades
peligrosas que entonces acompañan a la nueva vida, a medida que ésta comienza su camino hacia
un mundo que todavía no está redimido. El bautismo no es magia, ni es un truco de
prestidigitación con el agua. Sin embargo, tampoco es simplemente una ayuda visual. Es uno de
los puntos establecidos por el mismo Jesús en el que se entrecruzan el cielo y la tierra, en el que
aparecen la nueva creación y la vida en la resurrección, en medio de la vieja creación. La idea de
asociar el bautismo con la Pascua de Resurrección siempre ha sido y sigue siendo un instinto
cristiano adecuado. Tal como para muchos cristianos la verdad de la Pascua de la Resurrección
es algo que apenas ven fugazmente en algunas ocasiones, sin siquiera captarla y actuar en
consecuencia, también para muchos el bautismo permanece como en el fondo, fuera de vista,
cuando debería ser el evento básico, el fundamento mismo de toda vida cristiana seria, que nos
permite a todos morir al pecado y volver a la vida con Cristo.
4.2 La eucaristía
Es apenas natural que del bautismo nos desplacemos hacia la eucaristía. Quisiera esbozar tres
visiones de la eucaristía y demostrar la forma en la que la teología de la nueva creación, al surgir
para adelantarse a encontrarnos en el presente, nos permite ver con mayor claridad lo que está
sucediendo.
Para muchos cristianos, los sacramentos se han parecido demasiado a un acto de magia que les
hacía sentir bien. Una persona santa, una figura similar a un chamán, murmura unas palabras
mágicas y realiza actos de magia; su fabulosa prestidigitación convierte un alimento normal y
corriente en la verdadera sangre y en el verdadero cuerpo de Jesucristo. Una vez más se rechaza
y aleja al diablo, se expían los pecados, se apacigua a Dios y se ofrecen oraciones con especial
eficacia mientras que se refuerza el poder y el control social y todo el mundo está feliz. Claro
está que ésta es una caricatura de lo que realmente creían los verdaderos teólogos, pero tal es la
forma en la que las cosas les han parecido muchas veces a las personas normales y corrientes. En
más, a ese nivel, los sacramentos de la Iglesia son apenas un poco mejores que un ritual pagano.
No cabe duda de que todo esto sucedió hasta la Reforma, punto en el cual se cuestionó todo el
sistema. Un extremo de la teología de la Reforma, decidido a oponerse a cuanto siquiera
pareciera magia o paganismo, al igual que a todo aquello que confirmara el poder de la clase
sacerdotal, insistió en negar lo que Roma enseñaba. De esta forma, los reformadores suizos
radicales consideraban que la eucaristía era un simple signo, un simple recordatorio del hecho
histórico en el que Cristo había muerto por nuestros pecados. Según ellos decían, había que
meditar acerca de ese hecho y eso tan sólo bastaba para lograr, tanto el beneficio espiritual, como
el que se lograba cuando uno comía el pan. Según ellos, en realidad, se lograba mucho más si
uno se lo comía sin siquiera meditar.
Entre el ritual casi mágico, por un lado, y el simple recuerdo de un hecho, por el otro,
comenzaron a surgir visiones que tenían una base más histórica y que nos recordarían la forma
en la que se creía que se celebraban las comidas sagradas de los judíos (y una muy importante de
éstas era la de la Pascua, de la cual toma su punto de origen la eucaristía). Hasta el presente,
cuando los judíos celebran la Pascua, no suponen que están haciendo básicamente algo diferente
a lo que hicieron en el evento original. Tal como ellos mismos lo dicen: «Esta es la noche en la
que Dios nos sacó de Egipto». Las personas que están sentadas alrededor de la mesa se
convierten, no en los herederos distantes de los que constituyeron la generación del desierto, sino
en ellos mismos. El tiempo y el espacio los unen. Dentro del mundo sacramental, el pasado y el
presente son tan sólo uno. Juntos, apuntan hacia el futuro, hacia la liberación que el futuro está
por depararles.
Lo que sucede en la eucaristía es que, a través de la muerte y de la resurrección de Jesucristo,
esta dimensión futura entra en juego de una manera muy clara. Partimos este pan para compartir
en el cuerpo de Cristo, lo hacemos en su memoria, y durante un momento nos convertimos en los
discípulos que están sentados alrededor de la mesa para la Última Cena. Sin embargo, si nos
detuviéramos en ese punto, sólo hubiéramos mencionado la mitad. Para lograr entender de
alguna manera la eucaristía, para lograr avanzar en ese camino, debemos verla también desde el
punto de vista de la llegada del futuro de Dios al presente y no tan sólo como la prolongación del
pasado de Dios (o el pasado de Cristo) hacia nuestro presente. No estamos recordando
simplemente a un Jesús que murió hace mucho; estamos celebrando la presencia de nuestro
Señor vivo. Y él vive a través de la resurrección precisamente como aquél que se ha adelantado a
nosotros para ir hacia la nueva creación, hacia el mundo transformado, precisamente de aquél
del que él es en sí mismo el prototipo. El Jesús que se nos da a sí mismo como comida y bebida
es en sí mismo el inicio del nuevo mundo de Dios. En la comunión, somos como los hijos de
Israel en el desierto, comemos la fruta que hemos tomado de la tierra prometida. Es el futuro que
viene a encontrarse con nosotros en el presente.
Esta perspectiva nos ofrece una manera mucho más práctica de hablar sobre la presencia de
Cristo en la eucaristía que cualquiera de las múltiples redefiniciones del antiguo lenguaje de la
transubstanciación. El problema al respecto no estribó en el hecho de que fuera la respuesta
equivocada, sino más bien en que era la respuesta correcta a la pregunta equivocada. No
estábamos equivocados cuando insistíamos en la verdadera presencia de Cristo, aunque sí
estábamos equivocados al explicar esa presencia en términos de las filosofías del momento, la
distinción aristotélica entre la substancia y el accidente y el supuesto poder que tiene el sacerdote
para alterar la «substancia» (la realidad interna, invisible de un objeto, como es el caso de un
pedazo de pan), al mismo tiempo que deja afuera los «accidentes» (sus propiedades externas,
tales como el peso, el color, la composición química) aparentemente inalterados. Esa era una
manera de expresar lo que se necesitaba decir en un lenguaje que entendieran algunas personas
de la Edad Media, pero ha generado todo tipo de abusos y de malentendidos.
Encontramos un modo mucho mejor de decirlo en el lenguaje sobre la nueva creación que vemos
en el Nuevo Testamento. Tomemos Ro 8 como un buen punto de partida: la creación entera sufre
dolores de parto mientras espera por la redención. Sin embargo, una parte de la antigua creación
ya se ha transformado, ya se ha liberado de su esclavitud a la descomposición; en otras palabras,
el cuerpo de Cristo, el cuerpo que murió en la cruz y ahora está vivo con una vida que la muerte
no puede tocar. Jesús se ha adelantado hacia la nueva creación de Dios y, al volver la mirada
atrás hacia su muerte, a través del lente que él mismo nos suministró, que no es otro que la cena
que compartió en la noche en que fue traicionado, nos percatamos de que él viene a encontrarnos
en y a través de los símbolos de la creación, del pan y del vino, y que, de esa manera, somos
invitados a ser parte de la historia de Jesús, del evento de la nueva creación en sí y nos
convertimos en los cálices y en los portadores del nuevo mundo de Dios y de los eventos
salvadores que nos permiten compartirlo.
Dentro de este marco de referencia, aquel de una verdadera comprensión de la creación y de la
nueva creación a través de la Pascua de Resurrección, podemos entender la eucaristía de forma
más plena como la anticipación del banquete cuando el cielo y la tierra se hicieron nuevos, la
cena de la boda del cordero. (Algunas liturgias han tratado de expresar esto, aunque
lamentablemente con frecuencia han terminado hablando simplemente del «cielo» lo que no es
precisamente el punto). Es, más bien, el irrumpir del futuro de Dios, el futuro del Adviento, en
nuestro tiempo presente. Toda eucaristía es una pequeña Navidad, al igual que es una pequeña
Pascua de Resurrección.
Esto no es magia en lo absoluto. La magia busca convencer mediante la astucia para lograr el
poder personal o el placer, mientras que Dios habilita por la gracia a la fe para promover la
santidad y el amor. La resurrección de Jesús y la promesa de un mundo hecho nuevo constituyen
el marco de referencia ontológico, epistemológico y, sobre todo, escatológico dentro del cual
podemos entender desde un punto de vista nuevo la eucaristía. No nos quitemos a nosotros
mismos la esperanza que nos da el futuro de Dios para sostenernos en el presente. El nuevo
mundo de Dios ha empezado. Si no lo vemos irrumpir en el mundo actual estamos negando los
fundamentos vigorizantes de la vida cristiana.
4.3 La oración
La tercera área es la oración. Hay algo en la oración que nos dice: estamos abiertos a alguien, a
algo más allá. Cuando menos en principio, estamos conscientes de un poder que va más allá de
nuestro propio poder, de una presencia, quizás incluso de una persona que está más allá y
probablemente es más elevada que nuestra propia persona. Toda oración es así. Es, cuando
menos, un punto de partida.
Sin embargo, debido a la muerte y a la resurrección de Jesús y a la irrupción en nuestro mundo
actual de la realidad futura de Dios, los evangelistas del Nuevo Testamento no quieren dejar
nuestras oraciones en el estado algo burdo, vago y sin forma que implica la descripción del
mínimo denominador común. Podemos empezar de nuevo a esbozar tres diferentes maneras de
ver la oración y, luego, demostrar el modo en el que una visión auténticamente cristiana retiene
el punto fuerte de cada una de esas maneras, al mismo tiempo que va más allá, llamada por el
Dios del futuro que ha irrumpido en el presente.
La primera manera de entender la oración es como una especie de misticismo de la naturaleza: es
el estar abierto a la belleza, a la alegría y al poder del mundo que nos rodea. Es lo que nos sucede
sin ayuda y espontáneamente cuando nos sorprendemos profundamente ante la visión de las
montañas con sus cumbres cubiertas de nieve, o cuando vemos desde lejos en una noche de
verano las luces de la ciudad y admiramos con reverencia un cielo estrellado. Es lo que nos
sucede cuando nos enamoramos profundamente y descubrimos la plenitud y la satisfacción
propia de entregar nuestro propio ser. Como dice la gente, cada una de ellas es una experiencia
profundamente «religiosa». Si las mantenemos en nuestras mentes y en nuestros corazones,
podemos describir a todas y cada una de ellas como una especie de oración que celebra algo que
está más allá de nosotros mismos y de lo que nos sentimos parte, algo en lo que nos sentimos
atrapados en una especie de unión que va mucho más allá de la rutina y monotonía de la vida
diaria. Tal sentido de misticismo natural puede ser en extremo poderoso y emotivo, incluso
puede llevarnos a cambiar nuestra vida. Algunas personas describen estas experiencias con
extremo entusiasmo y esperan que la Iglesia las apruebe. Pero esto no es, aún, lo que el Nuevo
Testamento entiende por oración cristiana.
En el otro extremo, encontramos ese tipo de oración que era común en el paganismo antiguo que
no buscaba nada más, que la veía como la formulación de peticiones a una deidad o a varias
deidades que están distantes, que no conocemos bien, que sin lugar a dudas son caprichosas y
hasta posiblemente malevolentes. Se trata, por ejemplo, del marinero que sale a la mar, visita el
templo de Poseidón y ofrece un sacrificio para rezar por una travesía segura. Sigue estando
secretamente atemorizado de que alguien haya tenido más éxito y haya logrado sobornar a
Poseidón para que levante un viento que venga en la dirección contraria. O bien, él puede
haberse equivocado en parte de la fórmula mágica. Igualmente, el sacrificio puede haber estado
manchado de alguna manera, a pesar de sus mejores esfuerzos. Muchas personas abordan de este
modo la oración, incluso en la iglesia: como un llamado lejano a un burócrata sin cara que
pudiera estar interesado o dispuesto favorablemente, como pudiera no estarlo.
Entre ambos tipos de oraciones, con elementos de las dos, aunque trascendiéndolas, encontramos
la vida de oración del antiguo Israel. A pesar de que los salmos tienen cierto paralelismo con las
oraciones paganas en algunos aspectos, no hay nada como esta colección en ningún otro lugar,
ya que celebra la bondad de la creación («La tierra es el Señor, al igual que todo lo que hay en
ella») y reconoce que los cielos declaran la gloria de Dios. Sin embargo, los salmos celebran su
unión íntima, no con la creación como tal, sino con Dios el Creador, cuyo amor y poder han sido
dados a conocer en la creación. A menudo, los salmistas sienten que Dios se ha vuelto distante y
remoto, incluso piensan que les ha dado la espalda y lucha contra ellos. Sin embargo, cuando lo
llaman y nada sucede, se rehúsan a creer que el jefe se ha ido de pesca o que está jugando golf.
Ellos le siguen dando golpes a su puerta hasta que le logren recordar sus promesas personales,
sus grandes actos de siempre a favor del pueblo de Israel y, sobre todo, su amor personal. Incluso
cuando no encuentran el camino para voltear la esquina hacia la resolución (SI 88 y 89), a la
larga terminan contentos aunque con cierto pesar de dejar la situación que tanto les preocupa
frente a la puerta de Dios. «Has alejado de mí compañeros y amigos». Tal como Job, aunque
Dios los matase, seguían confiando en él. Y claro está, al lado de los salmos, la oración que los
judíos vienen rezando tres veces al día desde los primeros tiempos hasta el presente fue y es la
gran oración del Shemá: «Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es solamente uno».
Transcendencia, intimidad, celebración, alianza, ésas son las raíces de la oración bíblica.
Ahora bien, es necesario darse cuenta de lo que sucede cuando nos desplazamos hacia el Nuevo
Testamento, especialmente a la luz de la muerte y la resurrección de Jesús. Al igual que sucede
con todo lo demás, a este respecto en con - tramos que la teoría y la práctica judías de la oración
han sido reenfocadas y proyectadas más hacia adelante por los eventos culminantes y decisivos
que se relacionan con Jesús. Y, por medio de esto, los polos gemelos del misticismo natural y de
la oración de petición, especialmente la oración que elevamos cuando tenemos algún problema o
enfrentamos un peligro, se acercan para dar lugar a una nueva configuración.
Entre los grandes pasajes que se refieren a la oración, se destacan los Discursos de despedida de
Juan en los capítulos 13 al 17, los cuales encuentran, sin duda, su punto culminante en la propia
y sorprendente oración de Jesús al Padre. Es mucho lo que hay que meditar a este respecto,
aunque no haya espacio para hacerlo en este libro. Sin embargo, no puedo dejar de destacar que,
en estos capítulos, Jesús habla repetidamente de la nueva relación que los discípulos tendrán con
el Padre como resultado de su propia «partida», lo cual es más o menos una manera de
anticiparles lo que será su muerte y su resurrección, y como resultado del Espíritu que él les
enviará, su propio Espíritu, para que esté con ellos y en ellos. En esta intimidad de relación, les
insta a que pidan todo aquello que puedan desear, sin importar lo que sea, en nombre de Jesús:
«y no será necesario que yo pida al Padre por ustedes, ya que el Padre mismo los ama», les
explica Jesús'".
Gradualmente, nos vamos percatando de lo que está sucediendo. La extraordinaria, única, íntima
relación que el propio Jesús ha disfrutado con el Padre, ahora se abre a todos sus seguidores.
Juan finalmente explica por qué y cómo sucede esto en el primero de sus capítulos de la
resurrección. El Jesús resucitado le dice a María Magdalena que vaya y le diga a «mis
hermanos», que «subo a mi Padre, el Padre de ustedes, a mi Dios, el Dios de ustedes». Jesús
mismo, como el logro y el objetivo de la vocación del pueblo de Israel de ser hijo de Dios, su
hijo bien amado, ahora comparte esta condición y sus beneficios con todos sus seguidores. La
intención de Dios para el final, la de llevar a los seres humanos libremente hacia una hermandad
íntima con él mismo ha dado un paso adelante para encontrarnos en Jesús de Nazaret. Este es un
significado más de la resurrección.
Ahora bien, aunque esta nueva intimidad esté en el centro mismo de la visión de la oración del
Nuevo Testamento, esto no quiere decir que hayamos dejado detrás ese sentido de unidad e
identidad con el orden creado que encontramos en tantas religiones e, incluso también en nuestra
propia experiencia. La gran escena celestial de Ap 4 y 5 surge como un momento en el que la
Iglesia está reuniendo las alabanzas de toda la creación para presentarlas ante el trono de Dios.
Sin embargo, en estos capítulos, el problema fundamental del misticismo natural tiene nombre
una vez más y es algo que tenemos que abordar. El mundo está desarticulado. Si nosotros
logramos simplemente estar en armonía con el orden creado, tal como éste es en la actualidad,
estamos aceptando la muerte: no es sólo la naturaleza violenta y descarnada del mundo, sino el
cosmos que se agota y va cayendo hacia la noche fría de la entropía. Si, tal como nos dice Ap 5,
el problema con la buena creación es determinar cómo se pueden cumplir los propósitos que
Dios tiene para ella, cómo podemos desenrollar el pergamino de la voluntad de Dios y leerlo de
manera que se haga realidad, nadie es digno de hacerlo. La respuesta a través de la cual se hace
pasar a una nueva dimensión la oración y la celebración de la Iglesia, así como la creación, es
que el león, que también es el Cordero, ha vencido y, a través de él, progresan los propósitos de
Dios. Y, de este modo, la oración y el culto religioso irrumpen de una nueva manera. El cielo y
la tierra se reúnen de una nueva manera. El futuro y el presente también se juntan de una nueva
manera. En la muerte y en la resurrección de Jesús se ha iniciado la nueva creación y, con ella, la
nueva canción, «Digno es el Cordero degollado», la canción que se encuentra en el corazón
mismo de la adoración cristiana.
Tampoco hemos abandonado, de esa manera, el sentido de frustración del salmista al golpear a la
puerta de Dios. Pablo, en uno de los momentos más culminantes de todos sus escritos (Ro 8), se
detiene para comentar que nosotros los cristianos estamos atrapados entre la creación y la nueva
creación y esto se hace evidente en la forma en la que rezamos y en aquello que pedimos al rezar.
O, más bien, estamos atrapados por el hecho de que la mayoría de las veces no sabemos por qué
rezar. Hemos alcanzado a ver en Jesús la nueva creación que está naciendo. Hemos sentido parte
de su poder en nuestras vidas a través del Espíritu. Sin embargo, esto no nos ha dado una
respuesta fácil y simple a los enigmas y a los problemas de la oración. Más bien, nos ha dado el
inmenso privilegio de poder compartir la vida íntima del propio Dios triuno. El Espíritu nos
llama desde lo más profundo dentro de nosotros mismos, llama al Padre, dama desde el dolor del
mundo, el dolor de la Iglesia, el dolor de nuestros corazones. Y con esa llamada y con el amor
que responde el Padre, como dice Pablo, nosotros estamos hechos a la imagen del Mesías, el hijo
de Dios (Ro 8,26-30), aquel que compartió el sufrimiento del mundo de manera que pudiera ser
el verdadero intercesor por el mundo. Las conexiones entre Ro 8 y los Discursos de despedida de
Juan son muchas y muy profundas, y nunca con más fuerza que cuando hablan sobre la manera
en la que la vida interna del mismo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo viene a encontrarnos, se
acerca del futuro de Dios al lugar en el que nos encontramos nosotros en el presente.
Cabe notar lo que sucede con todo esto. Si dijésemos: «Bueno, eso es un poco complejo y
altisonante. No estoy seguro de estarlo captando realmente. Para mí sería suficiente con sentirme
uno con el mar y con el cielo, con las hojas y con los amores de este mundo, eso bastaría para
impedir que yo colapse y caiga en un mundo secular unidimensional». Si se nos ocurriera decir
algo así, aquellos que escribieron el Nuevo Testamento se sentirían horrorizados. Nos dirían a
cada uno de nosotros: «¿Cómo así, si el futuro de Dios ha venido para encontrarte en el presente,
para transformar tus oraciones confusas del presente en verdadero compartir de tu propia vida
íntima, y tú vas a ser feliz viviendo en el mundo sin redimir, sin que te toque el futuro que
irrumpe en nuestro mundo en la Pascua de Resurrección».
Claro está que habría que pagar el precio. No es que uno pueda lograr simplemente compartir la
vida de Dios y salir ileso. Basta con analizar lo que le sucedió al propio Jesús. Veamos, también,
lo que sucede cuando la oración fundamental judía, la Shemá, se adopta en el cristianismo y se
convierte en el Padrenuestro. Venga tu reino así en la tierra como en el cielo. ¿No es eso acaso
de lo que hemos venido hablando a todo lo largo de este libro? ¿Vamos acaso a rehusar ante el
último obstáculo que debemos remontar para terminar el recorrido y traducir nuestra teología en
oración?
4.4 Las escrituras
En cuarto lugar, nos referiremos a las Escrituras. Éste pudiera parecer un tema extraño a
incorporar como modalidad para reflexionar acerca del modo en el que los asuntos de la
resurrección y de la nueva creación se reflejan en la espiritualidad y en la práctica cristiana, así
como también en la manera en la que nuestra esperanza futura, que le da forma a nuestra misión,
también le debe dar forma a nuestra vida cristiana en común. Sin embargo, estoy convencido de
que a menos que pensemos en algo como esto, no lograremos entender correctamente las
Escrituras y, quizás, también las aplicaremos y las utilizaremos de manera errónea.
Las Escrituras, que incluyen el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento, son la historia de la
creación y de la nueva creación. Dentro de ese contexto, las Escrituras son la historia de la
alianza y de la nueva alianza. Cuando leemos las Escrituras como cristianos, las leemos
precisamente como el pueblo de la nueva alianza y de la nueva creación. En otras palabras, no
las leemos como una lista plana y uniforme de regulaciones o doctrinas. Las leemos como la
narrativa en la que nosotros ahora estamos llamados a tomar parte. Las leemos para descubrir la
«historia que ha transcurrido hasta el momento» y también para ver «cómo se supone que ésta va
a terminar». En otras palabras, vivimos en algún punto entre el final de los Hechos de los
Apóstoles y la última escena del Apocalipsis. Si queremos entender las Escrituras y descubrir
que hacen su propio trabajo en y a través de nosotros, debemos aprender a leerlas y a entenderlas
a la luz de la totalidad de su relato.
Al hacerlo, como grupos, iglesias e individuos, debemos permitir que el poder del futuro
prometido de Dios logre penetrarnos. A medida que leemos los evangelios, debemos recordar
una y otra vez que ésta es la historia de la forma en la que el reino de Dios se estableció, en la
tierra como en el cielo, en y a través de la labor de Jesús que hace verdadera la gran historia de
Israel derrotando el poder del mal e inaugurando el nuevo mundo de Dios, y debemos recordarlo
precisamente porque la influencia de la cultura occidental prevaleciente es tan fuerte que, si no lo
hacemos, nos absorberá por completo hasta hacernos caer en el dualismo. A medida que leemos
las epístolas, debemos recordar que éstos son los documentos que han sido diseñados para darle
forma y para dirigir la comunidad de la nueva alianza, el pueblo que fue llamado a llevar hacia
adelante el trabajo de la nueva creación. A medida que vamos leyendo el libro del Apocalipsis,
debemos permitir que la fabulosa visión celestial que se presenta en los capítulos 4 y 5 nos
permita imaginar que ésa es la escena final de la historia, como si la narrativa simplemente
llegara a su fin (como es el caso en el himno de Charles Wesley) cuando los redimidos lanzan
sus coronas delante del trono. Esa es una visión de realidad presente que se ve en su dimensión
celestial. Debemos leer hasta el final, hasta la visión final de Ap 21 y 22, los capítulos que le dan
el significado final a todo lo que se ha planteado antes y, sin lugar a dudas, a la totalidad del
canon.
De la misma manera, cuando leemos el Antiguo Testamento, debemos leerlo, tal como
manifiestamente se pide que se lea, como la larga y serpenteante historia que nos relata la
manera en la que Dios eligió a un pueblo para que pusiera en práctica su plan de rescatar a su
creación y, no, como la historia que nos relata la manera en la que Dios hizo un intento por
llamar a un pueblo al cual salvaría del mundo y cómo esto tuvo que abandonarse, obligándolo a
intentar otra cosa (sé que esto no es más que una caricatura, aunque es una que muchos
reconocerán). Lo que esto quiere decir es que, aunque el Antiguo Testamento debe leerse como
parte de «nuestra historia» en tanto que cristianos, no debemos imaginar que seguimos viviendo
dentro de ese momento en la historia. La propia historia apunta más allá de sí misma, como una
serie de líneas paralelas que se encuentran en la narrativa infinitamente rica de los evangelios y
en la irrupción súbita de la nueva vida que vemos en Hechos de los Apóstoles y en las epístolas.
Por lo tanto, la Biblia como un todo logra su mayor cometido cuando se lee desde la perspectiva
de la nueva creación. Es más, ha sido diseñada en sí no sólo para hablarnos acerca del trabajo de
la nueva creación, como desde una perspectiva distante, no sólo para darnos una buena
información precisa acerca de la nueva vida de resurrección de Dios, sino más bien, para
fomentar ese trabajo de la nueva creación en las iglesias, en los grupos y en las personas que la
leen y que se definen a sí mismas en términos del Jesús que encuentran en ella y le permiten
darle forma a sus vidas. Por lo tanto, la Biblia es la historia de la creación y de la nueva creación,
y en sí misma, a través del trabajo continuo del Espíritu que la inspiró, es un instrumento de la
nueva creación en las vidas humanas y en las comunidades.
En otras palabras, la Biblia no es simplemente una lista de doctrinas verdaderas o una
recopilación de órdenes morales pertinentes, aunque no cabe duda de que abarca ambos
componentes. La Biblia no es simplemente el registro de lo que los diversos pueblos pensaron en
su lucha por conocer y seguir a Dios, aunque también se trate de eso. La Biblia no es
simplemente el registro de las revelaciones pasadas, como si lo que importara fuera estudiar tales
cosas con la esperanza de que a uno también le pudiera suceder algo así. Más bien, la Biblia es el
libro cuya narrativa completa tiene que ver con la nueva creación. En otras palabras su narrativa
tiene que ver con la resurrección, de manera que cuando cada uno de los evangelios llega a su fin
en el momento en que Jesús resucita de entre los muertos, al igual que cuando el Apocalipsis
termina con los nuevos cielos y la nueva tierra poblada por el pueblo de Dios que se ha levantado
de entre los muertos, esto no debería tomarnos por sorpresa, sino que debemos verlos como el
máximo cumplimiento de lo que esta historia había sido desde un principio. (Por cierto, ésta es la
razón más profunda por la que los «otros evangelios» no se incluyen en el canon. En realidad, no
se trata de que sean los extractos subversivos y realmente emocionantes que la iglesia primitiva
excluyó por lograr el poder y el control. Más bien, éstos eran los libros que habían dejado de
hablar de la nueva creación y que ofrecían a cambio una espiritualidad privada y separada. El
entusiasmo súbito por estos «otros evangelios» en algunos lugares del mundo occidental de
nuestros días es un indicio que apunta, no al redescubrimiento del genuino cristianismo, sino a
los intentos desesperados por evitarlo. La nueva creación es mucho más exigente, aunque a la
larga también es más estimulante que el escapismo gnóstico).
Por lo tanto, así como la proclamación de Jesús como Señor hace que los hombres, las mujeres y
los niños lleguen a confiar en él y a obedecerlo en el poder del Espíritu, para luego percatarse de
que sus vidas se han transformado por su señorío salvador, también el relato de la historia de la
creación y de la nueva creación, de la alianza y de la nueva alianza, no se limita simplemente a
informar a los que escuchan acerca de su narrativa sino que más bien, los invita a adentrarse, los
introduce y les asegura su membrecía en ella habilitándolos para las tareas que emprenderán en
su intento por alcanzar esa meta.
Todo esto nos lleva a uno de los más grandes retos que enfrentamos en nuestros días.
4.5 La santidad
En quinto lugar, tenemos la santidad. Esto es lo que Pablo trata de meternos en la cabeza en los
primeros capítulos de 1 Cor y es precisamente debido a que ellos no entienden la resurrección,
que los corintios están teniendo dificultades para abordarla. Él les insiste en que lo que uno hace
con su cuerpo en el presente importa, porque Dios elevó al Señor y también nos elevará a
nosotros por su poder. Les dice que glorifiquen a Dios en su cuerpo porque algún día Dios
glorificará su cuerpo en sí. Lo que ha de ser cierto en el futuro debe empezar a ser cierto en el
presente, o se cuestionará si uno está siguiendo verdaderamente el camino. Aquí estamos una vez
más partiendo de pasajes tales como Ro 6 y Col 3 y estamos tratando de dilucidar lo que
significa vivir como parte de la nueva creación de Dios.
Es en Romanos donde encontramos la clave de gran parte de todo esto, y es la clave que parece
que se ha dejado de lado en los últimos debates. Esta epístola va procediendo en un desarrollo
sinfónico coherente, aunque no por ello menos complejo. No es simplemente una cadena de
puntos, uno después del otro, con algunas doctrinas por aquí y cierta ética por allá. En particular,
el análisis de la difícil situación humana que contienen los versículos 1,18 a 2,16 de Romanos no
pretende ser en lo absoluto una polémica desechable dirigida contra los villanos que están en un
escenario sólo para hacer bulto, como se sugiere a menudo. Es un pasaje calibrado con mucho
cuidado e integrado al flujo del resto de la epístola. Cuando Pablo reflexiona sobre el
comportamiento que se había convertido en la norma entre los paganos, nos indica que Dios «los
ha entregado» a una mente incapaz y lo peor que nos puede decir acerca de la inmoralidad
pagana en el capítulo 1, lo vemos en el último versículo, cuando afirma con respecto a sus
acciones que «no sólo las practican, sino que aprueban a los que las hacen». Una cosa es verse
atraído por el pecado y otra muy diferente es cambiar la brújula moral y llamar malo a lo bueno y
bueno a lo malo. Y esta mentalidad se relaciona directamente con la orden importante que se da
en el versículo 12,1: no acomodarse al mundo presente, sino más bien ser transformado por la
renovación de la mente. Éste es el inicio de la escatología. Es así como se ve la resurrección
cuando se acerca a formar parte de la vida moral de la persona de fe. Para Pablo, la santidad
nunca es cuestión de descubrir la manera en la que parece que uno ha sido hecho y confiar en
que ésa es la manera en que Dios quiere que uno siga estando. Tampoco es cuestión de
obediencia ciega a reglas arbitrarias y obsoletas. Es cuestión de transformación y es una
transformación que empieza con la mente.
Y, volviendo a 1 Cor, ésta es la razón por la que es precisamente la resurrección, tanto la de
Jesús, como la nuestra, la que nos da, en pasajes como los de los capítulos 5 y 6, la lógica final
del comportamiento cristiano. No se trata de que la «ética cristiana» consista en unas cuantas
regulaciones y restricciones aquí v allá que los cristianos están dispuestos a seguir mientras
siguen viviendo exactamente en el mismo mundo que todos los demás, tal como tampoco es el
caso que la resurrección de Jesús sea simplemente un «milagro» extraño dentro del mundo de la
antigua creación. La resurrección fue la irrupción plena en este mundo de la vida de la nueva
creación de Dios. La «ética cristiana» es el estilo de vida que celebra y que encarna esa nueva
creación. Tiene sentido, tiene todo el sentido del mundo vivir una vida de santidad cristiana, lo
tiene dentro del nuevo mundo de Dios, el mundo al que entramos por medio del bautismo y el
mundo que nos nutre a través de la eucaristía. Claro está, que si uno trata de vivir un estilo de
vida cristiano fuera de este marco de referencia, para nosotros será tan difícil, incluso tendrá tan
poco sentido, como sería para un músico que toque en una orquesta, tocar su parte separado del
resto los músicos, entre los impactos y los ruidos metálicos de una fábrica de automóviles. Claro
está que no es que nosotros no hayamos sido llamados a ejercer nuestra vida como discípulos en
el mundo duro, externo que sigue inexorable como si la Pascua de Resurrección nunca hubiera
existido. Sin embargo, si queremos ser fieles a nuestro Señor resucitado tendremos que volver a
afinar una y otra vez nuestros instrumentos y practicar una vez más con todos los demás músicos
de la orquesta.
En las palabras de Pablo, todo esto nos lleva al mejor camino de todos.
4.6 El amor
Finalmente y como clímax, como el punto culminante de todo, llegamos al amor. Pensemos en
ese fabuloso poema al que conocemos como 1 Cor 13, que se proyecta hacia adelante, hacia la
exposición de la resurrección en 1 Cor 15. El poema en sí es completo y exquisito. Sin embargo,
nos habla de algo que es bastante incompleto, frustran temen te incompleto:
Porque nuestra ciencia es imperfecta y nuestras profecías limitadas. Cuando llegue lo
perfecto, lo imperfecto será eliminado. Cuando era niño, hablaba como niño, pensaba
como niño, razonaba como niño; al hacerme adulto, abandoné las cosas de niño. Ahora
vemos como en un mal espejo, confusamente, después veremos cara a cara. Ahora
conozco a medias, después conoceré tan bien como Dios me conoce a mí".
Este pasaje es precisamente el extracto que no esperamos encontrar en este fabuloso capítulo. El
poema no sólo celebra el hecho de que el amor es lo más grande en el mundo de Dios. No
explica tan sólo lo que el amor significará en una práctica severa (paciente, amable, no celosa ni
tampoco jactanciosa y así sucesivamente). En otras palabras, no es una forma poética de darnos
simplemente una regla de vida, otra meta más en la lucha por lograr la obediencia o por alcanzar,
incluso, la semejanza a Dios. El poema hace mucho, mucho más: se lamenta ante el hecho de que
nuestra experiencia del amor, como de todo lo demás que nos importa, es sin lugar a dudas
incompleta. La manera en la que somos ahora, contrapuestos a la manera en que seremos en el
designio de Dios, es sólo parte de lo que se pretende que sea, y enfáticamente en parte no es lo
que se supone que sea. Sin embargo, Pablo nos está exhortando a que debemos vivir en el
presente como personas que serán hechas completas en el futuro. Y el signo de ese completarse,
de ese futuro pleno, de ese puente que une una realidad con la otra, no es otro que el del amor.
Recordemos de lo que se trata esta epístola en su totalidad. La joven iglesia estaba totalmente
fuera de control, era un perfecto desastre. Surgían por doquier cultos a la personalidad. Su
feligresía estaba socialmente dividida, los ricos contra los pobres. Estaban divididos también
espiritualmente, celosos unos de los dones de los otros. Toleraban la inmoralidad. Su adoración a
Dios era caótica, no era muy clara su comprensión del Evangelio. Sin duda tenían una energía,
un impulso; iban a algún lugar aún cuando no estuvieran seguros de la dirección en la que iban.
Yo prefiero tener una Iglesia viva con problemas que una Iglesia muerta que ofrece la paz
espuria de la tumba, aunque permítanme agregar rápidamente que también preferiría no tener al
mismo tiempo todos los problemas que Corintio tenía; no, muchas gracias.
Pablo analiza estos problemas uno a uno, casi como si fueran los diferentes puntos de una lista.
Son grandes discusiones, cada una planteada a martillazos en el yunque de las Escrituras y por
un pensamiento cristiano serio. Y de pronto, en medio de todas estas discusiones, como el Ave
Verum de Mozart, que se abre camino entre el ruido de las fábricas hasta que hace que todas las
maquinaria, queden en absoluto silencio, surge la música tranquila del capítulo 13. Escúchenla
en el antiguo lenguaje de esta versión:
Aunque yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor
soy como una campana que resuena o un platillo estruendoso.
Aunque tuviera el don de profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia.
aunque tuviera una fe como para mover montañas, si no tengo amor, no soy nada.
Aunque repartiera todos mis bienes y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor,
de nada me sirve.
El amor es paciente, es servicial, no es envidioso ni busca aparentar, no es orgulloso n;
actúa con bajeza, no busca su interés, no se irrita, sino que deja atrás las ofensas y las
perdona, nunca se alegra de la injusticia, y siempre se alegra de la verdad. Todo lo
aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.
El amor nunca terminará. Las profecías serán eliminadas, el don de lenguas terminará, el
conocimiento será eliminado. Porque nuestra ciencia es imperfecta y nuestras profecías
limitadas.
Cuando llegue lo perfecto, lo imperfecto será eliminado. Cuando era niño, hablaba como
niño, pensaba como niño, razonaba como niño; al hacerme adulto, abandoné las cosas de
niño. Ahora vemos corno en un mal espejo, confusamente, después veremos cara a cara.
Ahora conozco a medias, después conoceré tan bien como Dios me conoce a mí. Ahora
nos quedan tres cosas: la fe, la esperanza, el amor. Pero la más grande de todas es el
amor.
Este no es simplemente un fabuloso poema que se inserta en la carta en este punto para cambiar
el ánimo. Este poema, tanto en su tono, como en su contenido, es el corazón callado que late
tranquilamente y que le da sentido a todo lo demás. Todo lo que dice Pablo en el resto de la
epístola se une y tiene sentido en este punto.
Sin embargo, todavía no ha terminado. La última estrofa del poema, que insiste en lo incompleta
que es nuestra experiencia actual, apunta hacia la última gran discusión de la carta y es la que
vemos en el capítulo 15, en el que Pablo brinda la exposición más amplia de todas las que
contienen las Escrituras cristianas acerca de la resurrección de Jesús y lo que ésta significa.
Significa que se ha abierto un nuevo orden mundial en pleno orden actual. El futuro de Dios ha
llegado al presente en la persona del Jesús resucitado, llamando a todo el mundo a convertirse en
personas del futuro, personas en Cristo, personas que se han vuelto a hacer en el presente para
compartir la vida del futuro de Dios. Nuestra experiencia actual, incluso nuestra experiencia
cristiana actual, es incompleta. Sin embargo, en Cristo hemos escuchado la tonalidad completa;
sabemos cómo suena y sabemos también que algún día la cantaremos en sintonía con él. Nuestra
experiencia actual, a pesar de todo lo incompleta que es, tiene como propósito señalarnos el
hecho de que algún día nos despertaremos y nos levantaremos del sueño. Después de todo, es de
esto de lo que se trata la resurrección.
Es precisamente este énfasis futuro, resaltar que lo que somos en este momento es incompleto, lo
que hace que el poema de Pablo acerca del amor esté lejos de ser un simple moralismo («¡por
favor traten con más ahínco de comportarse de esta manera»), sino más bien algo más extraño y
más poderoso. Todos sabemos que no basta con decirle simplemente a las personas que se
quieran las unas a las otras. Una exhortación más al amor, a la paciencia, al perdón, puede
recordarnos nuestro deber. Sin embargo, mientras veamos todo esto como un deber, es probable
que no lo cumplamos.
El punto que se establece en 1 Cor 13 es que el amor no es nuestro deber, sino nuestro destino.
Es el idioma que habló Dios y estamos llamados a hablar nosotros también de manera que
podamos conversar con él. Es el alimento que nos nutre a todos en el nuevo mundo de Dios y
debemos adquirir el gusto por este alimento aquí y ahora. Es la música que Dios ha escrito para
que la canten todas sus criaturas y estamos llamados a aprenderla y a practicarla ahora, de
manera de estar listos cuando el director de la orquesta baje la batuta. Es la vida de la
resurrección, y el Jesús resucitado nos llama a empezar a vivirla con él y por él desde este mismo
momento. El amor se encuentra en pleno centro de la sorpresa de la esperanza: las personas que
verdaderamente esperan, tal como la resurrección nos alienta a esperar, serán aquellas que
podrán amar de una nueva manera. Por otra parte, las personas que estén viviendo según esta
regla de amor, serán las personas que están aprendiendo de forma más profunda cómo esperar.
Este el mensaje que subyace a la orden del Evangelio que nos llama al perdón y que, claro está,
también es la orden que nos llama a perdonar las ofensas, teme. del que ya les hablé con
anterioridad. Sin embargo, el perdón no es una «regla moral» que acarrea sus propias sanciones.
Dios no trata con nosotros sobre la base de códigos y reglas abstractas, como ésa. El perdón es
una forma de vida, es la forma de vida de Dios, es el camino de Dios a la vida; y si uno cierra el
corazón al perdón, entonces, claro está, uno está cerrando su corazón al perdón, tan simple como
eso. Ese es el punto de la aterradora parábola que nos presenta Mt 18 acerca del esclavo al que se
le habían perdonado millones y que, luego, fue llevado por un compañero ante el juez para
liquidar una deuda de unos cuantos centavos. Si uno cierra el piano porque no quiere tocarle a
otro, ¿cómo podemos en - ton ces pensar que Dios tocará su música para nosotros?
Esa es la razón por la que rezamos: «perdona nuestras ofensas, como también nosotros
perdonamos a los que nos ofenden». Este no es un trato que hacemos con Dios. Es un hecho de
la vida humana. Al no perdonar estamos apagando una facultad en lo más íntimo de nuestro ser y
es precisamente la misma facultad que nos permite recibir el perdón de Dios. También es la
misma facultad que nos permite experimentar verdadera alegría y verdadera tristeza. El amor
todo lo resiste, cree en todo, espera todo, soporta todo.
Sin lugar a dudas, en nuestro mundo incompleto, la amable oferta y demanda de Dios nos
imponen cosas que nos hacen sentimos casi amenazados. Sin embargo, la oferta y la demanda de
Dios ni son para temer, ni para sentimos amenazados. Dios en su amor amable ansía liberamos
de la prisión en la que nos hemos metido, la prisión sin amor en la que nos negamos, tanto a
ofrecer, como a pedir perdón. Ante él, somos como un pajarito asustado, que trata de apartarse
para evitar que lo aplasten. Sin embargo, cuando finalmente nosotros cedemos, cuando él nos
arrincona y, finalmente, nos toma de su mano, nos sorprendemos al damos cuenta de que él es
infinitamente amable y que su único propósito es el de liberamos de nuestra prisión, el de
dejamos libres para que podamos ser las personas que él quiso que fuésemos cuando nos creó.
No obstante, cuando volamos hacia esa luz del sol, ¿cómo podemos no ofrecer el mismo don
amable de la libertad y del perdón a aquellos que nos rodean? Esta es la verdad de la
resurrección, volcada en oración, volcada en perdón y en perdón de las ofensas, convertida en
amor. Es constantemente sorprendente, está constantemente llena de esperanza, viene
constantemente a nosotros del futuro de Dios para convertimos en el pueblo a través del cual
Dios puede llevar a cabo su trabajo en el mundo.
Epílogo
1. Dos sermones de Pascua de Resurrección
Si yo fuera un hombre acostumbrado a hacer apuestas, es mucho el dinero que le apostaría a dos
mensajes básicos que seguramente se escucharán desde los púlpitos de las iglesias esta Pascua de
Resurrección.
El pastor Frank Gospelman cree apasionadamente en la resurrección corpórea de Jesús, en la
tumba vacía, en los ángeles y en todo el tinglado sobrenatural. En todos sus sermones de la
Pascua de Resurrección, él denuncia a los malvados liberales y, entre ellos, señala sobre todo al
reverendo Jeremy Smoothtongue, cuya iglesia se encuentra a unas cuantas cuadras, por no estar
dispuesto a reconocer que la Biblia dice la verdad y que Dios ciertamente hace milagros y que,
como clara demostración de estos dos puntos, Jesús verdaderamente resucitó. El pastor
Gospelman puede intentar unos cuantos trucos y ardides para demostrar que los testigos oculares
son capaces de contar historias extrañas sin por ello dejar de estar diciendo la verdad: basta con
verlo comerse un narciso en el púlpito. Incluso puede citar el viejo estribillo: «¿Me preguntas
cómo sé yo que vive? ¡Él vive en mi corazón!». Sí, Jesús se ha levantado de entre los muertos y,
por lo tanto, está vivo y nosotros mismos podemos llegar a conocerlo.
Cuando llegamos al «y qué hay con eso», el pastor es igualmente enfático. ¡Verdaderamente, sí
existe la vida después de la muerte! ¡Jesús se ha ido para prepararnos un lugar en el cielo! La
salvación nos espera en un mundo glorioso y lleno de felicidad que se encuentra más allá de éste.
Después de todo, somos «ciudadanos del cielo», tal como Pablo nos dice. Por lo tanto, cuando ya
todo se haya acabado para nosotros en este mundo malvado, tomarán nuestras almas y nos
llevarán allí para siempre. Nos reuniremos con nuestros seres queridos (¿no les gustaría que
hubiera una frase mejor, incluso un mejor cliché para describirlo?). Compartiremos la vida de la
nueva Jerusalén. «Aquí por una temporada, y luego arriba, Oh Cordero de Dios, allá voy».
«Hasta que nos despojemos de nuestras coronas, lanzándolas a tu pies, ante ti perdidos en el
asombro, en el amor y en la alabanza».
Lamentablemente, parece que el pastor Gospelman se perdió ese punto. Gran parte de lo que él
dice es cierto, pero la mayor parte no es la verdad que pretenden transmitir las historias de la
Pascua de Resurrección.
Un poco más allá en la calle, fortalecido por la champaña de la Rectoría que bebió luego de la
vigilia de la noche de Pascua (¿por qué no romper con el estilo del ayuno de la Cuaresma,
aunque uno haya ayunado de forma bastante esporádica?), el reverendo Smoothtongue está
verdaderamente inspirado y en pleno discurso. Sabemos, claro está, que el significado crudo y
superficial de la historia no puede ser aquel que los escritores pretendían verdaderamente que
tuviera. La ciencia moderna nos ha demostrado que los milagros no existen, que los muertos no
resucitan. De cualquier modo, ¿qué tipo de Dios irrumpiría en la historia una sola vez para
rescatar a una persona favorecida mientras que se distancia, no hace nada y permite que suceda
el Holocausto? Creer en algo tan obvio, tan descarado, tan... poco espiritual, como una tumba
vacía y la resurrección corporal es ofensivo para los instintos más profundos de todos nosotros.
En particular, se puede interpretar como que significa (como su buen amigo y vecino, el pastor
Gospelman, sin lugar a dudas sí imaginaría, válgame Dios, su fundamentalismo) que, por lo
tanto, el cristianismo es superior a cualquier otra fe, cuando sabemos que Dios es radicalmente
inclusivo y que todas las religiones, todas las formas de fe, todas las visiones del mundo pueden
ser Caminos igualmente válidos que nos llevan a lo Divino.
Bueno... entonces, podríamos decir que probablemente las historias acerca de la tumba vacía las
inventaron muchos años después. El erudito rector quiere establecer esto con mucha claridad.
Son una remitologización del primer drama escatológico que tomó a los discípulos en un
momento de empatía sociomórfica e incluso sociopática con el desenlace apocalíptico de la
Visión Beatífica. Umm. No, la congregación tampoco lo captó realmente. Claro está, ellos
también habían roto el ayuno de la Cuaresma por todo lo alto.
Cuando se trata del «y qué», el Sr. Smoothtongue es enfático. Ahora que nos hemos apartado de
esa burda tontería sobrenatural, tenemos el camino libre hacia la «Verdadera Resurrección».
Según resulta ser, ésta es una nueva manera de construir el proyecto humano que traspasa los
viejos tabúes (él tiene la ética sexual tradicional en mente, aunque es demasiado delicado como
para mencionarla) y descubre un nuevo estilo de vida: un sí que acoge cordialmente, un enfoque
«que lo incluye todo». Se ha apartado la «piedra» de la legalidad y el «cuerpo resucitado», la
verdadera chispa de vida y de identidad que está escondida dentro de cada uno de nosotros puede
irrumpir como una explosión y manifestarse. Y, claro está, que la nueva vida ahora debe
contagiar todas nuestras relaciones, todas nuestras políticas sociales. La resurrección debe
convertirse, no en un evento excepcional, imaginado por mentes premodernas y en el que
insisten los conservadores que siempre dirigen la mirada hacia el pasado, sino en un evento que
está en marcha para la liberación de los seres humanos y del mundo.
El Sr. Smoothtongue por fin ya está tras la pista correcta, aunque todavía no sabe de lo qué se
trata, ni por qué lo es.
Por otra parte, de lo que el pastor Gospelman nunca se percata es de que las historias de la
resurrección que aparecen en los evangelios no tienen que ver con ir al cielo cuando uno muere.
En realidad, casi nada se dice en el Nuevo Testamento acerca de «ir al cielo cuando uno muera».
El ser «ciudadanos del cielo» (Flp 3,20) no quiere decir que se supone que uno tenga que
terminar allí. Muchos de los filipenses eran ciudadanos romanos, pero Roma no quería recibirlos
cuando se jubilaran. Su trabajo era el de llevar la cultura romana a Filipos.
Este es el punto que establecen todos los evangelios, cada uno a su propio modo. Jesús ha
resucitado y, por lo tanto, se ha iniciado el nuevo mundo de Dios. Jesús ha resucitado y, por lo
tanto, Israel y el mundo han sido redimidos. Jesús ha resucitado y, por lo tanto, sus seguidores
tienen una nueva tarea que emprender.
¿Y cuál es esa nueva tarea? Hacer que la vida del cielo se haga presente en la realidad verdadera
física y terrena. Eso es lo que nunca imagina el pastor Gospelman (aunque a veces, por
casualidad, sus prédicas terminan teniendo este resultado). La resurrección corporal de Jesús es
más que una prueba de que Dios hace milagros o de que la Biblia es verídica. Es más que el
simple hecho del conocimiento de los cristianos sobre Jesús en nuestra propia experiencia (esa es
la verdad de Pentecostés y no de la Pascua). Es más, mucho más que la seguridad del cielo luego
de la muerte (Pablo habla de partir y estar con Cristo, aunque su énfasis fundamental recae en
volver una vez más en el cuerpo resucitado para vivir en la creación recién nacida de Dios). La
resurrección de Jesús es el inicio de un nuevo proyecto de Dios y no la acción de arrebatar a la
gente de la tierra y llevársela al cielo. Es, más bien, colonizar la tierra con la vida del cielo.
Después de todo esto, es de eso de lo que se trata la oración del Padrenuestro.
Esa es la razón por la que el último punto del Sr. Smoothtongue tiene un cierto toque de verdad,
a pesar de que todas sus negaciones anteriores hacen que a él le sea imposible darse cuenta por
qué es cierto o cuál es su verdadera magnitud. Sin lugar a dudas, la resurrección es el
fundamento de un modo de vida renovada en y para el mundo. Sin embargo, para lograr ese
resultado social, político y cultural, uno necesita verdaderamente la resurrección corporal y no
tan sólo un evento «espiritual» que pudiera haberle sucedido a Jesús o, quizás, simplemente a los
discípulos. Y su insistencia en la «ciencia moderna» (y no es que él haya leído precisamente de
física recientemente) es pura retórica de la Ilustración. No necesitábamos que Galileo, ni
Einstein, nos dijesen que los muertos no vuelven a la vida.
Cuando Pablo escribió su gran capítulo de la resurrección, 1 Cor 15, él no lo terminó diciendo:
«Celebremos, entonces, la gran vida futura que nos espera». Más bien, lo concluyó con estas
palabras: «En conclusión, queridos hermanos, permanezcan firmes, inconmovibles, progresando
siempre en la obra del Señor, convencidos de que sus esfuerzos por el Señor no serán inútiles» (1
Cor 15,58).
Cuando ocurra la resurrección final como pieza central de la nueva creación de Dios,
descubriremos que todo lo que se haya hecho en el mundo actual en el poder de la propia
resurrección de Jesús se celebrará e incluirá, aunque transformado de la manera pertinente.
Claro está que cuando el confundido rector trata de transmitir que la Pascua es «la liberación de
las restricciones morales» y «el descubrimiento de la verdadera chispa que hay en cada uno de
nosotros», está poniendo de cabeza al verdadero cristianismo y llevándolo a hacer trucos como
un león del circo, convirtiéndolo en tan sólo una modalidad más del gnosticismo. La Pascua de
Resurrección tiene que ver con la nueva creación, con un inmenso y sorprendente nuevo don de
transformación de la gracia, y en cambio no tiene que ver con descubrir que el viejo mundo ha
sido malentendido y que, simplemente, se le tiene que permitir que sea verdaderamente lo que es.
Ro 6, 1 Cor 6 y Col 3 se interponen firmemente en el camino de nuestro rector en este punto.
Levanten la mano aquellos de ustedes que han escuchado uno u otro de estos sermones. Gracias,
¿cuánto gané?
Ahora, levanten la mano aquellos que han escuchado un sermón que refleje lo que Pablo nos está
diciendo en Ro 8, o lo que los evangelistas nos transmiten en sus últimos capítulos, o bien, Juan
el Vidente en Ap 21 y 22: en otras palabras, que con la Pascua de Resurrección, se lanza la nueva
creación de Dios a un mundo sorprendido y se apunta hacia la renovación, la redención, el
renacer de toda la creación. Y, ahora, levanten la mano aquellos de ustedes que han escuchado el
mensaje que nos dice que todo acto de amor, que toda obra que se hace en Cristo y por el
Espíritu, que todo trabajo de verdadera creatividad, cada vez que se hace justicia o se logra la
paz, cada vez en la que se sanan familias y se resiste a la tentación, así como cada vez que se
busca y se encuentra la verdadera libertad, es un evento terreno que tiene lugar dentro de una
larga historia de acciones que ponen en práctica la propia resurrección de Jesús y anticipan la
nueva creación final, actuando como una señal de esperanza que apunta a lo primero y, de allí, a
lo segundo...
Ya decía yo. Muchas gracias.

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