miss sunrise - Cometadigital

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Miss Sunrise
Manuel Morenza
MISS SUNRISE
—¿Te parece bien a las ocho? —pregunté. Un "sí" y un
"hasta luego", esas fueron las dos primeras palabras sonoras que escuché a través del teléfono, de una voz femenina con tono decidido. Debí intuir que, quién aceptó
una primera cita a ciegas para ver una obra de teatro,
tendría que ser una mujer segura de sí misma. "Todos
eran mis hijos" así se titulaba la obra, de un tal Arthur
Miller. Me adelanté diez minutos, quise llegar antes que
ella, controlar la situación, observarla desde una esquina
de la explanada del Auditorio. Mientras, mi fijé en dos
actores que estaban fumando, asomados a la ventana del
camerino, los reconocí porque actuaban en series de televisión. El aroma a perfume de mujer la delató, estaba a
mi espalda, me giré y la observé sonriendo, una sonrisa
que rompió el silencio entre los dos. Intuí que ella llevaba
más tiempo, y que el observado fui yo. No me importó
ni me incomodó.
—¿Eres tú, verdad? —pregunté.
—Sí. —respondió sin dejar de sonreír.
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Miss Sunrise
Manuel Morenza
Nos dejamos ir entre el lento peregrinaje de la gente
hacia el interior del edificio. La multitud nos envolvió.
—Están numeradas, creo que corresponden a la fila diez;
¿puedes comprobarlo? Vengo sin gafas —le rogué.
—Sí, fila diez, allí mismo —respondió.
Esa marca de perfume me resultó familiar, un aroma
evocador que no alcanzaba a recordar. Nos sentamos sin
dejar de mirar al escenario, en espera del inicio de la función. Le pregunté por su nombre.
—Llámame Aurora Boreal, ¿vale?
Asentí sin girarme, en un gesto mezcla de aprobación y
resignación.
—¿Vives en Orense? —pregunté para estar a la altura de
aquella sonrisa de presentación.
—No, acabo de llegar de Zaragoza. Aterricé hace una
hora en el Aeropuerto de Vilar das Trés. ¿Se pronuncia
así, verdad?
No tuve valor para girarme ante su pregunta, la butaca 47
me atenazó como si tuviera tentáculos que impedían mi
movilidad.
—Sí, pero ese aeropuerto... —no dejó que terminara la
frase.
—¡Ya! Ya están entrando en escena, a ese actor lo conozco, sale en la tele —dijo.
La bajada de luces dejó el Auditorio en una penumbra
cómplice.
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Miss Sunrise
Manuel Morenza
—Sí, la verdad, pensé que no llegaría a tiempo —
proseguía diciendo—. Ya sabes, los aviones de Iberia,
siempre con retraso.
Estaba perplejo. Su perfume...
—Una, que no se fía de las inspecciones de vuelo —
continuaba diciendo.
—Es verdad —dije torpemente.
—Trabajo en una compañía que construye piezas para
esos motores —añadió.
—Qué interesante —respondí con la misma torpeza precedente.
—Te aseguro que es para no subirse, si no fuera porque
hay que viajar, que moverse... vivir... sonreír...
Su efluvio y esas últimas palabras... me envolvieron. Pronunciaba con ternura, con susurro. Quise imaginar que
era su forma de embeleso, y no para evitar molestias a los
espectadores colindantes. Butacas 43 y 47. Dudé de si era
un cinco o un siete, sin gafas no veía bien, no presté mayor interés.
—Mi padre estuvo quince años en la cárcel. Crecí, visitándolo cada domingo a su celda cuarenta y cinco, en
Alcalá Meco —espetó sin pestañear.
Llegué a creer que esa frase procedía de algún personaje
de la obra. No me atreví a girar la cabeza, ni a balbucir
palabra alguna.
—Aquel accidente de Tenerife, en Los Rodeos, allá por
el setenta y siete —dijo.
Tragué saliva intuyendo lo que venía a continuación.
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Miss Sunrise
Manuel Morenza
—Aquellas piezas del rotor las fabricó mi padre. Yo tenía
nueve años.
—Yo, trece —respondí en mi línea estúpida.
Un disparo, seco, procedente del escenario, rompió el
silencio y dejó sin aliento al auditorio. Pero, Aurora Boreal, mi extraña miss Sunrise, estalló en carcajada de una
sonoridad ofensiva, exclusiva... aislada. Prolongó su
alegría hasta que el último rostro girase la cabeza hacia
nosotros. Me sentí empequeñecido en aquella butaca 47,
como un ratón ante las miradas felinas de miles de ojos
de gato, brillando en la penumbra. No cuantifiqué el
tiempo transcurrido, no pude pensar más. Salimos cogidos de la mano, en un acto cuasi reflejo. La observé con
más detalle. Era alta, de tez clara, su pelo ondulado y rubio, aparentemente desaliñado, le confería un aspecto
juvenil. Sí, distinta a la mujer que dos horas antes había
conocido "a ciegas". Su delgadez, perfilada por una escotada camiseta azul turquesa, insinuaba unos pechos firmes y bien proporcionados. Me animé.
—¿Quieres que vayamos a cenar? Conozco un restaurante chino muy cerca —pregunté mientras salíamos entre el
gentío.
—Lo siento "guapito", debo irme, tengo que madrugar.
Ya sabes, los niños. Tomaré el primer vuelo ¿Me acercas
hasta el aeropuerto?
—Sí, no hay problema —respondí.
Maldije mil veces esa frase. No creí que fuera capaz de
decirla tan resignadamente, no era yo... Me besó en la
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Miss Sunrise
Manuel Morenza
mejilla. Subimos a la cima de Vilar das Tres. La noche se
cerró bajo una luna llena de marzo, gris.
—Quédate aquí, no salgas, iré caminando hacia el avión.
Mi padre fabricó piezas para la marca de tu coche ¿Sabías? —argumentó sin esperar respuesta. Descendió libre,
miss sunrise. Mi respiración se ralentizaba a cada paso
suyo. Se alejó y, con cada vaivén de sus caderas, se fueron un mundo de abrazos, de sonrisas... de vuelos. Sí,
ahora recuerdo, era el perfume de Francoise, la única superviviente de aquel 27 de marzo del 77, mi Paquita Veronese, mi francesita... de ayer.
—¡Mira, aquel es mi avión!
Apenas distinguí sus palabras difuminadas en la distancia... en la noche.
—¡Ciao, bambino! ¡Ciao, mi dulce malandrín!
Así se alejó monte abajo, con un adiós a la italiana, sin
girarse, con la mano enarbolada y agitada hacia aquella
luna llena de plata. Me dejé mecer, con la cabeza sobre el
volante, al ronroneo de mi renqueante audi, cerré los
ojos.
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