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Damián, inspirador de ayer y de hoy
Enrique Moreno Laval sscc
Un 10 de mayo de 1873, Damián de Veuster entraba para siempre en la isla de
Molokai. Tenía entonces 33 años de edad y 10 de sacerdocio. Iniciaba de este modo
dieciséis años de generoso y abnegado acompañamiento a ese grupo de leprosos que eran
literalmente arrojados en la península de Kalaupapa, en un extremo de la isla. Y si bien
falleció un 15 de abril de 1889, aquel 10 de mayo quedó señalado como la fiesta litúrgica de
Damián de Molokai –como simplemente lo llamamos hoy– cuando la Santa Sede aprobó
su beatificación, realizada en 1995.
El cardenal belga Godfried Danneels, en su pequeño libro “Damián, un retrato”,
señala que Dios colocó a Damián en unas determinadas circunstancias que hicieron de él
un santo. Damián no planificó nada, pero aceptaba bien todo lo que se le iba presentando.
Se puede decir que la santidad no fue para él un asunto de un “yo quiero” sino de un “haz
de mí lo que quieras”. Así es el camino de los auténticos santos; no lo eligen, lo reciben
como una oportunidad. “Como Maximiliano Kolbe recibió su bunker de la muerte; así
Damián, su leprosería de Molokai” –afirma Danneels.
En su camino de santidad –continúa reflexionando el cardenal– Damián miró
sucesivamente en tres direcciones. Primeramente, se miró a sí mismo: pidió ser sanado,
esperando incluso un milagro; Dios podía liberarlo de ese sufrimiento, y ¿acaso no le
convenía a Dios mismo? Enseguida, miró hacia los demás: si su eventual curación pudiera
tener como consecuencia su partida de Molokai, abandonando a sus leprosos, rehusaba ser
sanado; prefería permanecer con sus leprosos, optaba por ser uno de ellos hasta el fin.
Finalmente, miró a Jesús: consideró en las llagas de su lepra esa oportunidad decisiva para
identificarse con su Señor en la cruz; ya nadie podría arrebatarle el privilegio de permanecer
con Jesús definitivamente. Sólo en ese momento se apaciguó la mirada de Damián –
concluye el cardenal Danneels.
Desde entonces nuestra Congregación de los Sagrados Corazones se ha sentido
fuertemente interpelada. La experiencia de Damián ha venido remeciendo generaciones
hasta el día de hoy. Ha inspirado vocaciones personales y proyectos colectivos. Su vida,
narrada una y otra vez, vuelve a recordarnos que Dios hace santos de personas comunes y
corrientes, cuando éstas son consecuentes con el compromiso empeñado, lúcidas en la
debida encarnación de la fe, generosas en el encuentro con los pobres y excluidos,
emprendedoras en la tarea de la justicia y centradas absolutamente en la memoria fundante
del Señor Jesús.

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