PIEDRAS PRECIOSAS – Trilogía de Ol Sasha

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PIEDRAS PRECIOSAS – Trilogía de Ol Sasha
PIEDRAS PRECIOSAS – Trilogía de Ol Sasha 2014
PIEDRAS
PRECIOSAS
Inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual de Madrid-ESPAÑA.
E:mail [email protected]
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PIEDRAS PRECIOSAS – Trilogía de Ol Sasha 2014
“Encontrarse a sí mismo....
es encontrar durante el viaje,
la totalidad del cosmos”.
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ÍNDICE
PRÓLOGO
A QUIÉN ENGAÑA……………….………….. 12
BAJO LA SOMBRA…………..………………. 23
MIEDO AL CAMBIO…………………………. 30
ÚLTIMAS PALABRAS………………………….. 51
PARA VOSOTROS……………………………. 65
DESDE OMETEPE……………………………... 72
PAPUCHY……………………………………… 83
TODA LA ESPECIE……………………………. 97
EN TI…………………………………………… 110
EL PRÍNCIPE SOÑADOR……………………. 124
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Prólogo
Se había preguntado Alexandro en su condición de ermitaño, si para las personas
adultas, un cuento, ¿es un alejarse de la realidad? Se trata de un refugio complaciente y
esperanzador, constituye una invitación…
Es justo advertir que en mi caso, no puedo observar el mundo sin dejar de
adentrarme desde una visión idílica que escudriña cada rincón de la vida, para compartir
universos propios que palpitan en el ahora mismo.
Una parte imaginativa de la mente profunda... o del alma que no abrazamos,
permite emerger la magia dentro del caos cotidiano. Hay más verdad y humanidad en un
cuento, que en la vida que enmarañamos de artificio y falsedad.
Estoy convencido que lo ―fantástico‖ y lo ―real‖, son a menudo la misma cosa.
Lo digo porque en una población española cuyo nombre se asemeja a Castillo de Fe,
viven una niña y un niño muy afortunados. Sus abuelos tienen la costumbre de
explicarles cuentos maravillosos. Hay uno que todavía no tiene final, dice así:
Érase una vez un príncipe que interpretaba las inscripciones
talladas en las piedras. Pasaba tiempo leyendo delicados pergaminos que
desenrollaba y volvía a enrollar con sumo cuidado, para guardarlos con
veneración en una caja de marfil. Realizaba interminables ejercicios para
ejercitar la memoria y la concentración, y disfrutaba dando largos paseos por
la orilla de la playa mientras las olas le acariciaban sus pies desnudos.
Solía sentarse en la roca más elevada con forma de trono para
contemplar cómo el cielo besa el mar en la lejanía. Le gustaba permanecer
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ensimismado durante interminables horas, hasta que de repente, desgarraba
el silencio.
— ¡Oh, viento! Revélame los secretos del mundo y la vida.
El día que sobrevino el eclipse de sol, entró en la parte de la playa
que se adentra al mar a través de una larga lengua de arena, donde crece el
bosque de pinos con troncos de conchas. Aseguraba una ancestral leyenda
que un espíritu invisible habitaba ese lugar, y, con él quería conversar el
príncipe. Pero aguardando su aparición, se quedó profundamente dormido.
Roca de fuerza infinita... La inmensidad del mar en danza
perpetúa… El príncipe tuvo un sueño en el que viajaba a un remoto lugar
para encontrar un fabuloso tesoro…
Cuando despertó, las ramas de los pinos se movían con tal gracia
que parecía que aplaudieran. Se incorporó jadeante, confundido, y salió
presuroso hacia palacio.
Mientras cruzaba la playa, el bosque se cerró como un puño y
desapareció. El príncipe corría velozmente, sintiendo que dejaba tras de sí
una estela de conchas brillantes mientras atravesaba el pueblo como si fuera
un vendaval. Alcanzó la muralla de palacio. Cruzó la gran plaza y el pórtico
flanqueado por dos guardias. Subió de tres en tres los peldaños de la
escalinata elevada que conducía a la alcoba principal, y exclamó ilusionado.
— ¡Madre! He visto un extraño territorio blanco –en ese momento
se percató- ¿Cómo puedo ver algo que no existe?
La reina lo miraba sin responderle, pues no comprendía qué cosa le
había sucedido a su hijo. No sabía a qué se refería. En la confortable
estancia plagada de gigantescos cuadros, tupidas alfombras, estatuas
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enormes, candelabros oxidados, cortinajes largos de tacto suave, el hijo y la
madre se sentaron a la luz de las velas con las manos entrelazadas. La reina
lo abrazó, rogándole que relatara el incidente paso a paso y con detalle, con
el amor en sus ojos.
Durante la cena, el príncipe preguntó a su padre.
— ¡Padre! ¿Cómo puedo ver con tanta nitidez algo que no existe?
El rey miró fijamente a su hijo sin dejar de masticar, y a punto
estuvo de atragantarse con un pedazo de cordero. Aquel hombre
impresionante, dejó al príncipe sumido en la más absoluta perplejidad
cuando se puso a tartamudear, pero con un ademán que intentó disimular el
tropiezo le instó a continuar.
Al poco se levantó bruscamente de la mesa. Tuvo la inmediata
urgencia de reunirse con el hechicero de palacio, pero su propósito no era
descifrar el enigma. Le importaba protegerse. Quería contrarrestar cualquier
posible maleficio por parte de alguno de sus numerosos enemigos. Era un
hombre astuto, un eficaz estratega en el combate, pero ante la visión del
sueño, carecía de toda palabra ingeniosa.
Ni la madre ni el padre entendían el significado de lo relatado por
su hijo. En la corte no conseguían dar una explicación verosímil. El consejo
que únicamente se convocaba en casos de crisis, cuyos miembros secretos
eran todos diestros en los planteamientos más dispares y originales tampoco
hallaron un argumento esclarecedor.
Todas las personas instruidas que fueron consultadas, incluidas las
de reputación más destacada, no pudieron contestar a la insistente pregunta
del príncipe que incansable, solicitaba ayuda, incluso a los habitantes de los
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pueblos de las tierras bajas. La multitud que lo rodeaba en las plazas estaba
desconcertada ante la abstracta cuestión. Ningún ciudadano podía interpretar
lo sucedido. Tampoco el adivino que habitaba el castillo encantado en la
cima del cerro escarpado. Ni siquiera él, con toda su erudición y lucidez
pudo esclarecer el interrogante cuando el príncipe lo visitó una mañana
temprano, ansioso por saber. Nadie lograba entender la naturaleza del sueño
y, mucho menos, explicar su potencia.
Meses después, los rumores correteaban por los pasillos de palacio como
ratones excitados. Temían que al príncipe le afectara cualquier suerte de
oscura enfermedad. Crecía el clamor de la locura por las voces que corrían
como turba de agua embravecida, y los asesores del rey, se preguntaron si
tal enfermedad era contagiosa.
Pero el príncipe ignoraba el rechazo, estaba decidido, quería
ahondar en esa experiencia fantástica, porque todavía una vez más se repitió
aquel misterioso suceso, y, un año más tarde, revivió la visión cuando por
primera vez en la historia, se helaron los ríos, la temperatura descendió, y
una capa de blanco musgo que se deshacía cubrió la totalidad del territorio.
Esa fue la señal inequívoca. Por eso, durante aquellas noches frías, acostado
en su imponente cama de sangre azul, antes de dormirse, rogó con sus ojos
prietos para que pudiera volver a soñar. Y soñó. Nuevamente. Viajaba a un
remoto lugar de color blanco para encontrar un fabuloso tesoro.
En mitad de una noche sin luna, con el sigilo de un gato
entrometido, le ordenó a su hermano mayor que se levantara y lo
acompañara hasta el balcón donde lo arrinconó en una esquina para
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preguntarle a la intemperie, chispeando igual que una hoguera avivada por
una ráfaga de viento. A menudo se había comportado de esa manera
sorprendente, pero sus misterios, habían pasado desapercibidos para la
mayoría de gente. Excepto para su hermano, cinco años mayor, que le había
observado con curiosidad desde la cuna. Él entendió que era el momento de
hablarle desde el corazón, sin medir las palabras, sin pensarlas, y lo hizo,
mientras pasaba su mano por la frente del príncipe para retirarle los cabellos
de los ojos.
Tres días más tarde, hondamente convencido y emocionado hasta la
médula, el príncipe se encontraba en el puerto dispuesto a zarpar para
adentrarse en el mar que tanto había observado desde la roca más elevada
con forma de trono. Su entusiasmo contrastaba con la actitud de fastidio que
reflejaba su madre, y la mirada plagada de enojo de su padre encolerizado.
— No puedes abandonarnos, hijo –le recriminaba ella, visiblemente
molesta, dispuesta a sufrir por el apego.
— Tienes obligaciones y responsabilidades, ¡no puedes marcharte! –
advertía autoritariamente él-. Si te vas… tendrás que afrontar las
consecuencias –sentenció el rey como un trueno que ruge.
Sin embargo, tuvieron que dejarle partir cuando el príncipe musitó.
— Necesito alcanzar la voz del viento. La aventura me reclama. Mi
alma es inquieta… ¡Agonizo cuando no exploro el mundo!
¡Muero si no le sigo la pista a la vida!
Con lágrimas en los ojos, lo despidió su hermano mayor, no sin
antes levantar su pulgar en el aire a modo de bendición.
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Pasaron dos semanas. Y pasó una tercera semana surcando el mar inmenso
con su frágil embarcación de madera de una sola vela. Se alternaba el sol
radiante con las estrellas luminosas. Los días y las noches se repetían una y
otra vez, pero nada, solo agua inagotable, la inmensidad del cielo abierto, el
silencio profundo, y la inquebrantable obstinación del príncipe aferrado a su
cometido, como el latido que no cesa y se expresa a intervalos exactos,
incondicionales, con ritmo, haciendo música.
Al cabo de nueve semanas, el príncipe desembarcó en una tierra
que no figuraba en los mapas. Abandonó la embarcación dejando atrás todas
sus pertenencias. Se adentró en el desconocido paraje por el que avanzó
entre el espeso follaje hasta tropezarse con un lago situado entre dos
volcanes de cono perfecto. La naturaleza tenía más color del que nunca
hubiera podido imaginar. La tierra desprendía una energía que percibía bajo
las plantas de sus pies, como el susurro de una tenue conversación que se
disimula.
Ahí se detuvo el príncipe para descansar. Se tendió boca arriba en
la arena fina junto al lago, extendiendo su brazo, para juguetear con el agua.
Lo venció el cansancio. Durmió apaciblemente bajo una luna que sonreía.
Hasta que repentinamente, cuando el sol anunciaba su presencia como un
despertador, floreciendo desde su interior, el príncipe se sobresaltó desde el
mismo centro del lago.
Miró a derecha e izquierda por largo rato, concentrado. Nada
distinguía todavía, no obstante, notó el fuego abrasador en sus entrañas. Su
mismo esqueleto estaba en llamas. Las piedras del suelo empezaron a dar
piruetas, y, delicadamente, las plantas silvestres hicieron un coro a su
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alrededor. De su pecho brotó una luz esclarecedora que fue simultaneando
los destellos dispares que zigzaguearon hasta componer una extravagante
forma que se contorsionaba hasta diseñar un mensaje precioso. Y el príncipe
prosiguió su camino a través de la tupida jungla de aquella tierra que no
figuraba en los mapas.
El territorio se tornó árido panorama carente de cualquier muestra de
vegetación, convirtiéndose en un blanco desierto interminable que se
extendía más allá del horizonte donde ni los animales querían vivir.
La dureza de sucesivas jornadas agotadoras, intentaba hacerlo
dimitir. Pero todavía osado, aunque abatido y exhausto, avanzaba el
príncipe, resbalando, estornudando, sin alimentos, ni ropa de abrigo.
Seguía adelante, aun cuando sus pies le pedían que desistiera. Le
rogaban las piernas que se detuviera. Su cuerpo entero lloraba, advirtiéndole
que todo había sido un chiste, alguna broma pesada del viento.
El príncipe, continuaba resuelto a llegar al lugar desconocido que
había visto en su sueño, pero cada día era peor que el anterior. Desanimado,
incomodo por haber abandonado a su madre, y dolido por haber ignorado las
palabras de su padre, añorando a su hermano mayor y a su región natal, se
cuestionó duramente:
— ¿Son posibles? ¿En verdad existen los sueños?... y, en caso de
que existan... ¿para qué sirven los sueños?
Luego de un largo mutismo hueco, suspiró ante la nada, y justo
cuando estaba a punto de renunciar, de rendirse y desertar, increíblemente,
danzó la tierra bajo sus pies. El suelo se contrajo, como si cambiara de
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posición en la cama. Igual que si el planeta se desperezara de un sueño
profundo. La superficie comenzó a resquebrajarse lentamente ante el
príncipe, mientras una seductora melodía de fondo amenizando la escena y,
como por arte de magia, se abrió el espacio blanco para que brotara de sus
entrañas un inmenso cofre que dejó al descubierto millones de piedras
preciosas que brillaron graciosamente como si lo saludaran. ¡Así sucedió!
Durante los avatares del viaje, aprendió algunas cosas valiosas,
entre ellas, que la voz del viento se encuentra en el reverso de los sueños;
inapreciable regalo, magnífico premio difícil de ignorar, y recordando las
palabras de su hermano mayor pronunciadas la noche sin luna cuando le
habló desde el corazón, a la intemperie, en el balcón, el príncipe se hace
responsable de su don.
Quiere ser generoso. Lejos de quedarse con el tesoro para sí, se
dispone a divulgar la experiencia del hallazgo, con el compromiso que
durante el trayecto de regreso a su región natal, obsequiará una piedra
preciosa a toda persona con la que se cruce en el camino.
Dice el cuento, que el príncipe soñador guarda las dos piedras
preciosas más bellas para Milagros y Amador.
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A QUIÉN ENGAÑA...
Hoy, Meysi no anda con Sam. Se conocieron hace un año y medio, cuando sus miradas
se encontraron. A partir de entonces, permanecieron juntos, hasta que Sam decidió
probar suerte en otro país. Quería mejorar su condición de peón de la sociedad.
Necesitaba ofrecerle un porvenir a la mujer que ama.
Su lucha era tenaz, y el regreso a Meysi, se fue aplazando una y otras semana.
Hasta que volvió por sorpresa y sin avisar.
Meysi lo recibió con cierta confusión, y bastante desgana. Había un rechazo
hostil. Sam, llegaba sin fortuna bajo el brazo.
Ella le explicó que otro varón le procuraba estabilidad, y añadió:
—No lo amo, Sam, pero a veces, se es más feliz con alguien a quien se quiere, que no
con una persona a quien se ama, pero con quien se sufre a causa de la precariedad.
En su ausencia, Meysi se había refugiado en el vehículo de un extranjero que
preguntaba por su embajada. Aparentemente encontró sosiego; se dejó cortejar.
Meysi sabía en lo más profundo de su sentir que el amor de Sam era un amor
verdadero, una especie de música de fondo que abraza la vida permanentemente. Un
amor dulce y tierno que fluye mansamente durante la mayor parte del tiempo. Pero
ansiaba una gran vivienda; casarse y criar hijos que jugaran en un jardín. Y Sam no
tenía solvencia económica. Solo disponía del mayor don que ofrecía con generosidad.
Insuficiente para Meysi, que le decía que no se compra leche ni pañales ni tampoco
medicamentos, solo con amor. Junto a Sam, padeció unas circunstancias de escasez
continuada que terminaron por ahogarla. Debía intentarlo. Existía otra opción para ella.
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Meysi tenía el deber personal de remediar su angustia e insatisfacción, y decidió
terminar con Sam. Pensaba que de esta manera resolvería la incómoda situación que la
atormentaba.
Pasó un mes, durante el cual, Meysi no pudo dejar de llamar por teléfono a Sam un día
sí, y al siguiente también. Se sentía responsable por causarle dolor. Sin embargo, ella
tenía derecho a buscar su propia felicidad. Su actitud era lícita y racional.
No había posibilidad de una relación formal, a menos que ambos la desearan, y
Meysi, no quería seguir con Sam, al que encontró recostado en el portón de su casa
cuando llegó del trabajo. Y cuando él le preguntó:
—¿Cómo estás, amor? –con la suavidad de la espuma blanca que forman las olas al
acariciar la arena, ella respondió...
—Bien, cielo, estoy muy bien –y al abrazarse para despedirse, Meysi no pudo dejar de
estremecerse con el contacto de Sam.
Aquella noche, vagando por la ciudad, Sam se detuvo y levantó la cabeza para
consultar las estrellas. Preguntó si Meysi lo amaba realmente. Apaciguó su respiración
y, aguardó, hasta que una forma indefinida que encabezaba la potente ráfaga de viento
lo invadió como un susurro estrepitoso.
—Tengo la llave que lanzó muy lejos, lo más alto que pudo, mientras iniciaba el camino
que no la conduce a ninguna parte. Intenta una historia que le permita olvidar el amor
que aún no se ha extinguido. Se divierte con el extranjero viajando de aquí para allá. La
novedad es atractiva, pero detrás de la actividad social y la alegría de la fiesta, se
encuentra la intimidad. Y sin el beso sincero del alma, difícilmente podrá unirse a nadie
–lo percibió Sam. Se trataba de un pájaro. No era un mirlo-. Nada determina más que el
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lazo del amor. Todo lo demás son simples detalles carentes de importancia –aquella
especie de pájaro difuso cerró el pico. No era un águila.
Y pasaron dos meses. Y aunque Meysi deseaba liberarse, huir, apartar a Sam de su
pensamiento, el fin de semana se le antojaba un gigantesco pie descalzo que quería
aplastarla. A cada instante, y en todo lugar, estaba presente Sam. Intentaba sin éxito
reducir la intensidad del amor, incluso variar la perspectiva del sentimiento, pero no
lograba hacer desaparecer ese misterioso influjo que los unió. Y cuando Sam le
preguntó en el banco en el que solían sentarse en el parque:
—¿Cómo estás, amor? –con la generosidad de un corazón bondadoso interesado en su
bienestar, ella respondió...
—Bien, cielo, estoy muy bien –pero al rozarle las manos para estrechárselas mientras se
despedían, volvió a conmocionarse. Seguía latiéndole por dentro Sam.
Aquella noche, al poco de dormirse en su apartamento solitario, Sam se
incorporó repentinamente. Se frotó los ojos con las yemas de los dedos. Se levantó.
Tenía sed. En la cocina su garganta recibió el agua fresca. Flotó hasta la cama para
cubrirse con las sábanas, igual que un muerto se cubre con la lápida pesada, y cayó la
verdad con todo su peso.
—La actual relación es superficial. Está vacía de contenido. Carece de significado.
¡Quiere al extranjero! Pero aunque lo quiera mucho, y con ganas, lo quiere como si se
tratara de su hermano. Lo quiere como a una posesión. Lo quiere, porque le cubre
ciertas necesidades, igual que un paraguas cubre de la lluvia. El extranjero tiene las
cosas que ella quiere. Pero lo que no sabe él, es que jamás conseguirá llenarla lo
suficiente, pues su sed, no se apaga con objetos. Y con el tiempo, Meysi se volverá a
angustiar.
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Sam respiró hondamente y vació sus pulmones completamente. Se detuvo largo
tiempo antes de volver a llenarlos de aire, muy lentamente. Entonces pudo volver a
escuchar...
—No puede repudiar la vida porque no le sonría. El desafío consiste en cabalgar el
potro salvaje del existir que no está exento de riesgo. El obstáculo de Meysi, es que se
niega a cambiar de actitud. Debe crecer, comprender que la seguridad del alma no la
proporcionan los vestidos, ni los bolsos, ni los zapatos, ni las joyas, ni siquiera los viajes
o un palacio con un país entero como jardín. Tú ya se lo habías dicho antes de partir en
busca de una oportunidad laboral.
Al día siguiente, Sam recordó lo sucedido. Antes de partir, poniéndole las manos
en sus mejillas, le había dicho:
—La paz interior no te la proporcionará ningún elemento externo, Meysi –le tembló la
voz cuando lo dijo. Y señaló, justo antes de cruzar a nado la frontera en busca de la
prosperidad.
—Mi amor lindo y precioso, no es la agresión que llega de fuera. Es el conflicto interno
lo que imposibilita la dicha. Por favor... te lo ruego... piensa en ello, hasta que vuelva.
Y había gritado, arrastrado por las fuertes corrientes del río embravecido de agua
helada que cortaba como cuchillos.
—Créeme cuando te digo que el mayor enemigo de uno No Es Otro Que Uno Mismo.
Sam desapareció bajo el agua. Apareció al rato en la otra orilla, moviendo los
brazos en el aire, empapado de alegría ante la oportunidad de alcanzar bienestar para su
amada.
—Y créeme cuando te digo que el mejor amigo de unoooo... no es otro que unoooo
mismoooo.
Pero Meysi no pudo escuchar sus palabras alejadas, seguras.
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El que no era ni un mirlo, ni un águila, ni tampoco una garza ni un ruiseñor, lo
visitó nuevamente de madrugada, porque así lo reclamaba Sam.
—Querías saber si ella te ama realmente. En caso de que la respuesta sea ¡¡¡NO!!! Estás
a salvo. Si se ha desvanecido rápidamente el amor, no era amor, sino débil sentir, deseo.
Ella podrá iniciar otra relación de pareja. A ti no debe darte pesar. No te sientas abatido,
sino afortunado. No te decepciones, no te pongas triste, pues no merecía la pena. Pero
en caso de que la respuesta sea ¡¡¡SÍ!!! Si todavía palpita silenciosamente en su pecho
un ―Te amo Sam‖... ¡ambos tenéis un grave problema!
Sam fue abriendo la boca a trompicones. Bostezaba a cámara lenta.
—El sosiego, no proviene de ningún elemento material, tú ya lo sabes. Pero ella no
reconoce que ninguna otra persona proporciona la serenidad. Prefiere sentirse
amedrentada, le encanta que la auxilien, en vez de aprender a nadar por sí sola. La vida
está sazonada de adversidad, ¿por qué pasar por la vida sin saborear la fatalidad,
rehuyendo el peligro, sin descubrir la majestuosidad del trayecto vital? Pregúntaselo. El
cambio a una mejor vida empieza dentro de ella, está adentro. Tiene que ver con la
voluntad. ¡Debe tomar consciencia! La voluntad consciente, nace en el centro de las
propias entrañas. ¿Por qué flaquea su fortaleza? ¿Por qué su innato sentimiento queda
soterrado? ¿Por qué desconfía de sí misma? ¡No dejes de preguntárselo!
Y pasaron tres meses. Y Sam le preguntó en el restaurante donde la citó.
—¿Cómo estás, amor? –con la dulzura de un alma enamorada que anhela su propia luz,
ella respondió...
—Bien, cielo, estoy muy bien.
Pero al dejar a Sam atrás, volvió a derrumbarse. Ya no podía mirarlo a los ojos.
Cuando lo hacía, Meysi retrocedía. Su corazón traicionaba su intelecto empeñado en
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decirle adiós para enterrarlo bajo tierra, cubriéndolo con piedras, lozas, montañas de
escombros y desperdicios y cajas de cartón. Excusas.
Se le quebraba la voz cada vez que conversaba con Sam, y a solas, suspiraba
hondamente por aquel sencillo y profundo ser de intenciones buenas y carácter
compasivo.
El sentimiento de Meysi por su acompañante oficial estaba definido. Lo estuvo
durante la ausencia de Sam, tanto como lo estaba en esa etapa de la relación. Quería al
extranjero, igual que se quiere al perro o al canario.
Por mucho que lo disimulara, Meysi no estaba bien. Tenía un inmenso vacío , y
la sensación de haber perdido piernas y brazos, y la certeza de haber manchado su
corazón con lodo. Se engañaba, enmarañada en su propio vómito. Había sustituido una
vida en color, con el estremecimiento de la inseguridad a causa de una precariedad mal
entendida, por una opción de vida en blanco y negro, con la seguridad del hastío perene
e inmoral.
Ya no tenía las viejas preocupaciones, era un dato incuestionable, cierto, pero se
equivocó al creer que alejando a Sam de su vida se desvanecería el amor. Intentó
encontrar tranquilidad en los besos del extranjero, pero extrañaba la pasión de Sam.
Intentó cobijarse en la rutina de su empleo, pero extrañaba toparse con aquella sonrisa
iluminada que la estremecía en cada ocasión que cruzaba el umbral de salida. Intentó
distraerse asistiendo al gimnasio, y a clases de concina y reflexología. Incluso se
inscribió en un taller de risoterapia, y se apuntó en una academia de baile de salón, pero
siempre extrañaba la compañía entusiasta que la hacía vibrar desde los dedos de la
planta de los pies hasta el último cabello de la cabeza. Siguió intentando disfrazar la
verdad, escondiendo su real palpitar, después de cada jornada laboral y durante los fines
de semana. Negándose a combatirse a sí misma.
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Meysi encerró el amor en una caja fuerte. Lanzó la llave lo más lejos que pudo...
¿para qué? ¿Para que alguien la recogiera al vuelo?...
Pensó que podría prescindir de Sam sin que un nudo le agarrotara el alma.
Sam se dio la vuelta en la cama con suma pereza. Un leve codazo en su costilla lo hizo
reaccionar. Quiso abrazar la almohada igual que si fuera Meysi. Deslizó el brazo,
inconscientemente, hasta dejarlo caer de la cama. Tanteó con la punta de los dedos el
suelo frío hasta encontrar la almohada, y se la colocó entre las piernas, apretándola para
que no escapara.
—Explícale que no puede saberse qué es bonanza sin conocer la congoja. Cuando se
desconoce la penuria, se ignora el significado del auténtico gozo. Si una persona nunca
ha estado apenada, al sentir júbilo, jamás podrá apreciarlo. La vida es pluralidad y
riqueza de matices, y son los sentimientos profundos que impactan los que ayudan a
comprender la complejidad de la existencia humana.
Sam tiró de la sábana para cubrirse se cubrió el hombro. Un pie quedó al
descubierto. Sentía la presencia. Sam percibía el zumbido en la oscuridad. Adormilado,
se incorporó sin abrir los ojos, y estiró la pierna que se quedó colgando fuera de la
cama.
—Proponle construir juntos con sólidos cimientos, y acto seguido, enmudece. La
decisión es suya, no está en otras manos de otro más que en las suyas. Recuerda sus
propias palabras ―A veces uno es más feliz con una persona a quien se la quiere que con
otra a quien se ama, pero con quien se sufre‖. Y tiene razón, pues es mujer que se niega
a pelear para defender algo bello que sólo le pertenece a ella. Desconfía de su corazón –
señaló-. Desconoce su propia habilidad. Si persiste en la falsa idea de que otro varón la
va a curar, su actitud, complicará la vida de tres personas.
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—Las circunstancias varían, pero las virtudes de las personas no. Ella se enamoró de tu
gran corazón, ¿lo recuerdas?... ¡Nunca le prometiste oro! Le prometiste amor verdadero.
Sam profirió un –es cierto- plagado de convicción. Y se dejó caer hacia atrás
como si nada, tranquilo en su ensoñación.
—Con el pasar de los años no nace el sentimiento. Con el pasar de los años, únicamente
surge el afecto, porque el roce diario forja despacio el cariño, pero jamás el amor. El
amor explota al principio, no tiene razones, no le hacen falta motivos para exisstir. Y se
palpa esta maravillosa potencia en la mirada de los dos enamorados, cuando al
encontrase, estallan chispas de luz multicolor. Cada vez que vosotros dos os habéis
encontrado, en el cielo se ha celebrado una asamblea que inaugura el carnaval de los
destellos luminosos. Hacía siglos que no se reactivaban los planetas.
Y antes de que se desvaneciera el eco de la transmisión, oyó lo siguiente:
—Con amor verdadero se supera cualquier obstáculo en la vida. No hay fruto sin
semilla. Y la mejor semilla de la vida, sin duda es el amor. En primera instancia, el
amor franco, riguroso y leal con uno mismo –así habló el inconmensurable pájaro de
cielo.
Sonó el despertador.
Frente al espejo del baño, con los ojos pegados por las legañas, todavía
inspirado, tenaz y testarudo a la vez, concentrado en la mujer que ama, su alma adopta
una forma preparada para latir, exclamando desde el otro lado del espejo.
—Ella nunca entendió que aunque puede desplomarse el mundo entero, se encuentra en
los brazos del ser amado la magia para aceptar el desafío. En modo alguno estuvo Meysi
encadenada al sufrimiento. Aquel año y medio... no fue una consecución de situaciones
insoportables. No todo fue malo o feo o sucio o desagradable.
Terminó de cepillarse los dientes.
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—Meysi puede condenarse a sí misma, saboteando la posibilidad de acariciar los finos
tejidos de la dicha igual que antaño, porque lo cierto es que no somos lo que los
acontecimientos nos hacen. Somos lo que nosotros permitimos que los acontecimientos
nos hagan. No son las circunstancias, sino la manera de interpretarlas. Eso define
nuestro estado de ánimo. Lo que nos aflige, no son las situaciones. Lo que nos aflige es
la opinión que tenemos acerca de esas situaciones concretas. No son las cosas que
ocurren o la información y los comentarios de la gente lo que nos afecta y determina la
actitud frente a lo cotidiano, frente al presente, que determina nuestro futuro y la misma
vida y la muerte. Es la valoración que nosotros hacemos de estas cosas que pasan, que
están ahí, para afectarnos y alterarnos, que también sirven para revelar lo mejor de
nosotros mismos. Son hechos, testimonios, datos, que permanecerán, aunque nos
disgusten. Molestando con descaro. Inquietando sin descanso. Hasta que aprendamos a
convivir con dichos elementos con una sonrisa en los labios.
Terminó de embadurnarse el rostro de espuma blanca.
—Cada persona tiene la capacidad de perturbarse a sí misma a través de los
pensamientos o, también, tiene la oportunidad de liberarse de su telaraña al lidiar en
solitario la batalla que nada más uno puede librar: la del entendimiento de la propia
naturaleza en el seno de la comprensión individual.
Terminó de afeitarse. Se mojó el rostro con agua fresca, secándose la cara con
una toalla de tacto suave y agradable olor a pino.
—Como pareja, no existe posibilidad alguna, a menos que ella decida luchar sola
consigo misma, aniquilando prejuicios y falsos fantasmas al encuentro de la paz interior.
Pero para alcanzarla, para curar toda enfermedad, el primer paso es aceptarla, y Meysi,
jamás aceptó su necesidad de crecer para sanar. La promesa de un hogar plagado de
amor, debía ser un fuerte desencadenante para la acción.
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Terminó de peinarse. Observaba sus ojos dentro de sus ojos.
—Ciertamente, aún teniendo seguridad material, Meysi no está mejor que antes. Se
siente incompleta, estéril de emoción. No hace falta que me lo diga con palabras, su
cuerpo habla por ella. Obvio que puede continuar viviendo a medias, sin apreciar la vida
bajo su piel, con los músculos agarrotados y el dolor mudo en los huesos. Puede
continuar por años enteros con una existencia hueca, insulsa de vida, saciada por el lujo
y la comodidad permanentemente, agasajada por el confort y la posesión, adormecida
por la frivolidad. Aunque también puede catar la experiencia de existir con la vida hasta
sus máximas consecuencias, exprimiendo la última gota de aliento junto al único
hombre que la hace estremecer. No entiendo que ella no lo entienda… Cuando se ama,
siempre se sufre. Pero cuando no se ama, todavía se sufre mucho más, porque no hay
nada más horrible que la ausencia de amor en la vida.
Terminó con un toque de colonia que excitó los poros de su piel.
—Cuando se refugió en el vehículo del extranjero, cambiando de novio en vez de
actitud, continuaron las turbulencias en el caos de su mundo interno. Quiso tener el
control de su vida, recuperando el fluir espontáneo de su alegría, pero lo que halla, es la
auténtica dimensión del amor grande y precioso. Y a pesar de reconocerlo, a pesar de
saber quien habita su corazón, sigue manteniéndose firme como el hierro, negando el
impulso de su alma enamorada noche tras noche, día tras día, minuto a minuto, con la
negligencia de un profesional corrompido por el dinero fácil un mes tras otro, a punto de
alcanzar un año.
Sam apagó la luz del baño que se quedó a oscuras, coleando el remolino que se
quedó atrás, al final de la ráfaga de viento que atravesó el espejo.
El susurro que fuera estrépito, se volvió insonoro, pero apunta hoy, que todavía
es hoy: ―El tiempo se encarga de poner las cosas en su lugar‖.
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Sam, salía al nuevo día con el discurrir de su mente concentrada, en armonía con
en el latir de su corazón, en paz consigo mismo en lo más hondo de su ser.
El tiempo, efectivamente. Pero únicamente el tiempo no es suficiente. Uno debe
cooperar y actuar, ejerciendo su voluntad consciente, para facilitarle las cosas al amor.
¿A quién engaña Meysi?
¿Se puede vivir sin honestidad?
Y, en caso de que sí se pueda...
El resultado que se obtiene, ¿puede llamarse a eso una vida plena y auténtica?
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BAJO LA SOMBRA
Cuando es violento, el viento deshoja la margarita.
Esa semana concreta tenía que buscar cómo descansar, pero Janiva se había
extraviado en la oscuridad. En esa zona se dejaba atrapar por una ofuscación violenta
que la alcanzaba para oprimirle el corazón.
Se había enamorado perdidamente de un hombre treinta años mayor. Conocía su
pasado. Al principio no le importó que anteriormente hubiera estado casado. Llevaba en
su maleta los documentos de separación. La sentencia del divorcio quedaría muy pronto
inscrita en el registro civil. Pero Janiva se hundía en la desesperación de un pozo sin
fondo por el que caía desde hacía meses.
Serían marido y mujer, claro que sí, pero Janiva sentía que le quitaba el lugar a
otra. Tenía la sensación de que le arrebataba el hombre a otra mujer, ocupando una
posición que no le pertenecía. Se casarían, porque en cuanto se lo pidió, ella aceptó
encantada sin pensárselo dos veces. Enmarcó el día en rojo en el calendario. Pero Janiva
no podría vestirse de blanco. La situación le creaba un dilema moral del que no se podía
zafar.
No le gustaba que existiera un patrón de comparación. Ni que su futuro esposo
pudiera sentirse responsable de ―la otra‖. Y la posibilidad de que un día mirara atrás con
nostalgia, hacían que desfalleciera todavía más. Sentía que era un melocotón maduro al
que se estruja con fuerza abrupta. Resbalaba conforme se acercaba la fecha que juntos
fijaron.
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No de blanco. Segundo plato. Bajo la sombra de otra. Tres golpes calando
hondo. No conseguía encajar los porrazos que se le antojaban martillazos punzantes.
Había aguardado el gran día de su boda almacenando montañas de ilusión.
Quería ser la única en la vida del hombre elegido. Ansiaba ser la primera en darle todo
cuanto se puede dar. Vestirse de novia por derecho propio. ¡Eso quiso desde su
pubertad! Pronto estarían unidos el uno con el otro, pero Janiva no sería la esposa
legítima ante la sociedad. Una dominante madre soltera se había encargado de
convencerla de que no podía acceder a la felicidad sino era desde el altar, con la
bendición del sacerdote en una iglesia abarrotada de gente. Había escuchado más de mil
veces ―La ceremonia debe unir para siempre, sin rupturas‖. Janiva se persuadía a sí
misma de que sus vecinos la señalarían con el dedo frente a la puerta de su hogar.
Acusándola… ¿de qué?
Llegó a sentir que no lo merecía. Que ejercía una apropiación indebida. Un
comportamiento improcedente… indecente.
Janiva se había angustiado hasta el punto de sufrir una insatisfacción constante
que se manifestaba físicamente. Se le caía el cabello, se le pelaban las manos, sentía
nauseas, se agudizaba el insomnio, y perdió el apetito por completo. Llamaba la
atención las pronunciadas ojeras que sesgaban el atractivo de sus ojos almendrados.
Proporcionaban a su demacrado semblante un aspecto sombrío. Debía sosegarse,
abandonar la siniestra oscuridad.
El fin de semana almorzaría con Ruth, su amiga de la infancia que se marchó al
extranjero a estudiar una carrera universitaria. Almorzarían en el hotel donde antes se
ubicaba el barrio que las vio crecer. Visualizaba el chapuzón en la piscina rememorando
las competiciones realizadas de niñas cuando las dos afirmaban que sabían nadar bajo el
agua. Se trataba de un acontecimiento alegre durante el cual, no quería transmitir una
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imagen de fracaso. Se dio la vuelta en la cama pensando en si Ruth estaría igual de
flacucha que cuando se marchó. Las últimas fotografías que recibió en Navidad
revelaban que habría engordado. Apagó la luz presionando de un golpe seco el
interruptor. Cerró los ojos forzándolos para que la ayudaran a desconectar. Pero aquel
dañino tormento al no lograr el modo de ser feliz, el modo de convivir con la
circunstancia del hombre que amaba, el modo de salvaguardarse de su maldición.
—Amiga, ya me gustaría a mí que alguien me amara como te aman a ti. Eres
afortunada, ¡créeme! He salido con un montón de hombres de los estratos sociales más
diversos: casados, separados, divorciados, seductores irresistibles, eternos solteros,
hombres con mucho dinero y poder, artistas bohemios e intelectuales extremadamente
cultivados. También he salido con hombres de otras religiones y la verdad, al final de
cuentas, lo único que importa es el amor honesto del hombre que te hace estremecer.
Se movió con pereza, como si quisiera darle la espalda, lentamente, ¿lo
despreciaba? ¡No! Solo se había cansado de la posición. Todavía no sabía que estaba
susurrando.
—Sabes, Janiva, es mejor tener la certeza de que algo existió y terminó, que tener la
incógnita y el perpetuo miedo en el cuerpo de que tu hombre pueda marcharse mañana
si conoce una fruta más fresca y tierna. Deberías centrarte en valorar su fidelidad, que
viene del resultado de su experiencia, pues ahora entiende lo que necesita, y también
sabe lo que puede ofrecerle a su nueva esposa.
Brincó como brinca la inocente gacela a la que un hierbajo inesperado le roza
su pata. Fue un reflejo inconsciente. Como un tic.
—Sabes, Janiva, todas las mujeres que conozco se sienten defraudadas. Pasan seis
meses preparando ―el gran día de la boda‖. Pero transcurre tan velozmente que apenas
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lo saborean. La presión durante tanto tiempo por intentar complacer a ambas familias,
mucho más que a ellas mismas, suele provocar que tengan que retocar el vestido cada
vez que se lo prueban, pues los nervios las consumen a diario. Ninguna ha logrado
describirme las sensaciones que sintió, sino es la decepción que las embriagó por todo
lo que salió mal. Muchas expectativas... ¡eso no es bueno! Te digo que no recuerdan los
instantes sublimes del día, en cambio, no olvidan a aquellas personas que se
comprometieron y no cumplieron. Fíjate, al cabo de los años, ninguna de ellas es capaz
de mencionar a los presentes. No es sino en las fotografías o el vídeo que los descubren,
y a veces, llegan a preguntarse sorprendidas... pero, ¿estuvo en mi boda fulanito de tal?
Las dos manos se movieron a la vez para tocar la nuca y entrelazarse.
Demasiadas horas inmóvil en la profundidad en compañía de...
—Sabes, Janiva, deberías ser más objetiva. Cuando te conoció, ya no estaba con la otra.
Se había desvinculado totalmente de su vida anterior. Vendieron el patrimonio familiar.
Además, no hay hijos de por medio. Únicamente los une el afecto de sus años de
convivencia, estoy segura que no hay nada más. Tú nunca fuiste el motivo de la
separación, y, por el contrario, sí eres una oportunidad, una alegría de vida para ese
hombre. Eres el motor de su felicidad. ¡Tiene derecho a intentarlo otra vez! ... y no va a
ser tan absurdo de buscar similitudes para repetir una historia que salió mal. Sería una
estupidez no mirarte en toda tu dimensión.
De repente se rascó la nariz frenéticamente, como si un insecto le hubiera
mordisqueado la punta y no pudiera desembarazarse del cosquilleo.
—Y sabes otra cosa, deberías ser más práctica. Dime, ¿con quién vas a compartir tu
historia de amor? ... ¿con tus vecinos o con tu esposo? Deja que los demás piensen lo
que quieran y digan lo que se les antoje. Nada más escucha tu corazón, y déjate abrazar
por el hombre que amas, porque en sus brazos es donde encontrarás paz y bienestar.
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Llegado este punto roncaba profundamente haciendo retumbar las paredes. Su
mejilla fue besada con delicadeza y dulzura, suavemente, como el padre que da las
buenas noches a su pequeña hija.
—Amiga, la vida es demasiado difícil para que nosotros la compliquemos imaginando
demonios. No hay situaciones perfectas. Cada acontecimiento tiene ventajas e
inconvenientes. No inventes fantasmas que únicamente sirven para coartar tu libertad. Y
en caso de que en verdad exista una sombra... ¡que tu grandeza la ensombrezca a ella!
Aquel domingo Ruth había caminó pisando su añorado país, con cierto nerviosismo
hasta el hotel donde antes se ubicaba el barrio que las había visto nacer. En cuanto se
reconocieron entre la gente de la recepción del hotel, ambas corrieron para saltar la una
en los brazos de la otra sumergiéndose en la piscina de la amistad.
El largo abrazo pareció el fotograma congelado de una película en la que dos
cuerpos se funden en uno y es imposible averiguar cuál es cual. Retomaron de forma
inmediata la fertilidad de su conexión fraternal que perduraba a través de los años y a
pesar de los kilómetros y kilómetros de distancia. Europa está muy lejos.
Después del emocionante abrazo, se pusieron los bikinis y se tendieron al sol
para aplaudir los comentarios de rigor. Ruth desarrolló una actitud de sincera escucha
activa.
Después del almuerzo a base de abundante marisco y vino blanco, Janiva no
podía engañar a quien había escuchado con atención detrás de cada gesto percibiendo su
desesperación, y justo cuando sirvieron un licor de manzana helado en el lujoso salón de
exquisita decoración barroca, compartió con ella su tormento, se sinceró. Y como un
rayo de luz que atraviesa las nubes para acariciar el mar, habló su buena amiga recién
llegada de Italia con el estandarte del patrimonio de un sueño maravilloso. Ruth conocía
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perfectamente el mensaje que debía transmitirle a Janiva. Lo percibió desde la
profundidad vital de su ser generoso. Intuía la compañía, recordaba la sensación del
susurro, todavía saboreaba el beso. Su novio le había dicho tres días antes, un tanto
molesto ―Te has pasado la noche hablando en voz alta, Ruth‖. Había vislumbrado en ese
estado de conciencia un pájaro.
Y como un pájaro de cielo que agita sus alas resplandecieron las palabras que
rebotaron contra las paredes del lujoso salón igual que miles de traviesas pelotas de
goma. Ruth penetró en el pecho de Janiva para llegarle al alma de una manera sencilla,
repitiendo uno a uno los vocablos que albergaba en su propia alma. Supo cómo
pronunciarse para facilitar el mejor beso que fusiona lo divino con lo mundano, y así lo
recibió su amiga de la infancia: con delicadeza y mucha dulzura, suavemente. Sin
violencia.
Luego de aquel inolvidable día en compañía de Ruth, Janiva podía elegir arrinconar la
desesperación que amenazaba con desbaratarla. Podía olvidarse de angustiarse por toda
la carga de frustración acumulada. Podía ignorar las directrices de una dominante madre
que nunca asumió su condición de soltera. Podía centrarse en esa nueva luz
fluorescente, y, por la noche, conciliar el sueño sin ninguna dificultad. Podía descansar,
sosegada, soñando un mundo donde no hace falta vestirse de novia con velo y cola y
subirse a un altar frente a un sacerdote y mil testigos elegantes.
Tal vez Janiva consiga entender que un corazón fuerte elabora toda aspiración al
margen de la adversidad, al margen del comentario cretino del vecino que no se mira el
ombligo, al margen de cualquier acto cotidiano que se impone desde la cuna hasta
condicionar, obligando a una tradición en ocasiones absurda. Pero quizás prefiera
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revolcarse en el barro, lamer sus heridas, permanecer derrumbada negando la ocasión
del amor rodeada de auto-inventada oscuridad negra y pegajosa.
Todavía puede ser la primera en darle un hijo al hombre que ama.
Janiva puede lograrlo, ¿lo hará?
¿Tendrá el coraje suficiente para trascender?
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MIEDO AL CAMBIO
El abuelo de Betzaida, le contó durante su niñez, un sin fin de veces la misma historia:
Una niña lloraba en la orilla del lago, y murmuraba...
— ¡Oh, miedo! ¿Por qué me persigues?
El sol lucía radiante, con su fulgor impresionante.
— ¿Por qué me embistes como un toro encabritado?
La niña secó sus tímidas lágrimas, y añadió…
— Me afliges, dime, ¿por qué insistes?
Su rostro se reflejaba ondulante en el manso lago.
— Qué me reprochas, si fuiste tú quien me invitó.
Se expresaba relajada, desde las aguas transparentes.
— De qué te quejas, si fuiste tú quien decidiste que debía
quedarme cerca para afectarme.
Se respondía desde la claridad del agua cristalina del lago.
— Y de qué te lamentas ahora, si eres tú quien me
alimenta a diario para que sobreviva a tu lado, perezosa.
¡Tú me has inventado!
El abuelo de Betzaida le contaba la historia de la niña del lago con la intención de que
entendiera la moraleja, pero ni siquiera su cálido tono, ni su bondadosa presencia, ni su
inconmensurable paciencia, conseguía que captara la enseñanza. Nada apaciguaba a la
pequeña que solía pasar el día en tensión, nerviosa e intranquila. Incluso durante la
noche, la alcanzaba un temor que la hacía encogerse en la cama y taparse con la sábana.
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Vivía angustiada. No hablaba con su padre, ni con su madre, ni con sus hermanos. No
miraba a los profesores a los ojos. No jugaba con sus amigos después de clases. No reía,
ni anhelaba un pedazo de pizza o un helado de nata. No quería ir al cine. Tampoco a la
piscina. Permanecía frenada, retenida, estancada, bloqueada, contrariada, impedida y
confundida. Así crecía.
La víspera del décimo aniversario de Betzaida, el abuelo le hablaba a su nuera acerca de
su nieta preferida, a la que tildaba de pequeña ninfa incomprendida.
—Nuestra niñita no sabe que el miedo afecta solamente a quien se deja, y si actúa, lo
hace únicamente si se le consiente.
Magali, la madre de Betzaida, no sabía que su hija permanecía despierta, en
guardia con sus pesadillas. Creía que dormía plácidamente como cualquier niña.
Escuchaba al delgado anciano, que no se veía viejo, a pesar del rostro surcado de
arrugas y la cabeza despejada de cabello. Habitaba la vivienda desde hacía apenas tres
meses, después de que falleciera la mujer con la que convivió cincuenta y un años,
felizmente, sin haber tenido que cumplir con el ritual clásico de una ceremonia
religiosa.
Solía esperar a su nuera en el sillón de la entrada, y esa noche, sus gestos eran
enérgicos.
—La mayor joya es la vida posible que no puede encerrarse en casa por miedo a salir a
la calle –se lo dijo mientras se levantaba del sillón para mostrarse firme como una
montaña que desafía al tiempo.
Magali dejaba el bolso y la cartera encima de la mesa del comedor. A
continuación, abrió la cartera. Hurgaba dentro.
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—El miedo es algo destructivo que limita el crecimiento. Somos ideas ilimitadas
capaces de alcanzar la eternidad –la cabeza brillaba con el rebote de la luz.
La madre de Betzaida pensó que eran demasiadas ideas complicadas para
hacérselas entender a una niña de nueve años. Pero lejos de buscar un conflicto,
contrastó sus propios argumentos con su suegro.
—Hay que ser prudentes, y sensatos –dijo Magali, sin soltar los papeles que tenía en la
mano-. Hay que evaluar los acontecimientos, y sus posteriores repercusiones. Pero
ciertamente, no hay posibilidad para la acción si permitimos que la energía se concentre
en la nefasta palabra miedo que no es más que ¡una palabra!
El hombre sonrió, satisfecho de mantener una conversación con la esquiva mujer
que constantemente se exhibía ocupada con sus innumerables compromisos.
—Una palabra que al pronunciarla, coarta de inmediato toda actividad, reprimiendo
nuestras acciones –dijo ella.
—Y saboteando la propia identidad, paralizándonos, inmovilizándonos, hasta llenarnos
de ansiedad e insatisfacción –acuñó él.
Ambos estaban de acuerdo, sin embargo, uno aportaba y sumaba, mientras el
otro era pasivo, y por su negligencia, restaba.
El abuelo, con pocas obligaciones domésticas, desempeñaba la función de
intentar llegar hasta la comprensión de la pequeña. Por el contrario, su madre, estaba
mucho más interesada en la fundación que presidía y en su fama y trascendencia social.
No tenía espacio en su apretada agenda para sentir compasión por su hija, a pesar de que
su suegro la había puesto sobre aviso.
Esa noche, Magali estaba concentrada en la elaboración de un discurso, en la
posterior rueda de prensa, y en el impacto mediático que su testimonio causaría en los
círculos más influyentes de su época.
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El murmullo del viento irrumpió como un enjambre de abejas hasta la almohada
mojada por el sudor ―Niña mía, el miedo a una acción, es peor que la acción misma. El
secreto para la serenidad reside en este simple acto: perderle el miedo al miedo. Es tan
simple como eso, créeme‖.
Alguien se había expresado al oído de la pequeña Betzaida, pero ¿había sido su
madre desde el comedor… se trataba del regalo de cumpleaños del abuelo, o… era la
expresión de un sueño locuaz que aleteaba por la vivienda?
Tan pronto Betzaida se levantó a la día siguiente, agarró con firmeza el cuaderno
del colegio y arrancó unas páginas en las que escribió, por delante y por detrás, una vez
tras otra, la palabra MIEDO. Le temía al fuego, por eso tomó la caja de fósforos de la
cocina. Le arrebató del cajón de la mesita de noche la botellita de gasolina con la que
llenaba su viejo mechero el abuelo, y se trasladó al patio trasero, vigilando que los
vecinos no la vieran cargando diversos periódicos arrugados que su madre acumulaba
en el garaje. Siempre le tuvo mucho miedo al fuego, por eso encendió un fosforo,
temblando, que se apagó de inmediato por el zigzagueante movimiento.
Volvió a prender un fósforo, que lanzó, esta vez, con destreza. Betzaida observó
como las llamas devastaban el papel que se retorcía, y toda clase de enseres que
aprovechó para quemar en la enorme fogata.
Esperó a que se consumieran sus espantos, y vio cómo se desvanecían sus
fantasmas igual que el humo, poco a poco, lentamente hacia arriba.
Todavía esperó un rato sentada de pies cruzados. Luego barrió las cenizas, de la
misma manera que barrió el absurdo vocablo de sus labios. Y a partir de entonces, la
pequeña Betzaida no fue por más tiempo una niña miedosa. Se convirtió en una
mujercita libre de esa enfermedad.
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Había crecido dentro de su cuerpecito ese virus, pero ya no existía. Se había
evaporado, como el agua, después de hervir un rato. Se desvaneció de igual modo a
como la pintura desaparece debajo del nuevo cuadro. Por tal razón, Betzaida caminaba
erguida, henchida de valor, segura de sí misma, pues averiguó que el miedo no es más
que una alucinación. Había cumplido a raja tabla la petición que le hiciera... ¿quién?
Estaba dormida, o se hizo la dormida cuando le susurró tiernos vocablos que culminó
con un ―Realiza aquello que más temas y ganarás. Felicidades mi niña linda‖... ¿Fue el
abuelo? ¿Fue su madre? ¿Quién se había expresado la víspera de su décimo aniversario
junto a la almohada de Betzaida?
El vestigio que nos deja un sueño, no es menos real que la huella de la pisada en
la arena de la playa que se disipa tras la ola del nuevo día.
Veintitrés años más tarde, lejos quedaba aquel episodio culminante de su vida en que
Betzaida tomó una decisión. Fue un proceso de iniciación que le cambió la forma de
interpretar el mundo sin fin, exclamaba siempre. Pero repentinamente, volvía a sucumbir
ante el engaño.
Se dormía acurrucada en posición fetal, mojando la almohada de sudor amarillo.
Figuraba en su quehacer diario el nerviosismo y la tensión que le agarrotaba las
articulaciones. Había tropezado y caído, no lograba levantarse. Se había vuelto a frenar.
Estaba encogida, retenida por los pesares infundados de una fértil imaginación.
Amanecía con los ojos enrojecidos por haber gimoteado como lo hiciera antes de
cumplir diez años. Pero el cuento había quedado atrás. Su abuelo había fallecido. Su
madre se había trasladado a Canadá.
Tenía que volver a experimentar el aprendizaje, asumiendo que era vulnerable.
Debía adquirir los conocimientos para el justo crecimiento personal, que se manifiesta
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por períodos cíclicos de revisión y rectificación. Así, ella, tenía la oportunidad de
reinventarse otra vez. Cada estadio de la evolución es significativo. Podía mejorar en
cada etapa de su existir, elevando el nivel de comprensión y satisfacción. Era su
elección.
Pero Betzaida no solo tenía miedo. Le horrorizaba la posibilidad de equivocarse.
Mientras se duchaba, y cuando conducía o cocinaba, repetía como un disco rayado.
—No quiero equivocarme. No puedo equivocarme. No debo equivocarme. Reconozco
mis debilidades: tengo un inmenso miedo a equivocarme.
La había solicitado en matrimonio un hombre con nacionalidad alemana, cuya
madre era de Uruguay. Boris, era bueno, íntegro, soltero, con un deslumbrante futuro
profesional al frente de una fábrica de aviones situada a 287 kilómetros de Berlín. Le
había confesado su hondo sentir y su deseo de fundar un hogar y crear un a familia con
ella.
Gracias al ejemplo de vida que le proporcionaron sus abuelos durante tantos
años de feliz convivencia, Betzaida siempre deseó casarse. Sin embargo, a medida que
se acercaba semejante posibilidad, en vez de saltos de júbilo, entristecía. Estaba
aturdida. No quería apartarse de la tierra centroamericana que tanto amaba. No quería
despegarse de las costumbres y la comida de su país. No quería dejar atrás a los amigos
y a sus compañeros de la oficina. Cabe destacar, que se negaba a renunciar al mundo
laboral que se había labrado con esfuerzo y grandes dosis de dedicación extrema. El
empleo que consiguió, le costó un duro proceso de selección que dejó atrás a dos
varones, un éxito rotundo en la sociedad machista en la que se había criado.
Le agradaba cuanto era cotidiano y conocido, pero sobre todo, no se atrevía a
cortar el cordón umbilical que la unía a la residencia que había habitado. No concebía
abandonar el único legado de su padre, arquitecto de profesión, fallecido un mes antes
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de que naciera. En cada esquina estaba el afecto de papá, en la manera de distribuir las
estancias, en la situación estratégica de la cocina, en el diseño singular del jardín con
sus múltiples estatuas que moldeó con sus propias manos. Su madre le había explicado
lo mucho que le gustaba evadirse de la rutina del trabajo realizando figures que dejaba
salir de debajo de las rocas... ―Todas albergan una belleza que sale a la luz con esfuerzo
e ingenio‖, decía el hombre que contribuyó a darle la vida.
Betzaida había anhelado con ilusión durante sus años de juventud la posibilidad
de conocer Europa, pero cuando ya se trataba de una realidad, sentía un pavor absoluto
y descontrolado que la obligaba a ir al baño a vomitar. Viajar a otro país, descubrir otra
cultura, aprender un idioma nuevo… eran cosas que la estimulaban, y a su vez, la
alteraban hasta llevarla al abismo del horror. Quería ser madre. Quería desarrollar la
actividad de un hogar con sus propias normas. Quería mejorar su condición. ¡Estaba
hecha un tremendo lío!
Betzaida presionaba frenéticamente el botón. Ninguno de los cuatro ascensores
del edificio de oficinas acudía a su llamada. Lo reclamaba como quien clama auxilio
junto al cuerpo de un ciclista arrollado en la carretera, hasta que finalmente se abrió una
puerta y entró, avanzando hasta sí misma. Se observó frente al espejo mientras
descendía hacía abajo. Reconoció el rostro angelical de la niña que todavía era, y se dijo
a sí misma en voz alta.
—Estoy sola. Esta vez me toca trabajar desde adentro.
La incertidumbre de los futuros acontecimientos dilapidaba su presente. Era
complejo decidirse, pero decidirse, no es más que el acto de resolver una cuestión, y,
―Cariño… no tienes más remedio que afrontar la situación‖, eso mismo le hubiera dicho
su madre de estar ahí.
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—Todas las decisiones que se toman marcan la vida de una persona, y esta decisión,
probablemente más que cualquier otra, marcará el resto de tu existir. Por lo tanto,
deberías perseguir una necesidad, y nunca un deseo o una aspiración. Y para obtener
garantías, tendrás que reunir toda la información, Mi Niña.
Antes de que se abrieran las puertas del ascensor, sintió que su abuelo se
acercaba a la niña que sentó en su regazo para susurrarle al oído las palabras que
transcribieron sus labios de mujer adulta.
—En la vida, nada es más permanente que el cambio. Todo está en constante evolución.
El mundo avanza, se mueve, varía, y de pronto, gira bruscamente cuando menos te lo
esperes. Y todo cambia.
Salió del ascensor que la había llevado al parking con ritmo acelerado, como si
la acosara un asesino. Al intentar abrir la puerta del automóvil, se le cayeron las llaves
al suelo, generando un estruendo que la sobresaltó. Las recogió y entró y se acomodó en
el asiento. Se puso el cinturón de seguridad y arrancó. Después de subir la rampa y
saludar al vigilante, condujo hasta el barrio periférico donde se encontraba el único
legado de su padre.
—Solamente hay una manera de eliminar las decisiones equivocadas, y es, asegurarse
de llevar a cabo la decisión más correcta –dijo conmovido por la oportunidad que se le
presentaba a Betzaida-. Pero no es posible aplicar el sentido común, ni la objetividad, si
nos empeñamos en caminar como un vehículo que avanza con el freno de mano
presionado. ¡Así no se marcha!
Betzaida tuvo que dejar el carril izquierdo para colocarse en la cuneta. Miró el
asiento del acompañante. Estaba vacío. Y sin embargo... claramente había escuchado la
voz ¿del padre que se manifestaba desde el otro mundo?
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—Una manera de lidiar con las circunstancias, es preverlas. Anticípate a los hechos que
se producirán –exclamó con un tono de conferencia-. La forma de conocer el peligro
antes que el peligro llegue, es adelantarse a las repercusiones de la nueva actividad, que
surge a consecuencia de la decisión.
Y llegaría el peligro para Betzaida, porque no hay situaciones perfectas.
Eran instantes de raciocinio, antes de darle una respuesta a Boris, que aguardaba
impaciente en la puerta de la residencia que simbolizaba la morada permanente del
padre. Andaba de un lado a otro de la calle con los billetes de avión en el bolsillo, los
visados de la embajada en una mano, y en la otra, el boceto para las invitaciones de
boda. Mantenía su corazón en un puño, interrumpido, suspendido todo él en la incógnita
de la respuesta de su posible esposa y madre de sus hijos... y una palabra enredada en su
lengua... rosaleda... ¿por qué rosaleda? Tal vez por el jardín que visualizaron Boris y
Betzaida en su futuro hogar durante las últimas conversaciones imaginándose ya en
Alemania. Pero la imaginación puede traicionarnos, pensó Boris, si dejamos que se
eleve en exceso.
La luna estaba gorda como si la hubiera embarazado el sol. El viento danzaba
entre las palmeras, como indios alrededor de una hoguera clamando lluvia o guerra o
rosa... bela. Una dócil brisa arrullaba el rostro enamorado de Boris, haciéndole rebotar
el flequillo sobre la frente. En la esquina de la calle, una fiesta alegraba la noche con las
risas que se perdían para regresar como ecos de ejércitos en clave de revolución. Lo
hacían con sonora pesadez, al paso de un redoble que lo aturdía, mientras Betzaida se
metía con rapidez en el garaje con el automóvil, sin saludar a Boris, refugiándose en el
interior de la casa perfecta que su padre diseñó y jamás disfrutó.
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Rápidamente se situó en un rincón de su habitación, en cuclillas, tapándose el
rostro con las dos manos, apoyando su espalda contra la pared. La pared de su padre…
¿papá?... ¡socorro!
Dibujaba en su mente las cosas buenas que podían suceder, como si proyectara
una película en su mente. Si conseguía sentirse satisfecha al verse al otro lado del
océano siendo la esposa de Boris, nada tenía que temer. Podía contestarle
afirmativamente, abriendo así una nueva etapa de su vida. Y se preguntó... ¿estoy siendo
honesta conmigo misma? En ese instante ignoró las dudas, y el miedo se desvaneció.
Algo se arrimó a ella con el sabor aterciopelado de la verdad. ¡Valió la pena esperar al
instante de luz!
Diecinueve años más tarde, en una ciudad alemana, en una gran vivienda de tres
plantas, con techos de cuatro metros y arcos en todas las puertas y en las ventanas, el
hijo adolescente de Betzaida y Boris, al que inicialmente pensaron llamar Erich, y luego
Hermman, para ponerle finalmente Nazik en honor a un héroe legendario, escuchaba
tendido en el amplio salón-biblioteca, en cuyo centro se levantaba una imponente
chimenea redonda decorada con piedra de pizarra.
—Sólo con la bondad no basta –dijo su madre, después de remover las rojas brasas del
fuego con el hierro candente en forma de flecha para insuflar nuevas llamas.
—Sólo con la fuerza, tampoco –le explicaba su padre, al tiempo que lanzó una piña seca
al centro de las llamas que habían arrancado con renovada vida-. Con la bondad y la
fuerza, hay muchas probabilidades, hijo, pero falta algo fundamental. Me refiero a esa
clase de inspiración divina que llega en ocasiones contadas, a la que suele denominarse
intuición–. Boris miró tiernamente a su esposa, y a esa energía manifiesta de su amor le
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nacieron patitas que caminaron hasta hundirse en el corazón de una Betzaida sonriente y
de facciones tranquilas.
—Y si encontramos el sendero que nos pertenece a cada uno –afirmó Betzaida, con una
repentina mirada de zorro astuto que agudiza el ingenio-, otros encuentran el suyo. Y
sucede, que el camino que no puede verse, ¡resuena en tu voz Nazik!
—Y el mensaje que no logra percibirse, tú lo escribirás –añadió Boris con
determinación.
Padre y madre estaban orgullosos por la meta que se había fijado el único hijo
del matrimonio, que disfrutaba recostándose encima de la piel de jaguar a escasos
centímetros del fuego, con los pies desnudos, y el hueso de una aceituna en su boca.
—Y esto, ocurrirá cuando hayas visto el rostro del miedo desvanecerse ante ti –exclamó
Betzaida-. Tendrás una prueba de fuego. Determinará tu existencia. Sentirás palpitar el
acontecimiento mientras dudas, incómodo y aturdido. Pero en ese estado de aparente
desorden y consternación, podrás comprobar que ese espacio que algunas personas
desprecian e idolatran al mismo tiempo reconoció –yo misma edifiqué un trono para que
se sentara –y continuó con la misma convicción –no siempre está repleto de una
presencia maligna. No se trata de una oscuridad peligrosa, aunque la atmósfera es
pegajosa. Cuando desaparece frente a tus ojos, te das cuenta que guarda colores intensos
rodeados de posibilidades, mostrándote el tesoro... El tesoro de una sencilla lección de
amor a la vida que te susurra ―Soy la antesala de la plenitud‖. Sí, hijo mío, ve, y cruza tú
sólo el puente hacia la aventura de ese inevitable encuentro. Hazlo, con el valor del
guerreo que enfrenta al monstruo en las murallas del castillo. Recorre ese trayecto con
suficiente ímpetu, solo, con la armadura de tu convicción. Y cuando se termine el
puente… cuando sientas que se borra bajo tus pies, no te detengas. ¡Todavía no! Seguro
que no será el final. Avanza un poco más. Notarás que se hace visible el resto del
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camino, justo cuando pensabas que todo había terminado. Todos los finales son en
verdad nuevos comienzos. Llega al otro lado. Descubre el valle oculto. Hay una parte de
ti que existe, a pesar de ser desconocida. Utiliza la intuición a la que se refiere tu padre.
—Existe un lado de la luna que nunca ha sido explorado –señaló Boris-. Ese lugar es
tan misterioso como atrayente, y así, igual que el magnetismo del imán, debería llamarte
a ti la oportunidad de examinarte –miró a Betzaida, expresándole la gratitud por haberle
dado un hijo tan notable, y prosiguió con la devoción en sus labios-. Hijo, he aprendido
al lado de tu madre que mejorar el carácter, es mejorar el destino. Llega hasta el final, y
luego, cuenta a los demás tus vivencias, con la poesía de tu sensible corazón iluminado.
Boris y Betzaida se fueron a acostar dejando a Nazik solo en el salón-biblioteca.
Era la manera que tenían de alentarlo a reflexionar. La noche lluviosa derretía la nieve
en el exterior. Lentamente se desbarataba el muñeco que habían realizado en familia
durante la tarde, dejando al descubierto el esqueleto de madera que lo sostenía.
Nazik apoyaba su cabeza encima de la cabeza del animal, un jaguar al que se
había convertido en alfombra decorativa. Su mirada se extraviaba en los rincones del
alto techo formado por cornisas de madera de nogal. Jugueteaba con el hueso de
aceituna en su boca, moviéndolo con la punta de la lengua entre los dientes.
Nazik quería ser escritor. Sentía la necesidad de contar historias. Y era un joven
prematuro que no quería únicamente entretener. Quería aportar contenido de valor para
la sociedad. Aspiraba a que sus palabras tuvieran funciones de utilidad.
Cuando entregaba textos a sus amigos, a los profesores del instituto, a los
compañeros del equipo de baloncesto, la mayoría solía pronunciar un escueto ―Está
bien‖. Pero no le explicaban el motivo por el cual afirmaban que aquel texto estaba
bien. Se cansaba de solicitar opiniones, pero las sugerencias para engrandecer sus textos
con el aporte comunitario, no llegaban nunca. No había aportaciones, más allá de
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aquellas dos lacónicas palabras. A pesar de haber advertido que no se contuvieran en su
juicio, animando a las distintas personas a expresar sus comentarios sin disimularlos, sin
inyectarles anestesia, puntualizaba y soltaba un ―No temas herirme‖, mientras extendía
su mano con los cuadernos de bolsillo ―Pues si logro corregir y mejorar el texto, eso
constituirá un deleite para mí, y me colmará de gozo, y te estaré eternamente
agradecido‖. Pero esa clase de ayuda, jamás le llegó a Nazik. No había interés por la
literatura. La mayoría de persones querían ver televisión o chatear.
Se notaba que las personas consultadas, únicamente querían ser corteses o
agradarlo con lisonjas rastreras; en vez de analizar sus palabras y emitir juicios
racionales. Tal vez no se atrevían a desmoralizarlo, pensando que había incapacidad, y
acallaban su veredicto. Pero era más probable que la ineptitud partiera de ellos, puesto
que no tenían un criterio definido, de ahí la nula opinión o la imposibilidad de
expresarse. No tenían la costumbre de leer. No les gustaba enfrentar un texto largo,
¿cómo podían realizar observaciones constructivas, con suficiente base lógica, si vivían
escribiendo mensajes fraccionados, adulterados por las toscas imposiciones del nuevo
lenguaje tecnológico?
La frustración de Nazik era enrome, hasta que la sustituta del profesor de
historia, Rosabela, una italiana tan grande como un armario, objeto de burla por parte de
los estudiantes, soltera, de cincuenta y tres años, leyó durante la corrección del examen
la parte trasera de un folio en el que había unas notas ocasionales del alumno que se
sentaba en la tercera fila de la parte izquierda. Quedó impresionada por la sensibilidad y
la profundidad de las frases manuscritas. Hacían alarde de una hermosura descomunal.
Rosabela citó a Nazik un viernes después de clase, para preguntarle si aquellas
frases pertenecían a su genio o las había copiado de algún libro que ella desconocía.
Tras el asentimiento tímido de Nazik, apostilló:
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—Has conseguido conmoverme, chico listo.
Y la profesora Rosabela se sentó encima de la mesa del escritorio, algo
totalmente fuera de lugar para una mujer de su edad, pero absolutamente desinhibida, a
pesar de su grotesco tamaño de tanque de guerra, se puso a balancear sus gruesas
piernas con la gracia de una colegiala, presta a iniciar una relación con el adolescente.
Era una relación que consistía en animar a Nazik a soltar todo cuanto se aferraba
en su interior, para juntos, después de permitirle al texto reposar unos días, darle forma,
ordenando las unidades de información, acentuando las situaciones, recreando el
dramatismo a través de personajes más complejos, con detalles acerca de sus rasgos más
característicos y su manera de hablar, dosificando los datos, a fin de evitar argumentos
injustificados donde se veía demasiado la mano del autor.
La formación empezó en la cocina de la casa de Rosabela, mientras le preparaba
a Nazik unos espaguetis al pesto con mozarela y orégano, con esta sencilla lección que
le presentó mientras le servía el gran plato azul rebosante de comida.
—Una cosa es lo que tú quieres decir. Otra cosa es lo que escribes. Y otra cosa muy
distinta, lo que interpretan los lectores.
Rosabela impulsó toda su energía reprimida por los años a favor de Nazik.
Durante las tardes de los viernes, tras finalizar las clases, canalizaba sus conocimientos
hasta la esponja en la que se había convertido Nazik.
Ella, se había transformado en una mujer con una causa que le activaba la
sangre. Se lo explicaba a Boris, cuando recogía a su hijo bien entrada la noche.
—Hay vida después de los cincuenta. No tengo pensamientos de jubilación –
estaba entusiasmada y se regocijaba todos los viernes. Su alma reía y bailaba de placer
satisfecha porque Nazik era una auténtica aspiradora.
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Había anhelado una tarea creativa en la época en que los estudiantes ya no
querían aprender, aburridos con las asignaturas, distraídos por las redes sociales,
ignorantes de la fantasía y la imaginación.
Cada vez que Betaiza recogía a Nazik en su casa, después de aquellas tardes
interminables y las noches magníficas de los viernes, Rosabela le explicaba.
—Este es un mundo loco. Los padres no supervisan a sus hijos. A los maestros, ya no
nos motiva enseñar. La mayoría de los profesores europeos hemos perdido el interés
ante la frivolidad y la falta de respeto de los alumnos. Ya no nos implicamos, nos da
igual si entienden o no entienden las materias. Cumplimos con el temario impuesto,
pero sin aportes personales que faciliten la comprensión de unos textos demasiado
rígidos y que cada día se ponen más en cuestión. No ponemos ejemplos. Yo no cuento
anécdotas, y eso que me encantaba compartirlos al principio de mi carrera.
Así lo había reconocido en numerosas tertulias y reuniones de profesores, pero
nunca antes frente a un padre o una madre de un alumno suyo, pero Boris y Betzaida, se
habían convertido en sus amigos. A ellos podía exponerles su sentir más íntimo.
El desafío de Rosabela era conseguir que Nazik publicara. Convocó una reunión
formal con los tutores legales del adolescente para decir lo siguiente:
—Una sociedad como la actual, no puede quedar indiferente ante sus palabras.
Día a día se bautizaba como su mayor admiradora, disimulando su papel de
mentora, decidida a establecerse como su agente literaria y representante legal, tras
haber conseguido la autorización de Betzaida y Boris. Rosabela estaba comprometida
con el éxito de Nazik. Pero el joven tenía dudas, desconfiaba de su potencial, y no tenía
ningún interés en vender libros, asistir a ruedas de prensa, ser entrevistado en un
programa de radio o televisión, firmar ejemplares en las librerías, ver su fotografía en
las vallas publicitarias y la prensa. No estaba interesado en ninguna actividad
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relacionada con la promoción. Alegaba que su obra todavía estaba sucia y enredada y
necesitaba pulirse algo más.
—Debo limpiar mi obra. Reducir el grosor del libro... La extensión de los relatos... Los
cuentos son demasiado largos, demasiado complejos, demasiado infantiles. Tú me lo
has dicho en repetidas ocasiones, Rosabela... Lo bueno, si es breve, es dos veces bueno.
¡Excusas! Postergación ante el miedo.
Pero los mensajes que latían en las arterias de Berlín, en las fachadas de los
edificios de la ciudad, donde vigías invisibles son faros que avisan de las encomiendas,
cercados por las aceras y los semáforos, cuyas señales no se interpretan por las prisas, y
solo unos pocos las distinguen, Nazik, captaba las contraseñas con nitidez, descifrando
los encargos en las plazas y los parques, incluso en el enmarañado laberinto del metro.
No podía evadirse del impulso interior.
Se dedicaba a recopilar aquellos mensajes, minuciosamente, como el escriba de
su generación que almacena unas señales que nadie traducía, las contraseñas, que se
tornaban fortuna reluciente que nada tenía que ver con el oro o las joyas. Su alma se
desplegaba dispuesta a mejorar el mismo destino de la nación, tal era el encargo.
Nazik hallaba el sendero que le pertenecía, y como el agua que se encauza,
quería llegar al mar abierto, pero estaba situado encima de una roca sin mojarse los pies
que había desnudado para la ocasión, creyendo que se ahogaría en los rápidos.
Se había vencido la madre a sí misma años atrás, al entender, durante aquel contacto
con la verdad, que el apego a las cosas es la causa del sufrimiento. Y Betzaida lo había
logrado, fluyendo con la vida, porque en aquel instante particular en que Boris la animó
a fundar un hogar en Alemania, pudo elegir el camino del miedo y sin embargo, optó
por abrir la puerta de la confianza y entrar en la habitación de la aventura alentada por...
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Encontró su grandeza en el alma que no se desconoce ni se niega, donde la fuerza
del amor y la razón se abrazan fraternalmente. De ahí surge el repentino chispazo de
luz. En ese espacio, donde habita la conciencia, justo cuando se pasa de la oscuridad del
miedo a la lucidez de una escritura en tinta roja y en letras mayúsculas. Y su don
alcanza a Nazik, para que desfile en libertad por las avenidas, igual que una proeza
inmaculada que solo los niños y los ancianos aprecian.
Así estaba escrito. Tenía que nacer en un lugar donde el frío y la nieve permitieran
el recogimiento y como carambola, se topara con Rosabela, tal y como predijo la luna,
tal y como subrayó el viento, en el otro lado del mundo, componiendo la palabra que
levemente alcanzó el oído despierto de Boris.
Nazik estaba predestinado a ser grande. Era el resultado de un cúmulo de
circunstancias providenciales. Sin embargo, la última vuelta de tuerca le pertenecía
exclusivamente a él y, atemorizado, no estaba por la labor de fluir con las aguas del río.
—Aunque te proporcione el destino un escenario perfecto, diseñándote maravillosos
decorados, ofreciéndote condiciones favorables y ventajosas, la acción última, la más
valerosa y arriesgada, es la tuya, querido hijo mío. Tú eliges si salir al escenario. Tú
eliges si poner en práctica tu discernimiento íntimo bajo los focos, ante el auditorio
expectante que te exigirá novedad, una vez que se haya levantado el telón. La voluntad
consciente, depende enteramente de cada persona. No hay plenitud sin la debida
correlación de fuerzas entre las circunstancias y el libre albedrío. Mantener la armonía y
no desviarse en el complejo sendero de la trayectoria vital, te será cosa imposible, si el
miedo anida en tu alma.
Nadie más que Nazik podía dar el paso que no daba, sintiéndose frágil y débil a
causa del tremendo pavor ante la posibilidad de equivocarse.
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¿Menospreciaba su responsabilidad? ¿Debía exigírsele a su temprana edad la
fortaleza del hombre de leyenda? No es más cierto que las montañas no pueden
empujarse y que todo en la vida es el resultado de un proceso…
Ante la flaqueza, Nazik debía recordar el candor inconfundible de su madre,
comprendiendo lo que Betzaida nunca le había explicado. Jamás se lo había dicho
literalmente, pero sabía Nazik leer entre líneas y leía en la honda mirada de su madre.
Leía en la sonrisa risueña de aquella encantadora mujer. Día a día, intuía quién era que
la había alentado a disfrutar de la aventura.
Nazik descifró los silencios durante largos paseos solitarios, en los que el
parpadear de los avispados ojos del alma materna, afinaban el instrumento para que la
melodía mágica que ya tarareaba en la bañera llena de agua caliente y espumoso jabón
de olor a pino, acariciara las llamas de las candelas que danzaban festivamente. Y
apretaba con sus dedos la nariz para sumergirse bajo el agua y resistir, mientras oía.
—Nadie debe obstaculizar tu propia evolución. Cumple la profecía que tú mismo
dibujas en tu interior. Adelante, brinca, salta, y desvanécete a continuación.
Si Nazik logra traspasar el abismo del miedo a publicar, del miedo ante la
incógnita de si será o no será capaz de conectar con el público, del miedo a ser un loco
incomprendido, un sujeto linchado por sus extravagancias, en definitiva, del miedo a
presentar abiertamente su filosofía de vida a través de la comercialización de libros,
independientemente del target del lector. Si lo logra decidirse por divulgar su particular
literatura, quizás excéntrica para unos, tal vez pura realidad mágica para otros. Si logra
provocar sensaciones, sin dejar a nadie indiferente, y sin dar crédito a los críticos y los
gurús editoriales. Es posible, que como su madre, acceda a ese instante de luz inmortal
que transforma para siempre el existir. Es posible que consiga superarse, y asuma su
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función en la historia. Sí, es posible que se convierta en un prestigioso escritor refinado
y exquisito de reconocido talento mundial. Depende de él. Está en sus manos.
Había atendido las señales como regalos de cumpleaños. No solo el incondicional
aliento maternal, cuya mayor significación se ocultaba detrás de los silencios. No solo el
permanente ejemplo paternal, de quien es capaz de dar saltos mortales y aterrizar de
pies juntos en las calles de Pamplona, zarandeado por los toros bravos durante las
pasadas vacaciones en España. No solo la perspectiva sutil de Rosabela, que lo había
instado a concentrarse en la estructura de su obra, tal y como la sentía ―adentro‖, al
margen de los convencionalismos, rechazando la tradición o la técnica de los escritores
clásicos, ¡oh! Qué sublime visión la suya.
Nazik, también percibió el sigiloso batir de unas alas extrañas. Intuyó que
pertenecían a un pájaro... ¿de cielo?
La madrugada que Nazik escribía las últimas palabras del epílogo de su tercera
novela, en el salón-biblioteca, junto a la danza de unas graciosas llamas en la chimenea,
repentinamente entendió que la tarea le obligaba a salir a la intemperie. Avanzó con
dificultad, hundiendo los pies en la nieve, hasta tocar con la punta el mismo centro de la
Tierra sabedor del poder de las palabras escritas, impresas. Publicadas.
Al cabo de tres años, el retoño de Betzaida y Boris, dispone de salud y coraje, y de una
clarividencia exacta que certifica su propósito digno y noble.
Nazik ama el oficio que ha escogido para llevar su mundo al mundo abierto. Ya no
teme mostrar sus ideas, y cada sentimiento inseparable de su alma que traduce en
vocablos esculpidos en sus cuadernos de notas con espirales metálicos.
Hoy, no espera críticas benévolas por sus textos. Acepta la soledad del escritor.
Tiene el presagio de que el aplauso, llegará después de un arduo trabajo.
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—Es una buena forma de construir un legado. Me siento satisfecho por intentarlo, pues
el resultado, la contribución que hago a la raza humana, es un pedazo de mí mismo para
la eternidad. Ese es su valor verdadero. Mi expresión imperecedera. ¡Me hago inmortal!
Y su mensaje es de gran utilidad para nuestra civilización. Nazik intuye que una
palabra equivocada puede desatar el conflicto. Intuye que una palabra cruel, puede
encender el odio. Pero las palabras que existen en las yemas de sus dedos, en las pupilas
de sus ojos, en la textura de su alma, no son de esas palabras brutales y asesinas que
matan y desatan contienda. Son palabras amables, que alivian las entrañas ajenas.
—Una palabra bien dicha, honra a quien la obsequia, enriquece a quien la recibe.
Las palabras de este joven escritor, atrapan a la multitud. Están bañadas de
genuino amor al prójimo. Sazonadas con el influjo de la bendición. La esencia de su
constitución, es la intención de sanar a las almas atormentadas. Tal es el cometido del
Nazik que acecha a los miedosos, instándoles a ser intrépidos, como jaguares entre la
maleza dispuestos a saltar para mostrar la cósmica piel de infinito hechizo.
Betzaida educó a Nazik, no para huir, ¡sino para explorar!
Y al igual que su madre dio un paso decisivo, sin el cual, Nazik, jamás hubiera
percibido la luz, le toca a él batir las alas al viento y elevarse para flirtear en un cielo
expectante de curiosidad, anhelante de disciplina, agitado por la necesidad del
desarrollo humano y social para una especie que ha perdido el sentido de una vida plena
y gratificante.
Decidido a cultivar la creatividad, tanto como la bondad y la inteligencia, para
ayudar a crecer espiritualmente a los demás, y ser, él, inmerso en la propia hazaña,
constantemente auténtico, se ha trasladado a vivir a Berlín, emprendiendo la nueva
etapa de su existir. Porque Nazik se valora como ciudadano humano, conocedor de su
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individualidad, envuelto en su intenso palpitar, dispuesto a colaborar con la paz y el
bien común.
Ahora abraza la vida sin asfixiarla, sosegado y sin temor.
Y Betzaida murmura cada noche tras cortar el cordón umbilical: ¿cómo será su
existir?... ¿Alcanzará mi querido hijo el elixir?
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ÚLTIMAS PALABRAS
En su lecho de muerte, le dijo un padre a su hijo al inicio de la primavera.
—Presta atención a cuanto te voy a decir. Y no pierdas el significado que alberga esta
expresión mía. Graba mis palabras en la mente, pero sobre todo, que reposen
plácidamente en tu corazón. ¿Qué por qué te lo digo?... Guardan la vida que merece la
pena ser vivida. Atiende, son éstas...
El moribundo inspiró una bocanada de aire al tiempo que tendía su mano abierta
al hijo buscando la fuerza para continuar. Hacía pocos minutos que había solicitado a
los presentes que pronto vestirán de un negro impecable que los dejaran a solas. Era la
hora de la gran verdad. No podía esquivar su deceso. Su incapacidad orgánica ya no le
sostenía la vida. Se estaba marchando.
—Niega la falsedad. La honestidad es la base donde asentar tu templo. Avanza. Pero
fíjate bien donde pones los pies. Pisa el terreno firme. Las arenas movedizas se
camuflan para arrebatarte la dicha. No te desvíes de tu propósito jamás, y... ¡arriésgate!
–esto último lo dijo con una mueca que mostró su aliento final.
Treinta y tres años más tarde se repetía la escena. Exactamente las mismas palabras,
también en primavera. Pero además, llegado el momento de estar a solas en el mismo
lecho de madera de roble cuyo cabezal tocaba la ventana, quiso decirle el padre a su
hijo.
—El ser humano es capaz de apreciar la sabiduría cuando reconoce, asume, y defiende
valores en su vida. Has crecido seguro, confiado, en paz. Has sabido enfrentarte al reto
de vivir la vida con entereza –se detuvo para pensar lo que iba a decir a continuación,
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mientras en la habitación contigua aguardaba el resto de la familia y toda la gente que
conocía al inminente difunto.
Le hizo un gesto para que el hijo le acercara el oído a sus labios trémulos, secos,
morados.
— Es tan difícil lograr sembrar valores en las almas inquietas...
Aquel hombre a punto de fallecer estaba realmente preocupado por su querido y
adorado hijo.
Era habitual en esa época escuchar el término crisis de valores; en las escuelas y
las iglesias, en las universidades y los salones de conferencias, en las consultas de los
psicólogos y en las tertulias de los adultos con un ápice de consciencia. Lo refrendaban
los hechos que recogían las noticias de los telediarios, los periódicos, las emisoras de
radio, algunas páginas web de Internet.
Una forma imprecisa semejante a un pájaro penetró por el portal abierto para
sobrevolar al grupo y posarse a los pies de la puerta de entrada donde se despedían el
padre y el hijo y, sentenció ―Un valor es un principio que puede mojarse en el café con
leche. Es una idea arraigada en el alma que sirve para enjabonarse cada mañana. Una
convicción libre, simple y potente que viste el cuerpo con un atuendo elegante. Es un
fundamento que brota de pensamientos claros, de sentimientos limpios, como promesa
de actos nobles y bondadosos‖.
Únicamente el hijo del agonizante hombre atendió la revelación. Lo hizo por lo
perspicaz de su intuición que de manera particular había sabido alimentar desde niño
ejercitando la imaginación.
Abrió el cajón de la cómoda. Extrajo el diario de su padre para anotar ―Los
valores determinan el estilo de vida de una persona. Disponer de valores es un estar
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seguro de lo que se es, de lo que se quiere, de lo que se hace, de lo que se siente‖. No se
había cuestionado esa locución imprecisa que captó al vuelo y registró sobre el papel.
Al padre, casi se le había desprendido la vida del cuerpo. Parecía desmayado. El
proceso terminal concluía. Se extinguía a un nivel neurofisiológico y bioquímico, más
su alma, todavía vibraba. Sabía que sin valores no puede regirse una existencia digna y
saludable. Incluso lo sabía el hijo, nieto del anciano fallecido al inicio de la primavera
treinta y tres años atrás. Eran una familia que gozaba con el estudio de la filosofía.
Tiró de las sábanas para cobijar los hombros de su padre, reflexionando sobre
sus palabras, dispuesto a poder expresarse lúcidamente cuando le llegara su turno para
ese adiós obligado. Se dijo a sí mismo que los valores no pueden inventarse ―Deben
surgir de nuestras entrañas, papá. Son herramientas para desplegar la actividad que
demanda la propia naturaleza‖. Lo miraba con amor en los ojos mientras alcanzaba el
diario.
El pájaro dio unos ligeros saltitos desde la puerta hasta la cama y de un salto se
colocó encima del cabezal de roble. Una discreta lágrima gruesa como un cacahuete
recorrió la mejilla del agonizante hasta el cuello de su camisa, justo cuando así concluía
el hijo su anotación. ―Exponerse abiertamente para que se conozcan, para que nuestra
descendencia se identifique con aquellos que prefiera‖.
Padre e hijo coincidieron en que los valores no se imponen. Entonces el pájaro
movió su cola en señal de alegría o tal vez para llamar la atención ―Los valores deben
encontrarse como un tesoro que se desentierra. Cada uno de los valores se moldea como
joya valiosa con las manos artesanas del corazón. Algunos valores se adoptan, y
posteriormente se proyectan al exterior‖.
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—Así es, papá –señaló el hijo con una simpática mueca. Los valores se fortalecen y se
multiplican, pero sólo cuando se han elegido a conciencia, únicamente cuando logras
adaptarte a ellos sin forzarte... lo has hecho bien, papá. Estate tranquilo.
—Un poco de agua –solicitó el progenitor temblándole la voz.
Demuestra la historia que se nos recuerda en función del legado que ofrecemos a
nuestros descendientes. La huella que hombres y mujeres dejan en las personas de su
entorno a través de la conducta que a veces emociona e inspira, hace que penetre
sutilmente el comportamiento observado en el proceder de algunos, y también en el
acontecer de posteriores generaciones que parten de esa actitud.
Se había interesado el abuelo por el bien. También estuvo interesado el padre. Y
su hijo, el nieto, lo estaba. Pero en su adolescencia anduvo perdido. El joven no quiso
ser una copia más, ni tampoco un reflejo de los capitanes de su ilustre familia.
Necesitaba desenterrar sus propios valores. Tuvo la necesidad de investigar.
Le agradó un contacto frecuente con ―ese modelo‖ sin terminar de convencerlo.
Tuvo una relación de amor y respeto para con su abuelo. Una relación de amor y
admiración para con su padre. Pero tenía una relación más intensa todavía con su amada
madre a la que le gustaba acompañar en sus largos paseos por la montaña. A ella le
confesó el vacío que no tenía prisa en llenar.
—Ahí está, mamá. Tentándome con su misterio.
—No eludas la cita. Ve allí donde tu alma prefiere estar.
Había escudriñado los procesos familiares en diversas ocasiones, pero quiso
establecer un comportamiento consecuente con las convicciones que pretendía abrazar.
Declaraba en silencio que aunque acertada, aquella costumbre le era del todo
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insuficiente. Este hecho desalentaría sobremanera al cabeza la familia, puesto que
amenazaba la continuidad de la tradición, pero la madre no lo hizo público.
—Aquí está tu madre para alentarte a volar. Expande tu alma en el horizonte –abrió la
ventana de par en par y asomó un amanecer encendido de un anaranjado luminoso.
Después de la muerte del abuelo, el padre intentó instruirlo por medio de
explicaciones del porqué del modelo y de las razones de sus ventajas. Había evidencias
suficientes. Había una claridad meridiana. Había tanta coherencia que podía detener un
tren en marcha. Y eran atrayentes los conceptos, amenos, provechosos, en un momento
histórico en que la sociedad estaba enferma. Más que nunca era preciso rescatar un
código mediante el cual regir la conducta humana. Existía una descoordinación moral
que reinaba desde hacía varias décadas en multitud de ciudades del planeta. La
podredumbre empezaba a derramarse como un volcán que vomita por doquier para
sepultar toda la hermosura del mundo y de la vida.
El joven decidió viajar y viajó como un aprendiz de sabio. Padre e hijo siguieron
reuniéndose después que falleciera el abuelo. Nunca dejaron de dialogar en el curso de
aquellos años de incertidumbre juvenil en que brincaba de país en país y de ciudad en
ciudad, de anécdota en anécdota y de experiencia en experiencia. Se mantuvieron en
contacto; por teléfono, gracias al chat y el correo electrónico, sin que faltaran las
postales manuscritas en el buzón una vez al mes. Hasta que llegó la hora y la vida ya no
tenía espacio en ese cuerpo. La degradación del ADN contenido en el núcleo de las
células no permitía la réplica de nuevas células. Ya no era posible la regeneración.
Cesaban lentamente todas las funciones vitales. Su estado era irreversible.
El padre lo hizo llamar para que se sentara a los pies de su lecho de muerte.
Quiso que su hijo le tomara la mano mientras se despedía de igual forma a como lo
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hiciera antes su padre. Quiso devolverle el vaso que tembló en la punta de sus dedos
pero no llegó a caer. El hijo sostuvo a tiempo y con firmeza la mano de su progenitor.
Siempre estuvo preocupado por cómo lograr sembrar valores en las almas
inquietas y, sin duda su hijo era un alma de las más inquietas. El tiempo se agotaba.
Tosió. Las sábanas quedaron salpicadas de gotitas de sangre. Le pidió que abriera la
ventana para que entrara aire fresco. Llenó los pulmones cuanto pudo antes de hablar.
—Para que los hijos sepan cómo afrontar la vida, debe haber congruencia entre las
enseñanzas y los actos de sus mayores. Debe existir una convivencia que inspire
confianza y proponga un modelo a seguir. Con paciencia, debe dedicarse el tiempo
necesario, pero hijo, se me ha terminado el mío. Es hora de partir.
Y por primera vez, en lugar de solamente escuchar, quien se quedaba entre los
vivos no esperó a expresarse lúcidamente cuando le llegara su turno. Gorjeó igual que
un pájaro de cielo que agita sus alas al viento extendiendo sus puntas.
—Gracias, padre, porque jamás intentaste manipular mi manera de existir. No me
sometiste por la fuerza. Y así me mostraste el mejor camino, el mismo camino que he
recorrido en libertad hasta convertirme en un hombre total. A mi paso, seguro de mí
mismo, muy lentamente y, poco a poco, conseguí atravesar sensaciones en mis más
íntimas meditaciones. Se me han revelado los misterios uno a uno y con suavidad.
Y se reafirma todo porque, luego de verlo con mis propios ojos, de
sentirlo en mis propios huesos y bajo el palpitar de la piel, gracias a que he
podido tocarlo con mis propias manos, confirmo que se trata de lo que es justo y
adecuado y mi razón de ser.
He aprendido que es muy difícil determinar dónde fijar el límite entre no
herir los sentimientos de otras personas y defender lo que considero propio;
propio para mi equilibrio personal, en armonía con mi alma. He hallado madurez
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en este sendero de vanguardia, sí, padre mío, como lo oyes. Esta madurez que no
es otra cosa que la destreza de obtener el espacio suficiente entre pensamiento y
sentimiento para obrar con voluntad serena y certera. Porque madurez es
paciencia. Es saber aplazar el inmediato placer en favor de un mayor logro
espiritual. Y madurez es tenacidad para no desviarse del propósito a pesar de los
impedimentos. Madurez es la habilidad de acceder a la decisión adecuada,
reteniéndola delicadamente con la punta de los dedos. Únicamente las personas
inmaduras pierden su vida a la caza de una posibilidad tras otra, sin hacer nada
concreto con el talento que se niegan a administrar. No finalizan ninguno de sus
proyectos. La felicidad es un asunto de coraje. Deprimirse, desesperarse, cerrar
los ojos y abandonarse a la oscuridad, es demasiado fácil y cómodo y habitual en
los tiempos históricos que vivimos. Supongo que para muchas personas, rinde
una complaciente paz el sentirse una víctima permanentemente.
También he aprendido en mis viajes, padre, que la felicidad tiene mucho
que ver con la actitud. Y la actitud es lo único que nos pertenece a cada uno de
nosotros por entero. No somos felices, en tanto no nos decidimos a ser felices.
No hay otra verdad más cierta que ésta. La felicidad es nuestra, y camina con
nosotros, igual que la sombra, sin abandonarnos.
Gracias padre. Gracias por tu espontaneidad natural. Tú me has mostrado
que el amor es el arte que toda persona guarda en el cofre de su naturaleza. Y no
hay duda ninguna, el amor es el supremo tesoro que no se oxida ni se desprende
a pesar del tiempo.
Los valores, son la convicción que rige la manera de obrar de cada
persona, pero antes de tu marcha, te voy a contar cuál ha sido mi
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descubrimiento. Por encima de los valores están los principios. ¿Qué dónde
radica la diferencia?... ya te lo expongo, antes bebe un poco de agua, ¿sí?
Padre, los principios son leyes naturales que no se pueden quebrantar.
Son directrices para la conducta humana que han demostrado ser dignas y de un
valor imperecedero. Son, esencialmente, indiscutibles. Evidentes. Inalterables.
Sabes una cosa, padre querido, yo he elegido mis principios desde una
voluntad consciente, en absoluta libertad. Agradecido le estoy al abuelo por la
educción que te dio, por el patrón de conducta que me dio en sus últimos años,
por la manera en que abandonó este mundo. Gracias por no imponerme las
cosas. Muchas gracias por no atosigarme a través de las consignes y la doctrina.
Pudiste aprovechar tu poderosa influencia sobre mí, y sin embargo, jamás lo
hiciste. Me respetaste.
Vuestras propuestas fueron muy válidas, pero también las de madre
cuentan en mi proceso de aprendizaje y evolución personal. Pude elegir entre
muchas otras diversas alternativas que existen más allá de las fronteras, lejos de
este valle conocido por vosotros. Y los principios elegidos de honestidad,
dignidad, integridad, responsabilidad, gratitud, alegría, son el resultado de
estudiar, reflexionar creativamente, meditar profundamente. Ahora me
pertenecen, porque pude sentirlos muy adentro. Los siento míos y tuyos y
también del abuelo y de mamá. Vosotros me llevasteis al lugar que habito.
Formáis parte de esta dimensión de la vida rica y plena.
Reposa tranquilo, padre, márchate ya. Es tu hora para el sueño grande.
Vete a descansar tranquilamente igual que descansa el abuelo. La cadena no se
ha roto. Sabré defender los principios con firmeza y honor. Sabré difundirlos con
delicadeza y regularidad. Los repetiré con sigilo y cautela al ritmo de una
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pegadiza canción pop. Voy a declararlos públicamente como himno, pero será la
manera de vivir, y no en función de mis palabras que terminarán por confirmarse
como legítimos y necesarios para esta comunidad nuestra que se precipita al
abismo del caos más oscuro.
El padre se llevó el mensaje donde descansan los antepasados. Ya no había vida latente.
No hizo falta un forense. No tenía actividad eléctrica en su corteza cerebral. No latía el
corazón. No respiró más. El umbral del túnel de luz se abrió cuando cesó su actividad
cardíaca. Ya no tenía pulso. Fue el momento de despedir al cadáver.
Después de algunos años, aquella alma inquieta ocupó el lecho de muerte. En la sala
contigua había mucha gente con distintas concepciones en torno a la muerte. Contraste
de culturas, de creencias, de posiciones sociales, de afectos hacia el que partiría en unos
minutos. Eran generaciones con el instinto de supervivencia muy diferenciado, pero
todos estaban en la vivienda aguardando aquella última reunión entre un padre y su hijo.
Tras reclamar la necesaria intimidad, le dijo lo siguiente.
—Los hijos buscan, y no todos encuentran. Algunos únicamente heredan. Pero todos
parten de un modelo que pueden duplicar, y es bueno que el patrón sea instructivo y
provechoso para la comunidad. Nadie es ajeno a una guía que inspire la vida que merece
la pena ser vivida; ese referente a modo de amigo solidario que orienta y consuela ante
los avatares de la vida…
El que gorjeaba como un auténtico pájaro de cielo, tiene la certeza de que los
principios no son simples apreciaciones de una persona o de un determinado grupo
social en el que el individuo se hace presente. Tiene muy claro que deben materializarse
en cada uno particularmente, lo había comprobado por sí mismo.
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Para su sorpresa, tal y como hiciera él mismo, su propio hijo no sólo escuchó
con pasividad. Plantó sin previo aviso un trípode frente a él. Ajustó la cámara y se puso
a aplaudir como si el espectáculo hubiera llegado a su fin. Solicitó cantos gregorianos y
Laura resolvió con prontitud. Bernardo y la tía Inés murmuraban detrás de sus gafas de
sol, escondiéndose del quebranto que la situación les provocaba. La gente acudió
presurosa a la reunión que se convocaba. El espíritu del abuelo y del padre permanecía
en aquel ser que se desvanecía. Y el hijo sentado en el lecho de muerte ponía la mano
encima de la frente de su progenitor, al tiempo que invitaba a todos a rodearle y prestar
atención. Iba a inmortalizar el acontecimiento, al margen de que algunas personas
estaban ya inmersas en los preparativos del funeral. Se habían preguntado…
¿Cremación? ¿Entierro? ¿Embalsamamiento? Pero esa no era la cuestión. El tema a
tratar era otro, sujeto al acto y el simbolismo de aquel rito que proporcionaba una mejor
comprensión del tránsito a la mutación. La verdadera ceremonia no era la apertura y
lectura del testamento, sino lo que iba a suceder a continuación. Porque si el mensaje
perduraba en el alma de los presentes, no cabía la muerte.
—Los principios ayudan cuando todo se derrumba. Nos dan aliento cuando la debilidad
amenaza con tumbarnos. Son el brazo que nos sostiene cuando creemos que ya no
podemos dar un paso más –miró a su padre-. Tengo coraje. Sabré salir adelante. No te
preocupes por mí, papá. Descansa en paz –así le sorprendió su propio hijo al padre y a
todos los presentes que vitorearon ahogando los cantos gregorianos.
Es responsabilidad de los padres despertar en sus hijos los valores
ennoblecedores del bien, el amor, el respeto, y aquel hombre que estaba sentado en el
lecho de muerte de su padre, estaba totalmente despierto y ni siquiera había tenido que
viajar. De niño aprendió a bucear en su ser interior.
En el salón se suscitó una improvisada tertulia mientras tomaban té.
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PIEDRAS PRECIOSAS – Trilogía de Ol Sasha 2014
—La mayor dificultad para los niños, es captar los valores y darles funcionalidad –dijo
mientras se ajustaba el pañuelo en la cabeza la tía Inés.
—Sobre todo para los adolescentes –dijo Bernardo sosteniendo una flor en la mano.
—Un valor indispensable en el seno de cualquier sociedad es el respeto –añadió
Roberto el vecino, mientras se sonaba la nariz con estridencia.
—Y el respeto se inicia en las casas –exclamó la abuela Beatriz, levantándose, mientras
alcanzaba una galleta que llevó a su boca caminando hacia la habitación, para observar
la tierna imagen que inmortalizó en su retina.
—Padre, las cosas marchan bien si en la familia existe respeto, más no temor. Si todo en
la sociedad se hace por miedo o por desconocimiento, nuestra civilización va de cabeza
al fracaso. Eso ocurrirá si el valor del respeto a los principios más elementales no ha
sido bien cimentado en el hogar. Yo lo he entendido... El objetivo deben ser los
principios de utilidad; ideales que los padres deben transmitir en forma positiva a sus
hijos, a la familia, a la sociedad. Porque... atiende bien, hijo... los valores son como
cartes que se eligen de una baraja, pero los principios van tatuados en el alma. Y ten
cuidado con los valores... una banda de malhechores comparte entre ellos valores, por
ejemplo, el de la cooperación y la solidaridad, pero sus actos no son nobles.
Ya se había ausentado. Murió para vivir más allá del cuerpo y la Tierra.
El que es ahora la encarnación del pájaro de cielo que agita sus alas auténticas, igual
que su predecesor, gorjea a lo largo de su trayecto por dondequiera que sea precisa su
alabanza. Lo ha conseguido. También él está en sintonía con la vida y con la muerte por
igual.
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PIEDRAS PRECIOSAS – Trilogía de Ol Sasha 2014
Así prosiguen en el árbol genealógico, dando curso a la cadena ininterrumpida
que pasó del discurso al diálogo, del monólogo a la conversación, y de la canción que
entonan las almas alegres, a los audiovisuales que se cuelgan en las redes sociales,
donde el último soplo de vida no se lo observa como tragedia, sino como la oportunidad
de pasar el testigo honrando a tu descendencia y por ende, al linaje de la humanidad.
Y pasarán muchos años más. Llegarán y se marcharán infinidad de primaveras
con ricos colores inigualables y aromas de flores vivas inconfundibles. Los hijos
seguirán elevando el listón sin detener la evolución. No asumirán con resignación los
esquemas señalados o las normas de la tradición como única bandera posible. Cada uno
aportará su ciencia y su ingenio.
Y todos los descendientes de esta peculiar estirpe serán amados y sabrán amar,
porque como hijos, aprendieron a escuchar y razonar desde la intimidad de su ser más
puro. Fueron estimulados a experimentar y descubrir y, como hombres y mujeres,
permiten el espacio para que los hijos se expresen siendo enteramente ellos en libertad.
Son abuelos y abuelas, padres y madres, todos amados, porque saben amar gracias al
modelo de referencia que no admite fisuras, pues parte de la autonomía del alma que se
manifiesta.
—Amarse uno mismo y amar la propia manera de existir, oh, sí... Sin dejar de amar a
―mi gente‖ con incondicional generosidad, oh, sí... Esta es la conquista suprema, oh! Sí,
sí, si! –así reza la canción de moda de una generación comprometida con otro mundo
posible que puso de moda el joven cantautor hijo de Laura.
En algunas universidades se escuchan conferencias acerca de la necesidad de Un
Mundo Mejor. Todo comenzó con la publicación de la tesis del sobrino de la tía Inés,
que reza así ―La enseñanza, puede ser atendida una vez analizada, y a menudo puede ser
desarrollada durante los actos cotidianos, pero los principios no surgen simplemente
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mediante el acto del conocimiento a raíz de la práctica reiterada: surgen a raíz de su
comprensión, y, solamente si son de utilidad y causan bienestar‖.
Organismos internacionales atienden las explicaciones del nieto de Bernardo que
ha sabido ganarse la atención sin levantar la voz.
—En ningún otro lugar que no sea en el hogar da comienzo una singular fiesta, donde se
manifiesta lo que el individuo como persona está en capacidad de transmitir a sus
semejantes para el futuro desarrollo social –sugiere con suavidad en cada actividad.
Los clubs sociales de élite de los países con mayor índice de desarrollo colectivo
se pelean por tener a Beatriz, cuyo nombre ensalzaba la memoria de la abuela Beatriz.
Le pusieron su nombre porque al nacer, dijeron que en su retina se podía contemplar la
sonrisa de la anciana que a todas horas comía galletas.
—Los principios, son lo que de nuestros padres y madres hemos aprendido; cosas
nobles y bellas que hemos dejado penetrar en nuestro interior hasta hacerlas nuestras,
propias, meritorias. Así forjamos nuestra personalidad, pero sólo si comprendemos que
no es obligación continuar la rutina familiar. Se trata de un acto voluntario y consciente
de perpetuar todo cuanto es bueno y digno para el bien de la comunidad.
Una prestigiosa asociación de padres organizó su congreso europeo número
veintinueve que se inauguró con éstas palabras:
—Todo sería absurdo si no sembráramos en el corazón de nuestros vástagos la bondad
del alma. Como padres, el máximo anhelo no debe ser otro que la posibilidad de dar
continuidad a la sabiduría.
La edición de la entrega de los premios a los mejores temas del panorama del
pop del año musical, inició con esta afirmación:
—Permitamos que la tradición familiar sea cuestionada. Permitamos que se la mire a la
cara y que se la defienda luego, una vez convencidos, al mejorarla, porque las cosas
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PIEDRAS PRECIOSAS – Trilogía de Ol Sasha 2014
deben cambiar, aunque luego todo siga igual. Es la música la que marca los primeros
pasos al compás de los instrumentos que inspiran el alma.
En el discurso de toma de posesión del presidente que se retransmitió vía satélite
a 178 países del mundo, sorprendió a la audiencia el desafío que planteaba.
—Seamos radicales cada uno de nosotros. No ignoremos a nuestros padres y madres, a
nuestros abuelos y abuelas, a todos nuestros antepasados en la historia. No
menospreciemos a nuestros hijos, y a sus hijos, incluso a los nietos no nacidos. Estamos
en medio de todo y somos un eslabón, tal vez la pieza clave para la continuidad de una
civilización más elevada.
Un mensaje cifrado que los científicos expertos en comunicaciones
extraterrestres consiguieron descodificar, decía ―Una puerta separa el mundo de los
sueños de la realidad; una puerta delgada que un golpe de viento puede abrir sin
pestañear‖.
En ese instante, en la sala situada de un hangar bajo tierra, precintado y
custodiado por agentes del orden en medio del desierto, un cling estridente logró el
sobresalto unánime. En el suelo se encontraba una llave reluciente. La llave tenía una
etiqueta. En la etiqueta, pudo leer el hijo de don Roberto el vecino del barrio, en
perfecto castellano.
—Añadid vuestro aporte a la cadena interminable para que no se rompa, para que el
círculo de lo justo se convierta en infinito espiral, ¿te apuntas?
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PARA VOSOTROS
Había una vez un niño escondido en el cuerpo de un hombre. A sus cuarenta y siete
años, todavía le gustaba escuchar cuentos, jugar y reír con otros niños, soñar en voz alta
universos insólitos. Contemplaba la naturaleza con asombro y cantaba, ilusionado, con
los pájaros. Escribía obras de teatro que dirigía y estrenaba, obteniendo buenas críticas y
aplausos. Pero también se pasaba horas frente a su ordenador desarrollando un
procedimiento para la innovación social. Inauguró una plataforma en Internet.
Denunciaba los abusos y la explotación, las injusticias y los comportamientos
indecentes. Creía que una vez jura el cargo, un político debía destinar su energía al bien
común y no para su beneficio particular. Publicó escándalos escandalosos y fraudes
muy fraudulentos. Todo noticias de interés. Incitaba a la población, concretamente, a la
comunidad de los indignados, invitándoles a pasar de la queja a la propuesta como
solución. Su lema era de la calle a la web, la gente tenemos el poder. Le interesaba la
verdad, la libertad y la justicia social y, por ser fiel a sus ideales, tuvo que marcharse
muy lejos acosado por los poderes facticos. Se había convertido en un individuo muy
incómodo para ciertas personas sin virtud.
Un día que Alma Esmeralda dormía plácidamente en su cama, una luz intensa traspasó
la ventana. Ella despertó. Se acomodó perezosamente. Se levantó para asomarse con
mucha prudencia y, cuál fue su sorpresa al ver que una estrella había bajado del cielo.
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Se quedó observando la estrella largo rato con la nariz y sus dos manos pegadas al
cristal. Le gustaba toda esa emocionante luz. Pero no quiso salir al jardín porque
brillaba demasiado, y ondulaban sus formas. Volvió a la cama. Se durmió.
Al día siguiente en la escuela habló con sus amigos:
—A que no adivináis qué tengo en mi casa.
Ninguno lo adivinó, y cuando les contó de lo que se trataba, gritaron todos...
–No seas absurda, Alma Esmeralda, ¡no puedes tener una estrella!
No la creyeron, y ella se puso triste. No eran sólo compañeros de clase. Se trataba
de sus amigos. Ellos la habían menospreciado.
Al llegar a casa por la tarde, la estrella había desaparecido. No estaba en el jardín,
junto a la ventana de su habitación. Se acostó todavía más triste. Soñó con la estrella
que la emocionó, hasta que vino nuevamente a visitarla con su luz vibrante y con todo el
resplandor ondulante de sus formas. Tras admirarla, regresó a su cama relajada y
renovada. Satisfecha porque existía la estrella.
Al día siguiente en la escuela, Alma Esmeralda insistió:
—Amigos, tengo una estrella que vive en mi jardín –sus ojos destellaban calor como
dos soles a mediodía-. Duerme junto a mi ventana –agregó con certera convicción.
—¡Es imposible! ...¿por qué quieres engañarnos?
Nadie quiso estar a su lado en la clase. Ninguno de sus amigos quería jugar con
ella durante el recreo. Alma Esmeralda se afligió bastante.
Entonces, quiso explicárselo a su profesora. Pero estuvo todo el tiempo ocupada.
Al salir del colegio, camino de casa, conversó con Leonardo Alexander. Más que un
león, parecía un hermoso gato persa de pelo blanco. Le gustaba subirse a los árboles y
pasearse por las ramas. Él sí la escuchó con atención, ronroneando. Y cuando terminó
su relato, maulló pletórico de alegría moviendo su cola convertida en serpiente. Luego
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saltó de azotea en azotea como si fueran camas elásticas, y, por encima de los tejados,
bordeando las esquinas como lo hace el viento hasta desaparecer detrás del tubo de una
vieja chimenea, por la que se introdujo como Papá Nöel.
Por la noche, después de que Alma Esmeralda se lavara los dientes, aquella luz se
intensificó otra vez. La estrella permanecía en el jardín, mientras su madre acostaba a su
hermano en la habitación contigua. Alma Esmeralda sonrió satisfecha. Pero no dijo
nada. Simplemente, levantó una ceja de manera coqueta.
Entró feliz en el sueño, hasta que escuchó su voz.
—Tengo hambre. Tengo hambre –y lo dijo una tercera vez-. Tengo hambre.
La estrella se quejaba. Lo hacía con una voz temblorosa rogando auxilio.
Más triste que nunca, Alma Esmeralda intentó dormirse pensando cómo podría
ayudar a la estrella de su jardín, la que dormía junto a su ventana, la que se quejaba,
hambrienta.
Al despertar por la mañana, reunió todos sus ahorros.
Después del colegio, Alma Esmeralda fue a comprar al supermercado.
—¡Quiero comida para estrellas!
Pero el dependiente la miró muy sorprendido, y respondió:
—Niña, no existe la comida para estrellas.
Ni sus amigos, ni su profesora, ni aquel señor del supermercado querían hacerle
caso. Al llegar a casa, Alma Esmeralda comenzó a sollozar desconsoladamente hasta
que su madre comprendió que algo importante le sucedía a su hija.
Lydia conversó con Alma Esmeralda, que habló sin miedo, con franqueza,
envuelta en el coraje que su padre le había infundido desde que nació. Podía plantear las
cosas en un clima de diálogo positivo. La madre sugirió una idea.
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—Podemos celebrar una gran fiesta con todos tus amigos, con globos, y canciones, y un
enorme pastel de frambuesa... ¡para que puedas presentarles a tu estrella!
El padre había plantado la propuesta a modo de semilla. Daba cosecha.
La madre confiaba en Alma Esmeralda. En ningún momento dudó de su historia.
Lydia la apoyaba en su exploración de la aventura. Certeros en su convicción.
Una semana más tarde, todos los compañeros del colegio se reunieron en el jardín de la
casa de Alma Esmeralda, pero no encontraron ninguna estrella. Y la molestaron.
—Lo ves como no existe tu estrella. ¡Mentirosa!
Niños y niñas iban a pasar la noche en su casa, junto a la ventana. Habían venido
a divertirse y, sobre todo, a burlarse de Alma Esmeralda. Ninguno de sus compañeros
de clase se creía la historia. Querían ridiculizarla, para contárselo después a la profesora
y a los compañeros de los cursos superiores.
Únicamente su hermano Leonardo Alexander le otorgaba el voto de confianza
que otorgan las horas de juegos fraternales y la pizza de los viernes frente al televisor,
los baños largos con globos y burbujas de jabón, los paseos de la mano hasta el parque
de los patos. El cariño constante en un hogar donde la violencia consiste en las batallas
de cojines, donde el intercambio de bicicletas y chucherías es se celebra con
generosidad, donde las disputas por la bicicleta se resuelven presentándolas a papá, para
que dictamine como el rey Salomón, se instaura la comunicación que respeta al otro,
fluyendo además, la confianza recíproca.
Montaron las tiendas de campaña en el jardín. Luego cantaron las canciones
del colegio, también las aprendidas en inglés. Jugaron a todos los juegos que conocían.
Y comieron pastel de frambuesa murmurando a las espaldas de Alma Esmeralda.
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Y cuando llegó la hora de dormir, Alma Esmeralda se alejó del grupo
discretamente para situarse junto a la ventana de su habitación. Los niños y las niñas se
miraron unos a otros. Se preguntaban qué cosa estaba haciendo. Alma Esmeralda
hablaba sola. Gesticulaba. Parecía mantener una conversación muy amena. Leonardo
Alexander sonreía, y señalaba con su dedo índice en dirección a las primeras formas
ondulantes de vibrante luz.
Poco a poco apareció la estrella.
Todos los niños y las niñas se quedaron con la boca abierta, porque al
oscurecer, pudieron contemplar el destello incandescente. Pero no fue hasta escucharla
que reaccionaron de verdad, justo cuando la estrella dijo:
—Gracias, mis amigos. Ya no tengo hambre.
Lo que no sabían los niños y las niñas presentes en el jardín es que debían esperar
a que llegara la noche para conocerla. Al igual que Alma Esmeralda y Leonardo
Alexander, debían tener fe y esperanza. La Estrella se alimenta con la fe y la esperanza
que alumbra la vida.
Todos los niños y las niñas compañeros del colegio de Alma Esmeralda, ahora,
creen en su amiga, a quien negaron y menospreciaron. Tenían confianza en la
incuestionable estrella. Había conseguido emocionarlos hasta la médula. Estaban
seguros de su resplandor cuando, mágicamente, sin avisar, comenzó a levantarse,
ascendiendo, lentamente, para regresar al cielo ocupando su posición.
Desde aquel día, cada noche, la estrella primera, la que más brilla en el
firmamento, esa, es la Estrella de Alma Esmeralda y Leonardo Alexander, que nos
recuerda que hay que tener fe y esperanza. Fe en lo que todavía no se ve, pero existe, y
esperanza en que antes o después será, se verá. Igual que existe el amor entre Alma
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Esmeralda y Leonardo Alexander y el niño grande que se marchó lejos sin poder
despedirse.
Días más tarde, confesó su madre:
—Vuestro papito lindo os extraña muchísimo. Por eso os mandó la estrella. Para que lo
recordéis. Y para que tengáis presente todos los abrazos y los besos, y todas las
indicaciones que os dio. Nadie podrá borrar nunca todas aquellas tardes en que jugasteis
y reísteis juntos. El amor es algo que permanece a pesar de los años y la distancia.
Alma Esmeralda y Leonardo Alexander entendieron que aún y no poder abrazar a
su padre, su amor no se desvanece. No puede verse el amor. Pero existe.
A veces, se sientan por la mañana y aguardan todo el día, impacientes, con la fe
entre las manos y la esperanza en los ojos.
En ocasiones, se detienen durante el día y alzan la mirada al cielo para rebuscar
entre las nubes. Todavía no está, se dicen… ¡pero lo sienten!
Durante las noches que consiguen jugar y reír con su padre. Aunque no distinguen
si ha sido durante el sueño profundo.
—Soñar es maravilloso. Es la promesa de una realidad. Solo hace falta no dejar de
confiar en el amor genuino.
Es una verdad que la madre de los niños sabe. Ella conoce los verdaderos motivos
de su marcha. También sabe que era imposible alimentar al pájaro de cielo que brotaba
de su pecho cada madrugada, liberándose del cuerpo, igual que él tuvo que poner tierra
de por medio. Tiene claro que necesitaba liberarse de un país que impone leyes absurdas
con las que él no estaba de acuerdo. En silencio, aplaudía el valor de proteger sus
principios, pues hablamos de un hombre en cuyo templo, la mala praxis no tiene cabida,
donde la impunidad no tiene sentido, donde no hay palabras para definir el engaño o la
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mentira, el odio o la codicia, el abuso o la manipulación, y, donde la virtud, es un verbo
activo, justo el lugar donde asentar el trono.
El padre conoce el idioma secreto de los pájaros.
Los pájaros de cielo son los encargados de canturrear al oído de los niños que
crecen en los cuerpos de hombres y mujeres adultos, para que no olviden la fantasía del
reino de los sueños. Por eso emigran todos los años, para llevar el mensaje a otro país. Y
por eso el padre de Alma Esmeralda y Leonardo Alexander se encuentra en Nicaragua,
donde canta, ríe, juega con otros niños, y a todos les hablaba de sus dos hijos que están
al otro lado del mundo.
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DESDE OMETEPE
Padre, me hubiera gustado que me preguntaras, ¿y cómo te encuentras?... Te hubiera
explicado que es mi aspiración aprender a desarrollar la facultad de amar. Sabes, he
aprendido a reconocer mis emociones y sus efectos secundarios. Sé exactamente lo que
siento, incluso el por qué lo siento y cómo esto incide en mi vida. Comprendo ahora
mejor que nunca los vínculos existentes entre mis sentimientos, mis pensamientos, mis
palabras, y mis actos, porque he aprendido a ser honesto conmigo mismo, y ahora, tengo
un conocimiento pleno de mi escala de valores y las prioridades de mi vida.
Hoy más que nunca soy consciente de mis virtudes, padre, y también de mis
carencias. Y reflexiono con amor sobre las virtudes y las carencias, aprendiendo de las
experiencias pasadas. En este presente de mi existir, las cosas se ponen en su lugar,
igual que una ciudad que vuelve a levantarse después de un huracán.
No hay intromisión, ni reproche alguno, ni juicio desmedido a las personas que
me rodean, padre. La calma y el amor me llenan por completo. Me doy cuenta de que no
tengo por qué juzgar las razones de las otras personas. No tengo por qué aclarar y
comprender los comportamientos de mis semejantes, pues son libres para expresarse
con su singularidad. No necesito decidir quién es bueno y quién es malo, ni quién recibe
un premio o un castigo, ni quién es más sabio. Hay sosiego en mis ojos.
No me da vergüenza manifestar en voz alta la confianza que deposito en mi
persona, padre. Puedo expresar puntos de vista incómodos para otros, y defender lo que
considero correcto sin apoyo de nadie, como siempre lo hiciera, pero no me asalta la
ambición de antaño, ya no quiero imponer mis razones. A nadie pretendo convencer. Ya
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no me asalta el deseo insaciable de reconocimiento público. No me interesa ser el centro
de atención. No me preocupan las apariencias. No quiero parecer un héroe. Yo no soy
perfecto. Nada tengo que demostrar. He recuperado mi equilibrio, y toda mi alegría
innata que los años y la sociedad, pretendieron arrebatarme a punta de pistola.
Ahora, más que nunca, mi identidad permanece inalterable. Después de hallar
una traslúcida fuerza que habitaba mi interior como la energía más pura y vital del
universo, pienso con claridad renovada, con luz resplandeciente en mi alma.
Francamente, creo que mis palabras, las atienden quienes pueden viajar del
infinito al centro mismo del alma enamorada con un simple chasquido con los dedos.
Son ellos mismos quienes me animan a continuar por este sendero de iniciación.
Sigo teniendo fe en la vida, a través del amor, padre, y ¡sí! Creo en el amor.
Porque cada vez que escucho la sonrisa pulcra de un niño, cada vez que acaricio la
corteza de un árbol, cada vez que huelo la tierra mojada después de la lluvia, cada vez
que veo el horizonte encendido por el sol, entonces sé por qué yo creo en el amor, y al
gozarlo, comprendo porque amo con amor verdadero el mundo y la vida.
He aprendido mucho en este idílico paraje, atendiendo un modo distinto de existir, de
bailar con la vida, de abrazar la existencia humana. El temperamento hospitalario de los
nativos me ha permitido una proximidad que antes rehuía. No les importa quién eres o
qué tienes o a qué te dedicas... solamente les interesa tu calidez y tu sonrisa que
provocan con bromas. No me encuentro solo. No me consideran un extranjero, ni un
extraño. No me tratan como forastero. Soy su hermano, uno más entre esta gente
sencilla y humilde, pobre, pero alegre y muy feliz.
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También la Naturaleza se expresa aquí de manera peculiar. Los temblores bajo
los pies me recuerdan que la Tierra es un gigantesco organismo vivo, como vivo está
todo mi universo interior al que le crecen alas.
He llegado a estas conclusiones fruto de la continuada reflexión. Pero nada es
gratis, padre. Todo tiene su precio. Ninguna situación es perfecta. En todos los
acontecimientos hay ventajas e inconvenientes. No puede saberse qué es la alegría sin el
conocimiento de la tristeza. No puede comprenderse qué es la plenitud sin la carencia de
las necesidades básicas. Ni puede saborearse la dicha, sin antes haber descubierto el
auténtico sabor amargo y desconsolado del sufrimiento. El día... no sería claridad sin la
oscuridad de la noche. El dolor forma parte del crecimiento humano, y tú pensarás ―Mi
hijo es un masoquista. ¿Por qué ha regresado a ese lugar?‖. Pero lo importante no es lo
que realizo, sino... si lo que realizo es aquello que considero apropiado, y aquello en lo
que creo. El apego a las cosas está basado en el miedo y la inseguridad. He descubierto
que la necesidad de seguridad, se basa en la falta del conocimiento de uno mismo. El
apego al dinero, siempre nos producirá inseguridad, por el temor a perderlo, inventando
una ansiedad crónica que degrada el alma. Por el contrario, el desapego es la conciencia
pura. Una actitud más inteligente y sin duda, mucho más sana y serena.
Vuelvo a estar aquí, y me faltan un montón de cosas. ¡Cierto! Añoro esas cosas que
ayudan a hacer la vida más agradable. Cosas sencillas; una bañera llena de agua caliente
con mucha espuma, los embutidos acompañados por un vaso de vino tinto, el aceite de
oliva, sábanas limpias, toallas suaves, un retrete con tapa y papel higiénico; la música
clásica, los documentales en DVD, las cites con el cine y el teatro, los paseos por
museos y bibliotecas. ¡No terminaría nunca!
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La precariedad que me rodea, fue justamente el factor que me hizo decidirme a
dejar España nuevamente en diciembre del 2000. Mi viaje espiritual no había concluido.
Tenía que seguir...
Además, hay tantas piezas que mover en este lado del mundo. Aquí no hay
pobreza, padre. En el 80 % del territorio de este país de volcanes y lagos, lo que existe y
persiste generación tras generación, es una miseria extrema y la impotencia de seres
humanos como nosotros, sin las oportunidades más básicas de Occidente. Su
resignación me abruma. Nuestra indiferencia me asombra. La Carta de los Derechos
Humanos me hace poner los pelos de punta. ¡Cuánta hipocresía!
En esta tierra se aprende a valorar pequeños detalles que se hacen inmensos. Se
aprende a descubrir el verdadero significado de la palabra necesidad. Sabes, padre, me
invita al íntimo diálogo la ausencia del bombardeo de las Mentiras Hermosas que la
dañina publicidad dispara, propiciando el consumismo de una sociedad materialista que
se descarrila. Solo aquí hallo la ansiada paz. No existe la fiebre por tener, acumular,
poseer. No existe el deseo por los objetos, ni la avaricia de almacenar más y más cosas.
Ni la obligación de un entretenimiento escapista para alejarse del absurdo estilo de vida
de un sistema que fabrica autómatas. No hay nada que empuje a la esclavitud del trabajo
que ensalza la propiedad privada; aquí no escucho ―Es mío‖ o ―Yo quiero‖ o ―Tengo
que comprar‖. Consigo alejarme de la frivolidad de los sistemas productivos del mundo
capitalista, cuya nefasta influencia te quiebra por dentro hasta desbaratarte como una
granada.
He elegido liberarme del caos sin sentido, desprendiéndome de la armadura que
yo mismo construí para protegerme de este mundo que pretendía empequeñecerseme y
por eso lo repudio, porque me llevó a ser un Individuo de Plástico empujado por la
―tradición que manipula‖ y la ―educación que adoctrina‖, padre. Me convertí en un
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ejecutivo agresivo y voraz, sediento de posesiones, porque para eso se me preparó desde
la cuna y ninguna otra alternativa tuve a mi alcance para alimentar e ilustrar mi alma.
Mi primera meta era ser siempre el primero, el más grande, el único, el líder del
lugar. En los despiadados países del norte, egoístas e insensibles, donde impera la
soledad que se camufla y se disimula, es imposible ser autentico. Me refiero a dar
sentido a la propia naturaleza. ¡Yo no quería seguir adormecido hasta la muerte!
Aunque aquí, no hay infección, no hay virus que te intoxique, reconozco mi
debilidad, me siento muy golpeado, padre. Durante los últimos treinta meses, he ido
perdiendo peso hasta convertirme en un alfiler. Soy un esqueleto con piel. Pero no
permanezco largo tiempo derrumbado, no te inquietes. Me levanto con facilidad,
renovado el entusiasmo, limpio de corazón, serenos mis pensamientos, optimista mi
actitud. Puedo reconstruirme y mientras ensamblo mis piezas una a una, escucho el
rumor apacible del lago y la risa de los niños chapoteando, de noche, los grillos que
cantan a las estrellas y de vez en cuando, admiro las estrellas fugaces cruzando cerca de
la luna guiñándome el ojo a su paso.
Tú sabes que siempre me ha gustado la adversidad, he disfrutado afrontando los
desafíos de nuevas actividades, independientemente de si me iban a ir bien o de si lo iba
a lograr, sin pensar si era lo más correcto y conveniente, y creías que lo hacía para
molestarte, pero la posibilidad de experimentar me llevaba de la mano hacia lo
desconocido, y eso te incomodaba, tú que eres tan analítico y metódico y temático. Yo
te parecía demasiado abstracto. Recuerdo como te alarmabas cuando te notificaba mi
nuevo desafío, te ponías las manos en la cabeza, ja, ja, ja. Te quejabas de que no te
hubiera consultado antes, pero si yo te hubiera preguntado por esta isla, por ejemplo, tú
nada hubieras sabido decirme al respecto. Vives en un pequeño espacio cerrado donde
no permites que nada ―peligroso‖ pueda entrar.
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Considero que las enseñanzas son regalos impagables. La vida es apasionante, si
decides enriquecerte con el acontecer de su palpitar. Si, padre, continuo siendo aquel
emprendedor con capacidad para asumir retos insólitos para una gran mayoría de
personas, lo sé, estás musitando el vocablo Lo-Co mientras me lees. Está bien.
Afronto mis decisiones, a pesar de la incertidumbre, y lo hago, justamente por la
simpatía que le tengo a lo desconocido. Mido los riesgos, aunque a ti no te lo parezca.
Asumo la responsabilidad de mis actos, y así aprendo, padre. Disfrutando durante el
proceso de existir con pasión e intensidad. ¡No todos los seres humanos podemos ser
iguales!
Soy un hombre inmensamente rico, y puedo decirte con agrado que me he vencido. No
me he dado por vencido, padre, sino que me he vencido a mí mismo, completamente, y
estoy satisfecho por ello. Esta es la recompensa que he obtenido: ya no quiero participar
de la agresiva competencia profesional o de la lucha por el poder, por eso he vuelto a la
isla. Mis propósitos de hoy son espirituales. Ahora soy una persona más flexible, ya no
me considero aquel ser radical y categórico, obsesionado por encumbrarse hasta la cima
de los privilegiados. Estoy preparado para aprovechar cualquier oportunidad que se me
presente. Toda esta claridad no podía obtenerla en España, ni en otro país de Europa.
Ningún rostro puede verse reflejado en un lago agitado. Son muchas las personas que
sueñan con la libertad, mientras le sacan brillo a sus grilletes en las colmenas de hierro y
cemento llamadas ciudad. Yo necesitaba divorciarme del mundo y aquí estoy, en el país
de las sonrisas y las lágrimas, lejos del país del estrés y la depresión. En un paraje hostil,
maravilloso, misterioso, donde el agudo silencio me punza el alma.
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Esta etapa forma parte de mi trayectoria humana. Estoy inmerso en un
crecimiento personal sin precedentes. Así lo entiendo. Intento que el sufrimiento no me
mortifique; aunque no es fácil. Lo palpo, lo acepto, y se hace más placentero el logro.
Veo demasiadas situaciones desagradables que no puedo resolver, pero aprendo
a vivir con la desgracia sin sentir frustración u odio. Es partiendo del amor que aprendo
a amar de una manera superior a como lo hacía antes. ¡Amo con el alma abierta de par
en par! Y por eso puedo decirte, padre: ―En algún lugar donde la oscuridad es más
negra, todavía hoy titila una candela a modo de estrella. Cada gota de lluvia que cae
alberga una flor que luchará por mantener su fragancia natural. Cuando alguien yerra el
camino, otro acude para indicárselo, mostrándole que puede ser linda mariposa y no
solamente un gusano que se arrastra por el suelo. Incluso durante la agresiva tormenta,
la más pequeña plegaria puede escucharse si nace del corazón‖.
Me hubieras hecho sentir bien de haber ido a recogerme al aeropuerto. Si me
hubieras llevado a tu casa... si me hubieras dedicado un poco de tu tiempo durante el
verano... y, si me hubieras preguntado: ¿cómo te encuentras, hijo? Ay, padre...
Pero no te interesaste por mi estado de ánimo y mi condición. Me duele tener
que reconocer que no puede haber futuro para nosotros, si no existe el presente. No
puede haber amistad, si tú no quieres que seamos amigos. Si a ti te asusta el
acercamiento, si temes la proximidad de tu hijo, si te disgusta la conversación profunda
y el diálogo honesto, ¿qué puedo hacer yo?
Te estarás preguntando por qué te he escrito esta carta. Por qué la he metido en un
sobre, y te la he enviado por correo, en vez de escribirte un email. Quería que la carta
sobrevolara el océano hasta la puerta de tu casa. Que por qué te obligo a recuperar el
trazo de mis palabras otra vez… El anciano de la aldea cuenta historias a los niños a la
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intemperie cuando anochece, bajo el cielo estrellado. Yo me siento a sus pies como un
niño más, igual de curioso e ingenuo que ellos. Ayer, mantenía una de esas tertulias con
sus admiradores y, explicaba...
—Una gran pelea está celebrándose en la llanura, entre dos feroces coyotes de largos
colmillos y afiladas garras. Uno de los coyotes representa la maldad, el dolor, el rencor,
el odio. El otro coyote representa la bondad, la generosidad, la benevolencia, la
compasión. Esta misma pelea transcurre ahora mismo en mi interior. Está ocurriendo en
el interior de ustedes ocurre dentro de todos los cuerpos de los seres humanos que
habitan la Tierra.
Los niños quedaron absortos, al igual que yo. Los grillos silbaban su melodía
inconfundible que se elevaba por encima de las copas de los árboles. Las estrellas
salpicaban destellos de vida en la oscuridad. Una culebra se arrastraba zigzagueante
entre nuestros pies, y se enroscó tranquilamente en la pata de la vieja mecedora que
ocupaba el anciano que le acarició la nariz.
Los niños y niñas y yo mismo, no tratábamos de adivinar si el anciano era un
chamán o un pájaro de cielo. Habíamos estado muy concentrados en su historia, en sus
palabras y en sus ojos. Observábamos como la serpiente se alzó y se hinchó y sacó la
lengua, y como sin inmutarse le acarició afectuosamente la panza, cuando el más
pequeño de los niños se levantó para preguntarle.
—¿Cuál de los dos coyotes ganará la pelea?
El anciano respondió con el canto del alma en la punta de sus gruesos labios.
—El que tú alimentes –respondió dejando que la serpiente se le enroscara en el brazo
juguetonamente.
Eso me hizo reflexionar. Me levanté. Me alejé de la reunión. Estuve un rato
paseando, cerca de los establos. Caminé hasta una loma desde donde se divisa la
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majestuosidad del lago de Ometepe. Me senté y permanecí en silencio largo tiempo.
Hasta que me di cuenta. Durante mi juventud, los compañeros y los vecinos, no siempre
escuchaban lo que tenía que decir. A menudo, mi exposición les resultaba compleja. O
era que el mensaje les sonaba ridículo… no sé, con los años, pocos son los amigos que
han escuchado lo que les decía, pero algunos, lo han hecho, sí, ahí están Joe o Eduardo,
Ali, mi amigo Blue, pero un padre... Un padre debe escuchar lo que su hijo le dice,
incluso lo que calla. Aunque yo no quería callar, sin embargo, callé. Callé durante la
infancia. Callé durante la adolescencia. Regresé en mi madurez emocional, sólo para
que nosotros dos pudiéramos reencontrarnos, padre. Quería decirte tantas cosas... Dime,
tú sabías que las tres palabras más difíciles de pronunciar son: Te amo, Perdón, y,
Ayúdame, ¿lo sabías?
No te preocupes, padre, que yo te ayudaré a ti. Porque yo sé que las personas
que más necesitan ayuda, son aquellas personas que no la solicitan. Las personas que
parecen muy fuertes, son en realidad las más débiles. Me conozco bien. Y ahora, te
conozco mucho mejor a ti. Y otra cosa más… tal vez sea esta brisa especial que sopla en
Ometepe… por fin, lo entendí. Era mi momento. No era tu momento. Tú, todavía no
estabas preparado para el encuentro. No era el instante mágico para ―nuestra‖ comunión
de las almas.
¡Probablemente no me entiendes! Seguramente ignoras lo que te digo, pero no
por eso voy a dejar de decirlo. Y lo escribo. Porque si lo escribes, es más fácil decir lo
que sientes. Claro que tiene más valor si le dices cuanto tienes que decirle a la persona
mirándola a los ojos, desde el corazón abierto al mismo centro del suyo. Y todavía tiene
mucho más valor, si dices aquello que te cuesta decir, pero guardas dentro como un
secreto que no quieres compartir. A mí me costó pedirte que me recogieras en el
aeropuerto. Me hubiera puesto muy nervioso a la hora de pronunciar las palabras te
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amo, volcándome en el interior de tus ojos. Pero eso era exactamente lo que yo quería
hacer. Y sin embargo, no pude hacerlo... No pude decirte lo mucho que significas para
mí. Quizás sea yo quien tenga que arrancarte tu canción del corazón, porque a ti se te ha
olvidado la letra y el ritmo.
¿Es un sueño recobrar nuestra extraviada relación?...
Un sueño es como correr detrás del viento pensando que llegarás antes que él. Es
aquí que descubro tantas y tantas cosas… fíjate que el viento, te abraza desde atrás. Te
envuelve, igual que un sueño.
Verás, padre, también quiero decirte que si la vida me arrebataran en este
preciso instante, una vez fallecido, desde donde sea que estuviera te protegería.
Si por alguna razón no volvemos a vernos, padre, te he escrito esta carta para
que sepas que te amo. Te amooooooooooooooo!!!
Inicio nuevas actividades. Pensé que sería bueno que tú lo supieras.
Es la profundidad del océano quien alberga los tesoros más fabulosos, pero
hay quienes se niegan a bucear, ¿verdad, padre?
(*) No todos tenemos el coraje para expresarnos... y la libertad interna para actuar sin
remordimientos, ni prejuicios, ni rencores. El hijo envió en tres ocasiones la carta al
padre. Primero fue en el año 2001. Insistió en el año 2003. Intentó una vez más el
acercamiento en el año 2005. En tres ocasiones, el hombre que niega su alma, negó el
alma del hijo, ignorándolo, mudo de amor, exento del vibrar de la vida, inmerso en su
oscuridad, negándose a despegar los labios para bombear amor.
La voz del alma grita... y la voz del padre... en silencio se agita, luchando por
abrirse camino entre los altos muros que fabrica. Devastándose.
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Hasta que partió de la vida sin avisar. Dejó el padre el mundo sin ni siquiera
estornudar frente al hijo. Habiéndosele diagnosticado un cáncer de páncreas, con un año
y medio por delante para dejar las cosas en orden, y un legado al hijo, prefirió evitar el
encuentro, evadir la despedida, temeroso del contacto honesto de un alma generosa y
compasiva que lo hubiera perdonado.
Qué lástima que tantos padres prefieran a sus amantes antes que a sus propios
hijos. Sin duda, sucede, porque no saben que existen pájaros de cielo.
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PAPUCHY
El pequeño Toni había realizado los deberes que entregaría al día siguiente a la
profesora. Se había divertido jugando con el vecino, y a su hora, se había acostado. Pero
mantenía un ojo abierto y los oídos en alerta, atento al tintineo de las llaves y la puerta.
Nicolás llegaba a casa como cada noche: derrotado, con el aburrimiento en los
ojos y los brazos caídos, descomponiéndose como un vehículo viejo al que se
desmantela en el desguace. No se le reactivaba la sangre por el hecho de tener un hogar
al que llegar después del trabajo.
Cuando saltó de la cama y corrió por el pasillo para recibirlo con un cariñoso
beso, Nicolás no se conmovió. Se desembarazó del hijo que le colgaba del cuello.
El padre se derrumbó en el sofá como a un edificio al que le hacen la zancadilla.
Puso los pies encima de la mesa pequeña sin quitarse los zapatos. Encendió el televisor
con el mando a distancia. Sintonizó el canal de los deportes, ignorando al pequeño de
once años que se sentó a su lado agarrándolo por el brazo sin apretar ni tirar de él
demasiado. No quería alterarlo. Pero quería evitar que se escapara.
Al poco llegó a sus manos una bandeja con la cena, una lata de cerveza y una
servilleta de tela bien doblada. También había un platito con aceitunas, y otro más
pequeño para los huesos de las aceitunas.
—Papuchy... ¿cuánto dinero ganas en un día de trabajo?
—¡Vaya pregunta! –Nicolás habló con la boca llena.
—¡¡¡Hay cosas que ni tu madre sabe!!!
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Aparentemente se enojó, no por la pregunta. Su hijo le interrumpía el partido de
fútbol. El tono severo de la respuesta cortaba toda posibilidad de una conversación
agradable y distendida No había comunicación entre padre e hijo. Nicolás, hacía tiempo
que no encendía la sinergia. Negaba el ambiente positivo que permite que las personas
bajen su guardia y se descubran mutuamente. No se implicaba más allá de vitorear a su
equipo de fútbol preferido.
Desagradables situaciones similares a ésta se repetían con frecuencia.
El estado perfecto para Nicolás, consistía en que su hijo estuviera dormido y su
esposa en la cocina, y él, solo, auscultando la pantalla del televisor.
Toni se acurrucó encima de su pecho para abrazarlo como si fuera un enorme
oso de peluche, empujando sin querer con su rodilla la bandeja de la cena que se resbaló
y cayó, rebotando en el suelo.
La madre salió de la cocina, alterada, gritando ―sacrilegio‖ con la mirada.
—¡No molestes a tu padre que llega cansado del trabajo!
Pero el niño también estaba cansado, y sin embargo, quiso aguardar la llegada de
su padre. También había asistido a su puesto de trabajo desempeñando su jornada en el
colegio; pero en sus ojos latía la alegría del encuentro y en sus brazos, existía el anhelo
del abrazo, y a sus piernas no le faltaron entusiasmo para saltar de la cama y correr por
el pasillo.
Mientras la madre se agachaba y recogía la bandeja, las aceitunas y los huesos y
los pedazos de cerámica que antes formaban el plato, el padre elevaba el volumen del
televisor para constatar que no se le permitía escuchar lo que se decía en el campo. El
árbitro había pitado falta cuando el jugador ya estaba fuera de juego.
Al rato, cuando la calma parecía restablecida, durante el intermedio del partido,
al cortarse la retransmisión para dar paso a la publicidad, Toni insistió.
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—Papuchy... ¿Has cobrado ya?
Ante el mutismo de su padre, continuó.
—Estoy preocupado...¿cuánto dinero ganas en un día de trabajo?
—¿Quieres averiguar mi sueldo? –rompió secamente el silencio apretando el mando del
televisor.
—¿Vas a poder pagar las facturas?... –Toni balbuceaba-. He oído no sé qué de una
crisis.
—¡Dirás a tus amigos que tenemos deudas! ¿Quieres avergonzarme?
Nicolás lo taladró con la mirada de un asesino sorprendido que se tapa la cara,
molesto y turbado por la reiterada interrupción del partido que se reanudaba.
—Será que quieres pedirme dinero –había cierta rabia en la voz del hombre-. ¿Eso es?...
Eh! Vete al cuarto inmediatamente, malcriado. ¡Deberías estar durmiendo!
—Pero, papuchy... si soy malcriado, será porque tú no me educas bien…
La sonora bofetada hizo que el niño de once años se empotrara contra el suelo.
—Estoy cansado. He trabajado todo el día. Quiero ver el partido. Vete al cuarto y
mañana te quedas sin jugar con el vecino, ¿oíste mama?... ¡Está castigado!
—Sí, cielo, lo que tú digas. El niño está castigado sin jugar con el vecino mañana.
Colores encendidos por los potentes focos que acentúan a los futbolistas convirtiéndolos
en estrellas de cine. El locutor ensalza la tensión del conflicto que se sirve con un
redoble de tambor. La incertidumbre del resultado promueve quinielas en una sociedad
donde solo caben buenos y malos, ganadores y perdedores, tontos y listos, fracasados y
triunfadores.
En el fondo lo sabía. Nicolás sabía que se trataba de puro espectáculo, de un
entretenimiento que aturde, una especie de circo romano moderno destinado a la plebe,
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para que no piense y permanezca obtusa. Al apagar el televisor musitó ―Me gustaría
estar correteando detrás del balón hasta alcanzar la portería y marcar gol. Poder dar
volteretas por el campo escuchando el pulso de la victoria. Y acudir después a la fiesta
donde se exhiben las modelos y las presentadoras y todas las aspirantes a la fama‖.
Nicolás entró en la habitación de matrimonio y se puso el pijama. Su esposa, que
había terminado de arreglar la cocina y planchar su camisa para mañana, le señaló al
tiempo que se metía en la cama:
—A lo mejor el niño necesitaba algo.
La mirada de María lo decía todo.
—Fui descortés con mi hijo –reconoció más sosegado el padre-. Nunca lo atiendo.
Demasiadas veces lo maltrato.
El padre, nunca le explicó a su hijo su necesidad de ―Desconectar del trabajo‖.
No le contó que cuando tenía su edad, soñaba con jugar en los campeonatos
profesionales de futbol. Jamás le advirtió que su carácter, de repente reaccionaba con
violencia cuando se sentía amenazado, y que era mejor no decirle nada cuando estaba
frente al televisor concentrado en un evento deportivo, argumentándole ―Necesito mi
espacio de vez en cuando para no volverme loco, hijo‖. La ira incipiente y la tremenda
sensación de frustración por desempeñar una actividad laboral que le desagradaba
sobremanera, con el pasar de los años, lo convirtieron en un hombre taciturno y parco
en palabras. Las pocas veces que hablaba, era para realizar peticiones a base de
coacciones, chantajes, amenazas, intimidaciones, castigos.
—Llevaba dos horas esperándote –dijo María-. Ah! Me he cruzado con el director del
banco cuando volvía de recoger al niño del colegio. Me ha preguntado cuando te vas a
poner al día con la hipoteca.
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Hubo un tiempo en que Nicolás estimulaba los afectos de Toni interesándose por
sus aficiones y sus gustos. Cada vez que su hijo pronunciaba una palabra nueva, lo
celebró aplaudiendo; sonreía orgulloso y le obsequiaba con un helado que a Toni le
gustaba comerse sentado en su mesita de cuarenta y siete centímetros de altura. Y
cuando su lectura comenzó a ser fluida, le ayudó a leer textos, a comprenderlos,
preguntándole acerca de los personajes y sus acciones. Le explicaba el significado del
mensaje, hablándole de las parábolas, de las frases con doble sentido, de los finales
cerrados y los finales abiertos, y, juntos, escribían otro posible final o la continuación de
la historia que podía expandirse, porque había detectado su gran caudal de imaginación
y su gusto por el debate. Alabó a su hijo la primera vez que se subió a una bicicleta
vociferándole entusiasmado: ―Andar en bicicleta es como en la vida... si dejas de
pedalear, te caes, hijo‖.
Nicolás fue al cuarto de Toni. Por la puerta entreabierta, comprobó que todavía
estaba despierto. El niño lloraba desconsoladamente apretando su almohada. El padre
regresó a la habitación, apesadumbrado a la habitación recorriendo el pasillo de
puntillas y con suaves saltitos de discreción.
Su esposa leía en la cama Amor verdadero. Su matrimonio no terminaba de
funcionar. Con los años, se había quedado en vía muerta. Pero María era consciente de
que el amor tiene una multiplicidad de sentimientos. Indagaba sin desfallecer, buscando
respuestas incluso en la literatura. Los matices del amor, habían empañado ese color
rosa tan estereotipado al que se adhirió en su juventud, cuando solía decir: ―El amor,
difícilmente es ajeno a otros aspectos de la personalidad‖.
Se había impuesto rutinas. Se perpetuó la estima, los afectos por la fuerza de la
costumbre, la comodidad, el simple lazo del matrimonio... Complejos, autoestima,
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errores fatales injustificables... Decepciones. Aspiraciones frustradas. Realidades que no
se corresponden al ideal forjado. ¡La idealización de la familia!
Tenía dos amigas solteras. Su mejor amiga era una mujer recién separada con
―toda una vida por delante‖. Lo afirmaba como si le hubieran inyectado adrenalina,
desafiando a María a separarse para terminar con el aburrimiento y el hastío.
Se sumergía en el prefacio del libro. Le encantaba. No tenía nada que ver con la
típica y tópica estructura familiar.
Nicolás apareció con el semblante compungido. Estaba aturdido, nervioso. No sabía
cómo proceder. Había tomado conciencia de su deplorable actitud, y sabía en su fuero
interno que no podía culpar al empleo que desempeñaba, a los clientes o a su jefe, a la
coyuntura económica o al gobierno. Desde que tuvo que cambiar de trabajo, su
comportamiento varió, pero eso no era una excusa que pudiera mantenerse, nada
justificaba que fuera torpe y arisco, mucho menos que golpeara a su hijo.
—Habla con él –sugirió María con un ademán que lo invitaba a visitar la habitación de
Toni al final del pasillo.
Podía leerse en el epílogo del libro que el amor es la poesía que se hace gesto.
María intuía que la felicidad no depende de cuanto ocurre alrededor de cada persona,
sino de lo que ocurre en el interior de cada ser que, humano, es al mismo tiempo ángel y
demonio. Un personaje decía que se mide la felicidad por el espíritu con el que se
enfrenta cada uno a los retos de la vida. La esposa sabía que Nicolás, era una persona
difícil al que debían decirse las cosas con sumo cuidado, en los momentos oportunos en
que estaba receptivo, y con una buena argumentación. María estaba convencida de que
no hay matrimonio feliz sin madurez intelectual y espiritual. Faltaba un buen trecho
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para que la felicidad estuviera presente en el seno de aquella familia. O un incidente
mágico que escenificara el principio de causa y efecto.
La puerta del cuarto del hijo fue golpeada con los nudillos un par de veces.
—¿Puedo entrar? –preguntó Nicolás.
—Sí, papuchy, entra, ¡te lo ruego! –canturreó con alegría el niño secándose las
lágrimas.
Cruzó el umbral avanzando hasta la mesita de vehículo de fórmula uno situada al
lado de la cama mientras Toni se incorporaba.
—Aquí te dejo cinco monedas para que te compres lo que quieras.
El padre se sentó en la cama para hablarle pausadamente.
—Toni, me has preguntado cuánto gano. Gano quince monedas como estas por cada
hora –su tono era completamente dócil-. Cuéntame para qué necesitas el dinero, ¿sí?
El niño sonrió. Se levantó de la cama de un salto. Se dirigió al armario, abrió el
último cajón, rebuscó entre la ropa y volvió veloz, para meterse en la cama igual como
si jugara con las olas entrando en el mar.
—¿Será suficiente, papuchy!... –había sacado un dibujo que pintó en el colegio-. La
maestra me ha dicho que mi dibujo vale mucho. Toma, te lo regalo. Es tuyo. Quiero
ayudarte a pagar la hipoteca al señor del banco.
De repente, vino a la mente de Nicolás la confesión que hiciera su jefe en la
pasada convención. Su jefe afirmó durante la clausura que es bueno trabajar, pero que
no es bueno sólo trabajar. Detalló a los presentes una anécdota que le ocurrió tiempo
atrás. Contó a todos, la mayoría padres de familia, que se había detenido con su
automóvil ante un semáforo, que ansioso porque el semáforo no cambiaba el disco, a
punto de arrancar, contempló a una señora que arrullaba en sus brazos a un pequeño,
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quedando por instantes largos totalmente paralizado. Junto a la señora había un hombre
que tomaba de la mano a su hijo de aproximadamente diez años. Ambos estaban
tranquilos. Se miraban, conversaban, se sonreían mutuamente. Eran las cinco de la
tarde. Padre e hijo iban al parque que se encontraba al otro lado de la calzada mientras
él se desplazaba de una reunión a otra reunión, cuando al presionar con el pie el
acelerador, un pensamiento recorrió su mente: ―Qué bueno que se disfrutan‖. Las
palabras sobrevolaron la gran sala de convenciones del lujoso hotel. El jefe continuó
―Fue durante ese momento extraño que tomé conciencia de que yo no veía crecer a mis
hijos. Pero saben ustedes lo peor del caso, salí con mi automóvil apresuradamente ese
día, como lo hacía todos los días, siempre deprisa de arriba abajo y al llegar a la oficina,
después de negociar un contrato importante en el despacho del abogado de la empresa,
sonó el teléfono, atendí a un cliente, luego a un proveedor y a otro, y luego le dicté unas
cartas a mi secretaria y le pedí que enviara unos correos electrónicos a nuestros
colaboradores de Australia. Me distraje. No fue hasta hace unas semanas, cuando asistí
a la boda del mayor de mis hijos que recordé... Recordé lo que ocurrió hace trece años!
Vinieron a mi mente aquel padre y su hijo que se miraban, y conversaban sonriéndose
mutuamente. Hasta entonces no había podido detenerme. Y ya digo, han pasado trece
años. Me he dado cuenta demasiado tarde. La luz verde se encendió trece años atrás,
pero no supe interpretar su mensaje. Les confieso que estoy arrepentido de no haber
atendido esa percepción fulminante cuando debía hacerlo. Por tal razón he decidido
dedicarle más tiempo a nuestro hijo menor, porque demasiadas veces le había dicho a su
hermano ―… más tarde, ahora no puedo, lo haremos el fin de semana‖. Y el fin de
semana estaba demasiado cansado para ocuparme de mi hijo. ¡Imbécil! Fui un auténtico
idiota. Trabajen... soy el primero que lo desea porque soy el jefe. Pero no desatiendan a
sus hijos. Yo también soy padre, y soy un hombre comprensivo‖. Pero también Nicolás
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se había distraído después de la convención. Y su pasión primera era el deporte, el
fútbol, el televisor, el escapismo robotizado que anula los sentidos y la percepción. Y
las jornadas laborales agotadoras, insustanciales, amargas, molestas, repetitivas,
desalentadoras, conseguían que cuando entraba en su casa solo esperara encontrar el
sofá y la bandeja de la cena en sus manos y un buen partido de fútbol o de lo que fuera,
cualquier deporte valía. Necesitaba desconectar de una vida vacía de contenido.
Todavía resonaba en la habitación la frase que pronunciara su hijo... Toma, te lo regalo,
es tuyo... Ayudarte a pagar... Toni quería ayudarlo y Nicolás ni siquiera le ofrecía lo
que por derecho le era propio: un poco de cálida atención, un elogio cuando realizaba
una buena acción, el aplauso frente a la iniciativa y el mimo, después de una caída, en
los brazos protectores de papá.
Y por primera vez en muchos años, no se irritó con su hijo. No fue grosero ni
abrupto. Lo observó como el adolescente que asomaba, y decidió no tratarlo más como
a un niño pequeño. De los labios de Nicolás brotaron flores. Todavía sentado en la
cama, puso su mano en el pecho de Toni, a la altura del corazón.
—En este momento de tu vida, hijo mío, decido estar contigo. Vislumbro que se trata de
un momento importante para ti. Adelante, te escucho. Dime lo que tienes que decirme
sin ninguna contemplación. Toni, te escucho.
—¡Papuchy! ¡Papuchy!
El niño no se creía lo que sucedía. Miró de reojo las cinco monedas. Un instante
después, se las devolvió a su padre y puso en su mano libre el dibujo repitiendo su
sonrisa majestuosa.
—Si no quiero lo que tú quieres que yo quiera, papuchy, por favor, no me digas que lo
que yo quiero está mal. O si lo que yo creo es diferente a lo que tú crees, papuchy, por
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favor, piénsalo un poco antes de corregirme con esos modos tuyos que a veces me dan
miedo. O si actúo de un modo distinto a tus indicaciones, papuchy, por favor, respeta mi
actuación. No me regañes ni me riñas ni te enfades. Déjame encontrar aquello que es
más adecuado por mí mismo, pero sin dejar de orientarme en la vida, yo sé que tú sabes
más que yo. Recuerdo cuanto me agradaban tus sugerencias cuando escribíamos juntos
aquellas historias interminables durante las tardes de los domingos, antes de comprar el
enorme televisor de pantalla plana y suscribirte al Canal Deporte.
A Nicolás no le desilusionaron las palabras del niño. Miraba embelesado a Toni.
Escuchaba con el corazón generoso que se permitía recuperar. Atendía con el alma
abierta de par en par. Otra vez era él.
—Papuchy, no te pido que me entiendas hoy. Quizás puedas entenderme con el paso del
tiempo. Tal vez nunca me entiendas. Pero será más fácil si dejas de intentar convertirme
en una copia exacta de ti. O en aquello que tú querías ser y no pudiste conseguir.
Papuchy... yo soy yo, y quiero experimentar la vida a mi manera, descubrir mis propios
sentimientos, forjar mis creencias, realizar mis sueños inverosímiles para un adulto.
Cuando me aceptes tal como soy... te prometo que yo no intentaré que adoptes mis
ideas, papuchy, ni que te comportes como yo... ni que repitas mi manera de vivir.
¡Jamás te obligaré que dibujes con mi estilo!
El padre se había empeñado durante el último trimestre en que jugara al fútbol.
Lo había inscrito en el polideportivo municipal, y cada domingo lo obligaba a jugar
sobornando al entrenador. Nicolás se obstinaba tercamente para resolver su frustración a
través del hijo. No averiguaba sus cualidades que se detallaban en los informes del
colegio. Desconocía sus habilidades con el barro y su destreza con el dibujo. Había
ignorado las palabras de su tutora: ―Sería muy recomendable que inscribieran a Toni en
una escuela superior de dibujo. Tiene aptitudes. Diría más... su hijo dispone de una
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potencialidad excepcional‖. Pero Nicolás olvidó el elogio de la señora con el primer gol
de la temporada que necesitaba como necesita un drogadicto su dosis diaria.
La aparente desobediencia de Toni fascinó a Nicolás. Y sintiéndolo como un ser
humano libre, pensó ―Tienes capacidad para sentir como te plazca‖.
Toni lo leyó en su mirada que llegaba con los ojos del alma que se desembaraza
del velo.
Padre e hijo se abrazaron fundiéndose en lo que pareció un chispazo de jazmín.
Al regresar junto a su esposa, la miró como mira la primavera al jardín. Y le habló con
un sentimiento desconocido hasta la fecha. Su voz retumbaba desde las mismas entrañas
del hombre que nace nuevo. Dejó que las flores en sus labios desprendieran el aroma de
jazmín.
—Desechar cualquier situación desagradable. Bucear. Encontrar un punto común en el
seno de la unidad familiar, sin olvidar que toda relación se nutre del amor; de la
integración de la dignidad de cada miembro. Y en verdad te digo, mujer... que desde
hoy, concretamente en este hogar, existe el propósito de permanecer unidos –estaba
sorprendido por lo que acababa de expresar. Tuvo que pellizcarse.
María lo observaba encontrando la luz que siempre buscó en sus ojos.
Nicolás se acostó a su lado. Ella se le acercó despacio al oído para susurrarle:
—El mejor legado de un padre a su hijo es un poco de su tiempo cada día.
Después, posó sus labios dulcemente en la frente de su esposo y a continuación,
hicieron el amor con la misma intensidad que al inicio de su romance en el instituto.
De madrugada, Nicolás se levantó para asomarse por la ventana. Apartó las cortinas que
había tejido María con alegría en la máquina de coser que le regaló la primera Navidad.
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Se deleitó ante el firmamento plagado de estrellas. Unas nubes cruzaron la luna llena de
izquierda a derecha, como partiéndola en dos, seccionándola con un escalpelo afilado.
Entonces entendió que había una parte oculta que no había permitido que se expresara,
y que existía otra parte que debía desprenderse de su ser hasta desaparecer. Porque una
vez apartadas las cortinas, igual que el velo de los ojos del alma... habló el cielo: ―No
puede eliminarse el viento, pues su misma esencia es el aire, pero pueden construirse
molinos para aprovechar su potencia inmensa‖.
Podía convertirse en una persona a la que no se puede dejar de amar,
simplemente por el hecho de estar ahí, cercano, presente, activo. ―Toni me amará
porque yo soy su padre; pero no un padre cualquiera que se impone por la fuerza del
apellido. A pesar de mi conducta pasada, hoy, soy libre para actuar, y lo hago con
mayor conocimiento que ayer‖.
Y cuando las nubes formaron con gracia la silueta del cuerpo de un pájaro
inconmensurable, Nicolás se hizo una solemne promesa: ―En esta casa, la unidad
familiar será siempre lo primero. No habrá obstáculos que impidan que nos disfrutemos
los unos a los otros un buen rato cada día. Me comprometo a no obligar por la fuerza a
mi hijo a nada. Me comprometo a no ser un hombre machista. Día tras día he convertido
a María en una mujer invisible o, peor aún, en mi empleada. Perdóname...‖. Bajó la
mirada hasta el suelo, mordiéndose el labio inferior en señal de arrepentimiento.
Ahora pasan largos ratos juntos reunidos los tres en el salón con el televisor apagado.
Algunas noches, Nicolás consigue llegar más temprano y cenan con candelas y música
clásica mientras conversan animadamente. Y los días que se retrasa a causa de las horas
extras, entra directamente al cuarto del hijo para dormirlo con cuentos maravillosos
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mientras la madre se sienta a los pies de la cama rememorando las sensaciones de
cuando era niña junto a su padre inmortal.
Y serán muchos los domingos que se tirarán los tres al suelo para jugar con
pinturas y cartulinas y esculturas de barro, y todo gracias a esa noche singular en que
Nicolás supo decir: ―Adelante, te escucho, hijo mío, te escucho con el corazón abierto‖.
Su alma se abrió de par en par, y después de aquel fortuito abrazo, pudo captar el olor a
jazmín y mirar con ojos nuevos a su abnegada esposa, para hacerle el amor con la
pasión que ponía antes al futbol. La magia actuó.
Actuó a partir del incidente... el dibujo del niño desencadenó los sentimientos
encontrados. Representaba una casa en cuyo interior había un fuego que rodeaban tres
figuras con sus respectivos nombres: Nicolás, María, Toni. Fue un impacto. Enmarcó y
colgó aquel dibujo en el cabezal de la cama del matrimonio. Encarnaba el símbolo que
lo cambió todo en aquella casa.
Con el tiempo, repasando el dibujo con lupa, descubrió un televisor arrinconado
al que se había estrellado contra la pantalla algún objeto contundente. También había un
balón de fútbol deshinchado. Y sobre columnas de tipo romano, cuadros en blanco.
Si pudiéramos preguntar directamente a un pájaro de cielo, tranquilamente nos
explicaría: ―El alma, jamás es incompetente, y sus milagros, son implacables‖.
Cada día después de la muerte de Nicolás, y de la muerte de María, pocos meses
después, a causa de tanta pena. Toni recuerda su amor a la vida gracias a las miles de
veces que sus miradas se cruzaron silenciosas gritándose mutuamente: te amo.
La capacidad de sentir está en proporción directa a la nobleza de los
sentimientos. De igual forma, a medida que uno se esfuerza para compartir, crece y se
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ennoblece el ser interior que maniobra para hacernos mejores personas, con garantías de
obtener una existencia de calidad humana. Y de felicidad sin fin.
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TODA LA ESPECIE
Un hombre entró en una concurrida cafetería a las once de la mañana en la ciudad de
Madrid. Depositó su agenda de trabajo encima de la barra de madera, y las llaves de su
automóvil. Pidió una infusión de poleo menta al camarero con su mano levantada.
Ojeaba el periódico de pie, mientras en la zona donde estaban dispuestas las mesas de
forma ordenada, un grupo de mujeres conversaba animadamente.
El hombre se bebió la infusión muy despacio, pagó la consumición al camarero,
y se marchó tranquilamente justo cuando una de las mujeres se acercó a la barra para
dirigirse al camarero. Marina ladeó la cabeza, dejando caer a un lado su larga cabellera
castaña que tapaba parcialmente su rostro. Era un rostro hermoso que sin embargo,
denotaba un rictus destemplado, igual que un instrumento de música que suena
desafinado. Tenía el monedero entre las manos.
—¿Cuánto es...?
—Uno con veinte.
—No, todo, Andrés. Yo pago todo lo que han tomado las muchachas.
En el exterior, frente a la puerta del automóvil rojo, el hombre metió la mano en
el bolsillo derecho de su pantalón, luego en el izquierdo, y rápidamente volvió sobre sus
pasos a la cafetería justo cuando salían por la puerta el grupo de mujeres animadas que
lo envolvieron como una ola gigantesca.
La más alegre de las mujeres movía un billete de 20 Euros en el aire, y le dijo a
Marina, envuelta en risas juguetonas.
—¡Tómalo!
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Intentando atravesar el grupo para entrar en el bar, con una sonrisa amable y luz en
los ojos , el hombre sugirió.
—¡Dámelo a mí!
Marina ladeó simpáticamente la cabeza y su larga cabellera castaña voló
mientras cogía con rapidez el billete que su amiga hacía oscilar en el aire, y se detuvo.
El grupo de mujeres siguió hacia adelante sin ella. El hombre también se quedó quieto
como una estaca hundida en la tierra seca. Ambos se observaban minuciosamente.
—¿Y qué harías con este billete? –preguntó ella.
—Guardarlo en recuerdo de este momento –respondió él.
—¿Por qué guardarlo? ¿Qué tiene de especial el día de hoy?
—Todo... ¿no te das cuenta? ¡Lo llaman presente! Porque el ahora es un regalo.
Desde la esquina, rodeando el semáforo antes de cruzar, las mujeres coreaban:
¡Marina! ¡Marina! Nos vamos...
Marina miró a sus amigas que cruzaban por el paso de peatones junto a los
vehículos inmóviles. A continuación, miró al hombre que la había desconcertado con
aquel comentario, dejándola inerte y convulsionada, sin saber exactamente los motivos.
Estaba nerviosa.
El hombre dejó atrás a Marina. Entró en la cafetería. A los pocos instantes salió
de la cafetería con su agenda y las llaves y luz en los ojos.
—¿Te llevo a alguna parte? –preguntó con una amabilidad que coronaba con otra
sonrisa amable que se hacía brillante y extensa.
—¿A dónde me quieres llevar? –indagaba Marina, algo aturdida por la invitación.
Estaba excitada.
—Ven y lo sabrás. Acompáñame, y te contaré por qué hoy es un día especial.
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Al poco, Marina viajaba en un automóvil limpio y cómodo. Durante el trayecto no
pensó que fuera a pasarle nada malo. No la intimidaba el hombre, más bien al contrario.
La hacía sentir bien. Era educado, bien parecido, alto, iba bien vestido. Llevaba los
zapatos relucientes. Conducía respetando las señales de tráfico, ni muy deprisa ni muy
despacio. Le transmitía una inesperada confianza. Tal vez esa mezcla de misterio y
curiosidad la hicieron decidirse.
—Dime cómo eres... ¿cómo sientes?...
El hombre formulaba indiscretas preguntas que sonaban increíbles.
Marina le hablaba como si lo conociera desde hacía muchísimo tiempo.
—Verás, yo procuro vivir a lo largo del día algo que me haga feliz. Procuro ser yo,
siempre, sin artificios tontos. Procuro admirar la belleza de la Naturaleza, ser capaz de
apreciar los pequeños detalles de la vida –no se sorprendió por la valentía de tanta
sinceridad, absorta en el inventario de bienes que la caracterizaba-. Soy feliz con la
gente, me gusta conocer gente –no se detuvo en su exposición, parecía haber
descubierto una fuente inagotable-. También soy feliz estando sola, caminando, en
silencio, con mis pensamientos, respirando profundamente. Cada parte de mí está llena
de pasión, de planes, de ganas de vivir, y de risa, y, soy feliz con la felicidad ajena.
—Por tal motivo estás aquí. No me he equivocado. Puedo leerte...
Marina no dejaba de mirar hacia delante, sin entrar en contacto con el conductor.
Las calles conocidas fueron desapareciendo. Se encontraban en las afueras de la ciudad
y su curiosidad aumentaba con cada kilómetro.
Llegaron a un descampado donde el hombre detuvo el automóvil rojo como la
sangre. Entonces, la miró, y con un simpático ademán, la invitó a descender.
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Dejaron atrás el automóvil, marchando a campo abierto, y al tiempo que
avanzaban, conversaban amigablemente. Pero el hombre cambió el tono hacia Marina.
—Envejecer, no es feo...
—¿Por qué lo dices?
—Es el hacerse mayor de manera incorrecta lo que te hace feo. Puede envejecerse de
manera atractiva. La arruga es bella, delata la experiencia de la vida.
Marina se quedó mirando al hombre de reojo sin despegar los labios, en guardia.
—Contéstame, ¿te gustan los animales?... ¿Has ido al circo? Seguro que has visto a los
delfines en parques acuáticos, pero ¿qué opinas de los leones?
Marina no respondió. Apenas recordaba el aspecto de los leones. Ni siquiera
recordaba si alguna vez fue al circo cuando era una niña. No tenía conciencia de haber
estado cerca de un león. Únicamente sabía con certeza que la leona es la que caza.
—Los leones del circo despliegan su fuerza mediante su impresionante rugido... en ese
momento se sienten ―el rey de la selva‖ ante el público que aplaude. ¿Qué los mantiene
haciendo equilibrios sobre un taburete cuando el domador agita el látigo? ¿Por qué no
escapan? ¿Por qué después de la exhibición, y hasta justo antes de volver a la carpa para
una nueva función, quedan mansamente resignados a su ridículo existir entre barrotes en
un diminuto cubículo?
Transcurrieron largos segundos hasta completar un minuto y medio en el que no
hubo respuesta, pues Marina, mantenía el entrecejo fruncido mirando al suelo mientras
avanzaba por el valle junto a un hombre que planteaba reflexiones. Pero, precavida,
encendió el piloto de alerta. Empezaba a preguntarse quién era ese desconocido y a
dónde la llevaba. Paseaban muy lejos de todo. Nadie estaba cerca.
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—No lo sé. Dímelo tú –Marina intentó mostrarse sosegada.
—Si te pregunto por qué el león capaz de devorar al domador de un bocado no escapa,
¿qué me contestas, Marina...?
—Nada. Porque yo no sé por qué no escapa. ¿Y tú cómo sabes mi nombre?...
—El león no escapa porque está rendido. No escapa, porque nació en cautividad y lo
amaestraron desde muy pequeño para que ignorara sus sentidos y solo obedeciera.
Siendo una cría, el domador lo premió con el alimento. Encerrado, no pudo aprender a
cazar y sobrevivir por sí mismo. Creció con la idea de que no podía saltar sobre el
domador que lo premiaba con doble ración si se subía a un taburete en la carpa del
circo. Le enseñaron a traicionar su innato ímpetu salvaje. Inventaron una marioneta que
desempeña un comportamiento que sería del todo absurdo en su hábitat natural.
Vivimos con el engaño de que no se pueden hacer ―ciertas cosas‖, anestesiados,
restringiendo nuestra iniciativa. Coartando nuestra libertad. Asumiendo la carencia que
no existe. ¡Es mentira! ¡Se puede! Pero el sistema que hemos inventado se empeña en
engañarnos, en manipularnos, en contaminarnos un poco cada día. El leoncito aceptó,
resignado, su condición y destino porque se conformó en permanecer junto al domador.
Y ya no hubo necesidad de amarrarlo con gruesas cadenas temiendo que se fugara. Por
eso el león mayor y temible no escapa, a pesar de su fuerza descomunal, porque no
confía en su potencia. Piensa que no puede, creyéndose incapaz de imaginar un mundo
distinto donde no tenga que vivir sometido.
Marina y el hombre se adentraron todavía más en el valle, hasta que a lo lejos,
un frondoso árbol de una hermosura indescriptible, poco a poco fue cobrando su
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desmesurado tamaño. Sin que existiera ninguna señal explícita de Stop en aquel ceibo
milenario. Todo indicaba que el trayecto había llegado a su fin.
Una persona estaba sentada en una de las dos sillas situadas bajo el ceibo
milenario, cuyos respaldos se tocaban mirando en direcciones opuestas. El hombre le
pidió a Marina que ocupara la silla libre. Marina se quedó de espaldas a la figura. El
hombre se puso delante de la otra persona, de manera que Marina, tampoco podía verlo
a él, y ya eran dos personas desconocidas que estaban con ella en medio de un lugar
perdido. La tensión aumentaba y el latido de su corazón se agitó. Entonces escuchó unas
palabras que parecían llegar del eco en las montañas.
—El Tribunal Supremo de Nigeria ha ratificado la condena a muerte por lapidación de
Amina. Se ha pospuesto la aplicación de la condena durante un par de meses por
"permiso de lactancia". Después, la enterrarán hasta el cuello y la matarán a pedradas.
Ese día concreto, Marina se había enfurecido hasta dibujar un rictus destemplado
en su rostro. Cortaron el suministro de agua mientras se duchaba, y cuando se peinaba,
se encontró una cana. Camino de la oficina se topó con la mayoría de los semáforos en
rojo, y habían ocupado su plaza de aparcamiento en el garaje del edificio de oficinas.
Antes de entrar en el edificio que alberga en la cuarta planta la empresa en la que
trabaja, quiso comprar su champú favorito en el supermercado de la esquina pero la fila
en la caja era larga y sonaba por los altavoces la canción que la unió a su amado en la
pista de baile, recordándole sin piedad, que no había visitado el apartamento para
hacerle el amor. Estaba malhumorada, porque además, antes de salir de casa, le fue
imposible encontrar sus pendientes preferidos. Sólo le faltó tener que escuchar que una
mujer iba a ser asesinada brutalmente. Marina se sobresaltó, levantándose de la silla
como una bomba que explota.
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¡El hombre ya no estaba! Únicamente permanecía la persona sentada en la otra
silla. Marina se movió son sigilo, acercándose hasta poder verla mejor. Se trataba de
una mujer. Estaba inmóvil. Llevaba un turbante que ocultaba su rostro y una túnica
larga hasta los tobillos. Iba descalza. Tenía las uñas de los pies pintadas de rojo, igual
que el color del vino tinto.
Aquella figura femenina elevó su mano tatuada y, a cámara lenta, se quitó el
turbante de la cabeza. La mujer descubrió su rostro, el rostro de Marina, quien escuchó
en los labios de la mujer su propia voz que decía ―Y cuando siento que el flujo de
alegría disminuye y me detengo, reviso todo, para arrancar de nuevo, con más ganas,
con mayor seguridad, con innumerables motivos... Si la felicidad ajena no existe, ¡yo
me enfurezco para cambiar las cosas!‖.
Esa mañana Marina se había encontrado atrapada en medio del tráfico, y se
desesperó y maldijo entre dientes, cuando hay gente que debe adaptarse a los rígidos
horarios del transporte público, conformándose con viajar de pie. Empezaba mal ese día
de trabajo sin pensar que hay quienes pasan durante años sin poder obtener un puesto
laboral estable, y eso, sin embargo, lo ignoró. Estaba descorazonada porque faltó a la
cita su amado varón, pero no tuvo en cuenta a todos aquellos que no saben lo que es el
amor, y a todas aquellas personas que nunca han sido amadas. Ese día se había
levantado con el pie izquierdo, desde que se encontró una cana y repentinamente se
sintió vieja y acabada. Todo hubiera sido distinto, de haber pensado en los enfermos de
cáncer, sin cabellos, por los efectos de la quimioterapia. Ellos desearían tener su larga
cabellera aunque ésta fuera totalmente blanquecina.
Entre las delgadas ramas del frondoso ceibo milenario de belleza indescriptible
se había enredado un pedazo de cielo.
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— Cuando las cosas nos van mal, es porque algo anda mal en el mundo. Pero de nada
sirve enfurecerse si nada vas a hacer a continuación.
Tal vez lo que estaba enredado era un pájaro.
—Si únicamente te enfureces para descargar tu ira contra los que te rodean, tienes un
problema. La cólera te activa la sangre, pero luego, hay que hacer algo positivo con ese
caudal de energía. No te conformes con el malestar de un enojo.
Cada frase era un golpe seco de fuerte ventisca en la espalda de Marina.
—El diálogo interno nos concede gran cantidad de premios. Es la llave del amanecer, y
el cerrojo del atardecer, durante el crepúsculo de una plegaria.
Marina se arrodilló. Bajó la vista. Reflexionó en voz alta zarandeada por el
viento.
—Yo tengo fortuna, ¿por qué otras personas no la tienen? ¿Dónde está la igualdad?
Dispongo de fuerza, necesito más fuerza... para combinarla con la lucidez, y contagiarla
igual que un repetidor de señal. Vivir una experiencia que me haga feliz... que me haga
sentirme útil, ¿dónde está el mundo perfecto? Pero si a mí me encanta el desafío, ¿qué
estoy haciendo? ¿Por qué me cruzo de brazos? ¿Por qué miro a otro lado? ¿Por qué me
conformo? Por qué no digo ¡¡¡basta!!! Si extraviara la fuerza, al menos, me quedaría
con mi dignidad, optaría por la nobleza de mis actos. Agradezco la esperanza, que nadie
me puede arrebatar, porque puedo ser yo siempre, y todavía puedo asombrarme ante la
incógnita del mundo que aguarda como un reto, como una oportunidad, como un
congreso que puedo fundar.
Al levantar la vista, el hombre estaba frente a Marina con la sonrisa amable que
resuena entre la lluvia que daba inicio, con la promesa de encharcarlo todo con sus ojos
de luz aguados.
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Empuñaba una espada. Era una espada invisible, pero era una espada larga y
afilada que brillaba. Una espada mágica, forjada de un hierro vital deslumbrante.
El hombre levantó la espada y la dejó caer encima de la cabeza de Marina, hasta
el final. Inmediatamente sonrió y desapareció con un chispazo, mientras Marina se
dividía en dos y una parte de ella se desplomaba contra el suelo. Esa parte de ella,
tendida en el suelo como ropa gastada y sucia, estaba dispuesta para la fogata.
El pájaro alzó el vuelo y se metió por una pequeña fisura del cielo.
Empezó a llover torrencialmente.
Marina no hizo ningún intento de cobijarse bajo el gigantesco ceibo. Observó
detenidamente cómo la imagen de la mujer de la túnica se deshacía como si fuera barro,
resbalado por la silla hasta confundirse con la tierra mojada. Solo sus enormes ojos
negros parpadeaban en el suelo, entre la hierba empapada que comenzó a crecer en el
mismo sitio donde una parte de Marina se había desplomado.
Las gotas eran cada vez más gruesas, como burbujas enormes. Algunas gotas
tenían piernas diminutas. Brazos. Un pequeño rostro que se perfilaba.
Y una gota dijo: ―Pensaste que la tristeza sería eterna, pero conociste a esa amiga
que te hizo reír‖, y se derramó en el suelo. Otra gota dijo: ―Pensaste que el amor no lo
era todo después del terrible desengaño, pero cuando apareció esa persona a quien no
puedes dejar de amar, volviste a sorprenderte‖, y se derramó en el suelo.
Empezaron a llover colegialas del cielo. Descendían niñas alegres con sus faldas
cortas, zapatos de charol y calcetines a rayas hasta las rodillas, susurrando frases desde
sus redondas caras con trenzas, mientras el valle se inundaba.
Una colegiala dijo: ―Pensaste que nadie podía comprenderte, y te quedaste
boquiabierta cuando una persona te leyó el corazón‖. Acto seguido, una gota de agua
cristalina tocó la frente de Marina y resbaló por su nariz hasta su boca abierta. Y una
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última colegiala habló así antes de ser engullida ―Así como hubo momentos en que la
concepción de la vida cambió de repente, jamás olvides que todavía existen instantes
milagrosos en los que es posible realizar un sueño‖. Entonces, la voz del hombre resonó
como un trueno ―Nunca dejes de soñar... cada sueño es el principio de una realidad‖.
Había tanta agua que el suelo que Marina tenía que flotar como si estuviera en
alta mar, pero en vez de peces, miles de colegialas nadaban su alrededor al tiempo que
cantaban.
Marina cerró los ojos. Los apretó fuertemente y, al abrirlos, sus labios están
diciéndole en la cafetería a Andrés:
—¿Cuánto es...?
Después de cruzar el umbral para salir a las calles de la ciudad, todavía con el sobresalto
visible en su rostro, Marina percibe que es otra mujer. Intuye que se trata de una versión
más exquisita y refinada de sí misma, una mujer diferente, que se acentúa,
concretándose en el devenir.
Y Marina camina animadamente sin el rictus del enojo en su rostro, mientras
habla a sus amigas con la voz sedosa que seduce como el rojo excita los sentidos.
—La vida no siempre es como quisiéramos que sea. A veces, somos traicionadas por
personas a quienes nosotras amamos. A veces, somos juzgadas de manera injusta. A
veces, nos suceden cosas crueles que consideramos no merecer. La vida trae consigo
momentos difíciles; llanto, angustia, sufrimiento, incertidumbre, dolor. Podemos llorar,
pero no debemos amargarnos. Podemos sufrir, pero no endurecernos. Podemos vivir
íntimamente días sumamente confusos y dolorosos, más no debemos, ni ablandarnos
demasiado, ni tampoco hacernos inmunes al dolor de otras personas como abruptos
robots. No somos de piedra. Y en modo alguno, somos impotentes, mis amigas.
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Las alegres mujeres habían enmudecido ante la repentina elocuencia de Marina.
Avanzan a su lado, empujándose entre sí para estar un poco más cerca de su amiga,
cuyo hermoso semblante irradiaba una luz multicolor que viene de adentro donde la
esencia misma del elixir silba certero entre las paredes del corazón y la razón igual que
el viento.
—Hace tiempo que no cuestionamos seriamente nuestra potencia. Cada una de nosotras
somos leonas, y… una leona es toda la especie. Vamos por el mundo pensando que no
somos autónomas, cuando en la selva es la leona la que dispone de habilidad suficiente
para atrapar a la presa, y esta falta de confianza en nosotras nos resta movilidad y nos
hace aceptar costumbres absurdas. Vivimos pensando que no podemos hacer un montón
de cosas, simplemente, porque una vez las intentamos y nada conseguimos. Grabamos
en nuestra memoria un determinante ―no puedo‖ y, efectivamente, así nos dejamos
vencer, todas, permitiendo que nos domen en la mayoría de ocasiones. Nos imponemos
a nosotras mismas mil cien limitaciones. La única manera de saber es después de
intentarlo. ¡Una leona es toda la especie!
El grupo de mujeres rodeaba el semáforo. Cruzaron por el paso de peatones
mientras los conductores de los automóviles les parecieron verlas levitar.
Entraron en el lujoso edificio de oficinas. Continuaron por los pasillos de entrada
hasta escasos metros del ascensor, repiqueteando con los tacones como si cien afiladas
gotas de lluvia chocaran contra el suelo de mármol.
—Todo es cuestión de mantener la mente inquieta, la columna vertebral recta, hombros
hacia atrás, barbilla levantada, y mirada al frente con el alma sosegada –dijo Marina con
un rugido colosal que estremeció las paredes del edificio.
Y mientras esperan el ascensor, Marina informa a sus amigas.
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—En vez de la publicidad para la corporación de empresas asociadas, tan pronto
entremos en la oficina, utilizaremos todos los medios y nuestras habilidades y recursos
para el nuevo cliente preferente para una actitud superior. Vamos a emprender una
cruzada en defensa de otro crimen atroz –sentencia con un brío inusitado –Amina lo
merece.
Ninguna habla. Todas permanecen en silencio hasta la cuarta planta. Y después
de entrar y dejar los bolsos en las mesas de trabajo, Marina las reúne en la sala de juntas
y les pregunta a sus compañeras, con el entusiasmo en los ojos y la elocuencia de la
galaxia.
—Hoy es un día fantástico, ¿sabéis por qué?
Pero no hay respuesta. Únicamente un mutismo inmenso lleno de respeto hacia
la propietaria de la empresa, presidenta y amiga, un ser que ahora encarna la luz
inconfundible del horizonte que se acerca.
—Hoy es un día fantástico… porque eso es lo único que tenemos en verdad, el
hoy… el ahora mismo, ¡a trabajar! Una gota de agua se evapora. Pero una gota que se
mezcla con el océano nunca se extravía. Las gotas se hacen mar… y el elixir que se
alcanza, emerge, igual que el amanecer extendiendo sus alas.
A través de campañas de recogida de firmas, aquel grupo de mujeres revolucionarias
consiguieron que las autoridades nigerianas recapacitaran en favor de Amina, y después,
también salvaron a Safiya de ser lapidada en Nigeria. Ninguna mujer podía quedar
impasible. Ellas pensaron que debía intentarse, y pusieron al frente la convicción que
galopó salvajemente. Lograrán salvar a muchas otras víctimas, pues Marina, en cada
entrevista, en cada conferencia, en cada artículo de su blog, transmite la fuerza de toda
la selva.
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Las cosas cambiaron a partir de aquel día especial, sin embargo, aquel día
terminó sin que el amante de Marina la llamara por teléfono. No la esperó en su
restaurante acostumbrado, a escasos metros del edificio de oficinas. No se presentó en
su apartamento al anochecer con flores y una botella de vino y una caja de bombones.
Tampoco llegó al día siguiente para hacerle el amor temprano, como había sido su
costumbre durante los últimos meses. Pero a Marina no le importó ese desenlace,
porque sintonizaba con la frecuencia del pájaro de cielo, a través del aire que enfurece al
viento, danzando con dificultad en una ciudad sin apenas árboles y ningún ceibo
milenario que pudiera contrastar con tanto ladrillo y hierro y cemento y cristal opaco.
Pero donde llueve, y se pueden contar una a una cada gota transparente, se distinguen
unas de otras, cada oportunidad vestida de colegiala.
Las personas que defienden a los demás, son las personas que más necesitan que
se las defienda. Ellas lo saben, que también necesitan ayuda, protección, ser rescatadas,
pero están entretenidas atendiendo a los demás. Es el síndrome del elixir del cosmos.
El efecto de la vida en la vida noble, plena, digna.
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EN TI
Cámaras de televisión de numerosas cadenas nacionales e internacionales, largas
pértigas con micrófonos peludos en las puntas, brazos extendidos con grabadoras
apuntando en la misma dirección. Multitud de periodistas realizando a voces la misma
pregunta al octogenario señor.
—¿Cómo se siente?... ¡díganos! ¿Cómo se siente?
Nada hace por escapar de los fotógrafos que disparan sus máquinas
automáticas dándose empujones y codazos entre sí. La vorágine arrincona al
hombrecillo delgado de tamaño reducido, mientras diversos teléfonos móviles
sintonizan en directo con las emisoras de radio. Gran cantidad de curiosos se asoman
desde las ventanas de los edificios, los balcones y las terrazas, algunos jóvenes subidos
a los árboles y a las farolas. Hay personas encima de los techos de sus vehículos. Todos
reclaman la explicación del secreto más grande del mundo jamás contado hasta la fecha.
—¡Todo está en ti! –dice en medio de la confusión, y el escándalo enmudece al instante,
como si alguien hubiera desconectado repentinamente el sonido.
—Todo está en ti. Ya está… ¿eso es todo? –exclama un periodista en la primera fila
arrodillado.
El octogenario señor limita su declaración a las cuatro palabras mencionadas…
Todo está en ti. Y luego, una especie de elipsis, pero se renueva el bullicio como si los
vatios de potencia se hubieran multiplicado. Al ver que se sume en un mutismo
absoluto. El desconcierto es total. Hay una enorme decepción entre los presentes.
Siguen apuntándole las cámaras y los micrófonos, cerrando el círculo entorno a él,
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insistiendo, presionando, obligándolo a retroceder hasta que su espalda toca el muro de
ladrillo.
Todo ese remolino de gente espera las palabras del hombrecillo de aspecto
frágil y enfermizo al que los años han extirpado su vigor. Esperan capturar ese gran
secreto. Necesitan una explicación. El anciano se pregunta ―¿por qué tanta prisa? ¿Por
qué la velocidad de nuestros días? ¿Realmente les interesa lo que yo pueda decirles?...‖.
Y al intuir que su testimonio es crucial, recapitula su existir para mayor gloria de todas
las personas que lo rodean con suma expectación.
—Durante tres veranos, me fui solo a la playa con mi juventud. Visitaba mi lugar
predilecto; el acantilado donde brota el peñón ovalado al que se denomina la espalda del
indio. Durante tres veranos me acerqué hasta la punta de la roca y, al observar la
magnitud del precipicio, de inmediato me retiraba. Yo era consciente que debía saltar,
era la única forma de arrancarme del pecho este terror mío a las alturas.
Recuerdo haberme dicho la primera vez que lo intenté, rondándome el vértigo
―Si antes de empezar me siento vencido, estoy vencido. Si pienso que me gustaría
hacerlo, pero por alguna razón no puedo... está claro que no lo haré. Pero si entiendo
que toda acción se inicia con la voluntad de llevarla a cabo...‖.
Mi tono era insondable. Sugería una dimensión de hechizo. Sin embargo, no
salté. Regresé por donde había venido enojado conmigo. Esta es la verdad, señoras y
señores... como un perro con la cola entre las piernas entré en casa y me encerré en mi
habitación sin hablar con nadie. Aquella noche no cené.
Quiero decirles a ustedes que recuerdo bien lo que me dije en la segunda
ocasión que me acerqué a la punta del peñón ovalado al que denominan la espalda del
indio ―Si pienso que no me atrevo, nunca saltaré. Si siento que perderé otra vez, aunque
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todavía desconozco el resultado, no conseguiré mi propósito. Pero si logro intuir que
toda resolución está en la voluntad continuada...‖.
Sin embargo, tampoco salté. Regresé por donde había venido. Cuando al entrar
en casa me preguntaron si me bañé, con vergüenza admití que no. No mentí, pero no
salté. Y me afligí porque nuevamente postergaba la cita conmigo mismo.
También recuerdo lo sucedido durante la siguiente cita en la que me estaba
dando un ultimátum. ―Hoy –me dije solemne-, por tercera vez consecutiva estás aquí,
rozando en voz alta el filo del precipicio. Me hablo. Contemplo cómo las olas golpean
los arrecifes allá abajo. El mar está inquieto, no más que yo. Y me repito con los ojos
cerrados, empujando el cuerpo hacia delante... todo depende de esta posición interior
que puede derivar en sabio comportamiento –lo señalé con cierto grado de euforia y con
determinación seguí-. Ya percibo la agradable sensación de agua fría rodeándome el
cuerpo. Pero todavía estoy aquí en lo alto, trenzando mis piernas como si fueran raíces
que penetran la tierra, amarrado a la roca en vez de saltar... y volar‖.
El octogenario señor se detiene. Un veterano de la comunicación, suelta en voz
baja una observación al camarógrafo que filma a su lado.
—¿Habéis oído el tono de su manifestación?... ¡Ego que te cagas!
El anciano realiza una mirada circular que repliega amorosamente a todas las personas
que lo escuchan con atención en los ojos y sus almas separadas del cuerpo. Y los
percibe como a sus discípulos, igual que lo fuera él, discípulo de su abuela y de su
padre, igual que lo era también de sus propios hijos. Explica...
Le había oído decir más de mil treinta y siete veces a mi abuela la frase que
presentaba como una ofrenda: ―Muchas carreras se han perdido antes de haberse
corrido‖. Tal afirmación era un regalo que yo había sabido atesorar.
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A mi padre, le había oído decir en varias ocasiones en las que
establecíamos una comunicación perfecta: ―Todos los cobardes fracasan. Fracasan
porque jamás inician el trabajo‖. Esa frase era digna de elogios por su claridad.
Rememorando la sabiduría de mis ancestros es que flexioné las rodillas, me
impulsé con la puntas de los pies y, ¡salté! Y mientras caía, distinguía una verdad
inconmensurable que me era susurrada por diversos tramos de cielo a los que
atravesaba en mi caída ―En la batalla de la vida no gana el más fuerte –dijo un
pedazo de cielo-, ni el más ágil –dijo otro pedazo de cielo-, ni el más rápido –añadió
un tercer pedazo de cielo-. Gana aquel que es consciente, el que sabe lo que necesita
y se lanza a por ello –apostilló el último pedazo de cielo que completaba una difusa
figura que tenía cuerpo‖. Yo tenía diecinueve años, y toda la vida por delante.
El mismo veterano de la comunicación le dice al ayudante que lo acompaña.
—¿Nadie le ha enseñado humildad a este tipo?
—Debería hablarle a los saltamontes del camino –añadió el camarógrafo, con la
intención de ser gracioso.
Aquél octogenario señor seguía exponiendo su peculiar odisea.
Algunos años más tarde, pude conversar con mis tres hijos, pleno de
satisfacción, comprendiendo que aquellos pedazos de cielo componían la figura de un
pájaro.
―Piensa en grande. Tus éxitos crecerán. Si piensas en pequeño te quedarás
atrás. Nunca crecerás ni avanzarás si no dejas que florezcan tus alas de cielo‖.
Helena me sonreía desde la cuna con esa cara de vieja que tienen los niños que no
han cumplido un año.
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―Si sientes que puedes, podrás. Conseguirás hacer cualquier cosa.
Averigua qué sabes hacer. Practica la actividad hasta convertirla en un arte.
Disfrútala, y serás dichoso como el niño que chapotea en la orilla del mar‖. Ramiro
daba sus primeros pasos con dificultad, mientras mantenía mis manos abiertas cerca
de su cuerpecito para retenerlo por si se caía.
―Gana quien intuye que es ganador, quien cree en sí mismo y confía en su
virtud. Es presa de semejante estado de exaltación que puedes comprobar quién eres
en realidad, y puedes averiguar hasta dónde eres capaz de llegar sin desfallecer en el
intento‖. Le enjabonaba la cabeza a Gabriel, quien sumergía el camión plástico de
bomberos bajo el agua espumosa.
Conforme fueron pasando los años, aprendí observando a cada uno de mis
tres hijos. Aprendí, que no es recomendable compararse con aquellos logros que
alcanzan otras personas. Conviene abordar las actividades que mejor pueda realizar
cada uno, centrándose en el potencial personal, para desarrollarlo con elegancia y
refinamiento, sin precisar ninguna clase de aprobación externa. Sepan ustedes,
señoras y señores, que mis tres hijos, todavía estaban pequeños para comprender.
Pero aquello que su alma me transmitía en un código singular con el que ellos
todavía no sintonizaban, yo lo retransmitía, y no me callaba. Recuerdo una Navidad
que susurraba a sus oídos con voz trémula ―Aquello que se realiza a diario, y que no
es otra cosa que la superación constante de uno mismo, ya sea en cultura, deporte o
en la ciencia del saber vivir...‖ y luego, confieso que no supe como terminar la frase.
Sonreía aguardando a que los tres que me observaban con sus ojos redondos me
respondieran. Recuerdo que llevábamos flores al panteón donde vivía su mamá. A
veces, le cantábamos juntos. Otras veces, por turnos, leíamos poesías o versos
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manuscritos en pedacitos de papel. En una ocasión nos pusimos a llorar los cuatro
cogidos de la mano.
—¡Qué bochorno!
Este alarido espontáneo se ha escuchado de manera nítida entre la gente que se ha
girado a mirar al hombre del sombrero. Lo secunda el conductor de la furgoneta de una
cadena de televisión.
—El tipo se vanagloria a sí mismo.
—¡Todos los demás tienen que aprender de mí!... ¿Eso es lo que está diciendo el viejo?
—Pues sí, eso mismo es lo que está diciendo –confirma el conductor de la furgoneta.
El ser de aspecto frágil y enfermizo demuestra su vigor en cada una de sus palabras
vivas, continuando, a pesar de las voces discordantes que sobresalen, ignorando el
negativo murmullo que crece como una ola.
En fin... a lo que íbamos, me siento dichoso cuando mi hija ha dicho en lo
alto del pódium mientras sostenía el premio: ―Debes saberte vencedor antes de
empezar. Y debes competir contigo misma, jamás contra los demás. Aprendí de la
obstinada determinación de mi padre. ¡Te amo, papá!‖.
Y me siento dichoso cuando mi hijo ha dicho al subirse al pódium para
recoger el trofeo: ―No perseguía ser mejor que nadie, sino realizar un
descubrimiento digno, y me enfrenté con mi desanimo hasta conseguir vencer mi
fingida debilidad. No solamente tenía el tedio como opción de vida. Yo no era un
holgazán. Ahí estaba al alcance de mi mano una voluntad firme como la de mi
padre. ¡Te amo papá!‖.
Y me siento dichoso cuando mi hijo menor ha dicho a los pies del pódium,
cogiendo su merecido galardón: ―Me he superado por mi habilidad a encarar los
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disgustos y los impedimentos y todas las incomodidades, sin quejas ni abatimientos
y, la verdad, no me siento minusválido. No soy un discapacitado. Puedo hacer cosas
que la mayoría de personas del mundo entero no pueden, por ejemplo, sentirme
alegre y ser generoso y compasivo con otros, justamente por mi circunstancia‖.
—Así que ahora resulta que alguien, es un ―gran‖ alguien... ¿por lo que hacen sus hijos?
—¿Y si no tienes hijos?... –pregunta el veterano periodista-. ¡Vete a la mierda, hombre!
—Si no tienes hijos no puedes ser nadie según el viejo –concluye un fotógrafo que
masca chicle, dejando al descubierto sus dientes amarillos por el exceso de tabaco.
Tal vez el octogenario señor se está excediendo en su exposición, sin terminar de
centrarse en una idea concreta. Quizás, ninguna de las ideas tiene una profundidad
suficiente como para destacar su relevante trascendencia. Pero no trata de imponer
ninguna doctrina, aunque algunos se sienten intimidados o amenazados. Se limita a
relatar la experiencia de su vida, y lo hace, porque fue preguntado. Sin embargo, para
bastantes de los presentes, solo le faltaba la sotana y el púlpito para completar el cuadro.
Aquello parecía una homilía.
Amable audiencia –prosigue con luz en los ojos el hombrecillo de aspecto
arrugado y reducido-. Ahora mis hijos tienen dinero. Pueden adquirir lujosos
automóviles, casas majestuosas, incluso una avioneta. Pero fíjense en algo curioso:
no pueden comprarse un sueño. El sueño lo llevaban dentro. Lo han hecho realidad
sin tener que pagar a nadie. Y si necesitan cualquier otro logro... tendrán que volver
a soñar con su alma abierta.
Una tupida estantería con libros y títulos y acreditaciones certificadas
colgadas de la pared, no son la posesión de la cultura, como los adornos, no son la
hermosura, ni la diversión la felicidad. Ellos tienen conocimientos, pero lo más
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importante es que mis tres hijos tienen la certeza de lo que son, porque fueron ―a la
caza de su intimidad‖. Se enfrentaron a sí mismos para conquistarse, y a
continuación, miraron la vida con gallardía desde lo alto de la cima. Y con todos sus
premios, trofeos, galardones, no adquieren joyas ni posesiones. No se perderán en
un recreo permanente de ocio y entretenimiento. La fama y el prestigio obtenido lo
usarán para ser un ejemplo a seguir para nosotros, principalmente para mí. Ustedes
dirán, y con razón, señoras y señores, que yo me estoy aventurando al hablar por
ellos, y eso está bien que yo lo haga. ¡De acuerdo! Pero me he atrevido porque...
Porque recuerdo que después de plantearse los retos, durante el sacrificio
del entrenamiento, ante la dureza de la incertidumbre diaria, algo monstruoso los
hacía desistir a cada uno con esa grotesca mano que aplasta las ilusiones. Pero ahí
estaba yo para gritarles una y otra vez; la vida no consiste en hacer siempre lo que
quieras. ¡La vida consiste en amar todo lo que haces! ¿Resultado? Al día siguiente
reanudaban la lucha con renovada energía, hasta someter al maligno monstruo al
que habían amputado no solo las manos, sino también la cola y la cabeza.
Desde atrás de la multitud que envolvía al hombre octogenario hasta los pies
del edificio de ladrillo, surge una voz tersa.
—Sí, padre, la dicha nace de poner el corazón en el trabajo.
La gente se aparta para que su hija Helena pueda circular libremente hasta el
anciano al que abraza con lágrimas en los ojos.
—Lo entendí al despuntar el alba –Helena seca sus ojos húmedos- después de aquella
conversación en la que me hiciste llorar, ¿recuerdas?... –mira a su padre con devoción e
inmensa admiración-. Tus palabras consiguieron que terminara de realizar el trabajo que
yo misma me impuse con todo mi entusiasmo. Y continué así un día sí, y el otro
también... hasta hoy.
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Ramiro se coloca junto a Helena y el octogenario señor.
—Y durante un crepúsculo inolvidable, también yo reconocí el valor de tus enseñanzas.
Cierto es que la dicha no tiene recetas, no tiene más que el empeño. Y mi empeño fue
superarme. Con dificultad, y mucho sacrificio, lo estaba consiguiendo –mira a su padre
con afecto y un hondo respeto-. Y haz memoria, te dije en el aeropuerto que una vez
finalizadas las Olimpiadas te enorgullecerías de mí. ¡Aquí estoy, padre, coronado como
el mejor del planeta!
—Y recuerdo que ya en ese instante me sentía orgulloso de ti, hijo, antes de que te
subieras al avión, independientemente de si volvías con o sin el trofeo. No me
importaba lo que sucediera en la competición. Te lo dije con aquel fabuloso abrazo de
diez minutos ¿recuerdas?
—Claro que lo recuerdo… ¡me llevé toda esa energía conmigo!
Se escucha la voz de la señora situada entre el camarógrafo y el conductor de la
furgoneta.
—Con ambos testigos de excepción, obvio resultado de la filosofía de vida del padre, ya
no se trata de un panfleto a modo de tesis perjudicial –mira al hombre del sombrero –se
trata de una premisa adecuada que rinde beneficios para una existencia elevada de los
miembros de su familia, y del país al que representan. ¡¡Schuuuut!! Ya cállense ustedes.
La rueda de prensa se alarga. Hay cansancio entre los profesionales de los
medios de comunicación, sin embargo, ni siquiera los curiosos se han marchado a sus
casas. Se han acostumbrado al tono y la sinceridad singular del anciano que sigue
compartiendo su testimonio frente al numeroso grupo de personas que está aumentando.
—Y se lo digo a ustedes, me sentía orgulloso, y no menos orgulloso que hoy, aunque mi
hijo sea ahora el campeón del mundo.
Y quiero que sepan, señores y señoras... ¡jamás lo había mencionado antes!
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Y no es hasta ahora mismo que quiero decirlo, repetirlas...
El anciano, prosigue con un nudo en la garganta.
—Repetir, cada una de las palabras que rugieron en los labios de mi otro hijo cuando
supo que nunca más volvería a caminar: ―Papá... no te aflijas. Ha sido culpa mía‖.
De pronto, la gente comienza a mirar a la derecha y a moverse con cuidado,
dejando espacio suficiente para que avance por entre la multitud la silla de ruedas.
—El accidente lo he provocado yo. Ha sido por mi inconsciencia. Sólo yo debo asumir
mi desgracia y, ¿sabes una cosa? ¡Fantástica! Un pájaro de cielo me ha susurrado –
vocea Gabriel.
Ramiro y Helena sonríen y se alegran por la sorpresiva presencia de su hermano.
El anciano observa con ternura como se acerca.
—Inmediatamente recordé mi caída al precipicio –dice el anciano, poniéndole
cariñosamente su mano en el hombro-, también a mí me dijo cosas, aunque necesité
varios años para componer los pedazos de cielo que había percibido por tramos, durante
la caída, hasta conseguir visualizar la imagen del gran pájaro entero.
—Estoy convencido que siempre estuvo ahí –dice Gabriel mirando a su padre, mientras
coloca su mano encima de la de él -. Anidaba en mí. Pero le había amordazado el pico,
distraído con demasiadas trivialidades que aplazaban mi diálogo interno.
—De no ser por la tragedia, tal vez nunca lo hubieras conocido –señala el padre que a
sus años, todavía vive cabalgando su alma intrépida.
—Tuvo que suceder para que oyera, nota a nota, la ingeniosa sinfonía. Como no podía
moverme ni escapar –Gabriel lleva sus manos a los hierros de la silla que agarra
furiosamente, haciéndola tambalear –me obligué a reflexionar a todas horas y sin cesar,
hasta caer en la cuenta de que podía liberar mi verdadera naturaleza.
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—Le pregunté –explica el anciano a la atenta audiencia-. ¿Cómo fue que sucedió, hijo?
–y vuelve a mirar con ternura a su hijo Gabriel.
—Lo vi extender sus inmensas alas transparentes frente a mí. Me envolvía en un abrazo
que todavía no sé bien cómo fue que le correspondí –Gabriel repite los gestos con el
mismo énfasis que en aquel entonces-. Supongo que fue una respuesta fraternal… Lo
apreté tanto contra mi pecho que al abrir los brazos ya no estaba... bueno, sí estaba...
¡dentro de mí! Moviendo graciosamente su cabeza, su cuerpo, la cola. Diciéndome,
desde adentro, que la dicha no es una posada al final del camino... Nunca podrás llegar
andando a la posada ¡gorgotea sin parar!
Gabriel le habla directamente al padre, como si estuvieran solos en una
habitación iluminada únicamente por una chimenea encendida con el fuego azul.
—Pero sabes una cosa, padre, tal como me comportaba antes del accidente, yo nunca
hubiera conseguido alcanzar la posada. Siempre se hubiera alejado de mí. La posada se
hubiera mudado de un lugar a otro constantemente. Jamás me quedaba satisfecho. Yo
siempre quería más, una posada tras otra. Pero lo entendí. Tuve mi oportunidad, padre...
después del accidente, estuve recapacitando acerca de la forma de avanzar y crecer en la
vida hasta que lo entendí. La dicha es la consecuencia de la actitud que mantienes
durante el trayecto. No es la promesa de una posada, ni la consecución de la misma
posada situada al final del trayecto. Tal como sientes, eso eres a cada instante del
camino. ¿Cuál es el secreto de la felicidad? ¡Empezar por pensar que ya eres feliz!
Nunca faltan motivos, si estás lúcido, y eres honesto, ¿cierto, padre?
Retoma la palabra el anciano, reincorporando a todas las personas que pasan
por las inmediaciones del edificio con la pared de ladrillos. Los invitaba a compartir la
conversación con Helena, Ramiro y Gabriel con un simpático ademán que destilaba
amabilidad.
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—Quien iba a decirme a mí que la vida todavía me enseñaría cosas grandes... En
materia de amor, demasiado es todavía muy poco. El apego a las cosas... que absurda
tontería exclusiva para lerdos.
Los hijos abrazan al padre que los corresponde con profusión, besando por
último la frente a su hijo minusválido, para concluir así.
—¡Ay, si supieran ustedes cómo amo a mis hijos! Tan imposible como avivar las llamas
con nieve es apagar la lumbre de este amor mío por los tres, señoras y señores. Y
ustedes, todavía me preguntan hasta arrinconarme contra la pared de este edificio…
cómo me siento… Así es cómo me siento. Dichoso. ¡Tres veces dichoso! Dichoso por
haberme atrevido a saltar por el acantilado, dichoso por haber sabido educar a tres
personas maravillosas, dichoso porque los tres han conseguido armonizar sus
inquietudes con la manera de existir en su época. Son un referente para su generación.
No puedo sentirme de otra forma. ¡Alégrense por mí!
Los periodistas que lo escucharon entre empujones y comentarios mordaces, unificaron
la noticia y la redactaron así: ―El padre de las tres celebridades sufría vértigo en su
juventud. Averiguó a sus diecinueve años que cuanto necesitaba estaba en su interior.
Estimuló a sus hijos a pensar en grande, a comprobar que podían hacer cosas y ganar,
siempre que confiaran en su virtud. Mencionó que sus tres hijos tenían un sueño, un
sueño que cada uno ha hecho realidad. Y su hija, la brillante Helena, al poner el corazón
en su trabajo diario, se supo vencedora antes del premio; y su hijo, el incombustible
Ramiro, desarrolló una voluntad firme para obtener el anhelado trofeo, algo que
consiguió a fuerza de empeñarse por superarse; y su hijo menor, el admirable Gabriel,
afirma no ser un minusválido. Dijo sentirse feliz, al tiempo que se movía con gran
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agilidad entre el público ajeno a la silla de ruedas. El mayor sueño de este anciano es
que sus tres hijos sean un ejemplo a seguir por la sociedad más joven del país‖.
Pero este reducido texto quedó encajonado entre varias noticias en la única
página que no tenía fotografías, en la parte final de los periódicos, y apenas hubo un
comentario en los telediarios que enseguida dieron paso a la publicidad de productos
para el consumo masivo.
Al día siguiente se publicaron más periódicos con otras noticias. La historia de
este anciano de aspecto frágil y enfermizo, ¿quién sabe si pasó desapercibida?... ¡Para
mí no! Quizás fuera porque yo estaba allí cuando habló, y conseguí abrazar mi alma y
pegármela al cuerpo. Aunque... probablemente, esto no sea más que una intuición mía.
Una percepción que visualizo en colores llamativos. O un sueño al que doy vida.
Seguramente, el viento es el único que sabe la verdad.
Días más tarde, se produjo un debate en una emisora de radio local de un municipio
pequeño que había transmitido en directo el testimonio completo del anciano. Las
palabras que compusieron el mensaje suscitaron llamadas. Hubo diversas preguntas por
parte de los oyentes, pero sobre todo había una en relación al hijo que, justamente, por
su condición de inválido, logró conversar con un pájaro de cielo.
El director de la emisora organizó un debate en directo para el siguiente
domingo al mediodía. La mayoría de vecinos del lugar coincidían en hacerse la misma
pregunta; amas de casa, el dentista y los carpinteros, las enfermeras del dispensario, los
auditores y los mecánicos, los maestros, los arquitectos, los funcionarios del
ayuntamiento, para todos, el tema central del programa era dar respuesta a la pregunta
que a lo largo de la semana se habían repetido todos sin cesar: ¿quién es el pájaro de
cielo?
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PIEDRAS PRECIOSAS – Trilogía de Ol Sasha 2014
Después de horas de conversación abierta, en la que intervinieron el director de
la emisora, situado junto al alcalde, que también participó en la mesa redonda al lado de
un filósofo y un siquiatra, se escucharon las voces del jefe de policía, de un astronauta
retirado, del notario del pueblo, la dueña de la pastelería de la plaza central, una mujer
de avanzada edad que ese día cumplía ciento tres años. La moderadora del debate, una
joven estudiante de comunicación social, terminó exhausta. Resumió las conclusiones
finales, que fueron éstas: ―Señoras y señores, distinguido público, para cualquier
persona adulta, el pájaro de cielo es un misterio. Para el niño, el pájaro de cielo es otro
niño con alas. Para el loco, el pájaro de cielo no es otra cosa que él mismo‖.
¡Tachaaannn!...
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EL PRÍNCIPE SOÑADOR
Extrajo con cuidado el pastel de chocolate del interior del frigorífico. Se metió las
manos en los bolsillos, y de cada bolsillo, sacó una cajita redonda que puso en el centro
del pastel helado, formando la figura de un ocho, igual que dos volcanes unidos. Colocó
muchas velas alrededor. Mientras las encendía, una a una, como si fueran antorchas
silvestres en medio de la jungla, le temblaba el pulso. Cerró los ojos. Recordó lo que le
había dicho su hermano mayor cuando lo arrinconó en el balcón en mitad de aquella
noche sin luna, a la intemperie. Sentía el tacto de sus dedos en la frente, su mano,
retirándole los cabellos de los ojos, para despejarle la mente.
―Roca de fuerza infinita, donde las olas golpean insaciables movidas por la
inmensidad de un mar revuelto. Tú en tu grandeza resistes los golpes, pues sabes que el
mar es duro y peligroso cuando se enfada, pero cuando se calma, te muestra su
esplendor y su dignidad. Tú lo amas porque forma parte de ti mismo y sabes que sin él,
no existirías. Y yo me pregunto: ¿por qué te ha tocado ser roca?... o es que tú lo eres
todo, mar y roca al mismo tiempo. Inmenso mar, mundo con vida propia y desconocida.
¡Así eres tú!‖.
Se conocieron cuando le introdujo por primera vez el chupete en su pequeña
boca. A partir de entonces, observó a su hermano menor en la cuna. Le parecía un héroe
de leyenda, un rey de tierras lejanas y extrañas, un príncipe sediento de verdad, un
aventurero comprometido con la vida.
Apreciaba lo que ni su padre ni su madre distinguían. Estimaba lo que nadie
imaginaba. Valoraba lo que nadie suponía, excepto aquella mirada aguda y sensible y
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curiosa, fraternalmente afilada del hermano mayor que con el paso del tiempo, vio
crecer a un ser peculiar rodeado de incomprensión.
Lo describía como un ciudadano misterioso que se oculta, un ser poderoso que
merecía una oportunidad. Alguien que estaba destinado a florecer, para bañar el mundo
con su aroma. Por esa razón no censuró su marcha, cuando los demás se llevaron las
manos a la cabeza, con lágrimas en los ojos. Él, levantó su pulgar en el aire a modo de
bendición. La marcha estaba escrita en su trayectoria vital, de lo contrario, amenazaba
con desvanecerse lentamente hasta desaparecer, igual como lo hace el humo.
Y dejó atrás España cruzando el océano Atlántico en tres ocasiones.
La primera vez para encontrarse a sí mismo, consciente de que una etapa de su
vida había concluido. En su interior, había luz; una luz luminosa. Intuía que no toda su
vida permanecía acabada.
Luego viajó para descubrir que todo cuanto es cierto para la voluntad, también lo
es para el pensamiento y el corazón, y en tanto más consciente sea la voluntad, más
crítico y creativo será el pensamiento, y más sensible y generoso será el sentimiento. Se
le ensanchó el alma. Florecía, en la medida que era cada vez más activa y manifiesta.
La tercera vez que viajó lo hizo porque en ese idílico paraje jugaba, y mientras
jugaba, podía ver la vida como un juego y gozar mientras jugaba. Consiguió centrarse, y
luego olvidar todo pensamiento y sentir, desde las mismas entrañas, que era la pelota, el
bate, la canasta... sentir que era el mismo juego... Y jugó para ganarse, nunca para
vencer a otra persona. Empezó a formar parte de todo. Y cuando se forma parte de
TODO, se halla el propio lugar en el terreno de juego, la posición correcta en el campo
de la vida, la significación oportuna en el mundo.
A partir de entonces no creyó en la maldad. Creía en la torpeza de algunas
personas. Torpeza para descifrar el milagro de la vida, torpeza para descubrir los
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propios dones, torpeza para desplegar su hondo sentir, torpeza para influir en los demás
de manera favorable, torpeza para construir un mundo mejor. Torpeza. Nada más
torpeza.
Y ahí está él como siempre quiso estar, cercano a la verdad y a la belleza, junto a
la Naturaleza, en libertad, ajeno al ser pragmático que fue. Absolutamente convencido
que el alma existe allí donde nace el viento, y que es en el alma donde se revelan los
pájaros de cielo. ¡Existe como espíritu! Averiguó que la mente puede imaginar... pero
solamente cree lo que ve. En cambio el alma, sabe lo que no ve. Sabe incluso lo que
todavía no ha sucedido.
En un sueño de pocos segundos, puede vivirse durante horas, semanas, años. Se puede
avanzar o retroceder en el tiempo. Podemos encontrarnos con nosotros mismos a otras
edades, incluso ver nuestro nacimiento o nuestro funeral o nadar junto a las ballenas en
el Ártico. Las paredes ceden al tocarlas. Las escaleras se vuelven de arena. Los animales
hablan perfectamente nuestro idioma. Y los seres humanos, pueden convertirse en
paraísos anticipados. Y si somos capaces de que el sueño habite en la mente y en el
corazón al mismo tiempo, la deliciosa imagen que elijamos, puede concebirse tal y
como proclama el viento: ―Imposible a través de otras personas. No valen
intermediarios. Solo uno, por sí mismo, puede vivir el propio sueño y realizarlo‖.
Soñó en voz alta. Y comprendió que soñar es la mayor expresión de libertad. Y
que esta clase de libertad posible, supera toda ley del hombre, sobrevuela cualquier
frontera unificando los idiomas, mostrando que la vida guarda una peculiar melodía
universal e intemporal, más allá de las religiones y las naciones.
Con agrado vivía soñando de igual modo a como el pintor dispone las masas de
colores y las figuras que van a componer su cuadro. Pero soñaba con orden, igual que
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ordena el músico las notas, los ritmos, los acordes de su pieza musical. Soñaba
sumergiéndose en los abismos de la vida para rescatar sus tesoros. Quería descifrar
todos los misterios. Hasta que un día se planteó si podría soñar en cualquier lugar.
Se sentaba en la mecedora con una taza de té, descalzo y sin afeitar. Su mirada
profunda se metía en el cielo para escudriñarlo como una gigantesca lupa. Las puntas de
sus pestañas eran como largos taladros con tentáculos en las puntas.
Vivía aguardando una respuesta. Deseaba verla acercarse con sus alas abiertas.
Y pensó ―No hay que pedirle a una estrella que llore, pues su misión es iluminar la
noche. No hay que pedirle al viento que no suspire con su voz, pues si no lo hiciera,
dejaría de ser viento. Y no puede pedírsele a un espíritu inquieto que se calme. Hay que
permitirle que siga explorando el mundo‖. Se hablaba a sí mismo.
Otro día que caminaba despacio bordeando la orilla del río pensó ―Sabes, me
gustará respetar tus actos, fruto de tu genuino modo de proceder, y me gustará que tus
opiniones me ayuden a razonar, también con tus ideas. Voy a ofrecerte mi intimidad,
como el mejor mensaje de unidad‖. Le hablaba a la vida.
Y otro día señaló ―Quien tiene iniciativa, cuando logra mirar con la luz brillante
del alma ve más allá. Y cuando consigue vivir en el amor, intuye lo más profundo del
mundo‖. Y después de una tormenta que parecía que arrasaría con todo, así clausuró el
diálogo frente al arco iris ―Aquí o allá, dotar a la implacable jornada, de veinticuatro
horas dignas de su transcurso. La existencia humana es aquello que sucede mientras
haces un plan tras otro, sin llevar a cabo ninguno, entretenido con las distracciones‖.
Pero se turbó repentinamente como cristal que se quiebra de una pedrada certera, y
brincó de la mecedora para preguntarse: ¿cuál es el sentido de la vida?...
Inmediatamente se respondió: ¡encontrarlo! Hallar significado. Dotar al existir
de un contenido útil, de un trayecto adecuado, de una finalidad satisfactoria. Porque la
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vida es en verdad oscuridad, salvo cuando existe un anhelo. Y todo anhelo es vano,
salvo cuando existe amor. Él se amaba... Amaba. Y estaba dispuesto a trabajar. ¡Tenía
que hacer algo concreto con aquel tesoro! Definitivamente se convenció, porque decir
que la vida es insulsa, es negarle la posibilidad de llenarla de motivos honorables.
Saboreaba la fuerza de la inteligencia invisible que habita en el viento. ¿Qué misterioso
vínculo hay entre el alma y el viento... Mar... Roca... ¡Y descubrió que también es el
viento!
Lo descubrió porque marchó obstinado a través de la jungla espesa de sí mismo,
enfrentándose al espíritu inquieto que suplicaba por conocer los secretos del mundo y la
vida hasta que se topó con su propia intimidad y su naturaleza brotó de sus mismas
entrañas.
Más ahora que ha descubierto que también es el viento que apaga el sufrimiento
y aviva las hogueras, deja que la vida le sobreviva en vez de intentar organizarla
atrapándola en una agenda. No impone condicionamientos ni exigencias. No prohíbe ni
rechaza. Ya no necesita el control de las situaciones. Nada quiere dominar y, por
consiguiente, a nadie intenta convencer o manipular, retener u obligar. No juzga al otro.
Lo observa, porque cada persona es ―su‖ espejo.
Se conoce la influencia del viento, afrontándolo como un amigo, pero él luchó
contra el viento como si fuera su peor enemigo. Nunca quiso ser de esa clase de
personas que cambian de parecer según sopla el viento, de esas personas que carecen de
vida propia cuando no sopla y reaccionan en función de la presión externa impuesta por
los acontecimientos. Y fue categórico, rebelándose, consiguiendo ser radical y jamás
una veleta, pero nunca la auténtica expresión de su esencia. Se comportó de manera
dogmática en vez de ser uno con el viento. Hasta que comprendió que él, también es el
viento, y que es absurdo seguir luchando contra uno mismo.
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Se había exiliado, detenido, excluido del mundo, hasta aprender a fluir como
balada de viento. Quería participar como un poema de brisa fresca, en vez de empujar
con rabia en sentido contrario, como antes había sucedido ante la no aceptación de su
naturaleza.
Iba a avanzar con otro ritmo, desde otra óptica, con su nueva perspectiva de
vida, y como un cometa que se eleva alcanzando otra dimensión, decidió regresar.
Entendió que los pájaros componen la fusión con el cielo. En este preciso instante, se
abrazó por dentro, ¡el hombre hecho cielo!
Con prudencia y respeto ante el desafío, vuelve para gozar de plenitud allí donde está
situado su hogar, allí donde reside su familia, y esto es lo primero que va a exponerle a
su hermano mayor:
―Estoy aquí para favorecer la oportunidad del encuentro espiritual, lejos de lo
superficial, de lo frívolo, de lo banal, y próximo a la comunión de las almas. Quiero
amar, todavía más, mucho mejor que antes‖.
Y tras descender por la escalera metálica del avión, ha dicho al poner el primer
pie en el suelo español ―Si yo he faltado a alguien... tengo el valor para disculparme, y,
si fueran otras personas las que me faltaron a mí, dispongo de amor suficiente para
perdonar‖. Se ha pasado la mano por la frente para retirarse los cabellos.
Y ha susurrado mientras recorre los pasillos hasta el punto donde se recogen las
maletas ―Solamente los necios buscan la felicidad. Los demás la encontramos en la
vida; en cada momento, en cada detalle, en cualquier lugar. Todo es una oportunidad
para aprender, para enriquecerse, para ser‖. Y tomando sus pesadas maletas llenas de
experiencias, se ha dirigido a la salida con una amplia sonrisa en los ojos, seguro,
convencido, satisfecho, flotando por el aeropuerto del Prat de Llobregat.
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Y justo antes de que se abran las puertas para salir a la zona de tránsito donde
aguardan las bienvenidas y los abrazos, la alegría y los besos, se dice conscientemente
―Voy a cumplir cincuenta años... tengo una vida plena de significado porque tengo un
propósito. ¡Soy un despertador de almas! La vida es bella cuando empiezas a buscarle
las imperfecciones, generosa cuando consigues mejorarla, eterna cuando compruebas
que la vida digna se clona a sí misma dejando huella en la raza humana‖.
Días más tarde, en Castelldefels, estaban reunidos en el gran salón el abuelo y la abuela
con sus dos nietos, y su hijo, el primogénito. Los niños preguntan.
—¿Cuándo vais a terminar el cuento?...
Los abuelos suelen encontrar tiempo para contar historias maravillosas a sus
nietos. Entre todas las historias, hay una de muy especial. Es la preferida porque nunca
llegaban al final.
Tanto la niña como el niño se habían ido impacientando con los años. Y hoy,
consideran que son mayores para conocer el desenlace.
—¿Cuál fue el mensaje que concibió aquella forma zigzagueante de múltiples
destellos? –pregunta Milagros dibujando en su imaginación las complicadas
contorsiones de los colores que componían la extravagante forma, cuando las rocas
dieron piruetas en el aire y las plantas silvestres hicieron coro alrededor del príncipe.
—¿Por qué avanzó a través de la jungla espesa seguro de encontrar un tesoro en
aquel lugar que no figuraba en los mapas? –preguntó Amador sin haber entendido
nunca el motivo que impulsó al príncipe a someterse a la dureza de jornadas agotadoras
en las que sus piernas le rogaban que se detuviera, y su cuerpo entero, lloraba de dolor.
Se produce un silencio tan grande como el cráter de un volcán.
Sólo se escucha el crepitar del fuego en la chimenea que se aviva.
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Interviene el padre de Milagros y Amador.
—Aquella luz esclarecedora que brotó del pecho del príncipe, con la sinfonía de
una orquesta maravillosa, que zigzagueaba… era un diálogo interno. Por eso los
múltiples destellos explicaban que debía llegar hasta el final satisfecho por la
oportunidad, asumiendo el riesgo del reto, creciendo ante la adversidad sin desfallecer.
—Pero... –ambos hermanos cuestionan a su padre-. ¿Por qué tenía que seguir
adelante si era peligroso y no tenía ni ropa de abrigo ni alimentos que comer?
—El príncipe se había atrevido a soñar. Nunca modificó su visión. No se
excusaba, quería ser honesto consigo mismo. No rectificaba, a pesar del rechazo
general. Pudo asegurar haber tenido una alucinación, y ser aceptado en el grupo que
deseaba mantenerse en la zona tranquila, cómodos en su prisión, pero de haberlo
hecho… eso hubiera evitado que el príncipe afrontara su dilema personal. Defendió su
necesidad. Asumió la verdad sin excusas. No despreció aquel desafío que se vestía de
calamidad, y, así, durante el trayecto incierto y desmoralizador, a lo largo de ese viaje,
se le descubrieron las incógnitas más recónditas del mundo y de la vida. Es por eso que
lo aguardaba, seguro, el fabuloso tesoro. Era el premio.
Milagros y Amador atienden las palabras con suma devoción.
—El príncipe entendió que si se depositan las piedras en el lugar mágico, un
pájaro extenderá sus alas hasta hacer coincidir las puntas entre ambos horizontes, y
ocurrirá un hecho sorprendente.... extraordinario… maravilloso.
Amador y Milagros saltan de alegría. Se abrazan completamente emocionados y
caen los dos en la gruesa alfombra envueltos en carcajadas. Ambos se miran cómplices
de su curiosidad, dispuestos a gritar hasta quedarse afónicos.
—¿Qué?... –pregunta Amador-. ¿Qué es eso tan sorprendente y maravilloso que
tiene que pasar?
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—¿Cuál es ese extraordinario suceso? –añade quisquillosamente Milagros.
Responde el abuelo, al tiempo que deja con parsimonia la taza de café vacía
encima de la mesa.
—Uno de los posibles finales, cuenta que vosotros aceptáis las dos últimas
piedras, las dos más bellas, pero no os las quedáis. Vosotros sabéis que existe ese lugar
mágico... ¿os acordáis del riachuelo en forma de palma de mano abierta que brota en
medio del claro del bosque?
La abuela se sienta en la punta del sofá para acercarse a sus nietos que están
tendidos en la alfombra.
—Si conmovidos hasta la médula –mira fijamente a Amador-, sonriendo desde
el centro de vuestro corazón –mira fijamente a Milagros-, los dos, a la vez –el
entusiasmo surca por las ranuras de su rostro arrugado mientras acentúa el tono
realizando un gesto con sus puños cerrados-, apretáis fuertemente las piedras en
vuestras manos con los ojos cerrados…
En ese instante mágico, como una ráfaga de aire fresco irrumpe en el salón el tío
de Milagros y Amador que estaba en la cocina adornando con velas el pastel de
chocolate, en cuyo centro están dos pequeñas cajitas cuidadosamente depositadas.
Guiña el ojo a su hermano mayor, quien levanta su pulgar en el aire mientras
viaja por un instante a su tierna infancia para observarlo cariñosamente como el Ave
Fénix en la cuna.
—¡El viento sabe la verdad! –dice a sus dos sobrinos el príncipe soñador-. Sabe
que soltando las dos piedras preciosas en el riachuelo del claro del bosque, allí donde
descansa el nido de todos los pájaros de cielo, se abrirán las compuertas de un mundo
asombroso que funde el horizonte de lo fantástico con el horizonte de la realidad,
convirtiendo en verdad inmediata el anhelo de las almas –deja el pastel encima de la
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mesa-. Si los sueños confeccionados desde la fortaleza del espíritu dibujan
acontecimientos que guardan paz y bien, –sonríe desde lo más hondo de sí mismo-,
proyectos, ideales, aspiraciones, esperanzas, la vida fabulosa sobrevendrá. Se cumplirán
milagrosamente los planes cuando las piedras lleguen al mar abierto del alma universal.
La niña y el niño se apresuran en abrir cada uno su cajita y, dentro de cada
cajita, encuentran ¡una piedra preciosa!
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