Relato insólito de un velero

Transcripción

Relato insólito de un velero
Relato insólito de un velero
M
e han traído la botella de vino a las manos. La que pedí con tanta persistencia pues me decían que era la única y que después la necesitaría mucho más.
Pienso: ¿Por qué diablos no compraron más?
—¿Así cerrado? ¿Acaso quieres que lo abra con los dientes? —le digo al muchacho
que me mira asustado.
Le quito la botella y le ruego que se largue. Mientras le saco el corcho a la botella y
me sirvo la primera copa, siento que una mujer que está sentada frente a mí con un bebé
en sus brazos me está observando. Sé exactamente lo que piensa: “Qué hombre para más
atorrante… Dichosa la mujer la que tiene que llamarlo esposo”.
Tiene razón, mi esposa es un tesoro. Cómo no voy a seguir enamorado si tengo a
una mujer que es todo lo que siempre he deseado. Cuando era pequeño pensaba que tal
mujer no existiría pero, por fortuna, estuve equivocado. Yo pensaba —y con toda certeza
y razón— que nadie se merecía mi amor cuando la hallé. Ella trabajaba en una agencia
de giros y yo había ido a mandar un poco de dinero a mi madre quien se había comprometido a ser madrina de bautizo de uno de tantos niños de mi pueblo, cuando, ante su
presencia, quedé estupefacto. Para sorpresa mía, logré hablarle con la repugnante seriedad a la que estaba acostumbrado. Mis palabras eran fuertes, cortas, imperativas pero
las de ella eran silenciosas y alargadas, y parecía que tan sólo movía los labios haciendo
una especie de amorosas muecas. Yo comprendía perfectamente todo lo que me decía,
no obstante, le pedía que repitiese las frases, que según yo no lograba entender, para oír
mejor su voz que ya conocía. Hasta aquel día, yo jamás la había visto pero ya la había
comprendido mía. Era como si al verla recordara todo sobre ella. Cómo se vestía, cómo
movía los labios, los párpados, el cabello, cómo caminaba, cómo sonreía, todo. Hasta su
nombre, que no supe hasta dos meses después, ya rimaba con los sentimientos que en ese
momento recitaba, o más bien dicho, murmuraba mi corazón.
Se ha acercado hacia mi mesa un hombre a quien estoy seguro de conocer pero no
recuerdo ni su nombre ni dónde lo pude haber conocido.
—Buenas noches, don Anés —saluda, afectuoso, con ancha sonrisa, como esperando a que lo invite a acompañarme.
—Buenas noches. Siéntese, sírvase una copa —cedo a regañadientes.
Me empieza a contar cómo casi no llega a subir al barco por hacerse tarde con no sé
qué peripecias. No me interesa y él se da cuenta de esto. Ni que yo fuera anfitrión para
Divergencias. Revista de estudios lingüísticos y literarios. Volumen 6, número 2, invierno 2008
55
Divergencias. Revista de estudios lingüísticos y literarios. Volumen 6, número 2, invierno 2008
estar haciendo conversación a donnadies o entreteniéndolos. En todo caso, que ellos vengan a adularme, que es para lo único que sirven.
El silencio que mantengo lo parece aturdir y se esfuerza por pensar en algún buen tema de conversación.
—Por fin va a salir el Clavefímero al medio del mar con su dueño a bordo, ¿no don Anés?
—dice.
—Así es, por fin. —respondo sin mirarlo.
“Clavefímero”, ¡bah! Me pregunto si el creador de este barco se reiría o le molestaría el apodo
que le pusieron a su querido velero. Dicen que se suicidó por una mujer que jamás correspondió al
amor que él le tenía y que, por este mismo motivo, hizo con tanto cariño este barco para dárselo
como regalo de cumpleaños. Claro, antes de morir y después de dos años de trabajar en él. Lo bautizó primero como “Clavel” y luego, al enterarse de los comentarios escépticos de la gente al no creer
que el barco pudiese navegar, lo cambió a “Clavel de un día”. Bueno, quién sabe; esto es lo que dice
el gentío y lo que ha podido sobrevivir de esa historia.
—Qué nombre para más perfecto. En cuanto salga al mar se hundirá en menos de una hora
—decían algunos riéndose entre burlas y un derrochador sarcasmo. Pero los dejó a todos con la boca
abierta y sin poder decir más estupideces cuando, después de haber navegado por cinco meses el
Océano Pacífico, volvió triunfante aquí, al puerto del Callao.
—Salud don Anés —me dice el hombre, que hasta ahora no reconozco, sin saber qué más
decir.
—Salud, salud —le respondo levantando mi copa.
La botella está a punto de acabarse; dos copas más y ya. Ojalá se retire después de eso. Ya no
aguanto su incómoda presencia.
—Recuerdo hace muchos años que estuve por primera vez en este barco —dice, atinando por
fin en algo que me interesa—. Conocí a un paisano suyo. Raúl Cruz se llamaba, creo. Usted debe de
conocerlo muy bien.
—Cómo no… Mi gran amigo Raúl, que en paz descanse.
—Me contó una historia, algo que le había pasado. Estaba muy asustado él cuando empezó a
hablarme.
—¿Cuál historia? ¿Qanchis Qori Torre Wasi, acaso? —lo interrumpo, decepcionado al saber lo
que pretende contarme.
Pero se ha quedado pensativo. Parece asombrado con la extrañeza de mi suposición.
—No —dice —, creo que es otra. De cómo el constructor de este barco no había sido el muchacho que se mató sino los pobladores de aquí mismo que lo apreciaban y que en memoria de él construyeron este velero siguiendo el modelo en miniatura que el joven había hecho como obsequio
para su amada. Y el señor Raúl, que en paz descanse, como usted muy bien ha dicho, resultó ser uno
de los ayudantes de la comuna.
—¿Modelo? ¿Qué cosa? —replico con un poco de amargura. “Qué idioteces me está haciendo
creer este cojudo”, pienso.
—Es pura verdad. Bueno, según él —me explica—. Además dice que, habiendo terminado de
construir el velero y de haber navegado por varios meses, uno de los astilleros al volver se subió a lo
56
Eric Carbajal
alto de una de las velas para saludar a la gente pero se accidentó y se cayó. Luego de su muerte, nadie
quiso acercarse al barco hasta que después de unos años un turco aficionado a los barcos lo compró
y al enterarse de la muerte de los dos hombres, no quiso navegarlo nunca. Por eso de que ellos creen
en las señales y cosas por el estilo. ¿Puede usted creer esto don Anés?
—Pero yo no se lo compré a ningún turco.
—Claro, desde eso el turco lo vendió a otro quien a su vez lo vendió a otro, vendiéndoselo éste a
otro para solamente terminar en manos de otro. Y al último, usted, que es más inteligente que todos
estos señores, porque se ha atrevido a salvar al Clavefímero del olvido.
—¿Y todo esto se lo contó Raúl?
—No, él solamente me contó lo último, lo que todavía no le he dicho.
—Dígame, pues.
—(…)
Mi gran amigo Raúl me había contado a través de los años cada paso de su viaje de aquel lejano
entonces. Pero yo jamás había oído esto. Aunque este tipo no me inspira mucha confianza, siento
una alegría dentro de mí al haber escuchado la historia. También fue por esta razón que decidí comprar este velero. Sé que tiene muchas historias y pretendo conocerlas a cada una de ellas. Inclusive,
las historias falsas.
—Discúlpame, olvidé tu nombre. ¿Cómo te llamas? —le respondo. Esta vez yo sin saber qué
más decir.
Me sonríe y me dice su nombre y hasta cómo lo apodaban de joven. Está viejo. Sin duda como
la gente debe decir de mí al verme, o como dije yo la primera vez que vi el barco. Pero ahora es otra
historia… Está realmente hermoso este comedor y hace buen juego con los adornos florales que
rodean la pequeña sala. Sus sillas, sus cortinas y sus mesas las han hecho brillar, y las paredes parece
que cantaran junto a la música que embellece el sonido del mar y del viento. El viento, caray. El día
está violento, dicen que es buena señal. Yo no sé, no me da un buen presentimiento. Pero en fin, por
lo menos sirve para disimular las voces de la gente aquí dentro. Estas personas... Qué insoportable se
me hace esto. Yo no puedo viajar así.
Sé muy bien lo que va pasar, yo pocas veces me equivoco. Además, no es lo que yo deseaba, mi
familia debía estar aquí. Muy bien sé lo que puede pasar, a este viento yo la lo conozco. Yo no me
equivoco.
—Muchacho, llama al capitán —le grito al empleado y todos me miran.
Enseguida llega el que mandé a llamar:
—No voy a viajar, capitán. Déjeme bajar.
—¿Se siente bien don Anés? ¿Algo anda mal?
—No, simplemente me arrepentí de no viajar con mi familia —le explico.
—Pero ya estamos a punto de zarpar —me trata de disuadir —. Le tengo guardada una exquisita botella de Pisco y otra de Whisky escocés, no se moleste por lo del vino, don Anés. Por favor
—insiste.
—No, yo me voy. Muchas gracias, pero me voy —digo mientras empiezo a caminar hacia
afuera.
No me despido de nadie pues no conozco a ninguna de estas personas. Sin embargo, todos ellos
57
Divergencias. Revista de estudios lingüísticos y literarios. Volumen 6, número 2, invierno 2008
me miran como queriendo darme la mano.
—Pero todos los que vinieron a despedirlo ya se fueron. Cómo se va a ir usted si no conoce
Lima. Ya es tarde y está muy peligroso —argumenta, casi sin esperanzas.
—Cómo que no. Bajo por Sainz Peña hasta la avenida y allí tomo un autobús o algún carro que
me lleve. Adiós, capitán —respondo y me despido de él.
—¿Y su equipaje, don Anés? —me dice a lo lejos.
—Mándela a mi casa si puede o tírela. No me importa —le grito al alejarme.
Es mejor así, este viento no me da buena espina. Ya después viajaré junto a mi esposa, la señora
Patricia Iovenko de Ademar, y mi querida hija Alicia. Mi hija que es toda una Venus; según lo que
dicen, hasta llegará a ser Miss Perú. Sí, con ellas será todo perfecto.
Qué frío que hace, el viento está helado. No recuerdo que el clima de Lima haya sido así
de frío. Mejor camino más rápido, con el movimiento me calentaré. Efectivamente, caminar así de
rápido me está calentando. Aunque este viento resulta insoportable. Hubiera sacado por lo menos
una chalina de mi maleta. Qué se va a hacer, camina no más, Anés.
Está muy oscuro pero veo que en la esquina están parados tres jóvenes, ¡vagonetes! Sólo falta que
sean rateros. No creo, a lo más no pasan de ser unos chibolos drogados. Son inofensivos.
Mientras me voy acercando, confirmo mi sospecha. Son solamente adolescentes y parecen estar
borrachos. Se me acercan:
—Ya tío, danos toda tu plata si no quieres mancar —me dice uno de ellos.
—No tengo nada y salgan de mi camino —les digo, manteniendo la calma.
—Apura pe´, tío. Rápido no más.
—Tampoco es para rogarle. Estos ricachones de mierda creen que pueden ir a cualquier lado a
mandar —dice desde atrás el que parece ser el jefe.
De pronto, empiezan a golpearme. Caigo al suelo y me caen encima las patadas. Comienzo a
sangrar. Dos de ellos me quitan la billetera, mis lapiceros, mi reloj, mi casaca de cuero, mientras el
otro me sigue pateando por todos lados. Pero uno de estos se me hace conocido. “Es el hijo de la
dueña de la bodega que está en el muelle. De la señora Julia”, pienso.
—Te fregaste, Julio. ¡Yo te conozco, choncha de tu madre! Mañana mismo te mando a la cárcel
—grito mientras se marchan. Pero para qué dije esto...
Ha regresado y lleva un cuchillo delgado en las manos que brilla con la luz de la luna.
No tengo miedo de morir. Siempre he sido un hombre bueno, orgulloso de todo lo que obtuve.
Solamente debo lograr pararme y le saco la mierda a este pobre diablo.
Uno, dos, tres cuchillazos y con el dolor recuerdo mi niñez. Cuatro, cinco, seis y recuerdo mi
adolescencia. Siete, ocho, nueve en el pecho y estoy a punto de morir. Me duele esta tristeza de dejar
a mis seres queridos, mi familia. Pero más pena y rabia siento al ver una luz que está encendida en
la casa en cuya vereda estoy tendido, agonizando. Se ve la silueta de tres personas y tan basura son
que han presenciado el espectáculo, me han escuchado pedir auxilio y no han sido capaces de salir a
ayudar. Por Dios, qué lástima. Y diez, once, doce, una de la madrugada: he muerto como un perro
inmundo, atropellado por la hemorragia humana.
Eric Carbajal
Indiana University
58
Eric Carbajal
Crítica
Caminar de noche por las calles del Callao ya es eutanasia. Este es el fin que persigue don Anés
en el cuento “Relato insólito de un velero”. Éste es un cuento aparentemente de fácil lectura. Sin
embargo, conforme va avanzando la trama, el narrador en primera persona nos lleva de la mano y
nos transporta a un mundo en donde lo insólito se combina con la realidad social de la Lima contemporánea. En donde asimismo existe un conflicto entre el libre albedrío y la predestinación en el
interior del narrador testigo, don Anés.
La trama comienza en el velero llamado Clavefímero, en donde nos enteramos que el velero
sufre de una maldición. El protagonista principal había escuchado varias leyendas acerca del velero,
pero la leyenda que realmente debería de saber no la sabe; los dueños perecerán infaliblemente. Ante
esta revelación, don Anés abandona el velero, para así, según él, escapar del maleficio. No obstante,
ignora que desde el momento de haber comprado el velero, su destino ya estaba escrito. Entonces,
sintiéndose a salvo decide caminar por las calles del Callao, y es en esas circunstancias en el cual el
conjuro se cumple.
Ahora, por un lado se puede argumentar que fue el destino quien causó la muerte de don Anés,
y por el otro que fue él mismo quien internalizó el maleficio e inconscientemente buscó la eutanasia.
En su ingenuidad decide caminar por las calles peligrosas del Callao. Sin embargo, el conjuro lo acecha con su aliento frío, y él lo siente. El maleficio se hace presente en la forma de unos delincuentes
a quienes se les conoce como “pirañas” en la jerga limeña, los cuales atacan a sus víctimas como un
banco de pirañas hambrientas que devora un añuje en un río de la selva amazónica. No obstante, se
salva de las fauces de la Muerte, ya que los pirañas sólo lo dejan maltrecho. La internalización de la
eutanasia, por otro lado, lo hace confesar que conoce a uno de ellos y éste lo ultima a cuchillazos.
El cuento logra captar uno de los problemas sociales más serios en el Perú contemporáneo, la
delincuencia juvenil. Asimismo, critica severamente la apatía o la impotencia que sienten los moradores de los barrios limeños marginales frente a tan atroz realidad. Por ejemplo, el no acudir a la
ayuda de don Anés podría tener dos explicaciones: el haber estado expuestos a la violencia cotidiana
los hace insensibles al dolor ajeno; debido al temor de ser víctimas también ellos, prefieren quedarse
al margen, convirtiéndose no sólo en testigos sino también en cómplices, y así llegan a formar parte
del circulo vicioso del cual no tienen escapatoria. Así como don Anés, que no tuvo escapatoria de su
destinación final: morirse en las calles del Callao.
José Ninawanka
The University of Arizona
59

Documentos relacionados