Bilis negra - Fernando López

Transcripción

Bilis negra - Fernando López
 Bilis negra Novela de Fernando López 1
Y si fuera bilis negra pura, entonces habrá máxima cavilación y menos agitación y furor, salvo que el paciente sea provocado y riña, o alimente un odio que no puede olvidar. A v i c e n a 2
I. L A E N C O M I E N D A 3
I. Tómese un par de meses, planéelo bien y actúe. El hombre del perramo beige observa en la copa las manchas que opacan el paso de la luz. Las mujeres que toman champán y se revuelcan con cerdos, dice, eructan en la almohada el gas que les empujan. Y desayunan con té de rosas, para perfumar el recto. Elige la sonrisa número cinco del Manual de Muecas del Mercenario Ilustrado: los dientes inferiores delante de los superiores, el extremo de la lengua retenido entre la baba y el filtro de un cigarrillo. Medio dormido, yo también ataco: A los cerdos nos gustan las margaritas, no el afrecho. Por la luz que atraviesa los resquicios, adivino que entramos al ocaso. Apoyo la espalda contra la almohada. Tanteo sobre la mesa de noche buscando el reloj entre los platos y botellas vacías. Me asalta la certeza de que partió en la cartera de la dama, entre pañuelos, cremas y aparatos, a engrosar su reserva de futuro. El champán argentino es malo, escucho decir. Se toma su tiempo. Hago cuentas, estoy demasiado lejos de mis armas y me conviene seguir en actitud pasiva. Recuerdo que en el placar del baño tengo escondida una pistolita nacarada, de calibre infrecuente, que instalada en la boca del desconocido puede causarle un daño irreversible. Me levanto y camino por delante de él en dirección al sanitario. Mhm, qué lindo animal, comenta, después de mirar con espanto mi verga erecta. 4
Antes de orinar abro la ducha para que el agua comience a calentarse. El cuadro de situación luce inapropiado para intentar un reverse: el arma oculta en el papel tisué ya no está. La dulce margarita me dejó de cama y obró como Dalila mientras yo sudaba el narcótico regado con champán. El intruso percibe que todo está controlado para tener un encuentro amistoso. Cuando me ve deslizarme hacia la lluvia se ubica bajo el dintel y dice que me quede tranquilo, que vamos a hablar de negocios. Yo a usted lo conozco, dice y me nombra trabajos de juventud: Sudáfrica, Centroamérica y Colombia, pero especialmente el que terminó con un formador de precios de Wall Street descerrajándose un tiro ante las cámaras de TV. El hombre se quita el perramo y sigue tirándome datos. Me habla de los desaparecidos que llevo sobre la espalda. Parece gozar con el acoso. Hace café y me ofrece, omiso ante el silencio obstinado que oculta mi recelo y el dolor de cabeza que deja la resaca. También me ofrece una píldora. Para el dolor de cabeza, dice con sorna. De a poco me voy recobrando. ¿Dónde están mis armas? En el otro cuarto, dice, arrojándome la llave. Hay signos en él que afianzan la certeza de un exilio, o un encargo de alguien cuyo rostro jamás será develado: el corte de cabello, los zapatos, las palabras. Tiene el tipo alemán de los que juegan rugby y escupen la foto de Mandela en las mesas de las librerías. Es un trabajo delicado, dice en voz baja. No deben quedar rastros: es más, sería conveniente que la víctima apareciera como victimario. No se trata de un homicidio, para matar no es necesario invertir inteligencia. Con mil dólares se paga un matador. 5
Me acerco a la cómoda a buscar un cigarrillo. El intruso ha levantado una persiana por donde veo la caída del sol detrás de los edificios. Busco el encendedor: parece que ha seguido el camino del reloj. ¿Por qué vive acá, en este pueblo de mierda?, pregunta. Porque extraño a mi vieja. Me da fuego. Hago arandelas con el humo mientras libro batalla para explicar la mentira: Los domingos me hace ñoquis. Amasa ella, digo, con cara de estúpido y remato: ¡Son los mejores ñoquis del mundo! No dice nada. ¿Cómo me encontró? Me mandaron acá, yo no sabía. Voy a tener que mudarme, maldigo en voz baja. Dígame de una vez lo que tengo que hacer. El tacto permite al hombre codearse con los animales que lo han desarrollado para darse un lugar en el mundo. Resulta difícil imaginar a un dyplodocus acariciando la concha de su hembra antes de echársele encima, o eligiendo un canal en su control remoto mientras busca al tanteo, como hago yo entre las botellas, un delgado cigarrillo, un fósforo o un condón. También resulta difícil prever un mundo de plástico y fierro, donde el ADN estuviera a la vista y los aviones fueran tan grandes, tan grandes, que cada despegue rozara la piel de un cataclismo con rostro de monzón. No sé si los humanos tendrán ocasión de acceder a una caricia de esas, pero estoy seguro que el tam‐tam de semejantes pasos hará difícil la presencia de una fauna como la que habita en los umbrales del XXI. Tendrán, también, otra moral, otra estética, otra moda y acaso los lacayos que afiancen ese mundo tendrán un rostro menos propenso a la crónica amarilla. Menos agraciado, menos varonil. 6
Ese mismo tacto le transmite a mi cuerpo la corriente voltaica que nace en la cabellera de Franklin. Grueso, áspero a la medida de lo suave, despierta mi memoria de los buenos tiempos. Mi dudosa afición a los números se multiplica cuando recibo el anticipo. Algunos disfrutan contando ʺlagartijasʺ, contando las gotas de sudor que derraman sus brazos poderosos, pero ellos son parte de una raza en extinción. ¿Qué te parece, Franklin?, pregunto en voz alta a un billete que tomo entre las manos. ¿Acaso no soy digno de esta suma? Perjaps, pretendo escuchar, en un inglés bastardeado por el habla marginal. Perjaps tu abuela, digo y saco la cuenta, con los dedos, del ocio que habré de sumar cuando acabe la tarea. El rostro del hombre se repite cada día en los medios de prensa de acá y del extranjero. El tema de Malvinas toma vigencia en las reuniones internacionales aunque aquí se pretenda reducirlo a la misa del 2 y las marchas de los veteranos en abril de cada año. Aunque no debo hacerlo me pregunto: ¿por qué quieren que renuncie? De todos los motivos cabe al dedillo un ajuste de cuentas, por algo que ha hecho o que ha dejado de hacer en 45 años y una brillante carrera. Hay razones que mueven a cambiar los ejes de un decurso coherente, hay resultados previstos en abstracto que auspician el contrato de una mano experta, confiable, con carpeta en los archivos de cualquier servicio y un clasificado permanente en la revista FORTUNE SOLDIER. Pero ahora se agregan otras circunstancias: él y yo, víctima y verdugo, nacimos en el mismo pueblo. ¿Lo conoce?, pregunta el oso rubio cuando me entrega el diario con la foto del hombre circulada en rojo. Tiene planeado visitar esta ciudad, dice. Es un buen Canciller, digo. 7
No será fácil. Tómese un par de meses, planéelo bien y actúe. Antes de agosto tiene que renunciar. Y recuerde: no le toque uno solo de sus pocos pelos. De acuerdo, lo prometo. Será otro muerto en vida. Toma un cigarrillo de los míos, lo enciende. Luego se va. Lo veo cruzar la calle y dirigirse a pie hasta la esquina, dobla, desaparece de mi vista. 8
II. Esta mujer está conmigo. La noche del viernes se llena de caranchos. Salen a olfatear la carne que intentarán llevarse a la boca (sexo oral) o a la entrepierna. Hace frío. El viento abruma las hojas, remueve los papeles y mezcla, dándoles vida y misterio, las voces de las cofradías. Historias desperdiciadas por la literatura que también el folletín ignora, historias de amor, de sujeción, de muerte y de placeres que ocurren en la planicie de las sábanas. Camino hacia 25 de mayo con el rostro castigado por la llovizna, bajo el perramo beige made in U.K. de corte impecable, abandonado por el oso rubio en el perchero de mi habitación. Descarto la distracción en semejante desprendimiento. La decisión de usarlo corre pareja entre la curiosidad y la provocación, previendo, sin demasiado sentido, que en alguna calle me encontraré con él o con Mabel, la camaleona. Veinticuatro horas antes el clima era distinto y una fauna reducida circulaba por el centro. Los autos que avanzaban a paso de hombre cargados de cazadores levantaban su presa o desviaban hacia el norte para aparcar en KEOPS, único lugar con garantía de bullicio y ofertas de carne al por mayor. Ese jueves, yo no había salido con intención de levantar a nadie. Había llegado a la ciudad después de varias semanas en Bolivia y quería reconocerme en los rostros de quienes fueron amigos de la infancia. Compré cigarrillos en el hotel Libertador, pastillas de menta y un encendedor y luego, en la esquina del cine Rex, dejé reservado el diario de la mañana para que me fuera llevado a mi buhardilla. Más tarde volví sobre la avenida y me crucé con dos compañeras del secundario, una soltera y otra divorciada, que detuvieron la marcha del BMW a unos cincuenta metros para permitir el ascenso de un muchachito. No 9
les extrañó verme de regreso, no les pasó por la mente llevarme con ellas. Después de cada viaje la ciudad me sorprende con sus pequeños cambios edilicios y algunas mudanzas del centro hacia los barrios para bajar los costos de arrendamiento. Todo lo demás, en la superficie de las cosas, parece inmutable, pero basta el encuentro fugaz con algún rostro avejentado para documentar lo que niega la apariencia. Una lejana imagen de esplendor con centenares de automóviles circulando en las dos vías terminó por quebrarse ante la desolación. Ya en KEOPS, me abandoné sobre una banqueta cerca de la barra, apabullado por el efecto conjunto de un raviol y una vodka con naranja, el estruendo de la música y los cambios de luces. Muy poca gente descargaba en la pista la energía acumulada en el trajín de las labores, apenas cuatro o cinco parejas y una veintena de solitarios comenzaban la no siempre fácil tarea de acercarse. Casi toda gente joven. De seis mujeres, al menos cuatro eran prostitutas. Me causaba gracia el desconcierto de los chacareros, asaltados por las pendejas que peleaban las piezas del lote con las jovatas y les dejaban, como de lástima pero en rigor de verdad porque no daban abasto, los pollos más desplumados. Aunque igual que en todas las pistas, cada cual corría con su seguro. Unas horas más tarde había un centenar de personas y a las tres más de doscientas, aplastadas por la humareda de los cigarrillos. Me estaba por ir cuando se armó revuelo entre una mujer y dos policías que la tironeaban para subirla a un patrullero. La chica gritaba y arrojaba puntapiés a los flancos de los agentes, mientras rogaba ayuda a los muchachos que miraban impasibles el desarrollo de la escena. Logró zafar y al escapar hacia el interior de KEOPS se echó en mis brazos y me apretó. No dejes que me lleven, dijo. Le ordené que se ubicara detrás y enfrenté a los policías. Uno de ellos me reconoció y bajó el copete en el acto, pero el otro, más joven y más torpe, quiso ganarse un galón. Cinco segundos después caía sobre sus rodillas restregándose 10
los ojos que le empujé hacia el fondo de las cuencas. Esta mujer está conmigo, dije al otro, mientras dejaba en su mano abierta tres billetes que terminaron de convencerlo. Nadie más se enteró. Gracias, dijo la joven cuando se fueron los policías. Mientras bebía ginebra y fumaba, me contó que estaba harta de las presiones de la cana. Quieren coger gratis. Yo no laburo en la calle, no me ando mostrando y de aquí no me pueden sacar. Por eso me esperan en la vereda, dice. En la penumbra intuyo que tiene rostro agraciado y buen cuerpo, es lista y enseguida me tira los caballos. Vamos, flaco. Llevame que no te cobro. Me cuenta que tiene una hija de once años, le gusta lo que hace porque le deja buen filo, piensa mudarse a Buenos Aires y hacer la temporada en Mar del Plata. Me habla de los curros que acá no puede encarar. En todo el tiempo que pasé en KEOPS, los pasos de esta mujercita me fueron indiferentes. Ignoro en qué momento estuvo con el Oso, si él le pasó el somnífero, si lo tenía ella, si fue todo planeado o fue un encuentro casual puesto a su mano por el destino. Al Oso lo conocí recién en mi departamento, a la tarde siguiente, lo que demuestra la enorme habilidad que puso en juego para encontrar a la persona adecuada. Anduve averiguando y nadie lo había visto. Es probable que me estuviera siguiendo desde Bolivia o acaso desde antes, porque no es sencillo ni aconsejable encargar un trabajo exigente a un don que no se las traiga. Por eso lo de andar el viernes metido en su perramo se estaba pareciendo bastante a una gran estupidez. Estoy de vuelta en KEOPS. Me dura la molicie pero el aire húmedo ha hecho el milagro de empujarme a buscarlos. Hay muchísima gente. Me paseo por todos los rincones, me dejo manosear, salgo a la pista, voy al baño, pregunto al barman, al disjockey, al empleado de seguridad. A las dos me vuelvo a casa muerto de sueño, ya no me quedan ganas de luchar contra la 11
droga y me dejo dormir una jornada completa. En la penumbra escucho las voces de Mabel y del Oso como si aún permanecieran en mi cuarto, disputándose el derecho a servirse de mis cosas, jactándose de aquello que a mí me deja intranquilo. Ha comenzado a atacarme ese extraño sentimiento que duele a las ganas de estar bien en cualquier lado en que uno permanezca. Me siento flojo, los músculos sordos, la cabeza embrollada. Trabo la puerta y las ventanas, cierro el paso del gas y la luz y desconecto el teléfono para dedicar todo el esfuerzo a descansar. Una semana después aparece Mabel, rascando la puerta del departamento. Lleva el mismo suéter a rayas blanco y negro hasta la mitad del muslo y las calzas pegadas a la piel. Me dijeron que me andabas buscando, dice con mohines. La dejo entrar con un gesto indefinido. En la muñeca izquierda lleva mi reloj. Lástima grande, entre los dos incisivos le asoma una carie profunda que afea su sonrisa. ¿Puedo quedarme?, insiste. No menciona para nada devolver mis cosas. Deja el bolso en el cuarto y entra luego a la cocina a preparar café. Yo espero apoyado en el marco de la puerta el desarrollo de su próxima acción. No digo ni sí ni no, la observo evolucionar entre los muebles levantando copas, acomodando el desorden y finalmente detenerse ante mí sin dejar de tararear. Se queja de mi ceño adusto, intenta contagiarme una alegría natural que me inhibe de pedirle cuentas. Se lamenta otra vez, se arrodilla, luego intenta ‐con éxito‐ un primer acercamiento buco‐genital. En el espacio que va desde esa noche humedecida en alcohol, semen y orín, hasta la tarde en que tuve claro el mejor procedimiento para encarar el trabajo, pasaron dos largas semanas. La llevé a cortarse el cabello y después al 12
dentista para inventarle una boca digna de otra clase. Como último paso la dejé en manos de un séquito de bellas que le enseñaron a hablar y a caminar, a comportarse como una dama con acento porteño, paladar francés y una mirada arrolladora. Para entonces tenía en mi cuenta la segunda tanda de dólares prometida por el emisario y de mi propio bolsillo le regalé los pupilent celestes. Después seguimos con Ana, su pequeña hija. Flaca hasta el abismo de la lástima, dentadura apiñada y un leve estrabismo en el ojo derecho, mal hablada como la madre, tratamos de convertirla en alguien que pudiera pasar por hija educada de padre notable. Comenzamos por quitarle los piojos, un tratamiento de ortodoncia y una dieta muy alta en valor graso para darle carne a sus huesos. El resto fue entrenamiento actoral. Largas charlas en las que fuimos armando una historia posible. Cuando todo estuvo aceitado preparamos un escenario. Un departamento en calle Montevideo, en la ciudad de Córdoba, donde se instalaron la madre y la hija. Todas las noches entraba yo con un traje distinto, anteojos para sol y una bufanda que me cubría los rasgos por debajo de la falsa calva, y hacía enormes esfuerzos para que aquellos que se cruzaran conmigo hablaran de mi rareza. Y a la mañana, a las seis, durante varios días, jugué a las escondidas con el portero, preocupado por la seguridad del edificio en menor medida de lo que entonces le picaba la curiosidad. Otro dato importante: como parte del plan, recupero mi hobby preferido, la talla en madera. En dos semanas lleno los estantes con barcos, camafeos, autos de carrera, armas. Imitaciones pequeñas y de tamaño natural. La cárcel también desarrolla otras virtudes. 13

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