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Transcripción
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En el XX aniversario de la erección de la Diócesis, Catedral de Ciudad Quesada, sábado 25 de julio del 2015. Fiesta de Santiago Apóstol. Hermanos y hermanas en el Señor: Quiero evocar y hacer eco de las palabras iniciales de San Pablo en su célebre himno de la carta a los efesios: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales y celestiales”. Hoy, en el contexto de la fiesta de un apóstol, como es el caso de Santiago el Mayor, celebramos 20 años de historia, camino y vida como Iglesia Particular de Ciudad Quesada. Esto es motivo de gratitud y alabanza a Dios, porque esta es su obra, realizada a través de esta Iglesia que peregrina en esta zona norte del país. La Diócesis de Ciudad Quesada vio la luz, como nueva Iglesia Particular, desmembrada de las Diócesis de Alajuela y Tilarán, el 25 de julio de 1995, mediante la Bula “Maiori christifidelium bono” de San Juan Pablo II. Nos alegramos por este vigésimo aniversario, damos gracias a Dios porque Él es fiel, ha sido Él el que ha llevado adelante la obra, por medio de instrumentos que Él mismo elige para servicio de su Iglesia. La fidelidad y la providencia de Dios -que guía, anima, protege y sostiene a su Iglesia- es la mejor motivación para seguir adelante, con ánimo renovado y compromiso generoso, esta tarea y misión que nos ha encomendado como Iglesia Particular que se edifica y realiza por el anuncio del Evangelio y la celebración de la Eucaristía. La fiesta del apóstol Santiago nos ilumina y anima, justamente, a la tarea apostólica y a la misión que nos encomienda el Señor. La Iglesia Universal y la comunión de todas las Iglesias Particulares, que conforman la única Iglesia de Cristo, está cimentada en el fundamento firme de los apóstoles que recibieron del Señor el envío y el mandato de evangelizar y fundar comunidades cristianas hasta los confines de la tierra. En este misterio de comunión y de sucesión apostólica estamos inmersos nosotros como Iglesia Particular, como Diócesis 1 que debe continuar -aquí y ahora- la misma misión que Cristo confió a los apóstoles. La Palabra de Dios, que se ha proclamado en esta celebración, nos ilustra y nos desafía a la vez en el cumplimiento de esta misión apostólica. Esta misión de la Iglesia de Cristo, que hemos de continuar como Diócesis y en la Diócesis, supone estar muy conscientes fundamentalmente de dos cosas: 1.- Que la obra es del Señor, por tanto, la fuerza nos viene de Él. 2.- Que el llamado que nos hace el Señor es al servicio, a trabajar, a dar la vida como Santiago, no a buscar privilegios o éxitos humanos. Esta primera afirmación de que la obra es del Señor y que la fuerza nos viene de Él, queda muy clara en la primera lectura de San Pablo a los corintios en su segunda carta. Hablando del ministerio apostólico, Pablo lo compara con un tesoro que Dios ha puesto en nosotros que somos frágiles vasijas de barro. Esta misión apostólica, recibida por nosotros de parte de Dios en la Iglesia, tiene la fuerza extraordinaria de la gracia del Señor y no de nosotros mismos. Esto significa que somos instrumentos -no protagonistas- elegidos servidores para la misión del Señor. Aunque tengamos pruebas y dificultades, rechazos, incomprensiones e incluso persecuciones, aunque estemos expuestos a todo, la obra y la misión del Señor siguen adelante en su Iglesia porque estamos cimentados en la fuerza de Dios y no en nuestras posibilidades humanas. Sintámonos instrumentos, pero siempre animados y sostenidos en la gracia y en la fuerza extraordinaria que proviene del mismo Dios. Esta certeza debe lanzarnos y enviarnos a cumplir nuestra tarea en la Iglesia con plena confianza en Dios. La segunda afirmación de que el Señor nos ha llamado a una misión de servicio, está presente en el evangelio de Mateo. La madre de los Zebedeos pide para ellos honores y primeros lugares, privilegios y reconocimiento. En la llamada del Señor y en la Iglesia no hay lugar para esto, esta aspiración de los Zebedeos es una visión puramente humana, muy pobre y ayuna de sentido sobrenatural. Si somos 2 instrumentos -no protagonistas, ni centros ni mucho menos dueñosqueda claro que nuestra condición es la de servidores. Jesús es el primero en darnos ejemplo de esta verdad y de esta gran necesidad, nos pide entrar en la lógica del último, del esclavo, del servidor, por eso nos ha dicho que él “el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar la vida”. Esta es la mística y la inspiración, el reto y desafío para nosotros en la misión apostólica de la Iglesia. Servir para anunciar el Evangelio, para amar y hacer el bien. Servir para dar la vida en el ministerio sacerdotal, servir como laicos generosos y comprometidos. Servir con el testimonio alegre, luminoso y contagiante que hemos de dar como discípulos del Señor. Servir como Iglesia experta en humanidad, en sensibilidad y solidaridad a semejanza de la compasión y la misericordia de Jesús. Servir desde lo más grande hasta lo más pequeño, pero con amor, con generosidad y grandeza de corazón. Hemos sido llamados a la Iglesia, somos Iglesia para servir y no para figurar. Ser Diócesis no es simplemente llevar un título u ostentar una condición jurídica canónica. Ser Diócesis, caminar y servir como tal, implica ser una Iglesia viva, dinámica, misionera, siempre en salida. Una Iglesia viva con el obispo animador y servidor, con los presbíteros identificados y generosos con su ministerio, con los laicos trabajando a manos llenas e impregnando de los valores del evangelio el mundo y los ambientes donde viven y trabajan. Una Iglesia viva será siempre una Iglesia evangelizadora, misionera, servidora, luz del mundo y sal de la tierra, presencia viva de los valores del Reino, promotora del bien integral de la persona humana, defensora de su dignidad desde el inicio de la vida hasta su fin natural, cuidadora de la familia como fundamento de la sociedad civil y eclesial, animadora del matrimonio como unión entre varón y mujer que se prolonga y enriquece en los hijos. En fin, la Iglesia, la Diócesis siempre servidora, a la cual nada de lo humano le es indiferente ni ajeno. Esta es la Iglesia activa, comprometida y generosa que queremos y de la cual hemos de ser parte con dinamismo y alegría. 3 Por ello, en mi carta pastoral La Esperanza no defrauda, he insistido en la identidad diocesana, en la unidad y comunión, en el compromiso pastoral de todos, en la proyección y salida evangelizadora que todos hemos de tener. En el n. 2 de la carta pastoral, les recordaba: “Quisiera, queridos hermanos y hermanas, que el espíritu con que asumiéramos nuestro proyecto pastoral, hacia el cual nos dirigimos, sea un espíritu de auténtica comunión fraterna que tenga su origen en la esperanza. No demos espacio al individualismo, al egoísmo y al pesimismo, no escuchemos las voces de quienes -como falsos profetas- anuncian calamidades que no tienen otro sendero más que el de la división, el miedo o el desaliento. La esperanza nos tiene que renovar en la conciencia de pertenencia a una realidad eclesial concreta: la diócesis, y a un compromiso bautismal permanente que tiene como meta la conversión y la santidad”. Recuerdo otro texto de la carta pastoral, en el n. 4, que nos insiste en esta nueva manera de pensar y actuar como Iglesia, especialmente nosotros como Diócesis. Esto es un ideal y un reto a la vez, pidámosle al Señor nos conceda la necesaria conversión pastoral y el espíritu nuevo que necesitamos todos para lograr este objetivo. Por eso digo en la carta pastoral: “Los signos de los tiempos, leídos desde el magisterio del Papa Francisco, nos ponen delante una nueva manera de concebir la Iglesia, una Iglesia en salida que tiene que provocar la cultura del encuentro, la revolución de la ternura y el contacto con la experiencia de la misericordia de la que ella misma es destinataria. No podemos esperar que los demás vengan a nosotros, tenemos que ir al encuentro de ellos allí donde están y viven, allí en la realidad de las periferias existenciales, como nos pide el Papa. La Iglesia en salida, que rompe con esquemas de pasividad, conformismo, comodidad y autorreferencia, tiene como 4 prioridades pastorales, entre otras, los alejados y distantes, la familia, la juventud, los desempleados y migrantes, la pastoral vocacional, la pastoral social (…) Para responder a todos estos retos, es necesario orar y discernir juntos el paso del Señor por la diócesis en estos veinte años de camino recorrido. Tenemos que revisar, con humildad y objetividad, qué se ha hecho, cómo se ha hecho y qué tenemos que hacer de frente a las exigencias del momento presente y futuro”. Miremos estos 20 años con gratitud y con esperanza. Gratitud a todos los que han sido instrumentos fieles y han servido bondadosamente a esta viña del Señor, pienso especialmente en Mons. Ángel San Casimiro, primer obispo; en Mons. Osvaldo Brenes, segundo obispo y que de Dios goce, en tantos sacerdotes y laicos generosos y comprometidos. Que el trabajo realizado nos anime en la esperanza para continuar la misión con renovado entusiasmo. La Iglesia, y por ello la Iglesia Particular como Diócesis, es ante todo, experiencia, vivencia y testimonio de comunión, por lo cual decía en el n. 3 de la carta pastoral que “La comunión eclesial es una gracia, pero es también un proyecto”. Es una gracia y un proyecto que surge y se realiza desde la Eucaristía que, como decía San Agustín, es signo de unidad y vínculo de caridad. Desde esta mesa, desde este altar, nos convertimos en uno aunque seamos muchos y diferentes, nos animamos y proyectamos para servir como los esclavos y los últimos siendo discípulos-misioneros. Nos alimentamos y nos fortalecemos, desde esta mesa de la comunión de los hermanos, para ser una Iglesia viva, misionera, comprometida, dinámica y misericordiosa. Que el Señor nos conceda, por intercesión de Nuestra Señora de Guadalupe, de San Carlos Borromeo y de Santiago apóstol, ser esa Iglesia y actuar sirviendo por muchos años más con la gracia y la fuerza que nos vienen de Dios. Amén. 5