descargar Días grises
Transcripción
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DÍAS GRISES Llueve con rabia. Amanece. En el valle, los días que llueve los aromas se disparan. Hoy huele a sangre. Huele a las cabras de Antonio que, esparcidas por el suelo, acaban de morir. Acribilladas. Antonio, que al final del día cumplirá ochenta años, lleva un cubo lleno de garrofas en la mano y viste un chubasquero viejo. Con las llaves del corral en el bolsillo, abre la puerta y sale de casa. La lluvia cae con más violencia. Se oye algún trueno. Adolfo, escondido, con una escopeta en la mano, apunta la puerta del corral. Él y su mujer, su hija de nueve años y su hijo de quince, son los únicos dentro del corral. Llegaron de noche, a tiempo de colarse en el interior y asegurar la entrada, salvándose de la lluvia que esperaban, condenando a muerte a las cabras que, como ellos, acudieron al amparo del corral una vez arrancada la tormenta. Si Antonio hubiera despertado antes de que comenzara a chispear, quizás pudiera haber llegado a tiempo, pero no. Su rebaño murió esperando en los alrededores de aquel corral que nunca llegó a abrirse para ofrecerles cobijo, frente a la misma puerta que es guardada desde dentro por Adolfo. Hacia allí se dirige ahora Antonio, como era costumbre los días que amanecían prometiendo tormenta, aun a sabiendas que esta vez la peregrinación es inútil. Su lento caminar es seguro en tanto que le aleja del pueblo, donde la lluvia arrecia con especial virulencia, sobre las casas, empapándolo todo. Golpeando las tejas de arcilla, colándose entre los cristales y por los agujeros de las chimeneas, saltando las capas de pintura caliza, llamando a cada puerta insistentemente. Ya en el valle, alcanzando el corral la escena resulta escabrosa, no debe haber quedado cabra con vida. Yacen sus cuerpos juntos, al menos murieron en compañía, tal como vivieron, en impropio rebaño. Antonio las reconoce a todas, esa de ahí estaba preñada, aquellas otras parecen haber muerto como abrazando a esos cabritos, la de más allí era mayor y sufría ya cojera, este macho de aquí era sano y fuerte, a ese choto de allá no le salvaron sus ágiles piernas… Sí, vinieron todas, como siempre. Decidió levantar la vista y no volver a contemplar la matanza que atravesaba. Dios, tú no mires tampoco, no hagas juicio, susurraba sin dejar de caminar. Al menos han tenido suerte de acabar juntas, se quería repetir Antonio para sí mientras avanzaba arrastrando sus pies entre la sangre, tanta que aún no había tenido tiempo de saciarse la siempre sedienta tierra de este su preferido licor. Al llegar a la altura del corral comprobó como el portón estaba cerrado, desde allí fuera los arañazos mostraban signos de la desesperación que debió vivirse hacía un momento en aquel lugar. La inexpugnable puerta de madera tenía restos de sangre, algún cabrón debió golpear con fuerza antes de morir. Era un milagro que el corral siguiera todavía en pie. Una ironía. Esa llave que sacó Antonio del bolsillo podía haberles salvado, al menos ayudado, lo que lo hacía culpable. Pero si todas esas cabras no hubieran salido corriendo, mostrándose a campo abierto, pudieran haber tenido una oportunidad, lo que lo hacía menos culpable. A fin de cuentas sabían que él iría, era su pastor y no iba a dejar que fueran pasto de los lobos, no tan fácilmente. Adolfo escuchó las llaves y supo que el momento había llegado, esta vez nada de golpes ni berridos, la puerta se abriría y entonces le harían responsable de la matanza que había sucedido fuera. Era culpable. Pero su familia estaba escondida allí, a salvo, gracias a él, que había hecho lo que cualquiera hubiera hecho por su familia. Todavía no le pesaban todas las muertes que podía haber evitado abriendo la puerta, aun eran un sacrificio que creía necesario. Cuando la puerta se abrió Adolfo aguardó lo justo para que asomara Antonio, irreconocible bajo aquel chubasquero marrón de apariencia confusa, más similar a una gabardina o un chaquetón. Nunca había tenido demasiada puntería, pero en esta ocasión el disparo no pudo ser más certero. Blanco. El silbido que recorrió el largo del corral impactó de lleno en el costado de aquel hijo de puta con uniforme que se habría confiado ante la matanza acontecida ahí afuera. Un lobo menos, pensó Adolfo, que seguía apuntando en dirección a la puerta, ahora a medio abrir, esperando a que entrara el resto de la manada; sin razonar, empezando a temblar. Antonio solo pudo escuchar aquel aullido antes de sentir un inmenso pinchazo, no tuvo tiempo de reaccionar, únicamente de mantener el equilibrio sujetándose a la puerta del corral, todavía medio cerrada. Dolía. Quemaba. A la mierda el cubo, las garrofas fueron las primeras en verse derramadas. Adolfo ni siquiera reparó en el cubo, no vio las garrofas. Desde su posición solo veía una silueta negra, a contraluz, con la que su imaginación jugaba. Si no lo había matado con aquel disparo, al menos le había arrebatado vete a saber qué. Cojonudo. Su herida le provocó a Antonio las primeras lágrimas. Mientras caían gotas de sangre contra las baldosas y se llevaba su mano izquierda al agujero recién abierto en su cuerpo, su peso recaía en el brazo derecho, empujando la puerta que se abría, haciéndole caer de bruces contra el suelo. Sí, para Adolfo su disparo ya suponía un acierto seguro. Le había jodido. Y aun cuando la puerta se abrió de golpe Adolfo disparó de nuevo, a los demás, quienes fueran, pero no había nadie. Tras el sonido del disparo al aire, el golpe de un peso muerto resonó en el corral, el de aquel cuerpo que quedaba tendido en el suelo, con un puñado de peligrosas garrofas a su lado, empapándose de sangre. Adolfo continuó aguardando, apuntando con la escopeta hacia la puerta, sin ser consciente de que ya no sostenía un arma cargada, tiritando, sudando de miedo. Deseaba dirigir la vista hacia el escondite que había elegido para su familia, poder mirarlos una última vez, pero si entraban en ese instante sabrían que allí había alguien más. No podía moverse, tan solo seguir mirando el resplandor que se colaba por la puerta abierta, ignorando a su víctima, el pastor. Si fueron minutos a cuartos u horas a medias o incluso enteras no sabría decirlo Adolfo, quizás solo largos segundos, pesados instantes de espera. Los truenos parecían alejarse en el eco de aquellas paredes de piedra, y con ellos la tormenta abandonaba el valle, dejaba en paz al pueblo. Él se mantuvo inmóvil, rígido, arrodillado sobre el charco que había dejado en algún momento su propio meado, allí quieto hasta que tuvo valor para levantarse. Entonces caminó en dirección a la entrada. Apuntando con la escopeta descargada para disparar ante cualquier movimiento. Nada. Llegó hasta el cuerpo que seguía tendido, lo miró, lo pateó y al no recibir respuesta lo volteó, para poder ver la cara del intruso al que había matado. La escopeta cayó entonces sobre la sangre de Antonio. Y Adolfo miró hacia atrás, suplicando en silencio que su familia no estuviera observando, y rogando que no hubiera hecho aquello se dejó caer de rodillas, llorando ante la evidencia. Padre Antonio. Padre Antonio. Adolfo no podía decir otra cosa. Padre Antonio. Su familia no debía ver aquello, si lo escuchaban y salían del escondite, qué pensarían entonces de su héroe. La razón volvía a la mente de Adolfo conforme el miedo a morir desaparecía, no habían más lobos, a decir verdad ninguno había venido aquella mañana, tan solo era un pastor. Agarró al padre Antonio por las axilas, le dio la vuelta y lo arrastró afuera. Debía alejarlo de la salida. Pensaba irse de allí con su familia en cuanto lo dejara, pero no podían verlo muerto, asesinado por él como estaba. Así lo hizo, dejando el cadáver a prudente distancia junto al poste de madera que lo mantenía curvado, como descansado, entre unos arbustos, donde no lo encontraría la vergüenza. Y si no fue Dios auxiliando a uno de los suyos sería culpa del trajín en el traslado, el caso es que Antonio seguía muriendo, sintiendo el disparo y sufriendo el final. No podía hablar, que justo le venía en silencio rezar, y tampoco veía con claridad, que justo le venía ver la sombra borrosa del que le disparase momentos antes ahora alejarse. Fue entonces, al volver hacia el corral, cuando Adolfo vio lo que había hecho, allí mismo y en dirección al valle estaban todos los cuerpos desparramados, muertos, como cabras. Allí estaban sus vecinos, sus conocidos, algún amigo, los hijos e hijas de estos y aquellas, todos acribillados a tiros. El olor a sangre que impregnaba el valle provocó nauseas en Adolfo que no pudo reprimir. Lentamente se reincorporó. Avanzó dando tumbos hacia el corral donde el padre Antonio había improvisado aquella ermita, cuando ardió la Iglesia en que oficiaba y los vecinos no encontraban refugio en sus hogares. Cruzó la puerta arañada y ensangrentada, caminando torpemente, necesitando apoyo en cada paso, imaginando la matanza que había causado. Los había condenado a todos. Con la vista nublada trataba de avanzar, pero la razón había regresado de golpe y las muertes le oprimían la respiración. Aquel sacrificio reclamaba ya su precio. Adolfo pasaba sobre el charco de sangre que había dejado el padre Antonio, ahí estaban sus garrofas, siempre las traía cuando cargaba la aviación para entretener a los niños. Les contaba aquel cuento que tanto gustaba a todos, también a sus hijos. Una vez su hija se lo había contado a él cuando regresaron a casa tras el bombardeo, ni siquiera era capaz de recordar para qué podía necesitar un Rey esas garrofas manchadas por la sangre del pobre padre Antonio. Qué importaba, fuera estaban todos los muertos. Era demasiada la realidad y Adolfo no pudo sostenerse más tiempo en pie, dejándose caer en el suelo, sobre la sangre, junto a su escopeta descargada y las garrofas; quedando allí tendido frente al lugar desde el que había disparado, al otro lado del corral. Rezando. Pidiendo perdón. Antonio supo que aquel día no cumpliría ochenta años, también que moriría frente al lugar en el que había protegido a los suyos, pensando que habían sido acribillados por ser él un cura que había ayudado a sus vecinos republicanos. Antonio fue el único que supo que la tormenta tocaba a su fin con ese último trueno, con ese instante, ese rugido que precede al relámpago, con el fogonazo y el estruendo haciendo saltar por los aires el corral donde una vez se refugiaron él y su rebaño.