La noche que nunca acaba

Transcripción

La noche que nunca acaba
Estábamos a cinco metros de distancia
cuando agarré el volante y lo giré con
fuerza hacia la izquierda. Faltó poco para
que pilláramos a la chica, pero nos
estrellamos contra una barrera de madera
y el carro se cayó hacia un lado. Todo
empezó a dar vueltas y me golpeé la
cabeza en el salpicadero. Cuando el carro
se paró, yo estaba boca arriba mirando un
roble gigante. El conductor se había caído
encima de mí y no estaba nada contento.
–¿Qué demonios crees que estás
haciendo? –dijo.
–¿Y usted qué estaba haciendo? –le
contesté–. Casi atropella a esa chica.
–¿Qué chica? –gritó. Salí arrastrándome
de debajo de él y me puse en pie. Miré
detenidamente la carretera. No había
nadie más que mi padre, que negaba con la
cabeza y cuidaba de su tomatera.
2
–¿Qué ha sido eso, Daniel? –preguntó
mi padre mientras caminábamos el trecho
que faltaba hasta nuestra cabaña.
–Ese tío ha estado a punto de atropellar
a una chica –respondí.
–Él ha dicho que no había nadie –
contestó.
–¿Y a quién vas a creer?
–Pues dado tu historial reciente…
–¿Qué? Ah, vale, gracias.
–Escucha, hijo, ese es justo el tipo de
comportamiento que esperaba que evitaras
estas vacaciones. Podías haber matado al
viejo, sacando el coche de la carretera de
esa forma. Podías habernos matado a
todos.
–Era un maldito carrito de golf. Nadie
muere en un choque con un carrito de golf.
Recordé a la chica de la carretera y los
ligeros hilillos de vapor que le subían de
los hombros. Ya había tenido alucinaciones
antes. Era parte del comportamiento que
mi padre esperaba que evitara. Pero su
conducta tampoco era la mejor desde que
mi madre se había marchado. Su vida
giraba básicamente en torno al pub Star
and Sailor, donde jugaba al Quién quiere
ser millonario, se bebía nueve pintas de
cerveza amarga y luego venía a casa con la
nariz rota y salsa de chile en la camisa.
Desinhibirse, lo llamaba él.
Llegamos a nuestra cabaña Confort
Plus. Era pequeña y oscura y las ramas de
un cedro se esparcían sobre ella. Tenía una
ventana grande y otra pequeña. Parecía
que alguien le hubiera dado un puñetazo en
la cara.
Mientras metíamos las maletas, dos
mujeres vestidas para jugar al tenis
llegaron pedaleando a la entrada de la
cabaña que había al lado de la nuestra.
Eran un poco más jóvenes que mi padre y
ambas tenían el pelo muy rizado y
sonreían de oreja a oreja. Eran hermanas.
Mi padre estaba levantando la tomatera
del suelo con muchísimo cuidado. A mí
desde el principio me había dado un poco
de vergüenza que la hubiera traído, o sea
que verle hablar en público con ella como
si fuera un bebé era de lo más humillante.
–Bienvenido a Mundo Ocio –me dijo

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