Momentos con mi abuelo

Transcripción

Momentos con mi abuelo
MOMENTOS CON MI ABUELO
por FRANCISCO­MANUEL NÁCHER LÓPEZ
Reservados todos los derechos.
Prohibida la reproducción, total o parcial, por cualquier medio, sin la autorización escrita del autor.
 Francisco­Manuel Nácher López.
Inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual con los nº M. 54.384/85­1.997.
2
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
3
A la memoria de mi abuelo Paco, el
hombre más bueno y más profundo que he conocido.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
4
ÍNDICE
Página
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
5
I.­ Mi abuelo (a modo de Prólogo)
II.­ La piedra rota
III.­ La bicicleta
25
IV.­ El último número
V.­ El refugio
VI.­ El nuevo
VII.­ El niño que robó
VIII.­ El examen copiado
IX.­ El ojo morado
X.­ El parchís
XI.­ No ir al colegio
XII.­ La colección de cromos
XIII.­ El miedo
XIV.­ La pedrea
87
XV.­ Los malhechores
XVI.­ La mentira
XVII.­ La máscara
XVIII.­ Hacer algo bueno
XIX.­ La limosna
XX.­ El pozo negro
XXI.­ El argumento
XXII.­ La frente, alta
XXIII.­ La memoria
XXIV.­ El primer duro
XXV.­ Amanecer
XXVI.­ La propia aventura
163
XXVII.­ Las gafas
7
17
XXVIII.­ Los cuatro yoes
XXIX.­ La salud
XXX.­ Mi abuela Salvadora
XXXI.­ El quid pro quo
181
187
199
211
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
31
37
43
49
53
59
63
69
75
79
93
97
105
109
115
121
127
133
141
147
153
171
Páginas
6
XXXII.­ Mariposa
XXXIII.­ La perspectiva
XXXIV.­ Las vacaciones rotas
XXXV.­ Los apodos
XXXVI.­ Las bromas del destino
247
XXXVII.­ La última lección
* * *
I.­ MI ABUELO
(A MODO DE PRÓLOGO)
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
219
229
235
241
251
7
Me ha cabido la inmensa suerte de tener un abuelo irrepetible. Como
mi madre era hija única, sus padres vivieron con nosotros desde que yo, el
primogénito, nací, seguido de una niña dos años menor. De modo que,
durante toda mi niñez y mi adolescencia, no concibo ni recuerdo ningún
momento importante de mi vida, triste o alegre, intenso o relajado,
emotivo o racional, sin la presencia, la asistencia, la ayuda o el consejo y
el sostén de mi abuelo.
La guerra civil trajo, entre sus tristes consecuencias de odios,
envidias y rencores, la encarcelación y condena a muerte de mi padre ­
denunciado falsamente desde la otra zona por un compañero que deseaba
su destino como funcionario; ¡así de mezquinos son a veces los hombres! ­
que estuvo seis años en la cárcel ­ los clave de mi vida, de los 11 a los 17
años ­ hasta que pudo aclararse debidamente la gran injusticia con él y con
su familia cometida. Su rehabilitación como funcionario, sin embargo,
sólo se pudo lograr veintiocho años después, siendo reintegrado al puesto
del que nunca debió ser desposeído, e indemnizado con todos sus derechos
pasivos. Pero, durante su obligada ausencia, aquellos sus años de
privación de libertad, hubo mi abuelo de desempeñar el papel de padre
además del suyo propio, ya que mi madre tuvo que ponerse a trabajar,
para mantenernos a todos, dedicando casi veinte horas al día a hacer
jerseys para niños, que luego trataba de malvender a alguna tienda.
Experimentamos muchas penalidades durante muchos años. Me consta
que mi madre y mis abuelos pasaron hambre para que mi hermana y yo
pudiésemos comer. Pero nunca oí a mi abuelo quejarse de nada ni hablar
mal de nadie ni criticar ni murmurar ni perder la esperanza y la ilusión y la
alegría. Como no tenía trabajo ni podía encontrarlo, debido a su edad y,
sobre todo, a su precaria salud, todas las mañanas salía de casa con un
saquito del pan vacío y doblado en el bolsillo y regresaba a mediodía con
algo: Una col, unos nabos, unas patatas, unos boniatos, unas habas, unas
judías tiernas, unos higos frescos... Nunca supimos cómo lo conseguía,
pero sí que, cuando mayor era la necesidad, mayor era su fe. Y siempre le
dio resultado. Él decía que había mucha gente buena en el mundo y que la
gente buena estaba esperando estos momentos difíciles para hacer el bien.
Mi abuelo no fue un hombre de estudios. Había sido molinero.
Molinero de arroz. Dueño, con sus seis hermanos y hermanas (tres
hembras y tres varones), de un enorme molino, llamado ‘’de la
Esperanza’’, situado en Benicalap ­ antiguo municipio convertido ya en
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
8
barrio de la capital cuando yo nací ­ y atravesado por la acequia de
Moncada que, en su tiempo, accionó la maquinaria.
El Molino era un edificio enorme, de planta aproximadamente
cuadrada, de unos cincuenta metros de lado, con varios pisos y niveles ya
que, a la energía hidráulica inicial se añadió, en su día, la del carbón, con
su chimenea tipo fábrica, de más de veinte metros de altura, y luego, la
eléctrica. Era un espacio ideal para jugar al escondite. Había cientos de
rincones, de cuartuchos llenos de telarañas y de polvo, de escaleras y
desniveles, de ventanas interiores inesperadas, de armarios misteriosos y
oscuros, de tinieblas, de penumbras, de montones de arroz descascarillado,
de arroz semidescascarillado, de arroz entero, de arroz troceado, de arroz
integral, de cascarilla de arroz... hasta de gorgojos. Aún me estremezco al
recordar la primera vez que entré en aquel habitáculo en el que, a medida
que iban cayendo por un tubo procedente del piso superior, formaban un
bulto negro en la penumbra de la habitación, que cubría su cuarta parte,
amontonándose sobre un rincón casi hasta el techo. Yo, pensando que se
trataría de arroz o alguno de sus subproductos, tomé un puñado del
montón y... ¡noté cómo todo aquello se movía en mi mano!. Tardé un
momento, dada la oscuridad reinante y lo inesperado de la situación, en
darme cuenta de que aquello no podía ser otra cosa que bichos vivos.
Gorgojos, claro. Pero ese tiempo que me demoré en arrojarlo asqueado,
hizo que la sensación se grabase en mi memoria con una fuerza y una
claridad extraordinarias.
En ese Molino y viviendo y participando de sus sucesivas
ampliaciones y transformaciones, vivió y creció mi abuelo. Él y dos de sus
hermanos eran los que llevaban la parte activa del negocio. Esos dos
hermanos, Salvador y José María, habitaban con sus familias en el propio
edificio del molino. Mi abuelo, de nombre Francisco y al que todos
llamaban Paco, vivía muy cerca, en una casa de mi abuela, con fachada
delantera al Camino de Burjasot y posterior al Camino de Paterna, junto a
un Bar que hacía chaflán a ambas vías y que se llamaba ‘’La Parreta’’. En
esa casa, que aún está milagrosamente en pie, nació mi abuela, nació mi
madre y nacimos mi hermana y yo. El cuarto hermano, Vicente, así como
su hermana María, residían en Valencia. Sus otras dos hermanas, Trini y
Teresa, habían fallecido cuando yo nací, ésta última, víctima del propio
molino, cuando tenía dieciocho años, al enganchársele un vástago vertical
giratorio en el vestido, y destrozarla con su vertiginoso giro, contra el
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
9
resto de la maquinaria. Mi abuelo me explicó con lágrimas en los ojos
aquello, un día que quise conocer esa habitación, desde entonces maldita y
protegida con mil parapetos.
Cuando nací yo, y mis abuelos se vinieron a vivir con mis padres y
conmigo, quedaron en el Molino los otros dos hermanos. Pero, acabada la
guerra, el gestor encargado de tramitar las documentaciones para obtener
los cupos de molienda que permitiesen funcionar legalmente el molino y
que, por cierto, era un pariente lejano, cayó en la tentación de vender
dichos cupos y quedarse el dinero, dejando en la ruina a sus parientes
propietarios. El Molino, pues, quedó parado y se fue convirtiendo en una
especie de edificio fantasma en el que malvivían el tío José María con su
familia, y la viuda del tío Salvador. Por fin, hubo que malvenderlo y hoy,
sobre aquel terreno y sobre el enorme jardín con palmeras y huerta e
higueras inmensas, atravesado por una inmensa acequia, se yerguen
bloques de viviendas, ignorantes de todas las vivencias que su solar
conserva en la memoria.
Yo sólo estuve en el Molino algunas veces, de visita, antes de acabar
la guerra del 36. Pero, cuando ésta terminó y a mi padre se lo llevaron una
noche y nos echaron de la casa (mi padre, como Perito Agrícola del
Estado trabajaba en la Estación de Investigaciones Fitopatológicas en
Burjasot y en ella tenía asignada una vivienda, en la que transcurrieron
siete años de mi vida) y nos quedamos en la calle y sin nada, no hubo más
remedio que alojarnos en el Molino, en casa de la tía Trinidad, donde
estuvimos dos años. En ese tiempo lo recorrí de cabo a rabo, lo conocí, lo
dominé, jugué, me escondí, lo investigué y escuché de mi abuelo miles de
anécdotas y de historias de cuando era joven y se cargaba un saco de cien
kilos con una mano y trabajaba de sol a sol, respirando polvo
continuamente, pero enriqueciéndose él mismo, sin saberlo, mediante su
contacto permanente con los carreteros que traían el arroz a molturar
desde los distintos puntos productores, junto con los sucedidos, anécdotas,
historias y leyendas de la provincia, y los que, procedentes de toda
España, se lo llevaban a sus distintos lugares de origen. A Madrid, con
buenos caballos, me decía mi abuelo, se llegaba en una semana.
Mi abuelo, pues, como he dicho, no fue un hombre de estudios. Pero
era un verdadero adicto de la lectura. Recuerdo que, cuando ya estaba muy
viejo y la memoria reciente le fallaba, leía con deleite las obras que se
publicaban en la colección Novelas y Cuentos, que difundía las creaciones
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
10
más célebres de la literatura universal. Teníamos en casa, entre otros
muchísimos libros, cuarenta o cincuenta ejemplares de esa colección y mi
abuelo leía y leía. Un día me di cuenta de que tenía ante los ojos una obra
que le había visto leer algunos meses atrás y se lo dije. Él, con su sonrisa y
su buen humor habituales, me dijo: ‘’Ya lo sé. Cuando termino una, la
pongo debajo del montón y cuando le llega de nuevo el turno, como ya la
he olvidado, la leo otra vez y la vuelvo a disfrutar.’’ Así era mi abuelo.
Podía haberse quejado de lo triste que era perder la memoria, pero él
prefería siempre ver el lado jocoso y alegre y sacarle el partido posible.
Manejaba el lápiz con una habilidad extraordinaria y, jugando, nos
hacía retratos a mi hermana y a mí, y nos dibujaba caballos y toros y
mariposas... De cualquier cascote de yeso de cualquier obra, tallaba con su
navaja bustos de romanos, con su casco y su cimera, o de nosotros
mismos. Era tal su habilidad que a mi hermana, sin más herramienta que
aquella navaja, le hizo, de madera, una casa de muñecas de tres pisos y
una torre, con todas sus tejas y detalles exteriores y todos sus muebles en
el interior... Por supuesto, en casa no entró nunca un electricista ni un
fontanero ni un carpintero ni un pintor ni un persianero ni un cerrajero ni
un albañil... y yo fui siempre su aprendiz. Y me ha venido muy bien, a lo
largo de mi vida, lo que aprendí junto a mi abuelo, también en estos
menesteres.
Era alto. Medía un metro ochenta y cinco centímetros, lo cual, en su
época, lo convertía casi en un gigante. Pero su verdadera grandeza no
residía en su estatura. Estaba en su alma: Era un hombre bueno,
íntegramente bueno, sencillo, discreto, simpático, alegre, optimista, gran
psicólogo, agradeciendo cada minuto de vida, creyente sin aspavientos, sin
beatería, sin presunciones, sin fanatismos... Cuanto a más distancia lo
evoco, más se agiganta su figura.
Era delgado, lo que lo hacía parecer aún más alto. Comía poco. Sólo
lo necesario. Era siempre parco en palabras, excepto con mi hermana y
conmigo. Sus piernas nos parecían larguísimas. Y sentarnos en sus rodillas
era para nosotros un verdadero deleite. ¡Las rodillas del abuelito! (Que así
lo llamábamos). Unas rodillas altísimas, cómodas, acogedoras... Durante
los años de nuestra infancia, para mi hermana y para mí, las rodillas del
abuelo fueron nuestra salita de estar. Encaramados allí nos sentíamos
seguros, queridos, arropados, alegres, sabios, buenos, y todo era sencillo y
hermoso. Desde allí, desde aquella seguridad total, según nos sentáramos
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
11
para observar algo o para conversar con él, mirábamos al mundo o
mirábamos a sus ojos, que siempre nos dijeron la verdad. Me relató una vez que, una nave inmensa, aneja al Molino y en la
que anteriormente su tío (el Molino lo heredaron mi abuelo y sus
hermanos de un hermano de su padre, soltero, al quedar huérfanos de
padre y madre a muy corta edad y convertirse el tío en su tutor y padre)
había criado cientos de cerdos, la alquilaba todos los años, cuando sus
sobrinos eran aún pequeños, a una trupe de artistas de circo que llegaba a
Valencia para actuar durante algunos meses. Allí vivían los artistas con
sus animales amaestrados y sus fieras, y allí practicaban y ensayaban
durante todo ese tiempo. Hay que imaginarse lo que para los siete
hermanos pequeños, en plena niñez y adolescencia, sin la vigilancia de
una madre ni de un padre, debió representar el encontrarse todos los años
con aquellos amigos tan poco convencionales, que les enseñaban a dar
saltos mortales, a caminar sobre la cuerda floja, a montar a caballo, a no
temer el trapecio, a domar leones, a hacer payasadas... más de un tobillo y
de un brazo hubo que escayolar como consecuencia de tales prácticas. Mi
abuelo recordaba aquellos años como una especie de paraíso en el que
habían sido felices, sobre todo él, que era el pequeño. Esa compañía, me
decía mi abuelo, les enriqueció en todos los sentidos. Fue como un soplo
de aire fresco anual, que suplía la falta de una familia normal y les traía
noticias del mundo exterior, desconocido pero tentador para aquellos
niños y jóvenes metidos en el Molino. Mi abuelo me contó que,
seguramente por el gusanillo que aquellos amigos le habían despertado de
niño, una vez en que le tocaron doscientas pesetas en la lotería cuando
tenía diez y ocho años, se fue en barco a Barcelona, donde estuvo una
semana, lo cual fue para él y para toda la familia un gran acontecimiento.
Mi abuelo tenía la facultad de ser adulto con los adultos y niño con
los niños. Ni mi hermana ni yo lo vimos nunca como un ‘’mayor’’. Fue
siempre uno de nosotros, con el que no cabían disimulos, ni secretos. Con
él jugábamos hasta hartarnos, sin que nunca manifestase síntomas de
cansancio. Disfrutaba más que nosotros. Él me enseñó a boxear, a jugar al
ajedrez, al tres en raya, a bailar la jota valenciana, a cantar ‘’albaes’’; me
transmitió las historias que los ciegos iban en su juventud cantando por las
esquinas, las leyendas de Valencia, las anécdotas, los refranes; me cantó
las zarzuelas más antiguas... todo un mundo de vivencias, de historia
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
12
pequeña pero grandísima, que me hizo ir echando raíces en mi tierra y ser
consciente de quién era y adónde pertenecía.
Mi abuelo nos habló siempre en castellano. Con mi abuela, es decir,
entre ellos, hablaban valenciano, pero con mis padres y con nosotros,
siempre castellano.
Quizá chocará al lector este hecho, pero tiene su explicación que, por
considerar interesante, incluso para comprender la historia actual de
España, y aunque exige una digresión, voy a exponer a continuación:
Siempre, en todos los pueblos se ha producido y se sigue
produciendo el mismo fenómeno: Que la clase media tiende a imitar a las
clases más pudientes, en un esfuerzo inconsciente e inútil por subir en la
escala social.
Pues bien, la clase acomodada valenciana, eminentemente
constituída por terratenientes que tenían sus tierras cedidas en arriendo,
vivía en Madrid, ya que en Valencia no había industria que exigiese su
presencia física; y, por tanto, hablaba castellano; a diferencia de la clase
alta catalana por ejemplo que, por ser industrial, debía permanecer al
frente de sus fábricas en Cataluña y hablaba, como era lógico, el idioma
local. Eso explica la distinta consideración cultural y literaria de las
lenguas de ambas regiones, y su distinta ansia de autonomía, obra siempre
de los pudientes.
La clase media valenciana y residente en la capital, que era bilingüe,
en ese aludido afán inconsciente por subir un escalón, a principios de siglo
decidió, al parecer unánimemente, como si se tratase de un movimiento
biológico ­ y quizás lo fuera ­ que había llegado el momento de enseñar a
la siguiente generación sólo el castellano, relegando el valenciano como
lengua popular e inferior. Y todos ellos se dedicaron a hablar la primera
con sus hijos, aunque entre ellos continuaron usando la vernácula. Mis
padres, por ejemplo, pertenecieron a esa generación a la que no se le habló
el valenciano en casa y, curiosamente, aunque lo entendían a la
perfección, casi todos resultaron incapaces de hablarlo con soltura. Yo,
que aprendí el valenciano de oírselo hablar a mis abuelos y a mis tíos,
sufrí lo mío cuando, convertido en abogado, comencé a recibir clientes de
los pueblos aledaños a Valencia, cuya lengua era y sigue siendo el
valenciano, aunque todos ellos sean bilingües.
Aquella educación con seis hermanos mayores, en un Molino
enorme, con un huerto enorme, con una acequia enorme, en contacto con
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
13
la naturaleza y con gentes de otras zonas hizo, como he dicho, que mi
abuelo madurase mucho por dentro. De modo que, cuando le llegó la hora
de ser abuelo, estaba preparado, maravillosamente preparado. No en
ciencia, sino en lo importante, en lo profundo, en lo elemental. Tenía una
especial habilidad para separar la hojarasca que tanto nos engaña, y llegar
al fondo de los asuntos. Y sabía enseñarnos a hacerlo. Con frecuencia
vienen a mi memoria aquellos anocheceres en que, con los deberes del
colegio hechos, la cena cocinándose, frío en la calle y todos en casa,
hablábamos y conocíamos la vida y la historia de nuestros parientes y
amigos o jugábamos al parchís o a la brisca o, mientras yo leía, escuchaba
una y otra vez la voz de mi abuelo entrando a comprar en la tienda
imaginaria de mi hermana: ‘’Buenas. Buenas. ¿Qué desea?. Deme medio
kilo de carne.’’ Mi hermana pesaba unos trocitos de periódico en una
báscula diminuta y decía: ‘’Aquí tiene, medio kilo. ¿Cuanto vale?. Dos
reales. Tome, dos reales. Gracias. Adiós. Adiós ’’. Y, al minuto, a petición
de mi hermana, incansable cuando de jugar a ‘’comprar y vender’’ se
trataba: ‘’Buenos días. Buenos días. ¿Qué desea?. Dos kilos de cerezas...’’
Nunca se declaró cansado. Él jugaba como nosotros, no con nosotros. Por
eso nos gustaba jugar con él.
Mi abuelo llegó a ser como una parte de mi vida. Yo no concebía
vivir sin él. Cuando murió, se me rompió algo muy adentro. Y sé que él
sintió la separación como yo. Y diré por qué lo sé:
Como consecuencia de los muchos años en el Molino respirando
polvo de todas clases, mi abuelo padecía una bronquitis crónica que cada
invierno degeneraba en una pulmonía o en una bronconeumonía (términos
médicos de entonces).
Cuando tuvo la última, estuvo postrado en cama más de un mes. Aún
me aterra pensar en la cantidad de cataplasmas de harina de linaza con
mostaza (para que picase más) que, literalmente ardiendo, soportó
estoicamente en su pecho y en su espalda durante horas y horas. De él
siempre salía la misma frase: ‘’No os preocupéis.’’
Recuerdo que, por entonces ­ fines del año 47 ­ había llegado a
España la penicilina como una especie de curalotodo y, naturalmente, se le
recetó una serie interminable de inyecciones, interminables también. Y
digo esto porque venían en frascos con una emulsión de aceite tan denso
que hacían falta a veces horas para hacerlo pasar por la aguja. Hasta el
punto de que, mi padre, mi madre y yo nos teníamos que turnar para una
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
14
sola inyección, ya que los dedos se nos cansaban ante la presión que había
que hacer. Supongo que le debió resultar sumamente doloroso, pero nunca
lo supimos. El abuelo dijo siempre lo mismo: ‘’No os preocupéis.
Vosotros poned la inyección. El dolor es cosa mía.’’
Cuando aquella bronconeumonía progresó sin remedio, mi abuelo
perdió el conocimiento. Quedó boca arriba en su cama, respirando cada
vez con menos frecuencia. Estuvo así varios días, quizás cuatro o cinco.
Su espiración parecía siempre que iba a ser la última, pero siempre
también, al cabo de un minuto o de dos, volvía a inspirar y, largo tiempo
después, a espirar de nuevo.
En esta situación se encontraba un domingo a mediados de enero de
1.948. La casa estaba llena de parientes y amigos que, conocida la
situación, habían venido a estar con nosotros. Habían ido sentándose por
la casa, llenándola toda. Toda menos la habitación de mi abuelo, que mi
padre quiso siempre conservar despejada de visitas. Yo me quedé con él.
No podía dejarlo. No había visto nunca morirse a nadie, ni me había
enfrentado a la muerte de un ser querido. Hasta diría que, a pesar de lo que
estaba ocurriendo y lo que las visitas presagiaban, aún no me había
planteado, no estaba mentalizado para la muerte de mi abuelo.
Por eso cuando, inesperadamente, presentí algo nuevo, no sé si en su
respiración o en su rostro, tomé su mano derecha en las mías y le dije:
‘’Abuelito, soy yo. Estoy contigo’’. Sentí que su mano, una mano grande,
fuerte, de molinero, una mano que tanto me había acariciado, que tantas
veces había comparado con la mía juntando las palmas de ambas, que
nunca jamás me había pegado, aquella mano tan familiar, aquella mano
tan entrañable, oprimió las mías, dándome a entender que me había oído y
que, como siempre, estábamos juntos. Yo le seguí hablando. Le dije que
no me separaría de él, que me quedaría allí, con su mano en las mías, hasta
que se curase y abriese los ojos. Mi abuelo inspiró de nuevo lentamente.
Luego me oprimió las manos varias veces y espiró suave y
profundamente. Supe que aquellos apretones de mano habían sido su
despedida. Y, sin poderlo evitar, me eché a llorar. Le pedí a Dios con toda
mi alma que se me llevase a mí, pero no a mi abuelo, pues yo no podía
concebir el mundo sin él. Él debía seguir en el mundo para hacerlo bonito
y alegre y luminoso... Su mano, suavemente fue aflojándose hasta que
quedó inerte entre las mías. ¡Qué terrible sensación de impotencia!. Lo
miré y vi cómo, pausadamente, se fue encogiendo, como si se concentrase
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
15
todo él en su corazón y en su cabeza, lo que tantas veces nos había
aconsejado hacer en la vida. Así nos separamos.
Han pasado muchos años, hasta el punto de que yo ya soy abuelo.
Pero no transcurre un día sin que me proponga parecerme a él, aunque sea
en una mínima proporción. Sigue formando parte de mi vida. Mucho de lo
que pueda haber en mí de bueno, se lo debo a él.
Por eso, porque creo que algunas de sus enseñanzas son dignas de
ser divulgadas para beneficio de muchos, y en homenaje a aquel abuelo
irrepetible, es por lo que he decidido relatar aquí algunos de los
innumerables momentos únicos que junto a él viví. No seguiré para ello
ningún orden cronológico, con lo cual no perderán su espontaneidad, su
carácter de escenas normales de unas vidas normales. Están tan grabados
en mi memoria, tan formando parte de mí mismo que surgirán, estoy
seguro, como las cerezas de un cesto, enganchados unos en otros mediante
asociaciones de todo tipo y, aunque lo que escriba sea sólo una recreación
de los diálogos originales, puedo asegurar que no se alejarán por ello un
ápice de la verdad.
* * *
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
16
II.­ LA PIEDRA ROTA
Mi hermana, que andaría entonces por los siete años, había reunido
varias piedras blancas de grava, casi redondas, que le habían llamado la
atención entre las que un carro había descargado en la calle para una obra
próxima.
Era por la tarde, antes de cenar; jugaba ella con las piedrecillas
cuando, inesperadamente, una de ellas se le cayó al suelo y se partió en
dos. Inmediatamente se escucharon sus sollozos. Mi abuelo la cogió en
brazos, la sentó en sus rodillas y le dijo: ­ No llores. No llores, porque ahora la piedrecita es más bonita que
antes.
Mi hermana interrumpió sus gemidos sorprendida y, con los ojos
anegados en lágrimas, abrió la mano y contempló las dos mitades. Yo,
intrigado, me acerqué a mirarlas también.
­ Vamos a ver, ¿por qué has elegido estas piedras y no otras del
montón? ­ le preguntó a mi hermana.
­ Porque eran más bonitas. ­ dijo entre balbuceos.
­ ¿Y por qué eran más bonitas?
­ Porque brillaban.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
17
­ ¿Y no ves que la que está rota es ahora más bonita? ­ dijo mi
abuelo
­ No ­ contestó ella ­ está rota ­ y de nuevo arrancó a llorar.
­ Mírala bien. No está rota. Lo que pasa es que quiere enseñarnos
algo.
Los dos miramos a mi abuelo, intrigados.
­ ¿Qué quiere enseñarnos? ­ dije yo.
­ Miradla bien. Tomad un trozo cada uno. ­ yo me apresuré a
arrebatar uno de la mano de mi hermana, que mantenía la palma aún
abierta.
­ Mirad bien los dos trozos. ¿Qué veis?
­ Nada.
­ Nada.
­ ¿Nada? Abrid los ojos. ­ nosotros volvimos a mirar cada cual su
mitad.
­ ¿No veis nada? ¿No veis que ahora brilla mucho más?
­ Sí, por donde se ha roto brilla mucho ­ dije yo, mientras mi
hermana asentía con la cabeza.
­ ¿Y qué es más bonito, el trozo que ahora brilla tanto o la parte de
fuera que se veía antes?
­ Lo que brilla más ­ dijo mi hermana rápidamente.
Mi abuelo nos dejó mirar bien. A la luz de la lámpara del comedor,
los cristales de carbonato cálcico del mármol, de que estaba formada la
piedra, brillaban como gemas.
­ ¿Y cómo brilla?
­ A puntitos.
­ Exacto. A puntitos. Pero, ¿todos los puntitos brillan igual?
­ No.
­ ¿No?
­ No. Si muevo la piedra, unas veces brillan unos y otras otros.
­ ¿Pero todos brillan?
­ Sí.
­ ¿Y las demás piedras, las que no se han roto, no brillan así?
­ No. Sólo un poco.
­ ¿Y por dentro pensáis que brillarán?
­ Sí ­ dije yo.
­ No sé ­ dijo mi hermana al mismo tiempo.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
18
­ Bueno ­ exclamó mi abuelo ­ tendremos que romper otra, a ver si
brilla por dentro también o sólo le pasaba a la primera, ¿no?
­ Sí ­ respondimos los dos, ilusionados con el experimento.
Mi abuelo tomó otra de las piedrecillas y la dejó caer al suelo. La
piedra se partió en tres trozos. Mi hermana y yo nos apresuramos a tomar
uno cada uno y a mirar si brillaba la parte recién rota.
­ ¿Brilla? ­ preguntó mi abuelo.
­ Sí. Brilla como la otra.
­ Entonces, ¿qué pensáis: que todas las piedras brillan por dentro o
que no?
­ Que sí ­ dijimos al unísono.
­ ¿Y por qué pensáis que brillarán sólo por dentro, y por fuera no?
­ No lo sé ­ empezó a decir mi hermana.
­ Porque están sucias ­ argüí yo.
­ ¿Pensáis que estas piedras siempre han sido así?
­ Sí.
­ No sé.
­ Pues no. Antes, hace muchos, muchísimos años, fueron una roca
muy grande en la cima de un monte muy alto. Pero un día la lluvia socavó
la tierra que había debajo de ella y la hizo caer rodando por la ladera. En
esa caída chocó con las otras rocas y se rompió en pedazos más pequeños
y todos los pedazos cayeron al río que corría al pie de la montaña. Allí, las
crecidas de muchas primaveras las fueron empujando y se fueron
rompiendo más y más, hasta que los trozos, ya pequeños, empezaron a ser
arrastrados más deprisa por las aguas y a chocar contra las demás piedras
del fondo del río. Las aristas, los ángulos, las partes salientes se fueron
desgastando con el roce y, poco a poco, se fueron haciendo redondas. Por
eso a estas piedras se las llama ‘’cantos rodados’’, porque son la
consecuencia de haber rodado mucho.
Nosotros escuchábamos boquiabiertos, imaginando la gran roca
desplomándose desde lo alto y fragmentándose; y las piedrecillas rodando
río abajo...
­ Pero, ¿por qué no brillan casi por fuera? ­ acabé preguntando.
­ Porque, para brillar es preciso que los cristalitos que las forman, los
puntitos que decís vosotros, estén enteros y puedan reflejar la luz en los
espejitos que en realidad son. Si los espejitos que están en la parte de fuera
se rompen, como consecuencia de chocar con otras piedras, no pueden
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
19
brillar. Pero los de dentro, como no están rotos, siguen brillando. ¿Lo
comprendéis?
­ Sí. ­ dijimos.
­ ¿Veis como ahora son más bonitas que antes? Antes casi no
brillaban y ahora brillan mucho. Y antes no sabíais que brillaban por
dentro y ahora sí que lo sabéis.
­ Sí ­ dijimos los dos con satisfacción, mirando los trozos de piedra.
­ Pero ­ añadí yo ­ ¿qué es lo que la piedra nos quería enseñar?
­ Fijaos en lo que os voy a decir y lo comprenderéis.
Nosotros aguzamos el oído. Sabíamos por experiencia que ahora
venía algo importante.
­ Todas las piedras brillan mucho por dentro cuando les da la luz, y
casi nada por fuera aunque les dé mucha luz. Y algunas no brillan nada
por fuera. Ahora sabemos por qué. Pero lo que no sabéis es que a nosotros
también nos pasa lo mismo.
­ ¿A nosotros?
­ Sí. A todos los hombres.
­ ¿Que brillamos por dentro? ­ preguntó, incrédula, mi hermana.
­ Todos.
Mi hermana y yo nos reímos de buena gana.
­ Nadie brilla ­ dijimos.
­ Muy poca gente brilla por fuera. Pero por dentro, todos.
­ Yo no he visto brillar a nadie por fuera ­ me apresuré a decir.
­ Claro que lo has visto. Lo que pasa es que el brillo de las personas
no es como el brillo de los cristales.
­ ¿Y cómo es?
­ Distinto. Por ejemplo, ¿no habéis visto una niña guapa?.
­ Sí.
­ Pues ese es su brillo por fuera. ¿Y no habéis visto un hombre
bueno?
­ Sí.
­ Pues ese es su brillo por fuera. ¿Y no habéis visto un niño
simpático?
­ Sí. ­ Pues ese es su brillo por fuera.
­ Sí, pero ­ argüí yo, futuro abogado ­ si una niña es fea o un hombre
es malo o un niño es antipático, ¿qué pasa?
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
20
­ Que en ese puntito no brillarán porque ese espejito está roto. Pero
¿y si la niña fea es buena? ¿No le brillará ese puntito? ¿O si el niño
antipático es guapo, no le brillará ese puntito? ¿O si el hombre malo es
simpático, no le brillará ese puntito?
­ Sí ­ respondimos pensativos.
­ Y eso en cuanto a la parte exterior pero, por dentro, ¿qué
conclusión sacáis?
Los dos nos quedamos pensando muy seriamente. Ante nuestro
prolongado silencio, mi abuelo nos ayudó:
­ Si todas las piedras brillan por dentro...
­ Que todos los hombres brillan por dentro ­ dije emocionado.
­ ¡Exacto! Todos los hombres brillan por dentro.
­ ¿Y para ver cómo brillan hay que romperlos como a las piedras? ­
preguntó riéndose mi hermana.
­ No. Eso sólo sirve para las piedras. Para los hombres hay que hacer
otra cosa.
­ ¿Qué?
­ Saberlos mirar por dentro, lo mismo que hemos inclinado y movido
las piedras rotas para ver su brillo. Pero hay un problema.
­ ¿Que problema?
­ Que, para que los hombres se dejen mirar por dentro es precisa una
cosa.
­ ¿Cuál?
­ Que nosotros brillemos por fuera.
­ Pero, ­ alegué ­ los hombres no se caen al río ni chocan con los
otros hombres, ni se rompen, ni se desgastan como las piedras. Entonces,
¿por qué no brillan por fuera?
­ Sí. Los hombres, como las piedras, también chocan con otros
hombres y se desgastan y se deforman y acaban no brillando por fuera.
­ ¿Los hombres se deforman? ¿Y cómo se quedan?
­ ¿No tenéis amiguitos que no son buenos, que dicen mentiras, que
pegan a otros, que no estudian o que son desobedientes?
­ Sí.
­ Y esos niños hacen daño a otros con su comportamiento, ¿verdad?
­ Sí. ­ Pues en el momento de hacer daño a otros niños, les rompen los
espejitos de fuera porque esos niños, desde entonces, tienen miedo de que
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
21
se lo vuelvan a hacer y, cuando hablan o juegan con otros niños, como los
espejitos se les han roto, pues no brillan. Y, cuando uno se hace mayor, si
ha tenido muchos problemas con otros niños, sin darse cuenta, ya no brilla
por fuera, aunque por dentro siga brillando porque desea ser buen amigo y
estudiar y aprender y no decir mentiras...
Mi hermana y yo permanecimos en silencio, reflexionando sobre
aquello. Aunque éramos aún niños, estábamos acostumbrados a lo
profundo de las palabras de nuestro abuelo y asimilábamos con avidez sus
ideas.
­ Por eso ­ continuó ­ cuando tratéis o juguéis o habléis con alguien,
aunque por fuera no brille y os parezca feo o antipático o engreído o
egoísta, pensad que eso se debe al desgaste que ha sufrido pero que, por
dentro, tiene los mismos cristalitos que vosotros y le brillan igual.
Además, aunque sea poquito, todo el mundo brilla algo. Recuerda ­ le dijo
a mi hermana ­ que tú has elegido las piedrecitas porque eran las que más
brillaban, ¿no?
­ Sí.
­ Pensad, pues, que a toda persona le brilla algún puntito. Buscadlo
hasta que lo encontréis y fijaos en él y no en los que no brillan aún porque
la luz no les da bien. Porque, lo mismo que las piedrecitas de la nena (así
llamábamos a mi hermana) proceden todas de una misma roca muy
grande, o sea, son hermanas, también todos los hombres son hermanos y,
por tanto, muy parecidos por dentro, aunque por fuera no se parezcan.
Tras un momento más de silencio y asimilación, mi hermana
inquirió, positiva:
­ ¿Nosotros brillamos, abuelito?
­ Claro. Vosotros sois buenos. Y brilláis. Brilláis por dentro y por
fuera. Y si seguís siendo buenos, brillaréis siempre y los demás lo verán y
os querrán y serán buenos con vosotros y, cuando estén con vosotros,
brillarán también.
­ ¿Y si no somos buenos, no brillaremos?
­ Por dentro, sí. Pero nadie lo verá. Tenéis que brillar por fuera y
para eso habéis de ser buenos, aunque los demás sean malos. Porque si
vosotros miráis siempre dentro de los demás, sabiendo que por dentro
brillan, aunque por fuera no brillen porque tienen miedo de ser buenos,
brillaréis y vuestro brillo saldrá al exterior y esos niños que tienen miedo
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
22
dejarán de tenerlo cuando estén con vosotros y brillarán también y se
harán buenos...
Aún siento la vibración de felicidad, de paz, de perfección, de
protección, de seguridad que quedó flotando en el ambiente y en nuestros
corazones.
* * *
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
23
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
24
III.­ LA BICICLETA
Tendría yo los doce años cuando mi abuela paterna, que vivía en
Madrid, me regaló una bicicleta. Yo, hacía ya tiempo que soñaba con
tener una pero, por un lado la tuberculosis que había padecido dos años
antes y que me impedía el esfuerzo físico violento y, por otro, la penuria
económica de la familia, habían convertido mi sueño en eso... un sueño.
Por lo tanto, el regalo de mi abuela fue como algo llovido del cielo que
agradecí intensamente.
Pero ocurrió que, mientras yo me dedicaba a chocar contra todos los
árboles del jardín, que se empeñaban en ponerse delante de mi bicicleta, a
mi primo Vicentín, dos años mayor que yo, y que también vivía en el
mismo edificio que nosotros porque su padre, hermano del mío, era
igualmente Perito Agrícola allí, le regalaron otra bicicleta, pero ésta con
dos ruedas pequeñas adosadas a la posterior de aquélla, de modo que él no
se caía y yo estaba siempre en el suelo. Días después, claro, cuando yo ya
sabía dirigir la bicicleta y mi primo tuvo que aprender a ir sobre dos
únicas ruedas, la situación se invirtió. Pero yo me voy a referir a la
intervención de mi abuelo durante esos días en que yo, a pesar de su
ayuda, sujetándome por detrás del sillín para arrancar, iba directo contra
los árboles.
Tras un porrazo considerable, le dije a mi abuelo que prefería la
bicicleta de mi primo. Que la mía no me gustaba porque siempre se caía y
chocaba contra todo.
Mi abuelo, pensativo, me indicó que bajase de la bicicleta y nos
sentamos en un banco del jardín.
­ Hace unos días ­ me dijo ­ soñabas con una bicicleta, ¿no?
­ Sí ­ le dije.
­ ¿Y ya no la quieres?
­ No.
­ ¿Por qué?
­ Porque no es buena. Me caigo. Y Vicentín, no.
­ ¿Y, si Vicentín no tuviera bicicleta, te gustaría la tuya?
Aquello me pilló de improviso. No me lo había planteado. Pero no
tuve más remedio que decir:
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
25
­ Sí.
­ Pues es dos veces una pena.
Yo, todo intrigado, me apresuré a preguntar:
­ ¿Por qué?
­ Porque serías feliz y así no lo eres. Y porque es muy triste que todo
lo que tanta gente ha trabajado para que tú tuvieras una bicicleta, sólo
sirva para que tú no la quieras.
Yo no alcanzaba a seguir las palabras de mi abuelo. ¿Dónde estaba
esa gente de que me hablaba? ¿Y qué trabajo habían hecho para mí? No
pude evitar preguntarle:
­ ¿Qué gente?
­ ¿Tú crees que las bicicletas caen del cielo como la lluvia?
­ No.
­ Pues vamos a pensar un poquito. ¿Qué crees tú que hace falta para
fabricar una bicicleta?
­ Metal ­ dije yo, tras una leve vacilación.
­ Bueno... sí. Pero, ¿el metal se fabrica solo?
­ No.
­ ¿Y la bicicleta se inventa sola?
­ No.
­ Piensa un poco y dime qué clase de personas piensas tú que se
necesitan para hacer una bicicleta, contando desde el principio.
Aquello ya era uno de los desafíos típicos de mi abuelo que tanto me
gustaban, así que agucé la inteligencia y comencé:
­ Un inventor.
­ Muy bien. ¿Y quien más?
­ Mineros que saquen el metal de la mina.
­ ¿Y?.
­ Fundidores que hagan el tubo.
­ ¿Y?
­ Los que doblan los tubos y hacen la bicicleta.
­ Bueno, ¿ya está?
­ No. Un pintor que la pinte... ­ y ahí me quedé atascado.
­ ¿Y los neumáticos?
­ ¡Ah, sí! ­ dije. ­ Un campo de árboles de caucho y hombres que lo
recojan y una fábrica que haga la goma y alguien que le dé la forma de
rueda y...
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
26
­ ¿Y los faros?
­ Bueno, hace falta una fábrica de cristal.
­ ¿Y antes?
­ Arena. Y la fábrica y los trabajadores que hacen el cristal.
­ ¿Y el sillín?
­ El sillín... Hace falta un animal . Que lo maten, que le quiten la
piel, que la sequen, que hagan el sillín, que lo pinten...
­ ¿Y todas esas piezas se juntan ellas solas para formar la bicicleta?
­ No... todos tienen que vender lo que han hecho a una fábrica de
bicicletas. Y allí han de fabricarla juntando las piezas.
­ ¿Y ya está?
­ Bueno, luego hay que llevarla a la tienda y la tienda ha de
vendérsela a la abuela. Y luego alguien ha de traerla desde Madrid aquí.
­ ¿Y antes de todo eso? ­ preguntó mi abuelo.
­ ¿Antes? ­ respondí sorprendido.
­ ¿Piensas que los mineros que sacaron de la mina el mineral de
hierro para tu bicicleta fueron los primeros del mundo y nacieron sabiendo
trabajar en la mina?.
­ No.
­ ¿Entonces?
­ Bueno, antes que ellos hubo muchos mineros...
­ ¿Y?
En un instante comprendí lo que pretendía mi abuelo y me sumergí
en un mundo inimaginado:
­ Y les enseñaron. Pero antes hubo otros que enseñaron a ésos. Y
antes otros... ­ me quedé pensativo un momento ­ y así hasta que
lleguemos al que descubrió que el hierro salía de aquel mineral.
­ ¿Piensas que sería un hombre solo?
­ Bueno, no. Serían muchos: Uno que se dio cuenta primero y luego
muchos que inventaron el sistema para hacer mucho hierro y lo enseñaron
a otros y...
­ ¿Y qué pasa con las pinturas y con el cristal del faro y con la piel
del sillín?
­ Pues lo mismo ­ contesté abrumado. Ante mí desfilaban centenares,
miles de hombres empeñados en pensar, investigar, descubrir y trabajar
para hacer mi bicicleta ­ que ha habido muchos trabajando durante mucho
tiempo. MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
27
­ Bien ­ dijo mi abuelo satisfecho.­ En total, ¿cuántas personas
calculas, poco más o menos?
­ No sé. Muchísimas. Miles, muchos miles..
­ ¿Y cómo te imaginas a esas personas que han hecho posible tu
bicicleta?
­ Pues, personas normales. Personas que trabajan en un sitio y que su
trabajo es hacer lo que sea.
­ ¿Piensas que serán ricas o pobres?
­ La mayor parte pobres, porque serán trabajadores.
­ ¿Y tendrán familias?
­ ¡Claro!. Tendrán mujer e hijos.
­ ¿Y tendrán bicicletas?
­ A lo mejor, no.
­ ¿Y, si ellos no hubieran hecho su trabajo, tú tendrías tu bicicleta?
­ No.
­ Luego todos ellos, desde el principio, fíjate bien, desde el principio,
han trabajado para ti, ¿no?
­ Sí.
­ Quizá les hubiera gustado más descansar o pasear o estar con sus
hijos. Pero han trabajado para ti. Claro que necesitaban trabajar para poder
comer ellos y sus familias. Pero eso no cambia nada, ¿no? Lo cierto es que
gracias a ellos tú tienes bicicleta y ellos seguramente no.
­ Sí.
­ ¿Y de tu abuela qué me dices? A ella no le sobra el dinero. Pero se
ha sacrificado para que tú tuvieras la bicicleta, ¿no?
­ Sí. ­ dije, visualizando a mi abuela Salvadora y agradeciéndole el
sacrificio.
­ ¿Te parece, pues, correcto que, después de tanto trabajo y después
de haber llegado la bicicleta a tus manos, tú digas que no la quieres porque
no te atreves a aprender a montarla o porque te parezca mejor la de tu
primo? ¿Qué crees que pensarían todos los que han hecho posible que la
tengas, si supiesen que todo su esfuerzo fue en vano y que su trabajo no te
gusta?
Yo estaba confuso. En un instante comprendí lo interdependientes
que somos unos de otros, lo que nos necesitamos, lo importante que cada
cual es, lo maravilloso de esa conexión misteriosa que nos relaciona de
modo inevitable con gente que no conocemos ni conoceremos nunca, pero
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
28
que nos resulta necesaria, de gente que se sacrifica, se esfuerza, se cansa,
en beneficio nuestro, aunque nosotros no nos demos cuenta...
­ La bicicleta de Vicentín ­ prosiguió mi abuelo ­ la han hecho otras
personas para él y a ellas deberá agradecérsela. Tú tienes la tuya que,
pensando en tanta gente que se sacrificó por ti, debes agradecer
profundamente. Aprende a montar así y, cuando aprendas, aunque te
cueste algún coscorrón, no te volverás a caer nunca. Por otra parte, piensa
que todos somos importantes, necesarios, para que el mundo funcione y
que, cuando hacemos algo, por pequeño e insignificante que parezca,
influímos en todo el universo, que ya nunca vuelve a ser el de antes...
Desde aquel momento mi bicicleta me pareció la cosa más
maravillosa del mundo. Y hasta la cuidé más, pensando en todos los
esfuerzos que había costado a tanta gente que, sin conocerme de nada,
había hecho posible algo que yo deseaba intensamente. Y aprendí que
todo tiene un precio, su precio justo, que hay que pagar en esfuerzo. Y que
todo lo que tenemos, aunque lo creamos nuestro, se lo debemos siempre a
otros. Y comprendí la importancia de cada uno de nuestros actos, cuyas
consecuencias pueden llegar a lugares y a tiempos remotísimos e influir,
positiva o negativamente, en vidas jamás imaginadas. Mi abuelo, sin darle
importancia, acababa de enunciar para mí el tan celebrado hoy ‘’Efecto
Mariposa’’.
* * *
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
29
IV.­ EL ÚLTIMO NÚMERO
Debía yo estar por los ocho años. Era en plena guerra civil y, debido
a ello, y a causa de los bombardeos, no íbamos colegio. Eso nos retrasó
dos años en cuanto a la ciencia, aunque lo ganamos todo en horas para
jugar y familiarizarnos con la naturaleza.
Yo empezaba mi día, tras el desayuno, bajando al jardín de ‘’la
Granja’’, el Centro de Investigaciones Fitopatológicas en el que vivíamos
y en el que trabajaba mi padre. El jardín en cuestión, anejo al enorme
edificio de tres pisos de laboratorios, despachos y viviendas, era un
cuadrado inmenso de un kilómetro de lado, en parte tapiado y en parte
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
30
vallado con una alta y resistente tela metálica. En él se realizaban toda
clase de cultivos experimentales y se estudiaban las plagas y sus remedios.
Y allí había un insectario enorme, el mejor de Europa, decían, en el que yo
pasaba horas y horas. Eso y la amistad que mantuve con la Srta. Quilis,
entomóloga encargada del mismo, hizo que naciese y se desarrollase allí
mi amor por la naturaleza. Gran parte de mi jornada la pasaba en el
insectario, aprendiendo a preparar los insectos para su conservación o
cazándolos en el jardín, cazamariposas en ristre. La bañera de casa, llena
casi siempre de renacuajos, sanguijuelas, sapos y lagartijas me supuso más
de una regañina de mi madre, sobresaltada, en mi opinión en exceso, por
la presencia allí de los inocentes bichos.
Había llegado a un acuerdo con la Srta. Quilis: Si el espécimen que
yo le llevaba era normalito, ella me regalaba para mi colección otro
ejemplar ya preparado, con su alfiler y todo. Si era poco corriente, yo tenía
la posibilidad de conseguir varias piezas, para mí valiosas. Sólo Dios sabe
cuántos alacranes cebolleros, cuántos escorpiones, cuantas sanguijuelas,
cuántos renacuajos de sapo, cuántas larvas de libélula, cuántas luciérnagas
cacé, llevé al insectario y estudié con aquella mujer que amaba a los niños
tanto como a los animales... hasta un día tuve la suerte de capturar una
mariposa enorme, de unos veinte centímetros que, llevada al insectario,
resultó ser un ejemplar americano que, seguramente, había llegado en un
barco a Valencia en forma de crisálida y había eclosionado allí. Esta
mariposa se convirtió en el ejemplar más notable del departamento de
lepidópteros del insectario.
Todo aquello se desmanteló años después. Pero aún me reservaba la
vida una agradable sorpresa sobre este asunto: Cuando, ya convertido en
padre, un fin de semana visité Onda, la ciudad de los azulejos, me
sorprendió gratamente el enterarme de que disponía de un insectario
completísimo y, naturalmente, hacia él me encaminé con mi familia. Y,
cuál no sería mi sorpresa al leer a la entrada que aquel insectario procedía
¡de la Granja Agrícola de Burjasot! Me apresuré hacia el departamento de
los lepidópteros y no tardé en encontrar, como pieza sobresaliente, aquella
enorme mariposa que yo cacé treinta y cinco años antes y cuya especial
característica, además de su gran tamaño, consistía en que su reverso era
más vistoso que su anverso, por lo que se exhibió siempre al revés.
Supongo que allí seguirá, aunque han pasado otros buenos veintiséis años.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
31
Expongo todo esto porque el amor por la naturaleza, con su carga
permanente de observación, investigación, experimentación y reflexión,
me la inculcó también mi abuelo con su original visión de la vida y del
mundo.
Mi existencia, pues, se desarrollaba de un modo idílico, ya que el
resto del día jugaba con mis primos a todo lo imaginable, desde
escondernos en las inmensas y múltiples instalaciones (cuadras, insectario,
almacenes, depósitos de maquinaria agrícola, cámaras frigoríficas
enormes, observatorio meteorológico, estercoleros, pinar, naranjales,
acequia ­ que atravesaba el jardín transversalmente y que era una fuente de
emociones y de bichos y de sustos, ya que todos caímos alguna vez en ella
­ macizos de arizónicas encerrando hermosas plantaciones de flores
bellísimas, balsa de azulejo valenciano llena de peces rojos y con un
surtidor que refrescaba las tardes cálidas de verano...), hasta jugar a la
peonza, a las canicas, al ‘’despullat’’ (juego de cartas larguísimo y que
reservábamos para los días de lluvia), a la ‘’esclafitola’’, que se jugaba
con barro de arcilla, formando cuencos o tazones cuyo fondo frotábamos
hasta dejarlo finísimo y, luego, invirtiéndolo en la mano, estrellarlo contra
el suelo; la parte que se rompía del suelo del cuenco por la presión del
aire, debía ser tapada por los demás con su propio barro. El juego duraba
hasta que uno se quedaba con todo el ‘’material’’. Claro que este juego
exigía una gran provisión de saliva, pues a base de ella íbamos
conservando el barro húmedo y podíamos conseguir aquel fondo tan fino
que se abría en un gran agujero nada más chocar el cuenco contra el
suelo... Cuando recuerdo aquello me convenzo de que somos
sobrevivientes de una severa selección natural.
Aquella vida nos resultaba maravillosa. Sin embargo, los mayores, ­
me refiero a nuestros padres, los de mis cuatro primos que vivían allí
mismo, los de mis tres primas, hijas de una hermana de mi padre,
refugiadas de Madrid huyendo del hambre y de los bombardeos, y los
porteros del edificio ­ no opinaban así y decidieron que, aunque no
hubiera colegio, teníamos que aprender algo para estar preparados cuando
todo cambiase. De modo que contrataron los servicios de una señora muy
seria que venía a cada casa a enseñarnos a leer, a escribir y a contar. Años
después supe que se trataba de una monja de claustro, exclaustrada por la
guerra y, por tanto, de riguroso incógnito.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
32
Esta profesora se me ha borrado de la memoria. Sólo recuerdo de su
actuación algo que quisiera relatar porque en ello intervino mi abuelo y
eso sí que se me quedó grabado para siempre.
Yo, que iba un poco más adelantado que mi hermana por ser mayor,
cuando hube aprendido las letras, tuve que aprender los números. Una vez
comprendido el mecanismo del sistema de numeración decimal, que me
pareció muy sencillo y racional, y dominados los nombres de las unidades
más frecuentes, la profesora me puso unos deberes que consistían en que
escribiese, separados por un guión, todos los números desde el uno hasta
el cien.
Andaba yo luchando con la relación, cuando se me acercó mi abuelo
y me preguntó en qué consistía el ejercicio. Yo se lo expliqué. Y él me
dijo:
­ Cuando termines, jugaremos a algo con los números.
Aquello me hizo apresurarme para acabar pronto ya que, cuando mi
abuelo decía algo así, se avecinaba alguna cosa interesante. Así que,
apenas acabado mi trabajo, me fui a su lado y se lo dije.
­ Estupendo. Entonces, ¿jugamos a algo nuevo?
­ Sí ­ respondí con ilusión.
­ Pues vamos a ver. Tú ya sabes escribir los números, uno detrás de
otro, ¿no?
­ Sí, ­ dije con satisfacción ­ y ya casi sé sumar.
­ Bueno, pues vamos a escribir al número más grande que podamos.
Yo me quedé un momento perplejo. Imaginé el número mil y lo
escribí.
­ ¿Ese es el número más grande?
­ Creo que sí.
­ ¿No le puedes añadir uno?
­ Sí.
­ ¿Y qué resulta?
­ Mil uno.
­ Entonces no es el más grande, ¿no?
­ No ­ replique. E, inmediatamente dije:
­ El mil dos.
­ ¿Y al mil dos le puedes añadir uno más?
­ Sí.
­ ¿Entonces?
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
33
Aquello se complicaba. Mi cabeza empezó a convertirse en un
avispero. Pensé en el dos mil. Pero aún le podía añadir otro. En el tres mil.
Y me ocurría lo mismo. Por fin, con un gesto de triunfo dije:
­ Un millón.
­ Caramba, sí que es grande. Pero, ¿tú crees que es el más grande?
¿No le puedes añadir uno?.
­ Quedé derrotado. ¿Cómo podía ser aquello? ¿Es que no iba a
encontrar el número más grande?
­ Cien millones. Mil millones. Cien mil millones ­ fui exclamando,
mientras se me fundían los plomos mentales. Se me estaba derrumbando
algo que hasta entonces me había parecido sólido y bien cimentado.
­ ¿Cien mil millones y uno...? ­ dijo mi abuelo.
­ Cien mil millones uno ­ descubrí angustiado. Y quedé en silencio,
quieto, aunque mi cabeza hervía de cifras, de posibilidades, de hipótesis...
por fin exclamé:
­ ¿Pero es que no hay un número mayor que todos los demás?
­ ¿A ti qué te parece?
­ Que no.
­ Entonces será que no lo hay.
­ Pero eso no puede ser. Tiene que haber un final... ­ pero mientras
decía esto, mi mente se iba dando cuenta de que siempre podría añadir una
unidad a cualquier número que imaginase y que, por tanto, ¡el número
máximo no existía!
­ No existe un número mayor que todo ­ dije por fin con cierto
desgarro en mi interior, pues aquel descubrimiento había roto
definitivamente algo en un mundo que yo consideraba cerrado y concreto
y exacto y calculado al detalle. ¿Qué iba a pasar ahora?
­ No ­ dijo mi abuelo ­ no existe el número máximo. El número
máximo es el infinito, es decir, el número sin fin.
­ Pero, ¿cómo puede haber algo sin fin?
­ Ya lo ves.
­ ¿Y hay más cosas sin fin? ­ pregunté alarmado y temeroso.
­ Algunas. Algunas más, sí.
­ ¿Cuáles?
­ Por ejemplo, el universo. Dicen los sabios que está continuamente
creciendo a la velocidad de la luz.
­ ¿Siempre?
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
34
­ Eso dicen.
­ ¿Entonces nunca acabará de crecer?
­ No se sabe.
El concepto de infinito era tan nuevo para mí que me resistía a
funcionar con él, a admitir que hubiese algo que yo no pudiese dominar, ni
siquiera mentalmente.
­ ¿Y qué otra cosa hay?
­ Dios.
­ ¿Dios?
­ Sí. Dios.
­ ¿Y quién es Dios?
­ El que lo ha hecho todo.
­ ¿A nosotros también?
­ A nosotros y al mundo y a las plantas y a los minerales y a los
animales y a las nubes y a todo lo que existe. Por eso es infinito.
­ ¿Por eso es infinito?
­ Si Dios lo ha hecho todo, también habrá hecho los números, ¿no?
­ Sí, claro.
­ Entonces habrá hecho ese número infinito que no acaba nunca y
habrá hecho el universo que crece sin fin y habrá hecho el tiempo, que
sigue y sigue sin interrupción y habrá hecho la vida, que no se agota y está
en todos los seres que mueren pero que tienen hijos que les suceden, y
habrá hecho el pensamiento que ¿dónde termina?...
No he podido olvidar el intensísimo estremecimiento que me produjo
aquel encuentro inesperado con el infinito y con Dios. De aquel modo tan
sencillo y tan efectivo logró mi abuelo que, en una época en la que no se
podía hablar de Dios, yo lo conociese y lo admirase y lo admitiese como
algo superior, real, perfecto e infinito.
* * *
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
35
V.­ EL REFUGIO
Durante la guerra, sobre todo los dos últimos años, los bombardeos
de la ciudad de Valencia y sus alrededores, de día y de noche, se hicieron
cada vez más frecuentes. Prácticamente todas las noches, a eso de la una,
se oían las sirenas y todo el mundo corría a cobijarse en los refugios.
Al principio, los refugios, todos improvisados, eran los huecos de las
escaleras, los sótanos, los trasteros, etc. Pero, cuando se vieron los efectos
de las bombas en las casas, la gente empezó a darse cuenta de que
aquellos lugares no ofrecían auténtica protección y comenzaron a
excavarse verdaderos refugios antiaéreos, unos túneles profundos y largos,
de fácil acceso y con capacidad para los vecinos que en ellos debían
cobijarse.
En la Granja, el primer año, apenas sonaban las sirenas, mis padres,
mis abuelos y mi tía Paca, ­ hermana de mi padre que había venido a
nuestra casa con sus tres hijas huyendo de los bombardeos y el hambre de
Madrid ­ nos sacaban de la cama, nos ponían alguna prenda de abrigo
encima y, a toda velocidad, aún medio dormidos, nos arrastraban escaleras
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
36
abajo hasta el refugio, que estaba en una cámara de desinfección, en pleno
jardín, a lo menos trescientos metros del edificio en que vivíamos. Allí nos
reuníamos las cuatro familias que lo habitábamos: La de mi tío Vicente,
hermano de mi padre, con su mujer, su suegra y sus cuatro hijos; la del
director de la Estación Naranjera ­ otro de los departamentos de
investigación fitopatológica ­ con su esposa y sus dos hijos; la de los
porteros de edificio con su hijo; y nosotros: Mis padres, mi abuela, mi tía,
mis tres primas, mi hermana y yo.
Nos apiñábamos todos en un cuartucho de unos nueve metros
cuadrados. Los niños, cuyas edades oscilaban entre los tres años ­ dos de
mis primas, por cierto, gemelas ­ y los diez de mi primo Vicentín ­ el
mayor de mi tío ­ llorábamos, algunos berreábamos, nos quejábamos de
frío, de sueño, de hambre, etc. Aquello era un martirio cada noche. Los
hombres, ordinariamente, se quedaban fuera, en la puerta, preparados para
entrar, pero observando el juego de los reflectores y escuchando el ruído
de los motores, de las batallas aéreas entre bombarderos y cazas, y de las
bombas.
Los dos últimos años bajábamos ya al refugio ‘’de verdad’’, donde
nos encontrábamos con algunas decenas de vecinos de las casas próximas.
Pero a este refugio ya accedíamos por una puerta que se abrió debajo de la
escalera de la vivienda de mis tíos, que estaba en el mismo patio de
entrada del edificio principal, a diferencia de la nuestra que se encontraba
en el tercer piso. Tenía, además, previsoramente, otra salida al jardín. Ni
que decir tiene que, durante el día, ese refugio constituyó un lugar de
juegos excelente y nos lo conocíamos como la palma de la mano, incluso
sin luz ­ dos o tres bombillas de 25 watios a lo largo de todo el recorrido ­
ya que de día la desconectaban para evitar gastos y disgustos con nuestros
juegos.
He dicho que a los refugios bajábamos todos, de buena o de mala
gana ­ aún me parece ver a mi prima Lilí, de tres años, llorando,
paralizada por el miedo y contestando a la voz de su madre de ‘’corre’’,
con su media lengua: ‘’no pero’’ (no puedo). Todas las noches había
alguien de tomarla en brazos y llevársela. Lo cierto es que aquello era un
batiburrillo diario y, en pleno sueño, un sobresalto siempre inesperado.
Para nuestros padres era, además, la incertidumbre sobre lo que podría
pasar y el peligro potencial que todos corríamos hasta que las sirenas
sonaban de nuevo y podíamos volver a la cama.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
37
Al refugio, como he dicho, bajábamos siempre todos. Todos menos
mi abuelo. Él, después de ayudar a levantarnos y abrigarnos se quedaba
tranquilamente en la cama. Siempre se negó a bajar, a pesar de los ruegos
de mi madre y de mi abuela.
Un día yo, impresionado por aquella su actitud, en uno de esos
momentos en que estábamos juntos y charlábamos de todo, le pregunté:
­ Abuelito, ¿por que tú no bajas al refugio nunca?
­ ¿Para qué? ­ me respondió.
­ Para que no te maten.
­ Yo no tengo miedo de que me maten.
Aquella frase retumbó en mi cerebro como un mazazo. Era algo
nuevo. Yo veía a todos correr presa de los nervios, gritar, apresurarse
hacia el refugio; hasta había visto cómo algunos vecinos se empujaban
desconsideradamente para entrar los primeros. Y daba por sentado que
todos lo hacían porque tenían miedo a morir. Sin embargo, mi abuelo me
acababa de decir que él no lo temía. Tardé unos momentos en reaccionar.
­ Pero, ¿y si te matan?
­ Pues me moriré. ­ ¿Y nada más?
­ Nada más.
­ ¿Y por qué corremos todos?
­ Porque tenéis miedo a que os maten.
Me quedé un tanto perplejo. Realmente no me había planteado si
tenía miedo o no a morir. Yo corría porque mis padres me decían que
corriese mientras despertaban y abrigaban a mi hermana y a mis primas.
Pero no había considerado nunca si tenía miedo o no a que me mataran de
un bombazo. En ese momento, cuando lo pensé, decidí que no me
gustaría. Yo sabía lo que era morirse, pues cazaba insectos y ranas y toda
clase de pequeños animales y, con demasiada frecuencia, su historia en
mis manos terminaba con la muerte. Y sabía que cuando uno se muere
deja de estar, deja de moverse, de respirar, de ser él. Decidí, por tanto, que
a mí sí que me daba miedo y que seguiría bajando al refugio. Pero, por
otro lado, me intrigaba por qué mi abuelo no pensaba lo mismo. Por eso
insistí:
­ Pero, abuelito, ¿por qué no tienes miedo?
­ Verás. Yo ya soy mayor. Ya he sido niño como tú, he sido joven,
he sido hombre, he trabajado, me he casado, he tenido una hija, que es tu
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
38
mamá, he tenido nietos, que sois tu hermana y tú, he vivido muchos años,
ya no puedo trabajar, mis pulmones sabes que no están muy fuertes...
¿quieres decirme qué otra cosa puedo hacer verdaderamente interesante
para mí o para alguien?
Yo me quedé de nuevo pensando. Me imaginé a mi abuelo de niño,
de joven, de adulto, de padre de familia, etc. Y, por más que pensé, no
pude decirle más que:
­ Estar con nosotros. ¿No es interesante para ti el estar con nosotros?
­ Claro que sí. Es lo más interesante. Pero tú sabes que eso no puede
durar siempre.
­ ¿Por qué? ­ pregunté alarmado.
­ Porque los hombres llega un momento en que nos tenemos que
morir de viejos. Y eso suele ocurrir cuando uno ha hecho ya todo lo que
tenía que hacer en la vida.
­ ¿Y tú ya lo has hecho todo?
­ Supongo que sí. Sólo me queda estar con vosotros mientras pueda.
Y ayudaros en lo que pueda. Pero eso yo lo considero ya como un regalo.
­ ¿Y por eso no tienes miedo?
­ Por eso. ¿Tú qué crees que es mejor?, ¿morir en la cama, tranquilo
y bien calentito, o morir en el refugio, con frío y todo asustado?
­ En la cama.
­ Entonces, ¿para qué he de bajar al refugio? Tú sí, porque tienes que
vivir aún tu vida. Y la nena y todos los demás. Pero yo no. Yo ya la he
vivido.
­ ¿Pero no tienes miedo? ­ Yo no acababa de comprender aquello de
morirse que, cada vez me asustaba más.
­ No. Ninguno. Mira: Yo he tratado siempre de ser bueno, he
ayudado a los que he podido, he aprendido lo que tenía que aprender, he
agradecido lo que he recibido, mi conciencia no me remuerde en nada,
estoy en paz con todo el mundo. Por tanto, ¿para qué el miedo? ¿Y por
qué? ¿Es que evitaría morirme si tuviese miedo?
­ No ­ respondí, reconociendo que tenía razón.
­ ¿Y sería más feliz o más desgraciado el tiempo que me quede de
vida, teniendo miedo?
­ Más desgraciado.
­ Entonces ¿para qué me serviría tener miedo e irme al refugio
corriendo?
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
39
­ Para nada. Pero, podría ocurrir que, mientras estamos todos en el
refugio, cayera una bomba en la casa y te matara.
­ Claro que podría ocurrir. ¿Y qué? Ya te he dicho que no tengo
miedo. El momento y el modo en que hemos de morir no está en nuestra
mano, sino en la de Dios. Por tanto, ¿para qué me he de preocupar? Él
decidirá. Estoy en sus manos y, por tanto, nada temo.
En cuanto a que no temía a la muerte y se sabía y se sentía en las
manos de Dios y, por tanto, era inmune al miedo, lo pude comprobar años
después, cuando le llegó su hora: El día antes de entrar en coma, pidió que
avisásemos a un sacerdote para recibir los Santos Sacramentos. Vino el
sacerdote, entró en su habitación y los dejamos solos un rato. Cuando se
fue, entré de nuevo a ver a mi abuelo. Nunca había visto ni he vuelto a ver
un rostro tan resplandeciente como el suyo en aquel momento, ni con una
sensación tan auténtica y tan total de paz y de felicidad.
Aquella actitud de mi abuelo ante los bombardeos, aquella
afirmación de no temer a la muerte y la constatación de que era cierto, me
marcaron para siempre y me enseñaron la lección de que la muerte es una
amiga, si hemos vivido la vida con amor.
Ya soy abuelo, como él lo era entonces y he intentado vivir mi vida,
como él y, cuando recuerdo aquellas palabras y aquel comportamiento a la
hora de la verdad, me siento tranquilo y en las manos amorosas de mi
Hacedor. Y estoy seguro de que esa indiferencia ante lo inevitable, esa
tranquilidad, esa serenidad, esa comprensión de los procesos naturales y
esa certeza de saberme parte de un todo armónico y perfecto, se la debo
casi toda a mi abuelo.
* * *
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
40
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
41
VI.­ EL NUEVO
Yo debía andar por los once años cuando me subí una tarde a las
rodillas de mi abuelo y le dije:
­ Tengo un problema.
­ ¿Qué problema? ­ me respondió.
­ Hay un compañero de clase que ha llegado nuevo y no sé si
hacerme amigo de él o no.
­ ¿Por qué?
­ Porque los demás dicen que es antipático y no hablan con él ni
juegan con él...
­ ¿Y cuál es tu opinión?
­ No lo sé.
­ Pues ya veo dónde está tu problema, en que no tienes opinión.
­ ¿Y qué tengo que hacer?.
­ Hacerte una. Sin tener opinión no se puede ni se debe hacer nada.
Necesitas rápidamente una opinión.
­ ¿Y cómo la hago?
­ Vamos a ver... Es un asunto difícil.
­ ¿Por qué?
­ Me has dicho que los demás no lo quieren, ¿no?
­ Sí.
­ O sea, que ellos ya tienen todos su opinión.
­ Sí.
­ ¿Y no sabes cómo la han conseguido?
­ Bueno... sí. Miguel Blasco dijo que era un antipático y, como es el
que manda porque es mayor, pues todos dicen lo mismo.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
42
­ O sea, que realmente el único que tiene opinión formada es Miguel
Blasco, ¿no?
­ Sí.
­ ¿Y te parece una buena opinión?
­ No sé. Yo aún no he hablado con el nuevo.
­ Pero, ¿te parece un buen sistema que con la opinión de uno, aunque
sea mayor, baste para que todos hagan lo que él dice?
­ No. Por eso te pregunto.
­ Y yo me alegro de que me preguntes, porque eso demuestra que tú
no eres como los demás.
­ ¿No soy como los demás?
­ No. Los demás le han hecho caso a Miguel Blasco. Tú, en cambio,
me has consultado. ¿Te das cuenta de la diferencia?
­ Sí.
­ ¿Y por qué crees que me has consultado?
­ No lo sé.
­ Pues yo sí que lo sé.
­ ¿Por qué?
­ Sólo puede haber dos motivos.
­ ¿Dos? ¿Cuáles?
­ O porque no estás de acuerdo con la opinión de Miguel, o porque
no estás dispuesto a aceptar lo que él diga sólo porque él lo diga. ¿Cuál de
los dos es tu motivo?
­ No lo sé... el primero. No... el segundo. No sé.
­ Es igual. En los dos casos me alegra que seas así.
­ ¿Por qué?
­ Porque, si no estás de acuerdo con la opinión de Miguel es porque a
ti el nuevo compañero no te ha parecido tan antipático y, aunque no te
hayas dado cuenta, tú ya tienes tu propia opinión y no te parece bien
abandonarla para adoptar otra que no coincide con ella.
­ Sí. A mí no me parece antipático. Tendré que tratarlo un poco para
saberlo.
­ Piensa, además, en cómo te sentirías y te comportarías tú si llegaras
de nuevo a una clase extraña y los demás niños te recibiesen con
hostilidad.
­ Claro. A lo mejor es un buen chico pero está asustado...
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
43
­ Pero, si el motivo de tu consulta es el segundo, también me gusta.
Más aún.
­ ¿Por qué más?
­ Porque eso significa que no aceptas a ciegas lo que dicen los otros,
aunque sean mayores y tengan más fuerza. Por eso no quieres aceptar lo
que dice Miguel, sólo porque él lo diga.
­ ¿Y eso es bueno?
­ Sí. Muy bueno. Mira: En el mundo hay muchos hombres pero, en
el fondo, sólo hay dos clases: Los que les gusta pensar y los que no les
gusta pensar.
­ Pero todos los hombres piensan, ¿no?
­ En lo importante, no. Los que yo digo que piensan son los que
estudian los asuntos y, cuando los conocen, forman una opinión y
entonces la comunican a los que no les gusta pensar y éstos se dejan llevar
y, sin conocer bien por qué, defienden una opinión que no es suya, ni
saben si es buena o mala y, como tus compañeros de clase, adaptan su
conducta a esa opinión ajena. Con lo cual, sin darse cuenta, están siendo
manejados por los que les gusta pensar.
­ Sí. Ahora lo veo más claro.
­ Por tanto, en tu clase están, por un lado Miguel, que ha formado
una opinión; luego, están los otros que, sin pensar por su cuenta o por
miedo a Miguel o por evitarse problemas, que viene a ser lo mismo, le
hacen caso y no juegan con el nuevo; y luego estás tú, que no te convence
esa manera de actuar.
­ Sí. A mí no me convence. ¿Por qué yo no voy a poder jugar con el
nuevo si a mí me apetece? ¿Sólo porque Miguel lo diga?
­ ¿Ves como ya tenías formada una opinión sin saberlo?
­ Sí.
­ Pues por eso me alegro. En la vida has de tratar siempre de tener tu
propia opinión sobre todas las cosas. Debes profundizar en los asuntos,
meditarlos, comprenderlos, llegar al fondo y formar una opinión tuya y
firme. Entonces verás como la mayor parte te siguen, porque son de los
que no les gusta pensar. Y, si eres bueno, confiarán en ti.
­ ¿Y los otros?
­ Los otros serán los que piensan, como tú. Pero son siempre pocos.
Y entonces se tratará de que ellos te convenzan a ti de que tienen razón, o
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
44
tú a ellos de que tu postura es la correcta. Y, si estudias los asuntos bien,
como te he dicho, tu opinión prevalecerá. ­ ¿Y si no?
­ Pues significará que ellos han pensado o investigado mejor que tú y
tendrás que reconocer que tienen razón y aprender de ellos. Pero nunca,
nunca, aceptes una opinión o adoptes una postura en la vida sin tener
formada tu propia composición y aunque todos lo hagan. Y, a su vez,
formada tu propia opinión, aunque nadie la comparta, debes mantenerla...
hasta que alguien te convenza de que estás equivocado. Porque tú debes
estar siempre dispuesto a convencer a los demás, pero también a dejarte
convencer. Sólo así serás un líder.
­ ¿Qué es un líder?
­ Un líder es uno que piensa y, por tanto, al que siguen los que no
piensan.
­ ¿Y yo para qué quiero que me sigan?
­ No es que debas querer que te sigan. Es que, si piensas, serás un
líder sin quererlo y los que no piensan te seguirán, quieras tú o no. Y, si
eres bueno, los llevarás por el buen camino. Y, si no, los llevarás por el
camino equivocado. Y será responsabilidad tuya. ¿Quién crees tú que ha
hecho avanzar la Humanidad a lo largo de los tiempos? ¿Quién ha hecho
los descubrimientos y quién ha escrito las obras célebres y quién ha
construído los grandes monumentos? ¿Los que han pensado o los que no
han pensado?
­ Los que han pensado.
­ ¿Y qué han hecho los demás?
­ Seguirlos.
­ Y aprender de ellos, ¿no?
­ Sí.
­ Pues los que han pensado son los líderes. Y es siempre mucho
mejor ser líder que ser del montón. Si eres líder sabrás en todo momento
lo que quieres, cómo lo quieres, por qué, para qué, qué consecuencias
puede tener, qué querrás luego, etc. Si no eres líder, no sabrás nunca por
qué haces lo que estás haciendo ni qué harás en el futuro ni para qué... eso
lo sabrán sólo los que hayan pensado por ti. Así que, cuando en la vida te
sorprendas haciendo o defendiendo algo sin tener una opinión clara y tuya
sobre el asunto, asústate, frena y estúdialo.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
45
¡Cuántas veces en mi ya larga vida me he recordado a mí mismo,
encaramado aquel día en las rodillas de mi abuelo y elucubrando sobre
Miguel Blasco y el resto de la clase! En tantos años como han transcurrido
he tropezado con algunos Migueles Blasco; pero la mayor parte de las
personas que he conocido han pertenecido al otro grupo, al de los
manejados sin saberlo...
Y cada vez me he maravillado más de la gran madurez de aquel
abuelo, molinero, filósofo... y líder.
* * *
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
46
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
47
VII.­ EL NIÑO QUE ROBÓ
Una tarde, cuando rondaba yo los catorce años, llegué a casa
sobresaltado. Acababa de enterarme de que habían despedido del colegio a
un compañero por robar a otro una estilográfica.
Para mí aquello fue traumático: Por un lado, el que aquel amigo, que
siempre me había parecido un buen chico, hubiese robado; después, la
reacción del colegio; y, por último, como mi mundo terminaba en las
paredes de mi hogar y de mi escuela, me preocupó qué haría el pobre
Antonio con su vida... Así que, apenas entré en casa, le conté a mi abuelo
lo sucedido. Él se quedó un momento pensativo. Luego me dijo:
­ ¿Y qué piensas tú de todo eso?
Esa era la manera que tenía de hacernos pensar. Yo contesté, aún
impresionado:
­ ¿De qué?
­ ¿Qué piensas del robo?
­ Que no está bien.
­ ¿Por qué?
­ Porque la estilográfica era de Juan.
­ ¿Pero ese es el motivo de que esté mal quitársela?
­ Sí, claro.
­ A ver. Profundiza un poco. Prescinde de Juan y de Antonio. Piensa
en la norma general, en la base.
­ ¿La base?
­ Sí. ¿Por qué crees tú que está mal robar? Tiene que haber algún
motivo, ¿no?
­ Claro. Porque cada uno tiene lo suyo y es suyo y... ­ dije, ya con
más claridad de ideas ­ si todos nos vamos quitando unos a otros las cosas,
el mundo sería un lío, ¿no?
­ Sí. Pero, vamos más al fondo aún. Piensa y dime qué ves.
Yo me quedé en silencio, pensando. Por más esfuerzos que hacía no
conseguía ver nada ‘’más en el fondo’’.
­ Yo no veo nada más.
­ ¿Tú crees que esa pluma la tenía Juan por casualidad?
­ No. Se la había regalado su padre porque el mes pasado sacó muy
buenas notas.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
48
­ Luego, esa estilográfica tenía una doble finalidad: Que Juan la
disfrutase como premio merecido, y que le sirviese de incentivo para
estudiar, ¿no?
­ Sí.
­ ¿Y qué pasa si a Juan se le priva de ese premio merecido y ese
incentivo?
­ Que se le quita algo que se ha ganado y que debe disfrutar.
­ Exacto. Mira: La vida nos da a cada uno lo que nos conviene, lo
que necesitamos y lo que merecemos. Y, si alguien nos lo quita, nos está
quitando una posibilidad de vida, un medio legítimo y merecido para
actuar, un instrumento necesario para hacer lo que debemos hacer y llegar
adonde debemos llegar... ¿lo comprendes?
­ Sí... Pero hay quien merecería tener cosas y la vida no se las da.
­ Eso desde tu punto de vista. Pero la vida, o sea, Dios, sabe bastante
más que nosotros.
­ Claro.
­ Fíjate siempre en tres cosas muy importantes: Que todo tiene una
causa y que toda causa produce un efecto; que somos libres y podemos
hacer el bien y el mal; y que todo lo que hacemos, bueno o malo, un día u
otro, vuelve a nosotros, que somos sus autores.
­ ¿Eso siempre?
­ Siempre. Son leyes de la naturaleza. Lo mismo que, si tiras una
piedra al aire, la Ley de la Gravedad hace que caiga otra vez, y si comes
demasiado, la Ley de la Digestión hace que te siente mal, y si no estudias,
la Ley de la Sabiduría hace que no aprendas, si haces daño a alguien, bien
quitándole algo suyo que él necesita o merece, o lastimándole el cuerpo o
insultándolo, las leyes naturales hacen que las consecuencias de esos actos
llegue un día en que recaigan sobre ti. ¿Comprendes ahora por qué unos
tienen unas cosas y otros no?.
­ Sí. Porque los que no las tienen es porque no las han merecido y los
que las tienen, sí.
­ Pero ten en cuenta también que hay otra ley natural que nos dice
que, si tenemos algo, aunque lo hayamos merecido, debemos ayudar a los
que tienen menos, y compartir lo nuestro porque, si no lo hacemos así,
estaremos haciendo mal uso de lo que tenemos, ya que el mundo es de
todos por igual y los más listos han de ayudar a los más torpes y los más
ricos a los más pobres. ¿Lo entiendes?
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
49
­ Sí. ­ respondí maravillado.
­ ¿Y comprendes ahora por qué está mal robar?
­ Sí. Porque le quitas al otro lo suyo, lo que se ha ganado, y porque
recaerán sobre ti las consecuencias del robo.
­ Ya lo has visto. Ese niño robó y ¿cuáles han sido las
consecuencias?
­ Que lo han expulsado.
­ ¿Nada más?
­ Que habrá sentido mucha vergüenza... y ­ ante la mirada expectante
de mi abuelo, agucé la mente ­ no volverá a robar... y nosotros, los
compañeros de clase hemos aprendido también que no se debe robar.
­ Muy bien. Vamos pues ahora a recapacitar sobre la actuación del
colegio. ¿Qué ha hecho?
­ Despedirlo.
­ ¿Te parece bien?
­ No sé. Era buen estudiante. A lo mejor tuvo un momento de ...
­ ¿A ti te parece que en un colegio con tantos alumnos se puede
pasar por alto una cosa así? ¿Qué piensas que ocurriría en el futuro si no
hubiesen expulsado a ese compañero?
­ Que, a lo mejor, otros hubieran robado otras cosas porque no había
castigo.
­ Sí. Es muy triste tener que castigar. Pero un colegio es un centro,
precisamente para enseñar, y no sólo han de enseñar a estudiar, sino otra
cosa aún más importante...
­ ¿Cuál?
­ A hacer buen uso de la libertad. Tu compañero era libre de robar la
estilográfica o no. Y, usando su libertad, la robó. Por eso el colegio, para
enseñarle que debió usar su libertad precisamente no robando pudiéndolo
hacer, lo ha despedido. La lección, pues, ha sido para él y para vosotros
todos, ¿no?
­ Sí.
­ ¿Te das cuenta ahora de lo que te decía antes? Toda causa produce
su efecto: Le ha quitado la pluma a otro y se ha visto privado de ella.
Podemos usar la libertad para hacer el bien o para hacer el mal y lo que
hagamos recaerá sobre nosotros: La ha usado para hacer el mal y le han
caído encima la vergüenza y la expulsión.
­ ¿Entonces, abuelito, nadie puede desobedecer las leyes naturales?
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
50
­ Sí. Todos podemos. Pero si lo hacemos no estaremos observando
las reglas del juego de la vida y, por tanto, estaremos jugando mal y,
aunque creamos que, de momento, nos hemos burlado del reglamento,
más pronto o más tarde, la ley nos saldrá al encuentro y nos pillará
desprevenidos.
Miles de veces me he examinado y he examinado a los demás a la
luz de aquellas sencillas palabras y ni una sola he visto que fallaran. Son
leyes naturales, como decía mi abuelo. Y las leyes naturales no fallan
nunca. Pueden tardar más o menos en producir sus efectos, pero no
fallan... ni olvidan.
* * *
VIII.­ EL EXAMEN COPIADO
Yo había copiado en un examen por primera vez en mi vida. Y,
como no me pillaron y no era mal estudiante, mi nota fue muy buena.
Un día lo comenté, muy ufano, ante mi abuelo. Éste me miró sin
decir nada, pero yo leí en su mirada la promesa de una próxima
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
51
conversación, a las que era tan aficionado y que tanto bien me han hecho,
aunque esta vez, adobada con cierto sentimiento de desaprobación.
En efecto. Aquella noche, antes de la cena, me preguntó:
­ ¿Has dicho que copiaste en un examen?
­ Sí ­ respondí, fingiendo satisfacción pero con un poco de
vergüenza.
­ ¿Y estás muy contento?
Yo, que realmente no lo estaba, porque algo en mi interior me
reprochaba haberlo hecho, emprendí una huída hacia delante y le
respondí:
­ Sí.
­ Entonces, vamos a pensar un poco juntos.
Aquellas palabras siempre presagiaban una especie de excursión por
mundos sugestivos, aunque en este caso me temía que no me iba a ir muy
bien. Mi hermana, tan ávida como yo de lo que se avecinaba, se encaramó
en sus rodillas, mientras yo me sentaba a su lado.
­ Vamos a pensar sobre dos cosas muy importantes. ¿De acuerdo?
­ Sí ­ respondimos a una.
­ Pues... vamos a ver: ¿para qué estudias? ­ me preguntó a mí que, en
aquella época debería andar por el segundo curso del bachillerato y por los
doce años.
­ Porque hay que ir al colegio y estudiar ­ se adelantó mi hermana.
­ Porque todos tienen que estudiar ­ dije yo.
­ No. Yo no he preguntado por qué, sino para qué. ¿Para qué
estudias? ­ me repitió mirándome.
­ Para aprender cosas
­ ¿Y para qué piensas tú que hay que aprender cosas?
­ Para cuando seamos mayores ­ dijo mi hermana.
­ Para trabajar de mayores ­ argüí yo.
­ ¿Y si llegáis a mayores y no sabéis las cosas que tendríais que
saber, ¿qué pasará?
Los dos nos quedamos pensando.
­ Que no sabremos hacer nada ­ aseguró mi hermana.
­ Que no tendremos trabajo ­ avancé yo.
­ ¿Y, si no tenéis trabajo, qué pasará?
­ Que no ganaremos dinero.
­ ¿Y si no podéis ganar dinero, qué pasará?
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
52
­ Que no tendremos dinero ­ dijo, con lógica, mi hermana.
­ Que no podremos comer... ­ descubrí yo ­ ni comprar ropa... ni
tener casa... ­ aquello me iba pareciendo verdaderamente serio.
­ Entonces, ¿qué pensáis que es mejor, estudiar o no estudiar?
­ Estudiar ­ dijimos los dos, convencidos.
­ Sin embargo, tú no has estudiado ­ me dijo.
­ Sí. Sí que he estudiado. Pero algunas cosas no me las sabía bien y...
­ Y, en vez de estudiarlas bien, has preferido copiarlas, ¿no?
­ Sí.
­ O sea, que has engañado al profesor y éste te ha puesto una buena
nota.
­ Sí.
­ Pero, si tú, en vez de estudiar esas cosas que has de estudiar, las
copias en el examen, no las sabrás nunca.
­ No ­ tuve que aceptar.
­ Entonces, aunque tú ahora creas que has engañado al profesor, ¿a
quién habrás engañado realmente?
Yo me quedé muy serio. Después de lo que habíamos hablado hasta
entonces, lo tenía claro:
­ A mí ­ respondí.
­ ¿Y te parece una actitud muy inteligente, como para estar
orgulloso?
­ No ­ dije avergonzado ­ pero hay muchos que copian.
­ ¿Hay muchos que copian?
­ Sí ­ dije con cierto aire triunfal.
­ Pues cuánto tonto hay en tu clase, ¿no?
­ Sí ­ no tuve más remedio que admitir.
­ Además, tú crees que porque muchos niños hagan una cosa, eso ya
es motivo suficiente para que la hagas tú también?
Yo me quedé sin saber qué responder. Estaba claro que lo importante
era si esa cosa era buena o era mala, no si la hacían muchos o no. Hasta
aquel momento no había comprendido el asunto con claridad. Así que
dije:
­ No.
­ ¿Qué será, pues, lo que no debes hacer?
­ Lo que esté mal.
­ ¿Aunque lo hagan muchos o incluso todos?
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
53
­ Sí. ­ ahora lo veía diáfanamente.
No puedo por menos de asombrarme aún hoy aquella facilidad de mi
abuelo para ponernos delante las verdades más importantes como la cosa
más natural del mundo.
­ Bueno ­ continuó ­ ya hemos visto que copiar es engañarte a ti
mismo y, por lo tanto, es malo. Y que, como es malo, no lo debes hacer
aunque otros lo hagan, ¿no?
­ Sí ­ contestamos los dos.
­ Pero, vamos a ver, ¿cuando copiabas te escondías o lo disimulabas?
­ Sí.
­ ¿Por que?
­ Porque estaba prohibido. Lo dijo el profesor. Que al que pillara
copiando, lo suspendería.
­ ¿Y por qué crees que hubo otros que no copiaron? ­ pregunto,
cambiando de tercio.
­ Porque no saben copiar ­ respondí con cierta esperanza..
­¿No ves ninguna otra posibilidad?
Me quedé reflexionando...
­ Porque se lo sabían ­ respondí, aunque me dolió reconocer que
otros habían estudiado y yo no.
­ ¿Y ninguna otra?
­ Sí: ­ dije, acordándome de los que no copiaban por miedo a ser
descubiertos y castigados ­ El miedo al castigo.
­ ¿Y a ti cuál te parece mejor motivo para no copiar, el miedo al
castigo o el saber que es malo copiar?
­ El saber que es malo.
­ De acuerdo. Pero, fijémonos ahora: ¿el castigo de dónde viene?
­ Del profesor.
­ O sea, de fuera, ¿no?
­ Sí.
­ ¿Y de dónde viene el saber que es malo copiar?
­ De mí, porque hemos visto que es engañarme a mí mismo.
­ O sea, que viene de dentro, ¿no?
­ Sí.
­ Pues tenlo siempre presente.
­ ¿El qué? ­ pregunté algo confuso.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
54
­ Que la ley, el saber lo que está bien y lo que está mal, ha de venir
de dentro. Que nunca, nunca debes dejar de hacer algo sólo por miedo al
castigo, sino porque tú sabes que es malo. Y, como lo sabes, no lo haces.
¿Lo entiendes?
­ Sí ­ resumí ­ Que, cuando haga algo sepa que es bueno, y por eso lo
haga, y que no haga lo malo porque es malo, y no por miedo a que me
pillen y me castiguen.
­ Estupendo. Después de todo esto, ¿te sientes muy orgulloso de
haber copiado y haber engañado al profesor o, mejor dicho, a ti mismo?
­ No. ­ concluí.
En el aire quedó flotando un perfume de sabiduría, de propósito
firme de atender a los motivos internos y no a las causas externas.
Miles de veces en mi vida, en momentos importantes y aún
importantísimos, ante tentaciones fuertes que trataban de confundirme, y
conductas ajenas equivocadas, aquellas palabras de mi abuelo me han
ayudado a seguir la línea recta. Y nunca me he tenido que arrepentir.
Durante años de ejercicio de la abogacía he reflexionado
innumerables veces sobre lo hermoso que sería el mundo si los hombres
no actuasen bien por miedo al castigo, sino por amor a la verdad, a la
justicia, a lo correcto... si la ley, como decía mi abuelo, estuviera dentro de
nosotros y no fuera, en los códigos.
Ah, y nunca más en mi vida, aunque estudié tres carreras, volví a
copiar. Siempre preferí estudiar a tiempo. Gracias, una vez más, a mi
abuelo.
* * *
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
55
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
56
IX.­ EL OJO MORADO
Aquel día llegué a casa con un ojo morado. Un compañero de clase
me había dado un puñetazo. Mi abuelo, al verme, me preguntó:
­ ¿Qué te ha pasado?
­ Que me he pegado con un compañero.
­ ¿Y por qué?
­ Porque es mayor ­ respondí evasivo.
­ Eso no es un motivo. ¿Qué le has hecho tú antes?
­ Yo no le he hecho nada ­ dije, echándome a llorar a causa de mi
orgullo herido ­ pero se lo haré.
­ ¿Qué le harás?
­ No lo sé, pero le haré algo que le duela mucho ­ respondí entre
sollozos, pero firmemente decidido.
Mi abuelo me dejó desahogarme. Después me levantó en sus brazos
y me sentó en sus rodillas.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
57
­ Vamos a ver eso ­ dijo ,¿por qué quieres vengarte?
­ Porque me ha pegado y yo no le había hecho nada.
­ ¿Nada?
­ Sólo me reí cuando resbaló y se cayó.
­ Bueno, a lo mejor la próxima vez que se caiga no te ríes ­ dijo mi
abuelo. Aquello me hizo inmediatamente pensar. Imaginé a mi agresor
resbalando y cayéndose de nuevo y ya no me vi riéndome de él. Pero no
quise reconocerlo. Mi abuelo prosiguió:
­ Así que tú vas a hacerle algo a él?
­ Sí ­ dije, ya con menos convicción, pues intuía que iba por mal
camino.
­ Pero, ¿algo bueno o algo malo?
Yo no respondí. ¿Qué iba a decir si me di cuenta enseguida de que lo
que pensaba hacerle era claramente malo? Mi abuelo siguió:
­ ¿Y, cuando tú le hagas eso, qué piensas que hará él?
Aquello no me lo había planteado. Era tal mi deseo de venganza que
sólo había pensado en satisfacer mi amor propio. Pero estaba claro que el
otro seguiría siendo mayor y más fuerte que yo y que, por tanto, yo
llevaría siempre las de perder. Había, pues, medio previsto mi venganza,
pero en absoluto su respuesta.
­ No lo sé ­ dije con franqueza.
­ ¿A ti qué te parece? Si te ha pegado porque te has reído de él,
¿crees que se quedará quieto si le haces algo malo?
­ No ­ tuve que admitir.
­ O sea, que lo más probable es que te pegue otra vez, ¿no?
­ Sí.
­ ¿Y qué harás tú luego? ¿Vengarte otra vez?
Aquello lo comprendí enseguida. No tenía sentido.
­ No.
­ ¿Por qué no?
­ Porque luego él me pegará otra vez y...
­ Entonces, ¿cómo y cuándo piensas que terminará el asunto?
Me quedé en silencio. Comprendía que mi venganza me iba a
proporcionar una satisfacción muy pequeña, así que dije:
­ No lo sé.
­ Vamos a pensar otro poco.
­ Bueno ­ dije indefenso.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
58
­ ¿Tú crees que has hecho bien riéndote de él al caerse?
­ No ­ reconocí.
­ Si tú te hubieras caído y él se hubiese reído de ti, ¿te hubieras
enfadado?
­ Sí.
­ Entonces reconoces que has sido tú el que ha empezado la guerra,
¿no?
­ Sí.
­ Luego él tenía dos posibilidades.
­ No sé ­ dije desorientado ­ ¿dos posibilidades?
­ Sí, ¿no crees?
Yo que, entretanto me había apresurado a reflexionar, dije
rápidamente:
­ Pegarme.
­ ¿Y qué otra?
­ No pegarme.
­ Exacto, ¿a ti qué te hubiera parecido más correcto? No te pregunto
qué te hubiera gustado más porque sé que hubieras preferido que no te
pegara. Pero, ¿cuál de las dos cosas es mejor?
Después del razonamiento hecho y, ante la cadena de agravios y
venganzas, lo tuve claro:
­ No pegarme.
­ Muy bien. Pero te pegó.
­ Sí.
­ E hizo mal.
­ Sí.
­ Fíjate: Tú pudiste no reírte de él cuando se cayó, pero preferiste
obrar mal y reírte, ¿no?
­ Sí.
­ Esa risa tuya violentó su orgullo, su amor propio, se vio ridículo y
entonces, ante esa violencia tuya, él respondió violentamente y te pegó,
¿no?
­ Sí.
­ Pudo no pegarte, pudo no vengarse. Pudo haberse reído contigo y
no hubiera pasado nada. Pero prefirió pegarte, ¿no?
­ Sí.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
59
­ Y tú, una vez recibido el golpe, pudiste escoger también entre
vengarte o no vengarte. Pero te hiciste el propósito de vengarte con otro
acto violento, ¿no?
­ Sí.
­ Y, si tú lo hicieras, ya me has dicho que, seguramente, aunque sería
libre de no hacerlo, él te volvería a pegar, ¿no?
­ Sí.
­ ¿Y qué deduces de todo eso?
Yo me quedé en silencio. En mi cabeza iba haciéndose claro algo,
me iba surgiendo la certeza de que todo aquel proceso encerraba alguna
cosa obvia y valiosa, que debía estar muy a la vista, pero... y, al fin, lo
descubrí: Vi que eran dos las cosas que había claras. Traté de ordenar mis
pensamientos y, con satisfacción interior, dije:
­ Que los dos somos libres de vengarnos o no.
­ ¿Algo más? ­ ¡mi abuelo también había visto las dos cosas!
­ Que la violencia produce violencia.
­ ¿Algo más?
Me quedé sin aliento. ¡Mi abuelo había visto tres cosas claras! Me
concentré y, finalmente, se hizo la luz:
­ Que uno de los dos ha de terminar.
­ ¿Cómo?
­ No vengándose.
­ ¿Y quién ha de ser ése? ¿El más inteligente o el más tonto?
Me había cazado. Y tenía razón, como siempre. Yo, por supuesto,
me consideraba más inteligente que mi agresor, todo fuerza bruta pero, si
era yo el inteligente, tendría que renunciar a la venganza. Y, si no era el
inteligente, entonces yo mismo tendría que llamarme tonto. Estaba claro:
­ El más inteligente.
¡Cuán distinta sería la historia de la Humanidad si todos los hombres
hubieran tenido un abuelo como el mío!.
* * *
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
60
X.­ EL PARCHÍS
Mi abuelo, en sus conversaciones con nosotros, aludía
frecuentemente a lo que él llamaba las leyes naturales. Yo iba
formándome una idea sobre ellas pero, un día quise aclarar
definitivamente el asunto y, mientras él, mi hermana y yo jugábamos una
partida de parchís, le espeté:
­ Abuelito, ¿qué son las leyes naturales?
Él me miró un momento, un tanto sorprendido por la pregunta y
luego, como sin darle importancia, dijo:
­ Son como el reglamento de la vida.
­ ¿El reglamento? ­ pregunté sorprendido. ­¿Es que la vida tiene
reglamento?
­ Sí.
­ ¿Como si fuera un juego? ¿Como el parchís?
­ Exactamente. Como el parchís.
Mi hermana y yo nos reímos. Yo me imaginé a todos los hombres
del mundo con una ficha de parchís en una mano y un dado en la otra. Me
estaba preguntando cómo se podría hacer ‘’puente’’ en el juego de la vida
cuando mi abuelo interrumpió mis elucubraciones:
­ El parchís tiene un reglamento, ¿no?
­ Seguramente, sí... No sé ­ dije, mientras mi hermana me miraba.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
61
­ Claro que lo tiene. Si no tuviese reglamento no podríamos jugar. El
que inventó el parchís tuvo necesidad de crear un reglamento, unas reglas
para que todos, al jugar las observen, las cumplan...
Yo comencé a ver claro. Era lógico...
­ ¿No lo comprendes? ­ me preguntó.
­ Sí... Hay que saber cómo se come una ficha...
­ Exacto. Y hay que comer sólo de esa manera, y hay que contar
veinte, y para sacar ficha hay que tener un cinco y al llegar casa se cuentan
diez y si hay puente, no se puede pasar...
Comprendí al instante lo que era un reglamento. Y estaba clarísimo
que sin él no existiría el parchís.
­ ¿Tú crees ­ dijo mi abuelo ­ que si todos los que juegan al parchís
no conocieran las mismas reglas y las respetasen se podría jugar?
­ No. Ya me había dado cuenta ­ dije con cierta satisfacción.
­ Es más, ¿ese juego sería el parchís?
­ No. Sería otro juego ­ dije convencido.
­ O sea, que el parchís, para ser parchís, ha de tener un reglamento
obligatorio para todos los que quieran jugar, ¿no?
­ Sí.
­ Pues con la vida ocurre igual. Y con todas las cosas de la
naturaleza: Que necesitan un reglamento para funcionar bien, unas reglas
que todos han de observar, y esas reglas son las leyes naturales.
­ ¿Y hemos de aprenderlo, para vivir, como aprendemos el
reglamento del parchís?.
­ ¡Claro!. Para vivir bien, sí. Ésa es la labor de los hombres:
Aprender el reglamento de la vida.
­ ¿Y cómo se aprende?
­ Unas reglas se aprenden en casa, otras en el colegio, otras de
mayores...
­ Pero, ¿quién las enseña? ¿Nosotros sabemos alguna?
­ ¡Por supuesto! Sabéis ya muchas.
Mi hermana y yo nos miramos con orgullo, pero también con
sorpresa.
­ ¿Cuáles? ­ inquirimos los dos.
­ Sabéis que hay que ser buenos, que hay que estudiar, que no hay
que ser violentos, que no hay que ser glotones, que hay que ayudar a los
que necesitan ayuda, que no hay que ser egoístas, que hay que pensar
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
62
siempre antes de hacer algo, que si os equivocáis debéis saber reconocerlo
y aprender para la próxima vez, que si hacéis daño a alguien tenéis que
pedirle perdón y no volverlo a hacer, que si os hacen daño debéis saber
perdonar y no vengaros...
­ ¿Todo eso ­ interrumpí ­ son reglas del reglamento de la vida?
­ Sí. Y muchas más.
­ ¿Sobre qué?
­ Bueno, los sabios están continuamente investigando para descubrir
nuevas leyes naturales porque, cada vez que descubren una, podemos
cumplirla y si la cumplimos podemos vivir mejor...
­ ¿Pero hay muchas? ­ pregunté abrumado.
­ Muchísimas. Unas rigen la materia y le dicen cómo se ha de
comportar; por ejemplo, le dicen al agua que ha de caer siempre y que ha
de llenar los vasos y los lagos y el mar. Otras rigen el cuerpo humano y le
dicen, por ejemplo, lo que tiene que hacer, cuando comemos, para asimilar
los alimentos. Otras rigen las emociones y les dicen, por ejemplo, que han
de ser breves. Otras rigen el pensamiento y le dicen, por ejemplo, que lo
que es mentira no puede ser verdad, ni lo bueno puede ser malo, ni lo
verdadero, falso. Otras rigen los números y les dicen, por ejemplo, que dos
y dos siempre han de ser cuatro... sí, hay muchas, muchísimas leyes
naturales.
Mi hermana y yo nos quedamos en silencio Yo estaba impresionado.
Aquello era como una revelación, como conocer el secreto del
funcionamiento de todo. Mi corazón palpitaba fuerte. Pensé qué ocurriría
si, un día, el agua desobedeciese las leyes naturales y empezase a salirse
del mar y a inundarlo todo. Y si los números empezasen a sumar mal...
Era algo impresionante. ¡Y tan claro! Pero, a poco de pensar ­ mi abuelo
nos dejaba siempre rumiar cualquier nuevo hallazgo ­ empecé a tener la
sensación de que faltaba algo, de que aquello no estaba completo. Me
concentré. Prescindí de todo otro pensamiento y, al fin, salió:
­ Pero, abuelito, tú has dicho, y es verdad, que si no se saben todas
las reglas del parchís, no se puede jugar...
­ Se puede jugar, pero mal. Imagínate que nosotros no conociéramos
los tres las mismas reglas, ¿qué pasaría si nos pusiéramos a jugar?
­ Que sería un lío ­ respondí pensativo.
­ ¿Y lo pasaríamos bien, queriendo los tres ganar aplicando cada uno
sus reglas?
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
63
­ No.
­ Pues lo mismo pasa con la vida.
­ ¿Entonces, si no conocemos todas las reglas de la vida no podemos
vivir? ­ concluí triunfante y asustado al mismo tiempo.
­ Exacto.
­ Pero estamos viviendo...
Claro que vivimos ­ dijo mi abuelo riéndose. Pero estamos jugando
al parchís sin conocer ni obedecer todos las mismas reglas.
­ ¿Entonces ‘’jugamos’’ mal? ­ inquirí intrigado y sabiendo que mi
‘’jugar’’ equivalía a ‘’vivir’’.
­ ¡Y tan mal! ¿Te parece que es vivir bien el que haya guerras
continuamente, el que haya pobres que no pueden comer y ricos a los que
les sobra, el que haya robos y abusos y agresiones, o el que tengamos que
encerrarnos en cárceles o el que nos pongamos enfermos o el que haya
egoísmo y avaricia y odio y envidia?
­ No ­ dije abrumado.
­ ¿Y por qué crees que los hombres hacen todo eso?
­ ¿Porque no conocen las reglas? ­ respondí tímidamente.
­ Claro. Cada uno juega con unas reglas distintas y todos quieren
ganar. Si todos obedeciesen las mismas reglas, el mundo sería mucho
mejor.
­ Pero ­ quise profundizar ­ ¿es preciso aprender tantísimas leyes?
­ Realmente, no. Porque el inventor del universo y de la vida y, por
tanto, el autor de su reglamento, nos dio un truco para no tener que
estudiarlas todas y, sin embargo, cumplirlas todas, aunque no las
conozcamos.
Aquello me resultó verdaderamente sorprendente e interesante.
¿Cómo iba a ser posible que, sin estudiar todas las leyes naturales las
cumpliésemos todas? Así que pregunté:
­ ¿Y conoces ese truco?
­ Sí.
­ ¿Y cuál es?
­ Es muy sencillo. Es sólo una regla. Pero que, si la cumples, es lo
mismo que si las cumplieses todas.
­ ¿Y cómo es? ­ pregunté impaciente.
­ Te la voy a decir. No la olvides nunca. Dice así: Pórtate siempre
con los demás como a ti te gustaría que los demás se portasen contigo.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
64
Un inmenso silencio nos rodeó. Los tres nos sumergimos en nuestros
pensamientos. Yo, al principio, no alcancé a ver que aquello fuera tan
importante. Pero, a medida que me hice reflexiones, fui convenciéndome
de que era, en verdad, un truco estupendo. Porque, si cada uno se
comportase con los demás como le gustaría que los demás se comportasen
con él, ¿quién robaría, quién haría la guerra, quién mataría, quién
insultaría, quién agredería, quién envidiaría...? ¿Y, a quién?
Verdaderamente aquella conversación con mi abuelo cayó en el
fondo de mi alma con un peso específico definitivo. Y, a lo largo de toda
mi vida he admirado la grandeza verdaderamente divina de esa única regla
para la vida.
* * *
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
65
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
66
XI.­ NO IR AL COLEGIO
Yo ya tendría los quince años y empezaba a mirar el mundo con ojos
de adolescente. Observando , pues, que algunos compañeros de clase
habían abandonado los estudios para ponerse a trabajar y, encima,
presumían de disponer de algún dinero ‘’suyo’’ los fines de semana, todo
ello adobado con lo atractivo que resultaba a esa edad no tener que
estudiar, me hizo decir un día, durante la comida de mediodía, que lo
había pensado y preferiría no seguir los estudios y ponerme a trabajar.
En el comedor se hizo el silencio. Mi madre miró con angustia a mi
abuelo ­ mi padre estaba aún en la cárcel como consecuencia de las
denuncias falsas, durante la guerra, de un compañero envidioso ­ que
cambió de conversación con gran habilidad.
Pero, más tarde, del modo que sólo él sabía hacerlo, me dijo que nos
sentáramos a hablar. Y así lo hicimos.
­ Así que ­ comenzó ­ has pensado dejar los estudios.
­ Sí.
­ Pero, ¿estás decidido?
­ Sí ­ respondí, aunque eso precisamente no me lo había planteado.
­ ¿Y qué vas a hacer?
­ Trabajar.
­ Ya, ya. Pero, ¿en qué?
­ No lo sé.
­ ¿No lo sabes y ya te has decidido? ¿Tú qué sabes hacer?
­ No sé... pero otros compañeros de la clase se han puesto a trabajar
y...
­ ¿Y qué hacen?
­ Uno es botones en un banco; otro trabaja en la limonería de sus
padres repartiendo cajas de gaseosa con el carro; otro se ha ido a trabajar
en el campo con su familia...
­ Ah, está muy bien ­ dijo. Y añadió:
­ ¿Y qué piensas tú que harán dentro de tres años?
Yo me quedé estupefacto con aquella pregunta. Lo lógico era que
tres años después siguieran haciendo lo mismo. Así que respondí:
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
67
­ Lo mismo.
­ Para entonces tú ya serías bachiller y podrías entrar en la
universidad.
Yo callé. Por momentos presentía que la mía era una batalla perdida.
La realidad era que aquello de tener dinero propio y no tener que ir al
colegio y estudiar, me había sugestionado. Mi abuelo, ante mi silencio,
continuó:
­ ¿Y qué piensas que harán cinco o seis años después?
No tuve más remedio que responder:
­ Lo mismo.
­ Pues, para entonces, tú ya podrías ser médico o abogado o
ingeniero o arquitecto o profesor o...
­ Sí ­ dije.
Mi firmeza se iba desmoronando. Imaginé a mi amigo Juanito,
dentro de unos años, sentado a la barra del carro, junto al caballo,
repartiendo cajas de refrescos por las casas, pasando frío y calor; y vi a mi
amigo Alberto repartiendo cartas y haciendo recados para otros que,
precisamente eran los que habían seguido estudiando; y a mi amigo
Rafael, cavando la tierra de sol a sol, cansado de doblar el espinazo... Y
me vi a mí mismo, convertido en un médico famoso, con mucha clientela,
respetado por todos, curando enfermos y operando en un hospital...
Aquello no tenía duda. Mi abuelo aprovechó mi silencio:
­ ¿Y no preferirías, dentro de ocho años ser un abogado o un
ingeniero o algo así, con un futuro asegurado y cada vez mejor, en vez de
repartir cajas de gaseosa montado en un carro o algo parecido?
­ Sí. Pero es que ­ argüí como último recurso y ya sin
convencimiento ­ así traería dinero a casa para ayudar...
­ Mira, hijo: La mayor ayuda que puedes prestarnos a todos es
estudiar. Tanto los papás como los abuelitos esperamos mucho de ti.
Tenemos la ilusión de que seas un hombre cultivado, y nuestra obligación
es proporcionarte los medios para ello. Por eso, lo mejor que puedes hacer
ahora es estudiar. Tú estudia tu bachillerato. Y, cuando lo hayas terminado
y seas alguien, entonces podrás decidir qué es lo que quieres hacer con tu
vida; y, si quieres ponerte a trabajar, lo haces. Aunque, mi consejo
siempre será que sigas estudiando y que curses una carrera, la que quieras.
Si estás haciendo tu bachillerato con la beca que cada año te ganas, ¿por
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
68
qué no vas a ser capaz de hacer lo mismo, si es preciso, en la universidad?
­ Y concluyó:
­ ¿Tú no lo ves así?
­ Sí ­ tuve que admitir.
­ De todos modos, hay algo que quiero que tengas claro en tu vida.
Yo me preparé para una de las maravillosamente profundas
observaciones de mi abuelo.
­ ¿Qué? ­ pregunté.
­ Antes de contestarte, quisiera saber cuál es tu decisión, ahora que
has reflexionado un poco.
Yo lo tenía ya tan claro que no dudé:
­ Seguir estudiando.
­ Muy bien. Entonces te diré que la idea de dejar los estudios era
fruto de una emoción.
­ ¿De una emoción?
­ Sí. No la habías reflexionado, como hemos hecho luego, ¿verdad?
­ No.
­ Era sólo algo atractivo, un cambio, un disponer de algún dinerillo
para caprichos, un hacerte un poco el hombre, un salir al mundo, un dejar
el colegio y su disciplina, un no tener que estudiar ni que examinarte cada
trimestre... Pero no habías pensado qué futuro te preparabas en uno y otro
caso.
­ No. No lo había pensado.
­¿Ves la diferencia?
­ ¿Entre qué? ­ pregunté perdido.
­ Entre la emoción y el razonamiento.
­ ¿Entre la emoción y el razonamiento? ¿Qué quieres decir?
­ ¿Qué diferencia ves entre una decisión tomada emocionalmente y
otra tomada reflexivamente?
De momento, me quedé perplejo. ¿Qué diferencia habría? Aquello,
como todos los maravillosos acertijos que mi abuelo me planteaba, era
algo que me gustaba, que me obligaba a forzar la inteligencia, a manejar
preguntas, a buscar respuestas, a encontrar soluciones. Pero, en aquel
caso, no veía la respuesta. Me concentré. Comparé. Volví a comparar y, al
fin, se hizo la luz en mi mente:
­ Que la decisión basada en la emoción no dura y la basada en la
razón, sí.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
69
­ ¿Y por qué crees tú que será eso?
­ Porque, al haberla razonado, uno está convencido, sabe lo que
quiere y por qué y entonces la decisión es más firme.
­ ¿Y la otra?
­ La otra no se ha razonado y por eso, cuando se razona, se abandona
y se cambia de opinión.
­ ¿Podrías decirlo con otras palabras?
­ Sí ­ dije, ya embalado ­: Que la emoción es pasajera y, por tanto, lo
que se basa en ella, también lo es. Pero la verdad es permanente y si se ha
basado en ella una decisión, se mantendrá porque la verdad no cambia. ­
yo mismo me quedé asombrado de mi claridad.
­ ¿Ves ahora qué peligro corrías al estar a punto de decidir tu futuro
basado en una emoción que se ha disipado con sólo pensar un poco?
­ Sí. ­ ¿Qué imaginas que pensarán esos amigos que se han puesto a
trabajar cuando, dentro de unos años, tú seas un médico o un abogado o un
arquitecto y ellos sigan haciendo lo que hacen ahora?
­ Seguramente pensarán que se equivocaron con su decisión.
­ Yo también lo creo. Pero no porque esos trabajos sean
despreciables o inferiores o menos necesarios, que no lo son, sino porque,
si estudias, te cultivarás más y eso sí que es importante para tu propia
evolución como ser humano. Por tanto, no tomes nunca una decisión
llevado por el deseo, la pasión o el sentimiento, porque esos fenómenos
son siempre pasajeros y lo que hoy te parece blanco, mañana te parecerá
negro. Tú analiza, piensa, reflexiona siempre antes de tomar una decisión,
porque entonces lo blanco seguirá siempre siendo blanco.
Una vez más, la perspicacia de mi abuelo había hecho diana en mi
carácter en formación.
Y, ¡cuántos errores , cuantas desgracias, cuántos desastres he visto
en la vida, nacidos de decisiones tomadas en estado emocional!
Por supuesto, cuando terminé mi bachillerato, decidí seguir
estudiando y me matriculé en la Facultad de Derecho. Gracias a mi
abuelo.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
70
* * *
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
71
XII.­ LA COLECCIÓN DE CROMOS
Con grandes esfuerzos y con la colaboración de toda la familia, yo
había logrado completar la colección de cromos de Nestlé.
Aún estaban rehaciéndose todos mis allegados del esfuerzo y la
tensión a que yo los había sometido para completar la colección, cuando
empecé a urgirles para que me ayudasen a reunir otra.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
72
En esta tesitura, mi abuelo consideró conveniente hablarme del
asunto. Así que una tarde, durante una partida de brisca, inició el tema:
­ ¿Así que ahora quieres coleccionar otros cromos?
­ Sí ­ respondí con satisfacción.
­ ¿Y para qué?
La pregunta me pilló desprevenido. ¿Para qué la quería? No me lo
había planteado nunca. Sencillamente, la quería. Pero, ¿para qué? Sólo se
me ocurrió decir:
­ Para tenerla.
­ ¿Y para qué quieres tenerla?
Estaba claro que no había resuelto nada con aquella respuesta. Así
que me puse a pensar para qué quería yo los cromos.
­ Para verlos.
­ ¿Y ya has visto la colección que completaste?
­ Sí ­ dije inseguro.
­ ¿Todos?
­ Bueno... todos no.
­ ¿Tú para qué crees que sirven los cromos?
­ Para coleccionarlos.
­ Eso está bien desde el punto de vista del que los vende, porque le
interesa que le compren los chocolatines. Pero, desde tu punto de vista,
¿qué pretendes al coleccionarlos?
­ Llenar el álbum ­ dije evasivo.
­ Pero, ¿para qué?. Todo en la vida tiene una finalidad, una utilidad.
­ Para tenerlos.
­ Me parece que no te estás concentrando suficientemente. Vamos a
ver. ¿A ti el tenerlos qué beneficio te reporta?
­ ¿Beneficio? Ninguno.
­ Veámoslo de otra manera: ¿Qué contienen los cromos?
­ Dibujos de animales, de lugares, de monumentos y de muchas
cosas.
­ ¿Y tú para qué crees que les ponen esos dibujos y no los dejan en
blanco?
­ Para que los niños los miren.
­ ¿Y para qué quieren que los miren?
­ Para que aprendan cosas.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
73
­ Estupendo. Por eso, seguramente, en el álbum, junto al cromo, hay
una explicación del dibujo, ¿no?
­ Sí.
­ ¿Y tú has leído y te sabes ya todas las explicaciones de todos los
cromos de la colección que tienes completa?
­ No ­ tuve que reconocer.
­ ¿Y ya quieres otra?
Comprendí enseguida que aquello no tenía sentido. Mi abuelo
continuó:
­ ¿Y cuando hayas completado la segunda colección, querrás otra?
Si había ocurrido ahora, lo lógico era que siguiera ocurriendo, por lo
que respondí:
­ Sí.
­ ¿Y para qué?
­ Para tenerlas.
­ Pero, el tenerlas sin aprender nada de ellas, ¿te hace más listo o
más sabio o más hombre o más algo?
­ No ­ reconocí.
­ O sea, que tú eres el mismo ahora que antes de tener la colección,
¿no?
­ Sí.
­ Pues, ¿para qué te ha servido? ¿Sólo para tenerla?
Mi cabeza bullía. Me parecía tan insensato procurarme cosas para no
usarlas ni aprovecharlas, por el mero hecho de tenerlas, que no acababa de
comprender cómo había caído en aquella tontería. Mi abuelo, como
siempre, me dejó pensar. Al fin me dijo:
­ ¿Distingues ya las dos cosas que están en juego?
Yo lo miré, seguí pensando y, sin verlo claro, respondí:
­ No.
­ ¿No ves que una cosas es ‘’tener’’ y otra muy distinta es ‘’ser’’?
¡Claro, aquello era lo que yo no acababa de ver!
­ Sí.
­ Si tienes esa colección o muchas o incluso todas las colecciones del
mundo y no te sirven para ser mejor que antes, ¿para qué las quieres?
­ Sólo para tenerlas ­ respondí desilusionado de mi actuación.
­ ¿A ti qué te parece que es más importante, lo que tengas o lo que
seas?
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
74
­ Lo que sea.
­ ¿Y lo que adquieras añadirá algo a tu ser?
­ No. Sólo añadirá posesiones.
­ Pero las posesiones que no te hacen mejor, que no sirven para
hacerte aprender, ¿para qué sirven?
­ Para nada.
­ Entonces, qué es lo que lógicamente has de hacer con tu recién
completada colección?
­ Estudiarla.
­ Exacto. Hacerla útil, sacarle partido en beneficio de tu propia
formación y como compensación a la tensión con que nos has tenido a
todos para ayudarte a completarla, ¿no? ­ añadió sonriendo.
­ Sí.
­ ¿Te parece, pues, oportuno o correcto o, siquiera lógico que quieras
ya reunir otra colección?
­ No.
­ Distingue siempre, pues, entre el tener y el ser. Y no olvides que lo
verdaderamente importante es el ser, cómo seas, qué pienses, cómo te
comportes, y no lo que tengas, porque lo que tengas lo podrás perder, te lo
pueden quitar o se puede quemar, pero lo que seas, eso nadie te lo podrá
arrebatar y, además, te servirá para aprender a ser mejor y a saber más
cada vez. ¿Estás de acuerdo?
­ Sí. Lo he comprendido todo.
­ Pues ten en cuenta también que la mayor parte de la gente cree que
lo más importante es tener y se pasa la vida trabajando y esforzándose y
haciendo daño al prójimo para conseguir tener más cosas o más dinero, es
igual. Pero, a pesar de eso, cuanto más tienen, más quieren Y, además,
siguen siendo los mismos de siempre, sólo que con más problemas,
porque han de preocuparse de conseguir más y de defender lo que tienen y
no les queda tiempo ni para disfrutarlo ni para darse cuenta de que son
desgraciados tontamente. Tú míralos siempre desde lejos y ríete de ellos,
pero no caigas nunca en su error. Lo que se tiene es para aprovecharlo, no
para amontonarlo. Porque lo que tú amontonas y te sobra, no te quepa
duda de que le falta a alguien en algún lugar del mundo.
¿Habrá que insistir sobre el problema de nuestra sociedad que, en su
escalada de falta de reflexión, ha llegado ya al ‘’tanto tienes, tanto vales’’?
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
75
Mi abuelo, una vez más, supo avisarme a tiempo. Y siempre se lo he
agradecido.
* * *
XIII.­ EL MIEDO
Fue el año treinta y ocho. La guerra civil estaba en su mitad. Yo, que
ese año cumplía los diez, había contraído a los siete una tuberculosis
pulmonar. Como, a pesar de los cuidados de mi madre y de mi abuela, no
mejoraba, mi padre decidió internarme en un sanatorio antituberculoso
infantil que se había instalado en Busot, un pueblecito de Alicante. Con
ello, además de recibir asistencia médica especializada, podría comer con
regularidad y estaría a salvo de los bombardeos diarios de Valencia.
De mi estancia allí lo recuerdo prácticamente todo, pues era la
primera vez en mi vida que me veía fuera del ámbito familiar y, para mí,
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
76
fue dolorosísimo. Pero sólo relataré algunas cosas que pugnan por
prevalecer en mi memoria y salir ahora a la luz.
Recuerdo que, al llegar, fui despojado de mi ropa y se me dio un
uniforme que me venía grande y a cuyo pantalón le faltaba el cinturón. De
modo que me pasé varios días teniendo que sujetarme los pantalones con
la mano cada vez que tenía que caminar. Hasta que llegó el jueves, día de
paseo. Para entonces yo ya me había enterado de que con esparto, que
crecía silvestre en el pinar por donde íbamos a pasear, se podía,
trenzándolo, hacer un cinturón. Así que hasta que llegó el primer jueves,
tomé clases de trenzado de otros compañeros que habían ya pasado por mi
problema. Y desde ese jueves pude definitivamente caminar sin trabas.
Claro que lo que tenía que caminar era mínimo, pues nos pasábamos casi
todo el día tumbados a la sombra de los enormes pinos del jardín, con las
manos bajo el cogote y cubiertos con una ligera manta.
La jornada comenzaba con el desayuno, consistente todos los días en
un tazón de arroz con leche. A mediodía, tras una sopa y un pequeño trozo
de carne de caballo, volvía a aparecer el arroz con leche. Y, tras la cena ­
un hervido de patatas y acelgas y una loncha de pescado ­ nos volvíamos a
encontrar con él. Y así durante los tres meses que allí pasé. De modo que,
gustándome toda clase de arroces, he tardado más de cuarenta años en
volver a probar el arroz con leche.
El sanatorio era precioso. Antes de la guerra había sido un balneario
de lujo. Era un edificio enorme, de varios pisos, muy largo, con un jardín
inmenso, con piscinas, pistas de tenis, etc. Cuando yo lo habité, estaba
dividido en tres secciones: Una, la nuestra, la más poblada, formada por
los enfermos no graves; otra, constituída por los que habían contraído la
sarna y llevaban las manos amarillas, debido al azufre que se empleaba
para combatir el ácaro; y la tercera, era la de los graves. Nunca olvidaré el
día en que un buen amigo que allí hice, y del que sólo supe que se llamaba
Enrique, me dijo que su hermano, que estaba en esta tercera sección, y al
que yo no había siquiera visto, pues estábamos incomunicados, había
muerto aquella noche. Aún se me encoge el ánimo al recordar aquellos
momentos. Ignoro quiénes eran sus padres ni dónde estaban, ni si se
habían enterado de la muerte de su hijo, ni si habían sido víctimas de la
guerra. Lo que tengo grabado en mi mente son dos niños, mi amigo
Enrique y yo, con las frentes apoyadas en el cristal de una ventana del
segundo piso, que daba a la fachada principal, viendo cómo cargaban en
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
77
un camión una diminuta caja de madera de pino, y se la llevaban, no
supimos dónde, como si de una mercancía sin importancia se tratase. Los
dos nos pusimos a llorar. Algo se rompió dentro de mí, que no se ha
reparado nunca. ¡Qué soledad tan terrible! Desde aquel momento odié la
guerra y a los que la propugnan. Ninguna guerra justificará jamás tanto
dolor.
Por cierto, en contra de lo que mis padres imaginaron que iba a
ocurrir, los bombardeos llegaron también a Alicante y desde allí,
tumbados en las hamacas, puesto que no había refugio ni lugar en que
ocultarnos todos, oíamos las explosiones de las bombas que caían sobre la
población civil próxima, temiendo siempre que uno de los bombarderos se
desviase de su ruta y descargase su mercancía de muerte sobre nosotros.
Un día, luego supe que alarmados por las cartas que de mí recibían, y
por los bombardeos de Alicante ­ que sólo dista en línea recta unos veinte
kilómetros de Busot ­ mis padres se presentaron inesperadamente a
recogerme, en un coche de alquiler. Aquello fue una verdadera sorpresa,
agradabilísima, que me permitía liberarme del martirio de las horas de
reposo y del arroz con leche, y volver al mundo de los míos. Sin embargo,
cuando el coche, ya en plena carretera, pasó por la curva de debajo del
jardín y vi a todos mis compañeros en sus hamacas, paradógicamente,
lloré con desconsuelo. Sabía que nunca más volvería a verlos y que sus
vidas seguirían rumbos distintos. ¿Acabarían curándose? ¿Morirían, como
el hermano de mi amigo, solos, abandonados de todos, sin una muestra de
cariño de nadie?
Muchos años después, cuando ya fui padre, quise un día visitar con
mi familia el sanatorio, convertido entonces en residencia. Y allí estuve,
recorriéndolo y recordando cada rincón y cada vivencia y cada
compañero. Fue muy emocionante para mí. Pero se lo debía.
Para mayor sorpresa mía resultó que el coche no nos llevaba a casa,
a Burjasot, a la querida Granja, sino a un pueblo de Murcia llamado
Caravaca y allí se reunirían con nosotros mi hermana y mis abuelos. Un
compañero de mi padre era de aquella zona y, ante el problema que
suponían los bombardeos, encontró una casa para que, junto con la familia
de otro compañero, pasásemos los tres meses de verano. Allí cumplí yo
los diez años.
El edificio en que nos instalamos era en realidad un chalet muy
grande, llamado Villa Jacoba, de forma cuadrada, con planta baja y piso, y
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
78
rodeado de jardín tapiado. Los dueños eran un matrimonio, ya mayor y sin
hijos: Don Cristóbal y doña Gloria. Vivía con ellos la madre de doña
Gloria, una anciana de ochenta y tantos años, a la que vi siempre de lejos,
en el fondo de una habitación siempre en penumbra, sentada en una silla
de ruedas, y a la que nos enteramos, no sé cómo, de que le faltaba una
pierna. Don Cristóbal había sufrido una rara dolencia que le había dejado
la boca un poco torcida. Doña Gloria era delgada, alta, con el pelo
blanquísimo recogido en un moño y vestida siempre de negro. Tenían una
sirvienta, que no salía de la cocina, delgadísima, siempre de gris oscuro y
que nunca hablaba. La casa, muy bien montada, tenía en la planta baja un
gran salón central presidido por una magnífica mesa de billar. A ambos
lados estaban las habitaciones que ocupaban los dueños. Al fondo, a la
izquierda, estaba la cocina y, a la derecha, nacía una amplia escalinata con
peldaños de madera, que hacía dos giros a la izquierda, formando dos
amplios rellanos, hasta desembocar en el piso en el que nos instalamos las
dos familias de ‘’evacuados’’. Los escalones crujían al pisarlos, cada uno
con su gemido especial, lo cual para nosotros, no acostumbrados a las
escaleras de madera, prácticamente desconocidas en Valencia, resultaba
nuevo y misterioso y hasta siniestro. En el primer rellano había un enorme
reloj de pie, con un gran péndulo incansable, terminado en un brillante sol
que, como un ojo misterioso, nos vigilaba permanentemente, mirando a
derecha e izquierda, mientras lanzaba su eterno tic tac, sólo interrumpido
por unas campanadas lentas, maliciosamente lentas, profundas y
amenazadoras. El amplio hueco de la escalera estaba coronado por una
lámpara, que colgaba del techo del piso en que vivíamos, formada por una
enorme águila disecada, con las alas desplegadas, que se cernía
permanentemente sobre nosotros y que, con sospechosa frecuencia, alguna
misteriosa corriente de aire, hacía oscilar amenazadoramente.
Con todos estos ingredientes, los cuatro niños que habitábamos la
casa ­ la familia Serna tenía dos varones de nuestra edad (Pepito y Rafa)­
estábamos un poco atemorizados, no ya por lo que objetivamente allí
viéramos, sino porque nosotros mismos lo comentábamos y lo
incrementábamos y nos impresionábamos.
La casa ofrecía, además, un problema para nosotros importante, y era
que la luz de la planta baja sólo se podía encender desde una de las
habitaciones de los dueños, a las cuales nosotros, lógicamente, no
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
79
teníamos acceso; y las de la escalera y de nuestro piso, sólo se podían
activar desde arriba.
En esa tesitura ­ debió ser el primer o segundo domingo de estar allí
­ anunciaron que habría cine en el pueblo. Y nuestras madres ­ los padres
habían vuelto a Valencia, a su trabajo, nada más dejarnos instalados ­
vieron la posibilidad de proporcionarnos una distracción distinta de la de
jugar en el jardín. Así que fuimos todos al cine con gran alegría.
La película que proyectaron fue, nada menos, que ‘’La momia’’, la
primera de terror que veíamos en nuestra vida. Ni que decir tiene que
salimos del cine, ya anochecido, cogidos todos de la mano, viendo
momias por todas las esquinas, hasta llegar a casa.
Cuando lo hicimos, comprobamos que los dueños no estaban en ella,
así que mi madre abrió la puerta principal y me ordenó encender la luz de
la escalera para que pudiesen subir todos, que se quedaron esperando en el
jardín. Lógicamente, me aterroricé pensando en la escalera habladora, el
reloj vigilante y, sobre todo, el águila misteriosa. Me negué, por tanto a
hacerlo. Pero mi madre no admitió nunca negativas ni desobediencias, así
que me lo volvió a ordenar y yo no tuve más remedio que obedecer.
Comencé a caminar a tientas por el gran salón para alcanzar la mesa de
billar, pero, al pasar por la puerta de la habitación de la inválida me
pareció oír un ruido y temí ver aparecer a la anciana en su silla de ruedas,
así que me apresuré hasta el billar, lo bordeé, llegué al pie de la escalera y
comencé a subir, completamente a oscuras. Los escalones me amenazaron
más siniestros que nunca. Yo temía llegar al rellano del reloj, pues ya me
imaginaba a la momia, al acecho, ocupando el rincón y desplegando sus
brazos para asirme al pasar a su lado. Llegué al rellano. No, allí estaba el
reloj, pues yo escuchaba su tic tac muy de cerca. Y, en ese momento, sonó
una campanada. Recibí tal impacto, que bajé las escaleras a la mayor
velocidad que creo haber alcanzado en toda mi vida, y aparecí en el portal
con los pelos de punta. Todos se rieron, aunque en las risas de los otros
tres niños vi un enorme terror a recibir la orden de subir en mi lugar. Pero
no. Mi madre me hizo volver a intentarlo diciéndome que era un hombre y
los hombres no tienen miedo. Hice de tripas corazón y esta vez logré
llegar arriba y encender la luz que, instantáneamente, hizo desaparecer, a
la vez, el misterio de la casa y mi terrible miedo.
Todo hubiera quedado así si mi abuelo no se hubiera percatado de
que no debía ocurrir de ese modo. Así que, después de cenar, cuando mi
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
80
hermana se restregaba los ojos soñolienta, me tomó en sus brazos y me
sentó en sus rodillas, como acostumbraba hacer. Una vez allí, me dijo:
­ ¿Tú sabes lo que es el miedo?
Me quedé sin saber qué decir. Nunca se me había ocurrido definir el
miedo. Era una cosa que se siente y...
­ Algo que te entra y te asusta.
­ ¿Te entra?
­ Sí ­ dije muy convencido.
­ ¿Por dónde te entra?
­ No lo sé.
­ Pero, ¿es que el miedo está fuera?
Aquello me hizo pensar. ¿Cómo iba a estar fuera? ¡Yo no lo había
visto nunca! Sólo lo había sentido, y muy de veras. Pero...
­ No lo sé. A lo mejor, no.
­ Entonces, ¿dónde piensas que está?
­ ¿Dentro? ­ pregunté tímidamente, pues la posibilidad de que
estuviera dentro de mí me asustaba mucho más que la de que estuviera
fuera. Si era algo externo, quizá pudiese evitar la próxima vez que
intentara entrar, pero si ya lo tenía dentro, estaba perdido.
­ ¿Ahora tienes miedo?
­ No.
­ ¿Te daría miedo bajar ahora a la puerta de la calle y volver a subir?
­ No.
­ ¿Y si estuviéramos a oscuras, te daría miedo?
­ Sí.
­ ¿Y cuál es la diferencia?
­ La luz.
­ Pero, ¿la luz cambia el emplazamiento o la forma de las cosas?
­ No.
­ ¿Todo es igual con luz que sin luz?
­ Sí.
­ O sea, que, tanto si hay luz como si no, la escalera cruje y el reloj
da la hora y el águila se mueve en el techo, ¿no?
­ Sí ­ tuve que admitir con sinceridad. ¿Cómo lo sabía mi abuelo?.
­ Entonces, si no cambia nada, si nada se mueve, si todo sigue igual,
tanto si hay luz como si no, ¿de dónde sale el miedo?
Estaba claro. El miedo salía de mí mismo. Así que respondí:
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
81
­ De mí.
­ Pero, ¿tú lo tienes dentro? ¿No me has dicho que ahora no tienes
miedo?
­ Sí.
­ Luego, no está dentro de ti. ¿Tú no has notado que, cuanto más
piensas en lo que te asusta, más miedo tienes?
­ Sí.
­ Entonces, ¿de dónde sale el miedo?
Tras un momento de reflexión, vi la respuesta:
­ Lo hago yo. Yo mismo me hago el miedo.
­ Pues, si te lo haces tú, también te será posible no hacértelo, ¿no?
­ Seguramente, sí. ­ dije esperanzado.
­ ¿Tú no te has dado cuenta de que, si cuando tienes hambre piensas
en que tienes hambre, te entra más, y cuando tienes sed y lo piensas
muchas veces, la sed aumenta?
­ Sí ­ dije riendo, ya relajado.
­ Pues es lo mismo.
­ ¿Entonces qué tengo que hacer? ¿No pensar que tengo miedo?
­ Primero, comprender que el miedo no existe, que es sólo una
emoción, y que las cosas no cambian porque no haya luz, sino que cambia
tu capacidad de verlas. Y eso ya lo has comprendido, ¿no?
­ Sí.
­ Pues luego, la próxima vez, si tienes un principio de miedo, piensa
que es una tontería, que todas las cosas son como cuando hay luz y que no
quieres sentir miedo.
­ Pero, abuelito, ¿por qué los mayores no tenéis miedo?
­ Los que no tienen miedo es porque ya han descubierto que es una
tontería, una cosa inútil que nos hacemos nosotros mismos, o porque se lo
ha explicado alguien, como yo estoy haciendo contigo. Pero no creas que
sólo por hacerse uno mayor se pierde el miedo. Hay muchos, muchísimos
mayores que tienen miedo y lo pasan muy mal toda la vida. Incluso podría
decirse que todos tienen miedo a los demás. Pero sólo porque no han
profundizado en el asunto o porque nadie les ha hecho profundizar. ¿Lo
tienes claro?
­ Sí. Y sé que nunca más tendré miedo.
He de añadir que, hacia finales de verano, estando nosotros aún en
Villa Jacoba, falleció la anciana inválida, que había dado su nombre a la
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
82
casa en sus años de juventud. Y, por segunda vez en poco tiempo, vi cómo
se cargaba en un camión una caja de pino y desaparecía en el horizonte.
A fuer de sincero he de añadir que don Cristóbal González ­ o
Martínez, que de eso no estoy cierto ­ y con el que muchos años después
mantuve relaciones epistolares, lo mismo que doña Gloria, eran personas
encantadoras. Él era un conocido abogado en la comarca. Y, haciendo gala
de su encanto, durante aquellos tres meses inolvidables en su casa, nos
enseñó a los tres varoncitos, como él decía, a jugar al billar (enseñanza
que me vino muy bien cuando, muchos años después, durante la carrera de
Derecho, hacíamos algunos fuchina a la hora del de Derecho Canónico,
para ir a jugar a la Sala de Armas), cosa que hacíamos todos los días,
mediada la tarde, porque yo debía reposar dos horas después de cada
comida. Él fue también quien, gran filatélico, me hizo despertar el
gusanillo de los sellos, que no me ha abandonado nunca. ¡Es curioso
cómo, sin pretenderlo y hasta sin siquiera darnos cuenta, influímos en las
vidas de los demás, a veces de un modo definitivo!
Por supuesto, nunca jamás en mi vida volví a tener miedo.
¡Ah!, la misteriosa sirvienta resultó ser una monja de claustro allí
escondida. Lógicamente, nuestros padres lo sabían todo, pero no podían
decírnoslo, dado el peligro que podía suponer cualquier indiscreción por
nuestra parte.
* * *
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
83
XIV.­ LA PEDREA
Corría el verano del treinta y ocho. Yo acababa de cumplir los diez
años, lo cual me hacía sentirme, en cierto modo, ‘’mayor’’. Estábamos
pasando el verano, como he explicado en el capítulo anterior, en Caravaca,
un hermoso pueblo de Murcia. Era en plena guerra civil y las propagandas
de uno y otro bando, una en las calles y la otra por las noches, en secreto,
en la radio de las casas, hacían que los niños nos viéramos, sin que nadie
fuera consciente de ello, influenciados por la violencia y la necesidad de
confrontación explícita que toda guerra lleva escondida.
Nosotros, los dos hermanos Serna. ­ Pepito y Rafa ­ mi hermana y
yo, no salíamos nunca solos, por prohibición expresa de nuestros padres,
más allá de las tapias que limitaban el jardín de Villa Jacoba, donde
vivíamos. Así que ignorábamos que los niños del pueblo ya conocían la
llegada de cuatro forasteros. En aquella época, y aún durante muchos años
después, en toda España, el ser forastero en un pueblo era para los nativos
una prueba suficiente de no se sabe qué culpabilidad, de modo que todos
se consideraban con derecho y algunos hasta obligados, a insultar, a
maltratar y hasta a agredir al ‘’intruso’’.
Y ocurrió que un buen día, ya no recuerdo por qué motivo, la puerta
del jardín quedó abierta y los cuatro, naturalmente, sentimos la
irreprimible necesidad de ver el exterior, de explorar solos las afueras, así
que salimos a la calle. Estaba desierta, pues eran las cuatro o las cinco de
la tarde y hacía el calor propio del verano en aquella comarca, que es
mucho. Eso nos dio ánimos para cruzarla y llegar hasta una gran fuente
circular de piedra que había en el centro de la plaza en la que nuestra casa
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
84
se encontraba... Poco más pudimos hacer porque, de repente, de detrás de
los gruesos troncos de dos o tres plátanos de sombra enormes entre los que
bordeaban la plaza, comenzaron a llegarnos piedras, lanzadas por una
pandilla de niños del pueblo, al tiempo que nos gritaban insultos sin
cuento
Nosotros habíamos salido del jardín con ánimo de ver, sin molestar a
nadie. Incluso yo recuerdo que me había pasado por el pensamiento la
posibilidad de hacer algún amigo ‘’del otro lado de la frontera’’. De modo
que aquella agresión injustificada, traicionera y violenta, nos molestó
profundamente y no supimos qué hacer. Afortunadamente, uno de
nuestros deportes favoritos durante casi todo el día y durante los paseos al
campo con nuestras familias, consistía en tirar piedras. De modo que nos
habíamos convertido en bastante expertos, tanto en las distancias
alcanzadas como en la puntería. Así que, no pudiendo regresar a casa
porque los ‘’nativos’’ nos habían cortado la retirada, no tuvimos más
remedio que aceptar la batalla y hacer frente al ‘‘enemigo’’. Y
comenzamos, nosotros también, aprovechando que la plaza no estaba
asfaltada y había suficiente material, a tirar piedras a aquellos niños que
no conocíamos de nada y contra los que nada teníamos. Ellos eran siete u
ocho, aproximadamente de nuestra edad. Pero nuestras piedras iban bien
dirigidas y con fuerza, así que, ellos tras los árboles y nosotros tras el
pretil de la fuente, resistimos durante un buen rato, sin que la batalla se
decidiera en uno u otro sentido.
Todo ello me dio tiempo a pensar ­ siempre he tenido el vicio de
pensar, y muy deprisa, en los momentos importantes ­ en lo ilógico de la
situación. ¿Por qué nos tenían que agredir?. ¿No hubiera sido más natural
que hablásemos y que jugásemos juntos? Y me indignó que no tuviesen en
cuenta que entre nosotros estaba mi hermana, dos años menor que yo, que
era una chica, al fin y al cabo; lo cual aumentaba la indignidad del ataque
y robustecía nuestra justificación para defendernos duramente. Así que,
convencido interiormente de lo justo de nuestra defensa, pensé en tirar
cerca de aquellos niños, para asustarlos. Mi indignación, sin embargo, fue
en aumento al ver que la lluvia de piedras venía ya de distintos puntos
porque nuestros contrincantes iban abriéndose para rodearnos en medio de
la plaza. Así que mi resolución de tirar para asustar, se transformó en la de
tirar a dar en el cuerpo de nuestros antagonistas. Y di en el blanco, aunque
no del todo: Uno de nuestros agresores se retiró con una pedrada mía en la
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
85
mano; otro se fue cojeando con una herida en la pantorrilla... aquello iba
bien. Entonces vi cómo una enorme piedra pasaba rozando la cabeza de
mi hermana y mi rabia se desató: Vi a uno de mis enemigos, me fijé en el
centro de su frente y disparé con toda mi alma para darle allí... De repente,
sentí un golpe en la frente, oí un ruído nuevo, como si algo se rompiese o
se abriese o se cascase, y mis ojos se me llenaron de sangre. Tenía una
buena brecha en la frente. Los ‘’enemigos’’ al ver aquello, llenos de
miedo a las represalias, se dieron a la fuga, y nosotros pudimos entrar de
nuevo en el jardín de donde no volvimos ya nunca a salir solos.
La herida no fue grave, pero sí muy escandalosa, como ocurre con
las que se producen en la frente. Pero aún tengo la cicatriz de aquella
pedrada que me atizó un desconocido que nunca sabré quién es ni él quién
soy yo, ni ninguno de los dos, por qué ocurrió todo. Tengo la cicatriz en la
frente... y en la conciencia.
Aquella noche mi abuelo se sentó junto a mí en la habitación que,
entre las que se habían asignado a mi familia, hacía de salón, y me dijo:
­ ¿Cómo tienes la herida?
­ Bien ­ respondí ­ ya no me duele.
Hay que recordar que, en aquellos tiempos, a las heridas se les ponía
alcohol o tintura de yodo, que siempre dolían mucho más que la herida
que trataban de desinfectar.
­ Bueno ­ dijo ­ es una buena lección. Y, además, muy rápida.
­ ¿Qué quieres decir, abuelito? ¿Una lección para quién? ¿Y por qué
muy rápida?
­ Para ti, por supuesto.
­ ¿Para mí? ¿Y los demás qué?
­ Los demás habrán recibido también su lección, la apropiada a su
actuación. Y si no la han recibido, la recibirán. A ti lo que debe
preocuparte es tu lección.
­ ¿Y qué lección es ésa? ­ dije contrariado, pues estaba seguro de no
haber hecho nada reprochable.
­ La de no odiar; la de no devolver mal por mal. ¿Y qué teníamos que hacer? ¿Dejarnos matar?
­ No. No se trata de eso. Por supuesto, no os hubieran matado, la
prueba está en que, cuando vieron lo que te había ocurrido, se fueron y se
acabó la guerra.
­ Sí, pero yo no sabía eso entonces.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
86
­ No, no lo sabías. Pero tuviste la posibilidad de ¿cómo te lo diría?,
no desear hacer daño. Y, sin embargo, lo deseaste, ¿no? ¿A que deseaste
pegarle a alguien y hacerle daño?
Por mi memoria pasaron aquellos momentos en que deseé realmente
herir, primero en el cuerpo y, luego en la cabeza a mis enemigos, y tiré
mis piedras con esa intención, aunque sólo les di en la mano y en la
pierna. ¿Cómo demonios sabía siempre mi abuelo lo que yo pensaba?
­ Sí, lo deseé ­ dije. Pero es que podían herir a la nena ­ alegué como
justificación ­ y eso me indignó.
­ Y fue una indignación justa. Pero no te daba pie para desear herir a
nadie. Tu deseo es lo que hizo distinto tu comportamiento del de los
demás. Tú deseaste herir y ¿qué pasó? Pues que resultaste herido tú, y
precisamente en la cabeza, donde tú deseabas herir. ¿No fue así?
­ Sí ­ dije empezando a comprender.
­ Pero, fíjate, las leyes naturales unas veces actúan enseguida y otras
veces, por razones que desconocemos, tardan años en actuar; lo que sí
sabemos es que no olvidan y siempre hacen que cualquier acción vuelva a
su autor. Por eso te he dicho que la lección fue rápida.
­ ¿Y la lección de los demás? ­ pregunté no conforme con ese modo
de proceder de las leyes naturales.
­ Supongo que alguno la recibiría al ver el resultado de la pelea: Tu
herida en la frente con una cicatriz para toda la vida. Otros, si no
aprendieron esa lección, a lo mejor seguirán así y se convertirán en
agresores y en gente insociable y la vida les hará recibir lecciones mucho
más graves que hoy a ti. No somos nosotros quiénes para juzgar la
actuación de Dios ni el reglamento que ha establecido para su obra. Él es
el autor y, por tanto, sabe hacer las cosas. Y siempre las hace de la manera
más beneficiosa para nosotros, aunque no nos lo parezca. Pero si se ha
apresurado a enseñarte esta lección, es buena señal.
­ ¿Buena señal? ­ pregunté tocándome la venda que rodeaba mi
cabeza.
­ ¡Claro!. Eso significa que Él cree que con esta pequeña lección
tendrás bastane y no volverás a desear hacer daño a nadie y, por tanto, no
lo harás conscientemente. Y, por tanto, no te convertirás en un insociable
o un delincuente cuando seas mayor. Y, por tanto ­ insistió por tercera vez
­ no tendrás que recibir de mayor una lección mucho más importante y
trágica. ¿Has comprendido bien esta lección?
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
87
­ Sí: Que, si deseo hacer o hago daño a alguien, ese daño me vendrá
a mí ­ resumí.
­ Exacto. En física se dice que a toda acción corresponde una
reacción igual y opuesta. Por eso, cuando botas una pelota contra el suelo,
ésta lo golpea y vuelve a tu mano. Y con los pensamientos y los deseos
ocurre lo mismo, con la que se llama Ley de Acción y Reacción: Si tú
envías un deseo o un pensamiento o cometes un acto perjudicial para
alguien, ese deseo o ese pensamiento o el efecto de ese acto volverá a ti,
tarde o temprano, y te perjudicará con la misma intensidad con que
deseabas perjudicar al otro. O más, si lo has repetido o si, habiendo vuelto
a ti, no has aprendido la lección. Lo que pasa es que los pensamientos y
los deseos y hasta los actos, aunque vuelven siempre, tardan más que la
pelota en volver. Por eso te he dicho que tu lección te ha venido muy
rápida, de lo cual me alegro. Y debes alegrarte tú también.
A lo largo de la vida he visto montones de gente agresiva que,
aparentemente han triunfado gracias a esa agresividad. Pero que siempre,
sin excepción, han terminado siendo víctimas de ella... o de sus
consecuencias, que es lo mismo. Y cada vez que eso he visto, he dado
gracias a mi abuelo por haberme abierto los ojos a tiempo.
* * *
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
88
XV ­ LOS MALHECHORES
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
89
Aquello conmocionó a todo el barrio de la calle de Sagunto, en el
que a la sazón vivíamos. Era por el año cuarenta y tres o cuarenta y cuatro
y yo contaba quince o dieciséis años: La policía acababa de detener a una
banda de malhechores que había atracado, hacía un año, una oficina
bancaria del barrio, llevándose una gran cantidad de dinero.
Todo se había descubierto, según se contaba, porque uno de los
atracadores, considerando que se le había dado menos parte de la que le
correspondía en el botín, denunció a sus compinches. Con lo que toda la
banda acabó en la cárcel.
Yo le daba vueltas al asunto, que me había impresionado. Y me
llamó la atención el modo tan ilógico en que había terminado. Así que, en
la primera ocasión que tuve le pregunté a mi abuelo:
­ Abuelito, ¿tú entiendes el resultado del asunto del banco?
­ Sí, claro, ¿por qué?
Mi hermana se apresuró a acomodarse en sus rodillas para no
perderse ni una palabra.
­ ¿Tú comprendes ­ dije yo ­ que uno denuncie a los demás para
acabar él también en la cárcel?
­ Sí.
­ Pues yo no.
­ Ni yo tampoco ­ terció mi hermana.
­ El que ha denunciado era tonto ­ continué ­ porque él ya se podía
imaginar que lo iban a meter en la cárcel con los otros y, por lo tanto,
hubiera sido mejor para él quedarse con lo que tenía y vivir tranquilo,
¿no?
­ Desde tu punto de vista, sí.
­ ¿Y desde su punto de vista, no?
­ No, porque de otro modo no los hubiera denunciado.
­ Sí, claro. Pero ¿por qué lo ha hecho?
­ Todo obedece a una ley natural, aunque ellos no lo sepan.
­ ¿Y qué dice esa ley natural?
­ Pues dice, sencillamente, que el mal se destruye a sí mismo.
­ No lo entiendo.
­ Ni yo ­ terció mi hermana.
­ Lo entenderéis enseguida. Los dos sabéis lo que es el egoísmo,
¿no?
­ Sí. Cuando uno lo quiere todo para él ­ dijo mi hermana.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
90
­ El egoísmo es no pensar en los demás ­ tercié yo.
­ Muy bien. El egoísta piensa en sí mismo por encima de todo y de
todos. Por tanto los demás no le importan o le importan menos.
­ Sí ­ dijimos los dos.
­ ¿Y sabéis lo que es el amor?
­ Cuando se quiere a alguien ­ exclamó mi hermana sonriendo.
­ El amor es pensar en otro antes que en ti ­ definí yo.
­ Exacto. El amor quiere lo mejor para la persona amada, incluso
delante de uno mismo.
­ Sí ­ coincidimos.
­ Pues ¿qué pensáis que siente un ladrón cuando se reúne con otros
ladrones para atracar un banco? ¿Egoísmo o amor?
­ Egoísmo ­ respondimos.
­ O sea, que si todos los de la banda actúan por egoísmo, todos
piensan primero en ellos y luego en los demás, ¿no?
­ Sí.
Aquello iba tomando forma. Me gustaba.
­ Se juntarán, pues, formando una banda y colaborarán para realizar
el atraco porque uno sólo no puede hacerlo y se necesitan unos a otros,
¿no es eso?
­ Sí.
Yo iba viendo claridad rápidamente.
­ Pero, si todos piensan primero en ellos y luego en los demás,
¿estarán de acuerdo con el reparto que se haga, sabiendo que los demás
tienen algo que les gustaría tener?
No. Es lógico. ­ dijimos.
­ ¿Y cada uno de ellos estará seguro alguna vez de que los demás no
lo delatarán?
­ No ­ contesté emocionado ­ cada uno estará siempre temiendo la
denuncia de todos los otros.
­ ¿Por qué? ­ quiso recalcar mi abuelo.
­ Porque no se guían por el amor, sino por el egoísmo.
­ O sea, que todos estarán descontentos y temerosos, mientras haya
otro que pueda denunciarlos, con lo cual no disfrutarán de su dinero.
­ Sí ­ dijimos convencidos.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
91
­ Y, si eso sigue mucho tiempo y la policía profundiza en sus
investigaciones y se ven acosados y uno imagina la posibilidad de
declararlo todo con la esperanza de que no le condenen, ¿qué hará?
­ Denunciar a sus compañeros antes de que ellos le denuncien a él ­
concluí, mientras mi hermana afirmaba con la cabeza.
­ Pues eso es lo que ha ocurrido. Pero sólo a causa del egoísmo.
Mi cabeza bullía. Aquello era un hallazgo inmenso. Estaba claro que
si uno es egoísta no puede ser feliz. Y, en cambio, si ama, como lo que
desea es la felicidad del que ama, hará todo lo posible por hacerlo feliz
porque así será él feliz también.
­ Ahora comprendo por qué ha ocurrido.
­ Y yo ­ añadió mi hermana.
­ Tened presente siempre que, además de lo que os he dicho de que
el mal se destruye a sí mismo, el bien se suma a sí mismo. Por eso el mal
puede tenerse a raya en el mundo. Si no fuera por esa ley, los hombres ya
se habrían matado todos unos a otros hace muchos siglos. Siempre en la
vida veréis cómo el mal acaba destruyéndose y disminuye, y el bien, el
verdadero bien, se aglutina y aumenta. Que los malos nunca colaboran
sino para sacar su tajada, mientras que los buenos colaboran siempre para
hacer el bien a otros. Que el egoísmo es excluyente, mientras que el amor
es incluyente. Que los malos se odian, mientras que los buenos se aman.
¡Y vaya si lo he visto! Y lo sigo viendo. Y cada vez recuerdo aquella
conversación, aparentemente intrascendente, entre un anciano molinero de
arroz y sus nietos, ansiosos de comprender la vida que se les venía
rápidamente encima.
* * *
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
92
XVI.­ LA MENTIRA
La guerra estaba a punto de terminar. Era febrero del treinta y nueve.
Nosotros, los niños que vivíamos en la Granja, no notábamos ningún
cambio. Jugábamos en aquel inmenso jardín, prácticamente todo el día, y
los problemas de los mayores no nos afectaban: Si había carne de burro,
comíamos carne de burro; si sólo lentejas, pues lentejas. Nuestro único
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
93
trabajo era jugar. No éramos conscientes de lo que ocurría al otro lado de
la tapia del jardín.
Sí notábamos un cambio, precisamente relacionado con la tapia,
aunque para explicarlo será necesaria una pequeña digresión.
La tapia estaba formada, en parte, por una alta pared de obra
coronada de trozos de vidrio, y el resto, por una alambrada muy sólida, de
unos tres metros, protegida interiormente por una arizónica densísima, de
manera que nos resultaba imposible ver el exterior.
Uno de nuestros juegos preferidos ­ para los chicos, claro ­ era el del
‘’manos arriba’’. Consistía en dividirnos en dos bandos y, tras
concedernos un tiempo prudencial, durante el que cada cual debía
esconderse o camuflarse donde y como creyese oportuno, buscarnos, unos
a otros, cautelosamente. Al ver a un contrario, había que gritar,
apuntándole ‘’arriba las manos’’, con lo cual ese enemigo quedaba fuera
de combate y con la prohibición absoluta ­ que observábamos ­ de no
delatar el escondite o los movimientos de ningún contrario a los de su
grupo aún ‘’con vida’’. Este juego, en un paraje como aquél, de forma
cuadrada y con un kilómetro de lado, con edificios varios (cuadras,
insectarios, cámaras y jaulas de desinfección, oficinas, cocheras,
laboratorios, comedores, vestuarios, almacenes de maquinaria, gallineros,
un pinar inmenso, naranjales, invernaderos, etc.), nos permitía
escondernos en los lugares más inverosímiles y reptar y camuflarnos y
hacer durar el juego horas enteras, habida cuenta de que éramos bastantes
niños y que por las tardes, como centro oficial que era, quedaba desierto y
a nuestra merced, salvo los despachos, que se cerraban, y las viviendas
particulares.
Lógicamente, cada uno de nosotros teníamos nuestra pistola o
nuestro revólver, según los gustos, y que al principio consistía
simplemente en el dedo índice de la mano derecha aunque, poco a poco,
fue transformándose en armas simuladas de madera que nosotros mismos
nos fabricábamos.
Pero ocurrió que, al aproximarse el final de la guerra, mucha gente
del pueblo que disponía de algún arma, empezaba a temer ser descubierto
y, para desembarazarse de ella, lógicamente, no había en toda la
contornada mejor posibilidad que, durante la noche, tirarla al otro lado de
la tapia de la Granja. Claro que, en ese lado estábamos nosotros y pronto
nos dimos cuenta del fenómeno; así que todas las mañanas nuestro primer
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
94
trabajo consistía en hacer un recorrido completo de toda la tapia, por
nuestro lado, para recoger armas de todo tipo.
En poco tiempo llegamos a tener decenas de pistolas de todos los
calibres y marcas, revólveres, fusiles, bombas de mano y, sobre todo,
munición, miles de cartuchos de todos los tamaños, llenos de pólvora y
con su balín correspondiente. Hasta el punto de que una de nuestras
distracciones preferidas consistía en encender una hoguera en un rincón
del pinar, fuera de las miradas de los mayores, rodearla de grandes piedras
lisas que formaran una especie de cabaña encerrando en su interior el
fuego y, luego, ir tirando a éste cartucho tras cartucho, sobre todo de fusil.
El fuego hacía que se disparasen con gran estrépito y las balas rompiesen
las piedras en mil pedazos. Cuando ahora lo pienso, imagino que nuestros
ángeles de la guarda debían estar horrorizados. ¡Y nuestros padres,
entretanto, convencidos de que, dentro del recinto, perfectamente
protegido por la tapia, no corríamos ningún peligro!
Alguna vez se nos dijo por nuestros padres, enterados de que
aparecían armas en las calles y plazas por los lugares más inesperados
que, si viéramos un arma o un proyectil, lo avisásemos enseguida a un
mayor para que lo denunciase a la policía y que, sobre todo, no lo
tocásemos. Algún tiempo después, todos los padres nos preguntaron
reiteradamente si habíamos visto alguna pistola o revólver o munición y
todos, cada uno en su casa, y como consecuencia de habernos juramentado
para no decir nada, habíamos asegurado que nada de ello habíamos visto.
De ese modo estuvimos jugando durante varias semanas al ‘’manos
arriba’’ con armas de verdad. Yo recuerdo que tenía un revólver pequeño,
con cachas de nácar, que era una preciosidad,
El arsenal lo guardábamos en una de las cuadras, en un cuartucho
olvidado y oscuro en el que no se entraba nunca.
Ocurrió, sin embargo, que alguien, nunca supimos quién, si niño o
adulto, descubrió y denunció el depósito, y la policía hizo su aparición,
registró las cuadras y encontró el alijo. El revuelo fue considerable.
Nuestros padres lamentaron haber estado tan tranquilos con tantas armas
tan cerca de sus hijos. La policía culpó al cuadrero, un pobre hombre, que
toda la vida había vivido allí, con un comportamiento ejemplar, y al que
detuvieron y estaban a punto de expulsar de su trabajo y de su casa,
aunque él alegaba ser totalmente inocente.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
95
De todo esto nos enteramos por nuestros padres y comenzó a
remordernos la conciencia. De modo que yo pensé recurrir a mi abuelo
para pedirle consejo. Así que, haciendo de tripas corazón, aproveché un
momento en que se encontraba en el jardín y le dije sin más:
­ Abuelito, ¿por qué han detenido a Francisco?.
­ Porque dicen que era él el que tenía las armas que la policía
encontró.
­ ¿Y tú crees que ha sido él? ­ pregunté para tantear el terreno.
­ No. Francisco es una bellísima persona, incapaz de hacer una cosa
así. Estoy seguro de que ni siquiera sabe manejar un arma. Tiene que
haber alguien, verdaderamente malo que, viendo lo que el pobre está
pasando, no sea capaz de hablar y aclarar el asunto.
­ Pero, abuelito, si alguien dijera que ha sido él, ¿qué le pasaría?
­ Depende. Tendría que explicar por qué almacenaba las armas y
para qué y, según lo que dijera, la ley haría una cosa u otra. Pero, para esa
persona sería mucho mejor que lo dijese ahora que cuando hayan
condenado a Francisco.
­ ¿Por qué?
­ Porque así demostraría que no es tan malo, ya que trata de evitar
que se condene a un inocente. Pero, si espera a que lo descubran, el
castigo será mucho peor.
­ ¿Y qué castigo le pueden poner?
­ No lo sé. Yo no conozco la ley. Pero has de comprender que no es
lógico que la gente vaya acumulando armas sin un motivo determinado. Y
ese motivo no puede ser muy bueno, pues las armas sólo sirven para
matar.
Este diálogo se me clavó en el alma. Imaginé al pobre Francisco,
siempre tan simpático y tan juguetón con nosotros, dejándonos hacer lo
que queríamos, incluso en su casa y con sus cosas, cargado de cadenas y
atado al muro de un calabozo en tinieblas. Y a su mujer, la pobre Amparo,
que tanto nos quería y que nos traía pastas de su pueblo, siempre que
volvía de visitar a los suyos, llorando desconsolada y sin poder hacer nada
por sacar a su marido de aquella situación con la que no tenía ninguna
relación. Y algo me hizo hablar con mis primos y con los amigos y
convencerlos de que debíamos decir la verdad. Hubo grandes miedos y
grandes dudas pero prevaleció la honradez. Lo teníamos claro: No
queríamos toda la vida tener en la conciencia el peso de la desgracia de
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
96
Francisco y su mujer. Así que, ni corto ni perezoso, fui a mi abuelo y le
dije toda la verdad.
Mi abuelo se quedó muy sorprendido. Me hizo repetirle toda la
historia, los recorridos diarios por la tapia, los juegos, las hogueras
explosivas, y le hice que me acompañara a dar una vuelta ­ era por la
mañana y, lógicamente, estando el asunto como estaba, no habíamos
hecho el recorrido ­ durante la cual encontramos varias pistolas y muchos
cartuchos que mi abuelo no quiso que tocáramos. Acto seguido, me subió
a casa, le dijo a mi madre que no me dejase bajar al jardín hasta que él
regresase, y se fue a hablar con mi padre a la oficina y, los dos juntos, a la
comisaría. Así se aclaró el misterio del alijo de armas. Todos los de la
pandilla tuvimos que declarar, uno a uno, primero ante la policía y luego
ante nuestros respectivos padres. Y sufrir el castigo correspondiente, tanto
por nuestra mentira como por nuestra desobediencia.
Por supuesto, y con gran alegría de todos, especialmente de los niños
que vimos aligerada nuestra conciencia, Francisco fue puesto en libertad y
reintegrado a su trabajo.
Pasados unos días, mi abuelo me sentó en sus rodillas y me dijo:
­ ¿Has sacado alguna enseñanza de todo lo que ha pasado?
­ No.
­ ¿No has pensado sobre todo ello?
­ Sí.
­ ¿Cuál crees tú que fue el origen de todo?
­ No sé... la primera pistola que encontramos.
­ No ­ dijo mi abuelo tajante.
Yo intuí que aquello era importante y que, por tanto, tendría que
aguzar mis recursos mentales. Así que me concentré, recordé, deduje... y,
por fin, exclamé satisfecho:
­ El desobedecer.
­ En parte, sí ­ replicó. Pero, vamos a ver, ¿cuántas veces te hemos
preguntado los papás y yo si habíais visto algún arma o alguna bala?
­ Muchas.
­ ¿Y qué has contestado siempre?
­ Que no habíamos visto ninguna.
­ ¿Y eso cómo se llama?
­ Mentira.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
97
­ Exacto. Mentira. Y sobre ella quería hablarte, porque es
importantísimo que sepas que la mentira es, a la vez, asesina y suicida.
­ ¿Asesina?
­ Sí. Fíjate qué a punto ha estado el pobre Francisco de ir a la cárcel
por una serie de años o, incluso de ser fusilado, por almacenar armas, lo
cual está prohibido y castigado con grandes penas, sobre todo en tiempo
de guerra.
­ Sí ­ dije comprendiendo.
­ Vuestra mentira ha estado a punto de destrozar toda una vida de
honradez y de trabajo. Porque si no se hubiera aclarado todo, y aunque
Francisco hubiera salido de la cárcel, nadie en el futuro se hubiera fiado de
él, ni le hubiera dado trabajo. Y eso, para mí, hubiera sido como un
asesinato. ¿A ti qué te parece?
­ Que sí ­ dije muy seriamente, comprendiendo la enormidad de
nuestro error.
­ Pero es que, además, la mentira es suicida.
­ ¿Suicida? ¿Que se mata a ella misma?
­ Sí.
­ ¿Cómo? ­ pregunté intrigado.
­ Hasta ahora, los papás de todos los niños del grupo y los abuelitos,
nos fiábamos de vosotros, teníamos plena confianza en vosotros,
estábamos seguros de que nos decíais la verdad y de que obedecíais y de
que se os podía dejar jugar en el jardín sin ninguna vigilancia. ¿Qué
piensas tú que va a pasar ahora? ¿Qué medidas tendrán que tomar los
papás de todos, ya que saben que no se pueden fiar de sus hijos?
Me aterroricé. Nos vi confinados en casa permanentemente o
vigilados estrechamente durante nuestros juegos, sin alegría, sin libertad,
sin la espontaneidad que hasta entonces había presidido nuestras
actuaciones en grupo. Ante mi silencio, mi abuelo continuó:
­ Casi nadie lo sabe. Pero tú tenlo presente siempre tal y como yo te
lo digo: La mentira es asesina y suicida. Siempre, sin excepciones. Así
que no mientas nunca y huye de los mentirosos como de la peste. Es uno
de los defectos o, mejor uno de los vicios más nefastos que existen y que
más daño hace a todo el mundo.
Pocos meses después de aquello pudimos experimentar en nuestra
propia carne lo que la mentira podía hacer, ya que, como he dicho en otro
capítulo, un compañero de mi padre, envidioso del destino que tenía en la
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
98
Granja y deseándolo para sí, aprovechando que estaba en la parte
vencedora de la guerra, lo denunció imputándole una serie de delitos,
todos mentira, que estuvieron a punto de hacer que a mi padre lo fusilaran.
Veinte años después, precisamente el año cincuenta y nueve, mi
padre ­ del que me siento tan orgulloso como de mi abuelo ­ regresó a casa
muy contento, tras asistir a la comida de hermandad que todos los peritos
agrícolas celebraban ­ y siguen celebrando ­ anualmente el día se San
Isidro Labrador. Durante la cena supimos a qué se debía su alegría. De
repente dijo, como sin darle importancia:
­ Hoy he sabido de dónde salieron todas las cosas que me imputaron
y por las que casi me matan.
Nos quedamos todos con la boca abierta, mirándolo. Él continuó:
­ He estado sentado al lado de un compañero, llamado Benavides, al
que no había visto desde que estudiábamos la carrera. Y, durante la
comida, al contarnos cómo nos ha ido a cada uno de nosotros, me ha dicho
que fue él quien, desde la otra zona y porque deseaba mi puesto en la
Granja, había vertido contra mí todas las denuncias que provocaron todo
lo que hemos pasado. Que su conciencia le remordía y que, al verme,
había decidido sentarse a mi lado y decírmelo.
Yo, que no había alcanzado la madurez suficiente, a pesar de lo que
yo pensaba desde mis treinta y un años recién cumplidos, le dije:
­ Supongo que le habrás partido la cara. Es lo menos que se merece.
Mi padre me miró sorprendido y, con cierta tristeza, me respondió:
­ No. Le he dado un abrazo y le he dicho que no se preocupase,
porque todo estaba perdonado y olvidado.
Pocos años después nos dijo mi padre que se había enterado de que
el compañero Benavides había muerto loco.
Sí. Siempre que me he topado con la mentira he podido comprobar
que, como decía mi abuelo, verdaderamente, es asesina y suicida.
* * *
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
99
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
100
XVII.­ LA MÁSCARA
Estábamos en cuarto curso del bachillerato, que entonces duraba
siete años. Y ocurrió que, durante el examen de latín ­ que entonces se
estudiaba durante los siete cursos ­ vi cómo un compañero que estaba
sentado delante de mí, le pidió ayuda al que estaba a su izquierda, que era
el empollón de la clase. Éste, tras hacerse de rogar, le pasó por fin un
papel que el primero copió ávidamente.
Días después, me confesó el que había copiado ­ y al que
suspendieron ­ que lo que le había pasado el empollón ­ cuyo ejercicio
había obtenido sobresaliente ­ estaba lleno de errores.
Aquello me hizo pensar. Por supuesto, el empollón tenía siempre el
afán de ser el primero, de destacar en todo. Pero, hasta entonces, yo había
pensado que lo hacía honestamente, sin atropellar, sin dañar. Aquel
incidente me impactó, de modo que, al llegar a casa, se lo comenté a mi
abuelo.
­ Sí ­ me dijo ­ tú no te lo habías imaginado porque tú no llevas
máscara.
­ ¿Máscara? ¿Es que los demás llevan máscara?
­ Casi todos.
­ ¿Qué quieres decir?
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
101
­ Que, desgraciadamente, la mayor parte de la gente se dejan casi
siempre llevar por el egoísmo, es decir, por poner sus intereses por delante
de los de los demás. Y, como eso está mal y su conciencia se lo reprocha
y, además, los otros, que también saben que está mal, lo podrían notar, se
dedican a fingir que son mejores de lo que en realidad son, con lo cual, se
habitúan a actuar representando un personaje distinto de su propia
personalidad; de modo que llega un momento en que ya no saben
distinguir, y muchos hasta acaban creyendo que ellos son la máscara.
­ ¿Tú crees?
­ Seguro. Ya lo irás viendo. ¿Qué crees que le ha pasado el
empollón?
­ No sé. No lo comprendo.
­ Pues, sencillamente, que es un egoísta. Que es incapaz de
compartir. Que, no obstante, no puede negarle a un compañero un
pequeño favor y, por tanto, le pasa el papel. Pero, como tampoco puede
consentir que el examen del compañero resulte tan bueno como el suyo,
antes de pasarle el papel, figura en él algunos errores. ¿No ves la máscara?
­ Sí. Quiere pasar por bueno, pero en realidad es malo.
­ Pero el compañero defraudado se ha dado cuenta, ¿no?
. Sí.
Y te lo ha dicho a ti.
­ Sí.
­ Y supongo que lo habrá dicho a otros.
­ Quizá.
­ ¿Y qué beneficio habrá obtenido realmente el empollón al final,
cuando los compañeros dejen de confiar en él?
­ Ninguno. Bueno, tendrá muy buenas notas, pero ningún buen
amigo.
­ Exacto. Has dado en el clavo. Este chico irá solo por la vida. Será
el primero. Pero pagando por ello un precio muy alto: La soledad. Todo
por empeñarse en llevar la máscara de bueno y actuar como malo.
­ ¿Y qué tendría que hacer?
­ Actuar tal como es. Los disgustos y los roces producidos por su
carácter egoísta irían corrigiéndole y acabaría siendo un chico listo y,
además bueno. Así será solamente un chico listo, pero malo y solo.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
102
Me quedé pensando. Imaginé al empollón cuando fuera mayor, solo,
sin amigos, creyéndose muy listo pero siendo, en realidad, corto de visión.
Y desgraciado. Mi abuelo concluyó:
­ Fíjate siempre en la gente que conozcas y trata de averiguar cuál es
su máscara. Hay quienes, como tu compañero, la llevan de buenos y son
malos; y hay quienes la llevan de malos y, sin embargo, son buenos y les
da vergüenza manifestarse quizás porque se han criado en un ambiente en
el que ser bueno no estaba bien visto; y hay quienes llevan máscara de
listos y son tontos y quienes la llevan de tontos y son listos y quienes,
siendo riquísimos, se ponen máscara de pobres vi viceversa... hay
máscaras para todos los gustos.
­ ¿Y cuál es la mejor?
­ ¿La mejor? Ninguna. Tú sé tú. Trata de ser bueno y sélo en la
medida de tus fuerzas. Y si fallas, aprende la lección y sigue intentándolo.
Y si quieres ser algo, esfuérzate por conseguirlo y lo conseguirás, pero no
caigas en la vulgaridad de ponerte una máscara. Porque no engañarás a
nadie sino a ti mismo.
Aquel compañero que ya entonces se puso la máscara de bueno sin
serlo, hoy día es un solitario al que la vida ha golpeado duro. Espero que
haya aprendido la inutilidad de las máscaras. El que copió es hoy un
abuelo feliz, que ha llevado una vida llena de amigos, de alegrías y de
satisfacciones.
Tenía razón, pues, una vez más, mi abuelo. Me he preocupado, a lo
largo de los años, de averiguar la máscara que cada una de las personas
con las que he tratado se ha puesto, y puedo asegurar que resulta un
entretenimiento tristemente distraído: Es rarísimo encontrar a alguien que
no se haya provisto de una, aunque sea mínima la transformación que le
proporcione. Pero hay algunas personas que no usan máscara, que se
muestran tal cual son. Y ésas son maravillosas.
* * *
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
103
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
104
XVIII.­ HACER ALGO BUENO
Era una familia modelo, formada por la madre y dos hijos, el mayor,
Pepico, estaba cojo, debido a la parálisis infantil que le afectó de pequeño,
y andaba inclinándose a cada paso del lado izquierdo, hasta apoyar la
mano en su rodilla; el segundo, Paquito, era simpático, alegre, buen
amigo, sin fisuras, de los que mi abuelo decía que no llevan máscara.
Padecía de tuberculosis, enfermedad muy extendida entonces por todo el
país, especialmente entre los niños. Su padre, al que no conocí, era peón
de albañil y estaba en la cárcel por causa de la guerra civil. No tenían
medios ni formación. Pepico era un año mayor que yo, y Paquito, uno
menor. Curiosamente, llevaban el mismo apellido que nosotros, no muy
corriente pero tampoco desconocido en Valencia, de modo que el pequeño
y yo nos llamábamos exactamente igual y eso nos hacía sentirnos más
próximos. Dada su precariedad económica, la madre, la Sra. Asunción, se
dedicaba sin descanso a lavar pisos en las casas que solicitaban sus
servicios. Bien entendido que entonces, por no haberse aún inventado la
fregona, los pisos se lavaban de rodillas. Mi madre, más de una vez,
movida a compasión por su situación, peor aún que la nuestra, contrató
esporádicamente sus servicios.
He de hacer un inciso para abundar en la opinión de mi abuelo en el
sentido de que en el mundo hay mucha gente buena, que no quiere
aparecer como tal, pero que sabe acudir en ayuda de los que la necesitan,
en el momento oportuno. Lo digo porque en aquella época en que mi
padre estaba en la cárcel y no había más ingresos que los que mi madre
obtenía y las frutas y verduras que mi abuelo conseguía Dios sabe dónde,
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
105
todos los meses, llamaba a nuestra puerta un joven, para nosotros
desconocido, que nos entregaba un sobre cerrado en el que había no
recuerdo qué cantidad, pero que nos venía muy bien para equilibrar la
economía. Nunca quiso decirnos quién le enviaba ni de dónde venía. ¿Era
un amigo? ¿Un conocido? ¿El propio denunciante falso de mi padre, que
quería acallar así los gritos de su conciencia? ¿Un desconocido que
aprovechaba la oportunidad para hacer el bien? Nunca lo supimos.
Simplemente dábamos gracias a Dios cada vez que el sobre llegaba, y mi
abuela, recuerdo, rezaba por aquella alma buena. Porque estas cosas
ocurren y hacen que uno no pierda del todo la fe en los hombres.
Decía que, a veces, la Sra. Asunción venía a lavar el piso de nuestra
casa que, a la sazón era la cuarta puerta del número doce de la calle Ciento
veintidós del Plano, actualmente, Padre Urbano, una travesía de la Calle
de Sagunto, poco antes de llegar al colegio de los salesianos. En ese
colegio, en el internado, aunque yo era externo, estudiaba yo el
bachillerato, gracias a una beca que obtenía, mediante examen, cada año.
Los hijos de la Sra. Asunción estudiaban en el externado, que impartía,
gratuítamente, cultura general. Pero, aunque no coincidíamos en clase, sí
lo hacíamos en las horas libres y durante las vacaciones, ya que ellos
vivían precisamente frente al colegio.
Y ocurrió que Paquito, una noche, murió de modo fulminante e
inesperado. Su velatorio, su misa corpore insepulto celebrada en la iglesia
del colegio y su entierro, me conmocionaron profundamente. Aún veo a
Pepico, subido al primer taxi que tomaba en su vida, para ir al cementerio,
llorando desconsoladamente, y a la Sra. Asunción, curtida ya por las
desgracias, sentada a su lado, ausente de todo y de todos y en comunión
con su pequeño, cuya salud tantos sobresaltos le había dado y que ya no
tendría, de mayor, que luchar más en un mundo hostil y despiadado. Lo
cierto es que la inesperada muerte de aquel amigo dejó un vacío que no
conseguimos ya llenar con nada.
Esto ocurrió poco después de la detención por la policía de la banda
de atracadores a que me he referido en otro capítulo. Y unos cuatro años
antes de que mi abuelo nos dejase para siempre, como también he relatado
antes.
Lo cierto es que yo acudí a mi abuelo en busca de aclaraciones
profundas. No podía comprender por qué Paquito tenía que morirse y por
qué, por ejemplo, yo no. Así que le pregunté abiertamente:
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
106
­ Abuelito, ¿tú por qué crees que ha muerto Paquito?
­ Seguramente porque ya había hecho lo que vino a hacer ­ me
respondió.
Yo quedé sorprendido ante tan inesperada respuesta. ¿Qué podía
haber hecho de importante el pobre Paquito, si no tuvo tiempo ni siquiera
de terminar el colegio? Totalmente desorientado, pregunté:
­ ¿Y qué es lo que ha hecho de importante?
­ Depende de lo que tú consideres importante.
­ Importante es algo que los demás puedan usar o admiren, ¿no?
­ Sí. Eso es importante. Pero hay otras cosas mucho más importantes
que casi nadie ve.
­ ¿Qué cosas?
­ ¿Qué te parece sonreír?
­ ¿Sonreír?
­ Sí. ¿Crees que es fácil ir por la vida sonriendo a todos y queriendo
a todos y no viendo malicia en nadie y no sintiéndose ofendido ni
perjudicado por nadie, como hacía Paquito?
¡Era cierto!. Paquito era así. Y mi abuelo se había dado cuenta.
Mientras que yo, aunque lo había apreciado y por eso había buscado y
cultivado su amistad, no había concretado la causa de mi inclinación hacia
él.
­ Es verdad.
­ ¿Qué piensas tú que es más importante, hacer algo de lo que todos
se admiren y comenten los periódicos, o mitigar día a día y hora a hora
con una sonrisa y con un cariño, sin flaquezas, las desgracias que su
madre ha tenido que vivir?
Me quedé pensativo. Recordé a Paquito en su casa, como lo había
visto muchas veces, en su pobrísima casa, alegre, sonriendo siempre,
haciendo carantoñas a su madre que fingía rechazarlas aunque se veía a las
claras que la hacían feliz...
­ Tienes razón... Pero, ¿por qué ha tenido que morirse? ¿No habría
podido seguir haciendo feliz a su madre toda la vida?
­ ¿Y qué es toda la vida? ¿Cuándo termina?
­ Bueno, unos años más...
­ Verás: Todos, antes de nacer, tenemos unos motivos determinados
para venir al mundo y unas cosas que hacer. Siempre buenas. Y las vemos
con mucha claridad. Pero luego, al nacer, se nos olvidan y no nos quedan
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
107
más que unos recuerdos muy difusos, unas tendencias, unos gustos y, eso
sí, una voluntad. Esa voluntad es la que ha de hacer que cumplamos
aquello que queríamos hacer, que era bueno. Unos, como Paquito, lo
consiguen. Otros como, por ejemplo, los atracadores que detuvieron el
otro día, no lo logran.
­ ¿Entonces tú crees que esos atracadores vinieron al mundo a hacer
algo bueno?
­ Sin ninguna duda. Nadie nace para hacer el mal. Todos nacemos
para hacer el bien. Lo que ocurre es que los atracadores no habían
desarrollado su voluntad lo suficiente y, en vez de seguir sus impulsos
internos, sus propósitos originarios, eso que a ti te impide robar o matar no
sabes por qué, se dejaron llevar por los atractivos del otro sendero, el del
mínimo esfuerzo, el de buscar lo cómodo, lo agradable, lo fácil,
rechazando el sacrificio que supone estudiar o decir no a tiempo.
­ ¿Entonces no eran malos?
­ Nadie es malo. ¿Es que crees que no tendrán madre y padre y
hermanos? ¿Es que crees que no querrán a sus hijos, si los tienen, o a sus
amigos de la infancia o a su perro? ¿Es que crees que, porque hayan
atracado un banco, ya son malos para siempre en todo lo que hagan? No.
Rotundamente, no. Por eso hay que considerarlos como unos hermanos
que se han equivocado de camino y si, como consecuencia de ello, no es
posible que vivan en medio de la sociedad, habrá que mantenerlos
separados, es decir, en la cárcel, hasta que se den cuenta de su error y
rectifiquen, y la sociedad pueda recuperarlos como ciudadanos normales,
que para eso es la cárcel. Pero nadie es intrínsecamente malo. Todos,
como te he dicho, nacemos para hacer algo bueno. Sin excepciones.
­ ¿Nosotros también?
­ Por supuesto.
­ ¿Y cómo hemos de averiguar lo que queríamos hacer, lo que
decidimos hacer antes de nacer?
­ Eso hay que tratar de recordarlo poco a poco, haciendo lo bueno,
pensando, reflexionando, meditando, diciendo no, cuando supones que te
vas por al lado malo... así, poco a poco vas viendo claro tu camino.
­ Pero, ¿y los demás?
­ A los demás, si actúas correctamente y practicas con ellos el bien y
la rectitud y la honestidad y la fidelidad y la colaboración y la
comprensión y la tolerancia y el amor, les vas ayudando a recordar qué
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
108
querían hacer aquí y puedes hacerles un gran favor a ellos mismos y a la
humanidad, ya que les evitarás así el daño que, de no haber recordado,
hubieran producido.
¡Qué profundidades había alcanzado mi abuelo!. Era un pozo sin
fondo, lleno a rebosar de sabiduría. Pero sabiduría verdadera, de la que
cala, de la que le marca a uno para siempre, de la que cambia una sociedad
sin que ella misma se dé cuenta. Nunca he dudado de que mi abuelo tuvo
siempre claro para qué había nacido, porque en ningún momento, en
ninguna situación, dejó de hacer, como él decía, ‘’algo bueno’’.
* * *
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
109
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
110
XIX.­ LA LIMOSNA
Yo había cumplido los quince años. Ya podía ­ pensaba yo ­ tener
ideas propias como los mayores. Y sucedió que un día, recién llegado del
colegio, le pregunté a mi abuelo sobre un tema que había tratado con un
compañero de clase:
­ Abuelito, ¿es bueno dar limosna?
­ En principio, es bueno dar al que te pide. ¿Por qué lo preguntas?
Mi hermana, que estaba haciendo sus deberes, barruntando lo que se
aproximaba, se apresuró a acercarse para escuchar e intervenir.
­ Es que ­ dije yo ­ José Luis dice que no le da limosna a ese pobre
que pide en al puerta de la iglesia porque, luego va y se lo bebe.
­ ¿Y a ti qué te parece? ­ preguntó mi abuelo.
Tras corta meditación, respondí:
­ No sé... si se lo bebe...
­ Me parece que te estás perdiendo en tu razonamiento. ­ me dijo mi
abuelo ­ Vamos a empezar de nuevo. La religión, los Evangelios, que ya
conoces, ¿no dicen que debes dar al que te pide?
­ Sí, ­ respondí ­ pero...
­ No hay pero ­ me interrumpió.
­ Pero, abuelito, ­ terció mi hermana ­ si yo me sacrifico, me privo
de algo para darle una limosna y luego él se lo gasta en vino, no tiene
gracia.
­ No. No tiene gracia, pero para él. Empecemos otra vez desde el
principio. ­ dijo mi abuelo ­ Y añadió:
­ ¿Estáis de acuerdo en que hay que dar al que nos pide?
­ Sí. ­ dijimos.
­ Y, si dais algo a alguien, una vez que se lo habéis dado, ¿de quién
es?
­ Del otro. ­ respondí.
­ ¿Y ese otro puede hacer lo que quiera con lo suyo?
­ Sí. ­ me vi obligado a responder.
­ ¿Entonces, por qué os tiene que preocupar lo que él haga con lo
suyo? De eso tendrá que responder él que, tanto si se lo gasta en vino
como si no, recogerá el resultado de su actuación.
­ ¿Entonces...? ­ empezó a decir mi hermana.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
111
­ ¿Qué es lo que a vosotros os debe preocupar cuando alguien os
pide una limosna?
Los dos nos quedamos pensando. Yo comencé a comprender: ¿qué
me importaba a mí lo que el otro hiciese con lo suyo? Y, si lo que yo le he
dado es suyo... lo que me he de plantear es...
­ Si le damos o no la limosna. ­ dije.
­ Eso es. Ése es vuestro problema: Atender o no atender una llamada
de auxilio. Si la atendéis, habréis hecho una buena obra y os sentiréis
mejor. Si no, no os quepa duda de que os sentiréis mal. Algo dentro de
vosotros os reprochará haber dejado pasar una ocasión de hacer algo
bueno. Ocasión que ya nunca volverá.
­ ¿Nunca? ­ preguntó impresionada mi hermana.
­ Ésa, nunca. Podrán presentarse otras, pero ésa ya no. Y eso es
triste, muy triste. ­ tras un breve silencio, continuó: ­ Pero hay una cosa
interesante en este tema.
­ ¿Cuál? ­ nos apresuramos a inquirir los dos.
­ ¿Para vosotros, en qué consiste dar limosna?
­ En dar dinero a alguien que te lo pide. ­ terció mi hermana.
­ Sí y no. ­ respondió mi abuelo.
­ ¿No es eso? ­ pregunté intrigado.
­ Sí y no. Sí, porque dais dinero a quien os lo pide. Desde el punto de
vista material, es correcto. Pero, ¿y desde el punto de vista interno?
­ ¿Cuál es el punto de vista interno? ­ quise saber.
­ ¿Es lo mismo ­ me repreguntó mi abuelo ­ dar simplemente el
dinero, que acompañarlo de una sonrisa, un deseo de satisfacer una
necesidad, un sentimiento de compasión, de caridad, de amor hacia la
persona que os pide y con ello os brinda una ocasión única, como hemos
visto, de hacer el bien?
­ No. ­ respondimos los dos, pensativos.
Y se hizo el silencio acostumbrado tras cada descubrimiento de algo
importante, tras el hallazgo, como acabamos llamándolo, de ‘’alguna perla
escondida’’ en medio de la hojarasca de las palabras, las ideas y las
emociones.
­ La limosna, ­ prosiguió mi abuelo ­ no lo olvidéis nunca, no
consiste en ‘’dar’’ sino en ‘’darse’’. Algo de vosotros, algo de lo mejor de
vosotros debe siempre acompañar al dinero que deis. Si no, el efecto sobre
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
112
vosotros y sobre el que lo recibe no será el mismo. Se interrumpió un
instante y luego prosiguió:
­ ¿Os habéis puesto alguna vez en el sitio del que pide limosna?
Yo me di cuenta de que nunca lo había hecho. Me había siempre
parecido normal que los mendigos pidiesen. Pero aquello...
­ No. ­ dije abrumado, imaginándome a mí en la calle, tendiendo la
mano a los viandantes.
­ Pues conviene que lo imaginéis. ­ dijo. Y siguió: ­ Pedir no es nada
fácil ni agradable, os lo aseguro. Es infinitamente más agradable dar que
recibir. Siempre. El que recibe se siente humillado, rebajado, desplazado,
fracasado con relación al que le da, que se siente fuerte y seguro y elevado
con relación al primero. Y la más elemental elegancia moral inclina a
compensar esa incomodidad interna, esa vergüenza, con un poco de
comprensión y de amor, un dar a entender que tú podrías estar en el lugar
del otro, que lo comprendes y deseas compartir y mitigar su dolor. La vida
da muchas vueltas. Muchas. Y no sabemos si alguna vez tendremos que
pedir limosna. Y, ¿qué pensaríais entonces vosotros, si la persona a la que
pidierais no os diese lo que podía daros porque pensase que ibais a hacer
un uso de lo que os diera, para ella inadecuado? ¿Lo veis claro?
­ Sí. ­ repusimos.
­ Si os piden, dad. Lo otro son sólo excusas para no dar, que nada
tienen que ver con el hecho principal, que es vuestro deseo de ayudar y el
bien que ello hace. Y, sobre todo, aprovechad la ocasión que se os ha
puesto en el camino.
¡Qué claro y qué fácil lo hacía todo mi abuelo! Luego, se nos quedó
mirando y dijo:
­ Hay una cosa parecida, muy corriente, y que convendría que la
hablásemos.
­ ¿Qué es? ­ dijo mi hermana, ansiosa de abordar el nuevo tema.
­ ¿Algo parecido? ­ inquirí yo.
­ Sí. ­ dijo ­ algo parecido. ¿Veis alguna diferencia entre dar una
limosna y hacer un favor?
­ Sí. ­ dijo mi hermana.
­ No. ­ aseguré yo.
­ ¿Sí y no? ­ terció mi abuelo sonriendo.
­ Al dar limosna, ­ arguyó mi hermana ­ das dinero y al hacer un
favor, no, luego son diferentes.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
113
­ Pero, en el fondo, es lo mismo. ­ contraataqué yo.
­ Los dos tenéis razón ­ concluyó mi abuelo ­ porque, en el fondo,
dar una limosna es también hacer un favor, y al revés. Pero yo iba a
destacar un matiz especial: La limosna se da y ahí acaba la historia. Pero,
cuando se hace un favor a alguien, generalmente, se espera que lo
agradezca.
­ Es que es lógico. ­ dijo mi hermana rápidamente.
­ Pensadlo bien, ­ replicó mi abuelo ­ pensadlo bien.
Nos quedamos pensando. A poco, ya vi claro que estábamos en el
mismo supuesto que antes con la limosna: Condicionábamos nuestra
actuación a la posible actuación del otro. Mi abuelo interrumpió mis
reflexiones preguntando:
­ ¿En qué dirección va el favor?
­ En dirección al que lo recibe. ­ dijimos.
­ ¿Y ahí acaba?
La pregunta tenía su miga. Tras pensarlo, me aventuré:
­ Es que, si se espera que vuelva, si se espera el agradecimiento,
entonces... ­ y ahí me quedé.
Silencio. Por fin lo vi con claridad y concluí:
­ Entonces es un intercambio, una especie de contrato, ¿no? Ya no es
un favor.
­ Exacto. ­ dijo mi abuelo ­ El favor, lo mismo que la limosna, ha de
ser gratuíto, incondicional. Porque si no, no son ni limosna ni favor.
­ Claro. ­ dijimos ambos.
­ Y entonces ­ concluyó mi abuelo ­ la limosna y el favor bajan de
categoría, desde el cielo hasta el mercado. Ya les hemos puesto un precio
que los desnaturaliza. De ayuda desinteresada, pasan a ser un simple
trueque.
­ ¿Y la gratitud?. ¿No es una obligación?. ­ quiso saber mi hermana.
­ Sí, claro que lo es. Y muy importante. ­ respondió mi abuelo ­ Pero
es una obligación del que recibe la limosna o el favor y, por tanto, no debe
preocupar a nadie más.
¡Cuántas veces en la vida he vuelto a oír el argumento del ‘’se lo
beberá’’ o ‘’se drogará’’ o ‘’le haces daño dándole’’ o ‘’le fomentas el
vicio’’. Y siempre he recordado aquellas palabras tan sabias de mi abuelo!
¡Y cuántas veces he oído a personas, supuestamente evolucionadas y
bienintencionadas, quejarse de la ingratitud de aquellos a los que habían
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
114
favorecido de algún modo! Y he levantado mi corazón agradecido a mi
abuelo por haberme abierto los ojos a tiempo.
* * *
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
115
XX.­ EL POZO NEGRO
Debió ser por el mes de marzo del tercer año de guerra, porque
vivíamos aún en La Granja de Burjasot. En el inmenso jardín en el que yo,
prácticamente, pasaba todo el día, y al que me he referido en varias
ocasiones, junto al paseo que lo atravesaba por su centro, paralelo a la
fachada, y en el punto en que se cruzaba perpendicularmente con el largo
andén que discurría desde el edificio principal hasta el fondo del jardín,
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
116
que lindaba ya con Benimamet, el pueblo próximo, en uno de los ángulos
que ese cruce formaba, había un observatorio meteorológico, en el cual yo
jugaba frecuentemente, imaginando ser un sabio que manejaba mil
instrumentos misteriosos.
Detrás del observatorio había un recinto rectangular, de unos diez
por cinco metros, formado por una pared de ladrillo de medio metro de
altura, pavimentado también de ladrillo y cerrado por todas partes, salvo
por el centro de uno de sus lados mayores, en el que se interrumpía el
muro unos dos metros, dejando lo que aparentemente era una puerta. No
lo era, sin embargo porque, ocupando toda su anchura, pero por la parte de
fuera, había, a ras del suelo, un pozo cuadrado, con el brocal de ladrillo,
de dos metros de lado.
Aquel recinto rectangular era el estercolero. El lugar a donde iban a
parar las basuras y los desperdicios de todas las viviendas, oficinas,
cuadras y jardines. Allí se amontonaban, allí recibían las lluvias y el sol, y
se iban descomponiendo y dando lugar a una masa informe que, no
recuerdo con qué periodicidad, se cargaba en carros y se esparcía sobre la
tierra de los campos y jardines de La Granja, a modo de abono. Aún me
parece ver el humo que, se elevaba lentamente desde el estercolero hacia
lo alto, sobre todo las mañanas frías del invierno. Y no he podido olvidar
el calorcito tan agradable que nos subía por todo el cuerpo cuando,
encaramados al enorme montón de más de dos metros de altura, nos
quedábamos quietos, como las lagartijas al sol.
Todas las aguas de lluvia y los jugos y líquidos derivados de la
descomposición de toda aquella materia orgánica, rezumaban
continuamente, formando una corriente lenta, semilíquida y negra, que se
escurría hasta desembocar en el pozo cuadrado.
El pozo, he de reconocerlo, me fascinaba. Pasaba horas y horas
arrodillado en sus bordes, observándolo con curiosidad y asco al mismo
tiempo. Nunca supe qué profundidad tenía. Posiblemente no más de medio
metro. Pero a mí entonces me parecía que llegaba hasta el mismo centro
de la Tierra. Sus aguas eran siempre negras o, mejor, marrón oscuro. Con
apariencia espesa pero, sin embargo, fluídas. De su fondo, de vez en
cuando, brotaban inesperadamente grandes burbujas que se rompían con
un ruído característico al llegar a la superficie. Intermitentemente,
aparecían en la superficie, para sumergirse de nuevo en las tinieblas,
grandes gusanos blancos y larvas enormes, de color ocre, de forma
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
117
siniestra y vida misteriosa. Su superficie, en algunas épocas, bullía de
vida, ocupada por miles de larvas de mosquito que pugnaban por salir a
respirar y luego cabeceaban para ganar las profundidades de nuevo.
Para mí aquel pozo era ­ y sigue siéndolo ­ el símbolo de lo siniestro,
lo infernal, lo terrorífico, pero también lo desconocido, y por ello me
subyugó.
Un día, paseando con mi abuelo por el andén central, llegamos a la
altura del estercolero y quise enseñarle toda la vida que bullía en aquel
pozo negro. Llegados a su borde, nos quedamos contemplándolo. Cientos
de larvas de mosquito hacían que la superficie pareciese hervir. A poco, el
agua se removió e hizo su aparición una especie de monstruo blanco,
como un enorme gusano anillado, sin cabeza ni cola que, tras arquearse
varias veces ante nosotros, se hundió de nuevo en los abismos. Misteriosas
burbujas agitaban las aguas por el lugar más inesperado... Yo, resumiendo
mi sentir tras todas las horas de observación en mi haber, dije:
­ Es horrible, ¿verdad?
­ Sí, es horrible. Pero no del todo. ­ respondió mi abuelo.
­ A mí me parece horrible. Meterse en esas aguas negras, llenas de
bichos raros y de trampas y de... uaggg. ­ terminé con un escalofrío.
­ ¿Y qué pensarías si fueses uno de esos animales que viven ahí?. ­
me preguntó inesperadamente.
¡Qué idea!. Pero, ¿qué pensaría? ­ me pregunté.
­ Seguramente... me gustaría. ­ dije con asco.
­ Claro que te gustaría. Sería tu mundo. El único mundo que
conocerías.
Me quedé un momento pensando. Tenía razón.
­ Pero, ¡qué mundo tan triste! ­ no pude por menos de exclamar.
­ ¿Triste por qué?
­ Porque es un mundo que sale de la basura, que vive en la basura, en
lo negro, en lo feo, en lo sucio, en lo maloliente... es un mundo horrible. ­
concluí.
­ ¿Y de qué vives tú? ¿Tú sabes qué se hace con esta basura?
­ Sí. Se reparte por los campos.
­ ¿Y qué pasa con ella?
­ Que sirve de abono para las plantas.
­ ¿Y quién se come las verduras y las frutas?
­ ¡Nosotros!
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
118
­ ¿Qué diferencia hay, pues, realmente?
­ Ninguna. Porque todos comemos basura. ­ respondí convencido,
pero desilusionado, frustrado, asombrado de mis propias palabras.
­ Fíjate cómo, de lo que parece muerto, surge la vida de nuevo. Fíjate
en que la vida nunca muere; puede morir la materia, el cuerpo, pero la
vida, el espíritu, no. La materia cambiará de forma, de apariencia, hasta de
función, pero siempre servirá de soporte a la vida.
Era asombroso: Lo que nadie quería, lo que todos tiraban, lo que
parecía muerto estaba, sin embargo, lleno de vida. Mi abuelo continuó:
­ Hasta el agua de este pozo, el extracto de todo lo descompuesto y
de lo más repugnante permite que miles de seres puedan vivir y
alimentarse y ser felices.
Se me iba así haciendo claro que el mundo todo, el universo todo,
está vivo, que cada partícula lleva vida dentro y que, al margen de
nuestras apreciaciones y nuestras observaciones y hasta de nuestras
reacciones, hay planes superiores a nuestra comprensión, que hacen que
todos trabajen para todos, que nada quede olvidado, que cada cosa tenga
su importancia y su finalidad y su utilidad... Mientras todo esto se me
grababa en la mente, mi abuelo prosiguió:
­ Y esto ocurre a todos los niveles.
­ ¿Qué quieres decir?
­ Quiero decir que el mal no existe, que no es más que una etapa en
el desarrollo del bien, una apreciación nuestra.
­ No te entiendo, abuelito.
­ Verás. Esta agua negra que rezuma el estiércol es para nosotros
repugnante. No la beberíamos por nada del mundo, ¿verdad? Ni nos
bañaríamos en ella a ningún precio. Para nosotros es la representación de
lo más desagradable y siniestro. Pero, para los que en ella viven, no. Para
ellos es un agua maravillosa, que contiene alimentos que les permiten
crecer y vivir y evolucionar.
Yo le seguía atentamente. Tras una breve pausa, continuó:
­ ¿Has visto lo que sale de todos estos bichos que viven aquí?
Yo hice memoria... sí, una vez había visto crisálidas adosadas al
borde, sobre la superficie negra, así que respondí:
­ Sí. He visto crisálidas. ¿Qué sale de ellas?
­ Salen escarabajos. Unos escarabajos grandes y de un azul metálico
precioso. Lo sé porque, de niño, los vi salir de sus crisálidas.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
119
­ Esos sí que los conozco, ­ respondí ilusionado ­ porque los he
cazado muchas veces y los tengo en mi colección.
­ ¿A que cuando los cazaste no te imaginaste que provenían de este
pozo o de otro parecido?
­ No. Me parecieron bonitos. Son bonitos.
­ ¿Ves como todo es relativo, cómo lo que hoy nos parece feo y
malo, mañana nos parece bonito y bueno? Todo depende del momento en
que lo miremos. ¿Has visto los escarabajos peloteros?
­ Sí. Y los he seguido muchas veces.
­ ¿Y qué hacen?
­ Recoger boñigas de caballo y hacer bolitas y empujarlas para
hacerlas más grandes.
­ ¿Y qué más? ¿Lo sabes?
­ Sí. Ponen sus huevos allí y luego sus hijos se comen la bola y
pueden crecer. ­ respondí ­ Me lo ha explicado la Srta. Quilis.
­ Exacto. Es otro caso en el que se ve claro que de una cosa sucia y
repugnante, sale de nuevo la vida. Siempre es igual, incluso con los
hombres.
­ ¿A qué te refieres, abuelito?
­ A que, el hombre aparentemente más malvado, más degenerado, no
es más que un pozo como éste, en el que están las semillas de cosas que
luego resultarán maravillosas.
­ ¿Qué cosas? ­ pregunté no muy convencido.
­ Todas las cosas maravillosas que hacemos los hombres. ¿Tú crees
que los sabios y los santos y todos los grandes hombres no tuvieron
también dentro su pozo negro, lleno de cosas feas? Todos lo tenemos.
­ ¿Nosotros también? ­ pregunté alarmado.
­ Nosotros también. Nadie es perfecto. ¿Tú nunca has dicho una
mentira, ni has desobedecido nunca a los papás, ni has insultado a un
amigo cuando te has enfadado con él, por ejemplo? Pues ése es tu pozo
negro.
­ Sí. ­ confesé contrito. Y luego, curioso, pregunté:
­ ¿Y qué pasará con mi pozo?. ¿Qué saldrá de él?
­ Si te das cuenta pronto de que lo tienes y de que es feo, y no te
gusta tenerlo, empezarás a no decir mentiras y a ser obediente y a respetar
a los demás y, entonces, de tu pozo negro empezarán a salir insectos
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
120
brillantes, de colores, que zumbarán alegres por tu interior, en forma de
alegría, felicidad y amistad.
­ ¿Y si no? ­ pregunté angustiado.
­ Si no, tu pozo negro seguirá ahí y, aunque a ti te parezca bonito,
sólo producirá bichos feos y repulsivos y tú no serás feliz. Pero, tarde o
temprano, te darás cuenta de lo feo que es y reaccionarás y, desde ese
momento, empezarás a escuchar los zumbidos de los insectos bonitos de
tu alma…
El sol de primavera se detuvo; los insectos dejaron de aletear; los
pájaros callaron; el silencio se hizo total... tan sólo alcancé a oír el
gorgoteo de unas burbujas, al reventar en el aire limpio de la primavera,
tras un viaje misterioso desde las profundidades insondables del pozo
negro.
Desde aquel día, he procurado observar mi pozo negro y tratar de
reducirlo y verlo desde el punto de vista positivo. Y he mirado el pozo
negro de los demás imaginando la vida maravillosa que, a pesar de todas
las apariencias, tiene almacenada en su interior.
* * *
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
121
XXI.­ EL ARGUMENTO
Contaría yo alrededor de los dieciocho años. Era domingo por la
tarde, antes de cenar. Recuerdo que estaba, muy interesado, leyendo
Macbeth cuando mi abuelo se colocó a mi lado y me preguntó:
­ ¿Qué lees?
­ Macbeth. ­ le dije.
­ Una obra maravillosa. Un clásico estupendo. ¿Lo entiendes?
­ Hasta ahora, sí. ­ le dije.
­ Mi hermana, oído avizor, abandonó sus labores y se aproximó,
husmeando algo interesante. Mi abuelo entró en materia:
­ ¿Encuentras algún personaje sobrante?
­ ¿Sobrante? No. ­ respondí sorprendido ­ ¿Qué quieres decir?
­ Superfluo, que no haga falta. ­ dijo.
­ ¿Por qué había de encontrarlo? ­ respondí extrañado.
­ ¿No te ha llamado la atención ­ me dijo ­ que en ninguna novela ni
en ninguna obra teatral ni en ninguna película aparezca nunca un
personaje superfluo, ni una escena que no sirva para nada?
­ No. ­ respondí asombrado ­ Pero, ¿para qué iban a poner personajes
superfluos?
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
122
­ Para nada. Por eso no se ponen. Pero, míralo al revés.
­ ¿Cómo se mira eso al revés? ­ Pregunté perplejo.
­ Si no hay personajes ni escenas innecesarios, quiere decir que los
que hay son necesarios, ¿no? ­ preguntó con una sonrisa.
­ Sí, claro.
­ Y, si son necesarios, ¿qué quiere eso decir?
Ya estábamos en plena ebullición, la situación que a los tres tanto
nos atraía. Estaba claro que cada personaje tenía algún papel necesario...
al fin dije:
­ Que cada personaje hace o dice o sugiere algo que es
imprescindible.
­ ¿Imprescindible para qué?
­ Para que el argumento se desarrolle como el autor quiere que se
desenvuelva. ­ respondí muy seguro.
­ Exacto. O sea, que cada personaje lleva consigo un mensaje, más o
menos importante o aparente, pero necesario para el desenlace final, ¿no?
­ ¡Qué curioso!., ­ intervino mi hermana, riendo con alegría del
hallazgo ­ ¡Claro! Porque, si no sirve para eso, el autor lo elimina y en
paz.
­ ¿Pensáis que la literatura dramática y las novelas tienen alguna
finalidad? ­ preguntó inesperadamente mi abuelo.
Nos quedamos callados. La mente funcionaba deprisa.
Surgieron mil respuestas:
­ Ganar dinero. ­ sugirió mi hermana.
­ Conseguir la fama. ­ añadí yo.
­ ¿Algo más importante? ­ inquirió mi abuelo.
­ Mostrar situaciones de la vida, de modo literariamente bello. ­
pensó mi hermana.
­ ¿Algo más profundo? ­ insistió mi abuelo.
­ Enseñarnos a vivir. ­ exploté yo, recopilando las ebulliciones de mi
cerebro.
­ ¡Ahí está la respuesta! ­ aceptó mi abuelo ­ Enseñarnos a vivir. A
vivir bien se supone, ¿no?
­ Sí. ­ coincidimos los dos.
­ O sea, que todo autor, aún sin proponérselo, lo que hace es
representar vidas, modos de vida, unos buenos y otros peores, mediante
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
123
personajes, cada uno con su mensaje, y que conducen a un desenlace
determinado, ¿no?
­ Sí. ­ convinimos una vez más.
­ Luego, ¿qué habrá que hacer cuando se lee una novela o se
presencia una obra dramática?
Estaba claro. Así que dije:
­ Sacar la lección correspondiente.
­ Pero, ¿qué lección? ­ inquirió.
­ ¿Qué lección? La de la obra. ­ respondí convincente.
­ ¿La del autor? ­ insistió.
Aquello volvía a tener mucha enjundia. No tenía que ser
necesariamente la del autor. Podría ser otra, pero...
­ ¿La nuestra? ­ pregunté inseguro.
­ Pero ­ terció mi hermana ­ si el autor pretende decirnos algo, eso es
lo que tenemos que aprender, ¿no?
­ El autor ­ dijo mi abuelo ­ es un hombre, que tiene su experiencia
personal, su cultura, sus ideas, sus necesidades, sus problemas, sus
preguntas sin respuesta... pero, ¿estás tú ­ preguntó dirigiéndose a mi
hermana ­ en su misma situación? ¿O, por el contrario, tus circunstancias
personales y, por tanto, los mensajes que recibas de los personajes y la
interpretación que de ellos hagas, tendrán que ser necesariamente distintos
de los del autor?
­ Es verdad. ­ reconoció mi hermana.
­ Resume, pues, la idea. ­ me pidió.
Yo traté de recordar el proceso y todo lo recién descubierto, y
respondí:
­ Que todo autor tiene un mensaje que dar; que, para ello, utiliza los
personajes imprescindibles; que cada uno de ellos aporta algo al mensaje
final; y que cada espectador debe sacar la enseñanza que más le interese
de lo que cada personaje haga o diga y de la lección que el desenlace final
contiene. ¿Qué te parece?
­ Me parece muy bien ­ dijo mi abuelo. Y añadió sonriendo:
­ Ahora que ya estamos embalados, ¿qué diferencia veis entre una
obra literaria y la vida?
Volvíamos a la palestra. Mi abuelo era infatigable. Siempre
empujándonos a pensar, a descubrir cosas ocultas del modo más
sorprendente.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
124
­ ¿Qué diferencia hay? ­ repitió mi hermana para darse tiempo a
pensar.
­ Que una cosa es real y la otra, no. ­ avancé yo.
­ ¿Y qué elementos comunes veis?
Nos quedamos de nuevo pensando. Mi hermana se adelantó:
­ Que hay personajes.
­ Y situaciones. ­ añadí.
­ ¿Y qué más?
­ Y un protagonista. ­ dije satisfecho.
­ ¿Y nada más?
Nuevo silencio. ¿Qué habríamos olvidado? Mi abuelo, ante la falta
de respuestas, preguntó:
­ ¿La vida tiene argumento?
¡Aquello sí que era nuevo! ¿La vida, argumento? Pero, pensándolo
mejor, ¿por qué no? Así que me atreví a decir:
­ Supongo que sí. Si la literatura nos enseña a vivir... la vida ha de
hacerlo más aún...
­ ¿Habéis pensado qué es un argumento? ­ preguntó mi abuelo por
sorpresa.
­ Una trama, una historia que se va desarrollando hasta que llega a
una situación problemática y luego acaba resolviéndose, bien o mal,
según. ­ resumió mi hermana con gran premura.
­ O sea, ­ replicó mi abuelo ­ que la vida tiene todos los elementos de
la novela y el teatro, ¿no? ¿Y qué diferencia veis entre una y otros?
­ Bueno, ­ me apresuré a decir ­ en la vida, el protagonista soy yo, es
decir, soy el que decido y el que actúo, y en la literatura, es el autor.
­ Y, además. ­ añadió mi hermana ­ el argumento es mi propia vida.
­ Y el final es mi muerte. ­ rematé.
Nos quedamos en silencio una vez más, rumiando los recientes
hallazgos. Mi abuelo reanudó el diálogo:
­ Entonces, las personas que aparecen en nuestras vidas, ¿a qué
equivalen en la obra literaria?
­ A los personajes. ­ dijimos a la vez.
­ ¿Y qué pensáis? ¿Que los personajes de la vida son necesarios
como los de la literatura, o hay en la vida personajes superfluos,
innecesarios?
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
125
¡Vaya pregunta! Aquello tenía verdadero calado. Mi hermana, tras
un breve titubeo, se atrevió:
­ Supongo que en la vida hay personajes superfluos.
­ ¿Estás segura? ­ preguntó mi abuelo.
­ Bueno, ­ dijo ella ­ segura, no. Pero parece lógico.
­ ¿Por qué? ¿Quién es el autor del argumento de nuestra vida?
¡Otra pregunta para premio! Yo me atreví a responderla:
­ En realidad, somos nosotros, pero lo vamos inventando a medida
que se desarrolla.
­ Según las circunstancias, ¿no? ­ inquirió mi abuelo ­ Según lo que
sucede a tu alrededor, según el ambiente te lo va permitiendo, ¿no?
­ Sí, claro. ­ tuve que responder.
­ ¿Y quién hace el ambiente y las circunstancias y las casualidades y
los problemas que has de enfrentar? ¿Quién hace que te toque la lotería o
no? ¿O que te encuentres a un amigo que hace tiempo que no ves y te
preste un favor o te diga algo que influya en tu vida? ¿O que quieras ver
una película determinada y no haya entradas? ¿O que llueva cuando tenías
pensado salir a pasear?... ¿Tú?
No. ­ respondí desarmado ­ Eso lo voy encontrando y lo voy
resolviendo o sorteando.
­ ¿Pero quién te va poniendo esas chinitas en el camino o, por el
contrario, empujándote cuando dudas para que, digamos, te atengas al
‘’argumento’’ y llegues así al desenlace previsto?
­ Supongo que Dios que, ahora lo veo, es el verdadero autor del
argumento de mi vida. ­ admití sorprendido. Pero, ­ añadí enseguida ­ yo
soy libre, luego...
­ Luego, si te ajustas al guión que tú mismo imaginaste antes de
nacer, todo te saldrá bien; pero si no, aparecerá algo, alguna circunstancia,
alguna persona, que te harán cambiar de idea o de proyecto o de actitud,
hasta que, eso sí, libremente, vuelvas a lo previsto. ­ dijo mi abuelo,
sentencioso.
­ Por otra parte, ­ añadió ­ ¿Tú haces las cosas porque sí o porque
con ellas pretendes algo?
­ Porque pretendo algo, lógicamente.
­ ¿Y ese algo tiene algún objeto? ­ prosiguió ­ ¿No va siempre
encaminado a que sirva de trampolín para alguna acción posterior más
importante?
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
126
­ Bien pensado, sí. ­ respondí.
­ Y todo lo que haces en la vida, ¿crees que no tiene un fin
determinado y último?
­ Tener una familia y criarla y ser feliz con ella... ­ dijo mi hermana.
­ Y aprender cosas y comportamientos... ­ añadí yo.
­ ¿Y quién pensáis que es mejor argumentista, Dios o los literatos?
­ Dios, por supuesto. ­ respondimos.
­ Pues, si es mejor, y los que son peores no ponen en sus obras
personajes ni escenas superfluos, ¿qué conclusión sacáis?
De nuevo a pensar y a ver claro. Me adelanté:
­ Que los personajes de nuestra vida son tan necesarios como los
literarios y tienen todos algo que ver con el desenlace final.
­ ¿Y qué se deduce de ello? ­ insistió mi abuelo.
­ Que hemos de descubrir qué enseñanza nos da cada persona que
aparezca en nuestras vidas, porque todas tienen algo importante que
decirnos o que enseñarnos. ­ dijo mi hermana.
­ O qué enseñanza ­ añadí yo ­ le hemos de dar nosotros. Porque esa
persona está también viviendo su propio argumento y para ella, nosotros
somos sólo personajes necesarios de su drama, ¿no?
­ Exacto. ­ respondió mi abuelo ­ Pues tenedlo siempre presente. Por
eso los sabios, los verdaderos sabios, han dicho siempre que ‘’todos
somos maestros y todos somos discípulos’’. Pero, ­ prosiguió ­ ¿qué más
veis en esta conclusión?
Entonces me di cuenta de cómo nos había abierto los ojos. Pero los
ojos del alma. Y comprendí que continuamente se nos está orientando en
la vida para que cumplamos nuestros propósitos y para eso se nos envía a
los parientes, a los amigos, a los conocidos y aún a los desconocidos, y las
lecturas y las ideas, y las situaciones... cada uno con su mensaje.
­ ¿Os dais cuenta ­ dijo entonces mi abuelo, interrumpiendo mis
pensamientos, ­ de que el mundo es un conjunto maravilloso, un
entramado de argumentos, de dramas personales, en los que unas veces
somos protagonistas y otras meros comparsas, pero siempre necesarios y
siempre con mensajes de ayuda, de aclaración y de empujón hacia la meta
que cada uno se ha propuesto al venir a este mundo?
¡Qué maravillosa lección! ¡Qué perfección infinita! ¡Qué trabazón
milagrosa era la vida toda, vista así! Gracias a aquellas ideas y a aquella
conversación con mi abuelo, me ha sido relativamente fácil sobrellevar
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
127
desgracias, minimizar roces y fricciones y agradecer los mensajes que,
todos los que en mi vida han aparecido, traían para mí.
* * *
XXII.­ LA FRENTE, ALTA
Andaba yo por los catorce años. Mi vida transcurría entre mi casa, en
la calle 122 del Plano, como ya he dicho en otro momento, y mi colegio, a
unos escasos cuatrocientos metros, al final de la calle de Sagunto, y al que,
durante ocho años, uno de ingreso y siete de bachillerato, consideré como
mi segundo hogar. Como también he dicho antes, cursaba mis estudios
gracias a una beca que cada año tenía que ganarme con buenas
calificaciones y un examen, en el pabellón del internado, aunque como
alumno externo.
Y ocurrió que llegué a casa un día, a la salida del colegio, con un
nudo en la boca del estómago. Sentía, a la vez, rabia, vergüenza,
impotencia y ganas de llorar...
Mi abuelo, que me conocía perfectamente, apenas me vio llegar, se
apresuró a preguntarme qué me ocurría. Yo me resistí a decirlo, porque no
sabía qué sentimiento era el dominante. Al fin, y ante su insistencia, le
dije:
­ Un compañero de clase con el que he tenido un encontronazo
jugando al fútbol en el recreo, me ha dicho que es lógico que yo juegue así
pues, ¿qué se puede esperar del hijo de un presidiario?
­ ¿Y tú qué has hecho? ­ me preguntó.
­ Nada. ­ dije con indignación.
­ Muy bien. ­ se limitó a decir.
Pero mi rabia, mi sentimiento de haber visto insultado a mi padre y
de haber sido yo mismo injustamente tratado, estaba alcanzando en mí
niveles insospechados. Yo conocía a mi padre, yo sabía lo bueno que era,
yo sabía que estaba en la cárcel injustamente pero... ¿qué podía hacer? Sin
poderme contener, me eché a llorar en el pecho de mi abuelo, que me
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
128
rodeó tiernamente con sus brazos. Permanecimos así un buen rato; luego
me ofreció su pañuelo para que me secase las lágrimas y me dijo:
­ Hay que mirar el lado bueno.
Yo me rebele contra aquello:
­ ¿Qué lado bueno?
­ Lo tiene, aunque ahora no lo veas. Algún día lo comprenderás. Te
está robusteciendo y aclarando las ideas sobre el mundo y los hombres.
Pero vamos a hablar un poco.
Dejó pasar unos instantes y, por fin, me preguntó:
­ ¿Tú qué idea tienes del papá?
­ ¿El papá? ­ respondí sorprendido ­ Pues que es muy bueno y no se
merece estar en la cárcel.
­ Bien. ­ dijo ­ Eso es lo principal. Pero yo quiero añadirte que tu
papá es el hombre más bueno que he conocido en mi vida.
Aquellas palabras fueron como una caricia que mitigó el dolor que
me oprimía el corazón.
­ Quiero que sepas ­ siguió ­ que tu padre ha sido y sigue siendo un
hombre honesto, que sólo y siempre ha hecho el bien, aún a riesgo de su
vida. Los dos erais aún muy pequeños cuando ocurrieron las cosas que os
voy a contar. ­ añadió incluyendo a mi hermana, que había estado llorando
en silencio al oírme, y que se aproximó, como siempre, para compartir lo
que viniera ­ No sé si las conocéis pero, en todo caso, no habéis podido
comprender su gran mérito, así que escuchadme, porque tenéis derecho a
conocerlas y yo obligación de contároslas.
Mi abuelo se sentó, mi hermana se encaramó en sus rodillas, como
siempre, y yo me acomodé a su lado. Y comenzó:
­ Vuestro padre es un hombre bueno. Pero, no sólo bueno de palabra,
sino de obras. ­ hizo una breve pausa como para ordenar sus ideas ­
Cuando estalló la guerra y empezaron a matar gente en todos los pueblos,
el alcalde de Burjasot, que no se fiaba de los concejales de los distintos
partidos, llamó a su lado, para que le asesorasen y le ayudasen a mantener
el orden, a tres o cuatro hombres del pueblo, los más honestos, en su
opinión. Y entre ellos estaba vuestro padre, que pronto destacó entre ellos
por su defensa de la justicia, de la rectitud, del respeto a las ideas de todos,
de la ley, de la concordia, del diálogo. Mientras él estuvo en ese grupo, en
Burjasot no se asesinó a nadie. Sin embargo, a los quince días de irse,
porque lo movilizaron, se cometió ya el primer asesinato, al que siguieron
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
129
varios más. Durante aquellos días de barbarie y persecuciones, consiguió y
les entregó personalmente salvoconductos y hasta ropas, a las monjas de
los Hermanitos de los Pobres, de Burjasot, para que pudieran esconderse y
salvar la vida. Y, pistola en mano, que le había arrebatado a un policía
armado en el salón principal del ayuntamiento al oír un gran tumulto,
vuestro padre, que en su vida había manejado un arma, se encaró con una
muchedumbre de bárbaros vociferantes que atravesaban la plaza, camino
de la ermita de San Roque, con el propósito de incendiarla. Él solo les
hizo frente e hizo que desistiesen. Y la ermita de San Roque de Burjasot
es la única iglesia en toda la provincia que no fue saqueada e incendiada.
Mi hermana y yo, que desconocíamos todo aquello, íbamos
sintiéndonos orgullosos de nuestro padre. Era como si todos los agravios
recibidos hubiesen disminuido de tamaño. Mi abuelo prosiguió:
­ Cada hombre tiene su carácter, su formación, sus limitaciones y sus
cobardías, sus ideales y sus frustraciones y, en la vida normal, todos
disimulan sus puntos flacos. Estos años de guerra, sin embargo, han hecho
que cada cual se mostrase como realmente era. Y vuestro padre ha dado la
talla. Os lo puedo asegurar. Y ha sufrido muchos reveses y muchos
desengaños. ­ hizo una pausa y siguió:
­ Unos días antes de estallar la guerra, un ingeniero que los dos
conocéis, que trabajaba en La Granja, le dijo al papá que él se iba ese día a
Francia porque tenía miedo de lo que le pudiese ocurrir si se quedaba en
España, y le rogó que, si pasaba algo, cuidase de su madre, que quedaba
sola en su pueblo. El papá así se lo prometió. Y, durante toda la guerra,
cada mes, la mitad del suelo del papá, fue a parar a la madre de aquel
ingeniero. Por eso hemos pasado más hambre de la normal y hemos tenido
que prescindir de determinadas cosas, aunque todos lo hicimos a gusto,
para ayudar a esa señora, que no conocíamos de nada, pero era la madre
de un amigo. Pero, cuando acabó la guerra y al papá se lo llevaron una
noche y la mamá supo que ese ingeniero había entrado en Valencia
vencedor y con autoridad y fue a pedirle ayuda, le respondió que lo sentía
mucho pero que había jurado no ayudar a ningún rojo. Y no hizo nada por
el papá. ­ se detuvo un momento ­ Pues bien, ¿cómo pensáis que reaccionó
vuestro padre cuando lo supo? Su único comentario, desde la cárcel, fue:
‘’Pobre hombre, siempre ha sido un pusilánime’’.
Yo me sentía lleno de energía, rebosante de felicidad. Mi abuelo
continuó:
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
130
­ Poco antes de acabarse la guerra, vinieron a casa a comer tres
amigos del papá. Yo estuve presente en una conversación que iniciaron
esos amigos. Ellos le preguntaron qué pensaba hacer, si irse al extranjero o
quedarse. Y, ¿sabéis lo que respondió vuestro padre? Pues dijo que él no
tenía nada que ocultar ni nada de qué avergonzarse, que sólo había hecho
todo el bien que le había sido posible y, por tanto, se quedaba y con la
frente muy alta. Y añadió: ‘’No quiero que mis hijos puedan pensar un día
que huí por miedo a afrontar las consecuencias de mis actos’’. Y se quedó.
Otro de los tres, un médico de Almansa, una bellísima persona también,
dijo lo mismo que vuestro padre y se quedó. Los otros dos se fueron al
extranjero. Al médico supimos luego que lo habían detenido y fusilado. Y
a vuestro padre poco faltó. Pero yo os puedo asegurar que, si siempre lo
había querido como un hombre de bien, recto y valiente, desde aquel día
me sentí orgulloso, profundamente orgulloso de mi hijo político. Y lo sigo
estando.
Los corazones de mi hermana y mío volaron en aquel instante por
los aires a reunirse con el de nuestro padre, aún en la prisión de San
Miguel de los Reyes. Y estoy seguro de que él sintió en aquellos
momentos una caricia, especialmente perfumada, con toda la admiración y
el amor de sus hijos. Pero mi abuelo aún no había concluído:
­ Vosotros recordáis que el tío Indalecio ha pasado los tres años de
guerra en nuestra casa y por eso todos los domingos, la tía Delfina y las
primas Conchín y Elisín han venido a visitarnos. Pero, ¿sabéis por qué
estaba en casa? Porque, en cuanto la guerra empezó, unos energúmenos lo
secuestraron y se lo llevaron a una checa. El papá pasó varios días
buscándolo y, cuando averiguó dónde estaba, se presentó allí y, con grave
riesgo de su vida, y era la segunda vez que lo hacía en pocos días, exigió
al jefe de la checa, fingiendo una seguridad que no tenía pero que había
que aparentar, la entrega del tío, y pudo así salvarlo de ser asesinado. Por
eso estuvo escondido en casa. Y por eso, al terminar la guerra y detener al
papá y echarnos de La Granja, fuimos primero a casa del tío Indalecio y
luego al Molino, porque no teníamos casa y el tío nos quiso así pagar lo
que vuestro padre había hecho por él.
Mi hermana y yo íbamos sintiéndonos cada vez más llenos de
satisfacción. Estábamos conociendo a nuestro padre. De verdad. Por
dentro. Mi abuelo siguió:
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
131
­ Aquella señora que os enseñó a leer ¿os acordáis?, era una monja
de incógnito, a la que el papá ayudaba para que pudiese comer. Durante
toda la guerra, puedo asegurároslo, el papá no ha hizo otra cosa que
ayudar a cuantos pudo, sin mirar sus ideas ni su parentesco ni su grado de
amistad, sino sólo la necesidad en que se encontraban y la posibilidad que
él tenía de ayudarles. Por eso, cuando detuvieron al papá, fueron muchas
las personas, amigos, compañeros, vecinos y conocidos que se volcaron en
su favor. Hubo por supuesto, quien no dio la talla y no se movió. Y hasta
quien, habiendo sido compañero de vuestro abuelo Manuel y profesor del
papá durante la carrera, y pasado la guerra en La Granja, trabajando codo
con codo y día a día con él, cuando le preguntó el fiscal en el juicio que se
le hizo al papá junto con otros once procesados, desconocidos para
nosotros, si lo conocía, dijo que lo había visto alguna vez, pero que no
podía decir nada sobre su forma de ser ni sobre sus actos.
Creo conveniente un inciso para hacer constar que este
comportamiento en una persona tan próxima durante tanto tiempo me
dolió de tal modo que, me quedó, he de reconocerlo, una leve duda sobre
su verosimilitud. Hasta tal punto que, veinte años más tarde,
aprovechando un viaje de mi padre a Madrid, lo acompañé y, juntos,
visitamos a aquella persona que, al preguntarle yo si aquello era cierto,
lleno de vergüenza y en presencia de su mujer, me confesó que sí, que era
verdad, que el miedo le jugó una mala pasada y no se atrevió a ayudar en
aquellos momentos a mi padre, al que sabía injustamente perseguido.
­ Pero, en general, ­ siguió mi abuelo ­ todos hicieron lo que
pudieron. Sin embargo, fue en vano. Nadie supo hasta el mismo día del
juicio de qué acusaban al papá. Así que, aparte de ese profesor y
compañero que todos esperábamos dijese la verdad y nos falló, la única
persona que pudo y a la a la que dejaron intervenir, ya que habían
prohibido que la mamá nombrase abogado y le asignaron uno de turno al
que prohibieron también defenderlo y sólo lo autorizaron a pedir
clemencia, fue la superiora de los Hermanitos de los Pobres de Burjasot
que, dando ejemplo de entereza y honestidad, estuvo allí para decirle al
tribunal que si ella y todas las demás monjas vivían aún era sólo gracias al
papá. Pero no sirvió de nada. Otra acusación que le hicieron era la de
haber estado en África sublevando kábilas. Y vosotros sabéis que el papá
no ha estado nunca en África. Pero en ese momento no se podía
demostrar. Todo el juicio no fue sino una sinrazón total. No sabemos de
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
132
dónde pudo salir todo aquello. Lo cierto es que vuestro padre se mantuvo
en su sitio y cuando, terminado el juicio, le preguntaron si tenía algo que
alegar, dijo lo que tenía que decir, entre otras cosas: Que, a diferencia de
muchos que se fueron, y regresaban ahora como héroes, él se quedó en su
puesto e hizo, desde él, a costa de grandes riesgos y sacrificios, todo el
bien que pudo; y que, próxima a concluír la guerra, y pudiendo haberse
ido al extranjero, prefirió quedarse en España y en su puesto, porque no
tenía nada de qué arrepentirse; y que todo aquello de lo que lo habían
acusado era falso de raíz, pero no lo podía demostrar porque se acababa de
enterar de qué se le acusaba. Fue inútil. Lo condenaron a muerte.
Nosotros seguíamos el relato con el corazón en un puño. Mi abuelo
continuó aún:
­ Hasta en la cárcel ha seguido ayudando. Tres veces se quedó sólo
en su celda de la Cárcel Modelo, donde se apiñaban trece o catorce
reclusos, porque todos sus compañeros habían sido llamados para ser
fusilados. Recogió las últimas voluntades de los ejecutados y lloró con
ellos y escuchó sus últimas confidencias y les dio valor y recibió sus
pobres recuerdos, tales como un verso a la esposa lejana o un pensamiento
de cariño hacia los hijos o un rosario de hilo de cáñamo, que aún guarda
en su poder. Se convirtió en el confidente y el amigo de todos. Su ánimo
no decayó en ningún momento y siempre tuvo la seguridad de que a él no
lo matarían. Y así fue. Y, curiosamente, cuando todos perdíamos la
esperanza, era él, el condenado a muerte, quien nos daba ánimos a los
demás.
Como he relatado en otro capítulo, muchos años después supimos de
dónde habían salido todas aquellas denuncias calumniosas. Pero cuando
mi abuelo nos hablaba, nadie podía explicarse lo sucedido. Las
consecuencias, sin embargo, las estábamos sufriendo todos entonces.
­ Y fijaos: ­ prosiguió ­ cuando llegó a la cárcel de Monteolivete, a la
vista del estado de infección de los allí recluídos, víctimas la mayor parte
del tifus exantemático, el ‘’piojo verde’’ que dice la gente, le propuso al
director de la prisión montar un servicio de desinfección y consiguió, no
sólo allí, sino luego en las Torres de Cuarte y ahora en San Miguel de los
Reyes, erradicar completamente la enfermedad. Y hoy día, gracias a
vuestro padre, no existe ya en ninguna de las cárceles de Valencia.
Hizo otra pausa para contener la emoción y prosiguió:
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
133
­ Ése es vuestro padre. Así que, como él dijo en aquella ocasión, la
frente alta, hijos. Muy alta. Tenéis un padre único y nunca os sentiréis de
él lo suficientemente orgullosos. Soportad, pues, lo que venga. ¿Qué
importa? Ciegos los ha de haber, desgraciadamente, siempre. Pero no
debéis caer en su juego. No los odiéis. No descendáis de nivel. No os
pongáis a su altura. Perdonadlos de todo corazón. Ellos no ven más, pero
vosotros, sí. Y, aunque parezca que ellos llevan razón, vosotros sabréis
que no. Y eso os debe bastar. No os martiricéis por su causa. Bastante
desgraciados son con ser así, tanto los denunciantes como los
desagradecidos, los cobardes o los jueces. Vosotros cumplid siempre
vuestra obligación, ayudad a todo el que podáis, perdonad al que os haga
daño, tratad de comprender y disculpar a los demás... y no temáis. Porque,
si actuáis así seréis inmunes, como vuestro padre, a todas las calumnias y
a todos los insultos y a todas las injusticias.
Se detuvo un momento y prosiguió:
­ Pero no penséis que sólo en un bando, en media España, se han
dado casos como el de vuestro padre. Los españoles somos todos más o
menos iguales, lo cual quiere decir que en las dos partes contendientes se
han hecho barbaridades injustificables y en las dos partes ha habido
personas valientes y buenas, pues ni la maldad ni la bondad son
patrimonio de los partidos ni de los gobiernos. Son patrimonio sólo de los
hombres, de cada hombre. Vosotros habéis tenido el privilegio de tener un
padre ejemplar. Pero no es el único. Ni en esta zona ni en la otra. Tenedlo
en cuenta y no generalicéis nunca, ni lo bueno ni lo malo, pues no sería
justo.
¡Qué maravillosos me parecieron en aquel momento mi padre y mi
abuelo! Pensé, y quizá acerté, que no conocería nunca a nadie como ellos.
Y que yo era verdaderamente afortunado por tenerlos tan cerca a los dos.
Y aquella frase, ‘’la frente alta’’, quedó retumbando en mis oídos, y aún
sigue haciéndolo, como una especie de bandera, de exigencia, de razón de
ser.
Desde aquel día han pasado muchos años y muchas cosas y he
conocido a mucha gente y he visto traiciones y cobardías e injusticias
flagrantes, pero también he visto hombres buenos, íntegros, incorruptibles,
que hollaban el mismo sendero que entonces hollaba mi padre que, fiel a
sí mismo, aún dedicó los últimos años de su vida, tras una jubilación bien
ganada, a localizar y ayudar a todos los funcionarios que, expulsados
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
134
como él después de la guerra, aún no habían logrado el reingreso en sus
puesto, con el fin de que pudiesen disponer de la merecida pensión
durante la vejez. En ese cometido le sorprendió la muerte.
Afortunadamente, la generación actual, la tercera ya desde aquélla,
mira la guerra civil como un hecho casi prehistórico, pero un hecho al fin.
Y hace bien. Aunque, no cabe duda de que, si hoy tenemos democracia y
libertad, y hacemos lo posible por evitar las guerras y proliferan las ONGs
y los ejércitos realizan misiones de paz, se debe a las lecciones tan duras
que todos, sin excepción, aprendimos entonces y, sobre todo, a los que,
con clara visión, supieron indicar el camino del futuro y nos enseñaron
que, pase lo que pase, hay que resistir en el bien e intentar mantener
siempre la conciencia limpia y la frente alta.
* * *
XXIII.­ LA MEMORIA
Estábamos pasándolo mal. Era en plena postguerra. No había
comida. Lo que se obtenía con la cartilla de racionamiento no bastaba. Y
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
135
los que no teníamos campos propios ni dinero, no podíamos abastecernos
en el mercado negro, bien provisto, y que entonces se llamaba
‘’estraperlo’’.
En casa, lo mejor que se conseguía, mi madre lo destinaba a la
‘’cesta’’ ­ una caja metálica de galletas en forma de cubo ­ que cada
semana nos permitían remitir a mi padre, aunque no siempre llegara a su
poder. Luego, a mi hermana y a mí. Y el resto, si lo había, a mis abuelos y
a sí misma. De modo que el tema del hambre estaba con mucha frecuencia
en nuestras conversaciones.
Recuerdo que, un día, después de haber cenado un trozo de pan de
maíz tostado, que parecía un ladrillo de serrín, con una finísima loncha de
dulce de membrillo sospechosamente negro, mi hermana, que tendría doce
años, pues esta escena se desarrolló poco después de la relatada en el
capítulo anterior, encaramada como siempre a las rodillas de mi abuelo, le
preguntó:
­ Abuelito, ¿por qué hay guerras?
Mi abuelo se quedó en silencio. Pareció descender a lo más profundo
de su alma sabia y, tras un momento que a mí me pareció eterno, dijo:
­ Son los síntomas de la adolescencia de la Humanidad.
Mi hermana y yo nos miramos con ojos de asombro.
­ ¿Qué quiere decir eso? ­ pregunté intrigado.
­ Bueno, ­ dijo ­ es un poco complejo. Veréis: El hombre, a lo largo
de su vida, primero es un bebé que depende de los demás para todo; luego,
un niño que empieza a hacer cosas por su cuenta; más tarde, un
adolescente como vosotros, que se cree que lo sabe todo y actúa como si
así fuera y, claro, comete muchos errores, que le enseñan el camino
correcto; así que, cuando llega a la siguiente etapa, la madurez, ya sabe
manejarse en la vida con cierta soltura; y, cuando alcanza la vejez, lo ve
todo con más perspectiva, desde más lejos, con menos apasionamiento, y
puede sacar y asimilar y transmitir a otros las lecciones que la existencia
conlleva.
Mi hermana y yo, en silencio, seguíamos mentalmente las etapas
descritas por mi abuelo, vislumbrando así una visión de conjunto, para
nosotros aún desconocida. Él continuó:
­ Sabéis que la evolución es un hecho. La iglesia aún no la admite,
pero, tarde o temprano la tendrá que admitir. Y admitir la evolución quiere
decir que la vida empezó en los seres unicelulares, cada uno con su
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
136
conciencia particular y su proyecto de vida. Pero, en un momento
determinado, y por causas que pertenecen al plan divino, varios de esos
seres se unieron, con fines prácticos como la defensa, la supervivencia o la
economía de los alimentos, y constituyeron un organismo compuesto, con
más posibilidades de sobrevivir y durante más tiempo. Y, sin perjuicio de
la conciencia individual y del plan de vida de cada una de sus células
componentes, ese ser compuesto adquirió, a su vez, una conciencia y un
proyecto de vida propios de una categoría superior.
Nosotros seguíamos embelesados aquella exposición tan nueva y tan
sugestiva. E imaginábamos las distintas uniones de seres unicelulares,
dando lugar a otros, cada vez mayores y más complejos...
­ El hombre, ­ continuó mi abuelo ­ el cuerpo del hombre, no es más
que un cúmulo de células vivas, cada una con su conciencia individual y
su programa de vida determinado; pero todo el conjunto está impregnado
por nuestra conciencia de seres humanos y nuestro proyecto de vida
particular, muy superiores ambos a los de las células.
Se detuvo de nuevo. Nuestra expectación era máxima. A poco
continuó:
­ Ya os he expuesto las etapas por las que pasa el hombre a lo largo
de su vida... Pero el proceso no termina ahí.
Yo no pude reprimirme y, temiendo que no siguiese, me apresuré a
preguntar:
­ ¿Y qué pasa luego?
­ Pues pasa ­ respondió ­ que los hombres se unen, como antes las
células, y forman razas y pueblos y ciudades y partidos políticos y equipos
de fútbol y sociedades mercantiles, buscando siempre el modo ideal de
sumar sus posibilidades individuales y constituir así un ser superior, más
fuerte, más durable y más perfecto. Por eso cada raza se diferencia de las
otras, y cada pueblo y cada ciudad y cada partido y cada equipo de fútbol
y cada sociedad mercantil, y desarrollan una conciencia y un proyecto de
vida diferentes de los de sus miembros, pero distintos también de los de
los otros conjuntos de hombres...
­ ¿Y cuándo terminará ese proceso? ­ no pude por menos de
preguntar.
­ Cuando toda la Humanidad se integre en un solo organismo, con
una sola conciencia y un solo proyecto de vida. Entonces esa conciencia
coincidirá con la conciencia de Dios y ese proyecto de vida, con el plan
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
137
divino. Pero, hasta entonces, la Humanidad ha de pasar por todas las
etapas por las que el hombre transita. Y ahora estamos en la adolescencia,
la época en que uno cree saberlo todo aunque no sabe casi nada, y crea
problemas y produce estropicios y sufre decepciones y hasta se hace daño
a sí mismo... pero acaba aprendiendo y madurando. Por eso las guerras.
Aquello era verdaderamente aclaratorio y diáfano. Yo imaginaba a la
Humanidad como un bebé y luego como un niño, y como un adolescente...
Mi abuelo seguía:
­ Porque las guerras no son más que una de esas trastadas que la
Humanidad adolescente hace.
­ ¿Es que hace otras? ­ pregunté alarmado.
­ Claro. Como todos los adolescentes. Hace muchas. Por ejemplo,
emborracharse, fumar, robar, explotar a los demás, ser orgullosa, egoísta,
intransigente, fanática, ignorante... porque aún no se ha dado cuenta de
que hay que juntarse todos en plan de igualdad para formar un todo mayor
y más perfecto y más feliz, y que para eso todos somos igual de necesarios
y de importantes. Pero los sufrimientos que las guerras producen, van
logrando que los hombres aprendan y la Humanidad vaya adquiriendo
conciencia de Humanidad, una conciencia superior a la de cada uno de los
hombres que la compone.
­ ¿Entonces, las guerras son para bien? ­ quiso saber mi hermana.
­ Son para bien desde el punto de vista del conjunto, porque con ellas
se aprende y se evoluciona. Pero los individuos sufren. Es como cuando te
haces una herida y te ponen tintura de iodo para desinfectarla. ¿Qué
ocurre?
­ Que escuece mucho. ­ nos apresuramos a responder los dos que, a
la sazón llevábamos las rodillas llenas de las consabidas costras.
­ O sea, ­ añadió mi abuelo ­ que hay células que sufren. Pero esa
desinfección, aunque algunas células sufran, es buena para el conjunto. Lo
que no sería necesario es la herida, consecuencia de nuestra inexperiencia
e ignorancia pero, una vez hecha, hay que curarla; como tampoco sería
necesaria la guerra pero, una vez producida, hay que desinfectar las
heridas. Y eso duele. Y, como todo en el mundo trabaja para el bien, y ya
sabéis que eso es una ley natural, las lecciones que aprendemos del dolor
que producen las heridas y las guerras, nos hacen acordarnos la próxima
vez y no caer en el mismo error.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
138
­ Pero, ¿por qué hemos de sufrir nosotros? ­ era la pregunta lógica,
que formuló mi hermana.
Mi abuelo pensó un momento y, enseguida respondió:
­ Porque, en los momentos de peligro, cuando todo el mundo está
desorientado y asustado, ha de haber siempre alguien que no pierda los
nervios y señale el camino a los demás. Y, como todos están nerviosos y
desorientados, hacen sufrir a esas personas persiguiéndolas, acusándolas,
calumniándolas, atormentándolas y hasta matándolas. Luego, cuando pasa
todo, cuando los nervios se tranquilizan, se dan cuenta de que aquél era el
camino correcto y empiezan a caminar por él. Pero el mal ya está hecho.
Se detuvo un instante y siguió:
­ Vuestro padre, como habréis deducido de lo que os conté hace unos
días, es uno de esos que no pierden los nervios y ven las cosas claras, pero
no pueden evitar que los demás no lo vean así y acaban siendo víctimas de
los que no ven. Pero su ejemplo está ahí, y el de muchos otros de toda
España, porque gente buena la hay en todas partes, y muchos, entre los
que nos encontramos nosotros y todos los que han conocido y admirado al
papá. Porque todos nos hemos dado cuenta de que el camino correcto para
el progreso de la Humanidad es el que ellos nos han enseñado: El de la
comprensión, el del diálogo, el de la colaboración, el de la defensa de lo
justo, de la libertad, del respeto a los demás...
Nos habíamos elevado a alturas insospechadas. Ahora lo veíamos
todo tan claro que ya no nos importaba nada lo que pudiera ocurrirnos,
porque nos sabíamos en el buen camino. Mi abuelo nos dijo aún:
­ Sabéis que la memoria es una de las facultades más importantes del
ser humano. Sin memoria, un hombre ya no es un hombre. Es una piedra.
Porque en la memoria almacenamos todas las lecciones que hemos
aprendido. Todas. Y no nos es posible hablar de nada ni pensar en nada ni
hacer nada, si no echamos antes mano de la memoria. O sea, que es
importantísimo recordar. Es fundamental.
Hizo otra pausa y, con un suspiro, continuó:
­ Pero recordar no quiere decir odiar ni guardar rencor a nadie. Por
tanto, todo lo que ha ocurrido y está ocurriendo hemos de recordarlo, pero
de ningún modo ha de servir para que odiemos o culpemos a otros. Nadie
es perfecto. Nosotros tampoco. Con eso por delante, quiero añadiros que,
como os he dicho, en las guerras se exacerba todo y sale a flote lo más
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
139
bueno y lo más malo de cada uno, y todos debemos extraer de ello las
oportunas lecciones.
Nueva pausa. Preció meditar un instante y, por fin, decidido,
prosiguió:
­ Voy a exponeros dos hechos, sucedidos en la Cárcel Modelo en el
tiempo en que al papá estuvo allí condenado a muerte, y que me ha
contado hace unos días, durante la última visita que le he hecho. Son dos
historias tristes, pero reales. Una de ellas muestra el lado malo y la otra el
lado bueno de los hombres. Vosotros sacaréis las lecciones
correspondientes. Y no las olvidéis, porque son dos casos extremos, dos
arquetipos.
Tomó aliento, pensó un poco, y comenzó:
­ La mala es ésta: Todas las mañanas, llegaba de Capitanía la lista
con los nombres de los que ese día debían ser fusilados. Los presos, en
rigurosa formación, en el patio, debían escuchar los nombres, que se leían
en voz alta y, a medida que eran nombrados, salir del puesto que ocupaban
y formar una fila delante de todos, para luego tener que encaramarse a un
camión y ser trasladados al lugar de la ejecución. Os podéis imaginar la
terrible tensión que, cada mañana, existía en aquel patio durante la lectura
de la ‘’saca’’, que así llamaban a la lista. Pues bien, durante unos meses,
hubo un director de la prisión que, cuando ya se había terminado la lectura
de la ‘’saca’’ y los que iban a ser ejecutados formaban ya la fila fatídica,
se permitía cada día ‘’regalar’’ uno más, como él decía, de entre los que
aún quedaban condenados a muerte y que habían suspirado con alivio al
no verse incluídos en la lista recién leída para aquel día.
Mi hermana y yo nos quedamos petrificados de horror. Mi abuelo
hizo una larga pausa y continuó:
­ La historia buena es ésta: Había, condenados a muerte, dos
hermanos gemelos idénticos, tan parecidos, que casi nadie era capaz de
distinguirlos. Uno de ellos era casado y con hijos y el otro era soltero. Y
ocurrió que, un día, el nombre del casado apareció en la lista.
Inmediatamente, sin pensárselo dos veces, el hermano soltero se adelantó
y se puso en la fila de la muerte. Pero el casado dio también un paso al
frente y se puso a su lado, diciendo que el llamado era él y no su hermano.
Y, durante unos minutos se produjo allí la más hermosa discusión de la
historia humana, entre dos hermanos. Al final, fue ejecutado el casado.
Mi abuelo calló. Luego, suspirando profundamente, siguió:
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
140
­ Extraed la lección de los dos casos. Ya podéis hacerlo solos. Pero
pensad que casos como éstos se han dado a miles en toda España y se
están dando en todo el mundo en la guerra actual ­ estábamos en plena
segunda guerra mundial ­ y no son privativos de ninguna zona, ni partido
ni grupo ni país ni creencia ni raza. En algún momento recuerdo haberos
dicho que una guerra es algo terrible, que desata todas las pasiones y
produce desgracias sin fin; pero también es una magnífica ocasión para
hacer el bien, para ayudar al necesitado, dar refugio al perseguido,
alimentar al hambriento, consolar al desesperado, sacrificarse y hasta
correr riesgos por favorecer a los demás... De todas las guerras hay que
aprender las lecciones correspondientes para, en el futuro, imitar unas
cosas y evitar otras. Así es como avanza y se eleva la Humanidad. Con
mucho dolor y mucho sacrificio. Pero también con mucha ilusión y mucho
coraje. Y mucha memoria.
* * *
XXIV.­ EL PRIMER DURO
Iba yo por los nueve años y, debido a la guerra en curso, mi único
trabajo, prácticamente, como el de mi hermana, el de mis primos y primas
y el de los hijos del director de la Estación Naranjera, era jugar sin
interrupción en aquel inmenso jardín. Tal era nuestra resistencia a perder
tiempo subiendo a casa para recoger la merienda que a mi madre se le
ocurrió una idea ingeniosa: A la hora de merendar, sonaba desde la terraza
de nuestra casa un silbato, con silbidos prolongados si era mi madre la que
soplaba y cortitos y sin fuerza, que nos hacían reír, si era mi abuela.
Nosotros, al oír el pito, acudíamos al pie de la terraza y, desde ella,
descendían las meriendas en una cesta colgada de un hilo. Sólo así
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
141
podíamos aprovechar todo el tiempo de que disponíamos en una
ocupación tan digna y tan instructiva como jugar.
Nuestros padres, sin embargo, pensaron que sería bueno que
tuviéramos alguna experiencia que nos enseñase lo que es el trabajo y lo
que el dinero cuesta de ganar. Así que, todos de acuerdo, comenzaron a
decirnos que había que realizar en el jardín, ­ nosotros llamábamos jardín
a los dos jardines propiamente dichos que allí había, más a todos los
campos de naranjos, de frutales, de verduras, de hortalizas y de tubérculos
­ un trabajo muy fácil y que, quien lo hiciera, podría ganarse nada menos
que un duro en sólo dos días. Como era de esperar, nos intrigó el trabajo y
‘’conseguimos’’ que nos dijeran en qué consistía. Comprobamos así que
sólo se trataba de recoger las hojas secas que se habían acumulado en gran
cantidad en los alcorques circulares de los naranjos, y meterlas en grandes
sacos de arpillera que luego serían transportados al estercolero por los
peones fijos que en La Granja trabajaban todos los días.
La facilidad del trabajo, sumada al atractivo del duro por cabeza, que
entonces era una fortuna, nos hizo pedir con insistencia a nuestros padres
que nos dejaran llevarlo a cabo a los niños. Nuestros padres, lógicamente,
se dejaron convencer, pero con dos condiciones: Que los dos días
hiciésemos la jornada de ocho horas, cuatro por la mañana y cuatro por la
tarde, y que terminásemos de limpiar todos los naranjos.
Las condiciones nos parecieron justas y, con gran ilusión de ganar
dinero como los mayores y trabajar como ellos y hacer la misma jornada
que ellos, empezamos el día convenido, a las nueve de la mañana.
Al principio resultó muy divertido y todos pusimos el mayor empeño
en la empresa. Yo, en vista de la velocidad que llevábamos, hice mis
cálculos y llegué a la conclusión de que podríamos cumplir con holgura el
compromiso.
A media mañana, sin embargo, los más pequeños empezaron a
aburrirse y a distraerse y a cansarse. Realmente, era fatigoso, incluso para
los mayores, porque había que introducirse debajo de los naranjos cuyas
ramas estaban a unos treinta centímetros del suelo; una vez allí, en
cuclillas, había que recoger las hojas e ir metiéndolas en los sacos. Pero,
debajo de las hojas había cardos y ortigas y hierbajos que pinchaban, e
insectos de todo tipo, y barro, y siempre quedaban hojas, y los sacos nunca
se llenaban, y había muchos naranjos y...
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
142
Por la tarde, los pequeños se negaron a trabajar, lo cual me obligó a
rectificar mis cálculos iniciales y a empezar a asustarme. Aquella noche
dormí como pocas veces lo he hecho, de cansado que estaba. Pero aún
recuerdo que soñé con cientos, miles de alcorques llenos de hojas secas
hasta los bordes.
A la mañana siguiente, sólo nos presentamos a trabajar mis primos
Vicentín, Amparín y Dorita, más mi hermana y yo. El trabajo no cundió.
Las chicas se cansaron y se fueron. Nos quedamos mi primo y yo, que
éramos los mayores, y aún no habíamos hecho ni la cuarta parte del
trabajo convenido. Me desmoroné. Pero seguí recogiendo hojas lo más
deprisa que pude. A poco, se reincorporó mi hermana, arrepentida de su
momentánea flaqueza, y los tres seguimos y seguimos. Pero llegó el
anochecer y nos faltaba aún la mitad. Recuerdo la rabia que yo sentía de
no poder cumplir mi compromiso. La noche cayó. Recibimos recado en el
sentido de que ya era hora de dejarlo, pero nos negamos. Seguimos
recogiendo hojas y hubiéramos estado haciéndolo toda la noche, a no ser
que mi padre no hubiese aparecido para decirnos que, aunque no habíamos
terminado, los tres nos merecíamos el duro por nuestro sentido de la
responsabilidad.
Ese duro, esos dos duros de plata, los primeros que ganábamos en
nuestra vida, se enmarcaron y se colgaron en nuestros respectivos
dormitorios. Años después, cuando tuvimos que salir de la casa, y nos
quedamos sin nada, hubo que sacarlos de sus marcos y gastarlos para
poder comer.
Pero aún me parece escuchar, al día siguiente, las reflexiones de mi
abuelo, que nunca perdió ocasión de ‘’formarnos por dentro’’, como él
decía:
­ ¿Qué os ha parecido el trabajo?
­ Bien. ­ dije con satisfacción.
­ ¿Pesado? ­ insistió.
­ Sí.
­ ¿Has pensado en la gente que tiene que hacer algo así todos los días
de su vida para poder comer?
Yo no lo había pensado nunca, pero en ese momento sentí crecer mi
respeto por los braceros que todos los días trabajaban en los campos de La
Granja.
­ ¿Te gustaría hacer ese trabajo cuando seas mayor?
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
143
Yo me horroricé. No. Decididamente, no. Yo deseaba hacer algo
importante y así se lo dije:
­ No. Yo haré cosas más importantes.
­ ¿Más importantes? ­ me preguntó.
­ Sí.­ dije molesto.
­ ¿Y qué cosas son ésas? ­ insistió.
­ Bueno...otras cosas. ­ dije sin saber concretar.
­ ¿Y por qué piensas que el trabajo del campo no es importante?
Me quedé pensando. Al fin encontré la respuesta:
­ Porque es más importante hacer barcos, por ejemplo, o trenes o
carreteras.
­ ¿Y tú qué crees que comen todos los días los que hacen barcos y
trenes y carreteras?
Me quedé sorprendido por la pregunta. ¡Era cierto! Mi abuelo
aprovechó mi vacilación:
­ No caigas en el error de considerar unos trabajos más importantes
que otros ni, menos aún, más dignos que otros.
­ ¿Por qué? ­ me defendí.
­ Porque no lo son. Todos son igual de importantes e igual de dignos.
La única diferencia está en el hombre que los realice.
Aquella afirmación me dejó perplejo. No comprendía lo que mi
abuelo me quería decir. Así que le repliqué:
­ ¿En los hombres? ¿Cómo puede ser?
­ Sí. En la actitud de los hombres frente a su trabajo. Hay hombres
que consideran que un trabajo no es digno de ellos y entonces se sienten
desgraciados y lo hacen mal y, como lo hacen mal, nunca alcanzan la
oportunidad de hacer otro que les guste más, y son toda la vida
desgraciados. Y hay hombres que se esfuerzan por hacer bien el trabajo
que tienen, sin avergonzarse de él, por lo que son felices y, como lo hacen
bien, alcanzan la oportunidad de hacer otra cosa y siguen siendo felices
toda la vida.
Yo no acababa de estar convencido. Así que dije:
­ ¿Entonces, tú crees que es igual, por ejemplo, ser soldado que ser
oficial?
Mi abuelo se me quedó mirando y me dijo, con cierto aire de
reproche:
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
144
­ Ahora estás confundiendo el trabajo con la responsabilidad y son
dos cosas distintas.
Hizo una pausa y prosiguió:
­ Vamos a pensar con tu ejemplo y lo comprenderás. Dime: ¿Tú
crees que los soldados son necesarios para un ejercito?
Aquello era obvio, así que respondí:
­ Sí. ¿Cómo iba a haber un ejército sin soldados?
­ ¿Y los oficiales son necesarios?
­ Supongo que también. ­ musité no muy seguro.
­ ¿Igual de necesarios que los soldados? ­ insistió mi abuelo.
Aquello ya no estaba tan claro. Pero, tras forzar un poco el cerebro, hube
de responder:
­ Sí. Igual de necesarios. Porque un ejército sin nadie que los mande
no sabe qué hacer.
­ ¿Cuál es, pues, más necesario?
­ Los dos igual. ­ fue mi inevitable respuesta.
­ Y, si los dos son igual de necesarios, ¿cuál de los dos es más
importante?
Mi abuelo era genial. Me iba llevando con suavidad a aclarar mis
ideas y a distinguir lo que antes confundía. Tras pensármelo bien, dije:
­ Igual de importantes.
­ Un soldado, pues, ­ concluyó ­ no debe avergonzarse de ser
soldado, porque es una pieza tan necesaria y tan importante como su
oficial. ¿Estás de acuerdo?
­ Sí.
El asunto iba estando claro. Pero aún no del todo. Ante mi cara de
duda, mi abuelo continuó:
­ Otra cosa es la responsabilidad.
­ ¿La responsabilidad? ­ pregunté sorprendido.
Sí. El soldado responde de sus propios actos y sólo de ellos. En
cambio, el oficial responde de sus propios actos y de los de cada uno de
los soldados a su mando. Por tanto, su margen de responsabilidad es
mucho mayor. Y por eso tiene autoridad y por eso manda y por eso
también cobra más, pero no porque su trabajo sea más importante ni más
digno que el de cada uno de sus soldados.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
145
Aquello sí. Esa era la pieza que me faltaba. Entonces comprendí, y
no la he olvidado nunca, la diferencia entre la importancia o la dignidad de
una actividad y la responsabilidad que conlleva. Mi abuelo concluyó:
­ Ten siempre en cuenta que es el hombre el que dignifica su trabajo.
Y nunca al revés. Un trabajo aparentemente más modesto, hecho con
dignidad, con esmero, con sentido del deber, vale mil veces más que un
trabajo aparentemente más elevado, mal hecho. Mira siempre al hombre.
Si es un hombre digno, su trabajo lo será también. Si no, cualquiera que
sea su labor, resultará indigna.
¡Cuánta razón tenía mi abuelo! ¡Y cuántas vidas he visto tontamente
frustradas por perseguirse puestos, aparentemente más dignos, y para los
que no se estaba preparado, mientras con las ideas claras, hubieran podido
ser vidas felices!.
* * *
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
146
XXV.­ AMANECER
Mi hermana y yo, flanqueando a mi abuelo, sentados los tres en
sendas sillas de enea, muy juntos, y arrebujados bajo una gruesa manta
para protegernos del fresco relente, nos dispusimos, desde lo alto de la
pequeña terraza que coronaba la entrada de la casita del tío Vicentorro, a
presenciar la milagrosa representación, que los elementos iban a
interpretar, para nosotros, del cósmico, eterno y diario drama del
amanecer.
La inalterada línea del lejano horizonte separaba las dormidas aguas,
de la límpida, cristalina y azulada bóveda celeste. Parecía como si todo se
redujese a tres colores, a tres elementos. La lucha diaria entre la luz y las
tinieblas se detuvo por un momento que pareció eterno. Repentinamente,
decidida la pugna a favor de la primera, los ámbitos celestes se sonrojaron
púdicamente, al sentirla circular, cálida y suave, por sus venas de cristal.
Con plena autoridad, con total poder, con inigualable majestad, el sol
triunfante, apoyándose en la lejana línea del mar, se encaramó lentamente
sobre ella, se asomó a la Tierra e, irguiéndose, recorriendo con su mirada
anaranjada los dominios recién conquistados y, posándola sobre todos y
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
147
cada uno de sus rincones, se nos mostró en todo su esplendor, llenando
con su omnipresencia, tanto el límpido cielo como el dorado mar, la fresca
tierra y nuestras atónitas retinas. Pareció vernos y, por un instante,
concentrar sobre nosotros su divina atención y recorrernos por dentro y
por fuera y luego, tras impregnarnos con su invisible rayo, dirigir aquélla
sobre el resto de las criaturas y llenarlo todo con su propia vida. Nosotros,
cual mariposas recién salidas de la crisálida, inmóviles, transportados en
un inefable éxtasis, agitamos tímida y suavemente las alas del alma y nos
saturamos de aquel polvo de oro que, de modo milagroso, iba llenándolo
todo como una marea de amor. Permanecimos eternidades en silencio,
mientras nuestras puertas y ventanas interiores se abrían a la luz.
Las sombras se cobijaron presurosas en sus guaridas invisibles y el
mundo entero comenzó a arder. La impalpable brisa se despertó premiosa
y comenzó, fresca y húmeda, a caminar hacia la aletargada costa. Las
níveas gaviotas iniciaron su cotilleo y se desperezaron, trazando
complicados dibujos sobre las purpúreas y tranquilas aguas que,
acariciadas por los tibios dedos de la luz, iniciaban tímidas avanzadillas
hacia la playa, en forma de apenas perceptibles olas, que acabaron de
despertar a las aún adormiladas y blanquísimas arenas. Había nacido el
nuevo día.
Nos hallábamos en un inenarrable estado de letargo, del cual nada
nos inclinaba a despertar. Acabábamos de experimentar intensamente el
estado de suave postración exterior y de aceleración interna, que nos
permite cada día seguir viviendo. Por un instante, fue como si
conociéramos todos secretos de la naturaleza; como si, fundidos en todo,
fuésemos sólo uno, un uno inmenso; como si, identificados con la luz, lo
llenásemos todo de nosotros y todo nos llenase y, en ese mágico
intercambio, creciésemos de modo imposible, hasta hacernos uno con
Dios. Llenos de milagro, vibrando al unísono con cuanto nos rodeaba,
volvió a nosotros la conciencia y pudimos hacer profundamente propia
aquella experiencia única.
Como obedeciendo a una consigna conocida, un rumor sordo se
elevó, creciente, a los aires, desde la ciudad próxima. Era la suma de
miles, de millones de pequeños ruídos, roces, bostezos, susurros, suspiros,
pasos, que se fueron multiplicando, al tiempo que elevaban su diapasón,
hasta convertirse en ruído. Un ruído siempre igual y siempre diferente. La
nota clave de Valencia.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
148
La humilde casita del tío Vicentorro relumbraba como un palacio de
cuento. Y nosotros tres, relumbrábamos con ella y sentíamos que la luz de
aquel día era una luz optimista, purísima, aún no polucionada por el dolor
ni la tristeza de los hombres. Una luz que transportaba vida, color, alegría,
ilusión y amor. Y también, interrogantes, posibilidades, promesas y futuro.
No hubo palabras. Eran, en realidad, innecesarias. Porque nuestras almas y
el sol habían iniciado un diálogo de amor que no las necesitaba. Fue una
comunión total e irrepetible.
Por fin, mi abuelo, rompiendo con un susurro el mágico hechizo,
exclamó:
­ Todo hombre debería presenciar, con el recogimiento debido, por
lo menos un amanecer en su vida. El mundo todo cambiaría para bien.
En verdad, he visto luego, a lo largo de los años, muchos otros
amaneceres. En la mar, en la montaña, en la ciudad, en el desierto, en los
hielos perpetuos... pero ninguno ha sido capaz de borrar de mi memoria
aquel especial amanecer. Porque aquél fue un amanecer ‘’de encargo,’’
sólo para nosotros. Yo pensé entonces que, de algún modo misterioso, mi
abuelo lo había preparado con todo cariño y esmero para que pudiésemos,
recogidos en nosotros mismos pero en comunión los tres, percibir toda la
belleza, la magnificencia, la sencillez, y el amor que los fenómenos
naturales contienen y nos muestran cada día. Aquella mañana aprendí que
hay una manera especial de mirar, una postura particular ante la
naturaleza, un modo de ver el mundo, que la mayor parte de los hombres
no conocen, y ello les hace pasar por la vida sin ver y sin oír y sin siquiera
respirar como deberían de hacerlo.
Mi abuelo había pedido al tío Vicentorro, hijo de su hermana Trini,
que le prestase su casita de la playa una noche. Y nos había propuesto que
pasáramos los tres esa noche juntos allí. Ni que decir tiene que recibimos
la oferta con saltos de alegría y, durante los días que precedieron al
convenido, elucubramos sobre lo que cenaríamos, cómo nos
alumbraríamos, cómo dormiríamos, qué haríamos...
Mi madre nos preparó cena y desayuno y, poco después de la comida
de mediodía, pues el viaje, aunque no muy largo, exigía tiempo, salimos
los tres de nuestra casa en la calle 122 del Plano y, tras recorrer toda la
calle de Sagunto, para ahorrarnos así los diez céntimos que costaba el
tranvía, llegamos al río y torcimos a la izquierda, rebasando la iglesia de
Santa Mónica, hasta alcanzar la estación de los ferrocarriles eléctricos.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
149
Desde allí, un vagón de color ocre oscuro nos condujo hasta la estación de
la Malvarrosa, una de las playas de Valencia, precisamente donde Joaquín
Sorolla, el célebre pintor valenciano, el pintor de la luz, tenía también una
casita, y de dónde extraía la inspiración para sus luminosos lienzos.
Era primavera, seguramente junio, y yo estaba a punto de cumplir los
trece años. La playa estaba casi desierta cuando llegamos, ya que entonces
aún no había nacido la moda de las vacaciones en el mar y los baños de
sol. Había sido un día luminoso, uno de esos días que sólo se pueden dar
en Valencia y que, llenándolo todo de luz, hacen sonreír el corazón de
modo que la vida parece más hermosa y más agradable y más fácil.
Paseamos por la playa con los pies descalzos, ­ máxima ilusión de
cualquier niño que se aproxima a la orilla del mar ­ y buscamos y
recogimos susurrantes caracolas y nacaradas pechinas que entusiasmaron
a mi hermana, y plumas de calamar que me llenaron de curiosidad. Vimos
romperse las suaves olas en la orilla y convertirse en un larguísimo encaje
que parecía adornar la costa entera. Y esperamos a que las estrellas
apareciesen en el cielo y lo llenasen de guiños de colores. Luego, ya en
casa, encendimos una lámpara de carburo, ­ aún me parece sentir en mis
mucosas su olor tan especial ­ cenamos nuestros respectivos entrepanes y
nos acostamos, con la advertencia de mi abuelo de que al día siguiente nos
despertaría muy temprano porque teníamos que ver amanecer. Y, cuando
parecía que acabábamos de acostarnos, la voz de mi abuelo nos despertó;
nos vestimos deprisa y subimos a la terraza, sobre la planta, desde la que
se dominaba prácticamente todo el Golfo de Valencia. Allí, en pleno
éxtasis, vivimos el amanecer que da comienzo a este capítulo y que para
mí ha sido, desde entonces, el prototipo, el modelo, el ideal, el amanecer
de los amaneceres.
Mi abuelo, embargado aún por tantas y tan maravillosas sensaciones,
exclamó con seriedad:
­ Acabáis de presenciar cómo se mantiene la vida sobre la Tierra.
­ ¿La vida? ­ preguntó mi hermana extrañada.
­ ¿De dónde pensáis que viene la vida? ­ respondió mi abuelo.,
Aquella pregunta nos sorprendió. ¿La vida? ¿De dónde podría venir?
Hasta aquel momento me había parecido que la vida era algo normal,
natural, espontáneo, que estaba ahí y... Pero, claro, ¿de dónde venía? Nos
quedamos en blanco. Mi abuelo se dio cuenta de nuestra perplejidad e
insistió:
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
150
­ ¿Cuánto pensáis que duraría la vida sobre la Tierra si el sol se
apagase?
De nuevo la pregunta inesperada. ¿Cuánto podría durar? Imaginé
qué ocurriría si, un día, el sol no saliese y desapareciese del cielo. Fue
horroroso: La Tierra quedaría a oscuras pero, además, se enfriaría
rápidamente. Se enfriaría tanto que las plantas y los animales y los
hombres morirían irremisiblemente. ¡Y la vida desaparecería de la faz de
la Tierra en un abrir y cerrar de ojos! Así que respondí:
­ Nada. Nos moriríamos todos. Y las plantas, y los animales.
Mi hermana abrió los ojos asustada.
­ Tú lo has dicho: Nada. ­ respondió mi abuelo ­ Porque la vida la
recibimos todos del sol. O, mejor aún, la compartimos con el sol.
­ ¿Es que el sol está vivo? ­ pregunté asombrado.
­ El sol es la vida. Todas las religiones, de todos los pueblos, han
adorado, de un modo u otro, al sol.
­ ¿Entonces, el sol es Dios? ­ musité tímidamente.
­ El sol es la parte de Dios que los hombres podemos ver. Él lo
anima todo, lo transforma todo, lo empuja todo, lo hace todo posible...
Vivimos en él, en su luz, en su vibración, en su arrullo. Y nos calienta y
nos acaricia y nos alimenta y nos ayuda a vivir con su calor, su
luminosidad y su amor. Él sale para todos, se reparte cada día entre todos.
Luego, unos lo aprovechan mejor y otros peor.
Estas palabras nos hicieron regresar al estado de trance en el que
habíamos sentido el amor del sol en lo profundo de nuestro ser. Mi abuelo
continuó:
­ Hubo, varios siglos antes de Cristo, un rey en Egipto, un faraón,
que, seguramente tras presenciar un amanecer como el que nosotros
hemos presenciado hoy, compuso un célebre Himno al Sol, como creador
y sustentador de la vida; el propio Cristo dijo muy claramente de sí
mismo: ‘’Yo soy la luz del mundo’’; San Juan , en su Evangelio, afirmó
que ‘’Dios es luz’’; San Pablo lo llamó ‘’sol de justicia’’ y aseguró que
‘’en Él vivimos, nos movemos y tenemos nuestro ser’’. Y, varios siglos
después de Cristo, un santo muy especial, precisamente nuestro santo, ­
dijo mirándome y sonriendo ­ San Francisco de Asís, volvió a componer
un Himno al Sol, en el que dice que ‘’lleva la significación de Dios’’.
Porque el sol, además de enviarnos su luz y su calor, nos envía
permanentemente otras vibraciones, que los ojos no ven ni el tacto
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
151
percibe, pero el alma sí. Y esas vibraciones, que todos recibimos, que
todos los seres vivos asimilamos para vivir, además de darnos la vida, su
vida, nos proporcionan amor y comprensión y aspiración espiritual, y
refuerzan nuestro lado bueno y nos inspiran. Hay épocas del año en que
esas vibraciones son más intensas y las notamos más, como cuando, por
Navidad, sentimos la necesidad de regalar algo a los demás en prueba de
amor, y nos parece querer a todos; o cuando, por Pascua, nos apetece
vestirnos de colores, como las flores, y cantar, como los pajarillos, y bailar
y sentir la vida que lo llena todo a raudales...
Mi hermana y yo seguíamos flotando en una especie de nube
sonrosada y vaporosa. Nuestros pensamientos eran irrelevantes. Sólo el
corazón servía en aquellos momentos, y se esponjaba, se agrandaba,
alcanzaba, feliz, tal tamaño, que lo abarcaba todo. Mi abuelo nos volvió a
sacar de aquel dulce letargo:
­ He querido que vivieseis, de verdad, con toda su intensidad, un
amanecer. Y creo que lo habéis hecho.
­ Sí. ­ respondí. ­ Y ha sido maravilloso.
­ A mí me ha emocionado muchísimo. ­ añadió mi hermana.
­ Recordadlo, pues, Y repetidlo siempre que podáis. Valencia tiene la
inmensa suerte de poder presenciar casi a diario estos amaneceres, cada
uno de ellos único. Y, además, y esto lo sé por los carreteros que traían el
arroz al Molino desde la zona de la Albufera, hay un punto en la carretera
que va a Cullera por la costa, antes de llegar a la Isla del Palmar, desde el
que las puestas de sol son inenarrablemente bellas. No he podido
comprobarlo pero lo creo, porque la gente no miente en estas cosas.
Tras una breve pausa, continuó:
­ ¿Habéis observado el silencio tan especial que acompaña al
amanecer?
­ Sí. ­ respondimos a dúo ­ ¿Por qué se produce?
­ Es el silencio del respeto, de la comprensión, de la identificación,
del amor. Es un momento en que cualquier ruído, cualquier palabra,
sobrarían. Es un momento de recogimiento, de bienvenida, de alegría
interior. Y ese momento mágico se repite también cada día con cada
puesta de sol.
La vida, curiosamente, muchos años después, me deparó dos grandes
satisfacciones: La primera, la de poseer un apartamento junto al mar, en la
planta duodécima, la última, de un complejo residencial, construído por
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
152
una empresa de la que fui directivo. Desde su terraza, presencié con
arrobamiento cientos de amaneceres maravillosos que me hicieron
recordar siempre aquel primer amanecer de mi existencia consciente. Y la
segunda, la de, al trasladarme desde Valencia al apartamento, cada
atardecer de verano, concluida la jornada laboral, poderme detener
decenas de veces, en aquel punto que nos indicó mi abuelo y extasiarme
con las puestas de sol, que plasmé y tengo almacenadas en otras tantas
irrepetibles diapositivas, comprobando así, una vez más, que mi abuelo
tenía razón. Porque en ese momento el lago entero y todas sus criaturas
arden, pletóricos, en todos los matices imaginables entre el oro y el
púrpura, mientras el sol se despide amoroso, entregándoles el calor y la
vida que aún le quedan. Y todo tiembla, y se detiene y se ensimisma; y se
repite el misterioso silencio de la mañana; y una vibración de respeto, de
adoración y de esperanza, se eleva interminable y luminosa, mientras la
luz se apaga, desde la Tierra hasta los aún encendidos cielos.
Mi abuelo prosiguió:
­ Si os acostumbráis a ver más allá de lo que los ojos ven,
descubriréis asombrosas maravillas y vibraréis al unísono con la
naturaleza y con las flores y con los animales...
­ ¿Más allá de lo que los ojos ven? ¿Y cómo se hace eso, abuelito? ­
preguntó mi hermana con curiosidad.
­ ¿No habéis visto hoy más allá de lo que los ojos ven? ­ se limitó mi
abuelo a responder.
­ Sí. ­ contestamos convencidos los dos.
­ Pues así. Abrid los ojos del alma y veréis lo que hay detrás de las
cosas. Lo mismo que nosotros no somos nuestro cuerpo, sino que lo
habitamos, lo usamos, pero nuestro verdadero yo está en otra dimensión,
en otro mundo superior, así ocurre con los animales y las plantas y aún
con las piedras. En realidad, todo está lleno de vida. Todo es vida.
Nosotros escuchábamos en silencio. Aquella maravillosamente suave
sensación de paz, de arrobamiento, de plenitud que poco antes habíamos
experimentado al recibir las amorosas caricias de los tibios rayos del sol,
volvía a embargarnos y a transportarnos... Mi abuelo seguía:
­ Lo mismo que nuestros pensamientos no son materiales, pero se
plasman en la materia, todo lo que existe ha sido antes pensamiento y se
ha ido concretando en cuanto nos rodea; lo mismo que el vapor de agua
que forma una nube se convierte en purísima lluvia que, impregnando la
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
153
tierra, la penetra y profundiza en sus entrañas donde produce,
escurriéndose gota a gota, oníricos paisajes compuestos por estalactitas y
estalagmitas; lo mismo que el capullo de rosa se va desplegando
misteriosamente hasta mostrar al exterior lo que antes era secreto e
inaccesible y hasta inexistente; lo mismo que el arco iris adorna el
firmamento materializando vibraciones antes no perceptibles; o el gusano
de seda, encerrado en su dorado capullo, de modo incomprensible y
oculto, se transforma en blanca mariposa; o el renacuajo en rana; o el niño
en hombre y en anciano, todo, absolutamente todo, se mueve, avanza,
evoluciona, progresa, gracias a la vida que lo impregna en cada instante.
Porque la vida es movimiento, cambio, avance callado y ordenado. Y cada
cosa tiene vida y todo está lleno de vida. Y esa vida que anida en todo es
la que debéis acostumbraros a ver con los ojos del alma. Porque está ahí,
siempre está ahí, frente a vosotros, en vosotros, y sólo espera que la veáis,
que la sintáis, que la compartáis, que la comprendáis y que os dejéis guiar
por ella...
Aunque mi abuelo hubiera hablado durante siglos, nosotros lo
hubiéramos seguido escuchando, arrobados, en silencio, sin apenas
respirar, identificados con él y con toda la Creación, y comprendiendo,
sintiendo, viendo con claridad meridiana que todo es uno, que sólo las
apariencias nos hacen percibir distingos y creernos al margen del conjunto
al que, sin embargo, pertenecemos.
La voz de mi abuelo, como un inefable cántico interior, continuaba:
­ La vida os llevará a multitud de situaciones, os hará relacionaros
con infinidad de personas y os obligará a hacer proyectos y a esforzaros
por alcanzar las metas que os hayáis propuesto; porque la vida, Dios, es
eso, un empuje, una suave mano que, amorosa pero persistentemente, nos
impulsa inevitablemente hacia el más y el mejor. Sentid siempre el calor
de esa mano, dejáos llevar por ella y poned vuestro empeño en, cualquiera
que sea el problema o la elección que debáis tomar, no alejaros de la ruta
hacia la que inexorablemente ella os empujará: La del amor. Bien quisiera
yo recorrer ese camino por vosotros y evitaros así los tropiezos y las
tristezas que, indudablemente, os acosarán a veces. Pero son vuestras
vidas y sois vosotros y sólo vosotros, quienes tenéis que vivirlas y
resolverlas. Y lo único que a mí me cabe hacer es aconsejaros, orientaros
y desearos, con todo mi amor, una feliz travesía.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
154
Nuestras almas estaban llenas de luz. Recuerdo que, en aquel
instante deseé que nos quedáramos allí para siempre, juntos, arrebujados
bajo la misma manta, con nuestras almas unidas, muy unidas y felices...
La voz susurrante de mi abuelo, sin embargo, seguía:
­ Mirad en los hombres siempre su parte interna, la que no se ve, y
comprobaréis que es hermosa. Y todos la tienen. Y buscad en todo, el
aspecto positivo, que está en todas las cosas. Y no caigáis nunca en la
tentación de hacer caso de las apariencias. Fijáos cómo el sol alumbra a
todos por igual, sin importarle si son buenos o malos, ricos o pobres,
blancos o negros, creyentes o ateos... y miradlos vosotros también así.
Todos para él son iguales y tienen el mismo valor y los mismos derechos.
Y deben tenerlos también para vosotros. Haced, pues, vosotros como el
sol, y amad a todos, sin preocuparos lo que piensen, digan o hagan. Dejaos
guiar por la mano de Dios, la mano del amor, y seréis felices.
Mi abuelo enmudeció. Nosotros, pasados unos instantes de
asimilación, comenzamos a rebullir y acabamos abriendo los ojos a un día
esplendoroso: El mar, enrojecido por el sol, que ya había iniciado su
ascenso, se movía nervioso a nuestros pies. Las gaviotas habían
incrementado el atrevimiento de sus vuelos y elevado el tono y la
frecuencia sus gritos. La arena, blanquísima y rizada por la brisa, nos
tentaba a pisarla y romper con ello su cósmica perfección. Los pescadores
empezaban, con la ayuda de las yuntas de ‘’bous’’,. ­ enormes bueyes que,
uncidos en parejas, arrastraban, nadando mar adentro, las barcas de pesca ­
su diaria jornada. El cielo era azul, purísimo, sin una nube... Sin embargo,
todo era distinto que el día anterior. Ahora estaba lleno de vida y nosotros
podíamos ver y sentir esa vida y palpitar con ella y compartirla.
Desayunamos y regresamos a casa por donde habíamos venido, pero
cambiados. Ya no éramos los mismos. Ya nunca fuimos los mismos. Y mi
abuelo lo sabía. ¡Gracias, abuelito!.
* * *
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
155
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
156
XXVI.­ LA PROPIA AVENTURA
Estaba yo en sexto de bachillerato. Y andaba por los diecisiete años.
Debido a la guerra iba, como la mayoría de mis condiscípulos, uno o dos
años atrasado, pues no pudimos empezar oficialmente los estudios hasta
que aquélla concluyó. Me había convertido en un apasionado del fútbol,
pero no del fútbol practicado, que también, sino del de competición. Y me
entristecía cuando el Valencia perdía su partido del domingo, y me
alegraba, hasta límites insospechados, cuando ganaba.
Un día en que yo me mostraba eufórico tras presenciar un partido
contra un gran contrincante, no recuerdo cuál, y hacía ostensible mi
desprecio y hasta mi aversión por el equipo contrario y sus seguidores, mi
abuelo me dijo:
­ ¿Tú has pensado un poco en todo eso?
Realmente, no había pensado en ello, aunque no sabía exactamente a
qué se refería mi abuelo. Simplemente, me gustaba el fútbol. Así que
respondí:
­ No, pero ¿qué hay que pensar?
­ ¿A ti te gusta el fútbol? ­ fue su respuesta.
­ Sí. Muchísimo. Ya lo sabes.
­ Sí. Yo ya lo sé. Pero tú creo que no.
­ ¿Cómo que no? ­ pregunté molesto ­ ¿que no me gusta el fútbol?
­ No sé, no sé. ­ dijo. Y, tras breve pausa, preguntó:
­ ¿Para ti qué es el fútbol?
Estaba claro. Así que respondí inmediatamente:
­ Un deporte..
­ Pero, ¿qué clase de deporte?
Para eso ya no estaba tan preparado. Pensé un poco... Estaba claro:
Había dos clases de deporte: Los individuales, que puede practicar uno en
su casa o sólo en el campo o en la calle, y los colectivos, que suponen
competir con otro equipo. Respondí, pues:
­ Es un deporte de competición.
­ ¿Y qué significa eso? ­ dijo.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
157
­ Que un equipo juega contra otro y gana el que mejor juega, bueno,
el que marca más goles. Y, según vayan siendo los resultados, el equipo se
sitúa en un lugar u otro de una clasificación.
­ ¿Y a ti qué es lo que más te gusta de las dos cosas que has dicho:
Que tu equipo juegue mejor o que meta más goles?
Me quedé un momento pensando. Mi abuelo me estaba ya llevando a
tener que pensar en serio. Si decía que prefería el mejor juego, me diría
luego... mil cosas que no sabía adónde me iban a conducir. Y, si decía que
los goles, estaba claro que me diría que lo que me gustaba no era el fútbol.
Dudé un momento, pero pudo más mi amor por mi abuelo y el deseo, que
él me había inculcado, de descubrir la verdad pensando y de contar con su
ayuda para aprender a hacerlo, a vencer esa inercia que nos hace no poner
la mente en marcha y, con toda sinceridad, le dije:
­ Que meta más goles.
­ Sé lo que has estado pensando ­ me dijo ­ y me alegro de que hayas
sido sincero. Ya vas teniendo edad para aclarar tus ideas en torno a este
tema, que te puede servir en la vida de modelo, porque es aplicable a
muchas aficiones y posturas y actitudes con las que te encontrarás. Y
conviene que sepas qué terreno pisas. Vamos, pues, a pensar en serio.
Y empezó:
­ Como te temías, tú mismo reconoces que lo que te importa es que
tu equipo gane, aunque el otro juegue mejor, ¿no?
­ Sí. ­ tuve que responder.
­ ¿Y tú de verdad crees que eso es deporte?
Aquello era gravísimo. Lo vi claro. Aquello no tenía nada que ver
con el deporte, sino con el orgullo, con el egoísmo, con...
­ No.
­ Yo tengo entendido ­ siguió ­ siempre lo he entendido así, que el
deporte es algo noble y que ennoblece, porque da ocasión al espectador
de, por un lado, ver cuerpos cultivados, fuertes, hábiles, que realizan
verdaderas proezas, y disfrutarlas; y, por otro, presenciar también el
reconocimiento, si así procede en justicia, de la superioridad del otro, sin
ninguna reserva, sino con admiración, con incrementado deseo de
superarse, de mejorar. ¿O estoy equivocado?
­ No. Para mí, eso es el deporte. ­ dije convencido.
­ Pues vas por mal camino. ­ sentenció.
­ ¿Por qué?
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
158
­ Porque, si sólo deseas ver ganar a tu equipo, no disfrutarás del
deporte y te irás deformando por dentro. Y verás bien todo los que los
tuyos hagan y mal todo lo que hagan los otros; y te alegrarás cuando
ganen los tuyos, aunque no lo hayan merecido; y te entristecerás cuando
pierdan, aunque hayan jugado bien; y acabarás ­ y ya he visto en tus ojos
un atisbo de ello ­ despreciando y hasta odiando a los del equipo contrario,
tanto jugadores como seguidores, sin darte cuenta de que ellos son como
tú y que les ocurre lo mismo que a ti; y acabarás haciendo enemigos
pudiendo hacer amigos; y el fútbol nunca te hará feliz sino, cada día, más
desgraciado.
¡Cuánta razón tenía mi abuelo! En muchos momentos, en el campo
de fútbol, había sentido esa oleada de odio hacia los partidarios del
adversario y, a veces, hasta había deseado interiormente que lesionasen a
alguno de sus mejores jugadores. Y, sin embargo, todo ello me había
parecido hasta entonces justo y hasta natural...
­ Tienes razón, abuelito. Tienes toda la razón. Pero, ¿qué puedo
hacer? ¿Debo dejar el fútbol aunque me guste?
­ En absoluto. ­ respondió ­ Si te gusta el fútbol, debes seguir
viéndolo. Pero esfuérzate en disfrutar de las buenas jugadas, de los pases
medidos, de las estrategias inteligentes, de cuanto supone superación y
esfuerzo convertidos en arte. Y no te preocupes por el resultado. Eso es lo
de menos. Ha de ser lo de menos para ti. ¿Tú crees que, cuando un pintor
o un escritor o cualquier artista está haciendo su obra, se preocupa, piensa
siquiera en lo que va a proporcionarle? No. Nunca. Mientras ellos están
realizando su obra, están tan concentrados, tan felices, tan entregados, tan
sacando de sí mismos lo mejor, tan lejos de todo y de todos, que lo único
que les importa es llevar a cabo esa obra lo mejor posible. Y, si no actúan
así, si sólo les mueve el resultado económico o de notoriedad o influencia,
entonces no son verdaderos artistas. Y eso se notará en su obra.
­ ¿Entonces? ­ fue lo único que se me ocurrió decir.
­ Entonces, ve al fútbol y disfrútalo. Y admira lo que esté bien
hecho, lo haga quien lo haga. Y reprueba lo que esté mal, lo haga quien lo
haga. Sólo así podrás disfrutar antes, durante y después de los partidos. Y
sin odiar a nadie.
¡Era verdad! Pero, yo era valenciano. Mi equipo era el Valencia y
parecía lógico que desease que mi equipo fuera el mejor. Así que
aventuré:
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
159
­ Estoy de acuerdo. Pero, abuelito, ¿es malo que a mí me guste que el
Valencia juegue mejor y, como consecuencia de ello, gane?
­ No. En absoluto. ­ respondió ­ Es lógico que desees que tu equipo
juegue bien y disfrutes, si es así. Pero igual de lógico es que, si juega
mejor el otro, disfrutes también con su juego.
Tenía toda la razón. Tras una breve pausa, añadió:
­ Porque, ¿qué hay detrás de tu deseo de que gane el que tu llamas
‘’tu equipo’’?
¿Qué hay?, me pregunté. ¿Qué hay detrás de ese deseo?
­ No lo sé. ­ tuve que responder ­ Me gusta que gane el Valencia,
pero no sé por qué.
¿Y te parece racional desear algo sin saber por qué?
­ No. No es lógico. Pero, abuelito, eso no me pasa a mí sólo. Les
pasa a casi todos, así que tiene que haber una causa.
­ Claro que la hay, ­ dijo ­ pero es ajena al fútbol y aún al deporte.
­ ¿Y cuál es? ­ pregunté intrigado.
­ El egoísmo, sencillamente.
­ ¿El egoísmo de quién?
­ De muchos. Primero, de los organizadores de las competiciones,
que ganan dinero con ellas y les interesa que haya mucha expectación y
vaya mucho público a los partidos. Luego, los directivos de los equipos,
por la misma causa. Después, los medios de comunicación que, para atraer
lectores o radioyentes, fomentan los enfrentamientos, lo cual les hace
vender más y ello les permite tener más anuncios y ganar más dinero. Y,
por último, los propios jugadores, que empezaron practicando el deporte
por pura afición, por disfrutar, por entretenerse y que, una vez metidos
entre tanto egoísmo, se ven abocados a convertir el deporte en una
profesión, un medio de vida. Ello les hace pensar en sacar de esa profesión
el mayor provecho posible, y entonces actúan según su conveniencia y sus
intereses y no como cuando empezaron, dándolo todo y tratando de
superarse en cada partido; y dejan, por tanto, de ser artistas, como lo eran
al empezar. Y entre todos está el público que, encima de pagar para ver los
partidos, se alegra o se entristece, se enfurece y lucha, llevado por una
emoción alevosamente cultivada por quienes sacan partido del río
revuelto. Pero que, a pesar de ser el que paga las entradas y los periódicos,
no tiene más papel que estar nervioso toda la vida.
Y concluyó:
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
160
­ ¿A ti te parece lógico que los seguidores de un equipo permanezcan
fieles al mismo durante años, mientras quienes lo componen y
teóricamente lo defienden en el campo, cambian de equipo como se
cambia de camisa, en busca de mejores ingresos? Es lógico que los
jugadores, como profesionales, lo hagan así. Pero lo que ya no es lógico
son esas enemistades y esos odios y esas agresiones que llegan a
producirse entre aficionados que defienden... ¿qué? Eso no tiene ya nada
que ver con el fútbol ni con el deporte. ¿Que queda ahí de la nobleza, el
desinterés y la belleza de la entrega total, de la obra maestra en cada
actuación, que debería ser, que era, el deporte cuando nació?
­ Sí, pero...
­ Eso es, simplemente, negocio. ­ continuó ­ Y está bien que quien
quiera hacer negocio así, lo haga. Pero lo que no hay que hacer es llamarlo
deporte, ni enloquecer porque ‘’tu’’ equipo, que de tuyo no tiene nada,
absolutamente nada, gane o pierda. Es irracional, ¿no lo ves?
­ Sí. ­ dije convencido ­ Lo veo clarísimamente.
Y, en mi fuero interno, me prometí liberarme ­ quedé liberado en ese
momento ­ del espejismo del que había llegado a ser dependiente, y
disfrutar del fútbol sin pretender a priori victorias ni derrotas. Y bien sabe
Dios lo feliz que he vivido y lo que he disfrutado con el fútbol en mi vida.
Mi abuelo continuó:
­ Hay otro aspecto, también muy interesante y que también os puede
ser muy útil en la vida.
­ ¿Cuál? ­ pregunté intrigado.
­ Vamos a ver. ­ dijo ­ ¿Por qué vas al fútbol?
­ Para ver como juegan.
­ ¿De verdad? Yo no te pregunto para qué, sino por qué.
Aquello tenía miga. ¿Por qué iba yo al fútbol? Me metí en mí
mismo, me concentré. Porque...
­ No lo sé. ­ tuve que admitir, al fin.
­ Claro que lo sabes. ­ me dijo sonriendo ­ ¿Tú irías a ver un partido
cuyo resultado supieses de antemano, o irías a ver una película cuyo
argumento y desenlace ya conocieses?
­ No. ­ respondí convencido ­ ¿para qué?... y ahí se me hizo la luz:
¡Yo iba al fútbol porque no conocía lo que iba a ocurrir!
­ Porque no sé lo que va a pasar.
­ ¿Y por qué lees novelas y vas al teatro o al cine?
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
161
Aquello iba estando claro:
­ Porque no sé lo que va a ocurrir.
­ ¿O sea?
­ Que lo que busco es lo que aún no sé.
­ El hombre busca siempre ­ dijo ­ lo que aún no conoce. Es una ley
natural. Lo que nos hace seguir viviendo. La eterna capacidad de
insatisfacción.
Y luego, inesperadamente, continuó:
­ ¿Cómo llamarías tú a algo cuyas incidencias y cuyo desenlace no
conoces?
Me quedé pensando un momento. Y me vino la respuesta:
­ ¿Una aventura?
­ Exactamente. Defínela bien.
­ Una aventura es una situación en la que sabemos que tendremos
que resolver problemas y no sabemos cómo lo haremos, ni cómo
terminará todo.
­ ¡Estupendo! ­ me dijo ­ O sea, que ese afán de aventura es lo que te
hace, a ti y a todos, ir al fútbol, ¿no?
Aquella conclusión era asombrosa, pero correcta. Así que tuve que
responder:
­ Pues, sí.
­ Y, desde ese punto de vista, ¿cómo definirías tú la vida?
¿La vida? ¿Adónde quería ir a parar mi abuelo? ¿La vida?... ¡Claro!
La vida es una situación en la que sabemos que tendremos problemas y no
sabemos cómo lo haremos y, además ignoramos el resultado de todo el
proceso... luego:
­ Como una aventura. ­ dije, sorprendido de mi propia conclusión.
­ Pues tenlo presente durante toda ella. Si vives tu vida como una
aventura, la disfrutarás más de lo que puedes disfrutar en el fútbol. Porque
éste, al fin y al cabo, no es sino la aventura, la vida, de los jugadores y de
los árbitros y de los directivos y de los periodistas. Pero no la tuya. La
tuya es mucho más interesante y sugestiva, y más...tuya.
­ ¡Es impresionante, abuelito! Nunca se me hubiera ocurrido
considerar la vida como una aventura. Pero, ¡es verdad, tiene todos sus
ingredientes!.
­ Claro que los tiene. Lo que ocurre es que la mayor parte de la gente
se la pasa quejándose de ella y del trabajo y de cada problema, y luego se
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
162
va al fútbol o al cine a vivir las aventuras de otros, sin darse cuenta de la
suya propia es la mejor de todas y la que más le interesa resolver y
disfrutar. Porque cada día amanece lleno de nuevos desafíos que no sabes
cómo resolverás ni a qué nuevas situaciones te llevarán. Pero cada noche
resulta que los has ido solucionando y puedes enfrentar, más sabio, más
experto en vida, la aventura del día siguiente. Mira la vida siempre así,
repito, y serás feliz. Porque la vida es maravillosa, es sugestiva y está llena
de sorpresas, de satisfacciones y de felicidad, si sabes vivirla con
curiosidad, como vives las novelas o las películas, que no son sino burdas
imitaciones de la verdadera vida.
¡Cuántas veces, a lo largo de tantos años como han transcurrido
desde entonces, cuando he tenido que afrontar una situación difícil, un
problema fuera de lo común, he recordado aquella conversación y he
sonreído por dentro y me he enfrentado al obstáculo y he disfrutado de mi
aventura vital! Y aquí estoy.
* * *
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
163
XXVII.­ LAS GAFAS
Habíamos previsto hacer, el domingo siguiente, una excursión a La
Cañada, zona de pinares, agreste en aquellos días y hoy zona residencial,
próxima a Valencia. Estábamos elucubrando, mi hermana, mi abuelo y yo
sobre lo que nos llevaríamos, lo que haríamos, y mil cosas más. Yo, que
estaba atravesando la época de afirmación de la personalidad de los
catorce años, dije muy seguro:
­ Saldrá mal, ya veréis. Seguro que el domingo llueve y no podemos
ir.
Mi hermana me miró, desilusionada. Mi abuelo, por su parte, me
preguntó:
­ ¿Por qué ha de salir mal?
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
164
­ Porque sí. ­ dije rotundo.
­ ¡Es un buen motivo! ­ respondió mi abuelo riendo ­ No sé dónde he
leído que el ‘’porque sí’’ y el ‘’porque no’’ son los dioses de los tontos.
Yo me quedé mirándolo, pero no supe qué responder. Bien pensado,
tenía razón. Porque, ‘’porque sí’’ no era ninguna razón. Mi abuelo insistió:
­ Supongo que tendrás un motivo de peso para estar tan seguro.
­ No. ­ hube de decir ­ Pero casi siempre ocurre así.
­ Yo no lo creo. ­ me respondió ­ Lo que sucede es que sólo te
acuerdas de cuando ocurre así, y no de cuando todo sale como deseabas.
Hizo una pausa y añadió:
­ Porque, vamos a ver. Vamos a profundizar un poco y
descubriremos cosas interesantes.
Mi hermana y yo, sabiendo que mi abuelo aprovechaba cualquier
oportunidad para que practicáramos juntos nuestro deporte favorito,
pensar, nos aprestamos a ello. Mi hermana se encaramó a sus rodillas y yo
me preparé, por dentro y por fuera, y quedé a la expectativa. Mi abuelo
empezó así:
­ ¿Qué es la felicidad?
­ ¿La felicidad? ­ pregunté indefenso ­ Es ser feliz.
­ Tú sabes que la palabra definida no puede entrar en su definición,
¿no?
­ Sí. ­ dije avergonzado ­ La felicidad es...el encontrarse bien.
­ Es no tener problemas. ­ terció mi hermana con seguridad.
­ Y, ­ dijo mi abuelo ­ ¿qué hay de común en esas dos definiciones?
Nos quedamos pensando. ¿Qué había en común? En el fondo, las dos
describían un estado de felicidad, pero... Y, al punto lo comprendí. Lo
acababa de pensar.
­ La felicidad es un estado de ánimo.
­ Muy bien. ­ dijo mi abuelo ­ Un estado de ánimo. ¿Estáis seguros?
Nueva llamada a la materia gris. Decididamente, sí, fue mi
conclusión. Porque yo sabía de gente con todos los elementos para ser
felices y que no lo eran, y de gente sin medios, pasándolo mal y que, sin
embargo, parecían felices. Así que respondí:
­ Sí.
­ ¿Por qué estás seguro? ­ preguntó mi abuelo.
­ Porque ­ dije ­ hay gente que lo tiene todo para ser feliz y, sin
embargo, no lo es.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
165
­ Y hay otros ­ completó mi hermana ­ que son felices casi sin tener
nada.
­ O sea, ­ resumió mi abuelo ­ que la felicidad es sólo un estado de
ánimo.
­ Sí. ­ dijimos los dos, convencidos.
­ Esto es un hallazgo importante. ­ dijo ­ Recordadlo, si alguna vez
os sentís desgraciados.
Y, tras una breve pausa, añadió:
­ Pero no íbamos a esto. Veamos: ¿Qué es un optimista?
­ Uno que lo ve todo bonito. Lo contrario del pesimista, que todo lo
ve feo. ­ respondí.
­ ¿Y encontráis alguna explicación racional para que uno lo vea todo
siempre bonito o siempre feo?
Nueva reflexión. No. No era lógico. Porque en el mundo hay cosas
bonitas y cosas feas. Pero verlas siempre bonitas o siempre feas...
­ No. ­ dije ­ No es lógico.
­ ¿Entonces, ­ preguntó mi abuelo ­ por qué se es optimista o
pesimista?
¡Buena pregunta! Me concentré profundamente y pronto llegué a una
conclusión:
­ Porque es un hábito, una costumbre. El optimista tiene el hábito de
ver el lado bonito.
­ Y el pesimista ­ terció mi hermana ­ el de ver el lado feo.
­ Estupendo. ­ concluyó mi abuelo ­ O sea, que se es optimista o
pesimista por simple hábito, ¿no?
­ Sí. ­ respondimos los dos a coro.
­ ¿Y cómo se adquiere un hábito?
Aquello se ponía interesante. ¿Cómo se adquiere un hábito?... Estaba
claro:
­ Repitiendo muchas veces una cosa o una actuación o una manera
de pensar. ­ dije.
­ O sea, ­ insistió mi abuelo ­ que el hábito es algo que se adquiere.
­ Sí, claro. ­ dije convencido.
­ El pesimista, pues, se ha habituado a ver lo feo de cada cosa, ¿no?
­ Sí. ­ contestamos.
­ ¿Y pensáis que un hábito se puede cambiar, que un pesimista puede
hacerse optimista, por ejemplo?
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
166
Era algo muy interesante. Yo recordé que, durante unos meses había
tenido el hábito de morderme las uñas, pero, una vez convencido de que
aquello era ridículo, me lo quité. Así que dije convencido:
­ Seguro. Yo me mordía las uñas hasta que, una vez me preguntaste
sonriendo si estaban buenas, y me di cuenta de lo ridículo que era. Así que
puse atención durante unos días y, cuando iba a mordérmelas, me decía,
‘’es ridículo y no quiero’’. Y, a poco, se me fue el hábito.
­ ¿Qué había ocurrido, entonces?
Yo ya lo había expuesto. ¿Qué era lo que mi abuelo preguntaba,
pues? A poco de pensar, caí en la cuenta:
­ Que sustituí un hábito por otro: El de morderme las uñas por el de
no mordérmelas.
­ Exactamente. ­ dijo mi abuelo satisfecho ­ Pero sigamos con lo que
estábamos:
­ ¿Quién es más feliz en la vida, el pesimista o el optimista?
­ El optimista. ­ fue nuestra rotunda respuesta.
­ ¿Por qué.
Silencio. Nuestros cerebros comenzaron a trabajar. Yo recuerdo que
me planteé el caso del pesimista y me dije: Él espera lo malo; y, si espera
lo malo, no es feliz. Pero lo malo puede ocurrir o puede no ocurrir...
llegado a este punto ya me atreví a responder:
­ Porque el pesimista, mientras piensa que va a suceder lo malo, es
desgraciado. Y luego...
­ Está claro. ­ completó mi hermana ­ Si sucede lo malo, como
esperaba, sigue siendo desgraciado.
­ Y, si sucede lo bueno, ­ rematé yo ­ como tiene el hábito de esperar
lo malo, esperará que lo bueno acabe acarreando algo malo, con lo cual,
seguirá siendo desgraciado.
­ ¿Y en cuanto al optimista? ¿Por qué es feliz?
­ Es lo mismo, pero al revés. ­ dije.
­ Mientras espera lo bueno ­ se adelantó mi hermana ­ es feliz.
Luego, cuando llega lo que sea, si es bueno, sigue siendo feliz; y, si es
malo, como él tiene el hábito de esperar lo bueno, será feliz esperándolo.
La cara de satisfacción de mi abuelo era ostensible. Al fin completó:
­ ¿Conclusión?
­ Que el optimista se siente feliz en todo caso y el pesimista es
desgraciado siempre.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
167
­ Muy, pero que muy bien. ­ dijo mi abuelo sonriendo ­ Fijaos qué
cosas hemos descubierto hoy: Que la felicidad es sólo un estado de ánimo;
que los hábitos se adquieren; que, si se quiere, se pueden cambiar; que el
optimista es siempre feliz y que el pesimista es siempre desgraciado,
ambos como consecuencia de su respectivo hábito.
­ Sí. ­ dijimos, asombrados de la profundidad de nuestros propios
hallazgos.
Tras un elocuente silencio asimilativo, mi hermana suscitó:
­ Abuelito, pero hay un refrán que dice: ‘’Piensa mal y acertarás’’.
Y, o los refranes son ciertos o hemos razonado mal, ¿no?
­ No. Ni una cosa ni otra. Hemos razonado bien. ­ respondió mi
abuelo ­ El refrán se refiere a lo que pensamos de los demás hombres y no
de los acontecimientos.
­ ¿Pero es cierto el refrán? ­ insistió mi hermana.
­ Relativamente.
Hizo una pausa, para ordenar sus ideas, y comenzó:
­ Vamos a ver: ¿Vosotros me conocéis?
Los dos nos echamos a reír.
­ ¡Claro que te conocemos! ­ aseguró mi hermana.
­ Sí. ­ me limité a responder.
­ Pero, ¿sabéis cómo soy yo de verdad? ­ insistió mi abuelo.
Nos quedamos paralizados. Hasta aquel momento yo estaba seguro
de conocer a mi abuelo como a mí mismo. Pero la pregunta tenía mucha
enjundia. Había dicho ‘’de verdad’’. De todos modos, me atreví a decir:
­ Yo creo que sí, abuelito.
­ ¿Qué datos tienes sobre mí? ­ se limitó a preguntar, mirándome.
­ Sé qué cara tienes, cómo eres de alto, el color de tus ojos, la fuerza
que tienes, cómo hablas... sé que eres bueno...
­ Alto ahí. ­ interrumpió mi abuelo ­ ¿Cómo sabes que soy bueno?
­ ¡Qué pregunta! ­ dije sonriendo ­ Porque haces cosas buenas,
porque no haces daño a nadie, porque defiendes lo bueno, porque...
­ ¿Y tú por qué medio percibes todo eso?
Aquella pregunta me hizo dejar de sonreír. ¿Por qué medios? Era
difícil de responder. Pero, tras un momento de reflexión, pude hacerlo:
­ Por mis sentidos: Veo tu cuerpo y veo tus actos y oigo tus palabras
y...
­ O sea, ­ interrumpió mi abuelo ­ por los sentidos.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
168
­ Sí. ­ dije
­ ¿Y qué haces luego con los datos que tus sentidos te proporcionan?
Esta vez fue más rápida mi hermana:
­ Los interpreto.
­ Muy bien. Los interpretas. ­ dijo mi abuelo, mirándola satisfecho ­
¿Y en qué te basas para interpretarlos?
Se estaba poniendo la cosa difícil. Estaba claro que yo, para esa
interpretación, sólo podía basarme en mis conocimientos previos, en mi
memoria. Así que dije:
­ En mi memoria. Yo recibo un estímulo, por ejemplo, una obra tuya,
y luego, como tengo datos en mi memoria sobre lo que es bueno y lo que
es malo, interpreto esa acción y saco la conclusión de que es buena. Y esa
conclusión es lo que pienso de ti.
­ Estupendo. ­ dijo mi abuelo ­ Eso es lo que tú piensas. Pero, ¿eso es
la verdad?
Nueva catástrofe mental. ¿La verdad? ¡Yo no podía saberlo! A lo
mejor, la misma cosa, a mi hermana le parecía diferente. ¿Dónde estaba la
verdad? Por fin, me atreví a responder cautelosamente:
­ Por lo menos, para mí, sí.
­ ¿Y para los demás? ¿Para los demás no sirve ‘’tu’’ verdad?
En vista de mi razonamiento anterior, no podía asegurar que ‘’mi’’
verdad sirviese para otros, así que respondí:
­ No. Tendrían que ser iguales que yo y tener las mismas
experiencias y los mismos estudios y vivencias y, además, tendrían que
haberlos interpretado todos igual que yo y ­ lo vi claro ­ tendrían que ser
yo... No. Está claro, abuelito. Mis conclusiones no sirven nada más que
para mí.
­ Entonces, ­ repreguntó mi abuelo ­ ¿es posible que sobre un mismo
asunto o sobre una misma persona o sobre sus palabras o actos haya varias
interpretaciones?
Estaba claro. Clarísimo. Así que respondí:
­ No es que sea posible. Es que ocurre siempre necesariamente. Cada
hombre lo interpretará de modo distinto. Y no coincidirán ni siquiera dos,
porque no hay dos hombres iguales.
Mi abuelo pareció relajarse, satisfecho.
­ Trata ­ me dijo ­ de recopilar este último hallazgo.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
169
Yo me concentré un rato, mientras veía, por el rabillo del ojo, cómo
mi hermana hacía otro tanto. Al final, ella fue la que resumió:
­ Que cada hombre interpreta cada cosa de un modo distinto.
­ Y que ésa es ‘’su’’ verdad, ­ completé yo ­ pero no ‘’la verdad’’. La
verdad absoluta no está a nuestro alcance, porque es imposible que todos
los hombres coincidan exactamente en sus valoraciones.
­ ¿Comprendéis ahora por qué es un contrasentido y una insensatez
pretender imponer las propias ideas a los demás?
­ Está claro. ­ dije ­ Porque los demás tienen cada uno su propia
visión y no aceptarán completamente la del otro, salvo que coincidan con
él en todo, lo cual es imposible.
­ ¿Y comprendéis el por qué del fracaso de las dictaduras y de los
fanatismos?
­ Sí. ­ fue nuestra respuesta unánime.
­ ¿Y comprendéis por qué un programa político o un proyecto
colectivo cualquiera, aceptado, en principio, por muchos, en sus líneas
generales, acaba siempre con desavenencias y descontentos de los mismos
que los propugnaron?
­ Sí, está claro. ­ dijimos.
­ Por eso lo sabios, los verdaderos sabios, ­ resumió ­ nunca
pontifican. Ellos saben que ‘’su’’ verdad sólo sirve para ellos. Así que lo
que hacen es procurar que los demás aprendan a extraer ‘’su propia
verdad’’.
­ ¿Por eso nos haces tantas preguntas, abuelito? ­ preguntó mi
hermana.
­ Precisamente. Si vosotros descubrís ‘’vuestra’’ verdad individual,
tendréis las ideas claras y nadie os podrá confundir pretendiendo que
aceptéis las suyas sin reflexión. Es el sistema que inventó Sócrates, el más
sabio de los sabios de la antigua Grecia.
Tras un silencio muy fructífero, mi abuelo prosiguió:
­ Pero aún no hemos agotado el tema. Vamos a ver: ¿Por qué pensáis
que se produce esa falta de coincidencia entre las apreciaciones de los
hombres?
­ ¿Por qué? ­ dije asombrado ­ Yo creía que ya lo habíamos aclarado:
Porque cada hombre tiene distinto bagaje, distinta cantidad y calidad de
información, y esa información que tiene le hace ver las cosas de una
manera determinada, como si...
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
170
­ ¿Llevase unas gafas en el alma? ­ sugirió mi hermana con una
sonrisa.
­ ¡Eso!. ­ respondí entusiasmado ­ Como si cada uno llevásemos
unas gafas de color. Cada uno de un color distinto. Porque cada hombre,
en base a los datos que tiene y a sus interpretaciones de los estímulos que
le llegan por los sentidos, se construye, aunque no quiera, unas gafas de un
color especial y exclusivo.
­ ¿Y esas gafas influyen en lo que se ve? ­ preguntó agudamente mi
abuelo.
¡Claro! ­ terció mi hermana ­ Esas gafas hacen que uno lo vea todo
de ese color.
­ ¿Comprendéis ahora por qué el ladrón piensa que todos lo son y el
mentiroso cree que todos mienten? ­ preguntó mi abuelo.
­ Sí. ­ me apresuré ­ Porque, como lo ven todo coloreado con el color
de su propio cristal, ven en los demás ese color y creen que tienen sus
propios defectos.
­ Definitivamente, pues, ­ preguntó mi abuelo satisfecho ­ ¿sabéis
como soy o no?
Pensé intensamente durante un momento y, al fin, sonriendo, le dije:
­ Lo único que sé seguro es cómo no eres. Porque sé que, como yo te
veo con el color de mi cristal, es seguro que no eres como yo te veo.
­ Y ­ completó mi hermana ­ no podremos saber nunca cómo eres en
realidad. Porque yo también te veo con mi cristal. Ni tú ­ añadió
regocijada ­ podrás nunca saber cómo somos nosotros de verdad.
Mi abuelo se sentía ostensiblemente satisfecho de sus nietos. Se
concedió unos instantes para disfrutar con ello y luego dijo:
­ Ahora podemos volver al principio de nuestra conversación. ¿Qué
diferencia al optimista del pesimista?
Ya no tuvimos problema. Así que mi hermana, más rápida de
reflejos, dijo sonriendo:
­ Que el optimista lleva un cristal de color de rosa y el pesimista, uno
negro.
­ ¿Y cómo ha construído cada uno de ellos su cristal? ­ insistió mi
abuelo.
­ Adquiriendo el hábito de verlo todo de color de rosa o de color
negro, respectivamente. ­ dije convencido.
­ ¿Y puede el pesimista cambiar el color de su cristal?
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
171
­ ¡Claro! ­ fue nuestro último hallazgo ­ Sólo tiene que esforzarse un
poco por ver el lado bueno, lo agradable, de cada cosa. Porque, una vez
adquirido el buen hábito, funciona tan automáticamente y sin esfuerzo,
como antes funcionaba el malo.
­ ¿Qué separa, pues, el sentimiento de felicidad del sentimiento de
desgracia? ­ fue su última pregunta de aquel día.
­ Sólo el esfuerzo necesario para quitarse un hábito malo,
sustituyéndolo por otro bueno. ­ dijimos convencidos.
* * *
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
172
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
173
XXVIII.­ LOS CUATRO YOES
­ Cuando yo digo que sí, es que sí. ­ dije rotundo.
­ Eso no ocurre siempre. ­ afirmó mi hermana.
­ Siempre. ­ respondí.
­ Pues ayer, ­ me replicó ­ dijiste que no querías ir al cine, cuando
anteayer, delante de Pepito, habías dicho que sí.
­ Bueno, pero eso es distinto.
­ ¿Por qué? ­ me replicó.
­ Yo, de momento, no supe qué responder. Por fin, dije:
­ Porque he cambiado de opinión.
­ No. Porque no querías que Pepito supiera que no tenías dinero. ­
aclaró mi hermana ­ Pero luego aseguras que, cuando dices algo, lo
mantienes. Y no es verdad.
­ Sí es verdad. ­ insistí convencido.
Mi abuelo, viendo la situación, intervino conciliador:
­ Bueno. Esto hay que aclararlo. Vamos a ver: ­ dijo sonriendo ­
Cuando vosotros dos dialogáis, ¿cuántas personas pensáis que están
hablando?
Los dos nos echamos a reír.
­ Dos. ­ respondí.
­ Dos. ­ dijo mi hermana.
­ Pues no. ­ exclamó mi abuelo ­ Por eso ocurre lo que ocurre.
­ ¿Que no somos dos? ­ inquirí extrañado.
­ No. ­ dijo, rotundo, mi abuelo.
­ ¿Y cómo es eso? ¿Quién hay más?
­ ¿No te ha ocurrido nunca ,­ dijo ­ hacer o decir algo pensando que
responde a tu manera de ser, y luego, darte cuenta de que, en realidad, no
te gusta lo que has hecho o dicho?
­ Sí. ­ tuve que admitir.
­ Pues, el que hizo o dijo eso era el que tú crees ser. Y el que luego
lo encontró mal, era el que tú de verdad eres. ­ fue la respuesta de mi
abuelo.
Mi hermana y yo oímos con asombro aquella disección de mi
persona.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
174
­ ¿El que soy y el que creo que soy? ­ repetí. ¿Entonces yo soy dos?
­ Sí. ­ respondió mi abuelo.
­ ¿Y yo también? ­ quiso saber mi hermana.
­ Tú también. Y yo. Y todos. Respondió terminantemente mi abuelo.
­ Sin embargo, yo no me veo como dos. ­ observé incrédulo.
­ Pues no sólo eres dos, sino cuatro. ­ aseguró mi abuelo.
­ ¿Cuatro? ­ saltamos mi hermana y yo a la vez.
­ Exacto. ­ respondió.
­ ¿Y qué cuatro? ¿Dónde están? ­ quise saber.
­ Ya conoces dos, ¿no?: El que tú eres de verdad, y el que tú crees
que eres. Porque, ­ aclaró ­ tú no te conoces a ti mismo. Casi ningún
hombre se conoce a sí mismo.
­ Pero, ¿los dos hablan? ­ inquirí.
­ ¡Claro! ­ dijo mi abuelo ­ Hablan y actúan.
­ ¿Y cómo se nota si habla uno u otro? ­ pregunté triunfante.
­ Eso sólo lo puedes saber tú. Los demás, no. Para los demás, como
interlocutor, tú eres siempre el mismo: Tú. ­ fue su respuesta.
­ ¿Y eso es siempre así? ­ insistí aún incrédulo, pero con menos
seguridad.
­ Siempre. Lo que pasa es que, unas veces habla uno y otras otro,
unas frases son de uno y otras del otro. ­ dijo. Y, tras un breve silencio,
añadió:
­ Lo comprenderéis mejor cuando conozcáis a los otros dos.
Vuestros otros dos yoes. ­ dijo riendo.
Aquello desbordaba todas mis previsiones. Mi hermana, que aún no
se había recobrado de su asombro inicial, reaccionó por fin:
­ ¿O sea, que yo soy cuatro?
­ Pues, sí. ­ respondió mi abuelo muy serio.
­ ¿Y cuáles son los otros dos? ­ inquirí yo con verdadera curiosidad.
­ Pues verás: ­ me dijo ­ Uno de ellos es el que tú crees que el otro
piensa que tú eres.
­ ¿Cómo, cómo? ­ dije sin entender.
­ Está muy claro. ­ respondió ­ Tú sabes que tu interlocutor ha de
tener una idea sobre ti. Y te imaginas, poco más o menos, lo que él piensa.
Y, cuando hablas, a veces, el que habla por ti es ése que tú crees que el
otro piensa que tú eres.
Ante nuestras caras de asombro, mi abuelo dijo, dirigiéndose a mi:
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
175
­ Por ejemplo: Si crees que él piensa que tú eres inteligente, tratarás
de no defraudarle y aparecer ante él como un chico listo.
Me quedé en silencio, asimilando aquellas ideas. Tenían sentido.
Cuanto más reflexionaba el asunto, tanto más lógico lo encontraba. Por
fin, quise saber:
­ ¿Y quién es mi cuarto yo?
­ Tu cuarto yo es el que tú quisieras que el otro pensase que eres.
Nuevo silencio. Yo pensé que también aquello tenía sentido. Como
acababa de decir mi abuelo, si yo pensaba que el otro creía que era listo,
yo actuaría de modo que pensase que era ‘’muy listo’’. Es decir, distinto,
mejor. Así que declaré:
­ Puede que sí, que sea como tú dices.
­ Seguro. ­ dijo mi abuelo.
­ Mi hermana, en silencio, pero rumiando toda la conversación, se
arrancó con una pregunta alarmante:
­ ¿Eso, abuelito, quiere decir que cuando hablan dos personas, en
realidad están hablando ocho?
Mi abuelo se echó a reír ante nuestras caras de asombro. Pero, al fin
confirmó:
­ Sí. Cuatro por tu parte y otros cuatro por parte de tu interlocutor. Y,
según se vaya desarrollando la conversación, intervendrá uno u otro con
una determinada intención.
Yo me imaginaba a cuatro como yo y cuatro como mi hermana,
hablando todos a la vez... Pero no. No era a la vez. Cada uno hablaba en
su momento. O sea, uno de mis cuatro yoes hablaba cada vez. Pero, para
mi hermana, yo era siempre el mismo. Y, al revés ocurría otro tanto.
­ Lo bueno, ­ dije al fin ­ es que parece lógico. Que, sin darnos
cuenta, hablamos por cuatro bocas diferentes, con cuatro puntos de vista
distintos y con fines también diversos... Pero es un lío, abuelito. ­ concluí.
­ Claro que es un lío. ­ dijo ­ Por eso es tan difícil la comunicación
entre los hombres y hay tanto malentendido. Porque los ocho tratan de
engañarse entre sí.
­ ¿Y eso no tiene arreglo? ­ preguntó, más práctica, mi hermana.
­ Sí. Tiene arreglo. ­ respondió mi abuelo.
­ ¿Y cómo se arregla? ­ pregunté yo, suspirando por volver a ser uno
sólo.
­ Eliminando tres. ­ dijo mi abuelo con toda naturalidad.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
176
­ ¡Claro, qué sencillo! ­ dijo mi hermana ­ Pero, ¿cómo se eliminan?
­ Muy fácilmente. ­ dijo mi abuelo ­ Conociéndote a ti mismo.
­ ¿Conociéndome a mi mismo? ­ respondí incrédulo ­ ¿Con eso se
eliminan tres?
­ ¿Por qué crees tú ­ respondió mi abuelo ­ que los antiguos griegos
recomendaban aquello de ‘’hombre, conócete a ti mismo? ¿Y por qué
crees que todas las religiones recomiendan el examen de conciencia?
­ ¿Para conocernos a nosotros mismos? ­ pregunté.
­ Por supuesto. Si te conoces a ti mismo, ¿qué ocurre? ­ preguntó mi
abuelo.
Me quedé pensativo. Si me conozco a mí mismo... ya no existe el
que yo creo que soy. Estaba claro. Así que dije:
­ Que desaparece el que yo creo que soy. Porque ya no ‘’creo que
soy’’, sino que ‘’sé’’ cómo soy.
­ ¿Y nada más? Volvió a preguntar.
Nos quedamos abstraídos, en plena labor mental. Tras un momento,
mi hermana se lanzó:
­ Que desaparece también el que yo quisiera que el otro pensase que
yo soy. Porque, si ya sé cómo soy y actúo sin dobleces, el otro verá cómo
soy y su idea sobre mí será exacta. Y, de un plumazo, desaparecerán la
idea que yo pensaba que tenía de mí y la que a mí me hubiera gustado que
tuviese.
­ Exactamente. ­ dijo mi abuelo. Y añadió:
­ Luego, todo el secreto está ¿en qué?
­ En conocerse a sí mismo. ­ coincidimos los dos.
Pero, a poco, lógicamente, preguntamos, también a la vez:
­ ¿Y cómo se hace eso?
­ Haciendo examen de conciencia, meditando, reflexionando,
pensando, estudiándose por dentro. Poco a poco, uno va descubriendo
cómo es realmente, y se va conociendo y puede ir corrigiendo defectos o
costumbres o vicios.
Aquello nos tranquilizó. Aún recuerdo cómo, ante el recién
descubierto desdoblamiento de mí mismo en cuatro, me prometí empezar
enseguida a intentar conocerme a mí mismo para volver a ser uno solo lo
antes posible. Y, en eso estoy.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
177
* * *
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
178
XXIX.­ LA SALUD
Yo tenía trece años. Fue durante las vacaciones de Pascua. Mi
abuelo, mi hermana y yo estábamos en el huerto del Molino, recogiendo
verduras para casa. Era un jardín de grandes, dimensiones, atravesado por
la anchísima y caudalosa acequia de Moncada, bordeada de altísimos
chopos, y que en su tiempo había accionado las muelas, ­ y una de las
siete grandes acequias que riegan la feraz huerta valenciana, bajo la
jurisdicción del milenario Tribunal de las Aguas ­ y en el que se
mezclaban, con silvestre encanto, viejísimas palmeras datileras, umbrías e
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
179
inmensas higueras, granados, cerezos, membrilleros, flores, verduras y
tubérculos, que cultivaban mi abuelo y sus hermanos, y que se encontraba
saliendo, a la derecha, del edificio principal, separado de éste por una
ancha senda.
Yo había desenterrado unas patatas y había cortado y tenía en mis
manos dos lechugas enormes y tiernas; mi hermana confeccionaba un
ramito de flores para el florero del comedor; y mi abuelo escogía y
desprendía las más tiernas y apetitosas ‘’bachoquetas’’, nombre
valenciano de las judías verdes.
Era un atardecer precioso. El cielo estaba limpio, como acostumbra
estarlo por esas fechas, pero cuajado de ‘’cachirulos’’, denominación
valenciana de las cometas que, tradicionalmente se hacían volar durante
esos tres días de fiesta que entonces se celebraban en toda la Región. Las
abejas, terminando ya su jornada, libaban en su última flor; los pajarillos,
encaramados en lo alto de los chopos, empezaban su diario guirigay,
contándose los acontecimientos del día y discutiendo entre sí por
encontrar el mejor acomodo en la rama preferida, antes de la puesta del
sol. Todo respiraba calma, paz, alegría y vida.
Mientras esperaba que mi abuelo y mi hermana terminasen sus
quehaceres, me puse a pensar en lo curioso que resultaba el tener que
comer, el ingerir unos alimentos que luego, de modo milagroso, se
transformaban en nosotros mismos y nos permitían vivir y crecer, a su
costa. Así que cuando, concluídas las tareas, nos sentamos los tres en un
viejo tronco de palmera que hacía las veces de banco, le comenté a mi
abuelo:
­ Sería estupendo que no necesitáramos comer.
A mi abuelo le sorprendió un poco mi observación, pues ignoraba
mis pensamientos anteriores. Pero reaccionó enseguida diciendo:
­ Ya lo creo que sería estupendo. Habría mucho menos sufrimiento
en el mundo. Pero hemos de comer.
­ Y, ¿qué pasaría si no comiésemos? ­ dije curioso.
Mi abuelo me miró, sonrió y luego, poniéndose serio, con una
seriedad inusitada, añadió:
­ ¡Dios quiera que no lo tengamos que comprobar nunca!.
Aquel tono y aquella cara me sobresaltaron. Así que pregunté:
­ ¿Por qué dices eso?
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
180
­ Porque ­ dijo ­ el Molino está en venta. Hemos tenido que hacerlo,
porque no tenemos autorización para moler arroz, ni dinero para
mantenerlo sin trabajar. Así que, cuando se venda, ya no podremos venir
al huerto y no tendremos patatas ni frutas ni verduras para la casa.
Comprobé, sentí intensamente, el dolor de mi abuelo al tener que
desprenderse de lo que había sido el objeto de su vida, su hogar y el de sus
hermanos. Y vi cómo sus ojos se nublaron y sus pensamientos se fueron
alejando en el tiempo, atrás, muy atrás. Durante unos instantes pareció
ausente. Pero pronto recuperó su humor habitual y nos dijo:
­ Gracias al Molino hemos vivido hasta aquí. Ha cumplido su
cometido. Ahora surgirán nuevos ‘’molinos’’ en nuestras vidas y todo
seguirá adelante.
Luego añadió, condensando en una sola frase, en una píldora de
sabiduría, como él sólo lo sabía hacer, toda su filosofía de la existencia:
­ La vida es un largo recorrido que termina en el presente y, por
tanto, no debemos hacer inútil tanto esfuerzo.
Yo, aferrado aún a mi primer pensamiento, repetí:
­ Pero sería estupendo que no tuviéramos que comer.
­ Comer es necesario. ­ contestó ­ Y, al momento, añadió:
­ Aunque, no sólo el cuerpo necesita comer.
­ ¿No? ­ intervino mi hermana, a la que aún me parece ver, con su
ramito de flores en la mano, y arrellanada sobre las rodillas de mi abuelo.
­ No. También el alma come. ­ dijo.
Mi hermana y yo nos miramos incrédulos. Yo me apresuré, curioso,
a aclarar aquello:
­ ¿Y qué come?
­ ¿Qué come el cuerpo? ­ repreguntó mi abuelo.
­ Patatas, lechugas y bachoqueta. ­ respondí riendo y señalando el
cesto en el que habíamos colocado la ‘’cosecha’’.
­ Y huevos. ­ añadió mi hermana.
­ Y pan y leche y carne. ­ agregué yo.
­ Y chocolate, y pasteles, y panquemao y longaniza de Pascua. ­
recordó mi hermana, mirándome traviesa.
­ ¿Y qué pasa con todo eso, una vez que nos lo comemos? ­ preguntó
mi abuelo.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
181
­ Que nos hace crecer. ­ respondí rápidamente, ya que ése
precisamente había sido el pensamiento que me había hecho iniciar la
conversación.
­ Y vivir. ­ completó mi hermana.
­ Eso es, ­ respondió mi abuelo ­ nos permite crecer y seguir
viviendo.
­ ¿Y qué come el alma? ­ insistí yo, impaciente.
­ El alma come pensamientos y deseos y lecturas y palabras y
obras...
Mi hermana y yo nos echamos a reír. Yo traté de imaginarme un
alma comiendo pensamientos y palabras, pero no pude, pues no sabía
cómo eran las almas. Así que me quedé pensando. Aquello no estaba nada
claro. Había dos preguntas que me surgían imperiosas: Cómo era un alma
y cómo comía. Así que fui al grano:
­ Abuelito, ¿cómo es un alma?
Mi abuelo reflexionó un momento y, luego, respondió:
­ El alma no es material, no tiene forma, como el cuerpo. Pero está
dentro de él y lo dirige.
Aquellas palabras no aclaraban las cosas, así que nos quedamos un
tanto desilusionados. Mi hermana reaccionó antes:
­ Pero, ¿el alma se ve?
­ Generalmente, no. ­ respondió mi abuelo ­ Pero tampoco se ve el
aire, ni se ve el amor, ni se ven los pensamientos ni tantas otras cosas. Y,
sin embargo, nos influyen. Y mucho.
¡Era verdad! Yo había partido de la base de que, como no se veía,
pues no debería existir. Pero pronto me di cuenta de que yo pensaba, y mis
pensamientos eran reales y tampoco los veía. Ni veía el amor que estaba
seguro de sentir por mi abuelo o por mi madre... Decididamente, todo
aquello, pensé, era muy interesante. Y me interesé. Así que insistí:
­ Abuelito, explícanos eso de que el alma come y dinos cómo come.
­ Antes, ­ dijo ­ hablaremos de cómo come el cuerpo, porque ya
hemos visto qué cosas come.
Mi hermana y yo aguzamos el oído y la atención. Él prosiguió:
­ Cuando comemos algo, eso que comemos, una vez bien masticado
y digerido, va a parar a la sangre y sirve para que coman todas las células
que forman nuestro cuerpo.
Luego, dirigiéndose a mí, me preguntó:
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
182
­ Tú ya has estudiado lo que son las células, ¿no?
­ Sí. ­ dije orgulloso.
­ Yo no, pero lo sé, porque me lo ha explicado él. ­ intervino mi
hermana, señalándome con el dedo, y no queriendo quedarse atrás.
­ Bueno, ­ siguió mi abuelo ­ entonces sabréis que todo lo que
comemos, todo lo aprovechable, sirve para que coman nuestras células,
que son seres vivos. Ellas no saben que forman parte de nuestro cuerpo,
pero entre todas lo constituyen y, haciendo cada una lo que corresponde a
su naturaleza, entre todas hacen posible que digiramos y asimilemos y
respiremos y crezcamos y caminemos y pensemos y hablemos y, en una
palabra, vivamos.
Mi hermana y yo escuchábamos absortos. A mí no se me había
ocurrido nunca considerar mi cuerpo de ese modo. Así que pregunté:
­ Pero, abuelito, entonces, ¿qué come mi cuerpo?
Mi abuelo se echó a reír.:
­ Nada. ­ respondió ­ Todo se lo comen las células que lo forman.
­ ¿Entonces, yo de qué vivo? ­ tuve que preguntar.
­ Tu vida es algo distinto. ­ dijo ­ Tu vida es tu alma. Es una vida de
categoría superior a la vida de cada célula, lo mismo que el conductor es
algo superior a cada una de las piezas del coche que conduce. ¿Lo
entendéis?
­ Sí. ­ dije, tratando de asimilar aquello tan extraño y tan
maravilloso.
­ ¿Cómo es eso de las células, abuelito? ­ quiso profundizar mi
hermana, que aún no acababa de verlo claro ­ ¿cada célula hace una cosa
distinta, lo que ella quiere, y resulta que eso hace que yo viva?
­ Exactamente. ­ respondió mi abuelo ­ Hay células en tu estómago,
que forman tu estómago, que disuelven los alimentos, y a eso lo llamamos
digestión. Y hay células en tu intestino, que absorben esos alimentos
disueltos y los envían a la sangre, y a eso lo llamamos asimilación. Y hay
células en tus pulmones, que absorben el oxígeno del aire y lo cambian
por otra sustancia, el anhídrido carbónico, que es lo que las células de todo
el cuerpo desechan al respirar, y envían ese oxígeno a la sangre, a otras
células que lo transportan por todo el cuerpo, y a ese intercambio lo
llamamos respiración. Y hay otras muchas clases de células y de trabajos.
Y todas juntas son nuestro cuerpo.
­ Entonces, ¿yo qué hago mientras? ­ dijo asombrada mi hermana.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
183
­ Tú vives. Sólo vives. ­ respondió mi abuelo sonriendo ­ Tú, que no
eres tu cuerpo, porque tu cuerpo es un conjunto de células que viven cada
una su vida, vives por encima de ellas. Tú eres como el chófer del coche,
que no es ninguna de sus piezas, pero las dirige a todas. Y las piezas, sin
el chófer, no sirven para nada, no pueden moverse.
Nos quedamos en silencio. A mí me pareció que, de repente, me
había quedado sin contenido: Si mi cuerpo no era más que un montón de
células vivas que, además, no sabían nada de mí y, si todo lo que yo comía
sólo servía para alimentarlas a ellas y no a mí, ¿dónde estaba yo? ¿Qué era
yo? Porque, y de eso estaba seguro: Yo existía…
Mi abuelo, sabiamente, nos dejó pensar. Al fin, hice una pregunta,
para mí clave y aún no dilucidada del todo:
­ Y, si todo lo que como se lo comen mis células, ¿yo qué como?
­ Tú, como alma, como espíritu que eres, necesitas otros alimentos.
­ ¿Por qué? ­ tuve que preguntar.
­ Porque no eres material. ­ me dijo ­ Verás: Existen distintos
mundos, uno material, físico, que es éste, y otros espirituales. El material
lo podemos percibir porque, a lo largo de muchos millones de años, hemos
desarrollado la vista y el oído y el olfato y el tacto... Pero, para percibir los
otros mundos no hemos desarrollado aún los sentidos apropiados. Por eso
no los percibimos. Pero eso no quiere decir que no existan. Incluso en este
mundo, para el que es ciego de nacimiento, no existen ni la luz ni los
colores. Y para el que nace sordo, no existen los sonidos. Y todos los otros
sabemos que la luz y los colores y los sonidos existen y los percibimos
perfectamente.
¡Qué claro lo decía todo mi abuelo y qué claro lo sabía exponer!
­ Los seres vivientes del mundo físico­ continuó ­ se alimentan de
materia física. Por eso hemos de comer alimentos físicos.
­ Sí. ­ dije yo, aún no conforme con el reciente descubrimiento ­ Pero
hemos de comer para nuestras células que, además, ni nos conocen ni nos
quieren ni saben que existimos...
­ No. ­ dijo mi abuelo ­ No lo saben, pero su vida depende de nuestra
presencia en el cuerpo. Porque nosotros, sin darnos cuenta, las
envolvemos a todas con nuestra propia vida, con nuestra conciencia y eso
las une y hace que, también sin saberlo, se mantengan vivas y formen
nuestro cuerpo, precisamente nuestro cuerpo, y no el de otra persona; lo
mismo que Dios nos abarca a todos, nos compenetra con Su vida, con Su
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
184
amor, con Su conciencia. Y por eso dice la Escritura que’’ en Él vivimos,
nos movemos y tenemos nuestro ser’’. Si nos vamos, si abandonamos el
cuerpo, las células que lo forman dejan de estar unidas y relacionadas y
mueren y, con ello, el cuerpo empieza a descomponerse y muere también.
­ ¿Entonces eso es morirse? ­ preguntó mi hermana con cara de
extrañeza.
­ Exactamente. ­ dijo mi abuelo. ­ ¿Y si enfermamos, ­ quise saber yo ­ ¿quién es de verdad el que
está enfermo?
­ Si nuestro cuerpo está enfermo, lo que ocurre es que hay enfermas
determinadas células de determinada parte de aquél. Y, lo mismo que las
células de nuestro cuerpo necesitan nuestra vida para vivir, nosotros
necesitamos la vida de nuestras células para ocupar el cuerpo. Así que, si
enferman y empiezan a funcionar mal o a morirse, nosotros nos sentimos
enfermos. Y si es grave, nos vemos obligados a salir del cuerpo, a
abandonarlo; y eso es morirse.
­ ¿Y qué pasa con nosotros? ­ preguntó mi hermana inquieta.
­ Nosotros, nuestra alma, nuestro espíritu, sigue existiendo en su
mundo, porque es inmortal.
Los dos respiramos tranquilos. Mi abuelo, tras una pequeña pausa,
continuó:
­ Pero estábamos hablando de la alimentación. Y os decía que, lo
mismo que el cuerpo físico necesita comer sustancias de este mundo,
nuestra alma necesita comer sustancias de su mundo que, aunque no lo
vemos, es tan real como éste.
Aquello era verdaderamente sugestivo. Mi hermana y yo
asimilábamos cada palabra de mi abuelo. Él continuó:
­ Nosotros somos lo que comemos.
­ ¿Cómo dices, abuelito? ­ no pude por menos de exclamar ­ ¿Somos
lo que comemos? ¿Qué quiere decir eso?
­ Sí. ­ dijo ­ desde el punto de vista físico, nuestro cuerpo es lo que
comemos y sólo eso. No hay nada en nuestro cuerpo que antes no lo
hayamos comido o bebido, que no haya pasado por nuestra boca. Por ese
motivo, si comemos comida sana, el cuerpo está sano; si comemos
alimentos en mal estado, enferma; si comemos demasiado, engorda; si
comemos poco, adelgaza...
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
185
­ ¡Es verdad! ­ dijo mi hermana. Y, tras un momento, y poniendo una
cara de pícara especial muy suya, preguntó con una sonrisa:
­ ¿Y si comemos mucho dulce, se vuelve dulce?
Mi abuelo rió de buena gana. Luego respondió:
­ Pues, sí. Si comes demasiado azúcar, te vuelves diabética, y tu
sangre se hace dulce.
Dejó pasar un momento y continuó:
­ Pues, del mismo modo, nuestra alma se alimenta, como os he
dicho, de cosas de su mundo.
­ ¿Pero, cómo? ­ pregunté yo intrigado ­ ¿Cómo come, si no tiene
boca?
­ Las células tampoco tienen boca. ­ respondió ­ Y también se
alimentan. El alma, simplemente, absorbe y hace propia la materia que la
nutre.
­ ¿Y qué sustancias son ésas? ­ insistí.
­ Como ocurre con la alimentación del cuerpo, pueden ser sustancias
sanas o sustancias nocivas y se puede comer demasiado o se puede comer
demasiado poco. Y, en cada caso, el alma sufre las consecuencias y, o
vive y crece y se desarrolla sana, o se pone enferma, o engorda, o se
debilita y desnutre. Incluso, si no come, puede quedar en estado comatoso,
como si fuera un vegetal.
Traté de imaginarme un alma sana y otra enferma y una tercera
gorda y otra delgada y hasta una en coma, pero tampoco esta vez pude.
Así que pregunté:
­ Abuelito, ¿cuáles son las sustancias buenas para el alma, las que la
hacen vivir y desarrollarse?
­ Los buenos pensamientos, ­ respondió ­ los buenos deseos, las
buenas intenciones, los buenos sentimientos, las buenas obras, las buenas
lecturas, las oraciones, la reflexión, la meditación, el trabajo bien hecho, el
sentido de responsabilidad, el esfuerzo correcto, ayudar al que lo necesita,
sonreír, hacer la vida agradable y agradecerla...
Mi hermana y yo escuchábamos con la boca abierta. ¿Cómo se
podría el alma comer todo aquello? Y, sobre todo, ¿cómo se sabía si una
intención o un pensamiento era buen alimento o no? De modo que
pregunté:
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
186
­ ¿Y cómo se distinguen los buenos pensamientos de los malos, y los
buenos deseos de los malos, y los buenos sentimientos de los malos, y
todo lo que has dicho?
­ Muy fácilmente. ­ respondió ­ Si están basados en el amor, son
buenos. Si en el egoísmo, son malos.
Y, ante nuestras caras de incomprensión, continuó:
­ Si vosotros tenéis un pensamiento de cariño hacia la mamá, por
ejemplo, o hacia la abuelita, es bueno y alimentará vuestra alma; pero si
tenéis un pensamiento de odio hacia otro niño, por el motivo que sea, ese
alimento le hará daño a vuestra alma. Y, si ayudáis a alguien que necesita
ayuda, eso será un buen alimento; pero si, pudiendo ayudar, y llevados por
el egoísmo, no lo hacéis, eso será nocivo y la salud de vuestra alma se
resentirá. Y así con todo.
­ ¿Y cómo es un alma sana? ­ preguntó mi hermana.
­ Un alma sana ­ nos dijo ­ es un alma que quiere a todos, que ayuda
a todos, que no se enfada con nadie, que comparte lo que tiene, que lee
buenos libros que le enseñan a pensar y a reflexionar y a meditar y a hacer
el bien; es un alma que sonríe, que reza y que es feliz, aunque a veces
tenga problemas, porque sabe que la vida es una maravilla y no quiere
estropearla...
­ ¿Y un alma enferma? ­ quise saber.
­ Un alma enferma es un alma que hace daño a los demás, que
miente, que engaña, que insulta, que desprecia, que roba, que se enfada,
que es egoísta o glotona o que no ríe ni piensa ni reflexiona ni medita ni
lee; que no estudia, que no reza, que no agradece la vida... ¿entendéis?
­ Sí. ­ dijimos los dos.
Mi abuelo nos dejó asimilar todo lo dicho, en silencio, hasta que yo
lo rompí, preguntando:
­ ¿Y cómo son un alma gorda y un alma desnutrida y un alma en
coma?
­ Un alma gorda es la que se ha preocupado demasiado de aprender
para saber mucho, pero ha sido incapaz de enseñar a nadie lo que ha
aprendido, ni de ponerlo en práctica ella misma; por eso, como se lo queda
todo para ella, engorda y engorda sin beneficio para nadie, ni para ella ni
para los demás, de modo que sus conocimientos resultan inútiles. Un alma
enclenque, débil, es la que no hace nada, no ayuda a nadie, pero tampoco
hace daño a nadie, no lee, no piensa, no se cultiva, no reza, no ama, pero
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
187
tampoco odia a nadie, y pasa por la vida sin ninguna utilidad para nadie. Y
un alma en estado de coma es un alma de loco, a la que no le llega ningún
nutriente, porque tiene rotos los mecanismos para asimilar su alimento.
¡Qué asombroso era todo lo que mi abuelo nos decía! Tenía una
facultad especial para hacernos penetrar, sin esfuerzo, como jugando, en
los más intrincados problemas de este mundo... y hasta del otro.
Pasado un momento de reflexión, mi abuelo añadió:
­ Pero hay otro aspecto de este asunto que quisiera que conocieseis,
porque es muy importante.
­ ¿Y qué es? ­ me apresuré a saber.
­ Que el estado de salud del alma repercute en el estado de salud del
cuerpo, y viceversa.
¡Aquello era aún más interesante! Por eso insistí enseguida:
­ ¿Por qué? Y, ¿cómo?
­ Es muy lógico. ­ dijo ­ ¿Qué ocurre con el coche y su conductor?
­ ¿Qué ocurre?. ­ preguntó mi hermana intrigada.
­ Pues que, si el conductor, por ejemplo, no ve bien, conducirá por
malos caminos y el coche se resentirá y sufrirán las ruedas y la suspensión
y los frenos, y se llenará de abolladuras y de rasguños y, hasta puede
chocar. Y, si el conductor no oye bien, puede no advertir la venida de una
ambulancia o de los bomberos y producir una catástrofe. Y, si sólo ve con
un ojo, por ejemplo, al no calcular bien las distancias, irá dando
acelerones y frenazos que acabarán dañando al motor. Y, si no recuerda
ponerle aceite, a éste, se resentirá. Y, si no le pone gasolina en el depósito,
el coche no andará. Y tened en cuenta que la unión del cuerpo y el alma es
mucho más estrecha, mucho más íntima, que la del conductor y su coche.
Nosotros dos seguíamos las palabras de mi abuelo totalmente
abstraídos. Yo imaginaba un coche que, poco a poco, a base de golpes, iba
envejeciendo, hasta quedar inservible. Mi abuelo continuaba:
­ Con nosotros ocurre, pues, lo mismo que con el coche y su
conductor: Si el alma está enferma, esa falta de salud, se reflejará siempre
en el cuerpo físico en forma de la alteración de alguna función o en una
enfermedad o en una deficiencia...
Yo estaba verdaderamente impresionado y quise profundizar en el
tema, así que pregunté:
­ Abuelito, ¿eso quiere decir que todas las enfermedades del cuerpo
tienen su causa en alguna enfermedad del alma?
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
188
­ Claro que sí. El alma, ya os lo he dicho, es el conductor del cuerpo.
­ Entonces, ­ trató de concretar mi hermana ­ ¿para curar las
enfermedades del cuerpo hay que curar primero las del alma?
­ Así es. Tú imagínate que el conductor no ve bien y lleva el coche
por caminos llenos de baches, y el coche, claro, se resiente. ¿Cómo
solucionarlo para siempre?
Nos quedamos pensando, profundamente concentrados.
­ Poniéndole gafas al conductor para que vea bien. ­ exclamé, riendo,
satisfecho de mi idea.
­ Exactamente. Pues lo mismo ocurre con las enfermedades del
cuerpo, porque...
­ Abuelito, ­ interrumpió mi hermana ­ también se puede arreglar el
coche cada vez que se estropee por ir por malos caminos, sin tener que
ponerle gafas al conductor, ¿no?
­ Sí. Se puede. Pero, como éste seguirá sin ver bien y, por tanto,
conduciendo por malos caminos y golpeándolo y raspándolo, habrá que
estar arreglándolo continuamente, porque no se atacaría la causa de las
averías, sino sus consecuencias.
­ Entonces, ­ profundicé yo, muy interesado ­ ¿la medicina qué hace?
¿No quita las causas de las enfermedades?
­ No. Lo que hace la medicina es ponerles parches a las ruedas,
arreglar la suspensión y, a veces, hasta poner ruedas nuevas... pero, si el
coche sigue yendo por malos caminos, ésa no es la solución, ¿verdad?,
porque, como os he dicho, sólo cura las consecuencias de una conducta
ilógica del conductor. Y, mientras éste siga yendo por esos caminos, las
averías se seguirán produciendo. La única solución es ponerle gafas al
conductor, que vea bien, que comprenda por dónde debe conducir el coche
y, entonces, éste no se averiará, es decir, no se pondrá enfermo.
Yo, verdaderamente impresionado, recordé a mi abuelo:
­ Abuelito, antes has dicho ‘’y viceversa’’. ¿Qué querías decir?
­ Pues, quería decir ­ respondió ­ que, muchas veces ocurre que,
cuando el alma ignora que es sólo el conductor del cuerpo y cree que es
éste, le hace realizar esfuerzos y cosas que no debería y esto hace que el
alma, cuando se da cuenta del error, reaccione con nerviosismo, con
tensiones, y acabe enfermando a su vez.
­ No lo entiendo. ­ dijo mi hermana categórica.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
189
­ Imagina, ­ le respondió mi abuelo ­ que el conductor del coche,
mientras está conduciéndolo, se pone a pensar en otra cosa y se distrae. El
coche empezará a hacer eses, a dar bandazos y a irse peligrosamente hacia
la cuneta. Entonces el conductor no tendrá más remedio que olvidarse de
lo que estaba pensando y ponerse en su sitio de conductor y tratar de
recuperar el control del coche, y ello le producirá mucho nerviosismo y
mucho miedo y, si no consigue dominarlo a tiempo, hasta un accidente
con una o varias heridas. ¿Lo comprendes ahora?
­ Ahora sí. ­ dijo mi hermana.
Todo aquello estaba tan claro... Tuve la certeza de que acababa de
conocer algo muy importante. Y que ese conocimiento influiría en mi
vida. Mientras yo lo grababa todo profundamente en mi memoria, mi
hermana rompió el silencio, preguntando:
­ Y, un alma que está enferma, ¿se puede curar?
­ Claro. ­ respondió mi abuelo.
­ ¿Y qué hay que hacer para curarla? ­ me apresuré a inquirir.
­ Dejar de darle comida mala y darle comida sana. Es decir, cambiar
los hábitos negativos por otros positivos, ayudar a los demás, quererlos,
comprenderlos, disculparlos, sonreír... Ya os he dicho antes cuáles son los
buenos alimentos para el alma. Porque, al fin y al cabo, también en el
mundo de las almas somos lo que comemos.
Dicho esto, y ya casi de noche, se levantó, nos cogió de la mano y,
juntos los tres, arrullados por el cri­cri de los primeros grillos, nos
dirigimos al Molino, a cenar.
* * *
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
190
XXX.­ MI ABUELA SALVADORA
A pesar de las penalidades de la posguerra a que he aludido en otros
capítulos, aquellos tres veranos fueron hermosos. Estoy hablando de los
años 43 al 45, cuando yo cumplía, en pleno agosto, de los 15 á los 17
años.
Terminado el curso escolar y con el fin de que pudiera comer
bastante, mi madre me enviaba a Madrid, donde mi abuela poseía y
regentaba una pensión, llamada ‘’La Valenciana’’, y que aún subsiste, en
el número 27 de la calle del Príncipe, en plena Plaza de Santa Ana,
esquina a la calle del Prado y contigua al Teatro Español.
Mi abuela paterna, de nombre Salvadora, fue una personalidad
excepcional, irrepetible, una especie de fuerza de la naturaleza.
Exactamente el polo opuesto de mi abuelo materno del que trata este libro.
Y digo el polo opuesto, no porque fuera mala, ya que mi abuelo ha
quedado claro que era buenísimo. No. Sino porque era la personificación
del espíritu práctico, un ejemplo viviente de que el hombre se puede
enfrentar a todo y vencer. Todo lo pacífico, dulce, introvertido y ‘’sabio
por dentro’’ que era mi abuelo Paco, lo tenía ella de inquieta, extrovertida,
práctica y ‘’sabia por fuera’’.
Su personalidad rebasaba la Pensión y la familia, en la que dejó
huella imborrable, y se proyectaba, con igual influencia, sobre todos los
huéspedes, que se convertían en ‘’fijos’’ apenas habían vivido una vez
aquel ambiente especial con el que ella impregnaba su hogar y su negocio.
Hubo recién casados en viaje de novios que, a pesar de tener proyectado
seguir hacia otros puntos del país, llegados allí en su primera etapa,
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
191
decidieron quedarse en la Pensión todo el tiempo porque su ambiente les
resultaba mucho más atractivo y agradable que cualquier viaje hacia
donde fuese.
Lógicamente, dado el nombre de la Pensión, muchos de los
huéspedes eran levantinos; pero abundaban también los de otras
procedencias. Entre los primeros se contaban representantes, intelectuales,
artistas y estudiantes y entre los segundos, recién casados, funcionarios
solteros afincados en Madrid, hispanoamericanos en visita turística, etc.
Alguno de aquellos intelectuales inmortalizó luego en sus obras a mi
abuela, aunque ella ya había conquistado, con sus obras, la inmortalidad.
Vivían en la Pensión, además de mi abuela, mi tía Paca, hermana de
mi padre, con su marido, el tío Manolo, y sus cuatro hijas Dorita, Lilí,
Mary Paca y Carmen. Mi tío era dependiente en una tienda de lámparas en
la calle de la Magdalena. Allí trabajó toda su vida hasta que, fallecida la
abuela, se estableció por su cuenta. Era un hombre sencillo. Sencillo y
bueno. Un bueno integral. Para mí fue como una especie de prototipo en
ese sentido: Cariñoso con su familia, amable con todos, fiel hasta el
sacrificio, trabajador, de carácter alegre, y honesto siempre, sin altibajos.
Afrontó la vida y la muerte con igual talante.
Mi tía Paca, como he dicho en otros capítulos, durante la guerra
estuvo con sus tres hijas mayores (Carmen aún no había nacido) con
nosotros en la Granja de Burjasot. Terminada la contienda, con mi padre
en la cárcel y sin medios de subsistencia en Valencia, mi madre me
enviaba a Madrid, a pasar el verano porque, como decía la abuela, ‘’donde
comen quince o veinte, puede comer uno más’’. Así retribuyó la tía Paca
la ayuda de su hermano. Así, y teniendo durante varios inviernos en la
Pensión a mi hermana. Mi padre siempre quiso especialmente a la tía Paca
y ese cariño fue totalmente correspondido.
Yo venía a Madrid solo, en aquellos vagones de tercera, con sus
incomodísimos asientos de barrotes de madera, y que necesitaban todo un
día para hacer el recorrido, que se paraban por falta de presión en las
cuestas y los viajeros habían de bajar y hacer leña para ayudar al tren; o en
uno de los camiones de ‘’Mudanzas Vivó’’, junto a los chóferes y
escondiéndome entre los muebles cuando la Guardia Civil daba el alto
para comprobar la documentación del vehículo. Porque los Vivó fueron de
esos huéspedes que quedaron cautivados por mi abuela y no le negaron
nunca el transporte de mi hermana ni mío, cuando mi madre no podía
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
192
pagarnos el tren. Ya en Madrid, lleno de carbonilla, en la estación de
Atocha, o de sueño en la terminal de Vivó, porque, ignoro por qué causa,
los transportes de muebles los hacían de noche, buscaba una cara
conocida, que solía ser la de Pepe, el mozo de la Pensión, que me recogía
y me llevaba en metro a casa, donde me recibía mi abuela, para la que yo
era ‘’su nieto’’, a pesar de que tenía en total 17 (de sus seis hijos), entre
los que habíamos seis varones, dos de ellos mayores que yo. Decía a todo
el que quería oírla, que eran todos, que yo era muy bueno, muy guapo,
muy listo, muy estudioso, y que tenía un gran futuro. Ella no había
estudiado más que lo mínimo, como casi todas las mujeres de su época, y
por eso la enorgullecía que yo estudiase, e imaginaba para mí Dios sabe
qué fabuloso porvenir. Y cuando yo, al día siguiente de llegar y apenas
desayunado, me metía en una salita acristalada del piso bajo de la Pensión
y me ponía a leer, que siempre fue vi vicio, mi abuela me decía,
indefectiblemente, que qué hacía yo allí leyendo y que me fuese a la calle
a tomar el sol. Entonces me daba un duro y, cariñosamente, me conminaba
a no dejarme ver hasta la hora de la comida, a las dos. Yo bajaba a la plaza
y, sin saber adónde ir ni conocer a nadie ­ mi tía y mis primas estaban
veraneando en Bustarviejo ­ acababa haciendo siempre lo mismo: Me
metía en una librería de lance que había en la misma calle del Príncipe,
antes de llegar a Huertas y luego, descendía por Prado, admiraba el
Palacio del Congreso, entonces de las Cortes, y el Hotel Palace, y acababa
metiéndome en el Museo del Parado o yéndome al Retiro a remar en el
estanque. ¿Qué otra cosa podía hacer? Gracias a ello, sin embargo, me
familiaricé con el museo y sus obras y aprendí a remar, cosa curiosa
procediendo yo de un puerto de mar.
A medida que se acercaba la hora de comer y de cenar, sobre todo el
primer día aunque, a fuer de sincero, aquella sensación se prolongaba
durante toda mi estancia en Madrid, yo me iba poniendo nervioso. Y tenía
mis motivos: El comedor de la Pensión era una sala grande rectangular,
con dos balcones a la calle del Prado, en el piso inferior de los dos,
segundo y cuarto (entonces principal y segundo), que ocupaba. En el
comedor había, en el centro, una gran mesa alargada, de unas diez o doce
plazas, y varias mesas más pequeñas alrededor, como satélites. La
presidencia de la mesa grande, con el aparador a su espalda, la ocupaba mi
tío Manolo, que era el único de la familia que comía y cenaba con los
huéspedes. Pero, cuando estaba yo, esa presidencia la compartía con él. Y
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
193
eso para mí era un suplicio porque, además de mi natural tímido, yo venía
de un colegio de religiosos, sin más horizonte que las aulas, el patio de
recreo y mi hogar y, al llegar a Madrid, me encontraba con la abuela, una
mujer liberal donde las hubiera (que fumaba, sosteniéndolos con unas
pinzas de plata con empuñadura de tijeras, unos cigarrillos gordísimos de
tabaco negro que ella misma se liaba y que se iban desperdigando sobre su
generoso busto, que ella sacudía con frecuencia), y con el ambiente de la
Pensión, llena de actores del Teatro Español y de la Comedia, casi
enfrente, cuya conversación y cuyo trato era también siempre
desenfadado. Y, al ser yo el nieto de doña Salvadora y, además, presidir la
mesa, me pasaba la comida y la cena siendo el centro de atención de todos
(o, por lo menos eso me parecía a mí) y el destinatario de miles de
preguntas y de bromas de todo tipo. Y, cuando la cosa decaía y yo ya tenía
cierta esperanza de que aquello terminase, mi abuela, que vigilaba
permanentemente todos los detalles de la Pensión, especialmente el
servicio, aparecía en el comedor y, a plena voz, como acostumbraba a
hablar, decía con orgullo: ‘’¿Qué?, ¿Qué les parece mi nieto? Es tan guapo
como su padre’’. Y yo ya estaba de nuevo como un tomate y sin saber
adónde mirar.
De todos modos, aquello me vino muy bien. Allí me di cuenta de lo
estúpido e inútil que era ser vergonzoso o tímido. La escuela fue perfecta
y los maestros inigualables. Recuerdo haber conocido y tratado en casa de
mi abuela a los más conocidos actores y actrices de aquella época, en que
el teatro estaba en auge y Madrid contaba con casi dos decenas de salas
dedicadas al arte escénico.
Como anécdota especial, pero característica de la Pensión, recuerdo
la de un verano en que Carlos Lemos, huésped fijo en casa de mi abuela
siempre que trabajaba en Madrid, estaba interpretando a Jesús en un auto
sacramental, y se había dejado crecer la barba. Y, como aquel actor
excepcional entraba tanto en sus papeles y, en el comedor ocupaba
siempre la otra cabecera de la mesa grande, a la hora de comer y de cenar,
lo hacíamos todos con sumo recogimiento y gran silencio, pues nos
parecía que, de un momento a otro, iba a bendecir el pan y a repartírnoslo.
Recuerdo muchas horas con Don Alfonso Muñoz, gran galán en su
época y que había estrenado El Divino Impaciente, ya setentón por
entonces, pero que seguía trabajando y que, después de comer, me contaba
cientos de anécdotas de su dilatada vida de actor, y luego, a media tarde,
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
194
me hacía acompañarle al teatro y allí, entre bastidores, veía la obra desde
la otra orilla. Así recuerdo haber presenciado una representación que se
me quedó grabada, en el Teatro Español, adonde fui con él, que hacía de
borracho, y fue la de Edipo, encarnado por el entonces jovencísimo
Francisco Rabal (aún no era ‘’Paco’’), y cuya actuación me impresionó
tan profundamente que aún la tengo muy vívida.
Por las tardes, las señoras organizaban grandes partidas de canasta,
entonces de moda, y las actrices, entre una y otra función y a veces hasta
entre una y otra escena de la misma obra, si había tiempo suficiente,
subían a casa, todas maquilladas, a seguir jugando. Pero los sábados, las
noches de los sábados, desde después de la cena y, sobre todo, tras la
última representación, eran gloriosas y excedían todo lo imaginable, con
verdaderas olimpíadas de canasta (las señoras) y de dominó (los
caballeros), que duraban toda la noche, hasta el amanecer, con sus piques,
chistes, gritos, risas y sobresaltos. Valía la pena. Aquello era único. Había
quien venía desde el otro extremo de Madrid a jugar o a ver jugar los
sábados, sólo por el ambiente tan extraordinario que allí se respiraba.
Porque, a los jugadores, entre los que mi tío destacaba, había que añadir
los mirones, muchos más, con sus comentarios y sus pullas.
Era todo aquello un mundo nuevo para mí y yo, sin darme cuenta,
tomaba de ello buena nota e iba formando mis propias opiniones.
Mi abuela, pues, sin pretenderlo, contribuyó muy mucho a mi
formación, ampliando mi horizonte y relativizando mis puntos de vista.
Algunas tardes entre semana, nos íbamos los dos al cine. A ella le
gustaba ir al Fígaro o al Ideal, porque caían cerca o, quizás, porque sus
butacas le resultaban más cómodas, ya que siempre, a los cinco minutos
de empezar la película, estaba durmiendo y roncando estrepitosamente.
Pero a ella se le permitía. Era conocida en todo el barrio y todos la
querían. Las joyas de la abuela sabían ir solas al Monte de Piedad ­ pues
una pensión tiene altibajos a lo largo del año, decía ­ , pero no había en
toda la contornada un pobre o un necesitado que no recibiese de mi abuela
la ayuda oportuna. Por eso, cuando murió, su entierro fue verdaderamente
tumultuoso. Nunca he visto llorar a tanta gente ajena a la familia del
muerto.
Si algún día mi abuela se me adelantaba y llegaba al cine antes que
yo, sólo tenía que preguntar al acomodador por doña Salvadora y
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
195
enseguida me llevaba al lado de ella que, indefectiblemente, estaba
durmiendo.
Mi abuela fumaba, como he dicho, pero como a mi tío Manolo no le
gustaba que las mujeres fumasen, jamás lo hizo delante de él. Y él supo
disimular y nunca se dio por enterado de que lo hacía ni de que la caja que
había encima del piano, en el recibidor, junto a la mesa camilla donde las
mujeres organizaban sus partidas, era la del tabaco de la abuela.
La mejor prueba del espíritu práctico y altruista de mi abuela
Salvadora, aparte de en su vivir y su actuar diarios, la dio, a mi parecer, en
dos momentos clave de su vida, que la retratan como mujer excepcional y
digna de ser recordada: El primero se le presentó al morir mi abuelo Manuel, el padre de mi
padre. Y esto requiere una pequeña historia en dos etapas.
Mi abuelo, según decían, sobre todo las mujeres que lo conocieron,
era un hombre muy guapo. Era perito agrícola del Estado y profesor en la
Escuela de Peritos Agrícolas que existía en la Granja de Burjasot, donde
estudiarían su carrera mi tío Vicente y mi padre. Y ocurrió que, cuando mi
verdadera abuela, Delfina, fue a dar a luz a su séptimo hijo, murieron el
niño y ella, no sin antes, a fuer de buena madre y tratando de evitar que
sus seis retoños tuviesen que soportar a una madrastra, obligar a su marido
a jurarle que no contraería nuevo matrimonio. Quedó, pues, mi abuelo
Manuel con seis hijos cuyas edades oscilaban, en orden descendente,
desde los 17 de Manuel hasta los dos de Luis, pasando por Delfina,
Vicente, Francisca (Paca en familia) y Francisco, mi padre.
En esa tesitura y estando desarrollando un trabajo en Alicante,
conoció a mi abuela Salvadora, que estaba pasando unos días en casa de
una familia amiga, y que era una joven de veinticuatro años (él ya tenía
cincuenta), viuda reciente de un rico industrial catalán que había fallecido
en uno de los primeros accidentes de aviación de la historia de España. La
hermosura varonil de mi abuelo, por lo visto, enamoró a la joven viuda de
tal modo que, aún sabiendo que él tenía seis hijos y que había jurado no
volverse a casar, se atrevió, nada menos, que a irse a vivir maritalmente
con él, a cuidar y educar a esos hijos y a hacer frente a lo que debió ser un
‘’escándalo’’ tremendo en un barrio obrero como el de Sagunto, en la
Valencia de principios de siglo.
Se enfrentó, pues, a todo, y supo vencer. Recordaba jocosamente,
años después que, lo primero que hizo al llegar a casa del abuelo fue bañar
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
196
a los seis hijos pues, al parecer, la madre de la abuela Delfina, que vivía
con ellos, pero que acabó, lógicamente, yéndose con unos parientes suyos,
no consideraba la higiene como algo muy necesario, mientras que mi
abuela Salvadora era una fanática de la limpieza y el brillo en todo. Y
recordaba también que, la primera semana, y dado que no sabía cocinar,
vivieron todos exclusivamente de chocolate. Pero que, rápidamente, con
tesón y confianza en sí misma, llegó a convertirse en una experta cocinera.
Lo que mi abuela Salvadora no imaginó nunca que iba a suceder, sin
embargo, por lo menos tan pronto, ocurrió. Y fue que mi abuelo Manuel
murió de una pulmonía a los cincuenta y dos años. De modo que ella se
quedó con seis hijos y en situación, digamos, anormal. Y digo eso porque,
queriendo el sacerdote que asistió al moribundo ‘’regularizar’’ ante Dios
aquella relación ‘’pecaminosa’’, estuvo insistiéndole hasta que exhaló el
último suspiro para que diese el ‘’sí’’ y casarlos in artículo mortis. Pero
pudo más aquel juramento hecho a la abuela Delfina, y el abuelo Manuel
murió sin dar su consentimiento para que bendijeran su unión con la
abuela Salvadora.
Se encontró, pues, ésta, con veintiséis años, seis hijos que criar y
educar, que no eran suyos, sin ningún derecho sobre ellos, sin marido y sin
medios materiales, puesto que no le correspondía pensión de viudedad por
no ser legalmente casada.
¿Y qué hizo en tal situación? ¿Se dio por vencida? ¿Abandonó a las
seis criaturas a su suerte? No. Aquello no iba con su modo de ser. Por eso
mismo, lo que hizo fue arremangarse, renunciar para siempre a un marido
(era joven, rubia, con unos grandes ojos verdes, muy buena figura,
simpática, valiente...), y dedicar su vida a esos hijos que el cielo, de un
modo bien curioso, le había encomendado. Puso, pues, una pensión en
Burjasot, en la que se hospedaron varios estudiantes de la escuela en la
que mi abuelo había impartido clases, y eso le permitió seguir adelante. Y
más tarde, cuando los tres mayores ya se habían independizado y casado y
el Ministerio de Agricultura cerró la Escuela de Peritos de Burjasot,
trasladó la pensión a Madrid, a la calle de la Cruz, adonde los estudiantes
la siguieron fielmente. Ése fue el origen de la Pensión Valenciana. Y ése
fue el primer momento, a mi modo de ver, en el que salió a relucir todo el
tesoro de valor y de confianza y de amor al prójimo y de fe, de que mi
abuela Salvadora era portadora, sin hacer alardes de ello.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
197
El segundo, que confirma su calidad humana extraordinaria, se
presentó durante la guerra: Mi tía Paca se había venido a la Granja, como
ya he relatado, huyendo de los bombardeos y buscando comida, con sus
tres hijas. Y la abuela y el tío Manolo se quedaron en Madrid, ella
dirigiendo la Pensión y él vendiendo lámparas en la tienda. Pero llegó un
momento en que movilizaron a mi tío al que, afortunadamente, destinaron
al frente de la Moncloa que, como es sabido, fue una primera línea estática
durante toda la guerra, de modo que, cada cual estaba en su trinchera y
sobrevivía o moría, sin avanzar ni retroceder, en medio de los
bombardeos, cañonazos, ráfagas de ametralladora, balas perdidas, etc. ¿Y
qué hizo mi abuela en esa situación? Lógicamente, algo inesperado:
¡Todas las mañanas, despreciando olímpicamente el innegable peligro que
ello suponía, se iba muy temprano, andando, hasta la Moncloa, a la
trinchera en que mi tío se encontraba, y le llevaba un termo con café
caliente! ¿No es asombroso? Pues ésa era mi abuela. No es de extrañar,
por tanto, que, quien la tratase, quedase instantáneamente subyugado por
su personalidad arrolladora y única. No hubo en la vida nada que la
asustase, que la arredrase, que la amedrentase. Ella podía con todo, sabía
que podía con todo. Y podía. Y siempre pudo.
Hasta para morirse fue original y directa: Llevaba en cama unos días
cuando, de repente, le dijo a mi tía: ‘’Paquita, tráeme el rosario que me
voy a morir’’. Y se murió. Así.
Todos los veranos que pasé en Madrid, al llegar de Valencia, estaba
ocho o diez días con mi abuela y, al terminar los tres meses de vacaciones,
otro tanto. El resto del tiempo lo disfrutaba con mi tía, mis primas y mi
hermana, en Bustarviejo, en una casa alquilada.
Recuerdo que el segundo año de ir a Madrid, se me planteó una duda
que no sabía cómo resolver, ya que, en el colegio había varios
compañeros, precisamente los más buenos y ejemplares, que aseguraban
que la gente de teatro llevaban todos vidas disipadas y, por tanto, eran
mala compañía; pero luego, en verano, yo coincidía y vivía con ellos y me
parecían encantadores. Así que, un día, me dirigí a mi abuelo y le dije:
­ Abuelito, ¿tú crees que los actores son mala gente?
Mi abuelo se sorprendió de la pregunta. Luego respondió:
­ Así, en general, yo no me atrevería a asegurar nada. Los habrá
buenos y los habrá malos, como en todas las profesiones.
­ No. Quiero decir si, por ser actores, son malos.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
198
­ ¿Por ser actores? En absoluto. ¿Por qué preguntas eso?
­ En el colegio hay compañeros que aseguran que llevan vidas
disipadas y que no conviene tratar con ellos.
Mi abuelo se puso serio. Luego dijo:
­ Desgraciadamente, hay gente que cree monopolizar a Dios y al
bien y hasta al cielo. Pero eso no es verdad. Nadie tiene el menor derecho
a despreciar a otro ni a juzgarlo sin conocerlo.
­ Es que dicen que llevan vidas raras...
­ Claro que llevan vidas raras. No tienen más remedio. ¿Qué vida
llevarías tú si, por las mañanas tuvieras que ensayar en el teatro y luego,
tuvieras una representación por la tarde y otra por la noche, y tu tiempo
libre empezase a la una de la madrugada y, además, estuvieses casi
siempre viajando? ¿No sería una vida rara? Para tus amigos, seguro. Y
para ti y para mí. Pero es su vida y esa vida, esa manera de ganarse el pan
honradamente les obliga a vivir siempre en grupos muy reducidos y a
horas intempestivas. Ése es el precio que han de pagar por ser artistas y
saberse meter en la piel y en el corazón y en la mente de tantos y tan
diversos personajes y hacernos vivir tantas historias, que nos ilustran, nos
hacen vibrar o reír o llorar...
­ ¿Entonces?
­ Entonces, nada. Tus amigos no saben de qué hablan y recurren al
sistema de todos los ignorantes: Desprecian lo que no conocen, sin
preocuparse, antes, de estudiarlo. No les hagas caso. Porque, a todo esto,
¿tú qué opinas?
­ Yo, los que conozco de casa de la abuela me han parecido
estupendos, simpáticos, alegres... su compañía me encanta.
­ Pues claro que te encanta. Y a mí también. No olvides que, cuando
tú naciste, la abuelita y yo nos fuimos a vivir a Madrid con vosotros y
conozco la Pensión y sé el ambiente que allí hay y es un ambiente sano,
alegre, sin gazmoñerías, sincero, abierto, desinhibido, encantador, libre de
prejuicios inútiles...
­ Realmente, yo lo paso siempre muy bien en casa de la abuela.
­ Mira. ­ dijo mi abuelo ­ Cada uno de nosotros nacemos con una
misión, con una vocación. Y todos, poco a poco, vamos acercándonos a
ella, hasta que desempeñamos el papel para el que nacimos. También los
actores. Y su trabajo es mucho más difícil y sacrificado que los demás.
Pero también más bonito. Por tanto, entre ellos, como entre todos los
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
199
grupos humanos, habrá de todo. Y no es correcto generalizar. La
generalización es el arma del retrasado mental. No la uses nunca.
¡Qué razón tenía mi abuelo! Todas las generalizaciones que he visto
en la vida han sido inexactas. Y todas han salido de labios de fanáticos o
de gente de pocos alcances. Nunca de labios de los sabios. Y es que, como
decía mi abuelo, cada hombre es una especie.
Por otra parte, también me hacían pensar las maneras de ser tan
diferentes de mi abuelo Paco y de mi abuela Salvadora. Los dos me
parecían buenísimos pero tan distintos que no alcanzaba a situarlos en mi
entonces reducido universo de referencias a admirar y a imitar. Y, sobre
todo, me sentía perplejo porque los dos eran admirables. Así que un día, le
expuse también a mi abuelo la terrible duda, de un modo un tanto sibilino:
­ Abuelito, ¿a ti qué te parece la abuela Salvadora?
­ Una mujer extraordinaria.
­ ¿Por qué piensas que es extraordinaria?
­ Porque tiene las ideas muy claras. Porque tiene fe en sí misma.
Porque hace todo el bien que puede sin dar tres cuartos al pregonero.
Porque sabe hacer la vida fácil y agradable a su alrededor. Porque sólo ve
lo bonito, lo bueno, la parte más valiosa de las personas y de las cosas...
¿te parecen bastantes motivos?
­ Sí ­ respondí un tanto anonadado.
­ ¿Y qué piensas tú de tu abuela? ­ fue su inesperada pregunta.
­ ¿Yo? ­ dije evasivo.
­ Sí, tú.
­ Pues que... eso que has dicho...
­ ¿Y cuál es el pero? ­ inquirió, mirándome a los ojos.
­ Que no acabo de comprender.
­ ¿El qué?
­ El que tú, por ejemplo, eres bueno, muy bueno. Y sabes mucho y
me quieres mucho y yo a ti. Y puedo confiar en ti siempre y...
­ ¿Y la abuela es distinta? ¿Ése es el problema?
­ Sí ­ dije con un suspiro.
­ Te comprendo. Tú te sientes en la necesidad de escoger entre ella y
yo porque nos ves muy diferentes, y no sabes cómo hacerlo, ¿no?
­ Sí, eso es lo que me pasa.
­ Y es natural. La conozco muy bien y es, desde luego, una mujer
admirable. La explicación a tu perplejidad, sin embargo, es sencilla.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
200
­ ¿Tu crees? ­ dije desconfiado.
­ Claro. Es que en la vida hay de todo. Ha de haber de todo. Ha de
haber gente como la abuela, que exteriorizan continuamente su grado de
madurez luchando con la vida, siendo un ejemplo para todos los espíritus
activos, atrevidos, inconformistas que, no sólo sueñan con un mundo
mejor, sino que se esfuerzan por hacerlo y, de hecho, lo hacen. Pero
también ha de haber quien, de modo más reflexivo, interiormente, estudie
y descubra la razón de las cosas y trate, a su modo, de hacer un mundo
mejor, sembrando sus semillas en los cerebros y en los corazones de los
demás.
­ ¿Y qué sistema es el mejor? ­ no pude por menos de preguntar,
puesto que la respuesta de mi abuelo no me había sacado de dudas.
­ Ninguno es el mejor. Los dos son igual de buenos y de necesarios.
Fíjate que en la vida todo está polarizado.
­ ¿Y con eso qué quieres decir?
­ Que todo funciona a base de opuestos. Existen la alegría y la
tristeza, el blanco y el negro, el frío y el calor, el amor y el odio, la
sabiduría y la ignorancia, la actividad y la pasividad, el luchador y el
pacifista, el idealista y el realista, el tonto y el listo, el trabajador y el
perezoso...
­ ¿Y qué?
­ Pues que todos son necesarios.
­ ¿Por qué?
­ ¿Cómo sabrías lo que es bonito si no conocieses lo feo? ¿Y cómo
distinguirías lo bueno sin saber cómo es lo malo? ¿Cómo puede ser uno
listo, si no se compara con los tontos? ¿Te imaginas en un mundo de
tristes, todos igual de tristes, o un mundo en el que todos fueran igual de
sabios o igual de perezosos o de luchadores o de vagos? Todos juntos
formamos la Humanidad y todos somos necesarios. Y todos vamos
aprendiendo de los demás y, sabiéndolo o no, enseñando a los demás. Y
así vamos progresando. Y, entre todos, de vez en cuando, surge alguien
como la abuela Salvadora, que viene a ser como el prototipo de la persona
valiente, decidida, activa, que sabe agarrar el toro por los cuernos, que se
salta las convenciones sociales y los prejuicios, y hace lo que cree que
debe hacer. Por eso causa sensación entre los que no llegan a su nivel y
escandaliza a los pacatos. La abuela Salvadora es una persona muy
evolucionada.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
201
­ ¿Y tú ­ me atreví a preguntar, puesto que, para mí, mi abuelo Paco
era tan único como ella, aunque diferente.
­ ¿Yo? ­ respondió riéndose ­ Yo soy otra cosa. Yo sería incapaz de
hacer lo que hace tu abuela. Mis facultades, mis capacidades y mis
tendencias me hacen inclinarme más en otro sentido. Pero no por eso dejo
de admirarla y de aprender de ella. Piensa que nadie es perfecto, que cada
cual tiene y puede y debe desarrollar determinadas facultades y utilizarlas.
Lo ideal sería poder unir las dos maneras de ser y de ver la vida y de
actuar, en una sola. Pero eso es muy difícil, porque ya te he dicho que todo
está polarizado. Por tanto, mi consejo es que, partiendo de tus propias
tendencias y facultades innatas, trates de desarrollarlas lo más posible y, al
mismo tiempo, te esfuerces por aprender de los que poseen y ejercitan las
del otro polo, teniendo siempre en cuenta que todos, absolutamente todos,
somos alumnos. Y todos podemos ser maestros.
Aquellas palabras aclararon el conflicto en que me encontraba al
querer adoptar a uno de los dos como ideal a seguir. Desde entonces he
comprobado cuánta razón tenía mi abuelo: En el mundo hay de todo y
todos somos necesarios y todos aprendemos y enseñamos y todos, lo
queramos o no, lo creamos o no, vamos así avanzando juntos...
* * *
XXXI.­ EL QUID PRO QUO
El trayecto desde Madrid hasta Bustarviejo, donde pasé los tres
veranos a que me he referido en el capítulo anterior, se realizaba entonces,
en que casi nadie tenía vehículo propio, en un destartalado autobús, que
hacía escalas en Colmenar Viejo, Chozas de la Sierra (ahora Soto del
Real) y Miraflores, gran centro veraniego en aquella época, antes de llegar
a su destino.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
202
En la parada del autobús me esperaban mi tía, mis cuatro primas y
mi hermana, que aquellos años los pasó, como ya he dicho, en la Pensión,
como una hija más de mis tíos.
Éstos habían alquilado, y mantuvieron en alquiler muchos años, una
casa del pueblo. Estaba en una zona relativamente elevada y desde ella se
dominaba una gran extensión de terreno que descendía lentamente en
dirección a Valdemanco, el próximo pueblo.
La casa era propiedad de un matrimonio de viudos, Román y
Constanza. Estaba en un recodo de una calle descendente y a ella se
accedía por un reducido jardín en el que, si no recuerdo mal, sólo había un
árbol digno de tal nombre, un moral que alcanzaba con sus ramas el
rellano descubierto de la escalera de entrada a la planta baja, que era la
que ocupábamos, y que producía unas moras blancas sabrosísimas que, el
tercer año de mi estancia allí dejamos de comer, cuando descubrimos que
el primer trabajo de la Sra. Constanza al levantarse cada mañana, mucho
antes que nosotros, claro, consistía en vaciar los orinales, desde su ventana
en el piso alto, sobre el moral en cuestión. La vida veraniega en Bustarviejo era estupenda. Nos reuníamos
diariamente una pandilla de diez o doce adolescentes, aproximadamente
de la misma edad, que no hacíamos en todo el día más que pasarlo bien.
Guardo estupendos recuerdos que, como fogonazos, se concretan en mi
memoria y me traen aires de juventud y, por tanto, de despreocupación, de
espontaneidad, de imprevisión, de alegría, de ganas de vivir...
Recuerdo las excursiones a la cima del Mondalindo, el monte más
alto y más impresionante de la zona, con su extremidad rocosa
desmoronándose en forma de peñascos de todos los tamaños, que bajaban
por su agreste ladera hasta aterrizar en los prados del valle para completar
su decoración.
Recuerdo nuestros paseos hasta la Fuente del Collado y los ascensos
al contiguo Monte del Pinar, desde cuya cima disfrutábamos de un
maravilloso panorama y cerca de la cual había una zona cubierta
materialmente por cristales de cuarzo blancos, de gran tamaño, que
coleccionábamos, y de los cuales aún conservo un ejemplar. Muchos años
después, quise llevar allí a mis hijos y recoger nuevos cristales, y me
encontré con la sorpresa de que los antaño jóvenes pinos se habían
convertido en vetustos árboles ­ supongo que ellos pensarían lo mismo de
mí ­ y que su pinocha había cubierto el terreno con una capa de casi medio
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
203
metro de espesor y hecho irreconocible la zona del yacimiento e imposible
la recolección de ningún cristal.
Recuerdo cada tarde la llegada del autobús, acontecimiento al que
acudía toda la colonia veraneante, aunque no tuviese que esperar a nadie.
Porque, desde una hora antes hasta una hora después, se respiraba un
estupendo ambiente juvenil y las distintas ‘’pandas’’ ­ que había varias,
según las edades de sus componentes ­ confraternizaban y hablaban, y se
contaban historias y chismes y hasta, a veces, se filosofaba, sentados sobre
el banco de piedra que había a la puerta de la carnicería de Fausto.
Recuerdo la moda, tan original, que seguimos fielmente todos los
varones, de llevar permanentemente en la mano una vara de fresno tierna,
artísticamente decorada con nuestras navajas a base de descortezarla
formando dibujos.
Recuerdo la misa mayor de los domingos, a la una. Era el
acontecimiento de la semana. Allí estábamos todos, vestidos de fiesta,
dispuestos a lo que viniera, porque no había manera de escapar, y
observando, los varones, desde la parte de atrás, lo más escondidos posible
­ para poder bostezar o hacernos guiños o incluso reír en algunos
momentos ­ y de pie, lo que ocurriese. Y lo que solía ocurrir era que, en
pleno retoque de campanas que, ignoro por qué, sonaban como si fueran
un centenar y con más decibelios que ninguna otra cosa conocida, hacía su
aparición, mayestáticamente, pues era una institución, una especie de
orgullo local, el seminarista del pueblo, en vacaciones de verano, con su
sotana roja y su fajín morado, seguido por el sacristán y todos los
monaguillos y, por fin, el cura párroco. Aquel sacristán ha sido desde
entonces para mí una persona entrañable, aunque nunca lo traté.
Representaba un clarísimo ejemplo de lo que puede resultar de la mezcla
de una voz potente de bajo, una falta de oído musical acusadísima y una
lamentable confusión entre cantar bien y cantar alto. El resultado de sus
actuaciones, en las que ostensiblemente se recreaba, era un ruído
permanente que conseguía cansarnos a todos a fuerza de temer que no
alcanzase la próxima nota y de esforzarnos inconscientemente por que lo
lograse. He lamentado toda mi vida no haber podido disponer de una
grabadora ­ entonces no existían ­ para haber inmortalizado una de sus
gloriosas actuaciones. A ello había que añadir el sermón, por lo menos de
tres cuartos de hora y del que ninguno de nosotros, incluso con la mejor
predisposición, conseguíamos nunca recordar nada a la salida de misa,
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
204
debido al enorme calor que, primero poco a poco, pero luego rápidamente,
iba invadiendo la iglesia hasta conseguir casi cocernos en nuestro propio
sudor.
Recuerdo a un viejecito, arrugado y diminuto, que vivía solo,
enfrente de la iglesia, en la calle principal, junto al Bar de Tres Pelos, y
que me llamó mucho la atención, cada vez que lo vi, porque iba siempre
acompañado de un perro, un chucho pequeño, sin raza aparente, al que yo
le calculaba la misma edad que a su dueño y, además, tenía su misma cara.
Eran como dos hermanos gemelos idénticos, uno en perro y otro en
persona. Nunca los he olvidado. Ni a uno ni a otro.
Recuerdo que, en aquella época, y aunque los veraneantes
constituían una muy buena fuente de ingresos para los nativos, la juventud
indígena se esforzaba en ponérnoslo difícil y nos corrían a cantazos, al
grito misterioso de ‘’ay méndigo’’, apenas tenían ocasión, lo cual producía
cierto antagonismo que se resolvía los anocheceres de los domingos en el
salón de baile al que todos acudíamos. Una vez allí, admirábamos a los
bailones del pueblo cómo atravesaban en línea recta y en diagonal, una y
otra vez, todo el salón, exhibiendo su personal interpretación del
pasodoble español, o cómo daban pequeñísimos saltitos mecánicos y
simétricos, a uno y otro lado, como máxima interpretación del fox­trot,
que entonces era lo más atrevido. Una vez observado el enemigo, nos
decidíamos nosotros y tratábamos de demostrar, con muy dudoso éxito, lo
reconozco, que existían otras maneras más, digamos, civilizadas de
interpretar la música.
Recuerdo los partidos de fútbol, en la plaza de toros, tras de la
iglesia, en los que valía todo y el que llevaba botas de fútbol destrozaba
los tobillos de los que iban con simples alpargatas veraniegas.
Recuerdo los baños que nos dábamos en determinadas pozas del
término, que teníamos perfectamente localizadas, a pesar de la oposición
de los labriegos, que se quejaban, casi siempre con razón, del destrozo que
causábamos en sus prados.
Recuerdo las colas semanales de horas, para hablar por teléfono en la
única línea que había en el pueblo.
Recuerdo las vacas, decenas, cientos de vacas, que aparecían por
todas partes y ocupaban todos los prados y llenaban todo el ámbito con los
sonidos opacos de sus cencerros y que, afortunadamente, cargaban con la
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
205
mayor parte de las moscas que, a millones, habían decidido veranear
también en Bustarviejo.
Recuerdo los días de trilla, en la era, a pleno sol, subidos en un trillo
cuajado de piedras de pedernal y con una gran sartén a mano para impedir
la caída sobre la parva de los excrementos de las vacas, que hacían
siempre lo imposible por pillarnos desprevenidos.
Recuerdo los desayunos en casa de mi tía, que eran lo mejor del día:
Unas sopas de pan sazonado, hervidas con leche y azúcar, al fuego lento
de la chimenea. Aún tengo tentaciones de relamerme cuando las evoco.
Recuerdo la cantidad de pan que comíamos de aquellas hogazas
enormes, que mi tía nos cortaba a rebanadas, trabajo que, por cierto, a los
pocos días de veraneo, le había ya producido unos callos en la mano
derecha que no desaparecerían hasta bien entrado el invierno. En aquella
época éramos, en casa de mi tía, ella, sus cuatro hijas, mi hermana y yo y,
algún año, nuestro primo Luisín, el tercero del tío Luis, hermano pequeño
de mi padre y de la tía Paca. Y había que añadir siempre, sobre todo a la
hora de merendar, los que se sumaban entre parientes y amigos.
Recuerdo las partidas de canasta que jugábamos, con verdadera
pasión, después de la cena e, incluso, durante la hora de la siesta,
aprovechando el par de horas que mi tía, como toda la colonia veraneante,
se echaba después de comer.
Recuerdo... ¡Cuántos detalles banales, insignificantes pero, sin
embargo, llenos de contenido afectivo y de tanteo adolescente y de
lecciones de vida!
Y recuerdo, porque se me quedó grabada, hasta el punto de
convertirse en objeto de una consulta a mi abuelo, una conversación que
mantuve, en el molino del pueblo, mi primer día estancia allí. La cosa se
desarrolló así:
Mi tía, no sé cómo ni por qué, había entablado determinada relación
con la familia del molinero. Y ocurrió que, llegado yo al pueblo, me
ofreció el hombre, seguramente por halagarme, acompañarle al molino esa
tarde, dado que tenía que ir allí, a no sé que trabajo, con otro vecino de su
edad. El molino se encontraba en la carretera de Valdemanco, a unos dos
kilómetros de Bustarviejo, donde el paisaje dejaba de descender y
comenzaba un leve ascenso hacia el pueblo vecino y por donde,
naturalmente, discurría el arroyo que movía la muela, muy cerca de la
línea férrea entonces en construcción, la actual Madrid­Irún. El molinero
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
206
era un hombre bajito, recio, alegre o, mejor, chistoso, ocurrente y jovial,
una especie de trasunto de Sancho Panza. Le caí bien y todo el trayecto
hasta el molino fue contándome sucedidos, chismes del pueblo y chistes.
Su compañía era verdaderamente desenfadada y agradable. El otro, en
cambio, no abrió la boca en todo el trayecto. Llegamos al molino, que era
un lugar umbrío, como es lógico, verde, con árboles frondosos y el eterno
murmullo de los molinos movidos por agua. Aquel lugar se convirtió,
durante los tres veranos que allí pase, en una especie de refugio, de
desahogo de la rutina existente, de lugar para merendar e, incluso, para
comer en familia y hasta para bañarnos en aquellas aguas cristalinas y
heladas que bajaban directas de la sierra. Llegados al molino, decía, me lo
enseñó el molinero, quizás porque yo le había dicho que mi abuelo
también lo era, aunque no de trigo sino de arroz. Durante nuestra
conversación le dije, supongo que a preguntas suyas, que estudiaba el
bachillerato en un colegio de religiosos. Entonces el otro, que aún no
había abierto la boca, comenzó a hablarme mal de los curas y de la
religión, con gran escándalo por mi parte, y terminó todas sus alegaciones
como resumiéndolas en esta frase, que aún recuerdo intacta:
­ ¿Tú sabes quién es san Pedro?
­ Sí. ­ respondí ­ naturalmente.
­ Pues yo me ... ­ y aquí soltó la expresión de modo rotundo ­ en san
Pedro y en su religión. Todos los curas son unos… ­ y aquí otro
exabrupto.
Aquello supuso para mí, aparte de algo desagradable e inoportuno,
como el contacto con algo irracional de lo que mi subconsciente se percató
al instante, pero que yo no acababa de definir. Y esa desazón permaneció
viva en mí hasta que, concluido en verano y regresado a Valencia, pude
confiarla a mi abuelo.
­ Es lógica ­ me dijo él.
­ ¿Qué es lo lógico? ­ pregunté asombrado.
­ Tu reacción. ­ replicó ­ Es que el razonamiento de aquel hombre es
incorrecto. Mira: Hay gente creyente y gente que no cree. Y están todos en
su derecho. Pero, entre estos últimos, hay muchos, la mayor parte, que
identifican religión con religiosos y, si no les parece bien algo que haga o
diga un religioso, ese error se lo atribuyen a la religión.
­ Y no es así, claro.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
207
­ Absolutamente, no. Ten en cuenta que los sacerdotes son hombres
y, como tales, falibles e imperfectos y, por tanto, tienen grandes
dificultades para encarnar a la perfección en sus propias vidas las
maravillas que la religión encierra y que ellos, por tanto, predican. Y,
lógicamente, muchas veces fallan y cometen errores y pecan, como todos
los hombres. Y entonces, los que no han profundizado lo suficiente en el
tema, los que se quedan en la superficie de los asuntos, los que no saben
distinguir entre la religión y quienes intentan representarla, caen en el
engaño de atribuir a aquélla los defectos de éstos. Es como si yo dijese
que el ajedrez no es bonito porque hay quien juega muy mal; o que la
agricultura no es buena porque hay labriegos que no cuidan bien sus
campos.
­ ¿Entonces? ­ pregunté sin saber a qué atenerme.
­ Entonces, nada. ­ fue su respuesta ­ El compañero de tu amigo el
molinero, mi colega ­ dijo sonriendo ­ es de esos que no han dado el paso
necesario para distinguir el grano de la paja. Eso lo verás muchas veces en
la vida. Y hasta verás muchas personas capaces de matar a otros por
defender esas posturas tan poco inteligentes y que sólo demuestran
cortedad.
­ ¿Y qué hay que hacer? ­ fue mi lógica pregunta.
Tú, nada. Ellos, sí. Ellos deben estudiar lo que quieran criticar y,
luego, una vez conocido el objeto de sus críticas apriorísticas, criticarlo
responsablemente si siguen pensando que es lo correcto. Pero como la
mayor parte de la Humanidad aún no ha dado ese paso necesario, que
tanto aclara, y le resulta más cómodo denunciar al que toca la alarma que
al que prende el fuego, ocurre lo que ocurre. De ahí nace la gran
responsabilidad de cualquiera que pretenda orientar, aconsejar o predicar
algo a los demás, sea religión, política, ética, educación, o cualquier
ciencia de la conducta o del pensamiento. Porque luego, si en su vida no
es consecuente con lo que dice, la gente atribuye falta de credibilidad a las
ideas expuestas y no al que las expuso. No va descaminado el refrán de
que “Una cosa es predicar y otra dar trigo”.
Aquella era la pieza que a mí me faltaba y que hacía que rechinasen
en mi interior los engranajes mentales cuando el amigo del molinero
atribuía a la religión los errores de los curas, como él los llamaba. Y, una
vez más, la claridad de ideas de mi abuelo vino oportunamente en mi
ayuda. Ayuda que, por cierto, me ha sido siempre de muchísima utilidad
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
208
porque el fenómeno sigue produciéndose continuamente y es inmenso aún
el número de los que caen en el quid pro quo en todos los campos de la
actividad y el pensamiento humanos.
* * *
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
209
XXXII.­ MARIPOSA
Por el mes de junio de 1.937, segundo año de guerra, mi hermana y
yo contrajimos la tos ferina. Yo la soportaba mal que bien, pero mi
hermana sufría unas apneas larguísimas que la hacían emitir los
característicos gallos y daban la sensación de que se iba a ahogar.
Como, poco antes, habían arreciado los bombardeos y, además,
aseguraban los médicos que, yéndose a un clima de altura, la tos ferina
remitía y hasta se curaba (incluso había quien afirmaba que con un solo
vuelo en avión ­ no presurizado, claro ­ era suficiente), un amigo íntimo
de mi padre, al que siempre llamamos tío, que había contraído matrimonio
con una nativa de Les, el último pueblo de España antes de entrar en
Francia por el Valle de Arán, le sugirió que mi madre, mi hermana y yo
pasásemos el verano en aquel pueblo leridano, donde su mujer nos
encontraría, con toda seguridad, alguna casa o habitación en alquiler.
Como, además, aseguraba que, debido a su proximidad a Francia, ­
la frontera estaba a la salida del pueblo ­ la gente iba todos los días a
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
210
comprar el pan al primer pueblo francés, a sólo cuatro kilómetros, y su
suegro era dueño de la carnicería del pueblo, no pasaríamos ningún
hambre, mis padres se decidieron pronto y alquilaron un coche que nos
llevó a Les con escala en Lérida.
Dado que, cuando llegamos, aún no nos habían encontrado casa, ­ en
plena guerra, mucha gente se había refugiado allí por los mismos motivos
que nosotros, salvo el de la tos ferina ­ pasamos unos días en un hotel que
había a la salida del pueblo. Aún recuerdo que, cada vez que, con el
comedor lleno de gente, mi hermana empezaba a toser, mi madre, antes de
que comenzase a hacer gorgoritos y denunciase así la tos ferina que
padecía, pues había allí muchas familias con niños, la tomaba de la mano
y ambas corrían hasta el jardín para que tuviese allí su serie de toses,
hipos, gallitos y ahogos. Yo, entretanto, me quedaba solo en la mesa,
siendo el objetivo de las intrigadas miradas de los comensales de las
mesas próximas.
No sé si se debió a la altura de Les, que es considerable, o a que
cuando llegamos ya llevábamos algún tiempo con la tos ferina, lo cierto es
que se nos curó rápidamente y aquel verano se convirtió en uno de los más
importantes de mi vida.
Les es un pueblo típicamente pirenaico. Rodeado de bosques
verdísimos y de altas montañas. Lo atraviesa, partiéndolo en dos, el río
Garona, en único río español que desemboca en Francia y que, allí, en su
curso alto, al pasar por el pueblo, lo llena día y noche con su murmullo
húmedo e inacabable. Es algo a lo que hay que acostumbrarse, porque su
voz se sobrepone, y oculta y anula todo sonido pequeño que, en otro
paraje, se distinguiría perfectamente. Por las noches, su grito desgarrado y
continuo ­ ya que, era bastante ancho y llevaba mucha agua y ésta se
estrellaba permanentemente, de modo igual y distinto, en cada uno de los
cientos de pedruscos que en su camino se interponían del modo más
caprichoso y artístico a la vez ­ dominaba los sueños y se convertía en el
verdadero protagonista de todos ellos. Uno se sentía siempre como
sumergido en aquella agua fría, transparente, alegre y viajera...
A los pocos días pudimos ya disponer del tercer piso en una casa de
tres, cuya parte posterior se asomaba al río, de modo que su cántico nos
acompañó, muy próximo, durante todo el verano.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
211
De aquella casa guardo un recuerdo que, curiosamente, me aparece
ahora por primera vez desde entonces, con toda diafanidad, y que supone
el primer acto de prudencia responsable de mi vida. Se produjo así:
Me hallaba una tarde asomado al balcón corrido de la parte posterior
de la casa que, como he dicho, daba sobre el río, contemplando sus aguas
presurosas. El piso de aquel mirador estaba constituído por tablones
yuxtapuestos, entre los que me llamó la atención un agujero bastante
grande, debido seguramente a algún nudo de la madera que se había
desprendido. Como niño que era, no pude resistir la tentación de
acostarme en el suelo y mirar a su través. Y, cuando esperaba ver el
balcón del piso de abajo ­ que resultó no existir ­ o alguna maceta con
flores o un gato acurrucado en un rincón, lo que vi, ocupando todo mi
campo visual, fue el rostro de un hombre, con una gran barba blanca que,
a su vez, me estaba mirando por una ventana entreabierta. Aquello
constituyó para mí un verdadero sobresalto y a punto estuve de dar un
grito y correr a contarle a mi madre que en el piso de abajo había
escondido un criminal, pues en aquella época sólo llevaban barba los
delincuentes (que yo conocía por las películas y los tebeos) y... ­ y ahí se
paró mi mente ­ ...los frailes. Y entonces se me hizo la luz y pensé que
aquella cara sonrosada y bonachona a pesar de la barba, que me miraba
con cierto recelo, debía ser de un fraile que, huyendo de las persecuciones
de que estaban siendo objeto por los fanáticos, se había refugiado en casa
de parientes o amigos. Fue un instante. Sólo un instante. Pero me bastó
para comprender la situación y no decir nada a nadie. Y no lo he dicho
jamás. Por lo visto, fue tal el esfuerzo que hice por borrar aquello de mi
mente, que nunca hasta hoy había vuelto a recordarlo, aunque ahora lo
puedo revivir todo con gran detalle y veo claramente aquel rostro de buena
persona, mirando hacia arriba, desde su refugio, a aquel niño, de cuya
discreción iba a depender su vida desde entonces.
En Les tuvo también lugar mi primer encuentro con la naturaleza
salvaje, totalmente distinta de la que yo conocía y dominaba en Burjasot.
Aquello era otra cosa. Había bosques inmensos, montes empinadísimos,
prados de un verde inaudito y, sobre todo, un río, un gran río.
El padre de la ‘’tía’’, un hombre muy serio, enormemente serio, una
especie de dictador al que todos respetaban y temían, con un gran bigote
blanco y una boina, que nunca se quitaba, jamás supimos por qué, se dejó
hechizar por la simpatía y los mimos de mi hermana, que cumplió allí los
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
212
siete años, y que lo adoptó como abuelito sustituto y se le subió a las
rodillas y acabó poniéndole un lazo en el remate de la boina, con gran
asombro de toda la familia y aún del pueblo.
Además de la carnicería, en cuyo piso alto vivía con su mujer y su
hijo, ya mayor, el Sr. Mariano, que así se llamaba, tenía su propio ganado,
consistente en vacas estabuladas y un rebaño de cabras. Para pastorear
durante todo el día las cabras y ordeñar éstas y las vacas al anochecer,
tenía un criado, llamado Jean, un niño algo mayor que yo, que cumplí allí
los nueve años. Por las mañanas salía yo de los corrales, situados tras la
carnicería, con Jean y nuestras cabras, a las que se iban uniendo las de las
distintas casas del pueblo, y nos encaminábamos a lo alto de los montes,
en busca de los prados, donde pasábamos el día. Jean me enseñaba los
nombres de las plantas que salían a nuestro paso y a descubrir las
madrigueras de los conejos y a ver a tiempo las víboras, demasiado
abundantes en la zona, y a cobijarme de la lluvia en cuevas naturales y a
descender corriendo por las laderas sin caerme, haciendo eses, y a ordeñar
las cabras y las vacas y mil cosas más, a cual más interesante y novedosa
para mí.
Aquello era casi como el paraíso. Y llegó a serlo del todo a los pocos
días, para pasar súbitamente, a convertirse en un infierno. Allí descubrí lo
que yo consideré la mentira, el daño innecesario y el abuso de poder, por
parte del mundo de los adultos. Y me marcó para siempre. Ocurrió así:
El Sr. Mariano compró un día, para su carnicería, cuatro o cinco
cabritillos. Yo los vi y quedé literalmente prendado de ellos, pues hay
pocos animales tan graciosos, ágiles, juguetones y simpáticos como ellos.
Se unieron al rebaño y pasé un par de días en su compañía. Pero entre
todos los recién llegados, había una cabrita blanca y negra, con dos
colgantitos debajo de la garganta, sus cuernecitos incipientes y una
mancha blanca en forma de mariposa sobre la frente, con la que
confraternicé de modo especial. Hasta tal punto que, estando un día en el
patio de la carnicería, le pedí a mi madre, delante del Sr. Mariano, que me
la comprase para mí. Él se apresuró a decirme que me la regalaba. Yo
quise asegurarme y pregunté lleno de emoción:
­ ¿Entonces, ya es mía?
­ Toda tuya ­ me dijo sonriendo.
Desde ese momento quise al Sr. Mariano y me sentí el más feliz de
los mortales. Salía, por las mañanas, con Jean y el rebaño, como todos los
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
213
días hasta entonces, pero ya todo era distinto. Mi cabrita, a la que llamé
Mariposa, sabía que yo era su dueño y me seguía todo el día y yo la
abrazaba y jugaba con ella. Y, al regresar, al caer la tarde, cuando cada
cabra se iba quedando en su casa y los dueños salían al oír las esquilas y
les daban sal, Mariposa la tomaba de mi mano y yo me sentía orgulloso de
que me conociese y me siguiese y comiese mi sal.
Mi vida, pues, transcurría feliz. No deseaba nada más. Tenía
naturaleza, flores, mariposas, pájaros, un río y... tenía a Mariposa.
La carnicería del Sr. Mariano estaba en la planta baja, que era muy
amplia. Y tenía un patio central cuadrado, al que se asomaban las
barandillas de la planta alta. En aquel patio se llevaban a cabo diariamente
las matanzas de animales para abastecer la carnicería. Muchas veces
presencié todo el ritual, desde el acuchillamiento en la garganta de las
víctimas, que me hacía sentir dolor en el corazón, hasta sus estertores, que
a mí me parecían dolorosísimos e interminables; la recogida, en
recipientes ad hoc, de la sangre humeante; el vaciado de las vísceras, y el
despellejamiento y posterior colocación de las pieles descabezadas y sin
pies ni manos, sobre unas maderas horizontales, chorreando aún la sangre
por sus extremos, para que se oreasen. Fue mi primer encuentro con algo
que ni había sospechado: La crueldad por interés; el dolor inmenso que el
hombre inflige a los animales; el terror de éstos ante la muerte; el paso, en
unos segundos, de la actividad y la vida y la belleza, a la flaccidez y la
muerte y la fealdad, del cuerpo al despojo, de la felicidad al horror. Y ocurrió que, un día cuando, antes de salir con el ganado, fui a la
carnicería a reunirme con Jean, vi, frente a mi, colgada de la madera, la
diminuta piel de Mariposa. No sé por qué, pero supe al instante que era su
piel. Sin cabeza, sin manos, sin pies, aún caliente y humeando y goteando
sangre... Sentí que dentro de mi se desgarraba algo para siempre. Imaginé
todo el proceso que con Mariposa, ¡mi pobre Mariposa!, se había
desarrollado, y sentí odio, verdadero odio, hacia aquel hombre que había
sido capaz de engañarme de aquel modo tan alevoso y abusar de mi
inocencia y buena fe, y tratar así a aquel ser encantador, suave, cariñoso e
inocente, y me sentí avergonzado de ser hombre y desgraciado,
abandonado, solo, anonadado, ausente y sin objeto en la vida...
Desde aquel día nefasto, me negué durante mucho tiempo a volver a
comer carne. Y siempre que luego la he comido ­ y hace ya muchos años
que no lo hago ­ no he podido evitar reproducir en mi mente todas las
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
214
escenas espeluznantes que se desarrollan necesariamente antes de que el
filete o la chuleta lleguen a nuestro plato. Debería ser obligatorio que
todos los niños presenciasen, por lo menos una vez en su vida, lo que
ocurre en un matadero, y luego decidiesen por sí mismos sobre el
particular, y no se acostumbrasen hipócritamente a sentirse libres de culpa,
sólo porque otro lleve a cabo por ellos esas crueles y macabras
operaciones.
La imagen de Mariposa sintiendo, primero sorpresa y luego, dolor y
terror, y recordando mis caricias y mis abrazos y nuestros paseos juntos,
mientras su sangre se escurría por la profunda y dolorosa brecha abierta
alevosamente en su cuello, ha hecho su aparición en mis sueños a lo largo
de muchos años. Aún hoy, el recordarla me produce un tenue dolor en el
pecho que, afortunadamente, pronto es borrado por maravillosas
vibraciones de felicidad, de inocencia y de total sintonización con la
naturaleza que ella misma me hizo sentir. Quizá por eso cuando, años más
tarde, cayó en mis manos el célebre libro de Juana Spiry ‘’Heidi’’ pude,
leyéndolo, identificarme con sus personajes. Y cuando, mucho después,
siendo ya padre, se convirtió en serie televisiva, disfrutarla, quizás, más
intensamente que mis propios hijos.
Lo cierto es que, desde aquel día dejé de salir con Jean y con el
rebaño y me hice varios amigos en el pueblo y pasaba el día deslizándome
por un prado larguísimo en sentido vertical y con mucha inclinación, que
había cerca de casa, acostado boca a bajo sobre medios troncos de una
serrería próxima. Aquel era un deporte inventado por nosotros, pero
impresionante. Era sobrecogedor ver, a la altura del suelo y con la cabeza
por delante, cómo el prado iba pasando ante los ojos y cómo el final llano
y arenoso del largo recorrido se aproximaba a velocidad creciente. No era
fácil atreverse pero, una vez perdido el miedo, a mí aquello me
proporcionó decisión y valentía y confianza en mí mismo. Y no tuve,
afortunadamente, ningún accidente de importancia. Ni siquiera el que
hubiera supuesto que mi madre, que me había prohibido terminantemente
jugar en el río por miedo al peligro que podía implicar, se enterase del
jueguecito.
Un día, pasamos al otro lado de la frontera a comprar una medicina
para mi madre, que no existía en España, y estuvimos allí hasta el
anochecer. Y, al regresar, ya de noche, nos sorprendió un incendio forestal
impresionante. La carretera de regreso a Les circulaba por la orilla
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
215
izquierda del río, y el incendio estaba consumiendo el monte de la
opuesta. De modo que nos separaban del fuego unos cien metros. La orilla
que ardía era un bosque inmenso que cubría una ladera altísima de caída
casi vertical. Me impresionó vivísimamente ver aquello: Los árboles en
llamas desplomándose sobre el río, que los devoraba desprendiendo nubes
de vapor entre rugidos sobrecogedores; todo un monte incandescente, que
se quejaba y del que salían crujidos, chillidos, aullidos, súplicas, silbidos,
chasquidos, llamaradas, chispas y pavesas que intentaban cruzar el río; la
agonía de miles de seres clamando al unísono por sus vidas; un calor
agobiante que nos llegaba a bocanadas, aliviado, de vez en cuando, por la
corriente de aire frío que, circulando río abajo, se apresuraba a ocupar el
puesto del aire caliente que se elevaba a los cielos arrastrando consigo
luces de todo tipo; una sensación de peligro invencible e inminente; una
comprensión directa de lo sublime que, a la vez, nos atrae y nos
sobrecoge...
El conductor del coche en que viajábamos dudó largo rato en seguir
hacia Les pero, al fin, lo hicimos, con notorio riesgo, y pudimos
contemplar el incendio en todo su esplendor. Desde entonces, siempre que
he oído hablar de la lucha de los elementos, he recordado aquella noche y
aquel espectáculo en el que el fuego, el agua, el aire y la tierra combatían
a muerte, contraponiendo y midiendo sus respectivas fuerzas de un modo
verdaderamente aterrador. Aquello me enseñó a relativizar mi propia
importancia y la de todos los hombres, y a comprender que formamos
parte integrante de la naturaleza y le estamos total y permanentemente
sometidos.
Cuando regresamos de Les, sin tosferina pero ricos en nuevas
experiencias, nos pasamos días contándole a nuestro abuelo todo lo
vivido. Él nos escuchaba embelesado, participando de nuestra alegría y de
nuestras penas. Cuando lo hubimos puesto al corriente de todo, nos
preguntó, mirándonos con cariño:
­ ¿Y qué pensáis que habéis aprendido este verano? ¿Para qué os ha
servido el viaje en cuanto a vuestros conocimientos y experiencias se
refiere? ­ era su modo de ver las cosas. Para él todo encerraba una lección
que debíamos saber extraer.
Mi hermana y yo nos miramos. Ninguno de los dos había pensado en
ello. Simplemente, habíamos vivido. Pero mi abuelo iba ya entonces
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
216
acostumbrándonos a dominar nuestra óptica y con ello nuestra percepción
de la vida y nuestra vida misma.
­ Que la tos ferina se cura con la altura. ­ dije triunfante.
­ Y que los bosques se queman y producen mucho calor. ­ añadió mi
hermana.
­ Y que a las cabras les gusta la sal.
­ Y que los Pirineos son muy bonitos.
­ Y que hay víboras.
­ Y que... ­ se quedó pensando mi hermana ­ el río Garona pasa a
Francia.
­ Y que ­ añadí yo ­ el Valle de Arán está en Lérida y Les está en el
Valle de Arán.
­ Y que allí hablan otra lengua que se llama... ­ y se quedó atrancada.
­ ...el aranés. ­ completé yo ­ Y un niño se dice un ‘’mainad’’ y un
grupo de niños, una ‘’mainadera’’...
Mi abuelo nos dejó agotar nuestras experiencias. Luego añadió: ­ ¿Y habéis aprendido algo sobre las personas o sobre vosotros
mismos?
Nos quedamos en silencio. Al fin, mi hermana dijo:
­ Que el Sr. Mariano era muy bueno.
­ No es verdad. ­ me apresuré a decir ­ Era malo. Porque, primero me
regaló a Mariposa y luego la mató. ­ concluí llorando.
­ Conmigo era bueno. Me regalaba caramelos y jugaba conmigo. ­
insistió mi hermana.
­ Claro que era bueno ­ concluyó mi abuelo. ­ Has de tener en cuenta
­ añadió dirigiéndose a mí ­ que su negocio era la carne y para él una cabra
no significaba lo mismo que para ti, porque entonces no hubiera podido
matar ni vender ninguna y en el pueblo no hubieran podido comer carne.
Él nunca pudo imaginar siquiera la gran carga de amor y de ilusión que tú
ibas a poner en Mariposa.
­ Pero, ­ argüí yo ­ ¿entonces por qué me la dio?
­ ¿No te alegró que te la diera? ­ fue su respuesta.
­ Sí. Muchísimo.
­ ¿Entonces? ¿Qué pensabas tú hacer con ella al terminar el verano?
¿Te la hubieras traído? ¿Habías siquiera pensado en ello?
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
217
Ni se me había ocurrido. Yo tenía mi cabra y eso me bastaba. Pero
mi abuelo tenía razón y no hubiera podido llevármela en el coche con
nosotros. Sin embargo, aún me resistí:
­ Pero la mató.
­ Por supuesto, ­ respondió mi abuelo ­ ¿Tú para qué crees que la
había comprado?
En ese instante lo vi claro, y comprendí la relatividad de las
opiniones humanas y la necesidad de saber ponerse en el lugar de los
demás, de tratar de comprender los motivos de su actuación y descubrir
así que, desde el punto de vista estrictamente individual, todos tenemos
siempre razón; que, desde nuestra escala de valores, siempre tenemos
motivos suficientes para actuar como lo hacemos...
­ Por lo que me habéis contado, ­ concluyó mi abuelo ­ habéis
aprendido, además, muchas otras cosas como: Lo maravillosa que es la
ilusión; lo arrolladora que es la naturaleza; lo familiar que puede resultar
un río; lo armonioso que es todo cuanto existe, hasta que el hombre se
empeña en distorsionarlo; el cariño que pueden darnos los animales si
reciben cariño; lo inermes que estamos cuando los elementos se desatan...
De este modo, con la ayuda de mi abuelo, aquel verano del 37
resultó muy fructífero para nuestra formación.
* * *
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
218
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
219
XXXIII.­ LA PERSPECTIVA
Al iniciarse el curso escolar 1.935­36, recién cumplidos por mí los
siete años y en plena República, mis padres decidieron que era llegado el
momento de comenzar mi formación de modo organizado, así que me
matricularon en el Instituto Escuela, que pasaba por poner en práctica un
nuevo modelo de enseñanza y que en Valencia se instaló en lo que creo
que había sido, y años después volvió a ser, colegio de los jesuitas, junto
al río Turia, a las afueras del oeste de la capital.
Aquello supuso para mí un cambio radical en mi vida que, sin
embargo, duró poco. Y ello por dos motivos:
Por un lado porque, a los pocos días de asistir a clase, se nos hizo a
todos los alumnos un reconocimiento médico, ­ inexistente hasta entonces
en los colegios e institutos de España ­ rayos X incluídos, que eran la gran
novedad, y se descubrió que mis pulmones estaban dañados por la
tuberculosis, con lo cual hube de interrumpir las clases y empezar a hacer
reposo (una hora tras el desayuno, dos tras la comida y a la cama después
de la cena), lo cual era incompatible con cualquier horario de cualquier
centro de enseñanza, y me obligó, además, a recibir diariamente durante
varios años una inyección de calcio que, según se aseguraba, era la única
protección contra la terrible enfermedad.
Y, por otro, porque en julio del 36 estalló la guerra civil española y
hubiera sido intrascendente que mi estado de salud hubiese sido mejor
porque, siendo Valencia ­ por lo menos el puerto y los poblados marítimos
anejos, aunque el primer obús que cayó allí, lo disparó, si no recuerdo
mal, el crucero Baleares y fue a chocar contra una inmensa estatua de
hormigón, de Don Bosco, que dominaba todo el patio de recreo de su
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
220
colegio, en el que luego estudiaría yo, y que salvó así el edificio del
mismo que se encontraba detrás ­ frecuente blanco de los bombardeos
navales y aéreos, mis padres no me hubieran enviado todos los días a la
capital, abandonando el más seguro refugio de la granja de Burjasot,
cuatro kilómetros hacia el interior.
De todos modos, como digo, supuso aquello para mí una especial
aventura porque mi abuelo me llevaba en Burjasot hasta la estación de los
ferrocarriles eléctricos (red que unía y une la capital con los pueblos
aledaños), donde yo tomaba el tren hasta la central de Valencia. Allí debía
salir de la estación, cruzar el río por el Puente de Madera, una obra
entrañable, que se han llevado por delante todas las riadas, pero que ha
sido reconstruida rápidamente cada vez, para subvenir a las necesidades
de miles y miles de personas que acuden a diario a la capital, y que
constaba de una estructura de tubo de hierro, unas barandillas también
metálicas y un piso de tablones que crujían a cada paso y le daban, sobre
todo para los niños, un encanto especial. Una vez en la otra orilla, tenía que caminar hasta una isleta que había
frente a las Torres de Serranos y esperar allí el autobús, que me llevaba
hasta el Instituto, en el que hacía, además, la comida del mediodía. Y por
la tarde, el proceso era inverso, con la diferencia de que mi abuelo, dado
que ya era de noche, me esperaba en Valencia, a la entrada de la estación
y, juntos, tomábamos el tren hasta Burjasot y caminábamos luego hasta la
Granja atravesando todo el pueblo.
Aquello me gustaba. Sobre todo, porque era la primera vez que yo
iba solo por el mundo, y me sentía muy responsable y muy mayor, yendo
en tren y cruzando el río y esperando el autobús con tan sólo siete años.
Debido a esa poca edad, no recuerdo nada del Instituto Escuela
salvo, lógicamente, lo que más llamó mi atención que fue, aparte de lo
dicho, el descubrimiento de la perspectiva, con todas sus consecuencias.
Me explicaré: En el Instituto Escuela, dado que no sabía prácticamente
nada de nada, me asignaron a la clase 12, la última, en la que éramos unos
veinte, entre niños y niñas, ya que la coeducación, hasta entonces
desconocida en España, era uno de los elementos innovadores de aquel
nuevo sistema docente. Sólo recuerdo que la profesora que nos
correspondió era una señora de mediana edad, delgadísima, alta, vestida
de negro y con el pelo recogido en un moño, que nos inspiraba, por lo
menos a mí, un gran respeto. Lo único que se me quedó, de modo
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
221
indeleble, de su docencia, pero que me marcó para siempre, es lo que
sigue:
Se levantó de su mesa, se dirigió a la pizarra, ­ que era la primera
mural que yo veía ­ tomó tiza e hizo un dibujo consistente en un hombre,
representado por simples trazos, que sostenía entre sus manos un cedazo y
estaba cerniendo algún grano, puesto que había algunos en el aire y un
montoncito debajo del cedazo. Y nos dijo que lo copiáramos en nuestro
cuaderno. Yo, al principio, pensé que era una tontería lo que nos pedía,
porque no ofrecía ninguna dificultad, así que, tomé mi lápiz, tracé la línea
vertical del tronco, las dos piernas, la cabeza y los dos brazos separados
que habían de sostener el cedazo. Y añadí el montoncito del suelo. Aún
recuerdo que pensé que yo tenía suerte de vivir en la Granja y saber lo que
era un cedazo y haber manejado muchos de distintos tamaños, mientras
que los niños de la ciudad se estarían preguntando qué era aquello. Así
que dibujé un redondel entre las dos manos y... acabado. Entonces
comprobé el parecido con el modelo de la pizarra y me di cuenta de que el
hombre estaba bien, pero el cedazo me había salido raro, distinto. Así que
tomé la goma de borrar y lo hice desaparecer. Luego, recordando cómo
era un cedazo, volví a trazar un círculo. Pero el resultado fue el mismo: Mi
cedazo era distinto del de la pizarra. Comencé a ponerme nervioso y a
preguntarme qué estaba haciendo mal, sin dar con una respuesta
satisfactoria. Pero, estaba claro que lo de la pizarra era un hombre con un
cedazo, cerniendo grano, y yo sabía que los cedazos eran redondos y yo lo
hacía redondo. ¿Dónde estaba el fallo? Fue un momento crítico. Aún
recuerdo que suspiré hondo, traté de serenarme y empecé de nuevo: Hice
otro hombre, trazo a trazo, y luego, antes de ocuparme del cedazo, miré
detenidamente el de la pizarra y... lo descubrí: ¡El de la pizarra no era
redondo! Mi confusión fue tremenda. ¿O sea que, para dibujar algo
redondo, había que dibujarlo ovalado? Pero, no cabía duda. Dibujé mi
cedazo, esta vez ovalado, y me salió perfecto. Y lo curioso era que,
mirando el dibujo, daba la impresión de que era redondo.
Apenas vi a mi abuelo aquella noche esperándome en la estación, me
apresuré a exponerle lo sucedido y a pedirle una explicación lógica a
aquello que yo no acababa de entender.
Mi abuelo, al escucharme, rió de buena gana y me dijo:
­ Es muy sencillo: Tú estabas intentando representar tres
dimensiones en sólo dos.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
222
­ ¿Cómo, cómo? ­ pregunté sin entender.
­ El papel sólo tiene dos dimensiones, el largo y el ancho, pero no es
alto o profundo. En cambio, por ejemplo, un dado del parchís tiene tres
dimensiones, largo, ancho y profundo, ¿no?
­ Sí. ­ respondí, recordando cómo eran los dados.
­ Una cosa de tres dimensiones ­ continuó mi abuelo ­ tiene volumen,
o sea, que, si estuviera vacío, se podría llenar de agua, pongo por caso.
Pero las cosas de dos dimensiones, el papel, por ejemplo, no tienen
volumen, sino sólo superficie, porque les falta la tercera dimensión y, por
tanto no se pueden llenar de nada, ¿cómo vas a llenar una cuartilla? Ni,
por tanto, vaciarla. Por eso, cuando quieres dibujar una cosa de tres
dimensiones sobre otra de dos, has de deformar algo la primera para que
parezca lo que tú quieres que parezca, aunque no lo sea.
Aquella explicación me hizo comprender el problema. Pero
inmediatamente, y temiendo que todo el mundo, que yo creía tener tan
dominado, se me viniese abajo de repente, pregunté escamado:
­ ¿Y eso pasa con más cosas?
­ Claro, pasa con todo. ­ fue su respuesta, acompañada de una sonrisa
­ Mira esas vías. ­ añadió, señalando unos raíles que, partiendo de
donde estábamos situados, se perdían en la noche al final de la estación ­
Míralas bien.
Yo las observé con toda atención. Mi abuelo esperó un momento y
me dijo:
­ ¿No notas nada raro?
Yo me sorprendí. ¿Raro? ¿Qué tenía que ver de raro en unas vías de
tren? Así que respondí:
­ No.
­ ¿Las vías del tren son paralelas, conservan siempre la misma
distancia entre ellas? ­ me preguntó muy serio.
­ Claro. ­ dije sonriendo ­ Si no, los trenes descarrilarían
­ Es lógico. ­ comentó ­ Pero míralas otra vez y dime si las ves
paralelas.
Yo me apresuré a mirarlas de nuevo en la seguridad de que las vería
paralelas. Pero, para mi sorpresa, descubrí que no, que, a medida que se
alejaban de nosotros, se iban aproximando y, allá a lo lejos, parecían casi
llegar a juntarse. Me derrumbé y no pude por menos de exclamar:
­ ¿Entonces el mundo está todo mal hecho?
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
223
Mi abuelo rió a carcajadas mi ocurrencia.
­ No. ­ respondió al fin ­ Lo que ocurre es que nuestra vista no es
perfecta y nos engaña. Este fenómeno se llama perspectiva y todos los
pintores y dibujantes y arquitectos han de tenerlo en cuenta si quieren que
sus dibujos, sus cuadros o sus proyectos parezcan verdaderos y reales.
Sentí que, en un momento, el universo se me había hecho mucho
más difícil que hasta entonces. Mi abuelo me dejó asimilarlo y continuó:
­ Y, has de tener en cuenta que, lo mismo que ocurre con las cosas,
sucede con los pensamientos y los deseos y las emociones, pero mucho
más agudizado.
­ ¿Más aún? ­ pregunté horrorizado.
­ Mucho más. Porque, lo que a ti te ha pasado al querer dibujar una
cosa como tú sabes que es, no es muy grave. Pero, ¿qué puede suceder si
alguien que tiene fuerza o poder o autoridad sobre otros, quiere imponer
su punto de vista, sin darse cuenta de que no es el correcto para todos los
demás? ¿Qué hubiera ocurrido en la clase si la profesora, en vez de dibujar
un óvalo, hubiese dibujado un círculo y hubiera pretendido que todos
vierais en él representado un cedazo?
­ Sí, lo comprendo. ­ dije, percatándome del peligro en que me
estaba metiendo con eso de hacerme mayor.
­ Por tanto, ­ concluyó mi abuelo ­ antes de asegurar nada o de
pretender tener razón, recuerda siempre el cedazo de tu dibujo y trata de
ver el asunto desde otros puntos de vista, desde, podríamos decir, otras
‘’perspectivas’’, y te equivocarás poco y, lo que es mejor aún, evitarás
hacer que otros se equivoquen por tu culpa.
¡Cuántas veces perdemos la perspectiva o nos empeñamos en ver
sólo la nuestra o en imponerla, o combatimos la de los demás sin haberla
estudiado a fondo! He de reconocer que mi abuelo supo aprovechar muy
bien aquella oportunidad que mi primer encuentro con la perspectiva le
brindó. Y siempre lo he agradecido.
* * *
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
224
XXXIV.­ LAS VACACIONES ROTAS
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
225
Fue el verano de 1.936. Mi madre y yo teníamos, según decían los
médicos, mal el hígado y yo, además, debía hacer reposo tras las comidas
y evitar el ejercicio violento, a consecuencia de los ‘’ganglios’’ (así se
llamaba eufemísticamente a la tuberculosis pulmonar) que me habían
descubierto en el reconocimiento médico del Instituto Escuela, como ya
he relatado. De modo que mis padres contrataron una casita en el pueblo
de Los Cerezos, cerca del Balneario de Manzanera, en la provincia de
Teruel, para todo el mes de julio, con el fin de que los dos pudiésemos
tomar las aguas sulfhídricas de su manantial.
Mi padre se había matriculado en una universidad francesa para
realizar un curso, reconocido por el gobierno español, que le convertiría
en ingeniero agrónomo. Claro que debía pasar allí un año, para el que ya
había solicitado y obtenido la excedencia correspondiente en su destino, si
bien, según las condiciones del acuerdo entre estados, continuaría
percibiendo sus emolumentos. Con ese fin, debía incorporarse el 25 de
julio.
Llegamos, pues, en autobús, el día 1, mi madre, mi hermana y yo, y
nos instalamos en la casa, un semisótano, medio cuadra medio vivienda
(en aquella época, en los pueblos de la provincia de Teruel, fría como
pocas, las viviendas se instalaban en el primer piso, encima de las cuadras,
para aprovechar el calor de los animales y del estiércol) y oscura como
boca de lobo, y de la que no recuerdo nada más.
Sí tengo presentes aún en mi memoria los madrugones de todos los
días para ir, en ayunas, andando hasta el balneario, a dos o tres kilómetros,
y tomar dos vasos grandes de agua caliente, del manantial, con un sabor
espantoso y un olor a huevos podridos que aún no he podido olvidar. Y el
regreso, con el estómago lleno de ruidos y de espasmos.
El mayor inconveniente de aquello, pues, lo constituía el hecho de
tener que madrugar, porque los dichosos vasos de agua envenenada sólo
los servían a las siete de la mañana, de modo que había que levantarse
antes de las seis. Pero, a cambio, estaba la ventaja de que luego, al
regresar, a las ocho, tenía uno todo el día por delante, y días largos, de
verano, para jugar y pasarlo bien.
Esos esfuerzos, lógicamente, exigían, después de la comida, una
larga siesta, para mí más complicada que para los demás ya que, como
debía hacer ‘’reposo’’ y los médicos habían decidido que dormir no era
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
226
‘’reposar’’, todos podían hacerlo menos yo. Tampoco podía leer pues, por
lo visto, también la lectura inutilizaba el dichoso ‘’reposo’’, que tuve que
observar hasta que, a los dieciocho años decidí, motu propio, que ya
estaba curado.
Es curioso cómo evoluciona la medicina, pues ahora resulta que
aquella dolencia del hígado que padeció media España, no es ninguna
enfermedad conocida. Cosas de la vida. Si hubiéramos sabido entonces
que nuestra enfermedad no existía, nos hubiéramos ahorrado todos una
cantidad enorme de vómitos, cólicos y molestias de todo tipo.
Los días, pues, transcurrían bastante pacíficamente. Casi como si la
vida se hubiera detenido. Los Cerezos era, más que un pueblo, un caserío.
En él había tres o cuatro niños de los que me hice amigo y con los que
jugaba a las canicas en la calle y con los que iba al monte a coger orégano,
­ allí sí que parecía que todo el monte lo era ­ no recuerdo con qué
finalidad.
En medio de aquella placidez, hablamos un día por teléfono con mi
padre y nos dijo que el sábado siguiente vendría mi abuelo para pasar unos
días con nosotros y traería con él un hermoso patinete de dos ruedas que
mi abuela Salvadora me había enviado con motivo de mi próximo
cumpleaños. Aún tengo fresca la ilusión que me produjeron las dos
noticias: La venida de mi abuelo, porque con ella tenía asegurado el
sentirme bien; y el patinete, porque era algo por lo que yo llevaba
suspirando no sé cuánto tiempo.
Mi abuelo llegó. Y con él el patinete. Un patinete verdaderamente
bonito y, a mi modo de ver, rápido. Pero la alegría duró muy poco porque,
por un lado, yo tenía que practicar en la calle, con el consiguiente peligro
y, por otro, debido a que, como consecuencia de la afección pulmonar que
padecía, tenía prohibidos los ejercicios violentos y, según mi madre,
aquello lo era. Así que el patinete quedó reservado para mejor ocasión.
Con mi abuelo daba paseos que resultaban encantadores por el
campo y hasta por los montes. Todo nos prometía, pues una estancia feliz.
Pero, de repente, el día 19 apareció mi padre en un coche y tuvimos
que montar todos en él, patinete incluído, y represar precipitadamente a
Burjasot: Había estallado la guerra civil. Mi padre, dotado toda su vida de
un humor excelente, aseguró siempre que estaba convencido de que la
guerra la había provocado mi madre para evitar que él se fuera a Francia
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
227
Lo cierto es que la guerra llegó y torció nuestras vidas y las de todos los
españoles, y mi padre no se fue.
Ni que decir tiene que el estallido de la guerra civil fue una
conmoción en todos los sentidos. Incluso los niños percibíamos el miedo,
la incertidumbre, la crispación, la angustia ante lo desconocido, de los
mayores, que no acababan de vislumbrar una solución rápida a la amenaza
que se cernía sobre sus familias. En aquella tesitura, recuerdo que
interpelé a mi abuelo:
­ Abuelito, ¿qué es la guerra en realidad?
Él, tras un momento de reflexión, me respondió con tristeza:
­ La guerra es el fracaso de la razón.
Y, ante mi cara de sombro, continuó:
­ Los hombres, a diferencia de los animales, pensamos y podemos
hablar. Eso, teóricamente, debería servir para evitar las luchas que los
animales mantienen, a veces, entre sí. Sin embargo, hay hombres que,
viviendo, sintiendo, sin ellos darse cuenta, a nivel animal, renuncian al
privilegio del pensamiento y al instrumento del diálogo y, queriendo
imponer por la fuerza su ‘’verdad’’ a los demás, los obligan a luchar por
sus vidas y sus familias. Eso es la guerra. Lo peor que el hombre puede
hacer contra el hombre.
­ ¿Y por qué es tan mala? ­ quise saber.
­ Porque nunca ninguna guerra ha servido jamás para resolver el
problema que la hizo estallar. Al contrario, las guerras han creado siempre
muchos, muchísimos más problemas de los que había antes. Y, lo que es
más lamentable: Sus principales víctimas son siempre gente inocente, que
no ha intervenido en su gestación ni en su desarrollo. Son sólo sus
víctimas.
Aquello me pareció monstruoso. Me di cuenta de que una guerra era
algo grave, así que me apliqué a buscar los medios de detenerla y, con
toda mi ingenuidad infantil, le dije a mi abuelo:
­ Pero, si la gente no quiere ir a la guerra, pues no habrá guerra, ¿no?
­ No. ­ me respondió ­ Eso sería lo lógico, lo razonable, lo civilizado.
Pero desgraciadamente no es así.
­ ¿Por qué? ­ quise saber.
­ Porque los que declaran las guerras se valen de dos armas frente a
las cuales el pueblo no puede casi nada.
­ ¿Qué armas?
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
228
­ La primera, el poder. Y, con el poder, que ya poseen como
autoridades legítimas que son, o con el que se atribuyen robándolo
ilegalmente, obligan, coaccionan a la gente a ir a la guerra, bajo pena de
muerte, a luchar entre ellos y matar a otros hombres que no les han hecho
nada y que también han sido obligados a luchar. Y ambos, defendiendo
siempre algo que no es más que el afán de poder o de riqueza de algunos.
­ ¿Y la segunda? ­ pregunté intrigado.
­ La segunda es un subterfugio casi infalible que se llama
patriotismo.
­ ¿Y eso qué es realmente?
­ Es muy difícil de definir, porque es un sentimiento, y, como
sentimiento que es, tiene tres particularidades: La de ser irracional, es
decir, no seguir las pautas de la lógica y del pensamiento; la de,
consecuentemente, ser indefinible, indescriptible, y poderse sólo sentir o
no sentir; y la de ser fugaz.
­ Pero, ¿cómo funciona?
­ Como todas las emociones. A base de ambigüedades, de lugares
comunes, de sentimientos infantiles, de mentiras, de demagogia, de
subterfugios, de engaños...
­ No lo entiendo, abuelito. ­ dije, alarmado por todo aquello.
­ Bueno, ­ respondió ­ para despertar el patriotismo se habla de la
bandera que, en realidad, no es más que un trapo de colores que inventó
un rey que se llamaba Carlos III; de la patria, que es algo irreal que nadie
ha definido; de los ideales, que pueden ser políticos, religiosos,
económicos o de cualquier clase, pero que tampoco nadie sabe explicar
suficientemente; de la justicia propia y la injusticia de los demás; de la
amenaza que los otros suponen, sin razonar sus causas... Pero nunca se
dice que todos los hombres somos hermanos y las fronteras son artificiales
y que no hay más que un país que es el mundo y que una vida vale más
que todo el poder y todas las riquezas y que, después de la guerra, todo
seguirá igual para todos, o peor, menos, por un lado, para los que hayan
muerto y, por otro, para los que la promovieron que, generalmente,
progresarán en autoridad o en posesiones. Aún está por llegar el promotor
de una guerra que se comprometa a, una vez terminada, renunciar a todas
sus ventajas y ponerse, de por vida, en el sitio de las víctimas que ha
producido. Y el pueblo, inerme, desorientado, sin capacidad de reacción
racional y privado de la influencia de quienes pueden ayudarle a razonar
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
229
(porque a esos es a los primeros que se elimina), se deja llevar, permite
que su visceralidad aflore y se desborde, apenas producida la primera
víctima en las propias filas... y ya tienes una guerra, en la cual son
posibles todas las barbaridades y crueldades imaginables, y cuyas heridas
tardan luego decenios en cicatrizar en la sociedad. ¿Comprendes lo que es
una guerra y por qué los mayores estamos tan preocupados?
­ Sí, abuelito. ­ respondí asqueado de la visión tan dura y tan objetiva
que tenía mi abuelo de las guerras. Pero, al momento, y siguiendo con mi
tendencia inicial, insistí:
­ ¿Y no se pueden evitar las guerras?
­ Sí. ­ respondió presto ­ Se podrían evitar.
­ ¿Cómo? ­ inquirí ilusionado.
­ Hay dos procedimientos.
­ ¿Dos? ¿Cuáles ­ pregunté más esperanzado.
­ Sí. ­ dijo ­ La cultura y la religión.
­ ¿La cultura y la religión? ¿Y cómo actúan? ­ fue mi desilusionada
pregunta.
­ La cultura hace que la gente aprenda a pensar por sí misma y sepa
discernir si lo que le dicen los que quieren la guerra es cierto ­ que nunca
lo es ­ o no, y pueda oponer argumentos convincentes, y no vaya al
matadero engañado, además de obligado. Pero la cultura cuesta mucho
porque, primero hay que formar a los maestros, sin los cuales no es
posible encender en el pueblo inquietudes y deseo de saber. Y luego, hay
que disponer de escuelas y medios económicos. Y, por fin, hay que
esperar una o dos generaciones, hasta que los que de niños o de jóvenes
aprendieron a pensar, ocupen en la sociedad puestos importantes y puedan
hacer valer sus opiniones frente a las de los belicosos.
Se quedó luego en silencio un buen rato y concluyó desesperanzado:
­ Pero la cultura sola no es suficiente.
­ ¿Por qué? ­ exclamé, emocionado tras imaginar al pueblo
cultivándose, como mi abuelo había sugerido.
­ Porque la cultura da conocimientos científicos y enseña el manejo
de la razón y de la lógica, pero no es capaz por sí sola de hacernos mejores
ni de ayudarnos a vencer nuestras tendencias o deseos o apetencias
dañinas para los demás. Verás: ­ añadió como intentando resumir y aclarar
lo anterior ­ Si tú quieres algo que pertenece a otro y has aprendido a
manejar la mente, ¿qué harás? Te las ingeniarás para arrebatárselo. Es
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
230
decir, pondrás tu mente al servicio de tus deseos. Pero si, gracias al otro
factor de que te he hablado para erradicar las guerras, la religión, tú sabes
que debes comportarte con los otros como te gustaría que ellos se
comportasen contigo, y sabes que todos los hombres somos una gran
familia y que cuando algún hombre sufre, sufre la Humanidad, entonces
respetarás la propiedad ajena y no robarás ni matarás ni calumniarás ni
mentirás ni explotarás a tus semejantes ni antepondrás tus intereses a los
de los demás ni dejarás que nadie sufra ni pase privaciones ni sea
desgraciado... y estarás poniendo la mente al servicio del corazón.
­ Entonces, es fácil, ¿no? ­ inquirí, esperanzado.
­ No. ­ fue su triste respuesta ­ Es dificilísimo. Fíjate en Europa:
Constituída por los países más cultos del mundo y, además, con el
cristianismo como religión predominante y que, precisamente, es la que
predica todo lo que te he dicho. Y, sin embargo, es la zona del mundo en
la que más guerras han tenido lugar y la que más guerras ha producido en
el mundo. Es muy difícil, ­ concluyó ­ pero es la única solución.
La realidad demostró bien pronto, no sólo con nuestra guerra civil
sino, a continuación, con la segunda guerra mundial, cuánta razón tenía mi
abuelo. Lo que siguió ya forma parte de la historia.
* * *
XXXV.­ LOS APODOS
Debía estar yo a mediados de quinto curso del bachillerato, allá por
el año 45. Mi hermana cursaba un Peritaje en la escuela correspondiente.
Y sucedió que, una noche, durante la cena, comentó que sus condiscípulos
les habían puesto apodos a los profesores, consistentes en títulos de
película, basándose en los tics nerviosos, los latiguillos o los defectos de
cualquier tipo que exhibían. A mí me pareció ocurrente y, ni corto ni
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
231
perezoso, tomé una cuartilla y comencé a adjudicar películas a los
profesores del colegio. Aún recuerdo algunas:
Al director, cuya nariz estaba siempre colorada y al que por ese
motivo llamábamos ya ‘’Tomateta’’, o sea, tomatito en valenciano, lo
llamé ‘’Pimpinela Escarlata’’.
Al consejero, responsable del mantenimiento de la disciplina, ‘’Yo
soy la Ley’’.
­ Al prefecto, administrador económico del colegio y dueño, por
tanto, del dinero, ‘’La isla del tesoro’’.
A un profesor, don A. A., cuya particularidad consistía en la
prominencia de su trasero por ambos lados de la sotana (y por cuya causa
ya habíamos definido el culombio, unidad de carga eléctrica, como ‘’el
hoyo que produce el trasero de don A. A. al caer sobre el suelo desde una
altura de un metro’’), le asigné ‘’Moby Dick’’.
Y así continué la lista, de la que he olvidado el resto.
A la mañana siguiente, pues, al llegar al colegio, me apresuré a
exhibirla a mis compañeros con el consiguiente regocijo. Alguien debió
quedarse con ella o, quizás, incluso ampliarla, a juzgar por lo que sigue.
A los pocos días, los profesores todos que, durante los recreos
jugaban con nosotros al fútbol o al frontón o paseaban por el patio
rodeados de niños, comentando las mil incidencias de las clases o las
asignaturas, de repente, dejaron de hablarnos y comenzaron a pasear solos
por el patio enormemente serios.
Aquello conmocionó a los más de trescientos alumnos que allí
habíamos. ¿Qué estaba pasando? Nadie se atrevía a preguntar ni nadie era
capaz de aventurar un motivo lógico que justificase aquella conducta.
Llegamos a pensar, jocosamente, claro, que debía tratarse de una bacteria
desconocida hasta entonces ­ los virus aún no existían, por lo menos
oficialmente ­ que los había atacado a todos. Pero la extraña situación se
prolongó aún durante varios días sin visos de remitir.
Así que, me armé de valor y me dirigí a un profesor con el que
siempre había sintonizado especialmente y le pregunté qué les pasaba. Al
principio estuvo reticente pero, ante mi insistencia, me dijo
confidencialmente que había ocurrido algo muy grave: Alguien había
tenido la malhadada idea de atribuir a los profesores apodos consistentes
en títulos de películas, y eso constituía una falta gravísima de respeto. Y
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
232
se estaba considerando por ello la expulsión de los compañeros Sanchis y
Romeu, sospechosos del desaguisado.
No hace falta decir la angustia que me invadió. Yo, en ningún
momento pensé que mi lista pudiera producir tal desaguisado ni, por
supuesto, me pasó por la imaginación faltar al respeto a unos profesores a
los que quería entrañablemente y algunos de los cuales habían
desempeñado en algún sentido el papel de padres, dado que el mío estaba
en la cárcel, como ya he dicho en otros capítulos. Aquello había sido,
simplemente, una ocurrencia inocente y sin ningún propósito especial,
salvo el meramente festivo. Pero es que, además, habían atribuido el
desacato a los pobres Sanchis y Romeu, que del asunto nada sabían.
He de aclarar que esos Sanchis y Romeu eran dos alumnos del curso
superior a mío que, debido a su natural desenfadado y travieso, todos los
meses recibían reprimendas por su mala conducta, y a los que, por ello, se
les consideraba autores de todo lo que oliese a broma o indisciplina. Ellos
ya estaban acostumbrados. Por otra parte, se trataba de chicos estupendos.
Uno de ellos llegó a notario. El otro no sé qué ha sido de él. Pero, en todo
caso, eran inocentes.
Aquello excedía, pues, de todo lo admisible. Por un lado, porque
había sido una interpretación totalmente errónea de mi verdadera
intención al confeccionar la lista. Y, por otro, porque no era justo que la
pareja de siempre, por el mero hecho de tener ‘’antecedentes penales’’
cargara con el muerto de, nada menos que una expulsión.
Hice, pues, de tripas corazón y, durante un estudio de los que
precedían a las clases, me dirigí al despacho del consejero y le conté lo
sucedido, reconociendo haber sido yo el autor, y exculpando así a Sanchis
y a Romeu que, por cierto, a estas alturas, ni sabrán que estuvieron a punto
de irse entonces a la calle. El consejero se indignó conmigo, pero yo,
futuro abogado sin saberlo aún, supe demostrar mi arrepentimiento,
asegurar mi falta total de mala fe, insistir en mi deseo de evitar una
injusticia y alegar el ejemplo del propio Jesús, que supo perdonar siempre
a quien le pidió perdón. Como los argumentos, sobre todo el último, eran
incontrovertibles, el consejero me encaminó al despacho del director, ante
el cual tuve que repetir toda la argumentación. Al fin, todo aclarado, el
asunto se olvidó y todo volvió a su cauce.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
233
Pero yo me quedé insatisfecho, algo no acababa de encajar en el
desarrollo de aquel asunto. Así que, se lo conté a mi abuelo, el cual se rió
de lo sucedido y me dijo:
­ Bueno, he de reconocer que, si un día estudias Derecho, serás un
buen abogado.
Yo me reí con él. Pero no pude evitar preguntarle:
­ Pero, ¿por qué ha ocurrido todo esto?
­ Por tu culpa, está claro. ­ me dijo.
­ Sí, eso ya lo sé. Por mi culpa. Pero yo no tuve, en ningún momento
la intención de insultar ni de faltar al respeto ni de socavar la autoridad de
nadie, como dijo el consejero.
­ Claro que no, ya lo sé. ­ me respondió sonriendo ­ Pero, ¿y los
demás?
­ ¿Los demás? ­ pregunté asombrado.
­ Sí. A los demás no los puedes controlar. Tú no tuviste mala
intención, pero quizá alguien la tuvo. ¿Como se enteraron de la existencia
de la lista?
­ Al parecer, uno de los internos de un curso inferior, que no se
distingue precisamente por su gran inteligencia, tuvo la feliz idea de
comentársela en una carta a su familia, y de añadirle algunas
observaciones
inconvenientes. Y, como el director lee las cartas de los alumnos antes de
echarlas al correo...
­ ¿Lo ves? Ese alumno ignoraba cuál había sido tu intención. Y le
puso la suya. Luego, los profesores inculparon de esa intención al autor de
la lista y, como había sospechosos, la adjudicaron, en principio, a las dos
ovejas negras del colegio.
­ ¿Y a ti qué te parece todo el asunto? ­ pregunté desconcertado.
­ Una sucesión de malentendidos. Y una sola actuación digna de
encomio.
­ ¿Cuál? ­ pregunté intrigado.
­ La tuya.
­ ¿La mía? ­ dije con asombro.
­ La tuya. Créeme que me siento verdaderamente orgulloso de que,
en vez de quedarte agazapado, permitiendo que fueran injustamente
sancionados dos inocentes, tuvieras la valentía de dar la cara y arriesgarte
tú a la expulsión por dejar las cosas en su sitio. Eso es, para mí, lo más
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
234
importante de la historia. De todos modos, convendría extraer de ella las
oportunas enseñanzas. ¿Cuáles ves tú?
Yo agucé mi concentración y comencé:
­ Que hay que tener cuidado con la interpretación que los demás dan
a nuestros actos.
Mi hermana, que había estado escuchando todo el tiempo en
silencio, llena de estupor por lo ocurrido, intervino enseguida:
­ Que hay gente que se siente ofendida por todo. En mi Escuela
nadie se dio por aludido ni se ofendió, y seguro que se han enterado.
­ No. ­ interrumpió mi abuelo ­ Ten en cuenta que se trata de un
internado, un lugar donde se pretende dar a los alumnos una formación
integral, no sólo científica como en tu escuela. Y que, entre los primeras
premisas de esa educación debe estar el respeto a la autoridad constituida.
Porque, si no se respeta a la autoridad, la sociedad no puede funcionar. Yo
no creo que, personalmente, la dichosa lista haya ofendido a ninguno de
los profesores. Seguramente, hasta se han reído de buena gana. Pero,
como institución, el colegio no tenía más remedio que reaccionar, sobre
todo cuando, a causa de la poca cabeza de un alumno que, además
tergiversa las cosas, éstas salen del colegio, con grave riesgo de dar a los
padres de alumnos una imagen equívoca sobre el mismo.
­ Pero iban a expulsar a dos inocentes. ­ insistió mi hermana.
­ Eso es lo que le dijeron a tu hermano. ­ respondió mi abuelo ­ Pero
tú mismo has contado ­ dijo señalándome ­ que el extraño comportamiento
de los profesores duró varios días. ¿Por qué pensáis que fue así?.
Yo empecé a ver claro:
­ Porque no estaban seguros de quién era el autor de la lista.
­ ¡Exacto! ­ dijo mi abuelo ­ No iban, pues, a expulsarlos, pero eran
los sospechosos por antonomasia. ­ y siguió:
­ ¿Otras enseñanzas?
­ Que hay que saber afrontar las consecuencias de los propios actos. ­
dijo mi hermana, mirándome y sonriendo.
­ Que hay que medir esas consecuencias.
­ Que hay que respetar la autoridad.
­ Que no hay que juzgar, y menos condenar, por apariencias.
­ Que...
¡De qué modo tan fácil y tan hermoso sabía mi abuelo hacernos ver
claro cuando las cosas parecían confusas!.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
235
* * *
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
236
XXXVI.­ LAS BROMAS DEL DESTINO
Estábamos en plenos exámenes trimestrales de quinto curso y era el
primer año que estudiábamos Física y Química. A mí esta asignatura me
había conquistado y la estudiaba con satisfacción porque veía que, a
diferencia de las demás, Filosofía, Historia, Ciencias Naturales, Latín,
Alemán, Griego, Francés, Lengua Española, Matemáticas, Geografía,
Religión, etc., que eran teóricas, la Física y Química proporcionaban las
fórmulas necesarias para manejar las cosas, para cambiar el mundo.
Y ocurrió que, el día del examen, en el estudio de siete a ocho de la
mañana (los externos entrábamos a las ocho pero, dado que los internos
tenían este estudio, que nunca me ha molestado madrugar aunque sí
trasnochar, y que vivía muy cerca del colegio, iba diariamente a él para
aprovechar esa hora), sentí necesidad de ir al servicio.
En aquella época había una gran penuria de papel en todo el país,
hasta el punto de que nuestros libros de texto eran de un color oscuro
indefinido, sin ilustraciones aceptables, sin colores, y, prácticamente, sólo
con el texto; y lo mismo ocurría con la prensa y con las revistas y con los
embalajes y con el papel higiénico. En el colegio, por tanto, y supongo
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
237
que en todos los colegios de entonces, no había papel higiénico, de modo
que cada cual tenía que agenciarse el suyo en caso de necesidad.
Aquella mañana yo estaba repasando los teoremas, fórmulas y
problemas de Física y Química, utilizando para ello unas hojas de papel
blanco finísimo, procedentes de un Libro de Copias del recién
desmantelado molino de mi abuelo. Así que tomé unas cuantas de aquellas
hojas, llenas ya de garabatos, fórmulas y cálculos, y bajé al servicio.
Luego resultó que no todas las hojas fueron necesarias. De modo que el
resto quedó en uno de los bolsillos exteriores del delantal azul a rayas,
uniforme que todos llevábamos.
Y ocurrió que, apenas comenzado el examen, cuando yo estaba la
mar de satisfecho porque me lo sabía todo, se me aproximó el profesor,
vio en mi bolsillo los papeles doblados, los sacó con dos dedos, los ojeó y,
al verlos llenos de fórmulas y cálculos, no se le ocurrió otra cosa que
decirme que no siguiera, ya que me acababa de ganar el cero por intentar
copiar. Nada valieron mis protestas, mis afirmaciones de que no había
pretendido copiar, mis explicaciones de lo sucedido, de que ni me
acordaba de aquellos papeles, de que me lo sabía todo y lo podía
demostrar... Fue inútil. Me puso un cero. El único cero de mi vida, que
para mí supuso un verdadero trauma, primero por lo injusto y, segundo,
porque podía poner en peligro la beca con la que yo estudiaba.
Aquella noche, al salir del colegio, puse el incidente en
conocimiento de mi abuelo para pedirle consejo. Y él, tras el
acostumbrado momento de reflexión, me dijo:
­ No te preocupes demasiado ni te hundas por esto. Él ha hecho lo
que ha creído que debía hacer y, en todo caso, es su responsabilidad. Y tú
debes seguir haciendo lo que debes, que es estudiar. No tienes nada de qué
arrepentirte, estás bien contigo mismo, por tanto... adelante, hijo.
Y así lo hice.
Años más tarde, ya abogado, visité una vez el colegio y vi de nuevo
a aquel profesor, hoy ya octogenario misionero, y le conté jocosamente lo
sucedido y sus consecuencias, que ahora relataré. La historia le afectó,
hasta el punto de que me envió poco después, desde la India, una estampa
de su primera misa, que aún conservo, y en la escribió: ‘’Espero que aquel
cambio de destino que provoqué haya sido para bien’’.
Lo cierto, ­ me dijo entonces ­ es que yo te conocía ya de varios años
y sabía que no ibas a copiar y que lo habías estudiado todo y que te lo
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
238
sabías; y sólo quería, medio en broma medio en serio, aprovechar la
ocasión para dar un ejemplo de lo que podía ocurrir a los que sí tenían el
vicio de copiar. Yo tenía claro que aprobarías el curso a pesar del cero. Y
tenía el propósito de aprobarte, y con buena nota, porque siempre te lo
habías merecido. Pero entonces yo era joven e inexperto. ­ añadió.
Porque lo que sucedió tras el cero escapaba a sus propósitos y a sus
proyectos sobre mí. Y lo que ocurrió fue que, inesperadamente, de un día
para otro, en plenas vacaciones de Navidad, este profesor ­ seguramente
para comenzar su preparación como misionero ­ fue trasladado a otro
centro, sin tiempo siquiera de conocer a su sucesor ni de cambiar
impresiones con él sobre cada uno de sus alumnos. Y que el nuevo
profesor ­ el único sin la más leve idea de la docencia ni de la psicología,
el pobre, de los muchos que conocí en los ocho años que pasé allí ­ se
aferró al cero que había heredado y, desde ese momento, se dedicó a
perseguirme con saña. Yo me esforcé al máximo por sabérmelo siempre
todo, por responder correctamente, por hacer los ejercicios perfectos pero,
indefectiblemente, chocaba con la idea que se había formado de mí y con
su nula capacidad de raciocinio, hasta el punto de que, poco a poco, fue
consiguiendo que yo cobrase una aversión insuperable por su asignatura,
que siguió a su cargo durante los cursos sexto y séptimo. Así que, aunque
mi vocación secreta había sido siempre la de médico, debido al odio que
acabé sintiendo por la Química, cuando aprobé el Examen de Estado (la
Selectividad de entonces), decidí matricularme en la Facultad de Derecho.
Al comentárselo a mi abuelo, me dijo:
­ Cuando las cosas suceden así, sin ninguna lógica, hay que suponer
que uno se había alejado o se iba a alejar de su destino, de aquello que
decidió hacer en esta vida antes de venir a ella.
­ ¿Tú crees?
­ Todo empezó sin ninguna culpa por tu parte; tú te has esforzado al
máximo durante casi tres cursos y, sin embargo, nada has logrado; y, en
esa situación, llegas al final del bachillerato y has de escoger carrera, ¿no
es así?
­ Sí.
­ Entonces... Yo no puedo asegurarlo, pero esos virajes tan bruscos,
que no responden a una actuación tuya, esas ‘’casualidades’’, cuando
sabemos que la casualidad no existe, esas sucesiones de coincidencias y
esa invariabilidad de las circunstancias a pesar de todo lo que se hace por
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
239
modificarlas, son casi siempre golpes de timón para que recobremos el
rumbo perdido. Si después de eso has decidido estudiar Derecho, hazlo.
No te arrepentirás.
Y no me he arrepentido. Pero no deja de ser curiosa la forma en que
el destino jugó conmigo para que fuera abogado y no médico.
* * *
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
240
XXXVII.­ LA ÚLTIMA LECCIÓN
Corría en mes de enero. Yo acababa de iniciar la carrera de Derecho.
Mi hermana que, a la sazón contaba diecisiete años, había concluído en
junio su Peritaje. Pero, aunque ya adultos, la devoción por nuestro abuelo
no había decaído ni nuestro deseo de estar con él, de charlar con él, de
pensar con él.
Mi abuelo, contraída la que resultó ser su última bronconeumonía,
quiso rematar su tarea iluminadora con nosotros. Estoy seguro, aunque
entonces no me daba cuenta, de que él intuía que su tiempo se acababa y,
por ello, aprovechó una tarde en que, sentado yo en su cama, a su lado,
como hacíamos cada jornada desde que enfermó (mi hermana, no
recuerdo por qué causa, no estaba aquel día en casa), hablábamos de
nuestras cosas. Él, esta vez con una fiebre altísima e incontrolable y entre
terribles ahogos, toses interminables y dolorosas expectoraciones, que
excusaré al lector, pero sin perder en ningún momento su entereza, su
alegría interior y su certera visión de las cosas, dijo:
.­ Siento mucho que no esté hoy la nena, pero tú se lo dirás todo. ­ y,
tras una pausa, continuó:
­ He intentado, siempre que he podido, aclararos las ideas sobre la
vida para que, cuando os llegue la hora de volar vosotros solos, sepáis
hacerlo sin grandes tropiezos. He tratado de enseñaros, lo mejor que he
sabido, que existe una serie de leyes naturales que rigen la vida, una
especie de reglamento, como en el parchís, ¿te acuerdas?; que todos
somos intrínsecamente buenos; que todos somos importantes para el
universo; que el mal acaba destruyéndose a sí mismo, mientras que el bien
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
241
se suma; que la mentira es asesina y suicida al mismo tiempo; que robar
va contra la justicia; que el amor es el único instrumento infalible para ser
feliz y hacer felices a los demás; que la emoción es efímera y mala
consejera; que la idea, obtenida mediante le reflexión, es permanente; que
lo que pensamos, decimos o hacemos a otros, produce su efecto también
sobre nosotros mismos, para bien o para mal; que debéis formar vuestras
propias opiniones y no dejaros llevar nunca por lo que digan o hagan los
demás, por muy encumbrados que estén; que el ser, cómo seáis, es mucho
más importante que el tener, lo que tengáis; que, por tanto, debéis dirigir
vuestros esfuerzos a mejorar vosotros por dentro antes que a reunir tesoros
externos; que os esforcéis por recordar que vinisteis a este mundo a hacer
algo bueno; que formamos parte de Dios y, por tanto, no es lógico que Él
se enfade por nuestros errores ni que lo temamos; que siempre que
pedimos ayuda a nuestro dios interno, siempre la recibimos; que tenemos
la obligación de ayudar a quien lo necesite; que el miedo nos lo hacemos
nosotros mismos, es ilógico y nos impide ser felices; que la memoria es
fundamental para la evolución; que la vida es una maravillosa aventura;
que el trabajo, aunque sea duro, hay que hacerlo con alegría; que de todos
podéis aprender algo; y muchas cosas más que espero recordéis.
­ Sí, abuelito, ­ dije muy serio ­ las recordamos.
­ ¿Lo tenéis claro todo? ­ preguntó.
Tras un momento de vacilación, le planteé una cuestión que desde
hacía tiempo me atormentaba:
­ Hay algo que no encaja y que no han sabido explicarme los
profesores de religión en el colegio.
­ ¿Y qué ha sido? ­ quiso saber mi abuelo.
­ ¿Cómo puede ser ­ dije ­ que Dios, que es la suma sabiduría, el
sumo amor, la suma tolerancia, la suma comprensión, la suma inteligencia
y la suma justicia, nos haya hecho imperfectos, pudiéndonos hacer
perfectos, y luego se enfade por las consecuencias de nuestras
imperfecciones y nos condene por ellas, para toda la eternidad? Yo pienso
que ese Dios, o no puede ser la suma inteligencia y el sumo amor y la
suma justicia, o no puede ser Dios. Porque, cualquiera comprende que
Dios no puede contradecirse así.
­ Eso es, precisamente, lo que aún no os he aclarado. Comprendo que
tengas esa duda. Pero yo creí conveniente empezar por otros temas y que
fuerais vosotros mismos los que os hicieseis la pregunta. Y me satisface
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
242
mucho que la plantees, porque eso significa que has asimilado lo que os he
dicho y has pensado en serio sobre los temas más importantes para
cualquier hombre preocupado por su propia evolución y por la ajena.
­ ¿Puedes aclarármelo, abuelito? ­ dije ilusionado ­ Yo no alcanzo a
imaginar una respuesta satisfactoria. Los profesores siempre me han dicho
que hay que tener fe; pero yo, si no comprendo las cosas o no me parecen
lógicas o razonables, no puedo creer en ellas.
­ Ni nadie puede ­ dijo mi abuelo ­ si es medianamente inteligente.
Lo que pasa es que este problema no se lo plantea casi nadie. La gente
prefiere, simplemente, pasar la vida. Pero, el que se lo plantea una vez, ya
no puede vivir tranquilo hasta que encuentra la solución.
­ ¿Y cuál es esa solución? ­ me apresuré a preguntar.
­ Os he hablado de muchas leyes naturales. Todas ellas, no sé si os
habéis dado cuenta, expuestas, de un modo u otro, en el Decálogo, en la
Biblia, en los refranes y hasta en el fondo del corazón. Os he explicado,
especialmente, la Ley de Retribución, que hace que experimentemos, en el
futuro y en propia carne, los efectos de nuestros pensamientos, palabras,
obras y omisiones, ley expuesta, aunque veladamente, en las Escrituras.
­ Sí, eso lo tengo claro. ­ dije convencido.
­ Pero, aún así, ­ prosiguió mi abuelo ­ la enseñanza se queda coja.
Le falta algo. Y ésa es la causa de que veas contradicciones y no halles la
respuesta a tus preguntas. Pero, ¿qué ocurriría si te dijera que hay otra ley
natural, la del Renacimiento, que hace que nuestra alma inmortal ­ porque
nosotros no somos nuestro cuerpo ­ haya vivido ya muchas vidas antes de
ésta, y haya de vivir aún muchas más?
En la habitación se hizo un silencio inusual. La sorpresa hizo presa
en mí. Aquello no lo esperaba. Empecé a pensar. ¿Vidas anteriores? ¿En
otras circunstancias, en otros países, con otros parientes, quizás en otras
razas?. Aquello era importantísimo. Y algo, dentro de mí, me empezaba a
decir que valía la pena, y mucho, profundizar.
­ ¿Y por qué no nos acordamos? ­ pregunté en esa dirección.
­ Tampoco nos acordamos de los golpes que nos dimos para
aprender a andar, pero sabemos andar; ni de las cuartillas que
emborronamos para aprender a escribir, pero sabemos escribir; ni de los
titubeos y errores que precedieron al hecho de saber hablar. Además, si no
nos acordamos es, fundamentalmente, porque no es conveniente para
nosotros mismos.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
243
­ ¿Por qué? ­ me apresuré a preguntar ­ Si yo supiera lo que he hecho
en otras vidas...
­ ¿Me querrías igual que me quieres ­ me interrumpió mi abuelo ­ si
supieras que, en otra vida fui tu padre o tu madre y te abandoné y te dejé
morir de hambre, por ejemplo?
Nuevo y fructífero silencio. Verdaderamente, aquello era importante.
Muy importante. Comprendí que, realmente, no sería aconsejable, a veces
por lo menos, recordar lo que hicimos y nos hicieron. Pero, aún no estaba
claro. Así que quise profundizar:
­ Bien, eso sería si tú te comportaste mal. Pero, ¿y si fuiste un padre
estupendo que cumplió como tal?
­ Entonces, seguramente, no habría nacido en esta familia ni habría
tenido el propósito de enseñaros lo que sé ni os hubiera querido tanto
como os quiero.
Nuevo silencio. Era lógico. Aquello iba siendo abrumador. Un
mundo de preguntas y respuestas se iban acumulando en mi mente.
Decididamente, esta nueva verdad podría ser la pieza que me faltaba. Tras
un prolongado silencio, mi abuelo continuó:
­ ¿Comprendes ahora por qué la vida, a veces, parece injusta?
­ ¿Es que no lo es? ­ me apresuré a decir ­ ¿Son justas tantas guerras
y tanto odio y tanto egoísmo y tanto fanatismo y tanta envidia y tanta falta
de amor?
­ Vista desde la perspectiva de un solo nacimiento, sí, claro que es
injusta. Pero, ¿has observado el funcionamiento de la Ley de Retribución?
­ Sí ­ afirmé con gran convicción. Cada vez la veo con más claridad:
El antipático recibe antipatía; el simpático, simpatía; el bueno, bondad; el
malo, desagrado; el egoísta, soledad; el mentiroso, falta de confianza; el
desleal, falta de amigos...sí, yo la tengo bastante clara y la he comprobado
mil veces.
­ ¿Y siempre funciona?. ­ preguntó mi abuelo.
­ Sí. ­ respondí rotundamente.
­ Entonces no la has estudiado en toda su amplitud.
Aquella respuesta me sobresaltó. ¡Claro que la había estudiado! Por
eso pregunté a mi vez:
­ ¿Qué me falta por estudiar?
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
244
­¿Qué crees que ocurre si, por ejemplo, antes de recibir los efectos
de una mala acción tuya, te mueres? ¿O se muere tu víctima antes de
recibir la justa compensación por el daño que le has hecho?
Me quedé perplejo. ¿Qué podría ocurrir...? ¡Claro! Desde el punto de
vista del que ignora la ley de Renacimiento, ahora lo comprendía, la vida
es injusta y parece regida por el más puro azar; pero, con esa ley y la de
Retribución en funcionamiento, estaba claro que esa deuda o ese crédito se
tenían que pagar o cobrar... ¡en una vida futura!, con lo cual desaparecían
la aparente injusticia y el aparente azar. ¡Ahí estaba la pieza que faltaba! Y
Dios no era ya injusto, sino justísimo y sabio y amoroso y paternal, y su
obra era perfecta...
­ Ahora lo comprendo, abuelito, ­ dije emocionado ­ ahora veo claro
el por qué de las diferencias de raza, de posición social, de educación...
­ Y de carácter, de inteligencia, de voluntad... y hasta el por qué de
tantas aparentes injusticias de la vida, ¿no? Somos sólo el resultado de
nuestros actos a lo largo de muchas vidas. ­ completó mi abuelo. Y siguió:
­ La nena y tú sois hermanos, y tenéis los mismos padres, todos
vuestros antepasados son comunes, habéis recibido la misma educación,
en el mismo ambiente y con el mismo cariño y, sin embargo, no sois
iguales, ni física ni espiritualmente. ¿Por qué? Sencillamente, porque cada
uno tenéis tras de vosotros una serie de vidas en desiguales ambientes y
épocas y familias y quizás hasta razas, y habéis tenido experiencias
diferentes y, por tanto, habéis desarrollado diversas facultades y
capacidades y tendencias, y os habéis propuesto distintas metas y
cometidos...
Una vibración de intensa emoción me embargó. Era como si hubiera
encontrado un tesoro inmenso. ¡Y qué fácil era la solución al gran
problema!. A poco, sin embargo, me acometieron dos preguntas
acuciantes. Y las planteé:
­ ¿Y qué papel tiene Dios en todo esto? ¿Y por qué no se nos ha
dicho por la religión, que vivimos muchas vidas?
Dios ­ aclaró mi abuelo ­ nos creó a Su imagen y semejanza, dice la
Sagrada Escritura. Pero no dice que nos hiciera perfectos, sino falibles.
Para que, desarrollando todas las facultades que como chispas suyas
tenemos, nos convirtamos, a lo largo de una serie de vidas, es decir, a
través de una evolución, en verdaderos dioses creadores como Él lo es. Y
para eso ha establecido las leyes naturales que son el marco, el campo en
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
245
el que hemos de crecer. Pero siempre bajo Su supervisión y contando con
Su ayuda. Porque, como también dice la Biblia, ‘’en Él vivimos, nos
movemos y tenemos nuestro ser.’’ Es decir, dentro de Él, como partes de
Él mismo, como células Suyas.
Aquello se iba aclarando a pasos agigantados. Pero mi abuelo aún
continuó:
­ Dios nos ha hecho libres y es absolutamente respetuoso con nuestra
libertad, hasta el punto de permitir que nos equivoquemos. Pero no se
ofende por nuestros errores. Eso sería ilógico. ¿Recuerdas algún pasaje de
las Escrituras en el que Cristo no perdonase? Ya está ahí la ley de
Retribución para poner las cosas en su sitio. Por eso la propia Escritura
dice aquello de ‘’mía es la venganza, dice el Señor’’. Pero tampoco debéis
pensar que la Ley de Retribución actúa mecánicamente, es decir, que si
has robado, alguien te robará, o si has matado, alguien te matará, no. Eso
ocurre unas veces, pero otras, la mayoría, te pone en situación de pagar
con amor o con servicio el daño que hiciste y cobrar en amor o en servicio
el daño que te hicieron. Por eso te he puesto antes el ejemplo de un padre
o madre que no se comporta bien y que, en otra vida nace como abuelo,
para pagar con amor o con enseñanzas lo que entonces hizo mal. Por otra
parte, en todo momento de nuestra vida, tenemos la ayuda del mismo
Dios, siempre que la pidamos, pues Su mano está permanentemente
tendida hacia nosotros, pero respetando, como te he dicho, nuestra entera
libertad.
­ ¡Cuántas cosas se hacen claras conociendo la Ley del
Renacimiento! ¡Todo ajusta! ­ exclamé estusiasmado.
­ Exacto. ­ respondió mi abuelo ­ En cuanto a tu segunda pregunta,
tiene una sencilla explicación: Supongo que a estas alturas habrás
descubierto ya que todas las religiones importantes vienen de arriba y
hablan del mismo Dios, ­ pues no hay ni puede haber otro ­ si bien desde
diversos puntos de vista y destacando distintos aspectos, según el avance
del pueblo al que se dieron. La única religión que se destinó, no a una raza
especial, sino a todo el mundo, a todos los pueblos, fue la cristiana. En las
otras religiones, sobre todo las orientales, sí que se habló de la Ley del
Renacimiento. Pero ese conocimiento hizo que relegaran el esfuerzo que
suponían la conquista del mundo físico, por un lado, y la evolución
espiritual, por otro, para ‘’alguna encarnación posterior’’, con lo cual no
hicieron sino rezagarse. A Occidente, en cambio, se le veló el
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
246
renacimiento y creyendo que existe una única vida, nos hemos esforzado
por conquistar el mundo físico que, querámoslo o no, es la base, el punto
de apoyo para el progreso espiritual.
­ ¡Claro! Eso tiene lógica. ­ respondí ­ Por eso las Escrituras no dicen
nada de esa ley.
­ Decir sí que dicen ­ terció mi abuelo ­ lo que ocurre es que sólo han
caído en la cuenta, como siempre, los que se han preocupado por el tema.
­ ¿Dónde lo dicen?. ­ pregunté extrañado.
­ ¿Recuerdas el pasaje evangélico en que Cristo curó a un ciego de
nacimiento? ­ dijo mi abuelo.
­ Sí.
­ ¿Y recuerdas, antes del milagro, qué le preguntaron los apóstoles al
Maestro?
­ Sí ­ me apresuré ­ le preguntaron si el ciego lo era como
consecuencia de sus propios pecados o de los pecados de sus padres...
Ahí me interrumpí. ¿Cómo era posible, si era ciego de nacimiento,
que lo fuera como consecuencia de sus propios pecados? ¡Estaba
clarísimo! No tuve más remedio que decir:
­ ¡Ya lo he visto, abuelito! Y, además, Jesús no les dijo ‘’¡qué
barbaridad!, ¿cómo iba a pecar antes de nacer?’’, sino que les dijo, ‘’en
este caso, ni una cosa ni otra’’.
­ ¿Ves como las Escrituras sí que dicen algo sobre la Ley del
Renacimiento?
­ Sí. ­ respondí. Pero, al instante, quise saber:
­ ¿Hay más pasajes como este, tan claros?
­ Sí los hay. Por ejemplo cuando, ya degollado San Juan Bautista por
Herodes, le dijeron a Jesús que, según los profetas, Elías tenía que venir
de nuevo al mundo, y Jesús respondió: ‘’Elías ya ha venido y lo han
tratado como les ha parecido’’. Y la Escritura añade: ‘’entonces los
apóstoles comprendieron que se refería a Juan el Bautista’’. ¿Qué quiere
eso decir?.
­ ¡Que Juan el Bautista fue la reencarnación del espíritu de Elías! ­
contesté con asombro.
­ Y ­ añadió mi abuelo ­ en la introducción del Evangelio de San
Lucas, se dice que San Juan Bautista irá por delante del Señor ‘’con el
espíritu y el poder de Elías’’. ­ Luego, tras una breve pausa, siguió:
­ ¿Has comprendido, pues, el juego de la Ley del Renacimiento?
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
247
­ Sí. ­ respondí con entusiasmo.
­ Pues meditadla. Aplicadla a cuantas personas y situaciones queráis
y veréis que con ella y con la Ley de Retribución podéis explicaros y
comprender cualquier acontecimiento o problema, sin tener que echar la
culpa a Dios o al prójimo y no a nuestro mal uso de la libertad, a nuestra
falta de voluntad o a nuestro retraso evolutivo, que siempre es
consecuencia de aquéllos. Por eso os he dicho que, antes de nacer, todos
nos proponemos hacer algo bueno. Porque, vista nuestra última actuación
desde el punto de vista del más allá, comprendemos nuestros fallos y el
daño que hemos hecho a otros y nos proponemos enmendarlo. Y para eso
nacemos.
­¡Qué lógico y claro está todo ahora! ­ observé sonriendo.
­ Pero quisiera añadir algo interesante. Vamos a ver, ¿con quién
lucha o discute o se enfada uno más y con mayor frecuencia, con los
allegados o con los desconocidos?
­ Con los allegados, lógicamente. ­ respondí.
­ ¿Y quiénes son los más allegados?
­ Los familiares. ­ me apresuré a decir.
­ Muy bien. ¿Y qué efectos han de producir las deudas de amor o de
desamor contraídas entre familiares, en las vidas siguientes de todos ellos?
Tras una breve pausa, lo vi claro:
­ ¿Que tendrán que nacer en la misma familia otra vez? ­ pregunté
con tímido asombro.
­ ¡Exacto! ­ respondió mi abuelo ­ Por eso, no te quepa duda de que
entre nosotros teníamos deudas de amor pendientes y hemos venido a esta
familia para intentar saldar cuentas amándonos y ayudándonos como
estamos haciendo. ­ Y añadió ­ Por eso hay tantos problemas en las
familias: Son restos, recuerdos inconscientes de odios, desavenencias,
incompatibilidades, deudas de vidas anteriores, que la gente no sabe a qué
se deben ni que hay que superarlos, pagarlos o compensarlos con amor.
Tras un momento de silencio en el que pareció volcarse toda la
eternidad en nuestras vidas, mi abuelo continuó:
­ Así vamos evolucionando, mejorando, ascendiendo en la escala de
las razas, del conocimiento, de las facultades, de las capacidades, y vamos
desarollando nuestra voluntad y nuestra mente y vamos espiritualizando el
carácter a fuerza de amar y servir desinteresadamente a nuestro prójimo.
Siempre con la ayuda y el auxilio de esas dos leyes fundamentales de la
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
248
Retribución y del Renacimiento. Y con una facultad individual que se nos
concedió al crearnos.
­ ¿Cuál? ­ pregunté asombrado.
­ La Epigénesis.
­ ¿Y eso qué es? ­ salté extrañado ante una palabra tan rara.
­ Ya os he dicho que estamos destinados a ser creadores. En realidad,
ya lo somos. Fíjate en que casi todo lo que nos rodea en este momento lo
hemos hecho los hombres: Los edificios, las calles, los muebles, los
vestidos, los alimentos, los medios de transporte y de comunicación, etc.,
y siempre siguiendo el mismo proceso: Primero lo pensamos y luego
plasmamos esa imagen mental en materia física. Pero hemos de llegar a
crear de modo perfecto al primer intento, y ahora aún hemos de probar los
inventos y rectificarlos mil veces porque, lo que al pensarlo nos parece
perfecto, al ponerlo en práctica en el mundo físico, ­ y de ahí su
importancia ­ vemos que no funciona y contiene mil errores. Para eso
nacemos una y otra vez y vamos aprendiendo, en una sucesión de vidas,
felices si cumplimos las leyes naturales, y desgraciadas si, en uso de
nuestro libre albedrío, las incumplimos. Pero, al final todos llegaremos,
unos más pronto y otros más tarde. Esa llegada es lo que las Escrituras
llaman la salvación. Pues bien, la epigénesis es la facultad que tenemos de
romper el modo mecánico de actuación de la Ley de Retribución e
introducir causas nuevas, no existentes antes, y que tuercen una cadena de
causas y efectos y nos conducen a un punto distinto del previsto
inicialmente por la ley.
­ No lo entiendo. ­ tuve que admitir.
­ Si tú comes en exceso, ­ aclaró mi abuelo ­ lo lógico es que tengas
una indigestión. Pero si vomitas voluntariamente antes o tomas alguna
medicina para facilitar la digestión, no ocurrirá; si perjudicas a alguien, te
creas una deuda, pero si te arrepientes y deshaces el entuerto antes de que
te llegue el efecto de tu actuación, la ley ya no te castigará... en eso se
basa, precisamente, el perdón de los pecados como consecuencia del
arrepentimiento, en el ejercicio de la epigénesis para anular el efecto de la
Ley de Retribución; si haces cada noche tu examen de conciencia y vas
conociéndote por dentro e intentas mejorar cada día, tu vida irá cambiando
para bien y tu evolución será más rápida... eso es epigénesis. Facultad
exclusiva del hombre. ¿Lo comprendes?
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
249
­ Sí, está claro. ­ dije, considerando por un momento todo lo hablado.
Mi abuelo concluyó:
­ Cuanto os he dicho, desde que erais pequeñitos hasta hoy, sé que
condicionará vuestras vidas, porque no lo podréis ya olvidar. Podréis no
hacerle caso, pero no olvidarlo. Cuando se sabe todo esto ya no hay
marcha atrás posible. Y ello hará que no os atraigan y os gusten las
mismas cosas que a la mayoría, que no busquéis los mismos objetivos ni
os pongáis las mismas metas, que no os satisfaga lo que a los demás
parece llenarles. Es el precio que hay que pagar por estos conocimientos.
Pero, a cambio, os dará la comprensión de todo lo que ocurra en vuestro
entorno y aún en el mundo entero, y la posibilidad de comprender a los
demás y poder ayudarles; por otra parte, los países, como conjuntos de
hombres que son, también están sujetos a las mismas leyes y se crean su
propio futuro; y estos conocimientos os inclinarán a arrimar el hombro
para colaborar en la evolución de la humanidad; y os harán perder el
miedo a la muerte y a Dios y a los hombres y a las desgracias y al futuro.
A eso se refería Cristo cuando dijo aquello de que ‘’la verdad os hará
libres’’. Pero no debéis pensar nunca que, porque tengáis estos
conocimientos, sois superiores a los demás en algo. Ése sería vuestro
máximo error. Estos conocimientos lo único que han de suponer para
vosotros es más trabajo, más esfuerzo, más sacrificio, más comprensión,
más amor y, en una palabra, más responsabilidad. Vosotros conocéis las
leyes naturales y su funcionamiento, y no tendríais disculpa si vuestras
vidas no se ajustaran a lo que sabéis. Por eso la Escritura dice que ‘’al que
más tiene, más se le exigirá’’. Vuestro conocimiento os ha de servir sólo
para ayudar a los demás en su evolución, comunicándoles cuanto sabéis,
sólo cuando creáis que caerá en terreno abonado ­ pues, de otro modo, no
sólo no lo entenderían sino que se mofarían de vosotros ­ y siendo siempre
un ejemplo para todos los demás, pues sólo así resultaréis convincentes.
Sé que estáis preparados para vivir vidas dignas y fructíferas. Sobre todo,
recordad que, si bien las ideas son más duraderas que las emociones, hay
una emoción, el amor, que es la savia de la vida. Por tanto, la postura
correcta es la de intentar siempre pensar con el corazón, es decir, con
amor, y sentir con la cabeza, es decir, con discernimiento, entendiendo por
discernimiento el saber distinguir el grano de la paja, lo verdaderamente
importante de lo que no lo es, confusión en la que caen la mayor parte de
los hombres.
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López
250
Tras un momento de silencio para dominar los ahogos, prosiguió:
­ Con esta conversación de hoy, creo que he terminado mi tarea con
vosotros. Tenedlo presente todo y, cuando lleguéis al final de vuestras
vidas, comprobaréis que ha valido la pena vivirlas.
Fue su última lección. Y la más profunda. Al día siguiente entró en
coma y ya no volvió en sí, como he relatado en otro capítulo.
Aquellas enseñanzas tan profundas, tan lúcidas, tan comprensibles e
impartidas con tanto amor y con tanta confianza, me han permitido pasar
por la vida, como él dijo, sin miedo, con fe, comprendiendo el por qué y el
cómo de lo que ha ido sucediendo a mi alrededor y comprobando cada día
que la vida es maravillosa, que Dios es bueno, que Su justicia es perfecta y
que la Creación toda es un milagro permanente de amor.
FIN
Pozuelo de Alarcón, a 15 de abril de 1.997
MOMENTOS CON MI ABUELO.­ Francisco­Manuel Nácher López

Documentos relacionados