01 Pirata enano 14 x 21 cm.qxd

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01 Pirata enano 14 x 21 cm.qxd
Un nacimiento extraño
U
na vida comienza normalmente con un nacimiento... La mía no. Por lo menos no sé cómo
nací. Desde el punto de vista puramente teórico,
hubiera podido nacer de la espuma de una ola o dentro
de una concha, lo mismo que una perla. Tal vez caí del
cielo con una estrella fugaz.
Lo único seguro es que me abandonaron en pleno
océano. Mi primer recuerdo es estar sobre una mar agitada, desnudo y solo en una cáscara de nuez, porque al
principio yo era muy, muy pequeño.
Recuerdo, además, un ruido. Era un ruido muy fuerte.
Cuando se es tan pequeño se tiende a sobrestimar las
cosas, pero hoy sé que era realmente el mayor ruido del
mundo.
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El Malestrom
Lo causaba el remolino más monstruoso, peligroso y
ruidoso de los Siete Mares: yo no sospechaba que era en
el temido Malestrom en donde mi cascarita se balanceaba. Para mí aquello era sólo unas tremendas gárgaras.
Probablemente pensaba (si es que aquello se podía llamar
pensar) que era de lo más natural ir desnudo y en una cáscara de nuez, en mar abierto, hacia un estruendo ensordecedor.
El ruido se hacía cada vez más tremendo, la cáscara de
nuez se balanceaba cada vez más y yo, naturalmente, no
sabía que hacía tiempo que me había sorbido el remolino.
Mi diminuta embarcación, probablemente la más
pequeña del mundo, bailaba en una espiral de kilómetros,
dirigiéndose hacia un abismo rugiente.
Hay que tener en cuenta que se trataba de la situación
casi más desesperada que puede encontrarse en el mar.
Todo marino que estuviera bien de la cabeza daba un gran
rodeo con su barco para evitar la zona del Malestrom.
Y aunque alguien hubiera acudido a salvarme, le habría
ocurrido lo mismo. Se habría visto absorbido hasta el
fondo del mar, porque ningún barco podía resistir la
fuerza del remolino.
Entonces mi cascarita de nuez comenzó a dar vueltas
sobre sí misma; bailaba a ritmo de vals hacia su hundimiento en la gorgoteante garganta del océano. Yo, sin
embargo, me limitaba a contemplar las estrellas que
giraban sobre mí, escuchaba encantado el Malestrom y
no sospechaba nada malo.
Ése fue el momento en que, por primera vez, oí una
de las espeluznantes canciones de los piratas enanos.
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Piratas enanos
Los piratas enanos eran los señores del Océano Zamónico. Sin embargo, nadie lo sabía, porque eran tan pequeños que no se los notaba. No había ola demasiado grande
para los piratas enanos, tormenta demasiado poderosa o
remolino demasiado violento para desafiarlos. Eran los
más temerarios de todos los navegantes y buscaban
incesantemente un reto para poner a prueba sus conocimientos náuticos frente a las fuerzas de la Naturaleza
más desatadas. Sólo ellos, por sus extraordinarias cualidades marineras, podían competir con el Malestrom.
Por eso ocurría que habían penetrado en la vorágine,
por pura temeridad y berreando tozudamente sus canciones de pirata. Al buscar atentamente en la superficie
del agua los túneles entre las olas y las corrientes más
favorables, su vigía me había divisado desde el mástil con
su diminuto catalejo. Yo estaba a punto de desaparecer
en el Malestrom.
Era una coincidencia doblemente favorable ser encontrado precisamente por los piratas enanos, porque cualquier otro de estatura normal probablemente no me
hubiera visto. Me subieron a bordo, me envolvieron en
tela encerada y me ataron con gruesas sogas a un mástil, lo que entonces me pareció muy raro, pero lo hacían
por mi seguridad. Mientras tanto, proseguían como si tal
cosa su heroica lucha con los elementos. Trepaban a los
mástiles y volvían a bajar como ardillas, e izaban velas y
las volvían a arriar, a un ritmo que sólo mirarlos mareaba.
Se arrojaban como un solo hombre hacia babor para
contrarrestar un balanceo, y luego hacia estribor, hacia
proa o hacia popa. Achicaban agua, desaparecían en
la bodega del barco para volver a salir con cubos llenos,
saltaban por escotillas y se columpiaban de un lado a otro
colgados de maromas. Estaban constantemente en movi17
miento, hacían girar el timón, se gritaban mutuamente,
se colgaban juntos de una vela grande para largarla más
aprisa y cazaban escotas, sin olvidarse ni un segundo de
cantar sus canciones de pirata. Me acuerdo incluso de que
uno de ellos fregaba mientras tanto la cubierta incansablemente.
La espuma de las olas cubría el barco, que se escoraba,
se encabritaba y hasta se sumergía a veces, pero no se
hundía. Tragué agua de mar por primera vez y tengo que
confesarlo: no me supo mal. Nos deslizábamos por túneles entre las olas, cabalgábamos montañas de espuma
poderosas, éramos lanzados al aire o aplastados contra
el fondo del mar. El barco de los piratas se veía arrojado
de un lado a otro, abofeteado por olas gigantes, zarandeado y escupido, pero los piratas no se dejaban desconcertar. Gritaban al mar, le escupían a su vez y pinchaban
desafiantemente las olas con sus arpones. Se distribuían
por los mástiles con la velocidad del rayo, recogían velas
y volvían a largarlas un segundo después. Reaccionaban
ante cada movimiento del mar, cada ráfaga de aire, cada
estremecimiento del barco, y hasta sabían lo que tenían
que hacer después. Nadie daba órdenes, porque todos
tenían las mismas atribuciones. Con su actividad conjunta
habían conseguido en definitiva vencer al poderoso
océano. Yo contemplaba su actividad lleno de asombro,
firmemente atado a mi mástil.
Cuando se es tan pequeño como un pirata enano (y
como yo en aquella época), se vive en otro tiempo.
Quien haya intentado alguna vez cazar una mosca con
la mano habrá comprobado que ese ser diminuto es
infinitamente superior en lo que se refiere a rapidez y
capacidad de maniobra. Desde el punto de vista de la
mosca, nos movemos a cámara lenta, y a ella le resulta
fácil esquivar nuestro movimiento y escapar. Lo mismo
pasaba con los piratas enanos. Lo que para un barco
grande normal era un furioso torbellino a ellos les pare-
cía un simple remolino. Una ola gigante se deshacía para
nosotros en muchas olitas diminutas que podíamos
atravesar cómodamente. Lo mismo que un huracán
puede azotar una ciudad, derribando los edificios más
altos, pero dejando intacta una tela de araña, aquella
corriente monstruosa no podía hacernos nada. Nos
protegía ser tan pequeños.
De esa forma escapamos a aquel Malestrom asesino.
Como he dicho, entonces yo no sabía nada de los verdaderos peligros de aquel remolino, ni lo supe hasta
mucho más tarde. Sólo me di cuenta de que el gorgoteo
se hacía cada vez más débil y la actividad de los piratas
enanos menos frenética. Finalmente, la situación se había
calmado tanto que se reunieron a mi alrededor, me soltaron y pudieron contemplarme.
Yo los admiré a mi vez.
Los piratas enanos, como su nombre indica, eran de
talla bastante reducida. Un pirata enano de diez centímetros de altura pasaba entre ellos por gigante. Los piratas enanos surcaban los mares en embarcaciones diminutas, buscando siempre algo que fuera suficientemente
pequeño para poder apoderarse de ello. Lo que ocurría
muy raras veces. En realidad, nunca. Para decir la verdad:
en toda la historia de la navegación marítima, los piratas
enanos no capturaron un solo barco, ni siquiera un bote
de remos. Ocasionalmente, casi siempre por pura desesperación, los piratas enanos atacaban también barcos
grandes, incluso transatlánticos. Pero, por lo general,
los barcos ni siquiera se daban cuenta de sus esfuerzos. Los
diminutos piratas arrojaban sus garfios de abordaje contra
el casco de los grandes buques y eran arrastrados por
ellos, hasta que por fin renunciaban. O bien disparaban
sus graciosos cañoncitos, cuyos disparos nunca daban en
el blanco... Al cabo de unos metros, las balas caían
inútilmente al agua.
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Como nunca se apoderaban de ningún botín, los piratas enanos se alimentaban principalmente de algas o
peces a los que podían hacer frente: sardinas, por ejemplo,
o quisquillas. En caso de necesidad, tampoco hacían
ascos al plancton.
En lugar de manos, los piratas enanos tenían pequeños ganchos de hierro, y en lugar de piernas de verdad,
unas piernas de madera. Además, jamás vi a ninguno de
ellos sin un parche en el ojo. Al principio pensé que se trataba de heridas recibidas en sus audaces intentos de
apresamiento, pero luego supe que nacían así, con bigote
y sombrero.
Del
«Diccionario de prodigios, formas de vida y
fenómenos de Zamonia y sus alrededores
que requieren explicación»
por el Prof. Dr. Abdul Ruyseñor
Piratas enanos: A pesar de ser inofensivos, o precisamente por ello, a los piratas enanos les gusta fingirse sanguinarios y rudos. Acostumbran a soltar discursos fanfarrones,
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especialmente sobre sus exitosas correrías y pingües apresamientos. Casi se podría decir que tienen tendencia a jactarse.
Cuando se encuentran dos piratas enanos (cosa que ocurre continuamente en un barco lleno de piratas enanos), se enumeran
mutuamente, con grandes gestos y muchos gritos, los barcos
mercantes que supuestamente han echado a pique, o fanfarronean sobre los inocentes marineros a los que han pasado despiadadamente por la quilla o han hecho recorrer la plancha.
Mientras tanto beben rhonn, bebida hecha de jugo de alga y azúcar de caña que excita aún más sus fantasías de capturas y hace
que sus lenguas se pongan rápidamente pastosas, aunque no
contiene alcohol. Los piratas enanos no aguantan mucho la bebida.
A menudo presencié esos encuentros y escuché las
grandiosas exageraciones de los piratas enanos. De todas
formas, tengo que reconocer que aquella forma vertiginosa de adornarse y su fantasía exuberante me impresionaba. Aprendí de ellos que una buena mentira piadosa
es con frecuencia mucho más excitante que una verdad.
Es como si se pusiera a la verdad un vestido bonito.
Lamentos, fanfarronadas y canciones
de pirata
Para un pirata enano no había nada peor que el aburrimiento. En cuanto alguno de ellos se aburría aunque sólo
fuera un poquito, parecía tan atormentado que a uno se le
encogía el corazón. Suspiraba y gemía, amenazando al cielo
con su mano de garfio, se arrancaba los pelos y a veces
incluso se rompía la ropa, lo que sólo empeoraba las
cosas, porque luego se lamentaba de los desgarros en su
guardarropa y acusaba al Destino de abrumarlo con tragedias. Sin embargo, como en el mar el aburrimiento es
huésped habitual a bordo de cualquier barco, en realidad
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las lamentaciones y gemidos eran continuos entre los
piratas enanos. Cuando no se lamentaban, fanfarroneaban.
Y cuando no se lamentaban ni fanfarroneaban, cantaban
canciones de pirata. En ese ambiente crecí yo.
Me convertí en el auténtico sentido de la vida de los
piratas enanos. Toda su existencia, en los cinco años
que estuve con ellos, giró casi exclusivamente en torno
a mí. Era como si yo hubiera dado por fin sentido a sus
vidas absurdas. Se esforzaban conmovedoramente por
enseñarme lo que habían aprendido sobre el arte de las
capturas y sobre la vida de pirata. Se pasaban días enteros cantándome espeluznantes canciones de pirata, lanzando maldiciones, izando banderas con la calavera y
dibujando mapas de tesoros. Incluso una vez, por mí, trataron de capturar un barco que era por lo menos mil veces
mayor que el suyo. Ese día aprendí todo lo que se puede
aprender sobre el fracaso.
El oficio de marino
Por lo demás, sólo mirando y echando una mano
aprendí el oficio de marino, desde izar anclas hasta tensar obenques, pasando por el calafateado.
Empecé a fregar cubiertas. Fregar la cubierta hasta
que toda bacteria voraz se haga madera, pero no encerarla demasiado para que ofrezca aún un buen apoyo
(especialmente importante para aquellas piernecitas de
madera de los piratas enanos), puede ser un arte refinado.
Un jabón verde, con un poco de arena, es el producto
ideal para fregar suelos: el jabón para la limpieza aséptica
y la arena para la adherencia. Aprendí a navegar a un
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largo con el viento, a ceñir contra el viento y a flotar sin
viento en calma chicha, a aprovechar el viento de popa,
a virar y trasluchar con mar gruesa y también el frenazo
náutico en seco (un truco que sólo dominaban los piratas enanos, para no tropezar en alta mar con algún pez
grande; lo que en su caso quería decir ya un bacalao).
Nudos
Una de las cosas más importantes en la vida de un
marino son los nudos. Con eso no quiero decir la velocidad del barco, que se mide también en nudos; no, me
refiero a las múltiples posibilidades de anudar una soga
de cáñamo. Aprendí 723 formas de hacer un nudo y
todavía hoy me las sé de memoria. Sé hacer (naturalmente)
el nudo marinero normal, pero también el doble lazo de
pirata enano y la corbata de asalto, la horca de ganso, el
grillete de duende y hasta el doble nudo gordiano.
Domino el lazo de cáñamo enrollado y el cabestrillo
de pulpo de ocho cabos, sé anudar la soga de abacá con
la de fibra de cáñamo y podría atar con los ojos cerrados
dos anguilas de forma tan complicada que no pudieran
soltarse en la vida. Me convertí en algo así como maestro anudador del barco de los piratas enanos; cuando
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necesitaban un nudo, venían a mí. Podía hacer un nudo
en un pez y, si era preciso, en caso de necesidad absoluta,
hasta un nudo en un nudo.
Cosas dignas de saberse sobre las olas
En el mar, naturalmente, es importante sobre todo la
navegación. Los piratas enanos apenas tenían medios
técnicos auxiliares y hasta la brújula les resultaba desconocida. Se orientaban por un sistema basado en la observación del movimiento de las olas. Si se observan las
olas suficiente tiempo se da uno cuenta de que todas son
distintas. Es verdad que se dice que una ola se parece a otra
ola, pero no es así: cada una tiene su propia curvatura, unas
son escarpadas y puntiagudas, otras redondas y planas, las
hay gruesas y delgadas, verdes y azules, negras y castañas,
transparentes y turbias, grandes y pequeñas, anchas y
largas, frías y calientes, saladas y dulces, rápidas y lentas,
inofensivas y mortalmente peligrosas.
Cada ola tiene, por decirlo así, su estatura, su rostro
y, finalmente, su propio peinado en forma de espuma
sobre la cabeza. Y se las distingue por su forma de
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moverse, por el llamado movimiento de las olas. Las
olas de los mares del sur prefieren moverse de una forma
indolente, contoneante; las de los mares del norte, de
un modo tenso, rápido, por el frío y por el peligro de convertirse en témpanos. Las olas hawaianas parecen
moverse a un ritmo de rumbas redondas y las escocesas,
desfilar en largas hileras con una música de gaita inaudible. Si se estudian las olas detenidamente, se sabe qué
olas se encuentran a gusto en cada sitio. Las verdes y
pequeñas de espuma festiva, por ejemplo, en las aguas
tropicales poco profundas; las oscuras y fangosas en la
proximidad de la costa, sobre todo en la desembocadura
de los ríos; las altas y azules en mares más fríos y profundos, y así sucesivamente.
Por el aspecto de las olas se puede saber muy bien
dónde se encuentra uno, si hay aguas poco profundas o
bancos de arena y arrecifes de coral invisibles, si se está
cerca de la costa o en alta mar, en una corriente traicionera e, incluso, si hay en el agua tiburones o sólo arenques.
Cuando hay tiburones, las aguas tiemblan ligeramente.
Aprendí todo lo necesario sobre el cuidado diario del
barco, la reparación de planchas, la limpieza de caracoles
del casco (y la preparación de los caracoles en caldo de algas),
la forma de guardar el equilibrio con marejada, la de arriar
los botes de salvamento, el lanzamiento de salvavidas y las
guardias de vigía. Al cabo de un año era ya un lobo de mar
totalmente experto y ni siquiera con tormenta vomitaba.
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Algas
Los piratas enanos me daban bien de comer, sobre
todo algas y pescados delgados. Conocían más de 400 formas de prepararlos, desde «algas al natural» hasta suflés
sumamente complicados, y me dejaban probar de todo.
Mi repulsión actual por las algas se debe probablemente
a aquellos hábitos gastronómicos de los piratas enanos.
Se puede decir contra las algas lo que se quiera, pero
contienen todas las vitaminas y sustancias nutrientes que
necesita para crecer un osito azul, tal vez incluso demasiadas. Porque crecí a una velocidad que pronto no sólo
resultó inquietante para mí, sino también, sobre todo,
para los piratas enanos. Al principio era más pequeño que
mis salvadores, pero sólo un año más tarde, tan grande
como ellos. Al segundo año era dos veces más grande y
al cabo de cuatro años los superaba en cinco cuerpos.
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Ya se puede imaginar que ese rápido crecimiento hizo
una impresión deplorable a aquellos piratas pequeñitos,
que sentían una desconfianza natural hacia todo lo
grande. Al cabo de cinco años a bordo me había vuelto
tan grande y pesado que amenazaba con hundir el barco.
Aunque entonces no lo comprendí, los piratas enanos
hicieron lo único que podían hacer cuando un día me
abandonaron en una isla. Estoy seguro de que no les
resultó fácil. Me dieron como provisiones una botella de
jugo de algas y un pan de algas hecho por ellos, y se fueron quejándose y lamentándose, a la puesta de sol.
Sabían que su vida sin mí sería bastante más aburrida.
Solo bajo los cocoteros
Cuando me vi tan desnudo y abandonado en una
isla desierta, reflexioné por primera vez en mi situación.
En realidad pensé por primera vez, porque en el ambiente
eternamente ruidoso del barco de los piratas enanos
nunca había podido pensar con claridad.
Debo confesar que mis primeros intentos de pensar
no fueron de una profundidad insondable. El primer
pensamiento que me vino a la cabeza fue: hambre. El
segundo: sed. De forma que devoré ansiosamente
el pan de algas y vacié deprisa la botella de jugo de
algas. Inmediatamente se difundió por mi interior un
calorcillo agradable, como si alguien hubiera atizado
dentro de mí un pequeño fuego de campamento. Con
ello vino también cierta confianza, que me animó a
coger al Destino por la coleta y explorar el imponente
cocotal de la isla. Aquella primera experiencia podría
ponerse como consigna sobre toda mi vida posterior: por
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grande que pueda ser el desafío, es más fácil de afrontar si antes se ha hecho una comida en regla.
Oscuridad
Entonces llegó la noche con su oscuridad.
Oscuridad... Hasta entonces no sabía qué era eso. Con
los piratas enanos siempre había luz, también de noche.
En cuanto anochecía, iluminaban el barco de la forma
más espléndida. Un barco pirata enano de noche causa
siempre sensación. Parece una verbena en miniatura,
incluidos los ruidos de fondo. Y es que a los piratas enanos les daba un canguelo enorme la oscuridad. Creían que
la noche era el momento de los espectros calafateadores,
que venían a comerse las almas de los navegantes. Y a esos
espectros sólo se los podía ahuyentar mediante un derroche de luces y el mayor estrépito posible. Por eso los piratas enanos no iluminaban sólo el barco con farolillos,
antorchas, guirnaldas de bombillas de colores, bengalas y
pequeñas hogueras, sino que lanzaban al cielo incesantemente un cohete de señales tras otro y, mediante cantos,
gritos y martillazos sobre cacharros de hierro, organizaban
un estruendo de mil pares de demonios, de forma que no
se podía pegar ojo. Se dormía de día. Y los espectros
calafateadores nunca nos molestaron.
Miedo
Y ahora, por primera vez, la oscuridad. Y con la oscuridad, una nueva sensación que hasta entonces nunca
había tenido: ¡miedo!
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Una sensación muy desagradable, como si la oscuridad se me hubiera metido en el cuerpo y fluyera
por mis venas. Los cocoteros verdes y gruesos que
hacía un momento se mecían en el viento se habían
convertido en unos tipos como árboles, negros y oscilantes, que, con sus enormes garras, se enviaban mensajes horribles.
En el cielo había una delgada medialuna, que contemplé con asombro porque, con la eterna fiesta de luces
a bordo, nunca me había llamado la atención. El viento
susurraba a través de la fronda del cocotal y la convertía
en una jauría de espectros cuchicheantes que cada vez se
apretaban más contra mí, tocándome con sus delgados
dedos. De pronto tuve que pensar en los espectros calafateadores.
Traté de reprimir ese pensamiento, pero no pude.
Echaba en falta el ruido histérico de los piratas enanos,
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su griterío y, sobre todo, su derroche de luz; la luz que alejaba a los espectros calafateadores. Había llegado al
punto más bajo de mi joven vida: expulsado, desnudo,
solo, en medio de un bosque oscuro y desconocido, y
lleno de miedo. De pronto me di cuenta de que entre los
troncos de los cocoteros había unas luces muy inquietantes. Haces de luz verdes, parecidos a serpientes, al
principio muy lejos pero que se iban acercando cada
vez más rápidamente. Y además un zumbido eléctrico,
alto y siniestro, y ocasionalmente alguna carcajada hueca
y burlona, como de seres cornudos junto a un pozo. De
esa forma se anunciaban, lo sabía por los piratas enanos,
los espectros calafateadores.
Del
«Diccionario de prodigios, formas de vida
y fenómenos de Zamonia y sus alrededores
que requieren explicación»
por el Prof. Dr. Abdul Ruyseñor
Espectros calafateadores: El espectro calafateador
es una de las llamadas formas de vida vituperadas por
todos (véanse también: → Bruja Araña del Bosque, →Troll
de las Galerías y →Bologg), entre las que hay que incluir las
formas de vida de Zamonia y sus alrededores cuyo propósito deliberado consiste en esparcir entre sus contemporáneos
el miedo y el terror, y conducirse en general de forma asocial,
perturbadora y aguafiestas. De aspecto exterior repulsivo
hasta producir pánico, al espectro calafateador le gusta mostrarse casi siempre en manada y, con ruidos aterradores y
cantos espeluznantes, asustar a las criaturas más inofensivas posibles para disfrutar con su malestar.
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Primeras lágrimas
Aquello fue demasiado para mí. Sentí cómo me salía
de la cabeza un líquido caliente. Los ojos, la boca y la
nariz se me llenaron de él y no pude hacer otra cosa que
ceder a la presión interior: lloré. ¡Por primera vez en mi
vida! Lágrimas gruesas y saladas me corrían por la piel,
la nariz me goteaba y todo mi cuerpo se estremecía al
compás de mis sollozos. Todo lo demás me era ahora
indiferente. Los espectros calafateadores que me rodeaban, la oscuridad, el miedo..., todo era de importancia
secundaria ante aquella poderosa explosión de sentimientos. Lloriqueaba y sollozaba, pataleaba con mis
patitas y me desgañitaba. Las lágrimas me corrían por la
piel como dos pequeños torrentes, hasta que parecí un
trapo mojado. Me derrumbé por completo.
Luego vino la calma. Mis lágrimas se agotaron, las
oleadas de sollozos amainaron. Una sensación tranquilizadora de calor y cansancio me rindió. Incluso tuve valor
para levantar los ojos y mirar cara a cara a los espectros
calafateadores. Flotaban en semicírculo a mi alrededor,
seis o siete figuras oscilantes de una luz espectral. Sus brazos y piernas colgaban de su cuerpo como flácidas cámaras de bicicleta. Me miraron un rato en silencio, casi
impresionados. Luego empezaron a aplaudir.
No quiero disimular nada. Los espectros calafateadores eran realmente una pandilla desagradable. Su
forma babosa de avanzar, la ligera sacudida eléctrica
que se recibía cuando lo tocaban a uno, sus voces altas
y cantarinas y, más que nada, su inadmisible gusto por
disfrutar del temor de sus desvalidos coetáneos resultaban repelentes. A eso se añadía el olor a madera podrida
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que despedían (tenía que ver con sus hábitos de dormir)
y muy especialmente su repulsiva forma de alimentarse.
Pero de eso luego.
Sí, los espectros calafateadores eran realmente lo
último, pero sin embargo me fui con ellos. Después de
todo, ¿qué otra cosa podía hacer?
No entendía una palabra de lo que decían o cantaban,
pero comprendí muy pronto que me animaban a irme con
ellos. Pensé que, teniendo en cuenta mi situación, era lo
mejor que podía ocurrirme, y al fin y al cabo hubieran
podido hacer conmigo qué sé yo qué.
Se deslizaban delante de mí por el bosque y, como
serpientes de agua de luz verde, rodeaban cualquier obstáculo con movimientos elegantes. Cuando alguno era
demasiado grande o demasiado macizo, por ejemplo un
peñasco o árbol gigantesco caído, lo atravesaban sencillamente, como si no fuera más espeso que la niebla.
Yo tenía algunas dificultades para mantenerme a su
altura, pero los espectros calafateadores hacían a intervalos pausas corteses, en las que todos esperaban a
que yo los hubiera alcanzado. Entre tanto cantaban
canciones bastante horribles, cuya melodía sonaba ya
tan desagradable que me sentía contento de no entender la letra.
Un cementerio de árboles
Estaba completamente agotado y tenía la piel llena de
hojas, espinas y ramitas, cuando llegamos por fin a nuestro destino: un gran claro en medio del bosque. En él
había cientos de árboles gigantescos huecos y derribados
que se pudrían. Un cementerio de árboles gigantes, habitado por cientos, quizá miles de espectros calafateadores.
Aquél sería mi hogar en lo sucesivo.
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