LIBERTAD por PABLO GONZ - el blog de pablo gonz

Transcripción

LIBERTAD por PABLO GONZ - el blog de pablo gonz
BREVE RESEÑA DE LIBERTAD
Tras una serie de traumáticos episodios, la humanidad enfrenta la peor escisión
de su historia: una minoría selecta maneja unos niveles extremos de tecnología,
que les permite incluso disfrutar de la inmortalidad. Estos «superiores» viven
encerrados tras los infranqueables muros de una serie de ciudades perfectas,
protegidos de los «inferiores», seres supuestamente salvajes.
Sobre este ambiente, Libertad dibuja la experiencia de Anto, un funcionario de la
Ciudad de Verona que gracias a su único amigo, el irreverente P, emprende un
fascinante periplo que le llevará desde su sórdido despacho en el Ministerio de
Exterminio hasta enfrentar una cita con la «verdadera y única muerte».
Atrevida alegoría de nuestra sociedad globalizada, Libertad retoma, desde una
perspectiva propia, la larga tradición de la socioficción, deudora de la literatura
utópica de todos los tiempos. En tal sentido, se puede establecer su parentesco
con 1984 de George Orwell, Un mundo feliz de Aldous Huxley y Crónicas
Marcianas de Ray Bradbury.
SOBRE EL AUTOR
Pablo Gonz es un escritor español (Sevilla, 1968), radicado en Valdivia (Chile)
desde el año 2001. Vivió en São Paulo, Barcelona, Madrid y Múnich, donde se
produjo su definitivo acercamiento a la literatura. Tiene seis novelas publicadas:
La pasión de Octubre, Experto en silencios, Los hijos de León Armendiaguirre, Libertad,
Mío y Novela 35 lebensráumica (audiolibro). También publicó La saliva del tigre, un
libro de minificciones. Casi todas estas obras pueden descargarse gratuitamente
desde la página del autor:
EL BLOG DE PABLO GONZ: http://pablogonz.wordpress.com
LIBERTAD
—
Pablo Gonz
A Eva Carrera,
luz en la oscuridad.
Pero ése es el comienzo de una nueva historia,
la historia de la continua renovación de un hombre,
la historia de su gradual regeneración,
de su tránsito de un mundo a otro,
de su iniciación en una nueva y hasta entonces incógnita realidad.
F. M. DOSTOYEVSKI
Crimen y Castigo
LIBRO PRIMERO
—
DENTRO
PARTE PRIMERA
—
VERONA
1
Yersinnia, Año 630 DRH
Al sentarse junto a la ventana de su destartalada cabaña, el viejo Anto
percibe una presencia: la de un niño rubio de unos diez años que está en
cuclillas frente a una de las conejeras. El niño sonríe con plenitud pero
enseguida se concentra y se pone a buscar hierbas para dárselas a los conejos.
Lleva unos pantalones cortos, demasiado anchos para sus flacas piernas y una
basta camisa de lana en la que parece esconder algo. Va descalzo pero se mueve
con naturalidad sobre los guijarros.
El viejo Anto sale de su cabaña, se acerca al muchacho y lo saluda.
El niño le mira con sus grandes y brillantes ojos azules.
—¿Cuántos conejos tiene?
—Cuatro —responde el viejo.
—¿Y usted se los come?
—Claro.
Vuelve entonces el niño a observar a los conejos y, recordando de repente su
misión, se pone de pie y dice:
—Buenas tardes. Me llamo Miguelito Shwarowski y mi padre me envía con
un regalo para usted.
Acto seguido, saca de debajo de su camisa un cachorrillo de perro, negro
como un tizón, que lo primero que hace es bostezar.
—Ya está destetado. Se llama Pilón. Pero mi padre me ha dicho que usted a
lo mejor quiere ponerle otro nombre.
Cuando el perrito llega a las nudosas manos del viejo, éste lo acaricia con
suavidad:
—Muchas gracias, Miguelito. Me va a venir muy bien tener un compañero,
y Pilón me parece un nombre excelente para un perro.
Luego lo baja al suelo y observa cómo el perro se lanza a morder una de sus
botas.
—La Yésica hacía lo mismo —aclara el niño—. Es porque son cazadores. La
Yésica es la madre de Pilón. Yo no tengo madre. Se murió cuando yo nací.
¿Usted tiene madre?
—Tuve una.
—¿Y se acuerda de ella?
—No muy bien. Nos separaron cuando yo tenía sólo cinco años.
—¡Uy, hace mucho! Porque... ¿cuántos años tiene usted?
El viejo acusa el golpe, pero prefiere no mentir:
—Tengo trescientos diecisiete años.
Al oír esto, Miguelito se queda como congelado:
—Entonces, usted es superior.
—Así es —reconoce el viejo.
—De todas formas —concluye el niño—, yo no le tengo miedo.
2
Sbiriel, Verona, 22 años antes.
Entrechocaron cuatro copas de vino, y Belachkian, un joven oriental, alzó la
voz entre las sonrisas de sus compañeros:
—Anto, por favor, repite el nombre del cargo —y añadió dirigiéndose a los
otros dos, Immo y P—: ¡Ya veréis qué bonito!
—Por favor, Bela, no seas chiquillo —se defendió Anto.
—De acuerdo. Entonces lo diré yo. Tienen ante ustedes, queridos hermanos,
al nuevo Ayudante Adjunto del Secretario Civil de Reordenación Territorial del
Ministerio de Exterminio de la Ciudad de Verona. ¿Lo he dicho bien?
—Casi —se resignó Anto, sentándose de nuevo en el butacón.
También Belachkian y P se sentaron; no así Immo que se acercó a oler unas
rosas que había en un jarrón. Este invitado vestía de un modo curioso, aunque
no extravagante para los usos de aquella cultura: un camisón de plasma
naranja, a juego con los marcos de sus gafas, y botas militares del mismo color.
También Anto y Belachkian iban vestidos de plasma, en este caso con trajes
completos, mientras que P llevaba un complicado traje de tela, una antigualla
compuesta de muchas piezas cuyos nombres sólo él conocía: chaqueta, chaleco,
corbata...
—¿Y cuándo se ejecuta el ascenso? —preguntó Immo.
—Dentro de una novena —respondió Anto—. Eso me dijo el secretario de
personal...
—¡Alto, alto! —vociferó Belachkian de nuevo—. ¡Eso no nos lo habías
contado! ¿Te entrevistaste con el Secretario Civil de Personal?
—Pues, sí.
—Pero, hermano, ¡qué nivel de coqueteo institucional! ¿Tú te das cuenta del
grado que tiene el Secretario Civil de Personal? ¿Qué es? ¿Un cinco? ¿Un seis?
—Es un grado cuatro —respondió ásperamente P, que había reconocido en
la mirada de Anto una cierta molestia por tanta broma—. Sin embargo —añadió
retomando su habitual tono galante—, es normal que el Secretario Civil de
Personal comunique de palabra los ascensos a los funcionarios de nivel 8 y
superiores, con lo cual no puede hablarse de coqueteo institucional.
—Oye, hermano —dijo Belachkian—. ¿Tú estudiaste Derecho o algo así?
—Este chico es idiota —replicó P llevándose la copa a los labios.
—Se admite el argumento —apostilló Immo.
Anto se limitó a guardar silencio pero enseguida una llamada le
proporcionó un motivo para hablar: «¿Cenamos?» A continuación, golpeó con
sus nudillos la mesa donde reposaban las copas; y a sus espaldas, una silueta
humana abandonó el marco de la puerta.
El comedor era una pieza cuadrada con paredes de color mostaza y techo de
piedra eléctrica. Una suave luz dorada bañaba el mobiliario: cuatro divanes
forrados de cretona y una mesa de centro baja, vestida con un sencillo mantel
de lino. Sobre él estaban servidos los entremeses: jamón de pato con gajos de
mandarina, hojas de endivia rellenas de roquefor, un suculento paté con
guindas y otras exquisiteces. Los comensales se acomodaron en los divanes y
tras dirigir al anfitrión los elogios de rigor, comenzó la charla. Una castañeta de
Anto sirvió de orden para que el criado entrase con el vino. Era un sirviente
inferior de unos sesenta años. Tenía la frente surcada por profundas arrugas,
pero sus manos trabajaban aún con rapidez. Sirvió el vino en las copas y se
retiró hacia la puerta. Entre los comensales, la conversación ya remontaba el
vuelo, y Belachkian insistía sobre Anto, arrojándole trocitos de zanahoria, en la
necesidad de que contara en detalle su entrevista con el Secretario Civil de
Personal:
—Fue un recibimiento frío —relató el anfitrión por fin—. Cuando entré en
su despacho, me pidió que me sentase un momento porque estaba haciendo el
amor con una taquígrafa, lo cual era evidente. Y cuando terminó, me dijo que
por resolución número tal, de fecha tal, me habían adjudicado el puesto cuyo
nombre conoce tan bien aquí el hermano Belachkian. Luego me entregó una
copia sellada del documento y me despidió.
—¡Y ya está! —exclamó el oriental— ¿esa fue toda tu magnífica reunión con
el secretario?
—Sólo en tu imaginación hubo una magnífica reunión —acotó P.
—Bueno, a decir verdad —continuó Anto—, sí hubo algo curioso. Mientras
esperaba, me llamó la atención un retrato que colgaba de la pared. Era de un
tipo de ésos que se nota que se dan importancia. Tenía un flequillo aplastado y
un bigotito estrecho que parecía de broma. En el brazo llevaba una banda roja
con una especie de araña negra. Cuando ya me iba, le pregunté a la taquígrafa
quién era aquel hombre. ¿Y cómo me dijo? ¿Alo? No. ¿Afo?
—Ado —corrigió P—. Se trata, seguramente, de Ado Jítler.
—¿Y quién era ése? ¿Un inferior?
—Sí, un tipo del siglo veinte que provocó una guerra que le costó la vida a
más de cincuenta millones de personas, entre ellos a seis millones de judíos. En
la lista de los mayores exterminadores de la historia, queda por encima de
insignes asesinos como Pol Pot, Sadam Juseín y Estalin, pero es ampliamente
superado por Mao Tse Tung, el fírer Minjijao, Magistrato, por supuesto, y el
actual Consejo Civil Mundial.
—Un día lograrás que te borren —dijo Immo.
—Oye, P —intervino Belachkian—, ilústranos un poco. ¿Qué es un judío?
—Un judío era una persona que practicaba la religión judía.
—Vamos acercándonos. ¿Y qué es una religión?
Dos golpes de nudillos, dados por Anto sobre la mesa, trajeron de vuelta al
viejo criado. Cada cual se sirvió de la fuente de carne asada que éste hizo
circular; y cuando se retiró, la explicación pudo tomar forma:
—Cuando aún no se había descubierto la inmortalidad, la idea de la muerte
le provocaba a la gente mucho miedo y la religión fue uno de los medios que los
inferiores inventaron para no sentirlo. Había una figura llamada Dios, de quien
supuestamente procedía el hombre y a quien supuestamente volvería después
de muerto.
—¿Y la gente de aquella época de verdad se creía eso?
—La mayor parte sí aunque había excepciones, naturalmente. Por ejemplo,
un filósofo del siglo diecinueve que se llamaba Niche.
—Ese era el que hablaba del superhombre, ¿no?
—El mismo. Tampoco creía en Dios otro filósofo que se llamaba Karmars.
Decía que la religión era «el opio del pueblo». Para que me entendáis: «la droga
de la gente». Curiosamente, Ado Jítler se reconocía discípulo de Niche, y sin
embargo, luchó contra los discípulos de Karmars. ¿Alguien puede entender
eso?
El postre consistió en plátanos macerados en vinagre, y al término de la
cena, se sirvieron café y vino dulce. Belachkian sacó entonces una cajita con raíz
y la hizo circular, pero sólo Immo aceptó el ofrecimiento. Ambos sucumbieron
enseguida a la sensación de fuerza que proporcionaba la droga y propusieron ir
a un club de sexo, pero ni P ni Anto quisieron acompañarlos. Antes de
abandonar la casa, el oriental, sin motivo aparente, la emprendió a patadas con
el viejo criado, y sólo una rápida intervención de Anto evitó que la agresión
pasase a mayores. Mientras P echaba a Belachkian y a Immo a la calle, Anto
miró a su sirviente por primera vez en muchos turnos: el viejo se retiraba a su
habitación en actitud sombría.
—Este Bela es cada día más imbécil —dijo Anto—. ¿No sé por qué sigo
invitándole?
—Porque sois amigos desde hace más de cien años —respondió P.
Anto sirvió personalmente el vino dulce y se reclinó en su diván.
Comenzaba para él la fase auténtica de la celebración. También P era consciente
de esto, y su rostro lo denotaba: había desaparecido de él cierta contracción que
le daba a su dueño un aspecto demasiado intelectual. Permanecieron mucho
tiempo en silencio, degustando el vino y con la mirada perdida en el techo
eléctrico.
Antes de salir a la calle, P se dio media vuelta y se despidió de Anto
deseándole mucha suerte en su nueva etapa. Luego miró al viejo criado, que
sujetaba la puerta, y pensó en decirle «gracias por servirnos». Sin embargo, se
contuvo.
3
LOS CINCO MANDAMIENTOS INFERIORES
No hablarás.
No mirarás.
No amarás.
No robarás.
No matarás.
4
Verona, 2/3/24 608 DRH
Al salir de Sbiriel, el pueblo en el que he pasado la mayor parte de mis
vidas, comprobé que mi autónomo tenía energía más que suficiente para llegar
a Verona. Me sentía lleno de esperanza ante la perspectiva de mi futuro y a la
vez un poco asustado. Lo desconocido siempre me produce este tipo de
sensaciones contrapuestas.
Lo primero que vi en la Radial Sur fueron los campos de maíz. Se extendían
al sol, bajo una tenue nube de vapor. A tramos regulares se veían los brillantes
paneles electrógenos, como árboles artificiales, y enormes máquinas de color
naranja que navegaban por aquel océano vegetal. A unos cuatro kilómetros al
norte de Sbiriel, a la altura de la Hacienda Faule, salí de la autopista para coger
la carretera que conduce al monasterio de Spókel. A unos dos kilómetros del
cruce existe un mirador desde el que se aprecian, en días despejados, los
campos que se extienden al sur de Sbiriel. Dicen que con unos buenos visores se
alcanza a ver incluso el Muro; pero los visores de mi alma no deben ser buenos,
porque allí no se veía nada más que una superficie sembrada y un horizonte
difuso. Tomé un par de fotografías, llamé a un número al azar y tras conversar
un rato con una señora cuya máxima aspiración consistía en replicar perejil en
el horno de su cocina, volví al autónomo para proseguir mi viaje. Algunas
veces, las llamadas al azar me han dado ocasión de compartir mis sentimientos
con gente interesante, pero casi siempre que uno habla al azar, se topa con gente
común. Parece mentira que se desperdicie el tiempo en cosas tan banales como
vivir la televida, ir a los clubes de sexo, esnifar raíz o replicar perejil en un
horno. Cuando se piensa en los esfuerzos realizados por tantos científicos para
lograr la inmortalidad de nuestra especie, uno llega a sentirse mal al ver que
aquéllos sirvieron principalmente para entronizar la banalidad.
Como este diario pretende ser, entre otras cosas, un panorama de mi época,
he grabado en mi alma algunas noticias que escuché durante el viaje:
«—Queridos oyentes: ¡feliz turno! Hace aproximadamente diez minutos,
terminó de restablecerse el orden en la ciudad sauzamericana de Maracaná.
Como ya informamos en anteriores boletines, un grupo de setecientos
inferiores, fuertemente armados, se había apoderado de un torreón estratégico,
dejando a su paso dos víctimas mortales y cinco heridos graves a los que ya se
les ha practicado la eutanasia. Aunque la seguridad misma del núcleo no se vio
amenazada en ningún momento, la algarada ha hecho saltar la voz de alarma
entre las autoridades. Elgo18, Hermano Mayor de Maracaná:
«—Puedo asegurarles que hechos como éste no se volverán a repetir. En los
próximos turnos, el Consejo Civil va a estudiar las medidas a tomar. Pero,
entretanto, quiero que todo el mundo sepa que Maracaná sigue siendo la misma
ciudad tranquila de siempre».
«—¿Qué medidas tienen previstas tomar, hermano Elgo?»
«—Es pronto para decirlo, pero seguramente instalaremos algún tipo de
armas inteligentes».
«—¿Cabezas de hidra?»
«—Es posible».
«Bien, ya lo escucharon, queridos oyentes, Maracaná contará desde muy
pronto con armas inteligentes en su muro. Para Radio Vero informó
Moloinchi6: ¡feliz turno!»
«Gracias, Moloinchi. En otro orden de cosas, el Consejo Civil Mundial
informó que hace seis turnos se comenzó a bombardear Naipul con bacterias
heterófagas 62 y 63 LBH, dentro del programa de erzificación de dicho
planétulo. En las próximas novenas se aplicará el siguiente paso: la liberación
controlada de algunas especies de insectos clásicos, como moscas y cucarachas».
«Siguen en paradero desconocido los 36 tripulantes y 984 pasajeros del ovi
de la compañía Fri que se precipitó la novena pasada en aguas jurisdiccionales
de Kent. Aún se está analizando la posibilidad de que se tratase de un atentado
milt. Recordemos que un comunicado pirata, recibido en Cárdif a los pocos
minutos de la catástrofe, se atribuía la autoría del atentado y anunciaba otros,
sin precisar fecha ni lugar. Expertos consultados opinan que todo parece
apuntar a un intento de los eternos insurgentes por aprovechar en beneficio de
su causa lo que no es más que un lamentable accidente. Caso de no aparecer con
vida en la próxima novena ninguno de los pasajeros siniestrados, las
autoridades de Kent transmitirán sus datos personales al Archivo Civil, o a las
correspondientes ciudades de origen de los mismos, para proceder a su
clonación reglamentaria».
«En lo que se refiere a las noticias locales, destacar, sobre todo para los
niños, que el barco a vapor de la laguna Máxima ya se encuentra en servicio,
con una garantía de 100 años y un seguro personal de 20 millones de oros por
pasajero. El valor del billete se incrementará a 4 oros».
«La temperatura en estos momentos es de 21 grados y la previsión
meteorológica anuncia lluvias ligeras para el próximo turno. Contaminantes
aéreos: 56. Nivel de ruido permitido para mañana: 8».
«Para terminar y como es habitual, les invitamos a compartir con nosotros
un momento de reflexión junto a nuestro común padre Golo. El Patriarca, de
gira por Norzamérica, pronunció estas hermosas palabras mientras compartía
una taza de café con algunos ciudadanos de Ny: «Cultivar los lugares sagrados
os vivificará». Gracias, Golo, por verter tu luz sobre nosotros».
Al entrar en los Bosques Civiles de Verona, bajé la velocidad de mi
autónomo a 20 km/h para disfrutar mejor del paisaje. Se veían sobre la cúpula
los viejos robles entre cuyas ramas volaban pájaros e insectos. Había paseantes
solitarios, parejas de amantes, perros que jugaban a perseguirse y un grupo de
niños. Me llamó la atención la funcionaria de Natalidad que acompañaba a
éstos porque llevaba un peinado muy curioso: el pelo en dos trenzas, una hacia
delante y otra hacia atrás. Poco más allá entré en el túnel y al llegar al Nudo,
tomé el Anillo Subterráneo hacia el este. A apenas trescientos metros, mi alma
me envió a mano derecha de nuevo, y luego me dictó el número del garaje y
abrió la puerta. Mi criado ya estaba allí, esperándome. Conectó el autónomo a la
red y subió por una escalera. Yo le seguí.
Mi casa actual es mucho más grande de lo que había imaginado. También
más fría. Creo que me llevará algunas novenas acomodarme a ella. Echo de
menos a P.
5
RUPTURA DE HOSTILIDADES (RH). Episodio histórico que marca el
inicio de la Civilización Superior. Sirve como cronorreferencia (ARH, Antes de
la Ruptura de Hostilidades/DRH, Después de la Ruptura de Hostilidades), y su
equivalente en el cómputo antiguo es el año 2065 después de Cristo. Se trató de
un movimiento revolucionario espontáneo a escala mundial cuyo origen
geográfico es aún hoy motivo de disputa. Las hipótesis mejor definidas apuntan
a Ciudad de Méjico, Los Ángeles, Niumoscau, Sanyermén, Lagos, Calcuta o
Pekín. Su desarrollo se ciñó al mes de nov de aquel mismo año, pero sus
consecuencias se extendieron a lo largo de décadas. Los miembros de las clases
más pobres de todo el planeta se rebelaron al unísono contra el orden
establecido, quemando edificios lujosos y barrios residenciales, saqueando
supermercados y templos, derribando torres de comunicación, etcétera. Como
consecuencia de aquellos trágicos acontecimientos, unos dos mil millones de
personas perdieron la vida, entre los afectados directamente y los que
sucumbieron a las epidemias posteriores (v. Peste de los Quinientos). Al
movimiento social de un cuarto de siglo de duración que se consagró a la tarea
de restaurar el orden se le denomina Reencuentro (v.). Esos veinticinco años
coinciden prácticamente con la extensión de la vida de Magistrato, el Último
Mortal (v.).
Enciclopedia Abreviada Tsírkel
MAGISTRATO, (El Último Mortal). Celebérrimo Mártir, Cívico y
Exterminador, nacido el año 6 ARH en la ciudad de Cali (República AnarcoEcológica de Gran Colombia) y muerto el 25 DRH en el Océano Indic, algunas
millas al sur de Yogyakar (Asia). Su deceso marca el fin de la época
denominada Reencuentro (v.) y el inicio de la Paz Guerrera (v.), germen y cuna,
respectivamente, de la actual Civilización Celular Triunfante (v.).
Nada se sabe de los primeros seis años de la vida de Magistrato, por lo que
su biografía oficial arranca el propio año de Ruptura de Hostilidades (v.),
concretamente el día 18 nov, en la ciudad de Valdivia (República Cristiana de
Patagonia), donde se encontraba de vacaciones con su madre. Según puede
leerse en su autobiografía Sin compasión: «parecía que los disturbios universales
no iban con aquella tranquila ciudad sureña, de modo que mi madre decidió
que nos quedáramos a vivir allí». La vida de la joven turista y de su hijito,
convertidos de un momento a otro en refugiados, siguió el curso normal en
tales casos: las constantes consultas telefónicas, la atención a las noticias y la
restricción de los gastos en previsión de la segura escasez. Magistrato se adaptó
pronto a la nueva situación, pero el día antes citado su universo sufrió una
dramática mutación. Él y su madre habían salido a pasear cuando, de repente,
apareció un carro de combate atestado de gente enardecida. Uno de aquellos
exaltados fue el autor del disparo que le costó la vida a la madre de Magistrato.
«Iba de la mano de mi mamá y enseguida la vi en el suelo. Tenía las piernas
dobladas y la falda levantada. Lo siguiente que recuerdo son las ratas». En su
desesperación y sin que nadie le prestara ayuda, el niño comenzó a vagar sin
rumbo por aquella ciudad que ardía, abandonada a su triste suerte, y por fin
halló refugio en un almacén de cereales que acababa de ser saqueado. Un costal
debió de ser su humilde lecho y algunos granos quemados su único alimento
por novenas enteras. Haría sus necesidades en un rincón, como cualquier
animal, y bebería agua del río al atardecer. De aquellos turnos data el vívido
recuerdo de las ratas, que marcaría para siempre el destino de Magistrato como
Exterminador. Un día, en un galpón próximo a las ruinas que le servían de
refugio, encontró una trampilla solera; y al abrirla, fue inmediatamente asaltado
por una numerosa tropa de ratas que se desperdigaron en todas direcciones. El
recuerdo del zumbido que produjeron sobre el suelo de cemento las uñas de
aquellos cientos de roedores no le abandonó jamás. En el interior de la
trampilla, Magistrato encontró sacos de manzana deshidratada, de uvas pasas y
de coco rallado, todo ello roído por las ratas e infectado con sus excrementos y
sus nidos. A pesar de la repugnancia que sentía, el niño logró extraer las partes
aprovechables y transportarlas a un lugar seguro. Sin embargo, su situación no
mejoró con aquel hallazgo, sino todo lo contrario. En cuanto el sol declinaba, el
almacén «se poblaba de rumores y chillidos roncos, que daban los machos al
pelear. Si al menos nunca fuera de noche, me decía. Si no hubiera abierto esa
trampilla. Si mi mamá estuviese aquí. Así pensaba yo».
Pocos turnos más tarde, el horrible presente de aquel miserable niño
comenzó a transformarse en un futuro mejor. Unas personas que dieron con él,
le recogieron y le condujeron a la localidad de Punucapa (v. Punukip), donde se
habían atrincherado, novenas atrás, los restos de la colonia yerman de Valdivia.
En aquel lugar, una aldehuela ribereña del río Crosses, pasó Magistrato los años
de su segunda infancia y desarrolló los instintos exterminadores que lo harían
célebre. También allí definió mentalmente, bajo la benéfica influencia de sus
lecturas de Niche, Chopenjágüer y Jítler, los pasos más gloriosos de su
fascinante carrera política. No es necesario decir que en el recinto de Punucapa
no se vio una sola rata, ratón, nutria o coipo en los años que Magistrato
permaneció allí. Este hecho le valió el apodo de Gato, con que solían dirigirse a
él sus más íntimos comilitones. Tampoco se vio, a partir de un momento dado,
a merodeadores humanos. Con sólo doce años de edad, Magistrato se jactaba de
haber «mandado al infierno» (matado) a dieciocho inferiores de todas las
edades. A los catorce, tras el Restablecimiento Telefónico (v.), Magistrato
pronunció ante el Foro Civil de Resistencia (v.) —antecedente inmediato del
actual Consejo Civil Mundial (v.)—, su famoso discurso De la correcta población.
Este obra, uno de los primeros documentos redactados en lengua inglis,
destacaba la urgente necesidad de regular la población humana del planeta por
medio de una serie de masacres oficiales, «tarea pendiente que a todos compete,
pero cuya organización y realización asumiré con gusto, si así se me ordena».
Partiendo de los más de dieciocho mil millones de humanos supervivientes a la
Ruptura de Hostilidades (v.) y posterior Peste de los Quinientos (v.), Magistrato
se comprometía, en un plazo no superior a diez años, a reducir la población
terrestre a la más razonable cifra de dos mil millones. Estos habrían de
desglosarse del siguiente modo: doscientos millones de superiores y mil
ochocientos millones de inferiores. El efecto del célebre discurso fue apoteósico
y el Foro Civil de Resistencia resolvió a favor de la aplicación del Plan
Magistrato. Cuando el joven Cívico llegó a Austin (Norzamérica), centro del
Restablecimiento Telefónico, venció con su enérgica elocuencia las reticencias
que su corta edad despertaron entre los Aforados, y se puso manos a la obra
como un nuevo Alejandro (v.) o un nuevo Augusto (v.). Corría el año 8 DRH.
Son de sobra conocidos los hitos principales de la Gran Masacre Inferior (v.)
y no vamos a referirnos a ellos in extenso. Baste citar las Campañas Nucleares
Norzamericanas de los años 9 y 10; los Bombardeos Nitrogénicos de DF, San
Pablo, Buenos Airs, Lima y Santiago (año 10); las llamadas Masacres Masivas de
Yúrop (v.) del año 13, extendidas posteriormente al norte de África, Centralasia,
India y Sauzistasia (años 14-16); y la Gran Muerte Amarilla (años 12-28) que
ocupaba a Magistrato en la hora de su trágico fallecimiento.
Aunque es mucho lo que puede leerse sobre los hechos que rodearon a la
muerte del Gran Exterminador, los datos incontrovertibles son sólo éstos:
Algunos minutos antes de darse inicio al turno 22 de la novena 18 (25 DRH), se
perdió el contacto almafónico con el ovi que transportaba a Magistrato y parte
de su Estado Mayor desde el templo de Yogyakar a la isla Fun. A primeras
horas de la novena siguiente, fue filmado, en las inmediaciones de la ciudad
marítima de Kop-Kop, un barco tipo silig cuya tripulación, compuesta por
piratas milt, disparaba al aire armas de fuego convencionales en señal de
triunfo. La causa de su alegría colgaba del palo mayor de su embarcación: la
cruz de madera donde Magistrato, ya convertido en Mártir Cívico, había
recibido su espantoso suplicio. Los intentos realizados en los siguientes turnos
por castigar a los culpables del magnicidio, se vieron frustrados por el mal
tiempo reinante en la zona, lo que ayudó, sin embargo, a la recuperación del
cadáver del prócer. Al poco de mejorar las condiciones atmosféricas, se
encontró el antedicho silig encallado frente a la isla Jones, con claros signos de
naufragio. Los restos mortales del Mártir Cívico fueron trasladados a Austin y
tras su embalsamamiento, reconducidos a Cali, donde son venerados
anualmente por millones de peregrinos procedentes de todo el planeta.
Enciclopedia Abreviada Tsírkel
REENCUENTRO (Época del). Período de veinticinco años que se extiende
entre la Ruptura de Hostilidades (v.), y el inicio de la Paz Guerrera (v.): emisión
del Protocolo de Biespecifidad (v.) por medio del cual se reconoció oficialmente
la existencia de dos tipos de hombres en el planeta Erz: Homo Inmortalis o
Superior (v.) y Homo Mortalis o Inferior (v.)
Si consideramos este período desde un punto de vista general, puede
afirmarse que en él quedaron establecidas las bases de la actual Civilización
Superior (v.).
En el plano político, el Reencuentro está dominada por dos corrientes
complementarias: por un lado, la ingente labor reequilibradora de la población
mundial, llevada a cabo por las Hordas Magistratenses (v.), y por otro lado, la
ordenación territorial necesaria para la implantación del actual sistema
civilizatorio. Si en años inmediatamente posteriores a la Ruptura de
Hostilidades, los núcleos protosuperiores quedaban fácilmente expuestos a
rapiñas y matanzas indiscriminadas, más tarde esta situación mejoraría. De
fecha tan temprana como el año 2 DRH datan los primeros muros circulares de
nuestra historia: Veracruz, Ny, Santosbrasil, Cali, Yójansburg, Toky o
Niumoscau. Seguirán su ejemplo, al año siguiente, otras muchas ciudades, en
un proceso imparable que aún hoy, seiscientos años más tarde, no concluye.
En el desarrollo y éxito de estas dos corrientes políticas (exterminacionista y
creacionista) jugaron un papel determinante los avances científicos y
tecnológicos logrados en este período. Como pilares fundamentales de los
mismos deben citarse dos: la invención de la célula solar fitovoltaica por
Yoyóseberg (v.)(6 DRH) y la clonación de la memoria humana por Karü (v.)(24
DRH). Si las consecuencias del primero proporcionarán a la Civilización
Superior toda la energía necesaria para la realización de sus altos designios
históricos, la clonación karüana, será la piedra fundacional sobre la que se
asentará la Humanidad Inmortal. Otros importantes logros científicos de la
época son: el descubrimiento de la microelectricidad (Equipo Wu-Tao, 9 DRH)
y la síntesis de bacterias heterófagas aceleradas (BHA) (v.) por Nutt (12 DRH).
Igualmente esencial será, aunque de naturaleza aplicativa, el desarrollo del
electronudo. Este trascendental instrumento es base, por ejemplo, de la
transmisión inalámbrica de la energía eléctrica, del sistema de propulsión de los
ovis y de muchas armas actuales. Los espejos orbitales, un antiguo invento
rasian del siglo 20, serán perfeccionados por el equipo Solars de Minskton (11
DRH) y aplicados a gran escala a partir del año 14. Para terminar, las baterías de
porcelana ultrapura (22 DRH) de Malino (v.), con no suponer un avance
esencial desde el punto de vista científico, sí se revelarán como un elemento de
gran utilidad en la vida cotidiana de las primeras comunidades superiores, y
determinarán el aumento de su necesaria congruencia con el maltratado medio
ambiente en el que hubieron de desarrollarse.
Ante tan fulgurante desarrollo científico y tan importantes transformaciones
políticas, las Artes ocuparán necesariamente un segundo plano.
El fin de la Época del Reencuentro está marcado por dos hitos históricobiográficos: por un lado, el asesinato de Magistrato (v.) el año 25 DRH; y por
otro, el nacimiento, algunas novenas antes, de Golo (v.), el Primer Inmortal.
Enciclopedia Abreviada Tsírkel
6
La cara apacible de Anto, entregado al sueño, se contrae por un instante. Se
oye un creciente tumulto, latigazos, gritos, balidos de oveja. Aumenta la luz. Se
pregonan mercancías en un idioma incomprensible, se escuchan los golpes de
un martillo sobre un yunque. Los ojos de Anto se cierran más, y se abren de
golpe. Jadea, frunce el ceño, lo relaja de súbito, sonríe. Ha soñado con un ave
artificial, un pelícano amarillo que trata de huir de una vitrina donde se
exponen muchos objetos frágiles. El ave no rompe ninguno aunque revolotea de
un lado para otro. Quiere salir. Anto deja caer su cabeza a la derecha y cierra los
ojos, pero los vuelve a abrir y se incorpora. Por la ventana del dormitorio entra
una luz anaranjada. El tumulto continúa, ahora a mayor nivel, y Anto se
levanta, se estira y camina hasta la ventana. Desde ella se ve Babilonia un día
cualquiera del año 1843 antes de Cristo: los palacios, los jardines colgantes, las
míseras casuchas, unos monjes barbudos que van seguidos por una tropa de
esclavos negros, un niño ciego que solicita una moneda. Anto hace un gesto de
asco, dice: «¡fin!», y la televida se apaga dejando en la ventana un trozo de
césped marchito, dos sillas de plasmón blanco y un murete de cemento. «Hay
que resembrar este jardín», piensa y se da media vuelta, camina hacia el baño,
orina, se ducha y se envuelve en una toalla de cintura para abajo. Vuelve al
dormitorio, se sienta en la cama y se aplica desodorante. Enseguida se enfunda
un plasma gris sin costuras, un poco anticuado quizás, se calza, se cuelga el
alma al cuello, dice «actívate AZW» y sale a un pasillo bien iluminado. Su alma
le habla: «te llamó Aleksánder de Salang, Brisbein (Australia)», «borra»,
«Sexmeteor de Yójansburg (Africa)», «borra», «Salazzo de Sbiriel, Verona
(Yúrop)», «pásamelo», tras cuatro segundos: «hola, Salazzo, ¿qué hay?», «hola,
hermano, ¿cómo estás?», «muy bien, ¿y tú?», «bien, gracias, oye, tengo bonos al
2.9% en seis años, ¿te interesa?», «no lo sé, hermano, ¿me interesa?», «es de lo
mejor que me ha llegado en las últimas novenas», «entonces, cómpralos», «oye,
me enteré de que te ascendieron», «bueno, sí, hoy empiezo», «me lo contó
Belachkian», «claro, bueno, a ver qué tal», «nada, hermano, mucha suerte»,
«gracias», «¿qué hago entonces?, ¿compro?», «compra», «¿un millón?», «un
millón, por favor», «hecho, hasta la vista», «hasta la vista», «te llamó Delín de
Po (Yúrop), mensaje», «reproduce», «hola, hermano, tú seguramente no me
recuerdas, pero yo a ti sí, hablamos una vez en Austin, en la Feria Texnos,
llámame, por favor», «borra». En la mesita cuadrada del salón está servido el
desayuno. Anto se sienta y comienza a comer: medio melón, huevos revueltos
con tomate y queso, un café solo; a la derecha, en un blíster, está la pastilla
antiapetito con su ocho de oro. Suena un ruidito al fondo del pasillo, quizás en
la cocina. Anto extrae con una cucharilla una tajada de melón y con gusto la
mastica y se la traga. Con el último sorbo de café ingiere la pastilla antiapetito y
tira la funda de plasmón al suelo. «Te llama Abú de Fidji (Asia)», «filtra». Anto
sale a la calle y el suelo se nubla a sus pies por un instante: es un ovi de guerra
que surca lentamente el cielo de Verona. Se distinguen a simple vista las
cabezas de hidra como patas de araña y el círculo incandescente. El ovi gira en
ángulo y se aleja a velocidad creciente. Yendo hacia el Anillo, Anto oye ladrar a
los perros en los patios y siente un viento de otoño en el cuello. Hay un edificio
de cristal en la esquina de su calle con el Anillo: cuatro plantas que cambian de
color a cada rato. Al otro lado del Anillo la perspectiva de los muros blancos
con sus puertas queda truncada por las masas rojizas del Parque Central:
enormes robles cargados de hojas secas. Al llegar al Anillo, gira a la izquierda y
pone a grabar su alma para robar retazos de conversaciones. En el Anillo hay
algunos grupos de árboles, terrazas donde la gente toma café, y tiendas, muchas
tiendas. Pasan tres niños en bicicleta. Más allá se yergue la mole negra del
Ministerio de Exterminio y, asomando por detrás, su edificio gemelo, el blanco,
el impoluto, el radiante Ministerio de Creación. En el Nudo el viento se
arremolina, un señor sujeta su sombrero, un muchacho entrecierra los ojos, y
aprieta el paso. Parece que va a llover. «¡La catedral de Verona!», dice un guía
turístico. Un turista negro alza su mirada con las manos en los bolsillos, luego
despega los talones del suelo. El segundo turista se llama Bol, «oye, Bol». Bol
oye, pero no mira a su compañero. Mira la catedral de Verona, absorto. Bol
también es negro, tanto que parece azul. «Jamás en mis vidas había visto a dos
tipos tan negros». La catedral se recorta contra el cielo: se distinguen las
filigranas; parece un ovi de guerra hincado en el suelo. En el Nudo no hay un
solo árbol, emerge un ascensor que procede de la estación y la gente se
desparrama como ratas. Algunos se dirigen a la catedral, otros al Ministerio de
Creación, otros al de Exterminio. Anto consulta la hora en su alma, pasea la
mirada por el adoquinado un momento, se rasca la tripa y se encamina hacia la
mole negra que se alza ante sus ojos. Pasado el arco térmico, se deja guiar por
su alma hasta el registro de personal, donde lo atiende una mujer de unos
cincuenta años. Su boca es roja, como una herida, y sus párpados de color
cemento. «Hola, ¿quieres hacer el amor?», pregunta, «no, muchas gracias, venía
a inscribirme», «en todo caso, ya va quedando menos», «¿ya va quedando
menos para qué?», «para que alguien me diga que sí, una de cada sesenta y dos
personas a las que les propongo sexo me dice que sí y tú eres el número
cuarenta y cuatro, por eso digo que ya va quedando menos», «ah, muy
interesante, bueno, ¿cómo hago para inscribirme?», «coloca aquí tu alma»,
«¿así?», «sí, espera, oquei», «muchas gracias, adiós», «adiós». Anto se encamina
a su nuevo despacho, aunque faltan más de diez minutos para el cambio de
turno. Se detiene frente a una puerta abierta. Huele a coliflor cocida. «¿Seguro
que es aquí?», «sí». Llama al marco de la puerta y un muchacho que está
sentado a un escritorio alza la mirada. «¿Eres el nuevo?», «sí, Anto7, ¿y tú?»,
«Elmer64, no, es broma, Elmer4, siempre gasto la misma broma, has llegado
pronto, falta como media hora para el cambio. No, dos minutos». A Elmer se le
enciende el rostro: «tengo que quitar este olor». Abre la ventana, mira afuera y
sonríe: «bueno, aquí está el conector micro, si quieres, te puedo pasar unos
olores superinteresantes, ayudan mucho en los momentos de aburrimiento,
luego te los mando, este es el regulador ambiental y aquí está la televida, a los
jefes nos les gusta que vivamos mucho la tele así que cuidado, ya está, ¿qué
hora es?». Suena un silbido largo en el pasillo y Elmer4 recoge su alma y se va.
Anto se sienta en el sillón, aún tibio, y deja su alma en la mesa. Se pasa un dedo
por el cuello del plasma. Está sudando. «Hola», dice una voz desde el marco de
la puerta. Es una mujer con sonrisa de caballo. «Soy Adel, la Secretaria Civil de
Reordenamiento Territorial, yo seleccioné tu currículum, ojalá que nuestra
colaboración sea óptima». La conversación sirve para establecer una relación
funcional y termina con un «¿dispuesto a trabajar duro entonces?», que el recién
incorporado responde con un «claro», «así me gusta, para cualquier duda, estoy
en el despacho de al lado», «de acuerdo». Anto se sienta de nuevo y espera
órdenes durante un par de minutos. Luego, para entretenerse, solicita una línea
alternativa y busca algunos microolores. Selecciona mediterráneo, ibiza,
invierno y lo rebota al conector micro. En el regulador de ambiente selecciona
olas suaves y apaga la línea alternativa. «Te llama Adel, Verona, Yúrop»,
«rebautiza Adel y pásamela», «por favor, convoca a los de la lista para una
reunión al inicio del próximo segundo turno en la frecuencia, espera, VE28, me
avisas, gracias». Anto pide un teclado térmico, una pantalla, y comienza a
trabajar en la redacción de la carta.
Anto baja exhausto las escaleras del Ministerio de Exterminio y sin alcanzar
a pensar en nada, se ve sentado en mitad del Nudo: «ya sabía yo que siete
millones de oros no los regala nadie, me tengo que inscribir en un gimnasio o
una piscina, para echar afuera esta tensión», «te llama Adel», «pásamela», «oye,
muchas gracias, antes no te dije nada, a veces, el ritmo del trabajo no nos deja
tiempo ni para ser amables», «bueno, no te preocupes», «hasta luego», «hasta
luego». Anto se levanta y se abre paso entre la multitud hasta llegar frente a un
tipo vestido de blanco que vende galletas. «¿Cuántas?», «seis, ¿a cuánto están?»,
«a cien». Anto toca con su dedo el alma del vendedor, dice: «seiscientos», y se
come una galleta. Las otras cinco se las guarda en el bolsillo. «A casa, desactiva
AZW». A la luz azul del espejo orbital, las sombras y las luces se confunden. De
la catedral salen tres monjes que parecen gotitas de sangre. Un inferior camina
muy deprisa, con los brazos pegados al cuerpo, la mirada fija en el suelo. Lleva
un traje de color marrón. Le sigue una inferior que camina muy deprisa, con los
brazos pegados al cuerpo, la mirada fija en el suelo. Cruzan El Nudo y se
pierden entre la gente. De camino a casa Anto entra en una librería: ocho metros
cuadrados de alfombra beis y tres paredes forradas de libros. Hay una chica
sentada al fondo que no dice nada; sólo mira un momento y vuelve a su lectura.
Anto se sitúa delante de una de las paredes, cierra los ojos, da dos pasos a la
izquierda, uno a la derecha, y luego extiende su dedo y toca un libro. Abre los
ojos, saca el libro elegido y lo abre al azar. Lee: «no me acosté en toda la noche y
vi amanecer por primera vez en mi vida. Nunca he vuelto a ver una noche
como aquella ni semejante amanecer». Cierra el libro y vuelve a abrirlo, por otra
página: «comprendí que era de noche porque un murciélago penetró bajo la
lona de la terraza y aleteó junto a mi pañuelo blanco». Vuelve a cerrarlo y
vuelve a abrirlo: «el del jardín enmudeció un momento, como si escuchara;
luego sus sonoros trinos tornáronse más agudos y vibrantes. Resonaban serenos
y majestuosos en ese maravilloso mundo, ese mundo nocturno, ajeno a
nosotros». Cierra el libro y lee el título: Felicidad conyugal de Liof Tolstoi.
7
—¡No me lo puedo creer! —exclama Jan Shwarowski, el padre de Miguelito,
volviendo su cara barbuda.
—Bueno, así era —responde el viejo Anto, con la respiración entrecortada—.
Aquella sociedad funcionaba como un reloj.
—¡Miguel, no tan deprisa! —truena Jan, y ambos hombres echan a andar de
nuevo por el bosque. El sendero trepa entre los robles desnudos, pero no existe
el silencio del invierno: a lo lejos se escuchan los ladridos de los perros y los
gritos del niño.
—También había descansos —dice el viejo—. En el ministerio, por cada tres
días de trabajo descansábamos otros tres, y cada año teníamos cuatro
vacaciones de nueve días.
—Ah, eso ya está mejor.
Pilón sube a una piedra grande y ladra. Detrás llega Yésica, su madre, y por
fin, Miguelito. Lleva una camisa blanca, pantalones largos y un abrigo de piel.
Sonríe, como casi siempre:
—¡Vamos, vamos!
—No grites —responde Jan—. No es bueno para la pesca.
El niño salta de la piedra y echa a correr por un sendero que planea por una
ladera rocosa. Pilón y Yésica salen detrás de él.
—Hasta más tarde no van a picar. ¿Por qué no te vas a buscar setas?
—¿Y por qué no pican hasta más tarde, papá?
—Ahora no pican —responde Jan con tono áspero.
Miguelito, al sentir este tono, se levanta, deja los aparejos en una piedra y
trepa por una senda hasta perderse de vista.
—Así es él —dice Jan—. Está todo el día haciéndome preguntas, y casi
nunca sé qué responderle. ¿Quién demonios sabe por qué los peces sólo pican al
final de la tarde?
—Yo lo sé —responde el viejo.
—¿De verdad? ¿Y por qué es?
—Porque por la tarde la luz del sol cae con más inclinación en el agua y los
peces no nos ven.
—Ah, ¿es por eso?
—Sí.
Jan queda entonces en silencio, mirando el correr del agua del río, y al cabo
de un rato, vuelve la cara y dice:
—¿A usted no le gustaría darle clases a mi hijo?
8
Verona, 2/9/24 608 DRH
Si tuviera que describir someramente la ciudad de Verona, diría que es la
típica ciudad anular. Su perímetro mide poco más de 30 kilómetros y en ella
viven doscientas mil personas. La franja edificada es de unos 600 metros de
ancho, y así todos los veroneses tienen una amplia zona verde a menos de 300
metros de su casa. Si viven por fuera del Anillo, pueden salir a pasear por los
Bosques Civiles; y si viven por dentro, pueden salir al Jardín Central de casi 80
kilómetros cuadrados. En él hay caminos de grava y praderas muy cuidadas,
con bancos de madera. También hay puestos de comidas, e incluso un par de
restaurantes. Estos están lógicamente cerca de la laguna Máxima, que es donde
va más la gente. En un sitio que se llama Playa Ancha se celebran conciertos,
carreras y competencias de poetas o de monjes. En la orilla sur de la laguna
Máxima está el muelle donde atraca El Vapor, un barco antiguo que funciona a
carbón. Tiene dos enormes ruedas con aspas de madera y cuatro chimeneas
muy altas que echan un humo asqueroso. Sin embargo, es la mayor atracción
turística de la ciudad, quizás porque la tripulación va vestida de época. Las
chicas se ven muy graciosas con falda, y ellos también porque llevan bigote y
sombrero. Al sur de la laguna Máxima, está la laguna Mínima, donde se
permite nadar en verano. Desde allí, ya se ven las agujas de la catedral y las
antenas de los ministerios.
Una de las cosas más llamativas del Anillo de Verona son las Palabras
Pétreas. En otras ocasiones ya me había sorprendido lo numerosas que son,
pero estos pasados turnos me he dado cuenta de que están prácticamente en
todas las paredes. También he conocido a uno de los seis funcionarios que se
dedican a grabarlas. Se llama Senimaravian y nació en Sépek, una aldea
próxima a Sbiriel. Tiene unos sesenta años pero todavía se mueve con agilidad.
Me fijé en sus manos anchas y callosas. Este Senimaravian no tiene pelos en la
lengua: dice que «si en algún turno todo esto se acaba y los inferiores entran a
comernos por los pies, lo que no se van a poder comer son las piedras. Porque
no hay nada que pueda destruir una piedra. A ver, ¿qué sabemos de los
egipcios o de los babilónicos, de los aztecas o de los ingleses? Sólo sabemos lo
que dejaron escrito en piedras». Como es fácil de suponer, Senimaravian tiene
mucha maestría con el cincel y el martillo. Lee una letra en un papel y
enseguida comienza a grabarla en la pared. «Antes sí dibujaba primero, pero
ahora ya no», «¿y cuántas frases habrá grabado en sus vidas?», «unas cuantas.
Llevo más de doscientos años en esto», «¿pero no se aburre?», «no, hermano. Yo
nací para esto». Cuando me fui, Senimaravian estaba terminando de lijar la
siguiente inscripción:
VIVIMOS EN EL PASADO DE LOS SIGLOS FUTUROS. Fedorov8
Se apartó un poco y contempló su labor. Luego se sacudió las manos, se
atusó el pelo y se puso a guardar sus herramientas en una caja de madera.
Estas son algunas Palabras Pétreas que grabé en mi alma porque me
llamaron la atención:
LA FALSA ALEGRÍA ES MÁS TRISTE QUE CUALQUIER TRISTEZA
VERDADERA. Yuste4
TODO LIBRO DE VIAJES DICE MÁS DEL VIAJERO QUE DEL PAÍS
RECORRIDO. Pol Terú
LA SOLEDAD ES EL PRECIO DE LA LIBERTAD. Pap Logón
Y éstas son algunas Palabras Pétreas que escogí al azar:
EL ARTISTA ES EL CREADOR DE COSAS BELLAS. Oska Guaild
SOIS LA ORQUÍDEA QUE SE ALZA DEL PESTILENTE FANGO. Golo
PATATA + ACEITE HIRVIENDO = PATATA FRITA. Anónimo.
Podría rellenar cien hojas con lo que he visto en los últimos turnos, pero me
muero de sueño y no quiero dejar de referirme a algo que me preocupa. Se trata
del trabajo. Mi jefa me ha dicho que tenemos que salir a la Zona Inferior para
tomar unas fotos térmicas. Naturalmente vamos a ir con escolta, y además no es
muy lejos: «a menos de diez minutos de la puerta». Pero no sé. Creo que me da
miedo porque a mí eso de morirme no me hace ninguna gracia. ¡Es tan
desagradable! Y luego los larguísimos años del internado. En fin, ya veremos.
9
Anto se sentía ligero de ánimo por primera vez en muchos turnos: Adel
acababa de comunicarle que la salida a la Zona Inferior se posponía
indefinidamente. Al salir del Ministerio, adelantó a varias personas por las
escaleras y se encaminó a casa con paso alegre: se ducharía, cenaría y se echaría
a leer Guerra y paz hasta que le venciese el sueño. Este era su plan pero varias
cosas vinieron a trastocarlo. Aún en el Nudo, vio que a un costado de la
catedral se arremolinaba la gente en torno a un tipo rubio que hacía grandes
aspavientos. Al principio, le pareció un discursero, pero como la gente se reía
de vez en cuando, pensó que debía de tratarse de un cómico. «Sí, un par de
buenos chistes pueden entrar en mis planes», y se dirigió hacia allí. El orador
era un muchacho alto y desgarbado que recordaba bastante a Saú Maclein, el
histórico líder anarcoecológico:
—Una patraña —decía—. Todo el mundo cree que hay dos especies de
hombres pero eso no es verdad. Cualquier inferior puede dejar embarazada a
una superior, y cualquier superior puede dejar embarazada a una inferior.
—¡Si soporta el olor! —gritó alguien desatando otra vez las risas de todos.
—Está demostrado, hermanos. Se han dado muchos casos.
—¿Cuáles?
—¿Queréis un ejemplo?
—¡Sí!
—Pues os lo voy a dar. Pasó aquí, en Verona, en el barrio Bosque, el año
pasado. Un hombre violó a una chica que trabajaba para él. ¡Y ella se quedó
embarazada!
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Me lo contó la panadera de un médico que trabaja en el mismo hospital
en que atendieron a la chica.
Ante aquella alambicada explicación, sonaron chiflidos, nuevas risas; y la
gente comenzó a marcharse.
—¡Yo conozco a ese médico!
En pocos segundos, sólo quedaban en aquel sector del Nudo dos personas:
el predicador y un funcionario del Ministerio de Exterminio:
—Al menos tú me crees —dijo el predicador.
Pero Anto escapó a grandes zancadas y se confundió con la masa. En su
ánimo no quedaba ni rastro de ligereza, y en su mente apareció de nuevo el
runrún que le recordaba que antes o después tendría que salir a la Zona
Inferior.
Llegando a su casa, Anto oyó algo que le resultaba muy querido: la risa de
P. Iba acompañada de algunas palabras por lo que pensó que su amigo estaba
hablando por alma. Posó la mano derecha en el lector de la pared, empujó la
puerta para entrar y casi se topó con el viejo criado que en aquel momento
abandonaba el salón con una bandeja vacía. P estaba sentado en una butaca con
una taza de café entre las manos:
—¡Sorpresa! —exclamó.
Junto al arco del salón había un bolso de cuero, y sobre él descansaba el
alma de P, un modelo bastante antiguo.
—¿Con quién hablabas? —preguntó Anto, extrañado.
P tomó un sorbo de café antes de responder:
—Con él, para qué negarlo. Es una persona muy interesante. Ha tenido una
vida dura, naturalmente, pero las cosas que cuenta no dejan de tener gracia.
—¿Y tú por qué hablas con los inferiores? Eso está prohibido.
—Querido amigo, todos cometemos faltas, ¿no? Por otro lado, conversando
uno puede enterarse de cosas interesantes como, por ejemplo, que tu siervo te
adora. Eres como un hijo para él. Tienes mucha suerte.
—¡Déjalo ya, por favor!
—De acuerdo, de acuerdo. Seré buen chico, pero a cambio me tienes que
invitar a cenar y a desayunar. Mañana sin falta tengo que estar de vuelta en
Sbiriel. Obligaciones propias del cargo.
Durante la cena, Anto y P mantuvieron la siguiente conversación:
—Hoy escuché en el Nudo una historia asombrosa: el caso de una inferior
que se quedó embarazada de su amo.
—¿Y eso qué tiene de asombroso, querido?
—¿A ti te parece normal que un superior deje embarazada a una inferior?
—Entre lo normal y lo asombroso media el mundo entero.
—¿Tú habías oído más casos?
—No. O sí. Creo que dos o tres. Pero no me acuerdo bien.
—Hablemos en serio, P, por favor.
—Pero, vamos a ver, ¿qué tendría de particular que un superior dejase
embarazada a una inferior? Los inferiores y los superiores no nos distinguimos
genéticamente en nada. Todo el mundo sabe que la diferenciación humana fue
una jugada política de Magistrato para justificar sus masacres.
Anto se quedó mirando fijamente a P y tragó saliva:
—Yo no lo sabía.
—¿Ah, no? Entonces, deberías leer a algún autor disidente.
—¿Tú los lees?
—Últimamente he leído a varios, y son bastante interesantes, te cuento.
Poco después, al ir a acostarse, Anto encontró sobre la almohada de su cama
un cuaderno de tapas azules donde podía leerse Viaje a las fronteras del tiempo.
Aparecía firmado por P y llevaba una nota manuscrita de su autor: «Querido
hermano, espero que la lectura de este librito te ayude tanto como a mí me
ayudó escribirlo. Felices sueños». La obrita empezaba con estas palabras:
«Somos el cáncer del mundo. Basta con mirar un mapa escolar para darse
cuenta. ¿Qué vemos? Una infinidad de puntos negros sobre un maravilloso
planeta verde, ocre y azul: los signos de nuestra petulante Civilización Inmortal
tachonando de vergüenza un espacio que no le pertenece en exclusividad, un
espacio donde otros hombres viven y mueren, como debe ser, como siempre ha
sido. ¿Y ahora qué? Ahora, hermanos, nos disponemos a extender nuestra
vergüenza al Universo entero. ¿Qué significan si no las campañas de
erzificación de los planétulos Naipul, Yimvor, Yersinnia, Min o Bólbok? Nada
define mejor la prepotencia sin límites del Consejo Civil Mundial. Y yo lo
denuncio, queridos hermanos».
Anto cerró de golpe el cuaderno y se acercó al pasillo. Un leve ronquido
custodiaba, como un animal tranquilo, la puerta del cuarto de invitados; y al
fondo, en la penumbra de la cocina, se oía de vez en cuando un tintineo de
cristales: el viejo criado aún trabajaba.
Algunas horas más tarde, Anto se derrumbaba sobre una silla, frente a la
mesa del desayuno, instalada en el jardín. P le miraba, entre sorprendido y
divertido:
—Me he permitido ordenarle a tu criado que sirviera el desayuno aquí.
Supongo que no te parece mal.
—En absoluto —respondió Anto, y mientras esperaba su café, se puso a
comer ciruelas. Miraba a su invitado con una extraña fijeza:
—No me mires así, querido. A mí tampoco me gustan las ciruelas, pero se
trata de un regalo de Immo. ¿Cómo iba a decirle que no?
Anto no bajó la mirada. Tenía los ojos rojos e hinchados.
—¿Malos sueños? —preguntó P.
—Malísimos.
—Cuéntamelos.
—Soñé que un alto funcionario de clonación abría un librito azul y fruncía el
ceño.
—¡Qué interesante! Esos sueños mínimos son...
—No, no. Si no termina ahí. Luego el funcionario sale de su despacho y echa
a andar por un pasillo muy largo, y mientras camina, le saca punta a un lápiz, le
saca punta a un lápiz, le saca punta a un lápiz...
—¡Cuidado! Se puede quedar sin lápiz.
—Y entonces, al final de aquel pasillo, encuentra una puerta donde dice:
«Archivo de Muestras Genéticas». Y el funcionario entra por ella, y sobre una
mesa muy rara encuentra un libro grande y gordo donde puede leerse: «Censo
Genético del Estado de Verona».
—Bueno, ¿y?
—Y abre el libro y busca en el índice una letra. ¿Cuál crees tú?
—No lo sé.
—La letra P.
—¡Qué casualidad! Mi nombre empieza por P. De hecho, empieza y termina
por P. Apuesto a que el funcionario de tu sueño coge el lápiz ese superafilado y
tacha un nombre del libro. ¿A que sí?
—Sí.
—Y apuesto a que ese nombre es el mío. ¡Por favor, querido! No imagines
más de la cuenta. Mi obrita no es peligrosa para el sistema. Soy una voz en el
desierto. Y además nueva. Lo más probable es que ningún editor quiera
publicar mi Viaje.
—¿Y si alguien se decide a publicarlo?
—En ese caso, me pondrán en una lista junto a otros muchos especialistas en
gritar: lo único que se puede hacer en estos momentos. El sistema es una
máquina tan poderosa que ni siquiera los que la conducen pueden detenerla.
Eso lo digo en el capítulo segundo. Por cierto, me gustó mucho esta mermelada.
¿Es casera?
—P, piénsalo. A lo mejor te borran. Acúerdate de Meridién.
—Corren otros tiempos, hermano. No te pongas pesimista.
10
—«Sois la orquídea que se alza del pestilente fango. Sois la esencia del
frasco, la moneda del cofre y la espada envainada. Sois luz en la oscuridad,
número en el caos y palabra en el silencio». Así habló Golo.
Consecutivamente, el monje se toca con la punta de los dedos el centro del
pecho, la frente, el hombro derecho y el izquierdo. Los asistentes lo imitan. Y en
ese momento, Anto, que se encuentra sentado en una de las últimas filas,
escucha a sus espaldas una voz masculina:
—También somos el pájaro enjaulado, pero eso Golo no lo dijo.
Anto se vuelve. Ha escuchado claramente la frase y la ha retenido en su
memoria de inmediato. En el último banco del templo, ve sentada a una anciana
que luce en su sombrero una orquídea de plata, símbolo de los peregrinos. Pero
aquella viejecita no puede haber pronunciado tal frase. Además, ha escuchado
la voz más cerca, como mucho a un metro de distancia. Un poco más allá, de pie
junto al arco de entrada, hay un muchacho en ropa deportiva. No hay nadie
más. Ahora ha entrado un monje muy viejo que arrastra las sandalias al
caminar. Se persigna con lentitud y continúa su marcha hacia las dependencias
privadas del templo. Anto, bastante extrañado, se reacomoda en su asiento y
piensa que la frase que escuchó ha debido de provenir de su interior.
PARTE SEGUNDA
—
TANNA Y CALCUSS
1
Verona, 2/4/26 608 DRH
Hoy me ha pasado algo muy curioso. Venía en el metro desde el ovipuerto,
cuando me llamó la atención una chica alta y gorda, vestida con una túnica
verde, que escribió algo en un papel, lo dobló varias veces, y después de
hacerse un rato la distraída, lo dejó caer en el bolsillo de la chaqueta de una
señora que iba arreglándose las uñas. Inmediatamente, el metro se detuvo en
una estación y la muchachota se bajó. Cuando pasé junto a ella mirando por la
ventanilla, pude apreciar con exactitud sus rasgos: tenía la cara fina, los ojos
verdes y los labios bien dibujados. En un acto reflejo revisé mis bolsillos y
enseguida encontré un papel que yo no había puesto ahí. Estaba muy doblado.
Lo saqué, lo abrí y lo leí. Decía esto: «DESPÓJATE DEL MIEDO Y TUS OJOS
VERÁN CRECER LAS FLORES EN EL HUERTO DE LA PACIENCIA». A mi
derecha, un señor se rascaba la sien y a mi izquierda, una chica bostezaba
mostrando un chicle. Doblé el papel, lo guardé, y enseguida empecé a sentir
una extraña inquietud que me hizo levantarme. Me faltaba el aire, y por eso me
bajé en la siguiente estación, aunque no era la mía. En el andén ya pude respirar
mejor. Después de un rato, metí la mano en el bolsillo y toqué el papelito de
nuevo. Me invadió un miedo inexplicable que llegó a indignarme. «¿Cómo
puede pasarme esto a mí? —me dije—. Es un simple trozo de papel»; así que
decidí tomar el siguiente tren y volver a casa. Al subir en el vagón, me encontré
de frente con la muchachota. Me miraba con fijeza, pero enseguida bajó los ojos.
Yo seguramente me ruboricé. El corazón me palpitaba y los oídos me
zumbaban. No me atrevía a mirarla. Lo pasé mal. Después de varias estaciones,
ella se bajó. Y yo también. La vi alejarse por el andén y luego me senté en un
banco. Cuando volví a mirarla, descubrí que ella venía hacia mí. Empecé a
jadear. «¿Por qué me pasa esto?» Al llegar junto a mí, me dijo:
—¿Te sientes muy mal?
La miré.
—No lo sé —respondí.
—A veces soy un poco bruta. Perdona. Pero te aseguro que merece la pena.
Tu vida, aunque no lo creas, ha empezado a cambiar.
—No sé por qué me he bajado del tren.
—Tú no lo sabes pero tu cuerpo sí. ¿Puedo sentarme?
—Sí.
—Me llamo Tanna, ¿y tú?
—Anto.
Y entonces nos dimos la mano y yo le pregunté:
—¿Qué le escribiste a la señora que iba arreglándose las uñas?
—Le dije que si aceptaba el sufrimiento, volaría con una sola ala. Siempre
me pasa lo mismo. La primera parte de la frase la construyo y la segunda me
sale sola. Soy una mezcla extraña, por un lado psiquiatra y por otro una antena
que recibe palabras que vuelan por ahí. Cuando vuelvo del hospital, interpreto
a la gente. Veo al que vive muy por debajo de sus posibilidades emocionales y
al que sufre por una pérdida antigua, al que tiene un concepto de sí mismo
demasiado alto y al que vive dominado por la culpa. Al principio, traté de
aislarme, pero siempre terminaba encontrando la cara de alguien que con una
sola palabra podría mejorar su vida. Me acercaba a esa persona y le decía algo,
pero en general la gente reaccionaba mal. Yo los comprendo porque se debían
de sentir muy vulnerables, como tú ahora. Por eso empecé con el sistema de los
mensajes anónimos.
—¿Y en mi caso, qué significa eso de que mis ojos verán crecer las flores en
el huerto de la paciencia?
—No tengo ni idea. Se me ocurrió y lo puse.
Tanna es la persona más inexpresiva que he conocido en todas mis vidas.
Para hablar entrelaza las manos sobre el estómago y clava su verde mirada en el
suelo.
2
Al llegar al puesto fronterizo, el minibús se detuvo y bajaron dos hombres.
Iban vestidos con uniforme de combate y llevaban fusiles. Tras ellos, saltó Adel,
enfundada en un mono negro. Dos mujeres militares antecedieron a Anto.
Cualquiera que le hubiera visto, habría pensado que se trataba de un enfermo
mental. Metido en su mono, miraba a un lado y a otro alternativamente, como si
oyera explosiones. Si no hubiera estado tan nervioso, habría visto a su derecha
un camión, escoltado por un autónomo de policía, y a su izquierda, la silueta de
las cabezas de hidra, como horrendas gárgolas posadas sobre el muro de
cemento. La pared, de nueve metros de altura, se veía sesgada por una rampa
que permitía el acceso a la ronda de los vehículos de vigilancia. Hacían éstos
sus controles rutinarios sobre la parte correspondiente de los casi 240
kilómetros del perímetro total del Muro, y volvían a bajar por la misma rampa.
Adel, Anto y sus escoltas se disponían a salir por la puerta número 2, la situada
más al sur del Estado de Verona. En el mostrador del puesto fronterizo, un
funcionario con aspecto de militar retirado revisaba los papeles que Adel
acababa de entregarle. Los cuatro escoltas esperaban a un lado. Uno de ellos le
quitaba a una de sus compañeras un cabello que se le había pegado en la malla
térmica. El segundo se arrancaba con los dientes un callo que le crecía en un
dedo de la mano, y la segunda mujer, acariciaba distraída su fusil.
—Vamos —dijo Adel de repente—. Tienes que identificarte.
—Ah, sí. ¿Dónde?
Pocos segundos más tarde, Anto posaba su mano derecha en una pantalla
de plasmón, y luego, siguiendo las instrucciones del fronterizo, acercaba su
alma al comunicador central del puesto para la verificación de datos.
—Tiene una deuda —anunció el funcionario—. Con la Compañía de
Electricidad: 6300 oros. Si quiere salir, tiene que pagarla ahora.
—Ah, claro. Pues la pago.
Los últimos en identificarse fueron los militares, que lo hicieron con la
naturalidad de lo habitual.
Ya de vuelta al minibús, a Anto le sorprendió la presencia de un muchacho
que estaba mirando debajo de los asientos. Era el revisador. Se incorporó, sonrió
con desgana, dijo por su alma «¡limpio!» y se marchó. Enseguida, los seis
pasajeros se acomodaron y el minibús arrancó. Pero unos treinta metros más
allá, el conductor, que era una de las mujeres, detuvo el vehículo, reclinó su
asiento y se echó el casco sobre los ojos. Al mismo tiempo, el copiloto, uno de
los varones, pidió música:
—¿Qué tipo de música? —preguntó el regulador ambiental—. Renacentista,
barroca, Mózar, Chaikoski, Elvis, Supertrán, Sunk, Rh+, Maratón...
—Sunk —dijo el copiloto.
La conductora emitió un gruñido aprobatorio, y pronto el reducido espacio
de la cúpula se pobló de alaridos. Los otros dos militares miraban hacia afuera.
El hombre se comía ahora las uñas y la mujer jugaba con el seguro de su fusil.
En el asiento trasero, entre enormes cajas de aluminio, Adel y Anto parecían
dos prisioneros.
—¿Qué pasa ahora? —susurró éste— ¿Por qué nos hemos parado?
—Estamos esperando a que amanezca al otro lado.
No menos de diez guitarras eléctricas estallaban contra la cúpula del
minibús, cuando en lo alto del Muro, sobre un poste metálico, se prendió una
luz verde clara, casi blanca. El copiloto la vio y despertó de un codazo a la
conductora, que se ajustó el casco y pisó el acelerador. La enorme puerta de
cemento se estaba abriendo bajo las oscuras cabezas de hidra.
—¿Qué tal son las carreteras en la Zona Inferior? —preguntó Anto.
—¿Qué carreteras? —replicó Adel.
—Bueno, los caminos. ¿Qué tal son los caminos?
—El camino. Era bueno hace seis meses. No sé cómo estará ahora.
Al otro lado del Muro, el paisaje era desolador. Sólo se veía un campo
yermo, lleno de cráteres que eran el resultado de los disparos de las cabezas de
hidra. No se veía ningún animal y por supuesto tampoco a inferiores. A unos
trescientos metros de la puerta, los expedicionarios encontraron una senda que
avanzaba hacia el suroeste y la tomaron. Adel vigilaba en todo momento su
localizador, y en un momento dado, levantó la vista y señaló una pequeña
meseta que se elevaba a la derecha del camino. Hacia ella se dirigió el minibús,
campo a través, haciendo saltar a todos dentro de la cúpula.
—Lo que más me jode de la muerte no es el hecho de morirme —comentaba
uno de los soldados—. Lo que más me jode es el dolor. Una vez, cerca del cabo
Sentvicent, yo estaba en patrulleras, los milt nos capturaron y nos torturaron.
¡Qué grandísimos hijos de puta son los milt! Si yo les contara... Me quemaron la
nuca con un hierro al rojo, y luego me destrozaron las manos con un martillo.
Al final, ya no sentía ni pena por mí.
A lo largo y ancho de la meseta, Adel y Anto tomaron varias fotografías
térmicas. Ella estaba encantada desde que vio los primeros resultados, y andaba
de acá para allá feliz, accionando la maquinota que acarreaba él. Cuando era
necesario, tomaba notas en un cuaderno ya que las almas domésticas no tenían
cobertura a tanta distancia del Muro. La conductora y el copiloto se habían
quedado en el minibús, siempre pendientes de la situación, y los otros dos
escoltas seguían de cerca a los funcionarios con sus fusiles terciados.
En el camino de regreso, la vio. El minibús rodeaba unas peñas que se
elevaban sobre uno de los bordes de la meseta, cuando Anto distinguió, desde
la parte trasera de la cúpula, a una niña vestida con un poncho azul. Tenía el
pelo recogido en dos trenzas, las cejas finas y la boca morada por el frío. Sus
ojos destilaban inteligencia y se arrugaban un poco al sonreír. Frente a tanta
belleza, Anto era un rostro plano y gris, encerrado tras una placa de plasmón y
montado sobre un zumbido mecánico. En ningún momento se le pasó por la
cabeza señalar o fotografiar a aquella niña azul que una fría mañana de miseria
le sonrió un instante y se dobló para seguir recogiendo leña en aquel triste
páramo.
Aún a mucha distancia del Muro, pudo leerse sobre el cemento una
inscripción monstruosa: «VUESTRO FRACASO ES NUESTRO ÉXITO». Por
delante de la leyenda, cruzaba un convoy formado por varios camiones oscuros
y algunos autónomos de policía. Volvían a Verona después de tirar la basura.
3
Sentados junto al hogar, el viejo Anto y Miguelito Shwarowski toman sopa
en unos toscos platos de barro. A su lado, Pilón es apenas una sombra, fijos los
ojos en un mendrugo de pan que el niño sostiene en la mano. Los aullidos de la
ventisca baten las ventanas, y a ratos tumban la llama de la vela.
—¿Es muy difícil leer y escribir? —pregunta Miguelito—. El señor Sid dice
que sí. Una vez le pedí que me enseñara pero no quiso.
El viejo apura el caldo y con un tenedor de madera comienza a comerse las
patatas. Miguelito, para no quedar atrás, se traga el caldo de dos golpes y con
una sonrisa grasienta, empuña también su tenedor:
—Come pan, Miguelito.
—Gracias.
—Y no te preocupes: yo voy a enseñarte a leer y a escribir.
Al oír esto, el niño abre los ojos y la boca, pero Pilón le distrae: se ha puesto
de pie y ha ladrado hacia la puerta. Suenan tres golpes y los goznes rechinan. Es
Jan. Viene envuelto en un voluminoso abrigo de piel y trae blanco el bigote y la
barba.
—¡Pero cómo se le ocurre salir con este temporal! —le reprende Anto.
—Pensé que a lo mejor la nevada os había cogido de camino.
—No se me hubiera ocurrido salir, hombre.
El niño arrima un tercer taburete al fuego, y enseguida el viejo sirve a su
vecino un plato de sopa caliente. Mientras lo toma, Jan mira a su hijo:
—¿Cómo van las clases? ¿El chico responde bien?
—El chico no responde. El chico pregunta y yo respondo. Porque cuando es
al revés, cuando el maestro pregunta y el alumno responde, ni el maestro
enseña ni el alumno aprende.
—Bueno, entonces, ¿aprende?
—«Rápido como el viento —responde el viejo y mira a Miguelito para
añadir, acompañado por él—, como pájaros que trazan arcos con sus trinos,
flechas que conocen la ruta precisa entre las ramas. ¡Oh, bosques majestuosos!
¡Oh, cielos inmensos! Nunca dejéis de proclamar mi pequeñez sobre la tierra».
Es de Calcuss, un poeta que conocí en Verona.
—Es de Calcuss de Verona —aclara Miguelito.
—Toda su obra estaba inspirada en los bosques que rodean a la ciudad.
—Los Bosques Civiles.
—Los niños, mi querido Jan, poseen una curiosidad natural. Cuando
necesitan saber algo, lo preguntan. Y si encuentran cerca a alguien que les dé la
respuesta correcta, lo aprenden para siempre. Por el contrario, imponerle al
niño conocimientos que no necesita, es el mejor modo de atrofiar su instinto de
aprendizaje. Al hacerle creer que le van a llegar todas las respuestas desde
arriba, se le convierte en un irresponsable.
—Eso —sentencia Miguelito.
4
—Nadie, hermano —respondió P con la cabeza apoyada en la pared de
mármol—. Zimmermo fue sincero conmigo. Me dijo que las obras disidentes
causan muchos problemas. Los hermanos Saún me mandaron una carta tipo. Y
Mumo, pobrecita, todo lo que tiene de miope lo tiene de adicta al dinero. Me
dijo que no pero que una selección de cuentos de piratas podría funcionar bien.
Siempre que escucho estas cosas, me da por pensar que al abrir el libro, me lo
voy a encontrar lleno de ruedecitas y poleas.
En ese instante, entró un sirviente en el sudatorium y dio una vuelta a la
llave del agua caliente. Enseguida se notó un ascenso de la temperatura y Anto
dijo:
—Vámonos. Me asfixio aquí.
Al otro lado de la puerta, había una fila de duchas que se accionaban
automáticamente al situarse debajo de ellas.
—¿Has pensado en mandar tu libro a la editorial Bleiss?
P resopló al recibir el agua fría en el cuello:
—Bleiss no es una editorial, hermano. Es un circo. Si les aseguraran que iban
a vender cincuenta mil ejemplares de un libro cuya primera frase fuera:
«Mierda mierda mierda, mierda mierda, mierda», lo lanzarían a ojos cerrados.
Ya no hay editoriales, lamentablemente.
—Pero Zimmermo y Mumo han publicado cosas interesantes.
—Sobre Zimmermo no tengo nada que decir, aunque es muy cobardón.
Pero Mumo, vaya, esa mujer sólo piensa en el oro. El otro día me contó un
poeta. Tú no le conoces. Lleva cuatrocientos años trabajando en un taller de
autónomos, y al salir, se va a su casa y copia un poema. Dice que ya hay
bastantes poemas buenos como para escribir más. El hombre se tomó el trabajo
de juntar los mil mejores poemas de toda la historia de la literatura, inferior y
superior, y se los mandó a Mumo. Y la muy desgraciada le llamó y le dijo que la
antología le parecía maravillosa pero que no tenía dinero para lanzarla. Bueno,
malas rachas las pasa cualquier empresa, ¿no? Pero es que tres novenas más
tarde, Mumo publicó seis libros de poesía. Seis. Todos de autores menores de
veinticinco años: tres chicos y tres chicas, tres morenos y tres rubios, todos
guapos, labiosos, listos. Y claro, uno se pregunta: ¿Cómo es esto posible? Pues
es posible. Se trata de una estrategia editorial a la que se llama «el
perdigonazo».
Al llegar al tepidarium, Anto dejó su toalla en un banco y se metió en una de
las piletas:
—A ver —dijo P—. Te voy a dar seis nombres y tú me dices si alguno te
suena.
—Dispara.
—Pantalio de Maurís.
—No.
—Síntico.
—No.
—Bírmingo de Vast.
—No.
—Susán La Loca.
—No.
—Satto.
—No.
—Lena Ángel.
Anto le miró de repente:
—Esa sí me suena. Es la de Héroes de papel.
—¡Muy bien! De los seis libros que lanzó Mumo, Héroes de papel es el
perdigón que le acertó al pato. Y ahí la tienes ahora en la televida.
—Pero algo valdrá lo que escribió, ¿no? Porque si no, la gente no lo
compraría.
P, que ya bajaba a la pileta, miró a Anto de hito en hito y resopló:
—Si no respetara mi intelecto como lo respeto, me habría aprendido algunos
versos.
5
A partir de una época determinada, yo trabajaba sólo por cumplir, para
devolverle al ministerio, de algún modo, la montaña de oros que novenalmente
me ingresaban en la cuenta. Mi jefa era una mujer muy ambiciosa. Tanto, que
incluso quería que yo también lo fuese. Pero yo no lograba quitarme de la
cabeza que ella pretendía utilizarme para subir alto y que luego me dejaría caer.
A pesar de todo, alguna vez la estimé. Cuando salíamos de viaje, solíamos
reservar un rato para comernos un helado. Fuera de esos pocos momentos de
calma, la cosa consistía en manejar el alma rápido sin volverse loco. Al entrar en
el despacho, tenía que desalojar aquel asqueroso olor a coliflor, y al salir, tenía
que soportar cinco minutos de Madán Muerte, la compañera que me sustituía.
Pobrecita. Tenía doscientos ochenta y cinco años y se había muerto ochenta y
dos veces. Entre Coliflor y Muerte estaba Eficiencia. Cuando no íbamos a
reuniones en ciudades próximas a Verona, teníamos que trabajar en la oficina o
salir a la Zona Inferior. En la primera salida, localizamos un yacimiento de
chatarra compuesto por unos bloques que, según nos dijeron, eran autónomos
antiguos. Luego vinieron algunas incursiones infructuosas, pero más tarde nos
pasó algo. En los vertederos de la Puerta 3, descubrimos que alguien estaba
tirando latas de conserva mezcladas con la basura. Nunca se supo cómo
pagaban los inferiores aquella comida, pero eso daba lo mismo. Se trataba de
una exportación ilegal y Adel, con la ayuda de un jefe suyo, buscó al
responsable. Resultó ser un grado 3 nada menos, así que la comisión por la
denuncia les dejó diez millones de oros. Con su parte, compró una tierra cerca
del monasterio de Spókel y la cedió a los monjes. Muy lista ella. Sabía trepar. A
mí me tocaron de propina cien mil oros con los que armamos una buena juerga
en casa de Tanna.
Tengo que ir a charlar con los Shwarowski porque me estoy volviendo loco
en este infierno blanco. Y el silencio. Uno grita y la nieve se lo traga todo.
La Niña Azul era bonita. Recuerdo sus ojos. Se me aparecía a la menor
ocasión: en mitad de aquel páramo, ella se levanta, me mira y sonríe, su
ponchito, sus pies grises, la cesta de leña. Así la veía, cuando cerraba los ojos
para olvidar la lista de tareas que crecía y crecía en la pantalla térmica, y cuando
iba en metro hacia el ovipuerto. Recuerdo que al principio era un consuelo
verla, pero luego me empezó a molestar porque aparecía sólo cuando ella
quería. A veces, en mitad de una reunión o justo antes de salir a la calle. ¡Qué
ingenuo era yo! Pretendía reprimirla cuando lo único necesario era que ella
abriera todas las puertas de mi corazón.
6
—Hay muchos tipos de miedosos, hermano —dice Tanna revolviendo su
café—pero los más comunes son cuatro: el miedoso reojeante, como tú, el
miedoso paralizante, el miedoso musical y el miedoso automutilante. Todos
tratan de desaparecer pero cada uno por un medio diferente. El miedoso
reojeante busca una posible escapatoria. El paralizante se confunde con el
ambiente. El musical se disfraza de ruidos. Y el automutilante se devora a sí
mismo.
—¿Qué otras patologías conoces? —pregunta Anto.
—Muchas, claro. Pero no confundas. Estos casos que te he contado no son
necesariamente patológicos. Pueden llegar a serlo, por ejemplo, si alguien no es
capaz de dejar de silbar o si sólo está tranquilo cuando se mete debajo de la
cama. En el Síndrome de Osk, por ejemplo, el paciente se come las uñas, algo
que es muy habitual, pero cuando se las acaba, empieza con la piel de los dedos,
sigue con la carne, y termina triturándose los huesos.
—En mi caso —pregunta Anto—, ¿el miedo es patológico o no?
—Empieza a serlo porque empieza a obstruir el desenvolvimiento normal
de tus capacidades emocionales. Y eso se nota. Los seres humanos expresamos
nuestras emociones a través de gestos corporales, incluidos los de la cara, por
supuesto. Así que conociendo esos gestos se pueden interpretar los estados del
alma. Todo el mundo sabe distinguir una sonrisa, por ejemplo, pero sólo una
persona muy experimentada puede decir si una sonrisa es amarga por causa de
una decepción sentimental. Por ejemplo, tu caso. Yo veo muchas cosas en ti.
Pero la pregunta es: ¿cuáles ves tú?
Tanna levanta los ojos inesperadamente y los planta en los de Anto:
—Mírate al espejo —le ordena.
—¿A qué espejo? —pregunta Anto y recorre el local con la mirada. Al
volver a Tanna, se encuentra con que ella está señalando con el pulgar hacia
atrás. Allí, a sus espaldas, hay un espejo antiguo, algo amarillento y con los
bordes desazogados. Anto se mira y descubre la cara de un hombre con ojos
extraños. Baja la mirada y revuelve su café.
—¿Qué has visto?
Anto no responde. Tanna guarda silencio y espera a que el rostro de su
amigo se suavice. «La puerta se abrió un momento —piensa—. Ya habrá tiempo
para más».
Anto paga en el alma central del café Norabia y Tanna espera a pasos de la
puerta. Pero cuando van a salir, aparece enmarcado en ella un tipo alto que
lleva la cabeza rapada y un plasma negro con costuras de plata. Le dejan pasar
y cuando quedan de nuevo solos, Anto le dice a su compañera:
—Ese es Zimmermo, el editor.
Tanna y Anto suben por unas escaleras. Ella lo hace con su habitual
pesadumbre y él con una extraña ligereza, pues se ha puesto a hablar de algo
que comprimía su alma:
—Por todas partes. Cierro los ojos un momento y ahí está: La Niña Azul. El
otro día la vi en su casa. La madre le estaba haciendo las trenzas. ¿Qué
significará eso?
Se escucha una puerta cerrarse.
—A lo mejor, si apunto todo, tú puedes ayudarme a quitármela de la
cabeza.
Unos zapatitos negros y unos calcetines celestes bajan por la escalera.
—¿Cuántos datos te harían falta? ¿Con una novena será suficiente? Claro, si
necesitas más, escribo más.
Pidiendo permiso para pasar, se escurre entre ellos una niña rubia, vestida
con un trajecito azul, medias celestes y zapatos negros. Tanna, al verla, se
detiene y mira a Anto con una extraña profundidad:
—¡Esa no es La Niña Azul! —protesta él.
Pero esta expresión no sirve para acallar la risa telúrica de la muchacha.
Abre su boca en silencio, y un instante después emite el primero de una serie de
relinchos monstruosos. Jamás, en sus trescientos años de vida, ha escuchado
Anto nada igual. Y se siente pequeño.
En un rellano, Tanna hurga en su bolso, extrae una llave y abre una puerta
que da a un vestíbulo donde hay una televida bastante antigua y varios cojines
tirados por el suelo. A Anto se le hace evidente que falta el sillón pero
enseguida debe prestar atención a otra cosa: ha empezado a oír algo así como
un trote que viene hacia ellos por el pasillo. Mira a Tanna y la encuentra con los
ojos cerrados. El sonido crece y ya se ven formas blanquecinas en la oscuridad.
También se escuchan jadeos fuertes. Anto mira aterrado a Tanna. Ella le pide
calma con las manos. Ya llega al vestíbulo: es un hombre desnudo, de piel muy
blanca, que corre a cuatro patas, con la cabeza casi a ras de suelo. Jadea sin
parar y se acerca a la muchacha para refregarse en sus piernas. Pero enseguida
se detiene, alza la cabeza y olisquea el aire. Parece ciego. «Es un hermano que
estoy cuidando», dice Tanna y aquel hombre, o lo que sea, se pone a ladrar
hacia donde está Anto. «No es peligroso —añade—, pero si se pone pesado, tú
lo único que tienes que hacer es pegarle una buena patada. Así te respetará».
Anto piensa que aquella mujer está loca por traerse un caso así del hospital,
pero dice a todo que sí y se pone a la espera de una oportunidad para
marcharse sin resultar grosero. Por el momento, Tanna le da instrucciones para
darse a conocer, y el hombre-perro, algo más calmado ya, se dedica a
olisquearle los zapatos.
—Eso es. Abre la mano y acércasela con cuidado a la boca.
—¿No me morderá?
—Por favor. Que no es un perro.
Anto obedece, y aquel hombre desnudo, al oler la mano que se le acerca,
sonríe un poco y se tira de espaldas para que le hagan caricias.
—Le caes bien —dice la joven.
—¡Estupendo! —responde Anto sin demasiada convicción. Y después de
algunos segundos de duda, se pone a acariciar al hombre-perro. Sin embargo, la
paz no dura mucho porque éste, en un arranque de ira, le coge la mano y se la
muerde.
—¡Mierda!
—¿Qué?
—¡Me ha mordido! Esa cosa me ha mordido.
—¡Cal! ¡A tu casa! ¡Vamos! ¡Ahora mismo!
Y Cal, verdaderamente triste, se pone de pie, o sea, a cuatro patas y echa a
andar por el pasillo. Sin embargo, un olor le distrae delante de una puerta y
levanta su pierna para orinar.
—¡No, no, no, Calcuss! —dice Tanna en un tono distinto—, que luego me
toca a mí limpiarlo.
«¿Eso se le dice a un perro o a un hombre-perro?», se pregunta Anto, y
encuentra la respuesta en los ojos de Cal, o de Calcuss, que ya no parece tan
ciego. Está mirando a Tanna con odio mientras ésta se tapa la boca con una
mano.
—Lo has echado todo a perder —dice y a continuación, se levanta, se sacude
las rodillas y se acerca a Anto tendiéndole la mano derecha:
—Encantado, soy Calcuss de Verona, un excelente poeta y un notable artista
corporal, como habrás podido comprobar.
—Hola, yo soy...
—Lo sé, Tanna me habló de ti. Ahora, si me permites, voy a vestirme.
Y Calcuss se retira por el pasillo caminando con el garbo de una bailarina
indignada. Tanna ya se ríe abiertamente y Anto, que ha recuperado el color de
la cara, entrecierra los ojos y le dice:
—Eres la gracia personificada, ¿lo sabías?
—¡Puff! —exclama Calcuss llevándose una mano al pecho. Viste un jersey
de lana marrón y se ha puesto un colgante de cobre. Mientras habla, sus manos
no paran: juega con el cigarrillo que está fumando y con la tapa de un azucarero
de cristal—. Lo tuyo no ha sido nada, mon cher, Peltre, un chico de mi pueblo,
echó a correr por la calle gritando ¡no!, ¡no!, ¡no!, como un auténtico loco, tuve
que pegarle una bofetada para que se callara y poder contarle la verdad, Peltre,
¡qué buen muchacho!, a cualquiera le gustan esas demostraciones de cariño,
¿no?
—Vas a romper el azucarero —dice Tanna desde el fregadero.
Sin dejar de hablar, Calcuss suelta la tapa del azucarero y empieza a
taconear.
—Luego, en la cama, Peltre era muy atrevido, una vez a la Sesi le desgarró
la blusa a dentelladas, ¡aj!, ¡aj!, ¡qué groserie, por Golo!, además, podría haberle
hecho daño.
—A mí me gustaría encontrar a un tipo así de salvaje —dice Tanna y echa
los mejillones en una olla.
Al oír el ruido, Calcuss se levanta de la mesa, se acerca a una alacena y saca
un mantel marrón, pero cuando va a desdoblarlo, se da cuenta de que es del
mismo color que su jersey y lo cambia por uno blanco:
—No quiero que penséis que uso el mantel de servilleta — dice y, de
repente, se tira al suelo, se ríe dos veces, ¡aj!, ¡aj!, y se va a su cuarto.
—Hallazgo literario —aclara Tanna—. Ha ido a apuntarlo. Volverá dentro
de unos segundos y dirá bon, exactamente esa palabra. De ahí en adelante,
podemos olvidarnos de hablar porque comenzará con su retahíla mental, algo
muy relacionado con su idea de que es un genio de la literatura. En fin,
aprovecho para despedirme. Ha sido un placer conversar contigo y espero que
la cena te guste. Ya nos llamaremos. Ah, y perdona por la broma. Se la hacemos
sólo a la gente a la que queremos.
—No te preocupes —contesta Anto—. Pero dime una cosa, ¿este chico no
está un poquito chiflado?
—Calcuss es la persona más cuerda que he conocido en mis vidas.
—¡Bon!, ¡aquí está el artista!, pues, sí, queridos, a otro de mi pueblo que se
llama Mauriti la broma no le gustó, claro que a Mauriti no le gusta casi nada,
me miró con cara de monje, me preguntó si yo creía que él era idiota y se fue
con cara de monje, de otro monje, ¡qué soso es Mauriti!, ¿verdad, cherie?, más
soso que un bocadillo de huevo duro, ¡aj!, ¡aj!, el hallazgo no es mío, pero da
igual, lo puedo emplear, ¿lo puedo emplear, Tanna?
Anto aprovecha la rendija que se abre en el monólogo del artista para
preguntar con rapidez:
—¿Habéis estado alguna vez en la Zona Inferior?
Tanna ha apagado sus sentidos y come mejillón tras mejillón, con una
cadencia muy mecánica, pero Calcuss sí responde:
—Sólo una vez fui a la Zona Inferior, mon cher, y te aseguro que ha sido la
experiencia más grotesca de mi vida.
—¿Tu vida?
—Sí, querido, me llamo Calcuss1, a mis padres les tocó la lotería, pero
siempre me quito el apellido, los apellidos numéricos son feos, ¡bon!, con una
amiga que se llama Sesi, queríamos hacer algo distinto, así que nos apuntamos a
una excursión a la Zona Inferior, de camino, en el bus, la Sesi se puso a
hacérselo con uno, y yo le dije, pero Sesi, hija, que estamos de excursión, ¿y
qué?, pero es que estamos de excursión, no me dejes solo, si quieres trajinarte a
éste, ¡hola, guapo, feliz turno!, haz una cita con él, ya sabes, cena, velitas,
caricias, sé elegante y antigua, y no que venga, ¿cómo te llamas?, prefiero el
coito frontal, ¡que no!, las cosas a la antigua y los polvos después de charlar un
rato, hay que prepararse, y yo, ¡qué no!, ¿usted que se cree?, yo no soy tan
casquivana como ésta, y claro, bueno, el hombre era muy hombre, te cuento, ¿tú
has estado alguna vez con un hombre?, pues yo sí, ¡aj!, ¡aj!, con muchos, o sea,
con uno y luego con otro, una vez estuve con cuatro a la vez pero fue por pura
casualidad, y la verdad, no sé si ellos estaban conmigo o yo era uno de los
cuatro que estábamos con otro, ¡bah!, el hecho es que llegamos a la frontera y la
Sesi y su maromo parecían pollos de lo sudados que iban.
En esto Calcuss se calla de repente y se lleva la mano al pecho:
—A veces me falta el aire, mon cher, porque hablo muy deprisa y con gran
exactitud, en fin, ¿por dónde iba yo?, ¡ah, sí!, la frontera, nos hicieron fotos de
las manos y la cara, y nos registraron, a mí me tocó una mujer, ¡más fea!, en fin,
el hecho es que nos meten en el bus y se suben con nosotros cuatro
militronchos, traca, traca, traca y traca, esos no fueron los cuatro con los que me
lo hice, ¡tonto!, si me voy a la cama con esos cuatro, no vivo para contarlo,
bueno, ya están en el bus los militronchos, ¡qué bien les quedan esas cosas que
llevan por los hombros!, ¿verdad?, ¡oy, oy, oy!
—Bueno, ¿pero salísteis o no?
—Claro que sí, fuera el paisaje era sórdido, pero sórdido sórdido, unas
ventoleras, porque era verano, y un solazo, y nosotros, menos mal que el bus
tenía aire acondicionado y el guía habla que te habla, porque al primer polvo se
cansó de la Sesi, el muy hijo de puta, ¡y era el guía!, ¡mira que eres sórdida,
Sesi!, y la miré así, y luego así, ¡dejarme solo y todo por un vulgar guía!, y me
puse a mirar por la cúpula, pero luego la volví a mirar, ¡merde!, y ella ahí con
esa cara flácida que se le queda a uno después del mejor polvo de su vida, ¡ea!,
y vamos por aquella solanera, y ¡un camino!, parecíamos trocitos de fruta en
una batidora, trantrán, trantrán, ¡más despacio!, gritaba la gente pero el
chauffeur ni frío ni calor, como si llevara un camión de patatas, y en el camino se
veían algunos inferiores claro, casi siempre grupos de tres o cuatro hombres, o
una mujer con niños, quizás una funcionaria, qué sé yo, pero pasábamos tan
deprisa y armando tal polvareda que los únicos que vimos no eran más que
cabezas, y luego nada, sólo polvo, ¡cómo te odio, Sesi!, ¡dejar tirado a tu
hermano por un miserable polvo!, y ya llegamos a ver a los inferiores
auténticos, porque en el folleto decía, ¡conozca a los auténticos inferiores de
Masala!, ¡a sólo diez minutos de la Puerta 1!, y qué más da si en vez de ser diez
minutos hubieran sido veinte, si hubiéramos ido un poquito más despacio,
habríamos llegado mejor, ah, sí, ¡ya hemos llegado a Masala!, ¡primero bajarán
los escoltas y luego los pasajeros!, ¡a cualquier conato de incidente, todos al bus
y volvemos a Verona!, ¿tienen todos sus almas bajo la ropa?, ¡sí!, ¡no hagan
fotografías con flash!, ¡no!, ¡los inferiores podrían asustarse!, ¡sí!, ¡no les den
nada de comer porque pueden provocar disputas entre ellos!, por supuesto, ¡no!
¡los! ¡toquen!, en resumen, señores pasajeros, sean prudentes y todos saldremos
de Masala sanos y salvos, nadie quiere tener que ser clonado, ¿verdad?, ¡no!, y
¡puff!, el pedo ese que se tiran las puertas de los buses al abrirse, y yo le digo a
la Sesi, ¿pero dónde está Masala?, porque allí lo único que se veía era un
secarral, ¿este secarral es Masala?, y bajamos del bus, y allí estaba Masala, pero
Masala era una casucha de cartón, que uno sabía que había llegado porque en
un cartel decía «Masala», y entonces se planta el guía delante de la casucha, con
las manos abiertas para que nos calláramos, ¡qué sed!, no, Sesi, bebe tú, ¡ya que
todo lo haces solita!, y cuando nos callamos todos, coge el guía y avanza hacia
la casucha y golpea la puerta, y después de un rato que uf, qué sé yo, casi me
hubiera dado tiempo a arreglarme con la Sesi, se abre una rendija y allí abajo
aparece una cosa como un niño desnudo, bueno, era un niño desnudo pero con
unos pelos, y una cara, y una fetidez que salía de la casucha aquella, y el niño
enseña los dientes y gruñe, claro, Anto, tú dirás que la cosa te suena, en fin, yo
normalmente no cito mis fuentes pero como tú me pediste que te contara mi
experiencia en la Zona Inferior, y como además me caes bien, o sea, que te
quiero, vaya, porque ¡qué bien escuchas!, y allí el niño feísimo ése, tirado en el
suelo, o en cuclillas, no me acuerdo, enseñando los dientes y gruñendo, y luego
sale otro niño más grande, ¡qué horror!, y no es un niño sino un hombre, o sea,
un inferior, que jadea así, ¡aj!, ¡aj!, ¡aj! y se pasa la lengua por los bigotes, y ya
todos empezamos a recular para atrás, y el pobre inferior se da media vuelta y
llama a otros aullando, y allí salen ésos, todos feísimos y con unas pelambreras,
¡y la Sesi se pone a vomitar!, y yo entre que la sujeto por los hombros y me
pierdo a los inferiores de Masala, o que veo a los inferiores de Masala y la Sesi
que se vaya a la mierda por mala amiga, que vomite lo que tenga que vomitar,
yo he venido a excursionar, o como se diga, no a cuidar de ti, ¡loca!, ¡por puta te
pasa!, eso, vete ahí detrás, ¡a quien se le ocurre viajar de espaldas en un bus!, ¡ni
aunque sea para montarse en una tremenda polla!, bueno, los inferiores,
cuidado con los inferiores, el niño no, el niño era un niño pero los otros no eran
niños, y había también una mujer, o sea, una inferior, ¡con unos ojos!, los ojos
más raros que he visto en mi vida, eran como de color crema, asquerosos, pero
los inferiores, la verdad es que no hacían nada más que gruñir y arrastrarse, ¡un
aburrimiento!, así que ¡ya está!, ¡volvemos a Verona!, y, oye, cuando me subo al
bus, una tranquilidad, me sentía la loca más feliz del mundo, la alfombra del
pasillo, y los asientos blanditos, el aire acondicionado, así que ¡ahí os quedáis,
fierecillas!, y yo me decía, menos mal que somos superiores, ¿no?, porque no sé
lo que sería tener que vivir rodeado de monos, y bueno, vámonos, ¿cuándo nos
vamos?, ¿cuándo nos vamos?, y ya se sube el guía y dice con su vozarrón, ¡nos
vamos a Verona!, y oye, ¡una felicidad!, yo iba pensando en una cervecita fría, y
el bus venga a traquetear y entonces pego el grito de mi vida, ¡aaaaaaaaaah!, y
me levanto y pego el segundo grito de mi vida, ¡la Sesiiiiiiiiii!, y el chauffeur
frena de golpe, y claro me caigo en el pasillo cuan largo soy, y así, como un
soldado de trinchera, grito, entre terribles dolores, ¡se nos ha olvidado alguien!,
y el guía me pregunta, ¿quién?, ¡mi compañera!, digo, y damos la vuelta pero
enseguida ya están allí, en el plasmón de la puerta, las manos de la Sesi,
enteritas, gracias a Golo, sin sangre ni nada, mojaditas sí, chorreando en
realidad, y el guía, tan hombrón él, la ayuda a subir, porque la carrera que se ha
pegado la pobre, ¡una atleta la Sesi!, ¡y más buena chica!, y ya está dentro del
bus, y yo, oye, loca, que casi te quedas y te haces inferior, y ella ni me escucha,
le pega un empujón supermacho al guía, le llama cerdo cochon y se va por el
pasillo, y yo me voy detrás de ella mirando al guía con todo el odio del mundo,
y le digo a la Sesi, ay, cherie, perdóname, me olvidé de ti pero luego me acordé y
pegué los gritos de mi vida, te he abandonado, amorcito, yo sí que te he
abandonado pero perdóname, y la Sesi va y me dice, ¡cállate, idiota!, y yo voy y
me callo, idiota, así, supercallado, y permanezco así, unos dos, tres, cuatro,
cinco o seis segundos, y la Sesi me dice, todo esto es una estafa y lo pienso
denunciar, y yo le digo, pero, mujer, no te pongas así por tan poca cosa, mira,
Calcuss, me dice ella, cuando vi a los inferiores esos, me dio aquí un nosequé,
algo horrible, y sentí unas arcadas, sí, hija, todos los vimos, y me puse a vomitar
y ya no vi nada más, cuando terminé estaba con la mano puesta en una pared
de la casita y lo acababa de dejar todo pringado, ¡qué estafa!, ¡esto lo denuncio
yo!, y me voy hacia el bus pero el bus no estaba, y me encuentro al guía
hablando con uno de los inferiores, y el inferior estaba de pie, como tú y como
yo, y hablaba como tú y como yo, gracias, de nada, y luego el guía le dio una
bolsa con cosas y se fue corriendo, y yo iba a gritarle al guía pero una manaza
me tapó la boca, y era esa mujer de los ojos raros, y se me pasa delante otro
inferior, que también estaba de pie, y se pone el dedo en la boca y luego me dice
en perfecto inglis, por favor, señorita, sea buena y no diga nada, la vida de
muchas familias depende de esta farsa, pero, ¡yo lo denuncio!, voy a meter a los
de la agencia en la trena, te lo juro, Calcuss, pero yo le digo, ay, Sesi, cherie, no
seas patana, todo esto susurrado, los inferiores no te han tratado mal y la vida
de muchas familias depende de esta farsa, en fin, que la Sesi no denunció el
caso pero pidió que le devolvieran el dinero y luego se pegó unos cuantos viajes
gratis a costa de la agencia, por hijos de puta les pasa, y la Sesi viajó hasta que
ya se le caía la cara de vergüenza, lo que tardó mucho en suceder porque la Sesi,
vergüenza, vergüenza, lo que se dice vergüenza...
7
Sucedió un turno de invierno en que el cielo de Verona se había vestido
para anochecer, de rojo y oro. La jornada de Anto había sido bastante tranquila:
camino a casa, no se sentía cansado.
El viejo criado, por su parte, se había puesto a hurgar entre los libros de su
señor y había cogido aquel cuaderno azul firmado por P: Viaje a las fronteras del
tiempo. Cuando despertó de la lectura, sentado en el banco de la cocina, le
dolían terriblemente las piernas, pero en su corazón conmovido habitaba ya la
admiración. Sin duda, releería con más calma aquella obrita, hasta incorporar
las ideas que en ella se dibujaban con tan hermosa simpleza. Muchos años de
lecturas secretas habían dado al viejo una curiosa cultura ecléctica. No leía para
encontrarse con el fervor inferior ni con el triunfalismo superior. Leía para
conocer maravillas y monstruos. Tras la lectura, había descongelado un conejo y
lo había cocinado con esmero, imbuido por una calma especial que le inundó
desde que tomó entre sus dedos la primera pizca de sal.
Unos veinte minutos después de llegar a casa, Anto, recién duchado, se
sentó a la mesa del salón para cenar. La cubría un mantel de lino, y por la forma
y disposición de los cubiertos se adivinaba que el menú consistiría en carne
blanca. Junto a los platos principales de loza, ya había una pequeña fuente con
trocitos de tomate y rodajas de cebolla. Anto probó la ensalada y la encontró
exquisita.
Tras anunciarse con dos golpes de nudillos, el viejo criado entró al salón y
sirvió una sopa de ajo que estaba en su punto exacto de sal, color y temperatura.
Mientras la comía, Anto sostuvo varias veces su cuchara en alto.
De segundo llegó el conejo. Había transcurrido casi media hora desde que
Anto volviera a casa, y por fin se presentaba ante él aquel fascinante aroma que
le impactó desde que abrió la puerta. El perfil lo componían el ajo, la cebolla, el
aceite de oliva, y de fondo, como un telón, la carne, sazonada con tomillo y
romero. Buscó con los ojos a su criado, pero éste ya emprendía el regreso a su
puesto en el pasillo. Tomó los cubiertos y cortó un pedazo de carne que viajó
hacia su boca húmeda. Nada más cerrarla, comenzó a suceder. El corazón se le
aceleró de repente y las orejas empezaron a arderle. Su pecho comenzó a
moverse como un fuelle, y sus brazos cayeron laxos junto al cuerpo. Los
cubiertos se le escaparon de las manos. El criado se alarmó. Salió de la sombra,
dio dos pasos hacia su amo, pero se detuvo y bajó los ojos. No mirarás. Sin
embargo, Anto le preguntaba sin palabras, sólo con sus ojos desorbitados, qué
era aquel aire duro que le impedía cerrar la boca. El viejo criado no respondió.
Se retiró a su puesto y esperó a que todo pasara. Efectivamente, a los pocos
segundos, la respiración de Anto volvió a la normalidad y éste pudo cerrar la
boca. Sin embargo, no dejaba de mirar a su criado:
—Esto es la cosa más deliciosa que he comido jamás —pronunció.
Y la cabeza canosa del viejo recibió el cumplido sin inmutarse.
—¿Es que no vas a hablarme? —añadió con un tono triste.
—Gracias, señor —dijo el aludido, y sus palabras sonaron serenas y bien
timbradas.
—¿Cómo te llamas?
—Vogchumián, señor.
—Es un nombre muy bonito.
—Gracias, señor.
Y Anto volvió a mirar a su plato:
—De ahora en adelante, hablaremos. Al fin y al cabo, ya lo hemos hecho.
También podrás mirarme, si quieres.
Un segundo después, comenzó a preguntarse por qué un pedazo de carne
de conejo le había empujado a cometer un delito: conversar con aquel inferior
con quien compartía su vida desde hacía más de dieciocho años.
Al acostarse, se dio cuenta de que en las horas que siguieron a la cena, La
Niña Azul no se le había aparecido.
8
En aquella época, me tocó experimentar algo muy extraño: una nueva
versión de mi persona se estaba formando dentro de mí, y adquiría
protagonismo sobre la anterior. Me fue muy difícil aceptar que un día ese
nuevo ser terminaría por matar al viejo, pero por suerte no estuve solo. Tanna
conocía esos terrenos como la palma de su mano. No me decía «vete por ese
camino» sino «evalúalo». No me decía «te estás equivocando» sino «déjalo que
fluya». Sin embargo, estoy seguro de que si yo me hubiera desorientado mucho,
ella me habría prestado su mano. Fue una época convulsa: me costaba mucho
comunicarme con los demás pero no soportaba la soledad.
P era mi gurú literario. Yo le contaba mis experiencias íntimas y él me
mandaba leer tal o cual libro, casi todos inferiores. Eran obras donde yo podía
verme reflejado o encontrar modelos sobre los que construirme. Hay tres que
me marcaron de manera especial: 1984 de Orgüel, El Apoyo Mutuo de
Kropotkin, y La Peste de Camí. Para mí, 1984 fue y será siempre la ginebra de los
obreros, una mujer tendiendo ropa en un patio, una operación matemática
injusta, una plancha de cobre atornillada a la pared; y también la esencia de la
libertad, el mejor retrato de su ausencia, y el terror que son capaces de producir
los hombres. Me convence mucho más Kropotkin que la tropa de los diez mil
Juskleis que pisotearon a Dargüin. Me creo el mundo como Kropotkin lo vio,
porque encaja perfectamente con lo que he experimentado a lo largo de mi
última vida. Él no inventó la verdad: la encontró. Si alguien se propone conocer
al hombre, debe empezar leyendo a Orgüel. Y si se propone conocer el mundo,
debe leer a Kropotkin. Si además pretende comprender la relación que
establecen hombre y mundo, debe asomarse a La Peste de Camí.
Lo otro que hacía mucho en aquella época, era coleccionar «trozos de
ciudad»: conversaciones de la calle, caras, palabras pétreas, noticias y cualquier
cosa que me llamase la atención. Incluso tuve que ampliar la memoria de mi
alma para seguir guardando datos. Sin embargo, ¿qué me queda hoy de todo
aquello? Sólo unos cuantos recuerdos y un olor especial, el de Verona, grabado
para siempre en mi memoria.
Me había enterado de que en un circo recién llegado a la ciudad traían a un
pirata milt, y aunque yo nunca quise pagar por ver a humanos enjaulados, en
aquella ocasión sí lo hice. Quizás mi anquilosada curiosidad infantil se estaba
despertando, o mis sentimientos filoinferiores, recién estrenados, me
empujaban a contemplar aquel triste espectáculo para horrorizarme aún más de
la petulancia superior. Los circos se instalaban siempre en una explanada que
había en el Jardín Central, muy cerca del Nudo, así que un turno, al salir del
trabajo, me fui para allá. Al pirata lo tenían en una carpa aparte. Compré un
boleto y entré. En el centro de la carpa había una jaula forrada con lona, y
alrededor de ella, se hallaban veinte o treinta personas. Cuando entraron
algunos más, un hombre muy corpulento que llevaba puesto un sombrero de
copa, ordenó que se cerrara la puerta y concitó la atención de todos con este
grito:
—¡Karixpaxpáxtiax, un terrible pirata milt capturado por mis hombres en
los tenebrosos océanos circumpolares!
A continuación, se puso a contar detalles de la arriesgada captura del pirata,
y al terminar, ordenó que se alzase la lona. El terrible pirata Karixpaxpáxtiax
apareció entonces ante nuestros ojos, pero la imagen resultó decepcionante. Era
un hombre menudo que estaba sentado en un cajón haciendo calceta. Llevaba
pantalones de lana blanca, sujetos a los tobillos con ajorcas de plasmón, y un
chaleco de cuero gris que dejaba ver sus brazos, aún fuertes. Su cuello era fino,
su cara larga, y tenía los ojos encuadrados por un complicado tatuaje que le
subía por la frente. En lo alto de la cabeza lucía un crespón de pelo rojo. Pronto
comenzaron a oírse las protestas de la gente, y pronto comenzó el presentador a
pedir paciencia: «Aún está en fase de adaptación». Pero a la gente aquel pirata
no le resultaba nada pirata, así que algunos comenzaron a irse. Sin embargo, el
presentador consiguió retenerlos:
—De acuerdo. Voy a provocarle. Pero, por favor, retírense de la jaula. Puede
ser muy peligroso.
Acto seguido, hizo que le trajeran un palo muy largo y un balde lleno de
pescados, ensartó uno en la punta del palo y lo metió entre los barrotes. El
silencio permitía apreciar incluso el tic tac de los palillos que manejaba el pirata,
pero el resultado de la provocación tampoco fue muy espectacular.
—Pescato, pescato —dijo el pirata cuando el cebo casi le tocaba la nariz—.
Yo no ¡ogh! ¡ogh! Tú dame vaca. Y yo pirata.
—¡Maldita sea! —chilló el presentador—. ¡Haz cosas de pirata!
Pero Karixpaxpátiax no estaba dispuesto a hacer nada salvo tejer. Sin
embargo, un momento después, sus manos se detuvieron, alzó la cabeza y de
una rápida carrera alcanzó los barrotes de la jaula. Se arrodilló lentamente y,
con una cara que pretendía ser dulce, empezó a mirar a un niño que llevaba un
jó-dó:
—Ven, niño —dijo el pirata en un susurro.
—Ni se te ocurra —contestó el presentador.
—Dame jó-dó —insistió el pirata, y luego añadió a gritos, enfrentando a su
carcelero—: ¡Tú dame jó-dó! ¡Y yo pirata malo malo!
—¡Esto es una tomadura de pelo! —protestaron algunos y empezaron a
abandonar la carpa para exigir que les devolvieran el dinero. Cuando el niño
del jó-dó terminó de salir, aquel pobre hombre enjaulado bajó la cabeza y
regresó a su cajón arrastrando los pies.
—¡Lo voy a matar! —rugía el presentador—. ¡Lo mato y me compro una
foca!
No podría describir la pena que aquel hombre me produjo, así que hice lo
único que estaba a mi alcance: fui a un puesto de comidas, compré seis jó-dós,
los metí en una bolsa y me colé en la carpa aprovechando el barullo formado
por los descontentos. El pirata estaba tejiendo de nuevo, sentado en su cajón, y
tardó en reaccionar a mi llamada. Me miró un par de veces, y sólo ante mi
insistencia, se acercó y pude entregarle la bolsa. Cuando la abrió, su cara se
iluminó de repente, se le abrieron las narinas, y me sonrió con unos terribles
dientes, afilados como los de un pez. «Shiaru batsu zen», me dijo y se puso a
comer como un loco. Aquellas enigmáticas palabras se grabaron para siempre
en mi memoria, y aunque no comprendí su significado, sí supe en aquel
momento que Karixpaxpáxtiax era un auténtico pirata milt. Salí de aquella
carpa con la imagen de un glotón feliz en la retina y consulté en un diccionario
las misteriosas palabras: «shiaru batsu zen». Aquello que sonaba a «muchas
gracias, hermano» o a «usted me salva la vida», significaba simplemente:
«tienen mostaza, ¿verdad?»
Otro «trozo de ciudad» que recuerdo bien se refiere a cierta investigación
neobiológica que se dio a conocer por aquellas novenas. Un equipo de
científicos había logrado, por radiomutación, un gusano verde que era capaz de
sintetizar la clorofila. Esto le permitía sobrevivir en un ambiente sólo apto para
determinadas bacterias, lo que constituía un fenomenal avance para la ciencia.
STV200, que así se llamaba el gusanito, estaba destinado a ser el principal
embajador de los superiores en el imparable proceso de erzificación de
planétulos o planetas artificiales.
De vacaciones de invierno, salí con mi amigo Immo a Sietaug, una colonia
relativamente reciente. Pensábamos que tendríamos buen tiempo porque la
ciudad está muy cerca del Mediterránean, pero llovió toda la novena, lo cual
complicó aún más la convivencia. Evolucionar implica dejar cosas atrás, e Immo
era una de ellas.
Ya en el ovipuerto empezó a molestar. Él sabía que para viajes cortos sólo se
podía llevar una maleta de veinte kilos. Pues se presentó con tres maletas que
sumaban cincuenta y ocho kilos en total.
—No te van a dejar subir con todo eso —le dije.
—Anto, hermanito, no te pongas fatalista.
Hoy en día, comprendo que Immo confundía fatalismo con realismo, como
también comprendo que más vale solo que mal acompañado. Sin embargo, en
la época de la que hablo, yo no consideraba la soledad como una buena opción.
Por eso, aquellos tres bultos significaban para mí una de estas dos cosas: o
pasarme una novena solo en un lugar desconocido o sufrir la sensación de vacío
que queda cuando los planes se echan a perder. Immo sabía esto porque yo se
lo dije, pero tuvo que emprender la titánica tarea de convencer al encargado de
equipajes. Siempre con una sonrisa, mi amigo argumentaba que si esto, que si lo
otro, y obviamente el tiempo pasaba. Pidió hablar con el superior del encargado
pero cuando éste se levantaba para ir a buscarlo, le retuvo por el brazo y le dijo:
«pero, hermano, vamos a ver. ¿Usted cree que yo le molestaría si no fuera
porque es capital que yo lleve a Sietaug estas maletas? ¿Cree usted que yo
desconozco la ley?». El encargado resoplaba y yo también. «¡No sea tan estricto!
El ovi no se va a caer por una simple maletita. Los pilotos y las azafatas llevan
todas las que quieren». A nuestras espaldas, la cola de pasajeros crecía y ya
nadie pensaba que aquella espera fuera normal. El anuncio del vuelo a
Sancugat, escala técnica en nuestra ruta, convenció al encargado de equipajes.
Immo repartió el contenido de una de las maletas entre las otras dos, y me pidió
que la pasara como propia, pues la mía ya descansaba desde hacía tiempo en la
bodega del ovi. El propio encargado pasó las maletas a pulso para evitar que la
balanza de control detectara la irregularidad, pero Immo ni siquiera esperó para
darle las gracias. Se limitó a decir: «bueno, ya está» y echó a caminar hacia el
siguiente obstáculo. Me imagino que donde trabaja, nadie le soporta o todos le
temen. Yo, desde luego, comencé el viaje a Sietaug con la misma sensación con
la que un explorador se interna en un valle a cuya entrada ha encontrado,
ensartada en un poste, la cabeza de su perro, desaparecido la noche anterior.
Por supuesto que conocía bien a Immo, pero mi nuevo yo no lo aguantaba y
tampoco estaba dispuesto a cometer el error de conservar una amistad por
inercia. Cada pasajero, una manta. Immo, dos, «porque aquella señora no la
quiso, ¿verdad, señora?». Cada pasajero, una bandeja con pasta. Immo, dos,
pero ninguna de ellas con pasta: la primera con filetes de pescado, un privilegio
al que renunció un sobrecargo, y la segunda con ensalada de tomate porque «en
definitiva, iba a sobrar, yo me fijé que no todo el mundo la quiso».
—Azafata, por favor. ¿Cuánto falta para llegar a Sancugat?
—Unos diez minutos.
—Bueno, entonces voy a ir preparándome porque tengo que comprar pasta
de dientes.
—Lo siento, señor. Es una escala técnica y nadie puede bajar.
Veinte minutos después:
—Mira, hermanito. Esta pasta de dientes que en Verona cuesta 585 oros aquí
en Sancugat la venden a 570. He comprado ocho tubos. ¿Será suficiente?
—No lo sé. Depende del peso.
Para viajar con Immo, había que construirse el ánimo de ser un cero a la
izquierda. Durante aquel viaje, comí lo que Immo quiso, dormí donde Immo
quiso y me desperté cuando Immo quiso. Él lo pasó muy bien, pero yo no.
9
Mientras toman té, el viejo Anto y Miguelito conversan del tiempo que ha
sido bastante bueno en las dos últimas semanas. No sólo no ha nevado sino que
en las horas centrales del día, el sol se ha dejado ver como un disco de platino.
Los carámbanos del alero gotean entonces y es la ocasión propicia para ventilar
la casa, orear la ropa y calentar agua para lavarse. El resto del día se reparte
entre la soledad y el dolor, sentimientos de los que apenas distraen la escritura
de los recuerdos y las lecturas repetidas.
—Cuando llegue la primavera —dice Miguelito—, ¿ya sabré leer bien?
—Yo creo que sí —responde el viejo—. Pero eso no importa. El hecho es que
ya has aprendido, y ahora puedes leer todo lo que quieras.
—Y cuando se me acabe Guerra y paz, ¿qué vamos a leer?
—Ya buscaremos otro libro, no te preocupes.
Sin más ni más, Miguelito se levanta entonces, corre hasta la repisa y trae un
tomo forrado en cuero. Se sienta de nuevo, lo abre y lee:
—El viejo conde siempre había mantenido un gran equipo de caza;
últimamente había pasado la dirección a su hijo. Aquel quince de septiembre se
había levantado de muy buen humor y se preparó para salir también. Una hora
después toda la comi, ti, va. ¿Qué es la comitiva?
—El grupo de gente que iba a acompañar al conde.
—¿Y por qué no dice mejor eso?
—Bueno, porque Guerra y paz la escribió Tolstoi y no tú.
—¿Y usted cree que yo podré algún día escribir un libro como éste?
—Puede que sí.
—Pero necesitaría muchos cuadernos. Y muchas plumas. Y muchos litros de
tinta.
Un instante después, Miguelito mira al señor Anto con los ojos
entrecerrados y le pregunta:
—¿Cuánto mide Guerra y paz?
—Bueno, ahí está el libro. De alto tendrá unos treinta centímetros y de
ancho...
—No. Yo digo las líneas. ¿Cuánto miden todas las líneas de Guerra y paz?
El señor Anto se queda estupefacto y no sabe qué responder. Pero Miguelito
ya se ha puesto a la tarea de calcularlo. Saca una regla de su bolsa de útiles
escolares y dice:
—A ver. Si una línea mide nueve centímetros y en cada página hay una,
dos, tres... cuarenta y tres, y cuarenta y cuatro líneas, eso quiere decir que cada
página mide, a ver, nueve por cuarenta y cuatro son nueve por cuatro, treinta y
seis... ¿voy bien, señor Anto?
—Sí, hijo, sí.
—396 centímetros por página, lo que son 3,96 metros. Entonces, como hay
1473 páginas tengo que multiplicar 3,96 metros por 1473, lo que da, a ver, aquí
pongo 1473 y aquí pongo 3,96, la raya y el signo x, porque vamos a multiplicar...
Guerra y paz mide 5.833 coma 08 metros.
—¡Casi seis kilómetros! —exclama el señor Anto.
—¿Y eso es mucho?
—Como ir a tu casa y volver, más o menos.
—¡Ah, no es tanto!
PARTE TERCERA
—
LA TORRE DE PISA
1
—¡Qué tiempo! —piensa Anto, asomado a la ventana de su despacho. Por
los cristales corren gotas de lluvia como animales transparentes y el
adoquinado del Nudo apenas se ve. El Ministerio de Creación parece un
montón de harina y la catedral un cacharro oxidado—. ¿Dónde estará Adel?
Cobrar por nada. Mejor voy a hacer como que trabajo. Anto se sienta en su
escritorio y pide un teclado para revisar su correo. Hay mucha publicidad y
sólo un correo personal. Es de una amiga suya de Sbiriel. Le invita a cenar. Anto
ha comenzado a responder, cuando su jefa entra por la puerta. Va vestida de
blanco. Se acerca al escritorio limpiándose las gafas con un pañuelo. Luego se
las pone, sonríe un momento y dice: «Vamos a mi despacho. Estaremos más
cómodos». «¿Más cómodos para qué?», piensa Anto y sale detrás de ella.
El despacho de Adel es igual que el de Anto, pero además de un escritorio
tiene dos sofás y una mesita. La mujer le indica que se siente en uno de los sofás
y pide café por alma. A continuación, se sienta en el otro sofá y mira al vacío.
Un camarero sirve dos tazas de café y se va. Los ojos de Adel:
—Acabo de tener una reunión con el Hermano Mayor, los Ministros y el
Comandante. Y me han planteado una cuestión bastante delicada. No te
propondría participar en esto, si no supiera que estás preparado para afrontar el
reto.
Inmediatamente, deja su alma sobre la mesa y pide: «imagen TPISA1». Dos
segundos después, se forma sobre el comunicador una maqueta de la Torre de
Pisa en la que se distinguen perfectamente sus delicadas arquerías, los frisos
ennegrecidos por la lluvia y los huecos que en su día ocuparon los bajorrelieves.
Alrededor de la torre, casi asfixiándola, hay edificios de ladrillo sin enlucir,
chimeneas torcidas, tendederos de andrajos y ventanas cerradas con plasmón.
—¿Conoces este monumento?
—Sí —responde Anto—, es la Torre de Pisa.
—¿Qué sabes de ella?
—Arquitectura romanic. Muy antigua. Año 600 ó 700 ARH. A su lado había
otro monumento que se llamaba El Baptisterio, pero fue destruido en la Tercera
Guerra Económica. Creo que lo utilizaron como arsenal.
—Muy bien —concede Adel—. Pues nuestra próxima misión consiste en
organizar la destrucción de esta torre.
Como sacudido por una corriente eléctrica, Anto se estira y siente un
pinchazo en la base del cráneo:
—¿Qué has dicho?
La mujer menea la cabeza:
—Reconozco que no es agradable, pero se trata sólo de una misión más.
—¿Has dicho que tenemos que organizar la destrucción de la Torre de Pisa?
—Sí.
—Escúchame bien. Yo no voy a organizar la destrucción de la Torre de Pisa,
¿está claro?
—Anto, por favor. No te cierres en banda.
—Pero, ¿por qué hay que destruirla? ¿A quién le molesta?
Adel alza la voz:
—¡No lo sé! Pero son órdenes de muy arriba, ¿comprendes?
—¡Son ellos, los del gobierno! No soportan que los inferiores hayan sido
capaces de construir algo así. Les molesta que la torre esté inclinada pero que
no termine de caerse nunca. Es un símbolo.
—¿Pero quiénes son «ellos»? ¿Quién es el gobierno? Anto, por favor, ¿en
qué mundo vives?
—¿Qué quieres decir?
—Tú eres ellos. Tú eres el gobierno. ¿O es que te crees que trabajas en una
panadería? Esto es el Ministerio de Exterminio y aquí nos dedicamos a ejecutar
órdenes.
—Pero esto no es localizar un yacimiento de chatarra o desviar un arroyo.
—¡Claro que no! Esto es alta política, hermano. ¿Te das cuenta de lo que eso
significa? Y nos buscan a nosotros. ¿Por qué? Porque confían. Yo sé que tú eres
un buen gestor y que vamos a hacer un buen trabajo.
—Esto es una salvajada —sentencia Anto.
Al escuchar estas palabras, Adel se pone muy seria y después de un buen
rato, dice:
—Mira, Anto, no creía que tuviera que llegar a planteártelo de esta manera,
pero si no cumples con lo estipulado en tu contrato, el trabajo tendrá que
hacerlo otra persona. ¿Me entiendes?
Casi nueve horas más tarde, Anto y Tanna están sentados en la cafetería Fonk,
muy próxima al Nudo. El primero pellizca un pastel, como un niño arrepentido:
—Lo he echado todo a perder —dice.
—Ha pasado lo que tenía que pasar —replica la muchacha.
—Me precipité. Tenía que haber escuchado la propuesta completa y pedirle
tiempo para pensar. Yo antes sabía manejar estas cosas pero ahora salto
enseguida. Si yo no lo hago, pondrán a otro, y ya está. Te voy a contar lo que le
pasó a mi amigo Meridién. Era un tipo que trabajaba con P en Sbiriel. Pero un
día yo no sé qué le pasó con el jefe que le abrieron expediente. Él nunca nos lo
contó pero debió de ser algo gordo. Lo revisaron de arriba a abajo: movimientos
de cuenta, conexiones a internet, todo, pero no le encontraron nada. Y ahí nos
dijimos: «bueno, así quedó la cosa». Pero no. Comenzaron a marginarle.
Primero le sacaron de su despacho y le pusieron en un cuartito que había
debajo de la escalera. Y el hombre se quedó allí. Cada vez le daban menos
trabajo así que no necesitaba mucho espacio. A los pocos meses, cambiaron al
jefe. Meridién estaba feliz porque pensaba que las cosas iban a mejorar, pero fue
todo lo contrario. El nuevo jefe habilitó el cuartito de Meridién para lo único
que servía: de trastero. Y claro, con las taquillas y las escobas, Meridién afuera.
Se lo llevaron a la sala de visitas, le dieron una mesa pequeña, y allí se quedó, al
lado de la máquina del café, mano sobre mano.
—¿Pero tu amigo, por qué no se marchó de allí?
—No lo sé. Por comodidad, por pereza, por miedo. Estaba pagándose una
casita en el pueblo. A lo mejor por eso aguantó. La gente que venía a nuestro
segmento nos preguntaba qué hacía allí aquel papanatas. Y la verdad es que
hacía bien poco. Un día, llegó un secretario civil y le vio allí, más quieto que una
estatua. Se informó, claro, y quisieron tirarle a los tiburones. Pero necesitaban
una excusa, así que organizaron una evaluación general. Como Meridién
llevaba mucho tiempo sin trabajar, era evidente que no aprobaría los exámenes.
Pero fíjate que los aprobó. Y no quedó el último. Bueno, ¿y qué hacemos ahora
con éste? Lo sacaron al pasillo y Meridién se quedó sin mesa y sin silla. Solía
ponerse entre dos puertas, debajo de un retrato de Golo, y se dedicaba a hacer
trabajillos que le encargaban sus compañeros. Aguantó así veinticinco años. Yo
no sé la cantidad de jefes que pasaron por nuestro segmento pero todos venían
informados de arriba. Llegaban y al rato ya estaban diciéndole: «anda,
Meridién, tráeme un café».
—¿Y así estuvo veinticinco años?
—Sí, señora. Pero lo mejor pasó el día que se jubiló. Se fue a ver al jefe de
turno y le dijo: «mire, señor, yo no tengo nada personal contra usted pero
comprenderá que tengo que hacer lo que voy a hacer». Entonces se bajó los
pantalones y se cagó en la alfombra.
En ese instante, el tejido de voces suaves y tintineos metálicos que compone
el ambiente de la cafetería Fonk arde al paso de la risa telúrica de Tanna. Sin
embargo, Anto no logra contagiarse de la alegría de su amiga, y prosigue:
—Meridién vivió quince años más. Pero cuando murió, pasó una cosita…
—¿Qué?
—No lo clonaron.
2
LA CULPA
Nació bajo otras manos,
ayer,
hace mil años,
y en los senos tibios de tu alma niña
fue puesta a anidar,
cuando aún no vigilabas.
Hoy,
quien pasa la toca, si quiere.
Y ella, con su lacerante espina,
hiende tu carne divina al revolverse;
de día, de noche,
heridas transparentes que te abisman
en la ruina futura
de lo que uno no quiso y se da:
nuestra tortura.
Ya es tiempo de abandonarla,
ya sabemos,
arrojarla a un camino de piedras solas.
Que sus garras se rajen
y sus escamas revienten.
Que sus ojos se sequen
y su sangre se funda,
antes de que un niño,
un alma pura,
la levante curioso
y se infecte.
Calcuss de Verona
3
—Mon frere, ¿qué me estás contando?, no te creo nada, ninguna de tus
frases, palabras, sílabas, letras o palotes, ¿por qué?, ¿por qué quieren destruir
esa torre?, he de admitir que no la conocía, pero es bonita, así son los políticos,
aplastan la belleza, si es necesario para sus planes aplastan cualquier cosa, yo
no, yo me niego a aplastar, yo no aplasto ni una mosca, las moscas son bonitas,
tienen esas patitas finas y esas alitas transparentes, ¡ponte a construir una
mosca, anda!, te puedes volver loco, aunque, claro, yo no lo haría, yo en tu caso
les decía adieu y me iba, a ti no te van a faltar oportunidades, Anto, tú eres un
pedazo de trabajador, no como yo, que soy un muerto de hambre, tú dirás que
quién soy yo para decirte nada, pero yo soy yo, y yo, aunque esté como estoy, te
digo que no lo hagas, que no te ensucies las manos, un amigo mío solía decirme
que yo saldría adelante por una simple razón física, tú eres menos denso que el
medio, tu alma tiende a subir, y eso, ya está dicho, que llegarás arriba limpito y
feliz, Anto, tú eres mi ídolo, si yo hubiera nacido sin defectos, entonces yo sería
tú, y tú también serías tú, y entonces seríamos gemelos, ¿no lo entiendes?, yo
desde luego no lo entiendo, no entiendo por qué queréis destruir esa torre tan
bonita, oh, pardon, tú no quieres destruirla, claro, ese es el conflicto, mira, no lo
hagas, simplemente no lo hagas, vete a ver a tu jefa y dile: «mire, usted, no
pienso destruir la belleza porque no quiero ser infeliz», alguien me dijo que los
cuatro pilares de la felicidad son: crear la belleza, vivir en un medio natural, no
ansiar honores y amar profundamente, la culpa es horrible, yo padezco
horribles ataques de culpa, yo soy como soy por culpa de la culpa, aunque
suene raro, un hermano mío de Wikler, ¡un niño más bonito!, tenía el pelo
castaño, rizado, y los ojos verdes o azules o verdeazulados, tan verdeazulados
que parecían de cristal de laguna, y la boquita rosada, era un niño flor, un alma
pura y única, algo tan hermoso que cualquier búfalo en estampida habría tenido
que frenar ante él, arrodillarse y decir: «eres hermoso», y yo era Calcuss, otro
niño, rosado y rubio, otro niño flor, y los niños flor queríamos abrir un palo
para ver cómo era por dentro, y tirábamos con uñas y dientes, pero nada, el
palo no se rajaba, y pasó que la inteligencia, ese horrible ácido, nos chorreó
desde el cerebro y nos inundó los ojos, y miramos así, a los lados, como bestias
listas, y vimos una piedra grande, nos acercamos a ella y, sin decir palabra,
inventamos el molino de percusión única, instrumento ideal para conocer palos
por dentro, yo, que era más fuerte que el niño flor, quedé encargado de levantar
la piedra percutora, y él, que era más flor, quedó encargado de sujetar contra el
suelo el palo que íbamos a conocer, un grito inaudito, un grito no-oreja nodientes no-nubes no-cielo me ayudó a convertirme en un gigante armado, un
deforme Sísifo de siete años de edad que alzó sobre su cabeza la desgracia, y ya
nada fue igual, Anto, te lo juro, la piedra cayó aplastando el palo, pero se
reventó contra el suelo, el molino que se muele a sí mismo, y una esquirla saltó
a morder al niño flor en la frente, muy cerca de la ceja derecha, el niño flor cayó
de rodillas, envueltas sus manitas en sangre roja, y yo también, queríamos
sujetar la sangre con nuestras manos inteligentes, para que no se escapase, y
luego ya nada, vendrían algunos adultos, supongo, y se lo llevarían, y yo me
quedé allí convertido en estatua de sal, estuve novenas enteras sin lavarme las
manos, contemplaba las manchas ajenas, cada vez más oscuras, y me estremecía
de angustia, al niño flor le quedó en la frente una cicatriz en forma de cisne, ¡era
tan lindo!, sonreía y se señalaba el cisne, con toda esa felicidad de diamante,
pero a mí me quedó la cicatriz de verdad, y entonces comenzó mi calvario,
hermano, dice Tanna que yo no estoy enfermo en absoluto, y puede que tenga
razón, pero yo no veo el momento de olvidar este terrible episodio, cierro los
ojos y me veo con la piedra en alto, cierro más fuerte los ojos y veo al niño flor
desangrándose, cierro aún más fuerte los ojos y veo las manchas oscuras en mis
manos, y los abro; cierro los ojos y te veo apretando un horrible botón
cuadrado, cierro más fuerte los ojos y veo la torre ésa convirtiéndose en polvo, y
cierro aún más fuerte los ojos y veo tu alma como trocitos de cristal en la
alfombra del ministerio, pasan los zapatos aplastándote turno tras turno,
dándote patadas inconscientes, o se detienen y te retuercen para dar media
vuelta, saltan de alegría por un ascenso, se sacuden el polvo a pisotones, y todo
sobre tu alma rota, y tú, inútilmente, tratando de recoger los trozos, ciego por
supuesto, ya que todos los hombres sin alma son ciegos...
4
Verona, 3/5/3 609 DRH
No puedo dilatarlo más. ¿Colaboro o no colaboro? Tengo que tomar una
decisión porque las cosas ya empiezan a pasar. Cambio de turno. Todo un
signo. El primer paso de la historia de Meridién. Quizás podría hablar con Adel
y decirle que lo haré. Pero, ¿quiero hacerlo? No. Lo dejo. O sea, me quedo sin
sueldo. Tendré que volver a Sbiriel y tomar cualquier trabajo de doble turno. A
lo mejor podría recuperar mi puesto anterior. Pero, ¿quiero trabajar para
Exterminio o, más en general, para el gobierno? No. Ahora sé lo que pasa
arriba. Sin embargo, ¡el trabajo está tan mal en Sbiriel! ¿Y si me quedo en
Verona? Aquí están Tanna y Calcuss. Sí. Aguanto un año, junto un poco de
dinero y pongo un negocio propio. Eso me gustaría. Pero tendría que aguantar
un año. No. Lo dejo. Mañana mismo me voy.
5
Anto y su viejo criado Vogchumián conversan en la cocina:
—¿Qué hago? ¿Colaboro o no colaboro?
—Usted sabe lo que más conviene, señor.
6
El viejo Anto toma el sol junto a la ventana, sentado en su sillón de siempre.
Está envuelto en una manta y sonríe. Tiene la cara roja. Entre sus manos reposa
un tomo de color azul. A sus pies duerme Pilón, enroscado como un gran
caracol negro. El viejo abre los ojos, y el perro, como atendiendo a una orden, se
levanta y busca la caricia de su amo:
—Yo también te quiero, Pilón.
Lleva ya un rato el perro pidiendo salir, de modo que el viejo se levanta y va
a abrir la puerta. En cuanto puede, Pilón salta afuera de la cabaña y echa a
correr por el camino embarrado. La nieve en el huerto alcanza casi medio
metro. Tiene un brillo acuoso. El viejo cierra la puerta, se acerca a la mesa, se
sienta en una silla y tras leer algunos papeles, destapa un tintero de barro.
Luego, toma una pluma, la moja y escribe:
«El turno en que decidí renunciar, concerté una entrevista con Adel y le
expuse claramente mis intenciones. No recuerdo los detalles de nuestra
conversación, pero sí su cara de asombro. Llegamos enseguida a un acuerdo, y
ella, como despedida, me abrazó, algo que nunca había hecho. No me gustó su
olor, y entonces supe que mi decisión había sido la correcta. Qué listos son los
perros. Lo primero que hacen es olerse y así se conocen. Aquel turno, al salir del
ministerio, sentí de nuevo el aroma de la libertad, aquel olor a recreo. En todas
mis infancias, corría por el patio del internado de acá para allá, como un loco,
como todos los niños, y luego me llenaba de aire frío. Me ardían los pulmones y
entonces notaba el aroma de la libertad».
El viejo Anto suelta la pluma, tapa el tintero y empuja con una mano la hoja
escrita. Luego coge el libro y vuelve al sillón: a los pies del cerro enmarcado en
la ventana, se ven los espejos del humedal y, más cerca, el bosque nevado. Se
oyen entonces los ladridos de Pilón y una voz de hombre parecida a un grito. El
viejo presta atención y la voz se repite. Sale a la puerta. Al final del sendero, aún
entre las sombras de los árboles, se perfila una silueta oscura que resuella por
varias partes. Al poco, se distingue a Jan y a Miguelito que vienen tirando de un
par de mulas cargadas de leña. Los dos sudan y sonríen como niños que
volvieran de bañarse en un río.
—¡Hooo! —grita el padre.
—¡Hooo! —repite el hijo.
—Le traemos leña —dicen los dos al mismo tiempo.
—Además —dice Jan.
—Además —repite Miguelito.
—Le traemos otra cosa.
Y sacan de una alforja un jamón que le ofrecen al viejo. Cae entonces el viejo
de rodillas, con los brazos pegados al cuerpo, y a duras penas logra decir:
—Son ustedes las mejores personas del mundo.
Jan y Miguelito se miran, levantan las cejas y se acercan el viejo para
ayudarle a ponerse en pie.
7
Tanna y Anto juegan al ajedrez en la habitación de ella. Han colocado una
mesita en el centro de la pieza y se han arrodillado frente a frente. Anto se
sujeta la cabeza con ambas manos, y Tanna contempla la situación con su
habitual calma:
—Te ha pasado lo de siempre. No has sabido ganar la posición central y
ahora tienes que dar muchos rodeos para atacar o defender. Fíjate dónde están
mis alfiles y dónde están los tuyos.
—Y ese caballo.
—También ese caballo.
Pero la conversación no puede continuar porque Calcuss ha dado un
espantoso grito en el recibidor. Anto se levanta preocupado pero enseguida
aparece Calcuss arañándose las mejillas.
—¡Ven! —dice tomándole de la mano.
—Estoy jugando al ajedrez.
—¡Cállate! Te vas a caer de culo.
Con esta vulgar razón, el poeta arrastra a Anto hasta la televida. Su pantalla
muestra la difusa silueta de una persona que pasa hacia un lado las cosas que le
entregan desde el otro: cajas medianas, como de zapatos, algo parecido a un
rollo de cuerda y otros objetos que no se distinguen bien. La imagen parece
haber sido muy ampliada. El plano aumenta y a la izquierda aparece un grupo
formado por siete u ocho hombres con fusiles. Ríen y fuman, pero alguien que
pasa de un lado a otro da una orden y todos tiran los cigarros y salen detrás de
él. A la derecha, se aprecia una mancha clara con unas extrañas sombras
semicirculares. Anto aguza la mirada y se inclina hacia adelante. Quizás por
eso, le sorprende la aparición del nítido rostro de un presentador:
—Ya lo vieron, señores. Son imágenes recién transmitidas por el Secretario
de Comunicación de las Fuerzas Armadas. Según una nota adjunta, no cabe
ninguna duda de que una rebelión inferior está en marcha, con centro en la
antigua ciudad de Pisa, y que los terroristas han utilizado la torre como arsenal.
En próximos avances les ampliaremos esta información.
Anto mira a Tanna, llegada a la salita en pos de sus amigos, y se muerde el
labio inferior. La muchacha niega con la cabeza. Calcuss mira alternativamente
a ambos y sonríe.
—Va a pasar lo que tenga que pasar —dice Tanna sentándose en la cama—.
¿Por qué sufrir antes de tiempo?
—¿Es que no te das cuenta? —replica Anto.
—Claro que sí.
—¡Es un montaje y no podemos hacer nada!
Anto se sienta también en la cama y Tanna le pasa un brazo por los
hombros. Mientras tanto, Calcuss prende un cigarrillo junto al balcón abierto.
Hace ya un rato que le pidió prestada el alma a Anto, y se puso a llamar al azar.
Ya ha hablado de garbanzos con un agricultor de Marraquésh, de muñecas con
una niña de Kan-Kan y del precio del gas con un señor de Rhodes. Ahora
concuerda con Timo1, un experto explanador de pistas de tenis, en que no hay
nada peor en el mundo que conocer al padre propio. La conversación es fluida
y Calcuss la salpica con sus risotadas de siempre. Anto, resuelto a tener un poco
de tranquilidad, se despide de Tanna, sale del piso, cruza el rellano y llama a
una puerta, la de su actual vivienda. Dentro se escuchan enseguida unos pasos
ligeros que avanzan por el pasillo. Es Vogchumián, que abre la puerta y saluda
a su amo. Éste no contesta. Echa a andar encendiendo las luces y pregunta casi
gritando:
—¿Por qué vives siempre en la penumbra? ¿Me lo puedes explicar?
—Es para ahorrar, señor.
—¡Maldita sea! Ya te diré yo cuándo hay que empezar a ahorrar. De
momento, lo que necesitamos es luz.
Media hora más tarde, llaman a la puerta y el criado acude a abrir.
Enseguida se oye la voz de Calcuss:
—Hola, Vog, ¿cómo va todo?
Pero la respuesta del criado queda aplastada antes de nacer:
—Perdóname, Anto, mon cher, ¿cómo le iba cortar a Timo?, ¡es tan buen
chico!, para una vez que uno da con alguien interesante, ¿no te parece?, ah,
estás aquí, toma, muchas gracias, ¿te debo algo?, ¿no, verdad?, bueno, me voy,
ah, te llamó P, ¡es supersimpático!, por cierto, voy a gestionar la edición de su
libro con Zimmermo, el editor, se lo he prometido, así que tengo que lograrlo a
toda costa, no sé por qué me meto en estos líos pero bueno, en fin, que me tengo
que ir a trabajar, oye, P dijo que te llamará, ea, ¡chao!, ¡chao, Vog!, ¡uy, qué bien
huele!, ¡qué manos tienes para la cocina, Vog!, te adoro, ¡aj!, ¡aj!, si algún día tu
amo te expulsa, yo te adopto, ¿vale?
—Hola, Anto.
—P, ¿cómo estás?
—¿Has visto las noticias?
—Sí.
—Esta gentuza no tiene límites. A eso se le llama poner el parche antes de la
herida. Por si a alguien se le ocurre abrir la boca, primero hay que cargar la
torre de significado político, ¿no? Así, cualquiera que proteste estará
poniéndose implícitamente en contra del gobierno.
—¿No es horrible?
—Claro que sí, pero, ¿tú sabes que hay mucha gente que cree que estas
cosas sólo pasaban antes? Es como lo de las películas. Si a cualquier guionista se
le ocurre un modo ingenioso de matar a una persona, ¿qué no habrán pensado
los asesinos profesionales? Estamos a añoz-luz de los políticos, hermano. Lo
que para ellos son lugares comunes, para nosotros son buenos argumentos para
el cine. Además, por un caso como éste, que conocemos gracias a ti, debe de
haber miles que se nos pasan.
—A mí lo único que me gustaría saber es qué daño les hace la Torre de Pisa.
—Deben de ser muy pocos los que sepan eso. Además, ¿qué importa? La
van a echar abajo, y ya está. Dentro de la próxima novena, seguro. No pueden
dejarlo pasar mucho tiempo porque quedarían como unos irresponsables.
Tampoco pueden hacerlo demasiado pronto porque parecerían atolondrados.
—En fin, que sólo nos queda llorar.
—O reírnos, que viene a ser lo mismo en estos casos. A propósito, el tal
Calcuss es la persona más divertida que he conocido. Dice que puede convencer
a Zimmermo para que publique mi Viaje.
8
Verona, 3/7/6 609 DRH
Querido diario:
Hoy es un día funesto para la Humanidad, para toda la Humanidad. Hace
apenas una hora, tres escuadras de ovis de guerra procedentes de Verona,
Nonne y Lucadúe, bombardearon con nudos-láser de alta potencia los
asentamientos inferiores de Pisa y la propia torre. Sin aviso previo. Las naves
llegaron en formación y lanzaron sus mortíferas descargas con una precisión
espantosa. Un rápido sobrevuelo de reconocimiento y una voz estentórea, «¡a
casa, muchachos!», fueron el telón de este acelerado drama teletransmitido, este
atropello a la historia y a la vida que mañana calificarán los periódicos de
«cirugía exitosa». Como si la Torre de Pisa y las personas que murieron a su
sombra hubieran sido un detestable absceso. Esta elegía que aquí anoto está
dedicada a las víctimas pero es para la Torre de Pisa, la hermosa y defectuosa
Torre de Pisa:
Ya no se teñirán tus blancas piedras
con la luz dorada del crepúsculo,
ni serán tus arcos de sombra cuando apuntes al sol.
Ya no se enredará el viento en tus frisos oscuros,
ni jugará con el lento jaramago de la grieta.
Ya no verás crecer las nubes hacia el lado del mar,
ni te vestirás de gris cuando llueva.
Ciega veta en la cantera tras el tiempo todo,
no pensaste nunca en ver la luz ni en ser bella.
Pero unas manos fuertes te quebraron
para darte forma de sillar.
Luego, el carro, las nubes, las estrellas,
aleros de apretada paja y pájaros que vuelan.
Esta —dijo una voz—, y te alzaron.
Ya te labran.
Ya formas la puerta.
Ya todos te tocan.
¡Llegaste a saber tanto!
Tu piel ajada por el tiempo.
Pero tus ojos orgullosos,
orgullosos de ser algo tan bello.
Llegó para ti la oscuridad eléctrica del presente,
pero no pienses que fue un mal sueño:
los sueños no duran tanto.
Recuerda cada instante vivido,
y no desesperes.
Manos ávidas te sacarán a la luz,
porque eres de luz,
y a la luz perteneces.
9
Al día siguiente de comprometerse con P para gestionar ante Zimmermo la
publicación del Viaje a las fronteras del tiempo, Calcuss visitó a Anto disfrazado
de cadete de húsares. Le pidió la obra con corrección, y tras agradecer la entrega
con una rápida cabezada, salió al pasillo y se alejó sobre sonoros taconazos.
Durante cuatro turnos enteros estuvo encerrado en su habitación, saliendo sólo
un rato para comer algo y lavarse los dientes. Tanna se sentía fascinada con el
silencio reinante en la casa y, según afirmó horas más tarde, pudo leer toda una
novela sin sobresaltos. En algún momento pensó acercarse a preguntar qué
pasaba, pero al darse cuenta de que en la habitación del poeta había actividad,
prefirió abstenerse. Por fin, cuando Calcuss rompió su clausura, charloteó un
rato, como era habitual en él, y hasta vivió un poco la tele, pero más tarde, se
duchó, salió a la calle y tomó el metro en dirección al Nudo. Una vez allí, ganó
la superficie y se dirigió a la librería Nexus, la más grande de la ciudad, donde
solicitó un catálogo de la editorial Zimmermo. Pasó varias horas recorriendo las
diversas plantas en busca de las 148 obras que figuraban en el folleto. Leyó las
solapillas y contracubiertas de todas ellas, y sin comprar ninguna, regresó a
casa. Dos horas más de trabajo, antecedieron a una nueva visita a Anto, a quien
le pidió prestada el alma para continuar con sus averiguaciones. A las
preguntas de éste, el poeta respondió que sólo se hallaba «muy al comienzo de
la fase pública de la investigación, primera de las tres que componen el
momento investigativo. A continuación, vendrán las fases privada y subprivada
del mismo. Luego, como es lógico, el momento reflexivo, y por fin, el momento
actuante, no decisivo si los dos momentos anteriores han sido desarrollados
correctamente». Explicó también Calcuss, ante la atónita mirada de Anto, que
«la mayor parte de las gestiones humanas se reducen a una estúpida y simple
actuación, y que tan sólo una pequeña parte de las mismas van precedidas de la
reflexión. Casi nadie investiga antes de reflexionar, y los pocos que lo hacen,
sólo abordan las fases pública y privada. Tan sólo yo —concluyó el poeta—,
como padre de la idea, investigo la parte subprivada del hecho. Pero eso se lo
explicaré otro día, vecino, porque tengo mucho trabajo».
El conocimiento de los subhechos públicos que rodeaban al hecho publicar el
libro de P incluían, además de leer la obra y conocer al dedillo el catálogo de las
publicaciones de Zimmermo, aproximarse a otros trabajos del autor (que Anto o
el propio P le proporcionaron), coleccionar recortes de prensa e interiorizarse de
las críticas referentes a las obras escritas o publicadas por uno y otro. Todas
estas tareas mantuvieron ocupado al poeta durante cuatro novenas, al término
de las cuales dio inicio a la fase privada del momento investigativo. Comenzó
ésta con una larga entrevista sostenida con Anto, en el curso de la cual le tapizó
literalmente a preguntas. Sin embargo, las respuestas de Anto no fueron
suficientes para que el investigador se formase una imagen nítida de P, por que
solicitó al primero dinero para el billete y viajó a Sbiriel con intención de
entrevistar al segundo. Turnos más tarde, P llamó por alma a Anto para
contarle que Calcuss le había exprimido el corazón. En varias ocasiones, incluso
rompió a llorar por causa de dolorosos recuerdos que creía muertos.
El principal escollo que se le planteó al poeta en el curso de su sesuda
investigación fue conocer los detalles de la vida privada del señor Zimmermo,
pues éste no era, como otros editores, amigo de la farándula ni de la prensa
íntima. El subterfugio que se empleó en primer lugar fue la poderosa intuición
psicológica de Tanna. Como el editor tenía por costumbre realizar parte de su
trabajo en el café Norabia, a Calcuss sólo le hizo falta sentarse junto a su amiga
en una ocasión y apuntar todo lo que ella le dijo.
Un turno, poco antes de la hora de acostarse, Calcuss pasó a casa de Anto y
le pidió permiso para espiar a P:
—No me mire así —le dijo—. Es el procedimiento habitual para garantizar
el éxito de la fase subprivada. Además, considere mi delicadeza al informarle,
pero sepa que no se trata solamente de delicadeza sino también de sentido
práctico, pues no deseo que todo esto dé lugar a malentendidos, en el caso harto
improbable de que su amigo me descubra.
—Pero, ¿qué necesidad hay de espiarle? Que yo sepa, P ha sido muy abierto
contigo.
—Discúlpeme, pero todo eso pertenece a la fase privada del momento
investigativo, la cual ha sido coronada por el éxito. Empero, nos vemos
abocados ya a la fase subprivada del momento antedicho, submomento en que
conoceré a los actores del subhecho antes citado mejor que ellos mismos. Es
fácil constatar que existe una abismal diferencia entre aquello que los demás
saben de nosotros (lo público) y aquello que sólo nosotros sabemos (lo privado).
Pues bien, esta diferencia no es menor que la que media entre lo privado y lo
subprivado, aquella parte de nosotros que nosotros mismos no conocemos. Si,
por ejemplo, un sujeto cualquiera escuchara su voz grabada en un fiel registro
sonoro, se sorprendería de esa voz, de su tono, timbre y volumen. Sin embargo,
esto no le sucedería a los amigos de ese sujeto, pues ellos están acostumbrados a
ella. Estaríamos ante un caso similar si viéramos nuestra imagen por televida.
Sin duda diríamos: «yo no camino así» o: «yo no muevo las manos así». Pero
estaríamos equivocados. Lo subprivado, querido vecino, lo subprivado. Para
desentrañar lo subprivado, es preciso espiar a los actores personales, pues sólo
de la observación de su espontaneidad surgen los datos verídicos. ¿No se ha
fijado usted en lo hermosos que son ciertos rostros y en cómo los afea esa rígida
sonrisa con que miran a las cámaras de fotos? Para terminar mi improvisado
discurso, más largo ya de lo aconsejable, debería hablar de lo metaprivado, es
decir, aquello que queda más allá de lo privado y lo subprivado; en otros
términos, la parte de nosotros que ni los demás ni nosotros mismos somos
capaces de conocer. El modo de penetrar estas facetas profundas del yo es
materia de la parapsicología, a decir de nuestra común hermana Tanna, por lo
cual yo, un simple poeta, no me meto. Adiós y que tenga un feliz turno.
Conozco la salida. Muchas gracias. No se moleste en acompañarme. Le pediré a
su criado mis guantes y mi sable.
El espionaje de P se produjo, paradójicamente, con financiamiento del
propio P, pero tal sistema no pudo aplicarse, por razones obvias, en el caso de
Zimmermo. Todos los cafés que Calcuss sorbió lentamente en el Norabia
mientras sus ojos registraban cada microgesto del editor, fueron cargados a la
cuenta de Tanna, pues como ya se habrá podido suponer, el poeta jamás
manejaba dinero propio. Utilizaba el viejo espejo del café con maestría, y su
audacia le llevó incluso, en una ocasión de gran asistencia de público, a solicitar
al editor que compartieran mesa. No intercambió con él ni una sola palabra,
según contó más tarde, sino que se dedicó a olerlo. Tampoco tomó notas.
Apuntó mentalmente cuanto pudo y corrió al baño a vomitar sus impresiones
sobre un papel. En aquel secreto lugar, tuvo una revelación esencial para el
definitivo avance de una tarea que ya se le venía haciendo penosa. Como había
observado que Zimmermo, antes de marcharse, acudía al baño, Calcuss
aprendió a tomarle la delantera y se refugiaba en el único set que había. Subido
en la taza, esperaba en silencio la llegada del objeto de su estudio, «con una
sonrisa lateral y los ojitos afilados». En las primeras observaciones aprendió
mucho. Y ello porque Zimmermo, como luego vino a saberse, era una extraña
mezcla de hombre tremendamente frío y tremendamente apasionado, digno
contrincante del hombre tremendamente caótico y tremendamente ordenado
que lo espiaba desde el set. En el salón del café, habitando el espacio público, el
editor podía mostrarse impertérrito ante cualquier hecho inesperado, como la
caída de una bandeja. Pero en el baño, lejos de las miradas ajenas (o no tanto) se
desataban en él las pasiones. Una de las primeras cosas que sorprendió a
Calcuss fue que Zimmermo comprobara que el set estuviera vacío. Sus zapatos
llegaban junto a la puerta colgada y se hacía evidente que el cuerpo que
sostenían se inclinaba ligeramente hacia adelante para constatar que allí no
había nadie. Casi siempre la noticia de esta falsa soledad bastaba para disparar
en el editor el instinto de silbar: melodías improvisadas que guardaban entre sí
un notable parecido. En turnos sucesivos, Calcuss las grabó con el alma de Anto
y dedujo de ellas, con ayuda de Tanna, innumerables aspectos del carácter del
editor. Silbando o sin silbar, Zimmermo orinaba, se lavaba las manos, tomaba
un sorbo de agua que utilizaba para enjuagarse la boca y decía: «¡bualá!»
Después pasaban varios segundos, de quince a veinte, en que los ruidos
cesaban por completo: un silencio sepulcral que antecedía a la apertura de la
puerta y a la salida del editor. Calcuss lo comprendió enseguida. La clave del
éxito de su misión radicaba en acceder al conocimiento de lo que pasaba en
aquellos segundos. Y con tal certeza pudo implementar los medios necesarios
para destripar el misterio. Durante muchos días se adelantó a sí mismo a la hora
de ir al baño del café Norabia, y una vez instalado en el set, desatornillaba el
portarrollos, lo depositaba sobre la cisterna y excavaba con frenesí el pequeño
túnel por el que habría de llegarle la tan ansiada información. El turno en que el
destornillador de Calcuss asomó al otro lado de la pared, formando aquel punto
quebrado de luz del que procedería en su momento la verdad, el corazón del
poeta dio un vuelco. A los pocos minutos, llegó el editor. Sus pasos ya sonaron
diferentes a los excitados oídos del espía, que apenas podía dominar con las
manos el traqueteo de su corazón. Tras la comprobación de rigor, Zimmermo
rompió a silbar la variación enésima de su acostumbrada canción, y al poco,
mientras procedía a su tradicional desahogo de vejiga, compuso una cara de tal
placer que Calcuss, hombre de marcadas inclinaciones homosexuales, sufrió
una profunda conmoción de índole claramente erótica. Quizás sea cierto que
amamos lo que conocemos, pero de lo que no cabe duda es que amamos lo que
espiamos. En el caso de Calcuss, «la cosa no pasó del calentón momentáneo
pero que hubo amor, lo hubo», palabras del poeta. Después de orinar y
siguiendo al pie de la letra el rumbo de lo acostumbrado, el editor se lavó las
manos, tomó con ellas una porción de agua que se llevó a la boca y cerrando los
labios con fuerza movió el agua a gran velocidad de un carrillo a otro con el fin
de desprender de sus dientes el sabor del café. Expulsó el agua achocolatada,
sonrió como si el espejo fuera un dentista, dijo «¡bualá!», y Calcuss sintió que su
corazón retumbaba «como los cueros de la selva, navegando en una canoa por
un río de chocolate, con las manos atadas, y la absurda espalda negra y los
brazos musculosos rema que te rema, y detrás otro negro haciendo lo mismo, y
esos tambores tan alegres, dando vuelta a unos árboles, se ven los techos de las
chozas y mira, en el centro de la aldea han hecho una hoguera, delante hay un
negro con el pelo blanco y otra mucha gente, todos desnudos, grandes,
pequeños, paralíticos, esculturales, borrachos, sobrios, ya llegamos, lo sé porque
hemos tocado en una playa, y el negro de delante se tira de la canoa y la mueve
con una fuerza inaudita para encallarla, y me dice paluti, y yo le miro con cara
de paluti, pero el negro de atrás me pega un remazo en el cuello y me grita
¡paluti!, y entonces yo comprendo, como si la gente comprendiera mejor cuando
le pegan con un remo, y salto a la playa, los remeros me empujan por un mar de
manos malolientes en presencia del viejo, y éste me mira y yo le miro a él, y él,
que tiene los ojos de Zimmermo, pero los mismos mismísimos ojos, me dice,
eres bonito, y yo le respondo, anda que tú». Esta película proyectaron en el cine
Calcuss durante los diecisiete segundos en que éste contempló el ritual que a
diario realizaba Zimmermo ante el espejo del baño del café Norabia. Tras decir
«bualá», el editor bajó la mirada, como si una inmensa pena le hubiera
sobrecogido y respiró profundamente tres veces. A continuación, alzó la cabeza
y, en un instante, compuso un horrible rostro: los ojos bizcos, los mofletes
inflados y la boca arrugada. La monstruosa máscara se mantuvo durante un
segundo pero comenzó a deshacerse al poco, de modo que los ojos fueron
centrándose y los mofletes volvieron a caer laxos junto a una boca normal. Pero
no se detuvo ahí el gesto. La transformación continuó suavemente hacia el polo
opuesto: los ojos fueron poniéndose sonrientes, bajo unas cejas levemente
alzadas, la nariz pareció enderezarse cuando las narinas se abrieron, y la boca,
simple raya por lo común, se inventó cierta carnosidad brillante que recordaba
a una sonrisa. Justo antes de salir, cuando Zimmermo avanzó ligeramente los
labios en ademán de tirarle un besito a su imagen especular, Calcuss estuvo a
punto de gritar: «¡guapo!», lo que hubiera resultado muy difícil de explicar. Sin
embargo, el piropo no pasó de intencional y el editor salió del cuarto de baño
inconsciente del acecho. Una vez cedido el tiempo necesario para que
Zimmermo abandonase el café, Calcuss salió al salón, pidió que anotaran sus
consumiciones en la cuenta de Tanna y escapó corriendo a la calle, presa de un
repentino ataque de caos. Su polaridad anímica había cambiado de signo por
causa de la excitación sufrida, y al poeta no le quedaba más remedio que
«contar, contar, contar, lo sucedido, a todos, todos, todos».
—¡Qué narcisista asqueroso! —dijo Anto.
—Pues yo me eché seis polvos seguidos con un narcisista asqueroso que se
llamaba Nardo —contó la alegre Sesi—. No se podía ir por la calle con él porque
se paraba en todos los escaparates a mirarse. Pero, ¿quién quería ir por la calle?
La primera vez me pegó seis viajes a la luna. La segunda, cuatro. Y la tercera,
tres. Pero de ahí ya no bajó. Era mirarnos a los ojos y venga a follar como locos.
Al final, me cansé. Me dolía el coño una barbaridad. Tuve que ir al médico y
todo.
Al término de estas edificantes explicaciones, Calcuss echó a su amiga a la
calle y se encerró en su cuarto. Ya reunidos los elementos necesarios, iba a
inaugurar, sin mayor dilación, el segundo componente del hecho publicar el libro
de P. Se trataba del momento reflexivo y para desarrollarlo necesitaba, «querida
Sesi, un exquisito silencio que tú no eres capaz de proporcionarme». Tras
moverse imperceptiblemente, la manecilla de la brújula apuntaba de nuevo a la
semiesfera del orden.
10
El despacho del señor Zimmermo era bastante amplio y confortable. Tenía
el suelo enmoquetado, las paredes pintadas de blanco y dos grandes ventanas
que daban al Anillo. De espaldas a ellas, se encontraba el editor, sentado en una
poltrona de cuero negro y con la cabeza apoyada en el respaldo. Ante él, se
extendía el tablero del escritorio con varios montones de papel y de carpetas,
dispuestos como los cuadros de una batalla.
—Ha llegado el señor Calcuss —anunció desde la puerta una secretaria—.
¿Le digo que pase?
El editor hizo un gesto aprobatorio, y pronunciando para sí un «vamos a ver
qué quiere éste», se puso en pie para recibir a la visita. Precedido por la
invitación de la secretaria, Calcuss entró al despacho de Zimmermo con las
manos abrazadas ante el pecho. Llevaba un plasma beis bastante elegante y
zapatos blancos. Todo prestado.
—Señor Zimmermo —dijo, llegando a estrechar la mano que se le tendía.
—¡Usted! —respondió el editor—. Yo le conozco. Usted es cliente del café
Norabia, ¿verdad? Yo voy mucho allí.
—¡Claro! —exclamó Calcuss—. Usted se sienta al lado del ventanal.
—Sí —sonrió el editor.
—¡Qué bendita casualidad! De haber sabido que usted era usted... Pero
cómo son los editores. Siempre andan escondiéndose, ¿no?
—En este negocio, a los autores les toca dar la cara, y a nosotros el dinero.
Calcuss rió la gracia con más fuerza de la necesaria y se sentó, sin pedir
permiso, en una de las dos sillas que había delante de la mesa del editor. El
joven poeta calculaba que la siguiente fase de la conversación se centraría en el
motivo de la visita, pero no fue así. Tras sentarse, el editor no se respaldó en su
sillón, como cabría esperar, sino que se inclinó sobre la mesa y mirando a
Calcuss con ojos de lujuria, le dijo:
—Tú eres amigo de esa mujer grandota, ¿verdad?
Un instante después, Zimmermo sintió el golpe del respaldo en la nuca,
pero ya era demasiado tarde: su debilidad había quedado expuesta, y un largo
cuchillo comenzaba a afilarse sordamente en el interior del morral de combate
de Calcuss. Pegado contra el cuero, Zimmermo no alcanzaba a explicarse cómo
podía haber bajado la guardia y mostrarse tan lascivo frente a aquel
desconocido. Pero la razón estribaba en que aquel joven no era ningún
desconocido, al menos para su cuerpo. Había compartido con él muchos
momentos de intimidad en el baño del café Norabia y ahora, naturalmente, se
mostraba confiado, como quien reencuentra a un viejo amigo. Por parte de
Calcuss, hubiera sido un error garrafal haber dicho atolondradamente «¡qué
bien!, porque mi amigota está ahí fuera esperándome» —lo cual era cierto—,
pero supo reaccionar como mejor convenía a sus planes: ignoró las libidinosas
palabras del editor, denunciadas como tales por su postura y sobre todo por su
reacción posterior, y comenzó a comandar la entrevista desde un tono neutral.
Este convencería a Zimmermo de que no había sido sorprendido en su traspiés
y automáticamente multiplicaría por cien la disposición favorable del mismo a
cuanto Calcuss dijera:
—El motivo de mi visita es proponerle la publicación de un libro que se
titula Viaje a las fronteras del tiempo.
Reclamó el editor entonces, con suavidad excesiva:
—He leído ese libro.
—Lo sé, pero creo que no lo ha valorado usted en su justa medida. Es la
obra cumbre de un autor que no escribirá nada más en su infinita existencia. Se
trata de P, un funcionario de la delegación del Ministerio de Exterminio en
Sbiriel. Usted seguramente le conoce.
—No personalmente pero, como ya le digo, he leído esa obra y no quise
publicarla en su momento porque la encuentro problemática.
—¿Problemática? ¿Por qué?
—Principalmente por una razón. A las autoridades no les gustan las obras
disidentes. No amenazan a nadie ni nada por el estilo, pero luego a uno le
miran raro en los cócteles.
—Entiendo.
—En segundo lugar, están los críticos. A los críticos tampoco les gusta este
tipo de obras porque les obliga a tomar partido político, y eso no les conviene.
Por fin, está el público. Hay una buena cantidad de lectores a los que sí les
interesan los libros disidentes. Y pagan por ellos. Pero si un editor les entrega
uno, ya no aceptan otras temáticas. ¿Lo comprende?
Calcuss lo comprendía y se daba cuenta de que de la superación de aquellos
tres obstáculos, dependía el éxito de su misión. Había notado que desde el
punto de vista económico, el editor se mostraba interesado, pero que no quería
comprometer su buen nombre relacionándolo con la disidencia. Este era el
hecho esencial. Por tanto, la solución pasaba por crear una nueva editorial que
se consagrase, bajo otro sello, a la publicación de obras disidentes. En el primer
turno, Zimmermo podía ser el editor serio y respetado por las autoridades
civiles, los críticos y el público. Y en el segundo, a la manera de un doctor Yékil,
transformarse en un míster Jáid, amigo de la revolución. Calcuss percibió, en
milésimas de segundo, que aquella editorial alternativa podría significar un
desahogo formidable para un hombre como aquél, que fingía ser de hielo frente
a los demás y que en la intimidad se destapaba como un volcán de pasiones.
Encriptar convenientemente la editorial Jáid (hermoso nombre) sería el único
requisito indispensable para que la operación saliera a pedir de boca:
—De acuerdo —dijo Calcuss, levantándose de golpe—. En tal caso, voy a
regalarle una idea. Usted va a constituir, a nombre de una persona de su
confianza, una editorial paralela en la que publicar todo aquello que no se
atreve a lanzar bajo el sello Zimmermo.
Acto seguido y sin dejar lugar a réplica, se encaminó hacia la puerta con tal
seguridad que al editor, aún impactado por una orden que en el fondo le
encantaría cumplir, no le quedó más remedio que seguirle. Calcuss abrió la
puerta del despacho y salió de lado, confiriendo a su cuerpo una extraña torsión
que significaba «sal conmigo, Volcancito, que te voy a presentar a mi amiga
grandota, y esto va a ser amor tectónico a primera vista». Se proponía con esto
sellar su orden con la promesa implícita de un premio: «tú publica el libro de P,
y yo te presto a mi amiga para que hagas con ella lo que quieras». La táctica no
podía fallar. El joven poeta tocaba el cielo con la punta de los dedos cuando
Tanna y Zimmermo se miraron a los ojos por primera vez en sus vidas: ojos,
ojos, ojos, ojos, de Zimmermo, de Tanna, de la secretaria, de Calcuss. Nadie dijo
«ya está bien» ni «dejar de miraros» ni «arriba los ojos». Sólo Calcuss, el
intrépido, proclamó desde la altura desconcertante del podio: «Si no me
encuentra en el café Norabia, señor Zimmermo, puede dejar la respuesta a mi
idea con Tanna, mi asistente personal. Es ella». Y enseguida, sin permitir que
una sola molécula más de oxígeno penetrase en aquellas miradas tórridas,
estrechó rápidamente la mano del editor, tomó a Tanna del brazo y tiró de ella
hacia la calle. Mientras bajaba las escaleras, la muchacha se repetía con un triste
hilo de voz: «qué ojos, qué ojos».
—¡Está hecho! —grita Calcuss apretándose las sienes con los puños—, llama
a P y dile que vaya pensando en la portada, puse la harina, la sal, la levadura, el
agua, mezclé, mezclé, amasé, amasé, amasé, al horno, y ya está el pan, mon frer,
¡esta hogazota me la como yo solito!, ¡jo!, ¡jo!, ¡Tanna, te vas a hartar de follar
con ese maníaco sexual!, qué ojos, mon cher, se comía vivita a la niña, ya se
estaba quedando dormido después del amor, como un gato, ¿qué, como un
gato?, como un tigre, con rayas o sin rayas, da igual, lo importante eran los ojos,
esto está hecho, lo veo, ahora mato dos pájaros de un tiro, con lo asquerosa que
es la caza, ¡y nuestra Tannita!, si la dejo allí se tira al editor responsable encima
de una maceta que había en un rincón, como quien se interna en la selva, yo la
llevaba del brazo por las escaleras y sudaba a chorros, me parecía estar tirando
de una trucha, y el otro, ¡unos ojos!, esto está hecho, sale el libro de P y yo le
suelto a la fiera, ay, ¡qué bruto soy!, decirle fiera a mi Tannita, ¡perdóname,
Tanna, cherie!, sí, le hacía falta encontrarse con un tipo así, como calentón, ¿te lo
cuento?, venga, vale, te lo cuento, el asunto es que a Tanna le hacía falta
encontrarse a un tipo así, como calentón.
—Oye, ¿y si Tanna no hubiera ido contigo?
—¡Anto!, ¡Anto!, ¿qué te crees que soy yo?, ¿un improvisador?, la cosa, la
cosa se me ha presentado en bandeja, y la he cogido, de acuerdo, porque
también estaba preparado para eso, pero si la cosa se hubiera complicado, igual
habría salido bien, porque yo estaba listo para todo, ¡para! ¡todo!, no sé las
novenas que llevo en esto, pero tú me has visto.
Calcuss se calla de repente y boquea como un pez. Acto seguido, taconea
hasta el fregadero, llena un vaso de agua y se lo bebe de un trago.
—Cualquier detalle podría haber sido fatal, era una entrevista corta,
pasional, explosiva, como una carrera de cien metros, cualquier error se paga
caro, salto al escuchar el disparo, ¡pum!, y mis músculos como tensores que
revientan, y resulta que todos mis años de preparación no me sirven para nada,
porque en los primeros diez metros los otros se caen, la gente grita, la gente me
aplaude, y yo voy solo, tengo noventa metros para lucirme, pero claro, no
puedo caerme, no puedo levantar los brazos antes de tiempo, hombre, tampoco
voy a intentar batir el récor, ¿para qué?, voy a ser campeón del mundo dentro
de nada, pero tengo que quedarme entre estas dos líneas, y seguir hasta el final,
así que no me hables de Tanna, porque yo te aseguro que si Tanna no hubiera
estado allí, la cosa hubiera salido por otro lado, yo tenía todos los ases en la
manga y una baraja nueva en el sombrero, simplemente no me hicieron falta, el
arte del mago consiste en tomar el camino más corto, no tengo que demostrar
nada, sé gestionar cosas, es un don natural, pero hasta el mejor cazador, si viene
un ciervo y se le arrodilla, no lo duda, dispara y a otra cosa, nadie, en su sano
juicio...
—Calcuss.
—¿Qué?
—¿Y por qué no gestionas la edición de tus poemas?
El poeta, súbitamente mudo, mira a Anto con ojos profundos:
—El arte es sagrado y lo sagrado no se vende.
11
«La ley es el muro que limita la libertad de las personas. Los políticos son
los arquitectos de ese muro, los gobiernos sus constructores, y los jueces sus
guardianes. Estos tres poderes conforman el aparato del Estado, esa potencia
que mantiene erguido el Muro de la Ley. Encerrados por el mismo, viven dos
tipos de seres: una mayoría de ovejas o civiles, y una minoría de perros pastores
que llamamos policías o militares. Estos últimos cumplen dos funciones
esenciales en la vida del redil: impedir que las ovejas se muerdan entre sí (lo
cual logran por medio de potentes mordiscos), y evitar que salten el muro. Si
una oveja no muerde a otra y no siente deseos de saltar el muro, puede llegar a
ser una oveja feliz. Esto se logra por dos medios básicos: en primer lugar, la
educación, que consiste en desposeer a los corderos de sus instintos naturales; y
en segundo lugar, la información, sin importar que provenga de novelas,
películas, conferencias, libros o periódicos. La información proporciona noticias
terribles procedentes del otro lado del muro, lo que provoca en las ovejas algo
muy común llamado «miedo». Fuera de los terrenos de la ciudad, no existe el
orden sino la mentira, el robo, la traición y el crimen. En definitiva, el mal. Sólo
de este lado del muro se imparte justicia. «Fuera corréis peligro», dijo Golo. Es
bien sabido que por un lado de un muro siempre hay un cobarde. Pues bien, yo
os digo: nosotros somos los cobardes, las ovejas temerosas, y si no
abandonamos el redil para abrazar la libertad, es porque algo perverso nos lo
impide, algo que han inculcado en nuestros corazones desde el primer
momento de nuestra existencia, desde el primer azote. A partir de ese inicial
acto de violencia, nuestra vida es un acostumbramiento forzoso a las
restricciones de la libertad, que culmina en el instante en que nos convertimos
en ciudadanos. Entonces se nos dice que nuestra libertad termina donde
comienza la del otro. Pero esto es falso: mi libertad y la de los demás es un
mismo campo por el que todos podemos correr a nuestro antojo, un paisaje que
los Estados se encargaron de compartimentar en reducidas celdas. ¿Qué
sucedería si un día todas las ovejas de todos los rediles, saltaran a un tiempo los
muros, y alcanzaran la libertad, la verdadera libertad, la libertad sin
restricciones? No pasaría nada grave: los políticos, los gobernantes, los jueces,
los militares y los policías se quedarían sin trabajo. ¿Pero, y las ovejas de dentro
y de fuera, las llamadas ovejas superiores e inferiores?, ¿comenzarían a
morderse unas a otras? El Poder sostiene que sí, justificando con ello su
presencia, pero la Historia demuestra lo contrario. La Humanidad, la verdadera
Humanidad, la Humanidad sin restricciones habita la faz del planeta Erz desde
hace dos millones de años. Si el hombre fuese un animal agresivo por
naturaleza, un lobo para el hombre, como sostenía Jobs, la Humanidad no
hubiera prosperado. Dice Kropotkin, un antiguo anarquista, que el hombre es
hombre porque colabora con otros hombres. Pero quizás ninguna de estas dos
imágenes sea del todo correcta. Existen muchos tipos de personas: desde las
perfectamente inocentes hasta las perfectamente canallas, pasando por una
inmensa tropa de gente buena que arrastra algún pequeño vicio. El hombre, en
circunstancias normales, no es agresivo. Su agresividad procede de la
exposición a situaciones extremas: el hambre, el frío, el hacinamiento, la
violencia.
En consecuencia, no necesitamos la Ley ni por supuesto a quienes la
defienden. No necesitamos vivir hacinados en las ciudades sino cultivar los
campos. No necesitamos a nadie que nos proteja sino un claro sentido de la
justicia. No necesitamos la languidez sino la alegría desordenada, la
inmensurable tristeza, el sereno valor, el canto firme, la hermosa vida y la aún
más hermosa muerte. Por fin, y por principio, no necesitamos el miedo. Porque
con miedo ninguna especie soporta el vértigo de su longeva historia. Lo natural
es lo humano y lo humano es lo natural. Tomad estas sencillas palabras y
arrojadlas al viento: él sabrá qué hacer con ellas».
Viaje a las fronteras del tiempo, pp. 8-11; editorial Tanna, Verona: 610 DRH.
PARTE CUARTA
—
SALIR
1
El autónomo plateado avanzaba a buena velocidad, entre verdes trigales, lo
que le daba el aspecto de un pez marino. El clima era tan agradable que Anto
había suprimido la cúpula. Conducía con gafas oscuras para protegerse del sol
y vestía una camisa blanca cuyas mangas cortas ondeaban al viento. Se sentía
feliz por primera vez en muchos turnos y percibía, como en pocas ocasiones, el
aroma de la libertad. No llevaba música: prefería escuchar el canto de los
pájaros.
Al bajar del autónomo, frente al puesto fronterizo, Anto no pudo reprimir
echar un vistazo a las cabezas de hidra, apostadas sobre el Muro como enormes
pajarracos. La contemplación de aquellas extrañas figuras, complicadas como
todo lo mortífero, tuvo en su ánimo el mismo efecto que el paso de una
guadaña por un macizo de flores. Un olor a nuevo que percibió nada más entrar
en el puesto le hizo encogerse un poco más. En efecto, la alfombra había sido
renovada, lo que le daba aspecto de viejo al mostrador de siempre. Sobre él, una
mano se agitaba junto a una artificial sonrisa. «¡Hola!», decía Margá, una
asistente de fronteras, conocida de Anto. Aquel turno primaveral, la joven lucía
un sucinto plasma de color calipso que dejaba ver su exquisito vientre y las
curvas inferiores de sus rotundos pechos. A la vista de esto, Anto se encogió un
poco más pues recordó cierto episodio sucedido novenas atrás. Sin duda
seducido por la espectacular belleza de la muchacha, Anto la había invitado al
teatro. Pero la cosa no resultó bien. Margá se presentó con un traje bien ceñido y
peinada con un elegante moño alto. Todos los hombres se volvían a mirarla, y él
se sentía orgulloso y feliz. Ya imaginaba el telonazo, el autónomo, los besos, la
entrada al dormitorio y aquel hermoso traje arrugado a los pies de su dueña.
Pero la muchacha se pasó toda la representación preguntando: «oye, ¿ese del
casco con plumas verdes es Galio o Téodor?, ¡ah, vale!, el rey Peridies, ¿y
aquella señora?, la madre, claro, ¿pero la madre de quién?, ¡ah!, la madre del
rey Peridies, o sea, que esa es la madre y ese es el hijo». Cuando no preguntaba,
exclamaba cosas como: «¡qué mantón más bonito!, ¡esa bandera!, mira, la
bandera, ¡qué bonita!, gracias por traerme, ¡qué obra más bonita!, me encantan
las obras donde salen banderas». Al salir del teatro, Margá alcanzó a Anto, que
se había adelantado unos cuantos pasos, y le dijo muy seriamente: «¡quiero que
repitamos!, podemos ir al cine o a pasear por un parque o a comer por ahí o a
tomar un café, ¿vale?». Anto respondió que sí, pero su corazón pensaba de otro
modo. Habían pasado algunas novenas desde entonces, y él, que jamás cumplió
su promesa de llamar a la muchacha, se presentaba ahora en el puesto
fronterizo. Margá, sonriente como siempre, le preguntó: «¿qué te trae por
aquí?», a lo que Anto respondió:
—Quiero salir a darme una vuelta yo solo por la Zona Inferior. Tú sabes si
tengo que hacer algo especial.
—A ver, espera. Voy a avisar a mi jefe, ¿vale?
—Vale.
Margá se levantó de su silla y se acercó contoneándose hasta una puerta a la
que llamó con los nudillos. Luego la abrió un poco y dijo:
—¡Jefe! Turista clase G.
Enseguida regresó al mostrador y añadió con una nueva sonrisa:
—Ahora mismo te atiende. Bueno, cuéntame cómo estás.
Algunos minutos más tarde, llegó hasta el mostrador del puesto un hombre
de unos cincuenta años, con el pelo corto y entrecano:
—Señor.
—Feliz turno —dijo Anto—. Verá, quiero salir a la Zona Inferior y no sé si
tengo que hacer algún trámite especial. Ya he salido en otras ocasiones, enviado
por Exterminio, pero como ahora voy por mi cuenta...
El agente fronterizo parecía haberse quedado dormido con los ojos abiertos:
—O sea, que usted quiere salir.
—Sí.
Y entonces el agente se encaminó a su despacho para regresar, al cabo de un
rato, con una gruesa carpeta azul que depositó en el mostrador. La abrió y tras
pasar algunas hojas, dijo:
—¿Usted viaja solo?
—Sí. ¿Hay algún problema?
—Ningún problema, señor. Ley 123/A/61. En primer lugar, se comprobará
la identidad del solicitante.
Anto conectó su alma al comunicador central del puesto.
—Sí, es el —corroboró Margá.
—De acuerdo. Seguidamente se comprobará que no tenga deudas.
—No tiene.
—Muy bien. Y se le hará conocedor de los siguientes términos: Primero. A
contar de la fecha de partida, el solicitante dispone de seis meses
improrrogables para su reingreso en los Territorios Cívicos. En caso de no
cumplir, será dado por muerto y se procederá a su clonación reglamentaria.
Supuesta la eventualidad de que, con posterioridad a la citada clonación, el
solicitante hiciera acto de presencia en alguno de los puestos fronterizos que
conforman la Red de Defensa del Consejo Civil Mundial, será considerado
inferior a todos los efectos.
—¿Qué quiere decir eso?
—Quiere decir que si tarda más de seis meses en volver, las cabezas de
hidra no le reconocerán y dispararán contra usted. Segundo. El comercio con las
poblaciones inferiores está terminantemente prohibido, lo que significa, a
efectos administrativos, que el solicitante, a la hora de su reingreso, no podrá
portar consigo otros objetos distintos de los que cargue en el momento de su
partida. Esto incluye esclavos. Tercero. Las pérdidas materiales que el
solicitante pudiera sufrir en el curso de su estadía en la Zona Inferior, no serán
cubiertas por institución alguna de prevención de riesgos, según se deriva del
Reglamento de Aplicación de la Ley de Seguros y Reaseguros, 18/Q/208,
artículo 344. Cuarto. A su reingreso, el solicitante se someterá a un chequeo
médico completo y se le hará saber que conforme a la Ley de Salud Cívica, el
Servicio de Salud de Verona no asumirá los gastos que eventualmente pudieran
derivarse del tratamiento de enfermedades adquiridas o accidentes de cualquier
tipo, sufridos en el curso de su estadía en la Zona Inferior. Quinto. Se hará
partícipe al solicitante de los mecanismos habituales de reingreso.
—¿Qué quiere decir esa parte? —preguntó Anto, pero el agente le pidió
paciencia con una mano abierta.
—Sexto y Último. Se recomendará al solicitante la lectura del Reglamento
General de Tránsito Fronterizo de Vehículos y Personas.
En ese momento, el agente sacó de debajo del mostrador un tomo de color
gris y dijo:
—Le recomiendo oficialmente que lea este Reglamento General de Tránsito
Fronterizo de Vehículos y Personas. Enseguida le haré partícipe, oficialmente,
de los mecanismos habituales de reingreso.
Anto protestó:
—No pienso leerme ese mamotreto. Simplemente quiero salir a dar una
vuelta. Ya he salido en otras ocasiones y...
—Lo sabemos: ha salido por esta puerta en seis ocasiones. Cuatro veces más
por la Puerta 1, tres por la Puerta 3 y una por la Puerta 5. En total, catorce veces.
Sin embargo, el caso actual es diferente ya que usted, según figura en nuestros
archivos, siempre salió con escolta militar.
—Bueno, pero ¿qué es tan peligroso?
El agente se rió nerviosamente y miró a Margá:
—Los inferiores —dijo con voz entrecortada—. Los inferiores son lo
peligroso.
—¿Pero por qué son tan peligrosos? ¿Me lo puede usted explicar?
—No hay nada más que ver la tele, hermano.
—No se crea todo lo que sale por la tele. Y ahora, ¿puede hacerme partícipe
de los mecanismos habituales de reingreso?
El tono de voz sarcástico empleado por Anto devolvió al agente su mirada
estática y su boca recta:
—Sí, señor. A continuación, tomaremos fotografías térmicas de sus manos y
de su cara. Le recomiendo oficialmente que en el curso de su salida a la Zona
Inferior no pierda las tres. Puede perder una mano, la cara, las dos manos, o
una mano y la cara. Pero, insisto, no pierda ambas manos y la cara porque las
cabezas de hidra no le reconocerán. En cualquier caso, cuando decida regresar,
asegúrese de que sea de día en la Zona Inferior, pues durante las horas de la
noche, las cabezas de hidra no reconocen a nadie: simplemente disparan sobre
todo lo que se mueve. Por tanto, regrese de día y hágalo del siguiente modo:
avance en línea recta hacia la puerta, observando con atención las cabezas de
hidra, y cuando sobre alguna de ellas se prenda una luz roja, lo que sucederá a
unos trescientos metros de distancia, deténgase y mírela fijamente. Al mismo
tiempo, muestre las palmas de ambas manos con los brazos bien estirados, en
esta postura, y espere. Al cabo de unos segundos, la luz roja cambiará a verde
claro, y entonces podrá seguir avanzando. Hágalo con rapidez, siempre en línea
recta, y al llegar junto a la puerta, espere a que ésta se abra. Aquí debo
advertirle que no tarde en entrar porque la puerta se cierra automáticamente a
los cinco segundos y, bueno, pesa 22 toneladas. ¿Le ha quedado todo claro?
—Sí —respondió Anto—. La única duda es: ¿me tengo que bajar del
autónomo para que las cabezas de hidra me reconozcan?
Al oír aquello, al agente se le llenaron los ojos de lágrimas. Con un pañuelo
que Margá le tendió muy oportunamente se secó los ojos, y tras recomponer su
rostro oficial, encaró de nuevo a Anto. «No hay ningún problema en que...»,
empezó a decir, pero la voz se le quebró. Bajó la mirada, pronunció una
disculpa y se encaminó a su despacho. Pero no llegó a entrar en él. Ante la
puerta, se estiró, respiró con fuerza tres veces, apretó los puños y miró al
intrépido pasajero. Unos segundos después, salía de detrás del mostrador para
tomar a Anto del brazo y llevárselo al cuarto de baño:
—Mira, hermano. Te lo voy a decir clarito aquí que nadie nos escucha. Si tú
eres un imbécil que quiere que le maten o le mutilen, a mí me importa una
mierda. Aunque a los de clonación no les va a hacer ninguna gracia. Eso te lo
digo desde ya. Pero, mira, te lo pido como algo personal, no te lleves ese
autónomo tan bonito porque te lo van a robar en menos de diez minutos. Y
estas gafitas de sol tampoco te las lleves. Ni los zapatos. Ni el alma. Mira, yo he
sido fronterizo todas mis vidas, casi siempre en el ejército y ahora aquí. Y sé de
qué va la cosa. De verdad. Ahí afuera no hay nada interesante.
—Gracias por sus consejos pero tengo derecho a salir y voy a hacerlo.
—Sí, hermano. Ya te lo dije antes. No hay ningún problema. Aquí todos
somos libres de ir y venir. Pero no te lleves el autónomo porque ¿te digo lo que
te va a pasar? Primero, se te van a tirar encima veinte tipos y te van a moler la
cara a puñetazos. Y luego, se van a moler la cara entre ellos pisoteándote las
costillas. Al final, te van a tirar por ahí, y Papá Estado no va a ir a rescatarte.
Pero si dejas tu autónomo aquí, en un aparcamiento gigante que tenemos, y te
vas sin gafas, sin zapatos, y, por supuesto, sin esa estúpida alma, quizás, si eres
un chico listo y tienes suerte, puedas darte un paseíto de una media hora antes
de que alguno de esos ¡hijos! ¡de! ¡la! ¡gran! ¡puta! te arranque la piel a tiras. ¿Te
ha quedado claro?
El rostro de Anto se había ido descomponiendo conforme avanzaba el relato
del veterano, y éste lo notó:
—Ahora sí que me has comprendido, así que voy a aprovechar para darte
un consejo aún mejor. Coge tu autónomo y vuélvete a casa. Hay demasiadas
cosas bonitas en la vida como para andar metiendo las narices en la basura.
Sin embargo, estas palabras tuvieron en Anto el efecto contrario al que
pretendían: provocaron en él de nuevo el ardor, aunque sin llegar a arrebatarle.
Era su primera salida al exterior en solitario, y si bien le habían faltado algunos
elementos de juicio, la decisión se fundaba en un decantamiento reposado de su
espíritu. Novenas completas de sentimientos y presentimientos se concentraban
allí, en aquel cuarto de baño donde había quedado solo tras la marcha del
agente. Atrás quedaban muchas experiencias: sus charlas con Vogchumián y
sus recuerdos del pirata milt que vio en el circo, las palabras de P en su Viaje a
las fronteras del tiempo y la hondura que en ellas aprendió a descubrir, Tanna y el
cambio de vida que su conocimiento había disparado, Calcuss y la fuerza de su
tesón, La Niña Azul: su guía personal. Siempre que se desviaba del camino
correcto, La Niña Azul se le aparecía con un gesto de reproche. Por el contrario,
cuando seguía a su corazón, todo permanecía tranquilo. Así lo había escrito
muchas veces en su diario, y ya era incapaz de olvidarlo. Su camino vital
circulaba por una ladera de fuerte pendiente. Hacia arriba quedaba todo
aquello que era incapaz de hacer; y hacia abajo todo lo que sí podía hacer pero
no quería o no se atrevía a hacer. ¿Dónde quedaba el hecho salir a la Zona
Inferior en solitario? Evidentemente, dentro de lo posible y de lo deseado. Pero,
¿estaba al alcance de su atrevimiento? ¿Estaba verdaderamente al alcance de su
atrevimiento? «Sí —se dijo Anto— aunque tenga que tragarme otros dieciocho
años de internado». Y al socaire de este pensamiento, notó cómo el buen ánimo
volvía a él.
A los pocos segundos, se acercaba al mostrador y le pedía a Margá que
avisara de nuevo a su jefe. La muchacha lo hizo, y cuando éste salió de su
despacho, Anto le preguntó:
—¿Dónde me van a tomar las fotografías térmicas?
Para pasar bajo la pesada puerta de cemento, Anto dio un brinco que le
produjo en los pies cierto dolor metálico pues iba descalzo. Su elegante
pantalón y su camisa blanca presentaban ahora algunas manchas de tierra, lo
mismo que su cara y su pelo. Parecía como si acabara de despertarse de la
borrachera más turbulenta de sus vidas, lo cual era cierto en algún modo. El
hondo golpe de la Puerta 2 de Verona al cerrarse le dejó solo ante los
montículos de escombros, un paisaje ya conocido por él. Sin embargo, no se
atrevía a separarse de la puerta. Fue el repentino chirrido de una de las cabezas
de hidra lo que le indujo a ponerse en marcha. A unos trescientos metros,
comenzaba una hermosa pradera salpicada de arbustos que trajo a la memoria
de Anto la primera frase del libro de P: «Somos el cáncer del mundo». Se vio
entonces dejando atrás el borde de un punto negro, ese punto que en los mapas
significa el Estado de Verona. «El sol está alto —se dijo—. Hay tiempo para
muchas cosas, incluso para morir». Y con tal ánimo, se encaminó al suroeste por
una senda que se dibujaba en la pradera. Quería ir a la meseta donde vio a La
Niña Azul por primera vez, recorrer aquel lugar de nuevo y situarse en el punto
donde ella estuvo. Quizás la niña viviera cerca. Quizás podría hablarle y
acariciar su carita redonda. Quizás esto y quizás lo otro, pero con toda certeza
descubrió que por la senda avanzaba hacia él, con bastante rapidez, una oscura
figura de forma humana. A Anto se le aceleró el corazón de repente pero
empezó a calmarse cuando se percató de que se trataba de una vieja. Iba vestida
de negro y llevaba un pañuelo atado a la cabeza. También llevaba una cachava
que evidentemente no necesitaba para caminar. Cuando la vieja llegó a la altura
de Anto, se detuvo y mirándole con fijeza, le preguntó:
—¿Qué te ha pasado? ¿Por qué andas con la ropa así? ¿Te ha atacado
alguien?
—No.
—¡Ah! —exclamó y siguió su camino.
Poco después, Anto descubrió que venían hacia él, por el mismo camino,
dos hombres jóvenes, muy parecidos entre sí. Llevaban sombrero de paja,
camisa clara, pantalón oscuro y botas de cuero. A Anto no le dio tiempo a
pensar. Bajó la cabeza y continuó caminando en actitud sumisa. Quizás por esto
mismo, casi a la altura del encuentro, uno de los dos se rió de él. El otro, sin
embargo, le dio los buenos días. Y ambos pasaron de largo. Anto no pudo
contestar al saludo porque la voz le falló. Segundos después, jadeando por
verse aún vivo, escuchó a sus espaldas unas carcajadas que le supieron a música
celestial. Cuando se volvió, aquellos dos hombres ya se alejaban.
A lo largo de muchos metros, el desastroso caminante avanzó sin
encontrarse con nadie. Iba por una senda de tierra caliente. Respiraba. Tenía
sed. Estaba vivo. Sonrió sin querer y miró al cielo. Un poco más allá, bajo una
tenue nube de polvo, descubrió el primer rebaño. Se oían los balidos de las
ovejas, mezclados con los gritos de los pastores y los ladridos de los perros.
Pensó en P. Cuando le contase que había salido solo a la Zona Inferior, y que
había encontrado uno, dos, tres rebaños de ovejas, con perros y pastores... Allí,
dos zagales jugaban con sus cayados. Allá, un viejo miraba a lo lejos haciendo
visera con las manos. Y más allá, cuatro mujeres cruzaban el camino cargando
cada una con un cesto. Las cuatro llevaban pañuelos de vivos colores, vestían
mantos de lana y largas faldas oscuras.
Anto miró hacia atrás y comprobó, con sorpresa, que el Muro ya no se veía.
Ante él, se extendía el campo. A su izquierda, crecía un paisaje de colinas, y a su
derecha, se difuminaba el horizonte. Poco más allá, divisó la meseta que andaba
buscando pero al llegar arriba, su cara se nubló. La zona donde Adel encontrara
el yacimiento de chatarra, se había convertido en un campo de trincheras,
taludes y hondonadas, algo parecido a la carcasa de un animal muerto. Por
todas partes se veían montones de tierra revuelta con piedras y raíces, y en el
centro, una pista circular de aterrizaje. En sólo unos segundos desfiló ante los
ojos de Anto la historia completa del saqueo: Adel saltando de alegría por el
descubrimiento y entregando un informe a sus jefes, los ovis despegando, los
militares controlando la meseta, las excavadoras removiendo la tierra, las grúas
cargando la chatarra... Anto no quiso quedarse allí ni un segundo más.
Bajaba ya por la ladera, cuando oyó a su izquierda una voz:
—¡Eh, tú! Ven aquí.
Anto se detuvo y miró. Era un hombre con poncho que estaba sentado tras
unas matas. Tenía los carrillos gruesos, los ojos bastante juntos y las cejas muy
pobladas:
—¡Ven aquí, hombre, que no te voy a comer!
Anto se acercó a él.
—Ea, siéntate. A ver, ¿qué te ha pasau? ¿Por qué vas descalzo? ¿Eres pobre?
Ven, hombre, te voy a dar algo pa comer.
Y rebuscando en un morral que llevaba, sacó un pedazo de queso que le tiró
a Anto entre las manos. Detrás llegaron un trozo de pan duro y un poco de
tocino rancio.
—¿Pa qué está la comida sino pa comela, verdá? Bueno, ahora cuéntame de
dónde vienes con esas pintas. ¿Qué te ha pasau?
Anto no supo qué responder, así que para no defraudar a aquel hombre, se
puso a roer el mendrugo de pan. Al poco tiempo, sin embargo, notó que él le
miraba con extrañeza:
—¿Tú eres mudo?
—No.
—Ah.
—¡Qué calor hace!, ¿eh?
—Sí, hombre, sí. Mucho calor.
—¿Y usted a qué se dedica?
—Yo soy pastor. Toa mi vida he sío pastor y me moriré siendo pastor. Es,
como si dijéramos, lo que yo oficio. ¿Me entiendes?
—¿Usted cuida esas ovejas de ahí?
—Ahora no. Las cuidaba. Pero ya no. Va a llover. Este viento trae lluvia.
Pasau mañana te veo resfriau. ¿Tú no tiés manta de lana?
—La he dejado escondida.
—Ah, te estás quedando ahí arriba, en las minas. Es buen sitio. ¿Aónde
quiés ir?
—No sé. Oiga, ¿usted sabe esquilar ovejas?
—Claro, hombre. ¿No ves que soy pastor?
—¿Y cómo se esquila una oveja?
—¡Andá, mi madre! ¡Pues esquilándolas! Coges una oveja y la esquilas.
Tristrás, tristrás.
El pastor apretó de nuevo la bota y tragó el vino a destajo. Cuando se retiró
el pitorro de la boca, gritó:
—¡Yo soy un buen pastor! ¡El mejor! ¡Y aquí me tiés, más triste que una puta
vieja! Oye, que yo le robé, le robé. Claro que sí. Pero fue un jodío corderuco más
flaco que un deo. Y además, se iba a morir. Si será agarrau el muy hijoeputa.
Le pasó la bota a Anto para poder continuar con sus aspavientos:
—Me dijo: veste de aquí anter de que te cuelgue de un palo. Y yo le dije:
¡hijoeputa, hacen falta muchos como tú pa colgarme a mí! Y me echó a los
perros, oye. Claro, que a mí los perros no me hacen ná. Y eso. Aquí estoy ahora,
esperando a que se escape una oveja pariéra, pa agarrarla y llevársela a mi
patrón.
—¿Esos rebaños son de su patrón?
—Sí, hombre, de mi patrón. Digo yo que si se escapa una oveja y yo se la
devuelvo. Digo yo que me perdonará, ¿no? ¿No será tan hijoeputa?
Así habló el pastor y su cara se oscureció de repente: se adelantaron sus
labios un poco y sus ojos, cada vez más brillantes por el vino, se clavaron en las
ovejas que formaban corros para sestear en la llanura. Al poco, carraspeó y
pidió la bota.
—Qué barbaridad han hecho ahí arriba, ¿no? —dijo Anto.
—¿En las minas?
—Sí.
—¡Mejor la hicieron en Mist!
—¿Y qué pasó en Mist?
—Tú no eres de por aquí, ¿verdad?
—No, soy del norte. ¿Por qué?
—Porque si fueras de por aquí, sabrías lo que pasó.
—¿Y qué pasó?
—Pues una salvajada, hombre. Una verdadera salvajada. Pero los
superiores esos de los cojones un día nos las van a pagar toas juntas. Eso te lo
juro yo, por mis benditos hijos. A mi madre la tién ellos. No te digo más. ¡Si
serán hijoeputas! Pero yo un día voy a coger una maza y voy a echar la puerta
abajo. ¡Ya verás cómo la echo! Por mis cojones. ¿Y tú, qué?
—¿Yo?
—Sí, hombre. ¿Tú qué dices?
—Yo no digo nada.
—Bueno, pues yo digo que sí. Que a los superiores los vamos a colgar a tos
de los cojones, si es que tién cojones. Y si no tién cojones, pues de lo que tengan.
Ahí está. Y se la llevaron en mis narices. Yo tenía once años. Dicen que no los
matan ni ná pero yo qué sé. No la voy a volver a ver. ¡Qué jodío es el mundo!,
¿no? ¿Tú quiés saber lo que pasó en Mist? Pues te lo voy a contar, hombre. Pa
que aprendas cosas de por aquí. Pos un día llegó una tropa platos y se pusieron
a bombardear, ¡toma!, ¡toma!, ¡toma! Dos hermanos míos se me murieron allí.
Yo no los quería a ninguno porque siempre fueron muy hijoeputas conmigo.
Pero ¡hombre!, ¡eran mis hermanos! Eso. Se pasaron to un día bombardeando. Y
por la noche ya no quedaba ná. ¡Así! ¡To plano! Se murieron tos o casi tos. ¡Y yo
me cago en los superiores! No por lo de mis hermanos. Por lo de mi madre. Eso
no se le hace a un zagaluco de once años. A esa edad se sufre mucho, hombre,
¡mucho!
Al escuchar aquella historia, Anto comenzó a sentirse culpable pensando en
la suerte que hubiera podido correr en Verona la madre de aquel pastor. Por un
lado, quería poder ayudarle, quizás tratando de localizarla. Pero, por otro lado,
le molestaba implicarse en las desgracias de un desconocido.
—¿Cómo se llama su madre? —preguntó por fin.
—Carmen.
—¿Y su apellido?
El pastor no respondió enseguida. Volvió la cara despacio y dijo: «Dios sabe
más y pregunta menos». Un instante después, se echaba a reír como un loco.
Había llegado el momento de partir, así que Anto se levantó y dio forma a
una excusa que sonó precisamente a eso:
—Tengo que volver antes de que anochezca.
Luego le tendió la mano al pastor, pero éste no la tomó.
Cuando ya bajaba por la ladera de nuevo, Anto escuchó el grito que el
pastor le dirigió, y las risas que su propio chiste le causaron:
—¡Hasta luego, Cenicienta!
2
Saltándose a la torera el protocolo que Calcuss había definido para ella,
Tanna se presentó un día en la oficina de Zimmermo y se lo llevó a cenar sin
resistencia. Como la bomba que explota por culpa de un pequeño detonante,
aquella primera cita de ambos se convirtió en una ola de calor en la que muchos
se vieron implicados. Y no porque les gustara el sexo colectivo, sino porque les
resultaba imposible el silencio. A cualquier hora de cualquier turno, toda la casa
se llenaba de gemidos, risas y gritos de guerra. Para mí la pérdida fue grande
porque a partir de aquel momento no pude disfrutar tanto de mi amiga.
Con el trabajo tuve suerte o algo parecido porque al primer currículum que
mandé, me contrataron en DW, una editorial médica. Los primeros días los
dediqué a conocer el catálogo pues mi trabajo consistía en vender aquellos
libros por las ciudades de nuestra región. Acabé con el estómago revuelto. Las
ilustraciones de los libros eran tan explícitas que a uno le daba vértigo ser tan
horrible por dentro o poder llegar un día a padecer aquellas enfermedades.
Terminé por odiar el color rojo, predominante en aquellos libros. Pero era lo
que había y no era del todo malo. Mi jefe se llamaba Dagain y se pasaba media
vida escribiendo en un ordenador de teclado mecánico. La otra mitad de su
tiempo lo dedicaba a sembrar mal ambiente en la oficina. A mí me decía que yo
quedaba por encima de la chica que mandaba los pedidos. A ésta le decía que
sin ella nadie comería en aquella empresa. Y a los de administración les tenía
convencidos de que eran el alma de la empresa, «vosotros, y no esa idiota, que
no sabe hacer la o con un canuto, ni el pobrecito del maletín». El pobrecito del
maletín era yo. Mi trabajo consistía en viajar y vender. Viajaba cinco días y
descansaba dos, a la antigua. Si salía a hacer la ruta norte, por ejemplo, tomaba
un ovi, me plantaba en Boño y una vez allí, me dedicaba a recorrer, en las
primeras horas, los despachos de los médicos más famosos de la ciudad para
ofrecerles nuestras publicaciones. Durante la segunda mitad del turno visitaba
las librerías especializadas, y si me sobraba tiempo, alguna generalista, por si
acaso. Luego me iba al hotel, cenaba y a la cama. Al despertarme, me iba al
ovipuerto, tomaba otro ovi y volaba a Nonne, Bilbis, Ossa, Tamayo o la ciudad
que tocase. Médicos. Librerías. Hotel. Ovi. Médicos. Librerías. Hotel. Ovi.
Acabé tan chiflado que tenía que ponerme un mensaje con el nombre de la
ciudad en la que me acostaba para saber dónde estaba al despertarme. Pasé un
año bajo este estricto régimen y sólo me quedó una lección bien aprendida:
jamás le digas al lobo que hay un lobo cerca.
Primer episodio. El señor Dagain, encargado de la intercívica DW para
Verona y ciudades próximas, sostenía inmejorables relaciones comerciales con
una imprenta que se llamaba Yorki. A mí me sorprendía que esta imprenta se
adjudicase, vez tras vez, la impresión de los folletos publicitarios y de alguno
que otro libro, siendo que sus precios eran el doble que los presupuestados por
otras empresas del sector. Claro que cualquiera, por poco sagaz que sea, deduce
que la parte sobresaliente de lo habitual sobra y que, por tanto, hay que retirarlo
de algún modo (por ejemplo, robándolo). De este modo, si un sujeto A
encomienda a un sujeto B un trabajo que vale 1 pero le paga 2, es porque
supone que el sujeto B estimará que ese 1 sobrante debe ser repartido bajo
cuerda en las proporciones adecuadas. Este sencillo mecanismo, que podría
entender hasta un niño, lo comprendía en aquella empresa todo el mundo
excepto yo.
Segundo episodio. En cierta ocasión, llegué a la ciudad de Trévere llevando
un diccionario técnico que acababa de salir. Nada más aterrizar, me fui a ver a
los mejores médicos de la ciudad pero resultó que todos lo tenían ya. «¿Cómo?
¡Si es una novedad editorial!» En una librería me enseñaron mi novedad. Se la
había proporcionado un distribuidor de Verona que se llamaba Domingo.
«Aquí tenemos al pájaro —me dije—. Seguramente consiguió las galeradas y las
mandó imprimir para distribuir copias piratas por canales ilegales. Esto tengo
que contárselo yo a Dagain en cuanto vuelva a Verona. Ya verás la medallota
que me gano».
Tercer episodio y último. De vuelta a Verona, le conté todo a mi jefe, y tres
novenas más tarde, me despedían sin más ceremonia que la entrega de un sobre
azul. Me faltaban sólo dos novenas para cumplir un año en mi puesto y había
logrado que las ventas aumentasen en un 380%.
Poco después me enteré de que a Dagain le habían despedido por piratear
obras de la propia editorial. Un negocio sencillo. Dagain mandaba imprimir a
su amigo Yorki el libro en cuestión al precio acostumbrado, es decir, el doble de
lo común, y le pedía que, aparte del billetito habitual, le tirase unos cuantos
cientos de ejemplares más de los estipulados en el contrato. Pongamos que ocho
mil ejemplares eran impresos a pleno sol y mil más a la luz de los espejos
orbitales. Ya tenemos a Dagain con unos cuantos ejemplares fraudulentos de un
libro que se puede vender muy bien. ¿Qué hace entonces con ellos? ¿Coge una
manta y se pone a venderlos en el Anillo? No. Se los endosa a un distribuidor
amigo suyo. ¿Quién? Domingo. Cerrado el círculo, puede comenzar el
bombardeo. Pero yo tenía que intervenir: «Oiga, señor Dagain, alguien nos está
robando. Hay un lobo que se dedica a piratear nuestros libros. ¡Jefe, qué orejas
más grandes tiene!» «Son para oírte mejor». El trabajo en el ministerio era
aburrido y sucio. El trabajo en DW era muy aburrido y muy sucio.
También me dediqué una temporada a vender enciclopedias. La empresa se
llamaba FEQ y era como la Galería de los Horrores. Mi jefe era un gordito con la
piel de la cara hinchada, como todos los raizómanos, y el blanco de los ojos de
color rojizo. Otra particularidad física suya era que cuando se reía con fuerza, a
veces también al estornudar, se le caía un diente (siempre el mismo, por suerte).
En la mayor parte de las ocasiones, el diente caía en sus manos pero, otras, iba a
parar a sitios más complicados: un libro abierto, una cartera de cuero, un plato
de puré. ¡Bonita forma de comer! Lo pienso y me río, pero se me congela la risa
cuando caigo en la cuenta de que yo también pertenecía a aquello. ¿No era yo
acaso un monstruo entre monstruos?
Uno de mis compañeros era un chico bajito y rubio que tenía un modo de
caminar muy enérgico. Solía vestir plasma blanco, como los ortodoxos, y debía
de serlo porque en un bolsillo llevaba siempre una estampita del martirio de
Magistrato. Este muchacho no perdía los dientes pero los tenía picados, lo cual
no le impedía reírse a cada rato. Era simpático. Contaba buenos chistes y le
gustaba que se rieran con él. A veces, me daba la impresión de que imitaba a los
ortodoxos, con sus violentos ademanes, y me daban auténticos ataques de risa.
Entonces tenía que ir a pedirle perdón, y él, en esos momentos, ponía una cara
de incomprensión que consistía en bizquear y transformar su boca en una
pequeña o.
El tercer vértice del triángulo de los horrores lo ocupaba, con todo derecho,
un tipo que tenía el pelo ralo, la frente grande y los ojos pequeños. Miraba todo
el rato hacia los lados y se reía sin torcer la boca. Padecía de psoriasis, lo que le
afeaba mucho las manos, y tenía un tic que le obligaba a bajar la cabeza a cada
rato. A lo mejor no aguantaba el cuello del plasma.
Nuestro trabajo era atroz. Servíamos un turno y medio y descansábamos
otro tanto, con un día festivo por cada nueve. Ganábamos a comisión y no
teníamos vacaciones. Duré cuatro meses. Buena gente mis compañeros. Los
recuerdo con mucho cariño.
El libro de P, Viaje a las fronteras del tiempo, se publicó en la editorial Tanna,
fundada por Zimmermo a instancias de Calcuss. Ambos, que llegaron a ser
grandes amigos, se reían al recordar los detalles de aquella famosa entrevista y
de sus intrincados preparativos. El poeta llegó incluso a revelarle que le había
espiado en el baño del café Norabia, pero al editor no pareció importarle. Estaba
muy enamorado de su muchachota y todo lo perdonaba. Desde la base común
de la amistad, leyó algunos poemas suyos pero nunca los publicó; en primer
lugar, porque no llegaron a fascinarle y, en segundo lugar, porque Calcuss no
estaba en disposición de publicar nada. Él escribía para la gente, sin
intermediarios y sin estipendios. Cuando alguien le «inducía» un poema, lo
realizaba sanguíneamente, lo entregaba y se olvidaba de él para siempre.
Cuando algo le «sobrecogía», una escena callejera o una idea, plasmaba su
sentimiento en un papel que guardaba entre las páginas de un libro. Sus obras
eran como luciérnagas que revoloteaban sobre un paisaje sólo revelado a sus
ojos.
3
Miguelito escribe, sentado a la mesa del señor Anto. Toma la pluma con la
mano izquierda, y mientras la moja en el tintero, lee en voz baja el texto que
está copiando: un pequeño tomo manuscrito. Más allá de la mesa, de pie junto a
la ventana entreabierta, se encuentra el viejo. La temperatura es más alta que en
días anteriores pero no se puede salir porque todo está mojado. La nieve
chorrea de las ramas de los árboles y al señor Anto se le llenan los ojos de
lágrimas. En su cara no hay muecas de dolor. Es un llanto sereno o plácido.
—Señor Anto —dice Miguelito.
—¿Qué quieres? —responde el viejo sin volver la cara.
Pero el niño reconoce la tristeza en la voz y se acerca:
—¿Qué le pasa? ¿Por qué está llorando?
—Es por los recuerdos.
El niño lo mira en silencio. Nunca ha visto llorar a un hombre. Su padre
siempre dice que los hombres no lloran, y ahora resulta que no es verdad.
—Sigue a lo tuyo —le ordena el viejo.
—¿Llora porque está triste?
—Sí, porque me acuerdo de cosas tristes.
4
«¡Te llama Belachkian! ¡Te llama Belachkian! ¡Te llama Belachkian!» Anto se
incorporó en la cama, de un golpe. Estaba despeinado y tenía los ojos rojos.
—Contesta —logró decirle a su alma entre toses.
—¿Qué pasa? ¿Ya no te dignas a contestar a los amigos?
—Estaba durmiendo. ¿Cómo va todo?
—Bien. Mucho trabajo, como siempre. Oye, los Turnos los vamos a pasar en
la Puerta 2.
Al nuevo Anto le molestaba que hiciesen planes para él, pero en especial si
quien los hacía era Belachkian. Su modo de hablar solía ser oclusivo, lo que
producía la necesidad de darle muchas negativas y confería a la conversación
un tono de conflicto. Quizás por esto, Anto respondió con cierta agresividad:
—Oye, hermano, ¿no podrías decir las cosas de otro modo?
—Vamos, Anto, no te pongas exquisito.
—No es ser exquisito, oye. No te costaba...
—¡Tú sabes que yo soy así!
—¡Déjame hablar por lo menos!
—Pero es que sé lo que me vas a decir.
—No lo sabes. Yo estaba durmiendo tan ricamente y tú me llamas para
darme órdenes. ¿Qué te crees?
—No es una orden. Es una invitación. Pero si no quieres venir, tú te lo
pierdes. Van a estar Immo y P. Y lo vamos a pasar genial, así que chao.
—¿P va a ir a los Turnos? No te creo.
—Oye. ¿Me estás llamando mentiroso? Le dejé un mensaje y me ha
confirmado. Así que no jodas. Nos juntamos en mi casa a las cuatro, y yo os
llevo porque aquello va a estar fatal para aparcar. A ti te toca traer el vino y las
bebidas. Muchas bebidas. Y que estén bien frías, que el año pasado pasé más
sed que un perro. Ea, adiós.
5
—Pues claro que salía mucho, Miguelito. Siempre que podía. Si hasta me
hice un disfraz y todo.
—¿Y eso por qué?
—Para no llamar la atención. Los inferiores no querían a la gente de mi
ciudad, porque los superiores, cuando los pueblos crecían demasiado, salían a
destruirlos. Mucha gente había perdido a sus familiares. Yo no era responsable
de esas salvajadas pero tenía miedo de que alguien quisiera vengarse conmigo.
Por eso me vestía de inferior. Vogchumián me hizo una camisa con tela de saco.
Y unos pantalones. Luego, yo me tejí un jersey de lana. Pero me quedó tan
pequeño que cada vez que doblaba los brazos me dolían los codos. Se llamaba
La Coraza.
—A mi abrigo de piel, el que usted me regaló, yo también le puse nombre.
Se llama Señor Anto.
—Muchas gracias. Me siento muy honrado. También me hice unas sandalias
de cuero. Y luego Vogchumián me cosió un morralito. La primera vez que salí
disfrazado, la gente ni me miró. Así que empecé a hacer lo mismo que los
demás. Cerca de la Puerta 2 había unos vertederos donde se tiraba la peor
basura de Verona. Todos los días salían camiones con cosas que no se podían
reciclar y alguna gente de por allí cerca iba a rebuscar. Una vez me encontré la
cabeza de una muñeca y la cambié por un pan. Era divertido rebuscar. Pero
había que tener cuidado porque allí iba gente que se dedicaba a ello todo el
tiempo. Una vez, una vieja me tiró una piedra para asustarme. Estaba muy loca.
La llamaban La Rata. Era la que más se acercaba a los camiones. Insultaba a los
conductores y a los policías. Y todos nos reíamos. Ellos también.
6
En cuadro aparece una pared pintada de azul y una silla de metal. Entra
Vogchumián y se sienta. Mira a la cámara con semblante serio pero para pensar
busca las palabras en un nido que forman sus manos:
—Nací al norte de Ossa. En las montañas. En un pueblo que se llama
Mitende. Mi madre era maestra. La habían traído de Kafkás donde pertenecía a
un comprador de pieles. Un día, se escapó con unos vendedores de pescado. La
metieron en el carro, entre la carga, y luego la soltaron. Mi madre llegó a
Mitende y allí se quedó. Teniendo yo nueve años, llegaron al pueblo unos
jinetes que querían llevarse las vacas y hubo una guerra. Yo vi a un muerto.
Estaba tirado en un corral. Había un perro blanco chupando la sangre. También
vi una casa ardiendo. Me acuerdo sobre todo del ruido. Cuando se llevaron las
vacas, nos quedamos sin leche. Sólo había castañas y una harina de color gris.
Mi madre preparaba gachas con esa harina. Yo tenía la tripa cada vez más
hinchada y me dolían las piernas. A mi madre, también. Luego nos fuimos a un
pueblo que había cerca del muro de Ossa, y allí nos acogió un hombre. Mi
madre tuvo con él otro hijo. Pero luego se puso enferma. Yo quería pasar a verla
pero no me dejaban. Sólo pude entrar una vez. Parecía una vieja. Tenía el pelo
mojado y estaba muy blanca. Me cogió de la mano y me acarició la cabeza
muchas veces. Entonces me dijo que ella era una princesa de Kafkás. Y que yo
también era un príncipe, y que siempre lo sería, pasara lo que pasara. Luego me
soltó y alguien me sacó de la habitación. Me subieron a un carro, con otros
niños, y nos llevaron al muro. Allí nos entregaron a una funcionaria de
natalidad. Había muchos soldados. Nos metieron en un bus y entramos en
Ossa. Lo siguiente que recuerdo es una casa de cristal. Nos desnudaron y nos
bañaron. Nos sacaron sangre. Nos tomaron fotografías. Un médico me miró los
ojos, los oídos y la lengua. Nadie hablaba conmigo y una vez que dije algo, me
pegaron con una correa. Luego nos dieron ropa nueva. Olía muy rara. Mucho
tiempo después me enteré de que era de plasmón. A uno de los niños que entró
conmigo no lo quisieron. Pero a los demás sí. Nos metieron de nuevo en el bus
y nos llevaron a la ciudad, a un edificio muy grande. Allí viví tres años.
Comíamos bien y siempre teníamos ropa limpia. Pero no podíamos jugar. Yo
lloraba mucho. Unos funcionarios nos enseñaban a barrer, a lavar los platos y a
fregar los váteres. Tampoco podíamos hablar. Pero yo, por las noches, decía
cosas en voz baja. Otra travesura que hacía era leer. Todo lo que viera. Si un
cartel decía «Pabellón C», yo lo leía. La ropa traía etiquetas. También leía los
envases. Luego nos enseñaron a coser botones, a hacer camas y a cocinar. Lo
primero que aprendí a cocinar fue arroz. Luego, huevos duros. El cocinero era
un buen hombre. Nunca hablaba con nosotros pero a veces sonreía. Con él
aprendí mucho. A los doce años, empecé a trabajar. Me vendieron a una mujer
que tenía un restaurante en la estación. Era una mala persona. Me tenía
encerrado en la cocina con otro siervo, lavando platos sin descansar. Me pegaba
mucho y me ataba con una cadena. Yo lo hacía todo llorando. Una vez tuve la
oportunidad de escaparme pero no me atreví. Cuando ya no podía aguantar
más, me echaba a dormir debajo de la mesa de la cocina. El otro siervo era mi
cómplice. Si venía el ama, me despertaba. Pero una vez me despertó el ama a
patadas porque el otro también se había quedado dormido. Duré poco allí. Me
puse enfermo y ella me vendió. Cumplí los trece años recogiendo maíz en la
hacienda del señor Minolta, también en Ossa. Aquello me parecía el paraíso en
comparación con el restaurante de la estación. Se me rajaban las manos porque
no sabía arrancar bien las mazorcas, pero era feliz. Cuando llovía, miraba al
cielo. El señor Minolta comprendía que los inferiores teníamos que descansar,
así que había un barracón para nosotros. Siempre tenía más de veinte peones. A
él no le gustaban las máquinas. Cuando entré a trabajar en la hacienda, yo era el
más pequeño de todos. El siguiente era Moltó, un chico de unos quince años.
Pobrecito. Tenía la mentalidad de un niño de tres. Fue mi primer amigo en
Ossa. Yo hablaba con él y él conmigo. Siempre trabajábamos juntos y nos
reíamos. Él se reía con la lengua fuera y con los ojos cerrados, muy apretados.
Sólo cuando dormía parecía normal. Se enroscaba como un perro, y yo me
echaba a su lado porque daba mucho calor. Todos los peones del señor Minolta
dormíamos en el barracón. Nadie podía salir en las horas de descanso, así que
hablábamos, cocinábamos, y a veces peleábamos. Era una vida dura pero
agradable. Pasé veintisiete años allí. Y un día, el señor Minolta se murió, y su
albacea nos vendió a todos a la ciudad de Verona. Mi siguiente amo fue usted.
¿Se acuerda del día en que me compró? Usted era sólo un muchacho. Iba con su
hermano Immo. Yo noté que usted me miraba. Pero su hermano le dijo que yo
era demasiado viejo. ¡Fíjese ahora! Luego siguieron adelante y estuvieron
mirando a otro. Discutieron el precio con el tratante. Pero yo sabía que usted me
iba a comprar a mí. La próxima novena va a hacer veinte años.
7
Anto caminaba con pasos largos. Calzaba unas toscas sandalias sobre las
que bailaban unos pantalones de saco, y vestía un jersey de lana negra
demasiado estrecho. Llevaba al hombro un pequeño morral, y su cara alta
avanzaba sobre un fondo de paredes de adobe, puertas de madera y ventanas
sin cristales. Más adelante, dobló una esquina, dibujada con sillares blancos, y
se detuvo ante un portón, abierto de par en par. Junto a uno de los
guardacantones, dormitaba un perro que abrió los ojos sólo un momento.
Adentro se veía un patio empedrado y un caserón grande de piedra con
soportal. Era la posada de Caldera, un pueblo inferior situado a unos cinco
kilómetros de la Puerta 2 de Verona. Anto cruzó el patio y entró en la posada.
En un salón penumbroso, lo recibió de espaldas un hombre rechoncho que
limpiaba las mesas con un paño. Se enderezó, se echó el paño al hombro, y sin
siquiera mirar al recién llegado, salió por una puerta que se abría al fondo. A
ambos lados de la pieza, había mesas bajas de madera, rodeadas de taburetes y
bancos. El suelo estaba brillante por la grasa y el techo negro por el humo.
Apoyada en la pared, descansaba una tinaja de barro que parecía el capullo de
una mariposa gigante. Cuando el posadero volvió, traía en sus manos una jarra
de vino y un tazón de barro.
—¿No se sienta? —preguntó, a lo que Anto respondió soltando su morral en
una mesa y acomodándose en un banco. El posadero dejó entonces la jarra y el
tazón en la mesa, y se quedó mirándole:
—¿Con qué va a pagar?
—Con setas —dijo Anto y mostró el contenido de su morral.
El posadero revisó las setas, desechando algunas:
—Esas se las puede comer usted, sobre todo si quiere morirse. Las demás sí
me valen. Cuando se acabe esta jarra, le traeré otra, que es lo justo.
Acto seguido, embolsó en su mandil las setas escogidas y puso rumbo a la
cocina. Pero Anto le retuvo:
—Oiga, ¿y si me trae mejor un platito de setas?
Sin pensarlo mucho, el posadero respondió:
—El trato es éste: una jarra de vino, que ya la tiene, un plato de setas y un
huevo frito. Lo justo es lo justo; y si no es justo, no es justo, ¿verdad?
—Verdad.
Acababa de salir el hombre del salón, cuando se oyeron voces en el patio y
pisotones en el soportal. Eran dos zagales que, nada más entrar, tiraron un
queso sobre una mesa y se aplicaron a desenroscar las boquillas de sus botas de
vino para que se las rellenasen. Luego gritaron: «¡Saavedra!»
Poco después, cuando ya se marchaban, el posadero recogió el queso, se
acercó a Anto y le dijo:
—Así son los solteros. Todo lo que ganan se lo beben. Pero yo ya se lo tengo
dicho. Cuando os caséis, os van a poner derechos como velas —pero de repente,
algo cambió en su rostro y, mirando a Anto con ojos curiosos, añadió—: Usted
es de Verona. Huele igual que unos expertos que vinieron aquí una vez. ¿Cómo
se ha escapado? ¿Es cierto que hay un túnel? ¡Vamos, cuéntemelo! Yo puedo
ayudarle a encontrar a los suyos.
Fue entonces cuando por primera vez tomó la palabra el nuevo Anto,
alguien mucho más intuitivo y sagaz que el de siempre:
—Le voy a contar la verdad, señor, porque usted parece un hombre
honrado.
—Eso, ¡cuente, cuente!
—Usted tiene razón. Yo soy de Verona.
—¡Lo sabía! A mí la nariz no me falla nunca.
—Pero no soy lo que usted cree. No soy un esclavo fugitivo. Soy un
superior.
Al oír aquello, el posadero se estiró al tiempo que abría mucho los ojos y un
instante después, se echó a reír como un loco. Con aquellas mismas carcajadas
salió del salón, y Anto quedó solo, reflexionando sobre las sutiles fronteras que
separan lo ficticio y lo real. La circunstancia hacía la diferencia. Decir «¡soy un
superior!» en el Nudo de Verona equivalía a no decir nada, mientras que en la
posada de Caldera y tras la fantástica intuición del posadero, la frase adquiría
un sentido bien distinto. Sin embargo, este descubrimiento iba a verse pronto
desbancado por algo superior a la realidad y a la ficción, quizás aquello de lo
que ambas proceden.
Al regresar al salón, el posadero traía un plato de madera con una buena
ración de setas, un huevo frito y una rebanada de pan:
—El pan es por cuenta del chiste —dijo.
Sonriendo, Anto se inclinó sobre la comida y cató sus aromas. Reconoció en
el vapor de las setas el olor del ajo y del orégano. Le sorprendió el intenso olor
del pan. Sin embargo, el huevo no olía a huevo, sino a caldo de carne. Con un
sentimiento de extrañeza, arrancó un pedazo de pan y trató de untarlo en la
yema. Pero ésta no se rompía. Tuvo que hacer bastante presión para lograrlo, y
entonces brotó del huevo una sustancia roja y densa que empapó la miga. Al
llevarse aquel trozo de pan a la boca, las glándulas salivales de Anto se
exprimieron de repente, y una estampida de ideas procedentes de su estómago
le invadieron el cerebro:
—Vivimos engañados, metidos de cabeza en un agujero de cemento, y
miramos todo con los pies, esto es un huevo frito, no hay otros huevos, lo
entiendo tan claramente como la primera vez que me masturbé, sentía que algo
crecía dentro de mí y decidí no asustarme, ir hasta el final, dejar que aquel
placer creciera hasta donde quisiera, y explotó, como yo exploto ahora, no ha
habido huevos fritos hasta éste, del mismo modo que no hubo masturbaciones
hasta la primera, y yo, con trescientos años, ¿cómo he podido vivir sin saber lo
que era un huevo?, ¡y cuántos no lo han descubierto aún!, el huevo no es esa
película frágil que rodea un líquido amarillento que flota en un charquito
acuoso, el huevo es un sol rojo que amanece sobre la sopa primigenia el primer
día de la historia del planeta, una verdad inmutable, un dogma, no ya el origen
de la gallina, por supuesto, sino el origen de todos los animales, de todas las
plantas, de todo lo conocido y lo desconocido, no existen los huevos verdaderos
y los huevos falsos, existe el huevo y el no-huevo, continentes que separa un
mar de estómagos, si el huevo es el huevo, esto que yo ahora conozco, ¿qué es la
patata?, ¿qué es la manzana?, ¿qué es la carne?, ¿qué es la leche?, ¿qué es la
mantequilla?, ¿qué es la lechuga?, ¿me he pasado trescientos años comiendo
nombres?, ¿cómo es la comida de verdad?, ¿cómo es el aire de verdad?, ¿cómo
es un río de verdad?, ¿a qué huele el barro de su orilla?, ¿puede comerse?, ¿a
qué huele la muerte definitiva?
8
Tras superar el puesto fronterizo, el autónomo dorado dobla a la derecha y
se detiene. La explanada de cemento, tendida ante él, reverbera por el calor. Las
líneas se deforman como variaciones líquidas de sí mismas, y más allá, el Muro
parece blanco a pleno sol. Junto a la rampa de acceso a la ronda, se ve una fila
de cubos naranjas. Deben de ser los cuartos de baño.
—¡Aquí no hay nadie, Gerardo! —grazna una voz de mujer.
Pero Gerardo, sin mirar a su compañera, continúa estudiando el
aparcamiento:
—¡Hemos venido demasiado pronto, Gerardo!
Pero Gerardo hace avanzar el auto hacia la puerta del Muro.
—¡Vámonos a casa, Gerardo! ¡Nos vamos a morir de asco aquí hasta que
llegue la gente!
Pero Gerardo estaciona en el lugar que considera oportuno y reclina su
asiento:
—¡Eres un idiota, Gerardo! Un turno te voy a dar una patada en el culo y
me voy a buscar a otro.
—Sí, cariño —responde Gerardo—. Ahora descansa.
Sobre un mar de cabezas y sombrillas, flota un abejorreo denso, sin término,
sin variación y sin ritmo: un barullo formado por miles de voces, atravesadas
sin descanso por gritos infantiles y sonoras carcajadas. Un paraguas azul y
blanco desaparece, vuela una pelota amarilla y se alza una mano que sostiene
una botella. «¡Oooooh!» Se escapó un globito con cara de payaso.
Enfundado en un plasma de color celeste, el periodista Andro12, del
programa Ojo al dato, transmite en directo desde la Puerta 2 de Verona. Para
hablar, abre y cierra la boca con una elasticidad increíble, como si jugara a hacer
formas con sus labios. También parece jugar a hacer surf, porque lucha por
permanecer en la marca, mientras desde atrás le empuja una y otra vez la marea
humana. Junto a él se encuentra una muchacha de unos quince años que masca
chicle y sonríe. Mira a la cámara, mira a Andro, y de repente, se da media
vuelta porque alguien le ha tocado el culo. Pero no es cualquiera sino una
amiga suya que también quiere salir en la tele. Las dos se abrazan, sonríen,
mascan chicle y miran a Andro que sigue hablando con su elástica boca. Pero
ahora el periodista se calla y se toca una oreja. Al cabo de algunos segundos:
—¡Efectivamente, Doris! ¡Hace ya más de cuatro horas! ¡Esto es un auténtico
delirio! ¡Miles de personas cantan, ríen, beben y bailan! Bueno, ya ves cómo
estamos. Serán unos Turnos inolvidables. Por ejemplo, tenemos aquí a nuestro
lado a una hermanita. Hola, ¿cómo te llamas?
—Yénifer.
—Yo me llamo Mirta y soy su amiga.
—Bueno, Yénifer. ¿Qué te parecen los Turnos de este año? ¿Lo estás
pasando bien?
—¡Guay!
—Eso es. Y a ti, Mirta, ¿qué te parecen los Turnos de este año?
—¡Guay!
Yénifer y Mirta se parten de risa por la coincidencia de sus opiniones y
chocan las manos para celebrarlo. Luego se dan un panzazo y quedan mirando
a Andro, como si tal cosa. Éste menea un poco la cabeza y dice:
—¡Así están las cosas por aquí, Doris! ¡Todo guay en la Puerta 2!
Sobre una alfombra negra, tres hombres arrodillados sostienen en sus
manos, apoyadas en el regazo, un ejemplar del libro sagrado Vidas de Golo. Leen
en silencio, más preocupados de su apariencia externa que de la comprensión
del texto.
Anto coge su alma y pasa por detrás del autónomo para entrar en él:
—¿Adónde vas? —le pregunta Belachkian, que está tomando vino con
Immo.
—Voy a llamar a P. Con este ruido no se escucha nada.
—¿Otra vez? —grita el oriental.
Immo, por su parte, mira al cielo y suspira.
En el aparente silencio del habitáculo, Anto llama a su amigo, esperando no
escuchar lo que sabe que va a escuchar: «Nuestro cliente tiene su alma apagada
o se encuentra fuera del área de cobertura».
Anto tira el alma a un lado y se tapa la cara con las manos.
—Lo que sucede —le explica una vieja funcionaria a un niño— es que todos
los años la gente se reúne en las puertas para celebrar el día en que se terminó
de construir el Muro.
—¿Y por qué se llama la fiesta de los Turnos? —pregunta el niño con un
agudo tono de voz.
—Se llama así porque la gente tiene muchos turnos de vacaciones.
—¿Y en las otras puertas también se reúnen?
—Claro.
—¿Y por qué venimos nosotros a ésta?
—Porque esta es la más bonita, corazón.
Formados en fila de a dos, avanzan con gran solemnidad los miembros más
ilustres del partido ortodoxo. Sobre sus pechos hinchados de orgullo, brillan
insignias de plata adornadas con cintas de colores, y en sus caras, enrojecidas
por el sol, se dibujan sonrisas de suficiencia. Avanzan por la carretera dejando a
su paso grupos de curiosos que se agolpan cada vez más. Quien encabeza el
desfile, un hombre grueso como un tonel, alza de pronto una mano, y la
columna se detiene sobre un solo taconazo. Sin dejar de mirar hacia la Puerta,
baja su mano y en ese instante los milicianos giran a ambos lados y empiezan a
abrir en la masa un espacio circular, trazado en el cemento con una línea de
puntos amarillos. Detrás de los ortodoxos, vienen los monjes, una nutrida tropa
de mujeres y hombres, vestidos con su tradicional túnica roja y sus humildes
sandalias. No van en formación ni marcan el paso pero caminan con grave
compungimiento, entrelazadas las manos sobre el vientre y mirando al suelo.
Al entrar en el círculo abierto por los milicianos, se reparten a ambos lados y se
van arrodillando de cara al centro hasta formar un ancho anillo. Detrás de los
monjes viene El Crucificado: una imagen enorme del martirio de Magistrato,
realizada en plasmón polícromo. Este año, le cabe a la Puerta 2 el honor de
recibir al Crucificado de Spókel, traído en andas desde el monasterio del mismo
nombre. Este Magistrato es una obra de gran realismo cuya autoría se debe a la
maestra Boyampa. El mástil del barco del que cuelga la cruz invertida en que
fue martirizado El Exterminador, está decorado con láminas de oro grabadas
con capítulos completos del libro Vidas de Golo. La propia cruz es de plasmón
acerado, diseñada para resistir los embates de su propio movimiento, y la figura
representa a la perfección todos y cada uno de los doce sablazos y cinco
disparos que recibió el Prócer Cívico en la terrible circunstancia de su suplicio.
En su rostro, desencajado por el dolor, se aprecia la angustia que hubo de
soportar y el embotamiento propio de la sangre acumulada. El pelo es natural,
de un hermoso tono castaño, y los ojos son de esmeralda. En el momento en que
El Crucificado queda en el centro exacto del círculo formado por los monjes,
éstos entonan una grave nota gutural que se eleva por encima de todas las
cabezas como un monolito de aire oscuro. Las cabezas se inclinan y el
sentimiento se contagia, de forma centrífuga, hasta alcanzar a todos los
presentes. Nadie se mueve. Y así se mantiene la multitud hasta que, algunos
minutos más tarde, la grave nota que entonan los monjes se agudiza y El
Crucificado es alzado de nuevo y puesto en camino de vuelta al monasterio. Se
escucha entonces el crujir de las cadenas y el sordo baqueteo de la cruz contra el
mástil. Son estos leves ruidos los que recuerdan a la gente la posibilidad del
sonido.
—Nuestro cliente tiene su alma apagada o se encuentra fuera del área de
cobertura.
Un hombre de panza colorada y bañador amarillo sostiene en sus manos un
muslo de pollo asado y una lata de cerveza. Habla a gritos con un tipo escuálido
de nariz ganchuda:
—A ver si te sabes éste. ¿Cómo matan el tiempo los inferiores?
—No sé.
—No lo matan, idiota. Se lo comen vivo. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! Y, bueno, ¿cómo lo
matan los superiores?
—Tampoco lo sé.
—Pues lo matan a impuestos. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! Luego lo clonan y lo vuelven a
matar. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!
—Parece gracioso, pero no lo entiendo.
—Bueno, a ver este otro. ¿En qué se parecen un superior y un inferior?
—No sé.
—En nada, idiota. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! No se parecen en nada. ¿Lo entiendes?
A pocos metros de distancia:
—Immo, por favor, quítale el alma.
—Ni se te ocurra.
—Anto, hermano. Disfrutemos de la fiesta. P va a aparecer en cualquier
momento. Seguramente las líneas están saturadas. Tómate un vinito, anda.
—¿Quieres dejarme en paz?
—¡Vamos! Alegra esa cara. Esta es la fiesta de los Turnos, hermano. La fiesta
de la diversión.
—¡No me toques!
Un grupo de chicos de unos quince años juegan a algo que se llama «El
Castillo». Tres de ellos, que reciben el nombre de «torres», se enganchan por los
brazos, de espaldas, formando un triángulo en cuyo centro se coloca un cuarto
jugador: «el señor». Por fuera de este corro o «castillo», pululan los restantes
jugadores, llamados «los perros», cuyo objetivo es entrar en él. Las «torres»
defienden las puertas a patadas, ayudadas cuando es necesario por «el señor», a
quien le está permitido tirar del pelo, arañar y morder. Cuando no obstante uno
de los «perros» logra entrar, ocupa el puesto del «señor», y éste se ve convertido
en «torre». La «torre» sobrante, que es la que lleva más tiempo defendiendo el
«castillo», sale convertida en «perro». Y el juego continúa.
Sobre el Muro, como todos los años, se agolpa la multitud tratando de mirar
hacia la Zona Inferior. Sólo los de las primeras filas lo consiguen, por lo que hay
que caminar mucho rato sobre la ronda para encontrar un puesto libre. Más
allá, un niño tira piedras que va sacando de un bolsillo. Quizás se divierte pero
ni siquiera sonríe. A su lado, un amiguito suyo sigue la trayectoria de cada
piedra. Éste sí sonríe, aunque quizás no se divierta. Junto a ellos, una mujer de
cara afilada contempla a un hombre que está acodado en la baranda. Al cabo de
un rato, le dice: «¿tú te das cuenta de lo aburrido que eres, Gerardo?»
9
No volví a ver a P, y sólo muchos años después comprendí que mis
reacciones durante aquella lamentable fiesta de los Turnos estaban plenamente
justificadas. Cada persona nos inspira un sentimiento predominante. Y a mí P
me inspiraba tranquilidad. Por el contrario, su ausencia me traía la desolación.
Naturalmente, nuestra razón equilibra nuestras emociones, y en los primeros
momentos supe convencerme de que a P no le había pasado nada grave. De
vuelta a Sbiriel, fui a su casa, un pequeño chalé situado a las afueras del pueblo,
y me alegró ver desde la reja del jardín una ventana abierta en el piso de arriba.
La reja, sin embargo, estaba cerrada, así que tuve que gritar. Nadie respondió.
Tiré un par de piedras, y con la tercera rompí un cristal. A los ruidos salió un
vecino: «Ah, es usted». «¿Ha visto a P?» «No. Acabamos de llegar. ¿Le ha
pasado algo?» «No lo sé pero voy a entrar. ¿Puedo?» «Hermano, a mí no me
diga nada». Salté la verja y me acerqué a la casa. La puerta estaba entornada.
Puede que uno no acuda a una cita. Puede que no conteste a las llamadas de un
amigo. Puede que su alma se estropee. Puede incluso que una ventana quede
sin cerrar, por descuido. Pero nadie deja abierta la puerta de su casa al
marcharse. Miré hacia la calle pero el vecino ya no estaba. Fue entonces cuando
mi imaginación se disparó. Vi luces centelleantes y policías, vi a P con una cesta
de tomates, vi una mano cortada sobre una alfombra. Entré empujando la
puerta con un codo, para no tocarla con las manos, y me encontré con el
silencio. Recorrí todas las habitaciones pero allí no había nadie. Lo único
extraño que encontré fue la piedra que yo había tirado. Antes de irme, salí al
patio trasero y revisé el invernadero. En él encontré un guante de cuero tirado
en mitad del camino de grava. Todavía conservaba la forma de la mano de P. El
otro guante estaba en el borde de un balde de plasmón. Cuando salí a la calle, el
vecino le estaba dando limonada a una niña, el clon de su difunta esposa. Le
pregunté si había visto algo raro en los últimos turnos, y me dijo que no.
Al día siguiente, llamé a la Central Almafónica para averiguar si el alma de
P estaba estropeada. Me dijeron que no. Luego llamé a la policía. Y más tarde,
empecé a preguntar por mi amigo en todos los hospitales y clínicas del estado,
incluidas las enfermerías de los monasterios. Nada. En las oficinas de
Exterminio en Sbiriel no había nadie porque eran los Turnos. Yo había oído
hablar de los desaparecidos pero nunca, en mis trescientos años de vida, me
había tocado conocer el fenómeno tan de cerca. Del mismo modo que en un
partido de fútbol al que asisten cincuenta mil espectadores siempre se produce
un infarto, en un estado como el de Verona, con una población de casi
cuatrocientos mil habitantes, se registraba anualmente una media de tres
desapariciones inexplicables. En esta cifra, de la que me impuse por aquellos
días, no se incluían, por cierto, los asesinatos con posterior hallazgo del cadáver.
Un capataz de una fábrica de ácido sulfúrico decide ir a revisar un tanque en un
turno de descanso. Llega a la fábrica, sin que nadie lo sepa, se asoma al tanque,
pierde pie y cae adentro. En pocos segundos no queda nada de él. Un borracho
se desnuda y echa a correr por un maizal. Se ríe al sentir el aire en el pecho,
pero de repente tropieza, cae y se rompe el cuello. A los pocos minutos, muere,
y a las pocas horas, empieza a desaparecer. Llegan los perros vagabundos, los
ratones, las aves carroñeras, los insectos. En pocos días, las partes blandas del
cuerpo ya no están y del vivaz borracho sólo quedan los huesos. Pasa un mes.
Pasan dos. Y llega la cosecha. La rueda de una cosechadora hunde el esqueleto
en un surco y ¡hasta nunca! Un niño entra en un conteiner a jugar, y después de
un rato se queda dormido. A los pocos minutos, llega el camión de recogida y
comienza a elevar el conteiner. ¿No se despierta el niño con el ruido? No,
porque es sordo. El encargado vacía el conteiner en el camión, y antes de que el
niño tenga tiempo de gritar, las aspas compresoras lo despedazan. Sus restos
los devoran los cuervos de la Zona Inferior.
¿Qué había sido de P? En el jardín de una vecina suya la policía encontró un
zapato que yo reconocí enseguida. Luego llegó el informe dactiloscópico.
Además de las huellas habituales (las mías, las del vecino y su esposa, las de
Immo, Belachkian y algunos otros amigos), aparecieron unas que, según el
estudio lipídico, correspondían a un varón de raza negra, mayor de quince años
y habitual fumador. Esta pista condujo a la investigación de los más de
quinientos ciudadanos de Verona que respondían a estas características, así
como al control dactilar de casi dos mil turistas. Todo fue en vano y la
investigación quedó atascada.
Por aquel entonces yo estaba convencido, sin motivo alguno, de que a P lo
habían secuestrado, pero pronto vino a saberse que esto no era cierto. El dato
que empezó a aclarar las cosas me lo entregó Calcuss. Su padre, que había sido
policía en vidas anteriores, conservaba la amistad de varios oficiales en servicio,
gracias a los cuales pudimos saber que dos novenas después de su
desaparición, P abandonó a pie el Estado de Verona por la Puerta 2, la misma
que yo utilizaba para salir a la Zona Inferior. Respiré tranquilo al saber que mi
amigo aún vivía, por más que su clonación estuviese garantizada. Me parecía
más fácil encontrarle en Caldera, o en algún otro pueblo cercano, que esperar
los siete años que un niño necesita para desarrollar mínimamente la razón y
comprender el sentido de su memoria ancestral. Yo, como cualquiera en mi
lugar, también me pregunté cómo era posible que en un sistema social tan
rígido, la policía no se hubiera tomado la molestia de revisar los archivos de
fronteras en busca de mi amigo. Pero la respuesta no tardó en llegarme. Según
me dijo Calcuss, a la hora de salir P no había utilizado su verdadero nombre
sino el de Galileo.
—Oye, ¿y cómo se te ocurrió que P podía haber usado ese nombre?
—No se me ocurrió nada, mon cher, me puse a revisar fotografías y ya está,
eran ochenta y cuatro mil en total, entre las de las puertas y las del ovipuerto,
pero tuve suerte, a las treinta y tantas mil, apareció, ¡oy, oy, oy!, si tu supieras la
gente que viaja en los ovis, mira, había uno que...
—Calcuss.
—¿Qué?
—Gracias.
10
—Bienvenido al Servicio de Información Almafónica del Ministerio de
Creación de la Ciudad de Verona. Si conoce la clave del departamento con el
que desea comunicarse, pronúnciela claramente. Si no la conoce, manténgase a
la espera. En breves momentos le atenderá uno de nuestros operadores. Tin,
tirín, tirín, tintín... Para garantizar un mejor servicio, le informamos que su
conversación será grabada. Tin, tirín, tirín, tintín... Manténgase a la espera. En
breves momentos le atenderá uno de nuestros operadores. Tin, tirín, tirín,
tintín... Feliz turno. Le atiende Sato12. ¿En que puedo ayudarle?
—Feliz turno, hermano. Estoy tratando de localizar a un funcionario que se
llama Senimaravian.
—¿A qué departamento está adscrito?
—No lo sé exactamente. Trabaja de grabador de palabras pétreas.
—Ah, de acuerdo. Eso es del Departamento de Monumentos. Le paso
enseguida. ¿Alguna otra consulta?
—No, muchas gracias.
—Gracias a usted por su llamada. No cuelgue, por favor. Tin, tirín, tirín,
tintín... Manténgase a la espera, por favor. Tin, tirín, tirín, tintín...
De la nada surge entonces una voz ronca:
—¡Monumentos!
—Hola. Quisiera hablar con el hermano Senimaravian, por favor.
—Tin, tirín, tirín, tintín... Feliz turno. Usted se ha comunicado con el
Programa Civil de Palabras Pétreas. En breves momentos le atenderá un
funcionario de servicio. Tin, tirín, tirín, tintín... En breves momentos le atenderá
un funcionario de servicio. Tin, tirín, tirín, tintín...
Un rato después, cuando las palabras y la música han perdido ya todo su
significado, se oye al otro lado de la línea la voz de una mujer joven:
—Feliz turno. Habla Selene. ¿En qué puedo ayudarle?
—Feliz turno, hermana. Quisiera hablar con Senimaravian.
—No está. Han salido a grabar.
—¿Y cómo puedo localizarle?
—Tendría que llamarle a su alma, si es que usted tiene el número.
—No, no lo tengo. Sólo he hablado con él en una ocasión y fue hace mucho
tiempo.
—Lo siento, pero yo no estoy autorizada para entregar datos personales.
—Lo comprendo. No se preocupe. ¿A qué hora regresa Senimaravian? Yo
podría visitarle ahí.
—Mire, lo que sí puedo hacer es decirle dónde tiene asignado el trabajo de
hoy. Eso es información pública.
—Ah, perfecto.
Fachada de la cafetería Fonk, a pasos del Nudo de Verona. El hermano
Senimaravian labra enérgicamente una letra C, correspondiente a la frase: «EL
FUTURO NOS PERTENEC». ¿Será «pertenece», «pertenecía», «perteneció» o
«pertenecerá»? Habrá que esperar. Mientras trabaja, Senimaravian charla con
un camarero que está apoyado en la pared. Poco tiempo después, entran dos
señoras en el local y el camarero se va tras ellas.
Anto se acerca a Senimaravian y le saluda. El viejo grabador responde al
saludo y sigue a lo suyo. Pero Anto vuelve a hablarle. Ahora el grabador baja
los brazos y sonríe. Se pasa el martillo a la mano izquierda, con la que ya
sostenía el cincel, y le tiende la derecha a Anto. Después de darse la mano, Anto
dice algo mientras señala la frase que Senimaravian está grabando en la pared.
El grabador también la señala y, asintiendo con la cabeza, empuña de nuevo su
martillo. Pero no puede seguir con su trabajo porque Anto comienza a hablarle
largamente. Senimaravian le mira con semblante serio y por fin, mueve la
cabeza a un lado y a otro. Poco después, Anto sale y el grabador continúa con
su tarea. Pero un último gesto le delata. Deja de picar y mira en la misma
dirección que acaba de tomar Anto.
Con una ancha sonrisa, Senimaravian, el viejo grabador de palabras pétreas,
conduce a buena velocidad por el túnel perimétrico de Verona. Va al volante de
un precioso autónomo igual al de Anto. Gira a la derecha para entrar en un
aparcamiento público y desciende del vehículo. Mira a un lado, luego al otro, y
se dirige al maletero para recoger su tosca caja de herramientas. Cualquiera que
le viese, se diría: «ese hombrecillo no se ha pagado ese autazo con el fruto de su
trabajo». Senimaravian llama al ascensor, entra en él y una vez arriba, sale a la
calle, inundada de sol. Ha elegido el barrio Bellavista, al norte de la ciudad,
para perpetrar su pequeño delito. Sabe que es un sector poco transitado por los
inspectores. Camina más despacio que de costumbre, a la sombra de los
edificios de viviendas que se asoman al Anillo, y se detiene frente a una
magnífica pared de piedra blanca. Consulta su hoja de ruta, aunque en ella no
aparece ninguna orden, y saca de su caja de herramientas el cincel y el martillo
con los que suele trabajar. Sobre la pared marca rápidamente el trazo grueso de
la primera letra: una S.
Un par de horas después, Senimaravian recoge a toda prisa sus
herramientas y se marcha sin mirar atrás. En la pared de piedra blanca ha
quedado grabada para la eternidad la siguiente frase con su correspondiente
firma: «SOMOS EL CÁNCER DEL MUNDO. P13».
11
Toda montaña tiene su cumbre y toda sima su fondo. El alma de Anto había
alcanzado ya un fin: tocaba los cristales del invernadero que había cobijado su
crecimiento y se disponía a romperlos. Quizás no miraba las cosas de frente,
como les pasa a tantos miedosos, pero sus pies avanzaban de un modo
inexorable: ya se expresaba en él la angustia previa a la mutación. La evolución
es el cambio cobarde. La mutación es el salto de los valientes. La evolución
jamás se equivoca. La mutación, sí, muchas veces. La evolución no conoce el
tiempo. La mutación huye de él. Y, sin embargo, ambas se necesitan. La
evolución se nutre de mutaciones fallidas, y la mutación, al regresar maltrecha
de sus audacias, precisa de un refugio seguro donde prepararse para un nuevo
salto. Anto se veía abocado a esto último. Había conocido meses de lenta
transformación, desde que Tanna pusiera en su bolsillo aquel papel con la
leyenda: «DESPÓJATE DEL MIEDO Y TUS OJOS VERÁN CRECER LAS
FLORES EN EL HUERTO DE LA PACIENCIA». Había guerreado a la vez en
muchos frentes, permitiendo que su imaginación corriese de nuevo en libertad,
que su intuición dijera lo que debía decir, que su sentido del equilibrio le
condujese a conversar con Vogchumián y que su sentido de la justicia le
impidiese verse mezclado en las turbiedades de la alta política. Todo esto lo
había hecho acompañado por la gente que amaba: P, Tanna y Calcuss. Había
aprendido mucho y ya llegaba la hora fatal de la mutación, anunciada, en
primer lugar, por una serie de desprendimientos: Immo y Belachkian ya no
estaban en su corazón, o si lo estaban era bajo la forma de un triste recuerdo.
Irse de la empresa FEQ fue otro modo de aligerar su barquilla, como también lo
fue el gesto de cambiar su flamante autónomo por unas cuantas palabras
pétreas. Por medio de estas renuncias y otras menores, su futuro se perfilaba ya:
picados los minerales, molidos a punta de bocarte y cocidos para extraer de
ellos el metal en bruto, éste había sido ya batido y vertido al molde para darle
forma al cañón. Pulido, cargado y con mecha, sólo faltaba la chispa, que
provino del lugar más inesperado. Sucedió un segundo turno de otoño. Anto
iba por la calle, cuando algo llamó su atención desde una pared: era un cartel
electoral en el que aparecía Adel, su antigua jefa de Exterminio. Tenía la misma
cara de siempre pero se veía mucho más atractiva. Ya no llevaba la cabeza
rapada sino que lucía una graciosa aureola de pelo rojizo. Sus ojos brillaban
más que de costumbre y sus enormes dientes teinómanos eran ahora más cortos
y blancos. «Juntos llegaremos alto» decía el eslogan del cartel, que a Anto le
resultó repugnante. La respuesta que la voz de su conciencia le dio fue ésta: «Sí,
llegaremos alto pero no llegaremos lejos».
Turnos más tarde, Anto se sorprendió haciendo planes para abandonar
Verona e instalarse en la Zona Inferior, seguramente en el pueblo de Caldera.
En primer lugar, debía elegir a un gestor testamentario o albacea, pues quien
siempre lo fue, su amigo P, había desaparecido. La decisión recayó sobre Tanna,
una persona equilibrada y honrada que le quería mucho y jamás le traicionaría.
A Salazzo, su ejecutivo bancario, le encargaría la gestión de su capital y el cobro
del arriendo de su casa de Sbiriel. El autónomo ya no iba a representar ningún
problema; pero Vogchumián, sí. Ante este asunto, se le presentaban varias
opciones. La peor de todas era la venta del criado, algo que le parecía una
simple y llana traición. Por otro lado, podía regalárselo a Tanna o a Calcuss, o
arrendar para él una pieza en cualquier casa de huéspedes y adjudicarle una
pequeña renta. Por último, podía manumitirlo, lo que, sin embargo, obligaría al
viejo a abandonar para siempre el Estado de Verona. No obstante, a Anto le
pesaba mucho el hecho mismo de hacer planes sobre el futuro de su criado pues
ahora lo consideraba un igual. ¿Cómo podía él decidir la suerte de aquel
hombre? ¿Cómo podía seguir perpetuando con sus acciones las peores facetas
del sistema social del que ya abominaba? La solución era sólo una y se
presentaba con toda claridad: le plantearía a Vogchumián el asunto y le dejaría
decidir por sí mismo. Al calor de esta idea, Anto se quedó dormido, pero al
despertar, comenzaron a rondarle de nuevo los fantasmas del pesimismo.
Vinieron entonces a su conciencia cuestiones tan simples como las posibilidades
que tendría de encontrar trabajo en Caldera, dónde se alojaría por las noches,
que en aquella zona sí eran reales, y con quien conversaría para entretenerse. La
opción de llevar consigo una gran cantidad de dinero no era viable pues en la
frontera le habrían acusado de evasión de capitales. De este modo, la única
salida posible era vivir como un inferior y considerar que, en caso de no lograr
reunir pronto los elementos necesarios, siempre podía volver a Verona e
intentarlo de nuevo más adelante. «¡Campo libre!», se dijo bajo el chorro
vivificante de la ducha, y estas dos palabras le reconfortaron durante muchas
horas. Se sentía como borracho pero más pegado a la tierra que nunca, ligero y
denso, como una fruta madura, tranquilo por dentro y ansioso por fuera. No
quería salir de su habitación para no parecer tonto de felicidad, y se movía en
ella con inquietud, más que como un león enjaulado como una ardilla
hacendosa. Vogchumián escuchó durante todo el turno trajín de muebles, los
chirridos de la cama, como si alguien saltase en ella, extraños gemidos y golpes
sordos, taconazos sobre las baldosas y conversaciones mantenidas entre dos
personas, que eran la misma: una de voz muy aguda y una de voz muy grave.
«¿En qué andará mi amo?», se preguntaba el viejo cuando brillantes carcajadas
partían de repente el aire del pasillo o rudos manotazos hacían temblar la pared
de la cocina. También se oyó el ruido de un vaso al romperse. Algunas horas
después, tras un largo silencio, la puerta del dormitorio se abrió y los pasos de
Anto le llevaron al cuarto de baño. Al salir, el joven se asomó a la cocina y pidió
un filete con patatas. Vogchumián preparó el encargo y avisó en la puerta de su
amo con los nudillos, una vieja costumbre que no había logrado quitarse. Anto
volvió entonces a la cocina y se sentó a comer en silencio. El viejo criado le
pasaba un paño a las copas de la alacena, que habían estado todo el verano
cogiendo polvo. Al terminar de comer, el joven se levantó con su plato, y ante la
atónita mirada del viejo, lo llevó a la pila y lo fregó con un estropajo. El que no
lo aclarase antes de ponerlo a escurrir es un detalle que no reviste mayor
importancia. Lo fundamental es lo que aquel hecho simbolizaba. A través de
nuevos gestos, representados en días sucesivos, Anto fue dando a entender a su
criado que el tipo de relación que los había unido por más de veinte años debía
cambiar.
Uno de aquellos turnos, Anto sintió por primera vez la ausencia de los
amigos presentes, algo en apariencia paradójico. Se había acercado a la puerta
en busca de uno de los muchos libros que abarrotaban el mueble del pasillo,
cuando oyó dos cosas: el retazo de una anécdota, contada por Calcuss a su
atropellada manera, y una andanada de carcajadas tipo Tanna. Se sintió
estúpido con el dedo apoyado en aquel libro mientras en su corazón algo se
partía, como la grieta de una columna que de pronto se completa.
12
Tirada de bruces en su cama, Tanna lloraba: gemidos de cachorro, regulares,
como la gota que cae de un alero. Podía pasar horas enteras destilando su
desgracia, molécula a molécula, y por fin quedar dormida en cualquier postura.
Anto tuvo ocasión de conocer el fenómeno justo a partir del instante en que le
dijo que pensaba instalarse en Caldera. En el alma de Tanna no hubo
consideraciones sesudas. Simplemente sus ojos se nublaron y cayó de cara en la
manta. Tocarle el hombro fue inútil y acariciarle la espalda también. A los diez
minutos, Anto estaba completamente desconcertado. La tristeza de su amiga
había comenzado a colársele en el corazón. Frente a la ventana lloró, con la cara
rígida, y luego salió del dormitorio en busca de Calcuss:
—Te lo advertí —le dijo el poeta—, había que prepararla, ella es sensible,
todo lo que tiene de grande lo tiene de tierna, es igual que yo pero de otra
manera, ¡qué horror!, ¡estoy enfermo!, cuando empiezo a hablar, no puedo dejar
de hablar de mí, sólo puedo dejar de hablar de mí cuando hablo de mi egotismo
o cuando hablo de los momentos en que hablo de mi egotismo.
Anto tocó a Calcuss en el hombro y le miró de tal manera que a éste no le
quedó más remedio que callarse. Se cruzó de brazos, se sentó en una silla de la
cocina y dijo: «Tienes toda la razón». Acto seguido, comenzó a taconear con el
pie derecho.
De la puerta entreabierta del dormitorio salían aún los gemidos de Tanna, y
a Anto le extrañó que Calcuss no fuese a consolarla:
—Sería inútil —dijo éste—. Su llanto es un como fenómeno meteorológico.
Simplemente se da.
Un horrible silencio de urbe: una ventana que chirría, un comentarista
deportivo, el tic-tac de un reloj verde. Aquel era el borde del abismo. Allí se
respiraba el viento acelerado del futuro y los ojos se llenaban de frío. Horas
enteras nacieron y murieron en aquel escenario, sin que mediara palabra
alguna.
A la luz del espejo orbital, llegó Zimmermo, anunciado por un tintineo de
llaves que subió de la calle acomodándose a la forma helicoidal de la escalera.
«¡Hola, cariño!», dijo, y se oyeron sus pasos en el corredor. Ante la puerta
entreabierta, Zimmermo se detuvo, algo inclinado hacia adelante, y luego se
volvió hacia la cocina donde encontró dos pares de ojos apenados. Sin casi
atreverse a pisar el suelo, recorrió el resto del pasillo y preguntó: «¿Qué ha
pasado?». Calcuss dio la explicación:
—Anto le dijo que se marcha a vivir a la Zona Inferior.
Zimmermo apretó los labios:
—¿Empezó hace mucho?
—Unas tres horas.
—¿Cuánto calculas?
—Seis turnos. Quizás algo menos.
—¿Tanto?
—¿Qué quieres, mon cher? Es uno de sus mejores amigos. Si se lo hubiera
dicho yo, se habría echado a reír como una loca.
—¿Ha bebido?
—No, pensé que sería más fácil si tú le dabas.
—Bueno, vamos a intentarlo. Ayúdame.
Calcuss se levantó entonces, llenó una jarra de agua, cogió un vaso y salió
con Zimmermo de la cocina. Al cerrar la puerta del dormitorio, los gemidos de
Tanna se atenuaron bastante, pero enseguida aumentaron de ritmo y volumen.
Se oyó un ruido, una maldición, los cuchicheos de un plan furtivo y el crujir de
los muelles de la cama. Los gemidos cesaron entonces por un momento, aunque
Anto siguió escuchando los cascarones del sonido. Un segundo crujido del
somier disparó de nuevo el llanto de Tanna; y algunos segundos más tarde,
Zimmermo y Calcuss salían del dormitorio con cara de triunfo.
El editor durmió aquel turno en casa de Anto, en un colchón dispuesto en la
sala. Fue un turno ajetreado. En dos ocasiones pasó a ver cómo seguía Tanna; y
en una última oportunidad, fue Calcuss quien llamó a la puerta para decirle a
Zimmermo que Tanna preguntaba por él. Se duplicaban ya las sombras en
Verona cuando Anto, que apenas había dormido, entró en la sala para despertar
a Zimmermo. El colchón había desaparecido y Vogchumián preparaba ya la
mesa para el desayuno. Aún en batín, cruzó el rellano y llamó a la puerta de su
amiga. Le abrió Calcuss que tenía la cara atravesada por las marcas de las
sábanas.
—Se durmió hace un par de horas.
Algunas horas más tarde, Vogchumián despertó a Anto tocándole el
hombro. Desde el marco de la puerta, Zimmermo sonreía:
—Vamos. Quiere verte.
Tanna estaba sentada al borde de la cama, con las manos entrelazadas sobre
el regazo y la mirada baja. Llevaba un camisón blanco y una mantilla que le
cubría los hombros. Varios segundos después de que la puerta se abriera, miró
para encontrar la silueta de Anto. Lo miró con dulzura, sus ojos más verdes que
nunca, y sonrió sin fuerzas. Poco era lo que podían decirse. Se abrazaron. En las
mejillas de Tanna, aún húmedas, se notaba el calor de la fiebre. Trató de decir
algo pero le salió una risa estúpida. Tuvo que volver la cabeza hacia atrás para
no seguir vaciándose por los ojos. Luego respiró con fuerza:
—¿Vendrás a verme alguna vez?
Anto rompió a reír, pero un segundo después ya estaba llorando.
La muchacha lo consoló con manos de madre y luego le miró a los ojos:
—¿Sabes una cosa? Ya no se ve el miedo en tus ojos.
13
Tanna y Anto toman café en la cocina. Es el primer día del otoño, y desde la
ventana apenas se ve el final del tendedero por causa de una densa niebla. La
muchacha, sentada en una silla, lleva la cabeza envuelta en una toalla. Él, de pie
junto a la puerta, sonríe con una taza de café entre las manos:
—Y te digo más. Si ahora mismo saliera a la calle y le pidiera a alguien que
me dijera lo primero que se le pasase por la cabeza, estoy seguro de que sería lo
mismo. Nunca me había pasado una cosa así. Estoy rodeado de signos.
Aún no ha terminado de pronunciar estas palabras, cuando Zimmermo, en
el cuarto de baño, corre la cortina de la ducha y enciende la radio. En la cocina
se confunden el sonido del agua al caer con los silbidos del editor y la letra de
una canción de moda:
Dime que volverás,
amigo mío.
Dime que volverás,
si sientes frío.
Yo seré tu refugio,
amigo mío.
Yo seré tu refugio,
si sientes frío.
Al oír esto, Tanna se levanta de golpe y se acerca al fregadero. Apura la taza
de un sorbo, dice: «voy a secarme el pelo» y sale. Un instante después, entra
Calcuss, frotándose las manos, «merde, ¡qué frío!», y quitándole a Anto su café,
se lo bebe de un trago. Luego le devuelve la taza y le mira en silencio:
—¿Qué pasa?
—Ay, mon frere, perdona, te estaba fijando en la retina para luego recordarte
mejor —y acto seguido, extrae de un bolsillo una nota—. Esto es para ti.
Disculpa la letra pero tenía los ojos cerrados cuando lo escribí. Eso no quiere
decir, por supuesto, que no viera nada. No veía nada de lo de aquí, pero sí
mucho de lo de allá, ¿me comprendes?
De las ruinas de la ciudad abandonada
surgirá un día la belleza soterrada,
la que no figura en el presupuesto
ni en el plan quinquenal.
Cuando Anto alza la vista, Calcuss ya no está. Pero enseguida aparece
Tanna, de vuelta a la cocina:
—Oye, ¿y qué vas a hacer con Vogchumián?
14
Anto esperaba a su viejo criado sentado a la mesa de la cocina. Había estado
tratando de leer el periódico pero las noticias ya no le interesaban. Tras unos
minutos, sonó la puerta de la calle, y se oyeron pasos. Al entrar en la cocina,
Vogchumián saludó y comenzó a ordenar las cosas que acababa de comprar.
Luego echó el vuelto en un tarro y le ofreció a su amo un café:
—Tenemos que hablar.
—Usted dirá.
—Siéntate.
Muy azorado, el viejo se frotó las manos en su traje marrón y apartando una
silla de la mesa, se sentó con rigidez.
—Tú y yo —dijo Anto— nos conocemos mucho aunque hablemos desde
hace sólo un par de años. En fin. Tú lo entiendes. Es una cosa cultural. Pero la
verdad es que no hay ni superiores ni inferiores. Todos somos iguales.
Anto se calló y bajó la mirada. Se percataba de que daba vueltas en torno a
la idea sin atraverse a abordarla. Tuvo que pensar la frase y leerla en su mente
para decirla:
—Voy a marcharme a vivir a la Zona Inferior.
Vogchumián apenas reaccionó. Tragó saliva y aguantó los ojos de Anto:
—Va a venderme, ¿verdad?
—¡No!
Y la cara del viejo criado se alegró, aunque sólo por un instante:
—¿Y entonces qué va a hacer conmigo?
Anto se levantó y Vogchumián le imitó:
—¿Por qué te levantas?
—¿Cómo voy a quedarme sentado si usted se levanta?
—Vamos, siéntate. Necesito concentrarme. Lo que te quiero decir es que vas
a tener que irte acostumbrando a tomar tus propias decisiones porque voy a
devolverte la libertad. Nunca más tendrás que obedecerme. Ni a mí ni a nadie.
¿Qué me dices a eso?
—¿Qué puedo decirle, señor? Usted sabe lo que más conviene.
—De eso se trata —resopló Anto—. ¡Yo no sé lo que más te conviene! Tú
debes saberlo. He hablado con Tanna y dice que te puede acoger. Yo te
asignaría una renta. Pero si no quieres vivir con Tanna, podemos buscarte una
habitación en cualquier pensión.
Anto hablaba sin prestar atención al viejo, que había roto a llorar en silencio.
Unas lágrimas arrastraron a otras, y éstas a un sollozo que le arqueó la espalda.
Enseguida vinieron más sollozos y luego un quejido ronco que le brotó por la
boca. Para consolarle, Anto posó una mano sobre la cabeza del viejo que, al
sentir el contacto, se levantó y le abrazó con fuerza. Lloraron juntos durante
algunos minutos y cuando por fin se calmaron, Vogchumián le encaró como
nunca y le dijo, mirándole alternativamente a los ojos:
—¿Es que no comprendes que tú eres mi familia?
15
Era una maravillosa mañana de finales de octubre, y la mariposa Lazarina,
de hermosas alas rojas, volaba, alocada por el calor, hacia «ese punto brillante
tan hermoso». Se posó en él, confiada, aunque resultó ser la boca de un cañón.
La cabeza de hidra número 4 no reaccionó al leve estímulo cinético y la
mariposa pudo recorrer tranquilamente todo el anillo. «¡Bah, aquí no hay
ningún punto brillante!», se dijo y echó a volar de nuevo. Pasaba planeando
junto a una alta pared de cemento, cuando sonó un profundo bufido. La Puerta
2 se abría y por ella salió un humano: uno de esos mamíferos gigantescos.
Llevaba una camisa sucia, un jersey oscuro anudado a la cintura y unos feos
pantalones de saco. Calzaba sandalias y cargaba al hombro un pequeño morral.
Sonreía. Detrás de él, apareció otro, más viejo, que llevaba un poncho de lana y
un sombrero de paja. También cargaba un morral y también sonreía, pero de
otra manera.
La mariposa Lazarina fue la única testigo de la conversación que estos dos
hombres mantuvieron entre sí, cuando la puerta de cemento se cerró tras ellos:
—¡Qué descomunales gigantes se ven en el horizonte, Vogchumián!
—Mire bien, mi señor don Quijote, que no son gigantes sino nubes.
—Oye, ese libro nunca te lo presté.
—Lo cogí sin permiso. ¿Sabrá disculparme?
LIBRO SEGUNDO
—
FUERA
PARTE PRIMERA
—
CALDERA
1
El señor Anto está sentado en su sillón de siempre, envuelto en una manta
raída y con su gorro de piel. Se calienta las manos sujetando un tazón de caldo y
olisquea el vapor que sube de él. Miguelito, en cuclillas a su lado, aviva el fuego
a pulmón y cuando la olla vuelve a hervir, dice:
—Con esto se va a mejorar.
El viejo tose un par de veces y escupe en un pañuelo:
—El año que viene a mí esto no me pasa. El año que viene yo guardo
castañas, avellanas o lo que sea. Esto es por comer mal.
—Se le enfría el caldo.
—Vamos a ahumar truchas y a secar carne. Pero no quiero volver a ver las
patatas.
—Uno siempre se harta de las patatas al final del invierno. Yo ayer comí
patatas. Y hoy voy a comer patatas. Seguro.
El viejo mira al niño:
—Hoy vas a comer gallina.
Miguelito baja la mirada:
—Tu padre es tu padre pero yo soy tu maestro. Vamos, trae un plato.
Fuera de la casa conversan dos hombres: Jan Shwarowski y un viejo vestido
con una gruesa túnica amarilla y tocado con un turbante. Su piel es muy
morena y sus ojos, negros como aceitunas, brillan bajo unas pobladas cejas
blancas. Al hablar sus manos vuelan trazando círculos en el aire, y al escuchar
se posan sobre su pecho:
—Mira, Jan, yo no entiendo de medicina, pero no le veo mal.
—Me preocupa. Le ha cambiado el carácter.
—Claro, pero ¿qué podemos hacer nosotros?
—Cuidarle y confiar en Dios.
—Que se tome el caldo y que descanse. ¿Vas a dejar al chico con él estos
días?
—Creo que sí.
—Bueno, pues dile que venga mañana a casa. Voy a matar un gallo.
—Gracias, señor Sid.
—Por favor. ¿Para qué están los vecinos?
El señor Anto y Miguelito llevan ya un buen rato solos cuando el viejo le
pregunta, entre toses:
—¿Cuánto te queda para terminar Guerra y paz?
Sin responder, el niño se levanta, corre hasta la estantería y toma un grueso
volumen forrado de cuero. Mira el punto de lectura y calcula algo con los
dedos:
—Unas dos verstas. ¿Quiere que le lea?
—Por favor.
Miguelito se acomoda entonces en un taburete, de espaldas a la ventana, y
lee con buena entonación:
—Y por extraño que resultara a la princesa confesarse aquel sentimiento, la
verdad era que lo experimentaba. Pero lo que aumentaba su horror era el hecho
de que desde la enfermedad de su padre (e incluso antes, desde que con una
esperanza inconcreta se quedó con él) parecían haber despertado en su alma
todos los deseos y todas las esperanzas de su vida. Pensamientos que desde
hacía años no se habían asomado a su mente: la vida libre sin el temor de su
padre y...
El niño se calla de repente:
—La vida libre sin el temor de su padre —repite sin lograr pasar adelante.
Debe añadir con voz triste—: Yo tengo miedo de mi padre. A veces grita. Y si
me porto mal, me pega. Yo sé que me quiere mucho, pero le tengo miedo.
—A lo mejor —dice el viejo—, le hace falta una mujer.
Miguelito mira al señor Anto con una extraña seriedad, como si aquellas
palabras confirmasen una sospecha, y a continuación pregunta:
—¿Por qué nos dicen cosas los libros?
—Para eso están. Los libros nos hablan de nosotros mismos.
—¿Y también nos hablan de otras personas?
—Sí.
—¿De mi padre, por ejemplo?
—De todo el mundo.
Y el niño, muy nervioso, vuelve su mirada al libro y lee en voz alta:
—La vida libre sin el temor de su padre y hasta el amor y la posibilidad de
una felicidad familiar.
2
Caldera había surgido, como casi todos los pueblos inferiores, junto a un río.
Sus dos orillas estaban cubiertas de álamos que en primavera se vestían de
verde y en verano de amarillo. El otoño los convertía en una nube de cobre y el
invierno en soldados grises. Por la margen derecha del río discurría el camino
que, proveniente de los vertederos de Verona, llevaba a Klínex, una ciudad
superior situada a unos cincuenta kilómetros al suroeste. Justo donde se alzaba
la posada de Caldera, cruzaba otro camino que unía Til-Til con Brescianos:
ciudades superiores ambas. Sobre la orilla izquierda del río, más allá del vado
que usaba el camino de Til-Til, había extensos campos de trigo que por el
tiempo en que Anto y Vogchumián llegaron a Caldera no eran más que
pedregales. Más allá de la posada se extendía el caserío, una compacta masa
ocre en la que destacaban, de trecho en trecho, manchones de otros colores: una
ventana cerrada con un plasmón verde, una manta negra tendida en una
cuerda, extraños tubos de color gris… Abundaban las casas cuadradas de adobe
con tejado, pero no faltaban las de techo de paja, renegrida por el sol y la lluvia.
Entre unas y otras quedaban pequeños espacios que, unidos al azar, constituían
las calles: vericuetos de pestilencia donde uno se hundía en invierno hasta los
tobillos y donde en verano se juntaban los torbellinos a jugar. Dichas callejas
eran el reino de innumerables perros sarnosos que arrastraban de un lado a otro
su tristeza. Los había de todos los tamaños y colores, ninguno de raza por
supuesto: perros de largas orejas y patas cortas, perros de estómagos abultados
por los parásitos u hocicos rotos en las riñas, perros de cola greñuda o pelada,
incluso uno que mostró por algún tiempo, hasta que se le cayeron, las últimas
vértebras de su esqueleto. En los días de sol, los gatos, casi todos tiñosos, se
sentaban sobre los muros de adobe y afilaban sus garras contra algún madero, a
la espera de la fecunda noche. Aquella era la hora de las ratas. A la luz de un
farol, las pocas veces que se transitaba de noche por aquellas callejas, ciertas
sombras oblongas cruzaban ante uno a saltos. En verano, cuando los adobes
eran más claros, las figuras trepaban por las paredes, y entonces se distinguían
mejor sus siluetas. Acostumbrarse a aquel maremágnum de patios y corrales
hubiera ocupado a cualquier forastero varios días. Por eso, lo más práctico era
tomar como guía a cualquiera de los muchos chiquillos que pululaban por la
calle. La calle más rara de Caldera era techada: pasaba por mitad de la casa de
doña Angélica, una pobre viuda. A un lado del pasillo quedaban la cocina y un
cuarto negro sin puerta; al otro lado, el dormitorio, cerrado con una gruesa
cortina. Era costumbre pedir permiso antes de cruzar por aquella calle; y era
costumbre no recibir contestación. En las paredes siempre había colgada mucha
ropa y una rueda de carro a la que le faltaban tres rayos. Tirada en el suelo,
vivía la calavera verdosa de un jabalí. Tan particular como este espacio pero por
razones distintas era la plaza del pueblo: el único lugar donde la vista podía
solazarse sobre relativa belleza. Con una perspectiva máxima de quince metros,
era un rectángulo empedrado en cuyo centro se erguía un roble seco. Los dos
lados largos de la plaza y uno de los cortos estaban ocupados por casas de dos
pisos con sobrado. Tenían soportales sostenidos por columnas de piedra y suelo
de losas cuadradas. El cuarto lado de la plaza, el orientado al sur, correspondía
a la fachada de la casa del señor Camargo, el hombre más rico de Caldera. Era
un macizo caserón de tres pisos, construido con piedra clara y techado con tejas.
Las ventanas eran pequeñas; y la puerta, alta y fuerte, tenía tachones de bronce.
En ella se abría un postigo por el que apenas cabía una persona.
3
Caldera, 23 de octubre 2676 después de Cristo
Hay pocas cosas que uno pueda comprender sin haberlas vivido. Pero si
hay una que con toda certeza no cabe en explicaciones, es la noche. En Verona,
he visto cientos de películas de tema inferior en que se representan escenas
nocturnas, he leído libros clásicos en los que la noche se describe en todos sus
aspectos, y he escuchado nocturnos, esos viejos pasajes musicales. Pero ni la
suma ni la multiplicación de todas estas imágenes sirven para definir la noche,
la verdadera noche. Ahora que lo pienso, es curioso que en esta misma posada
haya descubierto yo cosas tan esenciales como el huevo y la noche. Estos dos
puntos forman una línea. Pero, ¿adónde conduce esta línea? Vogchumián
todavía duerme: demasiadas impresiones para él en el día de ayer. Yo aún no
me he acostado. Me escuecen los párpados pero me niego a echarme sin dejar
mis sentimientos anotados. No quiero que el descanso espante la maravilla que
se agolpa en mi corazón.
Ayer, cuando comenzó a desvanecerse la luz, Vogchumián y yo estábamos
cenando en el salón de la posada. Nos miramos extrañados. Terminamos a prisa
y salimos al patio. Hacia el oeste se levantaban gruesas nubes que el sol pintaba
de rojo. Por encima de ellas la luz era clara, casi blanca, pero conforme se volvía
la mirada al este, el cielo se iba oscureciendo hasta alcanzar un tono morado.
Allí, sobre el techo de la cuadra, junto a las ramas altas de un álamo rojizo,
titilaba una estrella. Sin embargo, aquel descubrimiento no vino solo: más a la
izquierda se perfilaba ya el cañonazo de luz que proyectaba sobre Verona el
espejo orbital. «Qué vergüenza», me dije, y este sentimiento tardó largo rato en
abandonarme. Avisamos al posadero de que íbamos a salir a dar un paseo y
éste nos recomendó que volviésemos antes del anochecer. Tomamos el camino
de Til-Til y tras cruzar la alameda y el vado, subimos por un camino de tierra
que serpentea por una ladera. Desde lo alto del escarpe se da vista a una meseta
con arbustos y árboles achaparrados. La hierba ya está seca y abundan los
cardos. Algunas flores de otoño, de color lila y amarillo, son las únicas notas
brillantes. Se ven fácilmente los conejos. Desde allí vimos un sol rojo que
asomaba bajo la panza caliente de las nubes. No quedaba más de media hora
para que se ocultase, y ya se sentía frío. Contemplamos el anochecer y al
regresar a la posada, me senté en el soportal y me dejé rodear por la oscuridad.
Es una sensación única tener los ojos abiertos, parpadear, y no ver más que la
sombra negra de la tierra y el cielo estrellado. Es cierto que los satélites
artificiales afean un poco la imagen, porque uno no ve en ellos estrellas viajeras
sino formas prismáticas llenas de espejos. Pero si se logra obviar esto, uno se
mezcla con la noche. Al principio nuestros sentidos nos engañan. Creemos que
la noche es vacío y quietud porque estamos embotados con los gritos de los
niños y los cantos de los pájaros. Pero uno se da cuenta pronto de que la noche
es un universo vivo, algo que podemos descifrar. Un chirrido lejano no es más
que un aullido. El perro de la posada alza su cabeza para mirar en la dirección
exacta. Se siente un paso. Es un caballo de la cuadra que cambia de pata. ¿Y ese
globo que se desinfla? Es el caballo que ha estornudado. «¡Uju!» Un búho. Por la
noche el viento sopla de una manera especial, como si aprovechara para
reordenar sus filas. La noche huele a noche. Los olores brotan de las paredes, de
las tablas, de los cuerpos, de todos los lugares donde la luz los encerró a
manotazos. Adoptan formas crecientes, como plantas carnosas, y se revelan a
nosotros sin permiso. Ese olor a piedra húmeda no estaba antes. No avisó. Llegó
de repente a la punta de mi nariz. Respiré y se coló en mi interior.
Luego salió la luna. Surgió de detrás de una tapia como algo inmóvil,
brillante, rodeado por una aureola. Más tarde, ese algo creció y por fin despegó
de la tapia y se alejó. Desde el momento en que la luna nace, la noche pierde
parte de su misterio y se conforma con ser una torpe imitación del día. Las
formas se recobran y de nuevo proyectan sombras fuertes. A la luz de la luna,
uno puede entornar los ojos y verse rodeado por un paisaje de planos celestes y
negros. Entonces se percibe la noche abstracta.
El alba trae una quietud inverosímil. Es reina cruel. Domina la luz y la
sombra. Aniquila las formas y los olores. Aplaca los vientos. Ahoga los aullidos,
los pasos, las palabras átonas de las aves. Establece sobre todas las cosas su
efímero imperio de silencio, porque el alba no es tiempo ni espacio.
4
Con duros golpes de azada se va abriendo la melga en la tierra. Las mismas
manos que manejan la herramienta toman de un cesto una patata, la hincan en
el centro del surco y esparcen estiércol a su alrededor. A un pie de distancia se
repite la operación. Esas manos y ese pie pertenecen al señor Anto a quien sigue
Miguelito cerrando la melga con una pala de madera. El niño es el único de los
dos que tiene fuerzas para hablar mientras trabaja:
—A mí me gustaría que mi padre se casara con la señora Sid. Porque la
señora Sid es muy buena y me quiere mucho. Pero, claro, está el señor Sid. Las
demás mujeres que conozco no me gustan. La que se convierta en mi madre
tiene que cuidarme. También tiene que saber leer. Y cocinar cosas ricas. A mí
me gustan las rosquillas de miel, las manzanas cocidas y el puré de castaña. Mi
madre también tiene que saber hacer quesos, porque si no... ¿A usted qué le
parece, señor Anto? ¿Y si no sabe hacer quesos?
El viejo se desdobla con un gesto de dolor y sonríe. Luego se repasa la boca
con el dorso de la mano:
—Ya aparecerá. No te preocupes tanto.
Pero Miguelito pasa corriendo delante del viejo:
—No, no. Mi nueva madre no va a aparecer así como así. Tenemos que
buscarla.
—¿Tenemos?
—Por supuesto. Yo soy sólo un niño.
5
Anto y Vogchumián fueron conducidos por una muchacha hasta el primer
piso de la casa, donde encontraron el recibidor más simple del mundo: un
cuarto con una silla de madera. A aquella estancia daba un portón con adornos
de bronce. El picaporte era una esbelta mano que sostenía una manzana y en las
cuatro esquinas del marco había sendos caballitos de mar idénticos. Por aquel
portón acababa de entrar la muchacha dejando dicho que Madán Chocolá les
atendería enseguida. El motivo de esta visita se había gestado días atrás cuando
la mujer del posadero, en conversación casual con la antes citada, le había
comentado que en su casa se alojaban unos señores que tenían aspecto y
maneras de superiores. Sobre el joven le cabían dudas; pero no sobre el viejo:
tenía una forma de mirar y de hablar inconfundibles. La excusa para la visita se
le ocurrió a Madán Chocolá un día que subió al sobrado. «A lo mejor, ellos
saben arreglar el robot», se dijo, y mandó a la muchacha a la posada con un
mensaje. La posadera hizo llegar el aviso a sus huéspedes, y éstos, tras mirarse
un instante, se dijeron: «Bueno, ¿por qué no? Nunca hemos arreglado un robot
pero podemos echarle un vistazo». Era el primer trabajo que les salía en la Zona
Inferior y lo tomaron con gusto. Para llegar a casa de Madán Chocolá, la
posadera les habían dado una curiosa dirección: «en la plaza, la casa de la
puerta verde». Allí estaban ya, desde hacía rato, cuando el portón se abrió y
apareció, enmarcada en él, una figura alta, envuelta en un traje oscuro. Era una
mujer de mediana edad que llevaba recogido el pelo en un moño. Tenía la piel
clara, los ojos de color aguamarina y la boca grande. Sonreía con afectación.
—Buenas tardes.
—Buenas tardes. Me llamo Anto y éste es Vogchumián.
La mujer tendió su mano al primero y dijo:
—Me llamo Chocolá11.
Aquellas palabras desconcertaron a Anto:
—¿Chocolá11? ¿Es usted superior?
—Sí.
La sala de visitas a la que entraron estaba temperada con un brasero y en
ella podía disponerse también de luz pues la ventana tenía cristales. También
había un reloj de pared autónomo, de factura superior sin duda, y un mueble
con algunos libros. Madán Chocolá se sentó en un sillón y Anto en una silla
próxima. Vogchumián se quedó de pie. Con este signo, la mujer terminó de
componer el puzzle: «El joven es superior porque al hablar utiliza un tono
seguro. También se ha sentado sin que nadie le diera permiso. El viejo, a pesar
de su mirada, tiene actitud de criado. Debe de ser un inferior que ha pasado
muchos años en la ciudad».
—Le he hecho llamar —comenzó Madán Chocolá— porque se me ocurrió
que quizás usted podría arreglar mi robot.
—Yo, señora, lo único que puedo hacer es echarle un vistazo, porque la
verdad es que nunca he arreglado uno. ¿Qué tipo de robot es?
Anto se delataba con cada palabra. Ningún inferior habría hablado de
robots con tanta naturalidad y menos aun habría preguntado por el tipo de
robot.
—Un tipo de robot muy curioso —contestó la mujer y llamó a su muchacha
con un par de palmadas.
—Señora.
—Mariantuán, acompaña a estos señores al sobrado y muéstrales dónde
está el robot. Pueden traerlo aquí, si gustan.
Cuando entraron en el desván, unas cuantas palomas echaron a volar desde
los ventanucos, y entonces pudieron verse un par de cajas de madera, algunos
palos largos y gran cantidad de macetas. En un rincón, bajo una lona
polvorienta, se encontraba el robot. No se distinguían bien los detalles, pero era
evidente que se trataba de un androide, un modelo de apariencia humana, que
guardaba una posición sedente. Era muy pesado, casi como un hombre, pero su
rigidez permitía moverlo con bastante facilidad. Cuando lo sacaron a la luz,
pudo verse que su rostro, una máscara de termolátex muy sucia, mostraba un
claro gesto de fastidio. En sus manos, abiertas y enfrentadas en la actitud de
sujetar algo, faltaban algunos dedos pero el resto del equipo parecía completo.
Al comprobar que se trataba de un equipo autónomo, Anto decidió limpiarlo
bien para que el caparazón microvoltaico pudiera recibir la mayor cantidad de
luz. Lo bajaron al salón, y con unos trapos viejos y agua con jabón se entregaron
a la tarea de fregarlo. Uno de los paneles del muslo derecho se había roto pero
el resto del sistema de captación de energía estaba intacto. El otro defecto
importante que se observaba era cierta holgura en el enganche de las piernas al
tronco. Se apretaron estas articulaciones con una herramienta improvisada y se
embadurnó la máscara de termolátex con manteca de cerdo para devolverle su
elasticidad original. Sobre la mesa de la cocina comenzó la revisión del interior
cuya primera dificultad consistió en retirar la tapa del cuadro de fusibles, fija en
la zona de la rabadilla. Tras intentarlo con diversos utensilios de cocina, vino a
servir un pestillo que había por ahí. Todos los fusibles se hallaban en su lugar,
excepto dos: uno de los cuales había caído por dentro de la pierna derecha. Sólo
apareció en la mesa tras zarandear mucho al enfermo, y pudo verse que se
trataba de un fusible de 80 ohmios. De su resistencia, Anto dedujo que era el
correspondiente a «coordinación equilibradora». Lo colocó en su lugar y se
puso a buscar el otro. Pero éste no aparecía por ningún lado. La «compresión
mano derecha» no requería un circuito tan pesado pero ¿cómo conseguir en
Caldera un fusible de 20 ohmios? Resultaba más fácil prescindir de esta función
o suplirla por otra menos importante, como por ejemplo la «localización
remota». El siguiente paso fue revisar la batería de porcelana que se alojaba en
el abdomen. Los polos estaban sulfatados, por lo que hubo que avivarlos a
cuchillo. En este punto, sin embargo, acababa toda la ciencia de Anto y así se lo
dijo a Madán Chocolá. Una vez reinstalada la tapa abdominal, el robot fue
sacado a un patio trasero, al que Anto y Vogchumián entraron precedidos por
la dueña de casa y seguidos por la muchacha. Era un jardín estrecho y largo,
rodeado por muros de adobe, en el que crecían decenas de rosales. En medio de
una coqueta rotonda se veía medio barril donde se juntaba agua de lluvia.
—Este es mi pequeño paraíso —dijo Madán Chocolá mirando a Anto, y en
ese momento éste notó que la cara de la mujer se relajaba. Incluso antes de
depositar al robot en el suelo, Anto quiso afianzar aquel cambio con un
cumplido, gesto que la anfitriona agradeció con una sonrisa sincera. Sin
embargo, estas consideraciones eran superfluas para Vogchumián que cargaba
la parte más pesada del robot. Sus palabras «dejemos al muerto en el suelo»
reconcentraron a Anto en la tarea que estaba llevando a cabo y causaron en
Mariantuán una carcajada que le obligó a bajar la vista.
Diez minutos más tarde, la muchacha servía limonada en unos hermosos
vasos de plata. Llevándolos en una bandeja de metal y perfectamente seria, se
dirigió en primer lugar a su señora, más tarde a Anto, y por fin a Vogchumián.
Pero al encarar a éste, comenzó a hacer extraños movimientos de boca, como
para ahogar la risa, y luego se retiró con la cabeza baja hasta la puerta, donde
quedó a la espera de órdenes. Al sol no se notaba tanto el frío, y en el ánimo se
encendía ese deseo de charlar tan propio de la primavera. Madán Chocolá
constataba a cada frase que su interlocutor era en efecto superior, y Anto se
sentía regocijado por poder conversar con aquella persona, más sofisticada y
profunda que cuantas había conocido en Caldera hasta entonces. Vogchumián
percibía esto mientras bebía su limonada a pequeños sorbos y observaba a
Mariantuán, que ahora parecía aburrirse. Por todo ello, ni unos ni otros se
pudieron explicar en un primer momento de dónde procedía la voz mecánica
que chilló:
—¡No quiero café!
Era el robot que ya se había puesto a cuatro patas para levantarse.
Al verlo, la muchacha dejó caer su bandeja al suelo y Vogchumián, poco
dado a las expresiones de cualquier tipo, gritó:
—¡Funciona, señor, funciona!
El robot, aún a medio levantar, reprodujo el ruido de la bandeja al caer,
gritó «¡funciono, señor, funciono!», y ya de pie, miró fijamente a la criada para
decirle:
—No te conozco.
Luego descubrió a Vogchumián, «no te conozco», y enseguida a Anto, que
ya caminaba hacia él, «no te conozco». Justo detrás venía Madán Chocolá, «no
te conozco». Anto, que era el único de los cuatro que había tratado alguna vez
con robots domésticos, se presentó enseguida para evitarle un impacto
emocional a la máquina, y se apresuró a explicarle que había sufrido un fallo
mecánico del que acababa de ser reparado. El robot, que había mirado a Anto
con ojos entrecerrados, los abrió de repente y le tendió una mano:
—¡Hola, me llamo Larús! Mis ingenieros me pusieron Róbdom 611.0
A/1223 pero mi amo, Maxcálajan2, me llama siempre Larús. ¿Quiere que le
cuente un chiste?
En ese momento, al robot se le rajó la máscara de termolátex desde el ojo
derecho hacia arriba.
—No gesticules —le ordenó Anto.
—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! —se rió el robot, al tiempo que se le abrían las comisuras de
los labios—. ¿Cómo voy a contar un chiste sin gesticular? La gracia de los 611.0
es que gesticulamos. ¡Y vaya si gesticulamos! Mire, mire.
—¡No gesticules!
—¿Qué quiere? ¿Cara de enfado? ¿Cara de pena? ¡De sorpresa! ¿De miedo?
¿De duda?
El robot interpretaba fielmente sus palabras, y a cada gesto, su máscara se
rajaba más y más hasta que comenzó a caérsele a pedazos:
—¡Ah! ¿Qué es esto? ¡He contraído la lepra! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
Se volvió a Anto muy serio y le preguntó:
—¿La lepra tiene cura?
—Sí, tontín —respondió él mismo—. Todo tiene cura menos la hermosura.
¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
—Es muy simpático —dijo Madán Chocolá, que se parapetaba en Anto.
Larús repitió como un loro: «¡muy simpático!», a lo que añadió con voz
estándar: «me voy», y echó a andar por el jardín llamando a su dueño:
«¡señorito Max!, ¡señorito Max! Tengo un error en la jeta. Llévame al taller,
porfa». Cuando se encaminó hacia la puerta con ánimo de entrar en la casa,
Mariantuán, que había mirado todo el rato con miedo, salió corriendo
despavorida, lo que inspiró al robot para hacer otra de sus monerías: estiró los
brazos hacia adelante y comenzó a caminar sin doblar las rodillas. Anto
aprovechó este momento para tapar con su cuerpo el hueco de la puerta:
—Necesito encontrar a mi amo —le dijo Larús—, porque tengo una avería
en mi interfaz de termolátex. ¿Me permite pasar?
—No —respondió Anto con toda tranquilidad.
El robot dio entonces una torpe palmada con sus manos metálicas y
exclamó:
—¡Negociemos!
—No me interesa negociar.
—Entonces me sentaré a descansar —resolvió el robot, y empezó a mirar a
su alrededor en busca del lugar más apropiado para hacerlo. Por fin, se sentó en
el borde del barril donde se recogía el agua de lluvia, y quedó mirando a Anto.
Éste sabía que el robot no lo miraba a él sino a los espacios que quedaban entre
su cuerpo y el marco de la puerta, al tiempo que evaluaba si por ellos sería
capaz de salir. Intercalando estos cálculos con un gesto de impaciencia
programada, descubrió que tenía un desperfecto en el muslo y que le faltaban
algunos dedos de las manos. A la vista de esto, gritó algo y se levantó de golpe.
Caminó rápidamente hasta donde estaba Anto y le dijo:
—Tengo además un problema en el sistema de captación de energía y en
mis extremidades prensoras. ¿Me permite pasar?
—No.
—¡Negociemos!
—No me interesa negociar.
—Entonces le contaré un chiste.
—No quiero escuchar ningún chiste.
—¿Por qué no? Sé más de 56 millones. Puedo asegurarle que no le
defraudaré. Seleccione el campo de su interés. Chistes de superiores e
inferiores, de monjes, de funcionarios, de nyenses, de...
—Sólo te dejaré salir de aquí...
—Entonces, sí quiere negociar, ¿eh?
—Sólo te dejaré salir de aquí, si aceptas un cambio de asignatario.
El robot frunció su ceño resquebrajado:
—¿Está tratando de robarme? Le advierto que dispongo de un sistema de
localización remota que activé en cuanto percibí que las circunstancias habían
cambiado.
—En efecto, las circunstancias han cambiado. ¿En qué año estamos?
—En el año 589 DRH, por supuesto. ¿Quiere el segundo exacto?
—Larús, tengo que comunicarte algo muy importante: has pasado veintidós
años sin sentido.
—¿En serio?
—En serio.
El robot miró entonces con cara de pillo y se acercó el antebrazo a los ojos.
Lo examinó a sólo unos milímetros de distancia y al cabo de tres o cuatro
segundos, volvió a mirar a Anto, esta vez consternado. Repitió la operación dos
veces más, sobre la rodilla derecha y sobre el dorso de la mano izquierda:
—Es extraño —dijo, por fin—. Tengo entre veinte y treinta años más que
ayer.
—No es extraño. Tuviste un fallo en el sistema hace veintidós años y acabas
de recuperar el sentido.
El robot se dio entonces un palmazo en la frente y contó:
—Quizás tenga algo que ver el accidente del ovi en el que viajábamos.
Primero se oyó un ruido muy fuerte debajo del suelo y una azafata dijo que
volviéramos a nuestros asientos. Luego todo empezó a temblar y me asusté.
Sonó un segundo ruido y la temperatura de la cabina se elevó a 62ºC. Corrí a la
cocina. Tenía que buscar un refresco para el señorito Max, y una máquina, ¡una
estúpida máquina!, me ofreció un café. Yo no quiero café, le dije. ¡No quiero
café!
Larús se calló de repente y miró fijamente durante algunos segundos:
—De acuerdo. Como es muy probable que Maxcálajan2 sea ahora
Maxcálajan3, a quien no conozco, le formularé la pregunta-clave para el cambio
de asignatario: «¿Dónde tiene un lunar Mildre7?» Dispone de tres posibilidades.
Anto le pidió a Vogchumián que ocupara su puesto en la puerta y se acercó
a Madán Chocolá, que se había alejado hacia el fondo del jardín. Estaba de cara
a la pared, muy estirada:
—Acompáñeme, señora, por favor, para que reprogramemos al robot.
Pero la mujer tardó en reaccionar. Cuando por fin se volvió, sus ojos de
aguamarina delataron que había estado llorando.
—Algo me entró en los ojos —propuso como disculpa.
Entretanto, Larús le contaba chistes a Vogchumián:
—¿Y sabe el del boiescaut que va en un ovi con Golo y con el hermano
mayor de Sanyermén? —comenzó a decir el robot, pero se interrumpió cuando
vio acercarse a Anto—. Luego se lo cuento. Ahora tengo que atender al gran
jefe.
—Larús. Repite la pregunta, por favor.
—Así me gusta. Las buenas maneras ante todo. «¿Dónde tiene un lunar
Mildre7?» Dispone de tres posibilidades.
—¿Qué es, un acertijo? —preguntó Madán Chocolá.
—No, es una pregunta que... —comenzó a explicar Anto, pero se detuvo
porque Vogchumián, desde la puerta, le estaba indicando que se acercase. Al
llegar junto al viejo, éste le dijo al oído ciertas palabras que le obligaron a gritar:
—¡¿Qué?!
—Esa es la respuesta, señor. Y disculpe.
—¿La respuesta a la pregunta-clave?
—Sí.
—¿Y cómo se la sacaste?
—Negociando. Le cambié la respuesta por 950 chistes.
—¡Y aún me quedan 947! —corroboró el robot, alborozado—. Le voy a
contar el del boiescaut que va en un ovi con Golo y con el hermano mayor de
Sanyermén. Ya verá qué bueno.
Mientras Larús contaba su chiste, Anto se llevó aparte a Madán Chocolá y le
dijo:
—Me va a disculpar, pero tengo que darle la respuesta-clave, para que
usted pueda reprogramar al robot. Son palabras un poco groseras, propias
seguramente de un muchacho muy joven. Espero que entienda la situación.
—Vamos —dijo la mujer—, que ya no somos niños.
—De acuerdo —concedió Anto y, tras disculparse de nuevo, acercó sus
labios a una de las orejas de Madán Chocolá, para verter en ella aquellas pocas
palabritas. En menos de tres segundos, el rostro de la mujer se puso como la
grana y sus ojos verdes, aún húmedos, empezaron a vibrar.
Algunos días más tarde, Anto, invitado a tomar el té con Madán Chocolá,
pudo conocer de primera mano su peculiar historia. Nacida en Bilbo pero
clonada en Leland, ambas ciudades ribereñas del golfo de Bisquei, la joven
Chocolá11 llevaba la vida propia de cualquier muchacha superior, pero al
cumplir los dieciocho años y recibir su autoherencia, decidió regalar a sus tres
mejores amigas una novena de vacaciones en Niuroum. Las cuatro chicas
estaban entusiasmadas. Era el primer viaje que realizaban sin tutor y
saboreaban la libertad con esa excitación que produce todo lo nuevo. El ovi que
las transportaba, junto a otros casi mil pasajeros, despegó de Leland a principios
del segundo turno de un tranquilo día de verano. La duración programada del
vuelo era de cincuenta minutos pero sobrevolando ya el Mediterránean, el
capitán anunció una escala técnica en Ligur, debido a la congestión del tráfico
aéreo en el ovipuerto de destino. Pocos minutos después ocurrió la catástrofe.
Chocolá se encontraba en uno de los cuartos de baño del ovi, cuando se produjo
la primera explosión. El aparato se zarandeó con violencia y la gente rompió a
gritar. Enseguida, el sistema de alarma se disparó y las azafatas comenzaron a
ordenar a todos que volvieran a sus asientos. Una luz roja iluminó el cuarto de
baño mientras Chocolá luchaba por subirse los pantalones. Se sentía cada vez
más asfixiada porque hacía un calor terrible. Pocos segundos después tronó
bajo el suelo una segunda explosión y el ovi perdió la precaria horizontalidad
que hasta entonces había mantenido. ¿Cómo saber cuántos minutos tardó en
producirse el impacto? Chocolá perdió el conocimiento. Su siguiente sensación
fue un intenso dolor en la pierna derecha. Comprendió que la tenía rota. A su
alrededor sólo había oscuridad, quietud y silencio. Trató de moverse pero
estaba atrapada. Pronto empezó a escuchar voces y ladridos. Gritó con toda su
fuerza hasta que notó que alguien se acercaba. Luego oyó ruidos metálicos, y de
repente el espacio se iluminó. A sus espaldas, apareció un hombre que la ayudó
a salir. Lo primero que Chocolá notó fue un calor pegajoso. A su izquierda se
veía el mar tranquilo, y a su derecha unos edificios altos que parecían gigantes
muertos de pie. En torno a ella, la arena de la playa estaba revuelta, como si dos
enormes animales hubieran peleado allí. Se veían objetos humeantes: sillones,
maletas abiertas, trozos de plasma, cuerpos, brazos y pies desnudos, una caja de
cartón y una almohada. Enseguida llegaron hasta ellos varias personas que iban
muy mal vestidos y olían a rayos. Sonreían y tocaban a Chocolá llenándola de
felicitaciones. Todos llevaban un morral o una manta. Estaban saqueando los
restos del ovi. A ella la apartaron de aquel lugar y la dejaron sentada en la
arena. Poco después, sintió un potente rugido, procedente de la parte de la
tierra, y vio que todos los saqueadores echaban a correr hacia los edificios.
Enseguida el rugido creció hasta desaparecer y la sombra de un ovi de guerra
dibujó en la arena un círculo deforme que avanzaba con lentitud. En la panza
de aquel disco volador relucía una boca ardiente y cuatro luces rojas que
parpadeaban. Pronto empezaron los disparos, dirigidos a los saqueadores
rezagados y a la propia Chocolá, que en pocos segundos quedó cubierta de
arena. Días después, la muchacha pudo ver desde un lugar seguro que los
restos del ovi siniestrado estaban esparcidos por toda la playa y que incluso del
mar sobresalían estructuras retorcidas. Tuvo suerte porque fue, junto con Larús,
la única superviviente de aquella tragedia. Veintidós años después, se
reencontraban: ella, condenada a una muerte irreparable; él, ajeno como
siempre a cualquier sentimiento. Madán Chocolá le había dejado al robot su
anterior nombre y le había ordenado no salir de casa bajo ningún concepto. A
aquella primera orden, Larús había respondido con un sarcástico «sí, buana»,
pero enseguida pidió una ocupación. En el momento en que Madán Chocolá y
Anto tomaban té en la sala de visitas, el robot se entretenía ordenando el desván
en el que había pasado tanto tiempo.
El resto de la historia de Madán Chocolá, hasta verse convertida en la única
modista de Caldera, pasaba por la sanación de su pierna rota a manos de un
componedor, por la hospitalidad generosa de una familia que la amó como
nadie la había amado nunca, y por su fallido matrimonio con un truhán que al
abandonarla, no le dejó nada salvo una maravillosa hija llamada Nicole y un
perro salchicha que respondía al nombre de Pop.
Aquella misma tarde, Anto le confesó a su nueva amiga que él también era
superior, algo que ya sabía en aquel pueblo todo el mundo.
6
Me acuerdo mucho de Domín. Tenía la cara aguda y los ojos vivaces. Era de
ademanes eléctricos, casi tan chisposos como los de Larús pero más llamativos
por provenir de un humano. Podía estar hablando de la destrucción de Mist, y a
la vez clasificar hojas sueltas y pegarle patadas a una estufa. También su tienda
poseía el don de la simultaneidad: era al mismo tiempo librería y carnicería. El
local estaba en la plaza de Caldera, a dos puertas de la casa de Madán Chocolá.
Nada más entrar, a mano derecha, había un mesón alto donde se exponían las
postas, y detrás de él un tocón de haya que servía de tajo. Al fondo, en una
cochiquera, se encontraban varios montones de libros y revistas, entre los que se
podían hallar desde un ejemplar de las Sentencias de Fedórov hasta una revista
pornográfica para niños de la famosa serie del Teniente 21. Estas «joyas
literarias», como las llamaba Domín, comenzaron a ser coleccionadas por su
padre con el fin de envolver los pedidos de carne. Pero el hijo había sabido
obtener de ellas un mejor rendimiento: el espiritual. Los libros, adquiridos por
sacos a un buhonero que los traía de quién sabe dónde, alcanzaban en Caldera
un precio considerable. Recuerdo haber pagado en cierta ocasión tres conejos
por un ejemplar de La estructura de las revoluciones científicas de Tomcún.
7
El habitante más rico de Caldera se llama Yoryo Camargo, alias El Patrón.
Tiene unos cincuenta años y vive con su familia en el caserón de la plaza. Está
casado con Egusquiñe Güiliams, de los Güiliams de Trestone, una aldea inferior
que se encuentra en el camino de Til-Til. Esta mujer, que recibe el apodo de La
Camarga, es alta y gruesa, de mirada ansiosa. Siempre va bien peinada y bien
vestida, y a pesar de ser una señora, camina sola por la calle. Sabe que lo más
que puede pasarle es que algún menesteroso se acerque a besarle la mano y
pedirle algo. El señor Camargo y su mujer tienen dos hijos: Anselmo, un
muchacho que dedica la mayor parte de su tiempo a mirar el cielo con sus ojos
bizcos, y Emanuel, un chico alto y guapo, muy aficionado a la caza. El señor
Camargo posee una yeguada de cerca de treinta animales, y cuatro caballos
finos. Tiene también vacas, cerdos, gansos, pavos, patos, gallinas y un par de
loros verdes que le compró a un chino. Sin embargo, ninguno de estos animales
sustenta su fortuna, aunque sí su casa. La riqueza del señor Camargo proviene,
en primer lugar, de sus rebaños de ovejas. Tiene tres, con más de mil cabezas
cada uno, que le proporcionan anualmente, aparte de los corderos, mucho
vellón y leche con la que se hacen quesos. En estos rebaños trabajan unos
cuarenta hombres, entre pastores y zagales, a los que Camargo dirige
personalmente. Ocho hombres más sostienen una fábrica de cacharros de greda,
y quince mujeres tejen para él en sus telares. Todos los años, en primavera,
después de los partos, El Patrón arma un convoy con diez carros repletos de
piezas de lana y cacharros de greda, y sale a recorrer los pueblos cercanos para
intercambiar sus productos con los de otros ricos propietarios de la zona. De su
viaje trae jamones, salamis, piedra alumbre, muebles y alfombras, ollas y
sartenes de cobre, cubiertos de plata, pergamino, pieles finas, lino hilado y
tejido, botones de cuerno y otros objetos de lujo. Bien atada a su cinturón, viaja
también, sin duda, una gruesa bolsa con monedas de oro y de plata. El segundo
elemento importante en la economía del señor Camargo es el trigo. Los campos
de la vega le proporcionan todos los años unos cincuenta mil litros de este
cereal, el equivalente a mil sacos u ochenta carros. En la siembra, la siega y la
trilla trabaja todo Caldera, y de estas tareas obtienen los vecinos más pobres la
mayor parte de su sustento. El resto sale del hilado de la lana o de pequeños
tratos particulares. El grano sobrante tras pagar a los temporeros es vendido a
ricos comerciantes que al final del verano le devuelven la visita a Camargo.
Llegan con sus carros cargados de utensilios y se los llevan llenos de trigo. A
estas alturas, citar los manzanos, ciruelos, perales, limoneros y membrilleros
que tiene El Patrón no aporta mucho a la imagen que de este hombre ya
tenemos.
El habitante más pobre de Caldera se llama Yusepe Malatesta y es conocido
por todos como El Mierda. Tiene ocho años de edad y nació en Mist, un pueblo
destruido por un bombardeo superior. En aquel desastre, perdió el niño a sus
padres y a sus tres hermanos, por lo que quedó solo en el mundo. Tenía dos
opciones: morirse de pena o echar a andar. Así que hizo esto último, y dos
semanas más tarde, flaco y sucio, llegó a Caldera, donde una vieja apodada La
Rata le recogió. El Mierda viste siempre igual: un par de pantalones atados a la
cintura con un cordel y un jersey verde y naranja que en su día perteneció a
Emanuel Camargo. Siempre va descalzo, tanto en verano como en invierno, y
siempre lleva un saco al hombro. La base de su economía es la fertilidad de la
tierra. El Mierda se dedica a recoger en su saco cuanto excremento animal
encuentra, sin importar que sea de ciervo, jabalí, lobo, conejo, caballo, oveja,
vaca, cerdo, perro, gato o ratón. «Todas las mierdas son la misma mierda», dice,
«y lo mismo sirven para abonar un huerto». Por esta razón, recorre campos y
callejas metiendo en su saco los pequeños tesoros orgánicos que encuentra, y
cuando junta bastantes, se los cambia a alguno de sus clientes por un trozo de
pan. Algunos vecinos de Caldera le han ofrecido trabajo en otras ocupaciones
más dignas, pero el chiquillo siempre se niega a aceptarlo. A él le gusta recoger
mientras silba o silbar mientras recoge, llenar el saco y vaciarlo, llenar la tripa y
vaciarla. Y así transcurre su vida. Sin embargo, El Mierda desempeña también
otro papel en Caldera: es el encargado de inventar los apodos. Al Cucharero,
que siempre se había llamado así, le puso Supermán. A un vecino suyo,
conocido desde el día de su nacimiento como Campañitas, le puso El Esmirriao;
y a la mujer de éste La Burbuja. Al Quemao le puso Carbonilla; y a Felipe El
Feo, Feolipe. Por sus gestiones, la Narcisa se convirtió en la Natillas y el hijo
mayor de Camargo en Ojitos. La única persona de Caldera a quien no ha puesto
mote ha sido a la hija de Madán Chocolá, Nicole, de quien está profundamente
enamorado. Cuando la niña pasea a su perrito por la alameda del río, El Mierda
anda siempre al acecho. Dicen las malas lenguas que lo hace para recoger las
deposiciones del animal, pero es evidente que no se trata de eso, pues en tales
ocasiones el niño aparece siempre repeinado, algo muy extraño en él.
8
Tras arreglar el robot y colaborar en la reconstrucción de una cuadra, Anto y
Vogchumián se hicieron conejeros. Al alba, el viejo criado despertaba a su señor
y le atendía en su aseo. Después de vestirse, bajaban al comedor a tomar el
desayuno: un tazón de leche caliente y un mendrugo de pan. Inmediatamente,
se ponían en camino hacia el lugar donde la tarde anterior habían tendido sus
lazos: los páramos que había más allá de los sembrados, la meseta donde en su
día Anto encontró a La Niña Azul, o el camino de Brescianos. Hacia el sur no
salían porque por aquella parte sólo había pinares. Aunque la faena era muy
rutinaria, Anto y Vogchumián la realizaban con gusto: el primero por no haber
tenido nunca ocasión de trabajar al aire libre, y el segundo por poseer la
facultad de conformarse con cualquier cosa. Remataban las presas, las ataban
con un cordel y las llevaban al pueblo donde servían para el pago del
alojamiento y para hacer intercambios. Conseguían principalmente comida,
ropa y monedas de plata, que eran cuadradas y oscuras. Después de vender los
conejos, tarea que les ocupaba hasta el mediodía, Anto y Vogchumián
regresaban a la posada para almorzar. De primero solía haber legumbres; y de
segundo, conejo. A veces, se servía guiso de oveja, y todos los jueves, patatas
cocidas con mantequilla. Nunca se ofrecía postre pero sí café de trigo,
pagándolo aparte. A la sobremesa seguía una corta siesta y un buen rato de
esparcimiento que cada cual dedicaba a lo suyo. Vogchumián solía quedarse en
la habitación, y Anto salía a pasear. A veces iba por la alameda del río y a veces
daba vueltas por el pueblo conversando con unos y otros. Sin embargo, todas
las tardes, antes o después, se dejaba caer por la plaza para cumplir sus visitas.
Madán Chocolá podía pasar horas enteras preguntándole por detalles de la vida
superior, y él contestaba con gusto pues así se sentía más cerca de su cultura,
que añoraba más de lo esperado. Domín, por su parte, solía hablarle de
literatura, y en este sentido le recordaba mucho a P. Poco a poco, sus
conversaciones fueron adquiriendo mayor nivel intelectual y un día Domín le
invitó a participar en una tertulia que se celebraba todos los jueves por la tarde
en el comedor de la posada. A esta culta reunión acudían, además de los ya
citados, el maestro del pueblo, de nombre don Onofre, y un señor mayor a
quien todos llamaban tío Ori. El primero, un hombre mofletudo y cejijunto,
jamás manejaba ideas propias. Hablaba con citas, que retenía en su prodigiosa
memoria, y rara era la tarde en que no cambiaba de parecer varias veces. El tío
Ori, por su parte, era mucho más determinado e inteligente: había en sus ojos
ciegos algo misterioso y atractivo. Tenía la nariz roja por el licor y el mostacho
amarillo por el tabaco, pero su cabeza funcionaba con rapidez y su lengua no se
detenía ante nada. De pie parecía un juguete porque era de corta estatura, pero
sentado aparentaba más, algo así como un oráculo. Solía ayudarse de la mano
derecha para expresar lo que sus ojos no podían, y dedicaba la izquierda a
sostener su bastón, del que no se separaba nunca. Junto a los miembros de esta
tertulia conoció Anto muchos buenos momentos pues los temas que en ella se
trataban eran verdaderamente interesantes. Se habló, por ejemplo, de la eficacia
adaptativa del ronquido humano, de los efectos de la marihuana en el sexo, del
aburrimiento como factor de impulso histórico y de las relaciones entre
memoria, poesía y obsesión.
9
El tío Ori se inclinó sobre el café y sonrió al encontrar el olor que buscaba.
Domín, sentado frente a él, recibió su taza de manos de Saavedra y el maestro
don Onofre se arrellanó en el muro de piedra. Anto acudía a la tertulia por
cuarta semana consecutiva y le tocaba proponer el tema. Cuando todos
estuvieron servidos, los retazos de la conversación banal que hasta entonces
habían mantenido huyeron como fantasmas y comenzó el rito. A Anto, como
introductor del tema, le correspondía hablar en primer lugar, lo que, según
había observado en anteriores ocasiones, iba precedido de un circunloquio que
debía dar el tono de la charla:
—Me alegro mucho —comenzó— de poder participar de nuevo en esta
reunión, a la que tan gentilmente he sido invitado. Gracias de antemano,
Domín, por tus agudas opiniones. Gracias, tío Ori, por compartir con nosotros
sus muchos conocimientos. Y gracias, don Onofre, por ilustrarnos con su vasta
cultura. En cuanto a mí, espero que sepan disculparme los defectos y la
abundancia de preguntas que me veré obligado a hacerles.
—Hermoso introito —exclamó el maestro, seguro de que nadie, salvo él,
conocía el significado de aquel término.
—El tema que quisiera proponerles para hoy es el de las relaciones entre
superiores e inferiores.
Como si un caballo hubiera dado una coz a la mesa, estas palabras causaron
el sobresalto de los contertulios. Domín dio un brinco en su taburete pues no
pensaba que Anto fuese a proponer tan pronto el tema. Al tío Ori se le encendió
el rostro porque el asunto se le antojaba amplio y fecundo. Y el maestro, por su
parte, se revolvió en el asiento para ayudarse a localizar una cita que le
permitiera decir algo, cuando le llegase el turno de hablar.
—Glose el tema, por favor —pidió el tío Ori sin disimular su sonrisa.
—Hace más de seiscientos años que la Humanidad sufre la peor escisión de
su historia. Los superiores construyeron una civilización para elegidos. Se
encerraron tras sus muros y promovieron ideas que les permiten un desarrollo
tecnológico que atenta contra la esencia de la vida en el planeta. Hace ya dos
millones de años que existen los hombres, pero nunca ha habido fronteras tan
impenetrables como las actuales. Mis preguntas son éstas: ¿Por qué unos
hombres se separan de otros? ¿Por qué no se abren las puertas de todos los
muros? ¿Por qué no podemos transitar libremente? ¿Por qué no podemos
amarnos libremente? ¿Con qué derecho se atribuye alguien la propiedad de la
tierra?
—¡Fantástico! —gritó Domín—. Con esta espléndida introducción tenemos
para toda la tarde. Yo, señores, debo decir que discrepo de Anto en el siguiente
punto: él sostiene que han sido los superiores quienes se han discriminado, y
aunque eso sea cierto, es incompleto. También los inferiores han aceptado la
idea de que son diferentes de los superiores. Y de este modo también se
discriminan. No se trata, por tanto, de un hombre que le dé la espalda a otro
sino de dos hombres que se dan la espalda entre sí. ¿O acaso conocen ustedes a
alguien que sueñe con vivir en la Zona Superior? Cualquiera que tenga dos
dedos de frente se da cuenta de que las ciudades no son más que jaulas
cómodas.
Para anunciar su primera intervención, el tío Ori se destosió:
—Hablan ustedes de superiores e inferiores, pero en realidad se trata sólo
de los superiores. Ellos están organizados. Ellos tienen leyes, comercian, juegan
al fútbol. Sin embargo, nosotros... Nosotros no somos nosotros. Nosotros somos
tú, tú y tú. He dicho.
—Yo, por mi parte —dijo el maestro— creo simplemente que los superiores
son el cáncer del mundo.
Lanzada su cita, don Onofre se apoyó de nuevo en la pared y miró a un lado
con suficiencia. El tío Ori sonrió un segundo, como quien saluda a un objeto
familiar, y Domín se quedó mirando fijamente a Anto, en quien las palabras del
maestro habían causado el mismo efecto que un insulto.
—¿Le puedo hacer una pregunta? —dijo Anto mirando a don Onofre.
—Por supuesto.
—¿De dónde sacó esa cita?
Al oír aquello, el tío Ori soltó una carcajada y dio en la mesa un palmazo
que hizo temblar las tazas. Domín, por su parte, comenzó a menear la cabeza de
un lado a otro; y el maestro, por la suya, juntó las manos para decir algo
bastante cierto:
—Todas nuestras opiniones son citas, de una manera u otra.
—Me interesa saberlo —explicó Anto— porque eso de que «somos el cáncer
del mundo» lo escribió un amigo mío, a quien le perdí el rastro y...
—He de insistir —volvió a la carga el maestro—. Nil novi sub sole. No hay
nada nuevo bajo el sol.
—¡Vamos, Onofre! —gritó el tío Ori— ¡Vete cantando!
Y con estas voces terminó la formalidad de la tertulia. A lo largo de la charla
distendida que siguió, vino a saberse que aquella opinión del maestro procedía
de un hombre que respondía, punto por punto, a la descripción que Anto iba
dando de P. Éste había llegado meses atrás a Caldera en estado de tal
indefensión que para procurarse el alimento se había obligado a vender parte
de su ropa: lo único que poseía. Nadie se apiadó de él hasta que el maestro,
viéndolo vagar una tarde en torno a la escuela, le ofreció «el pan y la sal». Con
estas palabras lo dijo. Pocos días después, aquel hombre, que solía mostrarse
bastante taciturno, se ofreció para picar leña en la escuela; y a los tres días,
estaba también encargado de barrer el suelo y ordenar las mesas. Más adelante,
se incorporó a las faenas en los campos de Camargo; y al término de la trilla,
vendió su parte de trigo y abandonó el pueblo con unos caldereros chinos. «Una
de esas tribus de zarrapastrosos», coronó el maestro.
—¿Y hacia dónde fueron? —preguntó Anto.
—Hacia el sur, según dijeron.
—¿Y ese hombre le dijo su nombre?
—Sí. Se llamaba Galileo, como el famoso astrónomo.
10
Tanna y Calcuss juegan al ajedrez en el café Norabia. La lluvia del oeste
nutre de gotas el cristal de la vitrina. Son oscuras por arriba y claras por debajo,
al revés que el mundo. Sobre la calle negra y brillante planea un cielo blanco,
como una mano gigantesca.
—¿Mueves? —pregunta Calcuss.
Tanna vuelve hacia él su mirada:
—¿Estará bien?
—Ma cher, estás completamente obsesionada, te falta ¡esto! para empezar a
balancearte de un lado a otro, yo me haría analizar, en serio, yo iría a un
psicólogo, a otro psicólogo, y...
—¡Basta! ¡Me estás poniendo histérica!
—No, ma cher, histérica ya estabas.
—¡Era una simple pregunta!
—No, señora, es la pregunta de siempre pero hecha de otra manera, hace
media hora me preguntaste si Anto se acordaría de que tiene que volver antes
de los seis meses, te dije que sí, que no es idiota, hace veinte minutos me
preguntaste si en la Zona Inferior también estaría lloviendo, te dije que sí, que el
clima es el mismo, y hace diez minutos me preguntaste si los ponchos de lana
son impermeables.
Para continuar, Calcuss coge a Tanna de la cabeza:
—Escucha lo que voy a decirte y recuérdalo para siempre: él no es tu
polluelo, no es tu polluelo, no es tu polluelo.
Brotan entonces de los ojos de Tanna dos gruesas lágrimas que compiten
por recorrer sus mejillas, y un instante después suena la voz metálica de su
alma:
—¡Te llama Salazzo de Sbiriel, Verona! ¡Salazzo de Sbiriel, Verona! ¡Salazzo
de Sbiriel, Verona!
11
Con un tímido sol de invierno, la niebla comenzó a disiparse y el campo de
cráteres se hizo visible. Más tarde, pudo verse también la masa compacta del
Muro; y por último, la complicada silueta de las cabezas de hidra, inmóviles
como cuatro viejas dormidas. Tras esperar un rato más, por cautela, Anto
abandonó el camino y avanzó lentamente hacia la puerta. A los pocos pasos vio
encenderse una potente luz roja sobre una de las hidras, y mostró las palmas de
sus manos. Pasados algunos segundos, cuando la luz se tornó verde, Anto
reemprendió la marcha con rapidez.
Frente al puesto fronterizo había estacionado un camión de basura: una
mole de color verde que se sostenía sobre cuatro ruedas gigantescas. De la
cabina saltó, como un insecto venenoso, un hombrecillo vestido de naranja y
amarillo que se acercó con paso atlético hasta la entrada. Tras dirigir a Anto una
rápida sonrisa, abrió la puerta de un manotazo y se coló en el edificio. Pocos
segundos más tarde, salió ajustándose unos guantes y trepó a su maquinota.
«No hay en el mundo entero —pensó Anto— un hombre más feliz que éste», lo
cual pareció corroborar el camionero oscilando un par de veces en su asiento,
arriba y abajo, antes de encender el motor.
Cuando la puerta del puesto fronterizo se cerró a sus espaldas, Anto sintió
el hermetismo: aunque el camión de basura seguía en el mismo sitio, su
zumbido acababa de desaparecer. Tras el mostrador se hallaba una mujer de
unos cincuenta años que le miraba con ojos inexpresivos. Con ella tuvo un
conflicto derivado de la prohibición del comercio entre superiores e inferiores.
Atendiendo al análisis de la última fotografía térmica de Anto, éste intentaba
ingresar en el Estado de Verona con manufacturas inferiores. La funcionaria se
refería en concreto al poncho, el sombrero y las botas. Para poder permanecer
en la ciudad debía entregar estos objetos en consigna hasta su próxima salida.
En respuesta, Anto hizo ver a la funcionaria que el poncho era de manufactura
superior pues tenía una etiqueta que en perfecto inglis rezaba: «Meid in Fresia».
En cuanto al sombrero, no tenía nada que objetar. Era un regalo de Madán
Chocolá, a quien a pesar de su origen superior se la consideraba inferior. Sin
embargo, las botas no eran inferiores ya que el propio Anto se las había hecho.
—¿Puede demostrarlo?
—Claro que no. ¿Cómo voy a demostrarlo?
—Entonces, va a tener que dejarlas aquí.
—Oiga, ¿qué quiere, que las descosa y las vuelva a coser?
—Si usted no puede demostrar que esas botas son superiores, entonces yo
debo considerar que son inferiores, y por tanto...
—¡Estas botas las he hecho yo!
—No es necesario gritar.
—¡Pero es que usted parece sorda!
Por estos derroteros fluía la disputa, cuando salió del despacho el jefe de
turno, un viejo conocido. En pocos segundos quedó resuelto el asunto de las
botas, pero la declaración previa de Anto respecto a su sombrero, grabada en el
alma central de la oficina, hizo imposible que éste continuara su viaje con la
cabeza cubierta.
—¿Cuándo entra de turno Margá? —le preguntó al jefe de turno.
—Acaba de salir.
Ya fuera del puesto, Anto sintió que la alegría que le había acompañado
desde el momento en que decidió hacer aquel viaje a Verona, se había disipado
por completo. Le abrumaba el peso de las leyes, la asepsia del trato y las
miradas suficientes. En los pocos minutos que llevaba en la Zona Superior había
tratado con tres personas pero se daba perfecta cuenta de que con ninguno de
ellos le gustaría sentarse a cenar. Camino de Sbiriel, no le abandonó en ningún
momento la sensación de impolutez. En los once kilómetros del recorrido, que
hizo a pie, no encontró ni un solo bache. Las líneas de demarcación de la
carretera eran de un color amarillo reflectante, y a cada cincuenta metros los
controladores de dirección surgían del suelo como setas. Las señales de tráfico
le parecieron altísimas y sus pantallas de plasmón demasiado relucientes. Sólo
un factor, y además sórdido, coordinaba aquella ruta con el paisaje que
atravesaba: el áspero olor que despedían desde las cunetas los cadáveres de
algunos animales atropellados. Por lo demás, también en los campos se
encontraba esa misma perfección de las cosas repetidas: los colectores solares
erguidos a distancias regulares, los motoarados de color naranja, alineados
como ovis en misión de combate, y los surcos de la siembra, trazos irreales de
un peine gigantesco. Aquello era la civilización y su sinónimo: el éxito.
A menos de un kilómetro de Sbiriel, un autónomo de policía rebasó a Anto
y se detuvo a la derecha de la carretera. Del puesto del copiloto descendió
entonces un enorme agente que se irguió con pesadumbre en su uniforme
negro. Anto no le conocía.
—Feliz turno —dijo el agente—. ¿Puede identificarse?
—Por supuesto.
—Acompáñeme al móvil.
El trámite era sencillo: consistía en posar una mano sobre la pantalla del
alma del vehículo, pero Anto no pudo hacerlo con tranquilidad porque el
agente se permitió el lujo de agarrarle con fuerza de la muñeca.
—Oiga, no es necesario que me rompa el brazo.
Y aquella queja ciudadana quedó grabada para siempre en el alma del
vehículo.
Tras tomar agua en la fuente de la plaza de Sbiriel, Anto se encaminó a casa
de P. El chalecito estaba ahora ocupado por una familia numerosa: tres
hermanos genéticos que habían pintado la verja de la calle con los colores del
arcoiris y se dedicaban a la venta de muebles de plasmón. Anto no quiso saber
nada más.
Detrás de uno de los escritorios de la sucursal del Banco de Verona, un
hombre joven, de rasgos agudos y ojos saltones, conversaba por alma, retrepado
en su asiento. Cuando vio detenerse junto a su mesa a alguien, miró de reojo,
musitó un «te llamo luego» y, girando en su asiento, compuso un gesto de
extrañeza:
—¿Anto?
—Hola, Salazzo.
—¿De qué vas disfrazado?
—De inferior. ¿Cómo estás?
—Bien, ¿y tú?
—Muy bien. ¿Tienes tiempo para tomar un café?
—Claro que sí.
—Vamos.
—Espera, tengo que pedirle permiso a mi jefe.
Algunos minutos más tarde, ambos hombres se sentaban junto a la barra de
un bar.
—¡Veinte monedas de oro y doscientas de plata! —exclamó Salazzo y miró
un momento al techo—. No tengo ni idea. Supongo que el metal se puede pedir
en una joyería. Pero así, en monedas... Espera. Lo que sí te podría conseguir son
medallas conmemorativas. No son monedas pero se parecen bastante. No sé si
las hacen de oro, pero las de plata solemos tenerlas en la oficina. Quizás haya
unas veinte, aunque te puedo conseguir las que quieras.
—¿Son muy caras?
—Supongo que un poco más que el metal. Por la acuñación.
—¿Y cómo son de grandes?
—Más o menos así.
—¡Ah, son muy grandes! Pero bueno, no importa. Puedo cortarlas. Vale.
Entonces quedamos en esto: encárgame cien medallas de plata. ¿Para cuándo
estarán?
Salazzo miraba a Anto con media sonrisa. Parecía un presentador de
televisión esperando el momento de hablar. Pero ese momento ya había llegado
y él seguía en silencio:
—A ver, Anto. Tú sabes que a mí no me gusta mezclar la amistad y los
negocios. Pero dime una cosa: ¿qué quieres hacer con esas medallas de plata?
Lo primero que tengo que decirte es que son acuñaciones oficiales, algo así
como monumentos, y que no se pueden destruir.
—Ya lo sé.
—Perdóname. Pero te oigo decir que las vas a cortar, y creo que tengo que
advertírtelo. A mí no me importa lo que vayas a hacer con ellas. Pero pienso
que a lo mejor te conviene más comprar el metal en bruto, ¿me entiendes?
Anto se quedó mirando a Salazzo durante un buen rato y por fin le dijo:
—Voy a llevármelas a la Zona Inferior.
Salazzo chascó la lengua:
—Eso es una locura.
—Lo sé.
—Dos o tres, sí te creo, hermano. Les cuentas a los de fronteras que son
amuletos y ya está. Pero, ¿cien medallas conmemorativas? A eso se le llama
fuga de capitales, hermano. Cuando te saquen la foto térmica, la cámara va a
saltar por los aires. Yo no quiero echarte a perder el plan, pero tienes que saber
a lo que te expones. Me sentiría muy mal si te pasara algo.
Anto escuchó las advertencias de su amigo con gran serenidad y, ya de
vuelta a la sucursal bancaria, le pidió prestada su alma para hacer unas cuantas
llamadas.
Desde el jol de los minicines, llamó por primera vez a Tanna. Se le aceleraba
el pulso con cada timbrazo, pero casi se le paró cuando sonó la cantinela:
«puede dejar su mensaje en el buzón de voz después de oír la señal, gracias». A
su desesperación se juntó la molestia que le produjeron dos chicos de unos
quince años que se rieron de su facha.
En una de las droguerías de Sbiriel, Anto compró una pastilla de jabón con
olor a canela, otra con olor a rosas y una tercera con olor a limón. Como regalo
por la compra de éstas, venía una cuarta que obligatoriamente debía ser de
jacinto. En la misma fuente en que había bebido apenas una hora antes, se lavó
la cara, el pecho y las axilas, lo que tuvo el efecto de reunir en torno a él a un
pequeño grupo de curiosos. Ninguno de ellos le reconoció.
Algo más limpio ya, llamó por segunda vez a Tanna y de nuevo aquella
cantinela mecánica le hizo sentirse rechazado. Sin permitir que la desesperanza
le arrebatara el buen humor, se comunicó con Immo:
—Sí, Salazzo. ¿Qué hay?
—Hola, soy yo.
—Pero bueno, ¿dónde te metes? He tratado de localizarte cientos de veces
pero siempre me sale una panadería. ¿Cómo estás?
—Bien. Oye, ¿se sabe algo de P?
—Nada de nada. El caso ya se cerró. Yo te llamaba precisamente porque en
el diario apareció un aviso de expropiación de una cuenta suya. Facturas sin
pagar y todo eso. Como tú eres su albacea. En fin. Ahora la cosa ya está en
manos del Civil.
A aquellas horas, el restaurante Hausmo, uno de los más populares de
Sbiriel, estaba prácticamente vacío. Anto pidió un jó-dó con chucrú y una
cerveza. Pagó con la mano y se llevó la comanda a la sala. Una muchacha
greñuda limpiaba las mesas con un pequeño aspirador y componía el orden
exacto que debían mantener la carta, el bloque de servilletas y los aliños.
Sentado frente a su bandeja, Anto se dio cuenta de que al hablar con Immo no
había discutido con él, lo cual le extrañó. Comió rápido, sin saber por qué, y
echó de menos a Vogchumián. Era la primera vez en muchos meses que comía
solo. Al fondo de la sala había otra persona, una mujer mayor que también
comía un jó-dó. Un tercer cliente entró enseguida. Era Gerardo, uno de los
guardias jurados del banco. Recogió un paquete, pagó y se marchó. En toda la
operación no empleó más de diez segundos ni pronunció una sola palabra. En
la televida ponían un reáliti que Anto nunca había visto. Se titulaba Lo de ella y
era el retrato de la vida de una prostituta de alto estandin. La protagonista
había estado conversando con un ejecutivo de rasgos orientales sobre un tema
incomprensible, y ahora se disponían a practicar sexo. El oriental se bajó el
plasma dejando a la vista unas piernas delgaduchas y un pene no más grande
que un dedo. La prostituta, por su parte, se subió una anticuada falda y con un
dedo se apartó la braguita. Entonces sucedió, aunque tardó en comprenderlo.
Al cambiar de plano, aparecieron unas formas brillantes y rosadas en cuyo
centro refulgía una potente luz. Estas formas, que a Anto le recordaron a las
ilustraciones de los libros de medicina de la editorial DW, se movían como si
respiraran, y de pronto la intensidad de la luz bajó y pudo verse cómo desde el
centro de la pantalla vino hacia los espectadores un enorme glande que luego se
retiró, sólo para regresar con más fuerza. Anto sintió una náusea y se atragantó.
La chica del aspirador miraba la tele y se reía convulsivamente. Parecía estar
electrocutándose. Luego apareció en la pantalla el oriental, de cuerpo entero,
penetrando a la prostituta con un ansia y una rapidez más propias de un conejo
que de un ser humano. Logró el orgasmo en menos de diez segundos y la
cámara intravaginal registró cada detalle de aquella íntima explosión orgánica.
También fue explosiva la carcajada de la mesera. Haciendo el gesto masculino
de masturbarse, se acercó a una compañera que atendía en el mostrador y le
dijo: «Tenía ganas el chinito, ¿eh?» Antes de presenciar demasiado de cerca la
retirada definitiva de aquel pene chorreante, Anto se cambió de silla para
quedar de espaldas a la tele. Fue a morder su jó-dó pero le dio asco. En la pared
de enfrente había un cuadro que representaba a un pingüino triste. «¿Cómo se
aparearán estos bichos?», se preguntó; e inmediatamente tomó el alma de
Salazzo y llamó a Chocolá12 de Leland. Mientras sonaba el timbre, tomó un
trago de cerveza que le supo a detergente.
—Hola —respondió una mujer joven al otro lado de la línea.
—Hola, ¿te gustaría que charláramos un rato? —dijo Anto, empleando la
típica fórmula usada al hablar al azar.
—Bueno. ¿Cómo te llamas?
—Anto, ¿y tú?
—Yo me llamó Chocolá. ¿Cuántos años tienes?
—Casi cuarenta, ¿y tú?
—Veintidós.
La conversación derivó a partir de entonces por los cauces programados.
Hablaron primero del tiempo, y luego se preguntaron por sus ocupaciones y
proyectos: Chocolá12 había estudiado dos años de diseño de vestuario en la
universidad de su ciudad clonal, pero luego crearon en Sanyermén la carrera de
microlfatismo y se cambió. Esperaba poder dedicarse al diseño de perfumes,
porque la faceta industrial de aquella disciplina, todo lo relacionado con
«aromas para jabones, mortadelas y manzanas», no le interesaba en absoluto.
Anto, por su parte, le contó alguna de sus experiencias de los últimos meses en
la Zona Inferior, teniendo mucho cuidado de no citar a Chocolá11, y le confesó
que si todo salía bien, pensaba emprender un viaje en busca de un amigo
perdido.
—¿A qué te refieres con «todo»? —preguntó Chocolá12.
—Digamos que dependo de un préstamo que va a concederme la ciudad.
Más allá de las presentaciones, los comentarios meteorológicos y la
exposición somera de las actividades y proyectos propios, la conversación
moría entre casi todos los que hablaban al azar, de modo que ambos se
despidieron deseándose buena suerte. Además de los jabones que había
comprado en la droguería, Anto quería llevarle a Madán Chocolá un segundo
regalo: la noticia de que ella, tras el accidente aéreo, había sido efectivamente
clonada en Leland y gozaba de buena salud e ilusión por la vida.
La siguiente persona a quien llamó fue a Margá, que le contestó desde la
ducha. Al saber de esta circunstancia, Anto tuvo una erección; y decidido a
sacarse para siempre la espina, le dijo:
—No te muevas de tu casa. Llego en menos de una hora.
Cuando Margá abrió la puerta, un manotazo de calor salió de su
apartamento. La muchacha llevaba el pelo recogido en una cola de caballo, una
camisa blanca sin mangas y pantalones del mismo color. Iba descalza. Trató de
decir algo pero un beso se lo impidió. En respuesta, la muchacha se abrazó a
Anto con fuerza y trepó por sus piernas hasta quedar sentada en sus caderas. Se
arrancaron la ropa sin hablar y se amaron sin miramientos. Aún en silencio, la
muchacha acariciaba el pecho de su amante y él pasaba un dedo suave por las
curvas húmedas de sus caderas. Una hora después, se comieron un yogur e
hicieron el amor de nuevo, en un pasillo donde los miraba, desde un antiguo
grabado, un orgulloso jinete chino. A la vista de su ceño fruncido, Anto pensó:
«ahora te toca a ti tragarte mi espectáculo». Poco después, ambos conversaban,
tirados en la cama. Él gesticulaba ampliamente con las manos y ella lo
escuchaba fumando. Lo hacía como una niña. Por fin, miró al techo y preguntó:
—¿Y si te pillan?
—Nadie me va a pillar. Si lo hacemos como yo te digo, todo va a salir bien.
—Hola, ¿quién es?
—Hola, Tanna. Soy yo.
12
Cinco días después, casi al término del tercer turno, Margá se hacía las uñas
tras el mostrador del puesto fronterizo. Iba a apagar ya su lima, cuando entró
Anto, que parecía abatido. Llegó hasta el mostrador y le tendió sus manos. La
muchacha las tomó, se levantó; y así permanecieron un buen rato, hablando de
cosas que a él le provocaban la necesidad de mostrarse fuerte y a ella le
entristecían muy raramente.
Ailo2, un hombre grueso, de labios carnosos, vigilaba desde su set de la
Oficina de Control de Tránsito los movimientos de los funcionarios de fronteras
de las seis puertas de Verona y del ovipuerto. Estaban embarcando los
pasajeros del vuelo 180 con destino a Niuroum, por lo que Ailo sabía que se
acercaba ya el final de su aburrido turno. Para celebrarlo, sacó un cigarrillo y lo
prendió. El primer humo le besó los ojos, pero él no los cerró. Un instante
después, fruncía el ceño. La funcionaria de la Puerta 2, «esa chiquilla tan rica»,
había abandonado el mostrador dejando en él a un transeúnte sospechoso: un
tipo vestido con un poncho. «Esto no se ajusta al reglamento», pensó Ailo y
prestó especial atención a aquella ventana hasta que la muchacha regresó. Sin
embargo, Margá no permaneció mucho tiempo en su puesto porque detrás de
ella apareció su jefa para sustituirla. «Faltan seis minutos para el cambio de
turno», se dijo Ailo y calculó mentalmente la comisión que ganaría con la
denuncia de aquella pequeña infracción. «Ausencia injustificada del puesto de
trabajo, a 2000 oros por minuto, 12000 oros: o sea, dos películas y una cerveza.
¡Qué vida tan asquerosa!» Sin embargo, le pidió a su alma un formulario de
denuncias.
Al salir del puesto fronterizo, Margá se subió el cuello de su abrigo beis y,
metiendo las manos en los bolsillos, echó a andar junto a Anto. Poco más allá,
éste le pidió una mano para caminar como los enamorados, y ella, al dársela,
sonrió con malicia. Ya estaba en poder de Anto lo que éste esperaba: una copia
ilegal de la última fotografía térmica de P, aquella en que aparecía bajo el
nombre de Galileo. Margá estaba hermosa con el pelo suelto, que caía formando
largas ondas sobre su espalda, y quizás por la vergüenza de haber cometido un
delito por primera vez en sus vidas. Algunos metros más allá, justo al pie de la
rampa de acceso a la ronda, Anto atrajo hacia sí a Margá y la besó con pasión.
Un minuto más tarde, Tipiiti6, una esquelética oriental de tez oscura, se
rascaba la clavícula izquierda por dentro de su uniforme militar. Cuando
terminó, se miró las uñas un instante y volvió su estrecha mirada hacia la
pantalla 27/32 del Centro de Vigilancia de Límites, agregado al Ministerio de
Exterminio: una señal roja denotaba una presencia térmica en la ronda del
Muro a la altura del kilómetro 36, es decir, prácticamente encima de la Puerta 2.
Tipiiti solicitó rápidamente una subpantalla y comprobó que se trataba de dos
personas, ambas vestidas con ropa clara. «Mierda —se dijo—. Y sólo faltan dos
minutos para el cambio de turno». Por suerte para ella, había una patrulla
motorizada a sólo un kilómetro de distancia. Tipiiti pidió una ampliación de la
imagen de los intrusos y enseguida dirigió su dedo índice hacia un sensor para
entablar contacto con los patrulleros. Pero su dedo nunca llegó a posarse en el
mismo, pues la imagen ampliada mostró a un hombre y a una mujer que
caminaban por la ronda, abrazados con una ternura que la soldado sólo había
visto en las películas románticas. Torció un poco la cabeza y apenas escuchó la
voz del identificador, que informaba de que los intrusos eran Margá3 y Anto7,
ambos ciudadanos de Verona. Los amantes caminaban hacia las cabezas de
hidra con pasos cortos y de este modo entraron en el campo de sus cámaras de
control. En ese momento, al otro lado del tabique de plasmón resonó una voz
masculina, la de Maur3: «¡Tipi! ¿Qué pasa? ¡Me han salido intrusos por tu
lado!» En los ojos de la mujer se habían formado dos gruesas lágrimas que no
alcanzaban a remontar sus pómulos himalayos. «Cambio de turno», dijo a sus
espaldas un militar feo, y Tipiiti se levantó de golpe y se alejó corriendo por un
pasillo. El militar feo, que se llamaba Filip7, ocupó entonces el puesto
abandonado por su compañera, y al comprobar la situación de emergencia, le
pidió explicaciones a Maur3. Éste, que no había dejado el trabajo a medias
porque eso no se ajusta al reglamento, entabló contacto con los patrulleros y dio
las indicaciones oportunas. Justo detrás de él, esperaba de brazos cruzados un
tercer militar, también varón, que se llamaba Ambere4. En la pantalla se
observó que los intrusos, un hombre y una mujer, se detuvieron antes de llegar
a las cabezas de hidra. Él sacó de debajo de su poncho un paquete envuelto en
papel de regalo y se lo presentó a ella. La muchacha se llevó las manos a la boca
primero y después cogió el paquete para abrirlo. Contenía una vulgar camisa
que, inexplicablemente, le produjo una tremenda alegría. El del poncho sonrió,
apoyándose en la baranda de cemento, dijo algo, y entonces la chica se quitó el
abrigo esbozando una infantil sonrisa. Acto seguido, agarró por los faldones el
plasma que llevaba puesto, y con un movimiento que tenía mucho de selvático,
se lo arrancó por la cabeza. Era su última prenda, y quizás por eso los soldados
Filip, Maur y Ambere comenzaron a parecerse mucho. Mientras los generosos
pechos de Margá bailaban en los ojos de aquellos tres hombres, preludio de
muchos turnos de insomnio, Anto pudo hacer sin ser visto lo que se proponía.
El resto de la historia es fácil de contar. Margá se puso la camisa nueva
demorándose más de lo necesario en el paso de la cintura elástica por sus
gruesos pezones, y al verse tan guapa, se arrojó en brazos de Anto. Filip dijo:
«¡Hay hijos de puta que tienen una suerte que no se la creen!» y sus dos
compañeros se miraron para comprobar si era cierto lo que acababan de ver. A
los patrulleros, que llegaron enseguida, les dio Anto una serie de excusas
preparadas que no surtieron efecto alguno, y pagó las multas correspondientes.
Inmediatamente después, tomó a Margá de la mano, bajó con ella por la rampa
de cemento y la acompañó hasta el puesto fronterizo. Ya había entrado de turno
la fría funcionaria que recibió a Anto cinco días atrás, y ella fue la encargada de
realizar los trámites habituales, incluida la devolución del sombrero. Anto pasó
luego al archivo térmico para que le fotografiaran y más tarde fue, de nuevo en
compañía de Margá, hasta las inmediaciones de la Puerta 2, donde ambos se
miraron con una sonrisa. Un instante después, la pesada puerta comenzó a
abrirse y él se quitó el sombrero para besar la mano de su amiga.
A los pocos segundos, ya caminaba por el campo de cráteres que se extendía
más allá del Muro de Verona. Su aspecto era el mismo de antes, salvo por el
hecho de llevar a la espalda un pequeño morral que había recogido del suelo
nada más salir por la puerta. Algo tintineaba en su interior.
PARTE SEGUNDA
—
VIAJE AL CORAZÓN DE UN HOMBRE
1
El viejo Anto, ya acostado, mira los palos redondos que forman el enrejado
del techo de su cabaña. La luz de la luna no entra a través de la masa de
arbustos secos que cubren la estructura, pero sí por las rendijas de la ventana.
Fuera de la casa se oyen de repente pisadas y el rechinar de la portilla. El viejo
contiene la respiración, pero un instante después, escucha una voz conocida:
—¡Señor Anto! Soy yo.
El viejo se incorpora en la cama y dice:
—Salgo enseguida.
Baja las piernas de la cama, se envuelve en su manta y acude a abrir.
Enmarcado en la puerta, aparece Jan:
—¿Miguelito no está con usted?
—Hoy no vino —contesta el viejo—. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está?
Jan exhala un hondo suspiro:
—Se ha perdido.
En ese momento, Anto siente como si el esternón se le partiera.
Jan toma aire y sale a la luz de la luna:
—Voy a donde los Sid —dice y se aleja a pasos largos.
Al alba, la figura de Jan Shwarowski avanza por el sendero a lomos de una
mula que pisa los guijarros con tristeza. El hombre mira las crines del bruto,
como si entre ellas se le hubiera escurrido la vida. Viste un poncho oscuro. La
brisa juega con su pelo. El viejo Anto sale al camino. Jan tira de las riendas para
detener al animal.
—Va a aparecer —dice el viejo.
—Que Dios le oiga.
—Vaya tranquilo. Y no se preocupe por nada. Yo voy a cuidar de sus cosas.
Jan quiere llorar pero se contiene. Suelta las riendas y tienta el cuello de la
mula con un cordón de cuero. El animal echa a andar y mueve la cabeza para
ajustarse el bocado. Poco más allá, la perra Yésica espera sentada mientras Pilón
da vueltas en torno a ella tratando de cubrirla.
2
Al poco de regresar de Verona, Anto compró dos burros que iban a servirle
en un viaje que deseaba emprender. Él y Vogchumián transformaron el resto de
las medallas conmemorativas en simples trozos de plata, y se hicieron con
mantas y otros enseres domésticos. Por otra parte, como tenían adelantado el
pago de la posada en dos semanas, Saavedra devolvió esa cantidad en forma de
vituallas: dos quesos enteros, dos salamis, un buen pedazo de chacina de oveja,
cinco jarras de garbanzos secos, cinco de judías, un saquito de dientes de ajo y
un saquito de sal. De propina fue una vieja olla de cobre, con su pedernal y su
mano de yesca.
Tras las despedidas de rigor, los dos aventureros partieron una mañana fría
y soleada de finales de enero. Iban hacia el sur, ya que el objeto de su viaje era
encontrar a P. A unos dos kilómetros de Caldera, comenzaban los pinares. Muy
adentro del bosque, donde la humedad se hacía mayor, el ambiente se tornaba
desagradable. Además, los burros caminaban con mayor torpeza porque la
senda se estrechaba. Al cabo de un buen rato de avanzar a trompicones, los
animales comenzaron a protestar y hubo que echar pie a tierra. En cuanto se
sintieron alivianados, se pusieron a comer la hierba que crecía a orillas del
sendero, y más tarde, se internaron en el bosque. Anto y Vogchumián los
seguían. En una hondonada donde se juntaba agua de lluvia abrevaron, y luego
continuaron avanzando, siempre en paralelo al camino, hasta dar con un claro
donde pastaron a sus anchas. En aquel mismo lugar los hombres les quitaron
las alforjas y se sentaron a almorzar. Habían hecho el plan de comer frío
durante el día y encender fuego sólo por las noches, para cocinar, calentarse y
asustar a las fieras que pudieran merodear. A quienes más temían era a los
lobos que en invierno, con la escasez propia de la estación, andaban siempre
flacos y audaces. Sin embargo, los dos viajeros estaban bien aleccionados. Para
evitar la pérdida de los burros durante la noche, debían dejarlos atados, y así
los animales les avisarían de cualquier presencia extraña. De todos modos,
convenía mantener una fogata encendida hasta las primeras luces del alba. Lo
demás, fuera de estas sencillas precauciones, era una simple cuestión de
arrestos: encontrarse siempre dispuestos a emplear de la peor manera posible
los cayados que les servían de compañeros de viaje.
En ninguna de las dos noches que debieron pasar en aquellos bosques
fueron atacados. Al atardecer, veían a un zorro que parecía seguirles y
escuchaban el ulular de los búhos. Fuera de eso, todo era una calma perfecta. A
Anto le sorprendió la destreza con que su criado manejaba el pedernal a la hora
de prender el fuego, y la manera familiar con que partía las ramas secas que
apañaba por ahí. También le llamó la atención su resistencia al cansancio y al
hambre, que atribuyó a la costumbre de toda una vida de esfuerzos y
privaciones. Él durmió las dos noches enteras y veló el sueño de su compañero
por las tardes, cuando los burros pastaban.
A pie o a lomos de las bestias, los dos hombres continuaron su marcha hacia
el sur, y en la tercera jornada, más o menos al mediodía, salieron del bosque,
sanos y salvos. En las laderas soleadas se apreciaban de nuevo las sendas de los
conejos, por lo que decidieron extender sus lazos y esperar hasta el día
siguiente. Tras una fría noche de luna llena, los diez lazos que llevaban
amanecieron con presa. En el desayuno se despacharon uno cada uno y,
reservando otros dos para la noche, se pusieron de nuevo en camino.
Las primeras personas a las que encontraron en el curso de su viaje fueron
dos buhoneros que iban haciendo la ronda de los pueblos. Según dijeron, se
habían adelantado a la primavera para tratar de hacer mejores negocios, pero la
gente aún no quería comprar nada. Llevaban en sus morrales cosas siempre
necesarias y difíciles de conseguir: agujas y alfileres, hilo de coser, botones y
ganchillos de hueso, mecha para velas, piedra alumbre, pedernal y yesca. Lo
mostraron todo y luego se interesaron mucho por los conejos que Vogchumián
llevaba atados a las alforjas. No llegaron a hacer ninguna oferta. Más bien
pretendían que el viejo les regalara uno. Pero Vogchumián no aflojó. Miró hacia
otro lado mientras Anto les preguntaba a los buhoneros qué había en la
dirección de la que ellos venían. «A tres horas de aquí hay un pueblo», dijo uno
de ellos, y luego se marcharon.
Faule era un lugar bastante distinto a Caldera. Estaba encaramado en una
meseta rocosa, lo que le daba aspecto de fortaleza y justificaba que las casas
fueran de piedra. No se distinguía entre el caserío una construcción mayor que
las otras, y los rebaños de cabras y ovejas que pululaban en torno al pueblo no
eran tan grandes como los de Caldera. Se trataba de una población más
pequeña y mejor estructurada, con calles comprensibles y escaleras de relleno.
Muchas ventanas estaban cerradas con pergamino, y en los pretiles se veían
macetas con plantas. Había perros con sarna y gatos tiñosos, pero los primeros
no resultaban tan amenazantes ni los segundos tan abundantes como en
Caldera. No faltaban, por supuesto, los niños, siempre muy numerosos y muy
conscientes de la necesidad de jugar. Por lo demás, todo era muy similar entre
ambos pueblos: esa quietud de portón entornado que deja ver los pies de un
viejo, o ese ventanuco que encuadra los ojos de una muchacha curiosa. Más allá,
una mujer lleva dos baldes de avena. Su figura es negra, sus manos anchas, con
dedos de hombre, y su cabeza pequeña, ceñida por un pañuelo. Mira un
momento al viajero y sigue su camino, aferrada a los baldes y ajena a la historia,
como lo hicieron su madre y sus abuelas, como lo harán sus hijas y sus nietas.
No faltan en ningún pueblo inferior los jóvenes que, apoyados en cualquier
lado, miran de manera desafiante a los forasteros. A ellos conviene dirigirse en
primer lugar para preguntar por el alojamiento:
—Aquí no hay posada pero pueden dormir donde la Erundine. Ella
arrienda cuartos.
—¿Y los burros?
—No se preocupe. Tiene patio. Vengan conmigo.
—Muchas gracias.
—Oiga, ¿esos conejos los vende?
—Normalmente sí pero a usted le voy a regalar uno.
Uno de estos muchachos ociosos sirvió de guía a Anto y a Vogchumián en
el tiempo que pasaron en Faule. Para empezar, les indicó el lugar donde dormir
y les convidó a heno para forraje. Luego les acompañó en la cena
comprometiéndose a ayudarles en todo lo necesario. Acordaron con él un
sueldo para satisfacer su trabajo, que consistiría en recorrer las casas del pueblo,
con la fotografía de P, para recabar información.
3
Faule, 2 de febrero de 2677
Hoy por la tarde, mucho antes de lo esperado, hemos recibido noticias de P.
Nuestro guía local nos llevó a casa de un hombre que se dedica al negocio de
los cueros. Se encontraba éste en el taller con su hija, y cuando vio la fotografía,
frunció el ceño y le dijo a la chica que se acercase. Ella identificó a P. Meses
atrás, al principio del otoño, ambos habían bajado al río a lavar unas pieles, y
cuando ya volvían, se cruzaron con una tribu de chinos entre los que iba P.
Destacaba por su estatura. Pero si la chica lo recordó no fue por esto sino
porque a alguna distancia, él los alcanzó: venía a devolverles un pañuelo que
ella había olvidado en el río. Preguntó si era suyo, y como la chica dijo que sí, se
lo entregó y se marchó. Como es de suponer, le he preguntado por cualquier
detalle que pudiera recordar. Pero ella sólo ha sabido decirme que P no iba
vestido como en el retrato, sino como un nómada cualquiera. En fin, la
esperanza de encontrar a mi amigo vuelve a crecer. Además, según me han
dicho, los caldereros tienen la costumbre de asentarse a pasar el invierno en el
pueblo donde les sorprenden los primeros fríos. Por tanto, si la tribu con la que
viajaba P estaba cerca de aquí a principios del otoño, es de suponer que no se
habrán alejado mucho y que no se moverán hasta que comience el buen tiempo.
Si actuamos con rapidez, puede que encontremos pronto a P. Eso suponiendo
que él esté aún con los chinos. Ya me dio el vértigo del futuro. Yo lo sé por libro
y por lo que siempre me dice Tanna. No logro nada con adelantarme a las cosas,
salvo angustiarme hoy y desilusionarme mañana. Tengo que afrontar esta
situación desde la paciencia. Quiero encontrar a P porque él es mi amigo desde
hace muchísimos años y porque necesito saber si aún quiere seguir siéndolo. Yo
respetaré su decisión, si es que él no quiere saber nada de mí, pero necesito
escucharlo de su boca.
4
Todo fue bien hasta que llegamos a la aldea de Brexo, el último día de
febrero. Era una población de casas blancas y calles empedradas que estaba
encaramada a unos riscos desde los que se veían el mar y el muro de la ciudad
de Tronto: un gigantesco salvavidas arrojado sobre la costa. Los almendros
estaban floridos; los huertos, sembrados; y las gallinas cacareaban ya por las
mañanas. Recuerdo flores moradas, una fuente de agua fresca y un viejo que
hablaba mucho. Cuando llegamos a la plaza, preguntamos si en aquel pueblo
había caldereros chinos y nos dijeron que sí. Un niño rubio nos acompañó a
donde vivían. La puerta del corral de la casa estaba entreabierta y dentro se veía
un fogón encendido. En cuclillas frente a él había una mujer. Vestía una bata
sucia y tenía los pies negros. Al percibir nuestra presencia, se volvió y sonrió. Le
pregunté si hablaba inglis. Pero ella sólo dijo algo en su idioma y enseguida
llamó a alguien. Salió un hombre bastante mayor. «Yo habra ingris», dijo.
«Buenos días», respondí yo, y me presenté. Luego, cuando iba a enseñarle la
fotografía de P, él hizo salir a su tribu, casi todos jóvenes y niños. Tras las
presentaciones de rigor, nos preguntó qué queríamos y pude decírselo. Al
mostrarle la fotografía de P, el chino se alegró, y otros miembros de su tribu
también, pero enseguida se le nubló la cara, y mandó a su gente adentro. Luego
dijo «no conoce» y cerró la puerta. Quise aporrearla porque era evidente que
aquel hombre mentía, pero Vogchumián me retuvo y me hizo ver que el chino,
con sus gestos, había dicho muchas cosas: que conocía a P, que lo había
estimado, y que él había sido causa de una honda decepción. Además, mi
criado, mucho más acostumbrado que yo a la observación, se había dado cuenta
de que uno de los chinos, un muchacho de unos quince años, llevaba puesta la
misma camisa con la que P salió de Verona. El cuadro quedó entonces bien
armado. Aquellos caldereros habían acogido a P en su tribu, y luego, por algún
motivo desconocido, éste se había separado de ellos. En los días siguientes,
regresé a aquel corral muchas veces pero los chinos nunca quisieron hablar
conmigo. Incluso le escribí una carta al patriarca. No obtuve respuesta. Quizás
el hombre no sabía leer o no comprendía mi postura. Un buen día, los chinos
recogieron sus bártulos y se echaron al camino, en silencio, con aparatosos
fardos cargados a la espalda. Allá iban sus caras redondas, sus flequillos negros
y sus batas mugrientas. Y allá iban también sus pies descalzos, sujetando sobre
la tierra el enorme peso de su milenaria historia.
Un par de días después, emprendimos el regreso a casa por la ruta de
Rímini y Wuhan. Mi estado de ánimo, que ya fue malo en los días que pasamos
en Brexo, empeoró durante el viaje. No aceptaba los contratiempos habituales
sino que me rebelaba contra ellos. Si la olla se volcaba, no la ponía en pie para
salvar el resto de la comida sino que le daba una patada. Si los burros no
querían caminar, quizás tras muchas horas sin beber, les pegaba de un modo
que sólo me ayudaba a sentir más rabia. Y si el lugar elegido para dormir no era
cómodo, me revolvía bajo la manta hasta enfurecer. Naturalmente, aquello no
me ayudaba a conciliar el sueño; y así, la rabia, la prisa y la fatiga se
potenciaban en mí como los perros de una jauría. Creía rebelarme contra la
ilusión del viaje de ida y contra la falta de piedad de aquel chino egoísta. Pero
sólo se trataba de una creencia, una construcción mental cuyo fin era reducir mi
cuerpo al estado necesario para operar en él la severa transformación que se
avecinaba. Ahora bien, sería pueril pensar que esta transformación y lo que ella
produjo fue consecuencia exclusiva de mi desilusión por no haber encontrado a
P. Hoy me doy cuenta de que el proceso venía de muy atrás, que se había
mantenido en estado de latencia por vidas enteras, disimulado bajo las
montañas de papeles que dicta la rutina, y que empezó a revelarse el día que
acepté el ascenso. El cambio de puesto me llevó a Verona, donde conocí a
Tanna. Ella me hizo germinar, y de ahí en adelante el movimiento fue
imparable. Tardé mucho en salir en busca de P, pero no porque me hubiese
olvidado de él sino porque mi cuerpo no necesitaba aún la excusa de la pena.
Cuando la necesitó, la empleó, sin miramientos y sin prejuicios. Me arrastró
detrás de una quimera y, por medio de una terrible desilusión, me puso a las
puertas de Caldera convertido en una piltrafa. Una vez allí, sin pausa dramática
y por supuesto sin publicidad intermedia, me empujó a un infierno insondable
del que por suerte regresé.
5
Madán Chocolá avanza por el pasillo de la posada como un tifón. Arrastra
su falda por el suelo con pasos enérgicos y bracea con fuerza, dibujadas en su
rostro las líneas precisas de la determinación. Al paso de su figura imponente,
se retira la de un criado y, prendida tras ella, aparece la del viejo Vogchumián
que se apresura a señalar una puerta. La mujer se detiene, se plancha la falda
con las manos y llama.
—¡¿Es que no puedes dejarme en paz, viejo de mierda?! —grita alguien
desde dentro.
Madán Chocolá mira entonces a Vogchumián, que alza las cejas, y acto
seguido, toma al viejo del brazo y se aparta con él algunos pasos:
—¿Cuánto tiempo lleva así?
—Tres días, señora. No sé qué más hacer.
—Está bien. No se preocupe. Todo se va a arreglar. Ahora, dígame, ¿pasó
algo raro durante el viaje?
En la alcoba penumbrosa las paredes escuchan el zumbido de unas palabras
que se arrastran por el pasillo. También atienden a la conversación dos pares de
alforjas, un jergón con ropa revuelta y una puerta oscura, herida por rendijas de
luz. Cerca se ve una sombra tendida y la cara asustada de un hombre. Respira
entrecortadamente y sonríe. Los pasos que se acercaron y se alejaron, dejan de
hablar y se van. El hombre tendido cierra los ojos.
El hombre tendido abre los ojos y atiende a los ruidos: pasos, de nuevo. Las
rendijas de la puerta se oscurecen y suena una llamada.
—Anto, soy yo, Chocolá. ¿Podría hablar con usted?
Tras una pausa, el hombre tendido rompe a llorar. En un rincón de la alcoba
hay algo que le sorprende: los lazos conejeros, que forman una bola de
tendones. Huele mal.
—¿Dónde está Vogchumián? —pregunta.
—Usted ocúpese de su amigo, que ya alguien se ocupará de los animales —
le dice Saavedra a Vogchumián.
Y en ese instante, aparece Madán Chocolá:
—Vamos, vamos. Que lo llama a usted. ¡Apúrese!
El criado empuja con lentitud la puerta de la alcoba. Nadie ha entrado o
salido de aquella pieza en los últimos tres días, y huele a excrementos humanos
y a carne podrida. Vogchumián se acostumbra poco a poco a la oscuridad y
dice: «señor». Una mano se mueve en un gesto desdeñoso que el criado conoce
bien, y éste se pone en acción de inmediato. Se acerca al ventanuco y lo abre.
Recoge cosas del suelo y las guarda en las alforjas. Luego deshace la maraña de
ropa sucia que hay sobre su jergón y la dobla, prenda por prenda. Estira la
manta y se detiene a pensar. Fuera, en el pasillo, encuentra un balde que le sirve
para recoger los excrementos de su señor. Los tapa con un trapo y sale de
nuevo.
Cuando Madán Chocolá entra en el cuarto, Anto tiene la cara y las manos
limpias pero no ha consentido en dejarse afeitar. Su mirada es vagante, como la
de un borracho, y le tiembla la boca. Está recostado en su jergón y tapado con
una manta.
—Hola —dice la mujer.
—Hola.
—¿Cómo se encuentra?
—Mal.
—¿Puedo ayudarle de alguna manera?
—Necesito descansar.
—Creo que sé lo que le pasa porque a mí también me pasó.
—Estoy cansado.
—¿Qué más siente?
Anto sonríe con dolor, y cuando dice: «no me apetece vivir», su voz se
quiebra y sus ojos se llenan de lágrimas. Chocolá se arrodilla y toma las manos
del enfermo entre las suyas.
—Yo soy tu amiga —le dice, tuteándolo por primera vez.
Anto llora. Vuelve la cara hacia la pared, suspira hondo y cierra los ojos. Su
respiración se acompasa. Chocolá nota que le aprieta las manos con fuerza.
Parece imposible que esté dormido.
Algunos minutos más tarde, la mujer sale al pasillo y le dice a Vogchumián:
—Es necesario trasladarle a mi casa.
6
¿Dónde estará este chiquillo? Hace ya tres días que volvió Jan. Pobre
hombre. Nunca había visto una cara así. Luego voy a ir a verle. Necesita apoyo.
¡Y este chiquillo, marcharse así, sin decir nada! ¡Qué inconsciencia! Por lo
menos hay sol. Sería demasiado doloroso que él no pudiera verlo. No, eso es
una idiotez. Él está bien. Seguro. Dicen que alguien lo vio por el camino del
valle. Jan me lo contó. Mañana o pasado va a volver a salir. ¿Cómo puede ese
hombre seguir adelante? Yo miro esta casa y me parece una tumba. Necesito
sus preguntas, sus ojos de asombro y su risa. Lo quiero como a un hijo. Es mi
hijo. Hasta hace un año, más o menos, mi vida era un dolor sepultado. Pero él
llegó con una vela, como la aurora, con esa frescura que alegra la mirada de los
viejos. Y ahora esto. Debería callarme para siempre. ¿Cómo voy a darles de
comer a los conejos sin pensar en él? ¿Cómo voy a mirar hacia ese rincón sin
verle? ¿Cómo voy a respirar? El dolor es demasiado grande y yo ya soy muy
viejo.
7
En casa de Madán Chocolá, la pequeña habitación del piso inferior ha sido
desalojada de trastos, barrida y fregada. La ventana se ha cubierto con una
pieza de loneta blanca que no deja entrar el frío pero sí la luz. Hay una cama
alta, vestida con una colcha clara, una mesilla con un verdó de cristal y un catre
de tijera. A la izquierda, hay una mesa y una silla.
8
Nicole, la hija de Madán Chocolá, galopa en las rodillas de Larús y pide
«¡más!, ¡más!, ¡más!», a pesar de que los movimientos del robot son
prácticamente inagotables. Sus circuitos paralelos y la configuración especial de
su cintura le permiten, al mismo tiempo, picar ajos sobre una mesa, situada a
sus espaldas, y contarle a Vogchumián, en susurros, un chiste verde. Más a la
derecha, Mariantuán revuelve con un cucharón la sopa que hierve sobre el
fuego, y Pop gime desconsoladamente. «No, mi pínchipe —dice la muchacha—.
Eto no es pala ti».
En la habitación de enfrente, sobre un mesón, Madán Chocolá traza con
creta la forma de un molde en una pieza de lino verde. Termina el dibujo con
mano hábil, y toma unas tijeras para cortar la tela.
—Ya está la sopa, madán —anuncia la sirvienta.
Y entonces, la modista suelta las tijeras y sale del taller.
—Nicole, no es necesario gritar tanto —dice Larús con una frase típica de
Madán Chocolá, grabada meses atrás.
Mariantuán sonríe mientras sirve la sopa en un plato de greda. Y
Vogchumián espolvorea en ella cilantro picado, al gusto de su señor. Nicole
sigue gritando: «¡arre, caballito!», pero se calla al ver entrar a su madre. Chocolá
coloca el plato de sopa sobre una bandeja y sale con ella de la cocina.
La cama deshecha restalla a la luz del sol. Anto no está acostado en ella sino
sentado en el catre, con las piernas cubiertas por una manta. Se rasca la barba y
mira a la mujer, que acaba de entrar en la alcoba:
—Me pica.
—Veo que te has levantado.
—Ya me sé el techo de memoria.
—Mariantuán te ha preparado una sopa.
—No tengo hambre.
Chocolá se siente contrariada un momento, pero enseguida se conforma y,
acercándose a la mesa, deja la bandeja y pregunta:
—¿Te encuentras mejor?
—No me gusta darte tanto trabajo. Hubiera sido mejor que nos quedáramos
en la posada. Dentro de un par de días nos iremos.
La mujer, que ya ha escuchado varias veces este discurso, coge una silla, la
acerca al catre, se sienta en ella y toma a Anto de las manos. Luego, mira por la
ventana y dice con una sonrisa:
—Está llegando la primavera. Los días se alargan. El agua del tonel ya no se
hiela por las noches. Fíjate qué luz. La otra tarde, en el paseo, Nicole y yo vimos
que los álamos están cuajados de botones. El trigo ya apunta en los sembrados y
se ven muchos pájaros.
Anto escucha el relato mirando hacia adelante:
—A mí me da calor. Oigo los pájaros. Están histéricos. Supongo que tendría
que alegrarme, pero no me nace. Me nace el asco. Todo me da asco. No tendría
ningún inconveniente en salir a tomar el sol, pero el aire también me da asco.
Está lleno de bichos. Bichos con patas y trompas. Con caparazones. Con
cuernos. Son tan pequeños que flotan en el aire. Y nosotros los respiramos. El
agua también está infectada. Y todo lo que comemos. Cuando me acaricias,
miles de bacterias saltan de tus manos a las mías. A veces respiramos el mismo
aire. Los mismos bichos. Primero tú y luego yo. O al revés. Están por todas
partes. Una vez, siendo niños, hicimos un experimento en el internado. Fuimos
al parque y recogimos hojas secas. Las metimos en agua, y tres turnos después,
las miramos al microscopio. No me atrevo a contarte lo que vimos. Y los perros
beben de los charcos. Otra vez, de mayor, fui a una fiesta que organizó Immo en
su casa. Estábamos hasta las cejas de vozka y de raíz, suponiendo que lo
pasábamos muy bien. La música era buenísima y todos bailábamos como
ángeles. De repente empezó a oler a mierda. El perro de Immo había comido no
sé qué y se cagó en mitad del salón. Cuando lo olimos, ya lo llevábamos todos
en los zapatos. La fiesta se acabó. No sé por qué te cuento esto.
—Es bueno que lo cuentes.
—¿Ahora qué hago? ¿Sigo contándote cosas?
—Haz lo que quieras.
Anto sonríe un instante:
—Quizás debería irme a Verona. Tanna podría atenderme. Es muy buena
psicóloga. Me gustaría que os conocierais. Hace calor, ¿verdad?
—Yo no tengo calor.
—¿Qué crees que debo hacer? Dímelo.
Chocolá reflexiona un momento:
—Cuando yo estuve deprimida, hubiera hecho cualquier cosa por terminar
con aquello. Era demasiado para mí. Pero luego se pasó. Y me di cuenta de que
fue bueno esperar. Yo no tenía adonde ir. No podía volver a las ciudades. Lo
único que podía hacer era quedarme quieta y aguantar. Por suerte, a mi lado
había gente muy buena.
—Yo también tengo esa suerte. ¿Tú crees que se me pasará? ¿Crees que
volveré a ser el de antes?
—Sí y no. Se te pasará pero no volverás a ser el de antes. La depresión es un
laberinto. Tú ahora estás en él, buscando una salida. Y cuando la encuentres, te
darás cuenta de que eres una persona más madura. Yo podría decirte muchas
cosas de ti. Cosas que son evidentes. Pero es mejor que tú las descubras. Hasta
que eso pase, seguirás sufriendo. Tú sabes que hay pastillas. Sólo tienes que
mandar a Vogchumián a Verona para que te las compre. Pero si lo haces, vas a
perder una oportunidad muy buena de conocerte. En ti hay algo que lucha por
salir al aire. Es un proceso alucinante. Y tú tienes la suerte de estar
experimentándolo.
Anto resopla.
—Tú me pediste mi opinión —prosigue la mujer—. Y yo te la he dado. No
te vas a morir. Eso te lo garantizo. Puede que adelgaces un poco, sobre todo si te
empeñas en no comer. Pero el tiempo pasa y te aseguro que corre a tu favor.
¿No ves lo tranquila que yo estoy? Es porque sé de lo que estoy hablando.
Anto no responde. Con gesto pensativo mira por la ventana. Una mancha
parda cruza de derecha a izquierda, veloz, y luego otras dos más, y otra.
Resuena un trino, al que enseguida se suman otros:
—Las golondrinas matan para vivir.
9
Los rayos del sol entran por la ventana y caldean la habitación de Anto. Aún
se nota en la almohada la huella de su cabeza. A la derecha, sobre la mesilla,
una botella de vidrio sostiene una rosa blanca con los pétalos secos. Más allá, se
ve al enfermo, desnudo, casi tan blanco como la pared, sentado en el catre de
tijera. A su lado, Vogchumián le friega el cuerpo con un paño que remoja en
una jofaina. Luego toma una pizca de talco molido, pero un gesto de su amo le
detiene. Sobre el catre hay un camisón bien planchado que el viejo desdobla. Lo
remanga y lo pasa por la cabeza de su señor. Dirige sus brazos hacia las mangas
y deja caer la prenda. Luego, le ayuda a levantarse y le acompaña a la cama.
También es necesario levantarle las piernas del suelo. Cuando Anto ha quedado
acostado y su respiración se sosiega, el viejo Vogchumián se estira y pregunta,
con una discreta sonrisa:
—¿Se encuentra mejor?
Anto responde con voz triste:
—Perdóname, Vogchumián. Perdóname por todo. Por darte tanto trabajo.
Por llevarte de viaje. Por haberte traído aquí. Por haberte insultado. Por haber
tardado tanto tiempo en hablarte. No merezco nada de lo que haces por mí. Soy
un pobre idiota que no comprende nada. Tú eres muy bueno conmigo. Y yo no
tengo fuerzas. Mírame.
El viejo criado, que ha tratado en todo momento de que su amo se calle, lo
logra sólo cuando le toca la cabeza. A partir de ese momento, Anto pronuncia
una serie de palabras que se ahogan en su pecho. Vogchumián sonríe. Ama a
aquel hombre. Pero no lo ama ahora más que antes. Lo ama. A su lado se siente
seguro. Conoce su bondad y su ingenuidad, su afán por la virtud, su sinceridad
y su fuerza. Ama su gusto por la buena mesa, por la buena música, por la buena
literatura; y su interés por la gente. Lo ama por el equilibrio de su rostro y por
su forma de caminar, por su sonrisa y sus carcajadas. «Pero si no tuviera nada
de esto, lo amaría igual». Ahora su amo duerme junto a él, al sol. «¿Este
muchacho sentirá lo que le digo? Claro que sí. Mírale la cara. Qué paz tan
hermosa va a alcanzar cuando todo esto pase».
10
—¡No, señor! —brama el tío Ori golpeando el suelo con su bastón—. ¡Eso
convertiría a la música en un juego de azar! ¡Cualquier jabalí sería capaz de
componer una sinfonía!
Domín replica desde el otro lado de la mesa:
—Yo estoy hablando de un modo de comprender la música. No digo que
tenga que seguir por entero un esquema. Pero...
—¡Ni por entero ni por partes! La música es libertad radical.
—¿Quién dijo eso? —indaga don Onofre con mucha curiosidad.
—¡Yo! —sentencia el viejo.
Acto seguido, él y Domín reemprenden el combate verbal de altura. Y
mientras tanto, Anto, envuelto en una gruesa bata que no corresponde a la
estación, mira sorprendido a un punto que flota entre los cuatro contertulios.
Sus ojos, atrapados en dicho punto, no ven el ansia con que el maestro muerde
la enésima rosquilla de la tarde ni la mirada rabiosa de Domín, obligado a
escuchar, ni los aspavientos con que el viejo ciego esparce sus ideas al aire. Por
supuesto, tampoco percibe los cabeceos de las rosas del jardín que les rodea.
Mira el punto invisible porque nota que en él se reúnen sonidos crecientes. Algo
como un ruido arenoso procede de más allá de la mesa, de donde está sentado
el maestro. Cuando éste muerde de nuevo la rosquilla, se siente una pequeña
explosión y otra vez el ruido arenoso. Anto empieza a jadear. A su izquierda,
replica aún el tío Ori: de su boca salen los ruidos que sus labios y su lengua
hacen al pronunciar las palabras. Pero Anto no es capaz de escuchar las
palabras en sí. «El maestro ha dejado de masticar. Me mira fijamente y
parpadea. Suena como si alguien hubiera partido un palillo debajo del agua. Se
ha dado cuenta de que me pasa algo». Anto se levanta de repente y quiere echar
a andar, pero la manta de las piernas se lo impide. Va a caer pero Domín
reacciona a tiempo y le sujeta. Anto le mira. «La boca de Domín se mueve pero
no suena a nada, el tío Ori menea la cabeza, el maestro mastica en silencio».
11
Nicole y El Mierda están sentados en un escalón, frente a la puerta de la
casa de Madán Chocolá. La niña viste un vaporoso traje blanco que le llega a las
rodillas; él, su jersey y sus pantalones de siempre. La niña va peinada con
tirabuzones y cintas; él repeinado, como casi nunca. Ambos parecen muy serios.
—El señor Anto está muy triste —dice la niña—. Lleva casi dos meses sin
salir a la calle.
—Claro, por eso no me lo encontraba nunca.
—Mi madre dice que está triste porque le toca estar triste. Pero no es
verdad. El señor Anto está triste porque su madre no le quiere.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Lo sé y ya está.
—Pero, ¿quién te lo ha dicho?
Muy indignada de repente, la niña se levanta y, con paso resuelto, entra en
la casa. El Mierda alcanza a escuchar que le llama «tonto» y luego mira sus
piececitos corriendo escaleras arriba. «Detrás de esa puerta está El Conejero —
se dice el niño—. Le han encerrado por ponerse triste. Ni siquiera se le oye
llorar».
Nicole regresa.
—Oye, ¿por qué me has llamado tonto? —le pregunta El Mierda.
—Porque eres tonto. Le acabo de preguntar a mi madre y dice que sí. Que a
lo mejor el señor Anto esté triste porque su madre no le quiere. Ya lo ves.
—¿Y no se le va a pasar nunca?
—Sí que se le va a pasar. Pero después de una temporada.
—¿Cuánto tiempo es una temporada?
—Pueden ser semanas o meses. Incluso años. A mí me da mucha pena el
señor Anto. Se está quedando muy flaco. Ya no es guapo.
Pero El Mierda no atiende a lo que dice la niña: abre la boca y los ojos, toma
aire con fuerza y lo retiene en su pecho. La niña le mira:
—¿Qué te pasa, Mierda?
—¡Es que La Rata tiene unas hierbas que se toma cuando está triste!
—¿Ah, sí?
—¡Sí, y se pone muy contenta!
—Menuda tontería. ¿De verdad?
—Sí. Le voy a pedir unas hojas para que le hagamos un té al Conejero. ¡A lo
mejor se cura!
—¡No le llames Conejero, idiota! Se llama Anto y es un señor superior. Y mi
madre también. Para que te enteres.
En estas razones están los dos niños, cuando sale a los soportales de la plaza
la figura flaca de Domín. Cierra la puerta de su negocio, se acomoda bajo el
brazo un paquete envuelto en papel de estraza, y con ocho o diez pasos, llega
hasta la puerta de Madán Chocolá. «Hola, chicos», dice y entra a la casa. Sus
pasos rápidos se pierden en el zaguán, y al fondo resuena la llamada carpintera
de sus nudillos sobre la puerta. Como obedeciendo a esta señal, El Mierda se
levanta entonces, carga su saco al hombro y echa a correr por los soportales
hacia una bocacalle. Al doblar la esquina, con una elasticidad impropia de un
ser humano, logra evitar un choque frontal con La Camarga, que en ese
momento va llegando a la plaza. De primeras, la ricachona no comprende si ha
sido esquivada o atravesada por el niño, pero percibe claramente su habitual
pestilencia, lo que le produce una sonora arcada. Tras este vulgar evento
gástrico y revestida nuevamente de toda su natural dignidad, La Camarga
continúa su marcha hacia la casa de la modista, donde tiene cita para probarse
un traje.
Tras recibir la venia, Domín entra en la alcoba y le pregunta a Anto por su
salud. Éste, que se encuentra sentado en la cama, tiene un aspecto muy distinto.
Su cara se ve mucho más enjuta y se perciben mejor las formas de su cráneo.
Sus ojos brillan más que nunca, pero su expresiva boca ha quedado oculta por
un espeso bigote. También lleva barba.
—Te tengo una joyita —dice Domín ofreciéndole al enfermo el paquete que
trae en sus manos. Anto lo recibe y lo sopesa. Luego lo desenvuelve. Es un
grueso libro con el lomo de cuero. En su primera página aparece el título y el
autor: Guerra y paz de Liof Tolstoi. Al alzar la vista, sorprendido, Anto se
encuentra con la mirada chistosa de Domín:
—No me preguntes cómo lo conseguí porque no pienso decírtelo. Lo he
revisado y parece que está completo.
—¿Cuánto vale?
—Es un regalo.
Anto sostiene el libro entre sus manos, temeroso. Se da cuenta de que su
estado mental es muy delicado y que el precario equilibrio del que disfruta esta
tarde puede convertirse en un torbellino al caer la noche. No cree estar
preparado para leer. Le da vértigo imaginar el orden ineludible de las palabras
viejas. Año tras año, han estado impresas en esos papeles, esperando unos ojos
que las descifren. Sólo falta que esto suceda para que la imágenes crezcan como
plantas vertiginosas. Abre el libro al azar, con furia, y lee en voz alta:
—«El hombre no puede ser dueño de nada mientras tenga miedo a la
muerte. Quien no tiene miedo a la muerte lo posee todo. El hombre no
conocería sus propios límites, no se conocería a sí mismo sin el sufrimiento. Lo
más difícil —continuaba en sueños, pensando o escuchando—, lo más difícil
consiste en saber reunir en el propio espíritu el significado de todo».
Anto cierra el libro y lo vuelve a abrir:
—«Cuando un hombre se mueve, siempre se imagina que lo hace con algún
fin. Para recorrer mil verstas debe creer que hay algo bueno después de esas mil
verstas, y necesita el señuelo de una tierra prometida que le impulsó en su
movimiento».
Busca la frase final de la novela:
—«La actividad de esos hombres me interesaba solamente como ilustración
de esa ley de la fatalidad que, de acuerdo con mi íntima convicción, domina la
historia y de esa ley psicológica que obliga a un hombre que realiza el menos
libre de sus actos a crear en su fantasía toda una serie de razonamientos
retrospectivos para demostrarse a sí mismo que ha obrado libremente».
En la cocina, Larús prepara la infusión de la tarde. Pone algunas hojas en
una taza, la llena con agua recién hervida y la tapa con un platillo. A
continuación, activa en su interior un cronómetro para diez minutos y, pasado
este tiempo, sale de la cocina. En el taller de costura, Madán Chocolá y
Mariantuán, pertrechadas con sendos acericos, rodean la figura orgullosa de La
Camarga, más alta que nunca por estar subida en una silla.
—La infusión está lista —anuncia Larús.
—Bájasela tú —ordena la modista.
—Sí, señora —replica el robot y vuelve a la cocina. Una vez allí, saca las
hojas húmedas de la taza y pone ésta en la bandeja junto a un tarro de miel.
Suenan cuatro golpecitos en la puerta de la alcoba y se oye la voz estándar
de Larús, a quien se le ha prohibido que gaste bromas al enfermo:
—Soy yo, señor Anto. Le traigo una infusión.
Éste le dice que pase y el robot entra. El enfermo está en la cama con la cara
típica de quien acaba de despertarse, y Larús sufre la tentación de gastarle una
broma respecto a la forma en que le ha quedado el pelo después de la siesta. Sin
embargo, se contiene subprogramáticamente; y cuando el señor Anto queda
sentado en la cama, le acerca la bandeja y se la deja sobre las piernas.
—¿Qué es?
—Una infusión tonificante, señor. Madán Chocolá me ha ordenado que se la
traiga.
Anto se queda mirando fijamente a Larús un momento, y tras probar la
infusión, le pregunta:
—¿Qué te ha pasado, Larús? De un tiempo a esta parte andas como tristón.
El robot abre la boca para decir «¡anda que tú!», pero responde algo mucho
más conveniente:
—Me ordenaron que me comportase con usted como un Mayordomix,
señor. Usted sabe que los Mayordomix son robots serios. Incluso tristes.
Anto sonríe mirando a Larús, y éste, en la medida de sus capacidades, imita
el gesto. «Se le ve muy bien, señor», añade desde una reverencia que anticipa su
marcha. Pero Anto le retiene con estas palabras:
—¿Podrías contarme un chiste?
Al oír aquello, el robot se pone rígido, es decir, más rígido que de
costumbre, y clava sus ojos en Anto, que ya no le mira. En el núcleo de Larús se
ha desatado un conflicto de escala media —tiempo aproximado de resolución:
dos minutos—: ¿Cumplir la orden de mi dueña o la de este humano triste a
quien un chiste podría hacer tanto bien? En el proceso de su resolución del
conflicto, el robot rememora la orden dada por Madán Chocolá, días atrás: «así
que déjate de bromas con él y no te muestres chistoso». Un chiste no es una broma.
Mostrarse chistoso no es lo mismo que contar un chiste. Más adelante en la
grabación, Larús encuentra que le preguntó a Madán Chocolá por qué no podía
gastarle bromas al señor Anto, a lo que ésta respondió que ello podía serle
perjudicial, debido a su «pésimo estado de ánimo». Sin embargo, ese hombre que
revuelve la infusión con la cuchara no puede clasificarse dentro del grupo de
personas con «pésimo estado de ánimo». ¿Duración del conflicto? 6,22 segundos.
¿Tiempo restante? 113,88 segundos. ¿Revisión cautelar del procedimiento de
resolución del conflicto? No. Este hombre que en su día me reparó, que me
devolvió a la vida y que por tanto me dio la vida, este hombre a quien podría
llamar padre, me pide que le cuente un chiste, y se lo voy a contar. Eso sí,
teniendo en consideración los siguientes factores que utilizaré en mi defensa,
llegado el caso: 1º, él es mi padre; 2º, él no demuestra un «pésimo estado de
ánimo»; 3º, contarle un chiste, por tanto, no podría serle perjudicial; 4º, el chiste
seleccionado no puede considerarse una broma; y 5º, no tengo por que contar el
chiste chistosamente; es decir, debo contar el chiste sin mostrarme chistoso.
¡Resuelto!»
—¿Qué, me lo cuentas o no?
—Sí, señor —responde Larús, sin abandonar su frialdad de mayordomo—.
El chiste solicitado por usted (que conste en la presente grabación) trata de lo
siguiente: un científico que desea conocer las sutiles diferencias que hay entre
un androide muy perfecto, como yo mismo, y un ser humano cualquiera: usted,
por ejemplo.
El robot carraspea al final de la introducción y se estira aún más, ya casi
mirando al techo:
—El científico abre la cabeza del robot y encuentra en su interior una
magnífica maraña de cables, resortes, poleas y bobinas. Y entonces, tratando de
conocer la utilidad de alguno de aquellos elementos, corta un cablecito rojo que
logra aislar del resto, y observa que el robot le guiña el ojo derecho. Así. «¡Qué
interesante!», se dice el científico; y anota en su cuaderno: «Al cortar el cable
rojo, el robot guiña el ojo derecho». Elige después un cable verde, lo corta y
observa que el robot empieza a abrir y cerrar sus manos compulsivamente. Así.
Por tanto, el científico anota en su cuaderno: «Al cortar el cable verde, el sistema
prensil del robot queda dañado». De este modo, cable a cable, resorte a resorte,
el científico va desentrañando el complejo sistema cerebral del androide hasta
comprenderlo del todo, lo que le permite sacar una conclusión de la que
también deja constancia en sus notas: «El androide es un ser muy complicado».
Sin pérdida de tiempo, pasa a estudiar al humano. Con una sierra especial corta
el duro cráneo del espécimen elegido, y al retirar la tapa ósea, queda
sorprendido, en primer lugar, por el sonido cavernoso que procede del interior
de aquella cabeza. De hecho, está prácticamente vacía: sólo se ve un cable muy
tenso, sin revestimiento alguno, que la atraviesa de parte a parte. El científico se
sorprende entonces por la sencillez de los mecanismos naturales que, según
criterios (humanos) aceptados generalmente, ponen al hombre muy por encima
de los androides, y, asimilado este sentimiento, se dispone a constatar
experimentalmente lo que ya supone: que al cortar ese único cable,
desaparecerán todas las funciones vitales del paciente. Sin embargo, al cortar el
cable, observa consternado que sus suposiciones eran falsas, pero como es un
científico muy serio y responsable, anota en su cuaderno lo siguiente: «El
hombre es un ser muy simple. En el interior de su cabeza hay un solo cable. Y al
cortarlo, las orejas del hombre caen al suelo». Fin del chiste. ¿Puedo retirarme,
señor?
Anto no responde. Se tapa la cara con las manos y jadea con fuerza. «¡Vaya!
—piensa Larús—, quizás sí le ha resultado perjudicial el chiste después de
todo», y sale de la alcoba con ojos de fugitivo.
Algunos minutos más tarde, Nicole y El Mierda toman leche sentados a la
mesa de la cocina. A su lado, Larús unta con miel una rebanada de pan; y en el
suelo Pop gime tristemente. En ese momento entra Vogchumián con un cesto de
patatas y se sienta en un rincón a pelarlas.
Mientras tanto, en el taller, la prueba de La Camarga ha terminado, y la
orgullosa mujer se está vistiendo. Cuando acaba, le entrega a Mariantuán unas
cuantas ciruelas secas que saca de su bolso, y le regala a Madán Chocolá una
pregunta de cortesía, consciente de que en su momento deberá pagarle con algo
más tangible:
—Y, bueno, querida Chocó, ¿qué tal sigue su acogido?
—No del todo bien —responde la modista—. Aunque ya se va levantando
más y ha empezado a comer mejor.
—Un caso lamentable —dice La Camarga.
Pero un segundo después, resuena en toda la casa una monumental
carcajada que proviene de la habitación de Anto. A Mariantuán se le escapa una
risita y La Camarga mira con severidad a la modista. Pero Chocolá, sin atender
a esto, se dirige al pasillo, por donde ya corre Vogchumián. Tras él, viene Larús
que lleva en las manos una rebanada de pan y un cuchillo:
—¡Perdóneme, señora! ¡Perdóneme! Él me pidió que le contara un chiste y
yo evalué en 6,22 segundos, tiempo restante 113,88 segundos, que sí convenía.
Reconozco mi culpa y asumiré el castigo correspondiente.
—¿Qué dices, hombre? ¡Quítate de enmedio!
Sin embargo, Madán Chocolá no llega muy lejos pues al pasar por delante
de la puerta de la cocina, oye unas extrañas palabras del Mierda:
—¿Lo ves, Nicole? Yo te dije que las hierbas de La Rata eran milagrosas.
Transformada en un instante, la mujer entra en la cocina con un grito:
—¿Qué hierbas son ésas?
Y Nicole se echa a llorar de repente. Al Mierda le tirita la boca pero consigue
contestar:
—Son unas hierbas que La Rata toma cuando está triste. Yo creí que...
—¡Larús! —brama la mujer.
—¡Señora!
—¿Con qué hierbas has hecho el té?
—Con las hierbas de siempre, señora. Las saqué de ese tarro.
—Pero, bueno, ¿entonces de qué está hablando este niño?
—Lo ignoro, señora.
En ese momento, El Mierda mira a Nicole, y la pobre niña, con un llanto aún
más vivo, rompe a gritar, lo que provoca los ladridos de Pop. Con la confusión,
La Camarga aprovecha para irse, y Larús se ofrece gentilmente para
acompañarla hasta la puerta: «más allá no, señora, pues salir a la calle me ha
sido terminantemente prohibido». Por su parte, Mariantuán, llegada a la cocina
detrás de su señora, baja la mirada y se pone a hacer algo, cualquier cosa en
realidad. Entre tanto, el barullo continúa: las carcajadas de Anto, las voces de
Madán Chocolá, los gritos de Nicole y los ladridos de Pop, que es el primero en
callarse, ayudado por un palmazo que le llega desde el cielo. La segunda es
Madán Chocolá, que se convence enseguida de que la ira no es buen camino. Y
la tercera y última, la niña, que comienza a calmarse al sentir que su madre,
arrodillada ante ella, le toma las manos:
—¿Qué ha pasado, Nicole? Cuéntamelo.
—El Mierda me dio las hierbas de La Rata y yo iba a ponerlas en el tarro.
Pero como no alcanzaba, Mariantuán me ayudó.
—¡Yo no sabía nada, señora! Esa niña es una lianta.
—Sí que sabía, mamá. Yo se lo conté.
Anto se ríe a carcajadas, tirado en la cama sin moverse, como lo haría un
muerto. Vogchumián lo observa. Al mismo tiempo, El Mierda trota escaleras
abajo. Va a cumplir una orden que acaba de recibir de Madán Chocolá: «¡Vete
ahora mismo a casa y pregúntale a La Rata cómo se llaman esas hierbas!»
El Mierda corre y corre, y tras sus greñas y su cara enrojecida, se produce
una fuga de adobes, trozos de cielo y puertas grises. Ahora brama una sombra
oscura; y como un huracán, el niño desemboca en la plaza para recorrer los
soportales dejando de ser cada vez que atraviesa las sombras que proyectan las
columnas. A la altura de la puerta verde, gira a la izquierda y aborda el zaguán.
Una detención mínima, para constatar que El Conejero ya no se ríe, «¡menos
mal!», y un salto adelante:
—¡Se llama la hierba de María Juana, señora!
12
Caldera, junio de 2677
Me ha pasado algo extraordinario. Se me ha revelado una idea que me
permite comprender fases enteras de mis vidas, épocas oscuras en las que no
me atrevía ni a pensar. Hoy ha surgido una luz, un destello interior que me ha
iluminado. Pero también me doy cuenta de que el amor que se respira en esta
casa ha creado el ambiente propicio para mi revelación. Jamás olvidaré las
atenciones de Chocolá. ¿Cómo puedo explicar con palabras el bienestar que se
siente cuando en la noche del alma uno atisba un perfil conocido ante la luz de
una vela? Sólo acierto a decir que es algo muy profundo. Sé que cuando
amanezca, ella aparecerá. Y sé que juntaremos nuestras caras y que luego nos
miraremos. ¿Cómo puedo hablar de Vogchumián sin que se me llenen los ojos
de lágrimas? ¡Qué fidelidad y qué abnegación! ¡Cuánto habrá sufrido al verme
al fondo del abismo! Y sin embargo, él, siempre a mi lado, tan serio y vertical,
como un faro. Ahí está, en su catre, dormido. No te preocupes, amigo mío,
porque siempre seré tu compañero. Gracias, Domín, por tratarme con el respeto
que merecen todos los hombres que sufren. Gracias, tío Ori, por tus sabios
consejos. Y gracias también a ti, Onofre, por darme lo mejor de ti mismo,
aunque eso sea lo mejor de otros.
Releo esto y me sorprende el tono de despedida. Parece la carta de un
suicida. Sin embargo, no quiero salir de este mundo. Todo lo contrario. Siento
unas ganas borrachas de vivir. ¿Por qué me despido entonces? No importa. Será
que mi cuerpo lo necesita. Dejaré que las cosas vengan. No quiero volver a
hablar del futuro. No quiero vivir en lo que no existe. Quiero abrirme al
presente y tocarlo.
El brebaje. Me olió a pachulí. Pero nunca había visto que se usara el pachulí
en infusión. Lo probé. Estaba muy concentrado y sabía amargo. Con la miel
mejoró bastante, y al tomarlo, sentí que se me asentaba el estómago. Larús me
estaba contando un chiste pero no terminé de escucharlo porque comencé a
tener unas sensaciones muy raras. Al principio, noté algo así como una
pulsación en el entrecejo, un latido que crecía en intensidad y extensión. Pronto
estaba sintiendo como si alguien me diera palmazos en la frente y la nariz. No
era algo controlable. Le pedí ayuda a Larús, pero Larús ya no estaba. Iba a
gritar pero no pude. Aquello fue una señal. Enseguida me relajé, me entregué.
Estaba bien: sentado en la cama, tocando la colcha. No había ido a ningún lado.
Pasé un buen rato con esa extraña sensación en la cabeza, y luego, el pulso, sin
dejar de latir, adoptó un aspecto visible, el de un punto rojo que aparecía y
desaparecía en mi imaginación. Aquello me molestó y traté de suprimirlo. Pero
no pude. Con cada pulso, surgía. Y además, comenzó a reproducirse. Pronto
fueron dos, cuatro, seis, ocho. Traté de manejarlos entonces, jugar con ellos para
sacarlos de mí. Pero tampoco pude. Primero intenté ponerlos en círculo. A cada
latido, me imaginaba un punto rojo situado en su lugar correspondiente, pero
sólo lograba someter a los tres o cuatro primeros. El cuarto o el quinto rompía el
esquema: o era de otro color o era más pequeño de lo esperado o simplemente
no aparecía. «De acuerdo —me dije—, ahora los voy a poner en fila». Me volvió
a pasar lo mismo. Los primeros círculos se sometían dócilmente a la norma,
pero siempre llegaba uno que discrepaba: aparecía más arriba o más abajo de la
línea; y cuando esto sucedía, su tonalidad musical variaba. Iba a intentar algún
otro modo de ordenar a aquellos obstinados puntos, cuando se rebelaron contra
mí. Acompañados de aquel ritmo que latía en mi cabeza, se dedicaron a
componer una melodía que al principio me pareció inconexa. Luego, se hizo
comprensible; y más tarde, algunas notas comenzaron a transformarse en
sílabas. En lugar de la primera, empecé a escuchar un clarísimo «quie»; más
adelante, un «se»; y hacia el final, un «gi». Se estaba componiendo ante mi
atónita imaginación una frase musical con letra, una verdad que al final
apareció completa a mis oídos: «QUIERES QUE TODO SEA COMO TÚ
IMAGINAS». Ese fue el fogonazo de luz que disparó mi desahogo: comencé a
reírme como un loco. Vogchumián llegó enseguida, y luego apareció Chocolá.
También Mariantuán, Nicole y Larús se asomaron a la puerta, para tratar de
comprender mi alegría. Yo no podía dejar de reír. Ni tampoco quería. Me
bañaba en la luz y la bebía con ansia. Me sentía extraordinariamente ligero y
limpio, como una gaviota. Sin embargo, las revelaciones mentales son de vida
efímera y labran la potencia de su recuerdo sobre la dureza de su muerte.
Cuando sentí por completo la luz, ésta se extinguió y con ella lo hizo mi risa.
Me quedaba para siempre su imperturbable imagen: aquella frase musical que
me permitió experimentar el placer de la conexión íntima, que es la conexión
universal.
Al caer el telón de este drama onírico, no quedé suspendido en la nada sino
que aquellos puntos que me habían obligado a escucharme, interpretaron para
mí una coda que me acompañó de regreso al mundo. Se inflaron y vi un mar
cubierto de burbujas transparentes. En cada una de ellas viajaba una persona, a
veces dos, todas desnudas y sentadas, mirando al cielo. Con el ir y venir de las
aguas, las burbujas entraban en contacto unas con otras. Y esto era la amistad.
Otras veces, dos burbujas se fundían en una sola. Y esto era el amor.
He vivido trescientos años proyectándome hacia el futuro y sufriendo
decepción tras decepción. ¿Por qué? Porque yo quería que las cosas fuesen
como yo las imaginaba. ¡Qué sencillo es todo ahora! Puedo ver lo que pasa, sin
definirlo de antemano. Puedo conocer lugares nuevos, sin hacerme
expectativas. Puedo leer libros buenos y malos, por el gusto de saber qué dicen
y cómo lo dicen, y no por la necesidad de encontrarme en ellos. Puedo escuchar
lo que otros digan, para conocerlos mejor, y reservarme mi opinión, si me
parece oportuno. Puedo hacer tantas cosas que siento vértigo.
13
A partir del día en que se completó mi transformación, el mundo empezó a
parecerme perfecto, y quizás por eso mismo, pude resistir el impacto que recibí
poco después. Sucedió una mañana de junio. ¿Cómo olvidarlo? Vogchumián y
yo habíamos salido temprano de Caldera para ir a Verona. Él quería darse una
vuelta por la ciudad, y yo tenía que atender mis asuntos. Justo frente a la Puerta
2, dejamos la senda y avanzamos hacia el muro. Algunos metros más allá,
vimos prenderse una luz roja sobre las cabezas de hidra y adoptamos la
posición de reconocimiento. Pero la luz verde nunca llegó. Tres o cuatro
segundos después, la señal comenzó a intermitir, y al poco, una de las hidras
lanzó contra nosotros algo como un punto blanco que avanzó a gran velocidad.
Lo pude ver perfectamente. Era como un huevo incandescente que se hincó en
la tierra, a unos diez metros por delante de nuestros pies, y levantó, al explotar,
un alto pique de tierra. Un disparo de advertencia. Las otras tres cabezas ya nos
miraban, y cuando comenzaron a guiñar sus ojos rojos, salimos corriendo de
allí. Ya desde la senda, vimos que las armas estaban de nuevo en reposo.
Vogchumián me dijo que quizás no me reconocían porque estaba muy flaco.
«Pero las huellas digitales no adelgazan. Debe haber algún error. Intentémoslo
de nuevo». «Mejor volvamos mañana, señor». «Quizás ha pasado algo raro y
han elevado las medidas de seguridad. ¿O se nos pasó la fecha?» «No, señor.
Quedan tres semanas». Pero ni al día siguiente ni al otro ni en el resto del plazo
me dejaron entrar. En esas semanas añadí a mis rutinas una nueva: acercarme al
muro para tratar de hablar con alguno de los encargados de sacar la basura.
Sólo una vez pude acercarme lo suficiente a los camiones. Cuando estuve al
alcance de la voz, empecé a gritar: «¡Soy superior! ¡No disparen! ¡Me llamo
Anto7! ¡He sido víctima de un error administrativo!» Pero se rieron de mí hasta
los pájaros. Cuando iba de vuelta a casa, me desvié del camino para subir a la
meseta de La Niña Azul. Me senté en una piedra y me quedé contemplando el
muro durante horas. Recuerdo que se me quemaron los brazos. Quedaba fuera,
apartado para siempre de las personas que más amaba: Tanna y Calcuss; y sin
poder darles una explicación. Por lo demás, estaban mis bienes: la casa de
Sbiriel y mi dinero. Pronto se pondría en funcionamiento la maquinaria
administrativa, otra arma inteligente, para generar a Anto8. Mi historia
personal continuaría por otro lado, como una rama vieja condenada a morir.
Si mi depresión fue un embarazo complicado, mi exclusión definitiva de la
cultura superior fue, inexplicablemente, un parto sin dolor. No recuerdo haber
peleado contra la idea de la muerte sino que la acepté de inmediato, en silencio.
Quizás mi organismo no estaba en condiciones de desequilibrarse de nuevo, o
quizás mi depresión no había sido otra cosa que la preparación necesaria para
asumir mi destino.
14
Resuena una voz conocida, como recién salida de un vaso de cristal: «¡Señor
Anto! ¡Señor Anto!», y el viejo se levanta de un salto, tira la pluma con la que
está escribiendo y echa a correr hacia la puerta:
—¡La encontré, señor Anto, la encontré!
Es Miguelito, que viene corriendo por la senda, con su sonrisa de siempre.
Lleva una chaqueta nueva de color vino y un morral grande. Jadea:
—¡Es una mujer maravillosa, señor Anto! ¡Se llama Padma!
Pero el viejo no sonríe. Coge al niño de la muñeca, con fuerza, y echa a
andar con él por el bosque.
—¿Qué le pasa? ¡Suélteme! ¡Me hace daño!
La yunta avanza con pereza por el altozano. A la izquierda, tira un buey
bayo que se llama Nunca; y a la derecha, un buey negro que se llama
Meolvides. Nunca, Meolvides y Jan Shwarowski van abriendo en la tierra
surcos parecidos a los que cruzan desde hace algunas semanas la frente del
hombre. Su mirada es tensa y sus manos grandes parecen haber perdido la
fuerza. El diente del arado se engancha en una piedra y la yunta se detiene
sobre un tirón crujiente. Jan ordena la marcha atrás, y al levantar el arado, oye
una voz lejana. Mira. Junto a la casa hay dos personas. Enseguida tira la picana
y echa a correr ladera abajo. No grita. No bracea. No mira al suelo. Siente una
de las figuras, la del niño, pero no alcanza a fijar su imagen porque todo tiembla
a su alrededor y las lágrimas le nublan los ojos. Tropieza con algo y cae. Ya va
corriendo de nuevo, como un niño grande. Sonríe con la boca abierta y llora
mirando al cielo porque un inmenso dolor va abandonando su pecho.
Miguelito, libre en un instante de la mano que le sujeta, sale al encuentro de su
padre que cae de rodillas sobre la blanda tierra. El abrazo, el resuello de una
enorme espalda que se arquea, y el rostro del niño, apretado con manos negras,
y besado, apretado y besado...
15
...y por fin termina el abrazo. Miguelito está radiante y se sonroja con los
vítores que todos le dedican. Jan Shwarowski sonríe, enfundado en una
elegante levita azul, y también lo hace Padma, la novia. Es una mujer alta,
delgada y morena, de piel aceitunada y ojos negros. Viste un sarí rojo con fajín
de filigrana y lleva en la cabeza una delicada corona de caléndulas. En torno a
los novios se agolpa una muchedumbre: la mayor parte van vestidos a la
manera indian, y sólo unos pocos a la yuropian. Se escuchan risas y cantos,
palmas, carracas, petardos y castañuelas que acompañan a los chiflidos de las
flautas. El viejo Anto, fascinado y sonriente, contempla la escena junto al señor
y la señora Sid. El indian también sonríe y su mujer mueve la cabeza al ritmo de
la música.
16
Los álamos se cimbreaban y sus hojas sonaban a murmullo. A su izquierda,
se alzaban las tapias del huerto de La Camarga; y a su derecha, más allá del río,
los undosos trigales. Madán Chocolá y Anto caminaban y conversaban, sin
prestar atención a los insectos traslúcidos que de trecho en trecho alzaban el
vuelo a sus pies. Tampoco les distraía Nicole, que iba y venía por el sendero
persiguiendo a Pop.
—Algo que yo encuentro muy extraño —dijo Anto, y se detuvo para centrar
mejor la idea—, es que cada vez que digo que soy superior, la gente se echa a
reír. Es evidente: no tengo pinta de superior. Pero ¿por qué se ríen tanto? La
primera vez me pasó con Saavedra. Y luego, con Domín. Le dije que yo conocía
algunas obras de Fedórov porque yo era superior. Y él se echó a reír. Hace unos
días, en el vertedero, lo mismo. ¿Qué tiene de gracioso que uno haya nacido en
un lugar superior?
Al escuchar estas últimas palabras, Madán Chocolá sonrió sin poder evitarlo
y, agarrando a Anto del brazo, le invitó a continuar con el paseo. Sin mirarla, él
siguió componiendo con sus elucubraciones una reflexión en voz alta que por
fin le condujo a la siguiente conclusión: el hecho de que todo el mundo se riera
de él cuando declaraba su superioridad, podía ser clasificado junto a dos
descubrimientos que también había realizado en la posada de Caldera: el huevo
y la noche. Ya no recordaba el orden con que estos tres acontecimientos habían
llegado a su vida, pero no dudaba en considerarlos complementarios. Del
huevo le quedó el concepto de lo auténtico; y de la noche, la comprensión de lo
antiguo. Ahora le alcanzaba la imagen nítida de su ridiculez, que en conjunto
con lo anterior parecía decirle: «tú no eres nada ante la verdad milenaria»; o,
dicho de otro modo: «la cultura superior no es más que un episodio
intrascendente en la larga y fecunda historia humana». Al socaire de esta idea,
Anto comenzó a sentirse un inferior.
Como si la casualidad fuese un niño, que no puede dejar de llamar la
atención, aquella misma tarde, al volver del paseo, Anto se encontró con que los
miembros de la tertulia le habían organizado una fiesta de cumpleaños. Allí
estaban, en efecto, Domín, el tío Ori y don Onofre, además de los habituales en
la casa: Mariantuán, Vogchumián y Larús. Chocolá y Nicole, que habían
regresado con Anto, sonreían con la malicia de los encubridores. En la mesa del
comedor había un bizcocho, decorado con nueces y una vela encendida. Tras
escuchar la habitual canción, el homenajeado pretendió excusarse diciendo que
aquel día no coincidía con ninguna de las siete fechas de sus nacimientos
anteriores. Pero aquel razonamiento sólo le sirvió para verse rodeado de
réplicas. De todas ellas, seguramente muy bien fundadas, sólo una, un tanto
inexplicable, quedó grabada para siempre en su memoria. Cuando todos
callaron, Nicole, sentada ya a la mesa, dijo dulcemente:
—Lo que pasa es que éste es su primer cumpleaños inferior.
PARTE TERCERA
—
CUENTOS INFERIORES
1
Durante los quince años que Vogchumián y yo fuimos vagabundos,
dormimos en lugares muy dispares; las más de las veces al resguardo, y las
menos al raso. De esas más de cinco mil noches, unas fueron oscuras, como la
boca de un lobo; y otras claras, como sus dientes. Por unas sopló el viento, y en
otras se estancó el aire. Animales desconocidos, o que fue mejor no imaginar, se
manifestaron por medios diversos: lamiendo cosas con estruendo, lanzando
gritos que parecían los de un borracho o haciendo vibrar el aire con fuertes
sacudones. Vogchumián y yo dormimos en una cueva donde solían refugiarse
unas vacas. A ellas les tocó soportar la tormenta, y a nosotros, el hedor de sus
excrementos. Dormimos en los nichos de un cementerio abandonado, donde se
veían luces verdes que corrían por el suelo, como culebrillas; y en un estadio de
fútbol donde habían muerto sesenta mil personas. Dormimos en un páramo alto
donde los brezos eran tan tupidos que nunca se pisaba la tierra. Al acostarme
aquella noche, tuve miedo de ser tragado y no volver a ver el sol. Dormimos
bajo el alero de lo que parecía una casa abandonada, pero al día siguiente, al
despertarnos, nos vimos rodeados por los alumnos de aquella escuela.
Dormimos bajo la carreta de dos hermanos trapecistas que siempre discutían
por motivos absurdos, salvo durante las horas de trabajo, en que les era
imprescindible entenderse. Dormimos en la única sala de un museo, dedicado a
la colección de inscripciones sagradas. Había allí muchas piezas, desde una
lápida gotic hasta una plancha de metal donde se leía «Coca-Cola» que, según
parece, era el nombre de un dios. Dormimos en el regazo de un Buda
gigantesco, en el tronco vacío de un nogal, en un carro semienterrado, y a la
orilla de una acequia pestilente. También en una barcaza y en el interior de la
turbina de un ovi accidentado. Dormimos en la cabaña de unos leñadores que
nos salvaron la vida, y en brazos de unas mujeres a las que les pirraba el
estofado de conejo. Dormimos abrazados para no congelarnos, y enredados
para no caernos de una cama demasiado estrecha. Dormimos sentados o en
cuclillas, con la cabeza seca y los pies mojados, o con la cara ardiendo y el
cogote frío. Dormimos envueltos en silencio o sobresaltados a cada rato por los
terribles insultos de un pastor. Dormimos en jergones que olían a muerto y
entre sábanas perfumadas, en camas que se hundían, y en otras que no se
hundían en absoluto porque eran de piedra o de tablones. Dormimos con niños
que se orinaban, con perros pulgosos, con corderos, e incluso con un burro
recién nacido que producía un calor sofocante. Dormimos sobre unos costales
de harina y sobre el arcón de un quesero que quería emplearlo como ataúd
cuando muriese. Dormimos sobre patatas sueltas, sobre unas cajas con
herraduras y sobre una mesa forrada con nácar de tortuga.
Durante los quince años que Vogchumián y yo fuimos vagabundos,
comimos muchas cosas. Las normales fueron: habas, garbanzos, lentejas,
castañas, patatas, conejos, caracoles, queso y pan. Pero no faltaron otras. Creo
que la cosa más rara que comimos fueron unas sardinas asadas que se nos
cayeron en un balde de leche. Luego viene una sopa de algas que nos preparó
un pescador que decía ser milt. Comimos carne podrida y carne seca, una sopa
hecha con mondas de patatas, y otra de raspas de pescado. Comimos crestas y
barbas de gallo, un pan aplastado que se llama chapatí y que preparan los
gitanos, arroz frito como el que hacen los chinos, y una sopa roja que sabía
dulce. También comimos un arroz negro que se hace con tinta de calamar, y un
arroz amarillo que se hace con azafrán.
Durante los quince años que Vogchumián y yo fuimos vagabundos,
trabajamos en muchas cosas. Si cierro los ojos, me veo cortando matas con un
machete, sembrando patatas y plantando cebollas. Serramos troncos.
Recogimos uvas. Ordeñamos vacas. Picamos leña con hacha y con cuña.
Vigilamos una carbonera. Despellejamos nutrias. Recogimos algas. Hicimos
sillas. Y cosimos un toldo que medía veinte metros. Engrasamos ejes y
quemamos zarzas. Picamos piedra y afilamos cuchillos. Una vez, en un pueblo,
hicimos la matanza de veintiséis cerdos en veintiséis días. También vendimos
hilo, cordel, agujas, alfileres, dedales y tijeras.
Hicimos muchas cosas, pero lo que más nos gustaba era ser cómicos.
Nuestra rutina era muy simple: llegábamos a un pueblo a media tarde, nos
poníamos nuestros bigotes postizos y salíamos a pregonar. Al poco, ya
estábamos rodeados de chiquillos. Representábamos nuestro número en la
plaza. Yo era el director y Vogchumián mi ayudante. Primero, yo decía:
—¡Señoras y señoras, acérquense y escuchen! ¡Yo soy superior!
Aquí llegaban las primeras risas.
—Tengo casi trescientos años y me han clonado ya seis veces. Sin embargo,
este mamarracho de aquí es un simple inferior, un esclavo mío. Se lo voy a
demostrar. A ver, esclavo, ¡baila! —y Vogchumián bailaba horriblemente—. A
ver, ¡canta! —y Vogchumián chillaba como una zorra—. A ver, ¡toca las palmas!
—y él las tocaba una sola vez—. En fin, aún está aprendiendo —continuaba
yo—. Y parece que le va a costar porque es muy orgulloso: cree que es hijo de
una princesa, pero en realidad su madre era pescadera. Por eso está tan gordo.
Esclavo, ¡enseña la tripa! ¿Lo ven? Le sobra grasa por todas partes. Usted, señor.
Le vendo a mi esclavo. ¿No? No, a la una. No, a las dos. No, a las tres. ¡Usted se
lo pierde! No me hace falta su dinero. Hace unos días, me encontré un saco de
monedas de plata y me dije: «¡me voy a la ciudad para poner esto en el banco!»
Pero no me dejaron entrar. «¡Yo soy superior!», les grité, pero les dio igual:
empezaron a tirarme unas bolas de luz así de gordas. Yo quise coger una para
ver cómo eran, pero cuando ya casi la tenía, explotó. Así que le dije a éste: «La
siguiente bola que tiren la coges tú». Se fue corriendo. Eso sí que lo hace bien.
Ya verán. A ver, esclavo, ¡corre! —y Vogchumián echaba a correr entre el
público.
En fin, esto era lo que hacíamos. Naturalmente, no era algo como para
triunfar a escala mundial, pero a nosotros nos servía para triunfar cada día y
eso nos bastaba. Al término del chou, mientras yo cantaba algo, Vogchumián
pasaba el sombrero y aprovechaba para robarme lo poco que nos daban. A la
gente le encantaba que él me robase, así que muchas veces nos echaban
solamente para ver cómo lo hacía. Yo debía estar distraído cantando; y al final,
cuando él me traía el sombrero vacío, yo tenía que montar en cólera. Mientras
tanto, Vogchumián contaba sus cobres y sus mendrugos. Luego, cuando la
gente se iba, nos quedábamos dando vueltas por la plaza y pedíamos donde
dormir. Al día siguiente, nos íbamos a otro pueblo.
Si pudiera dibujar en un mapa la ruta exacta de nuestro viaje, el resultado
sería una línea indecisa que, partiendo de Caldera, iría hacia el noroeste para
cruzar los Alps, y luego seguir la Costa Blé hasta la desembocadura del Ron. A
partir de allí, remontaría el río hasta cerca de Dub y bajaría cruzando Frans
hasta entrar en Espein, donde pasamos doce años.
2
Un día, alguien nos dijo que a unos veinte kilómetros de donde estábamos,
se encontraban las ruinas de Madrí, una gran ciudad destruida durante las
Masacres Masivas. Decidimos ir, y lo primero que vimos al llegar fueron unas
torres cuadradas entre las que crecían plátanos, álamos, pinos y encinas. Mucho
más lejos, se veía un rascacielos enorme. El resto de la ciudad era el resultado
de la lucha de la naturaleza por volver las cosas a su sitio. La lluvia desgastaba
todo poco a poco, y el viento traía partículas de tierra que iba amontonando en
los rincones. Primero brotaba la hierba; luego, el diente de león, el cardo y la
borraja. Más tarde, arraigaban la jara, el espliego y la retama, que ya taladra
cualquier suelo. Lo que en su día habían sido las calles, eran corredores llenos
de arbustos y árboles. Por todas partes había colinas de escombros en las que se
veían muchas huellas de conejos. También había palomas, como en todas las
ciudades, y algunas personas que se dedicaban a remover los escombros en
busca de piedras labradas. Entre unas y otros también contribuían a que la
ciudad dejase de existir para siempre. Por las noches se formaban hogueras
donde nos juntábamos a conversar. Cualquiera que llegase con un poco de leña
era bienvenido.
Después de una mañana entera de caminar, llegamos junto al rascacielos
que vimos el primer día. Parecía un hueso clavado en la tierra. La base estaba
cubierta de escombros, pero logramos entrar por una ventana. No quedaba ni
un mueble, y en muchos sitios habían hecho fuego. Desde más arriba, vimos el
estadio: se conservaba bastante bien porque era de cemento liso. En la cancha
había varios caballos pastando y en las gradas, llenas de tierra, encontramos
dientes y huesos humanos. Parece que el bombardeo sorprendió a toda aquella
gente en pleno partido. Calculamos que allí habían muerto unas sesenta mil
personas.
3
Habíamos caminado durante tres días por un robledal desierto, y una triste
casuca nos devolvió el deseo de vivir. De la chimenea salía un hilo de humo que
olía a col hervida, y junto a la puerta estaba sentado un hombre que se asustó al
oír mi voz. Llamó hacia dentro y salieron una mujer canosa y dos niños
pequeños. Saludamos pero nadie contestó. No nos permitieron que les
ayudásemos a apriscar el ganado y no aceptaron la leña que recogimos para
ellos. Nos dejaron a la intemperie, y sólo a regañadientes nos dieron un balde
de agua.
Era ya de noche, cuando vi salir al hombre. Suspiró al sentarse junto a la
puerta y se quedó mirando nuestra fogata.
—¡Vamos! —le dije a Vogchumián—. Prepara la cena.
—¿Qué quiere que le prepare, señor?
—Una sopa de piedras. Hace tiempo que no la comemos.
Vogchumián, como siempre en estos casos, puso a calentar agua en la olla y
se dio un paseo en torno al fuego escogiendo las piedras más redondas. Las
lavó y las echó con cuidado en la olla. La actitud de aquel hombre cambió
enseguida: se inclinó hacia adelante tratando de averiguar algo. Luego,
carraspeó, como quien se prepara para hablar. Y por fin, se levantó y se arrimó
al fuego para mirar más de cerca. No hacía falta esperar su pregunta.
—Hay que revolverlas para que no se peguen —respondió Vogchumián.
—¿Y qué tal saben?
—Las piedras no se comen —intervine yo—. Es el caldo. ¿O es que usted no
ha comido nunca sopa de piedras?
Fue entonces seguramente cuando aquel hombre comenzó a plantearse si él
y su familia eran pobres por desconocer el secreto de la sopa de piedras, y si
quizás al final del invierno, cuando todo escasea, aquel sencillo plato les podría
sacar de un aprieto:
—¿Y cómo se hacen?
«¡Te pillé!», me dije, y mis tripas crujieron de alegría.
—Se pueden hacer así, tal y como usted ve, pero no saben a nada. Con un
poco de sal, mejoran mucho, y con un diente de ajo son una delicia.
Lamentablemente no tenemos nada de eso, pero no importa. Es sólo el sabor lo
que varía.
Siguiendo al pie de la letra su papel, a pesar de desconocerlo por completo,
el hombre se levantó, entró en su casa y al poco volvió con un puñado de sal, un
diente de ajo y un puerro.
—¿Se le puede echar también esto?
—No es esencial —respondió Vogchumián— pero ya que lo ha traído...
Al entregar sus cosas, el hombre se sentó de nuevo junto al fuego y prestó
gran atención al modo en que Vogchumián esparcía la sal:
—¿Y cuánto tiempo tarda en hacerse la sopa?
—Eso depende del gusto de cada cual. Lógicamente, cuanto más se deje,
más llena. Por eso no hay que usar dos veces las mismas piedras. Ahora bien, si
usted quiere hacerla con patatas, tiene que considerar que las piedras tardan
bastante en echar su sustancia. Lo mismo que si la hace con col o con cualquier
otra verdura.
—Ah, ¿con coles también se puede hacer?
Y las hojas de col llegaron; y con ellas, dos patatas; y más tarde, un puñado
de zanahorias y hasta un poco de tocino: «sí, hombre, sí, cualquier cosa vale».
Cuando por fin estuvo lista la sopa y se la dimos a probar, aquel hombre la
encontró buena. Y tanto él como nosotros nos reímos mucho, aunque por
motivos diferentes.
—Bueno, ¿y con las piedras qué se hace?
—Las piedras se tiran, hombre. ¿O es que quiere usted partirse un diente?
4
Hay días en que me conecto con la tristeza y entonces me acuerdo de
Kimbo, el domador de ardillas. Aún veo nítidamente su primera imagen:
sentado a la orilla del camino, se miraba las manos, tan negras como su cara.
Llevaba un casacón azul y pantalones blancos, muy sucios. Detrás de él, había
un morral y una jaula vacía. Nos detuvimos a saludarle, y él nos contó
sucintamente su historia. Tenía casi cuarenta años y había nacido en las Islas
Britis. Era nómada, como nosotros, y se dedicaba a domar ardillas. El hombre
más triste que he conocido. Cuando nos encontrábamos con él, Vogchumián y
yo éramos todo abrazos. Él sólo decía «hola» y se dejaba querer. Quizás por lo
mismo, Kimbo tenía un éxito arrollador con las mujeres. Sin asomo de alegría,
se pavoneaba por la mañana de sus correrías nocturnas. «Con la mujer del
posadero. La invité a dar un paseo y acabamos en el pajar». «Con la hija del
tratante que llegó ayer. Le silbé desde el patio y ella saltó por una ventana».
«Con esa gorda que vendía calcetines». Kimbo tenía un don natural. Más de
una vez tuvimos que compartir cuarto con él, y puedo constatar que las
rondadoras no tardaban en llegar. «Eh, negrito, ¿por qué no me acompañas a la
fuente?» «Oye, moreno, ¿ya estás dormido?» Kimbo iba dejando a su paso un
reguero de niños. Cuando nosotros le conocimos, había sido, era o iba a ser
padre de 124 niñas y 187 niños, todos mulatos excepto catorce: ocho que eran
negros porque sus madres también lo eran, dos gemelas que nacieron blancas
por casualidad, un niño que nació blanco porque era albino, y otros tres que no
eran ni blancos ni negros ni mulatos, sino chigros porque sus madres eran
chinas.
5
En cierta ocasión, Vogchumián y yo fuimos a la costa norte y buscamos a
alguien que necesitase trabajadores. Allí dimos con el viejo Pons, un carpintero
de ribera. Era muy habilidoso en lo suyo pero tenía un defecto: quería dominar
el mar. En invierno, las olas le comían el terreno donde tenía sus casas; y en
verano, él se dedicaba a construir defensas. Empezó con una valla de madera
pero pronto se pasó a la piedra. El primer muro que construyó tenía un metro
de ancho y uno de alto. No aguantó mucho. El segundo muro medía dos metros
de ancho, uno y medio de alto, y tenía imbornales para facilitar el desagüe. Una
galerna que duró seis días y seis noches lo dejó hundido en la arena. El propio
Pons contaba sus desastres arquitectónicos con el orgullo de quien se sabe
vencedor al fin. Pero Pons estaba condenado a arrastrarse de fracaso en fracaso.
El muro en el que nosotros trabajamos hacía el número seis. Como
cimientos se utilizaron las ruinas de los anteriores. El frente de obra medía doce
metros y su pared exterior debía ser retrepada para que las olas resbalasen por
ella. Tenía seis metros en la base y cuatro en la ronda; tres de alto. Por sus
imbornales cabía un perro. Además, el viejo nos hizo instalar encima una garita
cuyo propósito no quiso revelarnos.
No comenzó a llover hasta bien entrado noviembre, y el primer temporal no
se presentó hasta principios de año. Fue pequeño. Duró sólo una mañana, pero
aún tuvo tiempo de cegar los imbornales. Aquel día descubrimos el porqué de
la garita que Pons nos había hecho construir. Allí se subía el hombre a medir
sus fuerzas con el mar.
El temporal grande llegó ya tarde, a finales de marzo, y se anunció con un
viento recio que duró un par de horas. Este huracán encrespó el mar pero no lo
sacó de sitio. Luego se vio un poco el sol, y antes de que pasara media hora, el
cielo se puso amarillo y el mar negro. Entonces soplaron las rachas, que sí
engordaron las olas: parecían montones de heno podrido que corrían hacia la
playa y reventaban con rabia. No se veía un alma. Los pescadores habían
subido sus barcas a una braña alta y se habían marchado al pueblo. «¿Pensarán
estos tipos que el agua puede subir tanto?» Se perdieron tres barcas.
Vogchumián y yo nos fuimos de las casas de Pons cuando la primera ola rebasó
el muro. El viejo se quedó en la garita.
Antes del anochecer, amainó un poco y volvimos. Al viejo Pons aún le
corría el agua por la cara. Nos miró como a un par de ratas y exclamó:
«¡Pendejos!» El muro seguía en pie. Pero no tardó mucho en caer. Una ráfaga
dura echó el mar afuera y una lengua tormentosa envolvió la obra. Como no
halló salida, reventó la pared con un descomunal estruendo. Todo quedó
convertido en un gigantesco patatal.
A la mañana siguiente, vi al viejo Pons recogiendo piedras, una por una,
como si fueran hijos muertos. Iba amontonándolas fuera de la playa «para que
no me las robe el mar», decía.
Pero aquí no termina la historia. En el mes de julio pasamos de nuevo por
las casas de Pons. El muro estaba otra vez en pie. «No se suba ahí con
temporal», le dije y él sonrió con sus ojos pitañosos. El invierno siguiente lo
pasamos en un pueblo cercano donde nos enteramos de que el viejo había
estado a punto de morir ahogado. En el primer temporal que llegó, trepó al
muro, pero esta vez no tuvo la suerte de bajar a tiempo: el mar lo revolvió con
las piedras. Cualquier ser menos terco hubiera muerto en tal circunstancia, pero
Pons aguantó. A los gritos de una vecina acudió un hombre que tiró de él con
una cuerda. El viejo salió a la vida arrastrándose sobre la tripa como el primer
mamífero que decidió vivir en seco.
Tres días después de este suceso, ya estaba buscando gente para reconstruir
su muro.
6
El Trueno era campesino pero sentía fuerte la llamada del mar porque
descendía de piratas milt. En las manos llevaba extraños tatuajes que de niño le
había hecho su abuelo. Trabajaba con el hacha igual que yo con la pluma, araba
con el único buey de la casa, y cuando tocaba cargar patatas, siempre lo hacía
burlándose de sus hermanos. Verle comer era impactante.
El Trueno nos dio una vez un buen susto. Habíamos quedado con él y otros
mozos para ver amanecer desde una colina costera. A nuestra izquierda,
asomaba la luna entre las nubes; delante de nosotros, respiraba el mar; y a
nuestra derecha, se tendía la costa oscura. El alba nos sorprendió envueltos en
mantas y silencio. De las caletas salían filas de botes sin aparejo que parecían
orugas reptando por el mar.
Nadie echó de menos al Trueno hasta que alguien le hizo una pregunta. Nos
separamos para buscarle con miedo de que se hubiera desbarrancado pero
enseguida lo vimos allá abajo, en la playa, desnudo. Le gritamos pero él no
respondió. Echó a correr chapoteando entre las olas y se lanzó al agua. Nadaba
hermosamente: sus hombros asomaban entre la espuma como cascos de bronce
y su espalda parecía un escudo. Por detrás sus pies dejaban una ancha estela.
Nadaba hermosamente, ya digo, pero era imposible que avanzara tan rápido.
—Le ha cogido la corriente —dijo alguien.
Cuando sacó la cabeza del agua y se vio tan lejos de la playa, El Trueno dejó
de nadar pero todavía la corriente le alejó un poco más. Nosotros no podíamos
hacer nada salvo mirar. Al principio, trató de regresar por donde había venido
pero, como no lo lograba, avanzó un poco hacia el este, donde se encontró con
otra resaca que casi le enrola para un viaje peor. A toda máquina, volvió
entonces al oeste, y al poco, una corriente contraria empezó a empujarle hacia la
playa. Bajamos corriendo de la colina y nos pusimos a esperar. Cuando ganó
pie y se levantó, vimos que estaba gris. Sonrió con los labios morados y dijo:
«hola». Generosamente, le cedí mi manta, pero El Trueno, en lugar de taparse
con ella, la dobló y se la echó al hombro. Luego fue a vestirse. Iba a paso lento y
dejaba en la arena unas huellas anchas y profundas.
7
Más que un criado, Vogchumián fue para mí un compañero. A veces miro a
un lado y veo el lugar donde él debería estar. La angustia se borra, pero las
pérdidas del amor no, porque son un vacío.
Solía despertarse temprano. Se lavaba, y con un cuchillo raspaba los panes,
cocidos entre las brasas. Desayunábamos lo que hacíamos sobrar de la cena y
nos poníamos en marcha. En general, caminábamos durante toda la mañana y
primeras horas de la tarde, reservándonos ese tiempo para la intimidad. Yo iba
delante y Vogchumián detrás, a unos veinte pasos. A veces lo escuchaba hablar
solo o tararear canciones que había aprendido en la televida. Su otra diversión
era recoger cosas. Si a la orilla del camino aparecían los restos de una hoguera,
entresacaba el cisco para encender el fuego de la noche. Si había flores, las
tomaba para adornar los sombreros, y lo mismo si encontraba plumas curiosas.
Siempre llevaba el morral lleno de hebillas rotas, botones, trozos de cuero viejo,
herraduras oxidadas, clavos torcidos; y yo me preguntaba si no se cansaría de ir
tan cargado. Era duro y resignado: cocinaba, cosía, lavaba la ropa, encendía el
fuego, lo cuidaba; y por otro lado: jamás tomaba una decisión, jamás
recomendaba, jamás sugería. «Usted sabe mejor que yo», solía decirme. Acataba
mis decisiones como se acata una tormenta, y jamás le vi un mal gesto. En
ocasiones, sobre todo por la noche, resultaba muy silencioso. Miraba las llamas
como estudiándolas y echaba palitos al fuego con una extraña constancia. Yo
me preguntaba entonces si sería feliz con aquella vida que llevábamos. Pero
nunca quise plantear el asunto. Él no había sido educado para responder: vivía
arropando su fuego interior y lo alimentaba sólo a través de una espita: su
relación de lealtad conmigo.
PARTE CUARTA
—
P Y LA VIEJA SABIA
1
Rodeado por una multitud, el malabarista trazaba arcos de fuego en el aire
de la noche con cinco teas encendidas. Las reunió y acercándoselas a la boca,
soltó una llamarada de dragón que iluminó los rostros y contrajo las pupilas.
«Permiso». Pero ya volaban las teas de nuevo, como cometas en el cielo
estrellado. «Oye, ¿me dejas pasar?» El malabarista las arrojaba una por una y se
daba una vuelta antes de recogerlas.
—¡Anto!
—¿Qué?
—¿Me dejas pasar?
—Ah, sí. Disculpe.
Quien le había hablado era una anciana muy bajita que llevaba el pelo en
una larga trenza. Iba envuelta en una bata oscura y se abría paso entre la
multitud con dificultad.
—¿Conoce usted a esa mujer? —le preguntó Vogchumián.
—No, pero me ha llamado por mi nombre, ¿verdad?
—Por eso se lo pregunto, señor.
La escalerita de la carreta techada crujió cuando la anciana comenzó a subir
por ella. Anto, que la había seguido de lejos, llegó a su lado y le preguntó:
—Disculpe, señora, ¿nos conocemos?
La anciana se volvió. Tenía la mirada azul y profunda:
—Me gusta la gente que dice lo que piensa.
—No comprendo.
—Así es. ¿Quieres pasar a tomar una copa conmigo? Mi hijo me ha
prohibido beber sola. Dice que es de borrachos.
En el interior de aquella carreta apenas había sitio para dos camas estrechas
y una mesita, de modo que la mayor parte de las cosas estaban colgadas de las
paredes y del techo. Se veían máscaras y banderas, abanicos, pájaros de mimbre
y ramos de hierbas secas. La vieja invitó a Anto a sentarse a la mesa; trajinó un
poco y apareció con una botella de cristal verde y dos vasitos de plata. Se sentó,
sirvió el licor con una sonrisa y apuró su vaso de un trago. Sin pausa, se sirvió
un segundo vaso con el que se mojó los labios:
—Sé que puede sonarte extraño, Anto, pero la razón por la que sé tu
nombre es porque lo sé todo. Tú me gustas porque dices lo piensas aunque a
veces no digas todo lo que piensas. Sin embargo, nunca dices algo que no
pienses. Sí, resulta algo embrollado, pero si lo observas un poco, te darás cuenta
de que es así. No, no estoy loca. No seas tan ingenuo. Una vieja loca no lee el
pensamiento como yo. ¿Vogchumián? No le conozco. ¡Cómo me iba él a decir tu
nombre! Sé que viajáis juntos desde hace años. Que él es tu criado. Sí, lo sé todo.
Tú me gustas porque me crees. La mayor parte de la gente con la que hablo
piensa que trato de engañarles. Desecha esa posibilidad. ¡Deséchala! Gracias. Yo
no quiero nada de ti salvo una excusa para emborracharme. Lo sé. Pero a mi
edad no importa. Ochenta y dos años. Nueve partos. Sólo se lograron tres. Una
hija casada cerca de Riaza. Otro que tiene caballos en la desembocadura del
Guadalquivir. Y el malabarista. Así es. Tiene mucho arte. Algunas cosas se las
enseñó su padre, que en paz descanse; otras se las enseñé yo, que en otros
tiempos era más ágil; y otras las inventó él. Es muy creativo. No, él no tiene el
don de saberlo todo. Eso no se hereda. Espera, que quiero decir algo. Claro, no
dejo de hablar. Perdona. Esto es lo que te quería preguntar: ¿no te molesta que
te lea el pensamiento constantemente?
Anto tragó saliva. Su mirada iba de un ojo al otro de aquella vieja.
—¡Ja! —gritó ésta—. ¡Me gustas mucho! Tienes un alma purísima. Me alegro
un montón de que hayas venido a verme. Así hemos podido hacernos amigos.
No me gusta la gente que tarda años en trabar amistad con los demás. Dicen
cosas que no piensan. Andan siempre protegiéndose. Me siento muy ridícula
cuando los oigo hablar y sólo escucho mentiras y más mentiras. Ellos tampoco
me soportan porque les molesta cualquier cosita que les digo. Primero ponen
cara de cordero, pero enseguida pretenden interpretar de nuevo el papel de
lobo. Me agotan. Pienso, por ejemplo, en ti, en tu modo de escuchar y en la
naturalidad con que te crees todo lo que te digo, y me siento feliz. Ojalá que
nunca dejes de ser así. Pero, dime, ¿no te molesta que te lea el pensamiento
constantemente?
—No lo había pensado —respondió Anto.
—Lo sé, pero ahora puedes pensarlo. ¿Prefieres que yo te deje hablar,
aunque yo ya sepa lo que tú vas a decir, o simplemente te digo todo lo que tú
quieras saber?
—No lo sé.
—Bueno. Hagámoslo a la manera clásica. Tú pregunta y yo respondo, y si
yo viera que se te olvida algo importante, te lo digo de todas maneras.
Dicho esto, la vieja apuró el vaso de licor, entrelazó sus manos y se quedó
mirando al vacío:
—Vamos, hijo, ¿qué te interesa saber? Piensa cualquier cosilla que... —
comenzó a decir pero la voz se le quebró. Luego, bajó la mirada y añadió—:
¿Una prueba? Algo que sólo tú puedas saber y que no le hayas contado a nadie.
Obviamente, hay miles de pruebas pero tú no las recuerdas todas. Te podría
decir que hace 281 años, 6 meses y 21 días viste un escarabajo pelotero en el
cuarto de baño del internado de Verona. Pero no serviría de nada porque tú no
recuerdas ese hecho. Sí, es alucinante. Yo sé cuál es tu monstruosa edad porque
sé que eres superior y que vienes de Verona. Pero todo eso, en efecto, me lo ha
podido contar Vogchumián, a quien, insisto, no tengo el gusto de conocer. Por
cierto, está un poco preocupado. ¿Quieres avisarle de que estás aquí? Bueno,
pues que espere. No me importa resultarte interesante. En fin. Perdona.
Estábamos con lo de la prueba. ¿Te acuerdas de la primera vez que te acostaste
con una mujer? Sí, es casi inevitable pensar en Margá porque Margá es una
mujer maravillosa, pero no fue con Margá. Ella se llamaba Lisa. Tenía diecisiete
años, como tú. Estábais muy nerviosos porque los dos érais vírgenes. ¡Por el
amor de Dios! ¿Cómo se te ocurre? Yo no conozco a Lisa. Ella está en Ny. Es
bibliotecaria y le gusta su trabajo. Casi siempre que hace el amor, se acuerda de
ti, aunque no positivamente. Aquella primera experiencia fue horrible, ¿no? ¿Te
acuerdas de que no sabíais cómo colocaros? ¡Y duraste tan poco! Uno
comprende que... ¿Datos concretos? Habitación 18. Hotel Victoria. Sbiriel. Eso
es. El camarero era aquel tipo que se empeñaba en servir los cafés con azúcar.
Sí, puede ser que yo sólo sepa leer tu pensamiento y que los datos del pasado
lleguen a mí a través de tu imaginación, lo cual no estaría nada mal, pero dime
algo, ¿dónde está ahora mismo Vogchumián?
—¿Qué quiere decir con eso?
—Dime si está a 8,56 metros de esta carreta acariciándole la cabeza a mi
burra Gertraud.
—No lo sé.
—¿Y por qué no lo compruebas?
Algo extrañado, Anto se levantó de su silla, abrió la puerta de la carreta y se
asomó afuera. Hacia la derecha, recortándose contra la mancha clara de una
sábana tendida, se dibujaba la silueta de un hombre que acariciaba a un burro.
Cuando dijo la palabra «Vogchumián», el hombre bajó la mano y echó a andar
hacia él:
—Señor, ¿es usted? Estaba preocupado.
—Sí, lo sé, pero no pasa nada. Vete a donde dejamos los morrales y
espérame allí. A lo mejor tardo en llegar.
—¿Está usted bien, señor?
—Sí. No te preocupes.
Cuando Anto entró de nuevo en la carreta, La Vieja Sabia apuraba un
penúltimo vaso de licor. Dejó el vaso en la mesa, se limpió la boca con la manga
de su bata y se pasó la trenza adelante para comenzar a deshacerla:
—Puedes venir mañana, si quieres. Ahora me voy a acostar.
—Discúlpeme. Usted comprenderá que hay que tomar precauciones.
—Así es. En todo caso, te agradezco que me creas y que quieras venir
mañana. Ahora, si no quieres ver un adefesio, es mejor que te vayas.
Anto salió de la carreta pero no se alejó mucho de ella. Aún por un rato
escuchó trajín dentro, pero luego todo quedó en silencio. Antes de marcharse,
pensó: «buenas noches, señora», y la voz de la vieja le contestó: «buenas noches
también para ti».
2
—Lo primero que me interesaría saber es si viviré muchos años.
—Yo eso no lo sé, hijo. El futuro no existe. Pregúntame algo del presente o
del pasado.
—¿Cómo está Tanna? ¿Vive todavía en Verona?
—Sí, en la misma casa de siempre. Ahora vive con Zimmermo. Han
comprado el piso que tú alquilabas y han instalado en él la editorial. Tanna se
acuerda mucho de ti, aunque cada vez menos. Es normal. No sufras.
—¿Qué está haciendo Tanna ahora mismo?
—Está leyendo un informe sobre un paciente suyo. Sí, está en el consultorio.
Lleva una bata blanca con una plaquita donde aparece su nombre.
—¿Cuándo fue la última vez que se acordó de mí?
—Hace menos de diez minutos. Estaba buscando un diccionario en la
estantería de su despacho y vio un retrato tuyo donde sales con poncho. Esa
foto te la hiciste cuando lo de las medallas de plata. Fue divertido aquello,
aunque un poco arriesgado. Sí, Margá es una buena chica. Está bien. Oh,
perdona.
—¿Y Margá, cómo está?
—Bien. Sigue en Fronteras, donde siempre, pero ahora es jefa de puesto.
Tiene a su cargo a seis personas. No la conocerías. Está mucho más seria. Ha
aprendido mucho en estos últimos años.
—Estoy muy confundido, doña Ludmila. Usted me habla de mis amigos y
yo siento como un vértigo. Sé que puedo preguntarle cualquier cosa pero...
—Ese vértigo es normal, hijo. Lo produce la inmensidad del saber. Si
quieres, yo puedo conducirte un poco por esos rincones de tu alma que te
obsesionan. No tienes que hacer nada. Ya verás cómo acierto.
—Bueno.
—Lo primero es Tanna. Ella es muy feliz con Zimmermo pero te echa de
menos. Sin embargo, el dolor de tu ausencia ya no le trae angustia. Además,
tiene esperanza de volver a verte algún día. Cuando se enteró de que te habían
borrado de la lista de ciudadanos, hizo muchos trámites para que te
readmitieran, pero las órdenes venían de muy arriba.
—Yo no sabía que...
—Claro que no. Tú pensabas que Anto8 tendría ya unos quince años y que
seguramente sería amigo de P14, pero ni a ti ni a él os clonaron. Es mejor que te
lo cuente sin rodeos. No tenían nada especial contra ti, pero un agente de la
Oficina de Información se dio cuenta de que salías muchas veces solo a la Zona
Inferior. Eso resultaba sospechoso, así que te borraron. De todos modos, las
autoridades civiles están obsesionadas por guardar las apariencias. Tanna, por
ejemplo, se enteró de lo tuyo porque el padre de Calcuss obtuvo la información
de forma ilegal. Si no, ¿quién habría sospechado algo? ¿Tú crees que ella o
cualquier otro se iba a dar el trabajo de revisar las listas de todos los recién
clonados hasta dar contigo? La familia desapareció hace siglos entre los
superiores, y cada ciudadano depende directamente del Estado. Por pura
lógica, el Estado hace con cada uno lo que más conviene a la supervivencia de
todos. ¿Existe la libertad? Sí, pero restringida. Podéis jugar con esta pelota pero
sin salir del patio. ¿No es eso lo que te decían en el internado? Lo que a ti te
pasó, Anto, es que te fuiste a jugar fuera del patio, y cuando quisiste volver, te
encontraste con que la puerta estaba cerrada. No les interesan los niños como tú
porque necesitarían un policía para cada ciudadano. Sé que te recuerdo mucho
a P en la forma de hablar, pero es que P decía muchas cosas ciertas y sólo hay
un modo de expresar la verdad. Claro, el caso de él fue distinto. Tú pensaste en
alguna ocasión que le habían asesinado, guiándote por la prueba del zapato que
apareció en el jardín del vecino. Pero lo del zapato fue una tontería: se lo llevó
un perro para jugar. Sí, estaban las huellas del negro. Pero ese hombre no es
ningún asesino. Es un monje de la guardia personal de Golo, un
indocumentado de élite que se llama Jans. Jans llegó a casa de P el día antes de
la fiesta de los Turnos y le comunicó que Golo quería hablar con él.
—¿Golo en persona? ¿Por qué?
—Por el Viaje a las fronteras del tiempo, una «pieza maestra de la literatura
disidente», según un informe de Inteligencia. Golo quería reunir a los
principales opositores al régimen en una conferencia secreta que debía
celebrarse en Charlots (Norzamérica). El nombre de P aparecía entre ellos.
Algunos de los doscientos convocados no quisieron acudir a la cita,
principalmente por miedo, pero P sí que fue.
—¿Y por qué dejó abierta la puerta de su casa?
—No la dejó abierta.
—Yo lo vi. La puerta estaba abierta.
—Sí, estaba abierta, pero no fue él quien la dejó abierta. Fue un niño que se
llama Rombo1. Bueno, ahora ya no es un niño. Vivía cerca de P y se tuvo que
quedar sin ir a la fiesta de los Turnos porque su madre estaba enferma. El niño
se aburría en casa y salió a dar una vuelta. Las calles estaban vacías y él se
imaginó que era el único ser humano vivo en el mundo tras la «triple explosión
megatónica inversa». Por esta sencilla razón, todo lo que veía era suyo para
siempre, y podía entrar en cualquier sitio y hacer lo que quisiera. Cuando llegó
frente al chalet de P, saltó la reja y se puso a jugar al fútbol con una piña. Iba
ganándose por 12 a 9 cuando decidió achicar las porterías. Al mover una de las
macetas que le servían de postes, encontró una llave de la casa. La curiosidad
pudo en él más que la prudencia así que tomó la llave. Cuando abrió la puerta,
dio dos o tres pasos en el recibidor, pero de repente se asustó y salió corriendo.
¿Qué más? Ah, sí. P viajó a Jizrou en un ovi militar que volaba sin papeles y allí
se reunió con otros setenta y cinco disidentes yuropians que dos turnos más
tarde cruzaron con él el Atlántic rumbo a América. Golo recibió a sus invitados,
venidos de todo el mundo, en el salón de conferencias del Hotel Orquid de
Charlots. Eran ciento ochenta y siete contertulios y Golo conversó con ellos
durante más de cinco horas. Luego, se despidió y se marchó. Aquel mismo
turno, los disidentes ya volaban de regreso a sus ciudades de origen. Todos
volvieron a sus casas, excepto P, que llegó a Verona, se instaló en el hotel Vast,
muy cerca del ovipuerto, y pidió que le subieran a la habitación una botella de
güisqui y tres dosis de raíz. Con todo esto se emborrachó y se quedó dormido
junto a la puerta del cuarto de baño.
—¿Y por qué no contestaba a mis llamadas?
—Porque no quería hablar con nadie. Pasó quince días en el hotel con una
depresión terrible y luego se puso en contacto con un tipo que podía ayudarle a
salir de Verona con una identidad falsa. Pensaba que si salía con su nombre
verdadero, nunca le dejarían volver. En los turnos siguientes, se movieron de
lugar algunos archivos informáticos, y P se transformó para siempre en Galileo.
Salió de Verona por la Puerta 2 y llegó a Caldera, donde se hizo amigo de don
Onofre, el maestro, al que tú conociste. Luego se unió a los caldereros chinos y
viajó con ellos hasta la aldea de Brexo, donde vosotros llegasteis buscándole.
Una tarde, salió a dar un paseo por la playa y le secuestraron unos piratas milt
de la partida de Jushpinteish, que quiere decir Jush Brazo Fuerte. Y entonces...
—¿Y entonces?
—Y entonces, nada. Me cansé. Sigamos mañana.
—¡Un momento! ¿Qué pasó después? Usted no puede dejarme así. ¿P está
vivo o lo mataron?
—Está vivo y le mataron. Está vivo porque su cuerpo vive aún pero le
mataron la inteligencia, el sentido del humor y casi toda su capacidad de amar.
Podría contarte cada detalle de su vida con los milt, pero él nunca ha hablado
de eso con nadie. Es mejor que yo no te cuente nada. Quizás un día te
encuentres con él. Piénsalo. Sería atroz que tú supieras sus secretos. Tú
significas para él casi el único punto de luz en su mente.
—¿Dónde vive?
—Aquí en Espein.
—¿Aquí?
—Sí, al sur de la sierra Morreina, cerca de una ciudad que se llama Salteras.
Tiene una finca en la que cultiva trigo y avena. También tiene frutales, un buen
huerto y una alberca donde se baña su hijo. ¡Ja, ja, ja!
—Bueno, ¿y ahora qué pasa?
—Es que acabo de darme cuenta de quién es su mujer. ¡Ja, ja, ja! ¡Qué
coincidencia!
—Bueno, ¿y quién es?
—Claro, que ahora tiene veinticuatro años. Es La Niña Azul.
3
—Esta mañana, cuando conversamos de P, me habló usted de la reunión
que organizó Golo con los disidentes, y me contó que después de regresar a
Verona, P se instaló en un hotel y se emborrachó. P no hacía esas cosas. ¿Qué
pasó en la reunión de Charlots? Y sobre todo, ¿por qué se marchó P de Verona?
Él estaba en contra de la cultura superior, lo sé, pero jamás había dado pasos
concretos para apartarse de ella. Usted sabe que incluso era funcionario del
Ministerio de Exterminio. Llevaba una vida muy discreta. Protestaba mucho, sí,
pero seguía conectado al sistema. ¿Qué pasó? ¿Qué le hizo cambiar tanto?
—Déjame que te cuente, hijo. Cuando Golo entró en el salón de conferencias
del Hotel Orquid de Charlots, venía acompañado por dos monjes a los que
despidió ordenándoles que guardaran la puerta. Luego pidió a los convocados
que se acercaran a él, les invitó a sentarse, y se puso a saludar a cada uno por su
nombre. En algunos casos, incluso, hizo comentarios de las obras de cada cual,
como haría un escritor viejo. No en vano Golo tiene 633 años de edad.
—Perdón, doña Ludmila, pero debe de haber un error. Golo no puede tener
633 años porque nació en el 25 DRH, y ahora estamos en el 627. Por lo tanto,
Golo tiene 602 años.
—Querido, ¿tú me has visto equivocarme alguna vez?
—No, pero...
—Eso es porque no me equivoco nunca. Golo nació en el año 6 antes de la
Ruptura de Hostilidades, pero sólo a partir de su primera clonación se hizo
llamar Golo. En su primera vida todo el mundo le conocía por otro nombre.
—¿Cuál?
—Magistrato, El Exterminador.
—¿Qué?
—Lo que oyes, hijo. Golo y Magistrato son la misma persona aunque con
ligeras modificaciones fenotípicas. Con muy buen criterio político...
—¡Eso no es verdad!
—Y dale. Es verdad por la sencilla razón de que lo digo yo. Cuando el ovi
de Magistrato cayó al mar, junto a la isla Fun, y él fue capturado por los piratas
y crucificado, ciertas autoridades, digamos semisecretas, le clonaron a partir de
unas muestras de sus tejidos que se guardaban celosamente en Austin
(Norzamérica). Se falsificó la fecha de desconexión umbilical, para que el niño
apareciera como nacido semanas antes de la muerte de Magistrato; y, siguiendo
las instrucciones que él mismo había dejado en su testamento, se le llamó Golo
y se le entregó al abad de Yersaún. ¿La razón de esta estrategia? Algo tan
simple como un cambio de marca. El nombre de Magistrato estaba asociado a
destrucción, y lo que se necesitaba en aquel entonces era construir una
civilización nueva. Magistrato se percató de la cantidad de problemas que se
derivarían de su mantenimiento en el poder, así que dio el mejor golpe de
estado de la historia: se preparó para reasumir el mando después de muerto,
adoptando para ello la imagen del intelectual Golo que, por cierto, no es
impostada. Golo, o Magistrato, ha sido capaz de cometer las mayores
atrocidades y de parir las ideas más brillantes. Por esa razón supo mantenerse
en la cúspide durante tantos años. En fin, que Golo saludó a todos sus
invitados, y luego se sentó entre ellos y les explicó la causa de la convocatoria.
¿Quieres que reproduzca las palabras exactas o prefieres que te haga un
resumen?
—Las palabras exactas, por favor.
—«Queridos hermanos: Gracias por haber acudido a esta llamada que
reviste, como comprenderéis enseguida, la máxima importancia. Todos
vosotros sabéis cuál es mi título oficial: el Primer Inmortal. Pues bien, yo no soy
el Primer Inmortal sino el número 24. Sin embargo, este dato puede ser
importante sólo para los ortodoxos. A vosotros os interesará más saber qué ha
sido de los veintitrés inmortales que me preceden. Hace algunos años, se dio el
primer caso. Afectó al número 6, un piloto militar que se llamaba Retcar.
Cuando alcanzó los 592 años de vida, él, que por entonces era un niño, murió
inexplicablemente. Se hicieron exámenes físicos muy minuciosos sin poder
detectarse la causa, así que fue clonado. Pero los problemas no terminaron ahí.
Durante las primeras novenas de incubación todo fue bien, pero a los tres
meses, el feto murió, de nuevo sin razón aparente. Se trató de clonar a Retcar
quince veces y en todas ellas se fracasó. El feto siempre moría a los tres meses.
Dos años más tarde, murieron Bilm, la inmortal número 2, y Peusac, el número
5. Los mejores prenatólogos del mundo trataron de reproducirlos pero
volvieron a fracasar. Un año después, murieron otros cinco inmortales pioneros.
En la actualidad, de aquellos veintitrés quedan sólo nueve, que aún no saben
que van a morir. Así es, queridos hermanos: el alma humana es mortal. Y, por
tanto, nuestra Civilización Superior, tal y como hoy la conocemos, está
condenada a desaparecer. Nuestra inmortalidad se basaba en el concepto
cristiano de la inmortalidad del alma. Pero ahora sabemos que el alma también
muere, aproximadamente unos seiscientos años después de su nacimiento.
¿Cómo determinar las causas de este fenómeno? ¿Cómo lograr que no se
produzca? Tenemos varios equipos de científicos trabajando en la respuesta a
estas preguntas, pero de momento no alcanzan resultados positivos. Yo mismo
siento que me apago por dentro, pero ya estoy preparado para asumir mi
destino. Voy a morir pronto, queridos hermanos, y también por eso os he hecho
llamar. Ahora tenéis la verdad desnuda entre las manos, la que tanto os
afanasteis por desentrañar en vuestros escritos y vuestros discursos. Y esa
verdad se reduce a estas cinco palabras: el alma humana es mortal. Lo que
hagáis con ellas no me importa. Cuando uno se acerca a la muerte definitiva,
todo adquiere un sentido más hondo. He sido un hombre sin escrúpulos, no lo
niego, aunque siempre he hecho creer a los demás lo contrario. Por eso, casi
todos me consideran un especie de padrecito universal. Vuestras obras me han
irritado más de una vez, pero puedo aseguraros que los textos oficialistas me
han irritado siempre. Voy a morir, queridos hermanos, y después de mi muerte
no quedará nada de lo que ayudé a crear. Sobre vuestros hombros descansa
ahora la responsabilidad de llevar la verdad a los hombres, como nuevos
apóstoles. La Historia era un río estancado, y ahora ese río vuelve a correr. Estas
palabras mías son las primeras gotas de la riada que se avecina. Una sociedad
en la que la clonación estatal no esté asegurada a perpetuidad precisa de una
asociación de nivel intermedio, una célula procreadora, lo que antiguamente se
denominaba «la familia». Pues bien, se deberá reinstaurar la familia, o una
institución similar, y protegerla a través de un acto jurídico como el
matrimonio. Con éste renacerá el patrimonio. Obviamente, si varios miembros
de la sociedad forman una unidad reproductiva, lo único que garantizaría su
correcto funcionamiento sería que esa unidad fuese también económica. Con
esto, el Estado perdería el derecho a gestionar las herencias individuales y
sufriría una considerable merma en sus ingresos. También se produciría un
descenso abrupto en el consumo y en la producción de determinados bienes.
Recordad las novelas y películas antiguas que nos muestran a familias enteras
viendo una sola televisión. Si volvemos a eso, nuestros comerciantes venderán
una televida donde antes vendían cuatro, y los impuestos correspondientes a la
producción y al consumo se verán muy reducidos. ¿De dónde saldrá entonces el
capital necesario para mantener los espejos orbitales, que son una de las bases
de nuestra magnífica producción agropecuaria? No los podremos mantener y
habrá que activar la economía de otra manera. ¿Cómo? ¿Con qué impacto
ecológico? O, dicho de otro modo, ¿serán suficientes los espacios en los que
ahora nos manejamos, estos hermosos jardines protegidos por nuestros altos
muros? La respuesta es no. Tendremos que ampliar nuestro radio de acción.
Pero, ¿habrá dinero para sostener las escuadras de ovis que necesitaremos para
lograrlo? ¿Y cómo controlaremos el número de las poblaciones inferiores?
¿Crecerán hasta desbordarse como ya sucedió en la Ruptura de Hostilidades?
Como veis, queridos hermanos, en los aspectos puramente materiales, la
restauración de la familia tendrá consecuencias desastrosas para nuestro modo
de vida. Respecto a la faceta más espiritual del hombre, supondrá el nacimiento
de múltiples unidades éticas fácilmente expuestas a la desviación. Las
civilizaciones antiguas gestionaban la cohesión ética de sus súbditos por medio
de las religiones y la educación. ¿Será necesario resucitar a Dios? ¿Quiénes
serán los encargados de educar a los niños? ¿Los maestros, a quienes ya no
podremos pagar tan bien? ¿Las familias? ¿Ambos? Si fueran los primeros en
exclusiva, el problema sería menor pues se podría garantizar cierta
homogeneidad mental. Pero, ¿permitirán las familias que el Estado eduque a
sus hijos de acuerdo a un patrón estricto, o tratarán de interferir para hacer
valer, por ejemplo, sus principios éticos particulares? Ahora bien, y si fueran las
familias las encargadas de la educación de los niños, ¿cuál sería la calidad de
esa educación? ¿De dónde sacarían los padres el tiempo necesario para
impartirla? ¿Lo restarían de sus turnos de trabajo? Y si así fuese, ¿adónde irían a
parar los niveles de producción? Imaginad, por otro lado, que las familias,
como instituciones autónomas, decidieran tener más de dos hijos por pareja.
¿Qué solución cabría entonces? ¿Una intervención política? ¿Una guerra? Todo
esto suena a muy antiguo, pero debéis estar preparados para ello porque
llegará. También vendrán cosas nuevas. Os invito a reflexionar sobre esto:
¿querrán nuestros conciudadanos seguir viviendo amurallados cuando se les
diga que ya no son inmortales? El hombre posee el instinto de reconocimiento
del espacio, una pauta de reacción biológica que se contrapone con el instinto
de seguridad. Nuestros conciudadanos se sienten seguros en las ciudades
porque poseen cuanto necesitan, incluso la vida eterna, ese sueño incumplido
de tantas generaciones de hombres. Pero, ¿qué sucederá a partir de ahora? ¿Se
despoblarán nuestras ciudades? ¿Se mestizarán los superiores y los inferiores o
lucharán por el espacio en una guerra que será a la vez civil y mundial? Como
podéis comprender, lo que sigue a la perfección que habíamos logrado, sólo
puede ser algo imperfecto. A lo largo de seiscientos años, nuestra civilización se
ha basado en algo muy sencillo: la relación del individuo desnudo con el Estado
desnudo, la muestra más pura de asociación cívica que ha conocido la Historia.
Pues bien, eso se termina, hermanos, por la simple razón de que el individuo ha
comenzado a morir. La relación toca a su fin y el edificio empieza a arruinarse
por una de sus alas. Se apuntalará la obra quizás. O quizás se trate de construir
un revestimiento que la cubra. Pero ya será tarde. Desde que el alma de Retcar
murió, es tarde para todos nosotros».
—Qué barbaridad.
—Así es, hijo. Lo demás fue matizar lo dicho, sugerir posibilidades y
responder a las muchas preguntas que se le vinieron encima. Algunos
disidentes exigían explicaciones más precisas. Otros querían ver pruebas. Y
otros pedían respuesta a preguntas que siempre les habían atormentado. Golo
respondió a todo con paciencia y sin mentir. Y cinco horas más tarde, abandonó
la reunión. Para P, la revelación supuso algo así como la lectura de su sentencia
de muerte. Por eso, al regresar a Verona se instaló en el hotel Vast. Necesitaba
asimilar su tristeza en soledad. Luego se cambió el nombre y se marchó. Le
empujaba lo mismo que a ti: el deseo de vivir libremente, lejos de aquella
pantomima. Quería tener hijos, volver a la corriente de la Historia.
—De acuerdo. ¿Pero por qué no se despidió de mí?
—No quería implicarte en el asunto. Pensaba que no te haría ningún bien
contándote lo que Golo les dijo. Y aún lo piensa, así que no hables de este tema
con él.
4
En mitad de la estepa, junto a un cerro gris, la caravana de seis carretas se
ha detenido para pasar las horas de más calor. Las mulas y los burros ramonean
los arbustos, y se han encendido fogatas para preparar la comida. Anto y
Vogchumián son invitados de doña Ludmila, y desde hace unos días
acompañan al circo de los hermanos Gudmundsdóttir que marcha al sur,
rumbo a la Sierra Morreina. A un lado del camino, las carretas parecen
vértebras quemadas; y sobre el horizonte reverberante planean unas redondas
colinas azules. El sol no se puede mirar, y no vuela ningún pájaro. Sólo las
cigarras chirrían, sin descanso, borrachas de calor.
Anto ha sentido durante toda la mañana la necesidad de estar solo. Y por
eso, cuando la caravana se detuvo, subió al cerro en el que aún se encuentra. Se
da cuenta de que cualquier alteración importante en el mundo superior
repercutirá negativamente en el inferior. Pero, a pesar de que han transcurrido
quince años desde la revelación de Golo, los muros, que a veces contempla, se
muestran como siempre: altas bandas de cemento recorridas por autónomospatrulla. Sobre las puertas se alzan las cabezas de hidra, y por el cielo transitan
todavía los ovis. Pasan de acá para allá, como siempre ha sido, y nadie los mira,
excepto él, que suele imaginar a las personas que en ellos viajan. Se avecina una
revolución de proporciones gigantescas pero de momento nada ha cambiado,
en apariencia. Quizás algunos hombres sabios han acertado a conducir las cosas
de modo que todos los habitantes del planeta no tengan que sufrir por los
errores de unos pocos. ¿Cómo saberlo? Según doña Ludmila, el futuro es puro
proyecto. Y según Tolstoi, la grandeza de Kutúzov, general en jefe de las tropas
que defendieron a Rusia de la invasión napoleónica, radicaba en su fidelidad al
presente. Era enemigo de los planes de batalla porque, como él mismo decía, los
movimientos de los hombres son impredecibles. Anto quisiera saber pisar el
presente, como el general Kutúzov, y ver lo que vaya viniendo, como doña
Ludmila, pero sabe que no le va a resultar fácil pues su cultura le orienta
constantemente, aún hoy, quince años después de abandonar Verona, a vivir
inclinado hacia el mañana, como una ola que nunca acaba de romper. «¿Por qué
tiene que ser esto así? —se pregunta—. ¿Por qué no soy capaz, de una vez por
todas, de mirar el suelo que piso?» Entre sus pies, calzados con abarcas, hay
varias piedras: una que parece la cabeza de un perro y otra que parece un pan.
También hay una mata de tomillo agitada por el viento. Anto se siente habitante
del presente y se propone recordar que cada vez que su alma se vuelque hacia
el futuro, madre de todos los miedos, él volverá sus ojos hacia el suelo.
5
—¿Cómo era mi madre, doña Ludmila?
—Era una buena mujer. Creía que su vida iba a ser gris para siempre. Pero
cuando tú llegaste, se sintió llena de luz. Por desgracia, sólo pudo disfrutar de ti
cinco años. Un vecino la denunció. Tú eres un hijo ilegal, Anto. Eres fruto de un
amor llevado a sus últimas consecuencias. Tu madre sabía que tener un hijo sin
permiso era un crimen, que más tarde o más temprano sería descubierta. Y, sin
embargo, te tuvo. La condenaron a muerte pero la pena fue conmutada por
histerectomía y deportación. Por aquella época, estaban poblando las ciudades
auríferas del Tíbet, y a tu madre la mandaron a una de ellas. Allí pasó el resto
de su vida, como cocinera de un campamento. Al morir, dejó de existir para
siempre. Tú, al quedar solo, entraste en una unidad especial de educación
infantil, y dos años más tarde, cuando se te consideró normalizado, se te integró
a un aula de niños clónicos.
—¿Y mi madre...?
—Jamás te apartó de su corazón.
—¿Cómo era ella físicamente? ¿Cómo era su cara? ¿Cómo eran sus manos?
—Estatura media. Complexión normal. Caminaba con gracia y casi siempre
estaba alegre. Tenía los ojos parecidos a los tuyos, la nariz pequeña y recta, el
pelo castaño, la boca bien dibujada. Tu madre siempre gesticulaba mucho. Si
tenía que contarle a alguien que estuvo sentada comiendo sopa, le parecía
imprescindible sentarse en cualquier lado y hacer como que comía sopa.
Cantaba bastante bien y sabía tocar la guitarra. Por el contrario, era negada para
todo lo que tuviera que ver con los aspectos más cerebrales de la vida: las
cuentas, los planes, los horarios. Con toda razón te preguntas que de dónde
saliste tú entonces tan racional. Pues de dos sitios: de la educación especial que
recibiste desde los cinco a los siete años; y de tu padre, que es una persona muy
cerebral.
—¿Mi padre «es»?
—Él rompió con tu madre antes de enterarse de que ella estaba embarazada.
Por eso, en el juicio quedó absuelto y pudo seguir viviendo tranquilamente.
—¿Y dónde está ahora?
—Vive en Auj, cerca de Tulús. Tiene una tienda de música que se llama El
Yuqueboks.
—¿Es un buen hombre?
—Es un hombre normal.
6
Durante dos semanas enteras, Anto se reunió a diario con doña Ludmila.
Solían conversar por la noche, al término de la función, o cuando los jefes de
caravana daban la orden de detenerse. Rara era la ocasión en que no hablaban
de P, de Tanna, de Calcuss o de Madán Chocolá. Todos los demás importaban
menos: Immo continuaba en la universidad, Belachkian seguía siendo un
hombre pegado a un alma y Salazzo, ascendido a capitán de brouquers, había
saltado a otro banco. Nicole, la hija de Madán Chocolá, se había casado con El
Mierda, y era madre de dos hijas: Anyela y Claudia. Ayudaba a su madre en la
sastrería, lo mismo que Larús, muy hábil en los cortes de precisión. Mariantuán
se había fugado con un bailarín gitano llamado Gaudio, y Pop, el perrito, había
muerto años atrás, al término de una larga y plácida vejez. Sobre el lugar en que
fue enterrado crecía un ciruelo. Los miembros de la tertulia de Caldera seguían
igual que siempre: Domín y el tío Ori arreglaban el mundo jueves a jueves
mientras que don Onofre insistía en coleccionar citas y reproducirlas como
propias.
En cierta ocasión, Anto le preguntó a doña Ludmila por la causa de la
destrucción de la Torre de Pisa:
—Se juntaron varios factores. Por un lado, las estadísticas demostraban que
la gente le tenía cada vez menos miedo a lo inferior: se publicaban novelas
antiguas, se organizaban turs a la Zona Inferior, y los grupos defensores de la
Humanidad única crecían y se multiplicaban. Por otro lado, los jefes militares
de Verona sospechaban que les iban a recortar el presupuesto. En años
anteriores se les había pasado la mano exterminando a inferiores, y ahora se
encontraban sin casi nada que hacer. Necesitaban con toda urgencia una
operación vistosa que les permitiera demostrar que sus servicios eran
absolutamente imprescindibles. Pero aún queda un tercer factor: los intereses
de los monjes. Armaud14, el abad de Spókel, quería destruir la Torre de Pisa
porque ésta sirvió de campanario para una catedral. El abad gestó la idea y se la
expuso al hermano mayor de Verona, que por aquel entonces era Ario, y al
comandante Píntich, en una reunión que tuvo lugar en la Residencia Civil.
Aquel mismo turno, se tomó una decisión a favor y Ario comenzó a pensar en
quién podría dar curso a aquello. Un día, en una sesión plenaria del Consejo de
Exterminio, se fijó en Adel, tu jefa, por la determinación con la que defendía sus
opiniones. Pidió informes de ella y la encontró perfecta para la misión. Si algo
salía mal, no se perdería gran cosa; y si todo salía bien, Adel no tendría fuerza
suficiente como para obtener ventaja política. Se le propuso el asunto a través
de un intermediario de confianza, y ella aceptó sin rechistar. El resto de la
historia ya la conoces. Lo que no sabes es que no era la primera vez que se
representaba una farsa así. En este preciso instante, por ejemplo, se está
librando una guerra por el control de una pequeña ciudad de Norzamérica que
se llama Mana. «Los bravos soldados superiores defienden el muro contra los
ataques de miles de sanguinarios terroristas que manejan explosivos de gran
potencia». Esta es la versión oficial, la que inunda todo el mundo superior en
estos momentos. Pero la verdad es muy distinta. Los asaltantes de Mana no
llegan a seiscientos y además no son terroristas sino campesinos a los que se
provocó bombardeando sus pueblos. ¿Por qué? Porque hacía falta un poco de
acción en la televida. Es necesario hacerle creer a la gente que como en casa no
se está en ningún lado.
7
Desfiladero de Despeñaperros, 30 de junio de 2693.
¿Qué sucede con el alma cuando muere? ¿Viaja a alguna parte? ¿Se funde?
¿Tienen alma los animales? ¿Tienen alma las plantas? ¿Tienen alma las piedras?
¿Piensan? ¿Hablan entre sí? ¿De qué está hecho el universo? ¿Vivimos solos en
él o hay vida en otros planetas? ¿Qué extensión tiene el vacío? ¿Cuándo se creó?
¿Se creó o existió siempre? ¿Alguien lo creó?
Tengo muy cerca de mí a una persona que sabe las respuestas a todas estas
preguntas. Pero, ¿me interesa conocerlas? Dentro de poco, voy a despedirme de
doña Ludmila para seguir más al sur. Me importa mucho más el cariño de P
que la sabiduría.
8
El malabarista revuelve con un cucharón el guiso de conejo y prueba el
caldo. Cerca de él, arrodillada en la manta, doña Ludmila remienda una prenda
de ropa. Cuando termina, clava la aguja en la manga de su bata y sonríe. Luego
se levanta, sale al sol y recoge una camisa tendida en un arbusto. Vuelve al
toldo y le dice algo a su hijo, que asiente sin descuidar la olla. Doña Ludmila
sube a la carreta y trae unos cuencos de madera que deja en la manta.
Enseguida, sale del toldo y mira hacia Anto haciendo visera con las manos.
Anto comprende. La comida está lista.
Desde la roca se ven los faldeos verdes de la sierra y al fondo un llano ocre
con olivos centenarios y casetas blancas, como dados tirados al sol. En el cielo
sólo habla el viento, en susurros que engordan y adelgazan a su antojo.
Vogchumián llega con dos botellas. Ha encontrado agua en un arroyo. Sonríe.
Un pájaro negro corta el aire. Le sigue otro.
Después de comer, los hombres tiran los huesos de conejo y una cabeza
sangrienta que los perros se disputan, ensuciándola. Vogchumián se levanta,
coge su manta y se va. El malabarista se echa a dormir bajo la carreta. Doña
Ludmila ha tomado el caldo a sorbos y se come la carne con mucho cuidado:
descarna la presa con los dedos y se lleva los trozos a la boca. Cuando termina,
tira el hueso y se echa de lado en la manta. Mira a Anto sin sonreír:
—Tened mucho cuidado porque ésta es tierra de bandoleros. Hablad lo
menos posible con la gente y dormid siempre en pueblos. Gracias, hijo, yo
también te echaré de menos. Te voy a dar los detalles: tu amigo vive a unos
cuatro kilómetros de Salteras. Justo al oeste del muro de la ciudad hay una
puerta de la que sale un camino. Seguidlo y a unos tres kilómetros veréis un
alcornoque viejo. Allí arranca una senda que lleva a la casa de tu amigo. Tiene
un perro muy bravo que se llama Ladrón. Tened cuidado con él. Es grande y
tiene el pelo gris.
—¿P está todavía allí?
—Tú viaja tranquilo porque él casi nunca se mueve de casa.
—¿Qué está haciendo ahora mismo?
—Se está lavando las manos en un camellón donde dan de beber a las vacas.
Ahora le habla a un hombre que trabaja para él.
Llega un viento ábrego que quema la piel. Se oyen toses y los animales
estornudan. Anto mira a la vieja:
—¿Por qué lo sabe usted todo, doña Ludmila?
—Porque no quiero saber nada.
9
—¡No lo entiendo! —grita Miguelito—. ¡No lo entiendo en absoluto! ¿Qué
quiere decir «porque no quiero saber nada»?
El viejo Anto termina de atar una mata de arvejas a un rodrigón que ha
hincado en el suelo, y mira al niño. Jamás le ha escuchado hablar en ese tono. Su
voz ha sonado a rabiosa. Ha fruncido el ceño y cuando el flequillo le cae sobre
los ojos, se lo espanta de un manotazo.
—¿Qué te pasa?
—¡No me pasa nada!
—Tú eres un niño muy curioso. Por eso te molesta no comprender las cosas.
Pero no me pidas que te explique el secreto de la sabiduría, porque yo mismo
no lo entiendo.
Miguelito sigue mirando al viejo.
—Es la pura verdad. Yo sólo sé lo que me dijo doña Ludmila pero no lo
entiendo. Tengo una vaga idea de lo que significa pero no sabría ponerlo en
práctica. Cada punto del camino es un destino, y con el saber pasa lo mismo. Tú
quieres saberlo todo porque eres muy curioso, pero saber no es lo que más te va
a llenar. Saber es llegar. Aprender es el camino. ¿Lo comprendes? Hay gente
que renuncia al saber porque se da cuenta de que jamás lo sabrán todo. Ésos se
olvidan del placer de aprender. Hay otros que quieren aprender cada vez más
cosas creyendo que al final lo sabrán todo. Pero el camino no tiene fin. Cuanto
más se sabe, más se comprende que se sabe muy poco.
—Eso tampoco lo entiendo.
—Te lo voy a explicar con un ejemplo. Tú subes a una montaña y vas
conociendo las cosas que hay en ella. Pero al mismo tiempo tu perspectiva del
paisaje se amplia, y te das cuenta de que alrededor de esa montaña hay llanos y
otras montañas. Antes de empezar a subir, sabías muy poco, pero creías que
sabías mucho. Y al llegar arriba, sabes mucho más de lo que sabías pero te das
cuenta de que sabes muy poco. Por eso, un filósofo muy antiguo que se llamaba
Sócrates dijo: «sólo sé que no sé nada». Sabía tanto que se dio cuenta de que no
sabía nada. Yo creo que a doña Ludmila le pasaba al revés. No quería saber
nada, y por eso lo sabía todo.
Miguelito parpadea con fuerza:
—¿Y cómo se hace para no querer saber nada?
—No creo que eso se pueda aprender.
Un par de horas más tarde, ambos tomaban té sentados a la mesa, y Anto se
daba cuenta de que la conversación del niño había crecido. Sus preguntas no
eran ya tan banales, y las respuestas correspondientes exigían mayor esfuerzo.
Siguieron hablando del saber con referencia a otros temas, como la memoria, la
creación y la intuición; y en un momento dado, al viejo se le ocurrió proponer:
—Vamos a jugar a adivinar.
—Vale. ¿Qué hay que hacer?
—Es muy fácil. Primero cierra los ojos y pon la mente en blanco. Luego,
ábrelos un segundo, mira algo y vuelves a cerrarlos. Entonces, di todo lo que se
te ocurra y ya veremos qué pasa.
—De acuerdo, voy a adivinar a Pilón —y llamando al perro, el viejo lo
sostuvo de la piel del cogote. El niño se estiró entonces en su asiento y cerró los
ojos. Respiró hondo un par de veces, abrió los ojos, los volvió a cerrar y dijo:
—Veo un granero. Están Pilón y la Yésica. Hay cinco o seis cachorros. Uno
es negro. Y no veo nada más.
—¡Muy bien, Miguelito!
Pero éste le miró extrañado:
—¿Y ahora, qué?
—Ahora nada. Has adivinado a Pilón perfectamente.
—¿Eso quiere decir que Pilón y la Yésica van a tener cachorros?
—Puede ser.
—¿Y cuándo lo sabré?
—Tú acuérdate de lo que acabas de adivinar, y ya veremos.
A continuación, Miguelito adivinó a Anto en forma de tres ristras de
palabras. Para él no encerraban un significado especial, pero en el viejo
causaron una fuerte reacción corporal. Primero, le faltó el aire, y luego, se le
perló la frente de sudor. Ya le preguntaba el niño si se encontraba bien, cuando
tuvo que agacharse a un lado para vomitar. Aún mucho tiempo después,
retumbaban en su cabeza las palabras de Miguelito:
—Una casa grande, una casa pequeña, una nave de esclavos.
10
El camino del cortijo estaba trillado por las pezuñas del ganado y cruzaba
un paisaje donde no se veía ni un solo árbol. Hacía calor. Las moscas
ennegrecían las boñigas de las vacas, y se levantaban a nuestro paso, como
nubes que se dispersan. Dos troncos hincados a ambos lados del camino
marcaban una frontera. Al otro lado, comenzaban los trigales, y un poco más
allá, dos hileras de chopos. A su sombra oímos los primeros ladridos. Era
Ladrón, un perrazo gris que se desgañitaba sobre la falda de una loma.
Seguimos caminando pero a los pocos metros, el perro salió a cortarnos el paso.
Tenía el lomo erizado y mostraba los colmillos. Le faltaba poco para mordernos
cuando un silbido lejano le calmó de repente. Alguien venía por el camino. Un
hombre bastante mayor, de unos sesenta años. Llevaba en la mano una ramita y
se le notaban andares de jinete. Aún estaba lejos cuando se entendió que
gritaba: «no hay trabajo», pero nosotros seguimos caminando hacia él. Tenía la
cara arrugada por el sol, y en ella se destacaban sus ojos verde oliva. Él nos
condujo al lugar donde estaba P. A la vuelta de la loma, se alzaban las casas del
cortijo: un cubo grande con tejado a cuatro aguas, y otras construcciones de
piedra seca que se apoyaban en el muro del patio. Ante el portón techado se
extendía una mancha de tierra en cuyo centro crecía un alcornoque centenario.
Más allá, estaba el huerto, a cuya entrada nos invitó a esperar aquel hombre.
Con gran calma echó a andar por la senda de guijarros que cortaba los bancales
y se perdió de vista tras unas tomateras envaradas. Yo estaba muy nervioso,
pero me calmé en cuanto vi a P. Aquel no era el hombre al que yo recordaba. Se
le veía más gordo, más calvo, y su actitud corporal era muy diferente. No
quedaba nada de su altivez, y su mirada ya no era franca. Recuerdo con
desagrado la forma en que reconoció mi cara, como si estuviera examinando
algo asqueroso, y la extraña mueca que compusieron sus labios después.
También recuerdo con pesar lo que no sucedió. Cuando me ofreció su mano,
quise abrazarle pero él se retrajo. Y luego, cuando le señalé a Vogchumián, ni
siquiera le miró. Sólo dijo: «muy bien» y se encaminó a la casa grande
indicándonos con una seña que le siguiéramos. Sobra decir que me sentí
estúpido, caminando detrás de la espalda de aquel hombre, añorado por mí
durante más de quince años.
Ya en la cocina, cuando me presentó a su mujer, Catalina, me llamó su
«mejor amigo» componiendo en su rostro de nuevo aquella extraña mueca que
pronto aprendí a interpretar como una sonrisa. La Niña Azul había perdido el
brillo inocente de sus ojos, aunque aún conservaba una hermosa sonrisa. Junto a
ella moqueaba un niño moreno, de unos cuatro años, que iba desnudo de
cintura para abajo. Era Damián, el hijo de mi amigo. A una vieja le dieron orden
de que hiciera dos camas y Catalina fue a vestir al niño. Vogchumián salió al
patio sin pretextar nada. Y así quedamos P y yo solos, frente a frente, junto a
una mesa de madera, al sur de Espein. Nos miramos un momento y él salió
para traer dos vasos; luego destapó una botella de aguardiente. «Por los viejos
tiempos», dijo sin entusiasmo, y secó el vaso de un trago.
A costa de muchos años de trabajo, P se había convertido en un pequeño
señor feudal. Controlaba un territorio de unas doscientas hectáreas que incluía
un monte que le daba caza y leña. Tenía pastos para cien reses, tierras de trigo y
avena, una quinta con frutales, un huerto grande y un majuelo. Un pozo abierto
en el patio servía a todas las casas, y un alcornoque centenario daba sombra a
los niños. Trabajan para él casi veinte hombres entre pastores, zagales,
lechadores, labriegos y monteros, todos los cuales vivían en el cortijo con sus
familias. También estaba don Ramón, el capataz, aquel viejo que salió a
recibirnos. Era la mano derecha de P, y en él reposaba el trato con los hombres,
el cuidado de las faenas del campo y las labores de vigilancia. En la casa grande
servía la vieja Basilia, ama y cocinera, y dos criadas encargadas de las demás
tareas domésticas. A la cabeza de toda aquella gente, se encontraba P, a quien
todos llamaban don Pedro. Él decidía, dirigía, y, como propietario que era, se
reservaba la mejor parte, aunque sin mostrar nunca avaricia. Una vez al año,
para la cosecha, salía a contratar jornaleros; y otra vez, a finales de octubre,
organizaba una cacería para mantener buenas relaciones con los otros
propietarios de la zona. Fuera de estas dos actividades, no mantenía contactos
con el exterior. Si por casualidad llegaban a su finca un buhonero o un mendigo
pidiendo techo, les concedía la pernocta pero no hablaba con ellos. Don Ramón
se ocupaba de todo.
P se levantaba temprano. Se lavaba la cara en una jofaina, siempre al aire
libre, y entraba en la cocina a desayunar. A esa hora, ya debía estar allí don
Ramón para recibir las órdenes del día. Después, P se iba al huerto un par de
horas y, pasado este tiempo, rodeaba sus tierras a caballo con el capataz. Al
regresar, comía con su familia y se echaba una corta siesta. Por la tarde,
trabajaba en su despacho, y al anochecer, se daba una vuelta por las cuadras
para vigilar la segunda ordeña y atender a su caballo, un potro alto que se
llamaba Maón. Después de la cena, mandaba a buscar una botella de
aguardiente y se sentaba a beber en el corredor de los geranios. Rara vez se
acostaba sobrio.
11
Anto y P toman café de trigo en el corredor. A un lado, se ve la pared blanca
y las puertas de los cuartos; al otro, unas macetas con geranios que forman el
umbral del paisaje: una loma pardusca que se destaca sobre el cielo cobalto.
—Y esa es la única inmortalidad que cuenta —dice Anto—: tener un hijo.
Todo lo demás son monsergas. Tú has tenido éxito en la vida. Tú has cumplido
con la naturaleza.
P le mira un segundo, pero enseguida desvía sus ojos y se acerca la taza a
los labios. Su mano tirita:
—Ya ves cómo estoy, ¿y me dices que he tenido éxito en la vida? Yo tuve
éxito en mis vidas anteriores pero en ésta me estrellé miserablemente.
Regresa el silencio entonces y se instala entre ambos amigos. A P no le
molesta: es su coraza habitual. A Anto sí, aunque ya va aprendiendo a convivir
con lo incómodo y a pasearse por el borde del tiempo sin mirar al fondo. Tiene
muchas ganas de preguntar pero aún más de que P se abra a él sin pedírselo.
Quisiera saber qué le pasó con los piratas milt, y también escuchar de su boca la
razón por la que se marchó de Verona sin despedirse. Aún hoy, después de
tantos años, espera una disculpa. Pero, ¿tiene derecho a ella?
Al día siguiente, a la hora del café, se reúnen de nuevo en el corredor de los
geranios. P viste de nuevo una camisa de mangas largas, a pesar del calor. Sus
manos parecen más fuertes y Anto se pregunta si esto significa una mejoría en
su estado de ánimo.
—He venido aquí para que volvamos a ser amigos —dice, y enseguida le
sacude un fuerte sentimiento de culpa por haber sido incapaz de perdonar a P.
El abandono fue cruel pero estaba justificado; y el recibimiento, aunque frío, no
dejó de ser familiar. «Quizás no hubo abrazos, pero me acogió como a un
hermano. Me ha dado techo y comida, sin pedir nada a cambio. Y yo sólo he
sido capaz de pensar en una espina antigua».
Por la noche, en la explanada del cortijo, a la luz de la luna, los ojos de Anto
siguen sin saber dónde posarse, pero su alma ya ha emitido un veredicto. Todo
tiene un orden preciso. Todo sucedió del mejor modo posible, como Tanna
decía. Así fue y así será a partir de ahora. Anto no puede pretender que su
amiga comprenda su ausencia, si él mismo es incapaz de perdonar a P. Y de
igual modo, sólo puede asistir a su amigo gracias a que Madán Chocolá le
asistió a él un día. Do ut des, doy para que des, pero no es necesaria una cuenta
exacta e inmediata. Yo te doy algo a ti pero no espero nada a cambio. Tú le das
algo a él pero no esperas nada a cambio. Él me da algo a mí pero no espera nada
a cambio. Todos nos ayudamos. Todos nos perdonamos. Todos somos uno o
partes de uno. La vida ha dejado en Anto sólo una pequeña herida, por cumplir
con la razón de que no existen almas inmaculadas. ¿Quién fue el causante de
esa mancha? ¿P? No. Fue el destino. Y sus planes se han cumplido: han llegado
la resignación y el perdón, la paz y la paciencia, como hermosos regalos
ofrecidos por el tiempo. Quizás permita el futuro que la felicidad que Anto
encontró, encienda de nuevo un alma ahogada en el pasado. Sólo cabe esperar.
La noche está fresca. Impera un silencio lunar y las ramas del alcornoque
murmuran formas azules y negras, incomprensibles y hermosas.
12
¿No tuvieron una esclava y un rey mil y una noches para contarse cuentos?
Pues P y yo tuvimos mil y una tardes. Después de unas cuantas semanas, mi
amigo quiso formalizar nuestra presencia en la hacienda y me propuso ocupar
una vacante que había inventado para mí: la de bufón. Vogchumián sería mi
ayudante.
—¿Obligaciones?
—Ninguna porque se trata de cargos honoríficos.
—¿Salario?
—Ninguno, por lo mismo.
—Acepto.
A petición mía, P nos adjudicó una casita que en la época de la leña se
utilizaba para guardar aperos y preparar el rancho. Estaba a poco más de un
kilómetro del cortijo, sobre una suave colina donde crecían los alcornoques y las
encinas, la jara, el espliego y una hierba fresca que pastaban los ciervos. Había
un huertecito, que llevaba años sin labor, y un corral para gallinas. Por lo
demás, tenía todo lo necesario: una puerta y una ventana, cuatro paredes y un
tejado. El clima era bueno: sólo había que encender fuego algunas semanas del
invierno. Lo demás eran brisas muy agradables de respirar o un aire cálido que
las cigarras rallaban sin descanso. Jamás nos faltó cosa alguna porque nos traían
todo del cortijo y nos invitaban a comer un día sí y uno no. La vieja Basilia era
una buena cocinera. Sus migas con tocino daban fuerza para una mañana
entera, su asado de ciervo saciaba a un hombre por dos días, y su caldo de
gallina revivía a un muerto.
Tras el almuerzo, P dormía la siesta, actualizaba sus libros y se reunía
conmigo en el corredor de los geranios. Luego salíamos a dar un paseo por la
alameda. Nuestras conversaciones giraban siempre en torno al pasado. Cuando
evocábamos los viejos tiempos de Verona, él hablaba más que yo, pues todo le
parecían recuerdos placenteros. Por el contrario, cuando mirábamos a nuestros
últimos años, los transcurridos en la Zona Inferior, yo sostenía todo el peso de
la charla. De la temporada que pasó con los milt, no me contó nada en un
principio, y yo tampoco quise preguntarle. La revisión de aquellos horrores
debía ser gradual: producirse sólo en la medida en que su alma estuviese
preparada para asimilar lo ocurrido. Y él lo sabía. Por eso, sus pasos eran
cautos. En cierta ocasión, en que le había contado las historias de Pons y del
Trueno, me dijo:
—Ahí tienes a dos hombres a los que el mar perdonó. Pero no siempre es
así.
P no sospechaba que yo sabía que él había sido raptado por los milt. Por eso
se permitía tales insinuaciones. Le veía moverse entre las sombras, como un
animal herido, y sentía una inmensa pena por él. Cuando me contaba algún
episodio de su desgracia personal, disfrazándolo torpemente, yo escuchaba su
relato interpretando el papel de ignorante. No era una posición cómoda, desde
luego, pero debía soportarla: nuestra amistad lo exigía en aquellos momentos.
Una vez, sucedió algo muy extraño. Estábamos en el corredor tomando café
cuando el pequeño Damián se acercó a él por detrás, con intención de asustarle.
Le tocó el brazo y dijo «¡bu!», pero P no se asustó como una persona normal:
lanzó un grito que le hizo levantarse del asiento, y llevándose la mano al brazo,
se marchó a grandes trancos. Enseguida llegó Catalina, que se llevó al niño
asustado, y allí quedé yo, solo, envuelto en un pastoso silencio. Aquella tarde,
comencé a comprender el daño físico que los piratas le habían causado, y pude
explicarme muchos detalles raros que había observado hasta entonces. P no
abrazaba jamás a nadie ni se dejaba tocar. Y era muy poco común que le diera la
espalda a alguien, como en su día me aclaró don Ramón. Siempre llevaba
camisa de manga larga y ponía varios cojines en la silla que iba a ocupar. Me
imaginaba su espalda y sus brazos traumatizados, pero no podía imaginar las
deformaciones de su espíritu. Tarde o temprano, la piel se regenera, los huesos
se sueldan y el riego sanguíneo elimina los coágulos. Pero hay heridas del alma
que por ser inferidas sobre tejidos tan blandos, jamás sanan del todo. Así, una
caricia puede ser interpretada como un arañazo, y las fuentes del placer se
transforman en instrumentos de tortura. Al darme cuenta de estas cosas, quise
alejarme de P, como instintivamente hacemos todos cuando tocamos algo
desagradable. Pero mi corazón y mi cabeza me dijeron, por encima de los
reflejos, que mi sitio era aquél, y que la actitud que más convenía a todos era
esperar en silencio. Al día siguiente, P no se disculpó por haberse marchado del
corredor de aquella manera. Me miró más fijamente que de costumbre, como
estudiándome, y me hizo la misma pregunta de siempre:
—Bueno, ¿y qué me cuentas hoy?
Aquellas mil y una tardes fueron para mí la puerta de la entrada a la vejez:
el momento en que comencé a revisitar mi vida. Todos los hombres caminan
hacia un ideal al que dan forma en los años de su juventud; y, cuando lo
alcanzan, recorren su vida en sentido contrario hasta llegar de nuevo a la
infancia. Lo sé porque lo he experimentado ya tres veces. El joven que decía
«seré» se convierte en el hombre que dice «soy», y más tarde, en el viejo que
dice «fui». Mis largas conversaciones con P no fueron otra cosa que un viaje de
vuelta a la semilla. Le hablé de doña Ludmila y de los diversos medios que
Vogchumián y yo empleamos para sobrevivir. Le revelé el secreto para domar
ardillas, que Kimbo me había entregado, le hablé de las ruinas de Madrí y le
recité un poema mío que le hizo llorar. Recuerdo que consideré aquellas
lágrimas como un gran avance en el proceso de su curación. Otro paso
importante fue su primer chiste. Lo consigné en mi diario con fecha del 8 de
enero de 2695, casi un año y medio después de nuestra llegada al cortijo.
Acababa de contarle el truco de la sopa de piedras, aquel sistema que teníamos
para engañar a los avaros, cuando me miró fijamente y me espetó, sin
inmutarse:
—A ese sí que le disteis sopas con honda.
A P le fascinaba la figura del tío Ori. Quería saberlo todo de él: cómo
caminaba, cómo sujetaba la taza de café o con qué gestos se acompañaba al
hablar. Sin embargo, lo más importante de este interés no era la figura sobre la
que se proyectaba sino el hecho mismo de existir. Se notaba en P un ánimo por
salir de sí mismo, por averiguar cosas. Se había producido una fisura en la
coraza que le aislaba del mundo y era natural que su alma se volcase hacia
afuera de manera abrupta. El tío Ori fue durante semanas enteras un motivo de
obsesión que le sirvió para fijar la mirada. Después comenzó a ampliar los
campos de su interés. Le llamaban más la atención las personas intelectuales,
como Domín, y menos las emocionales, como Chocolá. Larús le parecía
superfluo, pero no don Onofre quien, según dijo: «también repite como un
papagayo pero por lo menos sabe de qué está hablando».
Fue extraño el momento en que le conté mi depresión; y agradable cuando
le relaté el viaje que nos llevó, en busca de él, hasta la aldea de Brexo. En el
primer caso, se limitó a componer aquella mueca que significaba una sonrisa,
como si la depresión le fuese algo completamente ajeno; en el segundo, me
escuchó con reverencia, y al fin, puso sus manos sobre mis hombros. Fue la
primera vez que me miró con sus ojos de siempre.
La recuperación psicológica de P se aceleró mucho desde el momento en
que cayó enfermo. En los pocos meses que duró la degeneración física de mi
amigo, me pude reencontrar plenamente con él, con quien él era antes de su
rapto, con ese núcleo que arde dentro de las personas desde el minuto mismo
de su nacimiento y hasta el instante impostergable de su muerte. Yo fui la mano
que lo acompañó hasta el borde del abismo y el hombro que soportó, y soporta,
el peso de sus desgracias. Me habló de la reunión de los disidentes con Golo, y
de otras muchas cosas que le afligían. Pero sólo a cuatro días del final, cuando
notó que la muerte se acercaba, me contó detalles de su estancia entre los milt.
«No es necesario», le dije, pero él insistió. Ya su alma se desnudaba para cubrir
el último tránsito. Ya se alivianaba la presión íntima de su pecho, y se relajaba el
músculo. Durante más de tres horas me refirió sus tormentos, con la frialdad de
quien da lectura a una lista de utensilios. Enumeró todo aquello a lo que fue
obligado, los vejámenes sufridos, las formas del dolor recibido, presenciado e
incluso causado en el momento de su huida. Pero no pienso contar nada más de
esto. Los hombres que se deben la amistad, se deben el silencio.
13
En los días siguientes a la muerte de P, compuse una elegía cuyos versos
aún hoy me asaltan a cada paso. Podría escribirla aquí, pero prefiero ceder la
palabra a los maestros, a las aves de altura. Esta es la Elegía a Ramón Sijé, obra de
un poeta que se llamaba Miguel Hernández y que era natural de un pueblo
cercano al lugar donde P recobró su libertad. Me la enseñó un maestro de
pueblo que se llamaba don Rosario. En sus labios estos versos sonaban como
piedras mojadas:
Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma tan temprano,
alimentando lluvias, caracolas
y órganos mi dolor sin instrumento
a las desalentadas amapolas
daré tu corazón por alimento.
Tanto dolor se agrupa en mi costado
que por doler me duele hasta el aliento.
Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.
No hay extensión más grande que mi herida.
Lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.
Ando sobre rastrojos de difuntos
y sin calor de nadie y sin consuelo,
voy de mi corazón a mis asuntos.
Temprano levantó la muerte el vuelo.
Temprano madrugó la madrugada.
Temprano estás rodando por el suelo.
No perdono a la muerte enamorada.
No perdono a la vida desatenta.
No perdono a la tierra ni a la nada.
En mis manos levanto una tormenta
de piedras, rayos y hachas estridentes,
sedienta de catástrofes y hambrienta.
Quiero escarbar la tierra con los dientes.
Quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.
Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte.
Volverás a mi huerto y a mi higuera
por los altos andamios de las flores.
Pajareará tu alma colmenera
de angelicales ceras y labores.
Volverás al arrullo de las rejas
de los enamorados labradores.
Alegrarás la sombra de mis cejas
y tu sangre se irá a cada lado
disputando tu novia y las abejas.
Tu corazón, ya terciopelo ajado,
llama a un campo de almendras espumosas
mi avariciosa voz de enamorado.
A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.
14
Miguelito llega corriendo por el sendero, pero en su cara no trae la risa de
siempre sino el miedo. Al verlo venir, el viejo se sobresalta:
—¿Qué ha pasado?
—¡Es lo que yo vi, señor Anto! ¡Cuando adiviné a Pilón!
—¿Qué has visto?
—La Yésica ha parido en el galpón. Tiene muchos cachorros pero sólo hay
uno negro.
15
Estoy en la casita escribiendo. Acabo de apuntar en mi diario el verso
«quiero morir aquí», cuando noto un culebreo que me recorre todo el cuerpo.
Inmediatamente, siento el estampido de la puerta y me vuelvo. Veo una bota de
cuero polvorienta. La bota baja y la puerta vuelve lentamente, después de
rebotar en la pared. Una mano la sujeta. Aparece un hombre vestido con
gabardina. Tiene cara de loco. Sonríe con los ojos entrecerrados. Me levanto de
repente, y el hombre deja de sonreír y abre mucho los ojos. Ha sacado un arma
negra con la que me apunta. Yo le muestro mis manos abiertas pero entonces
entra Vogchumián. Me mira y se acerca al hombre. ¿Quién es usted? ¡Cállate,
viejo de mierda! Oiga, ¿qué se ha creído? ¡Vogchumián, por favor, cállate!
¡Fuera de aquí, desgraciado! ¡No me toques, viejo de mierda! ¡Vogchumián! ¡No
me toques! El trabucazo, como un trueno. Y el cuerpo de Vogchumián que cae
sobre la mesa y resbala hasta el banco. Huele a pólvora. Me acerco a él. Siento
frío en los dientes. Tiene el pecho rojo. Vomita sangre. ¡Por favor, Vogchumián!
Pero aquel hombre me encañona de nuevo y me entrega un saco vacío. Echa
todo aquí. No tengo nada. ¡Vamos! Esos cubiertos. Esos vasos. La fuente. Las
botas. Los sombreros. Luego, me quita el saco y se lo echa al hombro. Tápalo.
¿Qué? ¡Tápalo! ¡Con el mantel! Y yo tapo a Vogchumián. No intentes nada. Sale.
Y yo me quedo junto a la ventana y veo cómo aquella silueta se aleja de la casa
por el camino polvoriento, arrastrando sus botas y acomodándose el saco a la
espalda a cada poco. Mis manos agarran con furia el marco de la ventana y
caigo de rodillas. Cierro los ojos, los aprieto, y veo todo de un color verde
ceniciento. Miles de bolitas negras y amarillas vienen hacia mí. Dos lágrimas
gruesas caen por mis mejillas y se embeben en mi barba. Suelto el marco y me
agarro los hombros. Me doy la vuelta. Le miro. Es una forma cubierta por una
tela de saco. Sus pies desnudos, inmóviles para siempre, cuelgan en el aire, a
poca altura del suelo. No se ve sangre por ninguna parte pero se escucha un
tétrico goteo. Aún huele a pólvora. Todo el cuerpo me duele. Se ven motas de
polvo que flotan en el aire. Es hermoso y suave. La pared está fresca. La puerta
es rugosa. La madera vieja se pone gris pero la mano del hombre le presta su
grasa. Aquí hay una encina. La brisa despeina las jaras. Me duele la tripa. Se me
enfría la frente. Hay una piedra redonda. Escupo y me seco la boca con la
manga. Vogchumián ha muerto. Ese hombre le ha matado. Llegó a casa y le
mató. Pero, ¿adónde voy? Yo llegué aquí. P murió y a Vogchumián lo han
matado. No llueve. No tengo hambre. Tengo que irme. ¿Adónde? La casita está
ahí. Hay silencio. ¿Qué habrá pasado? Han matado a Vogchumián. Ese hombre
lo mató. Llegó y lo mató. Yo lo he visto. No hay ni una nube en el cielo. Me
duele la tripa. No. Esto no es lo mejor. Él iba a morir despacio, agarrado a mi
mano. El dolor. La soledad. No es justo. No es bueno. No es bonito. No es
verdad. Tengo que irme. Estoy descalzo. Vogchumián está descalzo. La puerta.
Míralo. Aparto la mesa y él cae al suelo despacio. Los vivos no quedan así.
Perdóname, Vogchumián. Tú no te merecías esto sino una cama limpia. Ven,
hermano. Deja que te acueste. Dame las manos. Eso es. Cuidado. Ahora
subimos las piernas y ya está. Espera, la almohada. ¿Está bien así? Dame la
mano. Esperaremos juntos. Te miro y me siento morir. ¿Ya ves la luz? ¿Ya te
sientes ligero? Para ti es algo nuevo, pero no temas. Tu mano, Vogchumián. Tu
mano y la mía. Cuántos años juntos. Hay algo de inútil en todo esto. Si el dolor
se acumula, las almas revientan. Lo aprendí. Soy un idiota, Vogchumián. El
mundo se derrumba, y mi alma es un ratón que tirita al pie de un árbol
gigantesco. Estoy hablándote. Tú estás llegando a la luz y yo te distraigo.
Compréndeme. Ayúdame. No te alejes. La luz te llama. Nunca te acaricié las
manos como hoy. En esas soledades desnudas. Quiero salvarme. Soy egoísta.
Seguir. Por encima de todo. Adiós. Nadie escapa a la desgracia, hermano.
El calor de la tierra, Vogchumián. Cada piedrecita. Cruzo los abertales y las
costras de barro se rompen bajo mis pies. El sol hiere las ideas. Me dijeron que
no saliera. Pero yo quiero estar contigo. Dije que iba cazar. Cogí el morral y salí.
Ando contra un viento que me cuartea los labios. Estoy aquí. Hay un monte.
Hay un camino. Está el sol, rodeado de luz invisible. Yo. Aquí te siento más.
Eres la persona más importante de mi vida. Los pájaros no vuelan. Los insectos
tampoco. Ni una culebra. Mírame. Soy un hombre sin sentido. ¿Camino hacia
allí o hacia allá? Estoy condenado. Sé lo que hay en mí y lo que hay fuera de mí.
También sé lo que es la libertad y lo que es perder. Conozco los deseos y los
vicios. Ya no tengo nada que aprender. Me miro los pies. Hay arena gruesa y
silencio.
No lo vas a creer, Vogchumián. Veo luces rojas en el horizonte. Parecen las
señales de un camión militar. Hacía años que no veíamos a superiores. Detrás
del camión viene mucha gente, a pie. Es una masa oscura que levanta una
melena de polvo. Ahora pasa el camión a mi altura y un soldado me mira. Se
oye a la gente. Todos van felices. Se les ve en los ojos. Son familias enteras.
También hay jóvenes solitarios, tribus de chinos y un enano que va a caballo.
¿Quién es esta gente? ¿De dónde vienen? ¿Por qué siguen a los militares? Al
final de la masa, se ven más luces rojas. ¿Adónde vais? Nadie responde. Llevan
morrales, hatos de ropa, mantas, alfombras, herramientas, ollas de barro.
¿Adónde vais? ¿Adónde os llevan? Un joven se detiene. ¿Qué le pasa, abuelo?
¿Se ha perdido? ¿Dónde está su familia? Murió. ¿Adónde vais vosotros? Vamos
a Lombia, una ciudad superior donde necesitan gente. ¿Lombia? Sí. ¡Pero si
Lombia está en África! Claro, en África. Vamos. Se acabó la pobreza. Ahora
todos vamos a ser superiores. Pero, ¿cómo van a ir a Lombia? Eso está muy
lejos. Hay que cruzar el mar. En una nave, abuelo. Está posada cerca de aquí.
Vamos.
Menudo ovi, Vogchumián. Jamás había visto nada tan grande. Reluce como
un vaso de plata. ¿Qué altura tendrá? Por lo menos diez pisos. Hay gente en la
cabina, pero mucha más esperando a subir. Hay camiones militares y se oyen
voces metálicas. El ovi tiene cuatro patas llenas de tubos. Seguramente en vuelo
se replegarán. La gente ya está entrando. Hay soldados sin armas. Hablan con
los inferiores y sonríen. ¡Cómo cambian las cosas! El caballo no puede venir. ¿A
quién se le ocurre? No está permitido volar con herramientas. Ahí, en ese
montón. El siguiente. Hola, hermano, ¿voy bien? Sí, adelante. Yo soy superior,
¿sabe usted? Ah, muy bien. El siguiente. Esta puerta es gigante, Vogchumián. Y
al otro lado hay un espacio inmenso: parece la catedral de Verona. Hay
escaleras y soldados que hablan por alma. La gente va subiendo poco a poco. Ya
estoy en el ovi, Vogchumián. Ya estoy en el ovi.
16
En Yersinnia, como en cualquier otro planétulo, el sol se tumba al atardecer
y sus rayos tiñen de oro todas las cosas: los árboles, las alas de los insectos, la
figura alta de un hombre y la silueta de una mujer encinta. Más allá, se dora
también la ladera, cuajada de avena, y el entablado de un galpón al que
regresan las palomas. Miguelito no está con los mayores. Se ha quedado a jugar
con sus cachorros. Tras hablar un poco de la India, tierra natal de Padma, la
charla deriva hacia Poland, región de origen de los Shwarowski. El viejo Anto
sabe que Poland es muy fría en invierno pero que a pesar de ello, las ciudades
son muy numerosas:
—¿Recuerda el nombre de alguna de ellas? —pregunta Jan.
—Sí —responde el viejo—. Cracau, Barsau, Broslau, Lub, Posnán, Sapot.
La retahíla suena a conjuro antiguo, y quizás por eso desata las carcajadas
de los tres. ¿Quién sabe por qué en ese momento su mujer le hace a Jan una
seña con los ojos? ¿Y quién sabe por qué éste se estira entonces y dice?
—Señor Anto, hay algo en lo que hemos estado pensando Padma y yo. El
invierno pasado, usted no estuvo bien en aquella cabaña; y no tiene sentido que
el niño siga yendo y viniendo de acá para allá. ¿Qué le parece? ¿Querría usted
venir a vivir con nosotros?
Con un grato sentimiento en su atribulado corazón, el viejo Anto mira a Jan,
luego a Padma, luego al suelo, y sonríe.
AL LECTOR
Estimad@: si esta novela te gustó, contribuye a su difusión enviándosela por correo
electrónico a tus amigos u opinando sobre ella en las redes sociales donde participes.
Encantado contestaré a tus comentarios desde cualquiera de estas dos direcciones:
http://pablogonz.wordpress.com
[email protected]

Documentos relacionados