requiem para cuatro manos

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requiem para cuatro manos
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REQUIEM PARA CUATRO MANOS
Frida Kroll, solterona solitaria, frisando los sesenta años, vive casi ajena al mundo que la rodea. Alta,
delgada –quizá demasiado- se la ve con alguna frecuencia en la parada del bus: traje sastre
invariablemente gris, como sus cabellos recogidos en un rodete bajo. Un pequeño sombrero aboinado
acentúa su aire germánico. La señorita Kroll mantiene intacto el chalet heredado, reducto teutón del
barrio de Belgrano, milagrosamente a salvo del avance de los edificios modernos. Su único y verdadero
amigo es el Steinway de cuarta cola, obsequio de su padre cuando cumplió los quince años. Son sus
bienes invalorables, la biblioteca y el archivo de partituras coleccionadas a través de toda su vida; reúne
sin exagerar, la creación instrumental completa de Mozart. Para la señorita Kroll los acontecimientos del
mundo exterior no son ni significativos ni insignificantes: sencillamente no existen. Solitarias veladas
musicales, siempre mozartianas, son su ritual diario, a veces compartidas con su amiga Ingrid, una
violinista que de vez en cuando la acompaña a tomar el té y a tocar algunos dúos de este autor. ¡Cómo
no conmoverse con esta frase del libro que está leyendo de Hermann Abert: “El arte de Mozart se
parece a un cristal finamente tallado, cuyo brillo con diferentes luces, cambia de color en tanto la
materia permanece intacta”…¡Ah!, ella ha consagrado su vida a encandilarse con ese arte.
La sala del Teatro Colón resplandece con mil luces de infinitos reflejos, como una joya gigantesca.
Elegancia, saludos amables, conversaciones triviales. Obras de Mozart por el eminente pianista vienés…,
con los auspicios de la Embajada…, el patrocinio del Mozarteum… La señorita Frida ocupa su platea
habitual. La joya gigantesca extingue poco a poco sus mil reflejos. Concentra sus oídos y sus ojos en el
intérprete. Como nunca antes se siente envuelta, transportada. Allí está el “angelo della musica”, el
cristal finamente tallado,…hasta diría que los rasgos del intérprete… Los aplausos quiebran el
encantamiento; el público estalla en una ovación. No espera los habituales bis. Sale, está muy agitada.
Alcanza el Foyer de entrada y allí, de pronto, sus ojos tropiezan con la pequeña puerta lateral a la
escalinata. Está abierta; el pasadizo que ella conoce muy bien, conduce al escenario. Podría, tal vez
hacerse firmar el programa del concierto por el pianista vienés… Penetra, deja atrás la boca de luz
inicial; comienza a internarse. Todavía percibe atenuados los aplausos de la sala. Avanza por el estrecho
corredor cada vez más oscuro; ya no puede resistir el impulso de continuar. Algunos escalones que
descienden, desvíos, nuevos pasadizos ahora sinuosos, apenas adivinados, otros escalones esta vez
hacia arriba. Un hálito frío la estremece. Ya no percibe los sonidos lejanos de la sala; el silencio es total,
grave, como la oscuridad. Extraños olores húmedos la acorralan, pero continúa. Ya no sabe cuánto ha
recorrido ni cuánto tiempo ha pasado; no le importa; se siente convocada. Presiente que por fin deja el
mundo atrás y que es el tiempo lo que atraviesa hacia la revelación deseada. ¡Qué opresión en el pecho
y en las sienes!… Ahora sí, percibe allí delante una tenue penumbra… -¿Wolfgang?, ¿Amadeus?,
pregunta con un hilo de voz. Cercana pero casi imperceptible, oye la música… La sala oscura, vacía; en el
escenario apenas el resplandor vacilante de las velas de un candelabro sobre el piano… Frida se deja
tomar la mano y se sienta en el taburete a su lado…¡Oh!, es tan joven; él sonríe, le sonríe y coloca una
partitura amarillenta sobre el atril. Las manos pálidas asomadas bajo los puños de encaje toman las
suyas y las depositan sobre el teclado. Ambos arrancan en el allegro majestuoso de la Sonata para
Cuatro Manos… Él le sonríe, le sonríe siempre, para siempre.
Elena Jorge
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