Descargar libro Vol I - Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau
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Descargar libro Vol I - Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau
Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau Ediciones La Memoria Director: Víctor Casaus Coordinadora: María Santucho Editora Jefa: Vivian Núñez Edición al cuidado de Denia García Ronda Diseño de cubierta: Emplane: Vani Pedraza García Impresión: © Herederos de Julio Girona, 2009 © Sobre la presente edición: Ediciones La Memoria Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau, 2009 ISBN: 978Ediciones La Memoria Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau Calle de la Muralla No. 63, La Habana Vieja Ciudad de La Habana, Cuba [email protected] www.centropablo.cult.cu El gusto de contar «Yo soy pintor», le contestó Julio Girona a su amigo, el arquitecto alemán Fritz Winter, cuando este le insistía en que llevara a la letra aquellas anécdotas que, sobre la Segunda Guerra Mundial, relataba con gracia el cubano «en conversaciones de café». No todo el mundo es buen narrador oral de sus experiencias, o de lo que ha ido recogiendo de su entorno a través de los años. Según Miguel de Cervantes: Los cuentos, unos encierran y tienen la gracia en ellos mismos, otros en el modo de contarlos [...]; algunos hay que, aunque se cuenten sin preámbulos y ornamentos de palabras, dan contento; otros hay que es menester vestirlos de palabras, y con mudar la voz se hacen algo de monada, y de flojos y desmayados se vuelven agudos y gustosos».1 1 Miguel de Cervantes, «El coloquio de los perros», en Anónimo, Cervantes, Quevedo, Lázaro, Rinconete y Don Pablos, La Habana, Instituto Cubano del Libro, 1973, pp. 251-330. Salvando la distancia de los siglos, estas características se pueden aplicar a los cuentos de Girona, los que, ya escritos, tienen el aura de la oralidad, y «sin preámbulos y ornamentos de palabras, dan contento». Para ello, se debe tener en primer lugar, carisma, además de una memoria privilegiada, y ganas de contar. El manzanillero derrochaba estas condiciones. Al abordar los cuentos de Julio Girona no se debe, por tanto, pertrecharse de categorías narratológicas y escalpelos estilísticos, sino verlos como la transcripción de su capacidad cuentera, y agradecerle que haya llevado a la escritura esos testimonios, esas memorias, esas vivencias, que de otro modo se hubieran perdido; porque para que un relato oral sobreviva debe ser fijado en algún momento de forma escrita —aunque también, en la actualidad, mediante los nuevos recursos tecnológicos—, a fin de ampliar y universalizar el ámbito receptivo. Aunque Girona no pretendía, con estos relatos, «hacer literatura» —en el sentido académico del término—, de todos modos la hizo, ya que, como ha explicado Roland Barthes, el que escribe, de una manera consciente o inconsciente siempre selecciona, cataloga, jerarquiza e incluso interpreta los asuntos que narra, lo que hace suponer la realización de un proyecto deliberado, por muy espontánea que parezca su ejecución. 2 Gracias a que, finalmente, Winter lo convenció de publicar sus memorias de la Segunda Guerra Mundial,3 en la que había tomado parte, el lector puede disfrutar de unas historias que se alejan de la descripción de las grandes batallas, de la tragedia de la muerte cotidiana, del supuesto «heroísmo» de los combatientes, para dar una visión desde dentro de los verdaderos sentimientos, razones y actitudes —incluidas las racistas— de los soldados norteamericanos, además de anécdotas propias o de sus compañeros que, las más de las veces, hacen reír a quien las lee, y siempre reflexionar sobre el absurdo bélico. 2 3 Véase Roland Barthes, «La literatura hoy», Ensayos críticos, Barcelona, Seix Barral, 1967. Julio Girona, Seis horas y más, La Habana, Letras Cubanas, 1990. Este primer libro de Girona no sólo le valió, en 1990, el Premio de la Crítica, sino que lo motivó a escribir sobre el resto de su experiencia vital; desde anécdotas y recuerdos de su infancia y adolescencia en su Manzanillo natal, hasta crónicas o retratos de su familia y de sus amigos y conocidos, entre los cuales están nombres como Che Guevara, Nicolás Guillén, Manuel Navarro Luna, Félix Pita Rodríguez, Juan Marinello, Conrado Massaguer, José María Chacón y Calvo, Pablo de la Torriente, Carlos Montenegro, Antonia Eiriz, por sólo citar algunos de los intelectuales cubanos. Pero también escribía sobre la gente común, sus vecinos, sus compañeros de trabajo, y hasta algunos de encuentros fortuitos. Y todos ellos en el mismo nivel de acercamiento y valoración, con la misma simpatía, con el mismo respeto. Son esos relatos —más que los pocos aparentemente creados por su imaginación, como «Mrs. Thompson» o «El loco suelto»— los que tienen el sello de la personalidad de Girona; los más auténticos y los que muestran una interesante combinación entre la memoria afectiva, el testimonio y el cuento literario. El secreto está, según mi opinión, en su origen oral. No hay en ellos un interés específico en cumplir las «normas» del género. Por ejemplo, utiliza muy poco los pronombres: prefiere repetir el sustantivo, como es usual en el discurso de la oralidad; sus relatos no van —como pedía Juan Bosch para el cuento literario— como una flecha hacia el blanco,4 sino que, en ocasiones, incluye elementos que no necesariamente forman parte del asunto central. En tanto pintor, y con un buen sentido de la observación y la memoria gráfica, gusta de las descripciones detalladas, sobre todo en cuanto a la prosopografía, que a veces toman mayor espacio que la historia que narra. La impresión del lector es que está «oyendo» sus relatos, como si, efectivamente, participara de esos coloquios de sobremesa que tanto gustaban al autor. Julio Girona vivió algunos de los acontecimientos más trascendentes del siglo XX —la Guerra civil española, la Segunda Guerra mundial, el desarrollo del muralismo mexicano, el triunfo de la Revolución cubana, entre otros. Por otra parte, residió o visitó numerosos países, y tuvo experiencias laborales, artísticas y políticas nada comunes. Todo esto le hubiera servido para escribir una enjundiosa autobiografía; no obstante, prefirió, cuando ya era un pintor multipremiado, reconocido, exhibido en importantes galerías y museos del mundo, escribir relatos en los que esas vivencias se insertan en las de otros, como restándole importancia a su propia vida. De ese «método» surgieron sus siguientes libros Memorias sin título,5 y Café frente al mar.6 4 Juan Bosch, «Apuntes sobre el arte de escribir cuentos», Cuentos escritos en el exilio, Santo Domingo, Taller, 1982. Julio Girona, Memorias sin título, La Habana, Letras Cubanas, 1994. 6 Julio Girona, Café frente al mar, La Habana, Letras Cubanas, 2000. 5 Sobre su motivación para escribir, es mejor darle la palabra al propio Girona. En un original que conserva el Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau, y que todo hace indicar que se trata del borrador para la «Introducción» a uno de sus libros, expresa: …Pensé que no deberían perderse estos cuentos y relatos escuchados en la familia, en conversaciones de sobremesa y en la saleta, sentados en mecedoras, en círculo, donde se hablaba de matrimonios, novios, muertos, enfermos, y los chismes locales de Manzanillo […] Luego vinieron las conversaciones en cafés y sobremesas en La Habana, París, Nueva York, México, Italia, Alemania, España, y otros lugares. También figuran aquí las cosas que yo mismo he vivido. He recordado las noches en el café El Lucero, frente a la entrada del puerto. Allí nos reuníamos, casi todas las noches, Nicolás Guillén, Lino Novás Calvo, Teresa Proenza, Vicente Martínez (Esmeril), Manuel Navarro Luna, Félix Pita Rodríguez, y otros. Conversábamos con una taza de café —no había para más— y hablábamos de España, de Cuba, del fascismo… Me parece oír la risa de Nicolás, con su boca de pescado. Por supuesto que no deberían perderse. ¿Cómo, si no desde los relatos que nos ha dejado la generosidad de Julio Girona, reviviríamos ese Manzanillo familiar y ecuménico de los 20 y los 30, con su Grupo Literario y su revista Orto a la vanguardia; cómo nos enteraríamos de la existencia de ese tío cuentero que hubiera deleitado a Onelio Jorge Cardoso y a Samuel Feijóo; cómo conoceríamos «en carne y hueso» a escritores que sólo apreciábamos en sus escritos; cómo podríamos acercarnos a aquella bohemia parisina desde los ojos de un pintor participante, y a aquella otra, habanera, de cafés y sueños de los 40; cómo, en fin, veríamos ese mundo sigloveintista, en distintos momentos y espacios, pero siempre «problemático y febril»? En esta edición, están sus cuentos «casi completos». Hubiéramos podido organizarlos según sus temas, o según el lugar y el momento que tratan: los tiempos de la guerra, de Manzanillo, de Nueva York, de Alemania; pero hemos querido respetar la selección de los volúmenes anteriores; darlos tal como aparecieron en vida de su autor. El último, Páginas de mi diario,7 fue compilado por Dulce María Sotolongo —editora de sus tres libros anteriores—, cuando ya Girona había fallecido. En ese volumen póstumo están incluidos, junto a relatos ya publicados, algunos hasta entonces inéditos. Son estos los que aparecen en esta compilación, que recoge otro grupo de cuentos, facilitados por las hijas de Julio Girona, a las que se les agradece su entrega. También se incluye, por su importancia, un fragmento de las impresiones sobre Wifredo Lam que el pintor dictó a Sotolongo en la que resultó la última entrevista a Girona. 8 7 Julio Girona, Páginas de mi diario, Bayamo, Ediciones Bayamo, 2005. 8 La entrevista completa se puede conocer en Páginas de mi diario, la que con el título de «Piso 18. Última entrevista», sirvió de introducción a ese volumen. El lector podrá encontrar algunas anécdotas reiteradas en una u otra narración. La memoria funciona de esa manera. Hay recuerdos que se graban más que otros, y se relacionan con distintos contextos y circunstancias. También eso se ha respetado, aunque generalmente se indica la coincidencia o la cercanía. La nueva edición, por tanto, se ha limitado a salvar erratas y/o errores de redacción, y a fijar la escritura correcta de frases en lenguas extranjeras, sin afectar el contenido ni el discurso propio del autor. A través de sus relatos, podemos sentarnos con Girona en cualquiera de las aceras de Manzanillo, en un café de La Habana, del Quartier Latin de París, o en algún restaurante de New Jersey o Düsseldorf; podemos viajar con él por México, Alemania, Bélgica, El Cairo, Milán o Belgrado; admirar a Ilse; vestirnos de soldados antifascistas; pero, sobre todo, podemos participar de su gusto de contar. DENIA GARCÍA RONDA Seis horas y más La fábrica de maniquíes No pude dormir. Por la mañana empezaba a trabajar en una fábrica. Mis clases de español a particulares no me alcanzaban para vivir. Me levanté al amanecer. La fábrica estaba del otro lado del puente de Brooklyn. Hice café. Ilse se levantó y dijo: «Tienes tiempo. No creo que te demores más de media hora para llegar al trabajo, ya verás que todo saldrá bien». Mr. Donahue, un hombre de Wall Street, aficionado a la cerámica, que hacia figuritas y ceniceros, me dio una tarjeta para uno de los dueños de una fábrica de maniquíes. El taller estaba debajo del puente, en Manhattan, en un viejo edificio oscuro, de ladrillos ennegrecidos. Pregunté por Mr. Dubois y le di la presentación. Dijo: «Oh, yes, Mike Donahue... How is my friend Mike?», y sin esperar respuesta guardó la tarjeta en el bolsillo y me hizo señas para que lo siguiera. Mr. Dubois era un francés alto y delgado, de pelo gris y lentes de cristales gruesos. Presentándome al capataz dijo: «Ralph, aquí tienes a un pintor. Enséñale lo que tiene que hacer», y seguidamente se marchó. Alrededor de una mesa trabajaban dos mujeres y un hombre. Una era joven, de unos veinte años, de ojos hermosos. La otra, cuarentona, era gorda y usaba mucho maquillaje. El hombre en la esquina de la mesa era bajito, demacrado, de nariz encorvada y boca apretada, como si no tuviera dentadura. —Me llamo Joseph Schusnick —dijo el hombrecito—, y ellas son Linda y Sarah. Schusnick pintaba las cejas de los maniquíes. Linda, por orden del capataz, me enseñó a pintar las bocas y pronto empecé a trabajar. Ralph, el capataz, vino a echar un vistazo: «Está bien — dijo—. Pinta los labios como los de Joan Crawford». Schneider, uno de los socios de Mr. Dubois, se acercó a mí, casi a la hora de almorzar, y preguntó: —¿Cuántas bocas has pintado? —Veinte. —Muy pocas, muy pocas —comentó moviendo la cabeza. Al día siguiente volvió a la misma hora e hizo la misma pregunta. —Veinticinco —respondí. Volvió a mover la cabeza en forma negativa y dijo: —Pocas, pocas. Cuando Mr. Schneider se fue, Sarah susurró: «No te apures mucho. Está bien lo que haces. Si pintas cincuenta bocas por la mañana le parecerá poco y tendrás que hacer esa cantidad todos los días y nosotros también. Take it easy. (Ve despacio)». Los socios de Mr. Dubois eran dos judíos. Uno de ellos, Harry, el que se acercó a mí, era bajito y gordo. El otro socio, Sid, su hermano, era alto y corpulento. Andaba por la fábrica con abrigo y sombrero. Salía con frecuencia, era el hombre de la calle. Schusnick era un refugiado judío, de Viena. Caminaba erguido, como los hombres de poca estatura que quieren parecer más grandes. Sentía desprecio por todos los trabajadores de la fábrica y por los dueños también. Detestaba a los Estados Unidos. Odiaba el dinero; decía que era la causa de todos los males de la humanidad. Su esposa era francesa y a la hija, de unos tres años, le hablaban en francés. Se regocijaba de los bombardeos en Europa. «Hay que destruir los museos, las catedrales, los palacios y la vieja cultura decadente que frenan el desarrollo del arte nuevo —me dijo—; Cézanne, Matisse y Picasso siguen la tradición. No han roto con el pasado. En la literatura ocurre igual. Joyce y Kafka son falsos. ¿Quién orina en las novelas que leemos? Nadie orina ni defeca, como si los personajes de las novelas no fueran de carne y hueso Y si la heroína es delicada y hermosa mucho menos. Hay que hacer una literatura y un arte nuevos». «El hombre es amargado —explicó Sarah—, síguele la corriente. No hay más que verle la estampa: flaco, seco, verdoso, con cara de disgusto. No le hagas caso. La vida es hermosa. Me gusta la comida, por eso estoy gorda. Me gusta la música, oír a Bing Crosby; ir al cine. No me pierdo una película de Ginger Rogers y Fred Astaire por nada del mundo. Compadezco a la mujer de Schusnick». En la fábrica trabajaba un puertorriqueño. Nunca supe su nombre. Todos lo llamaban «Chico». Pintaba el rosado de los maniquíes. Su ayudante era un dominicano cojo, que usaba bastón. Se llamaba Pericles González. Chico se volvió loco. Empezó a pintar todo de rosado, los escaparates, las paredes y las puertas. Una ambulancia con dos hombres se lo llevaron. «Su afán de trabajo —comentó Sarah— me parecía anormal y su mirada era extraña». Un día convencí a Ilse de que era mejor casarnos. Fuimos una mañana a Borough Hall, el Ayuntamiento de Brooklyn, que estaba cerca de nuestra casa. Allí llenamos dos planillas extensas y al entregarlas, el empleado dijo que importaban cuatro dólares. Yo sólo tenía dos. El hombre explicó que cada planilla costaba dos dólares. Le rogamos que las guardara hasta el día siguiente. También hacían falta dos testigos y un anillo. Con un martillo rompí el cochinito mexicano que era nuestra alcancía. Ahí metíamos los centavos sueltos que andaban por la casa. Cambié en el Candy Store los doscientos centavos que necesitábamos para simplificar el pago. Llamé por teléfono a dos amigos, a Jorge y a Vivaldi, y los cité para la boda. Yo tenía un anillo que me había dado una tía vieja. Me dijo que ese anillo le había dado mala suerte en su matrimonio, pero yo no era supersticioso. Bueno, le puse el anillo en el dedo a Ilse después que un señor leyó unas palabras que no se oyeron bien porque el tren del elevado pasaba en ese momento cerca de las ventanillas de la oficina de los casamientos. Invité a los testigos a una taza de café con el dinero que sobró. Entonces una taza de café costaba cinco centavos. Ellos, Vivaldi y Jorge, sólo tenían para el subway, que también costaba cinco centavos. Ilse regresó a la casa y yo seguí para la fábrica. Expliqué mi demora porque me acababa de casar. Todos se sorprendieron. —¿Que te acabas de casar? —exclamaron Linda y Sarah. —Sí. —No permitiremos que trabajes hoy —dijo Sarah. —Tienes que estar junto a tu novia. Miré a Linda, delgada y frágil como una gacela, con sus ojos hermosos y, por unos instantes lamenté haberme casado. Ralph intervino: —You have to take the day off, mano (No tienes que trabajar hoy). Ilse se alegró de verme regresar tan pronto. Encendí el tabaco que me regaló Mr. Dubois, aunque no fumaba. Quise impresionarla, seguro de que apreciaría a un hombre de verdad. El tabaco me mareó enseguida y tuve que acostarme. Ilse me quitó los zapatos y se tendió a mi lado. Afuera las sirenas de los ferries sonaban en el río y la lluvia golpeaba las ventanas y el techo de cristal del estudio. Al día siguiente en el trabajo, Schusnick comentó: «Bueno, casarse tiene sus ventajas y desventajas», y sin detenerse en su tarea de pintar los ojos y las pestañas de los maniquíes, enumeró las desventajas del matrimonio. Y concluyó: «Te diré las ventajas otro día, ahora no se me ocurre ninguna». Dos o tres meses más tarde llegó la orden de ingresar en el ejército, casi dos semanas después de haberme ofrecido como soldado voluntario. Linda y Sarah lamentaron mi partida. Schusnick dijo: «Sería una lástima que te quedaras enterrado en uno de esos cementerios americanos de cruces blancas, limpios y cuidados, que tienen en Francia, o en una selva remota de una isla del Pacífico. Ninguna guerra arregla nada, realmente. Good luck, man (Buena suerte, muchacho)». Entrenamiento En la acera de la oficina de reclutamiento, en Montague Street, cerca de los muelles de Brooklyn, estaban unos veinte hombres. Eran las siete de la mañana, la hora de la cita. Unos quince minutos más tarde apareció un empleado de la oficina, un tipo alto, rubio, con lentes. Lo conocía bien. En dos o tres ocasiones habíamos discutido sobre cuál era realmente mi apellido. No entendía que mi madre tuviera un apellido distinto al de su esposo. Le expliqué que en mi país la mujer no perdía su apellido de soltera, pero nunca lo entendió. El rubio leyó una lista de nombres y, al comprobar que todos estaban presentes, dijo: «Bueno, creo que podemos partir». En el subway fuimos a la estación de Pennsylvania. La estación estaba llena de hombres que, como nosotros, habían sido llamados al ejército. Tomamos un tren y en menos de dos horas llegamos al Campamento Kilmer, en New Jersey. Cuando nos conducían al almacén de abastecímiento pasamos frente a un grupo de soldados estacionados allí. Uno de ellos comentó: «Mira cuántos judíos... Debe ser que ya no tienen a quién enviar...». El almacén era una nave grande, inmensa, donde repartían los uniformes, la ropa interior, las botas y los utensilios de los soldados. Finalmente nos dieron una caja de cartón para enviar nuestra ropa de civil a la casa... Vestido con el uniforme que acababan de darme, salí por la puerta del fondo. Saludé militarmente al primer soldado que encontré afuera. El hombre me miró asombrado y dijo: «¿Por qué me saludas? Yo acabo de salir del almacén hace unos minutos, igual que tú, y estoy quitándole las etiquetas a la ropa». Poco después pasé frente a un militar y seguí de largo. El oficial se detuvo y me gritó: «¡Eh, soldado! ¿No conoce a un coronel cuando pasa por su lado? Le expliqué que sólo hacía cinco minutos que estaba en el ejército, que acababa de saludar a un recluta creyendo que era un general. El coronel se sonrió y continuó su camino. A la hora de almorzar me puse en la cola. Había espaguetis. Me llenaron excesivamente la cantina antes de que yo pudiera impedirlo. Sobre los espaguetis con salsa de tomate y albóndigas, me sirvieron un helado de vainilla. Todo fue tan rápido que no tuve tiempo de evitarlo. Me comí el mantecado antes de que se derritiera y después traté de comer los espaguetis. Llenaron mi tazón de café con leche, aunque yo sólo deseaba café. A la salida del comedor, un teniente miraba las cantinas y las tazonas para asegurarse de que estaban vacías. El oficial dijo, dirigiéndose a mí: «Regrese a la mesa y termine de comer los espaguetis y tomar el café con leche». A mí no me gustaba el café con leche, jamás lo tomaba, me daba náuseas. Volví al comedor y pensé que a partir de ese momento tendría que enfrentarme con problemas más desagradables que comer espaguetis fríos, con helado derretido, salsa de tomate, y tomar café con leche. Obedecí. En el Campamento Kilmer no había nada que hacer. Mientras esperábamos que nos enviaran a un campo de entrenamiento, pasábamos el tiempo en la tienda, que llamaban «PX», donde vendían prácticamente de todo: sandwiches, perros calientes, hamburguesas, Coca-cola y cerveza... Por la noche nos metíamos en el cine. Todos los días llegaban trenes con más hombres para el ejército, y constantemente salían los soldados para distintos campamentos en el país. Al cabo de una semana, me enviaron a Fort Belvoir, en Virginia, el campo de entrenamiento de los zapadores. Se decía que usaban a los artistas para hacer camuflajes. Nos hicimos la idea de que trabajaríamos haciendo mapas topográficos y nos convertirían en expertos en camuflajear tanques, cañones, vehículos y quién sabe qué... Fort Belvoir era un pueblo lleno de cuarteles, todos iguales, en calles rectas, con teatros, cines, centros de recreo, hospitales y tiendas. A mi alrededor no vi una sola cara conocida. Los compañeros de Kilmer desaparecieron. Rodeado de miles de hombres, me sentí solo. Me asignaron a la compañía A de un batallón, y en la barraca me instalé en la parte baja de una litera. Unos cuarenta reclutas se acomodaron en los dos pisos de mi cuartel. El teniente, al verme por primera vez me dijo: —That moustache has to go (Ese bigote tiene que desaparecer). Inmediatamente lo rasuré. No me reconocí en el espejo. Me pareció que había perdido el último vestigio de mi personalidad. Desanimado, se me quitaron los deseos de combatir, y me sorprendió el perecido con mi abuelo materno. En el campo de entrenamiento todo se hacía corriendo al trote. Corríamos para hacer los ejercicios, para ver las películas militares, para ser perforados por inyecciones por todas partes, para ir al dentista y recibir las armas. Nos alegrábamos de meternos en la cama a las diez o las once de la noche, muertos de cansancio, con dolores en todos los huesos y los músculos. Aprendí a sentarme en la taza del inodoro al lado de doce o quince compañeros que conversaban de las esposas y las novias mientras hacíamos nuestras necesidades. También aprendí a rasurarme, lavarme y bañarme con otros. Noté que había hombres de seis pies de altura, grandes y sólidos, como boxeadores, que tenían un rabito como niños de seis o siete años y otros, bajitos, que la naturaleza los había tratado con amplia generosidad. El sargento Mirabella, un ítalo-norteamericano pequeñito, de mal carácter, que desde el primer instante me trató con desprecio, dijo: «Ya pueden escribir a la familia o a quienes quieran. Dirijan las cartas a Míster John Doe (Señor Juan Pérez); y pongan la dirección como siempre». Mostrando un sobre continuó: «Aquí arriba, a la izquierda, escriban el nombre del remitente: John Doe, y el número de identificación. Debajo pongan: Compañía A. Fort Belvoir. Virginia». Por la noche, después de terminar las tareas, todo el mundo en las literas se puso a escribir. Al día siguiente apareció enfurecido el sargento Mirabella con un saco del correo. Se paró en el centro de la barraca y gritó: —Goddammit! ¿Qué clase de soldados son ustedes? ¡Qué desgracia la mía! ¡Hacer soldados de tantos fucking idiots! (cabrones idiotas). Vació en el suelo el saco lleno de cartas. Y mirando alrededor dijo: —¡Cuando puse el ejemplo de John Doe en los sobres de las cartas no quise decir que escribieran a las esposas y las novias y a la familia con ese nombre! ¡Ni tampoco quise decir que el remitente era John Doe! ¿Cómo diablos van a saber a quiénes están dirigidas esas cartas, ni quiénes las envían? ¡Es increíble! El sargento se marchó soltando insolencias. Dos o tres días más tarde, nos mostraron un documental del ejército alemán en acción. Era una película hecha por los nazis sobre la invasión a Polonia. Se trataba de mostrar la eficiencia y la capacidad de los soldados con los cuales teníamos que enfrentarnos. Nos fuimos encogiendo en los asientos mientras mirábamos la actuación de los alemanes y, al terminar la proyección, nos sentíamos del tamaño de un insecto. Afortunadamente, después un oficial explicó en el escenario que los soldados nazis eran competentes —cierto—, pero nosotros teníamos una ventaja sobre ellos. Los alemanes estaban perdidos si no recibían órdenes: carecían de iniciativa, no tenían la inteligencia ni la imaginación del soldado americano... Las palabras del teniente nos hicieron volver el alma al cuerpo y respiramos tranquilos..., es más, pudimos dormir y volver a nuestro tamaño normal. Empezó a correr el rumor de que le echaban algo a la comida para calmar nuestros deseos sexuales. Todos confesaban que tenían muerto ese «departamento», alarmantemente tranquilo, indiferente... A los que iban a trabajar a la cocina se les decía: «Fíjate si el cocinero les echa algo a las ollas, porque tengo la impresión de que ya no funciono...». Pero nadie reportó haber visto que les echaran pastillas o algo extraño a los alimentos. Se trataba simplemente del cansancio. Entre clases, ejercicios y documentales, nos vacunaban. Las agujas las hervían en calderos y, con pinzas, las colocaban en las jeringuillas, recibiendo uno el pinchazo y una quemadura que encendía el brazo, la espalda o las nalgas. Una madrugada nos llevaron al Centro de Recreo para inyectarnos. Serían las cuatro o las cinco de la mañana. Reconocí a nuestro sargento cocinero entre los jugadores de billar. Llevaba un gorro blanco, el mismo que usaba en la cocina. Cuando llegó mi turno en la fila, el que inyectaba era él. Me inyectó en el brazo derecho al mismo tiempo que otro tipo, también de la cocina, me pinchaba el brazo izquierdo. Tuve la impresión de que los dos me levantaban en el aire como un pollo asado insertado por dos tenedores. Decididamente no eran expertos con las agujas ni con las ollas. Nos sentíamos adoloridos por todas partes. Periódicamente nos sorprendían con inspecciones de «armas cortas» sacándonos de la cama a las cuatro de la madrugada. Media docena de hombres entraban a la barraca encendiendo las luces y dando órdenes. Clausuraban el baño, y desnudos, en fila, exprimíamos nuestra «arma íntima» delante de un médico militar sentado en una silla. Seguidamente, de espaldas, teníamos que inclinarnos hacia adelante, con las piernas abiertas, de pie, y abrir las nalgas para mostrar el trasero, que inspeccionaban con una linterna. Los dientes también recibían atención. Marchamos una tarde a la clínica dental. En fila, hombro con hombro; nos pusieron un cordel en forma de collar con una tarjeta en blanco. El dentista examinaba la boca y escribía unos garabatos en la tarjeta. Al terminar con el último soldado de la fila empezaron a llamar. En la consulta se entraba uno a uno, empezando por el primero de la izquierda. Afuera escuchábamos los quejidos y los gritos de los compañeros. En la fila aumentaba la inquietud. Como no podíamos descifrar lo que estaba escrito en las tarjetas, comparábamos nuestra escritura con la de la victima que salía del gabinete dental con las manos en la cara o la boca, para ver si nos esperaba la misma suerte... Me llamaron. Me senté en el sillón, abrí la boca. El hombre echó un vistazo a mi tarjeta. Con el taladro me perforó media docena de dientes y muelas sin anestesia ni miramientos, como los trabajadores que perforan una calle... Yo me levantaba del asiento, alejándome del taladro, pero el aparato me perseguía como si me sostuviera y no hiciera falta el sillón. El dentista se detuvo y dijo que me enjuagara la boca. El ayudante, un joven flacucho, llenó los huecos que acababan de hacerme. Aquellos cinco o seis empastes se hicieron en diez o quince minutos, aunque tuve la impresión de que las perforaciones duraron siete horas... No podían faltar los documentales sobre el sexo. Vimos películas señalando los peligros de las relaciones sexuales con mujeres «fáciles». El soldado protagonista, en este caso, era un joven buen mozo e inocente, lo que llaman un «buen muchacho». La mujer —muy bella por cierto— una vampiresa, guardaba el dinero en las ligas de sus medias o lo depositaba entre sus pechos, bien adentro porque la mitad estaba a la vista. Esa manera de guardar el dinero era suficiente para sospechar de ella: es más, era la señal para salir corriendo tres cuadras sin mirar hacia atrás. Naturalmente, unos días después el «buen muchacho» que se dejó seducir, descubría que estaba enfermo. El actor que representaba ese papel era Richard Cromwell, el soldado jovencito de Gunga Din, una de esas películas donde los ingleses eran «buenos» —Gary Cooper uno de ellos— y los indios los bandidos. Luego pregunté a una muchacha que pertenecía al ejército de mujeres si a ellas también les mostraban esas películas sobre el mismo tema. «Claro —dijo— en esos documentales las chicas aparecen siempre como buenas y sinceras y los hombres son los peligrosos, los que sólo quieren gozar, darse gusto, ir a lo suyo, y de los cuales hay que cuidarse, pues transmiten enfermedades y crean serios problemas...» Entre nosotros había un puertorriqueño. Se llamaba Ramón Rodríguez. Ramón fue un caso difícil desde el principio. Se mantenía apartado, no hablaba con nadie. No obedecía. Cuando llamaban a filas permanecía en la cama, como si no fuera con él. Era la desesperación del sargento y del teniente. Una tarde, el teniente Campbell entró en la barraca. Vio a Ramón sentado en la litera y le ordenó que se pusiera de pie. El puertorriqueño continuó sentado como si no hubiera oído nada. Se metió una mano en un bolsillo de la chaqueta, sacó un cigarro y con toda su santa calma lo encendió. Enfurecido, el teniente preguntó: — ¿Qué está fumando usted? —Un cigarro. —¿Es eso marihuana? —Míster, yo fumo mis cigarros y usted fuma los suyos. —¡Oiga, usted tiene que llamarme «sir»! —le gritó frenético el oficial. —Está bien, míster. OK. Dejaron a Ramón por imposible. Al amanecer corríamos a las filas cuando pasaban lista, pero Ramón se quedaba durmiendo. Nada le importaba. Nunca lo vimos en el comedor. No sabíamos cómo se alimentaba. Ramón era trigueño, bastante alto y flaco, con ojos grandes; tenía una mirada triste. Una noche hablamos un rato. Era la primera vez que conversábamos. Confesó que no tenía motivos para pelear por los americanos, que la guerra era un asunto de ellos. «Sal de aquí —me dijo—, quéjate de un dolor y no habrá médico ni análisis que demuestren lo contrario». Una semana más tarde lo licenciaron deshonrosamente... Una noche tuvimos un acto en el teatro con la presencia de famosas personalidades. Babe Ruth habló sobre Lou Gehrig, la primera base de los «yanquis», cuya muerte dramática había impresionado a todos en los Estados Unidos. Su biografía en el cine, interpretada por Gary Cooper, había sido la última película que habíamos visto juntos mi mujer y yo, aunque ella no entendía el beisbol. Emocionado y con lágrimas, relató Babe Ruth algunas anécdotas de su compañero de tantos años en el equipo de Nueva York. En el intermedio pasó por mi lado. Era como me lo imaginaba, el mismo que conocía por los periódicos y el cine: amigable y jovial. Tenía la piel tostada por el sol. Seguidamente hizo uso de la palabra un periodista recién llegado de las islas Fiji. Nos entretuvo contando algunas de sus experiencias en el Pacífico. El ejército americano —dijo— vigilaba los bordes de la selva alrededor del campamento. Preguntó si el propósito de la guardia era evitar un ataque sorpresivo de los japoneses a los «nativos». El oficial le respondió que estaban ahí para impedir que los soldados se escaparan en busca de mujeres en las aldeas cercanas. Sorprendido, el periodista exclamó: —¡No me diga que nuestros muchachos van en busca de las nativas! ¡No puedo creerlo! —Mire —explicó el teniente—, cuando un hombre ha estado varios meses en las islas Fiji, esas mujeres nativas que usan argollas, huesos en la nariz, las orejas y se pintan la cara y el cuerpo, son Joan Crawford, Greta Garbo y Rita Hayworth para nuestros soldados. Una tarde, en pleno invierno, fuimos a construir un puente. El río estaba congelado; se podía transitar sobre él como si fuera de concreto. Inmediatamente comenzamos a romper el hielo. Cuando levanté con impulso el mazo, que era como un barril con un mango de un metro de largo, me fui para atrás junto con el mazo, haciendo un círculo completo en el aire. Ocurrió con tal rapidez y fuerza que no pude impedirlo. Poco a poco rompimos el hielo hasta adentrarnos en el río. Los pantalones de goma que nos dieron llegaban al pecho, pero estaban perforados y pronto empecé a sentir los chorros finos de agua helada penetrando y depositándose en las botas. Seguidamente el agua subió por las piernas y los muslos hasta llegar al borde del pantalón, en el pecho. Todos ansiaban atrapar una buena pulmonía para descansar unas semanas en el hospital; soñaban con jugar a las cartas y meterse en el cine por la noche —había cine en el hospital—, pero ninguno se enfermó. Yo, que padecía de resfriado con facilidad en los inviernos de La Habana, ni siquiera estornudé. El oficial de nuestra compañía, el teniente Campbell, me trataba con distinción. Sabía que yo era un artista. Cuando teníamos que cargar algo pesado que necesitaba cuatro o cinco hombres, me decía: «Lleve los tornillos y las tuercas». Me daba siempre las tareas más fáciles. Pero un domingo me vio dibujando de memoria una mujer desnuda. En esa época yo quería dibujar como Picasso en su etapa clásica. El teniente se acercó por atrás, vio el dibujo y con expresión de disgusto dijo: «Debería darle vergüenza». Al día siguiente me incluyó en las cuadrillas que cargaban troncos de árboles y las piezas grandes de los puentes prefabricados. La consideración había terminado... Una mañana se apareció en el campo un sargento que no conocíamos. Estábamos descansando, en esos «take ten» que servían para fumar y echarse en el suelo. Yo miraba el paisaje recordando unos cuadros de Cézanne. Me sentía lejos del ejército, aunque estaba rodeado de cientos de soldados. Cuando terminó el descanso y nos agrupamos, dijo el nuevo sargento: —Bueno, muchachos, hay muchas maneras de matar a un «mono» con un cuchillo. Todos prestamos atención y aparté de mi mente a Cézanne. En el ejército americano, un «mono» era un japonés. El sargento explicó las diferentes maneras de atacar al enemigo con un cuchillo, enterrándoselo en las costillas, la barriga, el corazón, el cuello, el hígado o la espalda. También dio lecciones —naturalmente— sobre cómo teníamos que defendernos en la lucha. En poco tiempo aprendimos más de veinte maneras de matar a un hombre. Al terminar preguntó si alguien deseaba hacer alguna pregunta. El sargento instructor era enorme, robusto. Pregunté: —¿Qué hago si me enfrento con un soldado alemán que sea de su tamaño y los dos estamos armados con un cuchillo? (Los japoneses —aunque tenían sus trucos traicioneros—, según las películas eran pequeñitos y uno podía disponer fácilmente de ellos..., pero los alemanes eran otra cosa). El sargento estaba de pie y yo también. Bajó la vista para verme mejor Y respondió: —Bueno, si eso sucediera, usted es hombre muerto, simplemente. En una ocasión en que todos teníamos deseos de descansar —estábamos agotados— nos llevaron al campo de los ejercicios calisténicos. El sargento Taylor parecía más alto que nunca encaramado en la tarima dando órdenes. Yo me encontraba en la primera fila, frente a él, en una formación amplia y extendida, con cuarenta o cincuenta hombres distribuidos en líneas rectas. Hacíamos los ejercicios con poco entusiasmo. Movíamos los brazos hacia arriba, hacia abajo, a los lados; colocábamos las manos en la cintura, nos agachábamos, nos parábamos, contando uno, dos, tres... Inesperadamente apareció un jeep y el chofer habló con el sargento. Luego el sargento Taylor me hizo señas para que me acercara. Dijo: —Encárgate de los ejercicios hasta que yo regrese. Se metió en el jeep y se largó. Entonces subí a la tarima y grité: —Muchachos, haremos un ejercicio nuevo. Espero que les agrade. Siéntense en el suelo, ahí mismo donde están. Coloquen las manos en la nuca. ¿Ya las pusieron?... Bien, ahora acuéstense de espaldas y acomódense cruzando los pies si quieren... Los compañeros se encantaron —eso se vio claramente. Yo, por supuesto, me eché en el suelo del entablado en la misma posición, dando el ejemplo... Treinta o cuarenta minutos más tarde regresó el sargento Taylor. Nadie sintió llegar el jeep; la gente dormía, algunos roncaban. El sargento se espantó. —What the hell is happening here? (¿Qué rayos está pasando aquí?) —exclamó. Traté de explicarle que se trataba de un ejercicio para relajarse, pero no me dejó continuar... Gritó furioso: —¡Lárgate antes de que te rompa los huesos! Los soldados se levantaron, muchos de ellos haciendo un gran esfuerzo. Más tarde, algunos me dijeron que yo era el mejor instructor calisténico que habían tenido. «Por cierto —preguntó uno—, ¿qué clase de ejercicio era ese?». Le dije que era uno inventado por mí. Si la derrota de los alemanes hubiera dependido de que yo pasara un río agarrándome de una soga atada a los troncos de unos árboles, de un extremo a otro de las orillas, no se hubiera ganado la guerra. Varias veces hice el intento, pero sólo logré caer al agua. En una ocasión creí que cruzaría el río, llegué hasta el centro, pero no pude más y caí en la parte honda, donde el agua me llegó hasta el pecho. Colérico el sargento Mirabella me gritó desde la orilla: —¡Con soldados como tú, goddammit, no le quitaremos el sueño al Estado Mayor alemán! Pero la sorpresa del teniente y del sargento fueron las prácticas de tiro. No, no se lo esperaban, ni yo tampoco. Hasta entonces creía que los mejores tiradores eran los hombres rudos, de «pelo en pecho», los «matones» o los campesinos que siempre andan con escopetas en las montañas de los Estados Unidos. Una mañana fuimos al campo de tiro. El blanco estaba a unos 150 metros de distancia. Los muchachos empezaron a disparar y se oían los tiros alrededor. Lejos, desde las trincheras donde estaban los blancos, enviaban las señales sobre las anotaciones, indicando el resultado de los disparos. Nada sensacional. Se escuchaban las voces de los oficiales y los sargentos amonestando a los soldados: «¡La coordinación, no olviden la coordinación! ¡No respiren al apretar el gatillo, goddammit! ¿Cuántas veces tengo que decirlo?» —gritaban. Me tocó a mí. Un blanco era fijo y el otro subía y bajaba con rapidez. Teníamos que tirar antes de que desapareciera en la trinchera. Disparé unos veinte o veinticuatro tiros, acostado y de pie. No es fácil aguantar firme más de un segundo el fusil que pesa unas nueve libras, con el blanco en la cruz de la mirilla. El teniente enfurecido me gritó: —Hell! ¿Qué manera de disparar fue esa? En el suelo se movía usted como una serpiente y de pie no pudo mantener el fusil firme. ¡De nada sirven las instrucciones, goddammit! — echándome una mirada furiosa y despreciativa. Empezaron a llegar las señales sobre mis disparos. —Deben estar equivocados —comentó el teniente Campbell. Llamó por teléfono y pidió que repitieran los resultados de los blancos 23 y 24... «Let´s see what the hell is happening there! (¡a ver qué carajo pasa ahí!). Yes, the targets 23 and 24 — repitió. Las señales indicaron de nuevo que todas las balas habían dado en el blanco. —¡Goddammit, no puedo creerlo! ¡No es posible! —exclamó el teniente. Y caminando de un lado al otro repetía: —Es increíble. Realmente increíble. —Lo han confirmado por teléfono, sir —dijo el sargento Mirabella. —I can´t believe it, goddammit! (¡No puedo creerlo, coño!). Yo, por mi parte, lo creía menos. Todos me felicitaron, incluyendo el teniente y el sargento. En el cuartel los compañeros dijeron: «Bueno, te jodíste... Eso significa que te enviarán a la primera línea cuando entremos en combate. No quisiera estar en tu lugar. No, sir...». Unos días después me concedieron una medalla de «Experto tirador» y un cheque de veinte dólares como premio. A partir de aquella demostración de buena puntería, me daban a mí las balas de los malos tiradores —además de las que me correspondían— para que disparara por ellos en las competencias que efectuábamos entre las compañías, donde los perdedores, los de menos anotación, se quedaban en el campo recogiendo los casquillos y limpiando el área. Extrañamente, los mejores tiradores fuimos un abogado checo y yo. El checo se llamaba John Funck y era un soldado eficiente. Sus piernas de hierro parecían dos columnas. Todo lo hacía bien y pronto. En cualquier tarea o ejercicio se destacaba; era siempre el mejor. Creo que había sido oficial en el ejército de Checoslovaquia. Funck usaba lentes gruesos, pero no se le escapaba nada. A veces conversábamos sobre algo del Renacimiento, de Picasso, de la pintura francesa, la música de Mozart, de Bach, o cambiábamos impresiones sobre el fascismo; desaparecía inesperadamente sin que me diera cuenta cuando veía la cola para comer. Siempre estaba entre los primeros en la fila. Para el checo, la alimentación estaba por encima de la cultura. Años después me lo encontré en un restaurante en Nueva York, en el Village. Por la noche limpiábamos los fusiles; una tarea más difícil de lo que parecía. Teníamos que desarmar nuestro M-1, limpiar todas las piezas, engrasarlas y volver a ponerlas en su lugar. Lo más complicado era pulir el cañón por dentro. Siempre encontraban una pajita pequeñita, casi invisible, algo. La inspección se convertía en una pesadilla y a veces significaba un castigo... Una de esas noches escuché mi nombre en el altoparlante. Me solicitaban en la Comandancia. Dejé mi fúsil desarmado sobre los periódicos que colocábamos en el suelo y me presenté en la oficina del coronel. Un sargento me informó que el jefe deseaba verme. —Soldado —dijo el comandante cuando me paré frente a él—, usted es cubano. No puede estar en nuestro ejército si no firma este documento donde acepta estar aquí por su propia voluntad. Do you understand? (¿Entiende?). —Yes, sir. Firmé el documento. En la barraca conté a los muchachos lo que acababa de suceder. Mis compañeros se horrorizaron. No podían creerlo. —¿Estás loco? —exclamó un compañero. —¡Pero si nosotros somos soldados por obligación! —dijo otro—. ¡Ni siquiera se nos ha preguntado si queremos estar aquí o no! Si nos hubiéramos negado a entrar en el ejército ahora estaríamos en la cárcel. —Señores —anunció Louis, un muchacho de Brooklyn, de acento judío—, si ustedes nunca han visto a un idiota, aquí lo tienen. Mírenlo de frente, mírenlo de perfil y por atrás. Quise explicar a mis compañeros que yo era antifascista, que por ese motivo firmé el documento que me convertía en un soldado voluntario. Quise decirles que había participado en la lucha contra el fascismo en Cuba, en Francia, en México y en los Estados Unidos, pero decidí no decir nada. Louis me enseñaba las malas palabras en inglés. Apenas yo conocía el vocabulario que coloreaba y daba énfasis a todas las frases en el ejército. En las caminatas, me gritaba desde el frente del batallón, a toda voz, pues yo iba siempre al final: «¡Julio! ¿Ya sabes lo que quiere decir the fucking army? (el cabrón ejército)». Desde atrás yo le respondía: «Yes, I know» (sí, yo sé). Entonces decía: «¡Muchachos el cubano está aprendiendo!». Con frecuencia Louis exclamaba: «My sister is so lucky» (Qué suerte tiene mi hermana). Esa frase la decía en las marchas, o metido en el río helado, o al levantarse a las cuatro de la madrugada, o cuando hacia una tarea desagradable. Le pregunté una vez por qué su hermana tenía tanta suerte y la respuesta fue simple: «Si yo fuera mi hermana no estaría aquí». Los domingos, los soldados se vestían con el mejor uniforme, el de gabardina, para asistir a los servicios religiosos que se efectuaban por la mañana. Cuando los muchachos iban a misa, yo me quedaba solo en la barraca, leyendo, escribiendo cartas o dibujando. Un domingo, en las primeras horas de la mañana, entró el sargento encargado de la cocina y me vio haciendo una acuarela. —¿Qué haces ahí? —Estoy pintando. —¿No vas a misa? Le expliqué que no era religioso. Sorprendido, exclamó: —¿Qué?... Bueno, mira, vete a la cocina a dar una mano... Pasé toda la mañana lavando las mesas y el piso con jabón y cepillo. Después estuve pelando papas hasta la hora del almuerzo, mientras que los compañeros, después de la misa, tomaban cerveza, Coca-cola, o café y comían salchichas, hamburguesas y sándwiches en la cantina. Al siguiente domingo me vestí de gala para ir a misa. Nos condujeron a una extensa colina verde. Allí distribuyeron a los soldados en tres grupos y fueron enviados al pie de unos árboles frondosos, separados a una gran distancia uno de otro. Al árbol de la derecha, los católicos; al de la izquierda, los protestantes, y al del centro, los judíos. El sargento que dirigía la distribución vio que me quedé solo, parado en medio del campo. —¿Y tú qué haces ahí? —preguntó. —No soy religioso. —¿Que no tienes religión? Goddammit, ¡tú tienes que tener religión! Se quedó meditando un instante y dijo: —Eres protestante. Eso es: protestante. Vete al árbol de la izquierda. Y fue así como en el ejército me hice temporalmente «religioso»... El hospital Mi batallón efectuaba las maniobras militares para concluir el entrenamiento. Eran los primeros días de febrero y las montañas de Shenandoah estaban cubiertas de nieve. Una tarde, al saltar un arroyo en el bosque, con el equipo en las espaldas, la mochila, el pico, la pala y el fusil, me lastimé un pie. Poco a poco el dolor fue extendiéndose hasta llegar a la ingle. Empecé a preocuparme de que en la enfermería no me creyeran. Los simuladores de enfermedades y desmayo abundaban para evitar las largas caminatas y las tareas fuertes y desagradables. Me fui quedando atrás, hasta perder de vista a mi compañía. De repente dejé de sentir el peso que llevaba encima, que se hacía cada vez más insoportable, como si aumentara cada vez más. Noté entonces que estaba en el suelo, sobre la nieve. Y que me habían abandonado en el camino. Más tarde apareció una ambulancia. Me recogieron y fui trasladado al tope de la montaña, donde se hallaba el cuartel de las operaciones militares. En la enfermería me tendieron en el piso. Al lado estaban otros soldados que habían tenido accidentes, fracturas, heridas, o no se sentían bien. Eran las cinco de la tarde, oscurecía. Los pinos, cubiertos de nieve, se veían por las ventanas. A la hora de la comida empezaron a llegar soldados. Entraban unos tras otros con heridas en las manos. No tenían que explicar nada, el sanitario decía: «Sí, ya sé. Te cortaste abriendo la lata de racionamiento. ¡Goddammit, qué ejército más inútil! ¡No saben ni siquiera abrir una cabrona lata de conserva!». Ningún médico vino a examinarme, pero me sentía más tranquilo. El pie se había hinchado. Ya no me tomarían por un simulador. Luego me preocupó la hinchazón, era demasiada. Al día siguiente, a las dos de la tarde, me colocaron en una ambulancia. En muchas ocasiones había visto pasar ambulancias por las calles y me preguntaba cómo se sentirían los que transportaban al hospital con tanta rapidez, abriéndose paso en el tránsito, tocando la sirena. Me preguntaba si estaban graves, heridos, o si estarían muriéndose de un ataque al corazón. Ahora me transportaban a mí al hospital de Fort Belvoir, a tres horas de distancia. Aunque me dolía la pierna iba tranquilo. En el hospital me hicieron varias radiografías y poco después me enyesaron la pierna derecha hasta más arriba de la rodilla. En un sillón de ruedas me llevaron por un pasillo largo y estrecho a una sala en el extremo opuesto. Mi cama estaba separada de las otras por una pared de cristal a la izquierda. Por el largo ventanal de la derecha podía ver los árboles en la colina cubierta de nieve. Las sábanas de la cama me parecieron más blancas que nunca. Me sentí bien y cómodo. La temperatura me pareció perfecta después de dos semanas en las montañas, viviendo a la intemperie todo el tiempo, y durmiendo dentro de un saco sobre la nieve. Se suponía que el calor del cuerpo bastaba para no sentir frío, pero aquellas noches parecían interminables, una agonía. En la cama más cercana, del otro lado de la pared de cristal, un paciente leía un libro con una cubierta de papel amarillo. Me pareció que no estaba impreso en los Estados Unidos. Por señas pregunté que leía. El hombre vino a verme y se sentó en el borde de la cama. Me mostró el libro. Era de Romain Rolland. —Me llamo Paul Lesser —dijo. Paul era alemán, de Berlín. Vivía en Francia cuando comenzó la guerra. El gobierno francés lo envió a la Legión Extranjera en África y, más tarde, cuando la capitulación, pudo marcharse al Canadá y poco después se trasladó a Nueva York. Nos hicimos amigos. Lesser era fotógrafo. Trabajaba en el teatro, en Broadway, tomando fotografías de las piezas teatrales durante los ensayos, hasta que lo llamaron al ejército. Era buen mozo, alto, delgado, elegante en sus modales: parecía un actor, una especie de Herbert Marshall. Varias mujeres vinieron a verlo en el hospital, incluyendo a su esposa, que también impresionó a los muchachos. El alemán tenía problemas con las piernas. Esperaba ser operado de várices. Mientras tanto, se distraía leyendo, conversando, escribiendo o en el cine. Los pacientes andaban con batas rojas, de un rojo oscuro como el vino. Nadie parecía enfermo. Estaban encantados, disfrutando del hospital. Algunos leían periódicos y revistas, otros se pasaban el día jugando a las cartas. Uno de ellos vino a saludarme. Se llamaba Peter Winter. Era alto, con una cabeza demasiado pequeña para su estatura. Llevaba una mano en cabestrillo. Me dijo que era carnicero. Me cayó bien. Un griego, bajito y trigueño como un turco, se presentó al terminar el juego de póker. Caminaba arrastrando los pies. Dimitri Maliarikis llevaba meses hospitalizado. Era un experto en simular enfermedades. Confesaba a sus compañeros que hacía mucho frío para andar afuera, prefería estar en el hospital donde la temperatura era agradable, jugaba a las cartas, dormía la siesta y por la noche se entretenía en el cine. Cuando sospechaba que el médico le iba a dar de alta sentía síntomas de una nueva enfermedad y lograba quedarse más tiempo. Se sentía en su casa, actuaba como si fuera el director de nuestra sala. En silla de ruedas, el griego me llevó al cine mi primera noche en el hospital. Vimos una película musical en colores, de Alice Faye y César Romero. Con frecuencia Dimitri nos entretenía hablando de su niñez y de su juventud en Grecia. Contaba sus aventuras con los animales, sus primeras experiencias con las gallinas, las cabras, las vacas y otros animales, horrorizando a los compañeros puritanos. Hablaba de sus amores y cómo se escapó para que no lo matara el hermano de una de sus novias. Dimitri Maliarikis me recordaba a [Marcel] Dalio, el actor francés de la película La grande illusion, en el papel del prisionero judío que se escapa con Jean Gabin. El griego siempre tenía pleitos con las enfermeras. No podía engañarlas con sus padecimientos, que se agudizaban los lunes y los jueves por la mañana, cuando el médico visitaba nuestra sala. Apenas podía caminar durante esos dos días. Arrastraba los pies más que nunca, quejándose de tantos dolores que algunos creyeron que realmente estaba enfermo, pero a las once de la mañana, cuando el doctor Walker se marchaba, Dimitri recobraba sus fuerzas y se hacía cargo de la sala, dando órdenes antes de sentarse a jugar el póker. Las enfermeras le asignaban tareas ligeras, que hacía protestando. A pesar de sus «enfermedades», el griego tenía buen apetito y se pasaba el día comiendo. Cuando jugaba a las cartas no sabía perder. Alegaba siempre que le hacían trampa. El escándalo se escuchaba en toda la sala y las enfermeras tenían que amenazarlo para que se calmara. En realidad no era un buen jugador. Una mañana la enfermera jefa, una mujer de unos cincuenta años, de voz chillona, con cara de mal genio, que evidentemente nunca fue una belleza y que hubiera podido ser guardia de una cárcel de mujeres, le ordenó que recogiera los orinales. Los dos no se llevaban bien —se odiaban. Dimitri, que además de holgazán era orgulloso, cumplió su tarea, pero al pasar por el lado de la enfermera principal que estaba sentada en su mesita blanca, le vació el último tibor en su regazo, el más lleno de orina, simulando que había resbalado. La mujer dio un salto. —¡Estúpido! —gritó furiosa— ¡Eres una calamidad! ¡No sirves para nada! Dimitri se limitó a responder: —¡Qué inútil soy! Excuse me! Unos días más tarde, el médico, en su visita matinal, le dio de alta. El griego se quejó de nuevos dolores en el pecho que no lo dejaban dormir..., pero no le valió de nada. El doctor Walker respondió: «No se preocupe mucho de ese dolorcito. Tal vez lo entierren dos metros bajo tierra dentro de poco». Lamentamos su partida. Era otra persona vestido con el uniforme. La sala pareció vacía y silenciosa cuando se marchó. Lo extrañamos. El radio funcionaba desde las cinco de la mañana hasta las nueve de la noche. A esa hora apagaban las luces. Durante todo el día escuchábamos las canciones de Bing Crosby, Frank Sinatra y The Andrew Sisters. También las orquestas de Glenn Miller, Harry James, Benny Goodman y Stan Keaton... Una tarde, mientras los muchachos jugaban a las cartas y parecían concentrarse en el juego, me atreví a cambiar la estación radial. El radio estaba en una repisa alta. Me encaramé en una silla y puse otra música. Un cuarteto de Mozart llenó la sala como si hubiera entrado una brisa fresca y agradable en un cuarto encerrado, hasta que los jugadores gritaron al mismo tiempo: —Goddammit! ¿Qué pasa? ¿No te gusta la música americana? Volvimos a Frank Sinatra. En la cama que ocupaba el griego instalaron a un nuevo paciente. Era nada menos que Pfeifer. Sam Pfeifer pertenecía a mi compañía. Se había lastimado un tobillo y ahí estaba, con la pierna vendada. Sam hablaba poco. Era un campesino grande y fuerte de los montes de Kentucky. No se bañaba nunca, le tenía miedo al agua. Se limpiaba los dientes con los dedos; decía que no necesitaba pasta dentrífica ni cepillo. «¿Para qué?». Tenían que amenazarlo para que se metiera en la ducha cuando ya nadie podía acercarse a él. En una ocasión, durante el entrenamiento — no se me puede olvidar— por poco me mata. Fue una mañana durante los ejercicios. El sargento Mirabella gritó: —Ahora vamos a ensayar cómo se ahorca a un hombre. Estábamos parados de dos en fondo, en línea recta, hombro con hombro. Yo me encontraba en la primera fila. —Los que están en la primera fila den media vuelta y coloquen las manos en el cuello del soldado que tienen delante —dijo el sargento— Agarren firme el cuello. Aprieten con fuerza, pero tengan cuidado de no estrangularlo. ¿Han entendido? Delante de mí —mala suerte— me tocó Sam Pfeifer, el leñador. —Mira —le dije—, te apretaré con suavidad y cuando te toque apretarme lo haces con cuidado también. No vale la pena que nos hagamos daño... ¿No te parece? Meditó un momento mi proposición. Sam era lento pensando. Al fin respondió: —No, aprieta fuerte. Puse las manos en su cuello, que me pareció el tronco de un árbol. Apreté con toda mi fuerza hasta enrojecerme. —Vamos, empieza a apretar —dijo el campesino. Sam Pfeifer no se había enterado de que estaba estrangulándolo desde hacía rato. El sargento volvió a gritar: — ¡Cambien! Ahora los de la segunda fila aprieten el cuello del soldado que tienen enfrente. Eso era lo que temía. El leñador colocó sus manos grandes y pesadas en mi cuello. Me parecieron las garras de un gorila. Sam medía más de seis pies de estatura. Yo le daba por el pecho. —¡Aprieten! —ordenó el sargento. Sam apretó mi cuello; me levantó del suelo, zarandeándome en el aire. Sentí como si King Kong estuviera ahorcándome antes de lanzarme a una cuadra de distancia para apartarme de su camino. Apenas podía respirar. Me faltaba el aire. A tiempo el sargento Mirabella gritó: —¡Basta! Caí al suelo como un pollo que le han torcido el pescuezo, asombrado de que mi cabeza estuviera aún en su lugar. Después estuve una semana con el cuello adolorido. Sam Pfeifer..., buen soldado. Si no lo derribaron las balas, debe haber acabado él solo con un batallón de nazis con su fortaleza y su olor. A veces los muchachos se agrupaban alrededor de mi cama para conversar. —No entiendo al ejército —dijo una noche Alesio— Realmente no lo entiendo. Conozco a un peluquero que lo hicieron chofer de un camión y mi cuñado, que manejaba un taxi, lo hicieron cocinero. No comprendo. —No en balde la comida no se puede comer —comentó alguien. Alesio, un ítalo-norteamericano gordo, de baja estatura, era de mi barraca. Daba pena verlo correr con un fusil en los brazos, o en las caminatas largas. Sudaba y sufría, mirando a uno con sus grandes ojos negros que despertaban compasión. Era un buenazo. Tenía una pequeña pizzería en Brooklyn. Peter, un muchacho largo y sensitivo, comentó: —A un carnicero que conozco lo hicieron enfermero. —Goddammit, es la primera vez que ponen a alguien en lo suyo —dijo un joven rubio de pelo encrespado. Paul Lesser intervino: —Les diré que esto es un picnic comparado con la Legión Extranjera. El tratamiento a los soldados allá era brutal, como si fuéramos criminales. Por cualquier cosa el castigo era pan y agua en el calabozo. Me divierto cuando veo la Legión Extranjera en las películas de Hollywood, donde aparecen Marlene Dietrich y otras bellezas del cine americano. En los cafés del norte de África jamás han visto una mujer como la Lola de El ángel azul... Las prostitutas que llegan al África son las desechadas por los prostíbulos y los bistros de Marsella, las que están destruidas y viejas... Poco a poco mis compañeros del hospital fueron desapareciendo y nuevos pacientes llenaron la sala. Una mañana me quitaron el yeso. Tuve la sensación de que el pie de la fractura no aguantaba el peso de mi cuerpo. Dos o tres días después regresé caminando a mi cuartel. No conocí a nadie en la barraca. El batallón entero se había marchado. Conmigo saldrás ganando Mi barraca estaba ocupada por nuevos reclutas cuando salí del hospital. Después de dos semanas de descanso empecé a tomar parte en las actividades del batallón mientras llegaba mi orden de partir. Como no me asignaron a ninguna compañía, lo mismo daba que anduviera con una que con otra. Todas hacían los mismos ejercicios y prácticas. Yo prefería salir con la primera, la compañía A, que ocupaba mi barraca. Una noche anunciaron que saldríamos tres días fuera del campamento en un simulacro de combate. —Mira, ven con mi compañía —dijo Joe, un compañero a quien le gustaba conversar—. Nuestro teniente es buen tipo. No te pesará, la pasaremos bien. Y para convencerme añadió: «Conmigo saldrás ganando». Me incorporé a la compañía B, de Joe. Joe Kalman era un judío de Nueva York. Tenía tres hermanos; uno en la infantería y otro en la Fuerza Aérea. El hermano más joven asistía aún a la escuela. Nos alinearon detrás de nuestras barracas. —Bueno, el problema es el siguiente —empezó diciendo el oficial—: el «enemigo» acaba de desatar un ataque y es necesario enviar un refuerzo. La compañía B, la nuestra, entrará en acción inmediatamente, iniciando una marcha de quince kilómetros. Las otras compañías, A y C, se quedarán aquí en la retaguardia, en espera de ser enviadas al «frente» cuando reciban la orden. Terminada la explicación emprendimos la marcha. —Creo que me equivoqué —le dije a Joe—. La compañía A se quedó en la barraca. Mala suerte... —¿Mala suerte? Tú no sabes lo que les espera a los que se han quedado en el campamento. Seguro que no se quedarán descansando. Conozco al ejército. Ya veras que saldremos mejor, mucho mejor que esos son-of-a-bitches. No olvides que conmigo saldrás ganando. Después de andar varios kilómetros empezaron los desmayos. Escuchábamos los golpes secos de los que caían al suelo y se quedaban en el camino. Más tarde, las ambulancias los transportaban al campamento. Los que continuábamos sentíamos deseos de desmayarnos también. Casi veíamos con envidia a los que se desplomaban; había simuladores como siempre. Finalmente, llegamos al área de «combate». Enseguida nos ocupamos de instalar las carpas individuales que sólo servían para acostarse. Al atardecer abrimos nuestras raciones. La comida consistía en una lata pequeña de queso, como una torta, y un pedazo de chocolate que era aún más pequeño. Decían que el chocolate tenía tantas calorías como una comida normal. El cielo se ennegreció, seguido de relámpagos y truenos. El viento amenazaba con arrancar las tiendas de campaña. Se desató la lluvia y el agua corría como un arroyo por la colina, mojando las frazadas y nuestro equipo. Llovió toda la noche. Por la mañana extrañamos la taza caliente de café. Otra vez comimos chocolate y queso mientras esperábamos las noticias del «frente». La carpa de Joe estaba a la izquierda de la mía. —Joe —le dije—, me equivoqué viniendo con ustedes. —Muchacho, sabe Dios qué estarán haciendo esos cabrones. Seguro que ahora están más jodidos que nosotros. No lo olvides: conmigo saldrás ganando. No habíamos terminado el desayuno cuando comenzó a llover nuevamente. Primero cayeron unas gotas que fueron arreciando hasta convertirse en aguacero torrencial. La lluvia se colaba por el techo de la carpa empapada por el agua que había caído durante toda la noche. Era inútil encogerse y cambiar de posición para evitar las goteras. Llovió todo el día y toda la noche. A la mañana siguiente marchamos hacia el «frente», con la ropa mojada. Hicimos alto en una llanura. Había escampado y el sol apareció resplandeciente. El teniente dijo: —Bueno, dentro de media hora vendrán los tanques «enemigos». Tienen que hacer fox-holes inmediatamente para protegerse del ataque, de manera que empiecen a cavar sin perder tiempo. Miró el reloj y añadió: —¡A trabajar rápido si no quieren morir aplastados por los tanques! Con los picos y las palas empezamos a cavar. Al cabo de diez minutos, mi «hoyo de zorra» no llegaba a medio metro de profundidad. Al darme cuenta de que sólo me quedaban unos veinte minutos antes de que llegaran los tanques, empecé a sacar tierra con la rapidez del Pato Donald en las mismas circunstancias. Después me metí en el hoyo para probarlo y la cabeza me quedaba afuera. Hacía falta un esfuerzo más y, sudando y sacando tierra sin parar, pude meterme completamente en el fox-hole; sobraba un poco de espacio. «¿Sería suficiente?» —me preguntaba. El teniente sopló el silbato haciendo señas con las manos para indicar que ya había pasado la media hora. De repente se oyó el estrépito de los tanques saliendo del bosque. Saltamos a los «hoyos de zorra» tratando de encogemos todo lo posible. El estruendo aumentaba. Hubiéramos deseado que los huecos hubieran tenido tres o cuatro metros de profundidad. Los monstruos se acercaban. Ya estaban encima. ¿Aguantarían los hoyos? Sentí pasar sobre mí una montaña ensordecedora de hierros y engranajes. ¡Qué alivio cuando se alejaron! Al atardecer el sargento me informó que estaba de guardia junto con Joe. A media noche nos llevaron a la orilla de un arroyo en la hondonada. En la oscuridad se oía el murmullo del agua corriendo entre las piedras. Era una música ajena a la guerra. Uno de los soldados que reemplazamos, atrincherado al borde del arroyuelo, dijo: —Tengan cuidado que hay alacranes por aquí. —¿Qué? —He visto seis alacranes. Lo que dijo el muchacho no me agradó. Pensé que podrían meterse por las mangas de mi chaqueta y por los pantalones. Me abotoné las mangas y los bajos de los pantalones los metí dentro de las botas. Aunque la orden era echarse en el suelo para vigilar al «enemigo», decidí protegerme de los alacranes, sentado en una roca grande. En ese momento los alacranes adquirieron más importancia que los alemanes y los japoneses juntos. Al cabo de dos o tres horas en aquel silencio, interrumpido sólo por el rumor continuo del arroyo, sentí caer unas gotas finas en mi cara y luego sobre las plantas. —Llueve —dije. —No lloverá. Ya ha caído bastante agua —aseguró Joe. Las gotas arreciaron. Corrimos para resguardamos bajo un árbol entre los pinos. Joe hablaba un poco de español. Le pregunté dónde había estudiado. —Lo aprendí en la cama con una puertorriqueña —dijo—. También estuve un tiempo en Tampico. —¿En Tampico? —Sí, llegué allá trabajando en un barco. Una noche me puse a tomar y me dejaron en tierra. La lluvia continuaba con fuerza y a veces las ráfagas de la tormenta nos empapaban la cara. —En Tampico pasé un susto que no olvidaré —dijo Joe en inglés—. Entré en una cantina, uno de esos bares baratos. En la barra pedí una cerveza. La cerveza allá es buena. Yo tomaba una llamada Victoria. Cerca noté una mujer en una mesa, estaba sola. Era una mujer del pueblo, medio india, menuda, delgada, de cara angulosa. No era una belleza, pero tampoco era fea. Tenía en el rostro esa dignidad y tristeza que se ven en los rostros de las mexicanas. «¿Qué hace usted tan sola?» —le pregunté. Sentimos en ese instante un ruido en el bosque como de un animal que se espanta. Joe dijo: —Debe ser un conejo o tal vez un ciervo. No creo que el sargento venga a vernos bajo este aguacero. Después continuó: —La mujer no me respondió. No estaba sola. Un hombre llegó en ese instante. Venía del baño probablemente. Enfurecido gritó: «¡Gringo hijo de la chingada, voy a enseñarte a respetar a una mujer!». Sacó el revólver y lo descargó sobre mí a tres metros de distancia. Todo ocurrió rápido. Yo llevaba una camisa blanca, de mangas cortas. Era el verano y en Tampico hace calor. Me miré el pecho: estaba ensangrentado, aunque no sentía ningún dolor, pero a veces los balazos no se sienten hasta más tarde, si queda uno vivo... Eso dicen. Sentí frío. El sudor empezó a correrme por la frente. Me recosté de la barra. Las fuerzas me faltaban, y despacio fui resbalando hasta llegar al suelo. Me estaba desmayando. «Coño, qué fácil se muere uno — pensé— y todo por nada, por una tontería». Oí una voz decir: «Busquen a don Abelardo antes de llamar a las autoridades». Creí que ese señor llegaría tarde. Seguidamente entró en el bar un hombre moreno con el pelo gris, de unos cincuenta años. «Aquí está don Abelardo», dijo alguien. Por lo que supe después, don Abelardo era el boticario de la esquina. El hombre de pelo gris se agachó, me abrió la camisa y me examinó. Tenía una expresión seria. Pensé que diría: «No se puede hacer nada. Este gringo está listo»; pero dijo: «Usted no tiene nada, señor. Es sólo un arañazo en el dedo meñique. Eso es todo. Tiene usted mucha suerte, pues». La lluvia seguía cayendo y soplaba un aire frío. Varias personas se hallaban alrededor —siguió contando Joe— y el tipo que buscó al boticario me ayudó a ponerme de pie. Los sudores fríos se me quitaron. Recuperé mis fuerzas y me sentí bien. La mesa que ocupaba antes la mujer estaba vacía. Ella y el hombre de los disparos habían desaparecido. El cantinero dijo entonces: «Señor, un tequila no le vendría mal», y poniendo un vasito delante de mí lo llenó hasta desbordarse. Me vino bien y de un sorbo lo bebí. «¿Cuánto le debo?», le pregunté. «Pues nada, señor. Es un obsequio de la casa», me respondió. Al amanecer escampó. Recogimos las tiendas de campaña; las doblamos con las frazadas, todavía húmedas y las cargamos en la espalda, junto con la mochila, el pico y la pala. El sargento pasó lista y emprendimos el camino de regreso. A las cinco de la tarde llegamos al campamento. El último tramo nos pareció el más difícil. Pregunté qué habían hecho las otras dos compañías mientras estuvimos de campaña en el «frente». Un muchacho de origen italiano llamado Macarelli dijo: «No hicimos nada, excepto dormir, jugar a las cartas, tomar Coca-cola y cerveza y meternos en el cine por la noche. Estábamos en la retaguardia». Joe se encontraba a mi lado oyendo a Macarelli. —¿Conque conmigo saldrás ganando? —le dije. —Bueno, nos tocó perder —me respondió con una sonrisa. Unos meses después de terminada la guerra —estaba yo en Brooklyn— le escribí para saber cómo le había ido. Habíamos tomado distintos rumbos. Un hermano contestó mi carta. Joe Kalman no volvió; cayó en Alemania, en Reinagen, a la orilla del Rin... Encuentros En víspera del Año Nuevo, Ilse vino a verme. Me dieron permiso para pasarme la noche en un motel en las afueras del campamento. Mi mujer llevaba seis o siete meses de embarazo y su vientre, grande y redondo, me impresionó. Las horas pasaron rápidamente. No queríamos dormir para aprovechar los minutos juntos; teníamos mucho que decirnos, pero a las cuatro de la madrugada me levanté para estar en el cuartel antes de las seis. Haciendo un esfuerzo nos despedimos. Las ráfagas de viento barrían el polvo de la nieve en la carretera. En la barraca todos dormían. Me desvestí con cuidado para no despertar a los compañeros y, acomodado en la cama, me puse a repasar mi encuentro con Ilse. Súbitamente alguien irrumpió en el dormitorio y con una linterna empezó a mirar los nombres en las literas. Cuando se acercaba a mi sección me dije: «Ojalá que siga de largo», pero el sargento se detuvo frente a mi cama, leyó mi nombre y, zarandeándome, dijo: —¡Feliz Año! ¡Te esperan en la cocina! Me puse la ropa de trabajo; caminé hacia el comedor, al final de la calle, para asumir mi tarea hasta las seis de la tarde. No había amanecido. Un mes más tarde, Ilse volvió al campamento. Fue una visita inesperada. Yo estaba en el hospital. Al abrir los ojos, después de dormitar, la vi sentada al lado de mi cama, sonriendo. Fue una agradable sorpresa. —Te felicito —dijo. —¿Me felicitas? —Sí, esa fractura en el pie demorará tu partida. El desembarco de los aliados en Francia se esperaba de un momento a otro. Ya no se podía demorar más. Los soviéticos avanzaban; había que apurarse... —Tal vez —siguió diciendo Ilse— cuando estés en condiciones de caminar todo sea más fácil. Mientras tanto, podrás leer y descansar unas semanas. La visita duró dos o tres horas. Se despidió antes de oscurecer para no llegar tarde a Nueva York. Conocí a Ilse en el patio de la Academia de San Alejandro, en La Habana. Llegó una mañana preguntando por Juan José Sicre, el escultor. Era una muchacha de cabello oscuro, grandes ojos verdes, pecas en la cara; tenía diecinueve años. (Yo, dieciséis). El maestro me la presentó diciendo: «Atiende a esta joven alemana que yo sé lo que es estar en el extranjero». Ilse era la hija mayor del nuevo embajador de Alemania en Cuba antes de que los nazis tomaran el poder. La nueva discípula de Sicre había estudiado sobre Grecia y el Egipto en la Universidad de Berlín, y después dibujo y modelado en la Escuela de Bellas Artes de Munich. Su maestro de escultura en Baviera comentó: «Lástima que interrumpa sus estudios, pero debe ser interesante visitar un país del trópico, con monos saltando en los árboles». El estudio de Sicre, en la antigua Maestranza, un importante cuartel de abastecimiento en la época de la colonia, se hallaba en la parte vieja de la ciudad, a la entrada del puerto, y cuando el gobierno de Machado clausuró la Universidad, los institutos de Segunda Enseñanza y la Academia San Alejandro, el maestro nos invitó a trabajar en su taller. Un fuerte ciclón azotó La Habana aquel año. El mar penetró dos o tres cuadras en algunos barrios, incluyendo el Paseo del Prado. Al día siguiente de la tormenta, los botes andaban por las calles y los peces saltaban desconcertados, tratando de escapar de los muchachos que atrapaban los pargos y las chernas con las manos. No quisimos perdernos el espectáculo — nuevo para Ilse— y amarrándonos los zapatos en los hombros nos metimos en el agua hasta la cintura. Dos o tres años más tarde embarqué para Francia, con una beca, y meses después ella volvió a Munich. Su familia regresó a Berlín, en los cambios que hicieron los nazis en el Servicio Exterior, eliminando a los viejos diplomáticos de los tiempos del Kaiser. Volvimos a encontrarnos en Nueva York diez años más tarde, y nos casamos en Brooklyn. Unas semanas después de la visita de Ilse a Fort Belvoir, nació Annie. Cuando conocí a la niña le conté los dedos de las manos y los pies, y me aseguré de que veía, aunque estaba con los ojos cerrados todo el tiempo. El hospital de maternidad, en el este de la Segunda Avenida, era judío. Ilse no quería mencionar su procedencia alemana, le daba vergüenza, pero cuando el médico la inyectó durante el parto y ella exclamó «Auf», el anciano profesor de Berlín dijo asombrado: «Aber, Sie sind Deutsche!» (¡Pero usted es alemana!). En aquel instante mi mujer hubiera querido venir de cualquier parte menos de Alemania. En el verano —no recuerdo por qué motivo— nos dieron un permiso de salida de cuarenta y ocho horas. Afortunadamente, Nueva York no estaba lejos. Los trenes iban tan llenos que se viajaba también de pie, como en el subway, y el conductor apenas podía transitar entre los pasajeros para moverse por los carros. Un comediante, en su programa radial de esos días, comentó: «Mi tren estaba tan lleno que el conductor venía en ómnibus...». A mi lado, en ese viaje, se encontraba el actor de cine Broderick Crawford. Era un simple soldado. Pensé que el Crawford de las películas hubiera agarrado por la corbata a un pasajero y le hubiera quitado el asiento para sentarse él, pero el soldado Broderick Crawford no era el de la pantalla y viajó parado todo el tiempo, cinco horas, desde Washington hasta Nueva York. En mi apartamento no había nadie. No me esperaban. Ilse, Annie —la niña— y mi hermana Inés, acababan de marcharse a Lake Champlain, a una escuela francesa, para pasar el verano. La casa estaba triste sin la familia. Ver la cuna de la bebita, el cochecito, los juguetes; ver mis cuadros, los pinceles y los colores en la paleta me deprimió. Decidí salir, visitar a mi amigo Alberto Moreno en la calle 13 de Manhattan. En su casa se encontraba uno a muchos cubanos residentes o visitantes en Nueva York, y no era extraña la presencia de Juan Marinello, o Carlos Rafael Rodríguez, o Blas Roca... Mike Gold, el autor de Judíos sin dinero, lo visitaba con frecuencia; era vecino. Allí me encontré al amigo O’Kane. Su verdadero nombre era Juan García, pero al llegar de Cuba alguien le dijo: «Tú deberías llamarte O’Kane, con esos ojos azules y ese pelo rubio pareces más bien un irlandés». A partir de ese momento lo llamaron O’Kane. García trabajaba —me parece— en asuntos de los sindicatos de Cuba y los Estados Unidos; era un enlace entre las organizaciones obreras de ambos países, pero daba la impresión de que su verdadera labor consistía en ayudar y servir a los compañeros. En casa de sus amigos lo recibían como alguien de la familia. Aunque era pobre, siempre llegaba con revistas, periódicos, libros y cosas útiles, pero cuando lo encontrábamos en la calle seguía de largo, como si no nos conociera. Su vida privada era un misterio. Su optimismo era famoso. Para O’Kane nunca había un problema que no tuviera solución. Si uno se lamentaba de una desgracia, decía: —Chico, alégrate. ¿No te das cuenta de que es lo mejor que podía suceder? Entonces explicaba —sin que le faltara cierta razón— que había sido una suerte lo que pareció una catástrofe. Cuando Alemania invadió a la Unión Soviética y los nazis avanzaron hasta las puertas de Moscú y Leningrado, O’Kane estaba tranquilo, seguro de la derrota de los nazis. Si alguien mostraba preocupación, lo calmaba diciendo: —Mira, es mejor que avancen, que los alemanes lleguen lejos. —¿Que avancen? ¡Pero si están llegando al Volga y al Cáucaso! O’Kane escuchaba con paciencia, como si supiera de cosas que nosotros no sabíamos. —¿No te das cuenta —replicaba— que mientras más avancen más se debilitan? Es como una pelea de boxeo. El contrario le pega al campeón y este aguanta los golpes. A veces parece que el campeón se derrumba, pero él sabe lo que hace. El contrario se agota, cada vez pierde más punch, y es entonces que el campeón liquida a su rival. La Unión Soviética ya está llegando a ese momento, el momento de darle el golpe definitivo a los alemanes. Yo lo escuchaba deseando que tuviera razón, aunque a veces —confieso— su optimismo me parecía exagerado. En el tren de regreso al campamento, recordé a mi amigo Alberto. Recordé sus comidas cubanas a las dos de la mañana; siempre la misma: frijoles negros, carne de puerco y arroz blanco. Aquellas comidas terminaban al amanecer. Recordé la fiesta que dimos para recaudar dinero durante la guerra de España. Se decidió que se diera en mi estudio, pero no sabíamos cuál sería la mejor tarea para Alberto. Yo mismo propuse que se encargara del bar, vendiendo las bebidas. Todos se horrorizaron: «¿Alberto atendiendo la cantina? ¿Estás loco?», fue la exclamación. Insistí en que precisamente era una manera de controlarlo, dándole la responsabilidad de vender los tragos para una buena causa, la lucha contra el fascismo en España. Alberto se emborrachaba fácilmente. Nadie tuvo mejor idea y él y yo fuimos designados para ocuparnos del bar. Yo nunca tomaba nada que no fuera un vaso de vino o de cerveza ocasionalmente, pero me encargaron de hacer un ponche para recaudar más dinero. A las ocho de la noche, cuando la casa estaba preparada para la fiesta —todo limpio y en orden— empecé a preparar la bebida. En una ponchera que alguien prestó vacié una botella de whiskey, una de ginebra, una de ron, una de vodka y un garrafón de vino tinto de California, con limones y naranjas cortadas con la cáscara. No probé la bebida, me bastó con el color, de un ámbar rosado, lindo. En una mesa con un mantel azul a cuadros, coloqué la ponchera y los vasos y una caja de tabacos vacía para guardar el dinero. Llegó Alberto y se hizo cargo de la cantina. La entrada costaba un dólar. Empezaron a llegar los compañeros. Uno de los primeros fue Frank Mercado acompañado de su esposa Katie. Ella era una inglesa rubia, con ojos azules y pecas en el rostro y los brazos. No hablaba una palabra de español, aunque ya llevaba varios años viviendo con Frank. Tenía un carácter seco; parecía siempre de mal humor y ajena a nuestro mundo. Katie y Frank fueron los primeros en probar el ponche. Alberto los atendió y se tomó un par de vasos con ellos «on the house», es decir, sin poner nada en la caja del dinero... La gente fue llegando y la fiesta empezó a animarse. Alberto y yo vendíamos los tragos, unos tras otros. Katie y Frank repetían para ayudar a España. Alberto llenaba los vasos y volvía a llenar el suyo. Frank y Katie entraron en el baño, frente al bar. Pasó un rato largo, un rato que me pareció interminable. No salían. La demora empezó a preocuparme. Al fin la puerta se abrió y aparecieron desnudos con la idea de hacer el amor en el sofá de la sala. Alarmado dije: —¡Alberto, mételos en el baño! ¡Están borrachos! No sé cómo los convenció de entrar en el baño pero él se metió con ellos. Yo seguí atendiendo la venta del ponche mirando la puerta con ansiedad. Pasaba el tiempo y no salían. Era el único baño del apartamento y otras personas querían entrar. Mi preocupación aumentaba. La perilla de la puerta empezó a girar y seguidamente salieron desnudos. Alberto conservaba al menos los calcetines y los zapatos. Rápido los metí en el baño y con trabajo logré que se vistieran. Mientras tanto, el «chamaco» Cobarrubias interpretaba sus canciones mexicanas. Alberto, entonces, quiso quitarle la guitarra al yucateco para cantar «A la loma de Belén», la única canción que sabía y que cantaba muy mal. Frank intervino y se entabló una discusión entre los dos. Alberto me gritaba: —¡Coño, dame acá quince dólares para comprarle la cabrona guitarra al «chamaco» y rompérsela en la cabeza a Frank, que ya me tiene muy jodío! Varios compañeros intervinieron para aplacarlos mientras el mexicano gritaba: —¡Manito, que la guitarra me costó quince dólares!. Alguien tocó en la puerta con un toque firme. Yo mismo abrí. Un policía, que casi topaba el techo del sótano con su gorra, estaba delante de mí. —What the hell is going on here? (¿Qué rayos está pasando aquí?). Una vecina se ha quejado del escándalo —dijo. La vecina era una vieja irlandesa que vivía en los altos. El poeta Langston Hughes convenció al policía de que se trataba de una fiesta de sábado... «Nothing to worry about» (Nada para preocuparse). Langston acababa de regresar de España y era nuestro invitado de honor. La fiesta terminó a las tres de la mañana. Un amigo se llevó a Alberto para su casa en un taxi. Después me enteré que varias personas se habían intoxicado con mi bebida. Suárez, un viejo inventor cubano, de inventos ya inventados, estuvo en cama varios días. Sarita, la linda mexicana que todos codiciaban, no pudo ir a trabajar el lunes. Frank y Katie se enfermaron y tuvieron que ir al médico. Todos se preguntaban qué habían tomado. Por suerte yo no tomaba entonces..., lo que no quita para que me sintiera orgulloso del color rojizo de mi ponche. Una semana necesité para limpiar la casa. Aunque puse ceniceros por todas partes, parece que nadie los utilizó y encontré colillas de cigarros en lugares increíbles. Después de deducir los gastos sacamos cuarenta y siete dólares con veinticinco centavos. Una noche tocaron en la puerta de mi apartamento. Yo estaba acostado. Abrí. Era Alberto Moreno. —¿Qué? ¿Estás en la cama? —dijo—. Hombre, es temprano... Vístete, son las diez y media. Daremos una vuelta y tomaremos una cerveza. Me vestí y caminamos unas cuadras hasta llegar al Village Vanguard. El cabaret estaba en un sótano y descendimos la escalera que empezaba desde la acera. Llegamos en el momento en que se anunciaba el show. Las luces estaban casi apagadas con excepción del reflector que iluminaba el tablado. —Y ahora, damas y caballeros —empezó diciendo el animador—, tenemos el placer de presentarles a la maravillosa y única Judy Holliday... En ese instante, Alberto, que ya había tomado unos tragos, apartando al maestro de ceremonia, dijo: —¡Qué coño Judy Holliday ni un carajo! ¡Yo voy a bailar una danza egipcia!... Y tomando dos largos ceniceros de pie comenzó a bailar como si fuera la Nefertiti. Un hombre enorme lo agarró por la nuca y el cinturón y lo subió por la escalera hasta echarlo en la acera. Yo caminaba, detrás del «matón», con la boina de Alberto que se le había caído cuando interrumpieron su show. En el suelo Alberto comentó: —Coño, estos americanos no tienen sentido del humor. En otra ocasión asistimos a un mitin en el Madison Square Garden a favor de la República Española. A la salida nevaba copiosamente. Alberto odiaba el frío, que él llamaba «fricandó». Con nosotros se encontraba Natasha, su esposa rusa, que esperaba dar a luz en cualquier momento. —¡Qué coño subway ni qué carajo! ¡Tomaremos un taxi! —exclamó Alberto. —¡Alberto! —dijo Natasha. —No importa lo que cueste —y seguidamente llamó un taxi. Le pidió al chofer que pasara primero por la calle 17 para dejarme en el camino. Cuando me iba a bajar delante de mi casa, Alberto que era sólo diez años mayor que yo, dijo: —Óyeme bien: hasta hoy tú has sido como un hijo para mí, pero ahora que voy a tener mi hijo propio, te puedes ir al carajo... Good night! El trac-trac-trac del tren, acercándose a Baltimore, me trajo a la realidad. La última visita a Brooklyn fue para despedirme. Ilse acababa de cambiar de trabajo. Había enseñado Fotografía y Artes Manuales en una escuela para jovencitas ricas, hasta que nació Annie. Ahora acababa de conseguir empleo con Ripley, el autor de «Créalo o no lo crea», haciendo las letras en las dos versiones, la de inglés y la de español. Ripley era arrogante, desagradable y excéntrico. Sus secretarias y empleadas vestían en su oficina ropas de países lejanos: China, el Tíbet, la India, Japón, Hungría, América del Sur, el Medio Oriente y el África. A veces Ripley dibujaba, en un espacio vacío de la composición de su página, una papa con la cara de Beethoven, «cultivada por un campesino de Canadá», en la versión en inglés, pero en la versión en español «Beethoven» había sido cultivado por un Manuel Rodríguez, en una granja de Argentina. Todos los años Ripley se pasaba una semana en el hospital para hacerse un «chequeo» médico. Un día llamó a Ilse —después de la guerra— y dijo: —Ya terminaron de examinarme los médicos y de hacerme todos los análisis. Estoy bien. El lunes empezaremos a trabajar. Colgó el auricular y se quedó muerto, como en «Créalo o no lo crea». Vino el momento de la despedida. Los tres días de permiso pasaron con rapidez. La estación de Pennsylvania estaba llena de miles de soldados con sus familiares: novias, esposas, madres... A nuestro lado, en el andén, estaba Ernest Hemingway conversando con unos amigos; enorme, sonriente, con su uniforme de corresponsal de guerra. Las mujeres sollozaban y los soldados trataban de consolarlas diciendo: «Honey, I’ll come back. Come on, smile…». (Mi amor, regresaré. Vamos, sonríe). No había una mujer que no derramara lágrimas. Ilse no lloraba. ¿Sería —me preguntaba después— para no entristecer más nuestra despedida? El tren echó a andar y desde la plataforma dijo sonriendo: —No te preocupes. Volverás. En ruta Por el paisaje y el nombre de las estaciones por donde pasaba el tren sabíamos que se dirigía hacia el oeste. Al atardecer llegamos a Youngstown, en Ohio, la base para llegar a ultramar. Durante la espera, que duró un poco más de una semana, visité Pittsburg. Me imaginaba que Pittsburg era una ciudad oscura, llena de fábricas, pero me encontré con un centro cultural de importancia, con un museo famoso por su colección de pinturas. ¿Adónde nos enviarían? ¿Iríamos al Pacífico, al África o a Europa? Yo prefería Europa. Deseaba que me enviaran a Francia o Alemania o a cualquier parte del continente. En el cine había visto la lucha contra los japoneses en las islas del Pacífico, en lugares «salvajes», y los gritos y chillidos de los pájaros en la oscuridad de la selva me espantaban y me erizaban los pelos. Una noche nos avisaron que salíamos al amanecer. Ordenadamente subimos al tren. Me tocó un asiento al lado de la ventanilla. En el asiento encontré un ejemplar del Reader’s Digest. Tenía el cuño de la Cruz Roja de San Francisco. «Mi suerte está echada —dije—. Es el Pacífico». Para distraerme y no pensar en lo que me esperaba: los japoneses, la selva, los pájaros chillando en la noche y otras cosas, abrí la revista. Leí un artículo titulado «¿Qué es el amor?». Una maestra preguntaba en su clase a los alumnos de siete y ocho años, qué cosa era el amor. Entre las respuestas una niña escribió: «El amor es que una mujer y un hombre se sientan en un banco de un parque y aunque el banco sea largo y esté vacío, se sientan pegados, como si no hubiera suficiente espacio. El amor es que una pareja, una mujer y un hombre, hablan bajito aunque no haya nadie alrededor. El amor es que un hombre piensa que la novia es linda y ella cree que él es buen mozo, aunque las demás personas no compartan esa opinión». El tren arrancó. Llegamos a las once de la mañana a Nueva York. En los muelles de la calle 55 nos alinearon antes de subir al barco. Un general, seguido por unos cuantos oficiales, pasó revista a los soldados. El general se detuvo frente a mí y ordenó que mostrara todo mi equipo para asegurarse de que los soldados iban bien equipados. Abrí la bolsa y la mochila. Mostré toda la ropa y bagaje marcados con mi número: 422035387... Volví a poner la ropa y mis pertenencias del ejército en la bolsa y la mochila. Cuando terminé empezamos a subir al barco. Un soldado negro, un muchacho, tuvo un ataque de nervios y empezó a dar gritos con pataletas. Tuvieron que cargarlo. Probablemente nunca había viajado en un barco o nunca había participado en una guerra, o ambas cosas. Zarpamos por la noche. Nuestro barco era el «Queen Mary» convertido en transporte de guerra. No se parecía al trasatlántico de lujo que era orgullo de los ingleses. Ahora llevaba cinco mil soldados. Las literas de lona estaban colocadas una sobre otra, con poca separación, tan juntas que el soldado de arriba casi topaba con el de abajo. Al día siguiente subí a la cubierta para ver las posibilidades de un ataque de los submarinos alemanes —eso me preocupaba. Conté unos cuarenta barcos de transporte y buques de guerra delante. Atrás y a los lados conté más o menos la misma cantidad. El convoy navegaba bien protegido. Sintiéndome más seguro regresé a la litera, que era la cuarta contando desde abajo. Sobre mí viajaban dos soldados más. Acostado en mi cama de lona continué leyendo el cuento «Rain» (Lluvia), de Somerset Maugham... Una mañana temprano, después de navegar catorce días, alguien bajó a nuestro compartimiento y dijo exaltado: «¡Muchachos, ya se ve tierra! ¡Estamos frente a las costas de Irlanda! Vamos para Inglaterra». Me alegró confirmar que nos encontrábamos en Europa. Desde el barco, Liverpool parecía una ciudad gris. En los muelles, la Cruz Roja repartió té. Era el primer líquido caliente que tomaba durante el tiempo que duró la travesía. Nunca pude llegar al comedor. Me faltaron las fuerzas para hacer la cola que duraba varias horas. El olor a sudor era insoportable. Antes de las seis de la mañana se formaba la cola para desayunar y, cuando le servían al último hombre, a las dos de la tarde, ya estaba detrás la cola para el almuerzo. Sólo había dos tandas: desayuno y almuerzo. La segunda cola terminaba de comer a las nueve de la noche. A veces, acostado en la litera, logré comprar alguna naranja o una barra de chocolate a los compañeros. En dos semanas perdí más de diez libras. Me puse de pie haciendo un gran esfuerzo. Creí que el casco me aplastaría y no sé cómo pude cargar la bolsa y la mochila. En camiones nos condujeron a un campamento a tres horas de la ciudad. El campamento estaba en un bosque con lagos en los alrededores. Un oficial nos dio la bienvenida en un claro, debajo de un árbol frondoso. Subido a una tarima dijo: —Boys, as you already know, you are in England (Muchachos, como ya saben, están en Inglaterra). No sabemos cuánto tiempo permanecerán aquí; puede ser unas horas, unos días, semanas o meses... Quiero advertir a los que se quedarán más de unas horas que este país es muy extraño. No olviden que somos huéspedes aquí. Tenemos que comportarnos bien y evitar problemas... El teniente era un hombre joven, rubio, con el pelo parado como un cepillo. —Sé como se van a sentir —continuó el oficial— cuando vayan al pueblo y vean a una inglesa —una mujer blanca— con un negro... Déjenme decirles bien claro que estas inglesas no son como nuestras buenas y decentes mujeres americanas... Estas «damas» salen con cualquiera; salen con los negros, and these son-of-a-bitches (y esos hijos de puta) son invitados a las casas de los blancos para tomar té y quien sabe cuántas cosas. Siguió hablando el teniente: —Recuerden que tenemos que evitar conflictos. Arreglaremos cuentas con esos cabrones más tarde, en nuestro país, si se ponen frescos y piensan que pueden hacer lo mismo allá. Los soldados prestaban atención. —Hace poco —oigan bien esto— pasó un negro por delante de un policía militar. The son-ofa-bitch (el hijo de puta) iba acompañado de una rubia. El policía no pudo contenerse y dijo: «Nigger, si te viera con una mujer blanca en Alabama te mataría como a un perro». Y ¿saben ustedes lo que le contestó el condenado nigger? Pues le dijo: «Tal vez cuando se termine la guerra las cosas sean distintas y yo pueda salir con tu hermana». El policía, indignado, naturalmente, lo mató con tres balazos. Numerosos soldados levantaron la mano para hacer preguntas. —Hable —dijo el oficial señalando a uno con el dedo. El soldado quiso saber qué le pasó al policía. —Bueno —respondió el teniente, pasándose la mano por la cara para disimular su sonrisa—, le hicieron pagar por las balas, creo que unos setenta y cinco centavos, y fue trasladado a otro batallón de un pueblo lejano. Se sintió un murmullo de aprobación. Yo me encontraba cerca del entablado, entre miles de soldados. Levanté también la mano. El oficial me vio. —Diga, soldado —señalándome. —Sir —empecé diciendo—, esta es una guerra contra el fascismo. Su manera de hablar, lo que usted acaba de decir, no concuerda con el propósito de esta lucha. Creo que... No pude continuar. Los gritos y los chiflidos de hostilidad apagaron mi voz. El oficial respondió algo, pero tampoco se pudo oír... Terminada la bienvenida, nos repartieron en los cuarteles. Las barracas parecían barriles de metal cortados por la mitad. Había sido un campamento de soldados ingleses hasta hacía poco. Me instalé en la parte baja de una litera rústica, con colchón de paja. Un soldado alto, delgado y pelirrojo, escogió la litera de arriba. Me reconoció y dijo: «Hey... You are the niggers lover» (¡Eh..., eres el que quiere a los negros!). El pelirrojo hablaba con marcado acento del sur. Era barbero. Enseguida se convirtió en el barbero de la barraca. Unos días después, mientras me cortaba el pelo me dijo: —Man, you may be a niggers lover but I like you. (Caramba, tú querrás a los negros, pero me caes bien). Una tarde empezó el abastecimiento. Nos dieron medicinas, píldoras para los balazos en el estómago, equipos para los primeros auxilios; alimentos enlatados: carne, queso, polvos para hacer caldos, chocolate concentrado... Todo lo puse en la mochila y en los bolsillos. En la barraca, por la noche, se habló de las armas que recibiríamos al día siguiente. Se hablaba de ametralladoras, bazukas, explosivos plásticos, dinamita, balas, pistolas y fusiles. Alguien mencionó las ventajas de la carabina sobre el fusil M-1. La carabina era ligera, mientras que el M-1 pesaba nueve libras y el peso y la correa dejaban una marca profunda en los hombros. El que explicaba la ventaja de la carabina sobre el M-1 era el barbero pelirrojo, mi vecino de la litera de arriba. —Muchacho, toma la carabina —me dijo. Le pregunté a qué distancia se podía matar a un soldado enemigo con la carabina. —Oh..., yo diría que a unos veinticinco o treinta metros —respondió. —¿Veinticinco o treinta metros? Me pareció demasiado cerca. —¿Y el M-1? —Bueno, con un M-1 puedes matar a un goddamn alemán a unos ciento cincuenta metros de distancia. —Entonces escogeré un M-1. Yo quiero a los alemanes bien lejos. —¡Pero muchacho, pesa mucho! ¡No olvides que estás cargando nueve libras todo el tiempo! —No importa. Por la mañana repartieron las armas. El pelirrojo recibió una carabina y yo un M-1. Después nos llevaron a un campo abierto, con grandes árboles alrededor. Una cola de soldados de dos o tres cuadras de largo, como una enorme serpiente, entraba en una caseta pequeñita y salía sin demorarse por la puerta del fondo. Cuando llegó mi turno, entré a la casita y un sargento ancho y tosco, de mediana estatura, me entregó una cajita amarilla del tamaño de una caja de fósforos. —¿Para qué es eso? —pregunté. —Para matar germs —respondió de mal humor. Yo entendí germans (alemanes). —¿Cómo? Furioso porque estaba deteniendo la cola, el sargento me arrebató la cajita amarilla y gritó: —¡Así, goddammit! Apretó la caja un par de veces y salió disparado un polvo amarillento que llegó a menos de medio metro de distancia. Me espanté de pensar que la lucha fuera tan cerca. Traté de imaginar mi encuentro en una lucha cuerpo a cuerpo, y cómo podría encaramarme sobre un soldado alemán para rociarle el polvo amarillo en la cara. Me quedé paralizado. —¡Camina, que estás deteniendo la cola! —gritó el cabo que ayudaba al sargento. Salí cojeando de la caseta por la puerta del fondo. La impresión me había entumecido una pierna. (Mis impresiones fuertes caen como un rayo en mis piernas. Siempre ha sido así). Cuando me vieron caminar cojo, uno de los soldados de la cola comentó en alta voz: —¡Goddammit, están inyectando en las nalgas y deben ser de esas que duelen como un carajo! ¡Ese tipo no puede ni caminar! ¡En este cabrón ejército no se puede esperar nada bueno! Por la noche, en la barraca, los compañeros me explicaron que el polvito amarillo era para matar gérmenes y piojos... Me metí en la cama más tranquilo. Alguien apagó la luz y para que todos pudieran oírlo gritó: —Muchachos, si no tienen ahora nada en qué pensar, piensen en los que estaremos dos metros bajo tierra dentro de poco... Y agregó: —Good night! (¡Que duerman bien!) Notas de la agenda Nos levantamos a las cinco de la mañana. En la oscuridad es difícil vestirse. Desayunamos. Después nos mandaron ordenar nuestro equipo y lavar la ropa sucia inmediatamente. Siempre se lava de noche, en nuestras horas de descanso. Se rumora que saldremos para Francia, tal vez el miércoles. Karl lava su ropa a mi lado. Conversamos. Comentamos un artículo de Ilya Ehrenburg publicado en el diario PM de Nueva York. «Los indiferentes en Alemania son tan responsables como los nazis», dice Ehrenburg. Karl comentó: «Hay indiferentes en todas partes». Karl Huberne tiene dos hermanos en el ejército alemán. Tomó parte en la revuelta de Viena en 1934. Estuvo en un campo de concentración nueve meses. Es socialista. La comida en el nuevo campamento es mejor que en los anteriores y más abundante. Limpié el fusil. Un compañero me cortó el pelo. Escribí cartas a Brooklyn y a Cuba. Al amanecer salimos a construir un puente. Nos metimos en el río. El agua nos llegaba hasta el pecho. Nadie se entusiasma construyendo algo que después hay que desarmar. Nos tomó diez horas metidos en el agua helada. Fue un día largo. Era sólo un ejercicio. Nuestro oficial no estaba seguro de la colocación de las planchas y las piezas del puente. Consultó a Hoppinger, un soldado que es ingeniero. Hoppy respondió: «Si al dar los grados no tienen en cuenta a los que saben, dejemos que los jefes dirijan el trabajo. Yo no sé nada, me limito a cargar y hacer lo que me ordenen». Seguidamente lanzó lejos un escupitajo prieto de tabaco. Harry Hoppinger es buen mozo, tendrá unos treinta años. El ejército le parece estúpido. Masca tabaco todo el tiempo y en los descansos se echa al suelo. Es holgazán. Karl, que también es ingeniero, comentó: «En una ocasión ayudé a un teniente que no sabía construir un puente y más tarde, cuando vino el comandante, fue felicitado por el trabajo que yo había dirigido». Acaban de anunciar que esta semana tendremos una marcha forzada de quince kilómetros por la noche o la madrugada. «Seguro que el cabrón coronel que programó la marcha se pasa todo el día sentado en un escritorio, the son-of-a-bitch» —comentó alguien. Hasta nuestro teniente puso mala cara. El sábado pasado fui a Chester. Alcancé el último camión que salía del campamento. Sacrifiqué la comida. Tuve que escoger: la comida o la taberna. En Chester encontré algo de comer en la Cruz Roja. Tuve suerte. Bill Harriman andaba conmigo. Bill, un carpintero de Kentucky, es alto y delgado, de pelo rojizo. Me prestó dos shillings. Mis documentos están extraviados desde hace dos meses y no me han pagado. No tengo dinero. Chester es una antigua ciudad. Parece de la Edad Media, con el entramado de las casas pintado de negro. En un parque, un hombre nos dijo que en Londres caían los robots con frecuencia, pero que, aparte de estas bombas, que no se pueden detectar porque vuelan a poca altitud, todo anda normal... Entramos en un bar. Hablé con un soldado inglés de infantería. Nos enteramos que en su pueblo —no lejos— hubo una pelea entre la policía militar y unos soldados americanos negros. «Cinco negros murieron —dijo—. Ocurrió la semana pasada». Harriman, el carpintero, comentó: —Tendremos que matar a unos cuantos niggers cuando se acabe la guerra. Mientras caminábamos por el muro romano que rodea la ciudad, pensé en este hombre que me acompañaba, pensé en su odio racial, un odio capaz de impulsarlo a matar a sus compatriotas por el color de la piel. En la calle conversé con dos mujeres inglesas. La mayor, de unos cuarenta años, era agradable y atractiva. Le dije que parecía un retrato florentino, con su perfil elegante y sus hermosos ojos. Sonrió, mostrando una expresión de agrado. La acompañaba una muchacha que parecía ser su hija. También era bonita, de pelo oscuro y ojos verdes. «Hace años que no caen bombas aquí — dijo la más joven—. Parece que los alemanes se concentran ahora en Londres y Liverpool». Hoy estuve encargado de nuestro cuartel. Todo tenía que estar limpio y en orden. No se permitía la entrada de los soldados durante las horas de entrenamiento. Recogí los papeles y las colillas de cigarros alrededor de la barraca. A las diez de la mañana tuve que ponerme la máscara de gas —media hora— como parte del ejercicio. Fue un alivio quitármela y respirar el aire fresco. Después me puse a escribir con un ojo en la puerta para que no me sorprendieran sentado. Las noticias son buenas. Los rusos avanzan y los americanos también. Anoche fui a Norwich con Karl y Hanner. Fuimos sin permiso, Hanner falsificó los pases. Escribió mi permiso a nombre de John Hayworth. Al ver mi pase dije: «Goddammit, dudo que haya un policía militar que crea que yo me llamo John Hayworth. Ni yo mismo sé pronunciar bien este maldito nombre». Hanner escribió otro pase. Esta vez utilizó el nombre de José González. Esperamos la hora de la comida y cuando todos fueron a los comedores, saltamos el muro en el bosque, encaramándonos por la parte derrumbada. En el camino hacia la aldea dije: —Es la primera vez que salgo sin un permiso. —Goddammit, no te preocupes —dijo Karl—. Tú no hubieras servido para trabajar en la clandestinidad como hice yo en Austria y Alemania. En la plaza tomamos el ómnibus para Norwich. En el asiento de atrás, un soldado nuestro se durmió y dejó caer su cabeza en el hombro de una muchacha inglesa. Ella, sorprendida, se sonrió. Unos compañeros quisieron despertarlo y la chica dijo: «Déjenlo, el pobre debe estar cansado». El soldado dormía sobre los senos de la joven. Los pasajeros reían y ella también, En Norwich entramos en una taberna llamada The Cock and the Bull (El Gallo y el Toro). Era un bar viejo con una chimenea de piedra y grabados antiguos en las paredes. A mi lado estaba un hombre de bigote espeso, blanco, con gorra y bufanda de trabajador inglés. Me contó, sin que se lo preguntara, que había sido soldado en Francia en la Primera Guerra Mundial y que sus dos hermanos combatieron también en Italia y en Rusia. «Los rusos —dijo— han peleado muy bien en esta guerra, se han enfrentado con los alemanes y les están dando una buena paliza». El inglés era vendedor de frutas, vendía manzanas y peras. Se llamaba Buster. Una pareja —gente mayor— contó que su hijo estaba en un campo de prisioneros en Alemania. «Esperamos verlo pronto, ahora que las noticias son tan buenas» —dijo él. Contemplamos a tres muchachas jugando a los dardos. Luego las chicas se sentaron y nos reunimos con ellas. Karl y Hanner cantaron «La paloma» en honor mío, añadiéndole malas palabras en español. La chica a mi lado se llamaba Margaret. Era un placer estar entre ellas, escuchar sus voces y risas, ver sus cabellos y su piel blanca y suave. Margaret era de mediana estatura, de pelo castaño y ojos grandes de color grisáceo. Me contó que su esposo murió ahogado en la India. Mostró su retrato vestido de soldado. Su cara era huesuda y alargada. Le dije que lo sentía mucho, pero no se me ocurrió añadir nada más. Muchas veces me he preguntado qué ven las mujeres hermosas en ciertos hombres de rostro aburrido. Es un misterio. Salimos a caminar en la oscuridad. En la niebla, apenas podían distinguirse el fuego de los cigarrillos y las luces opacas de las bicicletas. Margaret trabaja en una fábrica de municiones, dos semanas de noche y dos durante el día. Después de un paseo por el parque y las calles tenebrosas, la acompañé a la estación del ferrocarril para regresar a su pueblo. En la oscuridad y la densa neblina vimos surgir lentamente la locomotora. Se despidió con un beso y subió al tren. Quedamos en vernos. Llovía cuando me encaminé hacia el parque de donde salían los camiones que nos transportaban al campamento. La plaza estaba desierta: los camiones se habían marchado. No supe qué hacer. La lluvia arreció y me refugié en la entrada de una iglesia. Ya eran más de las doce de la noche. Apareció un camión de la policía militar buscando con un reflector a los soldados rezagados. Yo no sabía si desear que me vieran o no, hasta que me proyectaron la luz. Una voz gritó: «Come on, soldier!». Cuando me encaramaba en el vehículo abierto, en medio del aguacero torrencial surgieron Karl y Henner en la oscuridad. Me alegré de verlos. Llegamos empapados al campamento, a varios kilómetros de distancia, contentos de regresar sin novedad... Amaneció lloviendo. Un soldado dijo: «Goddammit!, no en balde los nazis no han invadido Inglaterra. Llueve demasiado. Aquí no escampa nunca. This fucking country no lo quieren ni los alemanes». Karl y yo nos pasamos todo el día escribiendo nombres de soldados y los números de identificación en las bolsas. Conversamos. Unos creen que la guerra se acabará pronto y otros que no se acabará nunca. «Lo de Japón parece que va para largo», dijo alguien. Hoy no hubo correspondencia. Visitamos Chester nuevamente. Caminamos por la ciudad. Vimos el Ayuntamiento, una de sus atracciones. En la calle, comimos papas fritas envueltas en papel de periódico. Nos parecieron las papas fritas más sabrosas del mundo. Karl pagó. Dijo que había ganado quince shillings jugando al póker, era rico. Luego nos metimos en la taberna The King’s Head (La cabeza del Rey). Alguien mencionó un baile y fuimos para allá. El salón estaba lleno de muchachas del ejército inglés. Una rubia me preguntó de qué parte de la América venía yo. «Vengo de Cuba» —le dije—, y ella exclamó: «Entonces usted es italiano». Salimos a dar una vuelta. Oscurecía y se hizo de noche caminando cerca del río. ¿Qué importaba que Shirley no supiera geografía? Le sobraba encanto. Al regreso tuve suerte, alcancé el último camión. No supe qué se hicieron Karl y Hanner. Inspeccionaron los fusiles. No pasamos la inspección. Suprimieron los pases. Karl tenía una cita en Chester. Está furioso, soltando insolencias en alemán. Del continente llegan buenas noticias. Recibí carta de Ilse. Nos llamaron a las dos de la madrugada. Partimos en medio de una oscuridad absoluta. Densa neblina. Los aviones ingleses que siempre patrullan el cielo no se sentían. En fila nos aguantábamos de la mochila del soldado que marchaba delante. Algunos tropezaban y caían al suelo lanzando maldiciones. Caminábamos a ciegas, dando vueltas, hasta que regresamos de casualidad al campamento, donde terminamos la marcha con alegría de todos. Anoche fuimos a un pueblo que no conocíamos. En una taberna, Karl se emborrachó. Tuve que ocuparme de él. A media noche nos arrestó la policía. Nos habíamos alejado demasiado de nuestra zona militar. Era la una de la mañana y estábamos a treinta y cinco kilómetros del campamento, sin vehículos para regresar. Con nosotros detuvieron a dos soldados por haberse robado un jeep y no tener credenciales. Los interrogaron delante de nosotros, fueron encerrados en una celda. Karl daba gritos llamando hijos de puta a todos los policías. Traté de calmarlo, pero continuó insultando a los guardias. Parece que al sargento le gustaba la bebida y comprendía la situación. Sonriendo ordenó que un camión nos llevara a nuestro campamento. Ya eran las tres de la mañana. Al día siguiente un soldado apareció en la barraca y preguntó: —¿Está Julio aquí? —Soy yo. —El coronel quiere verte inmediatamente. Preocupado por lo sucedido la noche anterior me presenté en la Comandancia. —Soldado, usted es el hombre que andaba buscando —dijo el coronel, y seguidamente preguntó: —¿Habla usted francés? Le respondí afirmativamente. —¿Qué le parece sí salimos para París dentro de un par de días? Necesito un intérprete. —Cuente conmigo, sir. —Le avisaré. Prepárese. En la barraca la noticia causó sensación. Me felicitaron. Esperé ansioso noticias del coronel. Karl y Hanner fueron trasladados a un batallón que salía inmediatamente para Francia. No hubo tiempo de intercambiar nuestras direcciones. No oí nada del coronel. Él también desapareció. Nuevas caras llenan ahora la barraca. En el campamento Las películas de la guerra nos divertían. Nos encantaba ver a Lloyd Nolan matando japoneses como si fueran moscas en las selvas de Guadalcanal o en alguna isla del Pacífico. Parecía fácil. Un film nos hizo mucha gracia. Un soldado es llamado a la Comandancia. El coronel lo recibe de pie, dándole la espalda mientras parece contemplar el paisaje por una ventana. Realmente no se atreve a mirarlo de frente. —Bill, tengo malas noticias —dice el coronel. El joven, parado en firme, escucha. —Las radiografías —sigue diciendo el coronel sin mirar al soldado— indican que usted tuvo un problema en los pulmones hace años... No queda otra solución que enviarlo a su casa. El muchacho aprieta la boca, frunce el ceño al escuchar las palabras del coronel. —Lo siento, Bill —dijo el oficial poniéndole la mano en el hombro sin mirarle la cara. Los soldados que contemplaban la película rompieron en carcajadas. —¡Qué suerte tiene ese son of a bitch! —decían alborotados. Otros comentaban en alta voz: —¡Cuánto diera yo por estar en su lugar! Después de un largo rato se restableció la calma. Por la noche, los soldados que conseguían permiso visitaban el pueblo cercano al campamento. Unos camiones nos trasportaban a las seis de la tarde y nos recogían a las diez o las once. Las ciudades y los pueblos estaban completamente oscuros. Las puertas y las ventanas permanecían siempre enmascaradas para impedir que se vieran las luces desde afuera. Estaba prohibido encender un cigarro o fumar en las calles. La oscuridad era total. Parado en una plazoleta esperando el camión para regresar al campamento, sentí un ruido raro a mi lado. Sonaba como la lluvia cayendo en la acera o en el techo de una casa. El sonido parecía venir —extrañamente— de mi pantalón, de la pierna izquierda. Me pasé la mano y me la mojaron. Alguien me orinaba. Di un salto y grité: —¡Eh, me estás orinando! —Goddammit, excuse me! I thought you were a tree (¡Caramba, excúsame! Creí que eras un árbol). Los bares estaban llenos. La cerveza era del tiempo. La encontrábamos caliente, pero poco a poco nos fuimos acostumbrando. Los americanos no se mezclaban con los soldados ingleses. Parecía que hablaban otro idioma; con las inglesas sí, y esto causaba resentimientos. Los americanos tenían más dinero, podían ser más generosos y esto complacía a las mujeres. Aunque los cantineros pasaban los vasos de cerveza de mano en mano hasta llegar al que la había pedido lejos de la barra, y se pagaba de la misma manera, no recuerdo haber visto a un soldado americano hablando con un soldado inglés. Los vecinos del barrio frecuentaban las cantinas y las mujeres de todas las edades acudían a tomar cerveza y jugar a los dardos cuando el local no estaba repleto. Las ancianas llevaban siempre sombreros. A los ingleses se les llamaba «limones», un nombre que proviene de la época en que los Estados Unidos eran una colonia de Inglaterra, según me explicó alguien. Más tarde, en Francia, los franceses eran «ranas» y esta denominación tuvo su origen en la Primera Guerra Mundial, cuando los soldados americanos vieron, con horror, que los franceses comían ranas... La mayoría de los soldados permanecían en el campamento. Unos escribían cartas, otros jugaban al póker o se metían en el cine; algunos leían en la carpa o frecuentaban la biblioteca. Guido, italiano de Milán, procedía de una familia rica y era abogado. Todas las noches escribía extensas cartas a su mujer. Nunca salía del campamento, prefería escribirle a Olga. Con frecuencia me hablaba de ella, de su belleza, su figura, su rostro, sus ojos, su boca, su cabellera... Una noche me mostró unas diapositivas: Olga desnuda. La elogié discretamente, aunque pudiera haberle dicho que era despampanante. Olga era austriaca, de ojos negros, hermosos; parecía una actriz de cine. Viéndola pensé que tendrían que matarme para separarme de ella; que dejaría la guerra para otros..., los que no tenían nada que hacer... Más tarde, cuando terminó la guerra y el italiano regresó a su casa en Nueva York, Olga lo recibió diciéndole: «Te estaba esperando para divorciarnos». Se había enamorado de otro. Sin embargo, nosotros, los que salíamos todas las noches, los que andábamos por los bares de Inglaterra, Francia y Bélgica, no sólo para tomar cerveza, vino y coñac, fuimos recibidos con los brazos abiertos por nuestras novias y esposas... Después de leer la correspondencia, los soldados comentaban sus cartas. A veces leían algunos párrafos en alta voz a un compañero, o se escuchaban exclamaciones y gritos: «Mi mujer se acaba de comprar un juego de sala nuevo, goddammit, si el que teníamos estaba bueno. ¡Las mujeres son del carajo! ¡No sé qué se imaginarán!». Otro soldado explotaba furioso diciendo: «¡Ahora mi mujer quiere comprarse un abrigo de piel! ¡Se imagina que soy rico!». A veces un compañero estrujaba una carta diciendo insolencias y maldiciones: la novia o la mujer lo había abandonado. Otros, ajenos a los demás, leían sus cartas dos o tres veces, contemplando los retratos que acababan de recibir. Bill Parker, un compañero alto y rubio que llevaba siempre en la chaqueta de su bolsillo un librito para leer en los descansos —escribía poemas— se quejaba de las cartas de su mujer. «Nunca menciona que les echa de menos a mis caricias ni los placeres que hemos tenido en la cama; ni siquiera recuerda los veranos en los lagos de Vermont, ni en las playas de Maine, donde hacíamos el amor, a veces en los bosques». Un día Bill le comentó que todos sus compañeros recibían cartas de sus esposas añorando y recordando los momentos agradables compartidos en la intimidad, mientras que ella comentaba extensamente sobre las plantas y los árboles del jardín, los problemas con el automóvil y las reparaciones en la casa. La respuesta de la esposa de Bill fue enviarle un número de la revista soviética Literatura Internacional. En una página marcada aparecía la carta de un soldado ruso a su mujer. El soldado era un campesino y se lamentaba de que ella sólo le escribía cartas amorosas, llamándole «mi corazón, mi vida, mi amorcíto, mi adorado, mi cielo... Inclusive — señalaba el soldado del Ejército Rojo— dices que extrañas mis manos suaves, mi lindo pelo rojizo..., pero cuando estábamos juntos pensabas que mi pelo parecía una pelusa de maíz, lo odiabas, siempre revuelto..., y te molestaba verme con las manos sucias de trabajar en la tierra». La carta del soldado soviético concluía así: «Tania, por favor, mándame a decir cómo están nuestras dos vacas; dime cómo está la tierra, si ha caído suficiente lluvia este verano; si las gallinas están poniendo huevos y si alguien se está ocupando de cortar el trigo». Bill me mostró la revista y la nota que le envió su mujer. «Evidentemente —decía ella concluyendo— la campesina rusa debería escribirte a ti y yo al pobre soldado ruso». Pude ver en el rostro sonriente de Bill que la respuesta de su esposa lo había deleitado y que, después de todo, estaba orgulloso de ella y se querían... Los soldados sentían nostalgia por sus mujeres. Siempre hablaban de ellas. Todas eran lindas, cariñosas, llenas de virtudes; nadie cocinaba mejor un pavo asado o un pollo, ni hacía un pastel de manzana como su novia o su esposa. Según las describían, eran réplicas de Lana Turner, Rita Hayworth o Marlene Dietrich, cuyas fotografías, recortadas de las revistas, decoraban nuestras paredes. Con frecuencia sacaban sus retratos de la cartera para mostrarlos. Y uno tenía que decir, en la mayoría de los casos con un gran esfuerzo: «Yes, she is really beautiful (Sí, realmente es bella)», aunque no fuera verdad. A cada rato aparecía una nota en la pizarra invitando a dos o tres soldados a tomar té en la casa de una familia inglesa. Los americanos no estaban interesados; pensaban que los «limones» eran aburridos, pero Szabo, Gumper y yo, que éramos extranjeros, deseábamos conocer y ver cómo vivían los «nativos». Las familias que visitábamos recordaban a los ingleses de los bares, en los pubs de las películas. Eran amables con deseos de agradar; gente modesta, de la clase media o trabajadora. Las casas, pequeñas, parecían llenas de muebles. Sus conocimientos sobre los Estados Unidos eran escasos. Asombrados comentaban: «La verdad es que ustedes, los de la América, hablan un inglés distinto a nosotros; tienen otro acento». Szabo era húngaro, Gumper alemán y yo cubano. Los tres teníamos un marcado acento que denunciaba inmediatamente nuestro origen. Una noche conversaba yo alrededor de la estufa con dos soldados, estábamos solos en la barraca. Uno de ellos, de Tennessee, era analfabeto; firmaba con una cruz y sus huellas digitales. Sam Pollman, el de Alabama, apenas sabía leer. Con los brazos extendidos cerca de la estufa para calentarse las manos, Gluck me preguntó: —¿Por qué hablas tan raro? Tú no hablas como nosotros. Se refería a mi acento y, antes de responderle, Pollman se adelantó: —Es que viene de Cuba. —¿Y eso qué tiene que ver? —Pues que en Cuba no llaman a las cosas con los mismos nombres. Gluck se asombró. No sabia que las cosas pudieran llamarse de otra manera. Y, sospechando que Sam Pollman bromeaba, que le tomaba el pelo, preguntó: —Quieres decir que a house is not a house? (¿una casa no es una casa?). —Bueno —intervine yo—, house es casa. —No me digas —exclamó Gluck asombrado, y preguntó: How about sky? —Se llama cielo. —Snow? (¿Nieve?) —No seas tonto —respondió Pollman—. ¿Cómo van a tener la palabra snow si en Cuba siempre hace calor? Expliqué que en Cuba —cierto— hacía calor, pero que teníamos la palabra nieve, como en los Estados Unidos no había elefantes y sin embargo existía la palabra elefante. —Hey, the kid is right! —exclamó Jimmy, y añadió—: He’s got something there, man! (¡El muchacho tiene razón! ¡Ha dicho una verdad!). A cualquier hora de la noche o la madrugada llamaban a filas. En la oscuridad, con una linterna, un cabo y un sargento nombraban a los soldados que debían partir inmediatamente para Francia. Muchos nombres eran mal pronunciados y no se reconocían. Luego empezaban las aclaraciones y algunos que pensaban que salían para el frente se quedaban y otros que creyeron tener suerte tenían que correr a prepararse para volar o embarcarse hacia el continente. Mi nombre era pronunciado de tan diversas maneras que raras veces lo reconocía. Teníamos que estar alerta. En varias ocasiones, cuando pasaban lista para una tarea, yo me quedaba solo después que todos salían corriendo. El sargento, molesto, se paraba frente a mí y preguntaba: —¡Necesitas una invitación especial? Goddammit! ¿Qué haces ahí parado? —Simplemente no me llamaron —respondía. —¿No eres Girini? —No. —Entonces eres Girónimo. —Tampoco. —Goddammit! Girini, Girónimo o como sea; corre y reúnete con los otros... Los que eran llamados en la lista para ir al continente preparaban su equipaje a la carrera y en menos de media hora desaparecían para siempre. Algunos nos dejaban su dirección en los Estados Unidos. Los miércoles teníamos clases de instrucción política. A veces el oficial encargado de la orientación comenzaba diciendo: «Vamos a ver de qué conversamos hoy... Pudiéramos hablar de los niggers, por qué los negros son cobardes. Sí..., eso es..., hablaremos de la cobardía de los negros». La primera vez que el oficial habló de ese tema levanté la mano para decir algo. Sugerí que sería más interesante explicar a los soldados el conflicto entre Tito y Mijailovich... (Tito tenía el apoyo del pueblo yugoslavo y de la Unión Soviética en la lucha contra los nazis. Mijailovich estaba respaldado por el gobierno inglés, y sus pandillas, los chesniks, entorpecían la lucha de los guerrilleros. Terminaron colaborando y peleando al lado de los alemanes en Yugoslavia). El oficial contestó: —Soldado, el único ruso que conozco es Stalin. Entonces el teniente Calloway empezó diciendo que los negros no tenían la misma moral que los blancos; que no reaccionaban de la misma manera que nosotros. «Por ejemplo —dijo—, si nos matan a un compañero en un combate, peleamos como tigres para vengar su muerte. El negro no reacciona igual. No le importa ni una cosa ni la otra, no tiene principios, es indolente, holgazán, cobarde...». Volví a pedir la palabra. —Sir —dije—, yo vengo de Cuba. En la historia de mi patria hemos tenido verdaderos héroes, hombres que se sacrificaron luchando por la libertad. Maceo, nuestro general, era mulato y gran parte de los que combatieron por nuestra independencia fueron negros. —Mire, soldado —respondió el teniente—, no sé cómo son esos cabrones países. Yo hablo de nuestros niggers hijos de puta, que conozco bien. En las clases de instrucción política no se habló nunca del fascismo, ni tuvimos un orientador que explicara los antecedentes y los motivos de la guerra. Una de esas noches neblinosas de Inglaterra, en que no nos veíamos ni las manos, salimos a realizar un nuevo ejercicio. Teníamos que transportar un bote en el bosque hasta un lago y remar a la otra orilla. La distancia era extensa y el lago ancho. Doce soldados cargábamos el bote sobre los hombros, seis a cada lado. La operación tenía que hacerse en el más absoluto silencio para «sorprender al enemigo». A veces, nuestras cabezas, o los brazos y las manos, quedaban atrapados entre el bote y los troncos de los árboles. Se escuchaban a cada rato gritos sordos como: «¡Goddammit, que me están apretando la cabeza! ¡Echen para atrás!». O alguien gritando: «¡Ay, mi mano! ¡Aguanten!». Entonces había que retroceder en la oscuridad en busca de un lugar más ancho para pasar. Un arbolito se interpuso en mi camino. Pensé que no sería un obstáculo y continué. No había espacio para echarse a un lado. El arbolito empezó a ceder inclinándose entre mis piernas. Todo iba bien. Continuamos avanzando despacio, a ciegas, pero inesperadamente el arbolito empezó a enderezarse, y me levantó a dos metros de altura con el bote en el hombro. —¿Quién rayos está parando el cabrón bote? —gritó un muchacho que reconocí por la voz. —¡El bote está casi vertical! —exclamó en alta voz otro soldado. —Goddammit! ¡Cállense! ¡Acuérdense que el «enemigo» está oyendo! —ordenó el sargento que venía detrás. —¡El cubano está parando el bote! —dijo alguien. —Hell, man! ¿Cómo carajo va a parar un bote de doce hombres? ¡Ni que fuera Superman! — comentó un tipo que tenía acento del sur. El bote estaba parado y yo me encontraba en la copa del árbol. Viendo que no podíamos pasar, que el arbolito era más grande de lo que me había imaginado, solté el bote y caí al suelo recibiendo golpes y arañazos por todas partes. Los otros compañeros también se cayeron junto con el bote, lanzando palabrotas e insultos en la oscuridad. Un soldado gritó: —My fucking eye! ¡Un gajo me ha sacado un ojo! Por suerte fue una exageración. Llegamos al lago. El último tramo fue fácil. No había árboles. Pusimos el bote en el agua y se restableció el silencio. Sólo se oían nuestras pisadas y los golpes de los remos al subir a bordo. Me tocó ser el primero a la derecha, el mismo puesto que tuve cuando cargamos el bote. Empezamos a remar. Al cabo de quince o veinte minutos entramos en un área menos oscura que el agua, que parecía absolutamente negra. El sargento ordenó en voz baja: —Let’s go, men! What the hell are you waiting for? (¡Vamos! ¿Qué diablos están esperando?). Como yo era el primero, salté con el fusil en alto, como en los comandos de las películas y desaparecí en el agua y en la oscuridad. No habíamos llegado a la orilla. Lo que parecía tierra eran plantas acuáticas. Cuando volví a la superficie escuché los gritos del sargento: —Where is that goddamm guy? (¿Dónde está ese condenado?). El soldado de acento sureño gritaba histérico: —El cubano desapareció en el lago. Otro compañero daba gritos como un loco: —Shit, I don’t see him! (¡Mierda, no lo veo!). —¡Búsquenlo! ¡Búsquenlo! —gritaba el sargento. Me agarré del bote. —¡Denme la mano! —dije. Me subieron. El agua estaba helada. Cuando llegamos a la orilla emprendimos una marcha que duró toda la noche. Al amanecer regresamos al campamento. Mi ropa estaba todavía mojada; no sirvió mucho la pasta que usé para proteger mis botas contra la humedad. El sargento Stanley Douglas me llamó una tarde y dijo: «Oye, están mandando a todo el mundo a trabajar a la cocina». (La cocina era el terror de los soldados. Se trabajaba intensamente, sin interrupción, doce horas seguidas. No había descanso). «Tengo una idea para salvarte —continuó diciendo el sargento—. Esta noche hay que hacer guardia en los muros del campamento. Es de doce a seis de la mañana. Te mandaré a ti, así te escaparás de la cocina». La proposición no me agradó, pero era mejor la guardia que trabajar en la cocina y el comedor. A las doce de la noche estaba en la guardia. Era en un bosque y mi tarea consistía en impedir que los soldados entraran en el campamento por los huecos del muro. Innumerable cantidad de muchachos iban al pueblo sin permiso y regresaban tarde en la noche, o en la madrugada… Los centinelas destacados alrededor del muro tenían la orden de arrestarlos por ausentarse sin autorización. Durante toda la noche pasaron por delante de mí más de quince o veinte soldados en la oscuridad, pero dejé que siguieran de largo, sin molestarlos. A través de la neblina y la oscuridad los observaba debajo de un árbol. Uno de ellos se acercó y me pidió un fósforo. Otro me preguntó la hora. A las seis de la mañana regresé a mi tienda de campaña. —El sargento Douglas te quiere ver —me dijo un compañero. El viejo sargento, alto y encorvado, me esperaba. Estaba de pie hablando con uno de sus ayudantes. Al verme, movió la cabeza con un gesto de disgusto. Sacó un cigarro, lo encendió y dijo, dirigiéndose a mí: —These people are really bastards (Esta gente es del carajo). Tienes que presentarte ahora mismo en la cocina. Te esperan, no pude hacer nada. —Pero usted me dijo... —I am sorry, man (Lo siento, viejo) —se limitó a decir. En la cocina empecé repartiendo revoltillo de polvos de huevos sintéticos. Después del desayuno me mandaron a lavar ollas, platos y cubiertos y los recipientes de la basura. Más tarde me ocupé de limpiar las mesas, barrer el piso y lavar todo con agua y jabón. El descanso fue pelar papas. Seguidamente repartí el almuerzo a cientos de soldados. Luego volvió a repetirse el proceso de la limpieza. Asqueado de ver y repartir tanta comida no tuve deseos de comer y, a las seis de la tarde, terminé... Corrí a mi tienda de campaña para cambiarme de ropa. Quise alejarme del campamento, irme lejos de allí para distraerme y tomar un par de cervezas en una cantina de la aldea. Cuando me acercaba a la plazoleta del campamento —que era inmensa— partía el último camión que transportaba a los soldados al pueblo. Salía por la puerta principal, a unos doscientos metros de distancia. Decidí pues, ir al cine. Caminé hasta la carpa que se encontraba cerca de la entrada al campamento, pero ya no dejaban entrar a nadie. La película había comenzado. Era un musical, y desde afuera escuché a Hazel Scott tocando en el piano un boogie-woogie. En el centro de la extensa explanada observé una larga cola de una cuadra de largo frente a una mesita atendida por dos mujeres. Fui para allá por curiosidad. Era la Cruz Roja inglesa repartiendo dulces. Me incorporé a la cola; no había comido desde el desayuno y empezaba a sentir el estómago vacío. La más joven de las dos mujeres que atendían a los soldados, una muchacha atractiva, se ocupaba de las cajas de cartón que contenían los dulces, las colocaba en la mesita, una o dos a la vez. La señora mayor, delgada y canosa, se encargaba de dar un dulce a cada soldado. Cuando me entregaron el mío me dirigí a la orilla del lago, en un extremo del campamento, al borde del bosque de pinos. Me senté debajo de un árbol cerca del agua. No había nadie alrededor. Al atardecer, nos invadía una profunda tristeza. Añorábamos el hogar, la novia, la esposa, la familia, los amigos; recordábamos con más intensidad lo que habíamos sido; todo lo que dejamos atrás. Oscurecía. Dos cisnes nadaban lentamente con su soberbia elegancia. Su blancura se destacaba en el lago a la caída de la noche. Me llevaba a la boca mi pastel de limón de la Cruz Roja cuando un pájaro, desde la rama de un pino ahorreó toda mi cara y el dulce con un líquido verdoso y blanco. Debe haber estado enfermo del estómago. Decididamente los astros no me favorecían, estaban en conflicto, pues no era mi día. Tiré al agua el pastel, lo más lejos que pude y me dirigí a mi tienda de campaña donde me eché en el catre sin desvestirme y me cubrí con las frazadas. El retrete nuestro era una caseta rectangular. Consistía en unas tablas largas, como una mesa estrecha para un banquete, con unos quince huecos redondos para hacer las necesidades. Debajo se hallaba una canal de barro, de un extremo al otro, por donde circulaba el agua. Se tiraba de una sola cadena colocada a un lado, a la derecha. Entonces corría un torrente fuerte de agua por la canal que empapaba las nalgas de los que estábamos sentados. Había que levantarse rápidamente, de un salto, para no mojarse. Las paredes blancas del retrete estaban decoradas con dibujos pornográficos de mujeres desnudas. No me cansaba de admirarlos, con cierta envidia, asombrándome la síntesis y la novedad de las formas que se pierden desgraciadamente en el entrenamiento académico. El coronel James C. Thompson, de unos cincuenta años, uno de nuestros jefes, procedía de Santa Cruz, en California. Su aspecto impresionaba; buen mozo, con el pelo abundante y plateado. Parecía un emperador romano. Caminaba y se movía con cierta solemnidad. Coleccionaba antigüedades y la guerra le vino bien. Entre otras cosas, estaba interesado en los relojes antiguos de pared. Algunas veces lo acompañaba en sus búsquedas en Liverpool, porque yo era «artista». En una ocasión, dijo que quería hablar conmigo. Hablamos. Me pidió que lo dibujara en una cama con una mujer desnuda «un poco achinada». Me describió cómo era el cuerpo de ella, con los «pechos redondos y firmes». Dos o tres días después preguntó si el dibujo estaba terminado. Le respondí: «Sir, pensé que era una broma». Me miró con cara seria: «Soldado, cuando yo le pido algo es una orden». No le hice caso. Podía haberle dicho que yo pintaba paisajes o naturalezas muertas, pero por suerte no mencionó más el asunto. El romance con la mujer achinada parece que había terminado. Poco después volvió a llamarme. —Como sabe —dijo el coronel Thompson—, este campamento era de negros. Aquí tenían ellos su club de oficiales. Mandé lavar el lugar con agua y jabón; uno nunca sabe con los niggers... Lo escuchaba preguntándome qué se le ocurriría esta vez. —Pues bien —continuó el coronel—, un negro pintó un mural y quiero que vea lo que usted necesita para cubrirlo y pintar algo que sea agradable... Vendría bien una de esas mujeres desnudas que aparecen en las páginas de Esquire... Usted sabe lo que quiero decir... Escaparme del frío y la lluvia un par de semanas me entusiasmó. Pensé que durante el tiempo que durara el trabajo no tendría que levantarme a las cinco o las seis de la mañana, ni hacer guardia, ni fregar platos. También me alegró la idea de ir a Liverpool a comprar los materiales, los pinceles y los colores... Andaría por la ciudad, comería en un restaurante, visitaría los bares... Eso era tener suerte. Cuando vi el mural pintado por el soldado negro en el club de los oficiales, mis planes se derrumbaron. Encontré una hermosa pintura, en toda una pared alta y amplia, con imágenes de negras y negros bailando, músicos tocando jazz. Aquello era Harlem, Chicago, Nueva Orleans... Le informé al coronel Thompson que me gustaba el mural del artista negro, que no podía destruirlo y hacer algo mejor... Sorprendido, frunció el ceño y en el semblante vi su disgusto. Molesto preguntó: —¿Quiere decirme que usted no puede pintar mejor que un son-of-a-bitch nigger? —Sir, es que el mural es magnífico. Minutos más tarde me enviaron a la cocina a lavar los latones de la basura. Seguidamente me pusieron a pelar papas. El Grupo 555 Después de andar tres o cuatro meses de un campamento a otro en Inglaterra, me enviaron a un nuevo cuerpo especial: el Grupo 555, que acababan de organizar para enviarlo a Francia. El jefe del grupo, el coronel Harry H. West, era un hombre viejo, de poca estatura, ancho como un toro. Tenía el rostro curtido, arrugado como una tortuga. No hablaba mucho; sólo lo indispensable. Daba la impresión de estar perdido fuera de su granja en Texas. Del mundo no sabía nada. Me hablaba de espaldas, contemplando el fuego de la chimenea, o miraba por la ventana como si hubiera algo interesante que ver, o simplemente miraba para la pared. El sargento Liskin le dijo entusiasmado: «Sir, Julio podrá ayudarnos en Francia, habla francés». El coronel se quedó impasible y con su sobriedad y calma habitual respondió: «Yes, but who understands his English?». Poco después me avisaron que el coronel deseaba verme. —Yo estaba seguro de que serías útil en nuestro grupo —dijo Liskin con animación, y agregó—: Le dije también que eras un artista. Me presenté ante el coronel West. El coronel miraba por la ventana con las manos atrás, de espaldas a la puerta y a mí. Y sin dirigirme la vista habló: —Quiero que marque mis calzoncillos con mi número del ejército. Dígale al sargento que se lo escriba en un papel. —¿Es todo, sir? —Es todo. Unos días después de haber marcado los calzoncillos, el coronel West desapareció. Nadie supo dónde fue a dar ni la causa de su traslado. Se rumoró, entre los muchachos, que lo enviaron a la sección motorizada, porque el viejo cowboy era incapaz de caminar dos cuadras. A mi lado, en el nuevo campamento, estaba el catre de Szabo. Laszlo Szabo era de Budapest. Su padre había sido oficial en el ejército austro-húngaro durante la Primera Guerra Mundial. Laszlo tenía la cabeza rasurada, pequeña para su cuerpo corpulento. Usaba un bigote encerado que cuidaba con esmero, afilando las puntas constantemente hacia arriba, al estilo del Kaiser. Szabo era luchador. Fue campeón de Hungría. Vivía en Cleveland, donde daba clases de lucha y esgrima. Muy pronto ganó reputación en nuestro grupo como sastre y planchador. Nadie cosía los botones ni las insignias como nuestro húngaro, pero lo que más impresionaba de este hombre que parecía un superman de los muñequitos, eran sus modales correctos, finos, y su lenguaje cuidadoso entre soldados mal hablados, que decían tres y cuatro insolencias en una frase. Con sus lentes pequeños y ovalados, que hemos visto en los retratos de nuestros bisabuelos del siglo pasado, parecía un profesor universitario y no un hombre del ring. En algunas ocasiones, por la noche, sacaba de debajo del catre su violín y nos ofrecía un concierto con la música de los gitanos de su tierra. Szabo no era el único atleta en el 555. El sargento Charles Patton era un boxeador de peso completo y eso parecía; pues era grande y fuerte. Estos dos hombres, afortunadamente, se llevaban bien y, con frecuencia, en la barraca simulaban peleas espectaculares «golpeándose» como si se tratara de un encuentro de vida o muerte, recordando a un circo romano. Charlie vendió periódicos en las calles de Kansas City cuando era muchacho. Más tarde fue leñador en los bosques de Nebraska, hasta que finalmente se dedicó al boxeo. Peleó por todos los rincones de los Estados Unidos, incluyendo el Madison Square Garden de Nueva York. Su última pelea, la más peligrosa, fue en Normandía, donde participó desde el primer momento del desembarco hasta que las balas de una ametralladora alemana le perforaron las piernas. Se repuso y ahora estaba entre nosotros listo para lo que fuera necesario. La voz potente de Charlie Patton se escuchaba a gran distancia y su risa se distinguía fácilmente a un kilómetro. Cuando contaba sus experiencias en el frente parecía no tener fin; entonces el sargento Douglas le gritaba desde el catre: «¡Basta, Charlie! ¡Son las doce y tenemos que levantarnos a las cinco!». Charlie era sin dudas el soldado más limpio en el ejército. Lavaba su ropa cada vez que se la quitaba, lo mismo a las siete de la noche que a las dos de la madrugada. Lavaba también los zapatos con agua y jabón, despertando admiración y envidia entre los que no poseían sus energías. Charlie Patton era como un niño. Hablaba de su padre con ternura. Decía: «Papi me llevó a ver un juego de beisbol. Vimos jugar a los Yanquis contra el Chicago. Babe Ruth bateó un jonrón: no se me olvidará nunca; fue en el último inning... Mi papi me compró tres perros calientes... En otra ocasión —contaba— Papi estaba tan contento de verme que me regaló una fosforera...». «Papi» era un policía de Chicago. Los muchachos decidieron comprar un radio y todo el mundo puso su parte. Charlie tenía pasión por el jazz y al escuchar un disco de Tommy Dorsey se paraba en el centro de la barraca y dirigía la música, cerrando los ojos, como si estuviera al frente de la Orquesta Sinfónica de Filadelfia o Nueva York. Harry James era también uno de sus preferidos. Se le salían las lágrimas escuchando las improvisaciones del concertista. Si se hablaba de cantantes, Charlie no soportaba que mencionaran a Frank Sinatra; para él sólo existía un cantante: Bing Crosby. Cuando oía la voz del «crooner», gritaba: «¡Silencio por favor; es Bing!». A veces, el boxeador trataba de convencer a Szabo de la superioridad del jazz, el swing y el boggie-woogie sobre cualquier música, pero el húngaro lo escuchaba sonriendo sin contestar. El grupo contaba también con un alemán: Kurt Gumper. Kurt fue sargento en el ejército del Kaiser en la guerra del 14. Todos los días nos recordaba que para llegar a sargento en el ejército alemán había que ser competente, «un soldado de verdad», que aquello no era un relajo. Emigró a los Estados Unidos en los años 20 y luego en Alaska se hizo pescador de salmón. Era callado y carecía del sentido del humor. Su catre se encontraba a mi derecha. Cuando yo saltaba de mi cama para ponerme los calcetines, a las cinco de la mañana, el sargento del Kaiser ya estaba vestido, rasurado, peinado, con las botas impecablemente limpias, su catre ordenado y estaba barriendo su rincón. Era detestable. Kurt Gumper conocía todas las reglas del ejército. Se sabía el reglamento de memoria. El sargento Douglas lo consultaba cuando tenía alguna duda. Su rostro se le iluminaba cuando teníamos una tarea desagradable, como pasar la noche caminando a paso forzado, en una marcha de quince a veinte kilómetros, o levantarse a las tres de la mañana para hacer un ejercicio. Cuando eso sucedía, todos protestaban soltando improperios, maldiciendo al ejército, la guerra y toda la humanidad... Al amanecer o antes, los soldados comenzaban a vestirse torpemente hasta despertar por completo. Mientras tanto, Gumper sonreía gozoso, vestido, listo, ajustándose los guantes, esperando por los demás. La cara del alemán la había visto en alguna parte antes de que apareciera en nuestro grupo, pero no acertaba a localizarlo. Una noche mencionó que fue policía militar en Liverpool y entonces, como un relámpago, me acordé. —Tú eras policía y me paraste en la calle porque un botón de mi chaqueta estaba sin abotonar —exclamé—. Me ibas a llevar preso. Sí, ahora lo recuerdo —dije. Uno de los soldados que escuchaba la conversación afirmó: —Man, that was Kurt Gumper, all right! (¡Muchacho, no te quepa la menor duda! ¡Ese era Kurt Gumper!). Joe Koen, un jovenzuelo de San Francisco, de origen griego, era muy estimado. Además de simpático y juguetón, tenía buenas relaciones con el cocinero. Nuestro cocinero era otro griego de Brooklyn. El sargento Metropolus lo abastecía de latas de carne, melocotones y otras conservas. También le daba pan y queso, que saboreábamos antes de meternos en la cama. Joe usaba la gorra atravesada como un catcher de beisbol. Parecía un vendedor de periódicos de las películas a la entrada de un subway de Nueva York. Por las noches nos sentábamos a conversar alrededor de la estufa. Bill Jensen se encargaba del fuego, sin que le hubieran designado la tarea. Sabía encontrar leña y carbón de alguna manera. Jensen parecía haber nacido de mal humor. Refunfuñaba y protestaba contra el ejército, la guerra, los sargentos, los oficiales, el mal tiempo, el frío, la lluvia, la música, el correo... Sólo se complacía con el calor de la estufa y las cartas de su mujer... El más bullicioso del grupo era Steinberg. «Windy» era un muchacho alto y flaco, desgarbado. Medía cerca de siete pies de estatura. Los sargentos de los almacenes de abastecimientos se desesperaban con «Windy» Steinberg. No había ropa ni calzado que le sirviera. A veces esperaba meses para conseguir su uniforme y las botas. Le hacían la ropa a la medida. Su chaqueta era casi como el abrigo de una persona normal. El capitán Rogers era el ángel protector de «Windy». Si deseaba un pase para ir al pueblo cercano lo conseguía con un permiso del capitán. Si lo enviaban a trabajar en la cocina o a hacer guardia o una tarea desagradable, presentaba una carta del capitán Rogers para eximirlo de tales labores. Nadie conoció al capitán Rogers. Nunca existió; fue un invento de «Windy». A veces contaba sus aventuras en los salones de baile. Conocía todos los dancing halls de Liverpool. Una noche nos contó su desembarco en Francia. Usando una escoba como fusil dio saltos entre los catres, corriendo por la barraca para simular cómo mataba a los alemanes. En uno de esos saltos rompió una cama y se fracturó un brazo. Tuvieron que llevarlo al hospital. No lo volvimos a ver y lo extrañamos mucho. Si Filkenstein tomaba parte en nuestras charlas nocturnas se hablaba de la comida. Le encantaba comer. Filky venía del East Side de Nueva York. En la cola del comedor ocupaba casi siempre el primer puesto. Nunca nos enteramos cómo lo hacía, pero era siempre de los primeros a la hora de comer. Cuando nosotros no estábamos ni cerca del comedor en la cola, ya Filkenstein había terminado de comer y salía anunciando el menú: «¡Espaguetis, muchachos!». Si le veíamos cara de disgusto es que estaban sirviendo salchichas, la única cosa que no comía con placer, aunque devoraba seis perros calientes con pan y mostaza porque «en el ejército hay que alimentarse». Le preocupaba adelgazar. Creía que estar gordo era saludable. «La muerte es flaca» —decía. Con frecuencia preguntaba: «¿Estoy adelgazando?». Había que convencerlo de lo contrario. Filky pesaba unas doscientas libras. Errol Liskin era nuestro sargento en la administración del grupo. Le gustaba el teatro, el arte y la literatura. Sabía que el mundo no era sólo los Estados Unidos, y que the American Way no era la única manera de vivir y ver la vida. Desde que nos conocimos, me prestó ayuda, al verme en un mundo ajeno. En más de una ocasión, a la hora de acostarse, exclamó al verme: —¡Miren qué cama! No puedo dormir pensando que estás tan incómodo. Entonces me hacía levantar y le daba golpes con los puños al colchón para repartir y suavizar el relleno de paja. Su padre, de origen ruso-polaco, se hallaba en una prisión de los Estados Unidos. El viejo era un hombre alto —según las fotografías que me mostró— con pómulos fuertes y ojos de tigre. Me recordaba a Máximo Gorki. Cumplía una condena de cinco años por haber sido «agente» de un gobierno extranjero. El delito fue vender literatura rusa en la pequeña librería de Buffalo, donde también estaban a la venta libros en inglés, francés, español y otros idiomas. Estuvimos juntos durante toda la guerra. Más tarde, de regreso a Nueva York, nos veíamos con frecuencia en Brooklyn, hasta que se hizo cargo del negocio de su padre en New Rochelle, una tienda de ropa de mujer, y se alejó de la ciudad. He visto su nombre en la prensa entre los firmantes contra el bloqueo a Cuba y los que se opusieron a la intervención de los Estados Unidos en Viet Nam. Lieja tiene que estar en alguna parte Un día llegó la orden de trasladamos a Southhampton. Estábamos cerca de Londres. Salimos temprano, al amanecer, en un largo convoy. Después de un par de horas de camino se detuvieron los camiones. Descendimos a orinar y cientos de hombres lo hicimos en una zanja, a un lado de la carretera, mientras el tránsito continuaba a nuestras espaldas y los pasajeros de los automóviles veían el extraño espectáculo de casi medio kilómetro de largo. En el puerto subimos sin demora a los barcos. Me acomodé en la cubierta, en la proa, cerca de las cadenas y el ancla, rogando que los movimientos de la marea no me afectaran. El mar estaba agitado. No tardamos en llegar a las costas de Francia. Poco después de pasar frente a Le Havre entramos, despacio, en el Sena. Los puentes acababan de ser destruidos, cortando así la retirada de las tropas alemanas. Los nazis habían abandonado sus vehículos y medios de transporte en la margen oeste del río. Durante varias horas contemplamos los camiones, los carros de caballo, las cocinas, los autos de reconocimiento, los tanques y los cañones, pegados unos a otros, con los colores castaños, ocres pálidos, verdes de distintas tonalidades y los amarillos arenosos del camuflaje, que me recordaron las pinturas cubistas de Braque y Picasso. Cerca de las tres de la tarde llegamos a Rouen. La ciudad había sufrido frecuentes bombardeos y barrios y manzanas enteras eran montones de escombros. Al desembarcar, subimos a unos camiones que nos esperaban en una plazoleta amplia frente al embarcadero. Inmediatamente atravesamos parte de la ciudad en dirección al este. Pasamos extensos campos de cultivos de suaves ondulaciones, y de aldeas que me hicieron pensar en los escenarios de algunas películas de la Primera Guerra Mundial. Nos detuvimos al anochecer. El coronel Benson —nuestro jefe— dio orden de levantar la tienda de campaña para la Comandancia. La tierra estaba humedecida por las lluvias recientes y en media hora clavamos las estacas y levantamos la carpa. Seguidamente se instaló la estufa y una mesa larga de metal, donde pusimos un mapa grande de Europa. Con un gesto de la mano, Benson indicó que me ocupara del fuego y, mientras los oficiales localizaban en el mapa el sitio donde nos encontrábamos, encendí la estufa. Después busqué paja por los alrededores para esparcirla en el suelo mojado. Los muchachos, mis compañeros, instalaron sus tiendas de campaña para pasar la noche. De repente, sentimos el ruido de una motocicleta que se acercaba cada vez más hasta detenerse frente a la Comandancia. El motorista entró en la carpa y, después de saludar militarmente, se quitó los guantes y extendió un sobre a uno de nuestros oficiales. El coronel leyó el mensaje y dijo: —Well, we have to go to Liége... (Bueno, tenemos que salir para Lieja...). Se metió el papel en el bolsillo y preguntó: —Where is that goddamn place? (¿Dónde rayos está ese lugar?) Los oficiales que estaban alrededor no respondieron y se inclinaron sobre el mapa. El teniente Nichols concentró la búsqueda por los alrededores de París; el comandante Morgan miró por el sur de Francia; el capitán Collins por el Canal de la Mancha; el teniente Farrel pasaba sus dedos por Alsacia y el teniente Richardson andaba por la frontera suiza. El sargento Douglas decía: —Tiene que estar por aquí —señalando las costas del norte de Francia. —Goddammit, Liège has to be some place! (¡Coño, Lieja debe estar en alguna parte!) — exclamó el coronel. Viendo que los oficiales y el sargento Douglas, que se había sumado al grupo, no tenían una idea del lugar donde se encontraba la ciudad belga, dije, señalando con la punta del palo de mi escoba: —Lieja está aquí. En la mirada de los oficiales pude ver que no apreciaron mi ayuda. El coronel Benson empezó a dar órdenes: —Hay que apagar el fuego de la estufa, recoger todo y partir inmediatamente. En menos de una hora ya estábamos en camino, no sin antes conseguir una botella de Calvados comprada colectivamente por los compañeros a un campesino en una granja cercana, después de arrastrarme por debajo de una cerca de púas. Al frente del convoy iba el coronel Benson. El coronel William C. Benson hablaba con acento del sur. Procedía de Atlanta, donde tenía una agencia de automóviles. Era alto, flaco pero barrigudo. Usaba un bigote largo y estrecho. Su nariz afilada y los dientes superiores prominentes le daban cierto aspecto de roedor. Su tema frecuente, casi su obsesión, eran los niggers. Se complacía en hablar mal de los negros. Se alegraba de no tenerlos cerca, de que estuvieran en distintos campamentos y en otros pueblos. Acariciando el tabaco con los dedos mientras fumaba, decía que los negros eran cobardes, irresponsables y holgazanes. Contaba cómo golpeó a un negro antes de la guerra «para darle una lección» por no haberle llamado «sir» en Georgia. Pasamos por Charleroi, más tarde por Namur y después por Huy. A las once llegamos a Lieja. En la oscuridad cruzamos un puente y a unas cuadras de distancia, alejándonos del centro de la ciudad, entramos en un patio grande, como una plaza, adoquinado y rodeado de edificios. Mi unidad se instaló en una vieja panadería desalojada esa misma tarde por los alemanes. Unos soldados se echaron al suelo a descansar y otros se acomodaron en los compartimientos donde colocaban el pan cuando salía del horno. Yo me tendí en un rincón, en el piso, usando la mochila de almohada. El suelo estaba cubierto de papeles y cartas de los nazis. Eran cartas de la familia, de las esposas y las novias. Me entretuve en leer la correspondencia y mirar los retratos y las fotografías. Algunas mujeres eran hermosas, otras robustas, buenos ejemplares de la «raza superior». Las mujeres mayores, cuarentonas, eran gordas y muchas, con sombrero, saco y zapatos, parecían hombrunas; los hombres eran cuadrados y gordinflones y los niños rubios. En las cartas se reflejaba, veladamente, que la guerra se sentía en Alemania. Salí al patio de la panadería. Mientras orinaba en la oscuridad pensé en los alemanes, si estarían cerca o lejos. En la puerta un soldado nuestro estaba de guardia. —Aquí han caído muchas bombas —dijo—. En la esquina destruyeron una casa anoche. Arriba, en los escombros, hallaron una mujer desnuda. La muerte la sorprendió en la cama. Entonces, en el pasillo, vi al primer prisionero alemán. Me tranquilizó ver su tamaño. Era delgado y de poca estatura. No parecía el «superhombre» que vimos en los documentales, el soldado invencible que había conquistado casi toda Europa. Era cabo y llevaba en el pecho una condecoración roja y negra. Saqué de la mochila mi cuaderno de dibujo. Le dije que se sentara para dibujarlo. Se quedó tranquilo, callado. Parecía triste. Mientras lo dibujaba pensé que debería alegrarse de haber salvado la vida. Después volví a mi puesto y en el suelo dibujé un rato. Me dormí. Soñé que estaba en mi casa en Brooklyn, con mi mujer, pero la guerra continuaba y yo seguía siendo soldado. Me desperté en la oscuridad; tenía la cara mojada y al pasarme la mano sentí un líquido espeso, como sangre. Fui al baño para mirarme en el espejo; la cara y las manos estaban negras. El pomo de tinta china se había derramado mientras dormía. Me lavé y me tendí otra vez en mi rincón. A la mañana siguiente nos trasladamos a una fábrica. Algunas casas del barrio estaban destruidas totalmente; eran cúmulos de escombros; otras parecían cortadas como una naranja, y las paredes de los cinco o seis pisos conservaban aún algunos adornos y cuadros. Podían verse muebles, bañaderas, lavabos y hasta un piano en lo que fue probablemente una elegante y cómoda habitación. A unas cuadras de nuestra Comandancia, frente a la panadería donde pasamos la primera noche, se encontraba el río y el puente que atravesamos al llegar a Lieja. A la salida del puente, de nuestro lado, descubrimos un café y allá fuimos por la tarde a tomar unas copas de coñac. La fábrica donde nos alojamos tenía varios pisos, cuatro o cinco. Nuestra unidad ocupó el segundo y desde las ventanas veíamos el patio y la habitación en la que depositaban, temporalmente, a las víctimas de los recientes bombardeos. Los cadáveres eran colocados en el suelo. Miré una vez; vi las piernas y los zapatos de hombres y mujeres, o los pies desnudos, y no volví a asomarme más por esa ventana. Por la noche nos echamos en los camastros sin desvestimos. Dentro de la fábrica se sentía tanto frío como en la calle. Unos minutos después de acostarnos, sentimos el estallido de cristales rotos. Alguien encendió la luz. Un soldado había destrozado la ventana para orinar. —Are you crazy? (¿Estás loco?) —gritó el sargento Douglas. Una brisa fría entró por la ventana rota. —Goddammit, como si no tuviéramos bastante frío aquí —comentó Marlow. Los ruidos de las ratas se escuchaban en la oscuridad. Estaban intranquilas, hambrientas. Se subían en nuestras bolsas y los abrigos, metiéndose en los bolsillos en busca de algo de comer. Nadie dormía. Repentinamente, el edificio entero empezó a estremecerse y los cristales temblaron como si fueran a explotar. Pensamos que un enorme avión descendía directamente sobre nosotros. —Es un V-2, muchachos. Ahí lo tienen —dijo alguien en la oscuridad—. Mientras oigan el ruido encima no hay que temer, la bomba sigue de largo. El peligro está cuando cesa el ruido y se produce el silencio; entonces cae verticalmente. En ese momento pueden rezar si quieren... A los diez minutos se repitió la conmoción. Las bombas continuaron toda la noche y nadie pudo dormir. Al amanecer, todos los alimentos que llevábamos en los bolsillos, la mochila y la bolsa habían desaparecido, devorados por las ratas. Un polvo blanco y fino había caído sobre nosotros. No sabíamos qué podría ser. Luego supimos que era el polvo del cielo raso. A las dos semanas de bombardeo, de día y de noche, estábamos agotados y nerviosos. Las bombas aparecían por encima de la colina detrás de la estación del ferrocarril y la panadería. Unas bombas continuaban hacia Amberes y el centro de Lieja y otras caían en Erthal, donde nos encontrábamos. Nadie estaba tranquilo. No nos quitábamos la ropa ni las botas. No nos atrevíamos a bañarnos ni lavarnos un poco por lo que pudiera ocurrir. Las bombas venían una detrás de la otra, o cada diez o quince minutos. A veces había una tregua de media hora o más... En algunas ocasiones caían tirillas de papel plateado que lanzaban los aviones alemanes para burlar el radar. Cuando veíamos los papelillos plateados decíamos: «The son-of-the-bitches are flying on top of us» (Los hijos de puta están volando sobre nosotros). Un golpe cualquiera, el sonido de una cuchara al caer al suelo, hacía saltar a los hombres. Una tarde, al oscurecer, llegaron unos camiones grandes y largos al patio de la Comandancia. Uno de nuestros oficiales dijo: «Todo el mundo tiene que bañarse. Aquí hay soldados que no se bañan desde hace un mes». Nos pusimos en fila para entrar en las duchas. Me quité la ropa dentro del camión: dos uniformes, uno de campaña y otro de invierno, uno sobre el otro, un chaleco blanco de piel de oveja hecho por mi mujer, dos suéteres, uno castaño de la Cruz Roja y el verde olivo del ejército, que llevaba puesto sobre los demás, más una camiseta y un calzoncillo largo. Mis compañeros, al verme desnudo, exclamaron: —¡Miren eso! ¡Goddammit, el cubano es flaco! Otro soldado comentó riéndose: —¡Coño, el cubano no era más que ropa! Cuando salimos de las duchas parecíamos pálidos. El coronel Benson se instaló en un buen apartamento, en un quinto piso frente al río desde que llegamos, pero al intensificarse el bombardeo, se mudó para una casa menos elegante y cómoda pero más segura. No supimos nada de él; desapareció durante casi dos semanas y todos nos alegramos de no verlo alrededor. Nos preguntábamos qué le habría sucedido. Todo el mundo andaba más o menos por su cuenta. El 24 de diciembre, al anochecer, el bombardeo se intensificó. Nos refugiamos en un sótano largo y estrecho, cerca del río. A cada rato abrían la compuerta que daba a la acera y alguien decía al entrar: «¡El cine desapareció!». El cine donde estuve mirando las fotografías por la mañana. O gritaba un soldado impresionado: «Our bar is gone, man!» (¡Nuestra cantina desapareció!) Los nazis acababan de iniciar un desesperado ataque en las Ardennes, penetrando en las líneas americanas. Los camiones y carreteras de Lieja estaban bajo el fuego enemigo. Los alemanes, vistiendo el uniforme americano, se habían infiltrado entre nosotros. Uno de ellos fue detenido en un comedor cuando elogió el almuerzo, que tanto maldecíamos. Reinaba el pánico. Con ansiedad leía el periódico del ejército The Stars and Stripes y miraba los mapas. Un círculo blanco era Lieja y la región donde estábamos, alrededor del círculo, por arriba, por abajo, a la derecha y la izquierda, aparecían unas flechas negras, gruesas, amenazadoras, de los alemanes. Yo había visto mapas parecidos en los diarios, de los frentes en otras guerras en países lejanos, pero esa vez las flechas negras eran los nazis y dentro del círculo blanco me encontraba yo. Casi a medianoche me refugié de nuevo en nuestro sótano. Me tendí en el suelo usando de almohada un rollo del periódico Noticias de Hoy, de La Habana, que acababan de entregarme. El paquete había andado por Inglaterra y Francia, alcanzándome en Bélgica. A mi alrededor descansaban otros soldados. En la primera página del ejemplar aparecía un retrato de Lenin. Cubrí su nombre con una mano: mostré el grabado al compañero que se encontraba tendido a mi lado, a la derecha: —¿Sabes tú quién es? El soldado respondió con una carcajada. —Listen to this —exclamó—, ¡este tipo me pregunta si conozco a alguien que aparece en un periódico de Cuba! ¿Cómo voy a conocerlo, si él es el único goddamn Cuban que he conocido en mi vida? Después miré un número de la revista Coronet que encontré en el sótano. Me interesó un artículo sobre las mujeres soviéticas en las guerrillas. Entre las fotografías reproducidas mostraban a tres muchachas ahorcadas, en una plaza pública cubierta de nieve en una aldea. Las guerrilleras no pasaban de veinte años. Las bombas continuaban cayendo alrededor, estremeciendo el refugio. Nos parecía que cada vez estallaban más cerca. De repente abrieron la compuerta y un teniente gritó: —¡Todos afuera con las granadas de mano, goddammit! Quise levantarme y las piernas no me respondían. Haciendo un esfuerzo me puse de pie aguantándome de un tubo. Con los puños me di golpes en las piernas hasta que se normalizaron. Corrimos a la calle. En silencio y en la oscuridad nos agrupamos. Seguidamente el teniente dio la orden de partir. Caminamos en dirección a la panadería y, al acercamos a la esquina de la segunda cuadra, oímos hablar alemán: —Ein, zwei, drei, vier, fünf... Pensé que había llegado el enfrentamiento con el enemigo. No se escuchaba nada más, excepto nuestros pasos, disparos y ruidos de cañones en la lejanía. Entonces, en la negrura distinguimos a un grupo de soldados alemanes: prisioneros acabados de capturar. Un sargento nazi los contaba alrededor de dos o tres oficiales hitlerianos, rodeados de nuestros soldados. Continuamos hasta la plaza de la panadería y la Comandancia. Allí nos distribuyeron. Me tocó compartir una tarea con un soldado negro por primera vez. El soldado negro era joven. Me dijo que venía de Filadelfia y jugaba beisbol. Comentamos sobre el ataque alemán y la matanza que acababan de cometer en Malmedy. Mientras tanto, no perdíamos de vista la colina por donde surgían las bombas V-2, como una bola de fuego anaranjada. Le hablé de Cuba y de la Nochebuena cubana, con lechón asado, frijoles negros, arroz con pollo, yuca y los turrones... Después me acordé de mi preocupación por la caída del pelo. Pensaba que la calvicie era la peor desgracia que podía sucederle a un hombre; que ninguna mujer miraba dos veces a un calvo, pero en aquel momento me pareció sin importancia ser calvo o tener mucho pelo. Sólo deseaba regresar a La Habana de cualquier manera. Unas horas más tarde nos relevaron. Busqué protección en un lugar que no estuviera tan cerca del río y del puente, donde las bombas caían con frecuencia. Escogí un sótano frente a la Comandancia. Me acomodé debajo de una viga de hierro, pero al cabo de un rato me volví a la izquierda para estar entre las dos vigas, y evitar que una me aplastara si caía una bomba. En menos de media hora cambié de parecer varias veces, colocándome aquí y allá. Finalmente me dormí. Estaba solo en el refugio. Alguien me despertó golpeándome con el pie. Era Benson. —Get out of here, goddammit! (¡Fuera de aquí, carajo!) —gritó nervioso, aterrado. Me levanté y él se acostó en mi puesto. En la oscuridad —serían cerca de las tres de la madrugada— me dirigí hacia el refugio cerca del café destruido. Dos veces me dieron el alto y tuve que identificarme con la palabra clave de esa noche. La palabra era «Luna». —¿Quiénes juegan en Polo Grounds? —preguntó un guardia como contraseña. —Los Gigantes. —Go ahead, man (Sigue, muchacho) —dijo. Llegando al edificio donde me resguardaba, sentí el ruido de una bomba aproximándose en mi dirección. El ruido era cada vez más horrendo, ya casi sobre mí... Me tiré al suelo en la calle, apreté el cuerpo y la cara contra el borde de la acera. La explosión me lanzó al aire envuelto en una luz azulosa y rojiza. La bomba cayó cerca, en la cuadra siguiente. Luego de tantearme para comprobar que estaba bien, me apresuré en llegar al sótano, donde pasé el resto de la noche. Al día siguiente, caminando por una acera, escuché una canción de Gershwin en un radio. Me detuve cerca de la ventana para oírla. La canción me recordó un bar en Lenox Avenue un verano, recién llegado a Nueva York. La música despertó en mí intensos deseos de vivir... La vida me pareció hermosa y tuve miedo. Recordé también la entrada del subway en una estación de Harlem, con el cintillo del Daily News: «Jean Harlow died» (Murió Jean Harlow). Me pregunté: «¿Qué será died?». Tuve el presentimiento que no era nada bueno. El 31 de diciembre me mandaron a supervisar el trabajo de los prisioneros alemanes en los depósitos de combustible y provisiones. Aunque no eran las cinco de la tarde, ya era de noche. Los prisioneros amontonaban las cajas y los bidones de gasolina en forma de bloques, de tres o cuatro metros de altura, en una extensión de varias cuadras, en filas, como calles. En la oscuridad, los soldados nazis, con sus uniformes gris-azulosos, parecían fantasmas. Llevaban la cabeza cubierta de bufandas, asomando sólo los ojos y la nariz. Las mangas largas de sus abrigos cubrían sus manos como si hubieran sido cercenadas, y el intenso frío, con viento, nos hacía estar en constante movimiento y golpear los pies contra el suelo, mientras agitábamos los brazos para evitar que se entumecieran. Marlow apareció en un jeep. —Nos vamos inmediatamente para Huy —dijo. Y soplándose las manos para calentarlas, añadió: —La guerra no debería hacerse en invierno. Dos o tres horas después salíamos de Lieja. Al pasar el puente, cuando nos encontrábamos en el centro, sentimos el zumbido de un avioncito volando casi a la altura de las casas. Sin que nadie diera la orden, saltamos de los camiones y corrimos hacia la calle para echamos al suelo. Una luz rosada iluminó el paisaje: el puente, el río, las calles y las casas. El avión de reconocimiento desapareció rápido, tal como vino, y las luces de bengala descendieron lentamente en pequeños paracaídas. Los bosques, a los lados del camino, estaban blanqueados por la nieve. La noche había aclarado un poco y no ignorábamos la cercanía de las líneas alemanas. Íbamos callados, apretados en los asientos de los camiones. Faltaba poco para las doce cuando llegamos a Huy. Nos instalamos en el suelo de la mansión que ocupaba la Comandancia de la Gestapo. —¡Eh, Billy —dijo un soldado—, en tres minutos termina el año! —Happy New Year, man —respondió Billy. Unos días después llegó una carta del Comandante General de la sección de Lieja, dirigida al coronel Benson. Decía: «Usted debió pensar, al aceptar la responsabilidad de oficial y coronel del ejército, que habría momentos en que arriesgaría su vida. El abandono de sus hombres en Lieja fue una vergüenza...». Una semana más tarde, Penny y yo salimos para Francia en busca de abastecimientos. Íbamos en un camión enorme y en el trayecto nos detuvimos en una aldea para averiguar algo. Penny se bajó y yo me quedé en el vehículo. Un muchachito de unos ocho años se detuvo a contemplar nuestro camión. Luego de mirarlo detenidamente por delante, por atrás y por los lados, preguntó: —¿Eres alemán? —No, soy americano. —¿Eres americano? —Sí. —Entonces dame chicle. Le regalé un paquete que llevaba en el bolsillo. —¿Manejas tú el camión? —No, un compañero. —¿Cuántos alemanes has matado? Me demoré en responder. Si le confesaba la verdad, que no había matado a nadie, se iba a desilusionar... —He matado a tres... —Trois? Pas mal... (¿Tres? No está mal...). Y se alejó mascando chicle, equilibrándose sobre la raya del cemento de la acera, con los brazos extendidos, como si caminara por una cuerda floja. Nuestro teniente Nadie sabía nada de John Farrell, excepto que era un soldado profesional. Llevaba veinte años en el ejército cuando comenzó la guerra y, como muchos sargentos viejos, lo ascendieron a teniente. Farrell tenía la cara angulosa, cuadrada, llena de arrugas; el pelo gris, el rostro rojizo. Parecía un indio norteamericano. El teniente Farrell hablaba poco y despacio. Se movía también con lentitud. Cuando se le preguntaba algo, meditaba un largo rato antes de responder: «I don’t know» (No sé). Y, después de una pausa, añadía: «I really don’t know» (Realmente no sé). No recuerdo haberle oído decir otra cosa... Nunca supimos lo que hacía, cuál era su tarea. Lo veíamos siempre siguiendo al coronel, como un perrito. El coronel Wilson era un viejo chiquito y flaco, con lentes grandes sobre su naricíta pequeña. El pelo blanco le caía sobre la frente. Se quejaba del derroche del ejército y, sobre todo, de la comida que se malgastaba en nuestro campamento. Una mañana, mientras yo encendía la chimenea, el coronel comentó, dirigiéndose al teniente Farrell, que contemplaba el fuego arder: —En este campamento se desperdicia tanta comida que con lo que se echa a los recipientes de la basura se puede mantener al ejército de... El coronel no terminó la frase y volvió a empezar: —Con la comida que se desecha aquí se puede alimentar al ejército de... Una vez más no concluyó lo que intentaba decir. No se le ocurría ningún país a cuyas fuerzas armadas los Estados Unidos pudieran alimentar con la comida que botan a la basura, pero al verme echando leña al fuego de la chimenea, me miró como si yo fuera una revelación. Entonces dijo: —Con la comida que descartamos en este campamento se puede mantener al ejercito de... México. Mi presencia, sin duda, contribuyó a completar su idea, y me alegró después de todo... A veces, Farrell se sentaba cerca de la chimenea para leer The Stars and Stripes, el periódico del ejército. Usaba entonces unos lentes pequeños, de aros de metal, que le hacían parecer más viejo. Leía despacio, como si le costara trabajo la lectura. Nunca lo vimos escribir cartas, ni supimos que recibiera correspondencia. Una madrugada, en una aldea de Bélgica, en los primeros días de enero, caminé por unas callejuelas cubiertas de nieve, en busca de nuestro nuevo comedor. Las ráfagas del viento parecían juguetear con la nieve. El comedor estaba casi a un kilómetro de nuestro cuartel. Era una casa rústica, sin paredes, donde el viento frío soplaba de un extremo al otro. El desayuno consistía en un tazón de café sin azúcar. En la sección para los oficiales vi al teniente Farrell. Estaba solo y tenía enfrente una azucarera en la mesa. Me acerqué y le pedí permiso para endulzar mi café. Farrell levantó la cabeza con su lentitud habitual. Me miró, y después de un largo silencio que hizo arrepentirme de haberle pedido azúcar, respondió : —Well... I don’t know... I really don’t know... Le dije que no importaba. En la sección de los soldados, bebí de pie mi café amargo pero caliente. Ese mismo día, por la tarde, los muchachos jugaban al póker en la barraca cuando entró Marlow, uno de nuestros choferes. Venía de la frontera alemana. —Encontraron muerto a Farrell —dijo con tranquilidad, mientras se quitaba los guantes y el abrigo. —¿Eh? —preguntó alguien. —Que encontraron muerto al teniente Farell —repitió Marlow. El juego continuó sin comentarios. Poco después apareció el sargento Douglas y ordenó que Penny y yo fuéramos al necrocomio. El jeep resbalaba por los caminos cubiertos de hielo y nieve. Penny, que conducía, sacó una botella de Calvados escondida debajo de su asiento. —Goddammit, qué frío hace —dijo. Destapó la botella y se dio un largo trago. Eran las cuatro de la tarde y oscurecía. En el necrocomio estaba el teniente Farrell. Tenía la cara ensangrentada, con manchas en la frente y la mejilla izquierda. Sus ojos estaban cerrados y la boca entreabierta mostraba parte de sus dientes manchados por el cigarro. Cerca, sobre otra mesa, se hallaba el cadáver de una mujer joven, de rostro hermoso, de pelo negro, abundante y lacio. Tendría unos treinta y cinco años. Me entregaron la ropa y las pertenencias del teniente. Coloqué todo en el asiento trasero del jeep. El reloj lo puse en el bolsillo de la chaqueta manchada de sangre. Penny encendió un cigarro y arrancó. Pensé en la mujer de cara delicada, piel blanca y densa cabellera negra. ¿Cómo encontró la muerte una mujer tan bella? ¿Se llamaría Denise? ¿Susanne? Saqué el Calvados y me empiné la botella. Luego se la pasé a Penny. Regresamos sin hablar. Ya era de noche. En la barraca continuaban jugando al póker. —¿Qué pasó? —preguntó un soldado sin apartar la vista de las cartas que tenía en sus manos. —I don’t know... I really don’t know... —le respondí. Mi amigo Penny Estábamos en Liverpool cuando llegó Penny Patterson, el minero. Penny era de mediana estatura, de cara ancha y una sonrisa que parecía extenderse de una oreja a la otra. Al reírse —y lo hacía con frecuencia— cerraba los ojos achinados que le daban aspecto de mongol. Fumaba mucho, un cigarro tras otro, que encendía sin necesidad de fósforos. Tenía los hombros anchos, la barriga protuberante, las caderas estrechas y las piernas delgadas: parecía un sapo. No entendíamos por qué estaba en el ejército. Había estado en la prisión de Sing-Sing por matar a un hombre —un minero. Acababa de cumplir cuarenta años, cuatro más del límite para ser llamado a servir en el ejército. Era también abuelo, con tres nietas. Le faltaban algunos dedos en las manos, perdidos en accidentes en las minas. El asma le impedía dormir. Respiraba con dificultad, tosía, se ahogaba. Cuando la tos le molestaba mucho se sentaba en el catre a fumar y, desde mi cama, veía yo, casi todas las noches, el fuego de su cigarro rasgando la oscuridad. No tardamos en hacernos amigos y por la mañana, a las diez o las once, preparábamos un caldo a la intemperie, junto a un aeropuerto cerca de Londres, de donde salían los aviones ingleses que bombardeaban al enemigo en el continente y partían los planeadores con abastecimientos. Calentábamos el agua en nuestros tazones, agregándole el concentrado en polvo de sopa de res o gallina, en un fogón que improvisamos con piedras, ramas y hojas secas. Un día, mientras tomábamos nuestro caldo, quise saber por qué motivo estaba en el ejército, siendo tan mayor, con asma y con las manos mutiladas. Me miró con picardía al escuchar mi pregunta. Sonriendo, contó que llevaba relaciones con una mujer en Pennsylvania. Ella era la esposa del director de la oficina del Servicio Militar Obligatorio de su pueblo minero y que el marido, al enterarse del engaño, lo llamó al ejército a pesar de su edad, sus padecimientos, sus dedos mochos y haber estado varios años en prisión. Hizo el relato riéndose, sin quejas, como un muchacho que cuenta una pillería. Un domingo por la tarde, que no teníamos nada que hacer, saqué de la mochila mi estuche de acuarela y pinté un caballo con colores azules. Penny, a mi lado, se entretenía mirando. Le llamó la atención el color del caballo... Dijo: —Pero, ¿quién ha visto un caballo azul? Le respondí que en Cuba había caballos azules. Se rió y empezó a toser. —¡Oigan eso! ¡Que en Cuba hay caballos azules! —exclamó. Encendió un cigarro con el cabo del que ya casi empezaba a quemarle los dedos. —Mira, tú eres el único cubano que he conocido en mi vida. Espero que los otros no sean tan mentirosos... Y soltó una carcajada. —¿Puedes pintar una mujer desnuda? —Claro. —Entonces píntame una en el hombro, como un tatuaje. Penny era lampiño. Dibujé una mujer desnuda de pie; una pierna en el brazo y la otra en el pecho. Los pelos de la axila del soldado coincidían con el pubis de la dama dibujada. Los compañeros de la barraca se encantaron con «la obra de arte», y más aún cuando Penny movía el brazo, dando la impresión de que la mujer «tatuada» abría sus piernas... Los soldados teníamos un seguro de vida. La esposa o la familia recibirían diez mil dólares si no regresábamos de la guerra. A veces Penny decía: —¿Te das cuenta de lo que puede hacer tu mujer con diez mil dólares? No tendrá dificultad en casarse otra vez. Ilse es joven, atractiva...; será una viuda con dinero. Tu mujer sale mejor con diez mil dólares que contigo. Eso está claro. Él mismo se reía de sus ocurrencias. Más tarde, cuando nos encontrábamos en Bélgica y las bombas caían cerca, exclamaba: —¡Ay, ya veo a Ilse buscando un abrigo de piel! Ya debe estar mirando en las vidrieras... Una noche cayó una bomba cerca. Estábamos en un búnker. La explosión nos lanzó al aire envueltos en una luz rosada y azul. Éramos cinco o seis soldados y un oficial. El teniente Nichols, asustado, lloriqueaba, llamando a su mamá, que estaba bien lejos, en los Estados Unidos. Llevábamos dos semanas de continuo bombardeo. Charlie, el boxeador, alto y robusto como un roble, que siempre estaba lanzando golpes al aire a un contrario imaginario, saltando y moviéndose como si estuviera bailando en el ring, perdió el control de sus nervios. Me agarró la chaqueta por el pecho, me levantó en el aire, y golpeándome contra el muro gritaba histérico: —¡Nadie va a salir vivo de aquí! Goddammit! ¡Nadie! En el suelo estaba Penny Patterson riéndose. —¡Ya Ilse tiene prácticamente el abrigo de piel puesto! —dijo. Las carcajadas y la tos lo ahogaban. Una mañana, en Francia, pasaron lista al amanecer y Penny no respondió. Nos dimos cuenta de que no estaba allí. Se había ausentado sin permiso. A las tres de la tarde lo encontró la policía militar en un bosque con una mujer desnuda. Supimos que estaba preso y más tarde que había sido condenado a seis meses de prisión. Después del proceso, cuando lo conducían a la estacada, me lo encontré de casualidad en un camión dentro del patio de la fábrica que era nuestro cuartel. Me contó lo sucedido. Se emborrachó en un burdel, donde iba con frecuencia, y sin que lo notaran se llevó a una de las muchachas en el jeep. Ella había tomado y estaba desnuda. Luego, en el campo, se robó una ternera y la metió también en el vehículo, continuando hasta un bosque en el camino de Chalons. Se reía contándome lo que hizo, mientras fumaba y sostenía el cigarro entre sus dedos mochos. —¿Qué podía hacer yo con una ternera? —se preguntaba entre carcajadas. Los soviéticos combatían ya cerca de Berlín. La guerra en Europa parecía terminar. —Pronto regresarás a Brooklyn —dijo Penny sentado en el camión con los otros soldados presos—. Cuando tu mujer abra la puerta se encontrará contigo, en lugar del cartero con un cheque de diez mil dólares. Qué desilusión tendrá la pobre mujer... ¿No te da vergüenza? La risa empezó a ahogarlo. El camión arrancó. Me quedé mirando como desaparecía por la puerta de la fábrica, y vi a mi compañero encender un cigarro. Sabía que no nos volveríamos a ver... Troyes La ruta hacia París era fácil. Por todas partes los letreros señalaban el camino y aún se veían las indicaciones en alemán: «Nach Paris». Íbamos en busca de abastecimiento. Marlow manejaba el camión. Recogimos la carga en los almacenes de la Porte de Cliché, y seguidamente empezamos a buscar la Embajada de Cuba. Tenía deseos de hablar con un compatriota y oír noticias de mi tierra. Al fin la localizamos en los Campos Elíseos. Las calles estaban desiertas, sólo se veían vehículos del ejército americano y algunos franceses. Los camiones tenían chimeneas y usaban leña como combustible, echando humo como las locomotoras... Subí en el ascensor. Un sirviente francés abrió la puerta. Esperé un rato y apareció un hombre de baja estatura, vistiendo una bata de seda rojiza. Me recordó a los aristócratas ingleses de las películas. El diplomático cubano fumaba un cigarro en una boquilla de casi un pie de largo. Lo acompañaba un perro que le llegaba a la cintura. El galgo era alto y flaco, de un color ambarino. Nos sentamos en unos sillones cómodos. Le dije que venía de Bélgica, que era cubano, soldado en el ejército norteamericano. Entonces me habló de la guerra, de las dificultades que tuvieron durante los últimos años en Suiza. «No tiene usted una idea de los trabajos que pasamos en ese país. La correspondencia de Cuba llegaba siempre con meses de retraso y no era fácil encontrar en Berna los cigarros Camel, que son los que yo fumo». Mirando al hombrecito con su larga boquilla acariciando al perro mientras hablaba de sus dificultades en Suiza, pensé: «¿Qué coño hago yo aquí? Hace unos días mi cama era el suelo...». Me paré y me largué. Afuera estaba mi compañero Marlow esperándome en el camión. Buscamos un bar en la barriada y nos tomamos un par de coñacs. Unos días después me condujeron a medianoche a un Centro de Información. El Centro era una caseta con un mostrador, como las que se ven en la playa para vender salchichas o helados. Se encontraba al borde de dos carreteras en un bosque alejado de todo. —¿Cuál es mi tarea? —pregunté. —No tienes que hacer nada —respondió el sargento—. Sólo atender a los que deseen saber alguna información. —¡Pero ni yo mismo sé dónde estoy! —dije protestando. —No importa. Alguien tiene que estar aquí toda la noche. Haz lo que puedas. Buena suerte. El sargento se metió en el jeep y se marchó. En la caseta había una bombilla de pocas bujías y, alrededor, la oscuridad más absoluta. Todo era negro. Sólo se escuchaba el rumor constante del intenso silencio. Al cabo de media hora sentí ruidos de camiones y pronto se detuvieron frente a la caseta. Un soldado descendió del primer camión del convoy y preguntó: —Which is the way to Epernay, man? (¿Cuál es el camino a Epernay, amigo?) —No sé. —¿Cómo podemos seguir hasta Chalons? —Tampoco sé... —¿Dónde está la Cruz Roja más cercana para tomar café a esta hora? —No tengo la menor idea. El soldado, enfurecido, exclamó: —Goddammit, you don’t know nothing! What the hell are you doing here? (¡Coño, no sabes nada! ¿Qué rayos haces aquí?). —Eso mismo quisiera saber yo. El soldado se retiró disgustado mascullando insolencias y maldiciones. Durante la noche se detuvieron muchos vehículos en busca de direcciones, pero continuaron su camino sin averiguar nada. Algunos siguieron de largo insultándome y otros diciendo malas palabras. Un tipo pensó que yo era italiano y desapareció en la oscuridad diciendo: «Con razón nunca me han gustado los cabrones italianos, ni los espaguetis; son unos ignorantes, no sirven para nada». A la semana de nuestra llegada a Troyes me enviaron a una lavandería para que me encargara de nuestra ropa. En el camino, el chofer del jeep, un hombre mayor, canoso, llamado Claude, de poca estatura, con una boina negra y una colilla de cigarro en la boca, casi siempre apagada, me advirtió que esa lavandería era la misma que usaron los alemanes. «Se hicieron ricos lavando la ropa de los «boches», (alemanes) monsieur». Le ordené al chofer que regresara al cuartel. Conté al teniente lo que Claude acababa de decir. El oficial me escuchó y dijo: —Bueno, ¿y qué? —Que son nazis, sir. —¿Tienen la swástica en el brazo? —No. —Entonces no son nazis. Y añadió: —A mí lo que me importa es que laven nuestra ropa. Más tarde, el dueño de la lavandería fijó el precio y exigió que se le diera el jabón, porque «les américains étaient plus riches que les allemands... (los americanos eran más ricos que los alemanes)». Luego, cuando regresábamos al cuartel, el chofer francés comentó: «Monsieur, a veces me pregunto quiénes están ganando la guerra, si ellos o nosotros», refiriéndose a la gente como el dueño de la lavandería. En las primeras horas de la mañana salía yo del comedor con una naranja en la mano. Al verme un oficial, dijo: «Soldado, no se puede llevar esa naranja. Tiene que comérsela aquí o la deja». La dejé. Los franceses de la «Résistance» pelaron a rape a las mujeres que colaboraban con los alemanes o eran sus queridas. Se veían en la calle con el pelo corto como muchachos. Por la tarde, el mismo día del incidente de la naranja, me enviaron al cuartel de los oficiales para resolver un asunto donde se necesitaba hablar francés. El cuartel estaba en una mansión lujosa, en un camino sembrado de árboles. Me recibieron media docena de mujeres con el pelo como niñas de meses o un año. Las mismas que habían sido las amantes de los nazis se acostaban ahora con los oficiales americanos... La mesa del comedor donde nos sentamos para hablar estaba adornada con una frutera llena de naranjas, plátanos y piñas. Cuando abrieron el refrigerador, pude ver que estaba bien surtido de carne de res, pollo, pavo, jamón y frutas. Recordé a Claude, el chofer, que se preguntaba quiénes estaban ganando la guerra... Caminando una tarde hacia nuestro cuartel, Marlow y yo nos metimos en la cantina. Hacía frío y queríamos tomar una copa de vino blanco. Detrás de la barra estaba una mujer joven — probablemente la esposa del dueño— con un niño abrazado a sus piernas. El niño, de unos cuatro años, se apretó a la madre cuando nos vio entrar. Pedimos vino blanco. Su hermanita de unos ocho o nueve años, se hallaba sentada a un extremo del café, cerca del fonógrafo. —¿Cómo se llama el muchachito? —pregunté probando el vino. —Il s’appele Paul. (Se llama Paul). —Il est très timide... (Es muy tímido) —dije. —C’est vrai... Il a peur des soldats. (Es verdad, tiene miedo de los soldados). —Ya veo. —Cuando teníamos a los alemanes por aquí, uno de ellos pidió coñac. Le dije que no había y el soldado, insultándome, me golpeó. Caí al suelo. Creyó que no quería atenderlo. Le petit Paul estaba presente. Desde entonces tiene horror a los soldados. Cuando ve un uniforme se espanta. —Comprendo. Me acerqué al fonógrafo; escogí un disco. Pregunté a la muchachita si era posible oír una canción. La niña respondió: —Oui, monsieur. Se levantó y puso el disco que le di. Era una canción de Lucienne Boyer interpretando «Parlez-moi d’amour (Háblame de amor)». Marlow dijo: —Let’s have another one (Tomemos otra). La mujer llenó los vasos nuevamente. Y la muchachita preguntó: —Encore, monsieur? (¿Quiere oírlo otra vez, señor?). La niña volvió a poner el disco. Después de escuchar dos veces la canción, pagamos y nos despedimos. En dos o tres ocasiones volvimos al bar. La chiquilla al vernos preguntaba: —Voulez-vous écouter Lucienne Boyer, monsieur? (¿Quiere oír a Lucienne Boyer, señor?). Y escuchábamos una vez más la voz suave y sensual de la cantante francesa. La madre le decía al niño: —Ce sont des amis... N’aie pas peur... Voyons... (Son amigos... No tengas miedo... Vamos...). La última vez que fuimos al bar la madre andaba por la trastienda. La niña al vernos entrar gritó: —Maman, les soldats de Lucienne Boyer sont lá (Mamá, los soldados de Lucienne Boyer están aquí). Todos estábamos metidos en los catres cuando llegó Sam Pollman. Vino exaltado. Había ido al pueblo con un pase y ya estaba de vuelta, a las once de la noche. —¡Muchachos, lo que hacen las francesas! —exclamó. Armó un alboroto caminando de un lado al otro de la habitación mientras se desvestía. —Goddammit, estas mujeres conocen su negocio... En Alabama no hacen estas cosas. —Bueno, cálmate y deja dormir a la gente —dijo el viejo sargento Douglas—. Te sorprenderías de lo que hacen allá y en todas partes. —Seguro que no viene de la Cruz Roja —comentó Marlow. —Estuvo en la casa donde voy yo —dijo Jimmy. Sam Pollman se quitó la ropa y se metió en la cama. En silencio cada uno se sumió en sus pensamientos. Charlie empezó a comportarse de modo extraño. No andaba bien de la cabeza. Si tropezaba conmigo en el cuarto, no decía nada inmediatamente, pero después hablaba solo, amenazándome, caminando de un lado al otro, con pasitos cortos, rápidos, como si estuviera muy apurado. Colocaba sus cosas en un lugar, las quitaba seguidamente y las ponía en otra parte. Dos o tres minutos más tarde las volvía a poner donde estaban antes. —Aquí —decía balbuceando— un sargento no es nadie, no hay respeto, pero esto no va a durar mucho. No señor, esto no va a durar. Uno de estos días terminará. Los agarraré a todos, uno por uno; no, a todos juntos, y les entraré a puñetazos. Entonces golpeaba la pared con furia, como si le pegara a un boxeador en una esquina del ring para rematarlo. Salía rápidamente del cuarto tirando la puerta con tal fuerza que hacía vibrar toda la habitación. Luego surgía como un toro en la arena, se daba puñetazos en la palma de la mano izquierda, mascullando amenazas. Si estaba de buen humor cantaba interminablemente las canciones sentimentales. A veces se aparecía corriendo a las seis de la tarde, se quitaba la ropa y la echaba al suelo por todas partes. Desnudo, hacía ejercicios lanzando golpes al aire como si estuviera boxeando. Después se bañaba y cantaba alegremente imitando a Bing Crosby. Luego se perfumaba desde la cabeza a los pies y se vestía impecablemente, con todas sus medallas y entorchados en el pecho. Se ajustaba su quepis frente al espejo y desaparecía por la puerta. Los que convivíamos con él no sabíamos si era mejor la etapa silenciosa con amenazas o la alegre y revoltosa. Una noche amenazó con saldar cuentas conmigo tan pronto se acabara la guerra. «Ya verás cuando esto termine». Pero al día siguiente al despertarme a las seis de la mañana, se paró delante de mí y humildemente y con delicadeza dijo: —Please, can I use your cup? (¿Por favor, puedo usar tu taza?). —Claro que sí, Charlie. Todas las mañanas usaba mi taza para tomar café y yo tenía que pedir otra prestada. Se le había perdido la suya. Al fin conseguí una taza nueva y le regalé la vieja a Charlie. Se alegró como un niño al que le dan un juguete. Una tarde, al llegar al cuartel, me dijeron que Charlie Patton había sido trasladado a otro cuerpo del ejército. No lo volví a ver, pero pude dormir más tranquilo. Charlie era boxeador de peso completo; yo hubiera sido un peso pluma. En nuestro grupo teníamos un tipo llamado Jackie Gordon. Era de Chicago y hablaba como un gangster de las películas. Despreciaba todo lo que no fuera «americano». Le gustaba decir: «Cuando yo camino por la acera in this fucking country (en este cabrón país) tienen que apartarse porque I am an American (soy americano)». Para Jackie sólo contaban los Estados Unidos; el resto del mundo no existía. «Los franceses están atrasados. ¡Goddammit, no tienen ni Coca-cola!» —decía. A las camareras francesas les hablaba en inglés y cuando no entendían gritaba: «I told you to bring me a piece of bread, imbecile!» (¡Te dije que me trajeras pan, imbécil!). Le molestaba oír hablar francés a su alrededor, se alteraba y decía: «Vous-vous-vous... Oui-oui-oui... What a hell of a way to talk! (¡Vaya una manera de hablar!)». Al enterarse que yo era un soldado voluntario, comentó que no entendía por qué participaba en una guerra que era de ellos, de los americanos. Aparte de los deportes, los automóviles y su mujer, no se interesaba en nada más. Una noche en la barraca me dijo: «You can never be an American». «Para ser «amelicano» hay que haber robado manzanas cuando muchacho y saber de beisbol». Le respondí que nunca había robado manzanas, pero que me preguntara quiénes integraban los equipos de las Grandes Ligas desde el año 25 hasta el 43. (Yo me había empapado de beisbol en mis ratos libres en la Biblioteca de la Sociedad de Amigos del País en el segundo piso de la Escuela San Alejandro). Gordon no quiso hacer la prueba. El sargento Liskin comentó, dirigiéndose a Jackie Gordon: —Vas a tener que cambiar el método de juzgar a los que pueden ser «americanos», Jackie. Me temo que el cubano sabe más de pelota que tú. Poco después leí en Yank, el semanario del ejército, un artículo de un soldado progresista sobre los peloteros cubanos en las Grandes Ligas. Refiriéndose a Roberto Estalella, un «jardinero» de los Senadores de Washington, decía: «Roberto y sus compatriotas andan siempre juntos, pero es porque no son aceptados en los círculos del beisbol. Los jugadores son hostiles a los cubanos, los consideran como extranjeros entrometidos en un juego que es de ellos. Cuando viajan, no invitan a Roberto a jugar a las cartas, ni tampoco a sus fiestas o al cine». »Los jugadores contrarios tratan mal a Roberto. Se ha convertido en el blanco de los peloteros del banco contrario, piensan que es un extranjero ignorante, le gritan terribles insultos y tratan de ridiculizarlo y burlarse de él. Los lanzadores se hacen la ilusión de que el cubano tiene miedo y le tiran la pelota rozándole el cuerpo. Roberto Estalella parece un toro; ha sido noqueado con pelotazos en todas las Ligas, pero generalmente se levanta sonriendo y la próxima pelota la envía a las gradas con un fuerte batazo de jonrón. A las burlas Roberto responde con buen humor». En nuestra habitación se instaló un muchacho de Mississippi. Se llamaba Danny Holiday. Lo primero que hizo fue llenar la pared cerca de su cama con fotografías de mujeres desnudas. En el centro, colocó el retrato de su esposa —vestida. Unas mujeres eran de Inglaterra y otras de Francia. Danny era rubio; parecía no haber leído jamás un libro o un periódico. Aunque Jimmy Gluck era analfabeto, recibía numerosas cartas de mujeres de su pueblo, en Tennessee. Los compañeros le leían su correspondencia en alta voz, y Jimmy gozaba sonriendo, como si las cartas le trajeran recuerdos agradables... Entonces hablaba de la mujer que le había escrito, describía su figura, su cuerpo, sus caderas, sus pechos y contaba si eran tiernas y amorosas. No le gustaban las mujeres flacas; prefería que fueran redondeadas, «que tuvieran algo que acariciar». Siempre encontraba a alguien que le contestara las cartas. Así mantenía una copiosa correspondencia. Dictaba lo que quería decir y se aseguraba de que escribieran lo que había dicho. «A ver, lee lo que has escrito» —decía. Con frecuencia, por las noches teníamos que leerle las cartas de las novias más de una vez. Jimmy era bastante feo, con sus dientes protuberantes que le daban cierto aspecto de idiota, pero todos lo querían. En una de nuestras tareas, nos detuvimos Marlow y yo en una aldea a tomar un Calvados. Conversando, el dueño del bistro preguntó qué hacíamos antes de la guerra. Le dije que Marlow tenía un candy store, que vendía helados y caramelos. —Moi, je suis peintre (Yo soy pintor). —Un artiste... Voilà... Seguidamente añadió: —En el pueblo tenemos un pintor. Se llama Charles Walch. Monsieur Walch es conocido en París... Si usted quiere, mi hijo puede llevarlo hasta su casa. Ce n’est pas loin d’ici... (No está lejos de aquí). Pagué y dije que me interesaba hacerle una visita. —¡Pierre! —gritó el patrón—, llévalo a la casa de Monsieur Walch. El muchachito, de unos diez años, me condujo a casa del artista. El pintor mismo abrió la puerta. Estaba pintando. Noté que le faltaba la mano izquierda. Con el antebrazo y el pecho sostenía la paleta. Llevaba puesta una bata blanca de trabajo manchada de pintura. En la saleta, con ventanas al jardín y la huerta, tenía su estudio. Le dije que yo también pintaba, y cuando apareció la esposa, una mujer pequeña y delgada, de pelo castaño, me presentó diciendo: «C´est un soldat americain qui fait la peinture...» (Es un soldado americano que pinta). Me mostró una colección de gouaches que había pintado recientemente. Su colorido era brillante, predominando los azules y los rojos. Era buen pintor. Me vio observando unas hojas de papel llenas de rayas de colores trazadas con el pincel; líneas que se cruzaban de un margen al otro hechas con soltura. Dijo: «Yo trabajo así; preparo el papel con rayas de colores y toques pequeños aquí y allá y sobre eso pinto. Descarto lo que está de más, lo que no me ayuda, y dejo de mi lado todos esos accidentes que de otra manera, con intención no hubiera logrado». El pintor era pequeño, un poco redondo, amable. Me registré los bolsillos y le di lo que tenía: chocolate, una ración de queso enlatado y sobrecitos con sopa en polvo. Me dio su dirección en París para que lo visitara alguna vez. «Vivo aquí desde que comenzó la guerra. Es más fácil conseguir la comida» —dijo. Meses después vi uno de sus cuadros en un libro sobre la pintura francesa. En él aparecía una mujer al lado de una mesa con una jarra llena de flores. Al fondo, por la ventana, se veía el jardín con una vista desde su estudio en el verano. Marlow, que me esperaba en la cantina, no me había necesitado para darse unos tragos por su cuenta... En la escalera de la fábrica donde acampábamos, vi sentada una niña de unos seis o siete años. Sus ojos azules y brillantes me llamaron la atención. Tenía el cabello rubio, lacio y llevaba un abriguito viejo, ajado, de un color grisáceo. Sus zapatos negros eran altos, con suelas de madera. Le pregunté cómo se llamaba y me dijo su nombre: «Suzie». La madre estaba sentada a su lado en la escalera. Vestía pobremente también; conocían la miseria. Saqué una naranja del bolsillo y se la di a la niña. Ella preguntó: —Qu’est-ce que c’est ça, mama? (¿Qué es esto, mamá?). —C’est une orange, ma fille. C’est une orange (Es una naranja, hija. Es una naranja) — respondió la madre. Lágrimas rodaron por las mejillas de la señora y, sacando un pañuelo de un bolsillo del abrigo, se las secó. Guido, el compañero italiano, andaba cerca con una cámara fotográfica. Le pedí que nos retratara. A veces, viendo el álbum de los viejos retratos de la guerra contemplo a Suzie a mi lado, en la escalera de la fábrica en Troyes. ¿Se acordará —me he preguntado— de la primera naranja que tuvo en sus manos? El prestidigitador y la dama Me presenté ante el teniente Nichols. Quería verme «right away» (inmediatamente). —Esta noche —empezó diciendo— vamos a tener un show. Monsieur Lucien Duval, el gran prestidigitador, acompañado de Madame Duval, actuarán para nuestros muchachos. Quiero que usted sea el intérprete en el escenario. —Pero teniente... —Usted es el hombre. Hemos invitado al mago y a su esposa a comer. Lo espero en el comedor a las seis. Estaré allí. A las seis, cuando entré en el comedor, el teniente Nichols estaba explicando al cocinero cómo tenía que servir la comida. Poco después llegó Monsieur Duval, el prestidigitador, con Madame Duval. El teniente Nichols me presentó diciendo: «Aquí tienen al intérprete». —Enchanté, monsieur —dijeron, extendiéndome la mano. Yo me quedé extasiado. Madame Duval era de una belleza impresionante. Es difícil describirla. Era de estatura mediana. Llevaba un vestido largo, negro, ampliamente escotado, que hacía resaltar su piel blanca y su collar de perlas. Tenía unos ojos hermosos, oscuros, con largas pestañas. Su boca carnosa, bien dibujada, completaba su atractivo. Su rostro, su cabellera negra, su cuerpo y sus manos me parecieron la perfección. «Estoy aquí de intérprete, cumpliendo una misión del ejército» —me dije. En una mesa pequeña, preparada por el cocinero, nos sentamos. Madame Duval en la cabecera, a mi izquierda, y el mago en el otro extremo, al lado del teniente Nichols. Antoine, el cocinero francés, empezó a servir la comida. La comida no se parecía en nada al rancho que nos daba todos los días a los soldados. Ella empezó a comer con delicadeza. Le pregunté dónde residían —no se me ocurrió otra cosa. —Nous habitons à Paris (Vivimos en París) —dijo con una voz delicada que me pareció que le venía bien. Le dije entonces que había vivido en Montparnasse y el Quartier Latin. —Alors vous connaissez Paris (Entonces usted conoce Paris) —dijo ella. En ese momento sentí que algo suave y tibio me rozaba la pierna izquierda, la que estaba cerca de la bella mujer. Aparté mi pierna y otra vez sentí el roce suave que la acariciaba. No podía creerlo. La miré y ella se sonrió. Esta vez el roce fue más fuerte. No era mi imaginación. Aparté la pierna. El mago era un hombre alto y robusto. La miré diciéndole con la vista que se controlara. Ella puso cara de inocente. Para evitar complicaciones alejé mi pierna. En ese instante se oyó el maullido horrible de una gata que pisé debajo de la mesa y corrió espantada hacia la cocina. Después de la comida —hubo hasta postre y café— nos transportaron al teatro de la Place Saint Simon. La sala estaba llena y cuando el teniente Nichols dio la orden de empezar, consultando su reloj, salimos al escenario. Dije unas palabras presentando a Monsieur Duval y a su esposa. Seguidamente, el prestidigitador comenzó su trabajo sacando un conejo del sombrero de copa que tenía sobre la mesa, después de mostrar que estaba vacío. Luego empezó a sacar pañuelos de colores de una manga de su traje, atados unos a otros, y cuando creíamos que había terminado, continuaba sacando pañuelos como si no se acabaran nunca. Después hizo varios trucos con las barajas y sacó huevos y monedas de los bolsillos y de las orejas, y se lució haciendo juegos malabares con las pelotas y las argollas. Entonces, con un elegante gesto de sus brazos, Madame Duval se quitó la falda, quedándose con una trusa negra ceñida al cuerpo, que mostraba las formas de sus pechos y sus lindas piernas, lo que provocó una explosión de silbidos y aullidos de los soldados. Llegó el número final. El mago colocó dos sillas de tijera a una distancia de cuatro o cinco pies en el centro del escenario. —Du silence est absolument nécessaire —dijo. Traduje: «Monsieur Duval necesita absoluto silencio». Madame Duval se tendió en los brazos de su esposo y él acomodó la nuca de ella —su cuello suave y delicado— en el espaldar de la silla de la izquierda, y los tobillos en el espaldar de la silla de la derecha, mientras la sostenía con una mano por la cintura. Con la otra mano le daba unos pases desde la cabeza hasta los pies. Un minuto después quitó la mano de la cintura de la mujer y Madame Duval se quedó rígida como una tabla de planchar. Mientras continuaba dándole pases, me pidió que le quitara la silla donde ella apoyaba los pies. Con temor quité la silla. Y para asombro mío y del público la mujer se quedó tiesa, completamente horizontal, sostenida sólo por la nuca en el espaldar de la silla. Seguidamente el mago pasó un aro grande desde los pies hasta la cabeza de ella para demostrar que sólo se sostenía por el cuello. Pasó el aro dos o tres veces por el cuerpo de la mujer en medio de un absoluto silencio. Contemplé el cuerpo de Madame Duval con temor de romper la concentración y la magia, hasta que el prestidigitador me hizo señas de que pusiera la silla bajo los pies de ella. Entonces colocó su brazo debajo de la cintura de la mujer, le hizo unos pases con la mano y la dama volvió en sí y la levantó. Los soldados aplaudieron con delirio y a la salida del teatro trataban de explicarse el truco. El teniente Nichols me llevó en su jeep al campamento. En el trayecto se preguntaba por qué la silla no se caía con el peso de Madame Duval y cómo pudo mantenerse rígida, recostada sólo en la nuca, sin un apoyo en la cintura y los pies. «I really don’t understand it. It was wonderful» (Realmente no entiendo. Fue maravilloso), decía. Yo iba callado. Arrinconado en el asiento trasero del jeep, pensaba en la francesa. No la veía rígida; la veía suave, dulce, cariñosa... —Are you falling sleep? (¿Te estás durmiendo?) —preguntó el teniente. —¡Oh, no, sir!... Seis horas Cuando vi llegar al sargento, sospeché que no venía a nada bueno. Duncan no entraba nunca en el taller. Con una expresión seria en el rostro caminó hacia donde yo me encontraba y dijo: —Tú sabes que hacen falta policías. Nos han matado unos cuantos últimamente. —Sí, ya lo sé. —Esta noche eres policía militar. —¿Yo? —Sí, de seis a doce. —¿Con tantos hijos de putas que hay aquí que no hacen nada? —Lo siento. Tienes que joderte. Debes presentarte en la Comisaría del pueblo a las seis de la tarde. Duncan era hombre de pocas palabras. No hizo caso de mis protestas. Ya lo había decidido y sus órdenes no admitían rectificaciones. Tomaba en serio su papel en el ejército. —Vete al almacén a recoger lo necesario —dijo—. Tienes que estar listo a las cinco. Dile a Antoine que te dé la comida temprano. Dio media vuelta y se marchó. En el almacén de abastecimiento me entregaron un tolete, una pistola, un cinturón de balas, un casco blanco y un brazalete con las iniciales MP. Regresé al taller de los prisioneros. —¿Alguien aquí sabe cómo funciona una pistola americana? —pregunté. Los diez o doce prisioneros alemanes que estaban alrededor de la estufa esperando la orden de bajar al patio para almorzar, respondieron: —Jawohl! (¡Claro!) Le entregué la pistola a Heinrich, un hombre de la Selva Negra. —Es fácil —dijeron dos o tres prisioneros nazis. —Haben Sie die Kugeln? (¿Tiene usted las balas?) —preguntó el alemán examinando la pistola. Le entregué las balas y después de llenar el peine lo ajustó a la pistola. —Aquí está el seguro —señaló devolviéndome el arma—. Tenga cuidado. Los soviéticos luchaban en las calles de Berlín. Era el final de la guerra y la disciplina del ejército americano se relajaba con rapidez. Todas las noches perecían docenas de soldados en los altercados en las calles, las cantinas y los cafés. Había soldados blancos que no soportaban ver a un negro con una mujer blanca. El resentimiento aumentaba con los tragos, la soledad y la falta de compañía femenina. En las reyertas morían también los policías militares. The Stars and Stripes, el periódico del ejército, comentaba el grave problema en sus editoriales, en la primera página, al lado de las últimas noticias en los frentes. A las cinco fui al comedor. Antoine, el cocinero francés, me sirvió la comida una hora antes que a los demás. Luego salí al patio de nuestro cuartel para esperar el transporte. En un jeep, Marlow me transportó a la ciudad. En el trayecto me advirtió: «Ten mucho cuidado, que los policías militares mueren asesinados por los soldados blancos y los soldados negros. Sería una lástima que te mataran ahora...». Cuando llegamos a la Comandancia dijo: «Espero que regreses al cuartel sano y salvo. No olvides el compromiso que tienes conmigo de pintar un mural en mi candy store (tienducha) en Ohio. Quiero que pintes un Banana Split a todo lo largo de la pared, un plátano partido por la mitad cubierto de helado con crema, almíbar y pedacitos de chocolate y nueces. Algo que le dé envidia a Picasso». La Comisaría estaba llena de policías «profesionales». Un sargento se hallaba sentado detrás de un escritorio grande, en una tarima, dominando la habitación. —Bueno —empezó diciendo el sargento—, sólo faltan unos minutos para las seis. Creo que todo el mundo está presente. Podemos empezar. Y comenzó a pasar lista: —Connolly... —Aquí. —Vete a la estación del ferrocarril. Siguió: —Brown... John Brown... —Sí... —Vete donde empieza la ruta de Chalons. Continuó: —Pat Hopkins... —Aquí. —Ve al café Chez Pierre. Ten cuidado, que anoche perdimos un hombre allí... Y así el sargento distribuyó a los policías, que sumaban como quince o veinte, advirtiendo cuáles eran los lugares peligrosos. Me quedé solo. —Tú debes ser Julio— dijo. —Sí... —Bueno, quédate ahí de retén por si pasa algo. El reloj en la pared marcaba las seis y cinco. Pensé que tal vez tendría suerte y no sucedería nada que requiriera mi presencia. Volví a mirar el reloj y me pareció que no caminaba... La tarde estaba fría. Me acerqué a la chimenea para calentar mis manos. Me quité el casco blanco, el zambrán con la pistola y el tolete. Todo lo puse en un banco largo, que estaba junto a la pared. El sargento continuaba en el escritorio leyendo los muñequitos. Unos quince minutos más tarde, sonó el timbre del teléfono. —¿Qué? ¿Una pelea en la Plaza del Ayuntamiento, dijiste? ¿Dos soldados? ¿Con cuchillo y navaja? ¡Para allá mando un hombre ahora mismo! Al escuchar la conversación me quedé frío. —Vaya una manera de empezar mi tarea de policía —pensé—. Eso era lo que me faltaba... —¿Oíste? —preguntó el sargento dirigiéndose a mí—. Vete inmediatamente a la Plaza del Ayuntamiento. Me ajusté el cinturón de balas, me puse el casco blanco y agarré el tolete. Mientras me preparaba pensé en ir despacio, llegar tarde, cuando ya uno de los dos estuviera muerto y el otro se hubiera escapado. Pero al aproximarme a la puerta, el sargento gritó: —Toma un jeep para que no te demores. Su idea no me pareció buena, pero... Maurice, un viejito francés que yo conocía, era el chofer. —Vamos a la Place de la Mairie, pero no se apure mucho —le ordené. En el trayecto pensé en la mejor manera de intervenir en una reyerta de dos hombres armados con una navaja y un cuchillo, pero no se me ocurrió ninguna..., y repentinamente —horror— ya estábamos entrando en la Plaza del Ayuntamiento. —Arretez-vous ici! (¡Pare aquí!) —le dije al chofer para darme tiempo a pensar. La multitud se había congregado en el centro de la plaza, a una cuadra de distancia del lugar donde se detuvo el jeep. Descendí del vehículo. Me apreté la canana, que me quedaba un poco grande y, empuñando el tolete blanco, caminé resuelto hacia el gentío, dispuesto a actuar enérgicamente para que no vieran el pánico que me invadía. Alguien miró en mi dirección y exclamó: —La police! Por un segundo me alegré de que interviniera la policía y miré hacia atrás para ver a «los colegas», pero no vi a nadie. Comprendí enseguida que yo era «la police». Al llegar a la muchedumbre me abrieron paso. Una mujer alarmada exclamó: —Mon Dieu, la police americaine! (¡Dios mío, la policía americana!) Un viejo señaló impresionado: —Voilà, la police americaine! (¡Vaya, la policía americana!) Otro comentó, retrocediendo para dejarme pasar: —La police americaine c´est formidable! En el centro del tumulto se hallaban unos diez o doce soldados. Los dos de la pelea habían sido separados por sus compañeros. Uno de ellos era menudo y flaco y el otro alto y fuerte. Decidí probar mi autoridad con el pequeño... —¡Lárgate de aquí inmediatamente!... —lo dije en un tono que equivalía a «vete antes de que te metas en un problema serio conmigo». Mi voz salió con una fuerza y autoridad que no esperaba y más aún me asombró que el soldado me hiciera caso. Me quedé con la boca abierta. Entonces vino la prueba más difícil, enfrentarme con el soldado más grande: —¡Tú, ven conmigo! ¡Sígueme! —y dando media vuelta emprendí el camino hacia el jeep. Con el rabo del ojo vi que me seguía, lo cual me tranquilizó, mientras la gente se apartaba para que pasáramos. Casi no lo podía creer. Una anciana vestida de negro y una bolsa en la mano, comentó: —La policía americana es tremenda. Los soldados le tienen terror. No andan con miramientos... Miren eso... Yo lo decía... O la, la... Subimos al jeep, y cuando nos alejamos unas cuadras de la plaza mandé detener el vehículo. Le recordé al soldado —y aquí la voz era realmente la mía— que la guerra terminaba en cualquier momento, que evitara meterse en líos... Finalmente le dije que se fuera. Me dio las gracias y se marchó. Reporté en la Comisaría que nada grave había sucedido. —Bueno, me alegro. Siéntate —dijo el sargento. Eran cerca de las siete. «Todavía faltan cinco horas...» —me dije. —¿Conoces la rue de Saint Martin? —preguntó el sargento desde su escritorio. Yo estaba sentado frente a la chimenea, en un extremo de la sala. —Sí. —Es la calle de las prostitutas. Esa calle está prohibida. Ve allá, entra en todos los prostíbulos y detén a los soldados que encuentres. Ellos saben que no pueden andar por ahí. Otra vez me ajusté el cinturón con la pistola y el resto de los atavíos policíacos, y salí hacia la rue de Saint Martin. En el boulevard, me detuve a ver una manifestación que impedía el paso. Era el Primero de Mayo y las organizaciones obreras y los comunistas marchaban con estandartes, carteles, banderas y camiones llenos de ex prisioneros liberados de los campos de concentración de Alemania. Los hombres y las mujeres parecían cadáveres, con ojos grandes y hundidos, las narices afiladas, con una palidez casi verde en los rostros; las cabezas peladas a rape y los hombres sin afeitar. Vestían un uniforme rayado, como pijamas. Después que terminó el desfile seguí mi camino. Anochecía y, aunque estábamos en primavera, soplaba un viento frío como si aún estuviéramos en invierno. El abrigo me quedaba largo y las mangas casi me cubrían los dedos. Llevaba puesto un guante color castaño en la mano izquierda —un guante nuevo que me habían dado el día anterior—, la mano derecha iba descubierta. Me sentía tieso, entumecido. En la esquina de la rue de Saint Martin me detuve. Quise repasar mentalmente mi tarea. En la acera desierta observé a una pareja de viejos. Caminaban en mi dirección a media cuadra de distancia; venían conversando. Uno de ellos, de bigote blanco largo, llevaba pantalón y chaqueta de pana ocre, y una gorrita más o menos del mismo color. El que lo acompañaba vestía de negro, traje y abrigo, con un sombrero oscuro, como era corriente en Francia. Los dos se detuvieron delante de mí. El anciano de bigote blanco, sin decirme nada, tomó mi brazo izquierdo, lo palpó, lo estiró, lo dobló por el codo, repitiendo los movimientos varias veces. Después movió la muñeca de mi mano enguantada mostrándosela a su acompañante, quien asombrado exclamaba: «C’est formidable!». Luego el viejito de la gorrita ocre estiró mis dedos enguantados y los cerró repetidas veces. Entonces dijo: —C’est incroyable, vraiment magnifique! Extraordinaire! (¡Es increíble, realmente magnífico! ¡Extraordinario!) El hombre vestido de negro estaba también impresionado: —Ah, les américains —exclamó con admiración. Mientras tanto, yo no entendía lo que pasaba. No veía lo maravilloso, lo formidable y extraordinario de mi brazo, ni de mi mano, ni de los americanos, pero había dejado que hicieran con mi brazo izquierdo y la mano lo que quisieran. Yo no estaba apurado, quería matar el tiempo de alguna manera... Al fin el viejito del traje de pana me habló: —Monsieur, la guerre est terrible. Yo también fui soldado en la guerra del 14. Se levantó el pantalón para mostrarme su pierna. En ese momento entendí todo. El viejito francés, al verme tieso de frío, con el abrigo de mangas largas que casi me tapaban los dedos, pensó que el brazo y la mano con guante eran una prótesis; maravillándose, naturalmente, de la flexibilidad. Me hizo una demostración de su pierna artificial para que viera que no tenía los movimientos de mi brazo, y volvió a repetir, mientras ajustaba su pantalón: «Monsieur, la guerre est terrible». Tuve pena de decirle que mi brazo izquierdo era natural, que sólo estaba entiesado por el frío. Quise marcharme lo más pronto posible antes de que descubriera la verdad. Me despedí diciéndole: —Oui, la guerre est terrible... Au revoir, monsieur. Y me alejé, caminando con el brazo izquierdo rígido, como si fuera de palo... La rue de Saint Martin tenía sólo una cuadra. Todos los prostíbulos estaban a un lado de la calle, a la derecha, entrando por la rue Dominique. Las casas eran iguales en el exterior. Por dentro también se parecían —eso lo vi más tarde. La sala era amplia y cuadrada, con las habitaciones alrededor, y un sofá en la saleta que daba al patio. Las puertas de los cuartos estaban cerradas. La dueña de la primera casa donde toqué —una señora cincuentona, muy maquillada, vestida de negro— se apresuró a saludarme afablemente, ofreciéndome vino. Le di las gracias y no lo acepté. Me despedí de ella satisfecho de no haber visto por allí a ningún soldado. La segunda casa era idéntica. En el sofá estaban sentadas cuatro mujeres ligeras de ropa. —Voulez-vous quelque chose à boire? (¿Quiere tomar algo?) —preguntó una de ellas, la de pelo rojizo, con voz suave y una amabilidad que era difícil rechazar. —Non, merci. La muchacha insistió. —Mais la guerre est finie! Hitler est kaput! (¡Pero la guerra se acabó! ¡Hitler está liquidado!) Otra mujer de cabellera negra, que andaba en refajo, me pidió cigarrettes y la complací repartiendo un cigarrillo a cada una, que aceptaron con sonrisas y coqueteos. La de pelo negro se echó el cabello hacia arriba levantando los brazos y mostrando sus axilas. Tuve deseos de quitarme el casco y el tolete y sentarme en el sofá a tomar vino con ellas. Visité tres casas más y la escena volvió a repetirse. En todas me ofrecieron de tomar y rehusé la invitación. Finalmente llegué a la última casa, la que estaba en el extremo de la cuadra. En la saleta, cinco o seis mujeres conversaban con animación. Acudieron todas a saludarme como si me conocieran. —Un verre du vin, monsieur? (¿Un vaso de vino, señor?) —preguntó una que tenía el pelo corto, castaño, casi como un muchacho, con un cerquillo que le tapaba la frente. —Non, merci beaucoup. —La guerre est finie, monsieur! —insistió. —Pas du chocolat? (¿No tiene chocolate?) —preguntó una de formas redondas, atractivas, que vestía sólo un camisón. Repartí cigarros. Me tranquilicé al no encontrar ningún soldado americano que hubiera de detener. Al dirigirme hacía la puerta de la calle —cumplida ya mi misión— salió de un cuarto un soldado americano negro. Tenía cerca de seis pies de estatura. Ajustándose aún la ropa y la corbata, tomó un cigarro de la chaqueta sin sacar la cajetilla; se lo puso en la boca y después de palparse los bolsillos —todo eso delante de mí—, preguntó: —Got a match, fellow? (¿Tienes un fósforo, amigo?). Le dije que sí. Saqué mi cajita de cerillas, rayé una y le encendí el cigarro levantando el fósforo a la altura de mi cabeza. —Thanks —dijo, soltando una bocanada de humo. Luego salimos a la calle. Nos detuvimos un instante frente a la puerta. Esperé a ver cuál camino tomaba. El soldado negro se dirigió hacia la rue Dominique, a la izquierda, y yo tomé la derecha, aunque no era mi camino. Informé que no había visto a nadie. El reloj de la Comisaría marcaba las diez. No ocurrió nada en las dos horas que faltaban y, a las doce de la noche, el sargento dijo: —You can take off, man (Te puedes ir). Troyes estaba oscura, pero yo conocía las calles más importantes. Tomé la carretera y me dirigí hacia el cuartel, a cinco o seis kilómetros de distancia. Llegando al campamento oí un acordeón. La música venía de la hondonada, cerca del río. Sentí curiosidad. Quise ver quién tocaba aquellas canciones rusas. Bajé la pendiente hacia la ribera y, en la oscuridad, pude distinguir a un hombre sentado en una piedra entre los árboles, con el acordeón. Era un soldado ruso, liberado de un campo de concentración. —Sind Sie allein? (¿Está solo?) —le pregunté en alemán. Respondió: —No..., un camarada está en la orilla del río con una muchacha y me ha pagado tres cigarrillos para que toque unas canciones. Entonces, despidiéndome, le dije: —Gute Nacht... (Buenas noches). Y seguí mi camino. Pase para París En la primavera, Liskin y yo fuimos a París. El sargento Douglas al entregarnos el permiso, dijo; «Have a good time, boys... Don’t drink too much and be careful with the girls» (Que se diviertan, muchachos... No tomen demasiado y cuidado con las mujeres). Nos ajustamos la mochila y salimos del cuartel hacia la estación del ferrocarril, que estaba sólo a unas tres cuadras. Preguntamos por el tren de París en la ventanilla de los boletos. El empleado nos informó que pasaría a las dos y quince de la tarde. Teníamos que esperar más de tres horas. En el café, pedimos algo de tomar. Cerca de nuestra mesa se encontraba el jefe de la estación. Era un hombre grueso, de bigote corto, del ancho de su nariz. Vestía de azul oscuro, con una gorra del color de su uniforme. Fumaba un cigarro hecho a mano, posiblemente con colillas de cigarros americanos recogidas por la calle. Liskin encendió un Chesterfíeld y le brindó uno al hombre de la estación. El francés se alegró y aprovechamos la oportunidad para preguntarle si había un tren para París por la mañana. «Dentro de diez minutos pasará uno de carga que va directo —dijo—. Pueden tomarlo si se atreven a viajar en la plataforma». Le dimos las gracias y salimos para el andén. Afuera encontramos media docena de soldados esperando el mismo tren y, cuando unos minutos más tarde entró en la estación, nos instalamos en la plataforma, a un lado, con los pies colgando hacia afuera. El tren partió inmediatamente y nos alegramos de estar en camino. El viento nos azotaba la cara, pero íbamos cómodos y contentos. En el trayecto observamos las huellas de la guerra, las fábricas y las casas destruidas, las estaciones ferroviarias bombardeadas, con las ventanas destrozadas. Dos horas más tarde entramos en París. Encontramos un cuarto en el hotel frente a la Gare de l’Est (la estación de ferrocarril). Nuestro cuarto estaba en el último piso, el quinto. Y sin perder tiempo salimos a tomar el metro hacia el Quartier Latin. Descendimos en el boulevard Saint Michel, a la orilla del Sena. Entusiasmados, jubilosos —Liskin no conocía París— entramos en un bistro para celebrar nuestra llegada. Pedimos un par de copas de vino blanco y comimos algo. Después caminamos hasta Notre Dame. Viendo el río recordé mi viaje anterior, cuando intenté lavarme los pies en el Sena, cerca de la antigua catedral; descendí las escaleras estrechas que llegan hasta el agua, me quité las botas y los calcetines y puse los pies en el río, pero las ratas muertas y la basura que arrastraba la corriente me hicieron cambiar de parecer. Subimos, Liskin y yo, por Saint Michel hasta el café Dupont, donde me reunía con mis amigos antes de la guerra. No vi ninguna cara conocida. Habían transcurrido ocho años. ¿Qué sería de Marisha, la aristocrática polaca de Varsovia, de piel blanca y pelo rubio, lacio, que le tapaba la frente? ¿Y Zina Troyanovsky, la estudiante judía de origen ruso? Dudo que sobreviviera. Entramos en el jardín de Luxemburgo. Las estatuas de mármol y los niños jugando con los barquitos de velas en la fuente central seguían siendo parte del escenario, como siempre. Llegamos a Montparnasse. En la rue de la Grande Chaumière nos detuvimos delante de una placa, a la entrada de una casa vieja. Decía la inscripción: «Ici était l’atelier de monsieur Paul Gauguin (Aquí estaba el estudio del señor Paul Gauguin)». Contemplamos la casa grisácea donde se hallaba el estudio del pintor de Tahití, y caminamos por el estrecho pasillo hacia el patio, un patio con ladrillos, plantas y dos o tres árboles largos sin hojas. La «concierge», una anciana menuda, con un delantal, preguntó qué deseábamos. Le respondí que mirábamos la casa de Gauguin. —¿Qué es lo que quieren esos soldados americanos? —preguntó otra anciana que conversaba con la encargada de los apartamentos. —Buscan a monsieur Gauguin —le contestó en alta voz, acercándose al oído de la señora, que evidentemente era sorda. —Dígales que no está, para que se vayan... Las calles de París estaban desiertas. Se veían sólo los vehículos del ejército y muchas bicicletas, algunas de ellas con un carrito detrás, transportando a uno o dos pasajeros, como los «taxis» de Hong Kong o Singapur. Cansados de caminar, ansiosos de ver todo, regresamos al hotel a las once de la noche. Desde la habitación podíamos escuchar los ruidos de la plaza y las conversaciones que provenían de la amplia acera del boulevard. El barrio estaba lleno de soldados americanos. —Combien, baby? (¿Cuánto, niña?) —se oía preguntar a un soldado. Una voz femenina, delicada, respondía: —Cinquante francs (Cincuenta francos) —Cinquante francs? Are you crazy, baby? (¿Estás loca, niña?) También escuchábamos voces de mujeres diciendo: —Eh, Johnny, come avec moi... (Eh, Johnny, ven conmigo). Al día siguiente, el diario L’Humanité informó la llegada a París de una delegación obrera cubana. Los cubanos —decía— estaban en el Hotel Scribe. Fuimos al hotel, cerca de la Ópera. Quería saber de Cuba. Toqué en el cuarto que se hallaba en el tercer piso. Liskin me acompañaba. Abrió la puerta un líder obrero que conocía por los periódicos. —Pasen, pasen —respondió cuando dije que era cubano. La habitación era espaciosa, con cinco o seis camas grandes, antiguas. El único que estaba de pie era el que nos recibió. Los demás se hallaban acostados, cubiertos hasta el cuello. Nos saludaron sin moverse de la cama. Uno de ellos, negro, dijo: —Eh, Carlos, dale café. Carlos fue a la cocina y regresó con dos tacitas de café; una para el sargento y otra para mí. Desde la cama, tapados, los cubanos hicieron preguntas sobre la guerra en Europa. Luego se habló de Cuba y las voces fueron subiendo cada vez más, transformándose en una apasionada discusión. El americano, que no entendía de qué se trataba, me susurró: —We better get out of here. This is going to end bad. (Mejor nos vamos. Esto va a terminar mal). Le expliqué que esa era la manera cubana de hablar y, para tranquilizarlo, añadí: —Estos hombres están de acuerdo en todo: son comunistas. Alguien recordó que tenían una cita importante. Se levantaron, uno tras otro; todos estaban vestidos, hasta con saco, zapato y corbata... Uno de ellos, llamado Valdés —creo— de Guanabacoa, dijo: —Coño, desde que llegamos ha hecho un frío cabrón. Visitamos el Louvre. La Victoria de Samotracia parecía dar la bienvenida desde el tope de la escalera central. Fuimos directamente a ver la Mona Lisa. Allí estaba; igual, resistente al tiempo y las guerras con su sonrisa enigmática. Luego fuimos a ver «La Primavera» de Botticelli, con la bella Simonetta Vespucio, la hermana de Américo, amante del pintor, que sirvió de modelo. Después volvimos a Montparnasse. En la terraza del café Le Dome me pareció reconocer a una mujer sentada en un extremo. Era Arlette, que conocí cuando estudiaba escultura en la Academia Ranson, no lejos de allí. Había cambiado, naturalmente. Ya no era la muchacha de naricita coqueta bien formada. Ahora era una mujer madura, pero seguía siendo joven y atractiva. Cuando me paré delante de ella no me reconoció, pero al contemplarme con más atención exclamó: —Toi, soldat americain! (¡Tú, soldado americano!). Me habló de las dificultades que había pasado durante la guerra. Contó que estuvo casada, pero que el matrimonio había sido un fracaso. «Il était difficile ou j’étais difficile»... (Él era difícil o yo era difícil), pero se refirió a su pasado como si hubiera transcurrido hacía mucho tiempo, y todo hubiera quedado atrás... «Ahora trabajo de acomodadora en un cine» —dijo. Liskin mencionó que tenía algo que hacer y se despidió. Caminé un rato con Arlette y después de comer en un restaurante de la barriada la acompañé a su casa. La gran parada El teniente Nichols, el encargado de las relaciones con los franceses, vino a verme en el taller de los prisioneros alemanes. —El domingo —empezó explicando— vamos a celebrar un juego de beisbol entre nuestros soldados y los de Chalons. He invitado al alcalde de Troyes. Los franceses no conocen el beisbol y me gustaría que explicara el juego a los asistentes y describiera el proceso del desafío. Le dije que no me atrevía, que yo... El teniente respondió en un tono firme que no admitía excusas: —Usted es el único que habla francés y sabe de beisbol. No tengo a nadie más que reúna esas dos condiciones. Mis excusas no valieron para nada. Llegó el domingo que me había quitado el sueño dos o tres noches. En el estadio instalaron micrófonos y altoparlantes. En el sitio de honor, en un palco, se encontraban monsieur le Maire (el señor alcalde), con su esposa y la gente más «importante» de la localidad. Yo ocupaba una caseta alta, desde donde dominaba todo el campo deportivo. Los muchachos nuestros, los de Troyes, practicaban bateando «flais» a los «jardineros», y en el cuadro, la pelota iba y venía con rapidez. El «torpedero» la lanzaba a la primera base; este se estiraba o saltaba para atraparla, enviándola inmediatamente a la segunda, que simulaba un doble play... La segunda, entonces, la devolvía al receptor, quien la disparaba a la tercera base... —Ah, voilà, c’est le base-ball américain! (Vaya, este es el beisbol americano) —comentaban algunos del público. El juego iba a comenzar. —Mesdames et Messieurs —dije—: vous allez voir un jeu de base-ball... (Damas y caballeros: ustedes van a presenciar un juego de beisbol). Me pareció que mi voz se escuchaba a siete kilómetros de distancia y que aquella voz de gigante no tenía relación conmigo, que soy más bien pequeño. Expliqué en qué consistía el juego; pero, o bien el beisbol era muy complicado para los franceses o mi explicación no fue suficientemente clara. Cuando creía que empezaban a entender, aplaudían con delirio un «foul» a las gradas, detrás del «catcher», y me irritaba que un jonrón los dejara indiferentes. Pensé que lo tomaban como una falta de consideración —malos modales— sacar la pelota del estadio por encima de los «jardineros» y por arriba de la cerca «Ça alors! Voyons!» (¡Miren eso!) Y cuando yo decía: «Il a volé la deuxième», anunciando con entusiasmo el robo de la segunda base, los franceses se preguntaban asombrados: —Volé? Volé quoi? (¿Se robó? ¿Qué cosa se robó?) Hubiera querido desaparecer del estadio de Troyes, evaporarme. Miraba al teniente Nichols sentado entre el alcalde y su esposa, con ganas de asesinarlo con la vista, pero él me contemplaba con sus pequeños lentes sin aros, sonriéndome discretamente y haciendo un gesto de aprobación con la cabeza y el semblante. No sospechaba yo que un juego de beisbol fuera tan largo. Eso sólo se sabe cuando se describe bola por bola y jugada por jugada. Me parecía que no terminaba nunca. A partir de esa tarde en Troyes, detesté el beisbol. El rencor me duró varios años y al teniente Nichols no le hablé durante dos meses. Por cierto, los Tigres de Chalons nos dieron tremenda paliza. No se me olvida. Perdimos 17 a 3... Una tarde, caminaba yo con otro soldado en el campo cuando de pronto un jeep se detuvo delante de nosotros, justamente a mi lado. Un oficial soviético descendió del vehículo. Venía sentado al lado del chofer, un ruso. El oficial era un hombre alto; me pareció que tenía más de seis pies de estatura, con un uniforme impresionante, de abrigo largo, verde grisáceo con charreteras rojas. Se parecía a Conrad Veidt, el actor alemán. —¿Quién es usted? —le pregunté de golpe. —Soy un coronel soviético. Le di un abrazo y dije: —¡Nunca había abrazado a un coronel soviético! —¿Y quién es usted? —preguntó el oficial. —Un cubano, cabo en el ejército americano. —Nunca he abrazado a un cabo cubano —dijo y me abrazó. Como era muy alto lo abracé por la cintura —creo— y él a mí por la cabeza. Alrededor, unos soldados americanos presenciaban el encuentro. Uno de ellos preguntó: —¿Qué le pasa al ruso ese? Le dije que nada, que había encontrado a un «viejo amigo»... En una ocasión, un oficial francés apareció en nuestra Comandancia. Se paró cerca de la puerta de la oficina, pero nadie le hizo caso. Ninguno de nuestros oficiales lo atendió. El capitán francés esperó con paciencia un largo rato. Me recordó a Claude Rains, el actor de cine, en su papel de oficial en Casablanca. Me dio pena que no lo atendieran, pues yo había leído sobre el ejército francés, y las batallas de Verdun y El Marne y los nombres de Chateau Thierry, Amiens y Saint Quentin, de la Primera Guerra Mundial, en un libro de mi padre, habían encendido mi imaginación cuando yo era muchacho. Le pregunté en qué podía ayudarlo. Dijo que deseaba ir a Reims, pero carecía de medios de transporte. Quería saber si algún jeep o camión americano iba en esa dirección. «Claude Rains» me pareció correcto, fino. Se lo expliqué al teniente Power, un oficial que antes de entrar en el ejército vendía Coca-cola, helados, «perros calientes», hamburguesas y periódicos en una tienducha de un pueblo de Carolina del Sur. El teniente respondió secamente: —Dígale que mañana a las siete sale un camión para Reims, que si está en el camino será recogido. Traduje a «Claude Rains» lo que dijo el teniente. El oficial francés se cuadró, hizo un saludo y dijo: «Merci beaucoup. À demain, alors» (Gracias. Hasta mañana, pues). Nunca supe si recogieron a «Claude Rains» o si lo dejaron esperando en el camino, que fue lo más probable. Una mañana hubo conmoción en el patio del cuartel. Era temprano, acabábamos de desayunar. Un prisionero alemán se había robado —parece— una lata grande de melocotón. El capitán Greenbaum, un hombre pequeñito y gordo, judío, caminaba de un extremo al otro frente a la fila de los prisioneros nazis, gritando insultos y amenazas. Pensé que iba a repartir puntapiés y puñetazos de un momento a otro. Los mantuvo en atención más de una hora. Creo que no logró averiguar quién cometió el robo. El capitán era duro con los prisioneros. El único entre nuestros oficiales que odiaba profundamente a los alemanes. Más tarde, cuando llegué al taller, los prisioneros conversaban alrededor de la estufa. Comparaban al ejército alemán con el americano. La opinión que tenían del ejército de los Estados Unidos no podía ser peor. Para ellos, los americanos eran malos soldados que disponían de buenos armamentos y estaban bien abastecidos. Sólo elogiaban al capitán Greenbaum, el mismo que los había castigado. Según ellos era el único soldado entre nosotros. Notaron entonces mi presencia y uno preguntó: — ¿Y Julio? —¿Julio? —Guter Mann, schlechter Soldat (Buena gente, pésimo soldado). En los últimos días de la guerra llegaron unos camiones llenos de yugoslavos procedentes de los campos de concentración en Alemania. Venían mal vestidos y también con la ropa de prisioneros. Me llamaron para que los interrogara. El coronel Benson pensaba que como yo era extranjero podía entender cualquier idioma que hablaran los que no fueran «americanos». En la traducción al inglés no recordé momentáneamente la palabra «cuartel». El coronel dio un puñetazo en la mesa, reflejando su furia y odio en el rostro. Y dirigiéndose a unos oficiales que estaban presentes, de otra sección del ejército, gritó: —Goddammit, ya ven ustedes cómo son los soldados con los que tengo que trabajar! ¡Ni siquiera hablan inglés! Entonces me gritó violento: —¡Cuando yo hable, póngase en atención, goddammit! Se levantó del sillón y dando vueltas con los dedos a su tabaco, como acostumbraba, se paseó a mi alrededor. Parado en firme, yo podía ver sus dientes de rata cuando pasaba frente a mí. —¿No ha estado usted nunca en la cárcel? —me preguntó. —No, sir. —No me diga que jamás ha cometido un delito, que nunca ha hecho nada malo —comentó deleitándose mientras caminaba despacio a mi alrededor. —No, sir. —So, you never have been in jail, eh? (Conque nunca ha estado en la cárcel, ¿eh?) Yo no entendía su amenaza de la cárcel por el «delito» de no recordar en un instante la palabra «caserne», en inglés. El coronel había tomado demasiado esa tarde. En ese instante, entró un sargento. Anunció la llegada de más camiones con soldados extranjeros liberados en Alemania. «No se entiende lo que hablan. No se sabe quiénes son, ni de dónde vienen, sir» —dijo. Trajeron a uno de los soldados que venía en uno de los camiones. El coronel Benson me hizo señas para que lo interrogara. El hombre explicó en alemán que era griego, igual que sus compañeros. Venían de un campo de concentración nazi, donde habían estado dos o tres años. Traduje al coronel lo que dijo el ex prisionero. Se determinó que los griegos fueran a otro campamento, pero los yugoslavos, que habían llegado antes, se quedaron varias semanas con nosotros. Se les repartió ropa, uniformes del ejército americano con un brazalete que decía: «Yugo». Se les dio comida también, aunque comían aparte. Uno de ellos, Milos, trabajó conmigo haciendo los brazaletes. Milos era de baja estatura, trigueño, con ojos expresivos y una sonrisa amigable. Sólo hablaba serbio y nuestro medio de comunicación eran las manos, haciendo señas, y dos palabras: «jarashó» y «piva», es decir: bueno y cerveza. Varias veces salimos juntos. Para invitarlo, sólo tenía que decirle: ¿Piva? Su cara se iluminaba y respondía alegre: —¡Jarashó! En el café, el yugoslavo, con el vaso en la mano, decía satisfecho: —Piva jarashó (La cerveza es buena). Y yo le respondía igual: —Piva jarashó. Levantando el vaso, Milos hacía un brindis: —Roosevelt jarashó. Y yo hacía el mío: —Tito jarashó. Si había en la cantina una mujer hermosa tomábamos por ella diciendo: «jarashó»... Nos llevábamos muy bien Milos y yo. Siempre tuvimos largas conversaciones... Durante los meses que pasamos en Bélgica y en Francia, el coronel Benson no aprendió una palabra en francés y se quejaba todos los días de que los franceses eran tan imbéciles que con el tiempo que llevábamos allí, no nos entendían. Conocí a Cristine en un café. Estaba con una amiga, Las dos muchachas eran atractivas. Cristine era alegre, con ojos hermosos y oscuros. Su pelo negro le caía sobre los hombros. Madeleine era más bien rubia, con ojos claros y una figura delicada. Nuestras mesas estaban juntas y tan pronto se acomodaron entablamos conversación. Me alegró la compañía femenina —me hacía falta. Cristine trabajaba en una librería cerca de la Plaza del Ayuntamiento. Madeleine era vendedora en una tienda de vestidos y ropa de mujer. Las dos hablaron de la ocupación; Madeleine recordó que los alemanes eran «bastante correctos» en la calle durante el día, pero que por la noche actuaba la Gestapo. La gente se horrorizaba cuando tocaban en la puerta a medianoche o la madrugada. Se llevaban detenidos a los hombres y a las mujeres para enviarlos a los campos de concentración, a las cárceles francesas o para trabajar en las fábricas en Alemania. —Una noche detuvieron a mi esposo —contó Cristine— y fue enviado a un campo de concentración en Alemania. Un año más tarde, le hicieron una radiografía a un prisionero tuberculoso. Un francés cambió las placas por la de mi marido, que estaba flaco y enfermo. Los nazis, que por razones políticas, les daban mejor trato a los prisioneros franceses, enviaron a Henri a «morir a su casa». Poco después ingresó en las guerrillas de la resistencia y murió en un encuentro con los alemanes. Los nazis, como represalia por el ataque sorpresivo que les costó varios hombres, colgaron a diez rehenes de los ganchos de una carnicería. Eso sucedió no lejos de aquí. Cuando salimos del café, caminamos en la oscuridad por el boulevard. Al despedimos, dijo Madeleine a su amiga: —¿Por qué no le das un beso? Y ella respondió: —Pourquoi pas? (¿Por qué no?) Quedamos en vemos y así fue... Por la noche la visitaba. A veces hacíamos un «promenade» por un boulevard lleno de árboles, o conversábamos en su cuarto. Ella conseguía pan y vino, y yo aportaba algunas naranjas y chocolate. Si hablábamos de pintura, Matisse era su favorito y de Picasso prefería la época azul. Al fin llegó la noticia que esperábamos con ansiedad: la entrada de los soviéticos en Berlín, la capitulación de Alemania y el suicidio de Hitler. La guerra en Europa había terminado. A la mañana siguiente desfilamos por la ciudad. Desde las calles, las aceras y las ventanas de las casas nos aplaudían. Las mujeres, desbordando alegría y también lágrimas, nos tiraban flores y besos. Cristine y Madeleine, desde la ventana de la casa de mi amiga, gritaban y saltaban, llenas de entusiasmo, lanzando más flores y besos que las demás... No sé qué pensarían los otros soldados, pero en aquel momento, por breves instantes — segundos— me sentí como John Gilbert en la escena final de la película La gran parada, desfilando por la Quinta Avenida de Nueva York al concluir la Primera Guerra Mundial... Poco después llegó la orden de partir a Reims. Una vez más, maldije la guerra y al ejército, siempre en marcha. Los alemanes se habían rendido, pero todavía continuaba la guerra con los japoneses. «¿Cuánto duraría?» —nos preguntábamos. «¿Meses? ¿Años?». Empezamos los preparativos para embarcar a la India. Yo había pasado el examen médico y estaba listo para partir. Salíamos para Marsella cuando lanzaron la bomba atómica en Hiroshima. El viaje se suspendió y unos días después, en agosto, se terminó la guerra... Visita a Auvers-sur-Oise Cientos de miles de soldados norteamericanos esperaban el regreso a los Estados Unidos. La guerra había terminado. La espera era larga. Los que llevaban más tiempo en el ejército tenían prioridad. No teníamos nada que hacer, excepto esperar el correo a las diez o las once de la mañana y estar al tanto de las colas para el almuerzo y la comida. En el cuartel, mataba el tiempo leyendo, con el libro metido en una gaveta entreabierta, por si llegaba un jefe de alto grado; nuestros oficiales tampoco hacían nada. Cuando anunciaban la visita de un comandante de importancia, todo el mundo simulaba hacer algo. Yo tomaba un cartabón y me ponía a trazar líneas. Parecíamos abejas trabajando. El comandante echaba un vistazo y al despedirse decía: «Very good, boys. Carry on» (Muy bien, muchachos. Continúen). Por la noche salíamos a caminar. Las calles de Reims se veían desoladas. Todas las ventanas y las puertas de las casas estaban doblemente cerradas. El aburrimiento era aplastante. Recuerdo la alegría que sentí al descubrir a un niño de unos cinco años en una ventana que no habían cerrado. Le pregunté su nombre y le di un chocolate. La madre, al verme, vino corriendo asustada, y se llevó al muchachito, cerrando rápido la ventana. Nos metíamos en los cafés y los bares y terminábamos en la Cruz Roja, donde repartían rosquillas y algo caliente de tomar. De repente, un día las calles se llenaron de carteles invitando a los soldados a estudiar, a hacer algo mientras llegaba la orden de regresar a los Estados Unidos. En los affiches aparecía un soldado limpio y bien peinado leyendo un libro; en otros carteles veíamos a un soldado mal vestido, despeinado, borracho, recostado de un poste con una botella en la mano. El texto decía abajo: «No pierda su tiempo». Decidí hacer una solicitud para estudiar pintura en la Escuela de Bellas Artes de París. La petición fue devuelta en el mismo sobre con una nota escrita en lápiz rojo: «¿Quién ha dicho que usted está capacitado para estudiar arte?». Entonces, por sugerencia de un compañero, envié una nueva solicitud con más datos sobre mí, y terminaba diciendo que en ese momento exhibía una docena de gouaches en el Museo de San Francisco, en California. Nuevamente me devolvieron el sobre con un comentario, escrito también en letras rojas: «Sabe demasiado. No necesita ir a ninguna escuela». Comentando lo sucedido con un oficial que acababa de conocer, un joven de Cambridge, muy distinto a mis jefes sureños de Alabama, Georgia, y Tennessee, con los cuales había tenido que convivir, llamó por teléfono al director de la sección organizadora de los programas de estudios para los soldados. El mismo que había rechazado mis solicitudes. —Coronel Jackson, sir... Le habla el teniente Miller. —Oh, yes, lieutenant... —Aquí tengo a un hombre que no está haciendo nada. Es un artista y quiere estudiar en París. He is a good man... —¿Es blanco? El teniente apretó el auricular contra su pecho y, en voz baja, me dijo: «quiere saber si usted es blanco». —Yo no sé lo que soy —le respondí. —Claro que es blanco —afirmó el teniente. —Entonces tiene mi autorización —dijo el coronel. No lo podía creer. Recogí mis pertenencias en la Caserne Colbert. Los muchachos, que jugaban al póker cuando les di la noticia, se alegraron. Al día siguiente por la mañana tomé el tren para París. En París el ejército americano ocupaba la Cité Universitaire, y fui asignado a la Maison de Cuba. Una casualidad. Allí conocí a Milton. Milton Stein llevaba ya dos o tres semanas en París. Venía de Berlín, donde estuvo un buen tiempo. Era un muchacho judío de Chicago. No tenía cuello, la cabeza estaba pegada directamente a los hombros y para mirar a los lados movía el cuerpo. Dibujaba bien, influenciado por Van Gogh, a quien admiraba con fervor. Él mismo me recordaba al pintor holandés por el pelo rojizo, su desaliño y talento. Sus dibujos eran tristes, llenos de compasión y humanidad. Los dos éramos estudiantes de L’École de Beaux Arts, al menos oficialmente, pues en dos meses sólo asistimos a la escuela para inscribimos cuando llegamos y el último día del curso, para recoger un impresionante diploma. Las clases nos parecieron aburridas y no quisimos dibujar reproducciones en yeso. Una noche nos mostró una magnífica colección de dibujos de los «desplazados» en los campos de concentración, gente que esperaba el regreso a su patria y que habían sufrido los horrores de la guerra. En París, Milton conocía varios prostíbulos donde era recibido como un viejo amigo. Por la mañana temprano, visitábamos a las muchachas; a esa hora el «negocio» estaba cerrado, y las chicas desayunaban y disponían de tiempo para conversar y servirnos de modelos, comiendo chocolates o fumando los cigarrettes americaines que repartíamos. Una noche me presentaron a un teniente norteamericano que había pertenecido al movimiento antifascista en Los Ángeles. El teniente Kramer era delgado, trigueño, de mediana estatura, buen mozo. Andaba con una joven soviética, oficial del Ejercito Rojo. La muchacha era de Kiev y se llamaba Zhenia. Aprovechamos la oportunidad para hacerle preguntas sobre su país, su ciudad natal y la guerra. Le expresé mi admiración por Gorki, Turgueniev y Tolstoi. Me escuchó complacida, sonriendo. Zhenia era esbelta, rosada, con algunas pecas en las mejillas y unos ojos grisáceos con pestañas oscuras. Milton y yo la dibujamos sentada en un sillón de la Cité, mientras se reía de que su cara pudiera interesar a dos artistas. Mílton la dibujó con su estilo crudo, fuerte, y yo con el mío, más idealista... Al día siguiente, mientras almorzábamos, vino el teniente Kramer a nuestra mesa y nos preguntó, a Milton y a mí, si queríamos dar un paseo por Auvers-sur-Oise. Para entusiasmarnos dijo: «Tengo afuera un jeep y la dirección del hijo del doctor Gachet, el médico que atendió a Van Gogh». Aceptamos la invitación. El semblante de Milton se iluminó, desapareciendo repentinamente su tristeza habitual. En un par de horas llegamos a Auvers-sur-Oise. La casa de monsieur Gachet se hallaba en una loma. El mismo monsieur Paul Gachet nos recibió. Se parecía a su padre, que todo el mundo conoce por el retrato que pintó Van Gogh. El doctor Gachet aparece recostado en una mesa roja, con un par de libros amarillos y un vaso de flores. Viste el médico una chaqueta azul prusia, una gorrita blanca, con la cabeza apoyada en una mano; la otra mano descansa sobre la mesa. Nos mostró la sala y dijo: —Fue aquí donde Vincent pintó los dos retratos de mi padre. Son casi iguales. Mi padre estaba sentado allí, recostado en la mesita; el caballete se encontraba aquí mismo, donde ahora estoy parado. La mesa era roja, hasta que se pintó de negro cuando terminó la Primera Guerra Mundial, allá por el 18. Monsieur Gachet parecía contento de hablar de su padre y Vincent Van Gogh. Tenía un bigote blanco y una perilla recortada como el famoso médico. Continuó: —Vincent hizo dos versiones del retrato de mon père. Son parecidas; sólo hay diferencias en la mesa, en el vaso y en las flores moradas. Una versión está en los Estados Unidos, en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, y la otra está aquí, en mi habitación. Nos condujo a su cuarto y, al lado de la cama, una cama antigua, alta, colgaba en la pared el retrato del doctor Gachet, que contemplamos con emoción. Después regresamos a la sala y monsieur Cachet dijo: —En esta casa pintaron muchos impresionistas amigos de mi padre. Entre ellos ToulouseLautrec, Manet, Renoir, Cézanne... Aquel plato azul y el jarro en la repisa aparecen en una naturaleza muerta de Paul Cézanne. Ese cuadro pertenece a la colección de un museo de Leningrado. Sugirió entonces el anciano francés que visitáramos la casa que habitaba Vincent Van Gogh. Se sentía animado como un muchacho; era la primera vez que montaba un jeep. La habitación estaba en los altos de un bistro: el café Ravau. Subimos, y en el primer piso, frente a la escalera se encontraba el cuarto pequeño y estrecho del pintor. —Ahí murió Vincent —indicó monsieur Gachet—. Sentado en una silla, a su lado, me pasé la noche. Después que mi padre lo atendió me dejó aquí para cuidarlo. Falleció al día siguiente, al amanecer. Y señalando la pared junto a la cama dijo: —En esa pared Vincent tenía unas estampas japonesas que él admiraba. Esos grabados figuran en un cuadro que pintó de la habitación con la cama y la silla. Bajamos y nos detuvimos en el café. —Algunos pintores, escritores, poetas y amigos vinieron al entierro desde París, y cuando sacaban el sarcófago mi padre dijo: «No pueden llevárselo así». Colocaron el ataúd sobre una mesa de billar que se encontraba en donde ahora está esa mesa. Pronunció entonces unas palabras. Agregó monsieur Gachet: —Ahora les mostraré el sitio donde Vincent se dio el tiro. El maizal estaba cerca. Era un amplio y extenso campo, con pajas secas, amarillentas y surcos en la tierra. —Aquí pintó Vincent su último cuadro —dijo. Es un cuadro con un cielo azul prusia oscuro, un cielo siniestro, atormentado. El campo es amarillo, sobre el cual vuela una manada de cuervos que parecen huir llenos de espanto. Contemplamos el panorama, los campos y sembradíos que conocíamos por los dibujos y telas del pintor. —Vincent se recostó a un árbol —siguió explicando monsieur Gachet— y se disparó una bala en el corazón. Herido, tuvo fuerzas para caminar hasta su habitación. Lo vieron subir ensangrentado y le avisaron inmediatamente a mi padre... Ahora iremos al cementerio. El cementerio se hallaba en una colina, en el patio de una iglesia católica. El muro detrás de la tumba del pintor holandés estaba destruido parcialmente por un bombardeo. A su lado reposaban también los restos de su hermano Theo, quien murió seis meses después. Dos lápidas sencillas, de piedra gris, marcaban los dos sepulcros. Monsieur Gachet comentó: —Señores, como ustedes pueden ver, aquí todos tienen tumbas de mármol; sólo Vincent está en la tierra, pero la Tierra entera lo conoce... Llevamos luego a monsieur Gachet a su casa y allí nos despedimos. Nosotros continuamos hacia París contemplando el paisaje de Auvers-sur-Oise, con las montañas, los bosques, los valles y los campos amarillos, sembrados de trigo y de maíz, que nos dejó Vincent Van Gogh... Cultura Escaseaban muchas cosas en París. Los alimentos, la ropa, los zapatos, el combustible... En las calles se veían pocos vehículos, pero abundaban las actividades culturales. Aparecían libros de versos, novelas y cuadernos de arte impresos en papeles baratos. Se celebraban conferencias, exposiciones y conciertos. Las galerías, los museos y los teatros eran muy concurridos, aunque faltaba la calefacción. Una tarde tomé el metro para asistir a un concierto. Comenzaba el invierno. A esa hora, a las siete y media, viajaban pocos pasajeros en el tren subterráneo. Frente a mí, conversaban dos señoras vestidas de negro, de unos sesenta años. «Ese soldado que parece tan tranquilo —dijo una de ellas refiriéndose a mí— es igual que los demás. Seguro que ahora va a un café a emborracharse y buscar pleito. Los he visto en riñas rompiendo vasos y botellas. Luego, cuando interviene el dueño le tiran un montón de billetes en la cara para calmarlo. Estos americanos se creen que con el dinero lo arreglan todo. No saben comportarse. Ils sont vraiment des sauvages» (Son realmente unos bárbaros). La otra anciana escuchaba. Entonces, aprovechando una pausa, dije: —Madame, ahora voy al Palacio de Trocadero a un concierto de Beethoven. Es cierto lo que acaba de decir —lo he visto— pero no todos los soldados americanos son así... —Ah, mais vous parlez français! —exclamó sorprendida. La señora que la acompañaba intervino. —Yo no pienso que todos los americanos son bárbaros. Mi hija estuvo casada con un americano de Cuba y su esposo tenía otro comportamiento. —¿Un cubano? —Oui, monsieur. —¿Cómo se llamaba? —Se llama Antonio Gattorno. Es pintor. —Pues yo soy cubano y conozco a Gattorno —le respondí, sorprendido de haberme encontrado con la ex suegra del pintor en una ciudad donde casi no conocía a nadie. —Il faut nous voir —dijo ella—. Mi hija Lilliam se alegrará de verlo. Desgraciadamente en ese instante tuve que cambiar de tren y en la confusión, temiendo llegar tarde al concierto, nos separamos antes de tomar su dirección y su teléfono. Lo lamenté. Había visto a Lilliam en una exposición en La Habana. Era una mujer linda. Milton, mi compañero de la Cité, sugirió una visita a los estudios cinematográficos en los suburbios de París. Llegamos sin dificultad. El frío era intenso y no había calefacción. El director de la película andaba con un enorme abrigo de piel, un sombrero negro de ala ancha y espejuelos oscuros. Era Jean Cocteau. Estaba filmando La bella y la bestia. El trabajo se realizaba con una gran lentitud y, en tres o cuatro horas de filmación, sólo vimos tomar dos breves escenas. La primera fue la parte en que las cariátides de la chimenea mueven la cabeza y los ojos, despidiendo humo por la boca y la nariz. Era impresionante. Aquellas cabezas humanas parecían de piedra. En la otra escena que vimos tomar, el actor Jean Marais, vestido con ropa de la época de Luis XV, tocaba en la puerta de una casa y una hermosa mujer lo recibía. Una maquillista arreglaba constantemente el peinado de los dos, les ponía polvo, y ajustaba el ropaje, mientras los ayudantes del camarógrafo medían la distancia entre el lente y la cara de los actores. Mucho tiempo después, dos o tres años más tarde, vi la película en Nueva York y aquellas dos escenas, que tomaron varias horas en filmar, duraron sólo segundos en la pantalla... Agotados por el cansancio —no había donde sentarse— y el frío insoportable, regresamos a la Ciudad Universitaria. Un día se nos ocurrió visitar al pintor Utrillo. Un soldado amigo de Milton nos dio la dirección. Maurice Utrillo vivía en las afueras de la ciudad. La anonimidad del uniforme da cierta osadía. Uno es más atrevido. Entramos tranquilamente en el jardín de la casa del pintor, como si tuviéramos una cita, y tocamos en la puerta. La esposa del artista nos recibió. Estaba acostumbrada a las visitas sin anunciar de los soldados americanos. Lucy, la señora, era una mujer alta, vistosa, elegante. Llevaba un vestido negro, largo, y una cinta fina, negra también, alrededor del cuello. Nos informó con mucha amabilidad, que el maestro estaba rezando en su capilla a un lado del jardín. Nos mandó a pasar y pidió que esperáramos un poco. Nos entretuvimos mirando los cuadros que adornaban la sala y el comedor, donde vimos un cuadro excepcional, distinto. Era la cabeza de un payaso, una pintura que nunca habíamos visto. Conocíamos y admirábamos, claro, las escenas de Montmartre y otros barrios de París, que el pintor copiaba de las tarjetas postales. Entró Utrillo y Lucy dijo: «Voilà des soldats americains qui viennent te voir...» (Aquí tienes a unos soldados americanos que vienen a verte). Le habló como si fuera un niño. Maurice Utrillo era un hombrecito endeble, trigueño, con una barba abandonada, de cuatro o cinco días sin rasurar, de mirada vaga, ausente. La boca, entreabierta, despedía baba todo el tiempo. Llevaba una bata roja carmesí, manchada con los colores de su paleta y pinceles. Se animó un poco con nuestra visita. Los ojos parecieron recobrar algo de vida al hablar de Modigliani. Nos contó que Amadeo Modigliani era su amigo y compañero en Mont-parnasse. «Cuando nos encontrábamos por la noche en el boulevard o en el Dôme o la Rotonde, nos saludábamos con reverencia, inclinándonos, como se hacía en presencia de un príncipe o un rey. Modigliani decía: “Bon soir. ¿Cómo está el mejor pintor del mundo?”. Entonces yo le respondía en la misma forma». Recordó a Modigliani con nostalgia y la tristeza volvió a ensombrecer su semblante. Luego, en la conversación, se mencionó a Picasso y el cubismo. Utrillo declaró que el cubismo no le interesaba. «Ce n’est pas français» (Eso no es francés) —dijo. Maurice Utrillo fue un alcohólico desde niño. Era hijo de Suzanne Valadon, una de las modelos de Renoir, quien la alentó a pintar. En el comedor vimos un cuadro grande, impresionante, pintado por ella. Eran dos desnudos, un hombre y una mujer, pintados con un dibujo fuerte, de líneas azules, con áreas rosadas, verdes y rojos de Venecia. Frente al Sena, a un lado de Notre Dame, estaba la galería Michel. La galería se especializaba en grabados, litografías y aguafuertes de artistas contemporáneos y también de los últimos años del siglo pasado. Después de varias visitas, seleccioné unos grabados de Picasso, Matisse, Rouault, Toulouse-Lautrec y Daumier. Cuando me disponía a pagar la cuenta —que no era mucho—, monsieur Michel me llamó aparte para decirme que prefería que le pagara con cigarros americanos. Los cigarros se usaban como dinero. Volví al día siguiente con la bolsa llena de cartones de cigarros Pall Mall, que eran largos. Como no tenía el hábito de fumar, regalaba mi ración semanal a los compañeros fumadores, hasta que observé que usaban mis cigarros para venderlos bien y hacer intercambios. Desde ese momento, los guardé. En el fondo de la galería le entregué los cigarros. Las litografías de Matisse —dos de ellas— y los aguafuertes de Picasso y de Rouault han decorado mis habitaciones desde que terminó la guerra; los otros grabados, por falta de espacio, los he conservado en la carpeta de mi colección privada... Hace unos años, un coleccionista de grabados me visitó y dijo: «Usted tiene una fortuna aquí. Debería asegurar esas litografías y aguafuertes». Insistió en llevarse una de Henri Matisse, de una mujer con un sombrero grande, adornado con flores y un tul que cae detrás de los hombros, como era la moda allá por los años 20. Mi amigo quería saber el precio y la llevó a la Galerie Park-Bernet, en Madison Avenue. Nunca yo había pensado en esos términos, en lo que pudieran valer en dinero, me bastaba con el placer de mirarlas. Mi hija Ilse vio el grabado de la «mujer del sombrero» en una galería y preguntó el precio. El director quiso vendérsela por ocho mil dólares. El espacio que ocupaba la litografía de Matisse en mi casa quedó tan vacío durante la semana que estuvo en la galería de Nueva York, que cuando llamaron por teléfono para consumar la venta respondí que no la vendía. Entre el dinero y la mujer, me quedé con ella. La extrañaba. El experto de la galería me dio su tarjeta y su teléfono cuando fui a recogerla por si cambiaba de parecer... Una noche fui a ver el ballet en el Teatro de la Ópera. Los soldados recibíamos, con el permiso de salida, tres o cuatro preservativos, así no había ninguna excusa si uno se enfermaba. Desde luego, esto sucedía en los campamentos del ejército, en la Cité Universitaire no se necesitaba ningún pase, uno estaba libre. La guerra había terminado, pero nuestros bolsillos estaban llenos de preservativos por todos los pases que habíamos recibido y que, naturalmente, no tuvimos oportunidad de usar, desgraciadamente. El teatro estaba lleno. En las lunetas y los palcos se hallaba el público de siempre y arriba, en las galerías, nosotros, los soldados. La orquesta abrió tocando una polonesa de Chopin. Se levantó el telón, y fueron apareciendo en escena las bailarinas. Salían danzando con gracia y fineza, una tras otra, como si no terminaran nunca, esparciéndose por el inmenso escenario. Repentinamente empezó a caer una lluvia de globos blancos de medio metro de largo, flotando con suavidad. Sin que alguien diera la orden, cientos y cientos de preservativos inflados descendían despacio en el grandioso teatro. Los globos caían lentamente, uno tras otros, sobre los palcos, las lunetas, el foso de la orquesta y también en el escenario. Las damas y los caballeros, elegantemente vestidos, apartaban discretamente, con ligeros toques de los dedos, los condones inflados que se posaban sobre las hermosas cabelleras, los pechos y los regazos de las mujeres y en la cabeza, hombros y piernas de los hombres. Los músicos alejaban con sus instrumentos y las manos los globos alargados que caían sobre ellos y los atriles. Las bailarinas continuaban danzando entre los preservativos en el aire y el suelo, sin perder su gracia elegante y majestuosa. El espectáculo del ballet de Chopin, con decenas de bailarinas en el espléndido escenario de la Ópera, bajo una tormenta de condones flotando por todas partes, parecía un sueño surrealista. La función continuó como si nada anormal sucediera y, al recordarlo ahora, al cabo de tantos años, pienso si aquello fue verdad. El regreso Un aire frío azotaba el andén. Lejos, las locomotoras entraban y salían de la estación. De pronto apareció el tren que esperábamos y se detuvo en nuestra plataforma. La locomotora, echando humo por los lados, parecía respirar. Sin perder tiempo, subimos a los vagones y a las nueve de la noche salimos de la Gard du Nord. Una tras otra, las casas, con sus techos oscuros, sus chimeneas y ventanas iluminadas, desfilaban ante nosotros. La ciudad fue quedándose atrás y entramos en la negrura de la noche. En los carros no funcionaba la calefacción, y un viento helado se metía por los cristales destrozados de las ventanillas. El tren marchaba con lentitud, deteniéndose largos ratos en parajes solitarios, oscuros, en estaciones desiertas. Con una cuchilla, el soldado que me acompañaba en el compartimiento abrió los forros de los asientos, sacó el relleno y le prendió fuego en el suelo para calentarse. Las llamas se extendieron con sorprendente rapidez y tuvimos que actuar para que no se incendiara el vagón. Tarde, a las dos de la madrugada —casi congelados— llegamos a Le Havre. El tren se detuvo en un lugar desolado. Nuestras bolsas, con la ropa y las pertenencias, fueron echadas sobre los rieles, en una larga extensión cubierta de nieve. En la oscuridad empezamos a buscar los sacos; todos eran iguales, de color verde olivo. Sólo se distinguían por nuestros nombres y número de identificación. Se escuchaban las voces malhumoradas de los soldados: «Where is my fucking bag?» (¿Dónde está mi cabrona bolsa?), o «¿Quién carajo encuentra el maldito saco en la oscuridad y con este cabrón frío?». Una nieve lenta y fina empezó a caer. Después de una búsqueda angustiosa, con las manos entumecidas a pesar de los guantes, encontré mi bolsa. Cargándola en el hombro, me dirigí al campamento en el bosque, en una colina a un lado del patio del ferrocarril. Las tiendas de campaña entre los árboles parecían ocupadas. —¿Tienen espacio? —preguntaba. —No —La respuesta era siempre la misma. Seguí andando, hasta que lejos, en el tope de la colina, hallé una carpa donde pude instalarme. La tienda de campaña estaba ocupada por cuatro soldados. La oscuridad me impedía verlos, pero hablaban con el acento de los negros del sur. Me acosté vestido, tapándome con las frazadas y el abrigo. Me dejé los zapatos también. —Man, this fucking cold is too much for me (Coño, este cabrón frío es demasiado para mí) — dijo uno de los soldados desde el catre donde estaba acostado. El que habló era un negro de voz ronca. Minutos más tarde se asomó un soldado en la tienda de campaña. —You got room here, man? (¿Hay espacio aquí?) —preguntó. El negro de voz ronca respondió afirmativamente y el hombre entró con un saco; lo puso en el suelo, cerca de la estufa que estaba apagada. El recién llegado —también negro— dijo: —Man, hacía demasiado frío para ponerse a buscar la cabrona bolsa en la oscuridad. Who the hell is going to find the goddamn bag? (¿Quién coño va a encontrar la maldita bolsa?). Después de todo, tenemos las mismas cosas. Yes, sir: el cabrón uniforme, la ropa interior, calcetines, zapatos. Lo mismo. Yo no pierdo tiempo. Cargué el saco que estaba más cerca. El soldado encendió un cabo de vela que estaba en la estufa y la colocó en el marco de la lona, la madera que servía de armazón a la carpa. Dijo entonces; —Muchachos aquí hace falta calor —y abriendo la bolsa añadió—: Vamos a ver qué tiene ese hijo de puta. Sacó de la bolsa parte de la ropa, la puso dentro de la estufa y le prendió fuego. —Goddammit! ¿Qué es esto? ¡El muy cabrón no tiene nada! Miren eso: calzoncillos largos, camisetas, un pantalón, y unas cuantas cartas y fotografías. ¡Me ha estafado! De pronto vimos llamas en una esquina de la tienda de campaña. El techo de lona se había incendiado con la vela. Saltamos de los catres para extinguir el fuego con las frazadas y, después de apagadas, quedó un boquete grande por donde entraba el aire frío y la nieve, que caía copiosamente y veíamos desde nuestros camastros el cielo y los árboles del bosque. Por la mañana pasaron lista. El sargento, al ver el nombre de Herbie, el soldado que había quemado la ropa, se detuvo. —Look here, man (Óyeme, tú) —dijo—. Esta es la quinta vez que hacemos los trámites para enviarte a la casa. Dime si piensas escapar de nuevo para no perder el tiempo. Herbie movió la cabeza como asintiendo, resignado. Más tarde, en la carpa, nos declaró que cuando pensaba en el sur, en Alabama, se le quitaban los deseos de regresar. Herbie hablaba siempre de pie, moviéndose de un lado al otro, gesticulando con sus largos brazos, como un actor en el escenario. Nosotros lo escuchábamos acostados en los catres, metidos debajo de las frazadas, con toda la ropa puesta. —¿De dónde eres tú? —me preguntó de manera casual. —Vengo de Cuba. —¿De Cuba? —exclamó dando un grito—. Man, cada vez que oigo ese nombre se me paran los pelos... Imagínense —dijo dirigiéndose a los compañeros—, que una noche, en un cabaret de Chicago, vi a un negrito con una mujer preciosa. ¡Qué mujer! Empecé a meterme con ella sin importarme el negrito flaquito que la acompañaba. Entonces un tipo me susurró en el oído: «Ten cuidado, muchacho, ese negrito es Kid Chocolate». Continuó: —Man, never mention Cuba to me! (¡Viejo, no me vuelvas a mencionar a Cuba!). Poco después, regresando del comedor, dijo: —Estos hijos de puta —refiriéndose a los compañeros de la tienda de campaña— me tienen harto con las palabras que sueltan en francés, italiano y alemán. Ahora cuando regresen de almorzar quiero que me hables en español. Simularemos una conversación. No tardaron en aparecer los muchachos y cuando se echaron a descansar en los catres. Herbie me hizo señas y le hablé en español. Me contestó en un lenguaje inventado por él que sonaba como turco, pero incluía las palabras sí, mañana y pronto... Los compañeros se asombraron. No podían creer que Herbie hablara español y preguntaron si hablaba bien. Dije que se expresaba correctamente y tenía buen acento. —Goddammit! How do you like that? (¡Coño! ¿Qué les parece?) —comentó el más joven de los negros que venía de Berlín. El cocinero gordo, que había servido en África y en Italia repetía: «No puedo creerlo..., no puedo creerlo. Habla español el muy cabrón». Herbie nos entretenía por la noche contando sus aventuras. Nos relató cómo por poco pierde la vida en un bar de Baltimore, cuando un negro que tocaba el clarinete en un grupo de jazz, descubrió que su novia lo engañaba con él. «Man, me salvé milagrosamente. El hombre me dio dos puñaladas —aquí pueden ver las cicatrices—, tuve suerte». Un día habló de su llegada a Normandía. «Un oficial blanco me envió con un camión lleno de combustible para el ejército que peleaba en el Sena. Vendí la gasolina y me hice rico. Tuve todas las mujeres y todas las bebidas que quise: rubias, trigueñas…, champán y comidas en los mejores restaurantes y cabarets de París. Llevé una gran vida hasta que me detuvo la policía militar». Uno de los soldados preguntó si había estado en Alemania. —¿Alemania, man? Allí éramos los dueños. Una vez teníamos hambre, buscábamos de comer. Llegamos a una casa en una aldea y vimos unas cuantas gallinas en el patio picando el estiércol cubierto de hierba mojada. Saqué mi pistola y a balazos maté a tres o cuatro delante de la dueña, una campesina gorda y grande. «Cook this, goddammit! —le dije—. We’ll come back later! (¡Cocina esto, carajo! ¡Volveremos luego!)». La cabrona alemana entendió y cuando regresamos más tarde el guiso estaba listo. Sonriendo comentó: —Man, that woman was really scared (Qué susto tenía aquella mujer). Se dio un trago de coñac y pasó la botella. Entonces dijo: «Goddammit, tengo que orinar». Salió un rato y regresó. —En una ocasión —siguió contando— entramos en una casa pistola en mano. Nos acostamos con todas las mujeres, jóvenes y viejas, man. No ofrecieron resistencia. Cuando terminamos y salíamos de allí aparecieron media docena de nuestros soldados con sus pistolas y las mismas intenciones. Les dije: «Goddammit, vayan a otra casa! ¡Ya jodimos a todas las mujeres de aquí!». Herbie encendió un cigarro y continuó: —We had a good time... (La pasamos bien). Al salir repartimos chicle. ¡Qué alemanas, man! Una tarde me pidió cien francos. Quería irse a un bar en el pueblo. Le presté el dinero convencido de que no me lo devolvería. Inmediatamente desapareció. Dos o tres días después nos embarcamos. Había mal tiempo. Me sentí mareado desde que salimos del puerto y, durante los doce días que duró el viaje, no tuve fuerzas para ir al comedor. La cola duraba horas. Logré conseguir algunas naranjas y cuatro o cinco barras de chocolate que compré a los compañeros a un dólar cada una. A veces el barco se hundía por la proa como si fuera hacia el fondo del mar, después se levantaba en el aire apuntando al cielo y hundiéndose por la popa, luego caía chocando contra el agua. El golpe estremecía la estructura de la nave, zarandeando las literas, derribando a los hombres y echando al suelo el equipaje. En el balanceo, los que estábamos acostados unas veces íbamos de pie y otras de cabeza. Un barco se partió por la mitad pero no hubo desgracia. Cuando mejoraba el tiempo conversábamos sobre nuestras experiencias en la guerra, habíamos estado en distintos frentes. —Al desembarcar en Francia —contó un joven rubio— le disparé varios tiros a un cabrón francés que se encontraba a unos cien metros de distancia, para ajustar la mirilla. Los tiros dieron lejos. Le hice varios disparos más hasta casi pegarle. El hombre echó a correr y se metió en una casa. Un sargento viejo que estaba en la litera frente a la mía, al mismo nivel, dijo: —Podías haberlo matado. ¿No sabías que íbamos a liberar a Francia? —¡Qué carajo me importaba! ¡Yo me jugaba la vida y tenía que ajustar mi fusil! —respondió el rubio. Se hablaba con frecuencia de los italianos. Se decía que eran cobardes, que no peleaban. Se referían a ellos con desprecio. En cambio se elogiaba a los nazis. «Los alemanes pelean, son eficientes, buenos soldados, pero los cabrones italianos no sirven para nada. Daba gusto ver la plomería en Alemania. Allí todo funciona como en América». —Por mi parte, me alegro de que no creyeran en el fascismo —dije—, que no creyeran que valía la pena morir por una causa tan injusta, como hicieron los alemanes. La guerra hubiera sido más costosa. Johnny, un hombre de Boston, que parecía un inglés, de finos modales y educación, de bigote rubio, tostado por el cigarro, intervino: —Bueno, ahora que terminó la guerra empezarán a fabricar televisores. Todo el mundo tendrá un televisor. —¿Un televisor? —preguntó alguien. —Sí, la gente podrá ver un juego de pelota sentado en la casa. —¡¿En la casa?! —exclamó un gordo de pelo de cepillo—. Pero no será lo mismo. ¿Qué es un juego de pelota, sin la multitud, sin los gritos de entusiasmo y sin comerse dos o tres hot dogs? —Eso es verdad —asintió otro soldado—. Ya veo a mi mujer diciéndome: «Sam, corta la hierba, no sigas ahí mirando la televisión». —Me imagino que podemos ver a Bing Crosby y a Jack Benny... —comentó uno. —Claro que sí —dijo Johnny. A veces me entretenía leyendo. En otras ocasiones, cuando me sentía mejor, me torturaba el hambre y sólo podía pensar en la comida. Escribía en mi libreta distintos menús donde figuraban coctel de camarones, con salsa de tomate y limón; caldo gallego, ropa vieja, arroz con pollo, picadillo, frijoles negros, papas fritas y yuca. También un plátano manzano cubierto de dulce de coco como postre. Esta tarea aumentaba mis deseos de comer. Temprano, una mañana, nos dieron la orden de salir a cubierta para limpiar los camarotes. Con esfuerzo logré subir las escaleras hasta llegar afuera y respirar el aire fresco del mar. Me senté en el suelo, cerca de un bote salvavidas. El mar, de un oscuro siniestro, subía a un lado como una enorme montaña que amenazaba caer sobre el barco. Después bajaba y desaparecía, mientras en la proa las olas golpeaban con furia saltando una tras otra, salpicándonos a todos. De repente, sentí que alguien gritaba: —Hey, you Cuban! Era Herbie llamando desde la cubierta superior. Vino adonde yo estaba. No lo veía desde que desapareció con el dinero que le presté. Pensaba que se había quedado en Francia una vez más. Me contó que estuvo jugando al póker durante toda la travesía. Se metió las manos en los bolsillos del pantalón y sacó dos rollos grandes de billetes, lo que había ganado con las cartas. Luego se levantó las mangas de la camisa y me mostró cinco o seis relojes de pulsera en cada brazo, parte también de sus ganancias. Me devolvió el préstamo sin que se lo mencionara y, al despedirse, cuando subía la escalera para regresar a su sección, me gritó agitando los brazos: —Give my regards to Kid Chocolate, man! (¡Dale recuerdos a Kid Chocolate, muchacho!). No lo volví a ver. Al día siguiente llegamos a Nueva York. Frente a la Estatua de la Libertad, un radio anunció los cigarros Chesterfield. Un soldado dijo entusiasmado: «¡Cuánto de menos les echaba a los anuncios! ¡Ahora sí estamos en casa!». Un oficial nos dio la bienvenida en Fort Dick, en New Jersey. Fue breve. —Muchachos —dijo—, han hecho un buen trabajo. Nos sentimos orgullosos de ustedes. Los felicito. Una buena comida los espera en el comedor. No los demoro más. Dos días después, a la una de la tarde, llegué a la estación de Pennsylvania en Nueva York. Estaba libre, licenciado del ejército. No lo podía creer. Ya nadie me mandaba, ni sargentos ni oficiales. Volvía a ser yo mismo. Decidí almorzar en la estación, comer solo, tranquilo, para celebrar mi libertad. Pedí una tortilla y una cerveza. Luego, tomé el subway hasta mi casa. Descendí en Brooklyn Heights, la primera parada del otro lado del río. Me dirigí al parque, frente al edificio Ovington Studios. Me senté en un banco temeroso de llegar a mi casa. Había estado ausente tres años. Ahora, al volver, era el padre de una niña y me esperaban nuevas responsabilidades. ¿Qué impresión le daría a mi mujer? ¿Qué me parecería ella? Sólo habíamos vivido juntos tres meses. Al cabo de media hora en el parque, agarré mi bolsa y, llenándome de valor, pasé la calle Fulton. En la puerta de la casa estaba Tom, el ascensorista, un negro viejo, pequeñito, con las manos lisiadas por la artritis. Estaba igual, con el mismo uniforme azul, la misma gorrita de capitán de barco y su pipa de siempre. Sonriendo, exclamó al verme: —You are back! (¡Ha vuelto!) Me alegro de verlo. Llegamos a mi piso, el último. Toqué en mi apartamento. Annie, la niñita, abrió la puerta. La mamá estaba detrás. Memorias sin título Este libro está dedicado a Ángel Cañete, Manuel Navarro Luna, Conrado W. Massaguer, Juan Marinello, José Antonio Fernández de Castro y Pablo O’Higgins. También a Ilse, mi compañera, mis hijas Annie y Nené y mis hermanas. He visto personajes parecidos a los de estos relatos en la literatura de otras tierras. Es que son hombres y mujeres universales. La gallinita Mi padre nos llevaba a mi hermanita y a mí a ver las películas de Charles Chaplin, en la primera tanda, a las seis y media. Canillita nos encantaba. Cuando terminaba la función, le pedía que me llevara a conocer al hombrecito de bigote y bastón. Yo creía que los actores estaban detrás de la pantalla, pero mi padre me explicaba que Canillita estaba cansado y que en otra ocasión iríamos a verlo. Caminábamos entonces hacia un café grande, el Ambos Mundos, que estaba frente al parque. El café tenía muchos espejos y las mesas eran de mármol. El dueño, un español que se vestía siempre de negro, nos atendía personalmente. Allí tomábamos helados y comprábamos una caja de dulces para llevar a la casa. En la casa estaba mi madre vestida de largo, esperándonos. Tenía unos veinte años. Mi abuela, que yo creía que era una viejita, tenía sólo treinta y cuatro. Mi madre se encargaba de colocar los dulces en una bandeja y servirlos en la mesa. Los dulces eran capuchinos, merengues, panetelitas borrachas y bolitas de almendra. Algunas noches, mi padre nos sentaba en las piernas, en la mecedora del balcón, y nos contaba cuentos que él inventaba. Mi madre, desde la sala o el comedor, le decía: «Julio, el pantalón que acabas de ponerte». Se usaban entonces trajes de dril blanco que se arrugaban con facilidad. A veces nos dormíamos en sus piernas y nos cargaba a la cama. El cuento que más nos gustaba, y que no nos cansábamos de escuchar, era el de la gallinita. Un día, contaba mi padre, nos montamos en una gallinita los tres, Cuquita, él y yo, y fuimos volando hasta la luna. Las aventuras en la luna eran interminables, duraban muchas noches. Los paseos y los parques eran preciosos, decía mi padre; en nuestro pueblo no había nada igual. Los caramelos, los dulces y los helados eran más ricos que los del café frente al parque. También tenían los pajaritos más lindos y los juguetes más maravillosos del mundo. Yo lo interrumpía y le preguntaba: «¿Cómo es que no me acuerdo?». Mi padre me respondía: «Ay, hijo, usted era muy chiquito, no puede acordarse». Entonces le rogaba que volviéramos a la luna, y me decía: «Desgraciadamente es muy difícil. Después de aquel viaje hemos tenido muchas gallinas, pero ninguna como aquella». Manzanillo I Cuando vivíamos en la calle Masó, donde empezaba la loma hacia el cuartel militar, yo tenía unos ocho años. Me gustaba trabajar con las manos, hacer juguetes, carritos y juegos. En una ocasión hice un cajón de limpiar zapatos con una correa para cargarlo al hombro. Enseguida limpié los zapatos de mi familia. Me pagaban cinco centavos. El negocio me pareció bueno y decidí salir a la calle a trabajar en el parque y los portales de alrededor. Yo estaba dando brillo a los zapatos de un hombre, haciendo sonar el paño como hacían los limpiabotas, cuando alguien detrás de mí, dijo: «¿No es ese tu muchacho?». Levanté la cabeza y vi a mi padre con un amigo. «¡Carijo, hijo! —exclamó— ¿usted limpiando zapatos? ¡Está bien que lo haga en la casa, pero no en la calle!». Fue una lástima, ya había ganado cuarenta y cinco centavos. Siempre me gustó «pintar». Me levantaba temprano para dibujar en la mesa del comedor. Dibujaba las casas de guano, los árboles y los caballos. Por la tarde, a la hora de la siesta, me tendía debajo de la cama alta para dibujar tranquilo. Como no me interesaba aprender a leer, mi padre me dijo que los pintores tenían que saber leer. Intentó enseñarme, pero se dio por vencido. Me gustaba ir todas las noches al cine a ver las películas de vaqueros, mas no entendía los letreros. Decidí aprender por mi cuenta. Al principio los letreros pasaban rápido, no me daba tiempo leerlos. Un día le dije a mi padre que yo sabía leer y me dijo: «No puedo creerlo. A ver, ¿qué dice aquí?», y me mostró un periódico. Leí y exclamó: «¡Carijo, es verdad!». Los muchachos escribían a los artistas del cine solicitando sus retratos. Escribíamos a los estudios de Fort Lee, en Nueva Jersey y Los Ángeles, en California. Decorábamos las paredes de nuestros cuartos con los retratos dedicados por nuestros actores favoritos. En mis paredes fíguraban Tom Mix, William S. Hart, Douglas Fairbanks y Charles Chaplin. Las mujeres en la pantalla nos aburrían. No hacían más que entorpecer y distraer a Tom Mix y William S. Hart, nuestros héroes. Las películas de «amores», esas en que los hombres besaban a las mujeres, me parecían insoportables. Coleccionaba también postalitas de jugadores de pelota de las Grandes Ligas de los Estados Unidos. Venían en cajas de cigarros. Tenía a Walter Johnson, el pitcher de los Senadores de Washington; al famoso Christy Mathewson, el lanzador estrella de los Gigantes de Nueva York, a Babe Ruth, mi preferido, y muchos más. En la pizarra del diario La Tribuna seguíamos la Serie Mundial de beisbol. Alguien escribía con tiza las jugadas. También describían en esa forma las peleas de boxeo. Así seguimos los encuentros de Jack Dempsey y Carpentier, el francés; la de Firpo, el toro de las Pampas, que derribó a Dempsey fuera del ring y luego perdió; y la de Gene Tunney, que derrotó sorpresivamente a Jack Dempsey, el campeón. El club del Partido Conservador estaba en una esquina, a dos o tres cuadras de mi casa. Yo conocía al encargado, un negro viejo llamado Isabelito. El club tenía una sala grande, con mecedoras alrededor, y retratos de Martí, Máximo Gómez, Antonio Maceo, Bartolomé Masó y otros patriotas. Al verlos allí, pensé que habían sido conservadores, que el Partido Conservador tenía en sus filas a los mejores, pero un día visité el club de los Liberales y encontré allí los mismos retratos. Entonces le pregunté a mi padre si esos patriotas habían sido liberales y conservadores al mismo tiempo. Cuando los conservadores tenían un mitin cerca de mi casa, el club se llenaba. Los muchachos del barrio nos asomábamos a mirar. La gente tomaba una bebida que hacían en un barril. A veces veía como preparaban con ron, cerveza, limón y grandes pedazos de hielo, lo que llamaban «bull». Isabelito me daba un poco en un vaso y decía: «Que no se entere tu padre, muchacho». Mi familia se sentaba de noche en la acera, a tomar fresco y conversar. Uno de los temas frecuentes era el de los espíritus, los muertos y los fantasmas que aparecían en todas partes. La conversación me fascinaba y me daba miedo. Nuestra casa era larga y oscura, con una luz en la sala. Había que ir al fondo, al portal del patio, para encender el bombillo de la cocina y el comedor. Cuando los cuentos eran más aterradores y todos estábamos erizados, no faltaba una persona mayor que tuviera sed, y me dijera: «Búscame un vaso de agua». Me daban deseos de matarla. El tinajero estaba lejos, al lado de la cocina, en la más profunda oscuridad. Aquel tramo, desde la puerta de la calle hasta el fondo de la casa, significaba para mí jugarse la vida, algo así como atravesar una selva del Congo, con leones, tigres, y guerreros con lanzas y escudos. Mi madre y mi abuela materna tenían niños todos los años. A las mujeres que daban a luz se les daba casabe tostado con aceite y sal. Yo me sentaba en la cama con ellas para comer casabe. Era lo mejor de tener un tío o un hermanito. Tenía tíos y tías que eran más jóvenes que yo. Aquello me parecía extraño. Los tíos de mis amigos eran mayores, con pantalones largos y bigote, y repartían dinero a los sobrinos para ir al cine o comprar helado. Mi tío Emilio me avergonzaba, estaba aprendiendo a caminar y andaba en pañales por la acera. Los otros muchachos me decían: «Ahí viene tu tío». Llegué a pensar que los tíos crecían más rápido que uno, pero mi madre me dijo que Emilio siempre sería más joven que yo. II Una mañana tocó en la puerta de mi casa un campesino altísimo, con sombrero de jipi de ala ancha. Tenía ojillos azules y bigote blanco. Al verme dijo: «Mijo, yo soy el tío Eugenio. Dígale a su padre que aquí está su tío». Nunca lo había visto, vivía lejos, en las lomas, pero había oído hablar de él. Contaban que peleó en las fuerzas de Máximo Gómez y llegó hasta Occidente en la invasión. Mis padres insistieron en que se quedara a comer y regresara a su casa al día siguiente. Tío Eugenio no conocía el cine y mi padre me encargó de llevarlo a ver una película. No estuvo quieto un instante durante la función. Se paraba y decía: «¡Carijo, mira para atrás, no seas pendejo!», gritaba para que lo oyeran los actores; era una película de vaqueros, donde había peleas a golpes y muchos tiros. Yo no sabía donde meterme. Tiraba de su guayabera para que se sentara, y no me atrevía a callarlo. Al terminar la película dijo: «Conque esto es el cinematógrafo, ya me habían dicho. ¡Al fin he visto esta vaina!». III Yo pensaba entonces que la peor desgracia de un muchacho era tener un padre maestro, un maestro todo el tiempo en la casa, sin sábado, domingo y sin vacaciones. Una verdadera desgracia. Cuando yo contaba algo en la mesa, mi padre me echaba a perder el cuento con correcciones gramaticales y señalando mi pronunciación. Era para matarlo. Una vez me llamó la atención: «Hijo, no se coma las eses. Se dice he dado y no he dao. Se dice mantecado y no mantecao». Una mañana mi madre me mandó a la bodega a comprar bacalao. La tienda estaba llena y todos, dando gritos, querían ser atendidos al mismo tiempo. Rufino, el bodeguero, me preguntó; «¿Qué es lo que tú quieres, muchacho?». Yo le grité: «Dame dos libras de bacalado». Todos en la bodega me miraron. Un mulato flaco y alto preguntó: «¿De dónde ha salido este muchacho tan fino?». Y todos soltaron una carcajada. Regresé furioso a la casa. Tiré el bacalao en la mesa y le dije a mi padre que leía el periódico: «¡Tú y tu lenguaje! Todo el mundo se rió de mí por hablar bien!». IV La revista Orto quedaba a dos cuadras de mi casa cuando vivíamos en la calle Martí, frente al Mercado. Sariol y Tomasito Iser, el jefe del taller, me daban recortes de papeles y cartulinas para dibujar. Me gustaba ver las máquinas de imprimir y a los hombres trabajando. Yo hice una imprenta para hacer tarjetas para los muchachos y también hice un periódico. Mi padre lo celebró, pero dijo que nunca había leído un diario con tantas faltas de ortografía. En el verano nos bañábamos en el mar. Íbamos a la playa con mi madre o con una mujer del barrio. Salíamos a las cinco de la mañana. Las mujeres y las niñas se bañaban en camisón y los muchachos con pantalones cortos. Al amanecer, cuando aclaraba el cielo, regresábamos. Siempre nos dábamos quince baños para evitar que nos salieran granos. Decían que menos de quince baños revolvía la sangre. Había muchachos de pantalones largos que se escondían en los botes para mirar a las chicas en camisón. Los jueves y los domingos tocaba la Banda Municipal en el parque. El parque se llenaba. En el paseo exterior paseaban los jóvenes. Las muchachas caminaban en una dirección y los muchachos en dirección contraria. Las mujeres lucían hermosas, como del cine. A veces yo me sentaba en un banco para ver desfilar a las mujeres. Había media docena de muchachas que me gustaban y no podía decidir cuál me gustaba más. Pero me deprimía pensar que cuando yo fuera «grande» ya iban a estar viejas. Aquella que movía su cabellera para apartarla del rostro, con un gesto de la cabeza, que le gustaba vestirse de verde, sería también una viejita. Era una pena. La recuerdo todavía. Se llamaba Lolita. El paseo de afuera era para los blancos y el paseo interior para los negros. En el centro, alrededor de la glorieta de estilo árabe, estaban los bancos donde conversaban los viejos. Frente al Círculo Manzanillo, en el paseo exterior, se sentaban los del Grupo Literario, que yo conocía porque eran amigos de mi padre y tomaban café en mi casa. Los domingos me bañaba temprano para hacer algunas visitas. Empezaba por la visita a Sabá e Higinia. Vivían en una casita pobre en la loma, no lejos de mi casa. Ambos habían sido esclavos de los Sánchez. Sabá e Higinia se quedaron a vivir con la familia cuando se les dio la libertad. Sabá era africano, de Nigeria; tenía cerca de noventa años. Su pelo era corto y canoso. Me decía, sentado en una mecedora en la sala: «Ya yo ta viejo. Ya no trabajá», y me preguntaba por mi madre: «¿Cómo ta Sabelita?». Higinia, su mujer, vestía siempre de blanco, con una bata larga, muy limpia, con un turbante blanco. Usaba espejuelitos sin aros, ovalados, en la punta de la nariz. Me preguntaba por mis hermanitas. Higinia era de Camerún, hija de un gran jefe africano, era como una princesa. Los negros de la loma la adoraban y venían a rendirle homenaje. Ella me regalaba dulce de coco prieto, y cuando me despedía me daba cinco centavos. Durante varios años yo pensaba que eran tíos; y realmente eran parte de nuestra familia. Sabá e Higinia tenían una hija loca llamada Joaquina. Las madres de la barriada decían a sus hijos: «Si no te portas bien, le diré a Joaquina la loca que te lleve». Joaquina era el terror de los niños. A veces venía a mi casa —la puerta estaba siempre abierta— y entraba con un gajo de albahaca santiguando a todo el mundo. Cuando veía a mi hermano Mario le decía: «Apaga la vela, apaga la vela», no sé por que razón. Joaquina era la madrina de brazos de mi hermana Celia. Después visitaba a las Sánchez. Las Sánchez eran media docena de mujeres mayores, viudas y solteronas, que se sentaban, en círculo, a conversar en la saleta. Allí se comentaba todo lo que pasaba en el pueblo. Se hablaba de los que se casaban, los que estaban enfermos y los que acababan de morir. A veces estaban allí las muchachas, dos o tres, que rejuvenecían el ambiente. Yo me sentaba en una mecedora chiquita, y me aburría bastante, hasta que pensaba que era la hora de irse. Doña Modesta, la mayor, decía: «¿Ya te vas? Espérate que tengo algo para ti». Se levantaba, iba al armario en su cuarto y me daba veinte centavos. Mis abuelos paternos no me daban nada. Tenían quince hijos que atender y los otros abuelos tenían el mismo problema, catorce hijos. V Una mañana, un señor vino a ver a mi padre. Parece que se trataba de algo importante. Se le dijo que papá no estaba y el hombre insistió en que tenía que verlo. Mi madre me llamó y me dijo: «Ve a buscar a tu padre que está en el juzgado. Dile que venga, que lo quieren ver». Fui al juzgado y no pude entrar, se estaba celebrando un juicio. En la puerta había gente mirando. Yo me escurrí entre los mayores para ver cómo era un juicio. Según pude observar, una mujer estaba acusada de escándalo. La mujer vivía en la calle donde nací, cerca de los muelles, en una de esas casas de mujeres «malas». El juez escuchó al policía y después a la acusada. Seguidamente decidió: «Diez pesos de multa por escándalo»; el secretario del juzgado, Felo Pérez, tomaba nota. Felo, alto, joven, tenía fama local de buen mozo. El juez dio por terminado el juicio y la mujer dijo en alta voz, de un extremo al otro: «Felo, págale los diez pesos. Nos veremos esta noche». Era la primera vez que veía cómo funcionaba la ley. Le di a mi padre el recado. Él estaba en una oficina en el fondo del juzgado. VI Mi abuela Mamá Nina, madre de mi padre, era de baja estatura; caminaba como una cotorrita. Siempre tenía negocio en la casa, le fascinaba comprar y vender. Era casi analfabeta, pero calculaba las cuentas mentalmente mejor que cualquiera. Empezaba a trabajar en la cocina desde temprano. La comida era lo principal para ella. Cocinaba en grandes ollas para la casa y para regalar a los vecinos. También repartía dulce de coco, dulce de leche, guayaba o natilla. Era generosa con lo que consideraba importante, la alimentación. Mi abuelo, padre del viejo mío, era tranquilo. Cuando lo conocí se pasaba todo el día sentado cerca de la ventana, callado, oyendo, sin decir una palabra. Había trabajado toda su vida en el comercio de víveres. Tito Pepe era calvo, con un bigote largo color de pelo de maíz y ojos verdes. Una vez, me contaba mi padre, comentó un español, poco antes de comenzar la guerra del 95: «Parece que ese carajito de Martí va a revolver el país». Mi abuelo se indignó y le dijo que no permitía que se hablara así de José Martí, que él era hijo de catalán, pero que era cubano. Mi padre tenía un tío llamado Concho. Era de los Pacheco de la región de Jiguaní, emparentado con Rosalío Pacheco, el de Dos Ríos, que conoció a Martí. El tío Concho era un campesino ignorante. No sabía leer y no permitía un libro en su casa. Pensaba que los libros aflojaban a los hombres. Tenía dos o tres hijas que sólo aprendieron a cocinar, a coser y los trabajos caseros. Decía que eso era lo que tenían que saber las mujeres. Uno de los hijos quiso aprender a leer y Concho lo echó de la finca porque no quería vainas en su casa. Repetía que no había necesitado saber leer para tener una finca, casa y mujer. VII Nos mudamos de la calle Martí para una casa en la loma, un poco apartada del centro. Desde el portal teníamos una vista amplia del mar, los cayos, la desembocadura del río Cauto y los techos de tejas de la ciudad. Veíamos también el parque y la glorieta. Había plantas en el patio, flores y crotos en la entrada. La casa estaba en un promontorio de barro ocre. Con frecuencia venían a tomar café Ángel Cañete, Navarro Luna, Sariol, el de Orto, Luis Felipe Rodríguez, y otros del Grupo Literario. Hablaban de libros y revistas de La Habana, Buenos Aires y Madrid. Se mencionaban los nombres de Rubén Darío, Poveda, Anatole France, Unamuno y otros escritores españoles. Ángel Cañete me decía: «A ver qué has hecho». Yo le enseñaba mis dibujos y tenía en cuenta su opinión. Si le gustaban mis dibujos me alegraba mucho. En una ocasión, Navarro llegó furioso por algo que le había sucedido ese día. Contó lo que le pasó empleando insolencias. Cuando se marcharon, Gloria, la sirvienta, recogió las tacitas de café y comentó a mi madre: «Ay, Isabelita, no sabía yo que los poetas podían decir tantas malas palabras». La muerte Todos los años morían cuatro o cinco de la familia. Morían los viejos, los jóvenes y los niños. Siempre teníamos luto, de un luto pasábamos a otro. El luto duraba un mes, era un mes sin ir al cine, lo cual era una catástrofe para mí. Mi tía Sofía, que yo adoraba, hermana de mi madre, de veintiún años, murió en La Habana. Estudiaba odontología. Era linda, una belleza. No había en el pueblo una mujer que pudiera compararse a ella. La recuerdo todavía, sus ojos negros y hermosos, sus vestidos, su elegancia, su sombrero con plumas, cintas, y sus collares y argollas en el brazo. La muerte también entró en mi casa. Inesperadamente. Una mañana yo estaba pintando un librero y mi hermanito se manchó la mano de pintura Y la estampó en el cristal. Esa tarde se enfermó. Llamaron al médico y al día siguiente, para asombro de todos, murió. Nunca lo habían retratado y vino Joseíto, el fotógrafo mexicano, a retratarlo en la cajita blanca, con los ojos negros, grandes, muy abiertos. La huella de su mano se quedó en el cristal del librero y el aroma de los jazmines, las azucenas y las rosas del cuarto donde lo velaron permaneció mucho tiempo. Parecía no abandonarnos jamás. Mi tío Ramón Terminábamos de comer cuando entró Chencho por la puerta. —Acaba de morir Ramón —dijo. —¿Murió tío Ramón? —exclamó mi madre. —Sí, esta tarde a las cuatro. —Pues iremos para allá enseguida. Pobre tía Ramona. Mi madre se levantó de la mesa y fue a su cuarto para prepararse. —Así que Ramón ha muerto —dijo mi padre. Entonces encendió un cigarro y echó el fósforo al suelo. Cuando llegamos a casa de tía Ramona la sala estaba llena de sillas de la funeraria. Diez o doce personas conversaban, de pie, en voz baja. Mi padre se detuvo a saludar a mi tío Fengue, y mi madre entró en el primer cuarto. La habitación estaba envuelta en una penumbra con sólo las velas de los dos candelabros macizos y altos colocados en la cabecera del sarcófago. Tía Ramona se hallaba en un rincón sentada en una mecedora. Su pelo, recogido en un moño, me pareció más blanco, o tal vez no lo había notado antes. Llorosa, con un pañuelo en la mano, hablaba con doña Charito, la vecina de la acera alta de la esquina. «Ramón amaneció bien —dijo mi tía—. Estaba tranquilo, pero por la tarde se puso mal y empezó a delirar». En el ataúd, tío Ramón lucía pálido, azulado. La barba negra estaba grisácea. Su nariz parecía más fina y afilada. Tío Ramón era español, de Salamanca. Vino de soldado a Valle Seco cuando Cuba pertenecía a España. Conoció a mi tía en una boda y casi un año después se casaron. Tía Ramona nunca fue una mujer linda ni muy agradable. Tuvo siempre un carácter difícil y caprichoso. Después de terminada la guerra, tío Ramón trabajó en una ferretería y allá por los años veinte empezó a comportarse de un modo raro. Regalaba las mercancías a los clientes y una noche corrió desnudo por las calles del pueblo, dando gritos, pidiendo auxilio; decía que su mujer lo quería matar. La familia instaló rejas en el segundo cuarto y allí lo encerraron con llave. En su celda estaba tranquilo, callado, pero a veces le daban ataques de furia Detrás de la reja, me hablaba con ternura. «Ya verás —decía—, pienso hacer una trampa para atrapar pájaros. Conozco un lugar más allá del cementerio, donde hay muchos tomeguines y bijiritas. Los pondremos en una jaula grande. ¿Qué te parece?». La sala se llenó de hombres y en el cuarto donde estaba tendido Tío Ramón, las mujeres acompañaban a tía Ramona. Otras estaban en la cocina y hacían café. Un fuerte aroma a jazmín se sentía en toda la casa. Me senté llorando en las piernas de mi padre. Las lágrimas me corrían por las mejillas. —Hijo, su tío Ramón lo quería mucho y veo que usted también le tenía cariño. —Papá, yo no lloro por tío Ramón. —¿No? —Es que esta noche ponen el último episodio en el cine y lo voy a perder. Mi padre meditó un instante y dijo: —Bueno, hijo, eso se puede arreglar. Mire, váyase ahora mismo. Nadie se va a enterar. No le diré nada a su madre. Me sequé las lágrimas con la manga y salí corriendo por el medio de la calle. Llegué a tiempo, cuando empezaba la película. Así me enteré que el enmascarado misterioso, con la cabeza de lobo, que salvaba a la muchacha y a su novio en el último instante, era el hermano de ella. Al regresar al velorio la conversación se había animado. Algunos contaban cuentos que hacían reír a los demás. Mi padre me susurró: «Le dije a su madre que usted fue a buscarme cigarros frente al parque». Cerca de las once mi madre ordenó que me llevaran a casa. «Esto ha sido demasiado para el niño», dijo. La capa verde En mi casa recibían catálogos de algunas tiendas de los Estados Unidos. Nos maravillábamos de las cosas que vendían por allá. Un día mi madre me encargó una capa en Wanamaker, una tienda famosa de Nueva York. Esperé, la capa parecía que no iba a llegar nunca. Cuando me había cansado de esperar y había olvidado el encargo, llegó la capa. Era una capa verde. Me la probé y me quedaba bien. Entonces me desesperé porque no llovía. El sol, odioso, brillaba todos los días, pero una tarde el cielo se oscureció, se puso negro sobre el río y se desató un tremendo aguacero. Ansioso de estrenar mi capa nueva pregunté a mi madre si necesitaba café, galletas, azúcar o algo. Me dijo que no le hacía falta nada. Le pregunté a mi padre si quería cigarros; él, que me mandaba a comprar cigarros en los momentos más inoportunos, ahora tenía cigarros. Me puse la capa y di varias vueltas por el parque bajo el aguacero. Me parecía que no había nada más agradable que pasear bajo un gran aguacero con una capa verde. Un domingo fuimos, mi amigo Manolito y yo, a cazar pajaritos más allá de El Cruce, a unos kilómetros del pueblo. Llevamos una jaula con trampa para atraparlos. Caminamos a lo largo de la línea del ferrocarril hasta el lugar donde Manolito decía que abundaban. Como el cielo estaba nublado llevé la capa por si llovía. Pusimos la trampa con el alpiste y una guayaba para atraer a los pájaros, y nosotros fuimos a descansar a la sombra. Ningún pájaro se acercó a nuestra jaula en dos horas y decidimos regresar. El silencio y la soledad nos daban miedo. Tomamos la jaula y emprendimos la marcha para el pueblo por la línea del tren. Llegando a la ciudad noté que había olvidado la capa. Corrí a lo largo de la línea del ferrocarril, con la angustia de perderla. A veces me paraba para calmar la respiración. Luego seguía corriendo. No pude encontrar el sitio donde habíamos descansado. Empezaba a oscurecer y el lugar parecía más solitario y me entró miedo. Con profunda tristeza, caminando al lado de la línea del tren, reconocí el Jagüey a cuya sombra habíamos descansado y, sin detenerme, miré y vi un bulto verde. Era la capa. Allí la había dejado. El corazón me saltó de alegría y corrí para asegurarme que aquello era mi capa. Con el tiempo usé menos la capa y empecé a sentir con agrado que me cayera la lluvia y hasta empaparme. Un día, un muchacho de la escuela me preguntó por la capa y me propuso cambiarla por un chivito. Convencí a mi madre de que en realidad la capa no me hacía tanta falta y que yo siempre había soñado con tener un chivito. Ella dijo: «Haz lo que tú quieras». Cambié la capa. El chivito era blanco, con manchas negras. Yo estaba encantado. Le daba de comer, lo atendía, lo sacaba a pasear. Mis amigos del barrio me envidiaban. Pero mi madre empezó a quejarse de que el animal dejaba su rastro por toda la casa y se comía las plantas y la ropa. Cuando llegó el verano fui a pasarme una semana a San Miguel, donde una parienta de mi madre vivía en una casa de guano cerca de un río; había en los alrededores mango y guayaba. Cuando regresé fui a ver a mi chivito, que lo teníamos en el patio de tierra, pero no estaba por ninguna parte. Cuando le pregunté a mi madre por mi chivito, me dijo: —Siéntate. Te contaré. El chivito era un problema y cuando vino el cumpleaños de tu padre decidimos hacer un buen almuerzo. —¿Un buen almuerzo? —Nos comimos el chivito. Lo que oí me pareció una monstruosidad; comerse a mi chivito. Aquello significaba que lo mataron, lo partieron en pedazos, lo hicieron fricasé y se lo comieron. Lloré y me puse tan furioso con mis padres que durante unos días no les hablé, y a mi primo Chencho, que trabajaba en el cementerio, que me lo mató, lo vi durante un tiempo como a un hombre despreciable. Mi padrino Frank A veces en la mesa, o por la noche, cuando la familia conversaba sentada en la acera, se hablaba de Frank, el primo que se marchó a los Estados Unidos poco después de que yo naciera. Era maravilloso tener un pariente en ese país que conocía por las películas. Yo estaba orgulloso de mi primo Frank. Habíamos recibido una fotografía de él vestido de cowboy, cuando los vaqueros del cine usaban pantalones de piel, muñequeras y chaleco con el sombrero tejano. Pensaba que era amigo de Tom Mix y William S. Hart. Me imaginaba a Frank en todas partes, en las praderas, con los indios que usaban plumas en la cabeza y montaban a caballo sin montura. O en Nueva York, en un palco de Polo Grounds, en una Serie Mundial entre los Yanquis y los Gigantes, al lado de Gloria Swanson, Pola Negri y Douglas Fairbanks. Algunos de mis tíos seguían llamándolo Pancho, que era su nombre antes de irse a los Estados Unidos. Allá empezó a llamarse Frank, que era el nombre que usaba para firmar sus cartas. Un día me enteré que llegaba Frank. La idea de conocer a un primo tan importante me llenó de alegría. Todos fuimos a la estación. El tren llegó tarde, cerca de las doce de la noche. En el coche de caballo del negro Agustín y en el Ford de Panchito, fuimos para la casa. Enseguida la familia lo acosó con preguntas. Querían saber cómo estaba su mamá, doña Isabel, y si su hermana Isabelita, que era una niña cuando se fueron de Valle Seco, se había casado. A mí, la verdad, no me importaba la vieja doña Isabel ni si Isabelita estaba casada. Yo quería oírle hablar de sus amigos famosos, que hablara de su vida en el oeste y que nos contara de Nueva York. ¿Eran tan altos los edificios? ¿Y los indios? ¿Eran tan misteriosos? ¿Estaba él cerca del ring cuando Firpo derribó a Jack Dempsey? Frank era alto y flaco. Me pareció amigable, sencillo. Yo lo seguía por toda la casa, no quería perderme nada de lo que contaba Me asombró verlo tan ordenado. Colocaba el saco y la camisa en el espaldar de la silla al lado de la cama, y doblaba con cuidado el pantalón. Los zapatos los colocaba en el suelo al lado de la cama. Le pregunté a mi madre si yo tenía padrino. Quería que Frank fuera mi padrino, primero porque lo admiraba y también porque los padrinos daban dinero y regalos a los ahijados. Me respondió que mi padrino era mi abuelo Tato. «¿Mi abuelo Tato? ¡Pero si nunca me ha dado nada! ¡Ni siquiera un real para ir al cine o comprar un helado el día de mi cumpleaños!». Desilusionado, quise saber si era posible tener dos padrinos. Me dijo que no, que ya tenía uno y bastaba, pero añadió: «Bueno, puedes tener uno de confirmación, eso sí». Frank podía ser mi padrino, después de todo. Mis padres no eran religiosos, pero yo había entrado en la iglesia católica varias veces. En la sacristía vi al padre Garro sentado, con una pierna sobre el brazo de la mecedora, mostrando su pantalón por debajo de la sotana, como un hombre cualquiera. Yo creía que los sacerdotes no usaban pantalones. Fumaba un tabaco enorme. Mi madre me hizo un traje de dril blanco, de pantalones cortos, para la confirmación. En la ceremonia de la iglesia estaban otros muchachos bautizándose, y las niñas, primorosamente vestidas, lucían organza blanca con banda de seda en la cintura y lazos en la espalda. El rito fue breve. El sacerdote dijo unas palabras y nos hizo unas preguntas. Frank estaba cerca. Al final abrimos la boca: el cura nos puso en la lengua una galletica redonda y fina que no sabía a nada. Al salir de la iglesia mi padrino me compró una caja de dulces con merengue y capuchinos, y me dio un peso de plata. Mientras Frank estuvo entre nosotros en Valle Seco, me daba diez centavos todos los días para comprar un barquillo de mantecado que vendía un español en un carrito que pasaba frente a mi casa. Me sobraban cinco centavos para maní, que compraba a un chino que recorría la barriada por la noche. Desgraciadamente, mi padrino Frank tuvo que regresar a los Estados Unidos. Hubiera querido irme con él y hacerme un cowboy, que era entonces mi sueño. Meses después recibimos su primera carta. Se comentó en la casa que tenía mejor empleo. Yo sabía que en ese país tan rico se triunfaba. «Ahora —pensé— tendrá una piscina en su jardín, y un Packard blanco y hasta chofer». Me sorprendí cuando mi padre, encendiendo un cigarro, comentó: «Bueno, ya Frank no lava platos en un restaurante de Broadway. Ahora maneja un ascensor. Ese muchacho llegará lejos». Los restos de don Ricardo La estación estaba llena de gente. Allí se habían congregado las sociedades y organizaciones más importantes de la ciudad. El Círculo de Manzanillo, el Liceo, la Logia Masónica, los Boy Scouts, los espiritistas, los católicos y la Banda Municipal, junto al alcalde Papo Ramírez y mi abuelo don Cándido Fernández, presidente del ayuntamiento y de los concejales. Esperaban los restos de don Ricardo Cunninham, muerto en Santiago hacía más de diez años. Ahora se realizaba un viejo proyecto del Ayuntamiento, el trasladar los restos de don Ricardo al cementerio de Manzanillo. Salustiano había ido a Santiago en asuntos de negocios y don Cándido Fernández le había encargado que trajera en el tren del sábado a las cinco, los restos de don Ricardo. Le dijo: «Vete al cementerio y trae los restos, yo me encargaré de preparar el entierro; don Ricardo debe reposar en esta ciudad, aquí vivió, se casó con una cubana, tuvo sus negocios de maderas, y aquí se le estimaba. En Santiago no lo conoce nadie». Tan pronto el tren apareció por Tronco Hueco, la Banda de Música empezó a tocar la Marcha fúnebre de Beethoven. Como un punto negro se vio la locomotora al final de la línea del ferrocarril, y rápido, echando humo y pitando, se aproximó al manglar y entró en la estación. Los pasajeros empezaron a descender con el equipaje y los bultos. Don Cándido, mi abuelo, trató de localizar con la vista a Salustiano entre los viajeros, pero no lo vio por ninguna parte. Salustiano era un hombre pequeño, sólido, calvo, con cejas gruesas. Mi abuelo pensó que no había venido en el tren de Santiago. Le entró pánico de que hubiera perdido el tren o aplazado el viaje. Nervioso pensó: «Debió avisar, debió ponerme un telegrama, o llamar por teléfono». De pronto, al final del andén, apareció Salustiano; acababa de bajar del último carro. Mi abuelo sintió alivio al verlo y se dirigió hacia él, que venía caminando con una maleta vieja y un saco de yute. —¿Trajiste los restos de don Ricardo? —Sí. —¿Dónde están? —En este saco. —¿En el saco de yute? —Sí. —Pero, ¿cómo se te ocurre traer los restos de don Ricardo en un saco de yute? —exclamó furioso mi abuelo— ¿No te das cuenta que ha venido todo Manzanillo a rendirle homenaje? ¿No se te ocurrió traerlo en una urna, carajo? —Bueno —respondió Salustiano—, es que un saco de yute sólo costaba quince centavos y quise ahorrarle al Ayuntamiento el costo de una urna de mármol. En el cortejo, la Banda Municipal iba delante, y detrás marchaban el alcalde Papo Ramírez, Salustiano con los restos de don Ricardo Cunninham en el saco de yute, mi abuelo don Cándido, y los concejales del Ayuntamiento, seguidos por los representantes de las agrupaciones y sociedades locales. Caminaron por la calle Independencia hasta el Parque y el Ayuntamiento. El saco de yute con los restos fue colocado sobre la mesa del Salón de Actos. Allí hablaron las figuras más prestigiosas de la ciudad y el alcalde hizo resumen del acto. La funeraria de Angelito Alegría se encargó de depositar los restos en una urna de mármol gris, y al día siguiente, los restos de don Ricardo Cunninham fueron depositados en el lugar que merecía, el panteón de los masones, en el cementerio de Manzanillo debajo de un frondoso laurel. El matrimonio de Salustiano Estábamos desayunando cuando tocaron en la puerta de la calle. Vivíamos en el primer piso y la puerta se abría desde arriba con un cordel. En los bajos estaba una tintorería que se llamaba La Gloria de París. Subió Salustiano la escalera y mi padre fue a saludarlo. Lo invitó a desayunar, pero dijo que sólo tomaría una tacita de café. Se sentó en el portal mientras mi padre regresó a la mesa a tomar café con leche. La casa era larga. El comedor estaba en el fondo, al lado de la cocina. Salustiano acostumbraba a quitarse el saco y colocarlo en el espaldar de una silla. Luego, con una tijerita que traía en el bolsillo, cortaba un cigarro por la mitad y mientras nosotros terminábamos el desayuno, él se entretenía en anotar en su libretica los gastos que acababa de hacer. Escribía: cigarros cinco centavos, Diario de la Marina cinco centavos, tranvía cinco centavos, fósforos dos centavos. Cuando mi padre se sentó en el portal, dijo Salustiano: —Quería verte, quiero consultarte un problema. Mi padre encendió un cigarro y echó el fósforo apagado por el balcón. —Como tú sabes —dijo Salustiano—, hace tres meses que Charito murió. Ahora vivo solo. Realmente le echo de menos a la pobre Charito. Ella se ocupaba de todo. En pocas palabras, me hace falta una mujer. Me hace falta una mujer que se ocupe de la casa, que se ocupe de mi ropa y comida. Una criada no me resuelve ese problema. Hoy las criadas no son de confiar. Sacó su cajetilla de cigarros Gaditana y encendió la otra mitad del cigarrillo que había cortado. —Hace unos días —siguió diciendo— estuve recordando a las muchachas que estudiaban con nosotros en la escuela de la calle León, en Manzanillo, aquella escuela en la casona vieja que estaba cerca del aserrío. Hice una lista de ellas y pienso visitar a las que viven: las viudas y las que nunca se casaron. La semana que viene iré a ver si alguna de aquellas muchachas me conviene. —Bueno —comentó mi padre—, no me parece mala idea si es que te hace falta la compañía de una mujer. —Y lanzó para la calle la colilla y encendió otro cigarro. Salustiano fue en guagua a Manzanillo. Visitó a las «muchachas» que tenía en su lista, las que habían sido sus compañeras de escuela hacía unos cincuenta años. Vio a media docena de ellas y más tarde, en el hotel escribió en su libreta: «Visité a Josefina esta mañana. No le queda un diente. (Una dentadura hoy en día cuesta mucho dinero. No me conviene.) Visité a Luisa. Sigue siendo una mujer hermosa a pesar de sus sesenta y cinco años, pero ahora apenas puede caminar. Padece de reuma. Me dijo que se pasaba el día en una mecedora. Teté, que tenía un cuerpo precioso, es una mujer gorda que no puede apenas moverse. No me sirve tampoco. Amelia nunca fue una belleza, está hecha una ruina. Padece de asma. No me sirve. Carmita Villaverde, linda muchacha que todos perseguíamos, enviudó hace unos diez años. Luce fuerte y se conserva bastante bien para su edad. Carmita es la que me conviene». Salustiano volvió a la casa de Carmita. —Carmita —empezó diciendo—, como sabrás, Charito, mi mujer, se murió hace poco y me encuentro solo. Tú estás viuda y vives aquí con tu hijo Martín. Ya somos mayores tú y yo, y puedo hablarte claramente. Yo necesito una compañera que comparta mi vida. Vengo a proponerte que esa compañera seas tú, que te cases conmigo. No te faltará nada. Tengo dinero. Yo sé que esto tiene que pensarse. Te dejaré mi dirección en La Habana para que me escribas después que pienses sobre mi proposición. Consúltalo con tu hijo. Salustiano regresó a La Habana y dos semanas más tarde recibió una carta de Carmita comunicándole que aceptaba su proposición, pero que tenían que casarse por poder. Mi padre, que era abogado, los casó y unos días más tarde llegó Carmita. Salustiano estaba feliz, y poco después habló de que los bodegueros eran unos ladrones, que robaban al cliente, y con ese motivo preparó una tienda en su casa, en el cuarto de su hijo Pancho, que había muerto. Hizo unos escaparates y un mostrador con madera que consiguió aquí y allá. Compró una pesa en un rastro y con las mercancías que adquirió en La Habana Vieja instaló una bodega en su propia casa. A Carmita le daba dinero para los gastos semanales de los víveres y ella compraba en la «bodega» de su esposo lo que necesitaba para la comida. Salustiano se entretenía llevando las cuentas de los gastos y las ventas, a su mujer. Era su entretenimiento favorito. Se complacía en señalar que Ceferino, el bodeguero de la esquina, era un bandido y que en una semana habían ahorrado tres pesos setenta centavos. A la hora del almuerzo, en la mesa, antes de empezar a comer, Salustiano miraba el cielo raso del comedor y decía: —Charito, tú no me dejabas tomar potaje de garbanzos. Decías que me hacía daño. Estos garbanzos lucen bien. ¿Crees tú que los puedo comer? Entonces agarraba la cuchara y le decía a Carmita: Charito dice que puedo tomar el potaje de garbanzos. Salustiano no confiaba en los bancos. Guardaba su dinero en rincones, dentro del radio, debajo de las losetas flojas, encima de los armarios, y en los forros de los sillones. Ni una vez fueron al cine, ni pasearon por el malecón, que estaba cerca, ni fueron a comer a un restaurante o a una tienda de ropa. Tres meses duró el matrimonio. Un día Salustiano salió a visitar a un amigo y no encontró a Carmita en la casa al regreso. Pensó que había ido al puesto del chino o a la carnicería. Salustiano se puso a leer el periódico. Carmita no regresaba y ya estaba oscureciendo. Fue al comedor a tomar agua y encontró sobre la mesa una nota. Decía: «Cuando leas estas líneas estaré en ruta a mi pueblo. Lo que tú necesitas es una criada y una cocinera. Carmita». Mi tío, el cuentero Mi tío Mario sólo tenía cuatro o cinco años más que yo. Fue mi primer ídolo. Sus opiniones eran, para mí, definitivas. Conocía más que nadie de beisbol y de boxeo. Era chistoso. Sus cuentos hacían reír a la familia, que lo tenían como un «mentiroso». Inventaba cuentos donde figuraban personajes de Manzanillo. También contaba historias que oía en los bancos del parque, cuando se reunían los muchachos después de la retreta y las chicas se retiraban a sus casas. También, posiblemente, escuchaba esas historias en los velorios, donde la gente iba a tomar café y divertirse. Los socios Según Mario, Fondén y Pancho Portales, dos personajes de la Plaza del Mercado, eran inseparables. A veces se peleaban, pero se reunían nuevamente. En una ocasión tuvieron una venduta. Pancho Portales le dijo a Fondén, su socio: «Levántate temprano y ve por el cementerio y compra plátanos. Aquí tienes cinco pesos». Cuando Fondén volvió sin los plátanos Pancho preguntó: —¿Qué te pasó? —No me digas ná… Me asaltaron. —¿Quién te asaltó? —No le vi la cara. Fue un tipo de un sombrerón. Unos días después volvieron a asaltarlo. —¿Quién? —preguntó Pancho Portales. —El hombre del sombrerón. —¿Será posible? Más tarde vendieron un caballo en treinta pesos. Pancho Portales fue a cobrar el dinero del caballo. —¿Te pagó el hombre? —No lo vas a creer. Me asaltaron. —¿Quién? —El hombre del sombrerón... —¡El hombre del sombrerón! Coño, no me digas eso, si el hombre del sombrerón lo inventé yo mismo. La apuesta A Fondén le gustaba la pelota. Un día, que pitcheaba su hijo Ñico, apostó cincuenta centavos a que le ganaban a los Tigres de Bayamo. Los Tigres estaban bateando duro al pitcher, y el público empezó a gritarle a Patato, el manager de los Sapos de Manzanillo: «¡Patato, quita al pitcher! ¡Patato, quita al pitcher!». Fondén gritaba: «Quita a ese hijo de puta que no sirve». El que estaba al lado de Fondén dijo: —Oye, ese es tu hijo. ¿Cómo puedes hablar así? —Carajo, los cincuenta centavos que aposté también son míos. Pantaleón Había en Manzanillo un músico llamado Pantaleón. Era un negro viejo, alto y grueso que tocaba la tuba en la Banda Municipal. A veces hacía sus compras de víveres camino a su casa. Vivía en la loma del hospital de la Colonia Española. Un día, Einciarte, el jefe de la banda de música, le llamó la atención: la tuba no sonaba bien. El viejito director, que era un mulato alto y flaco, pensó que Pantaleón se dormía; examinó el instrumento y encontró café, papas y frijoles dentro de la tuba. Las cucharadas Una mañana entró un guajiro a la farmacia de don Modesto Salado y le dio un papelito a don Modesto y dijo: «A ver si usted entiende eso». El farmacéutico respondió: «Buscaré mis espejuelos», y entró en el interior de la farmacia. Más tarde regresó y dijo: «Mire, tómese cuatro cucharadas al día». El guajiro respondió: —¡Qué cucharadas ni qué cucharadas! Ese papelito que no entiendo me lo dio mi mujer con la dirección de la familia de ella en La Habana para que le ponga un telegrama. Viaje en guagua Cuenta Mario que Pascualito Lavernia, el de la vidriera de tabacos y periódicos, tomó una guagua para ir a Santiago. Se sentó en la parte del pasillo y después de salir del pueblo, al pasar por Yara, empezó a lloviznar. Era una lluvia fina que empezaba a mojarlo. Pascualito dijo: —Oiga, señor, la lluvia me molesta. Haga el favor de cerrar la ventanilla. —Se ve —respondió el hombre— que usted no está acostumbrado a montar en guagua. El que está al lado de la ventanilla controla la ventanilla. No le hizo caso. Llegando a Palma Soriano, el hombre dijo: —Señor, déjeme pasar. Tengo que orinar. Pascualito le contestó: —Se ve que usted no está acostumbrado a viajar en guagua. Yo controlo el lado del pasillo. Le sugiero que orine por la ventanilla. Los cuentistas Alrededor de la glorieta del parque se sentaban los viejos a conversar. En el banco, los viejos contaban cuentos increíbles para matar el tiempo. Una noche don Lico Clavería contó que los rusos tenían una ametralladora, que apareció en el Diario de la Marina. Dijo: «Las balas tenían que transportarlas en camiones de volteo». Nino Alar, un «chivador», flaco, alto, rojizo y calvo, que en realidad no pertenecía al grupo, habló: —Pues les diré que Abilleira, el mismo que pavimentó las calles de Manzanillo, me regaló una pistola de tres cañones que en el cabo tenía una sevillana con diecisiete hojas. Don Lico comentó: —Nino, no puede ser que un cabo de pistola tenga una sevillana con diecisiete hojas. Es por el cabo que se engancha el peine de las balas. Nino, molesto, respondió: —Coño, te dejé pasar lo de la ametralladora rusa y tú te pones ahora a dudar de mi pistolita pendeja. ¡Eso es el colmo! El pésame En el parque, frente a la Colonia Española, los que se dedicaban a ir a los velorios se reunían. Martín Villaverde, el jefe del grupo, estaba al tanto de los que morían. Se enteraba en la funeraria de Juan Frías. En el parque, se distribuían los velorios entre ellos. Una noche mandó a Paco Soriano a un velorio cerca del Teatro Popular. En el velorio, Paco preguntó dónde estaban los familiares más cercanos y dio el pésame a un señor de gafas y pelo gris. Dijo: —¡Qué lástima! Era tan joven y prometía tanto. No bateaba mucho pero no había en Manzanillo mejor fildeador. El familiar respondió: —Yo no sabía que mi abuelito jugaba a la pelota. En una ocasión, Chicho, que iba a varios velorios en una noche, a tomar café, divertirse y encontrar algo de comer, comió queso y tomó café. Chicho se acercó a la caja. La muerta era una viejita extremadamente flaca, pálida y él le puso un pedazo de queso en la boca. Un sobrino de la viejita lo vio y lo echó del velorio por su falta de respeto. Un amigo le preguntó a Chicho: —¿Cómo se te ocurrió darle queso a la muerta? —Es que me pareció que tenía hambre. Me dio lástima. Agradecimiento Una noche llamaron a un médico porque una mujer sentía los dolores del parto. Se trataba de una familia pobre y la única luz en la habitación era de un quinqué. El médico se pasó la noche asistiendo a la mujer. Al amanecer, dio a luz. La madre de la mujer dijo: —Ay, doctor, gracias a usted y al santo todopoderoso mi hija salió bien. Cuando empezaron los síntomas del parto yo puse debajo del colchón el retrato del santo para que la ayudara. Ahora quiero darles las gracias. Quiero besarlo a usted y al santo por la ayuda. La madre había puesto el retrato del santo en la oscuridad y, al sacarlo de debajo del colchón, era el retrato de Carlos Gardel, que estaba colgado en la sala. Casualidad Un chino le preguntaba a un hombre: —¿Qué cosa son casualidá? —Casualidad es que si estamos debajo de un balcón conversando y el balcón se cae y nos mata; eso es casualidad. Dijo el chino: —Eso no son casualidá. Eso son fatalidá. —Bueno, mira, suponte que está lloviendo y nos ponemos debajo de un balcón y el balcón se derrumba y nos mata. Eso es casualidad. —Eso no son casualidá. Eso son mala suelte. —Mira, suponte que caminando por la acera el balcón se cae y nos aplasta. Eso es casualidad. —Eso no son casualidá. Eso son costumbre del balcón. Tacho Tacho Rojas era el juez más pícaro de la comarca. Siempre se las arreglaba para ganar algo. No dejaba pasar una. Se presentó el caso de un pleito entre la familia Capote y los Menéndez. Cacho vio enseguida las posibilidades de un negocio. Oyó las quejas y acusaciones y dijo: —Parece increíble que dos familias tan distinguidas tengan conflictos. Ustedes, que son personas de un gran historial, respetables, veteranos de la Guerra de Independencia, que pelearon con Masó y el general Rabí, y que se odien de esa manera. —Pero, señor juez, es que... . : —Basta ya —y señalando a la esposa de Capote y a la esposa de Menéndez, dijo: A ver, Carmita y Ramona, dense un abrazo. Y usted Remigio Capote y Salustiano Menéndez, dense la mano. Y así terminamos este pleito. Entonces hizo señas para que se acercaran, y susurró: —Capote, quiero un lechón de doscientas libras. Y tú, Salustiano, quiero un lechón igual, de doscientas libras. Añadan a eso un racimo de plátanos, de los grandes. Y añadió: —Caso concluido. Zacarías come gallo En otra ocasión, un hombre llamado Zacarías Sarmiento, que le decían Zacarías come gallo, estaba acusado de escándalo en el bar Los Dos Paticos. Tacho escuchó la acusación y luego oyó a Zacarías come gallo. El juez Tacho Rojas dictó la sentencia: «Dos pesos de multa». Zacarías dijo que no tenía un centavo, y Tacho comentó: —Es una lástima que este hombre vaya a la cárcel porque no tenga dos pesos. A ver... hagamos una colecta ahora mismo. Aquí pongo cuarenta centavos. Se recogieron cinco pesos. Se pagó la multa, y Tacho se quedó con los tres pesos restantes. Música Tacachín Claverías tocaba los platillos en la Banda Municipal. No era buen músico, pero su amigo Lango, que tocaba el bombo, lo ayudaba. Eran también compañeros de tragos y parrandas. Sabiendo que Tacachín no tenía buen oído musical, el director de la Banda Municipal le había dicho que tocara los platillos cuando Lango le pegara al bombo. Pero un día se pelearon y Lango, para vengarse de Tacachín, amagaba con tocar el bombo y Tacachín chocaba los platillos fuera de tiempo. El viejo Ainciarte, el director, pensó que Tacachín estaba borracho y lo suspendió una semana. Lango y Tacachín hicieron las paces y todo siguió bien. Las cintas del cementerio En el nuevo cementerio local se robaban las cintas de las coronas. Un fin de semana hubo una desgracia en la carretera. Un automóvil chocó con un camión y murieron cuatro mujeres. El accidente conmovió al pueblo y se hizo un gran entierro. Una vieja fue detenida por robar las cintas de las coronas. El jefe de la policía la interrogó. —S eñora, ¿no le da vergüenza robar las cintas de los muertos? ¿No tiene usted respeto por los difuntos? ¿Vende las cintas? La anciana respondió: —No las vendo, señor. Yo hago ajustadores y pantaloncitos con las cintas. Es difícil conseguir ropa interior. Mire, venga conmigo para mostrarle mi ropa. Entraron en una habitación y la señora se desvistió. El ajustador hecho con una cinta morada decía con letras blancas: «Caídas en el cumplimiento del deber». El letrero del blumer decía por el frente: «Descansa en paz». El jefe de la policía dijo: —Está bien. La vieja respondió: —Espere —y le mostró el blumer por atrás. Decía:«Lola, tus amigos te recuerdan». Luis Felipe Rodríguez El escritor Luis Felipe Rodríguez era alto, buen mozo. Se peinaba con la raya al medio. Tenía un pelo abundante, negro. Andaba siempre con saco y corbata y trajes claros. No usaba bastón, como era la costumbre entre la gente que se destacaba. Parece que no tenía dinero para comprar cigarros, que entonces costaban cinco centavos la cajetilla. Antes de pedir un cigarro a un amigo, se tocaba los bolsillos del saco y decía: «¿Tienes un cigarro?» —pronunciando las erres ligeramente como un francés. Luego se metía las manos en los bolsillos y decía: «¿Tienes fósforos?». Todos conocían su procedimiento para fumar. Luis Felipe vivía cerca de mis padres, pobremente. La madre trabajaba de cocinera y le traía comida al hijo. En los años veinte vivíamos frente a la Plaza del Mercado, en la calle Martí, y Luis Felipe visitaba a mi padre con frecuencia camino al centro de la ciudad, o a la imprenta de Juan Francisco Sariol, donde se hacía la revista Orto. Mi padre le pasaba las cuartillas de sus cuentos y relatos a máquina, y le oí comentar que el escritor tenía mala ortografía. Cuando nos mudamos para la loma, lejos de la calle Martí, Ángel Cañete era el encargado de copiar sus escritos. Luis Felipe ya había publicado varios libros, entre ellos La ilusión de la vida, Cómo opinaba Damián Paredes y La pascua en la tierra natal, pero en Manzanillo seguía siendo «Luis Bicicleta», nombre que le pusieron desde muchacho. Aunque su talento fue siempre admirado por los miembros del Grupo Literario, los políticos de la época y los que mandaban en el pueblo no hicieron nada para ayudar al escritor. En esos tiempos las clases acomodadas veían a un escritor o un artista como un tipo raro que perdía el tiempo... Mi padre era maestro nocturno. Un día llegó a la escuela y los muchachos estaban en la acera gritando: «¡Luis Bicicleta..., Luis Bicicleta, toca el timbre!». El escritor pasaba frente a la escuela. Mi padre dijo al comenzar la clase: «Esta noche hablaré de los libros de cuentos y los relatos de Luis Felipe Rodríguez, orgullo de Manzanillo y de las letras cubanas». Yo daba mis primeros pasos como dibujante copiando ilustraciones de las revistas. Recuerdo un tigre saltando para atacar un venado, y un hombre en una balsa en una tormenta en el mar. Pensaba que habían quedado bien. Entonces me atreví a componer una silueta de Luis Felipe con los papeles negros que envolvían las placas fotográficas. Esa silueta y una caricatura de Sariol, el de Orto, fueron mis primeros trabajos «originales». Luis Felipe murió en La Habana en 1947. Colaboró en el periódico Noticias de Hoy, donde tuvo una columna durante un tiempo. Vivió pobre toda su vida. Fue un hombre tímido. No me lo imagino enamorando a una mujer. Manuel Navarro Luna Manuel Navarro Luna visitaba mi casa desde que yo era niño. Venía a conversar con mi padre, hablar de literatura y leer sus poemas. Mi padre pertenecía al Grupo Literario de Manzanillo, que surgió alrededor de la revista Orto, dirigida por Juan Francisco Sariol, poeta y animador de la cultura en Manzanillo. Una tarde, Navarro entró en mi cuarto —me acuerdo— y me dijo: «Los hombres no toman leche en pomo». Yo tenía tres o cuatro años y desde ese día dejé de tomar leche de cualquier manera. Navarro, en aquella época, era barbero y músico en la Banda Municipal de Manzanillo. Luego, con la publicación de Cartas de la ciénaga y su libro de poemas Pulso y onda, se convirtió en uno de los primeros poetas en nuestro país. En los años treinta ingresó en el Partido Comunista y fue un firme luchador contra las dictaduras que padecimos. Navarro era flaco, de piel rojiza y boca larga y fina. En la conversación, y al decir sus poemas, fascinaba. Era entonces un actor, un buen actor. Movía las manos como si moldeara las palabras. Tenía buena voz. Le gustaba decir cosas que parecían absurdas, pero que, asombrosamente, eran ciertas. Una mañana calurosa, en Santiago, el poeta pidió un ron en un café. Un amigo médico que nos acompañaba pidió un refresco. Navarro dijo: «¿Cómo se te ocurre tomar una bebida fría? ¿No sabes que para el calor lo que hace falta es más calor? Pero, ¿cómo vas a saberlo si eres médico? Los médicos ignoran las cosas que todo el mundo sabe». Y, riéndose, pidió otro Bacardí. En una ocasión, el poeta Juan Marinello, líder del partido Unión Revolucionaria, andaba por Manzanillo para recaudar fondos para su partido. En el café La Dominica, frente al parque, Navarro le presentó al hacendado Cubillas, uno de los hombres más ricos de la región. Dijo Navarro: —Cubillas, Juan Marinello ha venido a recaudar fondos para Unión Revolucionaria, y queremos que contribuya ya que usted es una de las personas ricas de nuestro pueblo. —Precisamente en esta misma mesa —respondió el hacendado— el Sindicato de Trabajadores Portuarios me pidió anoche dinero y le di cien pesos. Navarro respondió: —Cubillas, usted tiene fama de ser el mejor cazador de Manzanillo, y sabe que paloma que ha sido herida, vuelve al lugar donde la hirieron para ser rematada. Cubillas metió la mano en el bolsillo y puso un billete de cien pesos en la mesa y dijo: —Tomen estos cien pesos ahora mismo antes de que este encuentro me cueste más caro. Marinello me contó, cuando yo modelaba su retrato, que le había escrito a Navarro después de su visita a La Habana, para decirle que no tomara más, pues la bebida arruinaría su talento. Navarro le contestó: —Cuando yo regresaba en guagua a Manzanillo, un niño lloraba en los brazos de la madre. La madre trataba de calmarlo, pero el niño seguía llorando. Entonces le dije a la mujer: Señora, ese niño tiene frío. Yo me quité el saco para que la madre envolviera al hijo. El niño dejó de llorar. Juan, aquel gesto humanitario, en aquella madrugada fría, fue posible porque me tomé una botella de Matusalén antes de salir de La Habana. Una noche en el café El Lucero, que estaba cerca de la entrada del puerto de La Habana, comentábamos sobre el gran mitin celebrado en el estadio La Tropical. Fue el primer acto político en Cuba en que se cobró la entrada. La costumbre de los partidos políticos de la época era repartir ron y dinero para lograr público. También fue el primer mitin en apoyo a la República Española en su lucha contra el fascismo. Navarro Luna y líderes de Unión Revolucionaria hablaron aquella noche. En su discurso, Navarro comenzó diciendo: «Vengo a decir aquí, a decir claramente, que Juan Marinello, Blas Roca, Lázaro Peña y Salvador García Agüero reciben oro de Moscú». «En ese momento —señaló Navarro— se hubiera podido oír el vuelo de una mosca en el estadio La Tropical. Nadie respiró. El silencio fue total. El Diario de la Marina se hubiera alegrado si en ese instante me hubiera muerto. Y continuó: —Pero ese oro de dieciocho kilates les llega a través de las enseñanzas de Marx y de Lenin. En el café, Navarro, riéndose, añadió: —Yo tengo que venir de Manzanillo para asustar a los habaneros. Una noche, reunidos en el café El Lucero, donde estaban Félix Pita Rodríguez, Nicolás Guillén, Teresa Proenza, Ángel Augier, Vicente Martínez y Lino Novás Calvo, dijo Navarro: —Me asombra la cultura de guagua de los habaneros. Si uno pregunta cómo se va a casa de Juan Marinello me responden: «Toma la ruta 22». Si pregunto cómo ir a la casa de Blas Roca, me dicen: «La 27 te deja en la puerta». Juan Marinello tenía que hablar en un pueblo de la costa, cerca de Manzanillo. Esa tarde el cielo se oscureció, parecía que iba a desatarse una tormenta. Navarro trató de alquilar una lancha, pero no encontraba a nadie que quisiera arriesgarse. La carretera estaba imposible. Todos decían que era una locura embarcarse en una lancha, que el cielo estaba negro y que la tormenta iba a estallar en cualquier momento. Al fin Navarro habló con un hombre que se dispuso a oír. —Mire —dijo Navarro—, el cielo negro está sobre el Cauto. Las tormentas nunca vienen del Cauto. Las tormentas vienen de Bayamo. El hombre de la lancha respondió: —Bueno, si usted lo dice nos arriesgaremos. La lancha salió de Manzanillo. El mar estaba picado. La negrura del cielo se fue extendiendo. Empezaron los relámpagos, los rayos y truenos, cada vez más violentos, más cerca y amenazadores. Marinello pensó que, si los agarraba la tormenta, la lancha se hundiría antes de llegar a Campechuela, que era la mitad del camino. El hombre de la lancha miraba a Navarro sin decir una palabra, interrogándolo con la vista. Navarro lo calmaba diciéndole: —No se preocupe, esa agua no cae. De repente se desplomó el cielo. El aguacero parecía hundir la lancha con los pasajeros. La lancha se llenaba de agua. El hombre, sosteniendo el timón, exclamó: —¡Ahí tiene la tormenta del Cauto! Usted me aseguró que la tormenta del Cauto no caería. —Le dije que la tormenta del Cauto no caería. —¿Que no caería? ¡Y nos está hundiendo! Navarro contestó: —Este aguacero tremendo no sé de dónde viene —respondió Navarro—. No lo conozco. Un domingo, Navarro me invitó a que lo acompañara a un almuerzo en Marianao. Era en casa de un viejo amigo de Manzanillo. Me citó para las doce en un café en la Plaza de la Fraternidad. Cuando llegué al café, Navarro estaba rodeado de media docena de periodistas tomando ron y cerveza. Poco a poco, se fue aumentando el grupo, y Navarro dijo: —Nos están esperando para almorzar. Vengan todos, los invito. En tres o cuatro taxis salimos para Marianao. Al llegar a la casa, Navarro gritó: —Aquí traigo a unos amigos, doña Carmita. Somos doce, pero pensé que donde comen dos, comen doce. Es cuestión de añadir un uno delante. Doña Carmita, que tenía preparado el almuerzo, respondió: —No hay problema, Manolo, usted sabe que esta es su casa. Entonces le gritó a un muchachón: —¡Mario, saca cuatro pollos del gallinero! Y tú, Ramón —le dijo a un hombre que estaba en el portal—, ve a la bodega y trae una caja de cerveza. En la mesa Navarro comentó: —Yo bien dije que donde comían dos comían doce —y soltó una carcajada. Después del asesinato de Jesús Menéndez, el líder de los trabajadores azucareros, se decidió que Juan Marinello usara una pistola para protegerse. Navarro vio el arma en la cintura del poeta y dijo: —Veo que llevas una pistola. Tú no estás hecho para matar, Juan. Tú estás hecho para que te maten. Una tarde llegó Navarro a nuestra casa de la loma. Estaban en el portal Ángel Cañete y mi padre tomando café. Navarro llegó de mal humor. Tuvo un disgusto y contó lo que le había pasado, hablando enérgicamente, arrastrando la rr, como era su estilo. Nunca lo había visto tan indignado. Una vez en un café de La Habana Vieja, Carlos Montenegro hablaba de la vida en el presidio, hablaba de sus compañeros delincuentes, criminales, y de los abusos de los carceleros y los militares en El Príncipe. Navarro lo interrumpió para decir: —Mira, Carlos, tú no sabes lo que es la cárcel. Tú estuviste sólo diez o doce años en la prisión. Yo sé lo que es la cárcel. Yo estuve preso tres días en Santiago. En esos días, llovió sin parar, la celda se inundó, tuve que pararme en un banco, no había cama, y por la noche se estremeció toda la prisión con un violento terremoto. Seguidamente un tremendo ciclón azotó la ciudad. El agua en la celda me llegaba al pecho. Carlos, delante de mí, por favor, no hables de la cárcel, porque tú no sabes realmente lo que es la cárcel. La última vez que nos vimos fue una noche en un recital de sus poemas en Santa María del Rosario. El poeta invitó a seis o siete amigos de La Habana y fuimos en guagua. Navarro estuvo bien y la gente quedó impresionada con sus versos. Casi de madrugada regresamos en guagua a La Habana. Uno de sus invitados le pidió al chofer que parara un momento para orinar: El chofer dijo que no podía parar porque estaba atrasado. Navarro intervino. Explicó que orinar no tomaba mucho tiempo. El chofer se mantuvo firme, no quiso acceder. Entonces Navarro le dijo al amigo del grupo: —Mira, orina aquí mismo, en la guagua, al lado del chofer. El chofer dio un frenazo inesperado y sacó de los asientos a varios de los pasajeros. La guagua paró. Nuestro amigo pudo orinar. Navarro comentó: «A un hombre no se le puede impedir que orine. Eso nunca». Una vez, cuando preparaba yo mi regreso a La Habana, para seguir estudiando en la Academia San Alejandro, el poeta me preguntó cuánto dinero tenía, le dije que cinco pesos. Navarro dijo: «Es poco, es poco». Entonces visitó personalmente a un grupo de comerciantes para que contribuyeran a que el artista más joven del Grupo Literario, de dieciséis años, continuara sus estudios. Vio a Manuel Arca, un ricachón, a Quiroga y Pinilla, fabricantes de ron. Visitó a Fozalba, el catalán de la mayor ferretería del pueblo, y al mismo padre Garro, el cura de la iglesia católica. Al atardecer, me entregó ochenta y cinco pesos. Ochenta y cinco pesos era dinero. Un pollo valía veinte centavos, una piña pelada y fría tres, y con quince centavos el carnicero me daba carne en bisté para toda mi familia, que éramos siete. Ese era Navarro Luna. Juan Marinello En el año 1933, después de la caída de Machado, Juan Marinello regresó de México. Traía las cenizas de Julio Antonio Mella. Una multitud lo esperaba en el muelle. El escritor descendió la escalerilla del barco con una cajita en las manos que contenía las cenizas. Fue un recibimiento emocionante. En la calle Reina, en el local de un sindicato, se velaban las cenizas de Mella. El pintor Antonio Gattorno había decorado las paredes de la habitación con un mural. Por la mañana, Ilse y yo pasamos por allí. Un poco más tarde esa mañana, cuando se preparaba el entierro, empezó el tiroteo. Hubo muertos y heridos en el Parque de la Fraternidad. En la avenida de Carlos III, cuando yo caminaba hacia el entierro, sentí los tiros y vi la gente correr. Me metí en una bodega en el instante que cerraban las puertas de metal. Dentro de la tienda me encontré a mi tío Mario, que fue sorprendido por la balacera de los soldados. No se pudo celebrar nunca el entierro de Julio Antonio Mella. Yo había visto a Marinello en dos ocasiones. La primera vez fue en el patio del teatro Actualidades, donde tomaron fotografías del Grupo Minorista que asistió a la conferencia de Conrado W. Massaguer sobre la caricatura en la Hispano-Cubana de Cultura. Massaguer me presentó esa mañana en el escenario como un futuro gran caricaturista. Un muchachito de doce años, quemado de sol, apareció retratado junto a don Fernando Ortiz, don Pedro Albizu Campos, Massaguer, Juan Marinello, José Antonio Fernández de Castro y otros intelectuales. La segunda vez que vi a Marinello fue en el Castillo del Príncipe, en el homenaje que le dieron a Carlos Montenegro, por ser premiado su cuento «El resbaloso», en el patio de la prisión. Montenegro llevaba más de diez años en la cárcel. El Grupo Minorista asistió a la entrega del premio. Una noche, Manuel Navarro Luna me llevó a casa de Juan Marinello. Vivía en un pequeño apartamento en el edificio Carreño, frente al Malecón. Poco después de esa visita, lo invité al estudio del escultor Juan José Sicre, en la antigua Maestranza. Marinello venía por las tardes a las cinco y posaba una o dos horas. Me hablaba de México, de Diego Rivera, Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco con gran admiración. Nuevas amistades, revolucionarios que habían estado presos en Isla de Pinos o exiliados en México y Nueva York, venían al taller a conversar. Venían Raúl Roa, José Manuel Valdés Rodríguez, Pablo de la Torriente Brau, Manuel Navarro Luna, y el poeta Ramón Guirao, además de los amigos de Sicre, Emilio Roig de Leuchsenring y José Luciano Franco. Después del retrato de Marinello, modelé la cabeza de Raúl Roa y también hice los retratos de Aureliano Sánchez Arango y Ramón Guirao. Roa decía que era bueno tener dos cabezas por si el imperialismo le arrancaba una. Cuando murió Rubén Martínez Villena, ayudé a Sicre a hacer la mascarilla del poeta y le dimos la copia a Marinello. No se me olvida la pena que pasé con Marinello y Pepilla. Miguelito, un primo mío, mayor que yo, me llevó a casa de una amiga para que me iniciara y «me hiciera un hombre». La habitación de ella estaba en la calle San Rafael, cerca de Galiano, frente al Ten Cents. Mi primo me soltó allí y le dijo a su amiga: «trátalo bien». El cuarto era pequeño, ocupado por una cama grande con una luz roja en la cabecera. Todo era rosado, la cama, la sábana, la almohada, las paredes, la piel de la mujer. Ella era joven y bonita, y la he recordado siempre como un desnudo de Tiziano. Al salir a la calle oscura, como el que hace algo «malo» y quiere alejarse pronto, tropecé en la acera con Marinello y Pepilla. Me preguntaron qué hacía a esas horas por allí. No recuerdo lo que respondí. Ellos venían de la redacción de El País —explicaron— donde Juan había entregado un artículo respondiendo a algo que dijo Jorge Mañach. Yo hubiera querido que la calle me tragara o un tranvía me hubiera arrollado porque yo no era el muchacho «bueno» que ellos suponían. Poco después embarqué para Francia y, desde París y más tarde desde Nueva York, nos escribimos. Recuerdo la estancia, años más tarde, de Marinello en mi casa, en un sótano de la calle 17 en Nueva York, junto con Andrés Iduarte, el escritor mexicano. Juan venía de España. Acababa de asistir al Congreso de Escritores Antifascistas celebrado en Madrid. En un paseo por el Village, me dijo: «Sería bueno que los latinoamericanos pudieran visitar Nueva York. Esta gente pueden enseñarnos mucho». Una noche conocimos a Paul Robeson, el actor y cantante negro. Robeson cantó unas canciones revolucionarias con su maravillosa voz. No olvido una comida en Brooklyn. Ilse hizo unas papas hervidas y Juan dijo: «Pepillita, los alemanes saben hacer las papas». En una ocasión me habló de Picasso. «Cuando yo era muchacho en Málaga —dijo el pintor— se hablaba mucho de la guerra de Cuba. Jugábamos con frecuencia a la guerra de los cubanos y los españoles. Yo siempre quería ser Antonio Maceo. Un tío mío tiene una bodega en Cienfuegos». Un día recibí una carta de Juan en Nueva York. Decía: «Si no tienes inconveniente, me gustaría hacer un libro con los dibujos de la Segunda Guerra Mundial que nos mostraste en el almuerzo del Hotel Victoria». Le mandé los dibujos, pero su muerte impidió nuestro proyecto. Mis amigos Cuando vine a pasar un verano en La Habana, mis abuelos vivían cerca de la calle Zanja, en el centro del barrio chino. Nunca había visto tantos chinos. Tenían cine, periódicos, fondas, tiendas de víveres y puestos de frutas donde vendían también helados, frituras y croquetas. Más tarde, cuando regresé para estudiar en el Instituto de La Habana, mis abuelos vivían en la calle Pozos Dulces, cerca de la Quinta de los Molinos. Desde el primer día, detesté la disciplina militar del Instituto. Eran los años de la dictadura de Gerardo Machado, cuando el país estaba gobernado por la policía y los militares. Frente a nuestra casa, en la esquina, había un café. El dueño era un gallego llamado José. Yo frecuentaba el café por la noche para escuchar las discusiones sobre pelota. Me hice amigo de Carrillo, uno de los «personajes» del lugar. Carrillo era un negro ocurrente y simpático, partidario de los Gigantes de Nueva York. Para él no había mejor primera base que Bill Terry, ni mejor segunda que Critz, ni tercera que se compara con Freddy Lindstrom. Carrillo trabajaba en un garaje vendiendo gasolina. En un rincón del café se sentaba Manny, que nunca participaba en las discusiones, escuchaba como un buda sin decir una palabra. Manny era un negro mayor, grueso, de mediana estatura. Todos lo respetaban. Había sido masajista de los Gigantes y conoció a Babe y otras estrellas de las Grandes Ligas. Uno que no faltaba nunca era Pancho el Largo, un mulato alto y flaco, que usaba una gorra grande, como la del original Pancho el Largo de los muñequitos. En Almendares Park, el terreno de jugar beisbol que estaba al final de la cuadra, Pancho recogía los «faos», corriendo de un lado al otro con sus piernas largas. El más escandaloso de todos los asistentes al café era Perico el Mono. Perico era el cargabates del Habana, el club de pelota que dirigía Miguel Ángel González. Perico era mugroso y gritón. A veces Patapalo, un policía temido en el barrio, un mulato flaco y cojo, daba golpes en la acera con su tolete para callar las discusiones y amenazaba con llevarse presos a dos o tres. Ese invierno, Mike González y el pitcher Adolfo Luque se entrenaron en Almendares Park después que terminó la temporada de beisbol cubano. Luque pitcheaba y Mike recibía la pelota, después corrían por el campo. Mike González era alto y flaco, con una dentadura de oro que brillaba cuando abría la boca. Luque era trabado, de mediana estatura, lento, serio, con ojos verdes. En el cuarto de los peloteros, un negrito llamado Loncho y yo éramos los ayudantes. Buscábamos las toallas, la ropa, los cubos de agua, y las cervezas en la bodega de la esquina. Nos sentíamos orgullosos de ayudar a Mike González, el catcher de los Osos del Chicago de la Liga Nacional, y a Luque, el lanzador estrella de los Rojos del Cincinnatti. En la temporada del fútbol «americano», los jugadores del club Atlético practicaban en Almendares Park. El club Atlético estaba en el barrio. Pablo de la Torriente Brau pasaba frente a mi casa todas las tardes, vestido con el uniforme de los Tigres de los Atléticos, con el suéter negro y anaranjado. Pablo iba seguido por muchachos que lo admiraban y escuchaban sus historias. Conrado Massaguer La imprenta y redacción de las revistas Carteles y Social estaba cerca, frente al parque donde jugábamos los muchachos que soñábamos con ser «corredores». A veces yo visitaba a Conrado Massaguer, el famoso caricaturista y director de Social, que había publicado dibujos míos en su prestigiosa revista. En la redacción había conocido a Emilio Roig de Leuchsenring y a Alejo Carpentier. En algunas ocasiones, Massaguer me presentaba a sus amigos del Grupo Minorista. Conocí a Massaguer una mañana que mi padre me llevó a verlo sin ninguna introducción. El viejo quería saber si yo realmente tenía talento, pues me pasaba el día dibujando y pensaba que no les prestaba mucha atención a los estudios de la escuela. Massaguer nos recibió muy bien, en camisa, con las mangas levantadas. Era un hombre cordial, sonriente y buen conversador. Animaba la conversación con anécdotas de Charles Chaplin, Caruso, Chaliapin, Gloria Swanson y otros personajes que él había conocido en Nueva York. Massaguer vio mis dibujos y dijo: «El muchacho es un artista». Nos enseñó los talleres de Social y Carteles y pidió permiso a mi padre para invitarme a almorzar en su casa. El célebre caricaturista tenía un Packard y un chofer uniformado. En su residencia en El Vedado, dos lindas muchachas cantaban Adiós, mi chaparrita, una canción mexicana, en el portal, cuando llegamos. Elena Menocal, la esposa de Massaguer, me pareció una bella mujer, fina y agradable, como las primas, las muchachas del portal. Me mostraron su casa, el estudio y la colección de dibujos y pinturas, entre ellas llamó mi atención una cabeza alargada de mujer, dibujo de Modigliani. Fue la primera vez que vi una obra del pintor de Montparnasse. También Massaguer me enseñó algunos originales de las tiras cómicas norteamericanas, entre ellas una de Pancho y Ramona. Después del almuerzo me pidió que lo dibujara, y celebró exageradamente la caricatura que le hice. El me dibujó a mí también y al final de mi visita me regaló muchos de sus dibujos que habían sido publicados. También me regaló revistas alemanas, francesas y norteamericanas, y me dio un retrato dedicado que le hicieron en un estudio de Nueva York. Decía: «al futuro gran artista». Me envió a mi casa en el automóvil con su chofer uniformado. Lástima que mi abuela, mis tíos y los vecinos no estaban en el balcón o el portal para verme descender del Packard color champán. Yo acababa de cumplir doce años. José María Chacón y Calvo Lo conocí en Manzanillo. Fue en el hotel Edén, frente al parque. Me presentaron como el más joven del Grupo Literario. Tenía yo entonces catorce años. Le mostré mis dibujos, uno era abstracto. Chacón me habló de Miró y dijo que yo tenía que ir a Madrid. Mi familia se trasladó a La Habana en el invierno de 1929. Chacón me dio una tarjeta de presentación para el escultor Juan José Sicre. En los primeros días de enero fui a San Alejandro para ver a Sicre. El maestro no estaba. Lo esperé un buen rato y me dijeron que probablemente no vendría. En la calle Dragones, vi a un hombre por la acera que caminaba con un bastón con soltura y elegancia, como si fuera dueño del barrio chino. Sicre era pequeño, redondo, amable, con energías y cachetes rosados. Le pregunté si era Juan José Sicre, y cuando dijo que sí, le entregué la tarjeta de Chacón y Calvo. Dijo: «Sí, José María me habló...», y caminamos hacia San Alejandro. Me enseñó su clase y me invitó a trabajar con él, aunque yo no estaba matriculado en la escuela. Recuerdo la impresión que me produjo ver la modelo: una mujer desnuda. En algunas ocasiones, visité a José María en su casa de El Vedado. Un día me llevó a ver a un amigo. Me dijo que era don Rafael Montoro, un famoso orador y personaje de la época de la Guerra de Independencia y los primeros años de la República. Montoro perteneció al grupo de los autonomistas que combatió Martí. Era alto, tenía un aspecto distinguido, con barba corta y pelo gris. En la conversación, Montoro me trataba de usted y José María le dijo: «Don Rafael, no lo trate de usted, es un niño». Montoro respondió: «Es un niño, pero es un artista». Y siguió tratándome de usted. Un domingo fui a visitar a José María. Nos sentamos en las mecedoras grandes del portal. Al poco rato entró por la puerta de la reja del jardín un hombre de aspecto español. Vestía una camisa blanca, con mangas largas sin corbata, tenía el pelo muy negro y una barba azulosa, aunque parecía haberse rasurado esa mañana. Pensé que era camarero de un café. Me lo presentaron y me dijo con voz firme: «Hola». No se sentó y comenzó a hablar caminando de un lado al otro del amplio portal, como si estuviera en el escenario de un teatro. Yo no sabía quién era; pero José María lo llamaba Federico. Más tarde supe que era Federico García Lorca. En aquellos años, Chacón y Calvo escribió sobre mí en la revista Social. En otro número de la misma revista, Massa-guer publicó una caricatura mía de José María. Chacón y Calvo era alto, grueso, con la piel tostada por el sol. Todas las mañanas iba a la playa a nadar y remar. Tenía los brazos cortos, y levantaba las manos a la altura del pecho como una ardilla. Cuando lo operaron en una clínica que estaba en la esquina de la redacción de Social y Carteles, José María, caminaba por el parque de Luaces para hacer ejercicio y coger sol. Yo vivía cerca y muchas veces lo acompañaba para conversar. Después tomamos diversos rumbos y dejamos de vernos con frecuencia. Ilse La primera vez que vi a Ilse fue en el patio de la Academia San Alejandro, en la calle Dragones, el barrio chino de La Habana. Tenía dieciocho años. Era delgada, de pelo lacio, rubio oscuro, con algunas pecas en su mejilla de mujer eslava. Vestía una falda larga, carmelita, con una blusa blanca de cuellito, y una chaqueta del mismo color de la falda. Estaba con cartera debajo del brazo. El escultor Juan José Sicre apareció de pronto, jovial, con su bastón y fue directamente a saludarla. Entonces me llamó y dijo: —Atiende a esta jovencita. Es alemana y yo sé lo que es estar en el extranjero. A la hora del almuerzo en mi casa dije en la mesa: —No todos los alemanes son como en las películas. Conocí a una muchacha fina, encantadora. Ilse nació en San Francisco de California, su padre era Herr Erythropel, el cónsul alemán allí. Poco después se marcharon a la América Central donde fue destinado como ministro. En Guatemala, Ilse aprendió español y en la escuela la llamaban la muchachita de cera, por el color rosado de su piel. En el jardín de su casa tenían un parque zoológico, con pájaros y animales de la selva. Un día un tigre la mordió y regalaron los animales al zoológico de Hamburgo. En la Primera Guerra Mundial regresaron a Berlín. Ilse recordaba con amor a la América Central, hablaba de las montañas, los montes, los lagos y los indios. Una mañana al amanecer, en el verano de 1932, vieron las costas cubanas, y al contemplar La Habana desde el barco, la madre de Ilse dijo: «Y ahora no te vayas a enamorar de un cubano». Con Ilse conocí a Van Gogh, y los pintores expresionistas alemanes que fueron para mí una revelación. También me habló de la cultura primitiva griega y la simplicidad de los egipcios. Cuando me concedieron una beca para estudiar en Francia nos separamos. Poco después, Ilse regresó a Europa y nos encontramos en Alemania. La cita fue en Frankfurt. Caminé sin rumbo por la parte vieja de la ciudad y vi un letrero que decía: Zimmer frei (Se alquila una habitación). El precio era bueno y alquilé. Mi balcón estaba frente a la casa donde vivió Goethe. Cuando sacaba mi ropa del equipaje, con la puerta abierta, una mujer pasó desnuda, en zapatillas, seguidamente pasó otra mujer desnuda, descalza, y una muchacha pelirroja entró en la habitación, con la puerta abierta, mostrando la flor de sus pechos y su pubis color de azafrán. —Are you an American? —preguntó. —Yes. —Oye —dijo—, la costumbre alemana es que el inquilino nuevo invita a tomar unos tragos a los que viven en la casa. —Está bien. Añadió al salir: —Bueno, te veré esta noche, Auf Wiedersehen. Ilse llegaba al día siguiente. La esperé en la estación, pero no nos encontramos, y ella fue directamente a mi cuarto. Al regreso la encontré en la sala. Yo había alquilado ya otra habitación al darme cuenta que vivía en una casa de prostitutas. Le expliqué a Ilse el cambio y comentó: —Lástima. El barrio es pintoresco. Viajamos por el Rin y, accidentalmente, nos encontramos con los padres en Koblenza. La madre, Frau Erythropel, dijo a la hija en tono de reproche: —¡Ilse, tú, sin sombrero! Nos invitaron a almorzar en el barco. El viejo sabía de vinos. Ilse no se sentía bien en Alemania. El ambiente nazi era insoportable. Un fin de semana participó en una excursión de esquiadores a las montañas de Suiza y, desde Interlaken, siguió para Francia. En París nos vimos, y unos días después salió para Nueva York. Nos encontramos en Nueva York. Ya Ilse no era la hija del embajador de Alemania y compartíamos la comida en Greenwich Village. Ella daba clases en una escuela de muchachas ricas y yo dibujaba para un periódico que defendía a la España republicana. Después de un año en Cuba y México, nos reunimos en Nueva York nuevamente. Alquilamos un estudio en Brooklyn y un día decidimos casarnos. Meses más tarde, ingresé en el Ejército de los Estados Unidos como soldado voluntario. Yo era antifascista. Estuve tres años en la guerra. Al volver no sabía si después de la separación podríamos reanudar nuestras relaciones. Además ahora era padre con responsabilidades. Frente a mi casa, en Brooklyn, había un parque. Me senté en un banco con mi bolsa de soldado. No me atrevía a entrar en casa. Al fin me decidí y subí hasta mi piso. Toqué en la puerta y Annie, de casi tres años, me abrió. Después vino Nené, como cariñosamente apodamos a la pequeña Ilse. La madre estuvo dedicada a las niñas durante ocho o diez años. Trabajaba en la casa haciendo letras y traducciones para Créalo o no lo crea, de Ripley, y también hacía las letras para los muñequitos de King Features, entre ellos «Pancho y Ramona» y «Popeye el marino». Con el tiempo, Ilse volvió a la escultura, hizo obras abstractas y en metal, con placas de hierro y tubos de escape de automóviles. Se fue abriendo paso exhibiendo en galerías y museos. Sus retratos tenían un estilo propio y a la vez muy alemán. En el cementerio de La Habana está un busto y un relieve de Cristo en mármol, que ella talló. Se interesó mucho por la Revolución cubana. Cuando alguien decía que los funcionarios cubanos no sabían usar un tenedor o no tenían modales, ella respondía: «Es el pueblo en el poder. Ya aprenderán. Así debe haber sido en Rusia. No tiene importancia». Y aunque en su árbol genealógico estaba Gauss, el famoso astrónomo y matemático, Martin Lutero y un magistrado del Tribunal Supremo de Justicia de Leipzig en el siglo XVIII, era genuinamente sencilla. Un día, en China, vimos unos chinitos comiendo escarabajos y le dije: «A que no comes escarabajos». Entonces les preguntó a los muchachitos dónde los vendían; entramos a la tienda, los compró y se los comió. Sus amigos jamás supieron que hablaba cuatro o cinco idiomas. Cuando los negros vinieron a vivir a nuestro barrio, los vecinos alarmados empezaron a vender sus casas. Ilse dijo: «Yo me quedo aquí, no venderé la casa. Me parece que es bueno que mis hijas se críen con gente de otras razas». Fuimos los únicos que nos quedamos. Cuando hacía sus mejores obras, se enfermó. Ella me decía que nunca se enfermaba, que sólo lo haría para morir. La enfermera que la atendió en el hospital, y la peinó al morir, dijo: «Linda mujer». La antigua Maestranza Cuando el gobierno de Machado clausuró la Escuela San Alejandro, el escultor Juan José Sicre, mi maestro, me invitó a trabajar en su estudio. Me sentí orgulloso de esa distinción. Los únicos invitados fuimos Ilse Erythropel y yo. El estudio de Sicre estaba en la antigua Maestranza, un edificio colonial situado cerca de la entrada del puerto. El mar llegaba casi hasta el taller. Fue en esa época que comenzó el relleno del malecón para ampliar la avenida en esa parte de La Habana Vieja. El maestro llegaba temprano, a las ocho y media, y abría la puerta del estudio. Nosotros lo esperábamos en el patio. Sicre aparecía siempre sonriente y optimista. El maestro modelaba bustos de patriotas para toda la isla. Su cabeza de Martí estaba en todas partes. Ilse y yo estábamos interesados en la talla directa en piedra que recogíamos del relleno del malecón, cerca del taller. Ilse trabajaba por la mañana. El padre pasaba a recogerla en un automóvil Packard con chofer, o venía sólo el chofer a buscarla. Por la tarde, trabajábamos Sicre y yo. En aquellos años yo vivía más allá de Carlos III y la calle Infanta. Iba a pie hasta la antigua Maestranza, y regresaba de la misma manera a las doce y media o la una. Muchas veces, al llegar a la casa, mi madre me decía: «Tu padre no ha traído dinero. No tenemos nada que almorzar». Cuando había algo de comer era casi siempre harina de maíz. Muchas veces regresaba al estudio con el estómago vacío. Bajaba por Carlos III, seguía por los portales de Reina hasta Galiano. Luego tomaba por San Rafael hasta el Parque Central. Pasaba por el Palacio Presidencial y bajaba por la calle Chacón hasta la Maestranza. Después de la caída de Machado, que pusieron en libertad a muchos revolucionarios y otros regresaron del exilio, hice varios retratos. Modelé la cabeza de Juan Marinello y también la de Raúl Roa y Ramón Guirao, el poeta. Ellos venían por la tarde al taller. Allí se reunían Emilio Roig de Leuchsenring, Pablo de la Torriente, Navarro Luna y otros. Una tarde, se apareció Pablo con unos zapatos envueltos en periódicos para llevarlos a que les pusieran una suela nueva. Ese día pasó por allí Jorge Mañach, que sostuvo una polémica con Pablo y con Juan Marinello. Pablo trabajaba para el diario Ahora, haciendo reportajes sobre la llegada de los pasajeros de La Florida. Pero no fue a trabajar, se quedó discutiendo con Mañach. Cuando volvió por el taller, contó que había copiado el reportaje del periódico El País, que aparecía por la tarde, porque no había ido por los muelles. Al día siguiente, el director lo llamó y le dijo: «Tu reportaje de los pasajeros de La Florida es exactamente igual al de El País de ayer. Coinciden hasta los puntos y las comas. ¿Cómo es eso?». Pablo tranquilamente respondió: «Coincidencia». Estábamos almorzando cuando alguien tocó en la puerta. En la sala entró Raúl Roa. Me dijo: —Barceló ha muerto. Lo están velando en el Aula Magna de la Universidad. Queremos que le hagas la mascarilla. Enseguida busqué lo que necesitaba: yeso, grasa, toalla y una palangana. Yo había ayudado a Sicre en la mascarilla de Rubén Martínez Villena hacía sólo unas semanas. Frente a mi casa estaba estacionado un automóvil. Ahí estaba esperando Pablo. Cuando entramos en el Aula Magna de la Universidad, la sala estaba llena. Los restos de Gabriel Barceló reposaban en el ataúd. Comencé mi trabajo. Hice el yeso y empecé el molde. Se me olvidó ponerle un cordel desde la frente hasta el cuello, pasando por la nariz y la boca, para que el molde saliera en dos piezas. Cuando fraguó el yeso quise quitar el molde pero no salía, estaba trabado. Barceló había enflaquecido y los huesos parietales impedían que saliera. Intenté sacarlo usando toda mi fuerza, pero no salía. El cadáver se levantó como si fuera un tronco. Cientos de personas observaban lo que yo hacía. Me llené de pánico, y fui al baño para pensar lo que podía hacer. Me dije: «Me iré para un pueblo de los alrededores de Manzanillo, un pueblo de la costa. Nadie me encontrará allá», pero pensé también que iba a quedar mal con Pablo de la Torriente y con Raúl Roa. Volví a la sala para hacer el último esfuerzo y al fin pude sacar el molde y el alma me volvió al cuerpo. Una tarde llegaron al taller Roa y Aureliano Sánchez Arango, que entonces eran inseparables. Aureliano comentó que Mendieta estaba repartiendo cincuenta becas para deshacerse de los revoltosos que estaban creando problemas, y que muchos de ellos eran simplemente gangsters. Y Raúl Roa dijo: «Quien debería tener una beca es Julio. Sería la única beca justificada entre las cincuenta». Al día siguiente, llegaron Raúl y Aureliano y me entregaron un sobre largo. «Ahí tienes la beca para estudiar en Francia», dijo Aureliano. Nunca me pareció tan agradable el trayecto a pie hasta Carlos III e Infanta. La familia almorzaba. Me senté en mi lugar, al otro extremo de la cabecera donde se sentaba mi padre. Dije: —¿Tenemos una buena maleta? —¿Qué? ¿Piensas ir a Oriente? ¿Con qué dinero? —preguntó mi madre. —No. Voy a París. —¿París? Mira, toma la sopa que se enfría. Entonces mostré el sobre con el documento de la beca. Mi madre se echó a llorar y dijo: «Nunca más sabremos de ti. Nunca». Prometí escribir todas las semanas, y así fue. Mi correspondencia no fue interrumpida ni siquiera durante la Segunda Guerra Mundial, cuando yo estaba en Inglaterra, Francia y Bélgica. En el muelle estaban Marinello, Aureliano, Roa, el embajador alemán, mis padres y mis hermanos, Sicre y otros. Raúl Roa me dijo: —Ahora hazte un artista famoso para que yo escriba sobre ti y Bohemia me pague cinco pesos por mis crónicas. En una lancha, por largo rato, Ilse y su prima Mucki siguieron mi barco en las afueras del puerto. El día que se murió Hindenburg Linda fue a esperarme a la estación de Berlín. Era el verano de 1934. Yo tenía dieciocho años. Me llevó a la habitación del apartamento de una rusa blanca. Dejamos allí mi equipaje y nos fuimos a la calle. Hacía calor y entramos en un bar a tomar una cerveza. Después de conversar largo rato y hacer planes, miró el reloj y dijo: «Esta noche tengo un compromiso con mi familia. Ahora me voy, pero mañana vendré a buscarte para desayunar juntos». Al despedimos, cuando ya Linda se había perdido de vista, me di cuenta de que no tenía la dirección de la casa donde estaba mi cuarto, ni el nombre de la rusa. Recordaba que habíamos caminado unas tres o cuatro cuadras hasta el bar en Prager Platz, y que el edificio tenía varios pisos, que era gris, pero en Alemania todas las casas son grises. Recordé que en la entrada había dos cariátides de mujer desnuda, con grandes pechos. Empecé a buscar el edificio con las cariátides, y después de probar en varias calles, lo encontré cuando empezaba a oscurecer. Recordé que Linda y yo hablamos en el ascensor y decidí empezar a buscar mi apartamento en el tercer piso. En cada piso había unos diez apartamentos. Toqué en la primera puerta a la derecha del ascensor. Un viejo abrió la puerta, un viejo de bigote largo y blanco. Preguntó probablemente: «Was wollen Sie?» (¿Qué desea?) Yo le dije en español: «Perdone, pero quiero saber si yo vivo aquí...». El viejo respondió en alemán varias palabras que no sonaban bien. Pasé al apartamento siguiente. Toqué. Un muchachito abrió la puerta y cuando no me entendió llamó a su mamá. La madre era una alemana hombruna, de esas alemanas que usan saco y zapatos de hombre. Me preguntó algo así como: «Was suehen Sie?» (¿Qué busca usted?). Esta vez probé mi francés y dije: «Est-ce que j’ habite ici?». La mujer me tiró la puerta furiosa. Después de tocar en todos los apartamentos del tercer piso sin encontrar a mi rusa, empecé a tocar en los apartamentos del cuarto piso. El edificio tenía balcones interiores y todos los vecinos se preguntaban unos a otros quién era aquel extraño que tocaba en todas las puertas, y qué era lo que quería. En el primer apartamento del quinto piso me abrió la rusa y me alegré de verla. La rusa era una mujer alta, delgada y rubia, que hablaba francés. Me invitó a tomar una taza de té. Me dijo que era de Petrogrado, así llamaba a Leningrado, y que los bolcheviques habían sido una desgracia para su familia. Se llamaba Olga. Al día siguiente, Linda vino a buscarme para desayunar. Después salimos a caminar por la ciudad. Las vidrieras de muchas tiendas estaban destrozadas y habían pintado grandes letreros con las paredes y los muros que decían «JUDEN», (JUDÍOS) para que nadie se acercara. En las calles, grupos de hombres con uniforme pardo y brazaletes con la swástica en los brazos cantaban himnos patrióticos. Muchachos uniformados con pantalones cortos, marchaban con banderas y estandartes. Soldados con cubos de pintura y brochas descendían de camiones y pintaban rudos letreros en las paredes contra los judíos, los bolcheviques y los demócratas. Yo me había pasado una semana en una playa cubana y estaba prieto, quemado del sol. Linda era rubia, con una cabellera larga y dorada. Caminando de brazo por la acera, los carreros, los taxistas y alguna gente en la calle, nos gritaban: «¡Miren una canaria y un cuervo!». Le molestaba ver a una alemana de «pura sangre» con un extranjero. Una mañana, Linda me llevó a un estudio para dibujar con modelo. Era el estudio de Ernesto di Fiori, uno de los escultores más famosos de Berlín. Fiori visitaba el taller una vez a la semana para ver y criticar los trabajos. El escultor era alto, buen mozo, como un actor de cine. Trabajaba todas las mañanas con las alemanas. Tenían entre dieciocho y veinticinco años. Yo era el único muchacho y ellas eran diez. La modelo era una joven hermosa de pelo corto, negro y lacio. Tenía una espléndida figura. Un día, en lugar de la modelo, que se llamaba Frieda, vino un muchachito con un mensaje. La modelo explicaba que su mamá estaba enferma, tenía que marcharse a Dusseldorf, y regresaba a Berlín. La noticia desconcertó a las chicas y no sabían qué hacer. Entonces, una de ellas, la que estaba a mi derecha, dijo: «Propongo que nosotras seamos las modelos. Cada una posará un día, en el orden en que estamos. Empezaré yo misma, y mañana le tocará a Uta, a mi lado, y así sucesivamente». La muchacha que hablaba francés, Ingeborg, me explicó la situación. La idea me gustó. Yo, naturalmente, me imaginaba cómo serían sin ropa y sentí curiosidad. Y así, cada día teníamos una modelo distinta. Dagma era rubia completamente, Annette era rubia teñida. También Uta tenía el pelo negro en otras partes del cuerpo. Wilma parecía pintada por Durero o un pintor flamenco. Era de pechos pequeños, redondos. Anna era pelirroja. Úrsula tenía caderas anchas, grandes senos y ojos negros como un mosaico bizantino. A todas las dibujé con placer hasta que llegó mi turno. Esa mañana no fui al estudio, me senté en un parque cerca del Tiergarten, el zoológico, para contemplar las palomas. Allí observé cómo unos hombres atacaron a un viejo judío con barba larga y grisácea. Lo echaron al suelo y lo golpearon con los pies. Vi como un grupo de nazis uniformados saquearon una librería y lanzaron a la calle los libros de autores judíos y progresistas, para hacer sus fogatas nocturnas. Al día siguiente tuve que volver al estudio. Expliqué que no me sentía bien. Pensé que darían un salto y se olvidarían de mí. Las muchachas dijeron: «Hoy te toca posar a ti como hicimos nosotras». Propuse que me dibujaran vestido, pero no aceptaron. Sugerí entonces posar en calzoncillos, pero tampoco logré convencerlas. Seguidamente Ingeborg y Gerda empezaron a quitarme la camisa. Christine y Marlene, el pantalón y los zapatos. Eran diez mujeres contra mí. Los hombres somos más pudorosos que las mujeres. Sentí vergüenza. Tuve complejos de ser flaco, de no tener un cuerpo atlético, y de otras cosas... Finalmente me desnudaron, pero pensé que después de todo yo estaba hecho como los demás hombres, más o menos. Linda, que nunca venía por el estudio, vino a buscarme para almorzar. Se sorprendió de verme desnudo y me dijo: —Vístete, que se murió Hindenburg. París 1936 En la primavera del año 1936, me instalé en un cuarto de la rue Latran, una callecita cerca del boulevard Saint Michel, detrás del parque donde estaba la estatua de Montaigne, que amanecía todos los lunes con los labios pintados y una botella de vino vacía en sus piernas. Mi habitación, en el último piso, costaba menos de tres dólares al mes. Por la ventanita veía las chimeneas de las casas de alrededor. La luz eléctrica la tomaba ilegalmente del contador de la entrada de la escalera. Mi vecino, Monsieur Monson, también se robaba la electricidad y, cuando la compañía eléctrica anunciaba su visita, desconectábamos el alambre que detenía el contador. En la habitación sólo cabía la cama. En invierno el cuarto era tan frío como la calle. Las visitas tenían que dejar los abrigos en el suelo del pasillo. Cerca de la Gare Montparnasse, la estación de ferrocarril, estaba el comedor para los artistas. Se comía en largas mesas, y los clientes eran pintores, músicos y escritores. El almuerzo costaba alrededor de quince o veinte centavos y la comida era bastante buena, con una garrafa de vino y todo el pan que uno quisiera. El restaurante estaba organizado por damas ricas de la alta sociedad de París que, elegantemente vestidas, con brazaletes, collares de perlas, sortijas de oro y diamantes, servían las mesas. Allí conocí a César Vallejo acompañado siempre de Georgette, su mujer. Vallejo era un hombre callado, pero se expresaba muy bien cuando intervenía en una conversación. Era flaco, un indio de un color prieto, cenizo. Yo sabía que era un escritor peruano, pero nada más. Yo tenía veinte años y estaba envuelto totalmente en las artes plásticas. Fue más tarde cuando descubrí al poeta de Los heraldos negros, Trilce, y España, aparta de mí este cáliz. Cuando estalló la guerra de España, los latinoamericanos organizamos un grupo para ayudar a la República española en su lucha contra el fascismo. Nos reuníamos en un café, el Dupont de Saint Michel. En el sótano, el lugar de los banquetes, celebrábamos nuestras reuniones semanales. Concurrían, entre otros, Pablo Neruda, su mujer Delia del Carril, que llamaban «La hormiguita», César Vallejo con Georgette, Alejo Carpentier, Félix Pita Rodríguez, los mexicanos Andrés Iduarte con Graciela, su compañera, y Renato Leduc, el poeta telegrafista de las crónicas de John Reed en la revolución de Zapata y Pancho Villa, además de algunos estudiantes de Centro y Suramérica. En una ocasión, tuvimos que reunimos en el lanchón de Anaís Nin, estacionado a la orilla del Sena, frente a Notre Dame. La escritora, amiga de Henry Miller, era hija de Joaquín Nin, el compositor cubano-español. Anaís era delgada, con ojos hermosos y piel muy blanca. Años después, en París, durante la guerra, cuando yo era soldado norteamericano, quise lavarme los pies en el Sena, cerca del sitio donde estuvo el lanchón de Anaís Nin, pero el río estaba sucio y la corriente arrastraba ratas muertas y mucha basura. Volviendo a 1936, en aquellos días del Frente Popular, regresó a Francia Romain Rolland, después de muchos años de exilio en Suiza por haber combatido la guerra del 14. Picasso y Matisse hicieron el telón para el homenaje que se le tributó en un teatro. Romain Rolland era un anciano delgado, vestido de negro, con un cuello blanco, como un pastor protestante. Una noche pasaron por París Rafael Alberti, María Teresa León y David Alfaro Siqueiros. Se conversó hasta muy tarde en La Coupole de Montparnasse. Recuerdo allí a César Vallejo, Pablo Neruda, Félix Pita Rodríguez y Andrés Iduarte. Siqueiros relató su encuentro con un compadre en una cárcel de México. El compadre tenía muchos hijos con nombres revolucionarios. Tenía un Lenin, un Stalin, un Carlos Marx, una Rosa Luxemburgo y la última hija, la ahijada del pintor, se llamaba Militancia. Neruda me recordaba un oso con sueño. Más tarde lo conocí mejor en México, donde su casa estaba abierta para los escritores y los artistas. Yo estudiaba escultura en la Academie Ranson y en La Grande Chaumière, y por las noches asistía una o dos veces a la semana a la Université Ouvrière. En la clase de biología y marxismo tenía de compañero a Fernand Léger, el pintor. Léger era un hombre grande y fuerte y andaba con las mangas de la camisa remangadas como un obrero. En el Palacio de la Mutualité, al final de la Rue des Écoles, en mi barrio, escuchábamos con frecuencia al poeta Louis Aragon, al novelista André Malraux, a Marcel Cachin, al director de L’Humanité, y otras figuras de la intelectualidad francesa. Una noche oímos a Nicolás Bujarin, camarada de Lenin. Una vez, en la Universidad Obrera, sentí a alguien tocando jazz en el salón vacío de la escuela. Tocaba el piano maravillosamente. Me acerqué para conocerlo. Era un negro de Nueva York. Me dijo que iba para España a pelear contra el fascismo en las Brigadas Internacionales. Sin darme cuenta, había empezado la Segunda Guerra Mundial, y yo sería soldado voluntario en el ejército de los Estados Unidos en Francia y Bélgica, como el pianista negro de Harlem lo fue en España. Aunque me enrolé en la lucha, yo no era un John Wayne de las películas del Oeste. Fui solamente un antifascista. En el largo andén de la estación de Pennsylvania, en Nueva York, los soldados nos despedíamos de las novias y esposas. Las mujeres lloraban y los soldados abrazándolas decían: «Don’t cry, honey. I will come back» (No llores, mi amor. Yo vuelvo.) La única mujer que no lloraba era Ilse, mi compañera, pero a mí me corrían las lágrimas por la cara y ella me decía: «No te preocupes, tú volverás». Hemingway, con su forma imponente, en uniforme de corresponsal de guerra, estaba a nuestro lado. La chica de Liverpool El verano llegó de repente. Las terrazas de los cafés se llenaron. La gente parecía haberse liberado de los abrigos, y las mujeres con sus vestidos transparentes, mostrando sus piernas y todo el cuerpo, estaban más encantadoras que nunca. A mi lado, en la terraza del café Dupont, se hallaban dos muchachas con un joven. Hablaban inglés. Una me pareció la esposa del muchacho. La otra, de unos veinte años, parecía ser la hermana. Tenían aire de familia en el rostro, aunque eran distintas. La que sospeché casada, era de un rubio oscuro, castaño, y ojos azules muy claros. La más joven tenía el pelo negro, ondulado y abundante. Sus cejas y pestañas eran oscuras haciéndole resaltar el color verde de los ojos rasgados y hermosos. Un camarero sirvió dos copas de vino blanco a la pareja y un vermouth a la jovencita, mientras el muchacho examinaba una guía de París. Por lo que pude entender, la pareja quería ir a la ópera, pero la hermanita no quería acompañarlos. La muchacha me observó discretamente en dos o tres ocasiones. Mi estampa era así: el pelo largo me cubría casi las orejas, tenía bigote, pantalón marrón de corduroy, camisa roja de cuadros, zapatos altos de suela gruesa como un alpinista. Debí parecerle extraño. Nuestras miradas se encontraron. Entonces el joven me explicó en francés lo que me imaginaba. Su esposa y él querían ver una ópera de Wagner y la cuñada no tenía interés en Wagner. Decía que era insoportable. La chica me observaba mientras su cuñado hablaba. Pregunté si ella conocía Montparnasse. El inglés tradujo mi pregunta y ella contestó negativamente con un gesto de la cabeza que hizo mover toda su cabellera. Entonces —no sé cómo me atreví—, propuse llevarla a pasear mientras ellos iban a la ópera. Ella me miró y sus ojos verdes parecieron iluminarse cuando el cuñado le tradujo mi proposición. —Bueno —dijo el muchacho—, nos veremos aquí mismo, en esta terraza, a las doce de la noche. —Très bien —le respondí. La pareja partió hacia la ópera y la inglesita y yo subimos por el boulevard Saint Michel. Ella sólo hablaba inglés. —¿Promenade? —pregunté haciendo señas. —Yes —respondió ella como dispuesta a ir a cualquier parte, agarrándome la mano, como diciendo: «Vamos donde tú quieras». —Moi, Julio. Toi?... You? —Pat. Caminamos por el parque de Luxemburgo. Nos detuvimos a ver los niños jugar en la fuente con los barcos de velas. Luego continuamos hasta salir a Montparnasse. En la acera del café Le Dôme traté de explicarle que era un lugar famoso frecuentado en otra época por artistas como Picasso y Modigliani. —I understand —dijo ella. Caminamos por la rue Delambre donde vivía Isabel Duncan, 1 y la rue de la Gaité hasta la Avenue du Maine. Le señalé mi hotel y por señas la invité a subir. Con la mirada, aceptó. Mi habitación estaba en el penúltimo piso, el quinto. La habitación era pequeña, con una cama grande y alta. El empapelado, lleno de flores rosadas y violetas, era rojo. Ella se sentó en la cama y le ofrecí un vaso de vino. Le mostré mi colección de discos, media docena de canciones «americanas», y escogió uno de Bing Crosby: Sweet Georgia Brown, y Minnie the Moocher, de Cab Calloway. Ella se quitó los zapatos y se estiró en la cama acomodándose en la almohada. Me tendí a su lado. Quise hablarle de su hermosura, de sus ojos verdes, de su boca rosada, de su cabellera, pero no me hubiera entendido. Nos acariciamos. Empecé a desabotonar su blusa y dijo: —Wait. (Espera.) Pensé que «wait» quería decir «basta», para advertirme que me había sobrepasado. Me sentí como un bárbaro. Se puso de pie. Colocó una toalla azul sobre la lamparita, que estaba sobre el lavabo, para atenuar la luz, y en la penumbra azolada se desvistió colocando la ropa sobre la silla. Desnuda vino para la cama. Más tarde se sonrió y dijo: —I am glad to be with you (Me alegra estar contigo). No entendí bien lo que acababa de decir, pero en su rostro vi que se sentía bien. Nos dormimos y a la una y media me despertó alarmada y me enseñó el reloj. Comprendí que había pasado la hora de la cita con la hermana y el cuñado. Se vistió rápido, frente al espejo, y cuando terminamos de vestirnos bajamos las escaleras. En la calle pensé en la explicación para justificar nuestra tardanza. Traté de ponernos de acuerdo. —Toi y moi promenade. ¿Compris? (Tú y yo paseo. ¿Comprendido?) . —Yes... I understand. La pareja inglesa nos esperaba en el café, sentados en la misma mesa. La terraza estaba casi vacía. Ellos habían llegado tarde, después de la una, explicó el joven inglés. Se alegraron de vernos, complacidos de haber ido a la ópera. La casada le preguntó a la hermana si se había divertido, eso pude entender, y Pat respondió que sí. Partían temprano al día siguiente. La muchacha y yo intercambiamos miradas intensas y me dio un beso en la mejilla para despedirse. Me dijo algo en inglés que no entendí. Creo que me daba las gracias por el paseo. Regresé a mi hotel por el mismo trayecto que habíamos recorrido hacía un rato, como si de esa manera sintiera que todavía me acompañaba. En la cama sentí el aroma de su perfume y por la mañana encontré un pañuelito blanco que olvidó frente al espejo. La visita del maestro Antes de la Segunda Guerra Mundial, Aristide Maillol era el escultor más prestigioso de Francia. Al principio del siglo había sido Augusto Rodin. Maillol vivía en su pueblo, en Bagnul, cerca de la frontera de España. En París, patrocinaba la Academie Ranson, donde yo estudiaba. El gran escultor venía a visitarnos dos o tres veces al año. Su visita era un acontecimiento. Concetta, la conserje de la escuela, era una italiana del sur de Italia. Vestía siempre de negro y usaba un delantal gris con rayas negras. Era pequeña de estatura, ancha de cara y cuerpo. Tenía los pómulos fuertes, rosados y arrugados como una campesina. A veces me invitaba a tomar el té y me hablaba de Modigliani, que conoció bien. Jeanne Hebuterne, su mujer y modelo, vivía frente al jardín de la Academie Ranson. Cuando supo la muerte del pintor se suicidó, tirándose por la ventana del tercer piso de su apartamento. Concetta fue modelo de Renoir y Rodin en su juventud. Me contaba que las modelos y sirvientas de Rodin andaban desnudas y el maestro las dibujaba rápido para estudiar los movimientos. Ella me veía como un niño. Yo tenía dieciocho años y era el más joven de la academia. La italiana se ocupaba de que me alimentara bien y anduviera abrigado. En una ocasión, me vio con el abrigo puesto por encima del hombro, como la chaqueta de un torero. Me dijo que la gente cualquiera y del hampa usaban el abrigo de esa manera, y que yo era un garçon de bonne famille. Yo admiraba a Maillol. Me gustaban sus esculturas de formas redondas y sensuales. Sus esculturas de mujeres daban deseos de tocarlas. Llegó el día de la visita del maestro. Maillol llevaba, esa mañana, una chaqueta inglesa y pantalón de corduroy, que usaba con una boina negra. Era de baja estatura. Tenía una barba larga, de un rojizo grisáceo, que le llegaba al pecho. Su aspecto era de un campesino saludable, quemado del sol, a pesar de su avanzada edad. En la tarima de la clase estaba de pie la modelo, una mujer rumana, joven, rubia, de pelo lacio y ojos azules con pestañas oscuras, y piel blanca. El maestro se detuvo ante nuestros trabajos. A cada uno le dedicó atención y repartió valiosos consejos. Yo modelaba a la modelo más redonda de lo que en realidad era. Ella era alta, esbelta, perfecta. Maillol miró mi escultura detenidamente y me preguntó de qué país venía yo. Le dije que era cubano y exclamó: «Ah, español». Entonces dijo: «Las formas no son redondas como pueden parecer. Las formas son planos que se encuentran». Se acercó a la modelo, puso su mano en la rodilla de la mujer y señaló: «Vea usted, aquí baja un plano que se encuentra con estos planos laterales. Coloque aquí su mano para que lo compruebe». Lo que decía el maestro me sorprendió. Todos lo conocían como un escultor sensual, de volúmenes redondeados. Y añadió: «La escultura no es como la pintura. Un manchón rojo en un cuadro puede ser la boca de una mujer, pero la escultura tiene tres dimensiones, es otra cosa». Para concluir dijo: «La mejor manera de entender las formas es tocándolas. Si tiene dudas toque, palpe las formas». Cuando el maestro terminó fuimos todos a la sala, donde estaba Madame Ceresolle, la directora. Concetta repartió vino y pan y queso. Luego regresamos al taller y la modelo rumana subió a la tarima y se desnudó quitándose la bata. Me acerqué a ella y puse mi mano en su lindo pecho; me dio un manotazo y gritó: —¿Qué hace? —Nada. Simplemente estoy palpando su pecho izquierdo porque no lo entiendo. ¿No oyó lo que dijo Monsieur Maillol, que había que tocar, palpar, para entender las formas? —¡Pues entienda sin tocar! ¡Es igual que el derecho! —dijo molesta. Concetta echaba carbón en la estufa. Sonrió y dijo: —Ah, le petit garçon! Una o dos semanas después, la modelo rumana, que se entretenía en tejer bufandas en sus descansos, me invitó a comer en su casa para hacerme una corbata y que escogiera el hilo. Escogí un color rojo como el vino que tomábamos. Una tormenta se desató con relámpagos y rayos; me dijo: —Quédate. En la cama parecía más hermosa y espléndida que en la tarima. La bata rosada Serían cerca de las dos de la mañana. Las calles estaban oscuras y desiertas. Un gato saltó de un latón de basura y corrió hacia el extremo de la acera. En la esquina del boulevard, delante de un café, una prostituta se movía intranquila con los brazos cruzados, resguardándose del frío. Veníamos de la despedida a Roberto Romero, un pintor argentino que regresaba a Buenos Aires. Roberto había sido mi vecino en un hotel de la rue du Maine, en Montparnasse. Sus cuadros me deprimían. La muerte siempre estaba presente en sus pinturas. Su mujer, joven y bella, murió en Florencia, poco después de llegar de la Argentina, hacía tres o cuatro años. Discutíamos largamente de arte y literatura. Había visto y leído más que yo. «Tú no eres más que un pibe, che» —me decía molesto—. Yo acababa de cumplir dieciocho años y él se acercaba a los cuarenta. Caminamos por un barrio que yo no conocía hasta que nos detuvimos frente a una casa. «Hemos llegado», señaló Vera. Empezaba a llover. —Quédate a dormir —me dijo— Ya no hay metro y vives en el Quartier Latin, pero prométeme que te portarás bien. Dormir nada más... Compris? —Oui, compris —dije, seguro de que no cumpliría lo prometido. Tocó el timbre y me hizo señas de que me callara. La conserje abrió la puerta automáticamente y subimos hasta el tercer piso. Ella entró en el cuarto y encendió la luz. La cama alta y ancha ocupaba casi toda la habitación. Las paredes, empapeladas con flores rojas y moradas, me recordaron a las de mi hotel. En una repisa de mármol, en la chimenea, noté unos retratos. El hombre con barba me hizo pensar en un personaje de una novela rusa, y las muchachas, dos o tres, me parecieron las hermanas de Vera. La mujer gruesa, a un lado, debía ser su mamá. Ella se desabotonó la blusa y se desvistió. Se puso una bata de dormir y se metió en la cama. —Quítate la ropa —dijo. Ponte ese camisón. —¿Un camisón? —Sí. —¿No tienes un piyama? —No tengo. —No será mejor que... —Vamos, en el siglo pasado los hombres dormían con una bata y un gorro largo como en los dibujos de Daumier. —Está bien —dije, no muy convencido. Me acomodé a su lado. El escote amplio de su camisón era más grande que el de mi bata rosada, se veían sus senos redondos y desnudos. Las almohadas eran blancas y cómodas. Al sentir su calor y suave perfume, tuve deseos de estrecharla en mis brazos, besarla, pero había prometido «portarme bien». Ninguno de los dos teníamos sueño. «Dime —me preguntó— ¿es verdad que los negros son maltratados en los Estados Unidos?». Le dije que era cierto. Luego hablamos de Polonia y la persecución a los judíos. Vera tenía unos treinta años. Era esbelta, de pómulos marcados; sus grandes ojos verdes, oblicuos, señalaban su raza eslava. Venía de Varsovia. Por la mañana, al despertar, me dijo: «Bonjour», con la misma entonación que usaba al saludarme en el café o en el boulevard. Y añadió: «Quédate en la cama que voy a buscar pan». Se vistió y se puso un pañuelo azul prusia en la cabeza. Minutos más tarde, cuando regresó, yo estaba vestido. Hizo café y desayunamos con pan y mantequilla. Por la noche nos encontramos en el Dupont. Un militar mexicano, prieto, con cejas gruesas, de sombrero oscuro, inclinado a un lado sobre la frente, como un cantante de tango, trataba de enamorarla, pero ella parecía divertirse con su atención. En la mesa de la terraza, yo la observaba recordando que habíamos dormido juntos, aunque no había pasado nada. Me pareció más hermosa que en otras ocasiones. Más tarde me pidió discretamente que la acompañara. Tomamos el metro y la llevé hasta la puerta de su casa. Le extendí la mano para despedirme y dijo: —Quédate. —Pero todavía hay trenes. —Yo sé... Subimos las escaleras. La seguí de cerca y miré sus caderas. En el cuarto se despojó de la ropa. Desnuda, en la cama, dijo: —Ven. No te hace falta el camisón. En busca de los faraones En la biblioteca de mi padre había dos libros que me fascinaban. Uno era sobre la Primera Guerra Mundial, dos o tres tomos, con mapas y fotografías. Muchos años más tarde, en Francia y Bélgica, durante la guerra con Alemania, los nombres de Château Thierry, Verdun, el Marne, Charlesroi, Namur y Lieja eran, para mí, conocidos. El otro libro que no me cansaba de ver era sobre el Egipto, con ilustraciones de las pirámides, la esfinge, y los monumentos en Luxor, Tebas y Karnak, y las esculturas y retratos de los faraones. En el verano de 1936, que París estaba «muerto», decidí ir al Egipto. Traté de conseguir una visa en el consulado egipcio, pero me la negaron. También me la negaron en Italia, pero yo seguí mi ruta al Egipto. En Venecia visité una agencia de viajes, pero el pasaje normal costaba mucho dinero, más del que yo tenía. El hombre que me atendió, viendo mi interés por ver las pirámides, dijo: «Bueno, usted pudiera ir en un barco de carga, aunque tendría que dormir en el suelo y conseguir de comer en los puertos». «¿Cuánto costaría eso?» pregunté. El hombre miró un libro, hizo sus cálculos y me dijo: «Le saldría el viaje hasta Alejandría en cinco dólares y veinticinco centavos». «Démelo» —respondí. Me entregó un papel largo, amarillo, y añadió: «El barco sale esta misma tarde a las seis». Fui al centro de Venecia a recoger mi equipaje en el hotel. Mi equipaje era una maletica con un calzoncillo, un par de medias, una camisa, cepillo y pasta dental, y dos libros en francés: La historia de Grecia y La historia de Egipto. Mi indumentaria era un pantalón de corduroy, una camisa de cowboy, medias, calzoncillo, una chaqueta y unos zapatos de alpinista. Compré pan, una salchicha y unas naranjas. Llegué a tiempo. Salimos al atardecer. Yo era el único pasajero, aparte de la tripulación. Me instalé en la proa, al lado de las cadenas y el ancla. Allí improvisé mi camarote. La noche fue cayendo mientras miraba la costa italiana del Adriático. El viento me acariciaba la cara. Pasamos frente a las costas de Yugoslavia y Albania. Al cabo de dos o tres días, nos acercamos a Grecia. Entramos en el canal de Corinto y llegamos al puerto del Pireo. Le pregunté al capitán del barco si podía quedarme en Grecia una semana y continuar el viaje en un buque de la misma compañía y me dijo que sí. Cuando descendí la escalerita, en el muelle me cayeron encima una docena de hombres para cargar la maletica, que era como la que usan los niños para llevar la merienda a la escuela. Tuve que luchar para que no me la arrebataran. Desesperado, solté unas insolencias en español y uno de aquellos hombres respondió: —¡Usted es cubano! Yo era limpiabotas en los portales del teatro Payret, en La Habana. Tuve que darle mi maletica. En la estación del ferrocarril tomé un tren, y en veinte o treinta minutos llegué a Atenas. El cambio del dólar era tan favorable que en Omonia, la plaza más importante, entré en un hotel de buen aspecto. La habitación me costaba treinta y cinco centavos. Un botón del hotel, un muchachito uniformado, cargó mi pequeño equipaje. La plaza estaba llena de hombres conversando, que no hacían nada. Tomaban café oriental, la borra se queda en el fondo. Había limpiabotas como moscas. No vi a ninguna mujer por los alrededores. El Partenón, en el centro de la ciudad, se ve desde todas partes. Está en una meseta, y en las colinas están los teatros y monumentos. Por la mañana me sentaba a leer sobre Grecia en la silla de mármol de Pericles. La cocina de los restaurantes estaba en el portal y se comía en la parte interior del local. Eso facilitaba la selección de la comida. Por señas indicaba a los cocineros que levantaran las tapas de las ollas para seleccionar lo que quería. Viajé por el interior y alquilé una bicicleta. Recorrí varios pueblos. En Micenas visité la tumba de Agamenón. Allí me sorprendió la noche y anduve por caminos oscuros. Llegué a una aldea donde los hombres llevaban pantalones cortos, con medias largas, blancas, zapatos con motas en la punta y un gorro en la cabeza. Pregunté si hablaban francés, inglés o alemán y simplemente se sonrieron. Dibujé un plato con comida y entendieron. Un muchachito me llevó a una fonda. Luego dibujé una cama y alguien me condujo a un hotelito. Anduve en bicicleta dos o tres días. Regresé a Atenas, y en el puerto encontré el barco en el muelle. Me instalé en la proa nuevamente. Salimos al anochecer, y al día siguiente llegamos a una isla que surgía del mar como una montaña. Las casas y los molinos eran blancos como papel. El paisaje parecía un dibujo de niños. Estuvimos en Paros y Leros, y otras islas de las que no recuerdo los nombres, hasta llegar a Rodas, cerca de las costas de Turquía. En Paros subieron a bordo varias mujeres que se instalaron alrededor mío, en la proa. Eran prostitutas que iban de una isla a otra donde había campamentos de soldados. Todas subían con melones, higos, uvas y naranjas que compartieron conmigo. Una campesina trajo un pedazo de carne cruda y se la comió delante de mí. Retraté a mis compañeras de viaje. Una de ellas viajaba con su hijita de unos siete años. En Rodas decidí quedarme una semana para esperar el próximo barco y conseguir la visa. Era la última oportunidad de conseguirla. En el barco conocí a un pintor de California, que subió en Leros. Fuimos a parar al mismo hotel, frente al mar. Le dije: «Creo que no quieren aceptarme en el Egipto porque mi aspecto los asusta. Mi ropa, mi pelo largo y mis zapatos de alpinista los espanta. Présteme su ropa y tal vez tenga más suerte». —Claro —dijo el americano. Fui a la barbería y me corté el pelo y con la ropa del pintor fui al consulado. El cónsul me recibió bien. Le dije que quería visitar el Egipto, un par de semanas, y él me respondió: «Le daré una visa de un mes. ¿Le parece bien?». Caminando por el barrio viejo de la isla, se abrió una puerta y una mujer gritó: —¡Muchacho, te vas a caer! Me asombró oír hablar español. Descubrí que todos en ese barrio hablaban mi idioma. Era un español antiguo, de siglos atrás, con palabras que no entendía. En un café conocí a una joven que me dijo: —Ese es el barrio de los judíos sefarditas. —Vi lindas mujeres, con ojos hermosos —le dije. —Lo llevaré a una casa de familia judía, pero tiene que decir que usted es un judío de Cuba, pues los viejos son conservadores y no aceptan a nadie que no sea judío —dijo. Me hice judío. Conocí a varias familias y por la mañana iba a la playa con las chicas. Recorrí la isla entera en bicicleta. Comí higos arrancados de las matas. A la semana, llegó mi barco. El barco salió al anochecer y poco después empezó una fuerte tormenta. Nos metieron en el comedor. Los marineros andaban amarrados para no caerse al agua. Los pasajeros íbamos en el suelo y rodábamos de un lado a otro; de pronto rodábamos hacia la proa y seguidamente hacia la popa. Una campesina italiana asustada y llorosa, decía: —¿Por qué salió el barco si había mal tiempo? La campesina rezaba entre llantos. El marinero le respondió: —El barco debe siempre andar, signora. Llegamos en la madrugada a Alejandría. En la oscuridad, los egipcios parecían fantasmas con sus batas blancas. Por la mañana salí a la calle. Nunca había visto tanta pobreza. La gente se sentaba en la calle, al lado de la línea del tranvía o entre automóviles que circulaban. Los limosneros estaban por todas partes, también los ciegos. Las moscas se posaban en los ojos de los ciegos y parecía no molestarlos. Tomé un tren hacia El Cairo. Pasé por aldeas. Vi negros africanos desnudos, a la orilla del río, con diseños en la cara. Con las uñas me quitaba la arena del rostro. A la mañana siguiente fui a Gizeh y contemplé las pirámides y la esfinge en el desierto. Vi mujeres egipcias con túnicas largas y ánforas para el agua potable. Subí a la pirámide de Keops, la más alta. Se puede escalar colocando los pies en los huecos que ha hecho el tiempo en cinco mil años. Llegué a la cima, a doscientos cincuenta pies de altura. Las caravanas y los hombres parecían hormigas desde arriba. El problema fue descender. Parecía que la pirámide era vertical, como si uno descendiera de un rascacielos. Me arrepentí de haber subido, pero no me podía quedar arriba. Bajé de espalda al vacío, mirando sólo el próximo paso. En camello, hice un recorrido por las otras pirámides y los templos. En una calle estrecha de El Cairo, venía una caravana con media docena de camellos cargados con bultos y una mujer sobre la carga del primer camello. Me pegué a una puerta para que pasara la caravana, y de pronto se abrió la puerta y unos brazos de mujer como ganchos me agarraron y me metieron en la casa. La mujer me habló en árabe. Yo traté de zafarme y, para que entendiera, ella se levantó la bata. No tenía nada debajo y me mostró su bosque oscuro debajo del vientre. Caímos al suelo y desesperadamente logré zafarme de la mujer, ponerme de pie, y me escapé. Visité el Museo de El Cairo en dos o tres ocasiones. Al regreso tuve dificultades. La línea de barcos de carga ya no llegaba hasta Alejandría. Tuve la suerte de que en la agencia de viajes el hombre que me atendió era aficionado al radio y se comunicaba con otro aficionado de Cuba. Me dijo cómo regresar con poco dinero a Italia. Un barco me llevó a Bari y del tacón de la bota italiana seguí al norte, pasando por Nápoles, Roma y Florencia hasta llegar a Francia. La guerra en España se complicaba y la Pasionaria conmovía. El trago fuerte Nos encontramos en una fiesta para ayudar a España. Yo acababa de llegar a Nueva York, y aunque había estudiado inglés por mi cuenta en Francia, apenas entendía cuando me hablaban. Bettie era una mujer bonita, trigueña con ojos hermosos y pelo negro. Se vestía con gusto y, aunque no era alta, tenía buena figura. Al viernes siguiente, la invité a comer, pero me pareció buena idea tomar algo en mi apartamento antes de llevarla a El Charro, un restaurante mexicano en mi barrio. Pensé en brindarle algo mejor que cerveza. Yo tenía entonces unos veinte años y no sabía de bebidas. Fui a la tienda de licores y compré ginebra, whiskey, vino tinto y soda para preparar un coctel para que la pusiera a tono. La muchacha llegó puntual, a las siete y media. Preparé en la cocina la bebida, usando todos los licores que compré. Nos sentamos en el sofá con las copas. Llevaba un vestido corto y sus piernas me parecieron espléndidas. Todo parecía perfecto. Ella hablaba con entusiasmo. Hablaba de una película de Paul Muni que había visto recientemente, pero apenas tocaba la bebida. Yo, en cambio, escuchaba y tomaba el segundo coctel, acomodado en los almohadones del sofá. Me dormí. Cuando abrí los ojos por la mañana, ella había desaparecido. Yo estaba acostado con ropa y zapatos. En el pecho tenía un papel que decía: «¿Qué le pasó? Usted se durmió...». Aprendí que la mujer siempre debe de tomar primero. La llamé por teléfono. Me contó, riendo, que me dormí antes de que ella terminara de contar la película de Paul Muni, que me zarandeó, pero fue imposible despertarme. Entonces me invitó a la celebración del cumpleaños de su padre. Vivía en Brooklyn. Me presentó a su familia. Su padre era un viejo buen mozo, de barba corta y gris. Usaba un gorrito en la cabeza como llevan muchos judíos. En la mesa, me sentaron a su derecha, él presidía en la cabecera. Bettie estaba sentada frente a mí y la madre en el otro extremo. A los lados, cinco o seis de la familia. Empezamos con una sopa judía de pescado. El viejo comenzó a hablar y todos le prestaron atención. Cuando hacía una pausa me preguntaba: —Isn’t it? (¿No es cierto?). Yo no entendía nada de lo que hablaba, pero respondía: «Yes». El viejo judío seguía hablando y de vez en cuando volvía a preguntarme: —Isn’t it? Yo le respondía: —Yes, of course (Sí, desde luego). Al cabo de un rato yo había dicho más de diez veces «Sí, desde luego», y pensé que era hora de demostrar que yo tenía mi propia opinión. El viejo continuó hablando, y cuando se detuvo para preguntarme si estaba correcto lo que decía, respondí: «No». El viejo dio un puñetazo en la mesa, se puso de pie, se ajustó los espejuelos y me gritó: —What? (¿Qué?). Asustado, rectifiqué inmediatamente y dije: —Well, yes, of course... (Bueno, sí, desde luego...). El viejo continuó. Nunca supe de qué hablaba. Bettie y yo teníamos otras cosas en la mente. Una noche salimos a caminar por el Village. Después fuimos a mi apartamento. Ella se quitó los zapatos, se tendió en el sofá y dijo: —Dame un whiskey. Y arreglándose la cabellera añadió: —Esta vez no te dormirás. Brooklyn Ovington Studios era un edificio antiguo en Fulton Street, al lado de una iglesia protestante del siglo pasado. Estaba a la entrada del puente de Brooklyn, hacia Manhattan. Mr. Shaw, el propietario, un viejo alto y delgado, era dueño de muchos apartamentos, y ese edificio, frente al parque, lo había convertido en estudios para los artistas. Los estudios no estaban hechos para vivir, pero allí vivían pintores y escultores. Nuestro estudio, en el último piso, tenía un techo de cristal y ventanas al fondo que daban hacia Borough Hall, el Ayuntamiento, la Oficina Central del Correo y el viejo periódico The Brooklyn Eagle. No lejos estaba la terraza alta frente a los muelles, donde la gente paseaba de noche o se sentaba en los bancos con la vista hacia Nueva York, la bahía, el río Harlem y la estatua de la Libertad. El ascensor funcionaba hasta las seis de la tarde y a las ocho cerraban la puerta de la calle. Los amigos que nos visitaban después de esa hora llamaban por teléfono para que tiráramos la llave por el balcón de la escalera de escape. El ascensorista, era un viejito pequeño, negro, de Antigua, una isla del Caribe. Tom vestía un uniforme azul con gorra de capitán de barco y fumaba una pipa que usaba con su mano lisiada por la artritis. Vivíamos en el sexto piso. El baño de las mujeres estaba un piso más abajo, y el de los hombres en el cuarto piso. En el baño, me encontraba frecuentemente a Mr. Lawson, un veterano de la Primera Guerra Mundial que vivía de una pensión porque fue víctima de los gases asfixiantes en Francia. Durante siete u ocho años nos encontrábamos en el baño y nos rasurábamos en el mismo espejo largo, y el lavabo que parecía un fregadero. Hablaba conmigo usando gestos porque pensaba que yo no entendía. Me hablaba despacio y alto como si yo fuera sordo. Para decirme que iba a llover señalaba el cielo por la ventana, levantaba los brazos, y moviendo todos los dedos, simulando la lluvia, decía: «Today rain» (Hoy llover). A veces me preguntaba si en Cuba hacía mucho calor. Decía: «Cuba hot?» (¿Cuba calor?). Y si quería anunciar que tendríamos frío se encogía los hombros y cruzaba los brazos diciendo: «Today cold» (Hoy frío). Yo, por mi parte le contestaba normal: «Yes, today it is going to be cold» (Sí, hoy hará frío). Pero él continuaba hablándome como si yo fuera un indio americano de las películas, que no entendía inglés. En el cuarto piso vivía Henrich, un escultor alemán. Tenía el pelo plateado, era de baja estatura y usaba lentes de cristales gruesos. Hablaba suave y era amable. Su esposa, alemana, una mujer alta y delgada, estaba mal de la cabeza. A veces se metía en el baño de los hombres, que estaba al lado de su estudio, y teníamos que taparnos con la toalla. Ilse bañaba a las niñas en el fregadero de la cocina. No teníamos refrigerador. Usábamos un bloque de hielo para enfriar la nevera. Un hombre traía el hielo por la mañana, menos el domingo. A veces, si no estábamos en la casa, el hielo se derretía en la puerta y el agua corría por el pasillo hasta el ascensor. También en el invierno usábamos el borde exterior de las ventanas para mantener fría la Coca-Cola, la cerveza, la leche y la mantequilla. El edificio era tranquilo y solitario por la noche. Un pintor ruso vivía en el tercer piso, un hombre callado que no se mezclaba con nadie. A veces lo veía en el ascensor cuando bajaba al bar que estaba en los bajos. Un día nos enteramos por la prensa que lo habían detenido por transmitir mensajes a Moscú por las noches. Fue condenado por espionaje y años más tarde, cuando en la Unión Soviética derribaron el avión espía U-2, que guiaba un piloto llamado Francis Gary Powers, el ruso Rudolf Tvanovich, Abel, nuestro vecino, fue cambiado por el americano Power. Cuando Celia Sánchez visitó por primera vez Nueva York, vivía al doblar de mi casa. Por las ventanas nos comunicábamos. Por la noche se reunía con mis hermanas y mi madre, que estaban cuidando a la niña, porque Ilse, mi compañera, estaba en Alemania. La charla era en la cocina y yo, inevitablemente, escuchaba la conversación mientras trabajaba en los muñequitos. En las conversaciones me enteraba de la gente que murió en Manzanillo, Media Luna y Pilón; me enteraba de los que se murieron, los que se casaron, de los novios que pelearon y las personas que fueron operadas. De esas conversaciones en la cocina, recuerdo que una de mis hermanas dijo: «¿Se imaginan lo que es ver a un hombre en calzoncillos?». Entendí que ver a un hombre en calzoncillos era matar las ilusiones. Celia contó que ella y sus hermanas hacían muchas maldades en Media Luna para divertirse y entretenerse. En una ocasión, le mandó una jaula a doña Pepilla, la suegra de mi tío Candito, con un papel que decía: «Ahí te mando esos pollos para un buen fricasé». Cuando doña Pepilla fue a ver los «pollos» en la jaula, eran auras. Todas se rieron. Por Fulton Street, mi calle, pasaron muchos cubanos y gente de nuestra América. Recuerdo a Raúl Roa, que vino a verme por la noche, el mismo día que regresé de Francia, como si yo fuera Paul, el soldado de Sin novedad en el frente, pero del lado de acá, el de los aliados. Y la Noche Buena con Carlos Rafael Rodríguez oyendo las canciones spirituals cantadas por Paul Robeson. También a O’Hara, un verdadero sacerdote del socialismo, amable y suave, que siempre venía con un regalo, aunque era pobre. Comía con nosotros una vez a la semana. Su vida era un misterio. Nunca supimos dónde vivía. Recuerdo el almuerzo con Nicolás Guillén y Rómulo Lachatañeré, que conocía mucho de santería y las religiones negras. Pasaron por allí Juan Marinello y Pepilla, su compañera; el mexicano Andrés Iduarte, con Graciela. También nos visitaba con frecuencia Juan de la Cabada. Juan trabajaba en el consulado de México en Wall Street y venía a dormir la siesta a mi casa. Decía que se aburría en la oficina. Con su pelo cenizo, revuelto por toda la cabeza y la frente, nos hacía sus cuentos y se le iluminaba su cara achinada oyendo lo que le contaba de la guerra, y decía: «Eso está bueno, qué bien». Un día le dije a Ilse: «Vamos a celebrar mi regreso con un buen arroz con pollo. Invitaremos a Juan David, a Graciela, su mujer, a Mario Carreño, a Sicre y los amigos del Village. En total doce personas». Ilse respondió: «Está bien, pero no hay arroz en ninguna parte, ni pollo tampoco». «No te preocupes —dije—, yo conozco al cocinero del restaurante El Faro, en Greenwich Village. Conozco al gallego Manolo. Le pediré que cocine un arroz con pollo para quince personas». Fui a ver al cocinero el día de la comida y le expliqué. Manolo respondió: «Hombre, claro. Ven a las seis». A las seis llegué al restaurante, no lejos de la calle 14, cerca de los muelles. Me llevó a la cocina en el sótano y me mostró la cazuela grande de barro, llena de arroz con pollo, con los muslos saliendo entre el rojo de los pimientos y el arroz. —¿Tienes auto? —preguntó. —No. —¿Cómo vas a llevarlo? —En un taxi. —Ojalá que lo encuentres. No van a Brooklyn. Manolo envolvió la cazuela en periódicos y me dio varios Daily News, un diario de noventa o cien páginas. Me puse los periódicos en la cabeza y encima la cazuela. En la esquina paré varios taxis, y al mencionar a Brooklyn siguieron de largo. Entonces caminé hasta el subway, unas cinco o seis cuadras. El calor de la cazuela ya llegaba a mi cabeza, pasando las páginas del Daily News. El subway iba lleno, era la hora pico, la peor hora. Yo no sabía que el olor del arroz con pollo era tan fuerte. Me encontraba en la calle 14 y aquel olor en el túnel tiene que haberse sentido en la calle 42, en Times Square. Toda aquella gente que regresaba del trabajo con hambre, se pusieron como perros hambrientos que huelen comida. Con una mano agarraba la cazuela en la cabeza y con la otra me sostenía en la barra. Todos buscaban con la vista de dónde venía el olor. Yo no sabía que desde la calle 14 hasta Fulton Street, en Brooklyn, era tan lejos, normalmente era un salto, pero me pareció que no llegaba nunca y que el subway se demoraba demasiado en las paradas. Mi cabeza estaba encendida por la cazuela caliente. Al fin llegué a Clark Street, mi estación. Caminé hasta mi casa y subí la escalera y puse la cazuela sobre la hornilla. Me pasé la mano por la cabeza para asegurarme de que no me había quemado el pelo. Minutos más tarde, empezaron a llegar los invitados. Al ver la cazuela con el arroz con pollo exclamaron: «¡Qué maravilla! No sabíamos que cocinaras así. ¡Eres realmente un cocinero! Hubiera sido una lástima que no hubieras vuelto de la guerra. Se hubiera perdido un gran cocinero». En las noches calurosas, en el verano, sacábamos el colchón a la escalera de escape, y dormíamos en el balcón de hierro del sexto piso. Nadie podía vemos, pero nosotros desde la almohada podíamos ver la calle y el tránsito. Una tarde, entró en el ascensor un marinero y dijo: «The last floor, please» (El último piso, por favor). Caminó hacia la escalera de escape, donde dormíamos a veces en el verano, y se lanzó a la calle. Un día me enteré que en el bar de al lado tenían un televisor, donde se podía ver un juego de pelota que se jugaba en Polo Grounds, dijo alguien en el ascensor. Fui al bar enseguida. Las imágenes se veían borrosas. La gente en el bar, tomando tragos de whiskey y cerveza, comentaban la última maravilla. Luego leí en el New York Times un comentario sobre el beisbol y la televisión. Decía el cronista deportivo que el beisbol en la televisión no tenía futuro, que no era lo mismo mirar un juego de pelota en una pantallita que verlo en el estadio, que la pelota tenía que verse con el entusiasmo del público y con un hot-dog en la mano. Ilse llevaba a las niñas al parque para jugar y coger sol. Decían los médicos que en Nueva York había que salir de la casa y coger sol. Una señora le señaló a Ilse que Nené, la más pequeña, estaba chupando un caramelo que se había caído al suelo. Ilse le dijo: «No se preocupe. Ella se come las colillas de cigarros que encuentra». Las madres que llevaban a sus hijos al parque se conocían. Ilse era amiga de Mildred, con quien hablaba largo rato sentadas en un banco. Mildred era psicóloga. Usaba unos lentes de armadura danesa negra, y fumaba un cigarro tras otro, que no se quitaba de los labios. Ilse notó que Harold, el hijo de Mildred, de unos tres o cuatro años, caminaba cojo. «¿Qué le pasa al niño que camina cojeando?» —preguntó Ilse. La madre respondió: «No sé, está así desde esta mañana. He examinado sus pies y no tiene nada». Durante tres o cuatro días Harold no corría, estaba tranquilo, prefería jugar sentado. Mildred dijo: «Creo que lo de Harold es psicológico. Empezó a cojear el mismo día que empecé a cuidar a mi sobrinita, hija de mi hermana, que está en el hospital. Harold está celoso y cojea para que yo le tenga lástima y le preste atención. Allí está mi sobrinita, es monísima». Uno o dos días después, Harold corría como un loco por todo el parque. Ilse comentó: «Harold está bien, Mire como corre y salta. ¿Se le pasaron los celos?». «Oh —dijo la madre del niño—, descubrí que en un zapato tenía una media sucia». Una tarde tocaron en la puerta. Un hombre grueso y calvo dijo: «¿Usted es el pintor? Déjeme ver lo que hace». Miró lo que estaba en la pared y se presentó: «Soy el Dr. Goldstein, dentista. Tengo una proposición: Le saco todos los dientes y le pongo una dentadura completamente nueva a cambio de uno de sus cuadros». Le respondí que mis dientes estaban buenos y que le agradecía la proposición. Mi hermana Inés vivía con nosotros. Tenía dieciséis años y estudiaba de noche en el Brooklyn College. Ilse era maestra, enseñaba fotografía. Dejó la escuela cuando nació Annie. Quiso tener un trabajo que pudiera realizar en la casa y pensó en hacer letras para los muñequitos. Decidió aprender a la manera alemana. Fue a la biblioteca de la calle 42 y estudió la historia de la escritura. Leyó sobre los persas, los egipcios, los caldeos, la escritura cuneiforme, y de la Edad Media, para hacer las letras de «Popeye» y «Pancho y Ramona» y «Créalo o no lo crea». Ilse me escribió a Francia y me dijo: «Aprende a hacer letras en tus ratos libres, que eso es lo que haremos para ganarnos la vida». Yo miré los muñequitos en un periódico y dije: «No necesito entrenamiento». Ella hizo siempre mejores letras que yo. Se pasó dos meses haciendo palitos verticales y palitos horizontales. Fue a fondo. Cerca de nuestra casa, al doblar de Henry Street, estaba la barbería de Nicolás, un cubano. Hacía cerca de veinte años que estaba en Nueva York, pero parecía que acababa de llegar de Jesús del Monte, donde había sido barbero. Mi tío Emilio, que extrañamente era más joven que yo, pasó por Brooklyn en viaje a Inglaterra con una beca para especializarse en ingeniería hidráulica, una beca que le dio la embajada inglesa en La Habana. Me dijo que quería pelarse para llegar bien a Londres. Le dije que fuera a la barbería de Nicolás. Más tarde, cuando regresó pelado le dije al verlo: «Voy a cortarme el pelo también». Al entrar en la barbería dijo Nicolás: «Oye, acaba de estar aquí tu tío. Lo vi sentado ahí, esperando. Mongo estaba ocupado pelando a un cliente. Me dije: Ese tipo es puertorriqueño. Seguro que es un bongosero de los que abundan por aquí. Bueno, cuando aquel muchacho se sentó en mi sillón, y comenzó a hablar, me di cuenta que no era un bongosero o tocador de maracas..., era nada menos que un señor ingeniero, y sé lo que digo porque yo pelaba a un profesor de la Universidad, y conozco... Aquel muchacho flaquito, que podía ser también un cobrador de guagua en La Habana, era cerebro nada más... Así como lo oyes: cerebro nada más». Me puso el paño y empezó a cortarme el pelo. Ilse pasó por la acera con la niña en el cochecito y me vio por la ventana grande de la barbería. Entró y me dijo: «Dejé unos garbanzos en el fogón. Apágalo cuando regreses, no se te olvide». Seguidamente volvió a la acera donde estaba Nené en el cochecito, y siguió su camino. Entonces Nicolás, con el peine y las tijeras en las manos, dijo: —Ven acá... ¿Esa es tu mujer? —Sí. —¿Dónde la levantaste? Le dije que la conocí en La Habana, en San Alejandro, la escuela de pintura, y que era alemana, hija del embajador de Alemania en Cuba. —Ah, ya veo. Saliste bien. Y dirigiéndose a Mongo añadió: —¿Viste a la rubia esa? Es la mujer de este. Sí señor... Mi suicidio Una tarde llegó a la galería una mujer alta, delgada, de pelo corto y rojizo. Sus ojos, de color claro, parecían agua de un manantial. Dijo en español, con marcado acento inglés, que deseaba ver unos grabados. Me ocupaba yo de atender la pequeña galería del Taller de Gráfica Popular y recibía una comisión por las ventas, mi única entrada en México. A veces se vendían algunos grabados; otras veces no se vendía nada en una semana. Los clientes eran casi todos norteamericanos de Nueva York, Los Ángeles y San Francisco, interesados en la pintura mexicana. Era el comienzo del año 40, cuando los murales mexicanos habían hecho gran impacto en los Estados Unidos, y los nombres de Diego Rivera, Orozco y Siqueiros llegaban de un extremo al otro en el continente. La inglesa miró las litografías mientras yo invocaba a los santos para que comprara uno o dos grabados y resolver la comida de esa noche, que era un problema diario. No compró nada, pero dijo: —Usted no me parece mexicano. —Soy de Cuba. —Cuba... Allí cuento con varios amigos. —Y mirando el reloj agregó: —tenemos mucho de que hablar. Ahora tengo una cita a las seis, pero, ¿qué le parece si cenamos juntos esta noche? Le dije que me agradaría, pero que no tenía dinero para invitarla. —Eso no importa, respondió ella, vendré a recogerlo a las siete y media... Y añadió al salir por la puerta: —Me llamo Nancy Cunard. ¿Nancy Cunard? Su nombre era conocido. Se había hecho famosa cuando el célebre caso de «los muchachos de Scottsboro». Sus cartas al más joven de los negros condenados a muerte — tenía dieciséis años— se publicaron en la prensa mundial. La ejecución, en la silla eléctrica, se había suspendido varias veces por las protestas y manifestaciones en todo el mundo: Berlín, París, Londres, Nueva York, Moscú, Buenos Aires, La Habana... Alguna gente fue muerta por la policía en los países donde había represión, y muchos manifestantes fueron golpeados y encarcelados. Los nueve muchachos estaban acusados de violar a dos prostitutas que viajaban en un tren de carga. En el juicio, con un jurado compuesto por blancos del sur, fueron sentenciados a muerte. También Nancy Cunard —de la familia dueña de la empresa de barcos de la Cunard Lines— era conocida como poetisa y como mujer excéntrica, que escandalizaba a la alta sociedad de Londres por su simpatía por los negros, las causas progresistas y sus artículos en defensa de la República Española, durante la guerra que desataron los fascistas. Nancy Cunard llegó a las siete y media, la hora de la cita. Me entregó su portamonedas como la cosa más natural. Salimos del taller y pregunté: —¿Tomamos un taxi? —Claro. Ella le dijo al chofer que nos llevara al Hotel Reforma. Todos los días yo pasaba por la acera del Hotel Reforma cuando vivía cerca de «el caballito», pero nunca había entrado. Era un hotel de lujo y en la entrada se paraban a conversar algunas estrellas del cine mexicano: Arturo de Córdoba, Jorge Negrete, el Indio Fernández y otros. Nos sentamos en un extremo de la cantina y un cantinero nos trajo algo de tomar. Nancy habló de la guerra de España. También habló de París y Londres. En la barra conversaban varios refugiados españoles. Le señalé que eran poetas y escritores andaluces, algunos de ellos contemporáneos y amigos de García Lorca en Granada. Ella sugirió que los invitáramos a nuestra mesa y se reunieron con nosotros. Los tragos, unos tras otros, fueron servidos por un camarero español que había peleado en Madrid. Nancy invitó a todos a comer en Los Mariachis, un restaurante famoso y elegante. Invitó también al camarero, el soldado de Líster. Yo me encargué de pagar las cuentas y de repartir generosas propinas. En tres taxis fuimos al restaurante. La comida fue un banquete mexicano con abundantes bebidas y música. Los músicos, vestidos de charros, tocaban todo el tiempo para nosotros. Estaban encantados con mis propinas y no se alejaban. A las tres de la madrugada, terminó la fiesta. En un taxi llevé a Nancy a su hotel. A las seis de la mañana salía para Inglaterra. Le entregué su portamonedas al despedimos y me encaminé hacia mi casa en la parte vieja de la ciudad. Hacía frío y las aceras estaban llenas de gente que dormía en el suelo, tapados con periódicos, trapos y sarapes. Dormí toda la mañana. Al despertar tuve deseos de tomar una taza de café y comer pan. Registré mis bolsillos, registré por segunda vez mi pantalón y mi saco a ver si tenía algunas monedas de los cambios de la noche anterior, pero no encontré nada. No tenía un centavo. Me metí en la cama otra vez y, mirando el cielo raso, pensé en el bar del Hotel Reforma y la comida en Los Mariachis. Ahora no tenía dinero para tomar café. Sentí no haberme quedado con un billete de la cartera de la inglesa. No le hubiera importado nada, ni lo hubiera notado. Yo había llegado a México con cinco dólares y unas veinte cartas de recomendación. A pesar de las promesas, no pude conseguir ningún empleo. Logré colaborar en una revista haciendo ilustraciones, pero para cobrar tenía que perseguir al pagador varias semanas. Conseguí trabajo en un periódico para hacer una caricatura política diaria, pero falté tres días cuando me detuvieron en la cárcel de El Pocito, en las afueras de México, al día siguiente del primer atentado a Trotski. Deprimido por la falta de dinero y mi incapacidad de ganarlo, y no tener unos pesos en el bolsillo para invitar a una mujer a salir conmigo, decidí que no valía la pena vivir. Me consideré un fracasado. A los veintitrés años no tenía ni para tomar el desayuno. Medité sobre la mejor manera de matarse sin sufrir mucho. Un tiro en la cabeza o en el corazón estaba eliminado. No tenía revólver ni dinero para comprarlo. Pensé que podía ahorcarme. No era difícil conseguir una soga o algo para colgarse, pero la idea de que me encontraran colgado en el cuarto, enseñando la lengua, no me pareció bien; me pareció un espectáculo desagradable. Podría enterrarme un cuchillo, eso sí, o cortarme las venas con una navajita de afeitar, pero la sangre siempre me ha impresionado porque siempre he sido hipocondríaco. Entonces se me ocurrió andar hacia Acapulco y morir en el camino. La idea me gustó, pero me acordé de los coyotes, en un viaje que hice de noche al Pacífico, y recordé los ojos de los coyotes, que brillaban como focos de automóviles. Paraban los pelos. No me gustó ser devorado por los coyotes. De repente pensé en los presos políticos que han muerto en huelga de hambre o han estado al borde de la muerte al cabo de dos semanas. Decidí quedarme acostado y esperar la muerte sin un balazo, sin sangre, ni con la lengua afuera, ni devorado por los coyotes. Me quedé leyendo Mis Universidades, de Máximo Gorki. Podía apreciar su pobreza y sus andanzas de vagabundo en Rusia. Por la tarde, dormí la siesta y después continué con Gorki. La mañana siguiente pasó rápida. La tarde lenta, larga y la noche interminable. Cuando se espera la muerte sin estar enfermo y uno es joven y saludable, la muerte toma su tiempo, se demora, parece que no llega nunca. Al tercer día empecé a aburrirme. Ya había terminado de leer a Gorki, y me entretuve en mirar las manchas de humedad en el cielo raso, donde me pareció ver un mapa de Europa y los ríos en las grietas. Reconocí el Sena, el Rin, el Danubio, el Volga y hasta el Neva, en Leningrado. Alguien tocó en la puerta a las diez de la noche. Abrí y regresé a la cama. Era Pablo O’Higgins, el pintor, con su indumentaria de siempre: pantalón de corduroy, camisa roja de cuadros, como un vaquero del oeste, chaleco, cinturón ancho con clavos, hebilla grande, sombrero negro que nunca se quitaba y zapatos gruesos de trabajador. Resplandeciente dijo: —Mano, he venido a invitarte a comer. Acabo de vender una litografía en treinta pesos. Mira. Sacó de los bolsillos del pantalón unos cuantos pesos en plata y los barajó como hacen los jugadores con las cartas. —No tengo hambre —dije. —Vamos, anímate. Iremos al chino y comeremos huevos rancheros con bolillos y cerveza. Volví a decirle que no tenía hambre y que le agradecía la invitación. Pensé, un poco molesto: «Pablo está interfiriendo en mi suicidio después de tres días de esfuerzo». Insistió: —Mano, comeremos huevos rancheros. Vamos ándale. A pesar de mi determinación de matarme, empecé a ver los huevos fritos con salsa picante, como soles pintados por Van Gogh: dos soles grandes, anaranjados, con la clara blanca alrededor. Realmente era para ponerse furioso, venir a arruinar mi suicidio, aunque él no lo sabía. No pude aguantar más y me dije: «Me suicidaré otro día, siempre hay tiempo para matarse». Nos fuimos al restaurante de los chinos. Tres o cuatro años más tarde, durante la guerra en Europa, encontré a Nancy Cunard en Francia. Ella era corresponsal de un periódico en Londres y yo soldado voluntario en el ejército norteamericano. La invité a tomar vino blanco en un café y recordamos el encuentro en México. Esta vez pagué la cuenta con mi dinero. El candidato presidencial Caminaba yo por la calle Belisario Domínguez, cerca del Zócalo, en México, en dirección al Taller de Gráfica Popular, el taller de grabados. La puerta de una cantina se abrió, una puerta parecida a la de los bares de las películas norteamericanas del Oeste, que se abren y se cierran y se ven las piernas de los que entran y salen. De repente salió un indio alto, prieto, y tropezó conmigo. El hombre me agarró por el pecho, me levantó hasta poner mi cabeza a la altura de la suya y dejarme los pies en el aire. Dijo en tono de borracho: —¿Quién es tu hombre? Yo sabía que hablaba del candidato presidencial, y como era peligroso estar en el bando contrario del que me tenía suspendido por el pecho, contesté: —¿Quién va a ser? Pues el hombre que va a ganar mañana. El borracho me zarandeó fuerte y preguntó molesto: —Pero, ¿quién es, hijo de la chingada? Quise ampliar mi respuesta sin comprometerme, y dije: —¿Qué pregunta, amigo? Ganará el más popular, el indiscutible, el hombre que va a salvar a México. —Pero, ¿quién es, hijo de la chingada? —y me zarandeó con violencia nuevamente. Mis pies estaban en el aire. Comprendí que había que arriesgarse y escoger a uno de los candidatos. Yo tenía la impresión de que Almazán era el más popular en la ciudad de México, al menos en los periódicos, y decidí mencionar a Almazán, pero en un tono que pudiera rectificar tan pronto viera la reacción del que me apretaba el cuello y me sostenía en el aire. Dije: —Almazán... —dispuesto a decir, será el triunfador o será derrotado, según viera el rostro del hombre grande y prieto. Al mencionar el nombre de Almazán, el hombre me soltó y caí en la acera. Me recogió con un abrazo, y me entró en la cantina y gritó: —¡Viva México, hijo de la chingada! Y al camarero detrás de la barra le gritó: —¡Dos tequilazos para dos machos! Sirvieron los tequilas y el hombre dijo: —Me lleva la chingada, tengo que orinar. Enseguida vuelvo. No se me vaya usted, señor. Hijo... Tan pronto el hombre fue al baño yo desaparecí de la cantina y continué mi camino hacia el taller de grabados. Los muchachos del taller me esperaban para ir al campo a dibujar un par de días porque era mejor alejarse de la ciudad. Pregunté: —¿No van a votar? —Votarán por nosotros, mano. Pollo asado Me registré los bolsillos para ver cuánto dinero tenía. Me alcanzaba sólo para «el camión» y una taza de café. En el café entró Shirley, una «americana» que yo conocía ligeramente; la había visto en una fiesta de cumpleaños. Se sentó en mi mesa. La que celebraba el cumpleaños era una muchacha judía, atractiva, que había trabajado en el cine, en Hollywood, hasta que en un accidente automovilístico perdió un ojo. Ahora usaba un parche negro en el ojo izquierdo. Seguía siendo una linda mujer. Shirley pidió un Seven-Up. Comentó que en México se tomaba un café mezclado con garbanzo. Me dijo que su apartamento estaba en los altos y que subiera para que tomara una taza de té. Subimos. Ella entró a la cocina y yo me senté en el sofá de la sala. Al poco rato, vino con galleticas, queso y té. Conversamos. Me dijo que enseñaba inglés en una escuela en la ciudad de México. Era de Nueva York. Miré el reloj y dije que tenía que marcharme. Me preguntó dónde vivía y le mencioné la Colonia Roma. —¿La Colonia Roma? Eso es lejos. Ya no hay camiones en esa dirección. No puede ir a pie, hay muchos asaltos. Le expliqué que no me preocupaba porque yo no tenía un centavo. —Peor todavía. Los asaltantes se ponen furiosos cuando las personas que asaltan no tienen nada. Piensan que se han arriesgado inútilmente. Recordé que por la mañana había visto en un periódico la fotografía de un policía descalzo, en calzoncillos, que lo asaltaron y le quitaron los zapatos, el uniforme y el revólver. —Mejor se queda aquí, porque es muy peligroso que usted ande a estas horas por las calles. Acepté quedarme. Ella recogió las tazas y los platos y los llevó a la cocina. Yo empecé a acomodarme en el sofá y me dijo: —¿Qué hace? —Nada, dormiré aquí. —Oh, no. Puede dormir conmigo. Nos acomodamos en su cama y fue natural que se pegara a mí, que nos abrazáramos, nos besáramos y lo demás, como si lo hubiéramos hecho siempre. Por la mañana, muy temprano, fui a la cocina porque tenía hambre. Al abrir el refrigerador vi un pollo asado, un pollo grande, dorado, completo, con los muslos parados. Me vino a la mente Ringo, mi compatriota, un pintor. Ringo era un hombre tímido, que estaba tan pobre como yo, pero yo diría que peor, porque se pasaba la mayor parte del tiempo mirando el techo, como si esperara que le cayera algo del cielo. Ocasionalmente, era invitado por un alma generosa y gracias a eso estaba vivo. Yo pasaba trabajo, pero era más sociable que él y lograba, en medio del hambre, viajes a Taxco, Acapulco o Cuernavaca, y comía. Se me ocurrió, de pronto, llevarme el pollo asado y presentárselo a Ringo. Busqué pan en la cocina. No aparecía por ninguna parte. Hacía falta pan para comerlo con el pollo. Lo encontré. El pan y el pollo entero los puse en un cartucho. Fui a la habitación; Shirley dormía. Me vestí, le di un beso y le dije: «Me tengo que ir, honey. Nos veremos pronto». Caminé unas cuatro o cinco cuadras hasta la casa de Ringo. Subí hasta la azotea donde él tenía su cuarto. Toqué. Ringo abrió y se echó de nuevo en la cama. Frente a la cama estaba una mesita redonda con tubos de colores y pinceles. Aparté los colores para hacer espacio. —¿Qué haces? —preguntó Ringo. —Estoy haciendo espacio para lo que te traigo aquí. Puse el paquete en la mesa. —¿Qué traes? —Ya verás. Cuando Ringo vio el pollo yo creí que le iba a dar algo. Creo que hacía años que no veía a un pollo «americano». —¿Cómo has conseguido eso? —No te preocupes. Tú no sabes lo que tuve que hacer para conseguirlo. Dejé a Ringo en México, yo me trasladé a Nueva York. Vino la Segunda Guerra Mundial. Fui soldado en Francia y en Bélgica. Siguieron pasando los años. Vino la Revolución Cubana y vine a La Habana. Ringo trabajaba en el museo de Bellas Artes. Allá fui a verlo. En la puerta una muchacha me preguntó qué deseaba. —Deseo ver al compañero Ringo. Y le dije mi nombre. La muchacha caminó en línea recta hasta la oficina principal, pasando delante de media docena de escritorios donde unas muchachas escribían en máquina. Poco después la joven regresó con una sonrisa y me dijo que la siguiera. Las muchachas que escribían en máquina se sonreían cuando yo pasaba. Cuchicheaban entre ellas. Oí que decían en voz baja: «Ese es el hombre del pollo», y al llegar frente a Ringo le dije: —Oye, ¿tú le has dicho algo a las muchachas sobre el pollo? —Claro que sí. Lo sabe toda Cuba. Y también cómo lo conseguiste. Alberto Alberto era buena persona y buen amigo. Dedicó todas sus energías a la lucha por causas justas en Cuba y en Nueva York. Ayudó a mucha gente. Era original. Tenía sus nombres para las cosas y también para las personas. Al frío le llamaba «fricandó», al abrigo «el animal»; a Juan Marinello lo llamaba «Juanillo», cuando se refería a él; a Lenin lo llamaba «el viejuco». Era un trabajador incansable. Al llegar yo a Nueva York me dijo: «Has llegado a tiempo. Van a publicar un diario en español para defender a España. Es necesario que se diga la verdad y necesitan un dibujante». Así comencé a trabajar en el periódico La Voz de Nueva York. Yo tenía que hacer una caricatura diaria, un comentario contra el fascismo y entregar el dibujo antes de las doce del día. A veces era fácil, pero otras no se me ocurría nada. Alberto era el jefe de redacción del periódico y su escritorio estaba cerca del mío. Desesperado le pedía ayuda y enseguida me daba dos o tres ideas. En algunas ocasiones tampoco se le ocurría algo y me decía: «Dibújame a Franco hablando con Mussolini, después veremos, tenemos hasta las cinco de la tarde para escribir el chiste». Al cabo de dos o tres meses, nuestras caricaturas eran reproducidas en Argentina, Venezuela, México, Cuba y en un diario húngaro antifascista de Nueva York. Alberto fue el primer amigo que encontré en Nueva York. Una noche fui a su casa y Sonia, la esposa, me dijo: «Desde que usted llegó de Francia, Alberto viene a la casa a las tres de la mañana. Me dice que anda con usted. Eso tiene que terminar». Le contesté que nunca había estado en un bar con Alberto y que yo tomaba cerveza ocasionalmente. Poco después encontré a Antonio Gattorno en el Village. Me pidió que lo ayudara a pintar un mural en la barra Bacardí, en un piso altísimo del Empire State, en la Quinta Avenida. Antonio pintó allí sus guajiros. Se inauguró el bar con una gran celebración. Se podía tomar todo lo que uno quisiera. Alberto, que no necesitaba mucho, enseguida se animó. Y de pronto, en medio del salón, gritó: «Señores, esta fiesta necesita más alegría, pero antes de continuar hablando, necesito orinar aquí mismo». Yo me espanté y quise llevarlo al baño pero no pude, Alberto era grande y grueso. Logré conducirlo al ascensor y bajamos. En la acera noté que yo había olvidado mi sombrero nuevo, un sombrero tirolés, medio verdoso, con una plumita. Me había costado veinte dólares, que era dinero en aquella época. Le dije que me esperara, que iba a buscar mi sombrero, que había comprado esa misma mañana con el dinero que me pagó Gattorno. Alberto se puso furioso y me insultó. Dijo que yo era un burgués, un reaccionario. Perdí el sombrero. Alberto me invitaba a comer los viernes. Vivía en la calle 15 cerca del barrio judío. En la mesa del comedor tenía un garrafón de vino tinto de California, para empezar. Casi siempre encontraba allí invitados cubanos y extranjeros. Mike Gold, el autor de Judíos sin dinero, venía con Elizabeth, su mujer, una francesa. Eran vecinos. Mike escribía una crónica diaria en el Daily Worker. Hablaba bastante español. Había estado en México y en Cayo Hueso. Decía que Norteamérica era Roma y el sur Grecia. A las doce de la noche, Sonia iba a la cocina y empezaba a cocinar. La comida siempre era la misma: frijoles negros, arroz blanco y carne de puerco. Hablando de comida, Alberto decía que la comida «americana» era basura. «Comer una lasca de jamón con lechuga y tomate, y pan blanco de molde, no era para un hombre». Conocí a Alberto en un mitin en el Parque Central de La Habana, poco después de la caída de Machado. En ese mitin, cerca de la estatua de José Martí, habló Emilio Roig de Leuchsenring, en camisa, con las mangas arremangadas. Emilio, que era tan correcto. Recuerdo que allí estaba Sonia, con una delegación norteamericana. Un día, Alberto, que estaba en contacto con los que combatían a Batista, supo que los estudiantes intentaban dar un escándalo en San Rafael y Galiano, y repartir proclamas contra la dictadura. El mitin empezaría a las doce en punto, que era la hora en que transitaba más gente en esa esquina de la tienda El Encanto, rompiendo una vidriera. Pensando en dar lo que los periodistas llaman «un palo», Alberto escribió sobre la manifestación estudiantil como si la hubiera presenciado, y así entregó el reportaje al periódico donde trabajaba. Seguidamente fue a San Rafael y Galiano a presenciar la protesta. Al llegar allí, un poco antes de las doce, le informaron que el escándalo se había suspendido, que la policía estaba por todas partes. Alguien les dio el aviso. Los estudiantes estaban regados por los portales de Galiano esperando la orden para comenzar, pero acababan de suspender la protesta en el último momento. Alberto, al enterarse de que habían cancelado el escándalo, dijo: «¡No se puede suspender!». Y tomó un adoquín de la calle y rompió una vidriera de la tienda El Encanto, como se planeaba. Los estudiantes, al oír el estruendo de la vidriera rota y ver a los policías corriendo desesperados de un lado a otro, pensaron que habían dado una contraorden nuevamente, y empezaron a gritar: «¡Abajo Batista! ¡Abajo la dictadura!». Y su periódico fue el primero en dar la noticia. Aquel verano de 1937 los españoles antifascistas de Nueva York organizaron un paseo por el río Hudson alrededor de Manhattan. Alberto lamentó que no tenía dinero y no podía ir a la excursión. Yo tampoco tenía dinero, pero alguien me regaló su papeleta. El barco estaba en el muelle de la calle 45, y me recosté de la baranda, cerca de la entrada, para ver llegar a los excursionistas. Inesperadamente, vi a Sonia, y Alberto, subiendo la pasarela con un estuche de violín, y sin detenerse en la entrada, dijo: «De la orquesta», y siguió adelante con Sonia a su lado. Al verlo me alegré, y fuimos directamente a tomar una cerveza para celebrar el éxito de su ocurrencia. La caja de violín estaba vacía. Se la prestó un vecino puertorriqueño. El automóvil de Alberto nunca funcionaba. En varias ocasiones yo tenía que empujarlo. Un veinticuatro de diciembre me preguntó a las siete de la noche dónde iba a pasar la Noche Buena. Le dije que en ninguna parte. «Ven a mi casa», dijo. Estaba lloviendo y el automóvil no funcionaba. Lo empujé una cuadra hasta que, felizmente, echó a andar el motor. Yo estaba empapado. En su casa tenía vino de California y empezamos a tomar. Ya eran más de las doce de la noche y yo no veía ningún movimiento de preparativos de cena. Fui a la cocina a ver la situación. Sonia entró detrás de mí y dijo: «Estos cubanos son realmente impacientes. Bueno, empezaré los espaguetis». Abrió la lata de la manteca y salieron cuatro cucarachas espantadas. Alberto decidió vender el automóvil. Llamó a una agencia que compra autos usados. Vino un hombre, miró el automóvil y preguntó: —¿Qué quiere hacer con el auto? —Vendérselo por cien dólares. El hombre se quedó callado un instante, se pasó la mano por la cara y respondió: —Mire, deme veinte dólares y me lo llevo. Alberto me hizo el cuento riéndose. Una noche, Alberto me invitó a comer y nos sentamos a la mesa a las dos de la mañana como era su costumbre. Interrumpió nuestra conversación para decir: «Esta comida lo que necesita es limón». Se levantó y salió por la puerta de la calle para buscar el limón. Cerca había una bodega puertorriqueña abierta toda la noche. Yo lo esperé más de una hora y decidí marcharme. Más tarde, días después, Sonia me contó que la policía trajo a Alberto a la casa. Vino desnudo, se había quitado la ropa en un bar, porque hacía mucho calor. Otra noche fui a visitarlo y nos sentamos en la mesa de la cocina. La tía de Alberto, doña Caridad, era su madre de crianza; tenía un aspecto distinguido, un pelo blanco abundante recogido sobre la cabeza, como una dama del Versalles de Luis XV, pero tenía mala memoria. Todo se le olvidaba. Mientras Alberto y yo conversábamos, ella vino a la cocina y encendió el gas y se marchó. Nosotros seguimos conversando hasta que se produjo una tremenda explosión azul que nos quemó las cejas y las pestañas, y a mí, además, el bigote también. Afortunadamente no hubo más daño. La tía olvidó encender el gas. Sonia y Alberto nos visitaban en New Jersey. Llegaban sin avisar. Tocaban en la puerta a las tres de la mañana. Venían con amigos. Al entrar, Alberto decía: «Les dije a mis amigos: Esta comida criolla de carne de puerco y frijoles negros tiene que terminarse con un buen café cubano en casa de Julio». Se marchaban casi al amanecer y mi mujer me decía: «Dile a Alberto que avise sus visitas». Yo se lo decía, pero perdía mi tiempo. Alberto Moré fue un buen periodista. Trabajó en las Naciones Unidas para la United Press. Era un hombre fino, con sensibilidad cuando no había tomado un trago. Encantaba a los amigos, hombres y mujeres. Anotaciones Lechón asado1 Cuando visité a mi tío Fengue Conde, en Blanquizal, cerca de Manzanillo, me obsequió con un puerco asado en púa. Un campesino, trabajador de la finca, asaba el lechón con leña y carbón en un hoyo cubierto, en el fondo, con hojas de plátanos y guayaba. Mi tío Fengue vino a ver cómo iba el cerdo, y para impresionar al guajiro, le dijo: —Este es mi sobrino. Vive en Nueva York. Es el que hace las letras de los muñequitos de «Popeye el marino», «Anita la huerfanita», «Pancho y Ramona» y «Dick Tracy» que aparecen en los periódicos. El hombre siguió dándole vueltas al lechón, que ya empezaba a dorarse y comentó tranquilamente: —Yo siempre me preguntaba quiénes hacían esas idioteces. Ruggiero Ricci En la espera del ómnibus, en la ruta 4 de New Jersey, me encontré con el violinista Ruggiero Ricci, conocido internacionalmente. Nos sentamos en el asiento de atrás, en el ómnibus. En la conversación le dije que esa tarde inauguraba una exposición de pintura en la Galería de Bertha Schaefer, en Madison Avenue, en Nueva York, y que me sentía nervioso. Dijo Ricci: —No tiene que estar nervioso. Su trabajo ya está hecho. Nosotros los violinistas nos ponemos nerviosos porque nuestro trabajo tiene que hacerse en el escenario, ante él público. Si uno está nervioso se refleja en la manera de apretar las cuerdas o manejar el arco. Los pianistas no tienen ese problema. Ellos sólo golpean las teclas del piano... y ya. La húngara hermosa Trabajaba yo en un taller de escultura en el barrio húngaro y alemán de Nueva York. Ayudaba a Narváez, un escultor venezolano que tallaba una figura de mujer de doce o quince pies de alto, en un bloque de madera africana. Era para colocarla a la entrada del pabellón de Venezuela en la Feria Mundial de Long Island, en Nueva York. Narváez no hablaba inglés, y tenía tres o cuatro escultores norteamericanos trabajando en la obra. El que tallaba los pechos subidos en el andamio, preguntaba a Narváez: —OK? —No OK —respondía el escultor venezolano. El escultor «americano» seguía tallando. El italoamericano que esculpía los pies preguntaba: —OK? —OK. OK era lo único que sabía el venezolano. En la oficina trabajaba una mujer hermosa, blanca, con ojos verdes, que todos, norteamericanos y venezolanos, habían tratado de invitar a salir, sin lograrlo. Un día, no sé cómo, me atreví a probar mi suerte. La invité a comer, y aceptó. No lo podía creer. Salimos una noche, comimos en un restaurante austriaco, en la Tercera Avenida. A la hora de pagar la cuenta, yo no tenía dinero. Se me había quedado en una chaqueta. Ella pagó y sentí vergüenza. Luego me invitó a tomar una copa en su casa. Nadie quiso creer que la hermosa húngara había salido conmigo. No conté lo que sucedió después porque soy caballero, y es agradable ver a los hombres morir de envidia. Una artista vegetariana Lili era una joven artista que decía que el arte estaba conectado con la naturaleza. Tallaba en las cuevas, pintaba en las hojas de los árboles y dibujaba en la arena de la playa. No le importaba que las olas borraran sus dibujos. Un día la invité a comer. Hice un pollo asado al horno, un pollo casi del tamaño de un pavo. Compré un melón, de esos melones americanos de casi un metro de largo, y cociné un arroz con un sofrito de cebolla y ajo a la manera de los peruanos. Cuando todo estaba en orden, fui a recogerla en Nueva York en la parte baja de la ciudad, por Wall Street, China Town, el barrio chino. Un viaje de una hora. Recogí a Lili después de muchas vueltas. Me dijo, en el camino a lo largo del río Hudson, que ella quería ser criminal o ser artista, y decidió ser artista. No sé si notó mi casa, una vieja mansión de los años 20, de la época de Scott Fitzgerald, que estaba en un bosque, entre pinos. Por allí vivió Lindberg y también Gloria Swanson. Serví la comida y Lili dijo: —Soy vegetariana. Le ofrecí el arroz y dijo que sólo comía el arroz natural, cultivado sin productos químicos. —Bueno, tengo un melón, sugerí. —El melón no me gusta. Me dieron deseos de tirarla por la ventana, pero sólo se hubiera dado un golpe, porque yo vivía en el primer piso. Entonces la llevé a su casa. Después, supe que el marido la tiró por el balcón del piso catorce. Salió absuelto. Los alemanes Los alemanes son trabajadores. Una mujer alemana me decía: «Si un alemán ve a una persona gozando la vida, sufre. No saben hacer otra cosa que trabajar. Envidian a los españoles y los italianos que conocen el placer de vivir. Ellos quisieran gozar la vida, pero no saben. Sólo saben trabajar y ser soldados». Un escritor español dijo que los niños alemanes son los más lindos del mundo, y tal vez es cierto, y que los padres son soldados esperando entre una guerra y otra. Mi esposa Ilse era alemana. Cuando comprábamos muebles, un sofá o un sillón, yo los probaba, porque era el que iba a usarlos. Sabía que ella no iba a sentarse jamás. Apaleaba la nieve en la acera a las dos de la mañana, o pintaba a esa hora la puerta del baño. Mi segunda mujer era también alemana. Me atrajo porque era holgazana, disponible siempre en el sofá o la cama. Tremendo error. Resultó la alemana más haragana nacida del otro lado del Rin. Hubiera matado de vergüenza a Bismarck y Hindenburg. Yo cocinaba «porque era un gran cocinero». Yo compraba los víveres porque «sabía comprar». Yo lavaba los platos porque «nadie lavaba los platos como yo». Ella no barría la casa porque «¿para qué?». No hacía la cama porque «se iba a desarreglar de cualquier manera por la noche». Andaba desnuda por la casa cuando hacía calor. «¿Para qué vestirse?». Una mañana se sentó frente a mí, y puso los senos sobre la mesa porque pesaban mucho y el ajustador le hacía una marca en los hombros. Puso los senos en la mesa como si fueran dos guanábanas. Abrí un par de cervezas y llené dos copas. Dijo: —¿Sabes? Realmente no me gusta lo que tú cocinas: comida americana y cubana. En Alemania comemos diferente. —¿Y has esperado un año para darte cuenta? —dije. Le tiré a la cara, la copa de cerveza. La cerveza le corrió por la frente, las mejillas y las tetas. No pude soportar que me criticara mi comida. Terminamos. El músico Raphael Hillyer era el violinista del famoso Cuarteto Juilliard. Nos conocimos esperando el subway. La caja de su instrumento estaba llena de etiquetas de Budapest, París, Berlín, Viena, Moscú, Leningrado, Buenos Aires, Nueva York, Tokio, Singapur... Le dije sin conocerlo: —Usted ha viajado. —Más de lo que mi esposa quisiera —respondió. Hillyer vivía en Teaneck. Éramos casi vecinos. Le gustaba la pintura y a mí la música. Me habló de Paul Klee, el pintor, a quien visitaba en Alemania. —Paul Klee —decía— tiene su estudio ordenado. Si yo tocaba una de sus cosas, una piedra, o una figurilla, él la colocaba de nuevo en el lugar exacto donde estaba. Era un pintor limpio. Su estudio no parecía el taller de un pintor. Era un pintor musical y sus cuadros, óleos y acuarelas, eran pequeños. También conocía a Oskar Kokoschka, el pintor alemán expresionista. Me contaba Hillyer que los músicos se interesan solamente en la música. Que tenían «one track mind», es decir, que tenían la mente sólo en una dirección. Me decía que viajó por todo el mundo con la orquesta Filarmónica de Nueva York, y que los músicos no conocían los lugares donde tocaban. Conocían sólo el hotel. Al llegar a una ciudad, París, Londres o Berlín, tomaban un taxi para ir al hotel, y allí preguntaban cuál era la habitación donde se iba a jugar al póker. Interrumpían el juego para salir corriendo a la sala del concierto o al teatro, y llegar a tiempo. Hablando de Argentina, Hillyer me dijo: «Los ascensores son malos» y de otra capital: «Se come mal». A veces yo asistía a los ensayos, donde repetían varias veces una parte de Mozart, Vivaldi o Bela Bartok, hasta que quedaban satisfechos. En algunas ocasiones, Ruggiero Ricci, que vivía cerca, se unía al cuarteto. Gerda, la esposa de Hillyer, ponía en la mesa cosas de comer, jamón, queso, tres o cuatro panes distintos, dulces y frutas. Gerda era una doctora judía austriaca, delgada, fina y triste. Había perdido a toda su familia en los campos de concentración de los nazis. Le gustaba conversar con Ilse, mi compañera, que era alemana, y, extrañamente, siempre hablaban en inglés. El Cuarteto Juilliard hizo una gira por la Unión Soviética. Tocaron en Odessa, Kiev, Moscú y Leningrado. Gerda fue a Leningrado para unirse con su esposo. Se sentía mal, deprimida, sola. Ilse cuidó a sus tres hijos. Al regreso, el Cuarteto se dirigió a Berlín, y Gerda fue para Inglaterra, en ruta a Nueva York. En Londres, se lanzó por el balcón de su habitación. Recuerdo su brazo tatuado en la muñeca con el número que la identificaba en Buchenwald, el campo de concentración alemán. Un día, Hillyer me contó que se encontraba en Moscú cuando murió Lenin. Entonces él era un muchacho de diez años que acompañaba a su padre, un economista judío invitado a dar unas conferencias en la Universidad de Moscú. Vio el entierro de Lenin, y vivió esos días de conmoción en la Unión Soviética. Carlos Montenegro Conocí a Carlos Montenegro en la cárcel del Castillo del Príncipe. Yo era un muchachito de doce o trece años. Conrado Massaguer me invitó al homenaje que le rendía el Grupo Minorista a Carlos Montenegro por haber ganado el primer premio en un concurso de cuentos. Creo que el cuento se llamaba «El resbaloso», años después me lo contó en el Greenwich Village de Nueva York. En el patio de la prisión se efectuó el acto. Recuerdo a Carlos con su uniforme blanco de botones hasta el cuello, con su pelo sobre la frente, sus lentes de aros negros gruesos, su nariz aguileña, como un pájaro. Recuerdo a Emilio Roig de Leuchsenring, a José Zacarías Tallet, Alejo Carpentier, José Antonio Fernández de Castro y otros intelectuales. Al día siguiente apareció la fotografía del acto en los periódicos, y mi abuelo, que leía los diarios minuciosamente me vio rodeado de Marinello, don Fernando Ortiz y los literatos del Grupo Minorista y dijo: «¿Conque intelectual, eh?». Luego, años más tarde, encontré a Carlos en Nueva York, en casa de Alberto Moré. Montenegro iba para España. Fueron los años de la guerra; Montenegro esperaba conseguir dinero para el viaje, y en la espera se pasó tres meses. Le regalé mi abrigo de Berlín, era el otoño y empezaba el frío. Salimos juntos casi todos los días. Carlos hablaba siempre de la cárcel y de su vida de marinero. Contaba cosas que me parecían increíbles. Un día le apreté el cuello con toda mi fuerza para que me confesara si lo que acababa de contar era cierto o no; pero tenía un cuello de toro. Me dijo que era verdad, tal como lo había contado. Paseábamos a veces frente a la cárcel de mujeres, en la Sexta Avenida y la calle 8. Las mujeres se asomaban a las ventanillas de la prisión, en los pisos quince, dieciséis, diecisiete hasta el veinte, para mirar al novio, al esposo o los hijos en la acera del frente haciéndose señas. Contemplando aquello decía Carlos. «Esas mujeres necesitan hombres, y yo aquí necesito mujeres». Una noche caminando por Horacio Street, frente a los muelles, íbamos conversando y un automóvil dobló rápido frente a nosotros, chirriando las ruedas. Carlos se tiró en la acera con los brazos abiertos. Asombrado me quedé mirándolo. Se levantó y dijo: «Creí que eran unos gangsters que nos ametrallaban». Me contó que Emma Pérez, su novia, le escribía a la cárcel y le enviaba cartas muy románticas. Emma le contaba de su jardín, de los árboles y las flores que cultivaba. Cuando Carlos salió de la cárcel y visitó a Emma en su casa de Santa Clara, vio que el patio era de cemento y que no había en toda la cuadra ni flores ni árboles. En el año 1939, Carlos era el jefe de la redacción del periódico Hoy, y yo el caricaturista. Yo hacía un dibujo para el diario todos los días, me daban un peso a la semana para comprar papel, tinta china y para la guagua. Yo vivía en Carlos III y el periódico estaba en la calle Luz, cerca de los muelles, en La Habana Vieja. Casi siempre iba y venía a pie. Frente había un cafetín, de vez en cuando íbamos allí a tomar café. Una tarde, Carlos me hablaba de Lenin y de la revolución, yo lo escuchaba sin perder una palabra, estábamos en una mesita de mármol pegada a la acera. Una señora pasó acompañada de una linda muchacha y Carlos inesperadamente interrumpió su charla sobre Lenin y, dirigiéndose a la mujer dijo: «Señora por favor, cuídeme a su hija», y siguió hablando de Lenin. Hundido en el sillón con su aspecto de pájaro del norte, tomábamos cerveza una noche calurosa, en casa de Alberto Moré en Greenwich Village. Carlos hablaba de sus días de marino mercante al final de los años 20. En uno de esos viajes, se quedó en Nueva York. Quería conocer la gran ciudad. Era época de hambre y desempleo. Los hombres vendían manzanas y lápices en las esquinas. Montenegro buscaba la manera de sobrevivir, pero era difícil ganarse el pan. En una fábrica, cerca del puente de Brooklyn, escogían a media docena de hombres, a las siete de la mañana, para trabajar todo el día. Frente a la fábrica, los hombres esperaban al capataz que, parado en la plataforma de cargar los camiones, escogía a cinco o seis entre los muchos que buscaban trabajo. El capataz, con una libreta y un lápiz decía: —Tú, tú, tú, también tú,... señalando hombres. Un día vio que entre los hombres ansiosos de trabajar algunos tenían un ojo cerrado, y eran a los que seleccionaban. Al día siguiente, Carlos cerró un ojo y el capataz lo seleccionó. Los que cerraban un ojo eran los que estaban de acuerdo en darle la mitad del salario al capataz. Así logró Carlos trabajar en una fábrica, debajo del puente de Brooklyn. El amante de las artes En 1947,1 en la primera visita a Cuba después de la Segunda Guerra Mundial, expuse mis pinturas, gouaches y acuarelas en el Liceo Femenino en Calzada y 8, en El Vedado. Asistieron mis amigos y las damas del Liceo. Una mañana, poco después, me encontré a Juan David, el caricaturista, en la calle Obispo. Entramos en un café a tomar un refresco y me preguntó si había vendido alguna pintura en mi exposición. Le informé que no había vendido nada. Entonces dijo: —Ahí enfrente está el Ministerio de Hacienda. Vamos a ver a Antonio, el ministro. Antonio era el ministro de Hacienda y el hermano del presidente de la República. Pasamos la calle Obispo y entramos por una escalera en la calle lateral. El portero conocía al caricaturista y fuimos directamente al despacho de Antonio. El ministro estaba sentado detrás de su escritorio, rodeado de dos o tres ayudantes. —¿Qué hubo, Juan David? —dijo Antonio. —Quiero presentarte a Julio, uno de nuestros mejores pintores jóvenes —explicó David—. Julio vive en Nueva York desde hace años, pero sigue siendo tan cubano y manzanillero como siempre. Increíblemente, después de haber viajado por el mundo, Europa, África, Estados Unidos y México todavía les llama a los plátanos, «marteños». —No me digas... David continuó: —Bueno, he venido porque quiero que le compres un cuadro, una de sus pinturas que exhibe en el Liceo. Lindos gouaches y acuarelas. —Hombre, desde luego. Yo soy un amante de las artes. ¿Cuánto cuesta una acuarela? David, que sabía que un artista sufre vendiendo sus pinturas, respondió: —Sólo ciento cincuenta pesos. Antonio se metió una mano en el bolsillo izquierdo y sacó un rollo de billetes de cien pesos. Seguidamente extrajo unos billetes del otro bolsillo y me entregó el importe de la pintura. Entonces dijo: —Yo soy un amigo de las artes. Pertenezco a Pro-arte, soy uno de los patrocinadores de esa organización, que trae a Cuba a los músicos y cantantes más famosos del mundo. A veces tengo que ir a los conciertos donde tocan a esa gente... Se dirigió a uno de sus ayudantes que estaba detrás y preguntó: —¿Cómo se llama ese tipo que tocan siempre? —Beethoven —respondía el hombre. —Ese mismo. Tengo que oír a Beethoven en mi palco. Me parece que la pieza no se acaba nunca y cuando terminan aplaudo más que nadie, porque me alegro de que al fin terminó. Y preguntando a su ayudante, dijo: —¿Cómo se llama aquel alemán insoportable? —¿Se refiere a Wagner? —Sí..., Wagner. Tengo que hacer un esfuerzo para no dormirme. Cuando termina el concierto, vienen a mi palco las damas de Pro-arte a preguntarme qué me pareció la música. Figúrate, Juan, yo que tengo otras cosas en la cabeza. Respondo: «Buenísimo», y entonces miro a los músicos recogiendo los instrumentos, y veo al flautista guardando la flauta y digo: «Maravilloso concierto, pero creo que el flautista estaba un poco dormido. Tuvo dos o tres fallos en el allegro». Antonio se puso de pie. Estaba vestido de blanco, todo de blanco, con zapatos de dos tonos, y un pañuelo en el bolsillo del saco. Tenía un bigote fino. Era alto y delgado. Parecía un George Raft criollo. Sacó una caja de tabaco y nos ofreció unos H. Upmann. David no fumaba tabacos, pero tomó dos. Yo tomé también dos. Volvió a sentarse y dijo: —También patrocino las artes plásticas y tengo que ir a veces a las exposiciones de pintura. Cuando veo un cuadro de una mujer con la piel verde, así mismo, la piel verde, exclamo: ¡Connnño! La gente me oye y dice: «Antonio sabe, es un conocedor, y yo me digo: ¿quién se acuesta con una mujer que tiene la piel verde?». Y añadió: —Ustedes, los artistas son del cará... El ministro se puso de pie, nos extendió la mano diciendo: «Mandaré a recoger el cuadro». Y nos despedimos. Ni vivo ni muerto Al terminar la Segunda Guerra Mundial, cuando se rindieron los japoneses, logré que me trasladaran a París mientras esperaba mi regreso a los Estados Unidos. Había millones de soldados americanos en Europa y la espera iba a tomar meses. Et Paris était toujours Paris. Las galerías realizaban exposiciones de Picasso, Matisse, Braque, y los viejos maestros de la pintura moderna. Abundaban los conciertos, las conferencias, y los teatros y museos volvían a la normalidad. No circulaban los automóviles, pero funcionaba el metro. En Reims me aburría. Las calles estaban desiertas. A veces se veía una bicicleta o un hombre por la acera. Las casas tenían las puertas y las ventanas cerradas. La ciudad estaba completamente oscura. Mi grupo, el Grupo 555, ocupaba una escuela. Era un kindergarten donde los lavabos tenían menos de un metro de alto. Teníamos que agachamos para lavamos la cara y rasuramos. Frente al kindergarten estaba la catedral de Reims, reforzada con sacos de arena. En la plaza de la catedral, en la oscuridad de la noche, los soldados rusos liberados de los alemanes, cantaban a coro sus canciones. Por la mañana no hacíamos nada. A veces simulábamos que trabajábamos cuando se anunciaba la visita de un general, o escribíamos cartas hasta que repartían la correspondencia a las once de la mañana. A las doce se formaban las colas en The Little Red School, donde el mariscal Keitel y generales aliados firmaron la rendición del ejército alemán. La comida consistía en spam con puré de papa hecho de polvo, o un revoltillo de huevos también de polvo, o espaguetis con salsa de tomate. Después de almorzar, los muchachos en el cuartel jugaban al póker oyendo a Bing Crosby y a Frank Sinatra, o las orquestas de Benny Goodman y Tommy Dorsey. Después de la comida de las seis, salía a caminar por la ciudad hasta que oscurecía y entraba en un bar, o iba a la Cruz Roja donde siempre tenían té y rosquitas con azúcar. En el cuartel, el sargento Douglas se acercó a mí y dijo: «Recoge tus documentos antes de irte para París». Por la mañana fui a la Caserne Colbert a buscar mis papeles. Expliqué lo que deseaba a un soldado alto y flaco, de lentes gruesos. Me preguntó mi nombre y seguidamente abrió una gaveta del archivo y registró las carpetas de la letra G. Miró hacia mí y dijo: —Su nombre no aparece. —¿Cómo? Tiene que estar. Mire, mi segundo apellido es Fernández. Busque en la F. Ya he tenido esa confusión. El soldado buscó detenidamente en la letra F. Dijo: —No entiendo, usted no está en la letra G ni en la F. El sargento mayor, un hombre pequeño y ancho, como Edward G. Robinson, del cine, preguntó cuál era el problema. El soldado flaco de lentes gruesos le explicó. El sargento encendió con calma un Chesterfield y ordenó que me buscaran entre los muertos, y añadió: «Tiene que estar en alguna parte. Ahí están los soldados muertos en la región de Reims». El soldado desapareció y al cabo de largo rato volvió y me informó que yo no estaba tampoco entre los muertos. —Pero oiga, yo necesito mi carpeta para marcharme a París y regresar a los Estados Unidos. No es posible que estos tres años miserables, pasando frío, trabajos, y miedo, lejos de mi mujer, no cuenten. El soldado, ajustándose los lentes gruesos, respondió: —Venga mañana, que tendré más tiempo. Es posible que esté entre los desaparecidos y los que se escaparon. Salí de la Caserne Kolber preocupado. En el comedor, expliqué el caso a mis compañeros en la mesa. Marco, un rubio callado, que le caía el pelo sobre la frente, de espejuelos pequeños, que nunca lo vimos en un café tomando una cerveza, que trabajaba con papeles en la oficina de nuestro Grupo comentó: —He oído de soldados que no aparecen en el archivo, ni vivos ni muertos. Probar que uno está vivo no es fácil, y que uno está muerto es más difícil. Al atardecer, caminando por la arboleda del paseo principal, empecé a ver la parte buena de no estar ni vivo ni muerto. Me sentí liberado, como si hubiera vuelto a nacer y sin ninguna responsabilidad. Podría empezar mi vida de nuevo. Probaría otra profesión. Una de esas cosas que siempre me atrajeron. Sería marinero para viajar por los mares de China o Alaska y por lugares extraños como Bali y Tahití. Sería tal vez arqueólogo, o abriría un bar en La Habana Vieja, eso es, un bar para los artistas, con carteles viejos de las películas, con Greta Garbo, Rodolfo Valentino y Marlene Dietrich en el papel de Lola en El ángel azul; pero los artistas no tienen dinero y sería un mal negocio... Entré en un bar en la esquina. Pedí un vino blanco e invité a una mujer que estaba a mi lado, como en espera de que alguien la invitara, una mujer de pelo rojizo, como pintada por Modigliani. Como yo no estaba ni vivo ni muerto eché a un lado mi timidez. —Comment t’appelles-tu? —le pregunté. —Moi? Je m’appelle Pierrette. Pidió un coñac y seguidamente le ofrecí un cigarette americaine. Repitió varias veces el coñac y yo el vino blanco. —Je n’habite pas loin d’ici —me dijo suavemente en el oído. La acompañé a su hotel, que se llamaba Hotel du Nord, cerca de la estación, frente a las líneas del ferrocarril. Me tendí en la cama. Al lado, en la pared, había un espejo grande y nos veíamos completamente. Se quitó el vestido y abrazándome me dijo: —Qui es-tu? Tu n’es pas un americain (¿Quién eres? Tú no eres americano). —Moi? Je suis un soldat qu’on cherche parmi les mortes dans la guerre (¿Yo? Soy un soldado que buscan entre los muertos en la guerra). —Toi, mort? Je te vois très vivant. Oui, très vivant... (¿Tú, muerto? Yo te veo muy vivo. Sí, muy vivo...). Me alegré de estar entre los vivos. Los muñequitos Trabajé en los muñequitos unos cuarenta años. Hacía las traducciones y las letras para los sindicatos que vendían esas historietas cómicas o de aventuras a los periódicos de la América Latina, y a los diarios en español de los Estados Unidos. Pagaban mi trabajo por páginas. No pagaban mucho, pero lo hacía en mi casa o donde estuviera. Hice las tiras cómicas en Alemania cuando exponía mis pinturas en ese país, o enseñaba en la Werkkunstschule en Krefeld. Hice el trabajo en mis viajes por Yugoslavia, Austria, Suiza y Francia. Hacía las páginas y las letras en las mesitas de los hoteles. En una ocasión, en las montañas de Austria, tuve que hacer las letras sobre mi maleta, porque no había una mesa en el cuarto del hotel. Yo recibía por correo las páginas, enviadas por mi esposa, y se las mandaba por la misma vía. Este trabajo me permitía hacerlo a cualquier hora y en cualquier lugar. En New Jersey, donde yo vivía, trabajaba en los muñequitos por la mañana y pintaba por la tarde. Ilse, mi compañera, también hacía el mismo trabajo. Ella para King Features y yo para la United Press. Algunas veces nos intercambiábamos las páginas y con frecuencia yo le decía: «Ocúpate de la comida que yo haré a Pancho y Ramona», o ella hacía la página de «Dick Tracy» mientras yo cortaba la hierba de nuestro jardín o cocinaba. Entre los dos hacíamos unas cuarenta páginas semanales. Nadie revisaba mi trabajo. Yo era prácticamente mi propio editor. No tenía jefe. Con frecuencia había que cambiar el chiste. A veces el texto en inglés no tenía ninguna gracia en español. Eso ocurría todas las semanas. Por ejemplo: En una historieta de «Popeye», Cocoliso se dio un golpe en la cabeza, y aquel niño que gateaba y que nunca aprendió a caminar durante los cuarenta años que estuvimos juntos, de repente se destapó a conversar de cosas que su padre adoptivo no entendía. Popeye estaba alarmado porque Cocoliso sabía más que él. En la versión en inglés, el chiquito hablaba de políticos «americanos» que nadie conocía en nuestra América. Así, pues, Cocoliso en la versión en español, habló de Picasso, Matisse y Modigliani. Cocoliso era experto en pintura. También habló de nuestros héroes, de José Martí, de Simón Bolívar, Benito Juárez y otros..., hasta que un día se dio un golpe en la cabeza nuevamente y volvió a ser lo que era, lo cual alegró mucho a Popeye. Anita la huerfanita era conocida en los Estados Unidos como «Anita la fascista». Sus ideas eran las de su padrino, papa Diamantino, un millonario que la protegía. En la versión en español, Anita era progresista. En muchas ocasiones, para entretenerme, bautizaba a los personajes de los muñequitos con nombres de mis amigos de Cuba. Esas historietas aparecían en los periódicos cubanos también, y muchos se divertían al enterarse que Félix Pita pedía cosas prestadas a su vecino y no las devolvía. Mi amigo, Félix Pita Rodríguez, el poeta y cuentista, me dijo riendo: «En la guagua la gente me dice: ¿Cuándo vas a devolverle la manguera a don Tito?». Un día, al cabo de muchos años haciendo lo que se me antojaba con los muñequitos —nadie los revisaba, los jefes no sabían español—, me informaron, al llegar a la oficina, que el nuevo jefe quería verme. En el escritorio principal estaba sentado el nuevo jefe. Era un hombre gordito, rubio, con el pelo como un cepillo. Me dijo: «Quería verlo. He revisado sus páginas y veo que están hechas con descuido. El trabajo tiene manchas por todas partes». No lo podía creer. Entonces me mostró unas páginas y señaló con un dedo las manchitas. Las manchas eran los acentos. Le expliqué que en algunos idiomas, como el francés y el español, existía el acento escrito. Otro día me recibió con una cara muy seria y dijo: «He comparado las páginas en inglés y las páginas traducidas por usted. Mire, en este globo conté doce palabras en inglés, y usted, en ese mismo globo, tiene diecisiete palabras. Cuéntelas usted mismo. ¿Cómo es posible?». Le expliqué que los idiomas no se traducían por palabras, que se traducía la idea; que en otros idiomas, a veces, era necesario usar más palabras. En otra ocasión me dio una colección de páginas de un muñequito que intentaba proponer a los periódicos de la América Latina. Me dijo: «Escoja seis páginas para enviarlas como muestra». Cuando entregué las páginas de la nueva tira, me dijo contrariado: «¿Cómo se le ocurre escoger unas páginas, entre tantas, referentes a la nieve y la televisión. Allá no saben lo que es la nieve ni tienen idea de lo que es la televisión». Afortunadamente para mí, el jefe, que con un lápiz rojo escogía el material que se mandaba a los diarios de nuestra América, fue ascendido al departamento de la televisión y yo volví a estar libre en mi trabajo. Una tarde recibí la visita de dos agentes de FBI cuando yo hacía la página de «Popeye». Se interesaron en mi trabajo y uno de ellos dijo: «Mmmm, este trabajo se presta para enviar mensajes». El otro agente afirmó: «Es verdad». Respondí que, efectivamente, podía enviar mensajes, pero que Popeye, Anita la huerfanita y los otros personajes de los muñequitos demoraban dos meses en salir en Argentina o en el resto de la América Latina, y que yo disponía de otros medios para mandar mensajes mucho más rápido que eso. Annie y Nené Annie, mi hija de dos años y medio, abrió la puerta cuando llegué de la guerra. Ella había oído hablar todos los días de su daddy, y mi retrato estaba colgado en la pared. La niña estaba contenta y me enseñó sus juguetes y su habitación, pero al día siguiente, al despertarse, me vio acostado al lado de su mamá. Salió de la cuna y vino para nuestra cama y se colocó entre nosotros dos. Entonces dijo: «Sit down» (Siéntate). Me senté, pensando que quería jugar, y agarrándome de la mano dijo: «Good-bye» (Adiós). Evidentemente pensó que yo había tomado demasiada confianza. Necesité varios meses para que me aceptara. Annie mezclaba frases en alemán, inglés y español. Un día, se amarraba los zapatos y le pregunté qué hacía y respondió: «Arbeiten los shoes», tres palabras en tres idiomas. (Me amarro los zapatos.) Nené nació dos años después de mi regreso a Brooklyn. A los seis años quería casarse conmigo, pero la madre le dijo que yo estaba casado. Cuando tenía unos doce años, Nené estaba avergonzada de su padre y por nada del mundo se hubiera casado conmigo. Los padres de sus amiguitas de la escuela y de nuestra calle tenían oficios y profesiones respetables. Uno era chofer de ómnibus, otro manejaba un camión enorme y el padre de Nancy vendía gasolina en un garaje. Un día, al llegar de la escuela, me dijo: «Esta mañana tuvimos que decir en la clase lo que hacían nuestros padres. ¡Qué vergüenza! Dije que tú pintabas». Por esa época fui invitado a enseñar pintura en la Werk-kunstschule, en Alemania. Ilse, mi esposa, dijo: «Yo no me atrevo a decirle a Nené que te vas un año a Europa. Mejor se lo explicas tú». En un momento oportuno dije: «Nené, me han invitado a dar clases en Alemania. Estaré ausente un año». Nené respondió: «¿Los alemanes saben que tú no sabes nada de nada?». Le susurré en el oído: «No lo saben, pero no vayas a decírselo». Y así enseñé en Krefeld, cerca del Rin, dos años. Una noche, mientras Ilse y yo trabajábamos en los muñequitos para los periódicos, Annie y Nené, acostadas en el suelo, veían revistas de cine. Ahí estaban Greta Garbo, Joan Crawford, Marlene Dietrich y los galanes de la pantalla, Robert Taylor, John Garfield, Clark Gable, y otros. Preguntó Nené a su hermanita: «¿Qué crees tú que daddy vio en mami?». Annie respondió: «No tengo la menor idea». Y Annie entonces le preguntó: «¿Y qué crees tú que mami vio en daddy?». Nené dijo: «Eso lo comprendo menos todavía». Una noche, Nené, echada en el suelo con los pies sobre el sofá, hablaba por teléfono con una amiga. La conversación se extendió mucho más de una hora. Le llamé la atención: «Ahora entiendo por qué nuestro teléfono está siempre ocupado cuando llamo desde la ciudad. ¿De qué hablas tan extensamente?». Ella me respondió: «De algo que tú no entiendes: hablo del amor». En el verano, docenas de manzanas caían del árbol. Teníamos que recogerlas para evitar que se pudrieran y echaran a perder la hierba. En una ocasión le dije a Nené: «Ayúdame a recoger las manzanas». Me respondió: «No». Entonces le ofrecí veinticinco centavos por la ayuda. Me respondió igual: «No, gracias». Aumenté mi oferta a cincuenta centavos y tampoco le interesó. Pensé que las niñas eran diferentes a los muchachos. Si a mí me ofrecían diez centavos, a su edad, estaba dispuesto a hacer cualquier cosa. Le pregunté: «¿No te interesa ganarte cincuenta centavos?». Dijo: «No los necesito. Tengo más de veinte dólares». «¿Cómo es eso?». «Es fácil. Yo recojo todos los menudos que veo por la casa». Cuando las dos, Annie y Nené, eran pequeñitas, nos costaba trabajo que fueran a la cama a dormir. Siempre tenían una excusa para no acostarse hasta las diez de la noche. Pedían agua, tenían hambre, no podían ir a la cama sin ver a Jimmy Durante o a Perry en la televisión. Era una lucha que nos agotaba. Un día se me ocurrió vestirlas con la piyama y llevarlas a ver una película en el cine al aire libre, donde los espectadores miraban la pantalla desde el automóvil. Le dije a Ilse: «Esta noche nos evitaremos el problema de acostarlas. Se dormirán tranquilamente y luego las llevaremos a la cama». Las niñas vieron la película hasta el final y cuando se terminó nos llamaron: «Daddy, mami, despierten, ya se acabó la película. Vámonos». En la escuela, cuando eran chiquitas, la maestra, antes de empezar la clase, hablaba de la suerte que tenían los que nacieron en los Estados Unidos, que era el país más lindo del mundo, el país escogido por Dios. Nené nos contó en el almuerzo lo que dijo la maestra y comentó: «Se ve que ella no conoce a Cuba». Nené había estado en Cuba, donde asistió un verano a una escuelita. Ella conserva un cuaderno que dice, con su letra de niña en toda la página: «Martí nació el 28 de enero». Nené adoraba a su maestra de Teaneck, en New Jersey, Miss Label le parecía la mujer más linda y agradable del mundo. Para explicar cómo era Miss Label decía: «Es una mezcla de mami, daddy y San Nicolás». Annie era de un temperamento tranquilo. En una ocasión, Nené llegó nerviosa contando que hubo un fuego en la escuela de su hermanita. Ella asistía a otra escuela. Estábamos almorzando y Annie no había dicho nada. Dijo Nené excitada: «¡Annie, hubo un incendio en tu escuela! Yo sabía que tarde o temprano habría un fuego allí. ¿Dónde fue el incendio? Ya sé, no me lo digas: ¡Fue en el sótano, donde van los muchachos a fumar! ¡Yo sabía que eso iba a suceder!». «No, no fue en el sótano». «¡Entonces fue en el salón de jugar! ¿Verdad?». «No, no fue en el salón de jugar». «¡Pues fue en la Biblioteca!». «No, no fue ahí». «Annie, ¿dónde fue el fuego?». Annie respondió con calma: «Fue en mi clase». Hoy Annie vive en Cambridge, y trabaja en el departamento de libros extranjeros en la Universidad de Harvard. Nené vive en Italia y enseña literatura en la Universidad de Florencia. Para ellas soy más que padre, soy el amigo. Mister Gimbel Los veteranos de la Segunda Guerra Mundial tenían derecho a asistir a una escuela durante el tiempo que habían estado en el ejército, más un año adicional, con un máximo de cinco años. Se podía escoger cualquier escuela aprobada por la Administración de Veteranos. Surgieron las escuelas y academias como las florecillas amarillas de diente de león. Había escuelas de barberos, de cantineros, de jugadores de pelota, de bongoseros, y escuelas para aprender a bailar tango y cha-cha-chá, además de los colegios, universidades y centros de enseñanza conocidos. Aunque trabajaba por cuenta propia en mi casa, decidí estudiar pintura en la Art Students League, en Nueva York. Era una beca donde, además de pagarme los estudios y una cantidad para los materiales, me daban una mensualidad. Yo era casado, con dos niñas. Me inscribí en la clase de Morris Kantor, que entonces era uno de los más conocidos profesores en Nueva York. Kantor era abstraccionista, pero en su clase uno tenía entera libertad para pintar. Escogí el turno de una a seis de la tarde. Había clases por la mañana y también de noche. Mi clase estaba tan llena, que se pintaba codo con codo y no podía uno alejarse dos pasos del caballete sin tropezar con el que pintaba detrás. Los que trabajaban de día podían estudiar de cinco de la tarde a diez de la noche. Una muchacha rubia y delgada pasaba lista a la hora exacta en que empezaban las clases. El que no contestaba «here» (aquí), en ese momento, lo marcaban como ausente, aunque llegara un minuto después de que ella mencionara su nombre. La rubia era inflexible y odiada; [dos] ausencias al mes bastaban para perder la beca, a menos que el estudiante consiguiera un certificado médico y justificara la ausencia en la Administración de Veteranos, un proceso largo que podía durar meses. A las cinco llegaban los estudiantes nocturnos. Venían corriendo de sus empleos de distintas partes de la ciudad. El primer día en la escuela, escuché los comentarios de los estudiantes al llegar justo a tiempo para contestar «aquí» cuando pasaban lista. Entonces buscaba un caballete para trabajar. —Creía que llegaba tarde hoy —dijo uno—. Vengo desde Brooklyn, desde la imprenta donde trabajo. Si tengo suerte llego aquí en cuarenta minutos. —El subway se paró —dijo otro—. Pensé que me echaban de la escuela, pues ya llegué tarde la semana pasada. Llegué cuando la condenada mujer mencionaba mi nombre. Un estudiante de unos treinta años, con espejuelos sin aros, se instaló a mi lado y dijo: —Es un milagro que llegué a tiempo. Imagínense: vine de Macy’s en veinte minutos. Así mismo: veinte minutos. Tuve suerte. Yo no conocía a nadie en la escuela y le dije: —Pues llegó rápido. —¿Rápido? Vine volando y eso que el ascensor de Macy’s se demoró. El hombre de Macy’s se puso a pintar a mi lado. Mientras yo pintaba comenté: —Macy’s es una gran tienda. —Oh, sí, tiene de todo —dijo mientras ponía unos colores en su paleta. —Tengo amigos —dije— que vienen de Cuba y se pasan todo el tiempo comprando en Macy’s. No van a un museo, ni al teatro, ni al parque zoológico. Se pasan las dos semanas de vacaciones metidos en Macy’s. —Bueno, me lo puedo imaginar, aunque en Nueva York hay muchas cosas que ver. Al día siguiente, a las cinco, cuando llegó el hombre de Macy’s se instaló a mi lado. Le dije: —¿Vio el anuncio de Macy’s en el New York Times? Tienen una venta especial, como usted debe saber. Están vendiendo colores y pinceles. —Macy’s tiene a veces grandes rebajas. —Así es. Mire, este pantalón que llevo puesto lo compré allí. Me ha salido muy bueno y sólo me costó seis dólares. Las semanas y los meses fueron pasando. El hombre de Macy’s pintaba a mi lado, o cerca. En una ocasión le pregunté: —Dígame, ¿Macy vive? —Oh, no. Macy’s es una empresa. Mister Macy murió el siglo pasado. Un día le dije mientras limpiaba las brochas: —¿Sabe usted que alguna gente prefiere comprar en Gimbel? Pero yo le diré que prefiero comprar en Macy’s. Sí señor. Una tarde, el pintor de espejuelos sin aros comentó: —Muchos creen que Rembrandt es un pintor de colores pardos, terrosos, un pintor oscuro, pero no es así. Rembrandt tiene colores delicados, azules y rosados. Esta mañana estuve retocando un cuadro de Rembrandt y, al limpiarlo, me sorprendí de los tonos que surgieron, ennegrecidos por los años. Asombrado le pregunté: —¿Retocó usted un Rembrandt en Macy’s? —No, en el Museo Metropolitano. Yo trabajo en el museo. —¿Que usted trabaja en el Museo Metropolitano? ¿No trabaja en Macy’s? —No. —Caramba... he venido hablando de Macy’s desde hace meses porque pensaba que usted trabajaba allí. Quería hablar de lo suyo, ser amigable. —¿Usted creía que yo trabajaba en Macy’s? —preguntó el hombre confundido. —Claro. —¡Ahora entiendo! A mí me parecía extraño que usted me hablara de Macy’s todo el tiempo. Pensé que era una forma de locura. Le había contado a mi esposa: «Al lado mío pinta un cubano que está loco. Parece que es víctima de la guerra. Sabe Dios las experiencias que tuvo el pobre hombre en Bélgica y Alemania. Me habla de Macy’s todos los días. Yo le sigo la corriente, pues parece un loco tranquilo». Y preguntó: —¿Tiene cambio para veinticinco centavos? Voy a llamar ahora mismo a mi mujer para contarle esto. Lo primero que ella me pregunta cuando llego a mi casa es: «¿Qué dijo de Macy’s el cubano loco?». Y salió corriendo para el teléfono. Cuando regresó dijo sonriendo: —Mi mujer no lo podía creer. La dejé muerta de risa. No recuerdo su nombre, pero sí recuerdo que durante los años que trabajamos juntos me llamó siempre Mister Macy’s, y yo a él Mister Gimbel, [por] la tienda rival. Enfermedad mortal Don Ramón estaba escribiendo en su escritorio. Al verme extendió la mano para saludarme sin levantar la vista. Dijo: «Siéntate». Me senté cerca, en un sillón viejo, de cuero. Encendió un cigarro canadiense con filtro. El fósforo le temblaba en la mano. Lo apagó soplándolo y lo puso con cuidado en el cenicero. Entonces contempló los anillos que lanzaba con el humo del cigarro. —¿Hace calor en la calle? —preguntó. —Insoportable. —Nueva York tiene un clima horrible. No sé como he podido vivir tantos años en esa ciudad —comentó don Ramón. —¿Lleva usted mucho tiempo aquí? —¿Quién se acuerda? Vine en la época de Menocal. —Entonces debe haber visto mucho en este país. —Con decirte que conocí a Jimmy Walker, el alcalde. Era un personaje. Don Ramón se levantó. Trajo un vaso de agua y volvió a sentarse en el sillón giratorio. Sacó de una gaveta unas pastillas, se tomó dos y dijo: «Ando mal, mal». Yo conocía sus achaques. En su escritorio vi una revista. —¿Qué lee usted don Ramón? —pregunté por decir algo. —Yo, la verdad, leo sólo asuntos de medicina. Las novelas y esas cosas no me interesan. Ni siquiera el New York Times. Compro el Daily News para ver los anuncios. La medicina sí me interesa. Yo hubiera querido ser médico y vine a los Estados Unidos con esa idea, pero en la época en que llegué era difícil estudiar, había que tener dinero. Todavía cuesta una fortuna una carrera en este país. Don Ramón sacó de la cajetilla otro cigarro, lo encendió y puso cuidadosamente el fósforo en el cenicero. Continuó: —Anoche estuve leyendo esa revista que ves ahí. No duermo bien, y después que terminé de ver el juego de pelota en la televisión, me puse a leer. Leí algo fascinante. Leí sobre las enfermedades de la uretra. Yo hubiera sido un buen médico. La puerta se abrió, y entró Rosalinda, una muchacha bonita, de ojos negros y dirigiéndose a mí, dijo: «Tendrá que esperar un poco». Dejó un papel en el escritorio y se marchó. —Pues sí, la uretra... Tienes tú el caso del hombre que le sale el orine en forma de tenedor. Sí, en forma de tenedor. Eso es el síntoma de una enfermedad que no es realmente grave, se cura con tratamientos. Inhaló despacio el cigarro, soltó el humo en forma de anillos, y siguió: —Tienes el orine que sale en forma de rabito de lechón. Esta enfermedad sí es grave, hay que operar lo más pronto posible, pues puede tener complicaciones. Y tenemos la otra enfermedad que hace que el orine salga desparramado, se desparrama por todas partes. Eso es mortal. En este país, que la medicina está tan comercializada, operan, le sacan al enfermo unos cuantos miles de dólares. Abren, cosen y mandan al paciente a morir a la casa. No hay salvación. Rosalinda, la secretaria, volvió y me entregó un sobre. «Siento que haya tenido que esperar» —dijo, y desapareció. Me despedí de don Ramón y le dije que su conversación había sido interesante, aunque el tema realmente no me agradaba. A la salida de la oficina, en la misma acera filmaban una película. Allí estaban los actores y las cámaras. Con tiza marcaban dónde tenían que pararse los personajes, y también dónde debía detenerse un taxi. Miré un rato y después seguí hasta el subway. En mi casa me cambié de ropa y comencé a pintar. El cuadro amarillo lo transformé en azul. Al cabo de un rato fui al baño y, distraídamente, observé que el orine salía en forma de tenedor. Fue para mí un choque descubrir que tenía una de las enfermedades que mencionó don Ramón. Sabe Dios cuánto tiempo hace que padezco de esta enfermedad. Así muere uno, por ignorancia. Bueno —pensé— al menos este problema se cura. El orine que sale en forma de tenedor se cura. Volví a mi cuadro, usando ahora azul prusia y rosado. Traté de olvidar mi padecimiento, que no era tan grave, pero no tardé en volver al baño y, horror, ¡el orine salió en forma de rabito de lechón! «Esto sí que tiene que operarse rápido, precisamente ahora que preparo una exposición». Salí del baño sin deseos de pintar. ¿Para qué? Ahora tengo que ver médicos, ocuparme de los análisis y la operación. No pude pintar más. Me acosté en el sofá y poco después volví al baño. El orine esta vez se derramó en todas direcciones. No había dudas, se desparramó por todas partes. Palidecí, me sentí sin fuerzas para andar. Me acosté. Tenía nada menos que la enfermedad que en los Estados Unidos operan para sacarle dinero al paciente, y mandarlo a morir a la casa. Me llegó la hora. Tarde o temprano llega. Llamé por teléfono a don Ramón. —¿Es don Ramón? —Sí. ¿Quién es, el pintor? —Sí, ¿qué le pasa al que tiene las tres enfermedades de la uretra? ¿Qué le pasa al que orina en forma de tenedor, en forma de rabito de lechón y también desparramado? —¿Quién está así? —Un amigo mío. —Pues tiene los días contados. Le di las gracias y colgué. No quise decirle que me estaba muriendo. Me acomodé en el sofá para pensar cómodamente en la muerte y empezar a acostumbrarme. Media hora después sentí ruidos en el jardín. Unos muchachos se robaban las cerezas, destrozándome el árbol. Mi reacción fue echarlos de mi jardín, pero me dije: «Qué se roben todas las cerezas que quieran, qué me importan ya». Haciendo un esfuerzo me paré y me puse a pintar. Quise que la muerte me sorprendiera pintando. Total, la operación del que orina desparramado no sirve para nada y sólo la hacen para sacarle dinero a la familia. El automóvil Una mañana, mientras desayunábamos, dijo mi padre, sentado en el otro extremo de la mesa: —Hijo, ¿qué le parece si tenemos un automóvil? No me sorprendió, pues ya estaba acostumbrado a los sueños del «viejo», que nunca llegaban a realizarse. —Nos vendría bien —dije—. No hemos tenido ni una bicicleta. ¿Cómo es eso?—pregunté. —Bueno, hijo, tengo un asunto entre manos, y el hombre que he salvado de ir a la cárcel me va a dejar su automóvil a cambio de mis honorarios. Hoy tenemos que ir al juzgado para concluir el caso, así es que esta tarde tendremos el automóvil, y usted que sabe manejar podrá enseñar a sus hermanas. Poco después, el «viejo» se levantó de la mesa y se fue a la calle y me olvidé del automóvil. A la una de la tarde mi padre no había vuelto a la casa, lo esperamos hasta casi las dos para almorzar. Mamá dijo que sirvieran la comida, que se estaba entiesando. —Seguro que tu padre se encontró a uno de sus amigos —dijo—, y se ha puesto a conversar sin darse cuenta de la hora —añadió mi madre, molesta. Terminamos de comer y el «viejo», que esperábamos de un momento a otro, no vino. —¿Qué le habrá pasado? Es raro que no haya vuelto —decían mis hermanas, unas a las otras. —No me extrañaría que lo haya arrollado una guagua —dijo mamá—. Ese Julio pasa las calles sin mirar; no lo han matado de milagro. Además, no espera que pare la guagua para bajarse; se tira como si fuera un muchacho, sin darse cuenta de que es un viejo. Sería bueno llamar a la Casa de Socorro o al Calixto García, para ver si le ha pasado algo. Mi hermana Puputina llamó al hospital Calixto García y a la Casa de Socorro y, después de muchas averiguaciones, dijeron que no estaba entre los arrollados ni los ingresados. También llamó a la oficina de la Manzana de Gómez, y sus amigos, Horacio y Eurípides, dijeron que nadie lo había visto. Preocupados, nos sentamos en la sala. —Julio tiene la costumbre de comer frituras y esas cosas de la calle —dijo mamá moviendo nerviosa las piernas, como era su costumbre cuando estaba preocupada—. A lo mejor le ha dado una sirimba, de esas que le dan a él por tomar tanto café y fumar tantos cigarros. Es una chimenea. Se lo he dicho. Dios sabe lo que le habrá pasado. Ya eran casi las cuatro de la tarde. De pronto, cayó en la sala el periódico enrollado y metido en un anillo hecho con una caja de cigarros. El vendedor de periódicos lo lanzaba desde la calle hasta el segundo piso, y entraba por el espacio estrecho entre el toldo y la baranda del balcón. —A ver si el periódico dice algo de papá —dijo Chita. Tomé el diario que había caído a mis pies. Lo abrí con inquietud y efectivamente estaba el retrato de mi padre con su cliente. No dije nada y leí: «Detenidos por robo», y en el pie del grabado decía: «La policía detuvo esta mañana a Ángel Simanca y a Julio Girona Pacheco en Carlos III y Belascoaín, por transitar con un automóvil robado circulado por la policía». Imaginándome la reacción de mi madre cuando diera la noticia, no dije nada, y pensé que hubiera sido mejor que lo hubiera arrollado una guagua, o un tranvía, o le hubiera dado una sirimba. —Bueno —dije—, a papá no le ha pasado nada. No lo arrolló un automóvil, ni una guagua, ni le dio una sirimba en la calle. Está bien. Solamente está preso, dice el periódico. —¡Preso! —gritaron todas a la vez, saltando de los sillones y el sofá para ver el periódico. La preocupación de mamá se transformó en furia. —Ese Julio, metiéndose en líos. A mí que me gusta la seriedad. No se da cuenta que su hijo Remigio es conocido, que Cipri es arquitecto. (En realidad mi hermano se llama Mario, pero en mi casa mis hermanas lo llamaban Cipriano, Nepomuceno, Cepillo, Serapio Galito, Milo, y otros nombres que no recuerdo). —¡Papá en la cárcel! —gritaba Puputina descontrolada, levantando los brazos y halándose los pelos, caminando de un lado al otro—. ¿Qué dirá el Partido? ¿Qué dirá Blas? ¿Qué dirá Juan? Mi hermana Celuca no perdió su calma habitual y dijo: «Recordaremos que hoy, diecisiete de junio, papá fue a la cárcel». Y añadió: «No se alteren. Seguro que fue un error». Nerviosa, con la cara roja, Chita gritó: —Remigio, llama ahora mismo a El País. Localiza a Juan David para que quiten el retrato de papá. Mira que haber pasado hambre toda la vida por honradez, y ahora resulta que papá es un «ladrón». ¡Qué desgracia! —¿Qué pensará el Grupo Literario de Manzanillo? ¿Qué pensará Ángel Cañete? ¿Qué pensará Navarro Luna? —gritaba Puputina. (Puputina era Rosita.) Llamé a Juan David, el caricaturista, le expliqué lo del retrato de papá en la primera página y le dije que interviniera para que lo quitaran en la segunda edición. Le aseguré que se trataba de una equivocación. «Me encargaré de eso», dijo David. Olvidaba decir que Remigio era yo, algunas veces. En ese instante sentimos que abrían la puerta. Entró mi padre. —¿Qué pasó? —preguntamos todos a la vez, poniéndonos de pie. Contrariado, mi padre respondió: —Esos policías son unos imbéciles. Un guardia paró el automóvil y dijo que el auto había sido robado, que teníamos que ir a la estación. Le expliqué que yo era el abogado del chofer y le mostré el botón en mi solapa y mi tarjeta. —Eso muéstraselo al sargento —dijo el policía. En la jefatura el sargento no me dejó hablar y dijo: —Tiene que explicárselo al capitán. El capitán no apareció hasta las tres de la tarde y, en la espera, el fotógrafo de un periódico tomó una fotografía. Todos escuchábamos. —Bueno, cuando vino el capitán se aclaró todo. Le expliqué que yo era simplemente el abogado de Ángel Simanca. Entonces papá dijo: —Bueno, ¿nadie le trae una taza de café a su padre? Y así fue como estuvimos a punto de tener un automóvil. Lolita de Triana En Nueva York conocí a Lolita de Triana. Era una mujer bella, aunque ya no era joven. Fue cantante y guitarrista, cantaba canciones españolas. Actuó en cabarets y en el cine mexicano y en Hollywood. Nació en Andalucía. Su madre era cubana y su acento era madrileño. En México hizo películas con Arturo de Córdova y otras estrellas mexicanas. Conversar con ella era enterarse de cosas y de la gente. Parecía haber conocido a todo el mundo. Entretenía a sus amigos con sus cuentos y anécdotas de poetas, pintores, músicos y escritores de los Estados Unidos, España y la América Latina. Fue empresaria de Carmen Amaya. Contaba que una vez la Amaya vio en la revista Life, en Nueva York, una fotografía de Marlene Dietrich vistiendo un abrigo blanco de piel. La cantante y bailarina flamenca le dijo al padre, un gitano como ella: «Quiero un abrigo de piel igual al de Marlene Dietrich». El padre, que no confiaba en bancos, y guardaba el dinero cosido en el forro del chaleco, contestó: «Pues hombre, dame una tijera para abrir el forro y darte la plata». Y Carmen Amaya compró un abrigo de piel igual al de la actriz alemana. Hablamos en una ocasión de Andrés Segovia. Contó que había sido también empresaria del gran guitarrista. «El pobre Andrés tenía una mujer que le hacía la vida imposible. En el restaurante, en el taxi y detrás del escenario, lo molestaba con quejas hasta que comenzaba el concierto. En el intermedio, seguía sus lamentaciones. En Tokio, Segovia la dejó por una japonesa». «Son más calladas», comentó el músico. A veces me preguntaba yo, si sería cierto todo lo que contaba Lolita. Si se hablaba de Anaís Nin ella decía: «Anaís era hija de Joaquín Nin, el músico cubano-español. Hermosa mujer con una piel blanca y lindos ojos. Era tan fina y delicada como un lirio. Estaba casada con un médico de California. Ella vivía en París y él en San Francisco. Fue amante de Henry Miller». Una noche llegué tarde a mi casa y encendí el televisor porque no tenía sueño. Proyectaban la película Juárez, de Paul Muni. En ese momento le preguntaban al emperador Maximiliano cuál era su último deseo antes de ser fusilado al amanecer. Maximiliano respondió que no deseaba nada, pero al retirarse el oficial, que era John Garfield, dijo: «Quisiera escuchar La paloma; una canción que le gustaba a mi mujer». En la siguiente escena, una india con una guitarra entonaba la canción al pie de la ventana de la celda, en el patio de la prisión. La india era Lolita de Triana. En la mesa yo le contaba mis experiencias de la Segunda Guerra Mundial. Me sugería siempre que las escribiera. Luego, cuando tenía invitados, ella relataba mis «cuentos». Asombrado, yo la escuchaba, y no sabía cuál versión era mejor, la mía, la verdadera, o la de Lolita. Yo prefería la de ella porque me pintaba como un Charles Chaplin, y la adornaba con su fantasía. Entre sus muchas actividades, tuvo una galería de artes, un bar en Greenwich Village, en Nueva York. Trabajó en una editorial importante. Escribió sobre pintura y ballet en revistas neoyorkinas. Tuvo un programa de noticias en la radio y publicó una novela de mucho éxito popular. Su libro se vendió en librerías, aeropuertos, farmacias, y otras partes. Senén, un pintor y actor español, vino a trabajar en mi estudio en verano. En la pared de pintar, yo anotaba direcciones y teléfonos. El pintor vio el nombre de Lolita de Triana y preguntó: «¿La conoces?». Supe entonces que había actuado con ella en la televisión. «Era un desastre —dijo—. Olvidaba los bocadillos. La última vez que actuamos juntos no me fue mal. Yo era su esposo en la obra. La historia sucedía en España, y como los norteamericanos piensan que los latinos somos machistas, lo único que Lolita tenía que decir era simple: Sí, Felipe. Como tú quieras, Felipe». Estuvo casada con un hombre que coleccionaba libros de pinturas con magníficas reproducciones. Un día Lolita encontró una carta de mujer en un bolsillo del saco, y su reacción fue llenar de agua la bañadera y echar dentro los libros de pintura, y cortar con una cuchilla sus camisas y sus trajes. Después se reconciliaron, pero él se quedó sin ropa y sin libros de arte. Lolita me llamaba por teléfono, de larga distancia, para contarme largamente sus problemas con su último marido. Un día yo me lavaba los dientes y con la boca llena de agua de pasta dentrífica, fui a buscar algo en el closet Al pasar por delante del teléfono sonó el timbre y sin pensarlo lo levanté. Era Lolita. Dijo: —Hola, ¿estás ahí? Yo no podía hablar, tenía la boca llena de agua y respondí: —Ujum. —¿Me oyes? —Ujum. —¿Por qué no me respondes? —Ujum jum jum —quería decir: No puedo hablar ahora. —¡Ay, Dios mío, no puedes hablar! ¡Ya veo...! ¡Estás amordazado! ¡Te han asaltado, estás amarrado y amordazado! ¡Ya sabía yo que eso te pasaría porque vives aislado y solo! ¡Dios mío, hay que avisarle a la policía! —Ujum jum jum jum jum—, pero tenía un buche de agua en la boca y no quería tragar el agua con la pasta para los dientes. Empezó a dar gritos desesperada. Tuve que botar el buche de agua en el suelo para calmarla y decirle que yo estaba bien. Entonces se calmó. Una mañana me dijo que se había separado de Johnny. Estaba contenta como alguien que se ha liberado de algo que no podía soportar más, y dijo: —¿Por qué no me dijiste nunca que Johnny era un cabrón? Johnny era ingeniero, un hombre caprichoso. Sentía pánico de entrar a las tiendas. Lolita le compraba las ropas y los zapatos, y cuando la ropa y los zapatos no le servían, ella tenía que devolverlas. Se encerraba en el baño cuando venía una visita que no le interesaba. No le importaba estar encerrado en el baño una o dos horas. Él y yo nos llevábamos bien. Cuando iban al cine, Lolita tenía que escoger la película y asegurarse de que habría buen tiempo. Cuando la película no era buena y cuando llovía, culpaba a Lolita y no le hablaba en varios días. Johnny era alto, rubio, buen mozo. Un día Lolita me anunció que regresaba a España. Deseaba volver a su pueblo en Andalucía, pero que antes iba a Cayo Hueso para traducir un libro. Supe más tarde que en el bar «de Hemingway», en Cayo Hueso, conoció a un capitán de un barco que navegaba entre Nueva Orleans y la Florida, y se había casado. No he vuelto a saber de Lolita. Gente de mi talla Frente a la tienda donde yo compraba mis pinturas y pinceles, estaba una tienda que vendía ropa usada. También vendían maletas, zapatos, lámparas, libros viejos, tostadoras de pan y otras cosas. Esas tiendas estaban organizadas por sociedades benéficas y eran atendidas por mujeres que trabajaban voluntariamente. Un día entré a la tienda de ropa usada, vi que vendían sacos, abrigos y ropa de hombre. Los sacos costaban tres dólares, el traje completo, unos seis dólares; una capa, cinco; un abrigo, diez o doce. Una blusa de mujer, menos de dos dólares; y un vestido, cuatro o cinco. Inmediatamente compré dos sacos de invierno y una capa. Esa ropa vieja, en buenas condiciones, a veces nueva, era donada o vendida por viuda que había perdido al esposo, o vendida por veinte dólares. Lo mismo sucedía con la ropa de las mujeres. A la hora de pagar los impuestos descontaban el valor de la ropa regalada, aumentando el precio exagera-damente. También las grandes tiendas regalaban lo que había pasado de temporada al llegar el invierno o el verano, descontando en sus ganancias los «regalos». En algunas ocasiones, en la tienda de ropa usada no había nada que me sirviera. Los hombres que morían últimamente eran grandes y gruesos. A veces pensaba que no debería usar esa ropa. Yo era pobre, pero no tanto como para no comprarme de vez en cuando un abrigo o una capa, o un saco. Los pantalones que me gustaban, ropa de trabajadores, costaban entonces seis o siete dólares en Sears. Una amiga me dijo: «Yo no me pondría jamás ropa de muerto». Le respondí que esa ropa fue usada cuando esas personas vivían. Una noche me invitaron a una fiesta en el estudio de un pintor de Greenwich Village, en Nueva York. La casa era amplia. En el comedor estaba una mesa larga llena de comida. Había de todo en abundancia. Los invitados conversaban en la sala tomando whiskey, martini, cerveza o vino. Yo tenía hambre y fui directamente al comedor, donde nadie había tocado todavía la comida. Allí me encontré a una mujer alta, de aspecto distinguido, que se ofreció a servirme de comer. Me dijo: —Yo también tengo hambre. Puso en un plato lo que le señalé y después ella se sirvió. Aquella señora, vestida de negro, con un vestido largo ampliamente escotado, llevaba un chal blanco que llegaba al suelo por el frente y por la espalda. Mi amigo el pintor, entró en el comedor y dijo: —Voy a presentarte a Stella Adler. Y seguidamente regresó a la sala donde estaban los invitados. Yo sabía quién era Stella Adler. La Adler era una de las actrices más famosas de Broadway. Venía de una familia célebre en el teatro, como los Barrymore. Su hermano Ludler Adler era una figura conocida en la escena y en la pantalla. La escuela de teatro de Stella Adler era una de las más prestigiosas en Nueva York. Entre sus alumnos más conocidos estaban John Garfield, Marlon Brando, Robert de Niro y otros. Mientras comíamos solos, de pie, le dije: —Stella, qué bien luce usted con ese vestido negro, largo, y el chal blanco, parece una dama pintada por Goya. Está usted elegante y hermosa. Ella se sonrió y con el plato en una mano y el tenedor en la otra, comentó: —Pues le diré que acabo de regresar de Francia. Estuve en el festival de cine de Cannes y la prensa señaló que yo era la mujer más elegante que había asistido a la inauguración del festival. Y añadió: —Lo gracioso es que este vestido negro lo compré en una tienda de ropa usada, en Nueva York, y me costó sólo seis dólares cincuenta centavos. Más tarde, cuando caminaba yo hacia el subway, no me sentí tan mal por usar sacos y abrigos de aquella tienda y pensé que era tiempo de ver si había muerto gente de mi talla. Jamané Mi hermano Mario, el arquitecto, fue a trabajar en el pabellón de Cuba en la exposición de Montreal. Fue a construir la boutique de Coppelia. Mi padre le dijo antes de partir: «Si mi hijo Julito, carajo, no va verlo a Canadá me lo dice, para decirle cuatro cosas». Fui en avión a Montreal y allí me encontré con mi hermano. La construcción de la boutique estaba muy avanzada. La parte interior la habían cubierto de majagua de lindos colores. Mario me llevó a la casa donde estaban alojados los trabajadores cubanos. La habitación era larga y amplia, llena de catres donde dormían unos treinta hombres, carpinteros, albañiles, plomeros y electricistas. Allí conocí a Juan Cruz, el albañil. Cruz tenía su catre a mi izquierda. Enseguida hablamos como si nos hubiéramos conocido toda la vida. Me habló de su juventud en Sagua la Grande. Primero quería ser jugador de pelota, pero no bateaba, y se metió a pescador, hasta que se cansó de pasar las noches aburrido en el bote. Decidió hacerse boxeador, pero pasaba mucha hambre y no tenía resistencia. Participó en el Campeonato de los Guantes de Oro donde le tocó enfrentarse con el Toro de Mayarí, un hombre que pegaba fuerte y que decían que tenía una derecha «asesina». —Le dije al Toro de Mayarí que no me pegara en los dos primeros rounds para hacer un buen papel. El contrario lo complació, bailaron en el ring sin pegarse, pero en el tercer round, el Toro se soltó y por poco mata a Cruz, hasta que un derechazo lo noqueó. Después de esa pelea se hizo albañil. —Ahora usted me tiene aquí, de albañil, especialista en poner placas de granito. Al día siguiente de mi llegada a Montreal, acompañé a mi hermano a la ciudad para gestionar materiales para la construcción. A la hora del almuerzo, regresamos al cuartel y fuimos al restaurante que estaba en la esquina, donde hacía más de dos meses que comían los trabajadores cubanos. El dueño del restaurante, un italiano, me vio tomando una sopa minestrone y me preguntó si hablaba inglés. Me dijo: —Quiero que me haga un favor. Yo tengo en mi restaurante doce o quince platos fuertes, sin contar los entremeses, las ensaladas y los postres. Me mostró la carta y continuó: —Hace más de dos meses que sus compatriotas almuerzan y comen aquí. Siempre piden el mismo plato porque no saben inglés. Usted ha visto que tenemos raviolis, bistec empanizado a la milanesa, pollo frito, pescado, marisco y hamburguesa..., sin embargo, ellos piden siempre ham-and-eggs (huevos con jamón). Nunca miran el menú. Al sentarse dicen: «jamané». Se me está quedando la comida. Hay que hacer más de treinta órdenes de huevos con jamón. Cruz se sentó en nuestra mesa y le dijo a la camarera: «Jamané». El italiano, dueño del restaurante señaló: —¿Ve lo que le dije? Y añadió: —Quiero que usted me traduzca en cubano todo lo que tengo en el menú para que se enteren de lo que tenemos aquí. La camarera trajo los huevos con jamón y Cruz le dijo: —Give me cerve. Cerve, para el albañil, era cerveza en inglés. Me pasé largo rato traduciendo al español la carta del restaurante y, a partir de ese día, la comida de los cubanos varió un poco. El dueño del restaurante, contento, me preguntó cuánto tiempo iba a estar en Montreal. Le dije que unos cinco días. —Mire —me dijo—, pida usted lo que quiera, con cerveza o vino, mientras esté aquí. Usted es mi huésped. A los cuatro o cinco días regresé a Nueva York. Más tarde supe que Cruz comentó: —Lástima que Julio se fue. Me gustaba hablar con él. Era buen conversador. Qué ameno, chico. Yo no había podido decir «ni ji». Cruz era un show-man. Todas las noches nos entretenía. Finalmente dijo: —Gracias a tu hermano, ahora como todos los días hamburguesas con papas fritas. Otro chance Esa mañana sentí un ligero dolor en la rodilla, sentí como el principio de un ataque de gota. Cuando salía para la ciudad, tomé una pastilla para la gota. Seguidamente sonó el teléfono y, después de terminar la conversación, tomé otra pastilla. Se me olvidó que ya la había tomado. Salí en el automóvil hacia Nueva York para entregar mi trabajo, que hacía en la casa y entregaba cada lunes. Al entrar en el puente George Washington, a unas millas de mi pueblo, sentí mareo, un mareo fuerte, sentí que me desmayaba, no tenía fuerzas para conducir. Vi un lugar donde se podía regresar. Con esfuerzo guié el auto unos minutos hasta llegar a mi casa. Detuve el automóvil frente a mi garaje, y caminé hasta la puerta de mi vecino y le dije que me sentía mal, que fuera más tarde a mi casa a echarme un vistazo. Sólo tuve tiempo para echarme en el sofá. Perdí el conocimiento. Cuando abrí los ojos había pasado largo rato. Henry, mi vecino, un barbero negro, retirado, de pelo blanco, estaba arrodillado a mi lado, frente al sofá. Su esposa Mildred, una mujer delgada y alta, con espejuelitos ovalados, estaba sentada en un extremo de mi cama. Los dos estaban rezando. Henry tenía una mano sobre mi pecho y la otra en mi frente. Rezaba: —Oh, Lord, give him another chance (Oh, Señor, dale otra oportunidad). Y continuaba: —Oh, Lord, he is a good man. Give him another chance (Oh, Señor, es un buen hombre. Dale otra oportunidad). La anciana esposa de Henry, con las manos juntas, miraba el cielo raso y repetía: —Yes, Lord, he is a good man. Give him another chance. Ella rezaba y cantaba: —Oh, yes, Lord; Aleluya, Aleluya... Al darme cuenta de lo que sucedía, dije para mí: —Coño, me estoy muriendo. Qué fácil es morirse... Volví a perder el conocimiento, pero no creo que fuera por las pastillas. Esta vez fue la impresión de verme morir. No estaba acostumbrado. Al recobrar el conocimiento y mirar alrededor, vi a Gloria, una amiga, que había venido a verme. Gloria tenía en la mano un plato de sopa y una cuchara. —Toma esta sopa, que te hará bien —dijo. Mildred y Henry se alegraron de que el Lord me diera otro chance, y yo se lo agradecí al Señor. Los vientos de la colina Rina ocupaba la habitación del segundo piso en casa de un obrero que vivía con su esposa y dos niños. La menor se llamaba Ilschen y la hermanita Gerlinde. Una tenía cuatro años y la otra cinco. Las dos eran rubias de pelo corto, lacio, de ojos azules y mejillas rosadas como muñecas. Karl el padre, era albañil, y la esposa Anna era una mujer fuerte que no paraba de trabajar. La escuela de cerámica donde estudiaba Rina estaba en el camino de Frankfurt, a menos de unos kilómetros de distancia. Cerca de la casa estaba el hotel Adler, el único hotel en la aldea. Allí se reunían los campesinos a tomar cerveza y steinhager. Karl Winter partía a su trabajo al amanecer, y regresaba a las cinco de la tarde. Poco después se ponía a trabajar en la habitación que estaba añadiendo a la casa. Un día, mientras repellaba el cemento en la pared de afuera, en un andamio, me gritó desde arriba: —¿Por qué no me pinta un mural aquí? Se vería bien desde el camino. En el patio había un montón de lozas rotas, de colores, y con esas lozas hice una composición abstracta en el muro. Karl y Anna, extrañamente, estuvieron contentos con el mural. Los campesinos se preguntaban qué quería decir aquel mural y Karl les explicaba que era Kunst, es decir, arte. En casa del albañil no había libros, ni siquiera revistas ni periódicos. En una visita a Frankfurt, compré lápices de colores, papel y chocolates para las niñas. No sabían qué hacer con los lápices de colores ni el papel. Senté en las piernas a Ilschen y guiándole la mano en la mesa dibujamos un árbol con manzanas, luego un conejo, un caballo, una casita y unas frutas. La niña se reía al ver como de su manito surgían aquellos dibujos. Gerlinde dijo: —Ich auch. Ich auch (Yo también). Y dibujamos una jirafa y un elefante. Por la noche, cinco o seis hombres tocaron en la puerta. Querían hablar con los padres de las niñas. Querían informar que el «italiano» —ese era yo— había sentado en sus piernas a las niñas cuando no había nadie en la casa, y que tuvieran mucho cuidado porque desde que el «italiano» estaba en la aldea robaban el dinero de las máquinas de comprar cigarros. Karl y Anna no hicieron caso a las advertencias. Al cabo de una semana sin pintar, me di cuenta que dormir con una mujer no era suficiente por linda que fuera. Yo estaba contento con Rina, pero ella pasaba todo el día en la escuela de cerámica. En su habitación no se podía trabajar. La cama y la cocinita ocupaban todo el cuarto. Alquilé una habitación, en el patio del hotel, que usaban como almacén. Había una estufa que yo encendía con leña. Por la mañana calentaba el estudio antes de empezar a trabajar. En el patio cubierto de nieve encontraba a veces dos o tres ciervos en el suelo, con balazos en el pecho o la cabeza. Tenían la boca abierta y los ojos, grandes y redondos, muy abiertos, como sorprendidos de encontrar la muerte en el bosque, o un rayo al amanecer. Una semana más tarde, al abrir la puerta del estudio, encontraba cabezas de gallinas y pollos en el suelo, como si fuera una brujería. Me habían visto con Rina, una joven alemana, y eso mortificaba. Por la mañana caminaba medio kilómetro a una pequeña panadería donde vendían buen pan. En el camino, cubierto de nieve regada como azúcar, veía a las campesinas con pañuelos en la cabeza y piel quemada por el viento y el frío, mujeres que arrastraban lecheras en un carrito de cuatro ruedas, como pintadas por Chagall, y leña y ramas secas en la cabeza. Mujeres que si se les cayera al suelo el pañuelo en un boulevard, dos o tres hombres correrían a recogérselo. Una noche invité a Karl a tomar cerveza en el bar del hotel. Después de tres o cuatro vasos, se soltó a conversar más que otras veces. Dijo: —Cuando el viento soplaba de la colina, durante la guerra, donde está el hospital el olor era insoportable. Se sentía el olor a carne quemada. El viento traía el humo de las chimeneas de las cámaras de gas. Nos trajeron más cerveza y continuó: —En la cima estaba el hospital donde diariamente llegaban enfermos, lisiados y retardados mentales. También llegaban viejos que consideraban una carga. Al día siguiente, por curiosidad, caminé hacia la colina de Hadamar. La estación del ferrocarril estaba en una cañada. Allí descendían las personas que iban a eliminar, mujeres, hombres, niños y ancianos. Los pasajeros orinaban y hacían sus necesidades al borde del largo andén. Llegaban en trenes de carga, cerrados. Caminando, me imaginé el espectáculo de miles de personas haciendo lo suyo, uno al lado del otro. Después subí por la colina, por donde miles de personas subieron, sin saberlo, a encontrar la muerte. Llegué a los pabellones donde se desnudaban para bañarse, y las duchas despedían gas en lugar de agua. Allí vi las chimeneas de los hornos donde incineraban a las víctimas. Por la noche, Rina abrió una botella de vino blanco que tenía enfriándose al borde de la ventana y contó este chiste: «Un comandante alemán, jefe de un campo de concentración, gozaba en su tarea de matar a miles de personas, y para entretenerse escogía la muerte de sus víctimas. Un día le dijo a un prisionero judío: —Tengo un ojo de cristal, pero está tan bien hecho que nadie sabe cuál es, si es el derecho o el izquierdo. Si adivinas cuál es el ojo de cristal te perdono la vida. El judío miró un instante los ojos del comandante y dijo: —El izquierdo. El comandante sorprendido respondió: —Acertaste. ¿Cómo lo sabes? El judío contestó: —Porque vi en ese ojo un poco de humanidad». Pico Pico era el monitor de mi clase de grabado en Krefeld, Alemania. Era un muchacho simpático, buen mozo, venía de la parte alemana que ahora pertenecía a Polonia. Helen von Block, su novia, una muchacha de familia rica de la región del Saar, era rubia, de ojos azules, muy linda y agradable. Me llamaba «tío». Pico tenía una beca modesta y Helen lo ayudaba. Helen quería casarse con él, pero Pico no quería perder su independencia. Los padres de Helen tenían varias fábricas de cerámica en Alemania y una en Argentina. Extrañamente, Helen siempre estaba sin dinero y muchas veces yo le prestaba dinero y ella me lo devolvía. A la hora de almorzar, nos reuníamos para comer en el mercado, donde el almuerzo consistía en un potaje de lentejas o de frijoles blancos. Con frecuencia nos veíamos por la noche para tomar cerveza en los bares de Krefeld o Dusseldorf, o para reunimos en casa de un profesor de la escuela o de algún estudiante. Más de una vez, Helen se robó una col de una hortaliza en el camino, y comimos ensalada a las dos o las tres de la mañana. Pico, no sé cómo, se consiguió un viejo Mercedes Benz y entonces teníamos auto. Cuando me llevaba a un concierto me conducía hasta la entrada de la sala del teatro. Se bajaba, daba media vuelta al automóvil, y abriéndome la puerta decía: «¿Cuáles son sus órdenes, señor?». Yo le respondía: «Recójame a las once». Algunas veces, el Mercedes Benz no funcionaba y yo tenía que empujarlo hasta que arrancara el motor. Yo siempre iba sentado detrás y Pico me preguntaba: «Mein Herr, ¿qué programa quiere escuchar, el de Praga, Belgrado, Berlín o Moscú?» Yo le respondía: «Oigamos un poco de Mozart en Berlín». Con el tiempo, Pico se convirtió también en mi cocinero y preparaba la comida y comíamos los dos. Me ayudaba en la calificación de los alumnos. Pico decía: «Este es pesado, vamos a darle una nota baja, o este es buena gente, vamos a darle una nota buena para que se anime, aunque no tiene talento». Pico tenía adoración por España. Se pasaba los veranos allá, solo o con Helen. Conocía a todos los toreros, y él y Helen hablaban con pasión de las corridas. También les gustaba la música flamenca, y habían estado en Andalucía. Muchas noches nos reuníamos, con botellas de vino del Mosela o el Rin, para tomar y oír mis discos flamencos. Hablaban español. Conocí a Pico y a Helen al día siguiente de llegar a la escuela. Un grabador llamado Kado no aprobó que el director de la escuela trajera a un pintor de Nueva York para enseñar en Alemania, y convenció a Pico para que me hiciera insoportable la vida en Krefeld, ya que era alumno de mi clase de grabado. El primer día en la escuela, fui temprano a tomar café a un sitio que sólo vendía buen café de Colombia. Helen y Pico estaban cerca de mi mesa y ella le dijo: «Ese hombre es el que ha venido de Nueva York para enseñar en tu clase. Fíjate en la camisa azul que lleva. Linda camisa». Pico respondió: «Yo no sé por qué en Alemania no hacen camisas así. Nuestras camisas parecen que están hechas con telas de paracaídas». Eran cerca de las nueve de la mañana y regresé a la escuela para empezar mi primer día de clases. Fui directamente a mi cuarto y me cambié de camisa, me puse una beige y puse en un sobre la camisa azul. En la clase, le entregué a Pico mi camisa azul y le dije: «Oí lo que dijo su amiga de mi camisa. Aquí la tiene, es mi regalo». En menos de quince minutos toda la escuela, un edificio de cuatro o cinco pisos, sabía que yo le había regalado a Pico mi camisa. Cuando bajé las escaleras, los estudiantes me miraban y decían discretamente: «Ese es el pintor de Nueva York que le regaló la camisa». Así conocí a Pico y a Helen. El plan del pintor Kado, de hacer que Pico me hiciera la vida miserable, ahí mismo terminó. Yo no sabía nada. En la escuela había más de ciento cincuenta alumnos. Más de la mitad eran mujeres, muchachas encantadoras. El director me advirtió, desde el primer día, que yo podía acostarme con cualquier mujer de Alemania, pero que no me envolviera con ninguna alumna, aunque eran una tentación. A pesar de eso, empecé a salir con las alumnas de la escuela. Por la noche estaba solo. Unas veces el director, Herr Winter, me invitaba a comer a su casa y pasaba una noche agradable conversando con Ingeborg, su compañera, también arquitecto como él. Allí, en su casa, en las sobremesas, yo le hacía los cuentos de la guerra y Winter y su esposa me decían: «Julio, tienes que escribir eso. Decididamente tienes que escribir tus cuentos de la guerra». Prometí hacerlo, y lo hice años más tarde. Visitaba con frecuencia la casa de Gerlinde y de Martje. Gerlinde era pecosa, en la cara y por todas partes. Martje era trigueña, su madre era húngara, parecía un mosaico bizantino, con ojos grandes, negros. Gerlinde tenía los pechos chiquitos y Martje grandes como toronjas. Mientras tomábamos té, y comíamos pan negro con margarina, yo veía los ajustadores colgados cerca de la chimenea; era fácil saber cuáles eran los de Gerlinde y los de Martje. Martje tocaba la flauta y Winter tocaba el piano. A veces los dos daban un concierto de Telemann o de Juan Sebastián Bach. Winter era muy artista y tenía teorías sobre la integración del arte. Cuando íbamos los tres a su casa, Winter nos sentaba en asientos que fueran bien con el color de nuestra ropa. Decía: «Fraulein Gerlinde aquí, en el sofá, que su blusa roja pega con el gris. Fraulein Martje en este sillón». A veces nos hacía cambiar de lugar dos o tres veces. En la escuela sólo vivíamos el encargado, Herr Müller con su esposa, y yo. Herr Müller, parecía un sargento de la Wehrmacht. Herr Müller tenía su habitación al lado de la entrada principal; podía ver quién entraba, si estaba despierto. Una noche, después de un recorrido por los bares del barrio viejo de Dusseldorf, Martje me acompañó hasta la escuela, se quitó los zapatos, entró y subió las escaleras hasta mi habitación en el cuarto piso. Al día siguiente, tocaron la puerta de mi cuarto a las siete de la mañana. Winter era el primero en llegar. Martje se metió debajo de la mesa que tenía un mantel largo, hasta el suelo, y le dije antes de abrir la puerta: «Ni respires». Winter entró, agarró una silla, se sentó y empezó a hablar. Dijo que por la noche los profesores celebrarían un banquete en un castillo, en las montañas del Rin, y quería que yo hiciera un par de cuentos. «Esos cuentos tuyos de la guerra son como los de Charles Chaplin». Le dije que diría todos los cuentos que él quisiera. Al fin se levantó y se fue. Martje salió debajo de la mesa. Algunas veces yo visitaba a la familia de Ilse, mi esposa. Vivían en Essen, a una hora de Krefeld. Allí el ambiente era otra cosa, sólo faltaba el retrato del Kaiser. Los muebles tenían cientos de años, los cubiertos también. Mi cuñado había sido coronel en la guerra. Llegó hasta el Cáucaso, allá lo hirieron y sus soldados, para no abandonarlo, lo amarraron a un cañón en la retirada, hasta llevarlo a un hospital en la retaguardia. Un día dije, hablando de las películas italianas, que las actrices italianas tenían lindos pechos. Mi cuñada me hizo señas con el dedo para que fuera a la otra habitación. Allí me dijo: «En Alemania no se dice que las mujeres tienen lindos pechos». Pico se marchó para España y yo regresé a los Estados Unidos. Un año después regresé a Dusseldorf para hacer una exposición de pintura, en la Galerie Gunar. Visité Krefeld y fui a un bar que conocía. Tomaba allí una cerveza cuando alguien por detrás puso sus manos sobre mis ojos. Miré sus manos y no supe quién era. Di media vuelta y era Pico. Mi monitor había cambiado, era otro. Estaba con una chaqueta y una bufanda como una estrella del cine. Apartó mi cerveza y dijo: «No tome eso, maestro». Y dirigiéndose al barman dijo: «Ponga una botella de Bernkastel y traiga una caja de tabaco». —¿Qué ha pasado? —Nada. Simplemente hice varias películas en España. Trabajé con Frank Sinatra en la cinta El tren y acabo de actuar en la película Doctor Zhivago. Ahora tengo dinero. Después fuimos a los bares de Dusseldorf hasta las tres de la mañana. Martje y yo decidimos visitar a Helen von Block en Saarbrucken. Yo tenía su dirección y al llegar a la mansión pensé que me había equivocado, pero decidimos preguntar. Allí vivía Helen, en una mansión en medio de un parque inmenso con su familia. Su madre era una mujer muy bella que parecía salida de un cuadro de Goya. Nos quedamos a dormir allí esa noche. En el techo de la mansión había pinturas de mujeres flotando y esculturas como en un palacio de Versalles. Más tarde, en Nueva York, Martje y yo fuimos al estreno de la película Doctor Zhivago y vimos a Pico. Recordamos los cuentos de Pico durante la filmación, las fiestas donde la bebida se hacía en la bañadera y Geraldine Chaplin bailaba sobre la mesa, y la parte en que Sir Alec Guinness, durante la escena con Pico, al verlo nervioso, pidió diez minutos de descanso y le preguntó si había visto torear a Dominguín, y cuáles eran los toreros que más le habían impresionado. Pico le contó que sí había visto a Dominguín y le habló también de otros toreros. Entonces dijo Sir Alec Guinness: «Sigamos la filmación». El Che Cuando el Che llegó a Nueva York, su presencia se hizo sentir en toda la ciudad, en los periódicos, en la radio y la televisión. Habló en la Asamblea General de las Naciones Unidas y su impacto sacudió a Nueva York. El Che me envió con mi hermana Celia, que trabajaba en la Misión Cubana, un mensaje que decía: «Dile a Julio que si no le importa comer en la cocina, lo invito a cenar conmigo mañana a las seis». Llegué a la Misión Cubana pasando por docenas de policías uniformados y el FBI. Subí al salón del primer piso. Me senté en un sofá rojo y poco después vi descender, por una escalera de mármol, al Che. Vestía su uniforme verde olivo y botas brillosas. Caminó directamente hacia mí y extendiéndome la mano, dijo: —¿Cómo está, Julio? Y seguidamente se sentó en el otro extremo del sofá. Dije: —Lo conozco mucho por la prensa y la televisión. Ahora usted está delante de mí con su uniforme verde olivo y las botas que brillan, como lo describió el New York Times. —Sí, esta tela de mi uniforme viene de China y los zapatos los limpió mi mujer. Hubo una pausa breve y dije: —Leí un artículo sobre usted en una revista brasileña, donde aparece con una boina y el torso desnudo, tomando mate. Ahí cuenta su viaje por el Amazonas. Es increíble. ¿Fue realmente así? —Así fue. Trabajé en un campo de leprosos en el Perú. Los otros médicos tenían miedo de acercarse a los enfermos, pero yo comía con ellos. Los leprosos tenían una banda de música. Los que tocaban los tambores habían perdido los dedos y las manos, y les amarraban los palitos en los muñones para tocar los tambores. —¿Y la balsa? ¿Cómo fue aquello? —Mi amigo Alberto Granados y yo construimos una balsa y así navegamos por el Amazonas hasta llegar al Atlántico. Entonces fui a Guatemala donde permanecí hasta que derrocaron al gobierno de Jacobo Arbenz y me trasladé a México. En México fui fotógrafo. Retrataba a los indios en el Paseo de la Reforma y anotaba sus direcciones y coloreaba de rosado las fotografías, luego las llevaba a sus casas y ellos las compraban. Allí conocí a Fidel, y el resto ya se sabe. —Leí —dije— un relato suyo en que usted cuenta que fue herido en el cuello al desembarcar en Cuba. Usted se recostó de un árbol y pensó que se moría. ¿Qué pasó? —Nada, aquí estoy. Un muchacho ofreció vino tinto o de banana. —Mire que hacer vino de banana... —comentó el Che. Yo dije: —No sé como ustedes pueden dormir. Aquí yo a veces no duermo pensando en Cuba, en la amenaza de los yanquis. —Pues simplemente dormimos. Y cambiando de tema pregunté: —¿Qué piensa de la pintura que se hace en la Unión Soviética? —Bueno, le diré que lo que hacen actualmente los camaradas soviéticos en la pintura no me gusta. —¿Escribe usted versos? —Me gusta la poesía. Escribí un poema a Fidel. Un funcionario se acercó para decir: —Comandante, aquí están las fotografías de su intervención en las Naciones Unidas. ¿Qué hago con ellas? —Lo que tú quieras. Un muchacho dijo: —Comandante, aquí está la caja de tabacos que usted pidió que se enviara al embajador de Nigeria. La caja de tabacos era grande, un estuche, con una bandera cubana y el Morro de La Habana. Dijo el Che: —¿No tienen una caja que no tenga la bandera cubana y el Morro? Entonces mirándome me preguntó: —¿No le parecería mejor, Julio? —Claro que sí. Al poco rato volvió el muchacho con una caja de linda madera, sin la bandera cubana y el Morro. El Che comentó: —Mucho mejor. . El día anterior, el Che me había enviado, con mi hija Ilse, su libro La guerra de guerrillas, dedicado, haciendo referencia a que «éramos compañeros en el oficio de tirar tiros». Alguien nos avisó que la comida estaba servida en la mesa del comedor. El Che dijo: —¿Sirvieron la comida en la mesa del comedor? Si yo invité a Julio a comer en la cocina, que es donde se come mejor. Comimos solos y conversamos largamente de muchas cosas. Al terminar, nos avisaron que unos veinte periodistas esperaban para entrevistar al Che. Subimos a un salón amplio donde los periodistas esperaban sentados en círculo. El Che y yo nos sentamos en el suelo, en el centro. El Che se extendió a lo largo, en la alfombra. Yo me senté a su lado. Empezaron las preguntas. Algunas difíciles y mal intencionadas. El Che me miraba y comentaba en voz baja: —¿Esta gente son periodistas o son del FBI? El comandante fumaba un cabo de tabaco que encendía constantemente. Una periodista norteamericana le preguntó: —¿No podría usted regalarme ese cabo de tabaco? El Che respondió: —Yo no regalo cabos de tabacos. A las doce de la noche terminó la entrevista. Cuando los periodistas se marcharon, el comandante me acompañó hasta la puerta y me dijo: —Espero que la próxima vez que venga a Nueva York no tenga tantos policías detrás y pueda hacerle una visita para ver sus pinturas. Así nos despedimos. El subway estaba cerca de la Misión, pero yo preferí, a pesar del frío de diciembre, caminar hasta la próxima estación en la calle 57, lejos, para repasar mentalmente el encuentro con el Che Guevara. Andrea di Lucca En Siena, oí hablar de Andrea di Lucca. Nunca había oído mencionar a ese pintor y escultor extraordinario. Tomé parte de un grupo de norteamericanos que visitaba Siena y Florencia. Entre los turistas nunca falta uno o dos que quieren saber más de lo que lo dice el guía. Desean saber quién pintó los murales y si son del mismo artista que hizo los frescos de Santa Maria Novella en Florencia, o quiénes eran los escultores que hicieron las estatuas de la Piazza della Signoria. Nuestra guía era una muchacha de Brooklyn que estudiaba en Florencia el arte y la literatura de la Edad Media y el Renacimiento. La joven, fina y atractiva, tenía el pelo rubio oscuro, largo y lacio, con ojos verdes y algunas pecas en sus mejillas rosadas. En la catedral de Siena nos mostró el piso decorado por ochenta pintores. Explicó que los artistas más famosos de Siena y Florencia trabajaron en la obra, y mencionó a cinco o seis. Una mujer de Kansas City, que hacía siempre preguntas, comentó: —Usted dijo que ochenta pintores hicieron la decoración del piso y sólo mencionó a media docena. ¿Quiénes son los otros artistas? La guía respondió: —Bueno, realmente no recuerdo. —Usted es la guía de cuarenta personas aquí y se supone que conozca su profesión —dijo molesta la mujer. La joven la miró y apretó los labios. Más adelante, la mujer de Kansas City quiso saber quién había pintado el cuadro grande cerca del altar. La guía respondió: «Andrea di Lucca». —¿Quién hizo el mural que está a la derecha? —Andrea di Lucca —dijo la muchacha. —Pero es un estilo distinto —comentó la mujer. —Lo pintó después de vivir en Florencia, influenciado por la escuela florentina. A la salida de la catedral, un hombre de pelo blanco, con una cámara al hombro, preguntó quién había hecho las esculturas que estaban a un lado de la entrada. —Andrea di Lucca. —Pero, ¿era escultor también? —Sí, como Miguel Ángel. Por la noche, en Florencia, me encontré en un café, cerca de la Piazza della Signoria, a la muchacha de Brooklyn que nos había mostrado Siena. La saludé y le dije que nunca había oído hablar de Andrea di Lucca. Añadí que Giorgio Vasari, en su libro sobre los pintores y escultores del Renacimiento, sus compañeros, no lo mencionaba. La muchacha demoró un instante su respuesta y sonriendo respondió: —Es cierto. Andrea di Lucca nació después de la época de Vasari. Nació en Siena. —¿Cuándo? —Esta mañana. Lo inventé para los que preguntan demasiado. Affaires de aduanas En una ocasión, llegué a La Habana con una carpeta de dibujo para una exposición. Había cuatro o cinco empleados de la aduana revisando los equipajes. En cada cola estaban ocho o diez pasajeros esperando su turno. Dos mujeres uniformadas trabajaban en la extrema izquierda y pensé: «Me alegro de no estar en esa fila. No me gustan las mujeres uniformadas que hacen tareas que generalmente son de los hombres, son más exigentes, son inflexibles. Por suerte estoy en este lado donde hay un viejo canoso». En la espera, al mirar a las dos mujeres con uniforme verde olivo, vi que despachaban al último hombre de la fila. Cuando el pasajero cerró sus maletas, una de las aduaneras miró hacia donde yo estaba, que era el último en mi cola, y me hizo señas con el dedo para que fuera hacia su mesa donde inspeccionaban el equipaje. Por señas pregunté si me estaba llamando a mí y las dos me señalaron que fuera hacia ellas. Me dije: «¡Qué desgracia! Yo que no quería que me atendieran». He tenido malas experiencias con mujeres en los correos y en los aeropuertos. Bueno, no podía remediarlo. Me acerqué, y una, la más joven, dijo: —¿Cuántas maletas tiene? —Estas dos. Entonces para despertar simpatía y comprensión dije: —Yo soy artista. Soy pintor, y traigo aquí una exposición. —Conque pintor, ¿eh? La aduanera mayor dijo: —Bueno, abra esa maleta —y señaló la que tenía mi carpeta con los dibujos, colocada encima de la ropa. Abrí la maleta y la mujer mayor dijo: —A ver lo que tú haces. Comencé a mostrarles los dibujos. En total eran cuarenta desnudos de mujer. Las dos mujeres empezaron a ver mis dibujos con interés. Entonces la mayor dijo: —Pero chico, tú pintas sólo mujeres. ¿No dibujas ningún hombre? Recordé que en uno de los dibujos aparecía un hombre desnudo. Era un hombre con barba que estaba de pie, con las manos tapando, de una manera casual, su parte más íntima. La mayor comentó: —Pero chico, no se le ve nada. La próxima vez que tú vengas, tráeme desnudos de hombres y que se vea lo suyo. ¿Oíste? La más joven señaló: —Mira chica, si el pobre hasta toma diazepán. La compañera dijo: —Bueno, cierra la maleta y vete, pero recuerda: la próxima vez me traes hombres desnudos. Yo venía a Cuba siempre con dos maletas. Una para mi ropa y cosas personales, y la otra para traer regalos. Al regreso a los Estados Unidos volvía con una maleta vacía. Yo estaba pintando mucho para una exposición en la Galería Bertha Schaefer y necesitaba trapos para borrar el color que deseaba cambiar y para dar ciertas tonalidades que se hacen frotando un paño. También para limpiar los pinceles. Cuando preparaba mi equipaje para regresar a Nueva York le dije a mi madre: «Tengo una maleta vacía. Ponme ahí ropa vieja, trapos, preferiblemente pantaloncitos viejos de mujer porque la tela es absorbente. Es la mejor tela para lograr tonos delicados. Yo creo que Rembrandt usaba los pantaloncitos de su mujer para hacer esas sombras que lo hicieron famoso». Yo tenía cinco hermanas. Olvidé por completo la maleta de los trapos. En el aeropuerto de Nueva York estaban mis dos hijas y mi mujer esperándome. Entonces había un largo balcón, como un anfiteatro, donde los que esperaban a los pasajeros podían mirar a los que llegaban y pasaban por la aduana. Tan pronto entré en el salón vi a mi mujer y mis hijas recostadas en el balcón. Cientos de personas esperaban también a sus familiares que venían en ese vuelo, y otros que llegaban de todas partes del mundo. Cuando yo aparecí en el salón mis hijas empezaron a dar saltos, yo no podía oír lo que decían porque estaba abajo, y ellas estaban en el piso superior y nos separaban los cristales. Los aduaneros estaban revisando el equipaje y un hombre alto y grueso, con uniforme azul, preguntó: —¿Cuáles son sus maletas? —Estas dos. —Pues ábrame la rojiza. Abrí la maleta y el aduanero vio mi ropa. La maleta estaba llena de pantaloncitos de mujeres de todos los colores. Levantó uno rosado y preguntó: —¿Esta es su ropa? Yo había olvidado la maleta con los bloomers. Dije: —Este..., le diré... —Mire, no explique nada. Cierre la maleta y lárguese pronto. Mi mujer y mis hijas estaban viendo la escena. Las niñas le dijeron a la madre: «Esperaremos en el automóvil. No quiero que nos vean junto a daddy en la salida». Esta vez llegué al aeropuerto de La Habana con dos óleos enrollados en un tubo. No tuve problemas con mi equipaje, pero al saber el agente de la aduana que tenía dos pinturas dijo: —Eso no puede entrar. —Pero compañero, son dos cuadros para una exposición en la Galería de La Habana dentro de dos o tres semanas. —Este asunto lo tiene que decidir la directora. Voy a llamarla. Vino una jovencita de unos veintidós años y preguntó de qué se trataba. Expliqué que traía dos pinturas. Ella dijo: —¿Pinturas? Eso es patrimonio nacional. —Pero ¿cómo va a ser patrimonio nacional si yo, el autor de los dos cuadros, estoy tratando de entrarlos? En todo caso se trata de un patrimonio de los Estados Unidos, de donde vienen. —Patrimonio nacional —sentenció—. Tienen que quedarse aquí. Y dirigiéndose al empleado que me atendía ordenó: —Dele un recibo. Me dieron un recibo. En el Fondo de Bienes Culturales conté lo que había pasado con mis dos cuadros. Hicieron llamadas telefónicas y empezaron las gestiones para recuperar las pinturas. Al cabo de dos meses se logró un permiso para recoger los cuadros. Era difícil conseguir un automóvil para buscar las pinturas en el aeropuerto José Martí. Se consiguió el automóvil. En el aeropuerto dijeron que los cuadros no estaban allí, que había pasado más de un mes y que fueron enviados a la aduana del puerto. Allí dijeron que las pinturas no aparecían en los libros y que no estaban en los almacenes. Entonces, comentando con alguien la suerte de mis cuadros, me dijo: «Tengo un compañero que trabaja en la aduana, voy a llamarlo». Llamó por teléfono al compañero de la aduana que le dijo: «Ven a recogerlos, o mejor todavía: se los llevaré yo mismo». Trajo las dos pinturas y preguntó. «¿Por qué no me avisó antes? Ya lo sabe para la próxima vez». Le regalé un grabado. Magia en Juanelo Antonia Eiriz, la pintora, cuelga en los cordeles de tender la ropa de su patio, cinco o seis cartuchos inflados como lámparas japonesas. Dice que los cartuchos inflados la protegen de la lluvia, pues cuando cae un aguacero grande la casa se inunda. A veces los vecinos y los del Comité de Defensa la ayudan a colocar, sobre bloques de cemento, las camas, los muebles y el refrigerador, cuando el agua casi llega a la rodilla. A veces llueve en Juanelo, a pesar de los cartuchos. Si llueve poco es porque los cartuchos ayudaron, y si llueve tres días seguidos, agradece a los cartuchos inflados que no perecieran ahogados. Un día, la esposa de un embajador de un país socialista quiso que la acompañara a casa de la pintora. Había visto un cuadro de Antonia en un museo y deseaba conocerla. Me recogió en su automóvil con su chofer, y en el camino pensé que la diplomática se asombraría de ver tantos cartuchos inflados en los cordeles para protegerse de la lluvia. Pensé que vería aquello como una muestra del subdesarrollo nuestro, y quise prepararla. Le dije que los artistas creían en la magia, puesto que el arte era magia, que el mismo artista no podría explicar. Y le conté que Picasso llevaba un juguete de su hija Paloma en la maleta cuando viajaba, para que le diera buena suerte. La mujer no se asombró y me sentí más tranquilo. Entonces me dijo que unos periodistas visitaron a Einstein en Princeton, y se sorprendieron de ver una herradura colgada detrás de la puerta; le preguntaron: «¿Cómo es posible que usted crea en la magia de una herradura?». Einstein explicó que la herradura estaba detrás de la puerta cuando ocupó la casa, y que puso su pizarra al lado de la puerta para hacer sus cálculos y sus investigaciones, y decidió dejar ahí la herradura para no cometer errores, pues «realmente uno nunca sabe»... Antonia le mostró el libro de la pintura cubana que alguien le había regalado. En el cuadro dramático de ella, una mujer que parecía una vecina de Juanelo, se espanta al ver a la muerte mientras cosía en su máquina. La diplomática preguntó qué significaba el cuadro. La pintora le respondió: —A esta pobre mujer la muerte le anuncia que han rebajado la cuota del café. La diplomática se rió. En el camino de regreso dijo: —Sus pinturas son muy trágicas, terriblemente trágicas, pero ella tiene mucho humor. Variación de un mismo tema Un amigo me sugirió que hiciera una exhibición en La Habana. Dijo: «Tú has estado mucho tiempo fuera de Cuba y no te conoce la gente joven». Le respondí que no tenía nada que mostrar. Más tarde, recordé que yo había regalado doce dibujos a la Revolución y que podía añadir unos cinco o seis, y hacer una modesta exposición. Conseguí el permiso para recoger los dibujos que estaban en una mansión de protocolo en la barriada de Cubanacán. Allá me dirigí a recoger los cuadros. Toqué en la puerta, y cuando pensé que no había nadie en la casa y me retiraba, apareció un hombre flaco, quemado de sol. Me preguntó lo que deseaba y le entregué el papel. El hombre leyó detenidamente la nota mientras yo contemplaba los dibujos desde la entrada de la casa. Estaban colgados en la sala y la saleta. El encargado de la mansión dijo: —Bueno, no se los puede llevar así nada más. Hay que hacer una lista con los nombres de cada uno. —Mire, yo soy el artista, el autor de los dibujos, y no tienen títulos. —Pues no pueden ser entregados sin los títulos. —Compañero, esos dibujos son desnudos. Yo los hice y no los titulé, simplemente. —Lo siento, pero no se los puede llevar —insistió el hombre. —¿Qué hacemos? —dije. —Pues yo mismo le pondré los títulos. —Está bien. Póngale los títulos. El encargado descolgó los cuadros y dijo: —Colóquelos uno a uno en el respaldar de la silla. El hombre contempló el cuadro y dijo: —Bueno, este se llama: «Mujer con una teta más grande que la otra». Escribió el nombre y el número en el cuadro y un papel. Puse en la silla el segundo dibujo. —«Mujer con tetas caídas» —dijo. Tercer dibujo: —«Mujer con tetas como limones». El siguiente: —«Mujer con tetas como plátanos en un racimo». Otro dibujo: —«Mujer con tetas como toronjas». El próximo: —«Mujer con tetas paradas». Otro: —«Mujer con tetas con pezones chiquitos». Otro más: —«Mujer con tetas como frutas». Y así continuó titulando y enumerando mis dibujos. No recuerdo como titulé mi exposición, pero ahora pienso que debió llamarse: Variaciones de un mismo tema, como una composición de Juan Sebastián Bach o Telemann. Monumento a Hernán Cortés Me encontraba en la galería, dos o tres días después de inaugurada mi exposición de pintura, cuando por la puerta apareció un hombrecillo vestido de blanco, traje, camisa, corbata, medias, zapatos blancos. Tenía en el bolsillo superior del saco un pañuelo blanco y se abanicaba suavemente con una penca. El hombrecillo se dirigió a mí y preguntó: —¿Es usted el artista? —Sí señor. —Me alegro conocerlo —y refrescándose con la penca, continuó—. Tengo entendido que usted es escultor también. ¿No es cierto? —Bueno, hice esculturas. —Mire —dijo el hombre vestido de blanco—, yo soy de Trinidad. Y como usted debe saber, allá no tenemos una estatua de Hernán Cortés. Increíble pero cierto. No hay una estatua de Hernán Cortés en Trinidad. —No lo sabía realmente. —Es increíble —repitió el hombre—. Como usted sabe, Hernán Cortés salió de Trinidad en sus naves para la conquista de México, esa extraordinaria hazaña que el mundo conoce. Una jovencita entró en la galería, echó un vistazo rápido a la exposición y se fue. —Pues como le decía, no hay una estatua de Hernán Cortés en Trinidad. Se echó fresco con la penca y dijo: —Dígame una cosa: ¿Cuánto costaría un monumento a Hernán Cortés montado a caballo con una espada en la mano? Me quedé pensando un instante y respondí: —Bueno, una estatua como esa costaría cien mil pesos. —¿Cien mil pesos dice usted? El hombre detuvo la penca y se quedó callado. Entonces dijo: —Cien mil pesos es demasiado dinero para Trinidad. Sí señor, demasiado dinero. Y preguntó: —¿Cuánto costaría sin el caballo, pero con la espada? —Pues sin el caballo costaría unos cincuenta mil pesos. Usted sabe que un caballo... —Mmmm... Sigue siendo mucho dinero para Trinidad... Y de pronto, como el que ve una solución, preguntó: —¿Cuánto costaría un busto, un busto de Hernán Cortés, con su casco de conquistador? —Bueno, eso costaría mucho menos. El busto vendría a salir en unos veinte mil pesos. El hombrecillo se quedó pensando, dio unos pasos, se alejó, volvió y dijo: —Veinte mil pesos sigue siendo mucho dinero para Trinidad. Y preguntó entonces: —¿Cuánto costaría una tarja, una tarja que conmemore el acontecimiento? Entró en la galería una mujer muy atractiva que me saludó con una sonrisa y se acercó a los cuadros. Yo le respondí al hombre de Trinidad: —Mire, lo siento, pero yo no hago tarjas. La mujer atractiva me estaba esperando. Encuentro extraordinario Nos sentamos en un banco de azulejos, delante de unas fuentes de aguas termales. El parque, en una hondonada, estaba cubierto por árboles frondosos, rodeados como una cortina de un monte de bambú y palmas. Candy dijo: —Voy a preguntar si tienen cerveza en el bar —y caminó hacia la terraza del hotel. El hospedaje era de color amarillo-ocre, de construcción colonial, en lo alto de la colina. Un viejo se sentó en el otro extremo del banco y encendió un cigarro. Le pregunté si era de allí. —Sí señor —respondió—. Soy de aquí, pero he visto mucho mundo. Fui soldado en nuestra Guerra de Independencia. Luché junto al general Máximo Gómez contra los españoles, en la provincia de Santa Clara. —Es una suerte haberlo conocido —dije—. No quedan muchos mambises. —Oh, todavía quedamos unos cuantos. El veterano de la guerra era un negro viejo, alto, flaco, de buen rostro, de labios finos, nariz aguileña, pelo blanco, abundante, que contrastaba con su piel de color caoba. Vestía pantalón y camisa gris, ropa de pobre, pero andaba limpio. Candy regresó al hotel. —No hay cerveza ni refrescos —dijo, y se sentó en el banco. —Mala suerte —comenté. Una jovencita, en pantalón de mezclilla, llenaba un jarro con agua en una fuente cercana. —Esa agua es buena para el estómago —explicó el anciano—. Cura los problemas estomacales. Aquella fuente que está allá lejos sirve para los riñones. Aquí viene gente de La Habana y de otros lugares para tomar esa agua. Tiene mal sabor, pero es buena. La que está frente a nosotros es para el reuma. Óigame, he visto personas que no podían caminar, como quien dice, y a la semana andaban sin bastón. —Este compañero —expliqué a Candy— luchó en la Guerra de Independencia con las fuerzas del general Máximo Gómez. —Increíble —dijo ella. —Ahora bien —continuó el viejo—, esta pelea aquí fue dura, pero no se puede comparar con la Batalla de Moscú donde tomé parte. —¿Estuvo usted en la Segunda Guerra Mundial? —No. Estuve en el ejército de Napoleón. —¿Qué? ¿Con Napoleón? —Sí. Aquello fue inolvidable. Las descargas de los cañones y los fusiles rusos no eran nada comparado con el frío. El frío acabó con nosotros. Los soldados se congelaban. El mismo Napoleón no pudo aguantar más. Candy me miró. —Pero lo más espeluznante, lo más horroroso que he visto en mi vida, más que la Batalla de Moscú, fue la Batalla de Ayacucho —dijo el viejo—. Sí señor. Allí no se perdonó a nadie. Las cabezas rodaban por el suelo. No se podía caminar sin pisar la cabeza de alguien. —Me lo imagino —comentó Candy. —Después le di una mano a Fidel en la Sierra hasta que triunfamos. Ahora trabajo en Cienfuegos. Vengo aquí a descansar. El cielo se ennegreció anunciando una tormenta. Nos despedimos. Y al damos la mano, el anciano comentó: —A Ho Chi Minh no pude ayudarlo. No pude. Ya empiezo a sentirme viejo... El bastón Ahora uso bastón. Es el bastón de Antonia. Está reparado con metal porque en dos ocasiones, al descender ella de la guagua, el chofer cerró la puerta antes de que acabara de bajar. Las dos piezas de metal le dan al bastón un aspecto especial, único. Una mañana, al salir de mi casa, me encontré con mi cuñada y me dijo: «No me digas que cuando sales con tu novia usas el bastón». Mi novia era mucho más joven que yo. Le respondí: «Cuando salgo con ella dejo el bastón en la casa, y cuando ella me visita lo escondo detrás de una puerta. Quiero parecer juvenil». Mi cuñada añadió: «Si Georgette te ve con el bastón quedas muerto en la segunda página». Nos despedimos. Mi cuñada siguió su camino y yo caminé hasta la esquina, la parada de la ruta 82, para ir a la parte vieja de la ciudad. Esperé largo rato la guagua. Al fin vino y logré subir. No era fácil. Apenas había espacio. Detrás del chofer está el asiento para los impedidos, seguido en línea con los asientos para las mujeres embarazadas y las que llevan niños en los brazos. Alguien en la guagua dijo: —A usted le corresponde el asiento de los impedidos. Un joven de menos de veinte años estaba sentado en ese asiento, iba distraído, mirando por la ventanilla. Otro hombre, grande y grueso, respondió: —Si el viejo —se refería a mí— ha podido caminar desde su casa hasta la parada de la guagua, puede ir perfectamente de pie como todo el mundo. Un pasajero salió en mi defensa: —¿Pero ustedes no ven que este anciano ha llegado milagrosamente a la parada de la guagua apoyándose con un bastón? Ese muchacho debería darle el asiento que le corresponde al pobre viejo, que apenas puede andar. Un negro mayor, de pelo blanco también, se puso de mi lado y argumentó: —¿No vieron el trabajo que pasó el viejo para subir a la guagua? Una mujer tuvo que ayudarlo. Ya se ha perdido el respeto a los ancianos. Inmediatamente, el ómnibus se dividió en dos bandos: los que deseaban que el joven me diera el asiento y los que eran partidarios de que yo fuera de pie. El muchacho que iba en el asiento de los impedidos seguía indiferente. Los que me defendían me hacían daño. Me presentaban como un pobre anciano que había que compadecer. Yo simpatizaba con los que estaban en mi contra, los que insistían en que yo era fuerte y joven, que podía andar, ir de pie y no merecía el asiento. Yo deseaba que el ómnibus llegara a la próxima parada para bajarme y alejarme de aquella discusión sobre mí, pero era un tramo largo y la discusión seguía. Dos tipos querían entrarse a golpes. En ese momento escuché una voz femenina, suave, que decía: —Julio, ven para acá, siéntate aquí. Miré, y vi a Georgette, mi novia, en el otro extremo de la guagua. Me abrí paso hasta ella y le dije: —¿Con tantas condenadas guaguas que hay en la ciudad, por qué tenías que venir en la ruta 82? Ella me respondió: —Yo siempre supe que tú usabas bastón. La alegría de la fiesta Zoila entró resplandecientemente. Estábamos almorzando y anunció desde la puerta: —¡Bueno, muchachitas, me voy a casar! —¿Te vas a casar? ¿Al fin te decidiste? —exclamaron todas mis hermanas al mismo tiempo, levantándose de la mesa para abrazarla y felicitarla. —Sí, he decidido que la mejor manera de controlar a Argelio es casándome con él. Es la única solución. Y añadió: —Quiero que Rosita sea mi madrina. La boda será en el Palacio de los Matrimonios, el próximo día quince. Todas mis hermanas respondieron al mismo tiempo: —¡Que sea daddy, que sea daddy el testigo! Está loco, desesperado, por tomar cerveza y ahora ha desaparecido. Mi hermana Rosita dijo: —Así podría tomar toda la que quiera. El día de la boda —no había aparecido una cerveza en tres semanas—, Antonia y yo fuimos al Palacio de los Matrimonios. Esperamos a los novios en la entrada, donde dos figuras de mujer desnuda, en mármol, que levantaban una lámpara en forma de cesta, adornaban la escalera. Alrededor nuestro, novios y testigos de otras bodas esperaban su turno. Zoila y Argelio no tardaron en llegar, y alguien nos avisó que podíamos subir. Entramos en una habitación de muebles finos, antiguos. La decoración era roja y dorada, parecía una sala del Palacio de Versalles. Sólo faltaba que tocaran una sonata de Mozart o Corelli en clavicordio. Apareció un mulato flaco, bien vestido, y preguntó: —¿Quiénes son los novios? Argelio y Zoila respondieron: —Nosotros. El funcionario los mando a sentar frente a él, en una mesa barroca, de patas doradas con formas de signo de interrogación. Los testigos nos paramos detrás de los novios. La madrina de Argelio era una mulata ancha, de pelo gris, ondeado. Llevaba un vestido azul claro que venía bien con su piel. El hombre encargado del casamiento abrió un libro grande, anotó los nombres de los novios y los testigos. Luego escribió algo; al terminar dijo: —Dime una cosa, Argelio: ¿si tú ves una mujer hermosa en la calle, la miras? Argelio, sorprendido por la pregunta, no sabía que contestar. Miró a Zoila, y se sonrió. —Vamos, contesta —dijo el funcionario—. Todavía no estás casado. —Bueno, si Zoila no me ve, o no está conmigo, la miro. —Bien. Firma aquí, Argelio —dijo, dándole media vuelta al libro para que firmara. Y dirigiéndose a Zoila dijo: —Tú, firma aquí. Zoila firmó, y dijo el hombre: —Ahora firmen aquí los testigos. Después que la mujer vestida de azul claro estampó su firma, despacio, firmé yo. Entonces el hombre firmó y puso unos cuños para concluir el casamiento. Y dirigiéndose a Zoila dijo: —Bueno, llévatelo, es tuyo. Un fotógrafo tomó más de veinte fotografías de los novios solos, después con los testigos y con ocho o diez miembros de los familiares que habían asistido a la boda. Seguidamente, los novios descendieron por la escalera donde estaban las dos mujeres desnudas en mármol, y subieron a una limosina conducida por un chofer uniformado. Antonia y yo fuimos detrás en un Volkswagen, seguido de cuatro o cinco autos, hacia la casa de la novia, para la celebración. Se hizo en una terraza que daba hacia el Malecón. Parte de la terraza estaba ocupada por cajas de cerveza. El cake, enorme, estaba en la mesa de la sala. Tenía casi un metro de largo y medio metro de ancho. El cake era blanco, adornado con florecillas verdes y rosadas y un adorno en el centro. Enseguida empezaron a repartir la cerveza y el dulce. Alguien en la terraza preguntó: —¿Dónde está Nando? Una muchacha trigueña de ojos grandes y hermosos, respondió: —Nando está en Camagüey, cortando caña. Un joven, que llevaba una camisa roja, comentó: —Qué lástima que no esté aquí. Es un gran animador. Antonia se recostó de la baranda con un plato de cake. Yo, a su lado tenía una botella de cerveza. El hombre de la camisa roja dijo: —Imagínense que, un día, Nando estaba en una fiesta en un edificio alto, de varios pisos, y cuando todo el mundo se divertía con la música, los tragos y las cosas que había de comer, se paró en medio de la sala y gritó: «¡Compañeros, me voy a suicidar!». Y ante el asombro de todos fue al balcón y se lanzó desde el séptimo piso. Ahí terminó la fiesta. Afortunadamente cayó sobre el techo de un Lada y no se rompió ni un hueso, pero una mujer que acababa de estacionar el automóvil recibió golpes, pero no fueron graves. A partir de ese día se le llamó «Nando el hombre goma». Los novios, en la terraza, se besaban y se abrazaban mientras repartían cake y cerveza a los invitados. Con tantos deseos de tomar cerveza, apenas pude tomar tres botellas. Una mujer trajo cerveza al de la camisa roja que, después de empinarse un trago, continuó: —En otra ocasión Natasha, la sobrinita de Nando, festejaba sus quince años no lejos de aquí, frente al Malecón. Ustedes saben cómo se preparan esas fiestas de los quince. La familia ahorró dinero un par de años para la celebración. Ya Natasha había mostrado tres vestidos en la fiesta y todo el mundo estaba contento con los tragos, las croquetas que había preparado la madre de la jovencita, y los dulces. Nando se paró en la sala y llamó a todos para hacer un anuncio: «¡Señores —dijo—, me voy a suicidar! La ropa que tengo no me hará falta». Se quitó el saco, y dijo: «Toma, Carlos, te dejo mi saco». Después se quitó la corbata, la camisa, los zapatos, las medias y los regaló a los amigos para que lo recordaran. Se quedó sólo con el pantalón. Entonces corrió descalzo por la escalera, pasó la calle y se paró en el muro del Malecón para lanzarse al agua. Natasha, el padre de la muchachita, la mamá y todos los que estaban en la celebración gritaban: «¡Nando no te tires! ¡No seas loco, cálmate!». Los hombres trataban de agarrarlo para impedir que se echara al mar, y cuando logró zafarse de todos y se disponía a tirarse al agua echó una carcajada, una larga carcajada, y dijo: «¡Caballeros esto es una broma, yo no pensaba suicidarme!». El padre de Natasha enfurecido, gritó: «¡Ah, cabrón, has arruinado la fiesta de mi hija! ¡Ahora te suicidas o te mato aquí mismo!». El hombre de la camisa roja concluyó: —Tuvieron que aguantar al padre de la chiquita. Estaba decidido a matarlo. Aquello fue inolvidable. Lástima que Nando está en Camagüey. Es la alegría de la fiesta. Pintura Una noche visité, con Ilse, a un pintor en Brooklyn. El pintor nos mostró las acuarelas que hizo en sus vacaciones. Al día siguiente yo salía para Cuba y pensé que era bueno llevar un estuche de acuarela para tener algo que hacer. En La Habana olvidé los colores hasta que se produjo el ataque al Palacio Presidencial el día 13 de marzo, donde murieron muchos de los asaltantes. Seguidamente hubo tiroteos en la ciudad, la policía cometió varios asesinatos. En mi casa se sintieron los tiros del Castillo del Príncipe. Nuestra residencia, en el cuarto piso, estaba rodeada de ventanas, y la familia decidió no asomarse por las ventanas ni salir al portal. Caminábamos a gatas por la casa. Andábamos por el suelo. La calle era peligrosa. Recordé mi estuche de acuarela y me puse a pintar en el piso para entretenerme. Durante dos o tres días hice unas treinta acuarelas abstractas. Poco después, regresé a Nueva York. Ilse me esperaba para visitar a su familia en Alemania. Le di mis acuarelas y le dije: «Llévate estas pinturas para que las enseñes a tus amigos». En Essen, Almuth, su cuñada, quiso mostrarle el Museo de Arte Moderno de Recklinghausen, el más importante de la región del Rin, el mejor de Alemania en esos momentos. Almuth le presentó al director del museo, y en la conversación Ilse mencionó que seine man, su hombre, así se le llama al marido en alemán, era un pintor abstracto-expresionista, del grupo de la Calle 10 en Nueva York. El director del museo mandó a buscar las acuarelas en una moto. Las vio y dijo: «Quiero exhibirlas inmediatamente». Dos o tres semanas más tarde se hizo la exposición en el Museo de Recklinghausen. En París existía un grupo de abstraccionistas llamado Realité Nouvelle, y el museo alemán exhibió al mismo tiempo, en otra sala, al grupo francés. Fayad Jamís, el poeta y pintor cubano, tenía una tela entre los franceses y asistió a la inauguración. Se sorprendió al ver una sala llena con más de treinta cuadros de un pintor cubano que no conocía personalmente. Eso me lo contó más tarde en La Habana. De esas pinturas hechas casualmente en Cuba, surgieron otras exposiciones, en Hannover, Kassel, Dusseldorf y Krefeld. En Dusseldorf, Albert Schulze Vellinghausen, el crítico principal del Frankfurter Allgemeine Zeitung, el New York Times de Alemania, inauguró mi exposición con un ensayo extenso. Poco después, publicó un libro llamado Siete mil años de arte con una pintura mía en la portada y un comentario. También me compró un cuadro, y con ese dinero tuve mi primer Volkswagen nuevo. Vendí pinturas. Nunca había tenido tanto dinero. Los periódicos de Dusseldorf, Frankfurt y Krefeld publicaron comentarios sobre mis pinturas y también entrevistas. Los pintores del Rin me dieron un banquete en un castillo medieval, en un bosque cerca del río. Noté que los alemanes son alemanes, el mundo entero los conoce, pero aquellos pintores, quince o veinte, casi se parecían más a mí que a sus compatriotas. Herr Krokowia, el director del museo, un pintor, descubrió que estábamos vestidos iguales, con chaleco de gamuza, y saco y pantalón parecidos. Me abrazó y dijo: «Somos hermanos». El restaurante en el viejo castillo estaba iluminado con velas y los camareros llevaban chaqué. Bueno, esto confirma lo que siempre he creído: que en la vida, la suerte y la casualidad juegan un papel importante. Todo salió de la visita al pintor de Brooklyn y los tiroteos de La Habana. Insomnio Últimamente me acuesto a las nueve de la noche cuando empieza la música del cabaret Pico Blanco, que está al doblar de la esquina. La música parece que viene de la sala de mi apartamento. A las tres de la mañana, cuando tocan «Son de la loma», se termina el show y entonces puedo pensar. Anoche pensé en la Unión Soviética, no puedo creer todavía el desplome del socialismo en Europa. No acabo de comprender el fin de la Revolución de Octubre, una revolución que conmovió al mundo y despertó admiración y esperanzas en los que soñaban con un futuro mejor. Pensé en el cerco de los nazis a Leningrado y Moscú. Recordé a los prisioneros rusos frente a mi cuartel en la Segunda Guerra Mundial, a los prisioneros liberados de los campos de concentración en Alemania. Recordé a los que cantaban las canciones del Ejército Rojo en la oscuridad de la Plaza de la Catedral de Reims; ellos, que soñaban con regresar a su patria, a su hogar y fueron enviados a los campos de concentración de Siberia, diez o quince años, por haber «caído prisioneros» de los alemanes. Recordé que leí en alguna parte que Hemingway conoció a un oficial soviético en Madrid y, en la despedida, el autor de Adiós a las armas, le dio al amigo ruso un cheque en blanco, firmado, para que pusiera la cantidad que quisiera. El oficial no usó el cheque y, en un registro en Moscú, fue condenado a dieciocho años de prisión por ser un «agente de los americanos». Recordé las comidas de Stalin a las tres o cuatro de la mañana, con vinos y caviar, donde, según cuenta Nikita Jruschov, los que compartían su cena no sabían si después irían a su casa o irían a la prisión de Lubrianka. Esta tarde llamó mi hija Ilse desde Italia. Me contó su visita a París. Pensé en Francia. En el silencio de la noche, que interrumpían las guaguas subiendo la Rampa como si fueran tanques alemanes, vino a mi mente Geneviéve. Geneviéve era pequeña, rubia, de ojos azules; era la compañera de Lucho, un pintor argentino. Una noche tocaron a la puerta de mi casa de la rue de Vaugirard. Abrí. Llorosa, Geneviéve me dijo que Lucho se había marchado esa tarde, definitivamente, para Buenos Aires, y no se atrevía a regresar a su apartamento. Tenía miedo de verse sola. Viendo que era tarde, la invité a dormir en el sofá, frente a mi cama. Hice un poco de té. Luego preparé el sofá, y Geneviéve se acostó; yo me metí en mi cama. Le pregunté si estaba cómoda y dijo que sí. Dije: —Bonne nuit, Geneviéve. Ella respondió «Bonne nuit». Cuando me estaba durmiendo, sentí que se colaba en mi cama y le di espacio. Me dijo: —Je ne peux pas dormir seule (No puedo dormir sola). En La Habana hacía calor. Me levanté a tomar agua. Salí al balcón, la ciudad estaba oscura. En la calle un hombre llamaba a una mujer. —Oye, ven pa acá —le gritaba. Una voz femenina respondió: —Tú siempre tan apurao. Volví a la cama. Me quedé dormido pensando en el bloqueo de los yanquis, y que ya no tengo aguarrás para pintar. Índice «El gusto de contar». DENIA GARCÍA RONDA/ 5 Seis horas y más La fábrica de maniquíes/ 13 Entrenamiento/ 17 El hospital/ 32 Conmigo saldrás ganando/ 39 Encuentros/ 45 En ruta/ 54 Notas de la agenda/ 60 En el campamento/ 67 El Grupo 555/ 80 Lieja tiene que estar en alguna parte/ 86 Nuestro teniente/ 97 Mi amigo Penny/ 100 Troyes/ 104 El prestidigitador y la dama/ 114 Seis horas/ 117 Pase para París/ 126 La gran parada/ 130 Visita a Auvers-Sur-Oise/ 138 Cultura/ 144 El regreso/ 150 Memorias sin título La gallinita/ 163 Manzanillo/ 165 La muerte/ 173 Mi tío Ramón/ 174 La capa verde/ 176 Mi padrino Frank/ 178 Los restos de don Ricardo/ 181 El matrimonio de Salustiano/ 183 Mi tío, el cuentero/ 186 Luis Felipe Rodríguez/ 193 Manuel Navarro Luna/ 194 Juan Marinello/ 201 Mis amigos/ 204 Conrado Massaguer/ 206 José María Chacón y Calvo/ 208 Ilse/ 210 La antigua Maestranza/ 214 El día que se murió Hindenburg/ 217 París 1936/ 221 La chica de Liverpool/ 224 La visita del maestro/ 227 La bata rosada/ 230 En busca de los faraones/ 233 El trago fuerte/ 238 Brooklyn/ 240 Mi suicidio/ 247 El candidato presidencial/ 252 Pollo asado/ 254 Alberto/ 257 Anotaciones/ 262 Carlos Montenegro/ 267 El amante de las artes/ 270 Ni vivo ni muerto/ 273 Los muñequitos/ 276 Annie y Nené/ 279 Mister Gimbels/ 282 Enfermedad mortal/ 286 El automóvil/ 289 Lolita de Triana/ 293 Gente de mi talla/ 297 Jamané/ 299 Otro chance/ 302 Los vientos de la colina/ 304 Pico/ 307 El Che/ 312 Andrea di Lucca/ 315 Affaires de aduanas/ 317 Magia en Juanelo/ 321 Variación de un mismo tema/ 323 Monumento a Hernán Cortés/ 325 Encuentro extraordinario/ 327 El bastón/ 329 La alegría de la fiesta/ 331 Pintura/ 335 Insomnio/ 337