Otra vuelta de tuerca: Apropiación en la era del

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Otra vuelta de tuerca: Apropiación en la era del
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Josep Pedro
Otra vuelta de tuerca:
Apropiación en la era
del Big Booty
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Otra vuelta de tuerca: reflexiones sobre apropiación cultural en la era del big booty
En el último año, la música popular mainstream que se difunde global y masivamente desde
EE.UU. ha experimentado una nueva vuelta de tuerca, en consonancia con su permanente y
selectiva apropiación de la cultura del hip hop (en particular del modelo gangsta), y de las
mezclas entre música electrónica y ritmos típicamente latinoamericanos. Independientemente
de su calidad musical, el lucrativo espectáculo multimedia de las grandes estrellas del Pop/R&B
actual ha contribuido a un intenso y discutido proceso de radicalización formal de la música
mainstream, marcado por la omnipresencia de una sexualidad y violencia cada vez más explícitas. En este fenómeno general, que ha suscitado etiquetas como “pornocultura” y “pornificación
cultural”, el papel central de las mujeres resulta especialmente interesante, puesto que ha
generado una serie de debates sobre la sexualidad femenina relacionados con la evolución y
apropiación histórica de la cultura afroamericana.
El pasado septiembre, la revista Vogue declaraba “oficialmente” la llegada de la era del “big
booty” (culos grandes). Señalando la ubicuidad de las nalgas femeninas en la cultura popular,
desde los videoclips a las redes sociales de las celebrities, la revista recogía una tendencia
dominante en la industria musical hegemónica, cuya consolidación actual se ha vinculado a una
serie de figuras e imágenes. Entre las “nuevas” estrellas situadas en el hip hop y el mainstream
han sobresalido la trinitense Nicki Minaj y a la australiana Iggy Azalea, cuyas personalidades
artísticas están íntimamente vinculadas a sus amplios y provocativos traseros. Algunos ejemplos
de su éxito comercial y sexualización explícita en videoclips incluyen “Starships” (2012), “High
School” (2013) y “Anaconda” (2014) de Minaj, y “Pu$$y” (2011) y “Work” (2013) de Azalea. Estas
cantantes-raperas comparten lugar y rivalidad en el stardom comercial, donde representan
polos opuestos y complementarios. Desde su posición de mujer mulata y de cuerpo curvilíneo,
Minaj defiende una idea de autenticidad anclada en el hip hop y en la cultura negra. Aunque ésta
es un característica presente también en otras estrellas femeninas, su principal poder reside en
la capacidad para seducir y aniquilar según su conveniencia, tanto a hombres como a mujeres.
Por otra parte, Iggy Azalea simboliza la apropiación blanca de tradiciones afroamericanas, en
particular del hip hop y de su lenguaje callejero. Una mirada comparativa a los vídeos de “Pussy”
y “Work” descubre su doble voluntad de rodearse de mujeres negras que aporten autenticidad
a su producto, y de inscribirse discursivamente en una narrativa de trabajo duro desde abajo,
reminiscente del white trash.
Tanto Minaj como Azalea han contribuido a la popularización pública del twerking –uno de los
bailes sexuales en los que las mujeres doblegan sus torsos y agitan las nalgas, cuyo desarrollo
original está vinculado a la música bounce de Nueva Orleans y a la cultura afroamericana del
gueto. Junto a su protagonismo creciente, emergió el twerking televisado de Miley Cyrus, entonces inmersa en su convulsa y diseñada transformación de niña inocente de Disney en mujer
sexualmente liberada y exitosa en el mundo adulto. Además del preciado ruido mediático generado, la actuación de Cyrus le valió numerosas críticas por apropiación cultural estereotípica,
propiciadas tanto por su medido y lascivo twerk a Robin Thicke (cuyo éxito “Blurred Lines” ha
plagiado “Got To Give It Up” de Marvin Gaye) como por la forma en la que sacudía y golpeaba
las nalgas de las voluminosas bailarinas negras de su espectáculo. Su legitimidad para tomar
un baile codificado socialmente como “negro” y representarlo hasta convertirse en una abanderada pública también fue puesta en duda. No solo le faltaba preparación y conocimiento,
sino que además su delgada y rectilínea figura contrastaba con los culos grandes del imaginario
del bounce. Por ello, se dijo que a Cyrus le faltaba gracia y carne para hacer twerking. Como
el de tantas otras estrellas que han apropiado y transformado el desarrollo de expresiones
culturales afroamericanas en la esfera mainstream, el caso de Miley expone la tensión entre la
renovada visibilidad e impacto público que sus actuaciones proporcionan a una forma expresiva previamente marginal, y la reiteración del enriquecimiento comercial (tradicionalmente
“blanco”) alcanzado a costa de expresiones de origen afroamericano, cuya autenticidad termina
reconfigurándose o diluyéndose.
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Minaj, Azalea y Cyrus no están ni mucho menos solas en
la difusión de bailes relacionados con la exhibición de las
posaderas y la perpetuación del cuerpo femenino como
objeto de deseo en el mundo contemporáneo. Las incombustibles Beyoncé y Rihanna, principales representantes
del R&B actual y símbolos ambiguos del triunfo económico
de las mujeres afroamericanas, también han tomado parte
activa, si bien sus trayectorias tienen su propias particularidades. De Beyoncé podemos citar la canción “Bootylicious”
(Destiny’s Child, 2001) como un antecedente de esta fiebre,
y “Partition” (2014) como un ejemplo en el que reafirmaba
su poder y sensualidad a través de su cuerpo y relato. De
Rihanna, además de sus provocativas fotos en Instagram
y sus desnudos filtrados, destacan su twerking en “Pour It
Up” (2013) y su vídeo pseudo-lésbico con Shakira, “I Can’t
Remember To Forget You” (2014). Además, la ya veterana
Jennifer López, cuyo trasero se dijo estaba asegurado en
un millón de dólares, no quiso perder más terreno en esta
guerra de popularidad, en la que, como señala la profesora Tricia Rose en relación al hip hop, la explotación del
cuerpo femenino es requerido como un imperativo de la
industria. Tras un lanzamiento “fallido” junto a Pitbull, la
cantante neoyorkina optó por asociarse con Iggy Azalea
para publicar una segunda versión más explícita y popular
de “Booty”, con la que competir con los récords de reproducciones alcanzados por los videoclips de “Wrecking Ball”
(2013) y “Anaconda” (2014). Según Rolling Stone (2014),
Minaj alcanzó 19,6 millones de reproducciones en Vevo en
un solo día, batiendo la anterior marca de 19,3 millones
lograda por Cyrus.
Aunque son corporal y artísticamente distintas, todas estas
celebrities comparten una reivindicación común sobre la
naturalidad de sus cuerpos. Minaj, Azalea y Kardashian
reinvidican abiertamente los cuerpos con curvas, creyendo
romper así con los cánones de belleza hegemónicos de mujer delgada. No obstante, sus discursos están rodeados de
todo tipo de rumores sobre operaciones estéticas, formas
corporales irreales y retoques digitales. Nos hallamos, por
tanto, ante una simulación manipulada del cuerpo femenino, donde la novedad es que se premia y se erotiza una
mayor voluptuosidad. De este modo, la representación
dominante de la sexualidad femenina en la cultura del hip
hop, donde sobresalía la fetichización de mujeres negras
con culos grandes y balanceantes, ha sido integrada y
transformada en el mainstream. En este proceso, mujeres
blancas inspiradas en el twerking y/o en el hip hop han
adoptado estos modos de representación desde posiciones sociales distintas, consolidando el big booty como reclamo y seña de identidad común con la que alimentar la
voracidad consumista. Un ejemplo exitoso y colorido es el
de Meghan Trainor y su “All About That Bass” (2014), una
supuesta reivindicación de representaciones realistas y
“auténticas” de las mujeres que se mantuvo ocho semanas
en el número 1 de ventas, batiendo un record anterior de
Michael Jackson. Poco después fue eclipsada por “Shake
It Off” (2014) de Taylor Swfit, otra canción claramente
pop que, en su pretendido multiculturalismo, apropia
elementos del hip hop a través de una caricatura que
incluye twerking con bailarinas negras, cadenas de oro
como atuendo y breakdancing en torno a un radiocasete.
La celebración y competición de los culos grandes ha trascendido más allá de la producción musical mainstream,
impregnando diversos ámbitos de la cultura y el entretenimiento de masas en forma de prensa rosa descontextualizada de problemáticas sociales. Kim Kardashian, una
“it girl” televisiva o mujer objeto cuya ascensión a la fama
ha ido ligada a la filtración de vídeos sexuales y a la cuidados exhibición de su trasero, ocupa un lugar privilegiado
en este escenario. Un pequeño pero ilustrativo ejemplo de su presencia es que numerosos periódicos
nacionales “serios” como ABC, El Economista o El
Mundo dedican reiterada atención a sus gestos cotidianos. En El Mundo (2014), aprovechando el tirón
que proporciona reproducir fotos sexys de mujeres
en Internet, la describen como una diosa, llamándola
la “nueva afrodita”.
Sin duda, el baile ha tenido históricamente un potencial
liberador fundamental, especialmente en las tradiciones
conectadas con la diáspora africana. En sus comentarios
sobre la película School Daze (Spike Lee, 1988), la autora feminista bell hooks señala en Black Looks. Race and
Representation que la representación de culos negros,
rebeldes y escandalosos dota de dinamismo y agencia a
cuerpos femeninos previamente silenciados, pasando de
la vergüenza a la aceptación propia y el orgullo. En este
sentido, diversos trabajos -Yaegle, Anna (2013): Bad Bitches, Jezebels, Hoes, Beasts, and Monsters: The Creative
and Musical Agency of Nicki Minaj; McMillan, Uri (2014):
“Nicki-aesthetics: the camp performance of Nicki Minaj”han destacado la también la creatividad performativa de
Nicki Minaj, así como su proceso de empoderamiento hasta
triunfar en un mundo típicamente misógino en el que ella
misma se ha (re)presentado como una “mala guarra” (bad
bitch). En esta celebración de la individualidad y el triunfo
comercial, el culo gordo negro que estaba previamente
estigmatizado aparece reconvertido en un emblema identitario a través del cual se consigue escalar socialmente.
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Inscrito en la industria hegemónica, este culo sigue simbólicamente anclado en el lado salvaje del hip hop y en la problemática glorificación del gueto. Ésta tiende a perpetuar una
representación de la cultura afroamericana vinculada a un fenómeno urbano enraizado en la
desigualdad y la pobreza. Al mismo tiempo, la apropiación por parte de artistas y famosas
mujeres blancas ha creado nuevas versiones del big booty, que han fomentado su omnipresencia en la cultura mainstream y el lucrativo negocio de las celebrities. A través de ellas,
la vinculación con el hip hop y el gueto se difuminan, y el twerking aparece como una libre
opción de divertimento corporal o inter-“racial”, donde la cultura afroamericana ejerce de
depósito para la búsqueda de nuevas emociones. En este sentido, cabe añadir también la
delirante variante “deportiva” de estrellas de red social como Jen Selter. En ella, la pomposa
exhibición de un supuesto culo perfecto se enmascara entre discursos de sacrificio personal,
autoestima, salud y capacidad de superación.
Frente a la idea de empoderamiento, el argumento contrario sostiene que asistimos a un proceso de explotación y auto-explotación del cuerpo femenino que perpetúa su mercantilización.
En este sentido, destaca la comparación establecida entre las celebrities culonas de hoy y la
esclava africana Sara Baartman, conocida como la Venus de Hottentot. A principios del siglo
XIX, Bartmaan fue exhibida como atracción circense alrededor de Europa, donde emergió una
fascinación humillante por su voluminoso cuerpo y sus exuberantes nalgas, amparada por el
racismo científico del colonialismo. Hoy el parecido entre su figura y la de Nicki Minaj resulta
asombroso y revelador de un cambio de contexto y valores: donde había sometimiento y degradación forzada hoy encontramos una ambigua proclamación de la libertad individual y el poder
del cuerpo. Si la exuberante figura de Baartman era en parte el resultado de una enfermedad
caracterizada por la acumulación de excesivas cantidades de grasa en los glúteos (esteatipigia),
la insistencia actual en la naturalidad extraordinaria de estos culos nos remite a la consideración
de cuerpos y sexualidades desviadas de la norma que son capaces de generar grandes ingresos.
Convertidos en productos en sí mismos, los cuerpos de estas estrellas son difundidos y discutidos en medios de masas, redes sociales e investigaciones académicas. De fondo, se observa una
profunda tensión entre dos grandes visiones: una que defiende y se ampara en la celebración
de la liberación sexual y la diversidad étnica como símbolos de un mundo postmoderno y
post-“racial”; y otra más típica de la modernidad, que recuerda insistentemente que estos
procesos esconden luchas de poder históricas con importantes repercusiones para la identidad colectiva de las mujeres y el desarrollo de nuevas generaciones. El hecho es que esta
pauta, también reminiscente de la sexualización primitiva o animal de Josephine Baker y Tina
Turner, está ya marcada. Pese a la actual variedad de propuestas artísticas y la continua
reinterpretación de los grandes géneros afroamericanos (blues, jazz, soul, hip hop), a la esfera
mainstream que construimos entre público, industria y medios cada vez le interesa más el
sexo y la violencia. En ese camino, hay un espacio intermedio entre las visiones dominantes
sobre este debate por resolver; una cruda ruta en la que el empoderamiento y la explotación
van de la mano, como dos caras de una moneda capitalista que puede llevarte a la fama.
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Miley Cyrus, We cant stop
Azalea Work
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Josep Pedro
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Sesión de fotos de Kim Kardashian
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Sara Baartman, Museum of Man in Paris
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