Galileo y la Iglesia

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Galileo y la Iglesia
Galileo y la Iglesia
Written by Joseph O´Hearn
Galileo seguramente no fue un mártir de la ciencia. De hecho, se equivocó en aspectos
importantes. Hoy sabemos que la influencia de la gravedad de la Luna y del Sol es lo que
causa las mareas y no el movimiento de la Tierra. Sabemos que el Sol no es el centro del
universo, sino una estrella más en la Vía Láctea, que gira en torno al núcleo de nuestra galaxia,
la cual a su vez también se mueve.
No digamos tampoco precipitadamente que Galileo no contribuyó a la ciencia. Aunque no haya
acertado en todas sus teorías, es claro que contribuyó notablemente al progreso científico.
Incluso se le conoce como el fundador de la ciencia moderna. Su contribución en el campo de
la astronomía consiste sobre todo en sus observaciones astronómicas con diversos telescopios
que él mismo construyó. Galileo vio la aspereza de la superficie de la Luna, cuatro satélites de
Júpiter, manchas solares, las fases de Venus, estrellas que son invisibles a simple vista, y
nebulosas. Galileo sabía que otros astrónomos llevarían más lejos estas observaciones, pero él
fue el primero que dirigió un anteojo hacia los cielos y causó una reacción en cadena de
descubrimientos astronómicos.
Lo que no se suele considerar es cómo ayudó Galileo a la Iglesia, sobre todo a entender la
armonía entre la fe y la razón, no sólo en las teorías de los escolásticos, sino en la práctica de
los descubrimientos actuales. Sin embargo, ¿no fueron eclesiásticos de la Iglesia católica
quienes le condenaron a un arresto domiciliario y le prohibieron divulgar la doctrina
copernicana? Para entender sus contribuciones, es preciso conocer el contexto histórico y
cultural y la relación entre Galileo y la Iglesia. No me extiendo a desarrollar toda la historia
precedente, sólo pretendo mencionar algunas consideraciones necesarias.
Copérnico había muerto en 1543, y ese mismo año se publicó su libro De Revolutionibus,
declarando que el Sol era el centro del universo, y que todo giraba alrededor del Sol. Andreas
Osiander recibió de las manos de Copérnico (que ya estaba en su lecho de muerte) el texto del
De
Revolutionibus
, para que lo publicara. Sin embargo, Osiander decidió primero escribir un prefacio al libro al
parecer sin la autorización de Copérnico. Según este prefacio, la hipótesis copernicana no
trataba de la realidad del universo, sino solamente de un método matemático alternativo para
hacer predicciones.
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Por eso, Osiander decía que no hacía falta tomar la hipótesis copernicana en serio. Es por esto
que los eclesiásticos no condenaron el copernicanismo sino hasta el año 1616, cuando algunos
astrónomos sí comenzaron a tomarlo en serio. La explosión de una supernova en 1604 puso
en tela de juicio la doctrina tolemaica de la incorruptibilidad de los cielos. La duda aumentó
cuando las observaciones que Galileo comenzó a hacer en 1609 mostraban que algunos
objetos celestes no daban vueltas alrededor de la Tierra.
La posibilidad de que las doctrinas de Copérnico resultaran correctas pareció sacudir los
fundamentos de la teología cristiana, que según muchos teólogos estaría ligada a la
cosmología aristotélica. Aristóteles, Tolomeo, santo Tomás de Aquino y muchos grandes
pensadores y astrónomos habían considerado la Tierra como el centro del universo. Durante
muchos siglos reinó la teoría de los cuatro elementos del mundo sublunar y del éter para el
mundo más allá de la Luna. La Sagrada Escritura, al parecer, también apoyaba el
geocentrismo. No cabía en la mente de los eclesiásticos que la Escritura o santo Tomás o
Aristóteles se pudieran equivocar en esto.
Además nuestra experiencia nos dice que la Tierra no se mueve. En la edad de la
contrarreforma, ¿quién era Galileo para poner en jaque una doctrina creída durante tantos
siglos? Ni siquiera había recibido las órdenes menores como Copérnico ni había estudiado
teología como los jesuitas que le contradecían. Galileo era oficialmente el primer matemático
del Gran Duque de Toscana. Era un puesto importante y respetado. Sin embargo, tal posición
no le permitía meterse en la teología como experto.
Los eclesiásticos tampoco podían negar los hechos. Algunos, como el jesuita Clavio, dedicaron
el resto de su vida a explicar cómo los fenómenos recién observados serían compatibles con la
doctrina aristotélica. Otros, como Cristóforo Borro, estudiaban la hipótesis de Tyco Brahe, que
decía que los planetas giraban en torno al Sol, y el Sol, a su vez, giraba en torno a la Tierra.
Los eclesiásticos llegaron a ver sin mucha dificultad que los cielos eran corruptibles, pero la
doctrina del geocentrismo permanecía intocable.
Permitían que se hablara del heliocentrismo como medio para calcular las posiciones de los
astros, pero no como explicación de la realidad. Sin embargo, Galileo insistía. Fue entonces
cuando surgió la necesidad de una aclaración.
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1616 fue el año del primer juicio sobre el copernicanismo. Se condenaron tres libros que
apoyaban la tesis copernicana. Dos de ellos solamente se suspendieron hasta que se
corrigiesen. El nombre de Galileo ni siquiera se mencionó en el proceso. El cardenal
Bellarmino, uno de los teólogos más renombrados de la Iglesia de entonces, solamente
amonestó a Galileo para que no defendiese la teoría copernicana. Galileo acató y pidió un
certificado de tal amonestación al cardenal Bellarmino, quien se lo concedió.
Galileo era amigo del Cardenal Maffeo Barberini y había ayudado a su sobrino Francesco
Barberini a obtener su doctorado en la universidad de Pisa. Cuando Maffeo Barberini fue
elegido Papa en 1623, elevó a su sobrino al Colegio de Cardenales. Otros dos amigos de
Galileo eran eclesiásticos en puestos importantes, Giovanni Ciampoli y Virginio Cesarini.
Sin embargo, Galileo se hizo adversario de los jesuitas, primero de Orazio Grassi por su
disputa sobre los cometas y, más tarde, de Cristóforo Scheiner, por la disputa sobre las
manchas solares. Scheiner, además, decía que si el geocentrismo se mostrara falso, entonces
habría que ser más prudente y adherirse a la alternativa de Tyco Brahe, que no contradecía las
Escrituras.
Galileo consiguió un imprimatur en el año 1632 para su Diálogo, pero sin avisar que le habían
amonestado en 1616. Algunos meses después, el Papa lo mandó llamar a Roma.
Galileo no fue un hereje, pero tampoco fue un santo. No fue ejemplar en su vida personal, que
no vamos a considerar, ni en su modo de responder a los juicios prudentes de la Iglesia.
Después de exigir que se interpretara la Sagrada Escritura no de modo literal, sino de modo
alegórico, citó la frase famosa de Baronio: “Spiritui Sancto mentem fuisse nos docere quomodo
ad caelum eatur, non quomodo caelum gradiatur”, como si nada en la Biblia tuviera autoridad
sobre el mundo físico.
Después intentó mostrar cómo la Sagrada Escritura apoyaba la teoría copernicana. Además,
mientras exigía que el primer criterio de nuestro conocimiento fuera la observación empírica y
que la Sagrada Escritura se debiera conformar con estas observaciones, no mostró pruebas
reales a favor del copernicanismo. Estas pruebas no se producirían sino hasta bastante tiempo
después: la del paralaje estelar en el año 1837, demostrada por Bessel; la del péndulo en el
año 1851, demostrada por Foucault. Así que Bellarmino tenía mucha razón cuando le dijo a
Galileo que considerara el sistema copernicano como una hipótesis mientras no contara con
pruebas demostrativas irrefutables a su favor.
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Tampoco fue prudente Galileo en la publicación de algunas de sus obras. En su Diálogo
presentó en boca de Simplicio, el aristotélico ridículo, el argumento que el Papa Urbano VIII le
había dicho personalmente sobre la imposibilidad de certeza en las teorías científicas. Decía
Simplicio que si nosotros tratáramos de explicar el movimiento de la Tierra por las mareas,
estaríamos limitando la divina potencia y sabiduría. Dios podría “conferir al elemento del agua
el movimiento recíproco”, pues Dios es omnipotente, mientras que nuestras explicaciones
tienen sus límites. Galileo testificó que no se dio cuenta, pero al Papa le molestó. Además,
después de su condena, Galileo permitió la traducción al latín y la publicación de su
Diálogo
en Alemania. Así que no cumplió con fidelidad su juramento de 1633.
Eso no quiere decir que no haya dejado su huella tanto en la ciencia como en la Iglesia
católica, de la que siempre formó parte. Galileo tuvo razón en parte respecto a la interpretación
de las Escrituras. Según algunos eclesiásticos, los Padres de la Iglesia habían sido unánimes
en la interpretación literal de los pasajes de la Biblia que se referían al movimiento del Sol y de
la Tierra, y debían seguirse a ojos cerrados, pues el Concilio de Trento dio este criterio: “En
materia de fe y de moral nadie según su propio juicio y que distorsione las Escrituras según sus
propias concepciones se ha de atrever a interpretarlas de modo contrario al sentido que la
Santa Madre Iglesia ha tenido y tiene, o de modo contrario al acuerdo unánime de los Padres,
aunque tales interpretaciones nunca hayan sido publicadas”. Sin embargo, los Padres no
habían sido unánimes. Galileo utilizó casi los mismos principios exegéticos que empleó san
Agustín en su comentario a la Génesis (De Genesi ad litteram). Pero además no se trataba
propiamente de una cuestión de fe o de moral, sino de una cuestión científica.
La Iglesia católica ha aprendido del caso Galileo esa lección de criteriología y de prudencia. En
cuanto a criteriología, Juan Pablo II reconoció en su discurso del 31 de octubre de 1992: “En
realidad, la Escritura no se ocupa de los detalles del mundo físico, cuyo conocimiento está
confinado a la experiencia y los razonamientos humanos”. En cuanto a prudencia, en el mismo
discurso el Papa había citado una carta de san Roberto Bellarmino al Padre Foscarini: “ante
eventuales pruebas científicas [...] mejor decir que no lo comprendemos, en vez de afirmar que
lo que se demuestra es falso
”.
Es por eso que, por ejemplo, el Magisterio de la Iglesia no se ha pronunciado sobre la
existencia de los extraterrestres. La ciencia está descubriendo cada vez más qué tan difícil sea
el cumplir todas las condiciones para que haya vida en un planeta, y la Biblia nos dice que
Jesús murió una vez para siempre por la salvación de la humanidad. Sin embargo, la cuestión
de la posibilidad de la existencia de la vida en otro planeta queda abierta. Quién sabe si algún
día se descubrirá que existen formas de vida extraterrestre. Aplicando lo que dijo Bellarmino en
la carta ya citada a esta posibilidad: “entonces sería necesario andar con mucha consideración
en explicar las Escrituras que parecen contrarias”.
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“La Sagrada Escritura no puede jamás equivocarse”, escribió Galileo en su carta a Benedetto
Castelli. Y es verdad, pues la razón y la fe no se contradicen jamás. Son dos fuentes distintas
para el conocimiento de la verdad, si bien tienen algunos puntos en común. La posibilidad de
esta relación entre la ciencia y la fe es precisamente otra lección que se ha aprendido gracias a
Galileo.
La Iglesia católica nunca ha sido enemiga del desarrollo científico. Basta tomar en cuenta que
varios pioneros de las ciencias fueron sacerdotes católicos: Gregor Mendel, Georges Lemaître,
Pierre Gassendi y san Alberto Magno, por poner algunos ejemplos, entre tantos otros que se
podrían citar.
“La fe y la razón son como dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva a la
contemplación de la verdad” (Fides et ratio, introducción). A la luz de lo que hemos visto,
Galileo no debería ser considerado signo de contradicción, sino más bien de unión entre la
ciencia y la fe.
Publicado originalmente en Análisis y Actualidad, "La contribución de Galileo a la Iglesia".
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