vida y milagros del venerable abad benito

Transcripción

vida y milagros del venerable abad benito
VIDA Y
MILAGROS
DEL VENERABLE
ABAD BENITO
2
Advertencia preliminar
En las páginas que siguen se presenta el texto completo del Libro II de los Diálogos, de
san Gregorio Magno. Y el comentario que compusiera en su momento el llorado P.
Adalbert de Vogüé, osb.
La versión castellana de la obra del papa Gregorio es la recientemente publicada por
Ediciones ECUAM.
Mientras que el comentario fue traducido por la Madre Isabel Guiroy, osb. Por mi
parte, me he limitado a agregar sólo aquellas secciones que faltaban en las páginas de
Cuadernos Monásticos. Para ello he echado mano del estupendo libro escrito por el P.
de Vogüé: Grégoire le Grand. Vie de saint Benoît (Dialogues, Livre Second), Abbaye de
Bellefontaine, Bégrolles-en-Mauges, 1982 (Vie monastique, 14).
De esta forma, al tiempo que celebramos a nuestro Padre san Benito, también damos
gracias al Señor por la monumental obra del P. de Vogüé.
Enrique Contreras, osb
3
Introducción del P. de Vogüé1
Con ocasión del “año de san Benito” se nos pidió entregar al boletín Écoute una decena
de artículos presentando la vida del santo. Tal es el origen de la presente obra. Su fondo
primitivo consiste en diez artículos aparecidos en la revista Écoute entre el 1º de enero
de 1980 y el 15 de febrero de 19812.
El número de las entregas y el formato de los artículos del boletín (de diez a quince
páginas) determinaron la forma de estos primeros ensayos y le impusieron un límite.
Entregando cada vez un trozo de la biografía gregoriana, seguido de un breve
comentario, no era posible recorrer la obra completamente. Elegimos por tanto diez
episodios que nos parecían de particular importancia para comprender la Vida de
Benito3: los que describen la subida del santo hacia la perfección a través de una serie
de pruebas (caps. 1-3 y 8), su lucha con Satanás (8-11) y las primeras manifestaciones
de su carisma profético (12-15), finalmente, el paso de sus milagros de poder a sus
visiones, preludio de su muerte gloriosa y su irradiación desde el más allá (33-38).
Este recorrido limitado dejaba de lado cuatro milagros realizados en Subiaco y otros
diecinueve del período casinense (caps. 4-7 y 15-32). Cuando estuvo terminada la serie
de artículos, se consideró la posibilidad de reunirlos en un volumen, y pareció bueno
colmar las lagunas cubriendo por completo el Segundo Libro de los Diálogos.
Realizado en los meses siguientes, este trabajo generó seis secciones nuevas, de las
mismas dimensiones y estilo que las primeras.
A pesar de un propósito constante, que aseguraba la homogeneidad funcional del
conjunto, una cierta desviación se produjo en el curso de la redacción. Al inicio,
teníamos la preocupación dominante de ser simples, accesibles a todo lector del
boletín, sin caer en la aridez y el tecnicismo habitual de nuestros comentarios. Pronto,
sin embargo, al trote, regresó el andar natural. El estudio del texto sacó a la luz rasgos
de estructura sutiles, su comparación con las fuentes y los paralelos puso de relieve
relaciones complejas, y estas observaciones minuciosas penetraron poco a poco en
nuestro comentario, haciéndolo ciertamente más minucioso, pero también menos vivaz
y fácil de leer.
¿Hay que lamentarse? En todo caso, el lector puede creernos: estos pequeños artículos
de aspecto no científico son el fruto de un trabajo considerable. Sin aproximarse al
trabajo que realizamos sobre la Regla de san Benito, el esfuerzo hecho aquí para
explicar su Vida es de la misma naturaleza, y el método apenas menos exigente. Se
trata, a la vez, de comprender la organización interna y de confrontarla con sus
antecedentes y sus modelos. De éstos, el principal es la Biblia -volveremos sobre ello-,
pero hay que tener en cuenta a cada momento una tradición de hagiografía monástica
cuyo punto de partida y la obra más importante es, en Occidente, la Vida de san Martín
de Sulpicio Severo, completada por sus Cartas y sus Diálogos.
Ya la Introducción y las notas de nuestra reciente edición4 ofrecían un gran número de
1
Grégoire le Grand. Vie de saint Benoît (Dialogues, Livre Second), Abbaye de Bellefontaine, Bégrolles-en-Mauges,
1982, pp. 9-16 (Vie monastique, 14).
2
Écoute, ns. 258-267.
3
La selección privilegiaba las etapas de la ascensión (período de Subiaco) y las articulaciones de la biografía, a costa
de los grupos de milagros. Sobre la distribución de éstos (Diálogos [= Dial.] II,4-7: los cuatro milagros de Subiaco;
12-22: doce milagros de profecía; 23-33: doce milagros de poder), ver nuestra edición (nota siguiente), Introduction,
pp. 57-60. Un análisis un poco diferente ha sido propuesto por P. Catry, L’humilité, signe de la présence de l’EspritSaint: Benoît et Grégoire, en Collectanea Cisterciensia 42 (1980), pp. 306-309, que cuenta sólo once milagros de
profecía (12-21), correspondientes a los once primeros milagros (1-11), y hace de la visita a Terracina el primero de
los doce milagros de poder (22-32). Explicaremos en el comentario los motivos que nos hacen preferir otra división.
4
Grégoire le Grand. Dialogues, t. I, Introduction par A. de Vogüé, Paris 1978 (Sources chrétiennes, 251); tomos II y
III, texte et notes para A. de Vogüé, traduction para P. Antin, Paris 1979 y 1980 (Sources chrétiennes, 260 y 263).
4
referencias a esas fuentes paralelas de los Diálogos de Gregorio. Suponiendo conocida
dicha documentación publicada hace poco, no la reproducimos aquí de manera
completa y sistemática. Pero aún volviendo a utilizar, con o sin referencias detalladas,
ese material preexistente, hemos hecho, en el presente comentario, cantidad de nuevas
comparaciones, de modo que este opúsculo delgado de apariencia señala de hecho un
progreso notable en relación a los volúmenes de Sources chrétiennes.
Comparar: tal es el motor (ressort) muy simple de nuestro método explicativo.
Relacionado con otro pasaje de la misma Vida o con alguna otra obra parecida, el texto
de Gregorio se aclara por comparación. En el seno mismo de la Vida de Benito, el
episodio estudiado desvela entonces su sentido y su función propios. Por contraste con
la Vida de algún otro héroe, se ve aparecer la fisonomía particular de nuestro santo y la
manera original de su biógrafo.
En estas comparaciones siempre sugestivas, los casos más interesantes son
evidentemente aquellos en los que el término de la comparación puede ser considerado
como una verdadera fuente. Se asiste entonces, de alguna manera, a la elaboración del
texto gregoriano5. Pero cuando la dependencia literaria de Gregorio parece dudosa, o
poco probable, la comparación no es menos iluminadora. Además de los rasgos
específicos de la Vida de Benito, de los que hablaremos en seguida, la comparación
pone en evidencia la solidaridad de esta obra con toda una literatura, y la analogía de su
imagen del santo con las otras grandes figuras de la hagiografía patrística
Tocamos aquí un punto delicado, sobre el cual nuestra edición de los Diálogos provocó
entre los monjes reacciones de sentido diverso. Algunos han creído asistir a una
desmitificación radical de la obra entera, y especialmente de la Vida de Benito: al
desvelar tantos modelos conscientes o inconscientes, que pueblan el espíritu de
Gregorio, ¿no somos llevados a considerar los Diálogos como una pura ficción? Otros
ha expresado su temor -y hasta su indignación- de ver esta antigua Vida del santo y sus
semejantes aparecer como “una escuela de error, una oficina de fraude e impostura”6.
En primer término, ¿se trata de una desmitificación? De ninguna manera, sino de
comprensión. A nuestro entender -lo hemos dicho en otro lugar7-, todo milagro no es
ipso facto un dato mítico. Tenemos por cierto que se produce en la estela de los amigos
de Dios, y nos parece muy probable a priori que se haya producido más de uno en la
existencia de Benito.
Pero entonces, ¿cómo explicar la similitud constante, y con frecuencia turbadora, de los
relatos de Gregorio con los milagros de la Escritura santa o de la hagiografía anterior?
Tengamos en cuenta, en primer término, la condición humana, que hace renacer sin
cesar las mismas situaciones, las mismas necesidades, los mismos infortunios. En
segundo lugar, santos y narradores cristianos están todos inmersos en el medio
espiritual impregnado por la Biblia. Ésta inspira al taumaturgo mismo sus esperanzas,
sus oraciones, sus gestos. A su vez, los discípulos y los admiradores están siempre
dispuestos a reconocer esos modelos bíblicos en su héroe, incluso a descubrir algunos
nuevos en los que aquél ni siquiera pensó y que influencian sus relatos. En fin, el
hagiógrafo aporta su parte, espontánea o calculada, para darle color bíblico al
acontecimiento. Y el mismo proceso de estilización se desarrolla a partir de los modelos
de la tradición hagiográfica.
5
Este caso privilegiado de texto - fuente ejerce sobre todo comentarista una cierta atracción. A veces es cómodo
describir en términos de dependencia literaria una relación que sólo es de simple analogía. Esperamos que este
procedimiento de exposición no engañará a nadie; los casos de dependencia cierta están suficientemente indicados
cuando se presentan.
6
Así Pl. Murray, The Miracles of St. Benedict. May we doubt them?, en Hallel 9 (1981), pp. 46-52 (ver p. 51),
citando a J. H. Newman, Essays on Biblical and Ecclesiastical Miracles, sexta edición, 1886, p. 227.
7
Ver nuestra Introduction (Sources chrétiennes 251), pp. 138-139.
5
¿Esto quiere decir que todo relato de los Diálogos se remonta a un prodigio auténtico
de Benito, más o menos estilizado del modo que acabamos de describir? Hay casos -y
son bastante numerosos- en que la reproducción de un modelo es tan precisa y
acabada, que el lector es casi como obligado a pensar en una fabricación completa del
episodio conforme a ese antecedente literario. Tal creación puede proceder de una
tradición oral, difundida por los informantes de Gregorio, que atribuyen a Benito los
grandes hechos de otro personaje. Pero no hay que excluir, a mi parecer, que Gregorio
mismo haya forjado totalmente ciertos relatos.
Esta suposición no es una injuria al gran papa. A través de los cuatro libros de los
Diálogos, Gregorio se preocupa por citar testimonios precisos para la mayor parte de
los hechos, pero sólo los designa de una forma vaga, lo cual le deja un cierto margen de
invención. Al principio del Libro Segundo se refiere globalmente a cuatro discípulos de
Benito, sin mencionar luego, habitualmente, a un informador determinado para cada
hecho. Esta referencia sumaria le deja aún más libre que en otra parte para introducir
en el relato composiciones de su cosecha, si lo juzga conveniente.
Más que gritar por el fraude y la impostura conviene, nos parece, apreciar la creatividad
literaria y el talento pedagógico de este pastor preocupado por edificar a su pueblo. Que
Gregorio haya conscientemente adornado o incluso inventado totalmente un episodio,
esta sospecha en nada disminuye, confesémoslo sin ambages, la estima y la confianza
que nos inspira. Cuando creemos encontrarle en alguna acción (literaria)8,
consideramos con respeto sus propósitos como un lenguaje que exige ser comprendido.
Felices los que son capaces de imaginar así esas hermosas historias impresionantes
para comunicar un mensaje espiritual.
En la base del estado del espíritu moderno que encuentra esas constataciones
“turbadoras”, está, ciertamente, el estricto concepto de veracidad legado al Occidente
cristiano por Agustín, todavía limitado, entre los anglo sajones, por siglos de polémica
protestante contra los principios considerados laxistas del catolicismo en esta materia.
Sin embargo, el hombre contemporáneo se parece principalmente a los niños de todos
los tiempos a quienes se les cuenta una bella historia y preguntan: “¿Es verdadera?”.
Con la diferencia que el niño está habitualmente ávido por ser confirmado y creer,
mientras que todo lo maravilloso suscita en nosotros, actualmente, una desconfianza
casi invencible. Pero en el fondo nuestra reacción es la misma: necesitamos lo
“verdadero”, es decir, lo real, tan crudamente como sea posible, sin otra meditación que
la del sentido.
Ahora bien, Gregorio nos conduce a otro universo, nos invita a otras percepciones. Al
positivismo infantil que reclama “la verdad histórica”, hay que sustituirla con la
búsqueda del sentido de los relatos. Cuando se leen los Diálogos, la pregunta correcta
no es: “¿Es verdad?”, sino: “Qué es lo que quiere decir?”.
Centrando así la atención sobre el significado de los relatos, iluminados por la
comparación con sus semejantes, se podrá leer a Gregorio de manera provechosa y
distendida, sin preocuparse por separar hechos y ficción. Se puede tener por seguro que
estos dos hilos se cruzan sin cesar en el tejido maravilloso de la Vida de Benito, pero
sus recorridos y sus interferencias habitualmente se nos escapan. Cuando se constata la
solidez de los datos esenciales de esta biografía, garantizada por serias referencias
topográficas y cronológicas, cuando además se reconoce la existencia de un fondo, sin
duda muy amplio pero imposible de abarcar, de auténticos milagros relatados por una
media docena de narradores, sólo queda olvidar ese “turbador” problema de
historicidad y hacerse todo oídos para escuchar lo que Gregorio quiere decirnos.
8
Literalmente: “cuando creemos encontrarle con las manos en la masa” (quand nous croyons le prendre sur le fait).
6
Este mensaje del Segundo Libro de los Diálogos no es el que esperamos hoy en día de
una biografía, de la Vida de un santo. La historia por sí misma le importa poco a
Gregorio. Si bien reproduce las grandes líneas del curriculum vitae de Benito, el detalle
de sus hechos y gestos, su obra de fundador y de abad, su fisonomía humana y
espiritual, no le interesan. Lo que cuenta para Gregorio no es la figura particular y
efímera de ese individuo, sino el tipo permanente de este hombre de Dios que se realiza
en él. Lo interesante, en Benito, es que, lejos de especificar y diferenciar -“Amen al que
jamás verán dos veces”-, por el contrario lo asimila a la imagen del santo delineada por
la Biblia y la hagiografía.
De esta existencia que se desarrolla en Italia en el siglo VI, el autor de los Diálogos
retiene y pone en evidencia los rasgos que lo asemejan a Moisés, David y los profetas,
los Apóstoles, los mártires, los confesores. Cristo mismo será evocado, no sólo en su
vida terrenal, en la que se muestra como el más grande los taumaturgos, sino también
en su persona divina y en su misterio glorioso, plenitud y fuente invisible de todos los
carismas de los santos. Es en relación a los grandes hombres de Dios de los dos
Testamentos, y en definitiva a Cristo en persona, que Benito será descrito y situado en
el Segundo Libro de los Diálogos.
El hombre de Dios no es sólo un alma poseída por el amor divino. Es también una
existencia en la que se manifiestan la presencia y la acción del Todopoderoso, obrando
por medio de los milagros. El interés de Gregorio por éstos corresponde, sin duda, al
gusto de su siglo y a una curiosidad vivamente sentida en su entorno. Pero él se apoya
ante todo en su cultura bíblica y en su fe. Es a la Biblia que el biógrafo de Benito debe,
junto con su imagen del santo, su amor a los milagros que hacen los santos. Nada
alegra tanto su alma como representar a Dios presente y obrante en su tiempo, al igual
que en los más hermosos momentos de la historia de la Iglesia y en las más grandes
horas de la historia de la salvación. Si su Vida de Benito es una cadena de prodigios hay más de cuarenta-, es porque la gesta bíblica de Moisés y Josué, Elías y Eliseo, Pedro
y Pablo, para no decir nada de la de Jesús según los cuatro evangelios, también estaba
sembrada de milagros.
Si ellos ocupan, en esta biografía, un lugar que nos parece demasiado importante, los
milagros sin embargo no lo son todo, ni siquiera, a los ojos de Gregorio, lo principal. Al
final del Primer Libro de los Diálogos, justo antes de comenzar el relato sobre Benito,
el hagiógrafo tuvo el cuidado de recordar que los milagros no son más que un signo de
la santidad, y esta consiste en una “virtud operante”, en una vida y en buenas obras. De
hecho, los milagros de Benito jalonan un itinerario espiritual -una de las tareas
principales será ponerlo de relieve etapa por etapa9-, y su figura no es sólo la de un
taumaturgo, sino también la de un asceta, pastor y místico.
Milagros y santidad. Hoy en día desearíamos saber más sobre ésta, menos sobre
aquellos. En el conjunto de los Diálogos, Gregorio nos parece avaro de anotaciones
precisas sobre las virtudes de sus héroes. Muy a menudo, para nuestro gusto, se
contenta con afirmar que eran buenos y santos, sin decirnos cómo lo fueron10.
9
Sin entrar en detalle, notemos solamente que el primer período de la vida de Benito, aquel que describe su ascenso
hacia la perfección, se termina con el milagro moral de la caridad contra un enemigo (8,4-7). En seguida, Benito
despliega sus dones extraordinarios. Esta ubicación de la caridad al término de la purificación ascética, en los
umbrales de la irradiación carismática, hace pensar en la doctrina de Evagrio Póntico y sus epígonos, sobre todo
Casiano. Bajo la influencia de éste, la Regla (= RB) benedictina culmina la escalera de la humildad con una
descripción de la caridad (RB 7,67-70), cuyo lugar literario y función doctrinal no carecen de analogía con aquellas
del episodio de los Diálogos que acabamos de evocar. Como la Vida de Benito, la Regla del santo se compone de dos
partes desiguales, la primera más breve que la segunda, y ese trozo sobre la caridad se encuentra justamente en la
unión de las dos partes.
10
Según lo señala S. Boesch Gajano, La proposta agiografica dei “Dialogi” di Gregorio Magno, en Studi Medievali
7
Igualmente, la santidad es más bien delineada que descrita, y sus virtudes son objeto
más de enunciados que de análisis.
Pero allí como en el resto de los Diálogos, la santidad puesta en evidencia por los
milagros es ante todo presencia de Dios en el hombre, unión del hombre con Dios, algo
inefable que se constata y queda inexpresado. El detalle de las obras y de las virtudes
importa menos que esta misteriosa “adhesión al Señor”11 de la que habla Gregorio
varias veces respecto de Benito. Ser con Cristo “un solo Espíritu”, este es el centro
secreto de todo el obrar maravilloso del santo, y es hacia centro místico que Gregorio
dirige la aspiración de su lector al igual que la suya. Si los milagros manifiestan esto y lo
hacen desear, desempeñan su rol de edificación espiritual, sin que haya necesidad de
extenderse sobre los ejemplos, las buenas acciones y las virtudes morales del héroe.
Acabamos de hacer alusión a muchos de los excursus, largos o breves, diseminados por
el Segundo Libro de los Diálogos. Estas disertaciones exegéticas y espirituales, algunas
de las cuales son de gran belleza, tratan principalmente el tema de los poderes del
santo. No se desarrollan al margen de la serie de milagros, sino que por el contrario a
menudo apuntan a desentrañar la significación religiosa, o sea propiamente cristiana,
de todos esos hechos maravillosos. Relacionar los prodigios de Benito con su fuente
trascendente, es decir, con Cristo y el Espíritu, hacer desear “el amor espiritual”, de los
que son el efecto y el signo, tal es el designio que conduce a Gregorio a desgranar ese
rosario de reflexiones discontinuas.
Acciones maravillosas de Benito semejantes a las de los taumaturgos bíblicos, etapas de
su camino espiritual, reflexiones de su biógrafo sobre unas y otras, he aquí los grandes
componentes del Libro Segundo de los Diálogos que serán el objeto de nuestros
comentarios. Lo que se trata de poner de relieve, no es lo que nos gustaría encontrar en
esta Vida y que no se encuentra -la psicología, la sociología, la historia-, sino lo que le
interesa a Gregorio y en lo que nos ha querido interesar. Debemos salir de nosotros
mismos, renunciar a nuestras curiosidades espontáneas para casarnos con aquellas de
otra época. Pero el enriquecimiento va a la par del exilio. Buscando comprender lo que
fascina a Gregorio, salimos del muro de nuestra prisión de espíritus modernos. Y bajo
una forma tanto más provocadora cuanto que no nos es familiar, volvemos a encontrar
en esa antigua Vida de un santo, contada y comentada por otro santo, la sustancia de
nuestro cristianismo de ayer, de hoy, de siempre.
Para terminar, el autor de estas páginas desea a quien las lea un poco de la alegría que
él tuvo al componerlas.
Adalbert de Vogüé
21 (1980), p. 637.
11
1 Co 6,17; Dial. II,22,3; 30,2. [Las abreviaturas bíblicas utilizadas son las de la Biblia de Jreusalén].
8
SAN GREGORIO EL GRANDE: LIBRO SEGUNDO DE LOS DIÁLOGOS
VIDA Y MILAGROS DEL VENERABLE ABAD BENITO (480-547)12
Prólogo
1. Hubo un hombre de vida venerable, bendito por gracia y por nombre Benito, que
desde su más tierna infancia tuvo la prudencia de un anciano. Adelantándose a su edad
por sus costumbres, no entregó su espíritu a ningún placer sensual, sino que en esta
tierra en la que por un tiempo hubiera podido gozar libremente, despreció, como ya
marchito, el mundo con sus atractivos.
Nacido de una familia libre de la región de Nursia, fue enviado a Roma para
estudiar las ciencias liberales. Pero al ver que en este estudio muchos se dejaban
arrastrar por la pendiente de los vicios, retiró el pie que casi había puesto en el umbral
del mundo, temiendo que, al adquirir un poco de su ciencia, también él fuera a caer por
completo en un precipicio sin fondo. Abandonó por eso los estudios de las letras y dejó
la casa y los bienes de su padre y deseando agradar sólo a Dios, buscó la observancia de
una vida santa. Así se retiró, ignorante a sabiendas y sabiamente indocto.
2. No pude averiguar todos los detalles de su vida, pero lo poco que voy a narrar, lo sé
por referencia de cuatro de sus discípulos: Constantino, un hombre del todo respetable
que le sucedió en el gobierno del monasterio; Valentiniano, que durante muchos años
dirigió el monasterio de Letrán; Simplicio, que fue el tercer superior de su comunidad;
y Honorato, que aún actualmente gobierna el monasterio en el que había ingresado.
Capítulo 1
1. Cuando, después de haber abandonado los estudios de las letras, decidió retirarse al
desierto, le siguió sólo su nodriza que lo amaba entrañablemente. Llegaron a un lugar
llamado Enfide donde se detuvieron, invitados por la caridad de muchas personas
honradas, y se establecieron junto a la iglesia de san Pedro. La nodriza de Benito pidió
prestado a las vecinas un tamiz para limpiar trigo; lo dejó incautamente sobre una
mesa, y por accidente se cayó y se partió en dos. En cuanto la nodriza volvió y lo
encontró así, empezó a llorar desconsoladamente al ver roto el utensilio que había
pedido prestado.
2. Pero Benito, joven piadoso y compasivo, viendo a su nodriza anegada en lágrimas, se
compadeció de su dolor. Llevó consigo los dos pedazos del tamiz roto y se entregó a la
oración con lágrimas. Al levantarse de la oración, encontró a su lado el tamiz tan
intacto que hubiera sido imposible notar en él la menor señal de rotura. En seguida
consoló cariñosamente a su nodriza y le devolvió entero el tamiz que se había llevado
roto.
Toda la gente del lugar se enteró del hecho, y fue tan grande su admiración que
los habitantes del pueblo colgaron el tamiz en el pórtico de la iglesia, para que todos los
presentes y sus descendientes pudieran conocer con cuánta perfección el joven Benito
había comenzado su vida religiosa. El tamiz quedó expuesto allí a la vista de todos
durante muchos años, y hasta estos tiempos de los Longobardos estuvo colgado sobre
la puerta de la iglesia.
12
Traducción castellana publicada por Ediciones ECUAM, Florida (Pcia. de Buenos Aires), 2010, pp. 21 ss.
9
3. Pero Benito prefería sufrir las injurias del mundo a recibir sus alabanzas, y agobiarse
de trabajos por Dios antes que envanecerse por los halagos de esta vida. Huyó pues a
escondidas de su nodriza y se dirigió hacia la soledad de un lugar desierto. (...)
Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb13
Estamos en 593. Gregorio es papa desde hace tres años. Su primera preocupación ha
sido pronunciar y publicar cuarenta Homilías sobre los Evangelios de los domingos y
las fiestas. Luego, en los momentos libres que le permiten su vasta correspondencia, su
mala salud, sus preocupaciones pastorales y políticas -los terribles longobardos no
cesan de amenazar Roma-, el antiguo monje ha vuelto a su ocupación favorita:
comentar, en el pequeño círculo de sus íntimos, libros enteros de la Biblia.
Pero sus amigos no están enteramente satisfechos con esta enseñanza espiritual con
una base escriturística. Desean además otra cosa: hermosas historias de milagros
parecidas a las que Gregorio ha relatado en algunas de sus Homilías. Para satisfacer
este pedido, el papa interrumpe sus comentarios bíblicos y comienza a componer una
obra sobre los milagros realizados en Italia en época reciente. En el Primer Libro,
acaba de presentar, dialogando con su viejo amigo el diácono Pedro, una docena de
santos, autores de uno o varios prodigios. Ahora trata de un personaje de estatura
excepcional, al cual dará un relieve extraordinario al consagrarle todo el Libro
Segundo: un cierto Benito de Nursia, fundador de monasterios en Subiaco y
Montecasino.
¿Por qué tiene Benito esta importancia sin igual a los ojos de Gregorio? Sin duda a raíz
de los informes particularmente numerosos que ha recogido acerca de él, pero también,
como veremos, porque el antiguo monje convertido en pastor de la Iglesia, envuelve en
esa figura de santo monje y de abad lo mejor de su propia experiencia, de su saber
espiritual y de sus aspiraciones.
El principio de la Vida de Benito que hemos reproducido más arriba, contiene dos
relatos de partidas, separados por una lista de testigos. No vamos a detenernos en ella,
pero notemos por esta sola vez, su alcance y su valor. Esta lista nos garantiza la
historicidad sustancial de la Vida. Benito no es un héroe de leyenda, salido de la
imaginación popular o de los sueños religiosos del mismo Gregorio. Los lugares donde
vivió, los monasterios que fundó, los superiores que lo sucedieron, todo eso de pública
notoriedad, atestigua su existencia y corrobora su biografía. Muchos de los detalles,
incluso algunos de los milagros, pueden ser inventados, pero los datos esenciales de su
curriculum están firmemente establecidos.
***
“Hubo un varón llamado Benito”. Este comienzo nos trae a la memoria la presentación
de Juan Bautista en el Prólogo del Cuarto Evangelio, y también el principio de dos
obras del Antiguo Testamento sobre las cuales Gregorio dejó bellos comentarios: el
Primer Libro de Samuel y el Libro de Job. Es un hecho significativo. Así como un
compositor dibuja al comienzo del pentagrama la clave de sol o la clave de fa que
permitirá descifrar su música, Gregorio nos entrega en esta primera fórmula netamente
escriturística, la “clave” de su Vida de Benito. Esta deberá ser leída en constante
referencia a la Sagrada Escritura, porque está totalmente compuesta, si se puede decir
así, en “clave de Biblia”. Esa manera totalmente escriturística de considerar al héroe
aparece de golpe en este Prólogo. La única cosa que allí se trata es su salida del mundo
13
Tomado de: Cuadernos Monásticos nº 55 (1980), pp. 408-413. Original en francés, publicado en: Ecoute, ns. 258 y
259. Tradujo: Madre Isabel Guiroy, osb. Monasterio Nuestra Señora del Paraná, Entre Ríos, Argentina.
10
y su entrada al servicio de Dios. Su patria, su familia acomodada, sus estudios literarios
en Roma sólo se mencionan para situar ese acto inicial de su conversión monástica. Lo
que precedió no tiene interés para Gregorio. Lo único que cuenta es la ruptura con el
mundo, el abandono de todo para “agradar sólo a Dios”, la decisión de “buscar el hábito
de la vida monástica”. Como sucede con Abraham e Isaías, la Virgen María y los
Apóstoles, y con tantos otros personajes de la Historia sagrada, el telón se levanta sobre
Benito recién en el instante de su vocación.
Gregorio es incluso a este respecto, más radical que la mayoría de los grandes
hagiógrafos que lo precedieron. Los biógrafos respectivos nos han conservado algunos
rasgos de la infancia de Antonio, Martín, Ambrosio o Cesáreo. Aquí, nada semejante.
Solamente nos enteramos de que Benito niño tenía una “cordura de anciano” expresión que resuena extrañamente en nuestro mundo que busca más bien una nueva
juventud cuando envejece-. Por lo demás, esta evocación de un “niño” precozmente
anciano (en el lenguaje de la época se es todavía “niño” a los dieciocho años) apunta ya
al retiro del mundo que se relata luego. No se trata de los años anteriores que, lo
repetimos, a Gregorio no le interesan. Recién al final del Libro, nos enteramos de que
Benito tenía una hermana, Escolástica, que había sido consagrada a Dios desde su
infancia, signo de una familia profundamente cristiana.
Concentremos, por lo tanto, junto con el biógrafo, toda nuestra atención en el gesto de
ruptura y de compromiso efectuado por este joven. Él mismo ha realizado su
consagración a Dios, por medio de una decisión totalmente personal, contra los
designios de sus padres. ¿Podemos hablar de “vocación”? Al comenzar, Gregorio
menciona sin duda la “gracia”, con la que el santo fue “bendito” (éste es el sentido de
Benedictus, Benito, en latín), pero la continuación del Prólogo no menciona un llamado
divino claramente significado y percibido como tal, ni ningún acontecimiento
particular. La partida de Benito parece ser más bien el resultado de una deliberación
sapiencial, cuyo móvil es una percepción tranquila y aguda de la caducidad del mundo,
como la que tienen ciertos seres muy jóvenes, junto a la repulsión que inspira el
espectáculo del desorden moral en un alma recta. Los entretenimientos viciosos de sus
camaradas revelan a Benito que él ha sido hecho para otra cosa. En lugar de buscar su
placer en la carne, él desea agradar a Dios.
Por tanto, en este relato, ni vemos a Jesús que camina por el borde del lago y llama a su
discípulo, ni escuchamos la voz del Evangelio proclamado en la iglesia durante la
liturgia y que un domingo le habló a Antonio al corazón. Y sin embargo, cuando
Gregorio dice que Benito “abandonó la casa y los bienes de su padre”, pensamos en los
Apóstoles que dejaron sus redes, su barca y a su padre con quien estaban pescando.
La antigua aventura vuelve a comenzar, la aventura de Abraham “que sale de su país, de
su parentela y de la casa de su padre” por orden del Señor.
En cuanto a la admirable fórmula que expresa el significado positivo de este éxodo “deseando agradar sólo a Dios”- evoca por su parte a dos figuras de las Cartas de san
Pablo: la virgen que se preocupa únicamente de agradar al Señor y el soldado de Cristo,
liberado de las preocupaciones de este mundo para agradar a aquel que lo ha
enrolado14. “Dios solo”: divisa bíblica que resume el gran mandamiento dado a Israel y
resplandece en el centro de una de las más bellas doxologías del Nuevo Testamento15.
14
1 Co 7,32; 1 Tm 2,4. Además, cuando “desprecia al mundo con sus flores cual si estuviese marchito”. Benito se
asemeja a los mártires celebrados por Gregorio en la Homilía sobre el Evangelio 28,3. Según ese paralelo,
probablemente hay aquí una alusión al estado todavía “floreciente” del mundo romano en el tiempo que precedió a
los desastres de la Guerra de los Godos y de la invasión longobarda.
15
1 Tm 1,17.
11
Renunciar a las creaturas por el Creador, dejar todo para ser sólo de Dios: esta decisión
del adolescente que se aleja de Roma corresponde exactamente al análisis de la
vocación monástica que realizará Gregorio algunos años más tarde en una página
inolvidable16. Para él la figura del monje posee dos rasgos esenciales: un vigoroso
desprecio del mundo y una aspiración poderosa, exclusiva, unificante de ver a Dios.
Este segundo elemento es todavía más característico que el primero, ya que por medio
de él el monje deviene verdaderamente lo que dice su nombre: un ser interiormente
unificado, un hombre de unidad. ¿Acaso el griego monos de donde viene monachus, no
significa “uno”? Lo que hace al “monje” es su único amor, su única pasión por ver a
Dios.
***
De manera que el abandono del mundo y la búsqueda de Dios solo, hacen de Benito el
tipo perfecto del aspirante a monje. Sin embargo el segundo aspecto de esta conversión
religiosa está presentado aquí como el deseo, no de “ver a Dios”, sino de “agradar a
Dios”. Esta diferencia no es desdeñable, sobre todo para el lector moderno siempre
pronto a sospechar que toda búsqueda de contemplación es egoísta. Esta sospecha, ya
sea fundada o no, aquí en todo caso no tiene objeto. Nada menos egoísta que el deseo
de Benito: hacer lo que agrada a Dios.
Esta aspiración, vasta como la inmensidad divina, se traduce en lo inmediato en una
búsqueda singularmente precisa y limitada: la del hábito monástico. Esta voluntad de
tomar “el hábito de la vida monástica” significa dos cosas. En primer lugar, que Benito
reconoce en esa vida religiosa tradicional, cuyo signo público desde hace mucho
tiempo, es el hábito, el camino del Evangelio por el cual se agrada a Dios. Este camino
no está por inventarse. Ya existe, jalonado en lo esencial por las reglas de la ascesis y
por los ejemplos de los ancianos, cuya fuente es la palabra de Dios viviente en las
Escrituras. El joven buscador de Dios no es por lo tanto un francotirador. Al pedir el
hábito monástico, pretende afiliarse a una tradición.
Al mismo tiempo, el hábito manifestará su propósito irrevocable de renunciar al mundo
y de servir a Dios. Tomar el hábito es profesar abiertamente la vida monástica, es
comprometerse a los ojos de todos, es comprometerse definitivamente. Al señalar esta
resuelta gestión de Benito, Gregorio piensa visiblemente en su propia ruptura con el
mundo, unos veinte años atrás, que no ha sido, desgraciadamente, tan neta y franca. De
ello se acusa en la Carta-Prefacio de los Morales, dirigida a su amigo Leandro de
Sevilla17. Gregorio, patricio de fortuna y alto funcionario, “durante mucho tiempo ha
diferido” la conversión a la que se sentía llamado. Todos sus deseos iban ya hacia el
cielo y la eternidad, pero “creyó preferible conservar el hábito secular”, porque “algunas
costumbres inveteradas le impedían cambiar su aspecto exterior”. “Serviría al mundo
sólo en apariencia”, pensaba. De hecho, se dio cuenta de que la “apariencia” tiene más
importancia de lo que se cree. Su propio espíritu no resistió a las preocupaciones
mundanas que lo acosaban y finalmente debió “dejar el mundo” definitivamente y
“arribar al puerto del monasterio” para salvar lo mejor de sí mismo.
Al buscar inmediatamente el hábito de la vida religiosa, Benito da prueba entonces de
esa precoz madurez por la cual Gregorio lo honra. Y así llegamos a las últimas palabras
de este primer párrafo: “Retiróse, pues, ignorante a sabiendas y sabiamente indocto”.
Esta doble antítesis, cuya forma recuerda la paradoja inicial del “niño-anciano”, alude
particularmente a la interrupción de los estudios literarios comenzados en Roma, a la
renuncia a la “ciencia de este mundo”. Pensamos en la “sabiduría de este mundo” que
denuncia san Pablo, en Cristo crucificado, que es simultáneamente “locura para los
16
17
Comentario al Primer Libro de los Reyes 1,61.
Gregorio Magno, Morales sobre Job, Libros I-II.
12
paganos, sabiduría para los elegidos”18.
Asimismo, al hablar de otro personaje de los Diálogos, Sanctulus de Nursia, un
sacerdote que apenas sabía leer pero que expuso heroicamente su vida para salvar a un
condenado a muerte, Gregorio dice que su “docta ignorancia” es sujeto de confusión
para nuestra “ciencia erróneamente docta”19. Sin embargo, la ignorancia crasa e
involuntaria de ese santo sacerdote, incapaz incluso de leer la Escritura, es diferente de
la de Benito, deliberada y bastante relativa: esta ignorancia no le impedirá dedicarse a
la lectura20, ni escribir una Regla cuya forma Gregorio estima como “brillante”21. Al
interrumpir sus estudios profanos, Benito no ha renunciado totalmente a la cultura,
sino que ha optado por la cultura superior que se fundamenta en la renuncia al mundo
y el don total a Dios.
***
El primer milagro de Benito nos hace pensar en las bodas de Caná. Así como Jesús hizo
allí su “primer signo” respondiendo a una sugestión de su madre22, Benito inaugura
aquí su carrera de taumaturgo con un gesto de compasión hacia aquella sirvienta que
era un poco una madre para él. Maestro y discípulo se encuentran en la misma
situación intermedia, entre la familia que acaban de dejar y la obra de Dios que van a
emprender. El primer acto del poder divino que manifiesta la consagración de ambos,
queda semi-envuelto en las relaciones naturales de su pasado, como si la influencia
materna los engendrara por segunda vez para que nazcan a su nueva vida. Pero el
prodigio que realizan así, bajo el influjo del afecto, da como resultado el corte definitivo
de esa relación filial. Jesús entra en su vida pública, Benito huye a su desierto. Ambos
se alejan -aparentemente para no retornar- de la amante figura de sus primeros años.
Esta sin embargo reaparece imprevistamente, cuando la muerte se acerca, en las
últimas páginas del relato23.
Más adelante volveremos a hablar de este primer milagro y de sus efectos. Ahora
solamente destaquemos lo que nos revela del corazón de Benito. Este joven
renunciante, dispuesto a una ruptura radical, no es un alma dura, un ser inhumano. En
él, la ternura se combina con el espíritu religioso más absoluto.
18
1 Co 1,20 y 23-24
Dial. III, 37,20
20
Dial. II. 31,2-3.
21
Dial II, 36.
22
Jn 2,12.
23
Jn 19,25-27. En Dial. II,33-34, la figura femenina del final, Escolástica, ya no es la misma del principio, pero hay
una evidente analogía entre estas dos mujeres desbordantes de un afecto que se relaciona con los vínculos de sangre y
con la infancia de Benito.
19
13
Capítulo 1 (continuación)
3. Benito se dirigió hacia la soledad de un lugar desierto llamado Subiaco, que dista de
la ciudad de Roma unas cuarenta millas. Allí manan aguas frescas y trasparentes en tal
abundancia, que primero se juntan en un extenso lago y luego se deslizan formando un
río.
4. De camino, el fugitivo fue descubierto por un monje llamado Román quien le
preguntó adónde iba. Al enterarse de sus aspiraciones, guardó su secreto y le prestó su
ayuda; le dio el hábito de la vida monástica y lo asistió en la medida de lo posible.
Al llegar al lugar deseado, el hombre de Dios se retiró a una cueva estrechísima, en la
que permaneció durante tres años, ignorado de los hombres con excepción del monje
Román.
5. Román vivía no lejos de allí, en un monasterio bajo la regla del abad Adeodato;
piadosamente sustraía algunas horas a la vigilancia de su abad, y en días convenidos
llevaba a Benito el pan que podía quitar furtivamente de su comida. Pero desde el
monasterio de Román no había ningún camino hacia la cueva, porque encima de ella,
en lo alto, sobresalía una enorme roca. Por eso Román, desde la misma roca, hacía
bajar el pan atado a una cuerda larguísima, a la que había sujetado también una
campanilla para que, a su sonido, el hombre de Dios se diera cuenta cuándo Román le
pasaba el pan, y saliera a recogerlo. Mas el antiguo enemigo, envidioso de la caridad del
uno y de la refección del otro, al observar un día el pan que bajaba, arrojó una piedra y
rompió la campanilla. Sin embargo, Román no dejó de ayudar a Benito con medios
adecuados.
6. Pero Dios omnipotente quiso que Román descansara ya de su tarea, y que la vida de
Benito se diera a conocer como ejemplo a los hombres, a fin de que la luz puesta sobre
el candelero resplandeciera e iluminara a todos los que están en la casa. Cierto
presbítero que vivía lejos de allí, había preparado su comida para la fiesta de Pascua. El
Señor se le apareció en una visión y le dijo: “Tú te estás preparando manjares
deliciosos, y en tal lugar mi siervo se ve atormentado por el hambre”. En seguida el
presbítero se levantó, y en la misma solemnidad de Pascua, se puso en marcha hacia
aquel lugar con los alimentos que se había preparado. Buscando al hombre de Dios a
través de montañas escarpadas, valles profundos y de las hondonadas de aquellas
tierras, lo encontró escondido en la cueva.
7. Rezaron juntos y bendijeron al Señor omnipotente, se sentaron y después de
agradables coloquios sobre la vida eterna, el presbítero que había ido le dijo: “Levántate
y comamos, porque hoy es Pascua”. El hombre de Dios le respondió: “Sé que es Pascua,
porque he merecido verte”. Es que, viviendo alejado de los hombres, ignoraba que
aquel día era la solemnidad de la Pascua. El venerable presbítero siguió insistiendo:
“Ciertamente, hoy es el día pascual de la resurrección del Señor. De ninguna manera te
conviene seguir ayunando, ya que he sido enviado con el fin de que juntos comamos los
dones del Señor omnipotente”. Bendiciendo entonces a Dios, tomaron el alimento. Y
así, terminada la comida y la conversación, el presbítero regresó a su iglesia.
8. Por aquel entonces, unos pastores también lo encontraron escondido en la cueva.
Viéndolo por entre los arbustos y vestido con pieles, creyeron que era algún animal.
Pero al conocer más de cerca al servidor de Dios, los instintos feroces de muchos de
ellos se convirtieron a la virtud de la piedad. Así, su nombre se difundió por los
alrededores y él, ya desde entonces, empezó a ser frecuentado por muchos. Ellos le
llevaban el sustento del cuerpo, y de su boca recibían en su corazón alimentos de vida.
14
Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb24
Benito se aleja en secreto de Effide (hoy Affile) adonde se había dirigido cuando partió
de la Ciudad, y “se marcha al desierto” de Subiaco. Situadas al Este de Roma, las dos
localidades distan menos de 10 kilómetros una de otra. Benito, dirigiéndose hacia el
Norte, llega rápidamente al estrecho valle del Anio, en el que Nerón había construido
en otro tiempo una represa y donde había arreglado el lago que da su nombre a
Sublacus-Subiaco. Sobre las dos riberas se extendía una magnífica “villa” imperial, con
un suntuoso “puente de mármol” que unía los dos lados. Es el puente que Benito debió
cruzar, viniendo de Affile, para llegar a la ribera derecha. Allí, a unos 75 kilómetros de
Roma25 el joven aspirante a ermitaño encontrará la soledad que desea. Tanto en aquel
tiempo como hoy, bastaba escalar la pendiente muy empinada de esa garganta para
estar enseguida lejos de todo lugar habitado. En su gruta, a más de 600 metros de
altura, con el lago a sus pies26 y una roca abrupta sobre él, Benito se encuentra en un
verdadero desierto.
“Marcharse al desierto”. Este era ya su proyecto, como recordaremos, cuando se alejaba
de Roma27. En efecto, ésta es la gestión inicial de toda vida monástica, es el primer paso
que debe dar cualquiera que quiera llevar el nombre de monje. El autor de los Diálogos
lo sabe bien: “Si se nos denomina monjes, es porque, renunciando al mundo, nos
hemos marchado a la soledad para llevar allí una vida retirada”28. Indudablemente
Gregorio no está satisfecho con esta interpretación común de la palabra monachus, y
propone otra más profunda, que define al monje por su deseo de Dios exclusivo y
unificante29. Pero la opinión común no se equivoca. El preámbulo obligatorio de toda
conversión monástica es, sin duda, la salida del mundo y el marcharse hacia una cierta
soledad. El camino del monje hacia Dios comienza necesariamente con este
movimiento físico.
“Benito se marchó al desierto”. Esta marcha de Affile a Subiaco, ¿es entonces el simple
cumplimiento del proyecto concebido en el momento de la partida de Roma? No,
porque entretanto se produjo un acontecimiento que le da una urgencia y un
significado nuevos. Benito ha realizado un milagro, y ahora es admirado y venerado por
toda la población de Effide. Y precisamente ahora quiere huir de esa gloria. Ya no se
trata únicamente de dejar el mundo, como lo haría cualquier aspirante a la vida
monástica, sino de desembarazarse de una reputación de santidad. Para lograr esto, se
impone una desaparición total. De ahora en más, Benito quiere vivir “desconocido de
los hombres”.
De allí la característica propia de los tres años que pasará en la gruta de Subiaco. Para
Gregorio, el rasgo distintivo de este período es el incógnito total en el que se encierra
Benito. Más tarde, cuando el joven superior vuelva a la soledad luego del fracaso de su
abadiato, se hablará de “habitar consigo”, de vivir bajo la mirada de Dios, de salir de sí
por la contemplación y el éxtasis. Por el momento, este aspecto contemplativo de la
vida solitaria no aparece en absoluto. Lo único que le interesa al biógrafo es la
ignorancia mutua del ermitaño y de los hombres. Nadie sabe donde está y él no sabe ni
24
Tomado de: Cuadernos Monásticos nº 55 (1980), pp. 416-424. Original en francés, publicado en: Ecoute, ns. 258 y
259. Tradujo: Madre Isabel Guiroy, osb. Monasterio Nuestra Señora del Paraná, Entre Ríos, Argentina.
25
O sea alrededor de 50 millas romanas. Gregorio se queda corto en su estimación (40 millas, 60 kilómetros), al
menos en el caso que se refiera a la ruta, que tanto en aquel tiempo como en la actualidad, sigue el curso del Anio
desde Tivoli. La distancia, en línea recta, es de alrededor de 52 kms. (35 millas).
26
Este lago era alimentado no solamente por las fuentes locales, que son lo único que Gregorio menciona, sino sobre
todo por el Anio. Este afluente del Tíber no fluye hacia Roma únicamente al salir del lago, sino que tiene su fuente a
unos veinte kilómetros más arriba de Subiaco.
27
Diál. I,1.
28
Comentario al Primer Libro de los Reyes I,61.
29
Comentario al Primer Libro de los Reyes I,61.
15
siquiera que es el día de Pascua.
Esta vida totalmente escondida, es la respuesta heroica de Benito a una tentación de
vanagloria. Si ésta no hubiera existido, habría sido tan radical su decisión original de
“marcharse al desierto”? Quizás habría entrado en una comunidad, o hubiera habitado
solo en un lugar accesible y conocido. Como dice Gregorio, “las alabanzas del mundo”.
“los favores de esta vida”, provocados por el prodigio de Effide, le hicieron tomar la
determinación de ese sacrificio absoluto de toda relación humana.
La amplitud de la reacción, nos hace medir la gravedad del peligro. Aunque Gregorio no
insiste en ello, es evidente que Benito en ese momento pasó por una prueba. De modo
que su entrada en la vida monástica está acompañada por un combate interior, y toma
la forma de una victoria espiritual sobre uno de los demonios más temibles que
atormentan el alma humana.
A partir de ese momento, nos quedamos tranquilos. Este “niño dotado de una cordura
de anciano”, este principiante que “ha comenzado con la perfección”, no por eso deja de
ser un hombre como los demás que debe hacer un esfuerzo para evitar el pecado, para
permanecer fiel, para progresar hacia Dios. Su historia no es, como tantas vidas de
santos medievales, un insípido panegírico en el que el héroe avanza sin lucha de virtud
en virtud. La Vida de Benito -por lo menos la primera parte (caps. 1-8)- desarrolla una
serie de crisis que lo hacen pasar por todas las grandes tentaciones que conoce el
hombre. Luego de la vanagloria vendrá la lujuria y más tarde, en dos oportunidades, la
cólera, la violencia, el odio.
***
“La soledad espanta a un alma de veinte años”. Benito no tiene todavía veinte años, y la
soledad con la que se enfrenta, espanta de muy distinto modo que la que asustaba a
Celimene. A ella se une la alimentación reducida a un poco de pan, el ayuno perpetuo,
el “sufrimiento del hambre”. Sus vestidos son pieles de animales, su casa un antro de
bestias. Esta extremada austeridad, supone una fortaleza de alma y un equilibrio
espiritual poco comunes, donde la gracia de Dios se despliega poderosamente. Y como
es natural, a su vez se revela el otro polo del universo invisible: una intervención del
diablo, todavía limitada, anuncia la oposición que sube de las profundidades contra esa
vida demasiado santa.
Volvemos a encontrar todas estas características completadas con algunas otras, en el
retrato de los anacoretas que aparecían, un siglo antes, en el pequeño escrito anónimo
titulado Consultaciones de Zaqueo y Apolonio. Después de describir a los monjes que
viven en comunidad, el autor presentaba a “aquellos que tienen la más alta
observancia”, los anacoretas o ermitaños, de la siguiente manera30:
“Estos monjes viven solos en el desierto, en lugares desolados y abandonados y pasan
su vida en un aislamiento que justifica plenamente su nombre. Se protegen del sol y de
la lluvia en habitaciones talladas en la misma roca o en grutas subterráneas. Se
alimentan únicamente con pan duro y se desalteran con agua pura. Su vestido está
hecho con pieles o pelos de cabra. Pasan toda su vida luchando en el alma y en el
cuerpo. Son pura oración incesante elevada a Dios, súplicas que suben hasta él como un
sacrificio. Si de vez en cuando cesa la oración, la remplaza la salmodia que celebra la
alabanza divina, a fin de reanimar la alegría del alma entregándose a un gozo religioso.
Por lo demás, los diferentes demonios se aprietan como una muchedumbre alrededor
de ellos y las maquinaciones de estos espíritus impuros prueban a menudo la
constancia del ermitaño, que sale victoriosa de estos encuentros. El ayuno es incesante
30
Cons. Zac. III,3.
16
y las noches se pasan sin dormir. El cuerpo se extiende directamente sobre la tierra o se
arroja algunos instantes en la piedra dura El tiempo que dedican al reposo es tan corto,
que parecen desear más bien ofender y echar al sueño que entregarse a él”.
Este cuadro nos puede dar una idea de lo que Benito vivió o trató de vivir durante tres
años. Pero el mismo Gregorio dice cómo veía él la vida solitaria. Además de los
Diálogos, donde aparecen en escena varios ermitaños y recluidos, tenemos una carta
suya dirigida a un tal Secundinus, recluido en el norte de Italia31. A los cincuenta años
pasados, este hombre se quejaba de padecer tentaciones de la carne. Nada más natural,
responde Gregorio, ya que la vida monástica solitaria es una provocación especial, un
abierto desafío al diablo. Este no puede dejar de habérselas particularmente con ese
combatiente que sale de las líneas para presentarle un combate singular. Y lo que
particularmente excita al Adversario, es la intensidad con la que el recluso aspira al
cielo. El “amor a la patria celeste”, “el fervor del deseo del cielo”, es lo que exaspera al
diablo y le da todo su valor, a los ojos de Gregorio, a la vida del ermitaño.
En otra parte, en su Comentario al Libro de los Reyes, el Papa vuelve sobre el tema de
la relación entre vida común y vida solitaria. Las dos existencias, comparadas en la
carta a Secundinus con el combate entre ejércitos y el combate singular
respectivamente, están simbolizadas aquí por los dos tipos de sacrificio de la Antigua
Alianza: la “víctima” ordinaria y el holocausto32. En la vida comunitaria se ofrecen
“víctimas”, realizando generosamente sacrificios personales que van más allá de la
observancia ordinaria. Pero el que se retira de la vida común y de la acción para
entregarse en secreto a una contemplación amante, ése se ofrece en holocausto porque
se abandona íntegramente a las llamas del amor divino.
Este paralelo cobra todo su sentido si lo comparamos con otros pasajes de la obra
gregoriana, donde las mismas imágenes sacrificiales simbolizan la vida del cristiano
secular y la del monje33. Así el monje es con respecto al simple fiel, lo que el ermitaño es
con respecto al cenobita. Tanto para Gregorio como para el autor de las
Consultacioness, la vida solitaria es la forma de existencia más entregada a Dios, el
grado más eminente de vida cristiana.
Hay que subrayar que volveremos a encontrar esta escala de valores, generalmente
admitida en esa edad de oro del monaquismo, en la Regla del mismo san Benito. El
primer capítulo sobre las diversas especies de monjes, describe sucesivamente a los
cenobitas y a los ermitaños, presentando a estos últimos como soldados
particularmente aguerridos, capaces de enfrentar al diablo sin la ayuda de nadie. Pero
este esquema que ya hemos encontrado en la carta de Gregorio a Secundinus, aparece
aquí con una nota de gran importancia, que nos plantea un espinoso problema. Según
Benito, el ermitaño auténtico es aquel que ha sido largamente probado en la vida
común. Se debe combatir en las “filas de los hermanos” de un monasterio cenobita,
antes de afrontar el “singular combate del yermo” con alguna posibilidad de éxito.
Este entrenamiento comunitario que Benito en su Regla declara indispensable,
pareciera justamente haberle faltado a él. Contrariamente a lo que él mismo
prescribirá, lo vemos abrazar directamente la vida solitaria, sin pasar previamente por
la vida común. ¿Deberemos concluir quizás que el capítulo primero de la Regla expresa
una especie de arrepentimiento, como si Benito, instruido por su propia experiencia,
advirtiera a sus discípulos contra una anacoresis prematura? Eso sería desconocer el
carácter tradicional de este tema. La necesidad de una iniciación comunitaria ya es
afirmada por Jerónimo, Casiano, el Maestro; y evidentemente es de estos autores y no
31
Epístolas IX,147 (IX,52).
Comentario al I Libro de los Reyes VI,30.
33
Homilías sobre Ezequiel I,12,30; II,8,16; II,9,12.
32
17
de su experiencia personal que Benito ha tomado esa idea.
Por lo tanto, el contraste entre la vida del santo y su Regla debe explicarse de otra
manera. Sin pretender soslayar la contradicción, podemos observar que Benito ya ha
alcanzado, según Gregorio, una especie de “perfección” en el momento de hacerse
monje. Por otra parte, el milagro de Effide. que ha revelado esta madurez precoz, invita
al joven taumaturgo a desaparecer completamente para escapar a la fama. El caso de
Benito, por lo tanto, de cualquier manera que se lo encare, es extraordinario y obligaba
a trastornar el procedimiento normal.
Por otra parte, ¿tenía este procedimiento un carácter normativo a los ojos de Gregorio?
¿Incluso lo conocería? En sus escritos nunca habla de él. Sin embargo, tenemos motivo
para creer que Gregorio había leído -y sin duda retenido en su memoria- los textos que
prescribían formar al ermitaño en una comunidad. La Regla benedictina, que cita
formalmente en dos oportunidades, bastaba en todo caso para informarlo sobre el
particular. Pero no se preocupa en absoluto de conformar la Vida de Benito con su
Regla. Su intención no es presentar la persona del santo como una encarnación de su
doctrina34. Así como tampoco Benito había expuesto en su primer capítulo la teoría de
su propia existencia. Este es un punto importante que debemos retener. La Vida de
Benito y su Regla son dos cosas distintas, dos escritos que proponen el mismo objetivo,
pero que tienden a él por itinerarios bastantes diferentes.
Ningún hombre es una isla. Al internarse en un aislamiento absoluto, Benito depende
de un confidente, el monje Román, que le ha dado el hábito y le procura el sustento. Por
medio de la vestición que lo hizo nacer a la vida monástica, Benito en cierto modo se ha
convertido en su hijo. Por medio del pan que le conserva la vida, permanece en una
relación filial con ese padre que lo alimenta. Así, este monje discreto y generoso ocupa
el lugar de la nodriza que Benito acaba de abandonar. A la ternura con que lo amaba la
primera, sucede la “caridad” con que lo rodea el segundo.
Esta asistencia secreta, fiel, llena de abnegación que presta al aprendiz de ermitaño un
cenobita del monasterio vecino, es uno de los bellos episodios de esta Vida. La
existencia de Benito depende de esa abnegación que cuesta a Román parte de su ración
de pan. Esta historia nos hace pensar en dos pasajes de la Regla del Maestro, esa obra
vasta que es la fuente principal de la Regla benedictina y que presenta más de un punto
de contacto con los relatos de Gregorio sobre Subiaco.
En el cap. 27, el Maestro permite al monje generoso renunciar a una porción de su pan
y de su vino durante la comida, y entregar la parte sacrificada al mayordomo para que
se la dé a algún pobre35. Por otra parte, según el capítulo 23, toda la comunidad ve
descender su pan del cielo cada día, ya que al empezar la comida, se encuentra en una
canasta suspendida del techo, de donde se lo hace descender por medio de una cuerda y
una polea36. Este escenario ingenuo, que simboliza el origen providencial de la “ración
de los obreros de Dios”, nos recuerda curiosamente el pan descendido por una cuerda
en la gruta de Subiaco.
Pero más allá de la Regla del Maestro, la situación de Benito recuerda sobre todo
ciertas historias de los Padres del desierto. En primer lugar, la de Antonio que fue
abastecido de pan de esa manera durante toda la primera parte de su existencia.
Durante los veinte años que permaneció encerrado en una fortaleza en ruinas, se lo
34
A pesar de que en Dial. II,36 dice, como veremos, que Benito “no pudo enseñar otra cosa que lo que él mismo
vivió”.
35
Regla del Maestro 27,47-51.
36
Ibid. 23,2-3.
18
pasaban dos veces por año por el techo37. Sólo más tarde, cuando se retiró al desierto
interior, decidió hacerse él mismo su pan para evitar este trabajo a los que lo
sustentaban. Por su parte, Sulpicio Severo relata que, cuando un monje del valle del
Nilo abandonó su comunidad con autorización de su superior para vivir en el desierto a
algunas millas de allí el abad de vez en cuando le bacía llevar pan del monasterio38.
Esta situación del ermitaño alimentado por sus hermanos cenobitas, se parece mucho a
la de Benito, pero con la diferencia de que este último lleva una existencia clandestina a
la sombra del monasterio de Adeodato, que el mismo abad ni se imagina. Aquí también
hay una evidente anomalía, que sólo se justifica en un caso excepcional. Habida cuenta
de esta extraña circunstancia, no es menos cierto que el anacoreta de Subiaco vive en
los alrededores de un monasterio cenobita y depende de él. El mismo pan con que se
alimenta lo ganan, lo confeccionan y se lo procuran los cenobitas. No se puede estar
más separado y a la vez ser más dependiente de una comunidad.
La asociación de Román y de Benito se reproducirá cien veces en la historia monástica
hasta nuestros días, bajo formas menos heroicas y menos pintorescas. Y cuando una
mano invisible intenta cortar el cordón umbilical para que el joven solitario muera de
hambre, esa historia de campanilla rota está bien en la línea del diablo en todas las
épocas. El hecho de romper el vínculo de la caridad que une a los hombres -sobre todo
si son hombres de Dios-, el hecho de enemistar a cenobitas y ermitaños, es una tarea
bien digna de él. Pero salieron victoriosos, dice Gregorio, el corazón y la inteligencia de
Román. Hasta que Dios sacó la luz de la gruta, siguió sirviendo en la oscuridad.
***
El doble descubrimiento del hombre de Dios, en primer lugar por un sacerdote y luego
por los pastores, se parece singularmente a los evangelios de la infancia de Cristo. El
primero de estos hechos, debido a una revelación, se debe comparar con la ida de los
magos a Belén conducidos por la estrella. En cuanto al segundo hecho, si bien no ha
sido provocado por ningún anuncio sobrenatural, sin embargo la identidad de personas
-pastores en ambos casos- basta para fundamentar su comparación con Navidad. De
este modo, así como Mateo y Lucas condujeron a sabios y simples hacia el recién nacido
en el pesebre, Gregorio hace desfilar al clero y a los fieles, en correcto orden jerárquico,
por esa gruta donde se escondía una nueva santidad.
La visita del sacerdote, largamente relatada, se termina sin un mañana, mientras que el
breve episodio del descubrimiento de los pastores pone fin definitivamente a la vida
oculta de Benito. El primero de estos acontecimientos, aunque recuerda la Epifanía,
tiene como marco la fiesta pascual. El Señor resucitado se muestra, como en el
Evangelio, a un testigo elegido y por la visita de este testigo, Benito resucita a la vida
social. Su respuesta al sacerdote -“Sé que es Pascua, porque he sido digno de verte”manifiesta al mismo tiempo su extraordinario olvido del mundo, que va bastante más
allá de la “sabia ignorancia” del Prólogo, y su fe en Cristo vivo representado no
solamente por el hermano que lo visita (“Has visto a tu hermano, has visto al Señor”),
sino también por la cualidad sacerdotal de éste último. De hecho, convenía que un
ministro de Dios pusiera la luz en el candelabro en ese día de resurrección, a imagen del
cirio en la noche pascual.
Este sacerdote viene de lejos. Sin duda esto era necesario para evocar a los magos
venidos de Oriente; pero además pronto nos enteraremos de que otro sacerdote que
vive muy cerca de la gruta -el propio cura del lugar- no era precisamente el hombre
apropiado para este ministerio de gracia.
37
38
Atanasio, Vida de Antonio 21,4-5 (cf. 8,1 y 3). Antonio agricultor; ver 50,1-7.
Sulpicio Severo, Diálogos I, 10.
19
También un día de Pascua, un gran monje de Egipto, el abad Apolo, fue gratificado
milagrosamente con una comida deliciosa, que unos desconocidos trajeron
expresamente para él en respuesta a su oración39. Pero los manjares que Dios procura a
su servidor hambriento por medio del sacerdote nos hacen pensar sobre todo en la
historia de otro monje egipcio, el abad Frontón. El también, junto con sus discípulos,
sufría de hambre en el desierto y repentinamente recibieron suntuosas provisiones
enviadas por un rico a quien Dios había mandado decir: “¡Tú festejas magníficamente
en tu opulencia, y a mis servidores en el desierto les falta el pan!”40.
Por lo tanto, al telón de fondo bíblico de esta escena se agregan antecedentes
monásticos bien precisos. Y ella recuerda más ampliamente, el hallazgo de Pablo, el
primer ermitaño, por Antonio y de Onufrio por el monje Pafnucio. También a raíz de
una revelación se había internado Antonio en el desierto para descubrir allí a su
predecesor, que vivía olvidado de los hombres desde hacía casi noventa años. Y
también había sido enviado por el Señor para prestar un servicio al ermitaño
moribundo: el de enterrarlo dignamente41.
Pero a diferencia de estos viejos anacoretas, Benito es un joven cuya carrera monástica
recién comienza. Al hacerlo descubrir por los visitantes maravillados, Dios no quiere
salvar su memoria del olvido sino hacerle ejercer una irradiación activa. Esta primera
influencia personal llega a los seglares. Ellos son quienes, en cambio, tomarán el lugar
del monje Román y sustentarán a su vez al varón de Dios.
Al reanudar así, por voluntad divina, su relación con los seglares, Benito llega al
término del ciclo comenzado con su partida de Effide. Había huido en aquel momento
de la admiración del pueblo fiel. Su renuncia heroica a toda relación con los hombres,
por medio de la cual venció la vanagloria, resulta ahora en una acción espiritual sobre
los hombres Tentación, victoria, irradiación: son los tres momentos de una dialéctica
que veremos plantearse más de una vez en la gesta de Benito en Subiaco.
39
Hist. mon. VII; PL 21,416 A-C. Ver Historia de los monjes de Egipto VIII,38-41.
Vita Frontonii 5-6; PL 73,440 B-D.
41
Jerónimo, Vida de Pablo 7-16; Vita Onuphrii, PL 73,211-220. Por otra parte, el descubrimiento de Benito por los
pastores recuerda a Cirilo de Scythopolis, Vida de Eutimio 8 (cf. Vida de Sabas 15).
40
20
Capítulo 2
1. Un día en que estaba solo, se presentó el tentador. Una avecilla negra, vulgarmente
llamada mirlo, comenzó a revolotear en torno de su cara y a acercársele
importunamente, tanto que el hombre santo, si hubiera querido, hubiera podido
agarrarla con su mano. Pero trazó la señal de la cruz, y el ave se alejó. En cuanto el ave
se fue, le siguió una tentación de la carne tan violenta, como el hombre santo nunca la
había experimentado. Algún tiempo antes, había visto a una mujer que ahora el espíritu
maligno volvió a presentar ante los ojos de su mente, y de tal modo su hermosura
inflamó el corazón del siervo de Dios, que apenas podía contener en su pecho la llama
del amor. Y vencido por la voluptuosidad, ya estaba casi decidido a abandonar el
desierto.
2. Pero iluminado súbitamente por la gracia de lo alto, volvió en sí, y divisando muy
cerca un matorral de ortigas y espinas, se quitó la ropa y se arrojó desnudo en esas
espinas punzantes y ortigas ardientes. Después de haberse revolcado allí durante
mucho tiempo, salió con todo el cuerpo lacerado. Así, por las heridas del cuerpo curó la
herida del alma, transformando el placer en dolor. Al abrasarse en el exterior por un
castigo beneficioso, extinguió lo que en su interior ardía ilícitamente. De este modo
venció el pecado, al cambiar la naturaleza del incendio.
3. Desde entonces, según él mismo contaría luego a sus discípulos, la tentación de la
voluptuosidad quedó dominada en él de tal manera que nunca más volvió a
experimentar en sí nada semejante. En lo sucesivo, muchos empezaron a abandonar el
mundo y se apresuraron a ponerse bajo su dirección. Libre del mal de la tentación, con
razón pudo hacerse maestro de virtudes. A este respecto, Moisés había ordenado que
los levitas debían prestar el servicio a partir de los veinticinco años en adelante, y que a
partir de los cincuenta fueran custodios de los vasos sagrados (cf. Nm 8,24 ss.).
4. PEDRO: Ciertamente, de algún modo llego a entrever el sentido del pasaje aducido;
pero te ruego que me lo expongas más claramente.
GREGORIO: Es evidente, Pedro, que en la juventud la tentación de la carne es
más abrasadora, pero que a partir de los cincuenta años el ardor del cuerpo se
apacigua. Los vasos sagrados son, a su vez, las almas de los fieles. Conviene por
consiguiente que los elegidos, mientras están sujetos a la tentación, estén sometidos a
un servicio, fatigándose en obediencias y trabajos. Mas cuando por la edad, su espíritu
se apacigua y se aleja el calor de la tentación, entonces son custodios de los vasos
sagrados, porque llegan a ser doctores de las almas.
5. PEDRO: Confieso que me agrada lo que dices. Y ya que me aclaraste el sentido de
este texto, te ruego que continúes el relato de la vida de este justo.
Capítulo 3
1. GREGORIO: Alejada entonces la tentación, el hombre de Dios, a la manera de un
terreno cultivado y libre de espinas, produjo frutos más abundantes para la mies de las
virtudes. A causa de la fama de su preclara santidad, su nombre se hizo célebre.
Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb42
42
Tomado de: Cuadernos Monásticos nº 56 (1981), pp. 4-11. Original en francés, publicado en: Ecoute, n° 260.
Tradujo: Tradujo: Madre Isabel Guiroy, osb. Monasterio Nuestra Señora del Paraná, Entre Ríos, Argentina.
21
Habiéndose refugiado Benito en el desierto para escapar a la gloria, los hombres lo van
a buscar allí y comienza a ejercer sobre ellos una influencia y una atracción. Esas
relaciones renovadas con los seglares serán la causa de una nueva tentación. Ya no se
trata de la vanagloria -los tres años de heroica desaparición la dejaron fuera de
combate- sino de un vicio más brutal, al que sin duda Gregorio apuntaba en primer
lugar cuando hablaba del desarreglo de los estudiantes romanos: la lujuria.
Indirectamente, a través de sus conversaciones edificantes con los campesinos de los
alrededores, Benito se ve enfrentado en su gruta con la gran pasión de la cual había
huido tan resueltamente al abandonar la Ciudad.
Este segundo combate se asemeja singularmente al primero. La tentación de la lujuria,
como la de la vanagloria, será vencida por medio de un acto heroico, y esta victoria
engendrará una nueva influencia en los hombres. Tentación, victoria, irradiación:
volvemos a encontrar aquí los tres tiempos de la prueba anterior, pero con una nitidez
acrecentada que hace del presente episodio el más típico de los cuatro cielos
probatorios recorridos por Benito. Y este segundo ciclo no solamente es análogo al
anterior, sino que, además se vuelca sobre él: la irradiación con la cual culmina la
primera tentación, engendra la segunda43.
Hay además otros lazos que ligan este episodio al precedente. El relato de los tres años
solitarios en la gruta estaba centrado en el problema de la alimentación. El monje
Román en primer lugar, luego el sacerdote anónimo44 y finalmente los pastores y los
demás fieles, llevaban al joven ermitaño los víveres que necesitaba para sobrevivir y él,
en cambio, les daba el alimento espiritual de sus palabras. A ese tema de la
alimentación le sucede ahora el de la sexualidad. Lo que tienta a Benito es el goce
sexual, y cuando supera la tentación, el mismo resultado de su victoria es descrito en
términos de fecundidad: como una tierra desbrozada, el santo producirá una cosecha
espiritual exuberante, ya sea de sus propias virtudes o de aquellas que cultivará en las
almas. Comer y procrear: estos dos instintos primordiales dominan por lo tanto, por
turno, la historia de Benito, de la misma manera que se suceden al comienzo de la
famosa lista de los ocho vicios principales -antepasados de nuestros siete pecados
capitales- familiares a Casiano y al mismo Gregorio.
Al considerar el trasfondo escriturístico de estas escenas, vemos también que
corresponden una y otra a cuadros de la vida de Cristo. Habíamos visto que el doble
descubrimiento de Benito en su gruta se refería a Navidad y Epifanía, y la visita del
sacerdote se realizaba un día de Pascua, resucitando Benito con el Señor a la vida
social. De estos misterios gozosos y gloriosos, pasamos en el relato presente, a los
combates intermedios de la Tentación en el desierto y de la Pasión.
El retiro de Cristo en el desierto, ya evocado por la soledad y el ayuno de Benito en su
gruta, aquí se imponen al pensamiento: como Jesús, el ermitaño de Subiaco recibe la
visita del tentador y lo rechaza. Es cierto que la tentación no es triple sino única y que
no coincide, por su objeto, con ninguna de las que sufrió Cristo. Además, Benito es un
hombre frágil, que corre el peligro de romperse bajo la presión de la pasión. No le basta
una palabra como a Jesús para rechazar la sugestión del seductor.
Pero esta última diferencia no hace más que abrir paso a otra visión del Evangelio. Para
resistir al pecado que se apodera de él, Benito se arroja a las espinas y sale de ellas
cubierto de heridas. Ese cuerpo desgarrado nos hace pensar en aquél que sufrió la
43
Es inútil suponer, como se hace a menudo, que la mujer cuyo recuerdo atormenta a Benito es una persona conocida
en otro tiempo en Roma. El relato sugiere más bien que formaba parte de la oleada de visitantes venidos
recientemente a la gruta.
44
A los precedentes ya indicados (Cuadernos Monásticos nº 55, p. 423, notas 15-16) podemos agregar la comida que
Habacuc llevó milagrosamente a Daniel (Dn 14,32-38).
22
Pasión. No se trata solamente de la corona de espinas. Como ya veremos, junto con la
flagelación, están presentes los mismos clavos de la cruz. Así, la Pasión de Jesús se
agrega a su Tentación en esta crisis en que Benito corre el riesgo de perderlo todo y lo
gana todo. La cruz, cuya simple señal es suficiente para ahuyentar la visión del ave,
debe hacerse dolorosa realidad para disipar la tentación. Y cuando ésta fue vencida a su
vez, el que se levanta ya no es el mismo. Su carne purificada, inmunizada, participa de
la incorruptibilidad de los resucitados45 y, como Jesús cuando sale del desierto, está
preparado para anunciar el reino de Dios.
Sin embargo, la prueba de Benito no transcurre solamente con ese telón de fondo
bíblico. Hay algunos precedentes más, inmediatos que vienen al pensamiento y que
esclarecen su sentido. En primer lugar, la famosa tentación de Antonio. Este prototipo
de todos los monjes ya había soportado, en medio de un enjambre de variadas
sugestiones y de terribles castigos físicos, una rebeldía del instinto sexual46.
La comparación del relato de Atanasio con el de Gregorio es instructiva. Mientras que
el primero piensa en una prueba prolongada en la que las sucesivas oleadas de la lujuria
se estrellan contra su propósito de castidad siempre renovado, el segundo limita la
lucha a una crisis de algunos instantes. La constante serenidad de Antonio, que
responde a las imágenes voluptuosas con pensamientos nobles, contrasta con la
turbación de Benito, por un momento vacilante, cae vencido. Por esta razón, la escena
gregoriana tiene como característica propia, un sesgo dramático, que llega a su
paroxismo cuando el joven se revuelca en las espinas y en las ortigas. Aunque la
asistencia de la gracia divina se menciona en ambas partes, sólo Benito recibe la
inspiración de un acto violento que pone fin a su turbación y resuelve la crisis. Por otra
parte, el recuerdo preciso de cierta mujer que atormenta a Benito es otro rasgo
particular del relato de Gregorio, ya que Antonio parecía sufrir solamente los asaltos de
fantasmas genéricos. De este modo, todo contribuye a convertir la tentación de Benito
en un episodio singularmente patético, más rico en miseria y grandeza humana que la
resistencia mental imperturbable del monje egipcio.
Podríamos citar también al joven Hilarión, cuya tentación, reducida a fuerza de ayunos,
oraciones y trabajos, fue descripta por Jerónimo47. Pero es en otra Vida de monje
escrita por Jerónimo, la de Pablo, donde encontramos el paralelo más esclarecedor. En
la época en que ese príncipe de los ermitaños se refugió en el desierto, hacía estragos la
persecución de los emperadores Decio y Valeriano. Para hacer sentir el horror de estas
persecuciones, Jerónimo relata algunas anécdotas, en particular la historia de un joven
mártir que fue entregado, atado de pies y manos, a las provocaciones de una cortesana.
A punto de sucumbir, se cortó la lengua con los dientes y la escupió en el rostro de la
seductora48. Este “dolor que vence a la voluptuosidad”, como dice Jerónimo, prefigura
claramente la proeza de Subiaco.
En cuanto al suplicio particular que se inflige Benito a arrojarse en los espinos, nos
hace pensar en otro martirio de la misma persecución, el de Ágata, cuya última prueba
fue la de ser revolcada, desnuda, en una alfombra de agudos vidrios y carbones
ardientes. Recordamos también un pasaje de la vida de Pacomio: mientras era todavía
aprendiz de ermitaño, iba a trabajar con los pies desnudos a un bosque de acacias: y
cuando las espinas se clavaban en sus pies, las soportaba con alegría recordando los
clavos de nuestro Señor en la cruz49. Este último detalle nos muestra hasta qué punto
teníamos razón cuando más arriba comparábamos a Benito con Cristo crucificado.
45
Cf. Mt 22,30: “En la resurrección, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido”.
Atanasio, Vida de Antonio 5-6.
47
Jerónimo, Vida de Hilarión 3.
48
Jerónimo, Vida de Pablo 3.
49
Dionisio, Vida de Pacomio 11, en la que el “desierto lleno de espinas” corresponde al “bosque de acacias” de las
Vidas coptas.
46
23
Los tormentos de estos ascetas y mártires, ya sean voluntarios o infligidos por otros,
soportados ya sea por la castidad o por la fe, abrieron camino a Benito y a su biógrafo50.
De los Evangelios a los Diálogos, pasando por los relatos de las persecuciones y de los
orígenes del monaquismo, hay una línea continua que liga la Pasión de Cristo con la del
héroe de Gregorio.
Volviendo a la tentación de Antonio, en ella encontramos todavía un rasgo que anuncia
nuestro relato, aunque sin dejar de poner de relieve su originalidad. Cuando el demonio
que acosa a Antonio vacía su carcaj inútilmente, se aparece a él, despechado, en forma
de niño negro y le confiesa su impotencia. Interrogado por Antonio, le dice su nombre:
el espíritu de fornicación.
Esta visión que sigue a la tentación de Antonio, no deja de tener su analogía con la que
precede a la tentación de Benito. En efecto, según Gregorio, el tentador se muestra en
primer lugar bajo la forma de un mirlo inoportuno que revolotea en el rostro del santo.
Al ser echada por medio de la señal de la cruz, el ave deja su lugar a la tempestad de
recuerdos y pulsiones.
Por lo tanto hay dos fases, tanto en la escena de los Diálogos como en la Vida de
Antonio, pero que se suceden en orden inverso. Tanto en la una como en la otra, una
visión del diablo en forma corporal -las dos veces del mismo color negro- acompaña a la
tentación propiamente dicha. Pero mientras que el niño del relato de Atanasio habla y
explica lo que acaba de suceder, el mirlo de Gregorio presagia tácitamente lo que va a
producirse.
De este modo, el comentarista demoníaco se ha transformado en un “anunciante”,
como dice Claudel, y además ha abandonado la forma humana para revestirse con la de
un animal. Esta metamorfosis es tanto más interesante, cuanto que el tentador volverá
a aparecer muy pronto en la Vida de Benito, con los rasgos de un “negrito”51,
exactamente como en la Vida de Antonio. Quizás toma aquí el aspecto de un ave,
precisamente para evitar una repetición.
Sin embargo, esta representación posee por sí misma títulos literarios y simbólicos bien
establecidos. Sin detenernos en los relatos hagiográficos ni en los textos del mismo
Gregorio, en los que los espíritus malos están representados por aves52, basta recordar
la parábola evangélica del sembrador: la primera desventura del grano es la de ser
arrebatado por los pájaros del cielo que representan al diablo53. Por otra parte, esta
misma parábola menciona luego a las “espinas” que ahogan el grano -símbolo de las
“voluptuosidades” de la vida-, y finalmente habla de la buena tierra, donde la semilla da
sus frutos. Estos dos detalles hacen pensar en la conclusión de nuestro relato, en la que
Gregorio observa que “el varón de Dios”, luego de su victoria sobre la voluptuosidad,
“cual tierra cultivada libre de espinos, dio copiosos frutos en la mies de las virtudes”.
Esta parábola del sembrador, que Gregorio ha comentado en sus Homilías, es por lo
tanto una de las claves del relato de la tentación de Benito. Ella esclarece el comienzo y
el fin: el ave demoníaca y la tierra sin espinas que redobla en fecundidad54. Nos vemos
50
Hay que citar otros dos monjes: Antonio, que se aplica un hierro al rojo y Evagrio que toma un baño helado
(Paladio, Historia Lausíaca 11, 4 y 38,11).
51
Dial. II,4,2: en este caso el demonio debió tomar forma humana para poder “tirar del borde del vestido” a su
víctima.
52
Ver Sources chrétiennes (= SCh) 260, p. 137, nota a Dial. II,2,1. Agregar Gregorio, Morales 33,30-31.
53
Lc 8,4-15. Cf. Gregorio, Homilía sobre el Evangelio 15,1-4.
54
Podríamos pensar que también ha sugerido a Gregorio las espinas que desgarraron el cuerpo de Benito, pero esto
nos parece poco seguro. No hay duda de que las heridas corporales de las espinas sirven de remedio a las heridas
morales del vicio, lo cual inclina a asimilar al vicio a un arbusto de espinas que desgarran el alma. Pero esta
24
llevados nuevamente al Evangelio. En un segundo plano de nuestro relato, no
solamente vislumbramos dos episodios de la vida de Jesús -su Tentación y su Pasiónsino también una gran página de su enseñanza: la parábola-tipo, explicada por él
mismo, que evoca las vicisitudes y el triunfo de su palabra.
Antes de dejar al ave negra y a la tentación anunciada por ella, debemos observar que
esta secuencia, contraria al orden de los fenómenos correspondientes a la Vida de
Antonio, es también un poco sorprendente en sí misma. Anunciar la tentación
mostrándose aunque sea con un disfraz, no es muy hábil por parte del tentador: Benito,
que enseguida lo reconoce -hace la señal de la cruz-, queda prevenido de este modo
contra la tempestad que vendrá luego.
Pero esta visión del ave ¿ha sido querida por el adversario? Podemos hacernos esta
pregunta, tanto más cuanto que la visión análoga del “negrito” dos capítulos más
adelante, será presentada como un privilegio insigne del varón de Dios, un don
preternatural que su discípulo Mauro obtiene sólo después de dos días de oración y que
le será negado al abad Pompeyano. También aquí, sin duda, la visión del mirlo es de
naturaleza carismática. Por una gracia de clarividencia, Benito percibe la oscura
presencia que le presentará combate. Esa avecilla que revolotea en su rostro, no
solamente es el símbolo clásico de los “pensamientos que revolotean”, como ha sido
notado antes que nosotros, sino también, para hablar como san Pablo, “el ángel de
Satanás que me abofetea”55. Al haber sido descubierto, ya está casi vencido. Esta lucidez
del santo, antes de la intervención de la gracia propiamente dicha, es ya un beneficio de
Dios56.
El remedio para la tentación que sugiere el Señor a su servidor, está relacionado con
una terapéutica que ha sido analizada por Gregorio en los Morales. Este comentario del
Libro de Job hace notar que, tanto el santo varón como sus semejantes, encuentran en
las pruebas exteriores que soportan una providencial diversión de la guerra interior de
las tentaciones. Sin ese freno de las calamidades físicas, correrían el riesgo de sucumbir
a las pasiones57. Aquí encontramos una nueva aplicación del tema, con las mismas
imágenes médicas. La prueba de Benito no le es infligida a pesar suyo. Al convertirse
bajo la moción de la gracia en su propio médico, se administra él mismo el tratamiento
drástico que Dios hace sufrir en general pasivamente a sus elegidos.
A largo plazo, el efecto de esta cura es doble: la desaparición de toda tentación carnal y
una acción nueva sobre las almas. El primero de estos resultados recuerda la historia de
más de un santo monje: en primer lugar de Antonio, pero sobre todo del abad Serenus
de Casiano, de un cierto Elías, retratado por Paladio y del famoso Equitius, un abad
italiano presentado por el mismo Gregorio en el Libro anterior de los Diálogos58.
Todos, luego de muchas aflicciones y oraciones, recibieron la misma gracia de una
inmunidad definitiva. Pero una cosa es ser liberado, como estos tres últimos, por medio
de la operación de un ángel que quita el foco del mal en una visión, y otra muy distinta
es obtener esta liberación por medio de un acto heroico como lo hace Benito.
Nuevamente la comparación hace resaltar el vigor de su iniciativa y de su coraje.
En cuanto a la irradiación sobre las almas que resulta de esta victoria observemos hasta
qué punto supera a la influencia ejercida al final del ciclo procedente. Entonces se
trataba solamente de conversaciones edificantes con los visitantes seglares. Ahora
asimilación está apenas sugerida, y la imagen de las espinas que lastiman al hombre sería incluso diferente a la de las
espinas que ahogan la simiente (Lc 8, 4. 15; Dial. II,3,1).
55
2 Co 12,7. Acerca de los “pensamientos que revolotean”, ver sobre todo P. Courcelle, “Saint Benoît, le merle et le
buisson d’épines”, en Journal des savants, julio-setiembre 1967, pp. 154-161.
56
Cf. Dial. II,25,2: un monje apóstata es salvado por la visión del dragón diabólico dispuesto a devorarlo.
57
Morales 33,35-36.
58
Casiano, Conf. 7,2; Paladio, Hist. Laus. 29, 2-5; Gregorio, Dial. I,4,1-2.
25
muchos empiezan a dejar el mundo para ponerse bajo la guía del santo. Al convertirse
en “maestro de virtudes”, atrae a la vida perfecta. De este modo, su nueva victoria sobre
el vicio, profundiza su acción sobre los hombres.
Este desarrollo de la influencia de Benito está ilustrado con un bonito comentario sobre
el ministerio de los levitas en el Antiguo Testamento. Según esta exégesis del Libro de
los Números, que Gregorio ha desarrollado en otra parte59, el “servicio” impuesto a los
Jóvenes levitas significa la ascesis y la obediencia indispensables a los principiantes,
mientras que la “custodia de los vasos sagrados” que se encarga a los quincuagenarios,
representa la dirección de las almas, reservada a los hombres maduros y dueños de sí
mismos. Este dominio de sí y esta responsabilidad sobre los demás, han sido
concedidas, contra toda regla, al joven Benito. Aquello que sólo se confiere
normalmente por la edad -el apaciguamiento de las pasiones- lo ha conquistado por su
reacción excepcional contra el vicio tentador. Una vez más, su precocidad quema
etapas.
Pero este pequeño comentario de los Números no solamente aporta una nueva
pincelada al retrato del santo. También posee el interés de introducir en el relato dos
elementos constitutivos de los Diálogos: las intervenciones del diácono Pedro y las
reflexiones sobre la Sagrada Escritura. En este primer caso como en muchos otros, los
dos componentes se conjugan: Pedro, que es el representarte de la Iglesia discípula,
sólo interviene para pedir una aclaración sobre el texto de la Escritura citado por su
obispo. Este, que relata estas historias de santos entre dos obras de exégesis, es feliz de
poder volver un momento a la explicación del texto sagrado. Al hacer esto, no hace más
que manifestar a la luz del día, esa relación íntima con la palabra de Dios que es -lo
notamos en cada línea- el carácter secreto y constante de una música escrita
íntegramente en clave de Biblia.
59
Nm 8,24-25. Cf. Morales 23,21.
26
Capítulo 3 (continuación)
2. No lejos de allí existía un monasterio cuyo abad había fallecido, y toda su comunidad
se dirigió al venerable Benito, pidiéndole insistentemente que fuera su superior8. Él,
negándose, difirió su asentimiento durante mucho tiempo, diciéndoles de antemano
que las costumbres de él y las de ellos no podrían coincidir. Pero vencido finalmente
por sus reiteradas súplicas, dio su consentimiento.
3. Mas él velaba por la observancia de la vida regular del monasterio, no permitiendo a
nadie desviarse -como lo habían hecho hasta entonces- por actos ilícitos del camino de
perfección, ni hacia la derecha ni hacia la izquierda. Los hermanos de quienes se había
hecho cargo, insensatamente enfurecidos, empezaron a acusarse a sí mismos por
haberle pedido que los gobernara, ya que su vida torcida estaba en pugna con aquella
norma de rectitud. Dándose cuenta de que bajo su gobierno no se les permitirían cosas
ilícitas, se dolieron de tener que renunciar a sus costumbres, y les pareció demasiado
duro verse obligados a aceptar cosas nuevas con su espíritu envejecido. Puesto que la
vida de los buenos resulta intolerable a los de costumbres depravadas, empezaron a
tramar el modo de darle muerte.
4. Después de decidirlo en consejo, mezclaron veneno en el vino. Cuando según la
costumbre del monasterio se le presentó al abad, sentado a la mesa, el vaso de cristal
que contenía la bebida envenenada para que lo bendijera, Benito extendió la mano e
hizo la señal de la cruz, y con ella el vaso que estaba a cierta distancia, se rompió, y a tal
punto se hizo añicos como si a ese vaso de muerte en lugar de la señal de la cruz, le
hubieran dado con una piedra. El hombre de Dios comprendió en seguida que el vaso
había contenido una bebida de muerte, ya que no pudo soportar la señal de la vida. Al
instante se levantó, y con rostro sereno y ánimo tranquilo convocó a los hermanos y les
dijo: “¡Que Dios omnipotente tenga misericordia de ustedes, hermanos! ¿Por qué
quisieron hacer esto conmigo? ¿Acaso no les dije de antemano que mis costumbres no
eran compatibles con las de ustedes? Vayan y búsquense un Padre de acuerdo con sus
costumbres, porque en adelante en modo alguno podrán contar conmigo”.
5. Acto seguido, volvió al lugar de su amada soledad y solo, bajo la mirada del
Espectador divino, habitó consigo.
PEDRO: No llego a entender del todo lo que quiere decir la expresión “habitó
consigo”.
GREGORIO: Si el hombre santo hubiera querido tener sometidos por más
tiempo a quienes de común acuerdo conspiraban contra él y eran del todo diferentes en
su modo de vivir, tal vez esto habría excedido la medida de sus fuerzas y él hubiera
perdido la tranquilidad, apartando la mirada de su espíritu de la luz de la
contemplación. Y fatigándose día tras día en la corrección de todos ellos, habría
descuidado su interior, y tal vez se hubiera abandonado a sí mismo, sin encontrar a los
demás. Porque, cada vez que por alguna preocupación excesiva salimos fuera de
nosotros mismos, seguimos -es verdad- siendo nosotros, pero ya no estamos con
nosotros, porque distraídos por otras cosas, nos perdemos de vista a nosotros mismos.
6. ¿Diremos acaso que vivía consigo aquel que partió a una región lejana, derrochó la
herencia que había recibido, tuvo que contratarse con uno de los habitantes de allí y
apacentar los cerdos, a los que veía comer bellotas, mientras que a él lo consumía el
hambre? Y sin embargo, cuando después empezó a pensar en los bienes que había
perdido, la Escritura dice de él: Vuelto en sí, dijo: “¡Cuántos jornaleros de mi padre
tienen pan en abundancia!” (Lc 15,11 ss.). Si estuvo consigo, ¿cómo volvió en sí?
7. Por eso quisiera decir que este hombre venerable habitó consigo, porque teniendo
27
constantemente fija la atención en la vigilancia de sí mismo, mirándose siempre ante
los ojos del Creador y examinándose sin cesar, no permitió que la mirada de su espíritu
divagara por fuera.
8. PEDRO: En este caso, ¿cómo se explica lo que está escrito acerca del apóstol Pedro,
cuando fue sacado de la cárcel por un ángel: Volviendo en sí, dijo: “Ahora sé que
realmente el Señor envió a su ángel y me libró de las manos de Herodes y de todo
cuanto esperaba el pueblo judío” (Hch 12,11)?
9. GREGORIO: Hay dos maneras, Pedro, de salir fuera de nosotros mismos: o por culpa
de los pensamientos caemos por debajo de nosotros, o por la gracia de la
contemplación somos elevados por encima de nosotros. Así aquel que apacentó los
cerdos, cayó por debajo de sí por la divagación del espíritu y la impureza. El otro en
cambio, a quien el ángel libró arrebatando su espíritu en éxtasis, estuvo sin duda fuera
de sí, mas por encima de sí mismo. Ambos, por lo tanto, volvieron en sí: el primero
cuando, apartándose del error de su vida, volvió hacia la sensatez de su corazón, y el
segundo, cuando volvió, desde las cumbres de la contemplación, a su primer y habitual
estado de espíritu. Por consiguiente, el venerable Benito habitó consigo en aquella
soledad, en cuanto se mantuvo dentro de la clausura de su pensamiento. Pero cuantas
veces lo arrebató el ardor de la contemplación hacia lo alto, no cabe duda de que quedó
por debajo de sí mismo.
10. PEDRO: Es lógico lo que dices. Pero ahora te ruego que me expliques, si le era lícito
abandonar a los hermanos una vez que los había tomado bajo su dirección.
GREGORIO: Por mi parte, Pedro, estimo que donde existen algunos buenos a
quienes se pueda ayudar, hay que soportar con ecuanimidad a los malos que están allí
reunidos. Pero donde falta en absoluto el fruto de los buenos, ya se hace inútil el trabajo
que se toma por los malos, sobre todo si en las cercanías se ofrecen otras ocasiones para
lograr resultados más provechosos en honor de Dios. ¿Por quién iba a permanecer allí
el hombre santo como guardián, cuando veía que todos unánimemente lo perseguían?
11. Y a menudo sucede en el ánimo de los perfectos -no lo olvidemos- que al advertir
que su trabajo no da ningún fruto, se van a otra parte a ocuparse de una tarea que les
reporte algún fruto. Por eso aquel eminente predicador que deseó “irse para estar con
Cristo”, para quien “la vida era Cristo, y la muerte una ganancia” (Flp 1,23. 21), que
ambicionaba las luchas de las persecuciones no sólo para sí, sino que incitaba también
a otros a soportarlas, al sufrir persecución en Damasco buscó un muro, una cuerda y
una canasta para poder evadirse, y quiso que lo bajasen a escondidas (cf. Hch 9,24 ss.;
2 Co 11,32 ss.). ¿Diríamos, entonces, que Pablo temía la muerte, cuando él mismo
declara que la deseaba por amor a Jesús? Pero al ver que en aquel lugar hallaba poco
fruto y una pesada labor, se reservó para realizar en otra parte un trabajo provechoso.
El esforzado luchador de Dios no quiso quedarse en el campamento, sino que salió en
busca del campo de batalla.
12. Si me escuchas con benevolencia, pronto verás que el venerable Benito hizo lo
mismo, pues al escapar con vida y abandonar allí a los rebeldes, resucitó de la muerte
del alma a una multitud en otros lugares.
PEDRO: Lo acertado de lo que enseñas, lo prueban la manifiesta razón y el
coherente testimonio aducido. Pero te ruego que reanudes el relato de la vida de un
Padre tan grande.
13. GREGORIO: Como el hombre santo iba creciendo en virtudes y milagros en esa
soledad, muchos se reunieron en aquel lugar para servir al Señor omnipotente. Por lo
tanto con la ayuda del omnipotente Señor Jesucristo construyó allí doce monasterios, a
28
cada uno de los cuales asignó doce monjes, después de constituir sus abades
respectivos. Pero retuvo consigo a algunos pocos, juzgando que serían mejor formados
en su presencia.
Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb60
Decididamente, Benito no sale de una prueba sino para entrar en otra. No bien triunfa
de la lujuria, la irradiación que resulta de esta victoria es la causa de un nuevo combate.
Su naciente prestigio de maestro espiritual, hace que una comunidad monástica lo elija
como abad y estos monjes, que son malos, le procuran una tentación análoga a la de la
mujer cuyo recuerdo tanto lo había atormentado.
De hecho, estos dos episodios no solamente se encuentran uno a continuación del otro
sino que se asemejan. Tanto en uno como en otro, una señal de la cruz rechaza el mal.
Tanto en uno como en otro también, Gregorio habla de derrota: “casi vencido” por la
voluptuosidad, Benito resulta efectivamente “vencido” por las reiteradas súplicas de los
monjes. Aquello que casi realiza en el primer caso -abandonar su desierto-, lo cumple
efectivamente en el segundo.
Tanto en un caso como en el otro, se trata de “volver en sí”. La primera vez, esta vuelta
en sí se opera, por la gracia de Dios, luego de un instante de extravío, y salva al joven
monje de la caída. La segunda vez, pese a que abandona su gruta, Benito no se deja
arrastrar fuera de sí. En el momento crítico, su pronta decisión de abandonar su cargo y
de volver a su querida soledad, le permitirá “habitar consigo” sin interrupción. Pero se
libró por un poco de esa fatal salida de sí que ilustra la parábola del Hijo Pródigo, de
quien el Evangelio dice que “volvió en sí”, desde lo más profundo de su miseria61.
De modo que nos encontramos con una nueva tentación, una nueva prueba. A la
seducción de la mujer, sigue la oposición de los hombres. A la atracción del placer
carnal, se sustituye la trampa de la autoridad, la preocupación excesiva de una
responsabilidad pastoral ejercida en vano. Esta vez Benito se arriesga, no ya a
abandonar el servicio de Dios y volver al mundo, sino más sutilmente, en el seno mismo
de la vida religiosa, a perder la paz interior, la “luz de la contemplación”, la visión de sí
mismo y de Dios.
Así como había sucedido la vez anterior, Benito sale victorioso de esta prueba. El
descubrimiento del atentado perpetrado contra su vida no consigue turbarlo. Por el
contrario, este descubrimiento le sugiere inmediatamente el retiro liberador que
custodiará su paz contra el inminente naufragio. Abandona esta autoridad que no ha
buscado, que incluso durante mucho tiempo ha rechazado, sin tardanza ni pesar para
volver a su amada soledad.
Y la actual victoria, igual que las dos anteriores, tiene también como recompensa una
irradiación ejercida sobre las almas. Por haber renunciado a una vana autoridad por su
bien espiritual, Benito ve llegar a su refugio a los hombres que buscan el servicio de
Dios. Ha abandonado un monasterio y funda doce. Así llega a su culminación la
progresión que hemos observado. La influencia de Benito que ha comenzado
modestamente por medio de algunas buenas palabras dirigidas a los visitantes laicos,
se hizo más profunda luego de la segunda tentación: la gente comenzó a dejar el mundo
para ponerse bajo su dirección. Ahora se da un nuevo paso: se organizan verdaderas
60
Tomado de: Cuadernos Monásticos nº 57 (1981), pp. 141-148. Original en francés, publicado en: Ecoute, ns. 261 y
262. Tradujo: Madre Isabel Guiroy, osb. Monasterio Nuestra Señora del Paraná, Entre Ríos, Argentina.
61
Lc 15,17. La preocupación excesiva tiene por lo tanto el mismo efecto que la lujuria, pecado del Hijo Pródigo. Se
establece también una cierta analogía entre los cerdos de este último y los malos monjes de san Benito.
29
comunidades. Primero seglares; luego aspirantes a la vida perfecta, finalmente monjes
cenobitas: estos son los trofeos cada vez más nobles de aquellos combates.
Para completar esta mirada retrospectiva, observemos ciertas correspondencias entre
los tres ciclos ya recorridos. En el primero, Benito se va al desierto para huir de su
popularidad entre los seglares. En el segundo, permanece allí a pesar del deseo de una
mujer. En el tercero vuelve allí, huyendo del odio de los malos monjes. La estima de los
hombres lo llevó a la soledad, su hostilidad lo vuelve a traer. Vanagloria, lujuria, vanas
preocupaciones pastorales: cada una de estas cosas ha ido fracasando en su intento de
hacerlo caer. Fortificado por este triple asalto, ahora más que nunca es el jovencito que
no hace mucho abandonaba la ciudad, “deseando agradar sólo a Dios”.
***
Tentación, victoria, irradiación: este ciclo bien conocido está nuevamente cerrado y
constituye lo esencial del presente episodio. Pero éste posee sus detalles concretos que
no carecen de interés. Algunos de estos detalles nos sorprenden. En primer lugar, la
elección de un ermitaño para gobernar una comunidad. Benito, como recordaremos, ha
pasado directamente de la vida seglar a la soledad absoluta, sin ningún período de
aprendizaje en una comunidad monástica. ¿Cómo es posible que se lo llame para dirigir
una vida comunitaria de la cual no tiene la menor experiencia?
Sin embargo, Benito no es un caso aislado. En el Libro siguiente, Gregorio relata un
hecho análogo acerca de un cierto Eutiquio, originario de Nursia como él; y conocemos
por lo menos otro más por Teodoreto, el historiador de los monjes de Siria en el siglo
anterior62. Estos hechos son significativos. Que un ermitaño se convierta así en abad,
no es solamente el indicio de una personalidad excepcional sino también la prueba de
que eremitismo y vida común son dos formas estrechamente relacionadas de la misma
vocación. Instruido brevemente por el monje Román que le ha dado el hábito, Benito
ha llevado realmente en la soledad esa “vida regular” que ahora se preocupa por hacer
observar.
Concientes de esta afinidad profunda del cenobitismo y del eremitismo en el interior de
la única vocación monástica, esos monjes que toman como superior a un ermitaño dan
testimonio de que la misma vida comunitaria tiende a las altas virtudes cultivadas en la
soledad. Allí indudablemente que Benito no ha experimentado ni la obediencia, ni el
soportar a los demás, ni el servicio al prójimo en la caridad; pero ha practicado en un
grado eminente la pobreza, la abstinencia y el ayuno, el silencio y el cara a cara con
Dios, el combate contra los demonios y la oración incesante. Todo esto interesa
también en alto grado a los cenobitas. Lo que buscan en ese hombre que toman como
Padre, no es tanto al organizador y al jefe como al guía espiritual y al entrenador en los
caminos de la ascesis. Para el cenobitismo antiguo, el abad es sobre todo el modelo y el
promotor del renunciamiento.
En el caso presente, sin embargo, nos asombra que esos monjes relajados elijan a un
abad tan severo. Desde el principio Benito los ha prevenido. El malentendido nos
parece imperdonable, incluso inexplicable. No obstante, podría ser la consecuencia del
deseo de integrar a la comunidad a un asceta de prestigio63, cuyo patrocinio podría
cubrirla con respecto al exterior, mientras que su inexperiencia y su orientación
exclusiva hacia las cosas de lo alto, lo harían poco atento a lo que sucediera en el
interior.
62
Gregorio, Dial. III,15,2; Teodoreto, Historia de los monjes de Siria 4,3-5 (Eusebio de Teleda).
El prestigio del abad cuenta mucho para los monjes. Ver Dial. III,15,5, donde los cenobitas matan un oso, celosos
de un ermitaño que hace sombra a su abad.
63
30
Otro motivo de sorpresa, y no el menor, es el crimen cometido por esos monjes. El
hecho de estos religiosos que tratan de envenenar a su superior no es común y
constituye una buena paradoja. Gregorio lo relata francamente, sin pestañar, del
mismo modo que en otro lado habla del pecado carnal de un obispo o de las brutales
violencias de un abad64. Este papa que tiene con respecto a sí mismo y a la Iglesia
entera ambiciones infinitas, sin embargo, cuando escribe, se preocupa muy poco de la
respetabilidad de los eclesiásticos y de los consagrados.
No se sabe qué pensar de una situación tan extraña. En primer lugar, pone en evidencia
el extremado rigor del joven superior, inflexible guardián de la regla. Ese contemplativo
a quien quizás creían distraído, desapegado, complaciente, resulta ser un pastor
vigilante e intransigente. De repente vemos aparecer la fuerte personalidad del abad,
que se expresará, en el otro extremo del Libro, por medio de la redacción de una regla
para los monjes65. Por otra parte, en ese contraste de una intensa atracción por la
contemplación y de un temperamento pastoral de lo más exigente, reconocemos sin
esfuerzo la imagen del mismo Gregorio.
Según parece, Benito ha sido riguroso hasta la rigidez y la torpeza. Su fracaso es total: la
comunidad entera se levanta contra él. ¿No habrá tratado aunque más no sea, como
Gregorio lo recomienda en el Pastoral, de complacer un poco a sus súbditos, no por su
propio interés sino para ayudarlos a recibir la palabra de Dios66? Nos inclinamos a
pensar que su juventud y su inexperiencia tienen algo que ver con esta tragedia, que por
lo menos le habrá servido de lección, haciéndolo madurar para su tarea de abad67.
No obstante ¿es esto lo que Gregorio quiere hacernos entender? Pareciera que su
intención es totalmente distinta. En lugar de la psicología, lo que le interesa es la
doctrina espiritual. Para él, se trata de colocar a su héroe en una situación extrema, casi
imposible, en la que podrá legítimamente e incluso deberá lúcidamente preferir la
búsqueda solitaria de Dios a una relación pastoral viciada.
De hecho, la aventura de Benito es un poco irreal y romántica. La historia del
monaquismo antiguo relata más de un conflicto entre monjes y superiores -Pacomio y
sus primeros discípulos, Orsisio y su congregación, Sabas que fue echado dos veces de
la laura que había fundado- pero nunca, que nosotros sepamos, habla de una tentativa
de asesinato. Para encontrar los antecedentes de este acontecimiento inaudito, hay que
remontarse a Moisés, a los profetas y al mismo Jesús. Como ellos, Benito representa,
frente al pueblo de Dios descarriado, al testigo fiel hasta la muerte68.
Este conflicto de Benito con sus monjes, llevado hasta un extremo fantástico y absurdo,
le permitirá abandonar su cargo y volver a su gruta. A esto apunta Gregorio antes que
nada. En efecto, el tema de la soledad no ha sido todavía desarrollado como se merece.
La vida solitaria, que hasta ahora ha sido presentada únicamente bajo el aspecto
ascético, tiene otros valores más altos aún, que deben ser celebrados. Luego de la
heroica renuncia de los tres años vividos totalmente de incógnito, en el despojo y el
hambre, Benito debe acceder a la “contemplación”, a la “habitación consigo” bajo la
mirada de Dios, incluso al “éxtasis”, que es la “cima de la contemplación”69. Esto no
quiere decir que le haya sido negada toda experiencia de este tipo al principio, sino que
64
Dial. I,2,8 (el abad de Fondi); III,7,2-5 (el obispo Andrés).
Dial. II,36.
66
Gregorio, Pastoral II,8.
67
Cf. RB 64,12: el abad debe tener cuidado de no “romper el vaso” al raer demasiado la herrumbre. Aparte de la
vasija que se hizo añicos por su señal de la cruz, ¿no habrá quizás Benito quebrado a sus hombres corrigiéndolos
demasiado fuertemente?
68
Por eso hay una diferencia con el obispo Sabino (Dial. III,5), envenenado también por uno de sus súbditos pero por
un simple motivo de ambición. Sabino no es una especie de mártir como Benito.
69
Sobre el “volver en sí” del Apóstol Pedro, ver Hch 12,11.
65
31
Gregorio prefiere describir su existencia solitaria en dos tiempos, en los que
sucesivamente aparecen, como en una progresión, los aspectos “activo” y
“contemplativo” de esa vida.
Vemos entonces la función que cumple este episodio del abadiato fracasado. Sirve de
separación entre los dos períodos de vida solitaria. Pone fin a la etapa ascética e
introduce apropiadamente el tiempo de la contemplación. Así como las tentaciones de
vanagloria y de lujuria provocaron y llevaron a su paroxismo el esfuerzo ascético, la
tentación de “salir de sí” a causa de las preocupaciones excesivas trae naturalmente el
tema contemplativo de “la habitación consigo”.
Por otra parte, el episodio prepara la sucesión de los acontecimientos, es decir el afluir
de vocaciones y la creación de doce monasterios. Como san Pablo, Benito se evade de
una situación sin salida sólo para ofrecerse a una acción útil. Así, el monasterio malo
que abandona aparece como el anuncio y la antítesis de los que él luego creará. Su
verdadera comunidad no será aquella que lo ha elegido a pesar suyo y que lo ha
arrancado de su soledad sino aquella que, en su misma soledad, se agrupará a su
alrededor.
Este fracaso pastoral desemboca entonces simultáneamente en el tiempo de la
contemplación y en el del apostolado fecundo. Estos dos epílogos, aparentemente
divergentes, en realidad no hacen más que uno. La fecundidad es una consecuencia de
la presencia en sí mismo y en Dios. No existe una verdadera acción sobre los demás que
no emane de una contemplación.
***
Este asunto del superiorato rechazado, aceptado y abandonado, no juega un papel
solamente en la economía de la Vida de Benito. Tiene también resonancias profundas
en el destino y la obra de su biógrafo. Tres años antes, los romanos habían nombrado
obispo a Gregorio. Monje por vocación y diácono por obediencia, éste había huido de
esa nueva función y se había escondido. Obligado por fin a asumirla, se quejó
amargamente en sus primeras cartas y el comienzo de los Diálogos renueva estas
quejas dolorosas. En el Libro Pastoral, que fue su primera obra como Papa, trata de
justificar su rechazo inicial del episcopado, de un modo más especulativo y más sereno.
Por lo tanto Gregorio, al hablar aquí de Benito, en realidad trata un asunto que le
interesa mucho y que es eminentemente personal. La resistencia que Benito opone a
sus electores, su aceptación final a sus deseos: todas esas vicisitudes las ha vivido el
mismo Gregorio. Gracias a Dios que no entran en su experiencia ni el conflicto agudo,
ni el envenenamiento ni la dimisión, pero ciertamente la liberación y el regreso a la
soledad son sueños que obsesionan a este hombre fatigado, enfermo, apasionadamente
enamorado de la vida claustral y de la contemplación.
Por eso encontramos en la Regla Pastoral múltiples ecos de las páginas que
comentamos. Lo que lo ha hecho huir del ministerio pastoral, dice Gregorio, es el doble
peligro de la división y de la extroversión, de estar tironeado por las múltiples
preocupaciones que hacen salir de sí. ¿No rechazó el mismo Jesús ser rey?70. Sin
embargo, si es la voluntad de Dios, hay que aceptar como Moisés, como Jeremías, como
Cristo71. Aun cuando deba hablar sin temor contra los vicios72, el pastor debe tener
cuidado de que la preocupación por los demás no le haga perder de vista su propia
alma. A estas preocupaciones exteriores, hay que agregar la vigilancia interior,
70
Jn 6,15. Ver Gregorio, Regla Pastoral (= Past.) I,3-4.
Past. I,5-7.
72
Past. II,4 y 6. Cf. II,10.
71
32
renovada por la lectura cotidiana de la Escritura73.
Por lo demás, este problema de la contemplación y de la acción, del retiro y del
ministerio, es uno de aquellos sobre los cuales más ha reflexionado Gregorio. El
Comentario a los Reyes, que sin duda es la última de sus obras, lo replantea en
términos particularmente conmovedores. David, que es figura del pastor cristiano, no
puede tomar por esposa a Merab, hija de Saúl la vida contemplativa. Imposible para el
obispo abandonar su cargo para darse a la contemplación: la “ley de la Iglesia” se lo
prohíbe. En cuanto a combinar ministerio y soledad, preocupación por los demás y
guarda de sí mismo, es una ilusión que se alimenta al principio pero que resiste mal a la
experiencia74. Estas Confesiones, apenas disimuladas, nos hacen entrever lo que Benito
representa para Gregorio: la casi imposible probabilidad de renunciar, con tranquilidad
de conciencia, a un cargo abrumador y de volver a aquella “habitación consigo” bajo la
mirada de Dios, que es el lugar de toda la alegría espiritual y de toda la verdadera
irradiación.
Quizás también el santo Papa ve en su héroe al modelo de la aceptación y el
cumplimiento tranquilo de una función no deseada. Benito, en efecto, no rechaza en
principio la responsabilidad pastoral en nombre de su propia vocación solitaria y
contemplativa. Sus objeciones sólo provienen de su desemejanza con sus ovejas y de un
presentimiento de inutilidad. Más tarde, cuando los auténticos discípulos se agrupen a
su alrededor, los recibirá como hijos, al parecer sin resistencia ni reticencia. La
contemplación se complace en la soledad75, pero no la exige absolutamente. Esto es tan
cierto que Benito llegará a la cumbre de la contemplación en Montecasino, en pleno
abadiato, como veremos al final del Libro76. El obstáculo para la contemplación no está
en los demás sino en nosotros mismos. Dominar las preocupaciones, permanecer
dueños de nosotros mismos y aplicados a la oración: nada más se necesita para hacerla
posible en toda circunstancia77.
***
Un último comentario sobre la formulación de este ideal. “Habitar consigo”: Gregorio
se preocupó por expresarlo con una fórmula impactante sobre la que llama la atención
mediante una pregunta del diácono Pedro y un hermoso comentario. ¿De dónde sale,
por tanto, esta expresión destacada como si fuera una palabra de la Escritura? Dejemos
de lado la admirable pero lejana página del Fedón de Platón, para quien lo que debe
“habitar sólo en sí mismo” es el alma del filósofo separada del cuerpo desde ahora como
muy pronto lo será por la muerte78. Más cercana en todos los aspectos es la máxima
Tecum habita, “Habita contigo”, que se encuentra al final de una sátira de Persio79, y
Gregorio quizás piensa en ella. Para el poeta latino, que se dirige a un hombre público,
se trata de desembarazarse de las mentiras de la reputación y del prestigio y de volver
en sí para descubrir la verdad de su miseria moral. Esta variante del “Conócete a ti
mismo” no carece ciertamente de grandeza, pero observemos todo lo que Gregorio le
agrega: la mirada de Dios, el esfuerzo constante tanto para preservarse del mal como
para percibirlo, la soledad que se abraza con el objeto de dedicarse enteramente a esta
ocupación incesante80. Esta joya de la sabiduría pagana adquiere así nuevos colores
73
Past. II,7 y 11. Cf. II,5 y el “volver en sí” del final (IV).
Comentario al I Libro de los Reyes V,178. Cf. 179-180.
75
Ibid. V,179: al salir de la acción, los contemplativos vuelven en cuanto pueden a “su amada soledad”, exactamente
como Benito.
76
Dial. II,35,2-3, donde por otra parte, Benito está solo en su ventana.
77
Com. a los Reyes, V,180: hermoso pasaje sobre Marta, quien debe conservar, en medio de sus múltiples servicios,
la única intención de servir a Jesús, con la mirada vuelta hacia Él.
78
Platon, Fedón 67 c.
79
Persio, Sat. 4, 52. Ver los estudios del P. Courcelle que hemos citado en nuestra nota de SCh 260, p. 143.
80
Por otra parte, el término opuesto no es el renombre sino la preocupación excesiva.
74
33
cristianos y monásticos.
Guardarse en todo momento, evitar el pecado, vivir y actuar bajo la mirada de Dios: los
lectores de la Regla benedictina ya habrán reconocido el “primer grado de humildad”,
que Benito presenta con tanta amplitud al principio de su famosa escala al cielo81. Esta
disposición fundamental, no es por lo tanto únicamente el punto de partida del
itinerario hacia la perfección trazado por Benito. Si creemos a Gregorio, fue también la
matriz de toda su obra. Sus virtudes y sus prodigios, el afluir de sus primeros
discípulos, la fundación de sus doce monasterios, esto y todo lo demás surgió de una
severa atención a sí mismo y a Dios, según la doctrina de la Regla.
Este “primer grado”, en el que el monje está solo frente a Dios, sin que se trate del
prójimo, puede ser entonces para el que lo observa, como lo fue para el que lo redactó,
una fuente inagotable de influencia bienhechora sobre los demás. “Habitar consigo” es
la raíz de “habitar con los otros”82, es decir de toda la vida común, porque es en esta
soledad interior donde el monje se encuentra a sí mismo y aprende a vivir sin cesar con
el Otro.
81
82
RB 7,10-30.
Cf. Sal 67,7 y 132,1, fundamentos tradicionales de la vida común.
34
Capítulo 3 (continuación)
14. Entonces empezaron a llegar hasta él hombres nobles y piadosos de la ciudad de
Roma, ofreciéndole a sus hijos para educarlos en el temor de Dios omnipotente.
También Eutiquio y el patricio Tértulo le encomendaron a sus hijos de condiciones
prometedoras, el primero a Mauro, y el segundo a Plácido. El joven Mauro se distinguía
por sus buenas costumbres y empezó a ser el ayudante del maestro; en cambio Plácido
era aún un niño.
Capítulo 4
1. En uno de los monasterios que Benito había construido en los alrededores, había un
monje que durante la oración no podía quedarse en su lugar, sino que en cuanto los
hermanos se inclinaban para entregarse a la oración, él salía afuera, y con la mente
distraída se entretenía en cosas terrenas e intrascendentes. Habiendo sido advertido
reiteradas veces por su abad, fue llevado al hombre de Dios quien a su vez lo reprendió
duramente por su necedad. De regreso al monasterio, apenas si se acordó durante dos
días de la amonestación del hombre de Dios; al tercero volvió a su antigua costumbre, y
otra vez empezó a dar vueltas durante el tiempo de la oración.
2. El asunto fue comunicado al servidor de Dios, por el Padre que él había constituido
para esta casa. Benito dijo: “Yo iré y lo corregiré personalmente”. El hombre de Dios
llegó al monasterio, y a la hora fijada, concluida la salmodia, los hermanos se aplicaron
a la oración. Entonces observó que un negrito arrastraba hacia fuera por el borde del
vestido, a aquel monje que no podía permanecer en la oración. Benito, al ver esto les
dijo secretamente al Padre del monasterio, de nombre Pompeyano, y al servidor de
Dios Mauro: “¿No ven quién es el que arrastra hacia afuera a este monje?”. A lo que
ellos respondieron: “No”. Les dijo: “Recemos, para que también ustedes vean a quién
sigue este monje”. Después de haber orado durante dos días, el monje Mauro lo vio,
pero Pompeyano, el Padre del monasterio, no pudo verlo.
3. Al día siguiente, terminada la oración, el hombre de Dios salió del oratorio,
sorprendió al monje que estaba afuera, y para curar la ceguera de su corazón lo golpeó
con una vara. A partir de aquel día, el monje ya no sufrió de ningún modo el engaño del
negrito, sino que permaneció sin moverse durante la oración. Así, el antiguo enemigo
ya no se atrevió a influir en su imaginación, como si él mismo hubiera recibido el azote.
Capítulo 5
1. De los monasterios que había construido en aquel paraje, tres se hallaban
emplazados en lo alto de las rocas, y resultaba muy penoso a los hermanos bajar
siempre al lago para sacar agua, sobre todo por el grave riesgo que corrían al bajar por
la pendiente abrupta de la montaña. Entonces se reunieron los hermanos de los tres
monasterios y acudieron al servidor de Dios Benito, diciendo: “Nos es muy penoso
descender cada día al lago para sacar el agua. Por eso es preciso trasladar los
monasterios a otro lugar”.
2. Benito los consoló bondadosamente y los despidió. Aquella misma noche,
acompañado por el pequeño Plácido, a quien mencioné antes, subió a la cumbre de la
montaña y rezó allí durante mucho tiempo. Concluida la oración, puso como señal en
aquel lugar tres piedras, y sin decir nada a nadie, regresó al monasterio.
3. Al día siguiente los hermanos volvieron a él para recordarle la falta del agua. Benito
les dijo: “Vayan y caven un poco sobre la roca en la que encuentren tres piedras
35
superpuestas. Porque Dios omnipotente es capaz de hacer manar agua aún en la cima
de esta montaña, para ahorrarles el cansancio de un camino tan penoso”. Ellos fueron y
encontraron la roca que Benito les había indicado, ya exudando. Y al cavar un hoyo, al
instante el agua brotó tan copiosamente, que aún en la actualidad corre en abundancia,
deslizándose desde la cumbre hasta el pie de la montaña.
Capítulo 6
1. En otra ocasión, un Godo pobre de espíritu se presentó para hacerse monje. El
hombre del Señor, Benito, lo recibió con muchísimo gusto. Un día mandó que le dieran
una herramienta parecida a una hoz, llamada falcastro, para que cortara las zarzas en
un lugar destinado a un huerto. El lugar que el Godo debía limpiar, estaba situado
directamente a la orilla del lago. Como el Godo cortara con todas sus fuerzas aquel
matorral de zarzas, el hierro se desprendió del mango y cayó al lago, en aguas tan
profundas que no había esperanza de recobrarlo.
2. Así, perdido el hierro, el Godo corrió tembloroso al monje Mauro, le contó el daño
que había causado e hizo penitencia por su falta. De inmediato, el monje Mauro se
encargó de informar al servidor de Dios Benito. Al oírlo, el hombre del Señor se
encaminó al lugar, tomó el mango de manos del Godo y lo sumergió en el lago. Al
punto, el hierro volvió de la profundidad del agua y se ajustó al mango. Benito devolvió
en seguida la herramienta al Godo y le dijo: “¡Hela aquí! ¡Trabaja y no te entristezcas!”
(cf. 2 R 6, 5ss).
Capítulo 7
1. Un día, mientras el venerable Benito estaba en su celda, el mencionado niño Plácido,
monje del hombre santo, salió a sacar agua del lago y al sumergir descuidadamente en
el agua el recipiente que llevaba consigo, se cayó tras él. La corriente lo arrastró en
seguida y lo llevó agua adentro, casi a un tiro de flecha de la orilla. El hombre de Dios,
desde su celda, se dio cuenta al instante de lo ocurrido. De inmediato llamó a Mauro,
diciéndole: “¡Corre, hermano Mauro! Porque el niño que fue a sacar agua, se cayó al
lago y la corriente lo arrastra lejos”.
2. Pero ¡cosa admirable e insólita desde los tiempos del apóstol Pedro (cf. Mt 14,28s)!
Después de pedir y recibir la bendición, Mauro se dirigió a toda prisa para cumplir la
orden de su Padre. Y creyendo que caminaba por tierra firme, corrió sobre el agua hasta
el lugar adonde la corriente había arrebatado al niño. Y agarrándolo por los cabellos,
volvió también corriendo rápidamente. Apenas llegó a la orilla, vuelto en sí, miró hacia
atrás y se dio cuenta de que había corrido sobre el agua y, admirado, se estremeció al
ver como un hecho lo que nunca se hubiera atrevido a hacer.
3. Cuando estuvo ante el Padre, le contó lo sucedido. Pero el hombre venerable Benito
atribuyó esto no a sus propios méritos, sino a la obediencia del discípulo. Mauro, al
contrario, sostenía que ello se debía sólo al mandato del Padre y que él no tenía parte
en aquel prodigio porque lo había hecho inconscientemente. Pero en esta amistosa
discusión de mutua humildad intervino como árbitro el niño que había sido salvado,
diciendo: “Cuando me sacaban del agua, veía sobre mi cabeza la melota del abad y
observaba que era él quien me sacaba de las aguas”.
4. PEDRO: Realmente es impresionante lo que cuentas, y servirá de edificación para
muchos. Por mi parte, cuanto más bebo de los milagros de este hombre tan bueno, más
sed tengo.
36
Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb83
En Subiaco, Benito hizo más de cuatro milagros: antes y después de los que leemos en
estos textos, Gregorio narra varios de ellos. Pero estos cuatro forman un conjunto
distinto, que ocupa el centro del ciclo de Subiaco. Lo que une estos hechos maravillosos
es su carácter intemporal: ninguna cronología relativa los ubica temporalmente entre
sí. Mientras que los acontecimientos precedentes y los siguientes se encadenan en una
historia -la de la ascensión de Benito al abadiato de Subiaco y su partida para
Montecasino- los cuatro milagros aquí relatados marcan un tiempo de reposo. En lugar
de avanzar a través de una sucesión de hechos, se detiene a contemplar prodigios que
pertenecen a un mismo indiferenciado período, sin antes ni después.
A falta de un orden cronológico, nuestros cuatro relatos se ordenan de otras formas.
Desde el punto de vista topográfico, ante todo, los dos primeros tienen como marco
monasterios de la periferia, mientras que los dos últimos se sitúan cerca del lago, donde
se desarrollará igualmente el fin del ciclo de Subiaco. Como en la descripción de las
fundaciones de Benito84, se pasa de las doce comunidades circundantes establecidas
por el santo a aquella en la que él reside.
Esta marcha hacia el centro es tanto más neta cuanto que el segundo relato,
concerniente a los tres monasterios situados en la montaña, ya hace mención del lago
como de un lugar muy alejado, al que hace falta aproximarse. Ausente del primer
episodio, esta planicie de agua fascinante ya está a la vista en el segundo; en el tercero,
se está al borde; en el cuarto, dentro de ella. Desde los torrentes del segundo relato al
ahogo del último, el agua corre por todas partes, por lo que se comprende que Pedro,
sumergido por ese diluvio de imágenes acuáticas, termine por decir graciosamente, a
propósito de los milagros mismos: “Cuanto más bebo..., más sed tengo”85.
Otro principio de orden: los personajes. Presentados poco antes, Mauro y Plácido se
suceden junto a Benito. Mauro asiste al episodio diabólico, Plácido al milagro de la
fuente, Mauro de nuevo en aquel del hierro que flota. Finalmente, pasando del segundo
plano al centro de la escena, Plácido y Mauro protagonizan juntos el último acto. La
alternancia de las dos figuras es perfectamente regular.
Un último criterio ordenador es el trasfondo bíblico, que Gregorio mismo desarrollará
en la conclusión del ciclo86. Allí aprenderemos que los tres últimos prodigios
reproducen milagros de Moisés, Elías, Pedro. En paralelo con sus modelos bíblicos,
estos tres relatos se ordenan en una serie cronológica: la Ley, los Profetas, el Evangelio.
Desde este punto de vista, sin embargo, el primer relato queda fuera de la serie. No
porque carezca de una correspondencia bíblica -veremos que Elías es discretamente
presentado-, sino porque Gregorio no ha considerado oportuno manifestarla. Tomemos
nota de este silencio y coloquemos aparte esta escena inicial. La cual se distingue por
otras dos características, de las que una -se recordará- es la ausencia del lago; y la otra,
la presencia activa del diablo. Ausencia y presencia conectadas: el rol maléfico que
tendrá el lago en los episodios siguientes, lo desempeña aquí el diablo. Al igual que el
agua “arrastra” físicamente a Plácido, el pequeño hombrecito negro “arrastra” a su
víctima fuera del deber.
83
Traducción de: Grégoire le Grand. Vie de saint Benoît (Dialogues, Livre Second), Abbaye de Bellefontaine,
Bégrolles-en-Mauges, 1982, pp. 66-74 (Vie monastique, 14).
84
Dial. II,3,13.
85
Dial. II,7,4. Es su primera intervención después de Dial. II,3,12, lo cual subraya la unidad de este conjunto.
86
Dial. II,8,8,
37
Esta fisonomía particular del primer relato está en relación con su posición en el Libro.
Recuerda, en efecto, los capítulos precedentes, a los que debe relacionar con la serie de
los cuatro milagros. Nueva transformación del diablo, el niño negro hace pensar en el
pájaro negro de la tentación carnal, y “la salida” del monje que “divaga” fuera del
oratorio se asemeja a las desgracias del hijo pródigo evocadas en el comentario de
habitavit secum87. Lo que Benito, permaneciendo en su gruta y “habitando consigo
mismo” había obtenido por su propia cuenta, lo consigue para su monje arrastrado por
el demonio: con un golpe de vara, lo hace capaz de permanecer en oración en el interior
del oratorio.
***
Antes de examinar más detalladamente este primer milagro y los siguientes,
observemos lo que tiene de incisivo la afluencia de los aristócratas romanos, entre los
cuales Gregorio nombra los parientes de Mauro y de Plácido. Benito ha dejado Roma
para buscar a Dios: he aquí que Roma viene a él. Renunció a hacer carrera: la elite de la
ciudad le lleva sus hijos. Despreció los estudios88: le entregan a sus hijos para que los
eduque. Si la construcción de los doce monasterios aparece como el fruto inmediato del
retiro contemplativo y de la victoria sobre el irascible, esta irradiación sobre la nobleza
romana parece relacionarse -mucho más lejos hacia atrás- con la conversión inicial del
joven santo.
He aquí entonces a Benito convertido en educador. Este papel no lo desempeña sólo
respecto de los jóvenes romanos que le son especialmente confiados, sino también en
relación con todos los monjes de sus monasterios. El primer relato de milagro es un
ejemplo. Bajo el revestimiento maravilloso, se reconoce un asunto típico de la disciplina
claustral: siguiendo un esquema trazado en debida forma por la regla, resultando
ineficaces las admoniciones, son sustituidas por los golpes.
Sin embargo este procedimiento disciplinar, que aparece en las dos extremidades del
relato, es interrumpido por una visión sobrenatural. Llegado al lugar para corregir al
transgresor, Benito percibe inmediatamente, por un don de clarividencia que anuncia
sus milagros de “profecía”, la causa invisible y satánica del mal. Se piensa en Martín
que descubre al demonio que enfurece a uno de sus adversarios89, pero más aún porque se trata del abandono de la oración- en dos escenas famosas del monacato
egipcio: en Casiano, un anciano ve a un monje, que se dedica locamente a trabajar en
lugar de orar, excitado a ese trabajo inútil por un demonio invisible; en otra parte,
Macario asiste a un oficio nocturno donde los demonios no cesan de distraer a los
monjes que rezan90. Esta última historia se relaciona especialmente con nuestro relato,
por el hecho que Macario mismo reza varias veces para obtener la visión de esas
artimañas diabólicas y su repercusión en los corazones.
Esta visión de Benito no carece de antecedentes monásticos. Pero ellos no deben
ocultarnos el gran precedente bíblico que ocupa sin duda el pensamiento de Gregorio.
Ya el profeta Eliseo, un día en que había sido rodeado por el enemigo, vio la armada
invisible del Señor, mucho más numerosa que la de los sirios, que lo protegía. Y como
su sirviente esta aterrorizado, pidió al Señor que le abriera los ojos91.
Heredero de Eliseo, Benito también obtiene por la oración que Mauro, su discípulo, vea
lo invisible. Pero esto es diabólico, no angélico, y la visión del discípulo, en lugar de
87
Dial. II,2,1 y 3,9.
Como tantos otros jóvenes provincianos que “afluían de todas partes para posicionarse en este mundo”, según la
observación de Gregorio mismo (Homilías sobre Ezequiel II,6,23).
89
Sulpicio Severo, Diálogos III,8 y 15.
90
Casiano, Conferencias 9,6,1-3; Historia monachorum 29; PL 21,454.
91
2 R 6,15-17.
88
38
obtenerse de inmediato por la sola oración del hombre de Dios, sólo se consigue cuando
Mauro ha rezado dos días completos. Este largo esfuerzo, al término del cual el otro
discípulo, Pompeyano, sigue sin ver, realza el carisma singular de Benito, que vio todo
de inmediato.
A la visión del diablo sigue la acción que lo pone en fuga. Al mismo tiempo vindicativo y
medicinal, el golpe de vara no alcanza sólo al ser humano que lo recibe. Su acción
sobrepasa la de los castigos corporales previstos por la regla: toca misteriosamente al
diablo mismo. El bastón de Benito está dotado de una eficacia sobrenatural92, como
aquel de Moisés en el milagro de la fuente que manó de la roca, que justamente el
próximo relato pondrá ante nuestros ojos.
Antes de pasar a ese nuevo milagro, retengamos la lección que surge del presente
relato. Todo se relaciona con la oración: el diablo se opone a ella, y es por ella que se
consigue superar esa oposición. “Se entretenía en cosas terrenas e intrascendentes”, en
vez de la obra divina y eterna que es la oración: conocemos bien esta tentación. Al
menos sirve de consuelo saber que es de todos los tiempos. Los términos en que
Gregorio nos lo dice son aquellos que Benito usa en su regla para poner al abad en
guardia contra las preocupaciones de este mundo93. Puede ser que uno y otro se
acuerden de aquella frase de Agustín que ya reunía ambas expresiones.
***
Con el milagro del agua sacada de la roca, pasamos de Eliseo a Moisés. Sin dejar, sin
embargo, a Eliseo. La primera escena de esta historia, en la que se ve a los monjes de
tres monasterios reclamarle a Benito un cambio de lugar, no carece de analogía con
aquella del Libro de los Reyes en la que “los hijos de los profetas” le declaran a Eliseo
su deseo de dejar el sitio, demasiado estrecho, en el que viven con él y hacerse una
nueva casa cerca del Jordán94. Pero en vez de aceptar y seguir a sus discípulos como
Eliseo, Benito mantiene el monasterio en su lugar incómodo, remediando la
incomodidad con un milagro.
Este milagro -Gregorio mismo lo dirá- reproduce aquel de Moisés en el desierto de
Sin95. Con todo, lejos está la escena dramática y espectacular del Libro de los Números
del milagro sonriente y discreto de los Diálogos. Es una verdadera sublevación la que
deben enfrentar Moisés y Aarón: falta de agua, el pueblo amotinado contra ellos,
acusándoles de haberlo sacado de Egipto para su perdición. Los dos hermanos se
postran en la Carpa y claman al Señor, cuya gloria aparece ante ellos. Por orden del
Señor, Moisés golpea la roca con el bastón delante del pueblo, después de haberlo
desafiado. Pero estas hesitaciones provocan la cólera divina: en castigo, Moisés y Aarón
no entrarán en la Tierra Prometida.
Sombrío y grandioso, el hecho le vale a la fuente milagrosa el bien merecido nombre de
“Agua de contradicción”. Diverso es el color del relato gregoriano. La queja de los
hermanos es razonable, la respuesta del abad bondadosa y alentadora. Es una cuestión
de familia, que se trata gentilmente entre padre e hijos. En cuanto al milagro, Benito lo
implora ocultamente, nocturnamente, sin otro testigo que el pequeño Plácido. A la
mañana siguiente, la constatación se realizará sin tumulto. Como en el desierto de Sin,
el agua correrá en abundancia, pero el Señor no manifestará ni su gloria ni su cólera, y
92
Este bastón del abad que expulsa al demonio golpeando al poseído, lleva a pensar en la Vida de santa Eufrasia 2729; PL 73,636-638, donde esta sencilla monja se sirve de la virga de la abadesa para libra a una poseída.
93
RB 2,33: de rebus transitoriis et terrenis (de las cosas caducas y terrenas).
94
2 R 6,1-4. Es el comienzo de la historia del hacha que cae al agua, que servirá de modelo al siguiente relato de
Gregorio (Dial. II,6). Como en el caso del bastón, Gregorio toma de la fuente bíblica del siguiente episodio un detalle
que ocupa tiene lugar, por anticipación, en el relato que está narrando.
95
Nm 20.1-13 (cf. Dial. II,8,8). Ver también Ex 17,1-7.
39
nadie será castigado.
Transpuesto a un marco cristiano y monástico, el antiguo relato bíblico aparece
totalmente desdramatizado. Si alguna vez la oposición del temor y del amor pudo
caracterizar las dos Alianzas, este es el caso. Al mismo tiempo que el modelo de los
Números, Gregorio parece haber tenido en la memoria la oración nocturna por medio
de la cual un célebre obispo oriental del siglo III, Gregorio del Taumaturgo, obtuvo el
desplazamiento de una montaña. Expresamente citado en el Libro precedente, donde
servía de modelo a un milagro de un monje italiano96, este prodigio realizado sin ruido,
por medio de una oración oculta en la noche, está en la línea del modo humilde y
discreto de los santos cristianos.
***
Ya oscuramente presente, como se ha visto, en los dos primeros milagros, el profeta
Eliseo se muestra al descubierto en el tercero. Según el Libro de los Reyes97, los “hijos
de los profetas” cortaban árboles al borde del Jordán para construir su nueva morada.
El hierro del hacha de uno de ellos cayó al agua, ¡y era una herramienta prestada!
Alertado por la exclamación del leñador, Eliseo cortó un pedazo de madera, y lo arrojó
en el lugar donde había desaparecido el objeto. En seguida el hierro subió a la
superficie, sólo había que tomarlo.
Tal es el prodigio bíblico que se renueva en el lago de Subiaco. Muchos detalles
aparecen modificados, pero es inútil querer relevarlos a todos. El más importante es el
pasaje de la libre asociación de “los hijos de los profetas” a la comunidad de monjes
cristianos: el trabajo ya no es más espontáneo, sino ordenado por obediencia; la
herramienta no es más “prestada” por algún vecino, sino “entregada por el superior”; su
perdida no provoca un simple grito de dolor, sino una confesión a la autoridad y una
“penitencia”.
Las referencias a la regla benedictina podrían ser señaladas en cada uno de los detalles.
Pero lo que sobre todo es necesario destacar, a este respecto, es la palabra del final. Ese:
“No te entristezcas” parece un eco de la célebre conclusión del capítulo de Benito sobre
el celerario: “Que nadie se perturbe ni aflija en la casa de Dios”98. A la humildad del que
ha cometido una falta responde la caridad del superior, quien, lejos de reprenderlo,
realiza un milagro para reconfortarlo. Se permanece en la tesitura bondadosa y amable
del episodio precedente.
¿Por qué Gregorio no hace beneficiario de ese milagro a un monje cualquiera, sino a esa
ave rara que es un Godo católico, “convertido” a la vida monástica, “pobre de espíritu”,
es decir humilde, ardiente en el trabajo, pronto a la penitencia? Antítesis del impío
Totila y del cruel Zalla, este Godo ejemplar se humilla como ellos -pero
espontáneamente- ante el hombre de Dios, incluso delante del joven Mauro. Recibido
“con muchísimo gusto” por Benito, a pesar de la tensión que opone a los dos pueblos,
alentado por él con bondad, representa idealmente la entrada de los bárbaros en una
comunión cristiana, en la que tomarán sin ruido un lugar modesto, junto y bajo los
Romanos.
El trabajo que Benito le manda hacer al Godo no es el de un leñador, como aquel de los
hijos de los profetas, sino el de limpieza: el hacha se convierte en un falcastro. Este
cambio tiene su interés, menos para confirmar que los monjes cultivaban huertos -lo
cual los Diálogos y la regla señalan varias veces- que por lo que permite entrever del
96
Dial. I,7,2-3.
2 R 6,4-7.
98
RB 31,19.
97
40
monasterio central de Subiaco. Según parece, Benito no lo construyó, sino que se
instaló con sus monjes en las edificaciones ya existentes -las de la villa de Nerón-. Así la
transformación del relato bíblico confirma los datos de la arqueología.
Tal es este tercer milagro, en el que “el hombre del Señor” Benito toma muy
evidentemente el relevo del “hombre de Dios” Eliseo. La anécdota simplísima de los
Reyes se complica un poco, sobre todo por el rol de intermediario atribuido a Mauro.
La narración se amplifica, el milagro mismo se complica: no sólo el hierro retorna a la
superficie, sino que vuelve a entrar en el mango. Por encima de todo, la palabra del
final le imprime a todo el relato un nuevo significado: al poder del taumaturgo se une la
bondad del abad.
***
El último milagro, al igual que el primero, es complejo: comprende al mismo tiempo
una operación de rescate, realizada por un intermediario, y una visión concedida al que
es salvado. El rescate presenta dos rasgos maravillosos: la marcha sobre las aguas y la
inconciencia del protagonista. Además, puede ser que el inicio de la narración quiera
afirmar que Benito supo del ahogamiento de modo preternatural.
De estos diversos elementos, el que Gregorio pone de relieve es la caminata sobre las
aguas, prodigio que declara inédito después del apóstol Pedro99. Por primera vez el
modelo bíblico es expresamente mencionado. Cosa curiosa, es en el mismo Pedro que
hace pensar “la vuelta en sí” de Mauro después de su hazaña inconciente: en el capítulo
tres, Gregorio cita este ejemplo del Príncipe de los Apóstoles saliendo de la prisión
como en sueños, “volviendo en sí” y tomando conciencia de la realidad de su
liberación100.
Así Mauro representa dos veces al Apóstol: primero cuando corre sobre las aguas,
después cuando “vuelve en sí”. Agreguemos que su rol de salvador lo asimila a Jesús en
el escena del lago: cuando Pedro se asusta y comienza a ahogarse, el Maestro le tiende
la mano y lo saca del peligro. Pero este gesto discreto de Cristo casi no se parece al del
joven monje que toma de la cabellera al pequeño Plácido. A este respecto, se piensa más
bien en el ángel que toma por la cabeza a Habacuc -otro episodio bíblico que se volverá
a encontrar pronto en los Diálogos101.
Caminando sobre las aguas, Mauro se limita a obedecer a su abad. Se ve así el lugar de
quien ocupa. Como Pedro no caminó sobre las aguas sino en virtud de la voluntad de
Jesús, también Mauro debe su hazaña a Benito. “El abad hace las veces de Cristo”, dice
Benito en su regla. A este axioma de fe, el presente cuadro le ofrece una ilustración
imprevista. Realmente, si se toma en cuenta el modelo bíblico, Benito desempeña aquí
el papel de Jesús.
Por lo demás, este cuarto milagro también es tan diferente del precedente evangélico
como el segundo lo era de la escena del Libro de los Números. Porque la narración del
Evangelio también es dramática: es de noche, sopla el viento en medio de una
tempestad, la barca está en dificultades, los discípulos se atemorizan al ver a Jesús y
lanzan gritos; Pedro pide un signo, se lanza al lago, se asusta del viento, comienza a
hundirse, pide socorro; Jesús lo salva reprochándole su falta de fe.
Al contrario, la acción de los Diálogos se desarrolla como por un encantamiento: es
sólo luego de su proeza que Mauro se da cuenta del prodigio realizado y del peligro que
99
Mt 14,22-33.
Hch 12,11; cf. Dial. II,3,8.
101
Dn 14,32-38; Dial. II,22,4.
100
41
ha corrido. Gregorio, por tanto, ha desdramatizado el episodio evangélico, exactamente
como lo había hecho con el asunto del “agua de la contradicción”. Nada de sombrío, ni
de angustioso, ni de tumultuoso. Un hermoso milagro triunfal y apacible: he aquí todo
lo que queda de la noche de tempestad sobre el lago de Galilea.
La inconciencia de Mauro se encuentra en relación con un tema que aparece más de
una vez en las Pasiones de mártires: el héroe padece los tormentos en una especie de
éxtasis, sin sentirlos102. Se recuerda la palabra de Felicidad, cuando da a luz en la
prisión y le predicen sufrimientos aún mayores a la hora de su martirio: “Otro sufrirá
en mi lugar”. Aquí, igualmente, otro obra en vez de Mauro. La obediencia, como el
martirio, despoja e inmuniza a quien se entrega.
Este caso de obediencia prodigiosa hace pensar asimismo en las hazañas de los monjes
obedientes celebradas por Sulpicio Severo y Casiano103: un leño inerte regado durante
tres años y que reverdece, el novicio que entra en un horno y sale indemne, el padre que
arroja al río a su propio hijo... Pero en estos relatos del desierto de Egipto, el héroe sabe
lo que hace y despliega para hacerlo una virtud heroica. Estas escenas famosas de
obediencia monástica tienen algo de dramático que no se encuentra aquí. En relación a
ellas, de nuevo, Gregorio desdramatiza. Su relato es al mismo tiempo más maravilloso una gracia extática se apodera de Mauro- y menos trágico: el joven es dispensado de la
locura lúcida exigida a sus predecesores.
Una de las finalidades de esa transformación es sin duda no atribuir a Mauro la gloria
que sólo le corresponde a Benito. Este propósito aparece con toda claridad en la
discusión final, arbitrada por el niño. La visión de éste curiosamente se parece a la del
joven sirio salvado de ahogarse en un pozo por el gran monje Julián Sabas104. En cuanto
a la declaración de humildad del discípulo y del maestro, que atribuyen al otro el mérito
del milagro, también tiene un antecedente ilustre en Sulpicio Severo105. Pero mientras
que este último el resultado del debate queda indeciso y el lector se inclina por el
discípulo, aquí la controversia es resueltamente zanjada -por Dios mismo- en favor del
maestro. Gregorio escribe una Vida de Benito, no un elogio de Mauro.
El último de los cuatro milagros glorifica al abad de Subiaco, al igual que el primero. En
uno Benito le hace ver a Mauro, en el otro le impele a obrar. El primero magnifica la
oración, el último exalta la obediencia. Entre ambos, dos milagros inspirados por la
bondad, uno que Benito obtiene nuevamente por medio de una larga oración; el otro,
que realiza sin esfuerzo aparente, en favor de un monje particularmente humilde.
Oración, humildad, obediencia: son, con una alteración, los tres criterios de vocación
de un novicio que indica la regla106. Que lo piense o no, Gregorio, como sus
informantes, es un hijo de Benito.
102
Ver por ejemplo Rufino, Historia eclesiástica I (X),36.
Sulpicio Severo, Diálogos I,18-19; Casiano, Instituciones 4,23-29.
104
Teodoreto, Historia de los monjes de Siria 2,17.
105
Sulpicio Severo, Diálogos I,11. Cf. Gregorio, Dial. I,2,7, donde se refiere al ejemplo de Elías y Eliseo (¡otra vez!)
en 2 R 2,13-14.
106
RB 58,7: “obra de Dios, obediencia, oprobios”.
103
42
Capítulo 8
1. GREGORIO: Toda aquella región ardía ya a lo largo y a lo ancho en el amor del Señor
Dios Jesucristo, y muchos abandonaron la vida del mundo, sometiendo la altivez de su
corazón al yugo suave del Redentor (cf. Mt 11,30). Pero como es costumbre de los malos
envidiar en los demás el bien de la virtud que ellos no se animan a desear, el presbítero
de la iglesia vecina, llamado Florencio, y que era el abuelo de nuestro subdiácono
Florencio, incitado por la malicia del antiguo enemigo, empezó a sentir celos del
hombre santo, a difamar sus costumbres y a apartar de su trato a cuantos le era posible.
2. Mas al ver que ya no podía impedir sus progresos y que la fama de su vida seguía
creciendo, y que además por el prestigio de su reputación muchos se sentían atraídos
de continuo hacia una vida mejor, abrasado cada vez más por la llama de la envidia,
empeoraba cada día, porque pretendía tener la fama de virtud de Benito, sin querer
llevar su vida laudable.
Obcecado por las tinieblas de la envidia, llegó al punto de enviar al servidor del
Señor omnipotente un pan envenenado como si fuera pan bendito. El hombre de Dios
lo aceptó con acción de gracias, aunque no se le ocultó el mal escondido en el pan.
3. A la hora de la comida solía llegar un cuervo de la selva vecina, para recibir el pan de
su mano. Cuando el cuervo llegó como de costumbre, el hombre de Dios le echó el pan
que el presbítero le había enviado, y le ordenó: “En el nombre del Señor Jesucristo,
toma este pan y arrójalo a un lugar donde nadie pueda encontrarlo”. Entonces el
cuervo, abriendo el pico y extendiendo las alas, empezó a revolotear y a graznar
alrededor del pan, como si dijera a las claras que sí quería obedecer, pero no podía
cumplir lo mandado. Mas el hombre de Dios le ordenaba una y otra vez: “Llévalo,
llévalo tranquilo, y arrójalo donde nadie pueda encontrarlo”. Tras larga vacilación, al
fin el cuervo lo agarró con el pico, lo levantó y desapareció. Transcurrido un intervalo
de tres horas, y después de haber arrojado el pan, volvió y recibió de manos del hombre
de Dios la ración acostumbrada (cf. 1 R 17,4 ss.).
4. El venerable Padre, al ver que el ánimo del sacerdote se enardecía contra su vida, se
apenó más por él que por sí mismo. Por su parte el mencionado Florencio, ya que no
pudo matar el cuerpo del maestro, se encendió en deseos de perder las almas de sus
discípulos. Así, en el huerto del monasterio en el que estaba Benito, introdujo ante sus
ojos siete muchachas desnudas, que trabándose las manos unas con otras, danzaron
durante mucho tiempo delante de ellos, con la intención de inflamar sus almas en la
perversidad de la lascivia.
5. El hombre santo, al verlo desde su celda, temió por la caída de sus discípulos más
débiles, y comprendiendo que él era la única causa de esa persecución, cedió ante la
envidia. Estableció prepósitos y grupos de hermanos en todos los monasterios que
había construido, luego él cambió de residencia llevando consigo unos pocos monjes.
6. Mas en cuanto el hombre de Dios se apartó humildemente del odio de Florencio,
Dios omnipotente hirió a éste de un modo terrible. En efecto, cuando el mencionado
presbítero, al haberse enterado de la partida de Benito se regocijaba desde la terraza,
ésta se derrumbó mientras que el resto de la casa permanecía intacto. Y así el enemigo
de Benito murió aplastado.
7. Mauro, el discípulo del hombre de Dios, estimó que debía anunciárselo al instante al
venerable Padre Benito que apenas se había alejado diez millas de aquel lugar, y le dijo:
“Vuelve, porque el presbítero que te perseguía ha muerto”. Al oír esto, el hombre de
Dios Benito prorrumpió en fuertes sollozos, tanto porque había muerto su adversario,
como porque el discípulo se alegraba por la muerte del enemigo. Por este motivo
43
impuso al discípulo una penitencia, puesto que, al comunicarle tal noticia, se había
atrevido a alegrarse por la muerte del enemigo.
8. PEDRO: Lo que cuentas es admirable y totalmente asombroso. Pues el agua que
manó de la piedra, recuerda a Moisés (cf. Nm 20,7 ss.), el hierro que volvió desde lo
profundo del agua, a Eliseo (cf. 2 R 6,5 ss.), el caminar sobre las aguas, a Pedro (cf. Mt
14,28 s.), la obediencia del cuervo, a Elías (cf. 1 R 17,4 ss.), y el llanto por la muerte del
enemigo, a David (cf. 2 S 1,11-12). Por lo que veo, este hombre estuvo lleno del espíritu
de todos los justos10.
9. GREGORIO: Pedro, el hombre del Señor Benito tuvo el espíritu del Único que por la
gracia de la redención cumplida llenó los corazones de todos los elegidos. Es Él de
quien Juan dice: Era la luz verdadera que al venir a este mundo ilumina a todo
hombre (Jn 1,9), y también: De su plenitud todos nosotros hemos recibido (Jn 1,16).
Porque los santos obtuvieron de Dios el poder de obrar milagros, pero no el de
transmitirlo a los demás. En cambio, el que prometió dar a sus enemigos la señal de
Jonás pudo conceder a sus fieles estas señales milagrosas (cf. Mt 12,39; 16,4). En
efecto, se dignó morir delante de los soberbios, pero resucitó delante de los humildes,
de modo que los unos vieron en Él un ser despreciable, y los otros al objeto de su amor
y veneración (cf. Jn 19,37; Za 12,10). En virtud de este misterio se sigue que mientras
los soberbios ven el aspecto ignominioso de la muerte, los humildes reciben la gloria de
un poder sobre ella (cf. Lc 1,50 ss.).
Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb107
El episodio que vamos a comentar es, por un lado, el broche de oro de la serie de
prodigios bíblicos: el cuervo obediente recuerda a Elías, mientras que la caridad de
Benito con respecto a su enemigo evoca a David108. Pero, por otra parte, Gregorio
retoma aquí el hilo de los relatos de tentación. De nuevo Benito se encontrará en una
situación dramática, donde tendrá que probar su virtud.
Este cuarto ciclo de pruebas se asemeja extrañamente al precedente109. El
acontecimiento que constituye la prueba es el mismo: una tentativa de
envenenamiento. Aunque la reacción virtuosa de Benito no está presentada de la
misma manera, como ya veremos, la tentación es idéntica en lo esencial: la de un
hombre enfrentado con el odio de sus adversarios que quieren quitarle la vida. La
turbación, la cólera, la venganza, el hecho de devolver odio, todo eso que es tan natural
que se agite en un caso semejante, sale de la misma zona del alma. Hoy quizás
hablaríamos de agresividad. Los antiguos lo llamaban el irascible.
Vemos entonces al “irascible” de Benito probado por segunda vez. En este punto,
conviene echar una mirada retrospectiva y abarcar el conjunto de las cuatro
tentaciones. La primera, como recordaremos era de vanagloria; la segunda de lujuria; la
tercera, que se repite aquí, de violencia defensiva. Esta tríada adquiere todo su sentido
si recordamos que los antiguos dividían al alma humana en tres regiones principales:
en la cima, la parte racional; debajo, los dos apetitos sensibles, el “concupiscible” -que
es el centro de los deseos como el de comer o el de procrear- y el “irascible”, del que
acabamos de hablar. La primera tentación que sufre Benito, la vanagloria, ataca a la
parte racional, mientras que la lujuria depende del “concupiscible” y la violencia del
107
Tomado de: Cuadernos Monásticos nº 57 (1981), pp. 151-158 Original en francés, publicado en: Ecoute, ns. 261 y
262. Tradujo: Madre Isabel Guiroy, osb. Monasterio Nuestra Señora del Paraná, Entre Ríos, Argentina.
108
Cf. 1 R 17,4-6; 2 S 1,11-12.
109
Quizás para hacer justamente menos sensible esta repetición, Gregorio ubica una serie de milagros entre los dos
ciclos.
44
“irascible”.
Por lo tanto Gregorio, en esta serie de tentaciones atravesadas Por Benito, pasa revista
a los tres grandes sectores del psiquismo y a los tres capítulos principales de la vida
ascética. El santo es probado metódicamente en todos los puntos claves de su ser
moral. Sufre, como Cristo, una triple tentación. Y como Cristo también, si podemos
decir así, lleva a cabo una justicia total.
El total dominio de las pulsiones más profundas del alma humana: he aquí entonces,
aparentemente lo que esta sucesión de pruebas pretende manifestar. Pero ¿por qué
insistir tanto en la última tentación, la del irascible? Al repetirla. Gregorio no solamente
quiere subrayar su importancia, sino que también tiene necesidad de esta repetición
para poner en evidencia sus dos facetas distintas.
Efectivamente, como ya lo hemos dicho. Benito no reacciona exactamente igual en los
dos casos. Cuando descubre que sus monjes lo quieren matar, inmediatamente sale a la
luz su calma inalterable: “rostro apacible, espíritu tranquilo”. En cuanto a los asesinos,
se comporta con ellos con una asombrosa mansedumbre, pero los deja sin Preocuparse
aparentemente por su suerte. En este asunto. los únicos rasgos que le interesan a
Gregorio son la ausencia de turbación, la perfecta Posesión de sí, la voluntad de
“habitar consigo”. Estos rasgos son puramente ascéticos y se refieren solamente al
sujeto que los presenta; el prójimo sólo interviene para hacerlos aparecer, por medio de
su impotente malicia.
Por el contrario, cuando Benito se da cuenta del atentado del sacerdote, su reacción
íntima en el momento del descubrimiento no está anotada. El episodio del cuervo,
relatado por Gregorio con una sonrisa, da a entender que esta reacción fue
absolutamente apacible. Pero esto no es lo que le importa al biógrafo. Lo que quiere
mostrar esta vez es la caridad de Benito. Ya no le interesa la no-violencia, la ausencia de
turbación ni el impecable control de las emociones, sino la bondad que se Preocupa por
el otro, la piedad por el asesino, víctima de su crimen: “dolióse más del sacerdote que
de sí mismo”. Es una segunda victoria sobre el irascible, complementaria de la anterior
y que va más lejos. Cuando se es el blanco del odio, es hermoso no odiar, pero mucho
más hermoso todavía es amar.
En dos oportunidades. en la continuación del relato, se manifiesta esta orientación
positiva hacia el otro. Al principio, de una manera discreta, en las motivaciones de la
partida. Benito, igual que luego del primer atentado, se retira ante la persecución; pero
en lugar de hacerlo solamente para poner su paz a buen recaudo, esta vez es movido
por la preocupación de las almas que le han sido confiadas: decide desarmar al mal
sacerdote desapareciendo, porque teme, por sus discípulos, las maniobras corruptoras
de este último.
Pero esta señal de humilde caridad es poca cosa al lado del dolor que estalla cuando
Benito se entera de la muerte de Florencio y de la alegría de Mauro. Reaparece aquí el
amor al enemigo con toda su fuerza. Esta respuesta del bien al mal, del amor al odio,
subrayada por la comparación con David, es la cumbre de la ascensión moral que
Gregorio hace llevar a cabo a su héroe. Luego de esta purificación suprema, ya no queda
más que cerrar la era de las pruebas y abandonar Subiaco.
Por lo tanto. Gregorio ha desdoblado la tentación del irascible para analizarla a fondo.
Nos encontramos aquí con un procedimiento de exposición que ya habíamos visto
antes. Benito, como recordaremos, vivió dos períodos solitarios: el primero de absoluta
renuncia ascética y el segundo iluminado de claridades contemplativas. El abadiato
frustrado actuaba de separación entre los dos. Ahora, como vemos, Gregorio trata el
45
tema de una manera análoga, presentando sucesivamente los aspectos ascético110 y
caritativo de la lucha contra el irascible. Y, como vimos más arriba, los separa con un
entreacto que consiste en la serie de los cuatro milagros.
Para concluir esta retrospectiva, observemos que las dos tentaciones del irascible se
articulan una con la otra, exactamente como los ciclos de la prueba anterior. Los cuatro
milagros intermediarios hacen sin duda que esta conexión sea menos aparente; pero no
por eso es menos real. La victoria sobre la turbación y la cólera se resuelve, como
recordaremos. en un afluir de vocaciones y en la fundación de doce monasterios. Ahora
es precisamente este éxito lo que le hace sombra al sacerdote Florencio y provoca
nuevas amenazas contra Benito. Al llevar como de costumbre, a una irradiación sobre
los hombres, este primer triunfo sobre el irascible ha engendrado la ocasión del
segundo.
Tentación, victoria, irradiación: el ciclo habitual se repite aquí Por cuarta vez. Pero con
una variante, o más bien con una aparente laguna. No se habla, al final de nuestro
relato, de una nueva irradiación. Benito se aleja humildemente, en puntas de pie, sin
sacar ninguna ventaja visible de su victoria moral. Solamente en la continuación del
texto veremos los resultados positivos de este repliegue que tiene la apariencia de una
derrota. La purificación del Monte Casino, la abolición de los cultos idolátricos, la
conversión de la gente de los alrededores en medio de un desencadenamiento de
violencias demoníacas, serán los frutos a distancia, de una especie totalmente nueva,
del último triunfo de Benito sobre sus pasiones.
***
Después de haber desentrañado el sentido general del episodio, podemos detenernos
en algunos detalles. En primer lugar, la conducta escandalosa del sacerdote. Después
de la de los monjes que querían matar a su abad, no hay en ella nada que pueda
sorprendernos. Los primeros envenenaron el vino de Benito, y este miserable envenena
su pan. El santo varón parece tener el don de exasperar las pasiones hasta el crimen.
Aquí la pasión se llama envidia. Tanto a los ojos de Gregorio, como de muchos de los
Padres, ésta es el mal propiamente diabólico que suscitó la tentación de la serpiente en
el Paraíso y fue la causa de la caída de nuestros primeros padres111. Cualquiera que se
deje llevar por ella, se convierte en sujeto del diablo112. Florencio se asemeja en
particular al desgraciado Saúl, celoso de David113, mientras que Benito, por su
magnánima caridad, aparecerá semejante a este último.
La envidia del sacerdote tiene como objeto el valor y la influencia espirituales de
Benito, maestro de la vida perfecta. Por eso, cuando fracasa en su tentativa de
asesinato, se ensaña bastante naturalmente con la virtud de los discípulos del santo,
tratando de destruir esa vida casta de la cual está celoso. Algunos, con bastante
verosimilitud, han visto en la danza de las siete muchachas desnudas ciertos ritos
mágicos de fecundidad practicados en la Antigüedad pagana y por numerosas
poblaciones rurales a través de las épocas. La enormidad del escándalo quedaría así
atenuada: aparte de la mala intención del sacerdote, las muchachas no habrían hecho
más que conformarse a las costumbres recibidas.
110
Este conduce a la contemplación de la segunda soledad, que alternativamente preparan la primera soledad y la
primera victoria sobre el irascible. Aquí existe una interferencia del esquema acción-contemplación y del esquema
antropológico (racional, concupiscible, irascible).
111
Cf. Sb 2,24-25. Más arriba (Dial. II,1,5) ya aparece la envidia del diablo en su primera manifestación, cuando
envidia (inuidens) la caridad de Román y la refección de Benito”.
112
Past. 3,10; Moralia in Iob (= Mor.) 5,84-86.
113
Mor. 5,84.
46
El cuervo inteligente, servicial, obediente, es el único animal de esta especie que
aparece en la Vida de Benito: pero se encuentran varios que se le parecen en los otros
Libros de los Diálogos. Dos siglos antes, Jerónimo y Sulpicio Severo ya habían
popularizado ese tipo de milagro, que se remonta hasta la Vida de Antonio, es decir, a
los mismos orígenes de la literatura monástica. Franciscanos por anticipado, estas
maravillas de animales que obedecen a los santos tienen un significado profundo.
Simbolizan el retorno al Paraíso, la armonía restablecida entre las creaturas y el
hombre, habiendo recuperado este último la posesión de sí mismo y la gracia de Dios.
El cuervo aquí hace pensar un poco en Noé, pero sobre todo en Elías114, tal como el
narrador se preocupará por hacer notar. Porque al mismo tiempo que somete a Benito
a una última prueba, Gregorio prosigue, como ya hemos dicho, con su galería de
cuadros de los dos Testamentos. La otra escena maravillosa que completará a ésta, es el
duelo de Benito por su perseguidor, reflejo de David llorando a Saúl.
Esta grandeza de alma de Benito está subrayada por un detalle que merece ser puesto
de relieve para terminar: así como Florencio “se alegró” de su partida, Mauro, a su vez,
“se alegra” por la desaparición de su enemigo. Entre estas dos alegrías antagonistas,
por y contra él, el varón de Dios aparece como un justo que domina el tumulto del que
es objeto. Las pasiones humanas desencadenadas a propósito de él no lo alcanzan, e
incluso no soporta que uno de los suyos se deje llevar por ellas. David había castigado al
joven amalecita que le anunciaba la muerte de Saúl como una buena noticia. Asimismo
Benito impone una penitencia al discípulo que se atrevió, al enviarle semejante
mensaje, a alegrarse de la muerte de un enemigo.
***
Esta magnanimidad que recuerda a David, es el último de los cinco milagros imitados
de la Biblia que Gregorio -o más bien el diácono Pedro- recapitula con admiración al
final del texto. Pero ¿se trata realmente de un milagro? Mas bien es una maravilla
moral, de orden puramente espiritual. La repentina muerte de Florencio aparece como
un castigo del cielo, una manifestación fulminante de la justicia divina. Este milagro, si
puede llamárselo así, es el único que se produce. En cuanto a la reacción de Benito, no
es más que un rasgo de sublime virtud, en el que ciertamente se manifiesta el Espíritu
de Dios pero sin trastornar el mundo físico.
Por lo tanto, la última de estas cinco escenas tomadas de modelos bíblicos, que pone
punto final a toda la gesta de Subiaco, es un prodigio moral y no un milagro
propiamente dicho. Gregorio aplica así a la Vida de Benito, un procedimiento de
composición que ya ha usado dos veces en el Libro anterior: completar una serie de
milagros físicos con una simple maravilla de orden espiritual115. Semejante
procedimiento dice mucho acerca del objetivo de este compendio de milagros que son
los Diálogos. Como lo hace notar insistentemente Gregorio en muchas
oportunidades116, los actos de paciencia y de humildad heroicos, llevan ventaja sobre
todos los milagros incluso el de la resurrección de un muerto. El milagro no es más que
un signo de la virtud. La verdadera grandeza está adentro. Lo que ay que buscar no son
los “signos” sino la “vida”.
En otra parte, Gregorio exalta de este modo la paciencia y la humildad sobre todo poder
milagroso. Aquí lo hace también con la humildad117, pero sobre todo con la caridad, en
su forma sublime de amor a los enemigos. Ninguna nota de esta partitura era tan apta
114
Y no en Eliseo, como hemos escrito por error en la nota de Dial II,8,3 (SCh 260, p. 162).
Noticias sobre Libertino y Constancio (Dial. I,2 y 5).
116
Dial. I,2,8; 5,3; 12,46. Cf. t. I (SCh 251), pp. 86-87.
117
Dial. II,8,6 (“humildemente”) y 9 (“humildes” bis).
115
47
como ésta para llevar el calderón al terminar esta primera parte de la vida de Benito. La
caridad de Benito, expresamente ilustrada con el ejemplo de David, hace pensar
también en Esteban y Cristo moribundos. El eco de su oración por los perseguidores, le
da toda su grandeza a este triunfo de la reina de las virtudes.
***
Por otro atajo, y en la forma más explícita, la meditación final de Gregorio culmina.
también en Cristo. Debemos subrayar muy fuertemente este hecho, tanto más cuanto
que este hermoso pedazo sobre el Redentor se cita muy raramente. Así como la frase
anterior Benito “lleno del espíritu de todos los justos” se hizo célebre, nos olvidamos de
la gran conclusión cristológica cuya introducción es la única misión de la primera.
Todos los milagros de los dos Testamentos y los de Benito que los reproducen, están
aquí relacionados con Cristo muerto y resucitado, humilde y glorioso, su única
fuente118.
Esta página ferviente, por donde pasa toda la fe y el amor de Gregorio por Cristo.
corona una composición muy estudiada y que merece ser considerada con cuidado. Los
cinco personajes bíblicos que antes hemos enumerado, están ubicados en un orden
notable. En el centro, el Apóstol Pedro, única figura del Nuevo Testamento. Antes y
después de él, los santos del Antiguo Testamento que se corresponden de a dos: Eliseo
forma pareja con Elías, Moisés con David. En el texto, los dos profetas son los vecinos
inmediatos de Pedro y también son los más cercanos a él en la historia. Más allá, el
mediador de la antigua Ley y el rey salmista, más alejados de Pedro en el texto, están a
mayor distancia de él también en el tiempo. Si marcamos con flechas las secuencias
cronológicas, obtenemos el siguiente esquema119:
Moisés → Elíseo → Pedro ← Elías ← David
Para el que conoce Roma, este ordenamiento recuerda inmediatamente ciertos
mosaicos absidales, particularmente el de la basílica de los santos Cosme y Damián, en
el Forum, que data del pontificado de Félix IV (525-529), es decir, de los mismos años
en que Benito terminaba su estadía en Subiaco. Allí Cristo está en el centro rodeado por
los Apóstoles Pedro y Pablo y de los mártires Cosme y Damián120:
Damián ← Pablo ← Cristo → Pedro → Cosme
Aparte del sentido de nuestras flechas, la disposición es la misma. Si Cristo, en los
Diálogos, está ubicado en otro lugar -después de los cinco varones de Dios de acuerdo
al orden del texto121, y por encima de ellos en majestad, de acuerdo al pensamiento
expresado- es porque esta posición exterior y sublime corresponde al hecho de que el
mosaico coloca a Cristo muy por encima de los otros personajes, sobre un pedestal de
nubes, con una corona que desciende del cielo sobre su cabeza, que le alcanza la mano
del Padre.
¿Pensaría Gregorio en un modelo de este estilo cuando componía su cuadro? En todo
caso, la analogía es tanto más notable cuanto que esa recapitulación de los cinco
milagros corresponde exactamente al orden de los relatos. Por lo tanto, el autor de los
118
Cf. Com a los Reyes, IV, 61: de la plenitud de Cristo fluyen las virtudes particulares de Moisés, Abraham, José,
Job, Finés. Allí también Gregorio alinea cinco figuras, pero todas del Antiguo Testamento.
119
Esta composición centrada en un solo personaje del Nuevo Testamento, con dos personajes del Antiguo
Testamento a cada lado, nos hace pensar en el hecho siguiente: para designar a Florencio, Gregorio emplea dos veces
presbyter (1 y 3), luego una vez sacerdos (4), y luego nuevamente dos veces presbyter (6-7).
120
Además, en el extremo izquierdo está el papa Félix y en el extremo derecho el mártir Teodoro.
121
Lo cual lo ubica como vecino de David, cuya “virtud” totalmente espiritual, evangélica por anticipado, es de algún
modo la más cristiana.
48
Diálogos debió pensar en disponerlos según esta figura, antes de redactar su obra. Si
pensamos que intervienen otros principios de clasificación en su ordenamiento122, nos
quedamos sorprendidos frente a la habilidad que despliega Gregorio en ese trabajo de
composición.
Pero este grupo de los cinco taumaturgos bíblicos, tan bien ordenado, no es más que un
motivo ornamental de la gloria de Benito y de Cristo. Completemos entonces nuestro
esquema, haciéndolos figurar:
Cristo
↓
Moisés → Eliseo → Pedro ← Elías ← David
↓
Benito
Recordamos que nuestras flechas marcan simplemente las relaciones temporales. En
cuanto a las relaciones de influencia, Cristo ejerce la suya sobre cada uno de los cinco
personajes y Benito, a su vez, recibe de El directamente la gracia multiforme que lo
hace el sucesor de todos. Incomparable grandeza del santo de Subiaco, síntesis de las
más altas figuras de la Escritura, y único agente de las maravillas sembradas por Dios
en el curso de los siglos de la historia de la salvación. Pero esta grandeza depende
íntegramente de su inmediata unión con Cristo, cuyo Espíritu posee.
La primera parte de la Vida de Benito se termina entonces con una especie de
apoteosis, que no es tanto la del mismo santo como la del Señor de la gloria de quien lo
ha recibido todo. Cristo viene magníficamente, al término de la juventud de Benito,
como para realizar una especie de coronamiento anticipado de su propia obra. Como el
gloria que sigue a cada salmo, como la doxología que concluye cada colecta, un himno a
la “Luz que ilumina a todo hombre” finaliza la gesta de Subiaco.
Efectivamente, aquí hemos llegado realmente a un final. Todo nos lo advierte. En el
transcurso de este último episodio, Gregorio ha multiplicado los ecos de los primeros
capítulos. El mal sacerdote que envenena a Benito nos hace pensar en el buen sacerdote
que un día de Pascua lo convidó; el buen cuervo nos recuerda al mirlo diabólico; la
danza de las siete muchachas evoca la tentación de lujuria en la gruta; el segundo
envenenamiento renueva el primero. De modo que, más allá del grupo de los cuatro
milagros123, reaparecen para concluir muchos hilos de los primeros relatos. Como para
completar esta inclusión, la humildad de Benito frente a su perseguidor nos retrotrae a
aquella que lo había impulsado a desierto para huir e sus admiradores.
Pero una vez más, no se trata tanto de Benito como de Cristo. Para concluir nosotros
mismos con una mirada sobre este último, observemos cómo Gregorio ha preparado su
venida en esta conclusión, por medio de los excursus de los capítulos anteriores. El
primer excursus, como recordaremos, comparaba a Benito con los levitas. El segundo
lo aproximaba a los Apóstoles Pedro y Pablo. El tercero, que es el que encontramos
aquí, lo asocia a diversos santos de la Escritura sólo para ponerlo frente a Cristo en
persona. De este modo, de los misterios de la Antigua Alianza, hemos pasado a los
Apóstoles de la Nueva y finalmente al Verbo hecho carne, Señor de la historia. Gregorio,
en su calidad e Obispo, sabe cómo se organiza una liturgia de la palabra. A semejanza
de estas celebraciones, su Vida de Benito está íntegramente construida de manera de
122
Monasterios periféricos (II, 4-5) y monasterio central (II, 6-7); alternancia de los compañeros: Mauro (4), plácido
(5), Mauro (6), Plácido y Mauro (7).
123
Este grupo forma el panel central de un tríptico cuyas dos hojas se corresponden, a semejanza de la composición
centrada que acabamos de analizar. Por otra parte, los tres primeros Libros de los Diálogos forman un tríptico
análogo.
49
glorificar a Cristo.
50
Capítulo 8 (continuación)
10. PEDRO: Te ruego ahora que me digas a qué regiones emigró el hombre santo, y si
allí también obró nuevos milagros.
GREGORIO: Al marcharse a otra parte, el hombre santo cambió por cierto de
lugar, pero no de enemigo. Porque después sobrellevó combates tanto más difíciles,
cuanto que tuvo que enfrentarse en lucha abierta con el maestro mismo de la maldad.
La fortaleza, de nombre Casino, está situada en la ladera de una montaña alta,
que parece acogerla en una dilatada hondonada y, elevándose unas tres millas, levanta
su cumbre casi hasta la misma altura de los cielos. Había allí un templo antiquísimo, en
el que un pueblo de campesinos ignorantes rendía culto a Apolo, según los ritos
antiguos de los paganos. En los alrededores habían crecido bosques destinados al culto
de los demonios, donde aun en ese tiempo, una multitud insensata de infieles inmolaba
víctimas sacrílegas.
11. Al llegar allí, el hombre de Dios destrozó el ídolo, derribó el altar, taló los bosques
(cf. Ex 34,13; Dt 7,5) y construyó en el mismo templo de Apolo un oratorio en honor de
san Martín, y donde había estado el altar de Apolo, un oratorio dedicado a san Juan. Y
con su predicación continua llamaba a la fe a todos los que vivían en los alrededores.
12. Pero el antiguo enemigo no podía soportar en silencio esta actitud. Se aparecía a los
ojos del Padre, no ocultamente o en sueños, sino en clara visión. Con fuertes gritos se
quejaba de la violencia que tenía que padecer (cf. Mt 8,29), de modo que los hermanos
oían su voz, aunque no podían verlo. El venerable Padre contaba a sus discípulos que el
antiguo enemigo se mostraba a sus ojos corporales horrible y envuelto en llamas, y
parecía embestirlo, con fuego en la boca y los ojos encendidos. En cambio, todos oían lo
que decía: primero lo llamaba por su nombre y, como el hombre de Dios no le
respondía, lo atacaba en seguida con insultos. Así, cuando gritaba: “¡Benito, Benito!”, y
veía que de ningún modo le respondía, al instante agregaba: “Maldito y no Bendito,
¿qué tienes conmigo? ¿Por qué me persigues?” (cf. Hch 9,4).
13. Veamos ahora los nuevos combates del antiguo enemigo contra el servidor de Dios.
Lo que el enemigo quería, era hacerle la guerra, mas contra su voluntad le proporcionó
nuevas ocasiones de victoria.
Capítulo 9
1. Cierto día, mientras los hermanos construían las habitaciones de su monasterio,
encontraron en medio del terreno una piedra que decidieron llevarse para la
construcción. Como dos o tres de ellos no consiguieron moverla, se les agregaron unos
cuantos más, pero la piedra permaneció tan inmóvil, como si hubiera echado raíces en
la tierra. Claramente entendieron que el antiguo enemigo estaba sentado sobre ella, ya
que tantos hombres juntos no podían moverla. Ante esta dificultad avisaron al hombre
de Dios para que viniera y ahuyentara al enemigo con la oración, y poder así levantar la
piedra. Él llegó en seguida, y rezando impartió la bendición, y pudieron levantar la
piedra con tanta rapidez como si nunca hubiera tenido peso alguno.
Capítulo 10
1. Entonces le pareció conveniente al hombre de Dios excavar la tierra en ese lugar. Al
cavar hasta cierta profundidad, los hermanos encontraron un ídolo de bronce. Lo
arrojaron provisoriamente a la cocina, y de repente vieron salir de allí fuego y a todos
51
ellos les pareció ver que iba a consumir todo el edificio de la cocina.
2. Como los hermanos, al arrojar agua para extinguir el fuego, hicieron gran estrépito,
acudió el hombre de Dios atraído por la barahúnda. Al darse cuenta de que el fuego
estaba en los ojos de los hermanos, pero no en los suyos, al punto inclinó la cabeza para
orar. Luego llamó a los hermanos que había encontrado engañados por el fuego
imaginario, para que se cerciorasen de que el edificio de la cocina estaba intacto e
hicieran caso omiso de las llamas que el antiguo enemigo había simulado.
Capítulo 11
1. En otra ocasión, mientras que los hermanos levantaban un poco más una pared,
según lo exigía la obra, el hombre de Dios se hallaba en el recinto de su celda, dedicado
a la oración. Se le apareció el antiguo enemigo, insultándolo y diciéndole que iba a ver a
los hermanos que estaban trabajando. Rápidamente el hombre de Dios advirtió a los
monjes, por medio de un mensajero, con estas palabras: “Hermanos, tengan cuidado,
porque en este mismo instante el espíritu maligno está dirigiéndose hacia ustedes”.
Apenas había terminado de hablar el que llevaba el mensaje, cuando el maligno espíritu
derrumbó la pared que estaban levantando y un monje jovencito, hijo de un
magistrado, quedó aplastado bajo los escombros. Todos quedaron consternados y
profundamente afligidos, no por la pared destruida, sino por el hermano triturado. Sin
pérdida de tiempo, corrieron a anunciárselo con honda pena al venerable Padre Benito.
2. Entonces, el Padre ordenó que le llevaran al niño hecho añicos; no pudieron hacerlo
sino envuelto en un lienzo, porque las piedras de la pared derrumbada le habían
destrozado no solo los miembros, sino incluso los huesos. El hombre de Dios mandó
que lo dejasen en seguida en su celda sobre el psiathio -es decir, lo que comúnmente
llaman estera-, donde él solía rezar. Y despidiendo a los hermanos, cerró la celda y se
entregó a la oración con mayor fervor que de costumbre. ¡Y se realizó el milagro! En el
mismo instante, sano y salvo como antes, fue enviado de nuevo al trabajo, a terminar la
pared junto con los hermanos, ese monje con cuya muerte el antiguo enemigo había
pretendido burlarse de Benito.
Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb124
Hay que haber subido personalmente esa cuesta de más de trescientos metros, en línea
recta por la ladera sur, en una mañana de primavera, para imaginarse la admiración de
Benito y de sus compañeros cuando llegaron a la cumbre del Monte Casino. Sin duda
venían en realidad de Aquinum y subieron por el noroeste, por donde se puede realizar
la ascensión más progresivamente. Pero de todos modos, llegados a la cima,
contemplaron esa vista inolvidable de uno de los paisajes más bellos que existen: al
este, las cumbres nevadas de los Abruzos; al norte el poderoso y árido Monte Cairo; al
oeste y al sur, ricas planicies desplegadas más allá de las cuales se levantan, en bloque,
alturas de mil metros y más. Un trono real, donde se posee la tierra a los pies y una
corona de montañas en la cabeza.
El pequeño enjambre de monjes que venía de Subiaco, se encontraba a la misma altura.
Pero a un poco más de 500 metros, igual que en el pasado, ¡qué diferencia entre los dos
lugares! El valle de Subiaco, aunque también de una gran belleza, no dejaba de ser un
retiro severo cuyo campo visual -al menos en el monasterio a orillas del lago- era
extremadamente limitado. Estaba encerrado entre dos altas paredes bastante cercanas
124
Tomado de: Cuadernos Monásticos nº 58 (1981), pp. 305-312. Original en francés, publicado en: Ecoute, ns. 263
y 264. Tradujo: Madre Isabel Guiroy, osb. Monasterio Nuestra Señora del Paraná, Entre Ríos, Argentina.
52
una de otra, y al mismo tiempo a poca distancia de un pueblo. Con respecto a esta
situación humilde y confinada, el nuevo horizonte representa un ensanchamiento
magnífico. Aquí, a tres millas de distancia del viejo castrum casinense, que él puede
dominar desde casi toda la altura del monte, Benito respirará más a gusto, frente a las
cumbres, frente al cielo, frente a Dios.
La llegada a esta cima, abre una nueva etapa en la vida del santo. La época de las
tentaciones y de los progresos ha pasado. Como si su héroe hubiera llegado a la cumbre
de la santidad, Gregorio ya no lo hace pasar por ninguna prueba espiritual. En esa
altura, de donde ya no descenderá nunca más -ni siquiera para visitar Terracina125-, una
vez que el diablo ha sido echado y el monasterio construido, Benito no hará más que
desplegar, en dos series de doce milagros, sus carismas de profeta y de taumaturgo
mientras que espera volver su mirada al más allá y ser llevado al cielo. El valle de
Subiaco es como el crisol donde fuera fundido ese metal brillante que ahora, como la
ciudad del Evangelio126, resplandecerá a la vista de todos en la montaña.
Pero este sitio espléndido y significativo no es lo que retiene la atención del biógrafo. Si
lo describe, y muy exactamente, es sólo para situar las abominaciones que deshonran la
cumbre del monte: el viejo templo pagano, el ídolo, el altar, los bosques sagrados.
Como la Tierra Prometida, hay que conquistar esta montaña a un pueblo idólatra, y
purificarla de sus horrores demoníacos. Y como el Israel de la conquista, Benito llega
precisamente para realizar esta purificación. Gregorio sin ninguna duda piensa sobre
todo en este modelo bíblico, tal como lo demuestran los términos que utiliza para
relatar la obra de destrucción127. Al mismo tiempo ni él ni Benito pueden olvidar la
acción similar de Martín contra los santuarios paganos de las Galias, ya que el hombre
de Dios consagrará el nuevo oratorio que reemplaza al templo al gran obispo, y esta
sección del relato gregoriano está llena, como veremos, de reminiscencias de la Vida de
Martín por Sulpicio Severo.
***
Antes de entrar en el detalle de los hechos y en su comparación con los precedentes
martinianos, debemos notar su significación global con respecto a los acontecimientos
anteriores de la Vida de Benito. Esta campaña antipagana constituye, como
recordaremos, el término del último ciclo ternario de pruebas atravesado por el santo
en Subiaco. Probado por segunda vez por el odio de un perseguidor, Benito triunfa
sobre la tentación retirándose humildemente y amando a su enemigo. Como de
costumbre, esta victoria produce sus frutos. Pero la nueva irradiación que ejercerá
Benito no se produce allí mismo. Tiene lugar en Montecasino, bajo la forma inédita de
una violenta acción contra el paganismo y de la conversión de una multitud de
campesinos.
De este modo, según un sistema de engranaje que ya conocemos bien, la gesta de
Montecasino se pone en movimiento por medio del último resorte de la de Subiaco.
Además se establece un notable contraste entre la humilde mansedumbre del
perseguido que acaba de renunciar a todo, y la violencia que despliega ahora en la
cumbre del monte. Por haber probado dos veces su entero dominio sobre su “irascible”,
Benito recibe ahora la autorización de emplearlo con toda libertad al servicio de Dios.
Pero este contraste que nos llama la atención, no está puesto en evidencia por Gregorio.
Lo que le sirve de broche para unir los dos períodos, es una gradación entre las dos
125
Dial. II,22. Cuando Benito “desciende” para encontrarse con su hermana (33,2) no hay ninguna prueba de que
fue hasta el pie de la montaña, como quiere la tradición del “Colloquio”.
126
Mt 5,14. La imagen conexa de la lámpara (Mt 5,15) ya ha sido utilizada por el mismo Gregorio (Dial. II,1,6).
127
Comparar Dial. II,8,11 con Ex 34,13; Dt 7,5.
53
formas de combate contra el mismo enemigo: el diablo, que estaba escondido en
Subiaco bajo la forma de sus satélites -el mirlo impuro, los monjes relajados, el
sacerdote celoso- se lanza personalmente y a rostro descubierto en la batalla de
Montecasino. O más bien es Benito quien, dejando sus puestos en el valle, ha ido a
provocarlo en esa cima donde reinaba abiertamente.
Este nuevo tipo de conflicto se presenta como mucho más duro que el primero. El
período casinense que inaugura, es por lo tanto desde esos trabajosos comienzos, un
progreso con respecto al de Subiaco. Pensamos en las famosas luchas de Antonio con
los demonios, que comenzaron como simples tentaciones y terminaron, cuando estas
fracasaron, con visiones espantosas, acompañadas de terribles sufrimientos físicos. La
Vida de Benito sigue la misma progresión, con la diferencia que la primera etapa
incluyó, además de las tentaciones propiamente dichas, las persecuciones, y que la
segunda no traerá aparejados con las visiones diabólicas, sufrimientos que lo alcancen
personalmente.
***
En efecto, la Vida de Antonio es aquí sólo un antecedente lejano. Lo que inspira a
Gregorio de manera inmediata es otra Vida célebre, la de Martín. La biografía de
Sulpicio Severo, igual que el Segundo Libro de los Diálogos, está dividida en dos
períodos desiguales: antes y después de la promoción al obispado de Tours. La lucha
del nuevo obispo contra la superstición y el paganismo128 se sitúa al principio del
segundo período129, exactamente como en los Diálogos. Más adelante, luego de una
serie de curaciones y de un encuentro con el emperador Máximo, Sulpicio relata las
peleas de Martín con el diablo130, y esas apariciones diabólicas tienen muchos rasgos de
semejanza evidente con los fenómenos demoníacos que acompañarán la construcción
de Casino.
Este pasaje de la Vida de Benito está por lo tanto estrechamente relacionado con dos
secciones bien distintas de la Vida de Martín. Lucha contra el paganismo y
manifestaciones del diablo: en lugar de desarrollar estos dos temas severianos por
separado y a una cierta distancia uno de otro, Gregorio los funde en un único y mismo
relato de batalla. A la acción destructora de Benito contra el santuario idolátrico,
sucede inmediatamente la reacción defensiva del diablo por medio de apariciones y
malas jugadas. Es claro que esta erupción de violencia satánica está causada
únicamente por la supresión del culto pagano en el alto. Este encuentro de las dos
secciones de la Vida de Martín en el presente relato, es una de las cosas más
interesantes para estudiar de cerca. A los múltiples episodios de la primera,
corresponde, en los Diálogos, un solo hecho, relatado muy sobriamente. Mientras que
Martín desenmascara a un falso mártir, detiene una ceremonia pagana, derriba tres
santuarios131 en diversos lugares y sale ileso de dos atentados de idólatras contra su
persona, Benito se limita a limpiar Montecasino y a evangelizar el pueblo de los
alrededores. Uno actúa como un obispo misionero que recorre toda la Galia, el otro
como un monje que conquista una posición bien determinada del diablo, de la cual ya
no saldrá más.
Otra diferencia entre las dos obras apostólicas es que la de Martín se extiende por un
período de tiempo indeterminado, aparentemente coextensivo con su episcopado, que
128
Vida de Martín 11-15.
Marcado, como el de la Vida de Benito, por un cambio de lugar y abierto por medio de una descripción del
monasterio de Marmoutier (Vida de Martín 10), que Sulpicio representa como dominado por una “montaña” (en
realidad, es el modesto acantilado del Valle del Loire). Este detalle hace pensar en Montecasino.
130
Vida de Martín 21-24.
131
Los dos primeros (Vida de Martín 13,1; 14,1) están calificados como “muy antiguos”, del mismo modo que el
templo de Apolo en Montecasino.
129
54
duró más de un cuarto de siglo, mientras que la de Benito se limita -por lo menos el
período de choque- a los primeros tiempos de la ocupación de Casino. Finalmente, las
dos campañas misioneras encuentran resistencias muy distintas. Martín, antiguo
soldado, obtiene las posiciones enemigas a golpes de milagros, luego de dramáticas
peripecias: la población pagana le hace frente y amenaza su vida. Por el contrario,
Benito no parece encontrar ninguna oposición por parte de los hombres. Ha pasado un
siglo y medio: el paganismo que era todavía vigoroso al final del s. IV, no es más que un
tímido sobreviviente cuya fachada al menos es fácil de derribar.
Y es por eso que, a falta de resistencia humana, Gregorio nos hace presenciar una
resistencia diabólica. En su relato, dado el cambio de los tiempos, los episodios
demoníacos de Sulpicio Severo deberán ocupar el lugar de las revueltas populares que
se suscitaban otrora gracias a las campañas iconoclastas del santo obispo. Así se explica
lo que antes observábamos: la reunión en este pedazo de la Vida de Benito de dos
secciones independientes y bastante distantes de la Vida de Martín.
Antes de pasar a la segunda de estas secciones -los relatos de las “diabluras”observemos aún dos puntos de contacto de los Diálogos con la primera. En primer
lugar, las construcciones de Benito en Montecasino. “Cuando Martín destruía los
templos, narra Sulpicio Severo, inmediatamente edificaba iglesias o monasterios en su
lugar”132. Benito actúa de la misma manera, y los descubrimientos arqueológicos,
posibilitados por las destrucciones de 1944, confirman lo que dice Gregorio. Se ha
encontrado el trazado -ampliado en el s. VIII y en el s. IX- de los oratorios de San
Martín y de San Juan Bautista, con sus cimientos precristianos. El primero, que Benito
arregló dentro del mismo templo sólo tenía 12 metros133 de largo y 8 de ancho, lo que
hace suponer una comunidad bastante pequeña. El segundo, en la cima de la montaña,
ubicado donde estaba el altar pagano al aire libre, tenía la misma anchura, pero era un
poco más largo (15,25 metros). Benito muere en el primero y es enterrado en el
segundo.
Otro detalle que debemos notar en la sección misionera de la Vida de Martín, es la
diferencia de las percepciones de Martín y de sus compañeros en la escena inicial,
cuando el obispo se comunica con un falso mártir que no era sino un bandido: mientras
que el santo percibe la sombra del difunto y oye su voz, “los asistentes oían la voz que
hablaba, pero no veían al personaje”134. Observamos el mismo contraste en el relato de
Gregorio: Benito ve y oye al diablo, pero los hermanos solamente lo oyen. Así, el primer
episodio de la lucha de Martín contra la superstición, proporciona el primer rasgo de
las peleas de Benito con el diablo.
Sin embargo, esta analogía con la historia del obispo de Tours no debe hacernos olvidar
otro antecedente memorable: el de san Pablo en el camino de Damasco. Allí también se
nos dice que los compañeros de Pablo “oían la voz sin ver a nadie” (Hch 9,7). ¿Significa
esto que la aparición de Cristo a su futuro Apóstol es por lo tanto, como un telón de
fondo de las del diablo a Benito? Podemos pensarlo con fundamento, tanto más cuanto
que Gregorio pone en boca del diablo la misma palabra del Señor a Pablo: “¿Por qué me
persigues?” (Hch 9,4). De este modo, por medio de una asombrosa transposición, la
gran escena de la conversión de los Hechos se refleja en este episodio demoníaco de la
Vida de Benito, y mientras que éste se asimila a Pablo, Satanás se coloca, a sus ojos, en
el lugar de Cristo glorioso135.
132
Vida de Martín 13,9.
Y no 23 metros, como dice, por un terror tipográfico, nuestra nota de Dial. II,8,11 (SCh 260, p. 169, segunda línea
de las notas). Pedimos disculpas a don Angelo Pantoni por este lapsus y pedimos a todos los lectores que lo corrijan.
134
Vida de Martín 11,5.
135
Esto recuerda extrañamente, a su vez, a la Vida de Martín 24,4-8 (la aparición del diablo a Martín con los rasgos
de Cristo Rey). En la escena de los Hechos, notemos también el doble llamado de Cristo (“Saulo, Saulo”), al cual
corresponde aquí el doble llamado del diablo (“Benito, Benito”).
133
55
***
Este conflicto con el Antiguo Enemigo nos conduce a la segunda sección paralela de la
Vida de Martín. Aunque “la boca y los ojos encendidos” del Maligno recuerdan más
bien un pasaje de la Vida de Antonio, los “insultos” lanzados a Benito136 hacen pensar
desde ya en la vida del obispo de Tours. Los otros rasgos comunes de Sulpicio y
Gregorio son, en primer lugar, la fantasmagoría producida por el diablo y disipada por
el varón de Dios -un pretendido vestido celeste en el primero, un incendio en el
segundo-, y luego el crimen cometido por el diablo en detrimento de una persona
cercana al santo, con una aparición burlona para anunciárselo. Omitiendo varios
episodios relacionados, Gregorio agrega uno que faltaba en Sulpicio: la piedra
inmovilizada e izada. En total, su texto es más o menos dos veces más corto.
Los dos trozos presentan una diferencia importante. Mientras que la Vida de Martín
considera los fenómenos demoníacos como simples visiones, a propósito de las cuales
el santo manifiesta sus dones de clarividencia y de discernimiento, la Vida de Benito los
transporta al contexto de la lucha que conocemos. Aquí el diablo tiene un objetivo, al
que apunta en cada una de sus intervenciones: impedir la construcción del monasterio;
y la respuesta del varón de Dios es cada vez una “victoria” práctica. El monasterio de
Montecasino será edificado contra viento y marea y solamente después de la muerte del
santo, otros adversarios, los Lombardos, conseguirán saquearlo por haberlo permitido
Dios.
Por lo demás, es válido lo que hemos observado más arriba: del mismo modo que la
sección misionera, la parte demoníaca de la Vida de Martín desarrolla una cadena de
acontecimientos sin fecha que se distribuyen no se sabe cómo a lo largo de un
prolongado episcopado. Por el contrario, los hechos correspondientes de la Vida de
Benito están reunidos en el corto período de los primeros tiempos de Montecasino. Una
vez construido el monasterio, la lucha se sosiega y el diablo interviene sólo de cuando
en cuando, como hacía en Subiaco.
En estas páginas tan visiblemente influenciadas por la Vida de Martín, el milagro más
notorio es el de la resurrección del monjecito aplastado por un derrumbe. Mirémoslo
de cerca, comparándolo con su homólogo martiniano. Según Sulpicio Severo, Martín
recibe un día en su celda la visita del diablo, que llevaba en su mano un cuerno de buey
empapado en sangre jactándose de haber matado a uno de los suyos. Martín da la voz
de alarma. Después de investigar, se ve que no falta ninguno de los monjes. Pero uno de
los obreros seglares había ido a buscar unos bueyes. Poco después, encuentran a ese
hombre agonizante: uno de los bueyes le había dado una cornada mortal.
En Gregorio, las cosas suceden con algunas diferencias. El diablo no se presenta al
santo luego de su delito sino antes, de modo que Benito tiene tiempo de advertir a los
hermanos. Además, la persona golpeada no es un laico empleado por los monjes, sino
un monje propiamente dicho, muy joven por otra parte, y cuyo origen social elevado se
nos indica: era el hijo de un curial. La forma del asesinato también es diferente: en un
caso es una cornada, en el otro el derrumbe de un muro. Finalmente y sobre todo,
difieren los desenlaces: mientras que seglar de Martín queda abandonado a su triste
suerte -“no se sabe por qué juicio del Señor”, dice Severo-, el monjecito de Benito se
repone gracias a la oración de su abad.
Esta última diferencia verifica lo que antes adelantábamos: en Sulpicio Severo se trata
sólo de un caso de conocimiento preternatural, al ser Martín informado
milagrosamente de un hecho que todos ignoran. En Gregorio, por el contrario, a la
136
Atanasio, Vida de Antonio 24,1; Sulpicio Severo, Vida de Martín 22,1-3.
56
presciencia del santo se agrega una acción que anula la del diablo, de modo que el
asunto termina con una gozosa victoria. Benito defiende a los suyos. La víctima, que es
un religioso consagrado a Dios e hijo espiritual del santo, no sucumbe a los golpes del
Maligno. El monjecito vuelve al trabajo y continúa la construcción del monasterio.
Los detalles de esta primera resurrección -habrá otra al final de la Vida de Benito-, nos
hacen pensar en varias escenas de la Escritura y de la hagiografía. Cuando Benito hace
salir a los hermanos y cierra la puerta, pensamos en Martín resucitando al catecúmeno
de Ligugé137. Pero esa puerta cerrada nos recuerda más precisamente todavía a Eliseo
resucitando al hijo de la Sunamita138 el cual, por otra parte, es un niño de familia
distinguida tal como el hijo del curial. El hecho de que la resurrección suceda en la
habitación y en el lecho del santo, termina de convencernos de que Gregorio piensa en
esta historia del Libro de los Reyes, que citará por otra parte expresamente varios
capítulos más adelante139. Si unimos a este milagro de Eliseo, el de Pablo en Troas, del
cual algunos rasgos nos hacen pensar en nuestro relato140, aparece claramente que éste
sale decididamente del marco martiniano para desembocar en el Antiguo y el Nuevo
Testamento.
De este modo el último milagro de esta pequeña sección se agrega a los cinco prodigios
que tienen modelos escriturísticos enumerados en la precedente. Incluso se podría
decir que es el coronamiento, ya que ninguna maravilla es comparable a una
resurrección. Y sin embargo este importante milagro está relatado con una extremada
discreción, como si Gregorio temiera ponerlo en evidencia. La palabra “muerte”, a
propósito del accidente, se pronuncia apenas, la encontramos solamente en la última
frase, cuando todo está acabado; una simple oración, sin gestos ni testigos, basta para
componer al niño destrozado y, finalmente, la atención está desviada del prodigio
esencial -la vuelta a la vida- hacia el corolario menor del retorno del “miraculado” a su
trabajo.
Esta discreción de Gregorio tiene su explicación. El autor reserva la gran puesta en
escena para la resurrección del hijo del campesino narrada al final del Libro: súplica del
padre, presencia de la comunidad, gesticulación profética del taumaturgo, oración en
voz alta, reanimación espectacular del niño a la vista de todos. Como para no desvirtuar
esta página solemne, el asunto del hijo del curial está reducido a las dimensiones de un
simple accidente de trabajo.
***
Para terminar, subrayemos dos rasgos de este relato: la predicación de Benito y sus
oraciones. El primero contrasta singularmente con lo que encontrábamos al comienzo
del período de Subiaco. El joven monje, apasionado por la soledad, que no soñaba sino
con “habitar consigo”, se ha convertido en un misionero emprendedor personaje casi
único en los Diálogos141. No podemos evitar pensar en los monjes de San Andrés de
Caelius, el propio monasterio de Gregorio, que el papa enviará, dos años después de los
Diálogos, a evangelizar Inglaterra. Esta comparación se impone tanto más cuanto que
Gregorio un día les recomendará, en una carta famosa, que transformen sin destruirlos,
los templos paganos en iglesias142, exactamente como lo hizo Benito en Montecasino.
¿Ha habido en Benito una evolución de la “amada soledad” al celo evangelizador? El
137
Vida de Martín 7,3.
2 R 4,32-33. El episodio de 1 R 17,17-24 (Elías) es menos próximo.
139
Dial. II,21,3.
140
Hch 20,7-12: el joven cae de lo alto de un edificio; Pablo vuelve tranquilamente a la reunión luego del milagro.
141
El abad Equitius (Dial. I,4) también predica pero sólo a los fieles, no a los paganos. Por otra parte, parece ser más
viajero que Benito. Ver también Dial. III,31 (Leandro y Recaredo).
142
Registrum epistolarum (Reg.) 11,56 = Epístola (= Ep.). 11,76. Cf. Dial. III,7.
138
57
santo papa a quien las interferencias de la contemplación y de la acción interesan
mucho, aquí sin embargo no dice nada. Quizás, más que de evolución se trata de dos
facetas de un mismo ideal de santidad, que fue tanto el de Gregorio como el de su
héroe.
En todo caso, es notable que esta sección misionera de la vida de Benito mencione por
lo menos cuatro veces su oración. El santo levanta la piedra, disipa las seducciones del
diablo, resucita al niño, por medio de la oración. Y sobre todo -nueva característica en
relación con el antecedente martiniano- Benito estaba ocupado en la oración, con todas
las puertas cerradas cuando el diablo lo visitas143. Esta oración, para la que el varón de
Dios se encierra en su celda y permanece en ella mientras los hermanos van a trabajar,
es el alma de su obra de constructor de la Iglesia, el arma de sus victorias contra el mal.
143
En SCh 260, p. 173, agregar (Dial. II,11,1, línea 2). “El varón de Dios se había quedado rezando en su celda”; p.
175, agregar (Dial. II,11,2, línea 10): “pudo incluso terminar el muro con los hermanos”.
58
Capítulo 11 (continuación)
3. A partir de estos acontecimientos, el hombre de Dios empezó a gozar también del
espíritu de profecía, prediciendo eventos futuros y anunciando a los presentes lo que
estaba ocurriendo en su ausencia.
Capítulo 12
1. Era costumbre en el monasterio, que cada vez que los hermanos salieran para alguna
diligencia, no tomaran alimento ni bebida fuera del monasterio. Este uso de la Regla se
observaba con toda solicitud. Mas un día salieron los hermanos para una tarea que los
obligó a demorarse hasta una hora avanzada. En las cercanías vivía una mujer piadosa
que ellos conocían, entraron en su casa y tomaron una merienda.
2. Después de haber regresado ya muy tarde al monasterio, solicitaron como de
costumbre la bendición del Padre. Él en seguida les preguntó: “¿Dónde comieron?”. A
lo que ellos respondieron: “En ninguna parte”. Entonces él les dijo: “¿Por qué mienten
de esta manera? ¿Acaso no entraron en la casa de aquella mujer? ¿Acaso no comieron
allí tal y tal alimento y bebieron tal cantidad de copas?”. Cuando el venerable Padre les
refirió la hospitalidad de aquella mujer, la clase de alimentos que habían tomado y la
cantidad de copas que habían bebido, reconocieron todo lo que habían hecho, y
postrándose temblorosos a sus pies, confesaron su culpa. Él les perdonó en seguida su
falta, considerando que en adelante no volverían a hacer nada en su ausencia,
convencidos de que les estaba presente en espíritu.
Capítulo 13
1 El hermano del monje Valentiniano, ya mencionado más arriba, era laico, pero muy
piadoso. Para encomendarse a la oración del servidor de Dios y poder ver a su
hermano, solía ir al monasterio todos los años en ayunas desde el lugar de su
residencia. Un día, mientras iba de camino hacia el monasterio, se le unió otro viajero
que llevaba consigo comida para el viaje. Y siendo ya la hora un poco avanzada, le dijo:
“Ven, hermano, tomemos alimento, para no desfallecer en el camino”. A lo que aquél
respondió: “En absoluto, hermano, no haré tal cosa, porque tengo la costumbre de ir en
ayunas a ver al venerable Padre Benito”. Al recibir esta respuesta el compañero de ruta
se calló por el momento.
2. Sin embargo, cuando habían marchado otro trecho de camino, de nuevo lo invitó a
comer, pero el que había hecho el propósito de llegar en ayunas no quiso consentir. Se
calló nuevamente el que lo había invitado a comer, consintiendo en andar con él algo
más sin probar alimento. Habiendo recorrido así un camino bastante largo, y cuando la
hora un poco tardía fatigaba a los viajeros, encontraron junto al camino un prado con
un manantial y todo lo que podía parecer deleitable para recuperar sus fuerzas.
Entonces el compañero de viaje le dijo: “Aquí hay agua, un prado y un lugar ameno
donde podemos restaurar nuestras fuerzas y descansar un poco para poder terminar
luego nuestro viaje sin inconvenientes”. Y como estas palabras halagaron los oídos, y el
lugar deleitara la vista, él, persuadido por esta tercera invitación, consintió y comió.
3. Al anochecer llegó al monasterio. Al presentarse al venerable Padre Benito y solicitar
su bendición, al instante el hombre santo lo reprendió por lo que había hecho en el
camino, y le dijo: “¿Qué te ha pasado, hermano? El maligno enemigo que te habló por
boca de tu compañero, no pudo persuadirte ni la primera ni la segunda vez, pero te hizo
consentir la tercera, y te venció en lo que él quería”. Entonces él, reconociendo su falta
debida a su vacilante voluntad, se arrojó a los pies de Benito y empezó a llorar su culpa
59
y a sonrojarse, tanto más cuanto que reconoció haber faltado a la vista del Padre Benito
no obstante encontrarse a distancia.
4. PEDRO: Veo que en el corazón del hombre santo estaba presente el espíritu de Eliseo
quien, aunque ausente, presenció lo que estaba haciendo el discípulo (cf. 2 R 5,26).
GREGORIO: Por el momento, Pedro, conviene que guardes silencio, para
enterarte de hechos aún más grandes.
Capítulo 14
1. En tiempos de los Godos, su rey Totila oyó decir que el hombre santo estaba dotado
del espíritu de profecía. Entonces se dirigió hacia su monasterio, y a poca distancia se
detuvo y le anunció su llegada. Cuando de inmediato le comunicaron desde el
monasterio que podía ir, él, descreído como era, trató de averiguar si el hombre de Dios
poseía en realidad espíritu profético. Prestó su calzado e hizo vestir con la indumentaria
real a uno de sus escuderos, llamado Rigo, ordenándole que se presentara ante el
hombre de Dios como si fuera él mismo en persona. Como séquito envió a tres condes,
más allegados a él que los demás: Wulderico, Rodrigo y Blindino, para que, caminando
al lado de aquél, fingieran ante los ojos del servidor de Dios que se trataba realmente
del rey Totila. Le añadió otra comitiva y escuderos a fin de que, tanto por estos honores
como por los vestidos de púrpura, hiciera creer que era el mismo rey.
2. Cuando Rigo, ostentando las vestiduras reales y rodeado de numeroso séquito, llegó
al monasterio, el hombre de Dios se encontraba sentado a considerable distancia. Al
verlo llegar, cuando pudo hacerse oír, le gritó: “Quita, hijo, quítate lo que llevas. No es
tuyo”. Rigo cayó al instante en tierra y quedó sobrecogido de temor por haber tenido la
osadía de burlarse de hombre tan grande. Y todos los que lo habían acompañado a ver
al hombre de Dios, cayeron consternados en tierra. Al levantarse, no se atrevieron a
acercársele, sino que, volviéndose a su rey, le contaron temblando con qué prontitud
habían sido descubiertos.
Capítulo 15
1. Entonces el rey Totila fue personalmente a ver al hombre de Dios. Cuando de lejos lo
vio sentado, no se atrevió a acercarse y se postró en tierra. El hombre de Dios le dijo
dos o tres veces: “Levántate”. Pero él no se animaba a levantarse en su presencia.
Entonces Benito, el servidor del Señor Jesucristo, se dirigió él mismo hacia el rey que
permanecía postrado. Lo levantó del suelo, lo reprendió por sus acciones y en pocas
palabras le anunció todo lo que le iba a suceder, diciendo: “Estás haciendo mucho daño,
y mucho daño ya has hecho. Reprime por fin de una vez tu maldad. Entrarás por cierto
en Roma y atravesarás el mar, reinarás durante nueve años y al décimo morirás”.
2. Al oír estas palabras el rey quedó visiblemente aterrado. Pidió la oración de Benito y
se retiró, y desde aquel momento fue mucho menos cruel. Poco tiempo después entró
en Roma, llegó luego a Sicilia y al décimo año de su reinado, por disposición de Dios
omnipotente, perdió el reino junto con su vida.
Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb144
144
Tomado de: Cuadernos Monásticos nº 58 (1981), pp. 316-324. Original en francés, publicado en: Ecoute, ns. 263
y 264. Tradujo: Madre Isabel Guiroy, osb. Monasterio Nuestra Señora del Paraná, Entre Ríos, Argentina.
60
Los tres renglones que abren este pasaje, son una de las principales articulaciones de la
Vida de Benito. En efecto, anuncian una larga serie de milagros de profecía que llenará
once capítulos (12-22). Como uno de estos capítulos (15) contiene dos hechos distintos,
esta sección profética contiene doce milagros. Luego seguirá otra serie de doce hechos
maravillosos145, que ilustran el poder operativo del santo (23-33).
Profecía y poder, conocimiento y acción: estas dos especies de carismas concedidos a
Benito constituyen entonces el objeto de desarrollos semejantes y simétricos.
Abandonando el orden cronológico146, Gregorio acumula en estas dos secciones, hechos
de la misma naturaleza, agrupados simplemente por un tema común. Casi todo el
período casinense de la Vida de Benito, se presentará así en forma sistemática, no
debiéndose buscar generalmente en él un progreso en el tiempo, una marcha histórica.
Este carácter relativamente intemporal de los relatos que comienzan, no impide que
pertenezcan a una etapa bien determinada de la vida del santo. En Montecasino, Benito
“comienza” a dar pruebas de su espíritu profético. Este florecimiento carismático se
produce luego de la construcción del nuevo monasterio y de las victorias sobre el diablo
que la acompañaron. Más allá de las pruebas sucesivas de Subiaco y del conflicto con
Satanás en Casino, Benito parece haber adquirido una especie de madurez, que en
adelante manifestará el tranquilo desarrollo de dones extraordinarios.
Sin embargo, la aparición del carisma profético en este preciso momento, no es
indudablemente un simple asunto de desarrollo espiritual. En efecto, hay que tener en
cuenta un antecedente literario, la Vida de Martín. Esta obra de Sulpicio Severo
inspiraba visiblemente, como ya vimos, los relatos de Gregorio sobre la llegada a
Montecasino, la destrucción de los santuarios paganos y las visiones del diablo que
siguieron después. Especialmente la última, en la que el diablo anunciaba a Benito que
visitaría a los hermanos que estaban trabajando, correspondía evidentemente a la
aparición de Satanás para anunciar a Martín que acababa de matar a uno de los suyos.
Sin embargo, esta escena de la vida de Martín termina con una observación general de
Sulpicio Severo: además de ese caso particular de conocimiento preternatural, “Martín
preveía con mucha anticipación cantidad de hechos de ese tipo o recibía aviso de que
iban a suceder y se lo comunicaba a los hermanos147.
Tanto por su ubicación como por su contenido, esta frase de la Vida de Martín
corresponde exactamente a la de la Vida de Benito que comentamos. Este paralelo
proyecta una fuerte luz sobre la secuencia diabluras-profecías del Segundo Libro de los
Diálogos. Según toda la apariencia, Gregorio se dejó guiar por su predecesor. Si
anuncia una serie de milagros proféticos justo después de la última manifestación del
diablo, es porque Sulpicio Severo ubicaba en ese lugar una nota sobre la presciencia de
su héroe. Pero no por eso la relación diabluras-profecías es puramente extrínseca.
Tanto en los Diálogos como en la Vida de Martín está fundada en el hecho de que la
visión del diablo inmediatamente precedente, implicaba la revelación de un
acontecimiento desconocido, por lo tanto un conocimiento preternatural, que es lo que
Gregorio llama una “profecía”.
***
A semejanza de la noticia de Sulpicio Severo acerca de Martín, la de Gregorio atribuye
al nuevo “profeta” dos clases de prodigios: la “predicción de los acontecimientos
futuros” y el “anuncio de lo sucedido lejos de allí”. Alejamiento en el tiempo y en el
espacio: estas dos clases de distancia alternarán en efecto en los relatos siguientes,
145
Allí también uno de los once capítulos (27) contiene dos milagros.
Salvo en 14-15, preparados por 12-13 y prolongados por 16. Ver también 28-29.
147
Vida de Martín 21,5 (alusión a 20,8-9 y a 21,2-3).
146
61
aunque ocasionalmente intervengan otros obstáculos al conocimiento natural148.
Los diversos tipos de “profecía” definidos así, se sucederán en un orden muy estudiado.
Según su costumbre, Gregorio da a esta sección una armoniosa estructura. En ella se
suceden dos trípticos centrados tanto uno como el otro en hechos de predicción: en
primer lugar, un grupo de nueve milagros, en el que las predicciones medianas (15-17)
están precedidas y seguidas por dos rasgos de conocimiento a distancia149 (12-13 y 1819); luego, un grupo de tres milagros, de los cuales el segundo es una predicción,
mientras que el primero es una lectura del corazón y el último un mensaje llevado en
sueños (20-22).
Este análisis basta para mostrar lo que Gregorio entiende por “profecía”. No se trata de
la noción bíblica en toda su profundidad y su comprensión -hablar en nombre de Dios-,
sino solamente del fenómeno extraordinario que la Escritura atribuye a menudo a los
profetas y al cual se reduce, aun hoy, el concepto corriente de “profecía”: anunciar el
futuro y las cosas ocultas.
Gregorio se aplica a reflexionar y a razonar metódicamente sobre este fenómeno
maravilloso, así como sobre otros datos bíblicos. Inmediatamente después de los
Diálogos, comenzará su Comentario sobre Ezequiel con una homilía entera donde no
hará sino analizar, clasificar y comparar todos los hechos proféticos que pudo recoger
en la Biblia150. Con un rigor y una sutileza que hacen pensar en Agustín y en los
escolásticos, distingue una quincena de categorías, cada cual ilustrada con uno o varios
ejemplos. De este modo, veremos desfilar, entre otros, a los diversos tipos de milagros
realizados por Benito, así como también a los modelos escriturísticos a los que se
refieren los Diálogos.
La presente sección de la Vida de Benito es entonces el preludio de ese tratado
sistemático de la profecía que es la primera Homilía sobre Ezequiel. Sin esforzarse por
ser completo, Gregorio escruta desde ya con cuidado el fenómeno profético. En los
otros tres Libros de los Diálogos también encontramos profecías, pero aquí el autor
realiza, a propósito de Benito, un esfuerzo de síntesis y de reflexión más extenso que en
otras partes. El Segundo Libro de los Diálogos, que es la única biografía completa en
medio de una serie de pequeñas noticias, le da la ocasión de reunir una buena cantidad
de milagros cognoscitivos más o menos análogos a los que se encuentran, en un orden
disperso, en la literatura bíblica y hagiográfica. Benito aparece de este modo, en la línea
que ya conocemos, como lleno del espíritu de todos los profetas.
***
Los dos primeros milagros se asemejan mucho. Tanto en uno como en el otro, se trata
de la misma: una refección tomada indebidamente a cierta distancia del monasterio; en
los dos casos, Benito tiene conocimiento de la falta cometida lejos de allí y se la
reprocha a los delincuentes cuando éstos se presentan ante él por la noche. Esta pareja
de hechos similares es el primer ejemplo de un procedimiento de composición que
encontraremos habitualmente en el primer tríptico: casi todos los hechos se encadenan
de dos en dos151.
Lo que distingue a estas dos historias tan semejantes, es en primer lugar la calidad de
148
Disfraz (14); secreto del corazón (20). El caso de 22 es aparte: el conocimiento a distancia no es recibido sino
concedido por el hombre de Dios por medio de un sueño. Corregir nuestra nota de Dial. II,11,3 (SCh 260, p. 175),
pasando 12-13 de las “predicciones” (segunda línea) a las “visiones a distancia” (tercera línea).
149
El milagro de 14, sui generis, se relaciona con el siguiente (predicción).
150
Homilías sobre Ezequiel I,1.
151
A excepción de 15,3, que está simultáneamente ligado a los dos episodios precedentes y aislado (centro del
tríptico).
62
los actores: en el primer caso son monjes, y en el segundo un seglar152. Pero también es
-no sin relación con la primera diferencia- la naturaleza de las faltas y el modo como
han sido cometidas. Los monjes violan un punto de la regla -de hecho, se encuentra
consignado en la regla benedictina153-, mientras que el seglar, que no debe observar
ninguna regla comunitaria, falta a su propósito personal de ayunar. La transgresión de
los monjes se narra sin detalles. La del seglar, por el contrario, da lugar a un relato
circunstanciado que constituye un buen ejemplo de tentación.
En efecto, el diablo en persona tienta a ese piadoso peregrino y, a la tercera solicitación
lo hace caer. Tres tentaciones: ¿cómo podríamos dejar de pensar en Jesús en el
desierto? Aunque en el caso presente el triple asalto no tiene objetivos diferentes sino la
única tentación de comer, ¿acaso no es ésta precisamente la primera de las que habla el
Evangelio?
Sin embargo, el hermano de Valentiniano rechaza al tentador a la manera de Cristo
solamente las dos primeras veces. Cuando finalmente sucumbe, se hace semejante a
Adán cuando come del fruto prohibido. La triste escena del Génesis se impone al lector,
tanto más cuanto que Gregorio ubica la caída de su personaje en un marco paradisíaco,
insistiendo mucho en lo atractivo del lugar.
Esta falta del hermano de Valentiniano, referida de este modo a la tentación original y
típica de los primeros padres, tienen un alcance simbólico ilimitado, a pesar de ser tan
leve. Representa todos los desfallecimientos de una humanidad que peregrina a la
montaña de Dios, todas las caídas provocadas por la atracción de las criaturas, por la
voz del diablo, por los consejos falsamente razonables y caritativos de un prójimo que
predica la facilidad.
Este valor de símbolo se confirma cuando comparamos el presente relato con los textos
en los que Gregorio analiza el proceso de la tentación, por ejemplo en la Homilía sobre
el Evangelio que comenta el enfrentamiento de Jesús con el diablo en el desierto154. La
caída en el pecado se puede descomponer aquí en tres tiempos: sugestión, delectación,
consentimiento. Sin corresponder precisamente a las tres fases de nuestro relato,
encontramos allí esos tres momentos de toda tentación: sugestiones del compañero de
ruta, aspecto “deleitable” del lugar, “consentimiento” final del peregrino.
En la misma Vida de Benito, esa tentación en la ruta recuerda a dos episodios
anteriores: la tentación carnal del santo ermitaño y las divagaciones del monje de
Subiaco al que el diablo arrastraba fuera del oratorio durante la oración155. En el primer
caso, Benito rechaza el pecado por medio de una acción heroica. En el segundo, el
monje se deja arrastrar pasivamente. Entre esos dos extremos, nuestro relato presenta
la historia intermedia y muy humana de un buen hombre que al principio resiste
enérgicamente pero que termina por abandonarse.
Este episodio tan rico en savia bíblica y humana, nos hace pensar también en la escena
de los peregrinos de Emaús, de la cual es como una parodia siniestra: el diablo,
misterioso compañero de ruta, toma el lugar de Cristo resucitado156. Pero, sea como
fuere, estas posibles reminiscencias no importan tanto como el papel adjudicado a
152
El mismo binomio, en orden inverso, en el otro extremo del tríptico (18-19). En el espacio intermedio, solamente
seglares. Los monjes se encuentran entonces solamente -y simétricamente -al principio y al final (12 y 19).
153
RB 51.
154
Homilías sobre el Evangelio 16,1.
155
Dial. II,4,1: el culpable, amonestado, se comporta bien durante dos días y al tercero recae en su falta.
156
Esta sustitución nos hace pensar en la del diablo por Cristo en Dial II,8,12 (cf. “La lucha con Satanás”, p. 304).
Pero Gregorio es tan discreto con respecto a ese compañero de ruta que podemos preguntarnos si se trata del diablo
en persona o de uno de sus agentes inconscientes. En la primera hipótesis, completar nuestro Cuadro de los milagros
al final del t. III (SCh 265, p. 359: Manifestación de los demonios).
63
Benito. En el marco del drama paradisíaco, el santo aparece como el análogo del Señor
omnisciente que reprocha a Adán por haber comido del fruto prohibido. Más
claramente aun, como lo hace notar el diácono Pedro, se asemeja al profeta Eliseo, que
asiste a distancia a las faltas cometidas por su servidor Guejazí157.
Esta referencia explícita al Libro de los Reyes, que concluye los dos primeros milagros,
es válida no solamente para el segundo sino mucho más todavía para el precedente.
Volvamos por lo tanto un instante a este último. El interrogatorio a los monjes
culpables, su negativa de confesar, la revelación de la falta por el hombre de Dios que se
encontraba “presente” allí, son todos elementos calcados en la conversación del profeta
y su servidor. Pero algunos términos de Benito y de su biógrafo hacen eco a otro drama
bíblico, el de Ananías y Safira (Hch 5,1-10): reproche por la “mentira” dirigido a los
culpables, sobrecogimiento de estos que “caen a los pies” del hombre de Dios.
Benito es por lo tanto imitador no sólo del profeta Eliseo, sino también del Apóstol
Pedro. Sin embargo, su imitación es original, ya que perdona en lugar de castigar.
Guejazí se cubrió de repente de lepra, Ananías y Safira cayeron muertos a los pies del
Apóstol. Aquí, los culpables no sufren ninguna pena. Caen a los pies de su abad, pero
para confesar su falta y recibir su perdón. Benito, educador y padre, se contenta con
saberlos corregidos y al abrigo de recaídas. Esta clemencia es tanto más notable cuanto
que la Regla benedictina inflige automáticamente la excomunión por este tipo de falta.
Este primer milagro de profecía transporta entonces dos escenas de la Biblia al registro
de la vida cenobítica. Las dos parejas de figuras, el profeta del Antiguo Testamento y su
discípulo-servidor y el Apóstol del Nuevo y sus fieles, se funden en la imagen de un
abad que educa a sus monjes. La Regla del Maestro, de donde Benito sacó la suya, ya lo
había dicho: el abad, como el obispo, es el sucesor de los profetas y de los Apóstoles158.
Comer fuera de la clausura a espaldas del abad, delito que puede parecer anodino, está
ubicado al lado de los célebres fraudes que Dios golpeó con los más duros castigos.
En cuanto al carácter de Benito, este asunto confirma lo que Gregorio dejaba entrever a
propósito de su primer abadiato: el abad de Montecasino, como el de Subiaco, no
bromea con la regla. La comunidad poco observante que lo había elegido como
superior, pronto se da cuenta, como recordaremos, que no la dejaría alejarse un
milímetro de la regularidad. Ahora lo volvemos a encontrar más maduro, inclinado a la
indulgencia pero siempre guardián fiel de la regla. En la otra punta de este primer
tríptico de sus “profecías”, Gregorio lo hace representar el mismo papel -entonces se
tratará de la ley de la pobreza- hasta que su desavenencia con su hermana Escolástica
simultáneamente ponga en evidencia y haga fracasar su inflexible respeto por la
observancia regular.
***
Después de estos dos modestos asuntos domésticos, el relato gregoriano se eleva
súbitamente a la escena política y desemboca en forma inesperada en la gran historia.
Totila, que reinó sobre los ostrogodos del 541 al 552, no es un personaje cualquiera.
Jefe improvisado, sacó a su pueblo de la situación casi desesperada en que se
encontraba luego de la pérdida de Ravena, reconquistada por los bizantinos en 540.
Gracias a ese gran capitán, los godos recuperan en esos años el control de casi toda
Italia, cuyos dueños habían sido durante cincuenta años. Esta brillante contraofensiva
retardará diez años la ruina gótica y la restauración romana en la península. Pero
también prolongará y llevará a su paroxismo una guerra atroz que duró por lo menos
157
158
2 R 5,25-26.
RM 1,82-92, etc.
64
dieciocho años159. La mayoría del tiempo que Benito vivió en Montecasino transcurrió
en medio de esa espantosa tormenta, de la cual apenas se descubre alguna huella en la
Regla.
Para Gregorio, que escribe a fines del siglo, el nombre de Totila evoca los peores
horrores. Este hombre, a sus ojos, es el tipo del bárbaro orgulloso y sanguinario.
Además es un “incrédulo” por añadidura y no solamente porque duda pasajeramente
de los dones proféticos de Benito. Mucho más grave es el hecho de que Totila, como
todo su pueblo, profesa el arrianismo. Esta barrera religiosa que lo separa de los
Romanos católicos es la causa profunda del drama italiano. Toda la inteligencia de un
Teodorico o de un Casiodoro no pudo conseguir que los dos pueblos separados por sus
creencias, se fundieran en una entidad política coherente como ya lo habían hecho los
galo-romanos y los francos más allá de los Alpes, gracias al bautismo de Clovis.
El encuentro de Totila y de Benito es por tanto una escena cautivadora, en la que se
enfrentan el bárbaro y el romano, el arriano y el católico, el ocupador y el ocupado. Por
un trastocamiento de papeles que Gregorio relata encantado, el seudo rey y el
verdadero se derrumban por turno frente a este pequeño superior de monjes. Benito,
sentado tranquilamente para recibir a esos poderosos, no se “digna” molestarse más
que para levantar de la tierra al soberano postrado y para regañarlo como a un niño. En
este triunfo del “servidor de Jesucristo”, se realiza la revancha ideal de un pueblo
oprimido, humillado, agobiado por medio siglo de ocupación y de guerra.
Estos son indudablemente los sentimientos del narrador. En cuanto a los de Benito,
antes de conjeturarlos es necesario recordar otros dos episodios de los Diálogos. Uno
de ellos -el encuentro con el terrorista Zalla hacia el final del Libro- confirma su
tranquila indiferencia de hombre de Dios frente a toda intimidación por parte de los
godos. Pero el otro revela una actitud complementaria y más positiva: cuando Benito en
Subiaco ve llegar a un postulante godo, lo recibe “gustosísimo”, ya que se trata de un
“pobre de espíritu”, y de un hombre humilde160. Este “gustosísimo” dice mucho sobre
las repugnancias naturales que podían tener los romanos; incluso en tiempos de paz, de
vivir con esos bárbaros poco apreciados. Benito, sobreponiéndose a ese sentimiento
demasiado humano, actúa como “hombre del Señor”, atento únicamente a la calidad de
las almas y a su salvación.
Sea cual fuere el sentimiento que Gregorio y sus lectores hayan podido experimentar al
respecto, la entrevista con Totila no es tanto el triple enfrentamiento -racial,
confesional y político- en el que pensamos a primera vista, sino más bien el encuentro
de un santo monje, verdadero servidor de Cristo, con un rey de este mundo, soberano
de la ciudad terrena. Las características y las taras personales de Totila son
secundarias. Lo que importa sobre todo es que él detenta, como cualquier otro jefe, el
poder de este mundo.
Este encuentro cara a cara del monje-profeta con el soberano temporal, entendido así,
no es más que el último de una larga serie que comienza en la Biblia con Samuel y Saúl,
Natán y David, Elías y Ajab, y termina en la hagiografía cristiana, pasando por el
Bautista y Herodes, en Afraat y el emperador Valente, Martín y el usurpador Máximo,
Severino y el rey Odoacro. La predicción de Benito se asemeja más precisamente a la
célebre profecía por la cual el solitario egipcio Juan de Licópolis anunció a Teodosio su
victoria y su muerte próximas, y más aún a la que Sulpicio Severo pone en boca de san
Martín cuando predice a Máximo el mismo destino161. Pero Martín, en presencia del
discutible soberano Máximo, sólo da pruebas de una hermosa altivez que raya en el
159
Ver nuestro resumen en Ecoute 162 (15 de febrero 1968), pp. 1-13.
Dial. II,6,1.
161
Vida de Martín 20,8-9.
160
65
desenfado. Las pequeñas humillaciones que inflige al emperador -por otra parte muy
bien aceptadas- no tienen nada que ver con el aplastamiento de Totila frente a Benito.
La singularidad de nuestro relato aparece aún más si lo comparamos con diversos
pasajes del Libro siguiente, donde Gregorio narra los altercados de Totila con cinco
obispos taumaturgos162. Allí también el rey cruel e impío es confundido todas las veces
por el hombre de Dios, pero ninguna de estas lecciones se acerca al derrumbamiento al
que asistimos aquí. Benito, un simple abad, tiene un ascendiente inusitado sobre el rey,
al que no puede compararse el de ninguno de los grandes y santos prelados que lo han
impresionado más.
Este episodio es pues altamente significativo. Gregorio lo ha convertido en el símbolo
acabado de la superioridad del santo sobre el soberano, del reino de Dios sobre este
mundo y sobre su Príncipe. Por otra parte, el incidente esclarece un aspecto de la
personalidad de Benito. Aquí y solamente aquí lo vemos enfrentado al poder político.
Nos gusta verlo más altivo y más sereno que ningún otro santo frente a él Esta actitud
nos tranquiliza con respecto a la unwordliness -ausencia de mundanidad- de un
hombre que parece haberse codeado a menudo con los grandes de este mundo. Benito
no era un hijo del pueblo, y Gregorio que lo es menos aún, no oculta sus relaciones con
la élite social de su tiempo163. Pero su mirada interior no se ha dejado cautivar por las
apariencias mundanas. Iluminado por la fe, no ha dejado de contemplar a Cristo, que
recibe y reconoce en la persona de todos los hombres. Como dice magníficamente la
Regla, “en los pobres y peregrinos se recibe a Cristo más particularmente: que a los
potentados el mismo temor que inspiran induce de suyo a honrarlos”.
162
Dial. III,5-6 y 11-13 (este último no es más que una revancha póstuma).
Ya el hecho de instalarse en propiedades públicas (Villa de Nerón, acrópolis casinense) supone relaciones
encumbradas.
163
66
Capítulo 15 (continuación)
3. El obispo de la Iglesia de Canosa solía visitar al servidor del Señor, y el hombre de
Dios sentía hacia él un afecto especial debido a su vida virtuosa. Durante una
conversación acerca de la entrada del rey Totila en Roma y de la devastación de la
ciudad, el obispo dijo: “Este rey va a destruir la ciudad de manera tal, que en adelante
no podrá ya ser habitada”. A lo que el hombre de Dios respondió: “Roma no será
exterminada por los bárbaros, sino que se consumirá en sí misma devastada por
tempestades, huracanes, ciclones y terremotos”. Los misterios de esta profecía son ya
para nosotros más patentes que la luz, pues en esta ciudad vemos las murallas
demolidas, las casas derribadas, y las iglesias destruidas por los tornados, y tenemos
ante la vista cómo sus edificios, desgastados por una larga vejez, se están convirtiendo
en montones de escombros.
4. Su discípulo Honorato, por cuya relación me enteré de estos sucesos, asegura que él
nunca los escuchó de la boca de Benito, pero atestigua que los hermanos los han
contado.
Capítulo 16
1. También por ese mismo tiempo, un clérigo de la Iglesia de Aquino se veía
atormentado por el demonio. El venerable Constancio, obispo de su Iglesia, lo había
enviado a muchos santuarios de mártires con el fin de obtener su curación. Pero los
santos mártires de Dios no quisieron concederle el don de la salud, para poner de
manifiesto en qué medida Benito se hallaba favorecido por la gracia. Entonces, fue
conducido a la presencia de Benito, el servidor de Dios omnipotente, quien elevó sus
plegarias al Señor Jesucristo y al instante expulsó al antiguo enemigo del hombre
poseso. Y después de curarlo, le ordenó: “Vete, y en adelante no comas carne, y nunca
te atrevas a recibir ningún orden sagrado. El día en que pretendas profanar algún orden
sagrado, inmediatamente pasarás a ser de nuevo propiedad del diablo”.
2. Después de haber recobrado la salud, el clérigo se fue, y como un castigo reciente
suele atemorizar al espíritu, observó por un tiempo lo que el hombre de Dios le había
mandado. Pero cuando transcurridos muchos años, habían muerto todos los que le
habían precedido, viendo que otros menores que él lo aventajaban en las sagradas
órdenes, desatendió las palabras del hombre de Dios, haciéndose como olvidadizo en
razón del largo tiempo transcurrido, y accedió a un orden sagrado. De inmediato el
diablo que lo había dejado tomó posesión de él, y no cesó de atormentarlo hasta
quitarle la vida.
3. PEDRO: Según puedo ver, este hombre penetró incluso los secretos de la Divinidad,
ya que llegó a saber que este clérigo había sido entregado al diablo para que no se
atreviera a recibir ningún orden sagrado.
GREGORIO: ¿Cómo no iba a conocer los secretos de la Divinidad quien de ella
observaba los preceptos, cuando está escrito: El que se une al Señor, se hace un solo
espíritu con Él (1 Co 6,17)?
4. PEDRO: Si el que se une al Señor forma con Él un solo espíritu, ¿por qué razón el
mismo egregio predicador dice en otra oportunidad: ¿Quién penetró en el pensamiento
del Señor, o quién fue su consejero? (Rm 11,34)? Parece ser realmente una
inconsecuencia que quien ha sido hecho un mismo espíritu con otro, ignore su
pensamiento.
5. GREGORIO: Los santos, en cuanto son una misma cosa con el Señor, no ignoran el
67
pensamiento del Señor. Porque el mismo Apóstol dice también: ¿Quién puede conocer
lo más íntimo del hombre, sino el espíritu del mismo hombre? De la misma manera,
nadie conoce los secretos de Dios, sino el Espíritu de Dios (1 Co 2,11). Y para demostrar
que conocía las cosas referentes a Dios, agregó: Nosotros no hemos recibido el espíritu
del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios (1 Co 2,12). Dice también: Lo que nadie
vio ni oyó y ni siquiera pudo pensar, aquello que Dios preparó para los que lo aman,
nos lo reveló por medio del Espíritu (1 Co 2,9-10).
6. PEDRO: Entonces, si las cosas que son de Dios le fueron reveladas al mismo Apóstol
por el Espíritu de Dios, ¿por qué, antes del texto que cité hace unos momentos (cf. Rm
11,34), él dijo: ¡Qué profunda y llena de riqueza es la sabiduría y la ciencia de Dios!
¡Qué insondables son sus designios y qué incomprensibles sus caminos! (Rm 11,33)? Al
decir esto, se me ofrece ahora una nueva dificultad. Porque el profeta David, hablando
con el Señor, le dice: Yo proclamo con mis labios todos los juicios de tu boca (Sal 119
[118],13). Y puesto que el conocer es menos que el pronunciar, ¿por qué afirma Pablo
que los juicios de Dios son incomprensibles, cuando David atestigua que no sólo conoce
todo esto, sino que también lo ha pronunciado con sus labios?
7. GREGORIO: A ambas dificultades te respondí ya brevemente, al decir que los santos,
en cuanto están unidos al Señor, no ignoran el pensamiento del Señor. Porque todos los
que siguen devotamente al Señor, por cierto están junto a Dios por su devoción, mas
como todavía se hallan abrumados por el peso de la carne corruptible, aún no están
junto a Dios. Por eso, conocen los juicios ocultos de Dios en cuanto le están unidos,
pero los ignoran en cuanto están separados de Él. Así, porque no penetran todavía
perfectamente sus secretos, atestiguan que sus juicios son incomprensibles. Mas
cuando le están unidos en el espíritu y en esa unión reciben, por las palabras de la
Sagrada Escritura o por revelaciones secretas, algún conocimiento, entonces lo
comprenden y lo anuncian. En consecuencia, ignoran lo que Dios calla y saben lo que
Dios les comunica.
8. Por eso el profeta David, después de haber dicho: Yo proclamo con mis labios todos
los juicios, en seguida agregó: de tu boca (Sal 119 [118],13), como si dijera
abiertamente: “Pude conocer y pronunciar aquellos juicios, puesto que sé que Tú los
pronunciaste. Porque lo que Tú mismo no dices, sin duda lo estás escondiendo a
nuestro conocimiento”. Están de acuerdo, entonces, las sentencias del Profeta y del
Apóstol. Porque los juicios de Dios son incomprensibles, y sin embargo, lo que haya
sido proferido por su boca, es anunciado por labios humanos. Así, lo revelado por Dios
puede ser conocido por los hombres, pero lo que Él ha ocultado, no puede serlo.
9. PEDRO: Con la objeción de mi insignificante pregunta ha quedado aclarada la
verdad de tu razonamiento. Te ruego, pues, que continúes hablando de los milagros de
este hombre, si aún hay otros.
Capítulo 17
1. GREGORIO: Cierto hombre noble, llamado Teoprobo, que había sido convertido por
las exhortaciones del Padre Benito, gozaba por su vida virtuosa de plena confianza y
familiaridad con él. Un día que entró en la celda de Benito, lo encontró llorando
amargamente. Esperó un largo rato y al ver que sus lágrimas no cesaban y que el
hombre de Dios no lloraba como habitualmente lo hacía al rezar, sino con aflicción, le
preguntó cuál era el motivo de dolor tan grande. El hombre de Dios le contestó en
seguida: “Todo este monasterio que he construido y todo lo que he preparado para los
hermanos, va a ser entregado a los bárbaros por disposición de Dios omnipotente.
Apenas si he podido conseguir que se me conservaran las vidas de los monjes de este
lugar”.
68
2. Esta profecía que entonces oyó Teoprobo, nosotros la vemos cumplida, por cuanto
sabemos que su monasterio ha sido destruido hace poco por los Longobardos.
En efecto, no hace mucho tiempo, durante la noche, mientras los hermanos
descansaban, los Longobardos entraron allí y saquearon todo, pero no pudieron
apresar ni a un solo hombre. Así Dios omnipotente cumplió lo que había prometido a
su fiel servidor Benito: aunque entregara los bienes materiales a los bárbaros, salvaría
las vidas de los monjes. En esto veo que Benito tuvo la misma suerte que Pablo, cuya
nave perdió todos sus bienes, pero él recibió como consuelo la vida de cuantos lo
acompañaban (cf. Hch 27,22 ss.).
Capítulo 18
En otra ocasión, nuestro Exhilarato, a quien conoces desde su conversión, había sido
enviado por su señor al hombre de Dios, con el fin de llevar al monasterio dos
recipientes de madera llenos de vino, que vulgarmente llamamos barriles. Él entregó
sólo uno, después de haber escondido el otro mientras iba de camino. Pero el hombre
de Dios, a quien no podía ocultarse lo que se hacía en su ausencia, lo recibió dando las
gracias, y al retirarse el joven, le advirtió diciendo: “Cuidado, hijo, con el barril que
escondiste: no bebas de él, sino inclínalo con precaución y verás lo que contiene”.
Muy avergonzado, el muchacho se alejó del hombre de Dios. Y de regreso, quiso
cerciorarse acerca de lo que había oído. Cuando inclinó el barrilito, salió de inmediato
una serpiente. Entonces el joven Exhilarato, a vista de lo que encontró en el vino, se
horrorizó por el mal que había cometido.
Capítulo 19
1. No lejos del monasterio había una aldea, en la que una buena cantidad de habitantes
se había convertido del culto de los ídolos a la verdadera fe, gracias a la predicación de
Benito.
Vivían allí también unas mujeres religiosas, y el servidor de Dios Benito
procuraba enviarles con frecuencia a alguno de los hermanos para exhortarlas en
provecho de sus almas. Un día, como de costumbre, mandó a uno de los monjes. Pero el
que había sido enviado, después de su exhortación, aceptó a instancias de las religiosas
unos pañuelos y los escondió bajo el hábito.
2. En cuanto hubo regresado, el hombre de Dios empezó a increparlo con la más viva
amargura, diciéndole: “¿Cómo ha entrado la iniquidad en tu corazón?”. Él se quedó
asombrado, porque olvidado de lo que había hecho, ignoraba por qué se lo reprendía.
Benito le dijo: “¿Acaso no estaba yo allí presente, cuando recibiste de las siervas de Dios
los pañuelos y los escondiste en tu seno?” (cf. 2 R 5,26). Él, echándose en seguida a sus
pies, se arrepintió de haber actuado tan neciamente, y arrojó lejos de sí los pañuelos
que tenía escondidos.
Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb164
Con estos cinco relatos se cierra el primer grupo de milagros de profecías, que había
164
Traducción de: Grégoire le Grand. Vie de saint Benoît (Dialogues, Livre Second), Abbaye de Bellefontaine,
Bégrolles-en-Mauges, 1982, pp. 116-124 (Vie monastique, 14).
69
comenzado con las cuatro narraciones precedentes. En conjunto, estos nueve prodigios
forman un todo bien dispuesto, con cuatro pares de hechos que se corresponden de una
parte y de la otra con un relato único, ubicado en el centro de la composición: el de la
profecía de Roma. Después de dos capítulos de conocimiento a distancia (12-13), se
encuentran dos relatos concernientes a Totila (14 y 15,1-2). Y aunque éste aparezca en el
episodio siguiente (15,3), el de la predicción sobre Roma permanece, en cierto modo,
aislado. La continuación presenta dos predicciones (167-17) y de nuevo dos episodios
de conocimiento a distancia (18-19), que se parecen mucho a aquellos del comienzo.
La profecía de la declinación de Roma, por la que comenzamos, sirve de eje de simetría
del conjunto. Permaneciendo sola en medio de esos pares, el acontecimiento se
relaciona a la vez con los precedentes y con los siguientes. Continuando los primeros -la
entrada de Totila en Roma, predicha justo antes, ahora es un hecho cumplido-, anuncia
los segundos, en los que el obispo de Aquino recordará al de Canosa, y la destrucción de
Montecasino sucederá a la devastación de Roma165.
Que esa predicción sobre la suerte de la Ciudad Eterna esté ubicada en el centro de los
nueve primeros milagros de profecía, sin duda no es una casualidad. Roma merecía ese
lugar de honor. Centro de la existencia y de las preocupaciones de Gregorio, lugar
donde se desarrolla su diálogo con el diácono Pedro, esta ciudad era el objeto más
digno de ser ofrecido al carisma profético de Benito.
El obispo de Canosa, ciudad de Apulia [Puglia], no es nombrado aquí por Gregorio,
pero figurará nominalmente en el Libro siguiente. Conocido en la historia por su papel
de legado en Constantinopla, este prelado ilustre era también un santo, del que
Gregorio relata dos milagros resonantes166. Esos dos prodigios son hechos de profecía, y
uno de los dos, que se asemeja mucho a aquel de Benito desenmascarando al escudero
de Totila, se refiere precisamente a ese rey. El amigo que visita a Benito no es sólo un
hombre de gran “mérito”. Como su anfitrión, es un verdadero profeta.
Se ve entonces el significado de este encuentro. El cual pone de relieve el carisma
superior de Benito. El obispo profeta prevé la destrucción inmediata de Roma, pero se
equivoca. El monje profeta, que lo corrige, se muestra más clarividente. ¿Y no es en
consideración a este fracaso que el nombre del prelado no se pronuncia?
Esta situación del monje que profetiza ante un obispo recuerda las revelaciones hechas
por Antonio en presencia de Serapión de Thmuis, obispo de una provincia, como
Sabino. Un día, en particular, después de una especie de éxtasis, el gran egipcio había
anunciado los males que la herejía arriana iba a infligir a la Iglesia de Alejandría167. Sin
embargo, a diferencia de Antonio, Benito no entra en trance, sino que formula su
profecía sin emoción, en el transcurso de una simple conversación. Por otra parte, no es
el futuro de la Iglesia lo que anuncia, sino el de la ciudad. De la historia eclesiástica se
pasa a la política.
La realización de esa profecía es para Gregorio y Pedro un hecho de la experiencia:
Roma empobrecida, despoblada, se derrumba literalmente. Esta dolorosa decadencia
es más de una vez constatada por el papa en sus homilías y en sus cartas. Un pasaje
particularmente significativo -la conclusión de una de las Homilías sobre Ezequie168l165
Menos neta, a pesar de todo, esta relación con lo que sigue es ligeramente reforzada por una anotación
cronológica: la curación del clérigo de Aquino es “contemporánea” de la profecía sobre Roma (547).
166
Dial. III,5.
167
Atanasio, Vida de san Antonio 82,3 (profecías recogidas por Serapión) y 4-13 (profecías sobre la Iglesia de
Alejandría, cuyo nombre no es pronunciado). Los dos hechos son distintos, pero se siguen en el texto y se asocian en
la memoria del lector.
168
Homilías sobre Ezequiel II,6,22-24. Cf. Homilías sobre los Evangelios 1,5-6 (casas e iglesias; tempestad). El tema
conexo de la devastación de Italia aparece en Dial. III,38,3-4, y en una serie de paralelos (ver SCh 260, p. 431), en
70
deplora extensamente las desgracias de la ciudad, donde ya no hay más ni senado ni
pueblo, ni habitantes ni extranjeros de visita. Mencionadas allí solamente de paso y en
conjunto, las ruinas materiales son ahora las únicas consideradas y un poco más
detalladas, al igual que las perturbaciones atmosféricas que son su causa.
En ese mismo pasaje, Gregorio aplica a la triste suerte de Roma las profecías de
Ezequiel sobre Samaría y de Nahún sobre Nínive. Benito se ubica así junto a los
grandes videntes del Antiguo Testamento. Como la ruina de las capitales de otro tiempo
fue predicha por esos hombres de Dios, la de Roma lo es a su vez por el abad de
Montecasino, con una precisión que los antiguos profetas no siempre alcanzaron.
“Roma se va a marchitar”. Esta imagen de una planta que se seca o una flor que se
marchita, recuerda curiosamente lo que Gregorio dice de Benito en el Prólogo: “...
Despreció, como ya marchito, el mundo con sus atractivos”. Poco tiempo antes capital
del mundo, Roma es un símbolo perfecto de esas floraciones efímeras y de su rápido
deterioro. Despreciando el mundo y dejando Roma, Benito se anticipó a los
acontecimientos169. Por una especie de profecía en actos, se retiró de aquella ciudad de
la que se iba a retirar la vida. Y ahora, bajo la luz de Dios, predice su próxima ruina, lo
que justificará con evidencia su propia anacorésis.
Pero esta relación con el Prólogo la hacemos nosotros. Gregorio se abstiene de sacar de
esa profecía y de su realización ninguna conclusión moral. A diferencia de todos los
pasajes en los que evoca la ruina de Roma y de Italia, verdadero llamado de Dios a la
conversión, aquí se limita a constatar los hechos. Roma, que parecía destinada a la
destrucción inmediata y definitiva en tiempos de Benito, ha gozado de una especie de
aplazamiento, esperando la suerte melancólica que le llegará al final del siglo.
***
Al igual que el obispo de Canosa, el de Aquino reaparecerá en el Libro III, y también en
el rol de profeta170. De nuevo, entonces, un obispo que es un verdadero santo se
muestra inferior a Benito. Incapaz de curar a su clérigo, de discernir la causa del mal, lo
envía al taumaturgo que habita, espiritual y geográficamente, encima de él, como el
Monte Casino domina Aquino, Benito supera en poder a Constancio.
Pero la glorificación de Benito es más notable todavía por el hecho de que el enfermo
había sido conducido a las tumbas de varios mártires. Muchas veces comparado con los
profetas y los Apóstoles -aquí mismo se citará en seguida a Pablo y David- el héroe de
Gregorio es colocado ahora por encima de los grandes testigos de la fe. Volveremos a
encontrar al final del Libro la misma comparación de Benito con los mártires.
Sin embargo, el exorcismo practicado sobre el clérigo de Aquino, por el que se afirma la
superioridad de nuestro santo, es sólo el preludio de una maravilla más considerable: la
predicción, lamentablemente cumplida, de una recaída en caso de no observar ciertas
prescripciones. Este rasgo de conocimiento sobrenatural es lo que le permite al
presente relato encontrar un lugar en la serie de los milagros de profecía. Y es también
el que ocasiona el hermoso excursus sobre las condiciones y los límites de la profecía,
uno de los más largos del Libro.
Oponiendo primero Pablo a sí mismo y a David, resolviendo luego estas
contradicciones aparentes en una síntesis bien lograda, Gregorio medita sobre el poder
particular en las Homilías sobre Ezequiel II,6,22.
169
La Homilía sobre Ezequiel II,6,23, constata que no se ve más a los jóvenes de todas las provincias ávidos de hacer
carrera acudir a Roma. Benito había sido uno de ellos.
170
Dial. III,8.
71
de los santos, en la línea de las reflexiones que ya había hecho en el capítulo 8,
concluyendo el ciclo de Subiaco171. Lo que allí decía sobre la taumaturgia en general, lo
reafirma ahora a propósito de la profecía: sólo del Señor reciben los santos todos sus
dones. Más exactamente, señala ahora la condición moral del carisma: la unión con
Cristo, manifestada por la observancia de sus preceptos. Observación importante, a
menudo renovada en los Diálogos, que tiende a poner en evidencia la fuente interior y
propiamente espiritual de esas maravillas en las se deleitaban muy superficialmente los
hombres de entonces.
Más aún, subordinando el poder del santo a su unión con Cristo, Gregorio obliga al
lector a elevar su mirada de Benito hacia Dios. Nada le parece más importante que esa
pedagogía que conduce de las creaturas al Creador, de los hombres a la divinidad que
los ilumina, de los santos al único Señor de quien reciben las revelaciones.
***
Esa amplia disertación sobre los límites del conocimiento profético tiene además la
ventaja de ampliar el espacio que separa la profecía sobre Roma de aquella sobre
Montecasino172. Estando más próximas la una de la otra, estas dos páginas parecerían
muy semejantes. En efecto, se asemejan mucho. De una y otra parte, un amigo
espiritual, de rango social elevado y personalmente muy estimado “por el mérito de su
vida”, se encuentra allí para recoger la predicción. Asimismo, de una y otra parte, las
devastaciones de los bárbaros -Godos o Lombardos173- están ante la vista. Sobre todo,
de una y otra parte se anuncia una ruina, aquí la de Roma, allí la de Montecasino.
Otros lazos, menos visibles, unen el nuevo episodio con aquel que lo precede
inmediatamente. Por un designio providencial, el clérigo de Aquino había sido
“entregado al diablo”, como dice el Apóstol174. Por otro decreto de la Providencia, el
monasterio de Benito será “entregado a los bárbaros [o: paganos]”, y ese gentibus
tradita hace pensar en una palabra del Nuevo Testamento: ¿no es de esa forma que
Cristo anuncia, por tercera vez en los Sinópticos, su pasión?175. Por lo demás, esa
sentencia del Señor sobre Montecasino es calificada por Gregorio de “juicio de Dios”,
término que hace pensar en las consideraciones precedentes sobre el conocimiento que
tienen los santos de esos juicios. Además, el Apóstol Pablo, que ha sido
abundantemente citado en esas consideraciones, reaparece aquí como el precursor de
Benito: a semejanza de él, el abad de Montecasino obtiene la salvación de la vida para
los suyos en el desastre material. Luego de haber indicado las posibilidades y los límites
del poder profético, Pablo provee un ejemplo práctico.
Tomada en sí misma esta profecía de la destrucción de Montecasino es uno de los
episodios más emocionantes del Libro. El temor de Benito es profundo: lágrimas
amargas que no cesan, lágrimas que brotan no de la oración sino de la pena, duelo cuya
violencia sorprende a Teoprobo. ¿Por qué? ¿No le basta a Benito haber obtenido la vida
de sus monjes? Es de la simple ruina material de su obra que se aflige. En esto se
muestra menos filósofo que sus hermanos, el día en que se derrumbó el muro y aplastó
a un joven monje “profundamente afligidos, no por la pared destruida, sino por el
hermano triturado”176.
Este miedo descontrolado sorprende tanto más cuanto que Gregorio ha mostrado, a lo
171
Dial. II,8,9, donde ya se mencionaba a Cristo y al Espíritu. Aquí los textos sobre el Espíritu citados por Gregorio
son: 1 Co 6,17 (§ 3), Rm 11,34 (§ 4), 1 Co 2,11-12 y 9-10 (§ 5), Rm 11,33 y Sal 118 [119],13 (§ 6-8).
172
Un poco como el abadiato fallido (Dial. II,3,2-4) separaba los períodos, ascético y contemplativo, de vida solitaria.
173
Estos son anunciados después de los episodios en que aparecen los Godos, como lo exige la cronología.
174
1 Co 5,5 (cf. 1 Tm 1,20).
175
Lc 18,32: tradetur enim gentibus; cf. Mt 20,19 y Mc 10,33.
176
Dial. II,11,1.
72
largo del ciclo de Subiaco, los triunfos de Benito sobre las pasiones. Vanagloria, lujuria,
cólera: parece haber adquirido el domino completo sobre estos movimientos. El apetito
irascible, en particular, del que brota la tristeza, había sido dominado por él en dos
ocasiones. De esas victorias, que parecen haberlo conducido a una perfecta
“impasibilidad”, su biógrafo, en la segunda parte de la Vida, parece ya no acordarse.
Además de esta ola de tristeza, la cólera invadirá a Benito varias veces en el ciclo
casinense177.
No importa. Así amamos más a este hombre semejante a nosotros. Nos conmueve su
apego, tan humano, a la obra que había realizado. Montecasino, por el que tanto había
tenido que padecer, le era más querido que la Regla de los monjes, trabajo modesto del
que no estaba tan seguro ni orgulloso. Y sin embargo nada quedará de Montecasino, ni
siquiera una comunidad que se vuelva a formar en otro lugar y cultive el recuerdo de su
fundador. Sólo la Regla subsistirá, junto con la biografía gregoriana que la hará
conocer. La irradiación póstuma de Benito será un fenómeno esencialmente literario,
sin la continuidad viviente de una posteridad de discípulos, que custodie sus
tradiciones y su doctrina178.
Esas lágrimas amargas son lo que diferencia a Benito de san Pablo, de quien Gregorio
hace aquí su modelo. En el naufragio de Malta179, el Apóstol no lloró, y con motivo: la
nave no le pertenecía, él no perdió nada en el desastre. Otros hombres de Dios lloraron
sobre ruinas actuales o futuras, como Jeremías y Jesús por Jerusalén, pero estos
precedentes no son para nada semejantes al caso de Benito, ni están presentes, según
parece, ante el espíritu de Gregorio. Poco “edificantes”, lo hemos visto, estás lágrimas
tampoco son bíblicas. ¿Serán por tanto simplemente verdaderas?
El testigo de la escena, Teoprobo, es un habitante de Cassinum, como lo indicará más
adelante Gregorio180. La profecía sobre la lejana Roma había sido provocada por el
obispo de la lejana Canosa. La profecía sobre Montecasino tuvo por confidente a un
habitante de la ciudad vecina. El hecho, sin duda, no es fortuito. La población de los
alrededores necesitaba ser defendida, antes o después del desastre, contra el escándalo
que arriesgaba provocar el hecho. Trofeo de la victoria de Cristo sobre el paganismo, el
monasterio fundado por Benito se derrumbaba, como golpeado por la venganza de los
dioses. Cuando Gregorio habla a este respecto como una “disposición de Dios
omnipotente”, dice lo que los cristianos suelen afirmar cuando no saben qué decir.
Tocado en su prestigio de hombre de Dios por ese desastre, Benito se eleva prediciendo
el evento. Esta predicción significa que el acontecimiento perturbador entra a pesar de
todo en el plan del Señor y que el santo sigue siendo su amigo.
***
Los dos últimos episodios deben ser considerados en conjunto, porque juntos se
corresponden claramente con los dos primeros del grupo (capítulos 12 y 13), que se
estudiaron previamente. Al primer relato, en que los monjes enviados al exterior comen
sin permiso, corresponde el último de los que ahora se presentan: un monje enviado
afuera acepta, contra la regla, un pequeño regalo; al segundo relato, aquel de la falta
cometida por el hermano de Valentiniano durante una marcha hacia Montecasino,
corresponde el capítulo 18: el servidor Exhilarato, en el transcurso de una caminata
hacia el monasterio, comete un fraude. Ninguno de estos delitos, de monjes o laicos,
escapa a Benito, que reprende en cada ocasión al culpable cuando llega.
177
Dial. II,25,1; 28,2. Cf. 19,2; 20,2.
La comunidad de Subiaco tal vez pudo subsistir, pero desaparecerá, después de Honorato, en una oscuridad
completa que abarcará varias generaciones.
179
Hch 27,22-24.
180
Dial. II,35,4.
178
73
Así la dupla de historias iniciales se encuentra, invertida, en la dupla final. Esta doble
“inclusión”, como dicen los críticos, indica claramente que los nueve milagros del grupo
forman un conjunto literario bien definido. Entre cuatro hechos de conocimiento a
distancia, Gregorio ha dispuesto cinco milagros de otra naturaleza, entre los cuales hay
cuatro predicciones. Esta larga serie intermedia atenúa la impresión de repetición que
tendría el lector si los últimos hechos de conocimiento a distancia, tan semejantes a los
primeros, se siguieran inmediatamente181.
Como Teoprobo, Exhilarato es un “convertido”, es decir, un cristiano comprometido en
una vida cuasi religiosa en medio del mundo. Él era, o mejor lo será, porque en la época
del relato su condición era todavía servil y su comportamiento poco edificante. A
diferencia de su homólogo, el hermano Valentiniano, su falta no es directamente de
gula, sino de deshonestidad, pero esta desviación también tiene por objeto un artículo
de alimentación. Al barrilito de vino que sustrae corresponderá, en un relato casi
idéntico del Libro III, la panera puesta a un costado por otro mensajero182. Líquido o
sólido, esta alternancia hace pensar en los envenenamientos de Benito.
Ese primer hecho de apropiación clandestina es seguido por una segunda falta del
mismo género: el monje predicador, a su vez, acepta los pañuelos y los esconde en los
pliegues de su vestimenta. En relación al episodio simétrico (capítulo 12), el contraste
es siempre el mismo: de la gula de los monjes que comen fuera de la clausura, se pasa a
la falta de delicadeza de aquel que toma un objeto sin permiso. En estos dos pares de
historias, Gregorio resalta sucesivamente el primero de los ocho vicios principales -la
gula- y el tercero: la avaricia.
Comparado a su homólogo del capítulo 12, el presente relato contrasta asimismo por el
número de personajes que aparecen en escena. En la primera historia, los monjes van a
comer a lo de una mujer piadosa; en el segundo, un monje acepta un regalo que le
ofrecen las monjas. Cada vez, sin embargo, se evita el encuentro individual contrario a
la castidad. Entre el primer vicio y el tercero, el no segundo tiene lugar en nuestros
relatos.
Una última relación entre los dos episodios resulta del uso que hacen ambos del
modelo bíblico: la historia de Eliseo y de Guejazí183. A escondidas de Eliseo, Guejazí
vuelve después del milagro y obtiene dinero y ropas. Al atardecer, se presenta ante el
profeta que lo interroga: «“¿De dónde vienes, Guejazí?». Él respondió: “Tu servidor no
fue a ninguna parte”. Pero Eliseo le replicó: «¿No estaba allí mi espíritu cuando un
hombre descendió de su carruaje para ir a tu encuentro?». Y después de haber
denunciado la falta, el profeta castigó con la lepra al culpable.
Nuestros dos relatos se inspiran visiblemente de este texto, pero mientras que el
primero toma el comienzo del diálogo -“¿Dónde comieron?”, pregunta Benito; “En
ninguna parte”, responden los que están en falta-, el segundo imita la continuación:
“¿No estaba yo presente cuando recibiste los pañuelos?”. Así las frases del texto bíblico
se reencuentran, sucesivamente y en orden, en los dos pasajes de Gregorio.
De estos, el segundo es que se asemeja más al modelo desde el punto de vista de la falta
cometida: como Guejazí, el monje predicador se apropia de un objeto -y más
precisamente de un artículo de vestuario- en tanto que los monjes del primer relato
habían sucumbido al deseo de comer. Pero los derivados gregorianos tienen en común,
respecto de su fuente, la ausencia del castigo. En lugar de la lepra infligida a Guejazí,
181
Se encuentra de nuevo aquí el procedimiento de composición analizado previamente.
Dial. III,14,9 (Isaac de Spoleto).
183
2 R 5,20-27.
182
74
los monjes comilones son perdonados, y el predicador, del que Gregorio menciona
solamente el “arrepentimiento”, parece haberse retirado indemne. Por lo demás, su
falta es menos deliberada y consciente que la de sus colegas: aceptó solamente el
presente, sin pedirlo, y el recuerdo del acto se borró cuando regresó. Desde esta
perspectiva, los comilones se parecen más a Guejazí por su iniciativa delictiva y su
descaro.
Aquí como allí Gregorio ha desdramatizado el relato bíblico, trasponiéndolo a un
cuadro monástico. Benito es un profeta, ciertamente, y de la misma envergadura que
los más grandes, pero su carisma está al servicio de una misión educativa que
desarrolla con misericordia. Sus prodigios nunca lo ponen en contradicción con el ideal
de bondad paciente que él mismo le propone, en su regla, al abad.
Esta indulgencia en comparación con el modelo bíblico atenúa la impresión de
severidad que presenta el episodio cuando se lo compara con el precedente. A la
gentileza sonriente que muestra Benito con el laico Exhilarato, le sigue “la reprimenda
vehemente y amarga” que dirige a su monje. Sin ser tomada de un texto preciso, la
primera frase que le lanza: “¿Cómo ha entrado la iniquidad en tu corazón?”, tiene un
sonido bíblico184, y hace pensar en las increpaciones de los profetas. Pero, una vez más,
se trata sólo de una reprimenda verbal, y la penitencia del pecador es suficiente para
poner término al mal. Si Benito se muestra más severo con sus monjes que con los
laicos, es porque es su padre y los ama más185.
184
Ver sobre todo Jb 31,33; Dn 13,5. Cf. Pr 6,27; Jr 32,18.
Al inicio de este último relato (19,1), Gregorio recuerda la predicación de Benito (8,11). Igualmente, el anuncio de
la destrucción de Montecasino (17,1) reenvía a su fundación (8,11).
185
75
Capítulo 20
1. Cierto día, mientras el venerable Padre tomaba su refección a la hora de la cena, uno
de sus monjes, que era hijo de un magistrado, le sostenía la lámpara junto a la mesa.
Mientras que el hombre de Dios comía y él cumplía el oficio de sostenerle la lámpara,
inducido por el espíritu de soberbia, empezó a cavilar secretamente en su interior y a
decirse en sus pensamientos: “¿Quién es éste a quien yo asisto mientras come, le
sostengo la lámpara y le presto mi servicio? ¿Quién soy yo para que deba servirlo?”. De
inmediato el hombre de Dios se volvió hacia él y empezó a reprenderlo severamente
diciéndole: “¡Haz el signo de la cruz sobre tu corazón, hermano! ¿Qué estás diciendo?
¡Haz el signo de la cruz sobre tu corazón!”. Y llamando de inmediato a los hermanos,
ordenó que le quitaran la lámpara de sus manos, y a él le mandó que cesara en su oficio
y que sin réplica alguna fuera a sentarse inmediatamente.
2. Los hermanos le preguntaron después qué había pasado en su corazón. Él les contó
detalladamente en qué medida el espíritu de soberbia se había apoderado de él, y qué
palabras había proferido secretamente en su pensamiento contra el hombre de Dios.
Entonces a todos se les hizo manifiesto que nada podía ocultarse al venerable Benito,
en cuyos oídos resonaban aún las palabras secretas del pensamiento.
Capítulo 21
1. En otra ocasión había sobrevenido en la región de Campania una gran carestía, y la
falta de alimentos afligía a todos. También en el monasterio de Benito ya faltaba el trigo
y se habían consumido casi todos los panes, de modo que a la hora de la comida sólo se
pudieron encontrar cinco. Cuando el venerable Padre los vio afligidos, procuró corregir
su pusilanimidad con suave reprensión y reanimarlos con la siguiente promesa: “¿Por
qué se entristece el espíritu de ustedes por la falta de pan? Hoy ciertamente hay muy
poco, pero mañana lo tendrán en abundancia”.
2. En efecto, al día siguiente se encontraron delante de la puerta del monasterio
doscientas fanegas de harina en unas bolsas, sin que hasta el momento presente se haya
llegado a saber, a quiénes Dios omnipotente había dado la orden de regalárselas.
Cuando los hermanos vieron esto dieron gracias a Dios, y aprendieron que no debían
dudar de la abundancia ni siquiera en tiempo de escasez.
3. PEDRO: Dime, por favor: ¿Debemos creer que este servidor de Dios tenía siempre el
espíritu de profecía, o que el espíritu de profecía llenaba su mente de tiempo en
tiempo?
GREGORIO: El espíritu de profecía, Pedro, no siempre ilumina la mente de los
profetas, porque así como está escrito respecto del Espíritu Santo: “Sopla donde quiere”
(Jn 3,8), así también hay que entender que inspira cuando quiere. Es por esto que
Natán, preguntado por el rey si podía construir el templo, primero asintió y después se
lo prohibió (cf. 2 S 7,1 ss.). Y por eso Eliseo, al ver a la mujer que lloraba, ignorando el
motivo, le dijo al criado que le impedía acercarse: “Déjala, porque su alma está llena de
amargura, y el Señor me lo ocultó y no me lo ha revelado” (2 R 4,27).
4. Dios omnipotente lo dispone así por designio de su gran bondad. Porque cuando a
veces da el espíritu de profecía y otras veces lo retira, eleva las mentes de los profetas
hacia las cumbres, al par que las mantiene en la humildad, para que así, cuando reciben
el espíritu, comprendan lo que son por la gracia de Dios, y en cambio cuando no lo
tienen conozcan lo que son por sí mismos.
5. PEDRO: El peso de tus razones asevera que es así como tú dices. Pero te ruego que
76
continúes el relato de todo lo que te venga a la memoria, respecto del venerable Padre
Benito.
Capítulo 22
1. GREGORIO: En otra ocasión un hombre piadoso le pidió que enviara a una de sus
posesiones cerca de la ciudad de Terracina, a algunos de sus discípulos para fundar un
monasterio. Benito accedió a sus ruegos y, después de designar a los hermanos,
instituyó al abad y al que debía ser su prior. Al despedirlos, les hizo esta promesa:
“Vayan, y tal día llegaré yo y les indicaré el lugar donde deberán edificar el oratorio, el
refectorio de los hermanos, la hospedería y todo lo que sea necesario”. Recibida la
bendición, los hermanos partieron de inmediato. Esperando ansiosamente el día
indicado, prepararon todo lo que les pareció necesario para los que pudieran llegar con
el Padre tan venerado.
2. Pero en la noche del día convenido, antes del rayar el alba, el hombre de Dios se
apareció en sueños al monje a quien había constituido abad de aquel lugar y también a
su prior, y les indicó con toda exactitud los diferentes sitios donde debía edificarse cada
recinto. Al despertar, se contaron el uno al otro lo que habían visto. Pero no queriendo
dar del todo crédito a un sueño, seguían esperando la visita prometida del hombre de
Dios.
3. Como el hombre de Dios no se presentó en el día señalado, se volvieron donde él con
tristeza y le dijeron: “Padre, esperamos que fueras conforme a lo prometido, para
indicarnos dónde debíamos edificar, y no fuiste”. Él les dijo: “¿Por qué, hermanos, por
qué dicen esto? ¿Acaso no fui como lo había prometido?”. Al preguntarle ellos:
“¿Cuándo fuiste?”, respondió: “¿Acaso no me aparecí a los dos mientras dormían y les
indiqué cada uno de los lugares? Vuelvan, y construyan el monasterio como les indiqué
en la visión”. Ellos, al escuchar esto, quedaron sobremanera admirados, y regresando a
la referida propiedad, construyeron todas las dependencias según les había sido
revelado.
4. PEDRO: Quisiera que me aclares cómo pudo ser que él haya ido tan lejos a darles
una respuesta mientras dormían, y que ellos en sueños lo oyeran y reconocieran.
GREGORIO: Pedro, ¿por qué indagar cómo se dieron los hechos, dudando de
ellos? Resulta evidente, por cierto, que el espíritu es de una naturaleza más ágil que el
cuerpo. Así sabemos con certeza, por el testimonio de la Escritura, que el profeta
Habacuc fue arrebatado desde Judea y colocado al instante con su comida en Caldea.
Con ella le dio de comer al profeta Daniel, encontrándose al momento de nuevo en
Judea (cf. Dn 14,33 ss.). Si, pues, Habacuc pudo ir en un momento tan lejos
corporalmente y llevar la comida, ¿por qué admirarse de que el Padre Benito haya
podido trasladarse en espíritu y mostrar lo necesario a los hermanos mientras dormían,
y que, así como aquél fue corporalmente a llevar el alimento del cuerpo, éste fuera
espiritualmente a llevarles una instrucción para la vida espiritual?
5. PEDRO: Confieso que el acierto de tu exposición hizo desaparecer las dudas de mi
mente. Quisiera ahora saber, cómo se mostró este hombre en su manera habitual de
hablar.
Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb186
186
Traducción de: Grégoire le Grand. Vie de saint Benoît (Dialogues, Livre Second), Abbaye de Bellefontaine,
Bégrolles-en-Mauges, 1982, pp. 128-137 (Vie monastique, 14).
77
Este segundo grupo de profecías es mucho más breve que el primero, y de contornos
menos definidos. En lugar de nueve hechos contenidos de forma evidente en una doble
inclusión, aquí hallamos sólo tres, y el último es tan especial que su carácter profético
no aparece en una primera lectura. Sin embargo, esa visita “en espíritu” [en sueños]
había sido anunciada precedentemente, por ende profetizada187, y veremos que Benito
tiene como precursor, en este prodigio, a un célebre monje-profeta, Juan de Licópolis.
Nuestro tercer milagro -la visita de Benito a Terracina- pertenece por tanto a esa serie
de profecías. Si se vacila, en una primera mirada, a incluirla, es porque Gregorio se
interesa menos en la predicción de Benito que en la extraña forma en que va a
Terracina Ya la profecía precedente -el anuncio de un alimento abundante para el día
siguiente- queda en parte eclipsada por lo maravilloso de su realización: doscientas
fanegas de harina depositadas de manera anónima. Estos dos milagros, en que la
predicción desemboca en un prodigio más sorprendente aún, contrastan con las
profecías simples del primer grupo; cuyo objeto es un hecho común: la carrera de
Totila, la suerte de Roma, la destrucción de Montecasino188. Se diría que Gregorio quiso
comenzar con los relatos más simples, en los que resalta mejor el carisma de profecía, y
dejar para el fin de la sección los dos prodigios complejos que encontramos aquí189.
En lo que respecta al primer milagro de este segundo grupo, es un hecho “sui generis”:
una lectura del corazón, lo que los antiguos llamaban “cardiognosis”. Pero incluso
dentro de su originalidad, no deja de recordar el episodio que precedía las predicciones
del primer grupo: el falso rey desenmascarado (cap. 14). En uno y otro hecho, la
clarividencia de Benito le permite traspasar las apariencias y reconocer lo que le oculta
un personaje presente: su verdadera identidad o los pensamientos de su corazón. Allí
como aquí, la clarividencia en el presente precede a la presciencia del futuro.
En su brevedad, este segundo grupo se corresponde con el núcleo central del primero.
Sólo faltan los hechos de conocimiento a distancia que abren y cierran aquel. Y como en
el primer grupo, Gregorio hace un largo “excursus” aproximadamente en la mitad (cap.
16,3-9), en tanto que aquí tiene dos muy cortos a continuación del segundo y tercer
relato.
Para terminar esta comparación de los dos grupos, todavía resta observar el orden e
que se suceden los vicios que Benito combate en sus hijos. En el primer grupo, era
cuestión primero de la gula (caps. 12-13), después de la avaricia (caps. 18-19)190. Ahora
comienza por desenmascarar pensamientos de orgullo (cap. 20), luego reconforta y
reprende a un mismo tiempo a los hermanos “afligidos” y “pusilánimes”, y finalmente
regaña a los superiores de Terracina “entristecidos”.
Esta serie de defectos debe compararse con la famosa lista de los “ocho vicios
principales” establecida por Evagrio Póntico, reproducida por Casiano y retomada, con
ligeras modificaciones, por Gregorio mismo. Según dicha lista la gula es la primera
pasión, la avaricia la tercera, provenientes ambas del mismo foco: el apetito
“concupiscible”. Después se encuentra la tristeza, entre las pasiones del “irascible”.
Finalmente, el orgullo es el vicio propio del elemento superior del alma, el “racional”.
Aunque en esta sección de los Diálogos el orgullo está antes que la tristeza, es llamativo
que estos dos vicios superiores se encuentran en le segundo grupo de profecías, en
187
De una forma velada, como la dio a los hermanos, pero Benito era consciente del giro prodigioso que tomaría su
visita.
188
Sólo el asunto del clérigo de Aquino, en que la predicción está precedida por un exorcismo y seguida de una
recaída en la posesión, se asemeja un poco, por su complejidad, a los dos milagros presentes.
189
El asunto de Aquino (ver la nota precedente), Gregorio lo ha ubicado en el primer grupo en virtud de sus
relaciones cronológicas y temáticas con los episodios vecinos.
190
Tener en cuenta la parte que tiene también la gula en el episodio de Exhilarato (cap. 18).
78
tanto que la gula y la avaricia, provenientes del apetito inferior que es el concupiscible,
aparecen en el primer grupo. Queda así delineada una progresión: partiendo de los
vicios más groseros, se pasa a las pasiones más nobles, como si la obra educativa de
Benito fuera refinando gradualmente a sus discípulos.
***
La primera escena hace pensar en un episodio de la gesta de Subiaco. Esta cena, en la
que el abad de Montecasino está en la mira de la hostilidad secreta de uno de sus hijos y
recurre al signo de la cruz para ponerle fin, se parece a aquella de la cual Gregorio habló
en el capítulo 3: allí también el joven abad estaba frente a monjes hostiles, de quienes
descubrió y frustró un atentado por medio del signo de la cruz. Con todo, hay una gran
distancia entre el odio asesino de entonces y el simple desprecio del presente caso.
Nuevamente, relacionando los dos hechos, se advierte una especie de espiritualidad del
mal.
El mismo período de Subiaco ofrece otro punto de comparación. El Godo, “pobre de
espíritu”191, es decir humilde, aparece como la antítesis del hijo orgulloso del
magistrado desenmascarado aquí. Uno confiesa su falta, completamente material, que
había cometido, y recibe de Benito un estímulo; el otro se guarda para sí sus malos
pensamientos y recibe una reprimenda.
Esta “reprensión severa” dirigida al hermano orgulloso liga el presente episodio con
aquel que le precede inmediatamente. Casi en los mismos términos, Gregorio había
mostrado a Benito corrigiendo duramente, a su regreso, al hermano que se había
apropiado de los pañuelos. Así el primer relato de este segundo grupo continúa el
último del grupo anterior: bajo formas diversas, el carisma profético del padre no cesa
de operar para la corrección de sus hijos.
La forma particular de profecía que se despliega aquí -la cardiognosis- no es de la
mejor atestiguadas en la Biblia y en la tradición hagiográfica. Si los evangelios
mencionan en varias ocasiones el conocimiento que Jesús tenía de sus auditores192, lo
hacen sólo al pasar, sin que este fenómeno sea objeto de un relato particular y
sorprendente. Igualmente es como de paso, que Samuel le anuncia a Saúl que “le dirá
todo lo que tiene en su corazón”193. Y es también de esa forma indirecta, sin un ejemplo
preciso, que la “Historia de los monjes de Egipto” dice del gran monje Juan de
Licópolis: “Revelaba a muchos de sus visitantes lo que tenían oculto en el fondo de sus
corazones”194.
Sin embargo, otra fuente presenta, respecto del mismo Juan, un relato no menos
detallado que el de Gregorio195. El recluso egipcio ha concedido audiencia al joven
monje Paladio, que ha venido de muy lejos para verlo. Llega el gobernador de la
provincia. De inmediato Juan deja a su interlocutor para ocuparse del recién llegado. El
coloquio se prolonga, Paladio se impacienta, censura interiormente esa preferencia
demasiado humana concedida al gran personaje, y piensa irse. Entonces Juan le hace
decir que permanezca, y cuando después de la partida del gobernador, regresa a su
primer visitante, lo reprende por sus pensamientos de impaciencia y su juicio
temerario. El episodio se asemeja todavía más al de Benito y al hijo del magistrado
porque en uno y otro caso, el hombre de Dios descubre en el corazón del joven monje
un desprecio secreto hacia su persona.
191
Dial. II,6,1.
Mt 9,14; 12,25; Lc 7,39-40. Cf. Jn 2,24-25; 6,61. 70.
193
1 S 9,19.
194
Historia Monachorum 1, PL 21,393C. Aquí y en la continuación, nos remitimos a este texto latino, no al griego
traducido por A.-J. Festugière, Enquête sur les moines d’Égypte, Paris 1964, pp. 10-11, donde varios detalles difieren.
195
Heráclides, Paraíso 22, PL 74,302AC. Gregorio pudo haber leído este texto.
192
79
El hijo del magistrado, sin embargo, no es un extraño para Benito, sino uno de sus
monjes. Esta situación del discípulo agitado por malos pensamientos ante su superior
recuerda la Regla de san Benito, donde se prescribe en varias ocasiones196 confesar
todos los malos pensamientos al abad o a un anciano. Sin aguardar esta manifestación
del corazón, Benito toma la iniciativa y combate directamente los sentimientos que ha
leído a corazón abierto. Haciéndolo delante de todos, “publica” una falta secreta, lo cual
es reprobado por la Regla197. Pero lo anormal no está sometido a ninguna norma.
Reemplazando la confesión prevista por la Regla, la cardiognosis del superior le
dispensa del secreto de la confesión.
Esta publicación confiere al milagro una solemnidad excepcional. En los cuatro casos
de conocimiento a distancia narrados al comienzo y al final del primer grupo, sólo los
culpables parecen recibir el impacto de la revelación. Aquí, al contrario, “a todos se les
hizo manifiesto que nada podía ocultarse al venerable Benito”. Como sucederá también
en el capítulo siguiente, se da una lección a toda la comunidad. Es posible que a
propósito Gregorio dé a estos dos últimos milagros una nota de publicidad, lo que
constituye una especie de cúspide en el despliegue del carisma de profecía.
Ordenando al culpable “signar su corazón” para expulsar el mal pensamiento, Benito
habla de la misma manera que la Regla del Maestro198. Otros detalles no concuerdan
bien con la Regla benedictina ni con la del Maestro: la primera quiere que se coma con
luz del día, la segunda prescribe un minucioso ceremonial de la comida, que parece
excluir el oficio del portalámpara. Pero es posible que Gregorio y sus informantes hayan
tenido en vista una circunstancia excepcional. Si Benito ese día tuvo necesidad de una
lámpara, pudo haber sido justamente porque comió a una hora insólita y el refectorio,
conforme a la Regla, no estaba provisto de ninguna iluminación.
***
La escena de la cardiognosis se desarrollaba en un refectorio, pero el milagro mismo no
tenía relación directa con la alimentación. Situada en el mismo marco -el refectorio del
monasterio-, la profecía siguiente está, por el contrario, relacionada con el alimento.
Este asunto del hambre conjurado por un prodigio se parece mucho a un episodio que
será contado más adelante, entre los milagros de poder199. Aquí el alimento dado por el
Señor es la harina, allí será el aceite. Sólido y líquido: conocemos este dúo por otro
doblete, el de los envenenamientos de Subiaco200. Esto coloca una ligera diferencia
entre dos milagros contemporáneos -uno y otro datan del mismo “hambre en
Campania- y muy semejantes. Otra diferencia, más importante, se marca en el modo en
que interviene el taumaturgo: aquí Benito se contenta con profetizar, allí se pondrá en
oración y obtendrá en ardua lucha, si se puede decir así, la maravilla divina. Cada una
de las dos historias ilustra así el carisma particular del que trata la sección en que se
encuentra. El hambre del año 537 dio a Benito la ocasión de afirmarse como profeta y
como hombre de oración poderosa.
La llegada misteriosa de las bolsas de harina, depositadas en la puerta del monasterio
anónimamente, es un género de milagro que se encuentra muchas veces en las Vidas de
santos anteriores. Pero habitualmente el hecho se produce de manera inopinada, sin
que el santo lo haya anunciado o previsto. En esos casos, un simple acto de fe en la
196
RB 4,50; 7,44; 46,5-6.
RB 46,6.
198
RM 8,27: signarse frente y pecho (cf. RM 15,54: frente).
199
Dial. II,28-29.
200
Dial. II,3,4 (vino) y 8,2 (pan). Comparar II,18 y III,14,9.
197
80
Providencia -“Dios nos dará lo necesario cuando quiera”201- ocupa el lugar de la
predicción que hace aquí Benito. Este anuncio preciso -“mañana lo tendrán en
abundancia”- tiene sin embargo un antecedente sumamente parecido en la Vida de
Cesáreo de Arlés: a sus clérigos ya desfallecientes, el gran obispo les predice también
que “Dios les dará mañana”, y al día siguiente, en efecto, llegan tres naves de trigo
enviadas por los reyes burgundios202.
En la Vida de Benito misma el episodio tiene también un precedente. Se recordará
cómo el joven ermitaño de Subiaco fue milagrosamente obsequiado, el día de Pascua,
por un sacerdote que el Señor le había enviado con ese fin. Recibida entonces sólo para
Benito, la ayuda providencial se extiende ahora a toda su comunidad.
Más allá de estos precedentes hagiográficos, ¿el milagro tiene alguna raíz en la Biblia?
Un detalle al menos hace pensar en el Evangelio. Cuando Gregorio relata que los
hermanos tenían únicamente, ese día, cinco panes para la comida, se piensa de
inmediato en la escena de la multiplicación de los panes, en la que los cuatro
evangelistas testimonian de común acuerdo que no había más que cinco panes antes
del milagro203. Éste, en los evangelios, se produce inmediatamente. En los Diálogos, al
contrario, ocurre al día siguiente, porque Benito es aquí el profeta que predice el futuro,
no un taumaturgo que obra con poder
Al final de esta pequeña historia, Gregorio hace un excursus, bastante breve en sí
mismo, pero que sobrepasa a dicha narración en extensión. Esa hermosa meditación
sobre los límites del don de profecía, no tiene ningún vínculo preciso con el relato. Se
trata de una simple cuestión teórica que se le ocurre a Pedro y que muy bien podría
haber planteado en cualquiera de los relatos anteriores. En realidad se trata de un
pequeño problema que Gregorio ya trató más ampliamente en los Morales y que
volverá a poner sobre el tapete en las Homilías sobre Ezequiel. La solución estaba ya
preparada, el trozo prefabricado sólo tenía que ser insertado en los Diálogos.
Por eso, Gregorio reduce la demostración a dos ejemplos: Natán y Eliseo204, pero la
enriquece con una “prueba” bíblica nueva, tomada de la palabra de Cristo en san Juan:
El Espíritu Santo sopla donde quiere205. Sobre todo desarrolla la idea, apenas esbozada
en otra parte, del provecho espiritual que el profeta saca de esa limitación impuesta a
sus dones. Se reencuentra así un tema que es apreciado entre nosotros: la humildad.
Los Diálogos están esmaltados de anotaciones sobre esta virtud, particularmente
indispensable a quienes Dios designa, por los milagros, ante las miradas de los
hombres.
Es, por tanto, bueno para el profeta verse en ocasiones privado de su carisma,
abandonado a su debilidad de hombre ignorante. Ya el largo excursus del capítulo 16
señalaba la estricta subordinación del saber profético a la voluntad de Dios que revela:
el profeta puede decir sólo lo que oye del Señor, y queda en silencio desde el momento
en que Dios calla. Pero de esta observación Gregorio no había sacado en aquel
momento ninguna conclusión moral. Ahora, muestra que tales impotencias al profeta le
son provechosas, porque lo humillan. La “dispensación de la bondad divina”, que le
procura esas noches beneficiosas, será de nuevo celebrada por Gregorio a raíz de otro
género de humillación: los pequeños defectos que Dios permite incluso en grandes
santos, a fin de mantenerlos en vilo. Ángel u hombre, la criatura espiritual progresa
201
Así, por ejemplo, la Vita Frontonii 3, PL 73,4440A (texto que parece subyacente a Dial. II,1,6).
Vita Caesarii II,7-8, PL 67,1027-1028. Aquí, sin embargo, los agentes de la Providencia son conocidos.
203
Mt 14,17 y paralelos.
204
Cf. 2 S 7,1-7; 2 R 4,27. Ver Morales 2,89; Homilías sobre Ezequiel I,1,15-16.
205
Jn 3,8. Sobre la utilización de este texto por Gregorio y otros, ver nuestras observaciones en La Règle de saint
Benoît, t. VII, Paris 1977, pp. 391-395.
202
81
retrocediendo, gana perdiendo: tal el poder paradojal e inestimable de la humildad206.
***
El evento que constituye el objeto de la última profecía -una visita realizada en un
sueño- es todavía más raro que la cardiognosis narrada previamente. Sólo es posible
hallarle un antecedente: la aparición nocturna de Juan Licópolis a una mujer a la que
no había querido recibir207. Así, este tercer relato de nuestro pequeño grupo de
milagros, nos conduce de nuevo al gran monje-profeta egipcio, que ya habíamos
encontrado en el primer relato.
Juan de Licópolis se había mostrado en un sueño a una persona que había insistido
mucho para verlo. Siendo incompatible tal deseo con su propósito de no ver a ninguna
mujer, encontró ese medio extraordinario de satisfacerla sin faltar a su regla. En el
transcurso de esa visión nocturna, le dio a la mujer todos los consejos que ella
necesitaba, incluida la curación que deseaba obtener de él.
El milagro de Juan respondía a una especie de necesidad. Se trataba, para el santo
monje, de conciliar dos obligaciones opuestas: la caridad hacia una mujer enferma y
venida de lejos para verlo -su marido aseguraba que moriría si no conseguía la
audiencia-, y la fidelidad a su propósito de reclusión. Por el contrario, el milagro de
Benito no tiene un motivo aparente. ¿Por qué el abad de Montecasino no podía ir a
Terracina de la manera ordinaria para visitar su fundación? Al no decirlo, Gregorio
parece narrar un prodigio gratuito, realizado por Benito por el simple placer de hacer
un milagro.
¿El santo abad había tomado como regla no dejar nunca su monasterio, en cierto modo
a semejanza de Juan, que vivía en reclusión sobre su montaña? No es algo imposible.
La Vida de los Padres del Jura y Gregorio de Tours nos dan a conocer a muchos abades
reclusos, y ya el archimandrita Eutiques de Constantinopla, el heresiarca que iba a ser
condenado por el Concilio de Calcedona (451), había rechazado comparecer ante sus
jueces por causa de su resolución de no salir jamás de su monasterio, considerado como
su “tumba”. Nuestro santo tuvo que tratar un caso similar, el del ermitaño Martín de
Monte Massico, que se había encadenado a la pared rocosa de su gruta. Aconsejándole
abandonar esa cadena de hierro y no tener otra que la “de Cristo”, Benito lo había
invitado a espiritualizar su ascesis, no a abandonarla208. ¿Acaso se habría atado a sí
mismo por un compromiso de esas características? De hecho, se comprueba que jamás
dejó ese lugar, a no ser para recibir a su hermana a poca distancia del monasterio.
Esta hipótesis de una suerte de voto de clausura es la única que disipa la impresión de
que la visita en sueño a Terracina fue un milagro de lujo, pero Gregorio, por su parte,
no hace nada para sugerirlo. Por el contrario, su relato ofrece una especie de puja en
relación con el prodigio de Juan: éste se había mostrado a una sola persona; Benito se
aparece a dos superiores de Terracina. Este fenómeno de la doble visión, que recuerda
diversas escenas hagiográficas y se volverá a encontrar en la muerte de Benito, refuerza
el milagro de la visita en sueños. Acumulando todas las formas de lo maravilloso, el
héroe de Gregorio se coloca por encima incluso del profeta extremadamente célebre
que era Juan de Licópolis.
Ya sea que suponga, o no, el propósito de no salir, nuestro relato muestra en todo caso
206
Dial. III,14,12-13.
Historia monachorum 1, PL 21,391-392. La historia es resumida por Agustín, De cura pro mortuis 21 (hacia 421),
quien dice haber sido informado por una persona que conocía a los dos esposos, pero se ve, por los términos que
utiliza, que había leído la Historia.
208
Dial. III,16,9.
207
82
que Benito tenía interés en las construcciones. No sólo el abad fundador designa al
superior de la fundación y a su segundo -¿este último no debía, según la Regla
benedictina, ser nombrado por el superior local?-, sino que también se reserva el
trazado del plano de las edificaciones. Este interés arquitectónico recuerda la
desolación de Benito cuando conoció la futura ruina de Montecasino: “Todo este
monasterio que he construido...”: Ambos episodios dejan entrever un genio constructor
a quien los edificios no le son indiferentes.
La fundación de Terracina será, en el libro IV, el escenario de una visión a distancia.
Cierto monje Gregorio recibirá, durante una comida, el anuncio de la muerte de su
hermano, el monje Especioso, ocurrida en ese momento en la lejana Capua209. Así, el
último episodio profético de la Vida de Benito ofrece el marco para un relato ulterior.
La galería de los milagros de profecía se concluye con una especie de ventana, que se
abre sobre el inmenso horizonte escatológico del último Libro de los Diálogos.
Pero incluso si no llega hasta esta perspectiva final, la mirada del lector es conducida
por un instante lejos de Montecasino. Es hermoso que los hechos de profecía se
terminen con un viaje en espíritu. Como esta sección estaba precedida por la fundación
de Casino, así ella se acaba con la de Terracina. De esa forma esta última se encuentra
en la bisagra de los milagros de profecía y los de poder, en la mitad del período
casinense.
Para que sirviera de conclusión a toda la sección profética, el excursus que cierra
nuestro relato reviste un significado particular. Comparando a Benito con Habacuc,
Gregorio no juega solamente su juego habitual: igualar a su héroe con los santos de la
Escritura, para elevarlo incluso por encima de ellos. De modo especial, tanto por su
nota espiritual como por su posición final, la presente comparación recuerda el trozo
que concluía la gesta de Subiaco -Benito lleno del espíritu de todos los justos, es decir
del Espíritu de Cristo210-, y anuncia la última página del Libro, donde Gregorio,
partiendo de los milagros póstumos de Benito y los mártires, se elevará hasta Cristo,
que ha dicho del Espíritu Santo: “Si no me voy, no vendrá a ustedes el Paráclito”211.
Bajo formas diversas, estas tres conclusiones conducen a la misma realidad suprema: la
vida del Espíritu, derramada en la tierra por Cristo.
El paralelo de Habacuc y Benito es mucho más que una reflexión ingeniosa sobre el
cómo del milagro de Terracina. Bajo la aparente ingenuidad de una explicación del
prodigio se oculta el designio de desembocar, al término de los milagros de profecía, en
esa “vida espiritual” a la cual tiende todo el esfuerzo del Gregorio narrador, como así
también el de Benito fundador. El viaje a Terracina es un viaje “en espíritu”, pero ese
modo de transporte preternatural no es más que un instrumento y el signo de una
realidad propiamente espiritual: la vida cristiana perfecta, en el Espíritu Santo, que va a
comenzar en ese monasterio.
No es la primera vez que la historia de Habacuc y Daniel nos es presentada. Al
comienzo del Libro, la habíamos entrevisto cuando Gregorio narra la visita del
sacerdote a Benito el día de Pascua212. Aquí Gregorio mismo la convierte en una figura
del viaje milagroso a Terracina. En el primer caso, Benito desempeñaba el papel de
Daniel y recibía, como éste, un alimento corporal. Ahora, es con Habacuc con quien se
identifica, y su vuelo “en espíritu” contrasta con el desplazamiento corporal del profeta.
209
Dial. IV,9.
Dial. II,8,9.
211
Dial. II,38,4 (Jn 16,7). Las dos últimas palabras (spiritaliter amare) hacen pensar en las dos últimas que se leen
aquí (spiritaliter pergeret). Allí, el “amor espiritual” de después de la Resurrección se opone a la visión corporal de
antes de la Pasión. Aquí, “el viaje espiritual” del santo cristiano se contrapone al desplazamiento del profeta del
Antiguo Testamento (Dn 14,32-30).
212
Dial. II,16-7.
210
83
Lo que lleva a Terracina no es un alimento terrestre. Es la vida por excelencia, la
verdadera vida, esa “vida espiritual” en que consiste -tomar nota de la equivalencia- la
vida monástica.
84
Capítulo 22 (continuación)
5. PEDRO: ... Quisiera ahora saber, cómo se mostró este hombre en su manera habitual
de hablar.
Capítulo 23
1. GREGORIO: Ninguna palabra suya, Pedro, ni siquiera en sus conversaciones
habituales, estaba desprovista de eficacia milagrosa, porque al tener su corazón
siempre fijo en las realidades de lo alto, en modo alguno podían caer en vano las
palabras de su boca. Y si alguna vez decía algo, no ya como una orden sino tan sólo
como una amenaza, su palabra tenía tanta fuerza como si la hubiera pronunciado a
modo de sentencia y no dubitativa o condicionalmente.
2. No lejos de su monasterio vivían en casa propia dos religiosas de noble linaje, a las
que un hombre piadoso proveía de lo necesario para el sustento material. Pero como en
algunos la nobleza de estirpe suele originar bajeza de espíritu -pues al recordar que han
sido más que otros, están menos dispuestos a menospreciarse en este mundo- las
mencionadas religiosas todavía no habían aprendido a dominar perfectamente su
lengua con el freno de su hábito, y con frecuencia provocaban con palabras ofensivas la
ira de ese hombre piadoso que les prestaba servicio en sus necesidades materiales.
3. Éste, después de tolerar durante mucho tiempo tal situación, se dirigió al hombre de
Dios, y le contó las muchas afrentas que tenía que escuchar. Al oír estas acusaciones
contra ellas, el hombre de Dios les mandó decir en seguida: “Corrijan su lengua, porque
si no se enmiendan, las excomulgaré”. En rigor, él no pronunció una sentencia de
excomunión sino tan sólo una amenaza.
4. Pero ellas no modificaron en nada su conducta. A los pocos días murieron y fueron
sepultadas en la iglesia. Y cuando allí se celebraba la misa solemne y el diácono, según
el uso, decía en voz alta: “Si alguien está excomulgado, que se retire”, la nodriza de
estas religiosas que solía ofrecer al Señor la oblación por ellas, las veía abandonar sus
sepulcros y salir de la iglesia. Como repetidas veces observara que a la voz del diácono
salían fuera sin poder permanecer dentro de la iglesia, recordó lo que el hombre de
Dios les había ordenado cuando aún vivían. En efecto, había dicho que si no corregían
sus costumbres y sus palabras, las privaría de la comunión.
5. Con gran tristeza se comunicó esto al servidor de Dios. Él, sin pérdida de tiempo,
entregó de su mano una ofrenda, diciendo: “Vayan y hagan ofrecer al Señor por ellas
esta oblación, y en adelante ya no estarán excomulgadas”. Una vez que se inmoló la
ofrenda por ellas, aunque el diácono dijera, según la costumbre, que los excomulgados
debían salir de la iglesia, ya no se las vio abandonar el lugar. Con lo cual quedó
indudablemente manifiesto que, si ellas no se retiraban más con los que estaban
privados de la comunión, era porque la habían recuperado del Señor, por mediación del
servidor del Señor.
6. PEDRO: Es verdaderamente admirable que un hombre, por más venerable y santo
que fuera, viviendo aún en esta carne corruptible, haya podido absolver a unas almas
que ya se hallaban ante el tribunal invisible.
GREGORIO: ¿Acaso, Pedro, no vivía aún en esta carne aquel que oía las
palabras: “Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que
desates en la tierra, quedará desatado en el cielo” (Mt 16,19)? Este poder de atar y
desatar lo poseen ahora aquellos a quienes incumbe la dirección espiritual en virtud de
su fe y sus costumbres. Mas para que el hombre terreno pueda tener un poder tan
85
grande, el Creador del cielo y de la tierra vino desde el cielo. Y para que la carne pueda
juzgar también a los espíritus, Dios hecho carne a causa de los hombres se dignó
concederle este poder. Así nuestra debilidad se elevó por encima de sí misma, porque la
fuerza de Dios se hizo débil por debajo de sí.
7. PEDRO: La razón de tus palabras está de acuerdo con el poder de sus milagros.
Capítulo 24
1. GREGORIO: Un día, uno de sus monjes, muy joven, que amaba a sus padres
excesivamente, se fue a casa de ellos, luego de haber salido del monasterio sin la
bendición. El mismo día que llegó, murió y fue enterrado. Al día siguiente, apareció su
cuerpo fuera del sepulcro. De nuevo intentaron enterrarlo; al otro día lo encontraron
otra vez, como la víspera, rechazado y privado de sepultura.
2. Acudieron entonces rápidamente a los pies del Padre Benito, y le pidieron con fuertes
sollozos que se dignara concederle su gracia. En seguida, el hombre de Dios les entregó
la comunión del Cuerpo del Señor y les dijo: “Vayan y pongan el Cuerpo del Señor sobre
su pecho y entiérrenlo”. Así lo hicieron, y la tierra retuvo el cuerpo y no lo rechazó más.
Ya ves, Pedro, cuál no sería el mérito de este hombre ante el Señor Jesucristo, que hasta
la tierra rechazaba el cuerpo de aquel que no tenía el favor de Benito.
PEDRO: Si, me doy cuenta y el hecho me llena de admiración.
Capítulo 25
1. GREGORIO: Cierto monje, que había cedido a la veleidad de su mente, no quería
permanecer en el monasterio. A pesar de que el hombre de Dios lo había reprendido y
exhortado con frecuencia, en modo alguno consentía en permanecer en la comunidad y
le insistía con ruegos importunos que lo dejara en libertad. Un día el Padre venerable,
cansado de su impertinencia, le ordenó airado que se fuera.
2. Mas apenas salió del monasterio, se encontró en el camino con un dragón que lo
agredía con las fauces abiertas. Cuando el dragón hacía ademán de devorarlo, él,
temblando y agitándose, empezó a gritar con toda su fuerza: “¡Corran, corran, porque
este dragón quiere devorarme!”. Los hermanos que acudieron corriendo no llegaron a
ver al dragón, pero llevaron de vuelta al monasterio al monje asustado y estremecido.
Éste prometió en seguida que ya nunca más volvería a abandonar el monasterio. Y
desde aquel instante permaneció fiel a su promesa. La verdad es que por las oraciones
del hombre santo había visto al dragón que lo hostigaba, y al que antes seguía sin verlo.
Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb213
La serie de milagros de profecía se concluía con un grupo de tres prodigios. La de los
milagros de poder comienza de la misma forma, pero esta nueva trilogía es mucho más
neta que la precedente. Si se podía dudar en aquella, en la presente los tres milagros
que encontramos están relacionados de manera evidente.
No en el sentido que formen un tríptico propiamente dicho, con un elemento central y
dos ventanas simétricas, como se encuentra a menudo en los Diálogos. Sino que estos
213
Trad. de: Grégoire le Grand. Vie de saint Benoît (Dialogues, Livre Second), Abbaye de Bellefontaine, Bégrollesen-Mauges, 1982, pp. 141-152 (Vie monastique, 14).
86
tres relatos están ligados dos a dos, el del medio hace de nexo por sus estrechas
relaciones con el precedente y con el que le sigue. Los dos primeros milagros son
hechos muy semejantes de muerte súbita en estado de pecado y de reconciliación por la
Eucaristía. Los dos últimos se parecen mucho por el delito de fuga del que se hacen
culpables -cada uno a su modo- los beneficiarios de los milagros.
Sin tener un centro, como es el caso de un tríptico, la presente trilogía tiene una gran
cohesión. Reunidos dos a dos, los tres hechos se hallan además relacionados por el
tema común de la salida, del regreso y de la permanencia: las monjas difuntas salen de
la iglesia en cada Misa, después permanecen; salida del monasterio, el pequeño monje
es expulsado de su tumba, pero terminará por quedarse; salida también, la del monje
apóstata que vuelve al monasterio y se queda.
La cohesión de este pequeño grupo aparece reforzada por la distribución de los roles:
dos mujeres primero, luego dos hombres. Pero lo que lo constituye como un bloque
bien definido es la relación de los tres episodios con el Libro IV. El hecho salta a la vista
por los dos primeros (episodios): por encima de muerte gloriosa de Benito, estas
muertes y estas eucaristías anuncian sobre todo la serie de finales trágicos, de tumbas
atormentadas, de almas en pena y de liberaciones por medio de la Misa que Gregorio
presentará en la última parte de su obra. En cuanto al tercer relato, esa visión del
dragón que convierte a un pecador tendrá también su réplica exacta en el último libro
de los Diálogos.
En la mitad de la Vida de Benito, Gregorio ha colocado un bosquejo de cuadros
escatológicos, que reserva para el final de la obra. Ya, si se recuerda, el relato de la
fundación de Terracina nos parecía anunciar la visión del más allá, de la cual el nuevo
monasterio será un día escenario. Pero se trataba de una preparación lejana, apoyada
sobre el marco externo de una de las escenas del Libro IV. Aquí, por el contrario,
recibimos, inmediatamente después de la fundación de Terracina, un verdadero
anticipo de esas revelaciones del mundo futuro.
***
Por su gran extensión y por el breve excursus con que termina, el relato sobre las dos
monjas se parece particularmente al episodio precedente. Entre el último milagro de
profecía y el primero de poder, Gregorio ha querido establecer una expresa relación:
uno ilustra el poder de Benito para comunicarse a distancia, el otro el poder de su
lenguaje habitual. De una forma externa esta relación no sólo une los dos prodigios,
sino también las dos grandes series de milagros de los que son el final y el comienzo.
Transición artificial y superficial, que encubre más que mostrar una de las
articulaciones mayores de la obra.
Dos monjas abren, por tanto, la serie de los milagros de poder. Otra monja está
destinada a cerrarlos. Pero mientras que las dos mujeres del principio solamente
padecen los efectos, terribles o benéficos, del poder del santo, la hermana de éste, al fin,
le impondrá su voluntad y le hará sentir su propio poder.
Mirando así hacia delante, el episodio vagamente hace pensar en rasgos precedentes.
Ante todo, estas monjas son de origen noble, y Gregorio lo dice de una forma que
recuerda la presentación de Benito en el Prólogo214, aunque la “nobleza” de esas damas
las coloca claramente por encima de la condición simplemente “libre” del joven
habitante de Nursia. Otro hecho que los relaciona es la presencia de una nodriza a su
lado después de la renuncia, aunque Benito pronto haya dejado a la suya para
desaparecer en un desierto, en tanto que las monjas conservan la de ellas y permanecen
214
Comparar Dial. II,1, Prol. 1: liberiori genere... ortus; 23,2: nobiliori genere exortare.
87
en su casa.
Sanctimoniales viviendo “no lejos del monasterio” ya hemos encontrado -a no ser que
sean las mismas- algunos capítulos más arriba215. Pero por su orgullo nobiliario, estas
dos mujeres nos llevan a pensar sobre todo en el monje que sostenía la lámpara, “hijo
de un magistrado”, que alimentaba pensamientos de desprecio hacia Benito mientras le
servía en la mesa216. La falta corregida allí por el santo -y esta observación vale también
para los dos relatos siguientes- se mantiene en el nivel relativamente elevado al que se
había llegado al final de la sección precedente. En cuanto a la forma particular que
adopta el orgullo en el relato presente -ya no sólo con pensamientos, sino también con
palabras- representa una novedad en la Vida de Benito, donde aún no habíamos
hallado faltas (cometidas) con palabras217. En el Libro IV, un relato macabro que se
parece al presente tendrá por heroína a otra monja insolente y charlatana218.
Este asunto de las monjas amenazadas de excomunión, víctimas de una muerte casi
súbita, visiblemente excluidas de la comunión, finalmente reconciliadas por una
ofrenda eucarística de la mano del santo, no sólo es uno de los más extraños de la Vida
de Benito, sino que sus múltiples elementos hacen de él un milagro complejo, o para
decirlo mejor, una cadena de milagros, cuyo rol respectivo y su encadenamiento debe
ser considerados con cuidado.
Lo que Gregorio subraya al comienzo es el poder de la simple palabra de amenaza que
tiene todos los efectos de una verdadera sentencia. Y lo que pone de relieve al final es el
poder de absolver a las almas del más allá. Pero entre estos dos prodigios, que son
objeto de comentarios, hay otro que pasa casi desapercibido, por ser rápidamente
narrado: la muerte de las dos mujeres, pocos días después de la reprimenda de Benito.
Aunque Gregorio lo presenta como si se tratase de un hecho natural, esas dos muertes
repentinas y conjugadas tienen toda la apariencia de un castigo del cielo, tal como se
encuentra más de un ejemplo en los Diálogos219, o al menos como un decreto especial
de la Providencia.
Mencionado sin comentario este acontecimiento juega un papel clave en el relato. Es el
que coloca a las monjas en su estado reprensible antes que ellas sean corregidas, y a
continuación concede efecto a la palabra de Benito sin que él lo quiera: la condición -“si
no se enmiendan”- se realiza, la amenaza se cumple automáticamente. Es él quien
transporta al más allá, con las culpables, la sanción con que fueron golpeadas, de modo
que Benito se encuentra haber “atado” con la excomunión a personas difuntas.
Si Gregorio pasa por sobre este evento capital es porque el santo no es claramente
responsable y su poder no se pone en evidencia por este hecho, al menos directamente.
Pero no hay que engañarse: en la muerte de las dos monjas, es el deus ex machina
quien condiciona todo el proceso maravilloso. Sin ese golpe de escena providencial no
tendríamos ninguno de los dos milagros celebrados por Gregorio: la amenaza eficaz
como una verdadera sentencia, y la absolución de las almas del más allá.
Hay otro hecho maravilloso que Gregorio presenta como natural: la visión de las dos
almas concedida a la nodriza. Esta persona común, a la cual el narrador no le atribuye
215
Dial. II,19,1.
Dial. II,20,1.
217
Al menos entre los discípulos del santo, beneficiarios de sus milagros educativos, porque deben recordarse las
murmuraciones de Florencio (8,1).
218
Dial. IV,53. Todo el final del Libro IV desarrolla dos tesis conexas: la sepultura de los difuntos en las iglesias les
es de poca ayuda, y pesar de su valía pueden ser expulsados (IV,52-56); la verdadera forma de auxiliarles es ofrecer
por ellos el sacrificio de la Misa (IV,57-62). Esta doble demostración está delineada aquí: las monjas son expulsadas
de la iglesia y socorridas por la Misa.
219
Dial. II,8,6; III,15,7; IV,33,3 y 54,2, etc.
216
88
ningún mérito particular, es gratificada con una clarividencia preternatural que hace
pensar en el carisma de Benito mismo. Como el santo, en Subiaco, había visto y hecho
ver por la oración al “niño negro”, como sólo él lo veía, (y) en Montecasino al diablo
cara a cara, como lo obtendrá también orando, dos capítulos después, para que uno de
sus monjes vea “el dragón”; aquí una mujer ve con sus ojos, no al diablo, sino dos
fantasmas de almas angustiadas. Y las ve como naturalmente, sin tener necesidad, al
parecer, de sus propias oraciones o las del santo.
Es por tanto “purificando el ojo del espíritu por una fe pura y una oración prolongada”
que se llega a ver un alma que ha salido de su cuerpo, objeto invisible a los ojos
corporales, dirá Gregorio al comienzo del Libro IV; citando en primer lugar la visión del
alma de Germán de Capua concedida a Benito220. El último libro de los Diálogos estará
lleno de fenómenos análogos, tanto que el lector -y puede ser que Gregorio mismoterminará por olvidar las altas exigencias de purificación mencionadas al comienzo.
Visiones y sueños, demonios y (difuntos) que retornan abundan, al extremo de dar la
extraña impresión de una comunicación incesante de este mundo con el otro, de una
presencia casi inmediata de los espíritus en nuestro universo carnal.
El hecho narrado aquí es un primer ejemplo de ese modo fantástico que se
desencadenará en el Libro IV. Allí como en el presente (capítulo), el lector se
preguntará sin cesar si se encuentra ante representaciones puramente fantásticas, o
ante objetos más o menos consistentes, pero Gregorio se cuida con esmero,
habitualmente221, de responder a esa cuestión.
Dos historias del Libro IV se parecen particularmente a la presente. Son relatos de
almas en pena que se muestran para pedir la ayuda de los vivientes. Un obispo y un
sacerdote son requeridos por fantasmas y obtienen su liberación del purgatorio, bien
por varios días de oración insistente222 (instante), bien por la celebración de Misas,
acompañadas de lágrimas, durante una semana223.
En este último caso, el medio instrumentado es parecido al de Benito. Pero éste no
necesita de siete Misas para obtener sus fines. Ni tampoco de las treinta Misas que
Gregorio mismo hará celebrar por uno de sus monjes muerto en desgracia224. Una sola
hostia que da de su mano y hace ofrecer en el altar basta para obtener el resultado.
La comparación con esos casos del Libro IV pone entonces de relieve, al parecer, el
poder superior de nuestro santo. Con todo, mirando más atentamente las
circunstancias son muy diferentes, como para quitar valor a tal comparación. Si bien se
trata de almas de difuntos en desgracia, las de las monjas no se encuentran
expresamente en el purgatorio, sino apartadas de la comunión de la Iglesia. Y lo que
pone fin a su pena no es una intercesión sacerdotal, apoyada o no sobre el sacrificio
eucarístico, sino el simple levantamiento de la excomunión, significada por la ofrenda
del santo.
Pero permanece el hecho que esta absolución de difuntos constituye una auténtica
maravilla, de la que Pedro y Gregorio admiran juntos su singularidad. Es grande, en
efecto, y más aún de lo que nosotros pensamos. Para medirla, hay que recordar las
declaraciones del papa Gelasio sobre Acacio. Este obispo de Constantinopla había
muerto un siglo antes (468) en ruptura de comunión con Roma. El episcopado oriental,
que le permanecía fiel, pidió a la Santa Sede que fuera absuelto. Por dos veces, Gelasio
220
Dial. IV,7 y 9.
Algunas indicaciones sobre este tema se ofrecen en nuestra Introducción (SCh 151), pp. 150-151, ns. 36-40.
222
Dial. IV,42,4.
223
Dial. IV,57,7.
224
Dial. IV,57,14-16.
221
89
declaró que le era imposible, fundándose justamente sobre la palabra de Cristo a Pedro
que Gregorio cita en este (capítulo): “Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el
cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo”225. Acacio no
estaba ya más “en la tierra”, el papa no podía “desatarlo”.
“En la tierra”: para Gelasio, estas palabras se aplican a las personas juzgadas y
significan que Pedro y sus sucesores pueden absolver las almas de los vivientes, y sólo a
ellas. Para Gregorio, se aplican a la persona que juzga, por lo que subrayan la condición
terrenal del hombre “carnal” y “débil”. Por medio de esta nueva exégesis, que
reproducirá en un pasaje de su Comentario a los Reyes226, el papa de fines del siglo VI
revierte sin ruido la tesis de su predecesor. Gelasio negaba que le fuera posible absolver
a Acacio. Gregorio afirma que Benito absolvió totalmente a las monjas.
Así el mismo texto del Evangelio sirve de fundamento a dos tesis contrarias. Pero aquí
hay más que una simple cuestión exegética. La nueva interpretación corresponde a un
progreso doctrinal, que aparecerá en el Libro IV. Siguiendo a Agustín, Gregorio
desarrollará una doctrina del purgatorio, reconociéndole a la Iglesia una amplia
posibilidad de intervención en favor de los difuntos. Sin identificarse con la cuestión del
purgatorio, ésta de la suerte de los difuntos excomulgados está en conexión. No
sorprende, por tanto, que Gregorio se muestre más abierto que Gelasio, cuya actitud
negativa era todavía, a mediados del siglo VI, la misma del papa Virgilio227.
Por lo demás, estos dos predecesores de Gregorio hablan en su condición de pontífices
romanos, responsables de la doctrina y de la disciplina eclesiástica. En las cuestiones
graves que incumbían a toda la Iglesia, como la de Acacio y sus semejantes, es necesario
mantenerse en el minimum de los principios ciertos y de los poderes incontestables.
Aquí, por el contrario, Gregorio pone en escena a un simple abad, que amenazó
excomulgar a dos monjas. Y ese abad es un santo, cuyos poderes, de orden carismático,
desbordan las normas usuales228. Presentándolo como “vicario de Pedro”229, Gregorio
cuida de hacer notar que ocupa el lugar del Apóstol “por su fe y sus costumbres”. Como
la amenaza inicial debía su fuerza sorprendente al hecho que Benito “tenía su corazón
suspendido en lo alto” -en los cielos, junto a Dios-, así también su poder de desatar
hasta en el más allá provenía, sin duda, de esa cualidad excepcional de fe y costumbres
que le constituía como un verdadero sucesor espiritual del Pedro.
No es la primera vez que encontramos, en esta biografía, al Príncipe de los Apóstoles.
En Subiaco ya Benito lo había hecho revivir por el milagro de la marcha sobre las aguas,
y más tarde, Gregorio había evocado su “vuelta en sí” al salir de la prisión, modelo de
las experiencias de Benito después de sus éxtasis230. Es por ese modo de imitación
carismática que nuestro santo, aquí, “ocupa el lugar” del gran Apóstol, como antes
había ocupado el de Pablo231.
Pero por encima de esos hombres de Dios, es al hombre-Dios mismo con quien
225
Mt 16,19, citado por Gelasio en el concilio romano del 495 (PL 59,190A; Collectio Avellana 103,28); Mt 18,18,
citado por Gelasio, Ep. 11, PL 59,59BC (Collectio Avellana 101,8), el año anterior (494). Ver ya León, Ep. 108,3 y
167,8 (sin referencias bíblicas).
226
Comentario sobre el libro Iº de los Reyes II,59. Correlativamente “en los cielos” no significa más, como en
Gelasio “a los ojos de Dios”, sino “después de la muerte, en el más allá”.
227
Collectio Avellana 83,215-216 (Constitución sobre los Tres Capítulos, dirigida a Justiniano el 14 de mayo de
553), donde Virgilio cita a Gelasio.
228
Cf. Dial. I,4,8-19, donde la predicación del abad Equitio, contraria a los cánones, es justificada por los signos del
cielo.
229
Igualmente el Maestro considera a los abades, al igual que a los obispos, como sucesores de los Apóstoles. Cf.
nuestro estudio Structure et gouvernememt de la communuaté monastique chez saint Benoît et autour de lui, que
aparecerá en las Actas del Congreso de Norcia-Cassino (sept.-oct. 1980), especialmente parágrafos III,2,3-4.
230
Dial. II,3,8-9 (Hch 12,11); 7,2, (Mt 14,28-29). Cf. 8,8.
231
Dial. II,17,2.
90
Gregorio relaciona los poderes de su héroe. La frase de conclusión descuella por su
particular belleza entre todos los pasajes que vibran por su fe en Cristo. Más aún que en
el excursus precedente, el de este capítulo claramente envía a la conclusión del ciclo de
Subiaco, donde la recapitulación de los cinco prodigios imitados del Antiguo y del
Nuevo Testamento se dirige a la gloria de Cristo, fuente única e inmediata de los
milagros de Benito al igual que la de sus modelos bíblicos232. También ahora como
antes Gregorio canta el abajamiento del Dios hecho carne233, causa de exaltación para
los hombres nacidos de la tierra. Y en los dos pasajes el Prólogo del cuarto evangelio
sugiere las fórmulas de esa glorificación de Cristo.
Cuando se recuerda que la figura de Cristo ocupará de nuevo la última página del Libro,
se advierte que el presente excursus hace, con el precedente, de enlace entre la
conclusión del ciclo de Subiaco y aquella de toda la Vida. Nada de sorprendente en esto,
porque estamos aquí en la unión de los milagros de profecía y de poder, en la mitad del
ciclo casinense. En este poste central Gregorio ha plantado el doble jalón de una
conmemoración de Cristo y del Espíritu, recuerdo de las personas divinas hacia las que
conduce a su lector a través de esta historia humana. Posiblemente también conviene
notar que la única mención de la Misa que ofrece la Vida de Benito se encuentra en este
capítulo medianero de la gesta de Montecasino.
***
Este misterioso y fascinante episodio (cap. 23), exigiría todavía mayores comentarios.
En cambio, al pasar al presente y al siguiente nos encontramos ante un material menos
amplio. Del primero (cap. 24), ya dijimos lo esencial: calcado sobre el episodio de las
dos monjas, esta historia del joven monje es como el doblete masculino. El Evangelio
también presenta dos pares de parábolas para uno y otro sexo234, pero en orden
inverso. Aquí el episodio en femenino no solamente es el primero, sino también el más
largo y detallado.
Falta que provoca la ruptura con el santo, muerte súbita, castigo que oprime en el más
allá a quien ha faltado, recurso de los parientes consternados al hombre de Dios,
reconciliación procurada por éste a través de la Eucaristía: todos estos puntos
esenciales son comunes a los dos relatos. El doblete que así forman no es menos
evidente que el de aquellos que abrían y cerraban la primera serie de profecías.
A esta analogía estrecha con el relato precedente se unen los detalles que anuncian
particularmente ciertos episodios del Libro IV. Allí se verá a un pecador quemado
lentamente en su tumba; otro, enterrado en la iglesia, será sacado de su sepulcro y
arrojado fuera del lugar santo; el cuerpo de un tercero desaparecerá, después de oírle
gritar: “Me quemo”235.
Volviendo al caso precedente de las dos monjas, notemos que la muerte súbita del
culpable aparece aquí, todavía más netamente, como un castigo del cielo, pero sin ser
esto mayormente señalado. Otra diferencia es que Benito significa su perdón no por un
pan para ofrendar, sino por medio de una hostia consagrada. Este detalle acentúa para
nosotros la rareza del hecho. Sin entrar en el uso extravagante de dar la Eucaristía a los
muertos, del que hemos hablado en otro lugar236, observemos que el pan consagrado
parece circular libremente entre manos que no son las de los sacerdotes: Benito sin
232
Dial. II,8,9, citando Jn 1,9. 16.
Con alusión a Jn 1,14.
234
Lc 13,18-21 (el hombre que siembra el grano de mostaza; la mujer que pone levadura en la masa); 15,4-10 (el
hombre de las cien ovejas; la mujer de las diez dracmas).
235
Dial. IV,33,3; 55,2; 56,1-2. Según Gregorio de Nacianzo, Sermón 21,33, el cuerpo de Juliano el Apóstata fue
igualmente arrojado de su tumba por un temblor de tierra.
236
Nota a Dial. II,23,2 (SCh 260, pp. 211-212).
233
91
duda no lo es, y tampoco los parientes del joven.
Nos es difícil representarnos esta situación, común en la Iglesia antigua, de laicos
disponiendo a su antojo de las especies eucarísticas recibidas en la liturgia. Entre los
numerosos hechos que la atestiguan, recordemos al menos este: hacia el inicio del
otoño de 519, el obispo Doroteo de Tesalónica hizo distribuir la comunión en grandes
cantidades, en virtud de una persecución que se anunciaba; así los fieles tendrían la
posibilidad, en ausencia de sus pastores, de comulgar durante largo tiempo237.
Excepcional únicamente por su abundancia, esta distribución en vistas a la comunión
en el domicilio era en sí misma algo normal. En todo tiempo la Eucaristía recibida en la
Misa podía ser enteramente consumida allí mismo, o bien reservada en parte por el
comulgante para un uso posterior, que quedaba a su criterio.
***
Habiendo salido para hacer una simple visita a sus parientes, ese monjecito murió
súbitamente y ya no retornó. Habiendo salido para no volver, pensaba él, el monje del
presente capítulo es llevado de vuelta al monasterio y permanece.
Este caso de un religioso que importuna a su superior con pedidos de salida, se
encuentra de nuevo en el Comentario a los Reyes. Después de haber alabado la Regla
benedictina por la severidad con que prueba a las vocaciones238, Gregorio observa que
aún la probación más seria no impedirá que ciertos sujetos quieran un día librarse de
sus votos. Como los Israelitas se lamentaban ante el Señor por el rey que ellos mismos
habían pedido, así estos monjes quieren irse luego de haber insistido para que se les
recibiera. Pero del mismo modo que el Señor no escuchó las quejas de Israel, el
superior no debe oír los “clamores” de esos desgraciados. “Porque a quienes son tibios
en los monasterios, hay que curarlos como a los enfermos, no echarlos como si fueran
muertos”. Puesto que han sido enviados por el Señor, pueden ser curados. Al superior
le corresponde ofrecerles todos sus cuidados, manteniéndolos con gran esfuerzo -y no
sin mérito- bajo el yugo que quieren abandonar239.
Esta línea de conducta señalada al superior, Benito no la sigue hasta el final. Después
de haber resistido por largo tiempo, termina por cansarse y ceder. Pero su
desfallecimiento no es más que aparente, porque la autorización de partida que
concede conducirá al apóstata hacia el camino de Damasco. Al ceder sólo le concede la
mano, como dicen los caballeros. La recuperación no tardará. Lo que no pudieron
obtener las amonestaciones y las correcciones, lo realizará la oración: procurándole al
fugitivo una visión, lo convertirá por las buenas.
Esta oración del abad por el hermano incorregible hace pensar en uno de los pasajes
más hermosos de la Regla benedictina. Pero también recuerda un episodio anterior de
la vida de Benito. En Subiaco ya el santo había obtenido, mediante dos días de oración,
que Mauro viera al demonio que empujaba fuera del oratorio a un monje. Los dos
relatos se parecen mucho, pero la visión del diablo es concedida a un simple testigo en
el primer caso, en tanto que a la víctima misma en el segundo. Esta diferencia implica
otra: visto en Subiaco como “un niño negro”, el tentador se muestra aquí bajo el aspecto
de un dragón que devora. Porque era necesario que el culpable fuera aterrorizado.
Además, su falta -una verdadera apostasía- es mucho más grave que la simple
extravagancia de su cohermano, en la misma línea de las faltas de inestabilidad.
Comparado con su precedente de Subiaco el presente relato es, en todos los aspectos,
237
Collectio Avellana 186,4 (Indiculus del obispo Juan); 225,7 (Suggestio del obispo Germán).
Comentario a los Reyes IV,70 (1 S 8,18), citando RB 58,1-2. 8. 12.
239
Comentario a los Reyes IV,73 (1 S 8,22).
238
92
más dramático. Para encontrarle paralelos exactos, hay que buscar al mismo tiempo en
la correspondencia de Gregorio y en la continuación de los Diálogos. La primera
informa que un monje de San Andrés en el Celio, el monasterio mismo de Gregorio, fue
preservado de la huida, que meditaba (realizar), por la visión de un perro furioso que el
Apóstol, patrón del monasterio, lanzó contra él240.
En cuanto al último libro de los Diálogos, mostrará dos veces a unos agonizantes
atormentados por la visión de un dragón que empezaba a devorarlos241. Sin buen
resultado en uno de los casos -el moribundo entrega su alma en medio de esos
tormentos- la visión obtiene, en el otro, la conversión del vidente. La historia es tanto
más semejante a la nuestra cuanto que el convertido era justamente un hombre joven
que vivía en un monasterio, pero refractario a la vida monástica. La diferencia consiste
en que el dragón se le aparece (en el presente episodio) a un hombre con buena salud, y
allí a un enfermo en su lecho de muerte242.
***
Los primeros milagros de poder nos conducen entonces hacia la región de lo
extraordinario. No sólo porque todo milagro es, por definición, un hecho asombroso,
sino también por un título especial: estos tres milagros entran en un mundo diferente al
nuestro, el de los muertos y el de los espíritus invisibles.
A este carácter particularmente extraño, los tres relatos agregan una nota severa, casi
angustiosa. Dos veces, un fin súbito, seguido de signos de reprobación en el más allá,
castiga faltas relativamente leves, y en el tercer caso, la amenaza de condena se añade a
la de la muerte. Pero la narración no se detiene en este aspecto sombrío. El poder del
santo se dirige hacia el bien, y nada detiene la acción de la beneficencia, ni la muerte en
estado de pecado, ni la ruptura de la apostasía. Cada partida es seguida por un regreso,
cada exclusión por una reintegración. Y si, en los dos primeros casos, Benito educador
tropieza con la muerte, este fracaso tiene como efecto desvelar que su poder, como el de
Cristo y el de la Iglesia a quien ella señala, se extiende a los campos sin límites de la
misericordia.
240
Reg. 11,26 = Ep. 11,44.
Dial. IV,40,4-5 (el joven Teodoro) y 11 (monje de Iconium).
242
Además, Teodoro fue liberado por la oración de sus hermanos reunidos alrededor de él in articulo mortis. Aquí la
oración de Benito interviene para hacer que el monje vea, no para preservarlo del dragón.
241
93
Capítulo 26
1. Tampoco quiero pasar en silencio lo que supe por el ilustre varón Antonio. Me
contaba que un esclavo de su padre había sido atacado de elefantiasis, a tal punto que
se le caía el cabello y se le hinchaba la piel, y no podía ocultar el pus cada vez más
abundante. El padre de Antonio envió al enfermo al hombre de Dios, y al instante el
esclavo recuperó su salud.
Capítulo 27
1. Tampoco callaré lo que solía contar su discípulo Peregrino. Cierto día un buen
cristiano, apremiado por la necesidad de cancelar una deuda, pensó que le quedaba
como única solución acudir al hombre de Dios y exponerle su urgente necesidad. Llegó
pues al monasterio y encontró al servidor de Dios omnipotente. Le expuso las graves
molestias que sufría de parte de un acreedor al que le debía doce monedas de oro. El
venerable Padre le respondió que no tenía las doce monedas, pero para consolarlo en su
necesidad, le dijo con amables palabras: “Vete, y vuelve dentro de dos días, ya que hoy
no tengo lo que debería darte”.
2. Durante estos dos días Benito se entregó a la oración, según su costumbre. Cuando al
tercer día regresó el angustiado deudor, inesperadamente aparecieron sobre el arca del
monasterio que estaba llena de trigo, trece monedas de oro. El hombre de Dios mandó
traerlas y se las entregó al afligido solicitante, diciéndole que devolviera las doce y se
guardara una para sus propios gastos.
3. Pero volvamos ahora a lo que me contaron los discípulos ya mencionados en la
introducción de este libro.
Un hombre sentía mortal envidia hacia un adversario suyo, y su odio llegó a tal
punto que puso veneno en su bebida sin que aquél se diera cuenta. Aunque el veneno
no llegó a quitarle la vida, le cambió el color de la piel, de modo que aparecieron en su
cuerpo unas manchas como de lepra. Pero al ser llevado al hombre de Dios, de
inmediato recobró la salud: en cuanto el santo lo tocó, desaparecieron todas las
manchas de su piel.
Capítulo 28
1. También por aquel tiempo en que la falta de alimentos afligía gravemente la
Campania, el hombre de Dios había distribuido entre diferentes necesitados todo lo que
había en su monasterio, al punto de que no quedaba casi nada en la despensa, con
excepción de un poco de aceite en un frasco de cristal.
En aquel momento se presentó un subdiácono, de nombre Agapito, pidiendo
insistentemente que le dieran un poco de aceite. El hombre de Dios que se había
propuesto dar todo en la tierra para recuperar todo en el cielo, ordenó que se diera al
solicitante ese poco de aceite que había quedado. El monje encargado de la despensa,
aunque ciertamente oyó la orden, difirió su cumplimiento.
2. Cuando poco después Benito preguntó si se había entregado lo que él había
dispuesto, el monje respondió que no lo había dado, pues de haberlo entregado no
hubiera quedado nada para los hermanos. Entonces, airado, Benito mandó a otros
hermanos que arrojaran por la ventana el frasco de cristal con el resto de aceite, para
que nada quedara en el monasterio contra la obediencia. Y así se hizo.
94
Ahora bien, debajo de aquella ventana se abría un gran precipicio erizado de
enormes rocas. El frasco naturalmente fue a dar a las rocas, pero quedó intacto como si
no hubiera sido arrojado, de modo que ni el frasco se rompió ni el aceite se derramó. El
hombre de Dios mandó recoger el frasco, y entero como estaba lo entregó al
subdiácono. Entonces, después de haber reunido a los hermanos, reprendió delante de
todos al monje desobediente por su falta de fe y su soberbia.
Capítulo 29
1. Después de hacer esta reprensión, se entregó a la oración con los hermanos. En el
mismo lugar donde estaba rezando con ellos, había una tinaja de aceite, vacía y tapada.
Como el hombre santo persistiera en la oración, la tapa de la tinaja empezó a levantarse
empujada por el aceite que subía. Removida y quitada la tapa, el aceite que seguía
subiendo desbordó y empezó a inundar el piso del recinto donde estaban postrados. Al
ver esto, el servidor de Dios Benito de inmediato puso fin a la oración, y el aceite dejó
de correr por el piso.
2. Entonces volvió a amonestar al hermano desconfiado y desobediente para que
aprendiera a tener fe y humildad. Y el hermano, corregido saludablemente, se
avergonzó, pues el venerable Padre acababa de mostrar con milagros ese mismo poder
de Dios omnipotente que antes le había insinuado al reprenderlo. Así en adelante nadie
podría dudar de las promesas de quien, en un instante, en lugar de un frasco de cristal
casi vacío, había devuelto una tinaja llena de aceite.
Capítulo 30
1. Un día, mientras que Benito se dirigía hacia el oratorio de san Juan, situado en lo
más alto de la montaña, le salió al encuentro el antiguo enemigo disfrazado de
veterinario, llevando un vaso de cuerno y un lazo. Al preguntarle: “¿Adónde vas?”, él
contestó: “Me voy a ver a los hermanos, para darles un brebaje”. Entonces el venerable
Benito se fue a rezar. Y cuando terminó su oración, volvió de inmediato.
El maligno espíritu, por su parte, encontró a un monje anciano que estaba
sacando agua, y al momento entró en él y lo arrojó al suelo atormentándolo
furiosamente. El hombre de Dios, que volvía de la oración, viendo que el anciano era
torturado con tanta crueldad, le dio tan solo una bofetada, y al instante expulsó de él al
maligno espíritu, de suerte que éste en adelante ya no se atrevió a atacarlo.
Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb243
Entre la trilogía claramente diseñada que se ha recorrido previamente y los dos relatos
con tesis que le seguirán, el grupo presente es uno de los menos coherentes de la Vida
de Benito. Sin duda, estos cinco hechos maravillosos demuestran todos el poder
operativo del santo, conforme al tema general de esta parte del Libro, pero su reunión
parece relevar, en gran medida, causas exteriores, y su relación no es orgánica.
Al considerar estos relatos, el hecho de conjunto que asombra es la presentación de
testigos particulares para los dos primeros, seguido por un retorno al testimonio
colectivo de cuatro abades que garantizan, después del Prólogo, los relatos de Gregorio.
He aquí, entonces, la curación de una elefantiasis -una especie de lepra-, relatada por el
243
Trad. de: Grégoire le Grand. Vie de saint Benoît (Dialogues, Livre Second), Abbaye de Bellefontaine, Bégrollesen-Mauges, 1982, pp. 155-169 (Vie monastique, 14).
95
secular Antonio (Aptonius), luego la historia de las trece monedas de oro conseguidas
por la oración, que testimonia el monje Peregrino. En seguida, los cuatro abades
retoman la palabra y narran dos hechos que extrañamente se asemejan a los
precedentes: la curación de una enfermedad de piel análoga a la lepra, y una
abundancia de aceite obtenida igualmente por medio de la oración.
Estas dos parejas similares de historias disparatadas, debidas a informantes directos,
son doblemente insólitas. Ante todo, porque Gregorio no introduce en ninguna otra
parte distintos testigos a no ser “los cuatro discípulos”, de los cuales además nunca
menciona el testimonio global, invocado al comienzo de una vez por todas244. Luego,
porque agrupa de buen grado sus relatos de a dos o de a tres, pero uniéndolos por un
tema común245; aquí, al contrario, cada pareja incluye dos relatos muy diferentes -una
curación y una producción ex nihilo- no estando el par sostenido más que por un nexo
extrínseco, y cada uno de los dos relatos encuentra su verdadero homólogo en la otra
pareja.
Este cuarteto de rimas cruzadas aparece además desarreglado por la presencia de un
quinto milagro, inserto entre los dos últimos. La producción del aceite milagroso sigue,
en efecto, al prodigio del recipiente de vidrio arrojado contra las rocas y que no se
rompe. Los dos episodios forman un solo relato continuo, y esta secuencia histórica
hace de ellos un par mucho más aparente que los que se consideraron antes. Se puede
pensar en la secuencia Rigo-Totila de los capítulos 14-15. Esos dos prodigios de la
sección “profecía” se suceden, según parece, con algunos días de intervalo. Aquí los
milagros relativos al aceite se suceden inmediatamente, y su relación es tan estrecha
que se requiere un esfuerzo de atención para captar la semejanza del segundo con el
prodigio de las piezas de oro.
En cuanto al último milagro, la liberación del monje poseído, recuerda un poco las dos
curaciones de lepra, tanto por su naturaleza curativa cuanto por su rapidez. Pero la
originalidad de este relato es grande, y sus homólogos en la Vida se encuentran en otros
pasajes. En el seno del presente conjunto, aparece aislado. Con lo que se agrava la
incoherencia relativa del grupo.
Para reducir un poco esta impresión de desorden, sólo se puede invocar un hecho: la
sucesión ordenada de los personajes, primero seculares, después monjes. El servidor de
Antonio (Aptonius), el deudor acorralado, la víctima del veneno, estos tres primeros
beneficiarios de los milagros de Benito son todos laicos. A continuación, el subdiácono
Agapito también es un secular, pero el celerario del monasterio y los hermanos que
oran con Benito pertenecen al mundo claustral. Finalmente, el senior poseído por el
diablo también es un miembro de la comunidad. A través del asunto del aceite, en el
que se vuelven a encontrar las dos categorías, se pasa sin ningún nexo de los seculares
al ámbito monástico.
Concluyamos esta visión de conjunto observando que Gregorio parece guiarse, en la
constitución de este grupo, por las semejanzas que ofrecen los relatos que llegan hasta
él desde diversas partes. Es así que parece explicarse el conjunto de los cinco primeros
milagros, habida cuenta del vínculo especial que une al cuarto con el quinto. Para la
última narración, que no se relaciona con claridad a alguna de las precedentes, puede
que exista, lo veremos, una relación especial con el grupo siguiente.
***
244
Se encuentra una sola mención de Valentiniano (Dial. II,3,1), y una referencia al testimonio particular de
Honorato (15,4). Esta última se coloca hacia la mitad de la sección “profecía”, como el retorno a los cuatro abades
aparece justo en la mitad de la sección “poder”.
245
Ver especialmente Dial. II,12-13; 18-19; 24-25; 34-37.
96
Las dos curaciones de las enfermedades cutáneas se parecen mucho: extrema sobriedad
del relato, que llega a tener en el primer caso una brevedad única; descripción de la
enfermedad, peregrinación hacia el hombre de Dios, curación inmediata obrada por
éste. De una parte y de la otra, Gregorio muestra un cierto interés por la patología,
dando, para caracterizar el mal, algunos detalles que no se encuentran en las
narraciones análogas de la Escritura y de las Vidas de los santos.
Las curaciones de los leprosos, en efecto, no faltan en la hagiografía, desde aquella que
realiza san Martín en la puerta de París hasta las dos que obra san Severino, pasando
por aquella que hizo san Romano, célebre en Ginebra246. Pero ninguno de estos
precedentes ha influenciado de modo claro los relatos gregorianos. Lo mismo se puede
decir de la larga historia del leproso Naamán curado por Eliseo. En su simplicidad, los
dos relatos de los Diálogos conducen ante todo a pensar en los evangelios, ya sea el
caso del que hablan los tres Sinópticos o de aquel que menciona sólo el Evangelio de
Lucas247. Cuando Benito, en nuestro segundo relato, “toca” al enfermo, que se cura
inmediatamente, se piensa en Jesús “tocando” a los leprosos y expulsando su mal con la
misma rapidez248.
Este el lugar para señalar que las curaciones son asombrosamente raras en la Vida de
Benito. Junto con algunos casos de exorcismos, de los que hablaremos más adelante,
estas dos únicas curaciones de enfermos asimilados a la lepra representan un tipo de
milagros señaladamente popular. Por su muy exiguo número al igual que por su
máxima brevedad, las narraciones de milagros tienen realmente una parte pobre en
esta obra de hagiografía.
***
El segundo favorecido por un milagro había sido envenenado con un brebaje que le
había dado de beber un enemigo envidioso. Este rasgo recuerda lo que le había
ocurrido a Benito en persona, según los mismos narradores, al final de su primer
abadiato. Pero este retorno hacia atrás concierne sólo a un detalle. Por el contrario, el
milagro de las monedas de oro, relatado entre las dos curaciones, repite, en su
sustancia misma, un prodigio anterior de los Diálogos, aquel del obispo Bonifacio de
Ferencio249.
Ese santo obispo era pobre, como Benito. Un día que unos mendigos le pidieron, no
encontró nada para darles. Sabiendo que su sobrino, el sacerdote Constancio, tenía
doce monedas de oro en su caja, aprovechó su ausencia para forzar el cofre, tomar las
monedas y distribuirlas. Al regresar el sacerdote, constató el robo y se encolerizó. Para
calmarlo, Bonifacio, que ya no tenía más recursos, fue a la iglesia. Entre las manos
extendidas del obispo en oración, doce piezas de oro, brillantes como monedas nuevas,
cayeron en su vestimenta. Al momento se las dio al sacerdote, no sin predecirle que su
avaricia no le reportaría la felicidad.
A pesar de algunos detalles diferentes, lo esencial de nuestro relato ya está en aquel: el
hombre de Dios, para hacer limosna, obtiene por la oración las doce monedas que
necesitaba. Comparado con Bonifacio, Benito se muestra más eficaz -además de las
doce monedas estrictamente necesarias, recibe una más- y menos rápido: en lugar de
obtenerlas inmediatamente, pasa dos días en oración.
246
Sulpicio Severo, Vida de san Martín 18,3-4; Vida de los Padres del Jura 45-47 (cf. Gregorio de Tours, Vida de los
Padres 1,4); Eugipo, Vida de san severino 26 y 34, donde la curación se describe como “un cambio de color”.
247
Lc 17,11-19 (los diez leprosos).
248
Comparar Dial. II,27,3 (contigit) y Mt 8,3 (tetigit); Mc 1,41 (tangens); Lc 5,13 (tetigit).
249
Dial. I,9,10-13.
97
En el plano literario, el relato del Libro II es mucho más sobrio que el precedente. Dos
veces más corto, también es menos rico en peripecias. Suena como un eco, que ofrece
un sonido débil. Se diría que, despojado de las circunstancias concretas que lo hacían
tan vivaz, y revestido muy pobremente, el esquema de la historia de Bonifacio se
introdujo en la gesta de Benito.
Esta reducción no le impide a Gregorio conservar los trazos morales de la primera
historia, e incluso agregar. El obispo Bonifacio había “hablado gentilmente” a su
terrible sobrino para aplacarlo. Benito hace lo mismo con su visitante para consolarlo,
al igual que lo había hecho con su nodriza y con los hermanos de Subiaco que no tenían
agua250. Otro rasgo edificante es su prolongada oración. Aquella de Bonifacio había
durado sólo un instante. La de Benito durará dos días, y ello en virtud de su propia
voluntad: él mismo había fijado ese plazo. Monje, Benito dedica más tiempo a la
oración que lo que puede hacer un obispo. Señalando que esa dedicación a la oración
era habitual en él, Gregorio abre una de esas raras ventanas que permiten vislumbrar
algún aspecto de las costumbres del santo.
Pero la originalidad más interesante del episodio benedictino consiste en la palabra
final, que hace aparecer en un segundo plano otro modelo. Si Benito recibe una pieza
más que Bonifacio, es para permitirle decir a su protegido: “Devuelve las doce y guarda
una para tus propios gastos”. Esta palabra evidentemente hace eco aquella de Eliseo,
cuando ayudó a la viuda multiplicando su aceite: “Ve, vende el aceite y devuélvele a tu
acreedor; después, tu y tus hijos vivirán con el resto”251. El paralelismo se impone tanto
más cuanto que Gregorio va a contar, en un instante, un milagro del aceite multiplicado
que se asemeja singularmente a aquel de Eliseo.
El presente prodigio combina aquellos de Bonifacio y Eliseo. Si los pobres de Ferencio
se habían convertido en deudores insolventes, es porque la gesta del profeta de Israel se
aproximaba a aquella del obispo toscano en los recuerdos del narrador -Gregorio o
Peregrino-. Como muchos otros relatos en la Vida de Benito, el presente tiene a un
mismo tiempo elementos de la Biblia y de la literatura hagiográfica.
***
Ya subyacente al asunto del deudor ayudado por un milagro, el episodio de Eliseo y de
la viuda vuelve irresistiblemente a la memoria cuando se pasa a la doble historia del
resto de aceite dado por caridad, y milagrosamente reemplazado por un barril lleno.
No son idénticas las circunstancias. El hambre en Campania -aparentemente el mismo
que el del capítulo 21- recuerda más bien la sequía que se vivía en tiempos de Elías,
cuando éste se hizo servir por otra viuda lo que a ella le quedaba para vivir,
prediciéndole en recompensa que nunca le faltarían ni el aceite ni la harina252. La fe y la
generosidad de Benito, dando sus últimas reservas, se parecen a las de esa mujer.
Pero el milagro del aceite que llena el barril es menos semejante a aquel de Elías que al
de Eliseo. Recordemos la escena del Segundo Libro de los Reyes: por orden de Eliseo,
la mujer pide recipientes a sus vecinas, cierra su puerta y, con sus hijos, comienza a
llenar con “el poco aceite” que le queda las vasijas253. Éstas se llenan una después de
otra. Cuando la última está llena, el aceite deja de correr... Esta detención del milagro
250
Blanda locutione (I,9,11) se vuelve a encontrar aquí, pero con consolatus (cf. II,,1,2; 5,2: blande consolatus; en el
segundo caso, como en el presente, “el consuelo” precede al milagro).
251
2 R 4,1-7.
252
1 R 17,10-16.
253
El nisi parum olei (2 R 4,2) se encuentra de nuevo en Dial. II,28,1. Cf. 1 R 17,12: nisi... paululum olei (un poco
menos próximo, al menos según la Vulgata).
98
se encuentra en Gregorio, aunque en una situación diferente. En lo esencial las dos
escenas se corresponden: de una y otra parte, el aceite milagroso llena en el momento
todo el volumen que se ofrece completar, mientras que en la historia de Elías, el aceite
se mantiene en un estado constante durante el transcurso de una hambruna
prolongada.
Sobre este fondo común a la Biblia y a los Diálogos se destacan los detalles propios del
presente episodio. En vez de recipientes múltiples, aquí hay un único barril, y el aceite
no sólo se multiplica, sino que aparece, sin materia preexistente, en el barril vacío. Pero
la principal diferencia es que en lugar de obrar, como la viuda y sus hijos, Benito y los
hermanos rezan. La eficacia de su oración está subrayada por la divertida anotación del
final: es necesario concluir la oración rápidamente porque el aceite desborda e inunda
el suelo.
Gregorio, por tanto, ha introducido la oración en el presente relato, al igual que la había
hecho durar dos días enteros, en lugar de unos instantes, en la precedente narración.
No es la primera vez que el Segundo Libro de los Diálogos muestra a Benito orando, allí
donde sus modelos literarios no hablan de oración254.
A este respecto es instructivo comparar el presente relato, no sólo con el Libro de los
Reyes, sino también con los Diálogos de Sulpicio Severo y la Vida de san Severino,
donde aparecen milagros casi idénticos. Según Sulpicio, el aceite se desborda de un
frasco que había recibido la bendición de Martín255. Allí también la multiplicación del
líquido resulta menos de un esfuerzo de oración que de una especie de efecto mágico.
Según, Eugipo, el biógrafo de Severino, este santo llenó una cantidad de recipientes
presentados por los pobres, sin que el aceite disminuyese en el vaso con el que se
vertía256. Una oración y la señal de la cruz precedían el prodigio, pero éste está calcado
de la historia de Eliseo, a la cual Eugipo envía expresamente. La oración está lejos de
desempeñar el papel principal que le asigna el relato de Gregorio.
***
De este milagro es necesario volver al que le precede inmediatamente: el frasco de
vidrio, conteniendo un poco de aceite, que es arrojado sobre las rocas sin que se rompa
ni el líquido se derrame. Cosa curiosa, un prodigio análogo se lee en el pasaje de
Sulpicio Severo que acabamos de citar. Inmediatamente después del desbordamiento
del aceite por efecto de la bendición de Martín, se menciona “un vaso de vidrio” -la
misma expresión de la que sirve Gregorio- que contenía también aceite bendecido por
el santo y que cae del borde la ventana sin romperse257. Esta aventura, que presenció
Sulpicio mismo, es relatada por él con términos de los cuales Gregorio parece acordarse
muy bien. Es posible, entonces, que el historiador de Benito siga al de Martín en estas
dos historias gemelas, no sin invertirlas y unirlas en un relato común.
Sin embargo, ciertos rasgos hacen pensar en otros modelos. Cuando Benito ordena
arrojar el recipiente por la ventana, se piensa en una anécdota de Casiano: puesto a
prueba por su anciano, el joven monje Juan de Licópolis no vacila en tirar por la
ventana un frasco de aceite, su única provisión258. Más allá de la semejanza de los
hechos, este ejemplo de obediencia inmediata y ciega se asemeja particularmente a la
orden de Benito, por el hecho que constituye una protesta contra la desobediencia. Más
aún, los dos relatos tienen en común la situación de penuria, haciendo de la acción un
254
Cf. Dial. II,11 (y el comentario).
Sulpicio Severo, Dial. III,3 (213C). Cf. Gregorio de Tours, Mir. S. Mart. II,32.
256
Eugipo, Vida de san Severino 28. Este milagro ocurre poco después de la curación del primer leproso (26), al igual
que en Gregorio. Y allí también el aceite se desborda, y luego se detiene súbitamente.
257
Sulpicio Severo, Dial. III,3 (213D). Ver nuestra nota en SCh 260, pp. 218-219.
258
Casiano, Instituciones 4,25.
255
99
desafío a la prudencia.
Pero la historia de Casiano termina con en este gesto heroico, que no es seguido de
ningún milagro. La de Gregorio, por el contrario, concluye con el doble prodigio del
frasco que no se rompe y el aceite que no se derrama. A este respecto es necesario
relacionar el nuestro con los dos milagros contados por autores anteriores. Según
Optato de Milevi, una ampolla de crisma, que los donatistas habían arrojado por la
ventana, quedó “intacta en medio de las rocas”; según uno de los biógrafos de Cesáreo,
un pequeño frasco de aceite bendecido por el santo se rompió, pero el líquido no se
derramó259.
Estos dos antecedentes tienen su interés, pero no se puede probar que Gregorio los
tuviese en la memoria, sobre todo el segundo. Por el contrario, los relatos de Casiano y
Sulpicio Severo tienen todas las posibilidades de haber inspirado la presente historia.
Su combinación basta para darse cuenta: como el viejo monje de Oriente, Benito hace
arrojar el objeto por la ventana, y como los discípulos de Martín, sus hijos lo recogen
intacto. La maravilla moral del desierto de Egipto va acompañada del milagro físico de
la Galia. El santo de Montecasino reúne en un solo acto dos de las más célebres
“virtudes” de los Padres.
***
Juan de Licópolis y Martín, Martín y Eliseo. Cuando se reconocen los dos precedentes
que parecen haber sugerido cada una de nuestras dos historias, resulta casi imposible
que Gregorio o sus informantes pudieran tener en la cabeza otros modelos. Por lo tanto,
si se consideran los dos episodios no de forma separada, sino la historia global que
forman en conjunto, aparece el diseño de un esquema narrativo que se relaciona bien
con un modelo definido y abundantemente representado.
El ejemplo más antiguo que conocemos es la historia que abre la parte martiniana de
los Diálogos de Sulpicio Severo. A punto de celebrar una misa solemne, el obispo de
Tours es abordado por un mendigo, que le pide ropa. (Martín) le ordena a su arcediano
que le compre ese objeto inmediatamente. El arcediano tarda en obedecer, y el mendigo
vuelve a la carga. Entonces Martín, en la sacristía, se quita la túnica y se la da.
Ocultando su desnudez con una gran capa, aguardará a que el arcediano le traiga el
precario hábito destinado al pobre y poniéndoselo celebrará con ese atavío ridículo la
misa ante el pueblo. Pero se producirá un milagro durante esa liturgia: una esfera de
fuego brillará alrededor de la cabeza del santo260.
Puede advertirse lo que esta anécdota tiene en común con nuestra historia. Como
Martín, Benito es solicitado por un pobre y ordena darle lo que pide. También como
Martín, no es obedecido. Finalmente, como Martín, su generosidad no se detiene por
causa de las dilaciones de su subordinado, y ella es recompensada con un milagro.
Articulada en tres actos y un epílogo, la obra es interpretada por tres personajes: el
buen santo, el mal ecónomo y el mendigo.
Sin embargo, este primer representante del género todavía no lo muestra acabado.
Después de él el esquema adquirirá mayor precisión, evolucionando en una dirección
que es justamente la de la Vida de Benito. El santo y su entorno serán ubicados en una
situación de carestía, que tornará heroica la caridad hecha al pobre. El subordinado del
santo no pecará simplemente por negligencia, sino por deliberada resistencia, debida a
259
Optato, Sobre el cisma de los Donatistas II,19; Vida de Cesáreo I,39; Ver también Vida de los Padres de Jura
163.
260
Sulpicio Severo, Diálogos II,1-2. Es la repetición, en el transcurso del episcopado del santo, de la célebre historia
de la vestidura dada por el catecúmeno al pobre de Amiens (Vida de san Martín 3,1-4).
100
la prudencia humana o a la falta de fe. El milagro no será sólo un signo de la aprobación
divina concedida al santo, sino una ayuda que pone fin a su miseria y a la de los suyos.
Este esquema ya lo presenta, a pesar de su brevedad, un breve relato del historiador
Sozomeno sobre san Epifanio, obispo de Chipre. Su generosidad era tal que el ecónomo
de la Iglesia murmuraba: el dinero empezaba a faltar. Entonces, alguien trajo una gran
bolsa de dinero y desapareció261.
Mucho más larga, la historia de Cesáreo de Arlés y su ecónomo completa el bosquejo.
Era una época turbulenta, en que la ciudad rebosaba de prisioneros liberados, a quienes
les faltaba todo. El obispo los alimentaba generosamente. Pero los víveres empezaron a
faltar, y el ecónomo le pidió que terminara con sus dádivas, de lo contrario, no habría
pan para el día siguiente. Cesáreo se refugia en la oración “conforme a su
costumbre”262, y sintiéndose inmediatamente oído, increpa a su incrédulo ecónomo
ordenándole alimentar a los indigentes como de costumbre, sin dejar un solo grano de
trigo en el granero; en cuanto al mañana, Dios proveerá. Así se hizo, a pesar de las
murmuraciones de los clérigos. A la mañana siguiente, al amanecer, los reyes
burgundios enviaron tres grandes naves llenas de trigo.
En un marco monástico, que recuerda más exactamente a Montecasino, se encuentra
de nuevo el esquema en Cirilo de Escitópolis, biógrafo del gran abad palestino Eutimio.
Pero este autor griego tiene menos posibilidades de haber sido leído por Gregorio.
Dejémosle entonces para considerar tres relatos latinos que forman un grupo aparte,
caracterizado por una variante común: la incredulidad del colaborador del santo
conlleva una reducción del milagro, proporcional a lo que fue negado al Señor.
A la cabeza de ese grupo marcha Constancio de Lyon, biógrafo del obispo Germán de
Auxerre. Por no haber dado al obispo más que dos de las tres monedas de oro que
quedaban, y que éste le había ordenado distribuir a los pobres, el diácono auxerrense
que lo acompañó a Italia vio llegar un don de la Providencia ciertamente inesperado,
pero reducido a doscientas monedas. Faltaban cien, comenta Germán: Dios hizo la
misma retención que su servidor infiel. Según Gregorio de Tours, la misma historia les
sucedió a Paulino de Nola y su esposa Terasia: éste no queriendo dar el único pan que
les quedaba, perderá una nave, hundida en el mar, de la flotilla de trigo y vino que venía
a recompensar la fe del santo. En el siglo siguiente, el autor de las Vidas de los Padres
de Mérida relata un rasgo semejante del obispo Masona263.
En estos tres casos es Dios mismo quien, por el milagro final, le da una lección al
personaje infiel. En nuestro texto, al contrario, como en la Vida de Eutimio, el santo se
encarga de amonestar al culpable como corresponde a un abad, responsable de la
educación de sus monjes. Benito lo hace en dos ocasiones, subrayando Gregorio cada
vez el doble objeto de la reprimenda: falta de fe y de confianza, por una parte264,
desobediencia y orgullo por la otra. Aquí y allá la amonestación sigue al milagro y
recibe de éste su particular acento. En la primera reprimenda, es el tema de la
obediencia el que domina; en la segunda, se trata sobre todo de la fe en Dios
todopoderoso265.
261
Casiodoro, Historia tripartita 9,48 = Sozomeno, Historia eclesiástica 7,26. Cf. Vidas de los Padres del Jura 6870 (trigo multiplicado; aquí, sin embargo, la penuria no viene formalmente atribuida a la caridad).
262
Vida de Cesáreo II,7 (consuetudinaria). Esta oración no es larga como aquella de Benito, pero el ecónomo es
acusado de infidelitas como el celerario de Cassino, y la profecía de Cesáreo (cras dabit Deus) hace pensar en
aquella de Benito en Dial. II,21. Hay una referencia a Elías y la viuda (1 R 17,14).
263
Cirilo de Escitópolis, Vida de Eutimio 17 (cita 2 R 4,44 y 1 R 17,14); Constancio, Vida de Germán 33; Gregorio
de Tours, Sobre la gloria de los confesores 111; Vida de los Padres de Mérida 13.
264
Infidelitas (28,2) parece corresponder a diffidendem... fidem (29,2), más que a inoboedientiem. No se trata de una
falta de obediencia, sino de una falta de fe. Cf. 8,10, donde los infideles son los paganos que no creen.
265
Omnipotens Domini (29,2) recuerda omnipotens Dei (27,1). Este eco confirma la homología de las dos historias.
101
Benito, el celerario y el pobre subdiácono: la historia que desarrollan estos dos
capítulos proviene de una tipología que tiene al menos dos siglos de antigüedad. En
cuanto a los rasgos morales que pone en evidencia, son por un lado la generosidad del
santo que “da todo” -la expresión se repite en el primer capítulo-, y por el otro su fe en
la justicia divina, que le lleva a orar para conseguir el milagro. Las dos actitudes están
conectadas, porque dar todo aquí abajo supone no sólo que se espera “recuperar todo
en el cielo”, como lo señala Gregorio, sino que también se espera recibir, gracias a la
oración, los auxilios necesarios para la vida presente. Por lo demás, cada uno de estos
rasgos se vuele a encontrar, de forma discreta, en el relato precedente o siguiente: la
generosidad de Benito y su pobreza ya aparecen en la historia del deudor, y su oración
reaparecerá en la historia del poseso curado.
***
Este relato nos lleva de nuevo al tiempo en que Benito tomaba posesión de
Montecasino. Recordado por la mención del oratorio San Juan, ese período de
construcciones fue también un tiempo de violencias diabólicas, que se reproducen
ahora bajo la forma inédita de una posesión. La aparición del diablo anunciando un mal
golpe contra los hermanos, es un verdadero doblete de aquella del capítulo 11.
Más atrás aún el lector encontrará, en los milagros de Subiaco, un hecho muy
semejante. Al igual que Benito había liberado, golpeándolo con un bastón, al monje
arrastrado por el demonio fuera del oratorio, igualmente aquí cura el poseso dándole
una bofetada. En uno y otro caso el demonio “no se atrevió” a retornar. El presente
exorcismo se parece a esa curación de Subiaco más que a aquella del clérigo de Aquino,
contada a propósito de una de las profecías, en la cual el diablo había sido expulsado
por la oración.
Además de estas analogías con episodios anteriores, nuestra historia tiene relaciones
llamativas con varios relatos hagiográficos. Los primeros en que se piensa -tanto nos ha
acostumbrado Gregorio a mirar en esa dirección- son dos de las apariciones del diablo
que Sulpicio Severo cuenta en la Vida de Martín. Al comienzo, cuando Martín va a
Italia, “se encuentra” con el diablo, camuflado bajo una “forma” humana, que “le
pregunta adónde va”266. Aunque la pregunta la formula el diablo, no el santo, ese
encuentro en el camino y el diálogo con Satanás, iniciado con esa pregunta, se parecen
mucho al que leemos en el presente texto.
Sin embargo, la continuación de la entrevista toma en Sulpicio Severo una dirección
diversa. Se limita a un intercambio de palabras. Para hallar como aquí malos tratos
contra los compañeros del santo, hay que pasar a la segunda aparición, acompañada de
la muerte de un servidor laico de Marmoutier267. No es necesario volver sobre los
detalles de ese episodio, que ya sirvió, como se recordará, de telón de fondo al relato
gregoriano del capítulo 11. Recordemos solamente que el diablo se le aparece a Martín
con un cuerno en la mano. Aquí tiene el mismo objeto, pero ha cambiado su sentido: en
lugar de un arma de muerte, el cuerno no es más que un instrumento del veterinario.
Esta transformación de un rasgo particular corresponde a la diferencia global de los dos
relatos. El de Sulpicio Severo es sombrío y dramático, el de Gregorio jovial, casi
humorístico. De un asesinato se pasa a una posesión breve, detenida por una simple
bofetada. Como en el capítulo 11, el asunto termina bien, pero esta vez Benito ni
siquiera necesita hacer un esfuerzo y orar. La oración ya la había hecho en el oratorio
San Juan. Ahora le basta un golpe para expulsar definitivamente al diablo.
266
267
Sulpicio Severo, Vida de san Martín 6,1.
Ibid. 21.
102
Los dos antecedentes martinianos, por tanto, ofrecen un importante sustrato de rasgos
originales. Pero no hemos terminado de descubrir el plan que está por detrás de
nuestro relato. Todavía más que en la obra de Sulpicio Severo, hay que pensar en un
apotegma del abad Macario, que fue traducido al latín, hacia mediados del siglo VI, por
uno de los predecesores de Gregorio, el papa Pelagio Iº268.
Esa larga historia puede resumirse de la siguiente manera. Habitando en el desierto
sobre una elevación, Macario un día vio al diablo que se dirigía hacia la parte baja del
mismo desierto, donde habitaban un cierto número de hermanos. El disfraz del
Maligno era pobre. Como un vendedor ambulante, llevaba frascos enganchados a su
vestimenta. Ante la pregunta: “¿Adónde vas?”, él respondió: “Les voy a recordar
algunas cosas a los hermanos”. “¿Y esos frascos?”. “Son diversos licores que les daré a
degustar; hay para todos los gustos”. Inquieto por tales declaraciones, Macario se
quedó al acecho del retorno del miserable y supo que casi todos los hermanos lo habían
rechazado, pero uno de ellos se había dejado seducir por la tentación. Inmediatamente
el santo abad visitó a ese hermano tentado, y obteniendo su confesión, le prescribió una
ascesis para vencer el mal. Retornando a su lugar, Macario encontró de nuevo, algún
tiempo después, al mercader ambulante, que volvía a hacer su gira entre los hermanos.
Pero esta vez el regreso de Satanás fue lastimoso: su anterior víctima no quiso saber
nada; aquel ya no volvería por mucho tiempo
Se puede apreciar todo lo que tienen en común Benito y Macario. Como el abba del
desierto de Egipto, el de Montecasino se encuentra -no habitualmente, es verdad, pero
al menos de forma pasajera- sobre la altura dominante del lugar donde se encontraban
los hermanos: el oratorio de San Juan -Gregorio se toma el trabajo de notarlo aquí, y
sólo aquí- “situado en lo más alto de la montaña”. Mientras se hallaba allí arriba, a
corta distancia de los hermanos, el diablo los visitó. Como en el apotegma egipcio les
llevó de beber, no en frascos esta vez, sino -más groseramente- con un vaso de cuerno.
Este “cuerno” sabemos de dónde viene... Es eso sin duda lo que sugirió el cambio de
disfraz de mercader ambulante a veterinario.
Martín y Macario, Sulpicio Severo y las Vidas de los Padres: se asiste a una nueva
combinación de modelos, semejante a la que hemos observado en tres escenas
anteriores. Como Benito, en el asunto de las monedas de oro, se identificaba
simultáneamente con el obispo Bonifacio y el profeta Eliseo, igualmente ahora él revive
al mismo tiempo la experiencia del santo obispo de Tours y la del gran monje egipcio.
No sólo el vaso de cuerno que ve en las manos del diablo tiene gran semejanza con el
cuerno ensangrentado de Marmoutier y con los frascos envenenados del desierto de
Egipto, sino que la posesión que va a curar está a medio camino entre el homicidio del
episodio martiniano y la tentación del apotegma macariano: físico como el primero de
esos males, remediable como el segundo.
Pero prosigamos nuestra comparación con el apotegma. Allí como en el texto de
Gregorio, a diferencia del de Sulpicio Severo, es el santo quien interroga al diablo. El
diálogo comienza de la misma forma: “Dónde vas?”. -“Voy a ver a los hermanos”. Pero
en lugar de continuar Gregorio se detiene allí. Su relato resulta mucho más corto que el
apotegma. Contrariamente a Macario, Benito no pregunta ni recibe ninguna
explicación sobre la “poción” maléfica.
El mismo propósito de acortar se observa en lo que sigue. El Maligno no regresa ni hay
noticias de sus fechorías. Como Macario, Benito desciende hacia los hermanos, y ve con
268
Vidas de los Padres V,18,9 (PL 73,981-982). Mismo relato en Pascasio de Dumio, Liber geronticon 10,4, pero su
Quo vadis? Difiere del Ubi vadis? De Pelagio, que se encuentra en Gregorio. Texto griego: Apotegma Macario 3 (PG
65,261).
103
sus ojos -sin que Satanás tenga necesidad de informarle- al hermano atormentado. En
efecto, en esta ocasión el tormento no es moral sino corporal: la tentación secreta del
apotegma es substituida por una espectacular posesión. De allí que no haya diálogo
entre el abad y el hermano: en vez de consejos edificantes, una bofetada pone fin a la
crisis. Como en el apotegma, el remedio administrado por el santo se revela soberano:
el diablo es vencido por el bien. Pero este resultado no necesita de una nueva visita de
Satanás para verificarse. Ya queda adquirido totalmente. Es para siempre: no
solamente el diablo no se presentará “antes de mucho tiempo”, sino que “en adelante ya
no se atreverá a atacarlo”.
En esta transformación del apotegma macariano, dos rasgos son de singular
importancia. Ante todo, el reemplazo de la tentación diabólica por la posesión, y aquel
de los consejos del santo por una especie de exorcismo expeditivo. La nueva escena
lleva a pensar en los evangelios, donde posesiones y exorcismos son numerosos269. En
particular en la curación del niño epiléptico, después de la Transfiguración de Jesús.
Según Marcos, el niño era arrojado por tierra por el demonio y daba vueltas echando
espumarajos270. “Tirado al suelo”, también el anciano monje de Montecasino, sufría un
tormento “furioso”, “cruel”. En estas anotaciones se vuelve a encontrar el interés de
Gregorio por la descripción clínica, ya evidenciado en el caso de los dos leprosos, pero
esta vez el Evangelio aparece tras la escena.
El otro hecho importante es que Benito, a diferencia de Macario, se muestra como
hombre de oración. Por más breve que sea la anécdota gregoriana en comparación con
el apotegma, ella trae este dato suplementario: yendo a orar Benito encuentra al diablo,
y volviendo de su oración cura al poseso. Sin duda, esta peregrinación al oratorio San
Juan juega un papel funcional en el relato, procura un intervalo en que el santo abad
está apartado de los hermanos, lo cual aprovecha el diablo para asaltarlos. Pero el
espíritu de oración que se manifiesta en Benito es llamativo. La amenaza del diablo no
le impide al santo ir a orar, y si regresa rápidamente, es sólo después de haber rezado,
tal como había decidido hacerlo.
De nuevo este rasgo recuerda los inicios de Montecasino y las luchas de entonces contra
Satanás, donde la oración tenía su lugar en cada episodio. En el presente grupo, como
se ha visto, también es honrada. Y sobre todo, ella es ubicada en el primer plano, no
sólo de la narración, sino también de las reflexiones del narrador, tanto en los dos
milagros que seguirán, como en el episodio conclusivo de la oración victoriosa de
Escolástica.
269
270
Mt 8,28-34; 9,32-34; 12,22-30; 15,21-28 y paralelos.
Mc 9,14-29 (ver 14,20). Cf. Mt 17,14-20; Lc 9,37-43.
104
Capítulo 30 (continuación)
2. PEDRO: Quisiera saber si siempre obtenía estos milagros tan grandes en virtud de la
oración, o si a veces los obraba también mediante la sola manifestación de su voluntad.
GREGORIO: Los que con devoción están unidos a Dios, suelen obrar milagros de las
dos maneras, según lo exijan las circunstancias, de suerte que algunas veces realizan
estos signos por medio de la oración y otras los hacen gracias a su poder. Puesto que
Juan dice: A todos los que lo recibieron, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios
(Jn 1,12), ¿por qué admirarse de que quienes son hijos de Dios gracias a su poder,
puedan hacer milagros en virtud de ese mismo poder?
3. Que se obran milagros de las dos maneras lo atestigua Pedro, quien con su oración
resucitó a la difunta Tabita (cf. Hch 9,40), y con su reprensión entregó a la muerte a
Ananías y a Safira, por haber mentido (cf. Hch 5,1-10). No leemos, en efecto, que
hubiera rezado para que muriesen, sino solamente que les reprochó la falta que habían
cometido. Es evidente pues que unas veces los milagros se realizan por poder y otras
por la oración, puesto que Pedro a éstos les quitó la vida por una reprimenda y a
aquélla se la devolvió por la oración. Ahora te voy a contar dos hechos del fiel servidor
de Dios Benito, en los que se manifiesta claramente que uno pudo hacerlo por el poder
recibido de Dios y otro por la oración.
Capítulo 31
1. Un Godo de nombre Zalla que pertenecía a la herejía arriana, en tiempos del rey
Totila se enardeció con máxima crueldad contra los hombres fieles de la Iglesia
católica, hasta el punto de que cualquier clérigo o monje que se le pusiera delante, ya no
salía con vida de sus manos. Un día, abrasado por el ardor de su avaricia, ávido de
rapiña, afligió con crueles tormentos a un campesino, torturándolo mediante diversos
suplicios. Vencido por los sufrimientos, el campesino declaró que había confiado sus
bienes al servidor de Dios, Benito, para que el verdugo, al darle crédito, suspendiera
entre tanto su crueldad, y así pudiera ganar algunas horas de vida.
2. Zalla entonces dejó de atormentar al campesino, pero atándole los brazos con fuertes
cuerdas, lo obligó a ir delante de su caballo para que le mostrara quién era ese Benito
que se había hecho cargo de sus bienes. El campesino, caminando delante con los
brazos atados, lo condujo al monasterio del hombre santo, a quien encontró solo,
leyendo sentado junto a la puerta. El campesino dijo a Zalla que lo seguía enfurecido:
“He aquí al Padre Benito de quien te hablé”. Zalla fijó en él su mirada con ánimo
encendido y perversa ferocidad; y pensando que podría actuar con su terror
acostumbrado, empezó a gritar desaforadamente: “¡Levántate! ¡Levántate y devuelve
los bienes que de él has recibido!”.
3. Al oír estas palabras, el hombre de Dios al instante levantó sus ojos del libro, y
después de mirarlo, fijó su atención también en el campesino que estaba maniatado. En
cuanto dirigió su mirada hacia los brazos de éste, las cuerdas que los sujetaban
comenzaron a desatarse de un modo maravilloso y con tanta rapidez, que nunca
presteza humana alguna hubiera podido hacerlo con igual celeridad. Al ver que quien
había venido maniatado de pronto se encontraba desatado, Zalla, aterrado ante la
fuerza de un poder tan grande, cayó en tierra e inclinó su cerviz de inflexible crueldad a
los pies de Benito, encomendándose a sus oraciones. No por esto el hombre santo se
levantó de su lectura, sino que llamó a los hermanos y les ordenó que acompañaran a
Zalla adentro para que tomara un alimento bendecido. Cuando volvió junto a Benito,
éste lo amonestó diciéndole que debía cesar en los excesos de su insensata crueldad.
Zalla se retiró humillado, y en adelante ya no se atrevió a exigir nada al campesino, a
105
quien el hombre de Dios, sin tocarlo sino sólo mirándolo, había liberado de sus
ataduras.
4. Aquí tienes, Pedro, lo que dije: que los que sirven a Dios omnipotente más de cerca, a
veces pueden obrar milagros por poder. El que reprimió sentado la ferocidad del
terrible Godo y con su mirada desató las correas y los nudos que sujetaban los brazos
de un inocente, nos muestra, por la misma celeridad del milagro, que realizó lo que hizo
gracias al poder recibido.
Agregaré ahora otro gran milagro que pudo obtener por su oración.
Capítulo 32
XXXII.1. Cierto día en que el Padre Benito había salido con los hermanos a trabajar en
el campo, llegó al monasterio preguntando por él, un campesino, transido de dolor, que
llevaba en brazos a su hijo muerto. Cuando le dijeron que el Padre se encontraba en el
campo con los hermanos, al instante colocó a su hijo muerto frente a la puerta del
monasterio y, alterado por el dolor, se fue corriendo rápidamente en busca del Padre
venerable.
2. Pero a esa misma hora, el hombre de Dios regresaba ya con los hermanos del trabajo
del campo. Apenas lo divisó, el desdichado campesino empezó a gritar: “¡Devuélveme a
mi hijo, devuélveme a mi hijo!”. Al oír estas palabras, el hombre de Dios se detuvo y le
dijo: “¿Acaso fui yo el que te quitó a tu hijo?”. A lo que aquél respondió: “Ha muerto.
¡Ven y resucítalo!”. Apenas el servidor de Dios oyó esto, se entristeció profundamente y
dijo: “¡Apártense, hermanos! ¡Apártense! Esto no nos incumbe a nosotros, sino a los
santos apóstoles. ¿Por qué quieren imponernos una carga que no podemos soportar?”
(cf. Hch 15,10). Pero el campesino, abrumado por el excesivo dolor, persistió en su
demanda, jurando que no se iría si no resucitaba a su hijo. De inmediato el servidor de
Dios le preguntó: “¿Dónde está?” (cf. Jn 11,34). A lo que él respondió: “Su cuerpo yace
frente a la puerta del monasterio”.
3. Cuando el hombre de Dios llegó allá junto con los hermanos, se puso de rodillas, se
acostó sobre el cuerpecito del niño (cf. 2 R 4,34-35), y luego levantándose, elevó sus
manos hacia el cielo y dijo: “Señor, no mires mis pecados sino la fe de este hombre que
pide que su hijo sea resucitado, y devuelve a este cuerpecito el alma que le quitaste”.
Apenas había terminado las palabras de la oración, cuando el alma del niño regresó a
su cuerpecito, estremeciéndose éste de modo tal, que todos los presentes pudieron ver
con sus propios ojos cómo palpitaba temblando por esa sacudida milagrosa. En seguida
lo tomó de la mano y lo entregó vivo y sano a su padre.
4. Resulta evidente, Pedro, que no tenía el poder de obrar este milagro. Por eso
imploró, postrado, la facultad de realizarlo.
PEDRO: Consta manifiestamente que todo es como dices, porque estás probando con
hechos las palabras que antes propusiste. Pero te ruego que me digas si los hombres
santos pueden todo lo que quieren y consiguen todo lo que desean obtener.
Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb271
271
Traducción de: Grégoire le Grand. Vie de saint Benoît (Dialogues, Livre Second), Abbaye de Bellefontaine,
Bégrolles-en-Mauges, 1982, pp. 172-183 (Vie monastique, 14).
106
Estos dos últimos milagros de poder realizados por Benito tienen un carácter especial,
no sólo dentro de la sección que concluyen, sino en toda la Vida del santo. Por primera
vez Gregorio enuncia al inicio una tesis teológica, que después demuestran los dos
relatos. Este modo de proponer una tesis al comienzo se vuelve a encontrar en el
capítulo siguiente, donde la impotencia de Benito ante su hermana probará que los
santos no pueden hacer siempre lo que desean; pero aquí el proceso tiene algo de
especial, siendo doble la tesis, en el sentido que la prueba procede de dos milagros
gemelos. Este método de exposición, donde la preocupación didáctica comanda la
narración, anuncia ciertos pasajes del final del Libro III, y sobre todo el Libro IV, que
estará enteramente organizado de esta forma.
Estrechamente unidos por la tesis bipartita que ilustran, estos relatos de la liberación
del campesino y de la resurrección del niño tienen en común su considerable amplitud,
que contrasta con la brevedad habitual de los precedentes272. Para encontrar un
capítulo tan largo hay que remontarse hasta el inicio de la sección de “poder”, es decir,
a la reconciliación de las monjas excomulgadas. Ese relato de apertura estaba asimismo
seguido por un pequeño excursus teórico, lo que ya no se encontrará sino hasta
nuestros dos episodios. En resumen, Gregorio ha reservado para el inicio y el final de
esta sección los textos de grandes dimensiones, que dan pie a una reflexión doctrinal,
mientras que reunió en medio de ellos los hechos de menor importancia.
El primer milagro de poder y los dos últimos se asemejan tanto más cuanto que la
figura del Príncipe de los apóstoles es evocada en ambas partes. Usando, en el primer
caso, el poder de atar y desatar, Benito se muestra como sucesor de Pedro, conforme a
la promesa hecha a éste en el evangelio de Mateo. Obrando prodigios, ya sea por su solo
poder, ya sea por la oración, es a Pedro a quien imita nuevamente, esta vez según dos
pasajes de los Hechos: el castigo de Ananías y Zafira, la resurrección de Tabita273.
Así la sección “poder” se abre y se cierra bajo el patronato del Apóstol, fundador de la
sede romana. Para ilustrar inmediatamente la impotencia de los santos, Gregorio
recurrirá al ejemplo de Pablo274. En cuanto a Pedro, su gesta provee aquí sólo recuerdos
gloriosos. Ausente de la sección “profecía” -de hecho la Escritura no le atribuye ningún
milagro de ese género-, Pedro ocupaba anteriormente, por su caminata sobre las aguas,
el lugar central en la serie de cinco milagros bíblicos de Subiaco. Y previamente había
simbolizado los comienzos contemplativos del joven místico. Allí, fue el primer santo
del Nuevo Testamento que sirvió de modelo a Benito. Ahora, luego del largo eclipse de
los milagros de profecía, se transforma de nuevo en su fulgor, el que lo guía hacia sus
últimos prodigios.
Pero Pedro no es el único astro que ilumina esta sección de la Vida. Por encima de él
aparece Cristo. Presentado solemnemente en el episodio de las monjas, como la fuente
de poder de atar y desatar275, el Dios hecho carne aparece también, de modo más
discreto pero patente, en el anuncio de nuestros dos milagros. Para establecer que es
posible para los santos obrar algunas veces “en virtud de su poder”, Gregorio cita el
cuarto evangelio: A todos los que lo recibieron..., les dio el poder de llegar a ser hijos de
Dios276. Designado por medio de simples pronombres, el Verbo hecho carne del prólogo
joánico no está menos presente en esta demostración. Es Él quien “da el poder” no sólo
de llegar a ser hijos de Dios, sino también de realizar signos en consecuencia.
Aunque marginalmente, esta referencia a Cristo es de gran interés para quien quiera
272
Excepto los dos relatos de los capítulos 28 y 29 que, reunidos, superan un poco en extensión al capítulo 32.
Hch 5,1-10; 9,36-42.
274
Dial. II,33,1. Es también en situaciones difíciles, en las que se muestra su debilidad, que Pablo aparece en Dial.
II,3,11 y 17,2 (cf. 16,3-6).
275
Dial. II,23,6 (cf. Jn 1,14).
276
Jn 1,12.
273
107
comprender el pensamiento de Gregorio y la estructura de su obra. Si bien pareciendo
ocupado en especulaciones sobre el poder de los santos, el autor de los Diálogos no
pierde de vista la fuente única y trascendente de sus carismas. Que el taumaturgo
depende de Cristo, es algo que aparece claro cuando realiza su milagro orando. Pero
incluso cuando obra “en virtud de su poder”, es también Cristo -la cita joánica da fequien le concede ese poder.
Conduciendo así los santos al Señor, Gregorio repite al final del período casinense, el
movimiento final del ciclo de Subiaco. Cuando terminaba éste su mirada se elevaba
desde cinco figuras de taumaturgos bíblicos hacia el único Redentor “que ilumina a
todo hombre”, y de cuya “plenitud todos hemos recibido”. Entonces como ahora, el
prólogo de san Juan le proveía las fórmulas de esta evocación final de Cristo. Cuando se
piensa que Éste reaparecerá -de nuevo a través de una cita del cuarto evangelio- en la
última página del Libro, se toma conciencia de la importancia, a la vez literaria y
doctrinal, de estas referencias “cristológicas” diseminadas en la Vida de Benito.
***
El enunciado de la tesis que introduce nuestros dos milagros no es el único nexo que los
une con los capítulos precedentes. Una persona atada y desatada, un niño muerto: ¿no
hemos encontrado, una después de la otra, estas dos figuras? De hecho, la liberación
física del campesino prisionero recuerda la liberación espiritual de las monjas cautivas;
y el niño vuelto a la vida hace pensar en el pequeño monje devuelto a su tumba.
Curiosamente, estos dos últimos milagros de Benito se parecen a los dos primeros de la
sección de “poder”.
Tomados por separado uno y otro relato conducen a pensar en episodios anteriores. La
visita del Godo Zalla recuerda, en su conjunto y en algún detalle, la de sus compatriotas
Rigo y Totila. La resurrección del hijo del campesino lleva a pensar en aquella del joven
monje aplastado por un muro durante la construcción del monasterio casinense episodio que se asemeja también, se recordará, al mal golpe del diablo que
encontramos en el capítulo 30-. Y justo antes de éste, el milagro del aceite multiplicado
en tiempo de hambre renovará el de la harina traída anónimamente en el transcurso
del mismo período.
Estos dos últimos signos de poder corresponden entonces, como los dos precedentes, a
milagros anteriores, y todas esas correspondencias siguen un orden regular que merece
ser señalada. Las dos series homólogas se desarrollan en sentidos opuestos:
Visita del diablo y resurrección
Visita del Godo
Alimento providencial
11
14-15
21
30: 32
31
29
Sin duda la primera serie no es continua como la segunda, y una entorsis de carácter
regresivo se produce en esta última277. Sin embargo, la figura central que designan estas
correspondencias es impresionante. El período casinense aparece dividido en dos
partes, la primera comprende la lucha contra el diablo y las profecías, mientras que la
segunda está formada por los milagros de poder. Desde los hechos más próximos a los
más alejados, las dos partes se reflejan como en espejos.
Esta disposición concéntrica recuerda la organización de los cinco milagros bíblicos de
Subiaco. A un lado y otro el apóstol Pedro, se recordará, Eliseo y Elías. Moisés y David
se corresponden dos a dos:
277
Los capítulos 30 (visita del diablo) y 31 (visita del Godo) están invertidos.
108
5
Moisés
6
Eliseo
7
Pedro
8
Elías
8
David
Aquí no se trata solamente de dos parejas, sino de tres que se constituyen en torno de
un centro ideal, situado entre los milagros de profecía y los de poder:
11
diablo
resurrección
14-15
Godos
humillados
21
alimento
multiplicado
29
alimento
multiplicado
31
Godo
humillado
30; 32
diablo
resurrección
Entre esta constelación y la precedente, la principal diferencia es que el personaje
central de la primera (Pedro) se desdobla en la segunda en una pareja central (21 y 29:
harina y aceite). Además, la serie de Subiaco era continua y diseñada por Gregorio
mismo, mientras que la de Casino es discontinua -al menos en su primera mitad- y no
aparece a primera vista. Permanece el hecho que los dos grandes períodos de la Vida se
ordenan parcialmente según estos esquemas análogos, de los que sería muy bueno
saber en qué medida estaban presentes en la conciencia clara del escritor.
***
Después de la visión de conjunto de los dos milagros y su ubicación en la obra,
examinemos brevemente cada uno de ellos. La liberación del campesino sometido por
Zalla es un episodio en dos etapas. Por una parte, Benito recibe la visita de un godo
herético y cruel, al que humilla hasta el suelo en su orgullo: en esto nada nuevo
respecto a las visitas de Rigo y de Totila, únicamente los modales, burlón o brutal, del
visitante, y la respuesta del santo -palabra profética o prodigio operativo- varían un
poco el tema común. Por otra parte, Benito libera un prisionero haciendo caer sus
ataduras con una simple mirada.
Este segundo hecho, que constituye el prodigio que aterra a Zalla, es un milagro
original, que no tiene paralelo exacto en los Diálogos o en otros textos. Sin duda las
liberaciones de cautivos son moneda corriente en la hagiografía de esos siglos de hierro.
Martín, Lupicino, Severino, Cesáreo, y en los Diálogos mismos Fortunato de Todi,
Paulino de Nola, Santulo de Nursia, todos esos santos -y muchos otros que dejamos de
lado- intervinieron en favor de los prisioneros. Pero incluso cuando realizan un
milagro, como es frecuente, esa acción no tiene la eficacia directa e instantánea del
presente prodigio. De ninguno de aquellos se dice que las cadenas del prisionero se
rompieron en su presencia278.
Sin embargo, las liberaciones físicas de esta clase no faltan en la Escritura y en la
hagiografía, aunque se producen en circunstancias diferentes, sin que un hombre de
Dios presente y viviente sea el autor. Así, los apóstoles Pedro y Pablo fueron sacados de
la prisión, aquel por un ángel, este por un temblor de tierra -como por una intervención
directa de Dios-. También por una acción misteriosa de la Providencia fueron liberados
los católicos africanos hechos prisioneros por los Vándalos, según Víctor de Vita, y otro
prisionero vio caer sus cadenas luego de unos días, según el mismo Gregorio279.
En otros textos, el autor de la liberación es un santo, pero un santo difunto, que
responde a la invocación de los desgraciados u obra por medio de sus reliquias. Tres
hechos de este género figuran entre los milagros realizados por san Esteban luego del
hallazgo de sus restos en el siglo V, y una docena entre los milagros póstumos de san
Martín que recuerda Gregorio de Tours280. Además de la referencia al santo, es una
278
Es verdad que Lupicino saca de la prisión a Agripino (Vida los Padres del Jura 102-103), pero es en una visión
que llega hasta él, y no se describe de qué forma se desatan las ataduras del prisionero. Cf. Hch 12,6-7.
279
Víctor de Vita, Sobre la persecución de los vándalos 1,10; Gregorio, Dial. IV,59,1.
280
Milagros de san Esteban 1,9-10; Gregorio de Tours, Milagros de san Martín I,11 y 23; III,41. 47. 53; IV,16 (bis).
109
“fuerza” misteriosa la que opera en esos casos, sin que un personaje en la carne
aparezca como el autor del prodigio.
El rol del liberador viviente y visible es justamente lo que coloca a Benito en un lugar
aparte. Sin duda, no se trata de un hecho absolutamente aislado: se lo encuentra en la
Vida de Germán de Auxerre (n. 36). Pero éste debió prosternarse y orar para liberar a
los prisioneros. No pudo, como Benito, librar con una simple mirada al prisionero
amenazado en su presencia.
Una semejante liberación supone un encuentro, y nosotros sabemos que Benito nunca
salió de Montecasino. Era necesario entonces que el prisionero llegase hasta él, y por
ello debía llevarlo su carcelero. La visita del bárbaro y la liberación del prisionero se
conjugan entonces en una especie de necesidad. Para que Benito liberara al desgraciado
por un milagro operado en su presencia, que demostrase la eficacia inmediata de su
poder, era necesario que el verdugo llevase su víctima hasta Montecasino -¿y quién
podía desempeñar mejor ese papel que un godo?-.
Si nos remitimos al precedente bíblico indicado por Gregorio mismo -el castigo de
Ananías y Safira- se advierte que ese modelo terrible se refleja solamente en una parte
de nuestro relato, e incluso de una manera muy suave. Lo que aquí corresponde al
castigo infligido por el Apóstol, es la reprensión de Zalla. El Godo cae por tierra como
los dos esposos muertos, pero en vez de caer muerto, sólo está atemorizado. Benito
además no lo ha golpeado expresamente a él; su turbación es consecuencia de la visión
de las ataduras desligadas. En cuanto a este último hecho, que constituye el punto
esencial de nuestro relato, es una acción totalmente bienhechora.
Entre el terrible episodio de los Hechos y el de los Diálogos, hay, como se puede ver, un
contraste muy marcado. Tal como lo hemos señalado varias veces, el relato gregoriano
es mucho menos sombrío que el de la Biblia. A diferencia de aquel del Príncipe de los
apóstoles, el poder de Benito se muestra contemporáneamente benigno hacia el
culpable y benéfico para con una tercera persona.
***
Cuando se pasa a la resurrección del niño, se ven aparecer lazos de unión entre los dos
relatos. Como la víctima de Zalla, el padre del niño es un campesino. Como la liberación
del prisionero, la resurrección se produce en la puerta del monasterio. De estos dos
puntos comunes, el primero es sin duda el más significativo. El fin del período
casinense hace aparecer de nuevo en escena a los rustici que frecuentaban esos lugares
al llegar Benito. Privados de sus ídolos y evangelizados, ahora retornan para recibir los
beneficios, incluso temporales, del hombre de Dios.
Pero hay también otro broche, menos aparente, que une los dos milagros. A propósito
del primero, citamos en su momento un antecedente: la liberación de los prisioneros
debida al obispo Fortunato de Todi, héroe del final del Primer Libro de los Diálogos.
En varios aspectos esa liberación se parece a la del campesino desatado por Benito:
como ese pobre hombre, los dos niños liberados por Fortunato estaban en manos de un
Godo, y como Zalla, éste entra en razón al caerse del caballo. Pero más curioso todavía
es el hecho que esa liberación de los cautivos es seguida inmediatamente de una
resurrección. El anciano de Todi que informa a Gregorio tiene estas dos historias en su
bolsa. Algunos días después de la primera, narra la segunda281.
26. 35. 39. 41.
281
Dial. I,10,11-15 y 16-19. Idéntica secuencia ya en Constancio, Vida de Germán 36 (prisioneros liberados) y 38
(resurrección del hijo de Voluciano). Como en el caso de Benito, estos milagros se producen hacia el final de la vida
del santo.
110
Estos dos relatos debidos al mismo narrador no sólo forman una secuencia análoga al
par de milagros que estudiamos. Los modos de proceder del taumaturgo ya son, en
sustancia, los que constituyen el objeto de la tesis aquí desarrollada: para liberar a los
niños cautivos Fortunato profiere una simple amenaza, que se muestra de inmediato
tremendamente eficaz, mientras que para resucitar al muerto, ora. Sin poner en
evidencia este contraste, Gregorio presenta allí un milagro realizado por poder y otro
obtenido por la oración.
Estos dos últimos prodigios de Fortunato se parecen extrañamente, por su naturaleza y
modo de realización, a los dos últimos milagros de Benito. ¿Será entonces que al
reflexionar sobre este antecedente Gregorio llegó a construir la presente tesis? Se
podría explicar así que la haya ilustrado con dos grandes hechos que corresponden muy
exactamente a los del obispo de Todi.
Aún en el detalle, en efecto, la resurrección realizada por Benito tiene semejanza con la
operada por Fortunato. El pedido del padre del niño es el mismo que aquel de las
hermanas del laico Marcelo: “Ven a resucitarlo”, y la respuesta del taumaturgo es
también la misma: “Váyanse…”. Como Fortunato, aunque por un motivo diferente,
Benito estaba “triste”. Y si la resurrección del hijo del campesino no está, como la de
Marcelo, calcada sobre la resurrección de Lázaro, es a ésta que hace pensar la última
pregunta de Benito: “¿Dónde está?”.
Por otros rasgos, sin embargo, esta resurrección del Libro Segundo se asemeja más a
aquella que realiza el monje Libertino (Libertinus), que aparece en el inicio del Libro
Primero282. Allí, como aquí, el muerto es un niño: Libertino es conjurado por la madre,
Benito por el padre, con el mismo juramento. Genuflexión, manos tendidas hacia el
cielo, retorno del alma al pequeño cuerpo, luego el santo lo toma de la mano para
devolverlo vivo a aquella o aquel que lo trajo: todos estos detalles son comunes a los dos
relatos.
Pero leyendo la historia de Libertino y la de Benito, muchos otros vienen a la memoria.
Ante todo el gran milagro de san Martín sobre la ruta de Chartres, narrado por Sulpicio
Severo en sus Diálogos283. Como Libertino, Martín está de viaje, y como Benito, obra
delante de una asistencia numerosa. Como en los dos relatos gregorianos, el muerto es
un niño; como en el primer relato, es traído por su madre; al igual que en el segundo,
ella le dice al santo: “Devuélveme a mi hijo”. Genuflexión, oración, restitución del niño
vivo a su madre, Martín hace todo esto como lo harán los dos monjes italianos.
Un rasgo particularmente interesante del episodio martiniano es la conclusión que saca
Severo: Martín se ha asemejado a los apóstoles y a los profetas. De estos últimos
hablaremos en un instante. En cuanto a la referencia a los apóstoles, ella anuncia la
protesta de Benito cuando se le exige que resucite al niño: “¡Apártense, hermanos!
¡Apártense! Esto no nos incumbe a nosotros, sino a los santos apóstoles”. Que la
resurrección de los muertos sea un milagro propiamente “apostólico”, es una idea firme
tanto en Sulpicio Severo como en Gregorio284. Ella se fundamenta no sólo sobre los
milagros de los grandes apóstoles relatados en el libro de los Hechos -recordemos que
aquel de Pedro acaba de ser evocado expresamente por Gregorio-, sino también sobre
la palabra de Cristo a los Doce enviados en misión285. Por lo demás, al poner en labios
282
Dial. I,2,5-6.
Sulpicio Severo, Diálogos II,4-5. Las palabras de la madre (“Nosotros sabemos que eres un amigo de Dios”)
anuncian aquellas de las hermanas de Marcelo: “Nosotros sabemos que tú vives como los apóstoles” (Gregorio, Dial.
I,10,17).
284
Sulpicio Severo, Vida de Martín, 7,7; Gregorio, Dial. I,10,17 (nota precedente), que hace alusión a Mt 10,8 (nota
siguiente).
285
Mt 10,8: “Resuciten a los muertos, purifiquen a los leprosos” (cf. Mt 11,5).
283
111
de nuestro santo esa protesta de indignidad, Gregorio le reconoce implícitamente el
carácter apostólico que él rechaza. Como Martín, Benito se muestra de hecho como un
hombre “poderoso y verdaderamente apostólico”, un digno émulo de los apóstoles.
Importante para la significación que le da al milagro, es esa relación con los “santos
apóstoles” sin mayores aclaraciones en el relato mismo. Entre la resurrección de Tabitá
por Pedro y la del niño por Benito, los puntos de contacto son poco significativos, y la
resurrección del joven Eutico por Pablo, si bien más próxima a nuestro relato, no se le
parece particularmente. En cambio, las resurrecciones efectuadas por los dos grandes
profetas, Elías y Eliseo, inspiran de forma manifiesta a nuestros hagiógrafos
monásticos286.
Algunos rasgos de la historia de Benito -pedido del padre, marcha del santo hacia el
niño, “incubación” sobre este- hacen pensar especialmente en Eliseo, pero las analogías
con Elías son mayores. Como este último Benito profiere en alta voz una oración que el
narrador refiere textualmente, y esta súplica sigue al gesto de incubación, para
proceder inmediatamente a la reanimación. Este orden de los sucesos tiene su
importancia: para verificar la tesis de Gregorio era necesario que el milagro apareciese
como el resultado de la oración. Así, a imitación de Elías y a diferencia de Eliseo, Benito
reza después de haberse acostado sobre el niño, justo antes de obtener la resurrección.
Además, al hablar del “retorno del alma” del niño” y que el santo “lo entrega a su
padre”, Gregorio se hace eco de la gesta de Elías de modo inequívoco.
Comparado a estos antecedentes proféticos, el milagro de Benito se presenta algo más
solemne y más dramático. Ya sea que se trate del diálogo inicial, de la oración del
taumaturgo o del retorno a la vida del niño, todo es más patético y espectacular. La
escena sucede en el exterior, asiste la entera comunidad287. Esta publicidad contrasta
con la discreción e intimidad que envolvían los milagros de los dos profetas, realizados
ambos en una habitación, a puerta cerrada.
El mismo contraste se observa al comparar esta resurrección con la primera de la Vida
de Benito, operada por el santo en sus inicios en Montecasino. Aquella, si se recuerda,
fue contada de una forma voluntariamente sobria, con el deseo manifiesto de no darle
demasiado relieve. Como los milagros de Elías y Eliseo, se efectuó lejos de las miradas,
en una celda cerrada, y la reanimación del cadáver, en lugar de ser dramatizada como
aquí, era apenas indicada.
Tratando de forma tan diversa estos dos milagros semejantes, Gregorio sin duda
reserva para el final el relato sensacional que corona la carrera de Benito. Esta
resurrección, el último de los milagros realizados por él, es también el más grande de
todos. Igualándose, según propia confesión, a los santos apóstoles, el abad de
Montecasino se ubica al mismo tiempo en la línea de los más célebres taumaturgos.
Porque resucitar a los muertos no es algo que hacen todos los santos. Ni a Antonio, ni a
Pacomio, ni a Hilarión, ni a ninguno de los tres abades del Jura -para no mencionar a
Agustín y Fulgencio- se les atribuye semejante prodigio. Si el obispo Espiridón de
Chipre y el abad Macario de Egipto hicieron hablar a los muertos288, con todo la
286
1 R 17,17; 2 R 4,18-37.
O al menos “los hermanos” (o “algunos de los hermanos”). A este respecto hay que preguntarse por qué Benito
pone en plural (“¡Apártense, hermanos!...”) una réplica que parece dirigirse sólo al padre del niño. ¿Estaría este
acompañado por otros seculares? En todo caso, fratres no parece designar aquí a los monjes, al menos en primera
línea y de forma exclusiva (¿habrán ellos unido sus súplicas a las del padre?). Si ese plural se refiere simplemente al
campesino, se lo debe relacionar con el “nosotros” siguiente, que designa a Benito (puede ser que unido, él también, a
los santos que seguían a los apóstoles; en todo caso, ese plural aparece sugerido por la reminiscencia de Hch 15,10).
288
(8) Rufino, Historia eclesiástica I (X),5; Vida de los Padres VI,2,13 (cf. Casiano, Conferencias 15,3; Historia
monachorum 28; Paladio, Historia Lausíaca 17,11).
287
112
primera hagiografía oriental habitualmente no se atrevió a conferir a sus héroes tan
gran poder. Fue Sulpicio Severo el primero, con la confesa intención de poner a Martín
por encima de los santos monjes de Oriente289, quien atribuyó al monje de Ligugé dos
resurrecciones y al obispo de Tours una tercera290. Sobre esta huella, los biógrafos de
Ambrosio, Germán, Severino y Cesáreo han narrado hechos análogos291.
Gregorio mismo, en el Libro Primero de los Diálogos, celebra a tres hombres de Dios
que resucitaron muertos, y a otro, sino a dos, en el Libro III292. En cuanto a la Vida de
Benito, ella contiene dos resurrecciones, al igual que la de Martín, pero en lugar de
estar una luego de otra hacia el comienzo de la biografía, como los dos prodigios de
Ligugé, esas resurrecciones realizadas por Benito su ubican al comienzo y al final de la
segunda mitad de su existencia. Así, separados por toda la extensión del período
casinense, estos dos milagros mayores se corresponden sin repetirse, el primero
anuncia discretamente y confiere valor al segundo.
Para terminar, es importante captar bien el sentido de esta segunda resurrección, el
anteúltimo de los doce milagros de poder. Por una parte, aparece al mismo tiempo
como la culminación del poder del santo293 y el preludio de su caída final, el Capitolio
acercándose a la Roca Tarpeya, el prodigio supremo de Benito antes de la derrota que le
infligirá Escolástica: el doceavo milagro de poder será obra de su hermana, no de él.
Por otra parte, resucitar no es sólo la cima de la taumaturgia, sin también un acto que
toca la muerte. Como tal, la presente resurrección introduce en los últimos hechos de la
Vida de Benito, concernientes todos ellos a la muerte y el más allá.
289
Sulpicio Severo, Dial. II,5.
Sulpicio Severo, Vida de Martín 7-8; Dial. II,4.
291
Paulino, Vida de Ambrosio 28 (cf. 2 R 4,18-37); Constancio, Vida de Germán 38; Eugipo, Vida de Severino 16;
Vida de Cesáreo I,28.
292
Gregorio, Dial. I,2,5-6; 10,17-18; 12,2; Dial. III,17,2-4 (cf. 32,1). Una oración precede cada vez al milagro.
293
Al “tomar al niño de la mano”, Benito renueva el gesto de Cristo (Mt 9,25). Cuando el campesino lo recibió de él,
este lenguaje supone que el hombre de Dios es culpable, como Dios mismo, de haberle quitado el niño (2) o su alma
(3). Como si se tratase del otro niño, de cuya muerte Benito misteriosamente es responsable (Dial II,24,1).
290
113
Capítulo 32 (continuación)
4. PEDRO: Te ruego que me digas si los hombres santos pueden todo lo que quieren y
consiguen todo lo que desean obtener.
Capítulo 33
1. GREGORIO: En esta vida, Pedro, ¿quién más grande que Pablo, el cual rogó tres
veces al Señor que lo librara del aguijón de la carne, y sin embargo no pudo obtener lo
que deseaba? (cf. 2 Co 12,7 ss.). Por eso es necesario que te cuente cómo el venerable
Padre Benito quiso en una ocasión algo que no pudo obtener.
2. Su hermana Escolástica, consagrada desde su infancia a Dios omnipotente, solía
visitarlo una vez al año. El hombre de Dios por su parte descendía para verla a una
propiedad del monasterio, no lejos de la portería. Un día fue como de costumbre y su
venerable hermano bajó a verla, junto con algunos discípulos. Pasaron todo el día en
alabanzas de Dios y en santas coloquios, y al caer la oscuridad de la noche, tomaron
juntos la refección. Cuando aún estaban sentados a la mesa, y el tiempo transcurría en
santas conversaciones, su hermana religiosa le rogó diciendo: “Te suplico que no me
abandones durante esta noche, para que podamos conversar hasta mañana de las
alegrías de la vida celestial”. Mas él contestó: “¿Qué estás diciendo, hermana? De
ninguna manera puedo permanecer fuera del monasterio”.
3. Era tanta la serenidad del cielo que no se veía en él nube alguna. La santa religiosa, al
oír la negativa de su hermano, entrelazando sus dedos sobre la mesa, apoyó la cabeza
en sus manos para implorar al Señor omnipotente. Cuando la levantó, estallaron con
tanta vehemencia truenos y relámpagos y fue tal la inundación producida por la lluvia,
que el venerable Benito y los hermanos que estaban con él, no pudieron ni siquiera
traspasar el umbral de la habitación en la que se hallaban. En efecto, la santa religiosa
al apoyar la cabeza en sus manos, había derramado sobre la mesa ríos de lágrimas que
transformaron en lluvia la serenidad del cielo. Tan sin tardanza siguió la inundación a
la oración que ambas coincidieron, de modo tal que al levantar la cabeza estalló el
trueno y en el mismo momento comenzó a caer la lluvia.
4. Viendo entonces el hombre de Dios que en medio de los relámpagos y truenos y de la
inundación de la lluvia torrencial, no le era posible regresar al monasterio, contristado
comenzó a quejarse diciendo: “Que Dios omnipotente te perdone, hermana. ¿Qué es lo
que hiciste?”. Ella le contestó: “Mira, te rogué a ti y no quisiste escucharme; rogué a mi
Señor y Él me escuchó. Sal ahora si puedes y, dejándome, regresa al monasterio”. Pero
él no pudo salir de la casa, y no habiendo querido quedarse de buen grado, tuvo que
permanecer allí contra su voluntad. Y así fue como pasaron toda la noche en santos
coloquios sobre la vida espiritual.
5. Por eso te decía, Pedro, que Benito había deseado algo que no pudo conseguir.
Porque si nos fijamos en el pensamiento del hombre venerable, no hay duda de que
deseaba que se mantuviera el tiempo sereno como cuando había bajado, pero en contra
de lo que él quería, por el poder de Dios omnipotente ocurrió el milagro, alcanzado por
el corazón de una mujer. Y no hay que admirarse de que en esa ocasión pudiese más
que él esa mujer que ardía en deseos de ver por más tiempo a su hermano. Porque
según las palabras de Juan, Dios es amor (1 Jn 4,8. 16), y era muy justo que pudiera
más la que más amaba.
PEDRO: Confieso que me gusta mucho lo que me dices.
114
Capítulo 34
1. GREGORIO: Cuando al día siguiente, la venerable mujer volvió a su casa, el hombre
de Dios regresó al monasterio. Tres días después, estando él en el monasterio, elevada
la mirada hacia lo alto, vio el alma de su hermana que, después de haber abandonado
su cuerpo, penetraba en forma de paloma en las profundidades misteriosas del cielo.
Colmado de alegría por gloria tan grande, dio gracias a Dios omnipotente con himnos y
alabanzas y anunció a los hermanos su muerte.
2. Al instante los envió para que trajeran el cuerpo al monasterio y lo depositaran en el
sepulcro que se había preparado para sí. Sucedió entonces que ni siquiera el sepulcro
pudo separar los cuerpos de aquellos cuyo espíritu siempre había sido uno en Dios.
Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb294
Nos encontramos aquí con el último de los milagros de acción que siguieron a los doce
milagros de conocimiento. Y es curioso constatar que este milagro no es realizado por
Benito sino por su hermana Escolástica, contra la voluntad de este último.
Inmediatamente después Escolástica muere, y la visión de su alma que entra al cielo,
inaugura la última etapa del santo, la etapa de las revelaciones sobre el más allá donde
él mismo penetrará por medio de su glorioso final. Estos dos episodios relativos a la
hermana de Benito, forman por lo tanto el gozne que une la era de los milagros con la
de las visiones, la fase activa de la historia del héroe con la fase contemplativa, el
tiempo de la vida con el de la muerte.
Para Benito, la lluvia que le impide retornar al monasterio es una contrariedad. Su
poder, que parecía ilimitado, por primera vez fracasa y con este fracaso termina su
carrera de taumaturgo. Una lección de humildad que Gregorio inculca cuidadosamente,
como un teorema enunciado y demostrado al principio y al final del relato.
Esta tesis de la impotencia del santo recuerda dos desarrollos de la sección precedente.
Hacia el final de los milagros cognoscitivos295 Gregorio ha insistido largamente en dos
oportunidades sobre los límites del don de profecía. San Pablo y David, Natán y Eliseo
han sido puestos por turno como ejemplos de la ceguera del vidente cuando la
iluminación divina lo deja abandonado a su debilidad de hombre. Aquí, Gregorio cita
nuevamente a Pablo, y este testigo de primera categoría le basta. Tanto en el campo
operativo como en el del conocimiento, la Escritura muestra claramente que el
taumaturgo no puede hacer nada sin la gracia de Dios. Y en cada caso, esta lección debe
ser recordada para terminar.
Sin embargo, a diferencia de los dos, pasajes anteriores sobre la profecía, el presente
capítulo no se contenta con afirmar los límites del poder de los santos y con ilustrar
esta tesis con ejemplos escriturísticos. El propio Benito es el principal sujeto de la
demostración. A semejanza de Pablo, quiso algo y no lo obtuvo. En lugar de razonar
sobre textos bíblicos, Gregorio cita brevemente uno y pasa a un largo relato sobre
Benito.
Pablo y Benito. Estos dos casos no son tan semejantes como aparentan. Pablo pidió al
Señor que lo librara del aguijón de su carne296. Benito no pide nada. Solamente desea.
Es Escolástica quien pide al Señor, y es escuchada. Por lo tanto, la historia de Benito no
294
Tomado de: Cuadernos Monásticos nº 59 (1981), pp. 392-401. Original en francés, publicado en: Ecoute, ns. 265
y 266. Tradujo: Madre Isabel Guiroy, osb. Monasterio Nuestra Señora del Paraná, Entre Ríos, Argentina.
295
Dial. II,16,3-9 y 21,3-5.
296
2 Co 12,7-9.
115
es en absoluto como la de Pablo, un ejemplo de oración que Dios no satisface. Por el
contrario, el presente relato ilustra magníficamente la eficacia de la oración: Gregorio
proclama que la respuesta divina al pedido de Escolástica fue instantánea, con un lujo
de precisiones tal que disipa toda duda.
De este modo, el tema del taumaturgo impotente no resulta en absoluto lo que el lector
moderno espera instintivamente cuando se lo anuncian: un episodio no maravilloso.
Aquí, tanto como por todas partes en esta biografía, nos encontramos con un milagro.
La única novedad es que el milagro proviene de una voluntad contraria a la del santo.
Benito no se encuentra, como Pablo, dialogando a solas con el Señor. Interviene una
tercera persona, más poderosa que él delante de Dios. ¿De dónde le viene esa
superioridad? ¿Y el papel de qué personaje bíblico representa? Lo sabremos al final del
relato.
***
Mientras tanto, Gregorio nos hace asistir a la última entrevista de Benito y su hermana.
Aunque nada anuncia formalmente la muerte de esta última, su insólito pedido, su
deseo de prolongar la conversación, su insaciable deseo de “hablar de los goces de la
vida celestial”, son otros tantos indicios que nos hacen presentirla. De este modo, el
coloquio del hermano y la hermana se tiñe de un aire de semejanza con las escenas de
adiós de donde surgieron las más grandes páginas de la literatura profana y sagrada: el
Fedón, el Discurso de la Última Cena. Pero entre todos estos fragmentos en que un
hombre o una mujer, a la hora de la muerte, abren a los que aman las perspectivas del
más allá, hay uno que nos lleva a pensar más precisamente en nuestro relato: es el
célebre pasaje de las Confesiones que narra la conversación de Agustín y Mónica en
Ostia, algunos días antes de la muerte de esta última297.
La madre de Agustín no parece estar más expresamente advertida de su próximo fin
que la hermana de Benito. Y sin embargo, la conversación de Ostia se desarrolla
proféticamente sobre el mismo tema que la de Casino: “Cuál será la vida eterna de los
santos”. Sin ser monje ni monja, Agustín y Mónica se encuentran en ese momento en el
mismo tono religioso: uno acaba de convertirse, mientras que la otra termina una vida
ardiente de fe, de oración, de buenas obras. Llegan de Milán, luego del bautismo de
Agustín y se detienen en Ostia antes de embarcarse rumbo a su África natal. La
conversación tiene lugar “en la ventana” del lugar donde se alojan, detalle que
volveremos a encontrar al comienzo de la visión cósmica de Benito.
Agustín narra la conversación en unas cincuenta líneas que tendríamos que reproducir
del principio al fin. Sabiendo que no existe una medida común entre los goces de la
tierra y el gozo de la vida futura, los dos santos recorren con el pensamiento toda la
creación corporal e incluso el cielo con todos sus esplendores. Más arriba aún,
encuentran a sus propias almas y de allí se elevan hasta la eterna Verdad, fuente de
toda la creación. En ese momento, sus corazones experimentan una especie de contacto
con ella... Con un suspiro, vuelven del Verbo inmutable a la palabra humana que tiene
principio y fin.
Tomando ese instante de iluminación como medida de la vida eterna, Agustín y su
madre se representan la felicidad del más allá como su indefinida continuación,
absorbente, embriagadora, en una total desaparición de toda percepción extraña a
aquella. Hacer callar todo ruido de la carne y de la materia, todo discurso sobre las
cosas y todo pensamiento del alma sobre sí misma, no escuchar ya nada más que al
Verbo de Dios, hablando por sí mismo sin intermediarios: éste debe ser “el gozo del
297
Agustín, Confesiones 9,23-26. Esta semejanza nos fue sugerida por E. Jungclaussen - C. Pastro, Benedictus. Ein
Bild-Biographie, Ratisbonne 1980, p. 23.
116
Señor” al que estamos llamados a “entrar”298.
Este fragmento espléndido, compuesto de dialéctica y de aspiraciones neo-platónicas,
de rasgos tomados de la Biblia, de fe y esperanza cristianas, sólo reproduce
aproximadamente -su mismo autor lo confiesa- las palabras proferidas en Ostia diez
años antes. Lo único que Agustín garantiza es que su madre le dijo ese día, entre las
consideraciones sobre los placeres terrenos: “Hijo mío, en cuanto a mí, ya no hay nada
que me dé placer en esta vida. ¿Qué podría hacer en adelante? ¿Por qué estoy aquí
todavía? Lo ignoro. Mis esperanzas terrenales están agotadas. Lo único que me hacía
desear permanecer aquí algún tiempo todavía era verte cristiano católico antes de
morir. Dios me ha concedido esta alegría con sobreabundancia, porque veo que para
servirlo llegas hasta el desprecio de las felicidades terrenas. Entonces ¿qué hago yo
aquí?”299.
Esta declaración de Mónica que concluye la conversación de Ostia, se puede comparar
con un rasgo de la escena de Casino. Así como la madre de Agustín deseaba ver a su
hijo católico antes de morir, también Escolástica “quería ver por más tiempo a su
hermano”, como nos dice Gregorio al final. Para estas dos santas mujeres, la “vista” del
hijo y del hermano amados, es lo último que desean sobre la tierra. Agustín al servicio
de Dios, Benito hablando de la vida eterna: luego de este espectáculo, ya pueden cantar
el Nunc dimittis e irse.
En cuanto a la conversación en sí misma, es evidente que la pieza de Gregorio no tiene
nada que se aproxime al gran fragmento de Agustín. A las cincuenta líneas de las
Confesiones, en los Diálogos corresponde nada más que la rápida mención de las
“santas conversaciones sobre la vida espiritual”, con la frase de la monja que precisa el
tema escatológico: “los goces de la vida celestial”. La última conversación de Benito y
Escolástica no es más que la ocasión de un milagro.
No menor es la sobriedad de Gregorio en lo que concierne a la vida anterior de la santa.
Le basta una sola línea para resumirla. Esta mención seca de la consagración de
Escolástica a Dios desde su infancia, nos parece bien pobre cuando acabamos de leer el
resumen lleno de interés que hace Agustín de la vida de su madre, inmediatamente
antes de la visión de Ostia300. Allí escuchamos hablar de la familia cristiana en la que
fue educada, de su debilidad por el vino de África, de sus relaciones con las sirvientas,
jóvenes y viejas, de su vida conyugal ejemplar con un pagano irascible y superficial, al
que termina por convertir en un cristiano. Amigos, esclavos, suegra, niños, compañeros
de Agustín: descubrimos sus altercados con unos, su influencia sobre los otros, su
inteligente caridad para con todos.
Este admirable retrato de una cristiana que todavía no era una “santa”, nos hace
calibrar lo que perdemos al pasar de las Confesiones a los Diálogos. Pero no
critiquemos la hagiografía. Gregorio no se encontraba en la posición privilegiada de un
hijo con respecto a su madre para informarnos acerca de Escolástica. ¿Sabría algo más
de lo poco que nos dice sobre la hermana de Benito?
Tampoco podemos reprocharle que no nos dé ninguna información sobre la muerte de
Escolástica. Nuevamente en este pasaje de los Diálogos, lo único que tiene cabida es lo
maravilloso: la muerte de la hermana de Benito no es más que la ocasión de una visión.
Por el contrario, por Agustín nos enteramos de algunas circunstancias de la
enfermedad de Mónica301 y de dos de sus últimas palabras que atestiguan su meritorio
298
Mt 25,21 (Confesiones 9,25 fin).
Confesiones 9,26.
300
Confesiones 9,17-22.
301
Esta enfermedad se declaró por lo menos cinco días después de la conversación y duró nueve días. Este intervalo
299
117
desapego con respecto al lugar de su sepultura, del cual tanto se había preocupado. Y
luego de habernos informado la fecha de su muerte y su edad, vienen las páginas
admirables que terminan el Libro IX y toda la parte narrativa de las Confesiones: el
dolor del hijo, las lágrimas contenidas, las palabras convencionales que esconden la
pena torturante, la misa junto a la tumba -todavía sin una lágrima-, el baño que no
procura ningún alivio, y sólo al día siguiente, al despertar, un principio de sosiego, el
llanto tranquilo, la oración.
Frente a este dolor filial, que quizás nunca fue descrito con tanta veracidad, los
Diálogos esbozan en dos palabras una escena totalmente diferente. Benito no ha
asistido a la muerte de su hermana. Se entera por medio de un milagro, viéndola subir
al cielo y esta noticia no le hace experimentar más que alegría, alabanza, acción de
gracias. La muerte queda absorbida en la victoria y en la gloria. El duelo, el afecto, la
aflicción, ya no existen. Las confesiones tan conmovedoras de Agustín dan lugar a la
actitud estilizada del hombre de Dios, cuya mirada fija en lo invisible ignora la tierra.
El entierro de Escolástica “en el sepulcro que para sí mismo había preparado” su
hermano, nos recuerda nuevamente algunos detalles de las Confesiones. Como ya
dijimos, Mónica se había preocupado mucho por su sepultura. Muy unida a Patricio, su
buen y temible marido, quería a toda costa descansar junto a él y, con ese fin, “se había
preparado una tumba a su lado”. Ella esperaba que su viaje de ultramar no le impediría
morir en su país y obtener esa sepultura tan deseada. Agustín, que en esto ve sólo un
capricho bastante inútil, y donde entraba un poco de vanidad302, se alegra de que, al
acercarse su muerte, su madre haya sido liberada de este deseo. De todo corazón aceptó
morir y ser enterrada en cualquier lado, en tierra extranjera, lejos de su marido.
A diferencia de Mónica y de Patricio, Escolástica y Benito descansarán en la misma
tumba. Que nosotros sepamos, la monja, que llegado el caso sabe mostrarse obstinada e
incluso caprichosa, no había reivindicado esa sepultura junto a su hermano. No
obstante, en este punto nuevamente su desbordante afecto por Benito quedará
satisfecho. Una sepultura sin separación303 traduce hasta en la muerte, la unión
espiritual del monje y de la monja. Era necesario, sin duda, que Mónica fuera
purificada de un deseo demasiado humano. La hermana de Benito, cuyos sentimientos
son más puros, recibe lo que le fuera negado a la madre de Agustín.
***
La muerte de Mónica, como ya hemos dicho, es el último relato de las Confesiones. La
de Escolástica es uno de los últimos hechos del Segundo Libro de los Diálogos. Este
último encuentro de Benito y de su hermana nos remite al comienzo de la biografía
cuando Benito dejaba Roma junto con su nodriza, realizaba para ella su primer milagro
y luego la abandonaba en secreto para desaparecer de la vista de los hombres. Así como
la madre de Jesús en el Cuarto Evangelio está presente en las bodas de Caná -su primer
“signo”- y reaparece junto a la cruz, también dos figuras femeninas que pertenecen a su
infancia y a su familia enmarcan la historia de Benito: una, casi maternal, a cuyo afecto
se arrancó para seguir al Señor; la otra, fraterna, que lo alcanzó e incluso superó en su
búsqueda de Dios y cuyo afecto sublimado en caridad pura triunfa de sus escrúpulos de
superior y de religioso a la hora de la muerte.
En efecto, en la escena del coloquio, Benito está como paralizado por su fidelidad a la
de dos semanas entre la última conversación y la muerte es bastante más largo que los tres días de los que habla
Gregorio.
302
Confesiones 9,28: “La estrecha unión en que habían vivido le hacía desear –¡tan mal se abre el alma humana a las
cosas divinas!– agregar algo más a esa felicidad pasada y hacer que la gente dijera que después de haber cruzado los
mares, le había sido concedido unir su polvo con el de su marido, bajo una misma tierra”.
303
Reminiscencia de 2 S 1,23 (Saúl y Jonatán).
118
Regla: “¿Qué estás diciendo, hermana? En modo alguno puedo permanecer fuera del
monasterio”. Su respeto por la Regla es tan fuerte, que incluso la intervención divina no
consigue tranquilizarlo. Subsiste un sentimiento de culpabilidad: “Que Dios
Omnipotente te perdone, hermana ¿qué es lo que has hecho?”. Volvemos a encontrar
aquí al inflexible guardián de la observancia, envenenado por sus monjes al comienzo
de su abadiato, a causa de su amor por la regularidad y muchas veces mostrado por
Gregorio durante el período casinense, en el ejercicio de su vigilancia de la observancia
de los puntos de la Regla.
La Regla es la voluntad de Dios. Nada más respetable en un monje que el firme
propósito de observar la Regla. El mismo Gregorio está convencido de ello. En una de
las últimas páginas del último Libro de los Diálogos, narra con qué vigor ha castigado a
un hermano de San Andrés de Coelius que, en el momento de morir, había sido
encontrado en contravención con la Regla304. Pero la observancia de la Regla no es
todo. La observancia es válida solamente por el amor, y el amor, en ciertos casos, se
burla de la observancia. Es lo que sucedió aquí.
En efecto, Gregorio atribuye la victoria de Escolástica al hecho de que ella ha “amado
más”. Su oración fue escuchada porque su amor más grande triunfó sobre la voluntad
de Benito frente al Dios-Caridad305. Ella opuso, al amor por la Regla, el amor de
persona a persona; y este último, a juicio de Dios, superó a aquél. Porque Dios, que es
la Ley eterna, es también Trinidad de Personas y Ágape.
“Era muy justo que tuviese más poder quien más amaba”. La fórmula es hermosa, sobre
todo en latín. Pero ¿no nos recuerda una célebre frase del Evangelio? Al final del
episodio del fariseo y la pecadora306, Lucas indica la palabra de Jesús: “Quedan
perdonados sus muchos pecados, porque muestra mucho amor”. Y más arriba, al
comparar Cristo a los dos deudores, pregunta: “¿Quién de ellos le amará más?”. La
frase de Gregorio se inspira visiblemente en ese precedente. Así como en el Evangelio
de Lucas el amor y el perdón de los pecados se condicionan mutuamente, en el relato de
Gregorio el amor y el poder sobre el corazón de Dios van parejos. Uno es la medida del
otro.
El fariseo y la pecadora, Benito y Escolástica... ¡Que el santo nos perdone esta
comparación! Por más desagradable que parezca, se impone. Gregorio nos invita a
realizarla, por su explicación final. La escena evangélica, evocada por esta conclusión,
aparece como telón de fondo de la de los Diálogos. En ella, también un hombre y una
mujer se encuentran en presencia del Señor y éste resuelve el litigio que los opone en
favor de la mujer. Las lágrimas de Escolástica orando nos hacen pensar en las que
derrama la pecadora a los pies del Maestro. Y la regularidad alarmada de Benito ¿no
tiene acaso un aire de parentesco con las reflexiones escandalizadas del fariseo, aquel
justo según la Ley?
Para no quedarnos en este paralelo desagradable, observemos que nuestro santo se
identifica también con Cristo, en el hecho de que es objeto del amor de su hermana. Así
como la pecadora ama a Jesús, también Escolástica ama a Benito. Es Benito quien
representa el papel del Maestro amado, cuya palabra es larga y ávidamente
escuchada307, en esta conversación espiritual de la cual la hermana se muestra
304
Dial. IV,57,8-16.
1 Jn 4,8 y 16.
306
Lc 7,36-47. Como se desprende de la Homilía sobre el Evangelio 36 y de otras partes, Gregorio asimila la
pecadora anónima de Lucas a María de Betania, que unge al Señor antes de su Pasión, y a María, hermana de Marta,
de quien habla el Evangelio de Lucas en otra parte (Lc 10, 38-42). Sobre este punto y sobre todo lo que sigue, ver
nuestro artículo “La rencontre de Benoît et de Scholastique. Essai d’interprétation”, en Revue d’histoire de la
spiritualité 48 (1972), pp. 257-273.
307
Este detalle falta en Lc 7,36-47, pero lo encontramos en Lc 10,38-42. Ver la nota anterior.
305
119
insaciable.
Así, a la luz del precedente evangélico, el personaje de nuestro héroe se duplica. Benito
es al mismo tiempo la réplica del Señor apasionadamente amado por un alma santa, y
la del justo, observante de la Ley, ubicado en una posición de inferioridad a causa de
ese mismo amor. Pero estas sombras del Evangelio no deben distraer nuestra atención
de la relación que une formalmente el final del episodio con el comienzo: si Benito,
como Pablo, fue impotente, es porque Escolástica, como la pecadora, amó más.
120
Capítulo 35
1. En otra ocasión, Servando, diácono y abad del monasterio que había sido construido
hacía tiempo por el patricio Liberio en la región de Campania, fue a visitar a Benito
según su costumbre. Como también él era un hombre lleno de la doctrina de la gracia
celestial, a menudo acudía al monasterio de Benito con el fin de transmitirse
mutuamente dulces palabras de vida, pues ya que no podían gozar plenamente del
suave alimento de la patria celestial, al menos lo pregustaran suspirando por él.
2. Al llegar la hora del descanso, el venerable Benito subió a la parte superior de su
torre, y en la parte inferior se instaló el diácono Servando. Una escalera comunicaba la
parte inferior de la torre con la superior. Delante de la torre había una habitación más
grande, donde descansaban los discípulos de ambos. Mientras que los hermanos aún
dormían, el hombre de Dios Benito, solícito en velar, adelantaba la hora de la oración
nocturna, y de pie junto a la ventana rezaba al Señor todopoderoso. De repente, en esas
altas horas de la noche, vio difundirse desde lo alto una luz que ahuyentaba las
tinieblas, brillando con tal fulgor que en medio de la oscuridad de la noche su
resplandor era más potente que la luz del día.
3. A esta visión siguió algo del todo maravilloso: según él mismo contó después,
apareció ante sus ojos el mundo entero como concentrado en un rayo de sol. Mientras
que el venerable Padre dirigía su mirada atenta hacia este resplandor de luz
deslumbradora, vio cómo el alma de Germán, obispo de Capua, era llevada al cielo por
los ángeles en una esfera de fuego (cf. Lc 16,22).
4. Entonces, queriendo procurarse un testigo de milagro tan extraordinario, llamó con
voz fuerte al diácono Servando, repitiendo su nombre dos o tres veces. Aquel,
confundido a causa del insólito grito de tan santo hombre, subió y miró, llegando a
divisar solo una tenue estela de luz. Él se quedó turbado ante prodigio tan excepcional,
y el hombre de Dios le contó por orden lo sucedido, dando en seguida aviso al piadoso
Teoprobo, de la villa de Casino, para que enviara aquella misma noche un mensajero a
la ciudad de Capua, con el fin de averiguar y notificar las últimas novedades respecto
del obispo Germán. Y así se hizo. El que había sido enviado encontró ya muerto al
reverendísimo obispo Germán, e indagando minuciosamente se enteró de que su
muerte había acaecido en el mismo instante en que el hombre de Dios lo viera ascender
a la gloria.
5. PEDRO: ¡Es un hecho en extremo estupendo y admirable! Pero eso que dijiste de que
ante su mirada se presentó el mundo entero como concentrado en un solo rayo de sol,
al no haberlo experimentado nunca, tampoco alcanzo a imaginármelo. ¿Cómo es
posible que el mundo entero pueda ser visto por un solo hombre?
6. GREGORIO: Fíjate, Pedro, en lo que te digo: para el alma que ve al Creador, toda
creatura es pequeña. Por poco que haya visto de la luz del Creador, se le hace
insignificante todo lo creado, ya que por la misma luz de la visión interior se ensancha
la capacidad del alma y de tal modo se dilata en Dios que se hace superior al mundo.
Más aún, la propia alma del que contempla se eleva por encima de sí misma y cuando
en la luz de Dios es arrebatada sobre sí, se dilata interiormente, y mientras mira desde
lo alto lo que queda debajo de ella, comprende qué pequeño es lo que no podía
comprender cuando estaba abajo. Por consiguiente, el hombre que veía la esfera de
fuego y también a los ángeles subiendo al cielo, sin duda no pudo hacerlo sino a la luz
de Dios. ¿Por qué, entonces, admirarse de que haya visto el mundo concentrado delante
de sí el que, elevado por la luz del espíritu estaba fuera del mundo?
7. Al decir que el mundo quedó concentrado ante su mirada, no queremos decir que el
cielo y la tierra se hubieran reducido, sino que el alma del que contemplaba se había
121
dilatado y, extasiada en Dios, pudo ver sin dificultad todo lo que está por debajo de
Dios. A aquella luz que brillaba ante sus ojos exteriormente, correspondió una luz
interior en su espíritu que, al arrebatar el alma del contemplativo hacia las realidades
superiores, le mostró qué limitadas eran todas las cosas de aquí abajo.
8. PEDRO: Pienso que me resultó útil el no haber entendido lo que habías dicho, pues a
causa de mi lentitud intelectual se hizo más prolija tu explicación. Pero ya que me
hiciste comprender estos razonamientos con toda claridad, te ruego que vuelvas al
orden de la narración.
Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb308
Este episodio en que el alma de Benito llega a la cumbre de sus experiencias terrestres,
se asemeja singularmente al precedente. Los dos relatos siguen aproximadamente el
mismo esquema: visita de un amigo espiritual -en este caso el abad−diácono Servando,
en el anterior Escolástica, monja y hermana del santo-, larga conversación sobre la vida
futura durante el día, a la tarde, prodigio o durante la noche, visión a distancia de un
alma de difunto que sube al cielo, constatación del fallecimiento por medio de
mensajeros enviados a tal fin.
Sin embargo, el presente episodio se distingue por numerosas características, de las que
por lo menos debemos subrayar algunas. En primer lugar, el milagro se produce a favor
de Benito, no contra su voluntad y su visitante no es el agente sino un simple testigo
subsidiario: luego de la derrota infligida por su hermana, el santo recobra aquí todo su
prestigio. Además, a diferencia de la tormenta que había desencadenado la oración de
Escolástica en un cielo sereno para impedir a Benito que saliera, esta luz en la noche
llega como una gracia inesperada, no solicitada, que llena los ojos con su esplendor, sin
intentar otro efecto más que la iluminación contemplativa del vidente. Finalmente, esta
visión maravillosa termina con la vista de la elevación de un alma al cielo: este
espectáculo de ascensión celeste no se presenta tres días después del prodigio cósmico,
sino en su mismo interior.
En efecto, la gran visión de Benito tiene un triple objeto: la luz nocturna más brillante
que el día, el mundo entero concentrado como un punto bajo el rayo luminoso, el alma
llevada al cielo por los ángeles en una bola de fuego. A juzgar por el comentario de
Gregorio, el motivo central es el más importante. Lo que hay que explicar es cómo pudo
Benito ver con una sola mirada al universo creado. La luz del Creador, en la que el alma
se dilata inmensamente, nos da la explicación. En cuanto al alma de Germán llevada al
cielo, no es más que un detalle, aunque útil en más de un aspecto: por la relación que
establece entre esta escena y sus vecinas -las asunciones de Escolástica y Benito-, por la
verificación a la que se presta y que confirma la realidad del milagro, por el anuncio que
contiene del Libro IV de los Diálogos, en el que el primer relato de Gregorio consiste en
un recuerdo de esta visión de Benito309.
En el mismo Libro II, nuestro episodio remite no solamente a los que lo rodean, sino
también al comienzo de la vida del santo. Esta pequeñez del mundo visto desde arriba,
nos hace pensar en el joven Benito que “desprecia” el mundo -literalmente: lo “mira
desde arriba”-, tal como lo ha presentado Gregorio en su Prólogo310. Lo que percibía el
adolescente con una mirada de fe cuando abandonó Roma, el santo, que ha llegado a la
perfección, ahora lo ve, por medio de un milagro bajo el resplandor de la luz divina.
308
Tomado de: Cuadernos Monásticos nº 59 (1981), pp. 405-414. Original en francés, publicado en: Ecoute, ns. 265
y 26. Tradujo: Madre Isabel Guiroy, osb. Monasterio Nuestra Señora del Paraná, Entre Ríos, Argentina.
309
Dial. II,8. Aquí, el elemento principal es la ascensión del alma de Germán.
310
Dial. II, Prol 1: despexit... mundum.
122
Además, esta visión que arrebata y transporta a Benito por encima de sí mismo,
también está anunciada en los primeros capítulos. Al comentar el habitavit secum,
Gregorio previó estas “salidas fuera de sí”, por encima de sí, en el arrebato y el
éxtasis311. Esta gracia final de la contemplación, concedida a Benito en pleno abadiato
casinense, lleva a un pináculo inesperado los vuelos que parecían reservados a la
soledad de Subiaco.
Para terminar estas observaciones sobre la ubicación de nuestro relato, notemos que
ésta no corresponde para nada a la fecha del acontecimiento. En efecto, sabemos que
un tal Víctor sucedió al obispo Germán en la sede de Capua, a comienzos de 541. En esa
época, Benito estaba todavía lejos de la muerte, ya que su conversación con el obispo de
Canosa sobre la entrada de Totila en Roma y sobre la destrucción de la Ciudad, relatada
mucho antes312, parece situarse en 547. Al colocar esta visión al final de la biografía,
entre la muerte de Escolástica y la de Benito, Gregorio sugiere por lo tanto una fecha
bastante más tardía que la real. El lugar asignado al episodio corresponde no tanto al
orden de los acontecimientos sino a un designio literario: la analogía de la escena con
los últimos días de Escolástica y de Benito la ha trasladado a ese lugar, donde significa
un término magnífico para toda la carrera espiritual del santo.
***
Las reflexiones que terminan este capítulo, además de su excepcional belleza, tienen
una característica que las ubica en un lugar aparte entre todos los excursus doctrinales
de la Vida de Benito: la ausencia de referencia a la Biblia. No solamente no está citada
ni una sola vez, sino que tampoco tiene ningún eco preciso en estas reflexiones. Apenas
los “ángeles que suben al cielo” nos hacen pensar en la parábola del rico malo, según la
cual “el pobre fue llevado por los ángeles al seno de Abraham”313. Pero esta escena ha
sido muy vulgarizada por la hagiografía, por lo que la alusión del relato gregoriano al
Evangelio314 pierde su nitidez en el comentario.
Esta insólita ausencia de colorido escriturístico, nos invita a examinar con mucho
cuidado los paralelos no bíblicos del episodio. Cada una de las tres fases de la visión -la
iluminación nocturna, el mundo reducido a un punto, el alma llevada al cielo- recuerda
algún antecedente que Gregorio conocía bien. Simplificando, podemos decir que la
triple visión de Benito amalgama tres anécdotas diversamente célebres: la vigilia
iluminada del monje Victorino Emiliano, el sueño del joven Escipión, la revelación
hecha a Antonio referente al alma de Amún.
La primera de estas historias fue narrada por el mismo Gregorio en una de sus
Homilías sobre los Evangelios315. Un tal Victorino, de sobrenombre Emiliano, se hace
monje para expiar una falta grave. La conciencia de su pecado lo estimula
constantemente a llevar una vida monástica ejemplar. Se levanta antes que los
hermanos y le gusta buscar la soledad en los alrededores del monasterio y rezar en las
tinieblas. Un día su abad lo sigue a escondidas. Mientras Victorino Emiliano hace
oración, el abad ve que de repente cae una luz sobre él de lo alto del cielo. Asustado, se
retira. Al interrogar más tarde a Victorino, se entera de que el monje penitente ha
escuchado una voz que acompañaba a la luz: su pecado ha sido perdonado.
Este último detalle falta en el relato de los Diálogos. Benito no es un gran pecador
311
Dial. II,3,9.
Dial. II,15,3.
313
Lc 16,22.
314
Dial. II,35,2: “el alma llevada al cielo por los ángeles”.
315
Homilías sobre los Evangelios 34,18.
312
123
arrepentido que busca la certeza del perdón, sino un hombre de Dios que ha llegado a la
cumbre de la santidad. La iluminación nocturna de la que goza como Victorino, no
significa solamente la presencia y el favor de Dios. Lo arrebata en éxtasis, amplía
prodigiosamente su mirada, le hace ver desde lo alto la pequeñez de toda criatura. En
lugar del perdón, Benito recibe una contemplación.
No obstante, las dos escenas son casi idénticas. En ambas encontramos el mismo fervor
que impulsa a adelantarse al oficio de vigilias con una oración solitaria, la misma luz
extraordinaria en plena noche, la misma presencia de un testigo que constata el
fenómeno esplendoroso.
Este primer antecedente, tanto por su contenido como por su origen -Gregorio conoce
la historia por Maximino, antiguo abad de su propio monasterio-, no nos hace salir del
mundo de los monjes al que pertenece Benito. Por el contrario, la visión del universo
entero en su pequeñez nos remite a una literatura no monástica, e incluso no cristiana.
Se trata esencialmente de uno de los grandes fragmentos de la literatura latina profana,
de esa obra maestra de Cicerón que es el “sueño de Escipión”.
Para concluir su De republica, Cicerón imaginó un sueño grandioso que habría tenido
Escipión Emiliano, el segundo Africano en su juventud (149 antes de Jesucristo) y que
habría relatado en un círculo de amigos veinte años más tarde, justo antes de ser
asesinado (año 129). Este fragmento, por su ubicación en la obra y por su relación con
la muerte del héroe, se asemeja por lo tanto a la visión de Benito.
Pero la principal semejanza se encuentra en el hecho de que ese sueño arrebata al joven
Escipión a lo más alto de los cielos, a esa vía láctea que es la residencia de las almas
bienaventuradas, de los buenos servidores de la patria. Allí su abuelo por adopción,
Escipión el Anciano, el primer Africano, y su propio padre Pablo Emilio, le revelan los
secretos de su destino en la tierra y los esplendores del mundo celeste que le esperan
cuando muera. Desde allá arriba contempla las siete esferas de los planetas y del sol
que, con sus órbitas concéntricas, envuelven la tierra.
Esta aparece por debajo, en toda su miserable estrechez. El viejo Escipión aconseja
largamente a su nieto que desvíe su mirada, la cual instintivamente desciende hacia la
tierra. No, allí no se encuentra la gloria que él busca. La tierra, ya tan poca cosa en el
universo, ofrece a los hombres sólo una pequeña parte para que puedan habitarla. Y de
esa partecita ¿qué le corresponde a ese Imperio del que los Romanos están tan
orgullosos? Que el alma de Escipión no se pierda en ambiciones tan ridículamente
limitadas. Que tienda más bien, por el servicio al Estado que agrada a los dioses, a la
recompensa sublime e ilimitada que recibirá un día en el campo de las estrellas316.
En síntesis, éste es ese suntuoso fragmento que pone al servicio de una alta moral los
múltiples recursos de una cosmología simultáneamente sabia y poética. El punto de
vista astral, el decorado universal, los tiempos y los espacios desmesurados, la música
de las esferas y su inmutable armonía, todo contribuye a dilatar el alma, a revelarle su
divina grandeza, a desapegarla de las sórdidas codicias de la tierra.
La analogía del sueño de Escipión con la visión de Benito casi no tiene necesidad de ser
subrayada. El motivo central del relato gregoriano -la pequeñez de las cosas bajo una
mirada humana que las abarca a todas- llena ya la página de Cicerón. Sin embargo, hay
una considerable diferencia. Lo que Escipión encontraba tan pequeño desde lo alto del
cielo no era el mundo sino la tierra. Al reunir en un solo rayo de sol, a los ojos de
Benito, “al mundo entero”, “a la creación entera”, “al cielo y a la tierra”, Gregorio
amplía la experiencia imaginada por Cicerón. Alrededor de la tierra tan pequeña, el
316
Cicerón, Rep. VI,8-26.
124
mundo aparecía ante Escipión en toda su grandeza. Bajo la mirada infinitamente
dilatada de Benito, el mundo a su vez se encoge y no es más que un punto luminoso
asombrosamente exiguo, como la tierra en el sueño ciceroniano.
Correlativamente con este cambio, el punto de mira del vidente se desplaza. Escipión
contemplaba el universo desde su más elevado observatorio, aquella novena esfera con
movimiento propio e idéntica al dios supremo, donde están fijas las estrellas. Benito se
encuentra infinitamente más allá. Se eleva por sobre todo y por sobre sí mismo en la luz
inaccesible del Dios trascendente317. La distancia ya no es espacial sino metafísica; la
experiencia ya no depende de la cosmología sino de la mística.
Además, el carácter y el alcance del acontecimiento se han modificado. Al sueño de
Escipión dormido, sucede la visión despierta de Benito. Gregorio subraya que ésta no es
una ilusión sino un hecho parcialmente verificado por testigos: Servando ve un resto de
luz y el enviado Teoprobo constata el deceso de Germán. Se trata de un acontecimiento
a la vez sobrenatural y real, de una irrupción de lo invisible en lo visible. El grito de
Benito a la vista del fenómeno, subraya bien su carácter experimental y su potencia
desconcertante: esta infracción al silencio nocturno que asombra a Servando, sólo pudo
ser cometida por el santo bajo el influjo de una trastornadora sorpresa318.
El comentario de Gregorio, por su parte, subraya la realidad del hecho. Lo que el autor
de los Diálogos se esfuerza por explicar, es el cómo de esta visión maravillosa. Esta
explicación que depende de la teología mística, contrasta con el objetivo moralizante
del sueño de Escipión. El fin de Cicerón es elevar al lector, por medio de un mito
sublime, hasta el desprecio de la gloria humana y a una concepción muy pura del deber.
El de Gregorio es dar cuenta de una experiencia espiritual extraordinaria, cuya
posibilidad trata de establecer y de la cual trata de esbozar el mecanismo. En cuanto al
desapego de los bienes terrenos, Benito hace tiempo que lo ha logrado. La experiencia
de la torre no apunta a curarlo, como al joven Escipión del deseo de la gloria humana,
sino a poner sobre su larga vida de renuncia el sello de una revelación fulgurante,
presagio de la visión gloriosa y de la condición celestial, a la que, a semejanza de la de
Germán, muy pronto será admitida su alma319.
Nos falta decir que tanto el lector de los Diálogos como el de De republica, no pueden
dejar de escuchar un llamado al desapego para sí mismos. La “luz interior” que mostró
al santo la estrechez de todo lo creado, lo hace desear. Pero tanto para él como para
Benito, esa luz sólo puede ser una gracia recibida en la oración y asociada a la renuncia.
Del plano de la especulación filosófica, pasamos al de la oración y la ascesis del monje.
Aunque el sueño de Escipión tuvo lugar mientras dormía y la visión de Benito en el
transcurso de una vigilia, los dos hechos sin embargo, tienen en común la hora
nocturna. Además, tanto una como la otra, estas noches memorables han estado
precedidas por un día que las ha preparado. Así como Benito acaba de saborear,
durante su conversación con Servando “el suave alimento de la palabra celestial”,
también Escipión había conversado toda la noche con el rey Massinissa de su abuelo, el
primer Escipión. Cuando éste se le aparece en el sueño que sigue, es un efecto normal
de las conversaciones que acaban de tener lugar. En el caso de Benito, ciertamente la
relación entre la conversación diurna y el acontecimiento nocturno no es tan estricta
−la visión recibida sigue siendo pura gracia−, pero esos intercambios espirituales sobre
317
La última frase del comentario distingue “la luz exterior que brillaba ante sus ojos” de la “luz interior que estaba
en su mente”. Más arriba, esta luz es llamada dos veces Dei lumen, y una vez mentis lumen, lux creatoris, lux visionis
intimae.
318
Como observa A. Pantoni, “Echi e riflessi moderni di una celebre visione di S. Benedetto”, en Benedictina 23
(1976), p. 151-161. (ver p. 152).
319
Lo cual recuerda la proximidad de la muerte de Escipión en el momento de su relato y las promesas de
inmortalidad contenidas en su sueño.
125
el más allá, no han podido menos que predisponer al santo para la gran experiencia de
la noche320.
Por lo demás, la visión de la estrechez de las cosas no es el único punto en común del
sueño de Escipión y la iluminación de Benito. El tercer elemento de esta última -la
visión del alma subiendo al cielo en una esfera- también está ligado a Cicerón. Según la
enseñanza atribuida a Escipión el Anciano, las almas puras vuelan al cielo. Al realizar
esto, vuelven a su lugar de origen, ya que están hechas del mismo fuego que los astros,
que están animados también por espíritus divinos. Este origen astral del alma humana
lleva naturalmente a representarla como una esfera; y, de hecho, ésta es su forma según
el estoicismo, sin hablar de las especulaciones origenistas sobre el cuerpo esférico de
los resucitados. En último caso, lo que ve Benito es una transposición cristiana de esas
nociones: el alma de Germán aparece en una bola de fuego y es llevada por ángeles.
Por lo tanto, la visión de Benito se asemeja mucho al sueño de Escipión. No es de
extrañar que este Fragmento de Cicerón haya influenciado la imaginación del santo -o
la de su biógrafo-: pocos textos de la literatura latina son tan célebres como éste. Luego
de los paganos Séneca y Macrobio321, el cristiano Boecio había sacado una hermosa
página de su Consolación, en vida del mismo Benito.
Sin embargo, a diferencia de todos estos autores y del mismo Cicerón, Gregorio no se
entrega a una consideración detallada de la tierra y del mundo. En lugar de desplegar
una geografía y una cosmología eruditas, le basta con mostrar con una palabra al
mundo entero reducido a un punto, prodigio que luego alimenta su reflexión. Esta
reflexión muy personal, emplea ideas típicamente gregorianas. Lo que aquí se dice, ya
había sido dicho en los Morales: la mirada dilatada de Benito que abarca el universo,
corresponde al espíritu profético de Job que abarcaba todos los tiempos, “porque
estrecha es toda creatura para el Creador”322.
Escipión, Job. ¿No deberíamos agregar, para terminar, a Agustín y Mónica? Como
recordaremos, su contemplación de Ostia había tenido lugar “en la ventana”323, igual
que esta visión de Benito. La ascensión de sus espíritus más allá del mundo convertido
en algo vil a sus ojos, su contacto por un instante con el Verbo eterno, su aspiración de
huir del ruido de las creaturas para no oír más que a Dios solo, todo esto es
profundamente semejante al arrobamiento que arrebata a Benito por encima de la
creación en la luz del Creador.
Sin embargo, aparte del momento de contacto místico, el razonamiento de estos dos
santos es dialéctico y sus deseos platónicos. Están lejos de la revelación deslumbrante
que recibe Benito. En último caso, su inflamada conversación se asemeja no tanto a
esta experiencia trastornadora, vivida durante la oración solitaria, sino al ferviente
diálogo sobre la patria celestial que en la víspera había tenido Benito con Servando.
***
El último objeto de la visión de Benito, la asunción del alma de Germán, recuerda,
como hemos visto, algunos rasgos del sueño de Escipión. Pero su modelo principal es
otro. Entre los numerosos espectáculos de asunción que registra la hagiografía, el más
antiguo, el del alma de Amún llevada al cielo a la vista de Antonio, es sin duda el más
320
Cf. Th. Delforge, “Songe de Scipion et vision de saint Benoît”, en Revue Bénédictine 69 (1959), pp. 351-354 (ver
p. 352).
321
No pensamos que Gregorio haya leído a este autor, como quiere P. Courcelle, “La vision cosmique de saint
Benoît”, en Revue des études augustiniennes 13 (1967), pp. 97-117 (ver pp. 110-114) cuyo estudio, por otra parte es
fundamental. Los paralelos que indica Courcelle no son definitorios. Si Gregorio depende de alguien, es de Cicerón.
322
Morales, 4,65.
323
Agustín, Confesiones 9,23 y 28.
126
semejante324, tanto más cuanto que da lugar a una verificación análoga a aquella de la
que habla Gregorio.
Con este prototipo monástico, volvemos a la familia espiritual de Benito. Recordaremos
que ya la iluminación nocturna que iniciaba su visión recordaba a la del monje
Victorino. Entre estos dos objetos de contemplación que permanecen en el marco del
monaquismo, la visión del mundo recogido en un solo rayo de sol aparece como un
tema venido de afuera. Pero aunque ese motivo central nos hace pensar en la literatura
profana, la forma particular que adquiere en la visión de Benito y en la explicación que
de ella hace Gregorio, está marcada por un carácter propiamente cristiano, e incluso
monástico. Lo que enseña, en la línea de toda la biografía de Benito es que, separándose
de todo y buscando sólo al Creador, se adquiere no solamente un extraño poder sobre
las cosas, sino también una vida divinamente ensanchada frente a la insignificancia de
estas mismas cosas.
324
Atanasio, Vida de Antonio 60. La traducción de Evagrio (parágrafo 32, PL 73, 153b) introduce dos menciones del
cielo.
127
Capítulo 36
GREGORIO: Me agradaría, Pedro, contarte todavía muchas cosas de este venerable
Padre, mas a propósito paso por alto algunas, porque debo apresurarme para relatar los
hechos de otros hombres. Sin embargo, no quiero que ignores que entre tantos
milagros por los que resplandeció en el mundo, el hombre de Dios también se
distinguió no poco por su palabra de doctrina. Porque escribió una Regla de monjes,
notable por su discreción y clara en su lenguaje. Si alguien quiere conocer con más
detalles su vida y sus costumbres, podrá encontrar en la enseñanza misma de la Regla
todas las acciones del Maestro, puesto que el santo en modo alguno pudo enseñar otra
cosa que lo que él mismo vivió.
Capítulo 37
1. En el mismo año en que había de salir de esta vida, anunció el día de su santísima
muerte a algunos discípulos que vivían con él y a otros que estaban lejos. A los que
estaban presentes, les recomendó que guardaran silencio sobre lo que habían oído, y a
los ausentes les indicó la señal que les sería dada cuando su alma saliese del cuerpo.
2. Seis días antes de su muerte ordenó que abrieran su sepulcro. Pronto fue atacado por
una fiebre cuyo ardor violento lo postraba. Como la enfermedad se agravara día a día, al
sexto día se hizo llevar por los discípulos al oratorio. Allí se fortaleció para la partida
con la recepción del Cuerpo y la Sangre del Señor. Apoyando su cuerpo debilitado en
los brazos de sus discípulos, permaneció de pie con las manos levantadas hacia el cielo,
y entre las palabras de la oración exhaló el último suspiro.
3. El mismo día, su muerte les fue revelada a dos de sus discípulos -uno que se hallaba
en el monasterio y otro que estaba lejos- mediante una misma e idéntica visión. En
efecto, vieron un camino ricamente tapizado e iluminado con el fulgor de innumerables
lámparas que se extendía en dirección hacia el oriente, desde su celda directamente
hasta el cielo. Desde lo alto, un hombre resplandeciente y de aspecto venerable les
preguntó de quién era el camino que estaban mirando. Ellos confesaron que no lo
sabían. Entonces él les dijo: “Este es el camino por el cual el amado del Señor, Benito,
subió al cielo”. Así del mismo modo como los discípulos presentes vieron la muerte del
hombre santo, los ausentes se enteraron de ella mediante la señal que les había sido
anunciada.
4. Fue sepultado en el oratorio de san Juan Bautista, que él mismo había edificado
después de destruir el altar de Apolo.
Capítulo 38
1. También en la cueva de Subiaco, en la que habitó primero, resplandece con milagros
hasta el día de hoy, si así lo exige la fe de los que los piden.
Reciente es el hecho que voy a contar. Una mujer que había perdido el juicio y
que estaba perturbada por completo, vagaba día y noche por montes y valles, selvas y
campos, descansando solamente allí donde la fatiga la obligaba a hacerlo. Un día,
después de haber andado errante durante un tiempo muy prolongado, llegó a la cueva
del bienaventurado Padre Benito y se quedó allí, sin saber adónde había entrado. A la
mañana siguiente salió tan sana de juicio, como si nunca hubiera sufrido ninguna
perturbación mental. Y durante todo el resto de su vida conservó la salud así recobrada.
128
2. PEDRO: ¿Cómo explicar lo que con frecuencia ocurre también con el patrocinio de
los mártires, que no conceden tantos beneficios por sus cuerpos cuanto por sus
reliquias, y obran prodigios más grandes donde no están sepultados?
3. GREGORIO: Es indudable, Pedro, que los santos mártires pueden obrar muchos
prodigios donde yacen sus cuerpos, como de hecho lo hacen, y así lo atestiguan los
innumerables milagros realizados en favor de quienes los piden con un corazón puro.
Pero como las almas débiles pueden dudar que los mártires estén presentes para
escucharlos donde consta que no están sus cuerpos, es necesario que obren allí mayores
milagros para que así el alma débil no pueda dudar de su presencia. En cuanto a los que
tienen el alma fija en Dios, su fe es más meritoria porque creen que los mártires,
aunque no yacen allí corporalmente, no por eso dejan de escucharlos.
4. De aquí que también la Verdad misma, para acrecentar la fe de sus discípulos, les
dijo: Si no me voy, el Paráclito no vendrá a ustedes (Jn 16,7). Puesto que es cierto que
el Espíritu Paráclito siempre procede del Padre y del Hijo, ¿por qué el Hijo dice que
debe ausentarse para que venga Aquel que nunca se apartó del Hijo? Pero por cuanto
los discípulos, habiendo visto al Señor en la carne, siempre tenían sed de verlo con los
ojos corporales, con razón les fue dicho: Si no me voy, el Paráclito no vendrá, como si
les hubiera sido dicho abiertamente: “Si no sustraigo mi cuerpo a las miradas de
ustedes, no puedo mostrarles quién es el Espíritu de Amor, y si no dejan de verme
corporalmente, nunca aprenderán a amarme espiritualmente”.
5. PEDRO: Me agrada lo que dices.
GREGORIO: Ahora tenemos que interrumpir un poco esta conversación, si
pretendemos narrar los milagros de otros santos. Entretanto reparemos en silencio
nuestras fuerzas para después seguir hablando.
FIN DEL LIBRO SEGUNDO
Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb325
Este final de la Vida de Benito se articula en tres secciones cada vez más largas: un
elogio de la Regla escrita por el santo, un relato de su gloriosa muerte, una información
referente a un milagro póstumo realizado en Subiaco, con algunas reflexiones al
respecto. Luego de abandonar esta tierra, Benito continúa “brillando” en ella, tanto por
su Regla para monjes como por el poder milagroso que opera en los lugares donde
vivió.
La breve presentación de la Regla para monjes juega en esta biografía, un papel más
importante de lo que parece: es una noticia sobre la persona del santo. Tanto en la
antigüedad como hoy en día, toda Vida de un hombre célebre incluía, además del relato
de sus hechos y de sus gestos, un retrato. Tomemos un ejemplo: el de la Vida de
Vespasiano por Suetonio, de la cual volveremos a hablar: toda la segunda mitad de esta
obra está consagrada a describir al hombre, en su físico y sobre todo en su aspecto
moral. Las primeras grandes Vidas de santos cristianos se sometieron a esta ley, por
otra parte tan natural, pero reteniendo solamente los rasgos morales y espirituales: la
de Antonio incluye muchos cuadros de sus virtudes y de su ascesis y la de Martín
termina con una celebración de sus méritos.
325
Tomado de: Cuadernos Monásticos nº 60 (1982), pp. 17-25. Tradujo: Madre Isabel Guiroy, osb. Monasterio
Nuestra Señora del Paraná, Entre Ríos, Argentina.
129
En la Vida de Benito, este pequeño capítulo sobre la Regla hace las veces de retrato.
Ubicado justo antes de la muerte del héroe, igual que en la Vida de Vespasiano o en la
de Martín, responde a la pregunta que no puede dejar de hacerse ningún lector culto:
¿cuáles fueron las costumbres ascéticas, el estilo de vida, la fisonomía moral de Benito?
Esta pregunta es tanto más perentoria, cuanto que hasta ahora Gregorio lo ha mostrado
solamente actuando, es decir realizando milagros, y con respecto a sus costumbres,
sólo ha dado algunas indicaciones al margen, de lo más someras.
Frente a esta exigencia de toda gran biografía, Gregorio simultáneamente la cumple y la
esquiva. Su respuesta cabe en una palabra: Benito escribió una Regla, léanla. Para
nuestra desgracia, el biógrafo posee un escrito del santo que lo dispensa de hablar más
de él. Al remitirnos a ese autorretrato, puede contentarse con la materia ordinaria de
los Diálogos: los milagros.
Por lo tanto, la Regla benedictina cumple en el Segundo Libro de los Diálogos, el papel
de un documento anexo al cual se refiere explícitamente el biógrafo y que hace las veces
de una de las obligaciones esenciales que sabe que debe cumplir. ¿Debemos deplorarlo?
Quizás poseía muy poca información sobre la manera de vivir de Benito. Quizás habría
trazado un retrato convencional, más representativo de su propio ideal de santidad que
de la realidad vivida por su héroe. El hecho es que esta remisión a la Regla nos deja
insatisfechos. Una imagen del hombre de Dios, aunque fuera muy estilizada, hubiera
terminado felizmente, a nuestro parecer, esta serie de milagros demasiado numerosa.
Esta mención de la Regla, aunque es decepcionante en algunos aspectos, no deja de ser
preciosa. No solamente representa para el historiador la única mención de la regula en
el mismo siglo de Benito, sino que también contribuyó poderosamente a lanzar la obra
al público de esa generación y de las siguientes. El hecho de ser, tanto ella como su
autor, solemnemente recomendados por el escritor más grande de esa época y el papa
más grande de la antigüedad que terminaba, constituyó para la Regla una
“propaganda” de primera que le aseguró una enorme difusión.
El doble elogio -del fondo y de la forma- que hace Gregorio de la Regla es menos fácil
de interpretar de lo que parece. “Notable por su discreción”: ¿qué quiere decir? Y en
primer lugar ¿se trata exactamente de “discreción”? Quizás “discernimiento” traduciría
mejor aquí la discretio latina. En efecto, un pasaje del Comentario a los Reyes muestra
que Gregorio apreciaba mucho las consignas dadas por Benito en el capítulo 58 de la
Regla para el discernimiento de las vocaciones326. Cuando Benito prescribe “probar los
espíritus para ver si son de Dios” y “ponderar (al postulante) todas las cosas duras y
ásperas para que sepa a lo que entra”, para Gregorio estas asperezas son una prueba de
discretio que aprueba sin reservas. Es muy posible que piense principalmente en esta
prueba de las vocaciones. En ese caso, el presente elogio apuntaría no tanto a la
moderación de la Regla -como ordinariamente se lo entiende- sino a su rigor.
En cuanto al elogio de la forma -sermone luculentam-, podemos dudar entre dos
sentidos: “clara” o “brillante”. Este último, que preferiríamos estaría relacionado con el
Prólogo de la Vida, donde se felicita a Benito por haber “despreciado los estudios
literarios” para buscar sólo a Dios. Habiendo partido de Roma “ignorante”, sin embargo
consigue escribir un opúsculo “brillante”, incluso por su estilo. De todos modos, “brilló
por su doctrina”, él que se había “retirado antes de ser docto”. Este céntuplo concedido
a su renuncia, nos hace pensar en la visión de la pequeñez de las creaturas que
finalmente recompensó -como hemos visto en el capítulo anterior- su desprecio inicial
del mundo.
***
326
Comentario al Primer Libro de los Reyes IV,70.
130
La muerte de Benito, su “santísima muerte”, está rodeada de un imponente aparejo de
predicciones y de visiones. Las primeras no son algo insólito en los Diálogos, pero éstas
resaltan sobre todos los demás casos por un conjunto de características que subrayan la
dignidad única de Benito. Por lo común, el santo es advertido de su muerte poco tiempo
antes, en un lapso de tres a treinta días327. Aquí se entera de ella -o mejor dicho la
anuncia- con una anticipación mucho más considerable, un año antes.
Por otra parte, generalmente la notificación es vaga328, mientras que en el caso de
Benito, indica de manera precisa el día de su muerte. Además anuncia que un signo
hará conocer su deceso a los ausentes y, por una especie de lujo imprevisto, este signo
prometido a los ausentes le es concedido por añadidura a un monje presente en el
lugar. Profusión de lo maravilloso que subraya la grandeza incomparable de este
“amado del Señor”.
Gregorio no nos dice cómo fue informado Benito de su próximo fin: el santo pareciera
sacar esta noticia de su propio fondo. La misma impresión de soberano dominio se
desprende del relato de la última semana. La orden de abrir la sepultura precede al
comienzo de la enfermedad, como si el mismo Benito resolviera la llegada de esta
última. Y nuevamente la muerte parece responder a la iniciativa del santo -orden de
llevarlo al oratorio- cuando viene a la cita que él ha fijado.
Esta muerte programada por el moribundo, está precedida inmediatamente por la
comunión del viático. Comparada con los otros cuatro casos que relatan los Diálogos329,
esta última comunión de Benito está descripta en términos particularmente solemnes:
“se fortaleció para la salida de este mundo” recibiendo la eucaristía. Algunas fórmulas
empleadas en otros lugares subrayan la grandeza del sacramento. La que Gregorio
utiliza aquí subraya la grandeza de la muerte del santo.
Pero la característica más impresionante de esta agonía, es el heroísmo con el que el
moribundo permanece de pie en oración, sostenido por sus discípulos, hasta el último
instante. Otro abad, compatriota de Benito, llamado Spes de Nurcia, también murió en
el oratorio en medio de sus hermanos, como relata Gregorio en el Libro IV330, y esta
muerte en oración, luego de la comunión mientras la comunidad canta un salmo, se
asemeja mucho a la de nuestro santo. Pero parece producirse casi repentinamente, y le
falta la grandeza del fin de Benito: esa lucha de un cuerpo agotado para mantenerse en
actitud de oración mientras le quede un aliento de vida.
Este último combate nos hace pensar en tres antecedentes ilustres: la oración de
Moisés en la montaña, los esfuerzos del Emperador Vespasiano por morir de pie, la
obstinación de Martín por rezar hasta el último suspiro. La primera escena está en
todas las memorias: mientras los Israelitas y Josué presentan batalla a Amalec en la
llanura, Moisés ora en la montaña con los brazos levantados, sostenidos por Aarón y
Hur331. La analogía es evidente y la reminiscencia indudable. Sin embargo, el gesto de
Moisés, por más agotador que sea, no es el de un agonizante y, por otra parte,
permanece sentado durante esa jornada memorable.
Benito, por el contrario, muere y muere de pie. Al hacer esto, imita a otro de sus
compatriotas, el Emperador Vespasiano. Este príncipe, originario de Nursia por su
327
Tres días: IV,14,4–5; 27,9, 1–3. Treinta días: IV,18,1–3; 54,2 (cf. I,14,4–5). Entre los dos, encontramos lapsos de
cuatro, siete, diez, catorce, quince días. Suele suceder que el plazo sea de varios años (IV,49,6; 58,1–2), pero
entonces los anuncios son enigmáticos o imprecisos.
328
A excepción del caso de la pequeña Musa (IV,18,1–3).
329
Dial. III,36,3; IV,11,4; 16,7; 36,2.
330
Dial. IV,11,4.
331
Ex 17,12: Aaron autem et Hur sustentabant manus eius.
131
madre, no dejó de dirigir sus asuntos y de dar audiencias durante su última
enfermedad. En el momento supremo dijo: “Un emperador debe morir de pie”. “Y
mientras hacía un esfuerzo por levantarse, agrega el historiador Suetonio, murió en los
brazos de los que lo sostenían”332.
Esta muerte de un antiguo soldado, no carece de grandeza, y posiblemente nuestro
relato le haga eco. Pero a Vespasiano le falta lo que está en el corazón de Benito
moribundo: el amor divino, la religión, el espíritu de oración. El abad de Montecasino
no es un jefe conciente de sus deberes que quiere dar el ejemplo por medio de una
muerte orgullosa. Es un monje tendido hacia Dios, que obedece hasta el último minuto
a la consigna evangélica de orar sin cesar.
En este aspecto, Benito se asemeja más a Martín, a aquel santo al que justamente había
dedicado el oratorio donde muere. Según Sulpicio Severo, los últimos días de Martín
fueron una incesante oración. Día y noche, en el cilicio y la ceniza, a pesar de las
instancias de sus discípulos, vela y ora. “Con los ojos y las manos tendidos sin cesar
hacia el cielo, no permitía a su alma invencible que cediera en su oración”333.
Sin duda este magnífico ejemplo está presente en la memoria de Benito y de su
biógrafo. Pero dos diferencias por lo menos separan la escena de Montecasino de la de
Candes. En primer lugar, Martín está acostado, mientras que Benito permanece de pie.
Además la oración de Martín, según Sulpicio Severo, se prolonga durante varios días.
Gregorio, por el contrario, nos deja ignorantes sobre el modo cómo Benito pasó sus seis
días de fiebre. Sólo en el último instante nos muestra el esfuerzo supremo del
moribundo por permanecer en la oración.
Este modo de recoger en un instante dramático una lucha que en su antepasado se
extendía durante todo un período, nos recuerda lo que hemos observado a propósito de
la tentación de Benito comparada con la de Antonio. En ese caso también, como
recordaremos, a las oleadas sucesivas de la tentación de Antonio, correspondía la única
crisis, muy breve y extremadamente violenta atravesada por Benito334. Estos contrastes
repetidos nos ponen frente a una de las recetas del arte gregoriano.
Moisés, Vespasiano, Martín. ¿Forman estos tres modelos todo el telón de fondo de la
escena que contemplamos? Muchos rasgos del relato dejan entrever otro antecedente
más sublime todavía. Cuando Gregorio dice que Benito “entregó su último suspiro” -o
mejor dicho “su último aliento, su espíritu” (spiritum)- utiliza una expresión muy rara
en los Diálogos, en los que sin embargo asistimos a muchas muertes. Por lo común es
“el alma” que “sale del cuerpo” o “es liberada de la carne”. Solamente dos veces se
habla, como en este caso, del “espíritu” (spiritus) entregado por el moribundo335.
¿Cómo no pensar, al leer estas palabras, en los Evangelios de Mateo y de Juan donde se
dice de Jesús que “entregó su espíritu”336?
Alertado por este detalle, el lector descubre otros que sugieren la misma comparación.
Como Cristo, Benito muere en oración con las manos extendidas. Como también
sucedió con Cristo, el “sexto día” antes de su muerte es el que da la señal para los
preparativos inmediatos: a la unción de Jesús “para su sepultura”337, corresponden la
apertura de la tumba de Benito y el comienzo de su última enfermedad. Como Cristo,
finalmente, Benito conoce de antemano la hora de su muerte y sube al cielo luego de
ella, en una ascensión triunfal que recuerda también la entrada en Jerusalén: el
332
Suetonio, Vesp. 24: inter manus subleuantium extinctus est (79 d.J.C.).
Sulpicio Severo, Ep. 3,15.
334
Dial. II,2,1–3. Cf. Cuadernos Monásticos nº 56 (1981), p. 6.
335
Dial. III,8,2 (uitae exhalauit spiritum); IV,18,3 (spiritum reddidit). Cf. IV,5,1 (uitalem emisit flatum).
336
Mt 27,50 (emisit spiritum); Jn 19,30 (tradidit spiritum). Cf. Mc 15, 36 y Lc 23, 46 (exspirauit); Hch 7,59.
337
Jn 12,1-7.
333
132
“camino adornado de tapices por el cual el amado del Señor, Benito, ha subido”, nos
trae a la memoria el que recorrió Jesús el día de Ramos, cuando la multitud extendía
vestidos y ramas bajo sus pies338.
***
Llegamos así a la visión que anuncia a los discípulos la muerte del santo. Sin
detenernos en todos los detalles, cada uno de los cuales tiene su correspondiente en la
antigua literatura cristiana y monástica, subrayemos el hecho principal -y bastante
sorprendente- de la ausencia del principal interesado. En lugar de ver al alma de Benito
ascender al cielo bajo algún símbolo, como en el caso de Escolástica o de Germán, los
espectadores sólo tienen delante de sus ojos un camino luminoso, por el que no pasa
nadie.
Esta evocación indirecta tiene en sí misma un cierto poder de sugestión: el misterioso
acontecimiento adquiere tanta más majestad cuanto que nadie es admitido a asistir a
él. Siguiendo la Biblia, los artistas paleocristianos han recurrido a veces a este modo de
significación por ausencia. Así, en lo más alto del arco triunfal de Santa María la Mayor,
la gloria divina está representada por un trono vacío.
Pero la razón última de la invisibilidad del héroe debemos buscarla sin ninguna duda
en el comentario dialogado que sigue a la visión. Si Benito no se muestra, es porque el
Señor se reserva la revelación verbal de que esta puesta en escena se refiere a él. Al
proferir la explicación del signo mudo, el personaje celestial agrega una palabra a la
visión y duplica su impacto. Como sucede a menudo en la Escritura -pensemos en
Moisés y la zarza ardiente, en Pablo en el camino de Damasco-, el mensaje divino será
simultáneamente fáctico y oral, visual y sonoro.
En el caso presente, la palabra de lo alto dialoga con los videntes interrogados, estos
confiesan su ignorancia y reciben la respuesta que no han sabido dar. Esta manera
particular de provocar una revelación depende de un género bien definido. El relato
gregoriano está calcado exactamente de un pasaje del Apocalipsis339: «Uno de los
Ancianos tomó la palabra y me dijo: “Esos que están vestidos con vestiduras blancas
¿quiénes son y de dónde han venido?”. Yo le respondí: “Señor mío, tú lo sabrás”. Me
respondió: “Estos son los que vienen de la gran tribulación...”». Los profetas del
Antiguo Testamento ofrecen ya una gran cantidad de ejemplos de este
procedimiento340, pero ninguno prefigura tan claramente como éste nuestro relato.
La visión del camino celeste, asimilada por este diálogo a una revelación bíblica,
recuerda particularmente el sueño de Jacob. La escala en el que este último veía
descender y subir a los ángeles, es reemplazada por un camino tapizado e iluminado,
por el cual, por un asombroso privilegio, es admitida a ascender un alma humana. Así
como en el antiguo relato del Génesis, el Señor se inclinaba sobre lo más alto de la
escala para hablar al soñador, también aquí un personaje misterioso -un ángel o quizás
el mismo Señor- aparece por encima del camino y se dirige a los videntes. Este paralelo
es tanto más digno de atención cuanto que la Regla benedictina, cuyo elogio acaba de
hacer Gregorio, utilizaba ya este símbolo de la escala para exponer su doctrina
fundamental de la humildad. Esta imagen, familiar a los discípulos de Benito, era muy
apropiada para transfigurarse en visión gloriosa, a fin de exaltar al santo.
La inhumación de Benito no es ni clandestina como la de Antonio, ni triunfal como la
de Martín, sino que está sobriamente relatada y localizada con precisión. Lo que
338
Mt 21,8.
Ap 7,13-14.
340
Ver sobre todo Jr 1,11-14; Ez 37,1-4. Cf. Za 1,8-11; 2,1-2, etc.
339
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Gregorio tiene ya en vista es la lección final que quiere sacar de esta vida. Como ha
hecho en varias ocasiones, aprovechará la ocasión del entierro y de los milagros
póstumos del santo para hacer reflexionar al lector sobre algunas verdades generales
aplicables a todo el vasto campo de la hagiografía. En resumen, se trata de desarrollar
la devoción a los santos y de purificar la fe en su poder, separándola del lugar de su
sepultura y del contacto físico con sus restos.
Por esta razón, en este final del Libro, la tumba de Benito en Montecasino no es sino el
punto de partida de una peregrinación a la gruta de Subiaco. Allí es donde Benito
realizará su último milagro. ¿Tiene quizás algo que ver este regreso a las fuentes con la
destrucción de Montecasino por los longobardos -Gregorio da a entender tan sólo que
también allí se producen milagros- o con algún llamamiento de la comunidad de
Subiaco cuyo abad, Honorato, es el único discípulo de Benito e informante de Gregorio
que todavía vive?
En todo caso, de este salto hacia atrás resulta un hermoso efecto literario. En dos pasos,
Gregorio vuelve sucesivamente a la fundación de Casino -evocada a propósito de la
tumba- y al lugar salvaje donde Benito comenzó su vida de hombre ebrio de Dios. Así
como los Evangelios terminan en el borde del Lago, en Galilea, con una escena familiar
de pesca que recuerda los primeros días, la gesta de Benito vuelve a sus orígenes, y
encuentra nuevamente, más allá de tanta gloria, algo de su simplicidad.
En efecto, la gruta parece haber permanecido tal como estaba: un lugar desierto, donde
cualquiera puede entrar y pasar la noche. Todavía no ha sido consagrada por ningún
culto y acoge a una pobre demente cuyo vagabundeo por montes y valles se asemeja al
recorrido del sacerdote que llevó su comida festiva a Benito un día de Pascua. Esta
visita del sacerdote, por orden del Señor, había descubierto a los hombres la existencia
de la virtud escondida del santo. La visita de la demente, les revelará el poder
taumatúrgico que ejerce su invisible santidad en esos lugares.
Pero esta mujer que entra en la gruta nos hace pensar también en otra criatura, aquella
cuya imagen hechicera casi había conseguido poner fuera de sí al joven ermitaño y
hacerlo salir de su gruta. La tentadora y la demente: una vez más, el final de la historia
de Benito se toca con el comienzo. La santidad de Benito, que otrora había sido puesta
en peligro por el otro sexo, se toma su desquite. Esta vez, la mujer ya no viene como
adversario sino como enferma y, en lugar de traer la turbación de las pasiones, su
espíritu recibe la curación.
La forma de esta curación no deja de evocar también otro relato de los Diálogos.
Volveremos a encontrar esta manera de pasar la noche en un lugar santo, aún
involuntariamente, en el último episodio del Libro siguiente -cosa curiosa- en el que el
obispo Redemptus de Ferentis, durante un recorrido pastoral se acuesta junto a la
tumba del mártir Juticus y recibe de él durante la noche, la horrible revelación de que
“el fin de toda carne” se aproxima341. De este modo, los dos Libros de igual longitud que
están en el centro de los Diálogos terminan uno y otro con una especie de incubación
sagrada que tiene efectos maravillosos.
Pero estas correspondencias, sean voluntarias o fortuitas, tienen a los ojos de Gregorio
mucho menos importancia que la lección que se desprende de todo el episodio. El
excursus donde la expone, sirve de conclusión a toda la Vida de Benito. El santo es
asimilado, en primer lugar a los mártires y luego a Cristo. Una única ley rige las
relaciones de los hombres con todos esos santos y con aquel que es la santidad misma:
el alejamiento físico es útil, incluso necesario para dar lugar a la fe. El espíritu humano,
que está apegado al contacto material, debe ser privado de esta relación sensible para
341
Dial. III,38.
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poder tener acceso, en la fe y el amor a la verdadera espiritualidad.
Esta breve disertación, que une los santos a su Señor, hace pasar de los primeros al
segundo, de tal manera que el Libro termina con una mirada sobre Cristo. Admirable
final que revela la intención profunda de toda la obra. Benito ha sido puesto en escena
sólo para conducirnos a Cristo. Con esta conclusión sucede como con la del ciclo de
Subiaco, en el centro del capítulo 8. Ya allí, como recordaremos, Gregorio había
aprovechado cinco milagros con modelos bíblicos para proclamar que Benito,
visiblemente lleno del espíritu de todos los justos, estaba en definitiva bajo el influjo
inmediato de Cristo342. De este modo, la primera y la segunda parte de esta Vida acaban
igual: con una contemplación de Cristo y de su Espíritu.
En el capítulo 8, dos frases del Prólogo de san Juan -“La verdadera Luz que ilumina a
todo hombre” y “De su plenitud todos hemos recibido”- servían de alimento a esta
contemplación. Aquí también la alimenta el Cuarto Evangelio, pero con un texto
tomado del Discurso de la Cena: “Si yo no me voy, el Paráclito no vendrá a ustedes”343.
Más allá del argumento preciso que saca el narrador de estas palabras, este anuncio de
separación nos hace pensar en la partida de Benito. También él, quizás, debía irse -por
medio de su muerte corporal y de la destrucción de su monasterio344- para que su
espíritu, por medio de la Regla que dejaba, se extendiera entre los monjes.
Pero no volvamos sobre este hombre una mirada que Gregorio quiere fijar más arriba.
Se trata de Cristo, de su ausencia corporal y de su presencia misteriosa por el Espíritu.
“Amarlo de una manera espiritual”: es la última frase de esta biografía. El Espíritu ya
no es más, como en la conclusión de la primera parte, fuente de poderes milagrosos
variados, sino simplemente del don por excelencia que es el amor. Todo el sentido,
tanto de la Vida de Benito como de la hagiografía gregoriana en su conjunto, es el de
conducir de la admiración del poder de los santos al amor espiritual de Cristo.
342
Dial. II,8,8-9. Ver Cuadernos Monásticos nº 57 (1981), pp. 156–158.
Jn 16,7.
344
Dial. II,17.
343

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