Untitled - Historias Pulp

Transcripción

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1
SAINA SÓLAR
El aullido de la sirena la despertó. No sonaba como una sirena, a decir verdad. No
recordaba sus sueños, si los había tenido, pero volvió en sí boqueando sonoramente tal
que si acabara de emerger de un océano sin luz desde cuyo fondo una trompeta
anunciara la persecución de un coloso abisal compuesto de hueso, y el sonido no fuera
otra cosa que su respiración rebotando en sus cavernosas proporciones, anticipándose al
deleite del sabor de su carne.
Sentía todo el cuerpo entumecido, como de haberlo tenido en tensión, y estaba
segura de haber padecido una de sus crisis mientras dormía. Se revolvió sobre el liso
suelo plateado haciendo crujir la incómoda bata negra que le habían puesto, intentando
mover todos sus miembros, acertando a averiguar de nuevo cómo se usaban y que
estaban enteros, sacudida por la emergencia, sintiendo aún que el monstruo se acercaba
desde algún lugar, que la amenaza la seguía en la vigilia. Se puso en pie con dificultad y
enseguida vio que las paredes blancas estaban desconchadas. Parecía que una garra
hubiera mellado las grandes baldosas, arrancándolas a su paso y dejando que el
hormigón debajo simulara una continuidad de sonrisas y bocas tristes, todas de podridas
dentaduras. ¿La había seguido el monstruo a la realidad, lanzando un fallido ataque a su
alrededor? Estaba segura de que así era, y lanzó su oscura mirada hacia la salida,
deseando que la puerta estuviera abierta, que por una vez vinieran a buscarla para más
de esas temidas pruebas, por dolorosas que fueran. Pero la puerta estaba en efecto
abierta, arrancada con marco y todo, incrustada en la pared del pasillo. Avanzó
tambaleándose hacia ella, sintiendo que el cerebro bamboleaba lentamente como
suspendido en una bolsa de densa gelatina que apenas lo mantenía fijo en su lugar. Sus
sacudidas dolían, pero apretó los dientes, que rechinaron, y una furia descontrolada
dirigió con nueva firmeza sus pies descalzos. Era imposible, pero el gigantesco
monstruo, quizá ciego y desorientado bajo la deslumbrante luz del complejo, había
salido de la habitación y la buscaba a trompicones por los pasillos. Tenía que irse.
¿Dónde estaban esos guardias blindados cuando se necesitaban? Cobardes, se dijo.
Salir al pasillo hizo que la sirena que era la voz del monstruo se aclarara. Rebotaba
por todas partes, o parecía salir de todas partes. ¿Estaba ya dentro del monstruo? No, si
pensaba eso dejaría de moverse. Echó un vistazo desde la esquina, donde el pasillo
conectaba con otro diagonalmente. Allí delante otros pasillos se unían o salían de la
misma forma a ambos lados. Abrió mucho los ojos, y se quitó de la frente los sudados
cabellos teñidos de natural azul oscuro por efecto de las sustancias químicas que le
habían estado inoculando durante tanto tiempo. “No”, aulló su mente, y su mano
derecha pasó por su cráneo temblando, apretando y estirando suavemente su pelo
primero, luego tirando de ello con rabia. Dolía, pero no era consciente de que ella
misma se lo hacía. “Monstruos” pensó, viendo que de cada pasillo unas patas apenas se
distinguían sobre el blanco de las paredes, asomando pacientes, inmóviles, de cada
intersección. Eran como extremidades de ácaros o garrapatas gigantes, y la esperaban a
ella, sus cuerpos hambrientos muy satisfechos de saber que su trampa era infranqueable.
Lloraba. Sabía que nunca saldría de allí. Desde donde llegaba la vista distinguió con
esperanza que formas humanas llegaban. Era el doctor Ruddenskjrik, que cojeaba sobre
su mitad izquierda, soportada por su pesada prótesis cibernética, rodeado por cuatro de
los malditos y cobardes soldados negros. Pero no hacían nada. Nadie hacía nada. Ellos
se acercaban, y los ácaros gigantes esperaban. Los soldados no les disparaban y los
monstruos no se los comían. Sus dientes rechinaron. Todos se amaban entre sí y la
odiaban a ella. Y los odiaba.
2
—Saina, querida —se le acercó el doctor Ruddenskjrik, hablándole con una
condescendencia que pesaba físicamente, asiéndola del brazo con la fuerza y el frío que
su cibernésis le proveían, la carne de sus dedos abultada y pálida, como si un
repugnante parásito tentacular la poseyera—. ¡Querida, querida! ¿Pero no te dije,
cuando te metí el sedante, que durmieras tus cuarenta y ocho horas preescritas? Hay que
obedecer al buen doctor, mi niña, o tendré que pedirles a estos solícitos hombres que te
rompan las piernas. Vuélvete a tu siesta, ¿quieres?
Y con su mano sana el doctor Ruddenskjrik alzó su pistola de inyecciones. La sirena
que parecía una trompeta que era la voz del monstruo no había dejado de sonar en todo
ese tiempo, pero a ese gesto del doctor se silenció de golpe. Saina sintió que el monstruo
había callado sólo para abrir la boca, presto a devorar. Ante su mirada aturdida y
rabiosa, la pistola de inyecciones implosionó, arrugándose como papel. Y la mano del
doctor con ella, hueso y carne uniéndose al metal y al cristal y al sedante de las
ampollas con la misma eficiencia que en su parte cibernética. El buen doctor rugió de
dolor y confusión, y al tiempo saltaron los anclajes cibernéticos de su cráneo y cara. Su
carne salió disparada contra uno de los soldados, justo antes de que toda la mitad
izquierda de Ruddenskjrik se doblara resquebrajando hueso y metal protésico en la
forma de una bola que aprisionaba su mitad humana y que echaba a rodar suspendida en
el aire ante Saina y entre los cobardes soldados.
El doctor estaba siendo masticado, el monstruo lo devoraba, y quizá los soldados no
podían verlo, porque la apuntaban a ella con sus armas, pero ninguno pudo disparar. Las
garras del monstruo salieron despedidas a uno y otro lado de Saina, rodeándola,
separando a los guardias en mitades a distintas alturas.
Saina temblaba como en sus cada vez más frecuentes crisis, pero no sentía dolor ni
miedo, ni la incómoda sensación de pérdida del control, ni la oscuridad fría y solitaria.
Los ácaros se escondían. Las personas se deshacían. El monstruo había venido a
despertarla y liberarla.
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