"Barra americana" de Javier García Rodríguez

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"Barra americana" de Javier García Rodríguez
Reseñas
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GARCÍA RODRÍGUEZ, Javier, Barra americana, Barcelona,
DVD, 2011. pp. 171 . ISBN: 978-84-92975-17-4.
CARMEN MORÁN RODRÍGUEZ
(Universidad de Valladolid)
EJERCICIOS EN BARRA (AMERICANA)
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Hubo un tiempo en que uno no era escritor –escritor de
verdad— si no había pisado París y París, a su vez, no lo había
pisoteado a uno con su par de tacones desgastados de bailar can-can en suelos
rezumantes de absenta. Es proponer una analogía tan endeble como casi todas, pero
creo que hoy los Estados Unidos gozan de un papel similar como territorio literario
iniciático. Una correspondencia exacta de ciudad a ciudad exigiría que el relevo fuese
Nueva York, pero no, porque nuestra mitología en torno a los Estados Unidos ha sido, en
gran medida, forjada por el cine (tanto o más que por la letra impresa), y el territorio
recreado por esa tupida red de mitos y relatos rebasa la ciudad de Nueva York, aunque la
tenga, ciertamente, por capital si no administrativa, sentimental (los atentados del 11-S así
lo confirmaron). Además, todo el mundo ha estado ya en Nueva York, si hacemos caso de
las hordas de camisetas I love NYC –siempre Made in China, claro— que se ven por las
calles de Valladolid, Alcobendas, Triana. Es el gran patchwork continental –el cartel de
Fargo junto a la postal de California Sunset— el que conforma el gran santuario
contemporáneo de la hiperrealidad (donde hiper no indica que la realidad sea más o
mayor, sino solo que puedes comprarla en el hipermercado). Cincuenta estados que
importan no por constituir cincuenta unidades federales, sino por generar otras tantas
leyendas para las matrículas automovilísticas: Idaho, Famous Potatos; Maine,
Vacationland; Alaska, The Last Frontier; Hawai, The Aloha State. Basta mencionar ciertos
topónimos –Albany, Baltimore, Detroit— y el holograma se desencadena. El efecto es
especialmente cómico –como de holograma de Callejón del gato— cuando el topónimo es
hispano, sin dejar de ser genuinamente americano: Fresno (Fresnou), Florida (Flóridah),
Nuestra Señora de Los Ángeles de Porciúncula (Elei). A veces, no es preciso siquiera un
topónimo, bastan ciertas palabras mágicas: motel es una de ellas. Pavo solo vale si es
asado, y nunca en Nochebuena, sino en Acción de Gracias, o en plural (Préstame
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cincuenta pavos). Ya no vivimos en parajes auténticos donde nacer, crecer, en los que
echar raíces y a los que reintegrarnos, como tierra, un mal día; ahora –lo dicen los
antropólogos de la sobremodernidad— nos relacionamos con textos, con letreros que
denominan no-lugares y los suplantan. Es una nueva emblemática que, como lo hacía la
clásica, recodifica el mundo en imágenes y sonidos percusivos: Nashville, dices, y la boca
te arde de sabor a Bourbon mientras oyes un banjo y una rubia belleza se convulsiona
sobre el toro mecánico de tu fantasía.
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Hasta la fecha, Javier García Rodríguez ha publicado –al margen de su producción
en el campo de la Teoría de la Literatura y la Crítica literaria— los poemarios Los mapas
falsos (1996), Estaciones (2007) y Qué ves en la noche (2010), la nouvelle Mutatis
mutandis (2009) y el volumen Líneas de alta tensión: literatura crónica que viene a cuento
(2009), recopilación de sus colaboraciones en La Nueva España. En realidad, esta
catalogación implícita de su obra previa en poesía/narrativa/ensayo, con ser muy
neoaristotélica (de Chicago) y verosímil, es impostora, y falsea la realidad de la escritura
de Javier García Rodríguez, una escritura que escapa a nuestros intentos de ceñirla con
prácticas etiquetas que nos ahorren el esfuerzo de valorar cada obra en su especificidad y
unicidad. Lo mismo ocurre con el libro que ahora aparece: a pesar de que su
contraportada hable de “Los relatos de Barra americana” y más tarde matice “Mitad relato
de ficción, mitad crónica”, el libro se resiste a encajar en estas denominaciones híbridas.
Descartados los géneros al uso, lo intentamos con otros, en apariencia más maleables:
crónica de viajes, nivola, miscelánea… Inútil: esta no es una barra de platino iridiado, está
hecha de algún elemento químico inestable. Pero los seres humanos, y más los críticos
de la literatura, funcionamos por analogía (y error), así que yo también echaré mi cuarto a
espadas.
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La Barra americana de Javier García Rodríguez puede ser muchas cosas, y entre
otras, es un libro de emblemas, en el contexto de esta nueva arte de la memoria que
vivimos, justo cuando parece que la memoria está out, y que los sucesivos presentes se
convierten vertiginosamente en pasados fugaces que a nadie le interesa recuperar.
Mentira: todo vuelve, lo vintage se impone, todos los guiones son el remake de otro guión
y todas las vidas el remake de otra vida. El pasado es el nuevo futuro. Por eso Barra
americana es tan siglo 21, siendo un libro de estampas (no: de emblemas) vividos
muchos de ellos en los últimos años del siglo anterior. Es memorialístico y radicalmente
inmediato: nos muestra un mundo en el que el tiempo ha quedado abolido y solo deja
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huellas en la indumentaria de los chicos y las chicas que pasean por los campus (en un
sentido inversamente proporcional a su apariencia de modernidad: si parece de los años
cincuenta, es que es del año que viene).
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Por si a alguien no le he convencido todavía de que este es un libro de emblemas,
mencionaré los títulos de sus nueve ¿capítulos?: “Iowa: la vuelta de la esquina (souvenirs
con fecha de caducidad”, “Sweet home Chicago”, “Florida: la flor del manglar”,
“Minneapolis: la ciudad de agua”, “Wisconsin: ponerle puertas al campus”, “Harvard, Hard
Bar: Boston de muestra”, “El día que conocí a David Foster Wallace (Respuesta al
‘Acertijo Pop 9’)”, “No, cielo (cuaderno de Iowa)”, “Acerca de cómo si la tecnología no
llevara inscrita la obsolescencia en su médula, creeríamos que el amor es imperecedero,
por no decir eterno”. Efectivamente, no son capítulos: son nueve emblemas, con sus
nueve mottos (el eslogan y el nickname llevaban ya unos siglos inventados, América, pero
tú llegabas tarde y bella a tu cita con la vieja Europa).
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Hemos hecho un mundo aparentemente ahistórico, vertiginosamente abocado al
futuro, y obsesionado sin embargo por lo pasado. (Para los ingenuos, si es que los hay:
ahora no hablo solamente de USA. USA solo tiene de diferente que allí todo ocurre antes:
los centros comerciales, el IPhone, las crisis financieras. No nos contagian: se nos
adelantan, aunque el desfase es cada vez más breve). Pero, a la vez, estamos
obsesionados con dejar huella y registro de cada uno de nuestros pasos. Nada se olvida,
todo permanece grabado en la tarjeta de memoria de un móvil o en un archivo en caché.
Cómo escapar, entonces, a un arte mnemotécnico que selecciona del pasado imágenes
icónicas acompañadas de frases ingeniosas que representan, de un solo golpe, una
impresión honda y compleja.
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Y ¿de quién son los recuerdos de este libro? García Rodríguez es –él mismo lo
confiesa sin rubor— un ladrón de vidas. Lo que recuerda puede haberlo vivido él, o ser el
recuerdo (personal, íntimo…) de otro. Chica, quizá debiste pensártelo dos veces antes de
contarle al Doctor García tu encantadora visita al país de los amish. Amigo, poco podías
imaginar, cuando acompañaste al Doctor García al Pink Palace Motel, que acabarías
viéndote en las páginas de esta Barra americana. El autor ni siquiera tiene la decencia de
declarar, en nota a pie de página (que, como todo el mundo sabe, es un lugar mucho más
de fiar que el cuerpo del texto para decir verdades en un tipo de letra menor) lo que es
recuerdo suyo y lo que es de otros, y cuánto hay de inventado, que lo hay.
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Pero algunos sabemos que, efectivamente, Javier García Rodríguez sufrió el frío
celeste de Iowa algún invierno, y eso parece dejarnos más tranquilos: él estuvo allí.
Cuando la recolecta de escenas se lleva a cabo en los desvanes de la propia vida, el
ejercicio de la memoria parece legítimo. Funciona una especie de rencor del lector
(candidato a Miss Reading): si este tipo nos cuenta esta historia, que al menos haya
tenido que padecerla en sus propias carnes. Y que de ese viaje por su pasado nos traiga
alguna prenda íntima, con sus manchas de sangre, sudor o lágrimas que verifiquen el
esfuerzo. Nada. García Rodríguez no es de lágrima fácil: “Con menos de este material
tienen otros para crearse una educación sentimental y hacerse un territorio mítico en la
adolescencia o en la juventud. Yo, mucho menos dado a la nostalgia, salgo al balcón
comunitario para ver el exterior”. Sus palabras, no las mías.
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Evidentemente, el lector que en la página impresa busque garantías hará bien en
frecuentar lugares más respetables, y no llamarse a engaño: ¿o pretendía que hubiese
luces diáfanas y que el champán no supiese a Cherry Cola cuando entró en una Barra
americana?
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Aun hay otros motivos por los que el libro puede resultar irritante a cierto tipo de
lectores, y también tienen que ver con lo que tiene de escurridizo. Porque, vamos a ver,
dirán algunos, o hacemos filosofía, o nos comemos un Happy Meal (error: McDonalds
también es comida basura en América. Cuando en Milwaukee quieran agasajarte con un
almuerzo típicamente americano te llevarán a un dinner de carretera donde la libra de
carne será un solomillo seguramente hormonado, pero delicioso, servido con sweet
potatoes, que son naranjas y saben dulces de verdad). La gran cuestión no es si untarnos
de nocilla o de mantequilla de cacahuete, y quien solo encuentre eso en estas páginas,
las ha leído muy mal, o ha leído previamente muy poco. No conoce el Grand Tour por el
Midwest (y por el resto de USA) de Julián Marías, ni los de Maeztu, Donoso y Paz Soldán,
que García Rodríguez sí conoce y continuamente cita, glosa, responde, como a
Baudrillard, Franzen, David Lodge o Lorrie Moore… La lista es amplia y puede
consultarse en el propio libro, porque Javier García Rodríguez, para que ni siquiera pueda
acusársele de no declarar sus pertenencias, da una bibliografía ¿completa? en las
páginas 143-146 de su libro, bajo el epígrafe “Este libro lo han escrito también”.
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Barra americana no es únicamente una carpeta de anécdotas muy cool que le
pasan a quien en un arranque de cosmopolitismo global se pega un voltio por el parque
temático de los Estados Unidos (aunque, desde luego, también es eso). La savia que
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nutre estas páginas es más antigua y más nutricia que una mezcla industrial de leche,
cacao, avellanas y azúcar, o que lo que quiera dios que lleve la mantequilla de cacahuete.
Resulta emocionante –a mí me resulta emocionante— encontrar, en la página 113,
sirviendo de pórtico a “El día que conocía a David Foster Wallace (Respuesta al ‘Acertijo
Pop 9’)”, una cita de Bernal Díaz del Castillo, que vivió su American experience en ese
pueblo al sur de los Estados Unidos llamado México, y la contó presa de la angustia
porque sus lectores pudieran pensar que se inventaba algo, buscando la manera efectiva
de narrar la vida real, que rara vez se atiene a la cómoda linealidad de planteamientonudo-desenlace.
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Ya he dicho que Barra americana es una nueva emblemática de la posmodernidad
(fragmentaria, interdisciplinar, inclinada a la cita y a la simultaneidad de discursos, la
emblemática siempre fue posmoderna). Que es autobiográfico y alterbiográfico. Que
pertenece a la estirpe ya multitudinaria de los viajes de escritores por los United States.
Que hace ficción cuando se inventa cosas, cuando las cita, y también (Bernal tenía toda
la razón al preocuparse) cuando dice la verdad. Pero además de todo esto, whathefuck!,
Barra americana es una colección de anécdotas muy cool de alguien, García Rodríguez o
no, que se da una gira por los EE.UU. y vive para contarlo en una Europa cada vez más
parecida a ese reflejo que mira, despectiva e irónica, al otro lado del Atlántico.
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