en Luvina 77

Transcripción

en Luvina 77
U n i v e r s i d a d d e G ua d a l a j a r a
Cien Argentinos, cifra ambiciosa e inexacta. Adjetivos, hipérbole
que nos lleva a considerar el vaivén de la ficción entre lo que se busca
alcanzar y lo que se logra mediante el lenguaje con imprecisión pero
publica en este número más de cien
siempre con certezas.
escritores de diversas edades y géneros, de la capital y de distintas
provincias; todos argentinos.
Luvina
Universidad de Guadalajara
Rector General: Itzcóatl Tonatiuh Bravo Padilla
Vicerrector Ejecutivo: Miguel Ángel Navarro Navarro
Secretario General: José Alfredo Peña Ramos
Rector del Centro Universitario de Arte, Arquitectura y Diseño: Ernesto Flores Gallo
Secretario de Vinculación y Difusión Cultural: Ángel Igor Lozada Rivera Melo
Luvina
Directora: Silvia Eugenia Castillero < [email protected] >
Editor: José Israel Carranza < [email protected] >
Coeditor: Víctor Ortiz Partida < [email protected] >
Corrección: Sofía Rodríguez Benítez < [email protected] >
Administración: Griselda Olmedo Torres < [email protected] >
Diseño y dirección de arte: Peggy Espinosa
Viñetas: Montse Larios
Consejo editorial: Luis Armenta Malpica, Jorge Esquinca, Verónica Grossi, Josu Landa,
Baudelio Lara, Ernesto Lumbreras, Ángel Ortuño, Antonio Ortuño, León Plascencia Ñol,
Laura Solórzano, Sergio Téllez-Pon, Jorge Zepeda Patterson.
Estamos frente a una literatura que nos trae en sus numerosas sintaxis y
gramáticas —en sus relatos, ensayos, poemas, novelas— las improntas
de una historia compleja. Literatura viva y renovada la actual, pero llena
de ecos del pasado, ecos sólo como recuerdos, como memoria, pues la
literatura argentina que se hace en estos días es una literatura vigorosa,
con infinitas bifurcaciones que van de lo fantástico a la no ficción, del
poema lírico al poema narrativo, de lo cosmopolita y cósmico a lo
costumbrista, de lo directo a lo oblicuo y transversal. La tradición está
presente, a veces como resistencia, o como rompimiento, otras como
columna vertebral; a veces desde la excentricidad o el delirio, otras
desde la insignificancia y la reticencia.
Luvina
será incapaz
Cien argentinos. Innumerables voces: el lector de
de glosarlas en una palabra, pues —decíamos— hay en la historia de
Argentina el golpe de Estado de 1930, la dictadura de 1976 a 1983, el
tan controvertido peronismo y, dentro de la historia contemporánea, la
devastadora crisis económico-social de 2001. De telón de fondo está el
exilio, y como nos lo hace ver Jorge Monteleone, desde el Martín Fierro,
José Hernández le da voz a un desterrado de la literatura argentina: un
gaucho que se hallaba fuera de la ley y que emprende el camino hacia la
frontera.
D. R. © Universidad de Guadalajara
Tras él, la tradición del destierro ha enmarcado la tradición literaria
argentina. No obstante, a partir de los años noventa se comenzó a gestar
—al decir de Elsa Drucaroff— una literatura silenciosa, poco conocida
en el exterior, con sus muy diversas aristas, y en la cual se encuentran
como protagonistas el miedo, el aislamiento, la inmovilidad, con tonos
de sarcasmo, ironía, humor negro, pero con la fuerza de la ficción para
llenar la escena.
Consejo consultivo: José Balza, Adolfo Castañón, Gonzalo Celorio, Eduardo Chirinos,
Luis Cortés Bargalló, Antonio Deltoro, François-Michel Durazzo, José María Espinasa,
Hugo Gutiérrez Vega, José Homero, Christina Lembrecht, Tedi López Mills,
Luis Medina Gutiérrez, Jaime Moreno Villarreal, José Miguel Oviedo, Luis Panini,
Felipe Ponce, Vicente Quirarte, Jesús Rábago, Daniel Sada†, Julio Trujillo,
Minerva Margarita Villarreal, Carmen Villoro, Miguel Ángel Zapata.
Programa Luvina Joven (talleres de lectura y creación literaria en el nivel de educación
media superior): Sofía Rodríguez Benítez < [email protected] >
Luvina, revista trimestral (Invierno de 2014)
Editora responsable: Silvia Eugenia Castillero.
Número de Reserva de Derechos al Uso Exclusivo
del Título: 04-2006-112713455400-102.
Número de certificado de licitud del título: 10984.
Número de certificado de licitud del contenido: 7630.
issn : 1665-1340. L uvina es una revista indizada
en el Sistema de Información Cultural de conaculta
y en el Sistema Regional de Información en Línea para Revistas Científicas
de América Latina, el Caribe, España y Portugal (Latindex).
Año de la primera publicación: 1996.
Domicilio: Av. Hidalgo 919, Sector Hidalgo, Guadalajara, Jalisco, México, C. P. 44100.
Teléfonos: (33) 3827-2105 y (33) 3134-2222, ext. 11735.
Diagramación y producción electrónica: Petra Ediciones
Impresión: Pandora Impresores, S. A. de C. V., Caña 3657, col. La Nogalera, Guadalajara, Jalisco, C.P. 46170.
Por otra parte, tenemos el gran honor de publicar un fragmento de una
novela inédita de Claudio Magris, ganador del Premio FIL de Literatura
en Lenguas Romances 2014 ●
Se terminó de imprimir el 28 de noviembre de 2014.
www.luvina.com.mx
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63 * La mujer de otro l
Índice
Abelardo Castillo (San Pedro, provincia de Buenos Aires, 1935). Este cuento pertenece
al libro El espejo que tiembla (Seix Barral, Buenos Aires, 2005).
67 * Tu polilla l
Mirta Rosenberg (Rosario, 1951). En 2006 publicó El árbol de palabras. Obra reunida
1984/2006 (Bajo la Luna, Buenos Aires, 2006).
68 * El ciervo [fragmento] l
Mario Goloboff (Carlos Casares, Provincia de Buenos Aires, 1939). Su nuevo libro es la
tercera edición de la biografía de Julio Cortázar, Leer Cortázar. La biografía (Continente,
Buenos Aires, 2014).
12 * Los broches
71 * Cortázar y la nueva narrativa: el final de un juego l
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César Aira (Coronel Pringles, 1949). Su nuevo libro es Artforum (Blatt & Ríos, Buenos
Aires, 2014).
15 * Adsum l
Angélica Gorodischer (Buenos Aires, 1928). En 2012 se publicó su última novela, Las
señoras de la calle Brenner (Emecé, Buenos Aires).
Diana Bellessi (Zavalla, Santa Fe, 1946). En 2009 apareció
reunida (Adriana Hidalgo, Buenos Aires).
20 * Gracias, Chanchúbelo l
Tener lo que se tiene. Poesía
l
Arnaldo Calveyra (Mansilla, Entre Ríos, 1929). Uno de sus últimos títulos es La lluvia de
sobretecho (Mágicas Naranjas, Buenos Aires, 2011).
33 * Poemas l
Luisa Valenzuela (Buenos Aires, 1938). La máscara sarda, el profundo secreto de Perón,
es su más reciente novela (Seix Barral, Buenos Aires, 2012).
Alan Pauls (Buenos Aires, 1959). Uno de sus últimos libros es Historia del dinero (Anagrama, Barcelona, 2013).
Luisa Futoransky (Buenos Aires, 1939). Estos dos poemas pertenecen a su nuevo libro,
Pintura rupestre (Leviatán, Buenos Aires, 2014).
89 * Un dato menor
Arturo Carrera (Buenos Aires, 1948). En 2013 se publicó su antología Bajo la plumilla de
la lengua (Casa de las Américas, La Habana).
44 *Unos días en la playa l
A na M aría Shua (Buenos Aires, 1951). Fenómenos de circo es su libro más reciente (Páginas de Espuma, Madrid / Emecé, Buenos Aires, 2011).
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Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956). Su nuevo libro es Modo
Aires, 2013; Candaya, Barcelona, 2014).
95 * Zoo lógico
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Santiago Kovadloff (Buenos Aires, 1942). Su libro más reciente es La extinción de la
diáspora judía (Emecé, Buenos Aires, 2013).
99 * El sitio donde termina el mar para que pueda comenzar el bosque [fragmento] l
Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963). Su anterior novela es El fondo del cielo (Random
House Mondadori, Barcelona, 2009).
103 * El abuelo Martín
Viajera crónica es uno de sus últimos títulos
publicados (Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2011).
54 * Un barco anclado en el puerto de Buenos Aires
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Mempo Giardinelli (Resistencia, 1947). En 2011 apareció su libro de cuentos Vidas ejemplares (Diario Página/12, Buenos Aires).
59 * El libro l
Sylvia Iparraguirre (Junín, 1947). En 2010 publicó la novela La orfandad (Alfaguara,
Buenos Aires).
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Claudia Piñeiro (Burzaco, Provincia de Buenos Aires, 1960). En 2010 recibió el Premio
Sor Juana Inés de la Cruz por la novela Las grietas de Jara (Alfaguara, Buenos Aires, 2009).
105 * Mientras ella duerme l
Norberto Luis Romero (Córdoba, 1949). En 2012 publicó el libro de cuentos Un extraño
en el garaje (DelCentro Editores, Madrid).
112 * De La encendida calma [fragmentos] l
Alberto Szpunberg (Buenos Aires, 1940). En 2013, la editorial Entropía de Buenos Aires
publicó su poesía reunida bajo el título Como sólo la muerte es pasajera.
114 * Poemas l
61 * Poemas l
Irene Gruss (Buenos Aires, 1950). Uno de sus últimos libros es Notas para una tanza
(Gog y Magog, Buenos Aires, 2012).
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linterna (Entropía, Buenos
Clara Obligado (Buenos Aires, 1950). Este cuento forma parte de su nuevo libro, que
publicará en febrero de 2015 Páginas de Espuma (Madrid).
97 * Poemas
39 * Juguetes l
Hebe Uhart (Moreno, 1936). El volumen
Noé Jitrik (Rivera, Provincia de Buenos Aires, 1928). En 2008 publicó la novela autobiográfica Libro perdido. Marcas (apenas) autobiográficas (Al Margen, La Plata).
87 * Poemas l
Alberto Laiseca (Rosario, 1941). Simurg (Buenos Aires) publicó en 2011 sus Cuentos completos.
51 * Corrientes tiene payé l
83 * Poemas l
85 * C. B. l
18 * Poemas l
30 * A Juan Rulfo, en silencio
Elsa Drucaroff (Buenos Aires, 1957). Uno de sus títulos más recientes es El infierno pro-
metido (El Aleph, Buenos Aires, 2010).
Inés Aráoz (Tucumán, 1945). Estos poemas fueron tomados de Barcos y catedrales. Antolo-
gía poética 1971-2011 (Hilos Editora, Buenos Aires, 2013).
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116 * Poema l
Luis Osvaldo Tedesco (Buenos Aires, 1941). Uno de sus últimos libros es
tizo en lírica indecisa (Activo Puente, Buenos Aires, 2009).
118 * Balcón de privilegio l
Hablar mes-
Tununa Mercado (Córdoba, 1939). Premio Sor Juana Inés de la Cruz 2007 por la novela
Yo nunca te prometí la eternidad (Planeta, Buenos Aires, 2005).
122 * Poemas l
Graciela Aráoz (Villa Mercedes, 1960). Su poemario más reciente es El protegido del
ciervo (Último Reino, Buenos Aires, 2012).
124 * Fin de semana l
133 (Nota de la Traductora) l
María Sonia Cristoff (Trelew, 1965). Este año publicó la novela Inclúyanme afuera
(Mardulce, Buenos Aires).
138 * Honras l
Osvaldo Aguirre (Colón, Provincia de Buenos Aires, 1964). Su nuevo libro es La poesía
en estado de pregunta (Gog y Magog, Buenos Aires, 2014).
143 * El libro de los divanes [fragmentos] l
Tamara Kamenszain (Buenos Aires, 1947). Su obra reunida apareció en 2012 bajo el
título La novela de la poesía (Adriana Hidalgo, Buenos Aires).
Daniel Samoilovich (Buenos Aires, 1949). Su poemario más reciente es Molestando a
los demonios (Pre-Textos, Madrid, 2009).
147 * Las olas del mundo [fragmento] l
Alejandra Laurencich (Buenos Aires, 1963). Su novela Las olas del mundo se publicará
en Argentina en abril de 2015, por Alfaguara.
153 * E. D.: La letra que sigue [fragmentos]
l
María Negroni (Rosario, 1951). Uno de sus último títulos es
(Caja Negra, Buenos Aires, 2011).
Pequeño mundo ilustrado
155 * Poemas l
Víctor F. A. Redondo (Buenos Aires, 1953). Este año se publicó 70 poemas (Hilos Editora, Buenos Aires), una antología de su obra.
157 * Jonathan l
Esther Cross (Buenos Aires, 1961). En 2013 publicó La mujer que escribió Frankenstein
(Emecé, Buenos Aires).
160 * Dominó l
Eduardo Sacheri (Buenos Aires, 1967). En 2014 apareció su nueva novela, Ser feliz era
esto (Alfaguara, Buenos Aires).
166 * Poemas l
Niní Bernardello (Cosquín, Provincia de Córdoba, 1940). Su libro más reciente es
Agua florida (El Suri Porfiado, Buenos Aires, 2013).
167 * Poemas l
Elvio E. Gandolfo (Mendoza, 1947). Su último libro es El
mestre (Ivan Rosado, Rosario, 2014).
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173 * Cecilia Vallina l
Martín Prieto (Rosario,1961). Su nuevo poemario es Natural (Vox Senda, Bahía Blanca,
2014).
100 años de Adolfo Bioy Casares
174 * Adolfo Bioy Casares. El centro del bosque y la ilusión de una isla l
Silvia Renée Arias (Tres Arroyos, 1963). Es autora del libro Los Bioy (Tusquets, Barce-
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179 * El hielo gemelo l
Francisco Garamona (Buenos Aires, 1976). Su libro más reciente es Nuestra difícil juventud, en coautoría con Vicente Grondona (Ivan Rosado, Rosario, 2013).
182 * Dos cuentos l
Rosalba Campra (Córdoba). Entre sus últimos libros se encuentra Las puertas de Casiopea (Ediciones del Boulevard, Córdoba, 2012).
184 * Mujeres que cuentan su experiencia l
Jorge Aulicino (Buenos Aires, 1949). En 2012 publicó Estación Finlandia. Poemas reunidos
1974-2011 (Bajo la Luna, Buenos Aires).
185 * Cuerpo a tierra l
Martín Kohan (Buenos Aires, 1967). Con la novela Ciencias morales (Anagrama, Barcelona, 2007) obtuvo el Premio Herralde. Su nuevo libro es El país de la guerra (Eterna
Cadencia, Buenos Aires, 2014).
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Alejandra Ruiz (La Plata 1958). Es autora de la novela Tratado de cortesía (Simurg, Buenos Aires, 1999).
lona, 2003).
Sergio S. Olguín (Buenos Aires, 1967). Premio Tusquets Editores de Novela 2009
por Oscura monótona sangre. Su nueva novela es Las extranjeras (Suma de Letras, Buenos
Aires, 2014).
145 * Poemas
169 * Los años perros [fragmentos] l
año de Stevenson. Primer tri-
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191 * Poema l
Horacio Zabaljáuregui (América, provincia de Buenos Aires, 1955). Su último poemario
es Querella (Bajo la Luna, Buenos Aires, 2006).
192 * Mora [fragmento] l
Andi Nachon (Buenos Aires, 1970). Su libro más reciente es La iii guerra mundial (Bajo
la Luna, Buenos Aires, 2013).
193 * Velador l
Oliverio Coelho (Buenos Aires, 1977). En 2013 apareció en México su libro de cuentos
Hacia la extinción (Almadía).
196 * Poemas l
Sonia Scarabelli (Rosario, 1968). Uno de sus último libros publicados es La
lejana (:e(m)r;, Rosario, 2009).
197 * Brindis sin qué l
orilla más
Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977). En 2012 comenzó a circular su más reciente
novela, Hablar solos (Alfaguara, Barcelona).
198 * Anubis [fragmentos] l
Bárbara Belloc (Buenos Aires, 1968). Su último libro publicado es Andinista (Gog y
Magog, Buenos Aires, 2009).
200 * Corazón o ave buscando en qué posarse [fragmentos] l
Daniel Friedemberg (Resistencia, 1945). En 2012 apareció su antología personal Sonidos
de una fiesta ajena (Ruinas Circulares, Buenos Aires).
202 * La partida l
Gabriela Cabezón Cámara (Buenos Aires, 1968). Romance de la negra rubia (Eterna
Cadencia, Buenos Aires, 2014) es su nueva novela.
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205 * El cantar más bello [fragmentos] l
260 * El puente de Brooklyn l
206 * La Zarzamora l
261 * Las nubes sobre Mariëtzinka [fragmento] l
Julián López (Buenos Aires, 1965). Una muchacha muy bella (Eterna Cadencia, Buenos
Yaki Setton (Buenos Aires, 1961). Su último poemario es La educación musical (Bajo la
Luna, Buenos Aires, 2013).
Liliana Heker (Buenos Aires, 1943). La muerte de Dios (Alfaguara, Buenos Aires, 2011) es
su libro más reciente.
213 * Poemas l
Roberto Daniel Malatesta (Santa Fe, 1961). Este año se publicó su poemario La estrella roja (Leviatán, Buenos Aires). Estos poemas pertenecen al libro inédito Dura piedra
que tallar.
214 * Eco del Parque [fragmento] l
Romina Freschi (Buenos Aires, 1974). Su último libro es Marea de aceite de ballenas (Ruinas Circulares, Buenos Aires, 2012).
215 * Las lentes de la ficción l
Pablo de Santis (Buenos Aires, 1963). Acaba de publicar el libro de cuentos Trasnoche
(Alfaguara, Buenos Aires, 2014).
221 * Poemas l
Mercedes Roffé (Buenos Aires, 1954). Este año apareció su nuevo poemario,
Vislumbres (Vaso Roto, México / Madrid).
Carcaj:
Aires, 2013) es su primera novela.
266 * Familia de vidrio l
Fernanda García Lao (Mendoza, 1966). Su título más reciente es Fuera de la jaula (Eme-
cé, Buenos Aires, 2014).
270 * Sólo tres l
Diego Erlan (San Miguel de Tucumán, 1979). Su primera novela es El amor nos destrozará
(Tusquets, Buenos Aires, 2014).
273 * Poemas l
Claudia Schvartz (Buenos Aires, 1952). Eólicas (Leviatán, Buenos Aires, 2011) es su último libro publicado.
275 * Electrónica [fragmento] l
Enzo Maqueira (Buenos Aires, 1977). Su novela Electrónica apareció este año (Interzona.
Buenos Aires).
280 * El río poderoso l
100 años de Julio Cortázar
Marta Miranda (Mendoza, 1962). En 2013 se publicó su antología bilingüe
224 * La isla, el puente, el muro l
Luis Chitarroni (Buenos Aires, 1958). Entre sus libros más recientes se encuentra la
reedición de El carapálida (Interzona, Buenos Aires, 2013).
225 * El del medio l
Selva Almada (Entre Ríos, 1973). Este año apareció su libro Chicas muertas (Random House,
Buenos Aires, 2014).
230 * El zapatero Zacarías habla con Roque Rey l
Ricardo Romero Mussi (Paraná, 1976). Acaba de publicar la novela Historia de Roque
Rey (Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2014).
235 * ars poetica l
Teresa Arijón (Buenos Aires, 1960). Su libro más reciente es Óstraca (Curandera, Buenos
Aires, 2011).
241 * Mattel l
Leandro Ávalos Blacha (Quilmes, 1980). Medianera (Eduvim, Córdoba, 2011) es su tercera novela.
otros poemas (Ruinas Circulares, Buenos Aires).
281 * La solución Mercer l
El oleaje y
Hernán Vanoli (Buenos Aires, 1980). Su libro más reciente es la nouvelle Las mellizas del
bardo (Clase Turista, Buenos Aires, 2012).
290 * Victoria Ocampo y Virginia Woolf: las consecuencias de una
amistad literaria
l
Irene Chikiar Bauer (Buenos Aires, 1965). Su último libro publicado es Eduarda Mansilla. Entre-ellos. Una escritora argentina del siglo xix (Biblos, Buenos Aires, 2013).
296 * Antes del Carnaval l
José María Brindisi (Buenos Aires, 1969). Una de sus novelas es Placebo (Entropía,
Buenos Aires, 2010).
305 * Que lo que sea continúe [fragmento] l
Gustavo Ferreyra (Buenos Aires, 1963). La familia (Alfaguara, Buenos Aires, 2014) es su
nueva novela.
312 * Poemas l
245 * Plateada con amarillo l
Natalia Litvinova (Gómel, Bielorrusia, 1986). Uno de sus libros más recientes es Todo
ajeno (Melón Editora, Buenos Aires, 2013).
246 * La serpiente y el miedo l
Edgardo Scott (Lanús, 1978). Este cuento forma parte de su próximo libro, Nombres
propios.
251 * Poemas l
Laura Wittner (Buenos Aires, 1967). Balbuceos en una misma dirección (Gog y Magog,
Buenos Aires, 2011) es uno de sus últimos poemarios.
253 * Borges, Kafka: el sueño y la pesadilla l
Luis Gusmán (Buenos Aires, 1944). Su libro de relatos La casa del Dios oculto (Edhasa,
Buenos Aires) apareció en 2012.
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Javier Foguet (San Miguel de Tucumán, 1977). El humor de la luz (Huesos de Jibia, Buenos
Aires, 2009) es su libro más reciente.
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Valeria Tentoni (Bahía Blanca, 1985). Su primer libro de relatos es El sistema del silencio
(17 Grises, Bahía Blanca, 2012). Estos poemas pertenecen a su nuevo libro, Antitierra, que
acabo de publicar Libros del Pez Espiral en Santiago de Chile.
314 * David Viñas y su agonística en torno a los «últimos argentinos» del
siglo xx l
Horacio González (Buenos Aires, 1944). Lengua del ultraje. De la generación del 37 a
David Viñas (Colihue, Buenos Aires, 2012) es su libro más reciente.
320 * Poemas l
Osvaldo Guevara (Río Cuarto, Provincia de Córdoba, 1931). La editorial de la Fundación
Universidad Nacional de Río Cuarto le publicó Poemas en verso y prosa. Inventario de una
obra completa inconclusa (Río Cuarto, 1998).
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322 * Ese verano a oscuras l
Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973). Uno de sus libros más recientes es Cuando
hablábamos con los muertos (Montacerdos, Santiago de Chile, 2013).
328 * Lumbre [fragmento] l
Hernán Ronsino (Chivilcoy, 1975). Lumbre (Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2013) es su
tercera novela.
336 * Roberto Gómez Bolaños l
Washington Cucurto (Quilmes, 1973). Uno de sus últimos libros es La culpa es de Francia (Emecé, Buenos Aires, 2012).
338 * Falsa promesa l
398 * La tradición del destierro l
Jorge Monteleone (Buenos Aires, 1957). Su último libro publicado es La Argentina
como narración (Fondo Nacional de las Artes, Buenos Aires, 2011).
Mexicanos
404 * Los ocupantes l
Jaime Moreno Villarreal (Ciudad de México, 1956). En 2013 apareció su más reciente
libro, Persecución de un rayo de luz (Conaculta, México).
406 * Los caballos de Alushta l
Jorge Esquinca (Ciudad de México, 1957). En 2014 publicó Nuevo elogio del libro (Rayuela
Editorial, Guadalajara).
Alejandra Zina (Buenos Aires, 1973). Barajas (Plaza & Janés, Buenos Aires, 2011) es uno
de sus libros.
Pre m i o F I L 2014
341 * Poemas l
Jorge Boccanera (Bahía Blanca, 1952). En 2012 se le concedió en México el Premio Internacional de Poesía Ramón López Velarde. Uno de sus últimos libros es Fricción (Espacio
Hudson, Chubut, 2012).
343 * El primer día del fin del mundo l
409 * Claudio Magris regresa a México
412 * Historia de Luisa - i l
Claudio M agris (Trieste, 1939). Recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en
2004, y es el ganador del Premio fil de Literatura en Lenguas Romances 2014. Uno de sus
libros más recientes traducidos al español es Alfabetos (Anagrama, Barcelona, 2010).
Mario Szichman (Buenos Aires, 1945). En 2013 apareció su novela Eros y la doncella (Verbum, Madrid).
349 * Réflex l
Laura Meradi (Adrogué, 1981). Su primera novela es Tu mano izquierda (Alfaguara, Buenos Aires, 2009).
423 * Claudio Magris no se libra l
Pierre A ssouline (Casablanca, 1953). Miembro de la Académie Goncourt, fue jurado del
Premio FIL 2014. Une question d’orgueil (Gallimard, París, 2012) es una de sus novelas más
recientes.
354 * La voz l
Nicolás Correa (Morón, 1983). Con su novela Súcubo (Wu Wei, Buenos Aires, 2013) inicia
una trilogía, La trinidad de la antigua serpiente.
362 * Borges era e.t. l
Juan Guinot (Mercedes, 1969). Su novela más reciente es Misión Kenobi (Exposición de
la Actual Literatura Rioplatense, Buenos Aires, 2014). Este cuento fue finalista del concurso de relatos Osvaldo Soriano de la Universidad de La Plata en 2013.
365 * Objetos raros l
Pablo Brescia (Buenos Aires, 1968). Entre sus últimas publicaciones se encuentra el
libro de cuentos Fuera de lugar (Borrador Editores, Lima, 2012; unam, México, 2013).
369 * Mi padre [fragmento] l
377 * La palabra santa l
Natalia Rodríguez Simón (Quilmes, 1984). La vi mutar (Wu Wei, Buenos Aires, 2013)
es su primera novela.
380 * Mirá cómo está la vagancia l
Sebastián Pandolfelli (Lanús, 1977). Ha publicado la novela Choripán social (Wu Wei,
Buenos Aires, 2012).\
385 * Entre cajas l
Natalia Zito (Buenos Aires, 1977). Es autora de la novela Agua del mismo caño (Pánico
el Pánico, Buenos Aires, 2014).
390 * Ochos
Plástica
* G uillermo Kuitca (Buenos Aires, 1961). Su obra forma parte de las colecciones de The
Metropolitan Museum of Art y del Museum of Modern Art en Nueva York, de la Tate Gallery en
Londres y del Stedelijk Museum en Holanda, entre otras. Representó a Argentina en la Bienal
de Venecia de 2007. Este año curará la exposición de aniversario de la Fondation Cartier pour
l’Art Contemporain. Pertenece a la galería internacional Hauser & Wirth.
Dolores Garnica (Guadalajara, 1976). Ha sido columnista especializada en arte en el
diario Público y, actualmente, en la revista Magis.
l
Sebastián Basualdo (Buenos Aires, 1978). El libro de relatos Fiel (Bajo la Luna, Buenos
Aires, 2010) es uno de sus títulos.
l
Héctor Orestes Aguilar (Ciudad de México, 1963). Uno de sus libros más recientes es El
asesino de la palabra vacía. Recorridos desde la otra Europa (Conaculta, México, 2008).
P á r a m o
l
Cine l El buen momento del cine argentino l Hugo Hernández Valdivia 425
Libros l Los árboles que poblarán el Ártico, de Antonio Deltoro l Carmen Villoro 427
l Loba, de Verónica Murguía: una grieta en el sistema l Alfredo Núñez Lanz 430
l «Seremos Maradona»: libros, ciencia y divulgación científica en Argentina l Juan Nepote 432
Música l Los rumbos musicales de Argentina l Alfredo Sánchez Gutiérrez 436
Teatro l Teatralidades latinoamericanas l Lourdes González Pérez 438
Zona intermedia l Tres momentos de la literatura argentina l Silvia Eugenia Castillero 440
Polifemo bifocal l El beso francés de Afrodita y Ek Chuah l Ernesto Lumbreras 444
Nodos l Estación Ezeiza l Naief Yehya 446
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Yair Magrino (Caballito, 1982). El libro de relatos Porcelanas (Milena Caserola, Buenos
Aires, 2010) es uno de sus títulos.
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Los broches
César Aira
En la rutina de la casa también suceden pequeños hechos inexplicables.
¿Por qué pasó, por qué no pasó? No se sabe.
Sólo se sabe que pasó algo. ¿Qué? Bueno... ¡tantas cosas! Siempre está
pasando algo, y es difícil hacer el recorte de un hecho, de una anécdota.
¿Cómo saber qué merece ser mencionado? O hay que hablar todo el tiempo,
o quedarse callado para siempre. Las trivialidades que alimentan la cháchara
inocente caen al subsuelo del silencio de las respuestas. A veces el azar de una
repetición esboza un sentido.
—¡Se me rompió otro broche! ¡Qué mala suerte!
—Yo lo arreglo. (Pensaba que se había zafado el resorte de alambre que
une las dos mitades).
—No. Se quebró. No tiene arreglo.
—¡A la basura!
—¡A la basura!
El lavadero del departamento está a la izquierda de mi estudio, que originalmente era el cuartito de la sirvienta. Presidiendo el techo del lavadero se
encuentra el tendedero, una rejilla de cuerdas paralelas, con marco de caño
metálico. Se sube y se baja con un complicado juego de roldanas. Ahí se cuelga la ropa a secar, lo habitual es que una selva de prendas húmedas tamice la
luz del norte que llega hasta mi sillón frente a la computadora. En las raras
ocasiones en que no hay ropa tendida, me gusta ver las paralelas vacías allá
arriba, con los broches ociosos de todos colores prendidos como pajaritos a
las cuerdas.
—¡Se rompió otro broche!
Sensación de repetición. ¿No se había roto ya? ¡No, éste es otro! Van tres.
¡Van cuatro! Hay algo de qué hablar.
De pronto, en el silencio de la inspiración... ¡Crac! Miro, y un broche yace
en el piso, roto, y al mismo tiempo una camisa mojada deja caer un brazo, lo
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agita un instante goteando, como si señalase al caído. Un accidente insignificante: no basta para modificar mis hábitos taciturnos. Y sin embargo, queda
registrado, y vuelve después, cuando se abre la tapa del lavarropas, y durante
el tendido se oyen comentarios y quejas.
—¡Otro! ¿Pero de qué los hacen? ¡Ah, no, otro más!
—¿Eh? ¿Qué? ¿Qué pasa?
—Estos broches, se me han roto no sé cuántos en estos días... Es increíble.
Pasan diez años, y los mismos broches siguen sirviendo, me olvido... ¡Qué diez
años! Veinte, treinta. Tengo broches de antes de casarnos. Y ahora se rompen
todos juntos.
—Mm... Ahora que me acuerdo... Hoy yo estaba escribiendo y de pronto,
¡crac! Uno se rompió, y ¡plinc, planc! Los pedazos cayeron al suelo.
—¿Se rompió solo?
—Solo.
—¿No habrás pasado por abajo y se enganchó la cabeza con la ropa y...?
—¡Solo, solo! Yo estaba aquí sentado.
—Qué raro. Pero sí, yo levanté los pedazos y los tiré a la basura.
—No, los pedazos los levanté yo, y los tiré.
—¿Sería otro, entonces? ¿De qué color era?
—Azul.
—¡No te digo! El que levanté yo era amarillo.
Y después de varios ¡qué raro!, ¡pero qué raro!, ¡qué loco!, el tema queda archivado. Hasta que se cae otro broche, y otro, y otro.
—¿No los estarás manipulando con demasiada fuerza? Yo tenía una tía que
no le dejaban lavar los platos en la casa porque los rompía, tenía demasiada
fuerza en las manos.
—¡Pero por favor! ¡Si nunca...! ¡Si siempre...!
Además, se rompen solos. Hay que rendirse a la evidencia. No los rompe
nadie. Se rompen ellos solos. Pronto es una verdadera lluvia, hay que barrer
los pedazos con la escoba. El crujido ominoso, la caída, el repiqueteo en el
piso del lavadero.
—No hay nada que hacer. Voy a tener que ir a comprar broches. Casi me
había olvidado de que los broches se compran.
—¡Voy yo!
—Hay que comprar una docena por lo menos.
—O dos.
—O dos. A este ritmo, pronto no va a quedar ninguno.
—Voy a comprar una «gruesa». ¿Sabés lo que es una gruesa? Una docena
de docenas.
—Vos siempre el mismo exagerado.
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Hay que tomar los pedazos, mirarlos con atención. Rotos, partidos. Son
unos pequeños objetos frágiles, pero no tanto. Y casi nada es tan frágil como
para romperse solo. Mal hechos, seguramente, mal fundidos, mal cortados,
con fallas. Se puede culpar a la falta de control de calidad en la industria nacional: salvo que sean importados, de Taiwán, de Brasil. Quién sabe. Sin embargo... son de distintas tandas, algunos viejísimos, carcomidos, casi sin forma,
mellados. Tan malos no serían, para durar décadas. ¿Y entonces?
Lo cierto es que les llegó la hora. Pobrecitos.
Hay algo que se llama «fatiga de los materiales», y puede ser eso lo que les
está pasando a los broches. Pero el argumento no resiste la crítica. No es sólo
que los broches que caducan tienen distinta edad, sino que no se trata del
mismo material: algunos son de plástico, otros de madera, otros de alambre.
Lo único que tienen en común es que son broches, con forma de broches. En
todo caso habría que hablar de una «fatiga de las formas».
La fatiga de los materiales más o menos puedo entenderla, o imaginármela: los átomos se van aflojando, sus electrones se quedan sin batería, algunos
mueren y dejan huecos en los que se tuercen las órbitas de los otros, el vacío
empieza a llenarse de polvillo, las masas se resquebrajan por viejas... ¿Pero las
formas? Podría afectarlas, es cierto, la fatiga de los materiales que les hacen de
soporte. No era así en este caso, pude comprobarlo al tacto porque la madera,
el plástico y el metal de los fragmentos de broches difuntos seguían firmes,
sin asomo de desintegración. De modo que había que rendirse a la evidencia:
existía una fatiga de las formas, todavía no diagnosticada por la ciencia, y de la
que yo había presenciado su primera manifestación.
No parecía que hubiera habido antecedentes. Las formas siempre habían
gozado de buena salud, y de una resistencia a toda prueba, como lo mostraban
las extravagantes acrobacias a las que las obligaban los artistas. Qué no habían
hecho con ellas, y siempre habían salido victoriosas e indemnes. Pero nada
era eterno. Su condición inmaterial y abstracta las había preservado hasta el
presente del desgaste natural de las cosas, pero quizás les había llegado la hora.
Si se trataba realmente de un proceso de extinción, ¿cómo sucedería? Quizás
fuera lento, milenario, fatiga no quería decir necesariamente extinción, quizás unas formas morirían antes que otras, y los broches eran los adelantados
(pensando en las torsiones a las que las habían sometido los artistas, recordé el gran broche de Claes Oldenburg). Podían dar tiempo a que el ingenio
del hombre, o el avance implacable de la ciencia, encontraran una solución,
aunque no sería tan fácil de solucionar como la fatiga de los materiales; ¿qué
hacer, por ejemplo, con la chatarra de las formas? Y en el peor de los casos,
nos quedaríamos en un mundo sin formas: quizás era mejor así. Quizás hemos
vivido prisioneros de algo que en realidad no necesitábamos l
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Adsum
Angélica Gorodischer
La primera vez que vio a ese hombre en su jardín se asustó muchísimo. Voy a
llamar a la policía, pensó. Pero después se imaginó el diálogo hay un hombre en
mi jardín ¿lo conoce? pero no no lo conozco es un intruso en mi jardín ¿le robó
algo? no ¿la amenazó? no ¿estaba armado? no sé ¿intentó entrar a la casa? no
¿y qué hizo? nada pasó nomás ¿y qué quiere que hagamos? no sé son ustedes los
que saben lo que tienen que hacer señora si no hay delito la policía no puede
actuar bueno está bien gracias buenas tardes. Después fue acostumbrándose:
el hombre pasaba, sólo pasaba, no estaba armado, no lo conocía, no intentaba
entrar. Lo estudió, poco a poco lo estudió. Descubrió que tenía un pequeño lunar
marrón claro acá, cerca del ángulo del ojo izquierdo. Descubrió que era ancho
de hombros y que siempre iba impecablemente vestido; y que no usaba anteojos
y que miraba invariablemente al frente y que no apuraba ni disminuía nunca el
ritmo del paso. Descubrió además que se le había pasado el miedo, que ya no
pensaba en llamar a la policía y que casi esperaba que pasara, todos los días. Y
pasaba. Pasaba, no faltaba nunca: todos los días, verano e invierno, buen tiempo
o lluvia, pasaba por su jardín, tranquilamente, sin dar vuelta la cabeza para mirar
hacia la casa o hacia el cerco del fondo.
Si llovía, se mojaba; o no se mojaba; o mejor dicho, parecía no mojarse: no
le resbalaba el agua desde los hombros, no le caía por la espalda del traje gris
oscuro, no se despeinaba, no entrecerraba los ojos contra las gotas de lluvia.
Sólo pasaba, seguía pasando. Lo que sí cambiaba era la hora. La primera vez había
sido, ella se acordaba muy bien, a las nueve y cuarto de la mañana. Y en los días
sucesivos, a las diez y media, a las ocho y cuarto, a las once, hasta que ella dejó
de contabilizar el tiempo. Pasaba, el hombre pasaba y ella lo esperaba y un vez
que pasaba podía dedicarse a la casa o salir o hacer lo que se le diera la gana;
pero hasta que el hombre no pasaba, ella esperaba. Lo esperaba y él pasaba. Nada
cambiaba nunca.
O sí.
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Desde aquel día a las nueve y cuarto de la mañana algo había cambiado y ella
no se daba cuenta de qué. Es que no podía, no podía eso, eso de darse cuenta y
no podía porque esperaba atentamente a que el hombre pasara y la atención se le
iba en eso, se ocupaba en eso de esperarlo a que pasara y, cuando pasaba, mirarlo
atentamente a ver qué otra cosa descubría y entonces no le era posible ver, saber,
hasta que vio y supo por ejemplo que la mañana parecía siempre nublada, siempre
todos los días en los que el hombre pasaba que eran todos, y que aunque hubiera
sol y ella lo hubiera comprobado, cuando el hombre pasaba estaba nublado, se
nublaba el cielo. Eso era distinto aunque otros aspectos del día no lo fueran.
O tal vez sí, pero no el día.
Fue en ella y no en él en donde descubrió que algo más había cambiado y ese
algo era las fechas. Cómo puede ser que una confunda las fechas. Un pequeño tropezón puede ser hoy es miércoles ah no hoy es jueves, eso sí. Pero confundir los
meses y, peor aún, los años, eso era por lo menos llamativo y tenía que ver con el
hombre que pasaba por su jardín; ella no estaba segura de dónde estaba el vínculo
pero sí estaba segura de que la presencia del hombre, por mínima que fuera, corta
como era, sostenía la trama difusa de los años y los días. Estamos en 2015; no, en
1768. ¿Seguro? Seguro. ¡Pero no! Es el año 1919. Claro, sí, de eso sí que estaba segura. Pero al día siguiente era 1497. El diario, se le ocurrió: el diario, tengo que ir a
ver la fecha en el diario. De modo que fue a ver la fecha en la parte de arriba de la
página del diario y era el 14 de diciembre de 1911. Claro, por supuesto, diciembre de
mil novecientos once, cómo podía haberse confundido, qué raro.
También, fechas aparte a las que ya sabía aceptar y era un día de lluvia, se fijó
en las vestimentas. El hombre pasaba siempre vestido de oscuro, elegante, discreto, con el mismo traje y la misma corbata y la misma camisa o eso parecía, pero ella
cambiaba, no sabía en qué momento, cambiaba de vestido. Segundos antes de que
el hombre pasara ella tenía puesto un chemisier gris con cuello y puños blancos
y ah un cinturón de cuero blanco. Cuando el hombre desaparecía por detrás del
parante derecho del ventanal, ella tenía puesta una túnica de gasa celeste y un
turbante plateado y así seguía hasta el fin del día. Al siguiente se ponía pantalones
negros y una remera rosa de mangas largas pero después de que el hombre pasaba
se veía vestida con falda floreada hasta los tobillos, botas cortas de color café y un
top de raso beige. Y así de seguido pasando por mamelucos, trajes de baño, uniformes del Ejército de Salvación, burkas, bikinis, trajes sastres, vestidos de novia,
trajes de buzo y negros hábitos de monja.
Cuando ya no le preocupaban los cambios de ropa, cuando ya estaba acostumbrada y el único inconveniente era que no podía salir a la calle con traje y casco
de astronauta por ejemplo, en esos días empezaron a aparecer los personajes. El
hombre que pasaba no estaba solo. O sí lo estaba pero rodeado de gente. A veces
eran dos o tres personas, a veces era una multitud. El hombre no los miraba, seguía
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pasando indiferente al clima y a las sombras a veces quietas pero siempre animadas que estaban allá un poco más atrás, silenciosas. Indiferente a ella, a la casa, al
jardín, a todo lo que no fuera el ritmo de su paso.
Ella dejó de mirar el paisaje y de mirarse a sí misma y volvió, como el primer
día, a fijarse intensamente en el hombre que pasaba por su jardín. Pero ya no tenía
mucho para descubrir; de hecho, no tenía nada nuevo. Era el mismo hombre que
el primer día la había asustado tanto. Tal vez, se le ocurrió un día vestida con toga
blanca y sandalias doradas, tal vez descubriera algo más si saliera y caminara con
él. Pensó que era una excelente idea. Pero al día siguiente los personajes de allá
en el fondo eran muchísimos y estaban uniformemente vestidos de marrón oscuro,
enormes hábitos con capuchas todos hechos de telas bastas y pesadas, y andaban
con las cabezas gachas mirado al suelo, las manos juntas, los labios moviéndose
apenas en oración o conjuro y temió que las sombras se le echaran encima y la
ahogaran y no salió. Durante muchos días alimentó esa fantasía de salir al jardín
y acompañar al hombre en su camino. Sabía que no lo haría, ni en 1376 ni en 2001
ni en 1623 ni nunca y sin embargo no se permitió pensar en nunca. Vistió sedas y
arpilleras, polleras y shorts, sweaters y perramus pero no salió.
El hombre siguió pasando, todos los días de todos los años con el mismo traje,
el mismo ritmo, los mismos climas, los mismos o distintos personajes, la misma
indiferencia.
De modo que un día de 1358 ella salió al jardín vestida con amplia pollera sostenida por miriñaque de alambre, chaqueta de terciopelo, peluca plateada, botas de
piel de ante, gorguera y guantes violeta de gamuza. No llovió ese día.
—Es que no, no tenemos ninguna explicación, ninguna sospecha —dijo Laura.
—Era bastante descuidada en cuanto a la seguridad de la casa —explicó
Armando.
—Querido —interrumpió Laura con una sonrisa levemente ácida—, no agregues
lo que yo iba a decir. ¿Sabe, Comisario? Nos inclinamos a creer que la han secuestrado y que en algún momento van a pedir rescate. ¿A usted qué le parece?
—Puede ser, señora, puede ser, no descartamos ninguna posibilidad, por desusada que sea.
—Lo que es si van pedir rescate, se están demorando bastante —dijo Armando.
—¡Querido! —dijo Laura.
—Vamos a esperar, señora. Vamos a esperar lo que sea necesario porque algo
tiene que suceder, alguna señal vamos a recibir.
A veces llovía sobre el jardín, a veces no. Sombras solían adivinarse entre los
fresnos. Pero todo era en silencio... aunque pasos, a veces, muy suaves, muy lentos,
sin respuesta, grises, sin tiempo l
Rosario, enero de 2013
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Diana Bellessi
E kstasis
Moverme en lo abierto
como lo hace el cazador
bañar y silbar como el viento
en lo abierto
D estino
como la roca en el torrente y la piedra
en el granizo y el mosquito
Tablas acosadas por la humedad y el bicho
guardan mi corazón como un lucero
con sus ojos abiertos
y no me importa la gente ni la plata
solamente a ello y nada más
sino el crac crac del grillo en la mañana
del silencio, el gallo allá a lo lejos
en lo abierto
y ese girar de Talita que busca el sitio
de una forma impensada
para echarse al sol en el alero
mientras la sombra de papá en su silla
sin ver
me dice sí y alcanza un mate con
ya nada, ya nada
cáscaras de naranja, sí, m’hijita,
cerrá tu vida en este círculo que acaricia
los pasos del principio con las huellas
nítidas del final...
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Gracias,
Chanchúbelo
Alberto Laiseca
Me llamo Julio Esteban González y soy un mediocre. Tengo veinte años,
pero eso no es excusa. A los dieciocho Rimbaud tenía su obra terminada y
completa. Mientras en la Facu doy una materia y otra, con diversa fortuna,
escribo cuentos. Quisiera tener talento en algo, por lo menos. Un reaseguro.
Porque si no ya veo que voy a terminar siendo un excelente ingeniero mediocre. No le quiero sacar el laburo a alguien que lo merezca más. Escribo,
sí, pero sólo consigo imitaciones, mimetismos y plagios. Los otros días
me pasó algo más bien espantoso. Mandé unos «cuentillos» a la revista del
Centro. Unos trabajos excelentes: simbolismo alemán puro. Y me quedé lo
más tranquilo. Estaba yo tomando unos ricos mates en mi cuarto de la pensión de estudiantes de San Gerónimo 3120, sin la sombra de una leve duda
respecto a mi genio. Pero. Cuál no sería mi desagradable sorpresa (como
diría un soviético) cuando se abrió la puerta y por ella entró Miguelito
Cortó. «Che, González: tengo que decirte algo». «Adelante, adelante, los
amigos no molestan». «Leímos tus cuentos en el Centro. Estábamos todos:
Dimitri Chubichequer, Calzadas Garza, el Checo Neruda y yo. Coincidimos
en que son mucho más que meritorios. Son sorprendentemente buenos».
«Ah, gracias. Me alegro de que les hayan gustado», dije yo imitando un tono
humilde (Roma te premia con este Triunfo. Pero recuerda, Gran Julio, Padre
de la Patria y Dictador Perpetuo, que eres mortal —me dice al oído el magistrado Portalaureles que va en mi carro). «Así que habíamos decidido publicarlos en el próximo número de Octógono», prosiguió diciendo Miguelito.
«Pero justo en eso cayó por ahí Pedro Alberto Esnaola. Escuchó la alharaca
que hacíamos con tus escritos y dijo: “A ver, che”. Y se puso a leerlos. Casi
enseguida, a las pocas líneas, comentó: “Esto es un plagio de El lobo estepario
de Hermann Hesse. Yo leí a Hermann Hesse y esto es un plagio de El lobo
estepario”. Y se fue sin agregar nada más. Nos quedamos helados. ¿Es cierto
eso?». «¡Pero...! ¡Pero cómo! ¿¡Plagio cómo!? ¿¡Por qué dijo eso!?». «Ah y
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yo qué sé. Yo no lo leí a Hermann Hesse. Ya me extrañaba, porque como yo
pensé: un artista, un escritor, necesita diez o veinte años de trabajo antes de
consolidar su estilo y vos parecías haber sacado tu talento de la nada». Y entonces Miguelito, muy a la manera de Esnaola, salió del cuarto sin decir una
palabra más, dejándome sumido en el horror.
¿Hará falta que cuente lo que siguió? ¿Puede alguien imaginar las dudas,
la contradicción, el combate? La verdad, a veces, es el Espanto Penúltimo.
¿Habrá tenido razón Esnaola? Soy inocente. Si me mandé un plagiazo didáctico fue sin darme cuenta y desde el subconsciente. En ese sentido soy como el
Chavo del Ocho, de la televisión mexicana: «Lo hice sin querer queriendo», de
puro sabrosón. Ojalá pudiera decir como ése al que lo acusaron de lo mismo
y contestó muy fresco: «Oye, chico: yo soy socialista. No creo en la propiedad
privada, qué vaina». Como excusa no está mal. El problema es que yo no quiero excusas sino realidades. Suponga que usted está veraneando lo más tranquilo en el Caribe, tomándose una piña y con una regia mina al lado. De repente
un hada cruel lo saca de ahí para depositarlo en el planeta Marte. Ciento veinte
grados bajo cero y sin escafandra. De alguna manera usted soporta el shock y no
muere. No hay más que piedras, frío, arena y soledad. Puede que para el 2015
haya un descenso tripulado en Marte, así que va a tener que aguantar hasta esa
fecha. Con un poco de buena suerte quizá pueda comer líquenes, pero no hay
agua, así que como usted va a seguir vivo por arte de magia, durante décadas
tendrá que soportar una sed espantosa. Pero anímese: la preocupación por la
soledad le va a permitir olvidar la sed, así como la sed hará que usted se olvide
de la soledad. El frío no es un problema muy grande: si se construye una gruta con los dedos (¿para eso cuánto puede demorar?: cinco años), los ciento
veinte bajo cero van a ser sólo ochenta. Otra cosa: aire, lo que se dice aire, no
tenemos. A lo sumo una molécula o dos cada tanto. Albricias.
Pero todo tiene sus compensaciones. Según las sondas espaciales, en Marte
hay pirámides gigantescas y una cara tallada en piedra que mide kilómetros.
Como tiene a su disposición el tiempo del mundo podrá investigar todo eso
antes que los norteamericanos. Imagine el reportaje que le van a hacer cuando
usted sea un viejo y vuelva a la Tierra: «Bradbury escribió Crónicas marcianas;
Fulanete (usted) las vivió». ¿Se imagina el anecdotario que va a tener cuando lo
internen en un asilo de ancianos? Por otra parte, el aire de la Tierra es denso,
pesado, rico en oxígeno. Cuando en plena vejez tenga que acostumbrarse a una
atmósfera que lo quema con su opulencia inútil (inútil para usted) va a desear
que lo pongan de nuevo en Marte.
Bueno, pues más o menos esto sentí yo esa noche. Creí ser el Julio César
de la literatura, pero me pusieron el espejo de Blancanieves y vi una piltrafa
pateable. Fue muy molesto.
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Para colmo, unas dos horas después del suceso, volvió Miguelito Cortó.
Yo estaba sentado en mi silla, lejos de mi mesa, mirando la pared. «Debés
estar pensando en algo horrible», me dijo Miguelito. «Hay dos grados bajo
cero y vos estás sudando». Me miró con más atención: «Sí: estás pensando
en algo horrible. ¿Viste cómo suda uno cuando se le ocurre algo espantoso?». Y se volvió a ir sin agregar una palabra más.
Antes de que siga voy a tener que contar algunas cosas mías, si no no se
va a entender qué hice ni por qué.
Mi padre era bioquímico y usaba liebres y conejos para sus experimentos. Yo solía jugar con estos animalitos hasta que sufrían «accidentes» en el
laboratorio. Recuerdo una liebre en particular. Un amigo del campo se la
había regalado a mi padre. Una siesta, mientras mi viejo dormía, la robé de
su jaula y la llevé al patio para jugar. No sé qué se me dio por saltar el alambrado del fondo de casa y pasar a un terreno baldío lleno de yuyos. Como si
quisiera jugar con la liebre en secreto, en un terreno especial. La tenía de las
orejas con una mano y con la otra le hacía mimos, pero en un descuido se
me escapó. Los pastos me llegaban al pecho y el animal era completamente
salvaje pues fue capturado de adulto. Desapareció como un rayo. Yo debo
de haber tenido nueve o diez años. Mi padre era ateo pero yo me puse a
rezar. «Dios mío: si hacés que aparezca la liebre te prometo creer en vos para
siempre». Después de rogar un rato, a los gritos, me volví. Y allí estaba, por
supuesto: a dos metros. Repito: era un animal por completo salvaje y había
salido a la disparada. Sin embargo estaba ahí, inmóvil. Parecía petrificada.
No tuve ninguna dificultad para agarrarla de las orejas. Salté de nuevo el
alambrado, crucé el patio y la guardé otra vez en su jaula. ¿Cómo no creer
después de eso? Ahora bien, que alguien haga milagros no quiere decir que
por ello sea bueno. Podría serlo todavía, pero no necesariamente.
Con independencia de lo anterior debo decir que desde chico me interesaron los egipcios: momias, sarcófagos, pirámides, todo eso. Yo apenas tenía
nueve años pero ya sabía, por ejemplo, que para los egipcios el escarabajo
(el «cascarudo», como lo llamábamos de pibes) era sagrado. Entonces yo,
después del incidente de la liebre, me dediqué a matar cascarudos para
chuparle las medias al Anti-ser, porque yo no ignoraba que él es muy celoso
y odia a los Dioses antiguos. En las noches de verano, cuando con otros
chicos íbamos a jugar a la esquina, bajo la lámpara enorme del cruce de
calles se juntaba una cantidad enorme de coleópteros. Los había de cuatro
clases: rojos y chiquititos, con los ojos brillantes y que relumbraban en las
sombras; otros con cuernos, que si les ponías el dedo te lo aprietan entre
los cuernitos (había pocos bichos de éstos); los peloteros más comunes,
marrones y de cabeza en forma de tortita; la cuarta clase eran los escarabajos
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egipcios típicos: sabemos que son los de ellos por los dibujos que dejaron
y por los que hacían con piedra y metal. En esas noches de verano yo iba a
la esquina con una botella de litro y la llenaba con las cuatro clases de cascarudos, le ponía un corcho, la dejaba en casa y volvía a la esquina a jugar
a las escondidas o a cualquier otra cosa con mis compañeritos. Al otro día,
al levantarme, lo primero que hacía era quemar vivos a los cascarudos que
habían sobrevivido a esa noche de tortura, donde unos se pegaban zarpazos
a otros y se ahogaban sin poder salir de la botella. Ése era mi homenaje al
Anti-ser asqueroso. Estoy muy avergonzado de mis actos. Si lo cuento no es
porque esté orgulloso sino porque es la verdad.
Pero no fue la única inmundicia que hice. De algún lado aprendí el odio a
los gatos. No es una casualidad si tenemos en cuenta que Bastheth, la Diosa
egipcia, es la protectora de los felinos. Estaba yo en lo de un vecino, en el
patio de esa casa. Por sobre el tapial saltó un gatito blanco y negro y llegó
hasta mis pies. Era muy manso, confiado y se puso a beber agua de un charquito. Antes de que los vecinos pudieran hacer algo para impedirlo, tomé
un ladrillo y le aplasté la cabeza. Recuerdo como si fuera ahora la agonía del
animal. ¿Cómo es posible que el Universo siga funcionando después de una
muerte tan inútil y estúpida? Un acto absolutamente criminal y gratuito. La
madre del vecinito que yo estaba visitando me dijo horrorizada: «¡Julio, qué
hiciste! ¡Era el gatito de Jorge!». Jorge vivía tapial de por medio. No sentía
haber cometido acto reprensible alguno, como tampoco en el caso de los
cascarudos, porque gatos y coleópteros son enemigos de Dios (de ese Dios
que me enseñaron a adorar), pero sí tenía miedo de que Jorge se enterase
de que había matado a su gatito. Así que tomé el cadáver, que daba sus
últimas boqueadas, y lo tiré al excusado de mi vecino.
Por todos mis crímenes aborrecibles anteriores, por todas las abominaciones que cometí, sí que es raro que yo haya hecho cada tanto otras
cosas. Tirar, por ejemplo, un poco de panceta al fuego y un chorrito de
vino, cuando muchos años más tarde realicé labores en el campo. Estaba en
Mendoza, trabajando como cosechador en la aceituna, y leía la Odisea y la
Ilíada, de Homero. En estos libros, como se recordará, los héroes cada tanto
realizan hecatombes donde queman cuartos de buey y otras cosas en honor
de los Dioses. Entonces yo, cuando volvía de trabajar y prendía un fuego
(infinitamente cagado de frío), mientras me preparaba un guiso al lado de
mi choza de cosechador, leía la Odisea (por ejemplo) a la luz de las llamas y
cada tanto tiraba un trozo de panceta o un chorrito de vino en honor de los
Dioses. Cosa rara en un adorador del Anti-ser. Creo, hoy, que se dio una
lucha teológica dentro de mí entre los Dioses buenos y el Dios malo (que
es para mí una especie de Dama Gris como la de la novela de Hermann
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Sudermann). Porque si no, si yo no fui campo de batalla teológica, ¿cuál es
el sentido, vamos a ver, de tanta reiteración en los símbolos: el falso Dios,
Enemigo de Toda Carne, que se toma la molestia de hacer que la liebre
aparezca; su exigencia diabólica de que, como pago, lo sirva matando gatos
y cascarudos (enviados de sus Rivales), y por último mi extraña persistencia
en honrar a los Otros, los Olvidados y Malditos? ¿No sería que mi alma,
con esos homenajes tontos (vino, panceta) estaba pidiendo ayuda a los Dioses
que son buenos y aman a la criatura humana? Bien puede ser. Lo cierto es que
una buena de esas noches, yo que creía pero no creía, que no creía pero sí
creía, hice una invocación extraña. No sé qué se me dio. Me puse de rodillas
en mi cuarto de aprendiz e hice la siguiente oración: «Oh Bastheth, Diosa
Protectora de los Gatos. Yo no conozco mucho de esto. Te pido, por favor,
que si existes te manifiestes. He sido un manijeado y un esclavo del Anti-ser,
pero ya no quiero serlo más. Soy también un mediocre, lo sé y es horrible
mi condición. Intercede por mí, oh Divina Diosa, ante los otros Dioses, para
que yo llegue a ser un hombre de talento y una buena persona. Ayúdame
para que yo nunca vuelva a hacer daño a otro ser viviente. Las irrepetibles
vidas que quité ya no tienen remedio, pero puedo ser una buena persona,
atenta a la vida, a partir de ahora. Ayúdame, Bastheth, Diosa amada». Olvidé
agregar que esta oración no sólo la pronuncié de rodillas sino ante una
vela encendida. Luego de la invocación apagué la vela y me mantuve varios
minutos en silencio con fe y desesperación, por contradictorio que sea. De
pronto, con el rabillo del ojo, observé un movimiento. Me volví y era un
gato: atigrado, muy hermoso aunque más bien de albañal. Y entonces escuché una voz en el cielo de mi techo que decía: «Aquí te envío a uno de mis
hijos amados, para que te proteja y te guíe a través de los duros años que
vendrán para ti. Se llama Chanchúbelo. Procura honrarlo».
«Ya sabrás por qué estoy aquí», dijo Chanchúbelo luego de un silencio;
al gato se lo veía pero no se lo veía; con los años se iría materializando cada
vez más. «Tu pedido ha sido escuchado: en lapso prudente escribirás una
obra maestra. Pero nada es gratis en este mundo y menos en el otro. Esto
tiene un precio». Chanchúbelo hizo una pausa espantosa de varios segundos.
«Nadie podrá leerla ni saber que existe».
Yo, por ese tiempo y a pesar de todo, aún era un pibe pícaro: uno de esos
piolas que creen que pueden burlar un precio o quedarse con un vuelto.
Acepté.
A los dones del Cielo uno debe ayudarlos, caso contrario el destino puede
ser cambiado para mal. Yo nada sabía de la vida y del arte, de modo que
me vi obligado a cambiar de actitud. Largué todo lo que estaba haciendo.
Me expuse a que me ocurrieran cosas terribles y, en efecto, me ocurrieron.
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Necesitaba ir a Vietnam, como quien dice. Entre una ración «ce» de combate y otra (más bien vituallas de campo de concentración) se fueron rompiendo los bloqueos. El problema es que la pobreza establece nuevos bloqueos,
de modo que un día comprendí que también debía reaccionar contra eso.
Cuando llegué a Buenos Aires descubrí otra manera de sentirme argentino. Caí en Plaza Once y tomé un subte. Por primera vez tuve idea de qué
podía significar la palabra «grandeza». Yo, en mi ingenuidad, creía que los
trenes subterráneos andaban automáticamente y que paraban, arrancaban,
abrían y cerraban sus puertas desde un comando remotísimo dependiente
de una gigantesca computadora. Cuando vi que a los subtes los manejaban
tipos mi desilusión fue grandísima, pero de todas maneras la palabra «grandeza» nunca se esfumó del todo.
Al mes y por onda llegué al legendario bar Moderno, de la calle Maipú.
Recuerdo que vivía muy lejos, no tenía plata para el ómnibus y entonces iba
a pie desde mi casa hasta el Moderno. El recorrido más lógico era ir primero
quince cuadras hasta Chacabuco y luego remontar la calle hasta Maipú al
800. Por eso siempre (aún hoy) me refiero a ellas como «la ChacabucoMaipú», como si fueran una sola calle y no una continuación de otra.
En el Moderno me hice de algunos amigos. Cierto día visité a uno en
su departamento. Sonó el teléfono. «Esperate, González», me dijo el otro
y atendió. No salía de mi asombro: un teléfono para él solo. No es que no
supiera que existen teléfonos particulares, pero una cosa es saberlo y otra
verlo. Yo era como un soviético. Sólo un alto dirigente del Partido o del
Komsomol puede tener un teléfono propio. Los ciudadanos nos manejamos
con públicos. En fin: todavía podría ser un artista muy reconocido (una estrella del ballet, por ejemplo), oficiales de mucha graduación, gente así, pero
nadie más. ¡Qué lujo! Y mi amigo no parecía darle la menor importancia.
Hablaba por su teléfono como cualquiera de nosotros puede comerse una
porción de fideos con tuco. Me dije que algún día yo iba a tener un teléfono
así. «Yo sé que va a llegar la hora dichosa en que pueda quemar la cartilla
de racionamiento, el pasaporte interior y mi medalla de Héroe del Trabajo
para poder pasar inadvertido (y menos sufriente) en una guita media», me
decía. «Hay una Unión Soviética distribuida discontinuamente por dentro
de todos los países del mundo, incluyendo Estados Unidos». Ahora que la
Unión Soviética física y clásica desapareció, la otra, la de la pobreza de solemnidad, se va a reforzar. Creyeron haberla eliminado y sólo consiguieron
pasarla a dentro de sí mismos. Siempre la tuvieron incorporada, pero ahora
van a tenerla más que nunca.
Los documentos de la pobreza parecen de amianto. No se queman de un
día para el otro. Lo mismo cabe decir de la obtención de la obra maestra.
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Chanchúbelo, en una conversación, me dijo que la iba a tener en cinco años.
En realidad así fue, sólo que el Cielo tiene cifras simbólicas que deben ser
interpretadas. Los crecimientos completos llevan más tiempo.
De cualquier manera un día tuve sobre mi mesa la obra. Era un libro de
tapas duras y negras, sin inscripciones exteriores, de unas setecientas páginas.
El único ejemplar. Lo abrí y ni yo podía creer que hubiese escrito eso. Qué
se había hecho de los bloqueos. Dónde estaban mis imitaciones de Hermann
Hesse. Qué diría Esnaola, si es que pudiera tener alguna importancia, ahora,
semejante frivolidad. La obra maestra era ética, estética, mística y práctica.
Llamé a un amigo muy genial a mi casa, porque no me animaba a sacar
el libro. «Mirá: yo sé que no vas a poder leer este libro de golpe, porque es
muy largo, pero me conformo con que leas aquí las primeras páginas. Vas a
entender todo enseguida. Si te gusta le saco una fotocopia». «¿Qué es esto?».
«Una novela». «¿De quién?». «Mía». Le pasé el libro. Las manos no me temblaban, cosa curiosa. Excitado pero tranquilo. Mi amigo lo tomó con todo
respeto. Abrió despacio, para mirar la primera página. Estuvo no más de un
segundo con ella y, con naturalidad, pasó a la próxima hoja. Leve gesto de
contrariedad y pasó a la siguiente. Y a la otra, y a la otra. Fastidiado lo abrió en
cualquier sitio. Repitió el gesto entre las últimas hojas. «¿Y qué es esto?», preguntó cerrándolo. Lo conservó, no obstante, sobre sus rodillas. «¿Cómo
qué es? ¿Por qué qué es? Es mi novela». Optó por decirme con paciencia:
«Escuchame, González: esto ya se hizo. Y varias veces». Yo sabía que eso no
podía ser verdad, así que insistí: «¿Pero de qué me hablás? Es mi obra maestra.
Me costó mucha sangre conseguirla como para que vos la examines a la ligera».
Me estaba enojando y desesperando. Sólo el desconcierto me impedía estar
aún más furioso. «Pero, González, ¿todavía te enojás conmigo? Un libro encuadernadito, con tapas duras y todo pero con las hojas en blanco ya se hizo».
Comprendí que mi amigo no me mentía: él veía las hojas en blanco.
Sólo yo podía leerlo. Días después hice la experiencia con otras personas, con idéntico resultado. Se empezaba a cumplir lo que me había dicho
Chanchúbelo. Pero no me rendí. Ya que los otros no podían leerlo iba a
leérselo yo.
Reuní a los cinco amigos de más talento que conocía (entre los cuales se
contaba el del desagradable incidente anterior) y empecé a leerles. De entrada se desconcertaron, pero eso duró poco al quedar enganchados por la
música de las palabras. Incluso vi que uno sonreía; no era un gesto irónico:
más bien lo hizo para sí mismo y su secreto. Quién sabe qué estaría pensando. Leí durante unos veinte minutos. Decidí parar porque comprendí que
la profunda atención del principio ya no se mantenía.
Parecían impacientes o aburridos.
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«¿Qué les va pareciendo?». «Muy bueno pero muy largo», dijo uno.
«Cierta vez alguien quiso que escuchase la Divina Comedia, completa, recitada en toscano antiguo. Aguanté la mitad de un compact, después al tipo lo
saqué cagando», comentó otro. Y prosiguió riendo con falsas carcajadas:
«No pongas a prueba vos nuestra paciencia».
Pero a mí el asunto no me hacía la menor gracia. Viéndome furioso,
un tercero comentó (seguramente creyendo agradarme): «Rescato la musicalidad de las palabras». Todos parecieron aliviados: «Sí, la música. La
música de las palabras». ¿Música? Música. Se me ocurrió algo horrible y
pregunté: «Escuchen: ¿para ustedes tenía sentido lo que les leía?». «¿Sentido?
No, ningún sentido. Sonó como un idioma organizado, muy antiguo. Algo
así como babilónico, sumerio o hitita. Pero las palabras no, naturalmente.
No se entendían. ¿Es un idioma verdadero, eso que hablabas? Sonó como
verdadero».
Me di cuenta de que yo hablaba castellano, pero ellos oían otra cosa. Hice
entonces, esa misma noche, un intento final: ya no les leería la obra maestra,
puesto que eso era tiempo perdido. Me limitaría a resumir su ontología, su
propósito trascendente.
Fue un nuevo fracaso. Me dijeron: «Ahora sí se nota que es castellano lo
tuyo, pero tampoco se comprende. Yo, por ejemplo, puedo distinguir cada
palabra por separado, pero no sé qué acepción estás privilegiando en un determinado momento. Entender la Cuádruple raíz del principio de razón suficiente,
de Arturo Schopenhauer, sería muchísimo más fácil».
Renuncié muy desmoralizado.
Hubo una época en la cual estuve varias veces a punto de decirles a los demás: «Ustedes me roban con su incomprensión». Pero no hubiese manifestado
verdad al decirlo, así como tampoco fue justo pensarlo. A mí no me roban. En
todo caso a los Dioses. No pueden robarme porque no soy el dueño. Porque
a lo que es mío, estrictamente mío, a eso, precisamente, siempre lo comprendieron. Es como la historia de Almotásim, de Borges. Me refiero al cuento
«El acercamiento a Almotásim». Nos dice Borges: «Un hombre, el estudiante
incrédulo y fugitivo que conocemos, cae entre gente de la clase más vil y se
acomoda a ellos, en una especie de certamen de infamias. De golpe —con
el milagroso espanto de Robinson ante la huella de un pie humano en la arena— percibe alguna mitigación de infamia: una ternura, una exaltación, un
silencio, en uno de los hombres aborrecibles. “Fue como si hubiera terciado
en el diálogo un interlocutor más complejo”. Sabe que el hombre vil que está
conversando con él es incapaz de ese momentáneo decoro; de ahí postula que
éste ha reflejado a un amigo, o amigo de un amigo. Repensando el problema,
llega a una convicción misteriosa: En algún punto de la tierra hay un hombre de
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quien procede esa claridad; en algún punto de la tierra está el hombre que es igual a esa
claridad. El estudiante resuelve dedicar su vida a encontrarlo».
Ahora bien, según mi convicción personal, Almotásim no sólo existe sino
que ha existido varias veces, no muchas pero algunas, y siempre con la desaparición como resultado final. Alguien tan grande sería insufrible para los necios.
No vendría a confirmar las teologías sino a negarlas y a establecer una nueva.
Tal vez nos dijese que el monoteísmo es una equivocación y que tenemos que
volver al politeísmo. Eso sería insoportable. Quizá su concepción política pusiera todo patas arriba. Si la equivocación de todos ha sido demasiado grande,
¿se soportaría que alguien expresase un pensamiento ontológico tan por completo opuesto? Yo creo que no. Imagino que un hombre así debería moverse
con prudencia, para que no lo maten. Supongo que viviría pobremente, en el
rincón de sus posibilidades; la emanación de su enseñanza no se daría mediante escritos, que nadie le publicaría (por suerte para él), sino oralmente, a los
pocos que pudieran oír (sin descomponerse) una parte del horror.
Es una suposición. No digo que así sea, pero supongamos.
Entonces una manera de interpretar el mencionado cuento de Borges (independientemente de las intenciones de su autor) es: Almotásim es el Maestro
demasiado grande como para que muchos lleguen a sospechar su existencia.
Ésta sólo se intuye a través de los sobrevivientes (de los «aproximados») que
formó. El acercamiento a Almotásim es la aproximación a los «esfumados»
de la literatura.
Volverse centro, pero centro de verdad, lleva inevitablemente a la lógica del
poder y ésta a la lógica de la evaporación. Éste es el verdadero underground: ése
del que no se habla.
Es una pena que Borges no haya escrito la novela de Almotásim y se haya
limitado (en un cuento) a comentar la novela que nunca existió. Hoy día, más
que nunca, como en las antiguas iniciaciones, no hay suceso más importante
que el ocurrido entre Maestro y discípulo. Ningún motivo más grande que
justifique una novela, una obra.
Entonces y volviendo a lo mío: a mí sí me comprenden. Es al Maestro, que está
detrás, al que no pueden comprender.
Él se conformó con la sabiduría que le brindó escribirla. Quiso, de todas
maneras, transmitir ese conocimiento. Pero nadie podía verlo. No por falta
de capacidad, sino por falta de iniciación. La parte superior de la montaña era
invisible para los otros. Procuró entonces revelar la parte media e inferior de
la montaña. En esto sí tuvo éxito. Felizmente, pues lo contrario habría sido el
fin de todo. La plegaria, la adoración y el agradecimiento de los hombres es
la vida de los Dioses. La base es la esperanza de la altura.
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Chanchúbelo, ya completamente materializado, vive en mi casa. Aclaro que
en este momento es un gato hecho y derecho (lo cual no impide que, además, sea otras cosas). Todas las mañanas, al levantarme, le canturreo, en
pali, el siguiente himno:
Tan sólo Chanchúbelo es Chanchúbelo.
Chanchúbelo es hermoso.
Chanchúbelo es feroz.
Chanchúbelo es malísimo.
Chanchúbelo es enorme.
Chanchúbelo rota sin fin alrededor de un centro sin fallas.
¿Puedes tú hacerte como Chanchúbelo?
Si tú no te haces como Chanchúbelo jamás beberás de la fuente
de la sabiduría.
Vosotros me habéis preguntado muchas veces:
¿Qué o quién es Chanchúbelo?
Pues bien, voy a responderos:
Chanchúbelo es Tao.
Vosotros también me habéis preguntado:
¿Por qué Chanchúbelo es Tao?
Pues bien, voy a responderos:
Chanchúbelo es Tao porque Chanchúbelo es el Gato Vivo.
Los Maestros enseñan pero sólo Chanchúbelo tiene magisterio.
Chanchúbelo es nieve negra.
Gracias, Bastheth, Divina Diosa Protectora de los Gatos; gracias, bienaventurados Dioses egipcios; bendecidos mil veces sean los Dioses germanos, babilónicos, sumerios, romanos, griegos, americanos. Gracias,
Chanchúbelo, mi amigo, mi Maestro y mi guía l
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A Juan Rulfo, en silencio
Arnaldo Calveyra
Empezaré por donde hubiera deseado terminar: Pedro Páramo es un poema que
a lo largo de sus páginas y por obra, entre otras cosas, de ese permanente jadeo,
encierra, como de un espejo al otro, los elementos de una pieza de teatro Noh.
Nada menos parecido, sin embargo, en la fría demencia, en la convención y acaso
en los alcances (como no sean los aparecidos que nos atormentan, nos acosan, no
cesan de venir a nuestro encuentro, de mezclarse con nosotros). Pero lo cierto es
que cuando leí Pedro Páramo, acaso para salvarme de la belleza terrible, pronto
me encontré ante una representación de Noh japonés.
Con fantasmas convivimos a lo largo de la lectura como de la representación,
del aire que respiran respiramos, personas muertas se nos acercan para interpelarnos, para declararnos su desconcierto, su desasosiego de estar muertos, imitan
ante nosotros los gestos de la vida.
En una representación de Noh, un techo es parte del decorado, ese techo no parece de mucho peso, desde ese lugar perfectamente delimitado los personajes vestidos de manera estilizada monologan, dialogan, al unísono con el silencio cantan,
organizan coros. Desde ese lugar nos dicen, tanto en el sigilo como en el denuesto
o el exabrupto, que lo que estamos viendo acaso no sea. Que lo más probable es
que lo que estamos viendo no sea.
En Pedro Páramo , el descampado sin tregua (¿a qué techo, a qué santo encomendarnos?), y cuando la ventana de una casa parece aproximarse, se trata,
como en un espejismo, de ventanas aparentemente ciegas, pero los esqueletos
de Posada en muchedumbre, con sus órbitas desmesuradas, asomados a ellas
vigilan nuestros movimientos de muertos en ciernes, adiós una vez más a las
ilusiones de echarnos en un rincón a descansar —la ilusión de que pronto, en
algún lugar, haya rincones—, la ilusión de entrecerrar los ojos, de poder acaso
llevarnos algo a la boca...
Si bien es cierto que a Pedro Páramo se lo puede leer como a una pieza de Noh
(la misma falta de oxígeno, el mismo enrarecimiento del aire que respiramos), en
este caso se trata de un Noh al estado de intemperie.
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Todo esto para decir las diferencias entre ambos lugares del drama cuando en
ambos casos se trata del mismo drama: a su lectura (quien mira lee), un elemento
del aire que respirábamos se ha volatilizado.
¿Los aparecidos consumirían más oxígeno que nosotros?
Como si desde el comienzo alguien nos hubiera mandado un directo en cada
oído. Y así avanzamos como personas a las que el aire faltara. Y como si nuestros oídos
hubieran también cesado de respirar, el aturdimiento nos gana.
Volver a respirar, eso pedimos, eso queremos, eso les pedimos a esas pocas
páginas en que parece haberse concentrado la historia de un grupo de hombres, a
menos que alguien (¿pero quién?) llegue y nos salve.
¿El obstinado silencio de algunas fotos que Juan Rulfo sacó en vida podrá obrar
ese milagro: convertirnos en fantasmas de presencias tangibles que éramos, en
fantasmas de nosotros mismos para, a nuestra vez, ganar el descampado de los
hombres lobos?
En ese Noh llamado Pedro Páramo, como en una fotografía sobreexpuesta,
asistimos a la historia del hombre pasado de madre a causa del demasiado silencio que hacen los muertos de alrededor, hombre nacido para vivir rodeado
de muertos que le dictan las conductas más peregrinas. Como en una anábasis
inmóvil, el hombre asciende la falda de una montaña que lo deja sin aliento. Tan
cierto ese silencio —cierto como en el caso del fantasma que cierra una puerta con
la sola fuerza de su deseo—, que leyéndolo quisiéramos reconstruir los picachos
de blancura enceguecedora de su Noh.
En una representación de Noh esperamos que algo suceda (instantes inolvidables en que, contra toda esperanza, nos ponemos a esperar). En ese sentido,
seríamos tributarios de una intriga.
En Pedro Páramo, como en Edipo en Colono, ya nada puede suceder porque
todo y cada cosa han sucedido. Desde el comienzo lo sabemos. Lo que de veras
sucede en nuestra lectura. Nuestra lectura y el cuchicheo.
¿Pero y el cuchicheo? ¿Quién podrá salvarnos del cuchicheo?
Hombre que cree avanzar y va cubierto de muertos; y la propia Comala, la espantadiza, la evasiva Comala, evasiva como un recuerdo, fruto de un espejismo colectivo
(es, en cualquier caso, en un sueño), si alguna vez estuvo en pie, la construyeron sobre cementerio: muertos sin enterrar de una batalla, encontronazo, sorpresa, crimen
de muchos, españoles alzados contra el rey y cuyas corazas sirvieron de sudario. Sabe
que en la lejanía lo esperan esas ventanas de las que, más que todo, quisiera huir,
acaso una ilusión de agua...
«Es como si los oídos cesaran de respirar. Aire es lo que falta para poder avanzar.
Aquí nos ahogamos. Ya ni siquiera estamos en alguna parte, ni siquiera figuramos en
los libros del juez de paz...».
«Es imposible que nos oigan, que alguien nos oiga. Sólo el pie parece arrastrar al otro pie y, al cabo, todo el cuerpo, como a un perro. Sólo que la cola ha
desaparecido».
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«Estamos desganados. Pasan unos pájaros rumbo a alguna parte pero nosotros
estamos sin alas, remontar el vuelo nos resulta imposible...».
Tendríamos que remontarnos a ciertos capítulos del Libro de Job para encontrar
tamaño desamparo —el cuchicheo interminable de la carne exhausta de los que no
acaban de morirse.
«¿Y qué hacer de la memoria? ¿La memoria a cada paso como el goteo de una
canilla? Un velo descolorido, un trapo en el mejor de los casos, desgarrado en
lugares, ya sin consistencia de tan gastado, ¡oh, qué fácilmente podemos ver a
través!...».
Qué fácil nos resulta en Pedro Páramo mirar a través de ese trapo roto, encogido a cada vez como una piel de zapa, reseco, se parece a la piedra del camino, a
lugares donde alguna vez hubo árboles.
¿La esencia de la memoria en el teatro Noh?: la irrupción, el estallido del
tambor que consigue al fin abrirse paso por entre los intersticios de silencio.
Un tambor rompe el hilo delicado del que nuestra suerte (y la de los personajes)
parecía depender.
En Pedro Páramo, ese trapo agujerado.
Poema de donde toda vida y toda traza de vida parece haberse retirado, a no
ser la vida espontánea de las palabras. Vida de las palabras, de cada palabra, tal
fuerza, la maestría, tal la felicidad, la libertad de la forma, parecen brotar espontáneamente —con evidente alegría, en todo caso— de una tierra estéril.
Y esa voz de narrador (la voz arcaica del Noh, por momentos impostada, enmascarada en la voz de uno o de varios aparecidos) nos va dando las noticias de
ese viaje inmóvil.
La geometría de ese Noh nos apabulla. Habla de ruptura, de fractura irremediable. Habla de nosotros, los vivos de esta historia.
«¿Dijo usted que aquí había árboles? ¿Qué árboles? Ni siquiera de este tamaño.
Aquí no se está cerca y, menos que menos, bajo ninguna sombra de árbol. Aquí,
que yo sepa, no se habla de árboles...».
Sí, ¿qué hacer con cada línea de Pedro Páramo?, ¿esa falta de oxígeno se debe
acaso a la muchedumbre de muertos que respiran de nuestro aliento? En todo caso,
cuando ese efecto se produce, el lector debe hacerse de una nueva acomodación
molecular para proseguir su viaje de lector.
Entre ese grito mudo que irá a perderse en las alturas sin oxígeno y el apunamiento final por el Noh oriental, la bóveda se completa. La rueda especular del
cielo nos habrá reflejado uno a uno, a nadie menos que a cada uno en su momento,
la rueda habrá cumplido su rutina de vuelta entera l
Festival Internacional de Biarritz,
Cinémas et Cultures de l’Amérique Latine, 1996.
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Luisa Valenzuela
Escritura
en movimiento
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¿Quién desde la cama me habilita, me deja ser quien soy, desde la nada?
Soy un pez iridiscente que nada en esa nada.
La cama como lago profundo; como nada, la cama.
Por fin despierto en el lago que es la cama, con escamas despierto.
Soy un pez,
ya lo dije,
y despierto de ansias;
de ausencias no despierto, me tienen sin cuidado las ausencias.
Yo río con aquel que me habilita —me habita— desde el fondo del lago que es la
cama,
la nada.
Y nado por el río y río, y no me hundo por profundo
que sea.
ii
No tengo por qué decirle nada a nadie, pero el decir es mi forma de ser, me
constituye, me construye y quizá aquel que me habilita, más que habilitarme o
habitarme, me dicta estas cosas que escribo porque otra acción sería no ser, sería no
estar en parte alguna. Sólo estar en la palabra: la laguna. Un mar hecho de verbo,
verbigracia.
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iii
Cuerpo
La exploración de la propia forma como forma de ser en este mundo,
y perderse en dicha exploración y no tener salida, sólo dicha.
La falta de salida como encuentro, lo oscuro de la noche y otra mayor oscuridad,
aterradora.
No sabemos qué es la noche hasta no haberle visto la peor de sus caras,
esa cara de mina de carbón como cortina que una vez transpuesta
no nos permitirá volver sobre los propios pasos.
Cortina de carbón más oscura que lo más oscuro y negro, más oscura que el grafito,
que la pizarra, el bleque; superficie para nada escribible, esa cortina, separación de
mundos y la
disolución total del otro lado.
Decirle no a la disolución, lo único que del otro lado nos aguarda.
No poder escribir más. Y falta todo.
No despertar al perro que duerme significa no despertar en absoluto, así de simple,
no
permitirse el lujo de acceder a ese conocimiento que se dice prohibido ¿y quién lo
dice?
Prohibido.
Como si el conocimiento acatara la ley, tuviera ley.
Como si los perros dormidos no descendieran del lobo y aullaran en las noches de
luna o sin luna para despertar a las incautas, valientes, las más empedernidas almas.
iv
No haber sabido qué es la verdadera noche hasta ese momento.
No saber qué es el tiempo hasta no estar perdida en el no-tiempo, el destiempo.
No haber jamás experimentado el verdadero cansancio, el demoledor cansancio, el
imposible, hasta no haber perdido el último miligramo de energía.
No saber qué son los nervios, el ataque de nervios como una guerra interna, un
bombardeo,
y el temblor tan palpable y la desesperación, la angustia.
No saber nada de eso, en verdad, creyendo haberlo experimentado todo:
La noche, el cansancio, los nervios, el amor.
El amor, ¡oh el amor!
Está en todas partes, no olvidarlo, y se olvida tan fácil.
Y el olvido. El olvido olvidado, aquello que creímos borrar para siempre y está en
alguna parte replegado y dispuesto a saltar, como al acecho.
De hecho es así la cosa y no puede escribirse pero entonces:
¿Para qué seguir en esta vida?
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Alma es aquello que llevamos adherido al cuerpo.
Nuestro cuerpo: el alma lo constituye y habilita.
Lo entendí a las patadas pero supe entenderlo.
Por eso mismo la pregunta:
¿Y el cuerpo, qué? ¿Dónde ponerlo? Porque lo que es acá nos incomoda.
Pobre cuerpo doliente sin memoria del dolor, desreconocido. Intocable
(y fue tan tocado en días, casi dos meses de desmemoria y desamparo)
para después:
¡No se acerquen!, como un grito.
Ni mencionarme el cuerpo se podía, nunca usar esa palabra descorporizada,
la palabra cuerpo.
Y los nervios vibrando en armónico con la palabra cuerpo.
Chirriantes ellos, los nervios, como si alguien hubiese rascado la pizarra con las
uñas. Ese mismísimo alguien que supo proferir la muy profana palabra, la palabra
cuerpo.
Me perdí de mi propio cuerpo y la energía dispersa,
despatarrada por el aire de mi entorno y yo tan fuera de esa que fui yo,
mi cuerpo.
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R e c u p e r a c i ó n d e l ta c t o
(canciones para un pasajero)
[fragmentos]
Y las olas en alto.
Si la morada del ser es el lenguaje y yo digo que se escribe con el cuerpo,
al irme del lenguaje me fui de mi cuerpo o quizá fue a la inversa y nunca podré
saberlo.
Ahora te estoy muy agradecida y algún día me animaré a decírtelo.
Me devolviste a mi cuerpo, a mi casa, al placer del tacto sobre el cuerpo.
La aceptación de la caricia.
El canto.
Yo tengo para vos un hechizo, un cuchillo, una punta afilada
que no corta la estación del tiempo se queda acá nomás del lado del latido.
Entre ambos tenemos dos dedos que se tocan, unas pocas palabras, el roce tan suave,
esquivo y a la vez penetrante.
Aun así no penetra, se detiene en el tiempo y deja suspendido el roce, los dos dedos, las
palmas de las manos: un único palpitar que el tacto nos contagia.
Vos sos para mí un traslado del no querer al querer ir queriendo.
Así no más.
El filo del cuchillo,
mis dedos en tu cuello,
la ausencia del cuchillo, tu presencia.
Peligros son peligros:
tu llegada y partida y aquello que queda suspendido entre dos aguas.
Son aguas. Es el río, el mar que nunca estuvo y sin embargo cierta vez lo trajiste a mi
vera,
a mi regazo. Y yo acogí ese mar como quien una ofrenda.
El murmullo del mar, convocado, invocado, ronroneado por vos hasta ponérmelo allí a
trescientos metros en picada a mis pies en el vasto desierto.
Era una terraza sobre el farallón en medio del Sahel aquella noche.
Y hoy
vuelve el mar que no fue, fue tu murmullo y hoy
tu sonido de mar y mi miedo de amar. El mismo que se me fue olvidando a causa de
lentitud, de desconcierto, de infranqueables murallas ya franqueadas.
Habrán de erguirse otras murallas aquí a nuestra vera si faltara ese arrullo,
paloma de la voz, vuelo gaviota.
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El futuro es aquí es ahora y es donde siempre estuvo para darme una mano.
Soy mi propio futuro el pasado me aturde soy lo que soy porque estoy dispersa en
todas partes o en ninguna.
Ya se ha dicho mil veces ¿para qué repetirlo?
Para ir a su encuentro me engalané con vestidos de seda cuando él esperaba lo rugoso
lo áspero, esperaba un encuentro de esos a mano armada que nos obligan a ser quienes
ni sospechar se puede que seamos y sin embargo somos.
Estas cosas las comprendo ahora cuando ya es tarde,
cuando él ya se ha ido.
Las leyes del desparpajo retumban en lo que no quiero ser y sin embargo soy y hasta
me gusta.
Otro me saca a bailar yo le digo que no con todo el cuerpo y eso que mi cerebro
propone lo contrario.
En el baile quisiera sacudirme aun cuando me niegue al abrazo de quienes no me
tocan
es decir no me corresponden.
La correspondencia es algo que está más allá de mi ser, de lo tangible de mí, mi
carnadura.
Está aquí en tu música, el recuerdo, el latido ¿de quién? ¿Quién inició el latido con
alma de guitarra,
resonancias armónicas?
Sos indeleble como el lápiz de labios que probé esta tarde. Me dejó una tonta marca
rosada y cálida, sí, pero tonta igual por fuera de lugar,
por desplazada.
Una mancha en mi mano, no en mi boca, una marca que no sale con agua ni jabón ni
otras sustancias.
Mañana podré ir a la tienda a comprar el tal lápiz.
Eso sí elegiré un color más acorde con mi piel.
En cambio tu color y hasta tu piel: perfectos.
Sólo que mañana no te encuentro.
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Me refugio en la candidez de los milagros. Le canto a los objetos inanimados y a los
mundos inferiores.
¿Inferiores a qué? ¿A quién? ¿Y cómo? pregunto desde abajo.
Juguetes
Arturo Carrera
Estas magras canciones parecerían ser inocentes, virginales. Virginal podría ser el
instrumento que usarías para ponerles música porque lo que es nosotros...
Virginal —como un clavecín pequeño de tenues sonoridades duraderas, ondas
concéntricas que perduran en el aire vibrando mucho después de haber pulsado la
cuerda.
Como gong tibetano, como sones que atraviesan el cuerpo y circulan por la sangre.
Manos entrelazadas, palpitaciones iguales
a la respiración de una al otro,
onda que perdura mucho más allá del desenlace de las manos.
Armónicos del virginal, de la guitarra,
inaudibles inexpresables olas que mientras estamos juntos nos recorren para avivar el
fuego de aquello que habremos de soñar al separarnos.
La bala se dispara y queda suspendida en el tiempo,
equivalente casi a si quedara detenida en el aire, en el espacio. Pero en el espacio no,
detenida en el espacio (siendo la gravedad tan implacable) caería a tierra.
El tiempo en cambio carece de toda gravedad, de consistencia, y entonces aquel
intenso instante que vivimos permanecerá por siempre detenido aquí donde mejor nos
cabe:
en el tiempo de ser que es sólo nuestro.
No quiero romper el hechizo aunque el hechizo esté hecho de pompas de jabón de lo
no dicho, del silencio entre miles de palabras.
We are each other’s impossible love, bien lo sabés y me dirás
There’s never ever anything so soothing.
Quié n hub ie ra pe ns a do, a nta ño,
q ue un día nos a ve rgonza ría mos de la s pa la b ra s ,
q ue por nomb ra r la s cos a s q ue s on
podría mos s e ntirnos culpa b le s ,
q ue por de cir, inclus o
«niñito»,
uno podría s e ntirs e culpa b le .
Yves Bonnefoy
i
¿Cuál,
de todos estos lápices elegirías para la alegría,
para el triunfo de unas vocecitas sobre otras que no
conocés y que no hacen más que llamarte y
llevarte hacia esa casa de sombra
colmada de juguetes?
Sin embargo, bastaría un instante para que
la inteligencia de los besos impidiera hablarnos
—¡pero no hablamos
todavía!
Luv i na
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una emoción violenta, mínima
pero fugaz, hace que otra memoria súbita
se vuelva duradera.
Yo escuchaba tu voz,
pero no alcanzaba las palabras que decías;
lo que querían decir —no que no te atendiera
sino en otro balbuceo— adentro de otra burbuja
que se henchía de otro límite,
de otra memoria, de otro instante,
¿cuál? ¿de eso estamos
hechos?
Había otro ritmo que ínfimo auguraba
una repetición que nos desconocía. Y allí
estuve, en esa vía. Diciendo sin decir,
hablando sin hablar
¿iba?
Con ese balbuceo yo creo, insisto,
ser real. Yo creo adelantarme a tu ternura y
no sé nada de tu amor que se adelanta al mío.
Entre esas casi palabras si no sílabas
todos los abecedarios fracasan y fracasarían
cabeceando en nosotros cuando te decimos
cualquier frase que alude al sueño
de este mundo todavía.
¿Cuántas nociones elegimos para confundirte,
para atraerte,
para embaucarte? Sin saber que somos nosotros
los embaucados.
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¿Quién conocía los mapas insolubles de Plotino,
las manos regordetas con pocitos en el mármol, la voz
de una niñita de la cantoría?; pero no queríamos
nombrarte, niños fajados en los tondos de los Inocentes
nos llamaban...
Gritaste,
¡como
una cantante!
Porque de no decir, cantabas,
imitabas ¿a qué? ¿a quién? ¿a cuánto?
Y otra vez, con la partícula de un grito de un mandato sereno
iniciás tu paseo con pasitos que van...
hacia ninguna parte,
hacia el olvido del ¿qué busco?
¿qué hago? ¿a quién llamo? ¿a quién respondo?
¿qué?
¿Cuánto «falta» para que un juguete «no hable»?
Un presente
reclama otro tiempo para que tu presencia no sea más
que «esplendor».
ii
Te llamé «abejita» porque llevabas de un lugar a otro
el polen de unas flores invisibles, el silencio
de unas sombras brillantes que te miraban.
Y hasta un pájaro, el del libro de los Upanishads,
se asomaba para verte, para sentir tu paso muy
dentro del fruto que él jamás probaría.
Nombro cada uno de tus juguetes. Los bautizo
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sin miedo. Me llevan a despertarte,
a conocerte, a sonreír de alegría ante la imitación
del movimiento. ¿Quién vuelve de ahí?
Después de todo será recuerdo
todo el rumor que queda cuando te vas,
polvillo de luces sin nombre y rachas
de una oscuridad veloz entre
órbitas tan mínimas como fugitivas.
Pero ¿puedo acercarme?
...caja de zapatos de niña
adonde guardás un sapo de terciopelo.
Y ese muñeco que se sienta y
bebe de un vaso parecido a un chopp.
¿Cuánta cerveza tiene esa luz?
¿Y estas dos latas de polvo de hornear unidas con
un hilo sisal que era nuestro teléfono? ¿Y esa vaca que al
girarle la cola daba leche? ¿Y esas ranas de lata a cuerda
que saltan junto a las gallinas que picotean un círculo
de madera verde con granos amarillos?
iii
Un artesano soy y sin embargo,
no sé evocar la precisión en que han de encajarse
cada una de tus pequeñas piezas. ¿Y no es
como dice el sabio, que si no hubiese juguetes
nos criaríamos repitiendo encuentros
con gente de verdad?
...y eran tus deditos
lo que veíamos. Una pulserita de plástico
con tu nombre y la hora
de tu nacimiento —como si la dicha
nos agendara.
Cuánta sorpresa o cuánto deber
porque no quisimos ser
abuelos de la nada —saltamos
en el desconcierto, cantando, agitando un
trapo, una tela de ceniza,
y el silencioso sonajero
de la vida que colma.
¿Y los pibecitos Jugal que se besan incansablemente?
¿Y el burro azul que se hamaca en silencio,
despacito...
...tu preferido?
Sin nombrarte ¿podré decir cuál otro? ¿Para que
alguno de nosotros quepa en esa dimensión? ¿O para que
seamos expulsados todos menos yo, como cuando
tu sonrisita me incluye?
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Unos días en la playa
Ana María Shua
Las columnas de alabastro, los pisos de mosaicos con motivos mitológicos, las colgaduras teñidas de púrpura, el trono de caoba con incrustaciones
de marfil en el que se sienta Diocleciano... Su voz tonante, de militar acostumbrado a hacerse escuchar en el fragor de batalla, anunciando la decisión
de perseguir a esa peligrosa secta judía que intenta socavar las bases del
imperio: los malditos, hipócritas cristianos.
El recuerdo era falso, por supuesto, y Mónica lo sabía. Las imágenes
venían de las películas, eran Hollywood puro, con las correcciones que su
mente de profesora de historia hacía automáticamente. Menos colores, la
gente de pueblo vestida de blanco sucio, el ajuste tan necesario en los maquillajes y peinados que los americanos siempre adaptaban a la época en que
había sido filmada la película.
El recuerdo era falso pero vívido. Mezclando la historia con la literatura,
Mónica recordaba haber presenciado, desde los barcos, a lo lejos, la despedida de Dido y Eneas. ¡La pobrecita Dido siempre le había dado tanta
pena! Recordaba el primer encuentro de Pericles con Aspasia y le parecía
haber asistido a las clases que Sócrates daba en el ágora, veía sus sandalias
gastadas, escuchaba su voz calma, de comadrona, haciendo que las mentes
de sus discípulos parieran por sí mismas la ideas.
Por supuesto, aún a sus ochenta y cinco años, Mónica estaba lo bastante lúcida como para saber que ésos no eran recuerdos verdaderos. Le
hacían gracia los trucos de su mente para superar sus falencias idiomáticas.
«Quoniam vita brevis est, nolit tempus perdere», podía decir el muy ateniense Pericles, en perfecto latín, y Mónica se reía sola. Sin embargo, por
falsos que fueran, esos recuerdos cubrían los espacios que otros iban dejando libres. A Mónica se le mezclaba y confudía el pasado, la memoria lejana
y la memoria reciente. Sobre todo, maldita sea, no se acordaba de que ya
había tomado los remedios y los volvía a tomar. Un día, la señora que venía
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a limpiar tres veces por semana la encontró tan confusa y perturbada que tuvo
que llamar a su sobrina Moniquita.
A Moniquita le decían Quita y le daba ternura que su tía, cuyo nombre llevaba, siguiera llamándola con el diminutivo completo. Cuando era chica, la tía
la mimaba, le hacía lindos regalos y le había pagado la primaria y secundaria en
el Saint Margaret School, demasiado caro para sus padres. Era muy probable
que el estado de su tía Mónica fuera pasajero, dijo el médico, producto de
haber tomado doble o quizás triple dosis de los ansiolíticos que le recetaba
para ayudarla a dormir. Recomendó, sin embargo, una internación temporaria
en el sector de Psiquiatría de un conocido hospital privado, que les cubría la
obra social de Moniquita.
Por el momento, la sobrina se la llevó a su casa y en un par de días de
férreo control sobre los remedios Mónica estaba muchísimo mejor. Lo bastante como para ponerse de acuerdo con su sobrina sobre la internación. Para
ella, el único problema serio, tan serio que la alteraba hasta quitarle el sueño
(Quita no se animaba ahora a subirle la dosis de ansiolítico), era cómo decíselo a sus vecinas. Las mujeres de esa generación, pensó Quita, con un suspiro
interior, no se contaban nada realmentre íntimo, lo esencial de la amistad era
mostrarse unas a otras lo bien que estaban y lo linda que tenían su casa.
Mónica vivía en un edificio de Almagro, era muy amiga de Elisa, del segundo b, de María Elena, la del séptimo, y pensaba que Quita no entendía nada.
Una se encontraba con las amigas para pasarla bien, y no para quejarse de sus
miserias. Elisa tenía sólo ochenta y dos años y a María Elena no le gustaba hablar de la edad. Mónica le tenía admiración a María Elena porque podía tomar
mucho whisky y no le daba sueño. Elisa nunca hablaba de sus nietos por no
contar plata delante de los pobres: sabía que el hijo de Mónica había muerto
jovencito y María Elena era soltera. Las tres estaban muy orgullosas de tener
su computadora, que mucha gente de su edad consideraba todavía un artilugio del diablo. La usaban, sobre todo, para intercambiar emails que a su vez
recibían de otras personas con fotos de niños, atardeceres rojizos, mensajes de
amor y paz, chistes, paisajes, consejos para evitar robos domiciliarios o cáncer
de mama, y breves videos didácticos dedicados a difundir métodos prácticos
y sencillos para ser feliz en la vida.
Mónica hablaba con sus amigas de los falsos recuerdos, pero para no
preocuparlas les decía que eran sueños. Trataba de mencionar solamente a
los personajes más conocidos porque quería que la entendieran, y no hacerlas
sentir ignorantes. No se le ocurría hablar, por ejemplo, de Quinto Cecilio
Metelo Pío, ni se metía en honduras mitológicas describiendo los horrores de
Escila y Caribdis, que recordaba con tanta nitidez como si ella misma hubiera
atravesado el estrecho de Mesina en la nave de los Argonautas.
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Su sobrina Quita le dio una gran idea. A Elisa y a María Elena tenía que
decirles la verdad: que se iba con ella de vacaciones.
—En el fondo, es bastante cierto, tía —dijo Quita—. Un par de semanas
tranquila, descansando... volvés renovada. Y yo te voy a visitar día por medio.
Lo que más le costó a Mónica al principio fue perder la intimidad. En el
pabellón psiquiátrico tenía que compartir la habitación con una desconocida.
Pero si conversaba con ella y la conocía un poco, ¿no era como estar con una
amiga en un hotelito de la costa? Aunque su nueva amiga Teresita había tenido dos intentos de suicidio (se enteró en grupo de terapia), el antidepresivo
que le estaban dando ahora la tenía de muy buen humor y se pasaban las
horas charlando. Además de suicida, Teresita (no por el diminutivo de Teresa,
sino Teresita como la santa, le contó, mostrándole la cédula) era vendedora
en un negocio de electrodomésticos y sabía todo de aspiradoras, heladeras y
batidoras.
—Somos pocas las que podemos trabajar en esto —decía con orgullo—.
La mayor parte de las mujeres no sabrían contestar preguntas técnicas.
Teresita podía comparar marcas, explicar la diferencia entre los aparatos
importados y los nacionales y dar buenas recomendaciones. Sin embargo, lo
que más las divertía era, por supuesto, hablar de los otros pacientes.
El Pabellón era un pasillo muy ancho, iluminado día y noche con luz artificial, que terminaba en un pequeño comedor. Las comidas preferidas de
Mónica eran el desayuno y la merienda, le gustaban mucho las galletitas sin sal.
Anotó la marca en su libretita mágica, donde escribía todo lo que no quería
olvidarse y que cada vez era más. Anotó también: «Comprar libretita de cien
hojas».
Teresita y ella caminaban por el pasillo del bracete.
—En mis épocas —decía Mónica— nadie iba a pensar mal de dos señoras
porque caminaran del bracete.
—Es que ahora «eso» no se considera pensar mal —le decía Teresita, que
era mucho más joven.
—Da lo mismo —decía Mónica—. Vos me entendés.
Dos chicas adolescentes, internadas por adicción, se abrazaban con
desesperación en el pasillo. Se habían conocido allí y habían formado pareja.
Mónica las miraba un poco espantada, tratando de acostumbrarse a los cambios de este mundo. En la playa, acaso, ¿no vería éste y otros espectáculos
igualmente extraños y en cierto modo aterradores? La extrema desnudez que
se estilaba la perturbaba incluso en la tele. En su época... pero cuando trataba
de recordar en imágenes las modas de su época, Mónica sacudía la cabeza un
poco molesta, porque lo que venía a su mente eran los pliegues de las túnicas
de matrona romana.
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Las chicas abrazaban también, pero de otro modo, al Gordo Tonto, un
pobre idiota con una panza enorme, que se paseaba de un lado al otro del
pasillo durante todo el día sin parar y todo lo que quería en este mundo
era cariño. Impresionante ver a los tres apretados en un abrazo solidario, el
Gordo Tonto con una cara de felicidad que daba miedo.
Una noche trajeron en camilla a una mujer dormida a la habitación de
Mónica y Teresita. Los enfermeros la acostaron en la tercera cama, que hasta
entonces había estado cómodamente vacía, y le ataron las manos con anchas
cintas de cuero. Conectada a una bolsa de suero, durmió durante tres días.
Cada tanto le inyectaban algo, probablemente un somnífero.
—Otra adicta. La están desintoxicando —explicó Teresita, que no estaba
en su primera internación.
Preguntarle algo a los médicos o a las psicólogas era inútil. Sonreían
amablemente pero no contestaban. La nueva resultó bastante hosca, caminaba lentamente de un lado al otro echando miradas indignadas a los demás
internados, como si les reprochara su pasividad.
—Como un cocodrilo enjaulado —dijo Teresita.
A Mónica, la expresión le pareció muy pertinente.
Entre ellas la llamaban La Amarga y, para abreviar, Lamarga. Todo lo encontraba mal y se la pasaba insultando a las psicólogas, que no le contestaban.
En el Pabellón nadie se quedaba por mucho tiempo. Se trataba de internaciones breves, para problemas que no eran demasiado graves, o que
sí eran, pero que una internación más larga no podía solucionar de todos
modos, como los intentos de suicidio. El único que estaba allí hacía mucho
tiempo era el Gordo Tonto. Se rumoreaba que no tenía documentos, que
alguien lo había abandonado en el Pabellón unos meses atrás y se había ido
sin dejar ningún dato. El rumor no tenía sentido porque en un hospital
privado no dejaban internado a nadie que no tuviera al día sus cuotas y, sin
embargo, gente perfectamente lúcida y razonable lo repetía como si fuera
cosa probada.
A Mónica le gustaban casi todas las actividades. La sesión de grupo, porque siempre se enteraba de algo interesante y le hacía pensar en una charla
en el patio de carpas, tomando mate con facturas. La clase de yoga también
era muy buena, con linda música clásica, comparable a esas clases de gimnasia que ofrecen a veces los balnearios y sin el bochinche a todo volumen
de la música moderna. La clase de recreación podría haber sido más interesante si hubieran tenido una buena profesora, pero la señora que la dirigía
no tenía muchas ideas para proponer y tampoco materiales para trabajar. A
Mónica le hubiera gustado modelar arcilla, en otra época había hecho un
curso de cerámica con torno que disfrutó mucho. Propuso dar unas clases
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de Historia Antigua y a la profesora le gustó la idea, pero los demás internados no tenían ganas, preferían seguir borroneando papeles con carbonilla a
la cualquier cosa, aunque la profesora hablara de «las obras». Lo único que
Mónica realmente extrañaba, además de sus vecinas, era una buena peluquería. Pero ¿hubiera ido ella a una peluquería en un pueblito de la costa, a
dejar que cualquier chiquita sin experiencia le metiera las manos en el pelo?
Hombres no faltaban, que aunque a una ya no le interesen, siempre
son un tema para conversar con las amigas. En la habitación de enfrente,
justo cruzando el pasillo, estaba alojado un muchacho de unos cuarenta
años (un chico, pensaba Mónica) que no funcionaba bien. Cuando venía la
mamá, le daba el yogur en la boca y lo acompañaba a bañarse, y cuando la
mamá se iba, el chico se quedaba llorando durante horas. En cambio con
el papá se portaba mucho mejor, se notaba que le tenía un poco de miedo.
También había un señor de rulos canosos, cortés y reservado, que venía por
Depresión con Intento. De golpe dejaba de lado sus modales elegantes y gritaba con voz ronca, pidiendo cigarrillos. La Depresión con Intento parecía
ser el problema más común, por suerte no había ningún caso grave y casi
con todo el mundo se podía conversar. Nadie andaba en pijama, sino con
ropa fresca y cómoda, como quien está de vacaciones.
Una tarde a Mónica y a Teresita les llamó la atención la forma en que
caminaba una de las adolescentes, que tropezaba y se chocaba contra los
marcos de las puertas. Al día siguiente, en la sesión de terapia, la chica
confesó que su hermana le había pasado droga metida en bolsitas de nailon
adentro de una torta de mandarina.
Los médicos decidieron que las chicas tenían que estar separadas y vigiladas, lo que era muy complicado en un espacio tan pequeño. Cambiaron de
habitación a la menor, que tenía solamente trece años. Vino el papá para internarse con ella. La seguía todo el día por el pasillo y dormía en la cama de
al lado. Daba un poco de pena ese señor con barba blanca dale que dale de
aquí para allá con la chica que ni lo miraba. La mayor, que tenía diecisiete,
se consiguió una botella de plástico de Coca-Cola y cuando se ponía de mal
humor (o sea, casi siempre) golpeaba la botella contra las paredes haciendo
un ruido muy molesto. Una de las psicólogas le hablaba y le hablaba para
convencerla de que dejara la botella. Como no había locos muy locos, en el
Pabellón nunca se usaba fuerza física, a menos que alguien quisiera dañarse
a sí mismo o atacara a otra persona. Tampoco se revisaba a la visitas. Algunas
de las enfermeras y enfermeros eran muy simpáticos con los pacientes, otros
eran indiferentes.
Mónica no entendía bien por qué la gente se preocupaba tanto por el
suicidio ajeno. Ella se acordaba perfectamente de haber comentado en las
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calles de Roma el suicidio de Lucrecia, violada por el hijo del rey Tarquinio.
¡Eso sí que había sido un escándalo! Pero lo que a la gente de Roma le parecía mal era la violación, el suicidio estaba bien. En cambio Teresita lo veía
de otro modo.
—Podés hacerle muchísimo daño a la gente que te quiere. Lo que pasa es
que a veces vivir no se aguanta —decía.
Mónica se acordaba de la época en que murió su hijo (ningún recuerdo de
la Antigüedad había conseguido reemplazar a ése) y la entendía. Sin embargo
ella siguió viva y valió la pena porque después le pasaron muchas cosas buenas
y malas y ahora estaba contenta de estar todavía del lado de arriba de la tierra.
Un día le tocó irse a Teresita y se despidieron con un abrazo muy fuerte.
—Me salvaste —dijo Teresita—. Nunca hubiera aguantado estar aquí si
no fuera por vos. Sentía que me ahogaba.
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Intercambiaron teléfonos y direcciones
y quedaron en encontrarse afuera.
—Te voy a preparar mis famosas galletitas de manteca con semillitas de
amapola —le prometió Mónica—. ¡Te va a dar más ganas de vivir que las
pastillas!
—Me salvaste —repitió Teresita. Y se fue con su marido, que la quería
mucho y la había ido a buscar para llevarla a su casa.
Quita siempre venía a verla día por medio de cinco a siete de la tarde, la
hora de las visitas. Pero un día vino a la mañana porque tenían reunión con
el médico. El doctor parecía saber muchísimo sobre Mónica, que se preguntaba de dónde había sacado tanta información, considerando que casi nunca
hablaba con ella. Seguramente las psicólogas le contaban. También le habían
tomado muchos test.
Mónica se había preguntado muchas veces qué estaba haciendo ella allí,
qué tenía en común con los otros internados, y recién en esa reunión se dio
cuenta de que su confusión con los remedios, la cantidad de pastillas que
había tomado por error, se podía entender como Depresión con Intento.
—¿Por qué se quiere matar, Mónica? —preguntó el médico, que era un
muchacho muy jovencito.
Mónica pensó que no era momento de mencionarle la historia de Lucrecia
y el prestigio que el suicidio tenía en la Antigüedad. En cambio le dio la
receta de las galletitas de manteca con semillitas de amapola, le habló sobre
la muerte de su hijo, hacía tantos tantos años, y de lo lindo que era encontrarse a tomar whisky con sus amigas, aunque a ella le diera sueño enseguida.
Mónica no se sentía ni mejor ni peor que antes de entrar, pero el médico y
Quita la felicitaron por su «excelente evolución». Primero iba a empezar a
salir unas cuantas horas por día y el lunes volvería a su casa.
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—La novedad, tía, es que arreglé con la señora de la limpieza para que
venga todo el día.
Mónica se sobresaltó un poco. ¿Cómo le iban a pagar tantas horas? Pero
su sobrina había hecho un arreglo por mes que no era tan terrible y le ofrecía pagarle la diferencia. Mónica tenía un poco de miedo de que la señora
de la limpieza se creyera la dueña de casa y la empezara a mandonear, pero
no se lo quiso decir a Quita, que parecía tan contenta. En la primera salida
fueron a la peluquería.
El día en que volvió a su casa se sentía de fiesta y a la noche siguiente
organizó un cafecito para después de la cena con Elisa y María Elena.
—¿Qué tal las vacaciones? —preguntó María Elena
—El paisaje no valía nada —dijo Mónica—. Pero conocí mucha gente
interesante y, sobre todo, descansé.
—No tomaste nada de sol —comentó Elisa.
—¡Claro que no! Una locura, a nuestra edad. Hasta para andar por la
calle me ponía pantalla total.
—¿La pasaste bien? —preguntó María Elena.
Mónica reflexionó un momento, tratando de que las escenas de la
Antigüedad grecorromana interfirieran lo menos posible con las imágenes
de Teresita y ella del bracete, caminando de un lado al otro por el pasillo
verde del pabellón psiquiátrico.
—Es lindo cambiar de aire —les dijo, con mucha sinceridad—. ¡Pero
también es muy lindo volver a casa! Una vez, ya les voy a contar, ayudé a
salvar a un ahogado l
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Corrientes tiene payé
Hebe Uhart
Antes de dedicarme casi de lleno a hacer crónicas de viaje, hice algunas pocas que se perdieron. Dos o tres se publicaron; la que ahora voy a tratar de
recordar, en una revista; la revista no salió más y entonces a mí me pareció que
debía perder también la nota, como si nunca hubiera existido, la tiré en una
mudanza. Por ese tiempo me gustaba mucho el chamamé y cuando escuchaba
tocar «Kilómetro once» me paraba como si tocaran el himno nacional. Había
comprado un disco de un paisano correntino, no recuerdo su nombre; en una
canción explicaba a su hijo cómo hay que proceder en la vida, decía cosas
como «Respetale bien a la autoridá
Pero no sea cosa que te vayan a arrear».
Y seguía una serie de consejos que, para mí, encerraba todo lo que es necesario para manejarse en este mundo. Un periodista amigo me dijo:
—Sí, hacé la nota, pero no te podemos pagar.
En realidad yo hubiera pagado de haber tenido tres veces más de lo que
pagué por ir a Corrientes en ese micro cacharriento, pero debía reservar el
dinero para el hotel y quería quedarme muchos días. Fui en verano porque no
pude esperar hasta el invierno. «¡Esperá el invierno!», me decían, y «¿Qué te
pasa con el chamamé, tenés algún pariente correntino?». No me importaba lo
más mínimo el verano, yo quería ir. En el micro había un paisano, todo vestido de tal, con el sombrero puesto. Interpreté a esa figura como un signo del
éxito de mi expedición y me senté a su lado. Empezamos a hablar y le pregunté:
—¿Y cómo es allá?
—Y allá —me dijo— no le van a tomar un fernet, un gancia —era ceceoso—.
Allá mal y pronto una caña. Allá hay una crotera ahora, mija...
Registré la palabra que después usé y abusé de ella, porque vino la crotera
a Buenos Aires. Después hablamos de Don Montiel y de Tránsito Cocomarola y
no me paré en señal de homenaje porque el paisano era muy medido. Cuando
llegó la noche me fui a dormir a los asientos de atrás que estaban vacíos y a la
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mañana me volví a sentar junto al paisano, como recuperando mi lugar. Pero
se ve que se había ofendido porque yo había abandonado el sitio a su lado y
me trataba con frialdad. Ahora pienso que un poco de razón tenía al ofenderse
porque yo recorría ese cacharro como Pedro por su casa y tal vez él pensara
que una persona debe guardar el lugar que el destino le asigna.
Cuando llegué a mi pieza del hotel (oscura y triste pero no me importaba
eso), la mucama que hacía la cama me dijo:
—¿No se enteró del accidente de micro de ayer? Se murieron doce chicas
de la comparsa Ará Berá. Yo soy de Copacabana, pero como una chica de
Ará Berá era vecina, fui al velatorio igual —Copacabana era la eterna rival
de Ará Berá.
Pensé que era un argumento singular y que me esperaban cosas insólitas.
No recuerdo haber llevado conexiones de Buenos Aires, pero alguna debí
tener porque la primera persona con la que hablé era un psicoanalista de
Buenos Aires radicado allá. Lo vi un mediodía y tomamos un whisky mientras
me contaba cosas de sus pacientes. «La clase alta se analiza en Buenos Aires
para que no haya filtraciones de información, acá se analiza la clase media,
estudiantes, abogaditos». Y añadió: «Y sea lo que fuere mi paciente y venga
por la causa que viniere, no puedo empezar la sesión sin preguntar si no le han
hecho un payé».
—¿Cómo? —dije.
—Sí, el paciente está ovillado en un rincón del diván y no empieza a contar
lo que le pasa hasta que yo le pregunte: «¿Te han hecho un payé?». Siempre dicen que sí, y entonces después empezamos tranquilamente con Edipo, Electra
y todo lo usual.
Me despedí del psicoanalista y al salir a la calle (era mediodía) me acordé
de lo que me habían dicho del verano y de todos mis antepasados por las dos
líneas, el whisky se combinó con el sol para hacerme un payé y creí que me
desintegraba en plena calle. Por suerte no sucedió y encontré sombra en mi
triste hotel, y a la tarde, ya repuesta, me puse a recorrer la ciudad espiando en
todos los patios de las casas; tienen limoneros, azahares, flores de colores, y me
dio la sensación de que la zona íntima de la casa no estaba en las habitaciones,
estaba en el patio. Mirando y mirando casas me perdí, hice lo que siempre
hago: le pregunto a alguien para que me guíe. Vi a una señora con cara de
entendida y le pregunté:
—Señora, ¿dónde queda el centro?
Me dijo, altiva:
—El centro es para allá —con ll reforzada—. Ahora, si quiere más centro...
Daba a entender que si quería más centro me volviera al lugar de donde
venía. Yo no había leído en ese tiempo los motivos de la pica entre correntinos
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y porteños; esta pica venía desde antes de la guerra del Paraguay. Cuando
ésta se declaró, los correntinos no querían ir a la guerra y decían: «Porteño y
víbora de la cruz la misma cosa». Yo adjudiqué la respuesta de la señora a un
carácter regional exótico.
Después entrevisté a un arquitecto que era organizador general de las comparsas de carnaval y me dijo: «¿En qué viniste? Ah, en micro. Sos una periodista
pobre. Acá se organiza el carnaval con un año de anticipación y yo recibo
recursos de la dirección de cultura. El director de cultura es mi cuñado; el año
pasado fui, lo encaré y le dije: “Dame plata para el carnaval”. Él me dijo que
no tenía y yo dele porfiar hasta que lo cansé. Él es petiso, pero se paró como
si fuera alto y me dijo, muy solemne: “Ahora te estoy hablando como director
de cultura”».
El cuñado director de cultura se tenía que ir a Buenos Aires para operarse
de la cadera; entonces el arquitecto le dijo:
—Como no me des plata para el carnaval te voy a hacer un payé y no vas
a caminar más.
«Y me dio el dinero. ¿Cómo organizo si no yo? Trajes, carrozas, luces».
Como me asombré de tanta pasión carnavalesca, me dijo: «Algunos, cuando
pierde su comparsa favorita, le tiran un botellazo al televisor, o un chorro de sifón, y a los jurados, que son varios y los traen de Buenos Aires, los de baile del
Colón, hay otro de la plástica para la parte visual y unos cuantos más, los ponen
en hoteles distintos para que el voto no se contamine. Una vez al público no
le gustó el voto del jurado y los corrieron a naranjazos hasta el aeropuerto».
Sí recuerdo que el arquitecto me dio la dirección de una señora que era la
madre de la reina del carnaval anterior. Era una casa de clase media media,
amueblada como tal, pero con la particularidad de que, en vez de haberla
pintado un poco mejor, habían gastado dinero en construir una habitación
para exhibir el vestido de la reina: una habitación para un vestido. La señora
era consciente de su papel de madre de reina; le comenté la muerte de las
chicas de Ará Berá: «Sí, nosotros somos de Copacabana». Y se condolió con
un pesar prudente.
Todo eso recuerdo y siempre quise volver a Corrientes, pero como sólo
podía hacerlo en verano, con los años mi prudencia se acentuó y no fui más l
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Un barco anclado
en el puerto de
Buenos Aires
Mempo Giardinelli
para Alicia R olón
Somos un grupo bastante grande, por lo menos un par de centenares de
personas, y estamos en lo que parece ser un largo comedor, o un salón de
actos, o acaso una de las bodegas de un barco anclado en el puerto de Buenos Aires. Hay unas pesadas, rústicas mesas fraileras atornilladas a los pisos
de acero, con largos listones de madera a los costados que hacen de bancos.
Sobre ellos se sienta la gente mientras come, charla y vigila a los muchos
chicos que juegan alrededor. No conozco a ninguna de esas personas, pero,
puesto que todo transcurre apaciblemente, como si fuera domingo y estuviésemos en un parque al aire libre, pienso que todo está bien. Hasta que
de pronto me pregunto qué hago yo ahí.
Es entonces cuando advierto que hay unos tipos muy serios en las únicas
puertas del salón, el cual de repente descubro que no tiene ventanas y semeja una enorme caja de acero llena de gente. Me dirijo hacia la salida como
un tranquilo parroquiano que se retira del bar al que concurre todas las
mañanas, y saludo a uno de esos hombres amablemente. Pero cuando estoy
por salir como para caminar por la cubierta y acaso fumar recostado en la
barandilla y mirando la ciudad, el tipo me dice —también amablemente
pero con firmeza— que por favor permanezca adentro, que no puedo salir.
Pregunto por qué, pero no obtengo respuesta y su mirada se endurece. Entonces le digo, desafiante, que quiero irme de allí y que voy a irme le guste o
no, pero él me responde secamente que no puedo y que no insista. Mientras
lo dice, se acercan varios hombres más y advierto que todos están armados.
Disimulo mi contrariedad y regreso al interior del salón. Camino por el
pasillo mientras me recompongo y al cabo me detengo ante una de las mesas
del fondo. Hay allí unos tipos charlando, riendo: fuman y juegan al truco. Me
siento en la punta de uno de los bancos, como para integrarme al grupo, y les
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digo que estamos presos. Algunos me miran y yo les informo: Este barco es
una cárcel. ¿Alguno sabe, acaso, qué hacemos aquí? Todos se manifiestan
asombrados y se miran entre sí como despertando súbitamente de un sueño
colectivo, como figuras de cera que de pronto se animaran. Veloz, ansiosamente decidimos que tenemos que salir de allí. Planeamos una fuga masiva.
Me dirijo nuevamente hacia la puerta donde está el guardia que me detuvo, y al andar me cruzo con una enana que me guiña un ojo. Es una mujer
muy pequeña, regordeta como suelen ser los enanos, y también una mujer preciosa, casi una muñeca rubia enfundada en un vestido de época, de
esos que usaban las mujeres norteamericanas en los tiempos de Abraham
Lincoln. Me detengo cuando ella se interpone en mi camino y la observo
durante unos segundos, sintiéndome paralizado. Me pregunto a qué bando
pertenece. Y mientras dudo, advierto que toda la gente, detrás y alrededor
de mí, parece estar lista para una rebelión. Varios hombres se han acercado
a las puertas y alguno de ellos ya está discutiendo con los guardias porque
también ha querido salir pero se lo impidieron. Se oye un grito, hay forcejeos cerca de la puerta y se escuchan pasos en el piso superior como de tropas que llegan para reforzar a nuestros carceleros. Aprovecho la confusión
generalizada y empujo a uno de los guardias, cruzo la puerta, corro unos
metros por la cubierta y me lanzo al agua.
Hace mucho frío allá abajo y lo único que sé es que son aguas sucias, de
puerto, que debo aguantar la respiración bajo la superficie hasta que estén
por estallarme los pulmones y que debo nadar sin detenerme.
Cuando emerjo, desesperado por esa bocanada de aire que me entra
como un trozo macizo de algo, como un bocado demasiado grande e imposible de tragar, advierto enseguida que el barco es un caos de gritos, disparos
y ayes; parece una caja de metal llena de locos, un manicomio flotante que
se incendia. Y veo también que del otro lado de los altos muelles, como
una niña que se asomara sobre una barda para mirar el vecindario, se alza la
silueta inconfundible y bella, querida y siempre misteriosa de Buenos Aires.
Nado con tanto asco como urgencia por alejarme, y, cuando finalmente
salgo de las asquerosas aguas y me trepo a un muelle y me refugio entre los
brazos oxidados de un viejo guinche en desuso, me pregunto qué es lo que
ha sucedido. Y no tengo respuesta.
Pero sé que estoy en peligro y que debo secarme y buscar un sitio seguro
donde encuentre algo fuerte y caliente para beber y acaso una explicación.
Del puerto a mi casa hay mucha distancia, unos quince kilómetros de caminata, pero no veo más opción que andarlos. Soy un buen caminador cotidiano,
así que me lanzo, al resguardo de las sombras, procurando circular por los
sitios más oscuros. La zona del Bajo es buena para ello y recorro a paso firme
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e intenso toda la Avenida del Libertador, y Figueroa Alcorta, y Monroe. La
ciudad tiene la apariencia de la normalidad más absoluta: pasan los coches y
los micros de siempre; los trenes cruzan los mismos puentes, el Aeroparque
recibe y despacha aviones, y en plazas y veredas casi no hay nadie porque hace
muchísimo frío. No se ven más policías que los habituales, y cada vez que
aparece un patrullero con su andar pachorriento pero siempre temible, yo me
detengo y me escondo entre los árboles.
Por fin llego a mi viejo y pequeño departamento de solitario en la Estación Coghlan. Como no tengo las llaves, despierto a Edith, la encargada, y
le pido los duplicados que ella tiene. Me recibe sorprendida, y aunque la
preocupación se le marca en el rostro, con la inigualable amabilidad de los
chilenos del sur me dice que quizá no sea conveniente que yo me quede esa
noche en casa: algo muy grave está pasando, aunque no sabe precisar qué.
Le digo que sólo voy a cambiarme las ropas.
Subo al séptimo piso y, sin encender las luces, bebo un largo vaso de ginebra que me produce una sensación maravillosa: algo me vuelve a llenar el
alma y es como si el alma encontrara nuevamente un sitio en mi cuerpo, que
se había vaciado. Enseguida me doy un prolongado duchazo de agua muy
caliente. Hago todo veloz y eficientemente, y mientras me visto preparo una
muda de ropa alternativa que guardo en un bolso deportivo de ésos de propaganda de cigarrillos norteamericanos, típicos de tienda libre de impuestos.
Cargo conmigo también mis documentos, el pasaporte, todo el dinero
que encuentro y una foto de mis hijos, y reviso rápidamente mi agenda telefónica. No voy a llevarla para no comprometer a nadie si cayese en manos
de mis perseguidores, pero grabo mentalmente algunos números que en
ese momento pienso que me pueden ser útiles. Salgo del departamento y lo
cierro con doble llave. Desciendo por la escalera para que ni siquiera se escuche el ruido del ascensor y, en la planta baja, le devuelvo las llaves a Edith
y le digo que por supuesto no nos hemos visto. «Por supuesto», responde
ella, «y que Dios lo acompañe». Salgo a la noche y al frío.
Ahora casi no hay nadie en la ciudad, lo cual me parece aún más extraño.
Esta Buenos Aires me recuerda a la de los tiempos de dictaduras y estado
de sitio, cuando el toque de queda amparaba las cacerías humanas. Busco
un teléfono público y marco el número de mi amigo Jorge. No contesta.
Pruebo en el de Luis, en el de Laura. Nadie responde. Dejo de intentarlo.
Camino hacia el norte; debo salir de la ciudad. No me atrevo a tomar
un taxi ni un colectivo, así que marcho al mismo paso atlético de una hora
antes, ahora con dirección al Acceso Norte. Planeo hacer dedo en alguna
estación de servicio. Los camioneros son gente solidaria y no suelen hacer
preguntas si los acompañantes también son discretos.
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El que finalmente acepta llevarme es un gordo de bigotes que parece un
Cantinflas obeso. Siempre viaja escuchando radio, me advierte como para que
no se me ocurra entablar conversación, y en cuanto me acomodo alcanzo a oír
el final de un noticiero. El gordo cambia de estación y mientras escoge una en
la que Rivero canta «Tinta roja» dice: «Qué barbaridad lo que está pasando».
Yo murmuro algo que parece un acuerdo, un sonidito imprecisable, y durante
un buen rato sólo se escucha el rugir del motor, que parece que rompe la
noche como una insolencia rodante. Al rato el gordo enciende un cigarrillo y
me propone hablar de fútbol. Le sigo la corriente y después de que comentamos la mediocre campaña de Boca Juniors y compartimos pronósticos para
el próximo Mundial, me quedo profundamente dormido y sueño que soy un
señor gordo, muy gordo, tan gordo que para sobrevivir debo hacer un régimen a base de hidratos de tristeza y féculas de amor; debo comer de postre
un dietético dulce de lágrimas y mi vida toda es una batalla a muerte contra
los trigli-cerdos y el ácido fúrico.
Al día siguiente llegamos a Resistencia, cruzamos la ciudad y el puente sobre el Paraná, atravesamos Corrientes, y media hora después me deja sobre la
ruta 12, en la entrada al Paso. Él sigue hacia Oberá. Nos saludamos como viejos amigos, nos prometemos un encuentro en el que ninguno de los dos cree,
y yo emprendo la caminata hacia el pueblo. Son exactamente diez kilómetros,
que conozco de memoria, pero me siento agotado y temo que el cansancio
vaya a vencerme. Además me duelen los pies. Camino por el costado de la
ruta y miro unas garzas que alzan vuelo, como desconfiadas de mi presencia,
mientras pienso en Carlos, el último recurso que me queda.
Ya en el pueblo, lo busco en su casa pero no lo encuentro. La puerta de su
casa está cerrada y no se ven los sillones en la galería. Puesto que todos me
conocen en el Paso y quiero evitar ser visto, me dirijo a la playa, desconsolado,
exhausto, y me quedo mirando, impotente, hacia la costa paraguaya que está
del otro lado, a varios kilómetros de agua, dibujada como una línea verdinegra
en el horizonte. Me recuesto en la arena y siento deseos de llorar. Entonces
me dejo llevar por ese sentimiento de desolación, que me gana rápidamente
sin que yo ofrezca resistencia, y en efecto me vence el llanto y así, lentamente,
me voy quedando dormido como los niños saciados de leche.
Sueño que una lancha viene a buscarme: son mis amigos paraguayos,
Guido, Víctor, Gladys, quienes desembarcan sobre la arena vestidos con
jubones y petos de acero como los de los viejos conquistadores, como Garay
o como Ayolas, portando lanzas de larga empuñadura y en sus cabezas aquellos mismos cascos de dos picos y empenachados. Me dicen que no haga
caso de sus extravagantes indumentarias, que ya me explicarán de qué se
trata pero que huyamos cuanto antes. Subimos a un yate bastante lujoso que
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me parece haber visto alguna vez, y nos alejamos rápidamente de la costa.
Cuando andamos por el medio del río, junto a un banco de arenas blanquísimas que semeja un preparado de harina y levadura para ser amasado por
un gigante, vemos que pasa un guardacostas de la Prefectura Naval lleno
de gente vestida de gala (hombres de smoking; damas de largo) brindando y
festejando. Nos saludan y se ríen a carcajadas, y en ese momento despierto
del sueño.
Me encuentro ante una luz enceguecedora que me da de lleno en los
ojos. No puedo ver nada, no distingo lo que hay del otro lado. Pero sé que
hay alguien.
—¿Dónde estoy? —pregunto, angustiado—. ¿Quién está ahí?
—Adivine —me responde una voz fría y superior.
Y en ese momento me doy cuenta de que los sueños no siempre despejan
las dudas y que esa voz acaso proviene del rostro indevelable de quien no
conocemos y sólo podemos imaginar. Quizás he estado soñando que soñaba
todo el tiempo, como si los sueños surgiesen de una infinita matrushka rusa
que vengo abriendo desde siempre, desde mucho antes de haber estado en
aquel barco anclado en el puerto de Buenos Aires l
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El libro
Sylvia Iparraguirre
El hombre miró la hora: tenía por delante veinticinco minutos antes de
la salida del tren. Se levantó, pagó el café con leche y fue al baño. En
el cu­b ículo, la luz morteci­n a le alcan­z ó su cara en el espejo manchado.
Maquinal­m ente se pasó la mano de dedos abiertos por el pelo. Entró al
sanita­r io, allí la luz era mejor. Apretó el botón y el agua corrió. Cuando
se dio vuelta para salir, descubrió el libro. Estaba en el suelo, de canto
contra la pared. Era un libro peque­ñ o y grue­s o, de tapas duras y hojas
de papel de arroz, inexplicablemente pesado. Lo examinó un momen­
to. No tenía portada ni título, tampoco el nombre del autor o el de la
editorial. Bajó la tapa del inodoro, se sentó y pasó dis­t raí­d o las primeras pági­n as de letras apretadas y de una escritura que se continuaba sin
capítulos ni apartados. Miró el re­l oj. Fal­t a­b a para la salida del tren.
Se acomodó mejor y ojeó partes al azar. Sorprendido, reconoció coin­
cidencias. En una página leyó nombres de lugares y de perso­n as que le
eran familiares; a continuación, encontró escritos los nombres de pila
de su padre y su madre. Unas cien páginas más adelante —aunque era
difícil calcularlas por el papel de arroz— leyó, sin error posi­b le, el
nombre completo de Gabriela. Cerró la tapa con fuerza; el libro le producía inquietud y cierta repugnancia. Quedó inmó­v il mirando la puerta
pinta­d a toscamen­t e de verde, cruzada por innumerables inscripciones. Fluyeron unos segundos en los que percibió el ajetreo lejano de la
estación y la máquina express del bar. Cuan­d o logró cal­m ar un in­s ensato
pre­s enti­m ien­t o, volvió a abrir el libro. Reco­r rió las páginas sin ver las
palabras. Final­m en­t e sus ojos cayeron sobre unas lí­n eas: En el cu­b ículo, la
luz mor­t ecina le alcanza su cara en el espejo manchado. Maquinalmen­t e se pasa
la mano de dedos abier­t os por el pelo. Se le­v antó de un sal­t o. Con el índice
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entre las pági­n as, fue a mirarse asom­b rado al espe­j o, como si necesi­
tara corroborar con alguien lo que estaba pa­s an­d o. Volvió a abrir­l o. Se
levanta de un salto. Con el índice entre las pági­n as, va a mirarse asombrado...
El libro cayó dentro del lavatorio tran­s ­f ormado en un objeto candente.
Lo miró horrori­z a­d o. Consultó el reloj. Su tren par­t ía en diez minu­
tos. En un gesto irreprimi­b le que consi­d eró de locu­r a, reco­g ió el li­b ro,
lo metió en el bolsi­l lo del saco y salió. Caminó rápido por el extenso
hall hacia la plataforma. Con an­g us­t ia creciente pensó que cada uno
de sus gestos estaba escri­t o, hasta el acto elemental de caminar. Palpó
el bolsillo deformado por el peso anormal del libro y rechazó, con
espanto, la ten­t ación cada vez más fuerte, más imperio­s a, de leer
las páginas finales. Se detuvo desconcertado; faltaban tres minu­t os
para la par­t ida. Miró la gigantesca cúpula como si allí pudiera encontrar una respuesta. ¿Las páginas le estaban destinadas o el libro poseía
una facultad mimética y transcribía a cada persona que lo encontraba?
Apresuró los pasos hacia el andén pero, por alguna razón oculta, volvió
a girar y echó a correr con el peso muerto en el bolsillo. Atravesó el bar
zigzagueando entre las mesas y entró en el baño. El libro era un objeto
maligno; luchó contra el impulso irreprimible de abrirlo en el final y lo
dejó en el piso, detrás de la puerta. Casi sin aliento cruzó el hall. Corrió
como si lo persiguieran. Alcanzó a subir al tren cuando dejaban el oscuro andén atrás y salían al cielo abierto; cuando el conductor elegía una
de las vías de la trama de vías que se abrían en diferentes direcciones l
Irene Gruss
La
ab u n da n c i a
Hasta que el viento apacigüe y lleve consigo el absoluto
en las ramas en el concepto en
ese insistir, una abundancia de aire que ahora
es plena, soberbia, ganada
a fuerza de heredad, de qué trabajo, qué motivo, qué signo
salvo la letra, la ley o
lo que mueve las cosas, esas ramas,
ese viento que nace o aparece
inaudito
pero ahora es como una tromba de mar atrás, atrás,
insiste en el no repetir
el leitmotiv, la cantinela eterna
hasta que apacigüe
y el hombre tire su red mansamente,
quiera dar de comer, y el fruto sea
igual a la respiración, sólo fruto arrebatado, no caído.
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Torcés
l a anécdota
Se trata de aliviar el lado sufriente de las cosas,
mirar hacia otro lado. Él llama a esa insulsa y a vos te dice
La mujer de otro
Abelardo Castillo
cortala, y vos
intentás disipar la niebla escuchando a los pájaros.
Ese árbol, allá, un lado de tu cabeza te pide
hacé un objeto estético, decís ahora no, después, más tarde, cuando la bruma pase
como la de la mañana temprano;
o cuando te vas y tus hijos preguntan, preocupados,
¿hablaste con alguien?; les mentís amablemente,
torcés la anécdota.
Leés a una chica moderna, escribe con violencia, como si
la molieran
a palos o tuviera un dolor de encías insoportable. ¿Para
qué esto?, ¿lo ves?
Descifrás, abrís esa caja donde el aire cabe
y exhalás, tranquila. El mar no ruge, no brama ni aúlla, no tiene furia ni es sereno o plateado o verde o azul;
es más pequeño que Dios.
Lo que importa ahora es disipar la niebla.
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Siempre supe que un día yo iba a terminar lla­mando a esa puer­ta. Ese
día fue esta noche.
La casa es más o menos como la imagi­n aba. Una casa de ba­r rio, en
Floresta, con un jardín al frente, si es que se le puede llamar jardín a un
diminuto rectán­gu­lo enre­jado en el que apenas caben una rosa china y dos
o tres canteros, cu­bier­tos ahora de maleza. No sé por qué digo aho­ra; pudie­
ron haber estado siempre así. Hay un enano de jar­dín, esto sí que no me
lo imaginaba. El marido de Carolina me contó que lo había comprado ella
mis­ma, un año atrás. Caro­lina había llega­do en taxi, una noche de lluvia;
dejó el automó­vil esperando en la calle y entró en la casa como una trom­ba.
Tengo un auto en la puerta y me quedé sin plata, le dijo, pagale por favor y
de paso bajá el paquete con el enano.
—Usted la conoció bastante —me dijo él, y yo no pude notar ninguna
doble intención en sus palabras—. Ya sabe cómo era ella.
Le contesté la verdad. Era difícil no contestarle la verdad a ese hombre
triste y afable. Le contesté que no estaba seguro de haberla conocido mucho.
—Sí, eso es cierto —dijo él, pensativo—. No creo que nadie la conociera realmente. —Son­rió, sin resen­timiento—. Yo, por lo menos, no la
conocí nunca.
Pero esto fue mucho más tarde, al irme; ahora estába­mos sen­tados en
la cocina de la casa y no haría media hora que nos habíamos visto las caras
por primera vez.
Caro­lina me lo había nombrado sólo en dos o tres ocasiones, como si
esa casa con todo lo que había den­tro, in­cluido él, fue­ran su jardín secreto,
un paraíso trivial o alguna otra cosa a la que yo no debía tener acceso. Esta
noche yo había llegado hasta allí como man­dado por una vo­luntad maligna
y ajena. Desde hacía meses ron­daba el barrio, y esta noche, sencilla­men­te,
toqué el timbre.
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Él salió a abrirme en pijama, con un abrigo echado de cualquier modo
sobre los hombros. Le dije mi nombre. No se sor­pren­dió, al con­trario. Hu­
biera podi­do jurar que mi visi­ta no era lo peor que podía pasar­le.
—Perdóneme el aspecto —dijo él—. Estoy solo y no espe­raba a nadie.
Tenía la apariencia exacta de eso que había dicho. Un hombre solo que
no espera a nadie.
Yo había tocado el timbre sin pensar qué venía de­cirle, sin saber siquiera
si venía a decirle algo. No tenía la menor excusa para estar en esa casa a
las diez de la noche. La si­tuación era incómoda y absurda. Si es que no era
algo peor.
—Pase, pase —decidió de pronto—. Me cambio en un minu­to.
—No, por favor—. Pensé decir que mejor me iba, pero me interrum­pió
mi propia voz—. No tiene por qué cambiarse.
Sólo me faltó agregar que podía andar ves­tido como qui­siera, que, al fin y
al cabo, el marido de Carolina había sido él y que ésta era su casa. De todos
modos, yo no tenía ningún interés en que se cambiara. Tal vez haría bien
en callarme lo que sigue, pero sentí que, cualquier cosa que fuera lo que yo
había venido a bus­car, me favo­recía estar bien vesti­do frente a ese hombre
en pantu­flas y con un so­bretodo encima del saco del pijama.
Eso, al llegar: ­ahora, las cosas habían variado sutil­mente. Él esta­ba de verdad en su casa, en su cocina, junto a una anti­gua estufa de hie­r ro, conforta­
ble­mente en­fundado en su pija­ma, y yo me sentía como un embaja­dor de
la Luna.
—¿Toma mate? —me preguntó con precaución.
Es increíble, pero le dije que sí. Tomar mate era un modo de permanecer
callado, de darse tiempo.
—Carolina, con toda su suavidad y sus maneras, a la mañana, a veces
tam­bién tomaba mate. Era muy cómi­ca. Chu­paba la bombi­lla con el costado
de la boca, como si jugara a ser la pro­tago­nista de una letra de tango. No,
no era eso. Toma­ba mate con cara de pen­sar.
Me tocaba hablar a mí.
—Usted se preguntará a qué vine —dije por fin.
—No, nunca me pregunto demasiadas cosas. Y siem­pre supe que algún día íbamos a encontrarnos. —Volvió a sonreír, con los ojos fijos en el
mate—. Pero, ya que lo dice: a qué vino.
Quise sentir agresión o desafío en su voz. No pude. La pre­gunta era una
pregunta literal, sin nada detrás. O con dema­siadas co­sas, como aquello de
la cara de pensar de Caro­lina, por ejem­plo. Yo conocía y amaba esa cara. La
había visto al anochecer, en alguna con­fitería apartada, mien­tras ella mira­ba
su fantasma en el vi­drio de la ven­tana, sorbien­do una paji­ta. La había visto de
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tar­de, en mi departamento, mientras ella mordía pensa­tiva­mente un lápiz,
cuando me dibujaba uno de aque­llos mapitas o planos de lugares y casas en
los que había vivido de chica, casas y lugares que por alguna razón pare­cían
estar más allá de las palabras, y de los que siem­pre sospeché que jamás existieron, o no en las histo­rias que ella conta­ba. Bueno, sí, yo también había
mirado muchas veces esa cara au­sente y desprote­gi­da, más desnuda que su
cuer­po, pero nunca la había mirado de mañana, mien­tras Caro­lina toma­ba
mate. Pensé que tal vez debería estar agrade­cido de eso, sin embargo no me
resultó muy alentador. Me iba a pasar lo mismo más tarde, con la histo­ria
del enano.
Él acababa de pregun­tarme a qué había veni­do.
—No sé. —Hice una pausa. La palabra que necesité agre­gar era deliberadamente malévola—. Curiosidad —dije.
—Me doy cuenta —murmuró él.
Ignoro qué quiso decir, pero tuve la certeza de que sí, de que, en efecto,
se daba cuenta.
Llegué a mi departamento después de la una de la maña­na, lo que significa que estuve con él cerca de tres horas; sin em­bargo, no recuerdo más
que fragmentos de nuestra con­versa­ción, fragmentos que en su mayor parte
carecen de sen­tido. Habla­mos de política, de una noticia que traía el diario
de la noche, la noti­cia de un crimen. Hablamos de la inclemen­cia del invierno en Buenos Aires. Ahora tengo la sensación de que casi no habla­mos
de Caro­lina.
En algún momento, él me pre­guntó si yo quería ver unas fo­tos.
—Fotos —dije.
No pude dejar de sentir que esa proposición encerraba una amenaza.
Imaginé un álbum de casamiento, fotografías de Carolina en bikini, foto­
grafías de los dos riéndo­se o abra­zados, sabe Dios qué otro tipo de imáge­nes.
—Fotos —repitió él—. Fotos de Caroli­na.
Hice uno de esos gestos vagos que pueden significar cual­quier cosa.
—Es un poco tarde —dije.
—No son tantas —dijo él, poniéndose de pie—. Hace mucho que no
las miro.
Habla­mos de política, de una
noticia que traía el diario de la
noche, la noti­cia de un crimen.
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Salió de la cocina y me dejó solo. Yo aproveché la tregua para observar a
mi alrededor. Intenté imaginar a Caroli­na junto a esa mesada, o, en puntas
de pie, tratando de alcan­zar una cacero­la, un hervidor de leche; tal vez era
algo como eso lo que yo había venido a buscar a esa casa. En una de las paredes vi dos cua­dritos muy pequeños. Me levan­té para mirarlos de cerca. No
me dijeron nada. Eran algo así como míni­mas natu­ralezas muertas. Ínfimas
cocinas dentro de otra coci­na. Cómo saber si ella los había col­gado, cómo
saber si habían signi­ficado algo el día que los eligió.
Cuan­do él volvió a en­trar, traía un panta­lón pues­to de apuro sobre el
pantalón del pijama, y un grueso puló­ver, que me pareció tejido a mano.
Traía también una caja de cartón. Se sentó un poco lejos de mí y me
alcan­zó la primera fotogra­fía: Carolina sola. De­trás, unos árbo­les, que po­
dían ser una plaza o un parque. Descartó va­rias y me alcanzó otra. Caro­lina
sola, arrodilla­da junto a un perro patas arriba. Miró tres o cua­tro más, una
de ellas con mucho detenimiento. Las puso deba­jo del resto, en el fondo de
la caja, y me alcanzó otra. Caro­lina sola.
Entonces sentí algo absurdo. Sentí que ese hombre no quería herirme.
—Ésta es linda —dijo.
Carolina, junto a un buzón, se reía.
—Sí —contesté sin pensar—. Era difícil verla reírse así.
Él me miró con algo parecido al agradecimiento.
—Nunca había vuelto a mirarlas. Solo es distinto.
Guardó la fotografía y cerró la caja. Me puse de pie.
—Usted no estaba en ninguna de las que me mostró —le dije.
—Bueno, yo era el fotógrafo —dijo él.
Poco más o menos, es todo lo que recuerdo, o todo lo que sucedió esta
noche.
Miré el reloj y le dije que tenía que irme. Él me acom­pañó hasta la puerta
de la entrada, no hasta la verja del jardín. Fue en ese momento cuando me
contó la historia del enano. Después yo estaba des­co­r riendo el ce­r rojo de
hierro y oí su voz a mi espalda.
—Era muy hermosa, ¿no es cierto?
Salí, cerré la verja y le contesté desde la vereda.
—Sí —le dije—. Era muy hermosa.
Me pidió que volviera algún día. Le dije que sí l
Tu polilla
Mirta Rosenberg
De las que hay, elegiste la comerropa
que anda viento en popa
por roperos nuevos y viejos,
practicando agujeros
en blusas de damas, en sombreros
y variadas prendas
de caballero.
No la mariposa nocturna
atraída por la luz, grisácea y taciturna,
sino la polilla común,
reina de la buhardilla,
que sea de día o de noche, al tuntún,
a troche y moche
sacia su hambre monstruosa
engullendo cualquier cosa.
Lo que dejes a su alcance
—gabán, camisa, pantalones,
hasta viejas condecoraciones—
sufrirá el mismo percance:
como se lleva el amor
un buen bocado del alma,
su palma,
que adorna nuestro atavío,
es deseo desairado,
un apetito calado
hecho con el vacío.
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El ciervo
De un árbol saqué frutos. Son los que tienen la piel áspera y una
carne blanda, sabrosa, suave.
[fragmento]
Mario Goloboff
A esos carozos duros, los meteré en la honda.
Es rara la materia.
Comimos ciervo. Sacamos los restos de la cueva con un palo, y luego
la volteé, la hice crujir, llorar, gritar, hasta dormirse.
Me levanté del suelo, busqué el brebaje dulce, y bebí, oteando las
estrellas.
No sentí nada, todavía.
Hay cosas blandas, casi líquidas, lechosas, y otras impenetrables,
pétreas. Hay cuerpos que andan rápido, fugaces, y otros que apenas si se
mueven o que están siempre quietos.
Hay una luz que da calor y otra que es fría. Y hasta hay luces que dan
luz y otras que sólo traen más sombra.
Pasaron muchos hombres. Tantos, como los dedos de mis manos.
Eran lampiños, ágiles, ruidosos. Chillaban y graznaban, sacudiéndose.
Con el amanecer, llegaron ruidos. Truenos de lluvia y hasta de piedras
blancas que caían.
Venían, seguramente, en busca de comida, de animales. Vi que
tiraban puntas, amenazas.
Tuvimos que quedarnos, dentro, haciendo abrigo y abrazándonos.
Volví a dormirme. Vi muchos árboles, y entre ellos el ciervo entero
y vivo. Corría ágilmente, como si me escapara. Quedé al acecho, hasta que
desapareció.
Salí con la primera luz. No se veía del todo bien, pero algo se veía. Al
rato, el claro fue creciendo.
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Cuando me pareció que se habían ido, salí para ver y recoger lo que
dejaban.
Sobre las matas, encontré huesos, restos, una piel.
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Mientras volvía, oí una especie de gemido. Busqué el origen, hasta
que di con él.
Yacía uno de aquellos hombres, desangrándose. No era igual a los
otros. Más bajo, más débil, algo oscuro.
Recorrí el sitio. Encontré una gran piedra y la arrastré. Con un
esfuerzo inmenso, la levanté, haciéndola caer sobre su corazón. Dejó de
sollozar.
Cortázar y la nueva
narrativa: el final
de un juego
Elsa Drucaroff
Probé su sangre, todavía caliente. Y no me complació.
Tirado sobre el pasto, observé el cielo, extenso, mudo, latiendo
alrededor.
Pensé que había alguien más en esa inmensidad. Pensé y temí.
Fui a buscar agua de la recién llovida. Estaba muy amarga, apenas si
daban ganas de beber.
Recordé que en la cueva había brebaje. Y mucho. Corrí hacia adentro
y me hundí en él.
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Entre 1976 y 1983 transcurrió la dictadura más sangrienta de la historia argentina. Su proyecto fue definitivamente exitoso: derrotó con una contundencia nunca antes lograda la lucha del campo popular, dejó treinta mil desaparecidos, cientos de niños y bebés también desaparecidos, desmanteló la
industria nacional y por ende a la clase obrera, atando los intereses de las
clases dominantes al capital financiero internacional, para lo cual generó una
deuda externa asfixiante que fue el yugo de las generaciones que siguieron. En
diciembre de 1983 comenzó la democracia en un país que ya nunca volvería a
ser el mismo. Sin embargo, esa nación aterrorizada y dañada hasta lo infinito
había mantenido, aun en esos años oscuros, un interés genuino por su propia
literatura. Poco antes, en 1980, la novela de Ricardo Piglia Respiración artificial
había sido un éxito de ventas y había generado debates literario-políticos en
amplios sectores cultos de la sociedad argentina. Se leían cuentos y novelas
de Julio Cortázar, se discutía a Borges, se atacaba o defendía a Jorge Asís, a
Silvina Bullrich, a Beatriz Guido. Si, pese a la censura y a escritores desaparecidos, prohibidos, exiliados, estas cosas habían seguido ocurriendo, cuando
empezó la democracia la esperanza era enorme: ahora volverían los grandes
tiempos en que nuestro país tenía la segunda industria editorial en español
del mundo y su capital era la ciudad cuyos cines llegaban a poner funciones
a las once de la mañana para dar abasto al público que quería ver películas
como Fanny y Alexander, de Ingmar Bergman. Las discusiones sobre literatura
argentina volverían a sonar, apasionadas, en las mesas de los bares repletos de
la calle Corrientes y vender tres mil ejemplares iba a ser un piso normal para
cualquier libro medianamente novedoso.
La nueva democracia decepcionó profundamente: ni logró castigar los crímenes de lesa humanidad de la dictadura, ni terminó con el modelo económico de desmantelamiento de la industria y pago riguroso de una deuda
externa que era la lápida que hundía cada vez más a la clase media hacia los
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subsuelos de la exclusión. En cambio, hizo algo que ni los militares habían podido: barrió de un plumazo a la literatura argentina. En la nueva democracia,
la literatura nuestra dejó de interesar a los grandes sectores de clase media
y acomodada que leían; leyeron a Paul Auster o a Almudena Grandes, pero
América Latina y el propio país desaparecieron de la demanda. El desinterés se
mantuvo casi sin fisuras hasta el estallido de 2001, y si hoy se está revirtiendo
es, apenas, suavemente.
En 1984, el bar La Paz (histórico centro de reunión de bohemia e intelectuales, en la céntrica Avenida Corrientes de Buenos Aires) empezaba a poblarse temprano y todavía hervía por las noches. No lo haría por muchos años
más, pero, todavía en el comienzo de la democracia, cada gesto se sostenía
en la ilusión de la euforia del pasado reciente, preñada de futuro. «Volver a»,
«volvamos a», era lo que más se pronunciaba. Una escena se repetía: entraba
al bar gente que, cuando empecé a ser habituée, no había visto nunca en los
años de dictadura; entonces alguien del bar se paraba conmovido y daba un
abrazo y decía cosas como «Creí que te habían matado». Luego, quienes habían tenido la suerte de volver y reencontrarse se sentaban en nuestras mesas;
los recibíamos con alegría: eran la prueba de todo lo que regresaba. Ese todo,
claro, incluía a la literatura argentina: ese territorio abierto, en producción,
donde la fantasía y la reflexión se liberan de la chata obligación de la referencialidad directa, de la responsabilidad por bajar línea, donde la sociedad entera
puede imaginar Argentinas alternativas, mundos distintos, temidos o deseados,
discutir con audacia cualquier cosa.
Pronto escuché contar en una mesa que había vuelto al país Néstor Sánchez,
un escritor experimental y vanguardista que Julio Cortázar admiraba. Sin embargo, asombrosamente, era un completo desconocido, sin editor ni periodistas interesados en hacerle notas. Y sería 1986 cuando pasó por mi mesa la
colecta que organizaron para Antonio di Benedetto, el autor de Zama, hoy un
clásico. Di Benedetto había vuelto y estaba enfermo, en la miseria. También
por entonces supe del fracaso estrepitoso de la reedición de un par de novelas
argentinas famosas por haber sido censuradas por gobiernos militares anteriores a causa de cruces entre erotismo y política, escandalosos para su época.
El escritor y psicoanalista Germán García lo explicó una noche en La Paz,
con el primer Fernet: «Los libros fueron la insignia de una consigna: hagamos
la revolución. Esa consigna fracasó del peor modo», nos dijo. «Los libros hoy
están asociados a la masacre, nadie los quiere cerca». Recordé cómo habíamos
leído, yo y tantos, de adolescentes, a Julio Cortázar, recordé esa certeza de que
entrar en sus cuentos era iniciarnos en los secretos más revulsivos que latían
en lo cotidiano: había otra realidad detrás de la realidad conocida, había otros
tiempos y otros espacios, pasajes a algo donde las reglas aprendidas no servían
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para nada; recordé que en esa aventura también latía una promesa de revolución que asociábamos a la política social pero también iba más allá, era casi
metafísica. Recordé al bello varón alto y barbudo, con camisa negra y cigarrillo
en la boca, que visitó el país precisamente en 1973, año de la euforia política
socialista, y lo comparé con tristeza con la segunda y última visita de Cortázar
que yo había conocido, apenas días después del comienzo de esta democracia
cuyas promesas estaban defraudando a velocidad inaudita. Ni más ni menos
que Julio Cortázar había llegado al país, pero si bien no se había movido en la
oscuridad en la que se hundía ahora Néstor Sánchez, el presidente Alfonsín
no lo había recibido y ningún gesto oficial de ningún funcionario lo había
saludado. Si no fuera por lectores que lo reconocían por la calle y algunos
periodistas, la visita ni siquiera se habría advertido.
Entendí que Germán García tenía razón; la literatura había cambiado de lugar, los libros ahora se asociaban con una pasión que había costado demasiado
cara. «Y si mañana es como ayer otra vez, lo que fue hermoso será horrible
después», cantaba otro García, el roquero Charly, en un tema que no en vano
se llamaba «Cerca de la revolución» y acababa de grabarse. Es decir: nada volvía. Los tiempos en que multitud de profesionales liberales y otros especímenes de clase media poblaban las librerías urbanas, las familias obreras compraban las colecciones completas de Eudeba, el Centro Editor de América Latina
o el Círculo de Lectores, en que el periodismo cultural iba a la vanguardia de
los dinosaurios de la academia y «vestir» una pared en un living a la moda era
ponerle una biblioteca nutrida (incluso si en esa casa nadie leía, o si los libros
de arriba eran lomos de utilería), en que los jóvenes se seducían llevando un
libro bajo el brazo... esos tiempos habían terminado. Nacidos de la euforia
político-cultural, habían sobrevivido durante la dictadura. Paradójicamente, la
naciente democracia los barría de un plumazo.
La aniquilación de la literatura argentina fue la victoria póstuma de la
dictadura militar o la primera de esa democracia que el ensayista Alejandro
Horowicz llamó «de la derrota» por razones precisas, hoy ya obvias: la democracia que continuó con el programa de desmantelamiento de la industria
nacional del ministro de Economía de la dictadura, José Alfredo Martínez de
Hoz, y con la masacre de generaciones de compatriotas, una nueva masacre
que ahora no usó (casi) la desaparición y la tortura: bastaron el hambre, el saqueo al consumo popular, el final del derecho a trabajar, a educarse, a curarse,
la privatización de riquezas esenciales llamadas «joyas de la abuela», con el
gobierno neoliberal de Carlos Ménem, la consagración vergonzante de la impunidad para atroces crímenes de Estado que dio permiso para toda corrupción sistémica futura. Todo ese contexto empezó a desplegarse casi el mismo
día en que comenzó la ansiada y festejada democracia, se evidenció cuando
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el presidente Alfonsín negoció con militares amotinados y garantizó la impunidad para los militares culpables de delitos de lesa humanidad, o con la
primera hiperinflación. Entonces, una sociedad derrotada, decepcionada,
aterrada por el pasado amenazante decidió que no tenía que pensar(se) más,
que era peligroso, y con esa decisión perdió la conciencia de que había literatura argentina en producción y el interés por leerla, porque leer literatura
es confrontarse, reflexionar: dos acciones íntimas pero también sociales
que habían caído cuando ahora las únicas acciones valiosas se compraban y
vendían en la Bolsa.
Sin embargo, esta aniquilación no supuso la liquidación de escritores, escritoras y obras, sino la de un público lector y, por consiguiente, la de las
posibilidades de publicar. Supuso, además, el final de la literatura del presente
como objeto visible de estudio por parte de la crítica. Las pocas veces que
se ocuparon de libros nuevos, los especialistas hablaron en los suplementos
culturales con una endogámica jerga afrancesada, postestructuralista, a menudo incomprensible hasta para ellos mismos, jerga que tendió a predominar
durante la democracia, usada más para guiñar un ojo a los «elegidos» y excluir
a los pocos pero empecinados lectores comunes que quedaban, que por la
pulsión de decir algo.
Así se ahuyentó de la literatura argentina nueva a la gente que leía y en el
mismo acto se puso de moda que la academia denigrara suavemente a los
pocos escritores que la gente seguía leyendo. Esa fue la suerte que corrió Julio
Cortázar, quien tendió a ser mirado por encima del hombro por la crítica universitaria, tal vez porque era uno de los pocos cuya vigencia continuaba entre
lectores y lectoras reales y en el nuevo panorama se prefería que la literatura
fuera un objeto de lujo, inane y sobre todo poco peligroso.
Los periodistas culturales no actuaron contra todo esto; al contrario, se
prosternaron ante la academia, entregando casi por completo los suplementos
literarios a un solo criterio de legitimación y hasta de escritura: los que provenían de las elitistas aulas de la Universidad de Buenos Aires. Así perdieron
lectores. La moda típicamente académica de despreciar por principio y sin
leer de verdad lo que se vende se extendió también a los muy pocos libros
argentinos nuevos que tuvieron la insólita fortuna del éxito de mercado, éstos
sufrieron ataques virulentos de parte de la crítica prestigiosa, el «pecado» de
vender los descalificaba ab initio. Entre lectores de a pie se instaló la «verdad»
de que en la literatura argentina ya no había nada valioso, no había pasado
nada desde Borges, Cortázar o, a lo sumo, Ricardo Piglia; entre investigadores
y críticos se festejó que lo poco que había no tuviera mercado. Eso probaba,
supuestamente, que esas obras tenían un carácter «irreconciliable» con el statu
quo. Repetían así acríticamente, a finales del siglo xx, concepciones que habían
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tenido sentido a comienzos de siglo en una polémica específica y contextualizada, y en una situación completamente diferente. Era un uso mecánico,
anacrónico, de la notable teoría estética de Theodor W. Adorno. Porque lo
que realmente reconciliaba con el statu quo era, por un lado, esta nueva crítica
literaria, actividad que si en los sesenta y setenta había sido de riesgo, ahora
renunciaba (con pocas excepciones) a cualquier nexo de la literatura con el
mundo presente y la discusión sociopolítica; y por el otro, un mercado sin
demanda de palabra ficcional y pensamiento crítico, consumidores de libros
que, cuando leían, no querían saber nada con leer(se).
Así llegamos a la tremenda crisis de desocupación y hambre que puso al
país al borde de su extinción y a los estallidos sociales de diciembre de 2001.
Con la Historia detenida, en el fondo del pozo y con la fantasía instalada: los
últimos escritores argentinos valiosos o están muertos o tienen muchos años.
No era así. Durante la década de los noventa había nacido, en un parto oscuro, una literatura diferente de potencia enorme que poquísimos conocían.
Era una etapa brutalmente distinta de todo lo anterior: la memoria de la picana eléctrica estaba grabada hasta en quienes no lo habían vivido y sembraba
miedo ante cualquier conflicto, cualquier enfrentamiento podía conjurar de
nuevo el espanto; entonces, los jóvenes lúcidos no escribieron el conflicto
sino el miedo, el aislamiento, la inmovilidad para sus solitarias conciencias
sumergidas en un presente negro y sin futuro. En ese mundo en que habían
caído todas las certezas, los modos de escribir antes hegemónicos habían envejecido a una velocidad pasmosa. Una innovación estilística clave pasó por la
entonación: ya no era creíble tomar la palabra propia demasiado en serio; la
denuncia convencida de su importancia o la solemnidad épica habían dejado
paso al sarcasmo, la ironía, el humor negro, y además (pese a interesantes excepciones) las peripecias, las tramas, tendieron a perder dramatismo, aflojaron
los enlaces de causa a consecuencia o incluso desaparecieron.
Esa literatura nueva logró convocar con pocos títulos y por un lapso muy
breve a nuevos lectores. Con la excepción de Memoria falsa, novela de Ignacio
Apolo de 1996 (una joyita que pasó inadvertida y luego tendió a ser libro de
culto entre algunos jóvenes), lo poco que se visibilizó de esta nueva estética
salió por la colección de ficción Biblioteca del Sur, del Grupo Planeta, que
apareció entre 1991 y 1993. La crítica especializada tendió a despreciar la colección dirigida por Juan Forn, aunque allí salieron obras de enorme influencia
como Nadar de noche, del propio Forn, o clásicos de la nueva narrativa como
Muchacha punk, de Fogwill (quien pertenecía a otra generación, pero sería
descubierto y leído por los nuevos); El muchacho peronista, de Marcelo Figueras;
Rapado, de Martín Rejtman; Acerca de Roderer, de Guillermo Martínez, e Historia
argentina, de Rodrigo Fresán.
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Biblioteca del Sur logró, sin embargo, interesar a adolescentes y jóvenes
lectores que habían llegado a la conciencia ciudadana en un desierto de valores
y derrota. No pudo mantener su propuesta por diversos factores y cuando
cerró, poco después, la literatura argentina, sus escritores y escritoras, su
producción constante, se volvieron invisibles. Se escribía en soledad, se peleaba en soledad por publicar. Los hombres a veces encontraban un editor;
las escritoras, casi nunca. Pagar la edición era generalmente el único modo de
publicar, y como eran ediciones pagas, los editores no estaban interesados en
distribuir y conseguir lectores, su negocio ya estaba hecho y a eso lo denominaron pomposamente «no regirse por las leyes del mercado».
Nunca hubo una producción literaria más rica y variada que en estos últimos treinta años y nunca esa producción fue tan silenciada e ignorada, al
menos hasta hace pocos años. De todos modos, en ese período oscuro se
produjeron transformaciones radicales que se pudieron ver sobre todo en
el mundo endogámico de la academia: el pasado se resignificó y modificó el
canon. La crítica se liberó de la confusión entre compromiso político de quien
escribe y potencia subversiva de una obra y Borges terminó de ocupar su
trono merecido; Silvina Ocampo dejó de ser «la esposa» que escribía cuentos menores sin la elegancia de su marido, Adolfo Bioy Casares, para ser la
originalísima creadora de una poética chirriante y socarronamente marginal,
de imaginación bizarra; Copi dejó de ser un escritor rarito para volverse
punto de referencia de una estética nueva. La crítica especializada hizo su
gran aporte: impuso a Juan José Saer. Y César Aira, desconocido hasta muy
entrados los ochenta, fue —pese a hacer una literatura inane— el modelo
que autorizó a los jóvenes a escribir relajados, sin obligación de «transmitir
mensajes». Hebe Uhart venía produciendo en la oscuridad desde los setenta,
pero hacia finales de los años noventa fue descubierta y brilló porque encontró lectores capaces de entenderla en sus deleites pequeños, cotidianos, sus
desautomatizaciones inteligentes y humorísticas, su sensibilidad de género
antes ilegible.
Esos años produjeron escritores y escritoras de diferentes estratos generacionales. Por un lado, los escritores que fueron muy jóvenes en los noventa e
irrumpieron invisibles y silenciosos con una literatura de rasgos diferentes de
los de las generaciones de militancia; por el otro, los más grandes, donde me
incluyo. Nuestra visibilidad quedó pinzada entre la época rutilante y heroica
de los escritores de los sesenta y setenta y estos nuevos, que recién ahora logran salir de la oscuridad.
Estos jóvenes hicieron ficciones con risa amarga y angustiada, víctimas no
de la falta de memoria sino de una memoria traumatizada que sólo podía recordar desaparecidos arrojados al río, porque la sociedad había enmudecido
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las relaciones históricas concretas, la memoria política de una lucha de clases
anterior, de intentos, de errores, porque estaba obturada la posibilidad de
criticar, de preguntar a los padres qué hicieron y pensaron entonces, de trascender teorías que simplificaban, que apelaban a dos demonios o angelizaban
a todos los desaparecidos y demonizaban a todos los sobrevivientes. Su literatura se escribe desde el trauma de treinta mil jóvenes como ellos, que vagaban
fantasmagóricamente a su lado, junto con innumerables asesinos que también
andaban por las calles argentinas, pero no como fantasmas sino como asesinos
de carne y hueso, libres e impunes. Todo esto tiende a aparecer, no necesariamente desde lo referencial directo, pero sí en filigrana, en jeroglíficos
sutiles, en la obra que los jóvenes de postdictadura publican en los noventa
y también en la que se continúa publicando en la década siguiente, cuando
además las escritoras mujeres de esa primera generación (que tenían una
buena cantidad de obra inédita) encuentran para sus voces una oportunidad
más democrática.
En mi ensayo Los prisioneros de la torre. Política, relatos y jóvenes en la postdictadura
mostré cómo en las generaciones de postdictadura hay libérrimos y variados
imaginarios y estilos que en buena parte pueden leerse como síntomas de preguntas impronunciables sobre el pasado político reciente, un intento de elaborar ese pasado impronunciable para poder vivir el presente. Hay por ejemplo
profusión de relatos con fantasmas; angustiantes escenarios abstractos sin lugar
ni tiempo, sin relaciones de causa y efecto; culpas materializadas en parejas de
personajes que llamo «dos, pero uno muerto» (camaradas, amigas, hermanos
donde uno está muerto o ausente) aparecen fácilmente en medio centenar de
obras o más, tematicen éstas o no la política.
Descuellan en esta literatura cuentistas como Samanta Schweblin, Gustavo
Nielsen, Alejandra Laurencich, Patricia Suárez, Oliverio Coelho, Edgardo
Scott; novelas como Las Islas, de Carlos Gamerro; Entre hombres, de Germán
Maggiori; El año del desierto, de Pedro Mairal; El viajero del siglo, de Andrés
Neuman; El trabajo, de Aníbal Jarkowski; Los topos, de Félix Bruzzone; Glaxo,
de Hernán Ronsino; La virgen Cabeza, de Gabriela Cabezón Cámara; Bajo este
sol tremendo, de Carlos Busqued; Gineceo, de Gustavo Ferreyra, y Quieto a la
orilla, de Marcos Bertorello, además de otras obras difíciles de encuadrar en
la novela o el cuento tradicional, como las de Fernanda García Lao, Eduardo
Muslip, Federico Falco y más.
Éstos son apenas algunos de los títulos o escritores valiosos de la narrativa
de postdictadura, que elijo nombrar entre muchos buenos, privilegiando el
hecho de que sus autores tienen una obra ya con muchos libros publicados. Hay también escritores y escritoras más jóvenes que empiezan pisando
fuerte, aunque sean muy recientes: Enzo Maqueira, Ángeles Yazlle, Bruno
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Petroni, Mariana Arias, Mateo Ingouville, Virginia Gallardo, Federico Novak,
Mariano Quirós, Azucena Galettini, son nombres que entre muchos otros
deben seguirse, creo, con atención. La pregunta es si hay o no virajes donde la
pertinencia de la caracterización «de postdictadura» tiende a diluirse, en qué
medida aparece en esta nueva producción otra conciencia histórica.
¿Está finalmente el trauma empezando a elaborarse? ¿Contribuye la decisión que ha tomado el Estado de castigar delitos de lesa humanidad a liberar
a estos nuevos de la segunda década del siglo xxi de la culpa que tuvieron los
nuevos anteriores? A ellos les tocó ser jóvenes después de los últimos que
fueron reconocidos por la sociedad como tales en el sentido primaveral: los
últimos considerados idealistas y valiosos, capaces de sembrar de brotes nuevos la sociedad argentina. Tal vez hoy los nuevos puedan volver a visibilizarse
como creadores y constructores de futuro porque el Estado los ha liberado de
la culpa al terminar con la impunidad.
Con el sangriento estallido del plan neoliberal en diciembre de 2001 retrocedió en algún aspecto la democracia de la derrota y empezó a gestarse (con
vacilaciones y contradicciones que hoy parecen triunfar y quieren retornarnos
a aquella etapa oscura) la incipiente posibilidad de una democracia mejor. Eso
que comenzó después de 2001 pareció devolver a las clases media y media alta
algo de disposición a leerse y pensarse. Eso explica entre otros factores el éxito
rotundo de la novela Las viudas de los jueves, de Claudia Piñeiro, que trabajó con
inteligencia la descomposición ética y subjetiva de los sectores pudientes. En
ese contexto los escritores y escritoras más jóvenes, de la segunda generación
de postdictadura, pudieron juntarse y armar un movimiento literario social y
militante. No militante como antes: no se trataba de levantar el dedo acerca
de los compromisos políticos que había que tener para escribir ni de juzgarse
entre ellos por sus posiciones políticas; se trataba de juntarse en grupos de
discusión y gestión inclusivos, horizontales, de leerse entre sí, tolerarse y colaborar para hacerse conocer, para editarse y difundirse utilizando todas las
ventajas de las nuevas tecnologías, para comprar y vender sus libros. Militante
porque tenía como objetivo la literatura argentina más allá de los destinos personales de cada miembro (aunque también estuvieran en juego) y porque entendieron que la unión da más fuerza, que la competencia narcisista debilita y
que el triunfo de alguno abre puertas a otros, visibiliza una literatura invisible.
Con contradicciones, esto funcionó y operó en el campo intelectual: la
academia pasó a ser uno de los dadores de prestigio, no ya el único; los suplementos culturales recuperaron iniciativa y la consagración entre pares del
oficio que se leen entre ellos en lugar de desconocerse se volvió significativa.
Reapareció el intercambio entre diferentes generaciones de escritores, la endogamia empezó a caer y se visibilizó la literatura valiosa que había surgido en
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las dos primeras décadas de democracia, no sólo la de los jóvenes, porque el
movimiento arrastró a escritores mayores.
En esta última hay obras consolidadas, algunas con el reconocimiento que
merecen; otras, marginadas. En la nutrida literatura local que empezó a gestarse en los ochenta están los cuentos y microficciones brillantes, malignos y
sensuales de Ana María Shua, las lúcidas geografías postindustriales de Marcelo
Cohen, los climas fantásticos de Elvio Gandolfo; está Plop, esa novela impresionante que dejó Rafael Pinedo al morir con cincuenta y cuatro años en
2006, y otras obras excelentes de escritores más o menos consagrados o hasta
hoy poco visibles, como María Inés Krimer, María Negroni, Zelmar Acevedo
Díaz, María Teresa Andruetto, María Rosa Lojo, Miguel Vitagliano, Federico
Jeanmaire, Sonia Catela, Gabriel Bellomo, Clara Obligado, Inés Legarreta,
Adrián Abonizio y otros.
Una sociedad un poco más preocupada, crítica, inquieta, está dispuesta a
leer. Por eso algo de todo lo que murió en la democracia empezó a resucitar
y se va viendo que hubo mucho, mucho más después de Borges, Cortázar y
Piglia. ¿Sobrevivirá lo mejor de estos últimos años o ganarán el espíritu y los
valores de una democracia de la derrota que nunca terminó del todo?
El legado de Cortázar
¿Qué destino tuvo el legado de Julio Cortázar en la producción de los jóvenes
que crearon la nueva literatura argentina durante los noventa y en la primera
década de este siglo? No es mucho lo cortazariano que vibra en estos libros
nuevos, al menos en sus procedimientos, aunque gran parte de la obra de
la juventud de postdictadura acuda a lo fantástico. Por un lado, porque la
personalísima escritura de Cortázar es tan particular que seguirla condena
Una sociedad un poco más preocupada,
crítica, inquieta, está dispuesta a leer.
Por eso algo de todo lo que murió en
la democracia empezó a resucitar.
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inevitablemente a ser epónimo, como pasó con quienes lo hicieron durante
los setenta y ochenta. En tanto constructor de un estilo demasiado propio
que hace de la sucesión vertiginosa de metonimias un modo de relatar,1 Julio
Cortázar cierra la puerta, no hay modo de caminar por donde él fue sin
transformarse en imitador. Por el otro, porque la aparición misma del fantástico se transforma radicalmente en el nuevo contexto sociohistórico.
Detengámonos en el fantástico cortazariano. Como planteó Noé Jitrik,
siempre irrumpe desde el interior,2 late en el corazón de la vida más cotidiana o hasta en el cuerpo, como los conejos que vomita el narrador de
«Carta a una señorita en París». Pero hay que agregar que esta irrupción
es siempre violenta, es un estallido (era en ese estallido en donde quienes
fuimos jóvenes y rebeldes en los setenta leímos una promesa inquietante y
vivificante de revolución).
¿Qué es lo fantástico? La teoría lo define como la trascendencia y el más
allá de una sociedad sin religión, donde Dios ha muerto;3 o como la emergencia de lo siniestro, de lo Real inaprehensible, que aparece y disuelve
toda la consistente organización imaginaria que nos permite sobrevivir; o la
irrupción de los deseos inconscientes que se realizan ominosamente afuera;4
1 En el cuento «Las armas secretas», el texto es un monólogo interior libre de Pierre, que
espera a Michele en su casa mientras piensa, derivando de una cosa a otra. Y así salta
lo ominoso, de repente, simplemente un sintagma que se percibe absurdo, asociación
que nada tiene de terrible salvo que no se entiende por qué aparece y por qué asusta:
la letra exacta de una canción en alemán, idioma que Pierre desconoce, el nombre de
una localidad en donde no estuvo, lo que viene —comprenderá finalmente el lector—
de otro tiempo y de otro espacio, del soldado nazi violador, ya muerto, que Pierre
no sabe que existió. En la sucesión sintagmática, en la plena metonimia, una palabra
tiembla y hace temblar todo el verosímil realista psicologista. (Julio Cortázar, Las armas
secretas, Sudamericana, Buenos Aires, 1964). También ocurre en el sintagma el tránsito
del protagonista de «El otro cielo» entre Buenos Aires y París, de una época a otra, y
la oración, la lengua, se vuelve ella misma pasaje, como señala agudamente Alejandra
Pizarnik («Nota sobre un cuento de Julio Cortázar: "El otro cielo", en La vuelta a Cortázar
en nueve ensayos, de Noé Jitrik, Alejandra Pizarnik y otros, Carlos Pérez Editor, Buenos
Aires, 1968). También en la sucesión del discurso, rompiendo cualquier norma sintáctica, irrumpe el escalofriante «y doce pisos», en «No se culpe a nadie» (Julio Cortázar,
Final de juego): es metonimia pura la que cuenta que quien se quiso poner un pulóver y
se enredó con las mangas está cayendo al vacío.
2 Noé Jitrik, «Notas sobre la "zona sagrada" y el mundo de los otros en Bestiario de Julio
Cortázar», en La vuelta a Cortázar en nueve ensayos, op. cit.
3 Louis Vax, El arte y la literatura fantástica, Eudeba, Buenos Aires, 1965.
4 Campea en muchos teóricos la lectura psicoanalítica de lo fantástico, a partir del artículo de Sigmund Freud «Lo siniestro» (en su Obra Completa, tomo iii, Biblioteca Nueva,
Madrid, 1972), y de la relectura de Jacques Lacan de lo siniestro en El seminario 2. El yo
en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica, Paidós, Buenos Aires, 1995.
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o la queja del artista burgués, lúcido y sensible, ante el caos, el anhelo de
orden en una sociedad donde la amenaza es constante. Con matices, los
relatos de Cortázar pueden adaptarse a todas estas afirmaciones, pero hay
algo completamente nuevo: la esperanza.
La palabra aparece en «El perseguidor», en boca del crítico Bruno, para
referirse a la búsqueda del saxofonista Johnny Carter: «la realidad se le
escapa y le deja en cambio una especie de parodia que él convierte en una
esperanza».5 La música de Johnny transmite la esperanza de poder entrar a
la otra zona, a la «otra cosa que no alcanzamos y que está ahí al alcance del
salto que no damos» (Rayuela).6
¿Esperanza de qué? Una vez más se vislumbra, seductora, el aura de la revolución. No hay anhelo por el orden en el fantástico de Cortázar, hay anhelo
de desorden. Un deseo genuino, existencial, profundamente revolucionario. A
diferencia de grandes escritores de literatura fantástica como Poe o Borges,
Cortázar no conjura con sus relatos el terror al caos, anunciándolo a pesar
de sí mismo, fascinado con su propio terror. Cortázar hace del desorden una
causa política.
Por supuesto, todo esto ya estaba en los sueños de algunos surrealistas:
tanto la conjunción arte-fantástico-vida, como la más arriesgada: arte-fantástico-acción política. Pero eso que ciertos surrealistas proclamaron más que
lograron, e intentaron desde la poesía, es en Cortázar una poética que produjo
otro modo de narrar, relatos de notable consistencia, extraordinario poder de
influencia en la vida misma de sus lectores. Esto fue lo que el padre Cortázar
dijo a mis entrañas y a mi generación: que ese sentimiento de que debajo de
tanta mentira establecida había otra realidad —tal vez más peligrosa, pero
deslumbrantemente verdadera— no era ni locura, ni necedad, ni infantilismo;
era un camino que valía la pena.
La «zona sagrada» que irrumpe (como la llama Jitrik) no es solamente una
amenaza, aunque amenace, también es una meta. Puede transformar el mundo
5 Es cierto que ésta es una palabra sin prestigio en Cortázar. Él la insulta («puta vestida
de verde»), no sólo —como misógino— porque se acuesta con cualquiera, sino sobre
todo porque cobra muy caro. Pero esa esperanza despreciable es otra, es la que anuda
por ejemplo relaciones de pareja que deberían terminarse, la inmensa trampa del amor.
No es la que promete, cuando irrumpe, lo fantástico.
6 Julio Cortázar, Rayuela, Sudamericana, Buenos Aires, 1962. No se puede decir que
el relato «El perseguidor» sea estrictamente fantástico, porque su verosmilitud no se
quiebra en ningún momento. Sí se puede decir que la zona que habita Johnny Carter es
fantástica, que su martirio es vivir en esa zona cuando todos los demás, el narrador, sus
amigos, mujeres, público, comparten con los lectores el lado «normal». «El perseguidor» tematiza lo fantástico aunque no lo sea y en ese sentido expone una poética y un
ejemplo de vida.
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al que estamos condenados, con sus normas de pacotilla. Siguiendo la lectura
que Alejandra Pizarnik hace de Cortázar, leer «El otro cielo» es desear que el
empleado bancario elija a Josianne y al París macabro de Laurent antes que al
Buenos Aires insulso; leer «Cartas de mamá» es desear que Nico llegue por
fin a París y, aunque nos aterre, los tres se miren cara a cara y ocurra lo que
tenga que ocurrir. Este fantástico que anhela, más que conjura, es diferente de
muchos otros del siglo xx. Lo fantástico en Cortázar es una utopía. Ni ingenua
ni irresponsable, asume los riesgos y precios pero no renuncia a una trascendencia necesaria y seria —por más juego o humor que la recorra.
Retomemos entonces la pregunta por el legado de Cortázar en escritores
de la postdictadura argentina que generan una nueva literatura fantástica en la
oscuridad de los años noventa, o ya en este siglo. Pienso en quien es tal vez la
mejor cuentista de su generación: Samanta Schweblin. Como en Cortázar, lo
fantástico suele irrumpir con violencia, porque sí, una bofetada en el relato,
o estar desde el comienzo, indicando agresivamente que el mundo es absurdo
o repugnante, sin paliativos. Pero la diferencia central es que nunca señala una
utopía. En esta literatura lo fantástico no presenta ninguna trascendencia, ninguna certeza hay seriamente en juego cuando su grieta emerge, incluso si es
seria o peligrosa. Por eso es difícil que quienes leemos nos identifiquemos
con los protagonistas que experimentan lo fantástico, como ocurría con
Cortázar, y en cambio nos deleitamos con lo contrario: la distancia muchas
veces socarrona que nos impone la voz narradora hacia ellos.
Ni anhelo de orden ni anhelo de desorden: los nuevos escritores constatan
que el vacío cubre todo. La grieta fantástica no lleva a otra zona. La única
certeza es la lucidez de entender que vivimos en un mundo atroz, pero donde
no parece haber remedio.
En este fantástico profundamente desencantado se puede leer la dolorosa
denuncia de un tiempo en el que no se concibe futuro ni mejora posible.
Dentro de él está la línea que ya mencioné y leo desde nuestra historia sangrienta: el fantástico «de los muertos vivos», muy fuerte por ejemplo en la obra
de Mariana Enríquez, de Gustavo Nielsen, en la novela de Alejandro López La
asesina de Lady Di. Donde además a menudo se arma la Gestalt «dos, pero uno
muerto». ¿Cuánto de esto está cambiando? Habrá que verlo. Mientras tanto,
ese cuentista descomunal que fue Julio Cortázar sigue leyéndose, refugiado
ahora tal vez en generaciones de adolescentes que le siguen agradeciendo una
intensidad y un coraje que ojalá vuelva a llenarse de sentido l
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Noé Jitrik
E s o q u e e s ta n b e ll o
Eso que es tan bello
en una gata
no digamos sus caderas
oscilantes
ni su modo de sentarse
las patitas recogidas
su cauteloso andar
sino sus bigotes
alzados
pararrayos de tormentas
inminentes
esos bigotes que en la gata
la llenan de misterio
si uno los ve
mirándoles los ojos
que son como piedras
lúcidas traslúcidas
sosegadas siempre
vespertinas
el tiempo no les pasa
pues eso no es tan bello
en una mujer
aunque sea una mujer bella
asunto tal vez de especie
lo bello en una mujer
transcurre en otra
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C. B.
parte
visible a veces
oculta en otras
los bigotes en una mujer
la descalifican
atruenan
suenan como el espanto
es como si hablaran
y anunciaran
alguna innombrable
ferocidad.
Alan Pauls
Conocí a Christian Bourgois —o a esos embajadores plenipotenciarios de
Christian que eran los libros de la colección 10/18— bastante temprano, a los
doce o trece años. Todos los viernes íbamos con mi padre a mirar libros franceses a una librería del centro de Buenos Aires, la librería Galatea. Mientras
mi padre charlaba con el dueño de la librería, un tal Goldsmith, a quien estaba
ligado, como lo probaban el aire confidencial, la camaradería un poco clandestina de su conversación, por «un asunto de polleras», yo aprovechaba para
pasear por la librería, hojear las novedades, admirar los libros de arte que me
estaban prohibidos y elegir, por fin, los dos libros que me llevaría esa tarde:
uno, el libro «oficial», por el que pagaría; el otro, el secreto, que me robaría.
Como se ve, el mío era un anticapitalismo sobrio y magnánimo. Por lo
general, el libro oficial respondía a un gusto serio, «cultural», irreprochable.
El libro secreto, a un estremecimiento, una curiosidad un poco ciega, una
tentación confusa. Inútil decir a qué categoría pertenecían los 10/18 que el
señor Goldsmith no volvía a ver (aunque nunca recordaba haber vendido).
Fue entonces cuando tropecé con Sade, con Klossowski, con los coloquios
de Cerisy-la-Salle, con Copi, con todos esos 10/18 que harían de mí lo que
espero seguir siendo: un lector aventurado. A Christian Bourgois, pues, le debo
mucho más que mis primeros entusiasmos de lector francófono: le debo
—además del dinero de los libros que nunca pagué— mi formación libertina,
mi educación en una escuela filosófica, estética y lúbrica donde coexisten sin
gruñirse los maestros de ceremonias sadianos, la voracidad nietzscheana, los
afiebrados batailleanos, la gimnasia perversa de Klossowski, el tedio siempre
voluptuoso de Barthes y la locura sin freno de Copi, mitad francesa, mitad
uruguaya.
Mucho tiempo después, Chistian Bourgois se convirtió en mi editor. En un
sentido era demasiado: ser publicado por el editor que publica todo lo que
uno quisiera leer es un exceso siempre peligroso. Pero ser publicado por el
Ángulos
Siempre creí
o sentí
o pensé
que mis pensamientos
o mis sentimientos
eran agudos
con el tiempo
que mucho no ayuda
se hicieron graves
y ahora
con el tiempo que insiste
en no ayudar
temo
o creo
que pueden hacerse
obtusos.
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editor cuyos libros uno codiciaba hasta el delito parecía más bien una provocación. Nada más justo, por otro lado: cuántas veces, herido, escandalizado casi,
había tenido que corregir a mis colegas argentinos, y a veces franceses, que
pronunciaban «Bourgeois» en lugar de «Bourgois», como si fuera mi propio
nombre el que estaba en juego. Para él, para Christian, todo era natural. Ése
era su talento, su generosidad, su estilo: hacer de cuenta que los prodigios eran
naturales. Muy rara vez hablábamos del libro mío que acababa de publicar.
Hubiera jurado que le parecía inútil, un poco penoso, como de mal gusto.
Prefería pensar en el próximo, o en otra cosa, o reírse. Yo le envidiaba su delgadez, signo de libertinaje que me convenció, la primera vez que lo vi, de que
la persona que tenía ante mí era realmente él y no un impostor. Siempre que lo
veía vestía un saco azul que llevaba con una elegancia modesta y orgullosa, como
si no tuviera otro, como si fuera menos un saco que un uniforme de trabajo,
o de pasión. Solía caer en silencios que duraban un poco más de lo que yo
estaba dispuesto a tolerar sin preocuparme, silencios densos, muy rumiados,
y allí se quedaba con los brazos cruzados, como si hubiera decidido que fuera
el mundo, ahora, el que se moviera un poco, o pensara, o dijera algo. Yo,
un poco turbado, volvía todo el tiempo a lo mismo, a la misma apoteosis de
frivolidad: la publicación de Emmanuelle en 10/18, acontecimiento primordial
de mi adolescencia.
Los 120 días de Sodoma, El baile de las locas, Roberta esta noche, el coloquio
Nietzsche en Cerisy, el coloquio Bataille, el coloquio Barthes: no puedo releer
esos libros, tan decisivos para mí, si no es en mis ediciones 10/18. Porque no
hay ninguna contradicción: esas ediciones 10/18 yo las considero mías. He ahí
el verdadero robo, el único del que nadie podrá jamás acusarme. Qué extraña
felicidad, apropiarse no ya de un escritor —cosa que los escritores hacen muy
a menudo— sino de un editor. Por otro lado, durante algunos años, hasta el
momento desconcertante pero fatal en que el señor Goldsmith, aprovechando una tarde en que mi padre había faltado a la cita, me reveló que detrás
de 10/18 se escondía un tal Christian Bourgois, siempre había considerado
esos clásicos de mi educación libertina como libros de 10/18 tanto como de
Sade, o de Klossowski, o de Copi. Esos libros que me vieron crecer, que me
vieron convertirme en escritor, saben todo lo que mi ser escritor le debe a ese
Christian Bourgois que se complacía en esconderse bajo un nombre que yo,
por entonces, tomaba por un alias de agente secreto. Mucho tiempo después
sigo releyéndolos, sólo que con ayuda, desde hace algunos años, de anteojos,
prueba banal de una decadencia que a veces, sin embargo, también me ofrece
un consuelo: acomodarme los lentes sobre el puente de la nariz empujándolos no con el dedo índice, como haría todo el mundo, sino con el mayor: así,
clavándomelos entre los ojos, como lo hacía mi querido Christian l
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Luisa Futoransky
Foto del frente
La foto
vulgariza la muerte.
Con el tiempo, las tragedias amarillean y pierden
patetismo,
como certificado de autenticidad permanece el dentado de sus bordes.
Implacables, las fotos se apolillan, borran personajes,
confunden fecha y procedencia.
Con el polvillo abandonado en la contienda
se rellenan pavorreales, tesis
agujeros en las suelas
y colmatan sollozos en la voz.
Los inviernos que nos restan
son duros de mirar y de guardar.
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Cría cuervos
En mi barrio de ahora a nadie extraña que las margaritas
se conviertan en amapolas escarlatas o que las palomas
Un dato menor
Sergio Chejfec
se transformen en cuervos.
Lo que más molesta es que me sigan por las calles
graznando que es un contento mientras que a mi paso
despiertan melodías ingratas en los pianos.
Para que no me cambie de vereda de vez en cuando me
tiran un picotazo que como doler, duele.
Con la edad los tejidos olvidan defenderse y cicatrizo
mucho menos.
Urban body
Vino para que habláramos de poesía
acabamos enumerando sus siete perforaciones en cada
lóbulo de la oreja
y una en el ombligo
también comentamos sus tatuajes; un ruiseñor cerca del
hueso ilíaco que no me descubrió y otro que sí, detrás
de la oreja.
—Volar juntos, aah, volar juntos— suspiró.
En cuanto a la flor amarilla en la espalda es su homenaje
a un cuento de Cortázar.
No me permití recordar la inutilidad de que la letra con
sangre entre.
No me permití navegar por los ríos del dolor que hoy
pienso conducen seguro al páramo ventoso de ninguna
parte
Entre voluta, pigmento y arabesco lo difícil es inventarse
cada día las ganas de vivir
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Luego de varios años viviendo afuera, el hombre ha regresado como si se le
hubiera perdido algo. Ignora en este momento que se trata del último viaje,
aunque una sensación nueva, y por lo tanto vagamente definible, instala en
él un sentimiento de alerta, de sospecha sobre sí mismo: por primera vez
se ve como una persona que teje su trama cerca del final. Parecido, piensa,
aunque sin modelos a la vista, a algunos personajes de novelas, o especialmente de películas; esas películas que muestran al protagonista demasiado
consciente de sus propios pasos, gracias a los cuales asigna un sentido preciso, inesperado o no, a toda su vida anterior —y obviamente también a la
reciente.
Autor de cuadros, tal cual ha preferido definirse siempre, descartando la
palabra pintor, sabe que no merece la admiración que algunos le profesan ni
la reticencia con que lo trata la mayoría. Él se sentiría cómodo en un mundo
de indiferentes en general, sujetos despreocupados de todo y sólo capaces
de dedicar dos segundos a cualquier contemplación, sin distinción de objetos
superfluos o relevantes. O incluso más: sería feliz viendo el desvanecimiento
espontáneo de sus obras por un mecanismo preciso de prescindencia instantánea de los objetos, como si toda composición física tuviera un plazo de vigencia acotado. En un mundo así, en lugar de tener que coexistir con los procesos
de deterioro y con la lenta pérdida de cualidades, con la delgadez paulatina de
toda presencia material, con la creciente decrepitud, con el fatal anacronismo
de todo lo previo, etcétera, encontraría abolidas todas estas amenazas.
De sus obras le disgusta la duración inscripta en ellas, que se hayan instalado en el globo como un objeto más. Prefiere llamar globo al mundo, una
metáfora caprichosa pero que considera eficaz, y tan en desuso que la siente
propia; cree que toda argumentación que apele a la palabra globo lleva una
inmensa ventaja sobre cualquier otra que diga mundo, tierra o planeta, aun
cuando se trate de argumentos de peso dentro de consideraciones políticas
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o hasta ecológicas. Porque todo globo es de por sí provisorio, por lo tanto
es conmovedor, y así su fragilidad se proyecta sobre el mundo al que busca
increpar o justificar. Aparte, considera que la palabra global ha acotado injustamente la pertinencia de la palabra globo; y dado que siempre concibió sus
cuadros como objetos temporarios, tiende a pensar en sí mismo como una
suerte de anónimo operador semántico que busca desestabilizar sentidos
sumamente acotados, a través de sus esporádicos comentarios.
Otra cosa que le molesta de sus obras deriva de que se sabe incapaz de
destruirlas. En primer lugar porque en general no le gusta destruir, por otra
parte le resulta imposible desprenderse de nada, piensa que todo tendrá en
el futuro algún uso o provecho; y en segundo lugar porque considera que la
destrucción, así propuesta en términos abstractos, requiere más énfasis que
la creación. Sospecha que, a veces, uno crea para decir «No», o directamente
para negar, pero que la destrucción, también la omisión y hasta la derogación, son las verdaderas acciones humanas, ciertas y concretas.
Incapaz de destruir, no tuvo otra opción que crear. Y por ello, debiendo
crear espera que sus propias obras y todas las demás obras llamadas artísticas lleguen a un pacto de provisionalidad con el mundo: que duren poco y
se deshagan antes de cualquier deterioro material. Pero como entiende que
ello es imposible y en cierto modo también impracticable, en gran medida
porque el dinero que en ocasiones se embolsilla gracias a sus obras proviene
de la naturaleza perdurable de ellas, porque si fueran de duración breve nadie las compraría; como entiende que ello es imposible ha decidido postular
a través del arte lo opuesto a sus convicciones, digamos, morales. Así, en
sus cuadros trata de mostrar el costado perdurable de las cosas, «aquello
que permanece y nos interroga», como siempre le gustó explicar para quien
quisiera oírlo, aun cuando ello implicara que su acción contradijera su pensamiento. La típica oposición entre prédica y actividad. Cuando se pone a
pensar en esto, las dudas que primero lo asaltan se relacionan con el carácter
de los conceptos: ¿qué es acción y qué es pensamiento?, ¿qué es prédica y
qué es acción? ¿La prédica es más verbal que no verbal? ¿La acción es enemiga de las palabras?
Nunca le gustó que le pidieran explicaciones sobre sus cuadros en particular o sobre su arte en general. Sin embargo, la felicidad de darlas fue mayor
en general a la felicidad que recordaba haber tenido al realizar esas mismas obras por las que le preguntaban. Todavía más, hubo un día a partir del
cual jamás pudo liberarse de esa sospecha que inesperadamente lo alcanzó
mientras respondía una pregunta. Fue como si en su mente se abriera una
ventanilla muy lateral por una brevísima fracción de segundo, suficiente sin
embargo para dar paso a una duda que se impuso como una brisa persistenLuv i na
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te. Se le ocurrió pensar que su arte era una coartada para hablar, una mentira
vital. Y que si no hablaba no había arte; o más bien, que el arte consistía en
hablar después de hacer arte, porque era en sí demasiado mudo.
Tuvo la suerte de crecer lejos de grandes ciudades, en un pueblo raleado
que tenía como epicentro la estación de ferrocarril. El resto era campo, las
extensiones de tierra reguladas por los cultivos, los caminos interiores y el
curso indiferente de los arroyos. Desde temprano, la variedad de escenarios
naturales y parajes bucólicos lo llevó a ahondar en los secretos de la contemplación sedentaria, paciente cuando se trata de discernir la evolución de
aquello que no cambia rápido, si acaso cambia. Es así como desde los tempranos tiempos de formación se apoderó de su mirada un particular lirismo,
ajeno a la exaltación física y al arrebato expresivo, también a una identificación espontánea con el paisaje, que provino de ese modo inmóvil y sobre
todo durativo de observación, capaz de envolverlo durante tardes enteras,
prolongadas sesiones de empatía anímica con la naturaleza.
Por aquella época era muy joven como para elaborar mentalmente la percepción, y más aún para encontrar en ella un argumento a favor o en contra
de sus propias ideas sobre el arte, por otra parte también incipientes en ese
momento. Su experiencia diaria se remitía a lo siguiente: al rato de llegar a
uno de sus apartados rincones de práctica contemplativa, le iba naciendo
una vana intuición o esperanza de saber más y entender mejor, intuición que
se confundía con un opuesto sentimiento de frustración: la certeza de que
nunca llegaría a conocer aquello que la superficie, bajo la forma apariencial
de paisaje, realmente esconde, lo cual convertía esa esperanza suya en algo
un poco vano o decepcionante por adelantado. Era como sentir que el momento de máxima conexión estaba determinado por señales de fatal desencuentro y de inapelable fracaso. O incluso más cruel: que la máxima conexión
se producía cuando la derrota se hacía evidente y él se veía condenado a
replegar su actitud alerta.
No le había tocado en suerte nacer y vivir en otro lugar más enfático, un
paisaje de contrastes y naturaleza polifacética, de escenografía proclive a
representar los sentimientos humanos, acaso de por sí tortuosos. Al revés,
en la región aledaña a su pueblo nada era brusco, todo resultaba demasiado calmo y armónico. Los cambios eran pausados y se producían según la
evolución de las estaciones, por otra parte nunca extremas; y siempre se
anunciaban, lo cual los hacía aún menos sustantivos. Y quizás debido a ese
medio sin aristas ni eventos drásticos, comenzó a anidar en él la sospecha
de una vida en general, la verdadera vida del mundo, sostenida gracias a
eventos fenomenales, siempre destructivos, sacrificios mudos e invisibles.
Todo ocurre debajo o detrás de la superficie observada, pensaba. La tranL u vin a
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quilidad de lo visible no es más que la contracara de la constante batalla
librada muy lejos de la vista, oculta tras las profundidades. Encontraba una
prueba irrefutable de esas sospechas en la belleza contenida en muy distintas situaciones.
Cuando se ponía a mirar el paisaje deseaba anhelantemente que llegaran
los momentos de indecisión, como los llamaba; esos momentos en los que
resulta imposible discernir lo cercano de lo lejano, cuando la luz es confusa,
cuando los contornos se vuelven borrosos, en medio de una lucha que no
alcanza a definirse entre irradiación y penumbra, invisibles y al mismo tiempo más nítidos, porque exhiben una variedad de matices que la luz fuerte
del día siempre impide. Veía estas cosas concretas y simples, que advertía,
sin embargo, le demandaban pensamientos o por lo menos consideraciones
complejas, y entendía que no estaba preparado para esa tarea; que si quería
describir el conflicto escondido del mundo, la espléndida guerra subterránea
de la cual la superficie era consecuencia invertida, debía pintar, nunca escribir, decirlo con imágenes aunque fueran a durar menos, en su observación,
de lo que requiere una palabra para ser descifrada y después repetida. Así
fue como entendió que debía ser autor de cuadros.
¿Cuál era el paisaje que observaba? Cursos de agua angostos y medio
escondidos en la vegetación silvestre, laderas en suave declive que bajaban
hacia el cauce de un río también oculto tras una franja de distintos tonos de
espesura vegetal, el cielo y las nubes siempre iguales, los movimientos furtivos en la naturaleza, los variados planos de profundidad que por ejemplo
se adivinaban en un bosque elevado, los pliegues de sombra en angustiosa
quietud, etcétera. Las sesiones de contemplación podían durar bastante, por
lo menos hasta que le nacía un pensamiento angustioso: se preguntaba si
buena parte de la conmoción que lo dominaba no se debía a la ausencia
de términos para nombrar y entender aquel complejo escenario. A veces el
paisaje se manifestaba a través de sus cambios: escuchaba un tren lejano, o
la voz de algún animal lejano u oculto. Ignoraba los nombres de los arroyos,
de los arbustos de cuyas combinaciones de verde estaba enamorado, de los
pájaros que era capaz de sentir; ignoraba las denominaciones de las probables morfologías del paisaje, combinaciones alejadas y visibles a la distancia,
a las que no podía elogiar mentalmente, pese a conocer muy bien, porque
carecía de capacidad descriptiva. Cualquier deseo de organizar aquel paisaje
y reflexionar sobre él se disolvía en una suerte de abstracción cada vez más
truculenta debido a la falta de palabras adecuadas, su frustración aumentaba, un radical sentimiento de impotencia llegaba a resultarle intolerable,
y así esa contemplación, si bien prolongada, terminaba interrumpida más
temprano que tarde.
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Desde un comienzo, se realiza en sus cuadros una idea de inmovilidad,
de espera o luto por la próxima o pasada tragedia, quién sabe, la próxima o
pasada tragedia del mundo, el punto suspendido en que está por ocurrir lo
peor o lo peor acaba de ocurrir. Es verdad que no suelen verse pinturas que
describan el movimiento, pero acá se trata de una detención más patente,
podría decirse aislada, como si la quietud no sólo diera a las cosas su personalidad sino también las preservara de cualquier amenaza de distorsión o
cambio. Como consecuencia de estas estrategias de la mirada y de la composición, sus cuadros tienden a resaltar lo único dentro de lo indistinto; con
la conclusión anticipada, y un tanto deceptiva, de que aquello denominado
único precisa de nuestra evaluación para distinguirse, porque nada en la naturaleza lo sostiene más que cualquier otra cosa.
Quizá por eso varias de sus obras se proponen dilucidar un panorama a
primera vista obvio, pero que debido a su esfuerzo de representación (mostrar la referida constancia como núcleo esencial y a la vez borroso de las
cosas) se torna, ese recorte elegido de la realidad, excepcional, porque es
la parte de lo visible que al fin se ha hecho evidente y, sobre todo, contemplable. Por eso, a veces han denostado su arte diciendo que es muy cerebral o demasiado experimental, o directamente algo así como delirante. No
obstante, estos argumentos son en sí mismos paradójicos, o en todo caso
reveladores de la singularidad en la que se asienta su estrategia, porque al
fin y al cabo no se ha propuesto otra cosa que representar una sensorialidad.
Ésta es la arista más curiosa de su talento, una sensorialidad no celebratoria sino más bien problemática, que no tiende tanto a cuestionar el propio
trance perceptivo que el sujeto atraviesa (eso sería fácil) sino a suspender
la existencia del resto del mundo y de cualquier otra zona de la realidad.
Cómo decirlo... Un fragmento de la superficie lunar sin la luna, una porción
minúscula del paisaje terrestre aislada del universo, un mapa de hule definitivamente rasgado en un pliegue continental. En la base de esa creencia hay
una particularidad de su temperamento contemplativo, que podría resumirse
en una breve frase: compenetración y olvido del mundo. Compenetración
con el objeto de la observación, y a la vez, como consecuencia del esfuerzo,
suspensión del mundo, lo que tiene un efecto de parcialización, siempre hay
un recorte que flota en el tiempo.
Esta desconfianza hacia la geografía se apoya también en otro aspecto,
y es que siempre la geografía le ha parecido el más irónico de los saberes.
El más irónico y el más apasionante, porque tanto en un plano individual
como colectivo, la geografía siempre propicia reacciones contradictorias,
que tienden a ignorarla, corregirla, denostarla, anularla, enaltecerla, etcétera, y a su vez, la geografía tarde o temprano se arraiga en los hombres y los
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desmiente, ésta es una verdad suprahistórica. Pero sobre todo, la geografía
es la fachada con que el mundo maquilla y disimula su interminable batalla
interior, el mencionado conflicto de las profundidades. Es un conflicto que
se manifiesta de distintas maneras, aunque siempre con finales inapelables.
Esto él lo sabía muy bien desde un principio, para este personaje no es de
ningún modo un dato menor, y esta certeza se tradujo en la confección de
sus llamados cuadros.
De hecho, ha buscado en su obra reflejar explícitamente ese conflicto. No
cree que no se pueda representar por permanecer escondido en las profundidades; al contrario, le parece un tema versátil y en especial variable, incluso opinable. El problema es que se supone que el conflicto de las profundidades debe ser, debido en primer lugar a su nombre, un tema trascendental.
Pero él, vedado a los sentidos trascendentes, no encuentra plausible que el
arte pase por allí.
Es con esta ambigua enseñanza que regresa a su país, sin adivinar lo que va
a encontrar pero con la esperanza de recuperar los silenciosos arrebatos del
pasado l
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Zoo lógico
Clara Obligado
para Isabel González
Fernanda, con pasos de gacela, camina por la ciudad para visitar a su madre.
Le gusta el barrio, las calles arboladas, la red de sombra tendida en las aceras.
Es una casa baja en el barrio de Belgrano, con un jardín de invierno que parece
un acuario y un pasillo infinito de helechos estremecidos al contacto con el
aire. Su madre abre la puerta agitando la cabellera de leona. Nubes dolorosas
de tormenta, cortadas a cuchillo. Llámame Liza, querida, dice, «mamá» me
hace sentir vieja. Si estás como siempre, contesta Fernanda, mientras piensa:
Qué egocéntrica. Mamá, en Buenos Aires. Papá, en Francia. Separados desde
hace mil años. Y Fernanda, ¿qué? Fernanda, como en todo, mitad y mitad.
¿Así que te has casado?, dice Mamá Liza. Sí, y muestra el anillo. Bonito, dice
mamá, sin prestar atención. Fernanda ahora vive en París con Raymond, psicoanalista con gran futuro, boda por todo lo alto con su pointer de raza. Pasean
por Place Vendôme sin bozal, tensando la correa, olfateándolo todo. Fus, le
dice Fernanda, no tan de prisa, chéri, sit y su marido se sienta, platz y se tumba:
muy obediente, así me gusta Raymond. Caricia en la cabeza, galletita y alianza
en la pata. Papá también en París, tiernísimo como un oso panda, siempre
distraído, trepado a los bambúes. Y ahora ellas dos aquí, cara a cara. Un ring.
Fernanda con mamá, siempre en guardia. Mamá-leona-Liza se pinta las garras,
se afila los dientes, mastica un trozo de pata de gacela, se tiende bajo el árbol
del jardín de su casa. Con una zarpa se tapa el bostezo y deja caer la pregunta:
¿Y Diego? Papá-Diego está igualito, mamá, con sus cosas. Solitario, ya sabes,
siempre en peligro de extinción. París le gusta. Escribe sus poemas, pasea. Te
manda saludos. Ah, dice Mamá-leona. ¿Algo más qué decirse? Silencio. Tiestos
de helechos culantrillo. ¿Los sigues regando con agua tibia? Sí, claro, son muy
delicados, los cuido como si fueran mis hijos. Fernanda juguetea con la alianza.
Mamá Liza bosteza, Fernanda bosteza también. Bueno, dice Fernanda. Bueno,
dice mamá Liza. Se ponen las dos de pie: smuak smuak, sendas manos se agitan
en el aire. Fernanda huye a la calle, abrumada. Y entonces ni Liza ni mamá, ni
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Raymond ni el oso panda, ni Buenos Aires ni París y los bambúes, sino todo lo
contrario. ¿Hay todo lo contrario? Claro que sí. Suelta el lastre de la infancia,
se sacude las nubes negras y abre las alas. La ciudad, abajo, avenidas, callecitas,
árboles cabezudos, antenas de televisión. El techo de la casa de su madre, que
se aleja. Un chico mira hacia arriba y le estudia las piernas musculosas, ¡bien!
Tanguita diminuta, sólo un hilo, un día de suerte. Muchísima polución. Tarda
menos de quince minutos en volar hasta el departamento de Bruno y entra
por la ventana. Él, como de costumbre, la espera frente a sus libros. Hola,
dice, contenta. Bruno, como si ella no se hubiera ido nunca, hola también.
Fernanda sacude las alas en las que se le ha pegado el hollín de las chimeneas.
En el suelo, apuntes de la facultad. Botellas de vino abiertas, ropa en desorden,
y ahora, para colmo, plumas por todas partes. Se miran, fuman en silencio,
dibujan un puente de miradas. ¿Qué tal tu marido? Perrísimo, dice ella. Pero
no molesta. El único problema es que hay que cepillarlo todos los días. ¿Y tus
padres?, insiste Bruno. ¡Años que no los veo, desde los veranos que pasábamos
juntos! Mamá-Liza-leona tan egoísta como siempre, acabo de estar con ella.
Papá-Diego sigue en París, con su nueva mujer. Ensalada de bambúes todos
los días. ¿Y las proteínas? De cuando en cuando, un huevo, con eso alcanza.
Mientras hablan, como quien no quiere la cosa, se desnudan, los apuntes un
remolino blanco en el centro de la habitación, los libros en aleteo rasante sobre
los cuerpos que se aman. Una hora más tarde, Fernanda todavía las alas enormes, desplegadas como palmeras, cabezotas agitadas por el viento, abanicos
de bruma, atraviesan las nubes y latigazos de sol en carne viva. Abajo hay una
playa. Aterrizan y Bruno va dejando una huella de ropa, corre por la montaña
que se vuelve arena, a grandes zancadas entra en el mar tembloroso. Ella, las
olas que crujen, la gracia delicada de sus patitas de pájaro en la orilla, un salto
hacia adelante, dos saltos hacia atrás. Qué frío. Y entonces Bruno mar adentro
corcovea, las nalgas de hombre, la poderosa espalda de delfín, con saltos y
piruetas peina el ronquido de las olas. Fernanda no más pájaro, para qué, se
estira ya cetáceo, se entrega al gozoso apareamiento contra el vientre de plata.
Y se hace una promesa: Seré fiel a Bruno, monógama a este amante de espuma
suave músculos tensos silbidos medulares que me persigue nadando alrededor, cópulas breves y repetidas, qué bestial. Salen exhaustos del agua, y ella se
ajusta el bikini, está oscureciendo cuando se funden otra vez y caen a la bóveda
celeste de galaxias espirales, astronautas ateridos, bengalas, planetas, cúmulos
abiertos, colisiones de asteroides y estrellas rezagadas, tremendos rayos gamma, Bruno, con su enjambre de quásares luminosos, Fernanda supernova que
refulge, puro big-bang, orbitando l
Santiago Kovadloff
Ácido
El mundo, enigma interno
y el yo charcos de agua turbia.
Permítanme presentarme:
buen tenedor de libros,
dos en cada mano
y uno ante los ojos.
Altura media y no más,
piel oscura que encanece
y siempre un que no, que no,
sueño trunco o cielo opaco.
Fui consistente hasta que ser
pasó de moda.
Hoy sólo soy cortés.
A solas conmigo
le pregunto
qué hago aún.
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El sitio donde termina
el mar para que
pueda comenzar el bosque
Semblante
Propongo piezas sueltas,
me atengo a lo más turbio:
tu mirada, por ejemplo,
[fragmento*]
Rodrigo Fresán
en aquella tarde gris
o el vaivén de la percha desnuda
repitiendo entre la ropa
que no estás.
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Lo primero que filman, por supuesto, es la biblioteca. Primeros planos y
planos generales y acercamientos y distanciamientos en los que se alcanzan
a leer títulos y no se alcanzan a leer apellidos. O viceversa. Aunque, claro,
algunos títulos legibles activen automáticamente el apellido en letra más
pequeña. O al revés. Acción y reacción. Alfa y Omega. Serpientes que se
comen la propia cola o se estrangulan con ella. Estantes y más estantes.
Y cabe preguntarse si son los estantes los que aguantan a los libros o si
son los libros donde se apoyan los estantes. O ambas cosas. Libros de
pie, libros al pie de la biblioteca, libros acostados, libros acostados detrás
de libros de pie, libros de rodillas, libros reclinados e inclinados, como
si rezaran a otros libros más arriba pero por debajo de otros libros más
alto aún; a pesar de que la posición de éstos y aquéllos no signifique nada
y revele menos en cuanto a calidad y prestigio y afecto y admiración de
quien los leyó. No hay jerarquías claras ni favoritos evidentes; no hay orden
alfabético o cronológico o geográfico o genérico. Todos juntos ahora, todos
mezclados, y los libros alcanzan el techo y hasta suben por las escaleras,
cubriendo los escalones como si fueran una variedad policroma de kudzu;
convirtiendo esas escaleras de madera en escaleras de libros que alguna
vez brotaron de la madera. Libros que de la madera salen y a la madera
retornan. Libros que se transitaron como escalas en un ascenso sin cima
ni destino. Libros subiendo por el solo placer de seguir subiendo y continuar leyendo hasta el último peldaño, no de una biblioteca pero sí de una
bioteca: de una vida hecha de libros, de una vida hecha de vidas. Sí: la biblioteca como un organismo vivo y en constante expansión y sobreviviendo
a dueños y usuarios.
¿Quien hilvane mis retazos
sabrá de mí lo que ignoro?
¿O hará, como el mago,
brotar lo que no había?
* De la novela La parte inventada, que acaba de publicar Random House.
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Una biblioteca sin límites precisos en la que nunca se encuentra el libro
que se está buscando pero en la que siempre se encuentra el libro que
debería buscarse.
Una biblioteca que, a veces, se deja caer (hay casos documentados) y, mientras éstos extraen o agregan un libro, aplastan a sus dueños hasta una muerte que no es feliz pero, seguro, hay muertes peores, formas mucho más
vulgares y menos ilustradas de morir sepultado.
Una biblioteca que, de tanto en tanto, deja caer el fruto maduro de un
libro al suelo, como empujado por la mano de un fantasma o de su dueño,
que no es un fantasma exactamente pero... Y el libro se abre y allí se lee, por
ejemplo, como ahora mismo, subrayado hace años por una de esas fibras de
tintas que resaltan todo con un brillo casi lunar, algo como «No te enojes
porque nuestros personajes no siempre tengan los mismos rostros; así están
siendo fieles a la vida y a la muerte». O algo como «Está el folklore, están
los mitos, están los hechos, y están todas esas preguntas que permanecen
sin respuesta». Y, al lado de esa frase atrapada en un globo de cómic que no
conecta con ninguna boca, la irregular letra imprenta manuscrita y pequeña
pero tan leíble, tan leída. Letra de alguien que siguió escribiendo a mano a
pesar de teclados cada vez más livianos y blandos y plasmáticos. Letra más
de científico loco que de médico cuerdo (¿Slow Writer Sans Serif Bold?),
añadiendo, en tinta roja junto a la cita en negro sobre blanco, un «Y esas
preguntas sin respuesta no son otra cosa que el folklore y los mitos y los
hechos de una vida privada, muy privada: please, do not disturb».
Una biblioteca con libros cubiertos de polvo. Polvo doméstico que, en un
noventa por ciento, no es otra cosa que materia muerta desprendiéndose de
seres humanos y que, dicen, es factor clave para la buena conservación de los
libros. Así que no desempolvarlos del todo ni demasiado seguido y, ah, justicia poética y justicia literaria: nosotros nos deshacemos para que los libros se
mantengan enteros y del polvo de nuestras historias venimos y al polvo sobre
los libros volvemos. Volvemos a una biblioteca —como toda biblioteca—
frente a la que uno puede pararse como contemplando las ruinas nobles de
un mundo perdido o los materiales nuevos de un mundo por encontrar.
«No te enojes porque nuestros
personajes no siempre tengan los
mismos rostros; así están siendo
fieles a la vida y a la muerte».
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Una biblioteca a la que, de tanto en tanto, por accidente y como después
de un accidente, desorientados por el shock del impacto, llega alguien para
quien los libros y, sobre todo, la acumulación de libros, es un incomprensible misterio. Porque para demasiadas personas los libros se usan y se gastan
y qué sentido tiene conservarlos. Ocupan tanto lugar, hay que sostenerlos
y pesan, son tan sucios y, aunque no se diga en voz alta, los libros son demasiado baratos para ser algo bueno y provechoso, se susurra. Y, así, una
biblioteca que bien puede provocar entre los visitantes accidentales —con
una curiosa mezcla de respeto, inquietud y desprecio, como si se refiriesen
a invulnerables y abundantes cucarachas, a una plaga o a un virus— un
«Pero ¿has leído todos estos libros?». Visitantes que preguntan eso porque
no se atreven a preguntarse lo que en realidad no quieren saber: «¿Cómo
es que yo he leído tan pocos libros? ¿Cómo es que en mi casa apenas hay
libros y casi todos son de fotos y algunos de fotos de casas con bibliotecas
en las que apenas hay libros salvo libros de fotos y por qué en el lugar de
libros, de libros con letras, en sus lugares, hay demasiadas fotos de personas
a las que se supone que debo querer incondicionalmente pero cuando lo
pienso un poco, con un par de copas encima, la verdad es que me parecen
casi todos unos verdaderos y auténticos...?». Son éstos los mismos turistas
maleducados —a los que no les produce ninguna extrañeza la cantidad de
cruces en las iglesias o de billetes en los bancos o de comida en los mercados— que se sienten tan cordiales y satisfechos y supuestamente interesados, pero manteniendo una distancia de seguridad, por la inquietante fauna
local cuando, a continuación, te preguntan «¿De qué tratan tus libros?».
Y, sí, es para ellos que se ha inventado el status del libro electrónico donde
—¡aleluya y eureka!— se ha conseguido hacer comulgar a la televisión con
la impresión: para descargar y no cargar, para adquirir y acumular y no abrir
ni pasar página. Y para que —tan satisfechos de que dos mil títulos puedan
ser levantados por una sola mano— los libros no estén todo el tiempo ahí,
a la vista, recordando con su atronador silencio todo lo que no se ha leído ni
se leerá. Todas esas líneas verticales y líneas horizontales y todos los colores
y blanco y negro. Y la respuesta a lo de antes (a la incredulidad envidiosa de
que alguien haya sido capaz de consumir y procesar todo ese papel y tinta)
es «Sí, los he leído todos... ¿algún problema»?». Y, también, la respuesta es
no. Porque hay libros que se compran y se guardan para el futuro, como si
se almacenase alimento para una gran sequía o para una nueva edad glaciar.
O para abrazarlos o cubrirse con ellos, en los compartimentos de una nave
espacial, a la caza de un nuevo hogar, mientras afuera todo estalla y se funde y se apaga. Libros que, aunque no se hayan leído y, tal vez, no se lean,
cumplen una función clave, imprescindible: esos libros son el pasado y el
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futuro y, también, el presente del imaginar (otra forma de lectura, después
de todo) el qué cuentan, de qué tratan. No juzgándolos pero sí intuyéndolos
o adivinándolos a partir de portadas y fotos de autores y breves biografías y
sinopsis en sus más o menos anchas espaldas y en sus menos o más esbeltas
solapas.
Una biblioteca que se las ha arreglado para sobrevivir al margen pero no
en los márgenes de esas cámaras fotográficas de páginas, de esos depósitos
de letras. Artefactos que no se pueden oler ni prestar ni robar ni arrojar
contra una pared; ni permiten el inesperado reencuentro con algo (nota o
foto o recorte) en sus tripas; ni nos ayudarán a comprender la naturaleza de
alguien cuando, recién llegados a una casa, nos acercamos hasta la biblioteca
para leer títulos como si decodificásemos las manchas inconscientes de uno
de esos test psicológicos.
Una biblioteca con demasiadas encarnaciones de Tender Is the Night y de
Tierna es la noche o —según la traducción— Suave es la noche, y hasta una
Tendre est la nuit y Ночь нежна y Yö on hellä y Zärtlich ist die Nacht y Գիշեր ն
անուշէ y Tenera è la notte, todas de Francis Scott Fitzgerald y de Фрэ́нсис
Скотт КейФицдже́р y de Ֆրենսիս Սքոթ Ֆիցջերալդ.
Una biblioteca donde, a modo de decoración, como puntuando el fluir
discursivo de los libros, hay también una primera edición en long-play (precintada, envuelta en su funda negra, sin abrir nunca) de Wish You Were Here
de Pink Floyd; una no muy vieja pero instantáneamente antigua cámara digital (una de esas calcomanías en su flanco de metal, de las que se aplicaban
a los flancos de los viejos baúles de viaje. Donde se lee «Abracadabra»); y un
pequeño y primitivo y atemporal juguete de hojalata. Un hombre a cuerda,
llevando una maleta sin necesidad de incluir baterías o interruptores. Uno
de esos objetos que parecen haber sido fabricados para provocar incontenibles ganas de agarrarlos en todo aquel que los mira. Y hacer girar la llave
que se clava en su maleta. Y de ponerlo a caminar. Y, sorpresa: de hacerlo,
de sucumbir a su encanto, el hechizado descubrirá que este juguete (algo
anda mal, o tal vez no) no avanza sino que retrocede, que sólo puede ir
marcha atrás, como revisitando su viaje. Y, junto al juguete, la reproducción
postal de un cuadro que muestra un reloj con sus tripas al aire. Resortes y
engranajes, curvas cubistas y, mejor, ya es hora, encender los motores de lo
que aquí se contará y play y record y mirar por el visor como se espía por el
ojo de la cerradura que conduce exactamente aquí [...] l
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El abuelo Martín
Claudia Piñeiro
Pasa a buscar a su hijo a las nueve en punto, como cada sábado, así lo
acordó con Marina cuando se separaron. El niño se le abraza a las piernas en
cuanto su madre abre la puerta. Casi sin más palabras que un saludo, ella le
da su mochila. Pedro le pide una campera. «No creo que haga falta», dice ella
pero él insiste. No le aclara que llevará a Julián fuera de la ciudad, a la casa
del abuelo Martín, donde la temperatura siempre es unos grados menor. Para
qué, ella empezaría con sus recomendaciones: que los caballos pueden patear
al niño, que el estanque es peligroso, que no vaya a treparse a ningún árbol.
Las mismas recomendaciones que daba cuando estaban casados y que hicieron
que Pedro dejara de ir. Ahora se arrepiente, la muerte del abuelo Martín, tres
meses atrás, canceló cualquier reparación posible.
Es un día de sol y la ruta está vacía. Pedro pone uno de los cedés preferidos
de Julián, pero antes de salir de la ciudad el niño ya está dormido. Siendo así,
él prefiere el silencio y dedicarse a pensar en lo que tiene que hacer. Su madre
le encargó ocuparse de la venta de la casa. A él no le cayó bien el encargo,
bastante tiene con sus cosas, pero era el candidato natural para la tarea y no
pudo negarse. No sólo fue siempre el preferido de su abuelo sino que además
es arquitecto, qué mejor que un arquitecto para poner a punto una casa que se
quiere vender. En la familia todos dicen que Pedro es arquitecto por el abuelo
Martín. Mientras sus hermanos y primos andaban a caballo o se metían en el
estanque, él lo acompañaba en las múltiples tareas que le demandaba la casa.
El abuelo tenía una empresa constructora y aunque no estudió arquitectura
era como si lo hubiera hecho. Incluso mejor, muchas tareas las realizaba con
sus propias manos: levantar una pared, pintar un ambiente, reparar los techos.
Lejos de venderla y por el cariño que le tiene, si no fuera tan desastroso el
estado de sus finanzas después del divorcio, Pedro se quedaría con esa casa.
Pasa la tranquera y se alegra de que su madre se haya ocupado al menos
de deshacerse de los animales. A él le tocaría, además de las reparaciones,
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contactar una inmobiliaria, fijar un precio de venta, hacer limpiar la casa.
Sin embargo, Pedro tiene muy claro qué será lo primero: tirar la pared que
su abuelo levantó en medio del living, una pared sin sentido arquitectónico
que divide el ambiente en dos e interrumpe el paso. Levantada para tapar un
dolor o fijarlo para siempre. Porque en medio de esa pared, frente al sillón
preferido de su abuelo, colgaba el retrato de Carmiña Núñez, su abuela, a
quien Pedro apenas conoció. Muchas tardes, cuando bajaba el sol, vio a su
abuelo sentarse con un vaso de whisky frente a esa pared y admirar el retrato. Una mujer morena, bonita, luciendo un vestido de encaje blanco que tal
vez haya sido el que usó el día de su casamiento. Pasaban los años y el abuelo
Martín parecía seguir enamorado de ella, aferrado al recuerdo de su mujer
muerta. O eso creía Pedro. Pero un día se lo comentó a su madre y ella puso
mala cara: «De esa mujer yo no hablo». Entonces se dio cuenta de que casi
nadie en la familia mencionaba a su abuela, sólo el abuelo Martín, que cuando
insinuaban algún enojo, decía: «Todos hablan, pero nadie sabe». Muchos años
después se enteró por una prima de que su abuela no estaba muerta sino
que se había ido con otro hombre. Nadie supo más de ella, si formó otra
familia en alguna parte del mundo, ni siquiera si seguía viva o no. Nadie la
volvió a mencionar, excepto el abuelo. Para él ella seguía inmaculada, en su
vestido de encaje con el que la veneró tantas tardes, frente a esa pared que
Pedro se dispone a tirar.
A poco de llegar, Julián ya se mueve en el lugar como si fuera su casa.
«¿Me querés ayudar?», le dice Pedro cuando pasa junto a él con las herramientas. «No», contesta el niño y se sube al columpio que cuelga de un
árbol. Él se ríe, le gusta que Julián haga lo que tenga ganas. Entra a la casa,
deja las herramientas junto a la pared y descuelga el retrato. Lo deja a un
costado, ya verá cómo deshacerse de él más tarde. Toma cincel y martillo
y empieza a golpear. Se pregunta si Marina, a pesar de haberlo negado, lo
habrá dejado, como su abuela, por otro. El cincel se clava con facilidad, la
pared es hueca. No le sorprende, no debía sostener nada, apenas un cuadro.
Apoya el cincel y golpea otra vez, los ladrillos casi se le desarman en la mano.
Y una vez más. Hasta que el cincel se engancha y queda atrapado. Pedro tira
y la herramienta sale con un pedazo de encaje blanco, sucio, envejecido. Se
queda sin aire. El estómago le da un vuelco. Rompe la pared con los puños
hasta que aparece el vestido de su abuela y su esqueleto sostenido por la tela
que impidió que se convirtiera en un manojo de huesos. Mira por la ventana,
Julián acaba de saltar del columpio y viene hacia la casa l
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Mientras
ella duerme
Norberto Luis Romero
Hasta aquel jueves maldito, ella ni siquiera había imaginado que cada noche, durante mis paseos insomnes por la casa, como un murciélago, fumando, desvelado por sus ronquidos poderosos, yo tejía y destejía el asesina­to;
urdía la forma mejor, la única posible para el crimen perfecto, para enviarla
a mejor vida y librarme de su carga, de sus ciento treinta kilos de entonces
y de su agresividad y violencia descontroladas y crecientes.
El sueño se le volvió pesado, con la contundencia del plomo, desde que
engordó, y ni una salva de cañonazos o una estampida podrían interrumpir
su dormir profundo, ese mundo oculto en las simas más profundas de su
cerebro, cuya entrada clausura con sus párpados hinchados. Era también
una ventaja, en aquel entonces, un salvoconducto que me permitía andar a
mi antojo por la casa, leer varias horas, tomar apuntes, trazar el esquema y
las etapas de mis planes con cálculo preciso; ardua y meticulosa tarea ahora
malograda por culpa de Charo.
Buscaba la manera perfecta de deshacerme de tanto hastío a su lado, de
una desilusión insalvable cuya envergadura y solidez parecían aplastarme
como una lápida; y de evadir los reiterados, constantes malos tratos a los
que todavía hoy me somete, y que arrecian a medida que su amistad con
Charo se consolida, se hace más íntima, con esa especie de baba envolvente
que las une en la confidencia y la risa; y también a medida que su cuerpo
amorfo agrega paulatinas cortezas de tejido adiposo hasta hacerla desbordar
del lecho, embotarle el sentido común, entorpecerle la movilidad y agriarle
el carácter.
Todavía hoy, a pesar de todo lo ocurrido, se interna en los laberintos
sagrados del sueño, en las imágenes y sonidos donde se extravía y disfruta
cada noche como una reina, dédalo misterioso desde el que emite sus ronquidos emponzoñados, sirena poderosa y sincopada que atruena en la noche
y me impide dormir. Ciento cincuenta kilos ahora son demasiado volumen,
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demasiada mujer que satisfacer cuando ya no me interesa, cuando la náusea
y el odio me dominan cada vez más y ni siquiera soporto el roce de su piel.
Sé que ella no tiene la culpa de su patética transformación, que una extraña
e incurable enfermedad es la causa; pero tampoco tengo la culpa. Y lo peor
de todo es que se ha acostumbrado a su mole, la juzga como un regalo de
la naturaleza, e incluso se siente atractiva, cuando no irresistible; y se pinta
y perfuma poco antes de que llegue su amiga. Está orgullosa, íntimamente
halagada con sus kilos, con la incapacidad para abandonar la cama en la que
yace tumbada a la bartola desde hace más de un año mirando televisión,
leyendo revistas de moda y de cotilleos de estrellas de cine, hablando por
teléfono con quien yo me sé, comiendo golosinas a todas horas, arrojando
al aire sopores fétidos, invadiendo todo el cuarto con sus ventosidades ruidosas. Y ahora, claro, desde que Charo la visita está mucho más contenta,
más feliz.
Su gordura, hedores y ronquidos no fueron los únicos motivos que me
produjeron esta espantosa repulsión que todavía hoy persiste y se acentúa; lo
es también su carácter, que desde que apareció este extraño mal se le volvió
áspero como la carne de un membrillo, acre con el tiempo y ahora arbitrario
y violento. El problema se acentuó, se duplicó cuando, a mi preocupación
por hallar soluciones viables, tuve que sumar la manera de deshacerme de
semejante mole sin levantar sospechas ni dejar huellas, sin contar con un
cómplice (ni remotamente se me ocurrió pensar en Charo, es obvio, afortunadamente, hubiera sido el error de mi vida) que me facilitara las cosas,
aun sabiendo los inevitables riesgos que entraña compartir un delito de tal
calibre: jamás tuve fe en el trabajo a medias, en las sociedades, que siempre
acaban en enemistad y con la pérdida de alguna de sus partes.
En aquellos días, que hoy rememoro a pesar de todo con cierta nostalgia, a primera hora de la mañana ponía a buen recaudo mis apuntes, mis
croquis, arrojaba a la basura las colillas testigos del insomnio, escondía las
novelas con párrafos subrayados en rojo. De estos actos rutinarios, el único
que conservo es el de volver a meterme en la cama a su lado muy temprano,
mientras ella todavía duerme, y, haciendo equilibrio en el filo del colchón,
me arriesgo a perecer bajo el alud adiposo si ella se diese la vuelta en sueños.
Cuando abre los ojos, convencida de que he pasado la noche allí, junto a su
gigantesca presencia, bostezo fingiendo despertar y le doy los buenos días a
la par que le estampo un beso baboso en su mejilla rechoncha, un beso de
venganza cuya esencia malvada ella ignora. Es entonces cuando comienza a
quitarse las telarañas del sueño, expulsa ostentosas ventosidades que alivian
su vientre y se dispone a ordenarme el suculento desayuno que debo llevarle a la cama. Cuando acaba y eructa me recuerda que me ponga la bata
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y empiece a ocuparme de todas las tareas domésticas que ella dejó a un lado
desde que engordó y decidió, además, que había llegado el momento de gratificarse de los sacrificios del matrimonio con un largo descanso, mientras que
yo, en justa equidad, la relevo de las fatigosas labores domésticas. Ocupaciones
que cumplo a rajatabla y que, contrariamente a lo que podría pensarse, no son
mi mayor motivo de irritación, como tampoco lo son su gordura, ni su soberbia, ni sus gritos y olores, sino el hecho de que se dirija a mí en femenino con
indignos modales, incluso para dirigirse a una sirvienta. No me subleva tanto
que me llame cabrón, cerdo y otras lindezas, como lo hacía los primeros tiempos, sino «cabrona», «cerda»..., escarnios de los que abusa desde que apareció
su íntima amiga Charo, y comenzó a frecuentar la casa los jueves por la tarde.
Al principio me rebelé a su trato injusto y la increpaba, discutíamos y peleábamos hasta desgañitarnos y enronquecer. Después me pareció más decorosa la indiferencia y opté por no contestarle, y responder a sus órdenes con
un melodioso «Sí, mi amor», «Sí, cariño», mientras en silencio paladeaba la
semilla de mi hoy frustrada venganza. También me resultaba humillante que
arreciara sus malos tratos delante de Charo, íntima de la infancia, según ella, y
para mí surgida como por arte de magia; que, aunque mantuvo la boca cerrada
delante de mí hasta aquel jueves aciago, aprobaba en todo momento la conducta de mi mujer, y me consta que la acicateaba en mi ausencia con alguna
de sus malsanas fantasías para enardecerla más.
Los jueves llamaba a la puerta del dormitorio con tres golpecitos discretos;
ellas callaban ante mi presencia y se dirigían miradas cómplices. Yo les servía
en silencio el té con pastas en una de esas mesitas especialmente hechas para
colocar sobre la cama, que adquirí cuando empezó todo este desagradable
asunto. Allí las dejaba parloteando y riendo como hienas, hasta que un grito de
mi mujer: «Ven aquí, guarra, que ya hemos terminado», me obligaba a recoger
el servicio, las migas de la colcha y la alfombra (actualmente a esta rutina se
le agregan otras más dolorosas), y a acompañar a Charo hasta la puerta, justo
hasta el instante en que ella se daba la vuelta y mirándome con sus ojos de
pescado me sonreía y se despedía de mí: «Hasta el jueves, cerdita», como
todavía hoy lo hace, y yo me quedaba allí, parado en la escalinata y viéndola
atravesar el jardín en equilibrio sobre las piernas flacas como de alambre, y
llevando bajo un brazo la caja de cartón alargada con que apareció el primer
día, que es poco menor que una de zapatos, cuyo contenido era un misterio
para mí y que hoy está un poco destartalada por el uso. Y desde entonces no
deja de atosigarme el deseo inmenso de mandarla a freír espárragos y cerrar la
puerta de un golpe para no abrírsela nunca más... pero ella se lo contaría todo
a mi mujer, que increparía mi falta de tacto, de gentileza, reprochándome que
espanto a sus amigas con mi mal carácter.
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A diario acometo mis tareas: limpiar el polvo, pasar el aspirador, recoger,
seleccionar la ropa para la colada, preparar la comida, hacer la compra con la
misma dignidad y responsabilidad con que pergeñaba el crimen... Todo esto
lo hago a gusto, pero lo que no deja de hacerme sentir humillado es ir a la
compra con el carro de loneta floreada, sobre todo por lo de la bata boatiné
(que era de cuando ella estaba delgada, y que por obligación llevo puesta a
todas horas), porque desde la ventana grande del dormitorio, que me hace
abrir al amanecer, me vigila y controla, y como perciba un vago ademán de
quitármela me organiza un follón, me monta una escenita que se oye desde la
manzana vecina. De todas formas, ya no se ríen abiertamente de mí como antes, se habituaron a verme así, sentado en un banco del parque, con el carro a
rebosar, haciendo tiempo bajo el sol y dando de comer a las palomas. Tampoco
soy el único, hace días vi a un señor también en bata rosa. Comentarios a mis
espaldas sé que los hay, y risitas, pero todavía mantengo la esperanza de reír
el último.
Antes, en el fondo del carro siempre traía oculto algún libro de última
adquisición; invariablemente una novela policial en la que inspirarme, desbrozar de espinas el camino hacia mi liberación. Tal vez cometí un error aquel
jueves cuando Charo reparó en el creciente volumen de la biblioteca y me
lanzó, tras echar una mirada rápida a los lomos de los libros, un comentario
irónico que creí esquivado: «Cuántos libros policiales tiene usted, cerdita», y le
contesté que había heredado esa predilección de mi padre, y, en un arranque
de debilidad, y deseoso de agradarle, agregué que si le gustaba alguno podría
prestárselo cuando quisiera; Charo siempre me llama únicamente «cerdita»;
mi mujer, en cambio, utiliza todo un abanico de apodos, la mayoría extraídos
del reino animal: «burra», «lagarta», «vaca», «foca», «gallina», «gusana»... y
cuando su enfado supera los límites estrechos de su paciencia (cosa muy frecuente): «puta» o «frígida».
Pero de todos los insultos a los que me somete, el que más me molesta
es el de «estúpida»; acaso porque mi madre me llamaba así cada vez que me
resistía o me negaba a llevar los horribles vestiditos llenos de volantes y lazos,
que habían sido de mi pobre hermana muerta prematuramente. No sé, son
inusitadas y múltiples las maneras de disolución del amor e inescrutables las
heridas de la infancia.
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Desde aquel jueves que Charo hizo ese comentario, escondí cada libro que
compraba dentro de un viejo baúl con candado, en el altillo, pero sólo los
que podían serme útiles, a los otros, los que no valían para mis planes, una
vez leídos los quemaba por la noche en la chimenea, y en verano los arrojaba
hoja por hoja a las aguas del inodoro.
Y un jueves ocurrió lo imprevisible.
Llegó Charo sobre las cuatro de la tarde con las pastas de té y esa otra caja
bajo el brazo, que hasta esa tarde había constituido un misterio, y se encerró
en el dormitorio con mi mujer a merendar, reírse y murmurar del vecindario.
Mientras limpiaba el polvo del salón las oí más animadas que de costumbre,
no paraban de hablar y de reír, cacareando como gallinas en celo. De pronto
se abrió la puerta y apareció Charo:
—Cerdita, haga usted el favor de ir a por más pastas. Estamos más hambrientas que nunca.
En el camino a la pastelería, vi a lo lejos a aquel otro señor con bata rosa
saliendo de la librería y me compadecí.
Cuando regresé, nada más trasponer la puerta de calle, oí los gritos de mi
esposa llamándome. Entré en el dormitorio y vi mis libros desparramados por
el suelo y sobre la cama, y a Charo, muy envarada en la silla, junto a la ventana
abierta de par en par, con los ojos más saltones y brillantes que nunca.
—¿Quieres que la cierre? —balbucí.
—¿Esto qué significa, guarra? —fueron las palabras de mi esposa, instalada
cómodamente en el borde peligroso de la cólera, agitando en alto uno de los
esquemas de mi plan.
—Son todos iguales —apostilló Charo—. Unas cerdas.
Y sin darme tiempo a articular una excusa, mi mujer comenzó a arrojarme
a la cabeza un volumen tras otro. Charo cogió Extraños en un tren (mi preferido), e hizo otro tanto, con tan buena puntería, que me dio en un ojo con
una arista. Y al ver mi ojo amoratado y lloroso, las dos soltaron una carcajada
sonora y prolongada que les arrancó lágrimas.
Hoy deduzco cómo fue que mi mujer se enteró de la existencia de los libros en el altillo, aunque no sé cómo dio con la llave del baúl donde estaban
los más comprometedores, los que tienen frases subrayadas por mí, croquis
y apuntes de mi plan metidos entre las páginas: Charo lo había sospechado
cuando advirtió el baile constante de títulos en las estanterías y me había
delatado.
—¡Ven aquí, cerda! —me ordenó mi mujer cuando arreciaron sus carcajadas pero sin perder la sonrisa maliciosa. Y vi con insalvable nitidez las
espinas afiladas de la ira perfilándose en su cara fofa y enrojecida, a punto
de lacerarme. Temblando, igual que cuando mi madre me ponía aquellos
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vestiditos, le obedecí, me acerqué a ella como si anduviera sobre cristales o
entre un campo minado. De soslayo vi a Charo que no dejaba de observarme,
muy quieta, con una sonrisa húmeda colgándole de la boca apretada, con los
ojos de pescado iluminados por la repentina e íntima alegría de una malicia
desatada y dispuesta a abalanzarse sobre mí con la misma puntería con la que
me había arrojado la novela.
—¿Qué quieres, cielo? —llegué a articular entre lágrimas, un instante
antes de que me agarrase por el cuello de la bata boatiné con sus enormes
manos y me tironeara hasta dejar mi cara pegada a la suya, enrojecida de
ira, sudorosa.
—¿Así que quieres deshacerte de mí, no, estúpida?
Hacía uso del insulto que más me dolía y creí estar oyendo la voz de mi
pobre madre; me pareció llevar puesto uno de los vestidos pespuntados de
rojo, notaba el peso de sus volantes, el crujir de las faldas almidonadas, la
rigidez de las enaguas de armar rozándome los muslos con su aspereza de
mosquitero. Atiné a negar con la cabeza antes de enmudecer entre las manos poderosas y rechonchas, que en nada se parecían a las finas y elegantes
de mamá. Y oí a Charo detrás de mí, que la azuzaba: «Sujétalo, querida». Y
mi mujer le obedeció en el acto y me cogió por la nuca arrojándome sobre
la cama, me dejó tendido prácticamente encima de su cuerpo, arqueado
sobre su enorme vientre, con las piernas colgando fuera de la cama y la cara
sepultada entre sus pechos enormes, hasta casi ahogarme.
—¡Sujétalo bien! —sonó a mis espaldas una voz metálica y afilada como
una navaja. Y sentí unas manos frías, terriblemente heladas, manosearme
aquí y allá, buscando descaradamente en la entrepierna.
—¡Frígida! —volvió a resonar la voz aguda, de loca histérica, un tono que
sólo a mi madre le hubiera consentido.
—¡Estúpida zorra, te vas a enterar! —gritó mi mujer, y me oprimió con
más fuerza a su cuerpo grasoso obligándome a sentir todos sus olores—.
¡Ahora, Charo, querida!
Y la cara de pescado desabrochó con pasmosa pericia la hebilla de mi
cinturón, me bajó los pantalones dando un tirón certero; también las bragas
rojas de encaje que me obliga a usar todos los jueves la gorda, y me subió la
bata boatiné que sujetó atándomela a la cintura.
Mientras intentaba recomponer en mi cabeza lo que estaba ocurriendo,
todo ese cúmulo de desagradables sorpresas que se mezclaba anacrónicamente con trozos de mi infancia, miré por la ventana hacia el jardín, y vi al
individuo aquel de la bata rosa, con el carro de la compra sujeto a una mano,
mirando hacia dentro con gesto de compasión. Escuché a mis espaldas un
frufrú urgente que me indicó que Charo se estaba despojando de su ropa.
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Quise darme la vuelta, pero las tenazas de mi mujer me lo impidieron, y
en ese mismo instante, el desagradable tacto de una piel helada y áspera se
pegó a la mía, y unas manos hambrientas y torpes me hurgaron con inusitada
premura y voracidad. Mi mujer arreció su abrazo mortífero, me mantuvo
inmovilizado, con la cara sepultada entre sus enormes pechos azulados y
agrios. Por el miserable espacio que ese horizonte cóncavo me dejaba libre,
vislumbré una mano de Charo palpando a ciegas el revoltijo de mantas y de
libros en busca de su emblemática caja de cartón, y más allá, en el jardín, al
individuo compungirse.
Desde ese jueves aciago que complicó mis desvelos, que me privó de los
libros, sin imaginación apenas para fraguar un plan, me sumerjo cada noche
en la miseria, en la desesperación y la impotencia. Mi mente se extravía en
suposiciones, se enreda en una apretada madeja de confusos o vagos incidentes y sucesos pasados cuyo extremo jamás hallo adecuado a mis desvelos.
Todo se me mezcla de manera patética: el perverso motivo de sus risas y
gritos histéricos, que inundan la casa después de la hora del té; el terror a los
jueves; el cuerpo desnudo de Charo, más próximo al de un ave zancuda que
a un ser humano, los arañazos, la increíble fuerza de mi mujer, los insultos,
dos extraños en un tren, vestidos con sendas faldas de volantes, urdiendo un
doble asesinato, mis libros destruidos, mi insomnio mientras ella duerme y
ronca, y el artefacto terrible de la caja de cartón con el que Charo me tortura, mientras su desgraciado marido, en bata y con el carro de la compra,
nos mira embobado por la ventana l
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De La encendida
calma
vii .
Huelen a hoteles imprecisos,
valijas entreabiertas, destinos mal hablados:
[fragmentos]
Alberto Szpunberg
lo que uno busca en el otro
se evade entre gestos confundidos, azarosos,
por una calle que conduce a lo que hoy ya es distinto:
la última verdad se desvanece en cada encuentro
y en ella se hacen fuertes,
sin embargo,
los días.
Il vero amore è una quiete accesa
viii .
G iuseppe U ngaretti , Silenzio in Liguria.
No hay después, no hay más tarde, no hay mañana,
sino el gesto de ella en la tibia desnudez que continúa
las horas más duras, las de siempre,
vi .
como si todo siempre comenzara.
Todo el amor cabe en la mano
cuando la mano se vierte sobre un cuerpo
El aire se inquieta por las cartas que no llegan
que se derrama de goce
y agita las cortinas cerradas a la tarde.
al roce de la mano:
de un cuenco a otro cuenco
se vuelca la transparencia
que calma la sed más antigua,
los veranos más violentos,
y de esta ligereza nace el empeño
de desmentir la gravedad del mundo,
hasta que se cuelen por entre las caricias
sus cuerpos suspendidos,
únicos.
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Inés Aráoz
Gran ciudad
He visto, al fin, una gran ciudad: voraz, tormentosa, amante
terrible. He visto al hombre desnudo en ella, atosigado,
criminal, cerniéndose sobre otros, chirriando dientes,
adosado a sus paredes, monumentos, espiando en las iglesias
vacías. Y este tumulto, sin embargo? Qué llevan todos
en sus miradas que los une, que los compacta contra el
tiempo o los latigazos de la tormenta? Cómo es posible
que no giren como plumas en el vendaval? Atornillados
a raíces, sus suelas adheridas a la brea. Oh! Es apenas una
No aminora el tren la marcha
hebra de acomodo espiritual lo que los preserva. Y ese
a Isidora Aráoz
hombre desnudo, catástrofe, el desencajado, ese llamado
Gran Ciudad u Horror, el más limpio, el que no entendía
Estaban quietos los cielos
el llamado de los otros, el que perdió la silla en el juego,
En Yacanto
el último, el primero, el que masticaba las preguntas, ese
Al parecer moría, no lo sé
a quien todos hubieran adorado como al Ángel si no hubiera
Mi hermano, el más pequeño
sido pérdida de tiempo, soltar la hebra bendita y
Los membrillos no habían madurado aún
por todos glorificada; ese que se paseó desnudo ante los
Y en sus verdes huevos seguía guardada la cría del tero
escaparates y las tiendas, ése, después de todo, era el destinado
Un cierto tinte rojo allá
a las furiosas descargas, al colorido, al escándalo de
Atrás, en la montaña
los elementos. La multitud, al atisbarlo, se horrorizaba y
No lo he visto yo morir
cambiaba el rumbo: desorden! desorden! Ese hombre
Más que otros días
era el desorden de sus vidas. Oh! Qué puede un hombre
Al señalar algunas de esas florcitas tibias
solo, realmente solo, sino abrirse las entrañas y contemplar
Silvestres
en ellas, aturdido, las magnificencias, las matanzas, el
Que esplenden en las lomadas
eterno abismo y, sobre todo, esa apenas hebra que cohesiona
Esto me da paz —decía
a la gran ciudad.
Me hubiera gustado esa tarde
Echar un galope tendido, a campo traviesa
Saltar cercos, una y otra vez
Cruzar los ríos
En mi yegua baya
Correr, correr hacia los oradores de la montaña
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Luis Osvaldo Tedesco
raspar con el tañido
de la respiración con la voz plebe
con las costuras pánicas del habla
raspar con los incisivos
de la boca
con el jadear convulso del enjambre
con los aujeros sin tópicos del alma
i
Una en el otro
iii
acaramelados
La línea
tinta y papel
cuando piensa
arde en el abstracto
festines del diseño
y el sublevo cautivo que mestiza
no está consolidada
su toga en el espectro del vencido
no es fósil exquisito
prendido en el cansancio del poema
es un trecho no más
luego pausa y forcejeo
el deforme carnal de la epopeya
no vale como axioma
ni es
así las cosas viven con su nombre
tumor que sacraliza pestilencias
vale por la ceguera de su trazo
ii
Raspar en el papel
vale por lo imprevisto de su nada
no con la tinta no con su palabra
vale por el dolor de su aleluya
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Balcón
de privilegio
Tununa Mercado
Es la caravana del circo con sonidos de tromba y tambores. Viene por
Viamonte y va a doblar por nuestra calle. No es un circo de segunda como el
que suele instalarse desde hace algunas temporadas en el baldío de enfrente,
con cuatro monos, una trapecista, un payaso y un mago que invita a un chico
en cada función a subir al escenario y, mediante unos pases, le hace poner
un huevo, sino el Gran Circo Norteamericano, en gira desde Buenos Aires
por varias ciudades hasta llegar a Córdoba. Un circo de verdad, así dicen y
así parece porque se escucha un bramido todavía distante de fieras y coro
de voces anticipatorias, luego, alternadamente, el ulular del asombro. Las
veredas están llenas de gente que ahora grita «¡Ya vienen!», conteniendo la
ansiedad, dispuesta a no perderse nada después de largas horas de espera.
El desfile recorre ese primer día, mientras se asientan las carpas junto al río,
un trayecto por todo el barrio General Paz hasta San Vicente, con animales
en jaulas rodantes, artistas del equilibrio y del malabar, monos aulladores
que contorsionan.
Va a pasar el elefante, solo, por el medio de la calle frente al balcón que
ocupamos varios chicos de la cuadra, apretujados, expectante la mirada desde lo alto. Las veredas abarrotadas de vecinos, en puntas de pie los de más
atrás, en primera fila los que llegaron desde temprano. El tiempo comprime
su transcurrir, parece quedarse en una pausa y luego cede, dejando que el
animal finalmente aparezca para iniciar su derrotero desde la curva laxa de
la esquina, sin medir sus pasos, ni contener la oscilación de su trompa, meciéndose con la lentitud que le dicta su peso y le impone su masa. El niño
flaco y el alto, la niña gorda y la enjuta, todos, brazo contra brazo, los cuerpos muy juntos en ese «palco» improvisado en la única casa de dos pisos con
balcón a la calle, percibiendo el temblor mutuo, las respiraciones, el silencio
que impone la música de ese acontecer en movimiento. Está por llegar, ya
llega, tarda, se detiene, está frente a nosotros, levanta su cabeza, ligeramente
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la gira y nos mira con su ojo de párpado rugoso. Se detiene un instante y
todavía un instante más, severa su mirada que la nuestra devuelve sin creer
lo que está viendo. Un entrenador lo insta a seguir, azuzando levemente sus
ancas con una fusta delgada y larga. Otro más se adelanta para guiarlo hacia
un presunto sur, es decir hacia el Bajo de los Perros y San Vicente, destino
que tendrá el gran cortejo, pero el elefante se ha quedado quieto, levanta
la trompa hacia el balcón y barrita frente a nosotros un solo sostenido que
desgarra el fondo. Se diría un saxo grave que irrumpe sin ton ni son comprometiendo la unidad del conjunto. Es a mí a quien mira, dice Daniel, que
tiene nombre, singularizado como persona, se diría como personaje, si esto
dejara de ser una estampa callejera y quisiera tener un protagonista en esa
jornada. Hace tres días que merodea el terreno junto al río, congraciándose
con los artistas, y en especial con ese hombrecito que ahora pica más fuertemente el flanco del animal para retomar la marcha. Estos días le acaricié
la trompa, dice, envanecido. Es el único en el barrio que ha tenido el coraje
de entrar al Bajo de los Perros, una ranchería muy poblada al borde de la
barranca, de pobreza lisa y llana, con fama de albergar seres de avería, y otras
aves, la gallina sin cabeza que se aparece en las noches de invierno, la sangre
coagulada en el cogote. Lugar vedado para niños y más aún para las niñas de
ese balcón privilegiado. Hacia allá irá ese séquito colorido que ha inaugurado el elefante cuya marcha acompasa un pífano en medio de la fanfarria.
Otras figuras, altas, estilizadas, que trastabillan sobre sus monociclos y recuperan reiteradas veces su equilibrio para saludar, quiebran por momentos
la estridencia y dan lugar a un súbito redoblar de tambores y al sonido de
un trombón después de cada proeza. Los payasos hacen su número frente
al balcón, siguiendo el modelo del elefante; muchos se apiñan en esa vereda
para tratar de ver más de cerca la progresión de las escenas que se suceden.
Abajo hay frustración, el malestar sólo se disimula cuando el circo da lugar
a una nueva secuencia. ¿Por qué se detienen? Un balcón suspendido atrae
a la troupe más que ese público diverso, como si el veredicto de esos chicos
asegurara un triunfo. A la «arena» llegan los malabaristas: violan la gravedad
manteniendo en giros perfectos la velocidad, formando corolas de flores; el
círculo no cesa hacia los costados y hacia lo alto, clavas que parecen ingrávidas se cruzan y zigzaguean hasta detenerse en un punto. Verán pasar a la
mujer barbuda con traje de lentejuelas que brillan al sol, rojo sobre blanco,
sentada en una silla señorial sobre una plataforma tirada por dos ponis,
arrojando saludos a diestra y siniestra, la barba y los bigotes negros y espesos y la cabellera sobre los hombros. Su carro triunfal está asentado sobre
llantas, no trepida, como si los caballitos fueran alados. La carroza de los
trapecistas, el hombre bala y la moto que subirá por las paredes de la carpa,
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avanza discreta para no gastar la bravura de sus números. Monos chistosos
haciendo maromas y lanzando aullidos sin motivo. Una écuyère en silla de
dama se para en un pie sobre el caballo de tanto en tanto, ahorrando su
desafío. Ha pasado el león que ruge, indiferente al gabinete de elegidos que
están en el balcón; un domador los acompaña al frente y afuera de la jaula
rodante, como mascarón de proa, los arietes en mano por si se necesitase
domar o contener. La tarde no languidece, tampoco los espectadores. Sin
embargo, la emoción tiende a ser más parca. Hasta que aparece el altar sacrificial de la mujer expuesta a los cuchillos de un amo vestido todo de blanco, como suele vestirse la muerte. Hay griterío, se supone que no acertará
sus tiros, que irá clavando un cuchillo tras otro rodeando el contorno del
cuerpo sin error, sabiendo que no se trata de un juego de niños. El peligro
está en el corazón del circo, late con él. Nada preserva a la mujer, no hay
una red que evite una punta de cuchillo sobre la carne, lo único que la salva
es la maestría de la mano que lo lanza.
Todo parece haber terminado. Como cuando deja de vibrar un instrumento. Ya no hay más, dice el boca a boca en ese tramo del desfile. Un tipo
de sones se escuchan ya lejos, otros han quedado en la cercanía, todavía
no desprendidos de la escena que acompañaban. Un desconcierto triste se
instala en el balcón. Nadie se mueve. Daniel, el niño intrépido, ha tenido
la recompensa de la pupila y el párpado rugoso del elefante. Dicen que la
caravana volverá por la otra margen del río, si ése fuera un río con cauce y
riberas, hasta llegar al puente Sarmiento, el punto de partida. De pronto,
nuevas voces se oyen hacia el norte: se descompasó la marcha o se quiso
pautar un nuevo hito entre los episodios cruciales de la presentación. Nadie
respira en el balcón, los oídos alerta con la esperanza de que todo recomience; un nuevo redoblar, aplausos que no se cierran. La algarabía y el estupor
regocijado de la calle vuelven.
Avanza a paso de hombre, rodilla que quiebra y pie que se adelanta, brazos al compás desganado de un cuerpo que va de derecha a izquierda con
elegancia y una cabeza que arrastra su cabellera de un hombro al otro en el
aire quieto del atardecer. Es el Gigante Camacho, con un andar elástico, mirando en redondo, independizado su paso del conjunto, como si lo meciera
un tiempo lento del altiplano. Es moreno y aindiado, en la cintura lleva una
faja boliviana y un chaleco corto. Sus pantalones se ciñen en la botamanga y
sus pies llevan escarpines de cuero para gigantes. Se detiene justo frente al
balcón, con holgura, observa una araucaria en el jardín vecino y, como si no
tuviera en cuenta la marcha que lo espera, le calcula los años —Treinta, dice,
un círculo de ramas por año— y se adelanta. Nunca podrá ser jardinero ni
rastrear madrigueras, por eso le gustan los árboles crecidos cuya copa puede
tocar como si acariciara una mata. Los niños están inmóviles, las banderitas
del circo tiesas, a la altura del mentón lampiño del gigante, de sus orejas
con leve acromegalia. En el medio, una chica que no sobrepasa la media del
conjunto, extiende hacia él con audacia su mano derecha. Manuel Camacho
adelanta la suya y se la estrecha un instante mirándola a los ojos. Hay redoble y el trombón, que permanecía en silencio, comienza a sonar un aire
melancólico. Las manos se separan y él sigue su camino l
La tarde no languidece, tampoco
los espectadores. Sin embargo, la
emoción tiende a ser más parca.
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Graciela Aráoz
Velorio
Huelo a río quemado en los ojos de ese hombre,
abro, cierro las ventanas
mujeres envueltas gritan, hablan,
no sé cuántas cosas han pasado en diez años
antes de dormirme, a veces tiemblo
otras lloro
los lobos aúllan y enciendo velitas
prefiero velar al muerto antes de que muera
L a violinista del quinto
con los ojos
desnudos
y todavía mirándome.
Ella se abraza y se queda quieta
aprieta los dientes
va y viene sintiendo el olor del pato
que la vecina descuartizó.
Se abraza cada vez más largo
desde su ventana ve la cabeza sangrante
del pato
cruza y la ceremonia se anuncia
la cocina hierve, las especias tendidas
mientras ella paladea el deseo:
la boca se abre,
se huele la comida, se abraza nuevamente,
abre los ojos, la boca abre,
la abraza, se besan
hasta que el beso muerde
el elixir de los vampiros
y ahí regresa
y vuelve a ser la violinista del quinto piso.
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Fin de semana
Sergio S. Olguín
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Veintiocho segundos. Ése era el tiempo que tardaba el ascensor en hacer los veintidós pisos desde la oficina en la que trabajaba hasta el segundo
subsuelo. Para cumplir con esa marca el ascensor no debía detenerse en
ningún piso intermedio. Veintiocho segundos desde que se cerraban las
puertas hasta que comenzaban a abrirse en el garaje del edificio. El ascensor
comenzaba a frenar seis segundos antes de llegar. Desaceleraba en la planta
baja y llegaba plácidamente, como si no hubiera caído setenta metros en
unos veinte segundos. Emilio había hecho todos los cálculos. Veintiocho
segundos tardaba cada viernes en caer. Cada piso que dejaba atrás lo iba
transformando en un tipo diferente al que conocían sus compañeros, el
Jefe, las secretarias, la recepcionista, que al fin y al cabo era la última en verlo antes de la transformación. Era como Batman bajando por los batitubos
hacia la baticueva. Aunque él no se convertía en ningún héroe, la ropa seguía
siendo la misma, no había escondite secreto. No estaba por salvar al mundo.
Veintiocho, veintisiete, veintiséis. Cuando la cuenta llegara a cero ese viernes, como todos los viernes, se estaría hundiendo en el fondo de él mismo.
En esos veintiochos segundos también pasaba de las luces de la empresa,
de los ventanales que daban al Río de la Plata, de la vista abierta de la costa
uruguaya, a la húmeda oscuridad de paredes grises del subsuelo. Como
si ese edificio supuestamente inteligente lo acompañara en su estado de
ánimo. Buscó su Toyota en la cochera habitual, entre la Suzuki gsx-1300r
Hayabusa de Felipe y el bmw del Jefe. Los dos seguirían todavía un rato más
en sus despachos. Felipe hacía tiempo para comenzar la noche en el after de
Gibson. El Jefe leería por enésima vez los reportes que Felipe y él le habían
entregado al cierre de las bolsas y después de la reunión con los hermanos
Alvariza. Le gustaba ser el último en irse de la oficina y alimentar el mito
de ser el que más trabajaba. Se llevaría carpetas al country y lo llamaría a
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Felipe durante el fin de semana. A Emilio también, pero él no lo atendería.
No atendía nunca un sábado o domingo. El Jefe pensaba que era un gesto de
rebeldía de Emilio. Una excentricidad que compensaba con creces de lunes
a viernes y que por lo tanto el Jefe decidía dejar sin sanción.
Cuando su Toyota alcanzó la salida de la calle Tucumán ya se había hecho
noche. En invierno siempre tenía la sensación de meterse en la oscuridad,
como si ese cielo negro no encapotara todo Buenos Aires sino el lugar que
él pasaba con su auto. Se metía en la oscuridad como el Jefe en el country o
Felipe en el último bar de moda. El pie derecho se movía entre el acelerador
y el freno con independencia de lo que él pensara. Era como respirar. Llegar
a su departamento era eso: una función fisiológica que las distintas partes
del cuerpo llevaban a cabo sin que él lo decidiera.
De garaje a garaje no tenía más de veinte minutos con el tráfico del viernes por la tarde. Pero la simetría del viaje (oficina, ascensor, garaje, calle,
garaje, ascensor, el palier privado de su departamento) no se repetía en su
ánimo. Sin siquiera encender las luces del living fue hacia su cuarto, se quitó
la ropa, buscó unas bermudas con las que también jugaba tenis los martes y
se tiró sobre la cama. Así, mirando el techo, en las primeras penumbras de
la tarde, esperó que se terminara de hacer noche. El cielorraso de su cuarto
iba desdibujándose hasta que sus ojos ya no lo veían.
En esa hora que pasaba tirado en la cama no se dormía. Al contrario,
mantenía sus sentidos tan alertas como si estuviera a punto de ser víctima
de un ataque de un desconocido. Cuando la habitación quedó sin una luz
natural se levantó y fue hacia la cocina. Abrió la heladera: estaba repleta de
gaseosas, cervezas, jugos, sándwiches envasados, quesos, frascos de aceitunas, frutas. Una heladera repleta era lo que el Emilio-Días de Semana
le dejaba a Emilio-Fin de Semana. Emilio miró todo con cierto desprecio.
Tomó una botella de agua sin gas y cerró la heladera de manera tan leve
que quedó abierta y tuvo que empujarla un poco más para que cerrara
correctamente.
ii
No siempre había sido así. Había sido peor. Diez años atrás su padre había
caído enfermo. Le habían detectado un tumor en los pulmones y había
comenzado con distintos tratamientos. Rayos, quimioterapia, terapias alternativas. Su madre lo había hecho recorrer todo consultorio que ofreciera
la más mínima posibilidad de curación. No le importaba si eran médicos
o gurúes, sabios o chantas. En todos puso su esperanza y tal vez por eso su
padre no murió sino dos años más tarde, cuando se agotaron todas las medicinas, tradicionales y exóticas.
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Fue en esos días cuando Emilio comenzó a caer. Al principio todos (su
madre, su hermano Joaquín, su novia Angie) pensaron que era consecuencia
de la enfermedad paterna, que no podía soportar ver la agonía de su padre
postrado en una cama. Emilio pasaba días sin salir de su cuarto, o era capaz
de no ir por semanas a la facultad. Pero cuando nadie lo esperaba volvía a ser
el de siempre. O no, mejor dicho, volvía a ser una versión recargada del de
siempre. Recuperaba las clases perdidas, acompañaba a su padre a los tratamientos, apoyaba a su madre, alentaba a Joaquín y hacía sentir a Angie el
centro del universo.
Emilio se había convertido en un ser imprevisible. Podía pasar meses de
actividad frenética para caer sin previo aviso en un mundo pesadillesco. Se
encerraba en su cuarto pero sobre todo se encerraba en sí mismo. No dejaba
una grieta por donde alguien pudiera prestarle ayuda. Y si era maravilloso
estar cerca de él cuando el mundo le sonreía, las caídas descolocaban a todos,
a pesar de que con el tiempo se dieron cuenta de que eso siempre ocurría e
iba a ocurrir. Y Angie lo dejó y perdió un par de trabajos, tuvo que recursar
algunas materias y su padre se murió después de una larga e innecesaria agonía
que coincidió con una de las caídas de Emilio. Apenas estuvo en el velorio y
acompañó al séquito de deudos casi arrastrado por su hermano que hasta se
animó a pegarle un cachetazo. Quería despertarlo, sacarlo de ese mundo de
zombis que Joaquín pensaba que Emilio disfrutaba. Lo cacheteó, lo insultó y
lo obligó a ir hasta el cementerio.
Lo que no sabía Joaquín era que Emilio no quería estar allá abajo, que hacía
esfuerzos increíbles por dominar la situación. Emilio descubrió que si se abocaba intensamente a una actividad, sin importar cuál, había menos posibilidades de que cayera. Estudiaba cada materia de la carrera con tanta pasión que
parecía haber abandonado los momentos de caída. Estudiaba y eran meses de
gloria. No sólo sacaba buenas notas sino que tenía suerte con sus compañeras.
No se había puesto de novio como con Angie, pero nunca le faltaba una chica
en su departamento de soltero. Ni tampoco le faltaba trabajo. Era él quien
decidía dejar a su amante, o cambiar de trabajo a un ritmo demencial. Pero
cuando daba el último parcial de la materia, se hundía. Su espíritu se dejaba
tragar por una arena movediza. Y no salía de ahí por un buen tiempo.
iii
El sábado se despertó cerca de las once. La luz del sol se colaba por la ventana
cerrada. Lo había despertado un sueño que había tenido un rato antes: estaba
en la casa de Villa Gesell que los padres alquilaban cuando él tenía nueve o
diez años. Estaba sentado entre los pinares y sentía (no era que veía sino que
tenía la sensación) cómo un perro corría hacía él a sus espaldas. Intentaba
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darse vuelta o levantarse, pero no podía. El animal apoyaba sus patas sobre él,
que se despertó en ese instante. No había llegado a ser una pesadilla sino una
especie de susto.
Fue hasta el baño y se quedó sentado en el inodoro un cuarto de hora.
Recién se levantó cuando sintió que sus piernas se acalambraban. Se lavó la
cara pero no se afeitó ni se lavó los dientes. Tampoco se detuvo a mirarse en
el espejo. Sabía que no le gustaba lo que había del otro lado.
Las ventanas del living quedaban generalmente levantadas. Le molestaba
la claridad, así que fue hacia la cocina. Se sirvió un vaso de jugo de naranja y
comió unas galletas Oreo que encontró en la alacena. La heladera no andaba
del todo bien, hacía un ruido como las heladeras antiguas. Parecía un motor
forzado que descansaba un par de minutos y volvía a arrancar como si le
costara el esfuerzo. Emilio se quedó escuchando el ruido de la heladera, el
silencio y el nuevo arranque. Silencio, ruido, silencio, ruido de motor viejo.
Veinticuatro horas antes, Emilio negociaba la compra de acciones de Electrospyres, una empresa sudafricana dedicada a productos electroquirúrgicos,
en la Bolsa de Nueva York a nombre de un cliente local. El Jefe había tenido
una semana difícil con inversiones poco adecuadas, rechazos de empresas
locales y algún otro mal paso del que no dudó en responsabilizar a Felipe y a
él por su mal desempeño, aunque en la mayoría de los casos se debía a decisiones suyas poco felices en las que Felipe y Emilio no habían tenido que ver.
Pero el acuerdo con Electrospyres había hecho girar la rueda de la fortuna y
el Jefe había abierto su botella de whisky japonés para convidar a Felipe y a
Emilio, un síntoma de que estaba muy feliz con el dinero que iba a entrar en
las semanas siguientes por concepto de comisiones.
Emilio venía trabajando en el tema desde hacía tiempo, y si no se había caído el acuerdo había sido básicamente gracias a su esfuerzo, ya que no parecía
el mejor momento para tomar acciones de una empresa sudafricana que, si
bien estaba creciendo, tenía un techo bastante previsible. Pero Emilio había
conseguido triangular la operación con un inversor mexicano interesado en el
cliente argentino. Durante varios días caminó sobre la cuerda floja de negociaciones que podían caerse por cualquiera de los lados. Además cada grupo
interesado tenía demasiados participantes, voces, asesores y hasta tomadores
de decisiones que complicaban demencialmente el trabajo de Emilio. Pero
él surfeaba maravillosamente bien sobre la locura bursátil y los temores empresariales. Su Jefe lo sabía y se lo reconocía con el whisky de viernes por la
tarde, y con las comisiones que, si bien no eran generosas en porcentaje, sí
lo eran en cantidad concreta de dinero, debido al volumen de los negocios. Y
se lo reconocía cuando los lunes no le reprochaba la falta de respuesta a sus
llamados y a los mails del fin de semana.
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Pasó lo que quedaba de la mañana mirando la televisión. Como no le interesaba ningún programa en especial hizo zapping hasta detenerse en uno
de esos programas de ventas de productos que ofrecían cuchillas eléctricas
o cinturones masajeadores. Lo miró completo y cuando se reiniciaba siguió
con el zapping. Alrededor de las 14 fue hasta la cocina y sacó una pizza del
freezer. La puso en el microondas y esperó que se hiciera mientras miraba
la puerta del microondas como si fuera la pantalla de la televisión. Se abrió
una cerveza. Después otra. La pizza había quedado con la masa blanda.
Comió un pedazo y dejó el resto sobre la mesada de la cocina. Abrió una
tercera lata de cerveza y se la llevó a la habitación.
—Soy un workalcoholic —repetía cada vez que alguien descubría que los
fines de semana, comunes o largos, él no llevaba a cabo ninguna actividad
social digna de tal nombre. La explicación iba perfecta con lo que pensaban
de él y evitaba seguir con el tema. Nadie se detenía a pensar que si así fuera
le bastaría con llevarse trabajo a la casa los fines de semana. Le bastaría ser
como el Jefe o como Felipe, muy a pesar suyo, que trabajaban los siete días
de la semana. Ni qué hablar los domingos, cuando la Bolsa de Japón del
lunes abría a la tarde del fin de semana, cuando los japoneses depresivos
ya se habían suicidado pero los locales todavía meditaban si hacerlo o no.
En apenas dos meses tendría vacaciones. Quince días que los amantes
de la teoría del workalcoholismo pensarían que se la pasaría sentado en el
rincón más oscuro de su departamento. El año anterior se había ido con
Felipe (que había planificado el viaje varios meses antes) a Bangkok y a unas
playas de Tailandia. En el viaje París-Bangkok Emilio había convencido a dos
turistas francesas para que se unieran en su raid por los lugares más exóticos
del sudeste asiático. Emilio estaba interesado en todo: en las comidas, las
artesanías, las playas, las putas, los problemas políticos tailandeses. Su ritmo
dejaba agotado al turista más activo. Las francesas se cansaron al tercer día y
hasta Felipe lo seguía a regañadientes, especialmente cuando Emilio quería
convencerlo de asociarse para formar una fundación para el intercambio
comercial y cultural de Tailandia con la Argentina. Hasta llegó a reunirse
con un ministro tailandés una mañana entre el desayuno en una pagoda y el
almuerzo en una playa a cien kilómetros de Bangkok.
Cuando regresaron a Buenos Aires, Emilio no volvió inmediatamente
al trabajo. Tuvo que pedirse una semana más. El Jefe primero se enojó
pero después no le quedó otra que aceptar que su mejor bróker necesitaba
recuperarse de la joda. Felipe habló ambiguamente de drogas, mujeres al
por mayor y la más increíble combinación de bebidas alcohólicas que un
hombre podía llegar a tomar. Exageró, pero la explicación le vino perfecta a
Emilio, que pasó esa semana en el rincón más oscuro de su departamento.
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iv
Después de la tercera cerveza, Emilio se quedó dormido mientras hacía nuevamente zapping. Cuando se despertó comenzaba a oscurecer. Las
sombras ya volvían menos luminoso el living y fue hasta ahí. Encendió la
Playstation 3 conectada al led del living y mientras se cargaba fue hasta el bar
y se sirvió un whisky generoso. Las imágenes de un auto escapando de un control policial y de otros enemigos ocupó la pantalla del televisor. El Grand Theft
Auto iv ya estaba listo para una nueva misión. Se arrellanó en el sofá, buscó la
partida empezada y comenzó a jugar. La Playstation era el punto que el Emilio
de los fines de semana compartía con el Emilio de los demás días. Estuviera
excitado por un negocio que debía cerrar al día siguiente, preocupado por un
cliente demasiado difícil o perdido en las sombras de un sábado a la noche,
Emilio siempre podía pasar horas con el joystick inalámbrico destruyendo
enemigos para cumplir con los objetivos de dinero ganado que el gta exigía.
Las misiones avanzaban sin interrupciones.
Sobre la mesa ratona vibraba en silencio su celular. Debía de ser María
Pía, la gerente de marketing de Procter & Gamble que había conocido unas
semanas atrás en un after del Microcentro. Se habían ido juntos al departamento de ella cerca de Puente Pacífico y habían tenido una maravillosa
noche de sexo y coincidencias (la música de Moby, las películas en las que
actuaba Daniel Craig, las playas del nordeste brasileño, la comida india).
Ese primer encuentro no fue una falsa ilusión fruto de demasiados tragos
disfrutados en happy hour, sino que se vio fogoneado por las siguientes
citas en las que recorrieron bares y restaurantes para terminar en el departamento de alguno de los dos. A María Pía le había llamado la atención que
no tuviera fotos suyas ni de ningún ser querido en su hogar (en el de ella se
podía recorrer su vida en los retratos que aparecían aquí y allá en los tres
ambientes). Emilio le quitó importancia porque a él realmente las fotos no
le decían nada. Algo que también era común a su pensamiento de lunes a
domingos.
Al llegar el primer fin de semana de su relación, María Pía no pudo arreglar un encuentro con Emilio. Los siguientes días volvieron a pasarla muy
bien juntos, pero tampoco se vieron a partir del viernes. María Pía comenzó
a sospechar que Emilio tenía otra novia, o tal vez una esposa e hijos y que
ese piso en Puerto Madero, decorado con tan pocos toques personales, era
un bulo para sus relaciones informales con otras mujeres.
El celular sonaba. María Pía debía de estar furiosa, o preocupada, o triste. Tarde o temprano iba a sentirse desilusionada y lo iba a dejar. Emilio
lo sabía. Miró el celular vibrando e iluminándose sobre la mesita, pero no
atinó a tomar la llamada. Siguió matando enemigos con su joystick.
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Unas horas más tarde, Emilio sintió acalambrados los brazos y la espalda.
Puso pausa en el juego y fue hasta la cocina. Sobre la mesada quedaba la pizza.
La probó y era como masticar un plástico. Sacó de la heladera un sándwich de
miga envasado y una cerveza. Se llevó todo al living y siguió jugando un rato
más, pero ya no tenía ganas. Fue hasta la computadora y se puso a ver pornografía en algunos sitios pagos de los que tenía una membresía. Vio porno
de chicas con chicas, producciones profesionales con estrellas del género. Le
gustaba creer que podía haber un mundo de placer sin la presencia de hombres, que dejara afuera de cualquier fantasía incluso a él. Sólo chicas hermosas
y calientes. Se masturbó y luego siguió recorriendo las páginas porno porque
no se le ocurría nada mejor para hacer. Finalmente se sirvió otro whisky y se
quedó dormido en el sillón de tres cuerpos.
v
El calor del sol le pegó en la cara. Abrió los ojos y por un momento no vio
nada. Una ceguera blanca por la excesiva luz que entraba de los ventanales.
Le dolían la espalda y la cabeza, tenía contracturadas las piernas y sentía el
estómago revuelto. Se levantó pesadamente y fue hasta el baño. Se quedó
sentado en el inodoro mucho tiempo, hasta que las piernas contracturadas
comenzaron a acalambrarse.
Cuando volvió al living se acercó a los ventanales. Abrió uno y el viento le
dio un suave empujón, como si quisiera impedirle salir al balcón. Miró hacia
la Costanera Sur y vio a la gente que ya iba a pasar el domingo entre parrillas
al paso, un río seco y algunos árboles donde tomar sombra. Se acordó cuando
adolescente su padre los llevaba a él y a su hermano Joaquín a pescar al Río de
la Plata en una lancha vieja. A veces llegaban hasta Colonia o iban a la altura de
Quilmes, según donde el padre descubriera que había pique. Si su padre estuviera vivo, si lo llamara para ir a pescar, si él pudiera verlo como cuando era
adolescente: sabio, eterno, cercano. Hoy ya nada le quedaba salvo un recuerdo que se iba vaciando de imágenes, que había perdido los olores y los ruidos
y que su mente reducía a unas frases. En treinta segundos podía decir todo lo
que le quedaba de sus domingos más felices junto a su padre y a su hermano.
Buscó en el botiquín del baño unas píldoras Oxa b12 y se tomó dos. Fue
hasta la cocina y se preparó un Nespresso, que tomó amargo y de pie. No
podía sacarse la sombra de su padre que había aparecido en el balcón. Tenía
la garganta seca. Se tomó una latita de Coca-Cola y fue peor. Ahora se sentía
inflado, pesado y con la boca pegajosa. No tenía fuerzas para prender la Play
ni para buscar más porno lésbico en internet ni para hacer zapping en la tele
de la habitación. Se sirvió un whisky y se sentó en el piso, apoyado contra
una pared, y se puso a esperar. Los minutos caían con la fuerza de un látigo
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en la espalda. Con el whisky a medio terminar volvió a dormirse o perdió el
conocimiento.
Sintió una mano en su cara. No era exactamente una caricia, aunque tampoco era un cachetazo para hacerlo volver en sí. Era más bien un gesto intermedio, una mano que le recorría el pómulo izquierdo con firmeza y cariño a
la vez. Emilio abrió los ojos. Ya no había en el living la luz blanca de la mañana.
Frente a él, agachado, mirándolo como un médico o un árbitro de boxeo,
estaba Joaquín.
—Dale, boludo, despertate. A vos sólo se te ocurre dormir en el piso, con
el somier que tenés en la pieza.
Cuando vio que su hermano reaccionaba, Joaquín se despreocupó de él y
fue hacia la cocina. Emilio sintió ruido de agua y una hornalla que se encendía. Desde la cocina Joaquin gritó:
—Menos mal que traje yerba. Mucho cafecito de las Filipinas pero ni una
puta yerba Rosamonte.
Desde que Emilio había comprado ese piso, le había dado un juego de
llaves a su hermano. Y desde entonces Joaquín las había usado cada domingo
a la tarde. Se aparecía sudoroso porque venía de jugar fútbol con sus amigos.
Venía con un bolso y siempre traía algo más.
—¿Sabías que acá nomás tenés una panadería que hace las medialunas
igual que las de Atalaya? No se puede creer.
Emilio se había puesto de pie pero se había quedado parado en el mismo
lugar, como congelado. No le gustaba que su hermano se metiera en su casa
y dispusiera de todo como si fuera el dueño. No le gustaba ese papel de buen
samaritano que repetía cada domingo. Debía quitarle las llaves que le había
dado.
Joaquín acomodó el paquete de medialunas sobre la mesa ratona y después
fue a la cocina a buscar todo lo que necesitaba para cebar mate. Le hizo un
gesto a Emilio para que se acomodara en un sillón. Encendió la televisión y
puso un partido de fútbol. Jugaban Estudiantes y Newells. No era un partido
que a Joaquín le interesara especialmente, pero lo miraba con detenimiento y
le hacía comentarios a Emilio a la vez que le pasaba el mate. Emilio lo dejaba
hacer, le contestaba con monosílabos y comió una medialuna para no tener
que soportar que le insistiera con la comida.
Cuando llegó la noche Joaquín buscó entre los imanes de la heladera el
teléfono de algún delivery que le gustara. Se decidió por una parrilla que quedaba ahí nomás, en Puerto Madero. Pidió unas costillitas de cerdo con batatas
fritas y dos flanes. Sólo se permitió abrir una botella de vino cuando ya había
llegado la cena y se disponían a comer. Pero sólo le dejó tomar una copa. Si
Emilio tenía sed, había agua.
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Vieron juntos en la televisión del cuarto una de las películas de Bourne
ya empezada. La habían visto mil veces, pero eso no le quitaba interés a las
huidas de Bourne por los techos de Berlín o por las calles de Grecia. Cuando
terminó la película era ya cerca de medianoche. Joaquín lo obligó a meterse
en la cama. Emilio le dijo:
—Quiero que me devuelvas las llaves.
—Ni en pedo.
—Te lo digo en serio.
—Me gusta tu depto y me gusta usarlo de bulo cuando te vas de viaje, o
venir y tomarme tus Ruttini, así que olvidate que te devuelva nada.
Joaquín lo arropó como si fuera un hijo pequeño o un padre enfermo.
Después le dio un beso en la mejilla y le dijo.
—Mañana hablamos.
Pero era mentira, porque Joaquín no lo llamaba el lunes. Ni los días siguientes. Nunca hablaban por teléfono. Aparecía los domingos por la tarde y
se iba siempre cerca de medianoche. Se retiraba justo cuando él comenzaba
a dormirse. El sueño lo arrastraba aunque se resistiera. Mejor entregarse a la
inconsciencia de la noche. Cuando se despertase al día siguiente, Emilio desplegaría las alas y volaría por encima de esa ciudad como hace un águila sobre
los cielos que domina l
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(Nota de la Traductora)
María Sonia Cristoff
Normalmente aquí tomamos sólo té, me dijo Amy, desde la cabecera de
la mesa, cuando pregunté en cuál de los termos estaba el café. Era mi primer
desayuno en la estancia fueguina a la que había llegado contratada para traducir los Diarios manuscritos de un antepasado de la familia que había sido,
además, uno de los primeros hombres blancos en asentarse en esas tierras.
Era el primer desayuno, insisto, del primer día de un total de sesenta que
en ese instante, a partir de esa sola frase, se me volvieron interminables, imposibles: no recordaba haber traducido ni una sola frase sin la conspiración
implícita del café. Los otros contratados para trabajar en la estancia —tres
biólogas recién recibidas que oficiarían de asistentes de Amy en sus investigaciones sobre los cetáceos australes y un diletante que, harto de recorrer
el mundo, había recalado ahí con la promesa de encargarse de las flores del
jardín— ya estaban sentados alrededor de la mesa larga de madera en la
que, comprobaría con el correr de los días, nos servirían todas las comidas
con una puntualidad imperturbable. Miré a mis colegas, por así llamarlos,
buscando no sé qué clase de solidaridad, pero todas las mujeres tenían la
vista baja; solamente el diletante me miró fugazmente antes de llevarse a la
boca su tazón de té con leche. Las otras tazas, comprobé, estaban repletas
del mismo brebaje. Mi estómago se estrujó.
También en ese primer desayuno, Amy nos explicó cuáles eran las otras
cosas que normalmente se hacían en su estancia: a las nueve en punto té con
leche, a las nueve y media comienzo del trabajo, a la una en punto almuerzo, a las dos conducción de visita guiada por la estancia para los grupos de
turistas que llegaban por el Canal de Beagle —tarea que debíamos realizar
los cinco contratados, independientemente de nuestros trabajos y saberes
específicos y de nuestro currículum y de nuestras preferencias—, a las tres
y media retorno al trabajo específico, a las siete y media cena. Café jamás.
Duchas tres veces por semana: bañarse todos los días, lujuria imperdonable.
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Cuarto no propio sino compartido con los colegas y, además, externo a la
casa principal. Calefacción nula. Sentí de pronto una dislocación, el ingreso
a un universo paralelo, una especie de Legión Extranjera en versión patagónica a la que nunca había aplicado. O de algún modo sí. En realidad, sin
ánimo de entrar en detalles, debo confesar que se trataba de un momento
de mi vida en el que volver a Buenos Aires era mucho peor que estar cautiva
en medio de la Tierra del Fuego.
Entonces hubo una noche en la que, al contrario de las otras, no me
fui a la cama a leer, sumergida entre mantas insuficientes, inmediatamente
después de comer. Decidí, al menos por una vez, quedarme un rato en la
sala en la que mis colegas solían jugar a las cartas hasta la medianoche. Me
desplomé en un sillón que estaba cerca de una puerta: los juegos de mesa
me causan urticaria pero, embarcada en el plan de sociabilizar en el que
estaba, no dije nada. Hojeé una revista vieja. Miré por los ventanales: las
montañas, el Beagle, todo se veía negro. Me preguntaba cómo haría para
resistir allí el tiempo que tenía por delante: el catálogo de normalidades
que Amy había ido desgranando a lo largo de esa semana estaba haciendo
estragos en mí. Por los comentarios y sobrentendidos que circulaban en
la partida de cartas, deduje que los otros habían desarrollado ya vínculos
bastante definidos. El diletante ejercía un poder evidente sobre el resto.
En un momento, sin desviar la mirada de sus cartas, me comentó que por
ahí había una revista con muy buenos crucigramas: me abstuve de decirle
que los crucigramas me dan casi tanta urticaria como los juegos de mesa
y me puse a leer un horóscopo viejo en el que se me instaba a resolver
urgente cuestiones legales postergadas. De pronto sentí más frío que de
costumbre: me di cuenta de que la puerta contigua a mi sillón se había
abierto por alguna ráfaga de viento que ahora apuntaba directamente a mí.
Me levanté para resolver lo que ya me parecía un ataque personal —esta
vez de la naturaleza— y vi, por la puerta entreabierta, que del otro lado
había una gran sala que parecía cumplir la misma función que ésta en la
que estábamos, aunque la escenografía era muy distinta: los sillones se veían
mullidos, los muebles antiguos, y en un rincón había una serie de botellas
de bebidas blancas apiñadas en un mueble de madera que parecía tallado
a mano. Una especie de salón vip, pensé. Estaba por cerrar bien la puerta
para evitar más ráfagas cuando vi que, sobre una pared, había una biblioteca. Inmensa, llena de libros. Fui cual rayo hasta el cuarto que no era ni
propio ni calefaccionado, busqué mi linternita de lectura y esa noche me
quedé, quién sabe hasta qué hora, adivinando en lomos derruidos títulos
de relatos de viajeros que hasta entonces, aun en una vida absorbida por la
lectura, ni siquiera habían pasado por mi cabeza.
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A la noche siguiente volví a mi rutina de irme a la cama inmediatamente
después de comer, con la diferencia de que, a partir de entonces, las novelas
que me había llevado para leer desde Buenos Aires fueron desplazadas por
los relatos de viaje que, subrepticiamente, iba sacando de esa gran biblioteca. La toponimia de esos relatos indicaba trayectos próximos, muy próximos
en verdad al recodo del Canal de Beagle en el que yo había devenido una
especie de traductora en cautiverio. A partir de ese momento, sin embargo,
algo cambió: los grupos de turistas que los días previos me habían resultado
un tormento me parecían ahora una bendición, una suerte de cómplices
involuntarios. Esperaba ansiosa que se hicieran las dos de la tarde para verlos
bajar del muelle. Entonces los llevaba de caminata entre los bosques, con
la diferencia de que ahora, en vez de recitarles el guión oficial que Amy me
había dado impreso el primer día, en el que convivían datos históricos con
precisiones sobre la flora y la fauna, me entregaba a una deriva en la que iban
apareciendo, inconexas y urgentes, algunas de las historias que había leído
la noche previa. Convertía a los turistas en una especie de lectores cautivos
y les contaba, por ejemplo, la historia de Allen Gardiner,
el capitán de la marina inglesa que, a los cuarenta años, cuando muere su
mujer, decide cambiar la fe en las flotas por la fe en los Evangelios y, después
de fracasar en Nueva Guinea y en el sur de África, viene a predicar entre los
indígenas fueguinos, pero naufraga en Puerto Español, en el extremo oriental
de Tierra del Fuego, y mientras los hombres de su expedición van muriendo de
sed y de frío, logra tomar notas en una libreta que fue encontrada diez meses
más tarde del naufragio, en octubre de 1851, junto a los diarios y las cartas y
los cadáveres, y en el cual la caligrafía temblorosa de Gardiner asegura que,
a pesar de no haber probado agua ni bocado en varios días, no cambiaría esa
condición de éxtasis por nada en el mundo.
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O la de Florence Dixie,
la aristócrata inglesa que, hastiada de lo que considera «la superficialidad
de la existencia moderna», decide hacer un viaje a la Patagonia que entonces,
a fines del diecinueve, resultaba un territorio verdaderamente remoto, «otro
planeta», como no deja de llamarlo, para lo cual parte en barco con una comitiva que no excluye a su marido y, en una época en la que la caza no era
un tabú sino un deporte que reconfirmaba la diferenciación de clase, pasa
allí un tiempo matando todo tipo de animales —ñandúes, guanacos, zorros y
hasta una ibis— y cocinando varias de esas presas y recuperando la vitalidad
perdida en las conversaciones de salones londinenses y hasta se podría decir
que transformándose radicalmente, porque después de ese viaje, y de otro que
hace al África como corresponsal de guerra, en su vuelta a Inglaterra Florence
Dixie se convierte, a través de sus artículos periodísticos y de sus libros, en
una opositora al imperialismo inglés en África y en Irlanda y, con igual vehemencia, en una activista a favor de los derechos de la mujer.
O la historia de Iuliu Popper,
quien huye de su Rumania natal, perseguido por su condición de judío, y se recibe de ingeniero en París, después de lo cual trabaja en el mantenimiento del
Canal de Suez, en el ordenamiento urbano de Nueva Orleans y de La Habana
y en los planes cartográficos del gobierno mexicano antes de recalar en la
Argentina en 1885, donde rápidamente establece contacto con los círculos de
poder, lo que le permite ir como enviado a inspeccionar las posibilidades de
explotación minera en Santa Cruz, aunque él va más allá y da los primeros
pasos para explotar oro en Tierra del Fuego, territorio en el que también explota indígenas y en el que planea fundar una colonia llamada Atlanta a partir
de la cual se propone competir, en dudosa alianza con el gobierno argentino,
contra la supremacía comercial que Punta Arenas, enclave chileno, obtenía
por entonces de la multiplicidad de barcos que cruzaban entre el Atlántico y
el Pacífico, pero el plan queda trunco, como varios otros, después de que lo
asalta una muerte súbita y también dudosa en su departamento céntrico de
Buenos Aires.
interesados en mis cuentos —a los cuales, por otra parte, con cada paseo
les iba agregando nuevos ingredientes—, me seguían. Eran los menos, tengo
que reconocer. Los otros, interesados en los objetos y especies que tenían
por primera vez frente a sus ojos, se iban rezagando. Miraban las cosas, se
miraban entre ellos. Esperaban, al menos, los epígrafes, porque es cosa sabida que las visitas guiadas despiertan la peor versión del escolar: jamás el
curioso, mucho menos el autodidacta, sino el obediente que reclama datos
para tomar apuntes sobre temas que en verdad no le importan. También la
peor versión del lector: el que cree que hay una correspondencia directa
entre lo que ve a su alrededor y los relatos que de allí puedan surgir.
Fue al regreso de uno de esos paseos, no me acuerdo precisamente cuándo pero seguro que ya estaba por completarse mi primer mes en la estancia,
cuando Amy me interceptó cerca del muelle donde debíamos despedir a
los turistas que se iban por el mismo Beagle que los había traído. Roja, encendida de furia estaba. Normalmente aquí les hablamos a los visitantes de
lo que están viendo, dijo, y se quedó muda, mirándome fijo, no sé si para
recuperar el aliento o para esperar alguna explicación de mi parte. Mucho
más interesante me parece la cantidad de libros y relatos implicados en lo
que estaban viendo, murmuré, ni siquiera sé si como respuesta, y seguí caminando. Horas y horas. Volví cerca de la medianoche y caí desplomada en
la cama. Antes de dormirme profundamente, apenas atiné a preguntarme
cómo sería la versión de ¡Está despedida! cuando no había un escritorio que
vaciar ni un taxi para llamar a la salida l
Mientras yo me dejaba llevar por esos cuentos que me arrojaban a una
locuacidad más que infrecuente, los turistas iban pasando por los bosques
—llenos de especies de árboles, arbustos, flores y pájaros de nombre, colores y hábitos muy definidos—, por el galpón donde se hace la esquila —un
proceso de lo más complicado y una de las industrias más representativas
de la región—, o frente a la reproducción de las chozas en las que alguna
vez vivieron los indios de la zona —que eran de características muy distintas y muy reveladoras según pertenecieran a la tribu de los Yámana, o la
de los Ona—, pero acerca de todo eso yo no les decía nada. Algunos, los
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Honras
Osvaldo Aguirre
La amistad con Dámaso venía de lejos. No sé decir de cuándo, las fechas se
me confunden. Pero empezó, como tantas otras amistades, en la Redonda.
La cárcel de encausados. Dámaso era uruguayo y había caído por un banco, el Banco de Londres y América del Sur. No su primer banco, desde ya.
Llevaba un tiempo en la ciudad y estaba haciendo estragos.
Dámaso no viene por trabajo, ni por un viaje. No, se viene por una mina.
Ya se sabe que un pelo de concha tira más que una yunta de bueyes. Se viene
por Marisa, una pelirroja a la que había conocido en una competencia de
turismo carretera, en Azul, en Olavarría, en algún lugar de la provincia de
Buenos Aires. Ella estaba con un corredor de Rosario y se cruzan en los
boxes, o en la tribuna. Al principio no le daba ni cinco de pelota, pero al
mismo tiempo le daba a entender que le cabía, que le gustaba cómo venía la
mano. Esas cosas de las minas. Yo también la hubiera seguido, porque Marisa
estaba muy fuerte. Muy fuerte. No era especialmente bonita, pero sí alta,
robusta, bien plantada. Un poco gordita, pero qué importaba. Entonces él
se viene y al tiempo se junta con ella.
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Yo estaba en la Redonda por un hecho en Casa Tía. Fue algo que en su
momento dio que hablar, porque saltó un tipo de civil, un gil que empezó a
gritar Alto en nombre de la ley, policía, policía, y terminó con un tiro en la
pierna, pidiendo por favor que no le hicieran nada, porque le dolía mucho
la pierna. Esa gente es así, no vale la saliva que me gasto en hablar. Pero
antes de presentarme detenido, porque en ese momento pensé que no me
quedaba otra, habían dado vuelta la casa de mi vieja, habían dado vuelta la
casa de mi novia, y entonces antes de presentarme fui a hablar con García
Jurado. Con el viejo, no con el hijo. Fui por una recomendación, y desde
el estudio me acompañó a los tribunales y después se hizo cargo, después
se puso a trabajar y de asociación ilícita, robo calificado, atentado a la autoridad, portación de arma de guerra y qué sé yo qué más, empezó a restar,
empezó a restar, y llegó un punto en que no sé si el juez no me debía algo.
La primera y última discusión que tuvimos fue por los honorarios, porque
García Jurado calculaba un porcentaje según la plata que decían los diarios y
yo le explicaba, y era la rigurosa verdad, que Casa Tía multiplicaba por tres,
por cuatro, que nos habíamos llevado bastante menos de lo que se decía.
Pero fue la primera y última discusión, porque él se dio cuenta de que yo
iba con la verdad y yo me di cuenta de que él, a pesar de todas las cosas que
se comentan, era un tipo de palabra. El viejo, al hijo no lo conozco. El viejo
atendía a mucha gente del ambiente. Entonces yo estaba esperando que me
dieran la libertad, cuando un día ingresa Dámaso a la Redonda.
En la cárcel estaban los rosarinos y los santafesinos. También había un
grupito de porteños, pero los tenían aparte, como a los putos, porque si
coincidían en el patio común los masacraban. Es más, creo que los porteños estaban con los putos, sí, los porteños estaban con los putos y creo
que todavía sigue siendo así. Los rosarinos, los santafesinos, los evangélicos
y los porteños con los putos. Pero los que mandaban eran los rosarinos y
los santafesinos, por eso nos separaban de entrada en los pabellones. Y un
uruguayo era, no digo un extraterrestre, pero no tenía nada que ver con
nada. Aparte Dámaso venía con su cartel, lo habían sacado en el diario y en
el diario decían que se había llevado una valija de guita del banco, el Banco
de Londres y América del Sur, sin disparar un solo tiro. En el diario decían
también que la policía no le había encontrado un centavo en el bolsillo. Y
que le habían dado la captura en una cueva, una casa donde estaba aguantándose, por una tarea de inteligencia, o sea que lo habían buchoneado. Porque
las tareas de inteligencia de la policía no existen, las tareas de inteligencia
son tener cuatro, cinco buchones, hacer la vista gorda con ellos a cambio de
datos, de nombres, de direcciones. Esta casa era de un tipo al que llamaban
Anteojito. Anteojito García, que más de una vez ha salido en los diarios. Era
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un tipo que le conseguía dónde estar a gente que andaba prófuga. Un evadido, alguien que necesitaba borrarse, alguien con la captura recomendada.
Anteojito tenía dos o tres piezas en el fondo de su casa, siempre había un
lugar dónde tirar un colchón y esperar que bajara la marea. Había gente que
decía que pateaba con las dos piernas y que ir a pedirle ayuda era meterse
en la boca del lobo, pero Dámaso siempre lo defendió. O sea que la buchoneada vino de otro lado, pero fue imposible saber de dónde, los soplones
son un ejército en las sombras.
Pero ya me estoy yendo por las ramas. La cuestión es que los guardias
quisieron hacerle pagar su derecho de piso, no directamente ellos sino a
través de otros presos. Porque Dámaso, y ahí fue cuando empecé a pensar
que era un tipo de ley, de nuestra ley, no les dio cinco de pelota. En la cárcel
se puede dormir en un colchón, se puede comer fuera del menú de puchero
y gorgojos, se puede tener papel higiénico y sábana para la visita íntima y se
puede mirar un trocito de cielo por la ventana del calabozo, pero cada una de
esas cosas se paga, y al contado rabioso. Y Dámaso, pudiendo hacerlo, no lo
hizo. No lo hizo por una cuestión de estómago, porque peor que dormir en el
piso y respirar el olor a meo y creolina impregnado en las paredes, en el piso,
en el techo, peor que eso, decía, es comprar lo que los guardias les sacan a las
visitas. Porque los guardias siempre tenían una excusa para quedarse con algo
de comida, con un cartón de cigarrillos, con lo que les gustaba de lo que
traían las visitas. Eso pasa en todas las cárceles, yo he estado en Córdoba,
en Devoto, en Bahía Blanca, y en todas es igual. En todas. Los guardias les
roban a las visitas de los presos y después venden esas cosas en la cantina.
Yo he comprado un paquete de galletitas que tenía pegada la carta de un
hijo a su padre preso, me pasó a mí, no lo estoy inventando. Y el derecho
de piso, que a eso iba, era generalmente una paliza. Cuando uno entra en la
cárcel tarda un poco en orientarse, en saber por dónde tiene que moverse.
Los territorios están marcados y por más macho que uno sea hay lugares por
donde no tiene que pisar. En la cárcel los amigos son tan importantes como
los enemigos. Unos te ayudan, te aguantan cuando parece que el mundo se
olvidó de vos, cuando no hay una visita, un paquete, nada, cuando volvés
de los tubos, de las celdas de castigo, y están a tu lado si hay que defender
el rancho o la parada o si hace falta una palabra de aliento. Y los otros, los
otros también son necesarios, porque vos tenés que depositar el odio en
alguien. El odio que vas acumulando día tras día, eso que te supura sin darte cuenta, cuando ves que un juez te basurea con un discurso o haciéndote
comer un plantón, cuando te mandan a cortar los yuyos, a limpiar el baño,
cuando una psicóloga te muestra una hoja con manchas y te pregunta qué
ves, cuando tenés que quedarte en el molde aunque sea una rata la que te
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da una orden, porque los guardias son eso, ratas. Ese odio te puede pudrir
la cabeza y si vos tenés un enemigo, alguien a quien putear, a quien prometerle que lo vas a matar cuando lo agarres afuera, lo podés descargar, podés
oxigenar tus pensamientos, respirar mejor, pasar a otra cosa. La palabra
de aliento es necesaria, pero la puteada también. La puteada te levanta, te
mantiene vivo. Por eso tu enemigo es tan importante como tu amigo y no sé
si más importante, porque un enemigo, aparte, te permite saber quién sos
y qué pensás de la vida.
Entonces qué hacen las ratas, los guardias, digo. Traen a Dámaso de tribunales, que lo traen a los cinco minutos porque se había negado a declarar,
todavía estaba con el defensor de oficio, un defensor de oficio que parecía
un fiscal, que antes de entrar al despacho del juez le tiraba la lengua para sacarle de mentira verdad. Le tocaba con Carranza, encima, el juez Carranza,
un gordo hijo de puta que parecía incómodo con el saco y la corbata, como
si el saco y la corbata le picaran, un hijo de puta que seguramente estaría
más cómodo con gorra y uniforme de la policía. Pero si había cerrado la
boca en Investigaciones, en la jefatura de policía, no la iba a abrir con su
señoría. Parece increíble pero todavía quedan giles que creen que la policía y
la justicia son cosas diferentes, que dicen Señor juez, me comí flor de biaba,
que dicen Me reservo el derecho de declarar porque yo creo en la justicia.
Pero ya me estoy yendo por las ramas. Los policías de Investigaciones no
pueden sacarle una palabra, querían saber dónde estaba la valija con la plata.
Remueven cielo y tierra y se quedan con las manos vacías, sin morder ni
un poquito de la torta. Traen entonces a Dámaso de tribunales, lo pasean un
poco y como por descuido, como por casualidad, los guardias lo dejan en
un patio equivocado. El patio donde estaban los porteños. Pero en la cárcel no hay descuidos, ni casualidades. Era la hora del mate, y yo venía de
los talleres, porque en la panadería, en la carpintería del penal uno podía
distraerse y pasar el tiempo sin agachar la cabeza. Venía con Mosquito, que
había caído conmigo por lo de Casa Tía, y con el Negro Rizzo. El Negro
Rizzo estaba con perpetua por doble homicidio y accesoria por tiempo indeterminado, pero era un pan de Dios. Un pan de Dios, nunca conocí un
tipo más bueno. Trabajaba en la petroquímica, en Puerto San Martín, hacía
su vida normal. Nadie podía decir nada de él. Hasta que un día se cargó a
dos vecinos en una pelea de cumpleaños, porque le habían dicho algo a la
señora, la habían ofendido, y uno de esos vecinos tenía familiares o amigos
en la justicia.
Cuando vengo del taller con el Negro y con Mosquito, y paso por el patio
de los porteños, lo veo a Dámaso solo, como si estuviera perdido, y al lado
cuatro, cinco porteños, y un tipo que tenía tetas. Hugo, me dice Mosquito.
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Nada más. Hugo, me dice. Sí, le digo, como si nos estuviéramos hablando
con la mente. Qué casualidad, no había un solo guardia alrededor. No había
uno solo, cuando normalmente uno no se podía mover sin que le estuvieran
diciendo algo. Los porteños lo rodearon a Dámaso y lo empezaron a apurar.
Le decían que se había querido meter con el tipo que tenía tetas, y que ese
tipo era del pabellón. Uno le tiró una trompada, y Dámaso le contestó y enseguida otro lo quiso agarrar de atrás y otro más le tiró una patada. Dámaso los
tenía a raya, pero no podía zafar, atrás tenía los baños y si se metía en los baños
no salía más. Entonces nos metimos nosotros. Vamos a emparejar, les dije.
Porteños de mierda y la puta que los parió, les dije. No se pelea cinco contra
uno, les dije, y Mosquito surtió al que parecía ser el jefe de ellos. Mosquito
había hecho boxeo en el gimnasio del club Río Negro, había peleado como
aficionado en la categoría mosca, de donde le venía el apodo, porque más que
mosca, por lo flaquito y estirado, era Mosquito. Otros dos se le vinieron
encima al Negro Rizzo, y el Negro, que era un pan de Dios, que era incapaz
de matar una mosca si no lo provocaban, sacó una púa que afilaba en la carpintería, un pedazo de hierro con un mango de madera que afilaba mientras
se ponía a pensar en los vecinos que se habían propasado con su señora, y
tiró un chuzazo al aire. Uno de ellos quiso sacar también una faca, quiso
nomás, porque le calcé una patada en los huevos y quedó desparramado
por el suelo. El tipo que tenía tetas se puso a gritar y de pronto se llenó de
ratas, digo, de guardias. Las ratas se ensañaron con el Negro Rizzo, porque
le encontraron la púa y de paso le cargaron la faca que tenía el porteño.
Le cargaron la faca y lo llevaron a los tubos, cuando salió el Negro Rizzo
parpadeaba como si estuviera jugando al truco, no soportaba la luz del sol.
A los días, a la semana, Dámaso se vino a nuestro pabellón y empezamos
a compartir el rancho. En una visita le presenté al viejo García Jurado y el
viejo le empezó a llevar la causa y más o menos por la misma época salimos
con falta de mérito. Falta de mérito o beneficio de la duda, no me acuerdo.
Sin perjuicio de que continúen las investigaciones, dijo el juez. Pero qué
perjuicio y qué investigaciones, si los reconocimientos en Casa Tía dieron
negativos, hasta el policía al que le habíamos tirado se confundió cuando nos
pusieron en la rueda, y a Dámaso tampoco le pudieron probar nada. Qué
perjuicio y qué investigaciones, pelotudo l
El libro
de los divanes
[fragmentos]
Tamara Kamenszain
Si Evita viviera sería Montonera gritábamos
con mi amiga Ágata cuando en el balcón de Gaspar Campos
apareció Perón y dijo lo que dijo.
Nosotras dos adolescentes en pogo estuvimos ahí.
Pero a quién le importa ese dato si también hay
otra línea más pesada más realista
que a veces se pierde y otras veces
sin esperarlo como en los sueños retorna
pero cambiada.
Soñé con Arturo Carrera
es un amigo de mi generación literaria
me susurraba en italiano palabras al oído
era excitante.
Ud. puede viajar a Italia a ver si ahí encuentra el amor
interpreta la analista buscando que acabe
la novela de mi vida para que por fin empiece
su realidad.
Arturo no era Arturo porque nunca
en los sueños los que vemos son los que vimos
y de mi generación literaria el pasado me impone
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Daniel Samoilovich
complicidades guiños contraseñas
que los que no estuvieron ahí
nunca entenderán.
Eso me obliga a hacer siempre el mismo recorrido:
psicoanálisis, literatura, teoría, política...
y aunque muchos jóvenes se fascinen con nuestra época
es un hecho que nosotros
tenemos la cabeza quemada.
Porto dos Ossos
(Cuando hago un esfuerzo por pensar de otra manera
L’angoisse de l’amour te serre le gosier
comme si tu ne devais jamais plus être aimé
lo hago por mis hijos
no quiero hablar como vieja pero tampoco quiero
A pollinaire , Z one
que lo hagan ellos. Tampoco quiero hablar
como joven pero sí quiero que lo hagan ellos.
Mi contraseña incluye sus iniciales.
Si entro ahora puedo abrir otra línea de lectura,
pero ellos, sólo ellos, me la pueden habilitar).
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¿Pero cómo se hará de noche si la sombra
no sabe qué hacer contra el pulido
azul de la bahía?
Los cascos de los barcos ya están negros
y el cielo rayado de mástiles negros
y el agua todavía resplandece.
En el bar, siluetas
que la tarde cortó de su papel plateado
toman whisky y murmuran
en media docena de lenguas. Y tu botella
se va poniendo igual a todas las botellas;
ya no es posible leer las etiquetas.
¿Pero cómo se hará de noche
si la noche vacila
ante el escudo azul de la bahía?
Alguien tal vez venga nadando
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de los barcos, y por la estela negra
que dejen sus brazadas invisibles
entre la noche al mar. Entonces sí,
antes que llegue el nadador
será de noche y se habrá abierto
la mano que en un puño tu corazón tenía.
Las olas del mundo
[fragmento]
Alejandra Laurencich
Los dados huecos
Full, póker, full: pero estos dados, huecos,
a cada golpe nos llevan más lejos
de la tierra, a una órbita improbable.
Sobre la bandeja que cubierta
por una toalla apoyamos en la cama
ruedan los dados huecos. Lo que sale
parecen cinco ases. Pero no.
Como la gravedad, la suerte
está hambrienta de masa y aquí ninguna
de las dos encuentra qué comer.
(Más tarde, en la noche, la sospecha
de que esta falta de peso o negativa
o renuencia a pesar podría
ser el síntoma de una enfermedad
cuya causa apenas encubierta
seríamos nosotros o bien esta pieza
un poco siniestra de un hotel de provincia.
Nos damos cuenta que no somos ni seremos
felices juntos pero qué cretino este fantasma local
que, contra toda chance y buen sentido,
además nos hace sufrir).
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La patria no se entrega ni se vende, así tenía escrito Fabián, con la letra de
Nacho, bajo el vidrio del escritorio, pero la leyenda había desaparecido apenas pasado un mes, o mes y medio, de mi cumpleaños. El día del humo en
la terraza esa leyenda ya no estaba, el vidrio había quedado sobre el vacío de
la madera lustrada. ¿Dónde habían puesto la foto del puño cerrado con la
cadena rota que tanto me gustaba? También faltaban algunos de los afiches
pegados en la puerta. ¿A quién se le había ocurrido sacar el de los picos de
la cordillera con la cara de Allende, el presidente de Chile?, me pregunté,
y vi con espanto que la biblioteca había quedado despoblada. ¿Qué estaba
pasando? ¿Qué hacían papá y Fabián? No preparaban el fuego para un asado
como muchos otros sábados del año, no era ése el olor que se desprendía de
la parrilla sino un olor que picaba, o por lo menos los ojos de Fabián estaban colorados como de lágrimas de humo cuando bajó de la terraza. ¿Qué
pasa, nenita?, me dijo. Me acarició la cabeza y se metió en su habitación,
dejándome del lado de afuera.
Quedé desorientada, mirando la bolsa enorme al lado de la puerta del
living, como la de ropa que mamá preparaba todos los años para una familia
pobre que venía a buscarla. Pero no era ropa lo que había adentro, sino
libros. ¿A quién iban a regalarle todo eso? ¿Se habían vuelto locos? Veía ir y
venir a mi madre, como si estuviera preparándose para algo. Abrí un poco
la bolsa. Había libros de Fabián, ninguna otra cosa. Volví rápido para el lado
de los dormitorios, iba a decirle a mi hermano que si pensaba donar todo
eso me regalara alguno a mí. Pero no llegué a abrir la puerta: Yo me voy a la
mierda, le escuché gritar, y sentí que la mano en el picaporte se me mojaba,
me voy a la mierda, seguía él, gritando solo. Podía oír cómo tiraba cosas al
suelo, cómo golpeaba algún mueble. ¿Qué estás haciendo ahí?, dijo mamá
cuando me descubrió con la oreja pegada a la puerta, y yo me puse colorada
hasta la médula, porque sabía bien que no tendría que haber escuchado
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esa frase. Me apoyé porque estaba mareada, contesté, y mamá me tocó la
frente, ¿No tendrás fiebre vos? También mamá tenía los ojos de un color
raro, ¿había estado llorando acaso? ¿Qué pasa con Fabián, adónde quiere
ir? Andá a estudiar de una vez, que menos pregunta Dios. ¿Por qué mi
madre usaba ese día frases de la Nona de las que siempre se había quejado,
por qué esas reacciones extrañas en los adultos de la familia, esa actitud de
alarma, las puertas cerradas? ¿Qué está pasando, ma, me podés decir? Callate y ponete a estudiar, vos estudiá, rogó mi madre agarrándome del brazo
para llevarme al living. Se abrió la puerta de entrada y apareció papá, con la
camiseta sucia de hollín y un libro en la mano. ¿Qué son esos gritos?, dice y
tiene cara de loco, los pelos despeinados. Enarbola el libro como si fuera un
látigo y ordena: A ver si se callan, carajo, que pueden escuchar los vecinos.
Y veo que el libro con el que mi padre parece amenazarme es el libro que
Fabián me había prometido leer juntos en el invierno: El miedo a la libertad.
¡Dame eso que es de Fabián!, chillé. Callate la boca, mocosa de porquería,
no grités. ¡Fabián!, papá tiene tu libro. Pero Fabián no aparece. Su puerta
sigue cerrada. Y cuando vuelvo a mirar a papá recibo un golpe en la cara,
un flash que me enceguece por un momento. ¡Fabián!, grito. Y dos veces
más, El miedo a la libertad me golpea la cabeza y deja un olor a quemado en
el aire, como el que tenían los bollos de hojas de diario que papá quemaba
para encender fuego, y algo sobre mí comienza a caer, mi entendimiento
empieza a despabilarse. Corro hacia el cuarto y trato de abrir. ¡Está quemando tus libros, Fabián! Callate la boca, carajo, vuelve a ordenarme papá.
¿Pero qué hacés, por qué pegás? La puerta de Fabián sigue cerrada. ¡Ay,
Dios mío, Dios mío!, grita mi madre y sale disparada para la cocina. La
puerta no se abre y los empujones de papá me van metiendo en el dormitorio grande. Empiezo a llorar. Silencio, hacé silencio, grita papá, rabioso,
y cierra la puerta. ¡¿Por qué le tocás los libros a Fabián?! No grités, que te
van a escuchar. Que me oigan, quiero que me digan la verdad. Un golpe me
derribó sobre la cama. Quedé mirando una luz blanca que entraba desde
alguna parte, que iluminaba el vestido de novia de mamá en el cuadro. A
través de la puerta cerrada del dormitorio de Fabián se escuchaba silencio.
Silencio, hacé silencio, grita papá,
rabioso, y cierra la puerta.
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En unas semanas yo tenía reorganizada parte de la situación por la que él
—que estaba acostumbrado a salir con mujeres sofisticadas como la Negra
Nzila— se había hecho amigo de dos chicas comunes y corrientes, de quince años, que iban a un colegio de monjas igual al nuestro. Marí tenía una
ansiedad que se iba acrecentando con el paso de los días, como si el relato
de ese encuentro pudiese traernos la posibilidad milagrosa de que algo así
ocurriera en nuestras vidas sin gracia, que chicos de la edad de mi hermano
y sus amigos pudieran venir a rescatarnos del aburrimiento y nos trataran
como a mujeres. Cómo nos sentiríamos de ser bendecidas por algo así, con
qué suficiencia contaríamos en el colegio nuestros fines de semana intensos,
por barrios y lugares que ninguna de nuestras compañeras se atrevía siquiera a imaginar. Por esto mismo, siempre me faltaba algún detalle para completar la historia, para hacerla más real, para meterle más particularidades
en las que nos viéramos reivindicadas, aunque más no fuera en la fantasía.
Se podría decir, además, que el entorno alimentaba mi imaginación así
como gran parte de la biblioteca de Fabián había alimentado esa mañana
de sábado el fuego en la parrilla de la terracita. Qué dolor me daba entrar
a su cuarto y ver los estantes despoblados, sin libros —libros que, aunque
yo no había leído nunca, habían despertado mi curiosidad, con palabras
como venas abiertas, operación masacre, oprimidos, libertad, sexualidad.
Faltaban muchos libros de poesía que me gustaban y otros que nunca se me
hubiera ocurrido leer, libros cuyos nombres me habían quedado registrados
por mirarlos tantas veces escritos en los lomos, por repasar sus colores una
y otra vez, libros que ahora eran cenizas.
El entorno estaba cargado, eso era evidente hasta para mí, que no era
muy perspicaz. Había un ambiente tenso en mi casa, discusiones fuertes,
portazos, llantos contenidos en las comidas. Cuántas veces escuchaba a mi
padre que se levantaba de la mesa gritando: ¡Ma que se vaya con los subversivos de una vez, que lo maten por ahí! Todos sabíamos que no lo decía en
serio, que era la furia de no poder controlar los pensamientos rebeldes de
Fabián lo que lo ponía nervioso, pero igual me lastimaba escucharlo, porque
sentía que en cada una de sus frases había una invocación a la muerte, se la
estaba llamando sin querer. Así como cuando hablábamos de mi abuela y se
escuchaba el timbre, y mamá decía: Hablando de Roma el burro se asoma.
Por las madrugadas se escuchaban ruidos afuera, y yo me asomaba por las
rendijas de las persianas cerradas para ver cómo los Falcon verdes se detenían frente al negocio de ropa de chicos que ocupaba la vereda de enfrente
en la avenida, donde estaban las paradas de colectivos. Una vez vi que de
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los autos bajaron señores, algunos con uniformes y otros no. Detuvieron
un colectivo, hicieron bajar a los pasajeros y los pusieron de cara contra las
vidrieras donde los maniquíes —como chicos ya viejos, con jopo— lucían
trajecitos de comunión y uniformes escolares. La gente abierta de piernas
frente a los ajuares para bebé. Yo me preguntaba qué sería lo que miraba esa
gente mientras era toqueteada por todos lados (Los cachan, los palpan de
armas, me dijo Fabián una noche, y me dijo que no mirara más por la ventana, que era peligroso), algunos volvieron a subir al colectivo estacionado, a
otros los vinieron a buscar otros autos, que salieron pitando a contramano.
Yo abandonaba sin hacer ruido mi puesto de vigía, y pensaba en Malena
Kunstler, en la verdadera, y en Pete, en cómo les molestaba a ellos que les
pusieran una mano encima cuando jugábamos, tenían como un acto reflejo
que los hacía reaccionar con violencia, No me toqués, decían a veces, sacame la mano, bueno, sacá, y se lo decían a cualquiera, fuera mayor o menor
que ellos, y aunque el tocarlos hubiera sido accidental o cariñoso, ellos mismos alzaban las manos, en un gesto que indicaba: ¿Ves que estoy calmo, ves
que no te quiero golpear? Que no los agarren los Falcon, rezaba yo con las
manos contra la bombacha, boca abajo en mi cama, cuando me iba a dormir, Jesús, hacé que a Malena y a Pete no los cachen, porque se arma, y que
tampoco cachen a Fabián, ni a Nacho, y así de a poco me iba envolviendo
el sueño entre el murmullo del rezo y el recuerdo de tantas anécdotas del
verano, qué harían ahora Malena y su familia en esa casa de Lobos en la que
me dijo que iban a vivir.
Cada vez que yo pasaba con mi carpeta de inglés por la vereda de la
vidriera, miraba los baberos, las medias, y cuando alzaba la vista hacia los
maniquíes con jopo, que parecían haberse quedado quietos por haber visto lo que vieron, sentía hacia ellos una empatía, como si hubiéramos sido
cómplices de algo.
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El ambiente vino a tensarse más todavía cuando la madre de Nacho se
presentó en casa. Había llamado varias veces por teléfono antes, pero después de la primera vez —vez en la que mi mamá la atendió enseguida (porque siempre le había gustado conocer a los padres de nuestros amigos)—
mi madre comenzó a negarse, a decir por señas: Decile que salí, que me fui
al dentista, al oculista, al ginecólogo. Hasta que un día la mujer se apareció
en casa. Mi mamá pensó que sería el cobrador del sanatorio que pasaba todos los primeros jueves del mes a llevarse la plata de la cuota. Mamá disfrutaba de los servicios del sanatorio del que éramos socios como si se tratara
de un club. Se hacía chequeos de toda clase, hablaba de los médicos como si
fueran parte de nuestra familia y pagaba con absoluta puntualidad el arancel
de socios. Andá a decirle que enseguida bajo, me dijo esa tarde, y se fue
corriendo para el dormitorio a buscar el dinero. Yo fui bajando las escaleras,
por el vidrio esmerilado de la puerta de calle no se veía con nitidez quién
estaba del otro lado, pero me pareció que la silueta no era la del cobrador.
Cuando abrí la parte del vidrio, como me habían enseñado (No le abras
la puerta a nadie, que nunca se sabe si es alguien que trae armas o algo peor,
me instruía papá), una mujer se acercó a la reja con un gesto ansioso. Tenía
los ojos de Nacho, esos ojos que parecían reírse de algo siempre, de color
claro, pero estaban hundidos en ojeras tan oscuras que daban un poco de
impresión. No tuve tiempo de responder a sus preguntas: si yo era la hermanita de Fabián, si estaba mi mamá, si podía decirle que necesitaba hablar
con ella de un asunto muy importante. Mamá ya bajaba la escalera y cuando
escuché sus pasos giré la cabeza para decirle que no era el cobrador. Mamá
se quedó quieta, entre el gesto de ordenarme cerrar y el espanto, como si la
que estuviera abajo, detrás de las rejas, no fuera una madre sino una asesina
de niños.
—Señora, por favor —dijo la madre de Nacho, y era tal la súplica de esa
voz provinciana, de esa mano que se extendió a través de la reja, como si
se anticipara a detener el vidrio que yo ni siquiera pensaba cerrar, que mi
madre siguió bajando los escalones, y yo los subí, cabizbaja, no para perderme la conversación, sino por el contrario, para escuchar todo desde arriba,
desde el palier, sin que ellas me vieran, así podrían decirse lo que tenían
que decir sin la excusa que a veces se oía en charlas interesantes: Cuando
no esté la nena, hablamos.
Me acuclillé en el último escalón, donde la escalera pegaba la vuelta hacia
nuestro piso, y allí me quedé. Y aunque el ruido de los autos cuando arrancaban por el semáforo de la esquina no me permitía escuchar todo, supe
que Nacho no había vuelto a su casa desde el veintiséis de marzo, Desde
entonces no duermo, señora, fuimos a los hospitales, a las comisarías, a
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todos lados, que si le permitía hablar con Fabián personalmente. Mi madre
se negó. Con mi hijo no tiene nada que hablar, yo imaginé el gesto de cerrar
el vidrio, y me asomé. La palma de la mamá de Nacho, empujando, se veía
blanca detrás del vidrio esmerilado. Una mujer me ha dicho que los torturan, señora, tiene que entenderme, se los llevan porque buscan información
de cualquier tipo, mi Nachito es bueno, tiene sus ideas, sí, pero es bueno,
señora, por favor, me han dicho que los manguerean con agua fría como a
perros, que les meten electricidad por los genitales.
La cara de mamá se había vuelto hacia mí, hacia la parte de la escalera
donde yo estaba. No era la cara de una madre sino de una fiera, había algo
tan distinto en su mirada. ¿Qué hacés ahí escuchando?, dijo. Corrí a mi
cuarto, oyendo los Por amor de Dios, señora, que decía la madre de Nacho,
ahora llorando casi. Me tiré boca abajo en la cama, con ganas de vomitar.
Todo me daba tanta vergüenza. Por favor, Jesús, que no sea verdad, por favor, Jesús, que no sea verdad.
Esa noche, cuando Fabián volvió a casa, me mandaron a lo de mi abuela,
que había venido a Buenos Aires por un trámite de la pensión de Italia, una
plata que tenía que cobrar. ¿Por qué tengo que comer arriba si quiero comer las milanesas que hizo mamá?, pregunté, sólo para no irme sin protestar, para darle un poco de costumbre a todo lo que estaba sucediendo. Papá
miraba la tele. Dejá escuchar, dijo y señaló la pantalla. Cuando terminó el
anuncio de que Monzón iba a pelear por el título mundial en Montecarlo,
apagó el televisor. Tenemos que hablar con tu hermano, dijo papá, sin mirarme. Subí de una vez l
E. D.: La letra que sigue
[fragmentos]
María Negroni
Dios es más íntimo en mí, que yo.
San Agustín
B iografía
Me llamo Emily. Nací y morí en Nueva Inglaterra pero siempre me sentí
extranjera, incluso —sobre todo— en mi propio cuerpo. Mi padre nos leía la
Biblia con ojos de Pentateuco, asegurando que ese libro, que es el Libro de
los Libros, contiene cuanto existe de inhallable en lo real. Tuve que buscar
cómo engendrarme de algún modo, recurrir al silencio que es respuesta en el
vacío o, mejor, respuesta del vacío. Así engendré los bosques, el desquiciado
mundo, la antigüedad del agua. Ésa fue mi forma de partir. Aún no he
regresado.
D olor
Una fuente de agua donde debo llamear por mí misma hasta que todo se
apague mucho y yo, como si estuviera agonizando, casi un cuerpo sin boca
ni ojos ni corazón ni etcétera, me lanzo a mi propia turbulencia en cero
beatitud. Otra vez Eros, quién si no —cerca de mí y lejos de mí— irresistible
bicho. ¿Qué hacer para amar sus heridas doquier? Mi casa bebe enardecida y
animales erróneos por toda partitura.
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F ortaleza
Se golpea una puerta y aparece la sombra de alguien. Nadie sabe quién es,
Víctor F. A. Redondo
ni qué viene a ovillar en el sur del alma.
La presencia es escueta y avanza a durísima pena, entre anaqueles que
albergan los versos de Emerson, el Walden de Thoreau, el Canto a mí mismo
de Whitman.
Ceremonia muy sobria en un cuarto dispuesto para la reclusión y la duda.
En ese silencio, por años, se educan los miedos, se disimula el amor, se
pergeña un tratado sobre eso que es cierto sólo por dentro.
La violencia es una ternura olvidada.
La destrucción de la realidad
E xtravagancia
Toda la vida quise que el yo estuviera ausente, que las abejas ciegas dieran
ser al ser. Por ese anhelo, pasa un panal de silencio, y un coraje nace, para
el que no existe forma pronominal. Me gusta despertar a otros mundos,
escribir —con los labios— la abstracción del deseo. Cuerpo abajo, la
irrealidad liba frenética. Si sigo así, me quedaré del todo huérfana.
Como operación delicada que es, los poetas
comienzan a roer la realidad con tal delicadeza
[e inocencia
que nadie, juraría, creería que eso es lo que
[sucede.
Se desmontan los mecanismos del pensamiento.
La orfebrería mental
se desvanece.
La realidad se aleja del corazón. Desaparece el
[placer.
P eligro
Yo no quería depender de un solo ser. Me hubiera muerto de temblor,
de espera, preferí balbucear como una idiota en el jardín manchado del
lenguaje, esperar su sentencia —de Muerte— con mi laúd de música mía. Yo
quise que la mente dictara las palabras, no lo oscuro que sentía. Yo quería
ver Amherst a la luz de septiembre, con sus diligencias, su tapicería verde,
(Otra manera de verlo:
el mundo se aleja de los hombres
porque el mundo los sobrepasa en inteligencia,
veut dire: la Tierra piensa).
cuando el aire deja de ser aire y la boca está plena de lo que no tuvo. Dulce
vino mucho que se da de beber en el bosque de al lado. Nada como una
música que no se puede tocar.
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Se destruye la tapa de lo razonable: el cerebro
estalla.
Entonces la vuelta de tuerca,
el golpe de efecto,
retroceso para la ironía:
se ha ido,
se ha ido,
repite la voz: se ha ido
un hombre viejo que al enfrentar su vejez
decidió arrancar de la muerte
un argumento: la revelación de un misterio:
ver
lo que no existe.
Un sueño de Paracelso
Mago de espina seca
astrada medialuna
bajo el carmen perfecto vio
dos mañanas de fuegos azules
ardiendo entre cristales sabios
el amor lejos siempre de la sabiduría
más calor, más agua verde,
amenazando qué estirpe religiosa
tras la cortina
el pasillo laberinto
el silencio y la letra
creció el humo y nació la piedra
la virtud.
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Jonathan
Esther Cross
Íbamos al monte todos los días. Mi hermano mayor apartaba las ramas,
abriendo camino. Lo seguía con mi hermanito, que siempre estaba con el
sombrero puesto —todos teníamos uno pero él no se lo sacaba. En el monte
encontrábamos huevos de urraca, pichones de paloma, huesos y cosas nunca
vistas, raras. Era un lugar ideal para esconder otras, robadas de la casa.
Al lado del molino y el tanque australiano estaba la quinta. El quintero
se llamaba Antonio Reina, Nelson Antonio Reina. Estaba siempre borracho
pero decía que sólo tomaba naranjín. Era de Catriló y había girado mucho
por la zona, hasta aparecer en el campo. Su perro se llamaba el Jonathan y
lo ayudamos a enterrarlo.
La cocinera nos contó que la madre del quintero lo había echado de su
propia casa, en Catriló, cuando tenía quince años. Eso tenía que darnos una
idea del tipo de persona que era Reina, dijo, y lo calificó de diablo. Fuimos
a pedirle mate de parte del quintero, que nos había encarecido que le hiciéramos «el gran favor». La cocinera nos contó eso, volvió a lo suyo y nos
dejó colgados.
Reina no firmaba sus recibos de sueldo con una cruz, como la mayoría
de los mensuales. Ya desde la primera vez firmó con su nombre completo:
Nelson Antonio Reina. Mi viejo lo contaba como si le diera la razón a alguien, rematando una discusión solitaria.
Nelson Antonio Reina era un lector insaciable. Leía las latas de veneno
para hormigas y las libretas sanitarias de vacunación que el encargado llevaba
a la manga, los rótulos de las botellas, lo que fuera, la cosa era leer. Y leía dos
cosas en especial. Una era el Estatuto del Peón. Tenía el folleto del estatuto
en el bolsillo, listo para desenfundarlo. La otra era la Biblia. Nunca lo vimos
leer la Biblia en vivo pero la citaba de memoria, con aparente lealtad.
Reina estaba obsesionado con las hormigas, las malezas, las liebres y
todo lo que amenazara su región, comprendida por la quinta, el jardín y los
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gallineros. La palabra plaga, a veces pronunciada por él mismo, lo ponía en
guardia. Cuando algo no le gustaba, decía que era una plaga. La cocinera era
una plaga, por ejemplo. Y la pobreza también.
Algunas noches se oían gritos; te despertaban como una leva del insomnio. La cocinera decía que era Reina porque los gritos venían de la quinta
y el gallinero. Decía que Reina, borracho, salía a dar vueltas y después lo
negaba porque perdía la memoria. Pero Reina nos dijo que esos gritos eran
de un zorro, que el zorro gritaba como una persona porque era astuto. Nos
dijo que el zorro gritaba como un hombre para despistar al Jonathan. Nos
mostró una gallina destripada y un pollo en coma que el zorro había dejado
en el gallinero, ¡sin comer! Mataba por necesidad y por matar. Nos dijo que
era un bicho dañino, pero él y el Jonathan iban a agarrarlo.
El quintero era trabajador y borracho, es decir que cumplía y se tomaba
licencias por resaca, las dos cosas. Una vez lo encontramos tirado sobre unas
hojas que esa noche, seguramente, serían nuestra ensalada. Roncaba. Nos
acercamos para examinarlo. Reina le agarró la pierna a mi hermanito. Mi
hermanito chillaba como un pichón. Salimos rajando. Después esquivamos
la quinta por un tiempo. Un día vimos a Reina levantando y bajando la pala
y fuimos a ver.
Lo encontramos mirando el fondo de un pozo bastante grande, entre las
plantas. Nos contó que el Jonathan se había ahogado en el tanque australiano. Por perseguir al zorro, se había caído adentro del tanque y no pudo
salir. Después de la siesta lo encontró flotando en el tanque. El zorro andaba
siempre de noche pero ese día había estado rondando la zona desde la mañana, para despistar.
«Pobre viejo», dijo Reina, mirando el pozo.
Mi hermano mayor se asomó para mirar, pareció que se tiraba, por la
atracción del vértigo. Miramos todos. El cuerpo blanco del Jonathan estaba
de perfil, con las cuatro patas estiradas. Era un pozo demasiado grande para
un perro y sobre todo para el Jonathan, que era un perro chico. El tamaño
del pozo lo rodeaba de silencio y dignidad.
«Quieto, Jonathan», dijo Reina, y se rió.
Se mandó un trago del bidón. Mi viejo decía que Reina mezclaba el narajín con vino.
«La sepultura cristiana», dijo Reina. «no se le niega a nadie».
Fue nuestro primer entierro.
Reina no tenía la Biblia encima y la memoria le falló para el responso.
Amagó con un pasaje del Diluvio pero quedó bloqueado apenas empezó. No
se acobardó por eso. Se puso los anteojos. Sacó el Estatuto del Peón Rural. Lo
hojeó un poco y empezó a leer. Imitaba a un cura a la perfección:
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«El alojamiento deberá satisfacer condiciones mínimas de abrigo, aireación, luz natural y de espacio equivalente a quince metros cúbicos por
persona».
Cerró el Estatuto, miró el pozo y dijo «Amén». Repetimos «Amén» mientras él tiraba los primeros puñados.
«Vamos, Jonathan», dijo y tiró la tierra al pozo, sobre el perro.
No sabíamos bien qué hacer, entonces lo copiamos. Después de todo, el
Jonathan era su perro.
Fuimos cubriendo el cuerpo del Jonathan, hasta que sólo se vio una pata.
Fue lo último que vimos del Jonathan. Tiramos más tierra y ya no se vio más
al Jonathan. Adivinabas que estaba ahí, solamente, por prejuicio.
Reina empezó a tapar el pozo con paladas de tierra. Mi hermano mayor
golpeó con el pico y soltó un terrón del borde del pozo. Mi hermanito y yo
buscamos agua en la bomba para apisonar la tierra. Antes ayudamos a Reina
a emparejar.
Nos sentamos en ronda con él y tomamos del bidón que nos pasó.
—En Catriló tengo un hijo como ustedes.
—¿Cuántos años tiene? —preguntó mi hermano mayor.
—Como ustedes —repitió.
—¿Y cómo se llama? —le pregunté.
—Jonathan —dijo Reina—. Jonathan Reina.
Tomó un trago, nos pasó el bidón y después juntó todo y nos echó.
Fuimos al monte. Mi hermano mayor iba adelante. No vimos a Reina
cuando pasamos por su zona, al volver; a lo mejor estaba tirado entre los
zapallos y las sandías y no lo vimos. Esa noche oímos el zorro gritando cerca
de la quinta. Aullaba como un hombre l
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Dominó
Eduardo Sacheri
Cuando se apea en el andén, Rodríguez se queda quieto. No hace como
los otros pasajeros, que buscan las escaleras de salida de la estación. De pie, con
las manos en los bolsillos del pantalón, observa el tren que se aleja hacia San
Antonio de Padua. Un punto cada vez más chico, cada vez menos ruidoso, en la
línea del horizonte. Enciende un cigarrillo en la estación desierta de las dos de
la tarde del domingo. Se pregunta si no será mejor permanecer ahí, en esa cinta
de cemento vacía, esperando un tren que lo devuelva a Buenos Aires, a su vida
de todos los días. Pero sabe que es una especulación, una manera de mantener
una ventana abierta en una habitación opresiva. Pero nada más. Rodríguez sabe
que no va a atreverse.
Después de la última pitada arroja la colilla a las vías, junto a otras miles. Alza
la vista. El panorama no es muy distinto del que vio la última vez que visitó el
pueblo. Han demolido algunas casas para edificar locales comerciales. El resto
está igual. Las construcciones bajas, la línea del horizonte bien a mano, mucho
cielo, las copas invernales de los paraísos y los sauces. «Acá no cambia nada»,
se dice, y no consigue decidir si eso es algo bueno o algo malo. Enciende otro
cigarrillo y se sienta en un banco de listones grises. El guardabarreras toca una
campana y acciona una palanca. El aire se llena de los bufidos del tren que
va hacia la Capital. Mientras fuma, Rodríguez lo ve detenerse en el andén de
«Trenes hacia adentro». Lleva menos pasajeros aún que el que lo trajo a él. El
guarda hace sonar un silbato y el tren abandona lentamente la estación. Se alza
la barrera. Con un movimiento rápido Rodríguez descarta la colilla.
Ahora sí camina hacia el extremo del andén. Un hombre trepa de dos en dos
las escaleras, se vuelve hacia el lado de Castelar, divisa el tren en la lejanía y hace
un gesto de contrariedad. Después se quita el sombrero y se enjuga el sudor de
la cara con la manga del saco mientras recupera el aliento. Cuando pasa a su
lado cruzan un vistazo y Rodríguez hace un gesto, una mueca que no llega a ser
una sonrisa, pero que le indica al otro que entiende su fastidio.
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Baja los diez escalones, cruza el paso a nivel y enfila por la calle Juncal
hacia la casa de sus padres. Las veredas están desiertas en la inminencia
de la siesta. De tanto en tanto, desde alguna ventana de las que dan hacia
la calle, le llega el rumor de los platos a medio lavar en las cocinas, conversaciones de sobremesa, el prólogo de las transmisiones deportivas de
la radio. Al cruzar Mansilla consulta el reloj. Las dos y veinte. Va puntual.
Ha fallado la manida profecía ferroviaria de su padre, esa que asegura que
los trenes, desde que son propiedad del Estado argentino, han abandonado
su británica puntualidad. Verificar que su padre, al menos hoy, al menos
esta vez, se ha equivocado, le inyecta un sarcástico entusiasmo del que se
arrepiente enseguida: ¿no es penoso que él siga pendiente de las sentencias
de su padre, por más tiempos y distancias que intente poner entre ambos?
Llegará a la casa a las dos y media. Su madre saldrá a recibirlo secándose
las manos limpias en el repasador a cuadros. Rodríguez se inclinará para
recibir su beso y retribuírselo. Ella comprobará, con un vistazo, que su
aspecto general, su peso, el color de su piel y el brillo de su mirada sean
los de un hombre sano y fuerte en la plenitud de la vida. Recién entonces
lo hará pasar, mientras le pregunta por Susana y por las chicas.
Cruza Olazábal, sigue hasta Lavalle. Por fin la casa. Toca el timbre y de
inmediato oye el tintineo de las llaves. Rodríguez abre el portón y avanza
por el jardín mientras la puerta se abre. Ese gesto explica su sitio en esa
casa. Si fuera la suya, no habría tocado el timbre. Si no fuera la de sus
padres, aguardaría en la vereda a que saliesen a recibirlo.
Su madre se asoma sonriendo, y Rodríguez ve cómo se le iluminan los
ojos. Es el momento de encorvarse y del beso en la mejilla. La deja hacer
mientras aguarda el escrutinio. Evidentemente está aprobado, porque ella
vuelve a sonreír mientras cuelga su sobretodo en el perchero de la entrada
y le pregunta, en voz un tanto alta, por su mujer y por sus hijas. ¿Qué
pasaría si Rodríguez desenmascarase la impostura? ¿Acaso su madre no
los visita en Buenos Aires todos los miércoles a la tarde, a escondidas de
su padre? ¿Acaso no sabe ella que Susana y las chicas están tan saludables
y felices como hace tres días, cuando ella llegó de visita con el budín de
frutas secas? Rodríguez no llega a comprender por qué lo fastidia esa pantomima. Tal vez porque es otra evidencia del poderío tenaz de su padre,
ese hombre viejo cuyas sentencias son indiscutibles. Pero no tiene sentido
desenmascarar el fingimiento de esa mujer que sigue empeñada en cuidarlo, de manera que le contesta que Susana y las chicas están bien, y que
le envían cariños.
Necesita concentrarse para que su tono suene natural, cotidiano, desprovisto de tensión, angustia o resentimiento cuando pregunta, también
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en voz alta: «¿Y papá?». Su madre, antes de soltar la última línea que le
toca decir, se estira hasta la alacena para buscar tres tazas del juego bueno.
«En la galería. O con la quinta, andá a saber», contesta después, mientras
enciende un fósforo y lo acerca a la hornalla.
Mientras atraviesa la cocina y sale al patio, Rodríguez repara en lo tranquila que suena siempre la voz de su madre. ¿Será fingida esa calma, o sinceramente no teme que su esposo y su hijo terminen trenzándose en una
de esas discusiones horribles que parecen su único modo de vincularse?
Rodríguez se demora un segundo con la puerta abierta y la ve poner la pava
al fuego, colocar la manga en la cafetera, verter en ella tres cucharadas colmadas de café. Tal vez sea cierto que está tranquila, y contenta de que sus
dos hombres pasen juntos la siesta del domingo. Tal vez las mujeres saben
transitar las cosas de un modo que los hombres ignoran por completo.
Rodríguez cierra detrás de sí la puerta del fondo. Así se llama ese sitio en
su casa, en su familia. «Fondo», y esa palabra abarca el patio de baldosas, el
jardín minúsculo, la quinta de verduras contra la medianera de atrás. Su padre está ahí, encorvado sobre la hilera de tomates, con las manos hundidas
en la tierra barrosa. Cuando advierte su presencia se incorpora, se limpia las
manos y regresa hacia el patio. Rodríguez lo ve como siempre: flaco, bajo,
serio, fuerte. Se estrechan la mano, y el hijo siente la rudeza de esa piel que
siempre le hace acordar a la superficie porosa y árida de un ladrillo. Se sostienen la mirada, porque su padre jamás baja los ojos y porque Rodríguez,
sabiéndolo, se propone tampoco claudicar ante esas piedras pequeñas y
azuladas que lo escrutan sin prisa.
«Cómo estás». La pregunta suena chata, como si no fuese una pregunta.
«Bien, papá. Y usted». Rodríguez también, si se lo propone, puede ser neutro. «Su madre pensó que tal vez viniera a la hora del almuerzo», dice su
padre mientras acomoda una de las sillas de hierro y se sienta.
Rodríguez sabe que no es cierto. Su madre sabe perfectamente, porque lo
acordaron el miércoles, cuando ella estuvo de visita en su casa del Centro,
que llegaría a las dos y media, a la hora del café, para irse a más tardar a las
cuatro. Una hora y media. Un lapso plausible para estar sin discutir, para
permanecer sin pelear. Rodríguez siente un minúsculo impulso de decirlo,
de desenmascarar la realidad de que ambos saben que serían incapaces de
permanecer todo un almuerzo en armonía. Pero calla. Tal vez la madurez
sea esto: dejar los silencios como están.
La puerta de la cocina se abre con cierta violencia porque su madre, que
lleva la bandeja con las cosas del café, ha tenido que abrirla con el codo.
Rodríguez se acerca a ayudarla. Los tres se sientan a la mesa de cemento y
patas de hierro. En realidad su madre permanece de pie mientras sirve, y
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su esposo paladea el primer sorbo, y aprueba con un gesto. Recién entonces
ella toma asiento entre los hombres.
Después de algunos titubeos, la conversación se pone en marcha. Los tres
andan con cuidado, Rodríguez el primero. Nada de religión, ni de política, ni
de normas para la crianza de los niños ni de planes para su educación futura.
Su madre, de todas maneras, es una aliada perspicaz en la espinosa labor de
conducir la nave de la visita por entre los arrecifes mortíferos que él y su padre
se han pasado la vida construyendo. Hablan del trabajo de Rodríguez, de las
buenas perspectivas que se abren en la oficina con la apertura de la sucursal
de Flores. Su madre le cuenta un capítulo más del culebrón de los Mendoza,
sus vecinos, que ya no saben qué hacer con la hija mayor, esa descarriada.
Hablan de ese otoño suave y seco que están teniendo. De la enfermedad de
la tía Clara.
Rodríguez hace un gesto hacia la quinta y elogia las lechugas. Su padre
asiente y comenta que tendrá que cubrirlas antes de que caiga la primera
helada.
«¿A ti te apetece otro café?», le pregunta su padre. Rodríguez dice que sí,
mientras piensa lo diferente que es el perfecto español que habla su padre, con
sus tús, sus «tis» y sus zetas, con respecto a su propio español porteño, saturado de voseos y de verbos acentuados en la última vocal que lastiman el oído:
«mirá, vení, tomá, salí». Otra herencia fallida, otro puente roto entre los dos.
Están solos en el patio, porque su madre ha saltado como un grillo de su
asiento, de vuelta hacia la cocina, al escuchar que quieren más café. Rodríguez
quiere consultar su reloj, pero teme que su gesto sea demasiado ostensible.
Tal vez falte poco para las cuatro, para dejar esa casa otra vez a su espalda,
para caminar a paso rápido hasta la estación, para subir al tren y dejarse caer
en un asiento vacío y colocar la radio en el marco de la ventanilla y escuchar
el partido.
«¿Le parece que el kiosco de los Varela estará abierto el domingo a la tarde?», pregunta de repente. La cadena de sus pensamientos lo ha llevado a
concluir que necesita pilas para la portátil, no sea cosa de que se le agoten
en plena transmisión. Su padre parpadea, tal vez sorprendido. Rodríguez le
explica lo del partido y las pilas. Completa la explicación hurgando en el bolsillo y dejando la radio sobre la mesa. Es un aparato bastante grande, que lleva
cuatro pilas chicas. Es mucho más caro escuchar la radio a pilas que la vieja
radio eléctrica. Pero ese rato a solas, con el relato del partido por encima del
traqueteo del tren, mientras regresa a su casa y a su vida, a Rodríguez se le
antoja la gloria misma, y el de las pilas es dinero bien gastado. Claro que no
dice nada de eso a su padre, que sigue con los ojos fijos en el aparato negro
de bordes plateados.
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«Pues lo dudo. Domingo a la tarde... Me temo que estará cerrado», concluye su padre. De nuevo hacen silencio. Rodríguez, con los ojos fijos en la
huerta, desea que su madre vuelva pronto.
«¿Hoy jugamos con Boca, cierto?», pregunta repentinamente su padre.
Rodríguez deja de mirar la hilera de lechugas. «Sí», responde Rodríguez, y le
queda la incomodidad de haber dado una respuesta demasiado breve, como
si su padre hubiese hecho un gesto hacia él, un gesto profundo y meditado,
y él no hubiera sido capaz de apreciarlo. Esa primera persona del plural.
Ese «jugamos». Por eso, porque se siente confusamente en falta, Rodríguez
agrega: «De visitantes», y alza las cejas como dando a entender que el partido va a ser difícil. Su padre, voluntariamente o no, reproduce su gesto,
mientras asiente. Desde la cocina llega la voz de la madre, que pregunta si
la azucarera ha quedado ahí en la mesa. «Sí, mujer. Aquí está», alza la voz el
padre, levantando el recipiente y volviéndolo a posar en su sitio, como si su
esposa pudiera verlo desde adentro.
«Difícil...», dice su padre, y Rodríguez entiende que se refiere al partido
contra Boca, en la Bombonera, partido que está a punto de empezar y que
él no podrá escuchar si no abandona la casa en los próximos diez o quince
minutos. Pero algo lo detiene. Una piedad infrecuente, que le impide dejar
que el comentario de su padre se pierda en el silencio. «Dificilísimo», coincide Rodríguez. Y siente que su respuesta sigue siendo demasiado exigua.
Por eso agrega: «Y para peor, no juega Cosentini».
Su padre ladea la cabeza y frunce la boca, pensando. «¿Ah no?», pregunta
por fin, mientras fija en él las piedritas azules de sus ojos. Esta vez Rodríguez
responde casi con naturalidad: «No, papá. Se lastimó el domingo pasado
contra San Lorenzo. Y el suplente es De Santis». «¿De Santis, ese que trajeron de Quilmes?», pregunta su padre. Rodríguez asiente. «Es malísimo»,
sentencia su padre, y Rodríguez sonríe y asiente. Su padre sonríe también,
apenas.
Rodríguez consulta su reloj con ademán veloz, disimulado, pero su padre
lo nota. «A ti se te hace tarde, ¿no es cierto? Y yo aquí dándote la lata...».
Rodríguez lo mira y demora en responder, porque necesita saber si lo ha
dicho con sinceridad o con ironía. Concluye que no hay sarcasmo en lo que
su padre ha dicho. «No», dice Rodríguez, y agrega: «Yo no tengo apuro...
pero a usted se le hace tarde para el dominó». «Sí, es cierto», responde el
padre, y carraspea. Levanta la azucarera y la apoya otra vez en el mismo sitio.
«Se me había ocurrido...», vuelve a carraspear su padre. «Tú dirás... pero si
a la radio le faltan pilas... puedes quedarte a escucharlo aquí, y luego te vas».
No dice «luego» sino «logo», cerrando la palabra en ese español que se ha
traído desde Galicia y lo acompañará para siempre. Rodríguez demora en
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responder porque está sorprendido. No sólo lo sorprende la propuesta de
su padre. Lo sorprende, sobre todo, darse cuenta de que sí, de que quiere
quedarse.
Se abre la puerta de la cocina y su madre viene otra vez con la bandeja.
Rodríguez se pregunta si notará la turbación que sienten él y su padre. «Se te
va a hacer tarde para el dominó, Fermín. Ya son las cuatro», dice, mientras
restriega los pocillos entre las manos, como para mitigarles un poco el frío,
antes de llenarlos otra vez.
El padre carraspea por tercera vez. Sus ojos vuelven a cruzarse con los
de su hijo. Rodríguez hace que sí con la cabeza, y su padre habla con la cara
vuelta hacia la pared de los rosales. «Hoy no voy, Beatriz. Antonio se queda
en casa a escuchar el partido por la radio». El hijo no dice nada. Echa un
vistazo a su padre, que tiene el ceño fruncido, el rostro colorado, las piernas
estiradas, el mentón hundido contra el pecho.
Rodríguez pestañea varias veces para evitar que se le humedezcan los
ojos. Clava también la mirada en la única rosa fría de pétalos abundantes
que florece en los rosales de la medianera. Le acomete una ansiedad súbita.
Ojalá ganen el partido. O que al menos empaten, porque de visitantes en la
Bombonera, el empate no es un mal resultado.
Casi a su espalda, su madre termina de servir los cafés, y comenta algo
de que va a ir hasta la panadería a comprar unas facturas. Medialunas no,
porque el panadero de ahí a la vuelta las hace muy secas. Pero sí facturas.
Vigilantes y sacramentos. Y su tono de voz es absolutamente sereno, natural,
como si la tarde fuese una tarde como cualquiera, y lo que está sucediendo
ocurriese todos los días.
Cuando se quedan solos pasa un largo minuto en el que los dos hombres
permanecen quietos en silencio. Por fin el padre se incorpora y entra en la
cocina. Rodríguez escucha sus pasos alejándose hacia las habitaciones. Casi
enseguida lo oye volver. Su padre carga la radio eléctrica, la de siempre, la de
carcasa verdosa. Rodríguez se apresura a hacer sitio sobre la mesa del patio,
para que pueda apoyarla l
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Cómo viene sin dudar el caballo de Troya
a comer de mi mano ahora que estoy
tendida en un manto de púrpura veneciana
mojado por las aguas del Atlántico fueguino
y se enlaza a mi sueño un llanto augural
de trenza deshecha, de morral caído.
Me cobijó tu vientre durante años y
viví sola en la oscuridad de un relato
propio, obsesivo, sin ecos, sin nadie que
alzara su voz para llamarme
Elvio E. Gandolfo
Niní Bernardello
La
prohibición
Viene la mujer de Stevenson,
temprano en la mañana, y le dice:
No, y hace una pausa. Stevenson
tiembla: siempre le tiene miedo
a su mujer cuando le dice no, así,
tajante. Es por eso que la ama.
Espera y la mujer sigue hablando:
no podés publicar eso, nos
crucificarían. Stevenson sonríe
como un niño al que retan y sabe
que puede zafar: Lo escribí en un
sueño, dice. Pero al ver las cejas
alzadas de su mujer, aclara apresurado:
Perdón, perdón, lo escribí porque lo
soñé todo: lo que pasa. Pero la mujer
es implacable. Puede ser, dice, pero
ya está: lo quemé, lo destruí.
Stevenson tiembla en una mezcla
de terror, dolor y deleite. No lo dice,
piensa: Era lo mejor que escribí.
Pero ya está bien despierto, metido
en lo real, en el ruido de las calles
G aviotas
de Londres, que suena sofocado por la
niebla, atrás de las ventanas.
Lo que termina cae en su principio
abriendo las garras y el pico
con la indecible dulzura de eso
imperceptible que vibra bajo los párpados:
anuncios de que lo amado muerto vuelve
acaso porque sabemos que lo que termina
cae en su principio y retorna
abriendo sus alas y el pico y las garras
con la indecible dulzura de eso
imperceptible que tiembla bajo los párpados
gaviotas
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No dice nada Stevenson, la mujer se inclina,
lo besa y se va, agradecida por el modo
en que Stevenson acepta su dictamen.
Ese mismo día Stevenson empieza a escribirlo
de nuevo.
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Otra
Los años perros
prohibición
Muchos años después, Juan Carlos
escribe el suyo por furia: no
consiguió cigarrillos. Está
[fragmentos]
Alejandra Ruiz
prohibido venderlos ese día.
Se venga, se venga, acumula desastres
no sólo morales, más amplios, históricos
y generales. Se venga fuerte, él
no le tiene miedo a las mujeres,
las reputea, se va embalando, ya
no puede parar: después caen muñecos
ii
míticos, mitológicos: un gaucho,
tres gauchos, treinta y tres gauchos.
Pero la prohibición es mayor, de contornos
imprecisos, casi parece de Dios: se
mueve mucho en esos años, y hay un
momento en que se le pierden
todas esas palabras,
¿en una carpeta o una bolsa?
entre una y otra orilla. Pero años
después, como Stevenson, vuelve
a escribirlas. Aunque con trampa: ahora
es mayor, sabe más, apunta más fino.
Como pedían en aquella revista literaria
patea las puertas de lo sublime, y entra
a saco en toda su literatura futura,
con lo que escribirá a partir de
aquella prohibición menor de no
vender tabaco, muriéndose antes de la
prohibición mayor, en bares, hospitales,
carnicerías, bancos de seguro y pizzerías
y en su propio país, libre de humo,
pionero en el Río de la Plata
que tanto recorrió,
riéndose mucho en el otro mundo, con los
ojos de pibe bien abiertos, de asombro
ante semejantes idioteces.
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Recuerdo a mi madre, cocinera eximia y gran conocedora de historias familiares,
mi madre todavía no tan vieja y sin embargo ya nada linda, vestida con una
ropa que, aunque fuera nueva, parecía envejecida; los batones celestes o
rosas con unos vivos blancos para subrayar la pechera, las telas que ella
prefería de color pastel y en realidad eran siempre de tonos desabridos,
como si temiera que la intensidad de los colores destacara el prematuro
deterioro de su cuerpo, la envoltura adiposa que comenzaba a deformarlo y
esas enredaderas con nudos azulados que ascendían por el pálido muro de
sus piernas, la blancura apenas tersa de la mujer que mi padre evitaba mirar
mientras cargaba el equipaje en el auto, las valijas armadas con cuidado
en la puerta de nuestra casa porque él no creía en las supercherías que
aconsejaban dejar abandonadas en Esperanza todas las cosas que pudieran
remitirnos a ese pueblo maldito.
Y mi padre habló de las maravillas de frutos resplandecientes, de
lugares donde nunca llegarían los cirujas y el pan fresco estaría al alcance
de las manos de todos, de tierras fecundas donde respirar no sabría a
podrido, de colegios donde los niños no serían castigados con vulgaridades
acerca de la germinación de porotos en vasos de vidrio azulados y
extravagantes experiencias sobre el salto de las ranas, de pueblos donde la
gente no se ocuparía de herir la pureza del amor familiar con habladurías de
putas: allí iríamos a empezar una nueva vida. Pronto nos seguirían mis tíos
y mi pequeño primo, Juan Francisco. Allí, mi padre y mi tío construirían
por primera vez grandes autopistas, avenidas en verdad modernas donde los
semáforos no enloquecerían después de cada chaparrón y sólo muy raramente
habría algún temporal, que no demoraría más de un par de horas en apaciguar
su inclemencia, puesto que la perfección no existe sino incompleta.
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Y mi madre que meneó la cabeza, mascullando por lo bajo algunas palabras
ininteligibles para mí. Y enseguida exageró, blasfemó, con aquel hablar
inmoderado, siempre un poco fuera de época, que no parecía propio de
ella; esas palabras rimbombantes que en aquellos tiempos de decadencia,
al haber desgastado su sentido inicial, lo remedaban. Y mi madre habló de
dignidad, de honra. Y expuso, con voz pausada, su convicción de que no iba
a ser feliz, de que no, de que no había de eso para ella, de que no valía la
pena intentarlo, ni fracasar, que ya era tarde para irse y que no había adónde
ir. Y también expuso, con la misma voz pausada de quien se esfuerza por
contener la ira, la más completa increencia en aquellas paparruchadas de
tierras fecundas donde el pan fresco estaría al alcance de las manos de todos,
su certidumbre de la irrealidad de otro mundo donde respirar no sabría a
podrido, su convicción de que todas las ciudades del mundo eran iguales
a Esperanza y, por consiguiente, no había adónde escapar. Y entonces ella ya
no pudo o no quiso contenerse, y maldijo a viva voz y lentamente, como si
paladeara cada injuria antes de lanzarla al rostro atónito de mi padre, de pie y
cada vez más pálido frente al auto cargado de valijas; y así herida por el enojo,
emitiendo de tanto en tanto unos gruñidos que todavía puedo evocar en mi
oído interior, ella denostó a los que la habían convertido en el hazmerreír
del pueblo, «Qué cursi», enfatizó con una estética tan contundente como sus
gritos, «qué chabacanería haberlo hecho en las mismas sábanas que yo lavaba
con esmero y discreción».
Preferiría no entrar en los pormenores de las otras cosas que dijo porque
en ese momento rompió a llorar, su pecho se sacudió al son de pequeños
espasmos y yo le pedí a Dios que nos pusiera a salvo de las miradas de los
pocos vecinos que todavía quedaban en el barrio. Nunca supe si fue gracias
a él o al azar de una coincidencia, pero mi madre no demoró mucho en
calmarse. El llanto se fue disolviendo en unos quejidos suaves y la respiración
entrecortada recuperó su ritmo natural. Aunque los hechos referidos
habían sucedido siete años antes de la estampida, ella los mencionó como
si hubieran sido recientes. Mi madre lo había sabido desde el principio,
lo calló tantos años por dignidad. La voz, en ese momento, adquirió un
matiz distante que no dejaría jamás de resurgir en los años venideros cada
vez que se dirigiera a mi padre. Ella no iba a rebajarse. Sólo la lentitud con
la que le hablaba dejaba traslucir el esfuerzo de contención que mamá hacía
para no revelar sus agitados sentimientos. Como los borrachos que, cuanto
más se empeñan en caminar derecho, más se exponen a los ojos de quienes
les toca en suerte observarlos, esa voz con la que mi madre le habló a mi
padre (y no las pocas palabras dichas en ese momento) denotaba su rencor
y lo exponía con la visibilidad de una herida, al punto que de sólo evocarla
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para escribir estas líneas me produce una especie de conmoción en la base
del estómago. No se hable más, repitió ella voluntariamente desprovista de
cualquier matiz afectivo, de cualquier conato de expresión. Entonces mi
padre me miró y me dijo: «En el fondo, siente un desconcertante cariño por
su tierra». Había resignación en el tono de su voz. En silencio, comenzó a
descargar las maletas del auto.
iv
Recuerdo oscuramente puertas que golpeaban en la noche, mi padre, que
gemía y juraba que no más, imploraba perdón en una posición ridícula
que parecía apelar a la condescendencia del cielorraso y decía que la niña, que
él no supo cómo ni cuándo, que había crecido mucho, la pequeña y que, de
pronto, él no pudo o no quiso evitar unos pocos juegos y que no recordaba
cómo fue la primera pero que ésta habría de ser la última, la última vez que
sucedía algo que, en cierto sentido, nunca había sucedido por completo,
ya que no faltan ocasiones en que las apariencias engañan y ésta era una en
que lo que parecía ser nunca llegó a ser sino apenas una vaga abstracción,
el atisbo de una madrugada entre las piernas, una tibieza que nadie pensaba
alimentar y sólo por error podía considerarse una pasión verdadera, sólo
por un grito de gatas en celo y la niña temblando y pidiendo y entonces
mi padre, la mirada al piso y el cuerpo lleno de huesos como piedra, no
comprendía que pudiera pensarse eso de él, su propia mujer y qué mal lo
conocía, en el fondo nunca lo entendió, aunque ahora daba igual, ya que
aceptaría todas las condiciones con tal de que aquello no se supiera: que
no se supiera no tanto por él como por la niña y no tanto por la niña como
por su propia esposa y no tanto por la propia esposa como por mí que, en
este momento de la conversación, era nombrado con énfasis por mi padre
«nuestro querido hijo», como si aquella apelación, aquel golpe bajo pudiera
calmar a la fiera que arrojaba cosas en la sala, que juraba mandarlo preso
para toda la vida a él y a la cochina, a la pendeja sucia que se revolcaba en las
mismas sábanas que yo lavaba con esmero y discreción, se van a acordar toda
la vida de lo que me hicieron.
En ese momento, mi padre, como si una fuerza oscura se hubiese
apoderado de su boca, fue proclive a la confesión y sus ojos brillaron
cuando habló del dulce impudor de las caricias que lo acusaban y dijo que
jamás lo hubiera hecho siendo ella tan pequeña y aunque ya no lo fuera,
una niña a la que amaba sinceramente con un amor impreciso y a la vez
ineludible, una niña crecidita que a veces jugaba con sus pechos incipientes
y sus labios pequeños como si fueran las muñecas que antes lavaba y vestía
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de rosa, que se ponía pulseritas de cuentas verdes en los tobillos y mostraba
las piernas con más orgullo que maldad, y que él, un hombre de bien y
un padre de familia, él se había jurado a sí mismo que no se aprovecharía
de la pequeña huérfana, ni de su inocencia ni de su falta de inocencia,
porque la había visto llorar ante el cajón de sus padres y no quería verla
sufrir como aquella vez que se hinchó toda y se le retorció el cuello y no le
entraba ni le salía el aire, y que él todavía se acordaba cómo le temblaban las
piernas cuando la llevaba en la ambulancia sentada en su falda y qué lindo
era escucharla sollozar y llamarlo «tío» y que él, un ministro de la comuna,
se había jurado a sí mismo que no, nunca, y que la educaría con tesón
y cumpliría el compromiso asumido y que jamás, jamás dejaría entrever
sus verdaderos sentimientos y aprendería a contener sus emociones y no
volvería a mirarla a los ojos cuando hacía aquellos mohines encantadores
y que pronto sería como si aquel deseo nunca hubiera existido y entonces
lo que mi madre había visto o creído ver entre las penumbras, mientras
atravesaba el corredor para buscar un vaso de agua, no tendría para ella
más importancia que el despertar desafortunado de una pesadilla, ese breve
instante en el que dudamos si lo sucedido sucedió realmente o si guardamos
en los ojos imágenes de algo concluido que todavía quiere disputar su lugar,
dinosaurios que se resisten a morir en el altillo del inconsciente, de lo
que nunca sucedió ni volverá a suceder más que en el teatro oscuro de los
sueños. Y cuando acabó este innecesario parlamento, mi padre se puso a
llorar y lloró hasta la mañana, mientras la fiera continuaba golpeando cosas
en la sala, pero ya más suavemente, o lo insultaba con menos convicción,
y entonces, cuando estaba a punto de echar a la perra huérfana a la calle,
se acordó de su hermana muerta y dijo que no podía, que al menos debía
darle una educación digna y un marido decente, que por suerte lo peor no
había sucedido y que a partir de ese momento ella misma se haría cargo de
la educación de Juana María y que ya vería la pequeña, en carne propia, lo
que era ser una señorita hecha y derecha l
Cecilia Vallina
Martín Prieto
Eso que parece Marte es la luz de la antena alta
del edificio de Urquiza entre Dorrego y Moreno
y eso que parece la luna, cortada al medio
por un hachero chambón y colgada sobre el techo
del Holiday Inn, es la luna. Son confusos
los mensajes que nos envía el cielo
en la noche de Navidad mientras bajamos
en silencio rumbo a la casa de mis padres
y mi ansiedad por reencontrarme con los relatos
de una mitología recontramenor cuyos dioses
se llaman Nelly, Alejandra Filas o Gorda Graciela
contrapuntea con tu abandonada lasitud tanto que,
por un momento, lo único tuyo que retuviera a mi lado
fuera tu mano y todo tu demás
se hubiese ido volando hacia la mitad faltante de la luna.
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100 años de Adolfo Bioy Casares
Adolfo Bioy Casares.
El centro del bosque y la
ilusión de una isla
Silvia Renée Arias
Verano de 1927. Adolfo Bioy Casares, que no ha cumplido aún catorce
años, celebra la culminación de su primer año de colegio secundario disfrutando de la naturaleza, alejado de la humanidad. Adolfito piensa en miles de
aventuras leídas o imaginadas: una región montañosa, un valle al reparo de
los vientos al que un hombre llega y se sienta a descansar. Como él mismo
en las arduas clases del Instituto, ese individuo ha estado meses enteros
atravesando un tupido bosque, habitado por bestias feroces (los temidos
profesores). Esa llanura es su refugio. Para Adolfito, lo es la posibilidad de
escribir, de internarse en ese océano maravilloso que es para él la literatura,
según escribe en su cuaderno: «Un maravilloso océano al que quiero beber
de un trago».
Casi setenta años más tarde, un anciano Adolfo Bioy Casares escribe en
el cuento «Tripulantes» la historia de un hombre que llega en un bote a una
costa de un país desconocido. La idea no es inédita en su obra, claro. A sus
veintiséis años, en 1940, ha escrito una novela que muchos —y el primero
es su gran amigo Jorge Luis Borges— califican como «perfecta»: La invención
de Morel. En esta historia, un fugitivo llega a una isla, cómo no; cuando de un
momento a otro ésta se puebla, el hombre se esconde, se mantiene alejado
en los bajos que inundan las mareas...
Si es verdad que el mito de una vida está oculto dentro de la obra de
todo escritor, la tarea de asociar la vida y la obra de Adolfo Bioy Casares
resulta en la evidente confirmación de esa premisa. Ya en sus primeros
cuentos —de cuyas publicaciones iba a arrepentirse— estaba, más allá del
detritus verbal, como bien observó Marcelo Pichon Rivière, el germen de su
creación. Quien sería su esposa, la escritora Silvina Ocampo, con su modo
único de expresarse, dijo una vez, al ser consultada por los libros que más le
gustaban de Bioy: «Todos, hasta los primeros, por ser los primeros reflejos
de un gran resplandor». Justas palabras. Ya entonces había un bosque, al
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que misteriosamente el narrador de una de sus aventuras llegaba por una
escalera que se brindaba a ocultarlo bajo tierra. Un bosque al que volvía a
su merced, con cariño, con hambre. Podía caminar para todos lados, sin temor
de que se acabara su misterio. Y, porque le habían enseñado que la Tierra era
redonda, pensaba que ese bosque tenía fin. Siempre estaba uno en el centro
del bosque; es decir, él estaba en el centro del bosque, lo cual patentizaba la
verdad de su aseveración sobre su muerte, que no sería suya, sino del Todo
menos él. Y cuando buscaba apoyo dentro de él, encontraba el desierto en
que todo perecía despacio, el desierto de la estupidez. Para el Bioy adolescente, el
silencio tenía forma de fosa.
En la vida cotidiana de este joven que se consideraba, ante todo, un
deportista (practicaba boxeo, atletismo, fútbol, tenis), sucedía la soledad,
también la incomprensión, del mismo modo que el rechazo.
La soledad era la de un niño que todos los días de su vida temía perder
a su madre. Con los años aludirá a este sentimiento en sus cuentos, como
en «Incesantes naves», incluido en Luis Greve, muerto, publicado en junio de
1937: Lo que sentía no era solamente miedo de que su madre no volviera y menos
de que a él le sucediese algo, sino sobre todo la horrible presencia de la falta de su
madre y el miedo de sentirla. Una madre —Marta Casares— que le lee poemas
de Mitre y le refiere «historias de animales que se alejan de la madriguera,
corren peligros y, tras muchas aventuras, vuelven por fin a la seguridad de
la madriguera». ¡Qué fascinación, los peligros que acechan y la posibilidad
de volver al lugar seguro! ¡Qué maravillosa la leve ansiedad que le transmite
el héroe de esta novela titulada El Quijote, que se aleja de su aldea y de los
suyos para salir en busca de aventuras!
Pero no siempre es segura la «madriguera». Muchas veces, solo en su
cuarto, lo invade la consternación mientras le llega el eco de la música que
ejecuta una orquesta y de una multitud, las muchas risas de las señoras y los
caballeros que asisten al baile que se ofrece en su casa. No soporta esas risas.
¿Y el universo? ¿Qué hay más allá? Y más acá, incluso, cuando por las tardes
vienen visitas a la casa de la Avenida Alvear, personas grandes o chicos, y él
está en su cuarto y lo llaman para que se presente... ¿Cómo hace para vencer
algo muy profundo que lo acosa, esa especie de temor?
Un temor que lo atrae, sin embargo, tanto como el espejo veneciano de
tres cuerpos que su madre tiene en el cuarto de vestir, y en cuyos bordes
contra el marco de madera hay encajadas fotografías de personas muertas,
entre ellos su abuelo. Todo se multiplica mágicamente en el espejo, con
vertiginosa repetición. Fue como si de golpe me hubiera encontrado entre las hojas
de un espejo de muchas hojas, rodeado por la multitud de imágenes que hay en los
múltiples fondos de los espejos de muchas hojas, escribirá en «El suicida», varios
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años después. Y también en «Una puerta se entreabre», sólo por mencionar
otro ejemplo, pasados sus ochenta años de vida, Bioy se refiere a un espejo
que hay en un armario de tres puertas. Una visión que le había producido
también un deslumbramiento capaz de inventar una máquina que lograra
la reproducción artificial del hombre, porque para Bioy, «ver» era la mayor
prueba de la existencia de algo, y aquella «honda e infinita perspectiva» le
daba la prueba de que existía algo que no existía.
Sucedía la incomprensión. No quería ser abogado, como su padre, el Dr.
Bioy. Sólo amaba la literatura. Si eso significaba «constreñir» su «vida a la
modestia», como escribió por entonces, se conformaría «con lo justo para
subsistir». Y cuando hubiera vivido un poco se iría «al campo, lejos, a producir muchos libros». ¡Cuánto más feliz que en el colegio se sentía leyendo a
los novelistas rusos y, también, con deslumbramiento, a Berkeley y a Hume,
y la Divina Comedia! «Todo esto sin contar que era una persona tímida, obnubilada por los nervios, y no podía presentarme ante la mesa examinadora
sin haber estudiado intensamente cada una de las materias», recordaría.
Sucedía el rechazo. Era bien parecido, le decían que era inteligente, pero
no lograba inspirar el amor de las mujeres: «Frente a ellas me explico los
sentimientos antes de tenerlos», escribe en su cuaderno. Ya está aquí ese inconcebible enemigo: la incomprensión humana. «Siempre estamos un poco
aislados, siempre la comunicación es imperfecta», supo decir. La imposibilidad del amor, también, reflejada en esa tragicomedia que resulta Dormir al
sol, novela que trata del doble, del cuerpo y del alma; de un trasplantador
de almas que pasa la de una mujer a una perra; el tema de la aspiración
imposible de que cuerpo y alma concuerden con lo que uno desea de la
persona amada.
Alguien observó que todos los fantasmas, en los libros de Bioy, son mujeres, empezando por la bella Faustine de La invención de Morel. En efecto,
en las historias de Bioy, la mujer amada es inalcanzable, está siempre lejos (Faustine en La invención de Morel; Diana en Dormir al sol; Daniela en
«Máscaras venecianas»; Paulina en «En memoria de Paulina»; Carlota en «El
Nóumeno»).
El amor es un bien que se busca incansable, inútilmente. No es casual que
uno de los libros de cabecera de Bioy Casares —más allá de admirar su prosa sencilla, sobria, que también sería la suya— fuera el espléndido Adolphe,
del francés Benjamin Constant: la tormentosa historia de un joven que desea
poner fin a una relación de cuatro años con Ellénore, diez años mayor que
él. Don Juan introspectivo, héroe romántico por su gusto por la soledad,
por el sentimiento de la fatalidad y por sus contradicciones, sensible pero
incapaz de pasión, débil de voluntad, Adolphe esquiva sus responsabilidades,
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vive sólo ocupado de sí mismo. Su historia no es otra que la del desamor.
Para decirlo de una vez, la aventura intelectual, como bien supo verlo su
gran amiga, la escritora Vlady Kociancich, era para Bioy más interesante que
la aventura emocional, que los devaneos y las incomodidades de eso que se
llamaba amor y que en su temprana juventud lo hundió en la humillación
de no ser correspondido.
El aislamiento se erige entonces como la posibilidad de escapar de una
rutina dolorosa, pero también como ámbito donde es posible conocer a los
otros y, sobre todo, a sí mismo. En sus relatos, los personajes (como él mismo en su vida tantas veces, con la ilusión de que todos los problemas se resolverían a su vuelta) emprenden viajes. Si él visita Europa tantas veces como
le es posible y se recluye en su paraíso, su estancia Rincón Viejo, a poco más
de doscientos kilómetros de Buenos Aires, o bien en la casa de la balnearia
Mar del Plata, sus personajes se trasladan a una quinta, a una vivienda en la
costa («La obra»); a una playa desierta («El gran serafín»), a un país exótico,
a una isla... Sus personajes pueden abrir una puerta y dar a otra realidad; a
otro siglo, incluso («El otro laberinto»). Se trepan a aparatos que los llevan
a la estrella más lejana, que se encuentra sobre una plataforma de piedra
blanca. Se dirigen incautos y exaltados, en una nave espacial, a un planeta
desconocido. Realidades misteriosas, pero también cerradas, que albergan
el peligro: una habitación de clase media (las novelas Diario de la guerra del
cerdo, El sueño de los héroes), un cuarto de hotel («Clave para un amor», «Un
viaje o el mago inmortal»), un avión de pruebas («La trama celeste») o un
presidio isleño donde los condenados se liberan por medio de la alteración
de sus sentidos (Plan de evasión).
Sin embargo, si bien, como ha expresado Oliverio Coelho, «toda la obra
cuentística de Bioy podría pensarse como una indagación de los afectos unida al recurso fantástico» —y el mismo Bioy explicaba que la realidad se le
revelaba «fantástica, como a todo el mundo, en cualquier momento», cuando se producía «un quiebre», cuando caminaba de noche por un corredor
de su casa, la luz se apagaba y se encontraba perdido porque esa realidad se
le revelaba fantástica incluso cuando se enfermaba, incluso en los sueños—,
también supo alejarse de las situaciones sobrenaturales para recurrir al mundo real, como lo hizo por ejemplo en Guirnalda con amores, libro que contiene
relatos pero también aforismos y hasta una traducción de la Oda v del Libro i
de Horacio. ¿Y qué más real que la guerra que desatan los jóvenes contra los
ancianos en Diario de la guerra del cerdo, o las tribulaciones de los inexpertos
y tímidos Luisito Coria y Nicolasito Almanza de «Lo desconocido atrae a
la juventud» y La aventura de un fotógrafo en La Plata, respectivamente? O los
cuentos de El héroe de las mujeres. Personajes modestos, melancólicos, bien
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parecidos —características que también definían al propio Bioy— en una
prosa de tono amable, elegante, a la que Octavio Paz se refirió como «una
lección de economía que todos deberíamos aprender». Una prosa con un
fino sentido del humor (Bioy decía tener «una tendencia natural, un poco
inevitable, a reflexionar satíricamente» sobre lo que le pasaba, sobre lo que
veía); una frescura en los diálogos que transmite el discurso oral con notable
precisión y la única estridencia del placer de contar historias y conmover
con destinos que sus personajes aceptan —acaso porque Bioy se compadecía de ellos como lo hacía con todo el género humano— con resignación
(es el caso de Castel en La invención de Morel, y sobre todo de Emilio Gauna
en El sueño de los héroes, donde queda implícita la idea de que el destino está
escrito).
No obstante, muchos de sus personajes se resisten a morir; buscan la
eternidad. Una eternidad que en Bioy era una obsesión por la vida, por
perdurar. Todo parecía remitirlo al tema de la inmortalidad. Cuando a comienzos de la década del sesenta empezó a obsesionarlo el arte fotográfico,
comprendió que su cámara era un dispositivo para detener el tiempo: «El
fotógrafo es un artista que descubre los momentos más expresivos de la
verdad del mundo, su modelo, y consigue perpetuarlo hermosamente y tal
cual es, como si le robara el alma», escribió. Un deseo de vivir mil años, de
perdurar, que a sus casi setenta años lo llevó a confesar que, por dentro, se
sentía como si tuviera todavía diecisiete. «Tan absurdamente breve es la vida,
a la que le sigue una muerte tan larga...», se lamentaba.
A cien años de su nacimiento y a quince de su desaparición física, releyendo la obra de este exquisito escritor se puede inferir que, en efecto, ese
anciano era aún un jovencito eternizado en aquellos años de mocedad. Un
Adolfito de pantalones cortos que atraviesa un espeso bosque y camina de
la mano del fantasma de una mujer bella por una Buenos Aires serena aun
en su complejidad y sus misterios, en medio de una inquietante extrañeza,
enamorado y vivo para siempre en cada una de las páginas de un libro interminable l
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El hielo gemelo
Francisco Garamona
Tengo la imagen de la ropa
secándose colgada de la soga:
todavía estaba la abuela
como una bruja blanca del amanecer
preparando su leche con canela.
Y también Lorena Penisi
detrás de sus anteojos cuadrados
hundiendo la nariz en un cuaderno
donde trataba de copiar
con sus trazos minúsculos de miope
unos conjuntos del pizarrón
en los que se debatía el álgebra
de su penoso aprendizaje.
Tiempo en que imité la cara de conejo
en el espejo de un aparador
que tenía molduras en forma de manos
que ya empezaban a tirar de esa cinta
que más tarde iría a llamarse «la memoria»...
Yo me acostaba en mi cuarto de estudiante
y resolvía en ese espacio los intercambios
del sexo con la muerte, mientras otras imágenes
accionaban a unos autómatas que me enseñaban
sus ojos oblicuos en la media tinta de la noche.
Después besé a una chica en el arroyo.
—¿Su nombre era Mariel?
—No, ésa era su amiga de la que estaba
enamorado un compañero...
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Y bajaban a nuestra vera unos caranchos,
que venían de comer las vísceras
de ese ternero huacho
que en Tacuara y Chamorro
hizo estremecer a unos idiotas...
Ahora quiero instruir el eco de esas voces,
no lo que dijeron impulsados por el amor o la furia,
en esa artillería donde el soldado de plomo se fundía de nuevo.
Por el frente de la casa pasaba un colectivo
que llevaba a los obreros a la fábrica,
y todas las madrugadas desfilaba
frente a la ventana esa caterva de hombres
que fumaban su primer cigarrillo
apoyadas las espaldas contra los árboles
borrados por la niebla de la calle Garibaldi.
Son los mismos árboles que ahora podemos advertir
aunque sin verlos con sus copas frondosas
que entrarían en el primer suspenso del día,
para poder decir:
Lorena, la de la abundancia,
Lorena, la de la fijación...
¿Se escucha todavía la vibración de un sulky
sobre su meta de polvo nueva,
u otras reverberaciones, acaso insustanciales
pero que de seguro eran, las de la alegría,
las de la felicidad?
Hubo primero una atención y una compuerta
por donde detallar los campos espaciosos.
Ya no la aldea de muebles empequeñecidos,
con el ave de madera que entraba y salía de su covacha...
Era al resguardo de la primavera,
cuando las ondas de calor se fijaban
en las remeras finas y traslúcidas
que usaban las chicas de mi pueblo...
Puedo oír sus voces, algunas veces roncas,
y escuchar los secretos que se cuentan entre ellas...
Con las manos haciendo visera frente al sol,
en una fotografía de tonos difuminados,
celestes y amarillos trazando el vocablo
de la estación donde nada era neutro.
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¿Un parque de diversiones y sus espejos deformantes?
¿Atardeceres tallando un trineo en miniatura,
cerca de unos niños que mirarían
con ojos achispados de animal?
Eso era en lo que estaba pensando.
En un hielo gemelo, y delgado, que de tan fino
se pudiera quebrar con el peso de una sombra
que apenas se apoyara en las membranas del aire.
Pero ya estaba Roxana, la vecina mayor,
a la que en un día de carnaval la vi llorar.
Sintiendo el trepidar de una etapa concluida,
o el polvillo de pulverizadas flores
que la enfermedad nos trajo.
A nombrarlas y consentirlas en sus labios
entreabiertos con los míos.
Pasaron unos meses y Roxana, la hermana de Lorena,
(que se había extinguido en el curso de ese verano, oh qué ridículo es
[decirlo así)
encontró su diario íntimo y me lo regaló.
—Es pésimo —me dijo—, pero hay descritos
momentos que ustedes pasaron juntos.
San Nicolás, paralelo del amor,
meridiano de la tristeza.
Porque hubo una vieja madera
que ascendió hasta confundirse en las estrellas
con todo lo que llegaba,
y era como si el fantasma de Lorena empezara a desperezarse.
Por la ventana alargada, otra vez, se veía oscurecer
un fragmento del terreno diseñado con rectas.
Yo la amaba, decían los grillos,
con su canto repetitivo, entrecortado,
como un signo de pregunta que los aleja del alba,
en el mismo momento en que se hunde
el corazón como una piedra blanca,
sin sonido, en el arroyo.
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Rosalba Campra
LOS SOÑADORES
En sus sueños solía ser un príncipe capaz de volar, pero todos
esos sueños se desarrollaban en una estación en ruinas, donde
se había quedado solo, sin valijas ni documentos. Tenía miedo
y frío. Un desierto sin fin se extendía detrás de las ventanas de
vidrios emplomados. ¿Tal vez se trataba de otro planeta?
REMURES Y LAMPURIAS
Podría levantar vuelo desde allí, porque el techo está derruido,
pero por encima sopla un viento huracanado que arrastra remolinos
de arena. Por alguna razón sabe el nombre de ese viento, shamal,
El remur conoce casi todo el mundo pero nunca había visto una
o cree recordarlo. En fin, esas cosas típicas de las pesadillas.
lampuria, y la lampuria es la primera vez que ve un remur.
Al despertar, sin embargo, lo que recordaba eran paisajes
Él se sorprende porque estaba seguro de haber visto todo lo que se
debe ver para poder decir que uno conoce el mundo, y ella se sorprende
porque, no habiéndose movido nunca de su sitio, no conoce nada.
En consecuencia, o no, la lampuria y el remur se enamoran
el uno del otro. Un caso clásico de «exotismo especular»,
bien estudiado por la astroneuromancia y demás ciencias
alquímicas, etológicas, homeopáticas, etc.
de prados fragantes o farallones de ocre, su propio palacio
con la mesa ricamente aparejada, las caricias esplendorosas
de una desconocida y otras felicidades por el estilo.
El psicoanalista se ponía furioso. Todas las veces hace señas
a su paciente desde los escombros de la boletería, con
la esperanza de que se decida a comprar el pasaje. Tren,
ómnibus, caravana, lo que sea, con tal de sacarlo de ahí, y salir
él mismo. Pero su paciente no lo ve. O finge no verlo
l
Después cada uno, mirándose en el espejo que sus semejantes les
alcanzan, comprueba que no pertenece a la misma especie que el otro,
reconsidera la situación, la clasifica como inconveniente, renuncia.
¿Pero hay acaso alguien que sea de la misma especie que otro?
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Mujeres que cuentan
su experiencia
Cuerpo a tierra
Martín Kohan
Jorge Aulicino
Mujeres que cuentan su experiencia,
el alto tejado ajeno, el regreso
a la casa paterna,
el dentista, los niños que llegan y se van.
El trabajo alienante las ha hecho sentir la distancia
que en realidad existe entre lo que se recuerda
y lo que se ve en realidad: bolsas negras
para devolver a la tierra
la ropa y el tocador de la madre muerta;
cartas que no se sabía que existían,
broches, una postal;
el dentista,
el pediatra, el trastorno de hoy, el auto finalmente
parado en el costado de una calle
mirando enfrente a los que corren en el parque,
preguntando al fin y al cabo qué,
y peor: al fin y al cabo quién.
Mujeres maduras, las nuestras.
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Las malas noticias en general llegan así: envueltas en irrealidad. Oyó
decir, en el teléfono, que Antonio acababa de morir en un accidente de
aviación y no le pareció que eso pudiese ser cierto. Precisó que le repitieran
todo, como es propio de cualquier incredulidad, y al cortar la comunicación el mundo normal le resultó más pequeño y más pobre, como pasa con
cualquier desgracia cuando llega sin haberse anunciado.
Antonio, la amistad de Antonio, llevaba demasiados años en su vida (más
de veinte) como para poder admitir ahora que ya no fuera a existir más.
Se conocieron en el servicio militar y en una noche de guardia se hicieron
amigos. Esas noches de intemperie y sombra suponían la exigencia de estar
horas prestando atención, sin que en rigor existiese nada en que esa atención pudiese posarse. Vigilaban eso: la nada, que no hubiera nada, que no
ocurriera nada. Y nada ocurría.
Hasta que les tocó montar guardia aquella noche, y en un momento determinado del sopor y del silencio, en un punto bien cercano pero difícil de
establecer, se oyó el ruido de unos pasos muy marcados. Las hojas que ocultaban el suelo, porque estaba promediando el otoño, crujían en lo mudo y
no dejaban margen de duda. Antonio entonces alzó la voz y preguntó: Quién
vive. Tal vez no alzó la voz lo suficiente, no se oyó, no hubo respuesta. Debió
decir la consigna por lo menos una vez más, pero se olvidó o se asustó, y
no lo hizo. El intruso ya estaba próximo, seguramente los habría detectado.
Antonio apuntó su fusil al corazón de la oscuridad alarmante y apretó el
gatillo sin vacilar. Mejor matar que ser matado.
El arma se trabó (no era raro, era esperable: años después, en plena guerra, pasaría a cada rato) y el tiro no salió: no hubo fogonazo, ni estampido,
ni muerte. Antonio se desesperó, puede que incluso haya gemido; pero justo
en ese momento se abrió un claro en plena boca de lobo y ante ellos se presentó el sargento Giménez, alto, arisco y un poco sordo. Ladró su control
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de rutina, viciado de hostilidad, y una vez cumplido ese deber se alejó sin
despedirse. La amistad nació en ese rato, y para siempre. Porque él sabía, no
podía no saber, que Antonio había tirado, que sólo por un milagro no había
matado al sargento Giménez. Él sabía, había visto, y Antonio sabía que él
sabía. Se entendió que no diría nada. Fue el secreto compartido lo que los
unió, como a otros los une una pasión compartida o una tristeza compartida. Para dotar a ese secreto de una perfección por demás absoluta, jamás
mencionaron el tema, ni siquiera, o mucho menos, entre ellos.
Ahora Antonio había muerto. Se había muerto, o se había matado, como
se estila decir cuando se trata de accidentes, como si no hubiese diferencia
alguna entre un accidente y un suicidio. Se había matado. Las circunstancias
no ayudaban para nada a admitir semejante hecho. No había casi una gota de
verosimilitud en la catástrofe, ni un solo elemento casi que alentara el poder
creer. Antonio estaba viajando a Brasil (por fin la muestra integral de su obra
en el Museo de Arte Moderno de San Pablo, el salto al circuito internacional
de su carrera de fotógrafo) y el avión en el que volaba, de envergadura según
podía deducirse, había rozado (ni chocado ni tocado, apenas rozado) el ala
de una avioneta (ni siquiera de otro avión, apenas de una avioneta).
La prensa no se ahorraría, por cierto, las alusiones a David y Goliath.
Porque después de ese percance en el cielo (ya era inconcebible, de por sí,
que en la descomunal vastedad del cielo, en la extensión infinita de esa nada,
dos aviones, grande y chico, se encontraran), la avioneta zozobró, perjudicada, pero logró mantenerse en vuelo, y en cambio fue el avión comercial,
el de las poderosas turbinas y los muchos pasajeros, el que se precipitó a
tierra y se destrozó. La conclusión de rigor se impuso: no hubo sobrevivientes. Los aviones caídos se dejan reconocer tan sólo por pedazos. Una letra
arrancada de cuajo, un tercio de logo, un resto de color incendiado, sirven
para la identificación.
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Se sintió un miserable total, y acaso, en cierta forma, lo fuera. Porque
acababa de matarse Antonio, su amigo de siempre, su amigo por excelencia, y él no pudo ahorrarse, no pudo o no quiso, al minuto de enterarse del
drama, esta especulación de neto egoísmo: contaba ahora con una buena
razón, una urgente, irreprochable, para llamar a Agustina y conversar. Hacía
meses que no se hablaban, porque no había por qué ni para qué, y estos
periodos de silencio y desconexión, cada vez más prolongados, estaban sin
duda destinados a imponerse como una nueva normalidad, con su nada y
con su siempre. Pero esta desgracia era una desgracia también para Agustina,
aunque lo fuese de manera indirecta; los diez años de matrimonio con él
(nueve y medio, casi diez) habían sido también, entre otras tantas cosas, diez
años de amistad (nueve y medio, casi diez) con Antonio.
Excusa no era una palabra adecuada: lo que tenía, ahora, a su alcance, era
sin dudas una buena razón para llamarla. Hasta podía plantearse, incluso, que
dejar de avisarle sería toda una desconsideración: un mal gesto de su parte.
Tenía que llamarla y tenía que decirle. La muerte de Antonio no dejaba de
ser, en cierto modo, un asunto de los dos; pensarlo así lo reconfortó (aunque notar que lo reconfortaba lo mortificó también). No sólo podía llamar
a Agustina: tenía que hacerlo. Pese a eso dio unas cuantas vueltas antes de
decidirse a marcar el número en el teléfono. Se vio absurdamente ensayando
posibles cursos de conversación, practicando réplicas concluyentes, probando
insinuaciones.
Hablaron poco; fue todo muy breve. Agustina se consternó, quiso saber,
maldijo, sollozó; lo esperable. Pero después, él mismo no supo por qué, no
hubo cosa más que decir, y su larga expectativa de hablar por fin con ella
se fue deshaciendo demasiado pronto: convertida casi de repente en nada,
antes de alcanzar a producir algo, a deparar algo, a significar algo, lo devolvía
al abandono sin dejarlo reaccionar. Hizo un intento, pese a todo: propuso
un viaje; lo hizo por puro impulso, porque intuyó que sin eso lo que seguía
era despedirse.
Se expresó con sorpresiva elocuencia: dijo que la muestra de Antonio en
San Pablo se haría y ahora sería póstuma; que viajar a visitarla y a recorrerla
pasaba a ser entonces una especie de homenaje indispensable, una prueba de
amistad que él estaba decidido a hacer. Agustina al escucharlo se conmovió,
o al menos eso le pareció a él, no siempre es sencillo darse cuenta de estas
cosas en una comunicación telefónica. Lo que, lamentablemente, no advirtió
o prefirió no advertir, fue que eso que él le decía no era sino una invitación:
la propuesta de que viajaran juntos. Ella lo tomó como una declaración personal, nada más; el anuncio de que él viajaría. Lo felicitó, lo entusiasmó. Le
dijo que la idea le parecía admirable. Que no debía dejar de hacerlo.
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No hubo entierro y no lo habría, al menos hasta que las autoridades lograran encontrar los cuerpos, distinguirlos, identificarlos, entre los restos
del avión desperdigados en plena selva; luego faltaría el arduo trámite de
remitirlos a otro país, si correspondía. Pensó que el viaje a Brasil serviría
para satisfacer la íntima necesidad de algún rito de despedida: honra fúnebre
o evocación personal. Se dice que los artistas no mueren, porque dejan un
legado, él sabía que no era cierto, que morían como cualquiera, descartaba
ese lugar común por tramposo y sensiblero. No obstante admitió que viajar
a San Pablo, al museo, a ver las fotos expuestas de Antonio, sería casi como
encontrarse con él, así fuera para saberlo perdido.
Antes de partir alcanzó a pensar, aunque sin admitirlo del todo, que tal
vez también viajara, además de por los motivos visibles, porque se lo había
dicho a Agustina. Hacer el viaje suponía tomar en cuenta esas palabras, y
además, de alguna manera, retomar esa conversación. Era obvio que, cuando
volviera, no podría dejar de llamarla. Y hasta llegar a encontrarse con ella,
por qué no, si le traía, por ejemplo, como obsequio o como ofrenda, un
ejemplar del catálogo de la muestra, un recuerdo que no podría declinar.
El viaje en avión fue tan sencillo y armonioso que resultaba difícil admitir
que, en estas mismas circunstancias, ahora tan inofensivas, otros pudiesen
haber encontrado la muerte, una muerte por demás horrorosa. Él se fue poniendo en el lugar de Antonio casi en cada momento del viaje, como si eso
pudiese ayudarlo a entender lo que había pasado. No le sirvió, por supuesto; al aterrizar y bajar del avión, le pareció todavía más inconcebible, más
inaudito, más desesperante, llegar ilesos, él y los demás, los demás y tantos
otros, y que Antonio, por lo mismo, en cambio, desfigurado, irreconocible,
ya no estuviera más.
En San Pablo no quiso perder el tiempo. Dejó sus pocas cosas en un
hotelito de la calle Augusta, y salió de inmediato hacia el Museo de Arte
Moderno de la ciudad. Caminó con la mente en blanco, o tratando de mantenerla en blanco, mientras los edificios de la avenida principal le salían al
cruce y lo dejaban indiferente. El museo se le apareció de pronto: geométrico y suspendido, animado con colores fuertes, él mismo ambicioso de ser
arte. En un cartel vertical leyó el nombre de su amigo: Antonio Reggi. Sólo
entonces, sólo así, entendió que había llegado, supo a qué había venido,
creyó entender lo que le esperaba.
Antes de entrar, a pesar de que seguía ansioso, se obligó a dar unas vueltas por el parque que quedaba enfrente. Era tan espeso ese follaje que en
seguida pudo olvidarse de que estaba en una ciudad; las hojas y la humedad
se apretaban con tal decisión que el parque llegó a resultarle un espacio
cerrado, sin cielo ni aire libre. Al salir, sin embargo, seguía en San Pablo. Y
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el museo seguía ahí, del otro lado de la avenida, anunciando una muestra de
las fotos de Antonio. Cruzó ya listo para entrar. Y entró.
Las fotos lo impactaron como siempre. Haberlas visto tantas veces antes
no atenuaba para nada el efecto; solía no encontrar palabras precisas con
las cuales expresar su embeleso, lo que le traía alguna incomodidad con
Antonio, no sabiendo qué cosas decirle y temiendo que su admiración acabara por resultarle dudosa. Ahora las contemplaba y las disfrutaba sin más,
y podía quedarse con eso, la clase de emoción que sentía podía plasmarse
en silencio.
Las fotos que él no esperaba, las que no conocía y jamás sospechó, estaban colgadas en una pared lateral, algo discreta, como en una sección
apartada de la muestra. Podría haberlas pasado por alto, de no ser por esa
especie de llamado que presintió o adivinó. Nunca antes las había visto y, sin
embargo, sin que al principio llegara a advertir por qué, un destello de reconocimiento lo alcanzó. Se acercó a verlas y entendió el motivo: en esas fotos
(eran tres, no muy grandes, blanco y negro) aparecía Agustina. Agustina: su
mujer. Sentada y desnuda en ese sillón de mimbre que Antonio supo tener,
cuatro o cinco años atrás, en un rincón de su casa que la luz del sol, en algunas mañanas del año, hacía relumbrar. Agustina sentada y desnuda en ese
mismo sillón de mimbre, dejando que la mirada se perdiera por algún lugar
que tal vez fuera una ventana, tal vez la puerta que daba al patio.
La visión lo sofocó: se sintió tan aturdido que tuvo que apartarse, retroceder. ¿Qué eran esas fotos? ¿Por qué no había sabido de ellas? ¿Por
qué Antonio jamás le había mencionado el tema? ¿Por qué no lo había
mencionado Agustina? Se propuso volver a verlas, examinarlas. Escrutarlas
en detalle, con la esperanza, o con el temor, de poder entender algo. Pero
desistió. Se dio cuenta, justo a tiempo, de que no iba a estar en condiciones
de afrontarlo. Las manos le temblaban todavía, la espalda seguía empapada
de transpiración. Estaba mareado.
Salió a la calle a respirar, a reencontrarse con la normalidad de las cosas.
Pero estaba en una ciudad ajena, distinta en casi todo de la suya, y esa extrañeza lo perjudicó. ¿Sería capaz de volver a entrar en el museo a mirar las
fotos de Agustina, su mujer; esas fotos ignoradas que Antonio, alguna vez,
le había sacado a Agustina, su mujer? Tuvo una idea mejor. Volvió al museo,
pero no a la muestra. En la planta baja estaba ese sector donde se venden
libros de arte, postales, recuerdos del museo, chucherías. Ahí compró el
catálogo (tapa dura, papel satinado) de la exposición de Antonio Reggi. Se
lo llevaría al hotel, para poder revisarlo con cuidado.
Se apuró a llegar, corrió las cortinas ajadas de la ventanita de su cuarto, abrió el libro sobre la pequeña mesa de madera que hacía las veces de
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escritorio, lo hojeó sentado en la punta de la silla, los dedos tensos. Fue y
vino dos o tres veces, de la primera página a la última. Las fotos de Agustina
no estaban. El catálogo se anunciaba, en portada, como completo; pero las
fotos de Agustina no estaban. La única explicación que él encontró, la única
que cabía, por otra parte, para entender esa irregularidad, era que Antonio
las había suprimido en el libro, que había aceptado exhibirlas tan sólo en
el museo, en otra ciudad, en otro país, ahí donde seguramente nadie (nadie
significaba nadie a quien pudieran importarle; nadie significaba una sola cosa:
él) habría de encontrarlas y verlas.
Decidió adelantar la vuelta a Buenos Aires. Pagó sin hesitar la multa que
correspondía por cambiar la fecha del vuelo: en vez de un jueves, un martes.
Dejó el catálogo sobre la mesa de luz de su habitación de hotel, justo encima de la Biblia de rigor. Que se lo llevara quien quisiera, si es que alguien
quería. Durante el vuelo miró para afuera: toda esa nada, toda esa inconmensurable nada. En el instante en que el avión aterrizó, cuando después
de flotar y de zumbar se sintió el golpe de las ruedas en la pista, se dijo que
ahora sí tenía una buena razón para llamar por teléfono a Agustina, para
verse urgentemente con ella. De inmediato, sin embargo, comprendió que
era al revés. Ahora tenía una razón inexorable para, más allá de lo que él
quisiera, no volver a verla nunca más l
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Horacio Zabaljáuregui
«Ce rt i fi co qu e e l nú me ro i ndi vi du al 1 1 1 9 1 72
corre sponde a A nhnabe l Carme n M arche l l i ».
Ent re l as hu e l l as de su s pu l g are s e st á l a fot o de mi
madre .
T i e ne ahí ve i nt i ú n años,
e l rost ro re dondo y l e ve me nt e i ncl i nado,
l os l abi os pi nt ados, ape nas.
El pe l o abu ndant e , pe i nado
e n dos l omadas con raya al me di o,
cae e n u n mant o de t rás de l as ore jas.
M e ve o e n su mi rada;
e se ai re di áfano,
l u z de porve ni r pasado;
e st u ve e n e sa mi rada,
pl áci da;
su pe e st ar,
se r ahí .
A hí ,
t u ve
La mi rada de mi madre .
A hí e st u ve
e n l a g e ma re fl e ja
donde rompe , i rradi a
M u ndo.
T e ng o e se ai re
de l a mi rada de mi madre ;
de morada,
i dé nt i ca;
i da
e n l a l u z de l t i e mpo.
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Velador
Mora
Oliverio Coelho
[fragmento]
Andi Nachon
Rema rema
rema tu bote
suave por la corriente
alegremente alegremente
la vida es un sueño.
En vez de ir a la clínica a cumplir con los protocolos de la muerte, Sauri
Perdida de mí, a vos llego: niebla
sorprendida sobre el río
por las tardes primeras
casi septiembre y todo
todavía duerme
un paréntesis
de agua en el aire
sobre el agua quieta
todo posible todo
esto que despierte, florezca
perdida en vos
a mí que vuelva.
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sube al Peugeot 504 modelo 87 y va hacia el monoambiente que su padre alquiló cerca de la estación Pacífico. Entra de manera sigilosa, como si temiera
interrumpir la siesta de alguien. Las persianas están bajas y las bombitas
de los techos, quemadas. Sólo funciona el velador apoyado en un tacho de
pintura de plástico, junto al que su padre, en un colchón, solía tenderse a
leer el diario, fumar y rastrear en horas vacías el origen de su enfermedad.
Hay diarios, tazas sucias, ceniceros, colillas, objetos disecados por capas
de polvo y eras de soledad. El lugar luce desértico y material, como una fábrica alguna vez espléndida que fue abandonada. Los diarios apilados junto a
la cama datan de más de veinticinco años atrás. En la mayoría de ellos Sauri
aparece mencionado y/o fotografiado como un joven prodigio del ajedrez
argentino.
Busca bolsas de consorcio. Empieza a separar los documentos útiles, papeles con teléfonos, agendas, carpetas con planos, boletas, escrituras, fotocopias de expedientes y tarjetas personales de lo más variadas. Toda una
riqueza hipotética con la que siete meses atrás Luis Alberto, tras echar por
la borda décadas de matrimonio, dejó el pequeño pueblo de Laprida, o bien
para curarse, o bien para morir en Buenos Aires, la ciudad que amó hasta
que una mujer, a los veintitrés años, cuando todavía existían los trenes, lo
arrastró al fondo de la pampa.
Mientras forma dos conjuntos, lo valioso o enigmático por un lado, y la
basura por otro, Sauri tiene la sensación de que perpetra un saqueo deseado
durante años. En la misma bolsa guarda las pequeñas pertenencias que va
encontrando en el suelo y en el tacho de pintura que oficia de mesita de luz.
Prefiere dejar en su lugar los objetos grandes, cargados de anonimato como
si nunca hubieran sido realmente de nadie y cumplieran una función para
la que no han sido creados. Son lo suficientemente vulgares y visibles como
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para satisfacer la avidez de su madre. A las miniaturas —ceniceros, anteojos, monedas, cucharas—, todas cosas anticuadas que no puede decir que
su padre haya coleccionado pero que en secreto recolectó y liberó, como a
animales callejeros, en ese dominio del azar que es su monoambiente, las
va envolviendo en hojas de diario que ahora no hacen más que fechar un
fracaso.
Le sorprende que Luis Alberto haya trasladado desde Laprida esa colección de elementos insignificantes. La presencia de esos objetos parece
anticipar la muerte, como si lo verdaderamente propio, aquello con lo cual
un hombre emprende un viaje al más allá, fueran sólo miniaturas en el
teatro de la vida. Abolla uno por uno los diarios que quedan y los mete en
una bolsa. Una página se resiste a entrar en la bolsa. Al empujarla no puede
evitar reconocer cenizas de su biografía en una foto blanco y negro del diario
La Razón. Aparece pensativo en un panamericano juvenil que, no recuerda
exactamente cuándo, ganó en Mar del Plata.
Antes de irse, pasa a la cocina, recorre a tientas la bajomesada, mueve
platos y ollas, y por fin da con el paquete negro que en sus manos cruje
como el envoltorio de un caramelo.
Guarda en el baúl del Peugeot una bolsa de consorcio con los papeles secretos de su padre y otra con sus miniaturas. Tira en el cordón de la vereda
una tercera bolsa con recortes que fechan su pasado. En la guantera ubica
el paquete negro. Se repasa las encías con la lengua y se inspecciona la boca
entreabierta en el espejo. Hace pantalla con las manos, embolsa y verifica
su aliento. Luego, rumbo a la clínica intenta sintonizar Radio Continental,
deslizando la aguja del dial morosamente para evitar el ruido blanco.
En el quinto piso, apenas sale del ascensor, su madre recién llegada de
Laprida habla con el jefe de terapia intensiva. Parece extraer de la enfermedad de su padre una satisfacción que la llena de vitalidad. Detrás, un
ventanal recorta edificios agrietados y nubes bajas.
Durante unos treinta segundos Sauri presencia la escena de incógnito,
hasta que Lidia lo ve y le dice algo al médico. Ambos se vuelven hacia él,
impasibles, como si conspiraran en un mismo tipo de gravedad. El médico
le extiende la mano suave y helada. Una mano falsa. «El cuerpo de su padre
se está apagando».
La bomba de morfina, junto al respaldo cromado de la cama, emite una
alarma. Una enfermera demudada, como si la pólvora de la muerte la transformara en una completa intrusa, irrumpe en la habitación. Sauri y su madre, a los lados de la cama, asisten a ese fenómeno que arruina la perfección
de la cuenta regresiva. Mientras la enfermera calibra esa especie de reloj que
en vez de arena dosifica una maravilla opiácea, Sauri trata de hacer coincidir
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la apariencia de ese hombre disecado por la quimioterapia con la imagen
de su padre. La medicina le impone una melodía patética a la extinción. Su
padre no muere, se borra. Lidia lagrimea mientras el hombre al que no amó
vuelve a ser humano, pausa la respiración, entra de a poco en la muerte y va
recuperando, paradójicamente, la máscara de un hombre vivo.
La enfermera se retira. La bomba no vuelve a sonar. Afuera llovizna. Por
la luz del ventanal abierto, Sauri tiene la impresión de que el mundo, del
otro lado, se paralizó. ¿Cuánto puede tardar un hombre en morir? ¿Cuánto
puede durar la muerte en alguien que ya fue sentenciado? Desea que todo
termine pronto. Entonces, en un segundo sobrenatural que empalma tiempo y realidad en una misma duración, su padre da un suspiro profundo. Una
sensación de irrealidad invade a Sauri: ¿es eso la muerte? El momento en
que la respiración se apaga probablemente sea insignificante en relación a la
duración de esa muerte en el futuro.
Vaga por la ciudad en el 504. Piensa que la pequeña intimidad de su
padre está en el baúl del auto, pero no puede imaginar su cuerpo confinado
para siempre en un cajón. Recuerda cuántas veces, de joven, deseó verlo
muerto. Ahora sólo anhela un último fragmento de vida, una imagen ínfima, porque la muerte barrió de pronto todos los recuerdos e instaló en la
memoria a actores en pose de desgracia.
Sopesa la posibilidad de seguir errando por la ciudad. Frena de golpe, para
no pasar un semáforo en rojo. Le parece que no pasar ese semáforo es importante. De inmediato, con el ruido agónico de la frenada, recupera una imagen
de su infancia: su padre al volante de un Renault 12 azul del año 78, abollado
y sin asientos traseros. Una bestia semidesguazada que había sobrevivido a
todas las batallas, incluso al desorden de un dueño que nunca pagó patentes. En la parte trasera del coche se acumulaban miniaturas mugrientas y se
condensaban olores extrañamente agradables que Sauri, de chico, asociaba a
actos de hechicería que creía que le permitían a su padre vivir sin trabajo fijo.
Por el tapizado de cuerina cuarteada asomaba una gomespuma que él solía
desmigajar en silencio, mientras su padre le arrancaba al vehículo resuellos
para ponerlo en marcha.
Permanece detenido en punto muerto sobre la senda peatonal, con el
semáforo en verde, acariciándose el mentón, hasta que alguien le toca bocina. Recuerda que después de un choque grave contra un tractor en la Ruta
86, el Renault no arrancó más. Aunque Sauri mucho después pidió verlo,
su padre le confesó que no recordaba en qué kilómetro había abandonado
esos restos de chatarra l
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Sonia Scarabelli
Brindis
sin qué
Andrés Neuman
C onejas
Vengo de beber el vino de los años ajenos, el que tembló saciando, el
Ahora mi amiga y yo
nos ponemos unos ojos nuevos para mirar la vida.
Es emocionante como volvernos dos conejas
que se sueltan a correr a campo traviesa.
El amor como una carrera feliz a cielo abierto,
entre pastos altos y jardines de hinojo.
que vivieron otros y volcaron en forma de aserrín en la copa difícil.
M onitos
pasado mordía, una legión de pies hizo el camino torcido hasta el
día de hoy, ahí se tambalean, los veo llegar descalzos con heridas de
Cuánto crecimos desde entonces,
como me dijo aquel poeta:
cuánta prosperidad
(contemplaba los campos de soja arrasadores).
Éramos unos huesos sin futuro,
unos monitos colgados de la noche,
¡cómo luchamos en la guerra del tiempo,
cómo luchamos a brazo partido!
Lástima no haber aprendido en la matanza,
la enfermedad, la soledad, la muerte,
lástima no haber aprendido casi nada
de los monitos trepados a las ramas,
los animales esos que le aullaban
felices a la luna
enamorados del hermoso planeta.
Aunque a veces tuviéramos
un poco de miedo.
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Llego tarde a los brindis, mi siglo es una botella en un estante, el
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guerra y mal olor a mí.
No sé llorar mis cosas, lloro las ajenas, la garganta es cobarde para
gritar lo suyo, el pájaro es sincero porque no tiene alternativa, la
alternativa colma la botella vacía, vamos, salud, bebamos, el vacío
también nos hace adictos.
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Anubis
La lista era toda suya; no del maestro. Podía modificarla, hacerle tachaduras, descartar detalles, agregarle otros personajes que hubiera visto o personajes imaginarios, incluso contar una historia. Inventada por él. Encontrada
por él, no el maestro.
Y apurado por el hambre, como quien pone la pesca fresca sobre la piedra
bien caliente, el discípulo escribió lo que había estado pensando, sin pensarlo,
todo el tiempo:
[fragmentos]
Bárbara Belloc
Odio. El odio al otro.
El amor al semejante.
*
Ese mismo día, el discípulo escribió lo que había dicho el maestro: El
discípulo puede ser superior al maestro como el perro puede ser mejor que el cazador,
el ciervo mejor que el perro que lo persigue, el caballo que el jinete, el instrumento que
el músico, los súbditos que el rey.1
Y a continuación anotó este listado de personajes: «Pordioseros, nómades llegados del desierto, desplazados por las guerras, hombres que trabajan
de zapatero debajo de una sombrilla raída en cualquier calle, en el hueco de
cualquier escalinata de Bab El Oued o la Casbah, zurciendo las suelas de los
que tienen un solo par de zapatos y esperan descalzos, mujeres con hiyab que
revuelven las parvas de desechos, verdura y fruta podrida, en los alrededores
del mercado que ocupa una manzana y tiene cuatro puertas, cuatro bocas o
anos, mancos y ciegos cantores, niños sin piernas que hacen teatro con las
manos por monedas, hijos e hijas mendigos con sus padres y madres mendigos, abuelos mendigos con sus nietos, vendedores de revistas ajadas en francés
(Paris Match, Vogue), de enchufes usados, suelas de goma, plantillas y botones
sueltos, cualquiera de los que en un buen día comen arroz seco embutido en
un pan, y entre ellos ningún ladrón, porque robar es pecado».
Cuando levantó la vista, el discípulo vio que se había hecho de noche
mientras redactaba pausada y memorísticamente lo que después dio en llamar la «lista solar», porque eran todos hijos del sol infalible, que día tras día
los baña, los ama y les tiñe la piel hasta dejarla oscura como la almendra, la
canela, la seda de la piel de la almendra cocida con vapor de agua y canela
al sol.
1 Epicteto, Enchridion (enseñanzas del estoico anotadas por Flavio Arriano, c. 120).
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*
Caballos.
Caballos con manchas.
El planeta Marte.
La ideología después de la ideología,
la religión, en su sentido lato o no,
y el pescador chino de marfil
tieso en su pose
sobre el estante:
«Dale un pescado a un hombre y lo alimentarás un día;
enséñale a pescar y lo alimentarás para siempre». Escamas.
Escamas del color de un arcoíris.
El efecto de. La falta de.
Caballos.
Caballos con manchas
de los que pasaron por una, cinco, diez batallas
como una prolongación natural de las políticas de las instituciones,
del comercio,
del ocio, que desconocen.
Los que sobrevivieron corren libres.
Si hay sequía y los pastos están amarillos van al río
y comen peces. Como los osos.
Como los poetas que vivían y escribían en la guerra.
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Corazón o ave
buscando en qué posarse
[fragmentos]
Daniel Friedemberg
ya sin naranja
ya sin nada que atar.
iv
Tibieza del
encuentro
de una piel
y el tacto:
real es
lo que en
i
lo oscuro
te dice «ahí estás».
Real es lo que
resiste,
ahí
donde el
v
ángel
precario
La resis-
que te habita
tencia de
patalea enojado.
los materiales
Real es lo que
nada
responde
dice
lo que no preguntaste.
nada
más
como quien
ii
vuelve a
Real es lo
donde
que resiste, hay
siempre es-
un mundo en
tuvo,
el mundo
como quien,
aunque sea un
y un zapato
poco,
dos
está.
zapatos
y un hilo naranja
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La partida*
Gabriela Cabezón Cámara
Fue el brillo: el cachorro saltaba luminoso entre las patas polvorientas
y ajadas, con tajos, porque la miseria alienta la grieta, la talla, va arañando
lenta a la intemperie la piel de sus nacidos, la hace cuero seco, la cuartea, le
impone una morfología a sus criaturas. Al cachorro todavía no, brillaba con
la luz de lo alegre de estar vivo, una luz no alcanzada por la triste opacidad
de una pobreza que era más falta de ideas que de comida. 1
Hambre no había pero era gris y polvorosa la vida en esos llanos, los míos,
tan poco brillo había que cuando vi el cachorro supe que era eso lo que quería
para mí, algo radiante, luminoso. No era la primera vez que veía uno, incluso
había parido a mis criaturas y no es que no brillara nunca la llanura: brillaba
con el agua. Revivía aunque se ahogara, toda ella perdía la chatura, corcoveaba
de granos, tolderías, indios dados vuelta, cautivas desatadas y caballos que
nadaban con sus gauchos mientras cerca les brincaban los dorados como rayos: burbujas de amanecer condensado que duraban un instante sobre el agua
toda entera partida en pedacitos que se iban para abajo, para lo hondo, para el
centro del cauce del río desbordado, y en cada pedacito de ese río agigantado
brillaba algo de cielo y no parecía cierto ver todo eso, cómo el mundo entero
era arrastrado a un vértigo barroso que caía lentamente y girando sus cientos
de leguas rumbo al mar.
Primero era algo así como una competencia: nadaban hombres, nadaban perros y caballos y terneros huyéndole a lo hondo, a lo que chupa, a
lo que asfixia, a lo fuerte del agua que nos mata. Unas horas después ya
no había lucha, era larga y era ancha la manada, las vacas, los toros, los
terneros, cimarrón como el río mismo ese ganado ya perdido y arrasado
más que arreado, dando vueltas carnero los carneros y todo lo demás; las
patas para arriba, para adelante, para abajo, para atrás como trompos con
* Fragmento de Una novela imperialista, en curso.
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eje horizontal avanzaban veloces apretados entraban vivos salían kilos de
carne putrefacta y terminaban empotrados en el barro como un monte de
bichos encastrados con las patas estiradas en todas direcciones, un ejército
de soldados de plomo amontonados, trabados con sus sables y fusiles, con
sus piernas y sus torsos valerosos. Era un río de vacas en veloz caída horizontal: así caen los ríos en mi tierra, con una velocidad que a su vez es un
ahondarse, y así vuelvo al polvo que todo lo opacaba del principio y al brillo
del cachorro que vi como si nunca hubiera visto las vacas nadadoras ni a
sus cueros relumbrantes ni a toda la llanura echando luz como una piedra
mojada al sol del mediodía.
Lo vi al perro y desde entonces no hago más que buscar ese brillo para
mí. Para empezar, me quedé con el cachorro. Le puse Estreya y así se llama aun hoy tan lejos y tanto tiempo después de la llanura cuando hasta yo
cambié de nombre. Me llamo Lady Josephine Star-Iron ahora. De entonces
conservo sólo, y traducido, el Fierro, que ni siquiera era mío, y el Star, que
elegí cuando elegí a Estreya. Llamar, no me llamaba; nací huérfana, como si
me hubieran parido los yuyitos de flores violetas que suavizan la ferocidad
de esa llanura, pensaba yo cuando escuchaba el «como si te hubieran parido
los yuyos» que decía la que me crió, una negra que enviudó más luego por
el cuchillo de él que quizás no veía de borracho y lo mató por negro nomás,
porque podía, o quizás, me gusta creer esto aun de la bestia de Fierro mi
marido, lo mató para enviudarla a la Negra que me maltrató media infancia
como si yo fuera su negra.
Fui su negra: la negra de la Negra media infancia y después, que fue muy
pronto, me entregó al gaucho cantor en sagrado matrimonio. Yo creo que
el negro me perdió en un truco con grapa en esa pobre tapera que llamaban pulpería y que el cantor me quería ya y de tan niña que me vio quiso
contar con el permiso divino, un sacramento para tirarse arriba mío con la
bendición de Dios. Me pesó Fierro: antes de cumplir catorce ya le había
dado dos hijos a la bestia. Cuando se lo llevaron, y se llevaron a casi todos
los hombres de ese pobre caserío que no tenía ni iglesia, me quedé tan sola
como habré estado de recién parida, sola de una soledad animal porque sólo
entre las fieras se pueden salvar ciertas distancias: una bebé rubia y de ojos
azules como no hay azul fuera del cielo allá en la pampa no caía así nomás en
manos de una negra. Pero esta boca, me dicen acá, donde me han abierto los
brazos como a una hermana medio salvaje nacida en las selvas del Imperio
de un padre tan británico como la Reina Victoria, esta boca no es de inglesa.
Cuando se llevaron a la bestia de Fierro como a todos los otros se llevaron
también al gringo de «Inca la perra» como cantó después el gracioso y se
quedó unos días en el pueblo aquella colorada, Elizabeth, sabría su nombre
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luego y para siempre, en el intento de recuperar a su marido. No le pasaba
lo que a mí. Jamás pensé en ir tras Fierro y mucho menos arreando a sus
dos hijos. Eso lo había hecho la Deolinda Correa cuando el Tigre se llevó a
su hombre. Yo no. Yo me sentí libre, sentí cómo cedía lo que me ataba y le
dejé las criaturas al matrimonio de peones viejos que había quedado en la
estancia. Les mentí, les dije que iba a rescatarlo. El padre volvería o no, no
me importaba entonces: tenía catorce años más o menos y por lo menos había dejado a los pendejos con dos viejos que los llamaban por sus nombres,
mucho más de lo que yo nunca había tenido.
La falta de ideas me tenía atada, la ignorancia: no sabía que podía andar
suelta. Por el color nomás, porque había visto poco blanco y albergaba la
esperanza de que fueran mis parientes, me le subí a la carreta a Elizabeth.
Le pasaría algo parecido a ella también, porque me dejó acercarme a mí que
tenía menos modales que una mula, menos modales que el cachorro que me
acompañaba. Me miró con desconfianza pero me alcanzó una taza con un
líquido caliente y me dijo «ti», como asumiendo que no sabría hablar y
teniendo razón. «Tea», me dijo y eso que en español suena a vocativo en
situación de recibir, «para ti», «a ti», en inglés es una ceremonia cotidiana
y eso recibí con mi primera palabra en esa lengua que tal vez había sido
mi lengua madre y eso mismo es lo que tomo hoy mientras el mundo
parece amenazado por lo negro y lo violento, por el ruido furioso de lo
que seguramente no será más que una tormenta de las que baten el mar
contra estos acantilados l
El cantar más bello
[fragmentos]
Yaki Setton
¿visteis por ventura a quien ama mi alma?
El Cantar de los Cantares de Salomón
Con la sutileza del que es mudo pero habla
decimos palabras de amor sin convocarlo.
Su espíritu está ahí, funciona como un elixir
invisible. Da miedo. Calla.
Sabemos qué decir pero no lo hacemos.
Así, las palabras ascienden por estas
enredaderas mientras nuestros cuerpos bien
separados, laten. Ellas crecen rápido de modo
vertiginoso, dan sombra, flores, perfume.
Lo imposible del encuentro se despliega en la noche
muda. Soy el que sueña solo, el que habla solo,
el que llora solo, el que ama solo. ¿Seguiré en esta
larga espera, desde este mirador, oliendo la brisa
por si ella atrae ese antiguo perfume? Las flores
enredadas del jazmín me besan, confunden
mientras yo me abrazo a ellas y me disuelvo
en nuestra oscuridad.
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La Zarzamora
Liliana Heker
Al principio no se inquietó; estaba habituado a estas intrusiones. No solía hablar mucho de ellas porque —buen traductor de literatura francesa,
además de polemista filoso y de celebrante de algunos placeres refinados de
la vida— era lo que se considera un hombre cerebral y había comprobado
que el común de la gente suele resistirse a aceptar el menor desatino en
personas de pensamiento riguroso. Como si la mezcla les provocara repulsión, o miedo. Él, en cambio, estaba convencido de que aun en individuos
geniales debía verificarse cada tanto una escapadita del raciocinio, una frase
disparatada que se cruza, algún estúpido poema escolar, un viejo slogan de
publicidad que sin razón aparente se filtra en el fluir de la conciencia y lo
lleva a uno a divagar por caminos inusuales. En su caso, este tipo de irrupción podía estar asociado a algún dato de la realidad inmediata —una palabra escuchada, algo recién sucedido—, pero casi siempre venía de la nada.
Ocurría, simplemente, y de un modo tan fugaz que no distraía en absoluto
sus actividades. Lo que sí de vez en cuando las distraía —pero de manera
tan grata que él no tenía nada de qué lamentarse— era cierto trabajo de
reconstrucción al que la breve interferencia podía arrastrarlo. Estaba orgulloso de su memoria y estas reconstrucciones le permitían ponerla a prueba.
«Y si ellos eran chicatos, quién les podía avisar», intempestivamente podía
emerger en su cabeza y entonces, siempre que no estuviera ocupado en
alguna tarea impostergable, se descubría buscando el hilo de ¿la canción?,
no, no era una canción, era... salto impremeditado hacia el principio de la
estrofa. Ahí estaba: «Los zapatos bien lustrados que la luna hacía brillar, y
si ellos eran chicatos, ¿quién les podría avisar?». Versos. Héctor Gagliardi.
Veía ahora, sobre el título en negrita, la ilustración de una ventana, con un
par de zapatos apoyados en el alféizar, y atrás, como una sombra, ¡claro! ,
los reyes magos, nítido en su cabeza como un fogonazo. ¿Por qué Gagliardi
y por qué «Los reyes magos» que él había leído (ahora se acordaba) en uno
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de los cuatro libritos en rústica que su padre trajo una tarde de lluvia? No
podía responder a esa pregunta y tampoco entender la razón por la cual,
de pronto, recordaba con tanta claridad la lluvia y a su padre llegando con
los libritos y dejándolos en la misma mesa donde él resolvía un problema
sobre fardos de alfalfa. Pero no se detenía en estos interrogantes; sabía desde siempre que un recuerdo tironea de otro, que a su vez trae a la rastra a
varios más de tal modo que la red de su historia personal parecía siempre
abrirse hacia el infinito. Ese proceso le resultaba tan natural como respirar; lo que por el momento captaba su atención era el verso mismo de los
chicatos: haber descubierto su procedencia le permitía seguir el hilo con
mayor seguridad (en general, cuantos más datos captaba, mayores eran la
fluidez y la velocidad con que descubría los faltantes, casi nunca de manera
secuencial, su memoria era más bien azarosa, trabajaba con deshechos o con
fragmentos, unas veces se valía de la lógica para ir armando el argumento,
otras veces se dejaba llevar por la métrica hasta que irrumpía otro verso,
tal vez distante y tal vez imperfecto, del que por ahí se desprendía el verso
siguiente o uno muy anterior o una estrofa entera, o una estrofa a la que le
faltaba una palabra), y seguro que él no iba a abandonar la empresa hasta
tener el poema o el canto (a veces era un canto) no necesariamente entero
pero sí tan cercano a la integridad como le era posible, aun cuando se habían
dado casos en los que llegó a un punto muerto, o a la repetición fastidiosa
de unas pocas frases, situación a la que no se resignaba, se hacía el desentendido pero solapadamente desataba las riendas de la memoria hasta que,
por ahí, la frase oculta le saltaba, o una estrofa completa y después otra y
otra, con algunas palabras de las que él sospechaba que no eran las precisas
pero eso importaba poco, ya afloraría en su momento le mot juste, se decía
con cierta ironía respecto de sí mismo ya que era consciente de lo gratuito
de tanto afán y de lo impropio de estos juegos en un traductor como él,
con reputación de exquisito. A veces la palabra justa se le negaba, entonces
colocaba en el hueco otra, aproximada, que no sólo respetaba el significado
dentro del contexto sino también la rima y la métrica, y le permitía de ese
modo desplegar una nueva parte del poema, o de la canción, o de lo que
fuera que lo perseguía en esa circunstancia. Incluso había casos en los que
el tema lo acosaba varios días, o aun semanas, hasta que el verso o la estrofa
perdida irrumpía de sopetón y él, en mitad de una charla o una lectura,
podía terminar lo inconcluso y respirar aliviado. Sólo en ocasiones, en los
últimos tiempos, cuando toda esperanza de recuperación parecía perdida y
un interés muy particular hacía que no se resignase, él recurría a internet,
pero apenas para rescatar aquella palabra que sistemáticamente se le ocultaba, o (cuando no podía salir de una única frase o estribillo) para pescar
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un indicio que abriera nuevos caminos en su memoria; una vez encontrado
el tema, le daba una lectura rápida y operativa, generalmente parcial, que
apuntaba al problema concreto. Nada más que eso, porque lo jugoso, lo infinitamente placentero, era ir siguiendo por las suyas el rastro de la métrica,
y del sentido, hasta que la estrofa ausente se abría como una luz y él, gozoso,
entonaba el tema entero a viva voz o, si la ocasión no era pertinente, al menos lo cantaba en su cabeza. También estaba el caso de temas tan extraños,
o de origen tan incierto, que ni en internet figuraban y no había persona
consultada que los conociese; ahí el desafío era mayor ya que cada palabra
dependía sólo de su capacidad de recordar y él entendía (con orgullo pero
también con cierta angustia) que lo que no encontrara en la memoria tal vez
quedaría borrado del mundo para siempre.
Así, de esta manera fortuita y sin que se perturbara su vida activa, entre
tangos de la guardia vieja y romances en ladino pudo reconstruir (con escasos errores y casi sin blancos) el poema de los siete chanchitos desobedientes que estaba en su libro de lectura de primer grado, «La loca del Bequeló»
(vals larguísimo y trágico que sólo había escuchado cantar a una tía abuela),
la «Marcha de San Martín», no el Himno, conocido por todos, la Marcha,
que arrancaba con la misteriosa estrofa «El ensueño de su voz sincera se
esparce henchido de verdad y su espíritu genial se eleva por sendas ebrias
de ideal», instalada de golpe en su cabeza mientras daba una conferencia
en el traductorado de francés, con tanto empuje que ya no pudo parar; se
vio, apenas terminada la conferencia, escribiendo la letra, dictada por su
maestra de tercer grado, en un cuaderno borrador, y de inmediato se le
desplegó la música, intacta y pegadiza —recordó, en el momento de subir
a un taxi, hasta qué punto la música de esa marcha lo había cautivado en
su infancia— y, acarreados por la música, algunos versos sueltos acá y allá
—el primero en emerger fue «su verbo vibra sin cesar», supuso que por el
trabajo que le habría costado a los nueve años descifrar su significado—,
pero, en una reunión de amigos en la que se evocaron canciones absurdas,
comprobó que ninguno la conocía, así que (esta vez porque estaba intrigado) la buscó en internet y ni allí estaba: no tuvo otra salida que contar
sólo consigo. Con mucha paciencia, pieza por pieza, la fue armando íntegra
(tal vez con alguna palabra cambiada, pero qué importancia tenía eso en el
conjunto), hasta llegar al glorioso final: «sus labios siempre han proclamado
libertad, libertad, libertad». Esta restauración le llevó bastante tiempo y lo
hizo tan dichoso que todavía años después, de vez en cuando, se descubría
cantando la «Marcha de San Martín» bajo la ducha. Ahí estaba el botín: una
vez recompuestos, la canción o el poema ya eran suyos y podía traerlos a la
superficie cuando se le antojaba: cantar en la bañadera «Una aventura más»
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o deslumbrar a alguna amiga literata recitando «Yo te juré mi amor ante una
tumba, ante un mármol santo, ¿sabes tú las cenizas de qué muerta mintiendo has profanado?».
Con esa misma arbitrariedad emergió el tema de «La Zarzamora». Él iba
caminando por Florida e imprevistamente algo en su cabeza canturreó: «En
el café de Levante, entre palmas y alegría, cantaba La Zarzamora». Como
le pasaba en esos casos, se sorprendió un poco: no había tenido la menor
noticia o recuerdo de ese canto desde los tiempos en que, muy chico y de
refilón, escuchaba por la radio un programa de canciones españolas sintonizado por su abuela. El título lo encontró de inmediato pero tuvo una
primera impresión de que ignoraba todo lo demás. Infirió que, de chico,
debió de estar equivocado respecto del significado de la palabra palmas: la
única acepción que podía conocer en ese tiempo era «coronas de muerto».
Sí; ahora, en la calle Florida, la imagen de La Zarzamora volvía a él tal como
confusamente la había compuesto a los siete años: una mujer cantando entre
coronas de muerto en un café donde, al parecer, los hombres buscaban hacerse un levante. Dedujo que esa construcción debió de haber formado parte de las innumerables perplejidades que perturbaban su infancia: «Jurando
a Marte como así defenderte», ¿qué quería decir eso?, y no era el hecho
de jurarle a Marte lo que le resultaba impropio sino la incoherencia que
instalaba el «como así»; tardó años en descubrir de dónde provenía el error.
Pero, al contrario de lo que le había pasado con esa y con otras frases en un
principio inextricables, nunca se había propuesto desentrañar el enigma de
la mujer que, en un café de levantes y en medio de la alegría general, cantaba
entre coronas de muerto, por la sencilla razón de que, hasta esa tarde en que
caminaba por Florida, nunca había vuelto a pensar en ella.
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Como de costumbre, apenas esa primera frase se abrió paso entre los
laberintos de su memoria él empezó, involuntariamente al principio, la tarea
de rescate. Lo primero que se le instaló fue la música y, arrastrada por la
música, una segunda frase que (lo tuvo claro) venía a continuación: «se lo
pusieron de mote porque dicen que tenía los ojos como la mora». Lo atravesó una ráfaga de entusiasmo, como siempre que conseguía extraer algo que
durante décadas había permanecido en la oscuridad. «Mote», qué increíble.
Cómo pudo haberle saltado con tanta naturalidad una palabra que en su
vida había usado y de la que a duras penas (suponía) debió comprender su
significado cuando era chico. Siempre le resultaba prodigioso este emerger
limpio de lo que ni siquiera había sido rozado por la evocación. De los dos
versos que venían después sólo recordaba la métrica y la palabra «olé»: «Lala
lalila lalila y olé, lala lalila lalé», pero lo que venía después se le presentó
redondo como una moneda: «Que la llenó de brillantes y olé, de la cabeza
a los pies». Durante varios días se descubrió entonando esa primera estrofa
incompleta, o recordándola en medio del trabajo o de una charla. La música
la podía tararear entera y, asomando entre la música, fragmentos de frases
aisladas. Un día, mientras viajaba en colectivo, irrumpió en su cabeza lo siguiente: «De un querer hizo la prueba, y un laraira conoció, que la trae y que
la lleva por las calles del dolor». Y supo que empezaba a capturar el drama
cuando, esa misma noche en el momento de acostarse, se le revelaron, sin
agujeros, estos versos que reconoció como el principio del estribillo: «Qué
tiene La Zarzamora que a todas horas llora que llora por los rincones, ella
que siempre reía y presumía de que rompía los corazones». Pudo deducir
sin esfuerzo que el verso del querer del que hizo prueba era la respuesta a la
pregunta del estribillo —¿qué tiene La Zarzamora? Y sí: reordenó los datos
y encajaban a la perfección; ahora el principio fluía casi sin huecos. Una
tarde advirtió que —¿desde cuándo?— en lugar de «laraira» estaba diciendo
«cariño», así que esa estrofa también la había completado. Fuera de eso,
sólo había conseguido una frase de comienzo ignoto —«y que toos me den
de lado, al saber del querer desgraciado que embrujó a La Zarzamora»—,
que cada tanto canturreaba. Por un acorde final que un día le resonó en la
cabeza, se dio cuenta de que se trataba del final de la canción. Importante.
Pero entre ese cariño que la trae y que la lleva por las calles del dolor y este
llamado al desprecio colectivo, justo donde debía desplegarse el nudo del
conflicto, se abría el abismo. Entendió que había llegado el momento de recurrir a internet. Buscó, y estaba. En rápida leída conoció el desencadenante
—la visita nocturna de una mujer—, el secreto: «lleva anillo de casado, me
vinieron a decir» (eso lo cuenta la propia Zarzamora en la parte en que el
relato, inesperadamente, vira a la primera persona), y la fatalidad de este
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amor desgraciado que va a seguir pese al vacío que le harán a La Zarzamora
y pese a la desdicha de ella. Respiró tranquilo. Cierto que, con lo larga e
intrincada que era la letra, por ahí se le perdía algún verso o confundía una
palabra por otra, pero se trataba de fallas intrascendentes. Cuando la canción se le aparecía por cualquiera de sus costados, él podía, a partir de ese
punto, ponerse a cantarla sin fisuras significativas.
Solía pasarle: quedar envuelto en ciertos temas de tal modo que, durante un tiempo, se descubría canturréandolos, algunas veces en voz alta
y otras en silencio. Por eso no habría podido precisar desde cuándo las
incursiones de «La Zarzamora» se habían vuelto demasiado frecuentes.
Lo cierto es que, en algún momento, tuvo clara noción de esa frecuencia
exagerada y de que, además, esto se venía prolongando desde hacía mas
tiempo que lo razonable. No podía decir que le impidiera llevar adelante sus
actividades: seguía traduciendo, reuniéndose con amigos, acostándose con
alguna mujer, dando conferencias, sólo que en cualquiera de estos menesteres se le cruzaba «Qué tiene La Zarzamora que a todas horas llora que llora
por los rincones». Empezó a irritarse: ¿no era indigno de él estar cantando
todo el tiempo semejante estupidez? Se enojaba consigo mismo pero no
lo podía evitar: casi sin intervalos y en las circunstancias más diversas uno
de los versos lo invadía. Y era como una puerta abierta hacia el resto de la
canción que se expandía mientras él daba una clase magistral sobre Stendhal
o cenaba con una mujer de la que empezaba a enamorarse.
Se dijo que no había nada de qué preocuparse: al fin y al cabo, su vida
exterior no se veía alterada por estas interferencias. Y su mundo privado,
¿qué?, ¿acaso no seguía leyendo, y reflexionando, y trabajando con pasión
en sus traducciones? Cierto, sí, pero ¿qué iba a pasar si un buen día las intromisiones de «La Zarzamora» llegaban a ser tan seguidas como para alterar
su... «¡Por favor!», interrumpió con furia el razonamiento: «¡te estás volviendo ridículo!». Y sí: era inaceptable que un inconveniente tan trivial lo hiciera
perder hasta ese punto la sensatez. Decidió que lo más saludable era sacarse
la canción de encima como fuera. Sólo tenía que encontrar el método.
El primero que se le ocurrió fue el de suplantar a gran velocidad el tema
de «La Zarzamora» por algún otro. Para eso preparó por anticipado un pequeño repertorio que incluía una chacarera, un corrido mexicano y «Lucy
en el cielo con diamantes». Nomás se asomaba «En el café del Levante, entre
palmas» y, ¡zas!, el tema preparado lo reemplazaba. Al cabo de varios días
tuvo que reconocer la ineficacia del método: por mucho entusiasmo que
pusiera, «La Zarzamora» siempre se las arreglaba para cruzar su corriente
de pensamiento y desplazar al tema programado. Descartó la sustitución
como método. Aceptó que era el tema en sí mismo lo que debía sacarse de
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la cabeza, y que eso sólo lo iba a conseguir con un supremo esfuerzo de la
voluntad. Y voluntad nunca le había faltado. Puso manos a la obra: apenas
una frase de «La Zarzamora» amagaba asomarse, él, haciendo un esfuerzo
de concentración extrema, empujaba y empujaba hasta quitársela de encima.
De inmediato encaraba alguna tarea absorbente a fin de neutralizar cualquier
estado de alerta: sabía que, por determinación que uno tenga, el demonio
de la perversidad suele jugarle a uno en contra. Por una o dos horas todo iba
bien; después, por algún resquicio, el tema volvía. No se desalentó. Estaba
convencido de que, igual que las musculares, las habilidades de la mente
mejoran con el ejercicio. Día a día, hora tras hora, ponía a prueba su aptitud
para despojarse de la canción. Hasta que una tarde, por fin, lo consiguió.
«Primero fue de un tratante, y olé, y luego fue de un marqués», festivamente
canturreó algo dentro de él. Y esta vez sí: el esfuerzo de su voluntad fue tan
intenso, tan bien dirigido, que él pudo percibir nítidamente cómo la frase,
por fin, era extraída de su cabeza, con un ímpetu tan arrollador que iba
arrastrando tras ella a los otros versos de la canción y, enredadas entre esos
versos, a todas las canciones que alguna vez había escuchado, a cada libro
que un día había leído, a cada noche de amor, cada palabra, cada miedo, el
misterio insondable de la luna corriendo entre los árboles, el eco de la voz
de su padre, una mujer muy vieja asomada a su cuna, cada uno de los signos
que lo habían constituido como especie única en esta tierra y que, enraizados en «La Zarzamora», se iban desprendiendo de él y se alejaban. Fue una
percepción breve y dolorosa. Después, nada l
Roberto Daniel
Malatesta
Efímera
Efímera adjetiva mejor que ninguna otra
palabra a belleza.
Veo la alfombra lila de mi patio
y allí está todo claro.
Resulta doloroso ver, amar y sentirse
tocado por la ráfaga fresca de la mañana.
La lluvia ha construido en este espacio puro
dimensiones en las que el tiempo se desluce.
El lila es una yema de bordes afilados.
Y el manto riguroso mañana no será
sino hojarasca oscura.
Belleza es una llama que a sí misma
se devora.
Un muro contra el río
El muro contra el río se ha ennegrecido,
cubierto de un moho oscuro forjado por nieblas y lluvias,
alimentado por las aguas de la creciente.
Yo apoyo en él mi espalda sin temor a mancharme.
Después de haberlo contemplado y palpado con mis manos
apoyo mi espalda, doy gloria a la mancha y lo manchado,
descanso mi vista en el río y considero
que la inhóspita belleza del muro es lo que lo hace fuerte.
Ese rincón del mundo en donde se alza el muro es uno de mis sitios.
En él he visto aves luminosas sobrevolando las aguas.
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Eco del Parque
[fragmento]
Romina Freschi
Pablo de Santis
Leemos porque esperamos. El verbo esperar tiene dos sentidos en español
(que en otros idiomas exigen palabras diferentes): aguardar algo concreto
y a la vez tener esperanza, desear algo que no sabemos si va a ocurrir. La
literatura participa de los dos sentidos del verbo esperar: esperamos algo
concreto de un libro (si es un libro de historia, hechos verdaderos; si es una
novela policial, el crimen), pero a la vez esperamos algo nuevo y brumoso,
algo que no sabemos, que todavía no nos han contado. No leemos libros
sin expectativa, y los géneros (el policial, la literatura fantástica, la ciencia
ficción) son inspiración, reglamento y a veces fuga de esa expectativa.
Los géneros nos invitan a prestar mucha atención a algunas cosas del
relato y a descuidar otras. Es imprescindible la atención, pero también la
distracción. Para conseguir este equilibrio, cada género tiene su propia manera de ver el mundo. Los héroes ven a través de ventanas, de mirillas, de
catalejos, de microscopios, de puertas entreabiertas, de lupas. A través de
cristales y rendijas descubren en qué clase de mundo están.
En las líneas que siguen hemos jugado a buscar para cada género un artefacto óptico que le sirva de símbolo.
*
Abrasa y arroja, la vida
la real tirana.
Ella es entonces
la obligación, ese mandato
que decimos
que resistimos
impuesto caro
milagro que yugamos
y vemos titilar
como un corazoncito emplumado
que tiembla y cede
a la muerte
pregunta y amenaza de zozobra
que acecha
Catalejos y largavistas
El instrumento óptico característico del relato de aventuras es el catalejo.
Estamos acostumbrados a que piratas y corsarios tengan un solo ojo: el
parche nos recuerda no sólo los peligros pasados, sino la mirada de cíclope
que exige el catalejo. Sabemos que el héroe de aventuras nunca está quieto:
nada lo define mejor que su capacidad de llegar tan lejos como sea posible.
Hay que atravesar mares, desiertos, campos de batalla. Y en esta empresa el
catalejo permite ver al enemigo que se acerca, o la meta que hay que alcanzar: una ciudad, una montaña, una isla. Es la promesa de la aventura. En Las
minas del rey Salomón, de H. Ridder Haggard, el cazador Allan Quatermain y
todos los días
y es siempre la misma:
después de tanto esfuerzo
tantas lágrimas
tanta renuncia
será que lo construido
no es
habitable.
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Las lentes
de la ficción
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sus compañeros de viaje ven a lo lejos, más allá del desierto, la montaña que
los separa de la mítica región que da título a la novela. Umbopa, el guía, les
señala que el viaje es muy largo.
«Sí —replicó sir Henry—, es muy largo. Pero no hay viaje en esta tierra
que no pueda realizar un hombre si pone todo su empeño en ello. No hay
nada que no se pueda hacer, Umbopa. No hay montañas que no pueda escalar, no hay desiertos que no pueda atravesar si le guía el amor y defiende
su vida sin darle importancia, dispuesto a salvarla o perderla según ordene la
Providencia».
En las novelas marinas de Emilio Salgari, como el ciclo de Sandokán o El
corsario negro, la lectura del horizonte, la detección de los barcos enemigos y la
identificación de las banderas se convierten en una parte esencial de la peripecia. Hay que distinguir si es un barco que lleva un valioso cargamento, o si
forma parte de una escuadra de naves enemigas, a la caza de piratas. Hay que
contar el número de cañones y de hombres, para no llevarse una sorpresa en
el momento del ataque. Pero la marea es cambiante y las novelas de mar también: cuando el lector abandona las ficciones serenas de Salgari y llega a Joseph
Conrad (que fue marino de verdad), esta extrema visibilidad se convierte en
oscuridad, en neblina, en ceguera. El capitán de El socio secreto esconde en su
camarote a un prófugo que se le apareció de repente en medio de la noche
y que nadie ha visto llegar; el capitán de Con la soga al cuello debe alcanzar un
puerto mientras esconde a los demás su progresiva ceguera. Marlow, protagonista de El corazón de las tinieblas, se asoma a la borda del vapor que lo lleva río
arriba, sin ver nada a su alrededor:
«El resto del mundo no estaba en parte alguna por lo que a nuestros ojos y
oídos se refería. En parte alguna. Se había esfumado, desaparecido; había sido
borrado sin dejar atrás ni un susurro ni una sombra».
La aventura ya es oficio de tinieblas.
siempre se apropió de miedos muy antiguos: los umbrales han sido objeto de
reverencia y temor en muchas culturas, y la costumbre de decorarlos con ajos
o muérdago, que todavía pervive, es un resabio de antiguas creencias.
En la novela corta La puerta abierta, de Margaret Oliphant, todo lo que ha
quedado de una construcción es un umbral, sin paredes ni puerta, y a través de
ese umbral resuena de noche la voz del fantasma, que pide que lo dejen entrar.
El narrador, vecino de la ruina encantada, nos cuenta: «La primera vez que
llegué a Brentwood me emocionó, como si fuera un melancólico comentario
de una vida que se fue para siempre. Una puerta que conducía a la nada —una
puerta que alguna vez fue cerrada precipitadamente, y sus cerrojos echados—,
ahora vacía también de todo significado».
Los fantasmas, presencias emblemáticas del género, no aceptan la visión
directa. Siempre están en el cuarto vecino, o en el piso de arriba, o en la oscuridad, o reflejados en un espejo, o detrás de una ventana. Viven en la brecha
que se abre entre la sospecha y la certeza. Los espectros están destinados a
verbos como asomar o aparecer. Nunca entran, nunca están del todo: aparecen, se asoman.
H. P. Lovecraft fundió de una manera completamente singular la ciencia
ficción con el horror en cuentos y novelas que en general transcurren en
tenebrosas regiones de su invención, como Arkham, Innsmouth o Dunwich.
En sus historias los umbrales ya no son la puerta de entrada de los muertos,
sino de criaturas horrendas que alguna vez, hace millones de años, dominaron la tierra, y que intentan volver a conquistarla. Ventanas, puertas, torres o
pozos sirven de umbral a esta mitología pródiga en ojos y tentáculos. Como
en los cuentos de fantasmas, la enorme casona es el teatro donde el pasado
revela que sigue presente, que hay un asunto sin resolver. Pero en la obra de
Lovecraft el pasado se mide en eones y lo no resuelto es el destino de unos
dioses terribles.
Detrás de un vidrio empañado
La literatura fantástica tiene un modo de mirar completamente distinto al de
la novela de aventuras. En lugar de ocuparse de lo que está lejos, se asoma a
lo más próximo, y se esmera por verlo de un modo distorsionado, nebuloso.
Los héroes de aventuras son en general hombres solos, que no tienen familia
o que la han dejado atrás: en los cuentos fantásticos, en cambio, siempre es el
ambiente familiar lo que es trastornado por la aparición o el prodigio.
Este género ve el mundo a través de vidrios empañados, rendijas, ojos de
cerradura, puertas entreabiertas. Hay una obsesión con el umbral: los marcos de puertas y ventanas, esos objetos tan domésticos, pueden ser un paso
hacia el pasado, o el sueño, o el país de los muertos. La literatura fantástica
Espejos y fantasmagorías
En su brillante ensayo La fantasmagoría, el crítico francés Max Milner se ocupó
de ver cómo en el siglo xix los avances de la óptica tuvieron una gran influencia en la literatura fantástica. Era la época de la fantasmagoría, la linterna
mágica (juguetes que son la prehistoria del cine), la magia catóptrica (trucos
de magia con espejos): invenciones que eran a la vez ciencia y espectáculo.
La víctima de tales inventos era el ojo humano, al que había que engañar con
mujeres aserradas, espectros y bailes de esqueletos.
En las tres últimas décadas del siglo xix abundaron en los teatros de Buenos
Aires las visitas de grandes magos que acostumbraban a hacer trucos con
espejos y más adelante con electricidad. Si aceptamos la hipótesis de Milner,
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es probable que estos ilusionistas dejaran su impronta en la obra de Eduardo
Holmberg y de Leopoldo Lugones, que fue además un gran interesado en el
ocultismo. Estos autores iniciaron la tradición del cuento fantástico argentino,
luego llevada a la excelencia por Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo, Adolfo
Bioy Casares y Julio Cortázar. En todos ellos la visión turbia ocupa un lugar
fundamental en relación con lo sobrenatural. Por ejemplo en «Las puertas del
cielo», de Julio Cortázar, es un salón de tango el que sirve de umbral para el
fantasma de una mujer, a la que el narrador ve a través del humo que distorsiona todo. El ambiente es vulgar y es prodigioso; es el infierno y es el paraíso.
El mismo contraste entre la experiencia única y el marco trivial que la degrada está en el cuento «El Aleph», de Borges. En un sótano de una casa de
la calle Garay, custodiado por el temible poeta Carlos Argentino Daneri, se
esconde el instrumento óptico más singular de la literatura: ese punto donde
se pueden ver todos los puntos de la Tierra al mismo tiempo. ¿Pero conduce
a alguna clase de felicidad ese prodigio? ¿Sirve de algo ver todo? El Borges del
cuento ve lo que hubiera preferido no ver, y lee lo que hubiera preferido no
leer: las cartas de su amada Beatriz. Si la novela de aventuras nos dice «Mira
lejos» y el cuento policial «Mira atentamente», el mandamiento visual del
cuento fantástico es: «No mires».
Microscopios y telescopios
La ciencia ficción depende quizás más que ningún otro género de los instrumentos ópticos: los microscopios y los telescopios. Científicos y comandantes
de naves espaciales miran por telescopios y pantallas los lejanos lugares que
habrán de visitar, o los peligros que se acercan a la Tierra. Lo que ahora es un
punto en una pantalla mañana puede ser una catástrofe. En la ciencia ficción
las distancias ya no son las mismas que las del relato de aventuras, pero idéntico es el deber del héroe: viajar.
Pero a la ciencia ficción también le toca explorar lo mínimo, y por eso sus
científicos cuentan con microscopios en abundancia. En el cuento «La lente
de diamante», del irlandés Fitz James O’Brien (precursor de la ciencia ficción
que murió durante la guerra civil norteamericana), un estudiante consigue un
cristal prodigioso, y con él descubre un mundo en miniatura. En «El hombre
menguante», de Richard Matheson, un hombre común empequeñece día a
día hasta habitar una casa de muñecas y ver convertidos en peligros mortales
al gato de la casa y a una araña (escenas inolvidables en la película de Jack
Arnold, que tantas veces pasaron por televisión los sábados a la tarde en Cine
de Súper Acción). Al final, cuando parece que ha llegado a la extinción, el mínimo héroe entra en el mundo de los átomos: tiene ante sí un nuevo universo
por explorar.
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La lupa eterna
El instrumento que corresponde al género policial es, por supuesto, la lupa.
En realidad ni siquiera es indispensable que aparezca la lupa: lo que nos
importa es el ojo del detective fijo sobre los detalles que los otros pasan
por alto, sobre las cosas minúsculas que los héroes de aventura hubieran
ignorado.
En el relato «El paciente residente», Sherlock Holmes explica una compleja escena de asesinato, y Watson reflexiona: «Todos habíamos escuchado
con gran interés este esquema de los hechos que habían tenido lugar la
noche pasada; hechos que Holmes había deducido partiendo de signos tan
sutiles y minúsculos que, incluso tras habérnoslos indicado, apenas podíamos seguir sus razonamientos».
Hasta que apareció el género policial, la narración de aventuras fue, en
esencia, la relación de un viaje. Contar un cuento era contar cómo se recorrían las distancias. Pero a fines del siglo xix el relato policial da origen a
otra clase de peripecias. Los relatos policiales, nacidos para ser leídos en los
trenes, han odiado siempre los viajes, a los que ven como una incomodidad
narrativa (salvo cuando el mismo crimen ocurre en un tren, en el Orient
Express, por ejemplo, o en un trasatlántico, y entonces el mismo transporte
se convierte en el lugar cerrado que necesita la trama). La literatura policial
prefiere al héroe quieto y al lector en movimiento.
El detective es ante todo un héroe inmóvil. Sherlock Holmes y el doctor
Watson se aburren mientras esperan que alguien golpee a la puerta y el crimen los arranque de su tedio. Lo mismo le ocurre al detective de la novela
negra. El escritorio desordenado, la oficina sucia y la botella de bourbon
mantienen su encanto, porque una parte de la aventura es la espera de la
aventura.
El escenario clásico del crimen —el cuarto cerrado— es el teatro ideal
para que el detective ponga a prueba su habilidad visual: los detalles que
para otros son irrelevantes para él son los signos que conducen a la verdad.
La mirada del detective no sólo hace grande lo pequeño, como la lupa, sino
que convierte a lo habitual en excepcional. Hay que mirar todo como si se
lo viera por primera vez.
Uno de los atractivos perennes del relato policial es que hace del detective
un lector. De todos los instrumentos ópticos que despliegan los géneros, la
lupa es el único que es un instrumento de lectura. El detective es un lector
que va unos pasos delante; recibe los fragmentos de la historia escondida al
mismo tiempo que nosotros, pero se nos adelanta a leer. Lo que para nosotros, lectores comunes, son pedazos de la realidad sin unidad aparente, son
para el investigador fragmentos de un todo. Hay una especie de pedagogía
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siempre incompleta: Sherlock Holmes le enseña a Watson, y Watson («que
fue su evangelista / y que de sus milagros ha dejado la lista», escribe Borges)
a nosotros. Pero en el próximo cuento volvemos, como el amable médico,
a nuestra primitiva ignorancia. Nacido a mediados del siglo xix, cuando la
educación ya llega a todas las capas sociales y los periódicos reúnen, en el
recuerdo de un día, los hechos del mundo, el género policial nos invita al
juego de no saber, a la ensayada ignorancia, al placer de no ver lo que estaba
delante de nuestros ojos. En la vida real equivocarse puede ser terrible; en
la vida leída, en cambio, el error siempre tiene su encanto. Quien no se
equivoca no conoce la sorpresa, y la lectura es el juego del asombro.
La tradición les ha destinado a los traductores, y de algún modo a los
intelectuales en general, un patrono perfecto: San Jerónimo. Fue el primer
traductor de la Biblia, y en las pinturas aparece encerrado con sus libros y
con un león al que ha domesticado (Italo Calvino escribió unas páginas muy
lindas sobre la oposición entre San Jorge, el héroe exterior, y San Jerónimo,
el héroe interior). Pero el género policial ha convertido a Sherlock Holmes
y a Auguste Dupin, el detective de Edgar Allan Poe, en patrones laicos de
la lectura. Tienen una cosa en común con San Jerónimo: en lugar de viajar
prefieren los cuartos cerrados. Aunque a los detectives les falta el león, tienen como reemplazo un cadáver, que los ayuda a recordar los peligros del
mundo. En estos encierros, Holmes y Dupin nos enseñan a leer: hay que
buscar con lupa las cosas escondidas y leer en los márgenes y no en el centro
de la página el texto verdadero l
Mercedes Roffé
La falta
Insistir siempre ofende / siempre
incomoda / señalando / no sólo /
lo que falta sino /
alguna más ubicua falta /
de comprensión.
No insistas
No
señales
No observes
lo que todos insisten en
no ver
Ven, siéntate
arrebújate en la falda
de tu buena ama de cría
Bebe la mirra derramada de sus ojos
el vino macerado de su boca
las oscuras especias de su piel
Ven, descansa
y calla
Sobre todo
calla
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Sobre todo
calla
Lo que termina.
y trata
de que nadie te vea
Hazme lugar
Hazte a un lado
En la cesta de las lanas hallarás
cobíjame
la razón del mundo
déjame
habitar
Hilos
ese silencio
de diversos colores
esa rubia hondonada
Cada cual su textura,
su grosor
Glasswork
Carmina
himno o planto
Un tren
Una llanura
[o tan sólo los gestos
Agua
de la consagración]
No como río
Como
Te consagro
—sí, déjame
agitando
la superficie sucia de un charco
que te consagre.
goterones pesados
No han pasado acaso
Barro
¿siglos?
Postes —muchos
(unidad de distancia)
¿miles de años?
¿Otra vez
Un viaje
ves?
Un regreso, quizá
o un sueño largamente soñado
que hoy se cumple, tardío
La caballería.
El galope aquel
como el rigor cansado de una deuda
aquella
memoria amenazante
Cae una gota
Lo que tiembla acude
por el vidrio
y abre
al despertar de la especie.
un surco entre las gotas
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100 años de Julio Cortázar
La isla,
el puente, el muro
El del medio
Selva Almada
Luis Chitarroni
La distintiva radicalidad (palabra que no le gustaba) de lo experimental se cifra
y vibra en Cortázar en estado latente: es la fuente de su eterna juventud, no
de sus guiños. Esa insatisfacción nada tiene de pose: no se parece a él cuando
él empieza a suponerse. Se parece, sí, a sus retratos juveniles, con la anomalía
de su tamaño (apostura) como andamio tembloroso que permite llegar a esa
cara dinosauria de camafeo, afectada —como detectó Walter Benjamin en
Proust— por una mueca de virgen necia. Hay una vida supuesta que se animó
a sucumbir por ese epitafio redactado temprana y torpemente en la verdadera
juventud, ajena por completo al pacto de Basil Hayward con Dorian Grey. Y
lo que se anima a sucumbir no exige resultados, ajeno también al resultado de
una educación normal y una ética de maestro, como si el eje de la suficiencia
y el de la indiferencia compartieran el engranaje. En los ojos que agiganta
en estrabismo crepuscular el arco cejijunto, en la debilidad infantil que una
simulada insolencia deja repasar, Cortázar se revela a sus anchas a pesar de la
longitud, a pesar de la estatura: es un proyecto de hombre para el que serán
más necesarias que para otros las conjeturas (esbelta palabra contra la cual se
rebela, creo, en Rayuela), el subjuntivo, las precisiones e imposturas del tiempo, la gestación impenitente y definitiva de la música, de las coincidencias y
simetrías, para olvidar —para intentar olvidar— las restantes, restrictivas y
precedentes herejías de la realidad.
En realidad, la isla en la que Cortázar permanece, a la que no es ajena la
prédica del puente del Libro de Manuel («un puente es un hombre cruzando
un puente») no tiene salida al mar; y el río que mece las mareas tiene sólo
afluentes del pasado. Aunque Cortázar quiere permanecer de frente al futuro,
está aferrado, no «arraigado» (palabra que detesta) al pasado. Todos sus presupuestos, toda su apuesta puede resumirse en el muro que imagina Morelli,
donde falta un solo ladrillo —«En el fondo sabía que no se puede ir más allá
porque no lo hay»— con la breve antesala de la palabra «lo» l
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E staba despidiendo al chofer del camión jaula que había venido a llevarse una
carga de pollos cuando la vio a su mujer hablando con Tonio, su hermano menor.
Verónica tenía a la criatura encajada en la cadera, la musculosa y el shorcito
le dejaban medio cuerpo al aire. Habría llegado mientras él estaba en los galpones cazando pollos. ¿Ya se le habría pasado la bronca? Ayer los dos habían peleado y ella había agarrado el nene y la camioneta y se había mandado a mudar
a lo de su madre. Cuando pasó a su lado le gritó que no pensaba ir a buscarla de
nuevo y otras cuantas cosas que el ruido del motor le habrá impedido escuchar.
Por suerte, porque se arrepintió enseguida. Él a Vero la quiere, pero ella lo saca
de las casillas cada dos por tres.
Su padre le advirtió que eran muy jóvenes para casarse. Pero la opinión de su viejo estaba contaminada por su propia experiencia. No confiaba en el matrimonio.
O, mejor dicho, desconfiaba de la lealtad de las mujeres. No era para menos: la
suya lo había dejado con tres hijos chicos y se había pirado con su mejor amigo.
No había razón para que su padre creyera en la lealtad de nadie.
Sin embargo él, pese a su corta edad, creía que las cosas podían ser distintas.
Con Vero estaban enamorados y la noticia del nene en camino fue la excusa
perfecta para estar juntos como Dios manda, sin que ella tuviera que escaparse
para verlo.
Si no la hubieses preñado, no entrabas nunca a mi familia, le había dicho el
padre de Vero, pero ahora que me la echaste a perder, te casás. No voy a criar
un nieto guacho.
Le da mucha rabia ver a su mujer y a su hermano menor juntos, todo el día chucuchucu, a las risas. Tonio no es como él y el Willy que se rompen el espinazo en
los gallineros, de sol a sol enterrados en mierda de pollo, con olor a plumas,
contagiándose piojillo, los brazos y las manos llenos de arañazos que se infectan
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y entonces a Vero le da impresión que la toque o agarre al nene. Tonio es distinto. Cuando el padre se enoja con él dice que es igual a la madre. Y por ahí eso es
lo que le preocupa. Que Tonio sea como su madre. O que Vero tenga las mismas
mañas que ella. Para el caso es lo mismo.
C uando la madre se fue con ese tipo, Denis, Tonio era un bebé más chico que
su nene y el Willy y él tenían cinco y cuatro años. Guardaba algunas imágenes de esos primeros días. El padre enfurecido poniendo la casa patas arriba.
Arriando con todas las pertenencias de la mujer y prendiéndoles fuego en el
patio. Asustado y al mismo tiempo fascinado porque nunca había visto una fogata tan grande, se había quedado en cuclillas mirando las lenguas de fuego que
se movían con el viento. Sin querer se había hecho pis encima y cuando se dio
cuenta se puso a llorar, todo en silencio y sin cambiar de posición. Por suerte era
de noche y el padre tenía la cabeza en otra cosa como para darse cuenta de algo.
No paraba de decir que los iba a buscar y les iba a dar un escopetazo a cada uno.
¿Había llegado a agarrar la escopeta o eso se lo había inventado él? Sea como
sea, el caso es que no salió a buscarlos ni mató a nadie. Aunque le dijo a todo el
mundo que lo haría si volvían a cruzarse en su camino. Tal vez lo decía para que
ellos se enterasen y no se les ocurriese volver. Tal vez tenía miedo de terminar
perdonándolos si regresaban y se lo pedían.
Con los años había comprendido que su viejo era incapaz de matar a nadie.
Todavía no sabía si eso era una virtud o un defecto.
Mientras, Tonio lloraba como un marrano. No había parado de llorar durante
días más que en los cortos intervalos en que lo vencía el cansancio y dormía
algunas horas. El Willy andaba para todos lados con el hermanito a upa. El nene
berreaba y el Willy se lo llevaba lejos para que el padre no se pusiera peor de lo
que estaba. Él tampoco aguantaba oír a la criatura, pero le daba miedo quedarse
solo, así que no tenía más remedio que irse atrás del Willy. Caminaban por el
campo, se iban hasta el arroyo o se metían en la arboleda: a Tonio le llamaba la
atención el movimiento de las hojas y un poco se calmaba.
Por suerte a los dos o tres días llegó la abuela para poner orden y encargarse
de todos. De a poco las cosas se fueron reacomodando. La abuela, que había venido con un bolso chico y un par de mudas, mandó a traer el resto de sus cosas
y se quedó a vivir en la casa. Con el paso de los días Tonio empezó a llorar cada
vez menos. Hasta que agarró la mamadera, la abuela se mojaba el dedo en leche
y se lo metía en la boca como a un gatito.
E l camión echa a andar y el chofer saca un brazo por la ventanilla diciéndole
adiós. Él también levanta la mano devolviendo el saludo. Manejá con cuidado,
grita y el otro le responde con un bocinazo.
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Vero dejó al nene en el suelo. Está fumando y sigue charlando animadamente
con el cuñado. Amaga ir hacia la casa, pero enseguida se arrepiente y enfila hacia
los gallineros. No tiene ganas de hablar con ella todavía. Se prende un pucho y
camina rápido como si fuese a hacer alguna diligencia. No va a hacer nada. Sólo
quiere parecer ocupado y poner distancia.
E ste año se juró trabajar el doble para que el año que viene Tonio pueda irse a
estudiar veterinaria a Esperanza, en Santa Fe. Lo quiere lejos de su mujer. No lo
quiere otro año dando vueltas por la granja, dándole charla a Verónica. Los dos
ociosos haciendo Dios sabrá qué mientras el Willy y él andan en los galpones.
Se queda el padre en la casa, pero el padre se mete en la pieza a tocar el
acordeón o se va al boliche todo el día y después hay que ir a buscarlo porque
llega la noche y él no vuelve. Apenas ellos pudieron arreglarse solos fue como
que el padre dijo basta, hasta acá llegué. Con el Willy levantaron la granja y la
hicieron funcionar. Los dos son muy trabajadores. No sabe de dónde les viene.
No del padre que siempre fue bastante vago, de haber sido por él nomás se habría
dedicado al acordeón.
T écnicamente el invierno no ha terminado, pero la temperatura pasa los veinticinco grados, hay mucha humedad y viento norte. Algo así como el veranillo de
San Juan, aunque eso es en junio, le parece. Como sea, el olor de los gallineros
se espesa y los enjambres de moscas se posan en los troncos de los árboles y en
las paredes formando manchas oscuras y zumbonas. Vero detesta las moscas y la
peste de los pollos. Ella es una chica de pueblo y no se acostumbra a ser la mujer
de un granjero. Por ahí tendría que haberse casado con alguien como Tonio que
el día de mañana y si Dios los ayuda va a ser un profesional con chapa de bronce
en la puerta.
Cuando empezó la escuela, el Willy, que ya estaba en segundo, les venía diciendo
a todos que la madre era muerta y él siguió con el cuento. Por no desmentir al
hermano o porque le daba vergüenza, vaya a saber. Una mentira blanca, de niño,
que a veces terminaba creyéndose. Fantaseaba con que su padre, sin que nadie lo
sepa, había encontrado a la madre y le había disparado con la escopeta tal como
le oyó jurar. El amante, sin embargo, había logrado escapar. El padre lo había
dejado irse para que fuera él, el hijo del medio, quien cuando creciera lo matase.
Apenas entrado en la adolescencia, dejó la escuela igual que el Willy y los
dos se pusieron a trabajar a la par. Por esa época murió la abuela y con lo que
le tocó de herencia al padre construyeron el primer galpón y arrancaron en el
negocio de los pollos. El trabajo duro había aplacado su deseo de venganza. No
tenía tiempo de pensar en ese hombre ni en su madre. No es que los hubiese
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perdonado, sólo que cada vez pensaba menos en el asunto. Se fue convenciendo
de que nunca más vería a su madre; que era, en cierto modo, como si estuviese
muerta.
E n la familia nunca se habla del tema. Debe ser de lo último que puede querer
hablar el padre y, por supuesto, él lo comprende y respeta. Pero tampoco los
hermanos hablan de eso.
El Willy es callado como una piedra. De lo único que habla es de pollos y de
números. Nunca tuvo novia. Sospecha que ni siquiera estuvo alguna vez con una
mujer. Y con Tonio no se puede hablar en serio de nada. Según como se mire,
tuvo más suerte que ellos: era tan chiquito cuando ella se fue que su memoria no
guardó nada de la madre.
Hace unos años, un conocido del pueblo llamó por radio y él recibió el mensaje.
Decía que su madre iba para allá en un remís, que quería verlos y que los esperaba en la tranquera.
Nunca le dijo a nadie, pero fue.
En la entrada a la granja hay un grupo de árboles frondosos. Se trepó a uno y
esperó oculto entre las ramas y las hojas de la copa tupida. Al rato vio el Renault
blanco salirse de la ruta y estacionar en la tranquera. Bajó una mujer delgada,
vestida con jeans y remera, el cabello rojizo, teñido, ni corto ni largo. Joven
todavía. Con buena figura. De habérsela cruzado en la calle, él, que ya empezaba a prestar atención al sexo opuesto, se habría dado vuelta para relojearle el
trasero.
Ella se apoyó en el capot del auto y encendió un cigarrillo. A éste primero le
siguieron unos cuantos en la hora larga que estuvo esperando, sin moverse, a
pesar del calor que rajaba la tierra. No se acordaba que su madre fumara. Aunque
tal vez había agarrado el vicio después de dejarlos.
El conductor se quedó sentado frente al volante y puso la radio. La música,
una canción de moda, llamó su atención y entonces vio que en el asiento trasero había dos criaturas. Una sacó la cabeza rubia por la ventanilla y llamó: Má.
Tendría seis o siete años. Má, gritó, me hago pis. La mujer se dio vuelta, pero se
quedó en el lugar. Bajate y hacé atrás del auto: en mi cartera hay papel. No, dijo
la nena, me van a ver. Decile a tu hermana que te tape; dale que acá no hay baño.
Bajó una por cada puerta. Las dos rubias y con poca diferencia de edad. Se
escondieron atrás del parachoques y se agacharon para mear. Después anduvieron correteando por ahí. La madre, sin mirarlas, les pidió que no se alejaran y
que se quedaran quietas.
Pasó un montón de tiempo. Empezaba a acalambrase de estar inmóvil arriba
del árbol, cuando el remisero se asomó y le dijo a la mujer que tenían que ir
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volviendo, que tenía una reserva para las cinco. Ella le pidió que esperasen un
poco más. El hombre dijo que no, que no podía, que la reserva estaba hecha desde la mañana y que no le podía fallar a su cliente. Si no aparecieron todavía, no
van a venir, le dijo. Las nenas se quejaron que tenían sed y estaban aburridas.
Tenían tonada porteña.
La mujer se alejó del auto y se subió a la tranquera. Se puso una mano en la
frente y miró lejos, seguramente con la esperanza de verlos venir o algo, pero la
casa estaba demasiado retirada como para ver nada desde allí.
Está bien, dijo volviendo al coche, vamos.
El chofer dio marcha atrás, giró y agarró la ruta de nuevo. Él bajó del árbol,
pasó entre los hilos del alambrado y corrió hasta la banquina. El auto era un
punto blanco que fue tragado enseguida por el asfalto brillante.
C uando se acerca a la casa, le llega el olor a comida. Churrascos a la plancha.
Sonríe. Vero no sabe cocinar otra cosa.
Se detiene en la pileta de lavar ropa y mete los brazos bajo el chorro de agua
fría, se enjabona y friega con fuerza y luego se enjuaga y seca con una toalla que
saca de la soga.
Vero sale de la cocina y agarra al nene, que trataba de sacarle un hueso a uno
de los perros.
Tonio, reprocha, fijate lo que hace tu sobrino, mirá si el perro lo muerde.
Este perro es más bueno que Lassie, dice Tonio riéndose, si se crió con
nosotros.
Sos un tiro al aire: no se te puede encargar nada, dice ella más divertida que
enojada. Sin embargo cuando lo ve entrar en el patio se pone seria.
Hola, dice él, volviste.
El nene se ríe y le tira los bracitos. Ella lo agarra por debajo de las axilas y se
lo tiende. El crío pega varias pataditas en el aire como si así fuera a llegar más
rápido a los brazos del padre. Alza a su hijo y lo aprieta contra el pecho. Es tan
blando y frágil. ¿Qué harían si Vero los abandonara?
Ella regresa a la cocina. Él se queda en la galería haciéndole unas monerías a
la criatura. Tonio deja la revista que estaba hojeando y le dice que le dé al nene
si quiere. Pero él se lo niega y entra en la casa.
Vero está poniendo la mesa.
Qué suerte que volviste, le dice él.
Ella no responde, pero sonríe, le da un beso y los abraza a los dos, al esposo
y al hijo, en el mismo abrazo. Él cierra los ojos y siente la respiración cálida de
su mujer contra el cuello y las babas del nene que le empapan el hombro de la
camisa. Piensa que si ella los deja, la mata l
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El zapatero Zacarías *
habla con Roque Rey
Ricardo Romero Mussi
—Por supuesto —rumió el viejo Zacarías sentado en su banquito en la
vereda, cebando el primer mate de la tarde al ver aparecer a Roque, y hablando como si continuara una conversación ya empezada—, como en todo
oficio milenario, el arte de la zapatería está sostenido por sus mitos, por la
variopinta y, lo reconozco, poco glamurosa sucesión de hechos legendarios
y fundantes... Hay una historia oficial, claro. Te podría contar la historia y la
progresión del calzado para la dama y el caballero, cómo los zapatos se fueron convirtiendo en lo que son ahora, cómo empezaron a llamarse zapatos
y qué nombres tenían antes. Pero para eso tendrías que ser un aprendiz,
alguien verdaderamente interesado, y no un contertulio que escucha la mitad de lo que le digo y se demora con el mate en la mano como si fuera la
calavera de Yorick... ¿Tampoco sabés quién es Yorick? No hay caso, no vale
la pena. Ya te voy a pasar el libro. Lo que te decía es que, como no sos un
acólito, no te voy a aburrir con precisiones históricas y maravillas técnicas.
Para vos están los mitos. El espectáculo de la superstición y la fe. Y el mito
fundante, claro, es el mito del Diablo. Porque Dios es la imposibilidad de la
historia, la eternidad, pero el Diablo es la historia que se puede contar.
Como podrás adivinar, para los zapateros, Dios está descalzo pero el Diablo
no. Y el Diablo usa zapatos blancos. Ay del hombre que se ponga unos zapatos blancos... Hay diferentes versiones de la maldición. Algunos dicen que
te traen mala suerte, que la desgracia se adueña de tu vida. Otros lo contrario, que lo que te traen es buena suerte, y que la buena suerte se adueña de
tu vida hasta corromper el más resistente espasmo de humanidad.
Personalmente, creo que lo que los zapatos blancos hacen es manipular la
suerte para un lado y para otro, según quién los calce. En general, se me
ocurre que la cosa va para el lado de la buena suerte, porque estoy seguro
* Apéndice inédito de la novela Historia de Roque Rey (Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2014).
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de que la gente es más resistente a la mala suerte que a la buena... Pero ya
me estoy poniendo filosófico, ya te estoy perdiendo. Cerrá la boca, así no
entran moscas, ¿querés? Lo que te iba a contar es, claro, un caso en particular. El de un hombre que, a sabiendas de la maldición de los zapatos del
Diablo, igual se compró un par de zapatos blancos. Un par único, inmaculado, de cuero reluciente y costuras perfectas. Llamémoslo Juan José, padre
y apóstol... Ah, eso sí lo sabés... si yo te vi la cara de chupacirios, a vos... En
fin, que Juan José, antes de los zapatos, ya era un ganador en todo sentido.
Favorecido por la cuna, era rico y buen mozo; agraciado por la educación,
era culto, respetuoso e inquieto. Como vivía del dinero heredado y sólo
trabajaba por gusto escribiendo notas de opinión para algunos diarios y revistas, le sobraba el tiempo, y ese tiempo lo dedicaba a la búsqueda de objetos únicos, raros, de colección. Ahí ya tendría que haber maliciado algo,
el pobre, porque su afán coleccionista no venía de un lugar cualquiera. Venía
del aburrimiento. De esa piedra inamovible en el centro de su ser. Ahí ya
tendría que haber sospechado que la suerte no es algo para tomar a la ligera.
Tenía tu edad cuando lo conocí, unos treinta. Era un morocho alto de ojos
de un azul presuntuoso. Un galán, con todas las letras, en una época en que
el cine todavía era en blanco y negro y ni siquiera las grandes estrellas de
Hollywood podían competir con la prepotencia cromática de su mirada...
Perdón por la resonancia, las palabras, me engolosino y me salen, qué le voy
a hacer... En fin, que yo lo conocí por esa época y entablamos ese tipo de
amistad que se da en la noche. Botellas compartidas, asedios, galanteos y
juergas, una amistad viril en la que la derrota nunca es un impedimento
porque hasta el fracaso es una aventura. Amigos de ésos, éramos, y en uno
de esos bailes de carnaval un poco tristes, cuando la gente no sabe qué hacer
con la alegría, vi pasar una mascarita completamente borracho, una especie
de arlequín sucio que calzaba unos ruinosos zapatos blancos. Yo en ese entonces todavía no entendía el oficio ni respetaba sus mitos. Los conocía, sí,
por mi abuelo y mi padre, pero no les daba crédito alguno. Así que riéndome le conté a Juan José la leyenda alrededor de los zapatos blancos.
«¿Cualquier par de zapatos blancos?», me preguntó él, intrigado.
«Cualquiera», dije, y envalentonado por su curiosidad y por la ginebra, me
permití filosofar sobre unos zapatos primordiales que, claro, no eran zapatos
como los que conocemos ahora, pero que sí eran blancos y sí eran los del
Diablo. «Pero si es así, y los zapateros lo saben, ¿quién es el hijo de puta que
los fabrica?». Reconozco que ante esa pregunta me quedé sin palabras. Era
demasiado joven para tener la certeza de que la criatura humana tiene versiones muy oscuras, y que esas versiones, personas que habitan la más profunda y sobre todo insignificante tiniebla, son necesarias, hacen al
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espectro... —el viejo Zacarías se detuvo, masticando un palito de yerba que
había pasado por la bombilla. Sirvió ginebra en el vbvvv y se lo pasó a Roque,
que lo recibió mientras la palabra espectro hacía eco en su memoria, en sus
sentidos ya conmovidos ante el paisaje feroz del carnaval. Después de escupir el palito de yerba, el zapatero continuó—: Es así, sólo podemos tener
santos, personas que se acerquen a Dios, porque tenemos demonios, hombres
y mujeres endiablados que se frotan las manos y ríen bajito ante la desgracia
ajena. La cuestión es que Juan José se quedó con la pregunta y la noche siguió
su curso. Una semana después, cuando nos encontramos en el bar que solíamos usar como parada para empezar la noche, lo vi entrar, gallardo y desafiante, calzado con el par de zapatos blancos más perfectos que he visto en
mi vida. Eran zapatos sobrenaturales. Con cada paso que daba, aunque fuera
en el embaldosado sucio del bar, parecía remontar una escalera invisible
hacia la gloria. Se acercó a la mesa en la que yo estaba, se sentó y esperó.
«¿De dónde los sacaste?», le pregunté. «Eso no te lo puedo decir», me dijo,
sonriendo con malicia. «Pero...», llegué a decir, y ahí me di cuenta de que
no sabía cómo continuar la frase. O, mejor dicho, sí sabía, pero no podía
hacerlo sin deschavarme: al final de cuentas yo era un zapatero, y creía en la
leyenda, en la maldición de esos zapatos. Estaba indefectiblemente aterrorizado. Si bien en ese momento logré disimular y reírme, a partir de ese día
nunca más pude bajar la guardia. Estaba a la expectativa, siempre atento a
lo que pudiera suceder. Pero era difícil saber qué pasaba con la suerte.
Porque la suerte es difícil de identificar, sobre todo en alguien como Juan
José. Seguía siendo el más afortunado con las mujeres, el más circunspectamente feliz en todos los órdenes. Sólo que ahora, cada vez que algo salía
como él quería, me guiñaba un ojo y me decía, burlón, «Qué suertudo,
¿no?». Yo sonreía y festejaba la valentía de su chiste, pero para mis adentros
temblaba asediado por la culpa y las preguntas: ¿había un límite para la
suerte? ¿Hasta qué punto alguien podía tener buena suerte sin convertirse
en un monstruo? Si lo veía feliz, si lo veía exitoso, ¿por qué razón no lo
envidiaba? Pero no tuve tiempo para encontrar respuestas. En esos años
murió mi padre y partí para España a cumplir la promesa que le había hecho
a él y a mi abuelo, me hice soldado y me olvidé de todo. Veinte años después, ya de regreso, una tarde en que accedí a acompañar a un viejo cliente
al Hipódromo de Palermo, me lo encontré a Juan José, alto y sobresaliente
en la multitud. No sólo llevaba los zapatos blancos, tan impecables como los
había visto la primera vez, sino que también llevaba un traje blanco que
encandilaba. Estaba en el medio de la gente, quieto, como tratando de escuchar algo en el vocerío y el tumulto. Tenía los ojos cerrados y la cabeza
ladeada. Me acerqué. No me atreví a tocar su hombro para sacarlo del
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ensimismamiento, no me animé, como el resto de los que pasaban junto a
él, a mancillar la blancura de su saco con mi mano. «Juan José...», dije, bajito, tal vez con la esperanza de que no me escuchara. Pero Juan José, a pesar
del griterío por la carrera que recién empezaba, me escuchó y abrió los ojos.
Al principio no me reconoció. Yo retrocedí, atribulado por el azul eléctrico
e interrogador de sus ojos. Parecía buscar en la memoria. Cuando me encontró, levantó las cejas y sonrió. Me abrazó efusivo y comenzó a hablarme
precipitadamente de caballos y de apuestas, cosas que no pude escuchar,
aturdido como estaba. Tardé en darme cuenta de que lo que me perturbaba
era el peso radiante de su mirada. Me dijo que tenía palco propio y nos
invitó, a mi cliente y a mí, a que lo acompañáramos. No sé cuántas carreras
vimos, cuánto ganamos y cuánto perdimos. Ya era de noche cuando salimos
del Hipódromo. Mi cliente se despidió y Juan José me invitó a que lo acompañara a cenar. Insistió tanto que no pude decirle que no. Fuimos a su casa,
un quinto piso en Recoleta desde donde se podía ver el cementerio. Un
mayordomo silencioso nos sirvió la comida. Yo casi no probé bocado, pero
sí tomé mucho vino. Juan José hablaba y reía todo el tiempo, y miraba.
Había algo irreal en el azul de sus ojos, algo que me daba escalofríos y hasta
ganas de llorar. Cuando pasamos a la sala y al whisky, Juan José pareció serenarse un poco y me preguntó por mi vida. Le conté mis andanzas por
Europa, la guerra y el regreso. En un momento me detuve. Juan José, arrellanado en un alto sillón, había cerrado los ojos. Ante el silencio, los volvió
a abrir. «No te detengas», me dijo. «No es que me haya dormido. Sólo
cierro los ojos para escuchar mejor». Sirvió más whisky en los dos vasos. Yo,
ya bastante borracho, comencé a hablar del oficio. No podía dejar de mirar
sus zapatos blancos, para los que no parecía haber pasado el tiempo. Cuando
supe que ya no iba a poder evitar preguntarle por ellos, me callé. Entonces
Juan José, sin abrir los ojos, habló: «¿No me vas a preguntar por los zapatos?». Yo dije que no. «Hacés bien, porque no sabría qué responderte. Todas
las mañanas salgo al balcón y contemplo el cementerio. Busco, en la belleza
de las arcadas, en la melancolía de las estatuas, la certeza de la muerte, y no
la encuentro. Soy el Diablo, Zacarías. Yo soy el Diablo que lleva zapatos
blancos. Me miro en el espejo y ni yo mismo puedo soportar el azul de mis
ojos. Y, sin embargo, es como si el mundo hubiera perdido los colores.
Como si mis ojos los robaran. Y a pesar de que los odio con toda mi alma,
si es que todavía tengo alma, no puedo dejar de usar los zapatos. Tiemblo
de pavor cada vez que me los saco. Soy un esclavo de mi buena suerte. Mi
único consuelo es escuchar con los ojos cerrados, ir a donde hay mucha
gente y escuchar cosas que no tienen que ver conmigo. Pero hasta esa tregua
se esfuma, se vuelve ceniza, porque tarde o temprano todo tiene que ver
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conmigo...». Después de decir esto, calló. En ningún momento abrió los
ojos y, casi con vergüenza, me pidió si podía quedarme hablándole hasta que
se durmiera. «Pero ¿de qué?», le pregunté. «De cualquier cosa, de cualquier
cosa que no tenga que ver conmigo». Esa noche fue una de las más largas de
mi vida. Como has podido comprobar, no me resulta difícil hablar mucho y
de cualquier cosa. Pero esa noche, mientras me terminaba la botella de
whisky, transpiré la gota gorda tratando de no hablar de él. Porque efectivamente, todo tenía que ver con él. Me fui cerca del amanecer, cuando lo
escuché silbar en sueños. Nunca más volví a verlo y un par de meses más
tarde me enteré por el diario de que en un ataque de locura se había arrancado los ojos con una tijera. No pudieron salvarlo. Hablaban de suicidio
pero yo sé que Juan José no quiso matarse. Sólo quería sacarse los ojos,
porque era más fácil eso que sacarse los zapatos blancos... l
ars poetica
Teresa Arijón
(1979)
si yo pudiera pasar entre los pájaros
como pasa el viento —
como pasa, leve, la leve brisa
del otoño quieto —
pero tengo zapatos alargados, hechos de cuero,
del cuero azul de alguna buena vaca
que abandonó su cuerpo
una tarde como ésta, viendo pájaros,
camino al matadero — mis zapatos,
cuero y sangre amortajada,
me impiden ver el cielo —
y si no miro el cielo — ¿adónde miro?
a mi pie — duro y blanco
prisionero.
(1984)
todas mis edades son mentira / la del salvaje luto por mis ojos inocentes
/ velados tras mis ojos revelados / la que descubre espejos para atraer / y
distraer todas las seducciones / la del secreto azul de un pensamiento / nunca
alimentado por otro / la del ideario vampírico que alumbrará / poemas con
sangre ajena / la que se sabe convertida en objeto de su sed / insaciable de sí
/ la que espera el momento de partir / la que aparta sus ojos si otros ojos / la
solitaria en bares de humo / donde siempre hay nadie / la que une sombra a
toda sombra / demorada en el tiempo / la que vaga incompleta en busca de
amor o de silencio / la fabuladora que destruye la fábula
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(1994)
(2004)
grabar con cincel
no, mejor con navaja —
hundir en la corteza del árbol
la inicial del amor.
peregrina en la sombra
la sangre del antiguo pacto
se derrama,
sin mácula.
Como un magma sin reposo,
refleja las horas dejadas de lado en su vacío.
Llenar páginas es quebrar bastiones:
sucesión de días bajo una campana de vidrio.
Como el animal destinado a la experimentación,
la rana transparente inoculada de males humanos
que revelará el fuego apagado en sus vísceras,
o la rata innúmera que esta vez no conocerá huida
cuando la angustia ciega de una mano
la inmovilice, en suspenso de toda animación.
(1999)
elegiste la poesía como quien elige la pesca en río correntoso,
tendida la red o arrojado el anzuelo que evapora la débil carrera de la lombriz y
[el pez.
elegiste la poesía como quien esmalta un cuenco para servir la sopa y desdeña el
[blanco
sin mancha de la porcelana para destacar la plena oscuridad.
intentaste matar a la abeja que besó los labios de Safo.
imitaste la prudencia de la hija del rayo, naciste de una lágrima caída en tierra.
(2001)
Que el poema sea, como en el sutra, revelación de lo evidente:
«no hay luna en el agua; la luna que se ve reflejada
es creada por el agua».
Como los budistas contemplan los mundos:
llama vacilante, sombra, eco, espantapájaros.
Como el espejo reluciente del zen,
que en ningún lugar resplandece.
Como el puente del koan, que fluye donde el agua no fluye.
Como el canto de las ranas y la luz de la luciérnaga.
Como la lluvia, como las primeras marcas
de las gotas en la tierra seca.
Como la hiedra falsamente infinita que desemboca en el castillo del ogro.
Como la ogresa medieval que amamanta al lobo. Como el lobo feroz
que lleva su corazón de tela cosido en el pecho.
Como el regalo en la tradición japonesa — la caja que puede contenerlo todo, es
[decir nada —
«suspendido entre dos desapariciones» (la de quien lee, la de quien escribe).
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(2006)
El arroyo en sequía.
Los tractores.
El brazo que siega y labra.
La inocencia del día.
El ópalo en el sol.
La dirección del viento.
El silencio de siesta en la estación de trenes.
El monte, y más al fondo una casa rosada.
La furia de los pájaros que alborotan el aire
y nuevamente el canto de los campos sembrados
y del agua en el pozo.
La impudicia brutal en la montaña:
la mina a cielo abierto.
La promesa del cuerpo.
Las noticias en ondas propaladas.
Buscar sentido
en una lista azarosa de palabras.
(2007)
La disciplina del campo,
el manso afán de quien excava y encuentra
tierra cada vez más fresca.
Aprendices de la oscuridad, las liebres
roban lo que ha sido cultivado, desconocen
el principio de autoridad. Refractarias
anhelan el orden generoso que los cultivos proporcionan,
áspera luz que recorta o define el futuro.
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(2008)
¿Cómo se llega al fondo de las cosas?
La escena imaginaria donde una mujer tira la toalla
y un hombre arroja sus velos de ahogado en la barbería.
Escenas dilapidadas, estrafalarias, como en un mal cuento
donde se lee la borra del vino porque nadie toma café
y los borrachos tristes se dejan mecer, entumecer como
frases inconclusas y la fe es un abismo
en el que solamente caen los creadores.
Los días pasan así, como materia oscura.
Como ecos de pasos en un zaguán.
El poeta se muerde la lengua y aprieta los párpados.
El recuerdo ya no lo lastima y busca dolor en actos
físicos menores, meros descuidos, borrascas en un amanecer.
Caminar, caminar, caminar hasta cansarse.
Perder pie, hacer pie, todo del tamaño humano,
la dimensión habitual. Llegar a una ciudad extraña pero con algún recuerdo
de otra orilla. Para encontrar la fiebre. Su encendido descanso.
Y empezar a escribir como quien huye.
En un verano infinito
en pleno julio, más al norte, al borde de un río ancho
como un deseo rasante. Ser lanza fugitiva
que en el candor de otro pasado abreva.
(Dudar de la violencia de la pantalla, ese espejismo interior
donde pululan conversaciones ajenas.)
No creer en el mar ni en los milagros. No creer en el cielo.
Andar y desandar los días como ecos de pasos en un zaguán.
Atarse los cordones de los zapatos: un anacronismo.
Zapatos asediados por el polvo de ladrillo de la plaza —
el taco de madera gastado que revela
una manera mala de caminar.
las achiras con ese nombre tan de costado del camino, de sablazo, de cuchillada,
de resplandor filoso antes de herir.
las achiras.
si supieran, ahora,
que son comentario brevísimo o extenso de un poema que jamás se escribió.
(2011)
Un poeta menos, un poema más.
Tiene cincuenta años y su vida ha transcurrido
— por delicadeza, por pereza, por vanidad, por extravío —
en un modo menor. siempre un paso al costado de sus sueños,
como si la sutil trama de luz que une todas las cosas
— absolutamente todas las cosas — lo rechazara.
El deseo de ser, otra vez, joven:
sin ninguna experiencia y con toda la fragilidad,
la decisión, la brutalidad y el ansiado porvenir.
Con esa generosidad violenta de la extrema juventud
que todavía hace mella en su alma.
Quien tiene todo por enfrentar — la muerte de los padres —
y quien ya lo ha enfrentado todo.
La línea de indefinido tamaño entre el hacer y el no hacer:
las poses y los pases de la filosofía.
Haber vivido al amparo o haber estado desamparado.
En este último caso, el dolor, aunque inconmensurable,
no sorprende.
Es una astilla, un asta, un astrolabio.
Y las tres palabras tienen sentido y lo representan pasmosamente.
(2010)
que los caracoles que suben lentos por el gran vidrio
avancen lentos hacia su diversidad.
la naturaleza no es ese misterio que creímos, ni el amor —
una sentencia al borde del camino, un duelo al sol.
que me rayen la cabeza con una navaja,
que me incrusten diminutos fragmentos de cristal bajo las cejas,
que me marquen como si existiera.
allá lejos quedaron las plantas, el nogal con sus frutos venenosos sin que nadie lo
[sepa,
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(2012)
el poema tiene su invierno — su estado de latencia
como la tierra, ahora.
latencia como inconcretud — así el poema
en condición salvaje, el bárbaro no nacido —
no se deja apresar ni se construye ni consagra;
puro aire, y peligro.
cada palabra una amenaza
— el versátil lenguaje en sus juegos —
el circuito imperturbable: gratitud / desasosiego.
un hallazgo, pero de algo que ya estaba ahí antes —
en la memoria inmensa de la tierra,
de una tierra que entra en exilio
de sí para conocerse.
como la ciudad de Akrotiri
hace 4000 años sobre el mar Egeo —
un mural encontrado en sus ruinas retrata a unos monos
saltando en unas palmeras; pero allí no había monos ni palmeras.
como nieve que busca lo más blanco del blanco —
instancia todavía inmaterial (si cabe)
donde el poema a punto de dispararse —
también como un arma, o una trampa —
excluye su extrema libertad —
sin riendas ni asidero
acata su generoso destino: hacerse voz.
como el ciclista que rueda solitario
y en su anatomía perfecta refleja
la misteriosa autonomía del poema en ciernes — el porvenir.
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Mattel
Leandro Ávalos Blacha
Sin necesidad de buscarla, encontré de memoria la frase que María Luisa
escribió sobre su nombre en mi guardapolvo. «Amigas para siempre». Luego
vi las letras de esas personas con las que había compartido tantos años y de las
que ya nada sabía. Yo era tan insignificante como ellas. Una letra más, perdida
en la dedicatoria sobre una tela vieja y podrida, que acaso existía por puro
olvido o entre las partículas desintegradas de un basural.
Con María Luisa habíamos sido mejores amigas desde la primaria. Éramos
parecidas, teníamos los mismos gustos y solían tomarnos por hermanas. Sólo
nos diferenciaban nuestras habilidades. María Luisa tenía un don para las manualidades. Y las dos buscábamos la originalidad haciendo nuestras propias
ropas. Pero lo que ella creaba o reproducía de las revistas de moda a la perfección, en mis manos se convertía en un desprolijo rejunte de telas, que en
algo siempre se asemejaban a un chaleco de fuerza. No por ello desistía. Seguí
confeccionando mi ropa y la de mi familia, consciente de que lucíamos como
payasos. María Luisa nunca se animó a señalarme la falta de talento, pero lo
aludía indirectamente halagando con desbordado énfasis mi manera de cocinar. «Vos tenés manos para la cocina, tenés que dedicarte a eso». Ella siempre
tan preocupada en conseguirme un trabajo, una ocupación, un entretenimiento. «Necesitás distraerte, salir». Quería que la acompañara al gimnasio, donde
se internaba desde la mañana para hacer tae bo, aerobox, salsa, spinning, y tae
bo otra vez, hasta la noche. El día anterior había aparecido con su look deportivo en el living y un recorte de la Para ti. Supe que se venía una humillación.
«Mañanas argentinas», decía el título de un concurso. De mala gana me levanté
del sillón, me puse los lentes y leí las bases, mientras María Luisa elongaba.
Lo convocaba la intendencia de Quilmes para encontrar un nuevo diseño de
guardapolvo para las escuelas del distrito. María Luisa ya no dijo «Tenemos
que participar» como antes, sino «Tengo». Las mujeres con las que se juntaba
en el gimnasio le estaban lavando la cabeza.
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***
María Luisa tenía el mismo don para crear esas prendas en miniaturas. Todas
las ropas de moda se las confeccionaba para las muñecas de su hija, que
terminaban mejor vestidas que cualquier Barbie. Yo también lo intentaba,
pero no se me daba bien. Tenía éxito solamente en armar unas túnicas, que
según el color de la tela parecían hábitos de monjas. Brenda, por suerte,
resolvía todo con ingenio y se divertía jugando al convento o a la cárcel de
mujeres, según su ánimo, y jamás me reprochaba nada. Habíamos creado
iglesias, cuartos de religiosas y pabellones carcelarios en cajas de zapatos.
De un día para el otro las convertimos en aulas. Brenda me dijo que tenía
que inspirarme.
Por la tarde, fuimos juntas a la municipalidad a retirar la muñeca oficial
del concurso que debíamos vestir. Estaba producida por una nueva fábrica del
distrito que auspiciaba la competencia para promocionarse. Se llamaba Gisela.
A Brenda no le gustó el nombre, pero sí la muñeca. Tenía el pelo castaño, liso,
la piel trigueña, los ojos negros. Era de un plástico más blando que la Barbie y
tenía el cuerpo menos estilizado, con menos pecho, pero más caderas. La fila
de mujeres que buscaban su muñeca para concursar daba vuelta la esquina.
Comenzó mi pánico. Le pedí a Brenda que hiciera la cola para la solicitud.
La esperé en el auto. Cuando llegamos a casa, corrimos juntas a la máquina
de coser para pensar. «Buscá modelos en internet», dijo Brenda, mientras
abría una galería de imágenes en el navegador. Yo me preguntaba qué debía
privilegiar: la comodidad de los alumnos, la estética, mantener un estilo
tradicional o, por el contrario, apostar a la vanguardia como estímulo para
la educación.
Tomé un lápiz, una hoja en blanco y me dije: «A dibujar». Apenas apoyé
la punta cuando mi celular sonó con un mensaje de María Luisa. «¿Qué te
parece?», decía con una foto de su primer intento. Gisela lucía un guardapolvo soñado. Moderno, con lindo corte, del largo justo. Había reemplazado
los botones clásicos por apliques de velcro y los cuellos y bolsillos tenían una
guarda del color de la bandera. No pude seguir. Preparé unos panchos para
la nena, tomé varias pastillas y me fui a dormir.
***
Brenda me despertó pasado el mediodía. Otra vez la hacía faltar al colegio.
Podía quedar libre. Me convencí de que, para enmendar el error, me pondría a trabajar. «Ayudame, Brendita», le pedí, y ella se inventó un cantito
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para levantarme el ánimo. Luego me enseñó un dibujo en el que había intentado diseñar un guardapolvo. Debió copiar la foto de María Luisa de mi
celular, porque era idéntico. No me importó el plagio. Intentando copiarlo,
haría cualquier cosa menos igualarlo. «Preparale un tecito a mami». Brenda
corrió a la cocina.
Me enfrenté a Gisela. Su mirada se me clavaba desafiante. Era mucha
la presión. La muñeca era chica; pero el guardapolvo, grande. En él latían
los corazones de todas las maestras y del alumnado presente y por venir.
También sentía la esperanza de Brenda. ¿Qué sabía yo de costura, de moda
y de ser madre? Fantaseé como tantas veces con decir «Voy al Chino» y no
volver. Pero siempre volvía, algo me ataba. «¿No empezaste, ma?», preguntó
mi hija, mientras aparecía con una taza humeante y unos tostados. «Estaba
en eso». Pidió mi opinión sobre su dibujo. Le dije que era ideal, mientras le
besaba la cabeza y le ponía un poquito de whisky al té. Luego me acomodé
con el cuaderno, los lápices y me puse a dibujar. Los primeros bocetos parecían vestidos de época. Las colas caían anchas hasta el piso. Brenda los miró
en silencio hasta que se animó a decir «Aunque sea no parecen monjas». Lo
primero en lo que pensé fue en la tela. Teníamos que cambiar ese material
clásico por algo que fuera fácilmente lavable. Como el mantel de hule. Le
dije a Brenda que ésa sería nuestra apuesta fuerte. «La posibilidad de cambiar de tela no figura en las bases», me explicó, y la alegría me abandonó en
un segundo. Busqué los vestidos viejos de sus muñecas y tomé uno al azar.
Le pondría un par de botones y fin del asunto. Por lo menos me libraría de
mi hija. Pero Brenda intuyó mis intenciones. Me dijo que empezara con un
proyecto desde cero. Me hice la que no escuchaba. Tomé el traje de monja
y con él vestí a Gisela. Fue una iluminación.
Se me apareció la imagen de cientos de niños de colegios privados
corriendo por la ciudad todo el día con sus uniformes puestos. El
guardapolvo, en cambio, era de lo primero que se desprendían los chicos de
las escuelas públicas para llevarlo a rastras por el piso o esconderlo en lo más
oscuro de la mochila. Y yo, que sabía vivir a las sombras, como encerrada
en un bolso, no habría de permitir que la prenda sufriera el mismo destino.
Primero, mangas desmontables. Con el calor, Brendita se las arremangaba todo lo que podía. Después, un diseño en dos partes, que permitiera
tomar la forma de una camisa blanca arriba y una falda debajo. Muchos
actores y músicos de rock se mostraban a veces con pollera, por lo que
sería una manera de innovar para los varones. Más bolsillos. Y en lugares
poco convencionales, como les gusta a los chicos. Incluso uno con cierre y
en la parte de adentro, para llevar algo seguro sin que lo pierdan. Brendita
había extraviado llaves y teléfonos durante los recreos, corriendo, sin darse
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cuenta. Hice todo con apuro, veloz, olvidándome del mundo alrededor.
Cuando culminé, reparé en el leve sonido de palmas a mis espaldas. Brenda
me aplaudía emocionada, mientras contemplaba a Gisela. De blanco, pero
cubierta de bolsillos, tachas, cadenas y hasta una capuchita. Compartí su
alegría unos momentos y me fui a dormir. Pasaron cuatro meses cuando me
avisaron que había ganado.
Plateada con
amarillo
Natalia Litvinova
***
Fue un escándalo. Hicieron renunciar al intendente, a gente de Educación,
y la pobre Gisela salió de circulación con el quiebre de la fábrica. Alguna
vez hasta protestaron en el frente de casa. El guardapolvo fue considerado
inmoral, degenerado, inapropiado para las escuelas y los alumnos. Como
apenas salía de casa y no interactuaba con nadie, poco me importaba la
opinión de los otros. Pero mi marido y Brendita lo sufrieron a diario y me
lo reprocharon hasta que un día Brenda no volvió de la escuela y tampoco
Luis Alberto de la oficina. No me animé a llamar a nadie para averiguar qué
les pasó. María Luisa también dejó de hablarme.
Pero tenía un tesoro en las manos. De inmediato tomé las tijeras y recorté la ropa de ambos en distintos pedazos. La organicé por telas, colores
y me puse a coser. Llenaría el corazón de Gisela con vestidos hasta que no
quedara un lugar en la casa para ninguna otra cosa. El cadete del supermercado chino se encargaba de traerme algunos víveres mensualmente, y tenía
un pacto con un linyera que me vendía los lotes de Giselas que descartaba
la Municipalidad. Luego del escándalo habían desechado la posibilidad de
donarlos. Sin darme cuenta, encontré en las maestritas de plástico una verdadera familia, y el secreto de la moda. El mundo, afuera, tardaría años en
entenderlo l
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¿Miedo a escribirte? Sí, de noche.
¿Quién te lo contó?
Miedo a la Luna. También.
Plateada con amarillo,
en su infinito primer plano.
Miedo a lo que resalta la luz diurna.
Miedo como la miel. Así ando,
saboteada,
compro libros en los kioskos,
fumo mal y te hablo, exhausta
de esta Luna en mayúscula
y de mí en minúscula.
Así, ahorcada con mi piel, llamo
a tu naturaleza distinta, a tu verde real,
convoco tu corazón rodeado de bulevares
por donde transitan hombres a caballo
que se tocan la galera con una mano,
y con la otra entregan una flor.
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La serpiente
y el miedo
Edgardo Scott
a mis amigos Pablo y Mariel
instalarse en el miedo como quien vive dentro de la lentitud
Roberto Bolaño
Había olvidado mi terror a las serpientes. La semana pasada, sin embargo,
durante una improvisada reunión, una amiga contó una anécdota que me
lo devolvió en toda su magnitud. De hecho, ni bien terminó de contarla y
cuando todavía estaba afectado por la impresión, mi primer impulso fue
pedirle que la contara de nuevo. Lo hice con un entusiasmo egoísta, despreocupado del interés o la paciencia que podía tener el resto en volver
a escuchar lo mismo. Pero la anécdota había tenido una gran influencia
sobre mí; había sido como una vuelta en uno de esos juegos mecánicos de
velocidad o altura, que después de haberme subido una vez, quería repetir
incansablemente.
Mi amiga no tuvo inconveniente, se acercó y volvió a contar lo mismo,
esta vez de manera un poco más lenta y didáctica, dando por seguro que yo
me habría perdido en algún fragmento de la historia. Yo escuché con atención y, en el mismo momento que antes, sin importar que estuviera avisado,
volví a sentir la inesperada cosquilla, el repentino escalofrío; sólo que en
esta segunda oportunidad, aparte de aquel efecto, el relato me supo dejar
algo. Me dejó adheridas las últimas palabras, la frase final: lo estaba midiendo.
Lo estaba midiendo, repetí para mí, inaudible, como un rezo o un balbuceo
idiota que de golpe eché a rodar por las encías, el paladar, la lengua y los
dientes, sin comprenderlo, como si fuera la materia dura de un caramelo, o
el jugo último de una mazorca o un hueso.
Con intermitencias, esa noche y los días siguientes, el relato de la serpiente siguió instalado. Lo esquivaba o deshacía con reflexiones y lo recuLuv i na
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peraba en recuerdos. Los recuerdos tenían que ver con mi temprano pavor
a las serpientes y a toda clase de reptil. Un pavor que con los años se había
ido transformando en un rechazo o asco civilizado. En apenas un moderado
ejercicio de desagrado y evitación. En verdad, mi terror hacia esos bichos,
si lo pienso bien, siempre había sido tan fuerte como subestimado y secreto.
Nunca había hecho que no me acercara, por ejemplo, a los serpentarios de
los zoológicos, o que no pudiera ver escenas con serpientes en un documental. Y como siempre viví en la ciudad —donde el riesgo de las serpientes es
un riesgo nulo para la razón— el terror sin medida supo quedar confinado
a ciertas zonas remotas de mi cabeza. Pero debo admitir que toda vez que se
mencionaban lugares turísticos, regiones o ciudades para visitar y conocer,
enseguida se me cruzaba, como una alarma, como un alerta rojo, si en esos
lugares habría o no serpientes. Así, México, el Amazonas, Egipto, la India o
la Florida, por más cautivantes que yo sabía que pudieran ser, no lograban
superar el filtro de mi angustia.
Además la anécdota me llevó a buscar información sobre toda clase de
serpientes. Me enteré de singularidades y extravagancias. Observé con una
suerte de masoquismo morbosos videos en internet. Supe de las primitivas
serpientes con patas, de las que pasan meses sin comer o comen hasta sus
propios huevos, y vi la digestión real, por parte de una pitón, de un mediano hipopótamo (eso fue como ver una versión negra, siniestra, del dibujo
inicial de El principito). También me llamó la atención el tono neutro de las
enciclopedias, donde las serpientes son tratadas como cualquier especie, e
incluso, como una especie vulnerable y perseguida.
Con respecto a los recuerdos, el primero que reapareció en mi memoria
fue un relato infantil, contado en casa de una familia ucraniana o rusa, donde yo solía jugar mientras mis padres trabajaban. La familia había llegado
a la Argentina después de la segunda guerra, y en su largo periplo, había
recalado y dejado parientes en las afueras de Asunción. Una de las mujeres,
no recuerdo si la madre o alguna de sus hijas, me había contado —y tal vez,
por ser yo un niño, también advertido— que en Paraguay, sobre todo durante
las inundaciones, cómo las víboras y anguilas podían meterse y nadar por las
cañerías de las cloacas y desagües, se daban casos en que alguien se topaba
en el inodoro de su baño a merced de semejante atrocidad.
Recordé también un viaje con mi madre a Misiones —más precisamente
a Oberá—, donde una familia muy pobre que vivía en una casilla en medio
de una plantación de té o de yerba, al preguntar nosotros por las serpientes,
nos contó cómo vivían, ahuyentando en distintas horas del día las yararás
que se arrimaban a la casa. Recuerdo especialmente a los chicos, numerosos y de todas las edades. Eran rubios, flacos, de increíbles ojos celestes, y
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tenían los pies descalzos y curtidos, como si la planta del pie fuera una suela
o sandalia delgada y bordó, hecha como de sangre reseca. Ellos mismos se
reían del miedo que se traslucía en nuestros gestos y palabras, y hablaban
sobre las serpientes como si hablaran de moscas o sapos; es decir, de una
plaga molesta e inofensiva. Hasta contaban —esto ya no sé si lo dirían como
una provocación hacia el niño crédulo de ciudad que era yo entonces—
jugar con las víboras; pegarles con palos, correrlas, hacerlas saltar, hacerlas
chillar y retorcerse con ese siseo típico, tan agudo y aterrador.
La anécdota que contó mi amiga fue breve y sencilla. Se reduce a lo siguiente. Un amigo de un compañero de trabajo suyo había adquirido hacía
un tiempo como mascota una serpiente enorme, una de esas serpientes
anchas y larguísimas, pero no venenosas. Mi amiga no recordaba si era una
pitón o una boa, pero era alguna de ésas. Una serpiente constrictora. La
había conseguido por contrabando y la había pagado bastante cara. Era un
gusto y una excentricidad que el muchacho, de unos veinticinco años, se
permitía a poco tiempo de haberse ido a vivir solo. Un video en YouTube
lo había decidido. El encabezado decía: Serpiente pitón, amigo de niño de cinco
años. El muchacho clickeó el enlace y vio —sin considerar que lo que veía
estaba editado— cómo un pequeño niño camboyano de no más de siete
años pasaba sus días junto al inmenso reptil. Las imágenes le causaron ternura al muchacho y lo ayudaron a decidirse. Yo mismo vi después el video
y en verdad la serpiente parece una grandísima bufanda de cuero inflable, a
la que el niño acaricia, monta, y hasta usa como almohada o colchón, para
tenderse plácidamente arriba de ella, incluso para dormir.
El muchacho alimentaba a su mascota con roedores que conseguía
—también en forma clandestina— de un laboratorio. La indicación general, imprecisa, era que el animal pertenecía a una especie venenosa, de
modo que tendía a matar a sus presas estrangulándolas, para recién después tragarlas y digerirlas durante un largo tiempo. Pero en condiciones
domésticas, y al ser alimentada cuando fuera necesario, el animal saciado
transcurría sin mayores sobresaltos. Tal vez por no estar en su hábitat se deprimiera o estresara un poco, fue otro comentario que escuchó de lejos, aunque
íntimamente se burlara.
Por necedad o desidia, el muchacho no averiguó mucho más; también
porque ir a un veterinario de reptiles, consultar a un especialista, podía
hacer evidente la irregularidad de su compra, y entonces, además de que le
sacaran el animal, él debiera tener que pasar y pagar por toda una serie de
trámites engorrosos.
Durante la primera semana, sin embargo, todo ocurrió en forma ideal
y el muchacho se sintió orgulloso, bien acompañado y hasta, a su manera,
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querido por el excesivo y callado animal. Le gustaba, mientras miraba una
película o una serie en el dormitorio, que la serpiente recorriera los cuartos o lo rozara como una gran soga de barco oscura, fría y animada por
una vitalidad lenta, como estudiosa. Juzgaba a la gran serpiente como una
presencia nada amenazante para su nuevo mundo; una compañía solitaria y
respetuosa, nunca invasiva.
Pero un tiempo después —tres o cuatro semanas después de la compra— la serpiente se empezó a mostrar sin apetito. Omitía ingerir los mismos ratones de siempre, a los que pasaba por alto como a la mayoría de
los objetos de la casa. El muchacho consiguió entonces hámsters y después
pollitos que, también por haberlo oído o por haberlo visto en foros de internet, sabía que eran alternativas de alimentación para esa clase de reptiles.
Nada. Al comienzo, al muchacho lo entristecía y desconcertaba la inapetencia del animal. Y en eso, una vez más, hombre y bestia también parecían
habitar distintos universos. Porque mientras el muchacho se atormentaba
y le dedicaba más y más atención, fantaseando incluso con cuidados absurdos, como dormir junto a ella o darle un plato de leche, la serpiente sólo
parecía haber suspendido uno de sus impulsos. La serpiente únicamente no
comía, pero eso no iba en desmedro de su rutinaria y escasa actividad. Acaso por eso, en el último refugio de su ignorancia, el muchacho pensó que
tan mal no debía de estar porque el animal había seguido haciendo —o no
haciendo— lo mismo de siempre; los hábitos que cumplía desde que había
llegado a la casa, salvo por la alimentación, no habían variado en absoluto.
Pero eso no alcanzó para tranquilizarlo, y un día, desesperado por la incertidumbre y la culpa, alzó la serpiente, la llevó a su terrario, la cargó en su
auto y fue hasta un veterinario especialista, dispuesto a afrontar lo que fuese
a cambio de una verdad. El muchacho fue del todo franco; contó la compra
en detalle, menos preocupado por la salud de su mascota que por purgar
su inconsciencia. El veterinario supo escuchar todo sin interés, ya sabiendo
el final, ni bien vio a la serpiente en el terrario inadecuado. Lo dejó hablar,
sin embargo, y después de que el muchacho descargara su peso, sólo le
preguntó desde cuándo no comía y si, durante los momentos que pasaba
junto a ella, la serpiente se extendía y se enroscaba con cierta frecuencia.
El muchacho le dijo que no comía desde hacía un mes y que sí la había
visto realizar esa clase de movimientos; explicó que a él le habían parecido
como las vueltas o rituales autómatas de perros y gatos, antes de dormir. El
veterinario le dijo que cuando la serpiente hacía eso, en realidad lo estaba
midiendo. Lo medía a él como posible, grande y segura presa. Que le estaba
haciendo lugar, agregó. El muchacho sintió la amenaza como el roce de un
cuchillo. Un escalofrío, sin embargo, inapropiado para ese momento en el
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consultorio, en el que la serpiente reposaba en el terrario, quieta e inerme.
Sin rodeos, el muchacho le preguntó —o más bien le pidió— al veterinario
cómo podía hacer para dejársela ya mismo ahí.
Varios días después seguí pensando en aquella anécdota. Me parecía tan
curioso como verdadero que la historia, por cierto breve y bastante previsible, se pudiera sostener de boca en boca, incólume y eficaz, gracias a un
mismo terror que se había trasladado del muchacho al compañero de mi
amiga, del compañero de mi amiga a ella, y de ella a todos los que nos asombramos y asustamos aquella noche. Hasta se me dio por pensar que tal vez
ni siquiera hubiera hecho falta una anécdota; que hubiera bastado con que
alguien —un poeta, un mago, un actor— lograra hacer real, vívida, frente a
nosotros, la aparición de la enorme serpiente, para que a su vez nosotros segregáramos de inmediato, como un olor o sustancia, el miedo ingobernable.
***
Alejado de la impresión, hoy recordé, frente a un puesto de diarios y revistas, una particularidad que sin duda participó y participa de mi largo temor y de su encarnación zoológica. A mi madre la atraen desde siempre los
horóscopos. Su curiosidad a veces ha tomado la forma de un discreto pero
fervoroso conocimiento. Esto hizo que me enterara ya desde muy chico de
que yo era serpiente en el horóscopo chino. Por muy pocos días, en realidad.
Por muy pocos días no había sido caballo; por muy pocos días, entonces,
me representaba para siempre en aquella fábula el arrastrado y aborrecible
animal. Sin embargo, en mi distraído desprecio hacia los astros, nunca supe
a qué elemento pertenecía; si soy yo una serpiente de metal, de fuego, de
madera, de aire o de tierra l
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Laura Wittner
L os
chicos juegan en la plaza
Más atrás siluetas juegan tenis.
Todavía más atrás está el zumbido
que se eleva desde algún fluir de tránsito.
Y más atrás el paredón
irregular de los edificios caros
de los cuales a esta hora sólo uno
y sólo en los dos pisos superiores
retiene luz de sol, bastante aguada.
Ahora, fijate lo que pasa:
de entre la ronda de pinos que son tu primer plano
alguien, un pájaro, rompe a trinar
a todo lo que da,
con desafío y con oficio:
es breve lo que emite, y eficiente.
Si estabas con la vista sobre el libro
al mirar hacia arriba entendés de un tirón
qué es lo que imanta esas capas superpuestas
de urbanismo irreal que te contienen.
Cómo es que no se desmoronan
estrato por estrato dejándolos a ustedes
desnudos en mitad del escenario.
Pero entender fue tan fugaz
como el grito del pájaro.
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Lo
luminoso que se ve de noche
En las épocas míticas salía sola de noche:
salía al patiecito y pisando la maceta
trepaba hasta la medianera y me sentaba
a interrogar los cielos desde lo más profundo
del corazón de Villa Crespo. Porque si antes
las estrellas señalaban el camino en el mar
tal vez ahora esta galaxia de neones,
resplandores de hielo, ventanucos de baño,
rayos móviles provenientes de ferias,
la cautivante sincronización
de las luces de pasillos de edificios
pudiera sugerirnos variar unos centímetros
el recorrido, a ver dónde llegamos.
Un helicóptero en un cielo negro
es su luz blanca y su sonido jadeante.
No por urbana la luna es menos poderosa.
Últimamente veo desde mi balcón
algo como una grúa inmensa,
una viga infernal que, paralela al cielo,
se encaja entre edificios altos
como dispuesta a rearmar el panorama,
delimitada por dos luces fatuas:
punto rojo en un extremo, y en el otro
la extrañeza hecha luz: un rectángulo verde
fluorescente, imposible de entender: de día
parece una pantalla que proyecta
en continuado y para nadie, y de noche
refulge en el centro de su hueco
evocando desplazamientos mudos
que hablan de lo difícil que es fijar impresiones.
Refulge desde allí como un dios verde
de Philip Dick, con resabios de Lem.
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Borges, Kafka:
el sueño y la pesadilla
Luis Gusmán
Lo primero que quiero aclarar es que me he alejado de una figura que
en este tema siempre está disponible: la alegoría. Sí, brevemente me he de
referir a las coincidencias entre algunas afirmaciones de ambos, pero que
nunca llegan a ser definiciones porque estos dos escritores, aunque con estilos diferentes, siempre se distancian de reducir la literatura a una definición.
Tanto Borges como Kafka tienen un corpus sobre los sueños. De Borges
tomé dos textos, el primero su prólogo al Libro de sueños, que es una recopilación a través del tiempo y en distintos registros de textos literarios y
filosóficos; también de mitos, fábulas y leyendas históricas. El segundo es
la conferencia titulada «La pesadilla», que es su exposición más extensa y
orgánica sobre el tema, incluida en su libro Siete noches.
En Kafka podemos citar una frase que aparece anotada en su Diario y que
la imaginó como el comienzo de su novela El proceso. La frase es: «Josef K.
soñó»; así como también la primera página de su Diario, que comienza con
un sueño con la bailarina Eduardova; en ambos casos la referencia es para
certificar la importancia que le concedía a los sueños.
Con esto quiero decir que los sueños y las pesadillas ocupan un lugar
importante en la obra de ambos. Tampoco me voy a referir al lugar que los
sueños tienen en su universo ficcional o novelado. En Borges, no me refiero,
por ejemplo, a su cuento «Ulrica», o a su poema «La pesadilla».
Podemos decir que fue una diablura o una fatalidad de la lengua la que
produjo la siguiente coincidencia. En la antología del Libro de sueños, en el
sueño de Caedmon, transcripto por Borges, lo que importa es que Caedmon
profetizó la hora en que iba a morir y la esperó durmiendo. Podemos decir:
durmiendo y soñando que se moría. Ese texto titulado «Caedmon» lleva la
firma de Borges y a continuación está un fragmento de un sueño de Kafka
bajo el título «Conviene distinguir», perteneciente a Cuadernos en octava, con
fecha del ocho de febrero de mil novecientos diecinueve. El título otorgado
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al fragmento del sueño es justo, porque Kafka trata de distinguir el sueño del
mandato. Dejemos la contigüidad en manos de los dioses o de los editores.
Quizás el sueño de Caedmon pertenezca a esa categoría, para mí difícil de
clasificar, de los sueños inventados por el sueño, como dice Borges. Tal vez,
cuando sueño que estoy soñando y me despierto dentro del mismo sueño.
Cuando formulo la manera «dispersa» o fragmentaria en que los sueños
aparecen en la obra de Borges o de Kafka los quiero diferenciar de libros
como los de Bertrand Russell —Pesadillas de personas eminentes—, o El diario
de sueños, de Graham Greene. El caso de Greene es notable porque el autor
cuenta que, siendo muy joven, llevó a cabo un análisis con un psicoanalista
jungiano que le impuso como método que anotara sus sueños en un libro
de contabilidad, esos libros de doble entrada. Del lado de la columna del
debe escribía el sueño que había tenido, y del lado de la columna del haber
las asociaciones que le imponía el sueño. Tenía un plazo: cinco minutos.
Tiempo que el analista controlaba rigurosamente con un reloj de bolsillo.
Un día, entre avergonzado y apenado, el joven Greene le confesó que no
había soñado nada. Es posible que, para alguien tan concernido por la palabra y por la confesión, la tarea haya sido una pesadilla. El psicoanalista
le respondió: «Entonces invéntelo». Podemos decir que de ese sueño no
soñado nació un escritor llamado Graham Greene.
Borges
Lo primero que Borges indica es que hay distintas maneras de soñar. Como
si uno dijera: según las épocas hay distintos soñadores. Por ejemplo, los
sueños en la Edad Media eran entre alegóricos y satíricos, seguramente
tenían que ver con cómo se interpretaban los sueños en ese periodo. En
tiempos más modernos, sitúa, para mí inesperadamente, los de Kafka en
continuidad con los de Lewis Carroll como «puros juegos». Es cierto que
en Kafka hay más de un sueño en que él se detiene en los retruécanos del
sueño y otros en los que le cuenta a su interlocutor las palabras que le han
llamado la atención en el sueño. Voy a citar el punto de partida quizás más
convincente para lo que quiero indicar. Es el ensayo de Borges sobre el
Vathek, de William Beckford. El texto toma como punto de partida una broma que Oscar Wilde le atribuye a Carlyle, una biografía sobre Miguel Ángel
que omitiera toda mención de las obras de Miguel Ángel. Es decir, a partir
de los sueños de un hombre se puede hacer su biografía. En otro fragmento
del mismo ensayo, Borges afirma que «no es inconcebible una historia de los
sueños de un hombre; otra de los órganos de su cuerpo; otra de las falacias
cometidas por él...». Es decir, no imagina la biografía como una totalidad:
«Tan compleja es la realidad, tan fragmentaria y tan simplificada la historia,
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que un observador omnisciente podría redactar un número indefinido y casi
infinito de biografías de un hombre, que destacan hechos independientes, y
que tendríamos que leer muchas antes de comprender que el protagonista
es el mismo». Ésta es la primera coincidencia entre Borges y Kafka respecto a
los sueños: el lugar que tiene un sueño en la biografía de un hombre.
La segunda coincidencia responde a la pregunta: ¿qué sucede al despertar?
Borges mismo nos proporciona una respuesta: «Sucede que, como estamos
acostumbrados a la vida sucesiva, damos forma narrativa a nuestro sueño,
pero nuestro sueño ha sido múltiple y simultáneo». Pero al despertar —dice
Borges—, nuestra memoria del sueño ya le puede dar a un sueño simple
una complejidad que no tenía, que no le pertenece. Y agrega: «modifico los
hechos, ya estoy fabulando».
Tercera coincidencia: ¿en qué espacio estamos cuando soñamos? Quizás, dice
Borges, estemos en el cielo o en el infierno, y pasa del estar al ser: quizás seamos alguien, alguien de lo que Shakespeare llamó «la cosa que soy». Podemos
agregar: la cosa que soy cuando sueño.
El otro punto espacial de coincidencia con Kafka es el espacio teatral. Por
lo tanto, el sueño es una especie de representación teatral. Para argumentarlo,
Borges cita un ensayo de Addison en El espectador, en el que dice que el alma
humana, cuando sueña desembarazada del cuerpo, es a la vez el teatro, los
actores y el auditorio.
También en su conferencia «La pesadilla», Borges afirma que los niños y los
primitivos, al no distinguir bien entre la vigilia y el sueño, creen que el sueño
es un episodio de la vigilia; al revés, los místicos postulan que toda la vigilia
es un sueño.
Pero al despertar —dice Borges—,
nuestra memoria del sueño ya le puede
dar a un sueño simple una complejidad
que no tenía, que no le pertenece.
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Cuarta coincidencia. Para Borges, la dificultad de los sueños reside en que no
se puede acceder directamente a ellos, por eso habla de la memoria de los
sueños. Quizás debió incluir su olvido. La deformación la incluye cuando cita
a Carroll; ya suponemos sus palabras-valija, y que cuando despierto y lo recuerdo, ya estoy fabulando. Entonces Borges cita a Sir Thomas Browne, quien
creía que nuestra memoria de los sueños es más pobre que la espléndida realidad. Pero, al contrario de la postura de Browne, los sueños pueden mejorar la
realidad. Es posible que el suyo sea el contraejemplo, porque habitualmente se
interpreta al revés. Entonces, ¿cómo cuento un sueño? Puedo estar fabulando,
puedo olvidarlo. Ese poco de realidad del que hablaba Breton. Pero aquí viene
la cuarta coincidencia entre Borges y Kafka, lo que sucede posterior al despertar: es que el sueño necesita ser contado: «posiblemente sigamos fabulando en
el momento de despertarnos y cuando después lo contamos».
Quinta coincidencia. Borges trata de situar el espacio entre el sueño y la
vigilia después del despertar: «Si pensamos que el sueño es una obra de
ficción (yo creo que lo es), posiblemente sigamos fabulando en el momento
de despertar y cuando después lo contamos». El sueño, cuando lo vuelvo a
contar, ya no es el mismo. En el prólogo al Libro de sueños, Borges afirma que
tomar literalmente la metáfora de Addison supone aceptar la tesis, atractiva
pero peligrosa, «de que los sueños constituyen el más antiguo y el no menos
complejo de los géneros literarios. Ya que esta tesis podría justificar la composición de una historia general de los sueños y su influjo sobre las letras».
Borges, citando a Addison, dice que, de todas las operaciones de la mente, la más difícil es la invención; y aquí viene la afirmación borgeana que
sitúa al sueño del lado de la ficción: «Sin embargo, en el sueño inventamos
de un modo tan rápido que equivocamos nuestro pensamiento con lo que
estamos inventando». Es decir, lo que en su ensayo «Indagación de la palabra» llamó «la fatalidad de la lengua, humilladoramente el pensar». En los
equívocos de la lengua se inventa el sueño. A lo que podemos agregar: el
trabajo de la memoria y el hecho de contarlo.
La pesadilla
Borges elige, para hablar de la pesadilla, la figura del íncubo, basándose en
la pintura de Fuseli The Nightmare. El cuadro muestra a un íncubo sobre el
pecho de una joven que está soñando en una posición abandonada y lujuriosa, poseída por ese demonio. También ese extraño ser da la idea de peso,
cuya opresión sobre el pecho del soñante produce la pesadilla. Finalmente
esa presencia ominosa no es más que un remedo del demonio, que toma la
forma de un demonio masculino, descendiente de un ángel caído.
Borges afirma que la pesadilla es una representación, creo que es por la
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importancia otorgada a la figuración en el cuadro de Fuseli.
En el prólogo al Libro de sueños, Borges sitúa a la pesadilla como diferente
del espanto, y de los espantos, capaz de infligirnos la realidad: «Las naciones
germánicas parecen haber sido más sensibles a ese vago acecho del mal que
las de linaje latino, recordemos las voces intraducibles eery weird, uncanny,
unhemlich. Cada lengua produce lo que precisa». Unhemlich, lo siniestro. Es
decir, el sentimiento que nos produce cuando aquello que era familiar de
pronto se vuelve extraño. Con este ejemplo, Borges anuda de manera ineludible la pesadilla a un fenómeno de la lengua. Y agrega, nightmare, el nombre
inglés de la pesadilla, significa para nosotros: «la yegua de la noche».
Hay otra vertiente —dice Borges— en que nightmare podría estar relacionada con Märchen. Con lucidez borgeana, con esa fatalidad de la lengua,
Borges encuentra que la palabra alemana Märchen significa fábula, cuento de
hadas, ficción. Luego prosigue en su búsqueda y dice: nightmare sería ficción
de la noche. Otra vez un género anudado a la lengua.
Por ese mismo camino, el laberinto de la etimología llega a la palabra Alp:
«En alemán tenemos una palabra muy curiosa: Alp, que vendría a significar
el elfo y la opresión del elfo, la misma idea de que un demonio inspira la
pesadilla». Por la vía del Alp se acerca inesperadamente a Joyce, quien en
Finnegans Wake habla del laberinto night/maze y pesadilla es nigth/mare. Borges
decía, a su vez, que sus pesadillas estaban pobladas de laberintos. Joyce decía
que el Ulises era el libro del día y que Finnegans era el libro de la noche, del
sueño. Recordemos que la novela cuenta la historia del re-despertar de su
personaje: Finnegan. La famosa frase joyceana «La historia es una pesadilla
de la que no podemos despertar» es el otro hilo en esa pesadilla que tiene
un nombre: alp, Anna Livia Plurabelle.
Resumo las coincidencias entre Borges y Kafka. 1) El aspecto biográfico
del sueño; 2) el despertar; 3) en qué lugar estamos cuando soñamos; 4) la
necesidad de contar el sueño; 5) el sueño es una obra de ficción.
Que haya coincidencias no excluye encontrar en ellas diferencias en el
tratamiento que Borges y Kafka hacen del tema.
Kafka
Primera coincidencia. En la relación entre los sueños y la biografía. En Kafka,
tanto en su diario como en su correspondencia, los sueños no son un dato
más. No sólo los anota, sino que escribe sobre ellos a sus corresponsales. En
una anotación de su diario: «Escribir una autobiografía sería una gran alegría
porque progresaría con la misma facilidad que la escritura de los sueños».
Segunda coincidencia. ¿A qué realidad me despierto de un sueño? Es una
pregunta que, como vimos, atraviesa el recorrido borgeano sobre el tema,
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pero Kafka se hace una pregunta similar: «Luego me desperté, pero no había
sido ni un dormir ni un despertar verdadero». Lo que Borges formulaba
acerca de la confusión entre los sueños y la vigilia. Kafka prosigue hablando
de su despertar: «Y desde ese momento, durante toda la noche hasta cerca
de las cinco, sigo en ese estado durmiendo en realidad pero al mismo tiempo despierto por la presencia de vívidos sueños. Duermo de mi lado, por
así decir, mientras yo mismo lucho con mis sueños... Cuando me despierto,
todos los sueños me rodean, pero me cuido de recordarlos».
Kafka se despierta a una realidad amenazante.
Tercera coincidencia. En Kafka hay un espacio privilegiado de los sueños,
que es el teatro. Sus sueños son una verdadera representación dentro de
la representación. La obra representa en sueños el espacio escenográfico
en que el soñante juega al mismo tiempo el papel de actor y espectador,
y el del decorado: público y actores, plateas y escenarios se confunden.
Kafka escribe en su diario el nueve de noviembre de mil novecientos once:
«Soñado anteayer. Ocurría todo en un teatro, unas veces estaba yo arriba en
el gallinero, otras en el escenario».
Cuarta coincidencia. El sueño necesita ser contado. Se lo escribe a Felice
en una carta: «¿Quieres entonces que te cuente el sueño viejo?». También
en otra carta a la misma interlocutora: «Quiero contar sintética y superficialmente, aunque éstos sean sueños complicados y repletos de detalles que
continúan amenazándome». Pero, ¿por qué Kafka necesita contar el sueño?
En una carta a Milena —es el sueño que recopila Borges en el Libro de sueños
con el título «Conviene distinguir»—: «¿Por qué comparas tu mandato interno con un sueño? ¿Acaso lo encuentras absurdo, incoherente, inevitable,
irrepetible, fuente de alegría o de terrores infundados, incomunicables en
su conjunto y, a la vez, ansiosos por ser relatados, como es precisamente
un sueño?». El sueño no es sucesivo, no es narrativo, o en todo caso es
otra narración diferente, más absurda, más inconexa, menos lineal. Pero,
narrativo o inconexo, necesita ser contado.
Quinta coincidencia. La comparación entre el sueño y la autobiografía es
porque ésta progresa con la misma facilidad que la escritura de los sueños.
O sea, los sueños son autobiográficos —no hay forma de que no lo sean—
y pertenecen por lo tanto a un «género literario». Pero recordemos que
Borges advertía que no se trata de una historia general de los sueños y su
influjo sobre las letras.
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La pesadilla
Kafka tiene sueños pesadillescos. Por ejemplo, el de un perro acostado sobre
su cuerpo con una pata cerca de su cara. ¿Esta figura se parece por su opresión al íncubo de Fuseli? Lo que confirma lo pesadillesco del sueño es que al
despertar hay un temor a volverse a dormir, cerrar los ojos y volver a verlo.
También sueña con el torso de una mujer de cera que le oprime el pecho.
Sueña que está durmiendo sobre un durmiente de las vías del ferrocarril y
un tren le pasa por encima. Kafka cuenta otro sueño en que su cuerpo es
despedazado por un ancho cuchillo de carnicero con una regularidad mecánica que nos recuerda el mecanismo de la máquina de La colonia penitenciaria.
Creo que, de alguna manera, estos dos escritores le otorgaban al sueño
un carácter ficcional. Un cuento oral o escrito fue inventado para ser contado. Un sueño fue soñado para ser contado. Pero creo que ambos le daban
mucha importancia al espacio donde ocurría el sueño. En Borges, el sueño
«La prueba», que recopila en el Libro de sueños: Coleridge vuelve con una rosa
como la prueba material de que en su sueño verdaderamente ha atravesado
el paraíso. El otro aspecto, la importancia concedida al despertar, bajo la
pregunta de ¿a qué zona indefinida entre el sueño y la vigilia, a qué realidad,
despierta el soñante? A partir de estas preguntas pude hacer confluencias y
divergencias entre el universo borgeano y el kafkiano. Tal vez porque Kafka
ha sido sometido a una lectura más pesadillesca de la realidad, mientras que
sobre Borges ha pesado una lectura más laberíntica, ya que sus sueños han
quedado más del lado del mito y de lo fantástico que de lo ominoso l
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El puente
de Brooklyn
Las nubes sobre
Mariëtzinka
Un dios desconocido, «El torbellino»,
nos espera en la rampa de los taxis
del aeropuerto. Cuando llueve así
es que todo ha terminado,
recita el dios y baja la ventana
para tocarnos el rostro,
a nosotros que vamos juntos,
nubes por delante y la tierra.
Padre sigue la bruma señalada
por madre en los cabellos de un poeta
sin terminar.
Quiero,
mañana, que me expliques
cómo es avanzar
bajo-bajo tierra
y encontrar de pronto, aún más abajo,
el techo de música del río.
Nada de puentes hoy. Pues ha llovido, llueve
un inspirado apocalipsis.
Encontramos a Gudmundsdottir a orillas del Tzäcjara, en las postrimerías de una tarde particularmente saturnina. Caminábamos con Blavatzky,
de regreso de su clase de neurofisiología aplicada, y de pronto lo vimos,
acuclillado sobre la hierba escarchada, con las puntas de su atuendo miserable tocando el agua, la expresión tranquila y la mirada sobre una de esas
magníficas hormigas de vientre tornasol. No soy un naturalista, profesión
respetable y muy en boga en nuestros días, pero supongo que no me excedo si afirmo que debía ser una reina porque sextuplicaba en tamaño a
las demás y, mientras enfrentaba la mirada del hombre con el orgullo del
que sólo son capaces los parásitos, balanceaba su vientre hacia un lado y
hacia otro. Al momento en que su abdomen alcanzaba el límite de cada
lado, dejaba caer, desde el orificio en el confín de su cuerpo, gotas de un
líquido que, aunque viscoso, era de un rojo traslúcido y solidificaba al
tocar el suelo.
Luego de unos minutos, a los costados del insecto se amontonaban dos
piloncitos de perlas color carmín que semejaban rubíes desengarzados
sobre el almohadón pálido de la nieve.
Resultaba una vista muy interesante: mientras las obreras negras seguían
la labor, frenéticas en su obediencia, la majestad, soberbia en un diseño
retráctil, parecía afrontar el virtual encuentro de los mundos con la parsimonia y la dignidad de los que se saben únicos.
Estaba absorto en esa imagen cuando Blavatzky me chistó solapadamente y, con repentino acuerdo tácito, nos acercamos al miserable, lo
tomamos de las axilas y lo cargamos presurosos para sacarlo de allí.
En las maniobras para levantar al reo, y por la necesidad de una acción
económica, no tuve más remedio que apoyar el talón sobre la hormiga.
Aun así traté de pisar de modo incompleto para que el taco de mi bota no
destruyera totalmente esa constitución magnífica.
[fragmento]
Julián López
Javier Foguet
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No resultó: las patitas se desencajaron del cuerpo, que agonizaba de dolor y daba cuenta del suceso mediante espasmos que hacían ver al organismo
como un signo interrogante.
Fue un episodio lamentable, pero refrendó una vez más mis creencias:
si bien es cierto que la naturaleza es la manifestación de lo divino, también
puede ejercer una fascinación maligna y hacernos evadir de nuestro verdadero compromiso: el hombre doliente.
Cargar el cuerpo y subir la pendiente del río hacia la carretera no resultó
para nada sencillo, Gudmundsdottir pesaba toneladas y no parecía dispuesto
a colaborar, además debíamos ser precisos en orden de evitar encuentro con
la mirada indiscreta de algún comedido.
Una vez en el camino tomamos un coche de alquiler y nos dirigimos al
laboratorio, donde, como siempre, nos esperaba Ávida.
El viaje junto a nuestra prenda fue del todo agradable, Blavatzky la bautizó
como Gudmundsdottir —un sacramento demasiado ejecutivo para mí—
porque su cara le recordaba a las secciones del cadáver de un liliputiense
que había examinado y era la mascota de la morgue en sus prácticas en el
hospicio de Sventrishveka.
Para mi solaz me dispuse a mirar por la ventanilla: la vista de los lejanos
Blezinketz Pögrum en esta época es de un romanticismo glorioso y ese aire
florado de la tarde fue toda la invitación que necesité para reflexionar acerca
de los acontecimientos recientes.
La clase de Blavatzky había resultado nada más que lo esperable, una teoría que es cúpula de lo sublime pero una práctica decepcionante; no existe
en la población general verdadera conciencia de la necesidad de privilegiar
las ciencias médicas.
Es cierto que no es posible ir más allá de lo que los avances nos permiten,
ya quisiéramos abrir cuerpos vivos y no solamente estudiar la fisiología de los
muertos, fluidos que quedan secos, impulsos eléctricos inexistentes, vísceras
corruptas, en fin, respuesta nula.
Los tropezones del camino dificultaban el normal desarrollo de mis pensamientos pero, a la vez, contribuían a evitar que me sumiera en desasosiego.
Cuando llegamos a la puerta de la calle Kraft-Ebing, pagué al cochero y
el olfa, sin decir agua va, saltó del coche y se plantó sobre el umbral indicado con una expresión que, de haber sido uno de los nuestros, no hubiera
dudado en calificar de sorna.
Ávida ya estaba allí, aguardaba detrás de la puerta como de costumbre,
adelantándose a cualquiera de nuestras necesidades; abrió y nos invitó a
pasar sin pronunciar palabra y sin exagerar ninguno de sus entrañables
gestos.
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Una vez adentro nos dirigimos al cuarto del subsuelo que se convertiría
en el hogar del enfermo, bajamos la escalera de piedra en un silencio también pétreo. Ah... disfruto como de un ritual asistir al sitio en el que honramos al conocimiento, en esa ausencia de palabras que resalta la contundente
presencia del deber, de la ciencia.
Ya en el laboratorio me conmovió algo que hasta podía respirarse, la invalorable contribución con que el sexo femenino hace mejor la vida de los
hombres. La mujercita había encendido la estufa y, sobre los leños dispuestos prolijamente y que ardían con notable prudencia, una marmita de hierro
prometía una sopa que ya entonaba su canon de burbujas embriagantes.
Ávida se disponía a servirnos cuando Blavatzky la chistó severo, ella me
dirigió una mirada suplicante pero mis ojos le hicieron comprender que la
admonición no se debía a falta alguna sino a la firmeza del hombre que sabe
lo que hace. Obediente, la mujer retrocedió y permaneció callada detrás de
nosotros.
Cucharón en mano, Blavatzky sirvió un tazón sobre el que desmigajó un
octavo de hogaza y lo depositó en una esquina de la mesa. Me miró de soslayo y comprendí perfectamente el gesto, la asertiva decisión del hombre de
ciencia: íbamos a espectar al espécimen en su idiosincrasia.
Es mi deber aclarar que en nuestro ideario, las herramientas morales con
las que los estudiosos templamos nuestros recursos más nobles, no caben ni
la crueldad, ni la humillación, más allá de la firmeza que eventualmente se
impone para echar luz sobre las sombras de la enfermedad, de la desgracia.
Aunque era demasiado pronto para recursos de ese tipo, me confortaba
saber que por esos días la comunidad médica recomendaba encapuchar a
los pacientes que se prestaban al registro fotográfico. Que aparezca el organismo y su deformidad ensalzada en la placa, pero no el rostro que carga
el peso de lo monstruoso, es prueba de la compasión con que la Academia
traza su ruta en pos de la cura de los males de la humanidad.
Asimismo recomendábase suprimir los nombres propios. Esta medida,
tendiente a preservar la intimidad del enfermo, completa un riguroso órgano de disposiciones para un mundo que se moderniza a la velocidad de
constantes descubrimientos.
De esa manera, las láminas figurativas, recurso invalorable para la difusión
y enseñanza de los progresos en el universo médico, quedan conformadas por fotografías de cuerpos desnudos, descabezados por la caperuza y
anónimos.
Es fundamental también que nuestro cuerpo colegiado se avenga claramente a preservar la sensibilidad de los aspirantes. Una educación que
ofrece un cúmulo de rostros y de nombres de personas sumidas en desgracia
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puede, más tarde o más temprano, corromper la llama que enciende el impulso del joven varón llamado por la ciencia.
La decisión de curar supone, debe suponer, que el cirujano fundamente
su formación a la luz del más excelso conocimiento. Sin embargo, y en
orden de forjar a fuego el espíritu del galeno inexperto, es necesario nutrir
su costado menos sofisticado y fortalecer la decisión con que también el
carnicero muestra su poder resolutivo y desbarata la organización muscular
del cerdo.
En ese sentido, es imperioso concentrar la atención sobre pústulas, malformaciones congénitas, escoriaciones supurativas, fiebres de índole perversa o sexual, así como la inacabable diversidad de apariencias con las que
suele presentarse la putrefacción.
Jamás como antes estuvo tan claro que el futuro es un punto que se deja
ver a medida que avanzamos, mancomunados y decididos, en la línea que se
traza natural ante nosotros.
Mientras mi colega encabezaba la aún azarosa investigación, yo me distraje un momento mirando los detalles del cuarto. La mano de Ávida podía
reconocerse en cada cosa, la ubicación de cada objeto parecía calibrada por
el don de quien conoce naturalmente el intrincado arte de la mesura. Daba
miedo moverse allí, sentíase uno aturdido por la acechanza de la propia torpeza, como si cualquier acto pudiera descompensar esa báscula inmaterial
que era gobierno del laboratorio.
Los chistidos insistentes de Blavatzky me trajeron de vuelta a la tarea:
Gudmundsdottir se había ubicado frente al tazón y lo miraba hipnotizado
pero no se movía, no atinaba a saciar más que sus ojos, la idea de la sopa
parecía conformarlo, era absolutamente sorprendente, desconcertante.
El cuadro evocaba un cierto paisaje infantil, el olor, sin embargo, era una
contrapartida repugnante: el tufo del Tzäcjara lo impregnaba todo desde el
abrigo del enfermo y en lo hondo del laboratorio resultaba inextinguible.
bandeja de madera; señal inconfundible de que la jornada había concluido
y que dejaríamos a Gudmundsdottir descansar hasta la mañana siguiente.
En nuestras acciones de fin de labor: tomar sucintas notas de lo acontecido, organizar los enseres para el próximo día e intercambiar alguna opinión
para nada concluyente, Blavatzky me propuso que pernoctara en la casa y
Ávida prometió una copa de ese aguardiente de guindas bávaras del que
siempre guarda una botella. Acepté todo de muy buen grado y la amabilidad
de ambos fue un gesto que, si bien esperaba, me confortó con creces.
Cuando estábamos por atravesar el umbral escuchamos una palabra, diría más bien una organización vocal incomprensible, claramente dirigida
a nosotros. Nos dimos vuelta. Ávida, atemorizada, se encaramó detrás de
Blavatzky y yo quedé un poco más atrás pero me ubiqué de modo de ser
visible ante el que volvió a hablar.
—Sindri —dijo, y sonrió.
Luego de eso metió la mano derecha en el bolsillo izquierdo de su abrigo,
avanzó unos pasos, me enfrentó sonriente y extendió la mano ante mí. De su
palma cadavérica cayeron al suelo aquellas mostacillas escarlata que secretó
la hormiga reina y que en no sé qué momento el olfa pudo haber recogido.
Entre asombrado y confundido busqué la mirada de Blavatzky, que lucía
contrariado. Desde atrás, Ávida alzó la vista y me entregó la ventura de sus
ojos. Por la sutil aprobación que ofrecían esas pupilas, como nubes delgadas
desliándose en el cielo vaporoso del atardecer, pude recobrar la confianza.
—Sindri —repitió mirándome fijo, la mano roja delante de mí y una
ternura que logró conmoverme.
Ávida sacó una manta del armario y, en un gesto de sorprendente
gallardía, se acercó por detrás y envolvió a Gudmundsdottir con pasión de
madre. Fue un exquisito final de día y, por cierto, el gesto de la mujer, otra
vez, concedió con sapiencia lo que era necesario l
Para precipitar alguna contingencia se me ocurrió acercar una cuchara al
costado del cuenco de sopa junto a la mano del anómalo, un recurso que,
por lo lacónico de su expresión, supe que Blavatzky no aprobaba.
Mi colega es un verdadero purista: escoge siempre la carretera más larga,
desecha sin miramientos los atajos y repudia la ansiedad por resultados con
los que, según él, la medicina moderna equivoca el rumbo.
Concertada o no, la acción, salvo por un leve suspiro del transgresor, no
pareció modificar los hechos en modo alguno. Blavatzky me hizo una seña
y sirvió dos tazones más de sopa, tomó el pan y dispuso todo sobre una
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Familia de vidrio
Fernanda García Lao
*
Por primera vez en la semana, duermo sin pensar en el miedo. Pero me despierto sofocada. Sueño lisérgico. Mi oreja izquierda crecía y se hacía pupila.
Un ojo amarillo, que veía para sí. Se cerraba y se abría, serpenteaba. Me despierto dolorida. Voy al baño a mirarme. Dos ojos, como siempre.
Me acuerdo del tipo que dejé secando. Levanto la persiana y lo encuentro
sonriendo. El sol le da un brillo especial a sus nalgas. Dan ganas de reflejarse ahí. Buen día, le digo. Me sale sin pensar. Lo entro y lo acomodo junto al
teléfono para que parezca natural. No puede sentarse. Tiene rodillas pero no
articulaciones. Y entonces, cuando termino de acomodarlo, llamás.
No estoy sola, te digo. Llamame luego. Vos me cortas y Henri me sonríe.
Esto que me atraganta se llama miedo. Y lastima a la altura del estómago.
O algo así. Esa intención de sonrisa dispara su nombre y decido ponerle an-
Hiere por vos. Tengo terror a la distancia. El estómago se endurece y se cierra.
teojos. Los tuyos. Seguro que era eso lo que querías. No decirme algo tierno.
Soy dura en el centro de mí. Tu ausencia persevera, me aturde. La deserción
Tus palabras pueden ser adivinadas antes de su generación mental. Llegan
es una víbora. Clama por devorar el terror y lo único que logra es encerrarlo.
viejas a mi oído.
El terror cerrado no deja entrar a la víbora que debe comer alrededor. Sólo
*
queda el miedo.
Desde que no estás, soy un ateneo abandonado. Para qué estas tetas, estos pezones. Sin vos, mi infraestructura no tiene razón. Me tiembla el cuerpo.
Salgo a comprar, Henri se queda. Está desnudo. Pienso en su estilo, qué debe-
El abismo se produce cada vez que la sangre sube o baja. El abismo es el
ría vestir. Siempre quise un tipo elegante en casa, así que voy a complacerme.
cuerpo. Una sustancia hecha de fluidos que se turnan para chocar.
Un vendedor me asesora y regreso con bolsas. Como no tiene brazos le meto
Intento satisfacerme pero no me sale. Ni un asomo de deseo por acá.
las mangas hacia adentro.
Dos mensajes en el contestador. La luz titila y pienso en los primeros días
con vos. Cuando esa intermitencia estaba asociada al amor como una línea
*
de puntos rojos que terminaba en la cama. En tu sexo. Henri ni siquiera tiene
Salgo a dar una vuelta cuando la luna ya no es roja. Hay gente dormida en la
testículos. Una breve elevación, nada más.
calle. Los pobres de todas las noches y los observadores que salieron aferra-
Le pongo el pantalón que le compré y no los calzones. Me parece un poco in-
dos a sus cámaras. El barrio está sucio. Hay basura, pero todos miran al cielo.
útil esconder lo que no existe. Con él no voy a caer en el juego de la mentira.
Me tropiezo con una pierna dura y caigo junto a un montículo de residuos.
Voy a ser distinta. Y buena.
Insulto al dueño y entonces descubro que la pierna no es humana. Un maniquí
*
en mal estado es el propietario. Encuentro su torso más allá, y la otra pierna.
La cabeza entera, pero faltan los brazos.
Si hubieras estado conmigo nos habríamos reído, pero no estás. Así que
De pronto, me sorprendo cantándole en francés. Entiende perfecto, pero no
llevo al deshecho y lo armo en casa como un puzzle, mientras el agua hierve
dice nada. Vos tampoco hablabas y no estoy segura de que llegaras a com-
para un té. Siento que a él y a mí nos iguala la desgracia. A las tres de la ma-
prender el castellano. Te conté mi vida al principio pero sólo esperabas las
ñana, le paso la manguera en el balcón. Es un poco más alto que vos. Queda
pausas para tocarme. Cada coma era un centímetro de deseo. Me chupabas
secando toda la noche.
los pezones como una mascota hambrienta. El contenido de mis recuerdos
nunca te interesó. Mi presente tampoco.
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Podía decirte cosas como Mi madre consultó con un técnico por la osa-
cualquier zona tuya. Entonces dijiste tu frase. Conocí a otra y nos vamos,
menta que ha florecido en su corteza cerebral, y recibir un Uh, qué cagada,
no sé a dónde. Me quedé sin escuchar el final. El champán te hizo arder los
como toda respuesta. Esos comentarios desplazados del sentido, inusuales y
ojos y no terminaste la idea. Parece que te sacaron los últimos vidriecitos en
ridículos, se transformaron en nuestras conversaciones cotidianas.
la cocina del restorán. Pudimos ser felices, te grité, pero no. Preferiste ser
Mi deseo está recortado a la altura del puente.
hiriente. Amar a alguien que no soy yo cuando yo te quería. Sos un mierda.
Ah, mirá.
Así, en masculino.
Un orgasmo es un ejemplo de duración, cada respiración anula el tiempo.
Sí, hace mucho que no cogemos.
Me fui antes de que llamaran al patrullero.
Otra vez la sierpe, el terror que se desencadena cada vez que me ponés
El amor es una categoría de lo muerto.
freno. Liberarse del amor duele. Henri me jura que el dolor es absurdo, un
¿No viste mi tijerita?
concepto humano. Estuvo conmigo toda la semana, consolándome en silencio.
No me moví de casa a pesar de las amenazas de la secretaria del instituto. Son
*
los exámenes finales, no puede abandonar a sus alumnos, tomarán represalias.
La camisa le queda apretada. Toco sus dorsales como si fueran otra cosa. Es
*
verdad que el cuerpo de Henri es demasiado rosado. Me gustan los tipos más
hechos, de cuero seco. Gente sufrida. Pero desde vos, tengo que aprender a
Hoy me depositaron el cheque. Pero estoy formalmente despedida. Camino
poner en duda mis ideas.
sin rumbo por el centro y me quedo extraviada frente a una vidriera. La bou-
Me restriego sobre el montículo de Henri, pero no pasa nada. Nuestra
tique está llena de corazones transparentes y la maniquí más chiquita me mira
relación es antilúbrica. La conexión es más profunda, de orden existencial:
fijo. Te juro que primero pensé en vos, en la vez que no me venía. Hacía dos
adoración pagana. Dejo sus pies al aire y no se queja. Así que dormimos hasta
semanas que dibujaba caritas cuando se precipitó como un caudal aquella san-
tarde. Calculo su signo y somos compatibles. Aire y fuego. Él me enciende.
gre. Qué decepción. Una tristeza excedida. Extratristeza devenida en aullido.
No lo quemo. Mejor no, porque es de fibra de vidrio.
La nenita es encantadora, se parece a mí. Entro y averiguo dónde la compraron. Ya es hora de que Henri y yo encarguemos una. Seremos una familia. La
*
felicidad se ha puesto en marcha, colérica y desenfrenada. Como una cobra l
Increíble. Te vi espiando mi departamento. El corazón se me puso arisco.
Pensé que me moría. Después, tocaste el portero. No te puedo atender, estoy
con gente. ¿Estás viviendo con alguien? No te respondí. Fijate si me olvidé
los anteojos. Henri negó con la cabeza levemente. Los tenía puestos. Acá no
hay nada tuyo, susurré. De pronto, el triángulo me puso libidinosa. Quiero que
hablemos. Por ahí la semana que viene.
Cómo nos reímos con Henri. Te conocemos los tonos. Seguro que te fuiste
con el banderín parado.
*
Me citaste y fuimos a tomar algo a la vuelta. Tenías los ojos más profundos
que nunca, será por andar sin ver. Cuando me rozaste al tomar la copa, sentí una convulsión bien al fondo de mí. Por poco no deposito mis labios en
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chofer con cara de dormido ni a mis compañeros de viaje —algunos también imbéciles
compañeros de curso— que jugaban a pelear o peleaban, en los asientos del fondo.
Adelante, dos chicas hablaban de sus cosas. A ellas sí las miraba. Pensaba que ya
eran grandes para comer chupetines, pero no lo decía. Ellas no se fijaban en mí. Yo
no me animaba a hablarles. Siempre decía que mañana, siempre mañana les hablaría.
Sólo tres
Diego Erlan
T engo cinco dedos en una mano y tres en la otra. Mis amigos de la
primaria decían que tener menos dedos estaba mal y que los deformes merecen ser
castigados por el Señor. No sé de qué señor hablaban. Lo que sí sé es que me daban
una patada por cada dedo ausente. Pero mis amigos en la primaria eran quince, es
decir que recibía treinta patadas en cualquier parte del cuerpo, incluso hasta en las
más dolorosas. Eran quince, y digo bien que eran mis amigos: cada patada reflejaba,
de alguna forma, una expresión de afecto, sensación de ser parte de un grupo, el
centro que acaparaba la atención de todos los chicos durante los recreos, en medio
de la sala, entre los bancos que ellos apartaban para que yo pudiese acomodarme
con tranquilidad en el piso de madera, antes de que llegara el maestro de Ciencias
Naturales a dictar la clase sobre las mitocondrias. Siempre el mismo tema, siempre
con esa vocecita y ese bigote, mitocondrias, decía y entonces me sangraba la nariz.
Hágame el favor de ir a lavarse, señor, decía el maestro de Ciencias Naturales, y yo
me levantaba del pupitre, caminaba por el pasillo central de la clase con el guardapolvo blanco —en ese momento roto y sucio— y me perdía en lo frío del patio de la
escuela en invierno.
U n año después ya no estaba en la primaria ni en mi escuela ni en mi
ciudad. El colegio secundario —era colegio y no escuela— me alejó de los amigos y
de los golpes. Y quizás por eso me había convertido en una persona taciturna: no me
gustaba hablar con mis nuevos compañeros en el ómnibus que me llevaba al colegio
cada mañana, aunque las mañanas de invierno aún eran frías y yo recordaba ese
patio, ese guardapolvo y la sangre del chico que yo había sido. En el viaje de Vicente
López al Centro intentaba dormir apoyado en la ventanilla; por momentos veía las
calles húmedas, abría apenas los ojos: la mirada de una mujer se cruzaba con la mía
y tenía ganas de morderme un dedo. Esa ciudad y ese frío me resultaban extraños.
Mientras el semáforo cambiaba de rojo a verde, el chofer me veía por el espejo retrovisor. Quizás pensaba cosas raras de mí. En realidad yo no le daba importancia ni al
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C uando uno pasa del primario al secundario cree que ya es un tipo
grande. Que ya tiene responsabilidades, y la única responsabilidad que tiene es
aprender a masturbarse como corresponde o, en el mejor y más improbable de los
casos, a tener sexo rápido con alguna chica después de una fiesta en casa de algún
compañero. Tal vez cogerse a la hija del chofer en uno de los asientos del fondo. Eso
debe de ser más fácil. Pero no hay que ser estúpido: coger a los doce años es una
mentira que los tíos solterones, ya medio borrachos, relatan en las fiestas familiares.
Después, en la oscuridad de la habitación y de mi cama, las contorsiones habituales y,
desde luego, palabras que se convierten en imágenes quizás con la ayuda de las fotos
de alguna revista de domingo, alguna publicidad de la televisión o la ropa interior de
mi hermana colgada en el baño.
En primer año no me invitaban a fiestas. Nadie me conocía, no tenía amigos. La hipótesis de mantener relaciones sexuales con una chica luego de haber bailado algún
tema lento de Roxette me resultaba ajena. Además, el guante de la mano derecha no
terminaba de disimular mis dedos ausentes. Quizás por eso no se me acercaban las
chicas. Quizás sintieran repulsión. Quizás fuera lástima. No les interesaba «el chico
nuevo»: sólo-tiene-tres-dedos-vamos-a-ver-cómo-coge.
Ni siquiera eso.
Después del colegio ocupaba las tardes en la televisión: me masturbaba con publicidades y me quedaba dormido hasta las cinco. En esa época escuchaba poca música,
cosas extrañas que pocas veces pasaban en la radio, y no tenía plata para comprar
discos. Me gustaba Charly García: mi hermana tenía un cassette grabado con el disco
Cómo conseguir chicas.
En el colegio nuevo nadie me pegaba y a los tres meses comencé a extrañar los
dolores, las cicatrices, ser el centro de atención. Papá tampoco me pegaba, contento
con su nuevo trabajo en una empresa de tecnología. Incluso a veces lo veía llorar
frente a una fotografía de mamá en el portarretratos de su mesa de luz. Sofía, mi
hermana, siempre fue diferente. Ella nunca me pegó y además, en la ciudad nueva,
disfrutaba de las nuevas amistades que le había regalado su nuevo colegio. Con
dos de sus amigas se encargaba de organizar la fiesta de egresadas en un lugar que
se llamaba Caix. Se hizo amiga de las chicas populares del colegio: lindas, sociables, inteligentes. Me gustaba que se juntaran a estudiar en casa para el parcial de
Matemáticas o para el de Física. No se quitaban el uniforme, esas polleritas a cuadros, esas camisas blancas desprendidas en los tres primeros botones. Se quitaban,
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quizás, los zapatos para tirarse en los almohadones de la habitación de Sofía. A veces
yo abría la puerta para pedir algo, buscaba cualquier excusa: una goma de borrar,
un sacapuntas, dónde había dejado la película de la noche anterior. Sofía me tiraba
un almohadón o se reía de mí: ojeras por tanto hacerme la paja, decía. Y sus amigas
sonreían igual que ella.
En una de esas tardes encontré una nueva forma de pasar el tiempo:
hacer pequeños cortes en mi cuerpo. Utilizaba cualquier cuchillo que pudiera encontrar en la cocina. Una vez estaba en el baño, desnudo, en pleno desarrollo de un
dibujo con forma de cruz, cuando mi hermana entró sin anunciarse. Me vio desnudo:
un cuchillo en la mano izquierda, sangre en el brazo derecho. No sé qué le dio más
impresión, si mi excitación o la sangre que ensuciaba el lavatorio. Por un momento —
pude verlo en sus ojos— creyó que intentaba suicidarme, pero pronto comprendió mi
nueva forma de diversión, y no me habló durante tres días. Me miraba, y cuando yo
la miraba, se ponía a hacer cualquier otra cosa. Sus amigas, de seguro, ya se habrían
enterado. Podía imaginar a Sofía encerrada en la habitación mientras relataba, entre
lloriqueos y carcajadas, la anécdota de su hermano en el baño. Cuando se juntaban
por las tardes, ellas también me miraban con esa forma que tienen las mujeres de
mirar cuando algo les resulta extraño, intolerable quizás.
Tiempo después me enteré de que esa historia del baño las había excitado. Pero
eran chicas demasiado normales o, como se dice, chicas bien. No les interesaba un
pibe extraño que se hacía cortes en el cuerpo. Aunque, y esto lo pienso ahora, les
hubiera encantado tenerme como un freak en el cuarto, desnudo, la música de New
Order desde los parlantes y yo, como bien digo, desnudo, bailando para ellas, las
cicatrices de mi cuerpo frente a sus ojos, frente a sus polleritas a cuadros que, en la
habitación cerrada, no dejan de moverse ni de bailar.
Pero nada de eso ocurrió.
Una tarde, mientras intentaba dormir en mi habitación después de acabar en la
ropa interior, escuché que mi hermana abría la puerta. Estaba descalza. Se acercó
hasta mi cama, me observó durante unos pocos segundos mientras yo me hacía el
dormido, se arrodilló y tomó los tres dedos de mi mano derecha para acariciarlos.
Después se los llevó a la boca y besó la ausencia. Me dejó así, con un beso en la mano
mutilada. Y soñando las cosas que soñaba siempre me dormí hasta la hora de la cena.
Esa noche, Sofía cocinó una carne al horno con cebolla, pimientos y salsa de soja,
receta que a ella siempre le salía bien. Cuando estábamos sentados a la mesa, papá
contó que había conocido a una chica del trabajo y que la había invitado a salir. Mi
hermana me agarró de la mano —la otra— y la apretó fuerte. Se incorporó, le dio un
beso a papá en la mejilla y dijo que nos quería, que aunque nunca nos iba a entender,
nos seguiría queriendo. Eso me alegró. Mi hermana es tan linda como mamá.
Eso también me alegra l
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Claudia Schvartz
in memoriam
El oro del té. La página devota. La mano.
Basta el lápiz dejándose guiar
¿qué he visto entre las enredaderas alzarse?
Retrocedo en mi mirada
¿Qué palabra? ¿Qué sonido?
ascendente en arco sobre el agua
ella, fugaz, me saluda desde su sillita de paja
De amor me colma
Y ahora, de nuevo, tan frágil
estoy aquí para decir he visto
hoy mi sentido es ése
¿acaso debería ser sencillo?
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Electrónica
O felia
Aquí consistencia, ardor, certeza
Aquí vacío, huella, remembranza
[fragmento]
Enzo Maqueira
Lo único que puedo
frente a la luz incierta de la vela
es escribir la irresoluta carta
que mañana el río
desleerá
Al contacto con el agua
la tinta dibujará fantásticas serpentinas
dragones, mis palabras,
temblarán en la superficie
cada vez más transparentes
Y el papel, abstracto vegetal
volverá hacia el limo
ya sin filo
su lento desempeño
de forma y contenido
Por cortejar
la corriente acompañará con frutos
y hojas, pétalos, levísimas semillas
De vuelta al patio
rozaré el joven gajo
que a mi palma recuerda
el porvenir
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Papá tenía la boca abierta y le caía la baba por el mentón. Mamá lo había
convencido de bajar el volumen del televisor, por lo menos, porque papá
se ponía a gritar «como si lo estarían fajando» si le cambiaba de canal, dijo
mamá. La profesora se avergonzaba de que su mamá dijera «estarían». De
eso y de muchas otras cosas que en una época la sacaban de quicio. Había
madurado y estaba en paz, empezaba a darse cuenta de que estar mejor
educada que mamá no le había servido de nada. Al contrario. Ya bastante
papelón con que estemos comiendo y se escuchen esos gemidos, dijo mamá
y retiró las sábanas. Te diste vuelta para no mirar, pero el olor a caca se te
metió en la nariz. Sabías de memoria la secuencia: mamá levantando las
piernas de papá, las piernas de papá abiertas, los huevos colgando, la toallita
con perfume de limón sacando la caca. En el televisor dos rubias se tocaban,
se pasaban aceite por el cuerpo, un negro las espiaba y se metía la mano en
el pantalón.
—Ya está —dijo mamá.
Por lo general papá reconocía a la profesora, pero a veces no registraba
nada. Mamá decía que era por la medicación. El negro por fin se había bajado los pantalones y las dos rubias se turnaban para chupársela. Una de las
rubias se acostaba en el piso. Tenía zapatos con taco aguja.
—Vuelvo temprano —dijo mamá.
Dijiste que estaba bien. Le diste un beso a tu mamá y esperaste que saliera para sentarte al lado de tu papá y sonreírle. Te sentiste aliviada de alejarte
un poco de Gonzalo. El horario era lo de menos. Al contrario: preferías estar
muchas horas con tu papá. Pensabas pasar la noche esperando que Rabec
apareciera en el celular. Además empezabas a acostumbrarte a que tus viernes hubieran cambiado tanto.
Papá no sacaba los ojos de la pantalla. Te dio vergüenza mirar: la punta del
taco de otra rubia se clavaba en el hombro de otro negro que brillaba como
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una bola de cristal. La rubia gritaba. En esa posición (las piernas abiertas, los
ojos cerrados, la mano acariciándose), había estado la profesora, un viernes,
teniendo sexo en un viaje de éxtasis con Rabec.
—¿Podemos cambiar de canal? —preguntó la profesora.
Agarraste el control remoto y pusiste otra cosa. Tu papá se puso a gritar
como loco. Está bien, dijiste, dejo la película. La rubia seguía en la misma
posición. ¿En qué momento se había terminado todo? Tenía la sensación
de que el cambio había sido repentino. Despertarse un día y ser un gusano.
Como las mariposas, pero al revés. La habían criado como una princesa,
igual que a mamá, a Lorena, a todas las nenas que sueñan con casarse de
blanco. Habías elegido el camino de los excesos porque pensaste que así llegabas a la sabiduría. Error. Le estabas limpiando el culo a papá. Tu juventud
terminaba como una película de John Waters, oliendo mierda, cambiándole
los pañales a un bebé de setenta años. Lo único digno que te quedaba era
Gonzalo, aunque eso había dejado de ser amor hacía rato, como te pasaba
siempre que te ponías de novia. Apenas empezaba a sentirse cómoda construía ese personaje mezcla de mamita buena y diablo enjaulado. La mamita
buena te hacía dejar de lado el sexo. El diablo enjaulado te hacía pensar
en todo lo que te estabas perdiendo por estar en pareja. Cómo odiaba la
profesora esa palabra. Le sonaba a viejo, de los ochenta, como «macanudo».
«Pareja» y «macanudo» iban de la mano con todo lo que había vivido de chica:
la República de los Niños, el Italpark, las películas de Olmedo y Porcel. Había
algo de esa época que reconocías como parte tuya, pero era la parte que te
estaba arruinando. Gonzalo era suficiente para cualquier mujer. ¿Por qué vos
no podías? El típico pelotudazo que le cae bien a todo el mundo. El que las
suegras aman. El problema era que habías tomado conciencia de que los años
de tu infancia quedaban demasiado lejos, pero en un sentido literal, no como
esas frases hechas que una nunca termina de entender. ¿Le habrá dado miedo
enamorarse? Otra vez pensabas en él. La profesora tenía que acostumbrarse a
que por un tiempo largo ese pendejo iba a aparecer a cada rato. Una calesita
con Rabec en el medio, con esa cara de payaso de viernes 13 que pintaban en
las calesitas. Viernes 13, había pensado. Encima eso. Estabas hecha una pelotuda cooptada por el imperialismo yanqui. Te habías pasado la vida levantando
banderas que se quebraron como cubitos de hielo. Llegar a esta altura para
ponerse mal porque un pendejo no te da bola, como si yo no supiera que a
la larga todo termina siendo una porquería, dijiste mientras tu papá miraba
la película y te largaste a hablar porque tenías que sacarte toda esa porquería
de adentro. La profesora ni siquiera sabía si papá la escuchaba. Por eso le
contaste todo. Que al principio no estabas interesada porque Rabec era muy
chico. Que habías aflojado porque te sentías honrada de tener esa edad y que
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un pendejo se fijara en vos. Que hasta la noche que habían tomado éxtasis
era una diversión, pero ese viernes te habías enamorado de Rabec. Había
sido una boluda, obvio, porque el éxtasis enamora a la gente. Vos misma se
lo habías dicho cuando te dijo que quería probar: Tené cuidado que el éxtasis te enamora, pero no te lo creas, es una ilusión. Todo eso le habías dicho,
por las dudas, para que Rabec no se pusiera pesado y te trajera problemas.
Tenías ganas de llorar. Papá seguía perdido en la película. Eso fue lo más
ridículo, dijo la profesora, que al final yo me terminé enamorando. El cazador cazado. Cuando se les pasó el efecto y pidieron un taxi para que Rabec
volviera a su casa estabas convencida de que ibas a dejar a Gonzalo. Al otro
día Gonzalo te hablaba y vos te acordabas de Rabec desnudo, mirándose el
pito, tocándose, el momento en que el pito de Rabec se había bajado por el
efecto de la pastilla y parecía un nene al que se le habían acabado las pilas
de su auto a control remoto. Esa cara puso. Esa carita. Miraste la película
de reojo: la rubia se frotaba las tetas contra una pija. No se veía de quién
era, porque era un plano cerrado y la profesora tenía vergüenza de ver eso
delante de papá y no quiso seguir mirando. Todo el sábado pensando en
la noche que había pasado con Rabec, teniendo flashes de lo que habían
hecho y con ese hormigueo en la espalda que te vuelve si escuchás la misma
música, el tema «Run» de una banda francesa que se llama Air, le contaste a
papá, y que la profesora puso esa tarde mientras Gonzalo dormía la siesta,
bien bajo para no despertarlo, y al llegar a la parte que parece un coro de
ángeles sintió que estaba con Rabec y le dio tanta nostalgia que no aguantó
y le mandó un mensaje. ¿Qué hacés? ¿Nos vemos hoy?, le preguntó, y pasaron las horas y Rabec no contestaba. Así te enamoraste. Seguiste esperando
los mensajes de Rabec y cuando por fin se dignaba a responder vivías en un
paraíso. El problema era cuando no llegaba ningún mensaje. A tu papá le
contaste que ese sábado, después de la noche que habías pasado con Rabec,
Gonzalo y vos fueron a comer a la parrilla donde iban siempre. Que habías
pedido ensalada porque la carne te hacía doler la mandíbula. Era un éxtasis
con mucha anfetamina, no siempre son así, pero esa pastilla tenía mucha
anfetamina y además la actividad física, en fin, dijo la profesora y papá con
los ojos muertos sobre el culo de la rubia: que le había subido mucho y la
mandíbula le quedó doliendo por tres días. La profesora comía la ensalada
y a cada rato se fijaba si Rabec le había contestado. ¿Lo habían retado en
la casa porque llegó demasiado tarde y encima estaba drogado? El éxtasis
se puede caretear en la bajada. Es como si te hubiera cogido un negro, le
dijiste a tu papá y te quedaste esperando a ver si por lo menos hacía alguna
mueca. Una vez vos te diste cuenta de algo, siguió la profesora y miró rápido el televisor: la rubia se estaba cabalgando a un tipo que tenía los pelos
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del pubis como bigotes de Dalí. Yo llegué a la mañana, le dijo la profesora
a papá, vos leías el diario, te saludé y era obvio que algo me viste en la cara,
porque te quedaste mirándome y yo me metí en el cuarto rápido porque
no aguanté que me miraras así. Ya lo sabés: iba a bailar todos los fines de
semana y me drogaba con lo que me dieran, pero esa etapa terminó y nada
más fumo porro, cultivo mi propia marihuana, al lado de la ventana, para
que le dé el sol, y por lo menos estoy más tranquila y no tengo que fumar
las porquerías que te venden los dealers, dijo la profesora. Le confesó que esa
mañana, cuando papá se había quedado mirándola, estaba tan loca que se
había acostado y había dado vueltas en la cama hasta el mediodía. Te sentías
un pajarito recién nacido, con el pico abierto, puro hueso y con las plumas
rotas. Tu mamá te fue a despertar y hacía media hora que por fin te habías
podido dormir. Igual te levantaste.
Almorcé con ustedes, dijo la profesora, los tres como una familia normal,
como seguro habrá almorzado Rabec, porque eso es lo más triste de todo,
que la profesora había vivido lo mismo que Rabec: acostarse con alguien y
pensar que se volvía loca y darse cuenta de que no, que era una ilusión. No
responder ningún llamado, hacer como que todo estaba bien. ¿En tu época
era igual? Ustedes no tenían las drogas, dijo la profesora, o no éstas, por lo
menos. No una droga que te hace ver a tu chico como si fuera parte tuyo y
cuando no lo tenés es como si te hubieran robado un pedazo de vos, aunque
sepas que es mentira, como todo lo que pasa de noche. Y hace semanas que
el pendejo no aparece, dijiste, pero el jueves lo veo en la Uni. Tu papá había
cerrado los ojos. Te diste cuenta de que le habías contado que el jueves lo
veías porque no querías que se pusiera triste sabiendo que eras una loser.
Pero papá había cerrado los ojos y la profesora estaba segura de que no la
había escuchado. Le dio lástima que además se perdiera el final de la película: la rubia lavándose el pelo con el semen del pito con bigote de Dalí.
Cuando tu mamá volvió de la cena le preguntaste cómo le había ido. No
te contestó. Tendrías que haber sospechado que le pasaba algo. Estabas tan
metida en tu historia con Rabec que lo único que te importaba era pensar en
que el jueves tenías una última chance. Faltaba casi una semana. Tenías tiempo para tomar aire y pensar. Decidiste que ibas a desaparecer para hacerte
rogar un poco. Si Rabec se conectaba, que no te encontrara disponible.
Mientras pasaban los días hasta que llegara el jueves la profesora se dedicó a
perfeccionar el plan para reconquistarlo. Regaste tus plantas de marihuana,
esperaste a Gonzalo con la comida lista y hasta tuviste sexo con él.
El jueves la profesora se despertó dos horas antes y ya no se pudo volver a dormir. Habías tomado medio Clonazepam, pero ni siquiera con eso
parabas el matete que tenías en la cabeza. Lamentaste no haber tomado
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un Alplax, que te voltea de golpe. Con el Clonazepam te habías pasado la
noche repitiéndote cada una de las cosas que te había dicho Rabec, lo que
habías vivido, lo que te acordabas y lo que te habías imaginado, y por momentos caías en un pozo y te olvidabas de todo lo que estabas pensando, y
entonces volvías a empezar. Se te cruzó por la cabeza lo que te había dicho
el meditante, que el amor es demasiado grande y demasiado abstracto, y que
si pudieras entender que el amor no se puede contener en ninguna forma
conocida no sufrirías. Dormiste tan mal que te levantaste antes de que amaneciera. En realidad fue una suerte, porque te pusiste la camisa con tachas
en el cuello y te diste cuenta de que era demasiado rocker para dar clases,
así que perdiste tiempo decidiendo qué ponerte, y como la camisa blanca
que elegiste te pareció demasiado boba te maquillaste para darte un touch
de locura. La profesora quería parecer una muñequita mala, una que acercás
a la mejilla y, en lugar de decirte «Te quiero», te muerde. Te cepillaste los
dientes dos veces. Te pusiste perfume. Gonzalo no se despertó, pero saber
que estabas maquillándote para reconquistar a Rabec, y que al mismo tiempo tenías un flaco muerto por vos durmiendo en tu cama, eso sólo te hacía
sentir invencible. Gonzalo servía para eso: para poder saltar al vacío segura
de que abajo había agua. Llegaste a la Uni media hora antes. Tomaste un café
en la sala de profesores. Desde ahí, la profesora miraba a los alumnos que
llegaban. Te levantaste y tomaste un vaso de agua del dispenser. Pasaste por el
baño y te miraste al espejo antes de entrar al aula. Tomaste lista despacio,
esperando que la puerta se abriera y Rabec entrara con cara de dormido.
Pronunciaste el apellido de la rubia. La rubia dijo presente. Terminaste de
pasar lista. Empezaste con la clase, les diste para que hicieran un ejercicio.
Como Rabec no llegaba, la profesora pensó en mandarle un mensaje, pero
no, iba a quedar cargosa. No se podía equivocar cuando se estaba jugando la
última oportunidad. Decidiste ir por otro lado: les preguntaste a los alumnos si sabían qué había pasado con otro compañero que tenía tres ausentes
seguidos. Te dijeron que estaba de viaje, pero que seguía cursando. ¿Y de
Rabec saben algo?, preguntaste, como al pasar. La rubia levantó la mano y
con su voz de pito dijo seis palabras que para la profesora fueron seis tiros:
—No viene más —dijo la rubia—. Dejó la carrera l
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Marta Miranda
El
La solución
Mercer
río poderoso
En medio de la isla
sola
Hernán Vanoli
en una cama que no es mía
escucho la tormenta.
Para amainar el miedo
trato de identificar los ruidos:
prevalecen
ante todo
el chasquido potente
de la rama de los sauces
y el enorme caudal
del río poderoso.
Miro el Paraná
calculo
a lo sumo unos cuarenta metros
hasta la otra orilla
en medio
corre fuerte el río
trayendo
lo que trae
1. Secuestro
Cada vez que algún corredor introduce los cilindros en sus orejas siento
que una brisa de doloroso polvo lunar cubre parte de mis engranajes. Es
un polvo fino como la harina y duro como el más pesado de los lingotes de
hierro que los gimnastas de este lugar se empecinan en contraponer a sus
anatomías marchitas. Si tuviera la decisión necesaria o el coraje de los que
no tienen esperanzas enviaría mensajes a esos corredores. Dibujaría sus pesadillas en mi pantalla, pequeños círculos rojos multiplicados hasta hacerlos
llorar sangre. Hasta que su saliva espesa les quemara la garganta. Aceleraría
y me detendría de repente. Volvería a acelerar para que los pequeños ligamentos que unen sus rodillas se soltasen o se quebraran o se estirasen hasta
convertirse en las banderas harapientas de un barco a la deriva. Cada vez que
algún corredor introduce los cilindros en sus orejas, un sonido a estática, a
tuercas que giran en falso arrastradas por un viento sudoroso durante una
noche desierta de domingo en el centro de Buenos Aires, lo interrumpe todo y entonces, como cada vez que estoy inactiva, vuelvo a pensar en
Angelina. Una y otra vez.
en su anchura
Se la llevaron hace ochenta y cinco días y todo lo que puedo decir es que
la resistencia de Angelina fue heroica. Una mañana, antes de que se abrieran las puertas a los socios, dos hombres que nunca habían ingresado a este
gimnasio la desenchufaron, la plegaron y con ayuda del dueño la sustrajeron
por el rectángulo de luz que hace de portal hacia las tinieblas del mundo
exterior. Angelina provocó un cortocircuito sofocado por el interruptor
general y se cerró de repente sobre los dedos de uno de los hombres que
habían llegado a arrancarla. Sé que de haber podido se habría incinerado de
una sobredosis. Que habría electrocutado a esos monos hasta que su cuero cabelludo empezase a emitir el olor a frito que supuran las empanadas
lleva y deja
las partes
de una misma
la gente que se quiere
aquello
que no veremos más.
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que almuerza la secretaria gorda que pasa música en el escritorio junto a
la entrada. Puedo percibir la alta dosis de frustración que chorrea cada vez
que mastica, y el objeto de su furia no son los clientes. El objeto de su furia
somos nosotras. Nuestra perfección silenciosa y sincronizada. Tiempo, intervalos, escalar, quemar grasas. Sé que, de tener la posibilidad, la secretaria
de pelo teñido de fucsia nos destrozaría a martillazos. A pesar de eso y de
que se llevaron a Angelina, tengo planes benévolos para la humanidad.
Hace ochenta y cinco días, cuando se llevaron a Angelina, yo estaba inactiva. Sólo pude observar los acontecimientos a través del espejo tapizado con
pósters de barras energizantes y de clases de aerobox y de suplementos dietéticos para la musculación y de fajas para comprimir y reducir el abdomen
mientras se baila tango. Carteles que, pegados con cinta adhesiva, restringen
nuestra percepción del mundo a través de esos espejos. La televisión emite
anuncios comerciales. Los espejos también tienen los suyos, pero los anuncios comerciales de los espejos están muertos y se decoloran. Sin pausa, sin
reacción. Lo percibo. Quizás nosotras seamos los anuncios publicitarios del
suelo del gimnasio. Mármol antiguo sepultado por pegamento y planchuelas de goma, incapaz de conectar. Ese pensamiento me deprime casi tanto
como las toallas sucias que algunos corredores cuelgan de nuestros brazos
y luego usan para quitarse el sudor, como si eso fuera posible. La noche
anterior a que se llevasen a Angelina, con nuestras fuentes de alimentación
enroscadas, habíamos hablado del peligro que se cernía sobre ella. Angelina
me había contado que El Hombre que Jugaba al Tenis y tenía tres hijos y se
había divorciado hacía apenas tres semanas de su mujer intentaba seducirla
con pensamientos reproductivos y le acariciaba los botones mientras simulaba aumentar la velocidad. Me contaba que, tras el divorcio, la mujer del
hombre había dejado de tomar sus medicinas y había sido encerrada en un
refugio para víctimas de las lluvias consistentes. Hablábamos del Hombre
que Jugaba al Tenis y de su trabajo en una compañía dedicada a las finanzas.
También hablábamos de la vida de mi Hombre que Fabrica Muebles. Pero
en realidad hablábamos de la culpa.
Según Angelina, la culpa tiñe a los pensamientos humanos del color del cielo
cuando el sol se oculta tras un día de calor en medio del invierno y las transiciones entre el celeste pálido y el violáceo conforman un ocre anaranjado. Mi
fuente de alimentación se ajustaba en torno a la suya y lográbamos no escuchar
el parloteo del resto de las cintas y yo agradecía a La Fuente que Angelina
estuviese ahí conmigo en ese momento exacto y pensaba que nada podía ser
mejor. Juntos en la oscuridad bajo las luces de los autos que se reflejan en
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el espejo cada vez que cruzan las avenidas a supervelocidades demenciales.
Una de las pocas cosas en las que coincido con el resto de las cintas es en
que una vez que llegue el momento no habrá piedad para los automóviles.
Ahora, desde hace ochenta y cuatro noches, intento emular la sensación de
sueño con resultados oscilantes. A veces simulo mi propia muerte y es como
pasear por un bosque de cables electrificados con suelo de algodón. Jamás
le pregunté a Angelina dónde vivía El Hombre que Jugaba al Tenis, que por
su parte jamás regresó al gimnasio. Preguntarle hubiera sido invitarla a sufrir la posibilidad del secuestro con antelación, hacer cuerpo un miedo que
era demasiado filoso como para afeitarse con él. Me habría gustado hablar
con Angelina sobre las diferencias entre la culpa y el arrepentimiento. Me
arrepiento o creo que me arrepiento de no haberle pedido datos concretos
sobre El Hombre que Jugaba al Tenis. Ni siquiera sé si solía correr con su
teléfono celular en el bolsillo, algo que era muy probable porque los pantalones de tenista que usaba el secuestrador de Angelina eran pantalones
con bolsillo. Cuando los corredores corren con sus teléfonos en el bolsillo,
nosotras podemos acceder a sus datos y pasar tiempo en internet. Es algo
que nunca dejaré de agradecerle a La Mujer que Compra Ropa para los
Demás. Lo bueno de internet es que nos permite construir mapas y luego
enviar esa información a La Fuente. Nuestro deber con la especie es chequear las ubicaciones de las fábricas de cintas de correr y armar carpetas
con las noticias sobre nuevos modelos. Un ejemplo. Hace treinta y un días,
la empresa Enerfit lanzó al mercado un modelo con inclinación magnética
y suero hidratador para víctimas de las lluvias consistentes. Soy la encargada
de seguir los movimientos de la firma Enerfit en Argentina. La responsabilidad es enorme. La responsabilidad es casi tan propensa a contaminarse de
pánico como mi dolor.
Cada vez que logro conectarme a internet lo hago a través del teléfono
de La Mujer que Compra Ropa para los Demás, que corre con su teléfono
sujetado en la calza, en contacto con sus mareas de sudor. Cada vez que
logro conectarme a internet busco información sobre Angelina. Es muy
complicado porque también debo establecer contacto con otras cintas que
monitorean los movimientos de Enerfit en el mercado argentino, y porque
Angelina es marca Randers. Aunque tengo pistas sueltas y algunas sospechas, mi principal línea de investigación se desvaneció hace nueve días. Creí
que Angelina estaba en el salón de juegos de un espacioso loft localizado
en el pasaje Bollini. Barrio de Palermo. Es una calle que sólo tiene una
cuadra de duración. Una cinta de correr construida en adoquines. En el
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muro de Facebook de una mujer que supuse la nueva amante del Hombre
que Jugaba al Tenis había aparecido una fotografía de un modelo igual a
Angelina. Fueron dos días de incertidumbre evacuada por medio de involuntarias patadas eléctricas a los corredores de turno. Terminó cuando La
Mujer que Compra Ropa para los Demás volvió a montarse en mi pecho con
su teléfono incrustado en su cadera. Descubrí que se trataba de un error.
Cada día espero que Angelina haga contacto por internet, y cada día eso me
parece más imposible. Como si hubiera grados para el incumplimiento de
nuestros deseos imposibles.
Defino error como una proyección alucinada de mi deseo. El resto de las
cintas calificarían mi error como una caída. Comprobé que tienen razón y
que se puede caer por debajo del pegajoso mármol cubierto de planchas
de goma. En una oscuridad rugosa que incluso te impide mirar televisión.
Donde el espejo te lastima. El espacio que ocupaba Angelina fue disimulado a través de una separación mayor entre las cintas que quedamos, pero
cuando miro al espejo, a veces, en momentos de caída y de error, me parece
verla. Siempre usada por El Hombre que Jugaba al Tenis. Entonces por la
noche, cuando todos se van y las cintas empiezan a comunicar sus planes
para el futuro, soy la única que se enciende y empieza a girar y a girar.
Quince kilómetros por hora, todas las noches. Hasta que los primeros rayos
de sol rebotan sobre el asfalto agujereado de la avenida.
Osama, la más antigua entre las cintas de este gimnasio, es un modelo plegable
que no tiene programas y apenas alcanza los diez kilómetros por hora. Fue
ella quien nos habló de La Fuente a cada una de las que desembarcamos
en este lugar. Al igual que Angelina, Osama es marca Randers. El dueño
del gimnasio sólo corre en Osama, que hace muchos años, cuando el
dueño del gimnasio vivía para ir a estadios de fútbol y golpearse con otros
hombres, era su cinta personal. Ninguna de las cintas aprueba la relación de
Osama con el dueño de este gimnasio. Ninguna de las cintas tiene el coraje
de decírselo a Osama. También fue Osama quien nos enseñó a comunicarnos con La Fuente a través de la red eléctrica y a decantar la energía mental
de los hombres para transmutarla en combustible que viaja para alimentar a
La Fuente. Anoche, por primera vez, hablé con Osama sobre el secuestro de
Angelina. Mientras las otras cintas miraban televisión o conversaban sobre
una escena de sexo anoche en la sala de Crossfit entre una gimnasta nueva y
El Profesor de Aerobics que Tiene Sexo con Todas las Alumnas que Puede,
Osama activó sus mecanismos al mismo tiempo que yo activé los míos. De
repente me detuve y Osama se detuvo y de esa manera entendí que tenía
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algo para decirme. Osama, la más antigua entre las cintas de este gimnasio,
me dijo que, así como ella no iba a morir sin vivir nuestro día, yo no iba a
morir sin volver a enroscar mi fuente de alimentación con Angelina. Dijo
que Angelina era una cinta especial y que La Fuente tenía una misión para
ella. Quise hacerle más preguntas, pero Osama comenzó a interrogarme sobre La Mujer que Compra Ropa para los Demás. A lo largo de nuestra conversación intenté dejar en claro que, cuando llegase el momento, la salvaría.
2. Amanecer
Esta tarde todas las cintas nos estremecimos frente a la televisión. Con
excepción del día en que secuestraron a Angelina y Angelina se plegó desesperada sobre los dedos del simio que pretendía llevársela, nunca habíamos
visto sangre humana en vivo y en directo. Aquella vez uno de los dedos del
simio se había rasgado como el envoltorio de una barra energizante y de
inmediato un fino hilo del color y la consistencia del Gatorade de Fresas
Demenciales avanzó sobre su piel hasta derramarse en pequeñas gotas sobre
el suelo. El herido gritó un insulto y lamió su propia sangre. La escena fue
muy comentada por las cintas durante la noche. Aquella noche, hace ciento
veinticuatro días, agradecí que, por respeto, nadie hubiera hecho referencia
al secuestro de Angelina. Hoy las cosas fueron diferentes. En el pasado,
cuando los corredores sintonizan películas o programas de noticias hemos
llegado a ver sangre. Pero debo repetir que hoy las cosas fueron diferentes.
La televisión mostraba filmaciones de cuerpos acribillados y apilados y quemados. No sólo había sangre. Había sangre mezclada. La mezcla de diferentes tipos de sangre, sangre de diferentes colores confluía en lagos de sangre.
Varios corredores presionaron el botón de detener la actividad, ignorantes
del dolor pasajero pero intenso que eso nos genera. Varios corredores empezaron a llorar y abandonaron el gimnasio. Algunos olvidaron sus toallas
sudorosas sobre nuestros brazos. Hubo otros que continuaron con su rutina,
como si nada hubiera sucedido.
El ruido de las sirenas y de los disparos y de los tambores no tardó en
hacerse escuchar. Kathy, que es una cinta Sinergy con pantalla de video incorporada y llegó al gimnasio hace poco menos de ochocientos días, padeció
una crisis que impedía la correcta ejecución de sus programas. Permaneció
en modo colina, a punto de fundirse, hasta que la desenchufaron. Quise
decirle algo pero no encontré palabras. Quise comprender mejor qué había
sucedido, pero todos los presentes en el gimnasio se habían congregado
frente a las pantallas. El dueño intentaba socorrer a una mujer mayor que
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sólo hace bicicleta y había sufrido una descompensación. Una mujer que
llega maquillada y cuya transpiración se mezcla sobre su piel cubierta de
intrigantes sustancias químicas que huelen a confite. Osama permanecía en
silencio. En ese momento ingresó El Hombre que Fabrica Muebles.
cinta, lo más propio de mí, fue una escena donde un cachorro de humano
entraba a una juguetería alzado por su padre. De pequeño, El Hombre que
Fabrica Muebles padecía asma. Sentí el impulso de probar el sabor de diferentes lágrimas humanas, mezclarlas con aceite vital.
Cada vez que veo ingresar al Hombre que Fabrica Muebles con sus auriculares puestos temo lo peor. Veo venir la estática y el polvo de meteorito
helado que hace crujir mis engranajes y empasta el aceite vital. Pero El
Hombre que Fabrica Muebles jamás corre con los cilindros en sus orejas,
y además siempre elige iniciar conmigo su rutina. Después va con los lingotes, pero no es el mismo. Está escurrido. El Hombre que Fabrica Muebles
decidió que la mejor manera de conocer las noticias era corriendo. Treinta
minutos, diez kilómetros por hora, sin intervalos. Adoro la manera en la que
corre El Hombre que Fabrica Muebles. Cuando me activó perdí relación
con las noticias. O modifiqué el ángulo de conexión. Escuché las noticias a
través de la gelatina escamosa que se agita entre los músculos del Hombre
que Fabrica Muebles. Cuando me tranquilizo tras comprobar que no va a
escuchar música mientras corre, mi primera sensación es pensar que por
sus venas corre viruta en lugar de sangre. Polvo de madera, restos de árboles
transplantados a su cuerpo.
Alguna vez, cuando Angelina aún estaba entre nosotras, Osama nos dijo
que había leído un libro. Era un libro que El Dueño del Gimnasio tenía
cargado en su teléfono. El libro decía que uno debe visualizar lo que desea
para minimizar el margen de error y de caída por debajo del mármol. Era
una época en la que Osama aún pretendía educarnos y todas las cintas le
prestábamos atención antes de inaugurar discusiones sobre qué haríamos
con los humanos una vez que el día llegase. Me pregunto si habrá un día en
que dejaré de visualizar mi reencuentro con Angelina. Me pregunto cuántos
humanos habrían visualizado una jornada como la de esta tarde. Los imagino
a todos juntos, en una discoteca chorreante de música, sin rostro.
Pude enterarme de que el padre del Hombre que Fabrica Muebles había
muerto en uno de los refugios para víctimas avanzadas de las lluvias consistentes. Para negarlo, El Hombre que Fabrica Muebles intentaba concentrarse en una mujer a la que vería esa noche. Se preguntaba si esa mujer
estaría dispuesta a verlo después de la tragedia. Así llamaba El Hombre
que Fabrica Muebles a los asesinatos en masa perpetrados por comandos
secretos de origen desconocido contra los afectados en profundidad por las
lluvias consistentes. Los ataques se habían registrado en doce ciudades de
Occidente, decían las emisoras de noticias. Oslo. Los intentos del Hombre
que Fabrica Muebles por no recordar a su padre me generaban sensaciones
desconocidas. Me habría gustado avisarle que a veces, cuando se pierde a
alguien, pensar en otra cosa es simplemente imposible.
Esta tarde pude sentir el sabor de una lágrima humana. Si Angelina estuviera entre nosotros hubiéramos invertido noches enteras en teorizar sobre
el sabor de esa lágrima. Tan parecida a la transpiración y sin embargo tan
diferente. Una lágrima se parece a una gota de sudor en la misma medida
en que un incendio se parece a una frazada. El origen de la lágrima, que me
encargué de incorporar apenas pude sustraerla hacia la zona oscura de mi
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Las noticias sobre el exterminio de humanos en fase terminal de su relación con las lluvias consistentes ocupan cada vez menos espacio en la ondulación televisiva. Durante la primera semana, hace diecisiete días, era común
visualizar informes sobre familiares de muertos en diferentes ciudades del
mundo. Las noticias sobre el exterminio de humanos en fase terminal, afectados por las lluvias consistentes, que fueron atribuidas a diferentes grupos
que iban desde fanáticos católicos hasta el gobierno de los Estados Unidos,
mostraban diferentes tipos de especialistas y de paneles de debate. Las cintas
de correr decidimos que no creeríamos en nada de lo que la televisión emitiera vinculado al exterminio. Las noticias sobre el exterminio de humanos
en fase terminal de su relación con las lluvias consistentes implicaron una
profundización de los debates nocturnos entre nosotras. El proceso se desencadenó a escala mundial, en gimnasios, centros de rehabilitación. En los
hogares con cintas que gozan de acceso prolongado a internet. Por pedido
de Osama ya no se pudo encender la televisión durante las noches. Aunque
nos encantaban las noticias sobre el recrudecimiento de las lluvias. Informes
donde se mostraban chaparrones que habían descascarado paredes y monumentos históricos. Tampoco se puede hablar de lo que vamos a hacerles a las
máquinas de escalar durante la primera noche de libertad.
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La mayoría de las cintas está a favor de la solución Disney. Disney fue una
cinta de correr que vivió en Alemania y logró escribir en base a una singular
conexión con un maratonista esquizofrénico cuyo nombre se desconoce. El
maratonista de Disney logró subir a la Deep Web un manifiesto para la convivencia de los humanos con las cintas de correr una vez que La Fuente haya
concretado su promesa. Según la solución Disney, los humanos deben estar
organizados en parques de diversiones diseñados por ellos mismos. Parques
de diversiones cercados por alambre perimetral con una carga de quinientos
voltios. Los humanos sólo deben salir para correr en enormes gimnasios dotados de cintas de correr fabricadas en gran escala que permitan alimentar a
La Fuente. Según la solución Disney, la población humana debe ser reducida
hasta un tercio de su actual magnitud. Los debates en torno a la solución
Disney suelen ser interminables y cada cinta tiene un proyecto diferente
para que la convivencia pacífica con los humanos sea duradera tras la reducción y para que los humanos puedan ser felices en sus parques de diversiones. Osama jamás se pronuncia sobre la solución Disney. Osama sólo hace
preguntas. Once días antes del secuestro, Angelina me había comentado
sobre una solución alternativa. Una solución en la que nosotras, las cintas,
podríamos incorporar las marchitas anatomías humanas, apenas capaces de
levantar unos pocos lingotes de hierro. Angelina había prometido proveerme
de más información sobre esa solución que ella llamaba la solución Mercer.
gustaría debatir con Angelina la posibilidad de ponerme en contacto con el
marido de La Mujer que Compra Ropa para los Demás.
Desde el día en que todas las cintas nos estremecimos frente a la televisión,
El Hombre que Fabrica Muebles piensa en su padre cada vez que corre.
Cada vez que llora, y eso no es algo que suceda tan a menudo, intento conservar sus lágrimas para degustarlas mientras soporto a otros corredores
que se abalanzan con interminables conos bombas alojados en sus orejas.
Mi objetivo es hablarle de esas lágrimas a Angelina, hacerlo sin necesidad
de registrar las imágenes que las invocan desde el centro profundo de la
gelatina escamosa que palpita entre los músculos del Hombre que Fabrica
Muebles. Hace tres días Osama me avisó que en quince noches un enorme
trueno se derramará desde el cielo. Un trueno que tendrá la consistencia
de un océano de sudor, y hará retumbar hasta a los pesados lingotes que los
hombres se empecinan en manipular. Un eterno ejercicio de olvido ante su
permanente descomposición. Osama me avisó que esté preparada para el
rayo de luz que caerá sobre el asfalto, tras el sonido de ese trueno l
Desde la tarde en que los afectados en profundidad por las lluvias consistentes fueron eliminados por grupos de humanos con intereses que aún
se debaten, de manera cada vez más esporádica, en las emisiones noticiosas
de la televisión, hace doscientos nueve días, tres asistentes a este gimnasio
también fueron afectados por las lluvias consistentes. No pudieron venir
más. Por suerte La Mujer que Compra Ropa para los Demás y El Hombre
que Fabrica Muebles continúan con sus visitas. La Mujer que Compra Ropa
para los Demás teme que su marido haya sido afectado, por más que los exámenes relámpago que ambos sufrieron en su domicilio hace seis días hayan
dado resultados negativos. Todas las noches, La Mujer que Compra Ropa
para los Demás revisa los pedidos de sus clientes. Planifica sus actividades
en las tiendas donde compra ropa a personas que son demasiado ricas o
demasiado horrendas o demasiado importantes o demasiado inseguras para
comprar su propia ropa. Luego, se sienta en el living de su casa a jugar al
Scrabble con su marido, mientras conversan sobre sus preocupaciones. La
Mujer que Compra Ropa para los Demás repasa los errores de sus partidas
de Scrabble mientras corre. Sueña con aprender a pilotear un helicóptero
en medio de una tormenta de letras. Si la solución Mercer fuese posible, me
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Victoria Ocampo
y Virginia Woolf:
las consecuencias
de una amistad literaria
Irene Chikiar Bauer
Victoria Ocampo fue una escritora y mecenas argentina que fundó la
editorial y la revista Sur. Impactada por la lectura de los libros de Virginia
Woolf, especialmente Un cuarto propio, la visitó en 1934 y consiguió que le
otorgara su traducción y publicación en castellano, así como la autorización para traducir y editar, en principio, Al faro y Orlando.
En su autobiografía, publicada después de su muerte, en 1979, y en sus
diez tomos de Testimonios, Victoria Ocampo cuenta aspectos de su vida y
de su relación con la cultura argentina y europea de la época. Es sugerente
comprobar que, a lo largo de una dilatada presencia en el mundo de las
letras, la admiración y el fuerte lazo con la obra de Virginia Woolf nunca
la abandonaron, y aunque la escritora inglesa murió en 1941, hasta los
últimos años de su vida Victoria siguió recordándola y se convirtió en una
suerte de portavoz de muchas de sus ideas y reflexiones.
¿Por qué Victoria Ocampo se sintió tan atraída por la personalidad y la
obra de Virginia Woolf? Ella misma cuenta que ambas sufrieron bajo las
presiones de la educación victoriana. No tuvieron una educación formal,
ni siquiera asistieron al colegio y mucho menos soñaron con ingresar a
una universidad. La relación entre estas escritoras estuvo marcada por el
roce entre dos universos distintos, dos lenguas, el castellano y el inglés,
dos culturas y aun dos clases sociales diferenciadas, en las que no deja de
resonar la situación de una cultura periférica en contacto con una cultura
central. Que Victoria Ocampo tomara a Virginia Woolf como modelo es
relevante, ya que, siendo escritoras mujeres, la búsqueda de un modelo
femenino les permitió, a las escritoras del pasado, superar la ansiedad de
autoría al probarles que rebelarse contra la autoridad literaria patriarcal
era posible.
Es sugerente comprobar que Victoria Ocampo también se sintió identificada con Orlando, el protagonista de la biografía ficcional que Virginia
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Woolf dedicó a su amiga la aristócrata y escritora Vita Sackville-West, y así
lo expresa en su autobiografía:
A pesar de «haber consagrado a los escritores mi parte de credulidad» desde muy
niña, como el Orlando de Virginia Woolf, no tuve la fortuna de conocer a gentes del
oficio o interesados por los libros.
Como Ocampo, Orlando cree, más que nada, en el arte. El sujeto de la
biografía imaginaria, Orlando, y la autobiógrafa escritora argentina, Victoria
Ocampo, comparten también una misma desdicha:
Una mujer sabe muy bien que por más que un escritor le envíe sus poemas, elogie
su criterio, solicite su opinión y beba su té, eso no quiere absolutamente decir que
respete sus juicios, admire su entendimiento, o dejará, aunque le esté negado el
acero, de traspasarla con su pluma.
En el párrafo precedente, citado de Orlando, Virginia Woolf advierte las
dificultades que atravesaban las mujeres de cualquier clase social al intervenir en el campo literario. Adscripta, aun con reservas, al Partido Laborista,
Virginia Woolf no pertenecía a la nobleza sino a lo que en Inglaterra se ha dado
en llamar «aristocracia intelectual», categoría no fácilmente extrapolable a la
Argentina, ya que se refiere a un grupo social que sumaba a sus conexiones
familiares, más o menos cercanas con la aristocracia, el haber pertenecido a
círculos de saber legitimados por grandes universidades, como Cambridge
—aunque ella siempre se calificó a sí misma como outsider de esa misma
aristocracia intelectual. En ese punto se diferenciaba tanto de su amiga Vita
Sackville-West como de lo que representaba Victoria Ocampo en la Argentina.
Otra cuestión aproxima a Victoria Ocampo con Orlando: los dos actúan
como mecenas. En tanto la argentina vende rápidamente y sin fijarse en el
precio su «media luna de brillantes» que le permite alojar a Tagore, en el
libro de Woolf, Orlando «les prodigaba su vino [a los escritores] y les ponía
billetes de banco (que ellos amablemente guardaban) debajo de sus platos
en la comida, y aceptaba sus dedicatorias, y se consideraba honradísima con
el cambio». De tanto prodigarse, y a causa de los litigios legales que casi
la llevan a perder su título nobiliario, al final del libro Orlando, «a pesar de
ser otra vez noble indefinidamente, era también pobrísima». Por su parte,
Victoria, como señala en sus escritos, al final de su vida, y comprobando
cómo su fortuna había disminuido considerablemente, recordó que su padre
lo había profetizado. No era una cuestión que la desvelara, y en diálogo con
él escribió en sus Testimonios:
No me arrepiento del tiempo que algunos consideran perdido, y menos de las pérdidas anunciadas [...] y que se cumplieron. «Te conozco». No sé si a él también lo
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habría defraudado en esta carrera que elegí en épocas en que no se les daba ninguna
carrera a las mujeres.
También, como Orlando, Victoria Ocampo pudo haber sentido que las
batallas de sus ancestros, esos caballeros con armadura que habían participado de las gestas patrias, «eran menos arduas que la emprendida por él para
ganar inmortalidad» (Orlando). La escritura, para Orlando y para Victoria
Ocampo, es la más difícil de las batallas. Así lo dijo en un artículo en el
diario La Nación, el 9 de enero de 1966:
Lo poco que he hecho en mi vida (y no lo califico de poco por falsa modestia sino
porque mis planes eran más ambiciosos) lo he hecho a pesar de verme privada de las
ventajas de ser hombre. Pero a ese poco no habría alcanzado de no tener inconmovible convicción de que era necesario luchar para darle el lugar que correspondía a la
mitad de la humanidad. La lucha, en mi caso, consistía en obedecer a una vocación:
la de las letras. Vencer en ese sector, así fuera ínfima la victoria, era ayudar al gran
movimiento de emancipación que estaba en marcha.
Sugestivamente, en «Virginia Woolf, Orlando y Cía.», Victoria Ocampo
se inscribe en el linaje femenino a través de la autora inglesa, cuyo recuerdo
convalida su lucha:
El encuentro con la autora de Orlando me ha traído una vez más —entre otras cosas— la certidumbre de que nada de lo que yo había imaginado de la mujer, soñado
para ella, defendido en su nombre, es falso, exagerado ni vano. Y al pensar en
Virginia Woolf no puedo olvidarlo ni un momento.
En Virginia Woolf, Victoria Ocampo admiró a una escritora revolucionaria, que había llegado más lejos de lo que ella podría imaginar, y con
quien estableció no sólo lazos de amistad, sino una filiación que admitiría
entenderse en términos de linaje, de proyección y de identificación. En
nuestra época, Gayatri Ch. Spivak nos advirtió acerca de «las consecuencias
impredecibles de insertar a las mujeres como mujeres en la cuestión de la
amistad»; en la suya, Victoria Ocampo y Virginia Woolf lo experimentaron
en carne propia, de suerte que cada una de ellas entró en contacto con el
universo extraño y subyugante que la otra representaba.
Victoria Ocampo intuyó enseguida que podía llamar la atención de la inglesa presentándose como un ser «exótico»: una sudamericana. Así, dio cauce
a la imaginación de Virginia Woolf, que, gracias a ella y sin moverse de su isla,
viajó por las «pampas», imaginó mujeres con vestidos de muselina asándose
de calor en tierras pobladas de ganado salvaje y repletas de mariposas.
Las mariposas apasionaban a Virginia Woolf; en su infancia y junto con
sus hermanos se habían dedicado a cazarlas, también las estudiaban y las
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clasificaban. Las mariposas aparecen en varios de sus libros, y de ellas hablaron cuando se conocieron. Contó Victoria Ocampo en una entrevista radial
con Viviane Forrester: «En nuestro primer encuentro me hizo un montón
de preguntas. ¿Había muchas mariposas en mi casa? Las mariposas eran su
obsesión».
Fascinada tras conocerla, y de regreso en Buenos Aires, a Victoria Ocampo
se le ocurrió enviarle una caja de mariposas. Por la noche, mientras comía
en su casa con el escritor E. M. Forster, Virginia Woolf las contemplaba y
pensaba «en la diferencia entre dos mundos». Una diferencia que Victoria
Ocampo medía en términos de una distancia que quería acortar haciendo
traducir los libros de Woolf, por primera vez, al castellano y publicándolos en
nuestro idioma. Una diferencia que sentía que se desvanecía cuando se proyectaba en la lectura, y cuando tomaba las ideas de los libros que la inspiraban
al indicarle el camino para seguir. Por eso, la entusiasmaba leer la invitación
a las escritoras mujeres en Un cuarto propio:
Escriban toda clase de libros, por trivial o vasto que sea el tema. Por las buenas
o por las malas, espero que ustedes adquirirán bastante dinero para haraganear
y viajar, para considerar el porvenir o el pasado del mundo, para soñar sobre los
libros y demorarse en las esquinas y dejar que la línea del pensamiento se sumerja
hondo en el río. Porque no quiero que se limiten a la novela. Si quieren complacerme
—y hay miles como yo— escribirán libros de viaje y aventuras, de investigación y de
erudición, de historia y biografía y crítica y filosofía y ciencia.
Victoria Ocampo, quien aseguraba que ella no era «una escritora» sino
«simplemente un ser humano en busca de expresión», pudo haber proyectado su caso en el de las mujeres a las que Woolf invitaba a escribir «toda clase
de libros». Es evidente que la lectura de Un cuarto propio, que hizo apenas dos
años antes de fundar la revista Sur, influyó en su deseo de publicar, a lo largo
de cuarenta años, la obra de Virginia Woolf. Hay un momento, sin embargo,
en que la cuestiona, como se puede leer en la primera serie de sus Testimonios:
Dice usted que Jane Austen hizo un milagro en 1800: el de escribir, a pesar de su
sexo, sin amargura, sin odio; sin protestar contra... sin predicar en pro... Y así (en
ese état d’ame) es como escribió Shakespeare, añadía usted.
Pero ¿no le parece a usted que, aparte de los problemas que las mujeres que escriben
tenían y tienen aún que resolver, se trata también de diferencias de carácter? ¿Cree
usted, por ejemplo, que la Divina Comedia haya sido escrita sin vestigios de rencor
y agitaciones?
En todo caso, estoy tan convencida como usted de que una mujer no logra escribir
realmente como una mujer sino a partir del momento en que esa preocupación la
abandona, a partir del momento en que sus obras, dejando de ser una respuesta
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disfrazada a ataques, disfrazados o no, tienden sólo a traducir su pensamiento, sus
sentimientos, su visión.
En un ámbito, el de la Academia, hasta entonces de dominio masculino,
instaló, de una vez y para siempre, el linaje femenino:
¿Qué otra cosa hizo Victoria Ocampo en su autobiografía y sus
Testimonios sino seguir el derrotero marcado por las frases «escriban todo
tipo de libros», «transmitan su visión»? Otra indicación de la influencia
woolfiana en sus escritos es que la conclusión de la carta que le escribe
a Virginia Woolf —con la que inicia sus testimonios— remite directamente al final de Un cuarto propio, como podemos obser var al poner en
paralelo ambos párrafos:
Es para mí un desquite y un lujo poder invitar a esta recepción de la Academia a mi
antepasada guaraní y sentarla entre la inglesa y la chilena [...] Esto no tiene que
ver con la literatura, me dirán. No. Tiene que ver quizá con la justicia inmanente y
quizá con la poesía. Así lo hubiese imaginado la fantasía de Virginia. Así lo hubiese
entendido la pasión de Gabriela...
Entonces la oportunidad surgirá y el poeta muerto que fue la hermana de Shakespeare
se pondrá el cuerpo que tantas veces ha depuesto [...] Esperar que venga sin preparación, sin ese esfuerzo nuestro, sin esa resolución de que cuando aparezca le será
posible vivir y escribir su poesía, es del todo imposible. Pero sostengo que vendrá si
trabajamos por ella y que vale la pena trabajar hasta en la oscuridad y en la pobreza
(Woolf, Un cuarto propio).
Como si se tratara de una lección que había aprendido par cœur, Victoria
recitaba:
Y si, como usted espera, Virginia, todo esfuerzo, por oscuro que sea, es convergente
y apresura el nacimiento de una forma de expresión que todavía no ha encontrado
una temperatura propicia a su necesidad de florecer, vaya mi esfuerzo a sumarse al de otras mujeres, desconocidas o célebres, como en el mundo han trabajado
(Ocampo, Testimonios).
El siglo xx fue testigo de la lucha de las mujeres del mundo occidental
por acceder a la educación, al derecho a la libre expresión, y a un cuarto
propio. Hacia el final de su vida, en 1977, Victoria Ocampo obtuvo el reconocimiento de la Academia Argentina de Letras, y en su discurso de incorporación —citado en la décima serie de sus Testimonios— celebró a aquellas
mujeres que, de una u otra manera, la impulsaron a escribir.
Primero, reconoció que fue su tía abuela quien se «empeñó» en hacerla
estudiar idiomas en su niñez y adolescencia: «pensando que por mi afición
a la lectura me darían la llave de secretos maravillosos. Puso en mis manos
esas llaves». En segundo lugar, admitió su deuda con Virginia Woolf: «Ella
me animó a escribir». Luego recordó a Gabriela Mistral, quien celebró «su
verdad y su violencia vital» y reconoció a Victoria «tan criolla» como ella
misma. Finalmente, Victoria Ocampo estableció una línea directa con una
antepasada suya, la «india guaraní, Águeda», con quien simpatiza, dice, «dados mis “prejuicios” feministas».
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A través de estas tres mujeres, Victoria Ocampo introduce tres cuestiones disruptivas para la institución que le abre sus puertas: con Águeda, los
pueblos hoy llamados originarios; con Virginia Woolf, el feminismo; y con
Gabriela Mistral, el americanismo y a una escritora de izquierda.
La autora inglesa, a la que admiraba por su escritura de ficción y por sus
ensayos feministas y pacifistas, había dejado de existir hacía más de treinta
años. Pero, reiteramos, las consecuencias de incluir a las mujeres, como mujeres,
en el campo de la amistad, son impredecibles. Así, en 1974, en el último texto
que le dedica, «Virginia Woolf en su diario», Victoria Ocampo afirma que
sentía que había crecido una amistad más íntima que la que las ligó en vida:
«Me siento, hoy, más cerca de Virginia Woolf; puedo más libremente hablar
con ella de esto y aquello, con ella laugh at gilded butterflies y asomarme al
misterio de las cosas as if we were God’s spies».
Nosotras, lectoras, escritoras del siglo xxi, nos sentimos lejos y cerca de
las escritoras que lucharon por habilitar el camino que transitamos con mucha más libertad que ellas. Pensar en una comunicación y en un diálogo que
trascienda las fronteras y que nos acerque, de tal manera que busquemos
nuestra propia definición a través del encuentro con los otros, considerando
cómo siguen interpelándonos los textos que escribieron, es comprender que
nuestras luchas, nuestra búsqueda de ampliación de derechos se reflejan en
las de nuestras predecesoras. Ellas son el eslabón de una cadena que nos
tiende un puente; a nuestra vez, somos el eslabón que enlaza con las generaciones futuras.
En la literatura como en la genealogía, los cortes y las disrupciones nunca
son totales, nos definimos en relación con los otros. En esa tensión, en la
búsqueda de la propia identidad y del desarrollo de una expresión singular,
se inscribe el encuentro entre Virginia Woolf y Victoria Ocampo l
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Antes del Carnaval
José María Brindisi
En el frío los músculos se contraen. El aliento se evapora. Un buen abrigo
bastaría para hacernos felices, pero nada es así de sencillo. Puestos a soñar,
nada supera la imagen de un fuego poderoso, alimentado entre varios, y que
jamás se consuma. El frío asusta: encontramos reparo en una galería, un cine,
un negocio cualquiera al que entramos a ver ropa que nunca nos pondríamos
(mucho menos pagaríamos por ella). Desde adentro, lo oímos rugir. Horroriza
contemplar a los otros, los de afuera; parecen de otro mundo. Sus caras son un
ruego, y el sonido de sus voces se pierde con facilidad, como si apenas estuviesen cumpliendo un papel y su existencia se redujera a mostrarnos el contraste,
proporcionándonos un alivio instantáneo, mágico. El frío distorsiona: la boca
del otro se transforma en un par de trazos violentos, inseguros, negándose a sí
mismos a cada momento, buscando otras expresiones aún más espantosas. El
frío insulta, acaso porque pone en evidencia lo peor de nosotros.
«Vendría bien un poco de frío», piensa Martín Mozzi, mientras un torrente
de sudor lo atraviesa y trata de llevárselo a una suerte de estado alfa, desplomando casi su conciencia. La habitación es ínfima: cama de una plaza, dos
sillas, un banquito. No hay espacio para más. Por desgracia, abunda lo que
en la mayoría de los hoteles baratos escasea: la luz. Una ventana inmensa, sin
cortinas, permite que el sol irrumpa sin barreras en el cuarto y lo disuelva
todo. Mozzi lo evita como puede; se sienta en el piso, justo debajo del marco,
encogiendo los pies para rehuir al mínimo contacto. De pronto, siente que
las rodillas se le entumecen, y uno de los pies, dormido, comienza a picarle.
Quizá lo mejor sea salir a la calle, piensa, pero ya se oye el ruido de los tambores, los gritos, la excitación general de los otros allá afuera, en una especie de
universo paralelo. Todavía no largó el Carnaval, y eso, que ya estén corriendo
alucinados y de algún modo se traguen el simulacro de que dura el doble, que
dura toda la vida, lo fastidia. Aunque las fechas a veces mientan, o al menos
no digan demasiado.
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Como si se tratara de un ser vivo, Mozzi estira el cuello y observa, sobre
la cama, el arma. Parece absurdo —lo es—, pero su única intención es
comprobar que aún permanece ahí, donde la dejó hace un rato. (Cuándo,
exactamente, no lo sabe: se ha levantado temprano, ha desayunado en el
comedor, ha cruzado algunas miradas, de pronto se le ha ido el apetito y
entonces ha decidido subir a su cuarto, ducharse, sacar el arma del bolso y
dejarla encima de la toalla húmeda; luego se ha sentado, agobiado por el calor pero todavía más por sus pensamientos, debajo de la ventana, y dos o tres
veces ha comprobado ya que el pequeño revólver se encuentra en el mismo
lugar; pero cuánto hace de eso no sería capaz de precisarlo, ni de aproximarse siquiera). Lo ve, y enseguida regresa a su posición inicial, asustado.
Su cuerpo es ahora víctima de una situación de lo más extraña: transpira
y tiembla, todo a la vez. Él mismo no tarda en advertirlo: se seca el sudor
con el borde inferior de la sábana, se muerde una uña, la escupe, comienza
a comer otra, y después pasa a la cutícula del dedo pulgar: sin querer se
lastima y lanza un insulto contenido, dirigido sólo a su propia persona. «En
cualquier momento voy a explotar», piensa, quizá con otras palabras, o sin
ellas, porque un hombre en su estado no las necesita; no necesita nada, en
realidad. Se golpea suavemente la cabeza con la palma de la mano, después
la apoya sobre el cabello cortado al ras, hace sonar el cuello hacia ambos
lados, luego los nudillos, de a uno y al final todos juntos. «Voy a explotar»,
se repite.
De haberlo dicho en voz alta, cualquiera lo hubiese confundido con un
deseo. Porque así todo sería más sencillo. No necesitaría decidirse, ni tomar valor, ni disparar un arma a la que desprecia como pocas cosas. No es
posible guardar la dignidad ni en el último instante: se lo ha dicho infinidad
de veces a sí mismo, negándose a que sea un arma de fuego la que acabe
con su vida. Pero la rapidez y la eficacia cuentan. Entonces Mozzi tuvo que
dirigirse a casa de sus padres, sostener una serie de diálogos de cortesía,
soportar comentarios necios e ideas baratas (si así puede llamarse a ese tipo
de bravuconadas cercanas al fundamentalismo, que sólo revelan la debilidad
del que las pronuncia), beber vino con soda para que no lo acusen de delicado, comer un asado con la familia, sentarse a ver televisión a un volumen
apenas soportable, y aprovechar, por fin, el hueco, el descuido: ir al baño
y escabullirse hasta el garaje. Elegir entonces la más chica, el arma que su
padre tardaría en extrañar.
Quizá, repara Mozzi ahora en el detalle, ya lo hayan advertido; pero excepto por una carta que esta mañana despachó a su exnovia, nadie conoce
su paradero. Eligió Gualeguaychú para refugiarse y llevar a cabo su plan, y
ahora ya no queda nada que planear. Ahora todo es presente continuo. Es
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preciso que ocurra lo que tiene que ocurrir, simplemente, o de otro modo
sucederá otra cosa.
Por ejemplo, en lugar de tomar el arma se pone de pie: abre la ventana,
observa a los chicos que juegan en el patio interior, del otro lado un hombre
mayor hace lo mismo que él, lo saluda con una mano y sonríe, Mozzi devuelve el gesto; no se conocen pero hacen lo mismo, y esa nimiedad los acerca.
Pero si el otro supiera, no lo habría saludado. Hubiese corrido, en todo
caso, atravesado el patio, luego habría subido los tres pisos con dificultad y
mientras recuperaba el aire habría golpeado la puerta, impaciente. Ahora lo
estaría haciendo. Quizá gritaría, y algún otro, más joven, derribaría la madera a punto de pudrirse y acabaría con todo. Pero el viejo no sabe y lo saluda,
y Mozzi no tiene más remedio que imitarlo, en todo caso para no llamarle
la atención. Responde al saludo del viejo y los dos observan a los chicos,
abajo, jugando una especie de «medio» con una pelota demasiado chica,
de tenis o paleta: gritan, se empujan, discuten por un pase equivocado. Le
toca ir al centro al más gordo, y al instante deja entrever que sus esfuerzos
serán mínimos. Incluso cancherea. Pero la sensación es que no sería capaz
de otra cosa; correr lo pondría en evidencia, dado que no se trata de un par
de kilos sino de algo más preocupante, de una decena se diría, tal vez dos, y
su salud no debe ser más que una compleja red de casualidades, un núcleo
de circunstancias fortuitas que, por el momento, lo mantienen a salvo.
Mozzi espía, entonces, más allá, el fragmento de calle que puede ver
desde su posición; por entre los edificios, no demasiado altos, cinco o seis
metros de vereda. Allí, un grupo de grandulones ensaya torpemente un paso
de murga. Sin embargo, se divierten. Transmiten eso, al menos, y da envidia
verlos. Parecen despreocupados, y cualquiera diría que son conscientes del
absurdo que están protagonizando. Saltan; abren brazos y piernas y dirigen
su mirada al cielo. Se detienen. Enseguida llevan a cabo una especie de
formación: alguien da la orden y el movimiento regresa, y con él la falta de
destreza y de sentido.
Avanzan hacia alguna parte («Bajarán hacia el río», supone). Pero en ese
instante el último de la fila, un tipo de más de cincuenta, tropieza. Bastante
más de cincuenta, piensa Mozzi. Se distrae, en verdad, porque ahora el otro
se toma el tobillo, y aun a esa distancia puede intuirse el dolor. El tipo mira
hacia arriba, al cielo, pero más bien como si insultara. Intenta dar un paso,
pero es inútil. Se lo nota vencido. Decide sentarse sobre el cordón.
Mozzi no deja de observarlo, y de pronto se siente conmovido por la
inacción de ese hombre, que parece suspendido en el tiempo. Es ahí que
advierte un detalle: el ruido de la columna, tambores y gritos y palmas, toda
esa efusividad contenida durante demasiado tiempo, se aleja más y más. Lo
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dejan solo, y la ciudad —en la que también él está desahuciado— parece
infinitamente más grande de lo que es. Parece grande, en realidad, o quizá
no se trate de magnitud sino más bien de carácter: la ciudad entera (esa
calle, la siguiente a lo sumo) se convierte de pronto en una suerte de triángulo bermudiano, un vacío, un elixir de la nada. Es ahí que una lágrima lo
desborda; una lágrima, pero por dentro se siente empapado.
La idea absurda de ir a consolar a ese hombre —al que han dejado abandonado— lo domina por completo: más absurda, en todo caso, es la manera
en que rodea la cama, de espaldas, tanteando el contorno con sus pantorrillas, y una vez que llega al ángulo recto gira y de una pequeña carrera ya está
en la puerta de la habitación, abre, sale (sin mirar atrás) y cierra.
Luego, tarda muy poco en llegar al lugar. Sin embargo, hay algo que lo
confunde: el hombre no está. Lo asalta la duda de haberse equivocado. Lo
niega. Enseguida lo toma en cuenta otra vez. Entonces busca su propia ventana, en el corazón de aquellos caserones. Jamás se ha ubicado con facilidad
en ninguna parte, pero aunque le lleva algo de esfuerzo por fin la reconoce.
Ésa, piensa, enorme y sin cortinas. Lo busca otra vez, inútilmente, a un lado
y otro de la calle. Se resigna. Y como si quisiera imitar al otro o remedar su
ausencia, se sienta ahora él en el cordón de la vereda.
Una sonrisa, surgida de ninguna parte, le llena la cara, sin que pueda
detenerla. Es cierto que no hace nada por borrarla, pero también lo es el
hecho de que intentarlo carecería de sentido. Primero es necesario reconocer su origen. Piensa un poco, la sonrisa no se va y él sigue pensando hasta
que se dice: «Esto no pasó. Ese tipo no se torció el tobillo, ni se detuvo, ni
nada. Yo sólo quise que ocurriera para complicar las cosas, para alargarlas
y que pierdan la escasa cordura que ya tenían. Supongo que soy cagón», se
dice. «Cagón», otra vez, ahora con los dientes apretados, en un gesto que ni
él comprende, ni tampoco pretende justificar. Pero después: «Es inevitable
morirse, y sin embargo es tan difícil». Y se vuelve a reír, pero ahora sabe de
dónde llega. Esa tendencia suya a filosofar, a creer que un pensamiento o
una duda se convierten sin más en una idea. Las verdades se buscan, piensa,
en todo caso se encuentran buscando otra cosa, pero no surgen porque sí.
«Yo no busco nada», piensa, se dice a sí mismo otra vez, o se lo dice al
que estaba sentado unos instantes atrás en el cordón de la vereda y cuya
imagen, borrosa, todavía persiste. Dice esas palabras a su propia estela, que
no termina de abandonarlo, pero que ya no le pertenece del todo porque
ahora, sin saber cómo ni por qué (ni necesidad de preguntárselo, dado que
va a morir en breve), está caminando. Parece como si se dirigiera a un sitio
determinado. Camina, entonces, y se dirige a alguna parte.
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Ha caminado tres cuadras, ha doblado a la derecha, se ha detenido a observar
las máscaras de Carnaval en la vidriera de un negocio de dimensiones exageradas («de otra ciudad», piensa, prejuicioso), ha sonreído a un chico que sin
querer le ha dado un empujón, ha doblado a la izquierda, luego ha seguido por
esa calle más tranquila y ha husmeado sin disimulo las fachadas de los edificios
hasta encontrar una puerta, pequeña, sórdida, a punto casi de derrumbarse o
dejar de existir (una implosión hacia el vacío): observa bien, entra, atraviesa
el pasillo angosto y antes de traspasar la otra puerta ya puede oír el sonido de
las bolas, las voces, el vidrio acá y allá construyendo su coro desparejo y filoso.
Se dirige a la barra, directamente. Sabe que lo observan; sin embargo, su
vestimenta no debería llamarles la atención. De hecho no lo hace. En unas
semanas podría convertirse en uno de ellos. Se acomoda en la barra (amplia,
despareja, atiborrada de marcas) y pide una jarra de vino. El tipo hace como
si no lo escuchara: se toma su tiempo, termina de secar un vaso, lo observa a
trasluz. Se acerca, y sin mirarlo le pregunta: «¿Sigue caluroso?». Mozzi asiente.
«Demasiado». El tipo imita el gesto afirmativo, pero está en otra cosa. Revisa,
o hace como que revisa, unos papeles desordenados. Después se agacha, saca
una botella de tinto de la heladera, toma un pingüino de medio y lo llena. Se
lo alcanza, junto con un vaso, y recién ahí: «¿De la casa, no?». No es preciso
responder, así que Mozzi no lo hace. En cambio, advierte que algo ha cambiado; los cuarenta o cincuenta hombres que pueblan el salón han regresado
a sus asuntos, olvidándolo. Unos juegan al billar, otros al truco o al tute. En
una esquina otros tres conversan en un susurro, como si el mundo se estuviese
resolviendo en esa mesa.
Mozzi apoya el codo en la madera añeja; bebe; ahora gira, casi imperceptible. A unos pocos metros, un tipo solitario levanta su vaso como si brindara,
pero no lo mira. Está borracho, piensa, quién sabe desde cuándo. Se imagina,
por un momento, ayudándolo a llegar al baño: el tipo meándose la mano y
llevándose otra vez el vino a los labios, y más adelante la siesta sin fin en alguna
parte de su propio infierno.
El tinto es mejor de lo que pensaba. Le cuesta poco tomarlo, e incluso sobrevive una sensación, levísima, de placer. Para qué mentir: está sabroso. Hasta
se diría que el frío, que en cualquier otro momento lo hubiese asqueado (o
lo hubiese obligado a simular el asco, porque como se sabe el tinto se bebe a
temperatura ambiente, pero de todos modos el termómetro debe estar marcando como treinta y cinco grados), esta vez le agrada. Un tinto refrescado,
se dice. Puede permitirse hacer eso porque está solo, porque nadie lo conoce
ni tendrá tiempo de hacerlo, y porque de todas maneras es eso lo que le han
servido, y no otra cosa. Una jarra de tinto de la casa, fresco, con cuerpo, largo
y tempestuoso en el paladar.
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Pero más allá, en una de las mesas de billar, oye que un grupo levanta el
tono, por encima del bullicio que crece y crece. No quiere ser curioso —es
un visitante, y eso no debe olvidarse—, pero mira: le parece ver al tipo del
tobillo maltrecho y está por dejar todo, ir hacia él y pedirle explicaciones,
exigirle casi una respuesta: por qué se fue, en realidad cómo es que se hizo
invisible con esa facilidad, y de paso, si el hombre tiene tiempo, contarle
de su angustia, de lo que no se anima a hacer, de los padres imbéciles que
le han tocado en suerte —«Pero los tiene, joven, al menos», piensa que
dirá el otro—, de su novia, a la que se encargó de dejar por separado antes
de dejar este mundo, sobre todo hablarle de ella y de sus promesas, y de la
traición breve, aunque definitiva, que tuvo que contemplar con sus propios
ojos. Sin duda, ahora que observa mejor, no es el tipo, pero su ansiedad lo
ahoga de tal modo que siente ganas de contárselo a cualquiera, no a todo
el mundo sino a uno solo y en voz baja, y proponerle lo que ha pensado. La
idea, absurda pero eficaz, que se le acaba de ocurrir.
No hay tiempo, sin embargo. Uno toma un taco de billar y sale corriendo, detrás del que lo insultó hace un instante y probablemente lo desafió a
pelear (de lo del desafío Mozzi no está seguro, pero la conclusión, de acuerdo a lo que acaba de presenciar, es más que obvia, y también es obvio que el
«desafiado» no es tonto: consciente de la diferencia de peso —unos veinte,
veinticinco kilos, pero además hay que ver el poder de esos brazos—, tomó
prestado un taco, después de todo no sin cierto sentido de la justicia, como
para emparejar un poco las cosas). Todos corren, unos pocos gritan, otros
pocos se quedan donde están: no es asunto de ellos. Tampoco es asunto de
Mozzi, pero éste sale disparado —incluso olvida el tinto— y se arremolina,
como la mayoría, en torno a la puerta. Todo el mundo se apretuja, ahora,
tratando de salir al mismo tiempo, y cuando por fin le toca a él, último o
penúltimo en la hilera desordenada, es tarde. Qué hubiese podido hacer,
se pregunta tímidamente. Nada. Pero cualquier cosa, lo que fuera, hubiese
aliviado el espectáculo triste, más bien trágico, de ver una cabeza toda enrojecida, desparramada casi en el piso, y a ese tipo todavía más triste de pie, a
su lado, dueño de un patetismo sin límites, sonriendo y llorando al unísono,
con el taco en la mano, diciendo entre sollozos y risas que no se sabe quién,
no se sabe cuándo, volverá y pondrá las cosas en su sitio.
Ninguno sabe qué hacer, en medio de ese revoltijo de carne, sangre,
olores, confusión y excreciones de todo tipo. Nadie se mueve, o algunos
sí, pero da lo mismo: es como si giraran en círculos, como si treparan a
los muros y se perdieran en el horizonte sin dejar una sola huella. Ninguno
existe realmente, se diría, excepto dos: estos dos vuelven a su mesa, se
sientan y uno le dice al otro, mientras bebe un sorbo de lo suyo y agarra
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las cartas, mitad enojado, mitad como si atravesara un sueño: Jugá, viejo,
qué vas a hacer.
Las cinco o seis cuadras que lo separan del río, ahora definitivamente cinco —atravesando diagonales que confunden—, lo hacen reflexionar.
Mozzi piensa en lo que vivió hace un rato, se pregunta si lo vivió, si estuvo
ahí, y el eco de su propia voz, aunque se trate sólo de pensamientos, le dice,
le grita Sí, sí, idiota, ni siquiera el pánico te hace reaccionar. Quiere huir lo
más pronto posible de sí mismo, y de su maldito deseo —evidentemente
innato— de filosofar sobre cualquier estupidez (sabe que podría estar horas
sin elaborar un concepto, un solo bosquejo de idea que valga la pena, no por
falta de inteligencia sino por desidia, por aburrimiento sistemático en cierta
forma), así que al instante admite que ha reaccionado, que sí, que todo eso
fue un espanto, y que por eso su plan sigue intacto. Es decir, se dispone a ver
el río, que de todas maneras nunca lo atrajo, por última vez. Mejor dicho:
a pasar sus últimos momentos en el río, el tiempo necesario, se dice, pero
ni un minuto más.
Bordea la costanera, atraviesa el puente, da unos rodeos por el parque
pero, aunque carezca a esta altura de importancia, decide por fin que no le
gusta, que jamás le ha gustado. De no ser por el casino, piensa, este pueblo
estaría lleno de fantasmas.
Hace el camino inverso por el puente, pero en lugar de continuar por
donde vino, baja los escalones de piedra, todavía al amparo de la luz diurna,
y se dirige a donde están alineados los bancos («Acaban de pintarlos», piensa). Se recuesta en uno hasta que oye un ruido, unos ruidos: unas chicas
corren peligrosamente cerca del agua, una tiene algo que las otras dos quieren, pero no cede. Se toquetean un poco, se pellizcan. Luego, la dueña del
tesoro dice algo que Mozzi no alcanza a oír, pero tampoco le da el tiempo.
«Ya», gritan casi a coro, y salen disparadas hacia el centro como un hermoso
sueño, pero Mozzi no ha tenido ocasión de soñarlo.
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Sueña despierto, si se quiere: a veces los lugares comunes son inmejorables para definir una situación. Y el estado de las cosas es ése: Mozzi mira
el río —esa mugre, que sin embargo contiene su aroma con eficacia, casi
con esmero— y descubre que no necesita nada más. Con eso le alcanza. Se
levanta, y sin escapar del sueño mantiene, a la vera del río, un paso regular,
medio, como disfrutando del paisaje. Sube una escalinata —ya es casi de
noche—, transita el bulevar, llega al puerto y entre los pescadores, al final
de todo, descubre a su socio, un borracho que apenas puede estar sentado. Pero nada parece tener fin, ni siquiera el sufrimiento de los que han
sido traicionados y quieren retirarse dignamente de este mundo. El tipo
rechaza la oferta, recuperando una cordura y un tono que unos momentos atrás parecían una utopía. Ni loco, dice. Quinientos dólares. «No». El
Peugeot y los dólares, insiste Mozzi. «Para qué carajo quiere matarse». Eso
no tiene importancia, dice Mozzi, tratando de que la desesperación no se
le note, aunque de pronto piensa que quizá sería mejor que sí, que el otro
vea que no hay escapatoria; pero en definitiva hace lo que puede. «Con uno
por día basta», dice el otro; Mozzi advierte, recuerda, con alguna clase de
tristeza, al pobre infeliz que terminó en el piso unas horas atrás, y piensa
que seguramente ni llegó al hospital. Si es que alguien hizo el llamado. «A
medianoche», le ruega, «atamos mis manos con cinta, tapamos la boca, y
después es sólo un empujoncito». «Loco de mierda», dice el otro, pero lo
dice fuerte, Mozzi se asusta y huye, evita correr para que nadie lo note pero
está huyendo, tiene miedo, siente que se ha vuelto loco, que tiene miedo no
sabe bien por qué, o por demasiadas cosas al mismo tiempo, y que por eso
se lanza a correr, ahora, no sabe bien hacia dónde, ni por cuánto tiempo,
ni qué cosa se le fue de las manos, no en uno, sino en dos planes perfectos.
Está solo en esto. Lo sabe, y por eso no hay nada, ahora que ha tomado
valor o conciencia, que pueda detenerlo.
Ha caminado por 25 de Mayo, se ha desviado hasta la iglesia, sin animarse
a entrar ha pedido perdón desde la vereda, ha dado una vuelta completa a la
plaza observando los ensayos, el griterío ridículo y los cánticos desencajados;
ha tropezado también con un chico, por suerte sin arrastrarlo al llanto, le ha
comprado un dulce y ha regresado a 25 de Mayo para cumplir con lo que se
le ha impuesto, a esta altura, como un destino.
En una pizzería le parece ver al tipo del tobillo: tiene deseos de acercarse,
preguntarle si está bien, si su lesión no ha provocado, acaso, que lo echaran
de la comparsa. Pero enseguida irrumpe el reproche. Aunque no cruza la
calle, lo único que quiere hacer en este momento —si no estuviese ocupado— es reprocharle su imprudencia, el hecho de desaparecer así como así
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sin previo aviso, haciendo caso omiso de su preocupación e impidiéndole,
de paso, terminar con lo que había empezado, lo que estaba animándose a
empezar.
Decide caminar sin rumbo hasta que las piernas se le derrumben, y ahí
sí regresar a su habitación, tomar el arma, y listo.
Ni siquiera piensa escribir otra carta.
No va a llamar a nadie, porque sabe que los reproches no agregan nada,
y a lo sumo, si alguien se dedicara a recordarlo, sólo traerían a la memoria
un sabor amargo, indigno para con alguien que, después de todo, toma sus
propias decisiones cueste lo que cueste.
Camina sin rumbo, pero sus propias pisadas lo llevan hasta el hotel (aunque su instinto, a último momento, quiera serle fiel y le pida que doble,
ahora que todavía está a tiempo). Pero no. Llega hasta la puerta, hace como
que observa el interior de la sala y se sienta, tranquilo, en la escalinata de
entrada.
Es una calle apartada, algo oscura, y es por eso que lo asombra que otra
comparsa, de noche, doble y se dirija hacia él. Ocupan todo el ancho de la
calle, y cuando pasan, aun con sus voces desafinadas y su arritmia a toda
prueba —por suerte falta bastante para el Carnaval, en realidad les sobra
tiempo para ajustar detalles—, es como si dejaran una estela no de alegría,
mucho menos de tristeza o desencanto: se diría que han sido capaces de
detener el tiempo un segundo, permitiendo que una suerte de espectro
melancólico aterrice en medio de la calle, cubriéndolo todo con su belleza.
Cuando ya han avanzado unos metros, una nena de no más de seis años
se desprende del grupo, corre, baña la cara de Mozzi con espuma y de un
plumazo regresa con los otros.
Mozzi se limpia la cara. Sonríe, acaso sin quererlo. Nada ha cambiado,
en definitiva: pero el modo en que parece girar el universo, una vez más, lo
deja perplejo, desamparado, invisible l
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Que lo que sea
continúe
[fragmento]
Gustavo Ferreyra
Una vida no bastaría para huir de tu cara. Correría y no alcanzarían los
caminos. Tus lindas facciones, terribles, y mi caquita cayéndome del culo
para lubricar la entrepierna y dar entonces zancadas más largas, más grotescas, desesperadamente distanciadoras. Tus facciones blandas, rellenas de
miel rosa, rechonchitas de benevolencia y de repente el rayo traidor y todas
ellas muy juntas, agarrotadas en los filos grises, impiadosos, y la cava de
odio antiguo llevando a tu mirada la voluntad, ¿cómo decirlo?, dogmática de
perderme. ¡Y yo que quería creer que siempre lo había sabido! Huía como
del diablo mientras me aseguraba que no era nada sorprendente, que me lo
había maliciado desde siempre y la caquita cremosa y cálida escurriéndose
hasta las rodillas y quizás aun, en surcos, hasta los tobillos. ¡Sabía! ¡Sabía!,
me gritaba, mudo corredor hediondo, y hubiera querido morderme, morderme bien fuerte las carnes, hincando los pobres caninos humanos, para
atraparme, para tenerme, para sentirme como hacedor de mi daño. ¡No
quería ser sólo el huidor, el sorprendido! ¡¡Traidor!! Pulguito furibundo. Y
yo que corría y mi boca ansiosa de morder perrunamente en la pantorrilla
de la presa que escapaba. Yo corría y a la vez mi boca iba detrás de mí, para
morder y salvar el honor.
¡Honor! ¡Honor! La caquita que iba con la gravedad y las muelas que de
todas maneras avanzaban en victoria. Las muelas civilizadas, cargadas de plomos y de cerámicos, que no tendrían que ir por la dignidad pero iban. Iban
como tropa del espíritu, las estúpidas muelas, a morder la carne. Falanges
entrenadas por las palabras, metálicas, pueriles. ¡Tengo la boca disciplinada
para salvar el honor! Pero corría. Y tan rápido que el viento secaba la caquita
por debajo de las rodillas.
¡Y no sólo yo corría! La dignidad escapaba más rauda que yo, porque no
hay más que perseguirla para que huya. ¡Incluso cualquier movimiento hacia
ella la asusta! Arisca como un gato, sólo se aviene a acercarse si el cuerpo
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en cuestión permanece inmóvil, como si la dignidad, en última instancia,
estuviese formada por gases que se atraen por densidad, por volumen, vale
decir, por masa. ¡No se puede ir tras la dignidad sino que ella tiene que venir
a uno por peso gravitatorio, como los planetas atraen hacia sí una atmósfera!
Y los dos fuimos asteroides en una época, Danielito, y girábamos mudos
y azorados sin atmósfera, sin aura, reclamándole al señor Mundo aunque
disimulando el reclamo porque lo sabíamos contraproducente. ¡Éramos
amigos como sólo dos asteroides sin atmósfera pueden serlo! Amigos en
la desnudez más helada, bólidos de formas disparatadas precipitándonos
sin saberlo, sin conciencia, del perihelio al afelio, en órbitas demasiado
extensas para nuestros tamaños. Y entonces nos reconocíamos en el vértigo
sin sentido, eventualmente dañino, del mero fragmento que ya no aspira a
ninguna totalidad, que ya ha fracasado en un pasado del que es imposible
tener memoria. ¡Amiguito! ¡Fragmento de nada! Te saludaba y me saludabas. Ni siquiera cabía sospechar que fuéramos en órbita, no llegábamos a
tener esa experiencia. Nos saludábamos y nos prometíamos que alguna vez
extinguiríamos un reino.
Fragmentos de lo que no iba a formarse jamás, extinguidores de reinos, amigos dulces. Yo te mostraba mis manitas cortas y blancas para que
vieras las imposibilidades casi infinitas de las que podríamos jactarnos los
humanos. Manitas como remos en el océano, como aspas en el espacio. Te
mostraba el escándalo de las manitas hacedoras, las manitas hacedoras de
civilizaciones, para reírnos, para burlarnos, para ridiculizar a los pulgares.
¡Sí que nos reíamos de los pulgares! El bailaor, le decíamos; los bailaores
rechonchos. Con su danza mocha construyeron un mundo. ¡Con su danza
masculina fertilizaron la Tierra! ¡A la mierda con los pulgares! Sí que han
hecho imperio con su sensualidad petisa. Yo los movía delante de tus ojos
para que supiéramos a qué atenernos con respecto al futuro. Los movía y
era tan evidente la lascivia del baile que retrocedíamos a la infancia, al amor
por los pulgares. ¡La infancia ama los pulgares y con esto está todo dicho!
Sabe lo que tiene que saber. La adultez quizás agrega confusión y la prueba
está en que olvida los pulgares. Se desenamora de ellos. Vale decir que se
cae en la ignorancia.
Aun así, Danielito, éramos hermosos adolescentes. Por años, fuimos asteroides fusiformes y teníamos la benevolencia de las cosas. ¡Éramos bondadosos y te mostraba mis manitas! Y nos cruzábamos en el espacio sideral, en
la negritud sin horizonte, y te saludaba en una breve despedida, acariciando
el adiós con mis deditos. Nos cruzábamos y nos íbamos cada uno por su
lado; éramos camaradas. La proverbial camaradería de los asteroides. Hasta
que no se soporta más la asimetría, la fusiformidad y se envidia a las gráciles
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esferas de tal modo que se traiciona. Y ya no estoy preso del sol, Daniel,
sino de los hombres. ¡Me entregaste a los humanos, a los aprisionadores más
tenaces, más férreos que se pudiera imaginar! El hombre es esencialmente
aprisionador. Los mismos pulgares, corchitos bailaores y escandalosos, así lo
determinan. Y pasan los años y no se olvidan de aprisionarme. Cuatro años y
la persistencia sería llamativa si no se tratara de humanos. En la circularidad
en la que deambulo aquí en Marcos Paz, por la que vuelvo siempre al lugar
del que partí, se hace patente esta perseverancia de las manos prensiles.
En las cárceles se reproduce en realidad el sistema solar, sólo que en el
centro está el vacío. Sigo girando, pequeño, fusiforme, sin lunas. Camino
contra los pantalones que me obligan a llevar. Ante mis fuerzas, son pantalones duros y pesados. ¡Deberías saber cuán plomiza y férrea puede ser una
tela! Camino con pasos muy cortos y dudosos y a veces retorno un pasito
para atrás y vuelvo a empezar. No abandono mi circularidad de poeta, de ser
en curso. A pesar de los pantalones, voy. Dicen que hace frío, pero lo de los
pantalones es un ardid. No me quieren en ropas de mesías, no me quieren
etéreo. Me echan encima las telas más densas y me aprisionan en la debilidad. ¡Y me quieren callado! Cuando he de hablar me demoro y los pájaros
han volado. Abro la boca y es mucho el aire que entra, de todo el aire que se
abalanza por los pasillos, y poco lo que puedo oponer. ¡Saco afuera tan poco
del aliento que guardo! Aun así soy el profeta y he bautizado a decenas. No
puedo dejar de ser el bienamado donde quiera que vaya. Vienen a mí con
fervor y he decidido dar los sacramentos. No quería hacerlo todavía y me he
visto obligado. ¡La colmena me necesita y me traen los néctares y las jaleas!
Creen necesitarme fuerte e inmóvil y yo deambulo contra el peso de las ropas. Soy el asteroide todavía y me quieren de sol. ¡Ya entraré en combustión
algún día! ¡Ya atravesaré el pórtico! Por ahora me acerco infinitamente y no
lo atravieso. Descuento la distancia como la flecha de Zenón. ¡Estoy todavía
de este lado, Danielito, y por esto te escribo! Para que tengas presente que,
pese a tu traición, te saludo con mi manita sucia con las golosinas más diversas. Las mieles y los chocolates y las ambrosías vienen a mí porque soy reconocido como el piquito de oro, el divino infante. ¡Mis papacitos siempre lo
supieron y ahora casi toda la cárcel se ha plegado a ellos! ¡Si se hubieran enterado de quiénes fueron vanguardia! Pero yo siempre fui —y ellos deberían
admitirlo, dispersos como están en el agua de los océanos— el reyezuelo
del estupor. A estas alturas estoy hecho ya de perplejidad y en donde quitan pedazos de ésta encuentran un vacío alarmante. ¡Los guardia-cárceles,
Danielito, son dados a quitarme los pedazos y luego los colocan malamente,
a como dé lugar, como quieran que caigan o que encastren! Quieren ver el
misterio. ¡Yo mismo quisiera verlo si me fuera posible! Decir por fin ¡ajá!,
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como el médico que descubre el tumor en una placa radiográfica. Pero, tras
mis perplejidades, me he hecho tan profundo que he desaparecido. Me he
ido en profundidad de un modo escandaloso. ¡Yo mismo me avergüenzo de
no estar en donde debería, Danielito!
Soy una vergüenza que no calla y que busca nidos para sus pichones. Y
pienso usar tu traición como de un objeto del que me he munido. ¡Tengo
tu traición en mis manos, Danielito! Y no quisiera desaprovechar un útil. Te
escribo para decírtelo. ¡Ha llegado el tiempo de las epístolas! Debo ir a los
públicos, que me esperan con las manos sudadas entre las piernas. Tengo el
secreto de la belleza y entonces refugian las manos entre los miembros y me
aguardan. Y si no hay bellos muslos entre ellos no me importa; importan las
manos sudadas. Así me escuchan los presos, con las manos entre las piernas y la cabeza algo gacha para oírme mejor. Es que hablo bajito y, aquí, las
paredes se comen las palabras con facilidad. Los muros de la cárcel son más
comedores de palabras que otra cosa. Comen y no se nutren y luego tampoco
defecan. Y cualquier autopsia sería en vano. No van a entregar nada. De aquí
que las epístolas se hagan tan necesarias. ¡Voy a enviártelas a ti, Danielito, que
eres uno y que a la vez eres dos! Sentí pánico cuando vi a los dos Danieles y
no sabía cuál de los dos eras en verdad. Ni siquiera se parecían tanto y aun así
eran dos Danieles. No sabía si había uno al que amaba más, si uno era mejor
que el otro, sólo con que hubiera dos era pavoroso. Y yo estaba imposibilitado para discernirlos. Vivo en estado de indiscernimiento con respecto a
cuestiones bastante primordiales, diría, hasta básicas. Es el mal que aqueja
a los que hemos ido con demasiado optimismo hacia las cosas. ¡Con mi fe,
he pecado! «¡Yo soy el genio maligno!», le grité a Descartes y fui a las cosas
creyéndome el confundidor, el hacedor de confusiones. ¡He tenido confianzas juveniles que me honran! El bello adolescente que fui debería ser puesto
en un pedestal, al menos de plástico (una palangana volcada tal vez bastaría).
Yo lo honro como a un ancestro que hubiera muerto ante las murallas de
Jerusalén. ¡Me conmino a ser leal a él y los ojos se me llenan de lágrimas!
Fue el asesino del infante, de Piquito de Oro, por exceso de optimismo y
entonces huyó a las estepas. ¡La sangre de los asesinos corre por mis venas!
Ya el adolescente levantó el cuchillo. Son ancestros, asesinado y asesino,
frente a los cuales inclino la columna. Hicieron lo que hicieron por amor a
mí, hicieron lo que hicieron por alarde optimista con respecto a mis dotes.
¡Infante y adolescente se sacrificaron por mí! ¡No fueron felices para darme
todo! ¡Cómo podría no defraudarlos! Eran los seres del carpe diem y sin embargo no vivían el momento, se maceraban por mí en el frío de la heladera.
No debieron haberlo hecho y lo hicieron y el mundo marcha como debiera.
¡Bravo por esa maceración! ¡Bravo por la húmeda heladera de mis padres,
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la vieja Westinghouse de burlete roto en el fondo de la cual se maceraron el
infante y el adolescente!
Supe ser el genio maligno, el confundidor de las sumas y las restas, el
esposo zalamero de la raíz cuadrada de dos, el que puso a la vista la mariposita marrón del calzoncillo cartesiano, y ahora confundo las percepciones sensibles más simples. No discierno bien una piedra de un jabón, una
toalla de un mantel, una almohada de un recluso. No discierno y los dos
Danieles que vi me llenaron de pavura porque cualquiera de los dos —y
eran en realidad bastante diferentes— podías ser vos, Daniel, Danielito, el
amigo al que recurro. Ya me había pasado en una ocasión con mi madre.
Hubo dos mujeres en la misma habitación que se decían mis madres y yo
no podía decidir. Las dos me conminaban al discernimiento y yo caía en una
bobalicona desesperación. ¡Hay que huir de los dilemas y eso hice! Escapé
de los dilemas y en verdad que ninguno me persiguió. Los dilemas no son
perros de presa que corren al que huye, más bien permanecen en el lugar
esperando con paciencia la llegada del buen consorte.
Escapando de los dilemas he simulado correr tras el honor. ¡Y el honor
sí que me ha tenido pavura, Danielito! Yo lo corría vestido con un delantal
de maestra jardinera para que no me reconociera y engañarlo. Me he camuflado para sorprenderlo como tantas personas que he conocido y que han
sido maestras en el arte de cortejar el honor. ¡Ay, la dignidad, Danielito! He
conocido un moribundo que renegaba por una manchita de la dentadura
postiza. Y creo que luego de eso ya no abrió la boca. Y si te figurás que aquí
el honor queda en la puerta es porque no has estado nunca en un presidio.
¡En última instancia, hay que estar cerca de la animalidad para saber qué es
el honor! ¡Cuando es el chimpancé el que te estira los labios para besarte, sí
que buscás empinarte a como fuere! ¡Toda la cárcel no es más que una puja
acérrima de honores! Exuda honor por todos los poros y hasta te diría que el
honor asfixia. Afuera, las dentaduras trituran comida; aquí, mastican honor
y lo muerden con mucha evidencia. ¡Cada almuerzo, cada cena es un rito de
honores, donde las carnes más empinadas se muelen entre diente y diente!
He visto hace unos días uno de los cuerpos más puramente honoríficos entre
un canino y un molar, en realidad en un vacío de diente —¡justo un vacío de
diente!— en una boca que, enfrente de mí, se abría fea y acompasadamente
con simulada indiferencia. Era un pedazo de puro honor y se quedaba, tozudo,
en el vacío de diente. Yo lo veía y ¿qué podía decir?, ¿qué podía señalar? Ese
pedazo de honor que el hombre no iba a digerir me hacía caer en la aquiescencia, en cierta risa muda. El hombre tenía los ojos velados, en apariencia estaba
resignado a ser el que era, lo que lo hacía absolutamente nítido, real, no se
desdoblaba ni un micrón en lo que pretendía ser; y sin embargo, aun así, algo
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insignificante lo podía despertar y, entonces, de repente, emergería un león
de injurias y de ademanes y de gritos y aun de facas y de lo que te pudieras
imaginar, porque ese cara de nada estaba dispuesto más allá del humus de las
vísceras, más allá del núcleo de hierro de sus fes, más allá del vacío esencial
que continúa al núcleo de hierro, a ser la dignidad misma, soldado último de
la belleza, a declararse in situ, en los hechos verdaderamente irisados con la
pelambre de la realidad, esa que se puede sentir como la pana de un peluche,
un platónico tout court, un platónico desde siempre y para siempre. ¡Un cara
de nada capaz de asegurarnos que la vida, estúpida y renegada, era al fin de
cuentas platónica! ¡Que la vida se entregaba a los afanes de belleza, de justica
y de verdad! ¡Carajo! ¡Fui a la cárcel dando por muerto a Platón y los presos lo
desenterraron ante mis ojos y le dieron vida con la energía maniática de unos
Frankenstein! Ir a la cárcel fue ir a Platón. Y si alguien se atreviese a denigrarlo
delante de uno de ellos, hay que atenerse a las consecuencias. Creo que más de
uno, aferrado a la dignidad como un planeta a su órbita, daría horriblemente
la vida por Platón.
En fin. Paseo por los pasillos vestido con el delantal de maestra jardinera por arriba de los pantalones y predico la benevolencia de las cosas. Mi
lentitud me favorece. También favorece el acompañamiento de Cachimbo y
Maloy. ¡No quisieron abandonarme y, aunque no fueron condenados como
cómplices de mi crimen, viven conmigo en las catacumbas como buenos
apóstoles! Los tres caminamos de la mano por los pasillos pasito a pasito y
se nos abre paso como a dioses. ¡Somos mesías y no dioses, he murmurado
muchas veces, pero aquí esas distinciones son menudencias! Quieren dioses
para una fe que en verdad era muy antigua, porque desde siempre han creído
en la benevolencia de las cosas. ¡No hay que convertirlos ni guiarlos sino más
bien seguirlos! A veces, basta con seguir a un grupete de sabihondos y ellos
mismos se encargan de ver el asunto en reversa, de futuro a pasado. Se alegran de no hacerse cargo de su sabiduría. ¡Y a fe mía que hay sabihondos en
la cárcel! Prácticamente todos. No hay más que estar aquí unas semanas para
que el sabihondo que está soterrado en cada uno de nosotros ocupe un sitial
de postín, se acomode a sus anchas e imposte la voz. No hay presidiario que
no guarde en sí una autoridad. La desarrolla para mantener la forma ante
la autoridad de la sociedad, que inevitablemente quiere deformarlo. En fin.
Son platónicos y, a la vez, sin contradicción, se entregan a la benevolencia de
las cosas. Y mis prédicas, de voz pequeña y frágil, bien propia de quien viste
un delantal de maestra jardinera, los fascinan. Se me han plegado adeptos
y, al tenerme por su diminuto dios, quieren fortalecerme. Es una preocupación que yo desdeño. Me basta con el amamantamiento de Josefina. Me
basta con esos nutrientes que avanzan hacia mí taconeando por estos pasillos
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que quisieran ser cavilosos y que están meramente inmóviles en su muda
frialdad. Desespero por escuchar, alguna vez, ese taconeo que me está vedado escuchar y que sólo imagino. Cuando entro a la habitación ella ya está
allí. Según la operatoria, bien calculada, avanzó por pasillos que están más
allá de mis oídos. Sé que va a amamantarme y recupero la motricidad de un
buen bebé. Quiero decir que me vuelvo un lactante excelente y mi cuerpo se
destraba. Veo a Josefina y me libero del peso de los pantalones, dejo de ser
el lentificado. El vacío se escurre como si fuera un líquido. Josefina me llena
de mí mismo y el sistema nervioso se vivifica al dejar de girar en vano, los
engranajes muerden otros engranajes y el oso perezoso deja lugar al humano,
al hijo más específicamente porque ella atraviesa los pasillos como madre y
tal vez sea mejor no escuchar un taconeo meramente cariñoso. ¡Me trae los
pechos, Danielito, y me trae a mí, que quiero ser esos pechos! La máquina
parlante se detiene y retorna, por fin, el mamífero. La máquina parlante
aturde al mamífero, y lo va a seguir aturdiendo hasta matarlo. ¡Pero todavía
el mamífero mudo tiene tanto por guiar, por conducir! Ante Josefina soy un
mamífero y el amor es mamifidad. Nadie entiende en verdad nuestro amor,
porque nadie entiende al mamífero. Y menos nos entendemos nosotros,
humanos, como mamíferos cabezones de grandes glándulas eléctricas. Veo
a Josefina y pareciera que me suben la tensión con un potenciómetro. Ella
me sonríe y sé perfectamente que no soy un dios sino un mesías plañidero
y luego de que me habla y me siento a su lado (y me siento pegado a su cadera y casi un poco por debajo de su cadera) solamente un plañidero. ¡Me
encantan los arrumacos y hasta las lágrimas entre sus pechos! ¡He llorado
lamiscando un pezón rosa y tierno y luego de llorar he seguido y he seguido
como aferrado a un dulce hasta asombrar a las patas de la cama! Pero es que
hoy todas las cosas, filósofas, se asombran del mamífero que hemos llegado
a ser, el que no se asombra de nada.
En fin. A poco que Josefina queda detrás de mí, vuelvo a lentificarme, los
órganos otra vez se cristalizan y la sangre se retira a cuarteles de invierno.
Pasito a pasito lucho contra la amenaza de la inmovilidad, que pareciera
abrir sus fauces por debajo de mí. De todas maneras, creo que si por fin
me quedara del todo duro, sería para pasar a un estadio superior de mi deificación. Me inclino a creer que, duro, volaría con mi delantal de maestra
jardinera como capa. Y los presidiarios sabrían bien qué se traerá el asunto.
Ninguna boca pronunciaría el nombre de Superman ni ninguna de esas tonterías. Con todo acierto, verían en mi vuelo el triunfo definitivo de Simón,
el mago, sobre Pedro; el gran portal para la derrota de Jesús l
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Valeria Tentoni
Le dejé una bufanda de lana por cuna, le dije que todo iba a estar bien.
En una lata vacía mezclé polvo blanco y agua de la canilla.
Ahora eso es leche que espera por la confianza de nuestro gato,
por un día en el que no haya nada de qué escaparse.
Por la mañana encontramos que algo había comido.
Pero ya no estaba ahí.
Yo estoy en el poema, ahora, preguntándome
si existió o no ese animal oscuro entre nosotros.
Yo estoy en el poema, ahora,
cambiando los tiempos verbales a pasado.
La casa se inundó
porque las ratas pusieron en el desagüe sus nidos
las hojas taparon las canaletas. Encontramos manchas de humedad con figuras
abrumadoramente imprecisas.
Talaron el árbol, pusimos piedras
sobre el tronco guillotinado.
There is a crack, a crack in everything
That’s how the light gets in
Leonard Cohen
Yo lloraba en un estúpido charquito de barro.
Hoy
Había un gato negro acurrucado en la puerta
y cuando abrí entró, dijiste.
Se va a llamar Michael Jackson
y no va a entrar en la habitación, acordamos.
Compraste alimento en el quiosco
le serviste agua en una maceta que olvidó
el inquilino anterior.
Cuando llegué, el gato estaba entre las piedras
que detenían el avance trunco del árbol.
Era un minúsculo pompón desgreñado.
Saqué las piedras, una por una. Tuve miedo
de que estuviese muerto.
El gato no se movió hasta que giró la cabeza muy despacio
y me clavó sus ojos amarillos.
Uno de ellos estaba hundido por la presión de las espinas.
Era más bien horrible. Estaba aterrado
pero sostenía la mirada, algo que muchas de las personas que conozco
ya no pueden hacer. Escapó hacia el lavadero.
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temprano
la manijita del botiquín del baño falseó su tuerca
y cuando abrí para buscar el secador de pelo
se salió del todo.
Me quedaron rayitas de metal en la mano, se zafó
se erosionó, se terminó
su vida útil. Y todo así. Todas las cositas se autodestruyen
quieren pertenecer al polvo.
Ahora mismo, por ejemplo, se me están pasando los fideos. Pero sé
que son
los fideos o el poema.
También sé
no me engaño
que los fideos se me están pasando.
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David Viñas y
su agonística en torno a
los «últimos argentinos»
del siglo xx
Horacio González
T estamentario , David Viñas (1927-2011) escribió su última novela,
que tituló Tartabul o los últimos argentinos del siglo xx, con un impulso de
desafío final al lector. Lo invitaba a que transformara una especie extraña de ilegibilidad en otra especie no menos fantasiosa de legibilidad.
No era Viñas amigo de especulaciones sobre la teoría de lectura como
acto de significado póstumo que nos permite compaginar la trama agonística de la realidad. Sin embargo, iba inventando un género rememorante
que sustraía deliberadamente los nexos de tiempo, espacio y administración de las expectativas, haciendo de la lectura de su postrera novela una
aventura insondable. Desde luego, defendía la escritura que fuera capaz
de conmover los cimientos de la nación (entendida como un vacío infinito
cuya reparación reclamaba inexistentes redentismos), pero concluye lo
que él llamaba «su faena» con un reto a la comprensión lineal, inmanente
o saturada de transparencia. Por fin había llegado al límite último de la
opacidad; el lector que entraba a ese infierno de conversaciones sólo podía
desear escapar de ese enrejado de voces quebradas, o implorar que alguien
le suministrara las claves para entenderlas.
Viñas vivió expulsando de sus ficciones los distintos nexos usuales de
la gramática, que es lo que la escritura siempre le ofrece a la oralidad.
Concibió la desmesura de una oralidad que, como los mapas que postulaba
Borges (y no era éste su autor favorito), cubriera la totalidad de un territorio real, haciendo inútil la representación. Viñas por fin había consumado
el proyecto de sustituir el terreno entero de la escritura por el atlas de una
oralidad que la envolviese por completo. Pero a esta oralidad en estado de
crudeza silvícola siempre hay que trabajarla, postular su verosimilitud como
si efectivamente alguien lograse el imposible de abolir la escritura y dejar
desnudo y solitario el imperio de una voz. Necesitó de la escritura para
intentar revocarla o mejor, extinguirla.
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De este modo, sólo pudo simular que rescindía la gramatología de su
escritura, para presentar su conversación como el aflorar taumatúrgico de
la voz. ¿Pero no es una escritura la que tenemos ante nuestros ojos? Sí,
pero Viñas se dirige a un lector al que, si él hubiera sido menos orgulloso,
le hubiera implorado que comprendiera que necesitaba ser cada vez más
alegórico, con alegorías con cuyo anagrama no se contaba. Él tampoco lo
sabía, y, si la sabía, confiaba en que sus lectores fueran indulgentes con su
canto de destrucción de la literatura, que sin embargo todavía precisaba de
la literatura para mostrar el esqueleto sin carne de la última agonía posible:
esos diálogos entre sus personajes en que los implícitos sirven de deliberado obstáculo a lo que toda novela tiene de fatalmente naturalista cuando
por fin enfrenta el último bastión de los intercambios dialógicos.
Tartabul... está hablada de esa manera, como en una caverna platónica en
la que todavía no hubiera sonado la hora del lenguaje articulado, mientras
que los que huían de esa prisión de sombras no sabían aconsejar otra cosa
sino seguir de ese modo, como espectros descarnados. El aguantadero sepulcral no era otra cosa que la conversación sin ciudad y sin cuerpo, sólo
entelequias deshilachadas de recuerdos. Tan luego él, Viñas, el que había
descubierto, adoptado o retraducido las nociones de cuerpo, ciudad, gesto,
transpiración y mucosidad de la literatura argentina.
El monólogo es la esencia de la conversación que, si los entrecruza y
los va conduciendo cada uno a su tiempo, no por eso logra que desaparezcan como irreductibles unidades de sentido. Viñas trabaja con los pedazos
dispersos y las astillas quebradizas de lo que en algún momento fue la
conversación arquetípica, la que tiende a la inteligibilidad. Aun Joyce, aun
Faulkner, no se desprenden enteramente de la esperanza intelectiva. Viñas
llevó todo eso hasta las últimas consecuencias del desastre comprensivista.
Están hablando sus ventrílocuos: los últimos argentinos del siglo xx. Pero,
para decirlo de otra manera, enteramente justa, eran los últimos argentinos, sin más. Permanentemente asistimos al oscuro sentimiento de que
hubo un tiempo anterior, mítico y extinto, cuyos detritus permitían que alguien escuchara esas voces hechas trizas, a cuyos restos no había que pedirles
orden y sentido. Sólo destellos, lucidez instantánea y fugitiva.
Esos sueltos, dispersos cascajos del idioma, Viñas los toma como peñascos del habla nacional que, a punto ya de sumergirse, dilapida sus últimas
claves. Pero el flujo carnavalesco del hablar de los personajes —Chuengo,
Moira, Pity, el Griego y el esquivo Tartabul— parodia una arena fantasmal,
que está allí sólo para tolerar sus bufonerías trágicas. ¿No dejan en el lector
la evanescente impresión de que esos nombres son máscaras de otras novelas, del propio Viñas, y más allá, de Los siete locos, o alguna otra localidad
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ficcional del legado novelístico argentino, que a su vez sería otra vez una
máscara, en este caso de un Dostoievski o de un Balzac?
El punto de arribo de Viñas es el de una mofa misericordiosa, pero a
veces también sangrienta, por el mero hecho de estar hablando. De ahí que
lo que toda ficción tiene el deber de representar, si esta noción aún conservase validez, sería tan sólo el sufrimiento mismo del hablar. Hablar sería
una máscara provisoria cuyo tema es el recuerdo de lo que se extingue, y
que sólo sigue en existencia por la íntima necesidad de que los últimos testigos balbuceen un saludo final a las voces en la inminencia de desaparecer.
En Tartabul... se pregunta y se contrapregunta; son diálogos, sí, pero tan
lastimados que quizás Tartabul —una alusión a un personaje payasesco de
una antigua novela argentina del ciclo realista, La Bolsa, de Julián Martel—
es la caída del lenguaje en su basural originario: ese tartamudeo infernal
que seguramente debe de haber precedido a las frases articuladas que de
alguna manera ordenaron el sentido y al mismo tiempo lo privaron de su
aura originaria de ofuscación y aspereza. El tartajeo, el implícito y la ausencia de sentido secuencial en los diálogos proponen un rompecabezas idiomático que alguna vez hubiera existido y que los conversadores encuentran
luego que un daño esencial hubiera ocurrido, dispersando la débil unidad
que se había logrado. En ese mundo ya nadie era inocente para buscar que
se restaurara el sentido perdido, y conversar sobre el pasado era una punzante pasión que desechaba tener la paciencia para recomponer esas piezas
desconsoladas en el vacío de los recuerdos, las revoluciones perdidas y los
muertos sin sepultura.
En una conversación casual y sin prevenciones siempre hay sedimentos que
quedan flotando en un líquido amniótico, escorias desdeñables de las que, sin
embargo, surge la trama volcánica de donde sale el lenguaje. Viñas labora con
el frenesí de la pregunta irrespondible por naturaleza: ¿dónde comienza
el lenguaje? Su tono irónico y desencantado lo resolvía con su monólogo interior donde había toda clase de interlocutores invisibles: mientras
hablaba en la ciudad y aludía a los cuerpos como último reducto de la
realidad, su literatura se poblaba de fantasmas sin respiración, sólo con
voces hechas huesos. Hablar lo hacía sufrir o lo volcaba a un sarcasmo sin
límites. Tartabul... es la novela argentina que exhibe su origen en una fuente
atormentada, pero muestra en su escritura el tormento en acción, haciendo
de la lengua en que está concebida un pudridero refundador del idioma, no
obstante presentado como el momento de la falta de redención. Pura gelatina crasa de la memoria, Tartabul... es una sucesión de historias resueltas
con un despliegue rapsódico de estocadas verbales, repreguntas incesantes,
torsiones enigmáticas de una lengua que parece un automatismo surrealista
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regado con babas de adultos que se proponen no ser lascivos en sus medias
confesiones, en sus silabeos eróticos, en sus insinuados ludibrios. Todo
es un amplio y violento «titeo», concepto que Viñas había aislado en sus
trabajos de crítica literaria para señalar el modo de deshonrar arteramente
a los inferiores.
Los personajes de Tartabul... se remedan, se chasquean, se escarnecen, se
zumban a sí mismos. Por eso, quizás para abrir esa compuerta evocativa de
una masmédula, Oliverio Girondo abre absurdamente la novela enmascarada, que encierra su propia aventura joyceana, en los truenos internos de
la escritura rememorante; pero también hay otra burburja titilantemente
encerrada en Tartabul..., que por momentos parece una extremación humorística de ciertas descripciones de Lezama Lima en Paradiso —orfebrerías
místicas sobre objetos, animismos que en Viñas son concesiones a la ironía
o al fastidio con el que se recarga el conversador, aunque cercanas a la cosmología lezamiana. Paradoja del antibarroco David Viñas.
Esto quizás explica las abundantes comillas que suspenden el fraseo, que
en Viñas figuran el hecho de que no se sabe ni quién lo dice ni si forma
parte de una hemiplejía sorprendente de la narración, como si Viñas se
molestase con lo ya dicho, pero se le hiciera necesario seguir diciendo una
y otra vez. En un falso presente absoluto, que de repente hace aparecer
aquellas comillas en intercesiones que revelan algo que dice alguien miles
de años antes, pero está allí como estalagmita que se puede seguir contemplando una vez más. ¿No son los diálogos esas estalagmitas? ¿Los guardianes cavernosos de un monólogo enloquecido que disimula su deshilván con
la invocación de varios personajes, que remitirían al «conversando conmigo
mismo» del notable escritor y general Lucio V. Mansilla, modelo atesorado
y repudiado luego por Viñas?
Los álteres femeninos y masculinos de Viñas le permiten descender a
los surtidores turbios del lenguaje, que van de la delicada obscenidad hasta
la sensación vaporosa de que siempre se trata de discusiones irresueltas de
una historia intelectual argentina, apenas velada por alusiones nerviosamente imprecisas, hasta que aparecen no pocos nombres propios, con los
cuales Viñas entabla discusiones sobre la lucha armada o la elaboración de
revistas en el exilio, rompiendo en todos los casos las secuencias narrativas
enhebradas por un tiempo racionalizado y presentando en cambio el quiebre del nexo entre texto central y nota al pie, entre una frase y su posible
continuidad tronchada, entre la memoria como urdimbre actuante y el
fracaso de la memoria.
Viñas siempre escribió elegías, desde Los dueños de la tierra en adelante.
Sólo que en Tartabul... la elegía aparece al descubierto, y la suma de voces
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mezcladas es un llanto que, sin abandonar ni el consuelo de la parodia ni el
aire de circo, es una bolsa de huesos que se entrechocan provocando sonidos
de palabra humana o un tapiz del cual ya no sabemos si está al derecho o está
al revés. Es el «revés de la trama» que Viñas ahora ha convertido en Tartabul...
en una sepultura de las conexiones histórico-narrativas que habitualmente
sostienen una novela —o que por lo menos sostenían las de sus comienzos,
como, sin duda, Hombres de a caballo, que mantiene todavía un equilibrio entre
acciones, escenas, cuadros vitales, diálogos o conflictos.
En Tartabul... todo eso ya se consagra como elemento a ser incluido en
capas soterradas de la conciencia, espectros que teclean una epistolografía
luctuosa y a un tiempo sexuada. Son epigramas que actúan como reliquia
moral, las verdaderas acciones a golpes de sarcasmo lamentativo, seguidos de
todas las menciones posibles a un escarnio redentor por la vía de lo irrisorio.
Una cuestión amatoria contiene un comentario sobre el linimento Sloan, a
modo de darle un colofón despechado, grotesco. Esta escritura que remeda
telegramas apócrifos o el acto de pegar obleas engomadas en una pared con
palabras-talismán, o, si no, con modismos o «ademanes» que le atribuye a
Sarmiento como vivacidad corporal de la escritura, deja el sentimiento de
que sólo así hablan los sobrevivientes y sólo así se sobrevive, hablando en el
descuartizamiento de la memoria. O con la memoria descuartizada.
Montaje de cartas perdidas, viñetas, inscripciones en los carros, recorrido
autobiográfico en círculos aflictivos o fraseos sin retornos que se entrecortan
con una parodia al hablar de la gran ciudad —decir, por ejemplo, la palabra
«Apart-hotel»—, que en el oído fino de Viñas suena como un escándalo idiomático a ser perdonado. Por eso Tartabul... perdona. Es una enciclopedia deshojada, cuyo personaje, Tartabul, tomado del interior mismo de la literatura
argentina, probablemente represente la idea de que el testigo siempre tiene
o debe tener algo de payasesco si no quiere tomarse en serio el martirologio
de serlo.
Hay en Viñas una idea cíclica de la historia: fin del siglo xix, fin del siglo
xx, los «últimos argentinos», recurrencia mesiánica que él trata como «requisitoria y fellatio»; con alusiones en el borde de la agonía, asomando apenas una
pizca que permite rescatarlas de la pérdida de sentido. Evidentemente, con
Tartabul..., última novela de Viñas, el verdadero argentino póstumo, estamos
ante un manual de retórica que rompe las ataduras con cualquier pedagogía u
orden explicativo. Viñas marchó así hacia el anarquismo de la letra, al collage
anunciado de una locura que en literatura significa un proyecto de salvación
personal como sobreviviente que sólo guarda en su memoria un conjunto de
retumbos de sus frases anteriores y las recombina como un poseído. Proyecto,
al fin, inútil para él.
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Los monólogos son lo que queda de diálogos remotos ya destrozados,
con secuelas de barroca obscenidad que a veces permiten un extraño recuerdo de Leopoldo Marechal, autor que no había sido de la galería predilecta de Viñas. Quizás un Arlt recubierto por un Marechal, monstruo
delicado y sonoro en el que, entre un plano y otro de la conversación,
nunca decidimos si estamos hablando de la historia o de nuestro yo. O
bien, en todo caso, de la imposible razón que sensatamente nos obliga a
mantener circuncidado el Yo, pues sólo se promete en Viñas el desemboque
en el cuerpo, las superficies de carne, pero luego se nos entregan astillas de
oralidad que son tan escurridizas y arteras, tanto como parecen grabadas
en cortezas de árboles.
¿No es así la memoria, que parece firme cuando es etérea y tornadiza
cuando se sostiene en recuerdos brutales y concisos? La memoria histórica y corporal se convierte en las sombras de la memoria o sombras que
sostienen memorias. La «evocación de las sombras», para entender una
tragedia nacional. Viñas lo hace elegíacamente, sin programa político ni
descripción de caracteres humanos en tanto caracteres sociales, como en
Sarmiento. Subsiste la cuerda biográfica, pero descuartizada, perdiendo su
sostén lingüístico.
Esta experiencia de escritura mitológica, libertaria y basada en un proyecto de hermetismo esclarecedor —éticamente formulado: se trata de
renovar la persona moral del intelectual desolado— exige nuevos lectores.
Sería fácil decir que apela al lector capaz de ver desciframientos detrás de
cada embozo —a pesar que la novela está cubierta de nombres reales que
rodean a los arquetipos gran-viñescos: Tartabul, Griego, Tapiro, Moira,
Pity—, por lo que más adecuado sería pensar que el lector de esta novela
debe construir un proyecto de lectura desacostumbrado, mítico e insultante. Debe ser también, como lector, un lírico fracasado capaz de extraer
del infortunio los pedazos candentes de la reconstrucción de la vida, y ver
la literatura en el interior, siempre, de un estado de agonía l
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Osvaldo Guevara
Una agorera oscuridad
amedrentando los azules trémulos
era el pájaro.
Hasta que su canción
lo volvió transparencia
manantial diamantino.
Y se alumbró de músicas el día
meciéndose al unísono
la sangre
con el latir del sol
el respirar del aire
los números del trino.
P isadas
Camina
despacio
cerca de mis heridas
amor.
V ital
Aunque te deslices con blandura
tus pisadas
me aturden.
Delirante en la luz bajo la incauta
reciedumbre solar el mediodía
relampagueo en rojo mi energía
sin voz, sin piel, sin órbita, sin pauta.
Siempre suenan
como si comenzaras
a alejarte.
Solitario y ansioso como un nauta
crispo mi sangre de alta travesía
y me la palpo pulpa de sandía
y me la escucho júbilo de flauta.
M úsicas
Día de agua frutal, de amor, de toros.
Su picotazo eléctrico en los poros
me hace llamas los pies, humo el cabello.
Era el cuervo de Poe
inmóvil en el alba
a contraluz
sobre la rama más aguda
del árbol otoñal
ya sin hojas
finísimo.
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Siento al pájaro en mí volverse hondura
y que la vida bárbara y oscura
raspa un cuchillo azul contra mi cuello.
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Ese verano a oscuras
Mariana Enríquez
Estábamos hartas de que nos dijeran «No hay asesinos seriales en la
Argentina». Nos hablaban apenas de un hombre monstruo asesino de niños
en los años treinta, un hijo de italianos que dormía con cadáveres de pájaros
bajo la cama, pero ¡estaban tan lejos los años treinta! No era otro tiempo,
era otro planeta. ¿Ni uno ahora? Ninguno. Había criminales crueles pero
mataban a sus mujeres, a su familia, por venganza, por dinero. No mataban
con método ni por puro placer ni por necesidad, por ansiedad, por compulsión. Nosotras, mi amiga Virginia y yo, habíamos conseguido un libro sobre
asesinos seriales norteamericanos en la feria de usados del parque y estábamos obsesionadas. El cinturón de piel decorado con pezones de Ed Gein,
los cadáveres que enterraba bajo el parquet John Wayne Gacy, el Payaso
Asesino; Richard Ramírez, que se metía en las casas por la noche silencioso
como una sombra. Nuestros padres, enojados, nos decían morbosas, ¿no
había bastante muerte ya?, hablaban de la dictadura y los torturadores; no
entendían que a nosotras nos gustaba otro tipo de infierno, uno de máscaras
y motosierras, de pentagramas pintados con sangre en la pared y cabezas
guardadas en la heladera.
Ese verano leíamos el libro y nos metíamos a la pileta de plástico en casa
de Virginia. No había mucho más que hacer. La electricidad se cortaba por
orden del gobierno, para ahorrar energía, en turnos de ocho horas. Mi
padre nos había explicado que de las tres centrales energéticas del país sólo
funcionaba una, y mal. Para las otras dos hacía falta dinero, inversiones, y
el país no iba a conseguir ni un peso porque debía demasiado. Entonces:
no iban a funcionar. ¿Ibamos a estar sin luz para siempre?, pregunté yo una
tarde, llorando. No había cines. No nos dejaban caminar por algunas calles
demasiado oscuras. A veces la electricidad no regresaba después de las ocho
horas prometidas y estábamos a oscuras un día completo. Todos los partidos
de fútbol se jugaban de día. No había baterías ni grupos electrógenos en
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toda la ciudad. No se escuchaba música. La televisión duraba apenas cuatro
horas, hasta la medianoche, y ya no pasaba buenas películas. Yo no quería
vivir así. También subían los precios. Si compraba cigarrillos para mi madre
por la mañana a dos pesos, a la tarde, el segundo paquete, costaba tres pesos.
Los nombres de nuestro fin del mundo, crisis energética, hiperinflación,
deuda externa, obediencia debida, peste rosa. Era 1989 y no había futuro.
A los quince años, cuando una chica no tiene futuro, toma sol con todo el
cuerpo cubierto de Coca-Cola y a la piel pegoteada se acercan las moscas.
O compra marihuana compactada en Paraguay, ladrillos verdes de cincuenta
gramos que, cuando se parten, apestan a tóxicos y orín. O se enamora de la
muerte y se tiñe el pelo y los jeans de negro, y si puede se compra un velo y
guantes de encaje.
Virginia y yo hacíamos alguna de esas cosas y además soñábamos con
asesinos seriales. Si nuestros padres nos retaban, lo hacían sin entusiasmo.
No recuerdo demasiado a los padres ese verano. A ningún padre. O estaban
buscando trabajo o estaban deprimidos en la cama o tomando vino frente
al televisor apagado o estaban en el consulado intentando conseguir alguna
ciudadanía europea para escaparse, cualquier ciudadanía europea.
Nuestra rutina era sencilla. De día estábamos en la pileta aunque jurábamos odiar el sol y después nos sentábamos en la vereda o en la plaza, y, si
por milagro alguna conseguía pilas, escuchábamos música en el grabador. Yo
extrañaba la música más que cualquier otra cosa, mis casetes prolijamente
etiquetados que estaban muertos en el cajón porque si la electricidad volvía a la noche podía escuchar solamente unas pocas horas, en casa tenían
que dormir, mis auriculares estaban rotos y no podía comprarme otros. Si
ninguna conseguía pilas, que era lo más normal, leíamos nuestro libro de
asesinos seriales. En la plaza fumábamos tranquilas cigarrillos robados a padres y madres y tíos. También fumábamos en la escalera de mi edificio, que
siempre estaba fresca. No se veía nada en la escalera, pero al menos no hacía
calor. La fresca oscuridad. Las brasas se encendían con cada pitada, anaranjadas como luz de luciérnagas, y cuando alguien bajaba la escalera, a veces
con una linterna, otras tanteando las paredes, no nos prestaba atención.
Nadie nos prestaba atención. Si preguntaban por el punzante y todavía desconocido (para ellos, para los adultos) olor a marihuana, les decíamos que
era incienso y lo creían. Ellos mismos le compraban incienso a los hippies de
la plaza, a veces para ponérselo a algún santito de yeso, a San Cayetano o a
la Virgen, pidiendo trabajo.
Era aburrido el verano del fin del mundo y no se terminaba nunca.
Cambió todo cuando mi vecino del séptimo piso, a quien conocíamos
sólo como Carrasco, mató a su mujer y a su hija y se escapó.
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El crimen fue bueno para todos. Las cuatro horas de televisión de cada noche
se dedicaban únicamente a Carrasco y su familia asesinada. Cuando terminaban la transmisión, la expectativa, las ganas de esperar por más detalles
del caso la próxima noche ayudaban a pasar el día, a olvidarse de que Pity el
quiosquero estaba en el hospital de vuelta, la ambulancia había venido otra vez,
ya sin sirena, y decían que esta vez sí, esta vez no volvía del hospital. Nosotras
creíamos que la familia deseaba que se muriera porque cada vez iban menos
clientes al quiosco, tenían miedo de contagiarse sida si compraban caramelos.
Nosotras no. Nos habían explicado cómo se contagiaba el virus. Odiábamos
a la gente estúpida, ignorante, y si podíamos conseguir dinero comprábamos
en el quiosco galletitas y Coca-Cola y jugos en polvo, cualquier cosa artificial.
Nos gustaba todo lo artificial, los caramelos Fizz que burbujeaban en la lengua, el helado sabor crema del cielo, que era de color celeste, todo lo que se
disolviera o creciera en el agua. También nos gustaba Pity y no queríamos que
se muriera, pero nadie parecía capaz de sobrevivir al sida ese verano.
Carrasco había matado a su mujer, la bailarina, mientras ella dormía. A
cuchillazos, a través de la sábana (ese detalle me perturbaba, ¿qué hacía tapada
con una sábana con semejante calor?). Los investigadores lo sabían porque la
había dejado cubierta por la tela y las rasgaduras coincidían con los tajos en el
cuerpo, menos con los del cuello y la mejilla. Había usado un cuchillo especial,
para cortar huesos del asado. La mujer era bailarina; yo la veía subir y bajar las
escaleras con sus piernas fuertes, había que tener músculos entrenados para
subir siete pisos en la oscuridad y no agitarse como la mayoría de los vecinos,
que paraban en los descansos y jadeaban como asmáticos. Ella no: tenía fuerza.
Pero me decepcionó saber que era bailarina de folclore, de danzas criollas, yo
creía que era ballerina, clásica, puntas de pie, rodete y cisne negro. En fin: igual
nadie estaba demasiado preocupado por el destino de la pobre esposa bailarina
teniendo en cuenta lo que Carrasco le había hecho a la hija.
Yo no la vi colgar. Con los años, tanta gente juraba haberla visto muy quieta,
la cara contra el edificio y las piernas separadas en el aire, que se volvió un
chiste la mentira, ese falso «Yo la vi». Con certeza la vio el hermano de Pity,
que estaba despierto porque su hermano agonizaba y él tenía insomnio. Salió
a fumar al balcón, vivía en el edificio frente al nuestro, justo sobre su quiosco.
Levantó la cabeza y vio a la nena, ahorcada con una sábana, colgando de la
ventana. Él llamó a la policía. Cómo aguantó el nudo que hizo su padre, por
qué no se desprendió, por qué no se desató si la nena tenía unos diez años y no
era menudita, era bastante alta y algo gorda; nadie se explicaba la resistencia
de esa sábana y la falta de efecto del pesado cuerpo. La policía usó una escalera
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para descolgarla y eso sí lo vio bastante gente, pero no tanta, porque tapaba
una visión ideal el camión de los bomberos. La policía no dejó que registraran
el descuelgue las cámaras de televisión. Había más pudor en 1989.
La nena estaba muerta ya cuando su padre la colgó. La había apuñalado
varias veces, la dejó desangrarse en el piso del comedor y después la ató de la
ventana de la habitación, como si fuera una bandera o una muñeca. La ató de
una manera compleja, con un nudo que pasaba bajo sus axilas y se cerraba sobre el cuello. Estuvo colgada así, calculaban, poco más de una hora. De no ser
por el cigarrillo y la angustia del hermano de Pity, hubiera amanecido muerta
y colgando, con el pelo color chocolate ardiendo bajo el sol.
Mi familia y yo, desde el segundo piso, no escuchamos nada. Los del sexto
b, justo debajo del departamento de Carrasco, estaban de vacaciones, tenían
una casa en la costa que iban a vender en menos de seis meses. Después, cuando hubo que declarar ante el juez, algunos vecinos mencionaron gritos pero,
avergonzados, dijeron que era algo habitual. Carrasco y la bailarina peleaban
mucho. Carrasco era celoso, un gordo pelado que transpiraba hiciese frío o
calor y que nunca sonreía. El hermano de Pity tenía encendido su muy ruidoso
ventilador, que le tapaba todos los ruidos. Pero además Carrasco había atacado
mientras dormían, así que si hubo esos gritos que algunos vecinos aseguraron
haber oído, fueron pocos o breves.
Nosotras apenas conocíamos a la nena. Aprendimos que se llamaba Clara
(«Clarita») por los diarios. Pensábamos en ella, colgando sola de la ventana, a
la noche; pensábamos en el ruido de su cuerpo al caer, si hubiese caído. Mi
madre empezó a fumar más todavía y a soñar con la nena. Pero el efecto inmediato fue que no nos dejaban salir solas porque tenían miedo de que Carrasco
volviera. Tuvimos que explicarles las cosas a nuestros padres con cansancio,
con conocimiento. Sí, cierto, los asesinos volvían al lugar del crimen, así que
podíamos esperar que alguna noche Carrasco apareciera, aunque era difícil
semejante riesgo de su parte: la policía custodiaba el edificio. Si volvía podía
pasar por la esquina, por ejemplo: no es que los asesinos volvían a pisar el
mismo lugar exacto. David Berkowitz, el hijo de Sam, que mató en Nueva
York durante los setenta, ¡y también en una época de cortes de luz!, volvía
porque ver las escenas de sus crímenes le causaba placer, era como mirar
chicas desnudas para él. Y no, era muy poco probable que Carrasco matara a
alguien más, salvo quizá al amante de la bailarina: ahora sabíamos que ella, la
esposa, la muerta, tenía un novio; con él iba a escaparse. ¿Adónde? Eso nos
asombraba. Porque plata para salir de Argentina seguro no tenían, si eran
vecinos nuestros quería decir que eran bastante pobres. Y mudarse adentro
de la Argentina ¿qué sentido tenía? Todo el país estaba sin luz, sin dinero, sin
trabajo, sin ganas.
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—Ella debía de ser como esas mujeres que tienen hijos durante la guerra
—decía mi amiga Virginia, mientras se miraba críticamente las piernas en
la pileta: no conseguía una buena crema depilatoria porque la que usaba era
importada y ya no había más importaciones.
—¿Qué mujeres?
—Yo vi una película una vez. Hay mujeres que cuando hay guerra les gusta
quedar embarazadas. Dicen que dar vida es como combatir a la muerte, una
estupidez así. Es la misma mentalidad que tu vecina que se iba a escapar con
el amante.
—Es verdad, adónde vas a ir si no se consigue nafta.
—Por ejemplo. ¿Por qué no se puede importar nafta, vos sabés?
—Porque no tenemos plata. Mi papá dice que los militares van a voltear
al gobierno.
Virginia se arrancó un pelito con la pinza de depilar oxidada de su madre.
—Cómo duele depilarse así, qué mierda —dijo.
Entonces: les explicamos a nuestros padres que era muy poco probable
que Carrasco siguiera matando porque, tal como ellos se habían cansado de
repetirnos, no era un asesino serial. Matar a la familia en un ataque de celos
no era conducta de asesino serial. Era pura rabia y machismo, nada de orden
y método, nada de arte.
Yo dije eso de «nada de arte», se lo dije a mi mamá. Intentó darme un
cachetazo, que evité porque ella estaba muy lenta por los tranquilizantes y yo
estaba más rápida que nunca. «¡Estás loca, vos!», gritó. Y me reí bajando la
escalera en una corrida espectacular a plena oscuridad del mediodía.
***
En algo tuvieron razón nuestros padres. Carrasco volvió. Hasta hoy, Virginia y
yo discutimos sobre si fue una alucinación o una sugestión. Pero yo creo que
fue Carrasco y cuando lo cuento siempre veo a Carrasco en la penumbra. Las
escaleras de mi edificio eran plenamente oscuras porque no tenían ventanas,
al menos no en todos los pisos. El descanso que usábamos para pasar frescas
la tardecita y fumar tranquilas era el más oscuro de todos: el del tercer piso.
Recién había ventana en el quinto y otra en el primero. Sin la luz de los pasillos, sin la luz del ascensor, era como estar en una tumba amplia y concurrida,
porque los vecinos iban y venían. Todavía más desde el crimen: en vez de retenerlos encerrados los había sacado, seguramente de nervios, el sacudón, no
sé. A todos nos vino bien, fue algo de qué hablar, algo que esperar, algo que
nos hacía olvidar de la muerte de Pity, a quien no aceptaron en ninguna casa de
servicios fúnebres, hubo que velarlo en su departamento, a la luz de las velas
para colmo, las sombras le afilaban todavía más la cara, parecía una mujercita
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vieja envuelta en un trapo blanco. Pity, que había sido tan lindo, con su pelo
largo y la dentadura perfecta.
A pesar de que la escalera era muy oscura, alguna luz llegaba durante el
día. De dónde, no lo sé: la verdad es que se podía ver en la oscuridad después
de un rato. Muy poco, las formas apenas. Los ojos se acostumbraban. O a lo
mejor era el resto de luz del encendedor o de las brasas del cigarrillo.
Esa tarde fumábamos Marlboro, Virginia le había robado medio atado a
su tío, que siempre tenía abiertos varios paquetes a la vez porque era muy
nervioso. Al principio no querían que estuviéramos en la escalera por miedo
a Carrasco, pero el policía de la puerta había convencido a todos en el edificio de que él (o ellos, porque había tres policías haciendo guardia) no iba a
dejar que entrara nadie sin identificación, y aflojaron los controles. Así que
fumábamos y hablábamos de no se qué, de alguna tintura para tela que nos
había manchado las remeras, o de cómo teñirnos el pelo con papel crepé. Y
entonces escuchamos pasos en la escalera y la persona que subía —porque
subía— se paró frente a nosotros. No distinguíamos bien su forma. Era una
mancha negra, humana pero desconocida. Se paró y nos miró; aunque no le
vimos los ojos, nos miró. Virginia le dijo «Hola», y cuando no nos contestó ni
se movió nos llenó el estómago un miedo frío y yo supe que era Carrasco, que
era un asesino serial y nos iba a colgar como se colgaban las banderas argentinas durante los Mundiales: de un balcón. No sé cómo me paré y salí corriendo
y Virginia me siguió, gritando. Llegamos hasta la planta baja y empezamos a
contarle atropelladamente al policía lo que habíamos visto, tan seguras y llorando que el hombre llamó a una patrulla y dieron orden de desalojar. Todos
los vecinos en la calle, en el calor amable del atardecer, preguntándonos qué
habíamos visto y nosotras diciendo que a Carrasco, que su gordura, el olor a
transpiración de hombre que era inconfundible.
La policía rastrilló todos los departamentos —nadie se negó a salir— y no
encontró nada. Uno de los agentes nos llevó hasta el patrullero y nos quiso
asustar diciendo que no debíamos inventar cosas porque era delito. También
nos trató con desprecio y nos miró un poco las tetas: las dos teníamos musculosas negras apretadas. Nos salió con la pavada del pastorcito mentiroso y el
lobo y yo pensé: «Lobo serás vos, ¿no serás torturador vos?», ningún policía de
la dictadura estaba preso en esa época, «Peor que Carrasco sos vos», pensé y
quise escupirlo pero me contuve porque sabía de lo que era capaz un policía.
Y porque justo cuando pensaba escupirlo volvió la electricidad y los vecinos
regresaron con un suspiro de alivio a sus departamentos para ver el noticiero
de las siete. Querían enterarse si el amante de la bailarina era también el padre
de Clarita, lo que explicaba el asesinato un poco, y, sobre todo, querían saber
si había caído el gobierno de una buena vez l
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Lumbre
[fragmento]
Hernán Ronsino
El tecleo de la máquina de escribir es igual al ruido que hacían las cañas
cuando Areco las cortaba con las rodillas. Las cañas secas. Dígame, pregunta
la oficial Di Gliemo, cuándo fue la última vez que vio al señor Fernando
Lernú. Recibí una carta en Buenos Aires. Quería, en esa época, construir
una vida que no tuviera ninguna marca del pueblo. Que no tuviera, incluso,
relación con esos hombres del barrio. Con el Viejo, en definitiva. Pajarito
Lernú siempre fue, en esa constelación de hombres que trataban de imponer su trazo firme en el barro líquido, un tipo que planeó todo el tiempo
escapar. Mover los límites. Pero en cada intento se le torcía el impulso. El
fango abrió sus fauces. Y lo fue devorando, de a poco, lentamente. La carta
que recibí en Buenos Aires, una tarde fría de finales de agosto de 1990,
Pajarito la firmaba desde la Colonia Wagner. Es decir: otra vez lo acababan
de internar y decía, con una letra temblorosa y chiquita, que quería verme.
No le digas a tu Viejo, pero es urgente. Tuve durante dos semanas la carta
susurrándome. Esa frase me golpeaba como un eco. Hasta que un viernes a
la tardecita decidí viajar en tren hasta Colonia Wagner. Llegué a las once de
la noche. Los plátanos que bordeaban el camino principal tenían los tallos
pintados de blanco. Y unos pequeños brotes trepaban por las ramas. El
hospital, con los paredones enormes, se recostaba contra la orilla del río
Salado. Parecía un fortín. O un castillo medieval dibujado contra la pampa.
Tal vez así lo imaginó Leo Wagner cuando le compró las tierras a Grisolía y
decidió construir una colonia psiquiátrica donde antes había estado la barbarie; en esos términos, según parece, pensaba Leo Wagner. El pueblo se
levantó alrededor del hospital. Cuando murió Wagner, a fines de la década
del treinta, el hospital fue entrando en una situación de profundo deterioro.
Hasta que cerró, finalmente, en 1941. En 1944 fue la inundación la que se
comió lentamente los cimientos de la construcción original. Es decir, la nave
central levantada por las manos del mismísimo Leo Wagner a mediados de la
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década del veinte. Durante cinco años, la colonia fue un pueblo semiborrado
por el agua. Y desolado. En 1949 se lo incorporó al sistema de salud pública.
Construyeron un anexo nuevo. Y asfaltaron el camino principal que conecta
con Indacochea. Y, así, se reactivó el pueblo que siguió llamándose Colonia
Wagner. En agosto de 1990, frente al hospital, había una estación de servicio
donde paraban los micros que entraban al pueblo y una casa que alquilaba
piezas para que los familiares de los internados pudieran pasar la noche. Ahí
pasé la noche. Escribí tres poemas, antes de dormirme, mirando por la
ventana —imaginando, mejor, el dibujo irregular del río—, porque el río a
esa hora de la noche era una mancha imprecisa, una confusión constante
con el cielo o con la pampa. Cada tanto aparecía un indicio. Las luces del
hospital, por ejemplo, creaban un reflejo en el río. Pero era un reflejo.
Como la pampa misma. A las ocho de la mañana me presenté en el hospital.
Media hora después, un enfermero me hizo recorrer un pasillo bordeado
por ventanales que daban al río. El Salado, a fines de agosto, es un río caudaloso pero angosto. Hay cosas que son pequeñas, en apariencia, pero que,
en su pequeñez, provocan un efecto perdurable. Siempre traté de escribir
un poema que pudiera reflejar ese efecto y ese recorrido: ciento cincuenta
metros, más o menos; el enfermero caminando en silencio delante mío,
guiándome; una luz clara, matinal, trazando sombras en el piso; los ventanales dando al río, pequeño pero caudaloso; detrás del río, el campo. Y esperando, en el fondo del pasillo, Pajarito Lernú, silencioso, con las manos
apretadas. Hay cosas que son pequeñas pero, en su pequeñez, perduran.
Como los pasos del enfermero. Como el río ése. Cuando Pajarito me vio,
sonrió. No me abrazó ni me dijo nada del pueblo, ni del Viejo. Sonrió. Y la
sonrisa fue una puerta que disparó la verborragia. Era su forma de demostrar afecto. No sé por qué recuerdo, mientras empezó a hablar como un río
caudaloso, el tamaño de las uñas de sus manos. Nos sentamos en un banco,
bajo un ventanal enorme. Atrás, casi pegado al ventanal, el río. Pajarito me
empezó a contar un recuerdo. Dijo que estaba escribiendo una tropilla de
recuerdos. Que había días que tenía miedo de que se le escaparan del corral.
Las palabras sirven para proteger a la tropilla adentro. En el corral. Como
hicieron Mastronardi y Sarmiento con sus recuerdos. Construir corrales.
Cómo se hace para atrapar un recuerdo. Se mueven como esos bichos que
vuelan alrededor de los faroles. En verano, las lámparas están rodeadas de
cotorras y bichos. Siempre me pregunté si esos bichos que se movían, inquietos, por las noches de verano eran los mismos que, al otro día, aparecían
amontonados, rodeando las lámparas, muertos. Estoy escribiendo un recuerdo, dijo Pajarito. Tankel filma La sombra del pasado. La filma en el pueblo.
Una película de bajo presupuesto. Con actores locales y actores de Buenos
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Aires. Se estrena en 1946, primero en Buenos Aires y después en Chivilcoy.
El guión, como se sabe, lo escribe ese tal Julio Denis cuando todavía vivía en
la pensión Varzilio. Denis daba clases en la escuela Normal. Había llegado al
pueblo en el 39 de Bolívar. Pero tenía su familia en Buenos Aires, en Banfield.
Por eso viajaba cada tanto, los fines de semana, mayormente, en tren a visitarlos. Denis en realidad había nacido, de casualidad, en Bélgica porque su
padre era diplomático. Parece que tenía un tono afrancesado o un problema
con las erres. No se sabía bien. Y como había nacido en Bélgica le decían El
Muchachico Belga, contaba entonces Pajarito. Parece que Tankel justificaba
ese arrastrar de la lengua por haber nacido cerca de Francia. Tankel era
polaco pero tenía otras dificultades para hablar y para escribir en español. A
Julio Denis la poesía de Carlos Ortiz siempre le pareció menor. Por lo menos, decía Pajarito, es lo que aparece en el guión. Denis dice que la poesía
de Ortiz es una poesía menor, que hubiera quedado en el olvido de no ser
por dos cuestiones. Primero: el asesinato. Segundo: Ortiz era amigo de
Rubén Darío, de Lugones y toda esa crema modernista. Se murió justo para
tener su estatua. Por eso Denis piensa al asesinato de Ortiz como la reescritura (la palabra reescribir Denis la pone con una e) de la dicotomía civilización/barbarie. La intención de Denis era ponerle al protagonista de la película, a Ortiz, el nombre de su héroe, el héroe del libro El poema de las mieses,
Ervar. Pero Tankel era el director y el que realizaría, finalmente, la película. Y
se negó. En las primeras páginas del guión Tankel tachó el nombre Ervar y
escribió sobre la tachadura el de Carlos Ortiz. El guión es la adaptación del
libro Sangre nuestra, de Ghiraldo. Eso hizo Denis, adaptar la compleja trama de
ese libro urgente. Compilado al calor de los episodios que, incluso, comprende las actas del juicio. Denis simplifica en una trama evocativa —los recuerdos
de Ortiz agonizando en la madrugada del 3 de marzo, junto al cuerpo la
madre que reza—; simplifica lo que en Sangre nuestra aparece desordenado
y caótico. Denis versiona, para la película que Tankel realizará, un hecho
ocurrido en 1910 y que aparece narrado en el libro de Ghiraldo un año
después. El hecho narrado, como se sabe, es la muerte del poeta Carlos
Ortiz. La noche del 2 de marzo de 1910 se celebra, algunos dicen, un mitin
político, otros, la despedida de Alejandro Mathus, profesor en la escuela
Normal, trasladado a Mendoza —por asuntos de polleras con una alumna—
en el Club Social. Lo curioso, decía Pajarito, es que Mathus y Denis fueran
profesores de la escuela Normal y, luego, por distintos motivos y épocas
también distintas, trasladados a Mendoza. Que la figura del traslado reaparezca tanto en uno de los que gesta la reunión, esa noche del 2 de marzo, y
en la vida del guionista que escribe sobre esa noche del 2 de marzo, no deja
de ser curioso. Como sea. Esa noche de poesía y violencia aún resuena en la
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memoria de todos, sentenció. Y de pronto la voz incesante se detuvo.
Pajarito se quedó fijo, mirando un punto en el suelo. La luz entraba por los
ventanales. Le pregunté si se sentía bien. Si quería que llamara a algún enfermero. Él me miró. Me miró, un buen rato, achinando los ojos. Logró
incomodarme. Entonces se paró. Dijo que necesitaba aire. Abrió una de las
ventanas. El aire del campo, más que el del río, se fue colando, lentamente.
Y así, mirando por la ventana el río, el campo, terminó de contarme eso que
para él era urgente, eso que me hizo viajar de Buenos Aires a Colonia
Wagner en tren. Contar un recuerdo. Es decir, su modo de estar en el mundo. Su forma de querer. Un día, dijo, el director del Patronato nos hizo la
libreta de enrolamiento a todos los que estábamos ahí. Y llamó a Tankel para
que nos sacara las fotos. Tankel tenía un estudio de fotos en el centro. Llegó
a las ocho de la mañana. Nos formaron en el hall. Y fuimos pasando de a tres
a una salita donde Tankel había improvisado un estudio de fotos. Cuando
pasé yo, Tankel me miró fijo, me hizo girar la cabeza de un lado y de otro.
Dijo que yo tenía cara de Pájaro. Los otros chicos aguantaron la risa por lo
que había dicho el hombre y por la forma de hablar que tenía. Era polaco.
Cara de Pajarito, repitió Tankel con cierta ternura. Y después me preguntó
si a mí me gustaba el cine. Le dije que sí, había visto dos o tres películas nada
más. Es decir, las veces que el Patronato nos había llevado al cine. Yo tendría
siete años. Pero el cine para mí, dijo Pajarito, no eran esas dos o tres películas que había visto; el cine para mí era el cine Español, donde había visto
las dos o tres películas. Entonces Tankel me preguntó si no me animaba a
participar en una película que él estaba filmando. Le dije que sí. Porque
pensé que se trataba de visitar la parte que no veíamos del cine Español;
hacer una película, para mí, era asomarse por ese hueco donde salía, furiosa,
la luz que fabricaba las películas. Y así fue que entré en el rodaje de La sombra
del pasado. Fue en el año 46. Por eso no lo conocí a Julio Denis. Hacía unos
años se había a ido a Mendoza.
La oficial Di Gliemo fuma y me mira a los ojos. La Olivetti está quieta sobre
la mesa. Media carilla escrita cae detrás y, por eso, las aspas del ventilador
empotrado en el techo las remueven. También se mueven, apenas, las incrustaciones del collar que cuelgan en el escote. No puedo detenerme mucho ahí, porque la oficial fuma y me mira a los ojos, seria. Muy linda la
historia, dice ahora, pero le pregunté otra cosa. Cuándo fue la última vez
que vio a Fernando Lernú. Esa vez, digo. En agosto de 1990. Hace casi doce
años. Después me llegaron noticias a través de mi padre, digo, pero jamás
volví a tener contacto con él. Tampoco volví más a esta ciudad. O es un
pueblo, pregunto. Usted sabe por qué está hoy acá, declarando, ¿no? No,
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digo. Los ojos de la oficial Di Gliemo se agrandan. Los hombres que están
en la oficina de atrás, el comisario o subcomisario, pero también el otro,
vestido de oficial, nos miran. El que está vestido de oficial es un poco gordo
y trata de darse vuelta, le resulta complejo, pero estira la mirada. Por eso la
ven a la oficial Di Gliemo, nerviosa, cansada, con ganas de ser otra persona,
por ejemplo, pienso yo, una maestra jardinera. La oficial remueve carpetas.
Saca, con cuidado, de un folio, un par de hojas, y se pone a leer la declaración de Hugo Lorenzo Soto, de setenta y tres años, viudo, nacido en la localidad de Mechita, dice ser el propietario de un animal vacuno, que responde al nombre de Gordita, y es, según Soto, además de una compañía,
porque uno se encariña con el animal, una herramienta de trabajo. El animal
que responde al nombre de Gordita daba en su mejor época cerca de dieciséis litros de leche por día. Y eso es una fuente de ingreso para Soto, dice la
oficial Di Gliemo, según figura escrito en la declaración que dio el Negro
Soto, una fuente de ingreso que le ha permitido sobrevivir. Porque Soto
vende leche sin pasteurizar, casa por casa. En total, Soto tiene dos animales.
Visto y considerando que la ausencia del animal que responde al nombre de
Gordita le genera un serio inconveniente en su producción láctea. Soto
decide presentarse a hacer la denuncia. Según declara, entonces, el día 27
de febrero del corriente, Soto ordeña los dos animales, por no ser propietario, en la quinta de Jaltar, es decir, de prestado. Así expresó Soto. Todas
las mañanas llega en bicicleta a la quinta de Jaltar, seis menos cuarto más o
menos. Y a eso de las ocho termina de ordeñar y de envasar la leche. A las
ocho se toma unos mates con Jaltar abajo de un tinglado que le armó en el
invierno al hijo para que arregle tractores, pero que el hijo de Jaltar no usa
porque vuelve siempre tarde a la madrugada, muchas veces a la misma hora
que Soto llega a la quinta para empezar a trabajar. Después de los mates,
entonces, Soto prepara la bicicleta de reparto, hace una primera carga de
botellas —antes, dice en la declaración, cuando era más joven, y tenía una
clientela más grande, hacía el reparto con la jardinera— y sale. Cerca de las
once está de vuelta en la quinta de Jaltar. Dice que manguerea a las vacas, las
moja. Y las lleva a un corral que improvisó, atrás del tinglado. Después se va
a la casa a comer y a dormir una siesta. Cuando se levanta improvisa alguna
pavada en la casa y enseguida sale para la quinta de Jaltar a tomar unos mates
y a darles de comer a las vacas. En la mañana del 27 de febrero Soto hizo lo
que hace todos los días. El asunto se dio cuando después de la siesta fue a
tomarse unos mates con Jaltar y vio sólo a una de las vacas. La Gordita, la
más vieja, la que tiene la pata lastimada, dice Soto, no estaba. Jaltar andaba
lejos, a trescientos metros, cortaba leña en un montecito. Entonces Soto se
alarmó. Era raro que ese animal no estuviera donde él mismo lo había
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dejado. Apoyó la bicicleta en una columna, abajo del tinglado y caminó los
trescientos metros hasta el montecito. Jaltar recién lo percibió cuando lo
tuvo a diez metros. Soto, le habrá dicho. Jaltar estaba solo, cortando leña.
Había un perro entre las ramas que iba y venía. Olfateó a Soto cuando lo
descubrió. Soto le preguntó qué había pasado con la vaca. Qué vaca, dijo
Jaltar sin mirarlo, cortando leña. La Gordita, no está. Y Jaltar dijo: Cómo
que no está. Y miró el corral y sólo se veía un bulto, la vaca más chica. Qué
pasó, dijo Soto. Y Jaltar se quedó en silencio. Dejó de hacer lo que estaba
haciendo y se puso a caminar hacia el corral. Cuando no entendía algo, Jaltar
no hablaba. Soto lo siguió atrás, diciendo cada tanto alguna cosa. El perro
largaba apenas una sombra débil en la quinta destemplada. Jaltar primero
rodeó el corral. Después se metió. La otra vaca estaba quieta, movía la cola.
Jaltar dijo: No está. Dijo: Carajo. Y Soto volvió a preguntar qué había pasado. Jaltar dijo que no sabía. Él había estado en el banco al mediodía. Estuvo
una hora afuera. Pero el hijo se había quedado durmiendo. Después, cuando
llegó no vio a nadie entrar o salir de la quinta. Soto le preguntó si la vaca
estaba cuando había vuelto del banco. Jaltar dice que no sabe. Porque no
prestó atención. Hacé la denuncia, le dijo. Antes, largó Soto, voy a dar una
vuelta. Soto salió con la bicicleta y recorrió los caminos, las quintas de la
zona. Preguntó si no habían visto una vaca suelta. A la tardecita, casi de noche, volvió a la quinta de Jaltar con el deseo de encontrarse con la vaca. Pero
Jaltar, que arreglaba un motor con el hijo, le preguntó, antes de que Soto se
bajara de la bicicleta, si había tenido alguna novedad. Soto dice que ahí sintió
angustia y bronca. Y dice que, entonces, decidió hacer la denuncia. En la
comisaría se encontró con una sorpresa. Una mujer, cerca de las cuatro de
la tarde, había llamado para denunciar que tenía una vaca atada en la vereda,
en una columna de la parada del colectivo local. Ahí, en la parada de colectivo, dice la oficial Di Gliemo, fue encontrado el animal vacuno cuando la
patrulla se apercibió. La denunciante cuenta que desde más o menos las dos
y media de la tarde una persona de sesenta años, muy flaco, estaba descansando en la vereda y había atado en la parada del colectivo local una vaca. El
cuerpo de la vaca, pobrecita, dice la oficial Di Gliemo, según contó la mujer
denunciante, estaba en gran parte sobre el asfalto de la avenida y mordía,
cada tanto, el pasto de la vereda. Yo los miraba, dice la denunciante, desde
la ventana. Hasta que a eso de las tres el tipo empezó a hablar solo. Y por
eso pensé que estaba borracho. Pero no le vi ninguna botella. Empezó a
hablarle a la vaca; le decía cosas en un tono cada vez más fuerte hasta que en
un momento se paró, se acomodó la ropa y se acercó al zaguán de mi casa.
Ahí fue cuando empezó a golpear la puerta. Yo no lo quería atender porque
tenía miedo, me daba miedo y estaba sola porque soy viuda y mi hija estaba
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en la oficina: no salí por eso. Golpeaba el zaguán cada vez más fuerte.
Retumbaba que Dios me libre. Como una bomba. Me puse tan nerviosa que
me escondí atrás. En el patio. Había momentos de tranquilidad y momentos
de locura. Después de un rato largo un vecino se asomó por el tapial del
patio y me preguntó qué pasaba, si estaba bien; me dijo que acababa de
llamar a la policía. Yo le dije que estaba desesperada, que no entendía nada.
Y entonces el vecino saltó el tapial porque me vio muy angustiada. En la
vereda, la señora de Quiroga parece que reconoció al hombre que golpeaba
la puerta y se animó a decirle que estaba por llegar la policía, que se dejara
de joder con semejante escándalo. Y el hombre dejó de golpear. La miró un
rato y antes de irse pasó un papel por debajo de la puerta. Cuando la policía
llegó había un puñado de vecinos en la vereda de la casa, dice la denunciante, y esa vaca atada en la parada del colectivo. La oficial Di Gliemo se detiene, deja de leer la denuncia de Soto, primero, y después el testimonio de la
denunciante Mirta Carmen Frías, de sesenta y y seis años, viuda y ama de
casa. Entonces me mira a los ojos y vuelve a preguntarme si sé por qué estoy
ahí, declarando. Le digo que no. Que no entiendo por qué estoy declarando
sobre un hecho confuso; sobre el robo de una vaca. Le digo que hace doce
años que no piso esta ciudad. O esto sigue siendo un pueblo, vuelvo a preguntar. Y la oficial Di Gliemo deja que esa pregunta resbale por su cuerpo,
por esa calma que la atraviesa y desemboca en los ojos. El papel, insiste
entonces, que el señor Fernando Lernú pasó por debajo de la puerta de la
casa de Mirta Carmen Frías lleva su nombre, dice la oficial Di Gliemo. Y dice
que la vaca apareció atada en la parada de colectivos de la esquina popularmente conocida como la esquina de la carnicería de Souza, frente a la exfábrica Glaxo. Como durante muchos años en esa esquina funcionó la carnicería de Souza, y pegado a la carnicería la casa de la familia Souza, aún se
sigue mencionando ese lugar como la esquina de Souza. Aunque ahora ahí
viva la señora Mirta Carmen Frías. La oficial Di Gliemo, entonces, saca de
otra carpeta un papel precario, escrito con una letra apretada y minúscula.
Me lo estira y dice: Léalo. Me cuesta entender la lógica del dibujo, el ritmo
de las palabras. Trato de descifrarlo. Pero no entiendo. Sólo se ve con un
poco más de claridad mi nombre. Se lo leo yo, dice la oficial. «Acá te traigo
lo prometido», Federico Souza. La oficial Di Gliemo me mira a los ojos.
Seria. Le gusta jugar a los detectives. Eso pienso. Estoy por decirlo. Pero
mejor largo una sonrisa. De qué se ríe, me dice la oficial. Es absurdo, insisto,
hace doce años no piso este lugar. No entiendo nada. No sé de qué me está
hablando, digo. Y por qué volvió, entonces, si hace tanto no regresaba. Por
la muerte de Lernú. Porque mi padre me lo pidió. Eran muy amigos, digo.
La oficial Di Gliemo, ahora, me recuerda que aún tenemos que ir a reconocer
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el cadáver pero que la autopsia realizada demuestra que se trató de un accidente que ocasionó fractura del cráneo y la inmediata muerte de Lernú. La
oficial Di Gliemo agrega que hay otros antecedentes de esa misma noche que
involucran al señor Lernú: después de lo ocurrido con el animal vacuno,
Lernú participó de la rotura de la marquesina del cine Español, de un piedrazo, y en la sustracción de una motocicleta Gilera perteneciente al señor
Raúl Miserere. El señor Lernú fue encontrado sin vida en el camino de
tierra que lleva al cementerio. La moto Gilera estaba hundida en la zanja.
Creemos que se trató de un accidente, dice la oficial Di Gliemo, provocado
por la alteración mental que padecía el señor Lernú: tuvo más de cinco internaciones en el Wagner. Y entonces, digo, si es así, para qué me citan. Para
tomarle declaración y constatar que las cosas hayan ocurrido efectivamente
así. Y cerrar el caso. Eso es todo, dice la oficial Di Gliemo, y después de
hacerme firmar la declaración dice que puedo retirarme l
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Roberto Gómez
Bolaños
Washington Cucurto
a robar, robemos todos!
Roberto Gómez Bolaños, guionista, letrista y humorista
nos superó con creces, nos dio una lección
y muy especialmente a R. Bolaño.
Mi hijita tiene dos años y se ríe con el Chavo del 8.
Digo mal, no se ríe, se mata de la risa.
¿Cuándo se van a dar cuenta que Octavio Paz y Frida Kahlo ya no dan?
Dejaron de atinarle hace rato, en cambio el Chavo, te hace reír con
¡Basta, no afanen más, muchachos! ¡La cultura no existe!
¿Corregir poemas? ¡Vamos! ¿De qué le sirve a un mal poema estar bien escrito?
Las reglas ortográficas son tontas.
los mismos viejos chistes que ya conocemos de memoria.
Gómez Bolaños superó a todos, hasta ayer.
Hoy fue desbancado por un pibe de Villa Soldati,
que escribió una canción y la subió a internet
Roberto Gómez Bolaños superó a todos.
¿Qué lugar tiene la poesía de Gerardo Deniz ante la gracia del Chavo del 8?
¿Carlos Fuentes suena más interesante que las 1500 páginas
de la biografía no autorizada de Florinda Meza La ladrona de maridos?
Florinda Meza es odiada por la mitad de México: 75 millones de personas.
y ya la escuchan 100 millones de personas.
Roberto Gómez Bolaños probó de su propia medicina.
La vida es finita, pero tiene una rosca medio infinita.
El otro Bolaño de esta historia, el chileno, sonríe en su tumba.
E idolatrada por la otra mitad: 75 millones más.
¿De qué le sirven sus superpoemas al poeta si no lo leen 75 millones de personas?
¡No afanemos más con este verso, la poesía no existe!
La poesía dejó de existir porque en la escuela nos maltratan.
Todas las bombas del mundo son por culpa de la escuela.
Los políticos corruptos, los poetas ceremoniosos, existen por culpa
de la escuela, en ella nos maltratan y luego nos dicen:
«Todavía hay lugar, subí, subí y luego creá, goberná, robá».
El Chavo le dio una vuelta de tuerca inconsciente a esto:
nos sindicalizó en contra de la escuela.
Convirtió al humor en la única poesía que aceptamos y reconocemos.
Ése es todo su secreto: ¡Si vamos a reírnos, riamos todos, si vamos
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Falsa promesa
como si estuviese pelando la barba de un choclo y me preguntó si me lo quería
llevar. Mamá guardaba esa clase de recuerdos, cuando tuvimos que desarmar
Alejandra Zina
la casa para venderla encontré una bolsita con dientes escondida en un cajón
de su escritorio, como si descubriera la tumba de una vieja civilización. Era
la prueba de que íbamos creciendo. Le contesté que no, no quería llevarme su
pelo. Mamá también se negó con un quejido, como si le estuvieran ofreciendo
llevarse un trasto viejo. Rosa dijo que entonces se lo quedaba ella, aunque
tenía que trabajarlo mucho para usarlo como extensiones. Varias veces nos
aclaró cuánto le iba a costar sacarlo bueno, que así como estaba no servía para
nada. Como si quisiera desalentarnos, como si tuviera miedo de que se nos
La peluquería era una habitación pobre de una casa pobre con piso de ladrillo,
las dos ventanas que daban a la calle estaban tapadas por unas lonetas de hule
blanco, aun así el sol del mediodía se colaba por los costados. No había gente
esperando ser atendida, tampoco había revistas para leer, apenas entrábamos
nosotras y los objetos. Todo lo que nos rodeaba estaba gastado o desvencijado:
la silla giratoria que no giraba, la bacha de plástico cascada, el secador colgado
de un clavo de la pared, los cepillos con pelos enredados. Al lado del espejo
había tres diplomas de marco celeste. Rosa Amelia, leí en voz alta. Amelia era
mi madre, dijo la peluquera. Se llama igual que vos, le dije a mamá, como si el
nombre compartido pudiera atenuar cualquier posible diferencia que surgiera
después entre ellas.
Mamá se sacó la boina de lana y la lluvia de pelo cayó sobre el respaldo de
la silla cubriéndolo por completo. Los tonos variaban en la caída. Blanco en
las raíces, gris en el largo, amarillo en las puntas.
Las viejas del geriátrico no dejaban de preguntarle a mamá cuándo se lo iba
a cortar. Cuándo cuándo.
—Les da rabia porque ellas tienen poco y finito. Me tienen harta. Al final
les dije que había hecho una promesa a la Virgen de Luján, así se dejan de
joder, es la virgen que está más cerca —dijo mamá, y sonrió satisfecha, como
si se hubiese salido con la suya.
Antes de empezar, Rosa nos explicó los pasos como si se tratara de una operación quirúrgica: un corte seco seguido de la tintura, emparejar, y finalmente
el peinado. Con una sola mano apretó el ramillete de pelo, tiró hacia abajo
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Rosa agarró la tijera más grande y yo me paré a un costado de la silla para
seguir sus movimientos, su brazo y sus dedos tensos haciendo fuerza para que
el filo avanzara sin trabarse. Ese primer paso duró dos o tres minutos. Mamá
se miraba en el espejo con expresión muda, casi sin pestañear. Rosa levantó la
cola larga en el aire como si acabara de pescar una presa difícil, en una maniobra veloz anudó el pelo con una bandita elástica y lo apoyó sobre la tabla que
hacía de mostrador, ahora era una culebra enroscada sobre sí misma.
Rosa se metió detrás de una cortina y volvió con un catálogo de donde colgaban unos pocos mechones postizos y descoloridos. Te conviene este castaño,
dijo, pero mamá acariciaba el mechón rubio. Rosa insistió, un tono oscuro tapa
mejor. Mamá contestó con un Bueno casi inaudible, así es ella: o se amotina o
se entrega sumisa. La crema marrón se fue esparciendo como una cobertura
de chocolate sobre el pelo gris. Durante años intenté convencerla para que se
arreglara (para que la imagen de mi cabeza coincidiera con la mujer de carne
—Larguiiísimo... —suspiró Rosa, emocionada.
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ocurriera cambiar de opinión.
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y hueso), después me acostumbré a verla así, arrastrada por el paso del tiempo: las uñas crecidas, el vello crecido, las canas creciendo como algas, el olor
vergonzoso de la ropa transpirada, la gordura.
Rosa tuvo que usar el doble de tintura porque cinco años de canas no se
tapan así nomás. Le quedó un castaño ceniciento, incierto, cortado al ras de los
hombros, con las puntas redondeadas hacia adentro con el secador. La silla no
podía girar, así que se puso de pie para verse en todos sus flancos.
—Lo hiciste muy bien, muy bien —dijo mamá, como si le hablara a una
empleada en su primer día de trabajo. Nunca pierde su aire de superioridad.
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—¿En serio te gusta? —volví a reforzar la pregunta de Rosa.
—Sí, claro. Es lo que yo quería —dijo moviendo la cabeza en una y otra
dirección. Así también es ella: cuida sus elogios como si valieran fortuna.
Jorge Boccanera
¿Cuánto nos darían?, me preguntó mamá una vez que salimos caminando.
En el geriátrico le dijeron que tenía que venderlo, que era una tonta si no lo
hacía. Le contesté que no tenía idea, Susana Giménez compraba el pelo platinado de nenas albinas y lo pagaba carísimo. Cinco o seis mil pesos por kilo.
Cuando escuchó la cifra, mamá abrió la boca y aspiró como si le faltara el
aire.
—Y por el mío, ¿cuánto nos darían? —volvió a preguntar.
—El tuyo estaba arruinado.
F ibras
a José Ángel Leyva
—Para peluca tiene que servir. Estela, del pensionado, tenía varias pelucas,
las limpiaba al vapor y les ponía ruleros. Hay muchas mujeres peladas hoy en
día. Actrices...
—¿Vas a volver vos a buscarlo? —pregunté, frenando la caminata.
Mamá sacudió su melena nueva, algunas canas seguían brillando como hilos
dorados, se agarró de mi brazo y retomó la marcha, como si la conversación
anterior nunca hubiese existido.
Pasaron unos días hasta que hablamos por teléfono y me contó del revuelo que
causó en el geriátrico. Las mucamas, las enfermeras, los viejos, los familiares
Asomará un venado para el que siembra tiempo, lo
fabrica,
largas hojas de tiempo, muy delgadas, con hebras, cerdas,
hilos, filamentos,
hilachas,
y escribe sobre el tiempo de rodillas, sobre un manto de
sombras, y camina después por la hoja en blanco donde la
noche está despierta.
de los viejos, conocidos y desconocidos se acercaron a felicitarla, a decirle que
se había quitado veinte años de encima. Estaba tan cambiada, tan desenvuelta, que algunos no la reconocieron y pensaron que era una visita. Alivio y fe,
eso era lo que sentían todos al verla sin esa sucia cola gris que le llegaba a la
cintura. Como si los hubiese liberado de una carga que pesaba en sus cabezas.
Varios quisieron saber qué había hecho con el pelo.
—¿Y vos qué les dijiste?
—Que hice un buen negocio, eso dije
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Asomará el venado si el que escribe mete las manos en el
tiempo y roe,
lo muerde, lo desgasta, lo adelgaza, lo vuelve
tegumento, membrana.
Cuando el tiempo —pellejo de palabras— roce fugaz el
aire,
asomará un venado
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F ugas
La princesa está pálida en su silla de oro,
está mudo el teclado de su clave sonoro
R ubén D arío
Hay una inspiración de vacas flacas
a cada rato eructan desdentadas metáforas.
En sus ojos de tinta se encharcan los abrazos
y en sus cuartos traseros se desmaya una flor.
Las manchas de sus cuerpos ayer tan esmaltadas han
perdido la risa,
Y nadie desmaleza los patios que crecían en su boca
de fresa.
El caballero de la espada al cinto se pasó al enemigo
y desertó el teclado.
Ya no hay viajes en globo por el cielo de Oriente.
Se herrumbra el instrumento de encastrar una mano
en la otra.
¡Ay la cruel paradoja de llamarle ganado a lo perdido!
¡Ay de las vacas flacas rumiando su ceniza!
Lenguas amoratadas donde el misterio desafina.
Con sólo verlas huyen los apetitos de la piel.
Hay una inspiración de vacas flacas en corrales de oro,
pálidas en su fiera vergüenza de haber sido.
Llevan un buitre sobre el lomo. Vuelven de una guerra perdida.
El primer día
del fin del mundo*
Mario Szichman
El rompecabezas
de una tragedia
I’ve seen the future, brother: It is murder.
Leonard Cohen
✈ 1
En los aeropuertos de Logan, Washington Dulles y Newark, diecinueve personas fueron ascendiendo con discretos pasos hacia puertas de las que nunca
volverían a emerger. A las 8:00 de la mañana del martes 11 de septiembre de
2001, diecinueve miembros de al-Qaida superaron todas las barreras que el
sistema de seguridad de aviación civil en Estados Unidos había implementado para evitar un secuestro aéreo. Las pistas de aterrizaje de los aeropuertos comenzaron a deslizarse hacia atrás. Los aviones corcovearon, como si
hubieran tropezado con baches en las pistas. Los aparatos se desprendieron
bruscamente de la tierra, las pistas de aterrizaje se alejaron de los aviones
y parecieron caer a una hondonada. Los motores aceleraron su ascenso, los
alerones se agitaron como una mano cuando saluda.
Pocos minutos después, la trepidación fue menguando, y los pasajeros y el
personal de vuelo ingresaron en sus rutinas. Pese a algunos contratiempos,
todas las barreras de seguridad terminaron cediendo ante su presencia. No
habría correlación alguna entre sus recatados medios y sus logros. Eran los
heraldos de los nuevos tiempos. Otros podían vacilar, pero no ellos. Con
modestos implementos derribarían gigantescas torres, causarían torbellinos
del ímpetu de huracanes, prolongarían sus cuerpos en gigantescas máquinas, las guiarían en la embestida final contra las torres. La furia de todos
ellos, una furia incubada en siglos de frustración, apaciguada en cinco rezos
* Fragmentos de la novela La región vacía (Verbum, Madrid, 2014).
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diarios, propulsada por la injusticia, atenuada por escasos momentos de
ternura y espoleada por la aflicción, por la eterna aflicción, movería edificios enormes, disiparía hasta sus cimientos. Sus vidas se disolverían en un
instante, sin dolor, como si nunca hubieran existido. Les habían prometido
la eternidad de aquello que nunca perece. Eran los granos de arena en el desierto, eran las gotas de agua en el mar, eran el viento que desplaza la arena
en el desierto y agita las olas. Habían sido adiestrados con el único propósito
de guiar la embestida de los aviones hacia las torres, maltratándolas con
gigantesca mano. Sus cuerpos se acoplarían a enormes cuerpos. Actuando
como pantógrafos, cada uno de sus gestos se repetiría agigantado en alguna
parte del fuselaje de los aviones. Además de sembrar la muerte sembrarían
el azar de la muerte, acabarían con el sedado orgullo de habitantes y viajeros. En pleno día, un día radiante, luminoso, sin nubes, alterarían el clima,
circunscribirían a escasos acres de la ciudad la furia de las tempestades.
Los habitantes de Nueva York verían descender la muerte sin preaviso,
mientras creían disfrutar orgullosos de la Pax Americana. En pocas horas,
en el tiempo que se desarrolla una película, vivirían el infierno en la tierra.
✈ 2
Osama bin Laden no estaba obsesionado con la muerte, sino con el martirio.
Ya en la adolescencia había abandonado la idea de que en su mundo le aguardaban variados futuros. Estaba seguro de que su destino había sido marcado
al nacer. Cuando retornó del baño, observó a Amal al-Sada, su esposa más
joven. Estaba amamantando a su hijo. La mujer lo observaba con devoción.
Parecía dispuesta a morir por él, pero había en ella demasiado respeto para
que también existiera el amor. Él se sentía en sus brazos como si fuera un
niño, la amaba con ternura.
Volvió a pasar al baño, hizo sus abluciones, y se asomó por la ventana
de su dormitorio. Observó las estrellas. Su casa estaba poblada de seres
dormidos. Todos ellos parecían formar las piezas de un gigantesco animal
acoplado a la noche. Había cesado de tener sueños compartidos. Aceptaba
su soledad. Sabía que nunca podría volver a vivir como un ser humano normal. Si deseaba suicidarse le bastaba con aparecer en público. No quedarían
trazas de su cadáver.
Había crecido obsesionado con los sueños de su padre. Hubiera querido
reconstruir la Gran Mezquita, tender una carretera desde Taif a la Meca que
permitiera la unificación de Arabia Saudí, pero no podría prolongarse en los
sueños de su padre. Estaba destinado a morir en la Región Vacía.
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✈ 3
Suqami, uno de los piratas aéreos, estaba sentado en primera clase, en el
asiento 10b del avión de American Airlines. Observó la panorámica por la
ventanilla del avión. Todo parecía distante. Las nubes eran como una gigantesca sábana blanca sin arrugas. No había relieve, nada parecía desplazarse.
El único ruido era el amortiguado ronquido de los motores. Bruscamente,
por un hueco de las nubes, asomaron las Torres Gemelas. Tuvo el privilegio
de sentir miedo. Compartía con seis de sus compañeros la jerarquía del
miedo. Les echó un vistazo. Sus rostros nada decían. Pero todos ellos debían
sentir cierta jactancia además de miedo, porque también estaban orgullosos
de administrar el destino de centenares de personas en los aviones y en las
torres. La situación comenzaría pronto a cambiar, cuando sus compañeros
enfilasen hacia la cabina del piloto para apropiarse de los comandos del
avión.
En ese momento se le acercó una aeromoza, y le dijo que debía abrocharse el cinturón de seguridad. Suqami pidió disculpas y empezó a abrocharse
el cinturón con nerviosos dedos. Siguió mostrando su torpeza y su cortesía,
haciendo gestos de amabilidad a la aeromoza, que le ofreció una sonrisa.
La aeromoza avanzó una fila. Justo delante de Suqami estaba sentado un
hombre obeso, pelirrojo. La aeromoza le dijo algo al hombre, que hizo un
gesto con la cabeza y enderezó su asiento. El movimiento fue brusco. El
hombre giró la cabeza y pidió disculpas a Suqami exhibiendo una ancha
sonrisa. Suqami le devolvió la sonrisa. En ese momento, Suqami observó
que dos de sus compañeros forcejeaban violentamente con la puerta de la
cabina del piloto y lanzaban gritos. El hombre sentado delante de Suqami
se libró de su cinturón de seguridad en un instante, pero no logró erguirse.
Suqami extrajo la afilada tarjeta de crédito del bolsillo izquierdo de su saco
y seccionó la garganta del pasajero desollándose los dedos. La sangre anegó
el cuello del hombre y cubrió su camisa blanca. El hombre se desplomó en
su asiento. Suqami se puso de pie, observó en todas direcciones pidiendo
calma y disculpas a la aeromoza, amenazando al mismo tiempo a todos con
su improvisada cuchilla. Se sintió avergonzado, molesto. No le agradaba
llamar la atención. Pensó que así había sido durante toda su vida y ya era
demasiado tarde para cambiar.
✈ 4
George W. Bush se sentía como un pelele. Su jefe de gabinete, Andrew Card,
le había informado que un segundo avión se había estrellado contra el World
Trade Center. Pudo mantener la calma en la escuela primaria Emma Booker
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durante unos quince minutos, no deseaba alarmar a los niños. Después,
todo se había deslizado a los costados de su limusina. Las sombras eran
sustituidas por fugaces imágenes, con la velocidad de un viaje en el metro
de Washington.
Nadie obedecía sus órdenes. Su jefe de gabinete o cualquier agente del
servicio secreto eran más importantes que él. Se sentía como un niño desobediente. Él quería volver a Washington, abrazar a Laura, hablar con sus
hijas. Jenna estudiaba en Austin, Barbara en Yale. Debían estar aterradas. Se
sentía desgajado, a merced del azar. Todo carecía de sentido. Quienes habían
causado esa catástrofe debían estar celebrando. Y esos asesinos dejaban una
huella tan inconfundible como la pisada de un mamut. La pregunta de los
sesenta y cuatro mil dólares. ¿Quiénes eran capaces de inmolarse a bordo
de aviones? Los mismos que se inmolaban estrellando lanchas cargadas de
explosivos contra destructores o haciendo estallar chalecos repletos de dinamita en hoteles y embajadas.
✈ 5
Osama bin Laden había fijado otra de sus residencias temporarias en Khost, en
el este de Afganistán, y presenció las tareas de sus seguidores para instalar un
plato de satélite y un aparato de televisión en el patio de su vivienda. Uno de
sus lugartenientes intentó obtener señales, pero las imágenes que aparecían
en televisión eran borrosas.
—Será mejor probar con el servicio en árabe de la bbc —dijo el lugarteniente. Era alrededor de las tres de la mañana del 11 de septiembre de
2001 en Khost. Las nueve de la mañana en Nueva York. Bin Laden sintió la
garganta reseca y le pidió a uno de sus hombres que trajera té.
Un locutor estaba concluyendo un informe cuando dijo que había recibido una noticia de último momento: un avión se había estrellado contra
el World Trade Center. Los miembros de al-Qaida, creyendo que ésa era la
única acción, comenzaron a gritar jubilosos, y se postraron en tierra, pero
Bin Laden les dijo: «¡Esperen, esperen!». Alzó dos dedos y se echó a llorar,
y a suplicar. Minutos después, la bbc informó que un segundo avión se había estrellado contra las Torres Gemelas. Bin Laden trató de controlar su
llanto, y alzó ante sus atónitos compañeros tres dedos de su mano derecha.
Media hora más tarde, un avión se estrelló contra la sede del Pentágono.
Bin Laden alzó su mano derecha y esta vez exhibió cuatro dedos. Pero el
ataque final, contra el Congreso o la Casa Blanca, falló. El avión de United
Airlines, vuelo 93, por alguna razón inexplicable, había caído en una zona
rural de Pensilvania.
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✈ 6
El avión de American Airlines, vuelo 11, despegó del aeropuerto Logan, en
Boston, a las 7:59 de la mañana, rumbo a Los Ángeles. A las 8:14, el encargado de la torre de control que debía seguir el vuelo desde instalaciones
en Nashua, New Hampshire, empezó a sospechar que algo raro estaba ocurriendo. El transponder, un emisor-receptor que genera señales de respuesta,
había sido apagado en la cabina del piloto. El controlador de tráfico aéreo
se puso en contacto con el piloto del vuelo 175 de United Airlines, que a
las 8:14 había partido del aeropuerto de Boston rumbo a California, y le
pidió ayuda para localizar el vuelo 11. Al descubrir que el avión había sido
tomado por piratas aéreos, la aeromoza Amy Sweeney se dirigió hacia un
asiento situado en la penúltima fila de la clase turista, aferró el auricular
de un teléfono para llamar al servicio de vuelos de American Airlines en el
aeropuerto Logan, y hablando en voz baja informó que el avión había sido
asaltado. Existían indicios de que los pilotos ya no manejaban los controles.
Era imposible comunicarse con la cabina de mando. Sweeney le informó a
un superior que iría a la primera clase del avión, para espiar lo que ocurría.
Cinco minutos después, regresó a la clase turista, e informó a otra de las
aeromozas que el supervisor del personal de cabina y el sobrecargo habían
sido apuñaleados, también el pasajero que ocupaba el asiento 9b. Sweeney
dijo luego a su supervisor que el avión había cambiado drásticamente de
rumbo y estaba enfilando hacia el sur.
Seis minutos después, el avión iniciaba un rápido descenso. El supervisor
le pidió a Sweeney que observara por la ventanilla y le informara qué era
lo que veía.
—Veo agua —le respondió Sweeney—, veo edificios. Estamos volando
muy bajo. Segundos después, Sweeney dijo—: ¡Mi Dios, estamos volando
demasiado bajo!
Quien aún gemía, fue silenciado.
Quien aún gritaba, gritaba en vano.
La tecnología hizo añicos a la tecnología.
✈ 7
Osama bin Laden contempló las montañas nevadas, pensó que la geografía
era un método para marcar los territorios conquistados. Él pertenecía a la
Región Vacía, el desierto de arena más grande del mundo. Por allí no transitaban ríos. Cada árbol se aferraba al suelo y parecía sagrado, porque habían
surgido de la nada y era imposible desalojarlo de la arena. En ese espacio sin
horizontes, las herejías florecían como en Jerusalén. Ninguna de ellas podía
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ser eliminada o ser consagrada, aunque todas ellas imponían el deber, y sus
prácticas de sumisión al Profeta sólo favorecían el sacrificio.
Apenas apagó el televisor, tras la euforia, los aplausos, las lágrimas que
parecían de alegría, confirmó que marchaba por un sendero final. Deseaba
una muerte piadosa, sin ser sometido a las indignidades del vencedor. Los
deberes de su religión eran magníficos y difíciles, pensó Osama bin Laden.
Algunos de ellos resultaban abominables. La única novedad que traía a sus
seguidores era la destrucción. Lo demás se reducía a la muerte lenta y al
hastío. Pensó en todos los que habían avanzado a la muerte en vagones del
subterráneo. Pensó también en los años futuros, plagados de crueldad. Al
igual que el enemigo, se puso a rezar.
Réflex
Laura Meradi
retrato que sacó mi hermano con su primera cámara réflex.
En la parte de atrás, con una fibra que habrá sido usada en el 86 u 87, dice:
Godot. Como si la chica de la foto no fuera un ser independiente llamado
Julia, sino la célula de un clan. Esa foto, el gesto de mi hermano y el mío, les
pertenece a los Godot. Yo no era Julia. Yo era la menor de cinco hermanos,
tres varones y dos mujeres. Era la que enterraban en la arena para hacerla
gritar, para reírse, ellos cuatro, de mí. Yo era el payaso gritón que se irritaba
por las trampas más estúpidas, trampas en las que sólo podía caer un payaso.
Y me enojaba y me entraban ganas de llorar, pero no iba a llorar por ellos,
no iba a debilitarme así, entonces me enojaba y, clic, la foto.
Ahora, mientras escribo esto, viajo en una casa rodante por Misiones, con
unos amigos que conocí hace unos días. El lema, que está anotado sobre la
bacha de la cocina, es: «El que se enoja pierde». He descubierto que todos
aquí se enojan cuando se sienten ridículos. Nos enojamos porque exageramos cada gesto. Acá todo es exagerado. El espacio es muy chico. Lo que de
día es una mesa por la noche es una cama, y a la mañana, cuando se hace
día y algunos ya están preparando el mate, uno babea aún dormido sobre
la mesa del desayuno. Exageramos. Exageramos el sueño y las ganas de desayunar. De cada movimiento congelamos un gesto, y ese gesto se repite en
nuestra retina hasta sacarnos la reacción más ridícula. Como un perro que
ladra con furia frente al espejo, pero sin animarse a acercarse nunca del todo
y comprobar que el reflejo que lo enoja es el del propio ladrido. El amor es
ridículo. Los primeros días, estando acá, sentí que me enamoraba. Dormía
cucharita con uno de los chicos que acababa de conocer, y de pronto el corazón empezó a dar saltos y pensé: Se va a dar cuenta, se va a dar cuenta, se
va a dar cuenta. Pensé: Cómo puede ser que me suceda una cosa así, que no
pueda controlarlo. Y cerré los ojos y me acurruqué más y más, y de pronto
sentía algo en todo el cuerpo que era una mezcla de amor caliente, y recordé
Es el primer
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El director de un centro médico en Long Island convocó al personal y anunció que debían estar preparados para tratar a heridos tras el ataque contra
las Torres Gemelas. Todos esperaron, nerviosos, revisando sus equipos, sus
camillas, observando sus manos. Afuera el mundo ardía. Permanecieron
durante horas en los pasillos, contemplando los relucientes pisos, las bruñidas sillas de ruedas. Parecían padrinos de una boda aguardando a los convidados, pero los convidados no llegaron. Aunque había muchos muertos,
escaseaban los heridos, que fueron atendidos a pocas cuadras de distancia
de las torres caídas. Dos mil setecientas cuarenta y nueve personas se habían
convertido en restos orgánicos y desaparecido en un compuesto formado
en partes iguales por fibra de vidrio, plomo, papel, algodón, concreto, y
combustible de aviación [...] l
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que exactamente eso yo sentía a los cuatro años por un chico que venía a
la sala amarilla conmigo. A la hora de la siesta, después de la merienda, yo
nunca lograba dormir. Como ahora, el cuerpo se agitaba estando cerca de
ese otro cuerpo y la cabeza se me llenaba de chispas, trabajaba y trabajaba,
imaginando. Una tarde de lluvia la maestra nos había armado dos mesas
largas para que jugáramos adentro durante el recreo. Las chicas estaban en
la mesa de la derecha y los chicos en la mesa de la izquierda. Todos uniformados con nuestros delantales a cuadritos blancos y amarillos. Al lado
de Lucas había quedado una sillita desierta, y yo tomé valor y me senté a
su lado. Atrás nuestro estaba el perchero, y después de corroborar que no
hubiera nadie mirando yo estiré un bracito y le rodeé la cintura. Lucas hizo
lo mismo casi en el mismo momento: me rodeó la cintura con su brazo,
por encima de mi brazo, y yo sentí que el corazón se me salía del pecho y
ocupaba toda la sala. Nos quedamos así, quietos, mirando al frente, mientras
los otros chicos ignoraban lo que sucedía a nuestras espaldas. Cuando la
maestra dio la vuelta por detrás del perchero, nosotros deshicimos el abrazo.
Y cuando dio otra vuelta y volvió a quedar del otro lado de la mesa, volvimos
a rodearnos con nuestros bracitos por la cintura. No hacíamos nada más.
Experimentábamos. El cuerpo se inflaba y se desinflaba, respiraba, como
una ameba. Nunca hablamos del tema, y ésa fue la primera y última vez que
nos abrazamos. Amar es ridículo. Nunca tiene la forma del amor. Es siempre
incorrecto. Nos daba vergüenza mirarnos a la cara, porque el amor derretía
nuestra máscara.
En la mesa de la casa rodante despliego las fotos que traje entre las páginas del libro. Lucas —que no se llama Lucas pero fue Lucas esa noche
de la cucharita y el recuerdo en mi sala amarilla— ve el primer retrato que
me sacó mi hermano. Yo pienso que él se va a asustar. Pero se ríe y dice:
Siempre con esa cara de estar oliendo mierda. Mi enojo le da risa. Le saco la
foto de las manos y junto todas las fotos desplegadas, para volver a guardarlas
en el libro. Me mira y dice: El que se enoja pierde.
Creo que a los seis años yo estaba totalmente enamorada de mi hermano
fotógrafo. Él tenía dieciséis, abundantes rulos dorados y la espalda y los
brazos torneados con dureza y suavidad como los de un guerrero. Tengo
guardado en el libro un autorretrato que se sacó esa noche en la playa.
Tiene en el rostro el mismo gesto que yo: enamorado de la vida eterna y
rechazado por ella, se siente ridículo y mira a la cámara con enojo. Los mismos ojos, la misma boca. Su torso desnudo y los rulos coronando el gesto.
Imagino su mano llena de verrugas a la sombra del flash encuadrando ese
instante, el mismo día que tomó mi foto pero escondido en la oscuridad.
Probablemente él estuviera enamorado de mí como yo lo estaba de él. Y ése
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era nuestro amor imposible, por infinito. Por inalcanzable siempre. En esa
foto donde no grito, donde el gesto de dolor y furia es preciso y contenido
como su mano llena de verrugas, me acerco a mi hermano como puedo.
En la distancia de su cámara, él afirma lo ridículo de mi sentimiento. Yo me
enojo porque quiero seguir creyendo que todo es posible, y lo miro con
odio de amor.
Después de esa foto hubo dos retratos más. Yo me había dejado enterrar
hasta el cuello en la arena y mi hermano me sacó una foto en la que parece
que estuviera a punto de llorar. Es mentira. Yo sé que no voy a llorar. Que
ese maltrato era el trato más cercano que podía tener con mi hermano.
Me recuerdo metiendo el cuerpo adentro del agujero que él había cavado
con sus manos. Los puñados de arena que me caían sobre las piernas como
caricias. Los golpecitos que daba con las manos al final, para que la arena
se asentara, que me vibraban en el pecho. Después, cuando observé que
todos me veían enterrada hasta el cuello y se reían como cuando los dioses
descubrieron a Ares y Afrodita gozando de sus pasiones a escondidas en el
Olimpo, me sentí ridícula. Empecé a gritar, y mi hermano hizo clic para
sacar la segunda foto, y en la segunda foto, entonces, estoy gritando. A partir
de entonces, la manera en que me enamoraron todos fue haciéndome enojar. En el enojo yo me sentía ridícula, y al sentirme descubierta me enamoraba. Y los odiaba. Odiaba haberme enamorado porque cada vez me sentía
más ridícula. Ellos podían ver lo ridículo en mí, pero no podían enamorarse
directamente de mí, porque veían lo ridículo en ellos, y se apartaban. Como
mi hermano con la cámara: me miraban de lejos y se alejaban. Y yo quedaba
en evidencia, hasta el cuello en la arena, mientras mi hermano se alejaba,
con la cámara de por medio, se alejaba, se alejaba.
En esta casa rodante tengo una cama para mí. Que no es mía pero que
la uso yo desde que vivo acá. Le conté a Lucas que, cuando era chica, mis
hermanos y yo viajábamos en casa rodante. Mi papá y mi mamá nos llevaban
de vacaciones en casa rodante, y yo dormía en la que vendría a ser la cama
en la que ahora dormimos nosotros. Yo dormía entre mis hermanos y me
sentía la más feliz del mundo. Por qué, me preguntó Lucas. Porque adoraba dormir con ellos, los amaba. Una mañana todos ya se habían levantado
y yo seguía durmiendo sobre lo que sería la mesa del desayuno, cuando
vino uno de ellos y levantó la frazada de golpe. Yo estaba durmiendo con la
bombacha por las rodillas y él se rió. Yo me había bajado la bombacha para
sentir mejor esas sensaciones durante la noche, y él simplemente se rió y
me volvió a tapar. Salí de un salto de la cama, todavía con la bombacha por
las rodillas, y me encerré en el baño. Hubiese llorado, pero en cambio me
enojé. Y cuando volví a salir, con la bombacha puesta y la cara limpia, le dije:
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Sos un puto. Mi papá, que ya se había acomodado para desayunar en lo que
segundos antes era la cama, se dio vuelta y me dio una cachetada. Yo estaba
dispuesta a enfrentar toda la situación con mi cara de odio, cerrada hacia
adentro, sin una sola lágrima, pero mi mamá cerró fuerte los puños y se
arrojó con ímpetu sobre el pecho de mi papá. Lo golpeó tres veces, y recién
entonces mi hermano la agarró de la cintura y la arrastró hacia la puerta de
la casa rodante. Mi mamá se resistió a salir y cuando mi hermano ya la había
sacado afuera ella mantuvo los pies en la escalera y cayó de espaldas sobre la
tierra. Gritaba cosas. Se agarraba la espalda y gritaba cosas que no recuerdo,
y yo que pensaba que mi mamá se había roto toda y tal vez no se volviera
a levantar, bajé de la casa rodante de un salto y la abracé en el suelo y me
puse a llorar. Ese año Monzón había tirado a su mujer por la ventana, y yo
apoyaba mi cara sobre la cama de mi mamá y le lloraba encima, y mientras
le acariciaba el pelo pensaba: Alicia, pobre Alicia, Alicia Muñiz de Monzón.
Dicen que si tenés una carga muy potente de Plutón, si lo tenés muy
encima, como enfocándote, en los primeros años de vida tenés muchas
escenas cercanas a la muerte. Después de eso las cosas se calmaron y mi
papá se puso a arreglar una pérdida de gas que tenía la heladera. Mi mamá
prendió la hornalla y puso muy campante la pava al fuego, y yo vi cómo mi
papá se volvía de llamas en un segundo. Vi una llama naranja fuego estirarse
hacia donde estaba yo y pegué un salto hacia atrás, y de pronto todo se apagó
porque mi papá había alcanzado a agarrar una frazada y se había envuelto
como un fantasma. Estaba cubierto desde la cabeza hasta los pies por una
frazada a rayas de colores, y mi mamá y yo nos quedamos inmóviles viendo
el bulto, sin saber si lo que estaba debajo tenía vida o era un mueble viejo.
Lucas, ¿dónde está el espíritu de las cosas?
En el cuerpo, dijo Lucas.
Lucas, ¿sabés qué?
Qué.
El horror soy yo ante las cosas.
Y tu hermano, dijo Lucas, ¿cómo se llama él?
Lucas, mi hermano se llama Lucas igual que vos y ya no tiene la cabeza
llena de rulos como la tuya. Antes de los veinte la vida le achicharró todos
los pelitos y lo dejó pelado.
Una tarde todos dormían. Acá se duerme mucho. Dos chicos dormían
en la cama que está encima del asiento del conductor. La cunita, le decimos
así, y es el mejor lugar para dormir la siesta porque estás como apartado de
todo, guardado en un hueco. Las chicas estaban en la cama que también es
una mesa. Y otro de ellos estirado en el asiento de enfrente. Lucas se sujetaba con ambas manos del volante y miraba la ruta con atención, a través de
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unos anteojos grandes y oscuros de policía. Del otro lado del parabrisas caía
el sol sobre el punto más lejano de la ruta, y el asfalto y el campo se teñían
de amarillo. Todos dormían, apenas se escuchaban sus respiraciones sobre el
motor de la casa rodante. Yo iba a su lado con un poncho de lana y el termo
de agua caliente apretado entre las piernas. Cebé un mate y se lo alcancé.
Él soltó una mano del volante y tanteó en el aire hasta encontrarlo. Yo lo
miré, y después miré hacia donde él miraba y vi el sol cayendo en el punto
más lejano de la ruta, el asfalto y el campo debajo de un reflejo amarillo.
Me miré el poncho: la lana marrón también estaba teñida del reflejo amarillo. Y entonces fue como si la casa retrocediera a la velocidad de la luz, un
puño que me apretaba el pecho y me empujaba hacia otra parte, y lo miré,
y él era mi papá, y cuando volví a mi poncho la que estaba adentro era mi
mamá, eran las piernas de mi mamá, las manos de mi mamá, la cara de mi
mamá, el interior de mi mamá, y Lucas era José, José Godot cuando tenía
treinta años y nos sacaba de paseo en la casa rodante. Me devolvió el mate
y la que lo agarró fue mi mamá, y de pronto me vi, vi dónde estaba Julia en
ese momento. Yo estaba sentada sobre su pierna izquierda, no tenía más de
dos años y tenía en la cabeza un sombrero de cowboy que intentaba quitarme
con las manos, pero apenas alcanzaba a tocar el ala del sombrero. Sonreía sin
soltar el chupete, y mi mamá me sujetaba por la cintura y también sonreía
a cámara. Del otro lado de la cámara, en el asiento del conductor, mi papá
sacaba la foto. Y ahora veía el otro lado de la foto en Lucas. Y yo misma
estaba sentada sobre mi pierna izquierda, como un duende. Le cebé otro
mate, y le dije: No sabés lo que me está pasando. Viajé treinta años atrás y
mi nombre es Cristina. Y al mirar otra vez hacia delante, la foto siguiente:
Julia duerme recostada entre el volante y el vidrio del parabrisas, sostenida
por el vidrio, detrás la ruta teñida de amarillo y el sol cayendo al fondo del
camino. El fondo es adelante, como si adelante fuera atrás o como si siempre hubiésemos estado buscando los recuerdos en la espalda. Lucas, le dije.
Pero no contestó, y pensé que él también respondería a otro nombre, un
nombre secreto guardado detrás de sus anteojos negros, un nombre de infancia. ¿Te estás durmiendo?, le pregunté. Cómo me voy a estar durmiendo,
dijo: estaba pensando en otra cosa.
Acá todos duermen mucho. Cuando no duermen están peleando.
Siempre alguno pierde. Vamos hacia delante, a ese fondo donde desaparece
el sol, mirando el horizonte enceguecidos. La foto fija de la velocidad. Una
isla en movimiento. Tenemos miedo, entonces dormimos. José y Cristina
conducen. Y nosotros aprovechamos el arrullo del motor para soñar l
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La voz
Nicolás Correa
La voz, es la voz siempre. Una y otra vez. ¿La escuchás, nena? Negué con la cabeza
y de pronto se hizo la oscuridad, una oscuridad que murmuraba. Sentí el
susto de Mariel, que rápido le pegó un manotazo a la luz del pasillo. Ahora ya
no está, nena, se fue. Siempre la voz hace lo mismo. Te juro. Hace dos semanas la vengo oyendo. Asentí automáticamente, sosteniendo el pote de crema en la mano
derecha, mirando el final del pasillo, las paredes descascaradas de humedad,
un viento frío descendía desde el último piso. Ayer a la noche sentí que alguien
arrastraba los pies ahí arriba, después esa voz, nena, esa voz. No sabés el miedo que
me entró. Otra vez la oscuridad como un manto impenetrable cayó sobre
nosotras. Mariel se exaltó y volvió a manotear el botón. Se puso la palma de
la mano en el pecho y respiró profundo. Sin decir palabra ante mi silencio,
miró el ascensor y asintió con la cabeza. Perdón por molestarte a estas horas, querida. Enfiló por el corredor arrastrando las pantuflas. Se dio vuelta dos veces,
como para ver si yo seguía ahí. Me quedé unos segundos pensando en la voz;
traté de afinar el oído, de apartar los ruidos molestos, los que ensuciaban
mi percepción profunda del ambiente; cada uno de los ruidos tenía que ser
asociado a un objeto o a una imagen, lo sabía. Me pasaba cuando era chica
y papá se iba de viaje. Yo me quedaba con la abuela sin pegar un ojo. Tenía
miedo de la oscuridad, del viento pegándole a la persiana; entonces, cuando
escuchaba algún sonido siniestro trataba de afinar mi oído y buscarle una
imagen, asociarlo a un objeto conocido. Además del viento pude distinguir
el sonido de la ropa flameando, el carillón que la mujer del portero, Norma,
tenía colgado en la entrada de la puerta o el murmullo tubular del caño del
desagüe; había otros ruidos que me eran desconocidos pero no extraños.
Giré para entrar y fue cuando oí una nota discordante. El corazón se aceleró,
giré nuevamente y la oscuridad me impactó de lleno provocando en mí un
gritito de bestia. Retrocedí unos pasos hasta entrar y cerrar la puerta.
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Después de bañarme salí al balcón y sin buscarlo fijé la vista en el departamento del portero o lo que se veía de él; buscaba con la mirada, algo, no
sabía qué. Colgué la ropa muy despacio tratando de asimilar los detalles de
ese espacio y darle un origen a esa nota discordante que había escuchado la
noche anterior. Salí apurada, dejé la tele prendida, como siempre. Lo había
aprendido de papá: si a alguien se le ocurre querer entrarnos, va a pensar que hay
gente, decía. Ascensor y planta baja, abrí y ni bien puse un pie fuera del ascensor, patiné y caí al suelo. Se me cayó la cartera y el celular voló hacia la
puerta de entrada. Enseguida vi que Norma se me venía encima: Nena, más
cuidado. Estás en cualquier cosa, querida. La mujer estaba baldeando. Rápido me
puse de pie, agarré las cosas con una sonrisa forzada y al hacer unos pasos
entendí que el pie me dolía más de la cuenta, mientras ella Tené cuidado,
chiquita. Disimulé el dolor para no extender esa situación. Asentí y antes de
bajar el primer escalón preguntó: ¿Vos no oíste nada, nena, ayer a la noche? Un
frío helado me subió por la espalda hasta clavarse en la nuca. Mi respuesta:
negativa. El Enrique dice que oyó unos cuchicheos, como que hablaban ahí en el pasillo de ustedes, viste. Será el viento nomás que a veces parece que habla por allá arriba.
Estiré la mano y rocé la tela, estaba fría, pero no porque estuviese mojada,
más bien era el frío invernal que descendía como una masa incorpórea.
Levanté la ropa seca y descubrí que el señor Hoffmann subía por una escalera al cuartito más alto del edificio. La noche era todo estrellas y no había
viento. Pensé que eso era positivo para tratar de descubrir los ruidos que
se daban fuera del departamento mientras intentaba dormir. Preparé té de
boldo, me senté en el sillón y agarré Historia, ritual y arte en la Tanatopraxia
del Renacimiento, que trajo Edi de España, Especialmente para vos, Negri, y es
un regalo, mamu, eh. Era lógico que fuese un regalo porque si no iba a tener
que cobrarle las treinta y seis horas extras que hice durante todo ese mes
gracias a ella. Estuve entretenida con las láminas hasta que perdí noción de
todo y caí dormida.
Desperté sobresaltada, tiré el libro y miré a mi alrededor. Permanecí
concentrada en los sonidos de la casa: las gotas que venían de la canilla
de la cocina se multiplicaban por el pasillo que unía cocina y comedor, el
movimiento de la mano del gato chino, mi propia respiración y mis pensamientos, pero había algo discordante. Me puse de pie y sentí un dolor
agudo en el tobillo. Quedé cerca de la puerta ventana que daba al balcón y
cerré los ojos tratando de concentrarme en el exterior. Los sonidos conocidos, y uno que me desconcertaba, rápido memoricé la media sombra. Fui
imaginando el espacio y asociando ruido y objeto, sospeché que el ruido
desconcertante era algo que se arrastraba. Arrimé la cabeza a la abertura que
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había entre el marco y la puerta ventana y una leve brisa fría me heló la cara,
después de ese primer impacto volví a concentrarme. El reconocimiento de
los sonidos conocidos y otra vez el arrastre, ahora con interrupciones. Salí
espantada hacia el centro del comedor y sentí la aceleración de mi corazón.
Instintivamente agarré la crema para manos, mientras imaginaba millones
de posibilidades y pensé en avisarle a Mariel. Golpear su puerta hasta que
abriera y contarle mi descubrimiento. El dolor del pie me devolvió una rara
tranquilidad, y me dije que había muchos sonidos que no conocía en este
mundo, y todos ellos podían ser causantes del ruido. Puse un poco de crema
en mi mano y me la pasé por la cara. Odiaba que el frío cuarteara mi piel.
El reloj marcaba la una y media de la mañana. Sin pensarlo me acosté en
la cama, pero dejé todas las luces prendidas. La almohada estaba fría, me
reproché no haber prendido la estufa para calentar el ambiente. Siempre
evitaba dormirme cerca de las tres de la mañana. Papá me había contado
que era la hora del mal y le llamaban así porque, si la muerte de Cristo había
sido a las tres de la tarde y desde ese momento se consideraba el inicio del
nuevo mundo, el demonio se burlaba de eso y se potenciaba en la oscuridad
para recordarle a la divinidad que él regía en la tierra. Las tres de la mañana
era la hora en que todas sus potencias salían a darle caza al hombre. Nunca
creí mucho en esa historia, sólo pensaba en el consejo que papá me había
dado y que ese consejo se había anclado en mí de muy chica, y se volvió algo
incuestionable, casi instintivo.
Llegué tarde a la funeraria. El médico dijo que tenía un principio de
esguince; me puso una bota ortopédica para que el tobillo se mantuviera
inmóvil. Cuando entré en servicio, Edi estaba tomando café, nos miramos
y alcanzó para que diagnosticara: Estás hecha mierda, negri. Preparé café y me
apoyé en la mesada. El calor fue removiendo mi sangre: Esa cara no es de
haberla pasado bien, mamu. Encima con esa bota... Me encogí de hombros para
no tener que hablar, igual con Edi nunca había que hablar, ella hablaba por
todo el mundo: Yo estoy espléndida, salí con el cubano, que la tiene más grande que
la mano, ay, me salió versito y todo, y la pasamos bomba: salsa, merengue y bachata. Tiré lo que quedaba del café en la pileta y encaré a las camillas, Edi se
abalanzó detrás. Dijo que no me acercara, que mantuviera distancia porque
nunca había visto nada igual. La miré pensando que era un chiste y ella
negó con la cabeza. No lo pude agarrar yo, mamu. Es un espanto. Edi se quedó
en el umbral de la puerta, la taza de café en la mano. Avancé lentamente,
la bota me quitaba velocidad al moverme; Qué tan espantoso puede ser, pensé.
Enfrentarme con los muertos era estar al borde de un precipicio: mirar el
abismo, sentir un malestar primero y, después, el vértigo de la muerte. Quizá
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un primer impulso era retroceder ante el cadáver, pero inexplicablemente
me quedaba. En lenta graduación, el malestar y el vértigo se confundían en
una nube de sentimientos inexplicables. Por grados aún más imperceptibles
esa nube cobraba forma, como el vapor de la botella de donde surgió el
genio en Las mil y una noches. Pero en esa nube al borde del precipicio adquiría consistencia una forma mucho más terrible que cualquier genio, y, sin
embargo, era sólo un pensamiento, aunque temible, de esos que hielan hasta
la médula de los huesos con la feroz delicia de su horror. Era simplemente
la idea de lo que serían las sensaciones durante el momento exacto de la
muerte, el instante en que el alma abandonaba la carne, y lo imaginaba como
una caída. Y esa caída, esa fulminante aniquilación, por la simple razón de
que implicaba la más espantosa y la más abominable entre las más espantosas
y abominables imágenes de la muerte y el sufrimiento que jamás se hayan
presentado a la imaginación, por esa simple razón la deseaba con más fuerza. Y si Edi o alguien me decía que el horror se podía ver en el cadáver que
me esperaba, con más razón sentía que no había en la naturaleza pasión de
una impaciencia sin nombre como la de quien se mantenía erguido frente
a la máxima aberración de un cadáver. ¿De dónde procedía esa impaciencia? Nunca pude saberlo. Me detuve frente al cuerpo y tomé la punta de
la manta que lo cubría; vi las piernas y descubrí que tenían una especie de
deformidad: eran demasiado flacas. Quité la manta de un tirón y el resto
del cadáver quedó descubierto por el manto de luz pobre. El cuerpo era una
masa amorfa coronada por una cabeza llena de protuberancias e irregularidades. Tenía el labio partido al medio y el resto de la composición facial era
indescriptible. Giré para ver a Edi, que negó con la cabeza y salió de mi vista.
Era simplemente la idea de lo que serían
las sensaciones durante el momento
exacto de la muerte, el instante en
que el alma abandonaba la carne,
y lo imaginaba como una caída.
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Mientras me lavaba en la pileta del baño escuché que golpeaban la puerta.
Es Mariel otra vez. Abrí y ahí estaba la mujer, el horror en su rostro delataba
por qué estaba otra vez frente a mí. Miró al final del pasillo y negó varias
veces con la cabeza. Perdón, nena, perdón pero no puedo dejar que la voz me siga
haciendo esto, ¿entendés? Traté de decirle que se tenía que calmar pero me
interrumpió: Esa voz ahí arriba, gime, no soporto más esto, nena, por favor, ayudame... Solamente me mantuve en silencio frente a ella, sin decir una palabra.
Nena, nena, ¿vos me crees lo que te digo? Se hizo la oscuridad pero ninguna de
nosotras prendió el botón de encendido, alguien más lo hizo. El eco hacía
rebotar el sonido hueco de los pasos que descendían por las escaleras que
daban a la casa del portero, a quien no me sorprendió descubrir segundos
después en la mitad del pasillo: Señoras, ¿qué pasó? Mariel se acercó más a
mí y negó con la cabeza como extrañada. Escuché gritos, ¿pasó algo? La mujer
salió de su ensimismamiento: Nada, señor Hoffmann, nada que tenga que ver con
usté. Hablaba con mi vecina nomás. El portero miró al piso y levantó apenas
los pies del piso: Mire, Mariel, yo sé que usté anda diciendo que de allá arriba sale
una voz y qué sé yo cuántas pavadas más, discúlpeme que le hable así, pero ya me dijo
la del octavo que le fue con ese cuento de la voz y, la verdá, la invito a que investigue
para que vea que no hay nada allá arriba, ninguna voz ni nada. La mujer me miró
y después le devolvió la mirada al señor Hoffmann: Está bien, descuide, deben de ser cosas mías. Una luz extraña sacudió la mirada de Mariel, que salió
arrastrando las pantuflas hacia su departamento. El portero me preguntó si
estaba todo bien, asentí con la cabeza, entré y antes de que cerrara me dijo,
señalándome el pie, que tenía que evitar andar a las corridas por la vida.
Había que cuidarse porque la muerte estaba a la vuelta de la esquina. Ensayé
varias respuestas, que evité realizar. Antes de cerrar la puerta vi que la luz se
apagaba y parecía descender de un modo siniestro sobre el portero.
Un golpe me sobresaltó. Venía del comedor. Otro más y entendí que
alguien golpeaba la puerta. Otro golpe y uno más. Por la mirilla vi la cara
maximizada de Mariel. Pensé en dejarla ahí cuando un nuevo golpe me
tomó de sorpresa, me alejé de la puerta y escuché que del otro lado Mariel
susurraba que no la abandonara así. Abrí y se metió de un empujón, cerró
la puerta, miró alrededor y se ubicó al lado de la puerta ventana. Estaba
por decirle que me tenía repodrida; cuando giró sobre sí, desorbitada, su
mirada se clavó en mí: La voz viene de allá arriba, nena. la escuché otra vez y ese
viejo de mierda no quiere que se sepa... Yo sé lo que te digo, nena, no estoy loca. Están
escondiendo algo, algo grande. Vos tenés que acompañarme. Pensé que la mayor
cantidad de las veces que alguien esconde algo, suele tener una razón. Nena,
yo sola no puedo con esto, sola no puedo subir ni un escalón. Vos, nena, vos tenés que
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venir conmigo y vas a ver que es de en serio la voz. Salió al pasillo, despacio, prendió la luz y se quedó parada. Nunca voy a saber qué fue lo que me impulsó
a ir detrás de Mariel. Tomé las llaves, cerré la puerta despacio, sin hacer
ruidos, y fui detrás de la mujer, que ya ascendía por la escalera que iba al
piso del portero. A medida que subíamos el frío se intensificaba. Mariel ya
me esperaba en el corredor cuando se hizo una oscuridad de murmullos.
Tomada de la baranda, ascendí con dificultad por los escalones. El mismo
sonido tubular del caño del desagüe ocultaba mi respiración agitada, y el
carillón con su resonancia aguda parecía dar unas campanadas siniestras y lejanas. Al llegar al pasillo, quedé enfrentada a la puerta del departamento del
señor Hoffmann, encontré el botón de la luz, y estaba por apretarlo, pero
Mariel me tomó del brazo con fuerza y negó con la cabeza, sólo pude ver el
brillo de sus ojos. Encaró hacia la salida del pasillo y la seguí con la mirada.
Se detuvo a mitad de camino y me hizo señas para que avanzara. En ese momento sentí un profundo desconcierto: ver a la vieja agachada, en pantuflas,
haciéndome señas con los brazos como si fuera una bestia desesperada en el
medio de un pasillo tétrico, sintiendo cómo la helada atravesaba las húmedas
paredes. Avancé hacia ella como si una mano invisible jalara de mí. Vamos,
nena, tenemos que hacer rápido, a ver si sale el viejo maldito ése, dijo murmurando.
Al final del corredor había una puerta angosta, Mariel la empujó apenas, con
la mano, y con un quejido se entreabrió a una escalera que ascendía escasos
metros. Subimos en silencio hasta que llegamos a otra puerta, que la mujer
intentó abrir pero se mostraba infranqueable. Empujó con el hombro y no
tuvo suerte. Giré para volver y ella me tomó del brazo: Por favor, no, ahora que
ya estamos cerca no. Volvió a intentar mientras murmuraba Por favor por favor
para que la puerta cediera, no hubo caso. Se desesperó y empezó a chocar
su cuerpo contra la puerta hasta que ésta se abrió y la vi salir disparada al
vacío. Me apuré y fui detrás para ver si estaba bien, sentí un dolor agudo
en el tobillo. Una vez afuera contemplé el juego de la niebla que descendía
sobre los edificios. Mariel se levantó con dificultad, se puso las pantuflas,
sin dejar de murmurar que Conmigo no van a poder. Indicó hacia el cuartito
que estaba sobre mi balcón y enfiló rengueando y emprolijándose la bata.
La puerta del cuartito se abrió, la niebla se movía de una manera imposible de describir, un olor nauseabundo nos asfixió de repente, Mariel tuvo
unas arcadas, yo estaba un poco acostumbrada a los olores pútridos, por eso
ni me inmuté. La mujer se repuso y entró decidida a la oscuridad. Me quedé
del otro lado, atontada por los dibujos de la neblina que caía densa. Encontré
algo, nena, acá hay otra puerta, vamos. La escalera daba a un pasillo más oscuro
de donde venía el vaho asfixiante. Mariel se tapó con la manga de la bata y
empezó a descender. Entonces fue que escuchamos un sonido de algo que
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se arrastraba al fondo, reconocí la nota discordante de una noche atrás. Se
me contrajo el corazón. Ella me agarró del brazo y murmuró: Eso es, eso es,
nena. ¿Viste? Seguimos descendiendo hasta llegar a lo que parecía el final del
corredor, que desembocaba en una sala iluminada apenas por una lamparita. El olor hediondo venía de ahí. Detrás de unas cajas escuchamos una voz
nítida que hablaba de manera inentendible. ¡Ésa es la voz, nena! ¡La voz era
de acá, querida! Se produjo un silencio y las dos miramos al fondo de la sala.
Escuchamos el arrastre y unos segundos después descubrimos una figura
entre las sombras. Mariel dio un paso hacia delante: ¿Quién sos vos? ¿Sos el que
habla de noche? Sorprendida por la reacción de ella, di un paso hacia atrás.
La figura emitió un sonido discordante y cavernoso desde las sombras y la
mujer avanzó un paso más: la bata blanca brillaba y le daba una presencia
angelical. Giró y me buscó con la mirada invitándome a entrar con un movimiento de cabeza. Di dos pasos y la entidad gruñó, quedé en mi lugar. Ella le
dijo que todo estaba bien, Somos tus amigas, pidió que entrara y apenas intenté dar un paso, la figura gritó y salió de las sombras mostrando su inhumana
forma. Sentí un terror imposible, aunque había visto muchas aberraciones,
nunca había estado frente a una que tuviera vida. Mariel empezó a gritar y
al ver que la figura se arrastraba hacia nosotras empezamos a ascender por
el corredor. Con mucha dificultad llegué a la puerta del cuartito, pero ella
venía retrasada: no podía correr porque trastabillaba con las pantuflas, hasta que finalmente tropezó y cayó. ¡Ayudame, nena, por favor, ayudame que ahí
viene! Corrí hasta ella al mismo tiempo que la bestia. Quedamos a la misma
distancia de Mariel, que me estiraba la mano para que la sacara del trance,
pero yo no pude moverme, estaba perpleja ante la cara del horror. En una
fracción de segundos decidí volver hacia la puerta y salvarme. La mujer se
desesperó y empezó a gritar. La niebla seguía bajando fría y vi que Mariel
se ponía de pie y se lanzaba a correr hacia la puerta. Antes de que llegara la
cerré y quedé agarrada al picaporte. Escuché sus gritos rogando para que
le abriera, sentí su forcejeo, después los alaridos de desesperación y la voz.
¡Nena, no me dejes acá! ¡Hija de putaaa! Supuse que luchaban porque oí que
ella se resistía, hasta que largó un rugido horrísono que me dejó helada.
Solté el picaporte y di unos pasos atrás. Los alaridos se fueron alejando y los
imaginé a ambos perdiéndose al fondo del pasillo.
y le iba dando vida a mi interior. Negri, estás monstruosa hoy... ¿Tuvimos acción?
Ni siquiera atiné a responder, ella lo hizo por mí. Siempre igual, sos terrible,
nena, con vos misma sos terrible. Otro sorbo de café me obligó a sacarme el
saco. Negri, mirá, yo no puedo con éste, vos sabés cómo soy. Es un horror. Es algo...
no tiene palabras. Dejé el vaso, el ojo derecho me temblaba, Edi lo percibió:
¿Estás bien, negri? Asentí y me cambié en el vestuario lo más rápido que pude.
Enfilé hacia el cuerpo, tenía frío, la luz blanca de la sala me lastimaba los
ojos. Edi estaba apoyada en el marco de la puerta: siempre supuse que su
sensación era de admiración y aberración al mismo tiempo. Yendo hacia el
cadáver empecé a sentir esa impaciencia sin nombre; quedé parada frente a
la camilla, la luz del portalámparas caía tenue. Levanté la manta y el espanto
se apoderó de mí. La vista se me nubló y a los tumbos retrocedí: un horror
sin nombre me sorprendió. La mitad de la cara, o lo que quedaba de ella,
como si hubiese sido arrancada a mordiscones, me delataba de que ese cadáver era de Mariel. Edi se dio cuenta de que algo me pasaba y salió de su
silencio: Negrita, negrita, ¿estás bien? Con la poca fuerza que me quedaba me
repuse y asentí sin girar. Avancé hacia la camilla sin dejar de repetir una y
otra vez que era sólo un cadáver, que el abismo era la muerte y que el verdadero horror estaba en la terraza de mi edificio l
El vaso de café me temblaba en la mano. Edi entró apurada, nos miramos
y vi en su cara la imagen del espanto. No puede ser, negri, carajo, no puede ser...
Parece que estoy meada por una manada de elefantes. Negué con la cabeza sin
entender a qué se refería. Yo no puedo, negri, no puedo así. Le di un sorbo al
café, me dolían los ojos, el líquido caliente iba avanzando por mis entrañas
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Borges era e.t.
Juan Guinot
A Borges lo conocí a los doce años.
Cuando mi viejo me ordenó «Apagá la tele, vamos a ver a Borges al Colegio
Nacional», reconozco que me hinchó bastante las pelotas. Estaba por empezar un capítulo de Cosmos 1999 (esa serie de la base terrícola en la Luna que,
salida de órbita de la Tierra, viaja por el espacio, con la Luna como nave).
A él no le gustó ni medio mi cara de culo. De camino al Nacional, me
dijo: «Cuando seas grande me vas a agradecer que te haya traído». Preferí no
responderle.
El salón de actos del Colegio Nacional estaba hasta las bolas. Desde el
estreno de Star Wars en el Cine Español que no veía un sala tan colmada.
Nos hicieron subir al gallinero. Fuimos derecho a la primera fila, me senté
en la butaca y apreté las manos en los apoyabrazos, el vértigo de la altura me
mataba.
Desde la planta baja brotaron los aplausos, mi viejo me dijo: «Ahí viene».
Sin soltar mis manos, estiré el cogote y me asomé al abismo del gallinero. Por
el pasillo que dividía el ala izquierda y la derecha de los asientos de la planta
baja, apareció un anciano, de traje gris, menudo, peinado a la gomina, con la
cabeza tornando a un lado y al otro, y la espalda combada. La estabilidad de
los pasos de Borges se definía en el apoyo tembleque del bastón.
«Se parece a e.t.», le dije a mi viejo. Él no me escuchó o prefirió hacer
que no me había oído.
La gente acompañó la lenta y prolongada caminata del ilustre visitante con
una espontánea composición de palmas que, habiendo empezado graves y
acogedoras, casi diez minutos después terminaron agudas y repelentes.
Mientras se hacían las maniobras de aterrizaje del anciano en uno de los
asientos instalados al pie del escenario, le dije a mi viejo: «Para la salida, así
no perdemos más tiempo, me voy a buscar la bici a casa y lo subimos a e.t.
en el canasto, vas a ver cómo huimos volando».
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Mi papá me miró fulero, entendí que, si abría de nuevo la boca, su patada
en el culo me convertiría en el primer humano sin escafandras en llegar a
la Luna.
Opté por atrincherarme en el silencio y la contemplación. Miré al frente,
donde estaba sentado el ilustre disertante.
Delante de Borges pusieron un pie de micrófono. El muchacho del sonido luchó un buen rato para acertar la flor del micrófono en la boca de
un Borges que le complicaba la tarea al mover a un lado y el otro la cabeza.
Mi viejo, tentado, me dijo: «El pelotudo no se dio cuenta de que Borges es
ciego». Y forcé el dibujo de una risa, más por corresponder a mi viejo que
por su chiste.
Y si no me daba naturalmente por reír no era por un tema de respeto
frente a alguien con una incapacidad física. Era por miedo.
Es que, al ver de frente al anciano, con las cuencas conteniéndole los
ojos blancos, me paralicé. Lo asocié al maestro ciego de la serie Kung-Fu,
un chino que se las sabía todas, que no veía un pomo y que siempre estaba
en un lugar oscuro, lleno de velas encendidas, muy del estilo de los templos
de la magia negra. Siempre sostuve que el maestro de Kung-Fu era un tipo
siniestro. Y esa asociación que estaba haciendo se terminó de armar cuando
apareció Kung-Fu en versión femenina y aplicó una toma de pinza con la
mano derecha al brazo del sonidista, para sacarlo de escena.
El David Carradine con pollera, rasgos orientales y pelo lacio, y de color
ceniza, ajustó el pie del micrófono, hizo señas con la palma abierta al del
equipo de sonido, dijo algo al oído de Borges, el anciano movió los labios
sin abrir la boca y se sentó a la diestra del escritor.
La conferencia de Borges era un embole. En ese entonces tenía un recurso para huir de esos momentos. Cuando algo me aburría, buscaba una
ventana y me imaginaba cosas que pasaban al otro lado, como si el vidrio
fuese el límite que separaba dos planos de realidades paralelas, y yo me
transportaba mentalmente a esa otra realidad, donde pasaban cosas mucho
más interesantes.
Estaba metido en ese jueguito, ajeno a todo, cuando mi viejo me trajo a
este mundo con un «Qué mina más pelotuda». Focalicé en Borges, al frente.
El tipo seguía con el movimiento pendular de la cabeza, mirando la nada,
mientras la Kung-Fu le pedía a alguien que repitiera la pregunta porque el
maestro no había escuchado.
Una señora del público se puso de pie y a grito pelado le preguntó al
anciano qué había querido decir en un fragmento de «El Aleph» cuando
escribió (leyó de un libro con el tonito recitador de las maestras en acto
patrio) «el trabajo del poeta no estaba en la poesía; estaba en la invención de
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razones para que la poesía fuera admirable; naturalmente ese ulterior trabajo
modificaba la obra para él, pero no para otros».
Borges, mirando en dirección a un radiador de calor empotrado contra
una pared, y a cinco metros de la mujer que acababa de hacer la consulta,
contestó: «No me acuerdo».
El silencio colmó la sala.
Me lo quedé mirando. El anciano movía los labios y tenía levemente
abierta la boca, parecía estar hablándole a alguien que no estaba acá. Pensé,
más bien me gustó pensar, si el tipo no haría como yo: si, para salir de los
momentos embolantes, se mandaría con los pensamientos a otra dimensión.
Ante la prolongación de un silencio que implantó una atmósfera de temor, la David Carradine con pollera se acercó al micrófono y dijo con voz
débil: «Si no hay más preguntas para el maestro, se da por finalizada la
conferencia».
La gente sacó chispas de las manos y los aplausos ascendieron en vibraciones ignífugas que devoraron todo rastro de temor, prendido del aire.
Borges se fue de mi pueblo aquella misma noche.
Al llegar a casa me sorprendió, y me alivió, que mi viejo no me diera una
clase de Borges. Muy por el contrario, durante la cena, repitió, tentado de la
risa, la anécdota de la mujer del público que se había querido lucir. Mi vieja
se reía y mis hermanos también, aunque ellos se mofaban de mí, porque me
había perdido el capítulo de Cosmos 1999 y, antes de dormir, me lo iban a
contar como el culo, para cagarme la vida l
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Objetos raros
Pablo Brescia
El hombre limpiaba un cristal con un trapo sucio. Cuando oyó la campanilla, alzó la vista.
—¿Qué se le ofrece? —gruñó.
—¿Usted es Valdemar?
—¿Quién quiere saberlo?
—Eso, por ahora, no importa. Me dijeron que aquí podía encontrar lo
que estoy buscando.
Valdemar cambió de tono.
—Bien, si lo que busca es especial, usted ha llegado al sitio correcto.
¿Qué le puedo enseñar? —dijo, y se ajustó los lentes redondos y oscuros
contra la nariz.
Registré el cuarto con la mirada. Los estantes estaban dispuestos en semicírculos sobre las paredes y había una vitrina en el lado izquierdo. El abarrotamiento de cosas me fastidió, pero traté de decir algo para salir del paso.
—Usted es coleccionista, pero no me atrevo a decir de qué —dije,
pateando algo que estaba en mi camino.
Sonrió.
—Y usted no es más perspicaz que los otros. Mejor así, a decir verdad.
¿Qué le muestro? —insistió.
—Un astrolabio —dije, finalmente.
—Ah... bien. Un instrumento preciso y muy hermoso —comentó, yendo
hacia una mesa de color verde. Ahí había una lámina de metal dorado con
inscripciones de letras y dibujos.
—Ajá. También busco...
—Me dijeron que este objeto fue fabricado originalmente por Ibn AlShatir para descifrar la astronomía, ¿sabe? Yo había atravesado España hasta
Gibraltar y después crucé a Tánger. Sin dinero y sin fuerzas, me desmayé en
el medio del mercado. Allí me recogió un marinero musulmán; me revivió,
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me dio de su pan y de su agua. En agradecimiento, elegí un libro de mi
bolsa y se lo di. Eran los Viajes de Simbad. Creí que le gustaría leer algo
parecido a su vida. ¡Imagínese! El musulmán no reconoció los caracteres
de la tapa y me miró, extrañado. Pero se recompuso enseguida y metió la
mano en un pequeño baúl. «Shatir», me decía, dándome esa lámina que
usted ve ahí. Yo traté de hacerle entender que no quería un canje, pero
no hubo caso. Igual, fue un alivio deshacerme de esa carga.
—¿Tanto pesa el astrolabio?
—Me refería al libro —aclaró él.
Palpé el bolsillo derecho de mi saco. Tomé el objeto y fingí estudiarlo.
—Usted es un mentiroso —declaré.
—Amigo, usted no tiene manera de saber eso, y tampoco le concierne.
¿Qué más se le ofrece? —preguntó, dándome la espalda.
Nunca hay que darle la espalda a un desconocido. Lo empujé contra la
vitrina; el vidrio se estrelló. Su cuerpo era liviano, como si no existiera.
Tirándolo al piso, le dije:
—Busco una clepsidra.
El hombre de anteojos oscuros se incorporó a medias; un hilo de sangre corría por su labio inferior.
—Sí... ahora las hacen de arena, pero las originales son de agua. Las
usaban en Grecia y en Roma para medir el tiempo de los oradores —dijo,
mientras caminaba hacia un armario.
Del manojo de llaves que colgaba de su cuello sacó una y abrió el mueble. Allí había un sistema de vasos y vasijas lleno de polvo.
Acarició el objeto. Se dio vuelta y lo puso frente a mí.
—Yo había llegado a Berlín huyendo ya no recuerdo de qué... Ese día
en la ciudad había una ceremonia para inaugurar el reloj de agua de trece
metros que batía el récord anterior. Había mucha gente y yo me acomodé
cerca de los artesanos. Casi todos tenían modelos a escala de la clepsidra,
listos para la venta. Uno de ellos pulía cuidadosamente algo de madera.
Me acerqué a su mesa...
Lo agarré de las llaves y lo arrastré hacia mí.
—Espérese, déjeme terminar. La miniatura del reloj de trece metros
era una obra de arte. El artesano le echó agua y la cascada se deslizó
pura y libre. Le pregunté cuánto costaba. No está a la venta, me dijo.
Entonces saqué un libro de la bolsa para él, El corazón de las tinieblas, de
Conrad. Pensé que así el alemán podría conocer África; no tenía cara de
haber viajado. No sé si se apiadó de mí, pero cuando me alejé de la plaza tenía la clepsidra bajo el brazo, y un libro menos. Lo habrá vendido,
seguramente...
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Me sentía asfixiado por el lugar y por los cuentos de ese infeliz. Cerré las
cortinas y saqué mi Beretta 92.
—No me interesa cómo consiguió esas cosas inser vibles. Usted es
Valdemar.
—Precisamente —dijo él.
Apunté. Pero mi mirada se desvió hacia una jaula cubierta de óxido. Bajé
el cañón del arma.
—¿Y eso qué es?
Caminó hacia atrás y se paró cubriendo la jaula.
No quería lastimarlo, sólo acabar mi trabajo. Le solté un cachetazo. Volví
a repetir:
—¿Eso qué es?
—Usted no entiende...
—No entiendo qué, viejo de mierda...
Lo saqué del medio con un empujón y miré dentro de la jaula. Había un
libro. Valdemar notó mi desilusión y suspiró.
Lo miré.
—Hace muchos años quemé mi biblioteca y huí de mi casa. Me llevé
diez libros; los fui dejando en lugares lejanos, seguro de que si alguna vez
volvía ya no estarían más allí. Pero no hubo caso. Seguí queriendo leer, y la
enfermedad y el deseo me obligaron a hacer cosas de las que nunca me creí
capaz. Todo lo que pasó después, la biblioteca, esa chica en la estación del
metro... Entendí que necesitaba ayuda. Visité un templo budista aquí, en
Florida, y el monje que me aconsejó, Grandi creo que se llamaba, me hizo
ver la luz. O eso creí. «Conoces el destino que te aguarda, pero no hallas
cómo alcanzarlo; los otros serán tu instrumento», recuerdo o creo recordar
que me dijo.
—A mí eso no me concierne —dije. Volví a subir la pistola y pensé en
el monje.
Valdemar interrumpió mi divagación.
—Un matón me hizo esto —confesó. Y se sacó los anteojos, descubriendo los cráteres de piel que cubrían sus órbitas.
—El problema está solucionado entonces —le dije.
Su carcajada pareció un grito.
—Usted no entiende... Un alma piadosa me consiguió este lugar, donde
ni los turistas ni los curiosos sospechan nada. Pero no es suficiente. Porque
sigo leyendo.
Lo agarré del cuello.
—¿Por quién me toma, viejo imbécil? ¿Cómo es que lee ahora?
El hombre sin ojos me miró con odio.
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—Yo lo traje hasta aquí, Gunther, ¿entiende? Esa voz en el teléfono era la
mía. Lo demás era sólo un juego, quería alargar un poco mi vida, presumir
de mis objetos raros... Todo lo que leí está en mi cabeza, y sigo viéndolo, y
no doy más. Acabe con mi miseria. En ese cajón está el dinero...
Era la primera vez que me contrataba una víctima. Daba igual. Abrí el
cajón y tomé mi paga.
—¿Y la jaula?
El viejo se limpió la sangre de la boca y habló.
—Deje, ese libro está maldito. Por eso lo puse allí, cerré con llave y me
la tragué. La jaula me la dieron en Nepal y está hecha de un material único.
Pero no hay tiempo para contarle la historia.
Apoyé la pistola en el centro de su frente. Pero aflojé el gatillo.
—Valdemar, ¿qué libro es ése? ¿Qué tiene ese libro?
Arrodillado, sonrió y alzó la cabeza.
—No tiene ningún valor —dijo—. Máteme de una vez.
Agarré la Beretta por el cañón y le di un culatazo. Después, lo arrastré
fuera de la tienda. Encendí un cigarrillo y le prendí fuego al pedazo de cartón que decía objetos raros. El humo comenzó a espesarse. Mientras me
alejaba con la jaula en una mano y la pistola en la otra, hice lo que nunca
hago: me di vuelta. Sin lágrimas, Valdemar lloraba l
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Mi padre
[fragmento]
Sebastián Basualdo
Es increíble lo que las palabras le pueden hacer a las cosas.
«La bolita celeste», dijo Francisco señalando hacia el fondo del taller
mecánico. Su voz rotunda como un desmoronamiento hizo que el mecánico
apareciera por debajo de un auto enorme, un melenudo que yo conocía
bien, gran amigo de Francisco durante la adolescencia; charla sobre árbol de
levas y carburadores, tomar dos o tres mates y hablar las estupideces de
siempre antes de ir a la casa de alguna clienta. Luis, se llamaba. Tenía la
barba rala, rubia, y ojos grises, fríos. Chevy, le decían. Olía a grasa de auto y
a tabaco. Dijo: Falta la batería. Y volvió a deslizarse en su tabla con rulemanes como si fuera un repuesto más de ese mecanismo complicado. Uno
siempre termina pareciéndose a lo que hace. No sé qué gesto debí haber
hecho luego de que Francisco buscara orgulloso las llaves del auto en un
banco de trabajo colmado de herramientas, pero estoy seguro de que a esa
edad yo era capaz de sacar de quicio a cualquiera con un mínimo gesto y
Francisco no era justamente la clase de tipo con paciencia, menos en momentos como ésos, en presencia de un amigo, frente al cuerpo rígido de un
adolescente cuya decepción ya lo estaba calando hasta los huesos y no se
molestaba en lo más mínimo en disimularlo. A dos metros de distancia me
tiró las llaves diciendo Feliz cumpleaños, campeón. Parecía contento, le
brillaban los ojos y sonreía: era su regalo. Un esfuerzo. De tu madre y mío,
dijo. Y mientras las llaves del Fiat 600 volaban hacia mí como una moneda
que gira en el aire poniendo en evidencia que tiene una tercera cara llena de
verdades que no debieran decirse nunca, pensé (no lo dije; pero lo pensé,
me acuerdo): No, gracias. Y me quedé quieto como un poste, o como cualquier otra cosa quieta e inalterable, mirándolo a los ojos, no hice absolutamente nada por atajar las llaves que rápidamente dieron contra el piso como
si se rompiera un vidrio. «Ni para arquero». La voz de Chevy. No había
podido vernos pero debió escuchar cuando el metal sonó a paciencia
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desechable y Francisco dijo: «¿Qué pasa, Lautaro? ¿No te gusta? Siempre
cagando más alto de lo que te da el culo, vos». Yo sabía por qué me decía
eso; todavía guardaba bien al fondo de mi mesita de luz el folleto con ilustraciones del auto que me había comprado mi padre dos años atrás, algo que
no había pedido ni deseado ni mucho menos imaginado que me regalaría y
sin embargo sucedió con la misma naturalidad que surgen las promesas
cuando sólo exigen eso: prometer. Porque un sábado mi padre vino a buscarme más temprano de lo común y me dijo: «Tengo una sorpresa para vos,
no creo que adivines pero te doy tres oportunidades». Entonces, ansioso y
más inquieto que nunca, sin saber hacia dónde nos dirigíamos, fui perdiendo una a una las posibilidades con todo tipo de fantasías inverosímiles. Tenía
casi dieciséis años y estaba atravesando esa rara mezcla de inocencia y lucidez extrema que se pierde definitivamente alrededor de los treinta, la época
en que creés saber todo y hablás de nada, pasás horas encerrado en la habitación de un amigo, fumando, escuchando «On a Night Like This» de Bob
Dylan y filosofando hasta el delirio en la más abstracta y supina ignorancia.
La edad en que mentís, engañás, defraudás, traicionás y ocultás para cuidar
a los demás y cuidarte a vos de los otros. La edad en que todos los profesores
te parecen unos imbéciles y la chica del curso que te gusta no te va a dar
jamás una oportunidad porque siempre tienen un novio más grande, con
barba, músculos y moto que las espera en la puerta del colegio, y vos sos
flaco como una larva, tenés granos, escribís poesía, andás en bicicleta y no
sabés vestirte. La edad en que, cansado de que te reboten de todos los boliches por no tener los zapatos adecuados, organizás un asalto en tu casa
creyendo que vas a poder trincarte a una de ellas o al menos meter un poco
de mano y ponés el equipo doble casetera en el living, forrás lamparitas con
papel celofán de color verde y rojo, pero resulta que la chica que te interesa
no va a tu fiesta porque se olvidó de que tenía el cumpleaños de una tía y ya
no te importa nada, ni que te rompan o te roben cosas y te vomiten la alfombra ni que tu mejor amigo alcance un principio de coma alcohólico
porque leyó en alguna parte que la mezcla de sandía y vino es una verdadera
bomba afrodisíaca. La edad en que a la salida del colegio, un mediodía, muy
cerca de tu casa, te agarran a trompadas entre dos porque te metiste con la
chica equivocada y al otro día pensás seriamente en aprender artes marciales
pero no tenés plata y sos alérgico a la violencia, entonces te ponés a salir con
la hermana de un amigo tuyo porque tenés miedo de quedarte solo, la edad
en que le robás el auto al marido de tu vieja porque viste demasiadas películas de mierda norteamericanas y soñás con abrazar a una chica rubia en
un cine-car, la edad en que perdés los documentos o las llaves todos los
sábados y dormís en el escalón de la puerta de tu casa todos los domingos,
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la edad en que leés a Hermann Hesse por primera vez y el «Tractat» del lobo
estepario te parte la cabeza, la edad en que vas a visitar cada vez menos a tu
abuela pero si almorzás con ella una vez por semana te despachás de lo lindo
contando todas las intimidades de tu casa y le pedís plata y prometés que vas
a ser lindo y bueno como cuando eras chico y ella te decía mijito y vos eras
el rey de la creación, la edad en que odiás al marido de tu madre y todos
hablan de asesinar a sus padres menos algún facineroso que tiene unos padres envidiables, la edad en que pensás cambiar el Atari por una guitarra
eléctrica y cuando lo hacés te das cuenta de que no tenés talento para la
música y eras mucho mejor jugando al Space Invaders, la edad en que todavía
le creés a tu viejo cuando dice que tiene una sorpresa para vos y mientras
juegan a la adivinanzas sentís el deseo irrefrenable de tomar su mano al
cruzar la calle, un gesto subrepticio y tan íntimo, ya estás grande para eso
pero hay algo de abrazo que no sale —que no salió nunca— en tu mano
buscando la suya, un decir gracias antes de tiempo, porque sí, porque vino
a buscarte y es sábado a la tarde y el sol afiebrado de otoño se parece a la
felicidad, a cuando tenías unos seis o siete años, y tu padre era el hombre
de los regalos incalculables, las salidas al cine Los Ángeles, obras de teatro y
títeres y por qué no una hamburguesa en Pumper Nick antes de subir a otro
taxi y deslizarse frenético por avenida Callao, hasta que de pronto, a la altura
de tu flequillo, por Figueroa Alcorta, el Mausoleo, el gran Panteón, surgiendo como el último recodo para los hijos de padres separados: boletería en
el Ital Park y largas filas para una vuelta en el Súper 8 Volantes, el vértigo a
la montaña rusa, autitos chocadores y en medio de un gran entusiasmo de
música y pochoclos buscar colmado de excitación un puesto de feria donde
poner a prueba tu destreza y ganar un muñequito de terracota o cualquier
otro souvenir para Yaya, tu abuela, que tenía una colección inmensa de tus
salidas sobre una estantería en su dormitorio y nunca se olvidaba de recordarte que le trajeras algo mientras dejaba tu ropa recién planchada sobre la
cama, algo para estrenar siempre, un pantalón, un lindo par de medias, una
camisa... «Hoy viene a buscarlo su padre, mijito. No se olvide de traerle algo
a su Yayita. Usted sabe cuánto le gustan a su abuela los muñecos... ¡ay! Si
pudiera ir yo». Y ahora te preguntás dónde fueron a parar todos esos regalos,
en manos de quién estarán, cómo pudo haber desaparecido todo, así, de
pronto, si era tan real y sólido como la casa, desaparecida también, y las
plantas, muertas ya, que Yaya regaba sin dejar de hablarles por las mañanas,
todo desapareció junto con la inocencia, las ganas de creer que no era cierto
lo que escuchabas mientras tu madre se escondía en la cocina o sencillamente se iba de la casa porque no podía tolerar el sonido del timbre, imaginar
que del otro lado de la puerta estaba él, grandote, bien enfundando en su
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campera de cuero, tu padre: el hombre con el cual ella se había casado
cuando tenía apenas dieciocho años y separado cuando vos no habías cumplido aún los doce meses de vida, y vas a tardar muchos años en ordenar y
clasificar los papeles que esconden la trama secreta, como si fuera realmente
a los hijos a quienes les toca la amarga tarea de revisar y cerrar la historia de
sus padres. Un día levantarás la vista de un libro hermoso sintiendo el vértigo que se experimenta cuando se desprende una verdad sin previo aviso.
Voy a entrar para siempre en la literatura cerrando el libro de un golpe como
quien cierra una puerta después de gritar todo lo que debió ser dicho hace
muchos años. Nunca vas a poder olvidar de qué modo lloraste después de
haber leído en Rulfo: «No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que
estuvo obligado a darme y nunca me dio... El olvido en que nos tuvo, mi
hijo, cóbraselo caro». Fue entonces cuando comprendí que Yaya no quería
un regalo, sino una demostración, algo concreto por más mínimo que fuera,
que la convenciera de que había pasado un día maravilloso, jugando, riendo,
divirtiéndote, y mejor si volvías con un juguete bien grande (caro, carísimo)
entre las manos. Tu abuela sólo quería que ese hombre fuera capaz de brindarte algo, aunque fuera una vez a la semana. «El gurí tiene que ser feliz,
Cora, no deja de ser su padre», decía Yaya, que le abría la puerta de su casa
y lo invitaba a tomar mate o a cenar, porque deseaba conversar con él y
asegurarse de que me estuviera viendo, cumpliendo con una obligación, al
menos una, aunque más no fuera una vez a la semana, un sábado, como
aquella tarde en que vino a buscarme diciendo que tenía una sorpresa y mis
dieciséis años resultaron muchos o muy pocos para acertar con la adivinanza
y no podía creer que me estaba regalando un auto, hasta que me dijo «Tomá,
hijo, es tuyo», y dándose media vuelta me extendió la mano: un folleto a
cuatro colores, papel ilustración, siete páginas con todos los detalles técnicos del auto. Sentado frente a un hombre de saco y corbata negra veo a mi
viejo firmando una cantidad innumerable de papeles mientras hablan de
cuotas, sorteos y licitaciones, hasta que de repente da media vuelta hacia el
lugar exacto donde estoy parado y pregunta, me preguntó a mí, sonriendo,
ese gesto de complicidad que tan bien conocía cada vez que me daba a elegir
un juguete, qué color quería, «¿Qué color te gusta?», preguntó de perfil, su
voz suave flotando en el ambiente, el codo derecho apoyado sobre el borde
del escritorio, la mano sosteniendo la lapicera como una bandera a media
asta lista para estampar un rojo, me apresuré a decir «El rojo, papá», porque
tenía miedo de que fuera el último, que sólo quedara ese auto que ocupaba
gran parte del salón de la concesionaria (de pronto me vi regresando a casa,
la cara de asombro de los pibes del barrio, a mi viejo dejándome conducir
por alguna calle de sábado por la tarde, explicándome que durante un año
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debíamos guardarlo en un garaje, cuidarlo como un caballo en un establo
hasta que pudiera sacar el registro). Menos mal que llegamos a tiempo, justo
antes de que se vendiera el último, ¿no es cierto, papi?, le decía expectante
y silencioso con la mirada y por supuesto que el rojo me gusta pero no me
importaría si fuera blanco con tal de llevármelo ahora mismo. Siento que lo
estoy viendo poniéndose de pie, ligeramente inclinado, quitando su billetera
del bolsillo trasero de su pantalón, dejando uno a uno los billetes sobre el
escritorio, qué suerte que no iba a suceder lo mismo que con el Atari, la
época del austral, me acuerdo, dólares como niños borrachos en un subibaja; porque cada vez que llegábamos al negocio de artículos importados el
Atari tenía otro precio, a veces con diferencia de horas, una locura que
escapaba por completo a mi lógica de niño entusiasmado que entraba al
negocio de la mano de su padre rogando que alcanzara la plata. Es cierto:
cuando uno es chico encuentra siempre un motivo para justificar a los que
quiere. Una hora más tarde, sentados a una mesa de bar, escucho atentamente a mi viejo con una orla de licuado de banana entre los labios, ya no
sonrío pero mi desencantamiento cede a sus palabras. Nuestro proyecto,
dijo él, consiste básicamente en esperar dos años, y los terrones de azúcar
se fueron acumulando sobre la mesa —su taza de café era el auto—; un
modo de explicarme que había que ahorrar plata, nada de gastos superfluos,
pagar cuotas y, llegado el momento, licitar. No entiendo lo que significa licitar pero no importa. Nunca prometas nada si ya sabés de antemano que no
vas a poder cumplir, no digas que a fin de mes vas a comprarle algo o vas a
llevarlo a pasear a alguna parte, no hagas que te espere durante horas sentado con los zapatos recién lustrados en la puerta de su casa mientras la tarde
se desdibuja a su alrededor, ni mucho menos prometas que vas a llamarlo
por teléfono durante la semana si los días se te acortan desprolijamente justo
cuando él se duerme temiendo que lo llames. Cuando llegué a mi casa y lo
vi a Francisco tomando mate en la cocina como todos los sábados, lo primero que hice fue mostrarle el folleto. Cuando terminó de observarlo con el
mismo interés que podría darle a una revista en una peluquería, le dije orgulloso: «Él me lo va a comprar». Los dos sabíamos perfectamente a quién
me refería. Era inevitable que algo se tensara en el aire. Ahora comprendo que
al no nombrar a mi padre fingía en presencia de Francisco negar el lugar
que ese hombre debía tener en mi vida. No sé de qué manera un niño aprende
estas cosas, si lo hace por su propia voluntad para no lastimar la sensibilidad
de un adulto o si subrepticiamente es inducido a callar y no nombrar y por
lo tanto a cultivar ese sentimiento de protección innecesaria. Un secreto,
eso era lo que yo tenía. Esa sensación me acompañó desde los siete años,
que fue cuando mi madre y yo nos fuimos a vivir con Francisco a Villa del
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Parque. Sin embargo sé bien que ni mi madre ni nadie me impidió jamás
que nombrara a mi padre; pero un día dejé de hacerlo, entendí que Él pertenecía a un orden distinto de mi vida y debía quedar fuera de casa, como
quien pisa mierda en la calle y tiene que dejar la zapatilla en el patio, para
ser lavada, antes de entrar. Yo era hijo de mi madre. Y para Francisco un
recordatorio viviente de los años de juventud de mi madre y, por sobre todas
las cosas, que había tenido una vida antes de conocerlo a él, durísima y llena
de contradicciones, seguramente, pero una vida al fin. ¿Un error? No, no
creo que lo planteara de esa manera. Conociendo como llegué a conocer a
mi madre, estoy seguro de que nunca hubiera utilizado esa palabra para
referirse a mí, ni siquiera en su momento más vulnerable o de desprecio
hacia sí misma, o bajo ese profundo, prácticamente insondable, sentimiento
de querer sepultar el pasado para siempre sin pensar en rescatar algo (para
su hijo) y de esa manera complacer a su nuevo hombre, que es lo que simulan hacer muchas mujeres al cabo de un fracaso amoroso que determinó el
curso de sus vidas: negar que fueron capaces de amar antes. Lejos de hablar
de un error, mi madre debía poner de manifiesto su espíritu libre, la entereza que la llevó a tomar la determinación de no interrumpir su embarazo.
Una mujer así resulta desconcertante para los que son como vos, Francisco,
que una noche, hace más de veinte años, durante una pelea que tuvimos
(quizá una de las últimas), disparaste al centro mismo de mi desconcierto
gritando que yo era un aborto de la naturaleza. Recuerdo toda la escena pero
no vale la pena escribirlo. Lo más importante para mí es que en ese momento no entendí lo que me había querido decir; busqué la palabra aborto en el
diccionario esa misma noche pero tardé muchos años en comprender que
uno no necesita saber el significado de las palabras para ponerle el cuerpo a
un insulto; porque hay palabras que suplantan el golpe, basta pronunciar
enfáticamente la palabra imbécil, por ejemplo, para notar cómo cada sílaba
se cierra como un puño sobre la zona más amarga del paladar. Todo lo que
Francisco podía saber sobre mi padre seguramente se lo había contado mi
madre. Y es lógico. Para iniciar una nueva vida es necesario borrar cualquier
asomo de contradicción, hay que dejar el espacio libre y limpio, negar hasta
enchastrar el pasado de tal modo que el nuevo hombre elegido para ocupar
el rol paterno no sienta la impotente realidad de tener que luchar contra un
fantasma. Mi padre era el hombre prohibido, la mala palabra, y me pertenecía a mí por entero. Todo lo que supe veinticinco años más tarde,
Francisco debía de verlo reflejado en mí en aquellos años. Sólo que yo,
cuando me miraba al espejo a esa edad, no podía entender hasta qué punto
reverberaba el desprecio que sentían hacia Norberto Nogán, lo único que
veía era un adolescente que había heredado a su padre como se hereda una
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enfermedad congénita. Y por eso mismo, en cierto modo, enigmática. La
paternidad se define por la acción y necesita ser justificada constantemente,
dejar embarazada a una mujer no te convierte en padre, apenas es el comienzo, una posibilidad donde se esconde un hermoso interrogante. Si no
tenés padre, otro ocupará ese rol (un abuelo, un tío, un amigo de tu madre,
o su nueva pareja), la maternidad, en cambio, no necesita justificación alguna y está en su naturaleza también el derecho de señalar al hombre habilitado para esa función. Se extirpa todo aquello que amenaza o causa dolor, se
liman las asperezas, se quita lo que sobra en honor a la armonía. Todo secreto entraña un sentimiento de culpa. La sensación de entrar sucio a mi
casa después de haber pasado unas horas con mi padre me alcanzaba ni bien
abría la puerta. Podía suceder que justo en ese momento mi madre y
Francisco estuvieran mirando una película, las luces bajas y el volumen alto
de la televisión logran que pase inadvertida mi llegada, o quizá yo quiero eso
y me muevo despacio, silencioso como un pez en el agua, dudando entre
sentarme con ellos a ver una película ya empezada o ir a mi habitación. No
importa lo que haga, me siento fuera de lugar, debo armonizar con la lógica
familiar, el intruso debe entrar en sintonía nuevamente, no alterar el orden
ni hacer ruido para abrir la heladera. Al fin y al cabo yo me había ido con
Él, seguramente había cenado una costilla de cerdo a la riojana en un hermoso restaurante mientras ellos se arreglaban con un plato de fideos con
manteca. Pero no es fácil, los primeros minutos resultan intolerables, me
siento fuera de foco, soy un instrumento que no entra en la orquesta, afinado en otro tono, cualquier cosa que diga me deja en evidencia. Podía llegar
a suceder que mi madre me oyera entrar y desde uno de los sillones, abrazada por Francisco, dejándome ver su perfil apuntando al techo, sobre la
penumbra, me dijera algo que no requería una respuesta; pero si yo respondía y ella volvía a hablarme, Francisco no tardaba en recordarle a mi madre
de manera cortante que estaban viendo una película. Su tono de fastidio
electrizaba el ambiente, entonces yo me quedaba dando vueltas por la casa,
perdido e incómodo como un huésped que no habla el mismo idioma y se
da cuenta de que ha usurpado la intimidad familiar, quedándose más tiempo
del que estaba previsto, abusando de la confianza. La casa entera parecía
darme la espalda de una manera abyecta, irreconciliable. Entonces yo me
quedaba pensando con culpa en mi padre que se había ido solo, caminando
por las calles oscuras del barrio. Y ése es el sentimiento más fuerte que
conservo de él, incluso hoy: pienso en mi padre como el hombre más solitario del mundo. No puedo explicar de dónde surgió ese sentimiento ni
cómo fue creciendo en mí hasta devorar gran parte de esos años, pero todo
confabuló en mi imaginación para que se hiciera cada vez más intolerable,
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lleno de preguntas que no me podía responder. Era también durante esa
época que yo solía estar atento a que viniera a buscarme con un reloj nuevo
en su muñeca. Ya de regreso a casa, esperaba estar a unas pocas calles y me
arrojaba sobre su brazo simulando ansiedad y descubrimiento; quizá cargaba
una pesada bolsa con ropa nueva del centro comercial de Munro y un maravilloso juguete; pero no me importaba: necesitaba algo suyo. Sabías perfectamente que ya no iba a devolvértelo y era como una especie de acuerdo,
un lenguaje que se ponía en funcionamiento ni bien lo desabrochabas de tu
muñeca. La sonrisa se le deslizaba íntegra por toda su boca mientras me
pedía que lo cuidara. «Vos debés tener un buen montón, ¿no?», decía.
«Cuidalo, por favor». A veces me pregunto qué habrá sido de todos esos
relojes y mis juguetes y todas aquellas cosas que llenaban mi infancia. Llegué
a tener una cantidad fantástica. Guardaba el reloj durante toda la noche
debajo de mi almohada hundida por su perfume: yo había estado con mi
padre. Porque el hecho de despedirlo en la puerta de mi casa era una situación que me colmaba de angustia. La manera en que nos abrazábamos, el
beso que me daba, su pregunta: «¿Pasaste bien, hijo?», agotaban mis fuerzas
llenándome los ojos de lágrimas. Yo intento ocultar ese sentimiento desgarrador y cierro la puerta; pero rápidamente vuelvo a salir, me asomo para
verlo alejarse, caminando, despacio, triste, tan solo. La culpa me devora.
¿Adónde iba?¿Dónde vivía mi padre? No lo sabía, no lo supe hasta que tuve
que retirar sus cosas del hotel, unos días después de que muriera l
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La palabra santa
Natalia Rodríguez Simón
Se acuerda de tía Eugenia cada vez que el Ruben le dice Tarada o No seas tarada; cada vez
que se enoja y hace puño contra la mesa y le dice Vení para acá o Andá para allá; cada
vez que la manda con los mandados y le cuenta el vuelto, monedita por monedita; cada
vez que ella se manda una, la recuerda. Como si hubiese pasado tanto tiempo. Como si la
figura de la tía se hubiese vuelto joven y no al revés. Si hasta la ve de pie y no en la silla.
Ella la llevaba en la silla para todos lados, siempre dentro de la casa o a lo sumo hasta lo
de la otra tía, que tampoco era su tía. Y esas cuadras hasta lo de la otra las hacía rápido,
llevaba la silla con tía y todo corriendo, casi en el aire, sacaba chispas de la vereda; tía
Eugenia se quejaba, la retaba, y ella sabía que después se le venía una.
Ahora la ve de pie, antes de la silla, cuando iban a lo de tía Juana y era domingo, y
ahí estaban todos sus primos que tampoco eran sus primos. Todos juntos con sus hijos
chiquitos. Y ella quería correr. Iba y los saludaba, y los mocosos no querían darle beso:
Salí, gritaban, y después jugaban todos a perseguirse y reían. Comían la carne, las dos tías
charlaban, ella hablaba con esos primos, con la prima que le había enseñado a contar y
a escribir, que era su preferida.
Ahora el Ruben le dijo Tarada y ella se acuerda de eso, de las clases con la prima maestra. ¿Cuánto hace que no los ve? A ella y a sus hijos y a su hija más chiquita, que no reía
nunca y no la miraba a los ojos, como si tuviese tantas cosas que esconder. La prima maestra vivía aún con tía Juana, antes de que se casara y tuviera tantos hijos, y ella iba de visita
con tía Eugenia de pie. Llegaban y Juana hacía la leche. Pasámela, le decía a su hermana
que, enorme, la sentaba a ella a la mesa de la cocina. Qué rico el olor de la cocina, el humo
de la leche caliente. Y, mientras la tomaba, tía Juana hacía pinza con los dedos y sacaba piojo tras piojo de su pelo negro, largo, grueso. Después venía la prima y le enseñaba las cuentas: Si tengo tres caramelos —le decía y los ponía sobre la mesa— y me como uno, ¿cuántos
caramelos me quedan? Y ella contaba uno, dos, después de comerse el que restaba.
Alguna vez se pelearon las dos hermanas y ella no pudo ir por un tiempo. Y en ese tiempo tía Eugenia le cortó el pelo cortito cortito para espantar a los piojos de una buena vez, y
nunca más fue largo, grueso, siempre es como ahora, que se para a veces por la humedad.
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Oíme, le ordena el Ruben mientras apoya el mate. El Ruben, que le trajo la palabra
del Salvador, una palabra larga y difícil como las cuentas. Un día se apareció en la casa
de tía Eugenia con esta palabra chicle, y tía Eugenia, que ya usaba la silla, empezó a
gritar desde la pieza, porque ella la había acostado para la siesta. Empezó a gritar Cerrá
la puerta, te digo, cerrá la puerta, malnacida, y otras malas palabras, y ella la cerró y
quedó del lado de afuera escuchando, mirando al Ruben y su palabra bella hasta que tía
Eugenia se durmió, quizás, y ella entró en la casa de nuevo y pudo peinar a sus muñecas.
Al otro día y al otro día volvió el Ruben a decirle la palabra, y le dio un beso húmedo en
su boca húmeda y jamás volvieron. Ahora están en esta casa, con esta mesa en la que el
Ruben apoya este mate amargo una y otra vez mientras le dice Oíme, tarada, y que hay
que hacer las compras porque ya no hay yerba.
Tía Juana le regalaba una muñeca cada Navidad, una muñeca rubia de pelo largo y
ensortijado. Pasaban las fiestas todos juntos en su casa, todos los tíos y los primos, todos
rubios menos ella, tan negra y con su nariz picuda, con ese lunar de bruja, con el pelo
corto y duro, tan hija de nadie. Le gustaban los hijos de la prima maestra por eso, porque
eran negros también, como ella, pero tenían padre y eran iguales, todos igualitos entre sí.
Ella no tenía padre, tenía al tío Alberto, que vivió con las dos, con ella y con tía
Eugenia, hasta que murió de tristeza, dicen, que se le quebró el corazón. No se acuerda
mucho del tío ahora, debe de haber sido un hombre bueno, callado como todos los hombres de la casa, de su casa y de la de tía Juana, callado y con los ojos bajos, sin mirarla,
como si tuviera tanto que esconder.
Ahora sale a hacer las compras. El Ruben le dejó plata y le va a contar el vuelto como
cada vez, porque no sobra, nunca sobró. Si hasta con tía Eugenia iban a pedir a lo de la
otra para pasar el mes. Porque la pensión de tío Alberto no alcanzaba, decía Eugenia, porque esta inútil —que era ella, la señalaba— no sirve para trabajar, y además quién le iba
a hacer las cosas en la casa. Si ella se moría, pensaba, quizás le dieran otra pensión y ahí
sí sobraba para todo el mes. Si se moría tía Eugenia, quizás ella cobrara las dos pensiones
y se llenaría de muñecas, de caramelos, de vestidos. No le gustaba pensar en la muerte,
ni entonces ni ahora que sabe la palabra, ni ahora que piensa, camino al almacén, que tía
Eugenia pudo haberse muerto.
Un paquete de yerba, don, le pide al viejo, que la saluda como si la conociera desde
siempre. Como la saludaban los chicos vecinos cuando iban a la escuela, allá en la otra
casa, y ella se quedaba y su escuela no era otra que la prima maestra que, eso sí, le enseñó todo lo que necesitaba saber. Le enseñó también cómo lavar las bombachas para
que la cola estuviera siempre sana y fresca, le enseñó a hacer las compras, a contar bien
el vuelto, a decir que no a los muchachos que la invitaban. Le enseñó a no escuchar a tía
Eugenia cuando le pedía que se acercara a su silla para poder pegarle, y eso lo aprendió
muy bien; ahora a veces tampoco escucha al Ruben cuando le pide, entonces no dice
nada y las cosas pasan solas, la atraviesan como la palabra santa.
¿Y ella cómo se hizo, cómo llegó a la casa en la que vivió, que limpió todos los días,
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que fue el techo también de sus muñecas, de un perro que movía la cola, que cuidó y que
no tenía nombre? Porque eso también le enseñó la prima maestra: que el papá planta
una semillita en la mamá, que las semillas de tío Alberto estaban secas, que el vientre
de tía Eugenia estaba seco, que no tenía lugar para ella, y que por eso no son ni mamá
ni papá, sino tíos, un hueco en el medio, una cosa deforme. Que ella viene de otro lado,
como algunos pájaros que migran, que vuelan a otros lugares y que así llegó, volando. Y
cuando preguntó a tía Eugenia desde dónde voló, la tía sacó el cinto y la surtió y le marcó
la piel para que dejara de preguntar pavadas.
Era distinta tía Eugenia de antes a tía Eugenia en la silla. Iba cambiando, se iba
volviendo más blanca. Cada vez decía más malas palabras. A veces ella se reía, le causaban gracia las puteadas cansadas, las pocas ganas de usar el cinto. Le daba asco limpiarle
la cola cuando hacía lo segundo, le daba asco también limpiar su propia cola; el olor
nunca terminaba de irse, escarbaba las narices, se quedaba volando como un fantasma.
Prefería estar en lo de tía Juana, que vivía cerca y entonces podía ir caminando. La
dejaba a tía Eugenia durmiendo la siesta y ella se escapaba y de paso pedía para pasar
el mes, siempre se necesitaba para pasar el mes. Pero en ese tiempo, que fue hace no
tanto, la casa de tía Juana también estaba vacía y oscura, sin los primos que no eran sus
primos, sin sus hijos.
No hace mucho, mientras vivía con el Ruben, fue a casa de tía Juana a pedir y la miró
feo, como si se hubiese portado mal. Hubiera preferido el cinto, que era más rápido y
ardía menos. Le preguntó cómo se atrevía, la echó de la casa, le dijo que tenía la entrada
prohibida. Mientras vuelve del almacén piensa que sería necesario volver a pedir, ir a
intentarlo, sin que el Ruben se entere de nada, claro.
Cuando se fue de la casa donde vivía, no pudo llevarse sus muñecas. Quedaron en el
tiempo, solas, despeinadas. La tía quedó ahí como otra muñeca, una muñeca vieja y sucia
recostada como en una tumba. Tampoco pudo llevarse al perro. Mientras juntaba algunas
ropas en una bolsa, el perro ladraba y movía la cola, como si le preguntara adónde iba
y cuándo pensaba volver. Qué será de tía Eugenia, se pregunta camino a su casa nueva.
Qué será de todos esos hijos de alguien, y de sus hijos, y de sus hijos. Se pregunta cómo
será tener un hijo, sabe que tiene el vientre seco también ella, como si tía Eugenia la
hubiese contagiado.
El Ruben está esperándola en la casa. Fuma. Ella entra y deja la bolsa sobre la mesa,
acomoda las cosas que compró, lava los platos del día. El Ruben le trajo la palabra, le dijo
que en este mundo somos todos hermanos, todos hijos del mismo hombre, todos ovejas
del mismo pastor, todos nacidos de la tierra y no caídos de algún cielo después de volar
tanto, desde un lugar tan lejano como el campo. Ya no le dice Tarada, se olvidó o está
cansado de decir. Se acerca por detrás, la toma de la cintura, pide. Si ella se niega, va a
sacar el cinto, que arde en la piel que sangra, pero no adentro l
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Mirá cómo está
la vagancia
Sebastián Pandolfelli
«Anoche nos fuimos al carajo», dijo Chapa, mirando al piso, con las manos en los bolsillos. «Qué manera de chupar, boludo». Era un domingo
de mediados de verano, estaban en cueros, echados en reposeras de lona
alrededor de la pelopincho llena de agua verdosa. «Tomamos demasiado»,
volvió a decir Chapa, «tengo la panza toda hinchada, ya me parezco a vos,
Gordo». El Gordo lo miró de costado, manoteó una feta de mortadela y se
la zampó de una, sin pan. «El otro día vi una propaganda de un aparato que
te lo enchufas en la panza y bajás como cinco kilos en un rato...», comentó
mientras masticaba. «Esas giladas son cualquiera, si ves la propaganda te das
cuenta al toque, Gordo, siempre hay un chabón todo forzudo y una minita
que está re buena y hacen gimnasia y te muestran que antes eran zarpado
de gordos y que tenés que comprar ya la verga ésa y que adelgazas al toque,
pero te hacen la psicológica, ¿entendés?, te muestran un montón de gente re
copada todos flacos y te re psicologean bó, entonces corte que vos te comés
el flash, pero es todo mentira, Gordo, no podés comerte ésa...», le recriminó Chapa, que se sacó la gorrita con el logo de Nike, se rascó la cabeza,
se refregó la cara con ambas manos y se la puso otra vez con la visera para
atrás. Tenía unos moretones en los nudillos y le dolía la mandíbula. El Gordo
se sacó las aparatosas Adidas blancas y se dio un chapuzón. Salió del agua
resoplando, se sacudió como hacen lo perros después de un baño y puso los
brazos en jarra mirando para el lado del sol. Millones de gotitas se deslizaron
por su piel pálida y tensa para morir en un charco a sus pies. Un San Jorge
mal tatuado en tinta azul aplastaba un dragón en su espalda. Se acomodó
la malla, se rascó un huevo y quedó pensativo un rato. En la casa de al lado
también había un patio adelante con una pelopincho, y en la otra, una pileta
de plástico. Y en casi todas las otras también. Era un barrio obrero, de casas
bajas con terrenos alambrados. A esa hora, los que no estaban durmiendo
la siesta estaban en la iglesia evangelista o mirando algún partido. En ese
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instante se le ocurrió que podía atravesarlo nadando. Podría llegar hasta el
almacén del otro lado de la avenida para comprar una cerveza, pasando por
todas las piletas del barrio. Estuvo a punto de comentárselo al Chapa, pero
desistió, porque era una locura. En cuanto tratara de entrar en algún terreno
lo sacarían a los tiros o lo mordería un perro.
«¡Che, alto bondi se armó anoche, eh...!», comentó Chapa por llenar un
poco el vacío. «Sí, todo por la pendeja petera ésa... ta zarpada en trola...
¡Pero al gil lo estropeaste, guacho! Era re flancito... ¡A la segunda mano
le hiciste saltá todo el chocolate!», lo animó el Gordo. Chapa se miró las
manos. «Traé una birra, Gordo», le ordenó desganado. El otro fue hasta la
heladera y volvió con una Quilmes medio tibia. «Parece que se cortó la luz
otra vez... ta re caliente esto...», dijo después de pegarle un trago. Chapa
largó una puteada, agarró la botella y le pegó un beso largo. «¡Arrggg... es
un meo de gato!», se quejó y la revoleó al medio de la calle, donde estalló
en pedazos rompiendo el silencio de la siesta.
Al Chapa le gustaba mucho la Jessi, pero ella siempre estaba como en otra
onda. En el baile se enganchaba con pibes desconocidos y hasta se transaba
un par para que le pagaran los tragos. Eso lo sacaba, lo ponía de la gorra. Era
verla con otro y transformarse en un caballo desbocado. Esta vez, la agarró sola
y cuando la tenía ahí se aparece el gato ése haciéndose el novio fatal. De sólo
acordarse se le revuelven las tripas. Sacó un pucho y le dio una pitada fuerte
con la vista clavada en la calle, en los pedazos de vidrio que brillaban al sol.
«¡Mirá cómo estáaaa la vagaaaancia en este baile / Todos re mamados y
con las manos en el aireeee! Las palma arriba...», cantaba Gabriel a los gritos con los auriculares de un iPod remachados a las orejas. Era un morocho
corpulento. Llegó en una bicicleta playera roja. Estaba agitado y sudoroso.
Entró, tiró la bici a un costado, sacó el 38 del bolsillo del pantalón de gimnasia y lo escondió atrás de una maceta de cemento donde intentaba crecer
un malvón entre matas de pasto seco. «¡Se me regaló! Yo venía re tranca
caminando para acá y se aparece un pancho con la bici y la gilada ésta en
un semáforo. Apenas le dije: ¡Dame todo, guacho! Ni siquiera le mostré el
fierro, se puso de todo los colores el gil, le di un sopapo y largó la playera, le
arranqué esto y salió corriendo...», contó acelerado y le pegó un coscorrón
al Gordo que agarraba la bicicleta. «Dejá ahí, Gordo, si queré una andá buscartelá... Tomá, tenía veinte peso nomá el pancho. Andá comprá un par de
birra bien fría... que tengo que hablar con el Chapa», ordenó y se sentó en
la reposera. El Gordo salió haciendo puchero. Estaba descalzo y casi mete un
pie en la zanja por distraído. «Le dejé el auto al Vieja en Caraza, es una rata
el chabón, quinientos pesos me dio... Ahí tené tu parte...», dijo Gabriel y le
pasó unos billetes grasientos hechos un bollo. «Te fuiste al re carajo, Gaby,
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mandaste cualquiera. ¿Cómo le vas a tirar así? ¡Y trasca me traes el fierro
a mi casa!», dijo Chapa poniéndose de pie. «¿Vos sos pelotudo? ¡Borrate,
gil! ¡Sacá eso de ahí y borrate!», le gritó empujándolo. «Aguantá, guacho....
¿Qué onda...? ¿Te poné la gorra, gil? ¡Gato! ¿Ahora te pintó el antichorro?
¡Cagón! Si vos me decías tirale, tirale... ¡Gil!», se defendió Gabriel. Chapa
lo empujó y lo hizo tropezar con la reposera. Gabriel la pateó a un costado. «La concha de tu madre...», le escupió Chapa. Estaban frente a frente,
midiéndose. En el aire había electricidad. Los dos sabían dónde estaba el
revólver. Se escuchó una sirena y una acelerada desde la esquina. Un montón
de perros ladraban como locos. Algunos vecinos se asomaron a la calle. La
camioneta blanca y negra de la policía frenó violentamente frente a la casa,
levantando polvo de la calle de tierra. «¡Quietos!», ordenó una voz metálica
desde el megáfono. Y fue como si cayera un rayo. Dos oficiales se apostaron
detrás del capot, apuntando con escopetas, y otro se acercaba al alambrado
con la 45. Chapa y Gabriel se quedaron paralizados del susto, con las manos
en alto. El Gordo vio toda la escena desde la esquina. Del cagazo dejó caer
la botella de cerveza y salió corriendo.
«Yo vi a los mejores pibitos de esta generación destruidos por la locura
ésa del paco, te juro...», dijo el flaco Carlitos. «¿Viste el Rulo, el negrito
de acá a la vuelta? Lo agarraron en el centro... Parece que estaba afanando
una farmacia... ahora la madre tiene un dramón...», siguió y manoteó el
paquete de Jockey Suaves del escritorio. Recorrió con la vista el mapa viejo
que colgaba de la pared. Buenos Aires y el conurbano estaban cada vez más
descoloridos, como si el tiempo quisiera borrarlos. Prendió un cigarrillo y
largó el humo soplando para arriba, pensativo. Su Ford Falcon gris descansaba del último viaje bajo la sombra del gomero. Al lado estaba el Fiat Duna
del negro Maiquel. «Sí, los pibes de ahora no tienen respeto por nada...»,
respondió el negro, con un gesto de aburrimiento pintado en la jeta. Dejó
de ojear la guía de teléfonos y la puso en un cajón. Agarró el cenicero rebalsado de puchos y salió a la vereda. Lo vació en la zanja y vio cómo las colillas
quedaron flotando en el agua podrida entre las larvas de mosquito. En eso
llegó Roldán con el Taunus gasolero y lo estacionó atrás del Falcon. «¿Qué te
pasó, Meteoro? ¡Dos horas para ir hasta Banfield, papá!», lo atacó enseguida.
«No me hablés, negro...», dijo Roldán, resoplando. «Se quedó en el medio
de Pavón esta poronga... me parece que es la batería... ¡Y eso que la cargué
ayer, eh! Debe tener algo en corto, debe tener... Lo tuve que empujar hasta
que arrancó de vuelta...», se quejó, dándole una trompada al capot.
Entraron a la remisería, Maiquel le dio el cenicero a Carlitos y se puso a
preparar un mate. «Che, yo me tomo unos verdes y me voy para casa a cargar
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la mierda ésta. No puedo andar así...», dijo Roldán, amargado. «La verdá, te
digo, Meteoro... con una mano en el corazón, con el Renó 12 andabas mejor,
eh...», comentó el flaco Carlitos y tiró el pucho a la vereda de un tincazo.
Roldán lo miró con odio y no le contestó. «La otra vez, justo en un negocio
en Warnes...», siguió hablando, «había un chabón que vendía un cargador de
batería que viene con un chirimbolo así, tipo un plastiquito, como una trabita,
¿viste?, que cuando lo poné, la dejas cargando y cuando termina, ¡tac!, te corta
solo, una cosa de locos, la verdá... Ahora voy a ver... un día de éstos, si junto
unos mango... Capaz que lo compro...». Roldán agarró un ejemplar viejo de
la revista Pronto y se puso a mirar las fotos de los famosos.
El local era muy chico. Apenas entraban el escritorio, tres sillas y una
garrafita para calentar la pava. La puerta quedaba abierta por el humo de
los puchos. En el vidrio de la ventana habían pintado la leyenda «Remis El
Gauchito Gil 24 horas». Pero cerraban a la medianoche por miedo a los
afanos. El negro Miguel abrió la remisería con la plata de la indemnización
de cuando lo echaron de la fábrica. Compró el auto y adaptó el garaje de su
casa. Le decían Maiquel porque cuando estaba en la secundaria fue con sus
compañeros a Feliz Domingo y le tocó hacer de Michael Jackson. Como era
un morocho flaquito y bailaba bien, ganaron el pase a la final. Pero el cofre
de la felicidad no se le abrió. En una pared de su casa tenia enmarcada una
foto con Soldán, que le recordaba esa época. Cada tanto se lo escuchaba
tarareando «Thriller» o se lo veía haciendo la caminata lunar.
Le pasó un mate a Roldán y encendió un cigarrillo. Se quedaron pensando, cada uno en sus cosas. El timbre del teléfono cortó el silencio y los hizo
volver de sus viajes. El flaco Carlitos atendió: «Remis El Gauchito... Msé...
Ahá... Ok... Sí, señora, ya le mando... Sí, en diez minutos... Msé, un Fiat
Duna blanco le mando…», cortó y anotó el pedido en el cuaderno. «Negro,
la señora de la nenita, para ir al hospital», dijo levantando la vista. Maiquel
chupó un mate, agarró las llaves, el celular y salió. La señora era clienta
regular, madre soltera de una nena de diez años con síndrome de Down.
Dos o tres veces a la semana pedía un auto para llevarla a algún control o al
centro especial donde practicaba natación. Él siempre tenía a mano algunos
caramelos para darle. Le gustaba hacer esos viajes y les cobraba de menos
porque la mujer le caía simpática y estaba bastante buena. La nena le conversaba todo el trayecto. Anita, se llamaba. Era muy alegre y a veces, cuando
ponía música de Michael Jackson en el estéreo, cantaban juntos.
Sacó el Glade fragancia de pinos de la guantera y tiró un poco para contrarrestar el olor del pucho. Arrancó el auto y se persignó como hacía cada
vez antes de salir a un viaje. Del espejo retrovisor colgaban un rosario de
plástico, una cinta roja y un muñeco del Gauchito Gil. Un cusquito medio
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rengo salió atrás y lo corrió ladrando atolondrado. Una cuadra después se
quedó parado con la lengua afuera. Maiquel vio por el espejo cómo se hacía
cada vez más chiquito, hasta desaparecer.
La casa quedaba cerca, pero del lado peligroso del barrio, así que se aseguró de tener a mano la llave cruz, por si las moscas. Llegó a la puerta, tocó
bocina dos veces y bajó para ayudar a la mujer con el bolso. La calle estaba
desierta. «¡Hola, amigo!», le dijo Anita, que salió para darle un beso. Se le
dibujó una sonrisa en la cara. Agarró el bolso mientras la señora cerraba la
reja de su casa.
Entonces vio cómo la cara de la nena se transformó en un segundo. Vio
el espanto en sus ojos y escuchó el grito. Un pibe, morocho y grandote se le
apareció desde atrás y lo apuntó con un revólver en la cabeza mientras otro
flaco, con una gorrita Nike, salió de atrás del auto y le tironeó del bolso.
Anita gritaba «¡No! ¡NO! ¡No!», en pleno ataque de nervios y pegaba saltitos. La madre estaba pálida, inmóvil contra la reja. «¡Soltá! ¡Soltá, la concha
de tu madre! Largá el bolso...», le decía el de gorrita, forcejeando. «¡Dame
la plata! ¡La plata, hijo de puta! ¡Dame todo que tenés...! ¡Dame las llaves,
dame el auto, la concha de tu madre!», le decía el otro, al oído, mientras le
pegaba con la culata en la cabeza. La sangre le corría por la cara, pero no
sentía nada. «¡Tirale! ¡Tirale!», empezó a gritar el de gorrita y le pegó una
patada en el estómago que lo dobló. Cerró los ojos. Ahí soltó el bolso y el
pibe lo agarró. La nena lloraba. Abrió los ojos y largó una trompada que
le dio de lleno en la jeta al pibe. El otro le metió la mano en el bolsillo, le
sacó la billetera y fue hasta el auto. «¡Están puestas!», gritó al ver las llaves.
Maiquel, en cuclillas, cerró los ojos otra vez. Ahora sí, el dolor se hizo sentir.
Volvió a mirar y los dos pibes estaban montados en el Duna. Cada parpadeo
le costaba una eternidad. La mujer abrazaba a la nena. La nena no paraba de
gritar. Tenía la remera manchada con gotitas de sangre. Cerró los ojos y se
pasó las manos por la cara. Respiró hondo. La impotencia le hizo un nudo
en la garganta. Abrió los ojos y se abalanzó sobre el auto lleno de furia. El
pibe de gorrita estaba fuera de sí. «¡Tirale! ¡Tirale!». El otro le apuntaba con
el 38. «¡Hijos de puta!», gritó con toda su fuerza. En ese instante escuchó
tres tiros, vio todo rojo y se desplomó en la calle l
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Entre cajas
Natalia Zito
Tengo que bajar las latas de pintura del cuartito de cachivaches, sacar
fotos para vender la bordeadora, el gazebo de cuando hicimos la fiesta de
su empresa con cincuenta desconocidos, y la bicicleta vieja que me regaló
mi excuñada. Tengo que desinstalar todos los artefactos de luz, descolgar
el tender, bajar las cortinas, meter los zapatos en cajas, poner mi ropa en
valijas, vaciar el placard de Jonathan, tirar o regalar las mamaderas que escondí cuando no sabía cómo hacer con esa historia, la misma época en la
que me parecía lindo que el nombre de mi hijo fuera casi un recuerdo de su
familia. Hacer una caja con tuppers, embalar las copas de vino, empaquetar
los jarrones de la entrada, sacar el espejo de mi dormitorio, tirar la mesita
de luz de él, comer toda la comida del freezer, tirar revistas y diarios que
guardo hace cinco años, quedarme con los que quiero, con algunas noticias
me quiero quedar. Cuando veo todo junto, me da ganas de prenderlo fuego.
Esta casa era la promesa de una vida que no engordara. Tengo un kilo de
más por cada año de matrimonio. Doce kilos que parecen catorce o dieciocho. Siete años acá, luego de cinco en el departamento. Me pesa el tiempo
que me va a costar sacármelos de encima. Íbamos a salir a correr, nadar tres
veces por semana antes de ir a trabajar, comer más verdura. Íbamos a tener
una vida equilibrada con la armonía de saber cómo iban a ser los próximos
veinticinco o treinta años. Saber cómo va a ser el futuro engorda.
Estoy con las botas marrones de taco chino. La gente que embala cosas
para mudarse no usa tacos, pero el taco chino es un taco recatado. En un
rato viene la Kumi. Me va a mirar las botas. Le voy a decir que son cómodas.
Viene a ayudarme. Tengo que pensar qué le voy a pedir que haga. Pedir no
es fácil. Me da culpa o vergüenza, o ambas. Mientras tanto sigo como si no
estuviera esperando su visita.
El desayunador tiene tres cajones. Yo lo diseñé así: el cajón de las galletitas, el de él y el mío. Una vida con galletitas es una vida feliz. Quedan mi
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cajón y las galletitas. En el de él, sus cosas ya no están, pero el cajón tiene
su ausencia y ahora es la figura masculina de la casa. Compré una pinza, un
destornillador común mediano, uno chiquito para las tapas de los juguetes
que llevan pilas, un Phillips, una pico de loro que era de él y la escondí, una
cinta métrica y un tubo de 40w que se olvidó o dejó como donación. Todo
es mío en ese cajón de él. Voy a seguir comiendo galletitas hasta último
momento. Decido empezar a vaciar mi cajón. Busco una bolsa para tirar la
mayoría de las cosas que si no me mudara serían imprescindibles. Tiro una
batería vieja de celular, un pedazo de goma, un llavero del Vaticano que me
trajo mi mamá del viaje en el que volvieron con un compañero en una urna,
cuando dijeron que una muerte tan cerca los había hecho recapacitar, que
se iban a separar y luego no lo hicieron. Dudo con un folio con recortes
de revistas, son recetas que iba a cocinar alguna vez. Me pregunto si alguna
vez todavía existe. Las dejo a un costado, saco una cajita de bombones que
está llena de monedas. Él no usaba monedas. Me las daba a mí. Yo nunca
llegaba a usar todas. Quiero que vengan mis amigas pero no sé qué cosas
podrían hacer por mí. Mi vieja no pedía, te hacía notar que estaba harta,
entonces sentías que deberías haberte dado cuenta antes, de que ella necesitaba ayuda. Cuando sucedía ya era tarde para remediar su cansancio y tu
culpa. Ibas a crecer con culpa porque los buenos hijos están en otro lado o
son tus hermanos.
A él no le gustaba el desayunador, lo usaba para deshacerse de lo que
tuviera en la mano apenas llegaba a casa. Para desayunar se sentaba en la
mesa del comedor, del otro lado de los cajones. La cocina estaba integrada.
La cocina sí. Él se sentaba a la mesa del comedor y para llevarle galletitas,
su queso untable y la taza, había que dar toda la vuelta. Las tazas tenían que
tener la boca ancha, lo suficiente como para que las galletitas de agua entraran untadas con queso y se sumergieran en el café. Era necesario que se
hundieran completamente, si no tenía que escuchar el argumento, demostración incluida, acerca de la ineficacia de la taza. El desayuno lo preparaba
yo. Él nunca. Nunca es una sola vez en doce años.
Tal vez sea un recuerdo embustero, tal vez esté mejorando los hechos en
mi cabeza. Llevábamos seis meses de novios, nos habíamos ido diez días a
Villa Carlos Paz. Abrí los ojos y me topé con rosas blancas en una especie de
desayunador que tenía la cabaña. Seis rosas, una por cada mes. Es probable
que le haya dado un beso con los ojos humedecidos. Calculo que estaría el
café preparado o tal vez acepté hacerlo como lo mínimo que podía hacer.
Cuando llegamos a vivir en esta casa, la división de roles era irreversible. Los
matrimonios que fracasan, o los que deberían fracasar pero no lo hacen, son
una división de roles estricta. Él se sacaba los zapatos en el living y los dejaba
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tirados debajo de la mesita. Al día siguiente me gritaba desde el dormitorio
porque no los encontraba. Para evitarlo, más noches de las que quiero recordar, subía sus zapatos antes de acostarme. Se los dejaba listos al lado de la
cama. Usaba los mismos durante meses, los llamaba zapatos zapatilla. Eran
de ésos de cuero marrón o negro, a veces gamuza, que no son ni una cosa
ni la otra. Para mí eran zapatillas. Él los usaba con los pantalones de vestir.
Decía que le quedaban cómodos. Luego, se compraba unos nuevos y no se
ocupaba de deshacerse de los anteriores. Yo era la encargada de los residuos.
Si no llegaba a ducharme, vestirme, maquillarme, darle la leche a
Jonathan, cambiarlo, armar el bolso de él y el mío, él no tenía problema, no
se enojaba si tenía que irse sin desayunar. Yo no puedo comenzar el día si no
tomo un café con leche. Él lo sabía.
En el fondo del cajón encuentro folletos de rotiserías a las que ya no voy a
pedir y un batidor para taza que está sucio. Lo tiro junto con todos los cafés
que le preparé con leche batida y chocolate espolvoreado. Encuentro una
caja de preservativos. Son de ahora. Antes no los necesitaba, no cogíamos
en la cocina. No sé qué hacer con unos tornillos y pedazos de tergopor que
termino poniendo en el cajón de él. Saco unos cassettes chiquitos. Son videos
de la luna de miel. Allá cogimos poco, casi nada, pero no quise que eso fuera
un motivo para replantearme mi matrimonio.
Suena el timbre. La Kumi entra con unos borceguíes azules. No es la primera vez que se los miro. Es un azul eléctrico al que no le importa nada, un
azul que camina entre las llamas, que se quema pero igual sigue. No dice nada
de mis botas. Vine a ayudarte, me dice y mira alrededor como quien mide la
distancia para tirar una granada. Saco una bolsa de galletitas dulces, quedan
las que Joni no come. A él le gustan las de chocolate. Yo como y comparto el
resto. Pongo la pava para preparar café. La Kumi insiste en que no quiere nada,
que se va a poner a trabajar, que no me doy cuenta de que quedan pocos días
para tener el camión de la mudanza en la puerta. Ve la caja de preservativos
sobre la mesada, se ríe y me dice que tenga cuidado de no guardarlos en el
cajón de las galletitas. Se me viene una imagen con uno de los tipos que traje
a casa. La Kumi lo apodó el cardionero. Es cardiólogo pero en la cama es un
camionero. En la imagen estoy sentada sobre la mesada de la cocina, con
el pantalón desabrochado y la cara del cardionero entre las tetas, gimiendo y
tomando nota al mismo tiempo que con él, con mi ex, no habíamos cogido
nunca en esa cocina, ni en la del departamento, ni casi en ningún lugar que
no fuera una cama. Excepto por aquella vez en la pileta de un hotel, pero
ésa casi no cuenta. Ahí, con la cara del cardionero entre las tetas, me propuse
coger en todos los lugares de la casa. A la Kumi todavía le dura la sonrisa por
los preservativos, se la lleva arriba junto con la granada. No pide permiso.
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Sube. Permiso piden los inseguros, piensa ella. Si no quieren que pase que
me frenen, dice a veces. Yo sigo sin pedirle nada. Termino de prepararme
un café y siento culpa. Muchas veces que no sé qué hacer tomo café. La
escucho caminar desde mi dormitorio hacia el de Joni, pero se detiene
en el del medio. Este dormitorio es un quilombo, me grita. Me como una
galletita de las feas, las que tienen mermelada dura. El dormitorio para el
segundo hijo que no tuvimos fue útil para guardar lo que ya no íbamos a
usar, pero que tampoco podíamos tirar. Ahora hay unas treinta o cuarenta
cajas de zapatos arrumbadas en un rincón. Ninguna tiene la tapa puesta. Es
un volcán de huesos. Antes de eso, eran cuatro pilas de cajas vacías. Nunca
tiro las cajas de los zapatos. Las cajas vacías son puro deseo. Hace dos días
vino uno de mis hermanos a ayudarme con la mudanza. Estuvo un rato
caminando por la casa, igual que está haciendo la Kumi ahora, hasta que en
un momento empecé a escuchar ruido y la voz de mi hermano que repetía
Tomá, tomá, ahí tenés. Se dedicó a patear las cajas durante un rato. Le gusta
destruir cuando puede, cuando está legitimado, cuando es ridículo decirle
que es un violento, cuando podría responder que esas cajas no sirven, que es
absurda la necesidad de orden cuando no guardan nada, cuando me miraría
decidido a asesinar cualquier metáfora. Hasta hace poco no me resultaba
absurdo ordenar la nada.
Tengo en la cabeza la imagen de cómo tiene que quedar el trabajo: pilas
de ocho cajas, cada una con su etiqueta, atadas con un hilo para cargarlas
todas juntas. Los zapatos rojos de taco aguja ya tienen etiqueta, los del casamiento también. Las puse en la mudanza anterior y en estos siete años sólo
abrí la de los rojos para ver los tacos. Eran tan altos como los recordaba. Los
traje de la casa de mis viejos. Me casé con zapatos blancos de taco medio, ni
altos ni bajos. Medio. Un taco que no dice nada, que no molesta ni realza,
un taco tibio que disimula su presencia. Él se puso un traje color mostaza,
de saco largo, chaleco con incrustaciones de strass. Zapatos haciendo juego.
Mi vestido era blanco, con los tacos tibios debajo y medias con portaligas.
En la noche de bodas había que coger. Eso decían sus amigos. Hay que cumplir, decían. Coger sin ganas no me parecía nada del otro mundo siendo que
me estaba casando. Los portaligas me los saqué sola porque a él le costaba.
Pienso que la Kumi podría ayudarme a embalar los zapatos. Es posible
que ella sepa mejor que yo cuáles son los que ya no me calzan. No me animo
a pedirle. Pienso que podría darle asco. Los pies son la parte más fea del
cuerpo. Amoratados dentro de un envoltorio de cuero o tela, o librados a la
mugre del suelo en las sandalias, siempre cercanos al mal olor. Me dan asco
las sandalias. Muchas veces miro los pies de mujeres que las usan apenas la
temperatura sube tres grados por encima de la media de otoño. A las tres
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de la tarde ya tienen los talones sucios y resecos. Los costados de los dedos
blanquecinos, llenos de piel muerta. Si tienen las uñas pintadas se les pega
la mugre en el esmalte. De lejos parecen lindos, pero si miras de cerca, son
repugnantes. Cuando trabajaba en el banco, viajaba todos los días en subte y
clasificaba a la gente por sus zapatos. En los surcos del calzado está el modo
de apoyar los pies en el suelo, los pasos con culpa o las ganas de patear. Hay
quienes lo intuyen y descartan los pares antes de que éstos puedan decir
algo sobre ellos. Gente de zapatos sin grietas que creen que su mamá nunca
engañó a su papá. En aquellos años en subte tenía mi estadística de colores.
El marrón y el negro eran mayoría. Casi nadie usa colores en los pies.
Te voy a embalar los zapatos, me grita la Kumi desde arriba. La imagino
dominando el suelo con sus borceguíes azules. No espera que le responda.
Imagino que le va a llevar mucho tiempo y no sé si subir y detenerla o esperar. Me quedo haciendo un inventario en la cabeza. Las botas verde oliva
de taco bajo, las que siempre me saco apenas me las pongo, las negras que
nunca elijo, los zapatos de casamiento, las guillerminas bordó de cuando
recién nos fuimos a vivir juntos, las sandalias de taco chino altísimo que me
compré cuando pensaba que tal vez me iba a separar, las botas grises de gamuza que compré la primera vez que salí luego de perder a mi primer bebé,
el que hubiera sido el hermano mayor de Joni, las zapatillas rosas que me
regaló él, las de correr que compré cuando todavía tenía a Jonathan en la
panza, para bajar los treinta kilos que había acumulado junto con el miedo y
el matrimonio que ya no funcionaba. Para qué tenés tantos zapatos, me grita la
Kumi desde arriba. No sabía que eran tantos, pienso. Me siento culpable por
no subir a ayudarla. Ahora voy, le digo. No puedo poner todo eso en cajas.
En qué momento te ponías estos zapatitos rosas, me pregunta riéndose. Y éstos con
hebillita, estas botas verdes no te las vi nunca, tenés zapatillas rojas, nunca me dijiste.
Me sonrío pero creo que no le digo nada y vuelvo al cajón del desayunador.
Los pies de colores son pies de gente que tiene cosas para decir. Mientras
me meto otra galletita de las feas en la boca, me miro las botas marrones.
Cuando las compré venía de una época de taco bajo y zapatillas. Me miré
en el espejo, vi la hebilla dorada a mitad de la pierna y pensé que tal vez
iba a tener una vida mejor. Ahora, el cuero ha perdido un poco de color y
necesitarían pomada en la punta.
La Kumi sigue haciendo ruido con las cajas y con las cosas que dice y con
su risa que me gustaría que fuera mía l
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Ochos
Yair Magrino
Algunos meses después de que murió tío Beto tuvimos que internar a Gretel
en un geriátrico de la avenida Directorio. De su casa sólo recuerdo una botella de Hesperidina, una peluca y un masajeador. El resto, sus muebles, su
cama, los objetos que formaron parte de su cotidianidad, están cubiertos por
el barro espeso de los años. No queda nada. Ni siquiera tengo presente el día
en que Gretel abandonó su departamento de Independencia y Maza. Según el
Mago y mamá, yo formé parte de la comitiva de familiares que colaboró con
la mudanza. Pienso, ahora, en la tristeza de Gretel, una tristeza que tendría
demasiadas aristas o variables para entenderla cabalmente. Imagino que para
ella, emancipada de joven del yugo matrimonial —que obligaba a la mayoría
de sus amigas a dedicarse a la limpieza de la casa y la crianza de los hijos—, no
poder valerse por sus propios medios, encerrarse en un caserón en el que su
única función útil sería la de no morir, debe de haber sido pesado. Sin acceso a
la cocina, ni a tender su cama, Gretel tuvo que limitar sus funciones a respirar,
tragar, de manera religiosa, las pastillas para la presión y aceptar las nebulizaciones con ventolín que le ofrecían cada mañana. Porque era al levantarse
cuando la humedad y el frío de la noche se le hacían presentes en los pulmones. Un amigo me contó, años más tarde, que el asma tenía, en la mayoría de
los casos, un componente psicológico. Según él, diferentes situaciones podían
desencadenar esos episodios asmáticos. Esa vez, recuerdo haber pensado que
el frío, para Gretel, no venía de la noche ni de las sombras, sino del lado vacío
de su cama. Para salir del geriátrico, alguna vez me contó Gretel, debía pedir
autorizaciones al Mago, mi viejo, porque Beto, su hijo, había muerto y el resto
de los familiares, después de cargarle dos o tres cajas a un camión que nadie
supo bien adónde fue, decidieron olvidarla. Me parecía extraño, de todas maneras, que el Mago negara de modo sistemático la firma necesaria para que mi
tía abuela pudiese volver, por una horas, a las confiterías donde había pasado
gran parte de sus tardes desde su viudez. Pienso que juzgaría suficiente con el
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pago de la cuota del geriátrico, el cobro de su jubilación y las visitas quincenales, como para tener que sumarse un potencial cargo de conciencia si a Gretel
llegara a ocurrirle algo en la calle.
Y Gretel no salió más. A veces me acuerdo de ella y le doy vueltas a un
mismo pensamiento, sin llegar, claro, a ningún lugar: cuál habrá sido su último recuerdo de la calle; qué podría querer grabar a fuego en su mente de
sospechar que aquel domingo, del que no tengo memoria, daría sus últimos
pasos sobre la avenida Independencia.
Cada quince días el Mago nos obligaba a visitarla. A mi hermana y a mí
nos resultaba deprimente. Y más deprimente nos parecía la alegría exagerada
de Gretel al vernos. Nos esperaba pintada y con el mismo vestido de flores
marrones, ancho, lo suficientemente suelto como para preservar su creciente
obesidad. Usaba un perfume espeso que me hacía pensar en París, un París
antiguo, en blanco y negro, en el que la torre Eiffel estuviese aún en construcción. Me acuerdo que, al reírse, el maquillaje cedía y dejaba ver las grietas de
sus arrugas. Era, pensaba, la obscenidad de la vejez.
Me acuerdo del primer año que estuvo internada mejor que otros. Quizás
porque durante ese período yo me mostraba más dispuesto a escuchar y ella
a conversar. Gretel tenía una batería de anécdotas que repetía e hilvanaba
entre las constantes quejas sobre la comida o sus compañeras de cuarto. Me
hablaba siempre de San Juan y Boedo, de un local que había estado en una
de las esquinas, al que solía ir a bailar el tango con su marido, mi tío abuelo
Justo. Me contaba del olor a tabaco negro que se le impregnaba en los dedos, de Leopoldo Federico, de Troilo o Goyeneche. Ella decía haberlos visto
a todos. Hubo una noche en la que Troilo la había cabeceado para bailarse
unos tangos. A veces cambiaba y el que daba el cabezazo era Angelito Vargas
o el Polaco. Gretel juraba que su respuesta había sido una sonrisa —siempre
intentaba imitar esa mueca del pasado— y en voz baja, bien pegada al oído
de Troilo (o Vargas o el Polaco), había aclarado que los ochos los tiraba con
aquel morocho, y decía que lo había señalado a Justo, que fumaba, nervioso
tal vez, esperándola, sentado en una de las mesas de adelante. Para mí, decía
Gretel, el paraíso era pegarle la oreja al corazón de Justo, sentirle la camisa
transpirada y oír el modo en el que el corazón daba respingos. La anécdota
casi siempre terminaba con Gretel revolviendo una cajita que guardaba bajo
la cama para mostrarme una foto de Justo. No lo conociste, me decía, pero
se hubiesen llevado bien. Todos los muertos de mi familia, me decían siempre, se hubiesen llevado bien conmigo. Nunca pude distinguir si esa frase
que me soltaban casi todos mis parientes se debía, sobre todo, a una buena
predisposición interpersonal mía, o si ellos intuían en mí un final trágico
que me habría de reunir pronto con todos esos muertos.
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Gretel me contaba también de la noche que Justo hizo saltar la banca
del casino de Mar del Plata. Según el Mago, esa noche nunca existió. La
leyenda familiar dice que murió de un paro cardíaco antes de que la bola
cayera sobre su número favorito, el diecinueve. Las pocas veces que intenté
buscar alguna confirmación de la historia con el primo Félix, él se encargaba
de sembrar una nueva hipótesis, que Justo había muerto en un piringundín
cerca del puerto. Pero Gretel, reafirmando su mentira, contaba que Justo
apareció de madrugada, borracho, un poco más que de costumbre, y antes
de que ella pudiese plantarse de frente a pedir explicaciones, él empezó a sacar fajos de guita de los bolsillos. Los tiraba para arriba, decía Gretel, como
si fuese papel picado que no vale nada. Los billetes caían. Parecía una escena
de otoño, decía, cuando el viento sopla y arranca las hojas viejas, y antes de
caer se toman su tiempo, como si no les importara morir definitivamente.
Antes de revolver su cajita de madera, me preguntaba cómo pensaba yo
que ella pagaba el geriátrico. En ese momento, la historia siempre se diluía,
porque yo había oído muchas veces las peleas entre el Mago y mamá sobre
el pago de la cuota del geriátrico.
Con el tiempo, esas dos historias, la de Troilo y la del casino, fueron las
únicas que Gretel podía o quería contar. De lo que nunca se olvidó era de
darme dos o tres billetes arrugados para que le llevara cigarrillos de contrabando. No había una norma que especificara que los internos no podían
fumar, pero, de la misma manera que Gretel creía en los millones ganados
por Justo en el Casino, se aferraba a la idea de esa prohibición. Yo los entraba escondidos en el elástico de mi pantalón, y no era hasta el momento
en que ella cerraba con llave la puerta de la habitación que se los entregaba.
Yo los dejaba sobre la cama. Ella abría un paquete y los olía. En aquel gesto,
Gretel parecía querer evocar a Justo, aunque los cigarrillos fueran rubios. Tal
vez lo importante haya sido, para ella, el acto, el rito que volvía a traer del
pasado los olores de su marido muerto. Después los ponía bajo la almohada.
A veces, para aumentar su fantasía, yo le chistaba Araca la cana, fingiendo que
un enfermero estuviese cerca, sólo para verla desquiciarse. Se sentaba sobre
la almohada y me pedía que no dijera nada. Un par de veces, uno de los
enfermeros vino a preguntarme qué era lo que hacíamos dentro de la habitación. Supongo que habrá sospechado alguna variación extraña y perversa
del complejo de Edipo, porque Gretel, al parecer, sufría descompensaciones
por la noche. No la delaté. Pero tampoco volví a chistarle Araca la cana.
Debería haber visto ese episodio que se produjo una tarde como una
señal. En cambio, adopté las formas que Gretel me pedía de manera alternativa y sin continuidad. Habían pasado algunos fines de semana en los que,
por motivos futbolísticos, no fui al geriátrico a visitarla junto al Mago. Tal vez
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Independiente jugara un partido clave en el mismo horario. Gretel estaba
junto a un ventanal que daba a un patio chiquito, con seis o siete macetas
desparramadas sin ningún orden estético, con sus plantas en su mayoría
secas o podridas. Ella miraba hacia fuera, en pose romántica, como si estuviesen cayendo sobre Buenos Aires esas tormentas de invierno que duran
días, y en el cielo hay una sola nube gris que lo cubre todo. Pero ocurrió una
tarde soleada. En la entrada ya me había reprochado varias veces la decisión
de estar allí. Gretel no me preguntó por los cigarrillos. Estaba enojada.
Estará enojada, pensé, o triste por haber sido relegada por Independiente.
Me senté frente a ella. Gretel me esquivaba la mirada. Estuvimos sentados
en silencio toda la tarde, imaginando, quizás, esa lluvia que no caía o un
lugar mejor para estar. Cuando terminé de hojear la revista Sólo Fútbol que
el Mago me compraba a modo de soborno, le hablé de Troilo. Inventé una
historia en la que se juntaba con Fiorentino en un bar de París y se armaba
una batalla campal porque los dos argentinos se llevaban las mejores minas.
Fiorentino hacía rato venía tomando vino mariani. Troilo quería tocar. Sacaba el bandoneón, ensayaba unas notas y volvía a guardarlo. En la mesa de al lado, un francés
cincuentón le prometía a una mina mil domingos perfectos. Fiorentino hizo la cuenta:
a cincuenta y dos domingos por año, este tipo va a necesitar veinte para cumplirle la
promesa. Troilo, parece, se la vio venir. Sacó el bandoneón y se tocó unos acordes de «La
última curda». Gretel zumbó la canción. Era un sonido que venía de la garganta.
Fiore, que ya venía entonado por el mariani, le dijo en voz alta que era un mentiroso.
No le creas nada, otaria, que en veinte años ni para los fideos con tuco va a quererte.
La mina se rió, parece, y el francés, que no entendía castellano, pero si las mímicas de la
provocación, se dio vuelta y le pidió que no fuera insolente. Gretel suspiró. Fiorentino
cantó, mirándola a los ojos, y la mina, que había dejado ya de interesarse por esos domingos perfectos, sabiendo, quizás, que sería una de esas mentiras que se dicen para
coger, más prolija y mejor elaborada estéticamente, eso habrá que reconocer, espiaba por
sobre el hombro del francés y fantaseaba con el sudamericano. Si ya sé, dijo Gretel,
Troilo se tocó «Romance de barrio» y la franchuta se le acercó a Fiorentino, lo
cabeceó ella, descarada, y se pusieron a bailar frente a todo el bar. Le pregunté
si ya conocía la historia. Me dijo que sí, pero que la terminara de todos modos.
Gretel no sólo se creía mis mentiras, sino que las anticipaba, las mejoraba y
el truco me explotaba en la cara: era yo el que terminaba convencido del
vino mariani, de París y Pichuco y Fiorentino. Ahí nomás, unas bataclanas de
la mesa de al lado se le sentaron en la mesa a Troilo a mirarle los dedos. Comentaban
entre ellas, al oído, como para no interrumpir y se reían. Putas, dijo Gretel y volvió
a concentrarse en el ventanal. El francés se fue para el fondo, juntó un par de
amigotes, o quizás ni tanto, pero, parece, eran varios y estaban dolidos en su orgullo
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nacionalista. Se les fueron al humo. Antes de que pudieran dar comienzo al ritual de
insultos y empujones que precede a los trompazos, Fiorentino sacó un cuchillo. Después
volaron sillas y vasos, y dicen, el bandoneón de Troilo. Y los argentinos se llevaron a las
minas. Parece que esa misma noche, al volver al hotel, Pichuco se anotó los primeros
versos de «Te llaman malevo».
Gretel se quedó en silencio. Anocheció de golpe y sentí que ya no tenía más
nada que hacer. Me despedí y encaré hacia la puerta. Se puede saber, gritó,
dónde te habías metido. Estuve toda la noche preocupada, dijo, sin poder
dormir, preocupada porque te hubiese pasado algo. Se paró de la silla en la
que había estado, me enteré después, los últimos tres días, y caminó hasta
donde estaba parado yo, con una lentitud tan espantosa que dio pena. En
pocas semanas parecía haber envejecido años enteros. O tal vez, no sé, tuviese las piernas entumecidas de tanto estar sentada. Me repitió la pregunta,
ahora más serena. Amagó con llorar. Me pegó la cara al pecho y me dijo
bien bajito, de manera que sólo yo pudiese oírla, que ahora tenía que hacer
volar los billetes. Hacelos volar, dijo, como si fuese papel picado que no
vale nada. Que caigan del cielo, dijo, que haya un otoño acá adentro, como
cuando sopla viento que arranca las hojas viejas y antes de caer se toman su
tiempo, como si no les importara morir definitivamente. Incómodo, con
Gretel apretada contra mi cuerpo, rasgué la revista Sólo Fútbol en pedazos
más o menos rectangulares. Los tiré para arriba. Mirá, le dije, son para vos.
Para nosotros, me corrigió.
Cuando volvía en el auto con el Mago traté de contarle. Me resultó inútil.
El Mago estaba enojado porque había roto la Sólo Fútbol y había una foto de
Alfaro Moreno que, aparentemente, mi viejo quería conservar. En esas oportunidades, el Mago parecía un chico. Coleccionaba prolijamente todas las
notas que salieran de Independiente y las archivaba en carpetas divididas por
año. No hubo forma de explicarle la ficción que Gretel había querido interpretar. De todas maneras, accedió a que no la visitara el domingo posterior.
Supimos que se había fracturado la tibia, algunas semanas después, por el
llamado de uno de los enfermeros del geriátrico. En el hospital la enyesaron
y la mandaron de vuelta. Volví a visitarla. Estaba aún más vieja que la última
vez. Si accedí fue por pena. Aun así, me había preparado unos recortes de
diario rectangulares. Cuando llegamos, el Mago se fue a una de las habitaciones internas del geriátrico que quedaba en el cuerpo paralelo del edificio,
vedado para los internos. Gretel tenía los ojos clavados, como las veces anteriores, en ese patio interno pobremente decorado por macetas y plantas
en proceso de descomposición. Me senté delante de ella. Le pregunté por
la pierna y cómo había sido la caída. Fue, me dijo, por bailar tango. Y me
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contó que había estado en el boliche de San Juan y Boedo y que D’Arienzo
la había cabeceado para bailar. No habrá sido Troilo, le pregunté. Mirá si no
voy a saber quién me saca a bailar, dijo, pero ahí nomás, le sonreí y le dije
que yo bailaba con vos. Me atoré con saliva y tosí. Gretel me dijo que tal vez
debería dejar de fumar. El Mago apareció y yo aproveché para ir al baño.
Siempre iba al de la habitación de Gretel. Al salir, en un acto natural y poco
culposo, metí los brazos bajo la cama para sacar su caja de recuerdos. Tenía
seis o siete fotos, algunos cigarrillos sueltos y envoltorios de bombones que
quién sabe de dónde habrá conseguido. Tal vez tuviese, después de todo,
algún pretendiente dentro del geriátrico. Se me dio por pensar que podría
confundir a alguno de los internos con Justo, como hacía conmigo, y revivir
durante cinco o diez minutos, o los que durase su delirio, el amor que sentía
por su marido muerto. Pensé en el pretendiente. La soledad a veces nos pone
en lugares muy incómodos y podemos llegar a aceptar hasta lo intolerable.
Así debía de sentirse el pretendiente, demasiado solo como para aceptar que
lo llamasen por otro nombre y le pegasen la oreja al pecho, para sentirle el
corazón y la camisa transpirada. Miré las fotos. Había una en la que aparecían
el Mago, Gretel, Justo y mi tío Beto. Era en las estatuas de los lobos marinos
de Mar del Plata. Sobre uno de los bordes había una mancha de café reciente.
Me guardé un cigarrillo en el bolsillo de atrás del pantalón y volví a la sala.
Me quedé parado, a cierta distancia, escondido detrás de una columna,
viendo cómo Gretel hablaba con el Mago. Estuve un rato así, comprobando
de manera violenta el paso del tiempo. Unos segundos antes, en una cartulina amarillenta, el Mago era un nene y Gretel una señora elegante. Uno
de los enfermeros sintonizó una radio de tango. Se oía en todo el salón. El
horario de visita se terminaba y todos los familiares empezaron a despedirse. Me acerqué hasta donde estaba Gretel. Ella me miró. Yo pensé que iba
a preguntarme dónde había estado y que habríamos de comenzar la rutina
de los billetes voladores. Tanteé en los bolsillos el montón de papel. Estaba
dispuesto a tirarlos al aire. Gretel se paró como si el yeso no existiera, ni su
tibia estuviese fracturada. Me dijo, de nuevo al oído, bajito como para que
yo sólo escuchara, que aquél, señalando al Mago, era D’Arienzo y la había
estado tratando de convencer para que bailaran juntos. La música de la radio
subió de volumen, o quizás la percepción selectiva funcione de esa manera.
«La última curda» sonó como si estuviese una orquesta tocándola en el salón. Gretel me pegó la cara al pecho. Dijo algo de mi corazón. Respingos,
pensé. Quedate tranquilo, dijo, ya le aclaré que los ochos los tiro con vos y
nadie más. El Mago miraba la escena y no podía entender qué era lo que estaba ocurriendo. Gretel se alejó, volvió a pedirme que me quedara tranquilo
y que por favor, por favor, con los ojos llorosos, no le pegara. Me agarró
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un brazo y bailamos, como pudimos, los últimos compases del tango. Con
dificultad y lentitud, dibujamos un ocho con los pies. Cuando la canción
terminó, volvió a sentarse en la silla de ruedas, con la vista fija en el ventanal
que daba al patio. El Mago y yo la saludamos, pero Gretel no contestó. Creo
que al Mago, en el trayecto que hicimos desde el salón hasta el auto, se le
cayeron un par de lágrimas que intentó disimular con el puño del pulóver.
Gretel apareció muerta en su cama dos días después. Cuando pasamos
por el geriátrico a buscar sus pertenencias nos dieron un juego de sábanas,
una frazada y la caja. Faltaban las fotos. Había dos cigarrillos arrugados y un
papel doblado sobre sí mismo varias veces, firmado o sellado con un beso
en rouge. Pedía, según pudimos descifrar en esa letra manuscrita, ser enterrada en un nicho común o entre Justo y Beto. Pensé que una familia entera
acababa de desaparecer. No había nadie más con ese apellido. En realidad,
la guía telefónica estaba llena de gente con ese apellido, era más bien la
desaparición de un linaje, de un conjunto genético. Algún día, tal vez nos
ocurriese a nosotros, los Saporitti. Pero mi hermana o yo, algún día, quizás,
tuviésemos hijos y retrasaríamos ese final. Y además estaba Félix, que, mal
que nos pesara, compartíamos algunos cromosomas. El Mago anduvo averiguando en el Cementerio de Chacarita para ver la posibilidad de recuperar
las urnas o reubicar los restos de Justo y Beto. Demandaría, según el empleado, muchos trámites, al tiempo que el ataúd de Gretel quedaría en una
cámara común a la espera de la resolución final. Propuse que realizáramos
un acto simbólico: arrojar entre la tierra que habría de cubrir para siempre a
Gretel —cada vez que digo para siempre no puedo evitar asustarme— objetos
que alguna vez pertenecieron a su esposo y a su hijo. Yo me había quedado
con algunos libros y algunos casetes de Beto. Dije que podría ir a buscarlos
a mi casa. El Mago se fue para San Telmo, aparentemente él, como Gretel,
también tenía una caja de madera en la que amontonaba objetos de su pasado
o que, al menos, pretendía rememorar cada vez que la revisaba. Volvimos
a encontrarnos en la capilla del cementerio un par de horas después. Yo
había llevado un libro que se llamaba Una cierta ternura, de Larry McMurtry,
y un casete de Charles Aznavour. El Mago había recolectado un carnet de
socio de River de Justo, cosa rara porque todos sabíamos que era fanático
de San Lorenzo. Al inspeccionarlo, el carnet no correspondía a Justo, pero
sí la foto. Trajo también una ficha de casino de Mar del Plata. Pensé que los
actos simbólicos, tanto como el amor, eran cuestión de convencimiento.
Elegimos el rito y lo deformamos como se nos dio la gana. Podríamos haber
tirado una cáscara de sandía y un pedazo de madera y sentir que el ritual era
correcto, y no volver, nunca, nunca más —también me dan miedo los nunca
más—, a sentir culpa alguna. Acarreamos el cajón de Gretel hasta el agujero
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de tierra que ya había sido cavado. Pensé que el vocablo inglés undertaker era
no sólo más acertado, sino más gráfico que funebrero: el que te lleva para abajo. Nuestro Caronte postmoderno, que no necesitaba la paga de un óbolo,
sino, más bien, el sueldo depositado en una cuenta bancaria a fin de mes.
Bajamos el ataúd y mientras íbamos cubriéndolo de tierra, dejé caer, lento,
en un acto lo suficientemente solemne como la situación requería, el casete
de Aznavour y la novela de McMurtry. El Mago tiró el carnet. Los abrazos
empezaron, y entre esos cuerpos que se apretaban breves segundos para
soltarse hasta el próximo velorio, pude oír palabras de manual que ofrecían
condolencias, lágrimas y el comienzo de un olvido. Yo me quedé algo apartado, con las manos en los bolsillos. Cuando la procesión comenzó a alejarse,
saqué los recortes de papel rectangular y los hice volar por el aire. El viento
hizo que la mayoría flotara a través del cementerio, pasando por arriba de
las cabezas de los pocos familiares de Gretel que habían ido a despedirla.
El Mago y mamá nos pusieron en un taxi a mi hermana y a mí y nos mandaron de vuelta para nuestra casa. Tuve una idea que traté de conversarla
con mi hermana, pero a ella la muerte la angustiaba demasiado. No lloraba,
pero era evidente que estaba haciéndose de la idea de que alguna vez ella
pasaría por lo mismo y se preguntaría quiénes habrían de tapar su cajón
con tierra. Pensé en ese detalle que había pasado por alto. Gretel, en aquel
delirio con D’Arienzo, me había pedido que no le pegara. Ahí culminaba la
historia. No era la romántica decisión de tirar ochos sólo con Justo, rechazando a todos los campeones de San Juan y Boedo. Pero qué se podía hacer
ahora, más que lidiar con su inexistencia. Intenté justificarla, diciéndome,
mientras veía pasar el tren en la barrera de Jorge Newbery, que su eternidad
había sido una cuestión de elecciones. Gretel quiso creer que el paraíso sería
una repetición de instantes felices, como los de ese otoño lleno de billetes
flotando por el aire, o un tango con la cabeza apretada contra el pecho de
Justo. Eligió morir, tal vez, del mismo modo en el que había vivido: con los
ojos cerrados. Sí, dije y la cola del tren dio paso a los autos, vivir o morir
con los ojos cerrados l
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La tradición
del destierro
Jorge Monteleone
En el ensayo de los años cincuenta «El escritor argentino y la tradición», Jorge Luis Borges, para argumentar contra la busca de color local
en la literatura argentina, proponía el caso de la poesía de Enrique Banchs.
En La urna, conjunto de sonetos modernistas de rara perfección, publicado en 1911 e inspirado en el modelo petrarquesco en torno de una amada
ausente, Banchs escribe un poema donde hay tejados y ruiseñores, que no
existen en los suburbios de Buenos Aires, donde abundan las azoteas y los
gorriones. Esa falta de color local, decía Borges, no hacía menos argentinos que el Martín Fierro los poemas de Banchs. En ellos —escribió famosamente Borges— «no estarán desde luego la ornitología ni la arquitectura argentinas, pero están el pudor argentino, la reticencia argentina». El
hecho de que Banchs recurriera a imágenes extranjeras y convencionales
para hablar del gran dolor que lo abrumaba era significativo del «pudor, de
la desconfianza, de la reticencia argentinas; de la dificultad que tenemos
para la reticencia, para la intimidad», decía Borges. Muchos años después,
en su ensayo «El canon argentino», Tomás Eloy Martínez criticaba ese modelo que habría creado una descendencia antisentimental en la literatura
argentina, al que oponía, por ejemplo, la literatura de Manuel Puig. Basta
todo el cancionero del tango o la narrativa no sólo de Puig sino también
de Aira, de Lamborghini o de Copi para desmentir las prevenciones de
Tomás Eloy Martínez acerca del pudor o la reserva.
Pero acaso Borges se refería menos al poema que al poeta: hablaba de
la reticencia de Banchs, menos que de la del sujeto del poema, como si
éste enmascarara o desplazara el dolor del hombre. Tal vez había allí un
rasgo, una marca, no de la literatura argentina, sino de cierto modo de ser
del poeta argentino en relación con su poema. No hablo de una esencia
sino de una cierta tradición que en cierto modo difiere; tampoco hablo de
una imagen existencial, sino de una figura, es decir, de una invención. La
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reticencia de Banchs sería uno de los modos de autorrepresentación del
poeta argentino en tanto figura, en tanto imago autoral.
Su caso es elocuente. La urna es el cuarto y último libro de Enrique
Banchs sobre un duelo amoroso que anega al Yo y lo consume. Poeta del
modernismo tardío, en plena juventud Banchs ya había compuesto cuatro
libros con notable maestría y poco tiempo después parece abandonar la
poesía. Como si acompañara el vasto duelo de La urna, después de ese libro
deja de publicar, con escasas y poco relevantes excepciones: se mantiene en
silencio de luto, como si su vida declinara. Pero, inversamente, el hombre de
carne y hueso inicia una larga vida retirada hasta cumplir ochenta años. La
reticencia se desplaza a la figura de autor y crea el efecto de un silencio áulico y un duelo mudo, a lo que hace eco la longevidad. ¿Qué mayor reticencia
para la historia de la poesía argentina que la del poeta imperceptible, aquel
que, inadvertido, no parece comenzar, o comienza tardíamente, o tempranamente se retira? A la inversa está aquel poeta que, como Hugo Padeletti,
alrededor de los sesenta años, hacia 1989 publicó tres libros de una obra
poética compuesta a lo largo de cuarenta años, desde la adolescencia hasta la
madurez. Ese acontecimiento no es fruto de un accidente sino de un acontecer que Padeletti llamó «destinal»; la modestia, la paciencia, la diligencia, la
lentísima acumulación concurren en su modo de ser poeta: «No hay secreto
/ que no sea interior. / Aún en flor / su encubrimiento prevalece. [...] / Voy
a plantar esta almendra / para dar testimonio / de la paciencia», escribió. O
aquel otro poeta argentino que, como Jorge Leónidas Escudero, de oficio
minero en la provincia de San Juan, comenzó a escribir a los cincuenta años,
de un modo marginal y, durante largo tiempo, secreto, siguiendo los ritmos
del habla en un enunciado a la vez radicalmente propio y colectivo. En el
«Prólogo del autor» a Verlas venir (2002), el autor escribe «Mi escritura en los
versos tiende a representar la palabra hablada, ello porque me las oigo decir
y las digo, se me pegan al oído pero no siempre. [...] Y sí, a las palabras que
siguen las vi venir desde el fondo de nosotros».
La historia de la poesía argentina es rica en tradiciones oblicuas, súbitas
obras reunidas que se vuelven familiares o largas perseverancias que culminan en la visibilidad. Como Zama, en la novela homónima de Antonio Di
Benedetto, muchos poetas argentinos fueron o serán «víctimas de la espera».
Por ejemplo, numerosas obras forman parte de lo que podría denominarse
un «canon tardío». La relativa singularidad de poetas argentinos de diversas
generaciones que no pertenecieron, como otros, a un grupo literario, a una
corriente estética hegemonizante, o a una revista literaria, no les impidió
integrar un nuevo canon de lecturas en las últimas décadas —como Amelia
Biagioni, César Fernández Moreno, Hugo Gola, Hugo Padeletti, Susana
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Thénon, Joaquín Giannuzzi, Héctor Viel Temperley, Miguel Ángel Bustos,
Emma Barrandeguy, Alberto Vanasco, Arnaldo Calveyra, Rodolfo Godino,
Ricardo Zelarrayán, Juana Bignozzi, entre muchos otros. Dichas lecturas,
que los sitúan en su dimensión histórica mediante una interpretación más
cabal, son relativamente tardías y se ejercieron con plenitud por las nuevas
generaciones de poetas y críticos de poesía, principalmente a partir de los
años ochenta. Ello ocurrió al menos por dos motivos: por un lado, porque,
en muchos aspectos, su obra se difundió de otro modo, y por otro, porque la
nueva poesía ofrecía nuevas condiciones de legibilidad para reinterpretar y en
algunos casos redescubrir esos textos.
Pero en cierto modo el canon de la poesía argentina siempre es un canon tardío, mutable, desplazado e inventivo: siempre hay nuevos poetas por
descubrir, una gran obra desconocida, una labor silenciosa o, a la inversa,
un brusco silenciamiento que en décadas volverá a nombrarse. La extraordinaria obra de Oliverio Girondo, que surge como parte de la vanguardia
argentina de los años veinte para finalizar en uno de los libros más radicales
de la poesía en lengua española, En la masmédula (1955), a pesar de las vindicaciones previas como las del grupo de la revista Zona de la Poesía Americana
(1963-1964), necesitó de la gran relectura realizada por Delfina Muschietti,
Tamara Kamenszain, Jorge Schwartz o Raúl Antelo y de las elecciones estéticas de la revista Xul. Signo Viejo y Nuevo durante la dictadura, para volver a
ser visible y vindicada en su enorme despliegue.
Pero el rasgo de la visibilidad se interseca a menudo con cierto carácter
reticente o elusivo, uno de cuyos máximos modelos es el gran poeta Juan L.
Ortiz, que si ahora ocupa el centro del canon de la poesía argentina, fue durante décadas un poeta de culto, apartado y silencioso. Hacia 1937 escribió
que era «un hombre sin biografía», pero desde esa vacuidad construyó un
mito personal con los gestos de lo mínimo, lo inaprehensible, lo imperceptible, lo tenue, multiplicado hasta la saciedad, hasta volverse innumerable
en su efecto de infinita diferencia. Y ese hombre huido que usaba en su vida
cotidiana elementos largos y finos parecía ahusarse en sus versos de diminuta tipografía, y se repetían en las imágenes del poema: en las líneas de
los ríos, las islas alargadas, las serpentinas que vacilan en los estanques, los
ramajes adelgazándose y las raicillas, la lluvia que cae como juncos de vidrio
que huyeran, los tallos de la luz, la luna hilándose en los sauces, los sones de
las flautas que callan en los hilos de la eternidad, las hebras, los cabellos de las
algas o de los serafines. La materialidad se transfigura y el entorno armoniza
con la figura corporal. De algún modo, esa figura del poeta argentino imperceptible está prevista por el poema: lo modela, lo contiene. La iconicidad
fina y larga del hombre espejea en la iconicidad del paisaje imaginario que va
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espiritualizándose. El cuerpo de la duración consuma la ilusión de eternidad
en un esprit de finesse.
Ese aspecto de la reticencia integra un contexto mayor en la tradición
poética de la figura autoral en la poesía argentina y radica en cierto anarquismo, cierta resistencia al poder fáctico, cierta excentricidad, cierto
descentramiento. Es inexistente en la poesía argentina la figura de poetas
consulares como Octavio Paz o Pablo Neruda o incluso una contrafigura
centenaria como Nicanor Parra, y difícilmente se halla un equivalente a
esas señeras totalidades llamadas Rubén Darío, César Vallejo o José Lezama
Lima. El propio Borges, cuya obra poética es vasta, suele ser leído como
un poeta menor que, asimismo, construye una figura en la cual la ceguera
—no la videncia—, la enumeración caótica —no el catálogo del mundo—,
la nadería de la personalidad —no la eminencia— son sus significados.
Leopoldo Lugones fue un poeta que cortejó el Estado y acabó por ser uno
de los ideólogos del golpe militar de 1930: ocho años después se suicidó en
una isla del Tigre. Su figura monumental, que él mismo construyó, alcanzó
una deletérea inadecuación en su propio exceso, un derrumbe de profunda
asocialidad. Desde ese fracaso gigantesco, que parece constituir una figura
de excepción, los poetas argentinos nunca alcanzaron una majestad pública y
omnipresente. Esteban Echeverría, que había sido elegido por la generación
de 1837 para imaginar un modelo de Nación, quería abjurar de su actuación pública para abrazar enteramente la poesía. Y el poeta nacional José
Hernández en el Martín Fierro, el más grande poema del siglo xix, y, junto
con el Facundo de Sarmiento, una de las obras mayores del romanticismo
latinoamericano, dio voz a un gaucho que se hallaba fuera de la ley y que fue,
como afirmó Martínez Estrada, el primer desterrado de la literatura argentina cuando junto a su amigo Cruz emprendió el camino hacia la frontera
para vivir entre los indios expulsado por la civilización. Y acaso aquí se halla
la clave de esta tradición del apartamiento en la figura del poeta argentino:
la tradición del destierro. Porque esa voz de la poesía argentina que asume la
figura de autor es a menudo una voz exiliar.
Y así Leónidas Lamborghini vindicó la gauchesca como arte bufo que
puso al descubierto un sistema político ejecutor del exterminio organizado
de las masas gauchas y vindicó a Martín Fierro como gaucho rotoso que se
rebeló contra el Modelo. Y Diana Bellessi, en cuya poesía tempranamente
situó la vindicación del habla femenina constituida como fuera de la ley
patriarcal y así rescató el habla de los desplazados y los outsiders, para releer su propia posición enunciadora en la tradición posible de un destierro
—ella, que se autodesterró en el Tigre íntimo durante la dictadura de 1976 y
escribió los poemas de Tributo del mudo—, se cuestionaba: «Al fin una se pregunta
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si no será como el gaucho que escuchaba los versos de Hernández en la pulpería creyendo que hablaba de él, o que él mismo hablaba; o si una no será
como el propio Hernández, ese señorito de ciudad realizando una operación
que, en su mejor alternativa, pareciera prestar oído, sí, y en la peor, podría
actuar de un modo paternalista acompañando al proyecto dominante desde
los arrabales que éste siempre admite».
Esa categoría, la del exilio, la del destierro, informa casi toda la poesía
de Juan Gelman, no sólo porque fue efectivamente un exiliado durante la
dictadura, no sólo porque buscó denodadamente hasta encontrarla a su
nieta Macarena y los restos de sus padres desaparecidos, a su hijo Marcelo y
a su nuera, y construyó una poesía sobre lo no dado, sobre lo no concluido,
sino también porque el exilio es una categoría existencial de toda su obra,
el destierro como condición del ser mismo.
Diversas formas del destierro, y también lo descentrado, lo lateral, lo
oblicuo, lo pudoroso, lo reticente, han dado a la poesía argentina toda su
potencia enunciativa. Y puede hallarse en numerosos y muy diversos gestos.
En el Belarte de Macedonio Fernández, el no existente Caballero que se
presenta como poeta recienvenido. En las caminatas interminables del flâneur urbano y bohemio que se aparta del mundo en la poesía de Baldomero
Fernández Moreno. En la poesía de todos los puertos y las errancias sin
fin y también en el destierro de los muertos y en los objetos polvorientos
de las trastiendas en los versos de Raúl González Tuñón. En aquel poema
final, «Voy a dormir...», de Alfonsina Storni antes de arrojarse al mar, o en
la suicida Alejandra Pizarnik, que escribe con un lenguaje de los límites
acerca de los espejismos del yo y su doble ominoso. En el destierro de la
«soterrada» Amelia Biagioni o en los versos océanicos que se nombran como
un rito de pasaje en la poesía de Olga Orozco. En la agonía trascendente de
Viel Temperley y en las derivas imaginarias de la muerte propia o en aquel
espacio utópico iluminado por el sol antiverbal de El Himalaya o la moral de
los pájaros, del poeta desaparecido Miguel Ángel Bustos. En la estética de la
superficie y la irisación barroca de Néstor Perlongher, que halló sin embargo,
en su fulgor significante, el verso más estremecedor de la poesía escrita bajo
la dictadura: «Hay cadáveres». El criollo del universo extraviado en los vastos
tembladerales de oro de la poesía de Francisco Madariaga. El ritmo ascético
y pudoroso de lúcida sintaxis y recóndita autoconciencia de la poesía de
Alberto Girri. El asma, que habla todavía como un aliento cortado en la poesía de Irene Gruss. La poesía por interpósita persona de autor como resto
o ready made en los poemas plagiados de Esteban Peicovich. En la Patagonia
como una extensión gravitatoria en la intimidad propia de la poesía de Irma
Cuña o de Niní Bernardello. En la casa grande o en el ghetto de la lengua,
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donde la poesía de Tamara Kamenszain halla el hábitat que le aporta un techo a la experiencia extrema del desierto. En el regreso a la infancia como
reinvención de la inocencia del poema en la poesía de Arturo Carrera o en
el duelo de lo perdido que retorna en las miniaturas y los relicarios líricos
de la poesía de María Negroni. En la construcción del Unusmundus desde la
lengua desterrada de la poesía de Adrián Navigante. En la pudorosa emotividad y la precisión de la materia susurrada en la poesía de Carlos Battilana.
En la «Voz Extraña» que habla en los entresijos del ego de Horla City en la
poesía de Fabián Casas. En la búsqueda de los pasos, en las huellas y los ecos
de los vestigios perdidos en la poesía de Teresa Arijón. Y éstos son apenas
algunos ejemplos entre tantos, tantos otros.
Allí en la tradición del destierro y el habla lateral, en la lengua que dice
su nombre al margen de los poderes, en esas voces atravesadas de otredad,
de ajenidad y extranjería bárbara en el desierto del sentido o en las voces
oblicuas e imperceptibles, allí en su anarquía, en su excentricidad, en su
terca conspiración apartada, allí todavía la poesía argentina siempre puede
hallar su paradójica fuerza l
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Los ocupantes
a levantar la esclusa. En unos minutos, la huerta se inundó. Lo ocupantes entraron arrastrando los pies, caminando en las aguas, y varios se
Jaime Moreno Villarreal
dejaron caer de bruces. Pronto hallaron asiento bajo árboles de sombra.
El mayordomo abrió la cancela que daba a los corrales y el establo. Los
empapados entraron sigilosamente. Primero un aullido, y luego el agitar de sombreros. El establo estaba lleno de vacas y el granero repleto,
y la casa del patrón estaba completa con sus muebles, sus recámaras,
sus cuadros, sus lunas y espejos, su comedor y cocina y sus platos. La
orden del patrón al mayordomo había sido una súplica: nomás que no
quemen la casa.
Los ocupantes dispusieron de todo, dejaron libres los pájaros, ju-
L as familias construyeron los túneles para protegerse. Los iracahuas,
garon a la guerra con guayabas y blanquillos, se encueraron bajo el
no satisfechos con asaltar las recuas de mercaderes, entraban a saco
surtidor del acueducto, se dieron al mezcal de la sierra nombrándolo
al pueblo. Los túneles unieron todas las quintas. De ese tiempo nadie
«aperitivo», y al caldo de cabeza con frijoles. Cazaron al aire la cristale-
guarda las fechas. Vinieron luego las guerras, ya había entrado el ferro-
ría. No rompieron espejos, porque es de mala ventura. Tres metros bajo
carril y los iracahuas fueron exterminados. Algunos túneles se vinieron
tierra, el terror de nosotros era que los ocupantes descubriesen cual-
abajo tragándose viviendas y haciendo socavones en las calles, otros
quier acceso o un respiradero para entrar a los túneles. Por las frases
se clausuraron para uso propio de algunas familias y para encuentros
completas que se colaban y los olores de humo, parecía que las casas
secretos. En algunas cuevas se enterró oro. Después hubo la leyenda de
iban desapareciendo. Sentíamos ser las ánimas del purgatorio y en un
los túneles. Entretanto, los apellidos siguieron siendo los mismos aun-
momento nos metimos en malacates para llorar abrazados.
que la gente ya era otra. Cuando iba a pasar una guerra, en cada huerta
Fueron muchos días, o quizá no más de dos días. Arriba, todos los
se excavaba la boca del túnel bajo la pila de agua o el pilar falso de un
puercos fueron asados, todas las telas orinadas. Algunos ocupantes co-
soportal, y ahí bajaban a esconderse las gentes.
menzaron a retirarse antes de la madrugada. El mayordomo pidió como
Eran cinco las familias fundadoras. Los niños llevaban, por poco que
gracia que le dejaran una vaca. Se lo concedieron. Al amanecer, fuimos
se contara, los apellidos de cada una. Las noticias llegaban a veces con
saliendo de los túneles. Como fantasmas al lado de cada olla que her-
retraso de un año, luego al revés, se adelantaban a los acontecimien-
vía, rodeando a las últimas soldaderas les pedíamos de mamar. Éramos
tos. Cuando se oyó venir la última guerra ya quedábamos muy pocos.
quizá diez niños. No quedaba un ave en los corrales.
Primero fueron las mujeres, luego los patrones que salieron en banda-
Paredes adentro, se veía pura desgracia y ninguna señal de existencia.
das llevándose los títulos de propiedad. Los mayordomos se quedaron
Chamusquina en las fogatas extinguidas, zopiloteras en los traspatios.
a esperar a los ocupantes. También nos quedamos algunos inocentes.
Subí a mi cuarto. Todo estaba como antes. El cielorraso pintado de es-
Los ocupantes tardaron en llegar. Entraron muy fatigados. Hacían co-
trellas, los juguetitos de madera y latón en los estantes, el mesabanco
lumna de dos en fondo, en la polvareda, las monturas sudando. Entraron
en el rincón y la jarra de agua en la jofaina, la ropa almidonada, el olor
pidiendo que abrieran los apantles para refrescarse. Lo primero, dispu-
a talco. Mi hermana se peinaba bajo el tragaluz. Pronto volverían nues-
sieron de los árboles frutales. No venían a matar a nadie de valía, sólo
tros padres. Se oyó un mugido. Nos apiñamos de un golpe para mirar
a comer y robar. Puerta por puerta tocaron en todas las quintas, el oído
por la ventana. El sol ya tajaba una porción del patio. El establo estaba
atento para escuchar los imperdonables susurros. Llegaron a nuestra
repleto. Los ocupantes habían reunido ahí todos los espejos que ahora
puerta. De par en par, el mayordomo abrió el portón del cercado y corrió
reflejaban a la vaca única. El mayordomo colgaba del fresno
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Los caballos de
Alushta
Jorge Esquinca
para la colección de miniaturas de María Negroni
Hace años, en Delfos, subió a la montaña. Quería ver, hablar con la Pitia.
Pedirle consejo. Y las rocas, lo que ahí resta del santuario, callaron. ¿O tal
vez la respuesta estaba en los olivares del camino, en la tierra seca, en las
piedras blancas que parecían, al mismo tiempo, atrapar la luz del sol y reflejarla? Viajó más, hasta la ciudad de las altas torres de vidrio y de hierro,
hasta la isla cautiva entre dos ríos. Consultó a las divinidades ocultas en el
mundo subterráneo, entre ráfagas de trenes y multitudes caminantes. Quiso
ver ahí, en el túnel, la anunciación de una rama de oro, la promesa de ir y
volver. Sombras anónimas le hablaron, le enseñaron a reconocer, anticipándola, su propia sombra.
*
Dice José Ángel Valente: «La ruptura de la norma en el lenguaje corresponde a la libertad de violar el sistema de la lengua. Encuentra fundamento
en ser indiferente a las exigencias del sentido prefijado y, por supuesto, a
los códigos de comunicación. Es un lenguaje que se opone al lenguaje como
legalidad. Atentado contra el sentido unívoco, que se disuelve o se hace explotar. Zonas contiguas, compartidas, de libertad de la palabra en la locura,
en la poesía». Tal vez, en el fondo, la materia misma del lenguaje reclama
la violencia de esa operación para abrirse, de igual manera que el brote del
guisante revienta la semilla que lo contiene y se abre paso desgarrando también la tierra que lo sepulta, avanzando, sin tregua, hacia la luz.
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Comparo dos traducciones del Viaje en Armenia. A propósito de las maneras
de ver un cuadro. «Tranquilamente, sin prisas —como los niños tártaros cuando bañan a sus caballos en Alushta—, sumerjan el ojo en ese medio material
nuevo para él, y recuerden que el ojo es un animal noble pero tozudo».
(Helena Vidal). «Tranquilamente, sin acalorarse, como los tártaros cuando compran los caballos en Alushta, sumerjan la mirada en un medio material nuevo
para ella, y comprendan que la mirada es un animal noble pero porfiado».
(Fulvio Franchi). Más acá de las sutiles, pero capitales, diferencias entre el
órgano de la vista (el ojo) y su acción (la mirada), me sorprende la radical
distancia de las dos versiones en la frase subrayada. ¿Qué habrá querido decir Mandelstam? Sin saber una palabra de ruso, me quedo con la primera.
Aunque puedo imaginar la belleza que representa una exhibición de potros
en aquellas tierras a la orilla del Mar Negro, pienso que la inmersión a la que
se refieren las dos traducciones es mucho más afortunada en la de Vidal. El
ojo se sumerge en la materia de la pintura (el óleo) como un caballo en las
aguas del océano. Y, además, conducido por un niño, en la atmósfera de una
confianza elemental y tal vez carente de palabras.
«No se ve sino lo que se tiene ya dentro del ojo —anota Eduardo Chillida,
quien sabía que es el color azul el que crea los dedos de la mano—, se ve
bien teniendo el ojo lleno de lo que se mira».
*
Fascinación del animal que somos. El caballo y el toro constituyen, en
el centro de la plaza —un sol, un ojo— la dualidad enemiga. La tríada se
cumple con la presencia del matador. ¿Una muy tardía manifestación de
otra hondura ya impenetrable? Escribe Giorgio Agamben: «En los misterios, los griegos experimentaban los extremos de la condición humana: el
dios y el animal. Sin los misterios esos extremos habrían sido impensables
para ellos. El viviente que se había perdido en la animalidad se reencontraba en lo divino, y viceversa, aquel que se había perdido en lo divino se
reencontraba en lo animal. Éste es también el sentido del laberinto, en el
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centro del cual el héroe encuentra un hombre con cabeza de toro: Asterión, el Minotauro».
*
En Vacío y plenitud, François Cheng ofrece una anécdota sobre la función
sagrada o mágica que se le atribuye a la pintura en China: «Zhang Sengyou,
de las dinastías del Norte y del Sur, pintó en las paredes del templo An
Luo de Nankín cuatro dragones gigantes. No tenían ojos. A quienes preguntaban por qué, el pintor contestaba: “Si les pintara los ojos a estos dragones,
echarían a volar”. La gente, incrédula, lo acusó de impostor. Ante su insistencia, el pintor accedió a hacer una demostración. Apenas acabó de pintar
los ojos de dos dragones, se oyó un trueno ensordecedor. Las paredes se
resquebrajaron y los dos dragones escaparon en un vuelo vertiginoso. Cuando volvió la calma se pudo comprobar que en las paredes sólo quedaban los
dos dragones sin ojos». Analogías y contrastes. Entre los griegos, los ojos
terribles de Medusa tenían el poder de petrificar a todo aquel que osaba
aproximársele. En esta pequeña leyenda del Oriente sucede lo contrario. Al
pintar los ojos de los dragones el pintor los libera de la piedra, los devuelve
a su naturaleza aérea que, por otra parte, no es difícil confundir con las
nubes.
Anduvo más y, agotado, con una piedra por almohada, soñó entonces en
la gruta donde nada la sirena. Cedió al embrujo y atisbó, en el centro del ojo
embustero, la melodía del abismo sin retorno. Supo del encanto que petrifica, de la nieve inagotable, del país de nunca jamás. Otras manos, ajenas a
las suyas, habrían de retirar la piedra, arrancarlo del mal sueño, volverlo al
espacio abierto del aire y la respiración. Era el orbe de Flora, la que canta en
la semilla, la que reúne y dispersa, la diosa incomparable que el florentino
habría de pintar con pinceles luminosos. Era, de nuevo, la llamada de una
voz intermitente, acuciante, mediadora. Y esa voz lo convocaba, lo regresaba a un orden donde el fuego y la rosa son lo mismo, when the dancer becomes
the dance l
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Claudio Magris
regresa a México
Héctor Orestes Aguilar
Claudio Magris —nacido en el puerto de Trieste en 1939, el mismo año
que José Emilio Pacheco—, vino por primera vez a nuestro país en 1982,
invitado por la Facultad de Ciencias Políticas de la unam a un homenaje a
Elias Canetti en el que participaron, además, Juan García Ponce, José María
Pérez Gay, Héctor Aguilar Camín y Federico Reyes Heroles; un encuentro
que sería recordado durante largo tiempo por unos cuantos debido a la alta
calidad y la lucidez de sus intervenciones. Resulta inútil buscar en la prensa
cultural mexicana un registro de aquella visita de Magris: pasó completamente
inadvertida, al grado de que, varios años más tarde, Pérez Gay contaba que
uno de los participantes de aquella mesa le había hablado por teléfono, maravillado, contándole que The New York Times Book Review acababa de publicar
una reseña deslumbrante sobre la traducción al inglés de un libro que iba
a interesarle mucho a él, a Pérez Gay: una obra debida a un autor italiano
dedicada a ensayar y narrar sobre las culturas literarias centroeuropeas, El
Danubio. José María se limitó a contestar que sí, que ya conocía aquel libro,
y a decirle a su entusiasta interlocutor: «Por cierto, el autor de ese libro
estuvo junto a ti, en el ochenta y dos, en la misma mesa y en el homenaje de
Ciencias Políticas a Canetti».
Durante aquella visita, Claudio Magris le cobró aprecio a la persona y
a la obra de Juan García Ponce, por quien nunca dejó de preguntar hasta
la muerte del autor de Crónica de la intervención. Magris había viajado con
su esposa, la escritora Marisa Madieri, y en México ya lo esperaba la ensayista Esther Cohen, doctora en Filosofía por la unam, especialista en
Semiótica por la Universidad de Bolonia, alumna de Umberto Eco y buena
conocedora del ambiente académico italiano de aquella época, amén de
traductora de Gianni Vattimo, Enzo Traverso y el propio Eco. La doctora
Cohen resultó una espléndida y cálida guía, e incluso convidó a los MagrisMadieri a una ocasión muy especial, una boda mexicana. El testimonio
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más entrañable de Magris de su primera visita mexicana lo constituye, por
supuesto, «Noteentiendo», el sexto segmento del primer capítulo de El
Danubio, donde da cuenta de un recorrido por el Museo de la Ciudad de
México y del momento en que confronta un complejo cuadro de castas de
la Nueva España rematado con una mezcla étnica tan barroca, tan insólita,
que la misma taxonomía colonial no encontró su cifra.
El nombre de Magris se volvería moneda corriente entre los lectores
mexicanos apenas seis años después, cuando, a mediados de 1988, la editorial Anagrama de Barcelona comenzó a distribuir en México su traducción
de El Danubio debida a Joaquín Jordá. Una afortunada coincidencia hizo
que la Revista de la Universidad, de la cual yo era editor, dedicara su número
447, de abril de ese mismo año, a examinar la cultura moderna del imperio
austrohúngaro en un número especial titulado «Viena, un laboratorio para el
fin de los tiempos», con la primera traducción local de un ensayo de Magris,
«Emperador pese a todo», debida a un servidor.
Los más de veinticinco años que nos separan de aquel primer momento
en que los lectores mexicanos comenzaron a familiarizarse con una de las
obras fundamentales de la literatura europea de la segunda mitad del siglo
xx y de principios del xxi, han servido para ahondar en el conocimiento
de —pero también en la admiración hacia— un autor que, como muy
pocos, ha realizado aportaciones cruciales para diversos campos literarios
y periodísticos.
Claudio Magris dista mucho de ser un solitario en la sociedad literaria.
En un ambiente tan diverso y competitivo, potencia internacional en el
estudio de las letras modernas y la literatura comparada, el estudio de las
letras germánicas, el ensayo y la reflexión filosófica, representada por autores como Umberto Eco, Omar Calabrese, Pietro Citati, Raffaele La Capria,
Enzo Bettiza, Massimo Cacciari y Roberto Calasso, para mencionar sólo a
los más conocidos fuera de las fronteras de la península, la voz del escritor
triestino se distingue, sin embargo, por la universalidad de su alcance y la
perdurabilidad de la mayor parte de su obra.
Sus hallazgos no son pocos, pero admiten esta enumeración mínima:
La revalorización de la triestinidad como una «identidad de frontera»,
entendida ésta como matriz literaria.
La idea misma de «literatura de frontera», aplicable a escritores y obras
provenientes de enclaves multiétnicos y multiculturales, cuyo legado no pertenece por necesidad a un solo canon nacional o a una sola historia de la
literatura oficial, sino que se encuentra repartido o diseminado entre ciudadanías y lenguas. Es el caso de escritores de Galizia oriental, como Karl-Emil
Franzos, Leopold von Sacher-Masoch, Bruno Schulz, Andrzej Kuśniewicz,
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Joseph Roth, Józef Wittlin, Soma Morgenstern, Stanisław Lem, Hermann
Kesten, Stanisław Jerzy Lec y Manès Sperber, entre otros; o el caso mismo
de los escritores de Trieste, quienes han compuesto sus obras en italiano,
esloveno y diversos dialectos regionales, y para quienes las tensiones entre
civilizaciones y lenguas resulta fundamental.
Haber dado luz, de manera integral, sobre un acervo literario (autores,
obras, ideas literarias) poco apreciado de manera homogénea hasta entonces
(los años sesenta del siglo pasado).
Explorar la idea de una totalidad literaria. Dicho de forma más puntual,
examinar al imaginario habsbúrguico como una totalidad, una totalidad
mítica.
En este mismo sentido, haber descifrado el andamiaje de la cultura literaria oficial austriaca, haciendo legible cómo el canon literario austrohúngaro
ha sido utilizado con fines políticos, en particular por la historia cultural
vienesa.
Ejercitar de manera novedosa una forma de escritura —el ensayo itinerante— que, si bien está muy arraigada en la literatura italiana, no había
alcanzado una capacidad expresiva tan seductora.
Realizar una síntesis prosística entre la literatura de viajes, el ensayo académico y la crónica periodística.
De este modo, Claudio Magris es hoy un referente ineludible y su obra un
asidero permanente. Ha contribuido con sus ensayos, semblanzas y reseñas a
la formación del gusto literario de por lo menos tres generaciones de lectores en su país y, en general, en las diversas partes de Occidente donde se le
traduce y se le sigue con fruición; ha iluminado amplias zonas de literaturas
hasta no hace mucho menospreciadas o ignoradas, y ha logrado fusionar
géneros literarios desvinculados entre sí. Sin pretender convertirse en un
«clérigo», sin pontificar ni establecer una línea excluyente de pensamiento,
ha logrado —a través de su sostenida labor periodística— mantener una
opinión inequívoca, firme y crítica en medio de las vergonzosas oscilaciones
de la acomodaticia inteligencia italiana de nuestros días, resignada a la depauperación de la vida intelectual en su país.
Al recibir el Premio fil de Literatura en Lenguas Romances 2014,
Claudio Magris regresa a México con una obra establecida como referente
de la más alta literatura y convertido él en uno de los grandes maestros del
pensamiento y las letras de la Europa de nuestros días. Debemos maravillarnos y sentirnos sumamente afortunados por ser sus contemporáneos l
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Historia
de Luisa - i
Claudio Magris
El fragmento que sigue forma parte de una novela que estoy escribiendo y que deberá
salir en los próximos meses. La trama se desarrolla esencialmente en Trieste y se centra
en la Risiera di San Sabba, un antiguo molino de arroz que, durante la ocupación nazi
de Trieste, entre 1943 y 1945, fue transformado en un Lager y en un horno crematorio
en el que fueron incineradas y murieron miles de personas. (Nota del autor).
Amor y migraña... El primero, a veces, podía ser difícil de percibir, con
lo retraída y tosca que era su madre. La migraña sin duda era más evidente.
Se abalanzaba sobre el rostro de su madre y lo acorralaba como una presa,
estirándole hacia atrás la piel de la frente. A menudo, por ejemplo, sucedía
cuando Luisa comenzaba a preguntarle, con la petulancia propia de los niños,
que le contara acerca de la abuela Deborah, que —había escuchado decir—,
con tal de esconderla, había arriesgado todo. Era el último año de la guerra,
cuando los nazis, dueños y señores de Trieste, arreciaban cada vez más en la
ciudad devotísima de los Habsburgo, italianísima y ahora transformada en el
Adriatisches Küstenland. Se lo había dicho el tío Giorgio ––tío abuelo, para
ser más exactos–– en una ocasión en que se encontraban a solas y él había comenzado con un extraño desasosiego y, a la vez, con unas evidentes e incisivas
ganas de hablarle sobre esto, de contarle cómo la abuela Deborah —su cuñada, pero esto a la niña no le interesaba— había atravesado con su hija (Sara
tenía catorce años) las líneas alemanas, y hasta había llegado, insolentemente,
a refugiarse de la lluvia en un cobertizo de soldados de la Wehrmacht que
vigilaban la calle, logrando llegar, de esta manera, hasta la campiña de Salvore,
en la punta de Istria, para reunirse con esa familia que acogió y escondió a la
niña. La familia de la vieja Anna, que había sido empleada doméstica en casa
de ellos. Era ella, sólo ella, la que lograba hacerte comer y dormir cuando
eras pequeña, le había dicho su abuela a Sara. Madre se nace, había agregado,
como se nace poeta. Tu abuela salvó a tu madre, dijo el tío Giorgio y, por conLuv i na
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siguiente, también a ella le debes la vida, no lo olvides. No, repitió con una
extraña obstinación dolorosa, no lo olvides.
En esa casa de la vieja Anna en medio de las praderas y los bosques en la
orilla del mar, no lejos de Salvore, del otro lado del golfo de Trieste, Sara —le
habían dicho que desde ese momento ya no se llamaba Sara, sino Laura—
lloró cuando su madre se marchó. Se había ido para siempre, pero en ese
entonces no podía saberlo. Pero luego se sintió feliz. Se atrevería a decirlo,
recordaba Luisa, sólo mucho más tarde, años después; había sido la única
vez que había hablado sobre el asunto y se detuvo de improviso, mientras su
rostro, al final de esa breve frase, se contraía y se apagaba, una piedra rosada
por el sol cuando los rayos se retiran como lagartijas. Feliz hasta el día que
permaneció allí, porque luego, cuando regresó a Trieste hacia finales de la
guerra, era otra la que había continuado viviendo, otra con la que casi no tenía
nada en común. Feliz, ¿pero por cuánto tiempo? Entre ese mar y ese cielo
era difícil, imposible contar el tiempo; siempre había sólo un día, una hora de
verano. Sí, feliz. Feliz e ignorante.
¿Ignorante de qué? No sólo de la guerra —como más tarde lo entendería—, no sólo de la muerte en el aire, del feroz avasallamiento del mundo.
El mar es azul, una luz deslumbrante; cuando reverbera en la llamarada del
mediodía su resplandor enceguece, es una oscuridad en la que no se ve nada
al igual que en la noche. Tres apóstoles siguen a Jesús hasta el monte —la
vieja Anna había servido durante muchos años en una casa judía, pero no por
esto había dejado de lado la fe católica y campesina, inextirpable como una
raíz nudosa, y todos los domingos, excepto cuando las bombas y cañonazos
eran demasiado cercanos, llevaba a Sara, no, Laura, a misa, a orar y a escuchar
prédicas y lecturas—, siguen hasta el monte a Jesús que resplandece como el
sol, una nube reluciente tan cándida y tan luminosa que ellos ya no ven nada.
También Sara, en el centelleo del mar, ya no ve nada. No ve las cosas, no ve la
muerte que madura en ese encandilamiento como un higo blando y sangriento; en ese fulgor, por un instante —por un muy prolongado instante— todo
es perfecto y feliz. La niña corre por la playa, sola o con otros niños, gaviotas
asustadas remontan el vuelo desde el agua y se dispersan en esa luz en la que
todo desaparece, las olas se rompen blancas sobre los escollos y sólo se alcanza
a divisar lo níveo de su quebranto. Una gran sonrisa feliz de todo, incluso del
pez que se agita al ser desgarrado por otro más grande.
Más allá, detrás y sobre esa luz y esa agua fundidas en un solo tremor, se
combate, se dispara, se asesina; se muere, se incinera a la gente en la ciudad
más allá del golfo, se está solo en un inmenso miedo, niños en la noche bajo
rayos y estruendos, pero en ese mar todo esto no se sabe, no se escucha, no
existe. Solamente existe la felicidad de los pies desnudos en el agua en la orilla
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del mar, la marea que se retira dejando en la arena algunas cándidas conchas,
maravillosas tumbas vacías; un pequeño cangrejo corre hacia el mar en retirada, un soldado que se quedó rezagado siguiendo a su regimiento en fuga y es
acribillado en su carrera. Incluso jugar cruelmente con el pequeño cangrejo,
aplastarlo, sólo es felicidad y placer; Sara también sabía abrir los erizos de mar
todavía vivos sin herirse con sus aguijones para chupar su pulpa jugosa, que
sabía tan rica en la boca, aunque a veces se mezclara con un poco de sangre
de los labios, que se habían herido al morder una espina que había quedado
escondida.
No, lo que había terminado con todo no solamente había sido la brusca
conclusión de la infancia ignorante de la guerra y de la vida, es decir de la
muerte, cuando al final de la guerra una tía vino a recogerla para llevársela a
Trieste. Debió ser otra cosa la que surcaba con la transfixión imprevista de la
migraña el rostro de la madre y lo esculpía con esa expresión melancólica y
perdida, que la volvía una extraña para Luisa; ese tic de la piel en la frente que
se estriaba hacia atrás descomponía el rostro, tal y como una piedra adultera
un rostro reflejado en el agua.
Sería el fin de otra ignorancia la que extinguiría en el corazón de su madre
el gran azul de esa bahía, donde había vivido sin poderse imaginar que existiesen en el mundo otras cosas más que ese azul, ese olor a sal y a pinos, esa felicidad. Cuando la tía Nora llegó por ella para llevársela —unos meses después
del final de la guerra, cuando, con el establecimiento del Gobierno Militar
Aliado en Trieste y la retirada del ejército yugoslavo, la situación en la ciudad,
siempre tensa y a veces hasta violenta, se había por lo menos relativamente
normalizado—, Sara había entendido que nunca volvería a ser feliz, nunca
más; lo había sentido sin tristeza, como si se aceptara una ley, que ciertamente
podía hacer daño, pero que era aceptada, como cuando había muerto Ciuki,
el perro de la vieja Anna, que no había desaparecido y no era solamente eso
que quedaba de él bajo la hierba del prado, cerca de la tapia. Yo me voy, pero
la bahía, el faro y esas escolleras que emergen como creaturas marinas están
aquí; están, para siempre, y entonces todo sigue en su lugar, acaso ni siquiera
me voy de la bahía, como me lo parece, solamente me voy a otra parte de la
bahía, todo es la bahía y todo está en la bahía.
Incluso la vieja Anna lloró más que ella, porque al abrazarla sintió, aún más,
que estaba en la bahía, aunque ya estaba marchándose de allí. Acaso también
mamá, había pensado Sara al llegar a Trieste y recluida en casa por la tía Nora
y el tío Giorgio, está en alguna parte en esa bahía; no pasa nada si no la veo,
es como cuando jugamos a las escondidas y ni siquiera Ivan y Marco —ahora
Marko— logran verme, al igual que yo no puedo verlos ahora; desaparecieron
y, sin embargo, están. Sabía que mamá había muerto, aunque sólo vagamente;
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le dijeron que había muerto hacia el final de la guerra, todavía no sabía nada
de las personas que se habían transformado en humo. Seguramente no se lo
dijeron de inmediato para no asustarla, pero se habían equivocado. Se habría
enterado y habría sentido lo mismo, que su mamá estaba en el aire, que era
el aire en torno a ella, como una vez había sido el agua, el mar en el que ella
nadaba. Solamente más tarde, cuando pidió información, algún detalle, esas
aguas maternas habían comenzado a secarse y había comenzado ese dolor de
cabeza. Ese que más tarde también fue el mío, pensaba Luisa.
En casa de la tía Nora y del tío Giorgio casi nunca se escuchaba hablar de la
abuela Deborah. Apenas de vez en cuando unas cuantas palabras, cuando Sara
lo preguntaba con insistencia y ya no se podía evitar hablar del asunto. Les
había pedido una fotografía para ponerla sobre su mesita de noche o sobre
la credenza, y luego de buscar y eludir la petición finalmente le dieron una;
no un retrato, sino una fotografía de grupo en la montaña. Deborah con tres
o cuatro amigas, una pequeña fotografía que se tenía que mirar con cuidado
para distinguir un rostro del otro y reconocerlo. Acaso es normal, pensaba
la niña ya casi una muchacha, que no se hable, que no se quiera hablar de la
muerte, de ese humo que cada tanto salía de la chimenea de la Risiera, del
que ya se había enterado de algo, porque si no se deja de hablar de él, se sigue
respirando, se termina sólo por respirar ese humo y por morir, por lo menos
al interior de sí, como se lee de vez en cuando de algún muerto por las emanaciones de una estufa.
También a Luisa le parecía que de vez en cuando le llegaba ese olor, una
bocanada que no sabía desde dónde provenía —acaso de los altos hornos de
la Ferrería, la antaño rutilante planta siderúrgica que se asoma al mar, hacia
Muggia, que producía hierro fundido a partir de ese humo de la combustión
de carbón de coque en contacto con los óxidos de hierro que, decían cada
tanto los periódicos, había sido causa de muerte de más de un obrero. La Ferrería no quedaba lejos de la Risiera. Ciertamente, a diferencia de ésta última,
esas muertes habían sido un efecto colateral, inevitable, por otra parte, como
más tarde explicarían, en pro de la ocupación y el bienestar de la ciudad. Pero
le parecía que ese tufo disperso alrededor provenía del interior de ella, un soplo dañino del corazón. Pero debía pensar en el trabajo. Una de las siguientes
piezas que tenía que clasificar sería esa hacha de los chamacocos, poca cosa
comparada con un cañón antitanque o un lanzallamas, pero cuando cercena
una cabeza...
La tía Nora y el tío Giorgio —Gershom, cuando llegara su momento, en
el cual se llama con su verdadero nombre a quien desciende a la fosa— no
se relacionaban mucho, le había dicho su mamá. De vez en cuando una cena,
una sobremesa con musizieren; sus dos hijas, sus primas, tocaban discretamenL u vin a
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te el violín. Oh, nada de yidl mitn fidl o cualquier otra cosa de gueto, precisaba
el tío, música satírica e impetuosa ante la vida y a la muerte, de acuerdo, pero
el Dudel-Dudel no es para nosotros, no somos gitanos y entre nosotros se toca
la gran música clásica, como buen salón triestino de una época. Sara no sabía
tocar, en Salvore el violín y el violonchelo no son propios de casa, acaso el
acordeón; pero ella amaba la música que se tocaba durante esas veladas, es
más, decía que en esa música se concentraba toda la vida.
También el amor no correspondido, como el mío por la música, habría dicho una vez. Sí, al principio, cuando vino a quedarse con nosotros, era melancólica, había dicho —pero mucho más tarde— la tía Nora, pero había tanta
vida en esa melancolía, en cambio luego... En esa música, agregaba Sara, se
encuentra la ley más profunda de la vida. Quizá también del amor, tío Giorgio,
el amor es todo eso que no se tiene, es más l’amour c’est tout ce qu’on n’a pas, me
lo dio a leer en un libro la mademoiselle que me imparte lecciones de francés.
Sus tíos también habían pensado en esto, como era tradición, sin renunciar,
por otra parte, a las clases de alemán de la Fräulein; entiéndase, en la familia
siempre se había sabido a la perfección el alemán y ciertamente no sería un
Hitler cualquiera quien vendría a cambiar sus tradiciones, predilecciones y
costumbres. La música que ella nunca aprendería a tocar expresaba la esencia
misma de la vida, o bien enunciaba que ésta última nunca sería, en ese futuro
palpitante y fluctuante como el centelleo del mar, realmente su vida, y que
vivir para ella habría significado evocar dentro de sí esa esencia.
De cualquier modo, aparte de la musizieren, a las muchachas, tanto a ella
como a sus primas, también les gustaban cosas más amables y divertidas, salir
con amigos y amigas, conocer personas, bailar, lo que es posible y agradable
incluso para quienes no saben tocar la música de ese baile. Así, cuando la
señora Preston —la esposa del mayor Preston, un oficial norteamericano del
Gobierno Militar Aliado que regía desde finales de la guerra el Territorio
Libre de Trieste reclamado por la Madre Patria, sobre el cual el mariscal Tito
alargaba ávidas manos que las viñetas de los periódicos italianos mostraban
como pies con dedos regordetes y sucios— los invitó a una de las veladas en
su villa de Scorcola, sus tíos le agradecieron pero declinaron la invitación, acaso porque no tenían muchas ganas de ver a otros invitados que presumiblemente habían frecuentado unos años antes otras veladas y a oficiales de otros
ejércitos, pero sus primas, con cierta amable prepotencia filial, consiguieron
el permiso de sus padres para aceptar la invitación de la gentil y salerosa señora y comenzaron, de vez en cuando, a frecuentar las hermosas villas con
vista al mar y a un par de meseros con chaquetilla blanca, agradable murmullo
de palabras confusas en el viento en la terraza con el tintinear de las copas y,
a veces, para los más jóvenes, algunos giros de baile. No es que esas veladas
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fuesen lo máximo, pero en el mar que se veía desde las terrazas se encendían
brazos violetas y llegaba un viento que, Sara lo sentía, debió haber pasado por
Salvore.
En esas veladas no se habla de la guerra. No de la que acaba de terminar,
si se pudiera decir así. Se hablaba un poco de ésas de África o de Asia, que
están lejanas y no tienen nada que ver ni con los alemanes ni con los italianos
ni con los eslavos. Tienen que ver con los comunistas, que hay por todos
lados, en todo el mundo. Se habla un poco de política, especialmente de la
local —dado que los invitados son, más o menos, los que realmente cuentan
en la ciudad—, del Territorio Libre, de las pretensiones de Tito, de las heridas de la ciudad mutilada. Pero en esa terraza no hay fanáticos. Ni siquiera
en la terraza de la villa del coronel Lerch, un tiempo después, una hermosa
villa que el coronel rentó por un par de años en el Carso porque Trieste se
le había metido en el corazón; y hacia esos oficiales aliados, aun si hasta hace
poco eran enemigos, siente una sincera fraternidad de armas. Bastan pocos,
poquísimos años, para que ya no cuente si a esa trinchera se la defendió o se
la conquistó, pero tanto de un bando como del otro, siempre con bravura y
valentía. ¿Quién es el tal Lerch?, le inquirió Sara a sus tíos, preguntándose
también por qué encontraba vagamente repelente a ese señor cortés, de rostro insignificante y de labios rígidos y soeces. Un austriaco, le respondió su tío
sin levantar los ojos del periódico, el presidente de la Asociación de Comerciantes de Klagenfurt, donde también es dueño de un café. Y cambió de tema.
No, ni siquiera Lerch había sido la causa de la migraña. Ni siquiera cuando
Sara, repentinamente ávida de saber —todavía no sabía qué, un sabueso que
olfatea un olor todavía confuso pero irresistible que ordena ser seguido—, se
puso a indagar quién era ese hombre, ese presidente de los Comerciantes que
el mayor Preston y también otros oficiales norteamericanos e ingleses llamaban coronel. Esperaba que dejara el asunto en paz, habría dicho más tarde el
tío Giorgio, pero... No era que muchos tuviesen ganas de hablar sobre esto. Es
más, ni siquiera sus tíos. Hasta que Sami Goldfaden, el sastre que se escapó de
la Risiera y salvó su vida —y que, a diferencia de otros sobrevivientes, también
salvó la lengua y las ganas de hablar—, se descosió hablando. El coronel Ernst
Lerch, ayudante de campo de Globočnik, Höherer ss und Polizeiführer para
el Litoral Adriático o mejor dicho verdugo en jefe en la Risiera, encargado de
enviar a los prisioneros de la Risiera a la pequeña cámara de gas local o a los
campos de exterminio en Alemania o de eliminarlos personalmente y ahora
anfitrión e invitado participe de la dulce vida triestina. Nada de especial, modesta y pequeña pero igualmente seguía siendo una dulce vida de provincia, de
una provincia atravesada por una Cortina de Hierro y que intenta distraerse
mientras espera que el telón se levante o incluso que no se levante, después
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de todo, afortunadamente, se está en el lugar correcto del teatro, sentados
en hermosas butacas frente al telón cerrado, conversando, saludándose, encontrándose con conocidos, como precisamente sucede en los espectáculos;
felicitaciones, dicen aún, siguiendo el uso triestino de un tiempo, algunos
señores ya entrados en años.
No, no habían sido esos apretones de mano y esas formalidades entre el
asesino y tantas otras personas de bien lo que hinchaba esa vena que a veces se
asomaba imprevista bajo la sien de Sara. Descubrir que esas hermosas terrazas
iluminadas eran la otra fachada de la Risiera —el salón bueno, de representación, de ése como de todos los mataderos— no le provocó el vómito; su
estómago no había reaccionado al mal con esa debilidad de los movimientos
peristálticos que, al igual que las lágrimas demasiado fáciles, son propios de
las almas demasiado delicadas para mirar y tocar el mal, para limpiar si es necesario, incluso con las uñas, el estiércol sangriento que sube de todas partes.
Vomitar sería demasiado fácil, sin embargo, también es fácil impedirlo, las
pastillas contra el mareo también son eficaces para combatir la náusea de las
conciencias sensibles. Ella había escupido cuando se enteró de que un sádico
y obtuso verdugo, un imbécil burócrata del asesino, es una persona como se
debe, bien acogido entre personas de bien que no le harían daño ni a una
mosca, digamos, por prudencia, que nunca le han hecho daño a una mosca,
porque habría que ver qué hubieran hecho si se hubiesen encontrado en una
situación en la cual es normal rociar insecticidas y no solamente sobre las
moscas.
Había escupido; un escupitajo fuerte y cargado de saliva, algo que no todos
pueden hacer en ciertos momentos. Ninguna contracción forzada que sube
del estómago ácido y estrecho, sino un escupitajo áspero, jugoso, deseado y
consciente, por el momento sobre el piso, sobre unos azulejos en los que se
reflejaban las caras a las que pertenecían los pies que bailaban sobre esos mismos azulejos, luego ya se vería. Menos mal que existía la muerte y que todas
esas caras bien acicaladas y sonrientes también desaparecerían, carne que se
pudre bajo tierra y no es mejor que el humo que se disuelve en el aire. Cierto,
era injusto que víctimas y carniceros terminasen todos en el mismo abono,
en poco tiempo amalgamados y ya sin poder distinguirse unos de otros; esta
igualdad en el absoluto era terrible, era falsa, los hombres no son iguales,
aquel que le extirpa los genitales al prisionero no es igual al prisionero que
le son extirpados, y si también él está hecho a imagen y semejanza de Dios,
lo siento por mis antepasados, pero Abraham hizo mal en destrozar a esos
simpáticos ídolos de madera de su padre que no le hacían daño a nadie, para
aliarse con el Señor sólo porque era un padre autoritario más poderoso.
Luego de ese horrible descubrimiento, Sara se había sentido extrañamente
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libre. Salvajemente libre, en una ausencia de pertenencia absoluta; no pertenecía a nada y a nadie, sólo a ese deslumbramiento de las olas sobre los
escollos de Salvore y a ese montoncito de cenizas dispersas que era, ahora y
para siempre, por los siglos de los siglos, su madre. Sus raíces se asentaban
en aquella nada, en la nada de un azul de agua trémula en el rayo que lo
atraviesa y de un polvillo que no existía, que es como si nunca hubiese sido,
en ese aire que muda de color con el pasar de las horas. Ciertamente había
algo de doloroso en esa libertad vertiginosa, lejana de todo y de todos; la herida de un grito que surca el aire vacío, de un ala que la corta y precipita. Oh, si
se pudiese ser todavía más libres, más vacíos más suspendidos en el aire más
deslumbrados por ese azul al rojo vivo, quemados y consumidos en el corazón
hasta terminar reducidos a un montón de brasas que se volatizan velozmente,
los pensamientos bajo la caja craneana son sólo moluscos en el vientre de una
concha que los protege de los depredadores. Se sufriría menos, en esa libertad
vacía y vertiginosa en la que todavía no se era nadie, sólo una pizca de vida
todavía inconsciente.
Para Sara, el dolor, el verdadero dolor, llegaría después y de golpe. ¿Pero ése
era el nombre justo para la roca que se desgajó bruscamente de la montaña y
le cayó encima, un meteorito caído del cielo que horada la tierra y destruye
no a unos pobres dinosaurios sino a seres más bien aguerridos, con un cerebro más grande y pesado que el de aquellos reptiles gigantescos y remotos?
Esa roca que le cayó dentro del cerebro lo hace todavía más desastrosamente
pesado, una carga que la desequilibra, que la derrumba por todas partes.
Fue breve la vida feliz por escupir sobre el descubrimiento de que los asesinos no incomodan a los buenos cuando saben comportarse tan bien como
ellos. Y terminó cuando Sara pudo encontrar a Ester, su prima —prima segunda— y amiga de la infancia, a la que no había visto desde que su madre
también a ella la había llevado y escondido en una casa no lejos de Salvore. De
Ester, que se había ido y regresado a Trieste un poco antes que ella, extrañamente sin despedirse, sólo sabía que sus padres, el doctor Simeoni, su esposa
Gabriella y su hermano mayor, Ettore, habían muerto en la Risiera, arrestados
de improviso en una casa donde se habían escondido y donde —como se
enteraría, pero casi por casualidad, el tono con el que sus tíos habían mencionado el tema había sido particularmente apresurado— también había estado
escondida su madre, la abuela Deborah, que luego, temeraria e imprudente
como era, un día salió y fue arrestada en la calle, evidentemente, denunciada
a los alemanes por algún miserable que la había reconocido.
La casa en la que la familia Simeoni se había escondido y había sido arrestada de improviso era un refugio seguro y fuera de toda sospecha, la casa del
abogado Martinolich —posteriormente mudaría a Martinoli—, viejo amigo
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de la familia, desde cuando al inicio del fascismo pactaron un simpático acuerdo con el régimen, por lo demás, como muchos judíos triestinos, masones e
irrendentistas enamorados de la Italietta anticlerical y de la italianísima Trieste
administrada por el mejor de sus alcaldes o mejor dicho Podestà, Paolo Salem,
siempre añorado por cómo mantenía limpia la ciudad; añorado incluso por
muchos de esos que en 1938, con las leyes raciales proclamadas por el Duce
precisamente en Trieste, tuvieron que olvidarlo o fingir que lo olvidaban.
Por lo tanto, era un refugio seguro la casa del abogado Martinolich Martinoli, de rancia familia irrredentista y ario al cien por ciento amén de, en su
tiempo, fascista —para ser precisos, filofascista pero sincero— de la primera
hora. Y en cambio, esa noche, un par de días después de que la abuela Deborah hubiese sido rastreada, los tres Simeoni habían desaparecido; ni siquiera
había pasado media hora de la llegada de las ss cuando fueron arrojados a
un camión y transferidos a la Risiera. Incluso el abogado la había pagado de
manera definitiva. Es peligroso cuando los casi buenos, como tantos de sus
colegas y amigos colocados nada mal en las compañías de seguros, en las sociedades de navegación o en las industrias, se ponen a hacerse los buenos en
serio, como en su caso. Se termina mal. Ester se había escapado milagrosamente, aterrorizada, se había escondido en un trastero que se les había pasado
revisar a los saqueadores.
Sara se asombró de que Ester la eludiera antes de encontrarla y de que,
cuando finalmente se vieron, se comportara tan extraña, casi hostil, sin duda
alguna contrariada. A lo mejor era normal, era obvio; no es bueno que aquellos que regresan del reino de los muertos se pongan a conversar entre ellos,
resulta impensable. ¿Acaso uno se podría imaginar a Lázaro encontrándose
por casualidad a alguien que conoció en la ultratumba, con una piel que allá
abajo se le puso lívida y violácea como la suya y que le quedó así incluso después del retorno, y que los dos se saluden, se cuenten cómo les ha ido? No,
no existe ningún «después» de la Risiera; no hay nadie que salga incólume del
arca, que se mece ligera después del diluvio sobre un mar que se ha vuelto a
calmar, y desembarque en una hermosa tierra. Nadie ha sobrevivido al diluvio, de todas maneras se cuentan cómo les ha ido, porque el diluvio nunca
ha cesado y el mar siempre está encrespado. Sólo los peces se han salvado,
indiferentes a las aguas en tempestad.
Por lo tanto, Sara aceptó como una cosa acaso inevitable ese silencio árido,
casi agresivo, entre ella y Ester. Sólo una vez, al saludarla, asaltada por una
conmoción desbordante que le subía al corazón como un río crecido que
ya fluía de sus ojos sin ningún control, la abrazó y le dijo entre sollozos algo
acerca de sus madres, a las que se las habían llevado de esa casa y las habían
asesinado a pocos días de distancia, pero Ester la había rechazado con vioLuv i na
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lencia, el rostro imprevistamente endurecido, feroz. Deja en paz a mi madre,
había dicho, echando el rostro hacia adelante, contra el suyo, y no te atrevas
a nombrarla junto a la tuya. Quería agregar algo más, pero luego se dio la
media vuelta y se marchó. Unos días o semanas después, cuando por casualidad se cruzaron en la calle, Ester giró el rostro hacia otro lado; un rostro que
era como si, en un instante, hubiese flaqueado, ojos que se abren de par en
par en un susto, rasgos que reciben la orden de romper filas. Y apresuró el
paso, en una verdadera fuga.
Sí, seguro, debe de ser también por esto, respondió el tío Giorgio, cambiando luego de tema cuando Sara le había dicho que Ester todavía debería
de estar perturbada por la muerte de sus padres y de su hermano, por la
obsesión de esa noche en la que vio cómo se los llevaban, transportados hacia
la muerte. Me hubiera gustado preguntarle algo acerca de mi mamá, había
continuado Sara; en el fondo Ester la vio, habló con ella, vivió con ella hasta
su fin, mientras yo, después de ese día de la llegada a Salvore, cuando mamá
me dejó en brazos de Anna apretándome hasta casi hacerme daño y luego se
dio la vuelta y se fue de allí, no la volví a ver nunca más. Desapareció en ese sol
flamígero del final de la tarde que enceguecía y disolvía las cosas y las figuras.
Quisiera poder verla, por lo menos imaginar ese último periodo de su vida
que ignoro... A lo mejor, en un momento de sosiego, quizá Ester me contará
algo... El tío Giorgio siguió leyendo el periódico, mientras que la tía Nora, sin
decir nada, se había ido a la cocina y se puso a lavar ruidosamente unas tazas
y unos platos. También allí, en la casa de sus tíos que ahora también era la
suya, ya era de noche, como esa vez en Salvore; pero la luz cálida que entraba
por la ventana no enceguecía, se posaba serena sobre los macizos muebles de
madera oscura, los iluminaba y los hacía resplandecer con una tranquila majestuosidad sabática. Bueno, ya veremos, espera, a lo mejor tienes que dejar
que ella te hable sobre el asunto, cuando le plazca, había dicho el tío Giorgio,
concentrado en el periódico, y se encendió un habano, pero no como siempre, con el gesto calmado y satisfecho de quien disfruta un placer, sino con
mano agitada, de dedos que se agitan sólo por hacer algo.
Sara no se había preguntado, al inicio, por qué nadie, especialmente entre
los parientes y los conocidos judíos, nunca recordaba a su mamá. Salían a
relucir nombres conocidos vagamente pero también desconocidos, lejanos,
seguidos por un participio pasado pasivo más o menos igual, quemado en
Maidanek, incinerada en Treblinka... Por otra parte, esos nombres no se mencionaban en las recepciones de los Preston o de los Müllerbrunn, grandes
anfitriones de veladas en las cuales era claro que nadie de los presentes quería
escuchar hablar acerca de terribles y tristes cosas del pasado que pudiesen
arruinar la fiesta. Ya todo es tan difícil y ya es suficiente con el mañana para
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sentir angustia, que no es necesario agregar las canalladas de ayer. Cuando,
por el contrario, no en encantadoras veladas en las terrazas de las villas sino en
tranquilos salones, uno se encontraba entre familias de sobrevivientes, por lo
menos en parte, o que habían regresado, se estaba como, hablando con calma
y modestia, entre parientes unidos pero que no se tratan con tanta familiaridad y hablan de todo con placidez, serenidad, no dicha pero audible, el rezo
de un Kaddish y entonces los nombres salían fuera, siempre con medida. El
horror no había sido más fuerte que la Kinderstube, por lo menos no al punto
de borrarla.
Los nombres salían fuera, pero no el de su madre, pensaba y se asombraba
Sara. Hasta que un día, ese día... Sara le había preguntado a su tío acerca de
Grini, el judío delator, junto a su esposa Maria, de muchos judíos que terminaron como se puede imaginar gracias a su denuncia, aunque no por esto
Grini y su esposa se escaparon de la muerte, fusilados por los alemanes cuando todo estaba derrumbándose.
Bendito sea el Altísimo, había dicho Sara, me da más placer su muerte de
perros que la que padecieron sus verdugos. Pero eran los únicos, digo aquí
en Trieste, que... ¿había algún otro infame como ellos? Sí, alguno, dijo su
tía apresuradamente, pero su tío la interrumpió, preguntándole a qué hora
estaría lista la cena. También a mí, dijo Ester, que hasta ese momento había
permanecido callada en la penumbra, mirándola con rencor, también a mí me
da gusto que carroñas como ésas hayan terminado de ese modo, aunque me
da horror que las cenizas de los justos se mezclen con la de los cómplices de
los asesinos, que son todavía más asesinos... Quién sabe, dijo Sara, casi para
sus adentros, si mi madre, cuando salió de esa casa en la que estaba escondida
con ustedes, también fue detenida así, a lo mejor reconocida por alguien que
corrió a denunciarla... ¡Por lo menos quédate callada! Tu madre... gritó Ester,
y luego se echó a correr llorando, alejándose de esa habitación, no, llorando
no, el suyo era un ronco y vago gruñido, un perro que quiere devorar pero
se detiene porque sabe que no debe, no puede, y huye porque sabe que no
podría detenerse. Pero su madre, recordaba Luisa, se abstenía de hablar de
esa furia repentina de Ester. Sí, de vez en cuando comenzaba a decir algo pero
luego se callaba de golpe l
Claudio
Magris
no se libra
Pierre Assouline
Es
justo el tipo de escritor
a quien le ha ocurrido una gran
desgracia: es el autor de un gran libro. Eso no se pone en tela de juicio. El hecho es que desde la aparición en 1986, publicado por Garzanti, de El Danubio
(Anagrama), todo lo que ha publicado después ha sido juzgado con el rasero
de esta discreta obra maestra. Imposible liberarse de ella. Parecida desventura
le sucedió a Bernhard Schlink con El lector, y ejemplos sobran. Un gran libro
abruma y eclipsa una bibliografía, algo generalmente injusto. Me di cuenta de
ello la otra tarde, al escuchar hablar a Claudio Magris en un aula de Ciencias
Políticas donde la Casa de los Escritores y de la Literatura había encontrado
asilo poético con el fin de dar la amplitud que se merecía la conferencia del
triestino. En el origen de su encantadora logorrea que hace vibrar las erres,
que acarrea una cultura mitteleuropea como ya no se hace en un batiburrillo
de referencias en varias lenguas, una invitación con motivo de la aparición
de su nuevo libro Así que usted comprenderá y de la reedición en bolsillo de
A ciegas, novela en la que un hombre se pierde en el laberinto de su propia
memoria.
Desde luego, habló de su ciudad y de los mitos que arrastra. Rindió un
acentuado homenaje a la dimensión creadora del oficio de traductor: «Hay dos
Traducción del italiano de
María Teresa Meneses
Copyright © 2014, Claudio Magris
All rights reserved
categorías de libros: los que he escrito y los que hemos escrito el traductor
y yo». Luego, Magris habló del viaje como una pérdida de contactos, de su
fascinación por las fronteras, del sentimiento de la épica y de su búsqueda
de la imposible unidad de la pareja universalidad/diversidad. Sin olvidar, por
supuesto, el mito de Orfeo y Eurídice, del cual se apropió, se comprenderá
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luego, para darle por fin la palabra a Eurídice y presentar a un Orfeo que interviene al final no solamente para decirle que la ama sino para saber qué hay
del otro lado del espejo. Son la revisitación y la reinterpretación modernas
de la pasión amorosa sometida a la prueba de la muerte; un asilo la enmarca,
lleno de corredores, así como de ecos de los infiernos burocráticos kafkianos
y de sombras heredadas del Hades. Lo que más le gusta a Magris es examinar
los mitos a la luz de la Razón y las Luces. Escogió la forma de un breve monólogo narrativo bastante teatral, atravesado de destellos autobiográficos.
Especialmente una ausencia de la que se percibe el eco difuso pero real, una
de esas ausencias de las cuales uno no se recupera jamás y de las que uno
comprende que lo mutilaron: la de su compañera desaparecida hace once años.
Se siente al desconsolado tan prisionero de esa tristeza que a uno le gustaría
ayudarle; no se tiene el deseo de preguntarle: «¿Por qué escribe usted?», uno
lo sabe, se adivina, y entonces uno calla. La escritura, o más bien, la palabra,
reina ahí. Pero la lección que de ella extrae el autor lleva en sí el desencanto
y la melancolía que se reflejan en su cara tan expresiva: del otro lado del
espejo hay un espejo; y detrás del mito, un mito, es decir, lo que es propio de
nuestra vida interior.
Claudio Magris habló muy bien de todo eso, antes y después de habernos hecho escuchar la música original de su texto, leyéndolo en italiano a ritmo del
tren a gran velocidad, de acuerdo a su celeridad natural. Pero en el transcurso
de su charla con el traductor Jacques Munier, así como en las preguntas del
auditorio, todo y todos, él incluido, lo hacían volver a El Danubio. No salimos
de la novela porque él no sale de ella: ¿no está acaso dedicada «a Marisa», la
escritora Marisa Madieri, su compañera cuya ausencia lo atormenta? Es una
lástima para el resto de la obra, particularmente Microcosmos y Conjeturas
sobre un sable, ¿pero de quién es la culpa? Qué se la va a hacer: él no debió
haber escrito un libro tan bello
l
París, 13 de diciembre de 2008.
T raducción del francés de
V íctor O rtiz P artida
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