Peor habría sido tener que trabajar

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Peor habría sido tener que trabajar
Libros.com
José Yoldi
Rotativa
Peor habría sido tener
que trabajar
Capítulo de muestra: Un fiscal escupe cuando pasas
Primera edición digital: julio 2014
Colección Rotativa
Diseño de la colección: Jorge Chamorro
Maquetación: Álvaro López
Corrección: Libros.com
© 2014 José Yoldi
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José Yoldi
Peor habría sido tener
que trabajar
Un fiscal escupe cuando
pasas
No sé cuál es la razón por la que desde fuera nadie repara en las dificultades y problemas por los
que atraviesan los periodistas al tratar de conseguir las noticias. Parece dar la impresión de que
todo son días de vino y rosas, y no recuerdo ni
una sola ocasión en la que la obtención de una
noticia importante no conllevara mucho trabajo
y hasta cierto riesgo.
El 31 de enero de 1984, el juez de la Audiencia Nacional Ricardo Varón Cobos puso en libertad bajo fianza de cinco millones de pesetas
al capo de la Camorra napolitana Antonio Bardellino, Tonino, que estaba reclamado en Italia por
asesinato y otros delitos. Bardellino había sido
detenido unos meses antes en Barcelona y estaba
pendiente de extradición.
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Al conocer que había sido liberado, la magistratura italiana puso el grito en el cielo, lo que
obligó a las autoridades españolas a realizar una
investigación.Una semana después, publiqué que
al camorrista italiano la libertad le había costado
15 millones de pesetas y los buenos oficios de
una mujer. Lo que había ocurrido es que aprovechando que el juez titular, Francisco Castro, se
encontraba de baja, el magistrado del Tribunal
Supremo, Jaime Rodríguez Hermida, había presionado a su sustituto,Varón, para que pusiera en
libertad bajo fianza a Bardellino. La medida no
se adoptó, sin embargo, ni para su lugarteniente,
Raffaele Scarnato, ni para los dos guardaespaldas,
Pasquale Pirolo y Roberto Ferrara, que habían
sido detenidos con él.
Inmediatamente se supo que Rodríguez
Her­mida y Varón eran compañeros de farra y
que solían frecuentar varios clubs de alterne de
la zona de Ópera, en Madrid, donde el juez del
Supremo tenía predilección por una de las chicas habituales, Josefa Suárez, la Pepa. Precisamente a la Pepa y a su chulo Luis Plana Terrazas, El Catalán, acudieron a pedir ayuda la esposa
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de Bardellino, la italiana Rita de Vita, una morena de gran belleza, y Encarnación Reaño Torregrosa, Enka, cordobesa y novia del lugarteniente
Scarnato, para que a cambio del reparto de diez
millones de pesetas, más los cinco de fianza, se
consiguiera la libertad del camorrista, como así
se hizo.
Tras la excarcelación, Bardellino y su mujer fueron a cenar a un restaurante de lujo con
el juez Rodríguez Hermida y la Pepa, donde el
magistrado en agradecimiento a sus servicios recibió una pulsera de oro con dibujo de herraduras que De Vita y Reaño habían comprado esa
mañana por 155.000 pesetas en una joyería de la
Gran Vía.
A pesar de que el juez Castro revocó la libertad del camorrista, éste ya no volvió a ser
detenido. Viajó primero a París, luego a México y finalmente a Brasil, donde murió años después.
Se inició entonces la investigación contra los
dos jueces. El presidente de la Audiencia Nacional, Rafael Mendizábal, informó de lo ocurrido al del Supremo y del Poder Judicial, Federico
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Carlos Sainz de Robles. Parte de la carrera judicial ya conocía la afición del magistrado Rodríguez Hermida de interceder en favor de detenidos por narcotráfico ante jueces de menor
rango, especialmente en Galicia, de donde era
originario. Esta actividad era conocida en la judicatura como el factor RH, por las iniciales de
los apellidos del juez. Llovía sobre mojado.
Otro de los enigmas de la libertad de Bardellino había sido la actuación del fiscal, Luis Poyatos, número dos de la fiscalía de la Audiencia Nacional, que no había advertido a sus jefes de la
gravedad del caso, no había recurrido la excarcelación del camorrista, ni la cuantía de la fianza.
Poyatos llegó a sugerir que le habían falsificado la
firma en dos ocasiones, porque él tenía por costumbre firmar con rotulador y en el sumario las
rúbricas habían sido efectuadas con bolígrafo.
La investigación fue avanzando y los dos jueces fueron procesados por prevaricación (dictar a sabiendas resolución injusta) y para Rodríguez Hermida, además, se añadía cohecho (haber
acep­
tado sobornos) y encubrimiento. La Pepa
era considerada cómplice del primer delito.
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Por entonces, Bardellino y su esposa ya hacía
tiempo que habían salido de España, donde solo
permanecía Encarnación Reaño, absolutamente
enamorada, y que trataba de impedir a toda costa que enviasen a Italia a su prometido Raffaele Scarnato. Ella y yo tuvimos una reunión en un
lugar público, donde ella me explicó con pelos
y señales cómo las dos mujeres habían cambiado divisas procedentes de Italia para comprar la
libertad del camorrista; cómo Rita de Vita había
llevado diez millones de pesetas camufladas en las
botas para entregárselas a la Pepa y sus socios y
como habían ido juntas a comprar la pulsera con
la que luego se obsequió al magistrado.
Además de ofrecer detalles de todas esas actividades, Reaño me contó que 200.000 pesetas habían sido destinadas al fiscal que llevaba el
caso para que estampara una firma. Yo no daba crédito, porque el fiscal Poyatos disfrutaba de
una notablemente acaudalada situación económica y no lograba comprender para qué podía
querer más dinero cómo no fuera para encender
con billetes de mil los enormes puros que se fumaba. Poyatos, que tenía muy mal carácter, era,
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además, Gran Canciller de la Orden Hospitalaria y Militar de San Juan de Jerusalén, vinculada a la extrema derecha. Reaño, sin embargo, se
mostró muy firme y declaró que aunque ella no
había presenciado la entrega, así se lo había contado Rita de Vita.
Visité a Scarnato en la cárcel de Carabanchel,
como me había pedido su novia, pero me confesó que quería volver a Italia. Allí le aguardaba
una larga condena, pero se había hecho a la idea.
Había seguido a su jefe a Barcelona, pero ahora que ya no estaba con él no tenía sentido permanecer en España. En Nápoles le esperaba su
mujer y un par de críos, me dijo. Antes de despedirnos me pidió que cuidara de Enka. «Es una
buena chica», me aseguró.
Publiqué la historia tal y como me la contó
Encarnación Reaño y con su autorización cité
que ella era la fuente de la información. Mis jefes estaban encantados con la exclusiva, aunque
había gente que no lo estaba tanto.
Al día siguiente, el entonces fiscal general
del Estado, Luis Antonio Burón Barba, progresista y filosocialista, presentó una querella crimi12
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nal contra Reaño, contra mí y contra el director del periódico, Juan Luis Cebrián, por delito
de desacato. En el artículo objeto de la querella se exponían todos los detalles del reparto de
millones, pero el fiscal solo reparó en las dos siguientes líneas: «La compañera de Scarnato ha
manifestado que fueron pagadas 200.000 pesetas
a un fiscal que intervino en el caso por estampar
su firma».
Fuimos llamados a declarar y Reaño confirmó punto por punto todo lo que me había relatado, por lo que el juez archivó la causa contra
el periódico y contra mí, aunque siguió el proceso contra ella, que solo había contado lo que
conocía de primera mano. Perdió al amor de su
vida, pero en el juicio que se celebró contra ella
resultó finalmente absuelta.
Mi vida en la Audiencia Nacional, como
consecuencia del artículo, fue un poco peor. Ya
no podía entrar en el juzgado de Varón Cobos
y cada vez que pasaba al lado del teniente fiscal
Luis Poyatos, éste escupía al suelo. Si por casualidad él estaba dentro del ascensor cuando paraba en una planta y yo quería entrar, él se salía
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de la cabina avasallando a los que estuvieran delante.
A Poyatos le abrieron un expediente después
de que se comprobara que su firma no había sido falsificada. Claro que el expediente no estuvo motivado en que se le había escapado Bardellino, sino en que no había informado a su
superior, Melitino García Carrero, ni al fiscal del
Estado, Luis Burón.
Poyatos no volvió a dirigirme la palabra hasta 1997, 13 años después, cuando fue propuesto para ser fiscal jefe de la Audiencia Nacional.
Me llamó por teléfono y me prometió que me
daría noticias si yo no recordaba en esos días su
actuación en el caso Bardellino. Le expliqué que
no tenía que proporcionarme nada, que habían
pasado varios años y que había logrado sobrevivir sin sus noticias, pero que no se preocupase por mí, que no me iba a molestar en escribir
sobre él. Lo que no le dije es que el que sí iba a
escribir era mi compañero Julio Martínez Lázaro. Su nombramiento llegó a presentarse por la
ministra de Justicia en el Consejo de Ministros,
pero debido al revuelo que se montó, la candi14
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datura tuvo que ser retirada. Poyatos nunca fue
ascendido.
Mientras tanto, el proceso a los dos jueces
fue verdaderamente esclarecedor. A pesar de las
pruebas existentes de los pagos y del regalo de
la pulsera a Rodríguez Hermida, el fiscal retiró
la acusación por cohecho y también por encubrimiento. Solo les acusó de prevaricación, y a la
Pepa, como cómplice de ese mismo delito.
El juicio se celebró con cinco magistrados de
la Sala Segunda del Tribunal Supremo. La sentencia fue un escándalo. A pesar de todas las pruebas,
los jueces fueron absueltos por tres votos a favor
y dos en contra. El presidente, que votó por la
absolución, se jubilaba al día siguiente.
Tuvo que ser el Consejo General del Poder
Judicial el que, en vía disciplinaria, expulsara a
los dos magistrados de la carrera judicial. Sin
embargo, la Sala Tercera del Supremo, que vio el
recurso contra esa decisión y a la que pertenecía
Rodríguez Hermida, decidió confirmar la expulsión de Hermida, pero reponer a Varón Cobos en su condición de juez, aunque nunca más
volvió a ejercer en la Audiencia Nacional.
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Pasado el tiempo, Rodríguez Hermida llegó
a interponer una querella criminal contra mí y
contra El País, en la que reclamaba 100 millones
de pesetas. No se admitió a trámite.
Periodísticamente fueron días felices, pero les
aseguro que no estuvieron exentos ni de peligros —tratar con asesinos de la Camorra y sus
allegados tiene cierto riesgo— ni de dificultades —que se querelle contra ti el fiscal del Estado puede ser un timbre de gloria cuando ya ha
pasado todo, pero comprenderán que en el momento en el que se produce no es plato de gusto—. Sin embargo, todo ello va en el sueldo y
no me lo hubiera perdido por nada. El fiscal Poyatos siguió con su costumbre, insalubre y desagradable, de escupir cuando yo pasaba.
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