muerte en la escupidera

Transcripción

muerte en la escupidera
FERNANDO
SÁEZ
ALDANA
Muerte en la Escupidera Ediciones SAL
2011
Muerte en la escupidera
Edición digital de descarga libre
Muerte en la escupidera
© Fernando Sáez Aldana
Ediciones SAL, 2011
(Foto de portada: el autor ante la Escupidera del Monte Perdido en junio de 2001)
Fernando Sáez Aldana
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Muerte en la escupidera
Presentación
“Muerte en la Escupidera” es una novela corta que escribí de un tirón
hace tres años. La idea surgió de una desagradable experiencia personal
vivida en el resbaladizo tramo de la ascensión al Monte Perdido
conocido como la Escupidera, el 16 de junio de 2007. Aquella mañana,
soleada al principio, se echó de repente una densa niebla helada que me
dejó literalmente clavado en medio de aquel peligroso tobogán de nieve
endurecida, sin arrestos ni para continuar hasta la cima tan cercana ni
para emprender el arriesgado descenso. Obviamente salí del trance y, a
partir de aquella inolvidable vivencia montañera, la imaginación literaria
se encargó del resto.
Dadas las penalidades que tan difícil nos pone a los modestos
escritores de provincias publicar y distribuir nuestras obras, he resuelto
dar
a
conocer
esta
www.escritoresriojanos.com
novelita
de
intriga
que
comparto
con
en
tres
la
página
meritorios
compañeros de fatigas literarias. El lector interesado podrá leer o
descargarse el texto completo de la obra gratis et amore, dado que a este
literato no le anima ya otro móvil que difundir lo que con tanto esfuerzo
teclea en sus escasos ratos libres. Que alguien lo lea, y no digamos si
disfruta haciéndolo, será suficiente recompensa.
Lardero, diciembre de 2011
Fernando Sáez Aldana
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Muerte en la escupidera
Para Alberto Fernández, Esteban
Campeny, Javier Salcedo y José Luis
Monzón, hermanos en la Montaña.
Fernando Sáez Aldana
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“FALLECE UN MONTAÑERO RIOJANO EN EL
PIRINEO OSCENSE
E.P. MADRID. Un montañero, de 42 años, falleció ayer al caer por un
cortado en el paraje denominado 'La Escupidera' de Monte Perdido, en el
término municipal de Fanlo, en Huesca, según informó la Subdelegación del
Gobierno en esa provincia. Se trata de O.Z.A., vecino de Logroño (La
Rioja), cuyo cadáver ha sido trasladado al depósito municipal de Boltaña por
la unidad de Helicóptero de la Guardia Civil de Huesca UHEL-41,
precisaron las mismas fuentes.
En las tareas de rescate del cadáver, que concluyeron a las 18:30 horas,
intervinieron efectivos del GREIM de Boltaña que acudieron al lugar del
accidente con un médico del 061, el cual sólo pudo certificar su muerte.”
Por deformación profesional, lo primero que buscaba Gustavo Viguera
cuando caía un periódico en sus manos era la sección de sucesos.
Siniestros, que dicen los peritos de seguros como él. A continuación
ojeaba los deportes y, los días con menos prisa, las noticias locales. Por
las nacionales, y no digamos de las internacionales, pasaba de largo. Su
cotidiano recorrido por la actualidad entre sorbo y sorbo del cortado con
la leche fría con que se desayunaba en la barra del Ibiza finalizaba,
indefectiblemente, en la página de las esquelas. Pues, además de su
interés profesional por saber quién había palmado, coleccionaba motes
de difuntos que los deudos colocan bajo su auténtico nombre para que la
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gente se enterase del óbito. Los últimos que había recolectado no tenían
desperdicio: las familias de “Bocapocha”, “Corquete” y “Pichorras” no
hubiesen logrado una entrada aceptable en el funeral corpore insepulto de
no haber insertado los respectivos apodos junto al nombre de los
muertos. Pero aquel lunes de mayo excepcionalmente frío para la época
del año Viguera rompió con el protocolo de hojeo y a pesar de la jornada
liguera de la víspera pasó directamente de los sucesos a las esquelas. La
razón, unas siglas, O.Z.A., las del montañero de cuyo mortal despeño
mortal acababa de enterarse por un breve de agencia. Lamentablemente
para él, su sospecha era acertada.
DON ÓSCAR ZABALA ARPÓN
FALLECIÓ EN EL DÍA DE AYER, A LOS 42 AÑOS DE EDAD,
EN EL MONTE PERDIDO (HUESCA)
Habiendo recibido los Santos Sacramentos.
-R.I.P.SU ESPOSA, DOÑA ANA MARÍA SÁENZ ISLALLANA; HIJA:
PATRICIA; MADRE: DOÑA UBALDA ARPÓN LEIVA;
HERMANOS, DON BERNABÉ Y DOÑA ESPERANZA;
HERMANOS POLÍTICOS, SOBRINOS, PRIMOS Y DEMÁS
FAMILIA…
«¡Qué cabrón!», exclamó en voz alta, y toda la barra se volvió hacia él.
Para tratar de arreglarlo, el asiduo cliente del local entre las nueve y las
nueve y cuarto tuvo que mentirle a Rafa, el viejo barman que de lunes a
viernes desde hacía un montón de años le preparaba el café en cuanto lo
veía cruzar la puerta. ¿Cómo era posible que Fernando Alonso no
hubiera sido capaz de ganar la carrera en la que se jugaba el mundial? La
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parroquia se mostró conforme con el exabrupto y Gustavo Viguera,
agente de seguros, logró mantener el secreto de su fastidioso
descubrimiento. Apuró el café de un trago, pagó y salió del café sin
esperar al tique. En la calle hacía casi más frío que antes y con las manos
hundidas en los bolsillos del tabardo cruzó el Espolón a grandes
zancadas en dirección a la oficina mientras se preguntaba cómo
demonios se las arreglaba para recibir los santos sacramentos alguien que
se rompe la crisma en la montaña. La semana no podía comenzar peor
para él. Menudo marrón le esperaba.
& & &
INFORME DEL RESCATE DEL MONTAÑERO ÓSCAR
ZABALA EN EL MONTE PERDIDO.
A las 15:18 h de la tarde de hoy domingo se recibe una llamada del guarda de
Góriz comunicando la posible desaparición de un montañero que tras pernoctar
la noche del sábado en el refugio emprendió la ascensión al Monte Perdido por
la vía normal (corredor NO) con intención de regresar antes del mediodía.
Hacia las diez y media el montañero desaparecido se cruzó con otro que
descendía a la altura del lago helado de Marboré, con mala visibilidad debido
a la intensa niebla, que fue la última persona que lo vio con vida. Ante la
posibilidad de que hubiera sufrido un accidente en el descenso se puso en
marcha el dispositivo de rescate movilizando el helicóptero UHEL-1 de la
base de Huesca donde se trasladaron efectivos del GREIM y un médico
especialista. Las condiciones climatológicas habían mejorado y a las 16:30
horas pudo avistarse el cuerpo del montañero en la cara sur del pico, a los pies
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de la falla del corredor conocido como la Escupidera, a 3140 metros de altitud,
tras haber caído al vacío desde una altura de 60 metros. Una vez recuperado
el cuerpo fue trasladado al depósito de Boltaña a la espera de la decisión
judicial pertinente.
Firmado: Abelardo Orjas, Subteniente-Jefe del Grupo de Rescate de
Intervención de Montaña.
Boltaña, 4 de Mayo de 20..
& & &
Óscar Zabala era un pediatra muy conocido en la ciudad donde, a pesar
de su relativa juventud, ya llevaba quince años de actividad profesional.
Alto, atlético, moreno y sumamente apuesto, las malas lenguas
aseguraban que muchas mamás llevaban los niños a su consulta atraídas
más por su físico de galán de cine que por su reconocido prestigio
profesional. El doctor Zabala, con sus exquisitos modales, su inmaculada
bata blanca, su fonendo sobre los hombros, su impecable corbata, su
inquebrantable simpatía y su eterna sonrisa de anuncio dentífrico
cautivaba a todas las madres ya cuarentonas como él que iban
recomendándoselo unas a otras con la esperanza de sufrir en la consulta
un desvanecimiento merecedor de reanimación boca a boca. Al fin y al
cabo los demás pediatras acababan recomendando el mismo jarabe pero
ninguno daba la sensación de ser George Clooney en bata quien lo
recetaba. Así que su consulta era, con diferencia, la más frecuentada de la
ciudad, en buena parte gracias a su programa semanal en la televisión
local. Óscar Zabala compartía el espacio televisivo con colegas de otras
especialidades que se turnaban en el plató de lunes a viernes a las diez de
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la noche, pero ninguno obtenía tanta audiencia como Pediatra de cabecera,
espacio en el que el fotogénico doctor Zabala demostraba jueves tras
jueves que, además de competente puericultor, era un excelente
comunicador gracias a su innato don de gentes que cautivaba al
telespectador pero especialmente a la telespectadora. Así que eran
muchos los que opinaban que Óscar Zabala se había equivocado de
carrera. Pero cuando alguna mamá le decía que debía haber sido actor de
cine, el médico siempre reía a carcajadas y a continuación aseguraba que
no, que le encantaba su trabajo, que no lo cambiaría por nada y que en su
casa ya tenían suficiente con un Óscar. Y lo cierto era que los niños se le
daban de maravilla. Ser pediatra exige una gran paciencia, no tanto para
aguantar críos llorones como a unos padres o abuelos ansiosos. Nadie
sabe cómo lo conseguía, pero cuando una criatura se ponía a berrear en
su consulta lograba que la familia saliera y al cabo de unos minutos el
niño o la niña salían tan campantes por la puerta chuperreteando la
golosina sin azúcar por supuesto con que el atento doctor siempre
obsequiaba a los niños que se portaban bien durante la exploración. Tal
hazaña sólo era posible por el infalible modo en que el pediatra sabía
ganarse la confianza primero de los mayores y a continuación de los
pequeños ejerciendo unas habilidades de comunicación que no estaban al
alcance de la mayoría de sus compañeros. El hecho era que muchos
niños que lloraban nada más ver una bata blanca no lo hacían si quien la
llevaba puesta era el doctor que siempre les daba una chuchería al final
de la consulta. De modo que la noticia de su trágica muerte en la
montaña fue uno de esos mazazos que conmocionan a cualquier
sociedad provinciana cuando desaparece del modo más absurdo uno de
sus individuos más apreciados. Un pediatra tan bueno. Tan joven. Y tan
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guapo. Fueron muchas las madres que el día siguiente a la muerte del
doctor Zabala se convocaron al café matutino en torno al que solían
reunirse después de dejar a los hijos en el colegio o antes de recogerlos
para intercambiar chismes, compartir su condición de amas de casa
hartas de serlo y desahogar sus tensiones domésticas cotidianas. En esta
ocasión el tema del conciliábulo extraordinario fue monográfico: la
increíble muerte de Óscar, como lo llamaban entre ellas como si fuera su
amigo, en un monte del Pirineo. Con lo prudente que él era. Y lo fuerte
que parecía. ¿Pues no dicen que había sido un experto montañero y que
de joven había participado en expediciones hasta en el Himalaya? Sí,
mujer, pero como médico, él no debía escalar y cosas así. ¿Cómo
médico? ¿Un pediatra en una expedición de alta montaña? ¡Anda ya! No,
mujer, que entonces no era ni pediatra, había hecho cursos de medicina
deportiva o algo así y él se quedaba siempre en el campamento mientras
los alpinistas subían las montañas. Que sí, que me lo dijo una vez la
pobre Ana Mari. Hija, pues aún así, no me digas que para ir por esos
sitios… ¿cómo ha podido matarse en un monte de Huesca después de
haber andado por los Alpes, el Tibet y así? Chica, no me digas, qué mala
suerte. Ya lo creo, ¿y ahora qué haremos sin Óscar? ¿Dónde
encontraremos otro pediatra tan bueno? En todos los sentidos, ¿eh? ¡Ya
te digo, ja, ja! ¡Hala!, también vosotras, que no es momento de hacer esas
bromas. Pobre Óscar. Y pobre Ana Mari, menudo palo. Sobre todo,
pobre Patricia. La chiquilla adoraba a su padre y se le ha ido cuando más
lo necesitaba. ¡Qué horror!, pobrecita… Por cierto, vaya frío otra vez,
¿eh? Ay sí, vaya lata, ya me veo sacando otra vez las pieles del armario…
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Gustavo Viguera llegó a la oficina resoplando. Cuando estaba excitado
nunca esperaba al ascensor si no estaba en el portal y subió las escaleras
de dos en dos. En la delegación de Estigia Seguros se respiraba una
atmósfera funeraria. Aparte de ser el primer día de trabajo después de un
puente el jefe había soltado el primer berrido sin dar ni los buenos días.
Estaba muy cabreado y sólo quería ver a Viguera en cuanto llegara.
Piluca, la secretaria, se lo transmitió elevando repetidamente las cejas
mientras ladeaba la cabeza en dirección a la jaula de Don Germán. En
cuanto tuvo delante a su responsable de Vida y Accidentes, Germán
Terroba le demostró lo enfadado que estaba como acostumbraba,
moviéndose de un rincón de su despacho al otro sin parar, con las
manos entralazadas en la espalda y sin mirar a los ojos del abroncado. Y
esta vez razón no le faltaba. Terroba tenía olfato de guepardo y rara vez
se equivocaba con los clientes. Se lo había advertido bien claro en su día:
seiscientos mil euros era una barbaridad, para qué coño querría un
pediatra más sano que un astronauta semejante cobertura en caso de
muerte por accidente. Ahí había algo raro y aquella póliza no debió
firmarse nunca. Pero Gustavo Viguera no le hizo caso, pues según él
Zabala no presentaba riesgo elevado y en cuanto a la cantidad asegurada,
era una forma de conjurar el miedo a morir. Les pasaba a muchos
clientes con la pasta suficiente para pagar una póliza muy cara a cambio
de un riesgo mínimo. Y ese era su trabajo, contratar pólizas y cuanto más
caras mejor, ¿no era eso lo que el jefe le dejó bien claro cuando le dio el
trabajo? Pero el jefe no asintió ni con la cabeza y en ocasiones así su
silencio significaba un sí en toda regla. El caso era que Óscar Zabala
acababa de contratar una póliza de Estigia Vida que aseguraba un capital
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de cien de los antiguos quilos a sus beneficiarias en caso de accidente con
resultado de muerte o gran invalidez y que dos meses después de firmar
los papeles el tipo se había matado de una hostia en el monte. Menudo
negocio tan cojonudo que habían hecho. Cien quilos. Y todo por hacerte
caso, Gustavo, coño, no me jodas, a ver cómo explico yo esto en
Madrid, una póliza con autorización de un incremento del trescientos
por cien y al mes, el tomador fiambre. ¡Cagüenn…!
El límite ordinario de la cuantía por fallecimiento en accidente en
cualquier póliza del mercado no superaba los doscientos mil, pero
Viguera aprobó negociar con el pediatra una cantidad tres veces superior.
Era una práctica excepcional pero fue incapaz de negárselo al doctor que
había salvado la vida de su hijo pequeño cuando tenía seis años. En
urgencias les aseguraron que aquellas manchitas rojas eran sarpullido
pero fue el pediatra de pago el que descubrió la meningitis que pudo
haber matado al chaval de haberse retrasado unas horas el diagnóstico.
Cómo iba a negarle nada al médico que salvó la vida de su ojito derecho.
Vito. Gustavito. Pero ahora el médico estaba muerto y él, Gustavo
padre, tenía un problema. «¿Es que no me estás escuchando?, ¡joder,
Gustavo, que te estoy hablando!» Y lo peor era que su jefe, por una vez,
le estaba regañando con razón. A él también le había avisado su instinto
de que algo raro podía encerrarse en aquella insistencia por una cantidad
tan alta, pero su deuda impagable con el doctor le impidió aplicar la
razón en lugar del sentimiento. Craso error, poner el corazón entre el
negocio y el cerebro. La bronca amainó y el delegado Terroba trató de
reaccionar del modo que él siempre presumía ante los conflictos: con
profesionalidad. A ver, ¿de qué ha palmado? De una caída en el monte,
¿verdad? Sí, jefe, contestó Viguera con mansedumbre. Vale, pues
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alegaremos riesgo excluido. ¿Excluido? Venga don Germán, que se ha
debido resbalar en un nevero, que eso es montañismo, no escalada ni
cosas raras. Eso, amenazó el jefe mientras encendía un purito, ya se
vería. Terroba ordenó a su empleado ponerse inmediatamente a trabajar
en esa dirección y Viguera no se encontró con fuerzas ni argumentos
para discutir con él. Las actividades de alto riesgo excluidas por todas las
pólizas de accidentes eran deportes como el parapente, la espeleología, la
escalada o el submarinismo, pero para nada el senderismo o el
montañismo, aunque a veces la mala suerte o la imprudencia temeraria se
cebe con excursionistas de mochila y bastoncito que acaban matándose
en senderos frecuentados hasta por prejubilados. Había demasiados
precedentes como para embarcarse en un pleito que acabaría
condenando a la compañía a sacudirle toda la pasta a la inconsolable
viuda y su desamparada huerfanita por la desgraciada muerte accidental
de un excelente esposo, padre y en este caso encima buen médico
mientras se daba un paseo por el pirineo aragonés. Otros palmaban
bajando las escaleras del adosado, cruzando el paso de cebra o
bañándose en el Cantábrico y nadie consideraría tales actividades de alto
riesgo, como tampoco un desgraciado resbalón por la nieve helada de
una montaña a la que suben todos los años miles de personas hasta con
deportivas. Mala suerte. Qué se le va a hacer. A pagar. ¿Seiscientos mil?
Como si es un millón. Lo que estipule la póliza, amigo mío. Caso
cerrado. Gustavo Viguera tenía el culo pelado de vérselas con jueces que
no perdían el tiempo con esas tonterías. Como ellos no ponen la pasta…
Germán Terroba terminó la conversación con su empleado tirándole casi
encima el ejemplar de La Rioja doblado por la página de las esquelas.
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- Y a ver si te enteras de qué coño es eso de la Escupidera. No
me gusta un pelo ese nombre, ¿entendido?
& & &
“Las rutas que se van a recomendar para acceder por las diversas “vías normales”
hasta lo más alto de la cadena de los Marborés discurren en su mayoría por sendas
muy frecuentadas, en general con señalizaciones más o menos espaciadas, balizadas
con hitos de piedras y, a veces, con diseminados manchones de pintura. Sin embargo,
jamás debe olvidarse ni la cota del Perdido (3555 metros, la tercera altura de la
cordillera) ni su ubicación en un medio que puede resultar muy hostil: los
conocimientos previos en montañismo y la apropiada preparación física tendrán que ser
quienes, junto con la omnipresente prudencia, determinen el recorrido y el tipo de
ascensión seleccionados (excursión con club, con guía profesional, con otros compañeros
expertos, etc). Las Treserols concentran en verano y en vías técnicamente sencillas una
triste marca de accidentes. Para ser exactos, hemos de puntualizar que sólo la
Escupidera del Monte Perdido se ha cobrado en los últimos veinte años la vida de
cincuenta y muchos montañeros. Un dato para no olvidar.”
…
“Cuando hablamos de Monte Perdido, estamos ante uno de los emblemas del Pirineo.
No sólo porque es su tercera montaña más alta. El submacizo al que da nombre es
uno de los más majestuosos de la cordillera y acoge algunos de sus parajes más
espectaculares, como el de Ordesa. Sus vistas desde la cumbre son un regalo
inigualable y su ascensión normal por el refugio de Góriz, aunque larga, no ofrece
dificultades técnicas. Comentario aparte merece La Escupidera, tristemente famosa
por ser uno de los puntos negros de los Pirineos. Un escenario habitual de accidentes
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mortales fácilmente evitables si se va equipado de crampones y piolet, por si el tramo
presenta nieve helada.”
…
“Si nos encontramos con nieve o hielo, deberemos tomar mucha precaución. Desde el
lago subiremos por el reborde rocoso de la derecha del nevero, aunque más arriba
habrá que entrar en la pedrera, si está descubierta, o en el nevero, en el único paso
verdaderamente peligroso de toda la ascensión, ya que un resbalón puede ocasionar la
caída fatal por el lugar llamado "La Escupidera", donde se han producido muchos
accidentes.”
…
“Cuando ya has subido la mitad de la canal, la arista por la que vas se acaba y debes
hacer un flanqueo a la izquierda. Lo que era una canal protegida se convierte en una
pala bastante inclinada hacia la dcha. y muy expuesta por haber una falla en la
banda rocosa que la protegía. Se entra en la Escupidera propiamente dicha. Paraje
tristemente famoso por ostentar el record de accidentes mortales de todos los Pirineos.
Solo en este corto tramo han perdido la vida más de 60 montañeros en los últimos 30
años. Desde luego las cifras espantan y hacen que cuando te enfrentas a este tramo con
nieve, por primera vez, no puedas evitar sentir una cierta "intranquilidad".
…
“El tema es que a la pendiente de la canal, que será en esta zona de unos 35-40
grados, se une que está bastante inclinada hacia la derecha, de forma que si resbalas y
no estás atento para frenarte rápidamente con el piolet, coges velocidad y ya nada te
detiene. Sales despedido por el hueco en la barrera rocosa y caes al vacío aterrizando
en las rocas 100 metros más abajo. La pendiente se hace más fuerte aquí, yo diría
que de hasta el 40%. En este lugar, hay que reconocerlo, vas subiendo teniendo
permanentemente presente el precipicio que tienes a tu derecha y da un pelín de culo.
Pero vas mirando al frente, mientras agarras la cruz del piolet preparado para usarlo
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al más mínimo indicio de resbalar. Se empieza a notar el esfuerzo, las rampas son
más cada vez más pronunciadas…”
…
“Parece ser que estoy equivocado, pues toda la gente habla de 35º, yo creía que algo
más. Como dicen todos el lugar no es especialmente difícil, lo único saber que estás en
un lugar expuesto, en concreto el que acumula más muertes del Pirineo, y no siempre
de novatos e inexpertos que se ponen por primera vez un crampón. Sin ir más lejos,
una semana antes de estar yo allí, se mató un montañero vasco con experiencia, que
hacía fotografía de montaña, lo recuerdo bien, porque nos hizo pasar bastante suave
por la escupidera.”
…
“Mira, yo subi al Perdido en Abril con mas de dos metros supongo que habría, de
hecho colgué una foto hace tiempo, muy bonita por cierto, y no tuve ninguna sensación
de miedo ni peligro, salvo por el que me habían infundido comentarios anteriores. Con
eso no es que diga que no sea peligroso, pero vamos a ver: si por una escalera de mano
suben 15000 personas al año, y se caen 30 y se matan 10, es peligroso subir por una
escalera de mano? Pues hombre, depende quien suba y la mala suerte que haya tenido.
En resumen sube con material adecuado y precaución y baja con muchísimo cuidado y
no tengas temores adelantados, que son los peores. Saludos.”
…
“La famosa escupidera del Monte Perdido es uno de los lugares de los Pirineos que
más accidentes registra, posiblemente por la cantidad de personas que pasan por allí.
La escupidera sin nieve no es mas que una cuesta bastante empinada y con muchas
piedras sueltas, con nieve y sobre todo con hielo puede ser muy peligrosa ya que un
resbalón sería fatal. Conviene llevar crampones, yo lo subí en pleno mes de agosto con
nieve recién caída y los necesité. No hay que confiarse con ella porque no tiene
ninguna protección en caso de caída, es conveniente pasar despacio, seguro y con mucho
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tiento. Saludos.”
…
“La Escupidera es el punto negro del Pirineo, el lugar donde más personas han
muerto en los últimos años. "Llevo trabajando en Boltaña 32 años y creo recordar
que ha habido en este tramo más de 60 muertos", dice Orjas, que explica que "va
mucha gente al Monte Perdido durante todo el año. Sólo conozco a dos o tres personas
que se hayan librado de la muerte al caer por el precipicio y quedaron parapléjicos",
apunta Orjas. La mayor parte de las muertes de La Escupidera se producen bajando.
"Están terminando la actividad, cansados y pierden reflejos. Se despistan y caen al
vacío", dice Orjas. El rescate se vio dificultado por el viento que tuvo que sufrir el
helicóptero de la Guardia Civil. A las tres de la tarde del domingo pasado el cadáver
ya estaba en el depósito de Boltaña.”
…
-¡Me cagüen mi puta vida!, ¿pero de verdad se puede subir por ahí?
Y esos puntitos negros que se ven en la nieve qué son, ¿tíos? ¡No
me jodas! ¡Están chalaos!
Nada más llegar a casa a la hora de comer Gustavo Viguera se metió en
su leonera, se conectó a internet, introdujo en la barra de Google
“Escupidera” y “Monte Perdido” y al instante la pantalla se llenó de
referencias. La mayoría relataban experiencias de montañeros que
intercambiaban sus impresiones en foros y páginas dedicadas al
montañismo en general y al pirineísmo en particular. Algunas incluían
reportajes fotográficos que ofrecían estampas de aquel monte al que al
parecer todos querían subir desde todas las vertientes y ángulos, pero
entre ellas una llamó vivamente su atención. Estaba tomada desde la
vecina cumbre del Cilindro de Marboré, que junto con la del Soum de
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Ramond flanquean a la mayor y más esbelta de las tres hermanas. Desde
la cima del Cilindro la vista de la vertiente noroeste del Perdido era
magnífica y el aspecto de su famoso corredor, tan espectacular como
sobrecogedor. La foto se había tomado una espléndida mañana de abril y
tanto la cumbre como el corredor estaban cubiertos por abundante nieve
que sólo dejaba al descubierto los dientes de las crestas calizas que
limitan a ambos lados un impresionante y gigantesco tobogán sobre cuya
pulida superficie destacaban media docena de puntitos negros
distribuidos a diferentes alturas de un estrecho zigzag apenas perceptible
entre la nieve que serpenteaba antes de enderezarse en dirección a la
cima. La imagen había sido tomada con teleobjetivo y el efecto de
aplastamiento del corredor contra la cámara le proporcionaba un aspecto
aún más impactante de inaccesibilidad, de inclinación sobrehumana, de
locura apoderada de las hormiguitas humanas que se empeñaban en
coronar un vertiginoso ventisquero helado por el cual, lo que parecía aún
más arriesgado, tendrían por fuerza que descender después. Uno de los
puntitos oscuros se encontraba en solitario sobre el vértice de la capucha
blanca que cubría el pico y Gustavo Viguera se preguntó qué demonios
haría allí. Qué le habría impulsado a realizar semejante esfuerzo
despreciando el peligro que sin duda habría que arrostrar para
encaramarse hasta lo más alto del imponente pico. Qué coño podía
sentirse allí en lo más alto aparte de frío, cansancio y acojono. Chiflados.
Eso es lo que le parecían los tipos diminutos posados en el manto de
nieve empinado como moscas en un cono de nata montada. Pirados
inconscientes a los que ni borracho se le ocurriría venderles un seguro de
accidentes. Asegurar de muerte o gran invalidez a individuos que
arriesgaban alegremente su vida para contemplar unas montañas desde lo
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más alto de otra pudiendo hacerlo desde casita a través de internet sería
incurrir en grave irresponsabilidad profesional. Sesenta muertos en
veinte años, casi tres por año, en un tramo de apenas un centenar de
metros convertían a ese lugar, la Escupidera, en un auténtico punto
negro de esos de los que las aseguradoras huyen como del infierno.
Contemplando aquella foto el agente de seguros se dio cuenta de que
Óscar Zabala era uno de esos locos y se le puso tan mal cuerpo de
repente que se le quitaron las ganas de comer hasta las patatas con
chorizo que le había suplicado a Marta mientras desayunaban. ¡Sesenta
muertos! Mejor dicho, sesenta y uno. Y menudo muerto le había caído a
él encima desde lo alto de la Escupidera.
& & &
INFORME DE NECROPSIA
En cumplimiento de lo dispuesto por el Magistrado-Juez del Juzgado de
Primera Instancia e Instrucción nº 1 de Jaca, a las 10 horas de hoy se practica
la autopsia al cadáver identificado como Óscar Zabala Arpón en la sala de
necropsias del Hospital Comarcal de Jaca, con el siguiente resultado:
Además de la ropa interior el cuerpo vestía indumentaria de montaña
compuesta por camiseta transpirable de manga larga, chaqueta polar y
chubasquero con capucha sobre pantalones de esquí con tirantes; calcetines
gruesos de lana, botas de montaña provistas de crampones y guantes.
El cuerpo no presentaba heridas ni laceraciones en la piel; a nivel de la pierna
derecha se apreció deformidad con herida abierta. La región cervical mostraba
movilidad anormal con crepitación. El posterior examen radiográfico del
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Muerte en la escupidera
cadáver confirmó la existencia de fractura abierta de tibia y peroné derechos y
fractura-luxación cervical a nivel del espacio C6-C7 con desplazamiento, lesión
ésta mortal de necesidad.
Los análisis de sangre y vísceras abdominales no evidenciaron presencia de
alcohol ni sustancias estupefacientes. Tampoco se detectaron signos de
hemorragia o de infarto cerebral ni miocárdico.
En conclusión, la muerte se produjo debido a una fractura con luxación de la
sexta vértebra cervical producida por traumatismo de alta energía ocasionado
por caída libre desde una gran altura.
En Jaca, a 5 de Mayo de 20..
Firmado: Dr. Enrique Berzosa Ameyugo, Médico Forense
& & &
A las cinco de la tarde la delegación de Estigia Seguros abría de nuevo y
cuando Gustavo Viguera hizo su entrada más puntual que nunca. Piluca
le indicó con una inclinación de cabeza en dirección a su despacho que el
jefe ya le estaba esperando. Por un momento se temió lo peor, pero el
acceso de miedo apenas duró segundos. Germán Terroba hablaba por
teléfono cuando su empleado abrió tímidamente la puerta, pero el jefe le
invitó a sentarse con el gesto y un guiño de complicidad que lo dejó
desconcertado. O al jefe lo estaban ascendiendo en ese momento y las
cosas de la oficina le importaban ya un pimiento o no entendía nada. Al
cabo de un rato Terroba se despidió calurosamente de su interlocutor,
colgó y encendió un purito antes de soltar palabra.
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Muerte en la escupidera
- Ese hijoputa nos la ha jugado, amigo Gustavo.
«Amigo Gustavo» significaba que ya no estaba enfadado y «nos la ha
jugado» que el jefe asumía su parte en el marrón, y eso lo tranquilizó
aunque siguiera sin comprender hasta que Terroba acabó aclarándoselo
entre bocanadas de humo azulado. El delegado de Estigia se tomaba
unos vinos todos los días laborables antes de comer con cuatro amigotes
y algún colega del sector, que lo cortés no quitaba lo valiente y amigos
antes que competencia. Y resultaba que uno de ellos, el jefazo de
Crepúsculo, se había desahogado en un aparte con el de Estigia
contándole que “el tipo éste”, y le daba golpecitos con el índice a la
esquela de Óscar Zabala Arpón, le había contratado hacía dos meses y
medio un autorizado de vida de seiscientos mil pavos en caso de muerte
por accidente. A Terroba le dio entonces un ataque de risa nerviosa pero
antes de que su confidente se lo tomase mal le contó que a él también se
la había armado. «¡No me jodas!», «Como lo oyes, amigo Emilio, y lo más
probable es que no seamos los únicos estafados por este tío». Era un
alivio para ambos y para celebrarlo se pidieron otro vino y quedaron en
llamarse si averiguaban algo más. Insensibles a las protestas de sus
esposas, ambos delegados almorzaron ese día con el móvil pegado a la
oreja y apenas tres horas después el pastel quedaba al descubierto: en los
meses de febrero y marzo anteriores a su muerte Óscar Zabala Arpón
había contratado nada menos que cinco pólizas de vida y accidente con
una indemnización de seiscientos mil euros cada una en sendas
aseguradoras: Estigia Seguros, Crepúsculo, Mutual Ícaro, Jungfrau
Seguros y Previsión. Como la indemnización contratada superaba en
mucho a la máxima habitual en caso de muerte por accidente, Óscar
Fernando Sáez Aldana
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Muerte en la escupidera
Zabala debió negociar personalmente la cuantía en las cinco compañías.
Y en las cinco, si no eran más, había conseguido una póliza tan
excepcional que sólo se concedía a individuos sanos como atletas
olímpicos que hubieran obtenido un éxito social y un prestigio
profesional tales que lo último que pudiera pasarles por la cabeza fuese
abandonar una vida que, más que sonreírles, les reía a carcajadas. El
doctorcito nos la ha preparado, Gustavo, aseguró Don Germán echando
medio cuerpo sobre la mesa para reforzar su argumentación. Quién nos
lo iba a decir, ¿verdad?, y le dio una palmadita en el hombro. Pero
tranquilo, hombre, también se la ha metido doblada a otros cuatro linces
como tú, así que mal de muchos… ¡Qué cabrón! No hay cosa que más
me joda que esos defraudadores que se creen con buen corazón. El tipo
se suicida pero eso sí, dejándoles la vida solucionada a su mujer y a su
hijita para demostrarles cuánto las quería. Que la cosa no era por ellas,
vamos. Que se preocupaba por ellas a pesar de todo y ahí están los
quinientos quilos de herencia para demostrarlo. ¡Quinientos kilos,
Gustavo!, y de ellos cien nuestros. Valiente canalla el mediquito. Pero le
va a salir el tiro por la culata porque ninguna de las cinco pólizas que
contrató cubren en caso de suicidio hasta pasados uno o dos años y el
tipo las contrató en los dos meses anteriores a tirarse por ese jodido
monte…. Como se llame. Perdido, eso. Así que, amigo Gustavo,
estamos sin ninguna duda ante un caso de fraude por suicidio disimulado
a gran escala y hay que ponerse rápidamente en marcha.
Pero Viguera no lo tenía tan claro y le expuso sus reparos al jefe. ¿Cómo
podía estar tan seguro de que Zabala se había quitado la vida? ¿No
podría haber contratado esas pólizas ante el riesgo real que supone la
Escupidera por la que pensaba subir y bajar unas semanas después? El
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Muerte en la escupidera
jefe le respondió con vehemencia que no fuera tan ingenuo. Nadie
contrata esa millonada en cinco aseguradoras por una simple excursión a
la montaña; y además, ni que fuera el Everest. Claro que no lo era, pero
Viguera le puso al corriente de sus averiguaciones en internet haciendo
énfasis en los sesenta muertos de los últimos años. Pero inmediatamente
Terroba les daba la vuelta a todos sus razonamientos. ¿Es que no te das
cuenta? Ha escogido para matarse un lugar donde no es raro que la gente
se mate pero por el que al mismo tiempo suben hasta abuelos, aunque
escogió un momento en el que no había ni Dios por allí. ¡Qué listo el
jodido! Un modo aparentemente extraño de suicidarse, pero que muy
bien pensado. Claro que nosotros somos más listos, o por lo menos
somos más, a secas, y tenemos los mejores abogados. Y por la leche que
mamé, amigo Gustavo, que ese sinvergüenza no va a salirse con la suya.
Encima de cobarde e hijoputa, ladrón. Te juro que no conseguirá los
doscientos años de perdón que pensaba conseguir estafándonos, ¡ja, ja!,
¿lo pillas? Con el Consorcio ha topado. Porque aún en el caso de tener
que soltar la pasta, cosa que no va a suceder, te lo digo yo, ya sería cosa
del Consorcio, pero da igual, lo vamos a pelear como si tuviésemos que
sacudir nosotros los quinientos quilos. De Germán Terroba no se
cachondea nadie, y menos un medicucho que se cree más listo que
todos. ¿Entendido?
Gustavo Viguera apenas asintió con la cabeza. Seguía sin verlo claro. Era
cierto que muchas muertes violentas con apariencia de accidentes
involuntarios resultan ser suicidios camuflados de fatalidad. Pero incluso
en colisiones frontales en largas rectas y a plena luz del día era tan difícil
demostrarlo que si el kamikaze no avisaba o dejaba una nota –lo que
sucedía rara vez- el fraude quedaba sin demostrar. ¿Cómo podía estar tan
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Muerte en la escupidera
seguro su jefe de que el trágico accidente montañero de un triunfador en
su apogeo existencial era un suicidio encubierto? Y, sobre todo, ¿cómo
demonios pensaba demostrarlo? Los únicos hechos ciertos de la historia
era que Óscar Zabala había contratado legalmente varias pólizas de vida
con la indemnización que las aseguradoras le habían permitido y que
unas semanas más tarde había perecido precipitándose al vacío por la
temible Escupidera del Monte Perdido. Punto. Lo demás eran
conjeturas. La sospecha, terrible, de que el médico hubiera montado la
ascensión al pico como pretexto para poner voluntariamente fin a su
vida era, para empezar, un asunto muy delicado en una capital de
provincias donde un caso así provoca un escándalo que marcará de por
vida a la familia del presunto suicida. Ya tenían la mala experiencia de
alguna buena gente destrozada más por las insinuaciones que nunca
pudieron ser demostradas que por la propia desaparición de un ser
querido. Desde el punto de vista humano había que actuar por tanto con
prudencia y discreción máximas, sin falsos pasos que siempre acaban
volviéndose contra las compañías de seguros, esas panda de buitres
capaces de enmerdar el honor de una persona y hundir a su familia en la
ignominia con tal de no soltar la pasta, que para cobrar las cuotas ya
andan listos pero anda que para pagar, menudos carroñeros los seguros.
Claro que el dinero no tiene corazón y desde una óptica profesional el
deber de Estigia Seguros, como el de todas las demás, era investigar
hasta asegurarse de que algunos siniestros razonablemente sospechosos
de fraude no lo eran. Ya que el fraude, además de un delito, repercute
negativamente en los asegurados legales al encarecerse su póliza para
hacer frente a las indemnizaciones de los que no lo son.
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Muerte en la escupidera
- Por eso, amigo Gustavo, y sin esperar a lo que decidamos las
cinco aseguradoras en la reunión que vamos a celebrar esta
semana para diseñar una estrategia común, nosotros vamos a
ponernos manos a la obra sin demora, ¿entendido? Para
empezar, te vas a ir ver a la viuda. ¿Qué para qué? Pues ya
sabes, lo de siempre, primero le das nuestro más sentido
pésame y a continuación le preguntas si estaba al corriente de lo
mucho que le quería su marido. ¡Coño, Gustavo, claro que no!,
cómo le vas a decir de esa manera si sabía lo de la superpóliza
hombre, se lo dices así, directo y con normalidad, ¿entiendes? A
ver cómo reacciona, es importante saberlo antes de que se le
echen encima los demás y se ponga en guardia echando mano
de un jodido abogado que no la deje abrir la boca sin su
presencia. Hay que pillarla in albis, ¿me comprendes? Sin
malear, Gustavo. Si puede ser, hoy mismo. ¿Qué dónde? A ver,
a ti dónde se te ocurre que pueden pasar la tarde las viudas
antes de enterrar al muerto, ¿eh? Pues claro, hombre, no va a
ser en el bingo, coño. Así que, en marcha. A por ella. Ya estás
tardando.
& & &
El Tanatorio Caronte es un moderno edificio asomado a la orilla derecha
del río Ebro, estratégicamente situado frente al cementerio en la ribera
opuesta. Su diseño funcional y su discreta fachada de caravista marrón le
proporcionan el aséptico aspecto que disimula bien su infausta actividad.
Cuando maldiciendo su maldita suerte Gustavo Viguera se encaminó a la
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Muerte en la escupidera
sala 3, donde se velaba el cadáver de Óscar Zabala Arpón, eran las siete
de la tarde y el horario de visitas acaba a las ocho, de modo que en esa
última hora es cuando se dejan ver sobre todo las personas que ejercen la
condolencia más como un acto social que como una sincera muestra de
compasión. Llegan, sueltan un cumplido con el ceño fruncido y se largan
enseguida («porque estaréis muy cansados y todavía habrá de venir más
gente»), la que espera al último cuarto de hora para no tener que
permanecer más tiempo plantados como pasmarotes con los brazos
cruzados sin saber qué decir ni adonde mirar. Gustavo hubiera preferido
mucha gente entre la que pasar desapercibido mientras cumplía su
ingrata misión, pero en la sala 3 sólo había ocho personas. Cerca de la
puerta tres hombres conversaban en voz baja, un matrimonio mayor
hacía guardia frente al cristal que separaba la sala del cadáver amortajado
y en el sofá dos mujeres custodiaban en silencio a una tercera forrada de
negro que se tapaba media cara con un moquero con flores estampadas.
Gustavo Viguera estuvo a punto de poner cara de equivocado y darse
media vuelta cuando una voz conocida, hombre Gusti, tú por aquí, le
impidió rajarse. Era Antonio Anguiano, un colega del mundillo al que no
veía hacía tiempo. Su mujer, muy amiga de Ana Mari, la ya viuda de
Óscar Zabala, era una de las dos que la acompañaban en el sofá. Gusti le
explicó al compañero de AMA Seguros que el motivo de su visita era
profesional, sin darle más detalles, y Anguiano se ofreció a presentársela.
Quizá no era momento, alegó Viguera, pero el otro le aseguró que al
contrario, que Ana estaba muy entera y que le vendría bien distraerse un
rato oyendo algo distinto de un pésame. Pero cuando acabó
convenciéndolo una pareja de la edad del difunto entró en la sala y se
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Muerte en la escupidera
fueron derechos al sofá, con lo que Gustavo tuvo que esperar su turno
escuchando lo que hablaban Anguiano y sus amigos.
- Estábamos comentando, Gustavo, que parece mentira lo que le
ha pasado a Óscar. Un montañero tan experimentado como él,
que ha pisado casi todos los tresmiles del Pirineo, algunos de
ellos con nosotros, ¿verdad?
Verdad. Los amigos de Anguiano habían coronado en compañía de
Zabala cumbres míticas de la cordillera como Vignemale, Balaitús,
Aneto, Posets, Bachimala o el Midi d’Ossau («que no será un tresmil
pero ojito») y muchas más. Los tres coincidían en que el pediatra era un
tipo en forma que corría más de una hora tres veces a la semana durante
todo el año sólo para llegar bien preparado a los ansiados días de la
montaña. Desde hacía casi veinte años, un pequeño grupo de amigos del
que ellos formaban parte lo dejaban todo el último jueves de junio y se
iban a patear otro trocito de Pirineo así se estuviera hundiendo el
mundo. Como había tantos picos que subir y tan pocos años por delante
nunca repetían excursión, pero desde la fallida ascensión al Perdido, siete
años antes, Óscar había llegado a obsesionarse con la idea de subir a la
única montaña importante de la cadena que se le había resistido. Aquel
año cayó una nevada tardía a finales de mayo y a partir de los dos mil
seiscientos ya sólo pisabas nieve. Hasta el Lago Helado subieron bien
pero fue allí donde Enrique Pomar empezó a sentirse mal, a marearse y
vomitar, y tuvieron que bajarlo a Góriz casi en volandas aquejado de una
gastroenteritis que por poco acaba con él. La noche anterior habían
vivaqueado a los pies del glaciar de la cara norte, adonde habían subido
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Muerte en la escupidera
desde Pineta por el balcón, y al sibarita de Javi Aguilar no se le ocurrió
otra cosa que llevar en secreto en su mochila unas ostras y una botella de
Möet & Chandon para celebrar la hazaña por adelantado. Le llamaron
pijo, y chalado, pero al final todos chuparon del frasco. La intoxicación
de Pomar les obligó a descender por la vertiente opuesta hasta el refugio
de Góriz, mucho más cerca del Lago Helado de Marboré que el parador
de Pineta. Una vez pasado el susto evacuaron al enfermo por su propio
pie hasta el cuello Arenas donde el autobús 4x4 los bajó hasta Nerín.
Recuperar el coche en Pineta fue un lío y al final la excursión resultó un
fracaso por culpa de una maldita ostra en mal estado. Los demás juraron
que no volverían por allí pero Óscar Zabala insistiría año tras año en
regresar al Perdido, la única gran cumbre del pirineo central que les
quedaba por conquistar. La oposición de los amigos había sido inútil:
este año tocaba Perdiguero y aunque a todos les hubiera apetecido subir
al Perdido las reglas eran las reglas y no se repetía excursión, así que
Zabala decidió intentarlo sólo pero sin renunciar a la excursión anual con
los compañeros en junio, así que planeó su ascensión en solitario el
único fin de semana que su agenda le permitía: el primero de mayo. El
invierno había sido extraordinariamente suave incluso en la alta montaña,
donde había nevado menos de lo habitual, así que las condiciones del
corredor noroeste aquel mayo no serían mucho peores que las de
algunos junios e incluso julios.
- Y allá se fue, el muy cabezota, ya ves, para no volver.
Tras el relato los camaradas del muerto permanecieron en un silencio
finalmente roto por los renovados sollozos de la viuda provocados por
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Muerte en la escupidera
otra visita. Gustavo lo aprovechó para ir a lo suyo y les preguntó si la
famosa Escupidera era tan peligrosa como su mala fama aseguraba. La
discusión que siguió fue tan apasionada como poco aclaratoria para su
promotor. Uno de los dos amigos de Anguiano, que se había retirado del
grupo para saludar a alguien, le aseguró que lo de la Escupidera era un
mito. Que no era para tanto. Que bien pertrechado (y eso incluía
crampones y piolet siempre que hubiera nieve, así fuera verano) y, desde
luego, con una mínima experiencia montañera, era difícil matarse. Los
que lo habían hecho habían sido imprudentes o ignorantes. Y Óscar
Zabala no había sido nunca ni lo uno ni lo otro. Para rematar su
argumentación recordó el memorable resbalón del pediatra bajando por
el glaciar helado de la Brecha hacia el refugio de Sarradets y el modo
perfecto como usó el piolet para frenar la caída. Entonces, replicó el
otro, ¿por qué se precipitó al vacío? Mira, le explicó a Gustavo Viguera,
la montaña es como un droga que todos creemos controlar pero que
puede acabar llevándose al tipo más experto del mundo. Y puso el
ejemplo del escalador de cascadas heladas que se había jugado el tipo
cientos de veces sin el menor percance pero que se mató en una
excursión dominguera en la cara norte del pico San Lorenzo a dos mil
metros escasos. Y la Escupidera es la hostia, por mucha experiencia que
tengas y por mucho crampón y mucho piolet que lleves como esté la
nieve helada y des un resbalón, sobre todo bajando, ¡te vas a tomar por
culo!, exclamó en voz tan alta que hasta la viuda se volvió hacia él.
Anguiano aprovechó el embarazo del momento para despedirse junto
con su mujer. Los compañeros de fatigas montañeras del fallecido
hicieron lo mismo y Viguera se vio de repente sólo en la sala, frente a
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Muerte en la escupidera
dos mujeres acurrucadas en el sofá. Ana Mari Sáenz reparó entonces en
él e instintivamente se incorporó y se dirigió hacia él.
- No nos conocemos, creo, ¿era usted amigo de mi marido?
Viguera carraspeó y le pidió hablar a solas. La mujer le aclaró que la otra
era su hermana y que podía decirle lo que fuera delante de ella. Gustavo
dudó pero no fue capaz de intentar separarlas y fue directo al asunto.
Ana Mari Sáenz, primogénita de un rico bodeguero que la desheredó por
no asistir a sus segundas nupcias con una venezolana treinta años más
joven que él, no sabía nada de los seguros de vida de su esposo y
reaccionó arrojándose entre lágrimas a los brazos de su hermana.
Viguera se sintió culpable de la nueva lanzada en el corazón desgarrado
de la viuda y trató de superar el trago imaginando la maldad que el burro
de su jefe soltaría cuando se lo contara: lloraría de alegría la muy zorra,
Gustavo, no te confundas, de alegría, si lo sabré yo. La vergüenza ajena
que sintió sólo por pensarlo le movió a tratar de confortar a la pobre
viuda. Fue a decirle que su marido, el doctor Zabala, seguramente le
había salvado la vida a su hijo Gustavito pero entonces sucedió algo
inesperado que elevaría el nivel de la sofocante emoción que se respiraba
en la sala 3 hasta el límite de lo soportable. La puerta se abrió y una
muchacha de trece años hizo su entrada con los brazos caídos, las manos
entrelazadas y la mirada clavada en el suelo. Le acompañaba una mujer
rubia de la edad de su madre, enlutada de pies a cabeza, que guiaba a la
niña con una mano sobre su hombro, como si fuera ciega. Cuando las
vio llegar Ana Mari estuvo a punto de sufrir un desmayo y hubo que
medio acostarla en el sofá. Cómo tendría el valor de presentarse allí la
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Muerte en la escupidera
barragana de su padre, como llamaba injustamente a Mercedes, su
legítima segunda esposa. Pero Mercedes adoraba a Patricia, la única hija
de Óscar Zabala y de la hija de su marido, y lo que era peor, la niña
también simpatizaba con ella. Ana Mari no hubiera soportado la
presencia de su padre en aquella sala pero la de su hija del brazo de
Mercedes fue demasiado también. Cuando se repuso del sofocón se
abalanzó sobre su hija, la abrazó hasta hacerle daño y ambas se
fundieron en un mismo llanto inconsolable y desgarrado que emocionó a
los demás también hasta las lágrimas. «¿Por qué, mamá, por qué?»,
aullaba la niña con el rostro desfigurado y enrojecido por el berrinche.
Dios se nos lo ha llevado, Elsita cariño, sólo Él sabe por qué y nosotras
aún tenemos que darle las gracias por el buen papi que hemos tenido, a
que sí cariño…»
Sin dejar de llorar, la niña asentía con la cabeza apretada contra el regazo
de su madre y hasta Gustavo Viguera, un tipo con fama de
inconmovible, tuvo que morderse los labios y apretar fuerte para que el
daño le sujetara los ojos. Tratando de contrarrestar la emoción se acordó
del cabrón de su jefe y se preguntó para qué le habría obligado a pasar
tan mal rato. Había sido una estupidez presentarse en el tanatorio, estaba
claro que la viuda no sabía nada de las pólizas de su marido, como casi
todas, pero aunque lo supiera, ¿de verdad esperaba Terroba que le
hubiese contestado: «¡Ah! sí, los seguros de vida, menuda se la ha jugado
este pillín de maridito tan paliducho que tengo metido en esa caja, ¿eh?»
Viguera maldijo una vez más su puta vida pero antes de marcharse
decidió que, ya que se encontraba ante la inconsolable viuda de su cliente
de cuerpo presente, al menos actuaría con profesionalidad y
aprovechando el viaje.
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Muerte en la escupidera
- Señora, sé que no es el momento más apropiado pero es mi
deber pedirle que en cuanto le sea posible se pase usted por
nuestra oficina para ultimar el tema de la póliza. Aquí tiene mi
tarjeta, estamos mañana y tarde, de lunes a viernes. Y lo siento
de veras. Verá, hace unos años, el doctor Zabala, su marido…
Pero la madre e hija permanecían abrazadas y fue la cuñada del muerto
quien recogió la tarjeta, le dio las gracias y le indicó con el gesto que no
era momento. Que se marchara. Un viento desapacible lo aguardaba en
el exterior pero antes de refugiarse en el coche Viguera se asomó al río,
que bajaba crecido por el deshielo de la Demanda, y dejó que la corriente
arrastrara su mirada perdida en dirección al pozo Cubillas.
- «Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir…»
No supo de dónde pero la frase surgió, se apoderó de su pensamiento y
no pudo librarse de ella hasta que le volvió la espalda al Ebro. Ya apenas
quedaban coches en el incómodo aparcamiento y el perito de Estigia
abandonó el tanatorio pensando que muchas vidas ni siquiera llegaban a
la fase de río. La del doctor Zabala, por ejemplo, estampada contra la
nieve de la alta montaña a los pies de un gigantesco tobogán de hielo al
que locos que jugaban a matarse en él llamaban la Escupidera.
El resto de la semana siguiente al mortal despeñamiento de Óscar Zabala
transcurrió sin novedad hasta que el viernes a media mañana Germán
Terroba ordenó que Viguera se presentara inmediatamente en su
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Muerte en la escupidera
despacho. El jefe acababa de reunirse con los delegados de las otras
compañías “estafadas por ese cabrón de mediquito” y echaba las muelas.
- Malas noticias, Gustavo, para todos pero especialmente para ti:
el Consorcio dice que allá películas. Que no es un caso de
riesgo extraordinario. Que cada palo aguante su vela. O sea que
a pagar, ¿lo pillas? ¡seiscientos mil eurazos por una sola cuota!
Suficiente para jodernos el ejercicio, ¡mecagüenn…!
Gustavo fue a decir que lo sentía pero se contuvo a tiempo. No era
momento de sentimientos sino de ponerse manos a la obra para evitar la
catástrofe.
- ¿Qué cómo? ¡Hay que joderse! Tú le firmaste la póliza, así que
el marrón es tuyo, amigo mío. De momento te toca decirle a la
viuda del pediatra que no pensamos pagar ni un céntimo
mientras no nos demuestren que su marido se cayó
accidentalmente y no se tiró de cuernos por el Escupitajo ese de
los cojones, o como se llame. Mira, ese sinvergüenza se suicidó,
seguro, de qué iba a contratar tanto seguro de vida si no. Se
creía muy listo, ¿verdad? pero mira tú, no sabía que nosotros
somos mucho más listos que él, y que de Germán Terroba no
se ríe ni Dios. Así que, ¡hala!, manos a la obra.
De nada sirvieron los reparos que se le fueron ocurriendo a Viguera. Su
jefe sabía de sobra que no sería tarea fácil pero, y en eso llevaba razón,
no sería ni la primera ni la última vez que descubrían un fraude por
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Muerte en la escupidera
suicidio encubierto y lograban el fallo favorable de un juez sin necesidad
de aportar una nota de despedida. Ahí estaba el reciente caso del
empresario arruinado por un timo financiero que se lanzó contra un
camión en una recta con perfecta visibilidad. La indemnización no era ni
la cuarta parte pero peleando como era debido consiguieron no soltarla.
Así que con más razón en este caso. Pero, ¿qué quería decirle con
“manos a la obra”’? ¿Qué pretendía que hiciera?
Terroba se lo aclaró de un tirón. Aquella misma mañana se había reunido
con los otros delegados de compañías afectadas por el “caso Zabala” y
tras mucho discutir habían acordado investigar con discreción la posible
existencia de un móvil de suicidio en la inesperada muerte del pediatra
más famoso de la ciudad. La gente de la calle ya sabía algo sobre un
seguro de vida millonario, aunque al parecer no había trascendido lo de
las cinco pólizas, y desde los cafés de amigas se estaba creando un estado
general de compasión hacia las pobres viuda e hijita del doctor; a
ninguna de las compañías les interesaba aparecer como quebrantahuesos
insensibles a la tragedia, siempre dispuestos a cobrar pero nunca a soltar
la pasta. Antes de llevar el caso a los tribunales –¡menudo escándalo!querían asegurarse de no meter la pata y eso exigía investigar. En una
capital de provincias donde todos se conocen resulta imposible no hacer
algo por lo que decidas quitarte la vida sin que llegue a saberse, y menos
si se trata de un personaje tan conocido y relacionado como un médico
de prestigio. Así que “manos a la obra” significaba ponerse a investigar
un caso más que probable de suicidio disimulado como accidente. Los
delegados habían decidido repartirse el trabajo en varias líneas de
investigación. Germán Terroba lo tenía más claro que el agua que jamás
bebía.
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Muerte en la escupidera
- “Tres cosas hay en la vida, salud, dinero y amor, y el que tenga
las tres cosas que le dé gracias a Dios”, Te suena, ¿verdad’ Pues
la gente sólo se mata cuando pierde para siempre alguna o
algunas de ellas. No falla, amigo Gustavo. Así de simple, te lo
digo yo.
De indagar acerca de un posible móvil económico se encargaría uno de
los delegados cuyo cuñado era el director del banco que era el único
cesto donde imprudentemente Óscar Zabala tenía depositados al parecer
todos sus huevos: cuenta corriente, acciones y fondos de inversión. Para
confirmar o descartar un supuesto móvil sentimental iban a contratar los
servicios de un detective especializado, el mismo que descubrió la
increíble relación amorosa entre la presidenta de la asociación “Familia
Cristiana” y el hijo de su tesorero sorprendiéndolos con las manos en la
masa – literalmente- en un hostal de Pamplona, menudo bombazo para
el cotilleo de la ciudad. En lo referente a una posible grave enfermedad
de Zabala, consultarían su historial clínico del Hospital, al alcance de
cualquier empleado desde que se informatizó el sistema, y rastrearían las
bases de datos de clínicas privadas y laboratorios de análisis clínicos y
anatomía patológica en busca de cualquier indicio, tarea relativamente
fácil por estar la mayoría de esos centros participados por las compañías
de seguros. Caso de no encontrar nada, estaban dispuestos a solicitar a la
Justicia una segunda autopsia. Pero ahí no quedaba la cosa.
- Por lo visto es imprescindible para la investigación reconstruir
hora a , ¡qué digo, minuto a minuto!, las últimas veinticuatro
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Muerte en la escupidera
horas que vivió ese desgraciado, y eso significa que alguien tiene
que seguir sus pasos, pero literalmente, vamos, hasta la
mismísima Escupitajera esa donde se metió la hostia, ¿me
comprendes? Autopsia psicológica lo llaman ahora, hay que ver
lo que se inventan los psiquiatras para no perder comba.
Como Gustavo Viguera no sospechaba que se estaba refiriendo a él
asintió con vehemencia, claro que le comprendía, era lo habitual en esos
casos, interrogar a todo el que hubiera tenido el menor contacto con la
víctima buscando cualquier muestra de comportamiento anormal o
sospechoso.
- Perfecto, amigo Gustavo, me alegro de que lo entiendas tan
bien, así que, lo dicho: ya puedes ir poniéndote en marcha.
Sí, había oído bien. A propuesta de su jefe, aprobada por el resto de los
delegados, sería él, Gustavo Viguera, el encargado de investigar sobre el
terreno los últimos movimientos, los últimos encuentros, las últimas
palabras y hasta los últimos gestos del doctor Zabala el fatídico primer
fin de semana de mayo en el que había perecido cayendo al vacío en un
monte perdido. Terroba no le dio opción: no admitiría una negativa so
amenaza de despido. Y la razón de su designación no era sólo que hubiera
sido precisamente Viguera el irresponsable agente que le aseguró cien
kilos en caso de fallecimiento. Además era un buen investigador,
inteligente y perspicaz, como había demostrado en otros casos de intento
de fraude a la compañía. Claro que tirarse peñas abajo no era lo mismo
que quemar el taller o estrellarse contra un muro, naturalmente que era
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Muerte en la escupidera
un caso difícil, atípico y sin precedentes, pero para eso estaba él, Gustavo
Viguera, para salir airoso de la empresa gracias a sus excelentes recursos
como perito todo terreno con justa fama de lince a pesar del patinazo
con Zabala, pero quién podía imaginar algo así, los demás también
picaron, era comprensible…
Tanto elogio después de la bronca convenció a Viguera de que su jefe iba
completamente en serio y entonces trató desesperadamente de
improvisar todas las pegas que se le ocurriesen para evitar la misión más
complicada
y
posiblemente
disparatada
que
nunca
le
habían
encomendado. Pero fue inútil.
- El tiempo corre en nuestra contra, las cosas se olvidan con
rapidez, así que tendrás que hacerlo cuanto antes. Ya mismo,
Gustavo. A poder ser, mañana. Naturalmente no tendrás que
subir hasta esa maldita… ¿cómo?, eso, Escupidera, no te quiero
tan mal, pero sí hasta un refugio situado en la base de ese
jodido monte, donde al parecer muchos chalados duermen
antes de subir a la cima. Lo tengo aquí apuntado, espera… eso
es: Góriz. Refugio de Góriz. Y no me preguntes por dónde cae
porque no tengo ni puta idea, eso ya es cosa tuya.
Además de la visita al refugio, donde debía sonsacar a los guardas
cualquier información que pudiesen proporcionar sobre el montañero
Óscar Zabala, Viguera tendría que apañárselas para entrevistarse con el
responsable del equipo de salvamento que rescató el cadáver y con el
forense que firmó la autopsia. De nada sirvieron las protestas de Viguera
por su sobrepeso, su sedentarismo militante, su baja forma. Y su
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Muerte en la escupidera
absoluto desconocimiento de la montaña. Nada de eso sería un
obstáculo. Terroba lo había planeado todo.
- Te acompañará hasta el refugio un guía que vamos a contratar
en uno de esos puebluchos perdidos del Pirineo. Un
todoterreno os subirá hasta casadiós y desde allí hasta el refugio
será un paseo por una senda me han asegurado que cómoda, sin
pendientes empinadas. Por lo visto se puede recorrer el trayecto
con las manos en los bolsillos, amigo Gustavo, pero ya sabes
que tienes que llevarlas fuera y ponerlas… ¡a la obra! ¡Ja, ja, ja!
Y eso significa, no lo olvides, desenmascarar a ese cabrón de
médico muerto que quiere robarnos las perras. ¡Hala!,
muchacho, a deshacer el entuerto.
& & &
Muchos sábados por la tarde la familia Viguera se iba de compras al
Centro. No al centro de la ciudad, donde estaban las tiendas y los
colmados de toda la vida, sino al gigantesco Centro Comercial plantado
en las afueras. Un hipermercado con ochenta tiendas, diez cafeterías,
ocho cines, una bolera, agencias de viajes, sucursales bancarias, farmacia
y hasta oficina de correos: una ciudad condensada en dos plantas
protegidas de la intemperie donde los niños podían corretear sin miedo a
los coches y los padres tomarse una cañita en una terraza en pleno
invierno. Cuando se anunció su construcción el comercio local se
movilizó en contra pero nada pudo evitarlo y el éxito de la megatienda
fue inmediato. Aparcamiento seguro y gratuito, horarios amplios, una
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completa oferta de ocio y de consumo y temperatura agradable durante
los doce meses del año, constituían un atractivo irresistible para las
familias, sobre todo con niños pequeños. A Vito, el único hijo de
Gustavo Viguera y Marta Briones, le encantaba ir al Centro. Para un
chaval de ocho años aquello era mejor que las barracas de las fiestas. Se
lo pasaba pipa subiendo y bajando por las escaleras mecánicas,
montándose en el caballito mecánico, resbalando por el suelo con
carrerilla y enredando en todas las tiendas que podía. Si además caían
unos chuches o un helado, lo que sucedía casi siempre, tarde perfecta.
Viéndole corretear tan lleno de vida por el pasillo nadie sospecharía que
cuatro años antes ese niño estuvo a punto de morir. Una tarde volvió del
colegio vomitando a chorro, con fiebre alta y mucho dolor de cabeza.
Llevaba varios días acatarrado, tosiendo y con mocos, como casi todos
los niños en octubre, y el pediatra del Centro de Salud no le había dado
mayor importancia. Pero la cosa tenía ya otra cara y esa misma tarde lo
llevaron a las sobresaturadas Urgencias del hospital, donde después de
cuatro horas de espera los despacharon a casa con el mismo diagnóstico:
“proceso catarral de origen vírico”. Tras una noche en vela el niño no
mejoraba y su madre, desesperada, despertó a una amiga para que le
diese el nombre y el teléfono de aquel pediatra que según ella además de
estar tan bueno era muy bueno. Apenas una hora más tarde el doctor
Oscar Zabala les abría la puerta de su casa con una abierta sonrisa a
pesar de que hasta mediodía no comenzaba la consulta. Mientras
desnudaban al niño les hizo varias preguntas y cuando descubrió unas
pequeñas manchitas en la piel no perdió ni un segundo. Les ordenó que
lo sujetaran para ponerle una inyección y les apremió para que se
dirigieran inmediatamente al Hospital mientras él llamaba para avisarles
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de que acudiría un niño con una posible sepsis meningocócica por
meningitis. Una enfermedad potencialmente mortal si no se trata a
tiempo. Cuando llegaron a Urgencias no tuvieron que esperar ni un
minuto y unas horas más tarde el niño estaba fuera de peligro. Aún
tuvieron que escuchar críticas hacia la actuación de Zabala por haberle
inyectado un antibiótico antes de realizarle los cultivos de sangre para
identificar la bacteria causante de la enfermedad, pero lo cierto fue, como
reconocieron los pediatras del hospital más tarde, que aquella inyección
posiblemente le salvó la vida. Cuando fueron a darle las gracias al doctor
Zabala, ni les cobró (“Me considero más que pagado con que su hijo se
haya curado”) y encima obsequió al niño con una de las célebres
piruletas gigantes sin azúcar con las que sabía ganarse la confianza de sus
berreones pacientes cuando se quedaba a solas con ellos. Chapó. Hay
cosas que nunca se olvidan, y cuando casi cuatro años después de aquello
Gustavo Viguera volvió a ver a Oscar Zabala, esta vez en su oficina de
Estigia, el responsable de Vida y Accidentes no fue capaz de ponerle
ninguna pega a la desmesurada póliza de vida que quería suscribir el
médico al que seguramente debía que Vito continuara subiendo en
dirección contraria por las escaleras mecánicas del Centro Comercial.
Seiscientos mil euros. Cien quilos. ¡Qué cabrón!
- Gus, vamos a entrar en esta tienda de deportes a mirar un
chándal para Vito, ¿vale?
La dulce voz de Marta no logró rescatar a su marido de sus cavilaciones y
tuvo que zarandearlo por el brazo, siempre con suavidad.
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- ¿Me has oído, Gustavo? Que vamos a entrar aquí un momento,
¿en qué estás pensando, cariño?
El padre de familia asintió y entraron en una enorme tienda de deportes
donde había de todo, ordenado por actividades: fútbol, baloncesto,
ciclismo, tenis… y hasta montañismo. En esta última sección había un
expositor de libros y Gustavo les dijo que les esperaría allí, mirando.
Marta se detuvo y lo miró, perpleja. Era la primera vez que mostraba
interés por la montaña. Pero Vito tiraba fuerte de la mano de su madre y
acabó arrastrándola hacia el interior del establecimiento. Al ya perito
montañero le llamó la atención la cantidad de libros, revistas y
publicaciones que existían sobre el montañismo, en todos sus aspectos.
En seguida se fijó en un voluminoso tomo cuya foto de portada
identificó inmediatamente. Era una impresionante imagen de la cara
noroeste del Monte Perdido en la que destacaba el corredor nevado que
desde la cima parecía descender como una rampa gigantesca que se
ensanchaba oblicuamente hacia la izquierda e iba a parar directamente a
una pequeña laguna situada en la base. Reconoció perfectamente en la
zona más estrecha del tobogán la Escupidera, vertiginosamente erguida
hacia la cima y al mismo tiempo inclinada hacia la derecha hasta la orilla
que, a diferencia de la opuesta, protegida por un imponente muro de
roca, terminaba en el mismísimo borde de un abismo por el que nunca se
terminaría de caer. Era aún más impresionante que las vistas que
encontró en Internet, sobre todo la tomada con teleobjetivo y donde aún
así los montañeros parecían pulgas. Como aquélla, estaba tomada desde
el Cilindro pero a su distancia real, con lo que la perspectiva de la
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inclinación del corredor era mucho más imponente todavía. De nada le
sirvió recordar las palabras de Anguiano cuando le habló de aquella foto.
- Hombre, desde arriba sí, parece inaccesible, pero cuando
comienzas a subir desde la Laguna Helada tú no tienes esa
perspectiva, el corredor parece más tumbado y, por supuesto,
más ancho, nada que ver, en serio, subir por allí no acojona
para nada, no es nada aéreo, y en agosto, sin nieve, desde luego
no hay ningún peligro, sólo que resulta un coñazo porque las
botas se te hunden en la piedra y parece que no llegarás nunca
arriba; con nieve es mejor, y si vas equipado como Dios manda,
ningún problema…
“¡Ya, ¿y entonces Óscar Zabala, qué?”. Lo dijo en voz alta sin darse
cuenta y otro curioseador de libros lo miró de reojo. Además, ¡qué
tontería!, él no tendría que subir por el corredor, ni siquiera hasta la
Laguna, tan sólo hasta el refugio de Góriz, un paseo desde la parada del
autobús. Pero cuando miraba y remiraba la foto no podía dejar de pensar
en el doctor Zabala, el salvador de su hijo Vito, resbalando por la maldita
Escupidera aquella, en dirección a una muerte segura. Un escalofrío
entre las paletillas le movió a devolver el libro a su estante. Había
muchos más, sobre los Pirineos, los Alpes, los Montes Vacos, la
Montaña Palentina, Gredos, los Picos de Europa y hasta un “Montes de
la Rioja” donde descubrió que aquel montículo situado junto al pantano
de la Grajera al que lo subió una vez el canso de su cuñado porque tenía
unas vistas maravillosas de Logroño y su valle, el popular “monte la
Pila”, estaba catalogado en una guía montañera con 565 metros de
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altitud. ¡No me jodas que he subido a un monte sin saberlo!, se dijo, pero
la diversión le duró poco cuando recordó que el Perdido levantaba casi
tres kilómetros más. ¡Chalados, eso es lo que son!, continuó pensando
mientras dejaba el libro en su sitio. Otra estantería exhibía unos libritos
cuadrados y delgaditos, casi folletos, que formaban una colección de
guías prácticas. Los había de todo: sobre nudos, escalada, manejo de
crampones y piolet, curas y vendajes… ¡y hasta sobre cómo cagar en el
monte!. En la portada del dedicado al piolet y los crampones le pareció
ver a dos astronautas unidos por una cuerda caminando por un satélite
desierto cubierto de nieve y lo cogió para echarle un vistazo. Las fotos
mostraban chalados y más chalados trepando o bajando por neveros
inclinados pero un párrafo llamó su atención.
La autodetención es quizá la primera técnica que hay que aprender para
escalar sobre nieve, y uno de los principales usos del piolet como elemento de
seguridad. La primera línea de defensa ante las caídas, como es lógico, es la
prevención.
Utilizar el piolet para autoasegurarte, clavándolo en la nieve de la montaña
cada dos pasos mientras te encuentras en posición equilibrada, constituye la
mejor manera de evitar que un resbalón o tropiezo llegue a convertirse en una
caída. A pesar de observar metódicamente esta norma, no resulta tan raro
caerse. La distracción, la fatiga y mil causas diferentes originan estos sustos,
para los que conviene estar preparados y con el piolet en ristre.
Gran parte de las caídas en nieve se producen durante el descenso; entonces la
nieve se acumula más fácilmente bajo los crampones formando los temidos
zuecos. El cansancio de la jornada te lleva a bajar la guardia, pierdes la
concentración en los pies, lo cual propicia los enganchones de las puntas de un
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crampón con la pierna contraria… por eso conviene agarrar el piolet con el pico
mirando hacia atrás, hacia la nieve en las bajadas, así se acelera el tránsito a
la posición de autodetención sin tener que girar la cabeza con la herramienta.
Con eso se ahorran unos segundos preciosos…1
- Gus, Gus, ¡Gustavo!, ¿no me oyes?, venga, que nos vamos, te
esperamos en la caja, anda Vito, enséñale a papi el chándal tan chulo que
te va a comprar...
& & &
La oficina de Antonio Anguiano estaba a dos manzanas de la de Gustavo
Viguera. A pesar de ser compañeros del mismo gremio apenas se veían y
nunca quedaban, pero se profesaban mutua simpatía y cuando Anguiano
recibió la inusual invitación de Viguera para tomarse un café a media
mañana aceptó encantado. Como en todas las semanas siguientes a un
largo puente la oficina de AMA Seguros recibía un aluvión de partes por
accidentes de tráfico.
- La gente es la hostia, Gusti, se meten unas castañas del copón
por llegar cinco minutos antes a casa, yo es que prohibía que los
coches pudieran pasar de cuarenta, y eso que vivimos de esto,
¿eh?, de verdad te lo digo. ¿Sabes cuántos partes me han caído
hoy? Bueno, pero qué te voy a contar a ti, joder, si lo mismo
tienes más que yo. ¿Qué tomas? ¿un cortadito? Pues yo me voy
a meter una pinta bien fría. Con dos cojones, sí señor, que
1
Tomado del libro “Manejo básico de piolet y crampones”, de Toño Guerra, Desnivel
ediciones.
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pasan de las doce y yo nunca bebo por las mañanas. Bueno, tú
dirás, compañero…
Viguera le contó la historia que Anguiano escuchó con atención entre
sorbos y chasquidos y a renglón seguido le pidió su experta opinión
sobre la excursioncita a la montaña que le había preparado su jefe.
- Qué cabronazo, este Germán. Te la ha preparado buena, sí,
pero tiene razón, investigar esas horas previas a la muerte de un
posible suicida encubierto es la clave para pillarlos. Y seguro
que tú lo haces bien, lo has demostrado otras veces. Lo que me
jode es que te lo imponga como un castigo, como si tú tuvieses
la culpa, vamos.
Viguera insistió para que su camarada le hablara de la montaña. Era lo
que más le preocupaba.
- Creo que no debe inquietarte, en serio te lo digo. Verás. Al
refugio de Góriz se puede llegar por varios caminos. Yo me los
conozco todos. Mira, te lo voy a pintar en una servilleta de
papel. Esto es el refugio, ¿vale? Su verdadero nombre es
Delgado Úbeda pero todos lo conocemos como Góriz, a secas.
Está a dos pasos de la divisoria entre España y Francia, y todos
los años pernoctan en él miles de montañeros de todas partes,
casi siempre para atacar el Perdido al día siguiente. Ten en
cuenta que la cumbre está a más de 3300 metros y la
aproximación a su base desde cualquier punto es muy larga y
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con bastante desnivel, así que Góriz, que está a 2200, es ideal
para reparar fuerzas y coronar cómodamente una de las cimas
más apetecibles del Pirineo. Mira, esto que pinto ahora es el
valle de Ordesa, seguro que has oído hablar de él porque es más
famoso que el copón. Bueno, pues desde España la vía normal
para subir al perdido es por aquí, ¿ves? Se recorre el valle, que
es una pasada de bonito aunque esté petado de gente, y si el día
está despejado cuando llegas a este punto ya podrás ver el
imponente circo donde termina, a los pies de las fabulosas
cumbres de las tres Sorores: el Soum de Ramond a la derecha,
el Cilindro de Marboré a la izquierda y en medio de los dos el
puto amo del valle, amigo Gustavo: el Perdido. ¿La Escupidera,
dices? ¡Tranquilo, hombre!, que ya llegaremos. Bueno, a partir
de este punto, junto a la cascada de la cola de Caballo, la cosa se
pone más chunga; hasta aquí llegan como mucho los
domingueros y hasta abuelitos paseando a los nietos, pero
desde ahí ya sólo siguen los montañeros, subiendo por esta
pared, ¿ves?, hasta el refugio. Bueno, aquí hay unas clavijas pero
eso no te interesa porque se pueden evitar. Hay otros caminos
desde el aparcamiento hasta la Cola, como el de la faja de Pelay,
que bordea el valle por aquí; es más tranquilo pero hay que
subir unas rampas de la hostia, la Senda de los Cazadores, y por
ahí tú echas el bofe seguro, compañero. A mí el camino que
más me gusta es el que sale de Torla, el pueblito que está a la
entrada del valle, o sea por aquí, y va subiendo hasta una
especie de balcón gigantesco sobre el valle por el que no suele
pasar ni Dios, donde te vas encontrando unos cuantos
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miradores impresionantes sobre el valle y las cumbres que lo
flanquean. Bueno, pues muy cerquita de este camino,
justamente aquí, en collado Arenas, es donde te dejará
seguramente el todoterreno en el que te van a subir desde
Nerín. ¿Difícil? ¡Qué va, hombre! Para que te hagas idea es una
pista asfaltada por la que circula un autobusillo que recorre los
miradores para que los turistas hagan sus fotos y luego
presuman de haber estado en lo alto de Ordesa sin haber
andado cien metros,¡bah!, una mierda, pero es lo que hay, majo.
El perito montañero en ciernes seguía sin tenerlo claro.
- Tranquilo, hombre, que ahora te lo cuento. Mira, desde collado
Arenas, ya sabes, donde te dejará, bueno, os dejará porque vas con
guía, ¿no?, vale, pues desde ahí hasta la senda que recorre la
cornisa que asoma al valle habrá media hora andando como
mucho, sin apenas pendiente, hasta este punto, cuello Gordo. Y
desde aquí hasta Góriz te espera un paseo de hora y cuarto
aproximadamente, por una senda cómoda y prácticamente a la
misma cota que el refugio, o sea unos 2200. Con un calzado
adecuado, eso sí, no me vayas con playeras, ¿eh?, hasta una abuela
con reuma llegaría sin ningún problema. Góriz, ¡qué buenos
recuerdos! Si tienes la suerte de pillar cielo despejado con luna
nueva prepárate a ver el espectáculo más acojonante de tu vida,
nunca hubieras imaginado que hay tantas estrellas. ¡Buah!, la hostia,
Gustavo. ¿Qué si está bien qué? ¿El refugio? ¿Confortable? ¡Ja, ja,
ja! Ese es el precio que hay que pagar por ver nebulosas y tener el
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Perdido a tiro de piedra, amigo mío. Prepárate a alojarte en lo más
parecido al barracón de un campo de concentración que verás en
tu vida. Jevi total, tío. ¡Lo que daría por verte en aquella puta litera,
con lo tiquismiquis que tú eres! Y no digamos cuando te dé el
apretón. ¿Qué por qué? Ya lo verás, hombre, no te impacientes, ¡ja,
ja!, Gustavo Viguera en Góriz, si no lo veo no lo creo, menuda te
la ha preparado ese hijoputa de jefe que tienes…
Antes de dar por terminada la entrevista Viguera le recordó a su colega
que en el tanatorio le dijo haber compartido alguna excursión montañera
con Óscar Zabala.
- Dime cómo crees tú que se comportaba en el monte, quiero
decir, si era prudente, si sabía por dónde se andaba y todo eso.
Hacía años que no habían coincidido pero Anguiano le recordó que
Zabala había sido un montañero experimentado y consumado pirineísta.
- Un poco venado, eso sí. Le gustaba trepar por paredes muy
aéreas, asomarse a abismos vertiginosos y hacer el hostia por las
crestas más afiladas. No tenía miedo pero tampoco era un
temerario. Por lo que me han dicho estos días quienes más fueron
con él al monte aseguran que era un montañero valiente pero no
un loco. Nunca se arriesgó a dar un paso en falso y era bueno
echando las manos. Desconocía el vértigo, y eso en el monte es
una ventaja, pero no significa que fuera un suicida. En cuanto a la
nieve, conocía perfectamente las técnicas del piolet y los
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crampones y había seguido cursillos de escalada en nieve. Me
consta que hace dos o tres años siguió un buen cursillo de
autodetención, bueno, de saber frenar si resbalas por una
pendiente helada, hay varias maneras de hacerlo y él las conocía
todas. Eso es lo que más extraña, que un tipo con esa preparación,
sangre fría, crampones y un buen piolet se haya ido a tomar por
culo en la Escupidera. ¿Mi opinión? No sé, exceso de confianza
quizás, o que pudo darle un jamacuco y perder el conocimiento,
vete tú a saber, aunque en ese caso la autopsia hubiese encontrado
algo. En fin, que no me gustaría estar en el pellejo del pobre perito
encargado de averiguarlo… Venga, hombre, que es broma, tú
puedes con eso y con más.
- “La Rioja es mi tierraaa…. Logroño es mi pueblooo…”
El peculiar aviso de llamada del móvil de Viguera puso fin a la
conversación.
- Tío, no me jodas que tienes una jota de tono. ¿Terroba?
Pues nada, el jefe es lo primero, y si necesitas alguna cosa
más, pues ya sabes donde estoy, amigo, en esa oficina
siniestra de ahí enfrente, ¡ja, ja, ja!
Anguiano pagó sin que su camarada pudiera evitarlo y salió de la
cafetería como si lo persiguieran. Viguera pensó que su jefe iba a
echarle una bronca por faltar tanto rato de la oficina, pero se
equivocaba. La semana comenzaba con novedades y buenas, pero
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Muerte en la escupidera
no para contarlas por teléfono. Ni diez minutos más tarde el perito
llamaba a la puerta del delegado de Estigia Seguros.
- Pasa, Gustavo, pasa y siéntate. Qué tal el finde, como se dice
ahora, ¿bien?, me alegro, hombre. A mí en cambio me ha
tocado arrinconarme, bueno, ya me entiendes, ¿no?
Viguera no podía creer que su jefe fuese a contarle por enésima vez que
su mujer era de Rincón de Soto y le obligaba a pasar algún fin de semana
en casa de sus suegros, o sea a arrinconarse, pero lo hizo.
-
Eso sí, mi suegra sigue preparando una menestra que sólo por
eso vale la pena. Bueno, pues como te decía hay importantes
novedades en el caso Óscar Zabala. Ése no sabía con quién se
jugaba los cuartos. Mira, esto que te voy a contar es solo para ti,
¿entendido? Ni a tu mujer, Gustavo, que nos la jugamos. Ya te
dije que varios delegados íbamos a unir esfuerzos con el fin de
investigar a nuestro común defraudado ¿verdad? Pues la
investigación ya está dando frutos interesantes. Verás, no me
preguntes por qué lo sé y si algún día cuentas esto date por
echado, ¿entendido? Vale, ya lo sé, pero tengo que asegurarme
de que eres consciente de la gravedad de la información que
voy a darte. ¿Un purito? Es verdad, que tú no fumas, te vas a
morir sanísimo…
Viguera salió del despacho tan preocupado que ni respondió al saludo de
la fiel Piluca. No le gustaba nada lo que acababa de oír: que el doctor
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Zabala había ido retirando personalmente de su banco cantidades de
dinero en los últimos meses hasta quedarse casi sin blanca. La
información era completamente fiable: el director de la sucursal bancaria
donde Zabala tenía el dinero era cuñado del delegado de Crepúsculo, una
de las agencias presuntamente estafadas por el pediatra. Primero echó
mano de varios depósitos a plazo, más tarde vendió las acciones y acabó
tirando de la cuenta a la vista, en la que siempre tenía un buen saldo.
Terroba no le concretó las cantidades pero le aseguró que se trataba de
“dinero”.
- “Tres cosas hay en la vida, salud, dinero y amor, y el que tenga
las tres cosas que le dé gracias a Dios”, Te suena, ¿verdad’ Pues
la gente sólo se mata cuando pierde para siempre alguna o
algunas de ellas. No falla, amigo Gustavo. Así de simple, te lo
digo yo.
La tesis de su jefe le pareció demasiado simplista la primera vez que se la
planteó pero ahora reconocía que llevaba toda la razón. Era así de
elemental pero igual de cierto. Si Óscar Zabala había simulado una
muerte accidental en la Escupidera del Monte Perdido pero en realidad
se había quitado la vida debía ser por una de las famosas tres cosas que
hay en la vida. Y la de la pasta comenzaba a destacarse sobre las otras
dos como la cima del Perdido por encima de las de sus dos hermanas.
Pero abrir esa puerta entre las tres significaba encontrarse con otras
tantas cerradas, nuevas incógnitas en busca de respuesta, la primera de
las cuales era obligada: ¿Por qué habría dilapidado el doctor Zabala su
capital en los meses previos a su muerte?
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- A ti qué te parece, hombre… Venga, Gustavo, no me digas que
no sabes por qué. ¿Deudas? ¡Nos ha jodido!, pues claro, no van
a ser donativos a Cáritas. Pero no estamos ante pagos, digamos
normales, yo que sé, Hacienda, un plan de pensiones, hipotecas,
préstamos y todo o demás. No, hombre, esos son pagos
normales, conocidos, comprobables… Este tío fue sacando la
pasta ¡en-me-tá-li-co!, Gustavo, en crudo que se dice, y de mil
en mil euros, no te vayas a pensar. En su maletín de médico se
los llevaba, muchacho. Y te puedes imaginar que no los
ingresaba en otras cuentas, ni suyas, que no tiene, ni de nadie.
Eso, descartado. Así que le entregaba el dinero a alguien ¡enma-no! ¿Qué a quién? Joder Gustavo, te estás quedando
conmigo o qué, yo qué coño sé a quién, si lo supiera ya estaría
el caso resuelto. Mira, como te veo que estás un poco espesito
esta mañana te diré que eso huele a la legua a chantaje. ¿Me
oyes? ¡Chan-ta-je!, Gustavín, no te confundas…
Camino de su casa, con las manos en los bolsillos y la vista clavada en la
acera, Gustavo Viguera no podía quitarse de la cabeza las cosas que
acababa de contarle su jefe.
- Y si se trata de eso, como parece, lo que hasta ahora resultaba
incomprensible empiezan a tener sentido, ¿no? El fulano
contrató las pólizas para reponerse de la sangría que no me
digas quién ni por qué le estaba provocando, aunque me juego
contigo lo que quieras a que era o por un lío de faldas o por
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Muerte en la escupidera
algo profesional. Éste o se la pegaba a la mujer con alguna de
esas mamás que se le abrían de piernas en la sala de espera o
metió la pata bien metida con algún niño y le estaban sacando
las perras a cambio de no contarlo y hundirlo en la miseria. A
ver, qué nos jugamos.
A Viguera le fastidiaba reconocerlo pero Germán Terroba seguramente
no iba desencaminado con sus sospechas. Eran tan probables que había
puesto de acuerdo a todos los delegados para contratar un detective que
se pusiera inmediatamente a investigar ambas pistas: la del adulterio y la
del niño o niña víctima de una posible negligencia médica de fatales
consecuencias. ¿Entonces?
- De eso nada, majito, tú no te libras de la jodida montaña esa,
esto no cambia para nada los planes respecto a ti. No sólo eso,
sino que ya puedes preparar la mochila porque vas a ir pero ya.
Cada día que pasa disminuyen nuestras posibilidades de
demostrar el fraude. Hoy es lunes, ¿verdad? Pues mira, antes
del domingo tienes que estar de vuelta porque al día siguiente
nos volvemos a reunir los delegados y tengo que ofrecerles algo
o me cortarán los huevos. Aunque antes yo te machacaré los
tuyos con dos cantos rodados del Iregua, ¿me has entendido?
Así que ya sabes, de hoy en ocho te quiero aquí con buenas
noticias. De lo contrario, y mira que me jode tener que
decírtelo, ya te puedes ir buscando otra compañía. Y después de
esto lo veo complicado, por lo menos en esta ciudad, amigo
Gustavo. Muy complicado. Eso sí, desde ahora mismo estás
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eximido del trabajo, así que dedícate por entero a este asunto,
que es muy serio. Y no repares en gastos, lo que haga falta, ¿me
oyes? Como el Consorcio se llama Andana los pagaremos entre
las cinco compañías, y a escote no hay nada caro.
Aquella noche, mientras preparaban la cena, Gustavo le contó a su mujer
que tendría que salir de viaje esa misma semana. Estaba indignado por la
manera en que su jefe lo estaba tratando pero en el fondo reconocía su
buena parte de culpa. Él nunca hubiera vendido una póliza como aquella
si no fuera porque se lo había pedido el doctor al que debía que su hijo
lo estuviera mirando en esos momentos con los ojos bien abiertos
mientras se tomaba el cuenco de colacao a sorbos cada vez más ruidosos.
Fue una debilidad, le pudo el corazón, era un gran riesgo, y ahora su
trabajo dependía de que aportara alguna prueba de que su cliente no se
había muerto sino que se había matado. Le estaba bien empleado, sí pero
en este asunto su jefe se estaba portando como una auténtico cabrón.
- Gusti, por favor, que está el niño delante…
Gustavo padre sonrió al pequeño para compensar el exabrupto. El niño
hundió la mirada en el fondo del cuenco y continuó vaciando aquel pozo
sin fondo. Era el niño más precioso para su madre y el más listo para su
padre. Ambos sabían que muchos niños que sobreviven a la meningitis
quedan con algún retraso, pero Vito era tan vivo y crecía tan sano que
ese temor había dejado ya de atormentar a sus padres. La enfermedad se
cogió a tiempo, por los pelos. Y todo gracias a la inyección que el doctor
Zabala le puso al crío en cuanto le vio las manchitas en la piel.
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- ¡Por fin!, hala, Vito, dale un beso a papi y vamos a la cama, que
mañana también hay cole.
El niño se lo dio sin rechistar y a continuación dijo algo que los dejó
helados.
- Ese médico que se ha muerto, el que me curó, estará ya en el
cielo porque era bueno, ¿verdad?
«Claro, mi vida», contestó la madre mientras se lo llevaba a su cuarto.
«No se le escapa nada al puñetero», se dijo el padre con una sonrisa de
satisfacción. Cualquiera le explicaba que aquel médico al que
seguramente le debía la vida igual podía acabar en el cielo como en el
infierno y que él, su papá, era uno de los jueces que habría de juzgarlo
para absolverlo o condenarlo.
&&&
“El piolet y los crampones son los utensilios fundamentales para progresar por
la nieve dura y el hielo que tapiza las altas montañas, y las bajas durante el
período invernal…”
- ¡Ahí va Dios!, mira esto, ¿a que parece Terminator?
Antes de dormirse Marta siempre leía. Era su inductor del sueño
perfecto y aunque se acostara reventada de cansancio no era capaz de
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cerrar los ojos sin haber pasado antes algunas páginas del tocho que
siempre la aguardaba sobre la mesilla. Gustavo, en cambio, noche tras
noche se ajustaba los auriculares de su pequeña radio digital y se
enganchaba a la tertulia que más caña le estuviese sacudiendo al gobierno
en ese momento. Pero aquella noche, excepcionalmente, encendió
también su lamparita de noche y abrió el librillo de montañismo que
había comprado el sábado anterior en el centro comercial, dispuesto a
empaparse del asunto. Nada más hacerlo descubrió la fotografía de un
sonriente montañero bien pertrechado en medio de un nevero.
- Mira, ¿ves esos pinchos que le salen de las suelas de las botas?
Son crampones. Y ese pico tan raro que lleva en la mano se
llama piolet. ¿A que parece uno de esos chiflados que se cargan
a la gente por nada en las películas de terror?
“El piolet nos permite avanzar sobre la nieve y el hielo sirviéndonos de él como
apoyo, presa, medio de aseguramiento, freno, sonda, azadilla…”
Le sorprendió la cantidad de cosas que se podían decir de un
instrumento aparentemente tan elemental. Que existieran tantos tipos y
que el adecuado dependía tanto del terreno que se pretenda atravesar
como de la estatura de su empuñador. Que hubiese diferentes técnicas
de agarre y progresión: piolet apoyo, puñal, ancla, tracción, barandilla,
escoba o bastón... Que se utilizara incluso para tallar peldaños en la
nieve. Y, sobre todo, que pudiera salvar la vida del montañero capaz de
utilizar esa herramienta para detener la caída libre por una superficie tan
deslizante como la nieve helada. Entonces recordó que, según Anguiano,
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Oscar Zabala había seguido un cursillo de autodetención pocos años
antes; ¿cómo entonces alguien tan experimentado como él pudo caer en
la trampa de la Escupidera?
“En teoría no debería ocurrir una caída en nieve sin llevar el piolet en la
mano. Sin embargo, quizá lo pierdas en el transcurso de la misma.”
«Eso sería, digo yo», comentó a media voz sin darse cuenta. «¿El qué,
Gusti?», respondió Marta mientras colocaba el señalapáginas hacia la
mitad del tocho. Gustavo quiso explicárselo pero su mujer estaba
demasiado cansada para escucharlo y dio por zanjado el día besándolo en
la frente y dándose media vuelta.
- Apaga la luz, anda, que es muy tarde. Ya me lo contarás
mañana. Buenas noches, cariño, que descanses.
Pero no pudo dejarlo y continuó con los capítulos dedicados al
cramponaje. Y lo mismo que con el piolet le llamó la atención la
existencia de diferentes técnicas descritas para algo tan elemental en
apariencia como pisar por nieve aunque sea con un calzado lleno de
pinchos: francesa o de pies planos, de puntas delanteras…
- Un mundo, tío, ¡un mundo! –exclamó en voz alta sin darse
cuenta.
- Gusti, anda, por favor, apaga ya…
&&&
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Muerte en la escupidera
“La autopsia psicológica es una de las herramientas más valiosas de la
investigación sobre el suicidio consumado. El método implica recoger toda la
información disponible sobre el fallecido por entrevistas estructuradas de los
miembros de la familia, los parientes o los amigos, así como del personal
sanitario que le atendió. Además, se recoge información de las historias médicas
y psiquiátricas disponibles, otros documentos y el examen forense. Así, una
autopsia psicológica sintetiza la información de múltiples informantes y registros.
La primera generación de autopsias psicológicas estableció que más del 90% de
los suicidas que consumaron el acto había sufrido trastornos mentales, la
mayoría de ellos trastornos del estado de ánimo, trastornos por uso de sustancias
o ambos.
La autopsia psicológica, por tanto, es una técnica que trata de reflejar cuál era
la situación psíquica de la persona en el momento del suicidio. Para ello se
entrevista a las personas cercanas a la víctima, se recoge información de los
tratamientos que tenía, de sus circunstancias en las semanas previas, etc. Es la
única forma de acercarse a lo que le sucede a una persona antes de suicidarse.
Desgraciadamente este acercamiento es indirecto y puede tener importantes sesgos
de información. Es de relevante importancia dejar esclarecido que el perito no es
quien sale a buscar la información y a entrevistar fuentes, esto es responsabilidad
de la parte judicial, nosotros hemos adoptado el estilo de trabajar en conjunto
peritos e investigador judicial, estilo que nos permite que todo documento que
vaya a emplearse en el análisis sea ocupado judicialmente para formar parte del
expediente como prueba documental, así como que toda persona que sea
entrevistada que tenga información valiosa para el objetivo pericial que nos
trazamos lo haga ante la autoridad judicial, impuesta así de la responsabilidad
penal que contrae, estas declaraciones también pasan a formar parte del
Fernando Sáez Aldana
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Muerte en la escupidera
expediente judicial. A través de estudios se ha podido conocer que casi todos los
suicidas emiten señales de aviso presuicida, por tanto el suicidio puede prevenirse.
El gran problema es que aquellos que rodean al presuicida no toman en cuenta
esas señales y minimizan su importancia Por ejemplo, existe la falsa creencia
popular de que quien se va a matar no lo anuncia, pero esto es absolutamente
falso, pues más de la tercera parte de las víctimas estudiadas realizan
verbalizaciones suicidas tales como comentarios pesimistas acerca del futuro, la
desesperanza y la expresión de sentimientos de soledad, inutilidad, incapacidad o
incompetencia, las señales de aviso más frecuentes encontradas.”
Liberado del trabajo rutinario del día a día, Gustavo Viguera se
documentaba en internet para la tarea que le aguardaba cuando le
interrumpió el móvil. Ni en casa lograba librarse del jefe.
- Dos cosas, Gustavo.
La primera era que, a excepción de los reintegros de efectivo en el banco,
la investigación desplegada por las aseguradoras no había avanzado nada.
Oscar Zabala llevaba una vida tan rutinaria y confinada en su casaconsulta que le resultaría casi imposible mantener una relación
extramatrimonial. El pediatra no había asistido a congresos médicos ni
había pasado una sola noche fuera de su casa sin su esposa durante el
último año. Respecto a su salud, a finales de noviembre, tan sólo cinco
meses antes de morir, Zabala pasó un gripazo tan fuerte que un amigo
internista, por si fuera algo peor, le pidió una batería de pruebas y análisis
tan completa que hubiera detectado cualquier enfermedad grave. Así que
sólo les quedaba la pista del dinero, evidente pero perdida en medio de
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Muerte en la escupidera
una espesa niebla. La mayoría de los chantajistas sólo caen por denuncia
del chantajeado porque pillarlos in fraganti siempre es difícil pero resulta
imposible si ya no es posible seguir los movimientos de éste hasta que
conduzca al extorsionador. Aún era pronto, claro, pero el tiempo corría
en su contra y urgía llevar a cabo la investigación de campo, o sea visitar
el lugar de los hechos. Es decir, que Gustavo Viguera se calzara las botas
y se dirigiera a un refugio de montaña perdido en el corazón de los
Pirineos, a los pies de un inmenso resbaladero helado potencialmente
mortal conocido como la Escupidera.
Y ahora venía la segunda cosa.
- Tengo una sorpresita para ti, creo que no te disgustará porque
me consta que os lleváis bastante bien, cosa rara en este jodido
gremio.
Tenía que salir corriendo a una reunión para la que le habían convocado
urgentemente ese mismo día en la central de Madrid, así que se lo
resumió en dos palabras: dada la dificultad para encontrar con dos días
de antelación a un guía que acompañara a Viguera hasta Góriz y vuelta al
día siguiente habían pensado que Anguiano el de AMA, experto
montañero que incluso compartió excursiones con el difunto, sería la
persona ideal para acompañarlo. Se lo habían propuesto esa misma
mañana y había aceptado encantado.
- Así que ponte inmediatamente en contacto con él porque salís
pasado mañana jueves. Según Anguiano podéis estar de vuelta
el sábado, pero ten en cuenta que además de subir hasta ese
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Muerte en la escupidera
refugio tendrás que hablar como sea con dos testigos
importantes, im-por-tan-ti-si-mos, Gustavo: el jefe del grupo
especial de rescate que encontró el cadáver y el forense que le
hizo la autopsia. El primero vive en Boltaña y el segundo en
Jaca, los dos pueblos están bastante cerca se conoce, y os pillan
casi de paso. Tenemos la gran suerte de que nuestro delegado
en Huesca es pareja de mus del subdelegado del Gobierno y
nos ha asegurado que estarán los dos a vuestra disposición y a
la hora que sea. Compra lo que necesites, ¡sin pasarte, ¿eh?!, y
no olvides entregarle los tiques a Piluca, ¿entendido?, sin recibo
no hay reintegro Gustavo, no me hagas la de siempre porque
esta vez no te lo paso. Hala, ya estás tardando en ponerte en
marcha, y yo también, no sé que coño querrán en Central con
tantas prisas, espero que no se hayan enterado de esto porque
lo mismo nos cortan los huevos. Los tuyos los primeros, ni lo
dudes, ¡ja, ja!, venga, mañana por la mañana hablamos, hasta la
vuelta.
Nada más colgar no supo cómo le pudo venir a la cabeza la imagen del
BMW de Terroba saliéndose en la curva de Peñaclara y cayendo en
picado al Iregua, pero le vino. Nunca había sentido no ya afecto sino
simple simpatía hacia su jefe, pero el injusto modo como lo estaba
tratando en los últimos días había prendido en el almacén emocional de
Viguera la chispa del resentimiento. Cómo podía ser tan cabrón con él
después de haberse dejado la piel por la empresa durante los diez años
que llevaba en ella.
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Muerte en la escupidera
El móvil otra vez acabó con su amarga reflexión. Era Anguiano y estaba
entusiasmado.
- ¡Gustavo, que nos vamos al Piri, y de trabajo!, al monte y
cobrando dietas, tío, ¡Qué de puta madre! Salimos el jueves,
¿no? Han anunciado cielo radiante, ¡buah!, qué gozada, por
cierto, ¿tienes ropa adecuada, botas, bastones y todo eso? ¿no?,
pues dentro de una hora nos vemos en la puerta del Pentatlón,
y no repararemos en gastos, que paga la Camorra, muchacho. A
las diez y veinte en punto, ¿vale?
Definitivamente aquello iba en serio y Gus se lo fue contando a Marta
mientras pelaba la borraja. Además de ponerle al corriente del plan se
despachó a gusto contra su jefe y cuando terminó ella le contestó que era
parte de su trabajo, que lo hiciera lo mejor posible y que tuviera mucho
cuidado porque tenía una mujer y un hijo al que por cierto le vendría
bien que recogiese a la salida del cole aprovechando que podía y así a ella
le cundiría más la mañana. Entonces él le quitó el cuchillo de la mano y
la abrazó con fuerza, convencido de que no hubiese encontrado en el
mundo entero otra compañera mejor que ella. Media hora después se
reunía con Antonio Anguiano ante la tienda de deportes más grande de
la ciudad. Su guía se había movido con rapidez.
- Verás, como después de esta experiencia seguramente no
volverás al monte en tu vida, ¡venga, que es broma!, no
necesitamos comprar un equipamiento que además de caro
seguramente no utilizarás nunca más. He hablado con mi club
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Muerte en la escupidera
de montaña y te van a dejar lo gordo: ropa de nieve,
crampones, piolet, bastones y demás, pero tendrás que pillar las
prendas personales: camisetas, calcetines, gorro, guantes y
demás pero sobre todo hacerte con unas buenas botas,
imprescindible, que siempre te vendrán bien por si un día te
animas a salir otra vez de esta ciudad y pisar otra vez algo que
no sea asfalto o baldosas, hombre.
¿Crampones? ¿Piolet? Gustavo se alarmó y le recordó a su colega que
según su jefe sólo iba a ser un paseo hasta un refugio y que de ningún
modo pondría los pies sobre nieve helada ni con todos los crampones
del mundo.
- Tranquilo, hombre, seguro que no los necesitamos, pero ir al
Pirineo en esta época sin ellos es como ir a una playa en verano
sin bañador ni toalla. Nosotros somos montañeros, muchacho,
no domingueros en deportivas, así que iremos equipados como
Dios manda, aunque al final no hiciera falta, ¿estamos? ¡Ah!, y
que no se nos olviden las fundas para los colchones, tío,
imprescindibles si no queremos coger el SIDA. ¿Qué por qué?
Ya lo verás cuando lleguemos al barracón de Treblinka, ¡ja, ja!
Anda, no pongas esa cara, relájate y goza…
& & &
El jueves 14 de Mayo a las siete de la mañana, once días después de la
muerte de Oscar Zabala, Antonio Anguiano recogía con su Touareg a
Fernando Sáez Aldana
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Muerte en la escupidera
Gustavo Viguera ante la puerta de su casa. Éste había insistido en viajar
con su coche pero Anguiano le convenció de que con un Opel Corsa
podían pasarlas canutas en caso de nieve o pistas en mal estado – era un
pretexto porque no se anunciaba mal tiempo- y que para el monte nada
como un buen 4x4. Además, al contrario que a su compañero, disfrutaba
conduciendo y aunque aquel bicho tragaba más que un tanque pagaba la
empresa, así que ninguna pega. Amanecía un día frío pero despejado y
Anguiano, excitado de emoción, hablaba sin parar.
- Bueno, te cuento el plan. Anteyer llamé al refugio y están
abiertos y sin problema de espacio, claro, entre semana y en
estas fechas por allí no va ni San Pedro. En teoría abren todo el
año pero en febrero les cayó un alud del Perdido por primera
vez en su historia (a los guardas tuvieron que rescatarlos en
helicóptero, imagínate) y ha estado cerrado mientras arreglaban
los desperfectos. Esperemos que haya techo…
Gustavo no conocía ningún refugio de montaña y aunque al parecer sólo
iban a pasar una noche en el de Góriz le confesó a su guía la inquietud
que le ocasionaban sus negativos comentarios.
- Tranquilo, hombre, Góriz es un lugar maravilloso, pero sólo
para los amantes de la montaña, ¿me entiendes? Aquello no es
un hotel, no tiene ninguna comodidad, es cuartelero y
espartano, duermes tirado en una litera corrida petada de gente
que huele mal y no para de roncar, te duchas con agua fría, o
sea no te duchas, y si te da el apretón por la noche tienes que
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Muerte en la escupidera
salir a oscuras a un giñadero apartado del refugio donde
después de limpiarte el culo tienes que dejar el papel en una
bolsa con los de los demás, pero qué quieres por ocho euros la
pernocta, bueno tú algo más, que no estás federado. Por lo
demás la comida es buena y es una suerte que esté ahí, a los pies
del Perdido. Somos montañeros, Gustavo, no nenazas, y el que
quiera lujo, espá y esas chorradas, que se vaya a Panticosa si
quiere decir que ha estado en el Pirineo.
Cada vez se lo ponía peor. Él no era precisamente un sibarita amante del
lujo pero le gustaban los sitios confortables y sobre todo limpios, por
modestos que fueran. Gustavo Viguera maldijo entre dientes a su maldita
suerte, a su jefe, a la montaña y sus refugios, a los piolets y los
crampones pero sobre todo al difunto doctor Zabala por el marrón que
se estaba comiendo por su culpa. Pero Anguiano no reparó en su
disgusto y le pidió que sacara un mapa de carreteras de la guantera para
explicarle el itinerario.
- De Pamplona nos tiramos para Jaca, sí, por Yesa, un coñazo las
curvas pero es el camino más corto y hoy no habrá mucho
tráfico. De Jaca subimos a Biescas, eso es, sin llegar a
Sabiñánigo, y de ahí tiramos a la derecha, a Broto, ¿vale? y de
ahí otra vez para abajo, por aquí, y al llegar a este pueblito,
Sarvisé, nos desviaremos a la izquierda por Fanlo hasta Nerín.
Si todo va bien estaremos allí a mediodía, parando a estirar las
piernas y tomar un café. Comeremos pronto allí, en Nerín, y a
las tres nos subirán por la pista hasta collado Arenas, pero
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Muerte en la escupidera
ahora tienes que dejar el mapa y coger el plano de Alpina, está
en ese folletito rojo donde pone “Parque Nacional Ordesa”….
Sí, es un poco incómodo de desplegar en el coche, si quieres
déjalo y te lo enseño cuando paremos al café. Qué, ¿cómo vas?
Gustavo le contestó que, a diferencia suya, él no disfrutaba nada con
aquel viaje, que para él no se trataba de una excursión sino del peor
trabajo de su vida, y qué tal si hablaban algo del asunto que les llevaba
hasta el culo del mundo. Anguiano se mostró conforme y Gustavo le
contó cuanto sabía.
- ¡Joder!, si está más claro que el agua. Al tío lo estaban
chantajeando por algo muy gordo y cuando se vio sin blanca
decidió quitarse de en medio compensando a su mujer y su hija
de por vida por la faena de matarse con un pastón a costa de
varaias compañías de seguros que se creen más listas que el
copón pero que han sido engañadas por un mediquito de
provincias que estaba mal de la cabeza. Ya sabes que en todo
suicidio hay un fondo de trastorno mental, ¿no? Porque, a mí
no me digas, por muy gordo que fuera lo que hizo, yo que sé,
dejarse morir a un niño o dejar preñada a la enfermera después
de tirárserla en la camilla de la consulta, digo yo por lo menos,
hay que estar además chalado para matarse por eso y no
digamos de ese modo, subiéndose hasta la Escupidera para
tirarse, no me jodas, con lo fácil que es hacerlo desde el
undécimo piso donde vivía, o si quieres matarte en la intimidad
y con las botas puestas pues tírate desde la Peña Bajenza, que
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Muerte en la escupidera
desde ahí te metes una hostia que no te identifican ni los del
ceseí, ¿no te parece?
Ya, pero ahí estaba el meollo del asunto: Zabala posiblemente quiso
aparentar un accidente porque sabía que ninguna de sus cinco pólizas le
cubría el suicidio. Y si lo fue, lo había planeado muy bien. El mismo
Anguiano le contó en el tanatorio que Zabala siempre quiso sacarse la
espina del Perdido y que había anunciado su intención de conquistarlo
aunque fuese sólo. Lo de la Escupidera no fue una estupidez porque
todos saben que allí es posible matarse aún sin quererlo. De la Peña
Bajenza, en cambio, y del balcón de casa no digamos, hay que coger
impulso para tirarse. El móvil del chantaje parecía claro, pero ¿quién le
había extorsionado y por qué?
- Ese no es nuestro cometido –añadió Viguera-, ya se está
investigando por otros, esperemos que con éxito y rápido,
porque de ese modo esta absurda misión no tendría ningún
sentido.
- ¿Absurda? Qué dices muchacho, ¡mira, mira allí, a la izquierda!
¡Buah! Qué maravilla, Anie, la Mesa, Petrechema, Alanos, ¡qué
de puta madre!
- ¡Joder, tío, mira a la carretera, me cagüen mi vida!
Desde el alto de Loiti el pirineo navarro-aragonés apareció de pronto
como un lejano decorado blanquiazul recortado contra el azul del cielo
despejado. Para Anguiano era un espectáculo excitante y la irresistible
distracción estuvo a punto de sacarlos de la curva. El conductor se
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Muerte en la escupidera
disculpó y le prometió que no se repetiría pero a la altura de Berdún
volvió a jugársela, en recta al menos.
- Mira, ¿ves ese piedro? Ahí, a la izquierda, es el Bisaurín, el
gigante local, ahí donde lo ves no llega a los 2700, a que parece
la hostia, ¿eh? Pues el Perdido tira seiscientos más arriba. ¿Y un
ocho mil, tío? Imagina tres bisaurines uno encima del otro y te
harás una idea de lo que levanta el Annapurna, por ejemplo.
Acojonante, ¿eh, Gusti?
Pero Gusti no tenía precisamente el ánimo para apilar bisaurines. A
medida que se acercaban a su destino se iba apoderando de él un
desasosiego indudable pero cuya causa no alcanzaba a comprender.
Vistas de tan cerca, aquellas moles imponentes cubiertas de nieve le
inspiraban un respeto que rayaba con el miedo. No era la primera vez
que veía montañas nevadas pero nunca hasta ese día las había percibido
como una amenaza hostil. El disgusto que le producía todo aquello
atrajo a su mente la imagen del cerdo de su jefe fumándose un puro con
los pies encima de la mesa justo cuando sonó de nuevo la estridente jota
de su móvil. Increíble premonición: era Germán Terroba en persona.
- Gustavo… Gustavo… ¿me oyes? A ver, párate quieto que se
me va la cobertura, coño…
Estuvo a punto de colgarle pero sabía que el jefe volvería a insistir una y
otra vez, así que se resignó y le pidió a su compañero que se detuviera,
justo cuando llegaron a la altura de un hostal de carretera en Puente la
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Muerte en la escupidera
Reina. Anguiano le preguntó por señas si quería un café y Gustavo le
contestó que los fuera pidiendo mientras hablaba con su jefe.
- A ver, novedades. Acaba de llamarme la viuda de Óscar Zabala,
Ana Mari se llama creo, para dos cosas. La importante es que a
primera hora de la mañana se ha presentado la policía en su
domicilio con una orden de registro tanto de la casa como de la
consulta, como lo oyes majo, y a resultas se han llevado un
montón de papeles y los dos ordenadores que tenía el
doctorcito, el portátil que llevaba a la consulta y el fijo de la
vivienda. La mujer estaba hecha una furia porque pensaba que
era cosa nuestra, por el tema de las pólizas, que ya lo sabe todo,
claro, y no sabes lo que me ha costado tranquilizarla y
convencerla de que no teníamos nada que ver. Al final hasta me
ha pedido disculpas y cuando le he contado lo de vuestro viaje,
que la mujer ha entendido lo que estamos haciendo, me ha
pedido el favor de que le traigáis las cosas de su marido, que
son la cartera con la documentación, las tarjetas y demás, por
una parte, que la debe tener la guardia civil de Boltaña, y por
otra la mochila que dejó en el refugio ese de Guarriz, o como se
llame. Se conoce que los guardas tenían su teléfono de cuando
hizo la reserva y la llamaron para ver qué hacían con la mochila.
Como por lo visto desde allí no se puede mandar nada a
ninguna parte más que en burro me ha pedido si se la podíais
traer, que le haríais un gran favor, por el valor sentimental, así
que ya sabes. Por cierto, un detalle importante. Cuando le he
preguntado por el coche de su marido, dónde lo había dejado
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Muerte en la escupidera
aparcado y cómo pensaba recuperarlo, me ha dicho que viajó
en taxi hasta el mismo pueblajo ese al que vais, creo. A ella no
le extrañó porque se conoce que no le gustaba mucho conducir,
y menos sólo, y solía coger taxis las pocas veces que viajaba,
pero no estaría mal enterarse de si apalabró el viaje de vuelta, de
eso ya procuraré enterarme yo. Bueno, ¿cómo lo lleváis? El
Antonio Anguiano estará encantado, ¿no?, creo que es uno de
esos chiflados que disfrutan haciendo el cabra por el monte,
bueno, no te quejarás de guía, al menos lo conoces y os lleváis
bien… ¿qué por qué le han registrado la casa? ¡Ay majo!, y yo
qué sé, si no se lo explicaron ni a la viuda, lo que está claro es
que esto cada vez se pone más interesante. Aquí hay una
historia muy, pe-ro-que-muy fea, Gustavo. La policía no entra
en las casas por nada y no será casualidad que lo haga en la de
un tipo que acaba de matarse después de darle toda su pasta a
alguien y de contratar pólizas de vida por quinientos quilos. En
fin, que me llaman de Madrid, seguiremos en contacto y si sé
algo nuevo os llamo. Que tengáis buen viaje.
En el interior del bar, que apestaba a una tóxica mezcla de tabaco y
fritanga, Anguiano le esperaba sentado junto a dos cafés humeantes
sobre un mapa desplegado que ocupaba casi toda la mesa. Viguera le
contó las impactantes novedades pero al guía de la expedición sólo
pareció preocuparle el tema de la mochila.
- ¡Qué majo!, ¿sabes las cosas que tenemos llevar encima como
para tener que cargar con las de otro? ¡Los cojones, que venga
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Muerte en la escupidera
él a por ella, no te jode! Como se nota que no ha pisado un
monte en su vida. Anda, tómate el café, que está asqueroso
dicho de paso, mientras te explico el paseíto de esta tarde. Mira,
nosotros entramos en el mapa por aquí, Linás de Broto, y
seguimos por la carretera roja por aquí por aquí hasta Nerín,
¿vale? Aquí comeremos ligerito como te dije y a las tres nos
subirán por esta pista hasta Cuello Arenas, que está a dos mil
metros, y desde aquí ya a patita. En algo más de media hora
estaremos aquí, en Cuello Gordo, es una subidita suave, unos
150 de desnivel, o sea nada, y luego ya por esta otra senda
derechitos por la misma cota casi hasta esa casita roja, que es el
refugio de Góriz. Yo calculo que si no pasa nada llegaremos
hacia las seis.
Gustavo reparó en que un poco más arriba a la derecha de la casita roja
un doble triangulito señalaba la cima del Monte Perdido y comentó lo “a
mano” que estaba del refugio. Anguiano estalló en una carcajada.
- ¿A mano? ¡Ja, ja! Parece cerca, ¿verdad? No, y lo está, es cierto,
pero mil cien metros más arriba, muchacho. Fíjate, ¿ves esas
rayitas onduladas? Pues entre una y otra hay 20 metros de
desnivel, o sea… casi 120 escalones. Así que subir desde el
refugio de Góriz a la cumbre del Perdido es como subir por
una escalera de, a ver… ¡más de siete mil peldaños!, si echo
bien la cuenta. Para que te hagas una idea de lo “a mano” que
está, animal de ciudad, ¡ja, ja!
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Muerte en la escupidera
Lejos de molestarse por la burla de su compañero, Gustavo meneó la
cabeza con una sonrisa que se esfumó cuando le pidió que le indicara en
el mapa dónde estaba la Escupidera.
- Aquí, exactamente aquí, entre donde pone “Dedo del Monte
Perdido”, ¿lo ves?, y el triangulito que señala la cima. Ahí tienes
tu Escupidera. Mira, esta línea de puntitos rojos señala más o
menos por dónde sube la senda desde el refugio, hasta el Cuello
del Cilindro, y desde aquí hay que tirarse por la canal bien
pegadito a la izquierda, pim-pom-pim-pom, hasta la cumbre.
Chupado.
De nuevo en la carretera Anguiano ya no paraba de hablar de montañas,
entusiasmado con encontrarse otra vez y de modo imprevisto tan cerca
de ellas. Se refería a la Mesa, la Collarada, el Tallón o los Infiernos como
si fueran amigos suyos. Una tras otra le fue contando a su copiloto sus
excursiones por aquellos valles
maravillosos, Roncal, Ansó y Echo,
Tena, Canal Roya, Añisclo, Ordesa, Pineta, donde había pasado “los
mejores días de su vida”. Sus heroicos baños en pelotas en ibones,
Acherito, Brazato, Arrieles, Perramó. Sus interminables travesías, de
Sallent a Panticosa por Tebarray, de Panticosa a Bujaruelo por el valle del
Ara vuelta por Otal, la vuelta al Posets por los tres refugios y, sobre
todo, aquella inolvidable machada iniciática de Ordesa-Góriz-Brecha de
Rolando-Bujaruelo, doce horas de marcha para acabar casi de noche a
kilómetros del coche. Se rió sólo recordando el día en que pudo haberse
roto la crisma tirándose por el glaciar del Aneto sobre una bolsa de
plástico hasta que lo frenó un pedrusco, se puso tierno recordando las
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Muerte en la escupidera
borracheras de estrellas con luna nueva y suspiró añorando los mejores
momentos pasados en el monte con sus amigos del alma, “la cordada”,
cuando al final de cada jornada montañera compartían carcajada,
ensalada y amor a la montaña en torno a la botellas de rioja que hiciera
falta. Luego se quedó un buen rato callado, pensativo, antes de soltar su
sorprendente conclusión a todo aquello:
- ¿Sabes? Yo no me creo que Zabala se tirara. Él era un auténtico
montañero y los buenos montañeros somos amantes de la vida
porque para sentirnos felices sólo necesitamos un buen monte.
Además, estamos acostumbrados a sufrir lo inimaginable,
¿sabes?, a superar todos los obstáculos, a tirar para arriba como
sea. Él acababa de coronar el Perdido en solitario, era su saldo
pendiente con ese pico y debió sentirse en lo más alto tan
inmensamente feliz como fuerte. Nadie que haya cumplido un
sueño así se mata en la bajada, ¿sabes? No me lo creo, Gustavo,
porque ningún montañero renunciaría a contarlo a la vuelta ni a
recordar su hazaña el resto de su vida. Si quería matarse
simulando un accidente podía haberlo hecho de mil maneras,
qué te voy a contar a ti, pero jamás escogería la de despeñarse
desde la Escupidera minutos después de cumbrear la cima del
Perdido. Germán Terroba y el resto de buitres no pueden
entenderlo, pero tú sí, amigo mío. ¿Tú te dejarías matar por la
mujer a la que quieres un huevo? Pues te aseguro que ningún
amante de la montaña como lo era Óscar Zabala tampoco
permitiría eso, porque es lo mismo.
Fernando Sáez Aldana
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Muerte en la escupidera
En primer lugar, objetó Gustavo, no se podía asegurar que Zabala
hubiese ascendido hasta la cumbre del Perdido, nadie lo vio allí y
seguramente sólo llegó hasta el punto donde planeó poner fin a la
excursión de su vida. Y en todo caso, si Anguiano estuviera en lo cierto,
¿por qué habría contratado las pólizas?
- A un montañero vasco compañero de su promoción lo mató
un alud el verano pasado en el Mont Blanc, ¿lo sabías? En
pleno agosto, tío, el Mont Blanc es la hostia. Lo sé por Enrique
Pomar, el que se puso malo en el Lago Helado el año que
Zabala se quedó por eso sin rematar el Perdido, ¿te acuerdas?
Sí, hombre, que te lo conté en el tanatorio. Bueno, pues
Enrique es un buen cliente y el otro día hablando de todo esto
me dijo que Zabala quedó muy impresionado y posiblemente
esa fue la razón de que pretendiera compensar a su familia a
base de bien caso de hacerles la putada matándose él también.
Bien, ¿y por qué habría ido retirando poco a poco sus fondos del banco
hasta quedarse con cuatro euros en la cuenta?
- Yo qué sé, Gusti, a lo mejor tiene la pasta en casa, en alguna
caja fuerte. Con esto de la crisis financiera y de la posible
quiebra de la banca hay mucha gente que lo está haciendo, tú lo
sabes, hay mucho miedo a un posible corralito español, y total,
para lo que te rinde ahora el dinero en el banco…
Fernando Sáez Aldana
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Muerte en la escupidera
Vale, pero ¿por qué habría registrado la policía su casa y su consulta y se
habían llevado sus ordenadores por orden judicial?
- Pues mira, tampoco lo sé pero lo más frecuente siempre es lo
más probable, y a mí me huele a tema fiscal. Zabala era
autónomo y sólo atendía a pacientes privados, muchos al
parecer, que le pagaban en mano. ¿Cómo controla Hacienda los
ingresos de un profesional como él? Pues de ninguna manera,
majo, ni destacando a un inspector permanentemente en la sala
de espera. Seguramente le avisaron de una inspección y por eso
fue retirando el dinero del banco. Pero seguro que llevaba una
contabilidad y eso hoy día no se registra en un dietario sino en
una hoja Excel, ¿verdad? Yo conozco por lo menos dos casos
igualitos sin salir de Logroño, de un abogado y un arquitecto.
Un día se plantó la policía fiscal en sus despachos y les quitaron
el portátil de las manos, con dos cojones. Si la orden de hacer lo
mismo con Zabala ya estaba dada no pienses que se iban a
echar atrás porque hubiese muerto. Aparte de que a los
carroñeros es lo que más les gusta, los muertos, la burocracia de
la Administración es como una apisonadora conducida por un
sordomudo ciego. ¡Mira!, ahí a la izquierda, ¿ves?, ahí estaba
aquel camping “Las Nieves” que se llevó por delante una riada,
¿te acuerdas? Ochenta y siete muertos, tío, aquello fue
tremendo. El 7 de Agosto del 96, no lo olvidaré nunca porque
ese mismo jueves nació mi Antoñito, hay que joderse, mi mujer
rompiendo aguas ese día. Bueno, pues como te decía yo creo
que este pobre hombre se mató sin querer, seguramente por
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exceso de confianza en la bajada, iría eufórico y a toda hostia,
bajó la guardia, seguro, suele pasar, siempre es igual, en la
bajada, ¡bah! Así que no creo que saquemos nada en claro de
este viaje pero, qué quieres, a mi me da lo mismo, ¡unf, unf!,
¿no hueles, Gustavo? La alta montaña está cerca…
Aparentemente convencido por los argumentos de su colega, Gustavo
Viguera dejó de preguntarse cosas en voz alta, entornó los ojos fingiendo
echar una cabezada y no volvió a abrirlos hasta que Anguiano le anunció
que habían llegado a Nerín. El viaje se le había hecho eterno. Eran las
doce y media, lucía el sol a ratos y por entre aquellas cuatro casas de
piedra y pizarra acurrucadas de frío sobre una ladera a 1280 metros sobre
el nivel del mar no se veía ni un perro.
& & &
Los dos comerciales de seguros convertidos en perito de montaña y su
guía dieron un paseo para estirar las piernas antes de comer. Era un valle
bonito, sí, reconoció Gustavo, pero lo que más le llamaba la atención era
el silencio que reinaba. Para un urbanita como él la ausencia de ruidos,
sobre todo el del tráfico, era una experiencia extraña y, confesó,
desasosegante. No era un silencio de paraíso sino de cementerio. Hasta
que la jota del móvil lo devolvió súbitamente al mundo de los vivos.
Germán Terroba de nuevo.
- ¡Joder, qué canso!
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Muerte en la escupidera
A través de su influyente amigo de Huesca, el jefe les había organizado la
dichosa reunión con el subteniente Abelardo Orjas y con el forense el
viernes por la tarde en un pueblo que les quedaba a medio camino y
además estaba en la ruta de regreso a Logroño.
- ¡No me jodas que hay un pueblo que se llama Fiscal! - exclamó
asombrado Gustavo Viguera- ¿seguro que no es una broma de
este tío? Es que ni pintado para el caso, ¿eh?
Anguiano rezongó cuando lo supo porque volver por Fiscal suponía dar
un rodeo por una carretera infame, pero lo aceptó con resignación. No
entendía muy bien por qué tenían que entrevistarse con la persona que
dirigió el rescate de Zabala y menos aún con el médico que le practicó la
necropsia. ¿Qué podrían aportar al caso? Nada, según él. Sólo serviría
para retrasarles y dificultar más el viaje la vuelta después de una larga y
dura jornada, sobre todo para él, que guardaba para sí un plan que
Gustavo Viguera ignoraba.
- ¿Ves aquél piedro que asoma por el fondo del valle? Es la Peña
Montañesa, chaval. No llega a 2300 pero es imponente,
¿verdad? Sólo he subido ahí arriba una vez, y no más. Es fácil,
no creas, pero cuando te pones a los pies del pico y te parece
que ya lo tienes en la mochila te espera un puta pedrera que es
la peor que he pisado en mi vida, de esas que das un paso y
retrocedes tres, ¡buah! Eso sí, unas vistas cojonudas. Aunque
desde el Perdido, que sube mil metros más, son mucho
mejores. Lo único malo que tiene la cima del Perdido es que no
Fernando Sáez Aldana
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Muerte en la escupidera
ves el Perdido. Por cierto que hablando de pedreras, la de éste
tampoco es manca, casi es peor subir la canal con piedra que
con nieve. Claro que por las piedras si te resbalas no te vas a
tomar por culo como por el hielo. Que se lo digan al cabezorro
de Zabala, que si se hubiese esperado a agosto para sacarse la
espinita aún estaría vivo. Claro que a lo mejor era precisamente
lo que buscaba, una pendiente helada que justificara su caída
mortal, pero ya te digo que a mí no me cuadra eso. Para nada.
Anguiano miró el reloj, decidió que era hora de comer y condujo a su
compañero hasta la pensión “El Turista” donde un hombre rechoncho
pero corpulento de pocas palabras les echó de comer una fuente de pasta
y otra de carne guisada. Eran los únicos clientes y mientras sorbían el
café trataron de entablar conversación con él, qué tal tiempo estaba
haciendo, si se notaba la crisis y esas cosas, pero lo más que pudieron
arrancarle fue el mismo bisílabo por toda respuesta.
- Bueno…
Gustavo Viguera necesitaba echar una cabezada después de comer casi
tanto como el alimento y mientras se recostaba en su asiento del Touareg
Anguiano prefirió dar otro paseo. Media hora más tarde despertaba a su
compañero para prepararse porque en quince minutos llegaría el
vehículo que los habría de subir hasta el collado, ya que no estaba
permitida la circulación por la pista de vehículos no autorizados.
A las tres y diez de la tarde el extraño autobús todoterreno que
transportaba turistas dispuestos a sacar fotos mezclados con montañeros
prestos a lograr hazañas partió renqueante hacia collado Arenas con sólo
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Muerte en la escupidera
dos pasajeros a bordo que veinte minutos después se apeaban e iniciaban
la marcha. Era la primera vez que Gustavo Viguera se colgaba una
mochila, se calzaba unas botas de montaña y empuñaba dos bastones, y
en contra de la suposición de Anguiano, apenas protestó por nada.
Resignado a su suerte, ya sólo pensaba en el regreso del día siguiente a
casa. Veinticuatro horas, por malas que fuesen, se aguantaban como
fuera. Ante el imponente paisaje de piedra nevada que iba asomando a
medida que se acercaban al cuello Gordo se preguntaba una vez más qué
demonios pensaría su jefe que podrían averiguar sobre la muerte de
Óscar Zabala en un escenario del suceso tan inmenso e inhóspito como
aquél. El cielo estaba casi despejado sobre el valle de Ordesa. Sólo unas
nubecillas de algodón deshilachado parecían aferradas a la cumbres más
altas. A partir de los 2100 ó 2200 metros sucesivos estratos de nieve
escalonados hasta lo más alto proporcionaban a la cara sur de la
cordillera un aspecto cebrado. Ante el espectáculo blanquiazul de los
Marborés y las Sorores medio cubiertos de nieve asomados al Circo de
Soaso, Anguiano extendió los brazos y lanzó en dirección al cielo tal
grito de júbilo que casi asustó a su compañero.
- Mira ahí abajo, ¿ves aquella cascada brotando de aquel cortado
entre las rocas? Es la “cola de caballo”, tío, que ahora da gusto
verla. ¿Oyes el murmullo del agua en el fondo del valle? Música
celestial, amigo. Y mira, aquel pico que parece inclinarse a la
derecha es el Cilindro, ¿sí? Pues el que está a su derecha es el
Perdido, ¿a que parece mucho más alto? Pues no, es por efecto
de la perspectiva porque sólo sube treinta metros más.
Suficientes para hacer de él el puto amo. El jefe, Gustavo. Eso
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Muerte en la escupidera
sí que es un jefe y no el impresentable de Terroba. ¡Buah!
Bueno, pues ahora fíjate, si vas subiendo la vista desde la
cascada pero un poco hacia la derecha te encontrarás con un
puntito blanco, ¿lo ves? ¿sí? Góriz, muchacho. Nuestro destino.
¿Cómo vas, a todo esto?
Bien, iba bien. Gustavo Viguera no practicaba ejercicio físico pero era un
hombre sumamente activo que nunca estaba quieto. Iba andando a todas
partes y al cabo de un día de trabajo yendo de aquí para allá podía
caminar perfectamente los seis kilómetros largos que les separaban desde
la parada del autobús hasta el refugio sin apenas altibajos. A lo que no
estaba acostumbrado era, desde luego, a caminar por piedras. Cuando
llevaban recorrido la mitad del camino se reafirmó en su incomprensión
de que triscar como cabras por el monte pudiera agradar a ningún ser
humano en sus cabales. La recta final hacia Góriz bajaba en suave
pendiente y cuando tuvieron a la vista sus inconfundibles ventanas
amarillas Anguiano acabó de animarle a su colega la excursión.
- Ahí lo tienes, Góriz, un mito del pirineísmo, muchacho, una
referencia
imprescindible
cuando
se
atraviesan
estos
maravillosos parajes. Mira, por allí al fondo arriba te tiras para
Marboré, el Casco, el Tallón y la Brecha de Rolando, ¡buah!,
qué sitio tan… tan… si es que no hay palabras, hombre. Por
cierto que menuda hostia me metí bajando por el glaciar de la
Brecha al refugio de Sarradets, por hacer el gilipollas… ¿La
caseta esa de la derecha, dices? Las letrinas, majo, tranquilo que
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Muerte en la escupidera
pronto vas a tener el gusto. Yo pensaba que habían comenzado
las obras de reforma pero ya veo que aún no…
Mientras llegaban a su destino le fue contando cosas del lugar donde
pasarían aquella inolvidable noche. El refugio, propiedad de la
Federación Aragonesa de Montañismo, se había construido en 1962 y
desde entonces se mantenía prácticamente igual. Es decir, con
habitaciones para 40 montañeros hacinados en literas corridas, una
cocina de siete metros cuadrados que obliga a servir las comidas en
turnos pero, sobre todo, sin un sistema de depuración de aguas. La
caseta que albergaba las letrinas incumplía todas las normas de salud
pública y en 2001 el ayuntamiento de Fanlo armó la de Dios en el
mundo pirineísta ordenando el cierre del refugio, y no sólo por carecer
de un tratamiento adecuado de aguas residuales. Es que, además, debido
a las grandes distancias los montañeros que quieren ascender al Perdido
o que recorren el sendero de gran recorrido que atraviesa la cara sur del
macizo tienen que hacer noche por fuerza en el camino. Como el refugio
suele estar repleto en los meses de verano muchos optan por acampar en
sus alrededores y algunas noches pueden plantarse hasta doscientas
tiendas. Sin un punto limpio, unas letrinas y un sistema de depuración de
aguas, semejante cantidad de gente concentrada en una pequeña área de
la alta montaña, haciendo sus cosas durante meses donde les viniera en
gana acabarían degradando un ecosistema tan delicado, teóricamente
protegido por encontrarse dentro de un Parque Nacional tan prestigioso
como Ordesa.
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Muerte en la escupidera
- Pero la peor parte se la llevan los pobres guardas del refugio,
¿sabes?, porque al vivir allí son los que más sufren las
consecuencias. Dentro del refugio están rodeados de
incomodidades pero cuando está lleno tienen que dormir fuera,
a la intemperie y en el puto suelo, amigo, que comparado con
eso la litera corrida es colchón de látex. Así que cuando lo
reformen ellos serán los primeros beneficiados, y bien que lo
merecen, que hay que tener agallas para vivir en un sitio así
todo el año, majo. Mira por donde, Gusti, vas a conocer el
Góriz de siempre, el Góriz entrañable, o sea el Góriz guarro,
tío. Una batallita más para contar a los nietos. Y no creas que es
el peor del Pirineo, ¡qué va!, yo me los conozco casi todos y
desde luego el de Estós, si no lo han arreglado, para mí se lleva
la palma de la incomodidad, sobre todo si dando la vuelta al
Posets vienes del Ángel Orús, que es un Parador en
comparación. Bueno, pues ya estamos en casita, ¿a que no ha
sido para tanto?
Eran las cinco y media pasadas y en el exterior del refugio una pareja
disfrutaba del sol en un banco de madera junto a la puerta de entrada,
obstaculizada por un enorme perro acostado. Como no se retiraba
tuvieron que saltar sobre él para acceder a un oscuro zaguán atiborrado
de taquillas. Anguiano enseñó a su novato que debía quitarse las botas
antes de entrar y calzarse uno de los pares de zuecos impregnados del
sudor de mil pies que el refugio ponía a disposición de los montañeros.
Viguera hizo una mueca de asco y prefirió entrar en calcetines. En un
minúsculo habitáculo incluido en la estancia, que hacía las veces de
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Muerte en la escupidera
comedor y zona de estar, encontraron a dos hombres jóvenes absortos
ante el monitor de un ordenador que ni les devolvieron las buenas
tardes. Anguiano le explicó que el cubículo, comunicado con la cocina,
cumplía las funciones de recepción y barra y que la escalera contigua
conducía a los dormitorios. Al cabo de un rato los guardas desistieron
entre juramentos de conseguir lo que estuvieran intentando y el que
respondía por Unai se ocupó por fin de los recién llegados. La reserva
estaba a nombre de Anguiano.
- ¿Estáis federados? Vale, él no. ¿Habíais estado antes? Vale, él
no. Bueno, pues aquí tenéis las llaves de las taquillas, las botas
fuera, ya sabes. La cena es a las siete y el desayuno a partir de
las cinco y media. ¿Mañana os tiráis para el Perdido?
Anguiano carraspeó antes de contestar con un gesto que Viguera,
entretenido leyendo letreros, no pudo captar. En uno de ellos se
informaba de la previsión del tiempo para el día siguiente: despejado a
primera hora y nubosidad a partir de mediodía. Luego dejaron las cosas
en las taquillas y subieron al dormitorio, donde un grupo de montañeros
jóvenes se acomodaban ruidosamente en las literas del nivel inferior.
Había otros dos pisos por encima y Anguiano escogió un hueco libre de
sacos en el intermedio donde depositó los suyos bajo la mirada
horrorizada de Viguera. ¿De veras se podía dormir allí? Aquella especie
de estanterías humanas destartaladas recordaba en efecto a los
barracones de los campos de concentración de las películas. Cuando
salieron preguntó a su compañero si no había otra habitación donde
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Muerte en la escupidera
dormir y Anguiano, aguantándose la risa, le abrió la puerta de otro
barracón aún más pequeño y le invitó a elegir.
- Es lo que hay, muchacho, y contentos que por lo que veo hay
poca gente. Mañana habrá más y el sábado puede estar a tope,
así que no te quejes. Esta noche tendremos una tercera parte de
los ronquidos y olores posibles. Hala, vamos a estirar un poco
las piernas antes de la cena.
Aunque todavía lucía el sol ya se sentía el frío. Anguiano invitó a su
amigo a sentarse en la ladera herbosa que se extendía en la zona más
resguardada, al sur del edificio. Viguera consultó el móvil y celebró
alborozado el hallazgo de que allí no había cobertura. Sentía no poder
llamar a Marta pero saberse a salvo del pelmazo de Terroba era un alivio
que casi le compensaba la caminata. Para su sorpresa no se sentía más
cansado que después de un duro día de trabajo y no pudo evitar que la
serena paz de la tarde que rodeaba aquel pintoresco lugar se apoderase
de su espíritu. Se tumbó de espaldas, perdió la vista contra el cielo y dejó
que todos sus músculos se relajaran como cuando se tumbaba en la
hamaca de la playa. Anguiano permanecía sentado, de espaldas al valle,
sujetándose las rodillas con los brazos y con la mirada fija en la montaña.
Era un relajo estupendo pero ellos no habían llegado allí sólo para
admirar el paisaje y Viguera dio por finalizado el recreo. Tenían poco
tiempo y había que hablar con los guardas, sacarles lo que pudieran del
accidente de Zabala, recoger sus cosas y todo lo demás. Anguiano
preveía que hasta después de recoger la cena sería imposible hablar con
ellos y que probablemente esa misma noche no sería el mejor momento.
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Muerte en la escupidera
Por la mañana temprano, sin embargo, cuando todos los montañeros
hubieran abandonado el refugio y los guardas hubiesen recogido los
desayunos, podría hablar con ellos con mucha más tranquilidad. ¡Cómo
que “podrías”! ¿Y tú?, le replicó Gustavo, me echarás una mano,
¿verdad? Fue entonces cuando Antonio Anguiano decidió soltárselo.
- Verás, mi querido amigo, cuando me propusieron esta
expedición acepté encantado, primero porque te aprecio
aunque nunca hasta hoy te lo haya podido demostrar, y porque
Germán Terroba es un hijoputa capaz de ponerte en la calle si
no le llevas algo. Tampoco puedo ocultar que esto me encanta,
a lo mejor si hubiera que ir, yo que sé, a un desierto, o a una
playa del Mediterráneo no habría aceptado, las cosas como son.
Pero lo que quiero que sepas, y comprendas, es que yo no soy
capaz de dormir en ese chamizo de ahí atrás si no es para darme
un paseo al día siguiente por alguno de esos piedros tan de puta
madre que tengo delante, tú me comprendes, ¿verdad? Yo soy
montañero, Gusti, ya sabes, un chalado de esos. ¿Qué dices?
¡Qué cabrón! Anguiano le había utilizado para perder de vista dos días la
oficina y darse un garbeo por aquel paisaje marciano nevado a su costa.
Gustavo se incorporó de un brinco y no se cortó echándoselo en cara.
- Tranquilo, coño, no te enfades, anda, siéntate y escucha. Mira,
es cierto que el momento ideal para hablar con los guardas será
mañana por la mañanita, cuando se queden solos. Hombre, ese
es tu trabajo, no me jodas, o qué quieres, ¿qué les interrogue yo
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mientras te recuperas en la litera de no pegar el ojo en toda la
noche? ¡tranquilo!, es broma. Mira, ese momento no llegará
hasta las diez, si no son las once, y para entonces yo ya estaré de
vuelta. Sí, no me mires así, aquí hay que ponerse en marcha
muy temprano, en cuanto empieza a clarear, a las seis como
tarde hay que estar andando. Mira, yo me comprometo a estar
en el refugio a las once como tarde. Suficiente para que el Unai
ese del pendiente te cuente su vida si quiere. ¿Qué dices? ¡hala!,
que son casi las siete, tío, vamos o nos quedaremos sin cena.
Piénsalo y si tú no quieres no subiré, prometido.
En el comedor una veintena de montañeros compartían las mesas más
próximas a la chimenea. Se sentaron en una a medio ocupar y enseguida
acudieron los guardas con los platos, el pan y los cubiertos que los
propios comensales se encargaban de distribuir. Parecería una escena de
cuartel o de prisión incluso si no fuese por el buen humor y la
camaradería que se respiraba en extraña mezcla con el humo del fuego y
el olor de la sopa que llegaban desde lo extremos de la sala. Tallarines,
pollo asado y plátano completaron un menú regado, para asombro de
Viguera, con vino o cerveza. Él pensaba que los deportistas sólo bebían
agua. Sin dejar de engullir como si llevaran días sin hacerlo, los
montañeros sólo hablaban de montañas. Un grupo estaba haciéndose el
tramo aragonés de la GR-11, desde Zuriza hasta Benasque. La siguiente
etapa era Góriz – Pineta y discutían acaloradamente sobre el camino a
seguir. Una de las dos parejas, la más lanzada, abogaba por tirarse hacia
el collado de Añisclo atravesando las fajas que contornean la Punta de las
Olas, que era la derecha... y la arriesgada, por aérea y complicada; la otra
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pareja, más prudente, defendía bajar desde Arrablo a la Fuen Blanca para
alcanzar sin problemas el collado. Un rodeo, sí, y más desnivel, pero
completamente seguro. A un tipo solitario, tan alto como flaco y con un
rostro curtido como el pellejo y cubierto de una cerrada barba canosa
que rumiaba con la calma de un herbívoro en el extremo de la mesa le
preguntaron adonde iba y sin dejar de masticar dejó escapar al cabo del
rato y con evidente desgana una sola palabra.
- Cilindro.
Alguien advirtió entonces que ojito con el Cilindro porque la chimenea
podía estar helada, pero el montañero solitario se encogió de hombros y
siguió rumiando sin levantar siquiera la vista del plato.
Una parejita de franceses que chapurreaban español habían subido por
Ordesa y al día siguiente pretendían llegar hasta el aparcamiento próximo
al puerto de Bujaruelo por Millaris y el Descargador atravesando la
Brecha y el refugio de Sarradets. Pero no llevaban ni crampones ni piolet
y los de la GR se lo desaconsejaron porque en el glaciar podían pasarlas
putas. Todos le parecían planes estupendos pero la excursión que le puso
los dientes largos a Anguiano fue la de sus compañeros de mesa, tres
montañeros guipuzcoanos. Los muy cabrones pensaban hacerse las tres
Sorores al día siguiente, ¡de una tacada! ¿era eso posible?
- Pues claro. Primero hay que subir la Punta de las Olas, en
menos de tres horitas estás allí. Luego tiras por la cresta hacia el
Soum, por la cara este, ¿me sigues? Bueno, pues después se
continúa por la cresta norte, algo chunga y con pasos de tres, y
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un poco a la derecha pasas por el collado del Perdido y
escalando una barrerita de dos que defiende el acceso a la cresta
oriental te plantas en la cumbre del Perdido para sorpresa de los
pringadillos que han subido por la canal pensando que han
hecho una hazaña. El resto está chupado: por la canal al Lago y
de aquí al Cilindro y vuelta por el camino de Góriz. ¿A que
mola?
¡Buah!, ¡qué pasada! exclamó Anguiano con la cuchara suspendida en el
aire. ¿Puedo ir con vosotros? ¡tranquilo, Gustavito, que es otra broma!,
un paso de tres puede ser demasiado para mí.
- Lo de los pringadillos que suben por la canal no lo dirías por el
que se mató hace unos días en la Escupidera, ¿verdad?
Las primeras palabras que pronunció Gustavo Viguera en toda la cena
surtieron el efecto de un estruendo inesperado. Todos callaron y algunos
hasta dejaron de comer. Anguiano le dio con la rodilla en el muslo y
trató de enmendar la torpeza de su colega.
- Oye, ¿y en cuántas horas pensáis hacerlo? Lo de las tres
Sorores, me refiero, echaréis el día, ¿no?
Pero fue un intento inútil porque a partir se ese momento ya no hubo
otro tema de conversación que el montañero despeñado. Que si nunca
hay que confiarse. Que si lo peor es la bajada. Que a quién se le ocurre
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subir sólo la primera vez. Que en el monte donde menos lo piensas te la
pegas.
- Sobre todo si no llevas piolet o lo pierdes por el camino.
Lo había soltado Javier, el guarda del refugio que no llevaba pendiente,
mientras empezaba a recoger las mesas con la ayuda de los montañeros.
La revelación originó un pequeño revuelo y alguien le pidió que se
explicase.
- Cuando salió de aquí hacia las siete de la mañana lo llevaba, me
fijé porque era un Camp ultraligero de mango azul, precioso,
pequeño pero suficiente para la canal del Perdido. Dejó la
mochila grande con el saco y los bastones en la taquilla y se fue
para arriba con una más pequeña y con el piolet en la mano.
Cuando rescataron su cuerpo horas más tarde no encontraron
el piolet por ninguna parte y pensaron que se habría quedado
por el camino al despeñarse. Pero el único montañero con el
que se había cruzado, que lo vio subiendo del Lago Helado en
dirección a la canal, juró y perjuró que el tipo no llevaba piolet
ni en la mano ni en la mochila y que le extrañó mucho porque
iba perfectamente equipado y llevaba puestos los crampones.
Es un viejo conocido y me lo creo.
La noticia sembró el desconcierto en el comedor. Era inexplicable. Se
podía comprender que alguien intentara subir por la canal sin piolet, pero
no que lo llevara y se desprendiera de él justo cuando podría necesitarlo.
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Seguro que se paró a descansar y se lo dejó, aventuró uno. Imposible,
antes te dejas los huevos, apostilló otro provocando risas. ¿Y si se lo dejó
como es que nadie lo vio y lo recogió? ¡Bueno, los montañeros solemos
ser gente honrada pero habrá de todo y un piolet nuevito abandonado de
ochenta pavos lo menos es muy tentador! Hombre, o que está claro es
que ningún montañero en su sano juicio tiraría un piolet de 250 gramos
para soltar lastre al pie de la Escupidera, ¿no?
Todos celebraron la ocurrencia, menos Gustavo Viguera. Aquella gente
no sabía nada de Oscar Zabala, de sus pólizas de vida, de su retirada de
fondos, del requisamiento de sus ordenadores. Estaban juzgando la
inexplicable conducta de un montañero del que no tenían ni puñetera
idea. Desconocían la más que fundada sospecha de que se hubiera
suicidado y que ningún suicida está en su sano juicio. No podían
imaginar que el detalle del piolet, despachado por la parroquia de Góriz
como un olvido aprovechado por un chorizo de alta montaña podría
empezar a aclarar las cosas. A resolver el caso de Oscar Zabala. Porque si
te dejas caer por una rampa helada en dirección al vacío y un piolet
puede salvarte la vida en caso de arrepentimiento de última hora, está
claro que si no lo llevas no hay salvación posible. Si pensaba matarse,
para evitar esa tentación debió deshacerse de él de un modo definitivo,
sin posibilidad de rescatarlo pero además sin que alguien pudiera
encontrarlo. En ese momento se le encendió la bombilla.
- Ese Lago Helado, ¿está helado de verdad?
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Uno de los guiputzis le contestó que gran parte del año, pero
dependiendo del invierno que hiciera para esas fechas podía estar sólo
medio helado. Como aquel año. Ni siquiera Anguiano se dio cuenta de la
sospecha escondida tras la pregunta aparentemente ingenua. En cambio
se puso a contarle la historia del origen de la gran cascada del imponente
circo de Gavarnie, en la vertiente francesa, aclarado cuando se arrojó en
el Lago un colorante que acabaría tiñendo la cascada. Esos gabachos
siempre igual, presumiendo de lo que tienen pero no es suyo, concluyó
en voz tan baja que no pudiera escucharlo la parejita.
De repente se levantó la sesión y casi todos salieron al exterior, la
mayoría en dirección al barracón de las letrinas y algunos a fumar.
Cuando Anguiano y Viguera se disponían a salir también Unai les hizo
señas para que se acercaran a su minúscula oficina.
- Vosotros sois los amigos del que se mató, ¿verdad?
Después de aclararle su relación con Zabala el guarda les contó que
durante la cena había llamado por la radio el mismísimo subdelegado del
Gobierno de Huesca para asegurarse de que habían llegado “los de
Logroño” y para que colaborasen con ellos, respondieran sin miedo a
todas sus preguntas y les entregaran los efectos personales que Oscar
Zabala había dejado en su taquilla antes de iniciar la última ascensión de
su vida, eso sí, firmando el oportuno recibo. Así que podían contar tanto
con su colaboración como con la de su compañero Javier pero no en
aquel momento de máximo trabajo. Cualquier momento durante la
mañana a partir de la recogida del desayuno era preferible y en eso
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quedaron antes de salir a respirar un poco de aire puro. Caía la noche y
con ella la temperatura. Anguiano estaba impresionado.
- Qué nivel, tío, ¡el subdelegado del Gobierno!
Su asombro creció cuando Gustavo le contó que el tipo era pareja de
mus del delegado de Estigia Seguros en Huesca y a continuación le
preguntó qué opinaba del asunto del piolet que les había contado el otro
guarda.
- Que no me lo trago, Gustavo. Si quería tirarse sin él, ¿por qué
llevarlo en la mano, como asegura el guarda y me lo creo?
Seguro que saldría despedido al vacío cuando se cayó y estará
enterrado bajo la nieve en algún lugar inaccesible. No me fío del
montañero que se cruzó con él. ¿Cómo puede estar tan seguro?
Y sobre todo, ¿cómo es que se fijó en eso? Yo me he cruzado
con cientos de montañeros y nunca me da tiempo a fijarme en
lo que llevan encima, ni me importa. Era un ultraligero, ni
medio metro, no como los armatostes de casi 80 centímetros
que traemos nosotros. Podía llevarlo dentro de la mochila y casi
ni se vería. ¡Bah!, ni caso. Ya verás como cuando se derrita la
nieve acabará apareciendo. Te aseguro que ningún montañero
se llevaría a casa un piolet perdido por otro cerca de un refugio.
¡Por favor..!
Gustavo se quedó pensativo un buen rato antes de decidirse a decirlo.
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- Oye, Antonio, ¿sigues con la idea de subir al monte mañana
temprano?
- Ni lo dudes, compañero. Si no te parece mal, claro. Y si te
parece… ¡pues te jodes! ¡ja, ja!
- ¿Te… importaría que te acompañara?
Anguiano se quedó estupefacto. Era lo menos que podía esperar de
aquel urbanita con sobrepeso que pisaba por encima de los dos mil por
primera vez en su vida.
- ¿Importarme? ¡Qué dices, hombre, encantado, qué cojonudo,
tío, me dejas anonadado. Pero, ¿lo dices en serio?, ¿estás
seguro? ¿Cómo así te ha dado por ahí? ¡Ah! Ya sé, no me lo
digas, esto te mola, ¿verdad que sí?, te está empezando a gustar,
o lo que es lo mismo, la montaña ya se está apoderando de ti,
comienza a atraerte como un electroimán, como hizo antes con
todos esos “chalados” que acaban de inflarse a sopa en ese
antro, ¿eh?
- ¿A ti te daría igual donde fuésemos?
- ¿A mi? Pues claro… pero tú, no sé, en fin, espero que no
quieras hacerte las tres Sorores como esos pirados, no te
ofendas pero tu forma física, ya sé que hoy has ido muy bien,
pero por llano casi, subir por ahí es otra cosa, ¿sabes?
Gustavo Viguera tragó saliva antes de sorprender del todo a su
compañero.
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- Es que me gustaría ver de cerca esa maldita Escupidera.
& & &
En el barracón modelo Auschwitz podían identificarse al menos cuatro
ronquidos distintos y sólo gracias a los tapones para oídos que Anguiano
le proporcionó pudo conciliar el sueño Gustavo Viguera. Pero en plena
madrugada, como todas las noches, su vejiga repleta lo despertó. En casa
sólo tenía que saltar de la cama al baño incluido en el dormitorio, pero
allí la cosa sería más complicada. Casi a oscuras tuvo que destrepar
primero desde su litera hasta el suelo pero al hacerlo pisó sin darse
cuenta al montañero que dormía justo debajo, el cual tartamudeó una
blasfemia entre sueños mientras encogía las patas dentro del saco. Fuera
del dormitorio le esperaba una escalera tenebrosa por la que fue bajando
a tentón hasta que pisó un bulto blando tirado sobre el último peldaño
que lo asustó. Era el perrazo del refugio, otra vez cortando el paso.
Salvado el obstáculo llegó al zaguán, se calzó un par de zuecos que le
venían pequeños y salió al exterior. No había ni una nube y tocaba luna
nueva, de manera que el cielo aparecía sembrado de millones de estrellas.
Había tantas que más que los puntitos luminosos aislados que apenas se
podían ver en la ciudad eran grandes manchas blanquecinas cubriendo
casi por completo el fondo negro del cielo. Nunca hubiera sospechado
que el cielo fuese realmente así a pesar de los muchos documentales
sobre el universo que había visto en la tele, y que le encantaban. Pero
nada como aquel fantástico espectáculo en vivo y en directo. Un
escalofrío le atravesó el espinazo, exclamó algo en voz baja y sólo al cabo
de un buen rato de embelesamiento mirando el firmamento con la boca
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Muerte en la escupidera
abierta se dio cuenta de que hacía un frío que pelaba y se estaba meando.
El camino de vuelta desde la cloaca al camastro no fue menos penoso,
aunque para su suerte el perro se había quitado de la escalera y esta vez
no pisó a nadie mientras subía a su estantería de montañeros ensacados
maldiciendo su puta vida. Le costó volver a dormirse porque cada vez
que cerraba los ojos le atacaba la mente la imagen de un montañero
precipitándose al vacío con las manos vacías y el rostro desencajado.
Pero el agotamiento consiguió vencer su resistencia y al cabo de un rato
los escandalosos resuellos de Gustavo Viguera se unieron a los del coro
de roncadores de Góriz, uno de los más prestigiosos de la cordillera.
& & &
“Ha llamado al teléfono móvil de Germán Terroba, delegado territorial de
Estigia Seguros, en estos momentos no puede atenderle, si lo desea deje su
mensaje a partir de la señal y le contestará a la mayor brevedad posible…
- Germán, soy Federico García Leza, el inspector-jefe, disculpa la hora pero no
he podido llamarte antes porque he tenido un día malísimo. Es por lo de ese
médico por el que me preguntaste, Zabala, el que se mató en el monte, verás,
no sé de qué va el asunto porque la investigación está bajo secreto de sumario y
ya sabes cómo se han puesto últimamente las cosas, lo que sí puedo decirte es
que seguramente te quedarás sin saber por qué se llevaron sus ordenadores
porque cuando un posible sospechoso muere se acabó la investigación, a ver de
qué coño vas a acusar a un muerto, ¿me comprendes?, de hecho se los van a
devolver ya mismo, a la viuda, claro. A no ser que la muerte pudiera tener
relación con el posible delito, pero si se desnucó en un glaciar como dicen pues tú
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Muerte en la escupidera
me dirás, se acabará sobreseyendo. Si el juez que ordenó el registro supiera que
el registrado la había palmado en un accidente seguramente lo hubiese parado,
pero así funciona esto, majo, descoordinación a tope, bueno mañana hablamos
si quieres pero te prometí llamarte en cuanto supiera algo, ¡hala!, que
descanses, y ya me dirás tú también algo de la póliza de mi suegro cuando
sepas algo… “
& & &
- ¿Qué haces con el móvil? Si aquí no hay cobertura…
- Ya, es para hacerte una foto, si no lo veo no lo creo y si no te la
hago tampoco me creerá nadie: Gustavo Viguera con traje de
alta montaña, bastones y piolet y crampones en la mochila, ¡qué
pintas tienes, tío! ¡jua, jua!
Sólo eran las seis pero la luz de la alborada era suficiente para ponerse en
marcha. El exterior del refugio estaba más animado de montañeros que
en ningún otro momento del día. Algunos ya partían hacia los primeros
repechos, otros terminaban de equiparse y la explanada ofrecía un
aspecto de extraño andén repleto de extraños viajeros esperando su
medio de transporte. Anguiano salió por delante y Viguera lo siguió unos
pasos atrás preguntándose qué coño hacía él triscando ladera arriba antes
de amanecer con un fardo a la espalda. Al segundo repecho comenzó a
resoplar. Su guía se volvió y le recomendó calma y que caminara muy
despacio, como pisando huevos, y que en ningún momento debía notar
fuertes palpitaciones en el pecho, eso sería ir pasado de vueltas, para que
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Muerte en la escupidera
le entendiera. Despacito y controlando el corazón, ese era el secreto para
no sucumbir de agotamiento antes de tiempo.
Al cabo de la primera hora de continuo ascenso llegaron al pie de un
gran nevero escalonado desde el que ya se divisaba la mole retorcida del
Cilindro y por la que avanzaban al menos una docena de montañeros
separados entre sí como puntos suspensivos en un folio. El sufrimiento
era evidente en el rostro de Viguera y Anguiano decidió efectuar un
breve descanso. Mascullando una ristra de tacos el neófito se desprendió
de la mochila y se derrumbó sobre una piedra. Anguiano permaneció de
pie y le recomendó que echara un buen trago de agua. Mientras lo hacía,
Anguiano lanzó un profundo suspiro en dirección al collado
engañosamente cercano y tradujo en voz alta la emoción que lo
embargaba. Aquello era formidable, «lo más grande, Gustavo». Se
imaginó a esa misma hora apagando de un manotazo el despertador para
ponerse en marcha una rutinaria jornada más en la oficina y lamentó no
creer en un Dios al que agradecer el regalo de estar en el corazón de sus
amados Pirineos aunque fuese en aquellas extrañas circunstancias. Pero
Gustavo no levantaba la vista del suelo ni soltaba palabra. Anguiano le
preguntó si estaba seguro de querer continuar y le aseguró con la boca
pequeña que en caso contrario no pasaría nada por darse la vuelta.
Viguera respondió incorporándose y colgándose la mochila con decisión.
La nieve estaba blanda y la pareja atravesó el nevero aprovechando las
pisadas de los compañeros que les llevaban ventaja. Cerca ya del collado
Anguiano extendió su bastón derecho hacia al Este. Detrás de unas rocas
que descansaban sobre la nieve como gigantescas tortugas hibernadas
asomó el empinado tramo final del Monte Perdido en el preciso
momento en que el sol rebasaba su vértice por la vertiente contraria
Fernando Sáez Aldana
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Muerte en la escupidera
proporcionando al pico un brillo diamantino que destacaba aún más la
blanca canal nevada sobre la piedra ennegrecida por el contraluz.
- Ahí lo tienes, tío, el Perdido, saludándonos con sus mejores
galas. ¡Qué de puta madre! Que me perdone el muerto pero no
sé cómo darle las gracias.
Pocos metros antes de alcanzar el cuello que los separaba del Lago
Helado Anguiano se detuvo de nuevo.
- Esa pala de nieve inclinada es la Escupidera. ¡Mira!, ya hay unos
cuantos mendis subiendo por ella, ¿los ves? ¡qué tíos!
Salvo en su tramo final el corredor Noroeste permanecía sombrío pero
se distinguían tres grupos de dos a cuatro montañeros desperdigados en
dirección a la cima. Desde esa perspectiva la pendiente aún no
impresionaba y a Gustavo le costó creer que se tratara del mismo
tobogán vertiginoso de las fotos tomadas desde lo alto del Cilindro.
Además, ¿cómo podía alguien caer al vacío con semejante barrera
rocosa? Desde allí parecía imposible, tanto como alcanzar de una vez el
jodido cuello aquél porque cuando creías haber llegado aparecía otro en
el horizonte, y luego otro, como si subieran por una colosal escalera sin
fin cuyo nuevo escalón superado ocultaba el siguiente. Cuando
finalmente lo superaron descargaron las mochilas sobre un peñasco
frente a la hondonada que albergaba en su fondo un pequeño ibón con la
superficie medio helada, a los pies del collado que lo separa de la
vertiente Norte del macizo. Desde ese observatorio la perspectiva de la
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Muerte en la escupidera
canal de subida al Perdido cambiaba por completo al apreciarse ya su
impresionante inclinación hacia la derecha, máxima en el tramo
desprotegido por la ausencia de roca, que asociada a la inclinación propia
de la pendiente hacían de la canal un endemoniado tobogán
tridimensional de doble caída. La Escupidera. Viguera se acordó del día
que casi se rompió la crisma al resbalar en un charquito helado del
parque del Carmen, camino del trabajo. Ahora entendía cómo se podía
uno matar por aquella empinada cuesta helada y además inclinada treinta
grados hacia la acera derecha. Menudo hostión.
- Aquí fue donde vieron a Zabala vivo por última vez. ¿Quieres?
Están buenas.
Viguera aceptó la manzana que le ofrecía Anguiano y se imaginó a Óscar
Zabala arrojando el piolet al fondo del lago medio helado que tenía a sus
pies, antes de dirigirse a su encuentro con la muerte. Cuando durante la
cena le invadió la sospecha pensó ingenuamente en la posibilidad de
descubrirlo en el fondo de las aguas, pero se había equivocado. Aquel
ibón no era el estanque del parque, precisamente, sino un pozo oscuro
bajo una capa de hielo que cubría las cuatro quintas partes de su
superficie, dejando un hueco suficiente para deshacerse del piolet,
sospecha que fue ganando crédito a la vista del escenario. Pues para ir
desde donde estaban a la canal no era necesario descender hasta al Lago
ya que tirando por la derecha se llegaba directamente cresteando por las
gibas heladas de una especie de enorme camello enterrado en la nieve.
No tenía ningún sentido bajar hasta el Lago para volver a subir
inmediatamente hasta el mismo nivel. Pero según lo que le contó el
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Muerte en la escupidera
guarda el montañero que en su descenso vio a Zabala, no se cruzó
directamente con él sino que lo vio subiendo del Lago en dirección a la
canal, a una distancia tan corta que le llamó la atención su falta de
bastones y piolet. Desde luego sin piolet no habría prueba pero la
hipótesis le parecía más que probable.
- Me tienes impresionado, Gustavo, has subido de puta madre, tú
tienes cualidades tío, no es normal que sin haber pisado un
monte en tu vida hayas llegado hasta aquí tan entero, bueno,
aparentemente al menos…
- ¿Entero? Estoy destrozado, majo, me duele todo el cuerpo, en
mala hora se me ocurrió la idea de acompañarte tío, estáis
locos, locos de remate, no sé qué le veis a esto, de verdad te lo
digo.
Anguiano negó con la cabeza pero renunció a tratar de convencer de la
grandeza de la montaña a alguien incapaz de apreciarla.
- Espero que el esfuerzo te haya merecido la pena al menos, me
refiero para el asunto que nos ha subido hasta aquí.
- Pues sí, mira, creo que me está sirviendo; cada vez tengo más
claro que el doctor Zabala vino aquí a quitarse la vida. En esta
soledad, tan alejado del mundo, de su mundo, tiene que costar
menos abandonarlo porque ya casi lo estás.
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Anguiano consultó el reloj y con la mirada puesta en el bonete del
Perdido acabó por revelar del todo sus verdaderas intenciones cuando
aceptó acompañar a Viguera.
- Oye, Gustavo, vamos muy bien de tiempo y… me preguntaba
si… si no te importaría que yo… ¡jum!, que rematara la faena,
en fin, que para un montañero llegar hasta aquí y quedarse a
tiro de piedra de la cima del Perdido es un crimen, vamos, que
me gustaría un huevo subir ahí arriba, si no te importa, claro, si
tú no quieres lo entenderé, no habíamos venido a eso, y
tampoco te pido que me esperes aquí hasta que baje, aunque va
a ser en un pispás, en una hora te prometo que estoy de vuelta,
si no quieres esperarme puedes ir bajando, el camino está
chupado, primero seguir las huellas en el nevero y luego la
senda hasta que tengas el refugio a la vista, así… así podrías
aprovechar para ir hablando con los guardas, es una hora muy
buena, te prometo que antes de mediodía me reuniría contigo,
lo siento de veras tío, pero es que no lo puedo remediar, es
como un droga, ¿me comprendes?
Y permaneció en la misma postura, mirando golosamente el pico, sin
atreverse a mirarle a la cara a su compañero. Esperaba de él una
reprimenda pero su respuesta le hizo sospechar que quizá estuviera
siendo víctima del mal de altura.
- Venga, no me llores más. Te acompaño.
- ¿Cómo dices?
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Muerte en la escupidera
- Que subo contigo
- Pero, ¿e… estás seguro, Gustavo?
- Ya que he llegado hasta aquí quiero acabar poniendo los pies en
esa maldita Escupidera, ¿sabes? Pensaba que este viaje no
serviría para nada pero cuanto más me acerco al final más claro
lo veo. Quiero subir ahí arriba y saber lo que tenga que decirme.
Seguro que algo.
- Tío, me quito el sombrero, bueno el gorro, es acojonante la
profesionalidad con la que te estás tomando este asunto.
Germán Terroba no sabe lo que tiene en la delegación.
- ¡Hala!, menos cháchara y andando.
- Tranqui, majito, que hay que sacar el piolet y calzarse los
crampones. ¡Buah!, qué gozada…
Con los crampones bien ajustados y el pico en la mano fueron
recorriendo las sucesivas jorobas nevadas de la cresta y en pocos minutos
llegaron al extremo inferior de la estrecha canal que conduce
directamente a la cima. Entonces Anguiano se detuvo para tratar de
convencer a Viguera de que no debía continuar. La nieve estaba muy
dura y aunque seguramente no pasaría nada prefería no asumir esa
responsabilidad. Recibir el bautismo de montaña en una canal helada y
sin ninguna experiencia en el manejo del piolet ni en la marcha con
crampones era una temeridad y no sabía cómo había podido aceptar que
su amigo lo acompañara. Sin duda su ambición por coronar la cima lo
habría cegado, pero afortunadamente se había dado cuenta a tiempo. De
ningún modo permitiría que Gustavo Viguera diese ni un paso más.
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Muerte en la escupidera
Jamás se perdonaría que sufriera un accidente por su culpa. O él se
quedaba allí o ambos se daban la vuelta.
- Vale, está bien, no sigo, ya la veo bien desde aquí, me quedo un
rato y me bajo enseguida, pero tú no te prives, amigo, hala,
arriba y no tardes. Te espero ahí abajo, a la altura del laguito,
¿vale?
Anguiano afirmó con la cabeza, sonrió de gratitud y empezó a subir.
Cada cinco pasos se volvía hacia Viguera y allí estaba, donde lo había
dejado pero cada vez un poco más abajo, animándolo con el pulgar
levantado. Al cabo de un rato Anguiano dejó de mirar hacia atrás y se
concentró en el suelo helado que iba pisando. Entonces sucedió algo
imprevisto, o al menos tan temprano. Por detrás de la cumbre, como una
súbita humareda surgiendo del cráter de un volcán traicionero, apareció
una densa niebla grisácea que en segundos ocultó el sol y borró la silueta
de la antecima. Eso podría suponer despedirse de las magníficas vistas
que prometía el día y Anguiano juró entre dientes pero continuó
subiendo como si nada. La niebla continuó invadiendo el tramo superior
de la canal y densificándose a cada momento hasta que la visibilidad se
redujo a unos pocos metros. Desde abajo Viguera ya no podía distinguir
la figura de Anguiano pegado a la orilla izquierda de la pala y sin pensarlo
dos veces se santiguó y se fue para arriba con decisión.
& & &
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Muerte en la escupidera
- Buenos días, Don Germán, le ha llamado ya un par de veces el
delegado de Crepúsculo, dice que es urgente y que lo llame en
cuanto llegue.
- ¡Joder!, si no son ni las ocho y media, algo gordo será, anda,
pásamelo al despacho. Y buenos días, Piluca, que no te he
dicho nada. A las nueve en punto vendrá el canso del gerente
de Los Perales a empezar a darme el día, avísame por favor,
gracias.
- ….
- ¿Sí? ¡Alfredo!, buen día, qué te cuentas majo.
- Pues nada Germán, que acaba de llamarme mi cuñado desde el
banco para darme una noticia que te va a dejar de piedra.
- Dispara…
Gracias a cierta información privilegiada, la investigación sobre el
paradero de los fondos de Óscar Zabala había dado sus frutos. El dinero
ni se había esfumado ni se había depositado en un banco suizo ni estaba
en ninguna caja fuerte privada. Había ido a parar enterito a una cuenta a
nombre de Ana María Sáenz Islallana, la entonces señora y ya viuda de
Zabala. El error había sido buscar nuevas cuentas o depósitos a su
nombre, cuando estaban al de ella.
- No me preguntes la explicación porque no tenemos ni idea.
Resulta que las cuentas antiguas estaban a nombre de los dos
mientras que las nuevas sólo al de su mujer, de las que él no
tenía ni tarjeta. Como siempre cobraba a sus pacientes en mano
es posible que tuviera una reserva de “B” de la que iba tirando
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Muerte en la escupidera
para sus pequeños gastos. Es como si hubiera querido
desaparecer de su propio dinero, unos ciento cincuenta mil en
total. Tampoco era tanto como se decía, ¿verdad? Claro que
según mi Charo para esa mujer toda la pasta debía ser poca, se
pasaba el día gastando, que si ropitas para ella y para la niña en
las mejores boutiques, que si cambiando continuamente la
decoración del chalet, que si coche pijo nuevo cada dos o tres
años para llevar a la niña al colegio, que si apartamento en
Málaga… Lo que no sé es cómo pudo ese hombre mantener
esa cantidad en el banco con una mujer así en casa. Bueno, ¿tú
que opinas?
- Pues chico, que me dejas helado no, totalmente desconcertado,
es una cosa muy rara, ¿no? Ahora, desde luego de chantaje
nada, claro, casi estamos peor que al principio.
- Bueno, menos mal que tu chico y el de AMA nos estarán
resolviendo el caso a estas horas, ¿no?
- ¿Esos? Menudas vacaciones se están corriendo a nuestra costa,
nosotros aquí preocupados por el tema y ellos de fiesta en un
refugio, al final para nada, ya verás, la cosa cada vez pinta peor,
ya me veo pagando, ¡joder! En fin, Alfredo, es lo que hay, majo,
gracias por la información de todos modos, seguimos en
contacto.
Terroba colgó y mientras se encendía el primer purito del día se
preguntó en voz alta qué coño estaría haciendo el botarate de Gustavo
Viguera a esas horas.
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Muerte en la escupidera
- ¿A las ocho y media de la madrugada? Durmiendo, como si lo
viera…
- ¿Decía algo, don Germán?
- ¿Eh? ¡Ah!, no, Piluca, nada, nada, si es que ya hasta hablo sólo.
Es el estrés, ¿sabes?, el jodido estrés.
& & &
Hollar una cumbre proporciona al montañero dos satisfacciones. La
mayor, sin duda, es la de haberlo conseguido. La otra, las vistas, son
además una recompensa. Así que la indescriptible sensación de bienestar
que se apodera del espíritu aprisionado en el interior de un cuerpo
machacado tras horas de dura ascensión es incompleta en caso de niebla.
Contemplar la belleza de un magnífico panorama circular, identificar las
otras cimas o simplemente admirar la inmensidad de una cordillera de
primera categoría como los Pirineos desde una atalaya de infinito forma
parte del premio por superar las enormes exigencias de esfuerzo psíquico
y mental que requiere la proeza. Si el observatorio es la cima del Monte
Perdido, las vistas en un día despejado son inolvidables: un territorio
salvajemente sacudido por el plegamiento alpino que excavó cañones,
abrió valles y levantó moles coronadas por picos que ejercen una
misteriosa pero irresistible atracción en los afortunados seres humanos
capaces de emocionarse conquistándolos. Un buen día pueden
distinguirse desde la cumbre del Perdido casi todos los tresmiles de la
cadena, más de doscientos, entre los que destacan en la lejanía nombres
míticos para los montañeros: Balaitús, Aneto y sus Malditos, Vignemale,
Perdiguero, Posets, Bachimala, y mucho más próximos al gigante Taillón,
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Muerte en la escupidera
Picos de la Cascada, Marborés, Astazús, Punta de las Olas y Escaleras,
rodeándolo como una corona real ceñida en torno al rey del macizo, el
Monte Perdido, y sus dos hermanos y fieles guardianes que lo escoltan
por toda la eternidad.
Pero aquella mañana una niebla traicionera se echó sobre la cumbre
antes de lo previsto y Antonio Anguiano tuvo que conformarse con la
incompleta satisfacción de haberla pisado. Un viento helador hacía la
invisibilidad aún más penosa. Con toda seguridad haría varios grados
bajo cero, así que apenas unos minutos después de cumbrear decidió
emprender el descenso. En cuatro zancadas se plantó en la canal y ya
habría recorrido su mitad superior cuando, en el punto más crítico de la
Escupidera, se topó con un montañero medio helado, aferrado con las
dos manos al piolet prácticamente enterrado en la nieve endurecida,
inmovilizado por el pánico.
- ¡Gustavo!, pero… ¿estás loco o qué, tío? ¡Qué hostias haces
aquí!, ¿eh?
Gustavo Viguera levantó la cabeza y lo miró. Tenía el rostro desencajado
y cubierto de escarcha. Le costó mucho despegar los labios.
- ¡Me cago en mi puta vida, quién me mandaría! Me voy a matar,
Antonio, ¡me voy a matar!
- Venga, no digas chorradas, ya hablaremos luego de eso, ahora
vas a bajar de aquí, despacito y detrás de mí, ¿entendido?
- ¡De eso nada! Yo no me muevo de aquí, no puedo ni mirar
hacia abajo, ¡esto es la hostia! Baja tú y que suban a rescatarme,
que manden un helicóptero o lo que sea, tío, pero no pienso dar
ni un paso más, y menos hacia abajo.
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Muerte en la escupidera
- ¡Pero qué tonterías estás diciendo, Gustavo!, aquí no va a subir
a por ti ni Dios, tenlo por seguro, tienes que bajar tú solito, y si
te tranquilizas un poco y me haces caso lo harás sin ningún
problema, ¿vale?
- …
- Gusti, ¿me has oído?
Acabó entrando en razón y Anguiano entonces lo rebasó para situarse
por delante durante la bajada. Al girar el cuerpo se encaró con la
vertiginosa pendiente y la sensación de peligro que percibió fue tan
intensa que a punto estuvo de darse de nuevo la vuelta sólo por no verlo.
Era la primera vez que ponía en riesgo su vida y si logró sobreponerse al
vahído fue porque era plenamente consciente de que un resbalón en ese
momento acabaría con ella. Anguiano le enseñó a clavar bien los
crampones en la pendiente y a no dar un paso sin asegurarse el apoyo
firme en el piolet, le prohibió mirar al vacío y le aseguró que en cinco
minutos todo habría terminado. Como así fue.
A la altura del Lago Helado se detuvieron para desprenderse de los
crampones y descansar antes del descenso al refugio. A Gustavo Viguera
aún le temblaban las piernas. Anguiano no podía enfadarse con él por el
susto que acababa de darle porque en el fondo se sentía culpable de lo
sucedido. Pero no acababa de entenderlo.
- Pero, ¿cómo coño se te ha ocurrido meterte ahí tú sólo? ¿sabes
el peligro que has corrido, más por tu miedo que por otra cosa?
- Vale, no me eches la bronca encima que acabo de pasar el peor
rato de mi vida. Lo de que cuando crees que la vas a espichar
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ves pasar toda tu vida como en una película es cierto tío, al
llegar tú ya iba en la primera comunión…
- Ya, sería por la hostia que te podías haber metido ahí arriba,
¿no?
Durante un instante se quedaron mirándose el uno al otro muy serios
hasta que acabaron estallaron en una misma carcajada liberadora de tanta
tensión acumulada.
El descenso a Góriz fue rápido y con el cañón de Ordesa como telón de
fondo no dejaron de charlar durante casi todo el camino. Gustavo
Viguera seguía muy impresionado por la experiencia.
- Es acojonante, tío, ¡qué impresión! ¿Cómo podéis subir, bueno,
y sobre todo bajar por ahí como si fuera una acera en cuesta?
¡Estáis chalados de verdad!
- De eso nada, amigo, lo nuestro es adiestramiento y experiencia,
aquí el único chalado es el que se tira por una escupidera casi
helada sin puta idea, ¡Dios! Como se entere tu mujer te echa de
casa, y con razón. Bueno, ya después de esta lo mismo te
aficionas a la montaña, ¿eh?, ¿te ha entrado el gusanillo?
- ¡Qué dices!, ya tengo montaña para el resto de mi vida, la
próxima vez que venga su padre.
- Cuál, ¿el de Germán Terroba?
- A ese ni me lo nombres, que es lo único bueno que tiene esto,
estar a salvo de sus puñeteras llamadas.
- ¡Ja, ja!
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Cuando al filo del mediodía llegaron al refugio la única señal exterior de
vida era el perrazo que obstruía la entrada. Dejaron las botas junto a las
taquillas y entraron. Javier, el guarda sin pendiente, trabajaba ante el
ordenador. Le pidieron unas latas de cerveza y se sentaron en el
comedor. Las trajo enseguida y se sentó con ellos, dispuesto a contarles
lo poco que recordaba del montañero que se había matado apenas dos
semanas antes.
- Era un tipo muy correcto, y muy callado. Los montañeros
solitarios son de pocas palabras, no les gusta que les pregunten
de dónde son, adónde piensas subir y esas cosas. Gente rara.
Llegó el sábado, día dos, creo, casi a la hora de la cena. Estaba
federado y había reservado con antelación, aunque en esas
fechas no suele haber problema. Al día siguiente en el desayuno
nos dijo que iba a hacer sólo el Perdido, que pensaba subir y
bajar seguido porque quería estar ese mismo día de vuelta en
Logroño y que si podía dejar la mochila en la taquilla para subir
mas ligero y recogerla cuando bajase, hacia mediodía. Salió
antes de las siete, o sea que perfectamente podía haber estado
de vuelta a las doce. A eso de las doce y media Patxi Altuzarra,
un montañero de Ordizia conocido de Unai que bajaba del
Perdido, nos dijo que se había cruzado con él como subiendo
del Lago en dirección a la canal, no sabemos a qué coño bajaría
allí, a beber agua no creo, y que le llamó la atención porque iba
sin bastones ni piolet. Aquello nos dio muy mal rollo y
decidimos darle más tiempo por si hubiese decidido subirse el
Cilindro, muchos lo hacen sin tenerlo planeado, pero eso le
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hubiera llevado una hora más como mucho y una pareja que lo
había hecho aseguró no haberse encontrado con nadie, así que
a las tres de la tarde decidimos que ya le valía y pusimos en
marcha el dispositivo de rescate llamando al Grupo de Boltaña.
Hora y media más tarde localizaron su cuerpo debajo de la
Escupidera. Es todo lo que podemos deciros. ¡Ah!, y aquí tenéis
la llave de su taquilla, cuando recojáis sus cosas me la devolvéis
y me firmáis un papel con lo que os lleváis, ¿okei?
Anguiano y Viguera asintieron y trataron de quitarle hierro al asunto
confraternizando con el guarda. El de AMA estaba en su salsa.
- Oye, ¿y a vosotros cómo se os ocurrió la idea de veniros aquí?
Tiene que ser difícil, ¿no?
- Bueno, Unai no sé, yo concretamente llevaba varios años de
guía en Aínsa, había trabajado puntualmente en el refugio y esto
me gusta. Tampoco es para pasarse aquí toda la vida, es una
etapa interesante si te gusta la montaña.
- ¿Y cómo es un día normal en el culo del mundo?
- ¡Ja, ja! Bueno, pues depende radicalmente de la época y del
tiempo que haga. En invierno y entre semana, lo que suele tocar
al levantarnos es palear nieve. Luego, si hace sol, podemos
desayunar en la terraza, incluso en pelotas. Dos veces al día
comunicamos al Instituto de Meteorología la lectura de los
datos de la estación que tenemos ahí fuera. Además, hacemos
un corte de nieve para elaborar el perfil estratégico del manto
de nieve. Entre tanto si el día es bueno podemos salir con los
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Muerte en la escupidera
esquís. Sin embargo, hay muchos días de ventisca en los que
permanecemos metiditos en el refugio, tan ricamente.
- Ya, ¿y una jornada de verano, en agosto por ejemplo, con el
refugio a tope?
- ¡Uf!, en verano, hay muchísimo trabajo; a las cinco y media nos
levantamos para servir los desayunos entre las seis y las nueve.
Luego desayunamos nosotros. Hay que tener en cuenta que en
verano llegamos a estar hasta siete compañeros trabajando.
Después procedemos a la limpieza y recogida diaria. Y ya a
partir de las doce y media comenzamos ya a preparar las cenas,
que servimos a las siete y media. Solemos acabar la jornada a
eso de las once y media. En verano es la locura. Góriz es el
refugio del Pirineo con mayor número de pernoctas, hasta once
mil frente a las nueve mil del siguiente, que es la Casa de Piedra
en el Balneario de Panticosa.
Anguiano apuró su lata y pidió otra. El guarda se la trajo al momento.
- Oye Javier, no lo digo por ti, que ya se ve eres un tío de puta
madre, pero, ¿por qué los guardas de refugio tenéis esa fama de
ariscos?
- ¿Ariscos? Mira, yo creo que no es verdad. Lo que ocurre es que
no todo el mundo quiere entender que se trata de un refugio a
2200 metros, no un hotel, donde hay privaciones y donde
cualquier demanda al guarda requiere un esfuerzo y una
incomodidad superiores a la de otros establecimientos.
Debemos ser estrictos, es absolutamente necesario para el buen
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Muerte en la escupidera
funcionamiento. Nosotros, además de atender a la gente,
ejercemos una labor de control y seguridad, sobre todo desde
un trágico suceso que ocurrió hace seis años, cuando murió un
chico de Valencia muy cerca del refugio y su compañero tuvo
congelaciones. Desde aquel episodio debemos controlar la
llegada de los que han solicitado reserva y las actividades que
realizan desde el refugio. Por eso estuvimos pendientes de
vuestro amigo, bueno, o lo que fuera, y llamamos al Grupo en
cuanto
nos
pareció
que
tardaba
demasiado,
Es
una
responsabilidad muy grande que la gente no es que no valore: ni
la conoce. La gente viene a lo suyo y no se da cuenta de lo que
es vivir aquí. Bueno, normal por otro lado.
- Es que la vida de guarda se parece mucho a le un ermitaño,
¿verdad?
- Sí, sobre todo en invierno. Bueno, y eso que yo aprovecho para
hacer esquí de montaña, que me encanta y aquí es una gozada.
Pero, podemos estar días enteros sin poder salir y el refugio, ya
lo veis, está en muy malas condiciones, aunque ya se van a
iniciar las obras de mejora, ¡por fin!
Anguiano agitó la cerveza ante la cara del guarda.
- Oye, ¿cómo subís hasta aquí estas cosas?
- Pues mira, complicado. Contratamos cuatro viajes de
helicóptero cada año para transportar comida y material: en
Semana Santa, verano, final del verano y en invierno. Así
traemos la mayor parte de lo que necesitamos, pero además son
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necesarios continuos porteos. En verano subimos comida a
lomos de yeguas y en invierno a veces no hay otro remedio que
realizar los porteos con mochila, desde la sierra de las Cutas.
¡Para que luego os quejéis de que cobramos caras las cervezas!
Así que cuando nos llamó no sé quién desde Logroño para ver
si les podíamos enviar las cosas del muerto por poco nos da la
risa. ¡Sí, hombre, por SEUR se la íbamos a mandar! ¡Ja, ja! Por
cierto, no es que a nosotros nos importe, pero, ¿hay algún mal
rollo en este asunto? Es que es raro que alguien suba hasta aquí
para preguntarnos estas cosas…
- No, no hay ningún mal rollo, es por un tema de seguros.
- ¡Ah!, vale, bueno, ahora si me disculpáis tengo que volver a la
cocina.
Viguera agradeció al guarda su valiosa colaboración y dieron por
finalizada la reunión. Nada más levantarse Anguiano sufrió una repentina
urgencia intestinal y mientras visitaba el barracón de las letrinas Viguera
se ocupó de recoger las cosas de Óscar Zabala. En la taquilla encontró
una mochila y dos bastones. A pesar de su mediano tamaño la mochila
pesaba lo suyo y ya que tenían que cargar con ella decidió abrirla para ver
si podrían aligerarla. Junto a una botella medio llena de agua había varias
piezas de fruta, un paquete de galletas, algo de chocolate y una bolsa de
frutos secos. Ninguna ropa de repuesto, ni siquiera una muda. Un
equipaje sólo de ida, pensó. Sin la comida el peso era otra cosa y la dejó
fuera para tirarla pero antes de cerrar la mochila le llamó la atención un
bolsillo interior cerrado con cremallera. Sin dudarlo un instante lo abrió y
encontró dinero suelto, un mapa de montaña plegado y un sobre blanco
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Muerte en la escupidera
cerrado con un nombre escrito: Ana Mari. Su corazón se puso a latir con
fuerza e instintivamente miró si alguien lo estaba mirando. El zaguán
estaba muy oscuro y salió a la terraza con el sobre en la mano. Anguiano
aún no volvía del barracón y en el exterior no había un alma. Podía notar
los embates del corazón en las arterias del cuello y las manos
comenzaron a temblarle. Se sentó en un banco de madera, tragó saliva y
abrió el sobre tan atropelladamente que estuvo a punto de romperlo.
Había una nota escrita a mano y antes de leerla volvió a asegurarse de
que nadie le observaba.
«Querida Ana Mari, cuando leas estas líneas todo habrá terminado para mí.
Después de lo que va a suceder no podría seguir viviendo. No puedo pretender
que lo comprendas porque ni yo mismo lo he comprendido nunca, pero sí que
me perdones. He arreglado las cosas de manera que no os faltará nada ni a ti
ni a la niña. Por favor, que nunca sepa lo que hizo su padre y cómo murió de
verdad. No lo hagas por mi sino por ella, no dejemos que sufra por esto toda
su vida. Nunca debimos tenerla. Nunca debimos casarnos. En realidad nunca
debí existir y lamento remediarlo demasiado tarde. Pero ten por seguro que
siempre te he querido.
Lo siento.
Óscar».
Tuvo que leerla varias veces antes de asimilar la verdad, como si no
quisiera haberla encontrado. Pero era cierto, Óscar Zabala se había
quitado la vida, y tenía la prueba irrebatible en sus manos. Boquiabierto y
con la vista perdida en el valle quedó a merced de una mezcla de
emociones contrapuestas. Por un lado toda aquella extraña aventura
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Muerte en la escupidera
cobraba sentido al culminar con éxito la misión de resolver un caso
difícil como pocos. Por tanto debería sentirse legítimamente satisfecho y
orgulloso. Pero al mismo tiempo acababa de caerle encima la certeza de
una tremenda tragedia humana que hasta un minuto antes sólo era una
sospecha. Celebró la suerte de haber encontrado la solución del misterio
donde y cuando menos lo esperaba pero a la vez se sintió mal por haber
profanado la terrible nota de un atormentado suicida despidiéndose de
su familia de un modo tan trágico. La angustiosa experiencia de su atasco
en la Escupidera había sido la peor experiencia de su vida sólo durante
las pocas horas que habían transcurrido hasta la lectura de las últimas
palabras de Óscar Zabala antes de lanzarse por el tobogán helado del
Perdido hacia una muerte segura. Notó un escalofrío recorriéndole el
espinazo y seguidamente una sensación de insecto correteando por su
mejilla y al ir a apartarlo con los dedos descubrió que era una lágrima.
Durante unos instantes acabó perdiendo el control emocional; cerró los
ojos y una confusa mezcolanza de imágenes se proyectó sobre el fondo
negro de sus párpados: su hijo Vito enseñándole sonriente su hombre
araña al doctor Zabala en la habitación del hospital, la viuda y la hija del
pediatra abrazadas en el tanatorio, Germán Terroba fumándose un puro
con los pies sobre al mesa, sus manos aferradas al regatón del piolet en
medio de la Escupidera y el cuerpo de un montañero cayendo al vacío
con el cuerpo entero agarrotado un segundo antes de partirse el cuello
contra una tortuga de piedra semihundida en un mar de nieve dura. La
fuente del dolor seguía manando y sin abrir los ojos se mordió los labios
por dentro hasta que vertió la última gota. Tuvo que reponerse a toda
prisa porque Anguiano se acercaba. Guardó la nota en el bolsillo de su
camisa y se secó la cara con los pulpejos.
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- ¡Buah, tío, qué apretón! Me he quedado como Dios, y tú qué,
¿es que no te explicas nunca?
- …
- ¡Eh, Gusti, que te estoy hablando!
- Bueno…, me pasa siempre que viajo, hasta que no vuelvo a
casa no hay manera…
- ¿Te pasa algo? Se te ve pálido de repente, ¿estás bien?
- Sí, sí, es que creo que me está saliendo ahora el susto de antes.
- Hala, no pienses más en eso, que tampoco ha sido para tanto.
Qué, ¿nos vamos? Aún nos queda mucho día, tío, lo que no
entiendo es como puedes estar tan entero físicamente, de
verdad, y aún nos esperan casi dos horas de marcha…
Debía contárselo pero algo le impidió hacerlo. Más adelante, quizás. Aún
no había digerido del todo saberse poseedor exclusivo de una
información tan importante. Todavía no sabía bien qué hacer con ella y
decidió esperar a que su raciocinio volviera en sí antes de dar ningún
paso. Que las grandes decisiones deben tomarse con la cabeza tan fría
como una cerveza era de las pocas ideas claras que tenía.
- ¿Qué tal lo de la mochila de Zabala?
- Bien, no es muy grande y sólo había algo de comida, que he
tirado, algo de ropa, bueno, y los bastones.
- Cojonudo, lo meteremos todo en la mía, que cabe de sobra. Y
andando.
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Era la una y a las tres tenían que estar de vuelta en cuello Arenas, así que
se despidieron de los guardas y se pusieron en marcha. La niebla había
continuado descendiendo por la vertiente sur del macizo, la visibilidad
llegaría a los dos mil quinientos y amenazaba con ponerse a escupir en
cualquier momento. Apretaron la marcha y hora y tres cuartos después
llegaban al cuello agotados, hambrientos y completamente empapados.
El autobús llegó puntual y a las cuatro de la tarde daban buena cuenta de
unos enormes bocadillos en el bar Palazio de Nerín después de
cambiarse de ropa. Después echaron una cabezada en los asientos
abatidos del coche y antes de las cinco de la tarde ya estaban en la
carretera. Entre cinco y media y seis tenían que estar en el bar de la
gasolinera de Fiscal donde habían quedado con el forense y el
subteniente Orjas. Anguiano se propinó una ruidosa palmada en la
frente.
- ¡No me jodas!, si casi lo había olvidado, ¡buah!, menudo
coñazo, ¡y menuda vuelta!
Y encima para nada, pensó Gustavo Viguera. De qué les iba a servir
aquello, si todo estaba ya aclarado. Pero esas personas se habrían
molestado en acudir allí un sábado por la tarde por hacerles un favor,
bueno, a cinco compañías de seguros en realidad, y no les quedaba otra.
Llegar a casa algo más tarde, eso sería todo, y eso qué importaba después
de un día como aquél.
&&&
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DESARTICULADA
UNA
RED
DE
PORNOGRAFÍA
INFANTIL.
EFE, ZARAGOZA.- La Guardia Civil ha desarticulado una de las
mayores redes individuales de distribución de pornografía infantil descubierta
hasta el momento en España en una operación en la que ha identificado a
cinco individuos, de los que cuatro ya se encuentran en prisión. En la operación
la Guardia Civil se ha incautado de millones de archivos que contenían fotos y
vídeos vejatorios para con los menores los cuales eran distribuidos a través de
programas de intercambio de archivos por internet. El seguimiento en la red de
un fichero denominado 'Querubín' les permitió localizar siete objetivos, cinco en
España y dos en un país de Oriente Medio, que difundían individualmente un
"enorme" volumen de pornografía infantil a través de programas de
intercambios de archivos en internet (P2P). La policía comunicó la existencia
del objetivo a las autoridades de aquel país y a la vez centró la investigación en
cinco personas, domiciliadas en Zaragoza, Madrid, Sevilla, Alicante y La
Rioja, sin relación entre sí. El pasado día 13 de mayo agentes de la B.E.A,
(Brigada Especial Antipederastia) se desplazaron a Zaragoza y allí
procedieron a la detención de P.G.L., de 53 años, sin antecedentes, y se
incautó de un ordenador de sobremesa y otro portátil. Durante el registro
domiciliario, los agentes comprobaron que en el ordenador personal tenía
instalados, simultáneamente, cuatro discos duros, con una capacidad conjunta
de almacenamiento aproximada de un Terabite, cuyo contenido estaba
distribuyendo en directo. El número de fotos y vídeos de contenido pornográfico
infantil hallados en dichos discos duros y que el detenido poseía y distribuía era
tan grande que cuando se culmine su examen pericial se contabilizarán por
millones. En los días posteriores la policía actuó en los domicilios de los demás
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implicados, incautándose de varios ordenadores con abundante contenido de
pornografía infantil. Se da la circunstancia de que uno de los cinco sospechosos
había fallecido pocos días antes por lo que el número total de ingresados en
prisión es de cuatro, sin que puedan descartarse nuevos arrestos dada la
magnitud de la red desarticulada.
- ¡Dios, cada vez da más asco leer el periódico!
El subteniente Abelardo Orjas cerró el arrugado ejemplar del Heraldo de
Aragón que había estado ojeando mientras el doctor Berzosa acercaba los
cortados desde la barra, y lo tiró contra la mesa contigua.
- ¿Decías algo, Abe?
- No, nada, lo de la red esa de pederastas que han descubierto en
Zaragoza, chico, ¡cuánta mierda hay por el mundo!, no sé
adónde iremos a parar.
- Mucho enfermo mental sin diagnosticar es lo que hay, te lo
digo yo. Y tan cerca que anda suelta.
- Bueno, ¿vendrá esta gente o qué?
No llegó ni a consultar otra vez la hora porque en ese instante entraron
en el bar las dos personas a las que esperaban, un perito de seguros y su
guía de montaña. No había más clientes así que se reconocieron
enseguida. Todos se presentaron y el forense les ofreció un café que los
recién llegados aceptaron de buena gana. Estaban hechos polvo y aún les
quedaba mucho viaje.
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Muerte en la escupidera
- Bueno, pues vosotros diréis en qué podemos ayudaros porque
tampoco nos han contado gran cosa. Sólo nos han pedido que
viniésemos y aquí estamos.
Con el ánimo abatido por su supuesto agotamiento físico, Gustavo
Viguera les puso al corriente de su misión. Hasta el momento el viaje no
les había servido de mucho, mintió, y se había pensado que el jefe del
grupo que rescató el cadáver de Óscar Zabala y el del forense que le
practicó la autopsia podrían arrojar alguna luz sobre el caso. Les pidió
permiso para tomar notas y el subteniente respondió primero.
- Recibimos el aviso pasadas las tres de la tarde. Activamos el
dispositivo
inmediatamente y una hora larga después
sobrevolábamos el macizo. Lo vimos enseguida porque quedó
tendido sobre la nieve, unos cincuenta o sesenta metros en la
vertical de la Escupidera. Aterrizamos junto al Lago Helado y
veinte minutos después llegamos hasta el cadáver. Estaba
apoyado sobre el costado izquierdo, como en posición fetal, y
tenía la cabeza exageradamente girada hacia la derecha porque
se había partido el cuello. Lo único que me llamó la atención
fue que llevaba los crampones como recién puestos, cuando lo
habitual es que salten o medio se suelten al intentar frenar con
las botas en una caída. Claro que pudo caer de espaldas y boca
abajo, en cuyo caso no le sirvieron de nada. En cuanto al tema
del piolet, nos extrañó no verlo pero luego supimos por los
guardas de Góriz que no lo llevaba encima a pesar de ser un
montañero experimentado, ¿no?, aunque bueno, muchos no lo
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Muerte en la escupidera
llevan por exceso de confianza. Yo ya le he oído decir a más de
un gilipollas que llevar piolet y hasta crampones es de pringaos.
Cualquier cosa.
Era el turno del forense.
- Desde el punto de vista anatómico, digamos, la causa de la
muerte era clara, una luxación de la columna cervical.
Presentaba también una fractura abierta en la pierna derecha y
algunas laceraciones y hematomas de menor consideración. Por
lo demás, como escribí en el informe no encontramos indicios
de tóxicos en la sangre, ni de alcohol siquiera, y los órganos
vitales, corazón, cerebro y demás estaban intactos. Ahora bien,
desde un punto de vista conductual, bueno… sé que se está
pensando en un suicidio simulado y por eso estáis aquí,
¿verdad? Bien, pues mi opinión es contraria a esa posibilidad.
El forense paladeó un sorbo de café ya frío antes de continuar en medio
de un expectante silencio.
- A ver, si yo quisiera suicidarme tirándome por la Escupidera de
modo que pareciese un accidente lo último que haría sería dejar
que alguien me viese por allí sin piolet, al contrario, subiría con
uno en cada mano, dejando bien claras mis pocas ganas de
resbalar, ¿entendéis? Subir por allí sin piolet es asumir un riesgo
al que sólo un montañero excesivamente seguro de sí mismo y
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con muchas ganas de contarlo a la bajada se expondría. Vamos,
digo yo.
Viguera dejó de escribir en la libreta y se quedó mirándolo con un meneo
de cabeza tan imperceptible que nadie lo vio. El subteniente era de la
misma opinión.
- Yo también me resisto a creer que un montañero pueda hacer
algo así. Este chico, una de dos: o era un temerario
inconsciente, que los hay, o era un psicópata peligroso, y bueno,
vosotros lo conocíais, así que…
Ante semejante alternativa Anguiano, como era lógico, se decantó por la
primera posibilidad. Le había visto hacer el chorra demasiadas veces en
crestas, paredes y pasos aéreos. Un poco temerario sí que era, bastante a
veces, y seguramente eso había terminado costándole muy caro.
- Ya, pero no tanto como a mi compañía de seguros, muchacho.
Todos rieron la salida de Viguera imitando la voz engolada de Germán
Terroba al tiempo que se levantaba para pagar las consumiciones.
Aquella reunión no daba más de sí y estaba impaciente por marchar,
pero Anguiano no quería desaprovechar la oportunidad de escuchar
historias de rescates en la alta montaña y el subteniente Orjas le contó
gustosamente unas cuantas.
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- La montaña no se queda nada, ¿sabes? También los cadáveres,
aunque a veces tarda años. En mis casi treinta años de servicio
no ha quedado ningún cuerpo sin recuperar. Hubo un caso
complicado en 1974. Una francesa, Catherine Nosequé, cayó en
una grieta del glaciar de Aneto. El propio glaciar la movió por
su parte inferior y el cadáver no apareció hasta 28 años después.
Estaba momificado. Aunque alguna vez no se han identificado
los restos. En el Soum de Ramond, por ejemplo, se encontró
un esqueleto del que nunca llegó a saberse a quien pertenecía,
pese a que se hizo el análisis del ADN. Estaba en una cueva,
resguardado por una roca. Creemos que pudo tratarse de algún
guerrillero del maquis que murió a causa del frío.
- ¡Jo-der!
- Una de las intervenciones más dramáticas la realizamos en el
88, creo. Seis jóvenes franceses, cinco chicos y una chica, se
introdujeron de forma imprudente en el barranco de Mirabal.
Amenazaba tormenta y les sorprendió en la parte más estrecha
del barranco. El agua les arrastró. Sacamos uno de los cadáveres
en el embalse de Mediano, a 30 kilómetros, y otro, en Hospital
de Tella.
- ¡Buah!
- Pero lo peor ha sido cuando ha habido que acudir a rescatar el
cadáver de un chaval. No me acostumbro, me viene a la cabeza
la cara de mis hijos. Hace unos años rescatamos el cadáver de
un chico catalán que había muerto por hipotermia cerca de
Góriz y sus padres nos pidieron ayuda porque necesitaban ver
el lugar donde fue encontrado. Les llevamos hasta Cuello
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Gordo y luego les acompañamos hasta el punto donde lo
encontramos. Cómo agradecerían aquello para enviarnos
todavía unas botellas de cava por Navidad.
- ¡Qué historia más acojonante!
- Pero bueno, tampoco son todo tragedias. Hace ocho años se
perdió una chica en Bergua. Era octubre y hacía frío. Estuvimos
cinco días buscándola y ya íbamos a descartar la zona para
buscar en el río Ara, cuando la encontramos. Había pasado
cinco días sin comer y sólo había bebido agua de las tormentas,
pero estaba viva. Momentos como ese te compensan de todo lo
demás. En el caso de vuestro amigo, en cambio, llegamos tarde
aunque posiblemente la muerte fuese instantánea, ¿no doctor?
- Pues sí, una lesión de cuello como la suya supone muerte
inmediata.
- Bueno señores, pues muchísimas gracias, esto nos ha sido de
gran utilidad, de veras, no sabemos cómo agradecéroslo…
- Bueno, hemos oído que en la Rioja tenéis un vino excelente,
¿no?
- Eso dicen, ¡ja, ja!, tomamos nota de la sugerencia…
Salieron fuera, se despidieron y mientras Anguiano llenaba el depósito
Viguera sintió como si la nota autógrafa de Zabala le quemara el pecho y
la sacó para leerla una vez más.
«En realidad nunca debí existir y lamento remediarlo demasiado tarde. Pero
ten por seguro siempre te he querido.
Lo siento.
Óscar».
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Qué poco sabemos de las personas que tenemos más cerca, concluyó
mientras la devolvía al bolsillo de la camisa. El doctor Zabala, la buena
persona, el galán apuesto, el prestigioso profesional, el triunfador feliz
que todos incluido él pensaban que fue, resultó ser al final un pobre
hombre atormentado por su conciencia hasta el extremo de poner fin a
su vida de un modo terrible. Posiblemente nunca sabrían por qué lo
hizo, quizás ni él mismo lo supo, porque “en todo suicidio hay un fondo
de trastorno mental”. Pero lo que estaba fuera de duda era que su muerte
en la Escupidera no fue accidental. Debía sentirse satisfecho por haber
cumplido todas las expectativas de su misión demostrándolo, pero no era
ese su estado de ánimo al iniciar el viaje de vuelta a casa. Por el contrario,
seguía sintiendo una inexplicable decepción, como si hubiera preferido
no tener la certeza del suicidio a pesar de la pérdida económica que eso
supondría para su compañía. Lejos de sentirse contento por haber
resuelto el enigma, le agobiaba el peso de tal responsabilidad y le corroía
la mala conciencia de haber abierto una terrible carta de despedida que
no iba dirigida a él y que sobre todo era una conmovedora declaración de
amor hasta más allá de la muerte que le había hecho llorar después de
muchos años sin hacerlo. Además sentía mucha lástima por muchas
cosas, por la muerte de un buen hombre, por la pérdida de un buen
pediatra pero sobre todo por la mujer y la hija de Zabala, cuyo abrazo
desgarrador en el Tanatorio no podía quitarse de la cabeza. Él las quería,
sin duda, hasta el extremo de asegurarles económicamente el futuro en
malos tiempos de crisis, otro en su lugar las hubiera dejado tiradas…
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- Ya está, lo he llenado del plus, faltaría más pagando la empresa,
¿nos vamos?
- Nos vamos
Viguera se ofreció a conducir pero Anguiano le aseguró que estaba
entero y que si le daba la pájara ya le pediría el relevo. Entonces reclinó
el asiento y cerró los ojos para echar una cabezada por si llegara ese
momento. Pero la opresión que parecía ocasionarle un papel doblado en
la parte izquierda del pecho como una angina de pecho le impedía coger
el sueño. El hecho de que no hubiera sido capaz de contárselo a su
compañero era la prueba de que consideraba ilícita su posesión, para
empezar, y de que no sabía muy bien qué hacer con ella. Para cualquier
observador externo la respuesta sería obvia, pero no para Gustavo
Viguera. Para empezar, en el sobre exterior ponía bien claro el nombre
de su destinatario: Ana Mari, su esposa. Aparte de consideraciones
puramente éticas, llegado el caso un juez podría desestimar como prueba
una dramática despedida íntima de un hombre a punto de quitarse la
vida, lo cual no es un delito, y más aún si fue sustraída indebidamente
por un tercero. O sea por él, Gustavo Viguera. Suponiendo en cambio
que la nota se admitiese como demostración válida del suicidio de
Zabala, significaría que las pólizas de vida quedarían automáticamente sin
efecto. Es decir, que la familia de Zabala se quedaría sin la
indemnización que les hubiera asegurado la estabilidad económica, sobre
todo a la niña. En sus manos, en su bolsillo más bien, tenía el futuro de
una huérfana de catorce años, hija del médico al que su hijo Vito («Ese
médico que se ha muerto, el que me curó, estará ya en el cielo porque era bueno,
¿verdad?») le debía la vida. Además, ¿quién podría asegurarle que, a pesar
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de haber escrito esa nota, Óscar Zabala realmente se había tirado a posta
por la Escupidera del Monte Perdido? Si la nota estaba en su mochila era
porque seguramente la escribió en el mismo refugio de Góriz la noche
anterior. Si la idea de matarse hubiera sido antigua y firme podía haberla
dejado en su casa, o en su consulta, o habérsela enviado por correo a su
mujer como hacen muchos suicidas para asegurarse de que les llega y que
lo hace con posterioridad a su muerte. Pero si la redactó la víspera de su
muerte pudo deberse a un mal momento del que podría haberse
recuperado arrepintiéndose en el último momento. ¿Quién podría
asegurar, entonces, que a pesar de todos los indicios, Óscar Zabala se
había quitado la vida? Y aunque así fuera, ¿con qué derecho se disponía
él, Gustavo Viguera, no su jefe, su compañía o las demás aseguradoras, a
condenar para siempre a una familia al oprobio, a la muerte social, a un
dolor aún mayor y a una ruina segura?
La sofocante angustia acumulada en lo más hondo le obligó a abrir los
ojos para tratar de escapar de sí mismo al mundo exterior.
- Qué, ¿ya has echado la cabezadita? Corta, ¿no?
- Qué va, si no puedo dormirme, serán las curvas, o el calor, ¿has
puesto la calefacción?
- Sí, un poco, pero si quieres la quito.
- No, prefiero bajar un poco la ventanilla, si no te importa, sólo
un momento…
- Sí, claro, ábrela.
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Gustavo Viguera sacó el papel doblado del bolsillo, lo rompió varias
veces en trocitos, entreabrió la ventanilla y los arrojó a través de la
abertura.
- ¿Qué haces? No habrás tirado la factura del refugio, ¿eh? Que
Terroba no nos la paga, tío…
- Tranquilo, no es nada de eso, ¡buah!, qué frío entra, ya la
cierro…
Por el efecto de remolino del aire, uno de los papelitos se coló en el
interior del coche antes de subir el cristal y se quedó como pegado al
cinturón del copiloto.
«Lo siento»
Gustavo Viguera lo leyó, esbozó una sonrisa, lo estrujó con los dedos
hasta convertirlo en una pelotilla y se la tragó. Luego se arrellanó,
entornó los ojos y segundos después roncaba como sólo es capaz de
hacerlo un montañero agotado sobre el camastro de Góriz después de
haberlas pasado canutas en la Escupidera.
FIN
Fernando Sáez Aldana
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Médico de formación y escritor vocacional, Fernando Sáez Aldana
(Haro, 1953) inició su carrera literaria en 1988 escribiendo relatos breves,
con los que obtuvo varios premios y reconocimientos literarios como el
Antonio Machado (1988), Silverio Lanza (1988), Círculo de Lectores
(1989), Juan de la Cuesta (1989), Tiflos de Cuento (1990), “De buena
fuente” (1988) o el “Grano de café de plata” del Café Bretón (1999) por
El decatlón riojano, entre los más destacados. La mayoría de los relatos han
sido publicados en libros individuales como Armonía y otros cuentos (1989),
La ouija y otros relatos (1991) y Sonata patética (2009) o en antologías y
publicaciones como El péndulo, Tribuna médica o Fábula.
Sin abandonar nunca este género, ha escrito las novelas Kundry (2000),
finalista del III Premio “Río Manzanares”, Hasta los huesos (2001, con tres
ediciones), El castillo de Barbazul (finalista del IX Premio de Novela
Carolina Coronado) y La Casa (2006). Su única incursión poética hasta la
fecha es el poemario En el crepúsculo, publicado el mismo año (2004) en
que inició su colaboración semanal en el diario La Rioja con la columna
de opinión El Bisturí, de la que se publicó una selección en 2008. En
2009 recibió el Premio a las Letras del Centro Riojano de Madrid.
Fruto de su pasión por la montaña -y de una amarga experiencia
personal-, “Muerte en la Escupidera” narra la investigación del trágico
accidente montañero que acaba con la prometedora vida del pediatra
logroñés Óscar Zabala, meses después de contratar varios seguros de
vida por una suma considerable, bajo la terrible sospecha de que su
muerte en el corazón del deslumbrante Pirineo oscense no fue
accidental.
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