Mardi copia - WordPress.com

Transcripción

Mardi copia - WordPress.com
/
/
al
ej
andr
ogr
ande
e
d
i
t
.
f
r
e
e
MARDI
//
ALEJANDRO GRANDE
Escrito por Alejandro Grande © 2015
edit. free
A Cristina Cañedo,
que me enseñó a ver en vez de mirar
Mardi había ido a por más vino y más lienzos porque esa noche, antes del fin de una era,
íbamos a contar nuestra historia.
Estaban bailando sin moverse. La luz multicolor de la lámpara de araña velaba y
distorsionaba las sombras, sus piernas, la ventana y todo lo demás. Desaparecían y volvían a
aparecer, se convertían en gigantes y luego en hormigas. Mardi se soltó el pelo y Várje
comenzó a desnudarla delicadamente, empezando
“Espera, espera, espera”, dijo Mardi, posando sus manos sobre el corazón de la Olympia en la
que yo escribía. Acaricié las teclas de la máquina de escribir, sin presionarlas, mirándola
intrigado. “Tío, ¿no hemos pasado de la primera página y ya me estas desnudando?”, dijo ella
saliendo del estudio en dirección al salón, riéndose mientras se sacudía el pelo.
Sonreí. “Con King Crimson sonando no podía escribir otra cosa.”
Mardi me dio un beso y un mordisco en los labios y levantó la aguja del vinilo de ‘In The
Court of The Crimson King’. Arrancó delicadamente la hoja de la máquina y la arrojó por la
ventana. Paró el lector de vinilos y puso a MGMT en el ordenador, sin dejar de bailar.
“Nico, imagínate que hoy se nos ha olvidado cómo se escribe. ¡Vamos a bailar!”
Fuimos al vestidor y Mardi hizo saltar los armarios por los aires. Nos probamos ropa de todos
los estilos y épocas hasta conjuntarnos a la perfección frente al espejo: ella, vestida con unos
pantalones de pinza de seda negra y unos zapatos Dr. Martens, envolvía su torso desnudo con
una muselina a juego y yo me anudaba la corbata de un traje gris Saint Laurent.
Avanzamos por el pasillo al unísono y con la cabeza en alto, en una pose ensayada, como
atravesando un palacio de Nueva York en una noche de La Edad de la Inocencia. Justo en el
instante en el que ‘Time to Pretend’ comenzaba, entramos de un salto en el salón y bailamos
nuestra coreografía, que mezclaba nuestras escenas favoritas de danza de todos los tiempos:
Salomé bailando ante Herodes, Uma Thurman y John Travolta en Pulp Fiction y los
movimientos de Michael Jackson de ‘Don’t Stop ‘Till You Get Enough’. Mientras bailábamos
nos reíamos, nos besábamos, nos desordenábamos el pelo, tirábamos cosas al suelo y nos
equivocábamos a propósito para perdernos el uno al otro.
Cogí a Mardi de la mano y fuimos al estudio a por el vino que habíamos dejado allí. Salimos
de casa y subimos las escaleras que llevaban a la azotea en la que teníamos planeado hacer las
mejores fiestas del verano.
Madrid estaba iluminado por el sábado noche de la primavera. Escuchando con atención se
oía a la gente brindar y reír con cervezas en Malasaña, guitarras rugiendo en grutas
subterráneas, deep house, future garage, silbidos, botones de cámaras, y dedos presionando
teclas de iPhone a toda velocidad en la cola de la discoteca más alternativa y a un tiempo
popular de la ciudad. Pero sobre todo, Madrid estaba iluminado por las luces de un verano que
ya se adivinaba en el aire y en las caras de la gente.
-­‐
En ésta azotea ha empezado todo, ¿eh?, dijo Mardi suavemente, hechizada por las
luces del horizonte.
-­‐
Pensaba que había sido sobre un escenario en una representación de Salomé.
-­‐
No, tonto.
-­‐
¿Ah, no?
-­‐
Salomé ya le tenía echado el ojo a Yokanáan hacía tiempo, respondió Mardi mientras
descorchaba el vino.
-­‐
¿No íbamos a contar esta noche nuestra historia?
Mardi sonrió y bebió un largo trago de la botella de vino y me la pasó, y bebí la mitad que
quedaba. Nos miramos por un instante y Mardi me guiñó un ojo, y ambos corrimos de vuelta
a casa. Cuando llegué al salón, Mardi ya escribía a toda velocidad en la Olympia. “Me toca
escribir”, me dijo mientras se apoyaba sobre sus codos tumbada boca abajo y ladeaba la
cabeza. Coloqué su pelo rojo, largo y rizado una cascada que se extendía por el suelo. Fui al
estudio y volví con un lienzo, un caballete y unas pinturas. Puse a Frank Ocean y Mardi
sonrió sin apartar la mirada de la máquina de escribir, mientras yo la pintaba como una venus
romántica. Solo que en vez de abanicos de plumas de pavo real, tenía una máquina de escribir.
Mardi escribió hasta que terminé de pintarla. Ella se levantó y dudó detrás del lienzo por un
momento mientras yo le hacía señas para que se acercase. Ella se tapó los ojos con las manos,
porque así es como se preparaba para las sorpresas, creando una pared de columnas que las
velasen hasta que pudiesen entrar de un golpe en sus ojos.
Me gustaba pintar en lienzo, con óleos, en tabla, con tinta, dibujar, las acuarelas y los pasteles.
Nunca había encontrado un estilo en el que quedarme, y cada día pintaba lo que me apetecía.
Abrió los ojos. Se veía a si misma como habiendo despertado a un sueño. Nos besamos. El
vinilo se había quedado dando vueltas y comenzaba a crepitar, y la música del ordenador
había acabado. Rodamos por el suelo y la campana de la Olympia sonó con una patada.
Mardi, histérica y feliz, se levantó de un salto y me cogió de la mano. Se había acordado de
algo.
“¡EEEEEEEEEEY! Hoy es el concierto de Bondax. ¡Vamos tío!” “¡Es verdad! ¿Te acuerdas
dónde dejamos las entradas?” Tras rebuscar por toda la casa y dejar los cajones dados la
vuelta en el suelo, las encontramos y salimos corriendo escaleras abajo.
Corrieron por las calles rebosantes de vida, cogidos de la mano. No se soltaban de ninguna
manera: era su forma favorita de correr. La ciudad no seguía su ritmo. Las luces y los colores
y las caras y los sonidos se difuminaban bajo sus frenéticos pasos y sus risas al saltar por
encima de todo.
Las formas indefinidas tomaron forma de polvo y arena de un naranja que arañaba los iris, y
por encima de todas las cosas, se alzaba una pirámide morada y resplandeciente. Mardi se
dirigió hacia la pirámide, imponente en la noche, y, apresurando sus pasos, invitó a Várje a
hacer lo mismo.
Mientras hundía sus pies en la desértica seda naranja imaginó cuántas vidas habrían
encontrado la tumba al erigir el símbolo que tenían ante ellos, que parecía volátil y
desaparecía entre el polvo para abrazarlo todo con su fulgor púrpura, apagándose en una
distracción y emergiendo de nuevo entre las sombras. Hacía tiempo que Várje no se sentía
seducido por ésta imagen, la de un lugar enfermo y maldito.
Se encontraron, de repente, con la pirámide sobre ellos. Várje acarició el exterior del edificio.
Si deslizaba su mano descendiendo por la pirámide, ésta era resbaladiza; si por el contrario
iniciaba una carrera hacia la cumbre con sus dedos, la textura se tornaba áspera y afilada.
Era como un terciopelo. La entrada consistía en un cuadrado perforado en una de las caras.
Mardi se detuvo en la entrada y Várje, que creía que iba a continuar, se chocó con ella. Se
cogieron de la mano y se adentraron en la negrura.
El espacio parecía no tener límites. Várje miró atrás y vió el cuadrado naranja
sumergiéndose en el negro. Miró delante y quedó atrapado por un círculo de un intenso color
violeta, como el ojo de un dios o un pozo infinito. El círculo se movía, se colocaba por encima
de ellos y el camino se inclinaba a sus caprichos. Tenían la sensación de estar caminando por
una pendiente vertical, y comenzaron a escuchar un ritmo distante, descompasado y hueco.
Entraron en el círculo y atravesaron unas cortinas de tul y encaje. La sala no tenía límites.
Los arcos apuntados de las alturas se tornaban invisibles a la vista. Al fondo de la estancia,
sobre todas las cosas, había un balcón inscrito en una pirámide de mármol sosteniendo dos
tronos vacíos y tras ellos un telón.
En los muros negros había pinturas tan diferentes como los hijos de los hombres, como
monolitos suspendidos en el aire formando una sucesión de jueces atemporales del lugar en
el que ahora Várje y Mardi se encontraban. Estaban en medio de un baile que se organizaba
entre las columnas, cilindros de cianuro todos inmortales, un baile de personas que él jamás
hubiese imaginado. Había artistas, de toda clase: Apeles entre dioses, sombras engreídas con
paletas de un color, terraformadores que moldeaban lo inerte del mundo para crear vida, e
innovadores y controvérsicos cántaros de pensamiento vertiendo su mente cósmica en
marmitas de creación y lógica. Ninguno era una creación de la Naturaleza, que los había
abandonado aplastada por las leyes que ellos se habían impuesto, tan artificiales como la
sangre estanca en sus venas. La ciudad la formaban solo artistas y arte, cuyo museo era la
pirámide. Una figura funeraria, diseñada en otra vida para hacer de la muerte un viaje
circular, sin principio ni final.
Comenzaron a sonar instrumentos musicales con superficies de espejo, manejados por figuras
que se confundían con un tímpano de placas negras, situadas bajo el palco de los tronos. La
pirámide de los tronos, y a su vez toda la pirámide, se fueron iluminando con las luces
pendientes de las alturas, como yemas floreciendo. El techo estaba pintado con un cielo
estrellado. Tras un telón azul apareció el tirano de los tronos y la tirana sosteniendo su mano.
Un preludio había servido de introducción con la repetición de un ritmo grave y el ostinato
del contrabajo. La luz, ahora profunda y de diversos colores, había tornado la imagen
caleidoscópica.
Un crisol de sensaciones se apoderó de Várje y Mardi de la misma manera. La entrada en la
escena de las figuras de velo regio y expresión distante había atrapado la atención de la sala.
Una de ellas era parte cuerpo y parte escultura. La carne, de color azulado y sin brillo, daba
forma a cuello, barbilla, boca, un pómulo y un ojo del rostro. Completando la expresión, el
mármol esculpido sobre la cara y cincelado para adoptar la forma de una cabellera rizada.
El resto del cuerpo estaba cubierto de la misma manera: la mano izquierda, el torso casi en
su totalidad, la cadera y fragmentos de las piernas. El abrazo entre ser humano, que se
adivinaba como una figura masculina, y obra de arte se cubría con un manto de piel teñida
de rojo.
En el otro trono se sentaba una mujer de proporciones inmensurables y obesidad atroz. Su
cuerpo, adornado únicamente por brazaletes de flores de pétalos abiertos y colores fogosos,
mostraba la exuberancia de la naturaleza imitando una primavera estallando de vida. Sus
pechos, turgentes y redondos, se movían con su respiración como miles de corolas al viento
en una pradera. Toda su piel estaba cubierta de color rosáceo y naranja.
La venus primordial y la escultura permanecían en silencio, con el rostro desvanecido en una
expresión inexistente. Distantes, no observaban, inmóviles pero presentes sobre todas las
cabezas. La música se detuvo. Ambos hicieron el mismo movimiento. Sus brazos derechos se
inclinaron hacia sus corazones y sus manos izquierdas hicieron una simetría tocando sus
frentes.
La música comenzó de nuevo. El contrabajo comenzó a repetir la misma nota grave del
preludio, pero convertida en energía y potencia sobre una percusión que latía y retumbaba en
los límites difusos de la pirámide. Los pianos y los violines suspendidos en el aire
completaban la sístole y diástole de un único corazón que ahora regía los movimientos de
todos los artistas, doblegados por el sonido. Várje y Mardi se apretaban las manos entre la
multitud desordenada.
Amanecía cuando la campana de la máquina de escribir sonó al final de la línea. Yo escribía
sentado a los pies del sofá de terciopelo rojo del salón donde Mardi dormía arropada con su
chaqueta de cuero y con su mano acariciándome el cuello. No escribía porque me sintiese
especialmente inspirado, de hecho, releía las páginas mientras me mordía el labio inferior y
negaba con la cabeza; era una cuestión de obsesión. Habíamos vuelto hacía dos horas del
concierto en el salón de baile del Círculo de Bellas Artes, donde a la salida nos habíamos
encontrado por casualidad con los antiguos compañeros de la escuela de arte dramático en la
que Mardi estudiaba. Tras gritarse, abrazarse y besarse en la boca, comenzó una conversación
teatral en francés que no acabaría hasta despedirnos. Desde el viaje en el coche de Cosette con
ocho personas en un espacio de cinco que bebían, fumaban y reían sin parar, hasta el piso de
Claude, donde había una fiesta, sentía la calidez de una película de Nouvelle Vague. Probaba a
ver la fiesta en blanco y negro, e imaginé durante toda la noche subtítulos para cada frase que
decían, excepto cuando hablaba Mardi. Estaba feliz de que ella pudiese recordar sus buenos
momentos pasados, porque yo pensaba en los míos de forma constante. Pero sobre todo me
encantaba oírla hablar en francés, porque tenía un aire completamente genuino. Lloraron y
rieron recordando pequeñas hazañas y fueron felices por estar todos juntos. Claude besaba a
su novia. Fran no paraba de beber. Bailaban, fumaban cigarros y se peleaban por poner
canciones. Echaban de menos a Mardi, aunque nadie lo dijo.
Cuando fueron apagándose las luces, cerrándose las puertas de las habitaciones de un calentón
y acabándose las botellas de cerveza, Mardi me besó muy fuerte en la boca y me dijo en
francés lo mucho que me quería, se recostó en mi cuello y se quedó dormida lentamente. “Je
t’aime, je te rêve, je te souhaite…”. La cogí en brazos y me la llevé a casa. En el salón de la
fiesta, la gente dormía. Alguien le dijo entre sueños a Mardi que era la más guapa del mundo.
Llegamos a casa cuando el cielo empezaba a teñirse de naranja y blanco.
Mardi siempre tenía los sueños más alucinantes, que solo contaba si al despertarse comía algo
que le apeteciese de veras. Aparté con cuidado su mano, que me había acariciado el cuello
mientras dormía, y me dirigí a la cocina. Abrí la nevera y un par de armarios y hallé el
desierto absoluto. Salí a la calle a dar un paseo y a admirar el cielo del amanecer. Cuando la
primera tienda abrió, compré huevos, harina, levadura, leche, azúcar y mantequilla y robé el
sirope de caramelo. Mardi se despertó con el olor de tortitas doradas recién hechas y con mi
mejor sonrisa.
-­‐
¡Buenos días!
-­‐
¿No has dormido?
-­‐
He escrito. No podía dormir.
Como ya he dicho, era una cuestión de obsesión. Aquella noche, antes del fin de una era,
íbamos a contar nuestra historia. Pero, en algún punto, empezábamos a difuminar la distinción
entre su historia y la de los personajes sobre los que escribíamos, los artistas en una ciudad
lejana e incestuosa. La noche anterior les habíamos contado a los amigos de Mardi de que
trataba la novela que estábamos escribiendo: una ciudad de artistas que producían obras para
exportar al mundo bajo la tiranía de unos reyes, creando de forma cada vez más artificial y
enferma. Una pareja de amor prohibido entre un pintor y una escultora, y su plan para destruir
la ciudad. Mardi leía con atención las páginas que había escrito mientras terminaba la última
tortita. Al terminar, apartó las hojas de sus gafas de cristal grueso y clavó sus ojos en los míos,
y dijo: “Lo haces todo bien, chico.” Mardi, sentada en el sillón con las piernas cruzadas,
apoyaba la cabeza sobre la mano. “Me encanta.” “Quería que fuese caleidoscópico,
psicodélico.”
Le tendí la mano y ella se impulsó para saltar del sofá. Mardi buscaba un reloj.
-­‐
Tengo que ir a la uni hoy, Nico. Hoy tengo un exámen, o una presentación, o una
conferencia, no lo sé. Que pereza…
-­‐
Vale, linda. Te tendré preparado algo aún más rico para cuando vuelvas. Voy a dormir
un poco, que si no esta tarde voy a ir a la galería con unas ojeras…
Mardi me besó en la mejilla mientras me rodeaba con los brazos. Entró al estudio y cogió su
vieja cartera de cuero, llena de libros de arquitectura, escuadra, cartabón y compás. Volvió a
besarme mientras me tocaba el culo. “Gracias por el desayuno. Eres el mejor”.
Sonrió y se fue. La casa se quedó en silencio durante un tiempo. El piar de los pájaros y los
ruidos de la ciudad entraron por la ventana después. Mardi se había dejado On The Road, el
libro que estaba leyendo, abierto en el sofá. “Sal, we gotta go and never stop going ‘till we get
there.” “Where are we going, man?” “I don’t know but we gotta go.” Leyendo un par de líneas
más, me quedé dormido.
Cuando desperté, me tumbé en el respaldo del sofá con la cabeza hacia abajo en sentido
contrario a las cosas. Miraba ‘Ojos sobre la mesa’ de Remedios Varo. La pintura me
observaba desde el otro extremo del salón, colocada en un lugar eminente por el antiguo
dueño de la casa. Los ojos me habían parecido distantes e inanimados cuando había
intercambiado miradas con ellos, pero era ahora, al revés de la casa y del mundo, escapando
de la cámara broncínea de la gravedad, cuando el hechizo del cuadro surtía efecto. La sangre
se agolpaba en mi cabeza. Un efecto óptico me había transportado al interior de un túnel rojo
desde cuyo final un cuerpo invisible observaba con atención. Las pestañas tañían sus pelos
como si fuesen arpas. La hierba mustia de la pintura punzaba mi cuerpo agarrotado por la
posición.
Me caí al suelo. Los ojos del cuadro volvían a parecer invidentes. Fui a la cocina, pelé las
últimas patatas que quedaban en el cesto y partí una cebolla. Mientras se freían, batí los
huevos en la terraza, desde donde vi aparecer a Mardi, que caminaba sonriente con una
botella de vino en la mano. Me miró e hizo una pequeña reverencia, a la que contesté
tirándole un beso como un dardo y sonriendo. Terminé de hacer la tortilla mientras recargaba
una pistola de agua con una cerveza a medio terminar que había entre unas cáscaras de
naranja.
Mardi aporreó la puerta de forma terrible y yo sabía que tenía que prepararme. Apunté la
pistola y abrí con cuidado. Ella apuntaba la botella de vino como un rifle. Entró a casa y
retrocedí hasta la cocina, sin dejar de apuntarnos. Mardi dejó su cartera de cuero en el suelo y
abrió la botella sin apartar la mirada de la pistola. Lo hizo lenta y sensualmente. Dio un trago.
Caminábamos en círculos alrededor de la mesa de la cocina. Nos intercambiaron las armas:
dejé la pistola cargada en el centro de la mesa y tras beber vino, le pasé la botella a Mardi.
Ella bebió de lado, y ahora empuñaba la pistola con un gesto letal. Dejó la botella. Un grito de
guerra y una risa descontrolada y descargó todo el cargamento de cerveza sobre mí, mientras
huía atropelladamente hacia la habitación principal y me abalanzaba a cubrirme en la cama,
deshecha desde el primer día que llegamos a la casa.
Reímos juntos y corrí a por la tortilla. Mardi estaba mirando algo en el portátil cuando volví.
Comimos y hablamos de nuevos grupos de música, nuevos libros, nuevos bares, y nuevas
exposiciones, que era la forma de comenzar una conversación que sin querer fuese
convirtiéndose en algo sobre nosotros.
-­‐
Esto se parece cada vez más a una película francesa en las que los personajes hablan
del mundo con la mirada perdida haciendo descripciones absolutas sobre la época en la
que viven, pero que en realidad no conocen por que jamás salen de casa excepto para
comprar más vino, más tabaco, o encontrar más personas a las que abrumar con sus
palabras. Putas películas francesas, tío.
-­‐
Tu visión cinematográfica de la vida, eh. Siempre me coge por sorpresa. Representar
sin público es lo mejor, creo yo. ¿Tú crees que somos nosotros los que actuamos o es
la casa la que crea la impresión de estar en una película? ¿Te gusta la tortilla?
-­‐
No hay nada de lo que tú hagas que no me guste.
Se tumbó en la cama y suspiró. Su sonrisa se había roto levemente en las comisuras.
-­‐
Nico, quiero acabar de estudiar y hacer algo ya. Ya he aceptado que lo del teatro no va
a salir, pero por lo menos me quiero poner a diseñar edificios bonitos ya. Me estoy
ahogando.
-­‐
Pero cariño, ¿cómo no te va a salir lo del teatro? Haces la mejor Salomé del mundo y
si no te llaman de momento es porque últimamente solo se representan a los clásicos,
pero ya verás como pronto algún director piensa en ti.
-­‐
Ya…eso pensé yo, que a partir de Salomé iba a ser como una bomba, pero ya han
pasado tres o cuatro meses. Y nada.
Mardi empezó a respirar muy despacio, bajando un poco la cabeza, tocándome la pierna
lentamente, acercándose a mí. “¿Ascensor?”, pregunté con un fuego en la voz a punto de
encenderse.
Llevamos el plato vacío a la cocina y salimos de la casa. Bajamos corriendo las escaleras
hasta el piso que daba a la calle y llamamos al ascensor, en el que entramos haciéndonos los
desconocidos. Era un ascensor antiguo, como la casa, en el que subimos de vuelta al séptimo
piso. Nos acercamos, nos agarramos de la cintura y de la espalda y nos besamos intensamente.
Creíamos que todo esto había que hacerlo muy despacio y con pasión, no con la prisa y la
urgencia adolescente de las películas norteamericanas. A cámara lenta, fundiéndonos despacio
para subir cada vez más deprisa.
Entramos en el estudio, donde un lienzo en blanco reposaba sobre un caballete. La atmósfera
ideal en la que pintar no era desde las alturas de un porro, el fondo de una botella de ginebra,
o el horizonte de una raya de cocaína. A Mardi le gustaba pintar mientras hacíamos el amor.
Cubierta de una humedad abrasadora y con las pecas de sus mejillas disueltas en un mar
sonrojado, pintaba con fuerza una llama naranja, roja, y púrpura. Me senté en la silla sobre la
que Mardi apoyaba su pierna izquierda y el fuego se tornó aún más rojizo.
Mardi se inclinó sobre mi cuello dejando caer el pincel y comenzó a besarme arrastrando los
labios por mi piel, mientras deslizaba sus manos por mi espalda en dirección ascendente.
Comenzó a cantar la letra de una canción de The Weeknd que habíamos descubierto esa
semana y que no podíamos parar de escuchar. Nuestro pecho se rozaba intermitentemente
mientras cantábamos juntos.
Cerré la galería y volví andando a casa. No había ido mucha gente esa tarde. Katarina, la
directora, exponía ‘Abstraction Contained’ de Waqas Khan, un asceta pakistaní que se
embarcaba en un viaje místico de búsqueda espiritual a través de la creación de formas
compuestas de una multiplicación de muescas en miniatura. “El bindi, el punto rojo que las
mujeres de Pakistán colocan en su frente, es un símbolo de plenitud que se lleva cuando se ha
tenido la primera menstruación o se ha dado a luz a un hijo. Esa concepción del círculo como
forma completa, perfecta, es la que Waqas plasma en su obra”, me dijo Katarina cuando
ambos nos encontrábamos delante de un círculo de dos metros formado por pequeñas células
de tinta. Y un día conocí a Waqas y me dijo en inglés con su acento pakistaní, mientras yo me
preguntaba si las minúsculas muescas de sus pinturas se movían, “el mundo occidental es
incapaz de aceptar que el universo cambia constantemente de forma, la permanencia no
existe”.
Cuando llegué, Mardi regaba desnuda las plantas de la terraza mientras sonreía como una niña
al espiar a la gente por encima de sus cabezas. Yo coloqué el fuego que ella había pintado
sobre una pared del salón y fui a la terraza, y nos sentamos a compartir una cerveza en la
noche. Cenamos unos crêpes riquísimos de jamón y queso que Mardi había cocinado.
-­‐
Quiero que sea invierno y que escuchemos ABBA muy abrazados, Nico.
-­‐
¿Invierno? Pero si la vida solo ocurre en verano, y el invierno se acaba de ir.
-­‐
Lo sé, pero ABBA solo me gusta en invierno.
Terminé la lata y la dejé en el suelo. Sonreí y dije: “Vamos a bailar.” Fui al salón, puse un
vinilo que había encontrado en la casa, coloqué la aguja en ‘Dancing Queen’, y subí el
volumen al máximo. Volví corriendo a la terraza, donde Mardi derramaba aposta el agua de la
regadera sobre la gente que pasaba por la calle y empezamos a bailar y a cantar mientras en el
edificio de enfrente subían las persianas y volaban los gritos de la gente aburrida y las sonrisas
de los mirones. Cantábamos para ellos, con la energía de estar dando un concierto para el
mundo entero. “¿Por qué esperar a invierno? ¡Mira cuanta gente ha venido a vernos!”
Anochecía y seguíamos bebiendo cerveza en el balcón, envueltos en una manta.
-­‐
Nico, ¿sabes qué? —dijo Mardi y me giré hacia ella frotándome un ojo y
revolviéndome el pelo—aún no hemos hecho ninguna fiesta de inauguración de la
casa.
-­‐
Ya...dile a estos que se pasen mañana y montamos algo, ¿no?
-­‐
¿Y tú? ¡Habla con tus amigos y que vengan también!
-­‐
Sí, bueno…dije mientras alzaba la cabeza y bebía del botellín.
-­‐
De Darío…¿sigues sin saber nada?
Hice una mueca de desconocimiento con la boca. Me desenvolví de la manta y fui a la
habitación. Volví medio vestido, poniéndome unos pantalones con dificultad.
-­‐
No hablo con él desde el año pasado. Creo que ahora sale con la gente de su
universidad a discotecas de niños pijos. Nos hemos desviado en el camino…ya sabes.
-­‐
Cariño, ¿y si le buscas y le dices que venga mañana? Creo que le encantaría.
-­‐
Le busco…¿por la calle?
-­‐
Tío, es viernes. ¡Ve a una de esas discotecas y prueba suerte!
Sonreí. Mardi se levantó, y pegó su cuerpo desnudo contra mis vaqueros a medio abrochar.
Diez minutos después, con mi chupa de cuero, dos botellines de cerveza en la mano, y una
bolsa de hierba en el bolsillo, salí en dirección a la calle Atocha.
Avanzaba despacio en la cola de una discoteca a la que solía ir mi amigo Darío. No confiaba
en encontrarle allí, pero la conversación con Mardi había hecho volver el pensamiento de que
realmente le echaba de menos. Había visto colarse delante de mí a una de mis novias del
instituto, que había salido con hombres de negocios extranjeros, niñatos con casas de campo y
descapotable y actores de series de moda mientras nosotros estábamos juntos. Entre las
conversaciones de la gente escuché como hablaba con sus amigas de su nueva casa en
Menorca, su novio y el coche de su novio, una donación benéfica de su madre...pensé en la
perfección de la interpretación, en la pasión que imprimía en cumplir con el estereotipo de la
élite. El marido perfecto, igual vestido, igual peinado y con las mismas frases pregrabadas que
los maridos perfectos de sus amigas, el último modelo de sensación de independencia
envasada en el deportivo más rápido, vestido y tacones nuevos, “esta tarde en el afterwork”,
entrenador personal, masajes experimentales, muebles de diseño, educación superior
distinguida y noches en la ópera. En una caída libre al vacío espiritual, ninguna de las
palabras anteriores es un resquicio al que aferrarse, y la única opción es la vía de escape
oculta y silenciosa pero conocida y aceptada por la societé de los placeres prohibidos. La
variedad de opciones era rica, sin embargo ella elegía, por encima de la compra compulsiva
de zapatos o el consumo excesivo de drogas, los encuentros furtivos en habitaciones de hotel.
Edith Wharton hubiese pensado que uno de sus personajes había cobrado vida y amenazaba
con su existencia. Me lié un porro y miré Instagram.
Estaba a punto de llegar a la puerta de la discoteca. Los porteros salieron llevando a alguien
vestido de traje cogido de la chaqueta mientras éste les gritaba e insultaba, y le tiraron al
suelo. Antes de levantarse, le puso la zancadilla a uno de los seguratas, que tropezó y cayó al
suelo como un coloso de roca derribado. Otro de los puertas le agarró del cuello y se disponía
a estamparle el puño en la cara cuando vi que el chico del traje era Darío. Apartando a la
gente, corrí hacia el puerta y le estampé una de las botellas de cerveza en la cabeza, cuya
calva reluciente se bañó de rojo y espuma. Cogí a Darío del brazo y echamos a correr,
perseguidos por el toro sangrante que cargaba contra nosotros y cuya imagen se desfiguraba y
agrandaba como una pesadilla surrealista a punto de mordernos el culo.
Corrimos hasta el final de la calle y perdimos a la bestia que nos seguía, y nos paramos entre
un mar de luces, las olas de los coches acelerando, los pitidos de las bocinas rugiendo. Darío
jadeaba agachado sobre sus rodillas, y yo abría la cerveza que quedaba haciendo palanca
contra un banco. Darío se incorporó.
-­‐
¿Estás bien?, le pregunté mientras extendía el brazo ofreciendo un trago a Darío.
Apartó la cerveza y me dio un abrazo.
-­‐
Si, tío. Gracias.
Permanecimos callados unos instantes, y comenzamos a andar, aún jadeando. Llegamos a una
esquina y desde una sombra la bestia saltó en un rugido a mis espaldas. Me conseguí escapar
dando codazos y patadas y puñetazos y corrimos otra vez. Corríamos más rápido que las
luces, el sonido de las bocinas de los coches se estiraba como un chicle viejo. Corrimos y
corrimos hasta que llegamos a Alonso Martínez y nos sentamos en un banco. No parábamos
de reírnos.
Dejamos una esquina atrás y compramos a una china que no tenía más de quince años un pack
de cervezas.
Continuamos hasta la plaza del Dos de Mayo, abarrotada de filósofos contemporáneos,
artistas vagabundos, ciudadanos ilustres, skaters, bikers, rollers, gente bailando tango y gente
bailando por estar entre amigos.
Nos sentamos un rato.
-­‐
¿Qué tal la noche?
-­‐
De culo tío. Mis colegas creo que se han quedado dentro.
-­‐
Bueno, no pasa nada. Por suerte no te han mandado al hospital los puertas.
-­‐
Como la han liado, joder.
-­‐
Que va, tiene pinta de que estabais haciendo amigos dentro. Nos reímos.
-­‐
Los Corujo, unos gemelos pastadísimos, se estaban tirando a la novia del jefe en los
baños y les han cazado mazo.
-­‐
Para la hostia que te ha calzado ese segurata tú tenías que estar en el cubículo de al
lado, por lo menos.
Me partía de risa. Darío se rió un poco y me respondió: “Sí. ¡Pero al menos con una piba
random y no con la novia del puto jefe de la discoteca, tío! ¡Son gilipollas, macho!”
Giramos otra esquina, abrazados, riéndonos, terminando las últimas cervezas del primer pack
y empezando uno nuevo.
Bailamos y gritamos por la calle recordando los conciertos que solíamos dar juntos y las
fiestas de después.
Discutimos al rojo vivo sobre la mejor película del año anterior.
Hicimos pis mientras andábamos al revés para ver quien hacía la línea más larga en el suelo.
Hablamos de música electrónica, de nuestros padres y de chicas.
Nos sentamos en un portal y observamos la única estrella que se veía en el cielo.
Subimos la calle y entramos a casa.
Cuando faltaban segundos para las siete de la mañana y que hubiesen pasado veinte años
exactos del nacimiento de Darío, le abracé, le sonreí y le grité al oído: “¡FELIZ
CUMPLEAÑOS!”
-­‐
El momento en el que todos supimos que Ana y Darío estaban enamorados fue en un
amanecer. Nos bañábamos en una cala que habíamos encontrado de casualidad, en un
viaje que hicimos en el instituto y en el que no llevábamos mapa. Habíamos llegado la
noche anterior y acordamos bañarnos mientras saliese el sol. Todos nos dormimos
instantáneamente tras la cena y el vino menos ellos…
-­‐
Sí, nos estuvimos mirando el uno al otro toda la noche.
-­‐
¿Dormisteis juntos la última noche del viaje?
-­‐
…¿Cómo guardabais fuerzas después de todo el día de travesía?
-­‐
No nos dimos cuenta de que era de día hasta que empezó a salir el sol y oímos las risas
y los gritos de los saltos al agua.
-­‐
Ese amanecer…fue en ese amanecer…nos estábamos bañando todos y vimos como
Ana nadaba hacia ti deprisa, tú estabas de pie sobre una roca del fondo y ella te besó
mientras salía el sol del agua.
-­‐
Yo no sabía qué hacer, y vosotros aplaudíais, gritabais y os reíais.
-­‐
¡Suena a que fue la puta bomba!
-­‐
Fue liberarnos de nuestro miedo absurdo, escaparnos de nuestra película de amor
secreto, porque Diego sabía que estábamos juntos pero lo había ocultado sabiendo que
así, con nuestras fantasías y nuestros teatros, nos apretábamos la mano cada vez con
más fuerza, y nos besábamos en cuanto la gente dejaba de mirar o se distraía con
alguna cosa.
-­‐
Erais los mejores. ¿Qué tal le va en Londres?
-­‐
Bien. Hace un par de semanas hablamos por Skype. Tiene un novio que se llama
Ronald—no se que pollas. Un pelirrojo cabrón. Dice que no vuelve a Madrid por nada
del mundo.
Despertamos muchas horas después y estuvimos hablando toda la mañana. Mardi conocía
toda la historia porque yo se la había contado, pero no conocía a Darío. Diego había salido
con Ana, lo dejaron, ella acabó saliendo con Darío y ahora ella vivía en Londres y ya no
estaban juntos. Esa noche Mardi había hecho una de sus “desintegraciones” , que consistía en
dormir quince o dieciséis horas para, según ella explicaba, entrar en una fase de
autoconsciencia y lucidez durante el sueño. Solía decir que en sus sueños experimentaba una
plenitud incomparable, la felicidad de doblar la realidad a su antojo y llegar a lo imposible.
Cuando Darío y yo llegamos pocos minutos antes de las siete de la mañana, ella roncaba
plácidamente y se había hecho con el control total de la cama excepto por su pie, que caía por
uno de los lados. Darío durmió en el sofá y yo extendí sobre la alfombra un exquisito futón
japonés que había encontrado en el vestidor de los grandes espejos y las cosas de todos los
estilos y las épocas, y dormimos así hasta que Mardi nos despertó con una bandeja con zumo
de naranja, leche y cereales. Ella desayunaba en su cuenco de Punky Brewster mientras
nosotros nos recuperábamos poco a poco de la resaca de nuestro paseo nocturno y
hablábamos del amanecer del lago: ambos nos habíamos despertado con el recuerdo del
mismo momento.
Darío y yo no habíamos hablado en muchos meses. Mi vida era muy distinta desde que Mardi
y yo llegamos a esta casa, y Darío había desaparecido tras las puertas de los clubs y las masas
de las raves cuando Ana le había dicho que se iba a vivir a Inglaterra por un tiempo y que lo
mejor era que dejasen de ser novios después de dos años. Mientras Mardi escribía, yo
preparaba la comida y escuchaba las novedades en la vida de mi amigo. Ana estaba en
Londres, quizás de forma indefinida. Y por alguna razón, esto había hecho que la idea de que
en la noche de Madrid estaba el final de su obra de teatro ocupase por entero los pensamientos
de Darío. Sus dos pasiones eran el teatro y el cine. Para él, las películas eran la combinación
ideal de todas las artes, la pintura y la fotografía creaban los planos, la arquitectura diseñaba
los escenarios, la escultura marcaba los gestos de los actores y la música era el hilo que cosía
todo entre sí. El surrealismo en el cine siempre le había obsesionado, y por ello los relatos
oníricos de Mardi le atraparon desde aquella mañana en la que ambos se conocieron.
Mardi no lo pensó demasiado. Esa tarde, Darío y yo explorábamos la biblioteca infinita de la
casa y el corría de un lado a otro encontrando libros gruesos de budismo, sobre elaboración de
perfumes en francés, novelas vietnamitas, primeras ediciones de cómics y detallados
catálogos de la obra de artistas contemporáneos. Yo encontré la literatura clásica grecolatina y
renacentista. Mardi estuvo leyendo toda la tarde en el salón con unas cervezas en un cubo con
hielo, que ya no estaban cuando salimos de la biblioteca como si hubiésemos encontrado la
salida de un laberinto, cargados con lecturas desconocidas para nosotros. Nos sentamos y
dejamos los libros en el palet pintado que hacía de mesa de café. Brindamos con los botellines
de cerveza vacíos e hicimos que bebíamos, y Mardi se rió. Al rato, dijo tranquilamente:
-­‐
Darío, quédate unos días en casa.
Darío nos miró, sonrió, y asintió. “Hecho”. Aquella noche no hubo fiesta de inauguración de
la casa, pero marcó la fecha en la que se celebraría un año después.
En las noches siguientes, Darío, Mardi y yo nos dedicamos exclusivamente a hacer maratones
de ‘Skins’ y comer nachos con guacamole. El me decía cosas como: “Tío. Si hay algo que he
echado de menos mientras no nos veíamos, es tu guacamole”, y así nos terminamos una a una
las temporadas de la serie. “¿Te acuerdas de Carmen, la chica mexicana de mi clase en el
instituto? Te tengo que confesar algo, la receta es suya”. Mientras Darío y Mardi estaban en la
universidad, yo iba en busca de rincones soleados de la ciudad, paredes en lo alto, en calles
estrechas, en plazas atestadas, y en blanco. Y pintaba el retrato de un anciano, siempre el
mismo, con una mirada valiente y un mechero antiguo en la mano.
Un día, decidí pintar el retrato en lo alto de un edificio abandonado al lado de una autopista
que desembocaba en Madrid desde la sierra. Casi al atardecer, el retrato sonreía a los
conductores de la carretera sin que se diesen cuenta, embarcados en una carrera imaginaria
que les llevaba a toda velocidad por las direcciones opuestas del asfalto. El cristal y el acero
de los gigantes de oficinas de la capital congelaban en su superficie el aceleramiento de los
coches en una imagen distorsionada que saltaba de reflejo en reflejo. Eso es lo que me gustaba
de los sitios altos: abajo, todo ocurría mucho más despacio.
Con la camiseta, la cara y las manos manchadas de pintura, abrí una lata de cerveza y me
apoyé en la barandilla de hormigón de espaldas a la autopista y de frente al retrato. Todo
estaba bien. No sonaba música, solo rugidos de motor cortando el aire. No tenía nada
conmigo, solo una última cerveza, un peta en la boca, un pincel gastado, y pinturas, excepto la
blanca, la roja, y la gris. No era un atardecer especial por ninguna razón, solo había una luz
bonita y un cielo despejado. Tenía la esperanza de que todo estuviera empezando a ir hacia
arriba, cada vez más deprisa, que la ascensión fuese tornándose vertical, y que abajo quedase
todo lo demás, como una miniatura. Alrededor solo había una luz bonita y un cielo despejado,
y todo, absolutamente todo estaba bien, en orden y en calma.
A punto de anochecer, sonaron pasos en las escaleras que llevaban a lo alto del edificio
abandonado. Eran Darío y Mardi, que traían faroles para decorar la azotea, sushi de atún, y
más cerveza. La iluminación hacía magia en el lugar del retrato. Cenamos, brindamos y nos
reímos, y nos contamos qué tal había ido el día. Mardi empezó a silbar una canción de hacía
unos años, y la cantamos los tres. A dar palmas, a saltar, y a bailar.
Perseguimos al autobús hasta la parada, corrimos hasta no poder más y entretuve al conductor
para que a Mardi y Darío les diese tiempo a llegar. Nos sentamos los tres juntos en dos
asientos, y recuerdo quedarme dormido en el hombro de Mardi mientras compartíamos la
última cerveza. Las luces de la ciudad se alzaban alrededor de nosotros, y para mis ojos
desenfocados eran círculos que iban superponiéndose en bloques de color. Darío y Mardi me
despertaron con cosquillas cuando llegamos a la estación de Moncloa.
Era sábado por la noche y Madrid nos ofrecía una de sus escenas más puramente teatrales. La
perspectiva de una calle ascendente era el escenario barroco por el que desfilaban en masa
chicas con el mismo vestido y chicos con las mismas zapatillas de jugador de fútbol. La prole,
subiendo las escalinatas hacia el mismo paraíso efímero de plástico. Como muñecas y
muñecos, los juguetes entraban y se saludaban moviéndose de forma rígida. Yo no podía
evitar verlo así, como un escenario construido por niños para jugar a la vida.
“Venga guapos, un paseíto hasta casa que estáis dormidos”, dijo Mardi con una picaresca que
le hacía parecer española. Darío y yo nos reímos. Yo me paraba ocasionalmente en algún
escaparate de las tiendas cerradas. “Pero tío, ¡si hay de todo en el armario de casa! Además,
¡mira que robo! Ese vestido me lo hago yo en casa por diez pavos”.
-­‐
¿Qué hacemos esta noche, señoritas?
-­‐
Tú también eres una señorita, Darío. Que vaya fular me llevas.
-­‐
¿Vamos a un club de strip-tease y me hacéis un baile los dos?
-­‐
Hecho. Necesitamos alcohol y una temática. Nico, ¿dónde hay un chino por aquí?
-­‐
Bajando un poco. Llámame Várje, macho.
-­‐
Señor y señora Várje.
-­‐
Pero, a ver ¿qué es eso? ¿vuestro nombre artístico, o algo? Vaya posturas sois. Yo te
llamo Nico.
-­‐
Mmmm. Ya te explicaremos, dijimos Mardi y yo al unísono tras mirarnos y una fugaz
sonrisa.
-­‐
¡Mira! Un bingo. El tema de nuestro baile sensual y sexual puede ser Miedo y Asco en
Las Vegas.
-­‐
¡Sí! Cómo me gusta esa película.
-­‐
El libro…
-­‐
Tío, Darío, luego nos llamas posturas. Si ni te lo has leído, ¡seguro!
-­‐
¡Pero si te lo enseñé yo cuando tú ni lo conocías!
-­‐
Señoritas, por favor. Aquí está el chino y estoy segura de que solo aceptan a las más
distinguidas damas. Así que cambien el tema de conversación por La Edad de la
Inocencia o saquen conversación de tacitas y bajen el tono. Nos reímos.
Entramos a la tienda. Era un pasillo que se extendía a lo largo, con gatos dorados que movían
la pata en las estanterías, muñecos de acción, peluches y ropa de marca falsificada en un lado.
En otro, latas de colores con caracteres asiáticos, neveras con conservas de todo tipo, desde
jengibre hasta pulpo, y una selección de reproducciones de instrumentos chinos en una
esquina. No había nadie en la tienda. Algo sonó debajo de nosotros y se abrió una trampilla,
de la que salió un hombre chino que vestía de negro y sonreía mucho. “Una botella de
ginebra, por favor”. El hombre dejó de sonreír por un momento y empezó a decir, casi
gritando y mientras se reía: “¡Gao Liang, Mao Tai! ¡Gao Liang! ¡Bueno!”
Salimos con dos botellas con una estrecha etiqueta con caracteres en rojo pintados a mano y
continuamos andando cuando oímos detrás de nosotros que una chica gritaba y se reía muy
alto. Corría hacia nosotros cuando nos dimos la vuelta. Sin saber aún quien nos abrazaba y
nos daba besos a Mardi y a mí, empezamos a reírnos. Era Carlota, que no paraba de gritar y
de saltar y de hablar muy deprisa con su acento granadino. Su amigo venía desde el bingo
donde habían estado, y el encargado nos miraba desde la puerta escupiendo al suelo e
insultando en otro idioma.
“¡HE GANADO EL PREMIAZO! ¡HE GANADO EL PREMIAZO! ¡HE GANADO EL
PREMIAZOOOOOOOO! ¡Vámonos de fiesta chavales!”
Y eso hicimos. Carlota, que llevaba cinco mil euros en el bolso y olía a gin-tonic, nos hizo
prometer que impediríamos que esa noche: uno, gastase todo el dinero en alcohol, dos,
acabase en casa de algún tío aleatorio y tres, que su amigo acabase en casa de algún tío
aleatorio. También nos hizo prometer que nos lo pasaríamos de puta madre. Hacía un poco de
frío pero nos dijo que había una rave cojonuda en un túnel de Boadilla del Monte que estaba
cerrado por obras. “Cogemos un taxi, pago yo”, dijo mientras levantaba la mano a las luces de
la calle Princesa.
“¡Pero tíos! Que no me lo creo. ¡Que con esta pasta puedo terminar mi colección y hacer el
fashion film!”
“La tienes ya de ya, ¿no?”
“Si tía, ¡y la semana que viene me entrevista Vice!”
“¡Que zorra! Hacía que no nos veíamos, ¿eh Charlotte?”
“Mucho, tía. Bueno, ¿qué? Que me he enterado de que estáis viviendo juntos, eh.”
“¡Sí! Tienes que venir a casa y te contamos la aventura. Pero va, ¿cómo va a ser tu fashion
film? Aquí nuestro amigo Darío es la bomba dirigiendo, ¡igual podéis hacer algo!”
“Bua, fetén. Quería pillar una habitación en el hotel Emperador y montar una fiesta rollo
‘Skins’, ¿sabéis? Un sitio classy pero decadente y pasado de moda, y que llegue un montón de
gente guapa y vistiendo guay y la líen fina.” “Anda, nosotros estamos volviendo a ver la
serie.”
El taxista conducía deprisa por la autopista y había cambiado su emisora de rumbita por la
Máxima FM. “Tío quita eso, ¡todo el maquineo ahí!” “Eso, ¿qué haces con esto puesto? Pon
el partido, que está jugando el Granada, ¡coño!”. El taxista sintonizó el partido del Granada
contra el Celta negando con la cabeza y aminoró la marcha.
Carlota era la mejor amiga de Mardi. Se conocieron un día que ella llegó a la puerta de su
residencia, vio a una pareja discutiendo y una chica que se iba llorando. Era Carlota. Mardi
me contó que la cogió de la mano y le dijo, casi sin pensárselo, que podía ser su nueva novia.
A Carlota le hizo gracia y se hicieron amigas. Durante un tiempo, Carlota vivío como una
nómada, itinerante entre las casas de la gente que conocía y de sus efímeros ligues. Cenaba en
casa de alguien que había conocido, se quedaba a dormir, desayunaba, se duchaba, y al llegar
la tarde hacía lo mismo con otra persona. Mardi le ofreció vivir en su habitación de la
residencia, pero lo cierto es que ella disfrutaba de su estilo de vida. Su pasión era la moda, y
se gastaba todo su dinero en ropa. Su taller, en el que diseñaba, parecía una oficina de Vogue,
con percheros interminables y armarios sin fondo. Ahora vivía en casa de su novia y Mardi
me decía que se había centrado un poco más.
Íbamos a dar un paseo hasta casa y habíamos acabado en una rave en Boadilla del Monte.
Llegaron las siete de la mañana y parecía que era entonces cuando empezaba la verdadera
fiesta. La gente iba con la mirada perdida, con la nariz como Mister Potato, bailando como
zombies al ritmo de la música, sin hablar con nadie, encerrados en sí mismos. Los amigos de
Carlota y nosotros éramos los únicos que hablábamos, nos reíamos, bailábamos entre
nosotros, los únicos que estábamos vivos. Un amigo de Carlota nos dijo que ya había vendido
toda la droga que traía y nos enseñó la pasta que había sacado. Entre semana era un jefazo en
una agencia de publicidad, pero los fines de semana tenía este negocio paralelo que le
permitía todos los caprichos, decía. La novia de Carlota, Carolina, tenía padres chinos pero
era española. Se ofreció a llevarnos en su furgoneta a todos. A Mardi, Carlota y a mí nos tocó
en el maletero. Cuando abrió la puerta, nos encontramos con tres calabazas del tamaño de una
roca. Nos empezamos a partir de risa. “¿Y esto tía?” “¿Dónde has estado antes de venir aquí?”
“Ayer fui a buscar a mi padre a la casa del campo y me encasquetó estas calabazas que lleva
todo el año cultivando. En serio, así, tal cual. Mierda, se me olvidó sacarlas cuando llegue a
casa…pero, cabéis aun así, ¿no?” A mí, un domingo a las siete de la mañana, borracho de
ginebra y fumado hasta las nubes, todo me parecía de maravilla. Y así llegamos a casa,
cuando el sol estaba ya arriba, sentados en calabazas bebiéndonos una cerveza para desayunar
y contando chistes malos de los que se reía toda la furgoneta. Cuando nos despedimos,
Carlota se bajó y nos dijo, “¡Cuento con vosotros para la peli, tenéis mucho swag vosotros
dos, ¿eh?”. Dije “Bueno, pero ya sabemos que Mardi va a chupar toda la cámara”. Mardi me
miró riéndose, y me respondió “¡a ver si te va a tocar dormir con tu coleguita del swag!”
Subimos a casa gritando y hablando como si fuéramos gangstas negros y nos tomamos un
Cola-Cao con galletas antes de irnos a dormir.
Los días se pasaban leyendo a Platón, a Cicerón, Catulo, Horacio, y Ovidio, a Ludovico
Ariosto, a Marco Aurelio y a Baltasar de Castiglione. Entre las páginas de las Metamorfosis
encontraba mis recuerdos, que ya se extendían a la casa y a las cosas que me ocurrían, que
eran muchas. Todo lo que había estudiado en el instituto. Era revivir algo que ya había visto,
como despertar a mi memoria. Tuve la sensación por un tiempo de que haber encontrado a
Mardi y haber llegado a esta casa, y todo lo anterior a ese momento, había formado parte de
un larguísimo camino. Sentía haber vivido muchos días y tenía la cabeza llena de imágenes de
mi vida.
Me vino la imagen de mi madre. Vive en Maguilla, el pueblo en el que creció. Tiene un huerto
ecológico en el que trabaja doce horas al día y distribuye a las tiendas ecológicas de hipsters
de las ciudades. Casi nunca hablábamos. Hubo un tiempo en el que era mi mejor amiga,
cuando vivíamos en un piso en la calle Francisco de Diego. Mis padres estaban separados, y
la casa también era de mi padre. No teníamos dinero y ella solía tener dos trabajos, uno en una
fábrica textil y otro en un bar, y vestía con ropa de los chinos y estaba gorda y lloraba todos
los días. Mi padre vivía en Memphis, donde trabajaba para una importante firma farmacéutica
investigando el Corea de Huntington, la enfermedad de la que había muerto toda su familia, y
un día llamó de madrugada cuando allí sería de día y mi madre y él discutieron gritándose
durante dos horas. Cuando colgaron, mi madre decidió rendirse y aceptó vender la casa, lo
que mi padre le pedía cada vez que hablaban. Así se acabó, yo me quedaba en Madrid y ella
se iba al único sitio en el que podía vivir. Me dijo que me ayudaría como pudiese, pero nunca
llegó a hacerlo y yo tuve que buscarme la vida. Cuando era pequeña, había rumores en el
pueblo de que mi madre era adoptada o bastarda por tener el pelo rubio platino y los ojos
azules en una región extremeña de cretinos con la piel morena tostada por el sol, y se pasaba
el día entero cosiendo, cocinando dulces, viendo la televisión, leyendo tebeos, y escapándose
de misa para irse a otros pueblos en bicicleta con sus amigas. Nunca la aceptarían de nuevo en
el pueblo, pero su tormento acababa. No mas conversaciones interminables, no mas trabajos
sucios hasta la madrugada. Discutimos, y el final fue como suelen ser los finales: gritos, y
después portazos. Volví a mi casa a recoger mis cosas y recuerdo que atardecía, entraba la luz
naranja intensa como el aire del desierto en el que me encontraba. Cerré la puerta y dejé las
dunas solitarias atrás.
Antes de todo eso, mi madre tenía un taller de alta costura en Alcalá de Henares con el que
ganaba mucho dinero, vestía a las mujeres de la ciudad y todo eran palabras de
agradecimiento. “Gracias por venir”. De haberse criado en un pueblo que nadie conoce, de
casas blancas, olivos y atardecer constante, a que su nombre significase estilo, calidad y saber
hacer. A que su nombre significase modernidad, llevar lo nuevo y lo fresco a una élite
anquilosada de señoronas. De la nada al todo. Yo empecé a sacar malas notas en el colegio y a
no comer y a jugar todo el día a ‘World of Warcraft’. Mi hermano no salía de su habitación y
echaba de menos a mi padre. Mi madre lo dejó todo por venir a pasar tiempo con nosotros, y
nunca volvió a Alcalá de Henares.
Sonaba ‘Wolf’, de Tyler, The Creator, que Darío había encargado a mi nombre en Amazon
para que viniese a casa por sorpresa. Nunca había entendido el hip-hop hasta hacía poco,
nunca me llamó la atención en el instituto porque creía que solo eran tíos hablando de cómo
habían salido de un ghetto desde el que criticaban a la gente con dinero y coches para
convertirse en lo mismo. Hasta que descubrí a The Weeknd y a Frank Ocean.
Que tu padre escoja mil veces antes una mierda como Memphis antes que tú debe doler
mucho si tu padre te importa algo, pero a mí eso no me pasa. No le quiero ni le odio, es
simple indiferencia. Los pocos recuerdos que tengo de él son gritos y palizas a mi madre, y
gritos a mí y palizas a mis juguetes cuando me portaba mal. Están en mi cabeza, como una
losa de piedra y tan sólidos como el suelo. Hace diez años que no veo a mi padre y su imagen
está atascada en un bucle, como un GIF: un pelirrojo de ojos consumidos fuma un cigarro tras
otro, bebe una taza de café tras otra, y su magdalena de Proust es beber tónica, le recuerda al
amargor de la quinina que su madre le echaba en las uñas para que no se las mordiese pero no
podía resistirse. No puede controlar su ansiedad y habla sin cesar y nunca escucha.
Su padre se tiró por la ventana poco después de que mis padres se casasen. Tenía Corea de
Huntington, una enfermedad genética neuropsiquiátrica que va fundiendo el cerebro poco a
poco hasta la demencia. Sus síntomas aparecen a los treinta o cuarenta años. A los cincuenta,
mi abuelo ya no sabía hablar, tenía la mirada perdida, la boca abierta y la rabia en el cuerpo.
Mi padre decía que solo había dos salidas de esa cárcel: o consumirse por la locura, o tener la
suerte de encontrar un momento de lucidez en el que sabes lo que te está pasando y suicidarte
para matar a ese demonio interior. Lo que mi abuelo no sabía es que tirándose por la ventana
no acababa con la maldición, porque todos sus hijos la habían heredado. Menos uno. Ni mi
hermano ni yo estábamos marcados, porque mi padre fue el único que se salvó.
Me gustaría ser padre algún día. Y cuando mis hijos e hijas estuvieran follándose al mundo,
siendo personas guapas entre gente guapa, divirtiéndose, triunfando, felices, llenas de
autoestima le enviaría este mensaje telepático a mis padres: “¡hey! soy mejor que vosotros”.
No fumo cigarros porque mi padre fuma sin parar pero fumo marihuana, lo que él siempre nos
había advertido a mi hermano y a mí que era peor que un pecado católico. No bebo café, bebo
té. No veo el telediario, leo todos los periódicos que puedo. No me huelen los pies. No me
importa una mierda mi imagen, al revés, la cuido a diario. No leo best sellers. No suelo ver
blockbusters de Hollywood, y no suelo disfrutar los que veo. Y por supuesto, no cocino con
robots. Hay gente que apunta en su cerebro todo lo que sus padres hacen y ya está, ese es su
modelo de vida. Yo hago todo lo contrario. Si no tienes un modelo, al menos está bien tener
un anti-modelo.
A veces me imagino en una cena. Siempre la misma. Con un niño rubio con rizos y una niña
pelirroja, y Mardi. Cenamos pizza y Mardi ha hecho una audición para un papel en una
película sobre los refugiados de Siria. La directora ha llamado hace unas horas y le ha dicho a
Mardi que el papel es suyo. Le digo a nuestros hijos que el premio de la semana, un regalo
consistente en un objeto aleatorio para el que haya conseguido alguna hazaña, es para ella.
Mardi me sonríe y mira con ternura las gafas de sol con una montura de palmeras y flamencos
que le damos, y se las pone. Aplaudimos y lo apuntamos en nuestro diario de grandes logros
de la familia. Terminamos de cenar y hacemos el tonto un rato. La niña pelirroja me dice que
de mayor quiere ser piloto de aviones o sirena. El niño nos lee un poema que ha escrito para el
colegio, sobre cómo le gusta ir corriendo a toda velocidad. Tenemos mucho, y además nos
tenemos a nosotros.
Había dejado la universidad el año pasado por segunda vez. Había tenido una educación
pública en uno de los mejores institutos de Madrid, en el Ramiro de Maeztu. Y nunca había
sido un estudiante modelo, de hecho siempre suspendía pero me las arreglaba para no repetir.
Hasta que decidí hacer Bachillerato Internacional, como forma de retarme a mí mismo, y
entrar en la Universidad y estudiar Periodismo. Saqué las mejores notas de la clase en el
primer año de la carrera, y estaba tan aburrido que lo dejé a poco tiempo de empezar segundo.
Decidí entrar en Bellas Artes y durante un año solo fui a clase y me encerré en casa a pintar
hasta que tuve la sensación de que no aprendería mucho más en los tres años que quedaban de
carrera, así que también lo dejé. El infierno se rige con las mismas normas que el sistema
universitario español. Dejar Periodismo fue una decisión repentina. Estaba en clase y empecé
a hacer confetti con todos los apuntes que había cogido esa semana hasta que reuní un buen
montón. Y entonces recogí mis cosas y cogí el montón de papelitos entre mis manos, subí al
estrado, me los tiré encima e hice una reverencia. Nadie comprendió, ni se rió, ni aplaudió.
Solo caras perplejas que no comprendían, pero yo tampoco esperaba que comprendiesen. Bajé
a la biblioteca y saqué todas las temporadas de ‘The Wire’, que ahora formarán parte de la
biblioteca de esta casa para siempre, y tiré el carnet universitario a una papelera. Dejar Bellas
Artes fue una decisión que yo adiviné durante un tiempo, no queriendo hacer caso a esa
súplica interior hasta que un día, sin muchas ganas de nada, aparecí tarde por la facultad.
Estaba a punto de abrir la puerta de clase, cuando decidí no hacerlo. Bostecé y salí a tomar el
sol y a leer.
“Sin Calificar” era la única nota que aparecía al lado de mis asignaturas matriculadas, y era la
mejor nota que podía tener. ¿Quién querría que alguien le calificase con un número? ¿Es que
un profesor era un profesional de la empatía, capaz de entrar en la mente y en el corazón de
una persona y juzgar con un criterio impecable todo lo que encontrase y reducirlo a un
número? No. Quizás al universitario del montón, que ha emprendido su camino hacia un
estatus del montón, sea fácil juzgarlo con un número, porque al fin y al cabo es un producto
resultante de la televisión, McDonalds y su equipo de fútbol y todo eso está constantemente
cuantificado en números. Pero es imposible decir que yo soy un dos. O un cinco, o un diez. Y
si algo tengo que reconocer como acierto de mis profesores en la universidad es que se
abstuvieran de calificarme, por imposibilidad o por incapacidad, y aceptasen su derrota, y
emitiesen la paz neutra de las palabras “Sin Calificar”. Me apetecía repetir las palabras de
Gombrich. “Confiando en nuestros ojos y no en nuestras ideas preconcebidas acerca de cómo
deben aparecer las cosas según las reglas académicas, se pueden realizar los más sugestivos
descubrimientos”.
La misma tarde en la que dejé la universidad recibí una llamada de una compañía de teatro.
Yo diseñaba decorados, y me habían pedido crear uno para Salomé, de Oscar Wilde. Era una
de mis obras favoritas y ya tenía mil ideas. Inspirándome en las ilustraciones de Aubrey
Beardsley cree una fortaleza de Maqueronte de metacrilato blanco y negro. La luz de la luna
inundaba la balaustrada y se colaba por la cisterna donde Yokanáan estaba preso. La entrada a
la sala de festines era de neón. Un día fui antes al teatro para perfilar la balaustrada y dentro
de la sala de maquillaje sonaba ‘Glory Box’, de Portishead. Abrí silenciosamente la puerta sin
llamar y me asomé a través de una fina línea. Dentro, una pelirroja con el pelo cardado se
miraba fijamente en un espejo, sentada mientras la maquilladora le empolvaba la cara y el
cuello. A su lado estaba uno de los soldados, al que estaban peinando. La chica advirtió mi
mirada y volvió a mirarse al espejo. Puso el gesto de una estatua y colocó sus labios como
para dar un beso letal. Con cara de mujer fatal, dijo al soldado “Quiero hablarle”. El soldado,
que estaba ensimismado mirándose el pelo, reaccionó tarde y continuó: “Es imposible,
princesa”. “Pues yo lo quiero”, respondió Salomé. “De hecho, sería mejor que volvieses al
festín, princesa”. Yo observaba desde detrás de la puerta, con una sonrisa de asombro. Qué
interpretación. Salomé continuó recitando el texto, haciendo las partes del joven sirio con una
voz grave. Y continuó con su papel: “Lo harás por mí, Narraboz. Sabes de sobra que harás eso
por mí. Y mañana, cuando pase en mi litera por el puente de los compradores de ídolos, te
miraré a través de los velos de muselina, te miraré, Narraboz, y…tal vez te sonría. Mírame,
Narraboz. Mírame. ¡Ah!, sabes de sobra que vas a hacer lo que te pido. ¿Verdad que lo
sabes?... Yo sí lo sé”. La maquilladora se había detenido, Salomé se había levantado para
recitar con una sonrisa de serpiente. Dijo unas líneas más y me miró mientras decía con voz
grave: “Sí, que aspecto tan raro tiene. Se diría una princesita de ojos de ámbar. A través de las
nubes de muselina sonríe como una pequeña princesita”. Abrí la puerta y miré al infinito, y
grité con voz áspera un texto que me sabía casi de memoria. Entre en la sala y pregunté
“¿Dónde está el que ha colmado la copa de la abominación? ¿Dónde está el que algún día
morirá delante de todo el pueblo? Esta es la voz del que ha clamado en los desiertos y en los
palacios de los reyes.”
Salomé se rió y volvió a sentarse. “Maravilloso”, le dije. “¿Sí? ¿Te gusta? Es mi papel
favorito del mundo entero, no sabes lo feliz que estoy. ¡Has hecho una entrada triunfal!
¿Cómo sabías cómo sigue?” Le conté lo mucho que me gustaba la obra, y que me encargaba
de diseñar el decorado. “¡Ah! Tú eres Nico. ¡Adoro el escenario que estás haciendo! Yo me
llamo Mardi”.
“Tío, me estoy rayando de Portishead ya”, me dijo un día que apareció por sorpresa desde
detrás del escenario, andando con paso lento y firme hacia la balaustrada. “¿No te gustan? A
mí me parecen la hostia, y sus conciertos con las pantallas son aún más la hostia.” “Claro, les
adoro, pero ahora los estoy escuchando más para meterme en la piel de Salomé. Me pregunto,
¿qué escucharía ella si viviese hoy? Sería una zorra, pero también una chica atormentada por
vivir en una familia desestructurada. Saldría de fiesta y se metería de todo. Y al volver a casa
después de escuchar electrónica pastillera, se pondría los cascos, le daría al play y escucharía
Portishead.”
Y ya está. En ese momento, como un latigazo, sonó en mi cabeza “cómo me flipa esta chica”.
No hizo falta mucho más. “Sería una viciada del Soundcloud, todo el día buscando música
que solo ella escucharía con los cascos a tope para no oír a Herodías en la cama con
Herodes.”
Mardi se rió. “Bueno, yo hago eso casi todas las noches cuando mi amiga Chloé se tira a su
novio. ¿Tienes Soundcloud?” Nos empezamos a seguir. Escuchábamos las canciones del otro
y yo iba al teatro a probar escenografía que no estaba en el diseño sólo para encontrarnos por
los pasillos y tener conversaciones de tres líneas:
-­‐
Nico, tío, vaya remix que compartiste ayer. No me podía dormir, ¡no paraba de
escucharlo!
-­‐
¿El de Macross 82-99? Vaya pepino.
-­‐
Ya ves. ¡Me voy corriendo a ensayar! ¡Nos vemos, guapo!
Trataba a la gente con infinito cariño. Quería hacer sentir especiales a los que la rodeaban y
siempre dedicaba una sonrisa, un guiño o alguna mueca graciosa. Y así se fue acercando el día
del estreno. Cuando estábamos a dos semanas de aquel viernes 28 de marzo, supimos que el
actor de Yokanáan, Edgar, y la novia de Claudio, el director, habían follado después de una
noche de copas. Claudio no le dirigía la palabra hasta que un día estallaron en una discusión y
Edgar se fue. Llegué a casa a las cuatro de la mañana después de actuar en un anuncio hortera
para sacar dinero, hambriento, con una capa de maquillaje en la cara y sin batería en el móvil.
Mis compañeros de piso estaban en el salón bebiendo copas, muy borrachos. Vivíamos diez
personas en la casa y cada noche era una fiesta. Al encender el móvil tenía 40 whatsapps de
Mardi explicándome lo que había ocurrido entre el actor y el director y pidiéndome que ni se
me ocurriese cortarme el pelo ni afeitarme la barba. Leí otro whatsapp de Claudio pidiéndome
vernos al día siguiente. Me tiré en la cama y empecé a partirme de risa. Busqué en
Soundcloud una canción, pero preferí no escucharla porque no era lo que Yokanáan
escucharía. Me dejé los cascos puestos para taparme los oídos y quedarme en silencio, porque
eso es lo que definitivamente escucharía.
Me desperté y mi cara estaba hecha un asco. Yogur con avena. Ducha. Vestirme deprisa. Salón
destruido. Llaves de casa. Perro haciendo pis en el portal. Quedé con Claudio y me fui
despejando con la luz de la mañana. Llegué a la Plaza de San Ildefonso y nos tomamos un
café. “Macho, me cago en el puto Edgar, eh. Es que me cago en su puta madre, tío”. Estaba
rojísimo y yo no podía contenerme la risa. Cuando alguien está muy enfadado, o me intimida
o me hace muchísima gracia. “Le hemos llamado veinte veces ayer, y yo le llevo llamando
toda la mañana y no lo coge. No sé qué va a hacer, espero que aparezca en el ensayo de esta
tarde o me pego un tiro en las pelotas. Nico, yo esto no te lo pediría porque es una putada,
pero…”. “Sí. Sí, sí, lo hago, no te preocupes. Ya sabes que casi me sé el texto y me flipa el
personaje”, contesté sin dejarle acabar. Sonrió y me dijo “Bueno, pero si aparece Edgar nada,
eh. Míratelo para esta tarde, ¿puedes? Ya me ha contado Mardi cómo os conocisteis, que lo
hiciste de puta madre. Yo creo que nunca te he visto actuar, ¿has hecho algo antes?”
“Tranquilo, macho.” Le invité al café y pedí un cigarro a alguien que pasaba por la terraza. Se
lo encendí. “Tu relájate un rato, que son las nueve de la mañana.” Me fui a casa y me leí
cuatro veces la obra. Me di cuenta de que no había dicho el texto bien cuando hice la escena
con Mardi y aun así ella le había dicho al director que podía hacerlo. Comí, me hice una paja,
y me fui al ensayo.
Al empezar el ensayo recordé la primera vez que subí a escena. Tenía diez años y hacíamos
una pequeña representación en el grupo de teatro del colegio, una reunión de los dioses de la
mitología griega para discutir asuntos sobre los mortales. Cuando atravesé el telón por
primera vez me reí un poco antes de decir mi frase, porque de repente se me pasó por la
cabeza que estaba dentro de una película y que delante tenía a los espectadores del cine. Un
proyector al fondo del salón completaba el escenario, y las caras de los padres y madres que
venían a ver a sus niños estaban iluminadas por el reflejo de los focos. Durante un tiempo,
todas las veces que iba al cine miraba detrás de la pantalla al terminar la película y me
imaginaba que durante la proyección había un escenario por el que se movían los actores y
que habían desmontado a toda prisa en los créditos.
Llegó el día del estreno y Edgar apareció en el teatro mientras hacíamos unas pruebas de
luces. Solo guardo imágenes sueltas de aquel día, soy incapaz de recordarlo como un todo. El
ruido de la gente al sentarse en las butacas justo antes de empezar, mientras esperábamos en
bambalinas. Una mirada de Mardi con ojos de loca, preparada para entrar en el papel,
pellizcándome el brazo de puros nervios. Un apretón en el hombro de Edgar, y una mirada
llena de odio por haberle quitado el papel. Todo el reparto en maquillaje. La ceguera ante los
focos al salir a escena, y ver cabezas de personas extendiéndose hasta el destello. La
adrenalina y la magia. Los aplausos, las luces, el saludo, los gritos, las lágrimas, el éxito
rotundo. Una semana después, habíamos llenado el teatro todos los días, y después de la
última función salimos de fiesta con todas nuestras ganas. A las cinco de la mañana,
jodidamente borrachos, Mardi y yo salimos a la terraza de la discoteca.
-­‐
Vente a mi residencia. No dejan entrar a nadie pero nos colamos.
-­‐
¿No dejan entrar a nadie?
-­‐
De fuera.
-­‐
Ah. Pero tú no tienes que colarte.
-­‐
Nos colamos juntos, no te preocupes, no voy a dejar que te cueles tu solo.
-­‐
Super agentes Salomé y Yokanáan.
-­‐
Misión de infiltración.
Andamos, cogimos un bus, y llegamos a Ciudad Universitaria. Detrás del Museo del Traje,
encontramos el palacio reconvertido en residencia en la que vivía Mardi. “Wow”, fue lo único
que pude decir. Saltamos una pequeña verja y vimos al guardia de seguridad distraído leyendo
una revista en la garita.
-­‐
Ves. He llamado a inteligencia para que le diesen una revista al guardia y así podernos
colar.
-­‐
¿En serio? Que maestros de la distracción.
-­‐
Que va tío, ¿cómo les voy a llamar? Que loco estás.
Llegamos a su habitación. En la pared blanca había colgado un lienzo en el que se leía “BE
NOT INHOSPITABLE TO STRANGERS, LEST THEY BE ANGELS IN DISGUISE”, una
guirnalda de luces, una mesa con un portátil, la cama, y un baúl. Y nada más. Me dijo
“fóllame mientras me quedo dormida, ¿si?” y se tiró a la cama y su sueño fue instantáneo. Me
reí intentando no hacer ruido, le di un beso en el cuello, y me dormí junto a ella.
Me desperté y Mardi me estaba besando. Me sonrió y me dijo “J’ai baisé ta bouche”. Se
levantó de un salto. “Anoche fue loquísimo tío, ¡que resaca!” “Pffffff. Es que con lo de que
las copas las pagaba el teatro…se nos fue de las manos, pelirroja”. Nos reímos y de repente se
quedó mirándome.
-­‐
Lo de anoche fue genial. Pero genial.
-­‐
Ya, lo de colarnos aquí, que risas con lo de super agentes y el guardia de la garita.
-­‐
Sí, eso moló…pero me refiero a después.
Se sentó en la cama conmigo con una sonrisa pícara.
-­‐
Después nos borramos del mapa, caímos bien fritos.
-­‐
Es que después de follar así…
Negué con la cabeza mientras me reía. Se levantó. Primero me miró con sorpresa, luego se
puso roja y se quedó pensativa.
-­‐
Oye. No me jodas tío. Creo que lo he soñado. No puede ser.
-­‐
Anoche…aquí no hubo salsa, eh.
Se tocó el cuello y la nuca y empezó a mirarme mientras se mordía los labios. “Pues ahora
tienes un ticket para venir a soñar conmigo”. Me tiró del brazo y me hizo caerme en la cama.
Dormí diez horas después de que Mardi se propusiera hacer que me desmayase. No mucho
después, quedamos. Fuimos a tomar unas cervezas a La Tita Rivera, en Tribunal. Atardecía
cuando decidimos dar un paseo, y hacía un tiempo maravilloso. Me contó lo mucho que le
gustaba soñar, y que ojalá pudiese quedarse dormida durante semanas. Le conté que había un
síndrome con el que la gente que lo padecía se quedaba dormida meses. Parecía una
primavera en Noviembre. Pasamos por la plaza de Santa Ana. Recitábamos partes de nuestro
texto de repente. Nos reíamos de la cara de alguien que pasaba. Hablábamos de la música que
nos gustaba. Vimos una señora que entraba a un edificio antiguo y Mardi se acercó a la puerta,
para pararla justo cuando se cerraba. Miró alrededor, esperó un poco y me hizo una seña con
la cabeza. Nos colamos en la casa. “Vamos a ver si tienen azotea”, me dijo muy bajito. Oímos
el ascensor llegar al piso de la señora, y el chirrido de la puerta de una casa. Subimos por las
escaleras en silencio y le dije a Mardi “eres un ninja” y ella me dijo “je suis qu’une chatte”.
La puerta de la azotea no tenía cerrojo. Entramos. El sol se colaba entre los edificios. Veíamos
la estación de Atocha, cornisas de Gran Vía, el Círculo de Bellas Artes y la fachada de un
hotel de lujo. Nos miramos a los ojos y nos besamos. Es verdad que tenía ojos de gata. Vino la
noche y bajamos como felinos por las escaleras. Y cuando llegamos al séptimo piso un
hombre abrió la puerta de su casa y se apoyó en el umbral, mirándonos. “¿Os ha gustado la
azotea?”, nos preguntó con una sonrisa. Nos reímos nerviosamente y le contestamos que nos
había encantado. Nos preguntó si éramos novios y me puse rojo. “Somos…” “Somos Salomé
y Yokanáan”, dije. El hombre se sorprendió. “¿En serio? Sois una de mis historias de amor
favoritas. Tanto que tengo un cuadro de Salomé en mi estudio”. Mardi y yo estábamos
flipando. “¿De quién?”, pregunté. “De Julio Romero de Torres. ¿Queréis verlo?”. Miré a
Mardi. No podía ser. Ella dijo que por supuesto, y entramos en la casa. Sin saberlo, veíamos
por primera vez el estudio donde nos enamoraríamos y donde pintaríamos mientras hacíamos
el amor, el salón donde escribiríamos una novela y un teatro, la cocina en la que entraría el sol
que auguraba buenas noticias, la biblioteca en la que nos encerraríamos días sumergidos en
las profundidades de las palabras, el vestidor en el que nos disfrazaríamos mil veces, el
tocadiscos en el que girarían vinilos día y noche, el cuadro que me obsesionaría para el resto
de mi vida, ‘Ojos sobre la mesa’, y finalmente, ‘Salomé’. No podía creerlo. “¿No estaba en el
museo Julio Romero de Torres?” “No. En el de Montevideo, en Uruguay, excepto que ese es
falso. Y este es el verdadero.”
Nos invitó a cenar y hablamos de un montón de cosas. De nuestra obra de teatro. De Scott
Fitzgerald, que era su escritor favorito. De España. Del mundo moderno y de la gente joven y
la adulta. De música electrónica y de jazz. De arte. De decoración, de diseño, y de moda. Y
nos contó que estaba cansado de esa casa, donde había compuesto sus mejores piezas en el
mismo piano del salón en el que tocó después de la cena. Se iba de la casa. A su madre le
había llegado la llave de la misma manera en la que él nos la entregaba a nosotros. Había sido
costurera de la última hija de una familia de pintores, y en su lecho de muerte envuelto por la
tuberculosis, le entregó la llave de la casa para que pudiese crear sin preocuparse por llevar
adelante a su familia. “La buena señora le dijo a mi madre algo que le había dicho Federico
García Lorca en una ocasión en la que habían coincidido. Algo así como que el que pasa
hambre no puede crear, el que está ocupado en sobrevivir no se ocupa del arte y de la estética.
Y así, le dio la llave. Y mi madre triunfó y vistió a todo Madrid, París y Londres.” Y él había
vivido en esa casa, creando piezas de piano hasta que su mujer había fallecido. Nos dijo que
ya no podía componer, y dejó a medias lo que nos tocó en el piano. “Hemos vivido en esta
casa toda la vida. Cuando mis padres murieron nos quedamos los dos, y nos bastaba con la
idea de estar juntos para siempre”. Sonreía, aun así, con las arrugas de un hombre anciano,
con el pelo canoso recogido en una coleta y una profunda barba. “Yo ya no puedo crear más,
así que voy a confiar en que vosotros alimentéis la llama de esta casa”. Y debió adivinar todas
las aventuras que íbamos a vivir con solo mirarnos a los ojos, porque en ese momento nos dio
la llave y nos dijo que se llamaba Amadeo Várje. Y que el apellido no era suyo, era el de una
familia que había vivido incluso antes que la familia de pintores, mucho antes. “El apellido
viene con la casa.”
Le pregunté si podía hacerle un retrato. Sacó unas acuarelas de un cajón y me preguntó si
podía posar junto a su piano y con un mechero. Y así fue, lo primero que pinté en esta casa.
Le gustó mucho y pareció contento. “A mi edad sigo creyendo que las casualidades no lo son
tanto. Ya veis, igual soy un ingenuo, ¿pero acaso vosotros llamaríais a esto casualidad?” Se
fue, sin equipaje, y le preguntamos a dónde iba, y no quiso respondernos. Así se despidió,
tocando una última melodía en el piano y dándonos besos. Y de repente estábamos solos en
una casa que parecía un tesoro desenterrado.
Llegó el cielo azul índigo de la hora antes de que salga el sol y Mardi y yo seguíamos
hablando en el salón. Al principio no nos podíamos creer lo que nos había pasado. Y poco a
poco la euforia se convirtió en una felicidad que nos unía de cerca.
-­‐
Tío, estaba harta de mis padres. No podía más. El último año de liceo fue una tortura y
me metía en líos porque no podía más, en plan de escaparme de casa y volver a los dos
días. Pero de pronto acabó y me di cuenta de que tenía dos opciones. Quedarme en
París era repetir ese año durante cinco años hasta acabar la universidad. Y la otra,
lanzarme a la aventura e irme donde fuese. Estuve a punto de irme a Londres, eh. Pero
entonces vi las becas del gobierno para estudiar en Madrid y estar en la residencia
donde ahora vivo. Y como ya tenía el idioma, porque mi madre es española y me ha
hablado en español desde pequeñita, pues…
-­‐
Sí, ya me contaste. Tu madre se llama Azucena, a que sí.
-­‐
Jo tío, ¡que memoria! Te lo debí decir de pasada, ni me acuerdo.
Le miré a los ojos y le hablé con voz ronca, riéndome un poco:
-­‐
Si me acuerdo señorita, es porque me tiene usted totalmente, irremediablemente,
absolutamente conquistado. Y sus palabras son como…
-­‐
¡Qué tonto! Ven aquí.
Me besó en la boca en mitad de la frase y nos besamos durante un rato hasta que nos
quedamos dormidos. Debió pasar un rato, y recuerdo oír entre sueños la voz de Mardi
preguntándome si nos íbamos a la habitación. Nos levantamos del sofá abrazándonos y nos
arrastramos a la cama, y caímos flotando como dos plumas. Aquella mañana dormí como
nunca, y Mardi y yo nos despertamos a la vez. Me hizo una pedorreta en la tripa y cosquillas,
y yo le di un mordisco. Se fue al salón de un salto y puso ‘What’s Going On’ de Marvin Gaye.
“¿Te gusta?” “¡Me flipa!”, le respondí levantándome de la cama. “Pues yo no lo he escuchado
nunca. Está bien.” “¿Nunca? Pero si es el discazo máximo.” Llegué al salón y bailé con ella.
“Te invito a comer a un sitio guay. ¡Tenemos que celebrar todo esto!” “Vale, guapo.” Me
guiño un ojo y, con intención de volver a la habitación, reparó en las puertas correderas que
abrían el vestidor. Entramos y vimos toda la ropa, de hace años, de ahora, trajes, vestidos,
vaqueros, camisetas de grupos de música que no conocíamos, zapatos, corbatas y cinturones.
Boquiabiertos, empezamos a probarnos cosas. “Oh. Oh, vamos a juego a comer, por favor.”
“Años…¿sesenta?” “Si, si, si, ¡tú traje y yo vestido!” Me eché el pelo hacia atrás y ella se
hizo un recogido muy bonito en el pelo y así salimos a la calle, cogidos del brazo.
-­‐
Odio a la gente celosa, me dijo.
-­‐
Yo también, me parece que cuando se juntan con otro celoso hacen parejas miserables.
-­‐
Mi único novio en París era un celoso y un controlador. Era más mayor que yo y, claro,
me flipaba. Estaba enamoradísima de él y no quería hacer nada más que estar con él,
hasta que me di cuenta de lo que estaba haciendo conmigo.
-­‐
No me pegas en una relación de dominancia, ¡pero nada!
-­‐
Bueno, eso está unos años atrás ya. ¿Y tú qué?
-­‐
Yo he estado con un montón de chicas, pero siempre hay una que destaca entre las
demás, ¿no? Se llama María, y ahora no sé mucho de ella, pero espero que le vaya
bien.
-­‐
¿Amor de instituto, también?
-­‐
Claro. Son los mejores.
-­‐
Llegas a ellos sin más ejemplo que los romances de las películas y de las series de
televisión y…
-­‐
Todo es como…muy explosivo.
-­‐
Si.
-­‐
¿Cuál es tu beso de película favorito?
Me miró con cara de: “ésta no te la esperas”.
-­‐
‘The Godfather, Part Two’.
Me quedé pensativo, hasta que caí en que era el beso de Michael a Fredo y me reí.
-­‐
Muy buena. El mío es ‘A place in the Sun’.
Terminamos de comer y volvimos a la casa. Nos tomamos un té, nos pusimos nuestra ropa, y
descubrimos la biblioteca. Salimos de la casa cuando casi era de noche. Nos despedimos con
un beso y dijimos que nos veríamos pronto. La semana siguiente llamé a Mardi desde la casa.
Iba a decirle que había traído mis cosas, y que si quería pasarse a tomar algo, pero no me lo
cogió. Llamó al telefonillo, era ella. Subía con una maleta, una caja llena de cosas y un baúl
pequeño. Abrí la puerta y nos quedamos sonriéndonos, ella con sus cosas a cuestas y yo con
las mías en el suelo. Nos besamos. Era una locura, nos conocíamos de hacía unos cuantos
meses, pero nos daba igual. Así empezamos nuestra historia.
Mi prima Sofía y Alonso pasaron a formar parte de nuestros días de casualidad. Darío, Mardi
y yo estábamos tomando unas cerves por Tribunal un sábado por la mañana cuando vimos a
Alonso haciéndole fotos a Sofía, que posaba delante de una pared forrada de papel pintado.
“Vamos a hacerle un photobomb a estos hipsters, va”, dijo Mardi y, haciendo que paseábamos
distraídos, nos colocamos justo delante de Sofía cuando iban a hacer una foto y hicimos el
idiota. Alonso nos miró fijamente, y Sofía me dio un abrazo. “¿Cuánto hacía que no nos
veíamos Nico?” “Desde algún verano en Maguilla cuando éramos pequeños, ¿no?” “Que tío,
estás guapisimo. Tengo unas fotos en casa de nosotros dos jugando con un rollo de papel
higiénico que puedes flipar”. Sofía era tan enérgica y hablaba tan alto como yo recordaba. “¿A
ver qué tal ha salido la foto?”, le preguntó a Alonso. Le gustó tanto que nos preguntó si podía
subirla a su Instagram. Entonces Alonso cambió de cara y nos quedamos hablando un rato,
nos hicimos más fotos y nos fuimos juntos a tomar algo. El estudiaba Arquitectura y resultó
que era un fotógrafo estupendo, nos estuvo enseñando su página web y hacía unos retratos en
la naturaleza maravillosos, además de fotografiar ciudades desde las alturas de forma única. Y
se había juntado con Sofía, que era una adicta a Instagram donde tenía miles de seguidores y
promocionaba marcas de moda. En su tiempo libre, estudiaba Ingeniería Biomédica.
Recuerdo pensar que Alonso no hablaba mucho y que ella hablaba todo el rato. Subieron
nuestra foto y tuvo 600 “me gusta” en lo que tardamos en terminarnos una cerveza. Y así nos
hicimos amigos, cuando dos o tres semanas después Alonso nos invitó a una fiesta en su casa.
La verdad es que los únicos recuerdos que tengo de esa noche son una mezcla difusa similar a
la escena de la fiesta de los artistas en “Midnight Cowboy”. Creo que no he fumado más en
una misma noche en ninguna otra noche de mi vida, y también creo que no he escuchado más
música de Motown en una fiesta. Recuerdo un montón de arquitectos bailando aburridos bajo
una luz verde mientras nosotros dábamos saltos y nos volvíamos locos. Darío se ligó a una
chica guapísima que vestía genial y se despidió de nosotros con besos en la boca mientras
pedía un taxi en Hailo con ella. Mardi y yo volvimos a casa andando y no parábamos de
embestirnos contra los coches y los portales para besarnos y abrazarnos. Cuando llegamos al
ascensor ella tenía bajada la cremallera del vestido y yo veía bailar el lunar de su hombro
entre un campo de pecas. Yo tenía la bragueta bajada y la camisa desabrochada. Entramos en
casa y encendí la lámpara de pie del salón y nos miramos por un momento y nos
preguntamos, casi a la vez, que si poníamos PARTYNEXTDOOR. Me la chupó muy despacio
mientras sonaba ‘Persian Rugs’ y yo se lo comí deslizando mi lengua de abajo a arriba.
Cuando hicimos el amor, todo lo que nos rodeaba se desvanecía y solo quedábamos nosotros,
desnudos, sintiendo nuestros cuerpos como si fuesen el mismo. Esa noche debió durar como
las de tres días juntos, casi tanto como la del regreso de Odiseo a Ítaca, en la que Atenea
alarga las horas para que el héroe le cuente su viaje a Penélope.
Un día, Darío me acompañó a comprar tubos de óleo a una calle de Plaza Castilla y un coche
empezó a pitarnos y se detuvo en la acera a nuestro lado. El conductor bajó la ventanilla. Un
chico rubio, rapado y con los ojos verdes como un mar bravo se reía a carcajadas. “¡Diego!”
dijimos Darío y yo a la vez. Los tres éramos mejores amigos en el instituto. Hacía años que no
le veíamos, pero seguía exactamente igual. Le encantaba retar a la gente y nos dijo “No me
voy a bajar a daros un abrazo ni a preguntaros qué tal. Venid vosotros. Chozo Kindelán, en la
Pedriza, mañana o pasado. ¡Buena suerte!” Y arrancó entre risas.
“¿Qué cojones?”
“Pues eso tío, que le busquemos en el chozo Kinderlán en la Pedriza. ¿Qué haces este finde?
¿Vamos? ¡Puto Diego!”
“No, no, Kindelán, Kindelán. Tengo un exámen de Redes el lunes, pero venga sí. ¿Mardi se
apunta?”
“Se va esta tarde a Granada con Carlota, ¡creo que no! Este finde solo somos chicos.”
Así que al día siguiente estábamos Darío y yo en un autobús a la Pedriza con mochilas y botas
de montaña, con Kindelán como única referencia. Atravesamos el pueblo, subimos por los
caminos de roca y preguntamos a los montañeros: ninguno conocía el chozo. Recorrimos ‘La
Autopista’ de ida, vuelta, otra ida, nos subimos a rocas, abandonamos el camino, comimos,
recorrimos de nuevo el camino, llego el atardecer y la Pedriza se fue quedando en silencio.
Fue entonces cuando, en lo alto de un saliente en la roca, vimos humo. Subimos, casi a
oscuras, y cuando llegamos Diego cocinaba la cena en su camping gaz. Casi lloramos de
alegría. El interior del chozo estaba iluminado por una hoguera y bañado en la luz de la luna y
las estrellas.
“¡Pensaba que no ibais a venir!”
“Tío pero, ¿cómo íbamos a encontrar esto?”
“Bueno hombre, ahí estaba la gracia, en que estuviese un poco escondido, ¿no? Además el
premio para los campeones está casi listo: ¡spaghettis a la carbonara!”
Los spaghettis a la carbonara llevaban pollo en vez de bacon y no llevaban champiñones ni
cebolla, pero cenamos con ganas mientras nos reíamos contándole a Diego nuestras aventuras
para llegar hasta ahí.
-­‐
El puto Darío, macho. Que iba empanado mirando un árbol y se ha resbalado por un
barranco.
-­‐
Si, cabrón, y bien que has venido a ayudarme, ¡que sólo te partías la polla y me decías
que ya vendrías cuando se te pasase el ataque de risa!”
-­‐
¡Es que ha sido buenísimo!
-­‐
Si, la bomba…Ya verás cuando te caigas mañana, me voy a reír en tu cara.
-­‐
Tío, de verdad que no podía parar de reír.
Nos quedamos callados un rato, y entonces Diego nos contó cómo había descubierto ese sitio.
-­‐
Pues la verdad es que la primera vez que vine, flipé. Atentos a cómo encontré el sitio.
Inés, una amiga de mi uni, me contó que en su casa del pueblo habían derribado una
pared y habían encontrado un cuaderno con anotaciones de cómo llegar aquí. Y es que
uno de sus bisabuelos era un montañero super famoso, y él y su hermano pusieron
nombre a muchas de los sitios de la Pedriza. Y para sus excursiones, construyeron este
chozo, para poder pasar las noches. Y lo llamaron Kindelán, porque eran los hermanos
Kindelán. ¿No recordáis haber visto una piedra con forma de calavera en el camino?
-­‐
Que va tío.
-­‐
No.
-­‐
Pues esa es la marca que te lleva hasta aquí arriba.
-­‐
Bua, que flipe. ¡Es como encontrar un tesoro!
-­‐
Igual tío. Ya os digo que la primera vez que vine fue otro rollo, Inés y yo, intentando
descifrar el mapa que había dibujado su bisabuelo.
Avivamos el fuego con un par de leños. Nos contó que después del instituto había dejado el
grupo de punk en el que estaba, ‘Garrapatas en el Bacon’, y que había formado un grupo de
versiones en español con sus amigos de la universidad. Se llamaban ‘Reina’ y nunca habían
tocado de forma oficial, solo en botellones y fiestas en la calle, sin que nadie se lo pidiese y
sin pedir permiso. Nos partíamos de risa. Nos dijo que estaba viviendo prácticamente solo, en
su casa de siempre, en Canal. Sus padres pasaban todo el tiempo en el pueblo, y sus hermanos
eran muy mayores y tenían sus familias. Darío y yo nos miramos con la misma idea en la
mente.
Al día siguiente nos bañamos en una poza que había cerca del chozo. Yo fui el primero en
entrar al agua, porque Diego y Darío me tiraron cuando yo no miraba. El agua estaba
congelada, pero ellos entraron también. Nos secamos al sol y Diego nos propuso caminar
durante el día y volver por la tarde, y así lo hicimos. Le contamos todo lo que había pasado.
Darío y Ana, yo y Mardi, la casa, la universidad, el teatro, y también hablamos de España.
Volvimos a Madrid en el autobús. Darío y Diego se durmieron y yo preferí ver el atardecer.
Pasamos por delante del retrato que había pintado hacía unos meses y sonreí porque me
gustaba como había quedado. Mardi y yo no habíamos hablado en el fin de semana y me
encantaba que eso pasase, porque cada uno habíamos vivido un fin de semana distinto y ahora
nos contaríamos aventuras.
Le dijimos a Diego que viniese a cenar. Cuando llegamos a casa, Alonso y Sofía estaban allí.
Mardi, Carlota y ellos se habían encontrado en Granada y Mardi les había pedido venirse a
casa unos días. Diego también vino para unos días, pero todos acabaron quedándose a vivir.
El caos inicial de vivir todos juntos fue lentamente convirtiéndose en el orden. El juego era
‘Super Smash Bros.’, y la consola, Nintendo Gamecube. Diego la había encontrado en un
cajón hacía unas semanas y no podíamos creerlo. Todos nacimos en 1993, y nuestros
recuerdos de la infancia en los primeros años de la década de los 2000 guardaban un lugar
privilegiado para la consola. En la pizarra de la cocina donde Diego, Darío y Alonso solían
discutir fórmulas cuando se ponían en modo freak mientras en el salón las chicas y yo
veíamos desfiles en el proyector del salón, dibujamos el implacable campeonato de los
quehaceres de la casa. Quien perdía, limpiaba. Quien perdía pero también ganaba alguna
partida, iba a la compra. Quien ganaba, se encargaba de las plantas y de cocinar. Y quien
ganaba todas las partidas, se encargaba de continuar el inventario interminable que hacíamos
de la biblioteca. Un día a la semana celebrábamos el campeonato y los resultados eran válidos
hasta el mismo día de la semana siguiente. Y así, vino el orden. La casa estaba más bonita que
nunca. Y nosotros éramos felices recordando las historias de Link, la princesa Zelda, y el
resplandeciente color dorado de la Trifuerza.
Carlota llamó a Mardi una tarde y le dijo que estaba todo preparado para rodar la película de
su colección. Ella iba a ser una de las protagonistas y estaba muy ilusionada. Fuimos todos al
rodaje, en el Hotel Emperador en Gran Vía. La habitación era blanca, con muebles estilo
Versailles y botellas de champán por todos lados. Había gente metiéndose coca, un DJ que
pinchaba en el balcón, besos, camisetas por el suelo, confetti volando, relleno de almohadas
que salía despedido y dos cámaras que lo grababan todo. Mardi bailaba, se subía a la cama a
saltar, se enrollaba en las cortinas y se subía a mis hombros.
No mucho después, nos despertamos una mañana y Diego preparaba el desayuno. Sofía y
Alonso se besaban sin parar, mirándose intensamente. Darío se despertó cuando estábamos
casi acabando de desayunar mientras hablábamos de celos, sexo y relaciones.
-­‐
No puedo entender como seguimos sintiendo celos.
-­‐
Es un sentimiento muy humano.
-­‐
¿Tú crees? Yo creo que es un sentimiento aprendido. El ser humano, por naturaleza, no
es celoso.
-­‐
No, no no. No es celoso, pero es posesivo, es territorial.
-­‐
Porque automáticamente aceptamos que el sexo es algo íntimo y que hay que ocultar,
se prohíbe a los demás que miren al esconderse debajo de las sábanas, dijo Mardi.
-­‐
¿Os imagináis follar en público?
La conversación se alargó y Sofía y Alonso se fueron a la habitación. Cerraron la puerta, pero
Sofía la volvió a abrir mientras se quitaba el sujetador. Nos miró y nos hizo señas para que
fuésemos. Darío y Diego se levantaron y se acercaron a la puerta. Mardi me miró. Yo no creía
lo que estaba pasando, pero me levanté de un salto con el corazón dando saltos.
Me acerqué a la puerta de la habitación y entramos. Nos sentamos alrededor de la cama,
donde Sofía y Alonso se estaban tocando mutuamente. Él se tumbó y ella se puso encima.
Pensé en si era raro estar viendo a mi prima hacer el amor, pero la idea se desvaneció pronto
de mi cabeza. Compartían con nosotros algo que no se suele compartir. Nos regalaron una
ventana por la que asomarnos a ver sus movimientos, sus gestos, sus susurros, sus gemidos,
sus miradas y a sentir sus olores. Cuando terminaron, nos invadió un sentimiento de euforia.
Abracé a Sofía, aún desnuda, y le di un suave beso en los labios. Les dimos las gracias por
habernos enseñado algo así de maravilloso.
A Mardi le encantaba cantar. En aquellos meses produjo un par de canciones y las subió a
SoundCloud poniéndose como nombre “Várje”. En una de ellas sampleaba la canción de
inicio de ‘Punky Brewster’ y la mezclaba con una base hip hop sobre la que cantaba. En la
otra, la base era una melodía que había compuesto con el sintetizador y a la que había añadido
un ritmo. Era música electrónica muy elegante. La verdad es que eran dos temazos. Tuvieron
un montón de “me gusta” y al final acabaron apareciendo en un par de blogs que seguía un
montón de gente, y lo grande vino cuando Incalling recomendó el proyecto de Mardi. El
estudio donde pintábamos tenía la acústica perfecta para grabar. La eché un cable con las
mezclas y el montaje y subió tres canciones más. Llamó a su primer EP “Boticelli”, porque
era su artista favorito.
En aquel momento, también descubrí un secreto que Mardi tenía bien guardado. Un sábado
me desperté en mitad de la noche y ella no estaba a mi lado en la cama. La luz del vestidor
estaba encendida y la encontré bailando una coreografía con los cascos puestos en frente del
espejo. La música estaba muy alta y reconocí que la letra era coreana. Mardi dio una vuelta
sobre sí misma y se quedó parada en una pose, sonriendo. Me había quedado detrás del
umbral y entré haciendo que aplaudía, sin hacer ruido. Ella se quitó los cascos de inmediato y
se puso roja y me preguntó, susurrándome al oído, que cuanto llevaba allí. “He venido justo
para el final”, le respondí. “¿Te gusta?”, me preguntó, aún roja. Me quedé mirándola por un
momento, sonreí y le pregunté de vuelta, “¿Me enseñas?”. Fui a buscar mi móvil y me puse
los cascos como ella. Busqué la canción que me dijo. ‘Good Bye Bye’ de NU’EST. Nos
sincronizamos y la pusimos a la vez. Me quitó un casco y dijo brevemente, “tu solo sígueme,
¿vale?”. Frente al espejo, ella comenzó a bailar y yo la seguí, torpemente al principio y poco a
poco nos coordinamos. Bailamos la misma coreografía una y otra vez durante un buen rato y
al final conseguimos ejecutarla a la par de forma perfecta en el silencio de la casa. Le hablé a
Mardi de un capítulo de ‘Evangelion’ en el que los protagonistas tenían que sincronizarse y lo
conseguían bailando. Nos sentamos en el suelo y Mardi me dio un beso y se fue a la cocina a
por dos vasos de agua. Bridamos. “Esto es lo que solía hacer con mi hermana pequeña cuando
no podíamos dormir, le encanta el k-pop y me lo acabó pegando”.
-­‐
No sabía que tenías una hermana.
-­‐
Sí.
-­‐
Nunca me habías hablado de ello.
-­‐
Ya. Dio un trago largo al vaso de agua.
-­‐
Y…¿cuántos años tiene?
-­‐
Pues…ahora tiene 17.
-­‐
La echas de menos, ¿no?
-­‐
La verdad es que sí. La abandoné un poco viniendo aquí. Pero ella se lleva un poco
mejor con mis padres, creo.
-­‐
¿Pero habláis a veces?
-­‐
Nos escribíamos cartas el año pasado, pero ya no tantas.
-­‐
¿Por qué no la invitas a venir aquí?
-­‐
No se tío, mis padres no la van a dejar.
-­‐
¡Escríbela una carta con un billete de avión! Si es como tú, sabrá hacer la pirula y
venir sin que se enteren.
-­‐
Que va, es muy inocente…solía decirme que siempre estaba buscando noticias de
actrices españolas y fiestas del cine de aquí a ver si me veía.
Sonreí.
-­‐
Venga, tienes razón, mañana escribimos esa carta. Espero que hayas disfrutado de la
clase de baile, soy la mejor profe, ¿o no?
-­‐
Eres la mejor, pelirroja. Pero la próxima vez bailamos algo menos pegadizo, que ahora
tengo la letra en la cabeza sin parar.
-­‐
Claro, como hablas coreano fluído la entiendes entera.
Nos fuimos a la habitación. Dije un par de palabras al azar con acento asiático y Mardi se rió.
Empecé a cantar en bajito el estribillo de la canción, que estaba en inglés, ella me siguió y
bailó un poco estando tumbada y poco después nos quedamos dormidos.
Poco después vino otro descubrimiento, pero esta vez fue uno que me hizo recordar los
muchos momentos que había pasado con Sofía en el pueblo, cuando éramos pequeños y
éramos los mejores amigos. Hacía frío y pensé en lo idiota que era por no haberme fijado
antes, cuando descubrí lo que le pasaba. Todos los días que comíamos juntos, al poco tiempo
de terminar, iba al baño. Decía que era la parte de la casa donde mejor entraba la luz después
de comer, y era su sitio favorito para su selfie diaria. Todos los días, una selfie. Un día oí un
eructo, muy bajito, y pensé que vendría de la cocina. Lo hacía de forma muy silenciosa. Me
acerqué al baño y toqué dos veces la puerta. “¡Pasa!” La tapa del váter estaba bajada. “¿Qué
tal así?”. La cámara estaba colocada en el trípode, el roundflash encendido, y Sofía
moviéndose el pelo y sonriendo a los disparos. “Eres la más in, tía. Guapísima”. Al día
siguiente no oí nada, salvo la cadena del retrete. Cuando oí el choque de la tapa, entré al baño.
Sofía estaba vomitando, y el disparador de la cámara haciendo fotos a la pared, una tras otra
en ráfaga. Cerré la puerta y corrí a sujetarle el pelo. Tiró de la cadena y se limpió la cara, y
empezó a maquillarse. “Estoy super revuelta, tío. Ayer cené una pizza en un sitio nefasto y
esto es lo que pasa. Si no es la tuya, no vale. Lo he aprendido ya”. Me quedé mirándola y le
pregunté si estaba bien. “Estupendamente. ¿Estoy guapa?” Había terminado de pintarse los
labios de color nude. Apagué el flash y la cámara, que seguía disparando. Me apoyé en la
ventana. “Siéntate, anda.” Lo hizo, en la tapa del váter, y me miró con una cara que mezclaba
miedo, angustia, vergüenza y rabia y que me rompió un poco por dentro. Nos quedamos
callados, yo la miraba, a ella se le escapaban un par de lágrimas. No sabía qué hacer, ni que
decir, así que la abracé y le dije que la queríamos mucho y que ojalá ella se quisiera igual. La
gente más guapa a veces es la más insegura, ¿y por qué iba a ser de otra manera? Las
películas dicen que los guapos triunfan, los guapos, esos seres que no sienten ni padecen y
para los que la vida está resuelta. Nadie espera encontrarse algo triste o malo dentro de
alguien que parece perfecto. Pero lo cierto es que las personas guapas son las más solas.
Un día de mayo, soleado y caluroso como el verano, las chicas se debatían entre el salón y la
azotea.
“Tía, con el sol que hay me quemo la piel en un minuto. Puto color leche, joder”
“Va Mardi, que se está super fresquito arriba, tía.”
“Chicas, seguro que hay alguna sombrilla o un toldo por aquí.” Diego buscó en los cajones
superiores del vestidor pero lo único que encontró fueron alfombras enrolladas y pensó en
utilizarlas como suelo.
“Tío, Diego, ¡puto genio! Esto lo ponemos en el suelo con unos cojines y nos montamos todo
el lounge.”
“¡Y si ponemos unas sábanas ya tenemos nuestra tienda árabe!” Mardi salió corriendo al
pasillo que llevaba a las habitaciones y sacó de un cajón unas sábanas amarillas.
Subimos a la azotea y construimos nuestro palacio en las alturas bajo el sol. Hacía calor y la
luz era sublime, inundándolo todo con el blanco y el contraste de las sombras. Desenrollamos
las alfombras, subimos cojines y colocamos las sábanas a modo de techo, y todo se volvió de
color amarillo. Mardi subió una shisha y un poco de hierba recién secada que mezcló entre el
sabor del tabaco de mango. Habíamos construido un santuario donde no entraba el calor, solo
una brisa en un soplido suave y frío. Nos fuimos quitando la ropa y quedamos al desnudo,
todos juntos, como una familia. Sin pudor y sin miedo, como estando en casa de niño.
Flipábamos con nuestra tienda de campaña y nos reíamos y nos revolcábamos en los cojines.
Nos pusimos a cantar canciones que improvisábamos en ese momento. Fumamos más. Mardi
y yo bajamos a casa, totalmente desnudos, a por el cesto de frutas para la merienda y ni nos
acordamos de los vecinos. Finalmente dormimos una siesta larga, que llegó al anochecer.
Desmontamos el techo de sábanas y nos cubrimos con ellas, y observamos las luces de
Madrid en el horizonte, las estrellas de verano, y las historias que los antiguos escribieron en
las constelaciones. Veíamos brillar las alas de la Estación Espacial Internacional y mirábamos
a la bóveda espacial y flotábamos en la inmensidad del Universo.
Éramos parte de una generación acostumbrada a encerrarse en la habitación enfrente de la
pantalla del ordenador, que pensaba que no salir de casa y despedirse del mundo como el
aristócrata Des Esseintes de ‘A Contrapelo’ era un modo de vida perfectamente aceptable, y
así vivíamos nosotros. En el mundo real, el sistema financiero mundial había colapsado e
intentaba arrastrar a todas las personas que pudiese al abismo. En España eso significaba que
el gobierno, traicionando sus principios socialistas, nos había quitado todo lo que no nos
debería haber prometido y había dejado paso a una oscura camarilla que asustaba con no
devolvérnoslo jamás. Zapatero y Rajoy significaban el fin de la política en nuestro país, eran
dos bebés hambrientos y aburridos como los de ‘Spanish God Bicolor’ de Mr. Trazo.
Ancianos que perdían sus ahorros de toda una vida a manos de banqueros con sangre fría,
padres que no podían pagar la educación de sus hijos, e hijos que jamás encontrarían un
trabajo. El miedo. En una acera de la calle había manifestaciones, policía encocada convertida
en bestia de carga abusando de su puesto y ejerciendo una desmesurada brutalidad policial, en
la otra, gente fabricada en serie apilándose en los gimnasios y en las discotecas, en los cines
vendidos a Hollywood y en las tiendas que repetían con voz angelical “se uno más”.
Hacíamos lo que nos hacía ser nosotros: hacíamos teatro, leíamos, veíamos películas y series,
escuchábamos la música que se hacía hoy y la que escuchaban nuestros padres, jugábamos a
videojuegos, tocábamos instrumentos y, sobre todo, hablábamos de quiénes éramos y cómo
era nuestra generación. Nosotros observábamos desde lo alto, recluidos en nuestro palacio, la
ciudad en llamas. Y a pesar de ello, aunque encontrásemos que lo ideal era vivir en nuestra
torre de marfil configurable donde podíamos ser quien realmente quisiéramos, exponiéndonos
al mínimo a la estética de lo feo que reinaba en el mundo exterior, un día decidimos hacer un
viaje.
“¿París?” Un silencio reinó en el salón y Mardi, mientras leía una revista en el ordenador, dijo
sin levantar la mirada y eliminando de repente el leve acento francés que la acompañaba: “No
me jodáis, ¿eh?”. Lo dijo de forma muy graciosa, y nos reímos todos.
“Vámonos a Vietnam, ¡que siempre os lo estoy diciendo!” “Si hombre, macho. ¿Y la pasta?”
“¿Por qué a una ciudad? Hay que ir a la montaña, chicos. Vámonos a Pirineos, o al sur…”
“¿Y Londres?”
“¡Estocolmo!”
“Deberíamos ahorrar e irnos a Las Vegas, qué coño.” “¡Vámonos a Las Vegas!”
“No, no, Diego tiene razón. ¡Al norte chicos! Desde Madrid hasta San Sebastián, y lo que nos
encontremos por el camino.” “Venga.” “¡Vale!” “¡Vamos!”
Cerca de la antigua casa de mis padres había un taller de coches que Ricardo, uno de los
mejores amigos de mi madre, había abierto en los setenta. Antes del fin de la dictadura se
dedicaban a hacer contrabando de piezas de furgoneta Volkswagen para montarlas aquí y
poder venderlas sin tener licencia. En su garaje tenían unas cuantas y cuando le pregunté si
podía alquilar una furgoneta para un par de semanas me preguntó para qué la quería, y yo le
conté la aventura que planeábamos y me dijo, mientras le hinchaba las ruedas a una de color
verde pistacho: “Vas a usar esta furgoneta justo como la usaría yo si tuviese tu edad. Llévatela
y a la vuelta me contáis vuestro viaje.” Era un hombre que vivía añorando sus tiempos de
juventud y no le importó el dinero, prefería recordar sus historias a través de las mías.
Conduje hasta casa y paré en el portal, y pité para que saliesen al balcón. Mardi hacía la
comida y olía a pisto, aunque ella lo llamase ratatouille. Todos aplaudieron y gritaron
mientras sonaba ‘Does Your Mother Know’ de Abba, de un disco que había encontrado en la
guantera. Diego me lanzó una cerveza y brindamos, y me fui a aparcar a dos calles de la
nuestra.
Salimos esa misma tarde y era de noche cuando estábamos a punto de llegar a Roncesvalles.
De repente, la luz de la furgoneta se apagó y se hizo la oscuridad en la carretera. Las siluetas
negras de los árboles solo dejaban espacio para las estrellas. Yo conducía y mi reacción fue
frenar en seco, pero Diego, que iba de copiloto, agarró el volante y me dijo que continuase.
“Fui por esta carretera con los Scouts hace un par de años. Aún no se me ha olvidado cómo
era.” Yo estaba asustadísimo, pero le hice caso y pisé el acelerador. El resto iban dormidos.
Condujimos en la oscuridad, tomando las curvas casi a la perfección. Nos chocamos
levemente un par de veces contra el límite de la carretera. Pasaban las siluetas de los árboles
hasta que la luna iluminó levemente el camino. Arriba, en la montaña, veíamos las luces.
Llegamos al puerto y aparcamos detrás de una casa. La iglesia y las hiedras de las piedras
tenían un color pálido que vibraba con el viento, iluminados por la luna. Esa noche dormimos
en la furgoneta, y Diego y yo aún estábamos temblando de miedo y sabiendo que habíamos
estado cerca de morir.
Comenzamos nuestro camino y escribimos una lista con las calamidades que nos iban
pasando. Llegamos a la frontera con Francia, paramos por el camino para hacer fotos, gritar
en la montaña, subir caminos en la lluvia acompañados de cabras y vacas, perdernos mil
veces, subirnos a los árboles, emborracharnos por la noche, hacer hogueras, cocinar en el
camping gas y que nos pareciese la comida más rica del mundo, pasar por pueblos rurales
celebrando fiestas en honor al vino, encontrarnos con antiguos lavaderos de ropa a los que las
ancianas seguían acudiendo a reunirse, disfrutar del sol de media tarde, el sol al amanecer, el
sol a punto de esconderse entre las montañas. Nos reímos, algún día también lloramos y una
noche llegamos a nuestro destino: a Cabo Higuer.
A la mañana siguiente, los árboles estaban inundados de la luz rosa del amanecer, aún
temprano. Diego no estaba. Esa noche había llovido y el suelo estaba húmedo y el ambiente
era frío. Caminé hasta el cabo y vi a alguien mirando al mar desde lo alto del peñón. Supe que
la marea estaba a punto de subir y no lo pensé. Me deslicé por las ramas de un árbol y agarré
una soga que pendía de una roca, y salté a una pequeña laguna que el agua había comenzado a
formar. Salté de piedra en piedra y trepé al peñón, donde Diego estaba sentado. Todo era de
color naranja, como una fotografía quemada, y de las olas que crecían salía el sol.
“¿Tu sabes cómo se forman las olas, Nico?” Le respondí que creía que era debido a las
mareas. “Imagínate una tormenta, lejos de aquí, en lo alto del mar. Las gotas de la lluvia
cayendo con violencia, el viento golpeando al mar, los truenos sonando. Todo eso mueve el
mar, hace que las olas nazcan. Y vienen hacia aquí. Inician un camino, lo siguen, y todo eso
termina justo aquí. Cada vez que una ola te rompe en los pies cuando estás en la orilla, se está
despidiendo de ti, y cada vez que surfeas una ola, estás cogiendo esa energía, toda esa fuerza
de un camino, para despedirte de ella.” Hablaba despacio, haciendo pausas entre cada frase
para mirar al mar, señalando, y mirándome. Nos levantamos y me pasó un brazo por el
hombro. “Dime si no te sientes un rey en este pequeño trozo de tierra en lo alto.”
Empezó una tormenta. Y a subir la marea. Y cuando quisimos darnos cuenta, estábamos en un
trozo de roca que las olas parecían querer arrancar. Diego me dijo que iba a ser difícil volver,
pero quedarnos en la roca no era una opción. En cuanto nos metimos al agua la corriente nos
hizo chocar contra una piedra en el fondo. Creí que me había roto el pie. Diego era uno con la
naturaleza. Se subía a los árboles como una ardilla, corría por el campo como un tigre, y se
movía entre las rocas como un cangrejo, pero yo no paraba de chocarme contra las rocas,
afiladas como lanzas. Me agarré a un saliente y me corté la mano, pero de no haberlo hecho la
corriente me hubiese arrastrado hacia una pared de roca. El mar cambia de aliado a enemigo
sin que te des cuenta.
-­‐
¡Diego!
-­‐
¡Vamos, Nico, sigue!
-­‐
No puedo seguir.
-­‐
¡Claro que puedes seguir!
El estaba agarrado a una raíz, esperando poder saltar a la soga por la que había descendido.
-­‐
No, no, no puedo.
-­‐
¡Aguanta que voy!
-­‐
No, no, ¡no vengas!
Salté a la corriente y nadé todo lo fuerte que pude y Diego me dio su mano para evitar que me
chocase contra la pared. Me agarré. Saltó a la soga y después salté yo. Lo conseguimos. Nos
dimos un abrazo y creo que nunca fuimos tan amigos como hasta ese momento y aunque
estábamos sonriendo teníamos lágrimas en los ojos. Es uno de los mejores recuerdos que
tengo de aquel viaje lleno de aventuras, y el mejor recuerdo que tengo con Diego.
Una noche, terminamos la novela. Llevábamos desde después de comer intentando encontrar
cómo escribir el gran final en el que los personajes conseguían destruir la pirámide y la ciudad
de los artistas a costa de sus vidas. Era una gran tragedia que habíamos empezado Mardi y yo
y había acabado siendo parte de todos. Estábamos muy emocionados y Mardi dijo que se
sentía muy orgullosa de que hubiésemos contribuido a la biblioteca de la casa, y entonces
decidimos ir un paso más allá cuando ella propuso convertirla en una obra de teatro y
representarla. Y nos pusimos manos a la obra. Decidimos que Alonso dirigiese, que ya había
dirigido Bodas de Sangre el año pasado en su grupo de teatro. Mardi y yo creamos la
escenografía: el bosque del que Várje escapa, la pirámide de la ciudad y la casa de Mardi.
Diego haría de rey y Paula, una amiga de Sofía, de reina. Vinieron Claude y Chloé para hacer
de los Modeo, dos hermanos escultores, y al final todos los amigos de la escuela de Mardi se
apuntaron para hacer de músicos, pintores, escultores y poetas. Darío era el gran poeta Caulo
y Alonso y Sofía los Saifo. En dos semanas convertimos el salón de casa en un teatro
clandestino y tras un mes de ensayo intenso, llegó el día del estreno. Recuerdo que nos
levantamos todos casi a la vez, desayunamos fuerte, descubrimos un remix de Kygo de ‘I See
Fire’, de Ed Sheeran, y la pusimos en bucle durante todo el día. Y cuando llegó la gente, llegó
mucha más de la que esperábamos. Mucha más. Me asomé al balcón y vi en nuestra puerta a
unas cincuenta personas esperando. Vino el resto y también se asomaron, sin que el público
supiera que les veíamos. “Vamos a hacerlo”, dijo Mardi. Y lo hicimos.
Que aburrido es Madrid. O eso creía yo. Con su fachada barroca, la modernidad nunca llegará
a esta ciudad. En un Siglo de Oro permanente, en la constante nostalgia por la Movida
Madrileña…siempre recordando viejas fotos, viejos cuadros e intentando adivinar un punto en
el que reconocerse en sus padres y en sus antepasados. Y para los millones de turistas que
visitan Madrid cada año, nada cambia. Madrid es atemporal, está fuera del mundo. Y en algún
punto entre esa cáscara y su interior vacío, descubrimos entre todos una ciudad nueva.
Representábamos todas las semanas y siempre había una fiesta a la que ir. Después de la obra,
nos tomábamos unas copas, a veces se quedaba alguien del público, y casi siempre algún
periodista aprovechaba para entrevistarnos. Alonso hacía fotos y vídeos. Tecleábamos a toda
velocidad en nuestros móviles y nos lanzábamos a la noche. A las azoteas privadas de la calle
Ortega y Gasset pagadas por gordos empresarios cocainómanos era donde Carlota nos llevaba
a emborracharnos gratis para después continuar la noche, y siempre conseguía que
entrásemos, casi siempre con representaciones teatrales impecables. Un casino, una fiesta en
una casa con un concierto de algún grupo madrileño, garitos ocultos, subterráneos, fiestas en
galerías de arte, fiestas en coches, fiestas en casas abandonadas, raves en túneles o en
bosques…siempre bebíamos gratis, de una manera u otra. Las grandes marcas promocionaban
sus productos en eventos, a los que asistir suponía una especie de aumento absurdo en tu
prestigio social. Íbamos y nos reíamos de la gente y sus poses de VIP y nos hacíamos fotos
con ellos mientras brindábamos a costa de todas las marcas de cerveza y de moda, y
robábamos todo lo que podíamos robar, desde botellas de alcohol a zapatillas y camisetas y
hasta el papel higiénico de los servicios. Y seguían invitándonos a sus eventos y nosotros
reíamos y robábamos y bebíamos más. Alonso Chocrón, de Incalling, organizaba los mejores
conciertos y no nos perdíamos ni uno. Asistía la única gente guay de la ciudad, la gente que
hacía cosas como nosotros. Teatro, cine, música, arte, moda o literatura, que se preocupaba de
que todo siguiera en marcha, y de que la nuestra no fuese una generación pérdida. De que los
que no tenían ni puta idea de nada no pudieran llamarnos ‘ninis’. De que tuviésemos un
impacto, más allá de las manifestaciones. Más allá de la política. Más allá de ser una pieza
más de la burocracia. Nosotros creábamos cosas que hacían que el mundo fuese un lugar
diferente y los manifestantes se quejaban de que el mundo no fuese de otra manera.
Madrid puede ser aburrido, pero a cambio es ruidoso, soleado, lleno de gente simpática y
guapa, se come genial, no se pasa frío y las noches son bonitas. No está tan mal. Una tarde en
la que estaba descansando de nuestro ensayo de la obra y pensaba en Madrid, llamaron al
telefonillo.
“¿Señor Várje?, somos Adriana, Miki, Lucas, Sara, Edu y Marina, ¿se acuerda de nosotros?”
Era una voz femenina y musical, como una trompeta. Tapé el micrófono del portero
automático y pregunté, nervioso, “¡Chicos! Abajo hay peña que pregunta por el señor Várje,
¡¿qué hago?!” “¡Seguro que son de su familia, que nos vienen a echar!” “Que no, ¡han
preguntado si se acuerda de ellos!” “Va tío, ¡diles que suban y nos tomamos unas beers y les
contamos!”
Pulsé el botón y abrí la puerta de la calle y les dije que subieran. Diego, Darío, Carlota,
Alonso, Sofía, Mardi y yo esperamos en el recibidor y sonó el timbre de la puerta. Todos me
animaron a abrirla, y así lo hice. Eran un grupo de chicos y chicas de nuestra edad, y por un
momento, nos quedamos mirando en silencio, como contemplando nuestra imagen en el
espejo mientras sonaba The Strokes en el salón.
Pasamos la tarde tomando unos gin & tonic con ellos. Miki había traído una ginebra G’Vine y
nos contó que era fotógrafo y que le flipaba el cine, y que había sido director de fotografía de
un par de películas y cortos. Adriana me cayó bien desde el primer momento, era una tía
graciosísima a la que le encantaba jugar a descontextualizar las cosas que decía para hacer
reír. Y se reía mucho de sí misma. Había estudiado Derecho pero lo que en realidad le gustaba
era la novela hispanoamericana, nos dijo que leía una por semana. Y también que tenía tres
novelas publicadas y un poemario. Sara era una apasionada del arte y se quedó mirando ‘Ojos
sobre la mesa’ durante mucho rato, y después fue a ver la ‘Salomé’. También estaba un poco
loca, y llevaba la pistola de su abuelo en el bolso, porque así “se sentía como la puta ama”.
Por suerte estaba descargada. Edu patinaba y montaba en bmx. Tenía un peinado muy
elegante y llevaba una parca que le hacía parecer un mod sesentero, y en cuanto entró al salón
no paró de curiosear todo lo que veía. Lucas y Marina no hablaron mucho aquella tarde, pero
más adelante nos contaron que él era arquitecto y ella psicóloga, y formaban un dúo de
música instrumental que se llamaba ‘martini & magic’.
-­‐
Veníamos a hacerle una visita al señor Várje, que nos solía acoger hace unos años.
-­‐
Ahora que estamos todos juntos otra vez, que Adri ha vuelto de Argentina.
-­‐
Aquí a la amiga le molan las pijas argentinas sobre cualquier otra cosa. Se rieron, y
Adriana le pegó una torta a Edu.
-­‐
¿Y cómo conocisteis al señor Várje?, preguntó Sofía.
-­‐
En una presentación de una peli en la que yo dirigía la fotografía. Se acercó a mí para
felicitarme, me dijo que le había encantado, y estuvimos hablando un rato con él. Nos
invitó aquí y durante un tiempo vinimos unas cuantas veces, pero este año pasado
hemos estado un poco dispersos y dejamos de venir. ¿Y vosotros? ¿Vivís ahora aquí?
-­‐
Un golpe de suerte, ¿no?, me preguntó Mardi.
-­‐
Más bien tu arte con la magia, pelirroja.
-­‐
Nos colamos en este edificio porque, bueno, yo hago eso a veces, colarme en las casas
de la gente para entrar en sus azoteas, es que me encantan.
-­‐
Le gustan las azoteas más que Harry Potter, y es la persona más freak que existe.
-­‐
No, más que Harry no, ¡eh!
-­‐
Y cuando nos íbamos de la azotea, el señor Várje abrió la puerta.
Les contamos la historia completa y subimos a la azotea. Cuando ya empezábamos a ir
borrachos, Miki dijo que fuésemos a un sitio en el que pinchaban electro swing y Mardi
empezó a gritar de la emoción. Se llevó a las chicas al vestidor y salieron disfrazadas de los
años veinte, como si fuesen a una fiesta de Gatsby. El sitio era increíble. Accedimos a él a
través de la puerta trasera de una carnicería y bajamos al sótano. En la barra te hacían jugar a
la ficción de que había una durísima ley seca en el país. La gente bailaba frenéticamente. Las
chicas se subían el vestido y corrían entre la gente. En algún momento de la noche le pedí el
teléfono a Miki y a Adriana y una hora más tarde les perdimos. “¡Sois geniales!” “¡Me alegro
mucho de que hayáis venido a casa hoy!” “Tío, Miki, ¡ha sido la mejor idea! ¡Esta gente es la
bomba!” Salimos de la discoteca, no mucho después, y nos los encontramos sentados en la
marquesina de una parada de autobús, gritando y bailando. Les dijimos que se viniesen a casa
a dormir. Estaban borrachos, felices y muy despiertos. Cuando llegamos se tiraron al sofá y
Adriana y Sara empezaron a quitarse la ropa. Darío, Diego, Alonso y Sofía se habían ido
directos a sus habitaciones, gruñendo o insultándose, y Mardi y yo fuimos a la cocina a por un
vaso de agua y acabamos haciendo el amor. Cuando volvimos al salón, Miki, Adriana y Sara,
completamente desnudos y abrazados, se besaban mientras se quedaban dormidos y Edu y
Lucas hablaban tumbados en un colchón en el suelo que saqué de la habitación.
A la mañana siguiente nos reímos en la comida recordando la noche. Darío no se despertaba.
Entramos en su habitación y vimos que dormía como un tronco. “Tu, Nico, vamos a pintarle
un smoking”, me dijo Diego entre susurros. Me reí en silencio y fui a por unos rotuladores.
Dejamos en calzoncillos a Darío y pintamos su cuerpo para que pareciese que llevaba un traje
de smoking, y él ni se enteró. Se despertó por la tarde cuando pasábamos la resaca viendo
‘Mujeres al borde de un ataque de nervios’. “Buenos días”, dijo con voz adormilada, y se
sentó en el sofá con nosotros. Nos miramos entre nosotros. No se daba cuenta, y empezamos a
partirnos de risa. Tardó un buen rato en mirarse. “Tú, que cabrones sois”, dijo cuando por fin
notó algo raro, sin levantarse del sofá. “¿No te lo vas a quitar?” “Luego si eso”. Nos reímos
aun más y Mardi gritó “¡Bukkakke!” y nos tiramos sobre él.
Después de la comida, Sofía se tomó un té conmigo. Cada uno estaba haciendo sus cosas:
Mardi se pintaba las uñas, Darío jugaba al ordenador, Diego leía. Desde hacía un tiempo,
Sofía había dejado de hacerse selfies todos los días y en vez de eso nos tomábamos un té. La
había ayudado a dejar de vomitar durante todo el año, y por fin un día me dijo que ya no lo
hacía más. Y no me mentía. Ahora simplemente comía muy poco. Nadie más sabía que había
sido bulímica, pero Mardi se había dado cuenta de que había empezado a comer cada vez
menos y un día le conté todo, a pesar de que Sofía me pidió por favor que no se lo dijese a
nadie, y mucho menos a Alonso, por supuesto. Mardi me dijo que podíamos probar a hacerle
infusiones de marihuana, de alguna variedad que animase el apetito. Sofía no fumaba, así que
una tarde preparamos la infusión y todos nos bebimos una taza. Nos reímos, inventamos
locuras, escuchamos música, cantamos muy alto, pero muy alto, y en un momento vimos a
Sofía levantarse, ir a la cocina y volver con un paquete de galletas que se comió entero.
Estaba feliz. Se había olvidado del sentimiento de culpa por comer, simplemente era una
chica con hambre comiendo. Mardi y yo empezamos a hacerle cosquillas al rato y ella se reía.
Le dijimos cosas bonitas y se sentía bien. Cuando descubrí que lo que realmente le gustaba a
Sofía eran mis pizzas, hacía una casi todos los días.
-­‐
Nico, tus pizzas. Tus pizzas. Creo que no voy a probar nada mejor.
-­‐
¡Me alegro de que te gusten!
-­‐
Me he dado cuenta de que me encanta comer. Creo que antes no lo sabía. Pero ya no
me siento mal cuando como, ahora me lo paso bien. Me habéis abierto la mente.
-­‐
Es que la marihuana es la mejor medicina. Si fuese legal, las farmacéuticas dejarían de
existir. ¿Qué negocio tendrían? Plantaríamos nuestro propios remedios, sin darle un
duro a nadie.
“Gracias, Nico. De verdad. ¿Sabes?”, me dijo mientras terminaba de lavar el rodillo para la
masa y la tabla y terminábamos de recoger la cocina, “Me está encantando este tiempo aquí.
Al principio pensé que había tenido suerte, me habían tocado unas vacaciones de mi familia.
Pero ha sido más que eso. Nunca había tenido amigos como vosotros, que de verdad se
preocupasen por mí. Solo tías tontas con las que salir de fiesta y reírnos de los chicos, en
realidad. Me alegro de que volvamos a ser los mejores primos del mundo.” Mardi, que
entraba en la cocina a por un helado, hizo como que no oía nada, pero sonreía. “Eh, señorita,
venga aquí”, le dijo. La abrazó y le dio un beso, y le robó un mordisco del helado, y le
devolvió la sonrisa. Mardi le dio un cachete en el culo.
Pensé en Miki. Le había preguntado cómo había empezado a ser fotógrafo y él me respondió
que simplemente cogió una cámara y empezó a hacer fotos. Era el mejor ejemplo de que
querer es poder. Marina dijo que tenía un estilo que no tenía nadie más y Miki le hizo una
foto. Adriana y Sara bailaban una canción de Barry White, tocándose las tetas. Lucas y Edu
me contaron cómo conocieron a Miki: en un concierto, mientras él hacía fotos y sin
conocerles de nada les invitó a unas copas. Me gustaba como le querían, como se
preocupaban por él, como le consideraban una gran persona. Imaginé que vivían en la casa y
que ya llevaban el apellido Várje, sin darse cuenta. Un día me trajeron un viejo proyector y lo
instalamos en el salón, y nos tiramos toda la tarde viendo películas.
Lo cierto es que Estados Unidos como país, como concepto, como sociedad, no me interesa ni
lo más mínimo. Me alegro de haber nacido en un momento histórico determinado y con una
visión crítica suficiente como para ver que su bandera es la imagen de la decadencia de
Occidente, más que ningún otro país. Una decadencia que había comenzado el 9 de
noviembre de 1989, la caída del Muro de Berlín unida a la caída de un país. La Guerra Fría
terminaba en los libros de historia y Estados Unidos ya no tenía un espejo en el que mirarse,
el enemigo soviético que dictaba todos sus pasos y que estaba en el imaginario colectivo los
ciudadanos. El bien capitalista contra el bien comunista. El país de la libertad y de las
oportunidades versus la tierra de los oprimidos. Aunque según ‘La Chinoise’ de Jean-Luc
Godard, la decadencia de Estados Unidos había comenzado en la Guerra de Vietnam.
No hacía mucho, el biógrafo de Charlie Chaplin había encontrado una pequeña novela
autobiográfica mecanografiada y en parte manuscrita por el actor en sus últimos días en
Hollywood. La encargué a la Cineteca de Bologna, que la había editado. Un mexicano bajito,
moreno y que siempre me regalaba una sonrisa cuando abría la puerta me traía siempre mis
pedidos por Internet, y él fue el encargado de traer libros, discos y ropa a casa casi todas las
semanas. Cuando me trajo ‘Footlights’, así se titulaba la autobiografía, lo leí ese mismo día y
lloré durante la hora en la que las lamentaciones de Chaplin se presentaban ante mí en un
monólogo desgarrador. Charlot hablaba como un héroe herido al final de una tragedia.
“Yo sé que soy gracioso pero los managers piensan que mi tiempo ha
pasado…¡Dios! Sería fantástico conseguir que se tragaran sus
palabras. Eso es lo que más odio de envejecer, el desprecio y la
indiferencia que te demuestran...Piensan que estoy acabado. Por eso
sería maravilloso regresar…¡Hacerlo de forma sensacional!
Conseguir que se partieran de risa, como solía hacer…Escuchar ese
rugido elevarse…olas de carcajadas llegando hasta ti, elevándote del
suelo…solía ser un tónico…Te gustaría reír con ellos pero te aguantas
y te ríes por dentro…¡Dios! No hay nada como eso. Por mucho que
los odie adoro escucharlos reír”.
El país de la libertad y de las oportunidades condenaba al exilio al mayor icono que su cine
tendría jamás por haber criticado al capitalismo. La caza de brujas anti-comunista acabó con
un intelectual que intentaba hacer pensar a su público, además de entretenerles. Por intentar
avisarles. Desfiguraremos rostros y defoliaremos selvas en Viet Nâm. Borraremos Hiroshima
y Nagasaki de los mapas. Nuestros vecinos del sur serán nuestros peores enemigos. Petróleo,
a cualquier coste. Las guerras del Golfo. Sacrificaremos la fecha del 11 de Septiembre para el
resto de nuestra historia. Y la paz no se llamará paz. Se llamará capitalismo.
Los niños que crecían con Youtube veían triunfar a los artistas de pop coreano, cómo Goku
ganaba cien veces a Superman y cómo pronto China ocuparía el lugar del centro del mundo.
El sueño americano se acababa y nosotros veíamos a Estados Unidos despertar en películas
como ‘Spring Breakers’ mientras comíamos palomitas. Y nuestras propias historias, el
recuerdo de grandes héroes como Heracles o los grandes mitos de Las Metamorfosis, perdidos
en la marea de la globalización. Y es que para el ciudadano del siglo veintiuno, Odiseo andó
por el mundo y añoró a Ítaca y a su querida Penélope durante veinte años para nada. En el
recuerdo de la gente, la tela que tejía esa vieja historia se ha descosido del todo. Europa no
recuerda a sus grandes héroes porque Estados Unidos no los recuerda, y es que ya no son sus
héroes. Norteamérica ha borrado las historias que nos hacían occidentales y las ha sustituido
por las nuevas historias contadas en propaganda disfrazada de viñetas de cómic. Yo tuve la
suerte de que un profesor de latín que odiaba me recordase a Odiseo.
No me siento un loco al pensar que toda la gente de Madrid está conectada. A veces imagino a
la gente de mi edad como una gran Generación del 27, o como un gran movimiento artístico.
A gran escala. Una tarde, fuimos a una fiesta veraniega de Pregaming Radio en la que tocaban
Hinds y The Parrots. Cuando estábamos esperando a que empezasen los conciertos, fuera del
garito en una plaza de Tribunal, me abrumó ver a toda esa gente con ganas de pasárselo bien,
vestidos de forma única pero siendo parte de un gran grupo, gritando, cantando, bebiendo
latas de cerveza. Recuerdo una clase de sociología en la que la profesora decía que lo que
caracterizaba a las tribus urbanas eran sus nexos de consumo. Los mods, las parkas y las
vespas. Los hippies, la hierba y la píldora anticonceptiva. Si nosotros éramos una gran tribu
urbana, nuestro nexo de consumo eran las latas de cerveza de los chinos que paseaban con su
carrito al sol de las plazas. Y sí, toda la gente de Madrid está conectada. Mardi conocía a The
Parrots desde antes de venir a vivir a España, y cuando vino a la ciudad fue a sus primeros
conciertos a los que iban sus diez colegas y se hizo amiga de ellos. Sofía era amiga desde el
instituto de una de las chicas de Hinds, y le había invitado al concierto y todos nos
apuntamos. Me gustaba de verdad esa sensación de salir a la calle y sentir que todas las caras
eran familiares, creo que solo pasa en esta ciudad. El concierto fue todo surf rock y mirando
hacia el escenario pensé en cómo toda esta gente no soñaba ser lo que querían ser,
simplemente lo eran.
Nos gustaba vivir en Madrid como si fuésemos locales. Mucha gente de Madrid vive como un
turista en su propia ciudad, porque al fin y al cabo ser turista es consumir un lugar geográfico
como si fuera un parque temático. España está hecha para ser consumida como turista, así que
no es fácil para el español medio escapar de las atracciones. Nosotros teníamos nuestra casa
como refugio, y solo en los escasos momentos en los que escampaba la tormenta de japoneses
Nikonistas, de guiris con calcetines y chanclas y demás gente que no entiende nada, podíamos
salir a disfrutar de la calle.
Una tarde después de comer me tocaba limpiar los baños. De rodillas, con una camiseta llena
de lejía de otras veces, limpiaba la mierda de los váteres. Los azulejos adyacentes al váter que
olían a salpicadura de pis. Enjuagar las tuberías con lejía, para calmar una halitosis nefasta.
Frotar el baño, lleno de costras de semen, pegotes de mascarilla, champú, acondicionador o
crema. Recoger la papelera, cargada de condones y botes de lubricantes vacíos y cuchillas de
afeitar desechadas. Limpiar los espejos, y fregar el suelo. Mientras pasaba la fregona, un viejo
pensamiento me cruzó la cabeza. “¿Por qué yo y no Jorge?”. Mi hermano Jorge no había
limpiado un baño jamás en su vida. Desconocía la sensación de arrodillarse ante un váter y
frotar con una esponja hasta dejarlo reluciente, solo para que no menos de una hora después
alguien viniese y mease sobre lo que tu habías limpiado. Cuando vivía en casa con mi madre
y con él, nunca se ocupaba de las tareas de la casa. Era el perfecto espécimen de estudio de
una generación abandonada a una realidad virtual: No salía de su cuarto excepto para salir de
casa, no hablaba de nada excepto de sí mismo, y cuando estaba alejado del ordenador rara vez
levantaba la cabeza de la pantalla del móvil. Limpiar la mierda de otros y la tuya propia te da
una perspectiva única de la vida, imposible de adquirir de otro modo. “¿Por qué yo y no
Jorge?” no era una lamentación, en realidad. Era una especie de agradecimiento. ¿Por qué yo
era capaz de llegar a esa perspectiva, y no él? Limpiar la mierda de otros te ayuda a tener unos
valores más acertados, que concuerden mejor con la realidad. Es didáctico.
El baño era una de mis partes favoritas de la casa, y lo descubrí a fuerza de encerrarme en él
con Sofía para que dejase de vomitar. Creo que no lo he contado antes. Era blanco y muy
elegante, y tenía una pared con azulejos color índigo. El lavabo tenía forma cúbica pero
cóncava hacia dentro. El espejo tenía un marco barroco pintado de color turquesa flúor. La
bañera era de madera negra por fuera y de porcelana blanca por dentro. Todo estaba como
nuevo, brillante, muy limpio y oliendo a jazmín. Así es como yo lo recordaré. Entreabrí la
ventana. Puse el tapón a la bañera y encendí el grifo. Busqué las sales de baño. Fui a la cocina
y me froté un limón en las manos para quitar el olor a lejía. Fui al salón, en el que Mardi
tomaba su té de menta y chocolate y le dije al oído: “señorita Várje, está usted invitada a darse
un baño conmigo y a follar mucho rato”. Ella saltó del sofá, dejó el té en la mesita de café,
tiró la revista por los aires, y salió corriendo al baño mientras se quitaba la ropa y la dejaba
tirada por el suelo riéndose. Yo me vi en un espejo quitándome la camiseta y lanzándola por
los aires también. El pelo rojo de Mardi, mojado, se enredó con el mío. El agua se resbaló por
su piel pálida. Me imaginé que nadábamos juntos como una sirena y un tritón. Oímos que la
tormenta de verano que llevaban anunciando las nubes todo el día llegó al caer la noche. Nos
sumergimos en el agua espumada para cubrirnos de la lluvia que entraba por la ventana.
Salimos del baño y Mardi empezó a tocar acordes en el sintetizador. Yo tocaba la caja de
ritmos, y ella cantó una canción sobre nuestra tarde. “There’s rythm in my sleep. Take me on
your trip. Let’s swim, let’s fall.”
Nos abrazamos. Con mis labios pegados recorrí su mejilla y su cuello. Fui al estudio a por un
rotulador y dibujé formas de cachemira, puntos, y caleidoscopios en nuestras caras, cuellos,
clavículas, pecho y hombros. Nos hicimos fotos colocándonos frente al proyector de Miki,
que pasaba diapositivas de desiertos, palmeras, oasis, o pantallas de videojuegos. Luchamos
con sables láser de juguete y acabamos desnudos y encima del otro. Bailamos coreografías KPop. Hicimos unas palomitas, pusimos una peli y nos quedamos dormidos en el sofá. Cuando
llegaron las doce, felicité a Mardi. Era su cumpleaños. Veintiuno. Me dijo gracias en sueños y
me empezó a besar la cabeza. Yo me quedé dormido de nuevo. Todos nuestros amigos le
habían dicho a Mardi que tenían planes ese fin de semana, y que no estarían en casa. En
realidad preparábamos una fiesta sorpresa, cómo no, en una azotea.
Recuerdo el día siguiente con una claridad perfecta. Era uno de los últimos días de agosto, en
el que la calle vacía de gente ardía bajo un sol que parecía haber evaporado las nubes.
Intentamos despertar a Mardi con globos, confetti y serpentinas, pero ella no abría los ojos.
Tras un rato gritando, aplaudiendo y cantando varias veces el ‘Cumpleaños Feliz’ nos íbamos
a dar por vencidos cuando se dio la vuelta en la cama y, como si no pasase nada, abrió
despacio los ojos, sonrió y nos preguntó qué hacíamos. Se dio cuenta de que había purpurina
en las sábanas, se levantó desnuda y, tras ponerse una camiseta, nos abrazó a todos.
Desayunamos y nos quedamos solos en casa ella y yo. Todos le desearon un buen día a Mardi
y se fueron, sin que ella lo supiese, a terminar de preparar la fiesta en la terraza del Hotel
Óscar.
Nos duchamos juntos y nos pusimos guapos. Mientras ella terminaba de maquillarse, yo la
esperaba en la puerta del baño y la miraba. Salió de un salto y su falda de tablas con
estampado de pizzas me rozó la cadera. Salimos a la calle y caminamos cantando.
- ¿Dónde me llevas, guapo?
- A pasárnoslo genial.
Ví su sonrisa pícara mientras me tapaba con una mano la cara del sol.
- Gracias por esforzarte siempre tanto, Nico.
- Sería un idiota si no me esforzase por ti.
- No. Sólo serías un chico más.
Llegamos al hotel dando un paseo y cogimos el ascensor hasta la última planta. Oímos la
música según subíamos las escaleras. “¡SORPRESA!”
El confetti voló tapando por un momento el brillo del sol. Abrazamos a Mardi, brindamos, nos
hicimos fotos y nos tumbamos al sol. El tiempo pasaba despacio, y poco a poco se fue la tarde
y cayó la noche.
- Os quiero, chicos.
“Y nosotros a ti, guapa.” “¡Y yo!” “¡Yo también!”
- ¿Sabéis cómo podríamos terminar la noche? Patinando sobre hielo.
- Si no estuviésemos en Agosto…
- No pasa nada. Las pistas de hielo todavía no están abiertas para la gente, pero ya las han
empezado a preparar.
- ¿En serio?
- Si, ¿lo intentamos?
Sonreímos, nos miramos, y supimos que no importaba si era verano, si era de noche, o si
ninguno teníamos patines. Una hora más tarde, llegamos a la pista de hielo en el centro
comercial y a través de los cristales vimos a un equipo de hockey entrenando.
- ¡Veis! Los equipos de hockey ya están preparándose.
- ¿Cómo entramos?
Vimos a un guardia charlando con un hombre con una gorra hacia atrás.
- Creo que vamos a tener que convencer a esos dos.
- Dejadme la tarta.
Habían sobrado un par de trozos de la tarta de cumpleaños de Mardi, con las velas a medio
consumir.
- Nico siempre conquistando a la gente por el estómago.
Nos reímos, y entré en la pista.
- Hola…
- Hola, disculpa pero está cerrado para equipos de hockey y danza.
Sonreí.
- Pues…justo nosotros somos un equipo de danza sobre hielo y estamos celebrando el
cumpleaños de nuestra capitana.
- Ya veo, ¿de qué es la tarta?
Les miré a través del cristal mientras respondía. Darío y Diego estaban haciendo muecas
aplastando su cara contra la puerta.
- De Nutella, ¿queréis probarla?
“Sí.” “Claro.”
- Bueno. Estos chicos acaban su entrenamiento en diez minutos…oye, esto está riquísimo.
- ¿Podemos practicar la última hora?
- Si, cerramos a las doce.
- Una última cosa…no traemos nuestros patines.
El guardia se puso en jarras. El hombre de la gorra, que era el entrenador del equipo, aplaudía
y animaba a sus jugadores en un partido de práctica.
- Venga, no pasa nada. Os abro el almacén de material.
Les miré y les hice una seña para que entrasen. Fuimos corriendo a ponernos los patines y
cuando volvimos el equipo de hockey se había ido.
- ¿Tenéis la música del ensayo?
Mardi seleccionó una canción en su móvil y se lo dio al guardia. Mientras iba a la sala de
control, me acerqué a el. “Gracias, de verdad”. Simplemente me miró y asintió.
La pista estaba en silencio salvo por nuestras voces. Entramos a la pista y Darío estuvo a
punto de resbalarse, pero Sofía le cogió a tiempo. Las luces blancas se apagaron, y en su lugar
se encendieron luces verdes, azules y rosas. La canción empezó a sonar, y la reconocí al
instante. Yo estaba dando una vuelta por la pista, y vi a Mardi acercarse. “¿Preparado?” “Si.
Feliz cumpleaños. Te quiero.”
Nos dimos la mano, cogimos velocidad hacia el centro de la pista y empezamos nuestra
coreografía mientras sonaba Time To Pretend. Intenté pisar a Mardi y me acabé cayendo, y
ella se tiró encima de mi. Nos reímos y nos volvimos a levantar, justo para el paso final.
Todos aplaudieron, y seguimos patinando hasta que se acabó el día.
Fin de verano
Al final del verano, veíamos series, películas y muchos desfiles. Solo las chicas y yo. A veces
podía estar horas y horas viendo fotos de modelos en Internet mientras escuchaba Majestic
Casual en Youtube. Me encantaban las fotos en las que la gente salía guapa y bien y con cara
de estar pasándoselo bien en un día maravilloso de verano. Alonso nos había hecho fotos así
durante nuestras vacaciones y eso era lo que más me gustaba de él. Diego y Darío me decían
que yo sabía entender y apreciar la belleza de las cosas. Eso era lo que me separaba de
trabajos de mierda limpiando platos y váteres y envenenando a la gente con comida basura.
Podía hacer de modelo, pero también de estilista. Actuar, pero también diseñar una
escenografía o escribir una obra. Pintar y dibujar. No era malo jugando a videojuegos. Era
bueno conociendo a gente y cayéndoles bien. Era guapo y tenía un pelo bonito, y tenía una
buena estatura y tenía un cuerpo bonito así que me daba igual no estar cachas, es más, me
daba igual en absoluto. Me gustaba el diseño, lo moderno, lo cool. Me gustaba poner música
adecuada para momentos concretos. Me fascinaban Japón, Corea y China. No había crecido
enamorándome de las princesas Disney; mi primer amor fue la Princesa Mononoke. Diego
decía que era una persona con mucha suerte, que todas esas cosas marcaban la diferencia. Por
un momento pensé que tenía razón. Ahora me doy cuenta de que todo eso no tiene la más
mínima importancia y no me hace especial, y me río de mi mismo al pensar que alguna vez
sentí que todo eso me hacía ser diferente.
Terminamos de comer y me dieron las gracias por la comida. Había cocinado unos spaghettis
bolognesa, siguiendo la tradición de mi abuela Felisa, la madre de mi madre. Era de ella y de
mi madre de quienes había aprendido a cocinar. Cuando era pequeño, mi abuela venía a casa
los fines de semana y los tres hacíamos rosquillas, galletas, magdalenas…las más ricas que he
probado. Y ahora, cada vez que le doy la vuelta a una tortilla española la oigo decirme un
“¡olé!” con su acento medio extremeño medio andaluz. Ella siempre me decía que un buen
cocinero se distingue de un mal cocinero por su limpieza, y es cierto. Pero he aprendido que
la diferencia fundamental es conocer los sabores para jugar con ellos. Saber que cada sabor es
único y que tiene infinitas combinaciones, pero cuando un sabor va bien solo hay que
reconocerlo. Es como comer chocolate puro y después beber leche para suavizarlo, o aceptar
que el chocolate es negro y amargo pero a la vez es dulce y suave y a la vez fuerte. Si bebes
leche justo después de comer chocolate, sólo sabe a dulce. La cocina son los matices. Bueno,
mirándolos a todos comer placenteramente, entre “mmmmmmmm” y “tío, te salen de puta
madre, ¡qué rico!”, diría que la cocina es el arte de hacer feliz a tu familia.
Vino la tarde y nos aburríamos un poco. Yo había estado leyendo todo el día Best Behavior de
Noah Cicero mientras en el resto de la casa estudiaban para los últimos exámenes. Sofía
llevaba una hora tomándose un descanso probándose ropa en el salón y pidiéndome consejo,
así que dejé de leer. Puse una canción de Saint Pepsi que había escuchado en Incalling, fuimos
al vestidor, donde empezamos a sacar ropa y a crear conjuntos mientras nos reíamos. Ella
ojeaba una revista y asignamos un conjunto a cada uno. Para Mardi, un mono estampado de
flores y paisley con un fondo negro y organza negra en los hombros y los brazos, un collar
turquesa flúor que le había comprado en Asos y sus inseparables Docs negros. A Darío le
pegaba una camisa Oxford azulada, un cubrecamisa acolchado color café que encontramos en
un cajón, unos pantalones azul marino y unos zapatos de cuero marrón. A Alonso decidimos
vestirle con una camisa ajustada de manga corta, una pajarita con un estampado, unos
pantalones de traje, unas zapatillas New Balance y unas gafas de sol Ray-Ban wayfarer. Yo
me había decidido por mi traje color vino con camisa negra de abotonadura oculta, y unas
gafas de sol Clubmaster de Prada que quería conservar para siempre. Faltaba Diego. A Diego
no le importaba su pelo, ni su ropa, ni sus zapatos, le interesaban otras cosas. Iba a ser difícil.
Era alto y tenía buenos músculos. Nos decidimos por una chaqueta de jugador de rugby
americano blanca y negra, una camisa blanca, unos vaqueros rotos pitillo y unas zapatillas.
Sofía y yo empezamos a hacer un desfile en el salón y a subir la música. Sonaba ‘Juke’, de
Exmag. Nuesta risa y nuestros bailes sacaron al resto del estudio. Les hice una seña para que
se acercaran y entraron al vestidor. Les vestimos con lo que habíamos elegido para ellos y
Diego se rió y aceptó. Mientras se vestían, Sofía había desaparecido dentro de un armario y
salió con un vestido color nude y unos zapatos Jimmy Choo que nos pasó por la cara mientras
pasaba por delante de nosotros. “Fuck las UGG’s, ¿eh zorra?” le dije riéndome. “He cambiado
de idea, no me vais a ver con otra cosa en los pies en un mes, ¿vale?” dijo, poniéndose en pie
y señalando los zapatos mientras salía del vestidor despidiéndose con los dedos de la mano.
Desfilamos todos y bailamos y Alonso nos hizo fotos y nos reímos mucho. Darío preparó los
mojitos más ricos que he probado nunca y nos hicimos más fotos. La música nos había
encendido las ganas de fiesta y cuando nos sentamos después de bailar les dije: “señoritas y
señoritos, acuérdense bien de sus outfits porque, en efecto, lo han adivinado, ¡la semana que
viene vamos así a reventar la Fashion Week Madrid! ¿Quién se pide tirarse el primer pedo en
el cóctel?” “¡Yo me pido tirar las bombas fétidas!” Todos nos alegramos excepto Diego, que
dijo que le daba igual y que pasaba de ir, y nosotros le dijimos que era por echarnos unas risas
y dijo que no y se fue a seguir estudiando. Alonso y Sofía salieron a la terraza. Mardi se quitó
la ropa y empezó a cocinar unas fajitas para la cena. Darío y yo recogimos el vestidor. La
música seguía sonando.
Mardi no paraba de gritar: “¡AZEALIA BAAAAAAAAAAANKKKKKKKKSSSSSSSSS!”.
Sofía, Alonso, ella y yo íbamos a un concierto que daba en la sala But y al que nos habían
invitado por la cara. La noche empezó muy fuerte y antes de salir de casa nos habíamos
churrado casi cuatro botellas y media de Jägermeister bien frío. La cola para entrar fue un
remolino de gente y no parábamos de saludar a gente, gritar y cantar. Dentro, Mardi y yo
bailamos a tope y tuvieron que impedirme subir al escenario en ‘Liquorice’. No recuerdo nada
más después del concierto, salvo pedir muchos Martini Bianco con hielo y arrastrarme por las
escaleras de vuelta a la superficie mientras una tía pesadísima no paraba de decirnos que
teníamos mucho estilo y que si queríamos que nos hiciera unas fotos para su blog.
A la mañana siguiente me desperté con una resaca atroz. Me dolía el hombro, la cara y el
costado. Mi cabeza latía, como en un intento de enviar ondas cerebrales al espacio con un
mensaje de ayuda. Bebí un poco de agua y pensé, respondiendo a los sufrimientos de mi
cerebro: “Lo siento, pero no puedo hacer más. Además, esto es culpa tuya, ¡qué coño era eso
de los Martini!”. Mardi se reía en sueños y sonreí, preguntándome en qué aventura estaría.
Salí de la habitación y fui al salón, y vi a Sofía en el vestidor. Se preparaba para ir a misa con
la parte de su familia que no compartíamos. Perteneciente al Opus Dei, ocho hermanos,
casamiento por la iglesia, virginidad hasta el matrimonio y antiaborto. Sofía no quería eso.
Quería vivir con Alonso y hacer el amor todos los días, desayunar juntos y ser feliz con
nosotros. Prefería nuestra familia al resto de sus lazos de sangre, y cuando entró en la casa por
primera vez, recuerdo cómo se sentó en el sofá y se tomó una cerveza y respiró
profundamente y tranquila. Era su hogar. Era libre.
“¡Buenos días!”, saludé guiñando un ojo.
“Tiiiiiiio. He dormido dos horas…¿tengo muchas ojeras?”
“Estas de maravilla, ¡vaya piel tenéis las de sangre azul!”
Me dio un codazo suave y se rió. Abrí un estuche con maquillaje y cogí un corrector de ojeras.
Le cubrí las sombras debajo de sus ojos, apenas perceptibles. Era verdad que tenía una piel
bonita.
“Así te vas tranquila.”
“No mas vodka. Nunca.”
“¡Con la barra que tenían ayer, y pides vodka!”
“Era súper bueno el que pedí, eh. Solo que lo pedí muchas veces…”
Nos reímos. Salimos y la despedí en la puerta.
“¿Comes con nosotros hoy?”
“No creo…mi abuelo nos llevará a la marisquería a la que vamos siempre. Ewww. Yo quiero
comer pizza. ¡Dime que vas a hacer una de las tuyas!”
“¿La hago para cenar?”
“Si, ¡por favor! Que no voy a comer nada hoy. Me llevo el tupper en el bolso para traer unos
cuantos Aliens y Predators, que con la paella que os marcáis tu y Darío comemos toda la
casa.”
Al final, era imposible encorsetar a Sofía dentro de un cliché. Su día iba a consistir en la
representación de uno, pero en ese instante yo la veía en su sinceridad y su esplendor. Con un
vestido blanco de corte geométrico, ajustado, sin mangas y cuello a la caja, sus perlas, sus
anillos, oliendo a Chanel y sin rastro de ojeras en su rostro, sacando un tupper del bolso. Me
la imaginaba aguantando una mueca de repulsión, guardando centollos y cangrejo cuando su
familia estuviese ensimismada mirando al plato. El ascensor llegó y Sofía me lanzó besos y
me dijo que se los diese a Alonso. Vi como preparaba el móvil para hacerse un selfie en
cuanto saliese a la calle. Fui a su habitación y Alonso dormía en el suelo, se había caído de la
cama. Le levanté, le coloqué de nuevo sobre su almohada y nunca he sabido si me dormí a su
lado o me desmayé, con ese eco de la noche anterior en forma de suave pitido ocupándome
los oídos.
Cuando me desperté, hice un batido de mango para todos y me serví un vaso. Me apetecía
escuchar algo que me sonase a tropical, así que puse a El Guincho. Poco a poco, la casa se fue
despertando.
-­‐
Yo odio a la gente que necesita reivindicarse todo el rato y decirle a los demás: “¡Hola!
¡Estoy aquí! ¡Miradme! ¡Soy importante!”, dijo Darío.
-­‐
Te has parecido al Presidente de ‘La Loca de Chaillot’ ahí, macho, dijo Diego
riéndose.
-­‐
Las piedras preciosas se esconden bajo tierra por una razón, ¿no? ¿Y la peña que
necesita la guía de los demás para cada decisión? Es como, ¿no has aprendido a vivir
sin tu mami?, dijo Alonso.
-­‐
La gente que aprende a vivir sin su madre normalmente las trata mal, y eso se extiende
al resto de mujeres de su vida. Así que cuando os veáis tratando bien a alguien pensad
si hay algo que necesitáis de esa persona, dijo Diego mientras se quitaba las zapatillas.
-­‐
¿Y la gente que trata mal a los niños o no les pide perdón si se chocan contra ellos o
les pisan? ¿Y la gente que no pide perdón a los animales? ¿Y la gente que no pide
perdón cuando tiene que hacerlo?
Puse un disco al azar y me tiré en el sofá. “La gente que tiene hambre constantemente y come
como bestias, sin ningún tipo de respeto al resto de los que están comiendo. Que no sabe
guardar las formas. Que cojones, que no entiende la teatralidad de la vida, esa es la gente que
yo odio”. Se quedaron callados. “¿Cómo ha de comportarse un príncipe para ser estimado?
Nada hace tan estimable a un príncipe como las grandes empresas y el ejemplo de raras
virtudes. Eso es. Las cosas humanas son en último término vulgares, así que aquel que las
exhibe es como si emitiera un quejido constante.”
Se rieron y vinieron al sofá a tirarse encima de mí.
Un día me levanté y fui a la cocina, donde me encontré a Diego haciendo el desayuno
desnudo. Yo también estaba desnudo. Me dijo que había pasado la noche con su amiga Inés, y
yo, riéndome, respondí que el ya sabía con quien había pasado yo la noche.
Nadie se despertaba, así que nos fuimos al salón y estuvimos hablando un buen rato mientras
desayunábamos.
- ¿Sabes? Yo antes odiaba dormir desnudo.
- ¿En serio? Yo cogí la costumbre con los Scouts, de dormir en sacos en los que tienes que
mantener el calor de tu cuerpo para no sudar y despertarte helado de frío.
- ¿Nunca echas de menos el pijama?
- No. ¿Para qué? Ya tenemos que estar vestidos todo el día, siempre añadiéndole cosas a
nuestro cuerpo. Míranos. Tenemos unos cuerpos preciosos tal y como son.
- Pero nuestro cuerpo no soporta el frío por sí solo. Ni la dureza del suelo. Nuestra piel es
blandita, y no está recubierta de nada que la proteja.
- Sólo tenemos nuestra cabeza para vestir nuestro cuerpo, amigo mío.
Me dio un beso en la cabeza y volvió a la cocina, con el desayuno de Inés. Me guiñó un ojo y
entró a la habitación.
Estaba sentado en el sofá, mirando a los ojos de Remedios Varo, cuando entró Mardi con el
pelo tirado por la cara. Iba dando pasos en zigzag en dirección a la cocina, bostezando.
Volvió con un bol de cereales y se sentó encima de mi mientras los devoraba. Se quedó
mirándome mientras negaba con la cabeza y dijo, aún medio dormida: “Tío, me ha venido la
regla”. La besé en el muslo y le dije “Aujourd’hui je m’occupe de toi, ouais?”. A veces le
gustaba que le hablase en francés.
Antes de la desintegración hicimos los preparativos. Cociné pizza para todos, siguiendo la
receta que producía la misma cara de placer en todas las caras. Según Mardi, había que llegar
a la indigestión. Subimos la calefacción al máximo para entrar en un estado cercano al febril,
nos abrazamos y nos despedimos. Jamás he tenido una sensación igual, una mezcla entre un
sentimiento de prohibido y de peligro, sabiendo que tienes la llave que abre el código que
dicta todo lo que es y lo único que queda es atreverse a jugar con él y ponerlo del revés. Por
eso nos despedíamos. No sabíamos si seríamos los mismos a la vuelta.
Mardi se durmió instantáneamente y, entre sueños, dijo únicamente, casi rogando: “aparece en
mi sueño, Nico”. Yo sudaba y estaba convencido de que esa noche no dormiría. Notaba mi
cabeza endurecida, como una losa sobre la almohada. Imaginé que debajo de mi nuca vivían
gusanos, y que la almohada era tierra y hierba. ¿Dormían los demás? ¿Soñaban ya? Pensé en
por qué Mardi llamaba así a las desintegraciones, y es que la primera vez que soñó de esa
forma concreta viajó al interior de “Disintegration”, el álbum de The Cure, y me contó cómo
vivió aventuras interminables dentro del álbum a través de sus canciones, en bosques de flores
gigantes y teatros abandonados con freaks de circo guiándola en medio de la música. Quería
aparecer en su sueño y que viviésemos aventuras. Y que me las contase mientras le hacía el
desayuno. Imaginé que ya estábamos en una de sus desintegraciones. Que la casa y nuestra
historia eran solo uno de sus delirios oníricos. Y que mañana, al despertar en su habitación de
su piso de estudiante, pensaría en el chico de sus sueños y se encontraría con él a la noche
siguiente, en otro mundo, en otra historia.
Miré el móvil antes de dormirme. Mensajes sin leer. Mi amigo Adrián me escribía desde
Chicago, se acordaba de mi viendo una película que solíamos ver siempre juntos, ‘Interstella
5555’. No tenía diálogos y no los necesitaba, no tenía actuación y sin embargo acariciaba las
emociones. Música e imágenes. Así me dormí, pensando en la perfecta armonía entre música
e imágenes.
Desperté y Mardi aún dormía. Adrián me había enviado dos mensajes más, que debió escribir
cuando ya estaba a punto de cerrar los ojos. No recordaba haber soñado nada, así que creí que
la desintegración no había funcionado. Dudé al levantarme, no quería despertar a Mardi, y
recorrí de vuelta con mi cuerpo los centímetros que me había movido. Ella parecía no respirar.
Poco a poco salí de la cama sin romper el silencio. La casa entera dormía, y al salir a la
terraza y mirar al cielo no supe si veía un amanecer o un atardecer. La luz ambigua me
cautivó durante horas, y cuando entré de nuevo al salón el blanco azulado y naranja celeste
que bañaba el aire era ahora un negro invisible.
Sin darme cuenta, acabé en un avión con mi amigo Adrián. Aterrizamos en una playa y
caminamos a través de un bosque hasta que, de repente, vimos un agujero construido en el
suelo. Oímos música. Probamos a entrar en el agujero, que se iba ensanchando según
avanzábamos, y llegamos a una fiesta en una reconstrucción exacta del patio del instituto al
que habíamos ido juntos. Bailé y bailé y bailé. Y entonces me desperté, de nuevo en la casa de
los Várje. La desintegración había funcionado.
Fui al salón y Mardi me trajo el desayuno. El resto se habían despertado hacía rato. “¡Buenos
días! ¡Estaba esperándote para contaros mi sueño!”. Nos sentamos en un círculo para
escucharla. Había paseado siendo niña por todas nuestras mentes y nuestros corazones,
nuestros interiores, convertidos en jardines. Todos ellos eran diferentes entre sí y eran una
metáfora de nosotros mismos. Darío aparecía en su sueño como un amable gigante que abría
una puerta que se perdía en el cielo y que encerraba un jardín sin domar, frondoso, lleno de
vegetación salvaje que iba apartando con sus dedos para que Mardi pudiese pasar.
Aventurándose entre la selva, llegaba a un bosque de árboles frutales que crecían sin control y
de cuyas ramas pendía una infinidad de frutos. Darío arrancaba torpemente un fruto rojo con
forma esférica y lo dejaba caer cerca de Mardi mientras sonreía. Después, ofrecía su mano a
Mardi y ella subía, y la subía hasta las nubes, y la bajaba al suelo y veía delante de ella un
camino que se perdía en el horizonte, entre los setos podados con las formas geométricas de
un jardín vigilante y un sol radiante en un cielo en el que las nubes habían desaparecido.
Comenzaba a andar cuando oía un carruaje a sus espaldas. Un caballo blanco, un caballo
negro. La caja era de madera blanca con una cubierta de cristal, y tenía cuatro ruedas. Se
paraba su lado y una puerta se abría, y Diego la saludaba y la invitaba a entrar. A través del
cristal veía pasar a toda velocidad las formas geométricas, que giraban sobre sí mismas y se
iban transformando. El carruaje se paraba frente a una fuente circular, y Diego abría la puerta
de Mardi y la ayudaba a bajar. Comenzaron a saltar delfines del agua, que se zambullían en el
agua. Diego se despedía y entraba su carruaje, regresaba por el camino y desaparecía. Mardi
probaba el agua y le apetecía darse un baño. Buceando, dejaba el jardín a sus pies, que ahora
era un círculo de cielo en el fondo del mar, y subía a la superficie. Los rayos de una puesta de
sol bañaban una isla en la que se alzaba un faro. Sofía, montada en un delfín, la recogía y
juntas llegaban a la isla que ella continuaba explorando sola, hasta llegar a un lago con una
roca en el centro. Entraba en el agua y se convertía en sirena, y desde el fondo del mar yo
saltaba a su encuentro convertido en tritón y nos besábamos durante días seguidos, mientras el
sol y la luna volaban sobre nosotros. Mardi se quedaba sentada en la roca y poco a poco el
lago desaparecía bajo la arena del desierto, y del horizonte venía Alonso. Abría una puerta en
su estómago y dentro estaba su jardín, entre engranajes de reloj de cuerda. De repente Mardi
se había hecho mayor, anciana. Accionó un mecanismo en el estómago de Alonso y vio, desde
las alturas, un laberinto en el que estaban todos los jardines que había recorrido en su sueño, y
se veía a sí misma recorrerlos sin parar de descubrir cosas, de jugar, de reírse y de saltar como
una niña, justo antes de que las nubes acabasen con su desintegración y se despertase con
lágrimas en los ojos de pura felicidad, y nos reuniese en el salón para emocionarnos a todos,
que rompimos a aplaudir y nos abrazamos.
Mardi es, sin duda, la persona más creativa que he conocido en mi vida. Tenía una forma
única de ver las cosas, siempre a través de su catalejo de pirata, de sus ojos de gata, de su
mirada de Salomé, o como la niña en sus sueños. Para ella no existía la gente que le dijera lo
que tenía que hacer, no existían las señales, no existían los dioses, las religiones, ni los
ideales. Hacía lo que se le ocurría en cada momento y creaba un mundo nuevo todos los días.
Los cambios vinieron cuando una tarde, en el salón, nos reíamos de una improvisación que
hacían Diego y Darío. Fui a la cocina a por un par de cervezas y cuando abrí la nevera vi que
estaba vacía. A veces guardaba una caja sorpresa en el fondo de algún armario, y cuando
encontré lo que buscaba grité: “¿cervezas calientes ahora o cervezas frías en media hora?”. En
el salón no se ponían de acuerdo, y se rieron aún más. Metí la caja de Alhambra 1925 en el
congelador —la caja sorpresa siempre era de la mejor cerveza— y no recuerdo por qué pero
salí al balcón, quizás a regar las plantas. Y, cuando estaba a punto de volver al salón, me
asomé a la calle y vi a una chica sentada en el portal de la calle de enfrente. Y ella miró hacia
arriba y me vio. Una corriente de aire cálido me recorrió el cuerpo. Sonreí y abrí la boca y me
llevé una mano a la cabeza, pero antes salí corriendo. Llegué al salón y llamé a Darío. Darío,
Darío. Vino y detrás vinieron todos. Entraron a la cocina y recuerdo ese sol de mediodía
dándonos a todos en la cara y Fleetwood Mac sonando en Pregaming Radio, como diciendo
que lo que estaba a punto de pasar era maravilloso. De pronto tuve la misma sensación que
aquel amanecer en el lago, aquel recuerdo con el que despertamos la noche que llegué con
Darío a casa.
Estábamos todos en el balcón y Ana estaba levantada, al otro lado de la calle. Darío y ella se
vieron y se quedaron mirando. Nosotros gritábamos y saltábamos, “Tío, ¿qué haces?, ¡baja!”,
“¡Venga, Darío!”. Ana levantó la mano y Darío, que se había quedado inmóvil, corrió
escaleras abajo. Fui a por confetti y lo lanzamos a la calle, y cayó encima de ellos mientras se
besaban y nosotros nos reíamos y gritábamos aún más.
Fin de año
Una tarde de viernes fuimos a hacer la compra y después salimos a cenar. Fuimos a un
mexicano a comer burritos a pesar de que a nadie le apetecía al principio excepto a Mardi, que
nos prometió que tenía unas ganas de comer comida picante que no podía aguantar.
- Tío, estoy toda la semana a verduritas, yogures naturales y avena. ¡Quiero notar algo en la
boca!
- Pero a este sitio no, ¡que hay mil sitios mejores!
- Ya tío, ¡pero quiero un burrito picante de los que sirven ahí!
- Va Darío, que mas da, ¿cuánto hace que no salíamos a cenar?
- Pues desde la semana pasada.
- No…el sábado pasado no cenamos, y así nos pasó.
- Vaya trozo nos cogimos…
- Carlota ya no me deja volver a su casa, eh.
- ¡Normal, cabrón! Le potaste en la bañera dos veces.
Nos reímos acordándonos de una fiesta que había hecho Carlota en su casa para proyectar una
primera versión del fashion film, a punto de terminarlo para presentarlo en una feria de moda
en Londres.
Mientras cenábamos, hablamos sobre cómo íbamos a pasar las Navidades. Estábamos a
finales de noviembre y ninguno teníamos planes de pasar el fin de año con otra familia que no
fuese entre nosotros, con otra familia que no fuese los Várje.
Fuera del restaurante había tormenta, luces de coches reflejadas en las gotas de los cristales,
gente corriendo de un lado a otro y un sonido lejano de lluvia. Sofía y Alonso nos dijeron que
seguramente irían a una fiesta de unos amigos suyos.
- Yo no quiero otra nochevieja en Madrid. Cenas, te tomas las uvas, te vas de fiesta y te vas a
tomar por culo un año más.
- Tío, Nico, pero este año es distinto. La liamos todos juntos por ahí, no hace falta que
tomemos las uvas si no quieres.
- Yo estoy contigo tío. Vámonos a la playa o algo, todos juntos, ¡a Cádiz!
- Macho Diego, siempre nos sacas a la naturaleza, eh.
- Claro tíos, pensadlo bien. Hace calorcito, hay muy buen rollo y nos tomamos las uvas en
las olitas, y…hostia.
- Hostia tío, y nos vamos a surfear.
- Eso mismo.
- Lo llevabamos pensando un tiempo, ¿por qué no?
- ¡VÁMONOS! Mardi gritó con la cara roja del picante y la boca llena.
- Jo…a mí me apetece ir, Alonso.
- No. No, no podemos, yo ya he dicho que íbamos a esto.
- Va tío, que les peten. ¿Quiénes son los de la fiesta a la que vais, además?
- Mis amigos del colegio.
- Pues vale, tío.
Así decidimos irnos a Caños de Meca, en Cádiz, a pasar las navidades en una casita de
madera cerca de la playa que encontramos buscando un poco. Pocas semanas después
estábamos en el tren de camino, Darío, Ana, Mardi, Diego y yo.
Algunos días surfeamos, otros nos íbamos a andar por las playas o a hacernos fotos. Ana y
Darío estaban recuperando parte de su tiempo poniéndose al día, y parecían felices de estar
juntos de nuevo. Pasamos la nochevieja en una fiesta con una hoguera en la playa que habían
hecho los locales, bebiendo cerveza y disfrutando de una noche que parecía de verano. Nos
tomamos las uvas, saltamos la hoguera, nos dimos abrazos, Diego se fue a bañar desnudo y el
resto le seguimos. Llamamos a Sofía para ver cómo lo pasaban en Madrid, pero no lo cogió.
Alonso tampoco. No sabíamos que ella había cogido sin permiso uno de los coches de mi tío
y venía a Caños con el acelerador al máximo.
Vimos el amanecer del nuevo año, bebiendo la última cerveza y con las brasas de la hoguera
iluminándose con la brisa pasajera de la mañana. La playa estaba casi vacía, y toda la gente de
la fiesta se había ido. Algunas parejas hacían el amor en la arena, otras se bañaban, y había
unos cuantos surferos en el agua. Oímos un coche aparcar a lo lejos. Sofia, en tacones, vestido
y abrigo, perfectamente maquillada y con una botella de Moët&Chandon en las manos, venía
hacia nosotros con una sonrisa.
Nos levantamos gritando y fuimos a darle un abrazo y a saltar. Le preguntamos qué había
pasado para que estuviese con nosotros.
- Bueno. Os lo cuento con un brindis. Por las rupturas. El corcho del champán salió
disparado y todos le dimos un trago a la botella.
- ¿Qué ha pasado, Sofi?
- Chicos, vaya noche más horrible. He ido a la cena con Alonso y sus amigos y me ha dado
asco. El tío no me estaba haciendo ni puto caso en toda la noche. Nos tomamos las uvas y
nos fuimos a la fiesta, y el tío seguía a su bola, paseándome entre sus amigos como un
trofeo. Ha habido un momento que le he cogido para preguntarle si de verdad le apetecía
que estuviese con el. Se lo ha tomado fatal, y se ha ido cabreado a bailar y a tomarse otra
copa. Estaba borrachísimo y super puesto. No le había visto así nunca, de verdad. Os
echaba de menos, un montón. Sabía que no estaba donde me correspondía. No había
Várjes, y yo quería estar con los Várje.
A ninguno nos sorprendió.
- Tía y…¿cómo has venido? ¿Has conducido del tirón hasta aquí?
- Si. Me he pirado de ahí como a la 1 y pico, y me he ido a casa de mis padres y les he
abierto el garaje y le he cogido a mi padre su Lexus. En un rato estarán llamando a la
policía, pero la verdad es que me da un poco igual.
- Estás guapísima, señorita. Nosotros te cuidamos como te mereces. ¿Desayunamos y nos
vamos a dormir?
- No he llegado a la fiesta, ¿no?, dijo Sofía riéndose con la voz quebrada.
- No…pero te hemos guardado uvas.
- Que le den a las uvas. Quiero tortitas.
A la mañana siguiente, me encontré con alguien a quien hacía mucho tiempo que no veía. Mi
hermano Jorge. Había venido a Cádiz a surfear con sus amigos de Londres, donde vivía y
diseñaba motores de aviones. Le presenté a todo el mundo, le conté la historia de nuestra casa
y de cómo habíamos acabado viviendo allí. Me dijo que casi éramos extraños, y yo le prometí
que alguna vez iría a visitarle.
A los dos o tres días volvimos a Madrid, y todo empezó a cambiar. Conducíamos de vuelta y
Sofía me contó que en la fiesta de Año Nuevo todo el mundo estaba felicitando a Alonso y a
una chica americana por una exposición. Al preguntarle, él le había confesado con la
mandíbula temblorosa que era la hija de unos amigos de sus padres y que pasaron de hacerse
unas fotos a montar una exhibición de sus trabajos juntos. Sofía le preguntó que si se la estaba
follando y Alonso se fue. Paramos en una gasolinera y compré un par de cervezas. Nos las
bebimos mientras el resto dormían. “Me acerqué a un par de tíos que estaban con la chica,
mirando fotos de la exposición en el móvil. Claro que se la estaba follando, y no solo eso,
sino que había hecho fotos de todo y una exposición con ellas. Me arrepentí de haber seguido
indagando al momento de ver todo eso. Y cogí el coche y conduje a Cádiz pisando el
acelerador como una loca.”
Volvimos a Madrid. Enero se fue y llegó febrero.
Sofía había decidido pasar la semana en la casa que la familia de su madre tenía cerca de
Barcelona, en Sant Vicenç de Montalt. Construída en el siglo diecinueve por sus tatarabuelos,
comerciantes italianos, tenía un sótano en el que su abuelo fabricaba cerveza y coleccionaba
botellas de todos los países del mundo. No mucho después, Sofía volvió a la casa y nos contó
que mientras estaba en Barcelona la habían llamado para ser la imagen de la nueva colección
de Custo. Estaba muy contenta y yo me alegré mucho. Antes de irse de nuevo, cociné una
pizza carbonara, su favorita, y hablamos sobre todo este tiempo, sobre cómo le gustábamos
Mardi y yo cuando estábamos juntos, sobre las casualidades y sobre nuestra infancia.
“Tío, Nico. Tus pizzas me han salvado la vida.” Nos abrazamos.
El final vino con una llamada, como vino el comienzo cuando me pidieron diseñar el
escenario sobre el que Salomé y Yokanáan se besarían con la fuerza necesaria para romper la
prohibición de un rey y una madre. Kite, una compañía de teatro profesional de Nueva York,
iba a representar Julio César, de Shakespeare, adaptada al mundo moderno de bandas, drogas
y peleas en callejones y con una protagonista femenina, y el director, que estaba en Madrid
justo en el momento del estreno de Salomé dos años atrás y acudió a verla por casualidad, se
había quedado fascinado por Mardi. Llevaba mucho tiempo perfilando la adaptación del texto
y pensando en cómo quería hacerlo, y cuando lo supo, buscó el número de Mardi y lo marcó.
Sin castings. Si quería interpretar el papel de Julia César, solo tenía que decir que sí. Mardi
dijo que sí. Y así fue, en un día muy normal, mientras jugábamos a la Gamecube y nos
tomábamos unas cervezas, cuando la vida de mi persona favorita en el mundo se convertía en
plena. Paramos el juego y vimos a Mardi pasar de la sorpresa a las lágrimas en medio de la
llamada manteniendo su acento inglés impecable. Saltamos. Gritamos. La abrazamos, nos
reímos, y yo lloré con ella. Era realmente feliz. Y yo era feliz también. No me hizo falta más
tiempo para saber que venía un cambio pero ya lo había aceptado.
-­‐
Nico, me voy a Nueva York. Ven conmigo, por favor…
-­‐
¿Cómo? No tendría nada que hacer allí, salvo estar contigo. No podría buscar trabajo,
y no creo que tengamos la misma suerte que al entrar por casualidad en esta azotea.
-­‐
Me da igual, vivimos como ilegales, cambiándonos de casa todos los meses, o de
ocupas en un edificio abandonado. Viens avec moi, ¡je t’en prie!
-­‐
Pero Mardi, mi amor, yo me iría contigo cien veces pero ¿no te das cuenta de que tarde
o temprano todo iría mal? Si fuese tan fácil como en las películas, o en las series, sería
muy fácil, pero no es así. Mardi, ve a cumplir tu sueño.
Se secó las lágrimas y se bebió de un trago la copa de vino que se cambiaba de mano
nerviosamente mientras hablábamos.
- ¿Por qué hostias no vienes conmigo? Dímelo.
- Porque quiero que vivas tu propia aventura, y no que andes cuidando de mi. Siempre
llevaremos el apellido Várje.
Preparamos la última fiesta en la casa e invitamos a toda la gente. A los amigos franceses de
Mardi. A Carlota y a sus amigas piradas por la moda. A toda la gente del teatro de Salomé. A
Manu, Adriana y los demás. Al público de nuestro teatro. Todas las personas que habían ido y
venido por nuestros recuerdos de estos años para una celebración final.
Pusimos palmeras de plástico en la azotea, con neones de color rosa y turquesa, música a toda
pastilla y más alcohol que nunca. Confetti. Tocados de indio, balones de playa y flotadores
hinchables volando, Time To Pretend y Mardi y yo haciendo nuestra coreografía, gente a
punto de caerse por la barandilla. Porros y más copas. Mardi tocando su música y muchos
aplausos. Recitales aleatorios de frases de personajes. Globos explotando, competiciones de
baile, amor etílico. Brindis por Mardi. Habíamos tenido muchas fiestas, y todas habían sido
pura diversión. Esta era puro símbolo. Era como reunir en una noche las piezas de muchas
otras y unirlas con un ritmo de bajo y un teclado, y todo sonaba a despedida. Bailamos
“Veneno en la Piel”, de Radio Futura, el único grupo español que le gustaba a Mardi, y nos
cantamos la letra haciendo el tonto.
Hacia las cinco de la mañana la gente se marchaba a un after, dormía en el sofá o en el suelo
de casa, o gritaba en trance por alguna calle paralela a la nuestra. Mardi y yo hablamos, por
primera vez, de cómo iba a cambiar todo.
-­‐
Bueno, pelirroja. Por fin ha llegado el momento.
-­‐
Tío, Nico…no me lo creo. De verdad, no creo que sea real.
-­‐
Te los vas a comer.
Me abrazó.
-­‐
Tengo mucho, mucho, mucho miedo.
-­‐
Pero tu talento es mucho más grande que ese miedo, así que…¿de qué tienes miedo?
-­‐
Bueno…no se…no sé muy bien quien soy sin esta casa y sin ti y sin nuestros amigos.
-­‐
Pero Mardi, ¿no lo ves? Quien eres ahora está dejando de importar, ahora va a
importar quien vas a ser.
-­‐
Siempre voy a ser una Várje, igual que tú. Siempre vamos a estar unidos por todo lo
que nos ha pasado.
-­‐
Tú, yo y el resto vamos a existir hasta que esta casa se caiga.
-­‐
Es verdad…nuestros cuadros, el teatro, los recuerdos…
-­‐
Toda la gente que ha venido hoy, esa gente va a pensar en nosotros durante mucho
tiempo. Y tendrán hijos y les contarán nuestra historia mágica. Esto ya no se puede
parar.
-­‐
Aunque no hayamos vivido felices para siempre y comido perdices, ¿no?
-­‐
Eso ya está anticuado, cariño.
Bajamos a la habitación y nos fuimos a dormir. Al día siguiente solo salimos de ella una vez,
para comer algo y beber un poco de agua. Y coger una botella de vino.
Mientras estábamos en la cama, me hizo reír y recordar la noche antes del estreno de Salomé.
“Te pregunté que si de verdad te apetecía interpretar a Yokanáan y me respondiste que el
papel te venía muy grande, pero que eso te gustaba, que te iba a hacer crecer para llenarlo.”
“Yo me acuerdo de que me contaste algo de que te gustaban los aguacates porque eran como
dos enamorados.” “Si…imagínate que tu y yo, antes de conocernos, éramos dos mitades de
aguacate. Uno tenía el hueso, el otro tenía el hueco. Uno estaba lleno pero le faltaba alguien a
quien llenar, y otro tenía el espacio perfecto donde la otra mitad podía encajar.”
La otra vez me contó algo totalmente distinto, pero me pareció que el concepto era igual de
bonito.
Me miró, me besó el cuello y me preguntó si quería que nos tatuásemos dos mitades de
aguacate. Y así hicimos. Ella se quedó el hueso y yo el hueco.
Mardi volaba a la semana siguiente a Nueva York. Paseamos todos juntos, comimos,
recordamos todo una y otra vez. Tomamos el sol, hicimos el idiota, jugamos a juegos, vimos
películas. Todo seguía como siempre, y llegó el día. Mardi nos dijo que de ninguna manera
quería que la acompañásemos al aeropuerto, prefería que nos despidiésemos en la casa. Nos
levantamos a las cuatro de la mañana y la vimos paseando por la casa, llorando y tocándolo
todo. La dimos un abrazo y todos se despidieron de ella y nos dejaron a solas.
Cogí un bolígrafo y le pinté una línea vertical en el dorso de la mano, y dije “The Elder
Wand”. El tatuaje del aguacate, en el antebrazo, seguía fresco como el mío. Dibujé un círculo
sobre la línea y ella dijo “The Resurrección Stone”. Iba a pintar el triángulo y a decir “The
Cloak of Invisibility”, cuando me paró antes de completar el trazo. En vez de un triángulo,
había pintado una V. “Várje”, dijo Mardi.
- ¿Qué vas a hacer? ¿Te vas a quedar aquí?
- No…no lo sé.
- Nico…
- Oye, Mardi. Ya sabes cómo era mi vida antes de conocerte y antes de todo esto. Un jodido
desastre, ningún propósito, viviendo haciendo cualquier cosa para sacar dinero y tirar y ya
está, y dejar pasar el tiempo.
- Y…¿ahora?
- Ahora…ya sé que hacer, para aprovechar el tiempo. Voy a escribir sobre nosotros, sobre
esta casa, sobre nuestros amigos y sobre este año loco y raro y lleno de…no sé, lleno de
magia y suerte y momentazos. Ve, y dales todo lo que tienes. Nos volveremos a encontrar
en el camino.
- Me inspiras, Nico.
Así, en la puerta, con las maletas, como cuando los dos coincidimos por sorpresa y
empezamos con nuestra vida juntos, nos besamos, y se fue.
Diego llevaba unas semanas quedando con su amiga Inés cuando entró una tarde a la
habitación y me contó que se iba. A un viaje de tres años en barco, a recorrer las costas del
mundo para estudiar a las gaviotas.
“Nico, igual tú no te dabas cuenta…pero Mardi no hacía otra cosa que leer a Kerouac. Yo ya
me imaginé algún día que en cuanto pudiese se iba a marchar a hacer teatro y visitar un
montón de ciudades. Ahora que se ha ido, ¿qué te retiene aquí? Todos nos vamos en algún
momento, y yo me alegro de irme. Y no porque no haya pasado un tiempo de puta madre con
vosotros – mientras decía esto, se le escapó una lágrima– Ha sido…de verdad, puta magia. No
te conviertas en el señor Várje, Nico. No esperes a viejo y quieras acabar con tu vida y pasar
el relevo y que un chaval lleno de esperanza pinte tu retrato por todo Madrid. ¿Te acuerdas de
cuando me contaste en Pirineos la historia de tu tatuaje, justo antes de que nos pillase la marea
subidos en el peñón de Cabo Higuer? Esta casa es tu peñón, amigo. Y al igual que tuviste la
fortaleza de saltar a la Laguna Estigia y escapamos de ahí para estar hoy hablando, ten la
fortaleza de romper con esto. Es maravilloso, sí, pero fuera de aquí también hay cosas
increíbles que nos estamos perdiendo. Lánzate, Nico.”
Nos abrazamos, dio un paseo por la casa antes de irse, escribió un par de frases en la
Olympia, entró al estudio y miró mis cuadros, cogió la gorra del vestidor con la que había
hecho el desfile y se la puso, cogió su maleta, nos abrazamos otra vez, y se fue. Había dejado
la habitación hecha un desastre pero no me importó. Lloré un poco. Me puse a ordenarla
mientras le imaginaba unos meses después, vestido de marinero en lo alto de un barco
mirando al cielo y siguiendo a las gaviotas con su dedo.
Fui al salón e, incapaz de dejar de llorar suavemente como estaba, cogí un trozo de papel y
escribí:
“Queridas gaviotas,
Estáis por conocer una energía desconocida para vosotras. No os sorprendáis si pronto os
encontráis:
Haciendo búsquedas en Google del tipo "tengo X años y..." para averiguar lo que más nos
preocupa a cada edad;
Siendo convencidos de que irse de viaje a recorrer trescientos kilómetros a la montaña es la
mejor idea que uno puede tener;
Preguntándoos qué es lo último que hicieron por primera vez;
Jugando al Curve sin llegar a entenderlo demasiado;
Jugando a Cartas contra la Humanidad sin llegar a entenderlas demasiado;
Jugando a los Cocos sin entenderlo de ninguna manera;
Aprendiendo a distinguir los árboles por sus hojas;
Volviendo a casa andando porque andar de noche es aprovechar un poco más la noche;
Viendo a parejas hacer el amor y estallar de euforia;
Queriendo conocer a las personas por lo que son y no por lo que aparentan ser.
Es imposible que toda esa energía no os sobrecoja, os emocione y os enamore. Espero, con
todo mi corazón, que sepáis disfrutarla.”
Fueron las primeras cosas que se me ocurrieron sobre Diego y quería apuntarlas cuanto antes.
Me levanté de la mesa, me sequé las lágrimas e inspiré aire durante mucho tiempo. Lo
mantuve en los pulmones hasta que se me escapó inevitablemente.
Terminé de liarme el leño. Sonreí intentando acordarme de quien que me había enseñado esa
forma tan ochentera de llamar a un porro. Terminé de añadir la última canción a la lista de
reproducción en el ordenador. Terminé de apagar las luces, y de abrir las ventanas. Terminé de
ver las luces de la ciudad y los coches pasando, una última bocanada de aire frío. Hice girar
la rueda del mechero y me subí a la única nube que cruzaba la noche. Mientras fumaba,
pensaba en que me gustaría probar a ir más rápido, muchísimo más rápido que los coches para
así pasar por delante de ellos mientras permanecían estáticos, fundiéndose con el ritmo de la
música. Ya no me parecía que las alturas ralentizasen las cosas.
Darío y Ana se iban a Londres. Ella tenía que seguir con sus estudios allí y Darío me contó
algo de un master de programación. Parecía aburrido, pero les desée que lo pasaran bien y les
dije que me alegraba mucho de que al final, a pesar de todo, hubiesen encontrado la manera
de estar juntos. Antes de irse, hablé con Ana y me dijo que la razón por la que había dejado a
Darío en un primer momento era porque llevaba una vida muy destructiva. Mucho alcohol. Yo
debí perderme los peores momentos, pero ya en el instituto Darío bebía mucho y parecía
importarle muy poco. Aun así, creo que este año le había sentado bien. Y se echaban de
menos, al fin y al cabo. Antes de irse, tuve la sensación de que no volvería a hablar mucho con
ellos hasta dentro de mucho tiempo, justo como había pasado antes de volver a encontrarme a
Darío en el suelo de la salida de la discoteca.
Pensé en escribir, pero no sabía cómo empezar. Si pintaba, sabía que acabaría llenándolo todo
de pelo naranja. Si saltaba por la ventana, echaría a volar y nunca tocaría el suelo, porque ya
había soñado con ello de pequeño en muchas ocasiones. Recordé la idea que había tenido para
una novela cuando era niño, de la vida de un hombrecito pequeño como una hormiga que tras
sufrir en el mundo de los humanos de tamaño normal descubría más personas como él en el
subsuelo de la ciudad, donde habían construido una utopía para gente minúscula que vivía
mucho mejor que la humanidad. Ojalá poder empequeñecerme y agrandarme a voluntad.
Soy una persona psicológicamente inestable. La mayor parte del tiempo estoy en un limbo en
el que todo me parece bien, pero no demasiado bien ni fantástico ni maravilloso, pero
tampoco malo ni horrible ni insoportable. Y entonces me pongo las alas de la exaltación, me
arde la cabeza y experimento una felicidad explosiva, y nunca me acuerdo de que pronto
vendrá la caída. Y entonces se me queman las alas y me caigo como una bomba nuclear que
en el impacto me deja yermo y enfermo de nostalgia durante un tiempo. Poco a poco me
recupero e inicio una lenta ascensión, vuelta al limbo otra vez. Esto solo podría escribirlo
desde el limbo, en el que soy consciente de la subida, la bajada y la recuperación, porque
cuando estoy en uno de esos tres estados no me acuerdo de ninguno de los otros dos y, siendo
sincero del todo, de nada más. Se me olvida, de verdad, se me olvida. Y todo esto ocurre sin
que el mundo exterior a mi cuerpo pueda hacer mucho para remediarlo. Es como cuando estás
enfermo y no recuerdas como era estar bueno. Pero todo está bien porque a través de estos
recuerdos me doy cuenta de que todo es una subida y después una bajada. Primero lo bueno,
ahora lo malo, y pronto lo bueno otra vez.
Creo que no he contado que Mardi cultivaba marihuana en el balcón detrás de unos cactus.
Cuando vivía en la residencia con sus amigos franceses, la cultivaban en un armario secreto
con focos junto con algunas macetas de orégano. Un día me contó que la primera vez que
fumó fue con su novio a los catorce años, después de robar una bolsa de cuero llena de hierba
que encontró en un cajón en la habitación de sus padres. Y de pequeña le echaba orégano a
todo lo que comía, así que pensó ¿por qué no echarle orégano a un porro? Y ahora tengo un
bote de orégano que nunca se acaba porque solo lo uso para hacer pizza y pasta y carne al
horno cuando antes tenía que comprar uno todas las semanas porque Mardi especiaba los
petas que se fumaba. Nunca adopté su costumbre hasta esa noche, en la que me lié el leño con
orégano y pensaba en rápido, lento, alto, y bajo. Al fumar la hierba de Mardi, no me caía y no
detonaba la bomba, simplemente seguía elevándome hasta irme a dormir en algún momento,
y al despertar volvía a mi limbo, que no es blanco y gris como el de mucha gente, sino de toda
la paleta de colores a la vez. La guitarra y la letra de ‘No Buses’ de Arctic Monkeys me había
traído la nostalgia más ácida, y recuerdo gritar felizmente al tiempo que Alex Turner: “There’s
nothing like a dirty look from the one you want or the one you’ve lost”.
Durante unas semanas no hice más que jugar a videojuegos. La ludopatía es la única adicción
real que he tenido en ciertos momentos de mi vida. En el instituto tiré un año entero a la
basura por jugar a World of Warcraft. En esa semana, jugaba a Grand Theft Auto y a League
of Legends. Hubo una noche en la que seguía jugando sin prestar atención, casi como un
vegetal. En la pantalla no cesaban de aparecer mensajes que me avisaban de mi muerte a
manos de un jugador enemigo. “You have been slain.” “You have been slain.” “You have
been slain.” “You have been slain.” “You have been slain.” “You have been slain.” “You
have been slain.” “You have been slain.” “You have been slain.” “You have been slain.”
“You have been slain.” “You have been slain.”, repetía el ordenador sin cesar. Desinstalaba el
juego y al cabo de las horas lo volvía a instalar. Los videojuegos te alejan de todo lo demás.
Me despertaba, jugaba hasta la hora de comer, comía cualquier cosa y seguía jugando hasta
que llegaba la madrugada. Ser un hikikomori y no salir de tu habitación para el resto de tu
vida es la forma más refinada de individualismo. Hoy no tenemos la propaganda del siglo XX,
que juntaba a la gente por un objetivo común como ganar guerras. No tenemos proyectos en
los que toda la sociedad es capaz de implicarse, excepto Internet. Pero la paradoja de Internet
es que se trata de una experiencia individual. En À Rebours, el libro mas visionario que se
escribió en su tiempo, el mundo real da asco y es frío y es aburrido y no ofrece estímulos y
hay muy poca gente que merezca la pena y por eso lo mejor es ascender a la torre de marfil y
olvidarse del resto. Nosotros habíamos hecho caso a Des Esseintes, hasta que la torre se
convirtió en cárcel. Recordé las tardes jugando al Smash Bros. para decidir quién fregaba los
platos y quién iba a la compra. Jugué una partida y la dejé a medias, porque recordé un
combate entre Diego y Darío que fue muy emocionante y todos gritábamos. Al final Darío
fregó los platos. Apagué la consola y desinstalé el League of Legends, esta vez sin vuelta
atrás. Mi juego favorito era Final Fantasy IX. Me hizo ser feliz de pequeño, en la habitación
contigua a la que se gritaban mis padres. Me hizo saber pronto que el amor era algo que
merecía la pena. “¿Acaso se necesita una razón para ayudar a alguien?”. Tus amigos son tus
mejores compañeros de viaje, pero cada uno tenemos un destino y algún día nos teníamos que
separar.
No he dicho la verdad, la ludopatía no ha sido el único de mis vicios. También fui cleptómano
durante un tiempo. Mi madre nunca ha tenido dinero y cuando estaba en el instituto me daba
rabia ver una camiseta o unas gafas de sol que me encantaban y no poder comprarlas.
Ahorraba durante meses y por fin me compraba lo que quería y eso me hacía muy feliz. En
cuestiones de ropa no existe el consumismo. Expresar tu estilo es una necesidad, y para ello
necesitas ropa, zapatillas, colonia y todo lo demás. El primer día que robé en una tienda
estaba muy triste. Me había enterado de que mi novia Julia, una chica que me encantaba, se
había liado con un chico del equipo de baloncesto del instituto. Era bastante bueno, y si eras
bueno en el Estu el Ramiro entero te conocía, como en una peli americana. Ella no me lo dijo,
lo supe porque se dejó el móvil en clase y antes de devolvérselo tuve la tentación de cotillear
sus mensajes. Él le hablaba sucio y ella le respondía enviándole fotos y videos desnuda. Me
rompió en dos, así que me fui al H&M de Gran Vía esa tarde, con la intención de ver ropa
porque no tenía ni un duro. Y acabé llevándome una sudadera roja que me pareció muy
bonita. Aún la tengo, pero es de lo poco que guardo de aquella época porque me trae un buen
recuerdo. Fue el inicio de una terapia incomparable, y hasta que llegué a Bachillerato y Darío
se enteró de casualidad. Me ayudó a dejarlo. Los verdaderos amigos son los que te ayudan a
crecer cuando estás muy cerca del suelo. Me hizo mucha gracia saber que Mardi también
había sido cleptómana, pero mucho más tiempo que yo. Me contó, no mucho después de
conocernos, que durante todo el instituto robó ropa, maquillajes, y películas en DVD. Todo el
dinero que traía ahorrado al venir a vivir a Madrid era de haber vendido las películas en eBay,
y aquí sobrevivió mucho tiempo robando comida en los supermercados. La tía no se cortaba y
se iba a las secciones gourmet de El Corte Inglés, a por el chocolate Leónidas y a por el jamón
serrano más caro. Nosotros dos nos habíamos encargado del papel higiénico durante este
tiempo, el único eco que nos quedaba de aquel tiempo que revivimos cometiendo fechorías
simbólicas juntos. Al acordarme de todo esto salí a la calle y decidí robar algo simbólico, solo
para reírme un rato. Fui a la Fnac y robé una edición de ‘Harry Potter y las Reliquias de la
Muerte’. Es por ello que hay dos en la biblioteca de la casa, uno con las páginas despegadas
de las lecturas arrebatadas de Mardi, y otro apenas abierto.
Una noche, vi a una polilla revolotear sus alas contra la ventana del salón, intentando entrar
para calentarse a la luz de una lámpara. Fuera hacía frío. La dejé entrar a pesar de que sabía
que no se contentaría con el calor y pronto buscaría comida en alguna de mis camisetas. Pero
agradecí su compañía, así que no me importó. Recordé una frase. “BE NOT INHOSPITABLE
TO STRANGERS, LEST THEY BE ANGELS IN DISGUISE”. Sé hospitalario con los
extraños, acaso fuesen ángeles en un disfraz. Cogí un lienzo en blanco y pinté el
mandamiento en negro, como una inscripción, y lo colgué en la pared. La polilla se fue poco
después.
Aquella noche tuve un sueño lúcido. No una desintegración como las de Mardi, porque no la
preparé. De hecho, fue espeluznante. Empezó como una parálisis del sueño en el que un
coloso gigante y negro entraba en mi habitación y me babeaba en la cara con la intención de
comerme. Sin querer, le dije que me llevase con él. Me levanté de la cama y salí al balcón de
la cocina, y vi el sol y la luna corriendo a toda velocidad en el cielo, y el día y la noche
sucediéndose sin parar. Y me desperté en mitad de la noche con la boca seca.
Pasaron un par de meses. No veía a casi nadie. Llamé a mi madre, todo le iba de maravilla.
“¡A ver cuando me visitas!” “¡Te tengo que enviar una caja de fruta y verdura, que aquí todo
crece riquísimo!” “¡Llámame más!”. No me hizo preguntas y yo intenté parecer feliz. Todo
siguió igual que antes de marcar el número de la casa del pueblo. Estaba escuchando Vampire
Weekend, porque antes de irse le regalé unos cuantos discos que me gustaban entonces, y
supongo que se estaría acordando de mi justo cuando la llamé. No hablábamos casi nunca.
Empecé a trabajar de camarero en un bar de viejos, cuyo patrón era un señor gordo llamado
Marcelo. Fue como un remedio casero. Me animé a salir a la calle y cada vez pasaba menos
tiempo en casa. Prefería el frío, me había acabado por gustar. Tocaba la guitarra en los
parques y me ponían multas los policías. Creo que me llegaron a poner unas quince. Hasta fui
a alguna manifestación, aunque me reía de las mismas frases pregrabadas que repetía la gente
que no tenía una sola idea de economía en la cabeza. La deuda, el crecimiento, el PIB, la
corrupción. Todo mezclado. No sabían que los países estaban en una deuda eterna, en una
condena permanente al crecimiento para pagar a los que habían pedido prestado dinero para
pagar a los que habían pedido prestado dinero. Gente moría por aplastamiento, o perdía la
visión tras recibir un disparo de pelota de goma en un ojo. La policía desahuciaba a viejas
señoras con un pie en la tumba. 2008 fue el año nefasto que le cambió la vida a una sociedad
que se creía por encima de si misma.
Y a pesar de todo ello, en las manifestaciones, en los movimientos ciudadanos, en las nuevas
propuestas y en la lucha por el cambio estaban los de siempre, los que se habían
acostumbrado a correr de la policía por expresar sus ideas en los 70. Había mas yayoflautas
dejándose los últimos gritos de sus cuerdas vocales en las manifestaciones que gente joven
cargando con el peso de las pancartas. Quizás a mi generación no le interesa la política.
Quizás cometemos el mismo error una y otra vez. Creernos que estamos por encima de todas
esas reglas, de toda esa gente con corbatas aburridas y barbas aburridas y palabras aburridas.
¿Molamos más que todo eso?
Pensaba en todo esto mientras fregaba jarras de cerveza y platos con restos de patatas bravas,
con la televisión hablando de fútbol de fondo. Había sido la cura más extraña, sentirme mejor
que en casa en un bar con olor a fritanga. No me apetecía más el existencialismo, ni el
nihilismo. Solo la vida. En realidad, había tenido una suerte que nadie tiene. Encontré una
casa cuando no tenía una, y tuve una familia cuando no tenía una.
Un día, de vuelta a casa, pensé de casualidad en lo mucho que se equivocaba Jorge Manrique
al comparar la vida con un río. ¿Un río? Un río sigue un cauce, y la vida no tiene un camino.
La vida es más como una jungla, donde solo puedes apartar la maleza, admirar las flores
exuberantes, saltar en lianas, comer, o ser comido.
Andaba despacio por el bulevar del Paseo de la Castellana en un día de abril. Me había
vestido con un traje color topacio que había encontrado en una caja en el vestidor, y llevaba
puestas mis gafas de sol Clubmaster. Vi parada en un cruce a una chica con gafas de sol
también, parada justo donde acababa la sombra de los árboles y perfilaba el sol su silueta.
Fumaba, tenía unas caderas sensuales que reconocí al momento. Andé deprisa y la alcancé
justo cuando el semáforo cambiaba a verde.
Ella giró la cabeza y nos miramos sin decir nada, atravesando el sudoroso asfalto cubierto por
la piel de cebra. A través de los cristales no se veían nuestros ojos, y nuestros labios hablaron
por nosotros. Presioné mi labio inferior con el superior y ella abrió la boca y rozó su labio
inferior con los dientes. Nuestros labios tenían un magnetismo del que habíamos hablado
muchas veces cuando éramos novios en el instituto. Cruzamos juntos y la calle se llenó de
gente. Nos quitamos las gafas a la vez y ella levantó sus cejas en una chispa apenas
imperceptible. Le encendí el cigarro que colocaba en sus labios. Continuamos andando.
-­‐
¿Crees que si nos hubiésemos conocido en otra ciudad este reencuentro hubiese sido
posible?
-­‐
Madrid tiene mucha magia, aunque tú nunca te lo creyeses. Un día intenté pasar por tu
casa, en Francos Rodríguez. De tu ventana se asomó alguien que no conocía y dije, ya
no vive aquí.
-­‐
Me fui de casa.
-­‐
Ah, ¡no lo sabía! ¿Dónde?
Me quedé callado, sonreí, y le dije “tengo una historia bonita que contarte, Marina.”
Salí con muchas chicas en el instituto. Cuando dejé de comer Bollicaos y de pasar mis tardes
sentado jugando a videojuegos y me apunté al equipo de baloncesto, adelgacé unos cuarenta
kilos y empecé de nuevo. Me empecé a interesar por la moda. Empecé a vestir bien. A
creérmelo un poquito. A hacer amigos. A no ir encorvado, y a mirar hacia arriba y no hacia el
suelo. Entonces empecé a salir con chicas. Chicas depresivas y con una fijación por la
autodestrucción, chicas completamente sanas pero incapaces de ver la belleza en el mundo,
chicas guapas, chicas feas, pibones trofeo, pibones que me veían como un trofeo, estúpidas,
chicas muy listas y chicas más pequeñas que yo y más mayores que yo. En medio de todas
ellas conocí a Marina en un viaje de autobús de vuelta de una excursión a cualquier sitio. Se
le había estallado un globo y pedí por todo el autobús uno para inflárselo y regalárselo. Fue mi
novia durante dos años, la única del instituto que recuerdo con cariño.
No la veía desde la graduación y aquí estábamos ahora, tantos años después, una mezcla entre
desconocidos y personas que se conocen de toda la vida. Quedamos un par de veces, y nos
pusimos al día. Estaba terminando Historia del Arte y la habían ofrecido una beca en el
Museo Reina Sofía. Había tenido un par de novios en la carrera pero ahora estaba soltera. Era
una chica que siempre acababa en relaciones de dependencia con sus novios. Creo que no
sabía estar sola. Sin embargo, irradiaba calor y luz y optimismo, y tenía una visión muy
sarcástica de la vida. Una tarde nos paramos en medio de la calle y nos besamos. Besaba muy
diferente a cuando éramos quinceañeros, y supongo que yo también. Fue un poco raro durante
un momento, luego nos reímos, y nos volvimos a besar. La cogí de la mano y le dije que le iba
a contar esa historia que le había prometido.
Fuimos a casa y empecé a contarle todo lo que había pasado en estas habitaciones en estos
años. Vio los cuadros, las fotos, la biblioteca, la novela, y en un momento me detuve. Pensé
en qué estaba intentando hacer. ¿Acaso repetirlo todo otra vez? ¿Empezar con ella una
segunda parte? Se dio cuenta y me miró en mi silencio, y aun así le pregunté “¿Te quedas a
cenar?”. Me respondió, “Creo que me voy a ir, ¿vale? Me ha encantado verte, Nico”, y se
levantó del sofá. La acompañé a la puerta, y forcé una pequeña sonrisa. “Lo siento, no
tendríamos que habernos encontrado”, le dije. Oí su voz bajando por el ascensor: “No ha sido
tu culpa”.
Hice pimientos rellenos para dos y mientras cenaba recordé algunos días con Marina, y el
momento en el que rompí con ella y cómo me arrepentí durante mucho tiempo después. Miré
alrededor y me di cuenta. Se había acabado. Aquí no creábamos nada ya, había que dar paso a
la siguiente generación. El señor Várje nos había dado las llaves de esta casa a Mardi y a mí
para que creásemos cosas que definiesen nuestros días, para que escribiésemos, para que
pintásemos, para que hiciésemos teatro, para que escuchásemos música y para que hiciésemos
el amor. Nada de eso ocurría ya. “El mundo es un lugar dinámico”, me dijo Waqas Khan. “Me
voy de aquí”, no paraba de pensarlo. Me había acostumbrado tanto a esta casa… “El mundo
es un lugar dinámico” “¿A dónde me voy?”
Cuando estaba en el instituto leí un libro sobre la historia de Vietnam. Antes de la “Guerra
Americana”, como ellos llamaban a la Guerra de Vietnam, habían estado colonizados por los
franceses, y antes por el Imperio Chino. Y siempre habían luchado. Los héroes vietnamitas no
eran grandes conquistadores, elegidos de los dioses, o estrategas sin rival. Eran rebeldes. Las
hermanas Tru’ung liberaron Nanyue, como los chinos llamaban al territorio vietnamita
conquistado, y reinaron durante tres años en Vietnam, antes de suicidarse en el río Đáy. Hồ
Chí Minh acabó con el poder de los franceses, y Estados Unidos tuvo que sustituirles tras
Ðiện Biên Phủ. Y lideró una guerrilla que consiguió ponérselo difícil a la única superpotencia
del mundo. Pensé: “Cuando acabe la universidad, quiero irme un año a Vietnam. Voy a
conocer a esta gente y estas selvas, llenos de cicatrices en las que se leen siglos y siglos de
lucha.” De pequeño era un idealista. Y bastante más optimista que ahora. No he acabado la
universidad, pero todavía me puedo ir a Vietnam.
Al principio pensé en darle las llaves de la casa a Miki, Adriana, Sara…pero entonces me
acordé de una señora que venía todos los días al bar de abuelos en el que fregaba platos. Y
todos los días le dábamos un café y un churro para que desayunase. Había miles de personas
desahuciadas por no pagar la hipoteca. Venían tiempos de cambio político en Madrid, y decidí
darle las llaves de la casa a una plataforma de afectados por la hipoteca. Daba igual si los
futuros Várje no eran artistas. Al fin y al cabo, ninguno de nosotros lo éramos. Algo que sí
habíamos hecho era convertir nuestra vida en una obra de arte escapando de todo lo que no
nos gustaba, del tormento que es vivir la vida en una rutina que nunca cambia. Pensé que no
había mejor forma de acabar esta historia que regalarle la misma suerte que yo había tenido a
los que nunca habían tenido una oportunidad en la vida.
Tenía dinero ahorrado de las figuraciones, del teatro, de los anuncios, y de ser modelo, y sobre
todo de fregar el suelo del Bar Marcelo cada noche. Miré vuelos. Compré uno que salía en
dos meses. Solo ida. Aeropuerto Internacional Tan Son Nhat. Una noche me vino a la cabeza
el recuerdo de Mardi y me imaginé como contaríamos nuestra historia, y acabé escribiendo
estas páginas que ahora se quedarán en la biblioteca de la casa. Estoy a dos días de saltar
hacia lo desconocido. Mi profesora de Historia del Arte de Bachillerato, Cristina CañedoArgüelles Gallastegui, como a ella le gustaba firmar, me regaló antes de acabar el instituto una
lámina de La Tumba del nadador en Paestum. Un hombre salta a la Laguna Estigia de cabeza,
sin miedo de lo que pueda encontrar. Me lo tatué en la muñeca al terminar el instituto. Está
saltando a lo desconocido, podría ser agua, la tierra, el infierno, el cielo, o el vacío, pero está
saltando de cabeza porque no tiene miedo. Yo voy a saltar miles de kilómetros en el aire hacia
un sitio del que prácticamente no conozco nada. Pero hace mucho que no descubro algo
nuevo. Esta casa lo ha sido todo, pero ya me la sé de memoria y el mundo está fuera,
esperándome. Voy a saltar. Gracias por leer.
~

Documentos relacionados