EL AMOR COMO MOTOR DE UNA VIDA INTENSA RETIRO

Transcripción

EL AMOR COMO MOTOR DE UNA VIDA INTENSA RETIRO
RETIRO ESPIRITUAL
MES DE SEPTIEMBRE 2015
EL AMOR COMO MOTOR DE UNA VIDA INTENSA
MOTIVACION: La pedagogía espiritual se centra corrientemente en prácticas (algunas muy importantes:
oración, examen, discernimiento) pero que no son el meollo de la vida cristiana. El adiestramiento espiritual de
Jesús tiene como eje el amor: a Dios, al hermano, a los pequeños, como distintivo. La pedagogía espiritual es
una iniciación en el amor intenso. Ejercitar el corazón en una educación real de la afectividad. El amor que
procede de Dios (que me mueve) deberá dirigir todas nuestras opciones y prácticas espirituales. Vida espiritual
quiere decir vida vivida con intensidad. Este tipo de vida en el amor es una existencia integrada desde el
corazón. Lo que buscamos es centrar la propia vida solo en Dios, partiendo de su iniciativa totalmente gratuita
que nos ama y nos capacita para amar. Esto supone clarificarnos desde el corazón, tener una intención recta
en todas las cosas particulares y en todas las decisiones de la vida. Pero este esfuerzo de orientar el corazón,
sin duda requerido, no es suficiente para lograr el objetivo, ya que éste es fruto de la petición, de la oración
constante y cualificada: que todas mis intenciones, acciones y operaciones sean enteramente dirigidas y
ordenadas al servicio y alabanza de Dios. Actitud que debe cultivarse asiduamente mediante el examen y la
oración sobre la vida. La vida unificada consiste en la integración del corazón. Esta experiencia tan propia y
personal se manifiesta en una forma de vida unificada que permite integrar todo el ser y todas sus capacidades
en un mismo amor a Dios y a la humanidad. “A Él en todas (las criaturas) amando y a todas (las criaturas) en
Él”.
PRIMER ENCUENTRO: LA AFECTIVIDAD EVANGELIZADA POR EL AMOR DE DIOS Por otro lado
es muy importante comprender que esta orientación del corazón debe dirigirse a la realización concreta del
reinado de Dios. La vida espiritual consiste en la disponibilidad total para vivir radical y profundamente
enamorado, para vivir definitivamente seducido. Ello supone una actitud constante de “adoración”, que es el
modo como los afectos se van centrando en Dios y vamos dejando que Él evangelice nuestro corazón. La
transformación de la afectividad consiste sustancialmente en un proceso de conversión: en desprenderse de
todos aquellos afectos que nos aprisionan, dejándonos envolver en la misericordia de quien nos ama y nos
libera. La reconciliación sacramental testifica este radical cambio de sentido de nuestros afectos. Pues es,
definitivamente, un éxodo del amor propio hacia la tierra de la promesa que es el verdadero amor que nace de
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Dios. Amando a Cristo y todo lo que Él ama, el corazón del que se entrega va purificándose hasta conseguir
que le mueva el amor que viene de Dios, al tiempo que su amor humano va inflamándose de modo cada vez
más intenso. Cristo es la perfecta realización y revelación de una existencia consagrada plenamente a la gloria
del Padre en la salvación de los hombres. Este modo de actuar mediante la referencia a la palabra y vida del
Señor, personalmente interiorizadas, será en adelante un medio habitual para discernir sin cesar las opciones
que comporta la vida de entrega en medio del mundo.
EL AMOR APASIONADO Y LA IDENTIFICACIÓN AFECTIVA Este adentrarnos en la vivencia honda de la
existencia con Jesús nos va conduciendo progresivamente a la identificación total con Él, con un gran deseo de
amar y abrazar con todas las fuerzas posibles cuanto Él amó y abrazó, hasta que se convierten nuestros
deseos en una realidad existencial. Y así se va produciendo una apertura grande a la acción transformadora
del amor que nos va haciendo entrar en la órbita de la intimidad total del Amigo. Comprendemos el sentido de
este “amor apasionado” que nos lleva a asumir su estilo y a abrazarnos definitivamente a su cruz. Esta
inserción en el misterio pascual pone una palabra de verdad definitiva en nuestra entrega cotidiana y la sitúa a
la luz del misterio redentor de Cristo en Dios.
SEGUNDO ENCUENTRO: LA FRAGILIDAD DEL AMOR El amor frágil es una metáfora, no sé si demasiado
atrevida, para expresar la kénosis del Amor de Dios en la persona de Jesucristo. Y una cautela frente a la
concepción teológica de un Dios prepotente y lejano. El Dios de la filosofía y también el de cierta visión de la
Biblia. Cuando nos imaginamos a Dios, todopoderoso y capaz de sostener el universo con su Palabra no nos
engañamos. Pero en la experiencia humana de Jesús y en la nuestra propia, se nos presenta en ocasiones de
verdadera gravedad, como un Dios menor, casi impotente, de quien más que esperar ayuda deberíamos
prestársela nosotros. “Ayudar a Dios” ha sido un deseo que ha brotado en el corazón de una mujer judía ante el
horror de la Shoah. Y no es la única voz que clama por preservar el lugar de Dios en los corazones devastados
de los hermanos que sufren. Igualmente el amor frágil supone una lectura previa del amor humano: como una
ocasión tanto de intensidad como de despojamiento. De intensidad porque el código del amor es una
intensificación del encuentro entre dos personas; de despojamiento, porque el amor es también hijo de la
carencia y no solo de la riqueza. Con razón Platón lo declara hijo del Recurso y la Pobreza, de Poros y Penía.
La fragilidad del amor es, en realidad, su fuerza. Porque el poder del amor no es imponerse sino entregarse. Y
solo en la entrega se muestra el verdadero rostro del amor. El Dios amor, el que se encarna es, a la vez, el
que se abaja, el que es exaltado y el que se esconde. Y hay veneros en la revelación y en la tradición eclesial
para mostrarlo. La fragilidad de Dios, por último, es una llamada a descubrir los caminos mistagógicos de la
experiencia de la alteridad, de la experiencia del sufrimiento y de la experiencia interior.
El Amor que se abaja: La fragilidad del Amor se inicia en el movimiento de proximidad, que siempre es
descendente. No hay verdadero amor que no suponga un moverse del lugar en donde nos prende, en donde
nos alcanza con su fuerza. Y se muestra precisamente como una orientación de la mirada. Los ojos del amor
que se inclinan hacia aquel o aquella que nos ha ganado el corazón. La complejidad del código amoroso
muestra precisamente su fragilidad. No hay imposición en el amor, porque, en realidad se nos crea el deseo de
ser deseados por aquel o aquella a quien amamos. Y ello comporta una gran experiencia de vulnerabilidad: no
podemos atraer sin solicitar, sin ponernos a la espera, sin sentirnos en manos del otro al que amamos. La
experiencia primera del amor no es, sin embargo, la humildad sino la conciencia de riqueza, de ser capaces de
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conquistar la voluntad del amado. Es una aguda conciencia de potencia, que nos pone derecha la columna
vertebral, al decir de Julián Barnes. El que siente el amor se sabe grande, y esa grandeza puede esconder un
impulso idolátrico, propio de todo enamorado, ya que el amor nos hace como dioses. Pero el endiosamiento es
el camino de la falsificación del amor, ya que lo convierte en conquista, en ejercicio desmedido de poder, y lo
aniquila. Por eso, el amor adolescente es un amor adictivo, es una compulsión que pretende forzar al que ama
a responder dejando a un lado su libertad. “¡Me tiene que querer porque yo le quiero!”, así se expresa el amor
ingenuo. Y ahí es precisamente donde se pierde. El amor, o se construye dócilmente en la humildad o se
levanta con orgullo y se auto aniquila. Por eso el movimiento hacia abajo del amor, hacia el otro, hacia el
respeto de su libertad, se convierte en solicitud, en invitación a responder, en mostración del deseo que le
alienta y le anima. Y así es, en efecto, el Amor de Dios. Un amor frágil porque no se impone, y, sin embargo, en
esa debilidad esconde su fortaleza. La kénosis de Jesús, es llevada de la mano por el poder del amor, ya que
solo el que ama puede despojarse del orgullo de ser, del privilegio de estar por encima, de la soberbia de ser
“como dios”. La encarnación de Jesús es todo un proceso de colonización de la primera palabra del Amor
sobre una humanidad receptiva y carente. Dios se encarna en la humanidad caída, no en la humanidad de la
recapitulación y redención final. Hacerse “carne” es hacerse “pecado” y fragilidad, porque es con la humanidad
pecadora con la que se hace uno y no por un tiempo, sino para siempre. Dos momentos clave de ese proceso
encarnacional son el lavatorio de los pies y la oración del huerto. Y en los dos el amor se postra, se abaja, se
pone a los pies de los amigos o rendido a la incomprensible voluntad del Padre. El amor que miraba desde
arriba y que se fue haciendo amor de igual a igual, de amigo a amigo, ahora nos mira desde abajo. Y hay agua
en la jofaina de Cristo para lavar los pies de todos. De los justos y de los pecadores, de los que le siguen y de
los que le rechazan. Como el Sol de justicia que Él mismo es, sale para unos y para otros. Y nos invita a
disfrutar de una nueva bienaventuranza, la novena, que quizá es resumen de todas las otras: “Dichosos seréis
si, sabiendo esto, lo lleváis a la práctica…” (Jn 13, 17). Desde luego, un criado no es más que su señor…Y
también mira desde abajo a su Dios incomprendido. Postrado en tierra siente la enorme fragilidad de su amor
divino en la propia carne. Y todo su ser tiene que apoyarse en la fortaleza del corazón, en la firmeza del
espíritu, porque no tiene otro agarradero. El ánimo flaquea, la sensibilidad se altera, el pavor y la tristeza se
adueñan de su psicología. Solo el amor le mantiene, el amor fontal, la palabra que sostiene el mundo:
“Padre…”. Y hay una mistagogía de la iniciación al misterio que Amor a la que se nos invita. Un camino torpe,
una pedagogía incierta que se nos desvela: aún no lo sabemos todo, aún quedan otras lecciones para
aprender a amar del Amor frágil, pero ya hemos podido comprender que hay un suelo firme para amar: el
servicio humilde, porque solo a los pies de los que amamos descubrimos que la humildad es lo único que
previene la arbitrariedad del amor…
TERCER ENCUENTRO: El Amor exaltado para atraer a todos. El atractivo del amor, lo que lo hace llamativo
para nuestra cultura ¿no es acaso, la adicción, la fascinación del objeto, la seducción de sus cualidades o la
promesa de una felicidad inaudita? ¿Cómo hablar, pues, de un amor sufriente, de un Dios víctima, que al ser
exaltado atrae a todos hacia sí? La fascinación del amor debe superar la prueba de la verdad. Nuestra cultura
del deseo, es decir, la publicidad, nos engaña con facilidad, pero lleva siempre dentro su antídoto: no nos
fiamos de una felicidad que se pueda comprar a tan bajo precio. Desconfiamos de una promesa fácil, lo que
nos seduce tiene que tener misterio para que, realmente, suscite el atractivo y atraiga nuestro corazón.
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Solo podemos amar lo que tiene misterio, solo donde hay misterio hay hondura. Y el amor tiene que arraigar
necesariamente en lo profundo; si sus raíces son superficiales puede crecer rápido, pero en cuanto sale el sol,
se agosta y, como no tiene raíz se seca (cf. Mc 4, 6). Quizá todo amor tenga siempre un comienzo adictivo,
quizá no pueda nacer el amor sin la fascinación de la promesa de lo inédito. Pero, si se le deja hacer, si va
adueñándose poco a poco de nuestra vida, nos conduce al aprendizaje del desprendimiento, de la muda, del
imperativo de no retener codiciosamente al o a la que amamos. El amor adictivo es el que no nos permite volar,
el que nos retiene en un facilidad aparente, pero infecunda. El que nos satisface, pero no nos llena, porque no
nos permite llegar a ser el o la que somos. Para amar de verdad es necesario desprenderse, porque la codicia
es la tumba del amor. Amar, como respirar, supone saber acoger, pero también saber despedirse de los que
amamos. Y ello no es posible sin un cierto grado de ascesis, de entrega, de abnegación, de renuncia por ellos.
La abnegación nos abre la puerta del amor, como la satisfacción nos la cierra. Entrar en el amor abnegado,
entregado, es lo que nos hace fecundos cuando nos disponemos a amar hasta el final. “¡El amor de verdad, el
que duele!”. Así se expresa el viejo que leía novelas de amor. El misterio mayor del Amor de Dios es Jesús
exaltado en la cruz, levantado en alto como una enseña para todos, como la serpiente de bronce en el desierto,
que nos capta la mirada para sanarnos del mal amor, para hacernos descubrir la verdad de todo amor humano.
“Si el grano de trigo no cae en tierra y muere…” (Jn 12, 24). El ocultamiento de muchas renuncias es el paso
previo para la exaltación amorosa, para el triunfo del amor. Jesús, levantado en la cruz, es una señal para
todos, no con palabras, sino con la fuerza seductora que nos arrastra la mirada y nos fascina el corazón.
“¿Cómo es posible que os hayan fascinado después que ante vuestros ojos presentaron a Jesucristo en la
cruz? ¿podéis ser tan insensatos?” (Gal 3,1). La fragilidad del amor exaltado es entregarse desnudo a nuestras
manos… y su fuerza y su sabiduría es hacernos capaces de realizar nuestra obra de amor, de unirnos con Él
en la cruz. Hay también aquí una mistagogía que aprender, un camino difícil hacia el misterio del Amor
exaltado, que pasa por entrenar el corazón en el desprendimiento cotidiano, ese misterioso vía crucis de cada
uno que nos va acercando a Jesús y apretados a Él, adheridos como el cinturón se adhiere a la cintura de uno
(Jr 13) nos va invitando a compartir ese camino con los crucificados del mundo. La compasión es otro nombre
del amor, dejar que se nos estremezcan las entrañas ante el rostro humano del sufrimiento, de la explotación,
del desvalimiento, de la pobreza.
CUARTO ENCUENTRO: El Amor escondido para dar la Vida
“El amor, como el dinero, no se pueden ocultar”. Así pretende convencernos el refranero de la imposibilidad de
mantener el amor oculto, de ponerle puertas a una experiencia que siempre nos desborda y nos expone ante
los ojos de todos. Pero hay una fuerza oculta en el amor, de la que vive, que no siempre se ve, porque es
invisible a una mirada desatenta y descuidada. La mirada es el sentido del amor. Hay una concupiscencia de
los ojos, que al presentarnos el objeto bello, lo nimba de una luz particular y nos lo hace deseable. Las miradas
del amor son su lenguaje, y podemos expresar mucho cariño, o mucho desprecio, admirar y rechazar con solo
una mirada. El amor ilumina los ojos y nos hace reconocer a la persona que amamos en medio de una multitud
de desconocidos. Por eso, a veces, aunque se trate de la misma persona, nos parece distinta, porque la
miramos con la nueva luz de nuestro corazón. El proceso de reconocimiento es eso, volver a conocer, conocer
de nuevo, de otra forma, con otros ojos a la misma persona que amamos.
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Lo oculto se manifiesta, lo que no se ve con nuestros ojos de carne, se reconoce con los ojos del corazón. Así
de extraña y de penetrante es la mirada del amor. Y también de este modo se muestra la fragilidad del amor,
porque se trata de algo que puede pasar desapercibido, que puede estar a nuestro lado y no ser visto, no
percibir su fuerza y su grandeza. El Amor frágil, con mayúscula, el amor de Dios se muestra “al tercer día” de
una manera sorprendente. Se muestra oculto, o se oculta mostrándose, como queráis. El Amor exaltado,
expuesto a la vista de todos como inservible y aún peor, como absurdo y blasfemo en público, ahora se
manifiesta en el espacio privado, de tú a tú, y como quien teme romper el encanto de ese reencuentro
prometido. Tanto en la soledad del huerto, junto al sepulcro, confundido con un hortelano, como a María, la
pecadora, como en el camino de Emaús, bajo el aspecto de un viajero apresurado que quiere pasar de largo
cuando ya el día declina. Confundido con un fantasma, tiene que confirmar su corporalidad comiendo un trozo
de pescado sobrante del día anterior, o dejarse introducir el dedo de Tomás en la abertura de los clavos y
dirigir su mano incrédulo hacia su propia entraña. Verdaderamente es un amor extraño, este amor ahora
triunfador y glorioso, vistiendo los pobres harapos del rey que se disfraza de mendigo para conocer la verdad
del corazón de sus súbditos. O quizá más que un rey, es el amante que se disfraza para no asustar a la amada
de su corazón cuando se acerca a ella en la dulzura del amanecer después de una noche de angustia y de
desvelos. “Habéis resucitado con Cristo (…) estad centrados en las cosas de arriba, no en las de esta tierra,
donde Cristo está escondido en Dios” (Col 3,1-4).
ORACION COMUNITARIA:
Hacer eco a nivel personal y comunitario de la experiencia de Dios durante este día.
(Retiro Espiritual preparado por Hna. María Cristina Aguilar G.)
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