Los Niños del Siglo XIX

Transcripción

Los Niños del Siglo XIX
PRESENTACIÓN
A lo largo de la historia cada cultura ha
establecido un significado al concepto
de infancia, una definición de ser niño
basado en el periodo de duración, su
naturaleza y sus capacidades. En cada
época, la sociedad determina cómo
debe verse y comportarse el niño; el
entorno de la familia y la escuela van
guiando su conducta y definiendo cuál
es el rol que debe desempeñar en la
sociedad.
Durante el periodo virreinal los niños
eran educados bajo estrictas normas
morales y religiosas; sometidos a la
autoridad de sus padres y educadores,
eran víctimas de abusos, maltratos y
castigos físicos, que eran aceptados
como algo “natural”, pues estaban
sometidos a la autoridad de sus padres
y educadores. En su núcleo familiar, los
niños eran considerados simplemente
miembros en formación, dentro de una
sociedad de adultos.
En el siglo XVIII, las ideas científicas y
liberales de la Ilustración, aunadas a los
cambios políticos y sociales derivados
de la Revolución Francesa y los movimientos de independencia que abolieron la esclavitud, permitieron gestar una
nueva noción del hombre, lo que a su
vez implicó otra forma de ver y entender
la infancia.
Las ideas del escritor y filósofo francés
Juan Jacobo Rousseau fueron determi-
nantes para comprender al niño como
una entidad con personalidad propia.
Rousseau planteó la importancia de una
educación de los infantes como futuros
ciudadanos, y propuso un desarrollo
más armónico y con mayor libertad para
ellos. Este concepto moderno del niño
implicó un conocimiento más integral de
su naturaleza, necesidades y capacidades.
Los niños se volvieron sujeto de estudio
serio. “No sabemos nada de la infancia”,
advirtió Rousseau en 1762.
Hasta la primera mitad del siglo XVIII, en
la cultura occidental existieron muy
pocos objetos exclusivos para los niños.
Fue hasta el siglo XIX, con la Revolución
Industrial, que aparecieron productos en
serie hechos para ellos. Se diseñaron
muebles y ropa a su escala y proporción,
así como juguetes que los divirtieran y
que estimularan su fantasía. Este
cambio reflejó un profundo cambio en la
manera en que la sociedad percibía a los
niños, y consolidó un lugar propio para la
niñez.
La exposición Los niños del siglo XIX
presenta el contexto de la cultura material con la que vivió un sector de los
niños mexicanos. La variedad de objetos
que se exhiben, son una muestra de las
soluciones que se dieron a las necesidades de una noción más moderna de la
infancia.
Las edades del hombre o grados de la
vida del hombre y su fin sobre la tierra
Litografía de Ojeda, 1852. Colección Mercurio López Casillas
Esta litografía ejemplifica un tema muy
recurrente en la pintura y el grabado
popular del siglo XIX, que pretendía
hacer reflexionar y moralizar sobre las
etapas vitales del ser humano. En ella
se muestra una estructura piramidal
de nueve escalones, en el que cada
nivel representa una década, de un
total de cien años de vida, a las que
denomina respectivamente: infancia,
adolescencia, año de juventud, año
viril, año de discreción, año de madurez, año de declinación, año de decadencia, año de caducidad, decrepitud
e imbecilidad.
Con la escena de nacimiento se inicia
y con la de la muerte se termina esta
composición analógica, donde el
punto de partida de la vida está ubicado a un lado del final: el niño recién
nacido en su cuna, el anciano en el
lecho de muerte. Es muy curioso que
en esta representación se considere la
vida con una duración de cien años,
ya que la longevidad promedio, en el
siglo XIX, era de entre 30 y 40 años.
Cinco escenas sobre los sacramentos
religiosos complementan la composición: integradas a la estructura escalonada, aparecen enmarcadas la primera comunión del lado derecho y el
bautizo a la izquierda. Abajo del nivel
superior de la escala, se puede apreciar la escena de la confirmación. En
las esquinas superiores, dos querubines sostienen otros dos sacramentos;
a la derecha vemos el matrimonio, a la
izquierda la extremaunción.
En la esquina inferior derecha se aprecia a un grupo de niños de diferentes
edades: un recién nacido, una pareja
de chiquillos de cinco años con sus
juguetes y otra de adolescentes con
cuerdas para saltar.
A lo largo de la historia y en diferentes culturas, la edad civil varía al igual que la
escolar, la religiosa y la penal. Actualmente se considera “niño” al individuo desde
que nace hasta que llega a la emancipación o al inicio de la pubertad, o bien a la
adolescencia temprana.
Documento de la venta de
un niño esclavo
1768. Colección Biblioteca Xavier Clavigero, Universidad Iberoamericana
La esclavitud en la Nueva España
estuvo basada principalmente en la
importación de esclavos de África.
Fue en 1639 con una bula promulgada
por el Papa Urbano VIII, cuando se
prohibió la esclavitud en las colonias
de España y Portugal en América.
Esta medida fue aprobada por el rey
de España, Felipe IV, únicamente en
cuanto a los indígenas. Miles de niños
afrodescendientes sirvieron como
esclavos en haciendas, instituciones
religiosas y minas, realizando labores
agrícolas o prestando servicios domésticos. A partir de los siete años de
edad, sus amos podían venderlos
junto a su madre o separarlos de ella.
Este contrato realizado en la ciudad
de Valladolid (actualmente Morelia) es
el testimonio de la compra-venta de
José Martín, un esclavo mulato de 11
años de edad.
La transacción se efectuó el 8 de abrilde 1768, entre el comerciante Antonio
de Orve y el capitán de Infantería Francisco de Mendieta, quien adquiría al
niño por 80 pesos. En este documento, el escribano especificaba que el
vendedor “lo cede, renuncia y transfiere al comprador […] para que como
suyo propio lo haya, posea, goce de
su servicio, venda, enajene y disponga
de él a su voluntad”.
El caso de José Martín es un ejemplo
de los miles de niños esclavos que
vivieron en la Nueva España, hasta
que se abolió la esclavitud a principios
del siglo XIX, con el movimiento de
Independencia iniciado por el cura
Miguel Hidalgo y Costilla.
Emilio, o De la educación
1850. Colección Biblioteca Xavier Clavigero, Universidad Iberoamericana
En 1762, Juan Jacobo Rousseau, publicó un tratado filosófico sobre la
naturaleza del hombre, titulado Emilio,
o De la educación, en el que afirmaba
que no se conocía verdaderamente la
infancia y declaraba: “Buscan siempre
al hombre en el niño, sin considerar
que éste fue niño, antes de ser
hombre”.
Sin ser un especialista en educación,
Rousseau propuso un sistema en el
que sugería a los padres y educadores esforzarse por comprender mejor
la naturaleza de los infantes, así como
su lenguaje y sus signos, para concederles hacer más por sí mismos.
Rousseau ejemplificó, a través de los
personajes del joven Emilio y de su
tutor, cómo debía educarse al ciudadano ideal, de una manera armónica
que le hiciera feliz.
El libro se considera una referencia en
varias disciplinas, entre ellas, en la
educación física, ya que establece que
el ejercicio debe realizarse en la naturaleza y que el hombre debe vivir el
mayor tiempo posible al aire libre.
Las ideas vertidas por Rousseau en
esta publicación fueron determinantes
para entender a los niños de un modo
más integral y humano. El texto, traducido a varios idiomas, se convirtió en
una piedra angular de la educación y
la historia de la infancia.
Exposición de los elementos de Newton
por el marqués de Villafonte Moncada
para la instrucción de su hijo
Juan de Moncada, 1791
Nuevo silabario de Antonio Cataño,
1831
Colección Biblioteca Xavier Clavigero, Universidad Iberoamericana
Estos ejemplares manuscritos, realizados en una época en que ya predominaban los libros impresos, demuestran la carencia de textos diseñados para la enseñanza, hasta bien
entrado el siglo XIX.
Los dos volúmenes, que conforman la
Exposición de los elementos de
Newton, fueron realizados por el marqués Pedro Moncada de Aragón
Branciforte y Platamone para su hijo
Juan, de nueve años de edad; comprenden 669 páginas con 46 figuras
coloreadas a dos tintas.
Estos manuscritos nos revelan el
deseo de un hombre ilustrado por
enseñarle a su hijo los descubrimientos realizados por el físico inglés
Isaac Newton y algunos de sus contemporáneos.
Por su parte, el Nuevo silabario plantea un sistema para la enseñanza de la
lectura y la escritura, que además
incluye lecciones de moral, doctrina
cristiana y urbanidad.
Estas obras, realizadas en dos momentos diferentes y con 40 años de
diferencia, demuestran un extraordinario esfuerzo por transmitir el conocimiento por escrito y son ejemplo de
diseños de carácter didáctico en una
época en que eran escasos los libros
para la educación.
El catecismo del Padre Ripalda
1758. Colección Biblioteca Xavier Clavigero, Universidad Iberoamericana
El catecismo del padre Ripalda
explicado por el padre García Mazo
1851. Colección Gustavo Amézaga Heiras
El jesuita español Jerónimo Martínez de Ripalda escribió un catecismo publicado en Toledo, España, en
1618, dirigido a los niños para que
éstos aprendieran las bases de la
doctrina cristiana. Importado en la
Nueva España, este catecismo fue
utilizado en instituciones escolares
para instruir en la doctrina cristiana
y las primeras letras tanto en castellano como en lenguas indígenas. La
importancia de este impreso radica
en que por siglos se utilizó para la
enseñanza del español, del civismo
y de la lectura.
En el México independiente, los
cambios políticos desencadenados
por la Constitución de 1857 se reflejaron en el ámbito educativo. En
1861, la Ley General de Instrucción
Pública para el Distrito Federal y Territorios ya no incluía este catecismo
religioso en los contenidos obligatorios. Ignacio Manuel Altamirano,
entre otros liberales, criticó duramente su uso como libro de texto,
por lo que fue restringiéndose cada
vez más al adoctrinamiento cristiano
en las iglesias y escuelas confesionales.
El manual fue escrito en forma de
catecismo, es decir, basado en preguntas y respuestas. Tuvo tal éxito
que se editó cientos de veces y se
tradujo al menos en cinco lenguas
indígenas. Si bien el catecismo de
Ripalda se publicó originalmente en
una época en que se concebía a
Dios como el centro y el objetivo del
conocimiento, su utilidad trascendió
en el sentido de que fue un instrumento para lograr alfabetizar a miles
de niños en la Nueva España.
Si hiciéramos la lista de los libros de
texto que fueron utilizados por el periodo más largo en la historia de la
educación en México, el catecismo
del padre Ripalda ocuparía el primer
lugar. La permanencia de este libro
fue de más de tres siglos, ya que se
siguió publicando durante el siglo
XX.
El Periquillo Sarniento
1885. Colección Mercurio López Casillas
El Periquillo Sarniento, de José Joaquín Fernández de Lizardi, se publicó en 1816, hace casi 200 años, y es
la primera novela escrita en México
y Latinoamérica. Su protagonista es
un muchacho pintoresco de origen
popular llamado Pedro Sarmiento,
apodado por sus compañeros de
escuela “el Periquillo Sarniento” por
su vestimenta de chaqueta verde y
pantaloncillo amarillo.
En esta novela que finge ser autobiográfica, un hombre narra a sus
hijos las peripecias de su vida, primero como infante y escolar; luego
estudiante, jugador, empleado, naufrago, etcétera. Ubicado a finales
del siglo XVIII y principios del siglo
XIX, la novela es una crítica a las
formas de vida de la época novohispana. La narración gira en torno a la
interacción del Periquillo con una
amplia galería de personajes típicos,
cuyas acciones dejan entrever los
males que aquejaban a la sociedad
mexicana durante los años finales
de la dominación española.
Con influencia del Emilio de Rousseau, Lizardi realiza al principio de la
novela la primera reflexión literaria,
pedagógica y social sobre la educación de los niños mexicanos, no
exenta de humor. Comenzando por
la cuna y la lactancia, la costumbre
de fajar a los bebés y llenarlos de
dijes, la novela avanza con la edad
del niño y así va pasando de la
“amiga” a la escuela. Aquí el niño
encuentra diversidad de maestros:
desde un seudo educador permisivo
y falto de carácter, hasta el profesor
perverso que lo atormentará aplicando el axioma “la letra con sangre
entra” con palmetas y otros instrumentos diseñados para castigar severamente.
Retrato del niño don Juan Francisco
de la Luz Hidalgo
Anónimo, óleo sobre tela, siglo XVIII. Colección Museo Nacional de Arte
En el periodo virreinal, los retratos
de los niños se caracterizaron por
las posturas solemnes y rígidas en
sus gestos, impropia de los pequeños que aparecen despojados de su
infancia. Eran representados como
adultos en miniatura, vestidos y
obligados a comportarse como tal.
En la pintura de la Nueva España no
existe el retrato de un infante sonriente.
Estos “niños agrandados” aparecen
vestidos con lujosos brocados
rígidos, gorgueras, encajes, terciopelos, joyas, tocados, sombreros y
plumas, que no concuerdan con su
naturaleza lúdica y espontánea.
Éste, es el caso del niño Juan Francisco de la Luz Hidalgo, quien fue
pintado vistiendo una casaca y un
chaleco ricamente bordados; porta
una rosa a la altura de su corazón,
mientras que con su mano izquierda
acaricia un borreguito, símbolos
ambos de su inocencia.
Retrato del capitán
Pedro Marcos Gutiérrez y su familia
Anónimo, óleo sobre tela, 1814. Colección Museo Soumaya
Las ideas de la Ilustración, entendidas
como una revolución en torno a la
libertad, la ciencia y la política de
los hombres, habían penetrado e
influido en muchos aspectos de la
vida cotidiana, como se puede apreciar en este óleo, que fue pintado en
las postrimerías de la época virreinal, durante los años de la Guerra
de Independencia.
A diferencia de los ostentosos retratos del siglo XVIII, en este cuadro se
muestra una nueva visión de la familia, en la cual los personajes se presentan en la intimidad doméstica,
realizando actividades cotidianas.
La composición de la obra coloca a los
padres al centro; de forma simétrica,
el cuadro se divide en dos partes:
del lado izquierdo de la estancia, la
madre enseña a su hija las labores
de costura; por su parte, el padre,
atiende a su hijo y, apoyado por un
compás, le explica alguna lección; el
adolescente, sostiene un libro
donde se aprecian algunas figuras
geométricas.
En esta obra se representó a la familia con una nueva visión: la composición del cuadro, las actitudes de los
personajes y hasta la vestimenta de
los retratados, son clara muestra de
una nueva mentalidad que era ya
evidente a principios del siglo XIX.
Costurero con juguetes
Costurero, ca. 1870. Colección Ana Margarita Ávila Ochoa
Juguetes en miniatura. Colección Raúl Torres, Manuel Mnichts y Gustavo Amézaga Heiras
La pintura popular del siglo XIX dejó
constancia de una amplia galería de
retratos infantiles de ese siglo.
Entre los atributos más frecuentes con
que se pintaban a los niños se encontraban pequeños juguetes como muñecas de trapo, borreguitos de hilo y
algodón, matracas, carretes de hilos,
escobetillas y otras miniaturas.
Los hijos más pequeños estaban apegados a la madre y a la servidumbre.
El padre se involucraba poco con los
hijos durante los tres primeros años de
su vida.
Para entretener a los chiquillos, las
madres elaboraban algunos juguetes
que guardaban en los cajones de las
almohadillas o costureros, mientras
que ellas realizaban las labores de costura.
La importación a México de juguetes
europeos y norteamericanos, se pone
en boga durante la segunda mitad del
siglo XIX.
Retrato de niño con sombrero
Anónimo, óleo sobre lámina, 1889. Colección Museo Nacional de Arte
La moda infantil tuvo un cambio radical
a principios del siglo XIX con la aparición del “mameluco”, un tipo de traje
para los niños que les daba mayor
libertad y ligereza para moverse. Esta
vestimenta constaba de dos piezas:
unos amplios pantalones o calzones
largos rematados casi siempre con
encaje, y una chaquetita o camisón
holgado.
A partir de la Revolución Francesa y de
las ideas ilustradas, las modas y los
textiles pesados y rígidos dieron paso
a modelos y telas más ligeras y simples
como el lino, la muselina, la gasa y el
percal.
Esto influyó la moda infantil, en la cual
finalmente se adecuó a los cuerpos
pequeños y a las actividades como el
juego y el ejercicio físico.
El retrato de este chiquillo desconocido, pintura de factura popular, representa al niño de cuerpo entero con dos
objetos que se refieren a su carácter
infantil: su pequeño sombrero y el
juguete que sostiene en su mano derecha.
Los detalles del encaje de sus pantalones, el cinturón y los zapatos, son
característicos de un niño de estrato
económico alto.
Cuna-mecedora para bebé
1891. Colección Hacienda de Borejé
Esta mecedora para bebés, que perteneciera al niño Enrique Pliego y Lebrija,
fue realizada por encargo a un ebanista
de finales del siglo XIX y es ejemplo de
los muebles pre-industriales en nuestro país.
La pieza, realizada en caoba y encino,
está compuesta por un amplio marco
del que se sujeta una red donde recostaban, sobre cobijas, a los bebés completamente fajados e inmóviles; la amplitud de la malla mantenía sujeto y
estable al niño, seguro en su lugar. Dos
estructuras verticales soportan el
marco de la mecedora.
La naturaleza del objeto que porta y
mece al niño, a través del simple mecanismo de cuerda suspendida, es el
elemento que temporalmente sustituye
los brazos de la madre que arrullan al
niño para que duerma.
Ese valor simbólico se ve reflejado en la
delicadeza de cada ornamento, que
cumple una función estética y estructural, prueba del virtuosismo del ebanista.
Cada travesaño que ha sido torneado,
las ménsulas finamente talladas que
unen y dan estabilidad a las patas y a
los cuatro postes para lograr la altura
indicada para columpiar la canastilla,
son de una delicada armonía puesta al
servicio de la familia para el cuidado de
su nuevo miembro.
Esta mecedora que los padres han
mandado a hacer para su primogénito,
será un objeto que irá recibiendo a
cada uno de los demás hijos durante su
primera etapa de infancia.
Ropa y accesorios para niños
Colección Daniel Liebsohn, Teresa Castelló, Felipe Neria y Gustavo Amézaga Heiras
El cambio del siglo XVIII al XIX es un
periodo que corresponde a la transición
del antiguo régimen a la modernidad.
Las ideas ilustradas se reflejaron en el
campo de la moda, en los usos y cambios en la indumentaria.
La moda también refleja las ideas libertarias gestadas durante la Revolución.
La antigua manera de vestirse fue
reemplazada poco a poco por otra
completamente nueva.
Se impone el estilo neoclásico en la vestimenta, de telas suaves, corte sencillo,
líneas simples, y un retorno estilístico a
las formas clásicas de la antigüedad,
que se pusieron de boga en México en
las dos primeras décadas del siglo XIX y
que también habrían de tener impacto
en la moda infantil.
En el siglo XIX, pese a que algunas prendas y accesorios infantiles (tirantes,
delantales, sombreros y zapatos) eran
copia de los utilizados por los adultos,
se introducen nuevos materiales y modelos más adecuados en la vestimenta
para niños, lo que permitía mayor comodidad para realizar actividades propias
de sus edad y condición.
Desde principios del siglo XIX hay un
rechazo a la moda española y empieza
a dominar la francesa.
Láminas de moda
Década de 1850. Colección Gustavo Amézaga Heiras
En Francia empezó a publicarse el
Periódico de Damas y de Modas desde
1797; en España, a partir de 1842 se
editó para el mercado hispano La Moda
Elegante Ilustrada con litografías coloreadas manualmente. Algunas publicaciones realizadas en México como El
Liceo Mexicano, El Semanario de las
Señoritas Mexicanas y El Museo Mexicano también reprodujeron ilustraciones
de modelos de inspiración europea.
La difusión de la moda francesa ganó
amplia popularidad a partir de las revistas ilustradas donde se ejemplificaban
los cambios de diseños y modelos para
damas y niños.
Estas publicaciones además aconsejaban sobre las hechuras, telas, peinados,
adornos y accesorios para cada ocasión.
Las revistas incluían consejos de belleza,
ideas sobre cómo vestir a los niños, técnicas de bordado, decoración para el
hogar, literatura y además se podía
adquirir un “sistema de patrones” para la
confección de las prendas que se ilustraban.
Venta por catálogos
Catálogos de ropa y muebles para niños,
segunda mitad del siglo XIX. Colección Gustavo Amézaga Heiras
En la segunda mitad del siglo XIX
tuvieron gran auge las tiendas departamentales que, a diferencia del comercio tradicional, vendían en un sólo
espacio ropa, lencería, joyas, zapatos, accesorios, muebles y hasta
alimentos. Su novedosa política comercial permitía entrar y salir libremente a la
clientela, competir con los precios de
otros comercios y la facilidad de que los
clientes cambiaran o realizaran la devolución de productos sin penalización.
Entre otras novedades, se incorporó el
sistema de venta por catálogo que ya
había empezado a circular en establecimientos y, en nuestro país, se surtieron
productos comerciales del extranjero.
Los catálogos de venta, permitían realizar pedidos a larga distancia, utilizando
el correo postal o agentes representantes de fábricas, tiendas o productos.
Almacenes norteamericanos como
Montgomery Ward y Sears & Roebuck, y
los mexicanos como El Palacio de Hierro
y El Puerto de Liverpool editaron catálogos que incorporaron una variedad de
productos para satisfacer las necesidades de ropa, mobiliario y juguetes para
niños.
Los fabricantes de muebles comenzaron
a diseñar, producir y comercializar mobiliario especializado para niños: carriolas,
banquillos, sillas, cunas, camas, mecedoras, pupitres y hasta pequeños muebles para muñecas. Así lo demuestra la
oferta de los catálogos comerciales de
empresas austriacas como la de Jacob y
Josef Kohn y la Casa Gebrüder Israel, o
la distribuidora norteamericana Wm.
Scwarzaelder & Co., de México destaca
la Mercería de José María del Río y la
Casa Boker.
Mobiliario para niños
Pupitre. Colección IBBY México/A leer
Coqueta, ca. 1850. Colección Gustavo Amézaga Heiras
Silla mecedora, ca. 1900. Colección Paz Yano Bretón
Durante el siglo XIX un gran mercado
había surgido: el de los niños. Los
inventores y fabricantes se dieron a la
tarea de empezar a crear productos
para los niños de la nueva clase
media. El mobiliario no fue la excepción, se produjeron piezas que enfatizaron las diferencias entre pequeños
y adultos.
Se diseñaron sillas, mecedoras y pupitres, con asientos curvos para la
comodidad y la buena postura de los
niños. Algunos muebles, como las
periqueras o sillas para bebés, se
hicieron de forma plegable para facilitar su manejo, procurando que no
fueran ruidosos al moverse o al cambiar de posición.
Se puso un especial cuidado para
producir mobiliario atractivo, económico y de fácil limpieza.
Por ejemplo, algunas familias de clase
alta acostumbraban halagar a sus
hijas cuando entraban a la adolescencia, regalándoles una “coqueta”, mobiliario que estaba formada por un
tocador y un espejo a media altura,
utilizado en las recámaras de jovencitas para su aseo y arreglo personal.
Importados a México por las nuevas
tiendas departamentales que los ofrecían y vendían por catálogo, los muebles europeos pre-fabricados se
impusieron como moda en el último
tercio del siglo XIX.
Los países más industrializados como
Italia, Alemania, Austria y Estados
Unidos fueron los que fabricaron y
exportaron miles de piezas de muebles a toda Europa y al Continente
Americano. Este tipo de mobiliario desplazó el trabajo artesanal de muchos
carpinteros y ebanistas locales.
Retrato de niña
Anónimo, ca. 1860, óleo sobre tela. Colección Daniel Liebsohn
Retrato de niño
J. M. García, 1851, óleo sobre tela. Colección Daniel Liebsohn
Los retratos infantiles del siglo XIX
dan testimonio de cómo eran representados y percibidos los niños en el
entorno social, dando una imagen de
solemnidad poco natural pese a su
corta edad y naturaleza.
En la sociedad de ese siglo las apariencias fueron enormemente valoradas por encima de la espontaneidad. Estos lienzos, además, son
prueba del amor paterno, pues dan
testimonio de la vida de los hijos en
una época en la que existía gran mortandad infantil.
La vestimenta de los niños, en su
gran mayoría, es prácticamente la
misma que la de los adultos; esto,
aunado a sus actitudes al momento
de posar junto con los propios objetos
que los acompañaban, da la impresión de ser pequeños adultos, características que contrasta con su rostro
infantil.
A pesar de que sólo la clase media
alta y burguesa se podía dar el lujo de
mandar hacer retratos de sus hijos, en
la pintura mexicana del siglo XIX
quedó una rica galería de estas imágenes, realizadas por los célebres Pelegrín Clavé, Juan Cordero, Édouard
Pingret y Tiburcio Sánchez, así como
por pintores populares anónimos.
Los niños pintados
por ellos mismos
1843. Colección Mercurio López Casillas
Las niñas pintadas por ellas mismas
1844. Colección Mercurio López Casillas
En la primera mitad del siglo XIX se
editaron en México varios libros sobre
tipos populares que tenían una estrecha relación con la naciente concepción de lo nacional y sobre cómo eran
los mexicanos de ese momento.
Con la introducción de la litografía a
nuestro país, los libros pudieron ilustrarse más frecuentemente y las imágenes complementaron los textos
sobre los arquetipos y costumbres
del país.
El editor Vicente García Torres realizó
la edición mexicana de los libros franceses Les Enfans peints par euxmêmes (1841) y Les Enfants peints
par eux-mêmes (1842), publicados
como Los niños pintados por ellos
mismos (1843) y Las niñas pintadas
por ellas mismas (1844).
Estos títulos estaban dirigidos al público infantil para aprender y ejercitar la
lectura, a la vez que se aleccionaba a
los niños a través de diferentes historias
de personajes que tenían una determinada profesión o clase en la sociedad.
Las ilustraciones de estos libros se
alternaban con el texto, por lo que se
complementaban y hacían la lectura
más accesible.
Ilustrados por el litógrafo Hipólito Salazar, en Los niños pintados por ellos
mismos, se ejemplificaron oficios
urbanos y rurales, como los de aprendiz de impresor, pintor, sastre, leñador, vendedor, pastor y colegiales,
entre otros. En Las niñas pintadas por
ellas mismas se acentuaba aún más la
carga moralizante en las historias de
la coqueta, la aldeanita, la curiosa, la
caprichosa, la envidiosa, la pupila,
etcétera.
La trascendencia de estos dos proyectos editoriales radica principalmente en que ambos permitieron conocer un conjunto de historias, tipos,
costumbres y escenas que después
se convirtieron en “la esencia de lo
mexicano”, que culminaría con obras
tan importantes como Los mexicanos
pintados por sí mismos, de 1854.
Ropa para bebé
Segunda mitad siglo XIX. Colección Ana Margarita Ávila Ochoa y Gustavo Amézaga Heiras
Durante el siglo XIX las madres vistieron a los bebés con algunas prendas
que se utilizaron tradicionalmente
desde siglos atrás; siguió la costumbre de fajar a los recién nacidos durante los primeros meses de vida, lo
que consistía en dejar inmóviles piernas, brazos y todo el cuerpo de la
criatura. Se creía que tales vendajes
protegían el ombligo, brindaban
apoyo a la espalda y ayudaban a la
formación de los huesos.
Aunque desde el siglo XVIII, Rousseau advirtió que contrario de lo que
se pensaba, esos fajados oprimían a
los niños y que en realidad eran perjudiciales, ya que afectaban la circulación de la sangre y evitaban el crecimiento y fortalecimiento del cuerpo,
la costumbre continuó durante todo
el siglo XIX.
La sociedad victoriana no veía la
necesidad alguna de diferenciar a las
niñas de los niños. La vestimenta de
esta época, revela una sociedad que
no deseaba marcar las diferencias de
género de los infantes: los varones
llevaban la misma vestimenta que las
mujeres hasta los siete u ocho años.
En el siglo XIX, la mayoría de la ropa
era elaborada en el hogar por las mujeres, quienes se dedicaban a la confección de las prendas de vestir que
requería la familia. Sin embargo, a
partir de la segunda mitad del siglo, la
venta de ropa ya fabricada e importada en serie, tuvo un auge muy importante en los “cajones de ropa” y los
primeros almacenes departamentales
que se establecieron en la ciudad de
México.
Ropón para bautizo
Colección Familia Treviño Rangel y colección particular
Fotografías, finales siglo XIX. Colección Gustavo Amézaga Heiras
El ropón de bautizo era un atavío
muy especial para la ceremonia en
que se recibía el primer sacramento,
más elegante y elaborado que cualquier otro, pero similar en la forma a
la vestimenta cotidiana de un bebé.
El ropón se complementaba con
una elegante capa que protegía y
realzaba la distinción del acontecimiento.
Los bebés usaban vestidos de metro
y medio de largo, llevaban la prenda
cayendo en cascada sobre el brazo
de la persona que cargaba al niño.
Algunos de estas prendas alcanzaron a medir dos metros de largo, lo
que permitía mantener al bebé caliente, aunque su atractivo radicó en
proporcionar al niño pequeño gracia
y presencia.
Biberón
Biberones de cristal, finales del siglo XIX. Colección Enrique Estévez y Museo Modo
Fotografía, ca. 1890. Colección Gustavo Amézaga Heiras
La lactancia materna ha sido, desde
siempre, el modo habitual de alimentar a los bebés. Las madres del
siglo XIX de clases altas recurrían a
las nodrizas para dar leche materna,
ya que no acostumbraban a que
ellas mismas lo hicieran.
El funcionamiento del biberón aprovecha el instinto de succión que
poseen los infantes desde la más
tierna edad, y permite alimentarlos
durante los lapsos en los cuales la
madre no está disponible para proveerles su pecho.
El uso de los biberones también se
empleó para dar leche, agua y otros
líquidos a los bebés, que por su
nivel de desarrollo psicomotor no
podían beber en un vaso.
A finales del siglo XIX, los biberones
fueron fabricados en serie, lo que
facilitó su adquisición comercial.
Sonajero
Colección Rogelio Charteris, Gustavo Amézaga Heiras y Museo Modo
El sonajero servía para educar los
sentidos de los niños pequeños:
servían para desarrollar el oído y el
tacto.
Este juguete está formado por un
mango con cascabeles o sonajas
que suenan al moverlo. Se fabricaban en plata o con materiales más
económicos; a veces se les aderezaba con una pieza suave de coral
rojo engarzada en el mango de
plata, del que colgaban pequeñas
campanas o cascabeles del mismo
metal.
Las campanas entretenían a los
bebés, incitándolos por su sonido a
tener la sonaja en las manos.
El coral era el elemento importante
del artefacto, pues los padres
creían que protegía al infante de enfermedades.
Para el proceso de dentición de los
bebés se le daba algo suave y difícil
de morder para aliviar la incomodidad y acelerar la salida del diente.
La suavidad del coral lo hacía un
material ideal y, además, se le otorgaban otros beneficios añadidos,
como la creencia de que ahuyentaba el mal.
Una mordedera hecha con un
pedazo de coral rojo con un mango
de plata rodeado de campanitas de
plata, servía como una bonita sonaja
que además de usarse para morderla, era un amuleto para alejar el mal,
una inversión y un símbolo tangible
de la riqueza y condición social de
los padres, todo al mismo tiempo.
Una variante de sonajas muy difundidas, fueron los guajes que son una
semilla de árbol grande y hueca y
que a su vez contienen pequeñas
semillas que se hacen sonar. En su
exterior se le aplicaba un maque que
se pulía hasta lograr una textura
muy fina. Este tipo de sonajas
fueron muy económicas y populares, muchos niños mexicanos
fueron pintados con este tipo de
juguetes.
Cuna
Cuna de bronce, ca. 1890. Colección Francisco Suinaga
Agarradera con forma de caballito. Colección Enrique Estévez
La cuna de un infante era el lugar
donde el bebé dormía, fuese una
canasta de paja, una caja o un cofre
habilitados para este fin, o una
cama especialmente diseñada.
las cortinas proporcionaban privacidad a los ocupantes y conservaban
el calor corporal generado, cuando
mantener al bebé caliente era una
lucha constante.
Lo que importaba en realidad era
que cualquier forma de cama separada para el bebé era mejor que
dormir con su madre, nana, o
alguna otra persona que lo pudiera
asfixiar durante la noche.
Una cuna parecía ser indispensable
cuando la familia era numerosa; en
el siglo XIX, un matrimonio podía
llegar a procrear entre siete o nueve
hijos en promedio; aunque muchas
otras parejas concebían hasta doce
o más hijos, por lo que la cuna para
recién nacidos podía ser utilizada
por varios hijos e incluso distintas
generaciones.
Para cubrir la cuna de los bebés,
tradicionalmente, se utilizaba una
tela verde obscuro para protegerlos
de las corrientes de aire; además,
Sillas para bebés
Silla-coche, ca. 1885. Colección Hacienda Borejé
Silla para niño estilo Art-Nouveau, ca. 1895. Colección Pablo Fossas
Periquera con mesa para comer, ca. 1900; Plato de “Mateo” y cucharita
elaborada en hueso para niños. Colección Gustavo Amézaga Heiras
Silla multiusos para niños, ca. 1910. Colección Museo Modo
Fotografías, 1885-1900. Colección Paz Yano Bretón y Eduardo García
Las sillas para bebés sirvieron para
detener, frenar y aislar a los pequeños que todavía no tenían autocontrol y podían sufrir heridas
graves en accidentes en el hogar.
Cuando los niños cumplían poco
más de un año, y quedaban libres
de las fajas, pronto se veían cautivos en estas sillas, que los mantenían lejos del peligro y de los pisos
fríos o sucios. Cualquier bebé gateando o tambaleándose sin supervisión enfrentaba la posibilidad de
sufrir heridas. Este tipo de mobiliario ofrecía cierta protección.
Las sillas altas elevaban al niño pequeño hasta la altura de la mesa del comedor, donde aprendía a comer y convivir
con su familia; algunas sillas contaban
con su propia bandeja, la que no sólo
mantenía al niño en su lugar, sino que
también lo separaba del contacto
directo con la mesa del comedor.
Las sillas para niños pequeños
tuvieron muchas variantes y nombres, dependiendo de su diseño,
siendo la más popular la llamada
“periquera”, en la que se depositaba
al niño, quedando a la altura de la
madre, quien podía así darle de
comer.
Algunos fabricantes diseñaron sillas
que se convertían en cochecito o
andadera, creando otros usos. En el
último tercio del siglo XIX hubo una
gran oferta de este tipo de sillas, se
llegó a producir un diseño multifuncional que podía servir para darle de
comer al niño, usarla como andadera y
hasta abrir el centro del asiento, para
convertirla en un retrete para el bebé.
Invitaciones de bautizo
1875-1905. Colección Gustavo Amézaga Heiras
Los recuerdos e invitaciones de
bautizo eran los impresos que se
entregaban a los familiares y amistades para hacerlos partícipes de
esta ceremonia religiosa.
recién nacidos, cigüeñas, cascarones
que acaban de abrirse o bien con motivos religiosos, como ángeles, corderos
y cruces, que recordaban el cumplimiento de este sacramento religioso.
La costumbre de repartir invitaciones se inició a mediados del siglo
XIX, pero a partir de 1870 lograron
gran popularidad, ya que se podían
adquirir fácilmente en imprentas y
papelerías ya listas para individualizarse con el nombre del bebé, el de
sus padres y padrinos, además de
los datos de fechas del nacimiento y
bautizo.
También se recurría a motivos profanos como herraduras y tréboles,
que implicaban el deseo de buen
augurio para el bebé.
Estos impresos tenían la forma de
librito, e iban adornadas con filigranas de flores, candorosas viñetas de
Por lo general, estas tarjetas llevaban pegadas, cerca de la viñeta, una
pequeña moneda de plata, que era
símbolo de la buena fortuna que trae
todo recién nacido a la familia.
Aguinaldos y jarra de bautizo
Aguinaldo de papel en forma de cono, ca. 1860. Colección Gustavo Amézaga Heiras
Aguinaldo de porcelana con cara de gato, ca. 1890. Colección Enrique Estévez
Cajita de aguinaldo, ca. 1910. Colección Museo Modo
Jarra de bautizo de Manuelita Bucha de Aguilar, 1881. Colección Rosalía Cabo Álvarez
El nacimiento de un hijo originaba una
serie de relaciones y compromisos
sociales para los padres. Implicaba
preparar una celebración especial que
requería buscar padrinos, asignar un
nombre al bebé, invitar a los familiares y amigos, e incluso, dar un
regalo por el acontecimiento. Estos
presentes eran los aguinaldos, un
recuerdo que se convidaba a los asistentes a la ceremonia. Iban rellenos de
pequeños dulces o golosinas en su
interior. Estos contenedores podían
ser de papel o cartón y generalmente
estaban impresos con la palabra
“Bautizo”; también los había de cerámica o porcelana, lo que los convertía
en un objeto que se conservaba para
recordar la ocasión.
La jarra de barro de la niña Manuelita
Bucha de Aguilar se utilizó para servir
el chocolate del bautizo y es un ejemplar, de entre varios, que se obsequiaron para la ocasión. La decoración de
cada una de estas piezas fue realizada
manualmente, ejemplo de la producción industrial artesanal propia del
siglo XIX.
La madre
El hogar mexicano, 1910. Colección Gustavo Amézaga Heiras
Álbum de Damas, 1907. Colección Museo Modo
Anuncio del Almacén de Ropa El Nuevo Siglo, ca. 1905. Colección Museo Modo
Los roles de la madre al interior de la
familia fueron distintos, dependiendo
del ámbito urbano o rural al que pertenecieran. En las ciudades, por lo general, las madres se encargaban de la
educación y crianza de los hijos,
además de todas las tareas del hogar,
en algunas ocasiones con ayuda de
sirvientes. En cambio, en las familias
pobres del campo, alrededor de los
cinco años de edad, los varones se
tenían que separar de la madre, para
empezar a ayudar en las faenas agrícolas, y las niñas en labores de casa.
El papel de la mujer era fundamental
en la conformación de las familias, ya
que se encargaba de formar y educar
a los hijos en el hogar para integrarse a
la sociedad. Por lo general el número
de hijos entonces era aún mayor que
en las familias actuales, lo que implicaba un enorme trabajo, desde las tareas
de la cocina, hasta la elaboración de
prendas para vestir a través de la costura, aunque todo variaba dependiendo del nivel económico de la familia.
No faltaron para ello manuales y guías
para la economía doméstica, dirigidos
a las señoras de la casa.
Durante el siglo XIX existió un alto nivel
de mortandad, tanto de los recién
nacidos como el de las madres parturientas, sin importar la clase social. Los
alumbramientos, las infecciones y
hemorragias tras los partos causaron
la muerte de muchas mujeres, quienes
dejaban huérfanos a sus hijos, lo que
se convirtió en un grave problema
social en México.
Juegos, juguetes y divertimentos
Hasta el siglo XIX, ni jugar, ni poseer
juguetes fue considerado propiamente
algo inherente a la infancia; al contrario, los juguetes más caros como muñecas y elaboradas casas con muebles miniatura, estaban hechos exclusivamente para el disfrute de los adultos.
En cuanto a los juegos, los chiquillos y
los mayores podían disfrutar del
mismo tipo de entretenimiento como
jugar a la “La gallina ciega” y “Las
escondidillas”, que todavía no eran
considerados como actividades exclusivas de los niños. Hasta ese momento los juegos y los juguetes no eran
para una edad específica.
Antes del siglo XIX, la palabra “juguete” tenía significados distintos a los de
hoy; nadie los veía como una categoría
distinto de objetos especiales para el
deleite de los niños, o un juego diferente al de los adultos.
En ese siglo, ocurrió el fenómeno de
asociar a los juegos y los juguetes con
la infancia, con lo que éstos se convirtieron en lo más importante para los
niños.
A partir del siglo XIX se creó una gran
cantidad de productos dirigidos a los
niños: juegos de mesa, pasatiempos y
juguetes; muchos de ellos tenían implícita una lección o enseñanza. En varios
países europeos prosperó la industria
del juguete; se fabricaron y vendieron
para todo público y de manera económica, en papel o cartón: tableros de
ocas, naipes, loterías, libros, cuadernillos para aprender a dibujar, muñecas
o soldaditos, entre muchos otros.
Con el avance tecnológico se pusieron
a la venta productos más sofisticados
y costosos, que fueron el deleite de
toda la familia, como la estereoscopía,
la linterna mágica o el praxinoscopio.
Libros para jugar
El libro de oro de los niños, 1864. Colección Biblioteca Xavier Clavigero, Universidad Iberoamericana
Manual de juegos. Enciclopedia Popular Mexicana, 1877. Colección Gustavo Amézaga Heiras
Juegos de los niños, 1876. Colección Francisco Hernández
Juegos de los niños, 1876. Colección Ana Margarita Ávila y Gerardo Ramos
Juan Jacobo Rousseau sugirió fomentar durante la infancia el ejercicio físico
y las actividades al aire libre. Jugar de
esa forma tenía como propósito principal refrescar la mente y ejercitar el
cuerpo para que de ese modo, fuera
cual fuera el juego, los niños pudieran
volver a sus estudios con la fortaleza y
con la capacidad de absorber las lecciones.
A lo largo del siglo XIX se publicaron
varios manuales dirigidos a los niños
sobre “cómo jugar” al aire libre con la
pelota y las mascotas, al escondite y el
burro, volar un papalote, fabricar barquitos de papel, brincar la cuerda, tirar
del trompo, rodar el aro o balancearse
en el columpio, entre otros muchos
divertimentos.
En los días fríos o de lluvia los juegos
se restringían al interior de casa, por lo
que estos libros también instruían
sobre cómo divertirse con los rompecabezas, las muñecas, el ajedrez, los
dados, las damas, la lotería, la oca, los
soldaditos, la linterna mágica y los
juegos con cartas, entre muchos más.
Muñecas
Teatrino francés, ca. 1870. Colección Manuel Mnichts
Teatrino alemán, ca. 1910. Colección Museo Modo
Los juegos recreaban y reforzaban las
formas de socializar a los niños. Mientras los varones practicaban su fuerza
física, resistencia, destreza, confianza y
trabajo en equipo, los juguetes para
niñas se concentraron en desarrollar
habilidades específicas como la costura, arropar y mimar a las muñecas y
servir el té, enfocadas a las destrezas de
la futura esposa, madre y anfitriona.
En particular, las muñecas siempre han
permitido que las niñas jueguen a desempeñar distintos papeles: la mamá, la
hija o la maestra. En esta diversión, las
niñas tenían la posibilidad de cambiarles
la ropita a las muñecas, según la ocasión y el material del que estaban fabricadas, o vestirlas de acuerdo a “las
caprichosas modas de París”. El equipo,
mobiliario y ajuar de las muñecas ofrecían el gran atractivo de reproducir los
accesorios en una escala miniatura, lo
que resultaba fascinante a las niñas y
también a los adultos.
Las muñecas de papel fueron producidas en Francia hacia 1850. Están coloreadas con anilinas y tienen la particularidad de ver a la muñeca por adelante y
por detrás. Publicaciones para damas
como La Moda Elegante se reflejaban
en la vestimenta de estos juguetes dirigidos a las niñas.
Por su parte, las muñecas de trapo
podían moverse y reproducir los movimientos del cuerpo humano, por su
resistencia era un juguete muy popular.
Estas muñecas, de factura doméstica,
resultaban económicas y se convirtieron
en fieles compañeras, listas para participar en cualquier juego que la niña imaginara.
Las más costosas y codiciadas por las
niñas eran las muñecas de porcelana,
que tenían la cara, las manos y los pies
de este material, que se caracterizaba
por ser traslúcido y de blanca tersura.
Sin embargo, las muñecas de porcelana
resultaban tan delicadas que, en
muchos casos, no les era permitido a las
niñas jugar con ellas, sólo contemplarlas. Este tipo de muñecas se fabricaron
principalmente en Alemania y Francia, y
han sido, hasta la fecha, objeto preciado
de grandes colecciones.
Durante el siglo XIX se fotografió a los
niños el día de su cumpleaños, con el fin
de conservar la imagen del hijo pequeño
y de celebrar un año más su vida; se
acostumbraba retratarlos con los juguetes que se les regalaba, por lo que
quedó registrada una amplia galería de
niñas con sus muñecas el día de su onomástico.
Teatrino
Teatrino francés, ca. 1870. Colección Manuel Mnichts
Teatrino alemán, ca. 1910. Colección Museo Modo
El teatrino es un teatro en miniatura
donde se desarrollan las representaciones de títeres y marionetas. Su
estructura cumple la función de
ocultar a los titiriteros, a fin de fortalecer la ilusión de que los muñecos
tienen vida propia.
temáticas populares, de vivos colores realizada en el pueblo de Épinal,
Francia, en el siglo XIX.
Los teatrinos se llegaron a vender
como un juguete para los niños, con
un conjunto de personajes y escenografías para que en el hogar se
realizaran las representaciones ante
familiares y amigos.
El teatrino de fabricación alemana,
para el mercado hispano hablante,
data aproximadamente de 1910.
Estaba conformado por siete niveles
escenográficos que daban profundidad y belleza al montaje. Se vendía
con los parlamentos impresos para
que los chiquillos representaran la
obra, a la vez que desplazaban a los
personajes en el escenario.
De estos ejemplares, que fueron
fabricados en cartón y madera, el
más antiguo data aproximadamente
de 1870 y es un ejemplo de las
“imágenes de Épinal”, estampas de
Los teatros de juguete, al igual que
la linterna mágica, permanecieron
en boga, hasta que el cine proporcionó formas más accesibles de entretenimiento.
Títeres de Épinal
Polichinela y hada, ca. 1890, Colección Gustavo Amézaga Heiras
A finales del siglo XVIII y durante el
XIX se editaron en algunas provincias de Francia miles de impresos
para niños, como juegos de mesa,
muñecas de papel, imágenes religiosas o naipes, creando pequeñas
industrias rurales. Por su producción y calidad, destacó un pequeño
pueblo llamado Épinal.
Las imágenes las reproducían por
medio de litografías en negro, y el
color lo aplicaban manualmente con
anilinas por medio de esténciles o
plantillas.
Los habitantes de esta población se
dedicaron a colorear y producir estos
impresos, a los que se les denomina
como “imaginería de Épinal”.
Por las características de su producción estos ejemplares fueron muy
económicos y se llegaron a distribuir
en muchas partes del mundo.
Los títeres se imprimían sobre papel
que, a su vez, se pegaba sobre
madera recortada; las partes del
cuerpo se articulaban con hilos que
se manipulaban para diversión de
los niños. De estos, se exhiben un
hada y el célebre Polichinela.
Autómata
El zapatero, ca. 1880. Colección Manuel Mnichts
Los autómatas son personajes solos
o varios en escenas, que poseen
una maquinaria interior que crea un
movimiento de piezas que imita los
del cuerpo humano, por lo que estos
“muñecos vivientes” causaron el
asombro de chicos y grandes.
Los talleres que realizaron estos
lujosos divertimentos fueron principalmente parisinos.
Su laborioso proceso de producción
requería de relojeros que se ocupaban de los mecanismos del cuerpo;
creadores de cabezas y manos en
cerámica de biscuit, y diseñadoras y
costureras para los vestidos de los
personajes. Los materiales y el mecanismo con que estaban fabricados eran muy delicados.
Estos juguetes que eran considerablemente caros, fueron un entretenimiento familiar que pocas familias
podían costear. El autómata del
zapatero, realizado hacia 1880,
recrea la escena en que el artesano
remienda un calzado, mientras dos
clientes observan afuera de su local.
Praxinoscopio
Praxinoscopio, ca. 1880. Colección Manuel Mnichts
Inventado por Émile Reynaud, el
praxinoscopio es un aparato donde
el espectador mira, por un visor, el
efecto de “movimiento” que producen tiras de papel con imágenes colocadas alrededor de un tambor, en
medio del cual estaba un espejo de
facetas múltiples donde se reflejan
las imágenes, dando un efecto animado de las figuras y una secuencia
nítida.
El invento se presentó y recibió una
mención honorífica en la Exposición
de París de 1878 y es otro de los
tantos juegos ópticos que fueron
muy célebres en el siglo XIX.
Estereoscopía
The perfecscope [antifaz para estereoscopía], 1895 y tarjetas estereoscópicas, siglo XIX.
Colección Gustavo Amézaga Heiras
Fotografías de hermanos con aparato estereoscópico, ca. 1900.
Colección Biblioteca Xavier Clavigero, Universidad Iberoamericana
Durante todo el siglo XIX se desarrolló una incansable búsqueda por
lograr imágenes en tercera dimensión con color y movimiento. Había
muchos trucos y juegos visuales
para dar el efecto de tridimensionalidad y realismo.
La estereofotografía es una técnica
fotográfica para crear el deseado
efecto de profundidad a través de
dos imágenes. Este efecto se puede
observar en un visor con cristales
ópticos y una doble fotografía montada en un soporte de cartón.
La forma de crear en el cerebro la
percepción de la tercera dimensión
se obtiene proporcionando a los
ojos del espectador dos imágenes
con una pequeña desviación óptica,
imágenes del mismo objeto que son
ligeramente diferentes en sus perspectivas.
El visor estereoscópico podía ser del
tipo de un antifaz que se sujeta con
una mano, o de mesa, donde las
personas sólo tenían que poner sus
ojos cerca del visor. Las fotografías
estereoscópicas están montadas en
un soporte de cartón rígido, por lo
que son muy resistentes.
Este entretenimiento daba al espectador el tiempo y la oportunidad de
ver a detalle imágenes de lugares,
personas o cosas, por lo que era un
entretenimiento pedagógico y divertido.
La linterna mágica
Aparato y estuche de linterna mágica, 1882
Litografía de niños realizando proyecciones con la linterna mágica, 1875
Colección Gustavo Amézaga Heiras
La linterna mágica era un artefacto
de óptica que proyectaba y ampliaba las imágenes de las transparencias de cristal, dando la ilusión
visual de movimiento, por lo que se
le considera precursor del cinematógrafo.
Entre estos espectáculos destaca
los de fantasmagoría, que fue la sensación entre el público mexicano, ya
que a través de proyecciones de supuestos fantasmas, los asistentes
disfrutaba de funciones de miedo y
terror por los “aparecidos”.
Aunque este tipo de objetos empezaron a fabricarse desde el siglo
XVII, fue durante el siglo XIX cuando
lograron gran celebridad, ya que
con las linternas mágicas se realizaban espectáculos muy populares.
En el último tercio del siglo XIX, la
linterna mágica se puso a la venta
como un producto para el uso de la
familia. Se ofrecían miles de aparatos para ser manipulados por los
niños.
Las proyecciones consistían en historias que un narrador contaba al
público, mientras las imágenes ilustraban el relato; inclusive se interpretaban canciones con la ayuda de
un piano.
La linterna mágica también tuvo
aplicaciones prácticas y pedagógicas para la enseñanza y la ciencia;
sin embargo, con la llegada del cine,
quedó restringida a usos educativos
y didácticos.
Transparencias de la linterna mágica
Transparencias de linterna mágica, ca. 1870. Colección Gustavo Amézaga Heiras
Las transparencias para la linterna
mágica, también llamadas “platinas”, funcionaban como las que se
utilizan en un proyector.
Su elaboración era en vidrio, con
marcos de madera y estaban coloreadas manualmente con anilinas.
Se vendían sueltas, o en series que
ilustraban un tema, un breve relato,
o una larga historia.
Se producían de dos tipos: las que
presentaban una imagen fija y las
que, a través de algún mecanismo,
podían representar movimientos de
los personajes.
El efecto se lograba con dos cristales que se deslizaban uno sobre el
otro, dando la sensación de movimiento.
Para dar otros efectos de animación,
se utilizaban manivelas para provocar movimientos circulares de las
figuras.
Juguetes blandos
Oso, ca. 1890. Colección Paz Yano Bretón
Conejito, ca. 1900. Colección Felipe Neria Legorreta
Fotografías de niñas con conejito y osito, ca. 1900. Colección Gustavo Amézaga Heiras
A finales de siglo XIX, se empezó a
vender una nueva línea de muñecos
y animalitos blandos y flexibles que
resultaron una gran alternativa a las
muñecas tradicionales, además de
ser juguetes más resistentes y económicos.
La costurera Margarete Steiff, quién
se movía en silla de ruedas por
haber sufrido poliomielitis en su
infancia, para entretenerse realizó
figuritas como alfileteros que regalaba a sus amigos y clientes.
A partir de 1880, en su propio taller,
empezó a fabricar una serie de pequeños animales tales como elefantes, monos, cerdos y perros; muy
pronto, otros empresarios también
produjeron muñecos hechos de tela,
terciopelo o fieltro, rellenos de viruta
fina.
Entre los más populares se encontraban los osos y conejos con los
que muchos niños llegaron a retratarse.
Caballito
Caballito de madera, ca. 1880. Colección Enrique Estévez
Muchos juguetes del siglo XIX
fueron elaborados en madera, y no
fue sino hasta finales del siglo XIX
cuando se utilizaron materiales más
económicos y flexibles para la fabricación de juguetes, como lámina,
tela, gutapercha o baquelita.
Numerosos talleres europeos se dedicaron a realizar muñecas y figuras
de madera, talladas y pintadas manualmente.
Un juguete que destacó fue el
famoso caballito de madera que,
ante el éxito comercial que obtuvo,
los artesanos debieron producir en
muchísimas variantes y diseños.
En el mundo preindustrial los caballos estaban presentes en casi todas
las clases sociales, por ser el principal transporte de la época, por lo
que este animal era un importante
referente para los niños. Poder
montar un caballo fue una fantasía,
un sueño para los pequeños; por
ello, entre los juguetes clásicos estaban las réplicas de cabezas de caballos atados a un palo.
Caballitos de diferentes tamaños y
materiales se utilizaron para ayudarlos a imaginar que montaban como
diestros jinetes u oficiales de caballería.
Esta pieza que se exhibe, probablemente de origen norteamericano,
posee una base que daba estabilidad cuando los niños lo montaran.
Libros con movimiento
Escenas infantiles con seis cuadros de movimiento,
Vida alegre, Voyage à Pékin y La bella durmiente del bosque, 1870-1890.
Colección Gustavo Amézaga Heiras
El libro de las figuras parlantes, 1890. Colección Museo Modo
Los primeros libros móviles fueron
creados para adultos y no para los
niños. Los libros con piezas que se
desplazan se han utilizado durante
siglos, por lo general, en temas académicos, especialmente de medicina y astronomía.
No fue si no hasta el siglo XIX que
estas técnicas se aplicaron a los
libros diseñados para el entretenimiento de los pequeños. Ejemplo de
ellos son Escenas infantiles con seis
cuadros de movimiento, Vida alegre
y Voyage à Pékin (Viaje a Pekín).
Estos libros funcionaban por medio
de una pestaña con la que se podían
mover las figuras y las estampas en
cada página.
El ingenioso sistema, que no estaba
a la vista de los usuarios, era articulado con base en la ingeniería de
papel e hilos.
Otra variante de libro con movimiento es la versión de La bella durmiente en el bosque, que presenta visualmente la historia a través de una
serie de pestañas de diferentes
tamaños que ilustran, en once secuencias, la historia de la princesa
encantada.
Finalmente, El libro de las figuras
parlantes reproduce, mediante fuelles, el sonido de algunos animales
de granja.
El fonógrafo
Fonógrafo marca Edison, 1903. Colección Museo Modo
Función musical con fonógrafo, ca. 1900. Colección Gustavo Amézaga Heiras
La estabilidad política del Porfiriato
motivó muchas inversiones extranjeras. Con las rutas ferrocarrileras
se comunicaron los extremos del
país; también, se logró mayor comercialización de productos nacionales y del extranjero.
Con la inversión económica, llegó la
tecnología desarrollada en otros
países. Así México participaba de la
modernidad con otras naciones.
El fonógrafo es una de las primeras
tecnologías que se aplicó a un producto de entretenimiento de uso doméstico.
Este aparato hizo posible llevar la
música y reproducirla cuantas veces
se quisiera en las actividades especiales o de festejo familiar, aunque
no estaba al alcance de todas las
familias mexicanas del siglo XIX.
Su estética respondió a los gustos
de las élites porfirianas, pero sus
cualidades funcionales ya definían
las características que debían tener
los objetos para ser usados por
todos: mecanismos ocultos, elementos visibles para poder manipularlo y fácil portabilidad.
Partituras de canciones infantiles
1875-1900. Colección Gustavo Amézaga Heiras
En muchas casas mexicanas, de
clase media y alta, existía un piano o
incluso un salón de música. Este
instrumento se empezó a fabricar en
México desde finales del virreinato.
A lo largo del siglo XIX fue entrando
a las casas, como un objeto de presencia útil e indispensable en la vida
cotidiana.
Existen muchas crónicas, novelas y
reseñas que dan testimonio de la
importancia del piano en reuniones,
fiestas, tertulias, bailes o veladas.
Se consideraba virtud y signo de
“buen tono” que los jóvenes tocaran
el piano desde temprana edad. La
popularidad de la música en la vida
diaria y la demanda para ejecutar
nuevos ritmos y melodías provocaron la publicación de miles de partituras, que daban la pauta musical
para la interpretación; muchas de
ellas, se imprimieron y reprodujeron
a través de la litografía y, a finales
del siglo XIX, se popularizaron las
cromolitografías, para presentar bellos colores en las portadas.
Se editaron series de partituras con
diversas temáticas. Algunas, estaban pensadas para determinadas
usuarios. Entre estos grupos de impresos musicales, destacaron en
menor medida las realizadas con
temáticas infantiles o canciones
compuestas para los niños. Es notorio que en estas partituras las imágenes de los infantes resultan ser
más acordes con sus actitudes y
con su edad que en otras ilustraciones sobre ellos. Las representaciones de juegos o actividades infantiles no fueron muy comunes durante
el siglo XIX, por lo que destacan
estos impresos como testimonio
sobre la vida y los juegos infantiles.
Casa de muñecas
Casa de muñecas. Colección Museo Soumaya
Miniaturas, segunda mitad del siglo XIX.
Colección Raúl Torres Mendoza, Paz Yano Bretón, Diódoro Flores Ríos y Gustavo Amézaga Heiras
La estabilidad política del Porfiriato
motivó muchas inversiones extranjeras. Con las rutas ferrocarrileras
se comunicaron los extremos del
país; también, se logró mayor comercialización de productos nacionales y del extranjero.
Con la inversión económica, llegó la
tecnología desarrollada en otros
países. Así México participaba de la
modernidad con otras naciones.
El fonógrafo es una de las primeras
tecnologías que se aplicó a un producto de entretenimiento de uso doméstico.
Este aparato hizo posible llevar la
música y reproducirla cuantas veces
se quisiera en las actividades especiales o de festejo familiar, aunque
no estaba al alcance de todas las
familias mexicanas del siglo XIX.
Su estética respondió a los gustos
de las élites porfirianas, pero sus
cualidades funcionales ya definían
las características que debían tener
los objetos para ser usados por
todos: mecanismos ocultos, elementos visibles para poder manipularlo y fácil portabilidad.
Miniaturas mexicanas
Armarios con miniaturas, finales del siglo XIX. Colección Manuel Mnichts
Estos armarios, aunque no fueron
realizados para el entretenimiento
infantil propiamente, permiten mostrar la riqueza de piezas en miniatura que se elaboraban en México con
temas e imágenes locales. Muchos
de este tipo de objetos decoraban
las casas de juguete.
Estas piezas se realizaban en
dimensiones tan diminutas que en
ocasiones, sólo se podían tomar utilizando dos dedos de la mano.
Estos armarios —finamente tallados— están llenos de miniaturas que
reproducían menajes de casa, trastes, cubiertos, cestos, animales,
piezas religiosas, tipos populares
mexicanos y otros objetos inverosímiles.
La lotería
Juegos de loterías, segunda mitad siglo XIX.
Colección Manuel Mnichts, Museo Modo y Gustavo Amézaga Heiras
El antiguo juego de la lotería fue un
divertimento muy popular y con
mucho arraigo en México.
Básicamente consistía en ir llenando los tableros, mientras se iban sacando y “cantando” las cartas con
imágenes.
Las loterías en cajas, al igual que otros
juegos que se vendieron empacados
en un atractivo empaque de cartón
impreso a color, fueron la novedad
durante la segunda mitad del siglo
XIX, un producto lujoso en la oferta
de las diversiones infantiles; incluían
el tablero, las cartas, las fichas y las
tarjetas, todo en un mismo estuche.
Estuches y cajas de juegos
Juegos en cajas, segunda mitad siglo XIX. Colección Manuel Mnichts,
Museo Modo, Gerardo Ramos y Gustavo Amézaga Heiras
La impresión en cromolitografía permitió agregar policromía (color) a los
empaques para juegos o productos
infantiles y una decoración detallada.
Estos estuches debían presentar
impresa la imagen de los objetos
que contenían, con el propósito de
provocar el consumo del producto,
por lo que cumplían una importante
función comercial.
Las soluciones gráficas en los primeros empaques comerciales y las
“marcas” (ahora logotipos) en algunos casos, resultan sorprendentes
por su modernidad.
El uso de la imagen acrecentó el
deseo de adquisición, ya que era un
valor adicional a los artículos de
consumo; en particular para los
juguetes, las imágenes descriptivas
y persuasivas de los juegos que se
vendían fueron muy importantes.
Rompecabezas
Jeu des Caricatures, ca. 1890. Colección Manuel Mnichts
Rompecabezas sobre madera; rompecabezas de cubos con seis escenas y juego de memoria de números,
ca. 1870-1890. Gustavo Amézaga Heiras
El rompecabezas fue un invento de
John Spilsbury, cartógrafo y grabador de Londres, que utilizó mapas
cortados en piezas para enseñar
geografía en 1767. Durante el siglo
XIX se vendieron con gran éxito los
rompecabezas para niños y adultos,
que desarrollaban destrezas de relación por analogía y memoria. Los primeros rompecabezas fueron impresos en color sobre papel, montados
en madera.
Este juego de mesa se convirtió rápidamente en uno de los entretenimientos preferidos de los niños,
aunque por su manufactura era un
producto costoso.
A diferencia de los rompecabezas
modernos, los ejemplares del siglo
XIX no contaban con imagen de referencia o guía para irlos armando; por
lo que la sorpresa era aún mayor al
descubrir la imagen finalmente armada.
En el siglo XIX surgió una gran variedad de rompecabezas, por ejemplo,
los de figuras geométricas que, con
base en cubos, armaban varios modelos, o los juegos de “memoria” a
través de figuras armables.
Juguetes para niños
Canicas con figuras, ca. 1880. Colección Enrique Estévez
Trompos, 1890-1910. Colección Gerardo Ramos Frías
Canicas de barro, principios del s. XX. Colección Enrique Estévez
Caballito de cartón y pirinola, ca. 1900. Colección Gustavo Amézaga Heiras
Pelota, ca. 1900. Colección Museo Modo
Fotografía de niño con pelota, ca. 1890. Colección Enrique Estévez
Los juguetes para varones fabricados
en México eran sencillos. Algunos se
elaboraban de madera como el
trompo; de vidrio como las canicas; o
de cartón como los caballitos, que
eran muy populares entre los niños.
Los trompos tenían la particularidad
de ofrecer distintos desafíos para el
juego, no era lo mismo hacerlo girar
en la palma de la mano que, girando
en suelo, levantarlo y volverlo a
lanzar sin que dejara de girar.
La fascinación por las canicas se
refleja en la gran cantidad de nombres que adquieren según sus características: ponches, ágatas, bombochas, caniconas, agüitas, flamas,
diablos, etcétera. Las canicas estaban entre los juguetes preferidos de
los niños, ya que el juego consistía en
ganarlas, perderlas e incluso comerciar con ellas, siendo entre las piezas
más codiciadas las canicas grandes.
Los caballitos elaborados en cartón,
sobre un soporte de madera y cola de
estropajo permitían a los niños divertirse con un juguete “móvil”, ya que
mediante de sus cuatro rueditas se
podía desplazar el pequeño corcel.
La pelota no era propiamente un
juguete exclusivo para los varones,
pero éste fue ganando más popularidad entre ellos, por ser una práctica
que se realizaba al aire libre y que
requería de ejercicio físico.
Este ejemplar, fabricado en caucho,
se utilizaba húmedo de tal forma que
las figuras hechas de su diseño quedaban como marcas “grabadas” en el
piso o donde se hiciera rebotar.
Soldaditos
Soldaditos de papel, ca. 1870. Colección Gustavo Amézaga Heiras
Soldaditos de plomo, ca. 1880. Colección Manuel Mnichts
Soldaditos de pasta, marca Lineol, ca. 1910. Colección Familia Pliego Villanueva
Al igual que las muñecas, la antigüedad de los soldaditos en miniatura es
milenaria y también fue uno de los
juegos favoritos de los niños del siglo
XIX. Se fabricaron con diferentes materiales, modelos, escalas y una gran
variedad de uniformes militares de
diversas naciones, ya que reproducían con mayor o menor verosimilitud
los diferentes ejércitos europeos y
coloniales.
Los más económicos fueron los soldaditos de papel, en láminas para
recortar, o ya suajados; los más populares fueron los llamados de
“plomo”, cuyo verdadero material era
una aleación de plomo, estaño y antimonio; de tamaño variado, las medidas más habituales de los soldaditos
eran entre los dos y nueve centímetros. Los fabricantes alemanes los
empezaron a producir, elaborando
soldaditos semiplanos, pues querían
que sus figuras fueran más atractivas
y realistas, con acabados en color. El
cuerpo de las figuras era ligeramente
redondeado, mientras que las piernas
estaban sujetas en línea recta a la
base, para que se mantuvieran parados o en una determinada acción
militar. Se vendían individualmente o
en estuche de lujo con paisajes para
las figuras. El éxito comercial permitió
su exportación, en ocasiones, fueron
objeto de copia en muchos países a
donde llegaron.
Otras fábricas, como la alemana
Lineol, se dedicaron a producir soldaditos de pasta con otros materiales
(alambre, madera y tela), resultando
figuras más realistas y detalladas, de
gran lujo para regocijo de los niños.
Venta de juguetes
Etiquetas de la Juguetería La Europea, ca. 1880. Colección Gustavo Amézaga Heiras
Anuncios de El Palacio de Hierro, 1904. Colección Museo Modo
Anuncio y catálogo de la juguetería El Globo, ca. 1910. Colección Raúl Torres Mendoza
La venta de juguetes resultó constituir un mercado amplio y versátil
para los comerciantes. La oferta de
productos era tan grande que se
podían ofrecer desde juguetes económicos, hasta divertimentos importados muy sofisticados que era
un lujo adquirir.
Las tiendas departamentales dedicaron un área para la exhibición de
juguetes, mismos que se anunciaron
en la prensa ilustrada; sin embargo,
existieron dos establecimientos en
la capital mexicana que compitieron
por el favor de su clientela, la Juguetería La Europea, en la calle de Plateros 5 (actualmente Madero) y la
Juguetería
El Globo, en la avenida 16 de Septiembre, número 70. El catálogo de
esta última ofrecía más de 150 modelos de juguetes.
Aro con timbre
Ca. 1900. Colección Museo Modo
Entre los divertimentos más populares del siglo XIX, el aro fue uno de
los más importantes y favoritos de
los niños por su sencillez y simplicidad. Consistía en una circunferencia
de madera torneada o de metal, que
los niños rodaban con un palo por el
suelo al aire libre.
Era un juego donde se tenía que
mostrar la pericia de conducir el aro
por obstáculos y mantenerlo en
constante giro, intentando que no
cayera. Este juguete, como el
modelo con “timbre” que se exhibe,
el cual sonaba al girar, tuvo algunas
variantes en su diseño.
Sistemas para dibujar
La paleta [cuadernillos para colorear], finales siglo XIX
El pintorcito mexicano [cuadernillos para colorear], finales siglo XIX
Primeros pasos en el dibujo, finales siglo XIX
Cuaderno de dibujo
Cuaderno de trabajos manuales
Cuaderno para colorear, principios siglo XX
Cours progressif de dessin, ca. 1880
El artista, fascículos No. 2 y 4, tomo 1, ca. 1870
Figuras en cartón, moldeado prensado, ca. 1870
Estuche para lápices de papel maché, ca. 1880
Colección Gustavo Amézaga Heiras. Colección Museo Modo
Estuche para acuarela, ca. 1880. Colección Museo Modo
La práctica del dibujo tuvo gran importancia durante el siglo XIX. Era
una actividad que fomentaban los
padres, un pasatiempo ideal para
mantener a los niños entretenidos
por las tardes en casa, en días de
lluvia o en los meses de vacaciones
escolares.
El aprendizaje del dibujo al natural
con modelos era un método muy
avanzado e inaccesible para la mayoría de los niños, por lo que el sistema más frecuente para aprender a
dibujar era a través de la copia de
láminas que se vendían sueltas o
reunidas en un libro o cuadernillo.
Un método de enseñanza del dibujo
era copiar láminas a través de una
retícula. Otro interesante recurso fue
imitar modelos en relieve, porque
permitía comprender los efectos de
la luz y de la sombra, adiestraba el
ojo y fomentaba la habilidad manual
para lograr la profundidad y el efecto
de volumen en el dibujo.
La serie de cuadernillos La Paleta y
El pintorcito mexicano ofrecían, de
manera novedosa, un sistema de
libros para colorear; presentaba una
imagen reproducida a color, que
daba la pauta cromática.
Juguetes de hojalata
Juguetes de hojalata, 1880-1910. Colección Manuel Mnichts y Museo Modo
Los juguetes elaborados a mano
fueron sustituidos poco a poco por
los que se produjeron en fábricas,
fenómeno típico de la Revolución
Industrial.
Los juguetes realizados en masa
tenían la ventaja de ser más económicos, ya que se hacía mayor cantidad de piezas para el mercado; los
fabricados con hojalata siempre
tuvieron gran éxito comercial, principalmente los alemanes que fueron
exportados a toda Europa y al Continente Americano.
Su atractivo radicaba en el detalle
que podían tener, el colorido de las
piezas y la ligereza de su peso.
Hacia 1850 se empezaron a utilizar
técnicas de estampado o calcomanías industriales, lo que hizo posible
dejar atrás la pintura y acabados a
mano, como hasta ese momento se
venía haciendo.
Hacia principios del siglo XX, esta
forma de coloreado se hizo general
con todos los fabricantes de juguetes de hojalata. El material era dúctil
para reproducir en pequeña escala
soldados, barcos, carruajes, carruseles, trenes, todo ello una réplica
en miniatura del mundo adulto.
Alcancías para niños
Alcancías de fierro, ca. 1890. Colección Enrique Estévez
La disciplina del ahorro era fomentada por los adultos a los niños para
enseñar este hábito desde temprana
edad: “el ahorro previene la pobreza”,
repetían los progenitores a los hijos.
Para ello, se fabricaron alcancías a
manera de juguetes, con figuras que
llamaran la atención de los niños,
algunas con formas de animalitos,
que conjuntaban la diversión con el
ahorro.
Este conjunto de alcancías de hierro
colado, de origen norteamericano,
se podía desarmar en dos partes,
para poder tomar los ahorros
cuando fuera necesario.
La escuela, los libros y las lecturas
Después de la consumación de la
Independencia en 1821, el país se
hallaba en una lamentable situación
económica que se vio reflejada en la
instrucción pública. Durante el periodo virreinal la educación había
sido controlada e impartida por la
Iglesia Católica, la joven nación no
contaba con escuelas gratuitas para
su niñez.
A principios de 1822, cinco hombres
prominentes de la ciudad de México
fundaron una asociación filantrópica, con el fin de promover la educación primaria entre las clases
pobres. Llamaron a este proyecto
“Compañía Lancasteriana” en honor
a Joseph Lancaster, personaje
inglés que a principios del siglo XIX
había popularizado un nuevo
método pedagógico, en el cual los
alumnos más avanzados enseñaban
a sus compañeros, por lo que también se le conoció como de “Enseñanza mutua” o “Sistema lancasteriano”. Con los años, estos planteles
se multiplicaron y extendieron por
casi todo el país, escuelas que posteriormente formarían parte del Secretaría de Instrucción Pública. Así,
en México se constituyó un sistema
de educación gratuita para los niños
pobres, además de ser el primer
tipo de escuela sin patrocinio ni
dirección de la Iglesia católica.
En 1867, el presidente Benito
Juárez estableció por ley la educación elemental gratuita y obligatoria
para los niños, aunque tal proyecto
no pudo generalizarse pues no
había suficientes recursos para abrir
escuelas en todo el territorio nacional. Por esto el método de enseñanza siguió siendo el lancasteriano
para las escuelas primarias.
La escuela primaria se dividía en dos
etapas; la primera, llamada primaria
elemental, era de cuatro años, y la
segunda, la primaria superior, de
dos; a continuación, los alumnos
ingresaban directamente a la preparatoria, que duraba cinco años y,
posteriormente, se matriculaban en
las escuelas profesionales. Pero a
esta etapa llegaban realmente muy
pocos estudiantes.
Durante el Porfiriato se promovió el
método de “enseñanza objetiva” que
preconizaba el estudio científico
directo de los objetos y los fenómenos. Ese interés en la ciencia influyó
en diversos aspectos de la vida
social y política a través con del
grupo de los “Científicos”, grupo de
liberales que impulsaba una política
fundada en el análisis objetivo y
científico de los hechos. Algunos de
ellos eran especialistas en el desarrollo de la psicología evolutiva, de
la higiene escolar y de la pedagogía.
Los pensadores del Porfiriato retomaron conceptos de filósofos y pedagogos extranjeros para mejorar la
educación en México; sin embargo,
y pese a todos los esfuerzos realizados, el analfabetismo afectaba a
más del 80 por ciento de la población mexicana hacia el año de 1900.
Durante el siglo XIX, la educación
fue una tarea que tuvo como principal propósito unificar a la nación.
Formar ciudadanos comprometidos
con la patria se convirtió en la misión
esencial del maestro y la enseñanza
de la lengua nacional, la principal
tarea. Por esa razón, la presencia
del libro y la diversidad de tipos de
lecturas, tanto de textos científicos
como recreativos, históricos o meramente informativos fueron importantes signos de este momento histórico.
Escuelas Lancasterianas
Esposición [sic] que dirige la Compañía Lancasteriana de
México al soberano Congreso de la Unión, 1857. Colección
Biblioteca Xavier Clavigero, Universidad Iberoamericana
La dinámica de las escuelas lancasterianas consistía en que los alumnos
eran divididos en grupos de diez,
cada grupo recibía las lecciones de
un “monitor” o instructor que era otro
niño, generalmente de más edad.
Este alumno mayor había sido preparado por el director de la escuela
para dar clases de lectura, aritmética
y doctrina cristiana.
La estructura de este sistema estaba
complementado por la acción de los
“monitores generales” o “inspectores”, que tomaban asistencia, vigilaban a los monitores o cuidaban los
útiles de la enseñanza. Además, los
“monitores del orden” se encargaban
de vigilar la conducta y la disciplina
en clase.
Desde la entrada del niño hasta su
salida de la escuela, todas las actividades estaban controladas por una
serie de obligaciones, órdenes, premios y castigos vigilados por los
monitores. Al entrar a la escuela, el
alumno formaba una fila con sus
compañeros para que se inspeccionara su limpieza de cara, manos y
uñas.
El alumno entraba al aula con las
manos atrás, se quitaba el sombrero
y se lo ataba al cuello; algunas
veces, se hincaba para decir una
oración inicial y, posteriormente, se
sentaba en el banco. El niño colocaba sus manos en las rodillas o en la
mesa, según la orden del monitor y
se iniciaba la clase.
La lámina publicada en el libro Esposición que dirige la Compañía Lancasteriana de México al soberano
Congreso de la Unión ilustra cada
una de las posturas y acciones que
debían tomar los niños en el aula.
Fue tal la importancia de esta institución, que en 1842 el presidente
Santa Anna llegó a confiar la Dirección General de Instrucción Primaria
a la Compañía Lancasteriana. Años
después, el presidente Benito
Juárez la apoyó de forma especial,
ya que la consideraba una bandera
del proyecto liberal en materia de
educación. En 1890, Porfirio Díaz
declaró el cese de la Compañía Lancasteriana, por lo que el sistema de
escuelas pasó a ser parte de la Secretaría de Instrucción Pública.
Silabarios y láminas para enseñar a leer
Láminas con alfabeto e ilustraciones, ca. 1860
Silabario enciclopédico o el niño instruido, 1868
Silabario metódico de San Miguel, ca. 1880
El arte intuitivo gradual, 1883
Abecedario y silabario de F. Durán, ca. 1900
Método de escritura y lectura, 1912
Colección del Colegio de Vizcaínas, Rosalía Cabo Álvarez,
Fabricio Romero Alcázar y Gustavo Amézaga Heiras
Durante el Porfiriato se impulsaron
varias reformas a la enseñanza y se
siguieron varios métodos de lectura.
Se introdujo el llamado método
simultáneo, procedimiento que plantea el aprendizaje de la lectura y la
escritura a un tiempo, mediante el
reconocimiento de palabras.
El método creado por Enrique Rébsamen fue uno de los más difundidos, pues en él se integraban varios
de los principios que durante el siglo
XIX estaban en boga, como aprender
observando cosas concretas, reforzar los conceptos con imágenes,
contar con ejercicios preparatorios y,
asociar las letras a la sílaba, a la palabra y a la frase.
Otro ejemplo de asociación de letras
con imágenes es el libro El arte intuitivo
gradual, que utiliza la semejanza
entre la letra y una posición del
cuerpo humano para las primeras lecciones de lectura.
Después de conocer las letras, tal
como lo indica su título, se iban incorporando gradualmente el conocimiento de las sílabas, la correcta pronunciación y, finalmente, la lectura de
palabras, frases y oraciones.
Las láminas para enseñar a leer eran
materiales utilizados por el maestro o
la maestra para mostrar a todos los
niños las distintas letras, su forma, su
pronunciación y de esta manera
impulsar la enseñanza del alfabeto.
Algunas de estas láminas, por su
tamaño, eran colocadas en el salón
de clases para reforzar las lecciones
que ahí se estudiaban.
Libros para la enseñanza de caligrafía
1872-1910. Colección Gustavo Amézaga Heiras
Ya que el papel era un artículo costoso
en el siglo XIX, a los alumnos se les
enseñaba a escribir en pequeñas pizarras, para lo cual sólo necesitaban un
gis. En la pizarra se practicaba el
tamaño, la proporción y la separación
de las letras. Posteriormente, se utilizaba la plumilla que requería de gran
precisión, de lo contrario, las hojas
donde se escribía se manchaban con
facilidad, lo que obligaba a realizar
nuevamente el ejercicio.
Para dominar el arte de la caligrafía
eran necesarias muchas horas de
práctica y esmero. A finales del siglo
XIX y principios del XX se pusieron a la
venta cuadernos impresos con rayas,
divisiones y hasta con ejemplos de la
forma correcta de la inclinación de la
letras y la unión entre unas con otras.
Cuando el niño había alcanzado a dominar el trazo de las letras, estaba listo
para dibujarlas con tinta china.
Ejercicios de caligrafía
Libretas y cuadernillos para caligrafía 1875-1910. Colección Colegio
de Vizcaínas, Gerardo Ramos Frías, Gustavo Amézaga Heiras y
Museo Modo
La destreza manual es una de las
habilidades que se impulsan en la
educación del siglo XIX.
El arte de dominar la escritura comenzaba con la buena proporción de
cada una de las letras y se avanzaba
cuando el alumno aprendía a trazar
con gracia, lograr líneas gruesas y
delgadas que dibujan y decoran la
letra, como los ejemplos que aquí se
exhiben, donde se muestra el gran
virtuosismo que lograron muchos
niños y niñas en sus largas prácticas
frente a sus cuadernos.
Era común que al final del curso los
alumnos presentaran sus ejercicios
caligráficos de manera ordenada y
limpia, de tal manera que se pudiera
observar el avance desde los primeros
trazos, hasta la escritura de palabras y
frases.
En estas piezas, podemos apreciar
tanto los ejercicios realizados en el
aula, como los trabajos finales que se
ejecutaban de forma especial para
concluir el año escolar. Ejemplo de
estos últimos son las carpetas de la
niña Melania Laris que demuestra sus
habilidades caligráficas.
Lecciones de cosas
Lecciones sobre objetos, 1839; Gran colección de fieras en estampas, 1886; Vida alegre, 1890; Lecciones de cosas, 1890; Álbum de
Zoología; Libro ilustrado para niños, 1900; Libro de lecturas sobre
lecciones de cosas, 1904; Lecciones de cosas, 1910
Colección Gustavo Amézaga Heiras
En el último tercio del siglo XIX, los
pedagogos reconocen como principio de toda enseñanza la manera en
que se realiza el aprendizaje: "El conocimiento del mundo material lo adquirimos por medio de nuestros sentidos. Los objetos y diversos fenómenos del mundo exterior, son la materia sobre la que primeramente se ejercitan nuestras facultades”. En este
periodo se utilizaron los libros conocidos como Lecciones de cosas, también llamados Lecciones sobre objetos, que eran los primeros que conocían los niños al ingresar a la escuela
y recibían sus primeras lecciones.
En ellos, el alumno hacía lecturas en
las que debía observar un objeto,
mientras el maestro le iba haciendo
una serie de preguntas. Para responderlas era necesario observar las cualidades y características de los objetos. Las “cosas” podían proceder del
reino animal, mineral, vegetal, o eran
objetos fabricados por el hombre, de
tal manera que las preguntas se
respondían a través de la percepción
de los cinco sentidos: la vista, el
tacto, el oído, el olfato y el gusto.
Las Lecciones de cosas explicaban
gran diversidad de temas relacionados con la comida, la ropa, los animales, los muebles, los colores, los metales, las flores, y todo cuanto rodeaba a los niños. La idea era que los
alumnos tuvieran el objeto original
frente a ellos: un gis, una flor, un
vidrio, o bien que el profesor les mostrara un grabado o lámina donde pudieran observar “las cosas”. Sobre
cada objeto, el alumno debía formarse
una idea de qué era, conocer su
origen, su utilidad, su nombre, sus
diferentes partes, sus propiedades y,
de preferencia, debía tener experiencia directa con ellos, manipularlos y
llegar a conclusiones propias.
Estos libros constituían el punto de
partida para educar y sensibilizar a los
niños pequeños, además de activar
su mente y sus sentidos.
Libros escolares
1875-1912. Colección Mercurio López Casillas, Ana Margarita Ávila
Ochoa, Gerardo Ramos Frías, Gustavo Amézaga Heiras y Colección
Biblioteca Xavier Clavigero, Universidad Iberoamericana
Durante el Porfiriato se publicaron
libros para cada una de las asignaturas de la educación primaria y se realizaron dictámenes y recomendaciones
sobre los títulos que deberían llevar
los niños en sus clases.
Se consideró que el libro de texto era
requisito para las principales materias
de la enseñanza elemental obligatoria. Es notable la cantidad y variedad
de libros de texto que se publicaron a
finales del siglo XIX, y que fueron
auxiliares didácticos para los maestros.
Las lecciones se dividían por sesiones, venían acompañadas de imágenes explicativas y preguntas para
reforzar el conocimiento.
Los libros centrados en personajes,
como el de Rafaelita o los de Guillermo o Juanito, introducían a los niños
en el aprendizaje a través de “niños
modelos”, de quienes se narraban sus
aventuras y vicisitudes como niños
mexicanos, en su día a día.
Cuadernillos para niños
Biblioteca del Niño Mexicano. Colección Mercurio López Casillas
Cuadernillos ilustrados por José Guadalupe Posada y Manuel Manilla.
Colección Mercurio López Casillas y Gustavo Amézaga Heiras
Entre las muchas ediciones ilustradas
de carácter extraescolar que llegaron
a las manos de innumerables niños
mexicanos, a fines del siglo XIX y principios del XX, abunda una variedad de
fascículos o cuadernillos muy baratos
y con textos breves, publicados por
editores de distinta índole, tanto mexicanos como extranjeros. Su propósito
principal fue la diversión y el entretenimiento, aunque también daban espacio a la instrucción amena, por lo que
su contenido iba de las adivinanzas a
los discursos patrióticos, y de las
obras de teatro infantiles y manuales
de magia, a los cuentos y a los relatos
históricos en donde se mezclaban la
fantasía y lo truculento.
Algunos de los textos eran copia de
escritos europeos, otros eran adaptaciones, y algunos más, creaciones
locales. Por lo que se refiere a las ilustraciones que embellecieron estos
cuadernitos, el gran artista José Guadalupe Posada creó un número
importante de ellas para el célebre y
popular editor Antonio Vanegas
Arroyo; imágenes impresas a dos
tintas o iluminadas con intensos colores de anilina, lo que acentuaba su
gracia e impacto visual.
El trabajo de Posada, inspirado en el
de su antecesor el grabador Manuel
Manilla, se nutrió también de fuentes
europeas, pero en muchísimas otras
ocasiones fueron creaciones enteramente suyas, dejando en ellas testimonio de tipos étnicos, formas de
vestir, juegos y costumbres; además
de evidenciar lo que fueron, jugaron e
imaginaron los niños de aquella época.
Otra parte importante de la obra de
Posada, dentro del rubro infantil, es la
que hizo para la Biblioteca del Niño
Mexicano, una colección de 110 cuadernillos, editada por los hermanos
Maucci, de origen italiano, quienes la
hicieron imprimir en Barcelona. Los
textos, escritos por el insigne periodista Heriberto Frías, son una recreación
artística de la historia de México, y
están a medio camino entre la instrucción y el amarillismo, la historia y la
novela, con elementos de la cultura
popular, donde se entremezclan datos
fidedignos y ficción, y campean la violencia y las pasiones, tendencia efectista compartida plenamente por las
imágenes que para la obra ejecutó
José Guadalupe Posada.
Libros infantiles de lujo en español,
francés, alemán e inglés
Voyage en France, 1875; Märchenpracht und Sabelicherz, 1883; Ya sé leer!
Lecturas infantiles, 1885; Cuentos escogidos de Perrault, 1886; Cinderella, 1885;
Cinderella, 1890; Tertulias de la infancia. El teatro guiñol, 1890; Cenicentilla.
Cuentos morales para niños, 1890; Los días felices de la infancia, 1900
Colección Gustavo Amézaga Heiras
Los libros de lecturas infantiles que se
editaban en el extranjero tuvieron
cierta demanda en nuestro país; eran
objetos de lujo que se podían adquirir
para los niños de clases altas. El
placer visual nacido de estos libros,
con bellas imágenes a color, algunos
de gran formato, fue el punto más
atractivo para la clientela.
En nuestro país fue común que circularan libros en otros idiomas como el
francés, el alemán y el inglés, ya que a
finales del siglo XIX, había una población de 60,000 personas extranjeras
en México, con un alto porcentaje de
niños que requerían de aprender a leer
y practicar la escritura en sus lenguas
maternas.
Además de que en varios colegios
particulares se impartía la enseñanza
del francés, del inglés y del alemán,
consideradas como “lenguas cultas”,
sobre todo la primera, que se puso de
moda durante el Porfiriato como signo
de buena educación
Diplomas y medallas
Medallas 1900, 1901 y 1903 y diploma de 1898 de la niña Refugio González
García. Colección Guadalupe Lozada León
Diplomas 1875-1910. Colección Gustavo Amézaga Heiras
Desde el periodo presidencial de Sebastián Lerdo de Tejada (de 1872 a 1876) se
instituyó la costumbre de que el primer mandatario otorgara un reconocimiento
especial a los alumnos de diversas escuelas del país.
Los diplomas y medallas han adquirido un gran valor documental y testimonial,
especialmente cuando en ellos aparecen otros elementos históricos, como las
rúbricas de los presidentes de la República Mexicana.
Pupitres
Pupitres ca. 1890. Colección IBBY México/A leer
Las antiguas bancas escolares eran
colectivas, estaban hechas para servir
a diez, doce o incluso más alumnos
que compartían el mismo asiento.
Durante el siglo XIX, se desarrollaron
muchos tipos de mesa-bancos; el
diseño más característico fue el de
aquellas sillas que la parte trasera
soportaba la mesa del alumno que se
sentaba atrás.
Con el incremento de alumnos en las
escuelas fue necesario incorporar
buenos pupitres en el aula, que funcionaran bien y fueran resistentes al ajetreo escolar. Se fabricaron con asientos curvos para la comodidad y la
buena postura del niño; se buscó que
fueran plegables y que no hicieran
ruido al cambiar el ángulo de postura,
característica importante para evitar la
distracción en el aula. El mobiliario
debía ser atractivo, económico, duradero y de fácil limpieza.
Hacia la segunda mitad del siglo XIX se
dejaron de fabricar pupitres totalmente
de madera y se comenzó a incluir cada
vez más el hierro fundido, principalmente en la estructura del mueble.
A la mesa de escritura se le incorporó
una ranura para los lápices y otras
herramientas de escritura, además de
un orificio circular donde se depositaba
el tintero.
El pupitre incluía también un cajón
debajo de la mesa donde se guardaban
los útiles escolares.
José Rosas Moreno
Manual de urbanidad, El libro de oro de las niñas, Fábulas, Un
viajero de diez años. Relación curiosa e instructiva de una
excursión infantil, Historia de México, Libro de la infancia.
Colección Biblioteca Xavier Clavigero, Universidad Iberoamericana y Gustavo Amézaga Heiras
José Rosas Moreno (1838-1883) fue
escritor, político, funcionario público,
librero e impresor que dedicó gran
parte de su labor, como dramaturgo y
poeta, al público infantil, por ello se le
conoce como “El poeta de los niños”.
En 1873 fundó la Imprenta y Librería
de los Niños, la primera de su tipo en
México, donde publicó una colección
de textos didácticos y de lectura
recreativa que llamó “Biblioteca Infantil”, así como sus periódicos La Edad
Feliz y Los Chiquitines.
La importancia de la obra de José
Rosas Moreno es que da inicio al
género de literatura infantil de manera
integral en nuestro país. Considerado
el mejor fabulista mexicano, su volumen de “Fábulas”, editado en 1872, se
utilizó por varios años como libro de
lectura en las escuelas públicas,
llegándose a publicar algunas de ellas
hasta la mitad del siglo XX. Actualmente, se ha rescatado su obra y sus fábulas reintegrándola a los libros de texto
gratuitos de la enseñanza primaria.
Libros sobre ciencia para niños
La ciencia recreativa. Colección Biblioteca Xavier Clavigero,
Universidad Iberoamericana
Recreaciones científicas y Curiosités scientifiques. Colección Gustavo
Amézaga Heiras
Los primeros títulos de corte científico
dirigidos a niños en México se editaron
a lo largo de la segunda mitad del siglo
XIX. Se pretendía popularizar los conocimientos científicos, fomentando la
curiosidad por leer, descubrir y experimentar.
Entre 1871 y 1879 se publicó La ciencia recreativa, proyecto impulsado
por el ingeniero José Joaquín Arriaga,
quien se propuso transmitir al “público infantil y a las clases trabajadoras”
los conocimientos científicos de una
manera fácil y atractiva.
Arriaga pretendía impulsar la educación
con la finalidad de apoyar el progreso de
México.
Su propuesta consistía en ofrecer,
quincenalmente, cuadernitos que a
través de relatos o pequeños cuentos
ilustrados,
abordaban
diferentes
temas científicos sobre geografía,
astronomía, o temas del reino mineral,
animal o vegetal. Los títulos dan idea
de su propósito: “La ascensión al Popocatépetl”, “Los misterios de la
niebla”, “Las tempestades”, “Transformaciones de un trozo de hielo”,
“Plutón y Neptuno”.
Otros libros editados en el extranjero
como Recreaciones científicas (1893)
y Curiosités scientifiques (1888), son
publicaciones con especial énfasis en
los experimentos físicos y químicos
que podían realizar los niños.
Las pizarras
Pizarras, 1870-1900. Colección Museo Modo
Estampas de niños con pizarras. Colección Gustavo Amézaga Heiras
J. M. García, Retrato de niño con pizarra, óleo sobre tela, 1851. Colección Daniel Liebsohn
Las pizarras ya se utilizaban desde la
Edad Media pero fue en el siglo XIX
cuando se popularizó el uso de ellas
para la escritura, ya que eran más duraderas que el papel y resultaban más
económicas. Elaboradas de una delgada lámina de piedra de arcilla obscura,
los alumnos practicaban y mejoraban su
letra con un pizarrín, elaborado con una
arcilla blanca, aunque también se podía
utilizar un gis.
La ventaja de la pizarra es que era portátil, los niños la podían usar tanto en
la escuela, como en la casa, inclusive
podían dibujar.
Este objeto fue tan representativo de los
niños que muchas imágenes publicitarias se ilustraron asociando a los infantes
con sus pequeñas pizarras.
El retrato al óleo de un niño desconocido, obra del pintor J. M. García de 1851,
muestra a un pequeño de la clase alta,
con su pizarra en la mano. El cuadro es
el testimonio de la importancia que tenía
este objeto con el que se quiso representar a un niño mexicano.
Ábacos, juegos de cuerpos
geométricos y globo terráqueo
Ábacos, juegos de cuerpos geométricos y globo terráqueo. Colección Museo Modo
Cuadernillos de Geometría y El libro de oro de los niños. Colección Gustavo Amézaga Heiras
Geometría razonada para los alumnos y las alumnas de las escuelas elementales y superiores, 1903.
Colección Gerardo Ramos Frías
El ábaco es posiblemente el primer
dispositivo de contabilidad de la historia desde hace 5,000 años de antigüedad y su efectividad ha soportado la
prueba del tiempo, puesto que aún se
utiliza en varios lugares del mundo.
El ábaco consta de una serie de cuentas
ensartadas en varillas que a su vez están
montadas en un marco rectangular, al
desplazar las cuentas sobre varillas, sus
posiciones representan valores almacenados.
El ábaco se introdujo en la escuela
primaria como instrumento para una
enseñanza intuitiva de la aritmética. Por
tanto, se relaciona con el movimiento de
reforma de la enseñanza primaria que se
desarrolló a comienzos del siglo XIX.
Aunque el ábaco y el estudio de la geometría datan desde la época de los egipcios, durante el siglo XIX se le dio un
gran impulso a la instrucción de estas
materias, incorporandolas como asignatura a la educación básica. La producción en serie de objetos, permitió la
fabricación de estuches de cuerpos
geométricos hechos de madera, para
ser parte del equipo pedagógico dentro
del aula.
Un globo terráqueo es un modelo a
escala tridimensional de la Tierra, se
montaban en un soporte en ángulo, lo
que los hacía más fáciles de usar, representando al mismo tiempo el ángulo del
planeta en relación al Sol y a su propio
giro. Esto permite visualizar fácilmente
cómo cambian los días y las estaciones.
Los niños pobres, huérfanos y
trabajadores
Fotografía de la Fábrica San José El Mayorazgo, 1899. Colección Manuel Mnichts
Niños con maestro, 1900. Colección Gustavo Amézaga Heiras
Publicación El Mundo Ilustrado, 1905. Colección Museo Modo
Niños vendedores en la Alameda, ca. 1870. Reproducción digital
Niños de Iztacalco, ca. 1900. Reproducción digital
Durante el siglo XIX, la mayor parte de
la población infantil mexicana vivía en
extrema pobreza y debía trabajar. En
la ciudad los empleos más recurrentes de los niños eran la venta de periódicos y billetes de lotería, ser mandaderos o empleados de fábricas y
mozos de comercios; en el interior de
la República muchos niños eran campesinos. Uno de los problemas más
intensos que se vivieron en el Porfiriato fue precisamente el del trabajo
infantil. Tanto en el campo como en
las ciudades los niños tenían que
ayudar a sus familias a conseguir el
sustento diario; en aquellos años se
pasaba muy pronto de la niñez a la
edad adulta, no había tantas consideraciones ni derechos para los niños
como los hay ahora.
Por lo general, las familias mexicanas
contaban con muchos hijos para que
ayudaran con la economía doméstica.
Esta situación era muy semejante en
el campo y en la ciudad. Una gran mayoría de los padres consideraba que
estudiar era una pérdida de tiempo, y
que era mejor que los infantes ayudaran a ganarse el pan diario. Como
en ese tiempo, se pensaba que unas
actividades eran propias para los
niños y otras para las niñas, por lo
general las mujeres se quedaban al
lado de la madre ayudándole en las
tareas domésticas: lavar, barrer,
coser, hacer la comida o las tortillas y
cuidar a los hermanos más pequeños.
En cambio los varones realizaban
labores del campo, desde los cinco o
seis años ayudaban a sembrar, limpiar
las milpas o llevar a pastar a los animales. En las ciudades o lugares cercanos a las fábricas empezaban a trabajar a los siete u ocho años, hilando o
haciendo tareas sencillas durante
varias horas. A los patrones les convenía contratar niños porque la paga era
menor que la de los adultos. En la
fotografía de San José El Mayorazgo
de 1899, se puede apreciar la cantidad
de niños que trabajaba en esta fábrica
textil ubicada en Puebla. La etapa de
la niñez era muy breve y poco protegida.
La desigualdad de la sociedad mexicana se hizo más evidente en los primeros años del siglo XX, cuando
perdió valor la moneda, bajó de precio
y una crisis económica, que se dejó
sentir en México y en otros países,
redujo el trabajo y los salarios.
Carta de una niña al presidente
Porfirio Díaz
Colección Biblioteca Xavier Clavigero, Universidad Iberoamericana
En agosto de 1910, la niña María Teresa Mangino le escribe una pequeña misiva
a Porfirio Díaz, donde le solicita los recursos para comprarse un vestido que le
están pidiendo en la escuela, debido a que fue seleccionada para cantarle al
mismo presidente frente a Palacio Nacional el 7 de septiembre de ese año.
Aunque se desconoce la respuesta, la solicitud de la niña refleja la situación
económica de la mayoría de los niños mexicanos, aquejados por la pobreza.
Certificado de pensión
Colección Biblioteca Xavier Clavigero, Universidad Iberoamericana
El 24 mayo de 1892 el Congreso de la
Unión le otorga una pensión vitalicia a
la señora María de Jesús Lagos, viuda
del general Juan de la Luz Enríquez; al
igual que a sus hijas mujeres, mientras
no se casaran y en el caso de los varones de no cumplir los 21 años, es
decir, antes de cumplir la mayoría de
edad, o si entraran al servicio del ejército.
En el certificado quedan selladas las
fotografías de cada uno de los beneficiados como prueba de identidad de
quienes recibirían la ayuda económica.
La solicitud fue promovida por el presidente a favor de esta familia, porque
Enríquez había sido un militar destacado que luchó contra los franceses al
lado de Mariano Escobedo y del
mismo Porfirio Díaz. Desde 1884,
hasta su muerte en el año de 1892,
había sido gobernador del estado de
Veracruz.
La mortandad que se registraba en el
siglo XIX impactaba en un alto porcentaje de las mujeres casadas quienes,
en su mayoría, al fallecer su marido
quedaban en una situación económica
inestable y con una amplia familia que
mantener.
Hacia 1810 esta situación afectaba a
una tercera parte de las mujeres adultas y, para 1850 el porcentaje era de un
40 por ciento.
Los niños en la publicidad
Colección Museo Modo y Gustavo Amézaga Heiras
La cromolitografía es una variante de
la litografía que consiste en reproducir
varios colores mediante pequeños
puntos o líneas en impresiones sucesivas.
En la segunda mitad del siglo XIX, esta
técnica fue muy popular porque impulsó la reproducción a color de obras de
arte e ilustraciones a precios accesibles para la clase media.
Las tiendas departamentales, comercios y los productos de marca regalaban a sus clientes tarjetas publicitarias
o calendarios realizados con esa técnica, con las cuales promovían sus
mercancías o servicios.
Las figuras infantiles empezaron a utilizarse en la incipiente publicidad que
tuvo importante impulso en el último
tercio del siglo XIX. Cromolitografías
de gran formato, acabadas con realzados y elaborados suajes, fueron la
“cabeza” de los calendarios que
muchas tiendas y establecimientos
comerciales regalaban a su clientela
cada final o inicio de año.
Apelaban y recurrían a las figuras
infantiles por la gracia de su imagen y
porque representaban a personajes
ingenuos e inocentes, aunque en algunas ocasiones los relacionaran con
productos no aptos para niños, como
el vino y los cigarros.
Los niños muertos
Ambrotipos y fotografías de niños muertos, 1860-1910. Colección Felipe Neria Legorreta
Esquelas luctuosas de niños. Colección Museo Modo
J. Bernadet, Retrato póstumo de infante, óleo sobre tela, 1900. Colección Daniel Liebsohn
Las personas se casaban muy jóvenes,
pues no se vivía mucho y solían tener
numerosos hijos. Buena parte de ellos
moría antes de dejar atrás la infancia.
También había demasiada muertes
entre las madres cuando daban a luz.
Una costumbre arraigada en México
desde el siglo XIX fue la de los retratos
fotográficos o al óleo de los niños
muertos, también llamados “angelitos”
por la edad de inocencia en la que
fallecían.
Las condiciones higiénicas eran
inadecuadas y había enfermedades
prácticamente incurables o que era
muy costoso atender. El nivel de mortalidad en niños era muy alta.
Esta impresionante galería de padres e
hijos permitía conservar el recuerdo y
la imagen del ser amado.
Los niños marineros
Fotografías y estampas de niños en traje de marinero. Colección Gustavo Amézaga Heiras y Museo Modo
Anónimo, Retrato de niño con traje de marinero, pastel sobre papel, ca. 1900.
Colección Daniel Liebsohn
El traje de marinero fue una moda
prácticamente universal para vestir a
los niños a mediados del siglo XIX.
Esta costumbre inició en 1846 cuando
al príncipe Alberto Eduardo de Gales,
hijo de la reina Victoria, en aquel entonces de cuatro años, le regalaron una
réplica en su talla de los uniformes
usados por los miembros de la Royal
Yacht, mismo que llevó durante un
viaje en crucero causando una gran
sensación.
La imagen se difundió por medio de
grabados en todo el mundo; hacia la
década de 1870 el traje de marinerito
se había convertido en atuendo normal
para los niños (y algunas niñas) de casi
todo el mundo.
El traje de marinerito representaba para
los niños un ideal de libertad y el uniforme de sus aventuras imaginadas.
El niño y la familia
Los roles que se desempeñaban al
interior de la familia eran distintos en el
ámbito urbano y en el rural. En las ciudades, por lo general, el papel del
padre era hacerse cargo del sustento
económico del hogar, el de la madre
era la educación y crianza de los hijos;
la de los hijos, asistir a la escuela y
obedecer en todo a los padres.
En las familias pobres era necesaria la
participación de todos los miembros
de la familia para poder subsistir.
En el contexto urbano, los padres eran
el núcleo familiar que regía a la infancia,
se encargaban de su protección material y de su formación tanto espiritual
como moral. El papel de la mujer constituía parte fundamental en la conformación de las familias, ya que era la
encargada dentro del hogar de formar y
educar a los hijos para integrarse a la
sociedad. Con respecto a las familias
actuales, el número de hijos era aún
mayor, lo que implicaba una enorme
tarea.
El álbum fotográfico
Álbumes fotográficos, 1870-1900. Colección Enrique Estévez y Gustavo Amézaga Heiras.
A partir de 1860 se popularizaron las
fotografías en papel en las llamadas
“tarjetas de visita” (6.5 x 9 centímetros). Con este nuevo formato se produjo la costumbre de intercambiar
retratos entre familiares y amigos, o de
coleccionar fotografías de celebridades.
Posteriormente, con la demanda de
fotografías se creó la necesidad de un
nuevo producto para su colección y
deleite: el álbum fotográfico, que era la
crónica visual de la familia.
El álbum era un objeto para presumir.
Colocado casi siempre en la mesa
principal de la sala, permitía a familiares y amigos enterarse de lo que había
hecho la familia.
Se atesoraba el retrato de bodas de los
padres, seguido de las imágenes de los
hijos recién nacidos, en su primera
comunión, la hija casada o el hijo
sacerdote o militar.
Las tapas y encuadernaciones de los
álbumes se fabricaron en materiales
muy diversos como madera, baquelita,
madreperla, concha, tela o piel. Tenían
decoraciones con bellas estampas en
cromolitografía, guarniciones de metal,
o con incrustaciones de piedras de fantasía.
En el siglo XIX, Alemania y Francia
fueron los países más destacados en la
fabricación de álbumes por su variedad
y estilos.
Fotografías de familia
Colección Felipe Neria Legorreta, Francisco Hernández y Gustavo Amézaga Heiras
La fotografía es uno de los testimonios
más preciosos de los individuos, por
su capacidad de preservar y captar el
instante de la expresión del rostro
humano. Como documento visual es
memoria y crónica, que en muchos
casos refleja el perfil y el carácter del
fotografiado.
Más allá de lo nostálgico, estas imágenes son el testimonio colectivo de
quienes precisamente deseaban legitimar sus lazos de parentesco. El trabajo
del fotógrafo debía reflejar ese objetivo.
Para ello, dirigía la toma y designaba la
ubicación de los miembros de la familia
para obtener una composición armónica del grupo y lograr trasmitir, en
muchas ocasiones, el valor de respeto
y la jerarquía que imperaba entre sus
integrantes.
En estos retratos, los niños aparecen
como si fueran pequeños adultos con
expresión amable, pero solemne. De
posturas rígidas y severas, en algunos
casos, apenas esbozan una tímida
sonrisa.
Manuales de urbanidad
José Rosas, Manual de urbanidad. Colección Biblioteca Xavier Clavigero,
Universidad Iberoamericana
Madame d’ Alq, La sociedad y la familia, 1881. Colección Gustavo Amézaga Heiras
Catecismo de urbanidad civil y cristiana para el uso de las escuelas, 1880.
Colección Gustavo Amézaga Heiras
Manuel Antonio Carreño, Manual de urbanidad y buenas maneras, 1886.
Colección Gustavo Amézaga Heiras
Manual de urbanidad en verso, 1892. Colección Rosalía Cabo Álvarez
La influencia europea no sólo se reflejó
en las modas, sino también se evidenció en los nuevos usos y costumbres
sociales. Las altas clases regularon
sus modales y se comportaron según
los manuales de conducta y urbanidad
en boga. Estas guías de protocolo y
buenas costumbres marcaron a detalle las reglas de civilidad y etiqueta que
debían observarse en diversas situaciones sociales.
Los manuales de urbanidad y buenas
costumbres fueron escritos por varios
autores extranjeros que ofrecían un
tratado pormenorizado no sólo para
las mujeres, sino para todos los miembros de la sociedad en todo tipo de
circunstancias, en ellos se encuentran
las principales reglas de civilidad y
etiqueta que debían observarse.
Muestrarios y útiles para el bordado
Escuela de costura con marcos. Juego de costura para niñas y agujas para coser, ca. 1880.
Colección Museo Modo
Caja de hilos, ca. 1885. Colección Colegio de Vizcaínas
Revista La bordadora. Colección Museo Modo
Tijera mosquetero. Museo Modo
Los muestrarios impresos para el bordado
enseñaban, con base en modelos ilustrados y sencillas instrucciones, el arte de la
ornamentación textil. Estas guías servían para educar el gusto de las niñas
y para desarrollar su sensibilidad, mediante repetitivas tareas con hilos y
agujas. Para las amas de casa se elaboraban los ejemplos más laboriosos
y complicados.
Los motivos que venían impresos en
estos cuadernos solían ser ramilletes
de flores, figuras de animales o complejas composiciones a partir de
formas geométricas como el rombo.
También era frecuente aprender a
bordar toda clase de letras del abecedario, pues era común que a las prendas de vestir o de uso personal se les
bordaran las iniciales del propietario.
Bordados y dechados
Dechado de la niña Antonia Rodríguez, 1878. Colección Manuel Mnichts
Dechado de la niña Ygnacia Sanabria, 1880. Colección Manuel Mnichts
Bordado de la Octava Escuela Parroquial de Niñas Agustinas Guerrero, Guadalajara 1887.
Colección Enrique Estévez
Bordado “Recuerdos del aller” [sic]. Colección Colegio de Vizcaínas y palomas de tela, elaboradas por alumnas del Colegio de las Vizcaínas, ca. 1880. Colección Colegio de Vizcaínas
Durante el siglo XIX, la formación y
educación de las niñas incluía aprender a coser para poder realizar tanto
ropa como prendas para la casa:
cobertores, sábanas, fundas para
almohadas, entre otras.
También se tenía que desarrollar la
destreza para aprender a bordar los
elementos que se añadían como decoración en todos los objetos que se
confeccionaban.
Además el bordado representaba un
medio de expresión de emociones y
sentimientos, a través de colores, texturas y figuras.
Una práctica común entre las niñas
era el bordado del “dechado”.
Éste era un muestrario donde la
alumna realizaba, en pequeñas secciones de la tela, los diferentes tipos
de bordados que había aprendido,
desde elementos sencillos con los que
se iniciaba, hasta el bordado de letras,
o motivos florales sumamente complejos.
En el costurero se encontraban los objetos necesarios para estas labores:
carretes de hilos en diversos colores,
botones de hueso, marfil o cristal, tijeras para diferentes tareas, cinta métrica, dedales en varios tamaños, huevos
de madera para zurcir calcetines y
canuteros para guardar agujas y alfileres.
Tarjetas sociales
Tarjetas desplegables y tarjetas religiosas, segunda mitad siglo XIX,
Colección Gustavo Amézaga Heiras
Con el impulso de la Revolución
Industrial, Inglaterra empezó a producir y a exportar a todo el mundo objetos de “lujo” para la naciente clase
media. La nueva burguesía mexicana
necesitaba ahora nuevos productos
que le dieran estatus; entre ellos,
estaban los impresos sociales que
tuvieron una demanda creciente.
Las tarjetas sociales con arquitectura
de papel, fabricadas en Inglaterra y
Francia, lograron éxito inmediato; los
impresores tuvieron que traducirlas a
varios idiomas para los diferentes
mercados de consumidores.
Estaban impresas en cromolitografía,
lo que en ese momento resultaba toda
una novedad. Además, contaban con
numerosos suajes, complicados dobleces y realzados.
Desplegaban en su interior toda clase
de imágenes, personajes y figuras,
flores, objetos, animales y elementos
arquitectónicos, logrando un efecto de
tridimensionalidad y volumen. Inclusive, algunas tarjetas presentan pestañas para jalar las figuras manualmente
y accionar otros mecanismos y efectos visuales. Su popularidad radicaba
en su delicada reproducción y acabado, así como en los muchos detalles
miniaturistas.
Las tarjetas sociales tenían diversos
usos, dependiendo de la temporada o
de la situación. Se utilizaban para felicitación de onomástico, recuerdo de
Primera Comunión, de Navidad y se
creó una gran variedad de impresos
para amigos y novios. Entre las frases
más recurrentes que se utilizaban eran
“Viva usted mil años”, “Salud y felicidades” y “Amistad y recuerdo”.
Papelería de correspondencia
Colección Gustavo Amézaga Heiras
Los diarios y la correspondencia
fueron pasatiempos cultivados por
muchos niños y adolescentes durante
el siglo XIX.
Generalmente, la papelería para
correspondencia era importada, un
insumo costoso sólo accesible para
las clases medias y altas del país.
Las cartas eran una manera de mantener y desarrollar las relaciones
sociales con amigos y familiares; de
saber y dar a conocer noticias e información, pero también eran una
manera de estimular la práctica de la
lectura, la escritura y la redacción.
Estas cartas, escritas en francés por
un niño en México, son un ejemplo de
la lujosa papelería que se utilizaba;
presenta elegantes realzados o troquelados, suajes, tintas metálicas e
impresiones en color pegados a la
hoja.
En ese periodo, el papel era un material costoso, un producto no accesible
para todos.
La higiene
Polvos dentífricos y cepillo dental. Colección Museo Modo y Gustavo Amézaga Heiras
A finales del siglo XIX la higiene personal se asoció con la preservación de la
salud. Hacia las décadas de 1870 y
1880, el estudio sobre la bacteriología
modificó las conductas de limpieza y
determinó los hábitos a seguir en el
aseo corporal, introduciendo la higiene en los hogares.
En paralelo, surgen en la prensa artículos de divulgación no especializados y muy accesibles, en donde la
sociedad podía informarse cotidianamente de las medidas de prevención
de las enfermedades y promoción de
la salud, el cuidado del hogar y los beneficios que prodigaba la higiene de
las casas y de las personas.
Los productos medicinales como pastillas, lociones, ungüentos y pomadas
se preparaban bajo receta en las droguerías y boticas. La novedad, a partir
de la segunda mitad del siglo XIX, es
que comienzan a surgir productos
comerciales listos para la venta, que
tienen instrucciones para su uso, presentados con su propio empaque y
que poseen una imagen o marca
comercial, para la naciente sociedad
de consumo.
Entre los productos para la higiene
bucal, son varias las presentaciones
de polvos dentífricos que, mezclados
con agua, facilitaban la limpieza.
Esta costumbre coincidió con la popularización del uso de los cepillos de
dientes, elaborados con mangos de
marfil o hueso.
La Primera Comunión
Recuerdos de Primera Comunión. Colección Gustavo Amézaga Heiras y Museo Modo
Fotografías de niños en su Primera Comunión. Colección Museo Modo
La ceremonia católica de la Primera
Comunión, que recibían los jovencitos
de entre los diez y los catorce años de
edad, tuvo sus orígenes en la época
medieval; desde el siglo XII había sido
un acto privado que pasaba inadvertido, pues los niños no eran vistos
como sujetos relevantes.
A partir del siglo XIX, la ceremonia religiosa cobró importancia y se convirtió
en un evento social significativo,
porque marcaba el paso de la niñez a
la juventud.
Para realizar el rito religioso, los niños
usaban un elegante traje de color
blanco o negro, y un moño blanco en
el brazo que simbolizaba su inocencia;
por su parte, las niñas vestían un traje
completamente blanco y velo, que
representaba su pureza; ambos
debían portar una vela o cirio encendido.
La Navidad
Tarjetas y estampas navideñas, 1870-1900. Colección Museo Modo y Gustavo Amézaga Heiras
Escena navideña en La Moda Elegante, 1884. Colección Gustavo Amézaga Heiras
Figura de sololoy de San Nicolás, ca. 1890. Colección Enrique Estévez
Desde el siglo XIX la Navidad empezó
a afianzarse con el carácter que tiene
hoy día. Durante ese siglo se popularizó la costumbre del intercambio de
regalos la noche del 24 al 25 de
diciembre. Otras tradiciones de la
época, tal como la conocemos hoy,
son el árbol adornado, la figura de San
Nicolás, los villancicos y el obsequiar
tarjetas navideñas.
La tradición del árbol de la Navidad,
originario de zonas germanas, se
extendió por otras áreas de Europa y
en América, iniciándose esta costumbre en México hacia la última década
del siglo XIX, por influencia de las
colonias de extranjeros que vivían en
la capital.
La decoración del árbol consistía en
colocar pequeños juguetes, cajas de
dulces, banderitas y muchos otros
ornatos.
La figura del obispo cristiano San
Nicolás de Bari se consolidó como el
personaje más representativo de la
época navideña; transformado en
“Santa Claus” era quién obsequiaba
regalos a los niños. En 1863, el ilustrador alemán Tomas Nast realizó unas
litografías creando la fisonomía del
personaje gordo, barbudo y bonachón
con la que hoy se le conoce; para ello
tomó como base la vestimenta de los
ropajes de los antiguos obispos.
La tradición de cantar villancicos y de
enviar tarjetas navideñas procede del
mismo siglo XIX, costumbres que con
el tiempo la mercadotecnia, en especial la norteamericana, se aprovecharían para expandir la Navidad por el
mundo, dándole un carácter distinto al
religioso, y con temas que poco o
nada tienen que ver con el sentido
original de la celebración.
Los dulces
Estuche de la Dulcería Francesa, ca. 1870. Colección Gustavo Amézaga Heiras
Contenedor de dulces de cristal, ca. 1880. Colección Enrique Estévez
Chocolate para mesa La Cubana; caja de metal de la Chocolatería Francesa; estuches en forma de
huevitos marca Larín; pastas de frutas La Suiza y The Original French Marshmallow.
Colección Museo Modo
En el siglo XIX los franceses inventan
el término “dessert”, refiriéndose al
plato de sabor dulce o agridulce que
se toma al final de la comida y cuyo
nombre tiene su origen en el verbo
“desservir” o “recoger la mesa”, el
momento en el que la mesa queda
libre de platos y copas, para recibir
sorpresas dulces. El auge de la repostería y la confitería en el siglo XIX,
supone el apogeo para el mundo de la
repostería, pues empiezan a aparecer
establecimientos y panaderías dedicados a este arte, abiertos al público y
para el deleite en especial de los
niños. En México, desde el periodo
virreinal, había una gran tradición en la
producción de postres, algunos elaborados en conventos de monjas; esta
tradición no sólo continuó, sino que
creció durante el siglo XlX, cuando
aparecieron las primeras industrias
mecanizadas de dulces y de chocolates, y se idearon nuevos productos. A
principios de ese siglo se patenta el
envase de hojalata, procedimiento que
permite conservar y transportar
alimentos sustituyendo al cristal.
Además, se perfeccionaron recetas,
procesos y técnicas de conservas,
que con los avances tecnológicos pudieron ser puestos a la venta diversos
postres y almíbares de frutas empacados.
Museo del Objeto del Objeto, A.C. / Armando Gustavo Amézaga Heiras, Derechos Reservados ©

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