Kill you

Transcripción

Kill you
DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
Kill Your Darlings
Lecturas
CAPARRÓS – FONSECA – GARCÍA MÁRQUEZ – GUERRIERO – HOYOS – IGLESIAS ILLA – LICITRA
SALCEDO RAMOS – TALESE – VILLANUEVA CHANG – VILLORO
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Asalto al Palacio
Gabriel García Márquez
El plan parecía una locura demasiado simple. Se trataba de tomar el Palacio
Nacional de Managua a pleno día, con solo veinticinco hombres, mantener en
rehenes a los miembros de la Cámara de Diputados y obtener como rescate la
liberación de todos los presos políticos. El Palacio Nacional, un viejo y desabrido
edificio de dos pisos con ínfulas monumentales, ocupa una manzana entera con
numerosas ventanas en sus costados y una fachada con columnas de partenón
bananero hacia la desolada Plaza de la República. Además del Senado en el primer
piso y la Cámara de Diputados en el segundo, allí funcionan el Ministerio de
Hacienda, el Ministerio de Gobernación y la Dirección General de Ingresos, de
modo que es el más público y populoso de todos los edificios públicos de
Managua. Por eso hay siempre un policía con armas largas en cada puerta, dos
más en las escaleras del segundo piso, y numerosos pistoleros de ministros y
parlamentarios por todas partes. En horas hábiles, entre empleados y público, hay
en los sótanos, las oficinas y los corredores no menos de tres mil personas. Sin
embargo, la dirección del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) no
consideró que el asalto de aquel mercado burocrático fuera una locura demasiado
simple, sino todo lo contrario: un disparate magistral.
En realidad, el plan lo había concebido y propuesto desde 1970 el veterano
militante Edén Pastora, pero sólo se puso en práctica cuando se hizo demasiado
evidente que Estados Unidos había resuelto ayudar a Somoza a quedarse en el
trono de sangre hasta 1981. "Los que especulan con mi salud, que no se
equivoquen", había dicho el dictador después de reciente viaje a Washington.
"Otros la tienen peor", habría agregado, con una arrogancia muy propia de su
carácter.
Tres empréstitos de cuarenta, cincuenta y sesenta millones de dólares se
anunciaron poco después. Por último, el propio presidente Carter, de su puño y
letra, rebasó la copa con una carta a Somoza en la cual lo felicitaba por una
pretendía mejoría de los derechos humanos en Nicaragua. La Dirección Nacional
del FSLN, estimulada por el ascenso notable de la agitación popular, consideró
entonces que era urgente la réplica terminante, y ordenó que se pusiera en práctica
el plan congelado y tantas veces aplazado durante ocho años. Como se trataba de
secuestrar a los parlamentarios del régimen, se le puso a la acción el nombre clave
de "Operación Chanchera". Es decir: el asalto a la casa de los chanchos (cerdos).
Militantes probados
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La responsabilidad de la operación recayó sobre tres militantes bien probados. El
primero fue el hombre que la había concebido y que había de comandarla, y cuyo
nombre real parece un seudónimo de poeta en la propia patria de Rubén Darío:
Edén Pastora. Es un hombre de cuarenta y dos años, con veinte de militancia muy
intensa y con una decisión de mando que no logra disimular con su estupendo
buen humor. Hijo de un hogar conservador, estudió el bachillerato con los jesuitas,
y luego hizo tres años de medicina en la Universidad de Guadalajara, México. Tres
años en cinco, porque varias veces interrumpió las clases para volver a las
guerrillas de su país, y sólo cuando lo derrotaban volvía a la Escuela de Medicina.
Su recuerdo más antiguo, a los siete años, fue la muerte de su padre, asesinado por
la Guardia Nacional de Anastasio Somoza García. Por ser el comandante de la
operación, de acuerdo con una norma tradicional del FSLN, sería distinguido con
el nombre de "Cero".
En el segundo lugar fue designado Hugo Torres Jiménez, un veterano guerrillero
de treinta años, con una formación política tan eficiente como su formación
militar. Había participado en el célebre secuestro de una fiesta de parientes de
Somoza en 1974, lo habían condenado en ausencia a treinta años de cárcel y desde
entonces vivía en Managua en la clandestinidad absoluta. Su nombre, igual que la
operación anterior, fue el número "Uno".
La número "Dos", única mujer del comando, es Dora María Téllez, de veintidós
años, una muchacha muy bella, tímida y absorta, con una inteligencia y un buen
juicio que le habrían servido para cualquier cosa grande en la vida. También ella
estudió tres años, de medicina en León. "Pero desistí por frustración", dice. "Era
muy triste curar niños desnutridos con tanto trabajo, para que tres meses después
volvieran al hospital en peor estado de desnutrición. "Procede del Frente
Guerrillero del Norte. "Carlos Fonseca Amador". Desde enero de 1976 vivía en la
clandestinidad.
Otros veintitrés muchachos completaban el comando. La dirección del FSLN los
escogió con mucho rigor entre los más resueltos y probados en acciones de guerra
de todos los comités regionales de Nicaragua, pero lo que más sorprende en ellos
es su juventud. Omitiendo a Pastora, la edad promedio del comando era de veinte
años. Tres de sus miembros tienen dieciocho.
Los veinticinco miembros del comando se reunieron por primera vez en una casa
de seguridad de Managua, solo tres días antes de la fecha prevista para la acción.
Salvo los tres primeros números, ninguno de ellos se conocía entre sí, ni tenían la
menor idea de la naturaleza de la operación. Solo les habían advertido que era un
acto audaz y con un riesgo enorme para sus vidas, y todos habían aceptado.
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El único que había estado alguna vez dentro del Palacio Nacional era el
comandante "Cero", cuando era muy niño y acompañaba a su madre a pagar los
impuestos. Dora María, la número "Dos" , tenía una cierta idea del Salón Azul,
donde se reúne la Cámara de Diputados, porque alguna vez lo había visto en la
televisión. El resto del grupo no sólo no conocía el Palacio Nacional, ni siquiera
por fuera, sino que la mayoría nunca había estado en Managua. Sin embargo, los
tres dirigentes tenían un plano perfecto dibujado con un cierto primor científico
por un médico del FSLN, y desde varias semanas antes de la acción conocían de
memoria los pormenores del edificio como si hubieran vivido allí media vida.
El día escogido para la acción fue el martes 22 de agosto, porque la discusión del
Presupuesto Nacional aseguraba una asistencia más numerosa. A las 9.30 de la
mañana de ese día, cuando los servicios de vigilancia confirmaron que habría
reunión de la Cámara de Diputados, los veintitrés muchachos fueron informados
de todos los secretos del plan y se les asignó a cada uno una misión precisa.
Divididos en seis escuadrones de a cuatro, mediante un sistema complejo pero
muy eficaz, a cada uno le correspondió un número que permitía saber cuál era su
escuadra y su posición dentro de ella.
Fabuloso ingenio
El ingenio de la acción consistía en hacerse pasar por una patrulla de la Escuela de
Entrenamiento Básico de Infantería de la Guardia Nacional. De modo que se
uniformaron de verde olivo, con uniformes hechos por costureras clandestinas en
tallas medianas, y se pusieron botas militares compradas el sábado anterior en
tiendas distintas. A cada uno le dieron un bolso de campaña con el pañuelo rojo y
negro del FSLN, dos pañuelos de bolsillo por si sufrían heridas, un foco de mano,
máscaras y anteojos contra gases, bolsas plásticas para almacenar el agua en caso
de urgencias y bicarbonato para afrontar los gases lacrimógenos.
En la dotación general del comando había, además diez cuerdas de nylon de
metro y medio para amarrar rehenes y tres cadenas con candados para cerrar por
dentro todas las puertas del Palacio Nacional. No llevaban equipo médico porque
sabían que en el Salón Azul había servicios y medicinas de urgencia. Por último se
les repartieron las armas que de ningún modo podían ser distintas a las que usa la
Guardia Nacional, porque casi todas habían sido capturadas en combate. El
parque completo eran dos subametralladoras UZI, un G3, un M3, un M2, veinte
fusiles Garand, una pistola Browning y cincuenta granadas. Cada uno disponía de
trescientos tiros.
La única resistencia que opusieron todos fue a la hora de cortarse el cabello y
afeitarse las barbas cultivada con tanto esmero en los frentes de guerra. Sin
embargo, ningún miembro de la Guardia Nacional puede llevar cabellos largos ni
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barbas, y solo los oficiales pueden llevar bigotes. No había más remedio que
cortar, y de cualquier manera, porque el FSLN no tuvo a última hora un peluquero
de confianza. Se peluquearon los uno s loa otros. A Dora María, una compañera
resuelta, le trasquiló de dos tijeretazos su hermosa caballera de combate, para que
no se ve viera que era mujer con la boina negra.
A las 11.50 de la mañana, con el retraso habitual, la Cámara de Diputados inició la
sesión en el Salón Azul. Solo dos partidos forman parte de ella: el Liberal, que es el
partido oficial de Somoza y el Partido Conservador, que hace el juego de la
oposición legal.
Desde la gran puerta de cristales de la entrada principal se ve la bancada liberal a
la derecha y la bancada conservadora a la izquierda. Al fondo, sobre un estrado,
está la larga mesa de la Presidencia. Detrás de cada bancada hay un balcón para
las barras de cada partido y una tribuna para los periodistas, pero el balcón de las
barras conservadoras está cerrado desde hace mucho tiempo, mientras que el de
los liberales está abierto y siempre muy concurrido por partidarios a sueldo.
Aquel martes estaba más concurrida que de costumbre y había además unos
veinte periodistas en la tribuna de prensa. Asistían casi todos los diputados y dos
de ellos valían su peso en oro para el FSLN: Luis Pallais Debayle, primo hermano
de Anastasio Somoza, y José Somoza Abrego, hijo del general José Somoza, que es
medio hermano del dictador.
El debate sobre el presupuesto había comenzado a las 12.30 cuando dos
camionetas Ford, pintadas de verde militar con toldos de lona verde y bancas de
madera en la parte posterior, se detuvieron al mismo tiempo frente a las dos
puertas laterales del Palacio Nacional. En cada una de las puertas, como estaba
previsto, había un policía armado con una escopeta, y ambos estaban bastante
acostumbrados a su rutina, para darse cuenta de que el verde de las camionetas
era mucho más brillante que el de la Guardia Nacional. Rápidamente, con
ruidosas órdenes militares, de cada una de las camionetas descendieron tres
escuadras de soldados.
El primero que bajó fue el comandante "Cero", frente a la puerta oriental, seguido
por tres escuadras. La última estaba comandada por la número "Dos": Dora María.
Tan pronto como saltó a tierra, "Cero" gritó con su voz recia y bien cargada de
autoridad: "¡Apártense! ¡Viene el jefe!"
El policía de la puerta se hizo a un lado de inmediato y el "Cero" dejó a uno de sus
hombres montando guardia a su lado. Seguido por sus hombres subió la amplia
escalera hasta el segundo piso, con los mismos gritos bárbaros de la Guardia
Nacional cuando se aproxima Somoza, y llegó hasta donde estaban otros dos
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policías con revólveres y bolillos. "Cero" desarmó a uno y la "Dos" desarmó al otro
con el mismo grito paralizante: "¡Viene el jefe!"
Allí quedaron apostados otros dos guerrilleros. Para entonces, la muchedumbre
de los corredores había oído los gritos, había visto a los guardias armados, y había
tratado de escapar. En Managua es casi un reflejo social: cuando llega Somoza
todo el mundo huye.
"Cero" llevaba la misión específica de entrar en el Salón Azul y mantener a raya a
los diputados, sabiendo que todos los liberales y muchos de los conservadores
estaban armados. La "Dos" llevaba la misión de cubrir esa operación frente a la
gran puerta de cristales, desde donde dominaba, abajo, la entrada principal del
edificio. A ambos lados de la puerta de cristales había previsto encontrar dos
policías con revólveres. Abajo, en la entrada principal, que era una verja de hierro
forjado, había dos hombres armados con una escopeta y una subametralladora.
Uno de ellos era un capitán de la Guardia Nacional.
"Cero" y la "Dos", seguidos por sus escuadras, se abrieron paso por entre la
muchedumbre despavorida hasta la puerta del Salón Azul, donde se llevaron la
sorpresa de que uno de los policías tenía una escopeta. "¡Viene el jefe!", volvió a
gritar "Cero" y le arrebató el arma. El "Cuatro" desarmó al otro, pero los agentes
fueron los primeros en comprender que aquello era un engaño, y escaparon por
las escaleras hacia la calle. Entonces los dos guardias de la entrada dispararon
contra los hombre de la "Dos", y estos respondieron con una descarga de fuego
cerrado. El capitán de la Guardia Nacional quedó muerto en el acto, y el otro
guardia quedó herido. La entrada principal, por el momento, quedó
desguarnecida, pero la "Dos" dejó a varios hombres tendidos para protegerla.
Al oír los primeros tiros, como estaba previsto, los sandinistas apostados en las
puertas laterales desarmaron y pusieron en fuga a los policías, cerrando las
puertas por dentro con cadenas y candados y corrieron a reforzar a sus
compañeros por entre una muchedumbre que corría sin dirección acosada por el
pánico.
La "Dos", mientras tanto, pasó de largo frente al Salón Azul y llegó hasta el
extremo del corredor donde estaba el bar de los diputados. Cuando empujó la
puerta con la carabina M1 dispuesta a disparar, solo vio un montón de hombres
tendidos y apelotonados en la alfombra azul. Eran diputados dispersos que se
habían tirado a tierra al oír los primeros disparos. Sus guardaespaldas, creyendo
que en efecto se trataba de la Guardia Nacional, se rindieron sin resistencia.
"Cero" empujó entonces con el cañón del G3 la amplia puerta de vidrios
esmerilados del Salón Azul, y se encontró con la Cámara de Diputados paralizada
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en pleno: cuarenta y nueve hombres lívidos mirando hacia la puerta con una
expresión de estupor. Temiendo ser reconocido, porque algunos de ellos habían
sido sus condiscípulos en la escuela de los jesuitas, "Cero" soltó ráfaga de plomo
contra el techo y gritó : "¡La Guardia! ¡Todo el mundo a tierra!" Todos los
diputados se tiraron al sueldo detrás de los pupitres salvo Pallais Debayle, que
estaba hablando por teléfono en la mesa de la Presidencia y se quedó petrificado.
Mas tarde ellos mismos habían de explicar el motivo de su terror: pensaron que la
Guardia Nacional había dado un golpe contra Somoza y que venían a fusilarlos.
Formación marcial
En el ala oriental del edificio el número "Uno" oyó los disparos cuando ya sus
hombres habían neutralizado a los dos policías del segundo piso y él se dirigía
hacia el fondo del corredor donde estaba el Ministerio de Gobernación. Al
contrario de las escuadras de "Cero", las del número "Uno" entraron en formación
marcial y se iban quedando en el camino para cumplir las misiones asignadas. La
escuadra tercera, comandada por el número "Tres", empujó la puerta del
Ministerio de Gobernación, en el momento en que resonó en el edificio la ráfaga
de plomo de "Cero". En la antesala del Ministerio se encontraron con un teniente y
un capitán de la Guardia Nacional, guardaespaldas del ministro, que al oír los
disparos se aprestaban a salir. La escuadra de "Tres" no les dio tiempo a disparar.
Luego empujaron las puertas del fondo y se encontraron en un despacho mullido
y refrigerado, y vieron detrás del escritorio a un hombre de unos cincuenta y dos
años, muy alto y un poco cadavérico que levantó las manos sin que nadie se lo
ordenara. Era el agrónomo José Antonio Mora, ministro de Gobernación y sucesor
de Somoza por designación del Congreso. Se rindió sin saber ante quién, aunque
llevaba en el cinto una pistola Browning y cuatro cargadores repletos en los
bolsillos.
El "Uno", mientras tanto, había llegado hasta la puerta posterior del Salón Azul,
saltando por encima de los montones de hombres y mujeres que estaban tirados
en el suelo. Luego empujó a la puerta y se quedó estupefacto: vio a "Cero"
caminando hacia la mesa de la presidencial, mientras gritaba improperios con su
voz de trueno, pero no vio a nadie más en el recinto. El "Uno" tuvo la impresión
instantánea de que todo había fracasado. Lo mismo le ocurrió a la "Dos", que entró
en ese momento por la puerta de cristales llevando con la manos en alto a los
diputados que encontró en el bar. Solo al cabo de un instante se dieron cuenta de
que el salón les pareció desierto porque los diputados estaban tirados en el suelo
detrás de los pupitres.
Afuera, en ese instante, se oyó un breve tiroteo. "Cero" volvió a salir del salón y
vio una patrulla de la Guardia Nacional al mando de un capitán, que disparaba
desde la puerta principal del edificio contra los guerrilleros apostado frente al
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Salón Azul."Cero" les lanzó una granada de fragmentación, y puso término al
asalto. Un silencio sin fondo se impuso en el interior del enorme edificio cerrado
con gruesas cadenas de acero, donde no menos de dos mil quinientas personas,
pecho a tierra, se hacían preguntas sobre su destino. Toda la operación, como
estaba previsto, había durado tres minutos exactos.
Un mal almuerzo
Anastasio Somoza Debayle, el cuarto de la dinastía que ha oprimido a Nicaragua
por más de cuarenta años, conoció la noticia en el momento en que se sentaba a
almorzar en el sótano refrigerado de su fortaleza privada. Su reacción inmediata
fue ordenar que se disparar sin discriminación contra el Palacio Nacional.
Así se hizo, pero las patrullas militares no pudieron acercarse porque las
escuadras sandinistas los rechazaban con un fuego intenso desde las ventanas de
los cuatro costados. Durante quince minutos, un helicóptero pasó disparando
ráfagas de metralla contra las ventanas y alcanzó a herir a un guerrillero en una
pierna: el número "Sesenta y dos".
Poco después, otra llamada de Pallais Debayle le informó a Somoza que el FSLN
proponía como intermediarios a tres obispos nicaragüenses: monseñor Miguel
Obando y Bravo, arzobispo de Managua, que ya había sido intermediario cuando
el asalto a la fiesta de somocistas en 1974; monseñor Manuel Salazar y Espinosa,
obispo de León, y monseñor Leovigildo López Fitoria, obispo de Granada. Los
tres, por casualidad, se encontraban en Managua en una reunión especial. Somoza
aceptó. Mas tarde, también a instancias de los sandinistas, se unieron a los obispos
los embajadores de Costa Rica y Panamá. Los sandinistas, por su parte,
encomendaron la dura carga de las negociaciones a la tenacidad y el buen juicio de
la número "Dos".
Su primera misión, cumplida a las 2:45 de la tarde, fue entregarles a los obispos el
pliego de condiciones. Pedían la libertad inmediata de todos los presos políticos, la
publicación por todos los medios de los partes de guerra y de un comunicado
político adjunto, el retiro de agentes armados a más de trescientos metros del
Palacio Nacional, aceptación de todo cuanto pedían los empleados en huelga del
gremio hospitalario, diez millones de dólares y garantías para que el comando y
los presos liberados viajaran a Panamá una vez logrado el acuerdo. De modo que
las conversaciones empezaron el mismo martes, continuaron toda la noche y
culminaron el miércoles hacia las seis de la tarde. En ese lapso, los negociadores
estuvieron cinco veces en el Palacio Nacional, una de ellas a las 3 de la madrugada
del miércoles, y en realidad no parecía vislumbrarse un acuerdo en las primeras
veinticuatro horas.
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Lectura del comunicado
La petición de que se leyeran por radio los partes de guerra y un largo
comunicado político que el FSLN había preparado, de antemano resultaba
inaceptable para Somoza. Pero otra le resultaba imposible: la liberación de todos
los presos que estaban en la lista. En realidad, en esa lista se habían incluido, con
toda intención, veinte presos sandinistas que sin duda habían muerto en las
cáceles, víctimas de torturas y ejecuciones sumarias, pero que el gobierno se
negaba a reconocer.
Somoza envió al Palacio Nacional tres respuestas escritas impecablemente en
máquina eléctrica, pero todas sin firmas y redactadas en un estilo informal
plagado de ambigüedades astutas. Nunca hizo una contrapropuesta sino que
trataba de eludir las condiciones de los guerrilleros. Desde el primer mensaje fue
evidente que quería ganar tiempo, convencido de que veinticinco adolescentes no
serían capaces de mantener a raya por mucho tiempo a más de dos mil personas
acosadas por la ansiedad, el hambre el sueño. Por eso su primera respuesta a las 9
de la noche del martes fue un desplante olímpico que pedía veinticuatro horas
para pensar.
Sin embargo, en su segundo mensaje, a las 8.30 de la mañana del miércoles, había
cambiado la arrogancia por las amenazas, pero empezaba a aceptar condiciones.
La razón parecía clara: los negociadores habían recorrido el Palacio Nacional a las
3 de la madrugada y habían comprobado que Somoza se equivocaba en sus
cálculos. Los guerrilleros habían desalojado por iniciativa propia a las pocas
mujeres embarazadas y a los niños, habían entregado por medio de la Cruz Roja a
los militares muertos y heridos, y el ambiente en el interior era ordenado y
tranquilo. En le primer piso, en cuyas oficinas se habían concentrado los
empleados subalterno, muchos dormían en paz en sillones y escritorios y otros se
dedicaban pasatiempos inventados. No había le menor señal de hostilidad, sino
todo lo contrario, contra los muchachos uniformados que cada cuatro horas hacían
una inspección del recinto. Más aún; en algunas de las oficinas públicas habían
preparado café para ellos, y muchos de los rehenes les habían expresado su
simpatía y solidaridad, incluso por escrito, y habían pedido permanecer allí de
todos modos como rehenes voluntarios.
En el Salón Azul, donde habían concentrado a los rehenes de oro, los negociadores
habían podido observar que el ambiente era tan sereno como en el primer piso.
Ninguno de los diputados había ofrecido la menor resistencia, los habían
desarmado sin dificultad y a medida que pasaban las horas se notaba en ellos un
rencor creciente contra Somoza por la demora de los acuerdos. Los guerrilleros,
por su parte, se mostraban seguros y bien educados, pero también muy resueltos.
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Su réplica a las ambigüedades del segundo documento fue terminante: si dentro
de cuatro horas no habían respuestas definitivas empezarían a ejecutar rehenes.
Somoza debió comprender entonces la vanidad de sus cálculos y concibió el temor
de una insurrección popular, cuyos síntomas comenzaban a vislumbrarse en
distintos lugares del país. De modo que a la 1:30 de la tarde del miércoles, en su
tercer mensaje, aceptó la más amarga de las condiciones: la lectura del documento
político del FSLN a través de todas las emisoras del país. A las seis de la tarde,
después de dos horas y media, la transmisión había terminado.
Signos de capitulación
Aunque todavía no se llegaba a ningún acuerdo, la verdad parece ser que Somoza
estaba dispuesto a capitular desde el mediodía del miércoles. En efecto, a esa hora
los presos de Managua habían recibido órdenes de preparar sus maletas para
viajar. La mayoría estaba enterada de la acción por los propios guardianes, y
muchos de éstos, en distintas cárceles, les expresaron sus simpatías secretas. En el
interior del país, los presos políticos estaban siendo conducidos a Managua desde
mucho antes de que se vislumbrara un acuerdo.
A esa misma hora, los servicios de seguridad de Panamá le informaron al General
Omar Torrijos que un funcionario nicaragüense de mediano nivel quería saber si
él estaría dispuesto a enviar un avión para los guerrilleros y los presos liberados.
Torrijos estuvo de acuerdo. Minutos después recibió una llamada del presidente
de Venezuela Carlos Andrés Pérez, quien estaba muy al corriente de las
negociaciones y notablemente preocupado por la suerte de los sandinistas, y
quería coordinar con su colega de Panamá la operación del transporte. Esa tarde,
el gobierno panameño alquiló un Electra comercial de la compañía COPA y
Venezuela mandó un Hércules inmenso. Ambos aviones esperaron en el
aeropuerto de Panamá, listos para despegar, el final de la negociaciones.
Culminaron, en realidad , a las 4 de la tarde del miércoles y a última hora trató
Somoza de imponer a los guerrilleros un plazo de tres horas para abandonar el
país, pero estos se negaron, por razones obvias, a salir de noche. Los diez millones
de dólares fueron reducidos a quinientos mil, pero el FSLN decidió no discutir
más, primero porque el dinero era de todos modos una condición secundaria, pero
en especial porque los miembros del comando empezaban a dar peligrosas señales
de cansancio después de dos días sin dormir y sometidos a una presión intensa.
Los primeros síntomas, graves, los notó en sí mismo el comandante "Cero",
cuando descubrió que no lograba concebir la ubicación del Palacio Nacional
dentro de la ciudad de Managua. Poco después, el número "Uno" le confesó que
había sido víctima de una alucinación: creyó oír que pasaban trenes irreales por la
Plaza de la República. Por último, "Cero" observó que la número "Dos" había
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empezado a cabecear y en un pestañeo instantáneo estuvo a punto de soltar la
carabina. Entonces comprendió que era urgente terminar aquel drama que había
de durar, minuto a minuto, cuarenta y cinco horas.
El jueves, a las 9.30 de la mañana, veinticinco sandinistas, cinco negociadores y
cuatro rehenes abandonaron el Palacio Nacional con rumbo al aeropuerto. Los
rehenes eran los más importantes: Luis Pallais Debayle, José Somoza, José Antonio
Mora y el diputado Eduardo Chamorro. A esa hora, sesenta presos políticos de
todo el país estaban a bordo de los dos aviones llegados de Panamá, donde todos
habían de pedir asilo pocas horas después. Sólo faltaban por supuesto, los veinte
que nunca más se podrían rescatar.
Los sandinistas habían puesto como condiciones finales que no hubiera militares a
la vista ni ninguna clase de tráfico en la ruta del aeropuerto. Ninguna de las
condiciones se cumplió, porque el gobierno ordenó a la Guardia Nacional salir a
las calles para impedir cualquier manifestación de simpatía popular. Fue un
intento vano. Una ovación cerrada acompaño el paso del autobús escolar, y las
gentes se echaban a la calle para celebrar la victoria, y una larga fila de
automóviles y motocicletas, cada más numerosa y entusiasta, los siguió hasta el
aeropuerto. El diputado Eduardo Chamorro se mostró asombrado de aquella
explosión júbilo popular. El comandante "Uno", que viajaba a su lado, le dijo con
el buen humor de alivio : “Ya ve, esto es lo único que no se puede comprar con
plata”
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El hombre del telón
Leila Guerriero
Yo, de entre todos los hombres. Yo, nacido en Lota, Chile, un pueblo que fue mina
de carbón y ahora es historia. Yo, cincuenta años recién cumplidos en una ciudad
al sur del mundo en la que llevo ocho meses y que aún no conozco. Yo, de entre
todos los hombres. Yo, que soñaba en Lota con telas exquisitas, y que marché a
París, tan joven, para estudiarlas, para vivir con ellas. Yo, las manos hundidas en
este terciopelo bordado ochenta años atrás por hombres y mujeres que sabían lo
que hacían. Yo, aquí, en este espacio circular, solo, atrapado, mudo, las puertas
cerradas por candados para que nadie sepa. Yo, el más odiado, el más oculto, el
escondido. Yo, de entre todos los hombres, paso las manos por esta tela oscura
como sangre espesa que se filtra en mi sueño y mi vigilia y le digo háblame, dime
qué quisieron para ti los que te hicieron. Yo, Miguel Cisterna, chileno, residente en
París, habitante pasajero en Buenos Aires, solo, oculto, negado, tapiado,
enloquecido, obseso, soy el que sabe. Soy el que borda. Yo soy el hombre del telón.
***
Aunque tuvo una primera versión modesta entre 1857 y 1888 frente a la Plaza de
Mayo, el edificio actual del Teatro Colón de Buenos Aires está en la intersección de
las calles Cerrito y Tucumán, pleno centro porteño, y lleva la firma de tres
arquitectos: Francisco Tamburini, que murió y dejó la obra en manos de su
colaborador, Víctor Meano, que murió y dejó la obra en manos del belga Jules
Dormal. En el siglo pasado la Argentina era un país opulento y hacer lo que se
hizo no fue mayor esfuerzo: se revistió el hall de entrada con mármol de Verona,
se vació el techo del foyer con vitrales franceses, se construyó una escalera de
mármol de Carrara con barandas rematadas por dos cabezas de león talladas a
mano en piezas completas, se adornaron columnas con bosques de oro laminado,
se tapizaron paredes con seda, se iluminó la sala principal con una araña de siete
metros de diámetro y, finalmente, se inauguró el 25 de mayo de 1908, después de
veinte años de obra y cuando ya nadie creía en él, con una puesta de Aída dirigida
por Luigi Mancinelli.
El telón es un poco más joven: hay quienes dicen que se hizo en Francia, otros que
en un taller local. El resultado es el mismo: un día de 1931 o 1932, dos hojas de
terciopelo de 750 kilos cada una, con guardas bordadas a mano de amapolas,
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laureles y liras que trepaban hasta alcanzar los dos metros de altura, se sumaron a
las hectáreas de damasquinos, brocatos y terciopelos que ya poblaban la sala.
La acústica, en cambio, está allí desde siempre. Producto de cálculos minuciosos
combinados con el más puro azar, el Colón encierra ese grial esquivo llamado
acústica perfecta que lo hace, se dice, el mejor teatro para canto lírico del mundo.
En el año 2001 el gobierno de la ciudad de Buenos Aires decidió emprender su
restauración y puesta en valor y constituyó el llamado Master Plan, un equipo
encargado de licitar las obras y supervisarlas. El dinero invertido sería de unos 30
millones de dólares y el objetivo reinaugurarlo con una fastuosa puesta de Aída el
día exacto de su centenario: el 25 de mayo de 2008. La restauración comenzó en
2004 y en octubre de 2006 se cerró al público para permitir la construcción de un
montacargas más grande en los subsuelos y los trabajos en la sala, donde se montó
un andamio de perfección quirúrgica, se remozaron pinturas, cúpula y dorados, se
quitaron butacas y textiles y se inició un proceso de reemplazo de telas por otras
que, se dijo, serían de igual calidad aunque tendrían tratamiento ignífugo.
Pero a mediados de 2007 la obra empezó a desacelerar su ritmo debido a una falta
de financiamiento difícil de explicar y a principios de 2008 se paralizó por
completo: los andamios quedaron ociosos, los palcos desarmados, la sala sin
butacas, el telón quién sabe.
En febrero de 2008 los periódicos argentinos hicieron públicas dos cartas: una, del
tenor español Plácido Domingo que decía: “El telón es parte integral y esencial de
la historia de uno de los grandes teatros líricos del mundo y como tal debe ser
preservado, si existe esa posibilidad”. Otra, de la diputada Teresa Anchorena, al
frente de la Comisión de Patrimonio Arquitectónico y de Seguimiento de las Obras
del Teatro Colón, que advertía sobre el destino de los textiles y, en particular,
sobre el del telón: aseguraba que cambiarlo por uno nuevo era riesgoso ya que
“esos textiles tienen una incidencia muy alta en el comportamiento acústico de la
sala”.
***
La mañana es luminosa en Buenos Aires. Un par de puertas antiguas y discretas,
pintadas de blanco, son la única entrada posible al Teatro Colón, fachada oculta
tras una ortodoncia de andamios. Después de las puertas hay un hall y, en el hall,
un ventilador, cuatro sillas, un reloj de pared y dos o tres recepcionistas que,
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sentados detrás de un mostrador, custodiados por una foto de la sala encendida
como un panal de sangre, repiten a decenas de turistas que llegan con
lonelyplanets bajo el brazo que no, míster, las visitas están cáncel, cáncel, sorry.
Un piso más abajo, los talleres en los que se fabrica todo lo que sube a escena se
hunden bajo tierra en círculos de un infierno concéntrico: en 1972 una reforma
fundó esa polis de tres subsuelos demenciales donde trabajan cientos de personas
fabricando zapatos, sillas, enaguas y estatuas gigantes de la reina Mu.
En el primero de los subsuelos, una puerta de madera da paso a un sitio llamado
rotonda del ballet, un espacio circular rodeado de columnas que flota en una
blancura helada del color de la cal. Allí, en el centro, hay una ampolla de
terciopelo ocre y un hombre que camina.
Solo, oculto, negado, tapiado, enloquecido, obseso, Miguel Cisterna, chileno,
restaura el telón por cuyo destino tantos temen, se preguntan.
***
Cuando Miguel Cisterna llegó a la Argentina en julio de 2007 pasó varias semanas
en ese estado de ensoñación que produce la felicidad de un sueño acariciado, al fin
cumplido. Nacido en Lota, Chile, egresado de la escuela de Bellas Artes de
Santiago, viajó a París en 1984 para estudiar diseño. Se casó, tuvo dos hijos –
Horacio, Hortensia– y pasó seis años trabajando en el taller de bordado más
antiguo de Francia, donde colaboró en la restauración de los trajes de Napoleón
para el museo de Kobe y, después, desarrolló una técnica de bordados en rafia con
la que ganó clientes fieles como la actriz francesa Catherine Deneuve.
Cuando lo convocaron para construir un telón que replicara al original del Teatro
Colón, se encomendó a su héroe favorito: el general Manuel Belgrano. El general
Manuel Belgrano es un prócer argentino que peleó en batallas por la
independencia y creó la bandera nacional, celeste y blanca. Cisterna creció
leyendo, en revistas argentinas que llegaban a su pueblo, la historia de ese hombre
que podía matar y coser una bandera y se habituó a pedirle: “Don Manuel, por
favor, ayúdeme”. De modo que, en julio de 2007, pidió “Don Manuel, por favor,
ayúdeme” y se subió a un avión con proa al sur. Cuando, ya en Buenos Aires,
descubrió que el sueldo que le habían prometido no incluía comida ni transporte y
que la habitación de hotel no sólo corría por su cuenta sino que era un sitio
decadente con un servicio de limpieza arbitrario y donde el refrigerador no
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funcionaba, no le importó. Porque la mañana de hielo en que lo llevaron al teatro
por primera vez y vio la llaga granate del telón, supo que don Manuel lo había
ayudado: sintió que había vivido para eso: para que ese momento llegara hasta él.
Dijo que iba a necesitar tiempo, un dibujante, una bordadora, y hablar con los
tapiceros del teatro: aquellos que habían restañado las heridas del telón durante
años.
Fue entonces cuando Miguel Cisterna descubrió que sus sueños iban a tener
algunas trabas.
***
Es 13 de febrero, 2008. Afuera hay sol pero la rotonda del ballet es un sitio sin luz
natural, de modo que no importa. Allí, una mujer joven dibuja sobre papel una
guarda de amapolas frescas, abiertas, enlazadas.
—Eso, flores bellas, pero frescas, fresquísimas, y caras. Las más caras de todas.
Miguel Cisterna, jean, camisa blanca, camina en torno a una hoja del telón que,
desplegada, ahogaría los pasillos con una avalancha de terciopelo. Todos los días,
de lunes a lunes, desayuna, viene al teatro, contempla el telón, le dice dime qué
quieres de mí, y después sale, compra dos empanadas, regresa a su hotel, las come
mirando el refrigerador que no funciona.
—Vivo en función del telón. Quiero transformarme en telón. Ser yo él para
rehacerlo. Y hay que decir que ha sido muy bien cuidado. Cada vez que se rasgó
fue reparado y cuando faltó un pedazo se repuso con lo que se tenía a mano. Pudo
haber sido mucho más fácil emparcharlo con una tela roja, pero no, donde iba un
dibujo los tapiceros del teatro marcaron que iba un dibujo. Lo hacían como
podían, con sus medios, pero lo hacían.
—¿Pudiste hablar con ellos?
—No. Y me muero por conocerlos, pero no me dejan caminar por el teatro. No
quieren que salga. Estoy aquí, encerrado. Ahora esperando que lleguen las telas
nuevas, que nunca vienen.
En un par de horas dos hombres entrarán discretamente a la rotonda del ballet y
plegarán el telón. Lo cubrirán con una tela negra como quien cubre a un animal
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furioso, y lo colocarán detrás de las columnas. Porque allí, a las seis de la tarde,
habrá una conferencia de prensa en la que el jefe de gobierno, Mauricio Macri,
anunciará que las obras no están terminadas, que el teatro abrirá recién en 2010 y
que el 25 de mayo, cuando cumpla un siglo, no habrá puesta de Aída ni boato sino
un festejo simbólico en el foyer. Y todo eso lo dirá ante decenas de periodistas que
estarán, como él y sin saberlo, a metros del telón, mientras el hombre que va a
salvarlo come empanadas en una habitación de hotel, mirando un refrigerador
que no funciona, pensando dime qué quieres de mí.
***
Las esfinges de Aída, la estatua del soldado de Lady Macbeth, el muro de Norma,
el jardín de hierro y vidrio de Fedora, la pirámide de sillas de Sueño de una noche
de verano, el templo de Sansón y Dalila, el castillo de cristal de Beatriz Cenci.
Todas esas cosas se hicieron aquí, en las entrañas de este monstruo de cincuenta y
ocho mil metros cuadrados: sus talleres. Aquí abajo, cuando hay vida, se escuchan
martillazos, risas, radios, gritos, pero ahora, por una orden de la dirección que
exige desalojar el teatro para avanzar con las obras, lo que más hay es silencio,
pasillos bañados en luces acuáticas, guardias privados que caminan mirando el
piso, las manos enlazadas en la espalda.
El taller de escenografía está en el tercer subsuelo. Es un galpón de treinta y cinco
metros por veinticuatro iluminado por lámparas que penden del techo como ubres
de metal, recorrido por un pasillo en altura que permite mirar en perspectiva los
paneles de tela que se pintan en el único tablero de dibujo posible: el piso. Gerardo
Pietrapertosa es el jefe. En su oficina hay tarros de mermelada llenos de pinceles,
un sillón destripado, cajas que rezan Cuentos de Hoffman, Notre Dame, Aída,
Juana de Arco, Otelo, Aurora, Don Quijote. Cada tanto suena un teléfono lejano, y
Pietrapertosa se disculpa y corre a atender esa llamada que se abre paso desde el
espacio exterior, entre capas espesas de hormigón, hasta llegar a más de doce
metros bajo tierra hasta este sitio donde lo usual es ver un ejército de gente
pintando, diez horas por día, fondos, teletas, tapetes, pisos, bambalinas. Pero
ahora no hay nada, nadie.
—Ojalá regrese ese clima de teatro. Uno viene y no están los ruidos del pincel
corriendo la tela, el ruido de los tachos, un sacudidor borrando carbonilla. Se
extraña.
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A metros de allí, en la Oficina Técnica donde se hacen maquetas y planos para
cada puesta, un hombre de párpados caídos llamado Rubén Berasaín lee el diario
y mira alrededor con desconcierto suave.
—No sé si me tengo que ir. No sé nada. Esta mañana vine y estaba este pasillo
lleno de polvo. No sé qué habrán roto. A veces se ven obreros, a veces no. La obra
parece un poco caótica, pero por ahí está todo bajo control y uno no sabe. Uno
lleva una vida acá adentro. Hay gente que no ha visto crecer a los hijos. Pero a uno
le gusta. Usted de pronto tiene que hacer París en 1900. A los dos meses, Rusia en
la época de los zares. Yo veo las funciones desde la platea y sufro. La gente ve un
cambio y suspira: “Qué maravilla”. Y uno sabe que atrás del escenario hay
doscientos tipos sudando.
Después, se levanta con cierto esfuerzo y dice venga, mire.
—Venga, mire.
Se acerca a un armario y abre un sobre con cuidado interminable, como si sus
dobleces fueran pétalos. Allí, en ese armario, Berasaín guarda bocetos de todas las
puestas de todos estos años: originales de Raúl Soldi, de Guillermo Kuitca. Por
eso, dice, teme irse del taller. Por lo que allí se quede.
***
En la pared de un pasillo del segundo subsuelo hay un dibujo: dos máscaras
iguales –la tragedia y la tragedia– y arriba una leyenda: Master Plan. Una mujer
pega, en un baño, una faja que dice “Clausurado”. Después murmura:
—Y que se vayan a cagar a los yuyos.
Por todas partes, en los recodos, por las escaleras, hay afiches de caligrafías
elegantes que anuncian Coppelias, Bomarzos, Perséfones, Don Giovannis, un
sinfín de Romeos y Julietas.
Y nunca hay música. Y nunca hay gente.
***
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Corren rumores por los subsuelos. Que el telón se pudre en un desván, que un
novato recorta sus bordados. Mientras, en su laberinto blanco, Miguel Cisterna
dice imagínate la carga que tiene este telón, empapado de sudor y maquillaje, de
la transpiración de las manos de Caruso, de María Callas, de Pavarotti, de Plácido
y Nijinsky. Imagínate, dice, las intenciones de quienes lo hicieron, de quienes
bordaron una guarda de amapolas –la flor del opio, la flor del sueño– sobre este
telón que se abre hacia otro mundo, hacia el mundo de la ficción. Imagínate, dice.
***
—Yo entré en el 74. Mi mamá y mi papá trabajaban acá, y yo miraba la función
desde el puentecito de luces del escenario.
Diana Fassoli –hija de madre bailarina y padre pianista del Colón– está sentada en
un banco de lectura de la biblioteca, un sitio pequeño, en un rincón del foyer,
recorrido por nervaduras de bronce y un apiñamiento tibio de papeles entre los
que hay una colección completa de programas del teatro y una página de Los
maestros cantores, puño y letra de don Richard Wagner.
—Yo no me quiero ir porque no sé dónde van a mandar los libros y no los quiero
dejar. Me molesta cuando alguien viene de afuera con mentalidad empresaria y
me quiere hacer creer que sabe qué hacer con el Colón. Si lo sabe, que me lo diga.
Porque tengo derecho. Porque esto para mí es mi casa. ¿Te acordás de ese
personaje de Cinema Paradiso que decía “¡la piazza é mía!?”. Bueno, la piazza é
mía.
Afuera, por los vitrales del foyer, el sol derrama un líquido ámbar, quieto.
***
Corren rumores por los subsuelos. Que la tela con la que están tapizando las
butacas es acrílica y por tanto no es porosa y por tanto incapaz de absorber el
sonido. Que lo mismo pasa con las telas de los palcos. Pero las voces del Master
Plan dicen que no hay que preocuparse, que las telas son de igual calidad, pero
ignífugas. Ignífugas.
***
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El ingeniero acústico Rafael Sánchez Quintana está en las oficinas que el Master
Plan tiene en el primer subsuelo del teatro, a pocos metros de la rotonda del ballet:
escritorios blancos, paneles que dividen, grandes mesas de trabajo, cascos de obra,
planos.
—Hicimos todas las mediciones a medida que íbamos desarmando la sala.
Sacábamos las butacas y medíamos. Sacábamos los textiles y medíamos. Yo tengo
casi la certeza de que vamos a tener la misma acústica que teníamos en su
momento.
—¿Y el telón?
—El telón no influye en la acústica, porque durante las funciones está abierto. Está
muy gastado por el uso y el terciopelo se fue desgarrando, y además no era
ignífugo, con lo cual era necesario cambiarlo y transferir los bordados al nuevo
telón. Y esa es la mecánica que están usando. Transferir los bordados a un telón
ignífugo.
***
Antonio Gallelli, jefe de maquinaria escénica, camina presuroso y dice que,
cuando cambiaron la antigua parrilla de madera del escenario por otra de metal,
también se temía por la acústica, y que, sin embargo, la acústica no cambió.
—La gente lo que tiene es miedo al cambio, pero sin esta parrilla hoy no
podríamos trabajar. Mire, pase, es acá.
Para llegar a la parrilla hay que atravesar un portal como una boca rota, y después
el mundo se termina: a quince, a veinte metros sobre el suelo, pasillos de metal
acanalado con vista directa al abismo licuefacto. Desde allí, el escenario es una
rótula en carne viva, expuesta, amenazada por una lluvia hirviente de cables de
acero. Antonio viene y va y explica, y dice doscientos kilos, dice palancas, dice
rieles, pero el aire, alrededor, se ha vuelto una materia que se desvanece en
bostezos de vértigo horroroso.
***
Jorge Rulio era jefe del taller de escultura. De él dependía esa fábrica de cartón
pintado de la que salían una estatua de Ifigenia de nueve metros, una máscara de
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catorce metros de la reina Mu para una versión de Aída, y sirenas enormes para la
puesta de Bomarzo en 1972. “A grandes dimensiones –decía Rulio hace unos cinco
años, siete– se requiere que el producto se elabore con cierta deformación, porque
después el ojo del espectador corrige.” Había empezado a dibujar de niño en el
zoológico, donde se sentaba ante la jaula del león, hasta que un día un guardia lo
vio meter la mano y le prohibieron la entrada para siempre. Después se hizo
escultor: hacía bustos del Che Guevara y de Lenin y los firmaba: “Lenin, el
hombre más humano del mundo”. A los quince se fue de casa por primera vez. Se
hizo artesano, hippie y, con el tiempo, entró al taller de escultura del teatro. Le
gustaba hacer piedras para escenografías monumentales, recorrer los pasillos
buscando en los mármoles caracoles milenarios incrustados. Cuando había
función, se quedaba detrás del escenario para escuchar el aplauso de la gente. “No
lo aplauden a uno. Aplauden a la ópera. Pero uno sabe que es parte de eso. Y a mí
me gusta estar detrás, ser el hombre de los pasillos”.
Jorge Rulio murió hace unos años.
Hoy, debido a un proyecto del Master Plan que prevé construir un montacargas
más grande, el taller de escultura ha desaparecido y no tiene espacio previsto en
los subsuelos del Colón.
***
—¿Viste? Es un milagro. No hay polillas.
Sombreros tutús miriñaques chaquetas túnicas vestidos.
—Y eso que hay cosas que tienen añares.
Tontillos pulsinos chabots enaguas capas petos cascos. Ana María y Mirta son
rubias, de pelo corto, y llevan 42 y 25 años en este teatro, en este taller de sastrería,
en este depósito de chaquetas de puños inflados, vestidos de gasa de seda, capas
de lamé negro brillante y bordados con la exageración tosca de los niños cuando
cosen.
—Nosotras ya tenemos el ojo acostumbrado para ver de lejos –dice Ana María,
mostrando el vestido de terciopelo con el dragón bordado que usó María Callas en
Turandot, en el 49; la chaqueta de Caruso la primera vez, en 1915; las
delicuescencias doradas de los trajes de la Aída original, de 1908–. Lo que se ve
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
muy lindo de cerca, en el escenario es nada. Entonces hay que saber cómo lo hacés,
cómo lo cargás para que luzca. Si no, el escenario se lo traga. Uno ya sabe porque
tiene una vida acá adentro. Por eso da pena verlo así para el aniversario. Parece
Kosovo.
—Yo soy optimista –dice Mirta–. Creo que lo van a abrir antes de 2010. Vi bastante
adelantada la obra de la sala.
—¿Usted entró?
—No. La vi por la televisión.
***
—Claro. Mi secretaria se lo arregla –dice un día Horacio Sanguinetti, el director
del teatro.
Pasan los minutos. Al fin, la secretaria aparece y comunica que habló con el Master
Plan y que le dijeron que la sala no puede verse porque hay que pedir un permiso
especial.
—Y nosotros no podemos hacer nada, ¿vio? –dice, con gesto de disculpa, la
secretaria del director general del Teatro Colón.
***
—Me dijeron que hay un tipo, un bordador que vino de no sé dónde que me está
buscando, pero yo no lo voy a recibir. Ya estoy envenenado con esto.
Julio Galván, jefe de tapicería, lleva 25 años en este taller con mesa de cinco metros
por tres, máquinas de coser, rollos de alfombra y un depósito estrecho donde se
guardan telas que ya no se fabrican, cuerdas de cáñamo, sedas, brocato, borlas,
puntillas. Él y su equipo son, desde siempre, los encargados de reparar el telón: de
restañar paños y coser colgajos.
—Se rompía todos los días, porque el espacio en el que recoge es muy chico. Para
mover una hoja hacen falta diez personas. Yo le dije a la gente del Master Plan que
en ocho meses nosotros lo podíamos arreglar, pero ellos piensan que es bordar un
vestido.
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En el año 2007 viajó a la Argentina, para estudiar los textiles de la sala, una
experta italiana, Irene Tomedi, que participó en la restauración de la Fenice, de
Venecia, y del Santo Sudario. Tomedi estudió el telón y su diagnóstico fue que
estaba en tan mal estado que sólo podía usarse como pieza de museo. “Desde lejos
se lo ve bien –dijo al diario Clarín el 3 de febrero de 2007–, pero cuando uno se
acerca nota que está muy lastimado. En algunas partes lo zurcieron y en otras
hubo intervenciones poco profesionales. A una de las hojas de laurel, toda
lacerada, le aplicaron otra pieza encima con pegamento a la que le dibujaron las
nervaduras con marcador. ( …)”.
—Yo estaba de vacaciones en la costa y compro el diario y empiezo a leer y ella
decía que nosotros éramos poco profesionales. Entonces le digo a mi mujer: “Me
voy a Buenos Aires y la voy a agarrar del cogote, le voy a hacer un tajo al telón a
ocho metros de altura, y la voy a hacer subir a ella para que lo arregle. Y si lo
puede arreglar renuncio al teatro”. El santo sudario mide dos metros y puede
pesar ochocientos gramos, pero no es lo mismo eso que arreglar el telón en dos
minutos porque hay función, y cada hoja pesa 750 kilos. No tienen la menor idea.
—¿Y ahora sabe dónde está?
—No. Creo que lo tienen en un lugar lleno de gatos y que lo están dejando pudrir
a propósito. Sé que le han sacado pedazos. Creo que lo están haciendo a propósito
para que se pudra del todo y no se pueda usar porque quieren hacer uno nuevo.
“Ah, no, hay que hacerlo ignífugo”, dicen. Por eso yo ya dije, no hablo con nadie
más, porque ninguno sabe nada.
***
—Estos textiles han absorbido los mejores sonidos del siglo veinte. Nosotros
pensamos que es mucho mejor tratar de restaurarlos, y no cambiarlos, porque
hacen a la acústica. El Master Plan los quiere cambiar y nosotros decimos que son
recuperables. Ellos hablan mucho de lo ignífugo. Pero no puede ser que todo lo
que haya sea ignífugo. Es imposible que un teatro histórico sea cien por ciento
ignífugo –dirá, días después, la diputada Teresa Anchorena, al frente de la
Comisión de Seguimiento.
***
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
Es viernes. La voz de Miguel Cisterna suena divertida en el teléfono: el domingo
tiene que dejar el hotel donde se hospeda porque sus reclamos por la limpieza y el
refrigerador, al fin, tuvieron efecto.
—Me cancelaron el contrato, y me avisaron que tengo que dejar el cuarto. Bueno,
ya veré.
Por lo demás, dice, han llegado algunas telas desde Europa y las telas, no, no son
lo que esperaba.
***
El cuarto es de dos por dos y medio, el techo cae a pico sobre la cabeza de un
hombre amplio y una mujer de boca pequeña, carmesí, peinado opaco de spray.
—Yo soy Alicia Fuentes, la ayudante del señor Bedini.
El señor Bedini es Roberto y jefe de figurinistas. Aquí, en este espacio tapizado de
fotos de mujeres vestidas como odaliscas, jóvenes con el torso desnudo vestidos
como príncipes de Persia mirando profundamente a cámara, se eligen figurantes:
gente que no baila ni canta pero que está allí.
Hay un sofá y, delante de él, dos sillones y, delante de los dos sillones, una silla y
ahí, en esa silla, está sentada Alicia Fuentes. Sufriendo.
—Uno sufre.
—Claro –confirma Bedini–. Uno sufre. Nosotros buscamos a los figurantes, desde
acróbatas hasta enanos. La vez pasada querían un figurante chino. No podía ser
un chino de supermercado. Querían un chino chino. O nos piden gente muy
obesa.
—Pájaros, brujas.
—Burros, niños, trapecistas.
—Gente desnuda arriba de caballos. De Europa vienen con la cabeza más abierta y
piden mucha gente desnuda.
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
—Claro –dice Bedini– y a veces es una lucha con los chicos. Acá había unos que se
subieron al escenario y descosieron unas bolsas de granos que iban arriba de unos
carros, y todo el escenario terminó lleno de porotos.
—Otro problema que tuvimos fue cuando el figurante se desmayó por culpa de la
máscara.
—Claro. Tenían que estar con una máscara, y se les caía, entonces se las pegaron
con pegamento. Y uno se intoxicó y se desmayó.
—Claro. Uno sufre. Pero yo amo este lugar. Tiene como un fantasma que te llama
y te dice ponete acá, ponete allá. Hoy escuché unas señoras en un colectivo que no
sé en qué diario dice que hasta el 2011 va a estar cerrado. ¿Usted escuchó algo? Y
el telón, ¿usted lo vio?
—Tapicería debe saber dónde está –aventura Bedini.
—No.
—Entonces se lo llevaron –dice Alicia.
***
Era una mañana helada del año 2002. El hombre tenía los dedos fuertes y estaba
acostumbrado a mandar. Llevaba cuarenta años de trabajo y tenía a su cargo un
batallón de noventa personas –camarineros, ordenanzas, serenos, encargados de
limpieza– en la división mayordomía. Él era el jefe y tenía una fama dura. Bajo su
mirada la tropa bruñía bronces, enceraba pisos. En su carrera había visto de todo –
infidelidades, muertos–, pero lo que le daba orgullo era que había tenido el coraje
de soportar lo peor: el coraje de colgarse.
Los vitraux del foyer del teatro están a unos veinte metros del suelo. En el año
1977, y hasta bien entrados los 90 la única forma de limpiarlos era subir colgado
de una soga, confiándole la vida a un compañero que, desde el suelo, sostenía.
“Ahora le ponen andamio –decía el hombre–, pero en ese entonces lo subíamos a
puro coraje y pulmón”. Al principio era el horror, pero después era casi un
privilegio colgar como un racimo y acariciar los vidrios verdes, amarillos, rojos.
“Lo hacíamos –decía el hombre– para cuidar La Casa.”
24
DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
El hombre se llamaba Manuel Labrador. Cuando hablaba del teatro no decía “el
teatro”: decía “La Casa”. Murió hace tiempo.
***
Sonia Terreno, arquitecta y coordinadora del Master Plan, toma café en una
confitería de la avenida del Libertador.
—La introducción de tecnología en un edificio histórico es uno de los más grandes
desafíos, porque ¿cómo llevás tecnología a un lugar en el que no podés romper? Se
trata de restaurar un edificio para que siga siendo un edificio vivo, no un museo.
Una de las premisas es que el Colón no tiene que quedar retrotraído al principio,
sino que debe lucir las arrugas de los cien años. Pero una cosa es tener las arrugas
y otra es tener patologías. Restaurar es trabajar sobre lo que no se ve, sobre las
causas. Nosotros encontramos todo muy deteriorado. Había cables atados de
cualquier manera, goteras. El escenario no tenía sistemas contra fuego, la sala no
tenía sistemas contra fuego y abajo de la platea había un bosque de cables, y una
capa de diez centímetros de suciedad. Con el agravante de que el aire
acondicionado y la calefacción se insuflaban desde ahí. El riesgo de incendio del
teatro era enorme.
Por esos días, en las puertas del teatro aparecen dos carteles: “Apoyar al Teatro
Colón en todas sus obras no tiene precio”. Los firma Mastercard.
***
—Hola. Oye, si escuchas este mensaje, llámame. He dado un golpe con el telón.
Me vuelvo a París el 2 de abril. Un beso.
***
Las escaleras se retuercen como intestinos de hueso y desembocan en espacios
circulares que desembocan en pasillos que llevan a vestíbulos sombríos que
desembocan en pasajes que llevan a escaleras de mármol que desembocan en el
foyer que desemboca en la sala: vacía de butacas y, en su centro, el andamio de
aluminio crudo, helado. El panal encendido de los palcos está cubiertos por un
plástico lechoso de polvo, y el escenario cegado por la lengua temible del telón
cortafuego. Detrás del plástico que las cubre, las paredes están pintadas de color
original, los dorados limpios, salpicados de chispas luminosas. Aquí y allá,
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mujeres jóvenes restauran espejos, capiteles. Hay una placidez extraña, un silencio
que no correspondiera. Y entonces, de alguna parte, llegan los primeros compases
de un ensayo de orquesta: como ya no tiene dónde, la Orquesta Estable ahora
ensaya en el foyer.
***
Son las siete de la tarde de un día ominoso. Es casi el fin de marzo y Miguel
Cisterna cruza una plaza, presuroso, camisa blanca, el jean azul, y entra al bar.
—Disculpa la demora. Es que con las emociones de la semana pasada no he
parado de dormir.
Es casi el fin de marzo. Miguel Cisterna cruza una plaza, entra a un bar. Desde que
tuvo que dejar su hotel vive en un cuarto, bello y espartano, al que llegó cargando
maletas y un busto de bronce de Belgrano que compró en una casa de
antigüedades.
—Lo vi y no pude resistirme.
Afuera el día es opresivo, con las primeras oscuridades del otoño. Cisterna pide
un té y dice que le sucedieron más cosas con Belgrano. Que dos semanas atrás, y
caminando sin rumbo, se topó con una iglesia. Que la iglesia resultó ser el
mausoleo del General y que era misa. Que él fue hacia el fondo, siguiendo un
pasaje que no parecía prohibido. Y que ahí estaban: que ahí estaban las banderas.
—Las banderas de las campañas de don Manuel. Ofrecidas. Yo no podía creerlo.
Me senté y lloré como un niño una media hora, pensando “No puede ser posible
lo que me está pasando”.
Miguel Cisterna suspira, revuelve su té, mira por la ventana y dice, como quien
sabe que de los acorralados es el reino.
—Ahora yo ya no sé qué será de mí, pero no me importa.
Porque el viernes 14 de marzo, a las dos de la tarde, Miguel Cisterna tuvo uno de
esos momentos que cambian la vida de los hombres. Ese día la Comisión de
Seguimiento, presidida por Teresa Anchorena, fue recibida en el teatro para
supervisar las obras del telón. Miguel Cisterna no estaba invitado –sabía que no
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
debía estar allí–, pero esquivó controles y se quedó en ese espacio circular y blanco
en el que transcurrieron los últimos meses de su vida. Eran las dos de la tarde
cuando veinte personas entraron a la rotonda del ballet: autoridades de la
Comisión de Seguimiento, del gobierno, del teatro y, cerrando la marcha, los
tapiceros del Colón.
—Me quedé allí, temblando. Después, empecé a hablar.
Y dijo que, dejando de lado ambiciones personales, y habiéndolo estudiado
detenidamente, había concluido que el telón original era de tan alta calidad, tan
único, que lo mejor era restaurarlo: no hacer uno nuevo.
—Y que a mí me habían contratado para hacer una copia exacta del antiguo, y que
eso había sido defendible hasta que vi las telas nuevas. Que la gente que las había
comprado no había entendido que el telón es un efecto escénico. Que lo habían
mirado como un elemento de decoración que se pone en una casa. Que las telas
nuevas eran bellas, pero que no tenían nada que hacer en el telón.
Y dice que, entonces, bajó sobre todos un silencio helado y que, en medio del
silencio, vio los ojos de los tapiceros. Y que eran ojos que brillaban.
—Y en ese instante sentí que si los nueve meses que había perdido esperando el
nuevo telón habían servido para salvar al viejo, había valido la pena. Que yo había
cumplido mi trabajo.
Las obras del Teatro Colón continúan detenidas. Cada tanto, los diarios publican
notas que reseñan cambios en la conducción, que anuncian que el Master Plan es
cosa del pasado, o que aseguran que en el edificio hay huecos inexplicables,
desorden, las grietas, la acústica en peligro.
Esto es verdad: el 2 de abril de 2008 Miguel Cisterna regresó a París en un vuelo
de las cinco de la tarde, cargando exceso de equipaje y un busto de bronce,
pequeño, que pidió llevar en la cabina.
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La travesía de Wikdi
Alberto Salcedo Ramos
En la áspera trocha de ocho kilómetros que separa a Wikdi de su escuela se han
desnucado decenas de burros. Allí, además, los paramilitares han torturado y
asesinado a muchas personas. Sin embargo, Wikdi no se detiene a pensar en lo
peligrosa que es esa senda atestada de piedras, barro seco y maleza. Si lo hiciera,
se moriría de susto y no podría estudiar. En la caminata de ida y vuelta entre su
rancho, localizado en el resguardo indígena de Arquía, y su colegio, ubicado en el
municipio de Unguía, emplea cinco horas diarias. Así que siempre afronta la
travesía con el mismo aspecto tranquilo que exhibe ahora, mientras cierra la
corredera de su morral.
Son las 4:35 de la mañana. En enero la temperatura suele ser de extremos en esta
zona del Darién chocoano: ardiente durante el día y gélida durante la madrugada.
Wikdi —trece años, cuerpo menudo— tirita de frío. Hace un instante le dijo a
Prisciliano, su padre, que prefiere bañarse de noche. En este momento ambos
especulan sobre lo helado que debe de haber amanecido el río Arquía.
—Menos mal que nos bañamos anoche —dice el padre.
—Esta noche volvemos al río —contesta el hijo.
Diagonal adonde ellos se encuentran, un perro se acerca al fogón de leña
emplazado en el suelo de tierra. Arquea el lomo contra uno de los ladrillos del
brasero, y allí se queda recostado absorbiendo el calor. Prisciliano le pregunta a su
hijo si guardó el cuaderno de geografía en el morral. El niño asiente con la cabeza,
dice que ya se sabe de memoria la ubicación de América. El padre mira su reloj y
se dirige a mí.
—Cinco menos veinte —dice.
Luego agrega que Wikdi ya debería ir andando hacia el colegio. Lo que pasa,
explica, es que en esta época clarea casi a las seis de la mañana y a él no le gusta
que el muchachito transite por ese camino tan anochecido. Hace unos minutos,
cuando él y yo éramos los únicos ocupantes despiertos del rancho, Prisciliano me
contó que el nacimiento de Wikdi, el mayor de sus cinco hijos, sucedió en una
madrugada tan oscura como esta. Fue el 13 de mayo de 1998. A Ana Cecilia, su
mujer, le sobrevinieron los dolores de parto un poco antes de las tres de la
mañana. Así que él, fiel a un antiguo precepto de su etnia, corrió a avisarles a los
padres de ambos. Los cuatro abuelos se plantaron alrededor de la cama, cada uno
con un candil encendido entre las manos. Entonces fue como si de repente todos
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los kunas mayores, muertos o vivos, conocidos o desconocidos, hubieran
convertido la noche en día solo para despejarle el horizonte al nuevo miembro de
la familia. Por eso Prisciliano cree que a los seres de su raza siempre los recibe la
aurora, así el mundo se encuentre sumergido en las tinieblas. Eso sí —concluye
con aire reflexivo—: aunque lleven la claridad por dentro arriesgan demasiado
cuando se internan por la trocha de Arquía en medio de tamaña negrura.
Prisciliano —treinta y ocho años, cuerpo menudo— espera que el sacrificio que
está haciendo su hijo valga la pena. Él cree que en la Institución Educativa
Agrícola de Unguía el niño desarrollará habilidades prácticas muy útiles para su
comunidad, como aplicar vacunas veterinarias o manejar fertilizantes. Además, al
culminar el bachillerato en ese colegio de “libres” seguramente hablará mejor el
idioma español. Para los indígenas kunas, “libres” son todas aquellas personas
que no pertenecen a su etnia.
—El colegio está lejos —dice— pero no hay ninguno cerca. El que tenemos
nosotros aquí en el resguardo solo llega hasta quinto grado, y Wikdi ya está en
séptimo.
—La única opción es cursar el bachillerato en Unguía.
—Así es. Ahí me gradué yo también.
Prisciliano advierte que con el favor de Papatumadi —es decir, Dios— Wikdi
estudiará para convertirse en profesor una vez termine su ciclo de secundaria.
—Nunca le he insinuado que elija esa opción —aclara—. Él vio el ejemplo en casa
porque yo soy profesor de la escuela de Arquía.
¿Podrá Wikdi abrirse paso en la vida con los conocimientos que adquiera en el
colegio de los “libres”? Es algo que está por verse, responde Prisciliano. Quizá se
enriquecerá al asimilar ciertos códigos del mundo ilustrado, ese mundo que se
encuentra más allá de la selva y el mar que aíslan a sus hermanos. Se acercará a la
nación blanca y a la nación negra. De ese modo contribuirá a ensanchar los
confines de su propia comarca. Se documentará sobre la historia de Colombia, y
así podrá, al menos, averiguar en qué momento se obstruyeron los caminos que
vinculaban a los kunas con el resto del país. Estudiará el Álgebra de Baldor, se
aprenderá los nombres de algunas penínsulas, oirá mencionar a Don Quijote de la
Mancha. Después, transformado ya en profesor, les transmitirá sus conocimientos
a las futuras generaciones. Entonces será como si otra vez, por cuenta de los
saberes de un predecesor, brotara la aurora en medio de la noche.
—Las cinco y todavía oscuro —dice ahora Prisciliano.
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Anabelkis, su cuñada, ya está despierta: hierve café en el mismo fogón en el que
hace un momento tomaba calor el perro. Su marido intenta tranquilizar al bebé
recién nacido de ambos, que llora a moco tendido. Nadie más falta por levantarse,
pues Ana Cecilia y los otros hijos de Prisciliano durmieron anoche en Turbo,
Antioquia. En el radio suena una conocida canción de despecho interpretada por
Darío Gómez.
Ya lo ves me tiré el matrimonio
y ya te la jugué de verdad
fuiste mala, ay, demasiado mala
pero en esta vida todo hay que aguantar.
El fogón es ahora una hoguera que esparce su resplandor por todo el recinto.
Cantan los gallos, rebuznan los burros. En el rancho ha empezado a bullir la nueva
jornada. Más allá siguen reinando las tinieblas. Pareciera que en ninguna de las 61
casas restantes del cabildo se hubiera encendido un solo candil. Eso sí: cualquiera
que haya nacido aquí sabe que, a esta hora, la mayoría de los 582 habitantes de la
comarca ya está en pie.
Wikdi le dice hasta luego a Prisciliano en su lengua nativa (“¡kusalmalo!”), y
comienza a caminar a través del pasillo que le van abriendo los cuatro perros de la
familia.
***
Hemos caminado por entre un riachuelo como de treinta centímetros de
profundidad. Hemos atravesado un puente roto sobre una quebrada sin agua.
Hemos escalado una pendiente cuyas rocas enormes casi no dejan espacio para
introducir el pie. Hemos cruzado un trecho de barro revestido de huellas
endurecidas: pezuñas, garras, pisadas humanas. Hemos bajado por una cuesta
invadida de guijarros filosos que parecen a punto de desfondarnos las botas.
Ahora nos aprestamos a vadear una cañada repleta de peñascos resbaladizos. Un
vistazo a la izquierda, otro a la derecha. Ni modo, toca pisar encima de estas
piedras recubiertas de cieno. Me asalta una idea pavorosa: aquí es fácil caer y
romperse la columna. A Wikdi, es evidente, no lo atormentan estos recelos de
nosotros los “libres”: zambulle las manos en el agua, se remoja los brazos y el
rostro.
Hace hora y media salimos de Arquía. La temperatura ha subido, calculo, a unos
38 grados centígrados. Todavía nos falta una hora de viaje para llegar al colegio, y
luego Wikdi deberá hacer el recorrido inverso hasta su rancho. Cinco horas diarias
de travesía: se dice muy fácil, pero créanme: hay que vivir la experiencia en carne
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propia para entender de qué les estoy hablando. En esta trocha —me contó Jáider
Durán, exfuncionario del municipio de Unguía— los caballos se hunden hasta la
barriga y hay que desenterrarlos halándolos con sogas. Algunos se estropean,
otros mueren. Unos zapatos primorosos de esos que usa cierta gente en la ciudad
—unos Converse, por ejemplo— ya se me habrían desbaratado. Aquí los
pedruscos afilados taladran la suela. El caminante siente las punzadas en las
plantas de los pies aunque calce botas pantaneras como las que tengo en este
momento.
—¡Qué sed! —le digo a Wikdi.
—¿Usted no trajo agua?
—No.
—Apenas nos faltan tres puentes para llegar al pueblo.
Agradezco en silencio que Wikdi tenga la cortesía de intentar consolarme.
Entonces él, tras esbozar una sonrisa candorosa, corrige la información que acaba
de suministrarme.
—No, mentiras: faltan son cuatro puentes.
En la gran urbe en la que habito, mencionar a un niño indígena que gasta cinco
horas diarias caminando para poder asistir a la escuela es referirse al protagonista
de un episodio bucólico. ¡Qué quijotada, por Dios, qué historias tan románticas las
que florecen en nuestro país! Pero acá, en el barro de la realidad, al sentir los
rigores de la travesía, al observar las carencias de los personajes implicados, uno
entiende que no se encuentra frente a una anécdota sino frente a un drama. Visto
desde lejos, un camino de herradura en el Chocó o en cualquier otro lugar de la
periferia colombiana es mero paisaje. Visto desde cerca es símbolo de
discriminación. Además se transforma en pesadilla. Cuando la trocha se sale de la
foto de Google y aparece debajo de uno, es un monstruo que hiere los pies.
Produce quemazón entre los dedos, acalambra los músculos gemelos. Extenúa,
asfixia, maltrata. Sin embargo, Wikdi luce fresco. Tiene la piel cubierta de arena
pero se ve entero. Le pregunto si está cansado.
—No.
—¿Tienes sed?
—Tampoco.
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Wikdi calla, y así, en silencio, se adelanta un par de metros. Luego, sin mirarme,
dice que lo que tiene es hambre porque hoy se vino sin desayunar.
—¿Cuántas veces vas a clases sin desayunar?
—Yo voy sin desayunar, pero en el colegio dan un refrigerio.
—Entonces comes cuando llegues.
—El año pasado era que daban refrigerio. Este año no dan nada.
Captada en su propio ambiente, digo, la historia que estoy contando suscita tanta
admiración como tristeza. Y susto: aquí los paramilitares han matado a
muchísimas personas. Hubo un tiempo en el que adentrarse en estos parajes
equivalía a firmar anticipadamente el acta de defunción. El camino quedó
abandonado y fue arrasado por la maleza en varios tramos. Todavía hoy existen
partes cerradas. Así que nos ha tocado desviarnos y avanzar, sin permiso de nadie,
por el interior de algunas fincas paralelas. Doy un vistazo panorámico, tanteo la
magnitud de nuestra soledad. En este instante no hay en el mundo un blanco más
fácil que nosotros. Si nos saliera al paso un paramilitar dispuesto a exterminarnos,
lo conseguiría sin necesidad de despeinarse. Sobrevivir en la trocha de Arquía,
después de todo, es un simple acto de fe. Y por eso, supongo, Wikdi permanece a
salvo al final de cada caminata: él nunca teme lo peor.
—Faltan dos puentes —dice.
Solo una vez se ha sentido en riesgo. Caminaba distraído por un atajo cuando
divisó, de improviso, una culebra que iba arrastrándose muy cerca de él. Se
asustó, pensó en devolverse. También estuvo a punto de saltar por encima del
animal. Al final no hizo ni lo uno ni lo otro, sino que se quedó inmóvil viendo
cómo la serpiente se alejaba.
—¿Por qué te quedaste quieto cuando viste la culebra?
—Me quedé así.
—Sí, pero ¿por qué?
—Yo me quedé quieto y la culebra se fue.
—¿Tú sabes por qué se fue la culebra?
—Porque yo me quedé quieto.
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—¿Y cómo supiste que si te quedabas quieto la culebra se iría?
—No sé.
—¿Tu papá te enseñó eso?
—No.
Deduzco que Wikdi, fiel a su casta, vive en armonía con el universo que le
correspondió. Él, por ejemplo, marcha sin balancear los brazos hacia atrás y hacia
adelante, como hacemos nosotros, los “libres”. Al llevar los brazos pegados al
cuerpo evita gastar más energías de las necesarias. Deduzco también que tanto
Wikdi como los demás integrantes de su comunidad son capaces de mantenerse
firmes porque ven más allá de donde termina el horizonte. Si se sentaran bajo la
copa de un árbol a dolerse del camino, si solo tuvieran en cuenta la aspereza de la
travesía y sus peligros, no llegarían a ninguna parte.
—¿Tú por qué estás estudiando?
—Porque quiero ser profesor.
—¿Profesor de qué?
—De inglés y de matemáticas.
—¿Y eso para qué?
—Para que mis alumnos aprendan.
—¿Quiénes van a ser tus alumnos?
—Los niños de Arquía.
Deduzco, además, que para hacer camino al andar como proponía el poeta
Antonio Machado, conviene tener una feliz dosis de ignorancia. Que es justamente
lo que sucede con Wikdi. Él desconoce las amenazas que representan los
paramilitares, y no se plantea la posibilidad de convertirse, al final de tanto
esfuerzo, en una de las víctimas del desempleo que afecta a su departamento. En
el Chocó, según un informe de las Naciones Unidas que será publicado a finales
de este mes, el 54% de los habitantes sobrevive gracias a una ocupación informal.
Allí, en el año 2002, el 20% de la población devengaba menos de dos dólares
diarios. En esta misma región donde nos encontramos, a propósito, se presentó en
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2007 una emergencia por desnutrición infantil que ocasionó la muerte de doce
niños. Wikdi, insisto, no se detiene a pensar en tales problemas. Y en eso radica
parte de la fuerza con la que sus pies talla 35 devoran el mundo.
—Ese es el último puente —dice, mientras me dirige una mirada astuta.
—¿El que está sobre el río Unguía?
—Sí, ese. Ahí mismito está el pueblo.
***
La Institución Educativa Agrícola de Unguía, fundada en 1961, ha forjado
ebanistas, costureras, microempresarios avícolas. Pero hoy el taller de carpintería
se encuentra cerrado, no hay ni una sola máquina de modistería y tampoco
sobrevive ningún pollo de engorde. Supuestamente, aquí enseñan a criar conejos;
sin embargo, la última vez que los estudiantes vieron un conejo fue hace ocho
años. Tampoco quedan cuyes ni patos. En los 18 salones de clases abundan las
sillas inservibles: están desfondadas, o cojas, o sin brazos. La sección de
informática causa tanto pesar como indignación: los computadores son
prehistóricos, no tienen puerto de memoria USB sino ranuras para disquetes que
ya desaparecieron del mercado. Apenas cinco funcionan a medias. Recorrer las
instalaciones del colegio es hacer un inventario de desastres.
—Este año no hemos podido darles a los estudiantes su refrigerio diario —dice
Benigno Murillo, el rector—. El Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, que es
el que nos ayuda en ese campo, nos mandó un oficio informándonos que volverá a
dar la merienda en marzo. Hemos tenido que reducir la duración de las clases y
finalizar las jornadas más temprano. ¡Usted no se imagina la cantidad de
muchachos que vienen sin desayunar!
Ahora los estudiantes del grupo Séptimo A van entrando atropelladamente al
salón. Se sientan, sacan sus cuadernos. En el colegio nadie conoce a nuestro
personaje como Wikdi: acá le llaman ‘Anderson’, el nombre alterno que le puso su
padre para que encajara con menos tropiezos en el ámbito de los “libres”.
—Anderson —dice el profesor de geografía—: ¿trajo la tarea?
Mientras el niño le muestra el trabajo al profesor, reviso mi teléfono celular. Está
sin señal, un trasto inútil que durante la travesía solo me ha funcionado como reloj
despertador. La “aldea global” que los pontífices de la comunicación exaltan
desde los tiempos de McLuhan, sigue teniendo más de aldea que de global. En el
mundo civilizado vamos a remolque de la tecnología; en estos parajes atrasados la
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tecnología va a remolque de nosotros. Allá, en las grandes ciudades, al otro lado
de la selva y el mar, el hombre acorta las distancias sin necesidad de moverse un
milímetro. Acá toca calzarse las botas y ponerle el pecho al viaje.
—América es el segundo continente en extensión —lee el profesor en el cuaderno
de Anderson.
Se me viene a la mente una palabra que desecho en seguida porque me parece
gastada por el abuso: ‘odisea’. Para entrar en este lugar de la costa pacífica
colombiana que parece enclavado en el recodo más hermético del planeta, toca
apretar las mandíbulas y asumir riesgos. El trayecto entre mi casa y el salón en el
cual me encuentro este martes ha sido uno de los más arduos de mi vida: el
domingo por la mañana abordé un avión comercial de Bogotá a Medellín. La tarde
de ese mismo día viajé a Carepa —Urabá antioqueño— en una avioneta que mi
compañero de viaje, el fotógrafo Camilo Rozo, describió como “una pequeña
buseta con alas”. En seguida tomé un taxi que, una hora después, me dejó en
Turbo. El lunes madrugué a embarcarme, junto con veintitrés pasajeros más, en
una lancha veloz que se abrió paso en el enfurecido mar a través de olas de tres
metros de alto. Atravesé el caudaloso río Atrato, surqué la Ciénaga de Unguía,
hice en caballo el viaje de ida hacia el resguardo de los kunas. Y hoy caminé con
Wikdi, durante dos horas y media, por la trocha de Arquía.
El profesor sigue hablando:
—Chocó, nuestro departamento, es un puntito en el mapa de América.
¡Ah, si bastara con figurar en el Atlas Universal para ser tenido en cuenta! Estas
lejuras de pobres nunca les han interesado a los indolentes gobernantes nuestros, y
por eso los paramilitares están al mando. En la práctica ellos son los patronos y los
legisladores reconocidos por la gente. ¿Cómo se podría romper el círculo vicioso
del atraso? En parte con educación, supongo. Pero entonces vuelvo al documento
de las Naciones Unidas. Según el censo de 2005, Chocó tiene la segunda tasa de
analfabetismo más alta en Colombia entre la población de 15 a 24 años: 9,47%. Un
estudio de 2009 determinó que en el departamento uno de cada dos niños que
terminan la educación primaria no continúa la secundaria. En este punto pienso,
además, en un dato que parece una mofa de la dura realidad: el comandante de
los paramilitares en el área es apodado ‘el Profe’.
Anderson regresa sonriente a su silla. Me pregunto adónde lo llevará el camino al
final del ciclo académico. Su profesora Eyda Luz Valencia, que fue quien lo
bautizó con el nombre de “libre”, cree que llegará lejos porque es despabilado y
tiene buen juicio a la hora de tomar decisiones. Existen razones para vaticinar que
no será un ‘profe’ siniestro como el de los paramilitares, sino un profesor sabio
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como su padre, capaz de improvisar una aurora aunque la noche esté perdida en
las tinieblas
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El sí de los niños
Martín Caparrós
—¿Así que todavía no conoces a Yohan? Ah, pero es maravilloso. Maravilloso. Tal
vez, si me da un ataque de bondad, mañana te lo paso y vas a ver.
Bert tiene cuarenta y nueve años, y sus dos hijos ya están en la universidad. Su
señora se ocupa de la casa donde viven, cerca de Düsseldorf, y parece que desde
que los chicos se fueron ella se aburre un poco, aunque Bert dice que él siempre le
dio lo mejor y que no tiene de qué quejarse, y debe ser cierto. Bert usa esos
anteojos de marco finísimo y unos labios muy finos y una sonrisa fina de óptico
germano al que uno le entregaría los ojos sin temores. Bert tiene el pelo corto, muy
prolijo, y una vida intachable. Sólo que, en cuanto puede, una o dos veces por año,
cuando la empresa óptica donde trabaja lo manda a la India, Bert viene a darse
una vuelta por Sri Lanka, el centro mundial de la prostitución de chicos. El resto
de sus días es un ciudadano modelo, y vive del recuerdo:
—Pero si supiera que no puedo volver aquí, me desesperaría.
Dice Bert, ahora que estamos en tren de confesiones. No sé por qué, hace un rato,
se decidió a hablarme de esto. Seguramente porque ayer nos cruzamos, mientras
yo entraba y él salía de la casita donde Bobby, el cafisho, tiene sus cuatro chicos.
En estos días ya habíamos charlado un par de veces, en el bar de la playa, pero
nunca de esto, por supuesto. Quizá le guste suponer que soy su cómplice. Debía
de necesitar alguna compañía.
—¿No, no vas a prender ese cigarrillo, no? ¿No me digas que vas a arruinar con tu
cigarrillo este aire tan puro?
Un poco más allá, el mar brilla con un azul inverosímil. El sol, un poco menos.
Hace calor. Esta mañana la radio dijo que estaría fresco, no más de treinta y tres.
Unos chicos de diez o doce juegan con las olas, se revuelcan, se pelean como
cachorritos. Bert los mira con ojos de catador experto. Me parece que puedo
pegarle o hacerle una pregunta más. Querría preguntarle por qué hace lo que hace
pero no debo, porque Bert tiene que suponer que yo soy uno de ellos:
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—¿Y no te molesta que sean tan oscuros?
—Me parece que si no fueran negritos no podría.
Las playas del sudoeste de Sri Lanka son modelo: alguien estudió las playas
tropicales de todas las postales del mundo, y se encargó de combinar la más
apropiada arena blanca, las olitas perezosas más apropiadamente turquesas, las
palmeras recostadas en el más apropiado de los ángulos. Esta playa es
absolutamente intachable, y me hace sentir un poco torpe: si no fuera por mí, todo
sería perfecto.
En la playa de Hikkaduwa reina la concordia: media docena de surfistas
australianos repletos de músculos muy raros, un par de familias cingalesas
numerosas y vestidas, dos o tres matrimonios alemanes gordos con sus niños, tres
o cuatro parejas de viajeros con mochilas al hombro, unos cuantos perros, un par
de pescadores, los chicos morochitos revolcándose y cuatro o cinco europeos
cincuentones mirándolos, sopesando posibilidades. De vez en cuando pasa una
pareja extraña: uno es graso, cincuentón, blancuzco, de panza poderosa y fuelle en
la papada, mirada zigzagueante, slip muy breve. El otro es un chico pura fibra,
oscuro, erizado de dientes, pantaloncito viejo, medio metro más bajo que su
compañero. Yo no conozco a Yohan pero, por lo que voy sabiendo, dudo de que
tenga mucho más de diez años.
***
El turismo sexual existió siempre. Ya algún romano escribía sobre "los finos
tobillos y las salaces danzas" de las cartaginesas de Cádiz, hace dos mil años. Y
Venecia atraía viajeros por sus cortesanas hace doscientos. Pero últimamente, con
la explosión turística, el mundo se ha convertido en un burdel con secciones bien
diferenciadas. Hace unos años, a algunos gobiernos les pareció que podía ser una
buena forma de atraer turistas, es decir: dinero. En 1980, el primer ministro de
Tailandia se dirigía a una reunión de gobernadores: "Para incrementar el turismo
en nuestro país, señores gobernadores, deben contar con las bellezas naturales de
sus provincias, así como con ciertas formas de entretenimiento que algunos de
ustedes pueden considerar desagradables y vergonzosas porque son formas de
esparcimiento sexual que atraen a los turistas. Debemos hacerlo porque tenemos
que considerar los puestos de trabajo que esto puede crear". Y los agentes de
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viajes, los hoteleros, las compañías aéreas también sacan tajada. Los turistas están
produciendo cambios en el mundo.
Los destinos de los turistas sexuales son variados. Los que buscan el calor de las
mulatas tropicales suelen ir a Brasil, Cuba o Santo Domingo. Son más que nada
italianos, mexicanos, españoles. En Filipinas o Tailandia se encuentran los
australianos, japoneses, norteamericanos o chinos que quieren comprarse la
sumisión de ciertas orientales. Europa del Este funciona últimamente como
proveedora de esposas blancas y más o menos educadas para los occidentales con
problemas de seducción. Tanto en Brasil como en Tailandia, muchas de las chicas
son muy chicas. Organismos internacionales calculan que hay en el mundo un
millón de menores prostituyéndose, y que el negocio mueve unos cinco mil
millones de dólares por año.
En medio de todo, a Sri Lanka le quedó, como especialidad, los chicos. Hay
quienes dicen que fue, curiosamente, culpa del machismo: las niñas, en Sri Lanka,
están muy controladas, porque es fundamental que lleguen vírgenes al
matrimonio. En cambio, los muchachitos pueden andar libremente por ahí, sin
restricciones. Como además son tan amables y pobres y confiados, resultaron una
presa casi fácil para los primeros pedófilos "amantes de los niños" europeos que
llegaron alrededor de 1980, junto con los últimos hippiesque escapaban de Goa, en
la costa oeste de la India. Los pedófilos conseguían chicos sin ningún problema, y
las autoridades no los molestaban. De vuelta a casa, empezaron a correr la voz. A
los pocos años, decenas de miles llegaban todos los años a Sri Lanka en busca de la
carne más fresca. Y, últimamente, la difusión circula bien por Internet. La
tecnología sirve para todo.
El turismo es la tercera fuente de divisas de Sri Lanka, detrás del té y la industria
textil. En un país con un producto bruto per cápita de apenas seiscientos sesenta
dólares anuales, la entrada es importante. Pero el precio es demasiado alto. Las
estadísticas no son del todo fiables, pero se supone que hay, en estos días, en las
playas que rodean la capital, Colombo, unos treinta mil menores, de entre seis y
dieciséis años, que se prostituyen. Un estudio reciente mostró que uno de cada
cinco chicos había sido abusado sexualmente en Sri Lanka. La cuestión se está
convirtiendo en un problema nacional.
***
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En esta playa, Hikkaduwa, no sólo hay alemanes, pero son la fuerza básica.
Muchos carteles están en alemán, muchos locales te abordan en la playa
diciéndote "wie gehts". Cada cincuenta metros se te aparece alguien que empieza
por preguntarte de dónde eres, sigue diciéndote si no quieres comprar batik o
máscaras o una excursión en bote con fondo de vidrio a los corales y, muchas
veces, termina por ofrecerte un chico.
—¿De qué edad?
—De la que quieras. Ocho, diez, catorce...
La primera vez que Bobby me paró le dije que sí, que quería, porque tenía que
hacerlo. Pero cuando habíamos caminado unos metros le dije que mejor mañana.
Yo sabía que tenía que ir, pero me estaba dando un terrible retortijón en el
estómago. Hikkaduwa es tan bella, y está en el medio de la nada. Unos kilómetros
hacia el sur hay pescadores que se pasan el día colgados de troncos clavados en el
lecho del mar, acechando a sus presas. Un poco más acá está el árbol que acabó
con Manaos. A fines del siglo XIX, la explotación del caucho en el Amazonas
convirtió ese poblacho brasileño en una ciudad donde dicen que Caruso fue a
cantar ópera. Brasil tenía el monopolio mundial del caucho y se enriquecía. Hasta
que un inglés consiguió sacar de contrabando unas semillas del árbol de goma —
hevea brasiliensis— y las plantó en estos parajes. En pocos años, la industria del
caucho en el sudeste asiático acabó con la prosperidad de Manaos, y lo condenó a
años de siesta y mosquitero.
Al otro día, a eso de las seis de la tarde, Bobby me esperaba en el mismo lugar de
la playa. La puesta de sol era magnífica y había un viento suave que ondeaba las
palmeras. Bobby me dijo que el precio seguía siendo el mismo, trescientas rupias,
y que Jagath ya me estaba esperando en la casa, ahí nomás, en el pueblo.
Trescientas rupias son unos cinco dólares. Bobby tenía veintidós años, una barbita
mal cortada, la mirada dura y un par de dientes menos. Era de un pueblo del
interior.
—¿Y hace mucho que viniste para aquí?
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—Vine cuando tenía diez. Tenía que irme de mi pueblo. Tenía miedo de que me
vendieran.
Mientras caminamos, Bobby me cuenta la historia de Sunil, un amigo del pueblo:
que su padre lo mandó a trabajar a un hotel, aunque sabía para qué lo querían,
porque un día apareció en el pueblo un hombre que le ofreció un televisor. El
padre de Sunil no tenía dinero, y el hombre le dijo que él se lo prestaba. El padre
no podía devolvérselo, y el hombre le dijo que si mandaba a Sunil a trabajar al
hotel, en dos años su deuda estaría saldada. Hace unos años, en la India, un chico
me contó que sus padres lo habían entregado por veinte meses a un fabricante de
cigarros para pagar la deuda contraída tras una sequía. No es lo mismo una sequía
y la hipoteca para salvar la tierra que un televisor: otra gran victoria de la
tecnología moderna.
Bobby me cuenta que cuando se enteró de la historia de Sunil pensó que tenía que
escaparse antes de que su padre lo vendiera. Su padre no tenía trabajo, y había
demasiados niños. Bobby se escapó pero no tenía dónde vivir, pasaba hambre y
dormía en la calle. Al final encontró a su amigo Sunil en un hotel cerca de
Hikkaduwa, y Sunil habló con su patrón, un cafisho de la zona. A los pocos días,
Bobby también tenía conchabo.
Nos hemos parado bajo la sombra de un árbol muy grande. Bobby me sigue
contando y, para que me cuente, yo tengo que ser amable con él.
—Lo nuestro es una triste carrera de ratas. Trabajé para ese hombre hasta que tuve
diecinueve años. El tipo nos llevaba a casas de hombres blancos o a habitaciones
del hotel, según. Pude aguantar más porque soy bajito, y parecía más pequeño.
Pero a los diecinueve me tiró a la calle.
Cuando llegan a esa edad los chicos ya son demasiado viejos: se quedan fuera del
circuito y no tienen demasiadas posibilidades de reciclarse. Algunos, los más
astutos, siguen en el ramo como intermediarios, cafishos. Y otros se reciclan en
el chiquitaje de la venta de drogas o los robos. Unos pocos zafan y hay uno, cuya
historia escuché varias veces, que consiguió que un alemán rico le pusiera casa y
granja: es el modelo que hace que muchos marchen. Quizá ni siquiera exista.
Bobby estuvo un par de años sin saber qué hacer, pasándola muy mal, hasta que
decidió convertirse él mismo en un cafisho.
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
—¿Y qué fue de tu amigo Sunil?
—A Sunil le fue mal. Le dieron mucha droga, y ahora no puede vivir sin su cuota.
Siempre dice que querría volver al pueblo, pero no puede porque le da vergüenza,
porque todos saben dónde estuvo.
—¿Y entonces tú no vas a poder volver nunca?
—Sí, yo voy a volver, y mis padres me van a recibir felices.
Bobby se sonríe un poco maligno, como quien rumia una venganza:
—Yo voy a ahorrar mucho dinero, voy a volver con mucho dinero. Entonces mis
padres me van a tener que recibir y me van a pedir que los perdone, yo los voy a
perdonar y vamos a hacer una gran fiesta.
—¿Y ya tienes algo ahorrado?
—Muy poco, pero ya voy a tener, en unos años más. Aquí se gana bien.
Mientras vamos juntos por las calles del pueblito, la gente me mira, sabe de qué se
trata, y yo me hundo de vergüenza. Aunque no es seguro que me estén
condenando. Todavía no está nada claro, en estas tierras, que la prostitución
infantil sea algo grave. Es, para muchos, una forma relativamente fácil e
inofensiva de conseguir algún dinero. Hace tiempo que esta gente dejó sus
actividades habituales el cultivo o la pesca ante el espejismo del turismo: en
general, malviven de vender cositas o de ofrecer servicios más o menos confusos.
Bobby me dice que ya estamos llegando.
—¿Y te gusta hacer esto?
—Es un buen business.
Me dice, como si la cuestión no mereciera más comentario. Y es cierto que yo no
estoy en condiciones de ponerme moralista mientras me lleva hacia la cama de
uno de sus chicos.
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***
Sri Lanka es una isla pegada al sudeste de la India, de unos sesenta y cinco mil
kilómetros cuadrados. En ese espacio se concentra casi todo lo que el trópico
puede ofrecer: playas increíbles, montañas de más de dos mil metros, plantaciones
de té, campos de arroz, la jungla más espesa, tigres, cobras, elefantes y flores,
árboles y frutas que apenas tienen nombre. "La isla más bella de su tamaño en
todo el mundo", escribió, hacia 1295, Marco Polo, que había visto unas cuantas.
La isla se llamó Tambapanni o Taprobane en tiempos de Alejandro Magno,
Serendib en el siglo XIII, Ceilán para los portugueses y otros colonos. Y siempre
fue un poco mítica: con uno de sus nombres, los ingleses inventaron una palabra
que no existe en ningún otro idioma,serendipity: la facultad de descubrir, por
casualidad, algo inesperado. Serendipity es una de las armas más poderosas de la
ciencia. Desde 1972, el país se llama República Democrática Socialista de Sri
Lanka, aunque ya nadie sabe bien por qué. Ceilán fue colonia inglesa hasta 1948.
Desde la independencia hubo diversos gobiernos, todos surgidos de elecciones
más o menos limpias, y distintos conflictos. A principios de los ochenta se acabó la
ola estatista que había dominado la escena y empezó el reino de la economía de
mercado. El producto bruto aumentó, y también la pobreza y la desocupación. La
presidenta Chandrika Bandaranaike hizo su campaña con la promesa de atacar
esos problemas. Una vez elegida, se lanzó a privatizar todo lo que pudo, y ahora
hay protestas.
En la prensa mundial, Sri Lanka existe poco. Las noticias sólo hablan de Sri Lanka
cuando los guerrilleros tamiles los Tigres hacen volar algo. Los tamiles son una
etnia que viene de la India, de religión hinduista, que vive sobre todo en el norte.
Los cingaleses, budistas que son originarios de Sri Lanka y son mayoría,
gobiernan el país. Los tamiles quieren formar un estado independiente, y los
cingaleses se oponen: la guerra ya lleva años.
***
Colombo es una ciudad de casi un millón de habitantes, aireada y razonablemente
sucia, todo el tiempo en lucha contra matorrales y palmeras, pero no hay muchas
moscas. Supongo que no soportan tanto calor. En Colombo, los olores de basura,
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de incienso y de especias se mezclan con una buena dosis de sudor, escape y frito,
y ese jabón de aceite de coco con que se lavan todas las almas del sudeste asiático.
Colombo tiene un centro colonial inglés más o menos decrépito, interrumpido por
cuatro o cinco rascacielos un poco cutres, muy fuera de lugar. Tiene un puerto de
aguas profundas donde hay una docena de casos de piratería por mes. Tiene un
gran bazar donde todo se vende y se compra con el placer del regateo. Tiene una
zona residencial de caserones rodeados de bananos, gomeros, canchas de cricket,
un cementerio contundente y su Kentucky Fried Chicken, por si acaso. Tiene
cantidad de barrios que oscilan entre la casita tipo Banfield y la choza sin tipo, con
vacas retozando en los barriales, y tiene, sobre todo, cuervos.
Los cuervos son los verdaderos amos de Colombo. Hay quienes dicen que son más
de cien mil. Yo creo que es un gran cuervo esencial dividido en partículas, el
modelo del cuervo, el Cuervo Rey. Los cuervos de Colombo gritan poderosos, dan
órdenes que todos simulan entender. Algún día van a ser gobierno y, ese día, esta
ciudad va a ser la capital de un mundo. Por ahora, Colombo es la capital de un
país en guerra sorda.
—Esta guerra no se va a terminar nunca.
Me dice, casi como si se jactara, Stanley, un profesor de sociología de la
universidad, de origen burgher: losburghers son los descendientes de los colonos
holandeses, muy mezclados y asimilados por los años.
—Los cingaleses han matado demasiados tamiles. Hubo pogromos, matanzas
colectivas, quemas de casas y negocios. Los tamiles no pueden vivir con los
cingaleses, y ahora que tienen un grupo armado que los defiende, es lógico que lo
apoyen. Lo necesitan. Porque ahora el gobierno y los cingaleses se cuidan de hacer
nada contra los tamiles, por miedo de la reacción de los Tigres.
Stanley tiene unos cuarenta años: se educó en Inglaterra y trata de mirar la historia
desde afuera. Stanley va muy occidental, con bluyines y una camisa Oxford.
—Así que no hay reintegración posible de los tamiles, y los Tigres no se van a
rendir, pero tampoco tienen suficiente fuerza como para formar el Estado
independiente que quieren. Tal como están las cosas, esto puede durar años y
años.
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Sólo las costas del sudoeste son seguras. Los Tigres no atacan los lugares
turísticos, porque gran parte del negocio del turismo pertenece a los tamiles, y
sería como escupir para arriba.
***
Nadie sabe por qué los pedófilos se vuelven pedófilos. Yo me leí varios artículos
sobre la cuestión, y todos hablan de los previsibles traumas infantiles, necesidades
de afecto insatisfechas, dificultades para relacionarse, que se descubren
precisamente porque el fulano empieza a manotear criaturas. Como quien dice
que la pelota rueda porque es redonda y es redonda porque rueda. Y los artículos
suelen terminar diciendo que, de todas formas, nadie sabe por qué los pedófilos se
vuelven pedófilos. Suelen parecer la gente más normal: un abogado francés, un
bancario australiano, el óptico Bert, un jubilado suizo. Ni Bert ni los otros me
contaron demasiado por qué les gustaban tan chicos. Sus comentarios no eran
razones.
—Ay, es que son tan frescos, tan tiernitos: son tan inocentes.
—Y además se les nota que de verdad me necesitan, y me obedecen todo lo que les
digo.
—Bueno, y sobre todo no están contaminados. Son tan chicos, pobrecitos, que no
pueden haberse contagiado nada.
En todo el mundo, la prostitución infantil aumentó mucho con el sida: el miedo a
la enfermedad hizo que muchos buscaran menores cada vez menores, con la idea
equivocada de que con ellos estarían a salvo. Error: los tejidos jóvenes de los
chicos tienen más posibilidades de contagiarse el virus y, además, sus abusadores
no suelen protegerse. En 1995, un estudio mostró que más del treinta por ciento de
los chicos y chicas prostitutos en el sudeste asiático estaban infectados. Uno de
esos días, en Hikkaduwa, Christophe, un abogado francés tan culto y encantador,
me dijo que la pedofilia era sólo un escalón, y me citó una frase del doctor
Johnson:
—El que se convierte en una bestia se alivia del dolor de ser un hombre.
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No se sabe por qué los pedófilos se vuelven pedófilos. "Los monstruos no están
abusando de estos chicos: los abusadores son todos gente común y corriente", dijo
un delegado a un congreso en Estocolmo. El Primer Congreso Contra la
Explotación Sexual Comercial de Niños se había reunido allí. En sus resoluciones,
declaró que "la pobreza no puede ser usada como justificación de la explotación
sexual comercial de niños, aunque contribuye a formar el entorno que puede
llevar a esa explotación. Hay otros factores complejos que también contribuyen,
como las desigualdades económicas, las familias desintegradas, la falta de
educación, el consumismo creciente, las migraciones del campo a la ciudad, los
conflictos armados y el tráfico de chicos". Y resolvió presionar todo lo posible para
que los gobiernos europeos se hagan cargo de los desastres de sus súbditos. De
hecho, en los últimos años, Francia, Alemania, Estados Unidos, Australia, Bélgica,
Suiza y Suecia, entre otros, dictaron leyes que permiten condenar a sus
ciudadanos que cometen abusos sexuales contra chicos fuera de su territorio. En
Inglaterra, un proyecto similar fue derrotado en el Parlamento.
En Sri Lanka, el gobierno cambió ciertos artículos del Código Penal para
introducir penas mayores a los acusados de ese delito. Hasta ahora menos de
veinte extranjeros fueron juzgados, y sus condenas fueron irrisorias. Un médico
francés que se declaró culpable recibió una multa de treinta dólares y una condena
de dos años en suspenso.
—Ahora las leyes son más severas y permitirían atacar más en serio el asunto.
Pero la cosa no está ahí. Las leyes existen. Lo que no existe es la voluntad de
hacerlas cumplir.
Me dirá, días después, en su oficina de Colombo, Maureen Seneviratne. Tiene
unos sesenta años, es una socióloga y periodista muy conocida y es, además, la
presidenta de Peace —Protecting Environment and Children Everywhere—, una
organización que se ocupa, desde hace años, del problema de la prostitución de
niños en Sri Lanka.
—A veces la policía recibe una denuncia, va a la casa de los pedófilos y cuando
llega, por supuesto, no hay nada: alguien les avisó y tuvieron tiempo para levantar
todo y escaparse. Estos señores suelen contar con muchas complicidades y
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ventajas: la corrupción de la policía local, el hecho de que los políticos y los jueces
son fáciles de sobornar, la falta de preocupación general sobre la cuestión.
Esos señores son, en general, los peces gordos: los que hicieron de su pedofilia un
estilo de vida o, incluso, un negocio muy serio. Los tipos como Bert o el francés
Christophe o el australiano Philip, mis compañeros del hotelito de Hikkaduwa,
son los aficionados. Los profesionales suelen instalarse tierra adentro: a quinientos
o mil metros de la costa, en medio de la vegetación exagerada, en casas grandes
con parque y un paredón alrededor.
—Estos fulanos suelen hacer una pequeña inversión en el país, instalan un
criadero de pollos o un taller textil para conseguir una visa de negocios y la
tolerancia, la complicidad de las autoridades. Sri Lanka es un país pobre y necesita
todo el dinero que pueda llegarle. Así que cuando viene alguien a invertir, aunque
sea poco, nadie le pone trabas. De ningún tipo.
Me dice, en la veranda del New Oriental Hotel, un periodista local que no quiere
que se sepa su nombre.
—Yo te cuento pero no me nombres. Los pedófilos son muy peligrosos, y en este
país no es caro contratar a un par de sicarios.
El New Oriental Hotel de la ciudad de Galle tiene trescientos años, pero hace sólo
ciento cincuenta que es hotel. Los salones son amplios, los ventiladores perezosos,
los muebles Thonet de principios de siglo y los mucamos van descalzos, con
largos pareos blancos. En los salones vuelan y cantan pajaritos. El New Oriental es
el último reducto verdaderamente victoriano que queda en el antiguo imperio. En
la veranda, boqueando las primeras brisas de la tarde, el anónimo me explica las
maneras.
—Entonces el fulano tiene distintas posibilidades. Puede instalar una supuesta
fundación que se ocupa de los niños pobres, y así está más que justificado para
tener en su casa a todos los chicos que quiera sin que nadie lo moleste. O puede
invitar a una familia local a vivir con él e instalarse como una especie de tío que
los mantiene a todos a cambio de que lo dejen abusar de los hijos.
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Galle está en plena zona de playas y prostitución: es una pequeña ciudad
amurallada con un puerto desde donde los portugueses exportaban canela y
pimienta, y creo que no hay lugar en este mundo donde el tiempo sea más lento.
—O, más simplemente, se instala en su casa y empieza a comprarle chicos a sus
familias o a los intermediarios locales. Le pueden costar unos cien dólares cada
uno: algunos se compran docenas. Después, en cualquiera de los casos, el fulano
puede empezar a traer a otros pedófilos a pasar temporadas en su casa, con
servicio completo. Los visitantes se contactan en Europa a través de las redes que
ellos tienen allá y, cuando llegan, los van a buscar al aeropuerto y los traen
directamente a estas casas. Algunos incluso, me contaron, los van a buscar en una
camioneta con tres o cuatro chicos, para que el recién llegado no pierda ni un
momento. Y también se dedican a la producción de videos pornográficos con
chicos, que después venden en Europa a través de sus redes.
***
La casita de Bobby estaba al lado de un campo de arroz rodeado de palmeras. Los
campos de arroz son como la mujer según la mayoría de las religiones: tersos a la
vista, resplandecientes de tan verdes, invitantes. Eso, de lejos. Porque si uno
caminara por ellos, se hundiría hasta los muslos en tierra cenagosa. La casita tenía
paredes de ladrillo y ninguna tumba alrededor. En estos pueblos los que tienen
una casa con diez metros de tierra gozan de un señalado privilegio: se guardan a
sus muertos. Los jardines de estas casas rebosan de tumbas.
Cuando íbamos llegando nos cruzamos con Bert, que salía con su mejor cara de
nada. Por encima, cuervos revoloteaban con graznidos. La casita estaba en
silencio, y le calculé tres o cuatro habitaciones. Bobby me llevó directamente a una.
Era diminuta, con una cama grande y la pared sin revocar. El chico estaba sentado
en el borde de la cama, con un pantaloncito rojo y una sonrisa triste o asustada.
Parecía muy chiquito. En la pieza no había ventanas. Del techo colgaba una
lamparita. Hacía calor, y yo quería escaparme.
—Bueno, yo los dejo.
Dijo Bobby, y se preparó para irse. A mí me dio la desesperación:
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—No, lo que yo quiero es que él me cuente, y tú me tienes que traducir.
—¿Qué?
Bobby me miró como si no se lo pudiera creer, y me parece que no se lo creía: me
miró como si me hubiera vuelto loco. Yo traté de convencerlo.
—A algunos les gusta mirar, a otros tocar o lo que sea. A mí me gusta que me
cuenten historias.
Bobby le dijo al chico algo en cingalés. Supongo que le explicaba mi locura. El
chico se encogió de hombros, como si ya todo le diera lo mismo. Era espantoso
verlo, y me seguían las ganas de salir corriendo.
—Él se llama Jagath, y nació por aquí. Cuando tenía siete años, su madre se fue a
trabajar de mucama a Arabia Saudita.
Me empezó a contar Bobby. Más de trescientas mil mujeres de Sri Lanka trabajan
en países árabes, y sus familias se disuelven en su ausencia: poco después, su
padre se fue, y Jagath se quedó con su abuela materna y una tía. En esos meses,
apareció un inglés, el señor Tony, que conoció a Jagath en la playa. Se puso a
charlar con él y después lo acompañó a su casa. El señor Tony le dijo a la abuela
que Jagath era un chico muy inteligente y que quería ocuparse de su educación: la
abuela no dudó demasiado, recibió cinco mil rupias y a los pocos días Jagath
estaba instalado en la casa del inglés, junto con otros cinco chicos. El señor Tony
los mandaba a la escuela y, cada tarde, los llevaba a su cuarto a mirar películas
pornográficas, y abusaba de ellos.
—Dice que las primeras veces le dolió mucho y lloró muchas horas. Después
perdió el miedo y se fue acostumbrando— dijo Bobby que le contaba Jagath.
Jagath hablaba bajito, en un tono siempre igual, como quien odia sin violencia,
bastante más allá de la violencia. Jagath estuvo dos años en la casa del señor Tony:
ése era, para él, el mundo. Una vez trató de escaparse y volvió a la casa de su
abuela; la señora lo retó mucho y, cuando el inglés lo fue a buscar, se lo entregó
contenta. El señor Tony había llevado regalos para todos.
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—Después, hace unos meses, el señor Tony se fue y cerró la casa. Los chicos se
quedaron en la calle. Jagath dice que no quería volver con su abuela. Primero
estuvo trabajando un poco por su cuenta, en la playa, pero tenía problemas.
Después me encontró, y se quedó conmigo— dijo Bobby, y nunca sabré si se
inventó todo.
Jagath era flaquito, tenía un par de mataduras en los hombros, miraba para abajo.
Por un momento tuve la sensación de que le daba más miedo este relato que su
trabajo habitual: era espantoso. Cada tanto, Bobby me recordaba que tenía que
pagarle las trescientas rupias que habíamos acordado. El dinero es casi todo para
él: el chico se guarda, como mucho, cincuenta de las trescientas rupias. Y Bobby le
lleva tres o cuatro gringos por día, lo que encuentre. Yo le decía que sí, y me sentía
una basura.
—Así que ahora yo lo protejo, le doy casa y comida y lo cuido, porque yo sé cómo
cuidar a los chicos.
Terminó Bobby, y se calló. Hubo un silencio. Jagath se quedó mirándolo con la
cara vacía. Recién entonces me di cuenta de que en la pared de la cabecera de la
cama había un póster cruelmente pornográfico: un bebé rosadote, pura raza aria,
con el culito empolvado y rozagante, muy en primer plano.
***
Para llegar a Negombo tomé el camino más largo, por la región montañosa del
interior de la isla. En estas montañas se produce el mejor té del mundo: las
mujeres que lo cosechan cobran setenta y cinco rupias poco más de un dólar por
día, y el alojamiento es en unos caserones destartalados donde viven de a muchos.
Sus chicos también trabajan, cargando fardos o ayudando a clasificar las hojas.
—Yo quiero conocer Nueva York. Pero es tan grande que está muy lejos. ¿Más
grande que la India es Nueva York?
La chica tenía una sonrisa maravillosa y una extraña idea del mundo. Aunque
tuviera su lógica. Las pocas veces que puede mirar la tele, suele aparecer ese lugar,
Nueva York, que debe ser tan grande. La chica era tamil, cortaba té y yo le
pregunté si sabía que vive en uno de los países más lindos del mundo.
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—No, ¿por qué? ¿Quién lo dice?
Después vi, al costado del camino, a un faquir colgado de una grúa: lo sostenían
seis ganchos hincados en su espalda. El faquir era joven y decía que no le dolía
nada, y yo empecé a pensar en la idea de su cuerpo y del sufrimiento físico que
pueden tener estos señores. Entonces me acordé de una cifra: el cincuenta por
ciento de los guerrilleros tamiles muertos tenía menos de diecinueve años, y pensé
en su idea de la niñez o de la adolescencia. Después me dije que eso es lo que
suelen decir los pedófilos para justificarse: que estas culturas tienen características
propias por las cuales abusar de sus chicos no es tan grave. Los límites del análisis
suelen ser filosos.
Según cuentan, toda esta historia empezó en Negombo, a treinta kilómetros de
Colombo, hacia 1980. Durante siglos, a Negombo la llamaron la Pequeña Roma de
Ceilán, porque la colonización portuguesa la había llenado de iglesias y católicos.
Ahora suelen llamarla la Capital Nacional del Sida. Entonces Negombo era un
pueblito de pescadores donde se construían hoteles y pensiones para el turismo. Y
con el turismo llegaron los pedófilos. Ahora Negombo es el lugar más vigilado del
país, y por eso muchos de los pedófilos prefieren irse más al sur, a Hikkaduwa y
alrededores.
Aquí sucedió el mayor escándalo de los últimos años. Una mañana, en 1990,
Jenevit Appuhami, el director de una escuela del pueblo, encontró a dos chicos de
diez años tocándose en el baño. Cuando empezó a gritarles, uno de ellos le dijo
que el tío Baumann le había pedido que le enseñara a hacer esas cosas a su
amiguito. Viktor Baumann era un suizo de Zúrich, de cincuenta y tres años, que
llegó a Negombo en 1984 e instaló una fábrica de lamparitas. Amable, simpático,
generoso, el tío Baumann ayudaba a todo el mundo: les pagaba los materiales para
terminar la casa, un entierro, los libros de los chicos, la instalación eléctrica, unos
remedios. Todos lo querían y lo respetaban. Y, además, era tan bueno con los
niños.
El director de la escuela siguió averiguando. En unos días se enteró de que más de
treinta de sus alumnos habían pasado por la cama del tío, y fue a hablar con el
padre Anthony Pinto, el director del colegio técnico que la congregación
Salesianos de Don Bosco tiene en Negombo. Juntos hicieron la denuncia: Viktor
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Baumann estuvo detenido unas horas y lo soltaron enseguida. Los cálculos más
moderados hablaban de que unos mil quinientos chicos habían pasado por su
enorme casa, para su esparcimiento y el de sus amigos.
—Fue tan difícil conseguir que lo juzgaran.
Dice el padre. Baumann tenía demasiados amigos en las altas esferas. El padre
Pinto tardó varios años en conseguir que Baumann fuera procesado. Finalmente,
tras idas y vueltas judiciales, un tribunal aprobó su extradición a Suiza, para que
lo juzgaran sus compatriotas.
Esta mañana, en el colegio Don Bosco, el padre Pinto está cumpliendo años y a
cada rato llega alguien a saludarlo o a traerle una torta o a besarle la mano. En el
colegio, el padre trabaja con doscientos chicos que vienen de la prostitución.
—Pero es muy difícil. A veces podemos rehabilitarlos, si los agarramos antes de
los dieciséis años. Después ya es muy difícil. Quedan como letárgicos, no quieren
tomar responsabilidades ni estudiar ni trabajar. Y la mayoría de ellos abusan de
otros chicos.
—¿Por qué?
—No sé. Así es la naturaleza sexual del hombre. Esto es una amenaza seria para
nuestro futuro como país, y el gobierno parece que no se diera cuenta. O quizá sí,
y piensa que le conviene.
Yo no entiendo cómo, y le pregunto.
—Es fácil. Si todos estos muchachos crecen débiles, sin voluntad, al gobierno le va
a resultar mucho más fácil llevarlos por las narices adonde quiera.
El padre Pinto tiene una sotana blanca y las ojeras muy marcadas. Habla rápido y
a cada rato se queja de que no tiene tiempo para nada.
—Pero, a mi juicio, los que tienen la culpa son los extranjeros que vienen. Los
padres de los chicos son ignorantes y les da la codicia, pero los extranjeros vienen
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a sabiendas, y eso es imperdonable. Algunos en el primer mundo se preocupan.
¿Y qué hacen? Organizan seminarios en hoteles de cinco estrellas.
—¿Y la Iglesia lo apoya?
—Yo creo que su apoyo debería ser más fuerte. A veces da la impresión de que
también quieren cuidarse. Dicen misas y misas, pero no hacen nada. A mí me
amenazan, y la jerarquía no hace nada.
—¿Y usted, tiene miedo?
—No, si tuviera miedo me callaría. Aquí, en Sri Lanka, por diez mil rupias se
puede comprar la muerte de cualquiera, así que tengo que tener cuidado. Pero eso
no es lo que importa. Todos morimos, y mejor que sea por una buena causa. Lo
que importa es tomar medidas.
El padre Pinto se apasiona. Hace un rato que cerró la puerta y afuera lo esperan
tres o cuatro con más tortas y felicitaciones. Hace un calor de perros.
—¿Qué medidas?
—Las más duras, dentro de lo que permite el buen amor cristiano.
—¿No le parece que a estos tipos habría que matarlos?
Me dijo, poco después, Appuhami, el director de la escuela de Negombo.
—Es un problema de supervivencia. Si siguen así, nos dejan sin futuro. Hay que
matarlos.
***
Esa misma tarde, yo estaba sentado sobre un bote en la playa cuando se me acercó
Gamini. Soplaba mucho viento y la playa estaba vacía. Gamini debía tener nueve o
diez años, muchos dientes y dientes, la mirada viva y un pantaloncito remendado.
Gamini me dijo que vivía allá atrás, en unas chozas al borde de la playa, y que
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decía su mamá que fuera a tomar té, "no problem". Su inglés era escaso, pero le
alcanzaba.
La choza tenía paredes de palma entrelazada: dos ambientes con un fogón de leña
en uno, un catre en el otro, dos o tres esterillas en el suelo, agujeros en el techo y
una foto del Papa colgando de un ganchito. La madre de Gamini era encantadora.
Su inglés, sorprendente. Me contó que tenía otros tres hijos, que era tamil y que
había tenido que venirse con su marido, del norte, por la guerra.
—El ejército no nos dejaba tranquilos, sospechaba de todos. A cualquier hombre
joven lo perseguía. Así no se podía vivir.
Decía la madre cuando llegó su marido, quejándose de que no tenía trabajo. Al
padre de Gamini le faltaban varios dientes y estaba medio sucio, desastrado. La
madre, en cambio, parecía más educada y su sonrisa tenía estilo. La madre me
mostró su tesoro: dos álbumes de fotos con la comunión de su hija mayor, los
chicos en la escuela, sus padres. Visiblemente, la familia había conocido tiempos
mejores. Mientras, su marido se seguía quejando.
—Mañana es Navidad y mire cómo estamos. No tenemos ni para una comida
decente.
Su mujer trataba de tranquilizarlo. Me habían dado su única silla y estaban
sentados en el suelo. Gamini, recostado, apoyaba la cabeza sobre el regazo de su
madre.
—Cuando Dios quiera nos dará. Jesús también nació en un lugar como éste, ¿no?
Y sonreía. Gamini le decía que me ofreciera té, que me preguntara cuánto más me
quedaba, que si estaba casado. Le dije que muy poco y ella sonreía. Gamini le dijo
algo al oído.
—Gamini dice que le da pena que se vaya tan pronto. Dice que cuándo va a
volver.
Le dije que les agradecía mucho y que ya me tenía que ir. Entonces ella me dijo
que por qué no me quedaba un rato con Gamini en la pieza.
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—Una o dos horas, o más, lo que usted quiera. A él le gusta usted, y usted después
puede regalarnos algo para la Navidad.
***
La última noche que pasé en Sri Lanka llovía tropical sobre Colombo. Los
goterones repicaban sobre el techo de mi habitación, y no era fácil dormirse.
Recién pude hacia las dos de la mañana. Poco después me pareció oír, entre
sueños, unos golpes fuertes, insistentes. Medio despierto, me di cuenta de que
sonaban en mi puerta y fui a abrir, refunfuñando. Del otro lado, el portero del
hotelito ponía cara de disculpas, rodeado por dos policías con uniformes caqui.
Uno de los policías me apuntaba con un revólver medio viejo. Los dos estaban
muy mojados.
Fue una visión molesta. Empecé a pensar "ya está, me agarraron" antes de tener el
tiempo necesario para imaginar por qué podrían buscarme. Les pregunté qué
pasaba y el oficial del revólver me dijo que estaban buscando a alguien y me
mostró una foto carné de un tipo muy oscuro.
—Pero ése no soy yo.
Le dije, con mi mejor lógica pava. El oficial dijo que era verdad, que buenas
noches, y se fueron. Yo tardé mucho en volver a dormirme.
A la mañana siguiente estaba tomando un té en el centro con Stanley, el profesor
de sociología, y le pregunté qué podría haber sido. Stanley no le dio la menor
importancia. Era como si le preguntara por qué llovía.
—Nada, debían estar buscando a algún guerrillero tamil.
— ¿Aquí en Colombo?
— Sí, claro, aquí. ¿Aquí es donde ponen las bombas, no?
Un poco más allá, un policía muy armado cruzaba la avenida de espaldas a los
diez coches que se le venían encima, como para mostrar quién mandaba. No era
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que no se apurara: era que quería mostrar que no se apuraba. El té estaba
delicioso. Stanley me vio la cara de placer, y me preguntó si yo sabía que en la
producción de eso que me daba tanto gusto trabajaban chicos de menos de diez
años.
—O sea que también en este caso hay menores que trabajan para nuestro placer. Y
sin embargo nadie se escandaliza mucho por eso, ¿no?
—Bueno, no es lo mismo. Aunque es obvio que habría que acabar con el trabajo
infantil.
—Sí, pero tú no habrías venido desde tan lejos para hacer una nota sobre los
chicos que trabajan en las plantaciones de té, ¿no es cierto? En tu país también
debe haber chicos que trabajan.
¿En mi país?
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Un fin de semana con Pablo Escobar
Juan José Hoyos
Era un sábado de enero de 1983 y hacía calor. En el aire se sentía la humedad de la
brisa que venía del río Magdalena. Alrededor de la casa, situada en el centro de la
hacienda, había muchos árboles cuyas hojas de color verde oscuro se movían con
el viento. De pronto, cuando la luz del sol empezó a desvanecerse, centenares de
aves blancas comenzaron a llegar volando por el cielo azul, y caminando por la
tierra oscura, y una tras otra, se fueron posando sobre las ramas de los árboles
como obedeciendo a un designio desconocido. En cosa de unos minutos, los
árboles estaban atestados de aves de plumas blancas. Por momentos, parecían
copos de nieve que habían caído del cielo de forma inverosímil y repentina en
aquel paisaje del trópico.
Sentado en una mesa, junto a la piscina, mirando el espectáculo de las aves que se
recogían a dormir en los árboles, estaba el dueño de la casa y de la hacienda, Pablo
Escobar Gaviria, un hombre del que los colombianos jamás habían oído hablar
antes de las elecciones de 1982, cuando la aparición de su nombre en las listas de
aspirantes al Congreso por el Partido Liberal desató una dura controversia en las
filas del Nuevo Liberalismo, movimiento dirigido entonces por Luis Carlos Galán
Sarmiento.
—A usted le puede parecer muy fácil —dijo Pablo Escobar, contemplando las aves
posadas en silencio sobre las ramas de los árboles. Luego agregó mirando el
paisaje, como si fuera el mismo dios—: No se imagina lo verraco que fue subir
esos animales todos los días hasta los árboles para que se acostumbraran a dormir
así. Necesité más de cien trabajadores para hacer eso... Nos demoramos varias
semanas.
Pablo Escobar vestía una camisa deportiva muy fina, pero de fabricación nacional
según dijo con orgullo mostrando la marquilla. Estaba un poco pasado de kilos
pero todavía conservaba su silueta de hombre joven, de pelo negro y manos
grandes con las que había manejado docenas de autos cuando junto con su primo,
Gustavo Gaviria, competía en las carreras del autódromo de Tocancipá y de la
Plaza Mayorista de Medellín.
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—Todo el mundo piensa que uso camisas de seda extranjeras y zapatos italianos,
pero yo sólo me visto con ropa colombiana —dijo mostrando la marca de los
zapatos.
Se tomó un trago de soda para la sed porque la tarde seguía muy calurosa y luego
agregó:
—Yo no sé qué es lo que tiene la gente conmigo. Esta semana me dijeron que había
salido en una revista gringa... Creo que, si no me equivoco, dizque era la
revista People... oForbes. Decían que yo era uno de los diez multimillonarios más
ricos del mundo. Les ofrecí a todos mis trabajadores y también a mis amigos diez
millones de pesos por esa revista y ya han pasado dos semanas y hasta ahora
nadie me la ha traído... La gente habla mucha mierda.
Pablo Escobar hablaba con seguridad, pero sin arrogancia. La misma seguridad
con la que en compañía de su primo se montó en una motocicleta y se fue a
comprar tierras por la carretera entre Medellín y Puerto Triunfo, cuando aún
estaba en construcción la autopista MedellínBogotá. Después de comprar la
enorme propiedad, situada entre Doradal y Puerto Triunfo, casi a orillas del río
Magdalena, empezó a plantar en sus tierras centenares de árboles, construyó
decenas de lagos y pobló el valle del río con miles de conejos comprados en las
llanuras de Córdoba y traídos hasta la hacienda en helicópteros. Los campesinos,
aterrados, dejaron durante un tiempo de venderle tantos conejos porque a un viejo
se le ocurrió poner a correr el rumor de que unos médicos antioqueños habían
descubierto que la sangre de estos animales curaba el cáncer. Escobar mandó a un
piloto por el viejo y lo trajo hasta la hacienda para mostrarle lo que hacía con los
animales: soltarlos para que crecieran en libertad. Ahora había conejos hasta en
Puerto Boyacá, al otro lado del Magdalena.
Igual que con los conejos, Pablo Escobar consiguió un ejército de trabajadores para
plantar palmas y árboles exóticos por el borde de todas las carreteras de la
hacienda. Las carreteras daban vueltas, e iban y venían de un lugar a otro de
forma caprichosa porque ya Escobar tenía en mente la construcción de un gran
zoológico con animales traídos de todo el mundo.
Él mismo, durante muchos meses, dirigió la tarea de poblar su tierra con canguros
de Australia, dromedarios del Sahara, elefantes de la India, jirafas e hipopótamos
del África, búfalos de las praderas de Estados Unidos, vacas de las tierras altas de
Escocia y llamas y vicuñas del Perú. Los animales alcanzaron a ser más de 200.
Cuando el Instituto Colombiano Agropecuario (ICA) se los decomisaba, por no
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tener licencia sanitaria, Escobar enviaba un amigo a los remates. Allí los compraba
de nuevo y los llevaba de regreso a la finca en menos de una semana.
Durante varios años, Pablo Escobar dirigió personalmente las tareas de domesticar
todas las aves, obligándolas con sus trabajadores a treparse a los árboles por las
tardes cuando caía el sol. Cosas parecidas hizo con los demás animales, tratando
de cambiar la naturaleza y hasta sus hábitos. Por ejemplo, a un canguro le enseñó
a jugar fútbol y mandó a traer desde Miami, en un avión, a un delfín solitario
envuelto en bolsas plásticas llenas de agua y amarrado con sábanas para evitar
que se hiciera daño tratando de soltarse. Luego, lo liberó en un lago de una
hacienda situada entre Nápoles y el Río Claro.
En esa época, Pablo Escobar era representante a la Cámara y había sido elegido
para ese cargo en las listas del Movimiento de Renovación Liberal que lideraba el
senador Alberto Santofimio Botero, seguidor a su vez del candidato presidencial
del Partido Liberal, Alfonso López Michelsen. La justicia sólo había proferido
contra él una vieja orden de captura que reposaba sin ningún efecto jurídico en un
oscuro juzgado de Itagüí. Por todo esto era fácil obtener una entrevista con él.
Escobar se codeaba de tú a tú con todos los políticos de entonces y hasta había
sido invitado a España por el presidente electo de ese país, Felipe González. En ese
viaje lo acompañaron varios parlamentarios colombianos de los dos partidos. La
policía española recibió informaciones de infiltrados en el mundo de la droga
según las cuales el principal capo del narcotráfico colombiano se hallaba
hospedado en un hotel de Madrid. Por este motivo, fuerzas especiales allanaron el
edificio y detuvieron por un rato a varios asustados congresistas del Partido
Conservador, que se habían acostado temprano. Los senadores, ya vestidos de
pijamas, fueron requisados minuciosamente junto con sus equipajes. Mientras
tanto Pablo Escobar tomaba champaña con varios amigos y periodistas
colombianos en la suite presidencial adonde los había invitado Felipe González.
La entrevista con Pablo Escobar la ordenó Enrique Santos Calderón, columnista
del periódico El Tiempo y en esa época director de la edición dominical. La
conseguí con la ayuda de un locutor de radio de Medellín que tenía un programa
muy popular y que había empezado a trabajar con Escobar como jefe de prensa. El
locutor organizó un almuerzo en el hotel Amarú, que entonces era propiedad del
primo de Escobar, Gustavo Gaviria. Durante el almuerzo, Pablo Escobar dio unas
breves declaraciones desmintiendo al candidato del Nuevo Liberalismo, Luis
Carlos Galán, quien lo había expulsado públicamente de las filas del Nuevo
Liberalismo durante una manifestación en el Parque de Berrío. En su discurso,
Galán acusó públicamente a Escobar de tener nexos con el narcotráfico. Todo esto
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lo refutó Pablo Escobar ante los periodistas. Luego anunció su candidatura a la
Cámara de Representantes por las listas del Movimiento de Renovación Liberal
que dirigía el parlamentario Jairo Ortega Ramírez, uno de los lugartenientes más
respetados de Santofimio en Antioquia y de López Michelsen en el país. Escobar
resultó electo después de una singular campaña en la que sembró árboles por
todos los barrios populares de Medellín y construyó e iluminó decenas de canchas
polideportivas en los barrios pobres. Además, prometió públicamente a la gente
que vivía en los tugurios del basurero de Moravia construir más de 200 casas para
que en el futuro pudieran tener una vivienda digna.
Después del almuerzo, Pablo Escobar me hizo saber a través de su jefe de prensa,
Alfonso Gómez Barrios, que me esperaba en la hacienda Nápoles, en Puerto
Triunfo, durante el próximo fin de semana. Los guardaespaldas de Escobar me
llamaron al día siguiente y me propusieron encontrarnos en la población de San
Luis, adonde yo tenía que viajar para acompañar al entonces gobernador de
Antioquia, Nicanor Restrepo Santamaría, a la inauguración de la escuela Juan José
Hoyos, que lleva ese nombre en memoria de mi abuelo, un maestro de escuela del
oriente de Antioquia.
—¿Cómo hago para encontrarlos si yo no los conozco? —les pregunté a los
guardaespaldas de Escobar.
—Tranquilo que nosotros lo encontramos a usted...
Yo, por supuesto, no estaba tranquilo. Había tenido noticias sobre la amabilidad
con que Escobar atendía a los periodistas, pero también sabía que todos sus
empleados temblaban de miedo cuando él les daba una orden.
Llegué a San Luis poco después del mediodía del sábado. Mientras el gobernador
pronunciaba su discurso inaugurando la escuela me di cuenta, muy asustado, de
que mi hijo Juan Sebastián, de apenas dos años de edad, había desaparecido.
Abandoné el acto y en uno de los corredores de la escuela encontré a un hombre
moreno y de apariencia dura cargando a mi hijo. El hombre me miró con una
sonrisa. Tenía cara de asesino. Nadie tuvo que explicarme que era uno de los
guardaespaldas de Pablo Escobar.
De inmediato fui a buscar a Martha, mi esposa, y le dije que ya habían llegado por
nosotros. En menos de un minuto abordamos mi carro, un pequeño Fiat 147 que
los hombres de Escobar miraron con desprecio. Ellos subieron a una camioneta
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Toyota de cuatro puertas, con excepción del hombre con la cara de asesino. Él nos
dijo que quería acompañarnos en mi carro para que no nos fuéramos a embolatar.
Cuando encendí el motor del auto y vi por el espejo retrovisor la camioneta
Toyota con esos tres hombres, todos armados, me di cuenta de que estaba
temblando. El hombre con cara de asesino trató de serenarme.
—Tranquilo, hermano, que usted va con gente bien...
En seguida abrió un morral que llevaba sobre sus piernas y sacó un teléfono
satelital... ¡Un teléfono satelital en esos tiempos en los que en Colombia ni siquiera
se conocían los teléfonos celulares!
—Aló, patrón. Aquí vamos con el hombre. Todo ok. Estamos llegando en media
hora.
Cuando cruzamos el alto de La Josefina y empezamos a descender hacia el valle
del Río Claro me fui tranquilizando poco a poco viendo por el espejo retrovisor
cómo mi hijo jugaba con su madre. Sin embargo, para controlar mejor los nervios
le propuse al hombre de la cara de asesino que paráramos en algún lado y nos
tomáramos una copa de aguardiente.
—Hágale usted tranquilo, hermano, que yo no puedo. Si le huelo a aguardiente al
patrón, me manda a matar.
Nos detuvimos un par de minutos en una fonda junto al Río Claro. Yo bajé solo
del carro y me tomé dos tragos. Martha, Juan Sebastián y el guardaespaldas me
esperaron sin decir ni una palabra. Lo mismo hicieron los guardaespaldas que
venían detrás, en la camioneta Toyota.
Llegamos a la hacienda Nápoles cuando ya iban a ser las cuatro de la tarde. La
primera cosa que me impresionó fue la avioneta que estaba empotrada en un
muro de concreto, en lo alto de la entrada. La gente, que siempre habla, decía que
ésa era la avioneta del primer kilo de cocaína que Escobar había logrado meter a
los Estados Unidos. Después me impresionaron los árboles alineados en perfecto
orden a lado y lado de una carretera pavimentada y sin un solo hueco.
Empezamos a ver los hipopótamos, los elefantes, los canguros y los caballos que
corrían libres por el campo verde. Mi hijo le dio de comer a una jirafa a través de la
ventanilla del auto, con la ayuda del guardaespaldas. A medida que nos
adentrábamos en la hacienda íbamos cruzando puertas custodiadas por
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guardianes. En cada puerta, el guardaespaldas mostraba una tarjeta escrita de su
puño y letra por el patrón. Con la tarjeta, las puertas se abrían de inmediato como
obedeciendo a un conjuro mágico. Junto a una de las últimas había un carro viejo
montado en un pedestal. Era un Ford o un Dodge de los años treinta y estaba
completamente perforado por las balas.
—¿De quién es ese carro? —le pregunté al hombre con cara de asesino.
—Lo compró el patrón.... Era el carro de Bonnie and Clyde.
Después de atravesar la última puerta cruzamos un bosque húmedo lleno de
cacatúas negras traídas del África y otros pájaros exóticos cazados en todos los
continentes. Al final estaba la entrada a la casa principal de la hacienda. Bajé del
carro, otra vez asustado, y alcé a mi hijo en brazos. Martha abrió la maleta del Fiat
y bajó el equipaje. Pensábamos quedarnos dos días de acuerdo con la invitación de
Escobar.
Lo primero que encontré caminando hacia la casa fue una ametralladora montada
sobre un trípode. Me dijeron que era un arma antiaérea. Más adelante había un
toro mecánico que un técnico traído desde Bogotá estaba reparando. En la piscina,
dos hombres se bañaban. Uno de ellos estaba un poco entrado en años. Por los
uniformes y las insignias que habían dejado al borde de la piscina me di cuenta de
que eran dos coroneles del ejército.
En ese momento apareció Pablo Escobar. Me saludó con una amabilidad fría, pero
llena de respeto por mi oficio y por el periódico para el cual trabajaba. Estaba
recién motilado y lucía un bigote corto. En su cara, en su cuerpo y en su voz
aparentaba tener aproximadamente unos 33 años.
Me invitó a sentarme en una de las sillas que bordeaban la piscina donde los
coroneles seguían disfrutando de su baño.
Junto a la mesa donde empezamos a hablar había un traganíquel marca Wurlitzer,
lleno de baladas de Roberto Carlos. La que más le gustaba a Escobar era “Cama y
mesa”. Desde que eran novios, él se la dedicaba a su esposa, María Victoria
Henao. Ella estaba sentada en otra mesa, a dos metros de la nuestra, acompañada
sólo por mujeres. Entonces me di cuenta de que todos los hombres y las mujeres
estábamos sentados aparte los unos de los otros.
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Por los corredores de la casa, un niño de gafas pedaleaba a toda velocidad en su
triciclo. Era Juan Pablo, el hijo de Escobar. De vez en cuando, una que otra garza
blanca llegaba sin miedo hasta el borde de la piscina a tomar agua con su largo
pico. En la mitad de la piscina había una Venus de mármol. En un estadero
cubierto que podía verse desde la piscina había 3 o 4 mesas de billar cubiertas con
paños verdes. Varios pavos chillaban junto a la puerta del bar donde un mesero
joven vestido de blanco preparaba los primeros cocteles de la noche.
Desde donde estábamos también se divisaba un comedor enorme de unos 20 o 25
puestos. Los pájaros saltaban sobre la mesa comiéndose las migajas de pan que la
gente había dejado sobre los manteles.
Mirando desde la piscina, las únicas partes visibles de la casa eran el comedor, los
corredores y los salones de juego. A un costado del comedor había un gran cuarto
de refrigeración donde se guardaban las provisiones para los habitantes de la
hacienda. El resto estaba detrás: dos pisos aislados del área social de la piscina,
donde se hallaban las habitaciones. El cuarto de Escobar, totalmente separado del
resto de la casa, estaba en el segundo piso, en el ala derecha. Los demás cuartos
estaban en el ala izquierda. La casa no era excesivamente lujosa. Parecía
expresamente construida para las necesidades de Escobar: afuera, alrededor de la
piscina, espacios generosos para atender a los invitados. Adentro, silencio e
intimidad para su familia y para la gente que quisiera recogerse a descansar.
De pronto se hizo el milagro del que ya hablé: las aves empezaron a subir a los
árboles y un resplandor blanco iluminó la casa y sus alrededores.
El primer tema que tratamos esa tarde tenía que ver con política y me reveló de
inmediato la agudeza de la mente de Pablo Escobar:
—Ese güevón de Carlos Lehder la está cagando con el tal Movimiento Latino...
Cree que se puede hacer política con arrogancia.
Mientras hablábamos, Pablo Escobar no fumaba ni bebía ningún licor. Como yo
insistí en que la entrevista no era para hablar de política pasamos a otro tema, el
de la hacienda.
—Las haciendas... —me corrigió—. Porque son como cuatro...
De ellas, por supuesto la niña mimada era Nápoles. Allí tenía el zoológico, el
ganado, los aviones, el helicóptero y una impresionante colección de carros
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antiguos que había ido comprando a lo largo de su vida. Cuando visitamos el
garaje donde los guardaba vi también varios autos deportivos cubiertos con lonas
y unas 50 o 60 motos nuevas. Aproveché el tema de los autos para preguntarle por
el carro de Bonnie and Clyde.
—Eso es pura mierda que habla la gente. Ése es un carro viejo que me conseguí en
una chatarrería en Medellín. Otros dicen que era de Al Capone...
— ¿Y los tiros?
—Yo mismo se los pegué con una subametralladora.
Cuando cayó la noche, Pablo Escobar me dio un paseo por toda la finca
manejando un campero Nissan descubierto. Me dijo que su lugar preferido era un
bosque nativo que él no había dejado tocar de ningún trabajador. Me contó cómo
había arborizado planta por planta toda la hacienda. Me mostró unas esculturas
enormes, de concreto, en las que trabajaba un artista amigo. Pensaban hacer dos
enormes dinosaurios cerca de uno de los lagos. Me llevó también al lago de los
hipopótamos y me mostró un letrero lleno de humor negro que él mismo había
mandado a pintar. Ya no recuerdo la frase pero hablaba de la pasividad y de la
peligrosidad de estos animales. También me mostró desde afuera una plaza de
toros recién terminada.
Ya muy entrada la noche, Pablo Escobar me invitó a conocer un proyecto hotelero
que según él iba a transformar la región de Puerto Triunfo. Era un pequeño pueblo
blanco de estilo californiano, situado cerca de la hacienda, junto al poblado de
Doradal. Para abandonar la hacienda, Escobar llamó a uno de sus guardaespaldas
y le pidió que nos acompañara. Volví a sentir miedo: el elegido había sido el
hombre con la cara de asesino.
Llegamos a la aldea de Doradal cuando iban a ser las nueve de la noche. Nos
sentamos en el bar y pedimos una botella de aguardiente. El guardaespaldas con
la cara de asesino miró a su patrón con asombro. Él nos sirvió el primer trago. En
ese momento descubrí que a unos metros había una mesa en la que dos viejos
amigos míos conversaban con un par de mujeres hermosas. Uno de ellos me
descubrió mirándolas y entonces gritó:
—¿Qué estás haciendo por aquí?
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Yo fui a saludarlos. Los dos vivían en Bogotá y por la alegría que reflejaban en sus
caras pensé enseguida que andaban volados de sus mujeres. Cuando regresé a la
mesa, Pablo Escobar me preguntó quiénes eran mis amigos. Yo le dije:
—Son periodistas.
Él propuso que juntáramos las mesas. Quería hacer política. Tenía que hablar con
los periodistas. Entonces empezó una de las conversaciones más memorables que
yo he tenido en la vida.
Pablo Escobar habló de su proyecto de erradicar los tugurios del basurero de
Moravia, en Medellín, y construir un barrio sencillo, pero decente, para los
tugurianos. Después se enfrascó en un montón de recuerdos personales: su paso
por el Liceo de la Universidad de Antioquia, donde se robaba las calificaciones de
los escritorios de los profesores para que ninguno de sus amigos perdiera la
materias. Habló de su primer discurso durante una huelga. Fue en el teatro al aire
libre de la Universidad de Antioquia.
El guardaespaldas con la cara de asesino se animó a recordar la misma época,
cuando los dos eran estudiantes revolucionarios, antiimperialistas,
antigobiernistas... Más adelante Pablo Escobar volvió a hablar de política. Dijo que
estaba tratando de conformar un movimiento popular y ecológico que iba a
cambiar la forma de hacer las campañas electorales en Antioquia y en el país.
Cuando la botella iba por la mitad yo me atreví a poner sobre el tapete el tema
vedado: el asunto de las drogas. Pablo Escobar ni siquiera se inmutó y empezó a
contarnos en forma animada cómo hacía su gente para contrabandear cocaína
hacia los Estados Unidos de América.
En esa parte de la conversación donde, por supuesto, no hubo grabadoras ni
libretas de apuntes, Pablo Escobar se puso a dibujar sobre un papel el radio de
acción del radar de un avión Awac de los que empleaba la dea para detectar los
vuelos ilegales que entraban a la Florida procedentes de Colombia.
—Las rutas de esos aviones —dijo, refiriéndose a los Awac— también tienen
precio... Ya hemos comprado varias. Pero lo mejor es entrar a la Florida un
domingo o un día de fiesta, cuando el cielo está repleto de aviones. Así no lo
puede detectar a uno ni el hijueputa...
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El tema de la conversación nos emocionó a todos. Entonces le dije a Pablo Escobar
que yo quería escribir esa historia y también escribir la historia de cómo había
empezado el problema del narcotráfico en Colombia.
—Pero hay que escribirla como hacen los periodistas gringos, contando las cosas
con pelos y señales —dijo él con tono enérgico—. Porque si usted la va a contar
como la cuentan los periodistas colombianos, no vale la pena. Aquí los periodistas
no son sino lagartos y lambones. Lo que hace que estoy en el Congreso, los
redactores políticos no se me arriman sino a preguntarme pendejadas con una
grabadora en la mano y a pedirme plata..
Yo insistí en el tema. Le dije que quería escribir un libro como Honrarás a tu padre,
de Gay Talese, un bello reportaje sobre una familia de la mafia italiana en Estados
Unidos. Insistí en que quería contar cómo había empezado la historia de la mafia
en Medellín.
—Entonces vas a tener que contar la historia de Ramón Cachaco y de todos esos
asaltantes de bancos de los años sesenta. Ellos fueron los primeros pistoleros.
Muchos de ellos trabajaron para don Alfredo Gómez López, el hombre del
Marlboro. A don Alfredo también tenés que entrevistarlo antes de que se te
muera. Él vive ahora en Cartagena. Yo te doy una carta de recomendación para él.
La mujer de Ramón Cachaco todavía vive en Medellín. Pero para hablar de Ramón
Cachaco hay que contar que asaltaba bancos él solo, a punta de pistola, y que
siempre usaba vestidos de paño verde y zapatos blancos, y que le gustaba montar
en carros Ford y Chrysler de rines cromados.
Cuando evocó al bandido, Escobar recordó un asalto en el que se escapó de la
policía armando un bochinche espectacular, tirando billetes a diestra y siniestra
por las calles.
A partir de ese momento la conversación se volvió mucho más abierta y más
animada y en la medida en que Pablo Escobar veía que no estábamos tomando
notas, se sentía cada vez más tranquilo. Por eso contó muchas cosas más que
todavía no se pueden publicar en ningún periódico. Mientras tanto, el
guardaespaldas con la cara de asesino daba cuenta de la botella de alcohol.
Nosotros lo secundábamos a un ritmo un poco más lento. A las dos de la mañana
ya todos estábamos borrachos y entusiasmados, pero el más borracho de todos era
el guardaespaldas, que se había dormido encima de una mesa. Pablo Escobar y yo
lo cogimos de los brazos y lo montamos al carro. Afortunadamente, el hombre era
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delgado. Escobar encendió el campero y el tipo se derrumbó sobre la banca de
atrás
Cuando íbamos por el camino, Pablo Escobar dijo algo que me dejó helado:
—Escribí el libro. Salite del periódico. Yo te doy una beca.
Llegamos a la hacienda Nápoles casi a las tres de la madrugada. La casa estaba en
silencio. Había ranas por todos los rincones. Juan Sebastián, mi hijo, todavía estaba
levantado y trataba de capturar una viva. Casi no logro convencerlo de que se
fuera a dormir.
Escobar y yo llevamos al guardaespaldas hasta la cama. Antes de cerrar la puerta
le quité los zapatos.
Al día siguiente, muy temprano, la casa volvió a animarse. En el aeropuerto de la
hacienda se oían aterrizar y despegar los aviones. Por los preparativos en la cocina
parecía que los invitados de ese día eran muchos y muy importantes.
Yo me senté junto a la piscina y me puse a mirar cómo el técnico traído de Bogotá
acababa de reparar el toro mecánico. Sabía por la esposa de Pablo Escobar que él
no se iba a levantar antes de la una o las dos de la tarde.
—Él siempre se acuesta tarde y se levanta tarde.
El primero que llegó a Nápoles ese día fue el senador Alberto Santofimio Botero.
Media hora después llegaron en su orden los congresistas Ernesto Lucena
Quevedo, Jorge Tadeo Lozano y Jairo Ortega Ramírez. No reconocí a ninguno de
los otros, pero había visto sus fotos en la prensa. Todos se sentaron a tomar
whisky bajo unos parasoles en los alrededores de la piscina.
Pablo Escobar no salió a recibirlos sino hasta las dos de la tarde. Cuando se acercó
a la mesa donde los congresistas conversaban y bebían en forma animada, todos
sin excepción se levantaron como si fuera el 20 de julio y el presidente de la
república acabara de hacer su entrada al Salón Elíptico del Capitolio Nacional.
Una hora después, una caravana de carros partía de Nápoles hacia una de las
fincas de Escobar situada cerca del Río Claro. La casa era una cabaña de troncos
construida alrededor de un lago donde el delfín que él había mandado traer desde
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Miami lloraba y daba vueltas asomándose de vez en cuando a mirar la
concurrencia que lo observaba como si fuera un animal del otro mundo.
Después de una corta visita a la finca del delfín, la caravana de carros se dirigió
hacia otra finca situada sobre la margen izquierda del Río Claro. Era otra cabaña
de madera escondida en medio de un bosque tupido. Los trabajadores de Pablo
Escobar iban y venían por la casa y sus alrededores preparando un fogón donde se
iba a asar media res para todos los invitados. De pronto, uno de los
guardaespaldas de Escobar bajó por el río manejando un extraño bote que parecía
un caballo de agua dulce. El aparato tenía casco de acero y estaba impulsado por
una hélice de avión Twin Otter instalada en la cola. El aire que desplazaba la
hélice impulsaba el bote por el agua, por los pantanos, por la tierra, como si no
existiera para él ningún obstáculo que lograra detenerlo.
—Esto es para atravesar los Everglades y todos esos otros putos pantanos de la
Florida —me dijo en voz baja uno de los trabajadores de Escobar cuando notó mi
curiosidad por el aparato.
Pablo Escobar ordenó que el bote se arrimara a la orilla y se montó en él como un
jinete avezado. Uno de sus hombres le cubrió las orejas con unos tapones de
corcho para que el ruido del motor de la hélice no lo ensordeciera. Los
congresistas fueron invitados a abordar el aparato. Ellos lo hicieron en orden:
primero Santofimio, después Lucena y por último Jairo Ortega. Tadeo Lozano se
quedó en la orilla. Apenas me vio observándolos desde la orilla, Escobar me hizo
señas con la mano para que les tomara una foto. Yo disparé mi cámara, entre
sumiso y regocijado. Los congresistas se asustaron cuando vieron la cámara. Pablo
Escobar les dio un paseo por el río. Cuando regresaron, llamó aparte a Alberto
Santofimio Botero y le dijo:
—Venga, doctor, le presento a un amigo. Él es periodista de El Tiempo.
Santofimio me dio la mano a regañadientes, tragando saliva y sin mirarme a la
cara.
—¿Y usted qué está haciendo por aquí, hombre? —me preguntó con un gesto de
disgusto.
Yo le contesté:
—Lo mismo que usted, doctor...
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A renglón seguido Pablo Escobar tomó en sus brazos a mi hijo Juan Sebastián e
insistió en que les tomara una foto. El asado terminó poco después de las cinco de
la tarde. Me despedí de Escobar y de su guardaespaldas con cara de asesino y
regresé directamente a Medellín sin volver a la hacienda Nápoles, donde los
aviones iban a recoger a los congresistas y al resto de los invitados.
Al día siguiente fui a la oficina del periódico y llamé por teléfono a Enrique Santos
Calderón.
—¿Cómo le fue? —me preguntó.
—Muy bien —le contesté entusiasmado. En forma breve le conté algunos
episodios de la historia. Él se rió cuando escuchó ciertos pasajes . Después me dijo:
—Yo creo que podríamos publicar el reportaje el próximo domingo.
Esa misma tarde la revista Semana empezó a circular con un reportaje sobre Pablo
Escobar titulado “Un Robin Hood paisa”. La nota era producto de la ofensiva de
relaciones públicas que habían comenzado a desplegar los hombres de Escobar y
destacaba las cualidades humanas y filantrópicas del nuevo congresista
antioqueño elegido en las listas del Movimiento de Renovación Liberal. El escritor
del texto decía, poco más o poco menos, que los pobres de Medellín por fin habían
encontrado su redentor.
Al día siguiente toda la prensa del país se fue en contra de Semana. Un día
después, en su editorial, Hernando Santos, en el periódico El Tiempo, recriminó
a Semana en términos muy duros y dijo que reportajes como ése sólo contribuían a
glorificar a los capos del narcotráfico.
Al mediodía recibí una llamada urgente de Enrique Santos Calderón.
—Olvídate del reportaje con Pablo Escobar... ¡Y te pido por favor que jamás le
vayas a mencionar este asunto a mi papá!
Mi reportaje nunca fue publicado y quedó convertido en unas cuantas notas
apuntadas en una libreta que luego perdí. Las fotos de los congresistas quedaron
muy bien. Yo las guardé celosamente durante varios años.
Mientras tanto en el país las cosas de la política se volvieron cada vez más
sórdidas debido al dinero que entraba a montones a las arcas de los partidos por
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cuenta de los traficantes de drogas. Durante el gobierno de Belisario Betancur, la
situación se tornó más tensa cuando el ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla
decidió enfrentarse públicamente con Escobar, luego de ser acusado de recibir
dinero de la mafia. Un tiempo después, Lara Bonilla fue asesinado y un juez de la
república dictó auto de detención contra Pablo Escobar y otros capos del
narcotráfico por su posible participación en el asesinato del ministro.
Desde entonces, Escobar desapareció de la vida pública. Aunque lo intenté varias
veces, con la idea de que me contara unas cuantas historias más, no pude volver a
verlo. Luego vinieron la pelea con el cartel de Cali, las bombas, los asesinatos de
policías y toda esa larga historia de terror que rodeó a Escobar por el resto de su
vida, hasta el día en que fue acribillado a balazos por un comando del Cuerpo
Élite de la Policía Nacional, el 2 de diciembre de 1993, un día después de su
cumpleaños.
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Autobiografía de Ricardo Caputo
Hernán Iglesias Illa
Lo primero que me acuerdo de la mañana cuando volvimos a Estados Unidos
desde Mendoza, en 1994, es que Michael Kennedy, el abogado, nos había
mandado una limusina al aeropuerto. Ahí nos subimos, mi hermano Alberto y yo,
y fuimos directo a Manhattan, a la oficina de Kennedy, donde ya nos estaban
esperando mi mujer, Susana, a la que Kennedy y Alberto habían traído desde
México, y los productores y técnicos de la cadena ABC, que estaban preparando
todo para la entrevista. Yo me sentía nervioso y un poco angustiado, porque no
sabía si seguía teniendo ganas de entregarme a las autoridades.
Kennedy, un tipo grandote y conversador que había defendido a Ivana Trump y
era una especie de vocero de los sandinistas nicaragüenses en Estados Unidos, me
dijo que no me preocupara, que las preguntas estaban pactadas de antemano.
Alberto, que unos años antes se había hecho millonario gracias a un estudio de
fotografía que tenía con su mujer –ellos procesaron, por ejemplo, parte del famoso
libro Sex, de Madonna–, miraba desde un costado. Después de un rato llegó el
periodista, que me saludó cortésmente. Yo tenía puesta una camisa bastante fea –
azul y blanca, con anchas rayas verticales– y se me notaba en la cara el cansancio
del viaje y la humillación de tener que revelar en público mi pasado espantoso. Se
encendieron las luces y empezaron las preguntas, que contesté despacio y en
inglés. Una parte del diálogo, emitido esa misma noche en un programa que se
llamaba Primetime Live, salió publicada en el diario Clarín, de Buenos Aires.
—¿Mató usted a Natalie Brown? –me preguntó el periodista, que se llamaba Chris
Wallace.
–Sí, señor –respondí, bajando un poco la cabeza.
–¿Mató a Judith Becker?
–Sí, señor.
–¿Mató a Barbara Taylor?
–Sí, señor.
–¿Mató a Laura Gómez?
–Sí, señor.
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–¿Por qué las mató?
–Creo que fue por mi niñez.
–¿Recuerda el día que mató a Natalie Brown?
–Sí, me acuerdo que fue un sábado. Agarré un cuchillo, pero no sabía lo que iba a
hacer. La oía gritar y la veía borrosamente. Veía líneas blancas, rojas y azules y
muchos puntos. Había puntos por todos lados.
–¿Era consciente de que la estaba acuchillando?
–No. Sabía que estaba haciendo algo malo, pero no sabía qué estaba haciendo.
–¿Sabe por qué mató a Judith Becker?
–No, estaba mentalmente enfermo.
–Hay mucha gente que piensa que usted es un asesino frío.
–No, señor. ¿Por qué habría de matarlas? ¿Para qué? No tendría sentido. Sólo
estando loco podría haber hecho esto.
–¿Cuál era su nombre cuando estaba con Laura Gómez?
–Ricardo Martínez.
–¿Sabía que ella estaba embarazada?
–No. ¿Estaba embarazada? No...
Cuando terminaron las preguntas, oí los pasos apurados de un grupo de policías
acercándose por la escalera y los vi entrar a la sala de reuniones de Kennedy, que
los había llamado y advertido de mi presencia. Me levantaron, me esposaron y me
llevaron a la cárcel del condado de Nassau, cerca de Nueva York, donde me
estaban investigando por el asesinato de Natalie. Me acuerdo especialmente de
aquel día porque aquellos fueron los últimos minutos de mi vida que pasé en
libertad, fuera de la cárcel. Fue el día en el que, después de veinte años fugitivo,
viviendo vidas más o menos normales con nombres falsos pero con familias
verdaderas, decidí entregarme. También fue el día en el que los diarios de Nueva
York empezaron a llamarme “The Lady Killer”, por haber “seducido” y asesinado
a cuatro mujeres, y en el que, en Argentina, Clarín empezó a agrupar la notas
sobre mí con el cintillo: “El argentino que no podía dejar de matar”. Me llamaban
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“asesino serial”, una etiqueta que nunca-nunca reconocía como propia para mí y
mis errores. Yo no quería matar. Es más, decidí entregarme porque no podía
soportar la pesadillas, las alucinaciones y las voces que me hablaban: la culpa.
Como le dije más de una vez a Kennedy, y él mismo repitió en una de las
audiencias: “Prefiero vivir con mi cuerpo encerrado y mi mente libre, antes que
con mi mente encerrada y mi cuerpo libre”.
Estas páginas que escribo, entonces, son otro intento de explicarme, de ver si
poniendo los hechos unos detrás de otro quizás asome una nueva verdad, o por lo
menos una nueva narrativa con la cual contarme esta historia a mí mismo y a
quienes quieran leerla. No la estoy escribiendo yo mismo (ya no estoy en
condiciones de hacerlo), sino a través de un escritor argentino que vive en Nueva
York y que hace unos años se interesó por mi historia y desde entonces ha estado
juntando material sobre mi vida. Este testimonio, entonces, está confeccionado con
registros, declaraciones, materiales oficiales y entrevistas sobre mi vida y las vidas
de otros. Le pedí al escritor argentino que fuera lo más fiel posible a estos
materiales y que no me inventara pensamientos o sensaciones u opiniones. El
argentino me sugirió que, en textos como éste, a veces vale la pena, para obtener
un mayor impacto dramático, cambiar el orden de ciertas escenas o exagerar las
características de algunos personajes. Le agradecí el favor, pero le pedí que no lo
hiciera. Para entenderme, o por lo menos para entender la versión más sencilla de
mi historia, realmente no hace falta.
‘Fucking Spic’
Mi nombre es Ricardo Silvio Caputo, nací en la asfixiante ciudad de Mendoza en
1949 y ahí crecí y viví hasta que en 1969 vine por primera vez a Estados Unidos.
Estuve acá un año, trabajando en restaurantes de Manhattan, y después volví a
Argentina, porque me llamaron de la Fuerza Aérea para hacer el servicio militar.
Me acuerdo que cuando volví a Mendoza, Alberto me sacó una foto en la que
estoy desnudo, acostado en la cama, sólo tapado por los casi diez mil dólares que
había llevado de vuelta. Semejante cantidad de plata debe de haber impresionado
a Alberto, un año y medio más grande que yo, porque él mismo se mudó a Nueva
York unos meses más tarde, mientras yo estaba en la colimba.
Alberto dice que a mí sólo me interesaban dos cosas: comer y culear. Eso no es del
todo cierto, porque en aquella época también me gustaba, si me sentía del ánimo
adecuado, pintar cuadros o escribir poemas. Pero es cierto que la comida y las
mujeres siempre tuvieron un atractivo especial. Tras mi paso por la Fuerza Aérea,
volví a Nueva York. Trabajaba de día en el Hotel Plaza, frente al Central Park, y a
la noche en el Barbizon, un hotel para mujeres en la Calle 63 que ya no existe. A
Alberto lo veía de vez en cuando, pero no mucho: él estaba más metido en el
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mundo de los hippies y los artistas, todo el día fumando marihuana con su novia
colombiana, y a mí me interesaba ir al gimnasio, conocer mujeres y ganar plata.
Unos meses después de llegar, conocí a Natalie. Fui una vez a un banco a
depositar un cheque de mi sueldo y ella estaba ahí, trabajando como cajera.
Charlamos unos minutos. La semana siguiente fui otra vez. Mi inglés no era muy
bueno todavía y no le entendía todo lo que decía, pero Natalie me pasó una nota
por debajo de la ventanilla donde decía que le gustaría verme fuera del banco. La
invité a salir esa misma noche. Comimos en un restaurante y fuimos al cine. Una
semana más tarde, salimos a dar una vuelta y la llevé al cuartito de hotel que
alquilaba con otro argentino. Se quedó a dormir.
Natalie tenía 19 años y había crecido en un suburbio en Long Island. Era la típica
rubiecita linda, quizás un poco gordita, que tanto nos gustaba a los argentinos. Sus
amigas le decían que se parecía a Linda Blair, la protagonista de El exorcista, que
estaba muy de moda en ese momento. Había viajado por Europa y había
empezado la universidad, pero la había dejado para trabajar y vivir en Manhattan:
quería tener aventuras. Quizás por eso se atrevió a salir conmigo, un extranjero
completamente desconocido que trabajaba limpiando pisos y no había terminado
el secundario.
Estuvimos juntos durante varios meses: era mi novia. Los fines de semana iba a la
casa de sus padres, una hora al este de Nueva York. En esas visitas, me mostraba
como un tipo respetuoso, educado, incluso cortés. Cuando íbamos, Natalie y yo
dormíamos en habitaciones distintas. Por las tardes, jugábamos a las damas o al
Monopoly, o mirábamos televisión. “Mis padres lo querían, no tenían ningún
problema en que viniera todas las veces que quisiera”, le dijo el hermano de
Natalie a Linda Wolfe, una periodista neoyorquina que escribió un libro sobre mis
crímenes.
Una vez fuimos a una fiesta en el departamento de Alberto, donde me dieron de
fumar porro y me puse muy paranoico, incluso violento. Mi reacción me
sorprendió a mí mismo y también a Alberto, que ya nunca más me dio de fumar.
Natalie se portó muy bien: me calmó y me consoló, probablemente porque
pensaba que en el fondo no pasaba nada grave conmigo. En el verano viajamos
juntos a Miami, Los Angeles y San Francisco, como si fuera nuestra luna de miel.
Los problemas empezaron después del viaje, cuando le pedí a Natalie que se
casara conmigo, porque mi visa de trabajo estaba a punto de expirar y, si quería
seguir en Estados Unidos, tenía que casarme. Ella, que había vuelto a vivir con los
padres, fue hasta la oficina de correos, que todavía manejaba los temas de
inmigración (en una oficina de correos me habían dado, años antes, mi número de
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
Seguro Social) y me anotó como miembro del hogar de sus padres. Dijo que
estábamos comprometidos. A mí me pareció suficiente.
El 30 de julio de 1971 fue un viernes. Salí de trabajar y me tomé el tren a la casa de
los Brown en Long Island. Para mí no había nada raro en el aire, pero hay gente
que dice que Natalie quería cortar nuestra relación, porque se había cansado de
mí. Aparentemente yo era un tipo inestable, celoso y demandante. Yo no sentí
nada de eso. Dormimos como siempre, en camas separadas, y pasamos el sábado
con su familia. A la noche, cuando nos quedamos solos, subimos a su cuarto, que
todavía tenía ositos de peluche y otros tesoros de infancia. Yo quería hacer el
amor, pero ella me rechazó. Natalie no se daba cuenta de que yo no estaba bien, y
que no tenía que presionarme tanto con el tema del casamiento. (Mi posición con
respecto a este tema ha sido inconsistente: a algunos investigadores les dije que
ella estaba desesperada por casarse conmigo; a otros, lo contrario: que Natalie,
desalmada, se negaba a casarse conmigo.)
Intenté otra vez tener sexo, pero ella salió del cuarto y bajó al primer piso. La
alcancé cuando entraba a la cocina, pero ella se dio vuelta, me empujó y me dijo,
según el relato que le hice a la policía esa misma noche: “Fucking spic”. (Spic es
una palabra que ahora ya no se usa pero en ese momento era un insulto muy feo
para decirle a un latino. Era como decirle “nigger” a un negro.) Me enojé, la agarré
con los dos brazos y, según reconstruyeron los médicos forenses horas más tarde,
empecé a apuñalarla. Natalie se escapó y se refugió debajo de la pileta de la
cocina. Dejé el cuchillo en una mesada y me agaché sobre ella; la agarré del
pescuezo con las dos manos y apreté fuerte diez segundos (o quizás veinte), hasta
que su cuerpo dejó de temblar.
De todo esto me acuerdo bastante poco –sólo me acuerdo de los puntos y las
rayas–, pero aparentemente entonces me levanté, me quité la camisa manchada de
sangre, me puse un suéter y salí a las calles oscuras y suburbanas. Llegué a una
estación de servicio: tiré la camisa manchada de sangre en un tacho de basura y fui
a un teléfono público. Marqué el 911 y pedí por la comisaría de policía. “Acabo de
matar a mi novia”, dije en inglés.
Ritchie: paciente modelo
En la cárcel, los policías me pegaron y me castigaron, a pesar de que ya había
confesado mi crimen. Se burlaban de mi acento, porque seguía sin dominar el
inglés, y me trataban como la mierda porque era latino. Antes del juicio, el fiscal
del condado de Nassau me hizo examinar por unos psiquiatras. Yo, que conocía
los beneficios de ser declarado loco, empecé entonces a sobreactuar mis
problemas. Empecé a decir que tenía conversaciones con Natalie y con mi padre,
que había muerto hacía más de diez años. Me convencí a mí mismo y convencí a
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
los psiquiatras, que me diagnosticaron “una grave enfermedad mental,
probablemente esquizofrenia”. El juez decidió entonces no mandarme a juicio sino
a un tenebroso hospital psiquiátrico en un pueblo llamado Beacon. En Beacon no
la pasé nada bien. Me costaba identificar cuándo estaba fingiendo mi locura o
cuándo estaba realmente perdiendo el control. “El paciente exhibe tendencias
manipuladoras”, escribió sobre mí uno de los médicos, y debo decir ahora, tantos
años más tarde, que probablemente tenía razón.
En el otoño de 1973, después de casi dos años en el hospital, conocí a Judy Becker,
una psicóloga de 26 años. Me di cuenta enseguida de que le gustaba, de que le
parecía un tipo más inteligente, más galante y más “recuperable” que mis vecinos
de pabellón. Gracias a la recomendación de Judy, me mandaron a un hospital
menos disciplinario en Wards Island, una islita entre Manhattan y Queens. En
Wards, donde podíamos caminar libremente y, pidiendo autorización, salir a la
ciudad, fui un paciente modelo. En mi tiempo libre pintaba retratos de mis
compañeros, y después se los vendía. A veces venía Alberto, manejando un
camión de la Singer que le prestaba un amigo, y salíamos a dar una vuelta por la
ciudad. Una tarde, Judy me llevó a Manhattan a comer y a ver una película de
cowboys. Otro día me llevó a su departamento en Yonkers, un suburbio gris al
norte de Nueva York. Me acuerdo que me decía “Ritchie”. Y también que me
estimulaba para que escribiera poesía. Le escribí entonces unos poemas en inglés.
Recordándolos, veo que eran casi una advertencia. Uno de ellos, traducido, decía:
“Por favor no esperes / que sea siempre bueno y amable y cariñoso / Porque habrá
momentos en los que seré frío e / Irresponsable y difícil de entender. / Por favor / Nunca
pienses en alguien más / Cuando te esté besando. / Por favor, no me pelees / ni me hagas
quedar mal / frente a otras personas”.
Durante casi medio año, hasta la primavera de 1974, nos vimos con frecuencia.
Cuando me llevó a Connecticut para conocer a su familia, Judy me presentó como
un “colega” del hospital. Mentí: les dije que mi familia en Argentina era rica y que
me habían mandado a Estados Unidos a estudiar. Su hermana dijo en entrevistas
que aquella tarde yo le había parecido “más bien introvertido, inteligente,
sofisticado, experto en vinos”. Poco después, sin embargo, Judy quiso terminar
nuestra relación, porque se había puesto de novia con un policía. No le creí. Una
noche me escapé del hospital y caí de sorpresa en su casa, pero no logré que me
abriera la puerta.
Yo ya no sabía qué quería. Había empezado a cansarme de la vida en el hospital y
a veces salía sin avisarle a nadie. Tenía bigote, el pelo largo hasta los hombros y
músculos en los brazos, porque llevaba años haciendo karate. Quería estar en la
ciudad, pero no se me ocurría nada. Como si tuviera un plan, empecé a retirar los
dólares que tenía en el banco y que había ganado vendiendo mis retratos y
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trabajando en la cafetería del hospital. El 18 de octubre de 1974 saqué los últimos
1.500 dólares y cerré la cuenta. La llamé a Judy, que se negaba a verme pero me
dejaba llamarla, y le pedí perdón. Le dije que todavía la amaba y le rogué para que
me dejara mostrarle que había cambiado.
Fui hasta Yonkers con un traje que me había comprado ella. Pasamos la tarde en el
departamento y Judy me cocinó un bife, mi comida favorita. Parecía una noche
perfecta, pero en un momento empecé a gritar, según los vecinos. Grité y grité.
Empujé a Judy hasta el dormitorio, le arranqué la ropa y empecé a darle
trompadas en la cara. Le rompí la nariz y los pómulos. Después (y otra vez voy a
tener que confiar en el informe forense, porque de esto me acuerdo más bien
poco), agarré unas medias largas negras, las enrosqué alrededor de su cuello y
apreté hasta vencer la última resistencia. La policía dice que agarré la billetera y
las llaves de Judy y salí del departamento. Me subí a su auto y manejé hasta la
terminal de ómnibus de Manhattan, en la calle 42. Dejé el auto por ahí y, sin
pensarlo demasiado, me tomé un ómnibus del que me bajé, en California, tres días
más tarde.
Cita en las Catskills
En marzo de 2011, el escritor argentino que tipeó este texto visitó a mi hermano
Alberto en su casa de las Catskills, en el norte del Estado de Nueva York. El
periodista, un treintañero un poco panzón y un poco pelado que se parece un
poco a mí a su edad, alquiló un Chevy Cobalt rojo y salió de Brooklyn, donde vive,
temprano a la mañana. En Nueva York todavía era invierno pero la temperatura
era razonablemente agradable. A medida que fue dejando la ciudad y trepando
por las autopistas, metiéndose en rutas municipales y cruzando pueblos cada vez
más cansados y menos lustrosos, la temperatura bajó, el cielo se puso gris y
aparecieron a los costados manchones de nieve. Alberto vive en Preston Hollow,
un caserío de trescientos y pico de habitantes empotrado en un pequeño valle al
norte de la cordillera de las Catskills. Según el censo, el 0,27% de los habitantes de
Preston Hollow es de origen latino o hispano; es decir, un solo habitante. Ese
habitante probablemente es Alberto, que no vive exactamente en el pueblo sino
una docena de kilómetros más arriba, en una casa enorme con vista a las montañas
y una laguna propia que aquel día de marzo todavía estaba congelada y tapada de
nieve.
Alberto tiene 64 años, pero parece y se comporta como si tuviera muchos menos:
no sólo porque su novia tiene 42 (Ann, pintora, gringa, comunista) sino también
porque parece estar en forma y se niega a vestirse como otros tipos de su edad. El
día que recibió al escritor argentino tenía puesta una remera azul ajustada de
mangas largas y unos pantalones verdes tipo cargo. Tenía la barba y el pelo
plateados y bien esculpidos, enmarcando unos ojos azules, fríos y chiquitos.
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
Tomaron juntos una sopa de papas, frijoles y espinaca y después café. Durante un
tiempo evitaron hablar sobre mí, hasta que el tema se hizo inevitable y el
periodista encendió su grabador.
“A mí nunca me gustó Argentina, y creo que a Ricardo tampoco”, dijo Alberto en
un momento. “Desde que era chico, toda esa cosa católica y religiosa de Mendoza
me dio siempre por las bolas. Y de golpe me encontré en Washington Square y fue
como si se abriera una puerta. No hablaba una papa de inglés, pero este país me
pareció la cosa más divina del mundo”. Alberto siguió hablando: “En aquella
Nueva York, la gente te aceptaba. Ibas a la plaza y terminabas fumando y
chupando vino de la botella con desconocidos. ¡Y las mujeres! En Mendoza, para
agarrar algo había que salir ocho años de novio. Íbamos todos de putas, a unos
puteríos horribles, desde que teníamos 14 o 15 años. En el Village era todo mucho
más fácil”.
Tiene razón Alberto en lo que dice sobre las chicas mendocinas. Cuando éramos
adolescentes, nuestro único contacto con el sexo eran las putas. Esto me hace
acordar a una de las muchas teorías que han entretenido los psicólogos para
explicar mi comportamiento. Decían que yo había matado a Natalie, Judy, Barbara
y Laura porque me había acostado con ellas en la primera o segunda cita. Y
después decían que me había quedado varios años con Felicia, mi primera mujer,
porque me había hecho esperar semanas antes de acostarme con ella. O que,
Susana, mi última mujer, con la que viví más de diez años y a quien, según ella
misma ha admitido, nunca le puse una mano encima, tampoco me permitió tener
sexo con ella hasta que estuviéramos comprometidos. Eso dicen los psicólogos:
mato a las putas, porque no las respeto y me hacen acordar a las putas de
Mendoza; y me enamoro de las virginales, porque me recuerdan a las chicas de la
sociedad mendocina que nunca pude tener.
El periodista argentino le preguntó a Alberto por nuestra infancia. Alberto parecía
un poco cansado de responder, pero dijo lo que tenía que decir, y creo que dijo la
verdad. Le contó al grabador que nuestro padre, Alberto Matías, hijo de padre
italiano y madre vasca, había llegado a Mendoza desde un pueblo de la provincia
de Buenos Aires, sin que nadie supiera bien por qué, probablemente peleado con
su familia, que era dueña de un banco. A papá le gustaba salir, tomar alcohol,
vestirse bien, tener buenos autos, ir al casino y tener muchas mujeres. No
sabíamos bien a qué se dedicaba, pero siempre tenía varios proyectos y negocios
dando vueltas. Durante el peronismo fue jefe de cuadra y, por tanto, un hombre
temido en el barrio: pasaba información al gobierno sobre lo que hacían o no
hacían sus vecinos.
A mamá, Alicia Díaz, la sacó de un orfanato cuando tenía 17 años y la dejó
embarazada (de Alberto) no mucho más tarde. Mamá era hija de un indio ranquel
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
y una inmigrante siria, pero era sobre todo una chica de campo, sin ninguna
sofisticación urbana. Se casaron, un año después me tuvieron a mí y durante un
tiempo pareció que la cosa podía funcionar, pero papá salía casi todas las noches o
desaparecía días enteros. Mamá se enamoró de Luis, el encargado de hacer los
arreglos en la casa, y se fue vivir con él. Alberto tenía seis años y yo tenía cuatro.
Nos dejó. Recordar aquel momento me pone triste, me enfurece y me hace acordar
también a otra cosa que decían los psicólogos: decían que cada mujer que mataba
era una venganza contra mi madre, la realización de mi sueño infantil.
Lo peor fue que dos o tres años después, intoxicado por unos gases que estaba
usando para construir un prototipo industrial, papá se murió de golpe, cuando
Alberto y yo teníamos once y nueve años. Nos tuvimos que ir a vivir con mamá y
Luis, que seguían juntos y luego se casaron y tuvieron tres hijas. Fui infinitamente
miserable en esa casa. Me acuerdo que una vez, cuando tenía once años, me
escapé. Dos días más tarde, cuando me encontró la policía, dije que me habían
secuestrado. Creo que nadie me creyó, pero no me importaba. Yo mentía mucho
en esa época. Casi siempre creía que tenía mis mentiras bajo control, pero había
momentos en que ya no podía distinguir entre lo que había pasado de lo que me
había inventado. Una madrugada llegué borracho, después de haber salido con
unos amigos, y Luis me echó de casa. A su lado, mamá había decidido tomar
partido por él. Cuando me dejaron volver, quisieron que les pagara alquiler.
Cuando tenía 17 años, fui a un hospital psiquiátrico en Guaymallén, cerca de
Mendoza. Les dije que estaba deprimido, pero no me creyeron, me dijeron que no
parecía deprimido. Sí me dijeron que era un chico muy manipulador. Les dije que
venía de dormir en la calle y que vivía de hacerles favores sexuales a maricones
ricos, que me daban dinero o me compraban ropa cara. Años más tarde, el
psiquiatra de Guaymallén, que se acordaba bien de mí, le dijo a Linda Wolfe que
yo no tenía ética, que le echaba la culpa de todo a mi familia y que no me hacía
responsable de nada. Su diagnóstico: “Trastorno de personalidad antisocial”.
Viernes Santo, 1976
En la Nueva York de 1974, los diarios sensacionalistas criticaban al gobierno por
haberme dejado escapar tan fácil de Wards Island, pero en San Francisco, donde
había tantos turistas y tanta gente dando vueltas, me sentí seguro. Me corté el
pelo, me afeité el bigote y conseguí papeles nuevos en el mercado negro: mi
primer nombre falso fue “Ricardo Donoguier”. Empecé a trabajar como retratista a
lápiz en la calle, para los turistas, o en los bares de North Beach y Union Street.
Una de esas noches conocí a Barbara Taylor, una mujer grandota pero linda, de
ojos azules y pelo negro, que trabajaba como documentalista. Me pidió que le
dibujara un retrato, y empezamos a hablar. Me preguntó de dónde era. “Mi
familia tiene una estancia muy importante en Argentina, que algún día voy a
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
heredar”, le contesté. “Mientras tanto, prefiero vivir expresándome
creativamente”.
Barbara me compró el retrato que hice de ella y también otro dibujo, de
Humphrey Bogart. Ella nunca había vivido con un hombre, pero al día siguiente
me mudé a su departamento en Pacific Heights, un barrio mucho mejor que las
roñosas flophouses del centro de San Francisco donde me estaba quedando. Barbara
se enamoró rápido de mí. Me llevó a conocer a sus compañeros de trabajo en una
productora de películas y comerciales e íbamos a comer a pequeños restaurantes
étnicos por toda la ciudad. Pagaba casi siempre ella. Cuando volvíamos al
departamento, fumábamos marihuana y hacíamos el amor. Me daba incluso una
pequeña mensualidad para buscar trabajo y comprarme cosas.
En Navidad, Barbara me llevó a conocer a sus padres. Todavía me acuerdo de
ellos, que me cayeron bien y estoy seguro de que yo también les caí bien.
Lamentablemente, como había pasado con Judy, la visita a la casa de los padres
fue una especie de principio del fin. Unos días después le pedí plata, porque no
tenía más, y ella se negó, sin explicarme por qué. Nos peleamos, porque me sentí
despreciado (ella había prometido ayudarme), y me fui a Hawaii, donde estuve
unos meses paseándome en cueros por la playa y encarándome a turistas gringas.
A una de estas turistas, Mary O’Neill, estuve a punto de matarla a piñas, una tarde
que fuimos a mi departamento y ella no quiso sacarse la ropa. La salvó mi
roommate, que llegó justo a tiempo.
Aterricé otra vez en San Francisco. Desde el aeropuerto la llamé a Barbara: “Te
extraño, te amo, me quiero casar contigo”, le dije. “¿Me podrías pasar a buscar?”
Barbara, que estaba en el trabajo, me pasó a buscar y me dejó solo en su
departamento, mientras ella volvía a la oficina. Ahí llamó a un tipo con el que iba
a salir esa noche y canceló la cita. Le explicó, según el tipo le contó a la policía, que
tenía al “pesado” de su ex novio en su casa y tenía que convencerlo de que la
relación entre ellos (entre nosotros) se había terminado.
Barbara vino a la noche muy convencida y me dijo que no me quería ver más. Me
puse como loco y probablemente no reaccioné bien, pero acepté su decisión y me
fui. Al otro día, el Viernes Santo de 1976, estuve dando vueltas por la ciudad, sin
rumbo, desesperado y agobiado por las voces en mi cabeza, que no me dejaban
tranquilo. Por alguna razón que no recuerdo y que tanto tiempo después parece
inexplicable, volví al edificio de Barbara y logré que me abriera la puerta. Le dije
que no tenía a donde ir, pero la guacha parecía segura de sus sentimientos.
Después de eso ya no me acuerdo mucho más. O quizás sí me acuerdo, porque lo
cierto es que a distintos interrogadores les di versiones distintas. A un psiquiatra
le dije que aquella noche con Barbara habíamos estado haciendo el amor y
fumando marihuana durante varias horas. Y que ella había querido hacer el amor
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
otra vez, pero yo ya no podía conseguir una erección y entonces me dio una
pastilla. “No sé si fue la pastilla o fui yo, doctor”, expliqué. “Pero en ese momento
vi los colores y los puntos otra vez”. Los forenses dicen que encontraron a Barbara
desnuda (pero no violada), con la cara desfigurada por mis puñetazos y las marcas
de mis botas de gamuza en un muslo, un brazo y una mano. También dicen que le
pegué patadas en el oído, la frente y la nuca y que la pateé con tanta fuerza que en
varios lugares le abrí la piel hasta el hueso.
Cuatro días más tarde, intenté cruzar hacia México por el puente entre El Paso y
Ciudad Juárez. Los gringos me dejaron pasar, porque les dije que era un mexicano
que estaba volviendo a casa. Pero los mexicanos no me creyeron, sospecharon de
mi acento y me mandaron de vuelta a Estados Unidos, los muy cabrones. En el
centro de detención de El Paso, adentro de un cuartito sin ventanas, me
interrogaron dos agentes del FBI. Pensé que me habían descubierto, que sabían
todo de mí, pero pasaban los días y no me decían nada. Una noche, poco después,
me uní a otros tres presos y redujimos al guardia y le exigimos que nos diera las
llaves y el walkie-talkie. Como se negaba, le hice un tajo de siete centímetros en el
cuello con una daga. Salimos al patio, con el guardia como rehén, y exigimos a los
otros guardias que abrieran los portones eléctricos. “¡Me buscan por asesinato!”, le
grité al guardia que tenía al lado. “Así que don’t fuck around, porque no tengo nada
que perder”. Estaba realmente dispuesto a jugármelo todo. Nos abrieron, robamos
un auto y cruzamos la frontera en el medio de la noche. No pudimos celebrar,
porque nos estaba esperando la policía mexicana: mis tres compañeros fueron
detenidos, pero yo me pude escapar y salté encima de un tren que justo en ese
momento salía para el Distrito Federal de México.
En la frontera
En ese tren me di cuenta de lo cansado que estaba de estar escapando, nunca en
paz, todo el tiempo perseguido por la policía y las voces que gruñían en mi
cabeza. Lo único que quería era quedarme quieto, con la esperanza de que una
vida normal callara o me aliviara de las voces. Cuando llegué a México, intenté
tener una vida normal: trabajé como instructor de karate y vendiendo libros para
Time-Life, conseguí un pasaporte mexicano con una foto mía a nombre de “Ricardo
Martínez Díaz” y tuve una relación no muy afortunada con una chica que se
llamaba María, a la que una noche le di varios puñetazos pero sobrevivió y nunca
más volví a ver. Semanas más tarde, ya en 1977, conocí a Laura, que era una
candidata mucho mejor. Era más joven (tenía 23 años), había ido a la universidad
en California y estaba haciendo un master en psicología. Su familia, además, era
millonaria. Su padre, Fidel Gómez Martínez, tenía una de las empresas de
camiones más grandes de México. Vivían en Polanco, su casa ocupaba casi una
manzana entera y en el garaje había once autos.
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
De todas las mujeres con las que estuve, Laura era la más linda, la más elegante y
la más sofisticada. Le gustaba pintar y, como yo, tenía un temperamento artístico.
Tenía unos enormes ojos verdes, el pelo castaño claro y una figura estupenda, y
había participado como modelo en comerciales para televisión. De hecho, nos
conocimos cuando acompañé a unos amigos a un estudio de TV y ella estaba ahí
filmando la publicidad de una cerveza. ¿Por qué una chica así me iba a dar bola a
mí, un don nadie, un semiclandestino que no había terminado el colegio y llevaba
media vida escapando del gobierno? Porque en el fondo, como expliqué al fiscal
en el condado de Nassau, a pesar de toda su belleza y su sofisticación, Laura tenía
baja autoestima y sentía que sus padres preferían a su hermana más que a ella. En
eso éramos como mellizos: dos almas solitarias y heridas.
Gracias a sus conexiones, Laura me consiguió un trabajo en la subsidiaria
mexicana de Atlas, una empresa gringa de acero. Un viernes de octubre, por la
tarde, Laura les dijo a sus padres que yo la había invitado a una exhibición de
karate esa misma noche. Ellos, a quienes nunca conocí, le dijeron que no había
ningún problema. La pasé a buscar a las ocho pero, en lugar de ir a la exhibición,
le dije que tenía que buscar algo por mi departamento.
Otra vez voy a tener que recurrir a los informes de los forenses, porque no me
acuerdo casi nada de lo que pasó después: sí me acuerdo que estábamos sentados
en el sofá del living y que ella me empezó a presionar por el tema del casamiento y
que a mí me agarró una depresión muy grande. Y recuerdo las figuras de colores y
los puntitos, pero no mucho más. Según la policía, en un momento de la noche le
saqué el vestido, la arrastré de una habitación a la otra, quemé su cuerpo en varias
partes con cigarrillos y le pegué en la cabeza y en la cara con mis puños. Después
agarré una barra de hierro y le dí en el cráneo por lo menos diez veces,
hundiéndole la frente y astillándole la mandíbula de manera que sus dientes
salieron volando hasta el otro lado del cuarto. Cuando me di cuenta de lo que
había hecho, no lo podía creer: me arrepentí prácticamente enseguida.
A veces, cuando logro el coraje de pensar en estas cosas, creo que a Laura la maté
para ahorrarle el sufrimiento. Ella estaba enamorada de mí y quería casarse
conmigo. Pero yo sabía que no me podía casar con ella. Porque yo soy un asesino.
No se lo podía contar, nunca me habría entendido. Cuando le dije que no me
podía casar con ella, aquella noche en mi departamento de Coyoacán, Laura se
puso muy triste. Entonces quise terminar con su sufrimiento.
Después de matar a Laura, me encontré a mí mismo viajando hacia Estados
Unidos. En un diario que escribí para un abogado mendocino, en 1994, y del que
el New York Times publicó un extracto, anoté: “No me acuerdo cómo crucé la
frontera. Sentí que me había convertido en un fantasma”. Estuve cinco meses en
Salt Lake City y después fui a Los Angeles, donde trabajé como mesero en Scadia,
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
un restaurante escandinavo muy famoso en ese momento. Ahí conocí a Felicia,
una cubana con la que me casé en 1979. Todavía oía las voces en mi cabeza, que
me pedían que hiciera cosas malas, pero cada vez menos. Fueron un par de años
bastante felices: a pesar de las voces, por lo menos no estaba deprimido. En 1981
nació mi primer hijo. Cuando Felicia volvió a quedar embarazada, tres años más
tarde, la situación había empeorado. Mi mujer, que trabajaba para el gobierno de
Los Angeles, empezó a hacerme preguntas sobre mi pasado. El día que nació mi
hija, en abril de 1984, le di un beso en la frente, tomé los ahorros familiares (qué
animal) y desaparecí. “Las voces me estaban pidiendo sangre”, escribí más tarde.
Volví a México. Conseguí un pasaporte mexicano con el nombre “Roberto
Domínguez” y me mudé a Guadalajara, donde di clases de inglés. En enero de
1985 apareció en mi clase Susana, una adolescente hermosa que acababa de ganar
un concurso de belleza. Uno de los premios era un curso de inglés en la academia
donde yo trabajaba. Yo tenía 36 años y ella 17, pero me enamoré enseguida.
Afortunadamente, ella también se enamoró de mí. Me hizo sentir bien saber que, a
pesar de los años y los desastres, mi encanto y mi atractivo seguían intactos.
Nos casamos ese mismo año y enseguida nos mudamos a Chicago, otra vez del
otro lado de la frontera. Trabajé como camarero en Harry Caray’s, un popular
restaurante del centro de Chicago. Compramos una casita en Cicero, un suburbio
que hoy tiene un 80% de población hispana. Llevábamos una vida bastante
normal: nos hicimos amigos de los vecinos, organizábamos asados en los
jardincitos, a veces nos emborrachábamos, teníamos hijos. En el trabajo, donde mi
nombre era “Franco Porraz”, mis supervisores me adoraban. Un diario habló con
uno de mis jefes, que dijo sobre mí: “Fue uno de los mejores meseros que tuvimos
nunca”.
Después, como siempre pasa conmigo, me ocupé de arruinar todo. Había
comprado a crédito una pila de cosas que no necesitaba, y me había llenado de
deudas. Como no aguantaba más las cartas de American Express, empecé a
cometer errores: empecé, por ejemplo, a darles mal el cambio a los clientes (les
daba dinero de menos). O les inflaba la cuenta: les llevaba botellas de vino que no
habían pedido para abultar la cifra final y abultar a su vez mi propina. Cuando
demasiados clientes se dieron cuenta y protestaron, me echaron, tras tres años y
medio en Harry Caray’s. Sabía que era mi culpa, pero en mi mente —en las cosas
que escribí y en las explicaciones que di a quienes me preguntaron— el
responsable de aquellas desgracias era Estados Unidos. “Me volví a hartar de este
país de mierda, donde tratan mal a los hispanos, donde ser latino es una desgracia
y nadie respeta a los inmigrantes”, dije una vez. No sé si verdaderamente me creía
lo que estaba diciendo, pero para entonces ya no tenía importancia. Vendimos la
casita de Cicero y nos regresamos, con Susana y nuestros cuatro hijos, a
Guadalajara, donde vivimos razonablemente felices y en paz hasta enero de 1994.
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
‘Me quiero entregar’
En todos esos años, de 1974 a 1994, no hablé nunca con Alberto ni con mi madre.
A Alberto la policía le tocaba el timbre todos los meses para preguntarle si sabía
algo de mí, y él les decía la verdad: que no sabía nada. Una vez, cuando Alberto
vivía en los Cayos de la Florida, al sur de Miami, vio una docena de patrullas
ululantes estacionando frente a su empresa de pesca submarina y supo que algo
había pasado conmigo. Creyó que otra vez había matado a alguien, pero los
policías le dijeron que había apuñalado a un oficial en Texas (era cierto) y me
había escapado a México. Después pasaron tantos años que Alberto no pensó en
mí hasta que, en enero de 1994, sonó el teléfono de su mansión de Riverdale, en el
Bronx, y le dijeron que lo llamaban de Mendoza. El llamado lo sorprendió en
medio de una fiesta, tomando champán y comiendo canapés con docenas de
invitados del mundo de la moda y la fotografía.
—Tengo acá a un amigo tuyo que quiere hablarte —dijo del otro lado, Luis,
nuestro padrastro.
Dije dos palabras y Alberto supo enseguida quién le hablaba.
—¿Qué estás haciendo ahí? —me preguntó.
—Me quiero entregar.
El día que lo visitó el escritor argentino, Alberto contaba estos episodios y se reía
con una mezcla de incredulidad y amargura. En una vida en la que parecía
haberlo tenido todo —plata, mujeres, aventuras—, haber sido mi hermano era la
única mancha sórdida o fracasada. Pero no parecía afectarlo demasiado, o por lo
menos no aquella tarde de invierno en la montaña. En un momento, Alberto se
levantó y le mostró al periodista algunas de las fotos que tenía colgadas en la
pared: había fotos mías de hace mil años; había fotos de papá, todo empilchado,
sonriendo y mascando puros; y había varias fotos de Alberto. Al escritor argentino
le llamó especialmente la atención una foto de Alberto al mando de una lancha
zigzagueante a toda velocidad entre los Cayos, con el pelo largo y rubio al viento,
escondido detrás de un par de anteojos negros y sonriendo como si esa sonrisa
describiera la enorme satisfacción que sentía por su propia vida.
Alberto había llegado a Nueva York más o menos al mismo tiempo que yo, pero
había logrado integrarse rápido al mundo artístico de Manhattan. “Era fantástico,
pensé que me había muerto y me había ido al cielo”, dijo. “Era la cosa más
deliciosa. Todos los días fumábamos marihuana y tomábamos droga todos los
fines de semana. Era una cosa... [suspiro] deliciosa. Una época muy linda”.
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Alberto se casó con la colombiana, gracias a quien obtuvo la green card, después se
separó de ella y después la fue a buscar a Miami. Fracasó, pero igual se quedó ahí,
enseñando buceo y pesca submarina. Una día —al mismo tiempo que yo, en la
otra costa, daba tumbos entre Hawaii y San Francisco— apareció un viejo
millonario que quería dar la vuelta al mundo en un velero y contrató a Alberto y
otros tres pibes para que le manejaran el barco y “para que le consiguiéramos
mujeres”. Mi hermano estuvo dos años en ese barco, navegando entre América y
Europa y Asia, siempre con una docena de mujeres a bordo y nada en qué gastar
la guita que le daba aquel gringo viejo.
Del velero se bajó en Mallorca, donde estuvo más de un año, y sólo entonces se
resignó a volver a Nueva York, donde no lo esperaba nadie. Empezó a trabajar en
un estudio de fotos, después de unos años se lo compró al dueño, se asoció con su
nueva mujer, Kim, y de golpe, a fines de los ’80, se encontró con que era
millonario. Sus clientes eran las principales marcas de la industria de la moda de
Nueva York, a cuyos dueños y gerentes sacaba a pasear las noches de fines de
semana en su propio velero, con abundante comida y bebida, alrededor de
Manhattan. A fines de los ’90, Alberto decidió que quería jubilarse y divorciarse de
Kim (madre de su único hijo, Matt, que vive en Brooklyn bastante cerca del
escritor argentino) y eso hizo: a los 47 años dejó de trabajar, se consiguió una novia
mucho más joven y volvió a viajar por el mundo, esta vez en moto. Cuando
decidió que ya no necesitaba al “mundo”, se refugió en su casa en la montaña, de
donde sale poco en verano (tiene una galería de arte en Rensellaerville, un pueblo
vecino, donde muestra fotos y muebles diseñados por él) y casi nada invierno.
Cuando me preguntan por qué volví a Mendoza a principios de 1994, casi siempre
digo lo mismo: volví para escapar de las voces. La decisión se aceleró por un
episodio confuso en el aeropuerto de Ciudad de México, donde unos tipos me
quisieron secuestrar y sólo atiné a tomar el primer avión posible: no se me ocurrió
ningún lugar mejor que Argentina a dónde escapar. Además, quería ver a mi
madre, a quien no veía desde hacía más de 20 años, y contarle lo que había hecho,
las cosas malas que había hecho. Y eso hice. Fueron dos meses tremendos. Me
acuerdo que el primer día Luis y mamá me pasaron a buscar por la terminal, me
senté con mi vieja en el asiento de atrás del auto y le dije: “Mamá, ¡pensé que te
habías muerto!”. Estaba muy emocionado pero también muy perturbado: le dije a
mamá que mi vida era una miseria. Al día siguiente, sentados en la cocina de su
casa, le conté sobre los asesinatos. Cuando confesé todo, le imploré: “Mamá,
ayudame a entregarme”. Días más tarde, en el mismo lugar, le pregunté a mamá si
me perdonaba. “Si estás verdaderamente arrepentido de lo que hiciste, te
perdono”, contestó ella, según el relato que le hizo a Linda Wolfe. Y me abrazó.
Me puse a llorar y no pude evitar preguntarle: “Mami, ¿por qué me dejaste? Yo te
quería tanto”.
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Fuimos a ver a un abogado amigo de la familia, que se quedó de piedra cuando le
conté mi historia. Cuando me preguntó por qué quería entregarme, le dije que
estaba muy preocupado: “Tengo miedo de volver a matar”. El abogado
mendocino me dijo entonces que no podía entregarme en Argentina, porque en
Argentina, a pesar de Interpol, no me buscaba nadie. En Argentina podía vivir
tranquilamente. Si quería entregarme, me dijo, tenía que ir a Estados Unidos. Para
eso necesitaba un abogado. Alberto, que tenía amigos en Human Rights Watch,
consiguió a Michael Kennedy, que primero le dijo que me iba a defender pro bono
pero al final le mandó a Alberto una factura por casi cien mil dólares.
Esas semanas pasaron tan rápido que los recuerdos se me pegan unos con otros y
no sé qué paso primero y qué pasó después. Me acuerdo del programa de
televisión, las tapas de los diarios —”¡El hombre más buscado de América!”, “¡Las
seducía y las mataba!”— y las audiencias en Nassau County para determinar si
estaba cuerdo o loco y si debía ir a juicio por la muerte de Natalie. Yo quería que
me consideraran loco, porque prefería mil veces pasar el resto de mi vida en un
hospital que en una cárcel, pero ya no tenía la energía de antes para sobreactuar
mis problemas. Lo más importante, en ese momento, era sentir que había hecho lo
correcto y que, si tenía un poco de suerte, las voces y los gruñidos dentro de mi
cabeza empezarían a callarse.
América, América
En el último día de la audiencia, Kennedy dijo que cuando era chico me habían
violado, y que eso explicaba mis problemas. Es cierto que me violaron, o por lo
menos en ese momento yo creía que era cierto. Cuando tenía siete años, las
mucamas de mi padre me mandaron a comprar pan y, a la vuelta, un tipo de unos
treinta y pico de años me interceptó, me dio caramelos y me invitó a su casa. De
golpe me bajó los pantalones, me agarró desde atrás y me la metió. Quise escapar,
pero me tenía agarrado. No me podía mover, no podía respirar. El tipo me dijo
que si le contaba a alguien, me iba a lastimar. Cuando llegué a casa y vi que tenía
sangre en el culo, no entendí qué había pasado. Solamente tenía siete años. Pero
sabía que algo me había pasado.
Cuando Kennedy terminó su alegato, el juez me dejó decir unas palabras. Dije, en
inglés y temblando un poco: “Me entregué a las autoridades, su señoría, para
evitar más muertes. También quiero decirles a los familiares de las víctimas que
estoy muy arrepentido de lo que hice. Estaba enfermo, y espero que ahora, en la
cárcel, pueda curarme”. Tras una pausa, el juez respondió que lo mío no era
arrepentimiento sino otro astuto intento de manipular a la gente, como había
hecho toda mi vida. Me sentenció a la pena máxima prevista en el código: de ocho
a 25 años en prisión.
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
En un momento de su charla, el periodista argentino le preguntó a Alberto si creía
(como creían la policía y la prensa sensacionalista) que yo había matado a las tres
o cuatro mujeres que a veces se me atribuían. Alberto hizo una mueca y
respondió: “Ricardo era un tipo muy mentiroso, que necesitaba todo el tiempo
llamar la atención”, dijo. “Si me pongo a analizar todas las cosas que me ha
contado, a veces pienso que mató a cien mil personas. O a ninguna, porque un día
decía una cosa y otro día decía otra”.
Después de la sentencia me mandaron a la cárcel de Attica, una fortaleza gris y
deprimente cerca de la frontera con Canadá y las Cataratas del Niágara. Susana,
mi mujer y la madre de cuatro de mis seis hijos, se había regresado a Guadalajara,
y a veces nos escribíamos cartas. Con ella siempre fui un buen marido y la dejé con
una buena posición económica (en México trabajé casi una década como
importador de suministros médicos). Eso me hace sentir orgulloso. Alberto, que ya
vivía todo el año en su casa de la montaña, venía a visitarme. O me mandaba cajas
de comida, mi vicio favorito en la cárcel. Alberto me aconsejó también para que
dejara de tomar los antidepresivos y los calmantes que me habían recetado. Eso
me hizo bien: sin las medicinas me sentí mucho mejor, y por primera vez en años
logré dormir varias horas seguidas sin despertarme desesperado o en pánico por
las voces. En la cárcel trabajé arreglando televisores, enseñé español a los otros
presos y me anoté en una liga interna de basquetbol.
Había encontrado una relativa calma. Después de veinte años escapando, mirando
por encima del hombro, siempre escondiéndome y sin un trabajo decente —trabajé
mucho como mesero, porque la gente no mira realmente a los meseros—, la cárcel
parecía casi un alivio. Sentía que había pasado buena parte de mi vida empujado
por los demás, obedeciendo las órdenes de otros: pushed around. En el fondo no
había sido más que un latino en Estados Unidos. Y un latino sin visa: lo más bajo
de lo más bajo, lo peor de lo peor.
Una mañana Alberto vino a la cárcel con Linda Wolfe, que me preguntó por qué
creía que era tan exitoso con las mujeres, qué veían ellas en mí. Hice una pausa y
le respondí, con toda seriedad: “Tengo una pija enorme”. Como se quedó callada,
insistí, a ver si decía algo: “Tengo una pija de veinticinco centímetros”. Anécdotas
como ésta revelan que, a pesar de algunos buenos días, en la cárcel no siempre
estaba en paz. Hubo una época en la que me obsesioné con escaparme. Le dije a
Alberto que necesitaba 5.000 dólares para darle a un tipo que había prometido
sacarme. Alberto se negó: “De acá no sales más”, me dijo, sonriendo.
En mi mejor momento, cuando ya me había acostumbrado a la vida en la cárcel y a
disfrutar de la mente clara, sin pastillas ni antidepresivos, se terminó todo de
golpe. Una tarde de octubre de 1997 salí a jugar al basquetbol al patio de la cárcel,
sentí un aguijón en el pecho y me derrumbé contra el cemento duro de la cancha,
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
completamente hechizado por un infarto. Morí ahí mismo, dos minutos más tarde,
boca abajo sobre el piso, acariciado apenas por la tenue luz del otoño. Tenía 48
años.
En el living de su casa, al lado de las fotos familiares, mi hermano tiene un frasco
con parte de mis cenizas. (También hay cenizas mías en Mendoza y Guadalajara.)
Cuando el escritor argentino le preguntó qué significado tenía para él todo lo que
había pasado conmigo, Alberto dijo algo triste pero interesante: “A mí la historia
de Ricardo me sirvió para compararme con él”. Y agregó: “En esta vida nada se
desperdicia, todo sirve para algo. Y quizás a él le tocó sufrir para que yo viviera
mejor. Ricardo, de alguna manera, ocupó un lugar extremo de nosotros mismos
que a mí me sirvió para distanciarme y acomodarme en un lugar intermedio, a
salvo de nuestros demonios”.
El reportero argentino volvió aquella tarde a Brooklyn manejando el Chevy Cobalt
rojo y pensando en Alberto, en mí y en nuestra historia. Se preguntó si puede un
escritor intentar entender a un asesino sin idealizar su vida o caer presa de sus
delirios y explicaciones. Se preguntó si debía coronar estas páginas con un
diagnóstico o un veredicto, o si sería mejor dejarlas esfumarse de a poco, sin grand
finale, como la mayoría de las historias reales. Se respondió con un consuelo: no
sólo la mente de los asesinos es inexplicable, todas nuestras mentes lo son. Pero al
menos nos quedan las historias. Aunque no podamos entendernos, siempre
podremos contarnos nuestras historias, y eso nos ayudará a estar más juntos.
Estas páginas han tenido el mismo objetivo. No espero que los lectores comprendan
mi corazón enfermo o mi fiebre asesina. Sólo he querido contarles mi historia.
Hace un montón de años, cuando era chico, vi en un cine de Mendoza una película
en blanco y negro que se llamaba América, América, dirigida por Elia Kazan. En un
momento, un campesino griego pobrísimo que está a punto de subirse a un barco
rumbo a Nueva York, dice: “Estoy convencido de que en América me voy a
limpiar, voy a quedar como nuevo”. Sentado en mi butaca, pensé: “Ojalá pueda
hacer lo mismo, ojalá pueda ir a Estados Unidos y convertirme en otra persona”.
Porque yo no he querido ser un hombre malo: tan solo he sido un hombre
enfermo. No sé por qué maté a esas mujeres. Yo básicamente soy una buena
persona.
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La maravillosa vida breve de Marcos Abraham
Josefina Licitra
Conocí a Marcos Abraham Villavicencio en el año 2006. En ese entonces él había
aparecido en los diarios de Argentina, mi país, por haber vivido una epopeya. Con
apenas diecisiete años, el muchacho –dominicano– se había metido de polizón en
un barco en el que había resistido dos semanas sin comer ni beber agua. Él quería
llegar a Estados Unidos, ubicado a pocos días de viaje desde su ciudad; pero el
cálculo le había salido mal y había terminado en un puerto de Ensenada, una
localidad pequeña y deslucida de la provincia de Buenos Aires.
El día de su llegada Abraham fue internado por desnutrición en un hospital local.
Ahí lo vi por primera vez. Estaba escuálido y una cánula con suero le colgaba del
brazo derecho. A su alrededor, entre tanto, no paraba de entrar y salir gente:
Abraham era polizón, pero a esa altura del partido principalmente era noticia.
–Yo quería ir a Nueva York –explicó aquel primer día. Abraham tenía el cráneo
romo y un par de ojeras inmensas, pero sobre todo tenía una historia. Una vida
dura y maravillosa que yo iría conociendo a lo largo de los meses, durante un
reportaje para la revista Rolling Stone que nos ubicó a los dos en esa relación
ambigua que se da entre periodistas y entrevistados cuando ocurre un trato
prolongado: no éramos amigos, pero cada vez nos conocíamos mejor.
Así fue pasando el tiempo –nos veíamos, hablábamos– hasta que en cierto
momento el gobierno se pronunció sobre su caso, le negaron el asilo en Argentina
y Abraham tuvo que volver a su país. El día de su partida fui a despedirlo al
aeropuerto: su rostro perdido, flotante –estaba tomando pastillas– es lo único que
recuerdo de aquel último encuentro. Después lo llamé a la isla un puñado de
veces, mas después llegó el silencio, y los años corrieron hasta que unos días atrás,
curiosa o aburrida, busqué su nombre en internet y leí, en una noticia breve en un
periódico pequeño de San Pedro de Macorís, su ciudad, que Marcos Abraham
Villavicencio había sido asesinado a la salida de un bar.
Sentí estupor y tristeza, pero sobre todo sentí una urgencia inexplicable. El
muchacho había sido para mí el rostro de un éxodo que en el Caribe llevaba varias
décadas y que presentaba al sueño americano en su versión más pura y atroz.
¿Qué había pasado con él? Preguntarme por su muerte era el paso previo a
preguntarme por su existencia. Así que hice unos llamados, saqué un pasaje, metí
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
una revista Rolling Stone en la maleta, y aquí estoy: es febrero de 2014 y en unos
minutos viajo a la isla. Abraham –o su familia– está esperando.
***
República Dominicana es una isla del Caribe. Hacia el oeste comparte tierra con
Haití, pero el resto de los puntos cardinales está lleno de agua y promesas. Puerto
Rico está a 135 kilómetros, cruzando el Canal de la Mona, el estrecho tormentoso
en el que se unen las aguas del mar Caribe y el océano Atlántico. Y Estados
Unidos está a unos quinientos kilómetros: una distancia que, sumada a la
pequeñez económica de República Dominicana –y de muchos otros países de la
región–, no hace más que multiplicar los sueños de salvación.
Los registros oficiales aseguran que el 10% de la población dominicana vive fuera
del país, y los académicos encargados de analizar estos datos aseguran a su vez
que ese modelo migratorio no es el único en la zona. Más adelante, en Santo
Domingo, la capital de República Dominicana, el sociólogo Wilfredo Lozano,
director del Centro de Investigaciones y Estudios Sociales de la Universidad
Iberoamericana, explicará todo este esquema –que es complejo– de una manera
muy simple. Y dirá que toda el área del Caribe está signada por la
transnacionalización, esto es: por un modo de abolir fronteras que está dado por el
tráfico de gente y que, más allá de su legalidad, funciona con eficacia desde hace
décadas. Cuba, por caso, tiene casi un 10% de su población en el exterior; Puerto
Rico tiene más personas afuera (unos 5 millones) que adentro (3 millones 700 mil);
Haití tiene emigrada tanto a su élite –que va a Francia o a Canadá– como a sus
bases, que van a la Florida; y Jamaica repite el mismo esquema de Haití ya que las
clases acomodadas van a Londres y las bajas, a Miami.
En cuanto a los dominicanos, se integraron fuertemente a este modelo tras la
muerte del dictador Rafael Leónidas Trujillo, quien impuso su ley entre los años
1930 y 1961 y dejó tras de sí un país económica y socialmente diezmado. En la
segunda mitad del siglo XX, hartos de la inflación y de los apagones energéticos
de hasta veinte horas, varios millones de dominicanos buscaron suerte en otra
parte y a cualquier precio: en su intento por irse, fueron y siguen siendo muchos
los que mueren en tránsito. Algunos se lanzan en embarcaciones que no suelen
resistir la fuerza del Canal de la Mona, y terminan entre tiburones. Otros se cuelan
en el tren de aterrizaje de los aviones y mueren congelados o al aterrizar. Otros
viajan hasta Honduras y de ahí intentan cruzar la frontera con Estados Unidos,
aun a riesgo de ser encontrados y fusilados por los soldados. Y otros, como
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
Abraham, se hacen polizones, equivocan el curso del barco y quedan expuestos a
una muerte por hambre.
Abraham, de hecho, no había viajado solo aquella vez en la que llegó a Argentina.
Lo había hecho junto a Andrés Toviejo, un amigo que no sobrevivió. Abraham
contó la historia de ese viaje en el hospital de Ensenada en el que nos vimos por
primera vez. Dijo que en la madrugada del 16 de junio de 2006, tanto él como
Toviejo habían llegado a nado hasta el buque griego Kastelorizo –un petrolero que
había atracado en el puerto de San Pedro de Macorís– convencidos de que el
destino de ese barco era Estados Unidos. Pero el cálculo falló. Al cuarto día sin ver
la tierra, Abraham y Toviejo empezaron a preocuparse. Hasta que, sin bebida y sin
comida, Toviejo se desesperó y tomó agua del Atlántico. Esa fue su cruz. Horas
más tarde, el muchacho empezó a vomitar y a perder líquido y fuerzas, y en algún
momento no queda claro si resbaló o si se rindió: lo cierto es que Toviejo se fue al
agua, donde estaba la hélice. Y que su cuerpo se hundió en un reverbero de
burbujas encendidas de sangre.
Pero Abraham sobrevivió. Y dos semanas después llegó a La Plata, y allí se dio la
secuencia de la que yo estaba al tanto: primero lo trasladaron al hospital; después
llegaron los diarios; pronto su historia conmovió al país; luego apareció la familia,
desde República Dominicana, diciendo “Dios te guarde la vida, Abraham”;
semanas más tarde una mujer argentina se ofreció a adoptarlo; en algún momento
Abraham se animó a hablar del futuro (“Quiero quedarme en La Plata”, “Me
gustan los motores de auto: quiero ser mecánico en La Plata”) y finalmente la
historia, como tantas otras, dejó de servir a los medios y pasó al olvido.
La segunda vez que vi a Abraham fue en un hospital psiquiátrico.
***
–Esta es su casa, amén. Abraham nos contó cómo lo trataron allá en Argentina; él
la pasó muy bien pero también muy mal… metido en un lugar de locos malos
pero también con gente buena como usted, entonces para nosotros usted es de la
familia –dice Bienvenido Santos, el padre de Abraham, mientras me abraza con
entusiasmo. Hace tres horas que llegué a República Dominicana y hace minutos
que llegué a San Pedro de Macorís, la ciudad en la que nació y creció (y de la que
escapó y a la que volvió) Marcos Abraham Villavicencio.
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
San Pedro de Macorís es una urbe ubicada en la costa sudeste de República
Dominicana que a principios del siglo XX fue un importante puente económico
para la isla y que en los últimos diez años se desplomó cuando la industria
azucarera, uno de sus principales recursos, pasó a capitales extranjeros y dejó a
media ciudad sin trabajo. En muy poco tiempo el índice de desocupación de San
Pedro trepó al 30%, un número que, sumado a la cercanía geográfica con Estados
Unidos, no hizo más que multiplicar los sueños de salvación. Buena parte de la
población de San Pedro fantasea con cruzar el agua y cambiar de vida. Y todos
hacen el intento una, dos, o tantas veces como haga falta. En el caso de Abraham,
entre los trece y los diecisiete años trató de irse en once oportunidades. Pero la
experiencia con la última, en Argentina, donde terminó en un hospital
psiquiátrico, lo disuadió de seguir insistiendo.
No queda claro por qué razones el muchacho acabó en un loquero. Sí se sabe que
el gobierno argentino le había negado el asilo porque no era perseguido por
motivos de raza, religión, opinión política, nacionalidad o pertenencia a
determinado grupo social. Y que de ahí en más, mientras se resolvía su
repatriación, Abraham cayó en un limbo burocrático. Ya no dormía en el hospital
sino en un hogar para niños de la calle, y algún día, aburrido de hacer nada, pidió
permiso para pasear por La Plata, la capital de la provincia de Buenos Aires, y se
perdió. Lo que ocurrió después es un misterio: según la policía, Abraham se
desorganizó y tuvo un brote psicótico. Según Abraham, él se desorientó, fue visto
por la policía, lo molieron a golpes por ser negro y extranjero, y en el acta se
fraguó un brote psicótico para justificar la golpiza. En cualquier caso, Abraham
fue derivado al hospital Alejandro Korn, más conocido como “el Melchor
Romero”: uno de los psiquiátricos más lesivos que hay en Argentina.
La segunda vez que vi a Abraham, él estaba sentado en un banco desconchado, en
un pasillo revestido de azulejos pálidos y cortinas viejas pero sobre todo sucias, en
el pabellón de Enfermos Agudos, en el fondo de esa inmensa nave de locos que es
el Melchor Romero. Era mediados de agosto. Hacía ya más de un mes que
Abraham estaba allí, y aunque los médicos le habían dado el alta él no tenía
adónde ir. Abraham estaba serio, o mejor dicho: drogado. Su hablar era lento y
pastoso y su voz colgaba como esos jarabes que no terminan nunca de caer.
–Cuando llegó de Argentina estaba gordo fofo, una gordura de pastillas que no
era su gordura natural… Él nos contó que estuvo en un lugar horrible. Un lugar
donde caía granizo –dice Bienvenido ahora, mientras me hace pasar a la casa.
¿Granizo? Hago memoria y es cierto: en aquellos días de 2006 cayeron piedras en
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
Buenos Aires, y todos padecimos aquel episodio pero Abraham directamente lo
vivió como algo sobrenatural. Los polizones, dirá Wilfredo Lozano cuando lo vea
en Santo Domingo, no suelen evaluar el factor climático de los lugares a los que
viajan. Aún cuando esa circunstancia, más que la económica, es la que muchas
veces los angustia y los hace sentir lejos de casa.
El hogar en el que creció Abraham es sencillo. Está ubicado en el México, un barrio
de clase baja y calles angostas, y fue levantado sobre un terreno comprado –lo
sabré después– por un miembro de la familia que logró llegar a Estados Unidos y
que manda un dinero mensual para mantener al clan. Bienvenido construyó todo
esto con sus propias manos; es carpintero y albañil, y enseñó el oficio a sus hijos.
Abraham lo ayudaba desde los once años, y con el poco dinero que ganaba se
compró un planisferio y se pagó un curso de inglés. Para ese entonces él ya quería
ir a Nueva York y pasaba tardes enteras en el puerto de San Pedro a la espera de
un golpe de gracia. La oportunidad llegó a los trece años. En 1999 logró subirse a
un petrolero que, contra todo pronóstico, no lo dejó en Estados Unidos ni en
Europa, sino en Jamaica, donde pronto fue descubierto y deportado. Su regreso a
República Dominicana hizo un gran ruido mediático: al llegar lo esperaban las
cámaras de Primer Impacto, un famoso noticiero sensacionalista que se refería a
Abraham como “el Menor” –un apodo que le quedaría para siempre– y en el que
Abraham apareció diciendo que se había fugado porque su familia era pobre y
quería juntar dinero para ayudar a su madre: un relato épico que conmovió al país
y que era estrictamente cierto. Tan cierto que seis meses después el chico se volvió
a escapar.
De eso me habló Abraham las veces en las que nos vimos: de los infinitos viajes
que hizo como polizón.
–El segundo viaje fue para Venezuela –contó en el Melchor Romero–. Ahí el barco
fondeó muy lejos de tierra y me tuve que tirar al nado… y entonces me vio una
lancha y me vio una mujer. Una mujer que me quiso adoptar.
–¿Y entonces?
–Y no. Yo le dije que no… porque no me quería quedar porque… Yo quería irme
para Estados Unidos. Y eso era Venezuela. Y no quería estar en Venezuela. Es un
país malo.
–¿Malo en qué sentido? ¿Te trataron mal?
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
–No, no. Venezuela tiene la economía baja.
–Y tú quieres un país pujante.
–Con una economía buena, sí.
–Y tú siempre piensas que estás yendo a Estados Unidos.
–Claro. Yo siempre voy para América.
Más tarde, luego de ser devuelto de Jamaica, de Trinidad y Tobago y de Haití,
Abraham llegó, finalmente, a Estados Unidos. El barco había fondeado a
quinientos metros de la tierra pero alguien lo vio segundos antes de que Abraham
diera el salto hacia el agua. Lo encerraron en un camarote y lo único que supo,
horas más tarde, era que había estado a quinientos metros de Miami o Nueva
Orleans, aunque qué más da: para cuando se enteró de que finalmente había
llegado a América, Abraham ya estaba en Haití.
–Trato de ir muy escondido, pero igual me ven… La segunda vez que llegué a
Estados Unidos me denunció un remolcador. Y ahí me llevaron por tierra,
esposado de pie y de mano: primero pasé por Nueva Orleán, después porLuisana,
después por Miami.
–¿Qué te pareció Estados Unidos desde el auto?
–Liiindo. Graaande. Ese era el lugar en el que quería quedarme, sí… Conozco
gente que ha escapado a la Florida y ahora está muy mejor.
El sueño americano terminó en la embajada de República Dominicana, donde se
hicieron los trámites para que Abraham fuera, una vez más, devuelto a su país. En
ese momento tenía dieciséis años. Y un resto físico y mental para seguir
insistiendo. Meses más tarde, en 2005, volvió a meterse junto a dos amigos más en
la grúa de un azucarero filipino. Creía que iba a Estados Unidos, pero el barco se
dirigía a Holanda. Al cuarto día de viaje, cuando estaban en altamar, un filipino
los descubrió y los subió a patadas a la popa. Los ataron de pies y manos, los
molieron a golpes y los tiraron por la borda. Abraham fue el único sobreviviente:
un barco ruso lo vio flotando y lo rescató tres días después. Desde entonces, la
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
familia de Abraham intenta –sin suerte– llevar adelante un juicio contra los
dueños del buque.
–Nosotros teníamos un abogado pero los del barco le pagaron un soborno y se
cerró la causa –dice Bienvenido Santos. Está sentado en la sala de su casa: un
espacio pequeño en el que hay un sillón, un par de sillas, un televisor inmenso y
algún cuadro. Y gente. Aquí, me entero, viven once personas, aunque siempre
parece que son más. El primero en acercarse fue Bienvenido pero ahora llega
Dainés Santos Mota, la prima favorita de Abraham: una muchacha bella, joven y
de ojos enormes que me acerca un refresco y se acomoda a mi lado.
–Pregunta tú –dice con delicadeza. Se hace un silencio. Todos tomamos aire. Se
supone que ahora empieza una entrevista formal.
–¿Qué pasó con Abraham? –pregunto entonces.
Bienvenido mira a Dainés.
–Ella estaba –dice.
Dainés empieza a hablar. Cuenta que era diciembre de 2012 y que estaban en la
casa celebrando el cumpleaños de Ana –otra prima que vive aquí– y que después
ella (Dainés) y Abraham salieron en moto, ya borrachos, a seguir bebiendo por el
malecón. Eran las dos de la mañana y buscaban locales abiertos donde comprar
cerveza con los cinco dólares que les quedaban. Finalmente encontraron un lugar
lleno de gente. Aparcaron la moto, entraron, compraron, y al salir Abraham
avanzó primero y pensó que Dainés le seguía los pasos. Pero no era así. La chica
tuvo un altercado entre el tumulto. Un muchacho le dio un empujón, Dainés le
gritó, y en cuestión de segundos se armó una de esas peleas que siempre
comienzan por motivos estúpidos. Cuando llegó a la moto y giró sobre sí mismo,
Abraham vio a su prima rodeada por quince varones.
–Con mi prima no, qué pasa con la muchacha –gritó mientras quitaba el seguro a
la moto. Puso un caño debajo de su ropa para hacer creer que tenía un revólver.
–Qué te pasa, mamahuevo –respondió alguien.
–Cómo así, te quieres tú comer a la chica, ¿eh? –dijo Abraham y empezó a
acercarse, y en un santiamén comenzó la golpiza. Dainés se zafó y trató de pegar,
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
pero era inútil. Eran demasiados. En algún momento llegó alguien con un cuchillo
e intentó darle a Dainés, pero la chica logró echarse a un costado y el daño le llegó
a Abraham, que estaba detrás. Abraham se quedó de pie, inmóvil. La primera
puñalada le había quitado un pedazo de oreja. Entonces se acercó otro muchacho.
–Coño, tú no eres un hombre –le dijo a su amigo–, así es que se le da un hombre –
concluyó, y apuñaló el corazón de Abraham.
–Ahí Abraham se desplomó –dice ahora Dainés–. Y yo le dije hey, Abraham, y me
le tiré encima y él estaba vivo, yo sentía su latido pero lo tenía muy desgarrado eso
ahí… Él llegó muerto al hospital; en el camino yo le hablaba y él abría los ojos,
pero llegó muerto.
Dainés llora. Bienvenido también. La angustia de ambos es fresca, como si no
hubiera pasado el tiempo o como si el tiempo hubiera perdido su compostura.
Alguien, entre tanto, vocifera en una habitación contigua, separada del cuarto
central por una cortina que oficia de puerta. Se trata de Bernarda Santos, la madre
de Bienvenido, la abuela de Abraham. Bienvenido se seca los ojos y se pone de pie
para ver qué quiere su madre, y entonces corre la cortina y se ve esto: un cúmulo
de huesos finos y postrados en una cama. Bernarda tiene 96 años, una voz grave y,
pronto lo sabré, una incapacidad para quedarse en silencio.
Bernarda crió a Abraham, pero aún nadie se atrevió a decirle que el muchacho está
muerto. Desde hace un año que todos en la familia le dicen que simplemente no
está, o que está muy atareado: un argumento verosímil pues Abraham solía estar
ocupado. Para el momento de su muerte, Abraham tenía veinticuatro años, había
hecho varios cursos de cocina, tenía tres hijos pequeños –con dos mujeres distintas
con las que no había llegado a convivir– y estaba incursionando en la música con
un proyecto de reggaetón y dembow con el que había sacado dos discos y había
llegado a tocar con el Lápiz Conciente, conocido por ser el padre del rap
dominicano.
–Luego de Argentina él nunca más pensó en irse –dice Bienvenido–. Él entendió
que hay que estudiar, que hay que echarse p’alante, que ninguno de mis hijos
tiene que tener la vida dura que yo tuve. Yo me fui en yola cinco veces para Puerto
Rico y las cinco me deportaron, y la mamá de Abraham también se fue en yola
varias veces, y eran viajes muy duros, la mamá de Abraham, que vive lejos de
aquí, quedó mal de la cabeza de tanto viaje y yo le contaba eso a Abraham para
que él no repitiera lo mal hecho. Pero el sueño de él en un comienzo era irse.
96
DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
Todos queremos abrirnos la mente y progresar. Entonces cada vez que la viejita –
dice Bienvenido señalando a Bernarda, al otro lado de la cortina–escuchaba que
sonaba la bocina de un barco ella decía “ay, se nos va Abraham”.
Teté, hermana de Bienvenido, tía de Abraham, acerca unos plátanos fritos con
salami. Mientras como, Bernarda sigue voceando y Bienvenido y Dainés vuelven a
llorar. Afuera, a través de las rejas –todo el barrio tiene rejas– se ve a los niños
saliendo de la escuela y se ve un tronco de árbol echado sobre la acera. A veces
Abraham se sentaba allí a pensar. Bienvenido siempre lo recuerda así: cavilando,
hablando poco, tejiendo la trama de una historia que a todos, en un principio, se
les hacía insondable. Abraham nunca dijo que soñaba con irse. Pero se empezó a
ausentar de la casa y un día su abuela Bernarda le encontró una mochila con
chocolates y un ancla.
–Abraham quiere irse de polizón –le dijo Bernarda a Bienvenido. No fue una frase
estridente: muchos en la familia se habían ido de una u otra forma. De ahí en más,
cada vez que Abraham desaparecía lo buscaban en el muelle y en general lo
encontraban charlando con empleados del puerto.
–Abraham, tú le estás preguntando mucho a la gente de barco –llegó a decirle
Bienvenido. Pero Abraham no respondía: solo sonreía y con esa sonrisa clausuraba
cualquier pregunta nueva. Hasta que a los trece años al fin llegó el día en el que
Abraham faltó definitivamente de la casa para volver al tiempo convertido, ante
los ojos del país entero, en “el Menor”.
–Él se iba con poca cosa –dice Bienvenido–. Se llevaba unos chocolatitos, agua, un
ancla y la Biblia. Le voy a mostrar la Biblia.
Bienvenido se pone de pie y trae la Biblia de Abraham. Está marcada. “Mirad
también las naves; aunque tan grandes, y llevadas de impetuosos vientos, son
gobernadas con un muy pequeño timón por donde el que las gobierna quiere”,
dice el Santiago 3, 4 que está subrayado.
–Él era un chico muy lector. Venga que aquí están sus cosas –dice Bienvenido y
me lleva a su habitación. El cuarto de Bienvenido tiene una gran cama sobre la que
el hombre va poniendo libros y películas. Las películas son previsibles: hay de
acción, de terror, una de vudú en Haití, alguna porno. Pero los libros, no: hay
varios cuadernos de inglés y hay un ensayo titulado Marx y los historiadores: ante la
hacienda y la plantación esclavistas.
97
DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
–¿Y esto?
–Ah, es que Abraham era un chico muy especial. Hay mucho para charlar y para
mostrarle… –Bienvenido sale de su habitación, se asoma a un patio, mira hacia
arriba–. Nosotros arriba tenemos un cuarto, puede quedarse acá para tener más
tiempo y conversar mejor.
–¿No duerme nadie ahí arriba? –pregunto.
–Solo duerme Teté cuando viene a visitarnos.
–Pero Teté ahora está aquí. Me sirvió los plátanos.
–Ah no, esta es una Teté. Pero luego tengo otra hermana, otra Teté, la que vive en
Estados Unidos.
Bienvenido cuenta entonces la historia de la otra Teté. La síntesis es que se fue en
barcaza cinco veces a Puerto Rico y que en el último viaje, hace ya veintiséis años,
el mismo oficial que la había devuelto en su anterior intento se hizo el distraído y
la dejó pasar. Hoy Teté tiene la ciudadanía americana y, al igual que cientos de
miles de dominicanos que viven afuera, manda todos los meses un dinero con el
que la familia entera puede resolver apuros básicos. Unos días después, en su
oficina en la universidad, Wilfredo Lozano dirá que las remesas son, luego del
turismo, la segunda fuente de ingresos de República Dominicana: todos los años
por esa vía entran 3,500 millones de dólares al país. Una parte imperceptible de
esa cifra sale del bolsillo de Teté, a quien todos llaman –para diferenciar de la otra
Teté– “Teté la grande”.
***
Llego al día siguiente con un bolso. Me recibe Teté con un abrazo y me sienta
frente al televisor.
–Mira tú el noticiero, ponte cómoda –dice. Luego me acerca una olla pequeña con
arroz, pollo y habichuelas–. Come.
Como el guiso acompañada por los gritos de Bernarda. Al rato termino y Teté se
sienta a mi lado.
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
–Ahora vamos a ver la novela –dice. Nadie aquí trabaja afuera de la casa. En todo
San Pedro, y en buena parte del país, la gente vive del chiripeo (los trabajos
eventuales), los empleos precarios en las zonas francas, el turismo y las remesas
del extranjero. Así que, bueno, todos estamos aquí mirando la novela. Un rato
después, cuando ya vi dos programas distintos, se escucha la voz de Bienvenido
en la sala.
–Sierva.
Parece que me habla a mí. Doy la vuelta y veo a Bienvenido: está guapísimo. Se ha
bañado. Lleva pantalones negros de vestir, zapatos lustrados, y una camisa blanca
que contrasta con la piel morena. Bienvenido quiere llevarme a conocer el puerto
de San Pedro, el lugar al que iba a buscar a su hijo cuando desaparecía. Le digo
que sí. Subimos a un mototaxi y partimos. La ciudad pasa a una velocidad cansina
que permite ver detalles. Ahí están los edificios antiguos y venidos a menos; ahí
están los negocios oscuros como cuevas en las que los hombres sudan un oficio.
Respiro hondo: me gusta el olor del salitre en la cara.
Unos minutos después estamos en el puerto. Hay guardias escoltando la entrada a
los muelles, y de modo inesperado alguien nos pide una autorización que no
tenemos. Aún no lo sabemos, pero lo cierto es que nunca podremos traspasar esta
entrada. Días más tarde Teddy Heinsen, presidente de la Asociación de Navieros
de la República Dominicana, dirá en Santo Domingo que han tenido que
intensificar los controles portuarios luego de que Estados Unidos pusiera en una
lista negra a los navíos salidos de la isla.
–A Estados Unidos no le interesa tanto el inmigrante ilegal como el miedo a que
llegue gente con drogas o dinero para lavado o terroristas. En la Asociación
llevamos invertidos 25 millones de dólares en personal portuario, escáneres,
detectores de mentiras y cámaras infrarrojas para identificar polizones que se
cuelan en los barcos. Gracias a eso pudimos salir de la lista negra. Los ilegales
ahora se van en yolas, pero ya no tanto en barcos.
Impedidos de entrar, entonces, con Bienvenido bordeamos a pie toda la zona de
aduanas y entramos a un callejón que desemboca en el mar. La vista es bella.
Recorremos el malecón y se ve la bruma, la espuma, la costura del horizonte. Días
atrás, por e-mail, el poeta dominicano Frank Báez me dijo algo hermoso: “Una
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
cosa es un pueblo de montaña y otra cosa es esto. Aquí solo puedes ver el mar.
Aquí el horizonte solo te dice vámonos.”
Pienso en eso mientras miro el puerto. Se ve un buque inmenso, amarrado,
tranquilo.
–¿Cree que Abraham fue un muchacho feliz?
–Bueno… –Bienvenido vacila–. Él comenzó a vivir una vida no tan desesperante a
lo último… Pero antes él estaba desesperado por conocer otro mundo y no estaba
feliz porque a veces uno tiene un sueño en la vida, ¿y cuándo uno es feliz? Cuando
realiza ese sueño que uno tanto anheló.
Nos quedamos en la costanera hasta que cae la noche y volvemos a la casa. Subo a
mi cuarto para darme un baño. En eso estoy cuando alguien toca la puerta.
–Luego sube Natalie para dormir con usted –grita Teté.
Natalie es una de las hijas de Ana y es una de las nietas de Teté. Así son las cosas.
Pienso en eso y escucho los gritos de Bernarda, y empiezo a notar que esta será
una noche larga. Bajo para la cena. Teté me espera con una silla frente al televisor.
–Aquí no tenemos mesa, así que comemos solos –dice Teté y me extiende un plato
de arroz con frijoles–. Siéntate a ver la novela.
La novela de la noche se llama Novio de alquiler.
Detrás de su cortina, sobre la cama, postrada, Bernarda vocifera sin respiro:
–¡teté teté teté, maría maría maría, dónde está maría!
–¡María está en su casa, mamá, deja la bulla!
Así veo la novela. Teté me mira.
–Usted sabe que Natalie solo duerme con Bernarda.
–¿Cómo?
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
–Que ella solo puede dormir si está en la cama con su abuela.
–¿Y por qué va a dormir conmigo?
–Para acompañarla a usted.
–Ah, pero no necesito compañía.
–¿Usted no tiene miedo de dormir sola?
Le digo que no. Le pregunto cómo hace la niña para dormir con esos gritos.
–Creció durmiendo con Bernarda –Teté se encoge de hombros–. Natalie es la única
que no siente sus gritos.
Va llegando gente a la sala. Ahora están Ana, la hija de Teté; Ñoño, hijo de María y
hermano de Dainés; Humberto, hijo ya no sé de quién, y en fin: todo empieza a
parecerse a esos pasajes del Génesis donde los nombres de los padres y los hijos se
suceden hasta que el lector pierde el conocimiento. Me estoy mareando. Solo veo
que las mujeres son hembrones con el culo izado como una bandera; y que los
varones tienen todos unos cuerpos titánicos. Muchos de ellos se pasean recién
bañados y con la toalla envuelta a la cintura. En vez de enviarme a Natalie podrían
subir a Humberto o a Ñoño, pienso. Pero me callo. Y al rato me voy a dormir.
***
Me despiertan los gallos y los gritos de Bernarda. En cierto momento junto
fuerzas, bajo y tomo un café. Miro a Teté y está exhausta. Duerme en el cuarto
contiguo al de Bernarda y desde hace años que no concilia el sueño de un modo
decente. Le ofrezco ir a buscar a María para que la reemplace. Salgo. Camino por
un callejón angosto que da algunas curvas hasta dejarme en la casa de María, que
es también la de Dainés y la de Esmeliana, su niña.
La casa es un lugar muy limpio y prolijo, con cortinas de tul rosado y un retrato
enmarcado con las fotos de dos de los tres hijos de Abraham. Sin embargo no es
eso lo que llama la atención (la casa de Bienvenido también es limpia y prolija)
sino el silencio. Aquí hay silencio.
101
DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
–Abraham huyó de eso –dice Dainés–. A él no le gustaba toda esa bulla. Cuando
se fue no dijo ni la dirección donde vivía. Recién al tiempo me llevó a mí a conocer
y la llevó a mi mamá, que era como una madre para él.
La madre biológica de Abraham se llama Mireya y está en Bayaguana, una
localidad ubicada en el norte de la isla. Abraham nunca vivió con ella. Apenas
nació, Mireya se fue en yola a Puerto Rico y dejó a Abraham al cuidado de su
abuela Bernarda. En Puerto Rico, Mireya conoció a un dominicano llamado Marco
Villavicencio que ya tenía la ciudadanía portorriqueña. Se casó con él y lo
convenció –con el apoyo de Bienvenido– de reconocer a Abraham y darle el
apellido. Luego regresó, pero se fue a vivir a otra parte del país.
–A Abraham le iba a servir más tener el apellido de un hombre de allá, así algún
día le iba a ser más fácil irse. Uno tiene que ser generoso, tiene que pensar en el
hijo –dijo ayer Bienvenido, sentado en el malecón. Por esa razón Abraham no lleva
el apellido Santos sino el Villavicencio. Por lo demás, Abraham nunca vivió con su
madre y el rol materno siempre estuvo repartido entre Bernarda y María.
María ahora está mirando fotos de Abraham. Las trajo para mostrármelas. Las más
antiguas lo muestran pequeño, flaquito, niño; parecido al chico que languidecía en
el hospital de Ensenada. Las últimas, en cambio, lo muestran desafiante y robusto,
dueño de todos los tics estéticos de un músico de reggaetón.
–Todos en San Pedro conocen a Abraham como “el Menor” –dice Bienvenido tras
de mí, mientras mira el afiche. Acaba de entrar a la casa de María. Vino a
buscarme para volver al puerto y ver si nos dejan entrar. Esta vez, dice
Bienvenido, el salvoconducto es su abogado, un tal Fernando que a la vez es
director de aduanas. Fernando es el encargado de llevar la causa contra el barco
filipino que arrojó a Abraham al mar. Bienvenido cuenta la historia mientras
vamos caminando hacia el puerto. Según dice, eran cuatro los polizones que
estaban en el barco. A los tres primeros, los filipinos les pegaron con fierros y
luego los tiraron desvanecidos al agua. Pero con Abraham pasó algo distinto.
–¿Este no es Abraham, el que nos hace los mandados allá en San Pedro? –dijo uno.
–Sí, hombre, no le pegues. Solo amárralo y tíralo al mar.
Así fue que Abraham fue arrojado en pleno océano y debió afanarse por
sobrevivir. Años atrás, en el loquero, Abraham lo contó de esta forma:
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
–Creo que sobreviví porque todavía creo en Dios –dijo–. Muy difícil… muy difícil.
Todo era mar, mar…
–¿Y cómo hiciste?
–Flotaba. Las amarras se aflojaron con el agua y yo me las quité, y luego flotaba. Y
rezaba.
Hasta que por la mañana salió el sol y un barco ruso lo vio flotando. Así se salvó.
–Como los barcos con polizones deben pagar multas altas, muchas veces la
tripulación mata a los muchachos que encuentran –dice ahora Bienvenido–. Eso no
pasa siempre. Muchos barcos los entregan a la justicia, pero los filipinos tienen
mala fama. Esa vez murieron todos menos mi hijo. Dios tenía grandes planes con
Abraham.
Bienvenido avanza con paso resuelto. Arriba hay un sol furioso del que hay que
cuidarse: Bienvenido se cubre con una Biblia.
–¿Si Dios tenía grandes planes, entonces por qué Abraham está muerto?
–Marcos Abraham nos dejó una historia, cumplió su función. Y ahí terminó su
vida.
Bienvenido se detiene antes de llegar al puerto. Hace comentarios vacuos sobre los
edificios de Aduanas –sobre la arquitectura– pero noto que está llorando.
–¿Qué función cree que cumplió Abraham?
–Amén… Nos dio a nosotros como una forma de superación, tú me entiendes.
Que uno no debe quedarse “con estoy aquí”, y ya. Todavía uno está vivo, uno
tiene que hacer lo que ustedes están haciendo: descubrir las cosas, luchar por esas
cosas.
Bienvenido se seca la cara. En ese pañuelo hay sudor, hay lágrimas, hay más de
una cosa. Luego llega al puerto y pide entrar, pero una vez más nos niegan el paso
–el abogado Fernando aún no llegó a su trabajo– y debemos irnos. Bienvenido
decide entonces dar una nueva vuelta por el pueblo. En el camino saluda personas
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
y señala lugares: la maternidad donde nació Abraham, el restaurante donde
comieron con Abraham, un cementerio.
–¿Aquí está enterrado Abraham? –pregunto.
–No, este es el cementerio de los ricos. Marcos está en Santa Fe, más lejos de aquí.
Lo velamos en mi casa y luego los muchachos, los otros hijos míos, decidieron
llevarlo con su música.
Santa Fe no queda lejos; son veinte minutos en moto y le pido a Bienvenido que
vayamos hasta allá. Accede. Subimos a la moto de un muchacho llamado Robin y
salimos de la ciudad en poco tiempo. Antes del mediodía estamos en el
cementerio. Es un predio grande y descampado; una suerte de pueblo chico con
cielo inmenso. Entramos en moto y andamos entre las tumbas hasta llegar a una
zona de lápidas precarias y pastizales crecidos. Ahí bajamos. Bienvenido camina
entre pequeñas cruces blancas y algunas florecillas silvestres. Voy detrás. En un
montículo de cemento gris, sin nombre, sin flores, está enterrado Marcos Abraham
Villavicencio. Apoyo una mano en el cemento. Hay un sol tremendo pero el
cemento está frío. No practico ningún culto pero por algún motivo pido a
Bienvenido que haga una oración. Él se arrodilla, baja la cabeza, cierra los ojos.
Ora.
–Amén.
Terminado todo me persigno como si diera las gracias, y cuando me pongo de pie
siento un puntazo hondo en un dedo. Grito. Algo grande me picó, pero levanto el
pie y no veo nada.
–¿Fue una hormiga? –pregunto, mirándome el dedo.
–Fue una hormiga –opina Robin, que está con nosotros.
–Es Abraham –dice Bienvenido, y sonríe.
Entonces pienso en Abraham como una hormiga –una hormiga rabiosa– y
entiendo que esa es una buena metáfora. Y sonrío también.
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
New York, ciudad de cosas inadvertidas
Gay Talese
Nueva York es una ciudad de cosas inadvertidas. Es una ciudad de gatos que
dormitan debajo de los coches aparcados, de dos armadillos de piedra que trepan
la catedral de San Patricio y de millares de hormigas que reptan por la azotea del
Empire State. Las hormigas probablemente fueron llevadas hasta allí por el viento
o las aves, pero nadie está seguro; nadie en Nueva York sabe más sobre esas
hormigas que sobre el mendigo que toma taxis para ir hasta el barrio del Bowery,
o el atildado caballero que hurga en los cubos de la basura dela Sexta Avenida, o
la médium de los alrededores de la calle 70 Oeste que afirma: “Soy clarividente,
clariaudiente y clarisensual”.
Nueva York es una ciudad para los excéntricos y una fuente de datos curiosos. Los
neoyorquinos parpadean veintiocho veces por minuto, pero cuarenta si están
tensos. La mayoría de quienes comen palomitas de maíz en el Yankee Stadium
deja de masticar por un instante antes del lanzamiento. Los mascadores de chicle
en las escaleras mecánicas de Macy’s dejan de mascar por un instante antes de
apearse: se concentran en el último peldaño. Monedas, clips, bolígrafos y carteritas
de niña son encontrados por los trabajadores que limpian el estanque de los leones
marinos en el zoológico del Bronx.
Los neoyorquinos se tragan cada día 460.000 galones de cerveza, devoran
3.500.000 libras de carne y se pasan por los dientes 34 kilómetros de seda dental.
Todos los días mueren en Nueva York unas 250 personas, nacen 460 y 150.000
deambulan por la ciudad con ojos de vidrio o plástico.
Un portero de Park Avenue tiene fragmentos de tres balas en la cabeza,
enquistadas allí desde la Primera Guerra Mundial. Varias jovencitas gitanas,
influenciadas por la televisión y la educación, escapan de sus casas porque no
quieren terminar ejerciendo de adivinas. Cada mes se despachan cien mil libras de
pelo a Louis Feder, en el 545 dela Quinta Avenida, donde se elaboran pelucas
rubias con cabellos de mujeres alemanas, pelucas castañas con cabellos de
francesas e italianas, pero ninguna con cabellos de norteamericanas, ya que son,
según el señor Feder, endebles por los frecuentes enjuagues y champús.
Entre los hombres mejor informados de Nueva York están los ascensoristas, que
rara vez conversan porque siempre están a la escucha; igual que los porteros. El
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
portero del restaurante Sardi’s oye los comentarios sobre algún estreno que hacen
los asistentes cuando salen de la función. Oye con atención. Pone cuidado. A diez
minutos de caer el telón ya te podrá decir qué espectáculos van a fracasar y cuáles
serán un éxito.
Al caer la noche en Broadway un gran Rolls-Royce de 1948 oscuro se detiene y
salta afuera una dama diminuta armada de una Biblia y un letrero que dice: “Los
Condenados habrán de Perecer”. Se planta entonces en la esquina y vocifera a las
multitudes pecadoras de Broadway hasta las 3 a.m., cuando el Rolls-Royce y su
chófer la recogen para llevarla e regreso a Westchester.
A esas horas la Quinta Avenida está vacía, a excepción de unos cuantos insomnes
de paseo, algún que otro taxista que circula y un grupo de sofisticadas féminas
que pasan noche y día en las vitrinas de las tiendas, exhibiendo sus frías y
perfectas sonrisas…, sonrisas conformadas por labios de arcilla, ojos de vidrio y
mejillas cuyos rubores durarán hasta que la pintura se desgaste. Como centinelas,
forman fila a lo largo dela Quinta Avenida: maniquíes que escrutan la calle
silenciosa con sus cabezas ladeadas, sus puntiagudos pies y sus largos dedos de
goma, que esperan cigarrillos que nunca llegarán. A las cuatro de la madrugada
algunas de esas vitrinas se convierten en un extraño reino de las hadas, de diosas
larguiruchas paralizadas todas en el momento de apurarse a la fiesta, de
zambullirse en la piscina, de deslizarse hacia el cielo en un ondulante negligé azul.
Aunque esta loca ilusión se debe en parte a la imaginación desbocada, también
debe algo a la increíble habilidad de los fabricantes de maniquíes, quienes los han
dotado de algunos rasgos individuales, atendiendo a la teoría de que no hay dos
mujeres, ni siquiera de plástico o yeso, completamente iguales. Por tal razón, las
muñecas de Peck & Peck se elaboran para que luzcan jóvenes y pulidas,
mientras que en Lord & Taylor parecen más sabias y curtidas. En Saks son
recatadas y maduras, mientras que en Bergdorf ’s irradian una elegancia
intemporal y una muda riqueza. Las siluetas de los maniquíes dela Quinta
Avenida han sido modeladas a partir de algunas de las mujeres más atractivas del
mundo. Mujeres como Susy Parker, que posó para los maniquíes de Best &
Co., y Brigitte Bardot, que inspiró algunos de los de Saks. El empeño de hacer
maniquíes cuasi humanos y dotarlos de curvas es quizás responsable de la
bastante extraña fascinación que tantos neoyorquinos sienten por estas vírgenes
sintéticas. A ello se debe que algunos decoradores de vitrinas hablen
frecuentemente con los maniquíes y les pongan apodos cariñosos, y que los
maniquíes desnudos en un escaparate inevitablemente atraigan a los hombres,
106
DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
indignen a las mujeres y sean prohibidos en Nueva York. A ello se debe que
algunos maniquíes sean asaltados por pervertidos y que una esbelta maniquí de
una tienda de White Plains fuera descubierta no hace mucho en el sótano con la
ropa rasgada, el maquillaje corrido y el cuerpo con señales de intento de violación.
Una noche la policía tendió una trampa y atrapó al asaltante, un hombrecito
tímido: el recadero.
***
Cuando el tráfico disminuye y casi todos duermen, en algunos vecindarios de
Nueva York empiezan a pulular los gatos. Se mueven con rapidez entre las
sombras de los edificios; los vigilantes, policías, recolectores de basura y demás
transeúntes nocturnos los avistan… no por mucho tiempo. La mayoría de ellos
merodea por los mercados de pescado, en Greenwich Village, y los vecindarios de
los lados Este y Oeste, donde abundan los cubos de la basura. No hay, sin
embargo, zona de la ciudad que no tenga sus animales callejeros, y los empleados
de los garajes de veinticuatro horas de áreas tan concurridas como la calle 54 han
llegado a contar hasta veinte de ellos cerca del teatro Ziegfeld por la mañana
temprano. Pelotones de gatos patrullan los muelles por la noche a la caza de ratas.
Los guardavías del metro han descubierto gatos que viven en la oscuridad. Parece
que nunca un tren los atropella, aunque a veces a algunos los liquida el tercer riel.
Unos veinticinco gatos viven veintitrés metros por debajo del ala oeste de la
terminal Grand Central, son alimentados por los trabajadores subterráneos y
nunca se aventuran a la luz del día.
Los vagabundos, independientes y autoaseados gatos de la calle llevan una vida
extrañamente diferente a la de los gatos mantenidos de casa o apartamento de
Nueva York. Casi todos están infestados de pulgas. A muchos los matan la comida
intoxicada, la intemperie y la desnutrición; su promedio de vida es de dos años,
mientras que el de los gatos caseros es de diez a doce años o más. Cada año la
Sociedad Americana para la Prevención de la Crueldad contra los Animales
(ASPCA) sacrifica unos 1.000 gatos callejeros neoyorquinos para los cuales no
encuentra hogar.
No es común el arribismo entre los gatos callejeros de Ciudad Gótica. Rara vez
adquieren por gusto una mejor dirección postal. Por lo común mueren en las
manzanas que los vieron nacer, aunque un pulgoso espécimen recogido por la
ASPCA fue adoptado por una mujer acaudalada: ahora vive en un lujoso
apartamento del lado Este y pasa el verano en la quinta de la dama en Long
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
Island. La Asociación Felina Americana una vez trasladó dos gatos callejeros a la
sede de las Naciones Unidas, tras haberse enterado de que los roedores habían
invadido los archivadores dela ONU.
—Los gatos se encargaron de ellos –dice Robert Lothar Kendell, presidente de la
sociedad–Y parecían contentos en la ONU. Uno de ellos dormía en un diccionario
de chino.
En cada barrio de Nueva York los gatos golfos están bajo el dominio de un “jefe”:
el macho más grande y fuerte. Pero, salvo por el jefe, no hay mucha organización
en la sociedad del gato callejero. Dentro de esa sociedad hay, no obstante, tres
“tipos” de gatos: los salvajes, los bohemios y los de media jornada en tienda (o
restaurante).
Los gatos salvajes dependen, en cuestión de comida, de la ocasional tapa suelta del
cubo de la basura, o de las ratas, y poco o nada quieren tener que ver con la gente,
así sea con quienes los alimentan. Éstos, los más desaliñados, tienen una mirada
perturbada, una expresión demente y ojos muy abiertos, y en general rondan por
los muelles.
El bohemio, por su parte, es más dócil. No huye de la gente. Con frecuencia recibe
en la calle alimentación diaria de manos de sensibles amantes de los gatos (casi
siempre mujeres) que los llaman “niñitos”, “angelitos” o “queridos” y se indignan
cuando los objetos de su caridad son tildados de “gatos de callejón”. Tan
puntuales suelen ser los bohemios a la hora de comer, que un amante de los gatos
ha propuesto la teoría de que saben la hora. Puso el ejemplo de una gata gris que
aparece cinco días a la semana a las cinco y media en punto en un edificio de
oficinas en Broadway con la calle 17, cuyos ascensoristas le dan comida. Pero la
minina nunca cae por allí los sábados y domingos: como si supiera que la gente no
trabaja en esos días.
El gato de media jornada en tienda (o restaurante), a menudo un bohemio
reformado, come bien y espanta a los roedores, pero acostumbra usar la tienda a
manera de hotel y prefiere pasar las noches vagando por las calles. Pese a tan
generoso esquema laboral, reclama la mayoría de los privilegios de una raza
emparentada (el gato de tienda de tiempo completo o sin pizca de callejero),
incluido el derecho a dormir en la vitrina. Un bohemio reformado de un
delicatessen de la calle Bleecker se agazapa detrás de la puerta y ahuyenta a los
otros bohemios que mendigan bocados.
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
A propósito, el número de gatos de tiempo completo ha disminuido en gran
medida desde el ocaso de la pequeña tienda de ultramarinos y el surgimiento de
los supermercados en Nueva York. Con el perfeccionamiento de los métodos de
prevención contra ratas, mejores empaquetados y mejores condiciones sanitarias,
almacenes de cadena como a&p rara vez tienen un gato de tiempo completo.
En los muelles, sin embargo, la gran necesidad de gatos sigue vigente. Una vez un
estibador alérgico a los gatos los envenenó a todos. En cuestión de un día había
ratas por todas partes. Cada vez que los hombres se giraban a mirar, veían ratas
sobre los embalajes. Y en el muelle 95 las ratas empezaron a robar los almuerzos
de los estibadores, e incluso a atacarlos. De modo que hubo que reclutar gatos
callejeros de las zonas vecinas, y ahora el grueso de las ratas está bajo control.
—Pero los gatos no duermen mucho por aquí –decía un estibador–. No pueden.
Las ratas acabarían con ellos. Hemos tenido casos en los que la rata ha destrozado
al gato. Pero no pasa con frecuencia. Esas ratas del puerto son unas miserables
desgraciadas.
***
A las 5 de la mañana Manhattan es una ciudad de trompetistas cansados y
cantineros que regresan a casa. Las palomas se apropian de Park Avenue, y se
pavonean sin rivales en medio de la calle. Ésta es la hora más serena de
Manhattan. Casi todos los personajes nocturnos se han perdido de vista, pero los
diurnos no aparecen aún. Los camioneros y taxistas ya están despabilados, pero
no perturban el ambiente. No perturban el desierto Rockefeller Center, ni a los
inmóviles vigilantes nocturnos del mercado de pescado de Fulton, ni al gasolinero
que duerme al lado del restaurante Sloppy Louie’s con la radio encendida.
A las 5 de la mañana los asiduos de Broadway se han ido a casa o a un café
nocturno, en donde, bajo el relumbrón de luz, se les ven las patillas y el desgaste.
Y en la calle 51 se encuentra estacionado un automóvil de la prensa radiofónica,
con un fotógrafo que no tiene nada que hacer. Así que simplemente se pasa allí
sentado unas cuantas noches, atisba por el parabrisas y no tarda en volverse un
sagaz observador de la vida después de medianoche.
—A la una de la mañana –dice–, Broadway se llena de avispados y de
muchachitos que salen del hotel Astor vestidos de esmoquin, muchachitos que
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
van a los bailes en los coches de sus padres. También se ven señoras de la limpieza
que vuelven a sus casas, siempre con la pañoleta puesta. A las dos, algunos
bebedores empiezan a perder la compostura, y ésta es la hora de las peleas de
cantina. A las tres, termina la última función en los night-clubs y la mayoría de los
turistas y compradores forasteros están de vuelta en sus hoteles. A las cuatro,
cuando cierran los bares, se ve salir a los borrachos…, así como a los chulos y las
prostitutas que se aprovechan de los borrachos. A las cinco, sin embargo, casi todo
está en calma. Nueva York es una ciudad completamente distinta a las cinco de la
mañana.
A las seis de la mañana los empleados madrugadores comienzan a brotar de los
trenes subterráneos. El tráfico empieza a fluir por Broadway como un río. Y la
señora Mary Woody salta de la cama, se apresura a su oficina y telefonea a
docenas de adormilados neoyorquinos para decirles con voz alegre, rara vez
apreciada: “Buenos días. Hora de levantarse”. Durante veinte años, como
operadora del servicio despertador de Western Union, la señora Woody ha sacado
a millones de la cama.
A las7 a.m. un hombrecillo colorado y robusto, muy parisino en una boina azul y
un suéter de cuello alto, recorre a paso rápido Park Avenue, visitando a sus
adineradas amigas: se asegura de darle a cada cual un enérgico masaje antes del
desayuno. Los uniformados porteros lo saludan con afecto y lo llaman “Biz” o
“Mac”, puesto que se trata de Biz Mackey, masseur extraordinaire para las damas.
Míster Mackey es brioso y muy derecho y lleva siempre un bolso de cuero negro
con los linimentos, cremas y toallas de su oficio. Sube en el ascensor, media hora
después está abajo otra vez, y de nuevo a casa de otra dama: una cantante de
ópera, una actriz de cine, una teniente de la policía.
Biz Mackey, antiguo boxeador de los pesos pluma, empezó a sobar de manera
correcta a las mujeres en París, allá en los años veinte. Habiendo perdido una
pelea durante una gira por Europa, decidió dejarlo ahí. Un amigo le sugirió que
acudiera a una escuela para masajistas, y seis meses después tuvo a su primera
clienta: Claire Luce, actriz que por entonces era la estrella del Folies-Bergère. Ella
quedó satisfecha y le mandó otras clientas: Pearl White, Mary Pickford y una
rolliza soprano wagneriana. Se precisó dela Segunda GuerraMundial para sacar a
Biz de París.
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
De regreso en Manhattan la clientela europea siguió empleándolo cuando venía
por aquí; y si bien es cierto que él ya frisa los setenta, todavía no afloja. Biz trata a
unas siete mujeres por día. Sus dedos musculosos y sus brazos gruesos poseen un
toque milagrosamente relajante. Es discreto y, por eso, el preferido de las damas
de Nueva York. Las visita en sus apartamentos y tiene llaves de sus alcobas: es a
menudo el primer hombre que ven por la mañana, y lo esperan tendidas en la
cama. Nunca revela los nombres de sus clientas, pero la mayoría tiene sus años y
son ricas.
—Las mujeres no quieren que otras mujeres sepan de sus asuntos –explica Biz–.
Ya sabes cómo son –agrega como al descuido, sin dejar duda de que él sí lo sabe.
Los porteros con los que Biz se cruza en las mañanas tienden a ser un servicial y
siempre elocuente grupo de diplomáticos de acera, entre cuyas amistades se
cuentan algunos de los hombres más poderosos de Manhattan, algunas de las
mujeres más hermosas y algunos de los poodles más estirados. La mayoría de las
veces los porteros son corpulentos, tienen un aspecto vagamente gótico y los ojos
lo bastante aguzados como para detectar una buena propina a una manzana de
distancia en el día más oscuro del año.
Ciertos porteros del lado Este son orgullosos como un noble, y sus uniformes,
festoneados con recargo, parecen salidos de la misma sastrería que atiende al
mariscal Tito. Casi todos los porteros de hotel son estupendos para la charla
intrascendente, la grandilocuente y la impertinente, para recordar apellidos y
evaluar equipajes de cuero. (Saben calcular la riqueza de un huésped más por el
equipaje que por la ropa que lleva.)
Hoy en Manhattan hay 650 porteros de torres de apartamentos, 325 de hoteles
(catorce en el Waldorf Astoria) y un número desconocido pero formidable de
porteros de teatro y de restaurante, porteros de night-club, porteros voceadores y
porteros sin puerta.
Los porteros sin puerta, que son vagabundos sin antecedentes penales,
usualmente carecen de uniforme (pero no de sombreros alquilados) y merodean
por las calles abriendo puertas cuando el tráfico se embotella, en las noches de
ópera, de conciertos, de peleas por un título y de convenciones. Christos
Efthimiou, portero del Brass Rail, dice que los porteros sin puerta saben cuándo
está libre (lunes y martes) y que en esos días trabajan free lance desde su sitio enla
Séptima Avenidacon la calle 49.
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Los porteros voceadores, que a veces lucen uniformes alquilados (pero son dueños
del sombrero), se apostan enfrente de los clubes de jazz con programas de
espectáculos, como los que bordean la calle 51. Además de abrir puertas y de
enlazar taxistas, los porteros voceadores bien pueden susurrarle suave pero
claramente al peatón que pasa: “¡Psss! ¡Sin pagar el puesto: chicas adentro… la
nueva reina de Alaska!”.
Aunque en la ciudad son pocos los porteros que no juren por las buenas o por las
malas que les pagan mal y que son menospreciados, muchos porteros de hotel
reconocen que en ciertas semanas buenas, las de lluvia, se han hecho cerca de 200
dólares con las meras propinas. (Más gente pide taxis cuando llueve y los porteros
que suministran paraguas y taxis rara vez se quedan sin propina.)
***
Cuando llueve en Manhattan el tráfico de automóviles es lento, las citas se
incumplen y en los vestíbulos de los hoteles la gente se arrellana detrás de un
periódico o da vueltas por ahí sin tener dónde sentarse, con quién hablar, nada
qué hacer. Se hace más difícil conseguir un taxi; los grandes almacenes reducen
sus ventas entre un 15 y un 25 por ciento, y los monos del zoo del Bronx, sin
público, se encorvan malhumorados en sus jaulas, con más cara de aburridos que
los desocupados de los hoteles.
Aunque algunos neoyorquinos se ponen taciturnos con la lluvia, otros la prefieren.
Les gusta caminar bajo ella y sostienen que en los días lluviosos los edificios de la
ciudad parecen más limpios…, bañados de una cierta opalescencia, como un
cuadro de Monet. Hay menos suicidios en Nueva York cuando llueve; pero
cuando el sol brilla y los neoyorquinos parecen felices, el deprimido se hunde más
en su depresión y el hospital Bellevue recibe más casos de intentos de suicidio.
En fin, un día lluvioso en Nueva York es un día resplandeciente para los
vendedores de paraguas y gabardinas, las chicas de los guardarropas, los botones
y el personal de la oficina del Consulado General Británico, donde dicen que la
lluvia les recuerda la patria. La firma Consolidated Edison informa que los
neoyorquinos consumen 120.000 dólares más en electricidad que en los días
despejados; las rayas de los pantalones se deterioran con la lluvia, y en la
lavandería Norton Cleaners, en la calle 45, se plancha un promedio de 125
pantalones extras en días como ésos.
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La lluvia les estropea el rímel de los ojos a las modelos que no consiguen un taxi; y
la lluvia significa un día solitario para los sargentos de reclutamiento, los
manifestantes, los limpiabotas y los ladrones de Times Square, que tienden todos a
perder el entusiasmo cuando se mojan.
***
Todas las mañanas, pasadas las 7.30, cuando la mayoría de los neoyorquinos sigue
aún sumida en un cegajoso duermevela, cientos de personas hacen fila en la
calle42 ala espera de que abran los diez cines ubicados casi hombro a hombro
entre Times Square yla Octava Avenida.
¿Quiénes son los que van al cine a las8 a.m.? Son los vigilantes nocturnos del
centro, los pelagatos, los que no pueden dormir, los que no pueden ir a casa o los
que no tienen casa. Son los camioneros, los homosexuales, los polizontes, los
gacetilleros, las sirvientas y los empleados de un restaurante que han trabajado
toda la noche. Son también los alcohólicos, que esperan hasta las ocho para pagar
cuarenta centavos por un asiento blando y algo de sueño en un teatro fresco,
oscuro y cargado de humo.
Con todo, al margen de estar llenos de humo, cada Uno de los teatros de Times
Square carece de o posee una característica especial que lo define. En el teatro
Victoria uno sólo se topa películas de terror, mientras que en el teatro Times
Square sólo presentan películas de vaqueros. Hay películas de estreno por
cuarenta y cinco centavos en el Lyric, en tanto que en el Selwyn hay siempre cintas
viejas por treinta y cinco. Tanto en el Liberty como en el Empire hay reestrenos, y
en el Apollo sólo proyectan filmes extranjeros. Los filmes extranjeros han venido
haciendo dinero en el Apollo desde hace veinte años, cosa que William Brandt,
uno de los propietarios, no alcanzaba a entender.
—Así que un día fui a investigar al sitio –dice él– y vi a la entrada gente que
conversaba con las manos. Me di cuenta de que eran casi todos sordomudos. Son
asiduos del Apollo porque pueden leer los subtítulos que vienen con las películas
extranjeras. El Apollo probablemente tiene el mayor público sordomudo del
mundo.
***
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
Nueva York es una ciudad con 8.485 operadoras telefónicas, 1.364 repartidores de
telegramas dela Western Uniony 112 mensajeros de casas periodísticas. La
hinchada beisbolera promedio en el estadio de los Yankees gasta unos diez
galones de jabón líquido por partido: récord extraoficial de limpieza de las
grandes ligas. Este estadio también ostenta el mayor número de acomodadores de
la liga (360), de barrenderos (72) y de baños para hombres (34).
En Nueva York hay 500 médiums, clasificados desde el semitrance hasta el trance
y el trance profundo. La mayoría vive en las calles setentas, ochentas y noventas
del Oeste de Nueva York, y en los domingos algunas de estas manzanas se
comunican con los muertos, vibran al clamor de trompetas y solucionan todo tipo
de problemas.
En Nueva York la Lencería de la Quinta Avenida está situada en la Avenida
Madison, la Tienda de Mascotas Madison queda en la Avenida Lexington, la
Floristería ParkAvenue está enla Avenida Madison y la Lavandería A Mano
Lexington está en la Tercera Avenida. Nueva York alberga 120 tiendas de ropa y
muebles usados, y es allí donde el hermano del obispo [Bishop] Sheen, el doctor
Sheen, comparte una oficina con un tal doctor Bishop.
Dentro de una típica y apacible fachada de piedra rojiza sobrela Avenida
Lexington, en la esquina de la calle 82, un boticario llamado Frederick D. Lascoff
lleva años vendiendo sanguijuelas a boxeadores maltrechos, aceite de calamento a
cazadores de leones y millares de pócimas extrañas a personas en lugares exóticos
de todo el mundo.
Dentro de una lóbrega factoría del lado Oeste, todos los meses una larga cinta de
cartulina verde sube y baja arrastrándose como un reptil interminable por una
prensa de imprenta que la pica en miles de enojosos trocitos. Cada trocito fue
ideado para encajar en el bolsillo de un policía, decorar el parabrisas de un coche
aparcado ilegalmente y despojar a un conductor de quince dólares. Unas 500.000
multas de quince dólares se imprimen cada año para la policía de Nueva York en
la calle 19 Oeste, enla May Tagand Label Corporation, cuyos empleados a veces
ven el fruto de su trabajo volver como un bumerán sobre sus propios parabrisas.
Nueva York es una ciudad de 200 vendedores de castañas, 300.000 palomas y 600
estatuas y monumentos. Cuando la estatua ecuestre de un general alza del suelo
los dos cascos delanteros, quiere decir que el general murió en combate; si levanta
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
uno, murió de heridas recibidas en combate; si los cuatro cascos pisan el suelo, el
general probablemente murió en cama.
***
En Nueva York, desde el amanecer hasta el ocaso y de nuevo al amanecer, día tras
día, se escucha el incesante y sordo ruido de las llantas sobre la plancha de
hormigón del puente George Washington. El puente nunca está completamente
quieto. Tiembla con el tráfico. Se mueve con el viento. Sus enormes venas de acero
se hinchan al calentarse y se contraen al enfriarse; con frecuencia la plancha se
acerca al río Hudson, unos tres metros más en verano que en invierno. Esta
estructura, poco menos que inquieta y de grácil belleza, oculta, como una
seductora irresistible, algunos de sus secretos a los románticos que la contemplan,
los escapistas que saltan desde ella, la chica regordeta que recorre pesadamente su
distancia de mil setenta metros buscando bajar de peso y los cien mil
automovilistas que cada día la cruzan, se estrellan contra ella, le esquilman el
peaje, se atascan encima.
Pocos de los neoyorquinos y turistas que lo cruzan a toda velocidad se percatan de
los obreros que,186 metrosmás arriba, utilizan los ascensores dentro de sus dos
torres gemelas; y pocas personas saben que algunos borrachitos errabundos de
cuando en cuando lo escalan despreocupadamente hasta la cima y allí se echan a
dormir. Por las mañanas se quedan petrificados y tienen que bajarlos brigadas de
emergencia.
Pocas personas saben que el puente fue construido en un área por la que
antiguamente trashumaban los indios, en la cual se libraron batallas y en cuyas
riberas, en los primeros tiempos coloniales, se llevaba a la horca a los piratas a
modo de advertencia para otros marinos aventureros. El puente hoy se levanta en
el lugar donde las tropas de George Washington retrocedieron ante los invasores
británicos que más adelante capturarían Fort Lee, en Nueva Jersey, quienes
encontraron las ollas en el fuego, el cañón abandonado y un reguero de ropa por el
camino de retirada de la guarnición de Washington.
La calzada del puente George Washington descuella30 metrospor encima del
pequeño faro rojo que se quedó obsoleto cuando se erigió el puente en 1931; el
acceso por el lado de Jersey queda a tres kilómetros de donde el mafioso Albert
Anastasia vivía tras un muro alto y custodiado por perros dóberman pinschers; el
peaje de Jersey queda a seis metros de donde un conductor sin licencia intentó
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
pasar con cuatro elefantes en un remolque; y lo hubiera logrado si uno de ellos no
se hubiera caído. La plancha superior está a67 metrosdel sitio hasta donde una vez
trepó un guardia dela Autoridad Portuariapara decirle a un suicida en ciernes:
“Óigame bien, so hp: si no se baja, lo bajo a tiros”, y el hombre descendió en un
dos por tres.
Día y noche los guardias se mantienen alerta. Tienen que estarlo. En cualquier
momento puede ocurrir un accidente, una avería o un suicidio. Desde 1931 han
saltado del puente cien personas. A más del doble se les ha impedido hacerlo. Los
saltadores de puentes decididos a suicidarse obran rápida y silenciosamente. Junto
a la calzada dejan automóviles, chaquetas, gafas y a veces una nota que dice
“Cargo con la culpa de todo” o “No quiero vivir más”.
***
Un solitario comprador que no era de la ciudad y que se había tomado unas copas
se registró una noche en un hotel de Broadway cerca de la calle 64, fue a la cama y
despertó en medio de la noche para presenciar una escena pavorosa. Vio pasar,
flotando por la ventana, la imagen resplandeciente dela Estatuadela Libertad.
Se imaginó que lo habían drogado para reclutarlo y que navegaba frente a Liberty
Island con rumbo a una calamidad segura en alta mar. Pero luego, mirándolo
mejor, cayó en la cuenta de que en realidad veía la segunda Estatua dela
Libertadde Nueva York: la estatua anónima y casi inadvertida que se yergue en el
techo del depósito Liberty-Pac en el 43 de la calle 64 Oeste.
Esta aceptable copia, construida en 1902 por encargo de William H. Flattau, un
patriótico propietario de bodegas, se eleva diecisiete metros sobre el pedestal,
pocos en comparación con los46 metrosde la estatua de Bartholdi en Liberty
Island. Esta más menuda Libertad también tenía una antorcha encendida, una
escalera espiral y un boquete en la cabeza por el cual se divisaba Broadway. Pero
en 1912 la escalera se descacharró, la tea se apagó en una tormenta y a los
escolares se les prohibió corretear de arriba abajo en su interior. El señor Flattau
murió en 1931 y con él se fue mucha de la información sobre la historia de esta
estatua.
De vez en cuando, sin embargo, los empleados del depósito y los vecinos
responden las preguntas de los turistas acerca de la estatua.
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
—La gente por lo general se arrima y dice: “Eh, ¿qué hace eso allá arriba?” –cuenta
el vigilante de un aparcamiento al otro lado de la calle–. El otro día un tejano
detuvo su coche, miró hacia arriba y dijo: “Yo pensaba que la estatua debía estar
en el agua, en otra parte”. Pero algunos están de veras interesados en la estatua y
le sacan fotos. Considero un privilegio trabajar al pie de ella, y cuando vienen los
turistas siempre les recuerdo que ésta es “la segunda Estatua dela Libertadmás
grande del mundo”.
Pero la mayoría de los vecinos no le presta atención a la estatua. Las adivinas
gitanas que trabajan al costado derecho no lo hacen; los asiduos de la taberna que
hay debajo, tampoco; ni quienes sorben la sopa en el restaurante Bickford al otro
lado de la calle. David Zickerman, taxista de Nueva York (taxi núm. 2865), ha
pasado zumbando por la estatua centenares de veces y no sabe que existe.
—¿Quién demonios mira hacia arriba en esta ciudad? –pregunta.
Por varias décadas la estatua ha sostenido una antorcha apagada sobre este
vecindario de jugadores de punchball, cocineros de comidas rápidas y vigilantes
de bodega; sobre botones de magras propinas y policías y travestis de tacones
altos, quienes pasada la medianoche emergen de sus paredes por las escaleras de
incendios para ir a pasearse por esta ciudad de acaso demasiada libertad.
***
Nueva York es una ciudad de movimiento. Los artistas y los beatniks viven en
Greenwich Village, que fue habitada primero por los negros. Los negros viven en
Harlem, donde solían vivir judíos y alemanes. La riqueza se ha trasladado del lado
Oeste al Este. Los puertorriqueños se hacinan por todas partes. Sólo los chinos son
estables en su enclave en torno al antiguo recodo de la calle Doyer.
Algunos prefieren recordar a Nueva York en la sonrisa e una azafata del
aeropuerto deLa Guardia, o en la paciencia de un vendedor de zapatos dela
Quinta Avenida; para otros, la ciudad representa el olor a ajo en la parte trasera de
una iglesia de la calle Mulberry, o un trozo de “territorio” que se pelean las
pandillas juveniles, o un lote en compraventa por la inmobiliaria Zeckendorf.
Pero por fuera de las guías de la ciudad de Nueva York y la cámara de comercio,
Nueva York no es ningún festival de verano. Para la mayoría de los neoyorquinos
es un lugar de trabajo duro, de demasiados coches, de demasiada gente. Muchas
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de esas personas son anónimas, como los conductores de bus, las criadas por días
y esos repulsivos pornógrafos que suben los precios que aparecen en los anuncios
de publicidad sin que nunca los cojan. Parecería que muchos neoyorquinos sólo
tienen un nombre, como los barberos, los porteros, los limpiabotas. Algunos
neoyorquinos transitan por la vida con el nombre incorrecto, como Jimmy
Panecillos [Jimmy Buns], que vive en frente del cuartel general de la policía en
Centre Street. Cuando Jimmy Panecillos, cuyo verdadero apellido es Mancuso, era
un chico, los policías le gritaban del otro lado de la calle: “Oye, chico, ¿qué tal si
vas a la esquina y nos traes café y unos panecillos?”. Jimmy siempre hacía el favor,
y no tardaron en llamarlo Jimmy Panecillos o simplemente “Eh, Panecillos”.
Ahora Jimmy es un señor mayor, canoso, con una hija que se llama Jeannie. Pero
Jeannie nunca tuvo apellido de soltera: todos la llaman “Jeannie Panecillos”.
Nueva York es la ciudad de Jim Torpey, quien desde 1928 arma los titulares de
prensa del letrero eléctrico que rodea Times Square, sin gastar nunca una bombilla
de su bolsillo; y de George Bannan, cronometrador oficial del Madison Square
Garden, quien ha aguantado como un reloj de pie siete mil peleas de boxeo y ha
tocado la campana dos millones de veces. Es la ciudad de Michael McPadden,
quien se sienta detrás de un micrófono en una caseta del metro cerca de Times
Square y grita en una voz que oscila entre la futilidad y la frustración: “Cuidado al
bajar, por favor, cuidado al bajar”. Imparte este consejo 500 veces cada día y en
ocasiones quisiera improvisar. Pero rara vez lo intenta. Desde hace tiempo está
convencido de que la suya es una voz desatendida en el bullicio de puertas que
golpean y cuerpos que se estrujan; y antes de que se le ocurra algo ingenioso para
decir, llega otro tren dela Grand Centraly el señor McPadden tiene que decir (¡una
vez más!): “Cuidado al bajar, por favor, cuidado al bajar”.
Cuando comienza a oscurecer en Nueva York y los compradores salen de Macy’s,
se escucha el trotecito de diez dóberman pinschers que recorren los pasillos
olfateando en busca de algún pillastre oculto detrás de un mostrador o al acecho
entre las ropas de un perchero. Peinan los veinte pisos de la gran tienda y están
entrenados para subir escaleras de mano, saltar por las ventanas, brincar sobre los
obstáculos y ladrarle a cualquier cosa extraña: un radiador que gotea, un tubo de
vapor roto, humo, un ladrón. Si el ladrón tratara de escaparse, los perros lo
alcanzarían fácilmente, metiéndosele entre las piernas para derribarlo. Sus
ladridos han alertado a los vigilantes de Macy’s sobre peligros menores pero
nunca sobre un ladrón: ninguno se ha atrevido a quedarse en la tienda después
del cierre desde que los perros llegaron en 1952.
118
DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
***
Nueva York es una ciudad en la que unos halcones grandes que suelen anidar en
los riscos hincan las garras en los rascacielos y se precipitan de vez en cuando para
atrapar una paloma en Central Park, o Wall Street, o el río Hudson. Los
observadores de pájaros han visto a estos halcones peregrinos circular
perezosamente sobre la ciudad. Los han visto posarse en los altos edificios, e
incluso en los alrededores de Times Square.
Una docena de estos halcones, que llegan a tener una envergadura de noventa
centímetros, patrulla la ciudad. Han pasado zumbando al lado de las mujeres en la
terraza del hotel St. Regis, han atacado a los hombres de la reparación sobre las
chimeneas y, en agosto de 1947, dos halcones asaltaron a unas damas residentes en
el patio de recreo del Hogar del Gremio Judío de Ciegos de Nueva York. Los
trabajadores de mantenimiento en la iglesia de Riverside han visto a los halcones
cenar palomas en el campanario. Los halcones permanecen allí un corto rato.
Luego emprenden el vuelo hacia el río, dejando las cabezas de las palomas para
que los trabajadores hagan la limpieza. Cuando regresan, los halcones entran
volando silenciosamente, inadvertidos, como los gatos, las hormigas, el portero de
las tres balas en la cabeza, el masajista de señoras y muchas de las otras raras
maravillas de esta ciudad sin tiempo.
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
El corazón en los huesos / El rastro en los huesos
Leila Guerriero
No es grande. Cuatro por cuatro apenas, y una ventana por la que entra una luz
grumosa, celeste. El techo es alto. Las paredes blancas, sin mucho esmero. El
cuarto -un departamento antiguo en pleno Once, un barrio popular y comercial de
la ciudad de Buenos Aires- es discreto: nadie llega aquí por equivocación. El piso
de madera está cubierto por diarios y, sobre los diarios, hay un suéter a rayas –
roto–, un zapato retorcido como una lengua negra –rígida–, algunas medias. Todo
lo demás son huesos.
Tibias y fémures, vértebras y cráneos, pelvis, mandíbulas, los dientes, costillas en
pedazos. Son las cuatro de la tarde de un jueves de noviembre. Patricia Bernardi
está parada en el vano de la puerta. Tiene los ojos grandes, el pelo corto. Toma un
fémur lacio y lo apoya sobre su muslo.
—Los huesos de mujer son gráciles.
Y es verdad: los huesos de mujer son gráciles.
***
Entre 1976 y diciembre de 1983 la dictadura militar en la Argentina secuestró y
ejecutó a miles de personas que fueron enterradas como NN en cementerios y
tumbas clandestinas. En mayo de 1984, ya en democracia, convocados por Abuelas
de Plaza de Mayo (una agrupación de mujeres que busca a sus nietos, hijos de sus
hijos desaparecidos durante la dictadura) siete miembros de la Asociación
Americana por el Avance de la Ciencia llegaron al país. Entre ellos, un
antropólogo forense –un especialista en la identificación de restos óseos: alguien
que puede leer allí los rastros de la vida y de la muerte- llamado Clyde Snow.
Nacido en 1928 en Texas, Snow tenía su prestigio: había identificado los restos de
Josef Mengele en Brasil. Por lo demás, bebía como un cosaco, fumaba habanos,
usaba sombrero texano, botas ídem y estaba habituado a vivir en un país donde
los criminales eran individuos que mataban a otros: no una máquina estatal que
tragaba personas y escupía sus huesos. En ese viaje –el primero de muchos- dio
una conferencia sobre ciencias forenses y desaparecidos en la ciudad de La Plata,
capital de la provincia de Buenos Aires, y la traductora, abrumada por la cantidad
de términos técnicos, renunció en la mitad. Entonces un hombre rubio, todo
120
DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
carisma, dijo yo puedo: yo sé inglés. Y así fue como Morris Tidball Binz, 26 años,
estudiante de Medicina y dueño de un inglés perfecto, se cruzó en la vida de
Clyde Snow.
Durante las semanas que siguieron Clyde Snow participó de algunas
exhumaciones a pedido de jueces y familiares de desaparecidos, siempre en
compañía de su nuevo traductor. En el mes de junio, cuando tuvo que exhumar
siete cuerpos de un cementerio del suburbio, decidió que iba a necesitar ayuda y
envió una carta al Colegio de Graduados en Antropología solicitando
colaboración. Pero no tuvo respuesta. Y fue entonces cuando Morris Tidball Binz
dijo “Yo tengo unos amigos”.
Los amigos de Morris eran uno: se llamaba Douglas Cairns, estudiaba
antropología en la Universidad de Buenos Aires, y esparció el mensaje -“Hay un
gringo que busca gente para exhumar restos de desaparecidos”- entre sus
compañeros de estudio.
Yo estoy habituada a desenterrar guanacos, no personas -dijo Patricia Bernardi, 27
años, estudiante de antropología, huérfana de padres, empleada en la empresa de
transporte de su tío.
—A mí los cementerios no me gustan –puede haber dicho Luis Fondebrider,
estudiante de primer año de antropología, empleado de una empresa de
fumigación de edificios.
—Yo nunca hice una exhumación –dijo Mercedes Doretti, estudiante avanzada de
antropología, fotógrafa y empleada de una biblioteca circulante.
Pero después pensaron que no perdían nada si iban a escuchar, y así fue como a
las siete de la tarde del 14 de junio de 1984, Patricia Bernardi, Mercedes Doretti,
Luis Fondebrider -y Douglas Cairns- se encontraron con Clyde Snow –y Morris
Tidball Binz- en un hotel del centro de Buenos Aires llamado Hotel Continental.
—Clyde nos pareció un tipo raro, pensábamos “Como toma este viejo, cómo
fuma” –dice Patricia Bernardi-. Nos invitó un trago, y cuando nos explicó lo que
quería hacer creí que se nos iba a ir el apetito. Pero después nos llevó a comer, y
nosotros éramos estudiantes, nunca habíamos ido a un restaurante elegante.
Comimos como bestias. Pero teníamos miedo. El país estaba muy inestable, y
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
pensábamos “Si acá vuelva a pasar algo, este gringo se va a su país, pero nosotros
nos tenemos que quedar”.
Esa noche se despidieron de Clyde Snow con la promesa de pensar y darle una
respuesta.
“Me sentí conmovido, pero no tenían experiencia -contaba Clyde Snow años
después al diario Página/12-. Les dije que el trabajo iba a ser sucio, deprimente y
peligroso. Y que además no había plata. Me dijeron que lo iban a discutir y que al
día siguiente me iban a dar una respuesta. Pensé que era una manera amable de
decirme “chau, gringo”. Pero al día siguiente estaban ahí”.
Al día siguiente estaban ahí.
—Decidimos que íbamos a probar con esa exhumación, y que después veíamos si
seguíamos con otras –dice Patricia Bernardi-. Nos encontramos temprano, en la
puerta del hotel, y nos llevaron al cementerio en los autos de la policía. Fue raro
subirnos a esa cosa. Y después nos íbamos a subir a esos autos tantas veces. Yo
nunca había estado en un enterratorio, pero con Clyde lo difícil pareció ser un
poco más fácil. El se tiraba con nosotros en la fosa, se ensuciaba con nosotros,
fumaba, comía dentro de la fosa. Fue un buen maestro en momentos difíciles,
porque una cosa es levantar huesos de guanaco o de lobos marinos y otra un
cráneo. Cuando empezaron a aparecer los restos, la ropa se me enganchaba en el
pincel, y yo preguntaba “¿Qué hago con la ropa?”. Y Clyde me miraba y me decía
“Seguí, seguí”. Ese día levantamos los restos, nos fuimos a la morgue, y resultó
que no eran los que buscábamos. Clyde se puso a discutir algo sobre la trayectoria
de un proyectil con el personal de la morgue. Nosotros no entendíamos nada.
Estaban los familiares ahí, y yo le dije al juez “Digalé que no son los restos, esta
gente ya pasó por mucho”. Cuando les dijo, el llanto de los familiares fue algo
que…Salimos de ahí a las tres de la mañana. Fue la exhumación más larga de mi
vida.
Pero siguieron tantas. Entre 1984 y 1989 Clyde Snow pasó más de veinte meses en
la Argentina, y en cada uno de sus viajes los estudiantes lo acompañaron a hacer
exhumaciones, internándose de a poco en las aguas de esa profesión que no tenía –
en el país- antecedentes ni prestigio.
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
—Nadie entendía lo que hacíamos. ¿Sepultureros especializados, médicos
forenses?- dirá Mercedes Doretti desde Nueva York-. La academia nos miraba de
reojo porque decían que no era un trabajo científico.
Con poco más de veinte años, empleados mal pagos de empleos absurdos,
estudiantes de una carrera que no los preparaba para un destino que de todos
modos no podían sospechar, pasaban los fines de semana en cementerios de
suburbio, cavando en la boca todavía fresca de las tumbas jóvenes bajo la mirada
de los familiares.
—La relación con los familiares de los desaparecidos la tuvimos desde el principio
–dirá Luis Fondebrider-. Teníamos la edad que tenían sus hijos al momento de
desaparecer y nos tenían un cariño muy especial. Y estaba el hecho de que
nosotros tocábamos a sus muertos. Tocar los muertos crea una relación especial
con la gente.
Como tenían miedo, iban siempre juntos. Y, como iban siempre juntos, empezaron
a llamarlos “el cardumen”. No hablaban con nadie acerca de lo que hacían y, para
hablar de lo que hacían, se reunían en casa de Patricia, de Mercedes.
—Todos soñábamos con huesos, esqueletos –dirá Luis Fondebrider- Nada
demasiado elaborado. Pero nos contábamos esas cosas entre nosotros.
—Todos teníamos pesadillas –dirá Mercedes Dorettí-. Un día me desperté a los
gritos, soñando con una bala que salía de una pistola y me desperté cuando la bala
estaba por impactarme en la cabeza. La sensación que tuve fue que me estaba
muriendo y pensaba “¿Cómo no me di cuenta que esto venía, cómo no me di
cuenta que me estoy muriendo inútilmente, cómo no me di cuenta que no tenía
que meterme acá?”.
En 1985 viajaron a la ciudad de Mar del Plata, a exhumar los restos de una
desaparecida, seguros como estaban de estar del lado de los buenos. Las Madres
de Plaza de Mayo, la agrupación de mujeres que busca a sus hijos desaparecidos,
los estaban esperando.
—Querían frenar la exhumación –dirá Mercedes Dorettí-. Decían que Snow era un
agente de la CIA y que el gobierno estaba tratando de tapar las cosas entregando
bolsas con huesos. Hubo insultos, fue duro. Ver que ellas, que eran nuestras
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
heroínas, estaban en contra fue muy fuerte. Finalmente, exhumamos, y después
nos fuimos a la playa. Nos sentamos ahí, mirando el mar, compungidos.
Ese mismo año, Clyde Snow declaró en el Juicio a las Juntas donde se juzgaba a los
militares que habían estado en el poder durante la dictadura, y proyectó una
diapositiva de esa exhumación en Mar del Plata: una mujer joven llamada Liliana
Pereyra, el cráneo pleno de balas.
“Lo que estamos haciendo –decía Snow en Página/12- va a impedir a futuros
revisionistas negar lo que realmente pasó. Cada vez que recuperamos un
esqueleto de una persona joven con un orificio de bala en la nuca, se hace más
difícil venir con argumentos”.
El tiempo pasó, consiguieron financiación, alguna beca, y cuando quedó claro que
quizás podrían vivir de eso, algunos abandonaron sus empleos. En 1987 se
inscribieron como asociación civil sin fines de lucro bajo el nombre de Equipo
Argentino de Antropología Forense con el objetivo de practicar “la antropología
forense aplicada a los casos de violencia de estado, violación de derechos
humanos, delitos de lesa humanidad”. Después se unieron al grupo Darío Olmo,
estudiante de arqueología, empleado municipal; Alejandro Incháurregui,
estudiante de antropología y vendedor de boletos en el hipódromo; Carlos
Somigliana (Maco), estudiante de antropología y derecho, ayudante de los fiscales
Moreno Ocampo y Strassera durante el Juicio a las Juntas; Silvana Turner,
estudiante de antropología social, y Anahí Ginarte, estudiante de antropología.
En 1988, cuando fueron convocados como peritos para excavar en el sector 134 del
cementerio de Avellaneda, un suburbio de Buenos Aires donde los militares
habían enterrado a cientos, pocos de ellos tenían más de 22.
La fosa de Avellaneda permaneció abierta dos años y sacaron de allí 336 cuerpos,
casi todos con heridas de bala en el cráneo, muchos todavía sin identificar.
***
El Equipo Argentino de Antropología Forense tiene sus oficinas en dos
departamentos idénticos, primer y segundo piso de un edificio antiguo de estilo
francés en el barrio de Once. Alrededor, vendedores ambulantes, autos, buses, los
peatones: la banda de sonido de una ciudad en uno de sus puntos álgidos. El
segundo piso no tiene nombre. El primer piso sí, y se llama Laboratorio. Por lo
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
demás, ambos tienen la misma cantidad de cuartos, los mismos baños, cocina al
fondo, y casi ninguna evidencia de vida privada. Los muebles son nuevos y viejos,
chicos y grandes, de maderas nobles y de fórmica. Hay un cuadro, un póster del
Metropolitan Museum, pero son cosas que llevan demasiado tiempo allí: cosas que
ya nadie ve. Hay pizarras, paneles de corcho con tarjetas de delivery y postales de
esqueletos bailando: las fiestas latinoamericanas de la muerte. En un alféizar hay
dos cactus pequeños y, en todas las paredes, una profusión de planos y de mapas.
Algunos, no todos, tienen marcas. Algunas de esas marcas, no todas, señalan los
centros clandestinos de detención: sitios de los que proviene el objeto que aquí se
estudia.
La oficina donde trabaja Luis Fondebrider está en el segundo piso. Él, Mercedes
Doretti y Patricia Bernardi son los únicos que quedan del grupo original: Douglas
Cairns sólo ayudó, al principio, en un par de exhumaciones; Morris Tidball Binz
marchó en 1990 a trabajar a la Cruz Roja y vive en Ginebra desde entonces. A fines
de los noventa se unieron otras personas –Miguel Nievas, Sofía Egaña, Mercedes
Salado- y, durante mucho tiempo, no fueron más de doce. Pero a principios del
nuevo siglo la posibilidad de aplicar la técnica de ADN a los huesos obligó a
muchas incorporaciones y ahora son 37. En todos estos años, el Equipo intervino
en más de treinta países, contratado por el Tribunal Criminal Internacional para la
ex Yugoslavia; la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de las
Naciones Unidas, las Comisiones de la Verdad de Filipinas, Perú, El Salvador y
Sudáfrica, las fiscalías de Etiopía, México, Colombia, Sudáfrica y Rumania, el
Comité Internacional de la Cruz Roja, la comisión presidencial para la búsqueda
de los restos del Che Guevara y la Comisión Bicomunal para los desaparecidos de
Chipre.
—Todos los salarios que recibimos por esas misiones internacionales van a un
fondo común – dice Luis Fondebrider-. No les cobramos a los familiares por lo que
hacemos. Nos sostenemos con la financiación de unos 20 donantes privados
europeos y norteamericanos y de algunos gobiernos europeos. No tenemos apoyo
de donantes privados ni asociaciones civiles argentinas. Las asociaciones civiles
apoyan eventos de Julio Boca, pero no proyectos como este.
Ocultos, discretos, cada tanto la identificación de alguien –en 1989 la de Marcelo
Gelman, el hijo de Juan Gelman, el poeta argentino radicado en México; en 1997 la
del Che Guevara, en Bolivia; en 2005 la de Azucena Villaflor, la fundadora de
Madres de Plaza de mayo, desaparecida en 1977- los empuja a la primera plana de
los diarios.
125
DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
—Pero para nosotros –dice Luis Fondebrider- todos son personas. El Che o Juan
Pérez. Cuando fue lo del hijo de Gelman, fuimos Morris, Alejandro y yo a Nueva
York, a recibir un premio de una fundación, y lo fuimos a ver a Gelman que vivía
allá para contarle que habíamos identificado a su hijo. A mí me resultó una figura
muy intimidante, serio, parco. Nos quedamos a dormir en su casa. El se quedó
toda la noche despierto, leyendo el expediente, y al otro día nos hizo millones de
preguntas. Fue raro. Yo nunca me había quedado a dormir en la casa de una
persona a la que hubiera ido a darle una noticia así.
—¿Podrías imaginarte sin hacer este trabajo?
—Si. No sé qué haría. Pero sí.
Todos dicen –dirán- lo mismo. Como si marcharan orgullosos hacia el único
futuro posible: la extinción.
***
En el piso inferior hay varios cuartos con mesas largas y angostas cubiertas por
papel verde. En la oficina donde suele trabajar Sofía Egaña cuando está en Buenos
Aires -36 años, llegada al Equipo en 1999 cuando le propusieron una misión en
Timor Oriental y ella dijo sí y se marchó dos años a una isla sin luz ni agua donde
el ejército indonesio, en 1991, había matado a 200.000- hay un escritorio, una
computadora.
Click y una foto se abre: un cráneo. Otro click: el cráneo y su orificio.
—Entró directo: una ejecución así, tuc, de atrás. ¿Tenemos dientes? ¿Cómo lucen
los dientes?
En dos días más, Sofía Egaña estará en Ciudad Juárez, donde el Equipo trabaja en
la identificación de cuerpos de mujeres no identificadas o de identificación dudosa
y, hasta entonces, debe resolver algunas cuestiones urgentes: tratar de vender la
casa donde vive, quizás pedir un préstamo bancario, quizás mudarse. En un panel
de corcho, a sus espaldas, hay una mariposa dibujada y una frase que dice Sofi te
quiero con caligrafía de sobrina infantil. Hay, también, una foto tomada durante
su estadía en Timor:
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
—Esos son mis caseros. Ellos me alquilaban la casa donde vivíamos. Cada tanto
me llaman, para saber cómo estoy. Como yo no tengo teléfono estable, tienen que
llamar a casa de mis padres. Hace más de once años que estoy viajando. No tengo
placard. Tengo dos maletas. Pero cuando se junta el hueso con la historia, todo
cobra sentido. Delante de los familiares soy la médica, el doctor. A llorar, me voy
atrás de los árboles. No te podés poner la llorar.
—¿Y con el tiempo uno no se acostumbra?
—No. Con el tiempo es peor.
Al final de un pasillo hay un cuarto oscuro, fresco, las paredes cubiertas por
estantes que trepan hasta el techo y, en los estantes, cajas de cartón de tamaño
discreto con la leyenda: Frutas y Hortalizas.
—Cada caja es una persona. Ahí guardamos los huesos. Todas están etiquetadas
con el nombre del cementerio, el número de lote.
Al frente, en dos o tres habitaciones luminosas, cinco mujeres jóvenes se inclinan
sobre las mesas cubiertas con papel. Sobre las mesas hay –claro- esqueletos.
***
El escritorio de Silvana Turner, en el piso superior, está rodeado de cajas que dicen
Kosovo, Togo, Sudáfrica, Timor, Paraguay: la ruta de las mejores masacres del
siglo que pasó. Silvana Turner lleva el pelo corto, el rostro limpio. Llegó al Equipo
en 1989.
—Si el familiar no tiene deseos de recuperar lo restos, no intervenimos. Nunca
hacemos algo que un familiar no quiera. Pero aún cuando es doloroso recibir la
noticia de una identificación, también es reparador. En otros ámbitos esto suele
hacerse como un trabajo más técnico. Es impensable que la persona que estudia los
restos haya hecho la entrevista con el familiar, haya ido a campo a recuperar los
restos, y se encargue de hacer la devolución. Nosotros hemos hecho eso siempre.
En todos estos años lograron 300 identificaciones con restitución de restos y cruzando datos, rastreando documentación- pudieron conocer y notificar el
destino de 300 personas más cuyos restos nunca fueron encontrados.
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
—Si yo tuviera que definir un sentimiento con respecto al trabajo es frustración.
Uno quisiera dar respuestas más rápido
A metros de aquí hay otro cuarto donde las cajas llevan el nombre de cementerios
argentinos: La Plata, San Martín, Ezpeleta, Lomas de Zamora, Ezeiza.
La tarea fue amplia. La obra puede ser interminable.
***
Llueve, pero adentro es seco, tibio. Es martes, pero es igual.
En una de las oficinas del Laboratorio habrá, durante días, un ataúd pequeño. Lo
llaman urna. En urnas como esas devuelven los huesos a sus dueños.
—¿Ves? –dice una mujer con rostro de camafeo, una belleza oval-. Esto, la parte
interna, se llama hueso esponjoso. Y hueso cortical es la externa.
Bajo sus dedos, el esqueleto parece una extraña criatura de mar, al aire sus zonas
esponjosas.
—Esto es un pedacito de cráneo. En el cráneo, el hueso esponjoso se llama diploe.
Cuando termine de reconstruir –de numerar sus partes, sus lesiones, de extender
lo que queda de él sobre la mesa- el esqueleto volverá a su caja y esa pequeña
paciencia de mujer oval terminará, años después -si hay suerte- con un nombre, un
ataúd del tamaño de un fémur y una familia llorando por segunda vez: quizás por
última.
En el vidrio de una de las ventanas que da a la calle hay un papel pegado: la
cuadrícula de una fosa y el dibujo de 16 esqueletos. Al pie de cada uno hay
anotaciones: 5 postas más tapón de Itaka, desdentado en maxilar superior, 5
proyectiles. Ninguno tiene nombre, pero sí edad -30 en promedio- y sexo: casi
todos hombres. Desde la calle, cualquiera que mire hacia arriba puede ver ese
papel pegado a la ventana. Pero lo que se vería desde allí es una hoja en blanco. Y,
de todos modos, nadie mira.
***
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
Una puerta se abre como un suspiro, se cierra como una pluma. Mercedes Salado
deja una caja liviana -Frutas y Hortalizas- sobre un escritorio. Después dice
buendía y enciende el primero de la hora. Es española, bióloga, trabajó en
Guatemala desde 1995, forma parte del equipo desde 1997, y durante mucho
tiempo sus padres, dos jubilados que viven en Madrid, pensaban que el oficio de
la hija no era un oficio honesto.
—Un día me llaman y me preguntan: “Oye, Mercedes, lo que tú haces… ¿es
legal?”. Claro, cuando yo empecé con esto no se sabia muy bien qué cosa era
Latinoamérica, y meterse en las montañas a sacar restos de guatemaltecos…Mis
padres tendrían miedo de que los llamaran diciendo “Su hija está presa porque se
ha robado a uno”. Ahora en Madrid los vecinos me saludan, como “uau, es legal”.
Lo que me sorprende del Equipo es la coherencia. Se mantiene con proyectos, pero
también hay un fondo común. Cada uno que sale de misión internacional, pone
ese salario en el fondo común. Y es un sistema comunista que funciona. Se hace
porque se cree en lo que se hace. Nadie hubiera estado veinte años cobrando lo
que se cobra si esto no le gusta. Pero este trabajo tiene una cosa que parece como
muy romántica, como muy manida. Y es que esto no es un trabajo, sino una forma
de vida. Está por encima de tu familia, de tu pareja, por encima de tu perspectiva
de tener hijos. Nos hemos olvidado de cumpleaños, de aniversarios de boda, pero
no nos hemos olvidado de una cita con un familiar. Y en el fondo es tan pequeño.
¿Qué haces? Encuentras la identidad de una persona. Es la respuesta que la
familia necesitaba desde hace tanto tiempo…y ya. Y eso es todo. Pero cuando le
ves el rostro a la gente, vale la pena. Es una dignificación del muerto, pero
también del vivo.
Después, con una sonrisa suave, dirá que tiene un trauma: que no puede meter
cráneos dentro de bolsas de plástico, y cerrarlas.
—Me da angustia. Es estúpido, pero siento que se ahogan.
***
Es viernes. Pero es igual.
Mujeres jóvenes, vestidas con diversas formas de la informalidad urbana –
piercings, pantalones enormes, camisetas superpuestas- se afanan sobre las mesas
del Laboratorio. Semana a semana, como si una marea caprichosa interminable los
129
DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
llevara hasta ahí -más y menos enteros, más y menos lustrosos- los esqueletos
cambian
—Están mezclados. Ya tengo cinco mandíbulas, cinco individuos por lo menos –
dice Gabriela, mientras pega dos fragmentos de hueso entre sí.
Son horas de eso: mirar y pegar, y después todavía rastrear lesiones compatibles
con golpes o balas, y después aplicar la burocracia: tomar nota de todo en fichas
infinitas.
Mariana Selva –los ojos claros, las uñas cortas, rojas- prepara unos restos para
llevar a rayos: un cráneo, la mandíbula.
—A veces ves los huesos de un chico de veinte años con nueve balazos en la
cabeza y decís ay, dios, pobre chico, qué saña. Pero no podés estar llorando, ni
pensando en cómo fueron todas esas muertes, porque no podrías trabajar.
Analía González Simonett lleva un aro en la nariz, casi siempre vincha. Es, con
Mariana, una de las últimas en llegar al Equipo.
—A mí lo que me sigue pareciendo tremendo es la ropa. Abrir una fosa y ver que
está con vestimenta. Y las restituciones de los restos a los familiares. Acá una vez
hubo una restitución a una madre. Ella tenía dos hijos desaparecidos, y los dos
fueron identificados por el Equipo. La llevamos donde estaban los restos. Antes de
ponerlos en una urna los extendemos, en una mesa como esas. “Josecito”, decía, y
tocaba los huesos. “Ay, Josecito, a él le gusta…” La forma de tocar el hueso era tan
empática. Y de repente dice “¿Le puedo dar un beso en la frente?”.
El 6 de enero de 1990 los restos de Marcelo Gelman fueron velados en público.
Pero antes su madre, Berta Schubaroff, quiso despedirse a solas. A puertas
cerradas, en las oficinas del Equipo, trece años después de haberlo visto por última
vez, al fruto de su vientre lo besó en los huesos.
***
En el escritorio de Miguel Nievas hay un cráneo de plástico que es cenicero, un
dactilograma, un esquema de ADN nuclear, una biblioteca, libros, mapas. Es un
cuarto interno, con una sola ventana y poca luz. Miguel Nievas tiene apenas más
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
de treinta. Vivía en Rosario, una ciudad del interior, y entró al Equipo a fines de
los años 90.
—Yo trabajaba en la morgue de Rosario, estaba estudiando unos restos óseos y
necesitaba ayuda. Llamé por teléfono. Me atendió Patricia, me preguntó si podía
viajar con los huesos a Buenos Aires. Y vine. Seguí colaborando en algunas cosas
desde allá y después, en el 2000, me preguntaron si podía ir a Kosovo. Yo dije que
sí, pero la verdad es que no sabía dónde iba. Cuando el avión aterrizó en
Macedonia, y vi tanques, soldados, pensé “Dónde carajo me metí”. No hablaba
una palabra de inglés y en la morgue hacíamos 30 o 40 autopsias todos los días.
Nos habían dado un curso obligatorio de explosivos, pero yo no hablaba inglés y
lo único que entendí fue don´t touch. Cuando volví me quedé trabajando acá. Me
enganché con el trabajo en la Argentina. Cuando empezás a investigar un caso
terminás conociendo a la persona como si fuera un amigo tuyo. Necesitás poner
distancia, porque todo el día relacionado con esto, te termina brotando. Cada uno
tiene su forma de brotarse.
—¿Y la tuya es…?
—La soriasis. Y hace años que no recuerdo un sueño.
***
Patricia Bernardi dice que tiene deformaciones profesionales. La más notoria: le
mira los dientes a las personas.
—No me doy cuenta. Hablo y les miro la dentadura. Porque nosotros siempre
andamos buscando cosas en los dientes. Y el otro día vino el contador con una
radiografía, y le dije “Che, por qué no dejás alguna acá, por las dudas”.
Se ríe. Pero siempre se ríe.
—Yo nunca pude aguantar a los muertos. Les tengo pánico. A mí me hacés cortar
un cadáver fresco y me muero. Pero con los huesos no me pasa nada. Los huesos
están secos. Son hermosos. Me siento cómoda tocándolos. Me siento afín a los
huesos.
Pasa las páginas de un álbum de fotos.
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
—Este es el sector 134, en Avellaneda.
Un terreno repleto de maleza. Después, la tierra cruda. Después abierta. Después
los huesos. Y un edificio viscoso con paredes cubiertas de azulejos.
—Esa es la morgue donde trabajaban ellos.
Ellos.
—Habían hecho un portón que daba a la calle, para poder entrar los cuerpos
directamente desde ahí. En la puerta de la morgue había un cartel que decía “No
cague adentro”. Cuando empezamos a trabajar no lo hicimos público. Nos daba
miedo. Teníamos un policía de seguridad de la misma comisaría que antes tenía la
llave para meter cuerpos en esa fosa.
En un rato tocarán el timbre y Patricia bajará las escaleras con una urna pequeña.
Allí, en esa urna, llevará los restos de María Teresa Cerviño que en mayo de 1976
apareció colgada de un puente con un cartel, una inscripción -Yo fui montonera-,
la cabeza cubierta por una bolsa, los ojos y la boca tapados por cinta adhesiva.
Todas las pistas indicaban que había terminado en la fosa común de Avellaneda.
Su madre nombró al Equipo como perito en la causa judicial que inició en 1988
buscando los restos de su hija. Durante todos estos años, Patricia supo que María
Teresa Cerviño estaba ahí, era alguno de todos esos huesos.
—Yo decía “Sé que está, pero dónde, cuál será”. Y el año pasado, diecinueve años
después, apareció.
Hay sitios así. Sitios donde todas las cosechas son tardías.
***
Cuando Darío Olmo llegó al Equipo, invitado por Patricia Bernardi en 1985, era un
estudiante de antropología de 28 años, agonizando en manos de un empleo que lo
frustraba: recibir expedientes en la mesa de entrada de una dependencia de
gobierno.
—Me cayó muy bien el viejo, Snow. Yo no entendía una palabra de inglés, pero
nos entendíamos en el idioma universal de los vasos. Este trabajo me salvó. Yo
tomaba bastante, trabajaba caratulando expedientes, no era un buen alumno en la
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
facultad. Esto era lo opuesto a la rutina. Un trabajo entre amigos, y enseguida
creamos una relación rara, inusual. Cuando la compañera de uno de nosotros
estuvo enferma, Patricia tenía el dinero de un departamento que había vendido y
le llevó toda la plata. “Hacé lo que necesites” le dijo. Esta gente es la que yo más
conozco y la que más me conoce. Para bien y para mal. A mí el trabajo este no me
daña. Al contrario. Esto es lo más interesante que me pasó en la vida. ¿Qué
posibilidades tiene un estudiante de arqueología como yo de conocer el Congo
más que con un trabajo demencial como este? La gente se horroriza. Vos le decís
que viajás a ver fosas comunes y morgues y cementerios, y a la gente la parece
horroroso. Pero a mí me resultaría difícil sentarme en un kiosco de dos metros
cuadrados y esperar que me vengan a comprar caramelos. La verdad es que la
única parte mala del laburo son los periodistas. Un periodista es una persona que
llega al tema y tiene que hacer una especie de curso intensivo, hacer su nota, y es
difícil que capte esta complejidad. Me gustaría que, simplemente, no les interese.
***
Son las siete de la tarde de un viernes y en un aula de la Facultad de Medicina de
la Universidad de Buenos Aires, Sofía Egaña y Mariana Selva dan una clase sobre
huesos en general, lesiones en particular, a un grupo pequeño de estudiantes.
—El hueso fresco tiene contenido de humedad y reacciona distinto a la fractura
que el hueso seco. El hueso se mantiene fresco aún después de la muerte. Entonces
el diagnóstico se hace según la forma de la fractura, la coloración –dice Mariana
Selva mientras proyecta imágenes de huesos rotos y secos, rotos y húmedos, rotos
y blancos.
—Los rastros de la vida se ven en los huesos -dirá después, sobre un esqueleto
extendido, Sofía Egaña-. ¿Ven los picos de artrosis? ¿Cómo verían a esta
mandíbula? Tóquenla, agárrenla. ¿Qué les puede decir esta dentición?
Cuando el Equipo se formó, la antropología forense no existía como disciplina en
el país. Ellos aprendieron en los cementerios, desenterrando personas de su edad –
vomitando al descubrir que tenían sus mismas zapatillas-, leyendo el rastro verde
de la pólvora en la cara interna de los cráneos. Y después, todavía, se enseñaron
entre ellos. Ahora son generosos: aquí comparten el conocimiento. Esparcen lo que
les sembraron.
***
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
El día es gris. Patricia Bernardi toma el teléfono, marca un número, alguien
atiende.
—Si, buenas tardes, estoy buscando a la señora X.
—…
—Ah, buenas tardes, señora, habla Patricia Bernardi, del Equipo Argentino de
Antropología Forense. No sé si sabe a qué se dedica esta institución.
—…
—Bueno, muchas gracias, adiós.
El tono de Patricia es dulce y no hay fastidio cuando cuelga: cuando no la quieren
atender. En 2007, cuando se cumplieron años de la muerte del Che, los medios
sacaron sus máquinas de hacer efemérides y todas apuntaron a los miembros del
Equipo que, convocados por el gobierno cubano, habían estado allí.
—A veces me siento obligada a decir fue un orgullo haber participado en esa
exhumación, pero era todo muy tenso. Nosotros estuvimos cinco meses, nos
retiramos, y volvimos cuando los cubanos encontraron la fosa del Che, en julio de
1997. Me llamaron a mí, era un sábado. No me acuerdo si llamó el cónsul o el
embajador de Cuba, y me dijo “Encontraron unos huesos”. Cuando llegamos ya
había dos o tres peleándose por ver quién sacaba la foto. A mí lo que sí me marcó
un antes y un después fue El Petén, en Guatemala. Ahí en 1982 un pelotón del
Ejército ejecutó a cientos de pobladores. Nosotros sacamos 162 cuerpos. En su
mayoría chicos menores de 12 años. Y no tenían heridas de bala porque para
ahorrar proyectiles les daban la cabeza contra el borde del pozo y los arrojaban.
Llega un momento que te acostumbrás a los huesitos chiquitos, porque son muy
lindos, hermosos, perfectos. Pero lo que te traía a la realidad era lo asociado.
Lo asociado.
—Los juguetes.
En el edificio contiguo hay un instituto de peluquería y depilación. Desde las
ventanas se pueden ver, todos los días, señoras cubiertas por mantelitos de
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
plástico y pelos envueltos en cáscaras de nylon como merengues flojos. Pero da
igual: aquí nadie las mira.
***
En la oficina de Carlos Somigliana –Maco- hay profusión de papeles, dibujos de
niños, pilas de cosas que buscan su lugar como en un camarote chico. Desde que
entró en el Equipo, en 1987, se dedicó a atar cabos y a enseñar a los demás a hacer
lo mismo: entrevistar familiares, buscar testimonios, cruzar información.
—Mientras el Estado llevaba adelante una campaña de represión clandestina,
seguía registrando cosas con su aparato burocrático. Es como una rueda grande y
una rueda pequeña. Vos podés conocer lo que pasa en la primera por lo que pasa
en la segunda. Ahora hay una urgencia con respecto al trabajo que no aparecía tan
fuerte cuando éramos más jóvenes, y que tiene que ver con la sobrevida de la
gente a la que le vamos a contar la noticia de la identificación. Llegás a una familia
para contar que identificaste al familiar y te dicen “Ah, mi padre se murió hace un
año”. Y cuando te empieza a pasar seguido decís “me tengo que apurar”.
—¿Podrías dejar de hacer este trabajo?
—Sí. Yo quiero terminar este trabajo. Para mí es importante creer que puedo
prescindir. Este trabajo ha sido muy injusto en términos de otras vidas posibles
para muchos de nosotros.
—¿Y afectó tu vida privada?
—Sí.
—¿De qué forma?
—Ninguna que se pueda publicar.
—Entonces tiene partes malas.
—Por supuesto que tiene partes malas. Cuando vos sos el familiar de un
desaparecido, tuviste que aceptar la desaparición, la aceptaste, estuviste treinta
años con eso. Te acostumbraste. De golpe viene alguien y te dice no, mire, eso no
fue como usted pensaba, y además encontramos los restos de su hijo, su hija. Es
135
DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
una buena noticia. Pero te hace mierda. Es como una operación, es para algo
bueno. Pero te lastima. Cuando vos te das cuenta que la lastimadura es muy
fuerte, hasta qué punto no estás haciendo cagada al remover esas cosas. Pero no
hay nada bueno sin malo. Lo cual te lleva a la otra posibilidad mucho más
perturbadora: no hay nada malo sin bueno.
En alguna parte una mujer dice “mi hermano desapareció el cinco del diez del
setenta y ocho” y entonces alguien, discretamente, cierra una puerta.
***
—Mi nombre es Margarita Pinto y soy hermana de María Angélica y de Reinaldo
Miguel Pinto Rubio, los dos son chilenos, militantes de Montoneros.
Desaparecieron en 1977. Mi hermana tenía 21 años. Mi hermano 23.
Margarita Pinto dice eso en el espacio para fumadores de la confitería La Perla, del
Once, a cuatro cuadras de las oficinas del Equipo. Después dice que los restos de
su hermana fueron identificados por los antropólogos en 2006.
—El dolor de tener un familiar desaparecido es como una espinita que te toca el
corazón, pero te acostumbrás. Y cuando me dijeron que habían encontrado los
restos, yo estuve con una depresión grande. No quise ir a verlos. Fui nada más al
homenaje que le hicimos en el cementerio. Esto es como una segunda pérdida,
pero después es un alivio. Los antropólogos hablan de mi hermana como si la
hubiesen conocido. Y yo la busqué tanto. Cuando desapareció yo era chica y
empecé a visitar a los padres de algunos compañeros de ella. Una vez fui a ver a
un matrimonio grande. En un momento, la señora se levantó y se fue y el hombre
me dijo que disculpara, que la señora estaba muy mal. Que todos los días se
levantaba muy temprano para desarmar la cama de su hijo. Y yo ahí, preguntando
por mi hermana. Uno a veces hace daño sin darse cuenta.
El cielo gris. Brilla en sus ojos.
***
El 26 de septiembre de 2007, Mercedes Doretti recibió una beca de la fundación
MacArthur dotada de 500.000 dólares y, como hacen e hicieron siempre con las
becas, los premios y los sueldos de las misiones internacionales, donó el dinero al
fondo común con que el Equipo se financia.
136
DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
—La beca es personal –dice Mercedes Doretti- pero yo no trabajo sola.
Ella fue la primera mujer miembro del Equipo en ser madre, un año atrás. La
segunda fue Anahí Ginarte, que vive en la ciudad de Córdoba desde 2003, cuando
viajó allí para trabajar en la fosa común del cementerio de San Vicente, un círculo
de infierno con cientos de cadáveres, y conoció al hombre que les alquilaba la pala
mecánica para remover la tierra, se enamoró, tuvo una hija.
—Es mucha adrenalina, muy romántico, pero también es ver la vida de los otros y
no tener una vida propia –dice Anahí Ginarte-. Yo estuve un año sin pasar un mes
entero en Buenos Aires. Tenía un departamento donde no había nada, ni una
planta, cerraba con llave y me iba. Pero decidí parar.
Salvo ellas dos –Mercedes, Anahí- ninguna de las mujeres que llevan años en el
Equipo tiene hijos.
***
A mediados de 2007, el Equipo, la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y
el Ministerio de Salud firmaron un convenio para crear un banco de datos
genéticos de familiares de desaparecidos a través de una campaña que solicita una
muestra de sangre para cotejar el ADN con el de 600 restos que todavía no han
podido ser identificados. El proyecto se llama Iniciativa Latinoamericana para la
Identificación de Personas Desaparecidas, y hace días que aquí no se habla de otra
cosa: de la Iniciativa que se iniciará.
Esta mañana, Mercedes Salado y Sofía Egaña revolotean alrededor de un hombre
encargado de instalar la impresora de códigos de barras de la que saldrán miles de
etiquetas que identificarán la sangre de los familiares.
—A ver, vamos a probar –dice el hombre.
Aprieta un comando y la pequeña impresora se estremece, tiembla como un
hamster y escupe uno, dos, diez, veinte códigos de barras.
—Es muy emocionante –dice Mercedes-. Llevamos años esperando esto.
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
En las semanas que siguen todos se dedican a una tarea cándida: ensobran
formularios para enviar a los cuatro rincones del país. Un día, ya de noche,
Mercedes Salado, descalza, sentada en el piso junto a una caja repleta de sobres
que dicen Tu sangre puede ayudar a identificarlo, fuma y conversa con Patricia
Bernardi.
—Si logran identificar a todos, se van a quedar sin trabajo.
—Ojalá.
Una radio vieja esparce la canción I will survive.
***
Miércoles. Nueve y media de la mañana. Desde una de las oficinas del primer piso
llegan ráfagas de conversación:
—El hermano de ella está desaparecido.
—No puede haber un estudiante de medicina de 60 años. ¿Por qué no volvemos a
mirar la información?
—Ese Citroën rojo…alguien dijo algo de ese Citröen rojo
Inés Sánchez, Maia Prync y Pablo Gallo trabajan haciendo investigación
preliminar: a través de fuentes escritas, orales, diarios, generan hipótesis de
identidad para los huesos. Inés Sánchez, apenas más de veinte, es hija de
desaparecidos.
—Yo llegué al equipo hace dos años, más o menos. Nuestra tarea es hacer
hipótesis de identidad sobre un conjunto de personas en base a exhumaciones que
ya se hicieron. Para eso vemos qué centro clandestino utilizaba un determinado
cementerio, en qué fechas hubo traslados.
Selva Varela tiene porte de bailarina, pelo largo, ojos claros, gafas. Está inclinada
sobre una de las mesas. En el hueco de la mano, apretado contra el pecho, abraza
un cráneo como quien acuna. Tiene treinta años y está en el equipo desde 2003.
Sus padres fueron secuestrados por los militares y ella adoptada por compañeros
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de militancia que, a su vez, fueron secuestrados en 1980. Se crió con vecinos,
abuela, una tía y en 1997 llegó al Equipo buscando a sus padres.
—Después estudié medicina, antropología, y cuando me dijeron que acá faltaba
gente, vine y quedé. Pero no estoy acá buscando a mis viejos. Pienso en los
familiares de las víctimas, pienso que está bueno que la sociedad sepa lo que pasó.
En un rato habrá clima de euforia y desconcierto: un cráneo al que creían un error
no resultó lo que pensaban: un intruso. La buena noticia –la mala noticia- es que es
el cráneo de un desaparecido. Lo levantan, lo miran como a una fruta mágica,
magnífica.
—¿Y si es el padre de…?
Es una buena tarde. Por tanto. Por tan poco.
***
Diez de la mañana: el cielo sin una nube.
El cementerio de La Plata se prodiga en bóvedas, después en lápidas, después en
cruces. Y allí, entre esas cruces, hay dos tumbas abiertas y el rayo negro del pelo
de Inés Sánchez. El sol chorrea sobre su espalda que se dobla. Alrededor, pilas de
tierra, baldes, palas: cosas con las que juegan los niños.
—Vamos bien. Encontramos los restos de las tres mujeres que veníamos a buscar –
dice Inés.
Limpia con un pincel el fondo, los pies abiertos para no pisar los huesos: un
cráneo, las costillas.
Al otro lado de un muro de bóvedas, en una zona de sombras frescas, Patricia
Bernardi, tres sepultureros, un hombre y dos mujeres rodean a Maco que bermudas, sandalias- saca tierra a paladas de una fosa. Los sepultureros se mofan:
dicen que no debe cavarse con sandalias, que va a perder un dedo. El sonríe, suda.
Cuando bajo la pala aparece un trapo gris –la ropa- Maco se retira y Patricia se
sumerge. Cerca, entre los árboles, una mujer de rasgos afilados camina, fuma. Está
aquí por los restos de Stella Maris, 23 años, estudiante de medicina, desaparecida
139
DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
en los años setenta: su hermana. Patricia saca tierra con un balde y los huesos
aparecen, enredados en las raíces de los árboles.
—Está boca arriba y tiene una media.
Las medias son valiosas: bolsas perfectas para los carpos desarmados.
—El cráneo está muy estallado. Acá hay un proyectil. En el hemitórax izquierdo,
parte inferior. Tiene las manos así, sobre la pelvis.
Después, levantan el esqueleto de su tumba: hueso por hueso, en bolsas rotuladas
que dicen pie, que dicen dientes, que dicen manos. La mujer de rasgos afilados se
asoma.
—No sé si es mi hermana –dice-. Tiene los huesos muy largos.
—No te guíes por eso –le dice Maco.
En otra de las fosas alguien encuentra un suéter a rayas, un cráneo con tres
balazos, redondos como tres bocas de pez: los huesos de mujer son gráciles.
Mañana, en un cuarto discreto del barrio de Once, sobre los diarios con noticias de
ayer y bajo la luz grumosa de la tarde, se secarán los huesos, el suéter roto, el
zapato como una lengua rígida.
Pero ahora, en el cementerio, la tarde es un velo celeste apenas roto por la brisa
fina.
140
DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
El vapor de las ilusiones
Diego Fonseca
Una masa de alemanes, ingleses, rusos y asiáticos —sombreritos Gilligan y una
gazuza de fotos— arma fila frente a las escaleras del Museo del Prado. Un rebaño
de otros turistas culturales baja a la carrera, de salida, los mismos peldaños.
—¿Adónde ahora?
—A Sabatini, que no tengo fotos.
El turista cultural —el turista— es un coleccionista de ladrillos. Su rutina consiste
en revivir una época echando el ojo sobre la arquitectura —las ruinas, el vestigio—
de su cultura. El turista cultural —el turista— forma pelotones de tenis Nike y
trota por siete colecciones del Louvre bajo las plaquetas de los muros de las
casonas de una Roma de Vespas histéricas disparando el iPhone. El turista sube y
baja Teotihuacan, Tulum, Uxmal. El turista cultural —el turista— busca la reliquia
y la llena de gente.
El turista de crisis —un periodista— es un buscador de huecos entre el ladrillo y,
como su par cultural, cuando visita un sitio procura revivir una época ojeando las
ruinas, los vestigios de su cultura. Pero, por lo general, las ruinas arquitectónicas
que halla el turista de crisis son bastante nuevas, muy modernas y, ciertamente,
solitarias. El turista de crisis visita edificios vacíos. El turista de crisis visita el
presente, y en el presente, y en las crisis, la gente no está. No quiere estar, quiere
irse.
Bienvenidos a España.
***
En la primavera boreal regresé por una semana a España para participar en un
congreso de periodismo en Huesca, en el centro de Aragón, territorio donde
vagaba Don Quijote. Madrid tenía un sol macilento y las gentes conversaban con
sordina. En varios edificios había carteles de renta y en muchas paredes se
ofrecían los afiches del menester doméstico: pintor que pinta por menos precio
que otros, plomeros que garantizan servicio y precio incomparables, señoras que
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
cuidan niños a precios sin competencia. Gente que se ofrece por menos de lo que
vale: una crisis.
Conozco El Prado, conozco Sabatini, Sol, la Puerta de Alcalá, las calles torcidas de
la noche. Visité Madrid varias veces pero habían pasado seis años desde mi última
estadía: tenía la mirada fresca del que puede comparar. Y tenía, frente a mí, una
crisis para hacer turismo de ella.
Caminé para ver y contar ladrillos, gente que sobra, dinero que no hay.
***
De 2005 a 2009, España creyó que podría albergar a sus habitantes, sus migrantes y
los vacacionistas noreuropeos de pieles ansiosas de sol, así que las constructoras
levantaron y los bancos financiaron ochocientos mil departamentos y casas
nuevas. No había techo para el techo. La vieja Hispania era una gema brillante de
la Unión Europea. Zara tomaba el mundo; Telefónica, las energéticas y las
constructoras de América Latina, y primero el Real Madrid y después el Barcelona
conquistaban el fervor del planeta futbol. España, iberismo cachondo, era lúbrica.
Entre 2006 y 2007, cuando visitaba Madrid a menudo por mis estudios de
maestría, mis amigos vivían a grito y plata. Víctor, que trabajaba en una
constructora, había comprado un piso y quería refinanciarlo a más años y menos
tasa. Un compañero de estudios planeaba comprar una casa de vacaciones en
Valencia. Un tercer amigo mantenía un departamento en Madrid y trabajaba en
Barcelona, donde también buscaba comprar. Tenían treinta y pocos años, la
sonrisa de la vida por delante, trabajos en bancos internacionales, empresas de
energía, sus propios negocios de óptica, autopartes, asesorías. Quien no estaba a la
pesca de un trabajo mejor pagado, esperaba un bono gordo junto a las uvas de fin
de año.
La abundancia era acuática. Teníamos caña y tapas de media tarde y, por las
noches, subíamos y bajábamos Chueca y Malasaña cruzándonos con ejecutivos de
pocos veintes que bebían Glenlivet y fumaban Romeo y Julieta como si así hubiera
sido desde Castilla y Aragón. Uno de esos días, un colega ecuatoriano quiso saber
si nadie veía derroche, si no tenían la sensación de estar viviendo de prestado con
la anuencia de la Unión Europea, si eso con pico de burbuja, inflación de burbuja y
que hacía fffsss de burbuja era eso: burbuja. Lo miraron como un latinoamericano
desvariado, acostumbrado a golpearse la frente contra las crisis.
142
DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
Un año después era 2008 y la burbuja que parecía burbuja dejó de hacer fffsss e
hizo bum.
***
La crisis, esa colección de ladrillos sin uso.
En 2009, los promotores de vivienda de Madrid calcularon que el inventario de
casas y departamentos vacíos llegaba a setecientos sesenta mil en todo el país.
Mucho, pero había esperanza: pronosticaban que el excedente sería absorbido
para —. En marzo de este año, sin embargo, la agencia de calificaciones Moody’s
dijo que, bueno, tal vez, el sobrante de viviendas duraría hasta ‘. Y, para la misma
época, la Fundación de Cajas de Ahorros dijo que, bueno, tal vez, haya techos sin
ocupar hasta 2025.
Una crisis es eso: vacío. Un exceso de ladrillo nuevo en desuso y de gente vieja
usada.
***
El vacío es también caminar sobre las nubes. El vapor de las ilusiones.
Mi abuela, una italiana que fue pobre, decía: “No se cuentan los frijoles hasta
tenerlos en la mano”.
En España plantaron frijoles mágicos para subir bien alto en el cielo. Les llamaron
aeropuertos.
Al aeropuerto de Castellón, donde hundieron ciento cincuenta millones de euros,
lo inauguraron con pompa y banda en marzo de 2011. Mil quinientas personas
fueron en autobús a ver el corte de cintas. Años después, Castellón no tiene
aviones y no tiene —porque nunca tuvo— permiso para navegación. Lo que tiene
—por tener— es una estatua colosal inspirada en su promotor, un presidente
provincial, Carlos Fabra. El ego de Fabra es de metal y pesa veinte toneladas.
Al aeropuerto de Ciudad Real —mil millones de euros— lo cerraron en 2012. En
Córdoba expropiaron terrenos para ampliar la pista en espera de los turistas, que
nunca vinieron. Al de Murcia-Corvera lo trazaron entusiasmados por la
143
DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
proliferación de resorts y los campos de golf, pero los viajeros del norte de Europa
llegaron menos veces que los matorrales que se esparcen entre el estacionamiento
sin autos y la pista sin aviones.
Y luego está Lleida: noventa y cinco millones de euros para apenas cuatro vuelos
semanales. El informativo Veinte minutos mostró que, con el último avión, el
concesionario abre el restaurante del aeropuerto para que los habitantes de la
ciudad tomen cenas al aire libre. El dj que las ameniza dice haber pinchado en
bodas y todo tipo de fiestas pero, como eso, nada.
“Eso” es —llenar el vacío o— seguir cayendo.
***
Tres tristes trenes trasiegan trochas sin trucos en la trastera.
Tren rápido núm. 1: AVE (por Alta Velocidad Española) entre Madrid y Huesca,
en el norte de España. Valles y colinas que empiezan a verdear, tractores nuevos,
casonas de cien años. Aquí y allá, molinos de viento: pinchos blancos, lustrosos
como cerámicas que parecen creados por un diseñador de Apple.
Eso era España —sigue siendo— hasta hace poco: la modernidad clavando la pica
en la tierra profunda de las tradiciones. Una prueba de que el pasado puede —
debe— quedar detrás.
Tren rápido núm. 2: Primero, el agrado. En la pequeña estación de la pequeña
Huesca todo está limpio, todo parece a medida y bien usado, funcional. Hay un
tráfico saludable de público. Luego, la desazón. En la monumental estación de la
gran Zaragoza todo está limpio, todo es descomunal y desmedido, casi sin usar,
cuidado pero disfuncional. Es martes, son las cuatro de la tarde y soy la única
persona —en toda la estación— para parar el viento pirineico que chifla por los
andenes. Un monumento pensado para otra época, otro ejemplo del mito del
crecimiento infinito de las habichuelas mágicas. Una pena.
Tren rápido núm. 3: AVE entre Huesca y Madrid. Gumersindo Alonso, un colega,
cuenta que unos días atrás escuchaba a una mujer hablar a los gritos por su
teléfono móvil. Era una señora algo mayor, de provincias, voz sin algodones.
144
DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
—Que estoy en el AVE — decía la señora muy señorona— ¿Que cómo es? Pues
cómo va a ser: normalito.
—”Normalito”, dijo, como si el AVE hubiera estado aquí toda la vida —dijo
Gumersindo—. No valoramos lo que tenemos.
El triste tren del atraso, a trancas, no trasiega tan atrás.
***
Hace un tiempo, un banquero me dijo en Washington que, si quería, si se me
antojaba, si me aventuraba, podía comprar un caserón de dos plantas, antiguo, en
Galicia, por menos de cien mil euros.
—Los españoles están caídos del hambre.
—¿Sí?
—Ya no gritan tanto.
No le creí mucho, pero en abril, The New York Times invitaba a sus lectores
millonarios a unirse a rusos y chinos en la cacería de propiedades en Barcelona.
Un agente de bienes raíces decía que los precios estaban desmoronados un 35% y
que seguirían en los pisos por un par de años. Y si suben, no volverán a los niveles
de 2007 cuando eran, muy apropiadamente para Barcelunya, surrealistas.
***
En las crisis se gana y pierde la voz. La disfonía que sucede a la protesta enojada o
el silencio del que —porque el horizonte no parece tener línea— ni quiere hablar.
Cuando llegué a Madrid, el Rastro y Chueca no rebosaban de paseantes y sonaban
disfónicos. Además de los rumanos de unos años atrás, quienes ahora pedían en la
calle, hablaban español castizo. Un tipo atlético, pelo y barba rubios, vestido con
ropa de deportista despellejada por el uso, pedía unas monedas echado en la
vereda con desgano. Al lado, dos perros de pelos largos, antes blancos ahora gris,
enredados. Al frente, visible por entre las piernas de los paseantes, un latino en un
taburete que toca —tópico— “El cóndor pasa” con guitarra y sikus.
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
—Ya con esa canción —retó el godo—. Vete a otro lado, que me espantas a los
perros.
—Vete tú —devolvió el otro, bajito, marrón, migrante—, que tenemos el mismo
derecho de estar aquí los dos.
Dos jodidos en guerra. Los nuevos gritones.
***
Según un estudio de la ONG Intermón Oxfam, a fines de 2012, en España había
dieciocho millones de personas en riesgo de pobreza y exclusión social. El
bienestar precedente, decía el informe, recién volvería en un cuarto de siglo. El
problema es, entonces, el mientras tanto, pues en una década esos cuatro de cada
diez españoles hoy en riesgo serían —¡hostias!— pobres.
En el Congreso de Periodismo, en Huesca, un joven aspirante a desempleado —
periodista— dijo desde el público que en España hay pobreza como en América
Latina. Los cinco periodistas latinoamericanos que ocupábamos el panel nos
miramos entre risas.
¿Puede la escasa pobreza europea ser la clase media de mucha América Latina?
***
Es viernes, son tapas de Ávila y es el bar Los Torreznos, en Salamanca. La chica de
la barra me saluda en un castizo arrastrado, barriobajero: es latinoamericana pero
se afana para jugar de local. Pido un montadito de queso de cabra, piquillos,
jamón y boquerones, una Cruzcampo. Nota mi acento, me mira fijo.
La siguiente vez que crucemos palabras su acento será paisa.
—Está difícil.
—¿Mucho?
—Mucho, pero igual se come, eh. Esto no es como allá.
***
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—La española sigue siendo una sociedad ofensivamente próspera. Más que crisis
económica, España —las Españas—, lo que tiene, es una crisis de personalidad.
Éste es Roberto Valencia, habitante casual de Vitoria-Gasteiz, ojos del color cenizo
del cielo de Galicia, paciente padre de Alejandra, de Soyapango, doce años
invertidos en Centroamérica, hijo de Euskadi, tierra de buen mar para la mesa,
periodista de varios lugares.
—¿Qué quiere decir “ofensivamente próspera”?
—Acá todos se quejan de lo mal que están, pero todos tienen salud y educación
“de calidad” garantizadas. Internet, paro, subvenciones, pensiones. Muchas de
ellas son palabras prohibidas allá, abajo. No soy yo quien va a negar que se han
dado algunos pasos atrás y que habrá verdaderos dramas personales, me late que
puntuales y los menos publicitados, pero…
—Pero.
—Pero incluso ahora, que se habla tanto de crisis y de “pobreza”, se hace tomando
cañas y tapas a dos euros, cuando no gintonics a seis cada uno. En fin, que esto
sigue siendo Europa. Como Argentina.
***
Hay crisis de pan y crisis de gintonics. Y es tentador —y a veces certero— ver a
ambas protagonizadas por ciudadanos de distinto pelaje. Hay gente que pierde el
trabajo y la casa, que sufre y que muere en la “jodienda” y en el “paraíso”, pero
también hay jerarquías: las crisis no afectan a todos, no igualan. Una crisis en
Guatemala o Nicaragua hunde más en las infames enfermedades, el atraso, el olor
a mierda: ¿qué político te sacará ventajas, estarás vivo en diez años, Xolotli? Una
crisis en Madrid recorta la compra del supermercado, somete el ego a la ignominia
personal del seguro de desempleo, mete incertidumbre: ¿cómo pagarás el piso, de
qué vivirás hasta tu retiro, José Agustín?
***
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
Es curioso que una crisis —que es bien visible— sea también etérea: se respire. En
ese estado atmosférico, si hay una crisis que se orea en protesta y otra que se calla,
hay también una crisis que se canta.
Debiera existir un índice vocal de crisis: cuántos guitarristas, tríos de música de
cámara, trompetistas y flautistas, chicas con chelo y jubilados con órganos Korg
tocan sevillanas, pasodobles, tangos, valses por las monedas de la compasión.
Rápido recuento de pocas horas: a la salida de la estación de Metro de Justicia un
flaco aporrea “Humo sobre el agua” en una guitarra eléctrica. A sus pies, un cartel
de cartón: “Situación precaria”. En Gregorio Marañón, un gordo con coleta, suéter
y jeans negros, ataca con “Dinero por nada”, de Dire Straits. Al frente de la librería
FNAC, un quinteto clásico termina el tango “Por una cabeza”. Estrofa final:
Basta de carreras, se acabó la timba,
un final reñido yo no vuelvo a ver,
pero si algún pingo llega a ser fija el domingo,
yo me juego entero, qué le voy a hacer.
Rifarse todo. Las monedas de la compasión.
***
Me dice Carlos Dada, uno de los periodistas del Congreso, salvadoreño, dos
medialunas de insomne de tiempo completo bajo los ojos, director del periódico
digital El Faro, hombre de buena risa:
—La década del boom y la falta de memoria de la sociedad española han hecho
que esta situación los tome por sorpresa, y que no vean la salida. La crisis es real y
grave; pero la percepción, y la depresión, es mucho mayor.
***
Estudio del Instituto Nacional de Estadística, abril de 2013: el parado español tiene
un cuarto de catalá y otro de andalú. Es un hombre soltero en la plenitud de sus
fuerzas —30 a 35 años— aunque no plenamente formado —60% apenas completó
secundaria—. La mitad perdió su empleo hace más de un año.
Mientras leo el reporte, veo que El País ilustró las estadísticas pintando la
infografía de color morado. El color del golpe, de la sangre que se estanca.
148
DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
***
Compartimos tren con Alberto Salcedo Ramos, cronista heredero de la
Barranquilla de Gabriel García Márquez, premio de casi todo —Rey de España,
Simón Bolívar, Sociedad Interamericana de Prensa—, fino oído para escuchar,
músico de palabras. Miramos España a un lado y a otro. Yo voy a Madrid, él
pasará por Zaragoza y Barcelona.
Un día, a poco tiempo de recibir el premio Ortega y Gasset en la península, me
dirá:
—Yo les dije a algunos españoles en un almuerzo: nosotros en América llevamos
cinco siglos en crisis, en parte por culpa de ustedes, y no nos quejamos tanto.
Ustedes hablan de crisis pero acá uno puede caminar de madrugada por una calle
y no lo matan con un destornillador en la barriga para robarle el teléfono celular.
Reducir la crisis a lo estrictamente económico sigue siendo una forma de codicia.
***
Escenas de la TV del mundo viejo. Diciembre de 2012, una semana antes de
Navidad. En las veredas que merodean la Calle de Alcalá, una periodista de El
Mundo pregunta: “Vamos, que qué tanto se siente la crisis”.
Señor con cara de ser torturado por sus memorias, sobretodo negro, corbata azul,
chalina, dice, poco convincente: “Sí, por supuesto, pago más el IVA, la seguridad
social… Muy mal, muy mal, sí”.
Hombre joven que repara electrodomésticos: “Yo reparo electrodomésticos y,
bueno, en la reparación de electrodomésticos…”.
Caballero con pinta de abuelo, gorra de abuelo, cara de almacenero jubilado:
“Cincuenta por cien”, dice, y mira a la esposa, los pelos rubios de peluquería.
“¿Que menos? —vuelve al micrófono—. Menos —sonríe—. Bueno, mucho no,
¿vale?”, ríe.
Crisis.
149
DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
¿Crisis?
***
Olga Lucía Lozano es colombiana, habla tranquila, ríe fuerte, es la creativa detrás
de La Silla Vacía, un proyecto digital de investigaciones que en España dejó
muchos labios formando una “o” entre periodistas sin empleo, con miedo a
perderlo o convertidos —contra su voluntad— en emprendedores.
—De ida y de vuelta la crisis pareciera tener una presencia más fuerte en los
discursos de los españoles que el mundo real. Hay crisis en las palabras, en los
relatos y en las quejas constantes. Hay señales en los espacios a medio construir,
en los escenarios deshabitados y las señales que deja en el negocio urbanístico o en
lo que muchos consideran el esplendor citadino. Pero, en contraste con los que no
vamos y volvemos de las crisis, sino que convivimos con ella en las ciudades de
América Latina, no parece tan duro.
***
La estación de Metro de Diego de León está fría. Es marzo, un cantante canta, el
pasaje pasa. Tiene una barba agresiva y el pelo corto y un sombrerito, y tiene la
guitarra y los jeans negros a la pierna y el suéter gris y llos tenis rojos. A sus pies,
la caja de la guitarra cuenta un billete de cinco euros, diez o quince monedas y una
calcomanía con la “A” anárquica.
El cantante tendrá treinta y pocos años, acento andaluz y temblor de cantejondo en
la voz:
Pasa la vida y no has notado que has vivido,
cuando pasa la vida y no has notado que has vivido,
cuando pasa la vida, pasa la vida.
Tus ilusiones y tus bellos sueños, todo se olvida
tus ilusiones y tus bellos sueños, todo se olvida.
Pasa la gente —pasa la vida—, nadie deja nada.
Las palabras hacen el mundo.
***
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
El río Valparaíso es el límite norte del pueblo más pobre de España, en Zamora, en
la tierra del vino, a pocos kilómetros de la frontera noroeste con Portugal. En el
lugar había fronda y, en el pasado pasado, cuando moros y cristianos se daban en
la madre, bajo las arboledas se escondían los bandoleros para asaltar al viajero
distraído. Ahora quien lo asaltó fueron un alcalde y su hijo.
En marzo de 2012, la BBC produjo una historia sobre el pueblo, un lunar donde
viven doscientas cuarenta personas que habían acumulado una deuda de 4.6
millones de euros. Felix Roncero, su alcalde, dijo que su predecesor se rifó el
dinero. El hijo habría organizado fiestas, celebraciones, malgastaba la plata en
construcciones, pagaba salarios pero no la deuda a la seguridad social. El pueblo
fue embargado: lotes, casas, el bar. La ley evitó que también lo fueran la alcaldía y
la residencia de ancianos donde una veintena de hombres y mujeres en sillas de
rueda se empastan con papillas.
El pueblo, porque las palabras definen el mundo, se llama Peleas de Abajo.
***
Semántica de crisis:
En España, el despido moderno es una sigla, ere, por Expediente de Regulación
del Empleo. El ERE, cuando designa algo, designa una cifra: 332, 842 registrados y,
de ellos, 56,020 despedidos en sólo nueve meses de 2012.
O sea, en España, el trabajo es un eufemismo: los empleos no se pierden, las horas
de trabajo no se reducen, no hay suspendidos. Nada más se regulan expedientes.
Crisis semántica.
***
Cuando sea, un hijo es un hijo es un hijo es un hijo.
—El chaval ahora está aquí, conmigo —dice el señor, bigote cano, bajo, cero pelos
en la mollera.
“Aquí” es un taxi.
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
—Estudió, pero dejó. La crisis. Conduce cuando yo no. También se ha mudao a
nuestro piso.
El hijo tiene veinte, la hija se casó bien: el marido es profesional.
Son las cinco de la mañana de un domingo y el señor sin pelos en la lengua
conduce con la frescura de quien lleva pocas horas en fajina.
—De día conduce él, el chaval. A la noche es mi turno. Mejor así, más tranquilo.
El auto huele a cuero nuevo, aunque es un modelo 2009 y ahora es 2013.
—Así son las cosas.
Cuando llegó al hotel, el señor sin pelos en la cabeza pidió que yo cargara mi
maleta a la cajuela del auto —tiene lumbalgia y el médico le ha prohibido
esfuerzos—, pero apenas acabé, él mismo subió la de mi compañera de viaje.
—Si hay mujer, uno ayuda.
El señor con pelos en los labios no tiene un pelo de tonto.
—Cosa de caballero.
***
Lunes, Puerta del Sol, manifestación. El colectivo ¿Quién teme a la filosofía?
protesta contra la reforma educativa del gobierno de Mariano Rajoy, que
privilegia los saberes prácticos —para mejorar, dicen, la empleabilidad— y
convertiría la Historia de la Filosofía, troncal y obligatoria en el segundo año de
Bachillerato, en optativa y sólo para los estudiantes de Humanidades.
Treinta personas en hemiciclo. Habla una muchacha gordita, retaca, anteojos, pelo
suelto, gola de futura maestra. Viste, como los demás, una camiseta celeste con la
muy académica consigna “Vivir sin filosofía es tener los ojos cerrados sin tratar de
abrirlos jamás”.
Dice al micrófono:
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
—La filosofía sirve para cuatro cosas: uno, nos da una visión del mundo; dos…
Se muere el micrófono. Nadie protesta. La chica busca reactivarlo, pero el aparato
muere con un ronquido.
—Dos… 2013insiste, la voz alzándose para superar el murmullo de Sol.
—¡Oro, compramos oro! —suenan, con mayor efectividad, dos hombres que
promocionan a Los Kilates del Arenal, que, por si fuera necesario, también compra
plata.
A diez metros del grupo, cuatro policías ríen entre sí, porque sí.
***
Leer periódicos durante una crisis es más que someterse al látigo: es pedirlo.
Un día de marzo, entre pepito y café, la prensa cuenta.
Suben los morosos en la banca. La UE, muy seria, informa que, si rescata a Chipre,
será con cepo, corralito y un corsé de clavos: los salvatajes de los grandes meten a
los chicos en correccionales con institutrices alemanas. Un reporte público afirma
que 22% de los españoles evade al fisco y otro, de los empresarios del País Vasco,
que desaparecieron setecientas dieciocho empresas en Euskadi en los primeros
sesenta días del año. A Hacienda se le escapa el cardumen de peces grandes y
medianos y un océano de jureles.
Como ya no hay —tanto— dinero, las empresas empiezan a eliminar el exceso de
cargos de las buenas épocas y cantan un largo adiós a superjefes de logística,
megavendedores del área comercial, vacas gordas de la estrategia corporativa. La
grasa se debe quemar rápido para estar en forma.
Los clubes de futbol de La Liga deben quinientos cuarenta millones de euros a
Hacienda; los de segunda y categorías menores, ciento cincuenta y cinco millones.
En febrero se conocieron los resultados de un estudio encargado por La Liga a una
consultora: la mayoría de los clubes están en riesgo de desaparecer. El Valencia,
campeón de pico y pala, pasó a manos de la Generalitat. Su estadio, que quedó a
medio construir, parece su opuesto, un circo romano a medio destruir. El circo
puede ocultar el hambre, pero el hambre nunca salvará a ningún circo.
153
DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
El último en decirme algo en el periódico es César Alierta, el —más pálido, más
gris— jefe de la Gran Teta de España, Telefónica: “Nos preguntan siempre que
cuándo vamos a tocar fondo y nosotros les decimos que ya”, registra un periódico.
“La crisis está acabando”.
Un mes después, la prensa dice, para beneplácito de todos, que el señor gobierno,
los señores expertos, el señorísimo Banco de España y los muy señorones
organismos internacionales, coinciden con Alierta: la crisis tocó piso a fines de
2012.
Un mes después, la prensa dice que, por primera vez en la historia, España supera
los seis millones de desempleados.
Digo: la economía puede haber frenado al borde del abismo, pero la inercia sigue
tirando cuerpos a él.
Leer periódicos en la crisis no es someterse al látigo: es pedirlo. Con fruición.
***
Todos los años, el Real Instituto Elcano publica un barómetro: cómo se ve España.
Dos años atrás, un estudio del banco BBVA contaba que la productividad española
por hora trabajada era heroica. Al país de la siesta y los tapeos de maratón le
faltaba para alcanzar el promedio europeo pero era ya tenía uno mayor que, domo
arigato, el japonés.
Cuando el país crecía —a un promedio de 3.5% desde 1985 y hasta 2007—, el
milagro español asombraba a quienes queríamos creer y los hijos de la Corona
andaban anchos por el mundo, las voces rugientes, altos cañones de la Armada
Invencible. Pero cuando el hilo de la crisis se reveló cada jalón exhibía más de una
madeja sebosa de despilfarros, deudas y déficits de gobiernos, familias y
empresas.
Así, a inicios de este año, los alemanes hablaron muy mal de España. Es débil,
dijeron; es corrupta y tradicionalista, dijeron. Ociosa. El Real Instituto Elcano
dictaminó, entonces y extraoficialmente, lo que todos sabían: el milagro español ya
no existe. De todos modos, dice el reporte, a pesar del deterioro España todavía es
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bien valorada en Alemania, donde lo califican con 6.1 en una escala de cero a diez.
A Grecia, recuerda, le pusieron 4.6.
Es curioso cómo funciona la autoconmiseración: el muerto podrá sufrir, pero se
aliviará de no estar degollado.
***
La crisis cambia la psicología de las personas.
Depresión, tristeza. Rabia. Se toman más ansiolíticos, se bebe peor. Se duerme mal,
el rendimiento se asfixia. Varias asociaciones de ayuda contaron a la decana del
Colegio de Psicólogos de Galicia que un tercio de los suicidas de la comunidad son
personas desahuciadas de las viviendas que ya no pueden pagar.
Es de espanto: entre 2008 y 2012, cerca de medio millón de familias fueron
expulsadas por los jueces de sus hogares. En España, la ley inmobiliaria carga a las
personas con el sambenito de la Inquisición pues prohíbe a nadie enviar a la
quiebra su deuda hipotecaria. En marzo, la ue apuntó con el índice a la norma y
dio potestad inmediata a los jueces del país para que detengan los desalojos
mientras investigan si las familias han firmado créditos con cláusulas abusivas.
El fallo del Tribunal de Justicia de la UE que puede permitir a miles mantener sus
techos, nació de una demanda de un desahuciado de Barcelona llamado Mohamed
Aziz. Mucha España le deberá su casa a un migrante, a un mal mirado, un negado,
Aziz, un moro.
La crisis debe cambiar la psicología de las personas.
***
Telefónica ganó casi cuatro mil millones de euros en 2012 —27% menos que el año
anterior—. Repsol, la expropiada, ganó dos mil millones —6% menos—. BBVA
ganó mil setecientos millones —44% menos—. Hay gente que se indigna: ¿por qué
el gran capital siempre gana cuando yo pierdo?
Pues bien: la siderúrgica Acerinox perdió dieciocho millones de euros en 2012.
IAG perdió novecientos veintitres millones e Iberia trescientos cincuenta y un
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millones. Bankia, el holding financiero, perdió veintiún mil doscientos millones de
euros. Hay gente que festeja: era hora de que les toque perder.
Las crisis no dejan pensar bien.
***
En el Metro, siete años atrás, los más jóvenes, los del medio, los más viejos eran
muy españoles: hablaban con el volumen de las multitudes. Hace un mes, el Metro
era una sala de espera de hospital: el silencio del miedo, las arrugas de la
preocupación. Los únicos que se oyen son los adolescentes, porque están en la
edad en que nada importa, y los necesitados, porque están en la edad en la que
todo importa.
***
El tipo es muy alto y muy flaco y camina por el centro del vagón con la vista al
frente y el ojo afiebrado del poseso. Hablará sin pausas.
—Llevo una semana sin comer, salí de la cárcel en condicional hace un mes y no
quisiera pediros nada porque el hombre debe valerse por sí mismo y yo me he
equivocao y la he pagao y ahora quiero una oportunidad de hacer las cosas bien
soy una persona de bien y tengo hambre y me duele el estómago llevo días sin
dormir y hasta siento mareos si me dáis dinero está bien y para que veáis que mi
hambre es verdadera y no busco unas monedas para beber si me dais algo de
comer por dios os digo que me lo como delante de vosotros.
Una pareja le pasa un par de monedas y una abuela saca de su cartera una bruta
garrapiñada de maníes. El ex prisionero insomne y famélico se detiene y, con toda
la pausa recuperada, dice:
—Disculpad, pero no puedo. Soy diabético.
***
Caminamos en el principio de la noche zurrados por el frío. Mi colega lleva rato
azotando el deseo exacerbado de sus compatriotas. Que cómo comprarse un piso
que no puedes pagar con tu salario. Que cómo, incluso, pensar en tener un
segundo. Y un auto nuevo y muchas vacaciones. Que él nunca compró: que renta.
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Que la ex esposa le dice que siempre fue un agarrado y él, ahora, relajado, ante las
evidencias del jaleo, la ve y ve un velorio: ella y su nueva pareja con el agua al
cuello para pagar la hipoteca de la casa que él no quiso.
—No entiendo cómo en este país la gente hace estas cosas —dice.
Quiero decirle que vivo en Estados Unidos, que tampoco entiendo cómo en este
país —cómo en muchos países— la gente hace las cosas. Pero sobrevivimos a
irracionalidades mayores —guerras, latrocinios, hambrunas, Mariah Carey— y
callo. Además, estoy sin comer.
Cuando llegamos al bar, pedimos serrano, tortilla de patatas, cañas, y sigo callado.
Mejor reímos.
Bienvenidos a España.
***
—Buen día, vi el anuncio en la calle de Francisco de Silvela.
El anuncio decía: “Precios sin competencia. Pintor profesional. Techos, locales,
pisos, su comunidad. Experiencia en pintura lisa y gota. Pintamos todo.
Presupuesto gratis y sin compromiso. Seriedad, limpieza, rapidez”.
Era un cartelito del tamaño de un posavasos pegado en la pared de un edificio
gris, en una esquina donde pasan muchos autos y pocos paseantes. El número de
teléfono estaba borroneado pero aun parecía legible. Un sábado por la mañana
decidí probarlo, conocer algo más de alguien que no vive en Peleas de Abajo pero
que conoce las ídem.
—¿Podría hablar con el pintor?
La mujer que atendió no perdió el tiempo.
—No está más. Se volvió a su país.
Adiós, España.
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Gabriel García Márquez va al dentista
Julio Villanueva Chang
Una mañana de julio de 2001, Gabriel García Márquez dijo algo inesperado sobre
su dentista. Había aparecido en un salón de la Universidad Iberoamericana de
México para saludar al escritor Ryszard Kapuscinski, quien por esos días dictaba
un taller en el Distrito Federal. Regresaba de un cáncer, y se le veía con una flacura
de hospital, envuelto en una chaqueta ocre pero con un humor caribeño que
infectaba de verano el salón de clase. En un descanso del taller, García Márquez
intentaba llegar hasta la puerta del aula pero siempre se tropezaba con alguien que
le cerraba el paso. Esa mañana fui uno de ellos. Quería saber si había leído «García
Márquez va al dentista», una historia que yo había publicado sobre su amistad con
un odontólogo de Cartagena de Indias a quien años antes él había buscado para
aliviar una inflamación de sus encías. El escritor se detuvo un segundo detrás de
unos anteojos de carey tan grandes que parecían pertenecer a un gigante miope.
Luego se inclinó ante las páginas de mi libro y se retiró de súbito, como quien
hubiese descubierto a un biógrafo con mal aliento.
–Gazabón no fue ético en contarte eso –me dijo.
Ojo por ojo, diente por diente. Una tarde de enero de 1999, el odontólogo Jaime
Gazabón me había contado la historia de un dentista de provincia a quien un
Premio Nobel de Literatura le había pedido ser el padrino de bautizo de su hijo.
Era su historia con el paciente Gabriel García Márquez. Había sido un testimonio
menos de vanidad que de orgullo, menos de presunción que de honor, menos de
indiscreción que de agradecimiento. Sin embargo, esa mañana de 2001, cuando lo
interrumpí para recordarle la historia de cómo un dentista se había convertido en
su compadre, Gabriel García Márquez se fue a sonreír a otra parte. «Gazabón no
fue ético en contarte eso», me dijo, con cierto desdén, y siguió su camino a que
otro más lo interrumpiera. No hubo tiempo para explicarle nada. No había sido la
traición de un ex psiquiatra ni el chisme de un guardaespaldas ni la venganza de
una amante. Esa mañana, más que sentirse decepcionado sobre su dentista, García
Márquez parecía haber perdido el sentido del humor. Después de todo, no era tan
grave decir que tenía caries.
***
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
La tarde del 11 de febrero de 1991, Gazabón abrió una puerta de su clínica dental
de Cartagena de Indias y descubrió a Gabriel García Márquez solo como un
astronauta en una sala de espera. Eran las dos y treinta de la tarde, y el paciente
había llegado puntual. «En siete años nunca llegó tarde a una cita», recordaría
tiempo después el médico. Aquella primera vez, García Márquez había llegado
hasta su consultorio en su automóvil con chofer. El lugar estaba ubicado en un
barrio de la ciudad cuyo nombre es perfecto para el oficio de un dentista:
Bocagrande. En la mesa de centro, sólo había literatura de consultorio de
dentista, revistas para disimular la espera antes de ingresar al cuarto de salud
dental, y una música de fondo de efectos sedantes. Cuando el odontólogo salió a
recibirlo, el escritor acababa de completar a manuscrito su ficha de historia clínica:
«Nombre del paciente: Gabriel García Márquez. ¿Cuál es su ocupación? Paciente
vitalicio. Número de teléfono: Cortado por falta de pago. Si es casado, ocupación de
su esposa: Sí, no hace nada. ¿Para qué compañía trabaja su esposa? Ya quisiera yo
saberlo. Nombre de la persona responsable por el pago del tratamiento:Gabo, el hijo
del telegrafista. ¿Tiene usted alguna molestia o dolor? Molestia sí, el dolor vendrá
después. ¿Nos podría decir quién lo recomendó al Dr.? Su fama universal». Fue todo
lo que García Márquez escribió en esa dramática visita que tarde o temprano todos
hacemos al consultorio de un dentista.
Los primeros siete años de consulta el odontólogo trató a García Márquez con el
respetuoso vocativo de maestro. Luego empezó a llamarlo compadre. El doctor
Gazabón recuerda que cuando se había enterado de que su esposa estaba
embarazada de su sexto hijo, García Márquez le preguntó con el entusiasmo de un
cura recién ordenado: «¿Y cuándo lo bautizamos?». Jaime Enrique de Jesús iba a
ser su primer hijo varón. Pero el odontólogo no entendía aquella pregunta del
novelista. Alguien que había vivido en México tuvo que explicarle que en ese país,
donde el escritor ha vivido por décadas, el honor de ser padrino se ofrece a los
padres y no al revés. El día del bautizo, García Márquez y su esposa Mercedes
fueron los primeros en llegar a la iglesia.
–No creo que nada sea casual –dice el dentista–. Fue un bautizo macondiano.
Aquella ceremonia no parecía haber sido la primera coincidencia familiar. Las
familias de ambos, recuerda Gazabón, habían sido vecinas en el barrio de Pie de la
Popa y la hermana de García Márquez iba a jugar a casa con su hermana. Entonces
el dentista era un bebé de un año, y el escritor debía ser un veintañero, alguien que
andaba mamando gallo, ese modo tan caribeño de tomarte el pelo y vacunarte
contra la solemnidad. Eran de generaciones distantes: cuando García Márquez
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
ganaba el Nobel de Literatura, Gazabón hacía un posgrado de Rehabilitación Oral
en la Ohio State University. La primera vez que el ilustre paciente visitó la casa de
quien iba a ser su compadre, el novelista entró por la puerta principal y salió por
la de la cocina para saludar a las muchachas de servicio.
Desde entonces ningún dentista había callado tanto sobre la intimidad y la boca
abierta de uno de los escritores más famosos de la Tierra. A García Márquez,
según el médico, le gustaba repetirle que cada vez que llegaba a Cartagena era a él
al primero que telefoneaba. Y desde que García Márquez lo visitara en su
consultorio dental, la vida del doctor Gazabón sufrió una metamorfosis. Sus
amigos le enviaban libros para que García Márquez se los dedicara. Unas palabras.
Una firma. Un garabato. Una serie de señoras le rogaban si era posible fotografiarse
con él. Una sola vez. Un minuto. Por favor. El dentista era invitado a leer un
fragmento de CIEN AÑOS DE SOLEDAD en el Museo Naval de Cartagena. Los
pacientes que llegaban al consultorio dental veían colgado en una pared, encima
de un temible sillón negro donde todos se acostaban, un cuadro que enmarcaba
una fotografía del paciente ilustre junto a su odontólogo envidiado. A veces les
parecía una alucinación en colores: el escritor, que aparecía recostado en aquel
mismo sillón negro, llevaba una camisa negra y las manos tan juntas como si
hubiese sido maniatado por su risueño odontólogo. Uno que otro veía ese retrato
de García Márquez acostado en el sillón dental, y creían que podía ser la travesura
de una Macintosh caribeña, el burdo montaje de un fetichista literario. Lo cierto es
que aquel cuadro parecía servir al dentista como una primera anestesia. De un
golpe de vista los pacientes se olvidaban de sus muelas, y cualquier mueca de
dolor se mudaba a una misma pregunta. ¿Cómo había llegado hasta allí el autor
de CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA?
***
Una noche de setiembre de 2004, el doctor Gazabón cogió un maletín negro
cerrado con una clave de seguridad. Estaba de pie frente a mí, en la mesa del
comedor de su nueva casa en Tampa, Florida, revolviendo algunos recuerdos de
su amistad con su compadre Gabriel García Márquez. Aún había cajas por abrir,
señal de que su mudanza a Estados Unidos todavía no acababa. En el comedor,
por debajo de una mesa, se paseaba un perro pincher en miniatura, llamado
Blackie, de quien Gazabón decía que sólo le faltaba hablar, y de las paredes de su
casa colgaban pinturas de su esposa, la artista plástica Ángela Schiappa. El
dentista y su familia se habían mudado hasta Florida luego de haber tenido que
partir de Cartagena, donde él y su esposa eran militantes evangelistas de La
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
Comunidad Cristiana de Fe. Ambos solían predicar en barrios populares, donde
no eran nada bienvenidos por la guerrilla. Esa noche de otoño, luego de abrir la
clave de seguridad de su maletín, el Dr. Gazabón extrajo de él una bolsa de
terciopelo azul, una de ésas en donde los joyeros guardan metales preciosos en
miniatura para protegerlos del maltrato del tiempo. Días atrás había pasado un
huracán destructor cerca de su casa. Gazabón aún no podía ejercer en Florida el
oficio de odontólogo, y por entonces trabajaba de ceramista dental en un
laboratorio de prótesis molares. Se había vuelto un escultor de dientes de
porcelana, un artista de la dentadura artificial. Acababa de llegar la medianoche.
En uno de los cuartos de su nueva casa, uno de sus hijos, Jaime Enrique de Jesús
Gazabón, se había quedado dormido. Tenía siete años, y su padrino de bautizo era
Gabriel García Márquez. Todo había sucedido cuando él era un bebé, y el niño no
sabía nada más. Pero esa noche de setiembre de 2004, el doctor Gazabón parecía
estar dispuesto a mostrarme algo que no me había confiado cinco años atrás, la
tarde en que lo conocí en su antiguo consultorio de Bocagrande. Guardaba una
extraña joya en aquella bolsa de terciopelo azul.
***
Las razones que habían hecho aterrizar a Gabriel García Márquez en el consultorio
del doctor Gazabón no fueron nada novelescas: un odontólogo de Bogotá había
operado una corrección en su dentadura y, para que continuara su tratamiento, le
recomendó buscar en Cartagena de Indias al ortodoncista Luis Eduardo Botero. La
suya iba a ser una operación de rutina. García Márquez sólo parecía necesitar a
uno de esos especialistas que mueven dientes en mala posición y los devuelven a
su lugar normal. El ortodoncista puso los dientes del escritor en su sitio, pero le
diagnosticó un dolor periodontal –en buen castellano, un dolor de encías. Era la
especialidad del doctor Gazabón, y el ortodoncista lo recomendó. Fue así como
aquella tarde de febrero de 1991, el dentista descubrió al hijo del telegrafista en la
sala de estar de su consultorio de Bocagrande, en el preciso instante en que éste
escribía los datos de su historia clínica en una ficha de cartón que le había
entregado la secretaria Onira Madera.
–Fue como un mandato de Dios –me diría Gazabón trece años después, en Florida,
una noche de otoño a miles de kilómetros de allí.
Durante las consultas, recordaba el dentista, García Márquez se volvía más
terrenal cuando hablaba de política. Una vez Gazabón se atrevió a comentarle algo
sobre Dios.
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
–Gabo hizo lo que cualquier persona –me dijo el dentista–: dio un muletazo y pasó
a otro tema.
Aquella vez entendió que debía evitar a Dios en sus conversaciones con el
novelista. Pero mi pregunta metafísica era qué iba a hacer el dentista con sus
recuerdos cuando García Márquez se muriese.
–Uno nunca sabe –me dijo, escéptico–. Hasta uno se puede morir antes que él.
–Los dentistas no van al cielo –le recordé.
–Fíjate que yo sí voy –respondió, sin ánimos de apuesta.
No estaba mal saber que uno va siempre hacia alguna parte. Era la única soberbia
que parecía advertirse en el doctor Gazabón: la de sentirse un hombre bueno. La
última vez que atendió a García Márquez la tenía apuntada en su historia dental:
20 de enero de 1999. Fue un miércoles. Gazabón también recordaba haber recibido
una llamada telefónica suya en diciembre de ese año apocalíptico.
El escritor se iba a ir de Cartagena de Indias al siglo siguiente. Por entonces, un
cáncer linfático se asomaba a su vida. Según el dentista, García Márquez residía
ahora en México y no parecía haber vuelto a la ciudad amurallada. Hubo incluso
un rumor de que el cantante Julio Iglesias quería comprar su casa. Antes de
mudarse a Estados Unidos, el doctor Gazabón dejó una carta a uno de los
hermanos de García Márquez con el pedido expreso de que éste la leyese.
También, una caja de galletas italianas que solía preparar su suegra. Esa noche de
otoño de 2004, en una Florida de huracanes, el dentista me dijo que aún no había
recibido respuesta.
***
No había razones obvias para explicar por qué Gabriel García Márquez eligió
como sacamuelas y luego como compadre al doctor Gazabón. Era un dentista de
provincia. En los estantes de su consultorio de Cartagena de Indias no se asomaba
ninguna novela. Sólo clásicos de la dentadura como PERIODONTAL
DISEASE, OCCLUSAL PROBLEMS, dolorosa literatura para odontólogos impacientes.
No había leído la novela ANESTESIA LOCAL de Günter Grass ni el cuento EL
DENTISTA de Alfred Polgar ni los angustiosos episodios de visitas al odontólogo
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
en EXPERIENCIA de Martin Amis. Sólo el poema DESIDERATA colgaba de una pared
de su consultorio, por encima de un mueble con dentaduras postizas y enjuagues
bucales. En 1999, en el escritorio del doctor Gazabón, había una calavera y nada
tenía que ver con la de Hamlet. Era la vulgar escenografía de un sacamuelas, el
lugar común de la castración dental.
El dentista tenía sólo una teoría: que García Márquez lo había elegido para romper
su rutina de famoso. «La gente se olvida de que Gabo es un ser humano», decía él.
Pero también se olvidaban de que Gazabón era un ser humano, y le preguntaban
cuánto se le podía cobrar a un compadre así. «¿Podría decir quién lo recomendó al
Dr.? Su fama universal»,había escrito García Márquez, mamando gallo. Pero ya la
astrología pronosticaba entre ellos una historia perfecta: García Márquez es piscis;
Gazabón, escorpio. «Piscis verá en Escorpio a un gran compañero con el que
compartir todas las facetas de su vida». Tratándose del parentesco espiritual entre
un novelista y un odontólogo, sólo la astrología parecía ser la teoría más confiable.
***
El doctor Gazabón solía hablar de García Márquez con familiaridad y admiración,
pero sin reverencias. Esa noche de otoño en Florida, contaba anécdotas del Premio
Nobel de Literatura mientras revisaba aquel maletín negro donde guardaba sus
recuerdos bajo clave: la historia clínica del paciente García Márquez, retratos de
familia con García Márquez, recortes de prensa sobre García Márquez, una muela
de García Márquez. Sí. El tesoro del doctor Gazabón era un molar con tres raíces y
una incrustación de oro. La muela se veía más horrenda en el acto de extraerla de
una bolsa de terciopelo y saber que había sido del señor García Márquez. Ver un
molar de García Márquez es como ver cualquier muela fuera de su boca: hace que
uno pasee su lengua para verificar que las suyas siguen allí, dispuestas aún a
masticar y morder. La muela de un gran escritor se veía tan espantosa como las de
cualquiera, y creaba la ilusión de que todos somos iguales debajo de un dentista.
Era la punta del iceberg de una antigua dentadura. Era la historia secreta de su
sonrisa.
Hasta el último día en que fue su paciente, me dijo el doctor, la dentadura de
García Márquez tenía doce incrustaciones de oro. Es decir, tenía una docena de
restauraciones de dientes con caries. La intimidad del escritor con su dentista no
podía ser entonces en el autor de LA MALA HORA una historia anecdótica y casual.
García Márquez había dedicado varios episodios de su obra a lo indefenso que
uno puede ser ante un dolor de muelas y al poder de fascinación que puede causar
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
una dentadura. En UN DÍA DE ÉSTOS, uno de sus más famosos cuentos, Aurelio
Escovar, un dentista sin título, extrae sin anestesia la muela que ha torturado por
cinco días a su opositor, el alcalde de un pueblo sin nombre.
Por suerte, García Márquez nunca quiso ser alcalde y Gazabón sí es un odontólogo
con título. Años después, en CIEN AÑOS DE SOLEDAD, el novelista escribió un
episodio premonitorio de su primera visita al odontólogo: «Vieron [los habitantes
de Macondo] un Melquíades juvenil, repuesto, desarrugado, con una dentadura
nueva y radiante. Quienes recordaban sus encías destruidas por el escorbuto, sus
mejillas fláccidas y sus labios marchitos, se estremecieron de pavor ante aquella
prueba terminante de los poderes sobrenaturales del gitano». En resumen,
Melquíades terminó sacándose los dientes y envejeciendo de súbito, pero luego se
los puso otra vez y sonrió con el poder restaurado de su juventud. Sí. El hombre
envejece cuando los dientes no se reponen. García Márquez lo sabía. Sabía que
perder un diente era la más perfecta metáfora de la caída del poder, y que un
dolor de muelas era tan agudo e incurable como el amor.
No había sido el primer escritor en fascinarse tanto por las muelas: ya Joyce y
Nabokov habían perdido la dentadura antes de cumplir los cincuenta años, y no
ahorraron palabras para retratarlas como algo mas que un rasgo fisonómico en sus
libros. Martin Amis, otro escritor del club de los desdentados, ensayó en su
libro EXPERIENCIA una primera y nada desdeñable comunidad de escritores de
dientes postizos: «¿Qué más tenían en común Nabokov y Joyce aparte de la
pésima dentadura y una soberbia prosa? El exilio y décadas de una precariedad
económica cercana a la indigencia. Y una compulsiva tendencia al exceso. Y la
desmedida sumisión que merecidamente les inspiraban sus esposas». Cualquier
parecido no es pura coincidencia.
El último día que el doctor Gazabón lo vio en su consultorio de Cartagena de
Indias, el único diente que le faltaba a García Márquez era la muela del juicio.
Aunque el escritor parecía haber perdido el juicio esa mañana de 2001 en que le
pregunté sobre su historia con el dentista, me quedó también la sensación de que
siempre los ganaba.
–Es como un Dios de la literatura. Todo el mundo está interesado en cualquier
cosa que hace –me dijo el dentista aquella noche de Florida–. Estoy seguro de que
Gabo sabe que yo no puedo esconder lo que pasó entre nosotros.
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
El doctor Gazabón lo recordaba todo con la conciencia limpia de un pastor
evangélico: aquella primera tarde de 1991 en el consultorio de Bocagrande, Gabriel
García Márquez tenía una caries y él decidió operar. Le inyectó anestesia local, le
extrajo un molar, suturó la herida y un tiempo después colocó un implante en su
lugar. Gazabón dice que nunca se quejó. Pero desde ese primera cita entre los
futuros compadres ya hubo una pérdida. Sucede en todas las épocas: Homero fue
ciego y a Cervantes le fallaba un brazo. García Márquez perdió una muela.
–El hilo dental es más importante que el cepillo –advirtió el doctor Gazabón.
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
El ultimo hombre muere primero
Juan Villoro
El 10 de noviembre de 2009, Robert Enke, portero de la selección alemana de
fútbol, hizo su última salida al campo. Le dijo a su esposa que iba a entrenar, subió
a su Mercedes 4×4 y se dirigió a un pequeño poblado cuyo nombre quizá le
pareció significativo: Himmelreich, Reino del Cielo. Cerca de allí hay un
descampado por el que corren las vías del tren. El guardameta dejó su cartera y
sus llaves en el asiento del vehículo y no se molestó en cerrar la puerta. Caminó a
la intemperie, como tantas veces lo había hecho para defender el arco del CZ Jena,
el Borussia Mönchengladbach, el Benfica, el Barcelona, el Fenerbahçe, el Tenerife o
el Hannover 96.
A doscientos metros de ahí, como a unas dos canchas de distancia, estaba
enterrada su hija Lara, muerta a los dos años.
Un portero ejemplar, Albert Camus, dejó los terregales de Argelia para dedicarse a
la literatura. Acostumbrado a ser fusilado en los penaltis, escribió un encendido
ensayo contra la pena de muerte. Su primer aprendizaje moral ocurrió jugando al
fútbol. Años después, escribiría: «No hay sino un problema filosófico realmente
serio: el suicidio». Morir a plazos es la especialidad de los porteros. Sin embargo,
muy pocos pasan de la muerte simbólica que representa un gol a la aniquilación
de la propia vida. Enke fue más lejos que la mayoría de sus colegas. Su muerte, de
por sí dolorosa, llegó con un enigma adicional: estaba en plenitud de su carrera y
podía defender la portería de su país en el Mundial de Sudáfrica.
El número 1 de Alemania suele ejercer un inflexible liderazgo. Sepp Maier, Harald
Schumacher, Oliver Kahn y Jens Lehmann se han ubicado entre los tres palos con
seguridad de decanos de la custodia. Los porteros alemanes envejecen como si la
jubilación no existiera y los años brindaran energías. A los treinta y dos años, Enke
pasaba por un buen momento deportivo. Sin embargo, carecía de la condición
esencial de los grandes porteros alemanes. Era un hombre de la retaguardia, que
rehuía la publicidad, hablaba muy poco de sí mismo y atesoraba secretos que casi
nadie conocía.
Tal vez la posibilidad de éxito contribuyó a su tensión nerviosa. El puesto
definitivo parecía al alcance y comportaba nuevos retos. En la extraña ruleta
interior a la que se sometía Enke, un fracaso habría sido preferible. Odiaba la
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
presión, pero desde los ocho años, cuando entró a las fuerzas inferiores del CZ
Jena, sólo pensaba en atajar balones. Casi siempre, los niños desean ser goleadores.
Corresponde a los gordos, los muy altos, los lentos o los raros resignarse al puesto
que obliga a tirarse y maltratar la ropa en el patio del colegio. El número 1 es el
último en un equipo. El recurso final.
Sólo en sitios que valoran mucho la resistencia se convierte en favorito. En
Alemania, incluso la academia ha tenido que ver con las heridas. Max Weber
ostentaba con orgullo la cicatriz que le había dejado un duelo con un miembro de
una fraternidad estudiantil enemiga. El niño que opta por ser guardameta tiene las
rodillas raspadas y se ensucia con el lodo del sacrificio. En el país donde Sepp
Maier fabricaba guantes blancos para enfrentar un destino oscuro, Enke quiso ser
portero.
El fútbol profesional puede invadir un organismo en forma absoluta. Para los que
crecen en ese entorno, la realidad es lo que se recorre en autobús entre un partido
y otro. En su mente no hay otra cosa que pasto, balones, lances fugitivos. Se
concede poca importancia a algo decisivo: la forma en que un sujeto se vacía de
todo lo demás para convertirse en futbolista integral. La paradoja es que los
jugadores más completos son los que conservan otras aficiones, ya sean los
tallarines que preparan sus mamás, los números privados de las top models o el
gusto por el rock o la samba.
Enke era un fundamentalista del fútbol, un puritano que no pensaba en nada más
y prefería vestirse de negro, como los porteros de antes, que cada domingo
emulaban a los sacerdotes. Defender el destino de Alemania en el Mundial de 2010
podía llevarlo a la gloria. Sin esa oportunidad decisiva, Enke habría estado más
sereno.
Sus verdaderos problemas profesionales habían ocurrido tiempo atrás. Debutó con
el CZ Jena en 1995, donde sólo estuvo una temporada. Después de varios años de
regularidad con el Borussia Mönchengladbach, dio el anhelado salto a un club
grande de Europa, el Benfica de Portugal. Aunque cautivó a la afición, llegó en
una época turbulenta; tuvo tres entrenadores en un año y decidió aceptar un
puesto más tentador, sin saber que sería el peor de su vida: «Ninguna posición en
el fútbol es tan exigente como la de portero del Barcelona», diría después. En la
sufrida era del tiránico Louis van Gaal, Enke fue el frágil defensor de la portería
barcelonista. Aún se le culpa de la eliminación ante una escuadra de tercera
división en un partido de la Copa del Rey.
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DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA
Barcelona consagra o aniquila. Fue ahí donde Maradona se entregó a la cocaína;
fue ahí donde Ronaldinho triunfó y quiso superar las presiones del éxito con la
variante brasileña del psicoanálisis: las discotecas. Fue ahí donde Enke padeció sus
más severas depresiones. Con resignación, el emigrado alemán aceptó defender la
puerta del Fenerbahçe, en Turquía, y de ahí pasó a una discreta isla europea: fue
guardameta del Tenerife, en segunda división. Cuando el borrador de su biografía
trazaba un fracaso, recibió la oportunidad de regresar a Alemania con el Hannover
96. La experiencia es la gran aliada de los porteros y Robert Enke demostró que
merecía un segundo acto. La revista Kicker lo nombró mejor guardameta de
Alemania. Ciertos jugadores sólo se enteran de que no están hechos para salir de
su país cuando una cancha extranjera se mueve bajo sus pies. Enke necesitaba el
suelo de Alemania. De vuelta en su ambiente, recuperó la regularidad y los
ánimos.
Entonces, la vida privada le presentó severos desafíos: su hija de dos años, Lara,
murió a causa de una deficiencia cardíaca. Su mujer y él adoptaron a otra niña,
Leila. La seguridad del portero había aumentado, pero su paranoia encontró otra
salida: temía que se conociera su estado depresivo y le quitaran la custodia de su
hija. Obviamente se trataba de una fantasía autodestructiva.
El pecado de estar triste
Con frecuencia, el número 1 había sufrido depresiones. No le faltaba apoyo. Su
mujer se había convertido en una mezcla de enfermera y orientadora sentimental,
y su padre, Dirk Enke, es psicoterapeuta. El Dr. Enke trató de rebajar la
importancia que su hijo concedía al fútbol. Continuamente le enviaba mensajes de
texto para preguntarle por su estado y le repetía que el bienestar personal es más
importante que el triunfo deportivo. Pero ya era tarde para una pedagogía
paterna. La auténtica educación de Robert Enke había ocurrido en las canchas. El
fútbol de alto rendimiento está sometido a una exigencia extrema. En ese entorno,
cuando alguien se siente mal, se informa que no podrá jugar porque lo atacó un
«virus». No se habla de asuntos personales: sólo los débiles los padecen.
Es posible que Alemania haya inventado la Aspirina como una paradoja para
recordar que nada es tan importante como soportar el dolor. En el Colegio
Alemán, uno de mis maestros iba al dentista y se hacía atender sin anestesia. Nos
lo contaba como si se tratara de un triunfo ético.
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A siete partidos de su retiro, Harald Schumacher, ex guardameta de la selección
alemana, un hombre con pinta de mosquetero que adquirió triste celebridad por
despojar de varios dientes al francés Battiston en el Mundial de España, dio una
entrevista a André Müller para el semanario Die Zeit. El resultado fue una
confesión digna de un monólogo teatral. Para entonces, el portero jugaba en
Turquía y había sido expulsado de la selección por sus declaraciones sobre la
corrupción y el uso de drogas en la Bundesliga. En su último lamento como
cancerbero, dijo: «La gente cree que soy frío porque soporto el dolor. Una vez le
pedí a mi esposa que me apagara un cigarrillo en el antebrazo y sufrí tanto como
ella. Todavía tengo la cicatriz. Quería demostrar que uno puede soportar lo que se
propone. No soy un bloque de mármol. Soy vulnerable como cualquier otro. Sólo
soy brutal conmigo mismo. No soy un genio como Beckenbauer. No he heredado
nada. Estamos en el purgatorio. Cuando deje de sentir dolor, estaré muerto». El
área chica de Alemania es un purgatorio al aire libre.
En 1897, Émile Durkheim publicó su monumental investigación sociológica El
suicidio. Una de sus aportaciones fue vincular la tendencia de ciertas personas a
quitarse la vida con la anomia que padece la sociedad entera. El malestar colectivo
influye en forma difusa pero decisiva en la reiteración de tragedias individuales.
En otras palabras: las causas del suicidio siempre son particulares, pero al final del
año se cumple una cuota fijada por la sociedad. ¿Qué país tiene más tendencia al
suicidio? «De todos los pueblos germánicos, sólo hay uno que esté de una manera
general fuertemente inclinado al suicidio: los alemanes», responde Durkheim.
Sería simplista pensar en Enke como parte de una tendencia nacional, pero sin
duda vivió en un entorno de severa exigencia donde las excusas no podían tener
lugar. No cumplió con un código de honor samurái, que pudiera ser celebrado por
los suyos. En la ceremonia luctuosa que tuvo lugar en el estadio del Hannover 96,
el sufrimiento embargó a todo el fútbol alemán y acaso se convirtió en estímulo
para futuros triunfos. Convertir el calvario en éxito ha sido una especialidad
alemana en los mundiales.
Portento de la entrega y la disciplina, la nación que ha conquistado tres veces la
Copa del Mundo y ha sido cuatro veces subcampeona suele estar integrada por
neuróticos que no se hablan en el vestuario pero son aliados inquebrantables en el
césped. «El portero de la selección nacional es el símbolo de la fortaleza física»,
escribió Der Spiegel a propósito de Enke: «Debe ser impecable. Controlado.
Seguro de sí mismo. No hay empleo más duro en el fútbol, y Enke lo había
obtenido». Su círculo más próximo de amigos y familiares estaba al tanto de la
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severidad con que se juzgaba y la fragilidad con que reaccionaba. «No podía gozar
nada», ha dicho su padre, el terapeuta Enke. No hay forma de sanar el alma de un
portero. De nada sirve saber que estás bien: la pifia decisiva puede ocurrir el
próximo domingo.
Cuando el último hombre del equipo pierde la concentración, sella su destino.
Moacyr Barbosa fue el primer portero negro de la selección brasileña y tuvo una
carrera admirable, pero todo mundo lo recordará por su error en la final de
Maracaná, en 1950, impidiendo que Brasil alzara la Copa Jules Rimet. La
responsabilidad del portero es absoluta. Hay rematadores que necesitan diez
oportunidades para acertar y salen orgullosos del campo. El hombre de los
guantes no puede distraerse. Su puesto se define por el error posible. «Quisiera ser
una máquina», dice Schumacher. «Me odio cuando cometo errores. ¿Cómo podría
combatir si me importara un carajo el resultado? Vivimos en una enorme fábrica.
Cuando no funcionas, el siguiente te reemplaza. Supongo que sólo la muerte cura
las depresiones». Estas declaraciones de Schumacher prefiguran el exigente
destino que uno de sus sucesores tendría casi veinte años después.
El portero es el jugador que tiene más tiempo para reflexionar. No es casual que se
trate de alguien muy preocupado. Algunos guardametas tratan de aliviar los
nervios con supersticiones (escupen en la línea de cal, colocan a su mascota de la
suerte junto a las redes, rezan de rodillas, usan los guantes raídos que les dio una
novia que no se casó con ellos pero les trajo suerte). Otros buscan vencer la
preocupación con altanería, considerando que un gol en contra no vale nada. Pero
es raro que no tengan un alma en crisis. Schumacher convirtió esa tensión en
dramaturgia: «A veces me concentro con el odio y provoco al público. No sólo
juego contra los otros once. Soy más fuerte rodeado de enemigos. Cuando la
mierda me llega hasta arriba, sé que puedo resistir. Un atleta no se hace creativo
con amor sino con odio». Enke nunca tuvo esta claridad para revertir en méritos
emociones negativas, pero heredó la cabaña de Schumacher y sus redes tensadas
por la furia.
Cada posición futbolística determina una psicología. El portero es el hombre
amenazado. En ningún otro oficio la paranoia resulta tan útil. El número 1 es un
profesional del recelo y la desconfianza: en todo momento el balón puede avanzar
en su contra. La gran paradoja de este atleta crispado es que debe tranquilizar a
los demás. En su ensayo Una vida entre tres palos y tres líneas, escribe Andoni
Zubizarreta: «Cuando me preguntan cuál debe ser la mayor virtud del portero,
contesto sin dudarlo que la de generar confianza en el resto de los jugadores». El
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equipo debe ir hacia delante, sin pensar en quién le cuida la espalda. «Claro está
que, para no transmitir dudas, es fundamental no tenerlas», añade Zubizarreta:
«El portero no puede ser de carácter inseguro». Inquilino del desconcierto, el
guardameta vive para no aparentarlo. Es el pararrayos, el fusible que se calcina
para impedir daños mayores.
Peter Handke narró una trama existencial con un título que alude al hombre
fusilado: El miedo del portero al penalty. La novela no trata de fútbol sino de los
predicamentos sufridos por alguien que lo practicó. La situación límite del portero
es el penalti. En ese sentido, el título de Handke es exacto; sin embargo, la
verdadera angustia del último hombre no viene de ahí. El disparo a once metros es
un ajusticiamiento con exiguas opciones de supervivencia. Si el arquero impide el
gol, se trata de un milagro. Schumacher comenta al respecto: «Ante un penal sólo
puedo ganar. Es el tirador quien tiene miedo. Porque cada penalti es un gol al cien
por ciento. Matemáticamente, el portero no tiene chance. Si el balón entra, no
tengo nada que reprocharme. Si lo atrapo, soy el rey».
Algunos custodios han sido maravillosamente irresponsables, bufones capaces de
convertir el peligro en un placer extraño. El argentino Hugo Orlando Gatti y el
colombiano René Higuita transformaron su imprudencia en diversión. A ambos
les gustaba salir del área y enfrentar oponentes en un solitario mano a mano. Gatti
nunca era tan feliz como cuando hacía «el Cristo» ante un delantero que trataba de
sortearlo. Higuita se atrevió a despejar un tiro en la línea de gol usando sus pies
como el aguijón de un alacrán. Esta cabriola de fantasía no ocurrió en un
entrenamiento sino en el estadio de Wembley, santuario del balompié.
Los porteros alemanes no son de ese tipo. Se trata de hombres que sólo dejan de
ser excéntricos cuando de plano están locos, pero analizan la cancha como la
Crítica de la razón pura. Esto no los lleva a la sobriedad sino al sacrificio. El
romanticismo alemán tiene que ver menos con declarar amor que con beber
arsénico por amor. Otra vez Schumacher: «Cuando me arrojo a los pies del
contrario, no pienso que pueda sacarme un ojo de una patada. He jugado con los
dedos rotos, con el tabique roto, con las costillas rotas, con los riñones deshechos.
Tengo desgarrados los ligamentos. Me extirparon los meniscos. Tengo una artrosis
terrible. Me acuesto con dolores y me levanto con dolores». ¿Se trata de una queja?
Por supuesto que no. Con la misma felicidad con que Heinrich von Kleist
compartió el pacto suicida con su amada y se voló la tapa de los sesos después de
dispararle a ella en el corazón, Schumacher explica que todo eso ha valido la pena:
«Para llegar a la cima hay que ser fanático. Tal vez la tortura me sirva de
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distracción. Para no preocuparme voy al gimnasio y le pego a un costal de arena
hasta que me sangran las manos».
Robert Enke tenía una extraña sed de serenidad. No quería asumir la postura de
artista del dolor del inimitable Schumacher. Pero, como su padre señala con
agudeza, «no fue suficientemente fuerte para aceptar sus debilidades». Prefirió
ocultarse, negar su sufrimiento, como un alumno del colegio que teme ser
castigado.
Los ángeles caídos se levantan
En sus años de Cambridge, Vladimir Nabokov destacó como portero. Además de
los placeres de detener balones, disfrutaba el prestigio donjuanesco que entre los
latinos y los eslavos tiene el puesto de guardameta. En ciertos países, el número 1
representa la estética en el césped y liga más que los centrodelanteros.
Lev Yashin, la Araña Negra, fue perfecto emblema del portero ruso: elegante, de
una seguridad casi mística, insondable, de policía secreto o pope de la Iglesia
Ortodoxa. Sus equivalentes latinos podrían ser Dino Zoff o Gianluigi Buffon,
atletas poco afectos a moverse, que practican una eficaz vigilancia de capos de
mafia, supervisando el trabajo duro de los demás y limitándose a proteger la
rendija esencial. Al arquetipo latino también pertenece el portero que se ve de
maravilla cuando le anotan. El portugués Vítor Baía perfeccionó el arte de la caída
carismática.
El portero alemán es un comandante en jefe de la defensa. «Grito sin parar», dijo
Schumacher: «El grito es mi manera de estar al cien por ciento en el partido. Debo
mantenerme en tensión. En un principio me programaba; pensaba: “tengo que
gritar, tengo que hacer algo para no dormirme”. Ahora lo llevo en la sangre. Te
puedes entrenar para esto como te entrenas para un disparo difícil». El controlado
Sepp Maier solía bajar la vista a sus manos durante las charlas en el vestidor, como
si quisiera perfeccionar los guantes que vendía en el mundo entero. Pero en los
raros momentos en que alzaba la vista, era el único capaz de oponerse al líder de
opinión, Franz Beckenbauer. La tendencia al alejamiento de los guardametas
convirtió a Jens Lehmann en un ermitaño. El portero del Bayern Múnich vive en
una aldea y todos los días viaja en helicóptero para entrenar. Es más fácil que se
lesione con una turbulencia que con una patada. Oliver Kahn sólo hablaba para
elogiarse y sólo usaba los oídos para escuchar rock ultrapesado. Toni Schumacher
fue el «héroe de la retirada», como llama Hans Magnus Enzensberger a los líderes
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que claudican y desmontan todo lo que han hecho: en su libro Anpfiff (Silbatazo
inicial), Schumacher denunció suficientes lacras del fútbol para ser expulsado de
la selección.
No hay gente común en la puerta de Alemania. Sin embargo, esos célebres
hombres raros comparten un credo: no pueden fallar. Han sido entrenados para
una resistencia que no conoce los pretextos. «Si me atendiera en una clínica
psiquiátrica, tendría que abandonar el fútbol», dijo Enke unos días antes de morir.
La tristeza no puede decir su nombre en un estadio.
En Cultura y melancolía, Roger Bartra explica que durante siglos la melancolía fue
vista como una dolencia judía, «un mal de frontera, de pueblos desplazados, de
migrantes, asociada a la vida frágil, de gente que ha sufrido conversiones forzadas
y ha enfrentado la amenaza de grandes reformas y mutaciones de los principios
religiosos y morales que los orientaban». En términos futbolísticos, el portero es el
hombre fronterizo, condenado a una situación limítrofe, el que no debe abandonar
su área, el raro que usa las manos. Si el dios del fútbol es el balón, el arquero es el
apóstata que busca detenerlo.
El cuadro más célebre del arte alemán es el retrato secreto de un portero
derrotado. En Melancolía I, Durero dibuja a un ángel en la actitud de meditar bajo
el nefasto influjo de Saturno. Después de un gol, todo portero es el ángel de la
melancolía. Sentado en el césped, con las manos sobre las rodillas o la cabeza
apoyada en un puño, el cancerbero vencido simboliza el fin de los tiempos, la
sinrazón, la pura nada.
La última jugada
¿Qué hacen los alemanes ante la depresión? «Las mujeres buscan ayuda, los
hombres mueren», responde el Dr. Georg Fiedler, quien dirige el Centro de
Terapia para Tendencias Suicidas de la Clínica Universitaria de Eppendorf, en
Hamburgo. Para él, Enke pertenece a una clara tendencia social. Aunque el
diagnóstico de depresión es dos veces más alto en las mujeres, la tasa de suicidios
es tres veces más alta en los hombres.
La prueba más ardua que padeció Enke fue la muerte de su hija Lara. Él dormía a
su lado en el hospital. Después de un entrenamiento estaba tan agotado que no se
despertó cuando las enfermeras luchaban por mantener a su hija con vida. Enke
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no se perdonó que ella muriera mientras él dormía. Aunque no podía hacer nada,
el guardameta había nacido para la responsabilidad y la culpa.
Seis días más tarde, defendió la portería de su equipo. «Alemania admiró a este
Robert Enke», escribió Der Spiegel: «Admiró la calma. La claridad de todo lo que
decía, y más aún de lo que hacía. Era infalible». La obligación de actuar sin faltas
fue el castigo y la pasión del extraño Enke. No podía dejar aquello que lo
tiranizaba. Sin duda, esto tiene que ver con una disciplina que privilegia la
obtención de resultados sobre el placer de obtenerlos, y que es incapaz de ofrecer
una formación integral, más allá de los deberes en la cancha.
El mundo del fútbol parece ser demasiado importante y poderoso como para que
los destinos individuales cuenten. El joven Werther se mató por una decepción
amorosa del mismo modo en que el poeta Kleist se mató por el cumplimiento de
su amor. Enke ofreció otra muerte ejemplar en la atribulada Alemania. Si todo
portero es un suicida tímido, que enfrenta la metralla lanzándose al aire, él dio un
paso más.
El 10 de noviembre de 2009, Robert Enke caminó por la hierba crecida, bajo un
cielo encapotado. En su tipología del suicidio, Durkheim no incluyó a los que se
lanzan bajo las vías del tren. Ese acabamiento se reserva a Ana Karenina y al
portero de Alemania. A las seis de la tarde con diecisiete minutos, el exprés 4427,
que hacía la ruta Hannover-Bremen, pasó con acostumbrada puntualidad. El
torturado Enke se lanzó ante la locomotora con la certeza de quien, por vez
primera, no tiene nada que detener.
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