Kill you
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Kill you
DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA Kill Your Darlings Lecturas CAPARRÓS – FONSECA – GARCÍA MÁRQUEZ – GUERRIERO – HOYOS – IGLESIAS ILLA – LICITRA SALCEDO RAMOS – TALESE – VILLANUEVA CHANG – VILLORO 1 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA Asalto al Palacio Gabriel García Márquez El plan parecía una locura demasiado simple. Se trataba de tomar el Palacio Nacional de Managua a pleno día, con solo veinticinco hombres, mantener en rehenes a los miembros de la Cámara de Diputados y obtener como rescate la liberación de todos los presos políticos. El Palacio Nacional, un viejo y desabrido edificio de dos pisos con ínfulas monumentales, ocupa una manzana entera con numerosas ventanas en sus costados y una fachada con columnas de partenón bananero hacia la desolada Plaza de la República. Además del Senado en el primer piso y la Cámara de Diputados en el segundo, allí funcionan el Ministerio de Hacienda, el Ministerio de Gobernación y la Dirección General de Ingresos, de modo que es el más público y populoso de todos los edificios públicos de Managua. Por eso hay siempre un policía con armas largas en cada puerta, dos más en las escaleras del segundo piso, y numerosos pistoleros de ministros y parlamentarios por todas partes. En horas hábiles, entre empleados y público, hay en los sótanos, las oficinas y los corredores no menos de tres mil personas. Sin embargo, la dirección del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) no consideró que el asalto de aquel mercado burocrático fuera una locura demasiado simple, sino todo lo contrario: un disparate magistral. En realidad, el plan lo había concebido y propuesto desde 1970 el veterano militante Edén Pastora, pero sólo se puso en práctica cuando se hizo demasiado evidente que Estados Unidos había resuelto ayudar a Somoza a quedarse en el trono de sangre hasta 1981. "Los que especulan con mi salud, que no se equivoquen", había dicho el dictador después de reciente viaje a Washington. "Otros la tienen peor", habría agregado, con una arrogancia muy propia de su carácter. Tres empréstitos de cuarenta, cincuenta y sesenta millones de dólares se anunciaron poco después. Por último, el propio presidente Carter, de su puño y letra, rebasó la copa con una carta a Somoza en la cual lo felicitaba por una pretendía mejoría de los derechos humanos en Nicaragua. La Dirección Nacional del FSLN, estimulada por el ascenso notable de la agitación popular, consideró entonces que era urgente la réplica terminante, y ordenó que se pusiera en práctica el plan congelado y tantas veces aplazado durante ocho años. Como se trataba de secuestrar a los parlamentarios del régimen, se le puso a la acción el nombre clave de "Operación Chanchera". Es decir: el asalto a la casa de los chanchos (cerdos). Militantes probados 2 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA La responsabilidad de la operación recayó sobre tres militantes bien probados. El primero fue el hombre que la había concebido y que había de comandarla, y cuyo nombre real parece un seudónimo de poeta en la propia patria de Rubén Darío: Edén Pastora. Es un hombre de cuarenta y dos años, con veinte de militancia muy intensa y con una decisión de mando que no logra disimular con su estupendo buen humor. Hijo de un hogar conservador, estudió el bachillerato con los jesuitas, y luego hizo tres años de medicina en la Universidad de Guadalajara, México. Tres años en cinco, porque varias veces interrumpió las clases para volver a las guerrillas de su país, y sólo cuando lo derrotaban volvía a la Escuela de Medicina. Su recuerdo más antiguo, a los siete años, fue la muerte de su padre, asesinado por la Guardia Nacional de Anastasio Somoza García. Por ser el comandante de la operación, de acuerdo con una norma tradicional del FSLN, sería distinguido con el nombre de "Cero". En el segundo lugar fue designado Hugo Torres Jiménez, un veterano guerrillero de treinta años, con una formación política tan eficiente como su formación militar. Había participado en el célebre secuestro de una fiesta de parientes de Somoza en 1974, lo habían condenado en ausencia a treinta años de cárcel y desde entonces vivía en Managua en la clandestinidad absoluta. Su nombre, igual que la operación anterior, fue el número "Uno". La número "Dos", única mujer del comando, es Dora María Téllez, de veintidós años, una muchacha muy bella, tímida y absorta, con una inteligencia y un buen juicio que le habrían servido para cualquier cosa grande en la vida. También ella estudió tres años, de medicina en León. "Pero desistí por frustración", dice. "Era muy triste curar niños desnutridos con tanto trabajo, para que tres meses después volvieran al hospital en peor estado de desnutrición. "Procede del Frente Guerrillero del Norte. "Carlos Fonseca Amador". Desde enero de 1976 vivía en la clandestinidad. Otros veintitrés muchachos completaban el comando. La dirección del FSLN los escogió con mucho rigor entre los más resueltos y probados en acciones de guerra de todos los comités regionales de Nicaragua, pero lo que más sorprende en ellos es su juventud. Omitiendo a Pastora, la edad promedio del comando era de veinte años. Tres de sus miembros tienen dieciocho. Los veinticinco miembros del comando se reunieron por primera vez en una casa de seguridad de Managua, solo tres días antes de la fecha prevista para la acción. Salvo los tres primeros números, ninguno de ellos se conocía entre sí, ni tenían la menor idea de la naturaleza de la operación. Solo les habían advertido que era un acto audaz y con un riesgo enorme para sus vidas, y todos habían aceptado. 3 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA El único que había estado alguna vez dentro del Palacio Nacional era el comandante "Cero", cuando era muy niño y acompañaba a su madre a pagar los impuestos. Dora María, la número "Dos" , tenía una cierta idea del Salón Azul, donde se reúne la Cámara de Diputados, porque alguna vez lo había visto en la televisión. El resto del grupo no sólo no conocía el Palacio Nacional, ni siquiera por fuera, sino que la mayoría nunca había estado en Managua. Sin embargo, los tres dirigentes tenían un plano perfecto dibujado con un cierto primor científico por un médico del FSLN, y desde varias semanas antes de la acción conocían de memoria los pormenores del edificio como si hubieran vivido allí media vida. El día escogido para la acción fue el martes 22 de agosto, porque la discusión del Presupuesto Nacional aseguraba una asistencia más numerosa. A las 9.30 de la mañana de ese día, cuando los servicios de vigilancia confirmaron que habría reunión de la Cámara de Diputados, los veintitrés muchachos fueron informados de todos los secretos del plan y se les asignó a cada uno una misión precisa. Divididos en seis escuadrones de a cuatro, mediante un sistema complejo pero muy eficaz, a cada uno le correspondió un número que permitía saber cuál era su escuadra y su posición dentro de ella. Fabuloso ingenio El ingenio de la acción consistía en hacerse pasar por una patrulla de la Escuela de Entrenamiento Básico de Infantería de la Guardia Nacional. De modo que se uniformaron de verde olivo, con uniformes hechos por costureras clandestinas en tallas medianas, y se pusieron botas militares compradas el sábado anterior en tiendas distintas. A cada uno le dieron un bolso de campaña con el pañuelo rojo y negro del FSLN, dos pañuelos de bolsillo por si sufrían heridas, un foco de mano, máscaras y anteojos contra gases, bolsas plásticas para almacenar el agua en caso de urgencias y bicarbonato para afrontar los gases lacrimógenos. En la dotación general del comando había, además diez cuerdas de nylon de metro y medio para amarrar rehenes y tres cadenas con candados para cerrar por dentro todas las puertas del Palacio Nacional. No llevaban equipo médico porque sabían que en el Salón Azul había servicios y medicinas de urgencia. Por último se les repartieron las armas que de ningún modo podían ser distintas a las que usa la Guardia Nacional, porque casi todas habían sido capturadas en combate. El parque completo eran dos subametralladoras UZI, un G3, un M3, un M2, veinte fusiles Garand, una pistola Browning y cincuenta granadas. Cada uno disponía de trescientos tiros. La única resistencia que opusieron todos fue a la hora de cortarse el cabello y afeitarse las barbas cultivada con tanto esmero en los frentes de guerra. Sin embargo, ningún miembro de la Guardia Nacional puede llevar cabellos largos ni 4 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA barbas, y solo los oficiales pueden llevar bigotes. No había más remedio que cortar, y de cualquier manera, porque el FSLN no tuvo a última hora un peluquero de confianza. Se peluquearon los uno s loa otros. A Dora María, una compañera resuelta, le trasquiló de dos tijeretazos su hermosa caballera de combate, para que no se ve viera que era mujer con la boina negra. A las 11.50 de la mañana, con el retraso habitual, la Cámara de Diputados inició la sesión en el Salón Azul. Solo dos partidos forman parte de ella: el Liberal, que es el partido oficial de Somoza y el Partido Conservador, que hace el juego de la oposición legal. Desde la gran puerta de cristales de la entrada principal se ve la bancada liberal a la derecha y la bancada conservadora a la izquierda. Al fondo, sobre un estrado, está la larga mesa de la Presidencia. Detrás de cada bancada hay un balcón para las barras de cada partido y una tribuna para los periodistas, pero el balcón de las barras conservadoras está cerrado desde hace mucho tiempo, mientras que el de los liberales está abierto y siempre muy concurrido por partidarios a sueldo. Aquel martes estaba más concurrida que de costumbre y había además unos veinte periodistas en la tribuna de prensa. Asistían casi todos los diputados y dos de ellos valían su peso en oro para el FSLN: Luis Pallais Debayle, primo hermano de Anastasio Somoza, y José Somoza Abrego, hijo del general José Somoza, que es medio hermano del dictador. El debate sobre el presupuesto había comenzado a las 12.30 cuando dos camionetas Ford, pintadas de verde militar con toldos de lona verde y bancas de madera en la parte posterior, se detuvieron al mismo tiempo frente a las dos puertas laterales del Palacio Nacional. En cada una de las puertas, como estaba previsto, había un policía armado con una escopeta, y ambos estaban bastante acostumbrados a su rutina, para darse cuenta de que el verde de las camionetas era mucho más brillante que el de la Guardia Nacional. Rápidamente, con ruidosas órdenes militares, de cada una de las camionetas descendieron tres escuadras de soldados. El primero que bajó fue el comandante "Cero", frente a la puerta oriental, seguido por tres escuadras. La última estaba comandada por la número "Dos": Dora María. Tan pronto como saltó a tierra, "Cero" gritó con su voz recia y bien cargada de autoridad: "¡Apártense! ¡Viene el jefe!" El policía de la puerta se hizo a un lado de inmediato y el "Cero" dejó a uno de sus hombres montando guardia a su lado. Seguido por sus hombres subió la amplia escalera hasta el segundo piso, con los mismos gritos bárbaros de la Guardia Nacional cuando se aproxima Somoza, y llegó hasta donde estaban otros dos 5 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA policías con revólveres y bolillos. "Cero" desarmó a uno y la "Dos" desarmó al otro con el mismo grito paralizante: "¡Viene el jefe!" Allí quedaron apostados otros dos guerrilleros. Para entonces, la muchedumbre de los corredores había oído los gritos, había visto a los guardias armados, y había tratado de escapar. En Managua es casi un reflejo social: cuando llega Somoza todo el mundo huye. "Cero" llevaba la misión específica de entrar en el Salón Azul y mantener a raya a los diputados, sabiendo que todos los liberales y muchos de los conservadores estaban armados. La "Dos" llevaba la misión de cubrir esa operación frente a la gran puerta de cristales, desde donde dominaba, abajo, la entrada principal del edificio. A ambos lados de la puerta de cristales había previsto encontrar dos policías con revólveres. Abajo, en la entrada principal, que era una verja de hierro forjado, había dos hombres armados con una escopeta y una subametralladora. Uno de ellos era un capitán de la Guardia Nacional. "Cero" y la "Dos", seguidos por sus escuadras, se abrieron paso por entre la muchedumbre despavorida hasta la puerta del Salón Azul, donde se llevaron la sorpresa de que uno de los policías tenía una escopeta. "¡Viene el jefe!", volvió a gritar "Cero" y le arrebató el arma. El "Cuatro" desarmó al otro, pero los agentes fueron los primeros en comprender que aquello era un engaño, y escaparon por las escaleras hacia la calle. Entonces los dos guardias de la entrada dispararon contra los hombre de la "Dos", y estos respondieron con una descarga de fuego cerrado. El capitán de la Guardia Nacional quedó muerto en el acto, y el otro guardia quedó herido. La entrada principal, por el momento, quedó desguarnecida, pero la "Dos" dejó a varios hombres tendidos para protegerla. Al oír los primeros tiros, como estaba previsto, los sandinistas apostados en las puertas laterales desarmaron y pusieron en fuga a los policías, cerrando las puertas por dentro con cadenas y candados y corrieron a reforzar a sus compañeros por entre una muchedumbre que corría sin dirección acosada por el pánico. La "Dos", mientras tanto, pasó de largo frente al Salón Azul y llegó hasta el extremo del corredor donde estaba el bar de los diputados. Cuando empujó la puerta con la carabina M1 dispuesta a disparar, solo vio un montón de hombres tendidos y apelotonados en la alfombra azul. Eran diputados dispersos que se habían tirado a tierra al oír los primeros disparos. Sus guardaespaldas, creyendo que en efecto se trataba de la Guardia Nacional, se rindieron sin resistencia. "Cero" empujó entonces con el cañón del G3 la amplia puerta de vidrios esmerilados del Salón Azul, y se encontró con la Cámara de Diputados paralizada 6 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA en pleno: cuarenta y nueve hombres lívidos mirando hacia la puerta con una expresión de estupor. Temiendo ser reconocido, porque algunos de ellos habían sido sus condiscípulos en la escuela de los jesuitas, "Cero" soltó ráfaga de plomo contra el techo y gritó : "¡La Guardia! ¡Todo el mundo a tierra!" Todos los diputados se tiraron al sueldo detrás de los pupitres salvo Pallais Debayle, que estaba hablando por teléfono en la mesa de la Presidencia y se quedó petrificado. Mas tarde ellos mismos habían de explicar el motivo de su terror: pensaron que la Guardia Nacional había dado un golpe contra Somoza y que venían a fusilarlos. Formación marcial En el ala oriental del edificio el número "Uno" oyó los disparos cuando ya sus hombres habían neutralizado a los dos policías del segundo piso y él se dirigía hacia el fondo del corredor donde estaba el Ministerio de Gobernación. Al contrario de las escuadras de "Cero", las del número "Uno" entraron en formación marcial y se iban quedando en el camino para cumplir las misiones asignadas. La escuadra tercera, comandada por el número "Tres", empujó la puerta del Ministerio de Gobernación, en el momento en que resonó en el edificio la ráfaga de plomo de "Cero". En la antesala del Ministerio se encontraron con un teniente y un capitán de la Guardia Nacional, guardaespaldas del ministro, que al oír los disparos se aprestaban a salir. La escuadra de "Tres" no les dio tiempo a disparar. Luego empujaron las puertas del fondo y se encontraron en un despacho mullido y refrigerado, y vieron detrás del escritorio a un hombre de unos cincuenta y dos años, muy alto y un poco cadavérico que levantó las manos sin que nadie se lo ordenara. Era el agrónomo José Antonio Mora, ministro de Gobernación y sucesor de Somoza por designación del Congreso. Se rindió sin saber ante quién, aunque llevaba en el cinto una pistola Browning y cuatro cargadores repletos en los bolsillos. El "Uno", mientras tanto, había llegado hasta la puerta posterior del Salón Azul, saltando por encima de los montones de hombres y mujeres que estaban tirados en el suelo. Luego empujó a la puerta y se quedó estupefacto: vio a "Cero" caminando hacia la mesa de la presidencial, mientras gritaba improperios con su voz de trueno, pero no vio a nadie más en el recinto. El "Uno" tuvo la impresión instantánea de que todo había fracasado. Lo mismo le ocurrió a la "Dos", que entró en ese momento por la puerta de cristales llevando con la manos en alto a los diputados que encontró en el bar. Solo al cabo de un instante se dieron cuenta de que el salón les pareció desierto porque los diputados estaban tirados en el suelo detrás de los pupitres. Afuera, en ese instante, se oyó un breve tiroteo. "Cero" volvió a salir del salón y vio una patrulla de la Guardia Nacional al mando de un capitán, que disparaba desde la puerta principal del edificio contra los guerrilleros apostado frente al 7 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA Salón Azul."Cero" les lanzó una granada de fragmentación, y puso término al asalto. Un silencio sin fondo se impuso en el interior del enorme edificio cerrado con gruesas cadenas de acero, donde no menos de dos mil quinientas personas, pecho a tierra, se hacían preguntas sobre su destino. Toda la operación, como estaba previsto, había durado tres minutos exactos. Un mal almuerzo Anastasio Somoza Debayle, el cuarto de la dinastía que ha oprimido a Nicaragua por más de cuarenta años, conoció la noticia en el momento en que se sentaba a almorzar en el sótano refrigerado de su fortaleza privada. Su reacción inmediata fue ordenar que se disparar sin discriminación contra el Palacio Nacional. Así se hizo, pero las patrullas militares no pudieron acercarse porque las escuadras sandinistas los rechazaban con un fuego intenso desde las ventanas de los cuatro costados. Durante quince minutos, un helicóptero pasó disparando ráfagas de metralla contra las ventanas y alcanzó a herir a un guerrillero en una pierna: el número "Sesenta y dos". Poco después, otra llamada de Pallais Debayle le informó a Somoza que el FSLN proponía como intermediarios a tres obispos nicaragüenses: monseñor Miguel Obando y Bravo, arzobispo de Managua, que ya había sido intermediario cuando el asalto a la fiesta de somocistas en 1974; monseñor Manuel Salazar y Espinosa, obispo de León, y monseñor Leovigildo López Fitoria, obispo de Granada. Los tres, por casualidad, se encontraban en Managua en una reunión especial. Somoza aceptó. Mas tarde, también a instancias de los sandinistas, se unieron a los obispos los embajadores de Costa Rica y Panamá. Los sandinistas, por su parte, encomendaron la dura carga de las negociaciones a la tenacidad y el buen juicio de la número "Dos". Su primera misión, cumplida a las 2:45 de la tarde, fue entregarles a los obispos el pliego de condiciones. Pedían la libertad inmediata de todos los presos políticos, la publicación por todos los medios de los partes de guerra y de un comunicado político adjunto, el retiro de agentes armados a más de trescientos metros del Palacio Nacional, aceptación de todo cuanto pedían los empleados en huelga del gremio hospitalario, diez millones de dólares y garantías para que el comando y los presos liberados viajaran a Panamá una vez logrado el acuerdo. De modo que las conversaciones empezaron el mismo martes, continuaron toda la noche y culminaron el miércoles hacia las seis de la tarde. En ese lapso, los negociadores estuvieron cinco veces en el Palacio Nacional, una de ellas a las 3 de la madrugada del miércoles, y en realidad no parecía vislumbrarse un acuerdo en las primeras veinticuatro horas. 8 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA Lectura del comunicado La petición de que se leyeran por radio los partes de guerra y un largo comunicado político que el FSLN había preparado, de antemano resultaba inaceptable para Somoza. Pero otra le resultaba imposible: la liberación de todos los presos que estaban en la lista. En realidad, en esa lista se habían incluido, con toda intención, veinte presos sandinistas que sin duda habían muerto en las cáceles, víctimas de torturas y ejecuciones sumarias, pero que el gobierno se negaba a reconocer. Somoza envió al Palacio Nacional tres respuestas escritas impecablemente en máquina eléctrica, pero todas sin firmas y redactadas en un estilo informal plagado de ambigüedades astutas. Nunca hizo una contrapropuesta sino que trataba de eludir las condiciones de los guerrilleros. Desde el primer mensaje fue evidente que quería ganar tiempo, convencido de que veinticinco adolescentes no serían capaces de mantener a raya por mucho tiempo a más de dos mil personas acosadas por la ansiedad, el hambre el sueño. Por eso su primera respuesta a las 9 de la noche del martes fue un desplante olímpico que pedía veinticuatro horas para pensar. Sin embargo, en su segundo mensaje, a las 8.30 de la mañana del miércoles, había cambiado la arrogancia por las amenazas, pero empezaba a aceptar condiciones. La razón parecía clara: los negociadores habían recorrido el Palacio Nacional a las 3 de la madrugada y habían comprobado que Somoza se equivocaba en sus cálculos. Los guerrilleros habían desalojado por iniciativa propia a las pocas mujeres embarazadas y a los niños, habían entregado por medio de la Cruz Roja a los militares muertos y heridos, y el ambiente en el interior era ordenado y tranquilo. En le primer piso, en cuyas oficinas se habían concentrado los empleados subalterno, muchos dormían en paz en sillones y escritorios y otros se dedicaban pasatiempos inventados. No había le menor señal de hostilidad, sino todo lo contrario, contra los muchachos uniformados que cada cuatro horas hacían una inspección del recinto. Más aún; en algunas de las oficinas públicas habían preparado café para ellos, y muchos de los rehenes les habían expresado su simpatía y solidaridad, incluso por escrito, y habían pedido permanecer allí de todos modos como rehenes voluntarios. En el Salón Azul, donde habían concentrado a los rehenes de oro, los negociadores habían podido observar que el ambiente era tan sereno como en el primer piso. Ninguno de los diputados había ofrecido la menor resistencia, los habían desarmado sin dificultad y a medida que pasaban las horas se notaba en ellos un rencor creciente contra Somoza por la demora de los acuerdos. Los guerrilleros, por su parte, se mostraban seguros y bien educados, pero también muy resueltos. 9 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA Su réplica a las ambigüedades del segundo documento fue terminante: si dentro de cuatro horas no habían respuestas definitivas empezarían a ejecutar rehenes. Somoza debió comprender entonces la vanidad de sus cálculos y concibió el temor de una insurrección popular, cuyos síntomas comenzaban a vislumbrarse en distintos lugares del país. De modo que a la 1:30 de la tarde del miércoles, en su tercer mensaje, aceptó la más amarga de las condiciones: la lectura del documento político del FSLN a través de todas las emisoras del país. A las seis de la tarde, después de dos horas y media, la transmisión había terminado. Signos de capitulación Aunque todavía no se llegaba a ningún acuerdo, la verdad parece ser que Somoza estaba dispuesto a capitular desde el mediodía del miércoles. En efecto, a esa hora los presos de Managua habían recibido órdenes de preparar sus maletas para viajar. La mayoría estaba enterada de la acción por los propios guardianes, y muchos de éstos, en distintas cárceles, les expresaron sus simpatías secretas. En el interior del país, los presos políticos estaban siendo conducidos a Managua desde mucho antes de que se vislumbrara un acuerdo. A esa misma hora, los servicios de seguridad de Panamá le informaron al General Omar Torrijos que un funcionario nicaragüense de mediano nivel quería saber si él estaría dispuesto a enviar un avión para los guerrilleros y los presos liberados. Torrijos estuvo de acuerdo. Minutos después recibió una llamada del presidente de Venezuela Carlos Andrés Pérez, quien estaba muy al corriente de las negociaciones y notablemente preocupado por la suerte de los sandinistas, y quería coordinar con su colega de Panamá la operación del transporte. Esa tarde, el gobierno panameño alquiló un Electra comercial de la compañía COPA y Venezuela mandó un Hércules inmenso. Ambos aviones esperaron en el aeropuerto de Panamá, listos para despegar, el final de la negociaciones. Culminaron, en realidad , a las 4 de la tarde del miércoles y a última hora trató Somoza de imponer a los guerrilleros un plazo de tres horas para abandonar el país, pero estos se negaron, por razones obvias, a salir de noche. Los diez millones de dólares fueron reducidos a quinientos mil, pero el FSLN decidió no discutir más, primero porque el dinero era de todos modos una condición secundaria, pero en especial porque los miembros del comando empezaban a dar peligrosas señales de cansancio después de dos días sin dormir y sometidos a una presión intensa. Los primeros síntomas, graves, los notó en sí mismo el comandante "Cero", cuando descubrió que no lograba concebir la ubicación del Palacio Nacional dentro de la ciudad de Managua. Poco después, el número "Uno" le confesó que había sido víctima de una alucinación: creyó oír que pasaban trenes irreales por la Plaza de la República. Por último, "Cero" observó que la número "Dos" había 10 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA empezado a cabecear y en un pestañeo instantáneo estuvo a punto de soltar la carabina. Entonces comprendió que era urgente terminar aquel drama que había de durar, minuto a minuto, cuarenta y cinco horas. El jueves, a las 9.30 de la mañana, veinticinco sandinistas, cinco negociadores y cuatro rehenes abandonaron el Palacio Nacional con rumbo al aeropuerto. Los rehenes eran los más importantes: Luis Pallais Debayle, José Somoza, José Antonio Mora y el diputado Eduardo Chamorro. A esa hora, sesenta presos políticos de todo el país estaban a bordo de los dos aviones llegados de Panamá, donde todos habían de pedir asilo pocas horas después. Sólo faltaban por supuesto, los veinte que nunca más se podrían rescatar. Los sandinistas habían puesto como condiciones finales que no hubiera militares a la vista ni ninguna clase de tráfico en la ruta del aeropuerto. Ninguna de las condiciones se cumplió, porque el gobierno ordenó a la Guardia Nacional salir a las calles para impedir cualquier manifestación de simpatía popular. Fue un intento vano. Una ovación cerrada acompaño el paso del autobús escolar, y las gentes se echaban a la calle para celebrar la victoria, y una larga fila de automóviles y motocicletas, cada más numerosa y entusiasta, los siguió hasta el aeropuerto. El diputado Eduardo Chamorro se mostró asombrado de aquella explosión júbilo popular. El comandante "Uno", que viajaba a su lado, le dijo con el buen humor de alivio : “Ya ve, esto es lo único que no se puede comprar con plata” 11 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA El hombre del telón Leila Guerriero Yo, de entre todos los hombres. Yo, nacido en Lota, Chile, un pueblo que fue mina de carbón y ahora es historia. Yo, cincuenta años recién cumplidos en una ciudad al sur del mundo en la que llevo ocho meses y que aún no conozco. Yo, de entre todos los hombres. Yo, que soñaba en Lota con telas exquisitas, y que marché a París, tan joven, para estudiarlas, para vivir con ellas. Yo, las manos hundidas en este terciopelo bordado ochenta años atrás por hombres y mujeres que sabían lo que hacían. Yo, aquí, en este espacio circular, solo, atrapado, mudo, las puertas cerradas por candados para que nadie sepa. Yo, el más odiado, el más oculto, el escondido. Yo, de entre todos los hombres, paso las manos por esta tela oscura como sangre espesa que se filtra en mi sueño y mi vigilia y le digo háblame, dime qué quisieron para ti los que te hicieron. Yo, Miguel Cisterna, chileno, residente en París, habitante pasajero en Buenos Aires, solo, oculto, negado, tapiado, enloquecido, obseso, soy el que sabe. Soy el que borda. Yo soy el hombre del telón. *** Aunque tuvo una primera versión modesta entre 1857 y 1888 frente a la Plaza de Mayo, el edificio actual del Teatro Colón de Buenos Aires está en la intersección de las calles Cerrito y Tucumán, pleno centro porteño, y lleva la firma de tres arquitectos: Francisco Tamburini, que murió y dejó la obra en manos de su colaborador, Víctor Meano, que murió y dejó la obra en manos del belga Jules Dormal. En el siglo pasado la Argentina era un país opulento y hacer lo que se hizo no fue mayor esfuerzo: se revistió el hall de entrada con mármol de Verona, se vació el techo del foyer con vitrales franceses, se construyó una escalera de mármol de Carrara con barandas rematadas por dos cabezas de león talladas a mano en piezas completas, se adornaron columnas con bosques de oro laminado, se tapizaron paredes con seda, se iluminó la sala principal con una araña de siete metros de diámetro y, finalmente, se inauguró el 25 de mayo de 1908, después de veinte años de obra y cuando ya nadie creía en él, con una puesta de Aída dirigida por Luigi Mancinelli. El telón es un poco más joven: hay quienes dicen que se hizo en Francia, otros que en un taller local. El resultado es el mismo: un día de 1931 o 1932, dos hojas de terciopelo de 750 kilos cada una, con guardas bordadas a mano de amapolas, 12 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA laureles y liras que trepaban hasta alcanzar los dos metros de altura, se sumaron a las hectáreas de damasquinos, brocatos y terciopelos que ya poblaban la sala. La acústica, en cambio, está allí desde siempre. Producto de cálculos minuciosos combinados con el más puro azar, el Colón encierra ese grial esquivo llamado acústica perfecta que lo hace, se dice, el mejor teatro para canto lírico del mundo. En el año 2001 el gobierno de la ciudad de Buenos Aires decidió emprender su restauración y puesta en valor y constituyó el llamado Master Plan, un equipo encargado de licitar las obras y supervisarlas. El dinero invertido sería de unos 30 millones de dólares y el objetivo reinaugurarlo con una fastuosa puesta de Aída el día exacto de su centenario: el 25 de mayo de 2008. La restauración comenzó en 2004 y en octubre de 2006 se cerró al público para permitir la construcción de un montacargas más grande en los subsuelos y los trabajos en la sala, donde se montó un andamio de perfección quirúrgica, se remozaron pinturas, cúpula y dorados, se quitaron butacas y textiles y se inició un proceso de reemplazo de telas por otras que, se dijo, serían de igual calidad aunque tendrían tratamiento ignífugo. Pero a mediados de 2007 la obra empezó a desacelerar su ritmo debido a una falta de financiamiento difícil de explicar y a principios de 2008 se paralizó por completo: los andamios quedaron ociosos, los palcos desarmados, la sala sin butacas, el telón quién sabe. En febrero de 2008 los periódicos argentinos hicieron públicas dos cartas: una, del tenor español Plácido Domingo que decía: “El telón es parte integral y esencial de la historia de uno de los grandes teatros líricos del mundo y como tal debe ser preservado, si existe esa posibilidad”. Otra, de la diputada Teresa Anchorena, al frente de la Comisión de Patrimonio Arquitectónico y de Seguimiento de las Obras del Teatro Colón, que advertía sobre el destino de los textiles y, en particular, sobre el del telón: aseguraba que cambiarlo por uno nuevo era riesgoso ya que “esos textiles tienen una incidencia muy alta en el comportamiento acústico de la sala”. *** La mañana es luminosa en Buenos Aires. Un par de puertas antiguas y discretas, pintadas de blanco, son la única entrada posible al Teatro Colón, fachada oculta tras una ortodoncia de andamios. Después de las puertas hay un hall y, en el hall, un ventilador, cuatro sillas, un reloj de pared y dos o tres recepcionistas que, 13 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA sentados detrás de un mostrador, custodiados por una foto de la sala encendida como un panal de sangre, repiten a decenas de turistas que llegan con lonelyplanets bajo el brazo que no, míster, las visitas están cáncel, cáncel, sorry. Un piso más abajo, los talleres en los que se fabrica todo lo que sube a escena se hunden bajo tierra en círculos de un infierno concéntrico: en 1972 una reforma fundó esa polis de tres subsuelos demenciales donde trabajan cientos de personas fabricando zapatos, sillas, enaguas y estatuas gigantes de la reina Mu. En el primero de los subsuelos, una puerta de madera da paso a un sitio llamado rotonda del ballet, un espacio circular rodeado de columnas que flota en una blancura helada del color de la cal. Allí, en el centro, hay una ampolla de terciopelo ocre y un hombre que camina. Solo, oculto, negado, tapiado, enloquecido, obseso, Miguel Cisterna, chileno, restaura el telón por cuyo destino tantos temen, se preguntan. *** Cuando Miguel Cisterna llegó a la Argentina en julio de 2007 pasó varias semanas en ese estado de ensoñación que produce la felicidad de un sueño acariciado, al fin cumplido. Nacido en Lota, Chile, egresado de la escuela de Bellas Artes de Santiago, viajó a París en 1984 para estudiar diseño. Se casó, tuvo dos hijos – Horacio, Hortensia– y pasó seis años trabajando en el taller de bordado más antiguo de Francia, donde colaboró en la restauración de los trajes de Napoleón para el museo de Kobe y, después, desarrolló una técnica de bordados en rafia con la que ganó clientes fieles como la actriz francesa Catherine Deneuve. Cuando lo convocaron para construir un telón que replicara al original del Teatro Colón, se encomendó a su héroe favorito: el general Manuel Belgrano. El general Manuel Belgrano es un prócer argentino que peleó en batallas por la independencia y creó la bandera nacional, celeste y blanca. Cisterna creció leyendo, en revistas argentinas que llegaban a su pueblo, la historia de ese hombre que podía matar y coser una bandera y se habituó a pedirle: “Don Manuel, por favor, ayúdeme”. De modo que, en julio de 2007, pidió “Don Manuel, por favor, ayúdeme” y se subió a un avión con proa al sur. Cuando, ya en Buenos Aires, descubrió que el sueldo que le habían prometido no incluía comida ni transporte y que la habitación de hotel no sólo corría por su cuenta sino que era un sitio decadente con un servicio de limpieza arbitrario y donde el refrigerador no 14 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA funcionaba, no le importó. Porque la mañana de hielo en que lo llevaron al teatro por primera vez y vio la llaga granate del telón, supo que don Manuel lo había ayudado: sintió que había vivido para eso: para que ese momento llegara hasta él. Dijo que iba a necesitar tiempo, un dibujante, una bordadora, y hablar con los tapiceros del teatro: aquellos que habían restañado las heridas del telón durante años. Fue entonces cuando Miguel Cisterna descubrió que sus sueños iban a tener algunas trabas. *** Es 13 de febrero, 2008. Afuera hay sol pero la rotonda del ballet es un sitio sin luz natural, de modo que no importa. Allí, una mujer joven dibuja sobre papel una guarda de amapolas frescas, abiertas, enlazadas. —Eso, flores bellas, pero frescas, fresquísimas, y caras. Las más caras de todas. Miguel Cisterna, jean, camisa blanca, camina en torno a una hoja del telón que, desplegada, ahogaría los pasillos con una avalancha de terciopelo. Todos los días, de lunes a lunes, desayuna, viene al teatro, contempla el telón, le dice dime qué quieres de mí, y después sale, compra dos empanadas, regresa a su hotel, las come mirando el refrigerador que no funciona. —Vivo en función del telón. Quiero transformarme en telón. Ser yo él para rehacerlo. Y hay que decir que ha sido muy bien cuidado. Cada vez que se rasgó fue reparado y cuando faltó un pedazo se repuso con lo que se tenía a mano. Pudo haber sido mucho más fácil emparcharlo con una tela roja, pero no, donde iba un dibujo los tapiceros del teatro marcaron que iba un dibujo. Lo hacían como podían, con sus medios, pero lo hacían. —¿Pudiste hablar con ellos? —No. Y me muero por conocerlos, pero no me dejan caminar por el teatro. No quieren que salga. Estoy aquí, encerrado. Ahora esperando que lleguen las telas nuevas, que nunca vienen. En un par de horas dos hombres entrarán discretamente a la rotonda del ballet y plegarán el telón. Lo cubrirán con una tela negra como quien cubre a un animal 15 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA furioso, y lo colocarán detrás de las columnas. Porque allí, a las seis de la tarde, habrá una conferencia de prensa en la que el jefe de gobierno, Mauricio Macri, anunciará que las obras no están terminadas, que el teatro abrirá recién en 2010 y que el 25 de mayo, cuando cumpla un siglo, no habrá puesta de Aída ni boato sino un festejo simbólico en el foyer. Y todo eso lo dirá ante decenas de periodistas que estarán, como él y sin saberlo, a metros del telón, mientras el hombre que va a salvarlo come empanadas en una habitación de hotel, mirando un refrigerador que no funciona, pensando dime qué quieres de mí. *** Las esfinges de Aída, la estatua del soldado de Lady Macbeth, el muro de Norma, el jardín de hierro y vidrio de Fedora, la pirámide de sillas de Sueño de una noche de verano, el templo de Sansón y Dalila, el castillo de cristal de Beatriz Cenci. Todas esas cosas se hicieron aquí, en las entrañas de este monstruo de cincuenta y ocho mil metros cuadrados: sus talleres. Aquí abajo, cuando hay vida, se escuchan martillazos, risas, radios, gritos, pero ahora, por una orden de la dirección que exige desalojar el teatro para avanzar con las obras, lo que más hay es silencio, pasillos bañados en luces acuáticas, guardias privados que caminan mirando el piso, las manos enlazadas en la espalda. El taller de escenografía está en el tercer subsuelo. Es un galpón de treinta y cinco metros por veinticuatro iluminado por lámparas que penden del techo como ubres de metal, recorrido por un pasillo en altura que permite mirar en perspectiva los paneles de tela que se pintan en el único tablero de dibujo posible: el piso. Gerardo Pietrapertosa es el jefe. En su oficina hay tarros de mermelada llenos de pinceles, un sillón destripado, cajas que rezan Cuentos de Hoffman, Notre Dame, Aída, Juana de Arco, Otelo, Aurora, Don Quijote. Cada tanto suena un teléfono lejano, y Pietrapertosa se disculpa y corre a atender esa llamada que se abre paso desde el espacio exterior, entre capas espesas de hormigón, hasta llegar a más de doce metros bajo tierra hasta este sitio donde lo usual es ver un ejército de gente pintando, diez horas por día, fondos, teletas, tapetes, pisos, bambalinas. Pero ahora no hay nada, nadie. —Ojalá regrese ese clima de teatro. Uno viene y no están los ruidos del pincel corriendo la tela, el ruido de los tachos, un sacudidor borrando carbonilla. Se extraña. 16 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA A metros de allí, en la Oficina Técnica donde se hacen maquetas y planos para cada puesta, un hombre de párpados caídos llamado Rubén Berasaín lee el diario y mira alrededor con desconcierto suave. —No sé si me tengo que ir. No sé nada. Esta mañana vine y estaba este pasillo lleno de polvo. No sé qué habrán roto. A veces se ven obreros, a veces no. La obra parece un poco caótica, pero por ahí está todo bajo control y uno no sabe. Uno lleva una vida acá adentro. Hay gente que no ha visto crecer a los hijos. Pero a uno le gusta. Usted de pronto tiene que hacer París en 1900. A los dos meses, Rusia en la época de los zares. Yo veo las funciones desde la platea y sufro. La gente ve un cambio y suspira: “Qué maravilla”. Y uno sabe que atrás del escenario hay doscientos tipos sudando. Después, se levanta con cierto esfuerzo y dice venga, mire. —Venga, mire. Se acerca a un armario y abre un sobre con cuidado interminable, como si sus dobleces fueran pétalos. Allí, en ese armario, Berasaín guarda bocetos de todas las puestas de todos estos años: originales de Raúl Soldi, de Guillermo Kuitca. Por eso, dice, teme irse del taller. Por lo que allí se quede. *** En la pared de un pasillo del segundo subsuelo hay un dibujo: dos máscaras iguales –la tragedia y la tragedia– y arriba una leyenda: Master Plan. Una mujer pega, en un baño, una faja que dice “Clausurado”. Después murmura: —Y que se vayan a cagar a los yuyos. Por todas partes, en los recodos, por las escaleras, hay afiches de caligrafías elegantes que anuncian Coppelias, Bomarzos, Perséfones, Don Giovannis, un sinfín de Romeos y Julietas. Y nunca hay música. Y nunca hay gente. *** 17 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA Corren rumores por los subsuelos. Que el telón se pudre en un desván, que un novato recorta sus bordados. Mientras, en su laberinto blanco, Miguel Cisterna dice imagínate la carga que tiene este telón, empapado de sudor y maquillaje, de la transpiración de las manos de Caruso, de María Callas, de Pavarotti, de Plácido y Nijinsky. Imagínate, dice, las intenciones de quienes lo hicieron, de quienes bordaron una guarda de amapolas –la flor del opio, la flor del sueño– sobre este telón que se abre hacia otro mundo, hacia el mundo de la ficción. Imagínate, dice. *** —Yo entré en el 74. Mi mamá y mi papá trabajaban acá, y yo miraba la función desde el puentecito de luces del escenario. Diana Fassoli –hija de madre bailarina y padre pianista del Colón– está sentada en un banco de lectura de la biblioteca, un sitio pequeño, en un rincón del foyer, recorrido por nervaduras de bronce y un apiñamiento tibio de papeles entre los que hay una colección completa de programas del teatro y una página de Los maestros cantores, puño y letra de don Richard Wagner. —Yo no me quiero ir porque no sé dónde van a mandar los libros y no los quiero dejar. Me molesta cuando alguien viene de afuera con mentalidad empresaria y me quiere hacer creer que sabe qué hacer con el Colón. Si lo sabe, que me lo diga. Porque tengo derecho. Porque esto para mí es mi casa. ¿Te acordás de ese personaje de Cinema Paradiso que decía “¡la piazza é mía!?”. Bueno, la piazza é mía. Afuera, por los vitrales del foyer, el sol derrama un líquido ámbar, quieto. *** Corren rumores por los subsuelos. Que la tela con la que están tapizando las butacas es acrílica y por tanto no es porosa y por tanto incapaz de absorber el sonido. Que lo mismo pasa con las telas de los palcos. Pero las voces del Master Plan dicen que no hay que preocuparse, que las telas son de igual calidad, pero ignífugas. Ignífugas. *** 18 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA El ingeniero acústico Rafael Sánchez Quintana está en las oficinas que el Master Plan tiene en el primer subsuelo del teatro, a pocos metros de la rotonda del ballet: escritorios blancos, paneles que dividen, grandes mesas de trabajo, cascos de obra, planos. —Hicimos todas las mediciones a medida que íbamos desarmando la sala. Sacábamos las butacas y medíamos. Sacábamos los textiles y medíamos. Yo tengo casi la certeza de que vamos a tener la misma acústica que teníamos en su momento. —¿Y el telón? —El telón no influye en la acústica, porque durante las funciones está abierto. Está muy gastado por el uso y el terciopelo se fue desgarrando, y además no era ignífugo, con lo cual era necesario cambiarlo y transferir los bordados al nuevo telón. Y esa es la mecánica que están usando. Transferir los bordados a un telón ignífugo. *** Antonio Gallelli, jefe de maquinaria escénica, camina presuroso y dice que, cuando cambiaron la antigua parrilla de madera del escenario por otra de metal, también se temía por la acústica, y que, sin embargo, la acústica no cambió. —La gente lo que tiene es miedo al cambio, pero sin esta parrilla hoy no podríamos trabajar. Mire, pase, es acá. Para llegar a la parrilla hay que atravesar un portal como una boca rota, y después el mundo se termina: a quince, a veinte metros sobre el suelo, pasillos de metal acanalado con vista directa al abismo licuefacto. Desde allí, el escenario es una rótula en carne viva, expuesta, amenazada por una lluvia hirviente de cables de acero. Antonio viene y va y explica, y dice doscientos kilos, dice palancas, dice rieles, pero el aire, alrededor, se ha vuelto una materia que se desvanece en bostezos de vértigo horroroso. *** Jorge Rulio era jefe del taller de escultura. De él dependía esa fábrica de cartón pintado de la que salían una estatua de Ifigenia de nueve metros, una máscara de 19 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA catorce metros de la reina Mu para una versión de Aída, y sirenas enormes para la puesta de Bomarzo en 1972. “A grandes dimensiones –decía Rulio hace unos cinco años, siete– se requiere que el producto se elabore con cierta deformación, porque después el ojo del espectador corrige.” Había empezado a dibujar de niño en el zoológico, donde se sentaba ante la jaula del león, hasta que un día un guardia lo vio meter la mano y le prohibieron la entrada para siempre. Después se hizo escultor: hacía bustos del Che Guevara y de Lenin y los firmaba: “Lenin, el hombre más humano del mundo”. A los quince se fue de casa por primera vez. Se hizo artesano, hippie y, con el tiempo, entró al taller de escultura del teatro. Le gustaba hacer piedras para escenografías monumentales, recorrer los pasillos buscando en los mármoles caracoles milenarios incrustados. Cuando había función, se quedaba detrás del escenario para escuchar el aplauso de la gente. “No lo aplauden a uno. Aplauden a la ópera. Pero uno sabe que es parte de eso. Y a mí me gusta estar detrás, ser el hombre de los pasillos”. Jorge Rulio murió hace unos años. Hoy, debido a un proyecto del Master Plan que prevé construir un montacargas más grande, el taller de escultura ha desaparecido y no tiene espacio previsto en los subsuelos del Colón. *** —¿Viste? Es un milagro. No hay polillas. Sombreros tutús miriñaques chaquetas túnicas vestidos. —Y eso que hay cosas que tienen añares. Tontillos pulsinos chabots enaguas capas petos cascos. Ana María y Mirta son rubias, de pelo corto, y llevan 42 y 25 años en este teatro, en este taller de sastrería, en este depósito de chaquetas de puños inflados, vestidos de gasa de seda, capas de lamé negro brillante y bordados con la exageración tosca de los niños cuando cosen. —Nosotras ya tenemos el ojo acostumbrado para ver de lejos –dice Ana María, mostrando el vestido de terciopelo con el dragón bordado que usó María Callas en Turandot, en el 49; la chaqueta de Caruso la primera vez, en 1915; las delicuescencias doradas de los trajes de la Aída original, de 1908–. Lo que se ve 20 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA muy lindo de cerca, en el escenario es nada. Entonces hay que saber cómo lo hacés, cómo lo cargás para que luzca. Si no, el escenario se lo traga. Uno ya sabe porque tiene una vida acá adentro. Por eso da pena verlo así para el aniversario. Parece Kosovo. —Yo soy optimista –dice Mirta–. Creo que lo van a abrir antes de 2010. Vi bastante adelantada la obra de la sala. —¿Usted entró? —No. La vi por la televisión. *** —Claro. Mi secretaria se lo arregla –dice un día Horacio Sanguinetti, el director del teatro. Pasan los minutos. Al fin, la secretaria aparece y comunica que habló con el Master Plan y que le dijeron que la sala no puede verse porque hay que pedir un permiso especial. —Y nosotros no podemos hacer nada, ¿vio? –dice, con gesto de disculpa, la secretaria del director general del Teatro Colón. *** —Me dijeron que hay un tipo, un bordador que vino de no sé dónde que me está buscando, pero yo no lo voy a recibir. Ya estoy envenenado con esto. Julio Galván, jefe de tapicería, lleva 25 años en este taller con mesa de cinco metros por tres, máquinas de coser, rollos de alfombra y un depósito estrecho donde se guardan telas que ya no se fabrican, cuerdas de cáñamo, sedas, brocato, borlas, puntillas. Él y su equipo son, desde siempre, los encargados de reparar el telón: de restañar paños y coser colgajos. —Se rompía todos los días, porque el espacio en el que recoge es muy chico. Para mover una hoja hacen falta diez personas. Yo le dije a la gente del Master Plan que en ocho meses nosotros lo podíamos arreglar, pero ellos piensan que es bordar un vestido. 21 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA En el año 2007 viajó a la Argentina, para estudiar los textiles de la sala, una experta italiana, Irene Tomedi, que participó en la restauración de la Fenice, de Venecia, y del Santo Sudario. Tomedi estudió el telón y su diagnóstico fue que estaba en tan mal estado que sólo podía usarse como pieza de museo. “Desde lejos se lo ve bien –dijo al diario Clarín el 3 de febrero de 2007–, pero cuando uno se acerca nota que está muy lastimado. En algunas partes lo zurcieron y en otras hubo intervenciones poco profesionales. A una de las hojas de laurel, toda lacerada, le aplicaron otra pieza encima con pegamento a la que le dibujaron las nervaduras con marcador. ( …)”. —Yo estaba de vacaciones en la costa y compro el diario y empiezo a leer y ella decía que nosotros éramos poco profesionales. Entonces le digo a mi mujer: “Me voy a Buenos Aires y la voy a agarrar del cogote, le voy a hacer un tajo al telón a ocho metros de altura, y la voy a hacer subir a ella para que lo arregle. Y si lo puede arreglar renuncio al teatro”. El santo sudario mide dos metros y puede pesar ochocientos gramos, pero no es lo mismo eso que arreglar el telón en dos minutos porque hay función, y cada hoja pesa 750 kilos. No tienen la menor idea. —¿Y ahora sabe dónde está? —No. Creo que lo tienen en un lugar lleno de gatos y que lo están dejando pudrir a propósito. Sé que le han sacado pedazos. Creo que lo están haciendo a propósito para que se pudra del todo y no se pueda usar porque quieren hacer uno nuevo. “Ah, no, hay que hacerlo ignífugo”, dicen. Por eso yo ya dije, no hablo con nadie más, porque ninguno sabe nada. *** —Estos textiles han absorbido los mejores sonidos del siglo veinte. Nosotros pensamos que es mucho mejor tratar de restaurarlos, y no cambiarlos, porque hacen a la acústica. El Master Plan los quiere cambiar y nosotros decimos que son recuperables. Ellos hablan mucho de lo ignífugo. Pero no puede ser que todo lo que haya sea ignífugo. Es imposible que un teatro histórico sea cien por ciento ignífugo –dirá, días después, la diputada Teresa Anchorena, al frente de la Comisión de Seguimiento. *** 22 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA Es viernes. La voz de Miguel Cisterna suena divertida en el teléfono: el domingo tiene que dejar el hotel donde se hospeda porque sus reclamos por la limpieza y el refrigerador, al fin, tuvieron efecto. —Me cancelaron el contrato, y me avisaron que tengo que dejar el cuarto. Bueno, ya veré. Por lo demás, dice, han llegado algunas telas desde Europa y las telas, no, no son lo que esperaba. *** El cuarto es de dos por dos y medio, el techo cae a pico sobre la cabeza de un hombre amplio y una mujer de boca pequeña, carmesí, peinado opaco de spray. —Yo soy Alicia Fuentes, la ayudante del señor Bedini. El señor Bedini es Roberto y jefe de figurinistas. Aquí, en este espacio tapizado de fotos de mujeres vestidas como odaliscas, jóvenes con el torso desnudo vestidos como príncipes de Persia mirando profundamente a cámara, se eligen figurantes: gente que no baila ni canta pero que está allí. Hay un sofá y, delante de él, dos sillones y, delante de los dos sillones, una silla y ahí, en esa silla, está sentada Alicia Fuentes. Sufriendo. —Uno sufre. —Claro –confirma Bedini–. Uno sufre. Nosotros buscamos a los figurantes, desde acróbatas hasta enanos. La vez pasada querían un figurante chino. No podía ser un chino de supermercado. Querían un chino chino. O nos piden gente muy obesa. —Pájaros, brujas. —Burros, niños, trapecistas. —Gente desnuda arriba de caballos. De Europa vienen con la cabeza más abierta y piden mucha gente desnuda. 23 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA —Claro –dice Bedini– y a veces es una lucha con los chicos. Acá había unos que se subieron al escenario y descosieron unas bolsas de granos que iban arriba de unos carros, y todo el escenario terminó lleno de porotos. —Otro problema que tuvimos fue cuando el figurante se desmayó por culpa de la máscara. —Claro. Tenían que estar con una máscara, y se les caía, entonces se las pegaron con pegamento. Y uno se intoxicó y se desmayó. —Claro. Uno sufre. Pero yo amo este lugar. Tiene como un fantasma que te llama y te dice ponete acá, ponete allá. Hoy escuché unas señoras en un colectivo que no sé en qué diario dice que hasta el 2011 va a estar cerrado. ¿Usted escuchó algo? Y el telón, ¿usted lo vio? —Tapicería debe saber dónde está –aventura Bedini. —No. —Entonces se lo llevaron –dice Alicia. *** Era una mañana helada del año 2002. El hombre tenía los dedos fuertes y estaba acostumbrado a mandar. Llevaba cuarenta años de trabajo y tenía a su cargo un batallón de noventa personas –camarineros, ordenanzas, serenos, encargados de limpieza– en la división mayordomía. Él era el jefe y tenía una fama dura. Bajo su mirada la tropa bruñía bronces, enceraba pisos. En su carrera había visto de todo – infidelidades, muertos–, pero lo que le daba orgullo era que había tenido el coraje de soportar lo peor: el coraje de colgarse. Los vitraux del foyer del teatro están a unos veinte metros del suelo. En el año 1977, y hasta bien entrados los 90 la única forma de limpiarlos era subir colgado de una soga, confiándole la vida a un compañero que, desde el suelo, sostenía. “Ahora le ponen andamio –decía el hombre–, pero en ese entonces lo subíamos a puro coraje y pulmón”. Al principio era el horror, pero después era casi un privilegio colgar como un racimo y acariciar los vidrios verdes, amarillos, rojos. “Lo hacíamos –decía el hombre– para cuidar La Casa.” 24 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA El hombre se llamaba Manuel Labrador. Cuando hablaba del teatro no decía “el teatro”: decía “La Casa”. Murió hace tiempo. *** Sonia Terreno, arquitecta y coordinadora del Master Plan, toma café en una confitería de la avenida del Libertador. —La introducción de tecnología en un edificio histórico es uno de los más grandes desafíos, porque ¿cómo llevás tecnología a un lugar en el que no podés romper? Se trata de restaurar un edificio para que siga siendo un edificio vivo, no un museo. Una de las premisas es que el Colón no tiene que quedar retrotraído al principio, sino que debe lucir las arrugas de los cien años. Pero una cosa es tener las arrugas y otra es tener patologías. Restaurar es trabajar sobre lo que no se ve, sobre las causas. Nosotros encontramos todo muy deteriorado. Había cables atados de cualquier manera, goteras. El escenario no tenía sistemas contra fuego, la sala no tenía sistemas contra fuego y abajo de la platea había un bosque de cables, y una capa de diez centímetros de suciedad. Con el agravante de que el aire acondicionado y la calefacción se insuflaban desde ahí. El riesgo de incendio del teatro era enorme. Por esos días, en las puertas del teatro aparecen dos carteles: “Apoyar al Teatro Colón en todas sus obras no tiene precio”. Los firma Mastercard. *** —Hola. Oye, si escuchas este mensaje, llámame. He dado un golpe con el telón. Me vuelvo a París el 2 de abril. Un beso. *** Las escaleras se retuercen como intestinos de hueso y desembocan en espacios circulares que desembocan en pasillos que llevan a vestíbulos sombríos que desembocan en pasajes que llevan a escaleras de mármol que desembocan en el foyer que desemboca en la sala: vacía de butacas y, en su centro, el andamio de aluminio crudo, helado. El panal encendido de los palcos está cubiertos por un plástico lechoso de polvo, y el escenario cegado por la lengua temible del telón cortafuego. Detrás del plástico que las cubre, las paredes están pintadas de color original, los dorados limpios, salpicados de chispas luminosas. Aquí y allá, 25 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA mujeres jóvenes restauran espejos, capiteles. Hay una placidez extraña, un silencio que no correspondiera. Y entonces, de alguna parte, llegan los primeros compases de un ensayo de orquesta: como ya no tiene dónde, la Orquesta Estable ahora ensaya en el foyer. *** Son las siete de la tarde de un día ominoso. Es casi el fin de marzo y Miguel Cisterna cruza una plaza, presuroso, camisa blanca, el jean azul, y entra al bar. —Disculpa la demora. Es que con las emociones de la semana pasada no he parado de dormir. Es casi el fin de marzo. Miguel Cisterna cruza una plaza, entra a un bar. Desde que tuvo que dejar su hotel vive en un cuarto, bello y espartano, al que llegó cargando maletas y un busto de bronce de Belgrano que compró en una casa de antigüedades. —Lo vi y no pude resistirme. Afuera el día es opresivo, con las primeras oscuridades del otoño. Cisterna pide un té y dice que le sucedieron más cosas con Belgrano. Que dos semanas atrás, y caminando sin rumbo, se topó con una iglesia. Que la iglesia resultó ser el mausoleo del General y que era misa. Que él fue hacia el fondo, siguiendo un pasaje que no parecía prohibido. Y que ahí estaban: que ahí estaban las banderas. —Las banderas de las campañas de don Manuel. Ofrecidas. Yo no podía creerlo. Me senté y lloré como un niño una media hora, pensando “No puede ser posible lo que me está pasando”. Miguel Cisterna suspira, revuelve su té, mira por la ventana y dice, como quien sabe que de los acorralados es el reino. —Ahora yo ya no sé qué será de mí, pero no me importa. Porque el viernes 14 de marzo, a las dos de la tarde, Miguel Cisterna tuvo uno de esos momentos que cambian la vida de los hombres. Ese día la Comisión de Seguimiento, presidida por Teresa Anchorena, fue recibida en el teatro para supervisar las obras del telón. Miguel Cisterna no estaba invitado –sabía que no 26 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA debía estar allí–, pero esquivó controles y se quedó en ese espacio circular y blanco en el que transcurrieron los últimos meses de su vida. Eran las dos de la tarde cuando veinte personas entraron a la rotonda del ballet: autoridades de la Comisión de Seguimiento, del gobierno, del teatro y, cerrando la marcha, los tapiceros del Colón. —Me quedé allí, temblando. Después, empecé a hablar. Y dijo que, dejando de lado ambiciones personales, y habiéndolo estudiado detenidamente, había concluido que el telón original era de tan alta calidad, tan único, que lo mejor era restaurarlo: no hacer uno nuevo. —Y que a mí me habían contratado para hacer una copia exacta del antiguo, y que eso había sido defendible hasta que vi las telas nuevas. Que la gente que las había comprado no había entendido que el telón es un efecto escénico. Que lo habían mirado como un elemento de decoración que se pone en una casa. Que las telas nuevas eran bellas, pero que no tenían nada que hacer en el telón. Y dice que, entonces, bajó sobre todos un silencio helado y que, en medio del silencio, vio los ojos de los tapiceros. Y que eran ojos que brillaban. —Y en ese instante sentí que si los nueve meses que había perdido esperando el nuevo telón habían servido para salvar al viejo, había valido la pena. Que yo había cumplido mi trabajo. Las obras del Teatro Colón continúan detenidas. Cada tanto, los diarios publican notas que reseñan cambios en la conducción, que anuncian que el Master Plan es cosa del pasado, o que aseguran que en el edificio hay huecos inexplicables, desorden, las grietas, la acústica en peligro. Esto es verdad: el 2 de abril de 2008 Miguel Cisterna regresó a París en un vuelo de las cinco de la tarde, cargando exceso de equipaje y un busto de bronce, pequeño, que pidió llevar en la cabina. 27 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA La travesía de Wikdi Alberto Salcedo Ramos En la áspera trocha de ocho kilómetros que separa a Wikdi de su escuela se han desnucado decenas de burros. Allí, además, los paramilitares han torturado y asesinado a muchas personas. Sin embargo, Wikdi no se detiene a pensar en lo peligrosa que es esa senda atestada de piedras, barro seco y maleza. Si lo hiciera, se moriría de susto y no podría estudiar. En la caminata de ida y vuelta entre su rancho, localizado en el resguardo indígena de Arquía, y su colegio, ubicado en el municipio de Unguía, emplea cinco horas diarias. Así que siempre afronta la travesía con el mismo aspecto tranquilo que exhibe ahora, mientras cierra la corredera de su morral. Son las 4:35 de la mañana. En enero la temperatura suele ser de extremos en esta zona del Darién chocoano: ardiente durante el día y gélida durante la madrugada. Wikdi —trece años, cuerpo menudo— tirita de frío. Hace un instante le dijo a Prisciliano, su padre, que prefiere bañarse de noche. En este momento ambos especulan sobre lo helado que debe de haber amanecido el río Arquía. —Menos mal que nos bañamos anoche —dice el padre. —Esta noche volvemos al río —contesta el hijo. Diagonal adonde ellos se encuentran, un perro se acerca al fogón de leña emplazado en el suelo de tierra. Arquea el lomo contra uno de los ladrillos del brasero, y allí se queda recostado absorbiendo el calor. Prisciliano le pregunta a su hijo si guardó el cuaderno de geografía en el morral. El niño asiente con la cabeza, dice que ya se sabe de memoria la ubicación de América. El padre mira su reloj y se dirige a mí. —Cinco menos veinte —dice. Luego agrega que Wikdi ya debería ir andando hacia el colegio. Lo que pasa, explica, es que en esta época clarea casi a las seis de la mañana y a él no le gusta que el muchachito transite por ese camino tan anochecido. Hace unos minutos, cuando él y yo éramos los únicos ocupantes despiertos del rancho, Prisciliano me contó que el nacimiento de Wikdi, el mayor de sus cinco hijos, sucedió en una madrugada tan oscura como esta. Fue el 13 de mayo de 1998. A Ana Cecilia, su mujer, le sobrevinieron los dolores de parto un poco antes de las tres de la mañana. Así que él, fiel a un antiguo precepto de su etnia, corrió a avisarles a los padres de ambos. Los cuatro abuelos se plantaron alrededor de la cama, cada uno con un candil encendido entre las manos. Entonces fue como si de repente todos 28 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA los kunas mayores, muertos o vivos, conocidos o desconocidos, hubieran convertido la noche en día solo para despejarle el horizonte al nuevo miembro de la familia. Por eso Prisciliano cree que a los seres de su raza siempre los recibe la aurora, así el mundo se encuentre sumergido en las tinieblas. Eso sí —concluye con aire reflexivo—: aunque lleven la claridad por dentro arriesgan demasiado cuando se internan por la trocha de Arquía en medio de tamaña negrura. Prisciliano —treinta y ocho años, cuerpo menudo— espera que el sacrificio que está haciendo su hijo valga la pena. Él cree que en la Institución Educativa Agrícola de Unguía el niño desarrollará habilidades prácticas muy útiles para su comunidad, como aplicar vacunas veterinarias o manejar fertilizantes. Además, al culminar el bachillerato en ese colegio de “libres” seguramente hablará mejor el idioma español. Para los indígenas kunas, “libres” son todas aquellas personas que no pertenecen a su etnia. —El colegio está lejos —dice— pero no hay ninguno cerca. El que tenemos nosotros aquí en el resguardo solo llega hasta quinto grado, y Wikdi ya está en séptimo. —La única opción es cursar el bachillerato en Unguía. —Así es. Ahí me gradué yo también. Prisciliano advierte que con el favor de Papatumadi —es decir, Dios— Wikdi estudiará para convertirse en profesor una vez termine su ciclo de secundaria. —Nunca le he insinuado que elija esa opción —aclara—. Él vio el ejemplo en casa porque yo soy profesor de la escuela de Arquía. ¿Podrá Wikdi abrirse paso en la vida con los conocimientos que adquiera en el colegio de los “libres”? Es algo que está por verse, responde Prisciliano. Quizá se enriquecerá al asimilar ciertos códigos del mundo ilustrado, ese mundo que se encuentra más allá de la selva y el mar que aíslan a sus hermanos. Se acercará a la nación blanca y a la nación negra. De ese modo contribuirá a ensanchar los confines de su propia comarca. Se documentará sobre la historia de Colombia, y así podrá, al menos, averiguar en qué momento se obstruyeron los caminos que vinculaban a los kunas con el resto del país. Estudiará el Álgebra de Baldor, se aprenderá los nombres de algunas penínsulas, oirá mencionar a Don Quijote de la Mancha. Después, transformado ya en profesor, les transmitirá sus conocimientos a las futuras generaciones. Entonces será como si otra vez, por cuenta de los saberes de un predecesor, brotara la aurora en medio de la noche. —Las cinco y todavía oscuro —dice ahora Prisciliano. 29 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA Anabelkis, su cuñada, ya está despierta: hierve café en el mismo fogón en el que hace un momento tomaba calor el perro. Su marido intenta tranquilizar al bebé recién nacido de ambos, que llora a moco tendido. Nadie más falta por levantarse, pues Ana Cecilia y los otros hijos de Prisciliano durmieron anoche en Turbo, Antioquia. En el radio suena una conocida canción de despecho interpretada por Darío Gómez. Ya lo ves me tiré el matrimonio y ya te la jugué de verdad fuiste mala, ay, demasiado mala pero en esta vida todo hay que aguantar. El fogón es ahora una hoguera que esparce su resplandor por todo el recinto. Cantan los gallos, rebuznan los burros. En el rancho ha empezado a bullir la nueva jornada. Más allá siguen reinando las tinieblas. Pareciera que en ninguna de las 61 casas restantes del cabildo se hubiera encendido un solo candil. Eso sí: cualquiera que haya nacido aquí sabe que, a esta hora, la mayoría de los 582 habitantes de la comarca ya está en pie. Wikdi le dice hasta luego a Prisciliano en su lengua nativa (“¡kusalmalo!”), y comienza a caminar a través del pasillo que le van abriendo los cuatro perros de la familia. *** Hemos caminado por entre un riachuelo como de treinta centímetros de profundidad. Hemos atravesado un puente roto sobre una quebrada sin agua. Hemos escalado una pendiente cuyas rocas enormes casi no dejan espacio para introducir el pie. Hemos cruzado un trecho de barro revestido de huellas endurecidas: pezuñas, garras, pisadas humanas. Hemos bajado por una cuesta invadida de guijarros filosos que parecen a punto de desfondarnos las botas. Ahora nos aprestamos a vadear una cañada repleta de peñascos resbaladizos. Un vistazo a la izquierda, otro a la derecha. Ni modo, toca pisar encima de estas piedras recubiertas de cieno. Me asalta una idea pavorosa: aquí es fácil caer y romperse la columna. A Wikdi, es evidente, no lo atormentan estos recelos de nosotros los “libres”: zambulle las manos en el agua, se remoja los brazos y el rostro. Hace hora y media salimos de Arquía. La temperatura ha subido, calculo, a unos 38 grados centígrados. Todavía nos falta una hora de viaje para llegar al colegio, y luego Wikdi deberá hacer el recorrido inverso hasta su rancho. Cinco horas diarias de travesía: se dice muy fácil, pero créanme: hay que vivir la experiencia en carne 30 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA propia para entender de qué les estoy hablando. En esta trocha —me contó Jáider Durán, exfuncionario del municipio de Unguía— los caballos se hunden hasta la barriga y hay que desenterrarlos halándolos con sogas. Algunos se estropean, otros mueren. Unos zapatos primorosos de esos que usa cierta gente en la ciudad —unos Converse, por ejemplo— ya se me habrían desbaratado. Aquí los pedruscos afilados taladran la suela. El caminante siente las punzadas en las plantas de los pies aunque calce botas pantaneras como las que tengo en este momento. —¡Qué sed! —le digo a Wikdi. —¿Usted no trajo agua? —No. —Apenas nos faltan tres puentes para llegar al pueblo. Agradezco en silencio que Wikdi tenga la cortesía de intentar consolarme. Entonces él, tras esbozar una sonrisa candorosa, corrige la información que acaba de suministrarme. —No, mentiras: faltan son cuatro puentes. En la gran urbe en la que habito, mencionar a un niño indígena que gasta cinco horas diarias caminando para poder asistir a la escuela es referirse al protagonista de un episodio bucólico. ¡Qué quijotada, por Dios, qué historias tan románticas las que florecen en nuestro país! Pero acá, en el barro de la realidad, al sentir los rigores de la travesía, al observar las carencias de los personajes implicados, uno entiende que no se encuentra frente a una anécdota sino frente a un drama. Visto desde lejos, un camino de herradura en el Chocó o en cualquier otro lugar de la periferia colombiana es mero paisaje. Visto desde cerca es símbolo de discriminación. Además se transforma en pesadilla. Cuando la trocha se sale de la foto de Google y aparece debajo de uno, es un monstruo que hiere los pies. Produce quemazón entre los dedos, acalambra los músculos gemelos. Extenúa, asfixia, maltrata. Sin embargo, Wikdi luce fresco. Tiene la piel cubierta de arena pero se ve entero. Le pregunto si está cansado. —No. —¿Tienes sed? —Tampoco. 31 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA Wikdi calla, y así, en silencio, se adelanta un par de metros. Luego, sin mirarme, dice que lo que tiene es hambre porque hoy se vino sin desayunar. —¿Cuántas veces vas a clases sin desayunar? —Yo voy sin desayunar, pero en el colegio dan un refrigerio. —Entonces comes cuando llegues. —El año pasado era que daban refrigerio. Este año no dan nada. Captada en su propio ambiente, digo, la historia que estoy contando suscita tanta admiración como tristeza. Y susto: aquí los paramilitares han matado a muchísimas personas. Hubo un tiempo en el que adentrarse en estos parajes equivalía a firmar anticipadamente el acta de defunción. El camino quedó abandonado y fue arrasado por la maleza en varios tramos. Todavía hoy existen partes cerradas. Así que nos ha tocado desviarnos y avanzar, sin permiso de nadie, por el interior de algunas fincas paralelas. Doy un vistazo panorámico, tanteo la magnitud de nuestra soledad. En este instante no hay en el mundo un blanco más fácil que nosotros. Si nos saliera al paso un paramilitar dispuesto a exterminarnos, lo conseguiría sin necesidad de despeinarse. Sobrevivir en la trocha de Arquía, después de todo, es un simple acto de fe. Y por eso, supongo, Wikdi permanece a salvo al final de cada caminata: él nunca teme lo peor. —Faltan dos puentes —dice. Solo una vez se ha sentido en riesgo. Caminaba distraído por un atajo cuando divisó, de improviso, una culebra que iba arrastrándose muy cerca de él. Se asustó, pensó en devolverse. También estuvo a punto de saltar por encima del animal. Al final no hizo ni lo uno ni lo otro, sino que se quedó inmóvil viendo cómo la serpiente se alejaba. —¿Por qué te quedaste quieto cuando viste la culebra? —Me quedé así. —Sí, pero ¿por qué? —Yo me quedé quieto y la culebra se fue. —¿Tú sabes por qué se fue la culebra? —Porque yo me quedé quieto. 32 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA —¿Y cómo supiste que si te quedabas quieto la culebra se iría? —No sé. —¿Tu papá te enseñó eso? —No. Deduzco que Wikdi, fiel a su casta, vive en armonía con el universo que le correspondió. Él, por ejemplo, marcha sin balancear los brazos hacia atrás y hacia adelante, como hacemos nosotros, los “libres”. Al llevar los brazos pegados al cuerpo evita gastar más energías de las necesarias. Deduzco también que tanto Wikdi como los demás integrantes de su comunidad son capaces de mantenerse firmes porque ven más allá de donde termina el horizonte. Si se sentaran bajo la copa de un árbol a dolerse del camino, si solo tuvieran en cuenta la aspereza de la travesía y sus peligros, no llegarían a ninguna parte. —¿Tú por qué estás estudiando? —Porque quiero ser profesor. —¿Profesor de qué? —De inglés y de matemáticas. —¿Y eso para qué? —Para que mis alumnos aprendan. —¿Quiénes van a ser tus alumnos? —Los niños de Arquía. Deduzco, además, que para hacer camino al andar como proponía el poeta Antonio Machado, conviene tener una feliz dosis de ignorancia. Que es justamente lo que sucede con Wikdi. Él desconoce las amenazas que representan los paramilitares, y no se plantea la posibilidad de convertirse, al final de tanto esfuerzo, en una de las víctimas del desempleo que afecta a su departamento. En el Chocó, según un informe de las Naciones Unidas que será publicado a finales de este mes, el 54% de los habitantes sobrevive gracias a una ocupación informal. Allí, en el año 2002, el 20% de la población devengaba menos de dos dólares diarios. En esta misma región donde nos encontramos, a propósito, se presentó en 33 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA 2007 una emergencia por desnutrición infantil que ocasionó la muerte de doce niños. Wikdi, insisto, no se detiene a pensar en tales problemas. Y en eso radica parte de la fuerza con la que sus pies talla 35 devoran el mundo. —Ese es el último puente —dice, mientras me dirige una mirada astuta. —¿El que está sobre el río Unguía? —Sí, ese. Ahí mismito está el pueblo. *** La Institución Educativa Agrícola de Unguía, fundada en 1961, ha forjado ebanistas, costureras, microempresarios avícolas. Pero hoy el taller de carpintería se encuentra cerrado, no hay ni una sola máquina de modistería y tampoco sobrevive ningún pollo de engorde. Supuestamente, aquí enseñan a criar conejos; sin embargo, la última vez que los estudiantes vieron un conejo fue hace ocho años. Tampoco quedan cuyes ni patos. En los 18 salones de clases abundan las sillas inservibles: están desfondadas, o cojas, o sin brazos. La sección de informática causa tanto pesar como indignación: los computadores son prehistóricos, no tienen puerto de memoria USB sino ranuras para disquetes que ya desaparecieron del mercado. Apenas cinco funcionan a medias. Recorrer las instalaciones del colegio es hacer un inventario de desastres. —Este año no hemos podido darles a los estudiantes su refrigerio diario —dice Benigno Murillo, el rector—. El Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, que es el que nos ayuda en ese campo, nos mandó un oficio informándonos que volverá a dar la merienda en marzo. Hemos tenido que reducir la duración de las clases y finalizar las jornadas más temprano. ¡Usted no se imagina la cantidad de muchachos que vienen sin desayunar! Ahora los estudiantes del grupo Séptimo A van entrando atropelladamente al salón. Se sientan, sacan sus cuadernos. En el colegio nadie conoce a nuestro personaje como Wikdi: acá le llaman ‘Anderson’, el nombre alterno que le puso su padre para que encajara con menos tropiezos en el ámbito de los “libres”. —Anderson —dice el profesor de geografía—: ¿trajo la tarea? Mientras el niño le muestra el trabajo al profesor, reviso mi teléfono celular. Está sin señal, un trasto inútil que durante la travesía solo me ha funcionado como reloj despertador. La “aldea global” que los pontífices de la comunicación exaltan desde los tiempos de McLuhan, sigue teniendo más de aldea que de global. En el mundo civilizado vamos a remolque de la tecnología; en estos parajes atrasados la 34 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA tecnología va a remolque de nosotros. Allá, en las grandes ciudades, al otro lado de la selva y el mar, el hombre acorta las distancias sin necesidad de moverse un milímetro. Acá toca calzarse las botas y ponerle el pecho al viaje. —América es el segundo continente en extensión —lee el profesor en el cuaderno de Anderson. Se me viene a la mente una palabra que desecho en seguida porque me parece gastada por el abuso: ‘odisea’. Para entrar en este lugar de la costa pacífica colombiana que parece enclavado en el recodo más hermético del planeta, toca apretar las mandíbulas y asumir riesgos. El trayecto entre mi casa y el salón en el cual me encuentro este martes ha sido uno de los más arduos de mi vida: el domingo por la mañana abordé un avión comercial de Bogotá a Medellín. La tarde de ese mismo día viajé a Carepa —Urabá antioqueño— en una avioneta que mi compañero de viaje, el fotógrafo Camilo Rozo, describió como “una pequeña buseta con alas”. En seguida tomé un taxi que, una hora después, me dejó en Turbo. El lunes madrugué a embarcarme, junto con veintitrés pasajeros más, en una lancha veloz que se abrió paso en el enfurecido mar a través de olas de tres metros de alto. Atravesé el caudaloso río Atrato, surqué la Ciénaga de Unguía, hice en caballo el viaje de ida hacia el resguardo de los kunas. Y hoy caminé con Wikdi, durante dos horas y media, por la trocha de Arquía. El profesor sigue hablando: —Chocó, nuestro departamento, es un puntito en el mapa de América. ¡Ah, si bastara con figurar en el Atlas Universal para ser tenido en cuenta! Estas lejuras de pobres nunca les han interesado a los indolentes gobernantes nuestros, y por eso los paramilitares están al mando. En la práctica ellos son los patronos y los legisladores reconocidos por la gente. ¿Cómo se podría romper el círculo vicioso del atraso? En parte con educación, supongo. Pero entonces vuelvo al documento de las Naciones Unidas. Según el censo de 2005, Chocó tiene la segunda tasa de analfabetismo más alta en Colombia entre la población de 15 a 24 años: 9,47%. Un estudio de 2009 determinó que en el departamento uno de cada dos niños que terminan la educación primaria no continúa la secundaria. En este punto pienso, además, en un dato que parece una mofa de la dura realidad: el comandante de los paramilitares en el área es apodado ‘el Profe’. Anderson regresa sonriente a su silla. Me pregunto adónde lo llevará el camino al final del ciclo académico. Su profesora Eyda Luz Valencia, que fue quien lo bautizó con el nombre de “libre”, cree que llegará lejos porque es despabilado y tiene buen juicio a la hora de tomar decisiones. Existen razones para vaticinar que no será un ‘profe’ siniestro como el de los paramilitares, sino un profesor sabio 35 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA como su padre, capaz de improvisar una aurora aunque la noche esté perdida en las tinieblas 36 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA El sí de los niños Martín Caparrós —¿Así que todavía no conoces a Yohan? Ah, pero es maravilloso. Maravilloso. Tal vez, si me da un ataque de bondad, mañana te lo paso y vas a ver. Bert tiene cuarenta y nueve años, y sus dos hijos ya están en la universidad. Su señora se ocupa de la casa donde viven, cerca de Düsseldorf, y parece que desde que los chicos se fueron ella se aburre un poco, aunque Bert dice que él siempre le dio lo mejor y que no tiene de qué quejarse, y debe ser cierto. Bert usa esos anteojos de marco finísimo y unos labios muy finos y una sonrisa fina de óptico germano al que uno le entregaría los ojos sin temores. Bert tiene el pelo corto, muy prolijo, y una vida intachable. Sólo que, en cuanto puede, una o dos veces por año, cuando la empresa óptica donde trabaja lo manda a la India, Bert viene a darse una vuelta por Sri Lanka, el centro mundial de la prostitución de chicos. El resto de sus días es un ciudadano modelo, y vive del recuerdo: —Pero si supiera que no puedo volver aquí, me desesperaría. Dice Bert, ahora que estamos en tren de confesiones. No sé por qué, hace un rato, se decidió a hablarme de esto. Seguramente porque ayer nos cruzamos, mientras yo entraba y él salía de la casita donde Bobby, el cafisho, tiene sus cuatro chicos. En estos días ya habíamos charlado un par de veces, en el bar de la playa, pero nunca de esto, por supuesto. Quizá le guste suponer que soy su cómplice. Debía de necesitar alguna compañía. —¿No, no vas a prender ese cigarrillo, no? ¿No me digas que vas a arruinar con tu cigarrillo este aire tan puro? Un poco más allá, el mar brilla con un azul inverosímil. El sol, un poco menos. Hace calor. Esta mañana la radio dijo que estaría fresco, no más de treinta y tres. Unos chicos de diez o doce juegan con las olas, se revuelcan, se pelean como cachorritos. Bert los mira con ojos de catador experto. Me parece que puedo pegarle o hacerle una pregunta más. Querría preguntarle por qué hace lo que hace pero no debo, porque Bert tiene que suponer que yo soy uno de ellos: 37 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA —¿Y no te molesta que sean tan oscuros? —Me parece que si no fueran negritos no podría. Las playas del sudoeste de Sri Lanka son modelo: alguien estudió las playas tropicales de todas las postales del mundo, y se encargó de combinar la más apropiada arena blanca, las olitas perezosas más apropiadamente turquesas, las palmeras recostadas en el más apropiado de los ángulos. Esta playa es absolutamente intachable, y me hace sentir un poco torpe: si no fuera por mí, todo sería perfecto. En la playa de Hikkaduwa reina la concordia: media docena de surfistas australianos repletos de músculos muy raros, un par de familias cingalesas numerosas y vestidas, dos o tres matrimonios alemanes gordos con sus niños, tres o cuatro parejas de viajeros con mochilas al hombro, unos cuantos perros, un par de pescadores, los chicos morochitos revolcándose y cuatro o cinco europeos cincuentones mirándolos, sopesando posibilidades. De vez en cuando pasa una pareja extraña: uno es graso, cincuentón, blancuzco, de panza poderosa y fuelle en la papada, mirada zigzagueante, slip muy breve. El otro es un chico pura fibra, oscuro, erizado de dientes, pantaloncito viejo, medio metro más bajo que su compañero. Yo no conozco a Yohan pero, por lo que voy sabiendo, dudo de que tenga mucho más de diez años. *** El turismo sexual existió siempre. Ya algún romano escribía sobre "los finos tobillos y las salaces danzas" de las cartaginesas de Cádiz, hace dos mil años. Y Venecia atraía viajeros por sus cortesanas hace doscientos. Pero últimamente, con la explosión turística, el mundo se ha convertido en un burdel con secciones bien diferenciadas. Hace unos años, a algunos gobiernos les pareció que podía ser una buena forma de atraer turistas, es decir: dinero. En 1980, el primer ministro de Tailandia se dirigía a una reunión de gobernadores: "Para incrementar el turismo en nuestro país, señores gobernadores, deben contar con las bellezas naturales de sus provincias, así como con ciertas formas de entretenimiento que algunos de ustedes pueden considerar desagradables y vergonzosas porque son formas de esparcimiento sexual que atraen a los turistas. Debemos hacerlo porque tenemos que considerar los puestos de trabajo que esto puede crear". Y los agentes de 38 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA viajes, los hoteleros, las compañías aéreas también sacan tajada. Los turistas están produciendo cambios en el mundo. Los destinos de los turistas sexuales son variados. Los que buscan el calor de las mulatas tropicales suelen ir a Brasil, Cuba o Santo Domingo. Son más que nada italianos, mexicanos, españoles. En Filipinas o Tailandia se encuentran los australianos, japoneses, norteamericanos o chinos que quieren comprarse la sumisión de ciertas orientales. Europa del Este funciona últimamente como proveedora de esposas blancas y más o menos educadas para los occidentales con problemas de seducción. Tanto en Brasil como en Tailandia, muchas de las chicas son muy chicas. Organismos internacionales calculan que hay en el mundo un millón de menores prostituyéndose, y que el negocio mueve unos cinco mil millones de dólares por año. En medio de todo, a Sri Lanka le quedó, como especialidad, los chicos. Hay quienes dicen que fue, curiosamente, culpa del machismo: las niñas, en Sri Lanka, están muy controladas, porque es fundamental que lleguen vírgenes al matrimonio. En cambio, los muchachitos pueden andar libremente por ahí, sin restricciones. Como además son tan amables y pobres y confiados, resultaron una presa casi fácil para los primeros pedófilos "amantes de los niños" europeos que llegaron alrededor de 1980, junto con los últimos hippiesque escapaban de Goa, en la costa oeste de la India. Los pedófilos conseguían chicos sin ningún problema, y las autoridades no los molestaban. De vuelta a casa, empezaron a correr la voz. A los pocos años, decenas de miles llegaban todos los años a Sri Lanka en busca de la carne más fresca. Y, últimamente, la difusión circula bien por Internet. La tecnología sirve para todo. El turismo es la tercera fuente de divisas de Sri Lanka, detrás del té y la industria textil. En un país con un producto bruto per cápita de apenas seiscientos sesenta dólares anuales, la entrada es importante. Pero el precio es demasiado alto. Las estadísticas no son del todo fiables, pero se supone que hay, en estos días, en las playas que rodean la capital, Colombo, unos treinta mil menores, de entre seis y dieciséis años, que se prostituyen. Un estudio reciente mostró que uno de cada cinco chicos había sido abusado sexualmente en Sri Lanka. La cuestión se está convirtiendo en un problema nacional. *** 39 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA En esta playa, Hikkaduwa, no sólo hay alemanes, pero son la fuerza básica. Muchos carteles están en alemán, muchos locales te abordan en la playa diciéndote "wie gehts". Cada cincuenta metros se te aparece alguien que empieza por preguntarte de dónde eres, sigue diciéndote si no quieres comprar batik o máscaras o una excursión en bote con fondo de vidrio a los corales y, muchas veces, termina por ofrecerte un chico. —¿De qué edad? —De la que quieras. Ocho, diez, catorce... La primera vez que Bobby me paró le dije que sí, que quería, porque tenía que hacerlo. Pero cuando habíamos caminado unos metros le dije que mejor mañana. Yo sabía que tenía que ir, pero me estaba dando un terrible retortijón en el estómago. Hikkaduwa es tan bella, y está en el medio de la nada. Unos kilómetros hacia el sur hay pescadores que se pasan el día colgados de troncos clavados en el lecho del mar, acechando a sus presas. Un poco más acá está el árbol que acabó con Manaos. A fines del siglo XIX, la explotación del caucho en el Amazonas convirtió ese poblacho brasileño en una ciudad donde dicen que Caruso fue a cantar ópera. Brasil tenía el monopolio mundial del caucho y se enriquecía. Hasta que un inglés consiguió sacar de contrabando unas semillas del árbol de goma — hevea brasiliensis— y las plantó en estos parajes. En pocos años, la industria del caucho en el sudeste asiático acabó con la prosperidad de Manaos, y lo condenó a años de siesta y mosquitero. Al otro día, a eso de las seis de la tarde, Bobby me esperaba en el mismo lugar de la playa. La puesta de sol era magnífica y había un viento suave que ondeaba las palmeras. Bobby me dijo que el precio seguía siendo el mismo, trescientas rupias, y que Jagath ya me estaba esperando en la casa, ahí nomás, en el pueblo. Trescientas rupias son unos cinco dólares. Bobby tenía veintidós años, una barbita mal cortada, la mirada dura y un par de dientes menos. Era de un pueblo del interior. —¿Y hace mucho que viniste para aquí? 40 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA —Vine cuando tenía diez. Tenía que irme de mi pueblo. Tenía miedo de que me vendieran. Mientras caminamos, Bobby me cuenta la historia de Sunil, un amigo del pueblo: que su padre lo mandó a trabajar a un hotel, aunque sabía para qué lo querían, porque un día apareció en el pueblo un hombre que le ofreció un televisor. El padre de Sunil no tenía dinero, y el hombre le dijo que él se lo prestaba. El padre no podía devolvérselo, y el hombre le dijo que si mandaba a Sunil a trabajar al hotel, en dos años su deuda estaría saldada. Hace unos años, en la India, un chico me contó que sus padres lo habían entregado por veinte meses a un fabricante de cigarros para pagar la deuda contraída tras una sequía. No es lo mismo una sequía y la hipoteca para salvar la tierra que un televisor: otra gran victoria de la tecnología moderna. Bobby me cuenta que cuando se enteró de la historia de Sunil pensó que tenía que escaparse antes de que su padre lo vendiera. Su padre no tenía trabajo, y había demasiados niños. Bobby se escapó pero no tenía dónde vivir, pasaba hambre y dormía en la calle. Al final encontró a su amigo Sunil en un hotel cerca de Hikkaduwa, y Sunil habló con su patrón, un cafisho de la zona. A los pocos días, Bobby también tenía conchabo. Nos hemos parado bajo la sombra de un árbol muy grande. Bobby me sigue contando y, para que me cuente, yo tengo que ser amable con él. —Lo nuestro es una triste carrera de ratas. Trabajé para ese hombre hasta que tuve diecinueve años. El tipo nos llevaba a casas de hombres blancos o a habitaciones del hotel, según. Pude aguantar más porque soy bajito, y parecía más pequeño. Pero a los diecinueve me tiró a la calle. Cuando llegan a esa edad los chicos ya son demasiado viejos: se quedan fuera del circuito y no tienen demasiadas posibilidades de reciclarse. Algunos, los más astutos, siguen en el ramo como intermediarios, cafishos. Y otros se reciclan en el chiquitaje de la venta de drogas o los robos. Unos pocos zafan y hay uno, cuya historia escuché varias veces, que consiguió que un alemán rico le pusiera casa y granja: es el modelo que hace que muchos marchen. Quizá ni siquiera exista. Bobby estuvo un par de años sin saber qué hacer, pasándola muy mal, hasta que decidió convertirse él mismo en un cafisho. 41 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA —¿Y qué fue de tu amigo Sunil? —A Sunil le fue mal. Le dieron mucha droga, y ahora no puede vivir sin su cuota. Siempre dice que querría volver al pueblo, pero no puede porque le da vergüenza, porque todos saben dónde estuvo. —¿Y entonces tú no vas a poder volver nunca? —Sí, yo voy a volver, y mis padres me van a recibir felices. Bobby se sonríe un poco maligno, como quien rumia una venganza: —Yo voy a ahorrar mucho dinero, voy a volver con mucho dinero. Entonces mis padres me van a tener que recibir y me van a pedir que los perdone, yo los voy a perdonar y vamos a hacer una gran fiesta. —¿Y ya tienes algo ahorrado? —Muy poco, pero ya voy a tener, en unos años más. Aquí se gana bien. Mientras vamos juntos por las calles del pueblito, la gente me mira, sabe de qué se trata, y yo me hundo de vergüenza. Aunque no es seguro que me estén condenando. Todavía no está nada claro, en estas tierras, que la prostitución infantil sea algo grave. Es, para muchos, una forma relativamente fácil e inofensiva de conseguir algún dinero. Hace tiempo que esta gente dejó sus actividades habituales el cultivo o la pesca ante el espejismo del turismo: en general, malviven de vender cositas o de ofrecer servicios más o menos confusos. Bobby me dice que ya estamos llegando. —¿Y te gusta hacer esto? —Es un buen business. Me dice, como si la cuestión no mereciera más comentario. Y es cierto que yo no estoy en condiciones de ponerme moralista mientras me lleva hacia la cama de uno de sus chicos. 42 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA *** Sri Lanka es una isla pegada al sudeste de la India, de unos sesenta y cinco mil kilómetros cuadrados. En ese espacio se concentra casi todo lo que el trópico puede ofrecer: playas increíbles, montañas de más de dos mil metros, plantaciones de té, campos de arroz, la jungla más espesa, tigres, cobras, elefantes y flores, árboles y frutas que apenas tienen nombre. "La isla más bella de su tamaño en todo el mundo", escribió, hacia 1295, Marco Polo, que había visto unas cuantas. La isla se llamó Tambapanni o Taprobane en tiempos de Alejandro Magno, Serendib en el siglo XIII, Ceilán para los portugueses y otros colonos. Y siempre fue un poco mítica: con uno de sus nombres, los ingleses inventaron una palabra que no existe en ningún otro idioma,serendipity: la facultad de descubrir, por casualidad, algo inesperado. Serendipity es una de las armas más poderosas de la ciencia. Desde 1972, el país se llama República Democrática Socialista de Sri Lanka, aunque ya nadie sabe bien por qué. Ceilán fue colonia inglesa hasta 1948. Desde la independencia hubo diversos gobiernos, todos surgidos de elecciones más o menos limpias, y distintos conflictos. A principios de los ochenta se acabó la ola estatista que había dominado la escena y empezó el reino de la economía de mercado. El producto bruto aumentó, y también la pobreza y la desocupación. La presidenta Chandrika Bandaranaike hizo su campaña con la promesa de atacar esos problemas. Una vez elegida, se lanzó a privatizar todo lo que pudo, y ahora hay protestas. En la prensa mundial, Sri Lanka existe poco. Las noticias sólo hablan de Sri Lanka cuando los guerrilleros tamiles los Tigres hacen volar algo. Los tamiles son una etnia que viene de la India, de religión hinduista, que vive sobre todo en el norte. Los cingaleses, budistas que son originarios de Sri Lanka y son mayoría, gobiernan el país. Los tamiles quieren formar un estado independiente, y los cingaleses se oponen: la guerra ya lleva años. *** Colombo es una ciudad de casi un millón de habitantes, aireada y razonablemente sucia, todo el tiempo en lucha contra matorrales y palmeras, pero no hay muchas moscas. Supongo que no soportan tanto calor. En Colombo, los olores de basura, 43 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA de incienso y de especias se mezclan con una buena dosis de sudor, escape y frito, y ese jabón de aceite de coco con que se lavan todas las almas del sudeste asiático. Colombo tiene un centro colonial inglés más o menos decrépito, interrumpido por cuatro o cinco rascacielos un poco cutres, muy fuera de lugar. Tiene un puerto de aguas profundas donde hay una docena de casos de piratería por mes. Tiene un gran bazar donde todo se vende y se compra con el placer del regateo. Tiene una zona residencial de caserones rodeados de bananos, gomeros, canchas de cricket, un cementerio contundente y su Kentucky Fried Chicken, por si acaso. Tiene cantidad de barrios que oscilan entre la casita tipo Banfield y la choza sin tipo, con vacas retozando en los barriales, y tiene, sobre todo, cuervos. Los cuervos son los verdaderos amos de Colombo. Hay quienes dicen que son más de cien mil. Yo creo que es un gran cuervo esencial dividido en partículas, el modelo del cuervo, el Cuervo Rey. Los cuervos de Colombo gritan poderosos, dan órdenes que todos simulan entender. Algún día van a ser gobierno y, ese día, esta ciudad va a ser la capital de un mundo. Por ahora, Colombo es la capital de un país en guerra sorda. —Esta guerra no se va a terminar nunca. Me dice, casi como si se jactara, Stanley, un profesor de sociología de la universidad, de origen burgher: losburghers son los descendientes de los colonos holandeses, muy mezclados y asimilados por los años. —Los cingaleses han matado demasiados tamiles. Hubo pogromos, matanzas colectivas, quemas de casas y negocios. Los tamiles no pueden vivir con los cingaleses, y ahora que tienen un grupo armado que los defiende, es lógico que lo apoyen. Lo necesitan. Porque ahora el gobierno y los cingaleses se cuidan de hacer nada contra los tamiles, por miedo de la reacción de los Tigres. Stanley tiene unos cuarenta años: se educó en Inglaterra y trata de mirar la historia desde afuera. Stanley va muy occidental, con bluyines y una camisa Oxford. —Así que no hay reintegración posible de los tamiles, y los Tigres no se van a rendir, pero tampoco tienen suficiente fuerza como para formar el Estado independiente que quieren. Tal como están las cosas, esto puede durar años y años. 44 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA Sólo las costas del sudoeste son seguras. Los Tigres no atacan los lugares turísticos, porque gran parte del negocio del turismo pertenece a los tamiles, y sería como escupir para arriba. *** Nadie sabe por qué los pedófilos se vuelven pedófilos. Yo me leí varios artículos sobre la cuestión, y todos hablan de los previsibles traumas infantiles, necesidades de afecto insatisfechas, dificultades para relacionarse, que se descubren precisamente porque el fulano empieza a manotear criaturas. Como quien dice que la pelota rueda porque es redonda y es redonda porque rueda. Y los artículos suelen terminar diciendo que, de todas formas, nadie sabe por qué los pedófilos se vuelven pedófilos. Suelen parecer la gente más normal: un abogado francés, un bancario australiano, el óptico Bert, un jubilado suizo. Ni Bert ni los otros me contaron demasiado por qué les gustaban tan chicos. Sus comentarios no eran razones. —Ay, es que son tan frescos, tan tiernitos: son tan inocentes. —Y además se les nota que de verdad me necesitan, y me obedecen todo lo que les digo. —Bueno, y sobre todo no están contaminados. Son tan chicos, pobrecitos, que no pueden haberse contagiado nada. En todo el mundo, la prostitución infantil aumentó mucho con el sida: el miedo a la enfermedad hizo que muchos buscaran menores cada vez menores, con la idea equivocada de que con ellos estarían a salvo. Error: los tejidos jóvenes de los chicos tienen más posibilidades de contagiarse el virus y, además, sus abusadores no suelen protegerse. En 1995, un estudio mostró que más del treinta por ciento de los chicos y chicas prostitutos en el sudeste asiático estaban infectados. Uno de esos días, en Hikkaduwa, Christophe, un abogado francés tan culto y encantador, me dijo que la pedofilia era sólo un escalón, y me citó una frase del doctor Johnson: —El que se convierte en una bestia se alivia del dolor de ser un hombre. 45 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA No se sabe por qué los pedófilos se vuelven pedófilos. "Los monstruos no están abusando de estos chicos: los abusadores son todos gente común y corriente", dijo un delegado a un congreso en Estocolmo. El Primer Congreso Contra la Explotación Sexual Comercial de Niños se había reunido allí. En sus resoluciones, declaró que "la pobreza no puede ser usada como justificación de la explotación sexual comercial de niños, aunque contribuye a formar el entorno que puede llevar a esa explotación. Hay otros factores complejos que también contribuyen, como las desigualdades económicas, las familias desintegradas, la falta de educación, el consumismo creciente, las migraciones del campo a la ciudad, los conflictos armados y el tráfico de chicos". Y resolvió presionar todo lo posible para que los gobiernos europeos se hagan cargo de los desastres de sus súbditos. De hecho, en los últimos años, Francia, Alemania, Estados Unidos, Australia, Bélgica, Suiza y Suecia, entre otros, dictaron leyes que permiten condenar a sus ciudadanos que cometen abusos sexuales contra chicos fuera de su territorio. En Inglaterra, un proyecto similar fue derrotado en el Parlamento. En Sri Lanka, el gobierno cambió ciertos artículos del Código Penal para introducir penas mayores a los acusados de ese delito. Hasta ahora menos de veinte extranjeros fueron juzgados, y sus condenas fueron irrisorias. Un médico francés que se declaró culpable recibió una multa de treinta dólares y una condena de dos años en suspenso. —Ahora las leyes son más severas y permitirían atacar más en serio el asunto. Pero la cosa no está ahí. Las leyes existen. Lo que no existe es la voluntad de hacerlas cumplir. Me dirá, días después, en su oficina de Colombo, Maureen Seneviratne. Tiene unos sesenta años, es una socióloga y periodista muy conocida y es, además, la presidenta de Peace —Protecting Environment and Children Everywhere—, una organización que se ocupa, desde hace años, del problema de la prostitución de niños en Sri Lanka. —A veces la policía recibe una denuncia, va a la casa de los pedófilos y cuando llega, por supuesto, no hay nada: alguien les avisó y tuvieron tiempo para levantar todo y escaparse. Estos señores suelen contar con muchas complicidades y 46 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA ventajas: la corrupción de la policía local, el hecho de que los políticos y los jueces son fáciles de sobornar, la falta de preocupación general sobre la cuestión. Esos señores son, en general, los peces gordos: los que hicieron de su pedofilia un estilo de vida o, incluso, un negocio muy serio. Los tipos como Bert o el francés Christophe o el australiano Philip, mis compañeros del hotelito de Hikkaduwa, son los aficionados. Los profesionales suelen instalarse tierra adentro: a quinientos o mil metros de la costa, en medio de la vegetación exagerada, en casas grandes con parque y un paredón alrededor. —Estos fulanos suelen hacer una pequeña inversión en el país, instalan un criadero de pollos o un taller textil para conseguir una visa de negocios y la tolerancia, la complicidad de las autoridades. Sri Lanka es un país pobre y necesita todo el dinero que pueda llegarle. Así que cuando viene alguien a invertir, aunque sea poco, nadie le pone trabas. De ningún tipo. Me dice, en la veranda del New Oriental Hotel, un periodista local que no quiere que se sepa su nombre. —Yo te cuento pero no me nombres. Los pedófilos son muy peligrosos, y en este país no es caro contratar a un par de sicarios. El New Oriental Hotel de la ciudad de Galle tiene trescientos años, pero hace sólo ciento cincuenta que es hotel. Los salones son amplios, los ventiladores perezosos, los muebles Thonet de principios de siglo y los mucamos van descalzos, con largos pareos blancos. En los salones vuelan y cantan pajaritos. El New Oriental es el último reducto verdaderamente victoriano que queda en el antiguo imperio. En la veranda, boqueando las primeras brisas de la tarde, el anónimo me explica las maneras. —Entonces el fulano tiene distintas posibilidades. Puede instalar una supuesta fundación que se ocupa de los niños pobres, y así está más que justificado para tener en su casa a todos los chicos que quiera sin que nadie lo moleste. O puede invitar a una familia local a vivir con él e instalarse como una especie de tío que los mantiene a todos a cambio de que lo dejen abusar de los hijos. 47 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA Galle está en plena zona de playas y prostitución: es una pequeña ciudad amurallada con un puerto desde donde los portugueses exportaban canela y pimienta, y creo que no hay lugar en este mundo donde el tiempo sea más lento. —O, más simplemente, se instala en su casa y empieza a comprarle chicos a sus familias o a los intermediarios locales. Le pueden costar unos cien dólares cada uno: algunos se compran docenas. Después, en cualquiera de los casos, el fulano puede empezar a traer a otros pedófilos a pasar temporadas en su casa, con servicio completo. Los visitantes se contactan en Europa a través de las redes que ellos tienen allá y, cuando llegan, los van a buscar al aeropuerto y los traen directamente a estas casas. Algunos incluso, me contaron, los van a buscar en una camioneta con tres o cuatro chicos, para que el recién llegado no pierda ni un momento. Y también se dedican a la producción de videos pornográficos con chicos, que después venden en Europa a través de sus redes. *** La casita de Bobby estaba al lado de un campo de arroz rodeado de palmeras. Los campos de arroz son como la mujer según la mayoría de las religiones: tersos a la vista, resplandecientes de tan verdes, invitantes. Eso, de lejos. Porque si uno caminara por ellos, se hundiría hasta los muslos en tierra cenagosa. La casita tenía paredes de ladrillo y ninguna tumba alrededor. En estos pueblos los que tienen una casa con diez metros de tierra gozan de un señalado privilegio: se guardan a sus muertos. Los jardines de estas casas rebosan de tumbas. Cuando íbamos llegando nos cruzamos con Bert, que salía con su mejor cara de nada. Por encima, cuervos revoloteaban con graznidos. La casita estaba en silencio, y le calculé tres o cuatro habitaciones. Bobby me llevó directamente a una. Era diminuta, con una cama grande y la pared sin revocar. El chico estaba sentado en el borde de la cama, con un pantaloncito rojo y una sonrisa triste o asustada. Parecía muy chiquito. En la pieza no había ventanas. Del techo colgaba una lamparita. Hacía calor, y yo quería escaparme. —Bueno, yo los dejo. Dijo Bobby, y se preparó para irse. A mí me dio la desesperación: 48 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA —No, lo que yo quiero es que él me cuente, y tú me tienes que traducir. —¿Qué? Bobby me miró como si no se lo pudiera creer, y me parece que no se lo creía: me miró como si me hubiera vuelto loco. Yo traté de convencerlo. —A algunos les gusta mirar, a otros tocar o lo que sea. A mí me gusta que me cuenten historias. Bobby le dijo al chico algo en cingalés. Supongo que le explicaba mi locura. El chico se encogió de hombros, como si ya todo le diera lo mismo. Era espantoso verlo, y me seguían las ganas de salir corriendo. —Él se llama Jagath, y nació por aquí. Cuando tenía siete años, su madre se fue a trabajar de mucama a Arabia Saudita. Me empezó a contar Bobby. Más de trescientas mil mujeres de Sri Lanka trabajan en países árabes, y sus familias se disuelven en su ausencia: poco después, su padre se fue, y Jagath se quedó con su abuela materna y una tía. En esos meses, apareció un inglés, el señor Tony, que conoció a Jagath en la playa. Se puso a charlar con él y después lo acompañó a su casa. El señor Tony le dijo a la abuela que Jagath era un chico muy inteligente y que quería ocuparse de su educación: la abuela no dudó demasiado, recibió cinco mil rupias y a los pocos días Jagath estaba instalado en la casa del inglés, junto con otros cinco chicos. El señor Tony los mandaba a la escuela y, cada tarde, los llevaba a su cuarto a mirar películas pornográficas, y abusaba de ellos. —Dice que las primeras veces le dolió mucho y lloró muchas horas. Después perdió el miedo y se fue acostumbrando— dijo Bobby que le contaba Jagath. Jagath hablaba bajito, en un tono siempre igual, como quien odia sin violencia, bastante más allá de la violencia. Jagath estuvo dos años en la casa del señor Tony: ése era, para él, el mundo. Una vez trató de escaparse y volvió a la casa de su abuela; la señora lo retó mucho y, cuando el inglés lo fue a buscar, se lo entregó contenta. El señor Tony había llevado regalos para todos. 49 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA —Después, hace unos meses, el señor Tony se fue y cerró la casa. Los chicos se quedaron en la calle. Jagath dice que no quería volver con su abuela. Primero estuvo trabajando un poco por su cuenta, en la playa, pero tenía problemas. Después me encontró, y se quedó conmigo— dijo Bobby, y nunca sabré si se inventó todo. Jagath era flaquito, tenía un par de mataduras en los hombros, miraba para abajo. Por un momento tuve la sensación de que le daba más miedo este relato que su trabajo habitual: era espantoso. Cada tanto, Bobby me recordaba que tenía que pagarle las trescientas rupias que habíamos acordado. El dinero es casi todo para él: el chico se guarda, como mucho, cincuenta de las trescientas rupias. Y Bobby le lleva tres o cuatro gringos por día, lo que encuentre. Yo le decía que sí, y me sentía una basura. —Así que ahora yo lo protejo, le doy casa y comida y lo cuido, porque yo sé cómo cuidar a los chicos. Terminó Bobby, y se calló. Hubo un silencio. Jagath se quedó mirándolo con la cara vacía. Recién entonces me di cuenta de que en la pared de la cabecera de la cama había un póster cruelmente pornográfico: un bebé rosadote, pura raza aria, con el culito empolvado y rozagante, muy en primer plano. *** Para llegar a Negombo tomé el camino más largo, por la región montañosa del interior de la isla. En estas montañas se produce el mejor té del mundo: las mujeres que lo cosechan cobran setenta y cinco rupias poco más de un dólar por día, y el alojamiento es en unos caserones destartalados donde viven de a muchos. Sus chicos también trabajan, cargando fardos o ayudando a clasificar las hojas. —Yo quiero conocer Nueva York. Pero es tan grande que está muy lejos. ¿Más grande que la India es Nueva York? La chica tenía una sonrisa maravillosa y una extraña idea del mundo. Aunque tuviera su lógica. Las pocas veces que puede mirar la tele, suele aparecer ese lugar, Nueva York, que debe ser tan grande. La chica era tamil, cortaba té y yo le pregunté si sabía que vive en uno de los países más lindos del mundo. 50 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA —No, ¿por qué? ¿Quién lo dice? Después vi, al costado del camino, a un faquir colgado de una grúa: lo sostenían seis ganchos hincados en su espalda. El faquir era joven y decía que no le dolía nada, y yo empecé a pensar en la idea de su cuerpo y del sufrimiento físico que pueden tener estos señores. Entonces me acordé de una cifra: el cincuenta por ciento de los guerrilleros tamiles muertos tenía menos de diecinueve años, y pensé en su idea de la niñez o de la adolescencia. Después me dije que eso es lo que suelen decir los pedófilos para justificarse: que estas culturas tienen características propias por las cuales abusar de sus chicos no es tan grave. Los límites del análisis suelen ser filosos. Según cuentan, toda esta historia empezó en Negombo, a treinta kilómetros de Colombo, hacia 1980. Durante siglos, a Negombo la llamaron la Pequeña Roma de Ceilán, porque la colonización portuguesa la había llenado de iglesias y católicos. Ahora suelen llamarla la Capital Nacional del Sida. Entonces Negombo era un pueblito de pescadores donde se construían hoteles y pensiones para el turismo. Y con el turismo llegaron los pedófilos. Ahora Negombo es el lugar más vigilado del país, y por eso muchos de los pedófilos prefieren irse más al sur, a Hikkaduwa y alrededores. Aquí sucedió el mayor escándalo de los últimos años. Una mañana, en 1990, Jenevit Appuhami, el director de una escuela del pueblo, encontró a dos chicos de diez años tocándose en el baño. Cuando empezó a gritarles, uno de ellos le dijo que el tío Baumann le había pedido que le enseñara a hacer esas cosas a su amiguito. Viktor Baumann era un suizo de Zúrich, de cincuenta y tres años, que llegó a Negombo en 1984 e instaló una fábrica de lamparitas. Amable, simpático, generoso, el tío Baumann ayudaba a todo el mundo: les pagaba los materiales para terminar la casa, un entierro, los libros de los chicos, la instalación eléctrica, unos remedios. Todos lo querían y lo respetaban. Y, además, era tan bueno con los niños. El director de la escuela siguió averiguando. En unos días se enteró de que más de treinta de sus alumnos habían pasado por la cama del tío, y fue a hablar con el padre Anthony Pinto, el director del colegio técnico que la congregación Salesianos de Don Bosco tiene en Negombo. Juntos hicieron la denuncia: Viktor 51 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA Baumann estuvo detenido unas horas y lo soltaron enseguida. Los cálculos más moderados hablaban de que unos mil quinientos chicos habían pasado por su enorme casa, para su esparcimiento y el de sus amigos. —Fue tan difícil conseguir que lo juzgaran. Dice el padre. Baumann tenía demasiados amigos en las altas esferas. El padre Pinto tardó varios años en conseguir que Baumann fuera procesado. Finalmente, tras idas y vueltas judiciales, un tribunal aprobó su extradición a Suiza, para que lo juzgaran sus compatriotas. Esta mañana, en el colegio Don Bosco, el padre Pinto está cumpliendo años y a cada rato llega alguien a saludarlo o a traerle una torta o a besarle la mano. En el colegio, el padre trabaja con doscientos chicos que vienen de la prostitución. —Pero es muy difícil. A veces podemos rehabilitarlos, si los agarramos antes de los dieciséis años. Después ya es muy difícil. Quedan como letárgicos, no quieren tomar responsabilidades ni estudiar ni trabajar. Y la mayoría de ellos abusan de otros chicos. —¿Por qué? —No sé. Así es la naturaleza sexual del hombre. Esto es una amenaza seria para nuestro futuro como país, y el gobierno parece que no se diera cuenta. O quizá sí, y piensa que le conviene. Yo no entiendo cómo, y le pregunto. —Es fácil. Si todos estos muchachos crecen débiles, sin voluntad, al gobierno le va a resultar mucho más fácil llevarlos por las narices adonde quiera. El padre Pinto tiene una sotana blanca y las ojeras muy marcadas. Habla rápido y a cada rato se queja de que no tiene tiempo para nada. —Pero, a mi juicio, los que tienen la culpa son los extranjeros que vienen. Los padres de los chicos son ignorantes y les da la codicia, pero los extranjeros vienen 52 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA a sabiendas, y eso es imperdonable. Algunos en el primer mundo se preocupan. ¿Y qué hacen? Organizan seminarios en hoteles de cinco estrellas. —¿Y la Iglesia lo apoya? —Yo creo que su apoyo debería ser más fuerte. A veces da la impresión de que también quieren cuidarse. Dicen misas y misas, pero no hacen nada. A mí me amenazan, y la jerarquía no hace nada. —¿Y usted, tiene miedo? —No, si tuviera miedo me callaría. Aquí, en Sri Lanka, por diez mil rupias se puede comprar la muerte de cualquiera, así que tengo que tener cuidado. Pero eso no es lo que importa. Todos morimos, y mejor que sea por una buena causa. Lo que importa es tomar medidas. El padre Pinto se apasiona. Hace un rato que cerró la puerta y afuera lo esperan tres o cuatro con más tortas y felicitaciones. Hace un calor de perros. —¿Qué medidas? —Las más duras, dentro de lo que permite el buen amor cristiano. —¿No le parece que a estos tipos habría que matarlos? Me dijo, poco después, Appuhami, el director de la escuela de Negombo. —Es un problema de supervivencia. Si siguen así, nos dejan sin futuro. Hay que matarlos. *** Esa misma tarde, yo estaba sentado sobre un bote en la playa cuando se me acercó Gamini. Soplaba mucho viento y la playa estaba vacía. Gamini debía tener nueve o diez años, muchos dientes y dientes, la mirada viva y un pantaloncito remendado. Gamini me dijo que vivía allá atrás, en unas chozas al borde de la playa, y que 53 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA decía su mamá que fuera a tomar té, "no problem". Su inglés era escaso, pero le alcanzaba. La choza tenía paredes de palma entrelazada: dos ambientes con un fogón de leña en uno, un catre en el otro, dos o tres esterillas en el suelo, agujeros en el techo y una foto del Papa colgando de un ganchito. La madre de Gamini era encantadora. Su inglés, sorprendente. Me contó que tenía otros tres hijos, que era tamil y que había tenido que venirse con su marido, del norte, por la guerra. —El ejército no nos dejaba tranquilos, sospechaba de todos. A cualquier hombre joven lo perseguía. Así no se podía vivir. Decía la madre cuando llegó su marido, quejándose de que no tenía trabajo. Al padre de Gamini le faltaban varios dientes y estaba medio sucio, desastrado. La madre, en cambio, parecía más educada y su sonrisa tenía estilo. La madre me mostró su tesoro: dos álbumes de fotos con la comunión de su hija mayor, los chicos en la escuela, sus padres. Visiblemente, la familia había conocido tiempos mejores. Mientras, su marido se seguía quejando. —Mañana es Navidad y mire cómo estamos. No tenemos ni para una comida decente. Su mujer trataba de tranquilizarlo. Me habían dado su única silla y estaban sentados en el suelo. Gamini, recostado, apoyaba la cabeza sobre el regazo de su madre. —Cuando Dios quiera nos dará. Jesús también nació en un lugar como éste, ¿no? Y sonreía. Gamini le decía que me ofreciera té, que me preguntara cuánto más me quedaba, que si estaba casado. Le dije que muy poco y ella sonreía. Gamini le dijo algo al oído. —Gamini dice que le da pena que se vaya tan pronto. Dice que cuándo va a volver. Le dije que les agradecía mucho y que ya me tenía que ir. Entonces ella me dijo que por qué no me quedaba un rato con Gamini en la pieza. 54 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA —Una o dos horas, o más, lo que usted quiera. A él le gusta usted, y usted después puede regalarnos algo para la Navidad. *** La última noche que pasé en Sri Lanka llovía tropical sobre Colombo. Los goterones repicaban sobre el techo de mi habitación, y no era fácil dormirse. Recién pude hacia las dos de la mañana. Poco después me pareció oír, entre sueños, unos golpes fuertes, insistentes. Medio despierto, me di cuenta de que sonaban en mi puerta y fui a abrir, refunfuñando. Del otro lado, el portero del hotelito ponía cara de disculpas, rodeado por dos policías con uniformes caqui. Uno de los policías me apuntaba con un revólver medio viejo. Los dos estaban muy mojados. Fue una visión molesta. Empecé a pensar "ya está, me agarraron" antes de tener el tiempo necesario para imaginar por qué podrían buscarme. Les pregunté qué pasaba y el oficial del revólver me dijo que estaban buscando a alguien y me mostró una foto carné de un tipo muy oscuro. —Pero ése no soy yo. Le dije, con mi mejor lógica pava. El oficial dijo que era verdad, que buenas noches, y se fueron. Yo tardé mucho en volver a dormirme. A la mañana siguiente estaba tomando un té en el centro con Stanley, el profesor de sociología, y le pregunté qué podría haber sido. Stanley no le dio la menor importancia. Era como si le preguntara por qué llovía. —Nada, debían estar buscando a algún guerrillero tamil. — ¿Aquí en Colombo? — Sí, claro, aquí. ¿Aquí es donde ponen las bombas, no? Un poco más allá, un policía muy armado cruzaba la avenida de espaldas a los diez coches que se le venían encima, como para mostrar quién mandaba. No era 55 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA que no se apurara: era que quería mostrar que no se apuraba. El té estaba delicioso. Stanley me vio la cara de placer, y me preguntó si yo sabía que en la producción de eso que me daba tanto gusto trabajaban chicos de menos de diez años. —O sea que también en este caso hay menores que trabajan para nuestro placer. Y sin embargo nadie se escandaliza mucho por eso, ¿no? —Bueno, no es lo mismo. Aunque es obvio que habría que acabar con el trabajo infantil. —Sí, pero tú no habrías venido desde tan lejos para hacer una nota sobre los chicos que trabajan en las plantaciones de té, ¿no es cierto? En tu país también debe haber chicos que trabajan. ¿En mi país? 56 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA Un fin de semana con Pablo Escobar Juan José Hoyos Era un sábado de enero de 1983 y hacía calor. En el aire se sentía la humedad de la brisa que venía del río Magdalena. Alrededor de la casa, situada en el centro de la hacienda, había muchos árboles cuyas hojas de color verde oscuro se movían con el viento. De pronto, cuando la luz del sol empezó a desvanecerse, centenares de aves blancas comenzaron a llegar volando por el cielo azul, y caminando por la tierra oscura, y una tras otra, se fueron posando sobre las ramas de los árboles como obedeciendo a un designio desconocido. En cosa de unos minutos, los árboles estaban atestados de aves de plumas blancas. Por momentos, parecían copos de nieve que habían caído del cielo de forma inverosímil y repentina en aquel paisaje del trópico. Sentado en una mesa, junto a la piscina, mirando el espectáculo de las aves que se recogían a dormir en los árboles, estaba el dueño de la casa y de la hacienda, Pablo Escobar Gaviria, un hombre del que los colombianos jamás habían oído hablar antes de las elecciones de 1982, cuando la aparición de su nombre en las listas de aspirantes al Congreso por el Partido Liberal desató una dura controversia en las filas del Nuevo Liberalismo, movimiento dirigido entonces por Luis Carlos Galán Sarmiento. —A usted le puede parecer muy fácil —dijo Pablo Escobar, contemplando las aves posadas en silencio sobre las ramas de los árboles. Luego agregó mirando el paisaje, como si fuera el mismo dios—: No se imagina lo verraco que fue subir esos animales todos los días hasta los árboles para que se acostumbraran a dormir así. Necesité más de cien trabajadores para hacer eso... Nos demoramos varias semanas. Pablo Escobar vestía una camisa deportiva muy fina, pero de fabricación nacional según dijo con orgullo mostrando la marquilla. Estaba un poco pasado de kilos pero todavía conservaba su silueta de hombre joven, de pelo negro y manos grandes con las que había manejado docenas de autos cuando junto con su primo, Gustavo Gaviria, competía en las carreras del autódromo de Tocancipá y de la Plaza Mayorista de Medellín. 57 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA —Todo el mundo piensa que uso camisas de seda extranjeras y zapatos italianos, pero yo sólo me visto con ropa colombiana —dijo mostrando la marca de los zapatos. Se tomó un trago de soda para la sed porque la tarde seguía muy calurosa y luego agregó: —Yo no sé qué es lo que tiene la gente conmigo. Esta semana me dijeron que había salido en una revista gringa... Creo que, si no me equivoco, dizque era la revista People... oForbes. Decían que yo era uno de los diez multimillonarios más ricos del mundo. Les ofrecí a todos mis trabajadores y también a mis amigos diez millones de pesos por esa revista y ya han pasado dos semanas y hasta ahora nadie me la ha traído... La gente habla mucha mierda. Pablo Escobar hablaba con seguridad, pero sin arrogancia. La misma seguridad con la que en compañía de su primo se montó en una motocicleta y se fue a comprar tierras por la carretera entre Medellín y Puerto Triunfo, cuando aún estaba en construcción la autopista MedellínBogotá. Después de comprar la enorme propiedad, situada entre Doradal y Puerto Triunfo, casi a orillas del río Magdalena, empezó a plantar en sus tierras centenares de árboles, construyó decenas de lagos y pobló el valle del río con miles de conejos comprados en las llanuras de Córdoba y traídos hasta la hacienda en helicópteros. Los campesinos, aterrados, dejaron durante un tiempo de venderle tantos conejos porque a un viejo se le ocurrió poner a correr el rumor de que unos médicos antioqueños habían descubierto que la sangre de estos animales curaba el cáncer. Escobar mandó a un piloto por el viejo y lo trajo hasta la hacienda para mostrarle lo que hacía con los animales: soltarlos para que crecieran en libertad. Ahora había conejos hasta en Puerto Boyacá, al otro lado del Magdalena. Igual que con los conejos, Pablo Escobar consiguió un ejército de trabajadores para plantar palmas y árboles exóticos por el borde de todas las carreteras de la hacienda. Las carreteras daban vueltas, e iban y venían de un lugar a otro de forma caprichosa porque ya Escobar tenía en mente la construcción de un gran zoológico con animales traídos de todo el mundo. Él mismo, durante muchos meses, dirigió la tarea de poblar su tierra con canguros de Australia, dromedarios del Sahara, elefantes de la India, jirafas e hipopótamos del África, búfalos de las praderas de Estados Unidos, vacas de las tierras altas de Escocia y llamas y vicuñas del Perú. Los animales alcanzaron a ser más de 200. Cuando el Instituto Colombiano Agropecuario (ICA) se los decomisaba, por no 58 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA tener licencia sanitaria, Escobar enviaba un amigo a los remates. Allí los compraba de nuevo y los llevaba de regreso a la finca en menos de una semana. Durante varios años, Pablo Escobar dirigió personalmente las tareas de domesticar todas las aves, obligándolas con sus trabajadores a treparse a los árboles por las tardes cuando caía el sol. Cosas parecidas hizo con los demás animales, tratando de cambiar la naturaleza y hasta sus hábitos. Por ejemplo, a un canguro le enseñó a jugar fútbol y mandó a traer desde Miami, en un avión, a un delfín solitario envuelto en bolsas plásticas llenas de agua y amarrado con sábanas para evitar que se hiciera daño tratando de soltarse. Luego, lo liberó en un lago de una hacienda situada entre Nápoles y el Río Claro. En esa época, Pablo Escobar era representante a la Cámara y había sido elegido para ese cargo en las listas del Movimiento de Renovación Liberal que lideraba el senador Alberto Santofimio Botero, seguidor a su vez del candidato presidencial del Partido Liberal, Alfonso López Michelsen. La justicia sólo había proferido contra él una vieja orden de captura que reposaba sin ningún efecto jurídico en un oscuro juzgado de Itagüí. Por todo esto era fácil obtener una entrevista con él. Escobar se codeaba de tú a tú con todos los políticos de entonces y hasta había sido invitado a España por el presidente electo de ese país, Felipe González. En ese viaje lo acompañaron varios parlamentarios colombianos de los dos partidos. La policía española recibió informaciones de infiltrados en el mundo de la droga según las cuales el principal capo del narcotráfico colombiano se hallaba hospedado en un hotel de Madrid. Por este motivo, fuerzas especiales allanaron el edificio y detuvieron por un rato a varios asustados congresistas del Partido Conservador, que se habían acostado temprano. Los senadores, ya vestidos de pijamas, fueron requisados minuciosamente junto con sus equipajes. Mientras tanto Pablo Escobar tomaba champaña con varios amigos y periodistas colombianos en la suite presidencial adonde los había invitado Felipe González. La entrevista con Pablo Escobar la ordenó Enrique Santos Calderón, columnista del periódico El Tiempo y en esa época director de la edición dominical. La conseguí con la ayuda de un locutor de radio de Medellín que tenía un programa muy popular y que había empezado a trabajar con Escobar como jefe de prensa. El locutor organizó un almuerzo en el hotel Amarú, que entonces era propiedad del primo de Escobar, Gustavo Gaviria. Durante el almuerzo, Pablo Escobar dio unas breves declaraciones desmintiendo al candidato del Nuevo Liberalismo, Luis Carlos Galán, quien lo había expulsado públicamente de las filas del Nuevo Liberalismo durante una manifestación en el Parque de Berrío. En su discurso, Galán acusó públicamente a Escobar de tener nexos con el narcotráfico. Todo esto 59 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA lo refutó Pablo Escobar ante los periodistas. Luego anunció su candidatura a la Cámara de Representantes por las listas del Movimiento de Renovación Liberal que dirigía el parlamentario Jairo Ortega Ramírez, uno de los lugartenientes más respetados de Santofimio en Antioquia y de López Michelsen en el país. Escobar resultó electo después de una singular campaña en la que sembró árboles por todos los barrios populares de Medellín y construyó e iluminó decenas de canchas polideportivas en los barrios pobres. Además, prometió públicamente a la gente que vivía en los tugurios del basurero de Moravia construir más de 200 casas para que en el futuro pudieran tener una vivienda digna. Después del almuerzo, Pablo Escobar me hizo saber a través de su jefe de prensa, Alfonso Gómez Barrios, que me esperaba en la hacienda Nápoles, en Puerto Triunfo, durante el próximo fin de semana. Los guardaespaldas de Escobar me llamaron al día siguiente y me propusieron encontrarnos en la población de San Luis, adonde yo tenía que viajar para acompañar al entonces gobernador de Antioquia, Nicanor Restrepo Santamaría, a la inauguración de la escuela Juan José Hoyos, que lleva ese nombre en memoria de mi abuelo, un maestro de escuela del oriente de Antioquia. —¿Cómo hago para encontrarlos si yo no los conozco? —les pregunté a los guardaespaldas de Escobar. —Tranquilo que nosotros lo encontramos a usted... Yo, por supuesto, no estaba tranquilo. Había tenido noticias sobre la amabilidad con que Escobar atendía a los periodistas, pero también sabía que todos sus empleados temblaban de miedo cuando él les daba una orden. Llegué a San Luis poco después del mediodía del sábado. Mientras el gobernador pronunciaba su discurso inaugurando la escuela me di cuenta, muy asustado, de que mi hijo Juan Sebastián, de apenas dos años de edad, había desaparecido. Abandoné el acto y en uno de los corredores de la escuela encontré a un hombre moreno y de apariencia dura cargando a mi hijo. El hombre me miró con una sonrisa. Tenía cara de asesino. Nadie tuvo que explicarme que era uno de los guardaespaldas de Pablo Escobar. De inmediato fui a buscar a Martha, mi esposa, y le dije que ya habían llegado por nosotros. En menos de un minuto abordamos mi carro, un pequeño Fiat 147 que los hombres de Escobar miraron con desprecio. Ellos subieron a una camioneta 60 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA Toyota de cuatro puertas, con excepción del hombre con la cara de asesino. Él nos dijo que quería acompañarnos en mi carro para que no nos fuéramos a embolatar. Cuando encendí el motor del auto y vi por el espejo retrovisor la camioneta Toyota con esos tres hombres, todos armados, me di cuenta de que estaba temblando. El hombre con cara de asesino trató de serenarme. —Tranquilo, hermano, que usted va con gente bien... En seguida abrió un morral que llevaba sobre sus piernas y sacó un teléfono satelital... ¡Un teléfono satelital en esos tiempos en los que en Colombia ni siquiera se conocían los teléfonos celulares! —Aló, patrón. Aquí vamos con el hombre. Todo ok. Estamos llegando en media hora. Cuando cruzamos el alto de La Josefina y empezamos a descender hacia el valle del Río Claro me fui tranquilizando poco a poco viendo por el espejo retrovisor cómo mi hijo jugaba con su madre. Sin embargo, para controlar mejor los nervios le propuse al hombre de la cara de asesino que paráramos en algún lado y nos tomáramos una copa de aguardiente. —Hágale usted tranquilo, hermano, que yo no puedo. Si le huelo a aguardiente al patrón, me manda a matar. Nos detuvimos un par de minutos en una fonda junto al Río Claro. Yo bajé solo del carro y me tomé dos tragos. Martha, Juan Sebastián y el guardaespaldas me esperaron sin decir ni una palabra. Lo mismo hicieron los guardaespaldas que venían detrás, en la camioneta Toyota. Llegamos a la hacienda Nápoles cuando ya iban a ser las cuatro de la tarde. La primera cosa que me impresionó fue la avioneta que estaba empotrada en un muro de concreto, en lo alto de la entrada. La gente, que siempre habla, decía que ésa era la avioneta del primer kilo de cocaína que Escobar había logrado meter a los Estados Unidos. Después me impresionaron los árboles alineados en perfecto orden a lado y lado de una carretera pavimentada y sin un solo hueco. Empezamos a ver los hipopótamos, los elefantes, los canguros y los caballos que corrían libres por el campo verde. Mi hijo le dio de comer a una jirafa a través de la ventanilla del auto, con la ayuda del guardaespaldas. A medida que nos adentrábamos en la hacienda íbamos cruzando puertas custodiadas por 61 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA guardianes. En cada puerta, el guardaespaldas mostraba una tarjeta escrita de su puño y letra por el patrón. Con la tarjeta, las puertas se abrían de inmediato como obedeciendo a un conjuro mágico. Junto a una de las últimas había un carro viejo montado en un pedestal. Era un Ford o un Dodge de los años treinta y estaba completamente perforado por las balas. —¿De quién es ese carro? —le pregunté al hombre con cara de asesino. —Lo compró el patrón.... Era el carro de Bonnie and Clyde. Después de atravesar la última puerta cruzamos un bosque húmedo lleno de cacatúas negras traídas del África y otros pájaros exóticos cazados en todos los continentes. Al final estaba la entrada a la casa principal de la hacienda. Bajé del carro, otra vez asustado, y alcé a mi hijo en brazos. Martha abrió la maleta del Fiat y bajó el equipaje. Pensábamos quedarnos dos días de acuerdo con la invitación de Escobar. Lo primero que encontré caminando hacia la casa fue una ametralladora montada sobre un trípode. Me dijeron que era un arma antiaérea. Más adelante había un toro mecánico que un técnico traído desde Bogotá estaba reparando. En la piscina, dos hombres se bañaban. Uno de ellos estaba un poco entrado en años. Por los uniformes y las insignias que habían dejado al borde de la piscina me di cuenta de que eran dos coroneles del ejército. En ese momento apareció Pablo Escobar. Me saludó con una amabilidad fría, pero llena de respeto por mi oficio y por el periódico para el cual trabajaba. Estaba recién motilado y lucía un bigote corto. En su cara, en su cuerpo y en su voz aparentaba tener aproximadamente unos 33 años. Me invitó a sentarme en una de las sillas que bordeaban la piscina donde los coroneles seguían disfrutando de su baño. Junto a la mesa donde empezamos a hablar había un traganíquel marca Wurlitzer, lleno de baladas de Roberto Carlos. La que más le gustaba a Escobar era “Cama y mesa”. Desde que eran novios, él se la dedicaba a su esposa, María Victoria Henao. Ella estaba sentada en otra mesa, a dos metros de la nuestra, acompañada sólo por mujeres. Entonces me di cuenta de que todos los hombres y las mujeres estábamos sentados aparte los unos de los otros. 62 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA Por los corredores de la casa, un niño de gafas pedaleaba a toda velocidad en su triciclo. Era Juan Pablo, el hijo de Escobar. De vez en cuando, una que otra garza blanca llegaba sin miedo hasta el borde de la piscina a tomar agua con su largo pico. En la mitad de la piscina había una Venus de mármol. En un estadero cubierto que podía verse desde la piscina había 3 o 4 mesas de billar cubiertas con paños verdes. Varios pavos chillaban junto a la puerta del bar donde un mesero joven vestido de blanco preparaba los primeros cocteles de la noche. Desde donde estábamos también se divisaba un comedor enorme de unos 20 o 25 puestos. Los pájaros saltaban sobre la mesa comiéndose las migajas de pan que la gente había dejado sobre los manteles. Mirando desde la piscina, las únicas partes visibles de la casa eran el comedor, los corredores y los salones de juego. A un costado del comedor había un gran cuarto de refrigeración donde se guardaban las provisiones para los habitantes de la hacienda. El resto estaba detrás: dos pisos aislados del área social de la piscina, donde se hallaban las habitaciones. El cuarto de Escobar, totalmente separado del resto de la casa, estaba en el segundo piso, en el ala derecha. Los demás cuartos estaban en el ala izquierda. La casa no era excesivamente lujosa. Parecía expresamente construida para las necesidades de Escobar: afuera, alrededor de la piscina, espacios generosos para atender a los invitados. Adentro, silencio e intimidad para su familia y para la gente que quisiera recogerse a descansar. De pronto se hizo el milagro del que ya hablé: las aves empezaron a subir a los árboles y un resplandor blanco iluminó la casa y sus alrededores. El primer tema que tratamos esa tarde tenía que ver con política y me reveló de inmediato la agudeza de la mente de Pablo Escobar: —Ese güevón de Carlos Lehder la está cagando con el tal Movimiento Latino... Cree que se puede hacer política con arrogancia. Mientras hablábamos, Pablo Escobar no fumaba ni bebía ningún licor. Como yo insistí en que la entrevista no era para hablar de política pasamos a otro tema, el de la hacienda. —Las haciendas... —me corrigió—. Porque son como cuatro... De ellas, por supuesto la niña mimada era Nápoles. Allí tenía el zoológico, el ganado, los aviones, el helicóptero y una impresionante colección de carros 63 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA antiguos que había ido comprando a lo largo de su vida. Cuando visitamos el garaje donde los guardaba vi también varios autos deportivos cubiertos con lonas y unas 50 o 60 motos nuevas. Aproveché el tema de los autos para preguntarle por el carro de Bonnie and Clyde. —Eso es pura mierda que habla la gente. Ése es un carro viejo que me conseguí en una chatarrería en Medellín. Otros dicen que era de Al Capone... — ¿Y los tiros? —Yo mismo se los pegué con una subametralladora. Cuando cayó la noche, Pablo Escobar me dio un paseo por toda la finca manejando un campero Nissan descubierto. Me dijo que su lugar preferido era un bosque nativo que él no había dejado tocar de ningún trabajador. Me contó cómo había arborizado planta por planta toda la hacienda. Me mostró unas esculturas enormes, de concreto, en las que trabajaba un artista amigo. Pensaban hacer dos enormes dinosaurios cerca de uno de los lagos. Me llevó también al lago de los hipopótamos y me mostró un letrero lleno de humor negro que él mismo había mandado a pintar. Ya no recuerdo la frase pero hablaba de la pasividad y de la peligrosidad de estos animales. También me mostró desde afuera una plaza de toros recién terminada. Ya muy entrada la noche, Pablo Escobar me invitó a conocer un proyecto hotelero que según él iba a transformar la región de Puerto Triunfo. Era un pequeño pueblo blanco de estilo californiano, situado cerca de la hacienda, junto al poblado de Doradal. Para abandonar la hacienda, Escobar llamó a uno de sus guardaespaldas y le pidió que nos acompañara. Volví a sentir miedo: el elegido había sido el hombre con la cara de asesino. Llegamos a la aldea de Doradal cuando iban a ser las nueve de la noche. Nos sentamos en el bar y pedimos una botella de aguardiente. El guardaespaldas con la cara de asesino miró a su patrón con asombro. Él nos sirvió el primer trago. En ese momento descubrí que a unos metros había una mesa en la que dos viejos amigos míos conversaban con un par de mujeres hermosas. Uno de ellos me descubrió mirándolas y entonces gritó: —¿Qué estás haciendo por aquí? 64 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA Yo fui a saludarlos. Los dos vivían en Bogotá y por la alegría que reflejaban en sus caras pensé enseguida que andaban volados de sus mujeres. Cuando regresé a la mesa, Pablo Escobar me preguntó quiénes eran mis amigos. Yo le dije: —Son periodistas. Él propuso que juntáramos las mesas. Quería hacer política. Tenía que hablar con los periodistas. Entonces empezó una de las conversaciones más memorables que yo he tenido en la vida. Pablo Escobar habló de su proyecto de erradicar los tugurios del basurero de Moravia, en Medellín, y construir un barrio sencillo, pero decente, para los tugurianos. Después se enfrascó en un montón de recuerdos personales: su paso por el Liceo de la Universidad de Antioquia, donde se robaba las calificaciones de los escritorios de los profesores para que ninguno de sus amigos perdiera la materias. Habló de su primer discurso durante una huelga. Fue en el teatro al aire libre de la Universidad de Antioquia. El guardaespaldas con la cara de asesino se animó a recordar la misma época, cuando los dos eran estudiantes revolucionarios, antiimperialistas, antigobiernistas... Más adelante Pablo Escobar volvió a hablar de política. Dijo que estaba tratando de conformar un movimiento popular y ecológico que iba a cambiar la forma de hacer las campañas electorales en Antioquia y en el país. Cuando la botella iba por la mitad yo me atreví a poner sobre el tapete el tema vedado: el asunto de las drogas. Pablo Escobar ni siquiera se inmutó y empezó a contarnos en forma animada cómo hacía su gente para contrabandear cocaína hacia los Estados Unidos de América. En esa parte de la conversación donde, por supuesto, no hubo grabadoras ni libretas de apuntes, Pablo Escobar se puso a dibujar sobre un papel el radio de acción del radar de un avión Awac de los que empleaba la dea para detectar los vuelos ilegales que entraban a la Florida procedentes de Colombia. —Las rutas de esos aviones —dijo, refiriéndose a los Awac— también tienen precio... Ya hemos comprado varias. Pero lo mejor es entrar a la Florida un domingo o un día de fiesta, cuando el cielo está repleto de aviones. Así no lo puede detectar a uno ni el hijueputa... 65 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA El tema de la conversación nos emocionó a todos. Entonces le dije a Pablo Escobar que yo quería escribir esa historia y también escribir la historia de cómo había empezado el problema del narcotráfico en Colombia. —Pero hay que escribirla como hacen los periodistas gringos, contando las cosas con pelos y señales —dijo él con tono enérgico—. Porque si usted la va a contar como la cuentan los periodistas colombianos, no vale la pena. Aquí los periodistas no son sino lagartos y lambones. Lo que hace que estoy en el Congreso, los redactores políticos no se me arriman sino a preguntarme pendejadas con una grabadora en la mano y a pedirme plata.. Yo insistí en el tema. Le dije que quería escribir un libro como Honrarás a tu padre, de Gay Talese, un bello reportaje sobre una familia de la mafia italiana en Estados Unidos. Insistí en que quería contar cómo había empezado la historia de la mafia en Medellín. —Entonces vas a tener que contar la historia de Ramón Cachaco y de todos esos asaltantes de bancos de los años sesenta. Ellos fueron los primeros pistoleros. Muchos de ellos trabajaron para don Alfredo Gómez López, el hombre del Marlboro. A don Alfredo también tenés que entrevistarlo antes de que se te muera. Él vive ahora en Cartagena. Yo te doy una carta de recomendación para él. La mujer de Ramón Cachaco todavía vive en Medellín. Pero para hablar de Ramón Cachaco hay que contar que asaltaba bancos él solo, a punta de pistola, y que siempre usaba vestidos de paño verde y zapatos blancos, y que le gustaba montar en carros Ford y Chrysler de rines cromados. Cuando evocó al bandido, Escobar recordó un asalto en el que se escapó de la policía armando un bochinche espectacular, tirando billetes a diestra y siniestra por las calles. A partir de ese momento la conversación se volvió mucho más abierta y más animada y en la medida en que Pablo Escobar veía que no estábamos tomando notas, se sentía cada vez más tranquilo. Por eso contó muchas cosas más que todavía no se pueden publicar en ningún periódico. Mientras tanto, el guardaespaldas con la cara de asesino daba cuenta de la botella de alcohol. Nosotros lo secundábamos a un ritmo un poco más lento. A las dos de la mañana ya todos estábamos borrachos y entusiasmados, pero el más borracho de todos era el guardaespaldas, que se había dormido encima de una mesa. Pablo Escobar y yo lo cogimos de los brazos y lo montamos al carro. Afortunadamente, el hombre era 66 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA delgado. Escobar encendió el campero y el tipo se derrumbó sobre la banca de atrás Cuando íbamos por el camino, Pablo Escobar dijo algo que me dejó helado: —Escribí el libro. Salite del periódico. Yo te doy una beca. Llegamos a la hacienda Nápoles casi a las tres de la madrugada. La casa estaba en silencio. Había ranas por todos los rincones. Juan Sebastián, mi hijo, todavía estaba levantado y trataba de capturar una viva. Casi no logro convencerlo de que se fuera a dormir. Escobar y yo llevamos al guardaespaldas hasta la cama. Antes de cerrar la puerta le quité los zapatos. Al día siguiente, muy temprano, la casa volvió a animarse. En el aeropuerto de la hacienda se oían aterrizar y despegar los aviones. Por los preparativos en la cocina parecía que los invitados de ese día eran muchos y muy importantes. Yo me senté junto a la piscina y me puse a mirar cómo el técnico traído de Bogotá acababa de reparar el toro mecánico. Sabía por la esposa de Pablo Escobar que él no se iba a levantar antes de la una o las dos de la tarde. —Él siempre se acuesta tarde y se levanta tarde. El primero que llegó a Nápoles ese día fue el senador Alberto Santofimio Botero. Media hora después llegaron en su orden los congresistas Ernesto Lucena Quevedo, Jorge Tadeo Lozano y Jairo Ortega Ramírez. No reconocí a ninguno de los otros, pero había visto sus fotos en la prensa. Todos se sentaron a tomar whisky bajo unos parasoles en los alrededores de la piscina. Pablo Escobar no salió a recibirlos sino hasta las dos de la tarde. Cuando se acercó a la mesa donde los congresistas conversaban y bebían en forma animada, todos sin excepción se levantaron como si fuera el 20 de julio y el presidente de la república acabara de hacer su entrada al Salón Elíptico del Capitolio Nacional. Una hora después, una caravana de carros partía de Nápoles hacia una de las fincas de Escobar situada cerca del Río Claro. La casa era una cabaña de troncos construida alrededor de un lago donde el delfín que él había mandado traer desde 67 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA Miami lloraba y daba vueltas asomándose de vez en cuando a mirar la concurrencia que lo observaba como si fuera un animal del otro mundo. Después de una corta visita a la finca del delfín, la caravana de carros se dirigió hacia otra finca situada sobre la margen izquierda del Río Claro. Era otra cabaña de madera escondida en medio de un bosque tupido. Los trabajadores de Pablo Escobar iban y venían por la casa y sus alrededores preparando un fogón donde se iba a asar media res para todos los invitados. De pronto, uno de los guardaespaldas de Escobar bajó por el río manejando un extraño bote que parecía un caballo de agua dulce. El aparato tenía casco de acero y estaba impulsado por una hélice de avión Twin Otter instalada en la cola. El aire que desplazaba la hélice impulsaba el bote por el agua, por los pantanos, por la tierra, como si no existiera para él ningún obstáculo que lograra detenerlo. —Esto es para atravesar los Everglades y todos esos otros putos pantanos de la Florida —me dijo en voz baja uno de los trabajadores de Escobar cuando notó mi curiosidad por el aparato. Pablo Escobar ordenó que el bote se arrimara a la orilla y se montó en él como un jinete avezado. Uno de sus hombres le cubrió las orejas con unos tapones de corcho para que el ruido del motor de la hélice no lo ensordeciera. Los congresistas fueron invitados a abordar el aparato. Ellos lo hicieron en orden: primero Santofimio, después Lucena y por último Jairo Ortega. Tadeo Lozano se quedó en la orilla. Apenas me vio observándolos desde la orilla, Escobar me hizo señas con la mano para que les tomara una foto. Yo disparé mi cámara, entre sumiso y regocijado. Los congresistas se asustaron cuando vieron la cámara. Pablo Escobar les dio un paseo por el río. Cuando regresaron, llamó aparte a Alberto Santofimio Botero y le dijo: —Venga, doctor, le presento a un amigo. Él es periodista de El Tiempo. Santofimio me dio la mano a regañadientes, tragando saliva y sin mirarme a la cara. —¿Y usted qué está haciendo por aquí, hombre? —me preguntó con un gesto de disgusto. Yo le contesté: —Lo mismo que usted, doctor... 68 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA A renglón seguido Pablo Escobar tomó en sus brazos a mi hijo Juan Sebastián e insistió en que les tomara una foto. El asado terminó poco después de las cinco de la tarde. Me despedí de Escobar y de su guardaespaldas con cara de asesino y regresé directamente a Medellín sin volver a la hacienda Nápoles, donde los aviones iban a recoger a los congresistas y al resto de los invitados. Al día siguiente fui a la oficina del periódico y llamé por teléfono a Enrique Santos Calderón. —¿Cómo le fue? —me preguntó. —Muy bien —le contesté entusiasmado. En forma breve le conté algunos episodios de la historia. Él se rió cuando escuchó ciertos pasajes . Después me dijo: —Yo creo que podríamos publicar el reportaje el próximo domingo. Esa misma tarde la revista Semana empezó a circular con un reportaje sobre Pablo Escobar titulado “Un Robin Hood paisa”. La nota era producto de la ofensiva de relaciones públicas que habían comenzado a desplegar los hombres de Escobar y destacaba las cualidades humanas y filantrópicas del nuevo congresista antioqueño elegido en las listas del Movimiento de Renovación Liberal. El escritor del texto decía, poco más o poco menos, que los pobres de Medellín por fin habían encontrado su redentor. Al día siguiente toda la prensa del país se fue en contra de Semana. Un día después, en su editorial, Hernando Santos, en el periódico El Tiempo, recriminó a Semana en términos muy duros y dijo que reportajes como ése sólo contribuían a glorificar a los capos del narcotráfico. Al mediodía recibí una llamada urgente de Enrique Santos Calderón. —Olvídate del reportaje con Pablo Escobar... ¡Y te pido por favor que jamás le vayas a mencionar este asunto a mi papá! Mi reportaje nunca fue publicado y quedó convertido en unas cuantas notas apuntadas en una libreta que luego perdí. Las fotos de los congresistas quedaron muy bien. Yo las guardé celosamente durante varios años. Mientras tanto en el país las cosas de la política se volvieron cada vez más sórdidas debido al dinero que entraba a montones a las arcas de los partidos por 69 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA cuenta de los traficantes de drogas. Durante el gobierno de Belisario Betancur, la situación se tornó más tensa cuando el ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla decidió enfrentarse públicamente con Escobar, luego de ser acusado de recibir dinero de la mafia. Un tiempo después, Lara Bonilla fue asesinado y un juez de la república dictó auto de detención contra Pablo Escobar y otros capos del narcotráfico por su posible participación en el asesinato del ministro. Desde entonces, Escobar desapareció de la vida pública. Aunque lo intenté varias veces, con la idea de que me contara unas cuantas historias más, no pude volver a verlo. Luego vinieron la pelea con el cartel de Cali, las bombas, los asesinatos de policías y toda esa larga historia de terror que rodeó a Escobar por el resto de su vida, hasta el día en que fue acribillado a balazos por un comando del Cuerpo Élite de la Policía Nacional, el 2 de diciembre de 1993, un día después de su cumpleaños. 70 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA Autobiografía de Ricardo Caputo Hernán Iglesias Illa Lo primero que me acuerdo de la mañana cuando volvimos a Estados Unidos desde Mendoza, en 1994, es que Michael Kennedy, el abogado, nos había mandado una limusina al aeropuerto. Ahí nos subimos, mi hermano Alberto y yo, y fuimos directo a Manhattan, a la oficina de Kennedy, donde ya nos estaban esperando mi mujer, Susana, a la que Kennedy y Alberto habían traído desde México, y los productores y técnicos de la cadena ABC, que estaban preparando todo para la entrevista. Yo me sentía nervioso y un poco angustiado, porque no sabía si seguía teniendo ganas de entregarme a las autoridades. Kennedy, un tipo grandote y conversador que había defendido a Ivana Trump y era una especie de vocero de los sandinistas nicaragüenses en Estados Unidos, me dijo que no me preocupara, que las preguntas estaban pactadas de antemano. Alberto, que unos años antes se había hecho millonario gracias a un estudio de fotografía que tenía con su mujer –ellos procesaron, por ejemplo, parte del famoso libro Sex, de Madonna–, miraba desde un costado. Después de un rato llegó el periodista, que me saludó cortésmente. Yo tenía puesta una camisa bastante fea – azul y blanca, con anchas rayas verticales– y se me notaba en la cara el cansancio del viaje y la humillación de tener que revelar en público mi pasado espantoso. Se encendieron las luces y empezaron las preguntas, que contesté despacio y en inglés. Una parte del diálogo, emitido esa misma noche en un programa que se llamaba Primetime Live, salió publicada en el diario Clarín, de Buenos Aires. —¿Mató usted a Natalie Brown? –me preguntó el periodista, que se llamaba Chris Wallace. –Sí, señor –respondí, bajando un poco la cabeza. –¿Mató a Judith Becker? –Sí, señor. –¿Mató a Barbara Taylor? –Sí, señor. –¿Mató a Laura Gómez? –Sí, señor. 71 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA –¿Por qué las mató? –Creo que fue por mi niñez. –¿Recuerda el día que mató a Natalie Brown? –Sí, me acuerdo que fue un sábado. Agarré un cuchillo, pero no sabía lo que iba a hacer. La oía gritar y la veía borrosamente. Veía líneas blancas, rojas y azules y muchos puntos. Había puntos por todos lados. –¿Era consciente de que la estaba acuchillando? –No. Sabía que estaba haciendo algo malo, pero no sabía qué estaba haciendo. –¿Sabe por qué mató a Judith Becker? –No, estaba mentalmente enfermo. –Hay mucha gente que piensa que usted es un asesino frío. –No, señor. ¿Por qué habría de matarlas? ¿Para qué? No tendría sentido. Sólo estando loco podría haber hecho esto. –¿Cuál era su nombre cuando estaba con Laura Gómez? –Ricardo Martínez. –¿Sabía que ella estaba embarazada? –No. ¿Estaba embarazada? No... Cuando terminaron las preguntas, oí los pasos apurados de un grupo de policías acercándose por la escalera y los vi entrar a la sala de reuniones de Kennedy, que los había llamado y advertido de mi presencia. Me levantaron, me esposaron y me llevaron a la cárcel del condado de Nassau, cerca de Nueva York, donde me estaban investigando por el asesinato de Natalie. Me acuerdo especialmente de aquel día porque aquellos fueron los últimos minutos de mi vida que pasé en libertad, fuera de la cárcel. Fue el día en el que, después de veinte años fugitivo, viviendo vidas más o menos normales con nombres falsos pero con familias verdaderas, decidí entregarme. También fue el día en el que los diarios de Nueva York empezaron a llamarme “The Lady Killer”, por haber “seducido” y asesinado a cuatro mujeres, y en el que, en Argentina, Clarín empezó a agrupar la notas sobre mí con el cintillo: “El argentino que no podía dejar de matar”. Me llamaban 72 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA “asesino serial”, una etiqueta que nunca-nunca reconocía como propia para mí y mis errores. Yo no quería matar. Es más, decidí entregarme porque no podía soportar la pesadillas, las alucinaciones y las voces que me hablaban: la culpa. Como le dije más de una vez a Kennedy, y él mismo repitió en una de las audiencias: “Prefiero vivir con mi cuerpo encerrado y mi mente libre, antes que con mi mente encerrada y mi cuerpo libre”. Estas páginas que escribo, entonces, son otro intento de explicarme, de ver si poniendo los hechos unos detrás de otro quizás asome una nueva verdad, o por lo menos una nueva narrativa con la cual contarme esta historia a mí mismo y a quienes quieran leerla. No la estoy escribiendo yo mismo (ya no estoy en condiciones de hacerlo), sino a través de un escritor argentino que vive en Nueva York y que hace unos años se interesó por mi historia y desde entonces ha estado juntando material sobre mi vida. Este testimonio, entonces, está confeccionado con registros, declaraciones, materiales oficiales y entrevistas sobre mi vida y las vidas de otros. Le pedí al escritor argentino que fuera lo más fiel posible a estos materiales y que no me inventara pensamientos o sensaciones u opiniones. El argentino me sugirió que, en textos como éste, a veces vale la pena, para obtener un mayor impacto dramático, cambiar el orden de ciertas escenas o exagerar las características de algunos personajes. Le agradecí el favor, pero le pedí que no lo hiciera. Para entenderme, o por lo menos para entender la versión más sencilla de mi historia, realmente no hace falta. ‘Fucking Spic’ Mi nombre es Ricardo Silvio Caputo, nací en la asfixiante ciudad de Mendoza en 1949 y ahí crecí y viví hasta que en 1969 vine por primera vez a Estados Unidos. Estuve acá un año, trabajando en restaurantes de Manhattan, y después volví a Argentina, porque me llamaron de la Fuerza Aérea para hacer el servicio militar. Me acuerdo que cuando volví a Mendoza, Alberto me sacó una foto en la que estoy desnudo, acostado en la cama, sólo tapado por los casi diez mil dólares que había llevado de vuelta. Semejante cantidad de plata debe de haber impresionado a Alberto, un año y medio más grande que yo, porque él mismo se mudó a Nueva York unos meses más tarde, mientras yo estaba en la colimba. Alberto dice que a mí sólo me interesaban dos cosas: comer y culear. Eso no es del todo cierto, porque en aquella época también me gustaba, si me sentía del ánimo adecuado, pintar cuadros o escribir poemas. Pero es cierto que la comida y las mujeres siempre tuvieron un atractivo especial. Tras mi paso por la Fuerza Aérea, volví a Nueva York. Trabajaba de día en el Hotel Plaza, frente al Central Park, y a la noche en el Barbizon, un hotel para mujeres en la Calle 63 que ya no existe. A Alberto lo veía de vez en cuando, pero no mucho: él estaba más metido en el 73 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA mundo de los hippies y los artistas, todo el día fumando marihuana con su novia colombiana, y a mí me interesaba ir al gimnasio, conocer mujeres y ganar plata. Unos meses después de llegar, conocí a Natalie. Fui una vez a un banco a depositar un cheque de mi sueldo y ella estaba ahí, trabajando como cajera. Charlamos unos minutos. La semana siguiente fui otra vez. Mi inglés no era muy bueno todavía y no le entendía todo lo que decía, pero Natalie me pasó una nota por debajo de la ventanilla donde decía que le gustaría verme fuera del banco. La invité a salir esa misma noche. Comimos en un restaurante y fuimos al cine. Una semana más tarde, salimos a dar una vuelta y la llevé al cuartito de hotel que alquilaba con otro argentino. Se quedó a dormir. Natalie tenía 19 años y había crecido en un suburbio en Long Island. Era la típica rubiecita linda, quizás un poco gordita, que tanto nos gustaba a los argentinos. Sus amigas le decían que se parecía a Linda Blair, la protagonista de El exorcista, que estaba muy de moda en ese momento. Había viajado por Europa y había empezado la universidad, pero la había dejado para trabajar y vivir en Manhattan: quería tener aventuras. Quizás por eso se atrevió a salir conmigo, un extranjero completamente desconocido que trabajaba limpiando pisos y no había terminado el secundario. Estuvimos juntos durante varios meses: era mi novia. Los fines de semana iba a la casa de sus padres, una hora al este de Nueva York. En esas visitas, me mostraba como un tipo respetuoso, educado, incluso cortés. Cuando íbamos, Natalie y yo dormíamos en habitaciones distintas. Por las tardes, jugábamos a las damas o al Monopoly, o mirábamos televisión. “Mis padres lo querían, no tenían ningún problema en que viniera todas las veces que quisiera”, le dijo el hermano de Natalie a Linda Wolfe, una periodista neoyorquina que escribió un libro sobre mis crímenes. Una vez fuimos a una fiesta en el departamento de Alberto, donde me dieron de fumar porro y me puse muy paranoico, incluso violento. Mi reacción me sorprendió a mí mismo y también a Alberto, que ya nunca más me dio de fumar. Natalie se portó muy bien: me calmó y me consoló, probablemente porque pensaba que en el fondo no pasaba nada grave conmigo. En el verano viajamos juntos a Miami, Los Angeles y San Francisco, como si fuera nuestra luna de miel. Los problemas empezaron después del viaje, cuando le pedí a Natalie que se casara conmigo, porque mi visa de trabajo estaba a punto de expirar y, si quería seguir en Estados Unidos, tenía que casarme. Ella, que había vuelto a vivir con los padres, fue hasta la oficina de correos, que todavía manejaba los temas de inmigración (en una oficina de correos me habían dado, años antes, mi número de 74 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA Seguro Social) y me anotó como miembro del hogar de sus padres. Dijo que estábamos comprometidos. A mí me pareció suficiente. El 30 de julio de 1971 fue un viernes. Salí de trabajar y me tomé el tren a la casa de los Brown en Long Island. Para mí no había nada raro en el aire, pero hay gente que dice que Natalie quería cortar nuestra relación, porque se había cansado de mí. Aparentemente yo era un tipo inestable, celoso y demandante. Yo no sentí nada de eso. Dormimos como siempre, en camas separadas, y pasamos el sábado con su familia. A la noche, cuando nos quedamos solos, subimos a su cuarto, que todavía tenía ositos de peluche y otros tesoros de infancia. Yo quería hacer el amor, pero ella me rechazó. Natalie no se daba cuenta de que yo no estaba bien, y que no tenía que presionarme tanto con el tema del casamiento. (Mi posición con respecto a este tema ha sido inconsistente: a algunos investigadores les dije que ella estaba desesperada por casarse conmigo; a otros, lo contrario: que Natalie, desalmada, se negaba a casarse conmigo.) Intenté otra vez tener sexo, pero ella salió del cuarto y bajó al primer piso. La alcancé cuando entraba a la cocina, pero ella se dio vuelta, me empujó y me dijo, según el relato que le hice a la policía esa misma noche: “Fucking spic”. (Spic es una palabra que ahora ya no se usa pero en ese momento era un insulto muy feo para decirle a un latino. Era como decirle “nigger” a un negro.) Me enojé, la agarré con los dos brazos y, según reconstruyeron los médicos forenses horas más tarde, empecé a apuñalarla. Natalie se escapó y se refugió debajo de la pileta de la cocina. Dejé el cuchillo en una mesada y me agaché sobre ella; la agarré del pescuezo con las dos manos y apreté fuerte diez segundos (o quizás veinte), hasta que su cuerpo dejó de temblar. De todo esto me acuerdo bastante poco –sólo me acuerdo de los puntos y las rayas–, pero aparentemente entonces me levanté, me quité la camisa manchada de sangre, me puse un suéter y salí a las calles oscuras y suburbanas. Llegué a una estación de servicio: tiré la camisa manchada de sangre en un tacho de basura y fui a un teléfono público. Marqué el 911 y pedí por la comisaría de policía. “Acabo de matar a mi novia”, dije en inglés. Ritchie: paciente modelo En la cárcel, los policías me pegaron y me castigaron, a pesar de que ya había confesado mi crimen. Se burlaban de mi acento, porque seguía sin dominar el inglés, y me trataban como la mierda porque era latino. Antes del juicio, el fiscal del condado de Nassau me hizo examinar por unos psiquiatras. Yo, que conocía los beneficios de ser declarado loco, empecé entonces a sobreactuar mis problemas. Empecé a decir que tenía conversaciones con Natalie y con mi padre, que había muerto hacía más de diez años. Me convencí a mí mismo y convencí a 75 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA los psiquiatras, que me diagnosticaron “una grave enfermedad mental, probablemente esquizofrenia”. El juez decidió entonces no mandarme a juicio sino a un tenebroso hospital psiquiátrico en un pueblo llamado Beacon. En Beacon no la pasé nada bien. Me costaba identificar cuándo estaba fingiendo mi locura o cuándo estaba realmente perdiendo el control. “El paciente exhibe tendencias manipuladoras”, escribió sobre mí uno de los médicos, y debo decir ahora, tantos años más tarde, que probablemente tenía razón. En el otoño de 1973, después de casi dos años en el hospital, conocí a Judy Becker, una psicóloga de 26 años. Me di cuenta enseguida de que le gustaba, de que le parecía un tipo más inteligente, más galante y más “recuperable” que mis vecinos de pabellón. Gracias a la recomendación de Judy, me mandaron a un hospital menos disciplinario en Wards Island, una islita entre Manhattan y Queens. En Wards, donde podíamos caminar libremente y, pidiendo autorización, salir a la ciudad, fui un paciente modelo. En mi tiempo libre pintaba retratos de mis compañeros, y después se los vendía. A veces venía Alberto, manejando un camión de la Singer que le prestaba un amigo, y salíamos a dar una vuelta por la ciudad. Una tarde, Judy me llevó a Manhattan a comer y a ver una película de cowboys. Otro día me llevó a su departamento en Yonkers, un suburbio gris al norte de Nueva York. Me acuerdo que me decía “Ritchie”. Y también que me estimulaba para que escribiera poesía. Le escribí entonces unos poemas en inglés. Recordándolos, veo que eran casi una advertencia. Uno de ellos, traducido, decía: “Por favor no esperes / que sea siempre bueno y amable y cariñoso / Porque habrá momentos en los que seré frío e / Irresponsable y difícil de entender. / Por favor / Nunca pienses en alguien más / Cuando te esté besando. / Por favor, no me pelees / ni me hagas quedar mal / frente a otras personas”. Durante casi medio año, hasta la primavera de 1974, nos vimos con frecuencia. Cuando me llevó a Connecticut para conocer a su familia, Judy me presentó como un “colega” del hospital. Mentí: les dije que mi familia en Argentina era rica y que me habían mandado a Estados Unidos a estudiar. Su hermana dijo en entrevistas que aquella tarde yo le había parecido “más bien introvertido, inteligente, sofisticado, experto en vinos”. Poco después, sin embargo, Judy quiso terminar nuestra relación, porque se había puesto de novia con un policía. No le creí. Una noche me escapé del hospital y caí de sorpresa en su casa, pero no logré que me abriera la puerta. Yo ya no sabía qué quería. Había empezado a cansarme de la vida en el hospital y a veces salía sin avisarle a nadie. Tenía bigote, el pelo largo hasta los hombros y músculos en los brazos, porque llevaba años haciendo karate. Quería estar en la ciudad, pero no se me ocurría nada. Como si tuviera un plan, empecé a retirar los dólares que tenía en el banco y que había ganado vendiendo mis retratos y 76 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA trabajando en la cafetería del hospital. El 18 de octubre de 1974 saqué los últimos 1.500 dólares y cerré la cuenta. La llamé a Judy, que se negaba a verme pero me dejaba llamarla, y le pedí perdón. Le dije que todavía la amaba y le rogué para que me dejara mostrarle que había cambiado. Fui hasta Yonkers con un traje que me había comprado ella. Pasamos la tarde en el departamento y Judy me cocinó un bife, mi comida favorita. Parecía una noche perfecta, pero en un momento empecé a gritar, según los vecinos. Grité y grité. Empujé a Judy hasta el dormitorio, le arranqué la ropa y empecé a darle trompadas en la cara. Le rompí la nariz y los pómulos. Después (y otra vez voy a tener que confiar en el informe forense, porque de esto me acuerdo más bien poco), agarré unas medias largas negras, las enrosqué alrededor de su cuello y apreté hasta vencer la última resistencia. La policía dice que agarré la billetera y las llaves de Judy y salí del departamento. Me subí a su auto y manejé hasta la terminal de ómnibus de Manhattan, en la calle 42. Dejé el auto por ahí y, sin pensarlo demasiado, me tomé un ómnibus del que me bajé, en California, tres días más tarde. Cita en las Catskills En marzo de 2011, el escritor argentino que tipeó este texto visitó a mi hermano Alberto en su casa de las Catskills, en el norte del Estado de Nueva York. El periodista, un treintañero un poco panzón y un poco pelado que se parece un poco a mí a su edad, alquiló un Chevy Cobalt rojo y salió de Brooklyn, donde vive, temprano a la mañana. En Nueva York todavía era invierno pero la temperatura era razonablemente agradable. A medida que fue dejando la ciudad y trepando por las autopistas, metiéndose en rutas municipales y cruzando pueblos cada vez más cansados y menos lustrosos, la temperatura bajó, el cielo se puso gris y aparecieron a los costados manchones de nieve. Alberto vive en Preston Hollow, un caserío de trescientos y pico de habitantes empotrado en un pequeño valle al norte de la cordillera de las Catskills. Según el censo, el 0,27% de los habitantes de Preston Hollow es de origen latino o hispano; es decir, un solo habitante. Ese habitante probablemente es Alberto, que no vive exactamente en el pueblo sino una docena de kilómetros más arriba, en una casa enorme con vista a las montañas y una laguna propia que aquel día de marzo todavía estaba congelada y tapada de nieve. Alberto tiene 64 años, pero parece y se comporta como si tuviera muchos menos: no sólo porque su novia tiene 42 (Ann, pintora, gringa, comunista) sino también porque parece estar en forma y se niega a vestirse como otros tipos de su edad. El día que recibió al escritor argentino tenía puesta una remera azul ajustada de mangas largas y unos pantalones verdes tipo cargo. Tenía la barba y el pelo plateados y bien esculpidos, enmarcando unos ojos azules, fríos y chiquitos. 77 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA Tomaron juntos una sopa de papas, frijoles y espinaca y después café. Durante un tiempo evitaron hablar sobre mí, hasta que el tema se hizo inevitable y el periodista encendió su grabador. “A mí nunca me gustó Argentina, y creo que a Ricardo tampoco”, dijo Alberto en un momento. “Desde que era chico, toda esa cosa católica y religiosa de Mendoza me dio siempre por las bolas. Y de golpe me encontré en Washington Square y fue como si se abriera una puerta. No hablaba una papa de inglés, pero este país me pareció la cosa más divina del mundo”. Alberto siguió hablando: “En aquella Nueva York, la gente te aceptaba. Ibas a la plaza y terminabas fumando y chupando vino de la botella con desconocidos. ¡Y las mujeres! En Mendoza, para agarrar algo había que salir ocho años de novio. Íbamos todos de putas, a unos puteríos horribles, desde que teníamos 14 o 15 años. En el Village era todo mucho más fácil”. Tiene razón Alberto en lo que dice sobre las chicas mendocinas. Cuando éramos adolescentes, nuestro único contacto con el sexo eran las putas. Esto me hace acordar a una de las muchas teorías que han entretenido los psicólogos para explicar mi comportamiento. Decían que yo había matado a Natalie, Judy, Barbara y Laura porque me había acostado con ellas en la primera o segunda cita. Y después decían que me había quedado varios años con Felicia, mi primera mujer, porque me había hecho esperar semanas antes de acostarme con ella. O que, Susana, mi última mujer, con la que viví más de diez años y a quien, según ella misma ha admitido, nunca le puse una mano encima, tampoco me permitió tener sexo con ella hasta que estuviéramos comprometidos. Eso dicen los psicólogos: mato a las putas, porque no las respeto y me hacen acordar a las putas de Mendoza; y me enamoro de las virginales, porque me recuerdan a las chicas de la sociedad mendocina que nunca pude tener. El periodista argentino le preguntó a Alberto por nuestra infancia. Alberto parecía un poco cansado de responder, pero dijo lo que tenía que decir, y creo que dijo la verdad. Le contó al grabador que nuestro padre, Alberto Matías, hijo de padre italiano y madre vasca, había llegado a Mendoza desde un pueblo de la provincia de Buenos Aires, sin que nadie supiera bien por qué, probablemente peleado con su familia, que era dueña de un banco. A papá le gustaba salir, tomar alcohol, vestirse bien, tener buenos autos, ir al casino y tener muchas mujeres. No sabíamos bien a qué se dedicaba, pero siempre tenía varios proyectos y negocios dando vueltas. Durante el peronismo fue jefe de cuadra y, por tanto, un hombre temido en el barrio: pasaba información al gobierno sobre lo que hacían o no hacían sus vecinos. A mamá, Alicia Díaz, la sacó de un orfanato cuando tenía 17 años y la dejó embarazada (de Alberto) no mucho más tarde. Mamá era hija de un indio ranquel 78 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA y una inmigrante siria, pero era sobre todo una chica de campo, sin ninguna sofisticación urbana. Se casaron, un año después me tuvieron a mí y durante un tiempo pareció que la cosa podía funcionar, pero papá salía casi todas las noches o desaparecía días enteros. Mamá se enamoró de Luis, el encargado de hacer los arreglos en la casa, y se fue vivir con él. Alberto tenía seis años y yo tenía cuatro. Nos dejó. Recordar aquel momento me pone triste, me enfurece y me hace acordar también a otra cosa que decían los psicólogos: decían que cada mujer que mataba era una venganza contra mi madre, la realización de mi sueño infantil. Lo peor fue que dos o tres años después, intoxicado por unos gases que estaba usando para construir un prototipo industrial, papá se murió de golpe, cuando Alberto y yo teníamos once y nueve años. Nos tuvimos que ir a vivir con mamá y Luis, que seguían juntos y luego se casaron y tuvieron tres hijas. Fui infinitamente miserable en esa casa. Me acuerdo que una vez, cuando tenía once años, me escapé. Dos días más tarde, cuando me encontró la policía, dije que me habían secuestrado. Creo que nadie me creyó, pero no me importaba. Yo mentía mucho en esa época. Casi siempre creía que tenía mis mentiras bajo control, pero había momentos en que ya no podía distinguir entre lo que había pasado de lo que me había inventado. Una madrugada llegué borracho, después de haber salido con unos amigos, y Luis me echó de casa. A su lado, mamá había decidido tomar partido por él. Cuando me dejaron volver, quisieron que les pagara alquiler. Cuando tenía 17 años, fui a un hospital psiquiátrico en Guaymallén, cerca de Mendoza. Les dije que estaba deprimido, pero no me creyeron, me dijeron que no parecía deprimido. Sí me dijeron que era un chico muy manipulador. Les dije que venía de dormir en la calle y que vivía de hacerles favores sexuales a maricones ricos, que me daban dinero o me compraban ropa cara. Años más tarde, el psiquiatra de Guaymallén, que se acordaba bien de mí, le dijo a Linda Wolfe que yo no tenía ética, que le echaba la culpa de todo a mi familia y que no me hacía responsable de nada. Su diagnóstico: “Trastorno de personalidad antisocial”. Viernes Santo, 1976 En la Nueva York de 1974, los diarios sensacionalistas criticaban al gobierno por haberme dejado escapar tan fácil de Wards Island, pero en San Francisco, donde había tantos turistas y tanta gente dando vueltas, me sentí seguro. Me corté el pelo, me afeité el bigote y conseguí papeles nuevos en el mercado negro: mi primer nombre falso fue “Ricardo Donoguier”. Empecé a trabajar como retratista a lápiz en la calle, para los turistas, o en los bares de North Beach y Union Street. Una de esas noches conocí a Barbara Taylor, una mujer grandota pero linda, de ojos azules y pelo negro, que trabajaba como documentalista. Me pidió que le dibujara un retrato, y empezamos a hablar. Me preguntó de dónde era. “Mi familia tiene una estancia muy importante en Argentina, que algún día voy a 79 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA heredar”, le contesté. “Mientras tanto, prefiero vivir expresándome creativamente”. Barbara me compró el retrato que hice de ella y también otro dibujo, de Humphrey Bogart. Ella nunca había vivido con un hombre, pero al día siguiente me mudé a su departamento en Pacific Heights, un barrio mucho mejor que las roñosas flophouses del centro de San Francisco donde me estaba quedando. Barbara se enamoró rápido de mí. Me llevó a conocer a sus compañeros de trabajo en una productora de películas y comerciales e íbamos a comer a pequeños restaurantes étnicos por toda la ciudad. Pagaba casi siempre ella. Cuando volvíamos al departamento, fumábamos marihuana y hacíamos el amor. Me daba incluso una pequeña mensualidad para buscar trabajo y comprarme cosas. En Navidad, Barbara me llevó a conocer a sus padres. Todavía me acuerdo de ellos, que me cayeron bien y estoy seguro de que yo también les caí bien. Lamentablemente, como había pasado con Judy, la visita a la casa de los padres fue una especie de principio del fin. Unos días después le pedí plata, porque no tenía más, y ella se negó, sin explicarme por qué. Nos peleamos, porque me sentí despreciado (ella había prometido ayudarme), y me fui a Hawaii, donde estuve unos meses paseándome en cueros por la playa y encarándome a turistas gringas. A una de estas turistas, Mary O’Neill, estuve a punto de matarla a piñas, una tarde que fuimos a mi departamento y ella no quiso sacarse la ropa. La salvó mi roommate, que llegó justo a tiempo. Aterricé otra vez en San Francisco. Desde el aeropuerto la llamé a Barbara: “Te extraño, te amo, me quiero casar contigo”, le dije. “¿Me podrías pasar a buscar?” Barbara, que estaba en el trabajo, me pasó a buscar y me dejó solo en su departamento, mientras ella volvía a la oficina. Ahí llamó a un tipo con el que iba a salir esa noche y canceló la cita. Le explicó, según el tipo le contó a la policía, que tenía al “pesado” de su ex novio en su casa y tenía que convencerlo de que la relación entre ellos (entre nosotros) se había terminado. Barbara vino a la noche muy convencida y me dijo que no me quería ver más. Me puse como loco y probablemente no reaccioné bien, pero acepté su decisión y me fui. Al otro día, el Viernes Santo de 1976, estuve dando vueltas por la ciudad, sin rumbo, desesperado y agobiado por las voces en mi cabeza, que no me dejaban tranquilo. Por alguna razón que no recuerdo y que tanto tiempo después parece inexplicable, volví al edificio de Barbara y logré que me abriera la puerta. Le dije que no tenía a donde ir, pero la guacha parecía segura de sus sentimientos. Después de eso ya no me acuerdo mucho más. O quizás sí me acuerdo, porque lo cierto es que a distintos interrogadores les di versiones distintas. A un psiquiatra le dije que aquella noche con Barbara habíamos estado haciendo el amor y fumando marihuana durante varias horas. Y que ella había querido hacer el amor 80 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA otra vez, pero yo ya no podía conseguir una erección y entonces me dio una pastilla. “No sé si fue la pastilla o fui yo, doctor”, expliqué. “Pero en ese momento vi los colores y los puntos otra vez”. Los forenses dicen que encontraron a Barbara desnuda (pero no violada), con la cara desfigurada por mis puñetazos y las marcas de mis botas de gamuza en un muslo, un brazo y una mano. También dicen que le pegué patadas en el oído, la frente y la nuca y que la pateé con tanta fuerza que en varios lugares le abrí la piel hasta el hueso. Cuatro días más tarde, intenté cruzar hacia México por el puente entre El Paso y Ciudad Juárez. Los gringos me dejaron pasar, porque les dije que era un mexicano que estaba volviendo a casa. Pero los mexicanos no me creyeron, sospecharon de mi acento y me mandaron de vuelta a Estados Unidos, los muy cabrones. En el centro de detención de El Paso, adentro de un cuartito sin ventanas, me interrogaron dos agentes del FBI. Pensé que me habían descubierto, que sabían todo de mí, pero pasaban los días y no me decían nada. Una noche, poco después, me uní a otros tres presos y redujimos al guardia y le exigimos que nos diera las llaves y el walkie-talkie. Como se negaba, le hice un tajo de siete centímetros en el cuello con una daga. Salimos al patio, con el guardia como rehén, y exigimos a los otros guardias que abrieran los portones eléctricos. “¡Me buscan por asesinato!”, le grité al guardia que tenía al lado. “Así que don’t fuck around, porque no tengo nada que perder”. Estaba realmente dispuesto a jugármelo todo. Nos abrieron, robamos un auto y cruzamos la frontera en el medio de la noche. No pudimos celebrar, porque nos estaba esperando la policía mexicana: mis tres compañeros fueron detenidos, pero yo me pude escapar y salté encima de un tren que justo en ese momento salía para el Distrito Federal de México. En la frontera En ese tren me di cuenta de lo cansado que estaba de estar escapando, nunca en paz, todo el tiempo perseguido por la policía y las voces que gruñían en mi cabeza. Lo único que quería era quedarme quieto, con la esperanza de que una vida normal callara o me aliviara de las voces. Cuando llegué a México, intenté tener una vida normal: trabajé como instructor de karate y vendiendo libros para Time-Life, conseguí un pasaporte mexicano con una foto mía a nombre de “Ricardo Martínez Díaz” y tuve una relación no muy afortunada con una chica que se llamaba María, a la que una noche le di varios puñetazos pero sobrevivió y nunca más volví a ver. Semanas más tarde, ya en 1977, conocí a Laura, que era una candidata mucho mejor. Era más joven (tenía 23 años), había ido a la universidad en California y estaba haciendo un master en psicología. Su familia, además, era millonaria. Su padre, Fidel Gómez Martínez, tenía una de las empresas de camiones más grandes de México. Vivían en Polanco, su casa ocupaba casi una manzana entera y en el garaje había once autos. 81 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA De todas las mujeres con las que estuve, Laura era la más linda, la más elegante y la más sofisticada. Le gustaba pintar y, como yo, tenía un temperamento artístico. Tenía unos enormes ojos verdes, el pelo castaño claro y una figura estupenda, y había participado como modelo en comerciales para televisión. De hecho, nos conocimos cuando acompañé a unos amigos a un estudio de TV y ella estaba ahí filmando la publicidad de una cerveza. ¿Por qué una chica así me iba a dar bola a mí, un don nadie, un semiclandestino que no había terminado el colegio y llevaba media vida escapando del gobierno? Porque en el fondo, como expliqué al fiscal en el condado de Nassau, a pesar de toda su belleza y su sofisticación, Laura tenía baja autoestima y sentía que sus padres preferían a su hermana más que a ella. En eso éramos como mellizos: dos almas solitarias y heridas. Gracias a sus conexiones, Laura me consiguió un trabajo en la subsidiaria mexicana de Atlas, una empresa gringa de acero. Un viernes de octubre, por la tarde, Laura les dijo a sus padres que yo la había invitado a una exhibición de karate esa misma noche. Ellos, a quienes nunca conocí, le dijeron que no había ningún problema. La pasé a buscar a las ocho pero, en lugar de ir a la exhibición, le dije que tenía que buscar algo por mi departamento. Otra vez voy a tener que recurrir a los informes de los forenses, porque no me acuerdo casi nada de lo que pasó después: sí me acuerdo que estábamos sentados en el sofá del living y que ella me empezó a presionar por el tema del casamiento y que a mí me agarró una depresión muy grande. Y recuerdo las figuras de colores y los puntitos, pero no mucho más. Según la policía, en un momento de la noche le saqué el vestido, la arrastré de una habitación a la otra, quemé su cuerpo en varias partes con cigarrillos y le pegué en la cabeza y en la cara con mis puños. Después agarré una barra de hierro y le dí en el cráneo por lo menos diez veces, hundiéndole la frente y astillándole la mandíbula de manera que sus dientes salieron volando hasta el otro lado del cuarto. Cuando me di cuenta de lo que había hecho, no lo podía creer: me arrepentí prácticamente enseguida. A veces, cuando logro el coraje de pensar en estas cosas, creo que a Laura la maté para ahorrarle el sufrimiento. Ella estaba enamorada de mí y quería casarse conmigo. Pero yo sabía que no me podía casar con ella. Porque yo soy un asesino. No se lo podía contar, nunca me habría entendido. Cuando le dije que no me podía casar con ella, aquella noche en mi departamento de Coyoacán, Laura se puso muy triste. Entonces quise terminar con su sufrimiento. Después de matar a Laura, me encontré a mí mismo viajando hacia Estados Unidos. En un diario que escribí para un abogado mendocino, en 1994, y del que el New York Times publicó un extracto, anoté: “No me acuerdo cómo crucé la frontera. Sentí que me había convertido en un fantasma”. Estuve cinco meses en Salt Lake City y después fui a Los Angeles, donde trabajé como mesero en Scadia, 82 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA un restaurante escandinavo muy famoso en ese momento. Ahí conocí a Felicia, una cubana con la que me casé en 1979. Todavía oía las voces en mi cabeza, que me pedían que hiciera cosas malas, pero cada vez menos. Fueron un par de años bastante felices: a pesar de las voces, por lo menos no estaba deprimido. En 1981 nació mi primer hijo. Cuando Felicia volvió a quedar embarazada, tres años más tarde, la situación había empeorado. Mi mujer, que trabajaba para el gobierno de Los Angeles, empezó a hacerme preguntas sobre mi pasado. El día que nació mi hija, en abril de 1984, le di un beso en la frente, tomé los ahorros familiares (qué animal) y desaparecí. “Las voces me estaban pidiendo sangre”, escribí más tarde. Volví a México. Conseguí un pasaporte mexicano con el nombre “Roberto Domínguez” y me mudé a Guadalajara, donde di clases de inglés. En enero de 1985 apareció en mi clase Susana, una adolescente hermosa que acababa de ganar un concurso de belleza. Uno de los premios era un curso de inglés en la academia donde yo trabajaba. Yo tenía 36 años y ella 17, pero me enamoré enseguida. Afortunadamente, ella también se enamoró de mí. Me hizo sentir bien saber que, a pesar de los años y los desastres, mi encanto y mi atractivo seguían intactos. Nos casamos ese mismo año y enseguida nos mudamos a Chicago, otra vez del otro lado de la frontera. Trabajé como camarero en Harry Caray’s, un popular restaurante del centro de Chicago. Compramos una casita en Cicero, un suburbio que hoy tiene un 80% de población hispana. Llevábamos una vida bastante normal: nos hicimos amigos de los vecinos, organizábamos asados en los jardincitos, a veces nos emborrachábamos, teníamos hijos. En el trabajo, donde mi nombre era “Franco Porraz”, mis supervisores me adoraban. Un diario habló con uno de mis jefes, que dijo sobre mí: “Fue uno de los mejores meseros que tuvimos nunca”. Después, como siempre pasa conmigo, me ocupé de arruinar todo. Había comprado a crédito una pila de cosas que no necesitaba, y me había llenado de deudas. Como no aguantaba más las cartas de American Express, empecé a cometer errores: empecé, por ejemplo, a darles mal el cambio a los clientes (les daba dinero de menos). O les inflaba la cuenta: les llevaba botellas de vino que no habían pedido para abultar la cifra final y abultar a su vez mi propina. Cuando demasiados clientes se dieron cuenta y protestaron, me echaron, tras tres años y medio en Harry Caray’s. Sabía que era mi culpa, pero en mi mente —en las cosas que escribí y en las explicaciones que di a quienes me preguntaron— el responsable de aquellas desgracias era Estados Unidos. “Me volví a hartar de este país de mierda, donde tratan mal a los hispanos, donde ser latino es una desgracia y nadie respeta a los inmigrantes”, dije una vez. No sé si verdaderamente me creía lo que estaba diciendo, pero para entonces ya no tenía importancia. Vendimos la casita de Cicero y nos regresamos, con Susana y nuestros cuatro hijos, a Guadalajara, donde vivimos razonablemente felices y en paz hasta enero de 1994. 83 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA ‘Me quiero entregar’ En todos esos años, de 1974 a 1994, no hablé nunca con Alberto ni con mi madre. A Alberto la policía le tocaba el timbre todos los meses para preguntarle si sabía algo de mí, y él les decía la verdad: que no sabía nada. Una vez, cuando Alberto vivía en los Cayos de la Florida, al sur de Miami, vio una docena de patrullas ululantes estacionando frente a su empresa de pesca submarina y supo que algo había pasado conmigo. Creyó que otra vez había matado a alguien, pero los policías le dijeron que había apuñalado a un oficial en Texas (era cierto) y me había escapado a México. Después pasaron tantos años que Alberto no pensó en mí hasta que, en enero de 1994, sonó el teléfono de su mansión de Riverdale, en el Bronx, y le dijeron que lo llamaban de Mendoza. El llamado lo sorprendió en medio de una fiesta, tomando champán y comiendo canapés con docenas de invitados del mundo de la moda y la fotografía. —Tengo acá a un amigo tuyo que quiere hablarte —dijo del otro lado, Luis, nuestro padrastro. Dije dos palabras y Alberto supo enseguida quién le hablaba. —¿Qué estás haciendo ahí? —me preguntó. —Me quiero entregar. El día que lo visitó el escritor argentino, Alberto contaba estos episodios y se reía con una mezcla de incredulidad y amargura. En una vida en la que parecía haberlo tenido todo —plata, mujeres, aventuras—, haber sido mi hermano era la única mancha sórdida o fracasada. Pero no parecía afectarlo demasiado, o por lo menos no aquella tarde de invierno en la montaña. En un momento, Alberto se levantó y le mostró al periodista algunas de las fotos que tenía colgadas en la pared: había fotos mías de hace mil años; había fotos de papá, todo empilchado, sonriendo y mascando puros; y había varias fotos de Alberto. Al escritor argentino le llamó especialmente la atención una foto de Alberto al mando de una lancha zigzagueante a toda velocidad entre los Cayos, con el pelo largo y rubio al viento, escondido detrás de un par de anteojos negros y sonriendo como si esa sonrisa describiera la enorme satisfacción que sentía por su propia vida. Alberto había llegado a Nueva York más o menos al mismo tiempo que yo, pero había logrado integrarse rápido al mundo artístico de Manhattan. “Era fantástico, pensé que me había muerto y me había ido al cielo”, dijo. “Era la cosa más deliciosa. Todos los días fumábamos marihuana y tomábamos droga todos los fines de semana. Era una cosa... [suspiro] deliciosa. Una época muy linda”. 84 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA Alberto se casó con la colombiana, gracias a quien obtuvo la green card, después se separó de ella y después la fue a buscar a Miami. Fracasó, pero igual se quedó ahí, enseñando buceo y pesca submarina. Una día —al mismo tiempo que yo, en la otra costa, daba tumbos entre Hawaii y San Francisco— apareció un viejo millonario que quería dar la vuelta al mundo en un velero y contrató a Alberto y otros tres pibes para que le manejaran el barco y “para que le consiguiéramos mujeres”. Mi hermano estuvo dos años en ese barco, navegando entre América y Europa y Asia, siempre con una docena de mujeres a bordo y nada en qué gastar la guita que le daba aquel gringo viejo. Del velero se bajó en Mallorca, donde estuvo más de un año, y sólo entonces se resignó a volver a Nueva York, donde no lo esperaba nadie. Empezó a trabajar en un estudio de fotos, después de unos años se lo compró al dueño, se asoció con su nueva mujer, Kim, y de golpe, a fines de los ’80, se encontró con que era millonario. Sus clientes eran las principales marcas de la industria de la moda de Nueva York, a cuyos dueños y gerentes sacaba a pasear las noches de fines de semana en su propio velero, con abundante comida y bebida, alrededor de Manhattan. A fines de los ’90, Alberto decidió que quería jubilarse y divorciarse de Kim (madre de su único hijo, Matt, que vive en Brooklyn bastante cerca del escritor argentino) y eso hizo: a los 47 años dejó de trabajar, se consiguió una novia mucho más joven y volvió a viajar por el mundo, esta vez en moto. Cuando decidió que ya no necesitaba al “mundo”, se refugió en su casa en la montaña, de donde sale poco en verano (tiene una galería de arte en Rensellaerville, un pueblo vecino, donde muestra fotos y muebles diseñados por él) y casi nada invierno. Cuando me preguntan por qué volví a Mendoza a principios de 1994, casi siempre digo lo mismo: volví para escapar de las voces. La decisión se aceleró por un episodio confuso en el aeropuerto de Ciudad de México, donde unos tipos me quisieron secuestrar y sólo atiné a tomar el primer avión posible: no se me ocurrió ningún lugar mejor que Argentina a dónde escapar. Además, quería ver a mi madre, a quien no veía desde hacía más de 20 años, y contarle lo que había hecho, las cosas malas que había hecho. Y eso hice. Fueron dos meses tremendos. Me acuerdo que el primer día Luis y mamá me pasaron a buscar por la terminal, me senté con mi vieja en el asiento de atrás del auto y le dije: “Mamá, ¡pensé que te habías muerto!”. Estaba muy emocionado pero también muy perturbado: le dije a mamá que mi vida era una miseria. Al día siguiente, sentados en la cocina de su casa, le conté sobre los asesinatos. Cuando confesé todo, le imploré: “Mamá, ayudame a entregarme”. Días más tarde, en el mismo lugar, le pregunté a mamá si me perdonaba. “Si estás verdaderamente arrepentido de lo que hiciste, te perdono”, contestó ella, según el relato que le hizo a Linda Wolfe. Y me abrazó. Me puse a llorar y no pude evitar preguntarle: “Mami, ¿por qué me dejaste? Yo te quería tanto”. 85 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA Fuimos a ver a un abogado amigo de la familia, que se quedó de piedra cuando le conté mi historia. Cuando me preguntó por qué quería entregarme, le dije que estaba muy preocupado: “Tengo miedo de volver a matar”. El abogado mendocino me dijo entonces que no podía entregarme en Argentina, porque en Argentina, a pesar de Interpol, no me buscaba nadie. En Argentina podía vivir tranquilamente. Si quería entregarme, me dijo, tenía que ir a Estados Unidos. Para eso necesitaba un abogado. Alberto, que tenía amigos en Human Rights Watch, consiguió a Michael Kennedy, que primero le dijo que me iba a defender pro bono pero al final le mandó a Alberto una factura por casi cien mil dólares. Esas semanas pasaron tan rápido que los recuerdos se me pegan unos con otros y no sé qué paso primero y qué pasó después. Me acuerdo del programa de televisión, las tapas de los diarios —”¡El hombre más buscado de América!”, “¡Las seducía y las mataba!”— y las audiencias en Nassau County para determinar si estaba cuerdo o loco y si debía ir a juicio por la muerte de Natalie. Yo quería que me consideraran loco, porque prefería mil veces pasar el resto de mi vida en un hospital que en una cárcel, pero ya no tenía la energía de antes para sobreactuar mis problemas. Lo más importante, en ese momento, era sentir que había hecho lo correcto y que, si tenía un poco de suerte, las voces y los gruñidos dentro de mi cabeza empezarían a callarse. América, América En el último día de la audiencia, Kennedy dijo que cuando era chico me habían violado, y que eso explicaba mis problemas. Es cierto que me violaron, o por lo menos en ese momento yo creía que era cierto. Cuando tenía siete años, las mucamas de mi padre me mandaron a comprar pan y, a la vuelta, un tipo de unos treinta y pico de años me interceptó, me dio caramelos y me invitó a su casa. De golpe me bajó los pantalones, me agarró desde atrás y me la metió. Quise escapar, pero me tenía agarrado. No me podía mover, no podía respirar. El tipo me dijo que si le contaba a alguien, me iba a lastimar. Cuando llegué a casa y vi que tenía sangre en el culo, no entendí qué había pasado. Solamente tenía siete años. Pero sabía que algo me había pasado. Cuando Kennedy terminó su alegato, el juez me dejó decir unas palabras. Dije, en inglés y temblando un poco: “Me entregué a las autoridades, su señoría, para evitar más muertes. También quiero decirles a los familiares de las víctimas que estoy muy arrepentido de lo que hice. Estaba enfermo, y espero que ahora, en la cárcel, pueda curarme”. Tras una pausa, el juez respondió que lo mío no era arrepentimiento sino otro astuto intento de manipular a la gente, como había hecho toda mi vida. Me sentenció a la pena máxima prevista en el código: de ocho a 25 años en prisión. 86 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA En un momento de su charla, el periodista argentino le preguntó a Alberto si creía (como creían la policía y la prensa sensacionalista) que yo había matado a las tres o cuatro mujeres que a veces se me atribuían. Alberto hizo una mueca y respondió: “Ricardo era un tipo muy mentiroso, que necesitaba todo el tiempo llamar la atención”, dijo. “Si me pongo a analizar todas las cosas que me ha contado, a veces pienso que mató a cien mil personas. O a ninguna, porque un día decía una cosa y otro día decía otra”. Después de la sentencia me mandaron a la cárcel de Attica, una fortaleza gris y deprimente cerca de la frontera con Canadá y las Cataratas del Niágara. Susana, mi mujer y la madre de cuatro de mis seis hijos, se había regresado a Guadalajara, y a veces nos escribíamos cartas. Con ella siempre fui un buen marido y la dejé con una buena posición económica (en México trabajé casi una década como importador de suministros médicos). Eso me hace sentir orgulloso. Alberto, que ya vivía todo el año en su casa de la montaña, venía a visitarme. O me mandaba cajas de comida, mi vicio favorito en la cárcel. Alberto me aconsejó también para que dejara de tomar los antidepresivos y los calmantes que me habían recetado. Eso me hizo bien: sin las medicinas me sentí mucho mejor, y por primera vez en años logré dormir varias horas seguidas sin despertarme desesperado o en pánico por las voces. En la cárcel trabajé arreglando televisores, enseñé español a los otros presos y me anoté en una liga interna de basquetbol. Había encontrado una relativa calma. Después de veinte años escapando, mirando por encima del hombro, siempre escondiéndome y sin un trabajo decente —trabajé mucho como mesero, porque la gente no mira realmente a los meseros—, la cárcel parecía casi un alivio. Sentía que había pasado buena parte de mi vida empujado por los demás, obedeciendo las órdenes de otros: pushed around. En el fondo no había sido más que un latino en Estados Unidos. Y un latino sin visa: lo más bajo de lo más bajo, lo peor de lo peor. Una mañana Alberto vino a la cárcel con Linda Wolfe, que me preguntó por qué creía que era tan exitoso con las mujeres, qué veían ellas en mí. Hice una pausa y le respondí, con toda seriedad: “Tengo una pija enorme”. Como se quedó callada, insistí, a ver si decía algo: “Tengo una pija de veinticinco centímetros”. Anécdotas como ésta revelan que, a pesar de algunos buenos días, en la cárcel no siempre estaba en paz. Hubo una época en la que me obsesioné con escaparme. Le dije a Alberto que necesitaba 5.000 dólares para darle a un tipo que había prometido sacarme. Alberto se negó: “De acá no sales más”, me dijo, sonriendo. En mi mejor momento, cuando ya me había acostumbrado a la vida en la cárcel y a disfrutar de la mente clara, sin pastillas ni antidepresivos, se terminó todo de golpe. Una tarde de octubre de 1997 salí a jugar al basquetbol al patio de la cárcel, sentí un aguijón en el pecho y me derrumbé contra el cemento duro de la cancha, 87 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA completamente hechizado por un infarto. Morí ahí mismo, dos minutos más tarde, boca abajo sobre el piso, acariciado apenas por la tenue luz del otoño. Tenía 48 años. En el living de su casa, al lado de las fotos familiares, mi hermano tiene un frasco con parte de mis cenizas. (También hay cenizas mías en Mendoza y Guadalajara.) Cuando el escritor argentino le preguntó qué significado tenía para él todo lo que había pasado conmigo, Alberto dijo algo triste pero interesante: “A mí la historia de Ricardo me sirvió para compararme con él”. Y agregó: “En esta vida nada se desperdicia, todo sirve para algo. Y quizás a él le tocó sufrir para que yo viviera mejor. Ricardo, de alguna manera, ocupó un lugar extremo de nosotros mismos que a mí me sirvió para distanciarme y acomodarme en un lugar intermedio, a salvo de nuestros demonios”. El reportero argentino volvió aquella tarde a Brooklyn manejando el Chevy Cobalt rojo y pensando en Alberto, en mí y en nuestra historia. Se preguntó si puede un escritor intentar entender a un asesino sin idealizar su vida o caer presa de sus delirios y explicaciones. Se preguntó si debía coronar estas páginas con un diagnóstico o un veredicto, o si sería mejor dejarlas esfumarse de a poco, sin grand finale, como la mayoría de las historias reales. Se respondió con un consuelo: no sólo la mente de los asesinos es inexplicable, todas nuestras mentes lo son. Pero al menos nos quedan las historias. Aunque no podamos entendernos, siempre podremos contarnos nuestras historias, y eso nos ayudará a estar más juntos. Estas páginas han tenido el mismo objetivo. No espero que los lectores comprendan mi corazón enfermo o mi fiebre asesina. Sólo he querido contarles mi historia. Hace un montón de años, cuando era chico, vi en un cine de Mendoza una película en blanco y negro que se llamaba América, América, dirigida por Elia Kazan. En un momento, un campesino griego pobrísimo que está a punto de subirse a un barco rumbo a Nueva York, dice: “Estoy convencido de que en América me voy a limpiar, voy a quedar como nuevo”. Sentado en mi butaca, pensé: “Ojalá pueda hacer lo mismo, ojalá pueda ir a Estados Unidos y convertirme en otra persona”. Porque yo no he querido ser un hombre malo: tan solo he sido un hombre enfermo. No sé por qué maté a esas mujeres. Yo básicamente soy una buena persona. 88 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA La maravillosa vida breve de Marcos Abraham Josefina Licitra Conocí a Marcos Abraham Villavicencio en el año 2006. En ese entonces él había aparecido en los diarios de Argentina, mi país, por haber vivido una epopeya. Con apenas diecisiete años, el muchacho –dominicano– se había metido de polizón en un barco en el que había resistido dos semanas sin comer ni beber agua. Él quería llegar a Estados Unidos, ubicado a pocos días de viaje desde su ciudad; pero el cálculo le había salido mal y había terminado en un puerto de Ensenada, una localidad pequeña y deslucida de la provincia de Buenos Aires. El día de su llegada Abraham fue internado por desnutrición en un hospital local. Ahí lo vi por primera vez. Estaba escuálido y una cánula con suero le colgaba del brazo derecho. A su alrededor, entre tanto, no paraba de entrar y salir gente: Abraham era polizón, pero a esa altura del partido principalmente era noticia. –Yo quería ir a Nueva York –explicó aquel primer día. Abraham tenía el cráneo romo y un par de ojeras inmensas, pero sobre todo tenía una historia. Una vida dura y maravillosa que yo iría conociendo a lo largo de los meses, durante un reportaje para la revista Rolling Stone que nos ubicó a los dos en esa relación ambigua que se da entre periodistas y entrevistados cuando ocurre un trato prolongado: no éramos amigos, pero cada vez nos conocíamos mejor. Así fue pasando el tiempo –nos veíamos, hablábamos– hasta que en cierto momento el gobierno se pronunció sobre su caso, le negaron el asilo en Argentina y Abraham tuvo que volver a su país. El día de su partida fui a despedirlo al aeropuerto: su rostro perdido, flotante –estaba tomando pastillas– es lo único que recuerdo de aquel último encuentro. Después lo llamé a la isla un puñado de veces, mas después llegó el silencio, y los años corrieron hasta que unos días atrás, curiosa o aburrida, busqué su nombre en internet y leí, en una noticia breve en un periódico pequeño de San Pedro de Macorís, su ciudad, que Marcos Abraham Villavicencio había sido asesinado a la salida de un bar. Sentí estupor y tristeza, pero sobre todo sentí una urgencia inexplicable. El muchacho había sido para mí el rostro de un éxodo que en el Caribe llevaba varias décadas y que presentaba al sueño americano en su versión más pura y atroz. ¿Qué había pasado con él? Preguntarme por su muerte era el paso previo a preguntarme por su existencia. Así que hice unos llamados, saqué un pasaje, metí 89 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA una revista Rolling Stone en la maleta, y aquí estoy: es febrero de 2014 y en unos minutos viajo a la isla. Abraham –o su familia– está esperando. *** República Dominicana es una isla del Caribe. Hacia el oeste comparte tierra con Haití, pero el resto de los puntos cardinales está lleno de agua y promesas. Puerto Rico está a 135 kilómetros, cruzando el Canal de la Mona, el estrecho tormentoso en el que se unen las aguas del mar Caribe y el océano Atlántico. Y Estados Unidos está a unos quinientos kilómetros: una distancia que, sumada a la pequeñez económica de República Dominicana –y de muchos otros países de la región–, no hace más que multiplicar los sueños de salvación. Los registros oficiales aseguran que el 10% de la población dominicana vive fuera del país, y los académicos encargados de analizar estos datos aseguran a su vez que ese modelo migratorio no es el único en la zona. Más adelante, en Santo Domingo, la capital de República Dominicana, el sociólogo Wilfredo Lozano, director del Centro de Investigaciones y Estudios Sociales de la Universidad Iberoamericana, explicará todo este esquema –que es complejo– de una manera muy simple. Y dirá que toda el área del Caribe está signada por la transnacionalización, esto es: por un modo de abolir fronteras que está dado por el tráfico de gente y que, más allá de su legalidad, funciona con eficacia desde hace décadas. Cuba, por caso, tiene casi un 10% de su población en el exterior; Puerto Rico tiene más personas afuera (unos 5 millones) que adentro (3 millones 700 mil); Haití tiene emigrada tanto a su élite –que va a Francia o a Canadá– como a sus bases, que van a la Florida; y Jamaica repite el mismo esquema de Haití ya que las clases acomodadas van a Londres y las bajas, a Miami. En cuanto a los dominicanos, se integraron fuertemente a este modelo tras la muerte del dictador Rafael Leónidas Trujillo, quien impuso su ley entre los años 1930 y 1961 y dejó tras de sí un país económica y socialmente diezmado. En la segunda mitad del siglo XX, hartos de la inflación y de los apagones energéticos de hasta veinte horas, varios millones de dominicanos buscaron suerte en otra parte y a cualquier precio: en su intento por irse, fueron y siguen siendo muchos los que mueren en tránsito. Algunos se lanzan en embarcaciones que no suelen resistir la fuerza del Canal de la Mona, y terminan entre tiburones. Otros se cuelan en el tren de aterrizaje de los aviones y mueren congelados o al aterrizar. Otros viajan hasta Honduras y de ahí intentan cruzar la frontera con Estados Unidos, aun a riesgo de ser encontrados y fusilados por los soldados. Y otros, como 90 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA Abraham, se hacen polizones, equivocan el curso del barco y quedan expuestos a una muerte por hambre. Abraham, de hecho, no había viajado solo aquella vez en la que llegó a Argentina. Lo había hecho junto a Andrés Toviejo, un amigo que no sobrevivió. Abraham contó la historia de ese viaje en el hospital de Ensenada en el que nos vimos por primera vez. Dijo que en la madrugada del 16 de junio de 2006, tanto él como Toviejo habían llegado a nado hasta el buque griego Kastelorizo –un petrolero que había atracado en el puerto de San Pedro de Macorís– convencidos de que el destino de ese barco era Estados Unidos. Pero el cálculo falló. Al cuarto día sin ver la tierra, Abraham y Toviejo empezaron a preocuparse. Hasta que, sin bebida y sin comida, Toviejo se desesperó y tomó agua del Atlántico. Esa fue su cruz. Horas más tarde, el muchacho empezó a vomitar y a perder líquido y fuerzas, y en algún momento no queda claro si resbaló o si se rindió: lo cierto es que Toviejo se fue al agua, donde estaba la hélice. Y que su cuerpo se hundió en un reverbero de burbujas encendidas de sangre. Pero Abraham sobrevivió. Y dos semanas después llegó a La Plata, y allí se dio la secuencia de la que yo estaba al tanto: primero lo trasladaron al hospital; después llegaron los diarios; pronto su historia conmovió al país; luego apareció la familia, desde República Dominicana, diciendo “Dios te guarde la vida, Abraham”; semanas más tarde una mujer argentina se ofreció a adoptarlo; en algún momento Abraham se animó a hablar del futuro (“Quiero quedarme en La Plata”, “Me gustan los motores de auto: quiero ser mecánico en La Plata”) y finalmente la historia, como tantas otras, dejó de servir a los medios y pasó al olvido. La segunda vez que vi a Abraham fue en un hospital psiquiátrico. *** –Esta es su casa, amén. Abraham nos contó cómo lo trataron allá en Argentina; él la pasó muy bien pero también muy mal… metido en un lugar de locos malos pero también con gente buena como usted, entonces para nosotros usted es de la familia –dice Bienvenido Santos, el padre de Abraham, mientras me abraza con entusiasmo. Hace tres horas que llegué a República Dominicana y hace minutos que llegué a San Pedro de Macorís, la ciudad en la que nació y creció (y de la que escapó y a la que volvió) Marcos Abraham Villavicencio. 91 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA San Pedro de Macorís es una urbe ubicada en la costa sudeste de República Dominicana que a principios del siglo XX fue un importante puente económico para la isla y que en los últimos diez años se desplomó cuando la industria azucarera, uno de sus principales recursos, pasó a capitales extranjeros y dejó a media ciudad sin trabajo. En muy poco tiempo el índice de desocupación de San Pedro trepó al 30%, un número que, sumado a la cercanía geográfica con Estados Unidos, no hizo más que multiplicar los sueños de salvación. Buena parte de la población de San Pedro fantasea con cruzar el agua y cambiar de vida. Y todos hacen el intento una, dos, o tantas veces como haga falta. En el caso de Abraham, entre los trece y los diecisiete años trató de irse en once oportunidades. Pero la experiencia con la última, en Argentina, donde terminó en un hospital psiquiátrico, lo disuadió de seguir insistiendo. No queda claro por qué razones el muchacho acabó en un loquero. Sí se sabe que el gobierno argentino le había negado el asilo porque no era perseguido por motivos de raza, religión, opinión política, nacionalidad o pertenencia a determinado grupo social. Y que de ahí en más, mientras se resolvía su repatriación, Abraham cayó en un limbo burocrático. Ya no dormía en el hospital sino en un hogar para niños de la calle, y algún día, aburrido de hacer nada, pidió permiso para pasear por La Plata, la capital de la provincia de Buenos Aires, y se perdió. Lo que ocurrió después es un misterio: según la policía, Abraham se desorganizó y tuvo un brote psicótico. Según Abraham, él se desorientó, fue visto por la policía, lo molieron a golpes por ser negro y extranjero, y en el acta se fraguó un brote psicótico para justificar la golpiza. En cualquier caso, Abraham fue derivado al hospital Alejandro Korn, más conocido como “el Melchor Romero”: uno de los psiquiátricos más lesivos que hay en Argentina. La segunda vez que vi a Abraham, él estaba sentado en un banco desconchado, en un pasillo revestido de azulejos pálidos y cortinas viejas pero sobre todo sucias, en el pabellón de Enfermos Agudos, en el fondo de esa inmensa nave de locos que es el Melchor Romero. Era mediados de agosto. Hacía ya más de un mes que Abraham estaba allí, y aunque los médicos le habían dado el alta él no tenía adónde ir. Abraham estaba serio, o mejor dicho: drogado. Su hablar era lento y pastoso y su voz colgaba como esos jarabes que no terminan nunca de caer. –Cuando llegó de Argentina estaba gordo fofo, una gordura de pastillas que no era su gordura natural… Él nos contó que estuvo en un lugar horrible. Un lugar donde caía granizo –dice Bienvenido ahora, mientras me hace pasar a la casa. ¿Granizo? Hago memoria y es cierto: en aquellos días de 2006 cayeron piedras en 92 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA Buenos Aires, y todos padecimos aquel episodio pero Abraham directamente lo vivió como algo sobrenatural. Los polizones, dirá Wilfredo Lozano cuando lo vea en Santo Domingo, no suelen evaluar el factor climático de los lugares a los que viajan. Aún cuando esa circunstancia, más que la económica, es la que muchas veces los angustia y los hace sentir lejos de casa. El hogar en el que creció Abraham es sencillo. Está ubicado en el México, un barrio de clase baja y calles angostas, y fue levantado sobre un terreno comprado –lo sabré después– por un miembro de la familia que logró llegar a Estados Unidos y que manda un dinero mensual para mantener al clan. Bienvenido construyó todo esto con sus propias manos; es carpintero y albañil, y enseñó el oficio a sus hijos. Abraham lo ayudaba desde los once años, y con el poco dinero que ganaba se compró un planisferio y se pagó un curso de inglés. Para ese entonces él ya quería ir a Nueva York y pasaba tardes enteras en el puerto de San Pedro a la espera de un golpe de gracia. La oportunidad llegó a los trece años. En 1999 logró subirse a un petrolero que, contra todo pronóstico, no lo dejó en Estados Unidos ni en Europa, sino en Jamaica, donde pronto fue descubierto y deportado. Su regreso a República Dominicana hizo un gran ruido mediático: al llegar lo esperaban las cámaras de Primer Impacto, un famoso noticiero sensacionalista que se refería a Abraham como “el Menor” –un apodo que le quedaría para siempre– y en el que Abraham apareció diciendo que se había fugado porque su familia era pobre y quería juntar dinero para ayudar a su madre: un relato épico que conmovió al país y que era estrictamente cierto. Tan cierto que seis meses después el chico se volvió a escapar. De eso me habló Abraham las veces en las que nos vimos: de los infinitos viajes que hizo como polizón. –El segundo viaje fue para Venezuela –contó en el Melchor Romero–. Ahí el barco fondeó muy lejos de tierra y me tuve que tirar al nado… y entonces me vio una lancha y me vio una mujer. Una mujer que me quiso adoptar. –¿Y entonces? –Y no. Yo le dije que no… porque no me quería quedar porque… Yo quería irme para Estados Unidos. Y eso era Venezuela. Y no quería estar en Venezuela. Es un país malo. –¿Malo en qué sentido? ¿Te trataron mal? 93 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA –No, no. Venezuela tiene la economía baja. –Y tú quieres un país pujante. –Con una economía buena, sí. –Y tú siempre piensas que estás yendo a Estados Unidos. –Claro. Yo siempre voy para América. Más tarde, luego de ser devuelto de Jamaica, de Trinidad y Tobago y de Haití, Abraham llegó, finalmente, a Estados Unidos. El barco había fondeado a quinientos metros de la tierra pero alguien lo vio segundos antes de que Abraham diera el salto hacia el agua. Lo encerraron en un camarote y lo único que supo, horas más tarde, era que había estado a quinientos metros de Miami o Nueva Orleans, aunque qué más da: para cuando se enteró de que finalmente había llegado a América, Abraham ya estaba en Haití. –Trato de ir muy escondido, pero igual me ven… La segunda vez que llegué a Estados Unidos me denunció un remolcador. Y ahí me llevaron por tierra, esposado de pie y de mano: primero pasé por Nueva Orleán, después porLuisana, después por Miami. –¿Qué te pareció Estados Unidos desde el auto? –Liiindo. Graaande. Ese era el lugar en el que quería quedarme, sí… Conozco gente que ha escapado a la Florida y ahora está muy mejor. El sueño americano terminó en la embajada de República Dominicana, donde se hicieron los trámites para que Abraham fuera, una vez más, devuelto a su país. En ese momento tenía dieciséis años. Y un resto físico y mental para seguir insistiendo. Meses más tarde, en 2005, volvió a meterse junto a dos amigos más en la grúa de un azucarero filipino. Creía que iba a Estados Unidos, pero el barco se dirigía a Holanda. Al cuarto día de viaje, cuando estaban en altamar, un filipino los descubrió y los subió a patadas a la popa. Los ataron de pies y manos, los molieron a golpes y los tiraron por la borda. Abraham fue el único sobreviviente: un barco ruso lo vio flotando y lo rescató tres días después. Desde entonces, la 94 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA familia de Abraham intenta –sin suerte– llevar adelante un juicio contra los dueños del buque. –Nosotros teníamos un abogado pero los del barco le pagaron un soborno y se cerró la causa –dice Bienvenido Santos. Está sentado en la sala de su casa: un espacio pequeño en el que hay un sillón, un par de sillas, un televisor inmenso y algún cuadro. Y gente. Aquí, me entero, viven once personas, aunque siempre parece que son más. El primero en acercarse fue Bienvenido pero ahora llega Dainés Santos Mota, la prima favorita de Abraham: una muchacha bella, joven y de ojos enormes que me acerca un refresco y se acomoda a mi lado. –Pregunta tú –dice con delicadeza. Se hace un silencio. Todos tomamos aire. Se supone que ahora empieza una entrevista formal. –¿Qué pasó con Abraham? –pregunto entonces. Bienvenido mira a Dainés. –Ella estaba –dice. Dainés empieza a hablar. Cuenta que era diciembre de 2012 y que estaban en la casa celebrando el cumpleaños de Ana –otra prima que vive aquí– y que después ella (Dainés) y Abraham salieron en moto, ya borrachos, a seguir bebiendo por el malecón. Eran las dos de la mañana y buscaban locales abiertos donde comprar cerveza con los cinco dólares que les quedaban. Finalmente encontraron un lugar lleno de gente. Aparcaron la moto, entraron, compraron, y al salir Abraham avanzó primero y pensó que Dainés le seguía los pasos. Pero no era así. La chica tuvo un altercado entre el tumulto. Un muchacho le dio un empujón, Dainés le gritó, y en cuestión de segundos se armó una de esas peleas que siempre comienzan por motivos estúpidos. Cuando llegó a la moto y giró sobre sí mismo, Abraham vio a su prima rodeada por quince varones. –Con mi prima no, qué pasa con la muchacha –gritó mientras quitaba el seguro a la moto. Puso un caño debajo de su ropa para hacer creer que tenía un revólver. –Qué te pasa, mamahuevo –respondió alguien. –Cómo así, te quieres tú comer a la chica, ¿eh? –dijo Abraham y empezó a acercarse, y en un santiamén comenzó la golpiza. Dainés se zafó y trató de pegar, 95 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA pero era inútil. Eran demasiados. En algún momento llegó alguien con un cuchillo e intentó darle a Dainés, pero la chica logró echarse a un costado y el daño le llegó a Abraham, que estaba detrás. Abraham se quedó de pie, inmóvil. La primera puñalada le había quitado un pedazo de oreja. Entonces se acercó otro muchacho. –Coño, tú no eres un hombre –le dijo a su amigo–, así es que se le da un hombre – concluyó, y apuñaló el corazón de Abraham. –Ahí Abraham se desplomó –dice ahora Dainés–. Y yo le dije hey, Abraham, y me le tiré encima y él estaba vivo, yo sentía su latido pero lo tenía muy desgarrado eso ahí… Él llegó muerto al hospital; en el camino yo le hablaba y él abría los ojos, pero llegó muerto. Dainés llora. Bienvenido también. La angustia de ambos es fresca, como si no hubiera pasado el tiempo o como si el tiempo hubiera perdido su compostura. Alguien, entre tanto, vocifera en una habitación contigua, separada del cuarto central por una cortina que oficia de puerta. Se trata de Bernarda Santos, la madre de Bienvenido, la abuela de Abraham. Bienvenido se seca los ojos y se pone de pie para ver qué quiere su madre, y entonces corre la cortina y se ve esto: un cúmulo de huesos finos y postrados en una cama. Bernarda tiene 96 años, una voz grave y, pronto lo sabré, una incapacidad para quedarse en silencio. Bernarda crió a Abraham, pero aún nadie se atrevió a decirle que el muchacho está muerto. Desde hace un año que todos en la familia le dicen que simplemente no está, o que está muy atareado: un argumento verosímil pues Abraham solía estar ocupado. Para el momento de su muerte, Abraham tenía veinticuatro años, había hecho varios cursos de cocina, tenía tres hijos pequeños –con dos mujeres distintas con las que no había llegado a convivir– y estaba incursionando en la música con un proyecto de reggaetón y dembow con el que había sacado dos discos y había llegado a tocar con el Lápiz Conciente, conocido por ser el padre del rap dominicano. –Luego de Argentina él nunca más pensó en irse –dice Bienvenido–. Él entendió que hay que estudiar, que hay que echarse p’alante, que ninguno de mis hijos tiene que tener la vida dura que yo tuve. Yo me fui en yola cinco veces para Puerto Rico y las cinco me deportaron, y la mamá de Abraham también se fue en yola varias veces, y eran viajes muy duros, la mamá de Abraham, que vive lejos de aquí, quedó mal de la cabeza de tanto viaje y yo le contaba eso a Abraham para que él no repitiera lo mal hecho. Pero el sueño de él en un comienzo era irse. 96 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA Todos queremos abrirnos la mente y progresar. Entonces cada vez que la viejita – dice Bienvenido señalando a Bernarda, al otro lado de la cortina–escuchaba que sonaba la bocina de un barco ella decía “ay, se nos va Abraham”. Teté, hermana de Bienvenido, tía de Abraham, acerca unos plátanos fritos con salami. Mientras como, Bernarda sigue voceando y Bienvenido y Dainés vuelven a llorar. Afuera, a través de las rejas –todo el barrio tiene rejas– se ve a los niños saliendo de la escuela y se ve un tronco de árbol echado sobre la acera. A veces Abraham se sentaba allí a pensar. Bienvenido siempre lo recuerda así: cavilando, hablando poco, tejiendo la trama de una historia que a todos, en un principio, se les hacía insondable. Abraham nunca dijo que soñaba con irse. Pero se empezó a ausentar de la casa y un día su abuela Bernarda le encontró una mochila con chocolates y un ancla. –Abraham quiere irse de polizón –le dijo Bernarda a Bienvenido. No fue una frase estridente: muchos en la familia se habían ido de una u otra forma. De ahí en más, cada vez que Abraham desaparecía lo buscaban en el muelle y en general lo encontraban charlando con empleados del puerto. –Abraham, tú le estás preguntando mucho a la gente de barco –llegó a decirle Bienvenido. Pero Abraham no respondía: solo sonreía y con esa sonrisa clausuraba cualquier pregunta nueva. Hasta que a los trece años al fin llegó el día en el que Abraham faltó definitivamente de la casa para volver al tiempo convertido, ante los ojos del país entero, en “el Menor”. –Él se iba con poca cosa –dice Bienvenido–. Se llevaba unos chocolatitos, agua, un ancla y la Biblia. Le voy a mostrar la Biblia. Bienvenido se pone de pie y trae la Biblia de Abraham. Está marcada. “Mirad también las naves; aunque tan grandes, y llevadas de impetuosos vientos, son gobernadas con un muy pequeño timón por donde el que las gobierna quiere”, dice el Santiago 3, 4 que está subrayado. –Él era un chico muy lector. Venga que aquí están sus cosas –dice Bienvenido y me lleva a su habitación. El cuarto de Bienvenido tiene una gran cama sobre la que el hombre va poniendo libros y películas. Las películas son previsibles: hay de acción, de terror, una de vudú en Haití, alguna porno. Pero los libros, no: hay varios cuadernos de inglés y hay un ensayo titulado Marx y los historiadores: ante la hacienda y la plantación esclavistas. 97 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA –¿Y esto? –Ah, es que Abraham era un chico muy especial. Hay mucho para charlar y para mostrarle… –Bienvenido sale de su habitación, se asoma a un patio, mira hacia arriba–. Nosotros arriba tenemos un cuarto, puede quedarse acá para tener más tiempo y conversar mejor. –¿No duerme nadie ahí arriba? –pregunto. –Solo duerme Teté cuando viene a visitarnos. –Pero Teté ahora está aquí. Me sirvió los plátanos. –Ah no, esta es una Teté. Pero luego tengo otra hermana, otra Teté, la que vive en Estados Unidos. Bienvenido cuenta entonces la historia de la otra Teté. La síntesis es que se fue en barcaza cinco veces a Puerto Rico y que en el último viaje, hace ya veintiséis años, el mismo oficial que la había devuelto en su anterior intento se hizo el distraído y la dejó pasar. Hoy Teté tiene la ciudadanía americana y, al igual que cientos de miles de dominicanos que viven afuera, manda todos los meses un dinero con el que la familia entera puede resolver apuros básicos. Unos días después, en su oficina en la universidad, Wilfredo Lozano dirá que las remesas son, luego del turismo, la segunda fuente de ingresos de República Dominicana: todos los años por esa vía entran 3,500 millones de dólares al país. Una parte imperceptible de esa cifra sale del bolsillo de Teté, a quien todos llaman –para diferenciar de la otra Teté– “Teté la grande”. *** Llego al día siguiente con un bolso. Me recibe Teté con un abrazo y me sienta frente al televisor. –Mira tú el noticiero, ponte cómoda –dice. Luego me acerca una olla pequeña con arroz, pollo y habichuelas–. Come. Como el guiso acompañada por los gritos de Bernarda. Al rato termino y Teté se sienta a mi lado. 98 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA –Ahora vamos a ver la novela –dice. Nadie aquí trabaja afuera de la casa. En todo San Pedro, y en buena parte del país, la gente vive del chiripeo (los trabajos eventuales), los empleos precarios en las zonas francas, el turismo y las remesas del extranjero. Así que, bueno, todos estamos aquí mirando la novela. Un rato después, cuando ya vi dos programas distintos, se escucha la voz de Bienvenido en la sala. –Sierva. Parece que me habla a mí. Doy la vuelta y veo a Bienvenido: está guapísimo. Se ha bañado. Lleva pantalones negros de vestir, zapatos lustrados, y una camisa blanca que contrasta con la piel morena. Bienvenido quiere llevarme a conocer el puerto de San Pedro, el lugar al que iba a buscar a su hijo cuando desaparecía. Le digo que sí. Subimos a un mototaxi y partimos. La ciudad pasa a una velocidad cansina que permite ver detalles. Ahí están los edificios antiguos y venidos a menos; ahí están los negocios oscuros como cuevas en las que los hombres sudan un oficio. Respiro hondo: me gusta el olor del salitre en la cara. Unos minutos después estamos en el puerto. Hay guardias escoltando la entrada a los muelles, y de modo inesperado alguien nos pide una autorización que no tenemos. Aún no lo sabemos, pero lo cierto es que nunca podremos traspasar esta entrada. Días más tarde Teddy Heinsen, presidente de la Asociación de Navieros de la República Dominicana, dirá en Santo Domingo que han tenido que intensificar los controles portuarios luego de que Estados Unidos pusiera en una lista negra a los navíos salidos de la isla. –A Estados Unidos no le interesa tanto el inmigrante ilegal como el miedo a que llegue gente con drogas o dinero para lavado o terroristas. En la Asociación llevamos invertidos 25 millones de dólares en personal portuario, escáneres, detectores de mentiras y cámaras infrarrojas para identificar polizones que se cuelan en los barcos. Gracias a eso pudimos salir de la lista negra. Los ilegales ahora se van en yolas, pero ya no tanto en barcos. Impedidos de entrar, entonces, con Bienvenido bordeamos a pie toda la zona de aduanas y entramos a un callejón que desemboca en el mar. La vista es bella. Recorremos el malecón y se ve la bruma, la espuma, la costura del horizonte. Días atrás, por e-mail, el poeta dominicano Frank Báez me dijo algo hermoso: “Una 99 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA cosa es un pueblo de montaña y otra cosa es esto. Aquí solo puedes ver el mar. Aquí el horizonte solo te dice vámonos.” Pienso en eso mientras miro el puerto. Se ve un buque inmenso, amarrado, tranquilo. –¿Cree que Abraham fue un muchacho feliz? –Bueno… –Bienvenido vacila–. Él comenzó a vivir una vida no tan desesperante a lo último… Pero antes él estaba desesperado por conocer otro mundo y no estaba feliz porque a veces uno tiene un sueño en la vida, ¿y cuándo uno es feliz? Cuando realiza ese sueño que uno tanto anheló. Nos quedamos en la costanera hasta que cae la noche y volvemos a la casa. Subo a mi cuarto para darme un baño. En eso estoy cuando alguien toca la puerta. –Luego sube Natalie para dormir con usted –grita Teté. Natalie es una de las hijas de Ana y es una de las nietas de Teté. Así son las cosas. Pienso en eso y escucho los gritos de Bernarda, y empiezo a notar que esta será una noche larga. Bajo para la cena. Teté me espera con una silla frente al televisor. –Aquí no tenemos mesa, así que comemos solos –dice Teté y me extiende un plato de arroz con frijoles–. Siéntate a ver la novela. La novela de la noche se llama Novio de alquiler. Detrás de su cortina, sobre la cama, postrada, Bernarda vocifera sin respiro: –¡teté teté teté, maría maría maría, dónde está maría! –¡María está en su casa, mamá, deja la bulla! Así veo la novela. Teté me mira. –Usted sabe que Natalie solo duerme con Bernarda. –¿Cómo? 100 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA –Que ella solo puede dormir si está en la cama con su abuela. –¿Y por qué va a dormir conmigo? –Para acompañarla a usted. –Ah, pero no necesito compañía. –¿Usted no tiene miedo de dormir sola? Le digo que no. Le pregunto cómo hace la niña para dormir con esos gritos. –Creció durmiendo con Bernarda –Teté se encoge de hombros–. Natalie es la única que no siente sus gritos. Va llegando gente a la sala. Ahora están Ana, la hija de Teté; Ñoño, hijo de María y hermano de Dainés; Humberto, hijo ya no sé de quién, y en fin: todo empieza a parecerse a esos pasajes del Génesis donde los nombres de los padres y los hijos se suceden hasta que el lector pierde el conocimiento. Me estoy mareando. Solo veo que las mujeres son hembrones con el culo izado como una bandera; y que los varones tienen todos unos cuerpos titánicos. Muchos de ellos se pasean recién bañados y con la toalla envuelta a la cintura. En vez de enviarme a Natalie podrían subir a Humberto o a Ñoño, pienso. Pero me callo. Y al rato me voy a dormir. *** Me despiertan los gallos y los gritos de Bernarda. En cierto momento junto fuerzas, bajo y tomo un café. Miro a Teté y está exhausta. Duerme en el cuarto contiguo al de Bernarda y desde hace años que no concilia el sueño de un modo decente. Le ofrezco ir a buscar a María para que la reemplace. Salgo. Camino por un callejón angosto que da algunas curvas hasta dejarme en la casa de María, que es también la de Dainés y la de Esmeliana, su niña. La casa es un lugar muy limpio y prolijo, con cortinas de tul rosado y un retrato enmarcado con las fotos de dos de los tres hijos de Abraham. Sin embargo no es eso lo que llama la atención (la casa de Bienvenido también es limpia y prolija) sino el silencio. Aquí hay silencio. 101 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA –Abraham huyó de eso –dice Dainés–. A él no le gustaba toda esa bulla. Cuando se fue no dijo ni la dirección donde vivía. Recién al tiempo me llevó a mí a conocer y la llevó a mi mamá, que era como una madre para él. La madre biológica de Abraham se llama Mireya y está en Bayaguana, una localidad ubicada en el norte de la isla. Abraham nunca vivió con ella. Apenas nació, Mireya se fue en yola a Puerto Rico y dejó a Abraham al cuidado de su abuela Bernarda. En Puerto Rico, Mireya conoció a un dominicano llamado Marco Villavicencio que ya tenía la ciudadanía portorriqueña. Se casó con él y lo convenció –con el apoyo de Bienvenido– de reconocer a Abraham y darle el apellido. Luego regresó, pero se fue a vivir a otra parte del país. –A Abraham le iba a servir más tener el apellido de un hombre de allá, así algún día le iba a ser más fácil irse. Uno tiene que ser generoso, tiene que pensar en el hijo –dijo ayer Bienvenido, sentado en el malecón. Por esa razón Abraham no lleva el apellido Santos sino el Villavicencio. Por lo demás, Abraham nunca vivió con su madre y el rol materno siempre estuvo repartido entre Bernarda y María. María ahora está mirando fotos de Abraham. Las trajo para mostrármelas. Las más antiguas lo muestran pequeño, flaquito, niño; parecido al chico que languidecía en el hospital de Ensenada. Las últimas, en cambio, lo muestran desafiante y robusto, dueño de todos los tics estéticos de un músico de reggaetón. –Todos en San Pedro conocen a Abraham como “el Menor” –dice Bienvenido tras de mí, mientras mira el afiche. Acaba de entrar a la casa de María. Vino a buscarme para volver al puerto y ver si nos dejan entrar. Esta vez, dice Bienvenido, el salvoconducto es su abogado, un tal Fernando que a la vez es director de aduanas. Fernando es el encargado de llevar la causa contra el barco filipino que arrojó a Abraham al mar. Bienvenido cuenta la historia mientras vamos caminando hacia el puerto. Según dice, eran cuatro los polizones que estaban en el barco. A los tres primeros, los filipinos les pegaron con fierros y luego los tiraron desvanecidos al agua. Pero con Abraham pasó algo distinto. –¿Este no es Abraham, el que nos hace los mandados allá en San Pedro? –dijo uno. –Sí, hombre, no le pegues. Solo amárralo y tíralo al mar. Así fue que Abraham fue arrojado en pleno océano y debió afanarse por sobrevivir. Años atrás, en el loquero, Abraham lo contó de esta forma: 102 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA –Creo que sobreviví porque todavía creo en Dios –dijo–. Muy difícil… muy difícil. Todo era mar, mar… –¿Y cómo hiciste? –Flotaba. Las amarras se aflojaron con el agua y yo me las quité, y luego flotaba. Y rezaba. Hasta que por la mañana salió el sol y un barco ruso lo vio flotando. Así se salvó. –Como los barcos con polizones deben pagar multas altas, muchas veces la tripulación mata a los muchachos que encuentran –dice ahora Bienvenido–. Eso no pasa siempre. Muchos barcos los entregan a la justicia, pero los filipinos tienen mala fama. Esa vez murieron todos menos mi hijo. Dios tenía grandes planes con Abraham. Bienvenido avanza con paso resuelto. Arriba hay un sol furioso del que hay que cuidarse: Bienvenido se cubre con una Biblia. –¿Si Dios tenía grandes planes, entonces por qué Abraham está muerto? –Marcos Abraham nos dejó una historia, cumplió su función. Y ahí terminó su vida. Bienvenido se detiene antes de llegar al puerto. Hace comentarios vacuos sobre los edificios de Aduanas –sobre la arquitectura– pero noto que está llorando. –¿Qué función cree que cumplió Abraham? –Amén… Nos dio a nosotros como una forma de superación, tú me entiendes. Que uno no debe quedarse “con estoy aquí”, y ya. Todavía uno está vivo, uno tiene que hacer lo que ustedes están haciendo: descubrir las cosas, luchar por esas cosas. Bienvenido se seca la cara. En ese pañuelo hay sudor, hay lágrimas, hay más de una cosa. Luego llega al puerto y pide entrar, pero una vez más nos niegan el paso –el abogado Fernando aún no llegó a su trabajo– y debemos irnos. Bienvenido decide entonces dar una nueva vuelta por el pueblo. En el camino saluda personas 103 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA y señala lugares: la maternidad donde nació Abraham, el restaurante donde comieron con Abraham, un cementerio. –¿Aquí está enterrado Abraham? –pregunto. –No, este es el cementerio de los ricos. Marcos está en Santa Fe, más lejos de aquí. Lo velamos en mi casa y luego los muchachos, los otros hijos míos, decidieron llevarlo con su música. Santa Fe no queda lejos; son veinte minutos en moto y le pido a Bienvenido que vayamos hasta allá. Accede. Subimos a la moto de un muchacho llamado Robin y salimos de la ciudad en poco tiempo. Antes del mediodía estamos en el cementerio. Es un predio grande y descampado; una suerte de pueblo chico con cielo inmenso. Entramos en moto y andamos entre las tumbas hasta llegar a una zona de lápidas precarias y pastizales crecidos. Ahí bajamos. Bienvenido camina entre pequeñas cruces blancas y algunas florecillas silvestres. Voy detrás. En un montículo de cemento gris, sin nombre, sin flores, está enterrado Marcos Abraham Villavicencio. Apoyo una mano en el cemento. Hay un sol tremendo pero el cemento está frío. No practico ningún culto pero por algún motivo pido a Bienvenido que haga una oración. Él se arrodilla, baja la cabeza, cierra los ojos. Ora. –Amén. Terminado todo me persigno como si diera las gracias, y cuando me pongo de pie siento un puntazo hondo en un dedo. Grito. Algo grande me picó, pero levanto el pie y no veo nada. –¿Fue una hormiga? –pregunto, mirándome el dedo. –Fue una hormiga –opina Robin, que está con nosotros. –Es Abraham –dice Bienvenido, y sonríe. Entonces pienso en Abraham como una hormiga –una hormiga rabiosa– y entiendo que esa es una buena metáfora. Y sonrío también. 104 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA New York, ciudad de cosas inadvertidas Gay Talese Nueva York es una ciudad de cosas inadvertidas. Es una ciudad de gatos que dormitan debajo de los coches aparcados, de dos armadillos de piedra que trepan la catedral de San Patricio y de millares de hormigas que reptan por la azotea del Empire State. Las hormigas probablemente fueron llevadas hasta allí por el viento o las aves, pero nadie está seguro; nadie en Nueva York sabe más sobre esas hormigas que sobre el mendigo que toma taxis para ir hasta el barrio del Bowery, o el atildado caballero que hurga en los cubos de la basura dela Sexta Avenida, o la médium de los alrededores de la calle 70 Oeste que afirma: “Soy clarividente, clariaudiente y clarisensual”. Nueva York es una ciudad para los excéntricos y una fuente de datos curiosos. Los neoyorquinos parpadean veintiocho veces por minuto, pero cuarenta si están tensos. La mayoría de quienes comen palomitas de maíz en el Yankee Stadium deja de masticar por un instante antes del lanzamiento. Los mascadores de chicle en las escaleras mecánicas de Macy’s dejan de mascar por un instante antes de apearse: se concentran en el último peldaño. Monedas, clips, bolígrafos y carteritas de niña son encontrados por los trabajadores que limpian el estanque de los leones marinos en el zoológico del Bronx. Los neoyorquinos se tragan cada día 460.000 galones de cerveza, devoran 3.500.000 libras de carne y se pasan por los dientes 34 kilómetros de seda dental. Todos los días mueren en Nueva York unas 250 personas, nacen 460 y 150.000 deambulan por la ciudad con ojos de vidrio o plástico. Un portero de Park Avenue tiene fragmentos de tres balas en la cabeza, enquistadas allí desde la Primera Guerra Mundial. Varias jovencitas gitanas, influenciadas por la televisión y la educación, escapan de sus casas porque no quieren terminar ejerciendo de adivinas. Cada mes se despachan cien mil libras de pelo a Louis Feder, en el 545 dela Quinta Avenida, donde se elaboran pelucas rubias con cabellos de mujeres alemanas, pelucas castañas con cabellos de francesas e italianas, pero ninguna con cabellos de norteamericanas, ya que son, según el señor Feder, endebles por los frecuentes enjuagues y champús. Entre los hombres mejor informados de Nueva York están los ascensoristas, que rara vez conversan porque siempre están a la escucha; igual que los porteros. El 105 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA portero del restaurante Sardi’s oye los comentarios sobre algún estreno que hacen los asistentes cuando salen de la función. Oye con atención. Pone cuidado. A diez minutos de caer el telón ya te podrá decir qué espectáculos van a fracasar y cuáles serán un éxito. Al caer la noche en Broadway un gran Rolls-Royce de 1948 oscuro se detiene y salta afuera una dama diminuta armada de una Biblia y un letrero que dice: “Los Condenados habrán de Perecer”. Se planta entonces en la esquina y vocifera a las multitudes pecadoras de Broadway hasta las 3 a.m., cuando el Rolls-Royce y su chófer la recogen para llevarla e regreso a Westchester. A esas horas la Quinta Avenida está vacía, a excepción de unos cuantos insomnes de paseo, algún que otro taxista que circula y un grupo de sofisticadas féminas que pasan noche y día en las vitrinas de las tiendas, exhibiendo sus frías y perfectas sonrisas…, sonrisas conformadas por labios de arcilla, ojos de vidrio y mejillas cuyos rubores durarán hasta que la pintura se desgaste. Como centinelas, forman fila a lo largo dela Quinta Avenida: maniquíes que escrutan la calle silenciosa con sus cabezas ladeadas, sus puntiagudos pies y sus largos dedos de goma, que esperan cigarrillos que nunca llegarán. A las cuatro de la madrugada algunas de esas vitrinas se convierten en un extraño reino de las hadas, de diosas larguiruchas paralizadas todas en el momento de apurarse a la fiesta, de zambullirse en la piscina, de deslizarse hacia el cielo en un ondulante negligé azul. Aunque esta loca ilusión se debe en parte a la imaginación desbocada, también debe algo a la increíble habilidad de los fabricantes de maniquíes, quienes los han dotado de algunos rasgos individuales, atendiendo a la teoría de que no hay dos mujeres, ni siquiera de plástico o yeso, completamente iguales. Por tal razón, las muñecas de Peck & Peck se elaboran para que luzcan jóvenes y pulidas, mientras que en Lord & Taylor parecen más sabias y curtidas. En Saks son recatadas y maduras, mientras que en Bergdorf ’s irradian una elegancia intemporal y una muda riqueza. Las siluetas de los maniquíes dela Quinta Avenida han sido modeladas a partir de algunas de las mujeres más atractivas del mundo. Mujeres como Susy Parker, que posó para los maniquíes de Best & Co., y Brigitte Bardot, que inspiró algunos de los de Saks. El empeño de hacer maniquíes cuasi humanos y dotarlos de curvas es quizás responsable de la bastante extraña fascinación que tantos neoyorquinos sienten por estas vírgenes sintéticas. A ello se debe que algunos decoradores de vitrinas hablen frecuentemente con los maniquíes y les pongan apodos cariñosos, y que los maniquíes desnudos en un escaparate inevitablemente atraigan a los hombres, 106 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA indignen a las mujeres y sean prohibidos en Nueva York. A ello se debe que algunos maniquíes sean asaltados por pervertidos y que una esbelta maniquí de una tienda de White Plains fuera descubierta no hace mucho en el sótano con la ropa rasgada, el maquillaje corrido y el cuerpo con señales de intento de violación. Una noche la policía tendió una trampa y atrapó al asaltante, un hombrecito tímido: el recadero. *** Cuando el tráfico disminuye y casi todos duermen, en algunos vecindarios de Nueva York empiezan a pulular los gatos. Se mueven con rapidez entre las sombras de los edificios; los vigilantes, policías, recolectores de basura y demás transeúntes nocturnos los avistan… no por mucho tiempo. La mayoría de ellos merodea por los mercados de pescado, en Greenwich Village, y los vecindarios de los lados Este y Oeste, donde abundan los cubos de la basura. No hay, sin embargo, zona de la ciudad que no tenga sus animales callejeros, y los empleados de los garajes de veinticuatro horas de áreas tan concurridas como la calle 54 han llegado a contar hasta veinte de ellos cerca del teatro Ziegfeld por la mañana temprano. Pelotones de gatos patrullan los muelles por la noche a la caza de ratas. Los guardavías del metro han descubierto gatos que viven en la oscuridad. Parece que nunca un tren los atropella, aunque a veces a algunos los liquida el tercer riel. Unos veinticinco gatos viven veintitrés metros por debajo del ala oeste de la terminal Grand Central, son alimentados por los trabajadores subterráneos y nunca se aventuran a la luz del día. Los vagabundos, independientes y autoaseados gatos de la calle llevan una vida extrañamente diferente a la de los gatos mantenidos de casa o apartamento de Nueva York. Casi todos están infestados de pulgas. A muchos los matan la comida intoxicada, la intemperie y la desnutrición; su promedio de vida es de dos años, mientras que el de los gatos caseros es de diez a doce años o más. Cada año la Sociedad Americana para la Prevención de la Crueldad contra los Animales (ASPCA) sacrifica unos 1.000 gatos callejeros neoyorquinos para los cuales no encuentra hogar. No es común el arribismo entre los gatos callejeros de Ciudad Gótica. Rara vez adquieren por gusto una mejor dirección postal. Por lo común mueren en las manzanas que los vieron nacer, aunque un pulgoso espécimen recogido por la ASPCA fue adoptado por una mujer acaudalada: ahora vive en un lujoso apartamento del lado Este y pasa el verano en la quinta de la dama en Long 107 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA Island. La Asociación Felina Americana una vez trasladó dos gatos callejeros a la sede de las Naciones Unidas, tras haberse enterado de que los roedores habían invadido los archivadores dela ONU. —Los gatos se encargaron de ellos –dice Robert Lothar Kendell, presidente de la sociedad–Y parecían contentos en la ONU. Uno de ellos dormía en un diccionario de chino. En cada barrio de Nueva York los gatos golfos están bajo el dominio de un “jefe”: el macho más grande y fuerte. Pero, salvo por el jefe, no hay mucha organización en la sociedad del gato callejero. Dentro de esa sociedad hay, no obstante, tres “tipos” de gatos: los salvajes, los bohemios y los de media jornada en tienda (o restaurante). Los gatos salvajes dependen, en cuestión de comida, de la ocasional tapa suelta del cubo de la basura, o de las ratas, y poco o nada quieren tener que ver con la gente, así sea con quienes los alimentan. Éstos, los más desaliñados, tienen una mirada perturbada, una expresión demente y ojos muy abiertos, y en general rondan por los muelles. El bohemio, por su parte, es más dócil. No huye de la gente. Con frecuencia recibe en la calle alimentación diaria de manos de sensibles amantes de los gatos (casi siempre mujeres) que los llaman “niñitos”, “angelitos” o “queridos” y se indignan cuando los objetos de su caridad son tildados de “gatos de callejón”. Tan puntuales suelen ser los bohemios a la hora de comer, que un amante de los gatos ha propuesto la teoría de que saben la hora. Puso el ejemplo de una gata gris que aparece cinco días a la semana a las cinco y media en punto en un edificio de oficinas en Broadway con la calle 17, cuyos ascensoristas le dan comida. Pero la minina nunca cae por allí los sábados y domingos: como si supiera que la gente no trabaja en esos días. El gato de media jornada en tienda (o restaurante), a menudo un bohemio reformado, come bien y espanta a los roedores, pero acostumbra usar la tienda a manera de hotel y prefiere pasar las noches vagando por las calles. Pese a tan generoso esquema laboral, reclama la mayoría de los privilegios de una raza emparentada (el gato de tienda de tiempo completo o sin pizca de callejero), incluido el derecho a dormir en la vitrina. Un bohemio reformado de un delicatessen de la calle Bleecker se agazapa detrás de la puerta y ahuyenta a los otros bohemios que mendigan bocados. 108 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA A propósito, el número de gatos de tiempo completo ha disminuido en gran medida desde el ocaso de la pequeña tienda de ultramarinos y el surgimiento de los supermercados en Nueva York. Con el perfeccionamiento de los métodos de prevención contra ratas, mejores empaquetados y mejores condiciones sanitarias, almacenes de cadena como a&p rara vez tienen un gato de tiempo completo. En los muelles, sin embargo, la gran necesidad de gatos sigue vigente. Una vez un estibador alérgico a los gatos los envenenó a todos. En cuestión de un día había ratas por todas partes. Cada vez que los hombres se giraban a mirar, veían ratas sobre los embalajes. Y en el muelle 95 las ratas empezaron a robar los almuerzos de los estibadores, e incluso a atacarlos. De modo que hubo que reclutar gatos callejeros de las zonas vecinas, y ahora el grueso de las ratas está bajo control. —Pero los gatos no duermen mucho por aquí –decía un estibador–. No pueden. Las ratas acabarían con ellos. Hemos tenido casos en los que la rata ha destrozado al gato. Pero no pasa con frecuencia. Esas ratas del puerto son unas miserables desgraciadas. *** A las 5 de la mañana Manhattan es una ciudad de trompetistas cansados y cantineros que regresan a casa. Las palomas se apropian de Park Avenue, y se pavonean sin rivales en medio de la calle. Ésta es la hora más serena de Manhattan. Casi todos los personajes nocturnos se han perdido de vista, pero los diurnos no aparecen aún. Los camioneros y taxistas ya están despabilados, pero no perturban el ambiente. No perturban el desierto Rockefeller Center, ni a los inmóviles vigilantes nocturnos del mercado de pescado de Fulton, ni al gasolinero que duerme al lado del restaurante Sloppy Louie’s con la radio encendida. A las 5 de la mañana los asiduos de Broadway se han ido a casa o a un café nocturno, en donde, bajo el relumbrón de luz, se les ven las patillas y el desgaste. Y en la calle 51 se encuentra estacionado un automóvil de la prensa radiofónica, con un fotógrafo que no tiene nada que hacer. Así que simplemente se pasa allí sentado unas cuantas noches, atisba por el parabrisas y no tarda en volverse un sagaz observador de la vida después de medianoche. —A la una de la mañana –dice–, Broadway se llena de avispados y de muchachitos que salen del hotel Astor vestidos de esmoquin, muchachitos que 109 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA van a los bailes en los coches de sus padres. También se ven señoras de la limpieza que vuelven a sus casas, siempre con la pañoleta puesta. A las dos, algunos bebedores empiezan a perder la compostura, y ésta es la hora de las peleas de cantina. A las tres, termina la última función en los night-clubs y la mayoría de los turistas y compradores forasteros están de vuelta en sus hoteles. A las cuatro, cuando cierran los bares, se ve salir a los borrachos…, así como a los chulos y las prostitutas que se aprovechan de los borrachos. A las cinco, sin embargo, casi todo está en calma. Nueva York es una ciudad completamente distinta a las cinco de la mañana. A las seis de la mañana los empleados madrugadores comienzan a brotar de los trenes subterráneos. El tráfico empieza a fluir por Broadway como un río. Y la señora Mary Woody salta de la cama, se apresura a su oficina y telefonea a docenas de adormilados neoyorquinos para decirles con voz alegre, rara vez apreciada: “Buenos días. Hora de levantarse”. Durante veinte años, como operadora del servicio despertador de Western Union, la señora Woody ha sacado a millones de la cama. A las7 a.m. un hombrecillo colorado y robusto, muy parisino en una boina azul y un suéter de cuello alto, recorre a paso rápido Park Avenue, visitando a sus adineradas amigas: se asegura de darle a cada cual un enérgico masaje antes del desayuno. Los uniformados porteros lo saludan con afecto y lo llaman “Biz” o “Mac”, puesto que se trata de Biz Mackey, masseur extraordinaire para las damas. Míster Mackey es brioso y muy derecho y lleva siempre un bolso de cuero negro con los linimentos, cremas y toallas de su oficio. Sube en el ascensor, media hora después está abajo otra vez, y de nuevo a casa de otra dama: una cantante de ópera, una actriz de cine, una teniente de la policía. Biz Mackey, antiguo boxeador de los pesos pluma, empezó a sobar de manera correcta a las mujeres en París, allá en los años veinte. Habiendo perdido una pelea durante una gira por Europa, decidió dejarlo ahí. Un amigo le sugirió que acudiera a una escuela para masajistas, y seis meses después tuvo a su primera clienta: Claire Luce, actriz que por entonces era la estrella del Folies-Bergère. Ella quedó satisfecha y le mandó otras clientas: Pearl White, Mary Pickford y una rolliza soprano wagneriana. Se precisó dela Segunda GuerraMundial para sacar a Biz de París. 110 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA De regreso en Manhattan la clientela europea siguió empleándolo cuando venía por aquí; y si bien es cierto que él ya frisa los setenta, todavía no afloja. Biz trata a unas siete mujeres por día. Sus dedos musculosos y sus brazos gruesos poseen un toque milagrosamente relajante. Es discreto y, por eso, el preferido de las damas de Nueva York. Las visita en sus apartamentos y tiene llaves de sus alcobas: es a menudo el primer hombre que ven por la mañana, y lo esperan tendidas en la cama. Nunca revela los nombres de sus clientas, pero la mayoría tiene sus años y son ricas. —Las mujeres no quieren que otras mujeres sepan de sus asuntos –explica Biz–. Ya sabes cómo son –agrega como al descuido, sin dejar duda de que él sí lo sabe. Los porteros con los que Biz se cruza en las mañanas tienden a ser un servicial y siempre elocuente grupo de diplomáticos de acera, entre cuyas amistades se cuentan algunos de los hombres más poderosos de Manhattan, algunas de las mujeres más hermosas y algunos de los poodles más estirados. La mayoría de las veces los porteros son corpulentos, tienen un aspecto vagamente gótico y los ojos lo bastante aguzados como para detectar una buena propina a una manzana de distancia en el día más oscuro del año. Ciertos porteros del lado Este son orgullosos como un noble, y sus uniformes, festoneados con recargo, parecen salidos de la misma sastrería que atiende al mariscal Tito. Casi todos los porteros de hotel son estupendos para la charla intrascendente, la grandilocuente y la impertinente, para recordar apellidos y evaluar equipajes de cuero. (Saben calcular la riqueza de un huésped más por el equipaje que por la ropa que lleva.) Hoy en Manhattan hay 650 porteros de torres de apartamentos, 325 de hoteles (catorce en el Waldorf Astoria) y un número desconocido pero formidable de porteros de teatro y de restaurante, porteros de night-club, porteros voceadores y porteros sin puerta. Los porteros sin puerta, que son vagabundos sin antecedentes penales, usualmente carecen de uniforme (pero no de sombreros alquilados) y merodean por las calles abriendo puertas cuando el tráfico se embotella, en las noches de ópera, de conciertos, de peleas por un título y de convenciones. Christos Efthimiou, portero del Brass Rail, dice que los porteros sin puerta saben cuándo está libre (lunes y martes) y que en esos días trabajan free lance desde su sitio enla Séptima Avenidacon la calle 49. 111 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA Los porteros voceadores, que a veces lucen uniformes alquilados (pero son dueños del sombrero), se apostan enfrente de los clubes de jazz con programas de espectáculos, como los que bordean la calle 51. Además de abrir puertas y de enlazar taxistas, los porteros voceadores bien pueden susurrarle suave pero claramente al peatón que pasa: “¡Psss! ¡Sin pagar el puesto: chicas adentro… la nueva reina de Alaska!”. Aunque en la ciudad son pocos los porteros que no juren por las buenas o por las malas que les pagan mal y que son menospreciados, muchos porteros de hotel reconocen que en ciertas semanas buenas, las de lluvia, se han hecho cerca de 200 dólares con las meras propinas. (Más gente pide taxis cuando llueve y los porteros que suministran paraguas y taxis rara vez se quedan sin propina.) *** Cuando llueve en Manhattan el tráfico de automóviles es lento, las citas se incumplen y en los vestíbulos de los hoteles la gente se arrellana detrás de un periódico o da vueltas por ahí sin tener dónde sentarse, con quién hablar, nada qué hacer. Se hace más difícil conseguir un taxi; los grandes almacenes reducen sus ventas entre un 15 y un 25 por ciento, y los monos del zoo del Bronx, sin público, se encorvan malhumorados en sus jaulas, con más cara de aburridos que los desocupados de los hoteles. Aunque algunos neoyorquinos se ponen taciturnos con la lluvia, otros la prefieren. Les gusta caminar bajo ella y sostienen que en los días lluviosos los edificios de la ciudad parecen más limpios…, bañados de una cierta opalescencia, como un cuadro de Monet. Hay menos suicidios en Nueva York cuando llueve; pero cuando el sol brilla y los neoyorquinos parecen felices, el deprimido se hunde más en su depresión y el hospital Bellevue recibe más casos de intentos de suicidio. En fin, un día lluvioso en Nueva York es un día resplandeciente para los vendedores de paraguas y gabardinas, las chicas de los guardarropas, los botones y el personal de la oficina del Consulado General Británico, donde dicen que la lluvia les recuerda la patria. La firma Consolidated Edison informa que los neoyorquinos consumen 120.000 dólares más en electricidad que en los días despejados; las rayas de los pantalones se deterioran con la lluvia, y en la lavandería Norton Cleaners, en la calle 45, se plancha un promedio de 125 pantalones extras en días como ésos. 112 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA La lluvia les estropea el rímel de los ojos a las modelos que no consiguen un taxi; y la lluvia significa un día solitario para los sargentos de reclutamiento, los manifestantes, los limpiabotas y los ladrones de Times Square, que tienden todos a perder el entusiasmo cuando se mojan. *** Todas las mañanas, pasadas las 7.30, cuando la mayoría de los neoyorquinos sigue aún sumida en un cegajoso duermevela, cientos de personas hacen fila en la calle42 ala espera de que abran los diez cines ubicados casi hombro a hombro entre Times Square yla Octava Avenida. ¿Quiénes son los que van al cine a las8 a.m.? Son los vigilantes nocturnos del centro, los pelagatos, los que no pueden dormir, los que no pueden ir a casa o los que no tienen casa. Son los camioneros, los homosexuales, los polizontes, los gacetilleros, las sirvientas y los empleados de un restaurante que han trabajado toda la noche. Son también los alcohólicos, que esperan hasta las ocho para pagar cuarenta centavos por un asiento blando y algo de sueño en un teatro fresco, oscuro y cargado de humo. Con todo, al margen de estar llenos de humo, cada Uno de los teatros de Times Square carece de o posee una característica especial que lo define. En el teatro Victoria uno sólo se topa películas de terror, mientras que en el teatro Times Square sólo presentan películas de vaqueros. Hay películas de estreno por cuarenta y cinco centavos en el Lyric, en tanto que en el Selwyn hay siempre cintas viejas por treinta y cinco. Tanto en el Liberty como en el Empire hay reestrenos, y en el Apollo sólo proyectan filmes extranjeros. Los filmes extranjeros han venido haciendo dinero en el Apollo desde hace veinte años, cosa que William Brandt, uno de los propietarios, no alcanzaba a entender. —Así que un día fui a investigar al sitio –dice él– y vi a la entrada gente que conversaba con las manos. Me di cuenta de que eran casi todos sordomudos. Son asiduos del Apollo porque pueden leer los subtítulos que vienen con las películas extranjeras. El Apollo probablemente tiene el mayor público sordomudo del mundo. *** 113 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA Nueva York es una ciudad con 8.485 operadoras telefónicas, 1.364 repartidores de telegramas dela Western Uniony 112 mensajeros de casas periodísticas. La hinchada beisbolera promedio en el estadio de los Yankees gasta unos diez galones de jabón líquido por partido: récord extraoficial de limpieza de las grandes ligas. Este estadio también ostenta el mayor número de acomodadores de la liga (360), de barrenderos (72) y de baños para hombres (34). En Nueva York hay 500 médiums, clasificados desde el semitrance hasta el trance y el trance profundo. La mayoría vive en las calles setentas, ochentas y noventas del Oeste de Nueva York, y en los domingos algunas de estas manzanas se comunican con los muertos, vibran al clamor de trompetas y solucionan todo tipo de problemas. En Nueva York la Lencería de la Quinta Avenida está situada en la Avenida Madison, la Tienda de Mascotas Madison queda en la Avenida Lexington, la Floristería ParkAvenue está enla Avenida Madison y la Lavandería A Mano Lexington está en la Tercera Avenida. Nueva York alberga 120 tiendas de ropa y muebles usados, y es allí donde el hermano del obispo [Bishop] Sheen, el doctor Sheen, comparte una oficina con un tal doctor Bishop. Dentro de una típica y apacible fachada de piedra rojiza sobrela Avenida Lexington, en la esquina de la calle 82, un boticario llamado Frederick D. Lascoff lleva años vendiendo sanguijuelas a boxeadores maltrechos, aceite de calamento a cazadores de leones y millares de pócimas extrañas a personas en lugares exóticos de todo el mundo. Dentro de una lóbrega factoría del lado Oeste, todos los meses una larga cinta de cartulina verde sube y baja arrastrándose como un reptil interminable por una prensa de imprenta que la pica en miles de enojosos trocitos. Cada trocito fue ideado para encajar en el bolsillo de un policía, decorar el parabrisas de un coche aparcado ilegalmente y despojar a un conductor de quince dólares. Unas 500.000 multas de quince dólares se imprimen cada año para la policía de Nueva York en la calle 19 Oeste, enla May Tagand Label Corporation, cuyos empleados a veces ven el fruto de su trabajo volver como un bumerán sobre sus propios parabrisas. Nueva York es una ciudad de 200 vendedores de castañas, 300.000 palomas y 600 estatuas y monumentos. Cuando la estatua ecuestre de un general alza del suelo los dos cascos delanteros, quiere decir que el general murió en combate; si levanta 114 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA uno, murió de heridas recibidas en combate; si los cuatro cascos pisan el suelo, el general probablemente murió en cama. *** En Nueva York, desde el amanecer hasta el ocaso y de nuevo al amanecer, día tras día, se escucha el incesante y sordo ruido de las llantas sobre la plancha de hormigón del puente George Washington. El puente nunca está completamente quieto. Tiembla con el tráfico. Se mueve con el viento. Sus enormes venas de acero se hinchan al calentarse y se contraen al enfriarse; con frecuencia la plancha se acerca al río Hudson, unos tres metros más en verano que en invierno. Esta estructura, poco menos que inquieta y de grácil belleza, oculta, como una seductora irresistible, algunos de sus secretos a los románticos que la contemplan, los escapistas que saltan desde ella, la chica regordeta que recorre pesadamente su distancia de mil setenta metros buscando bajar de peso y los cien mil automovilistas que cada día la cruzan, se estrellan contra ella, le esquilman el peaje, se atascan encima. Pocos de los neoyorquinos y turistas que lo cruzan a toda velocidad se percatan de los obreros que,186 metrosmás arriba, utilizan los ascensores dentro de sus dos torres gemelas; y pocas personas saben que algunos borrachitos errabundos de cuando en cuando lo escalan despreocupadamente hasta la cima y allí se echan a dormir. Por las mañanas se quedan petrificados y tienen que bajarlos brigadas de emergencia. Pocas personas saben que el puente fue construido en un área por la que antiguamente trashumaban los indios, en la cual se libraron batallas y en cuyas riberas, en los primeros tiempos coloniales, se llevaba a la horca a los piratas a modo de advertencia para otros marinos aventureros. El puente hoy se levanta en el lugar donde las tropas de George Washington retrocedieron ante los invasores británicos que más adelante capturarían Fort Lee, en Nueva Jersey, quienes encontraron las ollas en el fuego, el cañón abandonado y un reguero de ropa por el camino de retirada de la guarnición de Washington. La calzada del puente George Washington descuella30 metrospor encima del pequeño faro rojo que se quedó obsoleto cuando se erigió el puente en 1931; el acceso por el lado de Jersey queda a tres kilómetros de donde el mafioso Albert Anastasia vivía tras un muro alto y custodiado por perros dóberman pinschers; el peaje de Jersey queda a seis metros de donde un conductor sin licencia intentó 115 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA pasar con cuatro elefantes en un remolque; y lo hubiera logrado si uno de ellos no se hubiera caído. La plancha superior está a67 metrosdel sitio hasta donde una vez trepó un guardia dela Autoridad Portuariapara decirle a un suicida en ciernes: “Óigame bien, so hp: si no se baja, lo bajo a tiros”, y el hombre descendió en un dos por tres. Día y noche los guardias se mantienen alerta. Tienen que estarlo. En cualquier momento puede ocurrir un accidente, una avería o un suicidio. Desde 1931 han saltado del puente cien personas. A más del doble se les ha impedido hacerlo. Los saltadores de puentes decididos a suicidarse obran rápida y silenciosamente. Junto a la calzada dejan automóviles, chaquetas, gafas y a veces una nota que dice “Cargo con la culpa de todo” o “No quiero vivir más”. *** Un solitario comprador que no era de la ciudad y que se había tomado unas copas se registró una noche en un hotel de Broadway cerca de la calle 64, fue a la cama y despertó en medio de la noche para presenciar una escena pavorosa. Vio pasar, flotando por la ventana, la imagen resplandeciente dela Estatuadela Libertad. Se imaginó que lo habían drogado para reclutarlo y que navegaba frente a Liberty Island con rumbo a una calamidad segura en alta mar. Pero luego, mirándolo mejor, cayó en la cuenta de que en realidad veía la segunda Estatua dela Libertadde Nueva York: la estatua anónima y casi inadvertida que se yergue en el techo del depósito Liberty-Pac en el 43 de la calle 64 Oeste. Esta aceptable copia, construida en 1902 por encargo de William H. Flattau, un patriótico propietario de bodegas, se eleva diecisiete metros sobre el pedestal, pocos en comparación con los46 metrosde la estatua de Bartholdi en Liberty Island. Esta más menuda Libertad también tenía una antorcha encendida, una escalera espiral y un boquete en la cabeza por el cual se divisaba Broadway. Pero en 1912 la escalera se descacharró, la tea se apagó en una tormenta y a los escolares se les prohibió corretear de arriba abajo en su interior. El señor Flattau murió en 1931 y con él se fue mucha de la información sobre la historia de esta estatua. De vez en cuando, sin embargo, los empleados del depósito y los vecinos responden las preguntas de los turistas acerca de la estatua. 116 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA —La gente por lo general se arrima y dice: “Eh, ¿qué hace eso allá arriba?” –cuenta el vigilante de un aparcamiento al otro lado de la calle–. El otro día un tejano detuvo su coche, miró hacia arriba y dijo: “Yo pensaba que la estatua debía estar en el agua, en otra parte”. Pero algunos están de veras interesados en la estatua y le sacan fotos. Considero un privilegio trabajar al pie de ella, y cuando vienen los turistas siempre les recuerdo que ésta es “la segunda Estatua dela Libertadmás grande del mundo”. Pero la mayoría de los vecinos no le presta atención a la estatua. Las adivinas gitanas que trabajan al costado derecho no lo hacen; los asiduos de la taberna que hay debajo, tampoco; ni quienes sorben la sopa en el restaurante Bickford al otro lado de la calle. David Zickerman, taxista de Nueva York (taxi núm. 2865), ha pasado zumbando por la estatua centenares de veces y no sabe que existe. —¿Quién demonios mira hacia arriba en esta ciudad? –pregunta. Por varias décadas la estatua ha sostenido una antorcha apagada sobre este vecindario de jugadores de punchball, cocineros de comidas rápidas y vigilantes de bodega; sobre botones de magras propinas y policías y travestis de tacones altos, quienes pasada la medianoche emergen de sus paredes por las escaleras de incendios para ir a pasearse por esta ciudad de acaso demasiada libertad. *** Nueva York es una ciudad de movimiento. Los artistas y los beatniks viven en Greenwich Village, que fue habitada primero por los negros. Los negros viven en Harlem, donde solían vivir judíos y alemanes. La riqueza se ha trasladado del lado Oeste al Este. Los puertorriqueños se hacinan por todas partes. Sólo los chinos son estables en su enclave en torno al antiguo recodo de la calle Doyer. Algunos prefieren recordar a Nueva York en la sonrisa e una azafata del aeropuerto deLa Guardia, o en la paciencia de un vendedor de zapatos dela Quinta Avenida; para otros, la ciudad representa el olor a ajo en la parte trasera de una iglesia de la calle Mulberry, o un trozo de “territorio” que se pelean las pandillas juveniles, o un lote en compraventa por la inmobiliaria Zeckendorf. Pero por fuera de las guías de la ciudad de Nueva York y la cámara de comercio, Nueva York no es ningún festival de verano. Para la mayoría de los neoyorquinos es un lugar de trabajo duro, de demasiados coches, de demasiada gente. Muchas 117 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA de esas personas son anónimas, como los conductores de bus, las criadas por días y esos repulsivos pornógrafos que suben los precios que aparecen en los anuncios de publicidad sin que nunca los cojan. Parecería que muchos neoyorquinos sólo tienen un nombre, como los barberos, los porteros, los limpiabotas. Algunos neoyorquinos transitan por la vida con el nombre incorrecto, como Jimmy Panecillos [Jimmy Buns], que vive en frente del cuartel general de la policía en Centre Street. Cuando Jimmy Panecillos, cuyo verdadero apellido es Mancuso, era un chico, los policías le gritaban del otro lado de la calle: “Oye, chico, ¿qué tal si vas a la esquina y nos traes café y unos panecillos?”. Jimmy siempre hacía el favor, y no tardaron en llamarlo Jimmy Panecillos o simplemente “Eh, Panecillos”. Ahora Jimmy es un señor mayor, canoso, con una hija que se llama Jeannie. Pero Jeannie nunca tuvo apellido de soltera: todos la llaman “Jeannie Panecillos”. Nueva York es la ciudad de Jim Torpey, quien desde 1928 arma los titulares de prensa del letrero eléctrico que rodea Times Square, sin gastar nunca una bombilla de su bolsillo; y de George Bannan, cronometrador oficial del Madison Square Garden, quien ha aguantado como un reloj de pie siete mil peleas de boxeo y ha tocado la campana dos millones de veces. Es la ciudad de Michael McPadden, quien se sienta detrás de un micrófono en una caseta del metro cerca de Times Square y grita en una voz que oscila entre la futilidad y la frustración: “Cuidado al bajar, por favor, cuidado al bajar”. Imparte este consejo 500 veces cada día y en ocasiones quisiera improvisar. Pero rara vez lo intenta. Desde hace tiempo está convencido de que la suya es una voz desatendida en el bullicio de puertas que golpean y cuerpos que se estrujan; y antes de que se le ocurra algo ingenioso para decir, llega otro tren dela Grand Centraly el señor McPadden tiene que decir (¡una vez más!): “Cuidado al bajar, por favor, cuidado al bajar”. Cuando comienza a oscurecer en Nueva York y los compradores salen de Macy’s, se escucha el trotecito de diez dóberman pinschers que recorren los pasillos olfateando en busca de algún pillastre oculto detrás de un mostrador o al acecho entre las ropas de un perchero. Peinan los veinte pisos de la gran tienda y están entrenados para subir escaleras de mano, saltar por las ventanas, brincar sobre los obstáculos y ladrarle a cualquier cosa extraña: un radiador que gotea, un tubo de vapor roto, humo, un ladrón. Si el ladrón tratara de escaparse, los perros lo alcanzarían fácilmente, metiéndosele entre las piernas para derribarlo. Sus ladridos han alertado a los vigilantes de Macy’s sobre peligros menores pero nunca sobre un ladrón: ninguno se ha atrevido a quedarse en la tienda después del cierre desde que los perros llegaron en 1952. 118 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA *** Nueva York es una ciudad en la que unos halcones grandes que suelen anidar en los riscos hincan las garras en los rascacielos y se precipitan de vez en cuando para atrapar una paloma en Central Park, o Wall Street, o el río Hudson. Los observadores de pájaros han visto a estos halcones peregrinos circular perezosamente sobre la ciudad. Los han visto posarse en los altos edificios, e incluso en los alrededores de Times Square. Una docena de estos halcones, que llegan a tener una envergadura de noventa centímetros, patrulla la ciudad. Han pasado zumbando al lado de las mujeres en la terraza del hotel St. Regis, han atacado a los hombres de la reparación sobre las chimeneas y, en agosto de 1947, dos halcones asaltaron a unas damas residentes en el patio de recreo del Hogar del Gremio Judío de Ciegos de Nueva York. Los trabajadores de mantenimiento en la iglesia de Riverside han visto a los halcones cenar palomas en el campanario. Los halcones permanecen allí un corto rato. Luego emprenden el vuelo hacia el río, dejando las cabezas de las palomas para que los trabajadores hagan la limpieza. Cuando regresan, los halcones entran volando silenciosamente, inadvertidos, como los gatos, las hormigas, el portero de las tres balas en la cabeza, el masajista de señoras y muchas de las otras raras maravillas de esta ciudad sin tiempo. 119 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA El corazón en los huesos / El rastro en los huesos Leila Guerriero No es grande. Cuatro por cuatro apenas, y una ventana por la que entra una luz grumosa, celeste. El techo es alto. Las paredes blancas, sin mucho esmero. El cuarto -un departamento antiguo en pleno Once, un barrio popular y comercial de la ciudad de Buenos Aires- es discreto: nadie llega aquí por equivocación. El piso de madera está cubierto por diarios y, sobre los diarios, hay un suéter a rayas – roto–, un zapato retorcido como una lengua negra –rígida–, algunas medias. Todo lo demás son huesos. Tibias y fémures, vértebras y cráneos, pelvis, mandíbulas, los dientes, costillas en pedazos. Son las cuatro de la tarde de un jueves de noviembre. Patricia Bernardi está parada en el vano de la puerta. Tiene los ojos grandes, el pelo corto. Toma un fémur lacio y lo apoya sobre su muslo. —Los huesos de mujer son gráciles. Y es verdad: los huesos de mujer son gráciles. *** Entre 1976 y diciembre de 1983 la dictadura militar en la Argentina secuestró y ejecutó a miles de personas que fueron enterradas como NN en cementerios y tumbas clandestinas. En mayo de 1984, ya en democracia, convocados por Abuelas de Plaza de Mayo (una agrupación de mujeres que busca a sus nietos, hijos de sus hijos desaparecidos durante la dictadura) siete miembros de la Asociación Americana por el Avance de la Ciencia llegaron al país. Entre ellos, un antropólogo forense –un especialista en la identificación de restos óseos: alguien que puede leer allí los rastros de la vida y de la muerte- llamado Clyde Snow. Nacido en 1928 en Texas, Snow tenía su prestigio: había identificado los restos de Josef Mengele en Brasil. Por lo demás, bebía como un cosaco, fumaba habanos, usaba sombrero texano, botas ídem y estaba habituado a vivir en un país donde los criminales eran individuos que mataban a otros: no una máquina estatal que tragaba personas y escupía sus huesos. En ese viaje –el primero de muchos- dio una conferencia sobre ciencias forenses y desaparecidos en la ciudad de La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires, y la traductora, abrumada por la cantidad de términos técnicos, renunció en la mitad. Entonces un hombre rubio, todo 120 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA carisma, dijo yo puedo: yo sé inglés. Y así fue como Morris Tidball Binz, 26 años, estudiante de Medicina y dueño de un inglés perfecto, se cruzó en la vida de Clyde Snow. Durante las semanas que siguieron Clyde Snow participó de algunas exhumaciones a pedido de jueces y familiares de desaparecidos, siempre en compañía de su nuevo traductor. En el mes de junio, cuando tuvo que exhumar siete cuerpos de un cementerio del suburbio, decidió que iba a necesitar ayuda y envió una carta al Colegio de Graduados en Antropología solicitando colaboración. Pero no tuvo respuesta. Y fue entonces cuando Morris Tidball Binz dijo “Yo tengo unos amigos”. Los amigos de Morris eran uno: se llamaba Douglas Cairns, estudiaba antropología en la Universidad de Buenos Aires, y esparció el mensaje -“Hay un gringo que busca gente para exhumar restos de desaparecidos”- entre sus compañeros de estudio. Yo estoy habituada a desenterrar guanacos, no personas -dijo Patricia Bernardi, 27 años, estudiante de antropología, huérfana de padres, empleada en la empresa de transporte de su tío. —A mí los cementerios no me gustan –puede haber dicho Luis Fondebrider, estudiante de primer año de antropología, empleado de una empresa de fumigación de edificios. —Yo nunca hice una exhumación –dijo Mercedes Doretti, estudiante avanzada de antropología, fotógrafa y empleada de una biblioteca circulante. Pero después pensaron que no perdían nada si iban a escuchar, y así fue como a las siete de la tarde del 14 de junio de 1984, Patricia Bernardi, Mercedes Doretti, Luis Fondebrider -y Douglas Cairns- se encontraron con Clyde Snow –y Morris Tidball Binz- en un hotel del centro de Buenos Aires llamado Hotel Continental. —Clyde nos pareció un tipo raro, pensábamos “Como toma este viejo, cómo fuma” –dice Patricia Bernardi-. Nos invitó un trago, y cuando nos explicó lo que quería hacer creí que se nos iba a ir el apetito. Pero después nos llevó a comer, y nosotros éramos estudiantes, nunca habíamos ido a un restaurante elegante. Comimos como bestias. Pero teníamos miedo. El país estaba muy inestable, y 121 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA pensábamos “Si acá vuelva a pasar algo, este gringo se va a su país, pero nosotros nos tenemos que quedar”. Esa noche se despidieron de Clyde Snow con la promesa de pensar y darle una respuesta. “Me sentí conmovido, pero no tenían experiencia -contaba Clyde Snow años después al diario Página/12-. Les dije que el trabajo iba a ser sucio, deprimente y peligroso. Y que además no había plata. Me dijeron que lo iban a discutir y que al día siguiente me iban a dar una respuesta. Pensé que era una manera amable de decirme “chau, gringo”. Pero al día siguiente estaban ahí”. Al día siguiente estaban ahí. —Decidimos que íbamos a probar con esa exhumación, y que después veíamos si seguíamos con otras –dice Patricia Bernardi-. Nos encontramos temprano, en la puerta del hotel, y nos llevaron al cementerio en los autos de la policía. Fue raro subirnos a esa cosa. Y después nos íbamos a subir a esos autos tantas veces. Yo nunca había estado en un enterratorio, pero con Clyde lo difícil pareció ser un poco más fácil. El se tiraba con nosotros en la fosa, se ensuciaba con nosotros, fumaba, comía dentro de la fosa. Fue un buen maestro en momentos difíciles, porque una cosa es levantar huesos de guanaco o de lobos marinos y otra un cráneo. Cuando empezaron a aparecer los restos, la ropa se me enganchaba en el pincel, y yo preguntaba “¿Qué hago con la ropa?”. Y Clyde me miraba y me decía “Seguí, seguí”. Ese día levantamos los restos, nos fuimos a la morgue, y resultó que no eran los que buscábamos. Clyde se puso a discutir algo sobre la trayectoria de un proyectil con el personal de la morgue. Nosotros no entendíamos nada. Estaban los familiares ahí, y yo le dije al juez “Digalé que no son los restos, esta gente ya pasó por mucho”. Cuando les dijo, el llanto de los familiares fue algo que…Salimos de ahí a las tres de la mañana. Fue la exhumación más larga de mi vida. Pero siguieron tantas. Entre 1984 y 1989 Clyde Snow pasó más de veinte meses en la Argentina, y en cada uno de sus viajes los estudiantes lo acompañaron a hacer exhumaciones, internándose de a poco en las aguas de esa profesión que no tenía – en el país- antecedentes ni prestigio. 122 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA —Nadie entendía lo que hacíamos. ¿Sepultureros especializados, médicos forenses?- dirá Mercedes Doretti desde Nueva York-. La academia nos miraba de reojo porque decían que no era un trabajo científico. Con poco más de veinte años, empleados mal pagos de empleos absurdos, estudiantes de una carrera que no los preparaba para un destino que de todos modos no podían sospechar, pasaban los fines de semana en cementerios de suburbio, cavando en la boca todavía fresca de las tumbas jóvenes bajo la mirada de los familiares. —La relación con los familiares de los desaparecidos la tuvimos desde el principio –dirá Luis Fondebrider-. Teníamos la edad que tenían sus hijos al momento de desaparecer y nos tenían un cariño muy especial. Y estaba el hecho de que nosotros tocábamos a sus muertos. Tocar los muertos crea una relación especial con la gente. Como tenían miedo, iban siempre juntos. Y, como iban siempre juntos, empezaron a llamarlos “el cardumen”. No hablaban con nadie acerca de lo que hacían y, para hablar de lo que hacían, se reunían en casa de Patricia, de Mercedes. —Todos soñábamos con huesos, esqueletos –dirá Luis Fondebrider- Nada demasiado elaborado. Pero nos contábamos esas cosas entre nosotros. —Todos teníamos pesadillas –dirá Mercedes Dorettí-. Un día me desperté a los gritos, soñando con una bala que salía de una pistola y me desperté cuando la bala estaba por impactarme en la cabeza. La sensación que tuve fue que me estaba muriendo y pensaba “¿Cómo no me di cuenta que esto venía, cómo no me di cuenta que me estoy muriendo inútilmente, cómo no me di cuenta que no tenía que meterme acá?”. En 1985 viajaron a la ciudad de Mar del Plata, a exhumar los restos de una desaparecida, seguros como estaban de estar del lado de los buenos. Las Madres de Plaza de Mayo, la agrupación de mujeres que busca a sus hijos desaparecidos, los estaban esperando. —Querían frenar la exhumación –dirá Mercedes Dorettí-. Decían que Snow era un agente de la CIA y que el gobierno estaba tratando de tapar las cosas entregando bolsas con huesos. Hubo insultos, fue duro. Ver que ellas, que eran nuestras 123 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA heroínas, estaban en contra fue muy fuerte. Finalmente, exhumamos, y después nos fuimos a la playa. Nos sentamos ahí, mirando el mar, compungidos. Ese mismo año, Clyde Snow declaró en el Juicio a las Juntas donde se juzgaba a los militares que habían estado en el poder durante la dictadura, y proyectó una diapositiva de esa exhumación en Mar del Plata: una mujer joven llamada Liliana Pereyra, el cráneo pleno de balas. “Lo que estamos haciendo –decía Snow en Página/12- va a impedir a futuros revisionistas negar lo que realmente pasó. Cada vez que recuperamos un esqueleto de una persona joven con un orificio de bala en la nuca, se hace más difícil venir con argumentos”. El tiempo pasó, consiguieron financiación, alguna beca, y cuando quedó claro que quizás podrían vivir de eso, algunos abandonaron sus empleos. En 1987 se inscribieron como asociación civil sin fines de lucro bajo el nombre de Equipo Argentino de Antropología Forense con el objetivo de practicar “la antropología forense aplicada a los casos de violencia de estado, violación de derechos humanos, delitos de lesa humanidad”. Después se unieron al grupo Darío Olmo, estudiante de arqueología, empleado municipal; Alejandro Incháurregui, estudiante de antropología y vendedor de boletos en el hipódromo; Carlos Somigliana (Maco), estudiante de antropología y derecho, ayudante de los fiscales Moreno Ocampo y Strassera durante el Juicio a las Juntas; Silvana Turner, estudiante de antropología social, y Anahí Ginarte, estudiante de antropología. En 1988, cuando fueron convocados como peritos para excavar en el sector 134 del cementerio de Avellaneda, un suburbio de Buenos Aires donde los militares habían enterrado a cientos, pocos de ellos tenían más de 22. La fosa de Avellaneda permaneció abierta dos años y sacaron de allí 336 cuerpos, casi todos con heridas de bala en el cráneo, muchos todavía sin identificar. *** El Equipo Argentino de Antropología Forense tiene sus oficinas en dos departamentos idénticos, primer y segundo piso de un edificio antiguo de estilo francés en el barrio de Once. Alrededor, vendedores ambulantes, autos, buses, los peatones: la banda de sonido de una ciudad en uno de sus puntos álgidos. El segundo piso no tiene nombre. El primer piso sí, y se llama Laboratorio. Por lo 124 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA demás, ambos tienen la misma cantidad de cuartos, los mismos baños, cocina al fondo, y casi ninguna evidencia de vida privada. Los muebles son nuevos y viejos, chicos y grandes, de maderas nobles y de fórmica. Hay un cuadro, un póster del Metropolitan Museum, pero son cosas que llevan demasiado tiempo allí: cosas que ya nadie ve. Hay pizarras, paneles de corcho con tarjetas de delivery y postales de esqueletos bailando: las fiestas latinoamericanas de la muerte. En un alféizar hay dos cactus pequeños y, en todas las paredes, una profusión de planos y de mapas. Algunos, no todos, tienen marcas. Algunas de esas marcas, no todas, señalan los centros clandestinos de detención: sitios de los que proviene el objeto que aquí se estudia. La oficina donde trabaja Luis Fondebrider está en el segundo piso. Él, Mercedes Doretti y Patricia Bernardi son los únicos que quedan del grupo original: Douglas Cairns sólo ayudó, al principio, en un par de exhumaciones; Morris Tidball Binz marchó en 1990 a trabajar a la Cruz Roja y vive en Ginebra desde entonces. A fines de los noventa se unieron otras personas –Miguel Nievas, Sofía Egaña, Mercedes Salado- y, durante mucho tiempo, no fueron más de doce. Pero a principios del nuevo siglo la posibilidad de aplicar la técnica de ADN a los huesos obligó a muchas incorporaciones y ahora son 37. En todos estos años, el Equipo intervino en más de treinta países, contratado por el Tribunal Criminal Internacional para la ex Yugoslavia; la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, las Comisiones de la Verdad de Filipinas, Perú, El Salvador y Sudáfrica, las fiscalías de Etiopía, México, Colombia, Sudáfrica y Rumania, el Comité Internacional de la Cruz Roja, la comisión presidencial para la búsqueda de los restos del Che Guevara y la Comisión Bicomunal para los desaparecidos de Chipre. —Todos los salarios que recibimos por esas misiones internacionales van a un fondo común – dice Luis Fondebrider-. No les cobramos a los familiares por lo que hacemos. Nos sostenemos con la financiación de unos 20 donantes privados europeos y norteamericanos y de algunos gobiernos europeos. No tenemos apoyo de donantes privados ni asociaciones civiles argentinas. Las asociaciones civiles apoyan eventos de Julio Boca, pero no proyectos como este. Ocultos, discretos, cada tanto la identificación de alguien –en 1989 la de Marcelo Gelman, el hijo de Juan Gelman, el poeta argentino radicado en México; en 1997 la del Che Guevara, en Bolivia; en 2005 la de Azucena Villaflor, la fundadora de Madres de Plaza de mayo, desaparecida en 1977- los empuja a la primera plana de los diarios. 125 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA —Pero para nosotros –dice Luis Fondebrider- todos son personas. El Che o Juan Pérez. Cuando fue lo del hijo de Gelman, fuimos Morris, Alejandro y yo a Nueva York, a recibir un premio de una fundación, y lo fuimos a ver a Gelman que vivía allá para contarle que habíamos identificado a su hijo. A mí me resultó una figura muy intimidante, serio, parco. Nos quedamos a dormir en su casa. El se quedó toda la noche despierto, leyendo el expediente, y al otro día nos hizo millones de preguntas. Fue raro. Yo nunca me había quedado a dormir en la casa de una persona a la que hubiera ido a darle una noticia así. —¿Podrías imaginarte sin hacer este trabajo? —Si. No sé qué haría. Pero sí. Todos dicen –dirán- lo mismo. Como si marcharan orgullosos hacia el único futuro posible: la extinción. *** En el piso inferior hay varios cuartos con mesas largas y angostas cubiertas por papel verde. En la oficina donde suele trabajar Sofía Egaña cuando está en Buenos Aires -36 años, llegada al Equipo en 1999 cuando le propusieron una misión en Timor Oriental y ella dijo sí y se marchó dos años a una isla sin luz ni agua donde el ejército indonesio, en 1991, había matado a 200.000- hay un escritorio, una computadora. Click y una foto se abre: un cráneo. Otro click: el cráneo y su orificio. —Entró directo: una ejecución así, tuc, de atrás. ¿Tenemos dientes? ¿Cómo lucen los dientes? En dos días más, Sofía Egaña estará en Ciudad Juárez, donde el Equipo trabaja en la identificación de cuerpos de mujeres no identificadas o de identificación dudosa y, hasta entonces, debe resolver algunas cuestiones urgentes: tratar de vender la casa donde vive, quizás pedir un préstamo bancario, quizás mudarse. En un panel de corcho, a sus espaldas, hay una mariposa dibujada y una frase que dice Sofi te quiero con caligrafía de sobrina infantil. Hay, también, una foto tomada durante su estadía en Timor: 126 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA —Esos son mis caseros. Ellos me alquilaban la casa donde vivíamos. Cada tanto me llaman, para saber cómo estoy. Como yo no tengo teléfono estable, tienen que llamar a casa de mis padres. Hace más de once años que estoy viajando. No tengo placard. Tengo dos maletas. Pero cuando se junta el hueso con la historia, todo cobra sentido. Delante de los familiares soy la médica, el doctor. A llorar, me voy atrás de los árboles. No te podés poner la llorar. —¿Y con el tiempo uno no se acostumbra? —No. Con el tiempo es peor. Al final de un pasillo hay un cuarto oscuro, fresco, las paredes cubiertas por estantes que trepan hasta el techo y, en los estantes, cajas de cartón de tamaño discreto con la leyenda: Frutas y Hortalizas. —Cada caja es una persona. Ahí guardamos los huesos. Todas están etiquetadas con el nombre del cementerio, el número de lote. Al frente, en dos o tres habitaciones luminosas, cinco mujeres jóvenes se inclinan sobre las mesas cubiertas con papel. Sobre las mesas hay –claro- esqueletos. *** El escritorio de Silvana Turner, en el piso superior, está rodeado de cajas que dicen Kosovo, Togo, Sudáfrica, Timor, Paraguay: la ruta de las mejores masacres del siglo que pasó. Silvana Turner lleva el pelo corto, el rostro limpio. Llegó al Equipo en 1989. —Si el familiar no tiene deseos de recuperar lo restos, no intervenimos. Nunca hacemos algo que un familiar no quiera. Pero aún cuando es doloroso recibir la noticia de una identificación, también es reparador. En otros ámbitos esto suele hacerse como un trabajo más técnico. Es impensable que la persona que estudia los restos haya hecho la entrevista con el familiar, haya ido a campo a recuperar los restos, y se encargue de hacer la devolución. Nosotros hemos hecho eso siempre. En todos estos años lograron 300 identificaciones con restitución de restos y cruzando datos, rastreando documentación- pudieron conocer y notificar el destino de 300 personas más cuyos restos nunca fueron encontrados. 127 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA —Si yo tuviera que definir un sentimiento con respecto al trabajo es frustración. Uno quisiera dar respuestas más rápido A metros de aquí hay otro cuarto donde las cajas llevan el nombre de cementerios argentinos: La Plata, San Martín, Ezpeleta, Lomas de Zamora, Ezeiza. La tarea fue amplia. La obra puede ser interminable. *** Llueve, pero adentro es seco, tibio. Es martes, pero es igual. En una de las oficinas del Laboratorio habrá, durante días, un ataúd pequeño. Lo llaman urna. En urnas como esas devuelven los huesos a sus dueños. —¿Ves? –dice una mujer con rostro de camafeo, una belleza oval-. Esto, la parte interna, se llama hueso esponjoso. Y hueso cortical es la externa. Bajo sus dedos, el esqueleto parece una extraña criatura de mar, al aire sus zonas esponjosas. —Esto es un pedacito de cráneo. En el cráneo, el hueso esponjoso se llama diploe. Cuando termine de reconstruir –de numerar sus partes, sus lesiones, de extender lo que queda de él sobre la mesa- el esqueleto volverá a su caja y esa pequeña paciencia de mujer oval terminará, años después -si hay suerte- con un nombre, un ataúd del tamaño de un fémur y una familia llorando por segunda vez: quizás por última. En el vidrio de una de las ventanas que da a la calle hay un papel pegado: la cuadrícula de una fosa y el dibujo de 16 esqueletos. Al pie de cada uno hay anotaciones: 5 postas más tapón de Itaka, desdentado en maxilar superior, 5 proyectiles. Ninguno tiene nombre, pero sí edad -30 en promedio- y sexo: casi todos hombres. Desde la calle, cualquiera que mire hacia arriba puede ver ese papel pegado a la ventana. Pero lo que se vería desde allí es una hoja en blanco. Y, de todos modos, nadie mira. *** 128 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA Una puerta se abre como un suspiro, se cierra como una pluma. Mercedes Salado deja una caja liviana -Frutas y Hortalizas- sobre un escritorio. Después dice buendía y enciende el primero de la hora. Es española, bióloga, trabajó en Guatemala desde 1995, forma parte del equipo desde 1997, y durante mucho tiempo sus padres, dos jubilados que viven en Madrid, pensaban que el oficio de la hija no era un oficio honesto. —Un día me llaman y me preguntan: “Oye, Mercedes, lo que tú haces… ¿es legal?”. Claro, cuando yo empecé con esto no se sabia muy bien qué cosa era Latinoamérica, y meterse en las montañas a sacar restos de guatemaltecos…Mis padres tendrían miedo de que los llamaran diciendo “Su hija está presa porque se ha robado a uno”. Ahora en Madrid los vecinos me saludan, como “uau, es legal”. Lo que me sorprende del Equipo es la coherencia. Se mantiene con proyectos, pero también hay un fondo común. Cada uno que sale de misión internacional, pone ese salario en el fondo común. Y es un sistema comunista que funciona. Se hace porque se cree en lo que se hace. Nadie hubiera estado veinte años cobrando lo que se cobra si esto no le gusta. Pero este trabajo tiene una cosa que parece como muy romántica, como muy manida. Y es que esto no es un trabajo, sino una forma de vida. Está por encima de tu familia, de tu pareja, por encima de tu perspectiva de tener hijos. Nos hemos olvidado de cumpleaños, de aniversarios de boda, pero no nos hemos olvidado de una cita con un familiar. Y en el fondo es tan pequeño. ¿Qué haces? Encuentras la identidad de una persona. Es la respuesta que la familia necesitaba desde hace tanto tiempo…y ya. Y eso es todo. Pero cuando le ves el rostro a la gente, vale la pena. Es una dignificación del muerto, pero también del vivo. Después, con una sonrisa suave, dirá que tiene un trauma: que no puede meter cráneos dentro de bolsas de plástico, y cerrarlas. —Me da angustia. Es estúpido, pero siento que se ahogan. *** Es viernes. Pero es igual. Mujeres jóvenes, vestidas con diversas formas de la informalidad urbana – piercings, pantalones enormes, camisetas superpuestas- se afanan sobre las mesas del Laboratorio. Semana a semana, como si una marea caprichosa interminable los 129 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA llevara hasta ahí -más y menos enteros, más y menos lustrosos- los esqueletos cambian —Están mezclados. Ya tengo cinco mandíbulas, cinco individuos por lo menos – dice Gabriela, mientras pega dos fragmentos de hueso entre sí. Son horas de eso: mirar y pegar, y después todavía rastrear lesiones compatibles con golpes o balas, y después aplicar la burocracia: tomar nota de todo en fichas infinitas. Mariana Selva –los ojos claros, las uñas cortas, rojas- prepara unos restos para llevar a rayos: un cráneo, la mandíbula. —A veces ves los huesos de un chico de veinte años con nueve balazos en la cabeza y decís ay, dios, pobre chico, qué saña. Pero no podés estar llorando, ni pensando en cómo fueron todas esas muertes, porque no podrías trabajar. Analía González Simonett lleva un aro en la nariz, casi siempre vincha. Es, con Mariana, una de las últimas en llegar al Equipo. —A mí lo que me sigue pareciendo tremendo es la ropa. Abrir una fosa y ver que está con vestimenta. Y las restituciones de los restos a los familiares. Acá una vez hubo una restitución a una madre. Ella tenía dos hijos desaparecidos, y los dos fueron identificados por el Equipo. La llevamos donde estaban los restos. Antes de ponerlos en una urna los extendemos, en una mesa como esas. “Josecito”, decía, y tocaba los huesos. “Ay, Josecito, a él le gusta…” La forma de tocar el hueso era tan empática. Y de repente dice “¿Le puedo dar un beso en la frente?”. El 6 de enero de 1990 los restos de Marcelo Gelman fueron velados en público. Pero antes su madre, Berta Schubaroff, quiso despedirse a solas. A puertas cerradas, en las oficinas del Equipo, trece años después de haberlo visto por última vez, al fruto de su vientre lo besó en los huesos. *** En el escritorio de Miguel Nievas hay un cráneo de plástico que es cenicero, un dactilograma, un esquema de ADN nuclear, una biblioteca, libros, mapas. Es un cuarto interno, con una sola ventana y poca luz. Miguel Nievas tiene apenas más 130 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA de treinta. Vivía en Rosario, una ciudad del interior, y entró al Equipo a fines de los años 90. —Yo trabajaba en la morgue de Rosario, estaba estudiando unos restos óseos y necesitaba ayuda. Llamé por teléfono. Me atendió Patricia, me preguntó si podía viajar con los huesos a Buenos Aires. Y vine. Seguí colaborando en algunas cosas desde allá y después, en el 2000, me preguntaron si podía ir a Kosovo. Yo dije que sí, pero la verdad es que no sabía dónde iba. Cuando el avión aterrizó en Macedonia, y vi tanques, soldados, pensé “Dónde carajo me metí”. No hablaba una palabra de inglés y en la morgue hacíamos 30 o 40 autopsias todos los días. Nos habían dado un curso obligatorio de explosivos, pero yo no hablaba inglés y lo único que entendí fue don´t touch. Cuando volví me quedé trabajando acá. Me enganché con el trabajo en la Argentina. Cuando empezás a investigar un caso terminás conociendo a la persona como si fuera un amigo tuyo. Necesitás poner distancia, porque todo el día relacionado con esto, te termina brotando. Cada uno tiene su forma de brotarse. —¿Y la tuya es…? —La soriasis. Y hace años que no recuerdo un sueño. *** Patricia Bernardi dice que tiene deformaciones profesionales. La más notoria: le mira los dientes a las personas. —No me doy cuenta. Hablo y les miro la dentadura. Porque nosotros siempre andamos buscando cosas en los dientes. Y el otro día vino el contador con una radiografía, y le dije “Che, por qué no dejás alguna acá, por las dudas”. Se ríe. Pero siempre se ríe. —Yo nunca pude aguantar a los muertos. Les tengo pánico. A mí me hacés cortar un cadáver fresco y me muero. Pero con los huesos no me pasa nada. Los huesos están secos. Son hermosos. Me siento cómoda tocándolos. Me siento afín a los huesos. Pasa las páginas de un álbum de fotos. 131 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA —Este es el sector 134, en Avellaneda. Un terreno repleto de maleza. Después, la tierra cruda. Después abierta. Después los huesos. Y un edificio viscoso con paredes cubiertas de azulejos. —Esa es la morgue donde trabajaban ellos. Ellos. —Habían hecho un portón que daba a la calle, para poder entrar los cuerpos directamente desde ahí. En la puerta de la morgue había un cartel que decía “No cague adentro”. Cuando empezamos a trabajar no lo hicimos público. Nos daba miedo. Teníamos un policía de seguridad de la misma comisaría que antes tenía la llave para meter cuerpos en esa fosa. En un rato tocarán el timbre y Patricia bajará las escaleras con una urna pequeña. Allí, en esa urna, llevará los restos de María Teresa Cerviño que en mayo de 1976 apareció colgada de un puente con un cartel, una inscripción -Yo fui montonera-, la cabeza cubierta por una bolsa, los ojos y la boca tapados por cinta adhesiva. Todas las pistas indicaban que había terminado en la fosa común de Avellaneda. Su madre nombró al Equipo como perito en la causa judicial que inició en 1988 buscando los restos de su hija. Durante todos estos años, Patricia supo que María Teresa Cerviño estaba ahí, era alguno de todos esos huesos. —Yo decía “Sé que está, pero dónde, cuál será”. Y el año pasado, diecinueve años después, apareció. Hay sitios así. Sitios donde todas las cosechas son tardías. *** Cuando Darío Olmo llegó al Equipo, invitado por Patricia Bernardi en 1985, era un estudiante de antropología de 28 años, agonizando en manos de un empleo que lo frustraba: recibir expedientes en la mesa de entrada de una dependencia de gobierno. —Me cayó muy bien el viejo, Snow. Yo no entendía una palabra de inglés, pero nos entendíamos en el idioma universal de los vasos. Este trabajo me salvó. Yo tomaba bastante, trabajaba caratulando expedientes, no era un buen alumno en la 132 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA facultad. Esto era lo opuesto a la rutina. Un trabajo entre amigos, y enseguida creamos una relación rara, inusual. Cuando la compañera de uno de nosotros estuvo enferma, Patricia tenía el dinero de un departamento que había vendido y le llevó toda la plata. “Hacé lo que necesites” le dijo. Esta gente es la que yo más conozco y la que más me conoce. Para bien y para mal. A mí el trabajo este no me daña. Al contrario. Esto es lo más interesante que me pasó en la vida. ¿Qué posibilidades tiene un estudiante de arqueología como yo de conocer el Congo más que con un trabajo demencial como este? La gente se horroriza. Vos le decís que viajás a ver fosas comunes y morgues y cementerios, y a la gente la parece horroroso. Pero a mí me resultaría difícil sentarme en un kiosco de dos metros cuadrados y esperar que me vengan a comprar caramelos. La verdad es que la única parte mala del laburo son los periodistas. Un periodista es una persona que llega al tema y tiene que hacer una especie de curso intensivo, hacer su nota, y es difícil que capte esta complejidad. Me gustaría que, simplemente, no les interese. *** Son las siete de la tarde de un viernes y en un aula de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, Sofía Egaña y Mariana Selva dan una clase sobre huesos en general, lesiones en particular, a un grupo pequeño de estudiantes. —El hueso fresco tiene contenido de humedad y reacciona distinto a la fractura que el hueso seco. El hueso se mantiene fresco aún después de la muerte. Entonces el diagnóstico se hace según la forma de la fractura, la coloración –dice Mariana Selva mientras proyecta imágenes de huesos rotos y secos, rotos y húmedos, rotos y blancos. —Los rastros de la vida se ven en los huesos -dirá después, sobre un esqueleto extendido, Sofía Egaña-. ¿Ven los picos de artrosis? ¿Cómo verían a esta mandíbula? Tóquenla, agárrenla. ¿Qué les puede decir esta dentición? Cuando el Equipo se formó, la antropología forense no existía como disciplina en el país. Ellos aprendieron en los cementerios, desenterrando personas de su edad – vomitando al descubrir que tenían sus mismas zapatillas-, leyendo el rastro verde de la pólvora en la cara interna de los cráneos. Y después, todavía, se enseñaron entre ellos. Ahora son generosos: aquí comparten el conocimiento. Esparcen lo que les sembraron. *** 133 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA El día es gris. Patricia Bernardi toma el teléfono, marca un número, alguien atiende. —Si, buenas tardes, estoy buscando a la señora X. —… —Ah, buenas tardes, señora, habla Patricia Bernardi, del Equipo Argentino de Antropología Forense. No sé si sabe a qué se dedica esta institución. —… —Bueno, muchas gracias, adiós. El tono de Patricia es dulce y no hay fastidio cuando cuelga: cuando no la quieren atender. En 2007, cuando se cumplieron años de la muerte del Che, los medios sacaron sus máquinas de hacer efemérides y todas apuntaron a los miembros del Equipo que, convocados por el gobierno cubano, habían estado allí. —A veces me siento obligada a decir fue un orgullo haber participado en esa exhumación, pero era todo muy tenso. Nosotros estuvimos cinco meses, nos retiramos, y volvimos cuando los cubanos encontraron la fosa del Che, en julio de 1997. Me llamaron a mí, era un sábado. No me acuerdo si llamó el cónsul o el embajador de Cuba, y me dijo “Encontraron unos huesos”. Cuando llegamos ya había dos o tres peleándose por ver quién sacaba la foto. A mí lo que sí me marcó un antes y un después fue El Petén, en Guatemala. Ahí en 1982 un pelotón del Ejército ejecutó a cientos de pobladores. Nosotros sacamos 162 cuerpos. En su mayoría chicos menores de 12 años. Y no tenían heridas de bala porque para ahorrar proyectiles les daban la cabeza contra el borde del pozo y los arrojaban. Llega un momento que te acostumbrás a los huesitos chiquitos, porque son muy lindos, hermosos, perfectos. Pero lo que te traía a la realidad era lo asociado. Lo asociado. —Los juguetes. En el edificio contiguo hay un instituto de peluquería y depilación. Desde las ventanas se pueden ver, todos los días, señoras cubiertas por mantelitos de 134 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA plástico y pelos envueltos en cáscaras de nylon como merengues flojos. Pero da igual: aquí nadie las mira. *** En la oficina de Carlos Somigliana –Maco- hay profusión de papeles, dibujos de niños, pilas de cosas que buscan su lugar como en un camarote chico. Desde que entró en el Equipo, en 1987, se dedicó a atar cabos y a enseñar a los demás a hacer lo mismo: entrevistar familiares, buscar testimonios, cruzar información. —Mientras el Estado llevaba adelante una campaña de represión clandestina, seguía registrando cosas con su aparato burocrático. Es como una rueda grande y una rueda pequeña. Vos podés conocer lo que pasa en la primera por lo que pasa en la segunda. Ahora hay una urgencia con respecto al trabajo que no aparecía tan fuerte cuando éramos más jóvenes, y que tiene que ver con la sobrevida de la gente a la que le vamos a contar la noticia de la identificación. Llegás a una familia para contar que identificaste al familiar y te dicen “Ah, mi padre se murió hace un año”. Y cuando te empieza a pasar seguido decís “me tengo que apurar”. —¿Podrías dejar de hacer este trabajo? —Sí. Yo quiero terminar este trabajo. Para mí es importante creer que puedo prescindir. Este trabajo ha sido muy injusto en términos de otras vidas posibles para muchos de nosotros. —¿Y afectó tu vida privada? —Sí. —¿De qué forma? —Ninguna que se pueda publicar. —Entonces tiene partes malas. —Por supuesto que tiene partes malas. Cuando vos sos el familiar de un desaparecido, tuviste que aceptar la desaparición, la aceptaste, estuviste treinta años con eso. Te acostumbraste. De golpe viene alguien y te dice no, mire, eso no fue como usted pensaba, y además encontramos los restos de su hijo, su hija. Es 135 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA una buena noticia. Pero te hace mierda. Es como una operación, es para algo bueno. Pero te lastima. Cuando vos te das cuenta que la lastimadura es muy fuerte, hasta qué punto no estás haciendo cagada al remover esas cosas. Pero no hay nada bueno sin malo. Lo cual te lleva a la otra posibilidad mucho más perturbadora: no hay nada malo sin bueno. En alguna parte una mujer dice “mi hermano desapareció el cinco del diez del setenta y ocho” y entonces alguien, discretamente, cierra una puerta. *** —Mi nombre es Margarita Pinto y soy hermana de María Angélica y de Reinaldo Miguel Pinto Rubio, los dos son chilenos, militantes de Montoneros. Desaparecieron en 1977. Mi hermana tenía 21 años. Mi hermano 23. Margarita Pinto dice eso en el espacio para fumadores de la confitería La Perla, del Once, a cuatro cuadras de las oficinas del Equipo. Después dice que los restos de su hermana fueron identificados por los antropólogos en 2006. —El dolor de tener un familiar desaparecido es como una espinita que te toca el corazón, pero te acostumbrás. Y cuando me dijeron que habían encontrado los restos, yo estuve con una depresión grande. No quise ir a verlos. Fui nada más al homenaje que le hicimos en el cementerio. Esto es como una segunda pérdida, pero después es un alivio. Los antropólogos hablan de mi hermana como si la hubiesen conocido. Y yo la busqué tanto. Cuando desapareció yo era chica y empecé a visitar a los padres de algunos compañeros de ella. Una vez fui a ver a un matrimonio grande. En un momento, la señora se levantó y se fue y el hombre me dijo que disculpara, que la señora estaba muy mal. Que todos los días se levantaba muy temprano para desarmar la cama de su hijo. Y yo ahí, preguntando por mi hermana. Uno a veces hace daño sin darse cuenta. El cielo gris. Brilla en sus ojos. *** El 26 de septiembre de 2007, Mercedes Doretti recibió una beca de la fundación MacArthur dotada de 500.000 dólares y, como hacen e hicieron siempre con las becas, los premios y los sueldos de las misiones internacionales, donó el dinero al fondo común con que el Equipo se financia. 136 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA —La beca es personal –dice Mercedes Doretti- pero yo no trabajo sola. Ella fue la primera mujer miembro del Equipo en ser madre, un año atrás. La segunda fue Anahí Ginarte, que vive en la ciudad de Córdoba desde 2003, cuando viajó allí para trabajar en la fosa común del cementerio de San Vicente, un círculo de infierno con cientos de cadáveres, y conoció al hombre que les alquilaba la pala mecánica para remover la tierra, se enamoró, tuvo una hija. —Es mucha adrenalina, muy romántico, pero también es ver la vida de los otros y no tener una vida propia –dice Anahí Ginarte-. Yo estuve un año sin pasar un mes entero en Buenos Aires. Tenía un departamento donde no había nada, ni una planta, cerraba con llave y me iba. Pero decidí parar. Salvo ellas dos –Mercedes, Anahí- ninguna de las mujeres que llevan años en el Equipo tiene hijos. *** A mediados de 2007, el Equipo, la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y el Ministerio de Salud firmaron un convenio para crear un banco de datos genéticos de familiares de desaparecidos a través de una campaña que solicita una muestra de sangre para cotejar el ADN con el de 600 restos que todavía no han podido ser identificados. El proyecto se llama Iniciativa Latinoamericana para la Identificación de Personas Desaparecidas, y hace días que aquí no se habla de otra cosa: de la Iniciativa que se iniciará. Esta mañana, Mercedes Salado y Sofía Egaña revolotean alrededor de un hombre encargado de instalar la impresora de códigos de barras de la que saldrán miles de etiquetas que identificarán la sangre de los familiares. —A ver, vamos a probar –dice el hombre. Aprieta un comando y la pequeña impresora se estremece, tiembla como un hamster y escupe uno, dos, diez, veinte códigos de barras. —Es muy emocionante –dice Mercedes-. Llevamos años esperando esto. 137 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA En las semanas que siguen todos se dedican a una tarea cándida: ensobran formularios para enviar a los cuatro rincones del país. Un día, ya de noche, Mercedes Salado, descalza, sentada en el piso junto a una caja repleta de sobres que dicen Tu sangre puede ayudar a identificarlo, fuma y conversa con Patricia Bernardi. —Si logran identificar a todos, se van a quedar sin trabajo. —Ojalá. Una radio vieja esparce la canción I will survive. *** Miércoles. Nueve y media de la mañana. Desde una de las oficinas del primer piso llegan ráfagas de conversación: —El hermano de ella está desaparecido. —No puede haber un estudiante de medicina de 60 años. ¿Por qué no volvemos a mirar la información? —Ese Citroën rojo…alguien dijo algo de ese Citröen rojo Inés Sánchez, Maia Prync y Pablo Gallo trabajan haciendo investigación preliminar: a través de fuentes escritas, orales, diarios, generan hipótesis de identidad para los huesos. Inés Sánchez, apenas más de veinte, es hija de desaparecidos. —Yo llegué al equipo hace dos años, más o menos. Nuestra tarea es hacer hipótesis de identidad sobre un conjunto de personas en base a exhumaciones que ya se hicieron. Para eso vemos qué centro clandestino utilizaba un determinado cementerio, en qué fechas hubo traslados. Selva Varela tiene porte de bailarina, pelo largo, ojos claros, gafas. Está inclinada sobre una de las mesas. En el hueco de la mano, apretado contra el pecho, abraza un cráneo como quien acuna. Tiene treinta años y está en el equipo desde 2003. Sus padres fueron secuestrados por los militares y ella adoptada por compañeros 138 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA de militancia que, a su vez, fueron secuestrados en 1980. Se crió con vecinos, abuela, una tía y en 1997 llegó al Equipo buscando a sus padres. —Después estudié medicina, antropología, y cuando me dijeron que acá faltaba gente, vine y quedé. Pero no estoy acá buscando a mis viejos. Pienso en los familiares de las víctimas, pienso que está bueno que la sociedad sepa lo que pasó. En un rato habrá clima de euforia y desconcierto: un cráneo al que creían un error no resultó lo que pensaban: un intruso. La buena noticia –la mala noticia- es que es el cráneo de un desaparecido. Lo levantan, lo miran como a una fruta mágica, magnífica. —¿Y si es el padre de…? Es una buena tarde. Por tanto. Por tan poco. *** Diez de la mañana: el cielo sin una nube. El cementerio de La Plata se prodiga en bóvedas, después en lápidas, después en cruces. Y allí, entre esas cruces, hay dos tumbas abiertas y el rayo negro del pelo de Inés Sánchez. El sol chorrea sobre su espalda que se dobla. Alrededor, pilas de tierra, baldes, palas: cosas con las que juegan los niños. —Vamos bien. Encontramos los restos de las tres mujeres que veníamos a buscar – dice Inés. Limpia con un pincel el fondo, los pies abiertos para no pisar los huesos: un cráneo, las costillas. Al otro lado de un muro de bóvedas, en una zona de sombras frescas, Patricia Bernardi, tres sepultureros, un hombre y dos mujeres rodean a Maco que bermudas, sandalias- saca tierra a paladas de una fosa. Los sepultureros se mofan: dicen que no debe cavarse con sandalias, que va a perder un dedo. El sonríe, suda. Cuando bajo la pala aparece un trapo gris –la ropa- Maco se retira y Patricia se sumerge. Cerca, entre los árboles, una mujer de rasgos afilados camina, fuma. Está aquí por los restos de Stella Maris, 23 años, estudiante de medicina, desaparecida 139 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA en los años setenta: su hermana. Patricia saca tierra con un balde y los huesos aparecen, enredados en las raíces de los árboles. —Está boca arriba y tiene una media. Las medias son valiosas: bolsas perfectas para los carpos desarmados. —El cráneo está muy estallado. Acá hay un proyectil. En el hemitórax izquierdo, parte inferior. Tiene las manos así, sobre la pelvis. Después, levantan el esqueleto de su tumba: hueso por hueso, en bolsas rotuladas que dicen pie, que dicen dientes, que dicen manos. La mujer de rasgos afilados se asoma. —No sé si es mi hermana –dice-. Tiene los huesos muy largos. —No te guíes por eso –le dice Maco. En otra de las fosas alguien encuentra un suéter a rayas, un cráneo con tres balazos, redondos como tres bocas de pez: los huesos de mujer son gráciles. Mañana, en un cuarto discreto del barrio de Once, sobre los diarios con noticias de ayer y bajo la luz grumosa de la tarde, se secarán los huesos, el suéter roto, el zapato como una lengua rígida. Pero ahora, en el cementerio, la tarde es un velo celeste apenas roto por la brisa fina. 140 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA El vapor de las ilusiones Diego Fonseca Una masa de alemanes, ingleses, rusos y asiáticos —sombreritos Gilligan y una gazuza de fotos— arma fila frente a las escaleras del Museo del Prado. Un rebaño de otros turistas culturales baja a la carrera, de salida, los mismos peldaños. —¿Adónde ahora? —A Sabatini, que no tengo fotos. El turista cultural —el turista— es un coleccionista de ladrillos. Su rutina consiste en revivir una época echando el ojo sobre la arquitectura —las ruinas, el vestigio— de su cultura. El turista cultural —el turista— forma pelotones de tenis Nike y trota por siete colecciones del Louvre bajo las plaquetas de los muros de las casonas de una Roma de Vespas histéricas disparando el iPhone. El turista sube y baja Teotihuacan, Tulum, Uxmal. El turista cultural —el turista— busca la reliquia y la llena de gente. El turista de crisis —un periodista— es un buscador de huecos entre el ladrillo y, como su par cultural, cuando visita un sitio procura revivir una época ojeando las ruinas, los vestigios de su cultura. Pero, por lo general, las ruinas arquitectónicas que halla el turista de crisis son bastante nuevas, muy modernas y, ciertamente, solitarias. El turista de crisis visita edificios vacíos. El turista de crisis visita el presente, y en el presente, y en las crisis, la gente no está. No quiere estar, quiere irse. Bienvenidos a España. *** En la primavera boreal regresé por una semana a España para participar en un congreso de periodismo en Huesca, en el centro de Aragón, territorio donde vagaba Don Quijote. Madrid tenía un sol macilento y las gentes conversaban con sordina. En varios edificios había carteles de renta y en muchas paredes se ofrecían los afiches del menester doméstico: pintor que pinta por menos precio que otros, plomeros que garantizan servicio y precio incomparables, señoras que 141 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA cuidan niños a precios sin competencia. Gente que se ofrece por menos de lo que vale: una crisis. Conozco El Prado, conozco Sabatini, Sol, la Puerta de Alcalá, las calles torcidas de la noche. Visité Madrid varias veces pero habían pasado seis años desde mi última estadía: tenía la mirada fresca del que puede comparar. Y tenía, frente a mí, una crisis para hacer turismo de ella. Caminé para ver y contar ladrillos, gente que sobra, dinero que no hay. *** De 2005 a 2009, España creyó que podría albergar a sus habitantes, sus migrantes y los vacacionistas noreuropeos de pieles ansiosas de sol, así que las constructoras levantaron y los bancos financiaron ochocientos mil departamentos y casas nuevas. No había techo para el techo. La vieja Hispania era una gema brillante de la Unión Europea. Zara tomaba el mundo; Telefónica, las energéticas y las constructoras de América Latina, y primero el Real Madrid y después el Barcelona conquistaban el fervor del planeta futbol. España, iberismo cachondo, era lúbrica. Entre 2006 y 2007, cuando visitaba Madrid a menudo por mis estudios de maestría, mis amigos vivían a grito y plata. Víctor, que trabajaba en una constructora, había comprado un piso y quería refinanciarlo a más años y menos tasa. Un compañero de estudios planeaba comprar una casa de vacaciones en Valencia. Un tercer amigo mantenía un departamento en Madrid y trabajaba en Barcelona, donde también buscaba comprar. Tenían treinta y pocos años, la sonrisa de la vida por delante, trabajos en bancos internacionales, empresas de energía, sus propios negocios de óptica, autopartes, asesorías. Quien no estaba a la pesca de un trabajo mejor pagado, esperaba un bono gordo junto a las uvas de fin de año. La abundancia era acuática. Teníamos caña y tapas de media tarde y, por las noches, subíamos y bajábamos Chueca y Malasaña cruzándonos con ejecutivos de pocos veintes que bebían Glenlivet y fumaban Romeo y Julieta como si así hubiera sido desde Castilla y Aragón. Uno de esos días, un colega ecuatoriano quiso saber si nadie veía derroche, si no tenían la sensación de estar viviendo de prestado con la anuencia de la Unión Europea, si eso con pico de burbuja, inflación de burbuja y que hacía fffsss de burbuja era eso: burbuja. Lo miraron como un latinoamericano desvariado, acostumbrado a golpearse la frente contra las crisis. 142 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA Un año después era 2008 y la burbuja que parecía burbuja dejó de hacer fffsss e hizo bum. *** La crisis, esa colección de ladrillos sin uso. En 2009, los promotores de vivienda de Madrid calcularon que el inventario de casas y departamentos vacíos llegaba a setecientos sesenta mil en todo el país. Mucho, pero había esperanza: pronosticaban que el excedente sería absorbido para —. En marzo de este año, sin embargo, la agencia de calificaciones Moody’s dijo que, bueno, tal vez, el sobrante de viviendas duraría hasta ‘. Y, para la misma época, la Fundación de Cajas de Ahorros dijo que, bueno, tal vez, haya techos sin ocupar hasta 2025. Una crisis es eso: vacío. Un exceso de ladrillo nuevo en desuso y de gente vieja usada. *** El vacío es también caminar sobre las nubes. El vapor de las ilusiones. Mi abuela, una italiana que fue pobre, decía: “No se cuentan los frijoles hasta tenerlos en la mano”. En España plantaron frijoles mágicos para subir bien alto en el cielo. Les llamaron aeropuertos. Al aeropuerto de Castellón, donde hundieron ciento cincuenta millones de euros, lo inauguraron con pompa y banda en marzo de 2011. Mil quinientas personas fueron en autobús a ver el corte de cintas. Años después, Castellón no tiene aviones y no tiene —porque nunca tuvo— permiso para navegación. Lo que tiene —por tener— es una estatua colosal inspirada en su promotor, un presidente provincial, Carlos Fabra. El ego de Fabra es de metal y pesa veinte toneladas. Al aeropuerto de Ciudad Real —mil millones de euros— lo cerraron en 2012. En Córdoba expropiaron terrenos para ampliar la pista en espera de los turistas, que nunca vinieron. Al de Murcia-Corvera lo trazaron entusiasmados por la 143 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA proliferación de resorts y los campos de golf, pero los viajeros del norte de Europa llegaron menos veces que los matorrales que se esparcen entre el estacionamiento sin autos y la pista sin aviones. Y luego está Lleida: noventa y cinco millones de euros para apenas cuatro vuelos semanales. El informativo Veinte minutos mostró que, con el último avión, el concesionario abre el restaurante del aeropuerto para que los habitantes de la ciudad tomen cenas al aire libre. El dj que las ameniza dice haber pinchado en bodas y todo tipo de fiestas pero, como eso, nada. “Eso” es —llenar el vacío o— seguir cayendo. *** Tres tristes trenes trasiegan trochas sin trucos en la trastera. Tren rápido núm. 1: AVE (por Alta Velocidad Española) entre Madrid y Huesca, en el norte de España. Valles y colinas que empiezan a verdear, tractores nuevos, casonas de cien años. Aquí y allá, molinos de viento: pinchos blancos, lustrosos como cerámicas que parecen creados por un diseñador de Apple. Eso era España —sigue siendo— hasta hace poco: la modernidad clavando la pica en la tierra profunda de las tradiciones. Una prueba de que el pasado puede — debe— quedar detrás. Tren rápido núm. 2: Primero, el agrado. En la pequeña estación de la pequeña Huesca todo está limpio, todo parece a medida y bien usado, funcional. Hay un tráfico saludable de público. Luego, la desazón. En la monumental estación de la gran Zaragoza todo está limpio, todo es descomunal y desmedido, casi sin usar, cuidado pero disfuncional. Es martes, son las cuatro de la tarde y soy la única persona —en toda la estación— para parar el viento pirineico que chifla por los andenes. Un monumento pensado para otra época, otro ejemplo del mito del crecimiento infinito de las habichuelas mágicas. Una pena. Tren rápido núm. 3: AVE entre Huesca y Madrid. Gumersindo Alonso, un colega, cuenta que unos días atrás escuchaba a una mujer hablar a los gritos por su teléfono móvil. Era una señora algo mayor, de provincias, voz sin algodones. 144 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA —Que estoy en el AVE — decía la señora muy señorona— ¿Que cómo es? Pues cómo va a ser: normalito. —”Normalito”, dijo, como si el AVE hubiera estado aquí toda la vida —dijo Gumersindo—. No valoramos lo que tenemos. El triste tren del atraso, a trancas, no trasiega tan atrás. *** Hace un tiempo, un banquero me dijo en Washington que, si quería, si se me antojaba, si me aventuraba, podía comprar un caserón de dos plantas, antiguo, en Galicia, por menos de cien mil euros. —Los españoles están caídos del hambre. —¿Sí? —Ya no gritan tanto. No le creí mucho, pero en abril, The New York Times invitaba a sus lectores millonarios a unirse a rusos y chinos en la cacería de propiedades en Barcelona. Un agente de bienes raíces decía que los precios estaban desmoronados un 35% y que seguirían en los pisos por un par de años. Y si suben, no volverán a los niveles de 2007 cuando eran, muy apropiadamente para Barcelunya, surrealistas. *** En las crisis se gana y pierde la voz. La disfonía que sucede a la protesta enojada o el silencio del que —porque el horizonte no parece tener línea— ni quiere hablar. Cuando llegué a Madrid, el Rastro y Chueca no rebosaban de paseantes y sonaban disfónicos. Además de los rumanos de unos años atrás, quienes ahora pedían en la calle, hablaban español castizo. Un tipo atlético, pelo y barba rubios, vestido con ropa de deportista despellejada por el uso, pedía unas monedas echado en la vereda con desgano. Al lado, dos perros de pelos largos, antes blancos ahora gris, enredados. Al frente, visible por entre las piernas de los paseantes, un latino en un taburete que toca —tópico— “El cóndor pasa” con guitarra y sikus. 145 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA —Ya con esa canción —retó el godo—. Vete a otro lado, que me espantas a los perros. —Vete tú —devolvió el otro, bajito, marrón, migrante—, que tenemos el mismo derecho de estar aquí los dos. Dos jodidos en guerra. Los nuevos gritones. *** Según un estudio de la ONG Intermón Oxfam, a fines de 2012, en España había dieciocho millones de personas en riesgo de pobreza y exclusión social. El bienestar precedente, decía el informe, recién volvería en un cuarto de siglo. El problema es, entonces, el mientras tanto, pues en una década esos cuatro de cada diez españoles hoy en riesgo serían —¡hostias!— pobres. En el Congreso de Periodismo, en Huesca, un joven aspirante a desempleado — periodista— dijo desde el público que en España hay pobreza como en América Latina. Los cinco periodistas latinoamericanos que ocupábamos el panel nos miramos entre risas. ¿Puede la escasa pobreza europea ser la clase media de mucha América Latina? *** Es viernes, son tapas de Ávila y es el bar Los Torreznos, en Salamanca. La chica de la barra me saluda en un castizo arrastrado, barriobajero: es latinoamericana pero se afana para jugar de local. Pido un montadito de queso de cabra, piquillos, jamón y boquerones, una Cruzcampo. Nota mi acento, me mira fijo. La siguiente vez que crucemos palabras su acento será paisa. —Está difícil. —¿Mucho? —Mucho, pero igual se come, eh. Esto no es como allá. *** 146 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA —La española sigue siendo una sociedad ofensivamente próspera. Más que crisis económica, España —las Españas—, lo que tiene, es una crisis de personalidad. Éste es Roberto Valencia, habitante casual de Vitoria-Gasteiz, ojos del color cenizo del cielo de Galicia, paciente padre de Alejandra, de Soyapango, doce años invertidos en Centroamérica, hijo de Euskadi, tierra de buen mar para la mesa, periodista de varios lugares. —¿Qué quiere decir “ofensivamente próspera”? —Acá todos se quejan de lo mal que están, pero todos tienen salud y educación “de calidad” garantizadas. Internet, paro, subvenciones, pensiones. Muchas de ellas son palabras prohibidas allá, abajo. No soy yo quien va a negar que se han dado algunos pasos atrás y que habrá verdaderos dramas personales, me late que puntuales y los menos publicitados, pero… —Pero. —Pero incluso ahora, que se habla tanto de crisis y de “pobreza”, se hace tomando cañas y tapas a dos euros, cuando no gintonics a seis cada uno. En fin, que esto sigue siendo Europa. Como Argentina. *** Hay crisis de pan y crisis de gintonics. Y es tentador —y a veces certero— ver a ambas protagonizadas por ciudadanos de distinto pelaje. Hay gente que pierde el trabajo y la casa, que sufre y que muere en la “jodienda” y en el “paraíso”, pero también hay jerarquías: las crisis no afectan a todos, no igualan. Una crisis en Guatemala o Nicaragua hunde más en las infames enfermedades, el atraso, el olor a mierda: ¿qué político te sacará ventajas, estarás vivo en diez años, Xolotli? Una crisis en Madrid recorta la compra del supermercado, somete el ego a la ignominia personal del seguro de desempleo, mete incertidumbre: ¿cómo pagarás el piso, de qué vivirás hasta tu retiro, José Agustín? *** 147 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA Es curioso que una crisis —que es bien visible— sea también etérea: se respire. En ese estado atmosférico, si hay una crisis que se orea en protesta y otra que se calla, hay también una crisis que se canta. Debiera existir un índice vocal de crisis: cuántos guitarristas, tríos de música de cámara, trompetistas y flautistas, chicas con chelo y jubilados con órganos Korg tocan sevillanas, pasodobles, tangos, valses por las monedas de la compasión. Rápido recuento de pocas horas: a la salida de la estación de Metro de Justicia un flaco aporrea “Humo sobre el agua” en una guitarra eléctrica. A sus pies, un cartel de cartón: “Situación precaria”. En Gregorio Marañón, un gordo con coleta, suéter y jeans negros, ataca con “Dinero por nada”, de Dire Straits. Al frente de la librería FNAC, un quinteto clásico termina el tango “Por una cabeza”. Estrofa final: Basta de carreras, se acabó la timba, un final reñido yo no vuelvo a ver, pero si algún pingo llega a ser fija el domingo, yo me juego entero, qué le voy a hacer. Rifarse todo. Las monedas de la compasión. *** Me dice Carlos Dada, uno de los periodistas del Congreso, salvadoreño, dos medialunas de insomne de tiempo completo bajo los ojos, director del periódico digital El Faro, hombre de buena risa: —La década del boom y la falta de memoria de la sociedad española han hecho que esta situación los tome por sorpresa, y que no vean la salida. La crisis es real y grave; pero la percepción, y la depresión, es mucho mayor. *** Estudio del Instituto Nacional de Estadística, abril de 2013: el parado español tiene un cuarto de catalá y otro de andalú. Es un hombre soltero en la plenitud de sus fuerzas —30 a 35 años— aunque no plenamente formado —60% apenas completó secundaria—. La mitad perdió su empleo hace más de un año. Mientras leo el reporte, veo que El País ilustró las estadísticas pintando la infografía de color morado. El color del golpe, de la sangre que se estanca. 148 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA *** Compartimos tren con Alberto Salcedo Ramos, cronista heredero de la Barranquilla de Gabriel García Márquez, premio de casi todo —Rey de España, Simón Bolívar, Sociedad Interamericana de Prensa—, fino oído para escuchar, músico de palabras. Miramos España a un lado y a otro. Yo voy a Madrid, él pasará por Zaragoza y Barcelona. Un día, a poco tiempo de recibir el premio Ortega y Gasset en la península, me dirá: —Yo les dije a algunos españoles en un almuerzo: nosotros en América llevamos cinco siglos en crisis, en parte por culpa de ustedes, y no nos quejamos tanto. Ustedes hablan de crisis pero acá uno puede caminar de madrugada por una calle y no lo matan con un destornillador en la barriga para robarle el teléfono celular. Reducir la crisis a lo estrictamente económico sigue siendo una forma de codicia. *** Escenas de la TV del mundo viejo. Diciembre de 2012, una semana antes de Navidad. En las veredas que merodean la Calle de Alcalá, una periodista de El Mundo pregunta: “Vamos, que qué tanto se siente la crisis”. Señor con cara de ser torturado por sus memorias, sobretodo negro, corbata azul, chalina, dice, poco convincente: “Sí, por supuesto, pago más el IVA, la seguridad social… Muy mal, muy mal, sí”. Hombre joven que repara electrodomésticos: “Yo reparo electrodomésticos y, bueno, en la reparación de electrodomésticos…”. Caballero con pinta de abuelo, gorra de abuelo, cara de almacenero jubilado: “Cincuenta por cien”, dice, y mira a la esposa, los pelos rubios de peluquería. “¿Que menos? —vuelve al micrófono—. Menos —sonríe—. Bueno, mucho no, ¿vale?”, ríe. Crisis. 149 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA ¿Crisis? *** Olga Lucía Lozano es colombiana, habla tranquila, ríe fuerte, es la creativa detrás de La Silla Vacía, un proyecto digital de investigaciones que en España dejó muchos labios formando una “o” entre periodistas sin empleo, con miedo a perderlo o convertidos —contra su voluntad— en emprendedores. —De ida y de vuelta la crisis pareciera tener una presencia más fuerte en los discursos de los españoles que el mundo real. Hay crisis en las palabras, en los relatos y en las quejas constantes. Hay señales en los espacios a medio construir, en los escenarios deshabitados y las señales que deja en el negocio urbanístico o en lo que muchos consideran el esplendor citadino. Pero, en contraste con los que no vamos y volvemos de las crisis, sino que convivimos con ella en las ciudades de América Latina, no parece tan duro. *** La estación de Metro de Diego de León está fría. Es marzo, un cantante canta, el pasaje pasa. Tiene una barba agresiva y el pelo corto y un sombrerito, y tiene la guitarra y los jeans negros a la pierna y el suéter gris y llos tenis rojos. A sus pies, la caja de la guitarra cuenta un billete de cinco euros, diez o quince monedas y una calcomanía con la “A” anárquica. El cantante tendrá treinta y pocos años, acento andaluz y temblor de cantejondo en la voz: Pasa la vida y no has notado que has vivido, cuando pasa la vida y no has notado que has vivido, cuando pasa la vida, pasa la vida. Tus ilusiones y tus bellos sueños, todo se olvida tus ilusiones y tus bellos sueños, todo se olvida. Pasa la gente —pasa la vida—, nadie deja nada. Las palabras hacen el mundo. *** 150 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA El río Valparaíso es el límite norte del pueblo más pobre de España, en Zamora, en la tierra del vino, a pocos kilómetros de la frontera noroeste con Portugal. En el lugar había fronda y, en el pasado pasado, cuando moros y cristianos se daban en la madre, bajo las arboledas se escondían los bandoleros para asaltar al viajero distraído. Ahora quien lo asaltó fueron un alcalde y su hijo. En marzo de 2012, la BBC produjo una historia sobre el pueblo, un lunar donde viven doscientas cuarenta personas que habían acumulado una deuda de 4.6 millones de euros. Felix Roncero, su alcalde, dijo que su predecesor se rifó el dinero. El hijo habría organizado fiestas, celebraciones, malgastaba la plata en construcciones, pagaba salarios pero no la deuda a la seguridad social. El pueblo fue embargado: lotes, casas, el bar. La ley evitó que también lo fueran la alcaldía y la residencia de ancianos donde una veintena de hombres y mujeres en sillas de rueda se empastan con papillas. El pueblo, porque las palabras definen el mundo, se llama Peleas de Abajo. *** Semántica de crisis: En España, el despido moderno es una sigla, ere, por Expediente de Regulación del Empleo. El ERE, cuando designa algo, designa una cifra: 332, 842 registrados y, de ellos, 56,020 despedidos en sólo nueve meses de 2012. O sea, en España, el trabajo es un eufemismo: los empleos no se pierden, las horas de trabajo no se reducen, no hay suspendidos. Nada más se regulan expedientes. Crisis semántica. *** Cuando sea, un hijo es un hijo es un hijo es un hijo. —El chaval ahora está aquí, conmigo —dice el señor, bigote cano, bajo, cero pelos en la mollera. “Aquí” es un taxi. 151 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA —Estudió, pero dejó. La crisis. Conduce cuando yo no. También se ha mudao a nuestro piso. El hijo tiene veinte, la hija se casó bien: el marido es profesional. Son las cinco de la mañana de un domingo y el señor sin pelos en la lengua conduce con la frescura de quien lleva pocas horas en fajina. —De día conduce él, el chaval. A la noche es mi turno. Mejor así, más tranquilo. El auto huele a cuero nuevo, aunque es un modelo 2009 y ahora es 2013. —Así son las cosas. Cuando llegó al hotel, el señor sin pelos en la cabeza pidió que yo cargara mi maleta a la cajuela del auto —tiene lumbalgia y el médico le ha prohibido esfuerzos—, pero apenas acabé, él mismo subió la de mi compañera de viaje. —Si hay mujer, uno ayuda. El señor con pelos en los labios no tiene un pelo de tonto. —Cosa de caballero. *** Lunes, Puerta del Sol, manifestación. El colectivo ¿Quién teme a la filosofía? protesta contra la reforma educativa del gobierno de Mariano Rajoy, que privilegia los saberes prácticos —para mejorar, dicen, la empleabilidad— y convertiría la Historia de la Filosofía, troncal y obligatoria en el segundo año de Bachillerato, en optativa y sólo para los estudiantes de Humanidades. Treinta personas en hemiciclo. Habla una muchacha gordita, retaca, anteojos, pelo suelto, gola de futura maestra. Viste, como los demás, una camiseta celeste con la muy académica consigna “Vivir sin filosofía es tener los ojos cerrados sin tratar de abrirlos jamás”. Dice al micrófono: 152 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA —La filosofía sirve para cuatro cosas: uno, nos da una visión del mundo; dos… Se muere el micrófono. Nadie protesta. La chica busca reactivarlo, pero el aparato muere con un ronquido. —Dos… 2013insiste, la voz alzándose para superar el murmullo de Sol. —¡Oro, compramos oro! —suenan, con mayor efectividad, dos hombres que promocionan a Los Kilates del Arenal, que, por si fuera necesario, también compra plata. A diez metros del grupo, cuatro policías ríen entre sí, porque sí. *** Leer periódicos durante una crisis es más que someterse al látigo: es pedirlo. Un día de marzo, entre pepito y café, la prensa cuenta. Suben los morosos en la banca. La UE, muy seria, informa que, si rescata a Chipre, será con cepo, corralito y un corsé de clavos: los salvatajes de los grandes meten a los chicos en correccionales con institutrices alemanas. Un reporte público afirma que 22% de los españoles evade al fisco y otro, de los empresarios del País Vasco, que desaparecieron setecientas dieciocho empresas en Euskadi en los primeros sesenta días del año. A Hacienda se le escapa el cardumen de peces grandes y medianos y un océano de jureles. Como ya no hay —tanto— dinero, las empresas empiezan a eliminar el exceso de cargos de las buenas épocas y cantan un largo adiós a superjefes de logística, megavendedores del área comercial, vacas gordas de la estrategia corporativa. La grasa se debe quemar rápido para estar en forma. Los clubes de futbol de La Liga deben quinientos cuarenta millones de euros a Hacienda; los de segunda y categorías menores, ciento cincuenta y cinco millones. En febrero se conocieron los resultados de un estudio encargado por La Liga a una consultora: la mayoría de los clubes están en riesgo de desaparecer. El Valencia, campeón de pico y pala, pasó a manos de la Generalitat. Su estadio, que quedó a medio construir, parece su opuesto, un circo romano a medio destruir. El circo puede ocultar el hambre, pero el hambre nunca salvará a ningún circo. 153 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA El último en decirme algo en el periódico es César Alierta, el —más pálido, más gris— jefe de la Gran Teta de España, Telefónica: “Nos preguntan siempre que cuándo vamos a tocar fondo y nosotros les decimos que ya”, registra un periódico. “La crisis está acabando”. Un mes después, la prensa dice, para beneplácito de todos, que el señor gobierno, los señores expertos, el señorísimo Banco de España y los muy señorones organismos internacionales, coinciden con Alierta: la crisis tocó piso a fines de 2012. Un mes después, la prensa dice que, por primera vez en la historia, España supera los seis millones de desempleados. Digo: la economía puede haber frenado al borde del abismo, pero la inercia sigue tirando cuerpos a él. Leer periódicos en la crisis no es someterse al látigo: es pedirlo. Con fruición. *** Todos los años, el Real Instituto Elcano publica un barómetro: cómo se ve España. Dos años atrás, un estudio del banco BBVA contaba que la productividad española por hora trabajada era heroica. Al país de la siesta y los tapeos de maratón le faltaba para alcanzar el promedio europeo pero era ya tenía uno mayor que, domo arigato, el japonés. Cuando el país crecía —a un promedio de 3.5% desde 1985 y hasta 2007—, el milagro español asombraba a quienes queríamos creer y los hijos de la Corona andaban anchos por el mundo, las voces rugientes, altos cañones de la Armada Invencible. Pero cuando el hilo de la crisis se reveló cada jalón exhibía más de una madeja sebosa de despilfarros, deudas y déficits de gobiernos, familias y empresas. Así, a inicios de este año, los alemanes hablaron muy mal de España. Es débil, dijeron; es corrupta y tradicionalista, dijeron. Ociosa. El Real Instituto Elcano dictaminó, entonces y extraoficialmente, lo que todos sabían: el milagro español ya no existe. De todos modos, dice el reporte, a pesar del deterioro España todavía es 154 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA bien valorada en Alemania, donde lo califican con 6.1 en una escala de cero a diez. A Grecia, recuerda, le pusieron 4.6. Es curioso cómo funciona la autoconmiseración: el muerto podrá sufrir, pero se aliviará de no estar degollado. *** La crisis cambia la psicología de las personas. Depresión, tristeza. Rabia. Se toman más ansiolíticos, se bebe peor. Se duerme mal, el rendimiento se asfixia. Varias asociaciones de ayuda contaron a la decana del Colegio de Psicólogos de Galicia que un tercio de los suicidas de la comunidad son personas desahuciadas de las viviendas que ya no pueden pagar. Es de espanto: entre 2008 y 2012, cerca de medio millón de familias fueron expulsadas por los jueces de sus hogares. En España, la ley inmobiliaria carga a las personas con el sambenito de la Inquisición pues prohíbe a nadie enviar a la quiebra su deuda hipotecaria. En marzo, la ue apuntó con el índice a la norma y dio potestad inmediata a los jueces del país para que detengan los desalojos mientras investigan si las familias han firmado créditos con cláusulas abusivas. El fallo del Tribunal de Justicia de la UE que puede permitir a miles mantener sus techos, nació de una demanda de un desahuciado de Barcelona llamado Mohamed Aziz. Mucha España le deberá su casa a un migrante, a un mal mirado, un negado, Aziz, un moro. La crisis debe cambiar la psicología de las personas. *** Telefónica ganó casi cuatro mil millones de euros en 2012 —27% menos que el año anterior—. Repsol, la expropiada, ganó dos mil millones —6% menos—. BBVA ganó mil setecientos millones —44% menos—. Hay gente que se indigna: ¿por qué el gran capital siempre gana cuando yo pierdo? Pues bien: la siderúrgica Acerinox perdió dieciocho millones de euros en 2012. IAG perdió novecientos veintitres millones e Iberia trescientos cincuenta y un 155 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA millones. Bankia, el holding financiero, perdió veintiún mil doscientos millones de euros. Hay gente que festeja: era hora de que les toque perder. Las crisis no dejan pensar bien. *** En el Metro, siete años atrás, los más jóvenes, los del medio, los más viejos eran muy españoles: hablaban con el volumen de las multitudes. Hace un mes, el Metro era una sala de espera de hospital: el silencio del miedo, las arrugas de la preocupación. Los únicos que se oyen son los adolescentes, porque están en la edad en que nada importa, y los necesitados, porque están en la edad en la que todo importa. *** El tipo es muy alto y muy flaco y camina por el centro del vagón con la vista al frente y el ojo afiebrado del poseso. Hablará sin pausas. —Llevo una semana sin comer, salí de la cárcel en condicional hace un mes y no quisiera pediros nada porque el hombre debe valerse por sí mismo y yo me he equivocao y la he pagao y ahora quiero una oportunidad de hacer las cosas bien soy una persona de bien y tengo hambre y me duele el estómago llevo días sin dormir y hasta siento mareos si me dáis dinero está bien y para que veáis que mi hambre es verdadera y no busco unas monedas para beber si me dais algo de comer por dios os digo que me lo como delante de vosotros. Una pareja le pasa un par de monedas y una abuela saca de su cartera una bruta garrapiñada de maníes. El ex prisionero insomne y famélico se detiene y, con toda la pausa recuperada, dice: —Disculpad, pero no puedo. Soy diabético. *** Caminamos en el principio de la noche zurrados por el frío. Mi colega lleva rato azotando el deseo exacerbado de sus compatriotas. Que cómo comprarse un piso que no puedes pagar con tu salario. Que cómo, incluso, pensar en tener un segundo. Y un auto nuevo y muchas vacaciones. Que él nunca compró: que renta. 156 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA Que la ex esposa le dice que siempre fue un agarrado y él, ahora, relajado, ante las evidencias del jaleo, la ve y ve un velorio: ella y su nueva pareja con el agua al cuello para pagar la hipoteca de la casa que él no quiso. —No entiendo cómo en este país la gente hace estas cosas —dice. Quiero decirle que vivo en Estados Unidos, que tampoco entiendo cómo en este país —cómo en muchos países— la gente hace las cosas. Pero sobrevivimos a irracionalidades mayores —guerras, latrocinios, hambrunas, Mariah Carey— y callo. Además, estoy sin comer. Cuando llegamos al bar, pedimos serrano, tortilla de patatas, cañas, y sigo callado. Mejor reímos. Bienvenidos a España. *** —Buen día, vi el anuncio en la calle de Francisco de Silvela. El anuncio decía: “Precios sin competencia. Pintor profesional. Techos, locales, pisos, su comunidad. Experiencia en pintura lisa y gota. Pintamos todo. Presupuesto gratis y sin compromiso. Seriedad, limpieza, rapidez”. Era un cartelito del tamaño de un posavasos pegado en la pared de un edificio gris, en una esquina donde pasan muchos autos y pocos paseantes. El número de teléfono estaba borroneado pero aun parecía legible. Un sábado por la mañana decidí probarlo, conocer algo más de alguien que no vive en Peleas de Abajo pero que conoce las ídem. —¿Podría hablar con el pintor? La mujer que atendió no perdió el tiempo. —No está más. Se volvió a su país. Adiós, España. 157 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA Gabriel García Márquez va al dentista Julio Villanueva Chang Una mañana de julio de 2001, Gabriel García Márquez dijo algo inesperado sobre su dentista. Había aparecido en un salón de la Universidad Iberoamericana de México para saludar al escritor Ryszard Kapuscinski, quien por esos días dictaba un taller en el Distrito Federal. Regresaba de un cáncer, y se le veía con una flacura de hospital, envuelto en una chaqueta ocre pero con un humor caribeño que infectaba de verano el salón de clase. En un descanso del taller, García Márquez intentaba llegar hasta la puerta del aula pero siempre se tropezaba con alguien que le cerraba el paso. Esa mañana fui uno de ellos. Quería saber si había leído «García Márquez va al dentista», una historia que yo había publicado sobre su amistad con un odontólogo de Cartagena de Indias a quien años antes él había buscado para aliviar una inflamación de sus encías. El escritor se detuvo un segundo detrás de unos anteojos de carey tan grandes que parecían pertenecer a un gigante miope. Luego se inclinó ante las páginas de mi libro y se retiró de súbito, como quien hubiese descubierto a un biógrafo con mal aliento. –Gazabón no fue ético en contarte eso –me dijo. Ojo por ojo, diente por diente. Una tarde de enero de 1999, el odontólogo Jaime Gazabón me había contado la historia de un dentista de provincia a quien un Premio Nobel de Literatura le había pedido ser el padrino de bautizo de su hijo. Era su historia con el paciente Gabriel García Márquez. Había sido un testimonio menos de vanidad que de orgullo, menos de presunción que de honor, menos de indiscreción que de agradecimiento. Sin embargo, esa mañana de 2001, cuando lo interrumpí para recordarle la historia de cómo un dentista se había convertido en su compadre, Gabriel García Márquez se fue a sonreír a otra parte. «Gazabón no fue ético en contarte eso», me dijo, con cierto desdén, y siguió su camino a que otro más lo interrumpiera. No hubo tiempo para explicarle nada. No había sido la traición de un ex psiquiatra ni el chisme de un guardaespaldas ni la venganza de una amante. Esa mañana, más que sentirse decepcionado sobre su dentista, García Márquez parecía haber perdido el sentido del humor. Después de todo, no era tan grave decir que tenía caries. *** 158 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA La tarde del 11 de febrero de 1991, Gazabón abrió una puerta de su clínica dental de Cartagena de Indias y descubrió a Gabriel García Márquez solo como un astronauta en una sala de espera. Eran las dos y treinta de la tarde, y el paciente había llegado puntual. «En siete años nunca llegó tarde a una cita», recordaría tiempo después el médico. Aquella primera vez, García Márquez había llegado hasta su consultorio en su automóvil con chofer. El lugar estaba ubicado en un barrio de la ciudad cuyo nombre es perfecto para el oficio de un dentista: Bocagrande. En la mesa de centro, sólo había literatura de consultorio de dentista, revistas para disimular la espera antes de ingresar al cuarto de salud dental, y una música de fondo de efectos sedantes. Cuando el odontólogo salió a recibirlo, el escritor acababa de completar a manuscrito su ficha de historia clínica: «Nombre del paciente: Gabriel García Márquez. ¿Cuál es su ocupación? Paciente vitalicio. Número de teléfono: Cortado por falta de pago. Si es casado, ocupación de su esposa: Sí, no hace nada. ¿Para qué compañía trabaja su esposa? Ya quisiera yo saberlo. Nombre de la persona responsable por el pago del tratamiento:Gabo, el hijo del telegrafista. ¿Tiene usted alguna molestia o dolor? Molestia sí, el dolor vendrá después. ¿Nos podría decir quién lo recomendó al Dr.? Su fama universal». Fue todo lo que García Márquez escribió en esa dramática visita que tarde o temprano todos hacemos al consultorio de un dentista. Los primeros siete años de consulta el odontólogo trató a García Márquez con el respetuoso vocativo de maestro. Luego empezó a llamarlo compadre. El doctor Gazabón recuerda que cuando se había enterado de que su esposa estaba embarazada de su sexto hijo, García Márquez le preguntó con el entusiasmo de un cura recién ordenado: «¿Y cuándo lo bautizamos?». Jaime Enrique de Jesús iba a ser su primer hijo varón. Pero el odontólogo no entendía aquella pregunta del novelista. Alguien que había vivido en México tuvo que explicarle que en ese país, donde el escritor ha vivido por décadas, el honor de ser padrino se ofrece a los padres y no al revés. El día del bautizo, García Márquez y su esposa Mercedes fueron los primeros en llegar a la iglesia. –No creo que nada sea casual –dice el dentista–. Fue un bautizo macondiano. Aquella ceremonia no parecía haber sido la primera coincidencia familiar. Las familias de ambos, recuerda Gazabón, habían sido vecinas en el barrio de Pie de la Popa y la hermana de García Márquez iba a jugar a casa con su hermana. Entonces el dentista era un bebé de un año, y el escritor debía ser un veintañero, alguien que andaba mamando gallo, ese modo tan caribeño de tomarte el pelo y vacunarte contra la solemnidad. Eran de generaciones distantes: cuando García Márquez 159 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA ganaba el Nobel de Literatura, Gazabón hacía un posgrado de Rehabilitación Oral en la Ohio State University. La primera vez que el ilustre paciente visitó la casa de quien iba a ser su compadre, el novelista entró por la puerta principal y salió por la de la cocina para saludar a las muchachas de servicio. Desde entonces ningún dentista había callado tanto sobre la intimidad y la boca abierta de uno de los escritores más famosos de la Tierra. A García Márquez, según el médico, le gustaba repetirle que cada vez que llegaba a Cartagena era a él al primero que telefoneaba. Y desde que García Márquez lo visitara en su consultorio dental, la vida del doctor Gazabón sufrió una metamorfosis. Sus amigos le enviaban libros para que García Márquez se los dedicara. Unas palabras. Una firma. Un garabato. Una serie de señoras le rogaban si era posible fotografiarse con él. Una sola vez. Un minuto. Por favor. El dentista era invitado a leer un fragmento de CIEN AÑOS DE SOLEDAD en el Museo Naval de Cartagena. Los pacientes que llegaban al consultorio dental veían colgado en una pared, encima de un temible sillón negro donde todos se acostaban, un cuadro que enmarcaba una fotografía del paciente ilustre junto a su odontólogo envidiado. A veces les parecía una alucinación en colores: el escritor, que aparecía recostado en aquel mismo sillón negro, llevaba una camisa negra y las manos tan juntas como si hubiese sido maniatado por su risueño odontólogo. Uno que otro veía ese retrato de García Márquez acostado en el sillón dental, y creían que podía ser la travesura de una Macintosh caribeña, el burdo montaje de un fetichista literario. Lo cierto es que aquel cuadro parecía servir al dentista como una primera anestesia. De un golpe de vista los pacientes se olvidaban de sus muelas, y cualquier mueca de dolor se mudaba a una misma pregunta. ¿Cómo había llegado hasta allí el autor de CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA? *** Una noche de setiembre de 2004, el doctor Gazabón cogió un maletín negro cerrado con una clave de seguridad. Estaba de pie frente a mí, en la mesa del comedor de su nueva casa en Tampa, Florida, revolviendo algunos recuerdos de su amistad con su compadre Gabriel García Márquez. Aún había cajas por abrir, señal de que su mudanza a Estados Unidos todavía no acababa. En el comedor, por debajo de una mesa, se paseaba un perro pincher en miniatura, llamado Blackie, de quien Gazabón decía que sólo le faltaba hablar, y de las paredes de su casa colgaban pinturas de su esposa, la artista plástica Ángela Schiappa. El dentista y su familia se habían mudado hasta Florida luego de haber tenido que partir de Cartagena, donde él y su esposa eran militantes evangelistas de La 160 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA Comunidad Cristiana de Fe. Ambos solían predicar en barrios populares, donde no eran nada bienvenidos por la guerrilla. Esa noche de otoño, luego de abrir la clave de seguridad de su maletín, el Dr. Gazabón extrajo de él una bolsa de terciopelo azul, una de ésas en donde los joyeros guardan metales preciosos en miniatura para protegerlos del maltrato del tiempo. Días atrás había pasado un huracán destructor cerca de su casa. Gazabón aún no podía ejercer en Florida el oficio de odontólogo, y por entonces trabajaba de ceramista dental en un laboratorio de prótesis molares. Se había vuelto un escultor de dientes de porcelana, un artista de la dentadura artificial. Acababa de llegar la medianoche. En uno de los cuartos de su nueva casa, uno de sus hijos, Jaime Enrique de Jesús Gazabón, se había quedado dormido. Tenía siete años, y su padrino de bautizo era Gabriel García Márquez. Todo había sucedido cuando él era un bebé, y el niño no sabía nada más. Pero esa noche de setiembre de 2004, el doctor Gazabón parecía estar dispuesto a mostrarme algo que no me había confiado cinco años atrás, la tarde en que lo conocí en su antiguo consultorio de Bocagrande. Guardaba una extraña joya en aquella bolsa de terciopelo azul. *** Las razones que habían hecho aterrizar a Gabriel García Márquez en el consultorio del doctor Gazabón no fueron nada novelescas: un odontólogo de Bogotá había operado una corrección en su dentadura y, para que continuara su tratamiento, le recomendó buscar en Cartagena de Indias al ortodoncista Luis Eduardo Botero. La suya iba a ser una operación de rutina. García Márquez sólo parecía necesitar a uno de esos especialistas que mueven dientes en mala posición y los devuelven a su lugar normal. El ortodoncista puso los dientes del escritor en su sitio, pero le diagnosticó un dolor periodontal –en buen castellano, un dolor de encías. Era la especialidad del doctor Gazabón, y el ortodoncista lo recomendó. Fue así como aquella tarde de febrero de 1991, el dentista descubrió al hijo del telegrafista en la sala de estar de su consultorio de Bocagrande, en el preciso instante en que éste escribía los datos de su historia clínica en una ficha de cartón que le había entregado la secretaria Onira Madera. –Fue como un mandato de Dios –me diría Gazabón trece años después, en Florida, una noche de otoño a miles de kilómetros de allí. Durante las consultas, recordaba el dentista, García Márquez se volvía más terrenal cuando hablaba de política. Una vez Gazabón se atrevió a comentarle algo sobre Dios. 161 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA –Gabo hizo lo que cualquier persona –me dijo el dentista–: dio un muletazo y pasó a otro tema. Aquella vez entendió que debía evitar a Dios en sus conversaciones con el novelista. Pero mi pregunta metafísica era qué iba a hacer el dentista con sus recuerdos cuando García Márquez se muriese. –Uno nunca sabe –me dijo, escéptico–. Hasta uno se puede morir antes que él. –Los dentistas no van al cielo –le recordé. –Fíjate que yo sí voy –respondió, sin ánimos de apuesta. No estaba mal saber que uno va siempre hacia alguna parte. Era la única soberbia que parecía advertirse en el doctor Gazabón: la de sentirse un hombre bueno. La última vez que atendió a García Márquez la tenía apuntada en su historia dental: 20 de enero de 1999. Fue un miércoles. Gazabón también recordaba haber recibido una llamada telefónica suya en diciembre de ese año apocalíptico. El escritor se iba a ir de Cartagena de Indias al siglo siguiente. Por entonces, un cáncer linfático se asomaba a su vida. Según el dentista, García Márquez residía ahora en México y no parecía haber vuelto a la ciudad amurallada. Hubo incluso un rumor de que el cantante Julio Iglesias quería comprar su casa. Antes de mudarse a Estados Unidos, el doctor Gazabón dejó una carta a uno de los hermanos de García Márquez con el pedido expreso de que éste la leyese. También, una caja de galletas italianas que solía preparar su suegra. Esa noche de otoño de 2004, en una Florida de huracanes, el dentista me dijo que aún no había recibido respuesta. *** No había razones obvias para explicar por qué Gabriel García Márquez eligió como sacamuelas y luego como compadre al doctor Gazabón. Era un dentista de provincia. En los estantes de su consultorio de Cartagena de Indias no se asomaba ninguna novela. Sólo clásicos de la dentadura como PERIODONTAL DISEASE, OCCLUSAL PROBLEMS, dolorosa literatura para odontólogos impacientes. No había leído la novela ANESTESIA LOCAL de Günter Grass ni el cuento EL DENTISTA de Alfred Polgar ni los angustiosos episodios de visitas al odontólogo 162 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA en EXPERIENCIA de Martin Amis. Sólo el poema DESIDERATA colgaba de una pared de su consultorio, por encima de un mueble con dentaduras postizas y enjuagues bucales. En 1999, en el escritorio del doctor Gazabón, había una calavera y nada tenía que ver con la de Hamlet. Era la vulgar escenografía de un sacamuelas, el lugar común de la castración dental. El dentista tenía sólo una teoría: que García Márquez lo había elegido para romper su rutina de famoso. «La gente se olvida de que Gabo es un ser humano», decía él. Pero también se olvidaban de que Gazabón era un ser humano, y le preguntaban cuánto se le podía cobrar a un compadre así. «¿Podría decir quién lo recomendó al Dr.? Su fama universal»,había escrito García Márquez, mamando gallo. Pero ya la astrología pronosticaba entre ellos una historia perfecta: García Márquez es piscis; Gazabón, escorpio. «Piscis verá en Escorpio a un gran compañero con el que compartir todas las facetas de su vida». Tratándose del parentesco espiritual entre un novelista y un odontólogo, sólo la astrología parecía ser la teoría más confiable. *** El doctor Gazabón solía hablar de García Márquez con familiaridad y admiración, pero sin reverencias. Esa noche de otoño en Florida, contaba anécdotas del Premio Nobel de Literatura mientras revisaba aquel maletín negro donde guardaba sus recuerdos bajo clave: la historia clínica del paciente García Márquez, retratos de familia con García Márquez, recortes de prensa sobre García Márquez, una muela de García Márquez. Sí. El tesoro del doctor Gazabón era un molar con tres raíces y una incrustación de oro. La muela se veía más horrenda en el acto de extraerla de una bolsa de terciopelo y saber que había sido del señor García Márquez. Ver un molar de García Márquez es como ver cualquier muela fuera de su boca: hace que uno pasee su lengua para verificar que las suyas siguen allí, dispuestas aún a masticar y morder. La muela de un gran escritor se veía tan espantosa como las de cualquiera, y creaba la ilusión de que todos somos iguales debajo de un dentista. Era la punta del iceberg de una antigua dentadura. Era la historia secreta de su sonrisa. Hasta el último día en que fue su paciente, me dijo el doctor, la dentadura de García Márquez tenía doce incrustaciones de oro. Es decir, tenía una docena de restauraciones de dientes con caries. La intimidad del escritor con su dentista no podía ser entonces en el autor de LA MALA HORA una historia anecdótica y casual. García Márquez había dedicado varios episodios de su obra a lo indefenso que uno puede ser ante un dolor de muelas y al poder de fascinación que puede causar 163 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA una dentadura. En UN DÍA DE ÉSTOS, uno de sus más famosos cuentos, Aurelio Escovar, un dentista sin título, extrae sin anestesia la muela que ha torturado por cinco días a su opositor, el alcalde de un pueblo sin nombre. Por suerte, García Márquez nunca quiso ser alcalde y Gazabón sí es un odontólogo con título. Años después, en CIEN AÑOS DE SOLEDAD, el novelista escribió un episodio premonitorio de su primera visita al odontólogo: «Vieron [los habitantes de Macondo] un Melquíades juvenil, repuesto, desarrugado, con una dentadura nueva y radiante. Quienes recordaban sus encías destruidas por el escorbuto, sus mejillas fláccidas y sus labios marchitos, se estremecieron de pavor ante aquella prueba terminante de los poderes sobrenaturales del gitano». En resumen, Melquíades terminó sacándose los dientes y envejeciendo de súbito, pero luego se los puso otra vez y sonrió con el poder restaurado de su juventud. Sí. El hombre envejece cuando los dientes no se reponen. García Márquez lo sabía. Sabía que perder un diente era la más perfecta metáfora de la caída del poder, y que un dolor de muelas era tan agudo e incurable como el amor. No había sido el primer escritor en fascinarse tanto por las muelas: ya Joyce y Nabokov habían perdido la dentadura antes de cumplir los cincuenta años, y no ahorraron palabras para retratarlas como algo mas que un rasgo fisonómico en sus libros. Martin Amis, otro escritor del club de los desdentados, ensayó en su libro EXPERIENCIA una primera y nada desdeñable comunidad de escritores de dientes postizos: «¿Qué más tenían en común Nabokov y Joyce aparte de la pésima dentadura y una soberbia prosa? El exilio y décadas de una precariedad económica cercana a la indigencia. Y una compulsiva tendencia al exceso. Y la desmedida sumisión que merecidamente les inspiraban sus esposas». Cualquier parecido no es pura coincidencia. El último día que el doctor Gazabón lo vio en su consultorio de Cartagena de Indias, el único diente que le faltaba a García Márquez era la muela del juicio. Aunque el escritor parecía haber perdido el juicio esa mañana de 2001 en que le pregunté sobre su historia con el dentista, me quedó también la sensación de que siempre los ganaba. –Es como un Dios de la literatura. Todo el mundo está interesado en cualquier cosa que hace –me dijo el dentista aquella noche de Florida–. Estoy seguro de que Gabo sabe que yo no puedo esconder lo que pasó entre nosotros. 164 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA El doctor Gazabón lo recordaba todo con la conciencia limpia de un pastor evangélico: aquella primera tarde de 1991 en el consultorio de Bocagrande, Gabriel García Márquez tenía una caries y él decidió operar. Le inyectó anestesia local, le extrajo un molar, suturó la herida y un tiempo después colocó un implante en su lugar. Gazabón dice que nunca se quejó. Pero desde ese primera cita entre los futuros compadres ya hubo una pérdida. Sucede en todas las épocas: Homero fue ciego y a Cervantes le fallaba un brazo. García Márquez perdió una muela. –El hilo dental es más importante que el cepillo –advirtió el doctor Gazabón. 165 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA El ultimo hombre muere primero Juan Villoro El 10 de noviembre de 2009, Robert Enke, portero de la selección alemana de fútbol, hizo su última salida al campo. Le dijo a su esposa que iba a entrenar, subió a su Mercedes 4×4 y se dirigió a un pequeño poblado cuyo nombre quizá le pareció significativo: Himmelreich, Reino del Cielo. Cerca de allí hay un descampado por el que corren las vías del tren. El guardameta dejó su cartera y sus llaves en el asiento del vehículo y no se molestó en cerrar la puerta. Caminó a la intemperie, como tantas veces lo había hecho para defender el arco del CZ Jena, el Borussia Mönchengladbach, el Benfica, el Barcelona, el Fenerbahçe, el Tenerife o el Hannover 96. A doscientos metros de ahí, como a unas dos canchas de distancia, estaba enterrada su hija Lara, muerta a los dos años. Un portero ejemplar, Albert Camus, dejó los terregales de Argelia para dedicarse a la literatura. Acostumbrado a ser fusilado en los penaltis, escribió un encendido ensayo contra la pena de muerte. Su primer aprendizaje moral ocurrió jugando al fútbol. Años después, escribiría: «No hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio». Morir a plazos es la especialidad de los porteros. Sin embargo, muy pocos pasan de la muerte simbólica que representa un gol a la aniquilación de la propia vida. Enke fue más lejos que la mayoría de sus colegas. Su muerte, de por sí dolorosa, llegó con un enigma adicional: estaba en plenitud de su carrera y podía defender la portería de su país en el Mundial de Sudáfrica. El número 1 de Alemania suele ejercer un inflexible liderazgo. Sepp Maier, Harald Schumacher, Oliver Kahn y Jens Lehmann se han ubicado entre los tres palos con seguridad de decanos de la custodia. Los porteros alemanes envejecen como si la jubilación no existiera y los años brindaran energías. A los treinta y dos años, Enke pasaba por un buen momento deportivo. Sin embargo, carecía de la condición esencial de los grandes porteros alemanes. Era un hombre de la retaguardia, que rehuía la publicidad, hablaba muy poco de sí mismo y atesoraba secretos que casi nadie conocía. Tal vez la posibilidad de éxito contribuyó a su tensión nerviosa. El puesto definitivo parecía al alcance y comportaba nuevos retos. En la extraña ruleta interior a la que se sometía Enke, un fracaso habría sido preferible. Odiaba la 166 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA presión, pero desde los ocho años, cuando entró a las fuerzas inferiores del CZ Jena, sólo pensaba en atajar balones. Casi siempre, los niños desean ser goleadores. Corresponde a los gordos, los muy altos, los lentos o los raros resignarse al puesto que obliga a tirarse y maltratar la ropa en el patio del colegio. El número 1 es el último en un equipo. El recurso final. Sólo en sitios que valoran mucho la resistencia se convierte en favorito. En Alemania, incluso la academia ha tenido que ver con las heridas. Max Weber ostentaba con orgullo la cicatriz que le había dejado un duelo con un miembro de una fraternidad estudiantil enemiga. El niño que opta por ser guardameta tiene las rodillas raspadas y se ensucia con el lodo del sacrificio. En el país donde Sepp Maier fabricaba guantes blancos para enfrentar un destino oscuro, Enke quiso ser portero. El fútbol profesional puede invadir un organismo en forma absoluta. Para los que crecen en ese entorno, la realidad es lo que se recorre en autobús entre un partido y otro. En su mente no hay otra cosa que pasto, balones, lances fugitivos. Se concede poca importancia a algo decisivo: la forma en que un sujeto se vacía de todo lo demás para convertirse en futbolista integral. La paradoja es que los jugadores más completos son los que conservan otras aficiones, ya sean los tallarines que preparan sus mamás, los números privados de las top models o el gusto por el rock o la samba. Enke era un fundamentalista del fútbol, un puritano que no pensaba en nada más y prefería vestirse de negro, como los porteros de antes, que cada domingo emulaban a los sacerdotes. Defender el destino de Alemania en el Mundial de 2010 podía llevarlo a la gloria. Sin esa oportunidad decisiva, Enke habría estado más sereno. Sus verdaderos problemas profesionales habían ocurrido tiempo atrás. Debutó con el CZ Jena en 1995, donde sólo estuvo una temporada. Después de varios años de regularidad con el Borussia Mönchengladbach, dio el anhelado salto a un club grande de Europa, el Benfica de Portugal. Aunque cautivó a la afición, llegó en una época turbulenta; tuvo tres entrenadores en un año y decidió aceptar un puesto más tentador, sin saber que sería el peor de su vida: «Ninguna posición en el fútbol es tan exigente como la de portero del Barcelona», diría después. En la sufrida era del tiránico Louis van Gaal, Enke fue el frágil defensor de la portería barcelonista. Aún se le culpa de la eliminación ante una escuadra de tercera división en un partido de la Copa del Rey. 167 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA Barcelona consagra o aniquila. Fue ahí donde Maradona se entregó a la cocaína; fue ahí donde Ronaldinho triunfó y quiso superar las presiones del éxito con la variante brasileña del psicoanálisis: las discotecas. Fue ahí donde Enke padeció sus más severas depresiones. Con resignación, el emigrado alemán aceptó defender la puerta del Fenerbahçe, en Turquía, y de ahí pasó a una discreta isla europea: fue guardameta del Tenerife, en segunda división. Cuando el borrador de su biografía trazaba un fracaso, recibió la oportunidad de regresar a Alemania con el Hannover 96. La experiencia es la gran aliada de los porteros y Robert Enke demostró que merecía un segundo acto. La revista Kicker lo nombró mejor guardameta de Alemania. Ciertos jugadores sólo se enteran de que no están hechos para salir de su país cuando una cancha extranjera se mueve bajo sus pies. Enke necesitaba el suelo de Alemania. De vuelta en su ambiente, recuperó la regularidad y los ánimos. Entonces, la vida privada le presentó severos desafíos: su hija de dos años, Lara, murió a causa de una deficiencia cardíaca. Su mujer y él adoptaron a otra niña, Leila. La seguridad del portero había aumentado, pero su paranoia encontró otra salida: temía que se conociera su estado depresivo y le quitaran la custodia de su hija. Obviamente se trataba de una fantasía autodestructiva. El pecado de estar triste Con frecuencia, el número 1 había sufrido depresiones. No le faltaba apoyo. Su mujer se había convertido en una mezcla de enfermera y orientadora sentimental, y su padre, Dirk Enke, es psicoterapeuta. El Dr. Enke trató de rebajar la importancia que su hijo concedía al fútbol. Continuamente le enviaba mensajes de texto para preguntarle por su estado y le repetía que el bienestar personal es más importante que el triunfo deportivo. Pero ya era tarde para una pedagogía paterna. La auténtica educación de Robert Enke había ocurrido en las canchas. El fútbol de alto rendimiento está sometido a una exigencia extrema. En ese entorno, cuando alguien se siente mal, se informa que no podrá jugar porque lo atacó un «virus». No se habla de asuntos personales: sólo los débiles los padecen. Es posible que Alemania haya inventado la Aspirina como una paradoja para recordar que nada es tan importante como soportar el dolor. En el Colegio Alemán, uno de mis maestros iba al dentista y se hacía atender sin anestesia. Nos lo contaba como si se tratara de un triunfo ético. 168 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA A siete partidos de su retiro, Harald Schumacher, ex guardameta de la selección alemana, un hombre con pinta de mosquetero que adquirió triste celebridad por despojar de varios dientes al francés Battiston en el Mundial de España, dio una entrevista a André Müller para el semanario Die Zeit. El resultado fue una confesión digna de un monólogo teatral. Para entonces, el portero jugaba en Turquía y había sido expulsado de la selección por sus declaraciones sobre la corrupción y el uso de drogas en la Bundesliga. En su último lamento como cancerbero, dijo: «La gente cree que soy frío porque soporto el dolor. Una vez le pedí a mi esposa que me apagara un cigarrillo en el antebrazo y sufrí tanto como ella. Todavía tengo la cicatriz. Quería demostrar que uno puede soportar lo que se propone. No soy un bloque de mármol. Soy vulnerable como cualquier otro. Sólo soy brutal conmigo mismo. No soy un genio como Beckenbauer. No he heredado nada. Estamos en el purgatorio. Cuando deje de sentir dolor, estaré muerto». El área chica de Alemania es un purgatorio al aire libre. En 1897, Émile Durkheim publicó su monumental investigación sociológica El suicidio. Una de sus aportaciones fue vincular la tendencia de ciertas personas a quitarse la vida con la anomia que padece la sociedad entera. El malestar colectivo influye en forma difusa pero decisiva en la reiteración de tragedias individuales. En otras palabras: las causas del suicidio siempre son particulares, pero al final del año se cumple una cuota fijada por la sociedad. ¿Qué país tiene más tendencia al suicidio? «De todos los pueblos germánicos, sólo hay uno que esté de una manera general fuertemente inclinado al suicidio: los alemanes», responde Durkheim. Sería simplista pensar en Enke como parte de una tendencia nacional, pero sin duda vivió en un entorno de severa exigencia donde las excusas no podían tener lugar. No cumplió con un código de honor samurái, que pudiera ser celebrado por los suyos. En la ceremonia luctuosa que tuvo lugar en el estadio del Hannover 96, el sufrimiento embargó a todo el fútbol alemán y acaso se convirtió en estímulo para futuros triunfos. Convertir el calvario en éxito ha sido una especialidad alemana en los mundiales. Portento de la entrega y la disciplina, la nación que ha conquistado tres veces la Copa del Mundo y ha sido cuatro veces subcampeona suele estar integrada por neuróticos que no se hablan en el vestuario pero son aliados inquebrantables en el césped. «El portero de la selección nacional es el símbolo de la fortaleza física», escribió Der Spiegel a propósito de Enke: «Debe ser impecable. Controlado. Seguro de sí mismo. No hay empleo más duro en el fútbol, y Enke lo había obtenido». Su círculo más próximo de amigos y familiares estaba al tanto de la 169 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA severidad con que se juzgaba y la fragilidad con que reaccionaba. «No podía gozar nada», ha dicho su padre, el terapeuta Enke. No hay forma de sanar el alma de un portero. De nada sirve saber que estás bien: la pifia decisiva puede ocurrir el próximo domingo. Cuando el último hombre del equipo pierde la concentración, sella su destino. Moacyr Barbosa fue el primer portero negro de la selección brasileña y tuvo una carrera admirable, pero todo mundo lo recordará por su error en la final de Maracaná, en 1950, impidiendo que Brasil alzara la Copa Jules Rimet. La responsabilidad del portero es absoluta. Hay rematadores que necesitan diez oportunidades para acertar y salen orgullosos del campo. El hombre de los guantes no puede distraerse. Su puesto se define por el error posible. «Quisiera ser una máquina», dice Schumacher. «Me odio cuando cometo errores. ¿Cómo podría combatir si me importara un carajo el resultado? Vivimos en una enorme fábrica. Cuando no funcionas, el siguiente te reemplaza. Supongo que sólo la muerte cura las depresiones». Estas declaraciones de Schumacher prefiguran el exigente destino que uno de sus sucesores tendría casi veinte años después. El portero es el jugador que tiene más tiempo para reflexionar. No es casual que se trate de alguien muy preocupado. Algunos guardametas tratan de aliviar los nervios con supersticiones (escupen en la línea de cal, colocan a su mascota de la suerte junto a las redes, rezan de rodillas, usan los guantes raídos que les dio una novia que no se casó con ellos pero les trajo suerte). Otros buscan vencer la preocupación con altanería, considerando que un gol en contra no vale nada. Pero es raro que no tengan un alma en crisis. Schumacher convirtió esa tensión en dramaturgia: «A veces me concentro con el odio y provoco al público. No sólo juego contra los otros once. Soy más fuerte rodeado de enemigos. Cuando la mierda me llega hasta arriba, sé que puedo resistir. Un atleta no se hace creativo con amor sino con odio». Enke nunca tuvo esta claridad para revertir en méritos emociones negativas, pero heredó la cabaña de Schumacher y sus redes tensadas por la furia. Cada posición futbolística determina una psicología. El portero es el hombre amenazado. En ningún otro oficio la paranoia resulta tan útil. El número 1 es un profesional del recelo y la desconfianza: en todo momento el balón puede avanzar en su contra. La gran paradoja de este atleta crispado es que debe tranquilizar a los demás. En su ensayo Una vida entre tres palos y tres líneas, escribe Andoni Zubizarreta: «Cuando me preguntan cuál debe ser la mayor virtud del portero, contesto sin dudarlo que la de generar confianza en el resto de los jugadores». El 170 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA equipo debe ir hacia delante, sin pensar en quién le cuida la espalda. «Claro está que, para no transmitir dudas, es fundamental no tenerlas», añade Zubizarreta: «El portero no puede ser de carácter inseguro». Inquilino del desconcierto, el guardameta vive para no aparentarlo. Es el pararrayos, el fusible que se calcina para impedir daños mayores. Peter Handke narró una trama existencial con un título que alude al hombre fusilado: El miedo del portero al penalty. La novela no trata de fútbol sino de los predicamentos sufridos por alguien que lo practicó. La situación límite del portero es el penalti. En ese sentido, el título de Handke es exacto; sin embargo, la verdadera angustia del último hombre no viene de ahí. El disparo a once metros es un ajusticiamiento con exiguas opciones de supervivencia. Si el arquero impide el gol, se trata de un milagro. Schumacher comenta al respecto: «Ante un penal sólo puedo ganar. Es el tirador quien tiene miedo. Porque cada penalti es un gol al cien por ciento. Matemáticamente, el portero no tiene chance. Si el balón entra, no tengo nada que reprocharme. Si lo atrapo, soy el rey». Algunos custodios han sido maravillosamente irresponsables, bufones capaces de convertir el peligro en un placer extraño. El argentino Hugo Orlando Gatti y el colombiano René Higuita transformaron su imprudencia en diversión. A ambos les gustaba salir del área y enfrentar oponentes en un solitario mano a mano. Gatti nunca era tan feliz como cuando hacía «el Cristo» ante un delantero que trataba de sortearlo. Higuita se atrevió a despejar un tiro en la línea de gol usando sus pies como el aguijón de un alacrán. Esta cabriola de fantasía no ocurrió en un entrenamiento sino en el estadio de Wembley, santuario del balompié. Los porteros alemanes no son de ese tipo. Se trata de hombres que sólo dejan de ser excéntricos cuando de plano están locos, pero analizan la cancha como la Crítica de la razón pura. Esto no los lleva a la sobriedad sino al sacrificio. El romanticismo alemán tiene que ver menos con declarar amor que con beber arsénico por amor. Otra vez Schumacher: «Cuando me arrojo a los pies del contrario, no pienso que pueda sacarme un ojo de una patada. He jugado con los dedos rotos, con el tabique roto, con las costillas rotas, con los riñones deshechos. Tengo desgarrados los ligamentos. Me extirparon los meniscos. Tengo una artrosis terrible. Me acuesto con dolores y me levanto con dolores». ¿Se trata de una queja? Por supuesto que no. Con la misma felicidad con que Heinrich von Kleist compartió el pacto suicida con su amada y se voló la tapa de los sesos después de dispararle a ella en el corazón, Schumacher explica que todo eso ha valido la pena: «Para llegar a la cima hay que ser fanático. Tal vez la tortura me sirva de 171 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA distracción. Para no preocuparme voy al gimnasio y le pego a un costal de arena hasta que me sangran las manos». Robert Enke tenía una extraña sed de serenidad. No quería asumir la postura de artista del dolor del inimitable Schumacher. Pero, como su padre señala con agudeza, «no fue suficientemente fuerte para aceptar sus debilidades». Prefirió ocultarse, negar su sufrimiento, como un alumno del colegio que teme ser castigado. Los ángeles caídos se levantan En sus años de Cambridge, Vladimir Nabokov destacó como portero. Además de los placeres de detener balones, disfrutaba el prestigio donjuanesco que entre los latinos y los eslavos tiene el puesto de guardameta. En ciertos países, el número 1 representa la estética en el césped y liga más que los centrodelanteros. Lev Yashin, la Araña Negra, fue perfecto emblema del portero ruso: elegante, de una seguridad casi mística, insondable, de policía secreto o pope de la Iglesia Ortodoxa. Sus equivalentes latinos podrían ser Dino Zoff o Gianluigi Buffon, atletas poco afectos a moverse, que practican una eficaz vigilancia de capos de mafia, supervisando el trabajo duro de los demás y limitándose a proteger la rendija esencial. Al arquetipo latino también pertenece el portero que se ve de maravilla cuando le anotan. El portugués Vítor Baía perfeccionó el arte de la caída carismática. El portero alemán es un comandante en jefe de la defensa. «Grito sin parar», dijo Schumacher: «El grito es mi manera de estar al cien por ciento en el partido. Debo mantenerme en tensión. En un principio me programaba; pensaba: “tengo que gritar, tengo que hacer algo para no dormirme”. Ahora lo llevo en la sangre. Te puedes entrenar para esto como te entrenas para un disparo difícil». El controlado Sepp Maier solía bajar la vista a sus manos durante las charlas en el vestidor, como si quisiera perfeccionar los guantes que vendía en el mundo entero. Pero en los raros momentos en que alzaba la vista, era el único capaz de oponerse al líder de opinión, Franz Beckenbauer. La tendencia al alejamiento de los guardametas convirtió a Jens Lehmann en un ermitaño. El portero del Bayern Múnich vive en una aldea y todos los días viaja en helicóptero para entrenar. Es más fácil que se lesione con una turbulencia que con una patada. Oliver Kahn sólo hablaba para elogiarse y sólo usaba los oídos para escuchar rock ultrapesado. Toni Schumacher fue el «héroe de la retirada», como llama Hans Magnus Enzensberger a los líderes 172 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA que claudican y desmontan todo lo que han hecho: en su libro Anpfiff (Silbatazo inicial), Schumacher denunció suficientes lacras del fútbol para ser expulsado de la selección. No hay gente común en la puerta de Alemania. Sin embargo, esos célebres hombres raros comparten un credo: no pueden fallar. Han sido entrenados para una resistencia que no conoce los pretextos. «Si me atendiera en una clínica psiquiátrica, tendría que abandonar el fútbol», dijo Enke unos días antes de morir. La tristeza no puede decir su nombre en un estadio. En Cultura y melancolía, Roger Bartra explica que durante siglos la melancolía fue vista como una dolencia judía, «un mal de frontera, de pueblos desplazados, de migrantes, asociada a la vida frágil, de gente que ha sufrido conversiones forzadas y ha enfrentado la amenaza de grandes reformas y mutaciones de los principios religiosos y morales que los orientaban». En términos futbolísticos, el portero es el hombre fronterizo, condenado a una situación limítrofe, el que no debe abandonar su área, el raro que usa las manos. Si el dios del fútbol es el balón, el arquero es el apóstata que busca detenerlo. El cuadro más célebre del arte alemán es el retrato secreto de un portero derrotado. En Melancolía I, Durero dibuja a un ángel en la actitud de meditar bajo el nefasto influjo de Saturno. Después de un gol, todo portero es el ángel de la melancolía. Sentado en el césped, con las manos sobre las rodillas o la cabeza apoyada en un puño, el cancerbero vencido simboliza el fin de los tiempos, la sinrazón, la pura nada. La última jugada ¿Qué hacen los alemanes ante la depresión? «Las mujeres buscan ayuda, los hombres mueren», responde el Dr. Georg Fiedler, quien dirige el Centro de Terapia para Tendencias Suicidas de la Clínica Universitaria de Eppendorf, en Hamburgo. Para él, Enke pertenece a una clara tendencia social. Aunque el diagnóstico de depresión es dos veces más alto en las mujeres, la tasa de suicidios es tres veces más alta en los hombres. La prueba más ardua que padeció Enke fue la muerte de su hija Lara. Él dormía a su lado en el hospital. Después de un entrenamiento estaba tan agotado que no se despertó cuando las enfermeras luchaban por mantener a su hija con vida. Enke 173 DIEGO FONSECA | MATERIAL DE LECTURA no se perdonó que ella muriera mientras él dormía. Aunque no podía hacer nada, el guardameta había nacido para la responsabilidad y la culpa. Seis días más tarde, defendió la portería de su equipo. «Alemania admiró a este Robert Enke», escribió Der Spiegel: «Admiró la calma. La claridad de todo lo que decía, y más aún de lo que hacía. Era infalible». La obligación de actuar sin faltas fue el castigo y la pasión del extraño Enke. No podía dejar aquello que lo tiranizaba. Sin duda, esto tiene que ver con una disciplina que privilegia la obtención de resultados sobre el placer de obtenerlos, y que es incapaz de ofrecer una formación integral, más allá de los deberes en la cancha. El mundo del fútbol parece ser demasiado importante y poderoso como para que los destinos individuales cuenten. El joven Werther se mató por una decepción amorosa del mismo modo en que el poeta Kleist se mató por el cumplimiento de su amor. Enke ofreció otra muerte ejemplar en la atribulada Alemania. Si todo portero es un suicida tímido, que enfrenta la metralla lanzándose al aire, él dio un paso más. El 10 de noviembre de 2009, Robert Enke caminó por la hierba crecida, bajo un cielo encapotado. En su tipología del suicidio, Durkheim no incluyó a los que se lanzan bajo las vías del tren. Ese acabamiento se reserva a Ana Karenina y al portero de Alemania. A las seis de la tarde con diecisiete minutos, el exprés 4427, que hacía la ruta Hannover-Bremen, pasó con acostumbrada puntualidad. El torturado Enke se lanzó ante la locomotora con la certeza de quien, por vez primera, no tiene nada que detener. 174