Los amantes del Vedado

Transcripción

Los amantes del Vedado
HISTORIA DE CATALINA LASA Y JUAN DE PEDRO BARÓ
Los amantes del Vedado
Cuando se buscan ejemplos de un gran amor habanero, siempre se cita la pareja
formada por Catalina Lasa del Río y Juan Pedro Baró. Hasta la prensa refleja con
cierta recurrencia esta historia que andando el tiempo ha adquirido visos de
leyenda, y parece como si la vida, con el tributo tardío de tanta admiración,
quisiera compensar a los amantes del repudio social que debieron enfrentar en su
época desde que decidieron alzarse contra todas las normas sociales establecidas
para entregarse de lleno a la aventura de su pasión.
Sin embargo, esta romántica leyenda que tanto atrae a periodistas, lectores y
soñadores de todas las edades y grupos sociales, es mal conocida, porque se ha
escrito mucho sobre ella, pero se ha escrito mal. Generalmente quienes tocan el
tema se limitan a recoger el corpus de artículos anteriores y repetir más o menos lo
mismo una y otra vez con escasas variaciones, y hasta se ha dado el caso de
investigadores destacados que le han añadido a la historia unos granillos de
pimienta falsa para volverla más grandiosa y conmovedora. Me parece que ya va
siendo necesario detener el desmande de ciertas fantasías y contar la mayor
cantidad posible de verdad sobre estos amantes.
Y digo la mayor cantidad posible de verdad porque una investigación profunda
sobre sus vidas resulta ahora extraordinariamente difícil: primero, porque ya
deben quedar muy pocos testigos directos de los hechos, pues ha transcurrido
demasiado tiempo y casi todas las personas que les conocieron han muerto en
Cuba o en el extranjero. Y segundo, porque Juan Pedro Baró, luego de la muerte
de su esposa, se radicó definitivamente en París llevándose consigo todos los
documentos y fotos de familia. Otra parte de este legado se encontrará, sin duda,
en manos de los herederos directos de Catalina, quienes tampoco viven en la isla
desde hace décadas.
Yo comencé a interesarme por el tema después de ver un documental realizado en
la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños. La imagen de
Catalina cubierta por un velo negro danzando en los interiores de su mansión me
turbó para siempre, poblándome de demonios que hasta la fecha no he podido
exorcizar.
Todo lo que el documental no explicitaba, velando la información tras un silencio
poético, me lanzó hacia una vorágine de investigaciones que, si bien no han rendido
hasta hoy todo el fruto que yo hubiera deseado, me han permitido al menos
acercarme más a estas dos figuras que parecen evadirse constantemente, cual si
desearan evitar que la curiosidad ajena pasee su mirada por la intimidad que
compartieron en vida.
Juan Pedro Baró, nacido el 16 de mayo de 1861, era un riquísimo hacendado
matancero propietario de varios ingenios y otros negocios ajenos al mundo
azucarero. Descendía de José Baró Blanxard, ciudadano catalán radicado en la
ciudad de Matanzas, quien llegó a ser uno de los más importantes tratantes de
esclavos en toda la isla, negocio que dio origen a su inmensa fortuna. Aunque Baró
Blanxard no era de noble cuna, logró que la Corona le concediera dos títulos
nobiliarios: I marqués de Santa Rita y I vizconde de Canet de Mar, que heredaría
su nieto Juan. Los antecesores de Juan tuvieron una hermosa hacienda en los
alrededores de Matanzas, famosa porque en su construcción se emplearon
materiales costosos y soluciones novedosas. Al parecer, este hombre también fue
protagonista de una intensa historia de amor hacia su esposa.
Juan estudió en los mejores colegios de la ciudad y también en escuelas de los
Estados Unidos. El 2 de febrero de 1882, a los 19 años de edad, contrajo
matrimonio con Rosa Varona y Gonzáles del Valle, de diecisiete, hija de una
familia de hacendados de gran reputación. Tuvo de ella dos vástagos, Concepción y
John, y no cinco, como se ha escrito tantas veces incorrectamente. Era un joven
con la refinada educación que los hacendados solían dar a sus hijos, pero tenía un
defecto muy propio de los hombres de su clase social: necesitaba una muy intensa y
variada vida sexual, y para satisfacerla acudía por igual a cortesanas, prostitutas,
esclavas y niñas del servicio de su propia casa. Esta conducta inmoderada e
irrefrenable puso en peligro su matrimonio muchas veces, hasta que al fin, cuando
sus hijos contaban once y siete años respectivamente, doña Rosa abandonó el
hogar conyugal y se trasladó a los Estados Unidos para establecer una demanda de
divorcio por infidelidad contra su esposo. El periodista e investigador Oscar
Ferrer Carbonell encontró el acta de dicha demanda en el Archivo Nacional, y
gracias a su hallazgo puedo ahora citar algunos fragmentos de este documento,
emitido en aquel país por la firma de abogados representantes de doña Rosa.
Consta en sus páginas:
"5—Que demandante y acusado convivieron juntos como marido y mujer hasta
agosto de 1893, y hasta agosto de 1994 la demandante continuó morando con dicho
acusado y viviendo en el hogar de él, aunque no en calidad de esposa, pues sus
relaciones íntimas habían cesado un año antes. 6—Que a comienzos del año 1884 y
hasta su separación final el acusado ha sido culpable de mantener de vez en
cuando relaciones impropias, ilícitas y adúlteras con otras mujeres ajenas a la
demandante. Como ejemplos de tales infidelidades asegura doña Rosa en dicha
acta que A—En 1884, en La Habana, Cuba, el acusado asaltó e intentó violar a una
muchacha mulata de doce años de edad, quien era miembro de la servidumbre de
la casa del acusado, hecho que no llegó a consumarse, siendo impedido por los
gritos de la víctima. D—En 1889 la demandante y el acusado viajaron a Francia,
donde permanecieron durante cierto tiempo. En el transcurso de aquella estancia
el acusado tuvo relaciones con una notoria cortesana de nombre Adelaida Carpion
(…). E—Que en y durante los años 1884 a 1888, ambos inclusive, el acusado tuvo
relaciones con cierta doncella, dama soltera, y que en varios y diversos lugares y
horas el acusado y la mencionada doncella sostenían ilegales y adúlteras
comunicaciones, y que estas relaciones de carácter criminal y secreto fueron
mantenidas por ambos durante el período ya mencionado. G—En el mes de agosto
de 1893 el conde de Jibacoa y su esposa la condesa, la demandante y el acusado,
estuvieron viajando por descanso, recreación y turismo a través de Francia y
Suiza. Durante ese tiempo el acusado y la mencionada condesa de Jibacoa se
enamoraron, involucrándose en una culpable y criminal unión, y finalmente se
fugaron durante las fiestas de Chamoix y Grands Mulets, permaneciendo ausentes
por toda una semana. Durante todo el tiempo que permanecieron juntos, el
acusado asumió el nombre e identidad de la citada condesa de Jibacoa; ocuparon
ambos la misma habitación o habitaciones que se comunicaban y son culpables de
frecuentes actos ilícitos y de adulterio (…). J—Que el acusado, por ser culpable de
tener comunicación adúltera con otras mujeres, trajo vergüenza, desgracia y
escándalo sobre la demandante, destruyendo su felicidad y el hogar que ambos
habían creado en común y cubriendo de humillación a la demandante, familia y
amigos de esta (…)".
Debo aclarar que solo he citado aquellos fragmentos que se refieren a personas
identificadas, ya que no por sus nombres, al menos por ciertas señas, omitiendo
aquellos párrafos donde doña Rosa acusa a su esposo de infidelidades
numerosísimas con mujeres de las cuales no ofrece datos específicos, llegando
incluso a afirmar en una ocasión que su marido fornicaba con hembras cuyos
nombres él no llegó a conocer jamás. Para más datos cito que los abogados de doña
Rosa, los señores Boll y Watson, sellaron esta acta de divorcio en Nort Dakota, el
15 de agosto de 1895.
Para quienes deseen conocer el final de esta historia, corrieron por aquellos días
rumores según los cuales la condesa de Jibacoa, encinta de Juan como
consecuencia de su romance, dio a luz una hija. El conde de Jibacoa, en un
esfuerzo titánico por evitar el escándalo, reconoció a la recién nacida y no se
separó oficialmente de su mujer, aunque se comentó que no volvieron a convivir
íntimamente. Tal vez la amaba, pues la condesa adúltera tenía fama de ser una de
las más radiantes bellezas de aquella alta sociedad. De cualquier modo las
relaciones entre los dos hombres no parecen haberse afectado mucho, pues después
del escándalo ambos mantuvieron aún negocios, como consta en documento
hallado en el Archivo Nacional, según el cual Baró compró al conde de Jibacoa la
finca Santa Rosa.
No puedo resistir la tentación de comentar que desde el inicio mismo de su
casamiento Juan tuvo para con su esposa bien pocas consideraciones, pero quizás
se trataba de un matrimonio acordado entre familias por conveniencia de
intereses, y no de una unión impulsada por el amor. Eso explicaría la
intranquilidad sexual del joven Baró, así como el poco respeto por los sentimientos
y la imagen pública de Rosa Varona, su legítima esposa y madre de sus hijos, quien
no murió entonces, como se asegura en muchos artículos publicados por la prensa
cubana sobre él y Catalina, por lo que no era viudo, sino divorciado cuando
conoció a su segunda mujer, y en aquel momento, al no existir aún en Cuba la ley
de divorcio, quizás la separación de la primera no fuera válida en el territorio
nacional.
La familia de Catalina no tenía un estatus económico tan encumbrado como el de
Baró, pero en cambio eran nobles verdaderos mucho antes de que el primero de la
estirpe pisara tierra cubana. La casa Soler de Lasa aparece a principios del siglo
XVII como natural de la villa de Astigarreta, Guipúzcoa, País Vasco. Fueron
declarados Hijosdalgo de la villa de Zumárraga en 1792, y tenían un bonito escudo
de armas, en el que aparecía en santor la parte superior de oro con lobo de sable, y
a los lados, en campo de azur, una torre de oro. Pero el padre de Catalina no podía
usar este escudo ni tenerlo en el frontis de su puerta, porque él pertenecía a la
tercera línea de descendencia de la familia. José Miguel Lasa y Barbería se casó
con María Luisa del Río Noguerido y Sedano, hija de un capitán de navío de la
Real Armada, quien también fue Tesorero de la Real Lotería de la Isla de Cuba.
José Miguel y María Luisa, padres de Catalina, tuvieron en total nueve hijos, de
los cuales ella fue la quinta. Todas las hermanas Lasa del Río fueron célebres por
su belleza, pero Cati, nacida un 30 de abril de 1875 bajo el signo de Tauro, poseía,
además, otros dones: gracia, elegancia, distinción, ingenio, seducción y una
despierta inteligencia. Era cálida y vivaz como una llama, y la prensa de su época
llegó a llamarla la maga halagadora. A lo largo de toda su vida demostró que
también disponía de un fuerte carácter y un inquebrantable poder de decisión.
Como tantas otras familias víctimas de una época políticamente convulsa y
peligrosa, los Lasa tuvieron que emigrar a los Estados Unidos. La familia se radicó
en Tampa entre los exiliados cubanos, y fue en aquel suelo extranjero donde la
bella joven conoció a Pedrito Estévez Abréu, único hijo de la gran patriota Marta
Abréu y Luis Estévez Romero, un oscuro abogado habanero a quien siempre se ha
querido acusar de haberse casado con la riquísima villaclareña para ascender en
fortuna y escala social, y que fue elevado por sus propios méritos a la dignidad de
Vicepresidente del primer gabinete republicano. Marta poseía un caudal tan
enorme que en una ocasión pudo permitirse donar a la Tesorería del Partido
Revolucionario Cubano 186 mil pesos oro para financiar la compra de armas con
miras a una intervención armada en la isla. Se cree que ella sola financió la mitad
del costo de esa guerra.
Por aquel entonces los padres de Pedrito se encontraban exiliados en París, y fue
en esa ciudad donde Marta Abréu recibió carta de su hijo anunciándole que se
había comprometido con Catalina y deseaba casarse con ella de inmediato. Marta
Abréu debió tomar informes sobre la novia de su hijo, y habrá encontrado tal vez
ciertas referencias a su conducta que no le agradaron, porque se mostró reacia
ante la noticia y escribió a su hijo pidiéndole que aplazara la boda hasta que todos
pudieran reunirse en Cuba libre, pues ya era inminente el fin de la guerra.
Pero Pedrito no podía esperar, pues si se cotejan fechas, ya Cati debía de
encontrarse encinta de poco tiempo de su primer hijo. Los Estévez Abréu se
apresuraron entonces a viajar a Tampa para asistir a aquella boda que les
disgustaba, celebrada el 15 de junio de 1898.
EL PRIMER MATRIMONIO
Se ha llegado a decir en artículos publicados por diversos órganos de prensa, y
hasta en libros, que el matrimonio de Catalina con Pedrito fue infeliz desde el
comienzo porque Marta le recordaba constantemente a la nuera sus orígenes más
bien humildes. No creo que existan ya personas capaces de testimoniar sobre la
intimidad de La Venerable, como llamaban por ese entonces a la digna dama, pero
parece más lógico pensar que, habiéndose instalado inicialmente el joven
matrimonio en el mismo palacete del Paseo del Prado que ocupaban los suegros,
desde muy pronto tuvo Marta, austera, hogareña y reflexiva, la posibilidad de
observar con detalle el carácter díscolo y bastante superficial de Catalina, entonces
de 23 años.
Existe una correspondencia de Marta a una amiga, donde se queja de que su joven
nuera gusta en demasía de las fiestas y el baile y de exhibirse en sociedad; y
también de las joyas, los vestidos y muchas otras aficiones que La Venerable
consideraba mundanas. Además de las diferencias generacionales que pudieran
separar a estas dos mujeres, no hay que olvidar que Marta era de índole muy
diferente a su nuera en personalidad y carácter. Siendo una potentada que podía
permitirse cuantos criados se le antojara, sentía placer en zurcir con sus propias
manos la ropa interior de su marido y mejorar con sus agujas el trabajo de las
modistas en los trajes que se mandaba a hacer siguiendo los dictados de la moda,
no porque fuera coqueta o interesada en féferes, sino por la necesidad de
presentarse en sociedad en concordancia con su condición.
Patriota fervorosa que hizo de la causa de la independencia el eje de su vida,
Marta Abréu debió sentir rechazo y distanciamiento ante aquella mujercita
radiante y joven que no servía a más ideología que la de sus diversiones y
complacencias; madre incondicionalmente dedicada a su único retoño, debió de
contemplar con disgusto la facilidad con que Catalina se separaba constantemente
de sus hijos para ir en pos de sus banales aficiones. Las diferencias entre las dos
mujeres debieron llegar tan lejos que la pareja joven terminó por mudarse para
otra casa de la misma avenida.
También se ha sugerido que Pedrito no era el compañero más indicado para la
turbulenta Cati. Su propia madre se quejó en muchas ocasiones de su debilidad de
carácter y su pusilanimidad, y al parecer, antes de casarse había sido un pequeño
dandy con infulillas de conquistador. En todo caso Marta pensaba que su hijo
debería mostrarse más firme y enérgico ante los caprichos y veleidades de su bella
esposa, y esta convicción debió exacerbarse cuando Catalina, ya toda una señora
con tres hijos, fue elegida en dos ocasiones triunfadora en un concurso de belleza
promovido por el diario El Fígaro. Es posible que La Venerable percibiera a su
hijo como un juguete siempre moldeable en manos de su esposa.
SE ENCUENTRAN LOS AMANTES
Así las cosas, aparece en escena Juan Pedro Baró. ¿Cómo se conocieron él y
Catalina? Nadie ha dado una respuesta concreta a esta interrogante. Tan pronto se
dice que fue en un sarao habanero como que el encuentro ocurrió en París; a la
salida de Notre Dame, apuntan algunos. Ambas posibilidades pueden ser ciertas.
Muchos hacendados cubanos multimillonarios, o simplemente de sólida fortuna,
mantenían casas en París y otros lugares de Francia, Europa y los Estados Unidos,
y en ocasiones hasta se compraban castillos, como hicieron los opulentos Terry de
Cienfuegos, los más grandes industriales azucareros del mundo, quienes
adquirieron por una suma fantástica el antiguo castillo de Chinonceaux, en la
ribera del Loira. Marta Abréu tenía un hotelito en París, en la calle Beaujon, y
Baró otro en la Avenida del Bois de Boulogne. Como ambos pertenecían a la
colonia cubana de esa capital y colaboraban con el Comité Cubano de París por la
independencia de la isla, se encontraban con frecuencia.
De los miembros de esta colonia cubana, adonde fue a insertarse la joven Cati
desde su matrimonio, cuenta el investigador Paul Estrade: Sus apartamentos, a
veces suntuosos, en invierno resultan lugares de reunión de la refinada colonia
hispanoamericana de la que forman parte y de lo más selecto del París de entonces.
Se suceden comidas mundanas y bailes de máscaras (…) París es por entonces un
punto de expansión de la cultura mundial. Se va a La Ópera, los teatros, los
cabaret, las exposiciones artísticas. Es la época de gloria de Mallarmé, Zolá,
Romain Rolland, Anatole France. En la música despunta Debussy, en la pintura
Tolouse Lautrec, Cezanne, Degas, Renoir… El marco ideal para una joven mujer
como Catalina Lasa, quien desea mostrar su belleza y reinar en los salones, pero
sobre todo, vivir, vivir intensamente, vertiginosamente.
Pero también pudo haber sido en La Habana, en los primeros años del matrimonio
de Cati; por ejemplo, durante la fiesta de presentación en sociedad de Lilita, hija
de Rosalía Abréu, hermana menor de Marta. Por entonces Rosalía ya había
inaugurado su palacete de Palatino, adornado con muebles y cortinas de damasco
y oro, seis frescos del pintor Menocal representando escenas de famosas batallas
mambisas y un sin fin de objetos de gran valor. Un periodista, invitado para
reseñar la celebración, cuenta cómo en el salón lleno de espejos se bailó el cotillón,
y que el follaje del jardín estaba entreverado de brillantes bombillitas a manera de
guirnaldas, y había mesitas en la terraza para el bufete. Se encontraba allí la
crema y nata de la alta sociedad habanera, y por supuesto, Marta Abréu, tía de la
festejada, y Catalina luciendo un precioso vestido Luis XV, se veía bellísima y su
gentil figurita destacaba. También estaban entre los presentes Juan Pedro Baró y
su hija Nina. Después del cotillón —sigue comentando el cronista— todos los
invitados fueron a dar un paseo por el jardín.
Cada caballero llevaba un farolito eléctrico muy bonito. En parejas se trasladaron
al lago rodeado de altos bambúes y farolitos chinos. Por el lago circulaba una
góndola donde iban varios cantando (…). ¡Cuántas cosas pudieron haber sucedido
aquella noche en los vastos jardines que rodean la quinta de Palatino! Aquella
fiesta bien pudo ser el marco donde Juan reparó en Catalina, o ella en él. Tal vez
nunca lleguemos a saberlo con certeza.
Lo que sí se conoce de cierto es que Rosalía Abréu, poseída por alguna sospecha,
contrató una agencia de detectives privados y pronto descubrió el romance
clandestino. Se cuenta que cierta tarde en que Juan y Catalina se habían reunido
ocultamente en la suitte que este último siempre mantenía alquilada en el hotel
Inglaterra, la pareja fue avisada por un criado de la inminente llegada de unos
hombres, presumiblemente los investigadores. Catalina apenas si tuvo tiempo de
huir, envuelta en una sábana, hasta la esquina del hotel, donde la esperaba el coche
de alquiler que la había conducido hasta allí.
Pero ya nada puede seguir siendo ocultado. La infidelidad es revelada y Marta,
viendo fatalmente cumplidos sus peores pronósticos, exige a su hijo que eche a la
infiel del hogar. Pedrito duda, pero es la propia Cati quien da por terminadas sus
relaciones y se marcha con Juan dejando sus tres hijos al cuidado de La Venerable.
O quizás la familia Abréu le impidió que los llevara consigo, prefiriendo conservar
en su seno a los pequeños en lugar de entregarlos a una madre que iniciaba una
existencia sumamente incierta como adúltera rechazada por la sociedad, junto a
un hombre notoriamente conocido como inescrupuloso seductor.
Transcurre el año de 1906. Según algunos materiales de archivo, en los primeros
tiempos de esta nueva relación que atrae sobre la pareja las iras y el desprecio de
toda la sociedad, Catalina se hospeda, entre otros lugares, en el hotelito de
Guillermo Lawton, gran amigo de Juan. En aquellos días tiene lugar la célebre
anécdota de la visita de los amantes al Gran Teatro de La Habana, donde una
compañía italiana ofrece una función de ópera o teatro. En señal de protesta ante
la presencia de los execrados, el público se retira de la sala dejándolos solos en sus
butacas. En un gesto que pone de relieve la magnífica osadía de su carácter, Cati se
despoja de sus joyas y las arroja al escenario, donde los músicos y los actores
continúan tocando solo para ellos dos hasta el final de la función. También ocurre
por entonces una historia menos conocida: Juan alquila solo para ellos dos el
parque del Tivolí, y la pareja pasa todo un día recreándose en medio de la hermosa
vegetación, que como un nuevo Paraíso, Juan obsequia a su enamorada.
Pero la atmósfera se vuelve irrespirable, los desaires se suceden y el rencor de la
familia Abréu los persigue implacablemente. Juan decide trasladarse con Cati a
París, pero la ofendida familia Abréu los denuncia por bigamia ante la
INTERPOL, o al menos eso se ha asegurado. En uno de los tantos artículos que se
han escrito desde aquellos tiempos sobre Cati y Baró, se cuenta que la pareja
perseguida tuvo que huir disfrazada de Francia: ella de aldeana, oculta dentro de
una carreta de heno, y él como grumete, embarcándose en un barco que zarpaba
del puerto de Marsella.
Esta misma fuente afirma que huyeron a través de tres continentes, pero lo más
seguro es que se hayan dirigido directamente a Italia. Una visita al Vaticano los
enfrenta al Papa Benedicto XV, quien escucha el alegato de la pareja en favor de
sus amores, y decide conceder la anulación del matrimonio de Catalina con Pedrito
Estévez Abréu. Se ha escrito innumerables veces que el Papa actuó con tanta
liberalidad porque se sintió sumamente conmovido ante el espectáculo de esos
amores contrariados, pero en una página de Internet encontré una lista de
miembros honoríficos del Hexarcado de La Habana, entre los cuales aparecían los
nombres de Juan y Cati. Estos títulos eran otorgados a determinadas
personalidades por sus méritos o por algún tipo de contribución en favor de la
Iglesia, lo cual permite suponer que quizás Juan Pedro Baró hizo algún cuantioso
donativo a dicha institución en agradecimiento a la condescendencia papal. ¿O tal
vez lo había prometido a Benedicto XV cuando fue recibido en audiencia ante él?
Son meras especulaciones.
A raíz de la deserción de Catalina, los Estévez Abréu marchan a París en
compañía de Pedrito y sus tres pequeños hijos. En carta a su ya mencionada
corresponsal, Marta Abréu cuenta que los niños han enfermado gravemente por el
frío y que extrañan mucho a la madre. Poco después el viejo padecimiento gástrico
de Marta se convierte en una apendicitis. Operada de urgencia por el doctor
Albarrán en su clínica parisiense, La Venerable muere en 1909. Su esposo inicia
una viudez desgarradora, y obsesionado por la ausencia de la mujer con quien
había compartido su vida, se suicida de un pistoletazo en el cementerio al pie de su
tumba, demostrando así que mucho había amado a la cubana insigne. Imagino
cuánto esta orgullosa familia habrá maldecido a Catalina, causante, por demás, de
muchos de sus más dolorosos sufrimientos y humillaciones.
Una vez liberados oficialmente de su culpa por obra y gracia de la dispensa papal,
Catalina y Juan regresan a París y contraen matrimonio de acuerdo con las leyes
francesas. A partir de entonces residirán permanentemente en la capital francesa,
haciendo constantes viajes de placer y negocios por Europa y los Estados Unidos.
En 1918 el presidente Menocal, gran amigo de Baró, declara vigente la ley que
legaliza el divorcio en la isla. El retorno del flamante matrimonio Baró-Lasa
ocurre en medio de una ostentosa cena que Menocal ofrece en el Palacio
Presidencial. Bajo la fina servilleta de Marianita Seva, Primera Dama del país,
Baró coloca discretamente un estuche con valiosos diamantes en agradecimiento
por la ayuda que él y su mujer están recibiendo para insertarse de nuevo
dignamente en la vida social habanera.
A pesar del apoyo que les presta el matrimonio presidencial, de la inmensa fortuna
de Baró y de la solidaridad de la familia Lasa del Río, la alta sociedad habanera no
traga fácilmente la dorada píldora, y son pocas las personas que aceptan tratar con
quienes se han atrevido a pasar por encima de todas las normas y
convencionalismos establecidos por la moral de la época, diseñada especialmente
para proteger la unidad familiar. Testimonios de amigos muy allegados a la pareja
Baró-Lasa, como el doctor Panchón Domínguez, miembro de la colonia cubana en
París, demuestran que a pesar de hallarse junto al hombre que amaba, Catalina no
se sentía completamente feliz. Panchón contaba a sus descendientes cómo cada vez
que los intereses económicos de Juan en la isla obligaban a la pareja a viajar a La
Habana, en el momento en que el barco iba haciendo su entrada en la bahía,
Catalina dejaba escapar exclamaciones de admiración y nostalgia por las bellezas
de su tierra.
Sin embargo, al ser incluida por el Fígaro en una entrevista realizada a varias
damas habaneras de alta alcurnia, el periodista le preguntó dónde le gustaría
residir, y Catalina respondió: “En París, y haber tenido allí, como es natural a mi
familia y afecciones”. Es posible que se refiriera a sus hijos, y en general a toda su
familia.
CÓMO ERAN LOS AMANTES
En 1918 Catalina tenía cuarenta y dos años y Juan cincuenta y seis. Aquella diosa
que en su juventud había sido una de las mujeres más bellas y elegantes de La
Habana, conservaba intactos su gracia y su porte de reina. Sus ojos verdes,
impregnados quizás de una cierta tristeza, continuaban irradiando seducción en su
blanco rostro de perfil griego, pero tenía una ligera tendencia a engordar que le
causaba gran preocupación y la hacía pasar varios meses al año en los más
distinguidos balnearios y centros de descanso de Europa, sometiéndose a
draconianas curas de adelgazamiento. Sin embargo, aún arrancaba a quienes la
conocían expresiones de entusiasta admiración. Panchón Domínguez, al
recordarla, exclamaba: ¡Qué mujer, qué gracia era capaz de llenar un salón ella
sola!.
Ha quedado consignado en artículos de la época que Juan Pedro era un hombre
alto, delgado y atlético, aunque enjuto y nervudo, que hablaba a la perfección el
inglés y el francés. Una crónica lo describe como: (...) hombre de sociedad
exquisito, ilustrado, con extraordinario don de gentes, respetado y querido en el
mundo de los negocios tanto como en el mundo social más exclusivo. Patriota
amante de la causa emancipadora, contribuyó siempre con su peculio a impulsar la
causa separatista del país. Espíritu ilustrado, buscó en los viajes satisfacciones que
creía incompatibles con los negocios. Para viajar liquidó todas sus posesiones
agrícolas y se quitó de encima todas las preocupaciones. No es verdad que fuera un
patriota muy entusiasta y generoso. Paul Estrade asegura que cumplía a
regañadientes, muy a regañadientes con las recaudaciones que pedía el Comité
Cubano en París, liderado por el doctor Betances. Como tantos otros cubanos
acaudalados que no querían verse perjudicados o que la Metrópoli les confiscara
sus propiedades en la isla, se ocultaba para colaborar bajo el seudónimo de Pidal,
Durante años la pareja residió en París, en su espléndida mansión de la avenida del
Bois de Boulogne, donde recibían a sus amigos cubanos y a hombres y mujeres de
todas las nacionalidades, siendo su salón uno de los más brillantes de la sociedad
parisina.
En un artículo que aparece en una Bohemia de la época, se dice que la pareja se
paseaba por los salones más aristocráticos de la vieja Europa; que su mansión
parisina era un importante punto de la vida social de esa ciudad; que Catalina
ofrecía cenas con menú de comida criolla donde los manteles eran de encajes de
Bruselas y se levantaban las copas de murano para brindar por Cuba; Baró
discutía sobre nuestro comercio e industria con figuras prominentes del mundo
extranjero y ambos pasaban largas temporadas entre Europa y New York, donde
Juan tenía importantes negocios, acrecentando una fortuna que no conocía
momento alguno de inercia. Tanto era así que el enamorado caballero se permitió
regalar a su esposa el castillo de Santa Ana, en el sur de Francia, propiedad célebre
por su belleza y su valor arquitectónico, por la nada despreciable suma de un
millón de francos oro.
Por herederos del doctor Panchón Domínguez pude conocer que los días de Juan y
Catalina transcurrían de modo muy semejante a los de sus iguales de la alta
sociedad: él asistía a sus oficinas, desde donde atendía sus asuntos; luego
almorzaba con sus amigos (era un inveterado comedor de carne roja) y asistía a su
club. Ella recibía en sus habitaciones a masajistas y peinadoras, iba de compras o
disfrutaba una velada con sus amigas. Por las noches la pareja se reunía para
cenar en la intimidad o con amigos, y más tarde iban a La ópera o a algún otro
importante centro cultural, o a las múltiples y espléndidas fiestas donde
compartían con la cremme de la alta sociedad parisiense del farboroug Saint
Honoré, el cuerpo diplomático internacional y los más grandes artistas del
momento.
Se sabe que Catalina era una entusiasta de los ballet rusos que por entonces
arrasaban París con sus pintorescas y novedosas propuestas estéticas. Ella fue una
especie de corresponsal voluntaria de El Fígaro, diario habanero al que
suministraba información sobre la vida cultural de París y la marcha de la moda.
Cuando llegaba el verano ella y Juan abandonaban la capital rumbo a algún
centro elegante de recreo, y así sus vidas transcurrían en una dorada monotonía
donde el placer ocupaba todo el tiempo de una amable existencia.
EL REGRESO A LA PATRIA
La pareja decidió instalarse definitivamente en La Habana, y lo hacen
originalmente en una casa ubicada en una de las cuatro esquinas de las calles H Y
13, sin que hasta ahora yo haya conseguido identificar en cuál de esas mansiones
habitaron. Mientras, Juan Pedro inició de forma anónima la construcción de una
residencia monumental en el número diecisiete de la calle Paseo, en la barriada del
Vedado, entonces en plena expansión. Los curiosos acudían diariamente a
contemplar las obras, que duraron aproximadamente dos años, sin que jamás
trascendiera la información de quiénes eran los dueños que se instalarían en el
inmueble cuando éste estuviese terminado.
Tampoco Catalina estaba al corriente de la edificación de la que iba a ser su nueva
residencia. Cuando al fin él la condujo de la mano al interior del edificio ya
decorado, ella estalló en llanto. Quince días antes de la inauguración de la casa, el
secreto tan celosamente guardado dejó de serlo cuando Baró envió invitaciones a
todo lo que valía y brillaba en la sociedad habanera para que asistieran a la
deslumbrante celebración que ofrecería a en honor de Catalina, esposa y
propietaria.
LA CASA DEL AMOR
La residencia de la calle Paseo fue diseñada por la importante firma de arquitectos
Govantes y Cavarroca, quienes la concibieron como una mezcla de los estilos
Renacimiento Florentino y Art Déco, este último lanzado apenas dos años antes en
la Exposición de París de París y último grito de la moda en Europa. La nueva
morada fue inaugurada en 1926. Hubo tulipas de importación en la entrada
principal y champaña en los jardines; y una asistencia muy nutrida de las altas
personalidades y figuras de sociedad, pues la pareja había acompañado
astutamente las invitaciones con regalos que en algunas versiones fueron pinturas
de reconocidos artistas cubanos, y en otras, joyas diseñadas por el gran cristalero y
joyero francés René Lalique, de quien Baró era generoso mecenas. No hubo
invitaciones devueltas y finalmente, tras muchos años de rechazo y desprecio, la
pareja tuvo su momento de apoteosis pública.
Se cree que fue justamente esa noche cuando Juan Pedro entregó a Catalina por
primera vez la famosa rosa amarilla que él había concebido como homenaje a su
belleza. Sobre su origen corren diversas versiones: se dice que fue el famoso
arquitecto francés Forestier, diseñador de los jardines de la casa, quien la creó a
base de injertos; pero también que fue encargada por Baró al jardín El Fénix,
elegante floristería habanera de la época. Al parecer se trató de un regalo de
cumpleaños. La rosa, de pétalos anchos y puntiagudos que alternan el rosa tenue
con el amarillo vivaz, color preferido de Catalina, no tardó en convertirse en
novedad y durante muchos años fue costumbre habanera que las novias llevaran
esta flor en su ramo o corsage, en homenaje a la mujer que había inspirado tan
grandes amores…
La casa resultó algo definitivamente innovador en la arquitectura cubana, y punto
de referencia en cuanto a lujo insuperado se refiere: De sencilla concepción
espacial que evoca la grandeza de las salas hipóstilas de los templos egipcios, es en
la rareza y el costo de los materiales que se usaron en su construcción donde radica
el gran reclamo de las opulentas riquezas de este millonario. Las escalinatas
exteriores son de mármol rojo Languedoc y en los interiores se utilizaron
mármoles italianos raros, como el Port Oro y el giallo di Siena. Todas las rejas son
de hierro forjado de la casa francesa Baguez, (y no se usaron en ella soladuras, sino
solo grapas) y la arena usada en los revestimientos fue traída de las riberas del
Nilo. La mezcla para el estucado de los techos era confeccionada por operarios de
la prestigiosa firma francesa Dominique, la cual guardaba con tanto celo sus
fórmulas que al albañil cubano que la aplicaba no se le permitía estar presente
durante la preparación del material.
Tras la pareja de leones que aún hoy recibe al visitante en la entrada de la
mansión, decoraban la puerta de entrada dos grandes columnas de terracota con
capiteles dóricos. En el piso de mármol del vestíbulo imperaba un diseño de
pirámides truncas y rectángulos con cuadrados negros, y estuvo adornado por dos
enormes huevos de mármol sobre pedestales, los cuales se encuentran actualmente
en los fondos del Museo de Artes Decorativas. El recibidor tiene puertas de caoba
que comunican a la izquierda con la biblioteca, y a la derecha con el comedor.
Para complacer los gustos de Catalina, que amaba los espejos donde podía ver
reflejada su belleza, Baró hizo llenar la casa de ellos. En la biblioteca, Baró recibía
a sus socios y realizaba negocios, además de fumar los finos habanos que solía
degustar tranquilamente en solitario rodeado de un elegante mobiliario de cuero
negro y caoba. El comedor, amplísimo y ventilado, tenía estanterías empotradas
para la vajilla y un juego de mesa para doce comensales diseñado por el hijo
mayor de Catalina en el más puro estilo Art Deco; el nivel superior del piso fue
recubierto por pastillas de mármol intercaladas con finas láminas de oro que ya no
existen, y en las ventanas se colocaron láminas de nácar. Una doble puerta
corrediza de cristal da paso a una terraza que se abre sobre el jardín veneciano.
Una inmensa escalera helicoidal con pasamano laminado de plata nacía a un
costado del vestíbulo, y exactamente a la mitad de la misma se alzaba un gran
vitral de cristal francés, diseñado por la casa Billancourt de París, con los escudos
de armas del doble título nobiliario ostentado por los Baró. También en la planta
baja está el famoso Portal del Sol, pequeña estancia abierta al aire libre y rodeada
de vegetación, que se usaba como sala de estar; en su centro brotaba una bella
fuente de mármol gris con piso de cerámica vitrificada, cuyo motivo se repetía en
la lámpara. Las paredes estaban recubiertas de tabloncillos hasta la bóveda del
techo, y mientras los dueños habitaron la casa, este tabloncillo sirvió de soporte a
una lujuriante enredadera.
En el piso alto se encontraban los dormitorios de Juan y Catalina, comunicados
por un pasillo muy íntimo. El de ella en suaves tonos rosa y pisos de mármol gris, y
el de él con piso de mármol alternando cuadros blancos y negros y paredes
revestidas de caoba. Catalina tenía un vestidor recubierto de espejos empotrados
en marcos de plata. Todas las piezas del baño eran de mármol rosa, y digo eran
porque actualmente esta pieza ha sido convertida en almacén de la tienda shoping
que ocupa el dormitorio de la dueña de casa, y no queda allí nada que permita
imaginar su antigua y lujosa elegancia.
Escaleras de caracol
Lámparas de la mansión
Las hojas de la primera se abren al calor de la luz
Los jardines tenían estilos bien diferenciados y aún puede apreciarse en ellos las
escaleras de mármol rosado, los caminos de arena, los árboles frutales, los
parterres floridos y las fuentes y estatuas, estas últimas representaban bellos
cuerpos de mujer desnudos o recubiertos con un velo. No ha faltado alguna mente
especulativa que arriesgue la hipótesis de que la propia Catalina sirvió de modelo
para las esculturas. No puede comprobarse. Pero se sabe, en cambio, que a
Catalina le gustaba mucho la naturaleza, lo verde; le gustaba arrellanarse en los
mullidos butacones de la terraza a contemplar sus jardines, y desde allí
permanecía horas enteras sumergida en aquel mirar errático y silencioso.
Fernando López fue el arquitecto que dirigió la remodelación realizada en el
inmueble después de la Revolución.
Invernadero con lámparas jardineras
No sabe con exactitud a cuánto ascendió el costo de la propiedad, porque en
aquella época las propiedades se inscribían en Amillaramiento, pero los dueños,
para pagar menos impuestos, declaraban un valor muy inferior a su costo real.
Aún así, Fernando piensa que fueron cinco millones de pesos, lo que hoy
equivaldría a unos sesenta millones de dólares. Magdalena y Jesús, empleados
actuales del inmueble entrevistados mí, aseguran que han pensado mucho en
Catalina Lasa y la imaginan como una mujer de carácter dominante, fuerte, de
convicciones profundas; alguien que sabía muy bien lo que quería de la vida.
Magdalena incluso piensa que no era una mujer sufrida, que ni siquiera sufrió
demasiado por el rechazo con que la sociedad castigó su trasgresión, sino que supo
gozar de la vida y se la pasó estupendamente, como parece demostrar, entre otras,
esta anécdota: María Luisa Gómez Mena, condesa consorte de Revilla de
Camargo, y Catalina, eran rivales en sociedad.
Se cuenta que una noche ambas asistieron a un sarao, y que para asistir, la condesa
había invertido una gran suma en la compra de un modelo exclusivo a un modisto
francés muy reputado. Catalina sobornó a una mucama del servicio de María
Luisa para que le entregara una copia del modelo y la noche del sarao se presentó
con idéntico atuendo. La Revilla se retiró de la fiesta, quizás con un ataque de
histeria; pero Catalina continuó muy oronda y se divirtió a sus anchas sin que
nada enturbiara su buen humor.
Baró, a estas alturas, ya no poseía ingenios ni haciendas azucareras. Se había
desecho de estas propiedades y tenía otros negocios. Puso oficinas en el banco
Nueva Scotia y repartía su tiempo entre sus nuevos negocios —presumiblemente
de bienes raíces y capitales—, y la vida social, que a pesar de todos los esfuerzos
realizados por él y de su poderoso y siempre creciente caudal, nunca llegó a ser
muy amplia, pues el matrimonio no consiguió recuperar jamás la aceptación de
toda la alta sociedad habanera. Su casa, por muy espléndida que resultara en
cuanto a arquitectura, se nota evidentemente concebida para pequeñas reuniones,
y no para eventos sociales de carácter magno como el palacio de los condes de
Revilla de Camargo. Definitivamente, para los Baró-Lasa el ansia mayor era el
goce de su amorosa intimidad.
Puertas del panteón
LA MUERTE ABRE SUS ALAS
La feliz pareja disfrutó poco tiempo del espléndido nido de sus amores. Apenas dos
años después de construida la grandiosa mansión, Catalina enfermó y Baró la llevó
a París para ser tratada por los mejores especialistas. Poco después ella moría en la
capital francesa, en brazos de su marido desesperado y asistida por Panchón
Domínguez, reputado especialista cubano y médico personal de casi todos los
cubanos pudientes que conformaban la colonia cubana en París. Junto a la
agonizante se encontraban también sus hijos y algunos de sus hermanos.
Sobre la causa de su deceso se ha especulado muchísimo. Algunas versiones
aseguran que Catalina arrastraba una larga y penosa enfermedad contraída
durante los últimos tiempos que pasó en su nueva vivienda habanera, por lo cual
ya no se mostraba en público, y ante los empleados y sirvientes sólo lo hacia con el
rostro semi cubierto por un velo negro. El certificado de su muerte, archivado
entre los legajos del cementerio de Colón, habla de una intoxicación producida por
ingesta de pescado. También se ha manejado la posibilidad de fallo del corazón
causado por una cura de adelgazamiento conducida con exceso, hipótesis que se
sostiene sólidamente por el hecho de encontrarse Catalina en Carlsbad, famoso
balneario del este de Europa, en el momento en que enfermó.
También se ha especulado sobre la posibilidad de una neumonía, cáncer de pecho,
envenenamiento por ingestión de setas venenosas (¿o envenenadas?) y otras
dolencias, sin que de cierto se sepa la verdad. En la biografía de Panchón
Domínguez escrita por su hija, esta solo narra que su padre fue llamado con suma
urgencia en medio de la noche al petit hotel de los Baró-Lasa, donde encontró a
Catalina agonizante en su lecho. El célebre médico nada pudo hacer por salvarla y
ella expiró en los brazos de su marido, rodeada de algunos miembros de su familia.
Ocurrió en la noche del 3 de noviembre de 1930. Tenía cincuenta y cinco años. Por
una de esas extrañas coincidencias de la vida, la fecha elegida por Catalina para
abandonar este mundo fue la misma que vio partir en el último viaje a su
sempiterna enemiga Rosalía Abréu.
Como era costumbre en aquellos tiempos entre las clases pudientes, Baró hizo
embalsamar el cuerpo de su mujer en la agencia parisina de St Honoré de Eybaud
y dispuso que el vapor francés Meñique trajera a La Habana el cadáver en capilla
ardiente a través del Atlántico; se ha dicho que pagó para que cada día, durante
toda la travesía, un avión arrojara sobre el barco una lluvia de rosas amarillas.
El cadáver llegó a La Habana el 2 de enero de 1931, y tuvo su primer
enterramiento en una finca particular, pues el panteón familiar que Baró había
comenzado a construir un año antes al costo de medio millón de pesos oro, aún no
había sido terminado. Dos años más tarde sus restos fueron definitivamente
trasladados a la que es hoy una de las más bellas, valiosas y arquitectónicamente
representativas capillas del cementerio de Colón.
LA TUMBA
La capilla de estilo Art Deco que guarda para la Eternidad los restos de Catalina
Lasa, Pedro Baró y doña Concepción, madre de este último, fue construida en
mármol blanco (¿de Bérgamo, de Carrara?) con puertas de ónix o de granito
negro; pero según el historiador Antonio Medina, especialista en monumentos
fúnebres de la necrópolis de Colón, se trataría en realidad de un bastidor corredizo
de bronce grumoso recubierto de un fino cristal negro trabajado en relieve por el
propio René Lalique, y traído de Francia expresamente para la decoración de la
tumba. (Lalique fabricaba ya entonces un cristal llamado Claro de Luna, con
textura lechosa de gran belleza, cuya fórmula se llevó al silencio de la muerte). La
puerta tiene grabada en su mitad superior una cruz que se dice fue pedida por
Catalina para que custodiara su última morada. La cruz está orlada por cenefa de
rosas e irradia de sí muchos rayos, los cuales van a derramarse en la mitad inferior
sobre los cuerpos de dos querubines arrodillados. Dibujados de acuerdo con la ley
de frontalidad, estos ángeles muestran un cierto sabor egipcio. Con su única mano
bendicen hacia el suelo una columna vertical de rosas encadenadas. El ábside de la
capilla es una media cúpula en forma de vaina decorada con cristales de Lalique,
cada uno de los cuales ostentaba una rosa amarilla Catalina Lasa sobre fondo
púrpura, que al ser traspasada por los rayos del sol proyectaba la imagen colorida
de la flor sobre las lápidas en el interior.
Cuando visité el Cementerio con la esperanza de entrar a la capilla, tuve la
decepción de saber que nadie ha franqueado su umbral desde hace por lo menos
cinco décadas, pues la llave fue extraviada en circunstancias misteriosas. Tuve que
conformarme con dar la vuelta y subirme sobre el cemento de otra tumba trasera
para poder espiar a través de los cristales. Por suerte, en un intento de robo
perpetrado contra el monumento durante el Período Especial, uno de tales bloques
fue fracturado, siendo sustituido rápidamente por otro transparente a través del
cual es posible captar algunos detalles del interior de la capilla. Así alcancé a
distinguir tres tumbas colocadas en semicírculo, detrás de las cuales se divisa una
cruz de cristal amarillo, en realidad una mampara tras el altar que está detrás de
la tumba de Catalina. Este altar aparece vacío, aunque Medina asegura que
antaño hubo allí dos candelabros. Ante cada una de las tumbas hay una mampara
de cristal de cuarzo transparente con cenefas de cuadros, y en cada cuadro una
rosa tallada. Hacia la derecha, y casi fuera del marco de la visión, hay algo
parecido a una capillita, altar o nicho al que evidentemente le falta la puerta, pues
se puede ver perfectamente el marco. En el interior de aquel recinto sepulcral
reina una paz tan absoluta que llega a estremecer, pero tiene cierta semejanza con
la última sonrisa de alguien que, a pesar de todo, ganó las dos grandes batallas del
Hombre: la de la vida y la de la muerte.
DESPUÉS…
Cuando Catalina murió, Baró no quiso habitar más la casa; pero tampoco
venderla, y la alquiló a un canadiense. A su muerte, ocurrida diez años después,
parece ser que la hija de éste, quien vivía en París, prestó o arrendó el inmueble al
Consulado francés hasta 1957, año en que pasó a sus últimos ocupantes, una
institución de boy scout o algo semejante. Luego del triunfo revolucionario terminó
convertida en la Casa de la Amistad Cubano-Soviética, y hoy es simplemente la
Casa de La Amistad, donde cualquiera puede sentarse a disfrutar de los bellos
jardines donde Catalina y Juan se amaron, y comprar un refrigerio o un almuerzo
en divisas, tomando este último en el impresionante comedor que por lo general,
permanece completamente vacío. El cadáver de Baró fue trasladado a La habana
desde París en octubre de 1940 y sepultado junto a la que en vida fue su gran
amor.
Pero aquí hay un detalle que considero imprescindible esclarecer. Según me han
informado especialistas en arte funerario, estudiosos de monumentos, y Teresita
Aloy, historiadora del cementerio de Colón, es absolutamente falso que Baró se
haya hecho enterrar de pie a la cabecera de Catalina para rendir eterno homenaje
a quien fue para él la mujer más perfecta y más amada del planeta. Simplemente
duerme junto a ella en la tradicional postura yacente del mundo occidental. Sin
embargo, sí es un hecho real que cuando enterró a su esposa Juan ordenó fundir
sobre el féretro varios metros de concreto, para impedir que futuros violadores y
saqueadores de tumbas osaran profanar su belleza y perturbar su descanso eterno.
La leyenda de estos amores asegura que por deseo de su marido, el cuerpo
embalsamado de Catalina fue enterrado con todas sus joyas, como una auténtica
momia de faraón.
Otra versión asegura que solo se trataba de un pectoral donde las piedras
preciosas engastadas en oro conformaban un diseño de rosas. Los trabajadores del
Cementerio creen que ese fue otro de los motivos que tuvo Baró para tomar la
disposición de convertir la fosa en poco menos que un bunker. He preguntado a
muchos de ellos si las joyas de Catalina pudieran continuar aún hoy sobre su
pecho, pero nadie ha sabido darme una respuesta rotunda, y no ha faltado quien,
considerando la falta de escrúpulos y la avidez de riquezas tradicionales en los
gobernantes de la República, dude de que semejante tesoro repose todavía entre
los senos de la diosa sepultada.
FANTASMAS
Mientras entrevistaba a los actuales empleados de la Casa de la Amistad se me
ocurrió preguntarles si existe alguna leyenda sobre la presencia de fantasmas en el
inmueble. Se cruzaron miradas entre ellos y de repente temí que irrumpieran en
una sonora carcajada de burla ante la ingenuidad de mi pregunta, pero para mi
sorpresa permanecieron graves y comenzaron a narrarme extrañas historias.
No solo actualmente, sino desde que la casa fue abandonada por sus propietarios
originales, los empleados, sirvientes, jardineros y limpiadoras han referido haber
visto fantasmas errando por las escaleras, los cuartos, los jardines y hasta la
biblioteca de Baró (hoy tienda de tabaco de la Casa), donde se asegura que en
ciertas ocasiones puede verse el humo de un habano flotando en el aire de la
habitación. Magdalena Ramos habla del sonido de una invisible bola de cristal que
rueda por las escaleras y estalla contra el piso. También me refirió que una noche
de huracán en la que los trabajadores fueron convocados para montar guardia y
proteger el inmueble, ella se encontraba en su pequeña oficina intentando trabajar
en la computadora, Un sopor momentáneo la invadió, y al intentar mantener los
ojos abiertos creyó distinguir la imagen borrosa de una mujer ataviada con una
larga túnica color amarillo pálido y un velo del mismo color. Tras el tejido leve y
transparente creyó reconocer los rasgos de Catalina.
Una empleada que trabajó durante dieciséis años en la Casa y ahora labora en el
Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos, me comentó tímidamente que
mientras estuvo allí escuchó en varias ocasiones el llanto de un niño al que buscó
por todas partes y jamás encontró. Ella también juró haber visto una única vez el
espectro de Catalina vestida de blanco descendiendo por la escalera, y ese fue el
motivo por el cual solicitó su traslado al ICAP.
Las puertas del ático se abren y cierran solas, y un antiguo jardinero que había
trabajado cuidando las rosas de Catalina, contaba siempre a sus descendientes que
en más de una ocasión, al alzar la mirada hacia la ventana de la que había sido
alcoba de la señora, percibió el rostro de una mujer que asomada tras el cristal le
saludaba gentilmente con su mano. Roldán, el subdirector, me contó de un tiket de
venta que cuando salió de la caja pagadora a manos del cliente, en lugar de decir:
“Vuelva a la Casa de la Amistad”, rezaba de manera incomprensible: “Vuelve a
Lasa de la Amistad”.
En otra parte de la ciudad, una persona absolutamente respetable a quien
entrevisté, y cuyo nombre me pidió mantener en el anonimato, me relató lo
siguiente: su padre, conocido historiador e investigador habanero, comenzó años
atrás una pesquisa sobre Catalina Lasa y Juan Pedro Baró. Trabajó en el Archivo
de la Oficina del Historiador, en el Archivo Nacional y varias bibliotecas, y reunió
una considerable documentación sobre sus vidas. De repente, una tarde, mientras
se encontraba reunida su familia esperándolo para cenar, el investigador abrió de
un tirón la puerta de su despacho y se precipitó en la sala con el aspecto de un
hombre aterrorizado. Apenas conseguía hablar, y cuando al fin pudo hacerlo dijo
entrecortadamente que Juan Pedro Baró estaba dentro de la estancia
desordenándole violentamente los papeles de la investigación. A partir de ese día
sus facultades mentales comenzaron a declinar aceleradamente y hoy se encuentra
internado en una institución, aquejado de una irreversible demencia senil.
¿Debe el lector prestar crédito a todas estas historias? No puedo pronunciarme al
respecto, pero por mi parte, si cediera a la tentación de interpretarlas, diría que
estas presencias evanescentes nos hablan de un amor tan intenso que se niega a
morir, porque no alcanzó a agotar en vida la savia terrenal que lo hizo nacer y lo
alimentó por tantos años. No creo que Catalina Lasa y Juan Pedro Baró deseen
oraciones por el descanso eterno de sus almas. Me parece más bien que aún del
otro lado del Umbral continúan recorriendo sin cesar los escenarios de su pasión,
porque eso los hace muy felices y tal vez les consuele de su actual condición
inmaterial. Como si se dijeran una y otra vez mirándose a sus ojos de espectros:
Recordar es volver a vivir.

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