La venganza de Jack kerouac, y otros

Transcripción

La venganza de Jack kerouac, y otros
L a venganza
de Jack Kerouac, y otros
cuentos marxistas para dormir sonámbulos
Fernando Toranzo Fernández
Gobernador Constitucional del Estado
Fernando Carrillo Jiménez
Secretario de Cultura
Armando Herrera Silva
Director General de Desarrollo Cultural
José Armando Adame Domínguez
Director de Publicaciones y Literatura
Primera edición, 2010
© D.R. 2010, Valentín Corona
© D.R. 2010, Gobierno del Estado de San Luis Potosí
Secretaría de Cultura
Dirección General de Desarrollo Cultural
Dirección de Publicaciones y Literatura
(Casa del Poeta Ramón López Velarde)
Vallejo Núm. 300 / Barrio de San Miguelito / C.P. 78330
Tel. 01 (444) 814 07 58
[email protected]
Diseño editorial: Susana Cerda
L a venganza
de Jack Kerouac, y otros
cuentos marxistas para dormir sonámbulos
Valentín Corona
Dentro de la 57a edición de los Premios 20 de Noviembre,
convocados por el Gobierno del Estado de San Luis Potosí,
la obra La venganza de Jack Kerouac, y otros cuentos marxistas para
dormir sonámbulos de Valentín Corona obtuvo el Premio de Literatura
Manuel José Othón 2008 de Narrativa
por decisión del jurado calificador integrado por
Aline Petterson, Mario González Suárez y Alberto Chimal.
Piensa por ti mismo dice Dios desde el cielo dirigiéndose a los
setenta mil billones cuatro mil ochenta y dos trillones de criaturas
protagonistas de su película llamada Creación.
Jack Kerouac
LA VENGANZA DE JACK KEROUAC
El primer día que la vi, ella preguntaba en la biblioteca de la Facultad por
un libro de Kant, algo relacionado con la filosofía de la historia. Desde
entonces, yo sabía que para una mujer siempre hay una causa detrás
de todo, es decir, que nada proviene del azar. Tampoco pude evitar
pensar si ella sería capaz de renunciar a esa concepción naturalista
de la vida y aceptar que el origen puede ir modificándose conforme
la historia de la humanidad avanza. Por desgracia, la humanidad no
parecía tener un plan al cual dirigir su historia. Ningún orden al cual
ajustar la conducta. Me asaltó la inquietud de saber si ella poseía un
plan para su vida, quise descubrirlo.
Las cosas funcionaron mejor de lo planeado, si es que en verdad
hubo un plan. Ahora lo dudo. Pero no importa. ¡Qué va a importar! Si
una vez satisfechas las pulsiones libidinales, el mundo se convierte en
otra cosa, los colores se intensifican y la gente parece menos estúpida,
no sé si se trate de una aportación extra de la filosofía, ni me importa
saberlo.
El asunto es que, si nadie se pone de acuerdo en definir una
causa en este mundo, no faltarán los listos que la busquen fuera, y
ahí está que nace un dios-padre-hijo-espíritu-santo-narrador, en el que
se concentra todo lo imposible de este mundo; entonces, el mundo
entero se va al carajo, porque se transforma en un absoluto imposible,
tal como sucede en ese otro mundo de la filosofía académica donde
jóvenes sin más bandera que una futura plaza en la docencia aprietan
el paso sin tener una dirección precisa. Tal vez piensan que así lo
descubrirán, corriendo hacia el regazo de las tendencias más in del
pensamiento, llámense éstas estructuralismo, desconstructivismo,
hermenéutica y todas las demás.
Unos intentan darle forma al mundo. Otros vienen y lo echan todo
abajo. Finalmente, llegan otros más e intentan ofrecer una explicación
que justifique a unos y otros, y «aquí no ha pasado nada».
colección {premios 20 de noviembre}
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Sin embargo, en mi caso, la situación marcaba un rumbo distinto.
En el tercer semestre de mi formación profesional me vi ante la
disyuntiva de elegir entre «la fenomenología del espíritu» o las piernas
tersas y ansiosas de una aspirante a escritora-historiadora inmersa
en la cultura gótica. La decisión resultó más sencilla de lo imaginado.
Ignoro dónde terminó hundido el sistema histórico-dialéctico de Hegel
que, para entonces, absorbía mi sesera por completo, aunque sospecho
que bien pudo haber ido a parar debajo del trasero intelectual de
aquella chica estudiosa del comportamiento obsceno de los hombres
de baja calaña.
Su pasatiempo predilecto consistía en encender el cigarrillo de
marihuana y mantener el humo dentro de los pulmones el mayor
tiempo posible. Por supuesto, entre las sábanas de alguna cama
sospechosa de atraerla, como esas luces que tanto llaman la atención
de ciertos insectos, un poco de ginebra o vino tinto, una película de
arte, quizá la interpretación angloespacialminimalista de la catedral de
Notre-Dame, o una melodía en versión tecnodarkwave de la Tocata y
Fuga en d menor, de Bach, entre tal atmósfera romantikdream yo sabía
que la chica gótica intelectual no tendría otra salida que un agradecido
orgasmo provocado por el sexo oral.
Supongo que está bien entregar a los demás aquello que desean
poseer, eso hace a los individuos mejores personas, a menos de que
se trate de poscapitalistas burgueses, quienes intentaran defender,
contra todos, sus pocas o muchas pertenencias. Entonces comienzan
a ver posibles enemigos por todas partes, siendo que estos sólo son
simples proyecciones de sus miedos latentes ante la amenaza siempre
vigente de una nueva Revolución francesa.
Frente a una situación así, levanto mi mano para pedir representar
el personaje de Robespierre, supongo que la chica-intelectual-gótica
de algún modo me confió ese papel, al decirme: «Qué. ¿Me quieres
coger?».
Ante un cuestionamiento así, ¿qué otra cosa podía yo hacer? El
asunto era hacerle saber que la deseaba. Desafortunadamente, en esos
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días yo sólo sabía la mitad de lo que hoy sé respecto a las mujeres,
es decir, me encontraba justo en medio de la nada, que ciertamente
es mucho, si se le compara con lo que otros tantos saben acerca del
mismo tema. El fin justificaría los medios, aunque de la causa no
supiera nada. La verdad es que lo que conseguí desentrañar respecto
a mujeres no se lo debo al pensamiento ni a la reflexión filosófica,
sino al uso de instrumentos más inmediatos, como el tacto, olfato e
intuición, capaces de conseguir un fin mucho más fluido y satisfecho
que el generado por cualquier sistema filosófico; así de sencillo se diría
que la cuestión estaba zanjada. Aunque, por otro lado, el fantasma de
Robespierre exigía que rodaran las cabezas.
El vestido negro, mucho más abajo de las rodillas y sólo un
poco arriba de las suelas de unas botas de charol negro, no conseguía
ocultar para nada los contornos estilizados de un cuerpo firme y bien
proporcionado, más insinuante aun al dibujarse bajo la tela suave del
terciopelo.
En aquella ocasión, su mirada felina, delineada fuertemente por
el maquillaje, pasó sobre mí de la misma manera que sobre un pedazo
de papel tirado en el suelo y que nadie se detiene a recoger, al que le
pasan una y otra vez por encima hasta que el pobre queda convertido
en una masa rugosa y oscura, luego de besar las suelas de cada mujer
que distraídamente lo pisa sin percatarse de que eso estaba ahí.
Mientras se alejaba, alcancé a distinguir el aroma de su piel, una
vez que pasó a mi costado sin hacer mayor reparo en ello. Me pregunto
hasta qué punto quedó sellada entonces nuestra cita para hacer el
amor o, mejor dicho, rehacer el amor, porque hasta donde entiendo,
el amor está hecho desde que existen hombre y mujer sobre la tierra.
Nosotros sólo teníamos planeado coger.
La realidad es que las causas, cuando se reflexionan con calma,
suelen ser de lo más tontas e insípidas, que hasta da pena reconocerlas.
Las causas son fugaces e inaprensibles. Entonces es cuando alguien se
inventa todo un sistema filosófico para poder llevar a la cama a una
colección {premios 20 de noviembre}
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mujer. Y todo por no saber bailar, porque cuando se es buen bailarín, la
filosofía ya no hace falta y la reflexión se da en la cama.
En realidad, la historia comenzó frente a un libro de Kerouac. Yo
leía un pasaje de Los vagabundos del Dharma a un amigo, cuando ella
pasó frente a nosotros. Por un impulso que me vino de no sé de dónde
diablos, le prometí a mi amigo que aquella mujer despertaría un día
soñando entre las sábanas de mi cama.
—¡Por la memoria de Jack Kerouac! –exclamé, llevando mi mano
izquierda al corazón y la derecha sobre el texto beatnik.
—Así sea –dijo mi amigo, no muy convencido.
Claro que él ignoraba que para entonces yo era todo un
tansegrista consumado que, con tan sólo enfocar mente y alma en el
objeto deseado, éste vendría por sí solo.
Los días siguientes estuve montando guardia en el mismo
lugar, esperando su llegada. Mi amigo, al segundo día me tachó de
desquiciado y se largó. Únicamente quedamos Jack y yo; se lo dije y él
estuvo de acuerdo conmigo. En realidad, no dijo nada, pero interpreté
su silencio como un sí. Además, yo lo acompañaba a él desde hacía
cinco años, así que sería una ingratitud de su parte quejarse por un par
de días; él debió entenderlo también, no dijo ni una palabra, a pesar
de estar lleno de ellas.
Siete días después de aguardar pacientemente su llegada, la
vi acercarse hasta donde me encontraba con Kerouac. Pasó frente a
nosotros sin reparar en nuestra presencia. En ese momento me pareció
que era necesario modificar mi táctica. La mente tuvo su oportunidad,
y la perdió. Decidí dejar actuar a mi lengua, desde luego, haciéndole
la recomendación de comenzar desde una altura decente, ya tendría
oportunidad de descender poco a poco.
Sin embargo, el detonante que me lanzó hacia ella fue la
descortesía hecha a Jack, es decir, le perdono haber pasado a mi
costado sin siquiera voltear a mirarme por segunda ocasión (lo cual, en
mi caso, no es ninguna novedad). Pero ¡por dios!, al menos que respete
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y otros cuentos marxistas para dormir sonámbulos
a Jack Kerouac: a quien me reveló a los diecisiete años que la vida era
una gran película y, no conforme con eso, me incitó a dejar un registro
de mi participación en ella. Le prometí a Jack una buena venganza.
Algún otro día que, por algún motivo, no me acompañaba
Kerouac, sino Henry Miller, la vi sentada frente al edificio de la Facultad
de Historia. Confiado a las enseñanzas del Trópico de Cáncer entre mis
manos, me dirigí hasta ella.
—Hola –le dije.
—Hola –respondió, mientras me invitaba a sentarme a su lado.
—¿Te puedo hacer una pregunta? –dije de manera estúpida, ya
que ciertamente eso era lo que acababa de hacer. Por fortuna, ella
pareció no darse cuenta, ya que de inmediato respondió:
—Por supuesto, dime.
Confiando en que lo más difícil había pasado, pregunté:
—¿Te gusta el rock?
Ella me miró un poco confundida, creo que hacía un esfuerzo por
contener las palabras que debajo de su lengua empujaban por salir.
—Mira –me dijo–, sólo porque me caes bien, si no, te respondería
lo que le dije a un tipo que me preguntó lo mismo; no, a mí me gustan
las cumbias y el güipigüí.
Ya con esto se entiende a lo que me refería cuando mencionaba
que en esos días sólo conocía la mitad de nada respecto a las mujeres,
creo que hasta me sonrojé cuando dijo que tenía una mirada muy
linda o alguna de esas cosas que se les ocurren a ellas cuando quieren
devolverle la confianza a un hombre. Fue suficiente para recobrar
el aplomo perdido luego de dos desaciertos consecutivos. Pasamos
juntos el resto de la tarde. Conocí a algunas de sus amigas, y ella a
mis amigos.
A partir de ahí, coincidimos muchas veces en los mismos sitios;
sus amigas se hicieron mis amigas, y mis amigos, mis amigos, bueno...
continuaron siéndolo. Al parecer, a ella no le parecieron lo bastante
interesantes o divertidos como para prestarles mayor atención que el
saludo requerido.
colección {premios 20 de noviembre}
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Sin embargo, Jack Kerouac venía cada noche a recordarme entre
mis sueños que su honor seguía lastimado y que yo había prometido
resarcirlo. Ahora me encontraba atrapado entre mi promesa y las
charlas diarias con la chica gótica intelectual acerca de mitología,
filosofía, literatura comparada y los chismes más recientes en la
Facultad. Comprendí que la decisión no sería tan sencilla, lo intenté
en un par de ocasiones sin buenos resultados. Finalmente, la gran
oportunidad se presentó en alguno de esos cuatro o cinco días por
semana en que celebrábamos reuniones en mi casa.
Me encontraba afinando los detalles con un par de amigos para
la siguiente reunión, cuando a la entrada de la biblioteca aparecieron
algunas de sus amigas, quienes al escuchar la palabra «fiesta», de
inmediato se apuntaron en la lista de invitados.
Durante los dos siguientes días antes del festejo, por distintas
razones no vi a la chica gótica, así que, al parecer, quedaría fuera de la
reunión, lo cual resultaba una lástima.
Al parecer, la noticia se extendió más allá de la Facultad y, según
los últimos comentarios, ya se hablaba de la reunión en facultades
vecinas como en las de Física y Arqueología. Aunque, sin duda, el más
interesado en que ella asistiera era Jack Kerouac, no sucedía lo mismo
con Henry Miller ni con los demás: Hegel, Derrida, Kant, Foucault y
Descartes; este último sólo estaba de visita, aunque debió sentirse tan
bien ahí que ya nunca se fue.
El día anterior a la famosa fiesta compré algunas caguamas, que
bebí junto a todos ellos; entonces sí, en aquel momento, la mayéutica
socrática conoció sus más altos vuelos. Pronto se formaron dos bandos
en la disputa intelectual. Por un lado, estaban Hegel, Derrida, Kant,
Foucault y Descartes; por el otro, Kerouac, Miller, las cuatro caguamas
y yo.
El discurso argumentativo del bando filosófico se sostenía en
un fundamento óntico-escatológico, que presuponía como base de su
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La venganza de Jack Kerouac, | Valentín Corona
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sistematización lógica epistémica la pre-esencia de Dios en todo ser, en
cuanto que es. Entonces, le advertí que si de eso se trataba, también
guardaba unos buenos trabalenguas debajo de la manga. Kant, el
racista de la mente, defensor a ultranza de la razón pura, tachó de mí,
sobre todo, la desorganización estructural cognitiva de mis axiomas,
los que, según él, carecían por completo de sistematización funcional
práctica. Herido en mi orgullo cognitivoneuronalsintético, le dije las
ciento dieciséis tesis argumentativas que servían de fundamento para
mi teoría epistémica-valorativa respecto a la selección de la mejor
cebada para preparar una buena cerveza. El silencio suspensivotangencial que siguió se prolongó por unos minutos. Seguramente, en
las sinapsis de su mente discursiva se produjo una interfaz.
Lo siguiente que recuerdo es haber despertado por la mañana
junto a un montón de libros deshojados; al parecer, la discusión concluyó
en pésimos términos. Sobre la pared de mi habitación, había un grafiti
que decía: «KANT, CHÚPAME UN HUEVO». Pedí disculpas al filósofo por el
exabrupto. Enseguida, me preparé unos chilaquiles con queso: asunto
resuelto, estaba seguro de que Kant entendería; además, alguien que
se precia de ser tan inteligente no tendría por qué ponerse a discutir
con un borracho.
La mañana en la Facultad transcurrió sin mayores sobresaltos
que cualquiera otra. Las clases se desarrollaron entre la incredulidad
de algunos estudiantes y el afán de los otros por creer a pie juntillas
todo lo dictado en clase de ontología, de once a una. El argumento
de San Anselmo para demostrar la existencia de Dios no fue capaz de
convencerme: era imposible la idea de un Ser más perfecto que no
fuera el del protagonista de la película en que mi papel se desarrollaba;
así que, la idea del ser perfecto e infinito se adecuaba en la realidad
solamente al narrador. Luego entonces, comencé a sospechar que
el narrador podría ser dios. El sonido del timbre anunció el fin de
una mañana que transcurrió sin mayores sobresaltos y terminó por
lanzarme a la fluidez del mundo heracliteano.
colección {premios 20 de noviembre}
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Al abandonar la escuela, descubrí que nada es verdadero, las
imágenes de un mundo sólido se disuelven y entremezclan creando
camiones con intestinos; personajes secundarios que hacen preguntas
ónticas; piedras al costado del camino lanzándose, ellas mismas,
contra la carretera.
Sentado sobre la acera, vi pasar un desfile de hormigas
transportando víveres a su guarida. Para cuando mi camión finalmente
llegó, la realidad abstracta comenzó a ceder espacio a la cotidianidad.
En ese momento, se acercaron unos amigos dispuestos a llegar
a casa muchas horas antes del inicio de la fiesta. Me saludaron y no
conseguí evadirlos. Permanecieron junto a mí, aun cuando no había
respondido a su saludo. Viendo que no pensaban marcharse, los invité
a ir conmigo a casa. De inmediato, aceptaron.
Una vez en casa, después de haber comprado bebidas y botana,
que consumimos entre canciones de Pantera y La Cuca, no recuerdo
quién comenzó a saltar y a lanzarse contra los demás. Al término del
slam, se notaron por todas partes los daños: una oreja herida, una
nariz sangrante y una rodilla lastimada; tácitamente, todos parecían
decididos a permanecer estáticos, sólo comenzaron a sentarse en los
sillones o sobre la cama; unos y otros. Luego de los primeros auxilios,
se miraban entre sí, sin decir nada, aunque en sus ojos se reflejaba el
deseo de la venganza.
Justo en medio del más profundo de los silencios, el timbre de la
puerta vino a revivir aquel sentimiento de camaradería lastimado por
los golpes. Omar, soltando a Jack Kerouac, se levantó del sillón para ir
a ver quién llamaba a la puerta.
—Son las chavas de historia –dijo.
El solo anuncio de la llegada de mujeres fue la mejor pomada
para curar los golpes infligidos a la amistad; algunos corregían su
postura, otros corrían a darse un rápido arreglo personal en el baño y
otros decidimos permanecer escuchando una canción de Chabela Vargas.
Las chicas arribaron con un par de botellas de vodka y tequila en
mano. Mis amigos quedaron sin habla, nadie decía nada; fueron ellas
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quienes comenzaron una charla. Como suele ocurrir en esos casos,
las estudiantes de historia parecían desconfiar de los estudiantes de
filosofía; los estudiantes de filosofía parecían desear a las estudiantes
de historia: de algún modo, todo encajaba a la perfección. No tardaron
en formarse las parejas, es decir, las discusiones detrás de las cuales se
escondía una fuerte carga de atracción, el mismo ritual de molestar a la
compañerita del colegio jalándole las trenzas para llamar su atención,
ahora, claro, adaptado a las condiciones: se inició una disputa sobre la
filosofía de la historia.
En esta ocasión, las bajas comenzaron a resentirse pronto. Una de
las chicas, luego de beber dos vasos de vodka de manera consecutiva,
quedó en coma tendida sobre la cama. Antes de que dos de mis amigos
satisficiesen sus más bajos instintos al verla en tales condiciones y de
que comenzaran a salivar como perros pavlovianos, dos de sus amigas
decidieron llevarla a casa, cada una sosteniéndola por un costado y,
literalmente, cargándola hasta el taxi.
Horas después, una de las mujeres me preguntó por la chica
gótica: le contesté que no había podido verla durante los últimos
días. Me preguntó si al menos la había invitado, a lo que respondí
con una negación. La chica me condujo fuera del departamento y me
sugirió que la llamara; le respondí que aunque lo deseaba, no tenía su
número telefónico. Ella sacó su agenda y me la entregó abierta en la
página donde aparecía un nombre seguido de una serie de conjuntos
numéricos, agrupados de dos en dos.
Por algún extraño motivo, al parecer, me encontraba decidido
a poner trabas al asunto, así que le comenté que no tenía a la mano
una tarjeta telefónica. Ella extrajo una de su bolso y me la entregó. Sin
más obstáculos al frente, me vi forzado a realizar aquella llamada. En
su casa me informaron que se encontraba en la Facultad realizando
unos trámites, y que posiblemente retornaría en unas horas. Agradecí
la atención y colgué. Enseguida, le comuniqué todo a la chica, que en
ningún momento se separó mientras hablé. Ella se quedó pensando
unos segundos y me pidió la tarjeta telefónica.
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—Vamos a buscarla, la tenemos que encontrar –dijo, mientras se
ponía a revisar otros números en la agenda–. Aquí está –exclamó.
De inmediato, marcó el número.
—Bueno –dijo sobre el auricular.
«Al parecer, ha corrido con suerte», pensé, al ver los gestos en su
rostro. Con su mano libre señalaba la bocina repetidamente.
—Oye, ¿quieres venir a una fiesta? –escuché que decía.
—Adivina... –dijo, mientras me dedicaba una sonrisa de complicidad.
—En casa de Alfonso... Te juro que te estoy diciendo la verdad...
Sí, aquí está conmigo, ¿quieres que te lo pase? Te lo paso, anda.
—Dice que quiere que la invites personalmente –añadió, mientras
cubría la bocina con la mano.
—Bueno.
—Sí, soy yo.
—¿Por qué a ti no?
—Bueno, porque no te vi en estos días. Pero te invito ahora.
—Tú dime adónde y voy por ti.
—Yo vivo cerca del Congreso.
—Bien, paso por ti.
—Te espero.
La actitud satisfecha de la chica me hizo sospechar que algo
podría estarse tejiendo a mis espaldas.
En el departamento, las cosas parecían ir de maravilla. Casi todos
se encontraban agrupados de dos en dos, como el número telefónico
de la chica gótica intelectual en la agenda de su amiga. Las señales
de romance aparecían por todas partes. Conforme iba avanzando la
tarde, comenzaban a retirarse quienes al parecer no habían conseguido
atrapar a nadie.
Intempestivamente, la chica de la agenda me preguntó:
—¿Qué hora es?
Le contesté que las siete con treinta. Recordé entonces la promesa
de pasar a recoger a la chica gótica a las siete. Me levanté y salí de allí,
pensando que si la perdía, Jack no me lo perdonaría jamás.
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y otros cuentos marxistas para dormir sonámbulos
Al tiempo de doblar la esquina más próxima al sitio donde
establecimos nuestro encuentro, la vi sentada mirando hacia todos
lados. En cuanto me vio, se levantó y agitó su mano. Lo primero que se
me ocurrió hacer luego de saludarla fue disculparme por la tardanza;
ella dijo que no me preocupara, que en realidad acababa de llegar.
Cuando regresamos con los demás, sólo Omar y yo continuábamos
sin pareja. A mí no me interesaba en lo más mínimo iniciar una pelea
por el derecho al cortejo, así que le permití realizar todos sus esfuerzos
para conquistar a la chica. Ella no pareció interesada. En cuanto se
terminaron las botellas, ella propuso ir por otras, confesándome que
tenía un plan. Lo que recolectamos de efectivo era muy poco; ella dijo
que no importaba, que ella las invitaba. Fue entonces que le vi un
misterioso encanto que no le había notado antes: Jack Kerouac habría
estado de acuerdo conmigo.
Mientras nos dirigíamos al sitio donde acostumbraba comprar
mis tragos, iba pensando que después de todo no era tan malo el
no percatarse de la presencia de alguien en nuestro camino. La chica
gótica intelectual resultó ser muy graciosa. Pensaba en esto mientras
ella me contaba cosas de sus heroínas preferidas: Bathory, Circe y
Pizarnik.
El bar de la esquina celebraba su vigesimotercer aniversario; era
un lugar bohemio donde se solía reunir la comunidad artística. Algunos
saludaron a la chica gótica intelectual, le preguntaron si había algún
evento por ahí, y ella les respondió que estábamos en una reunión
de la escuela y que íbamos por más bebidas. Desentendiéndose del
asunto de la colecta y del traslado de las bebidas, dijeron:
—Bueno, a ver si nos vemos ahora que regresen.
No tardamos más de cinco minutos en volver. Al pasar frente al
bar, dos tipos nos abordaron preguntando a la chica gótica si se nos
podían unir. Ella me miró y les dijo:
—No sé, pregúntenle a él. Estamos en su casa.
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De inmediato, voltearon a verme como un par de cachorros
extraviados temerosos de cruzar la calle. Les dije que podían venir. Uno
de ellos gritó a la turba del bar: «Órale, vámonos». Aproximadamente
en un segundo, quince personas se nos integraron. La chica gótica
y yo nos miramos por un momento sin decir nada; le entregué las
llaves a uno de los amigos que nos acompañaban y le pedí llevar a
los demás, mientras la chica gótica y yo regresábamos a comprar más
botellas. Ella se empeñó en pagar, argumentando que los invitados le
pertenecían. No puse ningún reparo a su decisión.
Al arribar, pudimos percatarnos de que la fiesta se había propagado
por toda la azotea. Astrid Hadad sonaba en las bocinas haciendo bailar
a más de cuatro; el baño se había vuelto unisex, parejas entraban y
salían de él muy contentos. Nosotros ya no volvimos a separarnos el
resto de la velada, yendo juntos de un lado a otro.
Ya entrada la noche, el frío arreció. Algunas chicas me pidieron
algo de ropa para cubrirse, así que me puse a repartir las pocas
prendas que tenía. Cuando lo noté, sólo me restaba una chamarra no
muy gruesa que tuve que destinar a mi chica gótica intelectual, aunque
a mí me cargara el maldito frío. ¡Qué difícil resulta ser un caballero,
algunas veces!
En una de las ocasiones que ingresé a mi habitación por las
prendas, descubrí a Kerouac tirado en el suelo, como un ebrio de
cantina; lo levanté y lo sacudí un poco. Después, sosteniéndolo
entre mis manos, le comenté que nuestros planes comenzaban a ser
modificados por una fuerza extraña. Un sentimiento nuevo se había
despertado en mí hacia la chica gótica. Tal vez, nadie más lo crea,
pero Jack Kerouac me sonrió y me dijo que no me preocupara, que
él entendía mi situación; además, me recordó: «La vida es una gran
película, no olvides contar tu parte en la historia, a mí me encantará
escucharla». Le agradecí a Jack sus palabras y volví con la chica gótica.
Ella al verme, sonrió y me abrazó. Entonces supe que estaba perdido.
Otro capítulo comenzaba.
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La venganza de Jack Kerouac, | Valentín Corona
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Me preguntó si estaba ebrio, y le contesté que en realidad no.
Ella hizo una mueca de niña caprichosa cuando algo le ha salido mal.
—No, así no era el plan –dijo sonriendo con un gesto infantil en
sus labios. Permaneció observándome unos instantes de una manera
que yo habría pensado tierna, hasta que, sin más, me cuestionó:
—Qué. ¿Quieres cogerme?
Al día siguiente, desperté y observé a la chica gótica intelectual
soñar entre las sábanas de mi cama. En cierto modo, Jack estaba
vengado, y yo decidí hacer las paces con Kant, a quien Kerouac parecía
mantener sometido tendido sobre él, con quién sabe qué intenciones.
colección {premios 20 de noviembre}
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CUENTOS MARXISTAS PARA DORMIR SONÁMBULOS
a David Ojeda Álvarez
Desperté molesto sin saber por qué, simplemente sintiendo ese malestar
que se formó tras de mi ombligo; crece y lo envuelve en cuestión de
segundos para, de inmediato, propagarse hacia el resto del cuerpo.
Lo peor de todo es que no sé por qué. Y si me preguntan, diré sin
vacilación que entre las peores sensaciones se encuentra precisamente
ésa de no poder encontrar motivos o razones para sentirse así: sin una
mínima respuesta frente a un porqué.
El despertador todavía no suena cuando lo alcanzo a distinguir
en medio de la penumbra. Restan tan sólo seis minutos antes de que
se accione el mecanismo de la alarma, así que lo desconecto y decido
reportarme enfermo al trabajo.
Los ronquidos de mi mujer me llevan a replantear la decisión. Sé
que, de hacerlo, más tarde los ruidos se convertirán en reclamos. El simple
hecho de pensar en ello me provoca levantarme por un vaso de agua.
Al intentar calzarme las pantuflas, recuerdo que, del último par
que tenía, una se la comió el perro y la otra fue sepultada por mi hija
pequeña en el patio trasero de la casa. Me pregunto si todas estas
reflexiones vienen a raíz de mi malestar formándose detrás de mi
ombligo. Al no encontrar otro motivo, supongo que es así. Tomo los
zapatos, ya sin forma, metidos debajo de la cama y meto los pies. Las
cintas cuelgan a los costados como entidades sin aliento. Entonces
aquella nueva sensación se funde con la anterior, la de este día.
Me dirijo a la cocina con las agujetas cayendo a los costados;
he decidido no atarlas, por lo cual, si mal no recuerdo, ésta es la
primera ocasión en treinta años que no lo haré. La verdad es que
cuando una situación así se presenta, a uno le viene a la cabeza
todo tipo de conjeturas, desde el simple y llano romper con la rutina,
hasta pretender que aquel sencillo acto podría quebrantar el equilibrio
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La venganza de Jack Kerouac, | Valentín Corona
y otros cuentos marxistas para dormir sonámbulos
universal. Luego de pensar al respecto, durante un par de minutos, llego a
la conclusión de que, si el universo poco ha hecho por mí hasta entonces,
por no decir más bien que nada, es justo que a mí tampoco me importe
su destino; con esto en mente, enfilo hacia la cocina con ambas agujetas
desamarradas, en espera de que el mundo se extinga de una vez por
todas o, al menos, que mi mujer no despierte todavía. Después de quince
años de matrimonio no sabría cuál idea me aterra más.
Una vez en la cocina, compruebo que el mundo no ha desaparecido.
Por desgracia, no sucede lo mismo con el sueño de mi mujer. Apenas
alcanzo a beber un sorbo de agua cuando escucho su voz preguntando
a mis espaldas: «¿Qué estás haciendo?». Por un momento, no sé si se
trata de una pregunta capciosa, o si simple y sencillamente mi mujer
es una estúpida, pero como ya decía, luego de quince años de convivir
con alguien, uno termina por conocer a esa persona; lo que me lleva a
inclinarme más bien por la segunda opción.
—Bebo un vaso con agua –le respondo con cierto sarcasmo. Su
posterior comentario me lleva a confirmar mi suposición.
—¡Ah! –exclama, y de inmediato se retira.
En cualquier otro momento no habría ni siquiera reparado en
los detalles, como lo hago ahora. La pregunta sería saber qué pasó,
¿en qué momento dejé de ser ese pedazo de carne programada para
alargar los pasos de los demás? Y sólo eso.
Finalmente, decido no llamar al trabajo. Permaneceré en casa
oculto en el sótano hasta que todos se hayan marchado. Siento un
deseo enorme de poder estar solo. Al pensar en ello me percato que,
durante años, nunca he tenido la oportunidad de estar a solas, sin ese
griterío de los hijos o la demandante voz de mi mujer o el constante ir
y venir de los compañeros en la oficina. Pero, sobre todo, del bullicio
esquizoide producido por el tránsito en las avenidas. En síntesis: de
las obligaciones ejercidas por el poder: ese ente abstracto que no sabe
hacer otra cosa que sorbernos la sangre gota a gota. Me siento burlado
y humillado, al tiempo que me cuestiono: «¿Cómo fue que no te dabas
colección {premios 20 de noviembre}
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cuenta?». Por un instante, siento el deseo de correr en busca de los
viejos textos marxistas heredados de mi padre. Desfila en mi mente
un título tras otro como carnaval de carros alegóricos: Manifiesto del
Partido Comunista; La sagrada familia; El capital; La miseria de la
filosofía; El 18 brumario...
Me pregunto qué fue lo que pasó. ¿En qué momento se perdió la
fe en el hombre para dejar a cargo del futuro de la humanidad a media
docena de circuitos integrados? ¿Será que las respuestas se terminaron?
¿Que volvieron a engañarnos con ese cuento de la primavera, y que
lo que realmente importa es sólo lo que se ve y no aquello que nos
habita? Entonces me siento decepcionado de estar aquí sin mover un
solo dedo, como no sea sobre el teclado de la computadora o del
control remoto o para presionar el NIP de la cuenta bancaria cuando
necesito efectivo.
El malestar sigue creciendo, aumentando su tamaño, como la
hipoteca que solicité hace cinco años al banco para poder llevar a mi
familia de vacaciones a la playa y que, hoy, luego de una multiplicidad
absurda de intereses, recién llega a casa la notificación del último
monto: «Al día de hoy, usted adeuda a esta institución bancaria la
misma cantidad al doble de su préstamo inicial». Creo que de ahí
proviene esa primera sensación por la mañana, formándose discreta
detrás del ombligo, sin atender a los inconvenientes que pudiera
desatar con su inesperada aparición.
Consigo evadir a mi familia, que termina por suponer que un
asunto importante en la oficina me ha obligado a partir de casa
intempestivamente, sin tiempo para decir adiós ni repartir los besos
de despedida de cada mañana. Sin embargo, no es así, y me pregunto
qué pensarían si me descubrieran aquí, oculto entre los objetos viejos.
Me asalta un recuerdo de aquel mes de marzo de mil novecientos
ochenta y tres. Entonces las olas eran un poco menos altas, quizá
entre dos y cuatro centímetros abajo. Me gustaba correr detrás de
las olas tanto como me asustaba su posterior persecución. Luego me
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La venganza de Jack Kerouac, | Valentín Corona
y otros cuentos marxistas para dormir sonámbulos
dedicaba a buscar a mi padre sobre la playa hasta recordar que él
ya no estaba aquí porque había muerto disparando un fusil junto a
un tal Lucio Cabañas, en algún lugar de la sierra de Guerrero. Durante
mucho tiempo los odié, tanto a mi padre como a Cabañas, aunque la
gente dijera que eran héroes y que yo debería estar orgulloso de ellos
porque no cualquiera ofrece su vida por la de alguien más; aunque
parezca que ésta cuesta más y que «un día crecerás lo necesario para
comprenderlo mejor».
Ya he crecido muchos centímetros más que las olas, sin embargo,
aún no comprendo por qué debo preferir un héroe a un padre o por qué
la vida ahora cuesta más.
Recuerdo aquellos libros que mi padre me leía antes de dormir:
nunca se trataba de cuentos de hadas, sino de los principios del marxismo.
Él solía llamarlos: «Cuentos marxistas para dormir sonámbulos».
Desde entonces, jamás padecí de insomnio, hasta el día de hoy,
cuando ha decidido manifestarse como una sensación extraña naciendo
detrás del ombligo. Mi padre decía: «El ombligo de cada persona debe
ser siempre el centro del universo. Allí comienza todo».
Escucho el alboroto matutino de mi familia. Me mantengo en
silencio, absorto en mis pensamientos hasta que el último sonido que
distingo es el de la puerta al ser cerrada por mi mujer.
—¿Qué cosas guardan todas estas cajas? –me pregunto, al contemplar el desorden a mi alrededor.
De pronto, me doy cuenta de cómo ha cambiado el mundo,
pareciera que la realidad es otra, aunque en el fondo ya se sabe que
todo sigue igual o tal vez peor. Sin embargo, yo conservo una realidad
metida en un montón de cajas. Una realidad donde aún se escucha la
voz de mi padre contándome sus viejos cuentos marxistas para dormir
sonámbulos, antes de dormir; su voz, que había callado desde antes de
aquel mes de marzo de mil novecientos ochenta y tres.
Comienzo a abrir las cajas. Cada una me provoca una sensación
distinta: orgullo-rencor-tristeza-felicidad-calma-intranquilidad...
colección {premios 20 de noviembre}
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Los objetos perecen confundidos al estar insertos en una realidad
que no es la suya. Los observo y casi me parece que estuvieran muertos,
como si no existieran hoy ni hubiesen existido nunca, aun y cuando
los sostenga entre mis manos, durante este instante completamente
delimitado para siempre. Una multitud de objetos que van desde el
instructivo de cómo ensamblar una Desert Eagle hasta la vieja carabina
treinta-treinta. Abro un libro al azar y comienzo a leer un par de líneas:
... cuanto más progresa la civilización, más obligada se cree a cubrir
con el manto de la caridad los males que ha engendrado fatalmente,
a pintarlos de color rosa o a negarlos. En una palabra, introduce una
hipocresía convencional que no conocían las primitivas formas de la
sociedad ni aun los primeros grados de la civilización, y que llega a su
cima en la declaración: la explotación de la clase oprimida es ejercida
por la clase explotadora exclusiva y únicamente en beneficio de la
clase explotada; y si esta última no lo reconoce así y hasta se muestra
rebelde, esto constituye por su parte la más negra ingratitud hacia sus
bienhechores, los explotadores.
Se me despierta una sensación de negra ingratitud hacia mis
bien intencionados explotadores: el sindicato, los inversionistas de
la empresa para la cual laboro, los acuerdos concertados por los
integrantes del G-8 y anexas; siento que debería ser tan bondadoso
como las bienintencionadas recomendaciones del Banco Mundial a los
países tercermundistas.
No puedo evitar sentirme así, acompañado por esa sensación de
malestar formándose detrás del ombligo: desde el centro mismo del
universo, para propagarse después como un misterioso virus hacia el
resto de mi organismo.
Me pregunto, si mi padre estuviera aquí, ¿sabría explicarme por qué
siento lo que siento? O sólo me contaría otro de sus viejos cuentos para
dormir sonámbulos o quizá me enseñaría cómo ensamblar correctamente
una Desert Eagle, incluso una vieja carabina treinta-treinta.
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La venganza de Jack Kerouac, | Valentín Corona
y otros cuentos marxistas para dormir sonámbulos
RÉQUIEM ANARQUISTA
(POR FAVOR, NO CIERRES LOS OJOS)
a Carlo Giuliani, in memóriam
Mi nombre es Carlo, tengo veintitrés años y estoy muriendo. El primer
recuerdo que me viene a la mente aconteció hace sólo un par de noches,
cuando Laura me dijo: «Tus ojos son tan transparentes». Pensé que se
refería a que son de una tonalidad clara. Pero ella me dijo que no,
recalcando el hecho literal de la transparencia, es decir, que podía ver a
través de ellos, como si se tratara de un plástico delgadísimo, y añadió:
«detrás de ellos, me imagino un mundo inmenso y lleno de vida».
Yo no lo creí, aunque me consta que permaneció durante horas
observando mis ojos. Así lo hizo aquella noche, después de la primera
manifestación en que participamos todos. Primero, me hizo recostarme
sobre sus piernas; después clavó su mirada en la mía, y de pronto,
¡zas!, pareció irse sumergiendo, lentamente, en un pozo de agua. Al
menos, ésa fue la impresión que me causó. Me pregunto si entonces
vio lo que sucedería, a mí me parece que sí, es decir, por qué no.
Observo a algunos de mis amigos alrededor. Parecen preocupados. No
lo sé. Me siento confundido.
Desde pequeño, me enteré de que mi padre era un anarquista. A
decir verdad, ésa fue una de las pocas cosas que sabía de él, debido
a que acostumbraba pasar mucho tiempo con sus compañeros de
trabajo. Era difícil encontrarlo en casa. Solía decir que tenía muy poco
tiempo para defender su dignidad, la única herencia que el abuelo le
había dejado y que no podía darse el lujo de perderla. Otra de las cosas
que más recuerdo es la constante presencia de libros en la casa, textos
que él leía durante la noche, sacrificando gran parte de su tiempo de
descanso.
Pronto, comencé a relacionar a mi padre con aquel olor a libros.
Empecé a leerlos porque me hacían sentir que estaba a mi lado.
colección {premios 20 de noviembre}
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Gracias a eso, a los diez años ya leía libros de Bakunín, Prudhon,
Malatesta, Rosa Luxemburgo, aunque entonces no comprendía gran cosa
de lo que en ellos se manifestaba; siento que, de algún modo, muchas
cosas permanecieron guardadas muy dentro de mí, casi sin darme cuenta.
A veces, en el colegio, solía repetir cosas como: «La propiedad es
un robo», una de las frases favoritas de mi padre. Él siempre manifestó
cierta predilección hacia Prudhon, con quien compartía esa característica
necesidad de individualidad. A pesar de ello, conforme el tiempo transcurría y yo crecía, él empezó a llevarme a algunas de sus reuniones
sindicales. Ahí fue donde conocí a algunos de quienes se convertirían en
mis mejores amigos, también hijos de los compañeros de mi padre. Al
primero que conocí, y que más tarde se convirtió en mi mejor amigo, fue
a Manú. Posteriormente, a Leonardo, Vittorino, Silvio y Laura.
Ya reunidos, pronto nos encargamos de organizar el Sindicato
Infantil Anarquista (SIA), en donde discutíamos acerca de la problemática
social e ideológica, tal como veíamos hacerlo a nuestros padres. Yo no
sé ahora si pude haber tenido otro destino que no fuera éste. Ignoro
si sea algo que todo el mundo se pregunte cuando se ve en medio de
una situación como ésta en la que me encuentro ahora. Aunque es
precisamente en estos momentos cuando la vida me parece más que
nunca un enigma demasiado oscuro que no permite ser penetrado.
Siento un vértigo que me sacude. Laura me mira a los ojos como lo ha
hecho siempre. Intento decir algo, pero de mi boca solamente brota
un coágulo de sangre. Me piden que no haga esfuerzos. Comienzan a
envolverme otra vez los recuerdos.
Un día, Manú y yo decidimos organizar un grupo de estudio, posterior
a las horas del colegio, precisamente en una época en que las condiciones se endurecieron para nuestros padres, quienes entraban y salían de
prisión con más regularidad que con la que acostumbraban visitar sus
hogares. Aún no entiendo exactamente por qué decidí seguir sus pasos.
¿Será que con el tiempo y las generaciones eso se transmite a través de
los genes para llevarlo toda la vida corriendo por las venas? No lo sé.
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La venganza de Jack Kerouac, | Valentín Corona
y otros cuentos marxistas para dormir sonámbulos
La primera ocasión en que fui a dar a prisión fue junto con mi
padre y algunos de sus compañeros. Aprendí a tratar con la autoridad.
Vi cómo aquellos policías los golpeaban mientras reían y trataban de
intimidarme, diciendo que si continuaba cerca de personas como ésas,
pronto sería yo mismo sobre quien caerían los golpes, y que, además,
iban a disfrutar mucho golpeándome. En esa ocasión, se contentaron
con propinarme un par de bofetadas y de golpes en el vientre, además
de dos patadas en el trasero. Aquella fue la primera vez que sentí una
auténtica rabia e indignación ante lo que ocurría frente a mis ojos.
También comenzaron a clarificarse muchas de las cosas que había
leído en los libros de mi padre. Incluso, lo comprendí mejor a él, a sus
ausencias prolongadas de casa, a la dignidad heredada del abuelo, a
las frases que dicen que «la propiedad es un robo». En fin, aprendí
muchas cosas en una sola noche.
De pronto, me parece que el tiempo que gasto en recordar hechos
pasados es más que el que pasé en vivirlos; es extraña esta sensación de
un tiempo demasiado largo. Laura me sacude y me pide no cerrar los ojos.
Alcanzo a distinguir la imagen melancólica de Leonardo, mirándome
fijamente. Él fue siempre más un artista que un revolucionario. Sin
embargo, decidió estar junto a nosotros pasara lo que pasara. De algún
modo, uno sabe que ésta es sólo una más de las infinitas posibilidades
por defender la libertad de caminar entre las calles sin una correa al
cuello. En realidad, lo que muchos no saben es esto que Leonardo un
día me confesó: «No siempre se necesita ganar para saberse vencedor».
Ese mismo día, también me dijo: «He descubierto que mi padre es un
espía del gobierno». Aquello fue un golpe demasiado duro, sobre todo
para él. Me pidió un consejo, así que le señalé que lo mejor sería
que no se lo dijera a nadie, y que, además, yo pondría al tanto de la
situación a mi padre para que él hiciera algo al respecto sin que nadie
resultara lastimado.
Luego de un tiempo, quizá por la falta de información importante,
el padre de Leonardo fue transferido a otro lugar. Leonardo decidió
colección {premios 20 de noviembre}
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permanecer aquí. Siento que en el fondo deseaba resanar un poco
cualquier clase de daño que su padre pudiera haber infringido en
contra de los nuestros. A partir de entonces, he comenzado a confiar
en que acaso en él se haya originado un nuevo gen, como el de mi
abuelo, que luego transmitió a mi padre, y éste a mí.
Leonardo me observa con lágrimas en los ojos, sin duda porque
él es más artista que revolucionario. Quisiera decirle que no tiene de
qué preocuparse, que pronto seremos tantos que sus disparos serán
enmudecidos por las canciones que a él tanto le gustan. ¡Claro! Si él es
un artista. ¿Cuántas veces te lo dije, Leonardo?
«Una vez más, sólo repite eso una vez más, y te juro que te
hago tragarte tus palabras», me respondías cada vez que yo decía:
«Leonardo es más artista que revolucionario. ¡Vamos, Leonardo! No
tienes por qué llorar». Si yo pudiera, lo diría una vez más: «Leonardo es
un artista». Pero esta sangre es lo único que me sale por la boca y me
impide hablar. Laura no cesa de repetir: «Carlo, no cierres los ojos...».
Allí están Vittorino y Silvio, son hermanos, aunque siempre
terminen liándose a golpes por cualquier cosa en la que no estén
de acuerdo –y casi nunca lo están. Fueron ellos quienes organizaron
el primer «bloque negro» para las protestas que se planearon como
respuesta a la siguiente reunión de los países primermundistas en
nuestra ciudad. Ambos hermanos estaban, al fin, de acuerdo en algo:
los anarquistas tenían la obligación de estar presentes y manifestar
su inconformidad. Algunas personas nos ofrecieron ejercicios de
entrenamiento para confrontar a los cuerpos policiacos. Nosotros
simplemente respondimos que no necesitábamos de esas cosas;
que, con nuestra acción directa y la buena suerte, seríamos capaces
de romper cualquier resistencia por fuerte que ésta fuese. ¿Será, tal
vez, que algunas veces Bakunín te deja sordo con esos gritos de león
herido? No lo sé. Por otro lado, una vez que lo pienso con calma, siento
que no me arrepiento de nada.
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La venganza de Jack Kerouac, | Valentín Corona
y otros cuentos marxistas para dormir sonámbulos
Vittorino y Silvio me miran sin decir nada; se me figuran un par de
personajes demasiado estoicos para manifestar cualquier sentimiento.
Impávidos, al parecer, expresan mejor lo que sienten, quizá junto a
alguna de sus frases favoritas como «dejar de luchar es comenzar a
morir». Y si, además, no estuvieran hechos de acero, seguramente me
dirían que yo no puedo morir, simple y sencillamente porque jamás
he dejado de luchar ni de creer en la idea de un mundo con dignidad.
De pronto, me parece distinguir un destello en sus miradas. Casi no
lo puedo creer. Ellos, sin mediar palabra, toman un par de extintores del
suelo y se lanzan en dirección de donde provino el disparo. Me gustaría
decirles algo, pero sé que ellos no tienen tiempo para esas cosas,
nunca les ha gustado dialogar. «Eso no es para nosotros –acostumbran
decir–. El mundo tiene ya demasiadas palabras, lo que hoy necesita
son acciones». De hecho, el único reproche que alguna vez le hicieron a
Bakunín es el hecho de que haya escrito más de un libro. Para qué, si
en un solo libro se puede escribir la historia completa del mundo –dicen.
Laura grita algo, no puedo distinguir bien sus palabras, me imagino que
me pide lo mismo: «Por favor, no cierres los ojos».
Laura ha sido siempre la fuerza que hace latir en mí ese gong
que todos llevamos dentro del corazón. También, el único desacuerdo
entre Manú y yo. Él está enamorado de ella, siempre lo ha estado. Sin
embargo, un día ella me eligió a mí. Entonces, él decidió mantener en
silencio esa necesidad de ser amado que, invariablemente, se delata
a través de su mirada. Laura, siendo tan delicada, prefirió ser otra
militante más, gritando consignas en medio de la manifestación.
Laura, ¿por qué abandonaste tu viejo vestido de encaje por
esos desgastados jeans? ¿Para poder cantar? ¿Recuerdas cómo te
gustaba cantar? Casi tanto como a Leonardo, que siempre ha sido
más un artista que un revolucionario. ¿Recuerdas hace unas noches
cuando marchábamos todos juntos, por primera vez, cantando por la
calle? Cuando me miraste y me dijiste que mis ojos te perecían tan
transparentes como una tela delgada que te permitía ver a través de
colección {premios 20 de noviembre}
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ellos un mundo lleno de vida. ¿Dime, qué es lo que ves ahora? ¿Qué es
lo que miras a través de mis ojos y te provoca el llanto? Dime, Laura,
¿acaso es tan terrible?
Yo, en realidad, no comprendo muchas cosas, sólo siento
un vértigo que me lleva de un lado a otro, sin fuerzas suficientes
para poder decir adiós a cada uno de mis amigos. No sé si ellos me
comprendan al mirarme a los ojos, como lo hace Laura siempre. Sin
embargo, de algo estoy seguro: no me arrepiento de nada, aunque
sé que el tiempo se alarga así sólo una vez en la vida, precisamente
cuando está por concluir.
Poco a poco, todo se va borrando: los recuerdos de mi padre, mis
amigos, Laura y la anarquía. Lo último en que puedo pensar es que, de
todo lo que fue mi vida, nada tuvo menos importancia que el hecho de
llamarme Carlo, tener veintitrés años y estar muriendo.
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La venganza de Jack Kerouac, | Valentín Corona
y otros cuentos marxistas para dormir sonámbulos
AMOR Y RABIA
Quien vence a los otros es fuerte;
quien se vence a sí mismo es poderoso.
L ao-Tsé
Cuando lo vi, no pude evitar pensar en mi hermano Quique. No sé si
por tener aproximadamente su misma edad o por la similitud de su
mirada. Pero, el verlo tendido ahí, con apenas un rastro mal disimulado
de sonrisa, me hizo reflexionar en lo que yo estaba haciendo en
ese lugar, ya que, mientras los otros reían y se repartían sus pocas
pertenencias, yo no alcanzaba a entender su presencia ni mucho menos
su participación, en medio de todo ese sinsentido. O eso me parecía
ser todo hasta entonces; sin embargo, con el tiempo y la repetición del
suceso, las cosas fueron modificándose.
Lo primero que descubrí fue que nadie los había obligado a venir
y que, incluso, estar aquí no era un castigo como antes lo consideraba,
sino un logro difícil de obtener. Primero se debía cumplir con toda
una serie de requisitos para poder ser partícipe, entre otras cosas,
«distinguir el orden correcto de la explotación» o «respetar el trabajo
arduo de gente sin identidad para conservar la dignidad expropiada
junto con los medios de producción». Esas fueron algunas de las
respuestas obtenidas de Fermín, un niño de catorce años, herido y
hecho prisionero el último mes de marzo, quien luego de soportar dos
días de duros interrogatorios, terminó por sucumbir ante la tortura,
para, finalmente, fallecer luego de una semana.
Desde aquella tarde en que disparé a uno de ellos por primera
vez, cada noche me asalta, durante mi sueño, el recuerdo de mi
hermano Enrique, cuestionándome: «¿Por qué los matas?». Y, entonces,
yo quisiera tener algo qué responderle. Pero, sobre todo, a mí. ¡Cómo
necesitaba encontrar una justificación!
colección {premios 20 de noviembre}
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Aquellos niños solían utilizar mucho una palabra: dignidad, la
cual, en lo personal, me inquietaba demasiado. Una palabra dotada
de nuevo significado, gracias a esos niños muertos antes de saber qué
era la vida. Cuando les comentaba a mis compañeros mi desasosiego,
ellos respondían cosas como: «Si no les disparas tú, ellos te disparan a
ti» o «tienes que aprender a verlos como enemigos, no como niños ni
seres humanos». Lo cierto es que, hasta antes de ver el rostro de uno
de ellos, mi conciencia estaba tranquila, sin sobresaltos. Pero después
¿cómo permanecer impasible ante tanta realidad estampada en la nariz?
Está bien cuando uno observa todo a través de la televisión y
desde la comodidad del cuartel. Todos aquellos videos en donde un
soldado es el defensor de su patria a quien las personas admiran y
respetan, pero, ahora, en este lugar donde la sangre moja de verdad y la
muerte tiene un olor tan característico, ¿cómo seguir creyendo que uno
es héroe si, para ello, debe matar a niños tan parecidos a tu hermano
menor? En pocas palabras, nunca te especifican quién es el verdadero
hijo de la chingada en este juego de «a ver quién pega más fuerte».
Durante mi niñez, mi padre me educó con rigidez; me decía que
yo era el mayor y, por lo tanto, el responsable de mi hermano. Aprendí
lo que es la responsabilidad primero por él que por mí. Mis padres
fallecieron hace seis años. Quique, mi hermano, apenas tenía siete
años de edad, así que tuve que hacerme cargo de él. Entonces pensaba
que mi vida era un asco, que no había tenido la oportunidad de ser un
niño como los demás que, en mi deber de proteger a otro, había tenido
que sacrificar mi propia vida.
De alguna manera, aquellos primeros años me fueron guiando
casi de forma inevitable hacia la carrera militar. No me resultó difícil
adaptarme a mis nuevas circunstancias, acostumbrado como estaba a
obedecer órdenes sin cuestionamiento alguno.
En realidad, a lo largo de mi vida sólo una cosa me ha dado espacio
para la reflexión: la responsabilidad del bienestar de mi hermano. Tuve
que hacerlo aquel primer día en que no quedó nada de comida en casa.
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La venganza de Jack Kerouac, | Valentín Corona
y otros cuentos marxistas para dormir sonámbulos
Cuando nos llegó la orden de incorporarnos a la batalla, en mi
mente se dibujó la imagen de asaltantes de bancos o terroristas a
quienes teníamos que eliminar para salvar a nuestro país del mal.
Eso me dio el coraje necesario para salir a buscar y destruir, lo malo
fue que aquella imagen en mi cabeza no encajó nunca en la realidad.
El enemigo resultó ser un montón de niños e indígenas, de esos que
sólo se ven en los mercados o cosechando unas parcelas miserables
de tierra. Sus circunstancias me recordaron tanto a las mías que me
fue imposible dejar de verme reflejado de algún modo en ellos. Así fue
como llegó el caos a mi cabeza, al no poder distinguir una cosa de la
otra: el bien confundido con el mal, la rabia mezclada con el amor, la
necesidad con el deber; el recuerdo persistente de su mirada como
queriendo alcanzar el cielo y ese rastro apenas disimulado de sonrisa
que tanto me hizo recordar a Quique.
Llegué aquí siendo apenas un soldado raso. Pero después de
aproximadamente una docena de muertos, alcancé el rango de
comandante. Me premiaron por mi arrojo en los combates y por la
decisión de no abandonar un campamento hasta borrar cualquier
rastro de insurrección. Estaba decidido a aniquilar a los terroristas.
Ha transcurrido ya un par de años desde el día en que arribé aquí
con sólo una idea en mente: limpiar el mundo de mi hermano de tanta
gente indeseable. Los primeros meses fueron de rabia contra esta gente.
Mis padres decidieron abandonar el pueblo cuando yo tenía
sólo cinco años. Recuerdo que mi padre decía que la tierra se estaba
muriendo y que las cosechas ya no dejaban dinero suficiente ni para
tragar. El trato de la ciudad hacia nosotros fue muy duro. Mi padre
comenzó a trabajar como cargador en el mercado de Abastos, mientras
yo ayudaba en lo que podía, y sólo hasta que cumplí doce años
empecé a trabajar junto a él, cargando y descargando camiones llenos
de cajas de frutas y verduras. Lo pesado del trabajo duro me llevó a
proponerme que haría hasta lo imposible para que mi hermano no
pasara por lo mismo que hasta entonces había tenido yo que padecer.
colección {premios 20 de noviembre}
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Con esos antecedentes, mi ingreso a la academia militar casi me
supo a unas bien merecidas vacaciones. Ahí aprendí muchas cosas,
entre otras, a disparar y a mantener un arma en buen estado; también,
a odiar a toda clase de personajes revolucionarios. Entre algunos de
mis compañeros, ser llamado con el sobrenombre de algún insurrecto
era un insulto. Poco a poco y casi de manera inconsciente, se iba
introduciendo en uno el deseo de agarrar a madrazos al primero que se
le pusiera enfrente, lo cual normalmente sucedía cada fin de semana,
cuando podíamos salir de descanso.
No deja de inquietarme cada noche el recuerdo de aquel rastro
apenas disimulado de sonrisa, me hace pensar en tantas cosas, como
en su semejanza con la sonrisa de mi hermano Quique. Pero también,
en la ausencia de ésta sobre el rostro de mi padre, a quien jamás vi
sonreír alguna vez. Su aspecto hosco y distante me hace pensar que
la vida le pesaba más que cualquiera de los sacos con mercancía que,
diariamente durante quince años, tuvo que cargar sobre sus espaldas
sin quejarse en ninguna sola ocasión. Otro detalle que siempre me
inquietó fue cuando una noche, así sin más, frente a todos nosotros
decidió quemar su acta de nacimiento. «Y para qué quiero yo una
acta de nacimiento, si ni siquiera existo», dijo mientras le prendía
fuego. Aquellas palabras me siguieron durante toda la vida sin poder
comprenderlas. Para llegar a entender su verdadero significado, tuve
que transitar un camino largo y estrecho, hasta descubrir que la
realidad no es como se ve, sino como se siente y huele, así como
la sangre no es sangre hasta que corre como una historia larga con
significado, y huele a miedo y dignidad.
Hace ya cinco años, luego de una batalla que se prolongó por horas
y en la cual terminé hecho prisionero, fue que comencé a entender
muchas cosas. Me fue fácil acostumbrarme a mi nueva situación. A
mi alrededor, todos me resultaban familiares, tan parecidos a mí que
no supe qué estaba sucediendo. Los niños fueron quienes más se
acercaban para preguntarme cosas acerca de armamento y de tácticas
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La venganza de Jack Kerouac, | Valentín Corona
y otros cuentos marxistas para dormir sonámbulos
militares; a veces, también se acercaban algunos ancianos a hablarme
de cosas de la vida. En cada uno de ellos aprendí a ver nuevamente a
mi padre: estoy seguro de que, de no haber salido del pueblo, hubiera
sido exactamente como ellos, tal vez hasta hubiese llegado a existir.
De pronto, todo cambio, comencé a entender la muerte de esos
niños a cambio de su existir, eso me lo explicó don Jacinto un día del
mes de abril.
Hace cinco años que no sé nada de Quique, sin embargo, por fin
siento que estoy cumpliendo con mi juramento.
Sigo siendo comandante, sólo que ahora mi fusil dispara hacia el
otro extremo de donde apuntaba aquel día en que sembré a mi décimo
segundo muerto, que miraba al cielo como queriendo sostenerlo con
ambas manos, mientras en su expresión apenas se dibujaba el rastro
de una sonrisa... sobre el rostro de Quique.
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SUEÑO DE SOLENTINAME
Tantas veces me mataron,
tantas veces me morí,
sin embargo, estoy aquí,
resucitando...
Ma. Elena Walsh (Como la cigarra)
(Canción interpretada por Mercedes Sosa)
Escucho sus pisadas por el corredor, acercándose. En un principio,
pienso que se trata de una broma, no puedo creer que sea cierto, que
en verdad esto me esté ocurriendo. No tengo idea de dónde estoy. En
realidad, no escuché muy bien cuando me lo dijo. De cierto modo, creo
que aún continúo durmiendo.
Recuerdo algunos detalles, aunque no muy claros. Durante un segundo, observo a mi alrededor. Sólo un segundo. No puedo más. Hasta
recuerdo que llegué a asentir a algunos de sus cuestionamientos. Eso
sucedía cuando se generaba un silencio más prolongado que los demás,
cuando yo suponía que había finalizado alguna de sus frases o algo así.
«No». «No lo sé». «No sé nada». Tales eran mis respuestas.
Escuchar ese parloteo incesante me generó una angustia que no
atinaba a descubrir de dónde provenía ni por qué.
Intermitente.
Alguien debió haber mencionado mi nombre. Me vuelvo hacia
donde surgió el llamado, aun cuando no puedo recordar ni cuál es mi
nombre; sin embargo, lo intuyo, lo siento rozarme la epidermis como una
brisa o un murmullo. ¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde que se fue?
No lo sé. No me importa.
Pero ahora ha regresado y el sueño me parece algo indeterminado,
porque el tiempo es una invención. Una farsa en la que no cree ni Dios.
Así fueron transcurriendo los segundos, los días, los meses.
Persisto en el sueño al no tener otro asunto más interesante en
qué entretenerme. Ignoro cómo es que pude olvidar mi nombre, si es
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La venganza de Jack Kerouac, | Valentín Corona
y otros cuentos marxistas para dormir sonámbulos
que antes lo tenía; supongo que sí, sobre todo por ese rumor que en
ocasiones me llega como un murmullo o una caricia, y pronuncia un
sonido de letras conjugadas que me recuerdan a mí mismo, a este
cuerpo fatigado que ya poco recuerda.
Una multitud de insectos pinta la pared de un color similar a
la mierda, una mezcolanza de cucarachas, hormigas y gusanos. Al
observarla con atención, ésta parece agitarse como la marea de un mal
sueño. A mí no me importa. A fin de cuentas, los excrementos sólo son
otra forma del ser, ni mejor ni peor. Ningún concepto podría ser más
oscuro que esta pared recubierta de insectos.
A su regreso, lo primero que hace es encender el televisor, que
transmite un debate sobre la cuestión del petróleo, ese dios negro por
el que tantas guerras se han combatido, en las que tantos hombres
han extraviado su humanidad mientras clavan sus disparos sobre el
cuerpo de otro, iniciando de ese modo su trayecto a ninguna parte.
Guerras donde el botín se refleja en los consultorios de psicólogos y
psiquiatras, en los hospitales y en las listas de espera para transplantes
de órganos. Guerras donde lo primero que se pierde es la esperanza.
El supuesto debate concluye sin nada en claro: «sí, pero no»; «es
completamente legal, pero “perfectible”», etcétera. Todo este asunto
resulta más oscuro que la enorme cantidad de insectos paseándose
tranquilamente por las paredes, rumbo a ninguna parte.
Vuelvo a escuchar esa voz. Ha regresado. Tomándome con fuerza
por el cabello, me obliga a levantarme, mientras dice:
—Órale, cabrón, ¿no que muy revolucionario? A mí se me hace que
en cualquier momento te quiebras. Pinches chamacos pendejos, no sé
para qué andan de putos hocicones, si no saben nada de nada –dijo en
un tono casi de reproche–. Ora vas a terminar en quién sabe dónde, sin
que nadie sepa nada más de ti. En unos meses, si bien te va, nadie se
va a acordar de ti. Así como tú, aquí nos llegan a cada rato un chingo
de güeyes, todos, que según iban a cambiar el mundo... ¡Mis huevos!
Qué putas van a cambiar algo. Si los otros pendejos que les meten esas
colección {premios 20 de noviembre}
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ideas son los primeros en voltear bandera. Primero habrían de conocer
el suelo que pisan, me cae que ni siquiera han probado la mierda
para ver a qué sabe, ¿qué no? Aun así, ahi andan de hocicones: que la
mierda por aquí, que la mierda por allá...
»Las paredes. La caca, cubriéndolas. No recuerdo si sé a qué sabe.
Me parece que hace unos días la probé, aunque en estas condiciones
no me siento seguro de nada. El sabor de las cosas es indistinto: todo
me sabe a sangre coagulada.
»... Bueno, ¿ya vas a decirnos quién organizó lo de los explosivos?
Mira, si eres un poquito inteligente, sabrás que, nos digas o no, quien
haya sido el culero, igual a ti ya te cargó la chingada. Pero si nos dices,
al menos te vas rapidito, un pinche plomazo y san se acabó. Pero
bueno, también si no quieres hablar... aquí nadie tiene prisa».
Siento cómo me cae encima una lluvia de patadas. Los insectos
se remueven en las paredes. ¡Mierda! Creo que ya no me importaría
probar la caca, descubrir a qué sabe. Me prometo hacerlo una vez que
despierte. Una vez que salga de este maldito sueño.
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La venganza de Jack Kerouac, | Valentín Corona
y otros cuentos marxistas para dormir sonámbulos
AMANECER EN SUBURBIA
I’m the son of rage and love,
the Jesus of Suburbia,
from the bible of none of the above
on a steady diet of soda pop and Ritalin.
Green Day (Jesus of Suburbia)
Soy el hijo de la ira y el amor,
el Jesús de Suburbia,
de la biblia de ninguno de los anteriores
en una dieta constante de refrescos y Ritalin.
Green Day (Jesus of Suburbia)
Perla duerme a mi lado. Ignoro por qué razón le gusta dormir siempre
en el lado izquierdo de la cama. No recuerdo mucho de ayer, ni siquiera
que ella hubiera pasado la noche aquí, por eso me sorprende verla,
aunque no sea la primera vez. Sin embargo, algo me hace sospechar
que hoy no es como todos los días, tal vez algo en su rostro, la forma
de descansar la cabeza sobre su brazo, o esa intrusión en el aroma de
su cuerpo. No lo sé.
En Suburbia, los sentimientos se mueren antes de ver salir el
sol, seguramente por eso no puedo decirle que la amo –aunque quisiera hacerlo–, que al menos supiera eso antes de morir ella o yo, o
por qué no, los dos de una vez. Seríamos algo así como una versión
remasterizada: Romeo y Julieta S-XXI. No sé si a ella le gustaría mi
historia. Al menos, sí sé que le encantaría escucharla, que por primera
vez, desde que nos conocimos, en lugar de preguntarle: «¿Todavía hay
cigarros?», le dijera: «Te quiero». Estoy seguro de que le gustaría. Por
desgracia, en Suburbia no hacemos eso. No queda tiempo.
Luego de las noches que se queda a dormir aquí, mi amanecer es
distinto, con más luz. Me gusta observarla mientras duerme porque,
sólo entonces, es cuando puedo decirle todas esas cosas que en
Suburbia no se dicen. Mostrar los sentimientos aquí es ponerse uno
mismo la soga al cuello.
colección {premios 20 de noviembre}
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No sé si en este lugar el sol sea distinto y por eso la piel se vuelve
más dura, lo mismo el corazón y la mirada, y todo lo demás. Aunque
la mirada no, ésa más bien es triste o, al menos, eso es lo que me ha
dicho Perla tantas veces.
Ella dice esas cosas porque no es de aquí, así que ignora que en
Suburbia la tristeza no existe, ni los «te quiero» ni los sentimientos.
«Hay que ser duro o morir en el intento», me dijo Saúl, mi mejor
amigo, días antes de meterse un balazo en la cabeza. Eso sucedió
hace más de diez años. Entonces, junto con él, hubo muchos otros que
tampoco lo lograron y terminaron lanzándose de puentes, abriéndose
las venas, volcándose en algún auto, en fin, buscando una salida de
esta tierra de Suburbia gobernada por la nada.
Por eso digo que Perla no sabe lo que dice cuando me pregunta
si la quiero. ¡Qué va a saberlo! Si lo supiera, sabría que el solo hecho
de confesarlo podría costarme la vida.
Ella sólo viene aquí escapando de la mirada protectora de su
madre; anhela ser libre y no depender de nadie, dice. Pero yo pienso
que si en verdad eso quisiera, no vendría a pedirme que le diga que la
quiero. ¿Para qué, si ella pretende ser libre? Querer a alguien significa
atarlo, aunque sea un poco. Eso tampoco se lo menciono porque sé qué
sucedería: se pondría furiosa y gritaría: «Pues, si tanto te cuesta decirme
que me quieres, entonces voy a buscar quien sí pueda hacerlo». Así
que, por lo tanto, yo podría responder que si en verdad eso desea, por
qué no simplemente va a casa y escucha a su madre cuando le suelte el
discurso de mujer abnegada, como cada vez que no llega a dormir a casa
y, al volver, entre lágrimas, le pide que tenga un poco de consideración
por ella, que si se preocupa es porque la quiere tanto o más que a su
propia vida. Después, ella, seguramente más furiosa aún, me gritaría:
«Muérete». ¡Claro! Como no sabe que precisamente eso es lo que hago
cada día. Por eso es que yo no digo nada y prefiero quedarme callado
escuchando lo que dicen los demás, los que sí pueden decir «te quiero»
con tanta facilidad como mascar un chicle. Seguramente, es porque
ellos no saben, al igual que Perla, que en Suburbia los sentimientos
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y otros cuentos marxistas para dormir sonámbulos
no existen, porque cuando le brotan a alguien, casi siempre le cuestan
la vida. Aquí, decir «te quiero» es igual a quitarle el seguro al revólver
o descomponer los frenos del auto antes de salir a dar una vuelta o
mantener muy bien afilada la navaja de afeitar.
En ocasiones, dice cosas así como «yo no sé por qué te quiero
tanto si no te lo mereces; jamás me dices que me quieres ni tampoco
entiendo lo que dices ni apruebo lo que haces, o quizá me da miedo».
Después me hace que le prometa cosas y más cosas. Son tantas las
promesas que, al final del día, ya no recuerdo ni la mitad, hasta que,
de pronto, en medio de la situación más absurda, como puede ser el
estar desayunando, ella se levanta casi a punto de soltar el llanto, y
dice «no puede ser, no puede ser. Tú lo prometiste». Entonces, no sé
muy bien qué hacer, es decir, entre tantas promesas, incluso intento
recordar si alguna vez le prometí no volver a comer o algo parecido.
Pero no, ella me dice que la promesa que le hice fue «dar las gracias
por los alimentos recibidos». Así que, por consiguiente, yo le contesto
que nunca he recibido nada de nadie, que aquella comida la tuve que
comprar con mi dinero, e incluso que tuve que cocinarla también, así
que no veo por qué motivo tendría que agradecerle a alguien más por
lo que sólo a mí me ha costado obtener.
Al concluir el día, todas esas cosas no importan; una vez dormida,
entre sus sueños le plantaré miles de «te quiero», para que cuando
despierte, estos germinen y florezcan dentro de sus ojos, y cuando
me mire, no pueda decir otra cosa que un «te quiero», aunque ella
misma no sepa por qué, por qué dice quererme tanto, si yo no lo
merezco. Luego, yo me río y le digo que está bien loca. Después, ella
intentará sacudirse los pétalos de los ojos sin saber que las semillas
que sembré entre sus sueños, mientras dormía, son más de mil. Ella no
lo sabe, pero en su mirada puedo ver todo aquello que está prohibido
en Suburbia. Mientras ella se restriega los ojos como queriendo apagar
un par de estrellas, yo le comento, en medio de una sonrisa, que su
mirada en Suburbia es una fugitiva clandestina. Entonces se detiene
colección {premios 20 de noviembre}
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y me mira, y dice «el que está loco eres tú, por qué no dejas de lado
la poesía y simplemente me dices que me quieres». Le respondo que
no, que eso nunca lo diría si es que quiero seguir con vida, no vivo,
nada más con vida. Por último, ella me observa con ése, su par de «te
quiero», y me dice: «¿sabes?, eres el idiota más grande que conozco,
sin embargo, al verte no puedo decir otra cosa que te quiero».
Desnudos y abrazados, nos miramos; ella parece querer ir más
allá. Como no lo consigue, me pregunta: «¿Qué haces para que te
quiera tanto?». Yo, haciendo uso de la sabiduría popular, me río y le
digo: «Cada quien cosecha lo que siembra». Entonces, imagino que ella
intuye algo, cuando con la punta de su nariz acaricia la mía, y en un
susurro dice: «Pinche loco».
Y eso me hace recordar el día en que nos conocimos.
Un paréntesis (en) Suburbia...
(Perla tiene veinticuatro años, es una joven poeta, un paréntesis en
la ciudad que vive en casa de su madre. Un día, se aventuró tres
pasos más allá de la acera de su hogar y se extravió. Cuando yo la
encontré, lloraba de manera desconsolada, repitiendo incesantemente:
«He perdido el camino a casa... he perdido el camino a casa... he
perdido el camino a casa…». Me acerqué y le dije que yo no sabía a
qué se refería cuando decía eso. Pero si ella así lo deseaba, yo podría
cuidar de ella y de su ciudad, construiría una fortaleza a su alrededor
para que nada ni nadie pudiera hacerle daño.
También le comenté que conocía los cuadros de Remedios Varo
y que había asistido a la última exposición de su obra armado con
todo tipo de herramientas necesarias para analizar la construcción,
ordenamiento y función de las murallas en torno a una ciudad, así que
sabía muy bien cómo construir todo tipo de ciudades amuralladas.
Le platiqué sobre la forma de laberinto que debían tener, y que eso
nos serviría para mantenernos a resguardo por un buen tiempo, el
necesario para mostrarle esa ciudad oculta tras las murallas rojas
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La venganza de Jack Kerouac, | Valentín Corona
y otros cuentos marxistas para dormir sonámbulos
del pecho. Perla, sonriendo, me dijo con la voz más dulce que hasta
entonces había escuchado: «Estás bien pinche loco». Intrigado, le
pregunté si nos conocíamos de algún lado.
—Que yo sepa, no –dijo ella– ¿por qué?
—Porque me parece que me conoces muy bien –le contesté.
Desde entonces, ya no preguntó por el camino a casa que había
perdido cuando la encontré, simplemente me tomó del brazo y me pidió
que nunca más la dejara sola, que la llevara a vivir conmigo, que le
enseñara el significado de estar vivo. Así fue como llegó por vez primera
un paréntesis a Suburbia; era ya de noche, así que todos dormían.
Al amanecer, ya había comenzado a poner los cimientos de una
nueva fortaleza. No entendí su cuestionamiento cuando me preguntó:
«¿Nos volveremos a ver?». Le respondí que como no quisiera tener por
protección una muralla china en la primera jornada de su construcción,
era inevitable y mi deber. Dibujó sus labios encima de los míos y salió.
Yo la acompañé hasta los límites de Suburbia, que pronto la adoptó sin
mayores cuestionamientos.
Ella se puso feliz y quería conocerlo todo de inmediato, su historia, la longitud de su suelo, su flora y su fauna. Todo. Preguntó a
quién pertenecía cada cosa. Cuando le dije que cada cosa era de todos,
casi no podía creerlo.
—¡Es decir que comparten todo! –exclamó.
—No –le aclaré–, lo que quiero decir es que todos quieren poseerlo
todo, a tal punto que se matan entre ellos por arrebatar lo que los
demás tienen.
—Ah –exclamó confundida y un poco avergonzada por su
entusiasmo inicial–, ¿y tú, qué posees? –preguntó enseguida.
—A mí. Yo sólo me poseo a mí mismo. No tengo nada más, ni
quiero tenerlo. A decir verdad, hace un tiempo tuve un sueño, pero
se lo regalé a una mujer que padecía insomnio, desde entonces no he
vuelto a soñar el mismo sueño. Todos los días, al despertar me felicito
por haberlo obsequiado, era demasiado extenso y me llevaba la noche
colección {premios 20 de noviembre}
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entera repasarlo. Ahora, puedo soñar más de tres sueños alquilados,
en una misma noche.
—Yo no he soñado desde que tenía cinco años –dijo Perla–.
Entonces solía soñar una jauría de lobos, sólo que a mis padres les
molestaban tanto sus aullidos que una noche me los espantaron
cuando estaban distraídos y jamás volvieron.
Yo le dije que no se preocupara, que, por lo regular, los sueños
de lobos siempre vuelven. Entonces ella, mirándome fijamente a los
ojos, me dijo que yo era el lobo más solo y triste que había conocido.
Por unos minutos, ambos reímos como idiotas.
Suburbia City
Ésta es una ciudad parecida a cualquiera otra. Bueno, no exactamente
así; es decir, más bien se asemeja al cinturón de cualquiera otra
ciudad. Suburbia es la muralla que se encarga de enfrentar y detener
al enemigo, es la que recibe los golpes dirigidos contra la ciudad que
envuelve. A veces, se envalentona y corre con un palo o lo que sea
directamente contra las balas y cuchillas; es la que siempre debe dar
la cara ante las amenazas de cualquier tipo.
Hay los que aseguran que Suburbia es la parte de la ciudad que no
vale lo mismo porque está conformada por un montón de piedras, cuyo
único valor reside en lo fuerte con que puedan ser capaces de golpear
contra el fantasma de la muerte. Si un día desapareciera esta parte de
la ciudad, seguramente nadie lo notaría, ni siquiera la amargura que
puebla este lugar, ni siquiera ésta; hasta el día en que, harta ya, decida
poner punto final a su eterna pesadilla, la cual parece no tener un fin.
Al observar esta mañana a Perla durmiendo en el lado derecho
de mi cama, algo me dice que la pesadilla infinita de esta ciudad la
ha venido a visitar finalmente esta noche. Aquí todo el mundo sabe
lo que representa «mirar la pesadilla a los ojos», ese momento jamás
se olvida, es un separador de la vida, un antes y un después. Quien
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La venganza de Jack Kerouac, | Valentín Corona
y otros cuentos marxistas para dormir sonámbulos
ingrese en medio del sueño difícilmente volverá a ver la luz, porque
la noche se alarga de una forma extraña haciendo más terrible tanta
oscuridad, como si un velo de seda negro se tendiera frente a los ojos,
empañando un mundo frente a nosotros.
Perla abrirá sus ojos y me mirará con una mirada nueva. No dirá
nada. No veré yo nada en ellos. Comentará simplemente que la noche
ha sido muy larga, que se siente muy cansada, que se marcha a casa.
Entonces, yo sabré bien lo que pasa, aunque ella no lo diga.
Sé que a partir de esta mañana todo será distinto porque anoche
olvidé sembrar entre sus sueños y, además, se encuentra recostada a
la derecha. Temo que al despertar, sus ojos vean la tristeza que desde
siempre envuelve a Suburbia, esa soledad que acompaña a todos los
que mueren en este lugar, y que besan o matan sin comprender muy
bien qué diferencia media entre las dos acciones.
Miro su rostro, lo miro sin poder reconocerlo, algo en él me dice
adiós sin siquiera abrir los ojos, o es que uno se acostumbra demasiado
a los rostros de la noche anterior, al menos yo. Esta mañana es como
si su rostro se hubiese marchado antes que el resto de su cuerpo.
Todo ha cambiado, los detalles son nuevos, sólo la pesadilla continúa
revelándole a Perla, entre sueños, que la vida es un morir muy lento,
especialmente en Suburbia, a las cinco de la mañana.
colección {premios 20 de noviembre}
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HACER CRUJIR LAS RAMAS
¡Cuánta palabrería! ¿Por qué te has de exaltar de este modo?
Basta un pedazo de papel cualquiera con tal de que lo escribas
con una gota de sangre.
J. W. Goethe (Fausto)
Todo comenzó aquella madrugada en que desperté sintiéndome un
muerto. Enseguida descubrí que no se trataba de una simple pesadilla, aunque no voy a negar que fue, exactamente, lo que pensé
al desconocer ese misterioso pensamiento nacido del ensueño. Una
pieza demasiado extraña que, por más que me esforzaba en acomodar
dentro de mi existencia, no encajaba en parte alguna. ¿Pero, entonces,
de dónde salió? ¿Cómo se incrustó dentro de mí?
Encendí la lámpara, casi por inercia, para tomar el libro que se
encontraba encima del buró; sosteniéndolo entre mis manos, lo abrí
al azar. Con la mirada, intenté recorrer algunas líneas sin ser capaz de
retener el menor rastro de las palabras, como si éstas se diluyeran al
siguiente segundo de haber sido leídas y descifradas.
En fin, eran pensamientos al vacío, sin gravedad. Es curiosa
la expresión, por más que represente el suceso a la perfección: la
confrontación entre la fugacidad de las causas y la gravedad de los
efectos producidos. De algún modo, la idealización del comienzo sufrió
una fractura al verse confrontada con los resultados.
Todo se concentraba en ese tramo que nos separaba de aquella
pendiente que necesitábamos alcanzar para romper el cerco.
A partir de ahí, mi vida entera se tiñó de gravedad, por supuesto
no física, sino moral o ética o filosófica o como se la quiera nombrar.
Yo mismo no sabría en qué categoría ubicarla ahora mismo.
¿Deseaba morir entonces? Pienso que no. Ni entonces ni ahora;
eso que ni qué. Aunque cada día me importe menos la muerte, eso
también habría que aclararlo, por otro lado. ¿Pero, acaso no estaba
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La venganza de Jack Kerouac, | Valentín Corona
y otros cuentos marxistas para dormir sonámbulos
muerto ya? Es decir, sin duda, no en los términos ordinarios. ¿Pero,
en otros qué? En los del sueño, por ejemplo, donde constantemente
recibimos mensajes cifrados que no entendía ni cómo ni por qué.
Solamente sabía que era capaz de gestar un pensamiento enorme,
un pensamiento capaz de desintegrar a cualquier otro. ¡Vamos! Quizá ni
siquiera eso, la verdad. Tal vez sólo un sentimiento indefinido que, sin
embargo, podía sentir muy cercano: el deseo de morir. No por depresión
ni por esas cosas absurdas por las que la gente desea la muerte hoy
en día; es decir, a mí no me molestaba la vida o ser feliz. ¿Pero, y los
demás? ¿O, es que no todos tienen derecho a estar vivos? En todo caso,
¿quién lo está? –me pregunto–, ¿quién tiene la certeza de estarlo?
El ruido de las botas, al hacer crujir las ramas y hojas secas me
trae de regreso al presente y me obliga a salir por no sé cuánto tiempo
del centro mismo de esa noche interminable en que deseé la muerte.
Con el tiempo, ya no es uno mismo, sino el cuerpo quien se
encarga de ponerse a salvo, busca una posición adecuada para repeler
el ataque, especialmente aquel que nos pueda costar la vida.
«Mantén los sentidos siempre alertas», eso me recomendó
alguien en alguna ocasión, aunque la verdad es que ahora mismo no
recuerdo quién.
Por otra parte, eso tampoco es algo importante porque aquí lo
verdaderamente relevante es la cuestión de los sentidos despiertos:
la vista que pueda discriminar las figuras enemigas a su alrededor;
el oído, siempre alerta a los sonidos delatores del acecho; el tacto, al
ser capaz de traducir cada forma a su alcance; el olfato, para asimilar
los humores que cada objeto despide, y el gusto, para probar cada
elemento que constituya una novedad a la memoria acumulativa de
la experiencia empírica. Los sentidos, ahora sí, representan el vínculo
más cercano con la existencia. Con la certeza de estar vivo.
Lo primero es cerciorarse de cargar sobre la espalda el material
básico para sobrevivir, en caso de salir con vida. Lo siguiente es algo
parecido a una nota de despedida doblada en cuatro partes, donde las
colección {premios 20 de noviembre}
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dos primeras representan el pasado, y las restantes el futuro. Uno casi
siempre piensa, durante esos momentos, en alguna mujer amada o en
la incertidumbre que no te deja saber a ciencia cierta si estás muerto
o aún con vida.
No es la primera vez que escucho el ruido de las botas delatando
su presencia y su ubicación. Luego de un tiempo, ese sonido forma
parte del saberse vivo. El cielo y las estrellas parecen observarte
esperando una respuesta. Alrededor, una brisa parece congelarlo todo.
Entonces pienso que es mentira cuando alguien dice que la muerte no
tiene importancia. Incluso cuando ese quien lo dice soy yo.
Al parecer, esta vez no será sencillo salir de aquí. Corro hacia las
faldas de la montaña, cerca del nacimiento del río; la crecida no tiene
aún demasiada intensidad, así que será relativamente fácil cruzarlo.
Él debe esperar a que cada uno de nosotros cruce al otro extremo,
antes que él mismo, esa es una regla suya. «No puede un comandante
dejar atrás la vida de quien es responsable; tampoco puede serlo aquel
que no sepa morir sin pedir permiso»; «¿Cuándo la rabia o el amor han
pedido permiso para ser quienes son?». Ésas eran las cosas que Ramón
solía decir constantemente.
Una vez al otro lado, buscamos evadir el cerco, alguien dice que
a nuestra derecha se ve una pendiente sin aparente vigilancia. No
nos resulta fácil ascender por los riscos sobresalientes. Finalmente,
todos lo logran.
El silencio reina y sólo los grillos parecen ansiosos por delatar el
absurdo de una historia sin pies ni cabeza. Su sonido me confirma que
ya no estoy aquí. Únicamente, mi presencia; no, yo.
Estoy muerto desde aquella noche en que deseé a la muerte
más que a cualquier mujer, más que a cualquier vida. No es sencillo
sostenerse sobre la fe de una creencia, por más que ésta parezca
consistente y represente un seguro de vida contra noches eternas en
que se desearía ya mejor estar muerto.
Cuando pienso en por qué estoy aquí, me sorprende la prolongación del silencio. De cierto modo, sé que nadie debe enterarse de
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La venganza de Jack Kerouac, | Valentín Corona
y otros cuentos marxistas para dormir sonámbulos
esto ¿Para qué? Únicamente, serviría para distraer sus cabezas de los
asuntos más importantes como «aprender a saltar con vida de uno al
siguiente día» o «a no increpar al cuerpo por agotar sus fuerzas luego
de seis días sin alimento ni sueño». Pero ¡carajo!, ¿a quién le importa
eso? Lo importante es la conversión del sueño en día; de lo imposible
en tangible; del ser en esencia.
Tengo sueño. Todos tenemos sueño. La realidad se vuelve algo
totalmente diferente: etérea, por decirlo así. Por eso, los pasos se
acortan o se alargan dependiendo de la dirección de esa brisa capaz
de congelarlo todo.
La pausa suele dejar a la vida sin argumentos tras los cuales
disfrazarse de normalidad. ¿Y por qué no? Es decir, mirar de frente al
sufrimiento que envuelve a tanta gente desde su nacimiento hasta su
muerte deja secuelas imposibles de olvidar. Nadie que se considere
humano podría ser capaz de vivir con eso.
Es por ello que fingen estar muertos para no sentir encima la
responsabilidad de sus muertes dobles: aquellos que luego de su
primera bocanada de aire son buscados para ser silenciados de un tiro.
Las historias se suceden como una cadena de acontecimientos
sin pies ni cabeza; mi cabeza, que se debate entre el deber y lo
imposible, que se agrieta en busca de la solución definitiva, la mejor al
menos, aunque mis pies se resistan a continuar y sea más persistente
la simple voluntad que las fuerzas físicas de este cuerpo que aún no
descubre que todo tiene un límite, y que además, tarde o temprano,
éste nos alcanza.
Escucho una serie de disparos, probablemente haya sido la
descarga de un fusil M-1 o un Máuser. De manera instintiva, todos
nos arrojamos al suelo, buscando el camuflaje de la maleza a nuestro
alrededor. Ramón y el «Chino» se encuentran heridos, así que sólo
cuento con la ayuda de Felipe y Tamara, quienes no son exactamente
los mejores combatientes, sin embargo, saben bien cómo disparar un
fusil, de ser absolutamente necesario. Así se les planteó al momento
colección {premios 20 de noviembre}
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de abandonar el campamento y ellos estuvieron de acuerdo. Ora que
se chinguen.
Con el tiempo, uno se va acostumbrando a toda clase de imprevistos. «Esperar lo inesperado» es una de nuestras consignas que van
más allá de la sabiduría oriental. Quizá ése sea uno de los motivos
principales por los cuales uno se convierte en otra clase de hombre: el
tipo de hombre para el cual lo inesperado resulta ser el pan de cada día,
acostumbrado a unos cuantos días de abundancia, frente a un muro de
escasez de futuro. El hombre nuevo que murió antes de nacer.
Tamara y el «Chino» son abatidos por una ráfaga que se cansó
de ser burlada tanto tiempo, y rasga la tela y abre la carne y deshace
las formas del cuerpo, dejando a su paso un olor a chamusquina que
queda grabado en el olfato al intentar llegar con el tacto más allá de
lo que la vista alcanza; sin embargo, ésta comienza a volar antes de
tiempo sin dar oportunidad al escape. Lo inesperado que todos dicen
esperar, al fin llega puntual a la última cita.
Por un momento, creo estar ya muerto, pero no es así, mi deber
es auxiliar a Ramón. Él es el nacimiento anunciado. Su pie se pinta de
rojo. Ahora me parece que los sentidos no siempre funcionan como
debieran: imagino un repliegue a la velocidad de la vista, al otro lado
de la colina, donde finalmente estaría roto el cerco y estos cabrones
tendrían que enfrentarse cara a cara y uno a uno.
Ramón fue alcanzado en la pierna por otro tiro del Máuser.
Intento auxiliarlo, sin embargo, el calor que comienza a apoderarse de
mi estómago me lo impide.
Empiezo a recordar aquella madrugada en que desperté sintiéndome como si estuviera muerto y estiré el brazo.
Entonces, comencé a leer aquel libro: Fausto, de Goethe.
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La venganza de Jack Kerouac, | Valentín Corona
y otros cuentos marxistas para dormir sonámbulos
RADIO RECUERDO, 196.8 FM
I see a line of cars and they’re all painted black
with flowers and my love both never to come back.
I see people turn their heads and quickly look away
like a new born baby it just happens everyday.
The Rolling Stones (Paint in Black)
Veo una hilera de coches y todos están pintados de negro
con flores y a mi amor para no volver nunca más.
Veo a la gente voltear sus cabezas y rápidamente apartan la vista
como un recién nacido solamente sucede todos los días.
The Rolling Stones (Paint in Black)
Pepe salió de casa a las cuatro cuarenta y cinco de la tarde. No se
despidió de nadie. Aún tenía que pasar a casa de Raquel. Por fin,
ella había aceptado una de sus innumerables invitaciones para salir
juntos y pasear sin rumbo, o simplemente charlar frente al calor de
una taza de café. ¡Qué más da! A él, lo que en verdad le importaba era
sentir su presencia, aspirar su olor; mirarse dentro de aquellos ojos, de
diecisiete años, profundamente negros.
Ambos estudiaban en la misma preparatoria: ella en segundo y
él en cuarto semestre.
Regina, una amiga de Raquel, fue quien los presentó meses atrás:
«Mucho susto», dijo ella. «El susto es todo mío», respondió él. En seguida, rieron como tarados. Esto llevó a Regina a pensar: «Este arroz
ya se coció». Aunque la verdad no podía negar que Pepe le había
resultado muy simpático e interesante.
Él le aclaró casi todas sus dudas respecto a las manifestaciones
de los últimos meses, a las cuales ella no había asistido porque tenía
que estudiar para los exámenes de fin de semestre, según dijo a
manera de justificación no pedida, guardándose, eso sí, las agotadoras
tardes de ensayo previas al encuentro intercolegial de porristas. Siendo
ella la capitana, sentía una enorme responsabilidad de supervisar que
todo marchara de forma correcta.
colección {premios 20 de noviembre}
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En la cocina, su madre escuchó la puerta al cerrarse. Se acercó a
ésta sosteniendo aún el plato que secaba. No vio a nadie. De pronto,
sintió un dolor en el pecho. El plato resbaló de sus manos, y éstas las
cruzó sobre su seno. El ruido del plato, al golpear contra el suelo, la
hizo estremecerse. Sin saber por qué, mientras recogía los pedazos
esparcidos por el suelo de la cocina, una lágrima injustificada se
deslizó por su mejilla.
Antes de salir, Pepe observó la figura cansada de su madre frente
a los trastos sucios. La radio encendida reproducía La vie en rose, en la
voz de Edith Piaf. La escena, en su conjunto, casi lo impulsó a acercarse
a ella para ofrecerle un abrazo. Sin embargo, el final de la melodía y el
posterior anuncio de la hora, por el locutor de la estación de radio: «Ya
son las cuatro cuarenta y cinco en Radio Recuerdo, la estación amiga
que le hace compañía», lo hizo apresurar la marcha. El golpe seco de
la puerta al cerrarse tras de él delató su partida.
Mientras Regina terminaba de peinar a Raquel, escuchando a
Angélica María interpretar Agujetas de color de rosa, Alfonsina, la
madre de Raquel, hacía lo propio frente al tocador de su habitación; su
voz acompañaba a la de Edith Piaf, aunque sólo alcanzaba a entender
un par de frases sueltas, mientras se esforzaba por emitir sonidos
similares a los que escuchaba salir de la radio; recordó aquella semana
en París durante su luna de miel. Se prometió a sí misma que, ahora
sí, se inscribiría a clases de francés, en la Alianza Francesa. No había
ninguna otra canción como La vie en rose que le recordara tanto París
y su luna de miel.
Regina le preguntó a Raquel si Pepe le gustaba tanto como para
hacer el amor.
Ella le contestó:
—No lo sé, es guapo pero... ya sabes, su familia no tiene dinero,
así que sería muy complicado presentarlo con mi padre.
—Uy, pero de qué te preocupas, si por ser como se ven, desde el
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La venganza de Jack Kerouac, | Valentín Corona
y otros cuentos marxistas para dormir sonámbulos
mismo día en que los presenté, creo que fácilmente podrían vivir de
puro amor. Al pobre lo traes cacheteando las banquetas.
—Ay, no es cierto, cómo crees.
—Por supuesto que es cierto, además, tú no te quedas atrás.
Basta que lo veas venir para que te olvides del resto del mundo.
Lo que me preocupa es que mi papá ha comenzado a hacerme
muchas preguntas.
—¿De verdad? ¿Cómo cuales?
—Pues como, «¿y esa música, de dónde salió?». Ya ves que a
Pepe le gusta la música de trova, y me ha estado facilitando discos de
Violeta Parra, Mercedes Sosa, Atahualpa Yupanqui...
El timbre de la puerta sonó, interrumpiendo su listado.
Antes de salir, Pepe se entretuvo observando con detenimiento
la fotografía en donde se veía a su padre dentro de la máquina que
conducía en el ferrocarril en la que realizó sus primeros viajes sobre los
rieles, que subían y bajaban montañas, llanos y tupidas vegetaciones
a lo largo y ancho del país.
Durante esos viajes conoció todo tipo de personas; en particular,
le había quedado un profundo recuerdo de la gente de campo. Le
interesaron sobremanera esas personas que comparten la apariencia
de su piel con la de la tierra que cultivan. Notó que si la tierra era
fértil y húmeda, la piel del campesino lo era por igual; en cambio, si la
tierra era seca y llena de grietas, la piel del campesino se llenaba de
arrugas; como que la vejez se le acumulaba más en las arrugas que en
el cansancio del cuerpo. En ese tiempo, todavía era sencillo admirar
extensos campos de cultivo que, de manera lenta, se fueron secando,
hasta desaparecer. Recordó a su padre sumergido en la lectura de
aquellos libros que el tío Valentín había dejado en casa, luego de su
arresto y posterior condena. En la escuela casi todos conocían a su tío.
Incluso, en las manifestaciones anteriores, varios estudiantes habían
llevado pancartas exigiendo la liberación de César Vallejo de y su tío,
Valentín Campa, ambos líderes del sindicato ferrocarrilero.
colección {premios 20 de noviembre}
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Durante el transcurso de la mañana había recibido la invitación
de uno de los dirigentes del Consejo General de Huelga, diciéndole:
—Cómo está, compita Campa.
—Muy bien, y qué hay de nuevo, Raúl, qué dice la química.
—No mucho, ya ve que no es tan parlanchina como las ciencias
políticas, sino más bien simbólica. Pero bueno, sólo quería avisarte
que mañana tenemos planeada una concentración en la Plaza de las
Tres Culturas. Espero que nos acompañes, compita Campa. Ya verás
cómo ahora si nos van a tener que escuchar esos cabrones hijos de la
reputa del Gobierno.
—Okey, ahí estaré –y colgó.
Comprendía que el motivo para recibir ese tipo de invitaciones
estaba más relacionado con el simbolismo de su parentesco que con
su conocimiento de las ciencias políticas, carrera en la que esperaba
inscribirse una vez concluidos los estudios de bachillerato.
Entonces pensó en eso del simbolismo. ¿Acaso habría algo de
cierto en eso? ¿Pudiera ser que su mismo nombre fuera la causa de
su reclamo ante la injusticia?, el mismo nombre que compartía con
su abuelo y su tío. El primero fue asesinado poco tiempo después
de que concluyera la Revolución, a causa de una traición del mismo
general bajo cuyas órdenes se había enrolado; el segundo, había sido
hecho prisionero diez años atrás. «¿Cuál será mi destino?», se preguntó
primero a sí mismo, y posteriormente a la imagen del Che, plasmada
en el póster sobre la pared. Levantó la aguja que se deslizaba encima
del vinil de Víctor Jara. Se echó sobre los hombros una chamarra de
piel, y salió de la habitación.
Antes de cruzar la sala, escuchó la inconfundible voz de Edith Piaf
brotando desde la cocina. Vio el Excélsior en la mesa de centro, pero
no alcanzó a distinguir el encabezado a ocho columnas, algo respecto
a las siguientes olimpiadas que se celebrarían en el país. Se detuvo
unos segundos frente a la puerta de la cocina observando a su madre
secar los platos. A punto de acercarse, el locutor de Radio Recuerdo le
recordó el atraso para su cita con Raquel al anunciar la hora.
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La venganza de Jack Kerouac, | Valentín Corona
y otros cuentos marxistas para dormir sonámbulos
Fue el golpe de la puerta, al cerrarse, que lo delató. Ya no alcanzó
a escuchar el ruido del cristal al estallar contra el suelo.
—Oye, Raquel –preguntó Regina–: ¿en verdad te interesa todo eso
de las manifestaciones, o sólo es un pretexto para estar con él?
—Claro que me interesa; además, creo que a ti también debería interesarte. Ya Pepe me ha explicado el por qué del movimiento. Si quieres,
más tarde que regrese te cuento todo lo que me ha dicho, ¿te parece?
—Pues como quieras, a mí lo que más me preocupa es el encuentro de porristas, ya ves que dijeron que el grupo ganador podrá participar
en el desfile de inauguración de las próximas olimpiadas ¿A poco a ti no
te emocionaría presentar nuestra rutina frente a tantísimas personas?
Alguien tocó a la puerta. Regina fue a abrir. Se trataba de Celia, la
sirvienta de la casa, quien dijo:
—Señorita, Raquel, un joven llamado Pepe la busca.
—Sí, Celia, hazlo pasar a la sala, ¿quieres?
—En seguida –añadió.
—Ah, Celia: ¿aún no ha llegado mi padre?
—No, señorita, el señor llamó para decir que se retrasaría un
poco, por eso la comida se sirvió sin su presencia.
—Gracias, Celia, puedes retirarte.
—Con su permiso, señoritas.
—Adelante.
—Oye, Raquel –dijo Regina, con semblante de preocupación–: y si
llega tu padre, ahora ¿qué harás con Pepe?
—No te preocupes por la hora que es; si en este momento llegase,
apenas si repararía en él. Mis padres están invitados a una recepción
en la embajada estadounidense.
—¿Y tú no vas a ir?
—No, cómo crees, el sólo hecho de pensar en estar viéndole la
cara a tanto güero desabrido me da muchísima flojera.
El inicio de las primera notas de la canción, en la XEWZ, hicieron a
ambas jóvenes saltar de la cama para brincotear y menear sus cuerpos
colección {premios 20 de noviembre}
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alegremente: Mis jefes me dijeron ya no bailes rock & roll; si te vemos
con la plaga tu domingo se acabó...
En medio de la sala, Pepe se dedicaba a observar todo con detenimiento: las fotografías de los antepasados de Raquel, los adornos
finos heredados de generación en generación, la enorme cantidad de
botellas de vino, la pulcritud en el cuidado y ordenamiento de cada
objeto. Pensó también que su madre se merecía un hogar así. Se sintió
orgulloso de la fortaleza mostrada por ella luego de la muerte de su
padre. No pudo evitar recordar aquella tarde del primero de mayo, cinco
años atrás, cuando recibieron la noticia: unos militares vestidos de
civiles se le echaron encima golpeándolo hasta que ya no pudo volver a
incorporarse. Ese día, su padre había salido muy temprano en compañía
de su tío Valentín, ambos asistirían al desfile del Día del Trabajo.
Por un momento, le pareció injusto el hecho de que su familia, a
pesar de haber participado constantemente en todo tipo de reclamos
frente a la injusticia, jamás hubiera poseído ningún tipo de riqueza.
Ahora mismo, al verse rodeado de todo este lujo, se cuestionó si
acaso la inconformidad y el buen sentido eran la causa directa de la
pobreza en su familia, de la viudez en sus mujeres, de la orfandad
entre sus hijos. Sin embargo, parecía que en su familia ser un hombre
era sinónimo de defender al desvalido, de alzar la voz por aquellos
quienes, por temor, la silenciaban.
«Ser hombre es saber amar y defender al prójimo», recordó que
un día le había dicho su padre.
Veinticinco minutos y treinta y ocho segundos después, Raquel
hizo acto de presencia en la sala. A Pepe le pareció un poco exagerado
el arreglo personal de ella, aunque prefirió no mencionar nada y,
simplemente, se limitó a mencionar un «te ves muy linda». Se despidieron
de Regina, quien de inmediato encendió el televisor y se sentó sobre la
alfombra turca que cubría el piso; se entretuvo observando un programa
de comedia.
Antes de salir, Raquel le pidió a Celia que si sus padres preguntaban
por ella, les dijera que había salido a la biblioteca de la universidad a
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La venganza de Jack Kerouac, | Valentín Corona
y otros cuentos marxistas para dormir sonámbulos
hacer una tarea. «Así lo haré, señorita», dijo Celia, y desapareció tras
la puerta de la cocina. Pepe volvió a pensar en su madre.
El traslado del Pedregal a Tlatelolco les llevó bastante tiempo, así
que, durante el trayecto, Pepe intentó poner al tanto de la situación a
Raquel. Le dijo que la concentración de ese día era sólo un preámbulo
para lo que vendría después, aunque tampoco le aclaró qué era eso que
«vendría después». El arribo a la plaza la hizo sentirse diferente, parte
de algo nuevo que ni su grupo de porristas ni de niñas exploradoras le
hicieron sentir jamás. Todo a su alrededor le parecía como preámbulo
de una gran fiesta. Las risas estallaban por todas partes. Se imaginó
uno de esos toritos que encienden los dieciséis de septiembre en el
zócalo, sólo que en lugar de cohetes, el torito se encendía de risas, y
éstas chisporroteaban por aquí y por allá. Las risas iban iluminando el
rostro de todos y cada uno, al pasar a su lado. Nadie se guardaba una
sola sonrisa para sí mismo. Apenas pasar cerca de alguien y un par de
éstas ya estaban esperando para ser ofrecidas como caramelos hasta
que, de pronto, un helicóptero comenzó a sobrevolar la plaza. Alguien
dijo: «Mira, si hasta parece un buitre buscando comida». El comentario
incitó la carcajada de quienes escucharon la ocurrencia.
A los pocos minutos, unas bengalas cayeron del helicóptero y el
caos comenzó. Una serie de disparos generaron un eco que se extendió
a través de las horas.
Las risas se transformaron en llanto. Durante los primeros disparos, Pepe cayó abatido al intentar proteger a Raquel. Lo último que él
vio fue aquel par de ojos, de diecisiete años, profundamente negros.
Raquel vio muchos cuerpos caer sin vida. Era como si una mano enorme
los aplastara contra el suelo. Escuchó el sonido de decenas de cristales
estallando uno tras otro, cuatro o cinco al mismo tiempo. Llanto. Disparos.
Cristales abiertos. Carne rota. Gritos sin sonido. Ojos apagados. Silencio.
Desesperada, comenzó a golpear a la puerta de los departamentos,
sólo quería hablar con sus padres, decirles cuánto los amaba, confesarles que en realidad no había ido a la biblioteca, que les había
colección {premios 20 de noviembre}
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mentido, que no era la primera vez, pero sí la última. Después de
mucho insistir, una mujer le permitió realizar la llamada; sin embargo,
al escuchar el sonido de la voz al otro lado de la línea, ya no supo qué
decir, cómo decirlo, cómo describir aquello que sus ojos desconocían.
Se sintió un bebé recién nacido que ve el mundo por primera vez.
Los padres de Raquel ya habían partido hacia la embajada
estadounidense, así que fue Regina quien contestó la llamada. Raquel
le decía frases que no podía comprender debido a la histeria en la que
parecía encontrarse: «Los están matando...»; «Hay muertos por todos
lados...»; «No encuentro mis zapatos...»; «Nadie quiere ayudar...»;
«Dile a mis padres que los quiero...». Colgó. Detrás de la voz de su
amiga, Regina había alcanzado a escuchar una amalgama de sonidos
imposibles de separar uno del otro: gritosdisparos, lamentosgolpes,
caidassinvida, maldicionesvidriosrotos, llantosbotaspateandocostillas,
auxiliobangbiiip... biiip... biiip.
Regina, de inmediato, supo que algo andaba mal. Así que, sin
siquiera cambiarse el uniforme de porrista, salió hacia la plaza. Una vez
ahí, como pudo se las ingenió para burlar el control militar que impedía
el tránsito tanto de autos como de personas. Lo consiguió gracias a su
amistad con uno de los doctores, quien, viendo la desesperación en su
rostro, accedió a hacerla pasar por enfermera. Con tan sólo cruzar el
cerco militar, Regina sintió que ingresaba a otra realidad. Vio la muerte
por primera vez y le pareció fea. Quiso regresar, pero una detonación
que detuvo la carrera de un joven intentando cruzar la zona tomada
por los militares la obligó a cambiar de idea. Tropezó con cuerpos
sobre la acera. Escuchó disparos. Sintió un miedo que jamás hubiera
imaginado sentir. Perdió uno de sus zapatos tenis. La ensordeció el
silencio. Creyó ver una y otra vez a Raquel acercándose a ella. La vio
diciéndole adiós. Zapatos. Silencio. Miedo. Adiós.
Hecha un ovillo en un rincón, lo último que alcanzó a escuchar Regina
fue el sonido de un proyectil estallando contra el cristal de una ventana,
de donde brotaron fragmentos de una canción de los Rolling Stones.
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y otros cuentos marxistas para dormir sonámbulos
SLAM
¿Tú qué esperas para entrar?
Slam es el slam
Slam, cierra el slam.
Rebel’d Punk
La primera vez que ingresé al slam entendí muchas cosas que hasta
entonces me habían estado vedadas. De alguna manera, fue como encontrarme frente a la contraparte de las clases de catecismo. Si allá
todo había iniciado a partir del orden, en aquel momento que mi cuerpo
giraba inserto en un remolino de cuerpos, al fin lo comprendía todo: En
el principio fue el caos. «No sé lo que quiero, pero sé en dónde hallarlo».
¿Lo sabía? No lo creo. «¡Alerta, guerrillas!» Vociferaba el cantante de la
banda punk que covereaba a los Kortatu. «¡Alerta, guerrillas!» La sangre
y el sudor se fundían en un solo fluido corporal, manchando rostros,
puños, estoperoles, hartazgo. Bastardos, alcoholes, nosotros coreando:
«Agua hirviendo para matar al Che, dale fuego al agua caliente/ agua
hirviendo para matar al Che, el volcán no duerme está latente/ agua
hirviendo para matar al Che, dale fuego al agua caliente».
1988. La ciudad agitada por turbulencias políticas que apenas me
decían nada. Mi máxima preocupación: adaptarme al nuevo entorno de
la escuela secundaria. Los cómplices de la primaria desaparecieron en
medio de una crisis económica que bosquejó el destino de toda una
generación: mi generación. Tampoco era que la pérdida fuera excesiva
o digna de lamentar a chillido plañidero. La podredumbre venía de
mucho tiempo atrás. A veces, incluso alcancé a sentir que algunos
habían nacido ya incluso muertos; si bien sus padres habían sido
formados y educados por el cine de ficheras y narcos estilo hermanos
Almada. Ellos (mis antiguos cómplices muertos) buscaban el olvido en
las inhalaciones del cemento y los bailes sonideros (¡wuepa, je!). El
romperse la madre antes de los bailables celebrativos de la ídem. Los
colección {premios 20 de noviembre}
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baldíos en donde se vaciaron las botellas de charanda por primera vez,
y que por primera ocasión testificaron cómo se secaron las neuronas
y las bolsas de plástico llenas de resistol 5000, al mismo tiempo. Los
atracos para obtener dinero de manera rápida y sencilla.
Viene la erupción, lava de justicia.
Los caminos se bifurcan y cada quien toma el suyo.
La disciplina, hasta entonces desconocida, se instaló en un sitio
nunca reclamado. Mi mente giraba dentro de un huracán de inconformismo. La sangre brotó por nariz, pómulo y ceja; la frustración, por
los puños crispados, y la esperanza por la mirada.
El grupo local de punk, Disturbio Clandestino sobre el escenario
de un mal implementado foro musical dentro del gimnasio de un centro
recreativo venido a menos, luego del ir, a más del alcohol y la mariguana.
Testosterona al cienxcien en un recital del caos. Me había enamorado
perdidamente de una chica vestida con pantalón de cuero y chamarra
de cierres que me ofreció un vistazo al paraíso dentro de sus piernas
y los 3.8 grados de alcohol en su cerveza. Más tarde, me enteraría de
que se trataba de la mujer del guitarrista de una de las bandas. La del
cover de los MCD: Hoy estás de patrulla otra vez, buscando a quién vas
a detener... El vocalista interrumpe la canción al arrojarse encima de un
conjunto multicolor de melenas antigravitatorias, mientras yo coreo, de
todo corazón, el estribillo de la canción: Jodete, jodete.
Al costado del escenario, el Angus y el Trash, vocalista y bajista
de Disturbio Clandestino, respectivamente, se lían a golpes a causa
de un mal acorde en la penúltima canción. La pasión interpretativa
puede más que la conciencia de clase. O eso es lo que alcanzo a comprender gracias a una de las letras de los Desobediencia Civil: ... somos
hijos de obreros, humillados y explotados. Mientras que los ricos y los
poderosos piensan en poder y en la ambición... Tampoco tenía una idea
muy clara de a qué se referían casi todos con eso de la explotación o la
alienación. Entonces me gustaban más canciones tontas como esa del
Kongestión Alkohólica: Vagando estoy por la puta ciudad/ mi nena hoy
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La venganza de Jack Kerouac, | Valentín Corona
y otros cuentos marxistas para dormir sonámbulos
me acaba de dejar/ en dónde voy a encontrar otra igual/por ahora me
voy a emborrachar... Se largó.
Las canciones, entonces... las mujeres... el caos.
Comenzar una historia a partir de nada, de una nada aparente
quiero decir; dentro de un caos mental: el mío y el tuyo, alienado
lector. Observar por primera vez el mundo y la realidad a través de un
envase de caguama vacío, de una estrujada bolsa de plástico a la que
se le ha escapado su alma de cemento.
En ese momento supe que jamás aceptaría su orden. ¿Cómo
aceptar aquello que no es otra cosa que una fallida maroma metafísica
de un Dios ocioso en su día libre?
Sentí cómo mi cuerpo chocaba contra el de los demás. Algunos
puños estallando sobre los rostros o las costillas, como un sacudimiento
en contra de la somnolencia y la enajenación. Con el tiempo, aprendí a
verlo como un performance contra la propiedad privada. El slam comenzó
a envolverme. ¿Acaso pretendía devorarme? ¿Y por qué a mí? Yo jamás
deseé más de lo que sabía un derecho: aprender a ser yo mismo. Y mi
primer descubrimiento fue que yo no estaba dentro de ningún orden.
A los primeros pasos por cuenta propia, caí dentro del pozo del
caos. ¿Entonces lo entendí? No lo sé, supongo que no. El caos como
primer orden del mundo reflejando en un simple slam.
Y entonces, ya no me importó sentir la tibieza de mi propia
sangre al escurrir por mis mejillas o párpados. La mezcolanza con el
sudor picante de la alegría. Había caído dentro de un pozo que cada
vez se hacía más y más profundo.
La última canción a cargo de la banda regiomontana Disolución
Social cerrando el círculo metafórico del caos: ...Yo no cambiaré al
mundo/ pero no lo destruiré/ no te diré lo que hagas/ tan sólo quiero
cambiar yo...
Viene la erupción/ lava de justicia
El volcán no duerme/ está latente...
Los caminos se bifurcan y cada quién debe recorrer el que le
corresponda.
colección {premios 20 de noviembre}
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SUEÑO DE UNA TARDE DE TRABAJO
¿Crees que sea ésta la primera vez
que una sociedad depravada
pone a prueba la sabiduría?
Boecio (La consolación de la filosofía)
La conciencia no puede ser más que el ser consciente;
y el ser de los hombres es su proceso de vida real.
Feurbach (La ideología alemana)
Mis principios fueron instaurándose poco a poco sobre la doctrina del
marxismo, lo que quiere decir, en el aspecto económico de la vida:
el del dinero (y para ser aún más preciso, en la ausencia de éste).
Lumpenproletario nací y del escaso capital obtenido por las pequeñas
labores que mis nueve años me permitían realizar, la mayor parte la
veía alejarse demasiado rápido en el tren de la plusvalía, mientras la
despedía agitando la misma franela con que limpiaba los parabrisas de
los autos, en la avenida frente a una tienda de auto(ser)vicios. Curioso
que aquellas grandes tiendas representaran, para una amplia mayoría,
la satisfacción de sentirse vivos. Llegué a conocer a algunas personas
que se adentraban en los centros comerciales como quien marcha de
día de campo hacia un prado lleno de flores por donde corre, melódica,
la afluente de un río de aguas cristalinas.
Vicios que proporcionan un fantasmal ser a las personas con
ruedas. Vicios políticamente correctos. Vicios socialmente aceptados
y fomentados por la cultura de la basura y el despilfarro. El peor
vicio de todos: la acumulación de bienes. (Dícese de un montón
de cacharros y cosas innecesarias que generan en el ánimo de las
personas un arrobamiento místico sólo comparable con cierta clase
de experiencias religiosas.)
Y sin embargo, cuando más alejado creí encontrarme respecto de
esos asuntos de la especulación y las tasas de cambio en el sistema
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La venganza de Jack Kerouac, | Valentín Corona
y otros cuentos marxistas para dormir sonámbulos
bursátil, ella se presentó frente a mí. La vi trasponer cojeando aquella
mefistofélica puerta mecánica. La turbadora mujer se presentó ante
mí, engalanada con espejuelos y oropeles, diciendo que su nombre
era Economía. Miré su rostro, y en él, a un par de ojos con lentes
de contacto, brillantes como jamás los viera en ser humano alguno,
de color azul; se veía llena de vitalidad, a pesar de que su edad la
volvía ancestral. Sus vestidos eran de una majestuosidad que rayaba
en el insulto. Presumía que artesanales manos lo habían entretejido
con hilos preciosos de oro y plata (¿boicotearemos una sucursal para
ver la esperanza?) en alguna ciudad subdesarrollada del tercer mundo.
Sobre sus labios se distinguía el símbolo de la letra griega mi [(µ) inicial
de mentira]; en el dorso de su mano, el símbolo de la letra cappa [(ĸ)
inicial de corrupción]. Y, partiendo una línea de cada símbolo, ambas
desembocaban en un punto señalado a la altura del corazón, sitio en
donde la imagen de un billete de cien dólares resaltaba. Abajo, tejido
con hilo de plata, una frase que rezaba: In God We Trust.
Furiosa, arremetió en contra de la filosofía, que en ese momento
desempeñaba el papel de fiel compañera junto a mi cabecera;
increpándola por lo que ella calificó de banal palabrería grandilocuente,
la azuzó hasta obligarla a escapar por la ventana. Se acercó a mí, y
entonces pude distinguir pendiendo de su diestra un par de bolsas con
el logo de Men’s Factory, de cuyo interior extrajo ropas fabricadas con
finas y costosas telas. Me las entregó. Entre los dedos de su siniestra
sostenía una tarjeta American Express.
Se sentó a la orilla de mi camastro lamentándose de mi estado.
Me miró a los ojos y dijo:
—Oh, desgraciado marxista extraviado del paraíso capitalista, qué
cantidad de soledad te rodea, ajeno incluso a las ofertas de fin de
temporada y a las hipotecas. Tú, que otrora fuiste un digno contendiente
en la lucha por alumbrar u oscurecer el destino del mundo, mira en
lo que has desembocado. ¿Dónde quedó aquel leviatán de incendiaria
mirada que con tan sólo posar sus ojos sobre la injusticia, ésta quedaba
colección {premios 20 de noviembre}
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pronto reducida a cenizas, y que en más de una ocasión hizo cimbrar
los cimientos de la plusvalía? Pero no temas, tu abatimiento tiene
remedio. Sólo debes entregarte al abandono de la conciencia mientras
realizas las compras. Recuerda que la felicidad se adquiere a través de
una tarjeta de crédito.
»Ya has visto demasiada realidad, más de la que cualquiera
pudiera soportar; ahora cubriré tus ojos con la ceniza de un billete de
cien dólares.
Hizo aparecer un billete encima de la palma de su mano que, de
un segundo a otro, quedó reducido a cenizas. Sopló y, al instante, mi
visión quedó nublada, y mis oídos sellados. Así fue que me vi encerrado
en mí mismo. El mundo entero dejó de ser relevante. Todo cambió.
Cuando escuché a alguien hablar del hambre, lo primero que acudió a
mi mente fue la imagen de una hamburguesa. En la pantalla de plasma
de cincuenta pulgadas empotrada en la pared de la sala hablaban de la
guerra y mi primer pensamiento fue invertir en la industria armamentista
previendo con antelación las enormes ganancias obtenidas gracias a un
montón de idiotas asesinándose entre sí.
Hasta entonces, volví a reparar en Economía: giré mis ojos hacia
ella y pude contemplar en toda su magnitud la belleza de su curvilínea
silueta, lo atrayente de sus labios de cereza, y lo hechizante de su
mirada de pestañas postizas Maybellin. No pude evitar preguntar el
motivo de su presencia ante mí.
Mirándome fijamente a los ojos, dijo:
—De la praxis a la teoría sólo hay un paso, y todos aquellos que
al igual que tú han olvidado a la primera para resguardar su conciencia
en la segunda, inconscientemente alargan el brazo hacia mí.
»En teoría, he muerto más de una vez. En la praxis continúo más
saludable y rozagante que nunca. Ha sido tu desasosiego que llamó mi
atención. Aunque sea difícil creerlo, me preocupan los seres que, como
tú, aún se niegan a disfrutar de mis embelesos.
Provocativa, se acercó tanto a mí que fui capaz de inhalar el
aroma de su piel, artificiosamente perfumada.
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La venganza de Jack Kerouac, | Valentín Corona
y otros cuentos marxistas para dormir sonámbulos
—Channel número cuatro –me dijo, mientras una sonrisa sarcástica
se dibujaba sobre su bello rostro.
Recorrimos centros comerciales, los más elegantes restaurantes,
las más prestigiosas joyerías y exquisitas perfumerías alrededor del
mundo. Así trascurrieron los años hasta que, cuando ya me sentía
completamente inserto en aquella existencia de espejos y cuentas
brillantes junto a mi amante Economía, un día, deslizándonos en un
Rolls Royce por las calles de la ciudad, un niño se acercó a limpiar el
parabrisas del auto. Nuestras miradas se entrecruzaron y su mirada
reflejó la mía. Y su rostro se convirtió en el mío. Su hambre y su tristeza
fueron compartidas.
Observé en el interior del carro a una pareja de personas elegantes
bebiendo champaña, mientras el chofer me gritaba: «¡Quítate mugroso,
que me ensucias el cofre del auto!». El semáforo cambió a verde y los
vi alejarse hacia el centro comercial. Fui a sentarme a la banqueta, en
donde había dejado suspendida mi lectura de un libro de filosofía.
colección {premios 20 de noviembre}
67
Índice
L a venganza de Jack Kerouac...............................................................9
Cuentos marxistas para dormir sonámbulos...........................................22
Réquiem anarquista (por favor, no cierres los ojos).................................27
Amor y rabia................................................................................. 33
Sueño y solentiname. .......................................................................38
Amanecer en Suburbia...................................................................... 41
Hacer crujir las ramas.....................................................................48
R adio Recuerdo, 196.8 FM............................................................... 53
Slam............................................................................................ 61
Sueño de una tarde de trabajo...........................................................64
La venganza de Jack Kerouac, y otros cuentos marxistas para dormir
sonámbulos de Valentín Corona
se terminó de imprimir en la ciudad de San Luis Potosí
en el mes de agosto de 2010 en los talleres de Procesos Gráficos
Av. Salvador Nava Núm 1553, Col. Constituyentes
Se tiraron 500 ejemplares

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