lea un fragmento - Siglo Veintiuno Editores

Transcripción

lea un fragmento - Siglo Veintiuno Editores
historia y cultura
Dirigida por Luis Alberto Romero
Caimari, Lila
Mientras la ciudad duerme. Pistoleros, policías y periodistas en
Buenos Aires, 1920-1945.- 1ª ed.- Buenos Aires: Siglo Veintiuno
Editores, 2012.
256 p.: il.; 23x16 cm.- (Historia y cultura / dirigida por Luis Alberto
Romero; 50)
ISBN 978-987-629-219-1
1. Criminología. 2. Historia de la Argentina. I. Título
CDD 364
CDD 364
© 2012, Siglo Veintiuno Editores S.A.
Diseño de cubierta: Peter Tjebbes
ISBN 978-987-629-219-1
Impreso en Artes Gráficas Delsur // Almirante Solier 2450, Avellaneda,
en el mes de junio de 2012
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
Impreso en Argentina // Made in Argentina
Al grupo crimenysociedad
Índice
Abreviaturas
11
Introducción
Agradecimientos
13
24
1. Pistoleros Delito, consumo y tecnología
Hombres armados
El pistolero criollo: una tipología
27
34
45
54
2. Lenguajes del delito
“Suceso de cinematográficos aspectos”
Secuestros
Melodrama y morfología de un crimen
Secuestro e ideología penal, o la resurrección
de la pena de muerte
59
61
75
80
83
3. La ciudad y el orden
Golpe y represión
Crisis de gobernabilidad y ley policial
La gran colecta por la seguridad pública
91
93
96
103
4. Detectar el desorden
En busca del policía metropolitano
Detectar el desorden
La radio y el patrullero. Sueños policiales
de modernidad técnica
Comunicaciones al servicio del orden
115
116
123
5. Los lugares del desorden
Bajo fondo y suburbio
El verde y el vicio
153
156
163
133
142
10 mientras la ciudad duerme
Al otro lado del puente
Defenderse del suburbio
Cierre, con dos preguntas sobre la policía porteña
6. Mientras la ciudad duerme. Policía e
imaginación social
Policía y pueblo
El triunfo del vigilante de la esquina
Cultura para la “familia policial”
Mientras la ciudad duerme: crónicas de un héroe
plebeyo
Melodramas policiales: sobre el lazo sentimental
entre estado y ciudadano
Policía y conflicto social
Notas
Nota de la autora
169
175
184
187
187
192
193
197
205
213
219
245
Abreviaturas
AGN
AHCDN
BA
CC
EM
GP
HP
LL
LN
LO
LP
LR
LV
MP
OD
ODR
PA
RCSP
RP
RPo
SH
Archivo General de la Nación
Archivo Histórico de la Cámara de Diputados
de la Nación
Bandera Argentina
Caras y Caretas
El Mundo
Gaceta Policial
Hogar Policial
La Libertad
La Nación
La Opinión
La Prensa
La Razón
La Vanguardia
Magazine Policial
Policía de la Capital. Orden del Día
Policía de la Capital. Orden del Día Reservada
Policía Argentina
Revista de la Caja de Socorros de la Policía y Bomberos
de la Capital
Revista de Policía
Revista Policial
Sherlock Holmes
Introducción
Este libro sobre la cuestión del orden en Buenos Aires durante
los años de entreguerras nació por un camino lateral y se fue haciendo
con los desvíos, demoras y distracciones que me deparó el intento de dar
cuenta de otro problema, bastante más acotado. Ese tema inicial era a su
vez la secuela de un trabajo previo, sobre la historia social de las ideas
punitivas. Reconstruyo los pasos de aquel periplo.
Comienza por mi interés en los discursos de finales del siglo XIX que
constituían la cantera de conceptos, imágenes y metáforas de las figuras
del delincuente moderno. En ese marco, trataba de entender la relación
entre los circuitos de criminólogos y de “profanos”: entre el voyeurismo
de las revistas de psiquiatría y el de los diarios comerciales. Revisando
prensa, hago un hallazgo intrigante. Al promediar la década de 1920, el
lugar estelar de las “causas célebres” es ocupado por asaltos que ponen
en escena una forma de espectacularidad absolutamente diferente. Los
grandes casos del 1900 eran crímenes privados, descritos con lenguajes
naturalista-cientificistas salpicados de guiños detectivescos. Los ilustradores y periodistas de los años treinta, en cambio, se inspiran en el cine
y la historieta de aventuras. Se desinteresan del pasado biológico de los
sospechosos para concentrarse en los detalles de su performance: en sus
autos, sus armas, su ropa, su eficacia operativa. Para solaz de los lectores,
crónicas armadas con fotos y epígrafes reconstruyen excitantes tiroteos
y persecuciones en las calles. Se habla de los émulos porteños de Al Capone. A medida que avanzo, compruebo que la policía gana protagonismo en la nota del crimen, mientras se desdibujan los criminólogos cuya
huella me había propuesto seguir. Patrulleros, radios y armas de repetición prometen control de la ciudad “a toda hora”. Tomo nota: en algún
momento volveré sobre el espectáculo de los pistoleros y los policías de
entreguerras.
Ese momento tarda en llegar. Y cuando finalmente llega, es para descubrir que la investigación prevista –una historia cultural del periodismo
del crimen, o quizás una genealogía de la figura del delincuente en los
14 mientras la ciudad duerme
lenguajes de la comunicación masiva– debe transformarse en otra investigación, que restringe los límites cronológicos para replantear radicalmente su espectro temático. Es que a poco andar, las transformaciones
en el periodismo dejan de ser suficientes para explicar evidencias francamente abrumadoras. Ante ellas me rindo: tras el giro en la sección policial hay mucho más que una novedad del sensacionalismo. Hay prácticas
que han mutado y se han acelerado, formas inéditas de la violencia, nuevas tecnologías estatales de la percepción del desorden... Además de su
atractivo para una historiografía específica –de las prácticas ilegales, del
miedo al delito o de la represión del crimen–, estos episodios condensan
elementos que son muy propios del período en general, pero que se
han mantenido relativamente ausentes de las narrativas historiográficas.
Permiten hacer una historia del crimen, entonces. Pero también, una
historia desde el crimen.
De modo que cruzo (esta vez en dirección inversa) el borroso límite entre prácticas y representaciones, en busca de una explicación más
completa a estas primeras planas de asaltos, tiros y fugas. Lo que encuentro constituye el núcleo de los ensayos que componen este libro.
Por persuasión gradual, fueron agregándose a una pesquisa inicial sobre el espectáculo del delito en la era de consolidación de las industrias
culturales, modificándola y recolocándola. El orden de los capítulos va
siguiendo el curso de mis preguntas. Están unidos por cierta lógica (no
cronológica) de la argumentación, y por algunas preocupaciones generales: el crecimiento urbano, dimensiones filosas y sobresaltadas de la
modernidad, los usos polivalentes de la tecnología en un momento de
acceso masivo a ciertos artefactos clave, los lenguajes de la cultura de
masas... La base documental no está hecha (como había previsto) de
diarios comerciales y revistas científicas, sino de esos diarios y piezas encontrados en los archivos de la policía porteña, adonde llego en busca
de datos sobre los pistoleros. A poco andar, descubro que esos papeles
hablan más y mejor de la cuestión del orden en la ciudad y su entorno
que de esa forma singular de desorden que es el delito (aunque ese sea
uno de los temas que reclaman para sí). Por esa vía, me voy acercando a
escenarios ya conocidos por la historia.1
En las dos décadas que median entre las guerras mundiales, la población porteña salta de un millón y medio a dos millones y medio de
habitantes, aproximadamente. Expansión demográfica y expansión urbana. Desde comienzos del siglo, la superficie ocupada crece sin cesar
siguiendo el tendido de los transportes públicos (tranvías y ferrocarriles
primero, colectivos después). “Mi barrio tiene quince años y ya es viejo”,
introducción 15
comenta en 1928 una nota en El Hogar.2 El motor de este movimiento
está compuesto de casas unifamiliares. Como resultado del acceso a la
propiedad inmobiliaria y de la extensión del equipamiento (electricidad,
infraestructura sanitaria, etc.), aumenta la superficie de la trama urbana,
a la vez que desciende la densidad media por sección.3 Este extraordinario crecimiento, resumido en la figura de la mudanza de los atestados
conventillos del centro a esos barrios/frontera que se pueblan de recién
llegados, ha provisto el marco de observación de muchos aspectos de la
vida porteña: su asociacionismo febril, sus empresas de promoción de
la lectura, la práctica de la política, las culturas urbanas… Vuelvo sobre
esos ámbitos con la ayuda de fuentes que han sido marginales a dicha
reconstrucción: la prensa popular –en sus secciones “menores”: “policiales”, “municipales”, corresponsalías suburbanas– y la institución estatal
más presente en el espacio público, lo cotidiano y la trama de la “baja”
política, la Policía de la Capital. Seguir a los vigilantes porteños es una tarea puntuada de desafíos metodológicos, como veremos. Pero este libro
nace de la certeza de que ese riesgo vale la pena, porque permite sacar
partido de un punto de vista que se reclama conocedor como ninguno
de lo que ocurre en las calles, que documenta lo grande y lo nimio, que
informa sobre la circulación (entre el centro y los barrios, entre Buenos
Aires y su entorno), que se coloca en contigüidad (tensa, intersticial)
con tantas expresiones de la cultura más popular. Y porque al ir desplegándose un archivo de estos temas, la mirada sobre formas singulares
del desorden como el delito o la protesta política va dejando paso a la
pregunta más general sobre la construcción de un orden callejero, y de
un orden social.
¿De qué manera interviene esta evidencia en la interpretación sobre la
ciudad de aquellos años? No es el “reverso oculto” de una narrativa que
ha sido esencialmente optimista, ni reemplaza con los datos más oscuros
del ya de por sí oscuro archivo policial interpretaciones hechas de variables menos dramáticas. No revierte la trama, entonces, pero le inyecta
tensión. Atiende a esa forma latente de violencia que hay allí donde la
inestabilidad del ascenso y el descenso, del triunfo y la frustración, es un
rasgo dominante. Se interroga por la cuestión del orden en un período
que es a la vez de radical transformación y de demarcación de los límites
de ese proceso, de promesa pero también de comprobación de las fronteras de esa promesa, de logros materiales individuales y de ansiedad por
la fragilidad de esos recientísimos logros. Observa expresiones de la cultura de las mayorías que describen impulsos menos atendidos hasta ahora, en la medida en que no se acomodan a la pregunta por la ciudadanía
16 mientras la ciudad duerme
política o la creencia en los poderes transformadores de la instrucción
(aunque estas dimensiones también estén presentes). La imagen resultante es quizá menos fotogénica que la que hemos cultivado hasta aquí.
Seguramente es menos virtuosa y optimista. Junto a las muchas bibliotecas populares, hay algún que otro garito (popular también). Ojalá que,
al final del camino, estos ensayos hayan contribuido a hacer cada vez más
reconocible un cuadro hecho a muchas manos, como se hace la historia.
En los años de entreguerras, Buenos Aires es considerada una ciudad
moderna por los que la observan y los que la viven. No importa cuál sea
el indicador (infraestructura edilicia, equipamiento urbano, pautas de
consumo material o cultural), la descripción es muchas veces confirmada. De una u otra manera, los episodios escogidos para el análisis son
producto (inesperado, no siempre deseado) de esta característica, cuya
entidad histórica es una premisa de base. Que esta modernización sea
calificada –como incompleta, despareja, desigual–, que esté sobresaltada
de contrastes o que se deploren sus consecuencias con argumentos morales no hace más que confirmar sus ineludibles efectos.
Este proceso está cargado, sabemos, de efectos subjetivos: de modernidad. Temprana y a la vez “periférica”, la modernidad porteña de mezcla ha sido caracterizada en estudios decisivos sobre los años veinte y
treinta.4 Los ensayos aquí reunidos son tributarios de esta reflexión, pero
parten de otro cruce entre periodismo, literatura y transformación urbana. Sus hipótesis están marcadas por los rumbos de una historia cultural
muy imbricada con lo social, que mantiene un compromiso fuerte con
el archivo; que se interroga por las representaciones, pero también por
las prácticas, y cada tanto recurre a la observación fenomenológica para
hacer explícito lo que difiere de la experiencia pasada de lo moderno.
Reflexionar sobre las prácticas, dice Pierre Bourdieu, permite ver “todo
lo que está inscrito en la relación de familiaridad con el medio familiar,
la aprehensión incuestionada del mundo social que, por definición, no
reflexiona sobre sí y excluye la pregunta por sus condiciones de posibilidad”.5 En historia, esta operación de “desfamiliarización” se plantea
atendiendo a lo que resultaba familiar para los habitantes del mundo
reconstruido y parece extraño en el presente del libro que lo narra. (O a
la inversa: mostrando la perplejidad de quienes vivían en el pasado ante
situaciones que hoy damos por sentadas.) Dicho ejercicio asoma aquí en
la pregunta por las apropiaciones de la tecnología de época, tomando
dos elementos en particular (ambos indisociablemente unidos al diagnóstico del “nuevo crimen”): el automóvil y las armas de fuego. En varias
ocasiones se revisa la “vida social” de estos artefactos: la legal y la ilegal.6
introducción 17
Esos Ford T y esas pistolas Colt que tanta fascinación (y tantas quejas)
suscitan entre los contemporáneos funcionan como hitos de una pista
material que condiciona la experiencia de lo urbano moderno y que subyace a varios temas aquí tratados: la circulación entre la ciudad y el suburbio, las formas de la violencia, las técnicas de percepción del desorden.
Buenos Aires, la ciudad moderna, es escenario de oportunidades ascendentes para grandes grupos. “Grandes grupos” no significa “todos
los grupos”, ni tampoco “todos dentro de los grupos beneficiados”. Los
procesos de movilidad social deben ser pensados en términos relativos,
contienen lógicas de selección. En este caso, esa lógica favorece a los
inmigrantes europeos y sus descendientes, es decir, a una porción sustantiva de la población porteña, que en este aspecto difiere de la población
de otras regiones del país.7 La emergencia de un amplio y heterogéneo
estrato afectado por la bonanza económica de los años veinte y la expansión del acceso a la educación y la vivienda también modula los planteos
de este libro. De este proceso, se examinan las consecuencias de la modernización y el cambio social, con todas las ambivalencias que despierta un
momento de despliegue de los frutos de la integración y de evidencia
incisiva de sus límites: las atracciones de lo moderno junto a sus puntas
disonantes.
Porque es más moderna, Buenos Aires es más compleja y se encuentra
más friccionada. Las chispas de la crónica del “nuevo delito” no saltan
sobre un trasfondo sereno, sino sobre la trama incierta y heterogénea de
una sociedad inestable. Por eso la noticia del gran asalto suscita mucho
más que reflexiones sobre el crimen: hay estupor ante los usos “perversos” de la tecnología, disgusto por formas de la ilegalidad que revelan
materialismo sin frenos, condena de la violencia que da por tierra con
códigos consagrados, pronósticos ominosos sobre las consecuencias del
berretín de Hollywood…
Acompañando el aprendizaje de la convivencia con estas novedades,
que imponen su ritmo en Buenos Aires con mayor rapidez que en otras
ciudades del continente, está la letanía de variantes del gran tema de la
pérdida de un pasado de dorada armonía. Nostalgia y melancólica enumeración de valores perdidos son maneras de organizar la temporalidad
muy propias de contextos de modernización y ruptura. Quienes viven
momentos de cambio acelerado tienden a compensar la desorientación
y sensación de desposesión con estructuras imaginarias del pasado que
sostienen un “deseo de volver”.8 Conocemos bien las inflexiones del pensamiento antimoderno que genera la modernización porteña. Partiendo
de la observación del experimento, escritores como Leopoldo Lugones
18 mientras la ciudad duerme
o Manuel Gálvez organizan, desde los años del Centenario, una constelación de tópicos evocada sin cesar en las décadas siguientes: disolución de la esencia nacional en el cosmopolitismo, mercantilización de
la vida urbana, craso materialismo, debilitamiento moral...9 Este libro
llama la atención sobre el desarrollo de un sustrato crítico menos articulado: sobre las formas de existencia (y coexistencia) de los temas de la
reacción en la gris cotidianidad, un nivel que resulta pertinente a la hora
de explicar cuestiones consideradas muy propias del antiliberalismo de
entreguerras, como la apelación al catolicismo o la resurrección de la
pena de muerte. No tiene un vocero ni un origen discernibles, aunque
es posible ver un momento de cristalización en la secuencia anticlimática
de la crisis de 1930.
Sabemos que la gigantesca síncopa que interrumpe la curva de la prosperidad pampeana no produce consecuencias tan profundas ni tan duraderas como en otras sociedades. También sabemos que el crecimiento
económico de la década previa ha producido mejoras palpables del salario real para una porción importante de la población regional, y de la
ciudad de Buenos Aires en particular.10 Esta secuencia (expansión de la
distribución de la riqueza, seguida de retracción súbita) plantea desafíos
para pensar la impronta de la crisis más allá de los datos que aportan
las estadísticas o las comparaciones con otros casos. Los horizontes personales de riesgo no siempre coinciden con los datos objetivos ni con
las comparaciones internacionales, y aún nos falta incorporar perspectivas que consideren la condición relativa de los sujetos para vislumbrar
el impacto con mayor precisión. Mientras tanto, aventuramos que una
sociedad donde el ascenso es una experiencia tan reciente (vivida, por
ende, como un estado que no va de suyo) gestiona la amenaza de la caída
económica de manera singular. Que las secuelas en los lugares donde se
circula diariamente –menos profundas que en otras regiones del país o
en otros países del mundo, pero de ningún modo desdeñables– prestan
carnadura a las noticias más abstractas de la miseria y el desempleo en
lugares invisibles a los ojos. Que, por irrumpir allí donde el ascenso ha
sido una promesa –promesa que guía años de esfuerzo, promesa muchas
veces incumplida pero suficientemente resistente–, la crisis puede potenciar frustraciones previas o generar reflejos defensivos. Por estos motivos,
la “diferencia” de los años treinta que emerge de estos estudios se parece
más al genérico conservadurismo social que al programa de reversión
radical de las derechas más articuladas y extremas. Describe la barrera
en torno de la flamante casita en cuotas, la defensa de la respetabilidad
trabajosamente construida, la proyección de un ideal de orden domésti-
introducción 19
co en el espacio público. Si se aventura raramente más allá de los tardíos
años de esa década, es porque para entonces las “tormentas del mundo”
han ganado las primeras planas de los diarios, y la gran política relega a
la retaguardia buena parte de los temas menos estructurados del orden
y el desorden.11
La sociedad que emerge de estas páginas es menos apacible que en
otras reconstrucciones. Claro que no es la turbulenta Buenos Aires del
boom económico y la ola inmigratoria: aquellla de los desembarcos cotidianos, de obras públicas a medio construir, de conventillos hacinados,
de la tensa inminencia de la huelga y los pánicos por la “cuestión social”.
Justamente porque ya no es esa ciudad-laboratorio, las expectativas de cambio que ganan terreno van en un sentido que es ordenador del fruto de
aquella gran apuesta. Y de ese modo, operan como límite de una era del
progreso que medio siglo antes ha nacido asociada a consignas de orden,
pero ha producido sus propias formas de desorden.
Del amplísimo repertorio de violencias asociadas a los “duros” años
treinta, la historiografía ha dado cuenta de lo que es políticamente legible: la represión del comunismo, los fusilamientos de anarquistas, los
levantamientos radicales. En otras palabras: las que marcan el camino
que va de la democracia al golpe militar, y del golpe a la era del fraude.
Volver sobre esta demarcación no es refutar una validez metafórica que
tiene apoyaturas suficientes: la figura del estado posgolpe que se va dibujando a lo largo de estas páginas es tan violenta como en otros trabajos;
por momentos, bastante más. Me interesa más bien partir de allí para
interrogar un repertorio que tiene secuencias más largas y complejas.
Para examinarlo, me detengo en el fenómeno del “pistolerismo”, cuya
parábola abarca todo el período estudiado, con auge en la década que
va de fines de los años veinte a los tardíos treinta. Podría decirse que esta
parte del estudio adopta la propuesta de la “criminología culturalista”,
que sitúa el delito en contextos de inteligibilidad y estructuras de oportunidad históricamente definidos.12 Tal agenda, concebida en el marco
de análisis criminológicos, no es más que la que indica el sentido común
del historiador sociocultural, en términos similares a los que permiten
examinar otras prácticas del pasado. Más historiográficos que criminológicos en sus intereses rectores, estos ensayos asumen dicha propuesta
invirtiéndola: dando por sentada la importancia explicativa de los contextos culturales de la transgresión, se interesan en reponer lo que rodea
al delito, puesto a funcionar como llave de entrada a la sociedad del
pasado donde nace. En su relación con lo tecnológico, con la performance
pública, con las fantasías del gran golpe, con los lenguajes del cine y la
20 mientras la ciudad duerme
lógica de las celebridades, los pistoleros marcan, también, un camino de
lo moderno.
Claro que la violencia que domina la escena a partir de 1930 no es
la del “pistolerismo” sino la que proviene del aparato represivo, de la
policía. En sus últimos tramos, este libro la convierte varias veces en
objeto de observación: ahí está el desvío más grande en relación con
su objeto inicial. Preferiría evitar el lugar común de las introducciones
que abundan sobre el vacío de conocimiento que viene a remediarse,
pero resulta imposible pasar por alto la ignorancia sobre el pasado de
la policía que acompañó los primeros pasos de esta pesquisa. Virtualmente desconocida fuera de los estrechísimos corredores de la historiografía corporativa –mal conocida incluso en los trabajos que aluden
a las versiones más “duras” y “bravas”, a su imbricación con el poder,
a sus figuras siniestras–, la policía de los treinta es recordada por su
papel en la escalada de represión política. El dato más conocido es, sin
duda, el nacimiento de su Sección Especial perseguidora y torturadora
de comunistas. El lector encontrará información original al respecto,
aunque no es esta dimensión (que he tratado en trabajos previos) la
que más se expande aquí. La crónica de la persecución política –que los
archivos ofrecen con sorprendente detalle– está inserta en tramas que
indican hasta qué punto la maquinita más brutal del orden fraudulento
es bastante más que eso. Y a poco de informarme, compruebo que esas
tramas (o tramas comparables) ya tienen una historia de exploración y
conceptualización.
Por razones que son evidentes, e inevitables, esa historia no proviene
de los países latinoamericanos. El giro represivo de las policías contemporáneas (las de la década de 1970 en particular) ha moldeado de forma
excluyente las maneras de pensar el pasado de esta institución, que, en
rigor, no ha sido “pensada” sino introducida y eliminada de la escena
como un sujeto plano y evidente. Cuando ha recibido atención, su historia ha comenzado por lo más visible, que es también lo más inteligible: lo
que la retrata como instrumento dócil (instrumento puro) de las fuerzas
rectoras de la dominación, herramienta desarticuladora de la protesta
social, perseguidora de la disidencia, etc.13
El efecto combinado del hermetismo institucional y el rechazo académico (demasiado despreciable para merecer análisis complejos, la policía degrada al cientista social que se interesa en ella, etc.) ha mantenido
a este sujeto fundamental muy al margen de la reflexión historiográfica.14 Apenas comenzamos a confirmar su relevancia y complejidad con
un corpus de estudios locales. Felizmente, este libro nace en el marco de
introducción 21
un gran giro interdisciplinario que rápidamente volverá caducas estas
afirmaciones. Mientras tanto, los análisis nacidos en otros países (que
también son bastante recientes) han generado modelos e hipótesis que
pueden ser considerados con provecho, suponiendo (como supone este
trabajo) que la policía porteña no es una excepción a todas las reglas.
A medida que se aleja la sombra de las dictaduras militares, las formas
más brutales y explícitas de coerción (las que pertenecen a la genealogía
del terror de estado) empiezan a ser relacionadas con otras prácticas,
como una parte –la más conspicua­– de un amplísimo repertorio. Y con el
avance del conocimiento, los enormes espacios “vacíos” que median entre los despliegues más traumáticos de la fuerza comienzan a cobrar sentido. Entendida como un ejercicio cuyo amplísimo objeto y cuya amorfa
naturaleza se extienden de los grandes escenarios a los rincones más recónditos de la ciudad (la ciudad es su escenario principal), esta historia
es más que la enumeración de una faena periódica de gendarmería al
servicio de los poderosos.
La inducción del orden urbano ha sido “descubierta” como criterio
de observación de la policía gracias a las reflexiones tardías de Michel
Foucault. Utilizando una definición muy amplia, como multiforme instrumento del “gobierno de los hombres y las cosas”, Foucault se ocupa
de la esencial hibridez de esta agencia y de su íntima relación con el
control del espacio y la circulación. La atención que le presta a la “gubernamentalización”, a la cual sitúa en el contexto del desarrollo capitalista
del siglo XVIII, se concentra en aquellas técnicas dedicadas a la gestión
de las poblaciones, a encauzar la circulación y monitorear dicho flujo.
Los gobiernos (sus policías urbanas) procuran maximizar la circulación
positiva (mercantil) y minimizar la negativa (delictiva o epidémica). “El
espacio de la circulación”, dice Foucault, “es un objeto privilegiado de la
policía.”15 Ese ejercicio tiene mucho de intersticial, se extiende en series
prolongadas en el tiempo.
La publicación de las reflexiones foucaultianas sobre territorio y población ha inaugurado una perspectiva inmanente de estudios de la
policía, que se inscribe en la ciudad. A pesar de las dificultades de acceso documental que limitan la agenda del historiador argentino, esa
perspectiva comienza a dar sus frutos. Y a poco andar, descubre que en
contextos geográficos o disciplinares donde la influencia de este autor
ha sido menos excluyente, las técnicas policiales de intervención en el
espacio urbano tienen una considerable tradición de análisis. “Porque la
historia de la policía es a tal punto parte de la historia de la ciudad”, decía hace tres décadas el historiador social Eric Monkkonen, “es esencial
22 mientras la ciudad duerme
que la historia de la ciudad provea el primer y más dominante marco en
el que analizar a la policía”.16
De ese marco, que instala una perspectiva de largo plazo, este trabajo
se interesa por aquella definición de la misión policial que emana de un
principio utópico de abolición del desorden, intervención que tiene muchas
instancias y que describe funciones y actividades antes que instituciones.
Plantear la pervivencia de una lógica “ordenadora” puede parecer anacrónico en el contexto de un estado centralizado y una policía que se define como “moderna” por su especialización en el combate del delito. Y
sin embargo, la investigación fue demostrando hasta qué punto la misión
más genérica de mantenimiento del orden sigue siendo decisiva para
comprender la intervención policial en la ciudad del siglo XX. Gestora
de la circulación, primero, con dos polos organizadores en el congestionadísimo centro y en los bordes jurisdiccionales que separan de la provincia (una separación formulada, cada vez más, en términos de orden y
desorden). Luego, agente de un orden “doméstico”: que hace limpieza,
que da lugar y quita lugar, y es instrumento en la construcción de una
forma que va emergiendo de la minucia y la intervención seriada. Policía
de las costumbres, consagrada a una práctica otra que la aplicación abierta de la violencia, como es la vigilancia del control que una sociedad ejerce sobre sí misma y sus pulsiones: sobre esas formas de comportamiento
que dejan de ser aceptables, sobre los excesos del placer y la pasión que
deben retirarse del ojo público, sobre el ruido “molesto”, la limpieza
propia y la del ámbito de circulación, sobre los rincones adecuados para
las necesidades del cuerpo, etc. Por último: policía “pastoral”, otra concepción de Foucault retomada para observar al vigilante de esos barrios
en plena expansión. Es la intervención del poder individualizador de esa
inasible fuerza estatal que se ocupa de todos y cada uno. Omnes et singulatim: lo bajo, la vida, la población, las interacciones, todo entra en este
punto de vista en esencia singularizador. Veremos hasta qué punto esa
modalidad sostiene la continuidad identitaria y una razón de ser de la
institución, que encuentra su expresión más plena en las zonas fronterizas, en la figura del agente recorriendo esos barrios que cambian semana
a semana, donde su poder tiene un carácter más cercano a la tutela personalizada que al ejercicio de la ley.17
Al retomar la noción de policía como agente multigestor de la circulación y garante de gobernabilidad, este análisis se coloca en un registro
menos abstracto que el que suele informar los estudios “foucaultianos”
que se sirven de estas categorías. Procura dar la mayor especificidad
posible a las afirmaciones sobre las intervenciones ordenadoras. Ob-
introducción 23
serva normativas y prácticas, más que tratados de teoría policial. Utiliza
el concepto de “tecnología” en sentidos precisos: un repertorio epocal
hecho de patrulleros, diagramas del espacio urbano, radios o pistolas
Colt 45, para usos tan explícitos como la percepción del desorden, la
velocidad del movimiento, la circulación interna de la información, la
capacidad ofensiva o la conquista de la opinión pública. En todos los casos, las reconstrucciones procuran insertarse en los datos más generales
del período. Inscribiendo al sujeto “policía” más allá del campo de los
“estudios policiales”, se sirven selectivamente del reservorio de hipótesis
que ofrecen la historia, la etnografía, la antropología y la sociología de
esta institución. Procuran sacar a la policía porteña de su lugar de pura
excepcionalidad, para ponderar su pasado –y el de la sociedad donde
interviene– con algún sentido de proporción.18
No todo en la policía porteña es intervención negativa, de freno del
desorden. Las capacidades productoras de sentido aparecen bajo la forma
de dos preguntas: por las lógicas legitimadoras de la labor policial puertas adentro de la institución, y por el potencial generador de visiones
del espacio urbano mediadas por esos periodistas que tanta información
obtienen en comisarías y jefaturas. Si en trabajos anteriores me he interesado en la autonomía de la prensa sensacionalista en relación con la
fuente policial, el cotejo de los diarios con esa fuente me ha llevado a
considerar más seriamente todo lo que sí logra pasar la barrera de los
cronistas, que es mucho.
Aunque este libro alude alternativamente a todos estos registros del
pasado de la policía, cabe advertir que en ningún momento ofrece una
historia institucional, y mucho menos una historia política de las cúpulas, empresas indispensables que comienzan a ser encaradas por otros investigadores. La preocupación central está en la relación con la ciudad,
y por eso se priorizan temas como el patrullaje callejero, la inducción
del orden en el espacio público o la capacidad para generar imaginarios
sociales. Aunque no son desarrollados de manera sistemática, a lo largo
de este recorrido se identifican síntomas de la problemática cuestión de
la relación de la policía con la ley, y contra la ley o fuera de la ley.
En última instancia, el mayor desvío de la inicial hoja de ruta de la
investigación nace con el reconocimiento de la perdurable racionalidad
urbana de esa policía contemporánea que apenas comenzamos a conocer. Su intervención en un ámbito que está cambiando tan aceleradamente; su regimentación de las costumbres hecha de represión, convivencia y complicidad; sus maneras de pensar lo justo y lo injusto de ese
orden que custodia sin estar del todo separada de sus núcleos de sentido.
24 mientras la ciudad duerme
Temas, en fin, que plantean otra manera de hablar de esa sociedad de
extraordinaria vitalidad donde la policía opera. De Buenos Aires, de sus
habitantes. De la construcción cotidiana de un orden.
agradecimientos
Para evitar los excesos efusivos en los que he incurrido otras veces, me
había prometido escribir agradecimientos de ascetismo ejemplar. Pero
no puedo cumplir del todo. Este trabajo ha requerido de muchas ayudas,
y algunas no pueden ser silenciadas. Aquí estoy otra vez, al final del camino, cargada de deudas que quiero hacer públicas.
La primera es para el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas
y Técnicas, que financió este proyecto largo y complejo. Ser investigadora en historia es un privilegio grande, que trato de honrar. No por
repetida, la expresión es menos cierta: este libro no hubiera sido posible sin
la estabilidad que garantiza esta condición. En 2008, una beca Tinker
me permitió pasar varios meses en la Universidad de Columbia (Nueva
York). Allí pude vislumbrar las rutas de circulación de pistolas y pistoleros, y empezar a pensar la policía en perspectiva histórica.
Los temas que recorren estos ensayos necesitaron fuentes difíciles de
obtener, y por eso agradezco tanto a quienes me acercaron datos e información. Algunos están nombrados en los pasajes correspondientes, pero
quiero mencionar especialmente a Sonia Cortés Conde, quien suavizó
con gracia y generosidad las oscilaciones que me plantearon los repositorios policiales. El equipo de Investigación de Política Criminal del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos puso a mi disposición su flamante
base de datos históricos, y de ella me serví. Mi búsqueda fue varias veces
simplificada por el personal de la biblioteca de la Universidad de San
Andrés. Gracias también a Liliana Ávila por su asistencia en el trabajo de
archivo, a Cecilia Allemandi por su intervención técnica en la elaboración de algunos “mapitas”, y a Juan Pablo Canala, que “descendió a los
infiernos” en busca de las imágenes tan deseadas.
Amigos y colegas leyeron tramos del borrador y disolvieron en muchas
mesas de café la soledad de la investigación. Este libro es mejor gracias
a Roy Hora, Isabella Cosse, Juan Carlos Torre, Diego Galeano, Mercedes García Ferrari, Osvaldo Barreneche y Pablo Piccato. En el marco del
proyecto PIP “Buenos Aires en entreguerras: revisando un paradigma
interpretativo”, Diana Wechsler, Sylvia Saítta y Alejandro Cattaruzza se
introducción 25
sometieron pacientemente a mis largos borradores sobre la policía porteña y me ayudaron, en gratas tertulias, a poner unas cuantas cosas en
perspectiva. También me alimenté del diálogo informal con Sofía Tiscornia, Ricardo Salvatore, Pablo Ansolabehere, Ruth Stanley, Sandra Gayol,
Sergio Serulnikov, Marcela Gené, Gabriel Kessler, Alejandro Isla, Cristiana Schettini, Máximo Sozzo, Ernesto Bohoslavsky, Juan Manuel Palacio
y Diego Armus.
El espíritu de exigencia y libertad interdisciplinaria del seminario de
historia de las ideas, los intelectuales y la cultura “Oscar Terán” (Instituto
Ravignani, Universidad de Buenos Aires) sigue siendo, según pasan los
años, punto de referencia y fuente de inspiración. Nunca deja de gratificarme el intercambio, afín y contrapunteado, con mis colegas y amigos
del grupo organizador: Hugo Vezzetti, Adrián Gorelik, Martín Bergel,
Alejandra Laera, Fernando Rodríguez y Jorge Myers.
No sabría cómo describir la ayuda de Sylvia Saítta, que cabe en todas
las categorías precedentes, y varias más. Diría que ha sido una compañía
intelectual y personal. Que esta empresa hubiera sido muy distinta sin
nuestras charlas. Que mi incierta ruta de calles, policías y pistoleros se
benefició de su escucha inteligente, de su chispeante curiosidad por mis
hallazgos más insólitos, de su noción del archivo que se comparte.
Luis Alberto Romero, director de la colección “Historia y Cultura”,
hizo un lugar para este libro, dándome la libertad de siempre. Carlos
Díaz recibió (sigue recibiendo) con calidez y entusiasmo los trabajos que
propongo. Caty Galdeano prodigó sus finos cuidados en las sucesivas etapas de la edición.
Por afinidad temática y experiencia de investigación compartida,
este libro tiene una deuda vital con los estudiantes y colegas del grupo
“crimenysociedad”, que coordino junto a Eduardo Zimmermann en la
Universidad de San Andrés. Un subsidio PICT de la Agencia Nacional
de Promoción Científica y Tecnológica (“Orden social, estado y cultura
legal”) permitió formalizarlo en 2005. Con el avance de las reuniones,
fuimos recorriendo un camino minado de interrogantes conceptuales,
dudas historiográficas y obstáculos documentales. Aprendimos unos de
otros. De a poco, encontramos puntos donde pararnos a pensar algunos
problemas, se fueron delineando hipótesis, consensos tentativos. Hoy,
que somos más, estamos lejos de nuestro punto de partida, y pronto estaremos lejos del que marca este libro. Mientras tanto, lo dedico a mis
compañeros en esas rutas recónditas del delito, la policía y la justicia.
Buenos Aires, octubre de 2011
1. Pistoleros
2 de octubre, 1930. Bosques de Palermo. En una mañana agradable, unos cuantos vecinos pasean a caballo o salen a ejercitarse en los
clubes de la zona. En eso están cuando les toca ser testigos del siguiente
espectáculo, que más tarde deberán reconstruir en una importante pesquisa policial: un automóvil que viene del centro de la ciudad transportando los fondos para pagar los salarios de los empleados de Obras Sanitarias de la Nación recorre velozmente la avenida Vivero (continuación
de Olleros). De repente, es emboscado por otro auto, en el que van dos
miembros de una banda de siete. Apenas producido el choque, aparecen
en la escena los cinco restantes, que esperaban detrás, en un segundo
auto en marcha. Asaltados y asaltantes tienen armas, wínchesters y revólveres de gran calibre. El breve tiroteo deja varios heridos, uno de ellos,
de muerte. Los atacantes corren al auto en marcha y se fugan vertiginosamente hacia el barrio de Belgrano, llevándose la valija con los caudales.
Todo ha sido cuestión de minutos.19
Naturalmente, los porteños que siguen las noticias del asalto al pagador de Obras Sanitarias conectan el episodio con la ola delictiva de la que
tanto se habla. Es que el diagnóstico es ponderado con preocupación en
comisarías, es pregonado en los diarios, y se filtra en las conversaciones
en cafés, tranvías, tiendas, sociedades de fomento y clubes barriales. Hacia fines de los años veinte, el problema delictivo es parte del sentido
común: “Las actividades extremas del hampa están produciendo alarma
en todas las clases sociales y hasta es común oír decir que en plena pampa se vive mejor y con garantías más efectivas que en cualquier rincón de
nuestra culta y opulenta metrópoli”, dice un observador en 1927.20 Nadie
puede argumentar que los porteños están poco acostumbrados a convivir con el delito: a esas alturas, las truculentas crónicas del crimen llevan
varias décadas de circulación, los retratos de delincuentes y las peripecias
de los peligros de la calle son elementos infaltables de los diarios de la
ciudad. Pero a mediados de los años veinte se insinúa una transformación en la naturaleza e intensidad de esta ansiedad, en un crescendo que
28 mientras la ciudad duerme
hace crisis a inicios de la década siguiente. La policía y la justicia penal
no están en condiciones de enfrentar el brutal ensoberbecimiento de los
delincuentes, argumentan los editoriales de prensa. Hay que aumentar
el número de policías en las calles, claman los petitorios barriales. Hay
que multiplicar y endurecer las leyes represivas, dicen La Prensa, La Nación, El Mundo y La Razón. Hay que reincorporar la pena de muerte al
Código Penal. Hay que armar a la policía para una guerra sin cuartel.
El “nuevo crimen” es un polo aglutinador de preocupaciones de diferente orden. Las más frecuentes abundan en los efectos perversos
de la modernidad, y en este sentido, no son sino una actualización de
temas conocidos: las mutaciones en el orden moral (sexual, familiar)
causadas por el crecimiento urbano; las dislocaciones de identidad producidas por la masificación de la vida en la ciudad; la expansión desenfrenada del consumo; la revolución en la industria del entretenimiento, con su cornucopia de estímulos desaforados y fantasías peligrosas...
El temor activa todo un archivo de fantasmas sobre los abismos morales que acechan a la alocada sociedad moderna. También se vincula a
un diagnóstico de decadencia política, que evoca un oscuro entrelazamiento entre corrupción y poder. El entramado ilegal del control
caudillista de vastos territorios bonaerenses, que en los años treinta es
parte del horizonte político de cualquier lector de diarios, se desgrana
en anécdotas y escándalos que dibujan un cuadro de complicidad oficial (policial, política) con el delito o sus actividades afines, particularmente en los entornos de Buenos Aires. Una lectura complementaria
del problema tiene la forma de una crítica al estado, a sus debilidades
e ineficacias. Los climas de ansiedad y desconfianza que dejan tras sí
algunos crímenes de muy alto perfil no pueden ser desatendidos a la
hora de considerar el contexto en el que prosperaron los grandes temas de la impugnación del estado liberal.
Este ensayo aborda un aspecto acotado de este fenómeno: la evolución
material de las prácticas ilegales en la ciudad de Buenos Aires. El énfasis
sugiere una hipótesis: el motor del cambio del que tanto se habla debe
ser buscado en el plano de la modernización tecnológica, la expansión
del consumo y la transformación de la economía performativa del delito.
Las mutaciones a este nivel, argumenta, afectan prácticas de origen y
tradición muy diferentes, en un proceso de homogeneización operativa que permite agrupar fenómenos muy diversos bajo un mismo manto
conceptual.
¿Hasta qué punto ha aumentado el crimen en Buenos Aires? Las estadísticas policiales no permiten una respuesta rotunda. Su dudosa con-
pistoleros 29
fiabilidad como fuente de información es materia de reparos metodológicos bien conocidos. Repasemos algunos: reflejan solamente los delitos
denunciados, que constituyen una selección muy desigual de las transgresiones cometidas; encasillan y etiquetan dichas prácticas en definiciones institucionales cargadas de presupuestos que sesgan la percepción; la
información es incorporada de maneras irregulares y variables a lo largo
del tiempo; arrastra los problemas propios de toda representación institucional que a la vez es reflejo de su propia eficacia, medida de su labor
a los ojos del ministerio al que informa, y por ende objeto de muchas
manipulaciones, etc. A los inconvenientes de siempre se agrega el empobrecimiento relativo de la oficina estadística de la Policía de la Capital de
esos años, del que se quejan los observadores necesitados de datos para
confirmar o refutar las percepciones que circulan en la sociedad. Con
todo, las cifras allí compiladas son las que usan los contemporáneos para
construir sus propios diagnósticos y son –por el momento– las únicas que
tenemos para componer un panorama de las tendencias. El principal
problema es que los datos más citados en la prensa y las agencias estatales
están escasamente discriminados y evocan, por ejemplo, la tasa global de
delitos denunciados.
Gráfico 1. Delitos (por 1000 habitantes)
Buenos Aires, 1919-1941
12
10
8
6
4
2
19
1
19 9
2
19 0
2
19 1
1922
2
19 3
2
19 4
2
19 5
2
19 6
2
19 7
2
19 8
2
19 9
3
19 0
3
19 1
3
19 2
3
19 3
3
19 4
3
19 5
3
19 6
3
19 7
1938
3
19 9
4
19 0
41
0
Fuente: Policía de Buenos Aires, Capital Federal, Memorias correspondientes a
los años 1919-1941; Policía de la Capital, Boletín de estadística. Delitos en general.
Suicidios, accidentes y contravenciones diversas. Anuarios 1920-1941.
30 mientras la ciudad duerme
Estas cifras inofensivas son las que invocan las autoridades policiales
cuando quieren demostrar la inconsistencia de los movimientos de opinión: “Es con afirmaciones de tal naturaleza que la jefatura responde
a la falsa alarma del sentimiento público que, confundiendo la mayor
difusión periodística de los hechos policiales con la realidad…”. Las
mismas estadísticas sirven a la causa de los defensores del Código Penal
de 1922 contra quienes proponen endurecer el marco punitivo. Sugieren, efectivamente, una relativa estabilidad en la proporción de transgresiones por habitante, con un aumento moderado en el quinquenio
que sigue a 1930. Como veremos, este incremento es consistente con
lo que dicen estadísticas más desagregadas del crimen violento y debe
ser pensado en relación con el contexto de la crisis económica. Pero tal
como ha ocurrido en otras sociedades, incluso en aquellas donde la crisis tiene consecuencias mucho más profundas y sostenidas, la relación
con el comportamiento delictivo está lejos de ser clara.21 Por lo demás,
la percepción de un cambio comienza bastante antes de 1930. Y aun
si consideramos el período de aumento de las denuncias registradas,
entre 1931 y 1937, los valores están lejos de ser alarmantes comparados
con las de otras grandes ciudades del mundo. Por supuesto, muy lejos
de Chicago, que desde los años veinte marca la vanguardia mundial del
crimen urbano (y que duplica las tasas de homicidios de Nueva York
o Filadelfia). Pero asimismo lejos de ciudades europeas, como Berlín
y París, con las que gustan compararse las autoridades porteñas. Esta
constatación se confirma al examinar categorías como el crimen contra
la propiedad que –también considerado en conjunto– refleja una tendencia descendente de largo plazo, que se ha consolidado a inicios de la
década de 1920 en un nivel relativamente bajo, entre el 3 y 4‰, valores
que tampoco sufren alteraciones considerables durante la crisis (véase
el gráfico 2).
¿Recrudecimiento de la criminalidad? Las cifras sugieren, más bien,
amesetamientos, años de sosegado contrapunto frente a los grandes picos estadísticos que acompañan la revolución urbana en las primeras dos
décadas del siglo. ¿De qué indicios, entonces, se alimentan las certezas
de los contemporáneos? Una amplia literatura sociológica ha desarrollado el concepto de “ola delictiva” precisamente para hacer referencia
a las complejas oscilaciones de percepción social, que pueden ser independientes del aumento del crimen y de las denuncias. Varias décadas
después de los estudios iniciales, que nacen en Estados Unidos a principios de los años cincuenta, las hipótesis en relación con la distorsión
fundamental entre crimen real y crimen imaginado se han ido ajustando
pistoleros 31
Gráfico 2. Delitos contra la propiedad (por 1000 habitantes)
Buenos Aires, 1898-1941
7
6
5
4
3
2
1
18
1998
0
19 0
0
19 2
0
19 4
0
19 6
0
19 8
1
19 0
1
19 2
1
19 4
1
19 6
1
19 8
2
19 0
2
19 2
2
19 4
2
19 6
2
19 8
3
19 0
3
19 2
3
19 4
3
19 6
3
19 8
40
0
Fuente: Policía de Buenos Aires, Capital Federal, Memoria correspondiente al
año 1941, p. 227.
y complejizando. Cualquiera que sea el calibre de la brecha, e incluso
cuando la percepción tiene escaso correlato objetivo, la presión social
puede cambiar leyes, aumentar la presencia policial en las calles y revolucionar las estadísticas de encarcelamiento.22 La importancia de las
agencias de representación que participan de toda “ola delictiva” salta a
la vista. Pero antes de abordar su análisis, quisiera detenerme en el orden
de las prácticas delictivas, para argumentar que la renovación simbólica
de los discursos e imaginarios sobre el tema no hubiese ocurrido sin el
incremento de cierto tipo de delito de alta visibilidad social y gran potencial para la espectacularización. Disueltas en la relativa estabilidad de las
cifras, son las transformaciones cualitativas de algunas prácticas ilegales
las que generan el salto en la atención al crimen. Los datos globales sobre el número de delitos, la comparativa moderación estadística del caso
porteño o la continuidad de delitos tradicionales son invisibilizados por
golpes de potencia estimulante y evocativa absolutamente novedosa, que
confirman la certeza de una calle cada vez más insegura.
Una calle más insegura… Este simple dato del sentido común sí es
ampliamente confirmado por la evidencia estadística, pero el riesgo de
la vía pública parece hecho más de imprudencias que de deliberación,
de accidentes antes que de delitos. Tomando como referencia sólo los
homicidios (el crimen que más difícilmente escapa al radar policial, el
que carga la dosis menor de “construcción” estadística), comparemos,
pistoleros 33
dios simples y culposos (los chauffeurs lideran este flamante grupo), y a
introducir distinciones cada vez más precisas entre tipos de vehículos
(tranvías, ómnibus, taxis, automóviles privados), puntos de la vía pública donde ocurren, etc.
Gráfico 4. Lesiones con automóviles denunciadas en la ciudad
de Buenos Aires (por 1000 habitantes), 1914-1937
1,2
1
0,8
0,6
0,4
0,2
1914
1915
1916
1917
1918
1919
1920
1921
1922
1923
1924
1925
1926
1927
1928
1929
1930
1931
1932
1933
1934
1935
1936
1937
0
Fuente: elaboración propia a partir de Policía de Buenos Aires, Capital
Federal, Boletín de estadística. Delitos en general. Suicidios, accidentes,
contravenciones diversas. Anuarios 1914-1941. Memorias correspondientes a los años
1914-1941.
Veamos un mapa de las lesiones y los homicidios producidos por el transporte automotor a fines de los años treinta, cuando los niveles de reporte se han estabilizado. Las secciones del centro aparecen cubiertas de
una densa nube de puntos (que representan a los heridos y lesionados
denunciados en comisarías). Es tan abigarrada la concentración sobre
algunas líneas que se puede seguir perfectamente el curso de las calles
a partir de la estela de víctimas de cada año. Los puntos están más espaciados en las secciones alejadas del centro, pero ninguna jurisdicción
registra menos de decenas de episodios. De forma más pareja se reparten
las marcas grandes (rojas en el original): los muertos de la era del automotor salpican todo el mapa de la ciudad.
34 mientras la ciudad duerme
“Gráfico de Homicidios y Lesiones producidos por vehículos según Secciones
de Policía y lugar donde se produjo el hecho, durante el año 1939. Cantidad de
muertos 181. Cantidad de heridos 5631”, Policía de la Capital, Memoria, 1939.
Así pues, el incremento de la violencia en el espacio público tiene fuentes muy claras. Pero a fines de los años veinte las nociones de peligro
están más estrechamente asociadas a ese “nuevo crimen”, que también
es parte de la revolución en la movilidad. Ensayemos una explicación.
delito, consumo y tecnología
No tengo apuro es criollo clavado.
jorge l. borges, “Las inscripciones de los carros”, 1928.
Los cambios en las prácticas delictivas de las décadas de los veinte y los
treinta ilustran los desafíos que la modernidad tecnológica plantea (y
sigue planteando) al orden establecido, testimonio de la polivalencia
funcional y semántica de los artefactos, del repertorio de apropiaciones
no previstas, de la exploración tentativa de sus usos. Es un ejemplo de
pistoleros 35
los cambios en contextos de viraje de la estructura de oportunidades,
uno de esos momentos históricos en los que la transgresión se vuelve
inusitadamente fácil. Teléfonos, radios, autos, armas y mejores cámaras
fotográficas –para nombrar los elementos más importantes del período
en cuestión– están disponibles para muchos. La historia de la relación
entre estado y delito es, en buena medida, la de la carrera por el uso más
vanguardista del potencial de cada artefacto.
Según se dice, la amenaza de la era reside en el acceso a ciertos bienes
y el manejo de cierta tecnología por parte de poblaciones que hacen de
estas novedades un uso perverso. Audacia, temeridad, vértigo: los términos emanan del cambio de sus condiciones materiales. Y ningún atributo
de los “nuevos delincuentes” es tan decisivo como su asociación con el
automóvil. Pues los asaltantes motorizados que abren este capítulo no
son sino una expresión de las transformaciones en la movilidad introducidas por el creciente predominio de ese medio de transporte. Con la
expansión del comercio de autos estadounidenses, la rápida caída en el
precio y la instalación de subsidiarias de Ford Motors y General Motors
en el país (1917 y 1925 respectivamente), el parque automotor argentino
se expande vertiginosamente a lo largo de la década de los veinte: un
vehículo cada 186 habitantes en 1920, uno cada 27 diez años más tarde,
cifras muy superiores a las alemanas, y comparables a las de Francia y
Gran Bretaña. En 1926, la Argentina está en el séptimo lugar mundial en
consumo de autos.24
Mucho más que cualquier artefacto doméstico, este es el artículo de
consumo líder de la década. Estandarización de la producción, planes
de financiamiento y difusión publicitaria en los medios gráficos transforman la concepción de su propiedad, de raro objeto de lujo a bien de
consumo accesible, o plausible de ser pensado como tal por una franja
social que crece muy de repente.25 El auto es también el sueño de los que
nunca podrán comprarlo, o de los que dependen de la esquiva sonrisa de
la fortuna. Con una mezcla de compasión y desprecio, Roberto Arlt describe a los muertos de hambre que han comprado billetes de lotería y se
amontonan en las vidrieras de las agencias de automóviles: “hay detenidos a toda hora, zaparrastrosos inverosímiles que relojean una máquina
de diez mil para arriba y piensan si esa es la marca que les conviene comprar, mientras estrujan en el bolsillo la única monedita que les serviría
para almorzar y cenar en un bar automático”.26
Como la expansión de la red vial recién llega entrados los años treinta,
la circulación de la masa de autos se concentra en las calles de las grandes ciudades –más precisamente, en las del centro comercial y financiero
36 mientras la ciudad duerme
de esas ciudades– haciendo de la congestión una preocupación principalísima de las autoridades municipales y el objeto de la flamante disciplina
del urbanismo. Buenos Aires es una ciudad “invadida” por los automóviles, dice Caras y Caretas en 1927 en un reportaje fotográfico. Las avenidas
ya no son avenidas porque los Ford T han ocupado la mitad del espacio
de circulación. “En su afán avasallador, los coches metálicos suben por
las veredas y se meten en los baldíos.” Ni los paseos se libran de la invasión “de esa plaga con patas de goma y aliento de nafta”.27
Avenida de Mayo y Chacabuco, Caras y Caretas, 1º de octubre de 1927.
Gracias a “la locura, el vértigo de velocidad, que como microbio infeccioso lleva en la sangre todo tipo que se ve empuñando el volante de
dirección de un auto”, el aumento repentino de la velocidad ha transformado cada bocacalle en un punto de riesgo. La ansiedad que desencadena el control individual del acelerador prevalece sobre cualquier
medida punitiva del municipio. Las posibilidades abiertas por la automovilidad evocan la gratificación instantánea de la dudosa moralidad
moderna, la tiranía del deseo que diluye el marco de autocontrol de
pistoleros 37
los conductores. Y luego está, claro, la fiesta perceptiva de la velocidad,
la embriagadora sucesión de luces y sombras. En un cuento publicado
en 1927, Manuel Gálvez pone a su personaje –un escritor marginal que
rara vez accede a esos lujos– en el asiento trasero de un auto de alquiler
que recorre el centro de Buenos Aires:
Me entusiasma ver el entrechocar de las esquinas y la fuga cobarde de las calles […] Derrumbe de colosales edificios lejanos,
casas que saltan unas sobre otras, automóviles escamoteados,
peatones tragados por las sombrías cueva de las grandes puertas, combates instantáneos de sombras y de luces, amontonamientos de reflejos, todo esto lo devoran mis ojos alucinados al
correr de un automóvil.28
Para los policías que procuran gestionar la circulación, la rapidísima
automovilización no es un goce sino un padecimiento. A pesar de las
infracciones permanentes, observan las autoridades, los atropellos son
cada vez menos sancionados. Es que muchos de estos infractores son personalidades sociales o políticas que no aceptan interrumpir “su marcha
triunfal, desenfrenada y bocinesca” por la interpelación de un simple
agente. Otra novedad del automóvil: la multiplicación de interacciones
entre policías de tropa y representantes de esas clases poco y mal acostumbradas a ser interpeladas en su devenir por el espacio público. Y si
no se multa lo suficiente, también es porque ese agente de tráfico trabaja
inmerso en el proceso general de aceleración del ritmo callejero y va
perdiendo la capacidad de percibir la transgresión.29 Lo mismo ocurre
con el ruido de los vehículos de escape libre, con las llantas sobre el
empedrado y las frenadas, para no hablar de los sobresaltos producidos
por los accidentes. El silbato policial ya no llama la atención de nadie,
y debe multiplicarse si quiere ser oído en las zonas más transitadas. La
ecología sonora de la calle, sus reglas de circulación, sus relaciones de
poder, sus riesgos: la irrupción del auto ha mutado la experiencia del
espacio público.
Nada de esto empaña el ascenso irresistible del nuevo objeto fetiche
del consumo. En él confluyen el prestigio ideológico –asociado al dinamismo estadounidense de posguerra, por oposición a los decadentes
monopolios ferroviarios británicos– y todo el glamour de un estilo de vida
difundido por los poderosos canales de la publicidad y la industria del
entretenimiento. Muchos se dejan deslumbrar por la excitación consumista de la era. Pero no todos. De vuelta de una estadía europea de siete
38 mientras la ciudad duerme
años, el joven Jorge Luis Borges deplora el triunfo ideológico de la velocidad en la ciudad de su infancia. Contra el apuro de la urbe cosmopolita, rescata la supervivencia de cierta inmutable esencia criolla. La
posesión lenta del tiempo y el espacio es su virtud principal. Ignorando
el vértigo que lo deja atrás, un carro se desplaza por la avenida Las Heras
conducido por un “carrero criollo fornido”. Dice Borges en 1930:
El tardío tráfico es allí distanciado perpetuamente, pero esa
misma postergación se le hace victoria, como si la ajena celeridad fuera despavorida urgencia de esclavo, y la propia demora, posesión entera de tiempo, casi de eternidad. (Esa posesión
temporal es el infinito capital criollo, el único. A la demora la
podemos exaltar a inmovilidad: posesión del espacio.)30
El apuro subordinado (“despavorida urgencia de esclavo”) ha comenzado en la ciudad del recuerdo de Borges, con el tranvía y el subte, a
esas alturas plenamente incorporados a la red de transporte urbano. La
novedad de los años veinte es la independencia del automóvil, que permite poner esta aceleración al servicio exclusivo de la voluntad de su
conductor. Si en las publicidades esta autonomía es asociada a un ideal
de familia nuclear, con la expansión del turismo y las salidas de fin de
semana, por las mismas razones, esta libertad abre la puerta a correrías
sexuales y escapadas clandestinas. Al igual que la bicicleta en su momento, el auto es un potencial acelerador de la independencia de las mujeres
y los jóvenes: en Buenos Aires, como en otras metrópolis, la conductora
de pelo corto y cigarrillo en mano es una de las imágenes paradigmáticas
de la modernidad de los años veinte.31
Y luego, el auto estandarizado de la era Ford se vuelve protagonista de
la noticia del crimen: “Perdióse el rastro del auto 350”, “Buscan un auto
sospechoso”, “Fue hallado el automóvil que se empleó en el asalto”, “Se
dice de un auto fantasma”, “Por allí pasó la voiturette”, “El automóvil ocupado por los asaltantes es un Studebaker”. Pieza central de la pesquisa, el
auto es el nuevo sujeto de la crónica policial.
Por supuesto, no todo grupo delictivo está en condiciones de poseer un
auto. Pero hacia fines de los años veinte ese obstáculo puede superarse con
relativa facilidad, robando los que están temporalmente estacionados en
la calle o asaltando chauffeurs de taxi. Ambas prácticas crecen de manera
exponencial e introducen una nueva categoría en la jerga del delito: los
“spiantadores” de automóviles, objeto principalísimo de la División Investigaciones de la Policía y de redadas en los pueblos vecinos de la ciudad.32
pistoleros 39
La Razón, 12 de octubre de 1927.
“Automóviles robados
por una banda de
ladrones. Curiosa
posición en la que
fueron encontrados
por la policía dos
automóviles Ford
completamente desarmados”, Archivo Caras
y Caretas, 19 de enero
de 1921, AGN, Depto.
de Documentos Fotográficos.
40 mientras la ciudad duerme
De esta deriva del “gremio ladronesco” se ocupa Arlt en sus aguafuertes
de El Mundo. En “El arte de robar automóviles” explica el modus operandi de una banda que logra “hacer humo” unos doscientos cincuenta
automóviles en dos años. Sin disimular su fascinada envidia, describe el
nuevo negocio nacido en torno del “reducidero”, la más perfecta sociedad comercial, donde todos trabajan un poco y nadie explota a nadie.
La más perfecta porque, como la colmena, hay una abeja que trae
el polen y otra que confecciona las celdas, así entre ellos; pues
mientras uno le cambia el número al motor, otro pinta la carrocería de nuevo o transforma un coche cerrado en “voiturette”, y
el de más allá sale a la calle a mercar lo hurtado, y el patrón mira
a sus compinches y da las gracias a Dios de hacer que la gente sea
tan buena, y viene el de afuera y cuenta que tiene comprador, y
todos se regocijan, y no hay un sí ni un no ni de más ni de menos,
y una mano lava a la otra, y las dos lavan la cara, y día por medio
se festeja la belleza de la vida con sendos copetines, y todos trabajan sin horarios, sin broncas y en perfecta y cándida armonía, y
no hay libro de pérdidas, que todas son ganancias, ni hay clavos,
que allí no se le fía ni a Cristo, y sí sonrisas y alabanzas para el
Señor, festejando que ha llenado la tierra de otarios.33
El automóvil es funcional a la delincuencia colectiva, a la planificación
en grupo con roles distribuidos con antelación entre el que maneja las
armas, el que toma la valija, el conductor que espera con el auto en marcha, etc. Hacia ese tipo de práctica organizada o semiorganizada –según
observa la policía– comienzan a gravitar los cultores de actividades ilegales menos gregarias. Un síntoma de la importancia que en los años veinte
adquiere la noción de crimen grupal es el uso recurrente del término
“hampa”, que sugiere colectividades con medios y lenguajes propios, y
cierto grado de jerarquía y especialización. Emergente de un mundo de
prácticas ilegales que se describe como profesional e internamente coherente, el “hampa” sólo puede ser derrotada en una “guerra”, para la cual
el estado debe organizarse y pertrecharse.
Como en tantas cosas, el automóvil acelera el tempo del delito, multiplicando el efecto sorpresa y la ansiosa incredulidad que cada episodio
deja tras sí. Todo el cambio del ritmo callejero parece sintetizarse en
estas secuencias de asalto, desaparición y fuga, seguidas a veces de persecuciones. La rapidez e independencia de movimiento han ampliado
dramáticamente las ocasiones en las que un crimen puede ser cometido.
pistoleros 41
La oscuridad protectora de la noche, tan ligada al imaginario delictivo
de la ciudad decimonónica, ha dejado de ser una condición para los golpes, sean estos importantes o rutinarios, organizados o mediocremente
concebidos. Aquella oscuridad albergaba todo un repertorio del delito
sigiloso, del peligro latente pero invisible del bajo fondo que se filtra solapado en la ciudad legal. Con su “taller portátil” de ganzúas, anzuelos, limas, bombillas, moldes, ganchos “Martín Pescador” (usados para pescar
ropa por las ventanas abiertas), guantes para operar y demás elementos
artesanales para los “trabajos”, el punguista (ladrón disimulado) y el escruchante (silencioso abridor de puertas) presiden este imaginario del
delito contra la propiedad.
Utillaje del escruchante, AGN, Dpto. de Documentos Fotográficos.
Su colección de herramientas pequeñas está hecha para las destrezas de
un tipo de profesional que cultiva de mil maneras la invisibilidad y el
anonimato: la liviana velocidad de las piernas, la instantánea fuga por
los tejados, la capacidad de trepar, saltar y desaparecer en los intersticios
de baldíos y obras en construcción. La obsesión por las simulaciones de
identidad, tan propia del 1900, pertenece a la era de la multiplicación
de mucamos con acentos exóticos, prostitutas, cocheros y otros inciertos
“auxiliares del vicio y el delito” que tanto preocupan a criminólogos y
policías. Sus golpes son imaginados como el fruto de una trama de in-
42 mientras la ciudad duerme
tercambios sociales propios del bajo fondo, cuya misma opacidad cubre
sus acciones de un manto de misterio. Con su economía de performance
pública, el asalto diurno de los años veinte y treinta es una irrupción que
implica a un público (testigos) y que tiene no pocos elementos escénicos
(de allí la multiplicación de reconstrucciones a posteriori de tiroteos y
persecuciones en la prensa). Esta performance delictiva es juzgada por la
opinión pública y, como veremos, es un factor tenido en cuenta por los
asaltantes más renombrados de la era. Por supuesto que el delito nocturno, disimulado y silencioso, continúa. También continúan las estafas,
los cuentos del tío y las simulaciones de identidad.34 Pero cada golpe,
cada atraco más o menos casual realizado a la luz del día pone en escena
una poderosa gramática de la violencia. Incorporada caso por caso a las
conversaciones, contradice rotundamente las desmentidas de los datos
cuantitativos.
“[¿] Que el robo se perpetró al lado de una comisaría seccional, o
frente a la Casa Central de la Calle Moreno? ¡Pues hombre! ¿Acaso al
ladrón audaz y corajudo le interesa el detalle, sabiendo que su cómplice del volante es diestro en el oficio y que el motor responde?”35 Esta
muestra del resignado sentido común policial de los años veinte sugiere también la estrecha asociación entre el “nuevo” delito y la figura
del conductor eficaz, arquetipo de virilidad moderna, del mismo modo
que las crónicas de bandas en fuga sintonizan tan bien con la connotación deportiva que une automóvil y automovilismo, conducción y audacia masculina. En esta sociedad de inventores de garaje, un creativo
funcionario diseña un aparato capaz de neutralizar los autos en fuga.
Se trata de una tijera plegadiza sembrada de clavos, que el agente de
calle llevará consigo y extenderá a lo ancho de la calzada cerrando el
paso de los maleantes.36 Pero, al parecer, no funciona del todo. El tema
de la fuga permanece, planteando un cambio fundamental en las modalidades delictivas y en la concepción de la intervención policial: la
expansión del radio de acción, resultado de la independencia de movimiento que produce la combinación del automóvil y el desarrollo de la
red vial en los años treinta.
Gracias al auto, las bandas pueden pasar con mucha facilidad de la
Capital al (escasamente vigilado) cordón de pueblos bonaerenses. Más
aún: los cambios en la movilidad están en el corazón del desarrollo, ya
entrados los años treinta, de operaciones de gran escala, como las lideradas por el Pibe Cabeza, Mate Cocido o el capo maffioso “Chicho Grande”,
cuyos golpes exponen a cada paso vacíos en el marco legal y causan innumerables reyertas jurisdiccionales en la policía.
pistoleros 43
Es que la geografía del delito se extiende mucho más allá de la zona
metropolitana, difuminada en espacios que son tan amplios como el
territorio nacional (o más). Las peripecias delictivas que rodean a las
nuevas celebridades del crimen se distinguen de las de los bandoleros
tradicionales precisamente por el uso vanguardista del automóvil, que
les permite pasar de lo urbano a lo suburbano, de lo suburbano a lo rural, y cruzar jurisdicciones provinciales, una tras otra. La banda del Pibe
Cabeza (alias de Rogelio Gordillo), “un día daba un golpe en Córdoba,
otro día en Rosario, otro en Buenos Aires, desorientando en esa forma
a las partidas policiales que pretendían ubicarlos en los suburbios de
las ciudades donde habían cometido el último de sus delitos”, recuerda
un experimentado oficial.37 Protagonista de una saga pistoleril que es
muy típica de su tiempo en objetivos, utilización de tecnología y relación
con la opinión pública, la banda de Gordillo funciona en tránsito permanente. En su momento más intenso, 1936, roba autos para cometer
asaltos con tiroteos y huidas al próximo punto; vende en una provincia
la voiturette robada en otra, y maneja un tercer vehículo para dirigirse al
golpe siguiente. El asalto de las oficinas de la Compañía Nobleza de Tabacos, en pleno centro de Rosario, culmina con la huida en un “magnífico auto” con chapa de la localidad bonaerense de Moreno. Las requisas
que marcan la interminable persecución de esta banda especializada en
raides van confiscando una retahíla de vehículos robados en las sucesivas trayectorias entre Buenos Aires, Córdoba, Rosario y Santa Rosa. Para
mantenerse en circulación, también usan camiones y hasta coches de
servicios fúnebres, aunque lo más habitual es abordar autos de alquiler y
deshacerse del chofer.38
Todo esto implica aprovechar las ventajas de la pavimentación de las
rutas nacionales, que tanto se extiende en los años treinta, haciendo
posible una aceleración de las fugas que lleva la escala geográfica de
las operaciones a niveles nunca vistos. Pero más indispensable aún es el
conocimiento íntimo de las vías de salida de las ciudades y la conexión
entre las grandes rutas con los caminos secundarios. Si la banda del
Pibe Cabeza es tan escurridiza, es porque cuenta con un chofer como
Caprioli o Ferrari (a) El Vivo, “un gran conocedor de caminos”, según
informan los diarios. Además de ser un habilidoso conductor, Caprioli
“conoce los caminos vecinales e interdepartamentales de Santa Fe, Córdoba, Buenos Aires y La Pampa debido a lo mucho que ha viajado en
supuestos negocios de venta de automóviles y en sus fugas anteriores”.39
“Han sido movilizadas las policías de esta capital y de las provincias de
Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba, y hasta la de Montevideo, en procura
44 mientras la ciudad duerme
de la captura de la banda encabezada por el Pibe Cabeza, autora del raid
cinematográfico desde Córdoba hasta los alrededores de esta ciudad”,
informa El Mundo.40 Perseguir delincuentes ya no es lo que era, y de ese
problema nace uno de los argumentos fundamentales para la transformación de la Policía de la Capital en Policía Federal, con jurisdicción en
todo el país. Ocurrirá en 1943.
El bandidismo móvil y la proliferación de asaltos seguidos de fuga
constituyen el motor decisivo para acelerar el proceso de nacionalización de la policía porteña, para constituirla en un órgano con poderes
federales, que prevalezca sobre las autoridades provinciales en la represión de ciertos delitos. El tema aparece ante los primeros episodios de
asalto a mano armada, aquellos atribuidos a la banda de Butch Cassidy,
escapada de Estados Unidos y protagonista de una serie de sorpresivos
golpes a bancos en la Patagonia. A propósito del más espectacular, una
revista policial editorializa sobre los desafíos que plantea la inminente
proliferación de estas prácticas importadas “del país de las cosas fabulosas”: “¿no es, acaso, una función de policía nacional, es decir de una
policía que pueda operar sobre todo el territorio de la Nación, con una
dirección superior central, y que no se sienta molestada, ni entorpecida,
ni cohibida, por los inconvenientes y reatos que surgen actualmente de
nuestro sistema federal de gobierno?”.41
En la década de los treinta, cuando el asalto organizado ha pasado
de ser una rareza al centro del horizonte de preocupaciones de la institución, los cambios comienzan a verse. El Primer Congreso de Policía
(1933) da prioridad de agenda a los métodos de acción contra la delincuencia interjurisdiccional. En 1937, ante nuevos fracasos represivos de
bandas móviles –en este caso, la de Mate Cocido–, el jefe de la División
Investigaciones, Vacarezza, presenta al Poder Ejecutivo el primer proyecto de creación por ley de una policía federal. En julio de 1938, y en
respuesta a un nuevo brote de “pistolerismo” en las provincias, se crea
la Gendarmería Nacional, fuerza semimilitarizada con jurisdicción nacional.42 Volveremos sobre las transformaciones de la policía en otros
tramos de este libro.
Paradójicamente, la expansión del radio operativo de las bandas, de la
gran urbe a la difusa lejanía de los pueblos de provincia, también es resultado de la extensión estatal de la red de caminos y la proliferación de
mapas detallados de dicho entramado. Sin saberlo, los impulsores de la
red caminera, que proporcionan guías e infraestructura para estimular
el turismo y la integración económica del país, están haciendo posible
la extensión territorial de la delincuencia grupal y contradiciendo el de-
pistoleros 45
clarado objetivo de aquel funcionario de Vialidad Nacional, para quien
“los caminos debían hacerse para transportar trigo, y no para transportar vagos”.43 Como los ralis automovilísticos transmitidos por radio, la
cobertura de los grandes casos de la época, con sus mapas y sus crónicas
de persecuciones por localidades pampeanas, chaqueñas, patagónicas y
mendocinas, también participa del aprendizaje de la configuración del
territorio nacional.
hombres armados
La modernidad de una ciudad se mide por las armas que
truenan en sus calles.
elmer mendoza, Balas de plata
El protagonista de la era del bandidismo móvil, que huye a los pueblos
vecinos después de cada golpe, maneja armas de fuego. Casi no hace
falta decirlo, porque su figura estilizada, empuñando el revólver, vestido
de traje cruzado y sombrero, es otro emblema de aquella modernidad a
la que pertenece el “pistolerismo”. La circulación de armas entre civiles
no es nueva: sabemos de la importancia del “ciudadano en armas” en el
imaginario político de fines del siglo XIX y de la práctica del duelo con
pistolas en las clases altas porteñas, tan resistente a las iniciativas de erradicación.44 No obstante, la difusión masiva de revólveres –que es simultánea a la desaparición del duelo entre caballeros del siglo XIX– habla
de cambios en el mercado y de códigos de violencia masculina que son
modernos y populares, y que se han independizado de su asociación con
la cuestión de la ciudadanía política.
Ciertos aspectos de este fenómeno pertenecen a la historia de la tecnología y la economía de la circulación mundial de armamento. La privatización de la manufactura y venta de armas data del tardío siglo XIX,
un ejemplo del triunfo del capitalismo cuyos alcances son evidentes en
las historias de firmas como Krupp, Vickers y Remington. Representantes
de estas y otras compañías recorren el mundo vendiendo su producto a
entidades estatales o privadas. Luego, la Primera Guerra Mundial produce
un salto en el diseño y fabricación de armas rápidas y precisas. Cuando
el conflicto todavía no ha finalizado, la tecnología desarrollada para producir ese arsenal ya desliza su foco de atención del campo de batalla a la
sociedad, e impulsa así la expansión de un mercado a precios más accesi-
46 mientras la ciudad duerme
bles que nunca. Hasta mediados de la década de 1930 –cuando la crítica
al laissez faire del que se benefician estas empresas deriva en un creciente
monitoreo y el desarrollo de sistemas de licencia en la mayoría de los países occidentales–, ese comercio se desarrolla sin más obstáculo que la ley
de la oferta y la demanda.45 Aun si consideramos solamente el universo de
consumidores privados, dejando de lado la venta de armas de guerra –que
crece a niveles sin precedentes–, se trata de un mercado considerable, y sin
duda mucho más amplio que los estrechos corredores del “hampa”.
Los efectos de este fenómeno ya saltan a la vista a comienzos del siglo.
Dice la revista Sherlock Holmes, en 1912:
Paralelamente a la introducción de maquinarias agrícolas, de
brazos y herramientas que llegan a nuestro país como un ejército y un arsenal de trabajo, de algún tiempo a esta parte se viene
acentuando la invasión de las armas portátiles importadas en
grandes remesas y puestas al alcance del público con crecientes
facilidades de adquisición.46
Veterano policía memorioso, Laurentino Mejías recuerda en 1927 que
el revólver no era corriente durante sus primeros pasos en el métier “porque el estampido estremecía los nervios del compadrito criollo”. Era un
instrumento caro y relativamente escaso. “No como después, exhibido
para la venta barata en los escaparates de las ropavejerías y cambalaches,
habiendo para todos los gustos y bolsillos.”47
El delincuente necesitado de armas no precisa recurrir al tráfico ilegal
para obtenerlas, porque está rodeado de ofertas que lo tientan de mil
maneras a adquirirlas de manera legal. Basta hojear las revistas ilustradas
de las cuatro primeras décadas del siglo para encontrar publicidades de
armas –pequeñas y no tanto, “graciosas” y no tanto–, ofrecidas junto a
otros objetos de consumo con irresistibles facilidades de pago. “gratis.
Sin gastar un solo centavo puede usted conseguir fácilmente relojes de
todas clases en plata 900 o en oro plaqué 18 kilates garantido, carabinas,
revólveres de todas clases, calzado fino, linternas eléctricas, juegos de
cubiertos, juegos de té y café y otra gran variedad de artículos”, anuncia
la Compañía Importadora Americana. “Con sólo 5 ctvos. en estampillas,
único gasto, le regalaremos revólver tipo Colt, máquina fotográfica, fonógrafos, etc., con sólo enviarnos su nombre y dirección”, dice un aviso
de la casa J. Tocci.48
pistoleros 47
Caras y Caretas, 22 de junio de 1929.
En 1920 la tradicional Casa Rasetti tienta a los lectores de Caras y Caretas
con los revólveres de bolsillo automáticos a $50, y calibre 38 a $90. Si recordamos que un traje cuesta alrededor de $40, un par de zapatos unos
$15, una cámara Kodak unos $100, y que una máquina de coser asciende
a $150, se sigue que las seductoras armas automáticas de bolsillo están al
alcance de muchos (sin hablar del mercado del usado de este artefacto
de larga vida útil). Ante la inminencia de la navidad de 1920, por ejemplo, la Casa Masucci muestra sus ofertas para la dama y el caballero: una
amplia gama de anillos, pulseras y collares por un lado; por el otro, una
maquinita de afeitar (“regalamos tres hojas de repuesto”), una linterna
(“regalamos una pila y un foquito de repuesto”) o una Colt calibre 38
(“regalamos una caja de balas”).
“Todo empavonado o todo niquelado. Cachas de nogal jaquelado.” La
publicidad de pistolas Colt apela a la seducción estética del diseño. Otras
recurren al magnetismo oscuro del detective privado: “Para el Bolsillo
del Pesquisante Revólver Colt Detective Special (Doble Acción).” Otras
más apelan a la marcialidad militar, “el arma de la ley y el orden”. Las
hay que están para ser disimuladas y eventualmente usadas por hombres
a todas luces respetables. El revólver Orbea es la “mejor arma para su seguridad personal y es para la defensa de su familia”. Los de marca El
Casco son para maridos de clase media que parten al trabajo y despiden
a su esposa con la tranquilizadora confirmación de que enfrentan el día
con un arma en el bolsillo.
48 mientras la ciudad duerme
Caras y Caretas,
13 de
noviembre de
1920.
Caras y Caretas, 11 de
diciembre de 1920.
En América Latina, la evidencia de la circulación de armas de fuego es
muy abundante, comenzando por la familiaridad con pistolas y revólveres de sectores muy amplios de la población masculina. Muchas de estas
armas provienen de las industrias estadounidenses, las mismas que en
la segunda mitad del siglo XIX han desarrollado la tecnología de las
pistoleros 49
“No temas, voy seguro, llevo mi
revólver El Casco”, Caras y Caretas,
3 de septiembre de 1927.
“Para el Bolsillo del Pesquisante”,
Caras y Caretas, 22 de junio de 1929.
pistolas asociadas al avance de la frontera: Remington, Smith & Wesson
y, sobre todo, Colt. En la Ciudad de México, por ejemplo, la policía pondera con perplejidad el viraje de las requisas realizadas a los acusados de
borrachera, que en 1917 ya dejan como saldo docenas pistolas de estas
marcas. Como en Buenos Aires, las estadísticas policiales en San Pablo
muestran el vuelco de las armas cortantes a la pistola en los homicidios de
las dos primeras décadas del siglo XX.49 Y dice el ensayista español Rafael
Barrett, que en ese lapso vive en Buenos Aires, Montevideo y Asunción:
Cada cual lleva por nuestras calles cinco vidas ajenas en el bolsillo
del pantalón. El estudiante, el empleado inofensivo no podrán
comprarse un reloj, pero sí un revólver. Los jóvenes chic dejan
en el guardarropa de los bailes su Smith al lado del clac. Señores
maduros van con una artillería de maridos engañados o de conspiradores a leer su periódico preferido al club. Abogados, médicos y quizá ministros de Dios se arman cuidadosamente al salir
de su casa. Se respira un ambiente trágico. Se codean héroes.50
50 mientras la ciudad duerme
La incontinencia de los usuarios de estos artefactos es tema de alarmados
editoriales de prensa, y asoma con nitidez en la evolución de las estadísticas. En las celebraciones de año nuevo es costumbre combinar fuegos
artificiales con lluvias de disparos al aire. Tiroteos en actos políticos y
manifestaciones callejeras son ingredientes comunes en la campaña que
precede la elección de Yrigoyen en 1928. Pistolas y heridos aparecen en
enfrentamientos intrasindicales. En grescas familiares o exabruptos “por
cuestiones del momento”, los parroquianos cruzan disparos en algún
boliche o en alguna esquina. Cuando hay fugas con tiroteos entre policías y ladrones, no faltan partícipes espontáneos en las persecuciones,
abriendo una tercera línea de fuego. Los líderes del anarquismo más moderado, por su parte, se ven obligados a recomendar que los asistentes a
los picnics al aire libre no se tienten en tiroteos “amistosos”, para evitar
accidentes durante el día de esparcimiento. Violencias de rutina salpican
con sus resúmenes las páginas interiores de los diarios de la ciudad y el
suburbio.51
Naturalmente, todo esto plantea la pregunta por la vigencia del monopolio estatal de la violencia. Se trata de un principio que debe entenderse en sentido figurado más que literal: en ninguna sociedad el estado
pretende mantener el monopolio efectivo, a condición de poseer los medios suficientes para regular el uso que hacen los demás poseedores.52 El
problema surge, entonces, cuando ese estado pierde capacidad de regular públicamente la violencia ejercida por sujetos privados, y cuando su
equipamiento coercitivo para garantizar ese efecto de monopolio es más
anticuado que el de los sujetos sobre los cuales se ejerce.
El viraje en este plano ocurre escalonadamente a lo largo de la década
de los treinta. Veamos el marco legal (volveremos sobre los cambios en la
policía en los capítulos 3 y 4). Las armas cada vez más rápidas, precisas y
potentes ponen en crisis el permisivo contexto de esta circulación, regulada por edictos y resoluciones de carácter administrativo. La normativa
contravencional (que todo el mundo ignora) prevé multas de entre $15 y
$30 y arrestos de hasta un mes a quienes porten armas de cualquier clase
en la calle, locales o parajes públicos, y quienes las disparen dentro de los
límites de la ciudad, incluidos domicilios privados.53 A principios de los
años treinta muta el marco legal de esta circulación “para asegurar mejor
la vida de la población expuesta continuamente a la acción de sorpresa
que permiten las armas modernas de repetición”. Se introduce la categoría de “armas de guerra” para todo disparador de proyectiles mayores
a 5 milímetros. El sistema de controles aduaneros se ajusta, así como
las exigencias regulatorias impuestas a las armerías. En 1932, un nuevo
pistoleros 51
edicto policial es aplicado con mayor celo que nunca antes. Se prohíbe la
venta de armas individuales de calibre mayor al 38. Finalmente, en 1936
y 1938, dos decretos nacionales vuelven ilegal la venta y la tenencia de las
pistolas automáticas y no automáticas de calibre mayor al 22: “La práctica ha demostrado que es necesario asegurar en forma más eficiente la
vida de la población, de continuo expuesta a la acción sorpresiva que
permiten las modernas armas de repetición automática y por los efectos
derivados del calibre de sus proyectiles”.54
En realidad, la aceleración mecánica de las armas de fuego está mejor
representada por la ametralladora que por las pistolas automáticas. Diseñada especialmente para la trinchera, esta es la herencia más directa del
arsenal bélico; tan directa que sus fabricantes tienen dificultades para lograr su aceptación en el mercado de posguerra, y sólo la obtienen gracias
a su inesperada adopción por los delincuentes organizados de la era de
la Prohibición.55 Patrimonio de la policía y de las bandas más profesionales, la ametralladora aparece ocasionalmente en los episodios locales. Su
categorización en 1932 como arma “de acción colectiva” la relega a los
canales del mercado negro, lo cual no es forzosamente un impedimento:
cuando atrapan al pistolero anarquista Severino Di Giovanni, por ejemplo, se descubren ametralladoras Thompson de modelo desconocido, “y
que fue[ron] introducida[s] al país sabe el diablo cómo”.56 Pero cuando
irrumpe su tableteo de disparos, el hecho es narrado con detalles en la
crónica del día. Excepcionalidad, sí, pero también poder evocativo: el
desplazamiento de la ametralladora a los escenarios urbanos y suburbanos es contemporáneo a la emergencia del cine sonoro, y con él, del
cine de gánsteres, que a comienzos de los años treinta inunda las salas
porteñas y convoca multitudes.
La disponibilidad de armas transforma la naturaleza de la coacción asociada al robo y la potencia intimidatoria de cada golpe. Aun si aceptáramos
la estabilidad de las estadísticas policiales del crimen contra la propiedad,
no hay duda con respecto al aumento del homicidio y las lesiones (en
otras palabras: la violencia interpersonal) que son propios del asalto. La
sosegada curva que describe robos y hurtos no puede ser interpretada en sí
misma, sino en relación con el aumento de las muertes con armas de fuego entre fines de los años veinte y mediados de los treinta. La asociación
fuerte entre delitos contra la propiedad y pistolas automáticas, a su vez,
implica una transformación en el estatus del homicidio “común”, hasta
entonces narrado como figura propia de la esfera privada.
Por un lado, las bandas automovilizadas se conectan con un modelo profesional y diferenciado: el “hampa”. Por otro, su ruptura de los
52 mientras la ciudad duerme
códigos de la violencia encapsula la desprofesionalización del delito. La
sanción social suele referir a la forma de la violencia, y no sólo a su motivación. Así es como las escenas regadas de disparos y las fugas en medio de
tiros al aire son consideradas de un exhibicionismo vanidoso, y por eso
mismo, amateur. El control sobre el poder de fuego se transforma en un
valor central. Consciente de la importancia de este factor en su imagen
pública, el bandolero social Mate Cocido hace pública su consigna de
evitar el uso de armas contra civiles, y en particular contra los pagadores
y viajantes que trasladan los caudales que se dispone a robar. Y si algún
asalto termina en tragedia, siempre es otro el responsable. Declara a la
revista Ahora: “Primero, evitar la violencia todo lo que sea posible, dentro
de mi realidad, para alejar toda posibilidad de homicidios y comentarios desfavorables, desprestigiándome a mí y a los camaradas que me
acompañan”.57 El buen pistolero (profesional) es el que sabe dosificar
ese poder coactivo, diferenciándose del novato que arriesga a todos sin
ponerse en riesgo a sí mismo.
La multiplicación del asalto llama la atención sobre el debilitamiento de los códigos del uso de armas entre caballeros. Como ocurre con
tantos cambios de la modernidad, el pistolero inspira nostalgia y una
valoración retrospectiva de las violencias bien codificadas del pasado. La
añoranza del arrabal perdido, de esas esquinas del coraje y los rituales de
la masculinidad cuchillera que tanto fascinaron a Borges, también cobra
sentido por todo lo que dichas destrezas tienen de anticuado en la sociedad de los asaltantes motorizados y la Colt 45. (En un cuento publicado
en la década siguiente, Borges dirá: “El singular estilo de su muerte les
pareció adecuado. Azevedo era el último representante de una generación de bandidos que sabía el manejo del puñal, pero no del revólver”.)58
Con la muerte del cuchillo a manos de una “invención mecánica y fulminante, hija de la industria moderna, parto del espíritu de celeridad”,
nace la exaltación de los hombres de la daga y el puñal, del gaucho y el
compadrito.59 Se construye con argumentos antiguos, que se remontan a
los orígenes mismos del arma de fuego. Son ecos lejanos, sí, pero inconfundibles en la esencia de su crítica moral. Aparecen en la celebración,
en la Europa de la temprana modernidad, de las destrezas seculares del
jinete de capa y espada amenazado de muerte social por la vulgar rapidez de la pólvora. Aquel primerísimo desprecio suscitado por las armas
de fuego en el momento mismo de su nacimiento, cuando el siglo XV
va dando por tierra con los códigos del honor caballeresco y los saberes
seculares del arte de la guerra, ya exalta el valor estético y moral de las
violencias del pasado.
pistoleros 53
El pistolero de entreguerras tampoco necesita destrezas dignas de ese
nombre para imponer su voluntad, lo cual devalúa su estatura ante el
compadrito de arrabal o el gaucho matrero, cuyo cuerpo está íntegramente involucrado en la pelea, cuya arma (prolongación del brazo) lo
compromete en una relación íntima con su contrincante. Un patrón de
poder entre las partes, cierta economía moral de la interacción, resultan
desafiados. Las heridas de fuego producidas a la distancia, que no dan
chances al adversario, están mediadas por ese simple resorte llamado
gatillo. Son agujeros económicos, mezquinos como la época que los multiplica. El cuchillo centelleante (arma nacional, compañero inseparable
del gaucho) abre una herida que produce mucha sangre, deja marcas
cargadas de sentido, es prueba de hombría. Sarmiento, que en su Facundo consideraba con tanto disgusto este culto al coraje, llamaba la atención sobre el significado de las marcas faciales del cuchillo. No buscaba
matar sino dar testimonio de una derrota: “Su objeto es sólo marcarlo,
darle una tajada en la cara, dejarle una señal indeleble. Así, se ve a estos
gauchos llenos de cicatrices, que rara vez son profundas. La riña, pues,
se traba por brillar, por la gloria del vencimiento, por amor a la reputación.”60 Ochenta años más tarde, las señales indelebles de la cara son un
anacronismo, y por eso mismo (y por su nueva esencia nacional) cobran
sentido positivo. Quien alardea con el revólver ignora los códigos de honor masculino, construidos en torno a las armas blancas. Su recurso es
el de los debilitados por los excesos de la civilización cosmopolita, los
impulsivos, los enclenques.
Desjerarquizadora, la pistola automática también es moderna en su
vacío de genealogía: “las leyendas de la edad primitiva hacían intervenir
a los dioses para crear la espada, la creación del revólver parece obra de
un norteamericano que tiene prisa”.61 Ninguna figura del mundo del
hampa es un producto tan manifiesto de influencias foráneas como el
pistolero. Este desdén por toda prosapia –esta prosapia pobre y moralmente cuestionable– es la clave de la insolencia plebeya de esos asaltantes casuales y bandas motorizadas que tanto han banalizado la violencia.
Su principal atributo de legitimidad, quizás el único, es su audacia vanguardista. “Audacia”: el término, que vuelve con cada descripción, alude al permiso que el pistolero se da a sí mismo para violar los códigos. Y
el asombro ante el cruce de ese límite, que despierta cierta fascinación
ambigua.
En su influyente (y controvertido) libro sobre las seducciones del
crimen, Jack Katz argumenta que el estudio del delito también debería hacerse cargo de las innegables atracciones de la experiencia, en
54 mientras la ciudad duerme
particular de sus potentes elementos emocionales. El robo grupal y
la fuga impune con autos ajenos, dice, tienen más que ver con la experiencia compartida de la excitación (thrill) de la transgresión que
con el valor objetivo de la propiedad obtenida. Para comprender la
experiencia de ese tipo de actividad clandestina, hay que apreciar de
qué manera la estructura sensual de una sociedad se relaciona con el
mundo de la fantasía y qué incidencia tiene esto en las culturas locales
de la violencia.62
Apelando al sentido común criminológico del profano, los observadores del pistolerismo no dudan del vínculo entre las nuevas formas delictivas y los desaforados lenguajes de la sociedad de consumo, su celebración del placer siempre ampliado, vertiginoso e inmediato. El pistolero,
se dice, está dispuesto a quemar la propia vida en su prisa por agotar las
satisfacciones del mundo. Por su hedonismo y obsesión de trascendencia, es la versión más extrema del sujeto contaminado de lo moderno.
Su individualismo sintoniza, a su modo, con los afanes consumistas de la
época. Es su espejo desmesurado, pero reconocible.
el pistolero criollo: una tipología
¡Qué falta de respeto, qué atropello a la razón!
¡Cualquiera es un señor! ¡Cualquiera es un ladrón!
enrique santos discépolo, Cambalache (1934)
El asalto a mano armada constituye, en los años de entreguerras, la
práctica ilegal de referencia. Es un prototipo delictivo, formato estándar
que conecta una gran variedad de fenómenos con objetivos, niveles de
ambición y planificación diferentes. Con ciertas modalidades operativas
mínimas en común, y pasados por el tamiz de los medios masivos, confluyen en una apariencia de repetición, de copia, de serie. A la hora del
diagnóstico sobre el crecimiento de la violencia y la criminalidad, esta
coincidencia operativa –la adopción de armas, medios de movilidad y
golpes a pleno día– orienta las percepciones de una gama de prácticas
distintas en lógica y temporalidad.
Las emboscadas a pagadores de empresas y camiones bancarios representan el modelo planificado más característico. El acceso a automóviles permite a las bandas interceptar vehículos que transportan
caudales, operación más sencilla y menos riesgosa que asaltar bancos
pistoleros 55
equipados para la defensa, y mucho más redituable que el asalto a
cualquier comercio. Delito eminentemente diurno, prolifera con algunas variantes generando un crescendo de medidas de seguridad: la
adquisición de camiones blindados, el refuerzo del personal armado
que acompaña cada carga y descarga de los fondos, etc. El robo de
caudales es el escalón más alto del golpe económico organizado. Sobran los ejemplos de esta práctica, diseminados en todo el territorio. El
primer operativo que deja rastros memorables ocurre el 2 de mayo de
1921: en pleno mediodía, y a dos cuadras de la Plaza de Mayo, un auto
intercepta al pagador de la Aduana, llevándose $620 000.63 Once años
más tarde, el 9 de diciembre de 1932, tres hombres se suben al tren
que transporta los salarios de los obreros del Ferrocarril Sud cuando
este hace una parada rutinaria. En pocos minutos, y en una lluvia de
disparos al aire, saltan llevándose la valija con el botín. Para lograrlo,
tienen información precisa, armas, una guarida, y la sincronización que
permite hacer coincidir la presencia del automóvil que los espera con
la llegada del tren transportador de los caudales y el despliegue del golpe en los escasos minutos que dura la parada en la estación. Los asaltos
a pagadores, cuyo ciclo se inicia en los tempranos años veinte y culmina dos décadas más tarde, hacen ciertas famas. Mate Cocido, el más
“social” de los bandidos de la ruta moderna, organiza ataques sonados
a pagadores de empresas como Bunge & Born. Cuenta con una eficaz
red de informantes y un conocimiento cabal de las rutas nacionales,
atajos secundarios, picadas clandestinas, así como del entramado del
ferrocarril, al que recurre cuando las rutas están demasiado vigiladas.64
Si el golpe ocurre en la ciudad, el automóvil es más útil para salir de la
escena que para la fuga misma, dada la congestión de las calles del centro. En ese caso, uno o dos miembros de la banda (y la valija) se bajan
a unas cuadras del escándalo, para tomar tranquilamente un tranvía y
mezclarse con la multitud simulando leer el diario. El asalto al pagador
implica un horizonte mínimo de organización. En la otra punta del
espectro está la miríada de asaltantes amateurs, que irrumpen en farmacias, carnicerías y garajes para llevarse el dinero de la caja, y huyen en
auto o en tranvía. Otra variante de baja planificación y enorme difusión
es el asalto a chauffeurs de auto, que sólo requiere de un arma y de las
destrezas del conductor para huir con el vehículo robado.
Pero no todos los pistoleros caben en esta descripción. Después de
todo, armas y autos son adoptados por grupos que difícilmente admiten
una categorización de asaltantes, a los que sin embargo quedan asociados con fuerza. Así ocurre con las mafias sicilianas establecidas en Santa
56 mientras la ciudad duerme
Fe desde fines del siglo XIX. Como en otras sociedades receptoras de
este tipo de inmigración, las prácticas ancestrales de la amenaza y el secuestro extorsivo son importadas a la pampa santafesina y siembran un
terror entre los pequeños y medianos comerciantes que para 1930 ya es
endémico. En esos años, y gracias a una combinación de factores entre
los que figuran la concentración de poder de ciertos líderes y la oportunidad de movilidad creciente, las operaciones de la mafia rosarina se
extienden a territorios más amplios, sus operaciones ganan complejidad
y cobran creciente exposición pública. Esta expansión opera como umbral desencadenante de la ola social de pánico en torno al delito, como
veremos. Algunos secuestros de altísimo perfil, como el del joven Abel
Ayerza –raptado y asesinado en el verano de 1932 a 1933– nacionalizan
la figura del gran delincuente organizado. A fines de los años treinta, el
ciclo de las mafias está concluido.65
1º de octubre, 1927. Tres individuos con la cabeza vendada esperan pacientemente en un pasillo del Hospital Rawson, junto a otros enfermos.
De repente, cuando llegan los empleados administrativos que transportan los sueldos, se apoderan de la valija de caudales y, disparando tiros al
aire, se fugan con $141 000 en un auto que los espera.66 Que algunos de
los episodios más prototípicos, y más sonados, de la historia delictiva de
entreguerras (“hecho inaudito, salteamiento espectacular, cinematográfico”, dice La Nación) no sean protagonizados por delincuentes comunes
sino por activistas políticos –en este caso, anarquistas “expropiadores” –
es un síntoma de la uniformidad operativa que va adquiriendo el crimen
organizado contra la propiedad.
Los estudiosos del anarquismo han mostrado hasta qué punto la relación de estos “anarco-delincuentes” con el viejo tronco libertario es problemática, cuán agudo se torna el debate sobre los usos de la violencia en
las primeras décadas del siglo y cuánta preocupación genera el peligro
de indistinción entre violencia anarquista y violencia delictiva que deriva
de golpes contra blancos mal definidos.67 Aun condenada por las figuras
más orgánicas del mundo libertario, la deriva “pistoleril” (parte de un
repertorio que incluye el igualmente notable aumento de los atentados
con bombas a fines de los años veinte) tiene mucha importancia en la
Argentina. Y este desarrollo se produce en un contexto de creciente radicalización de los conflictos internos del anarquismo, donde no pocas
luchas intestinas se dirimen en incendios, explosiones y enfrentamientos
a mano armada.68 La relación de los asaltantes anarquistas con el corazón
doctrinario de la acción directa –que defiende la utilización de toda estra-
pistoleros 57
tegia conducente a la revolución– presenta variantes importantes. Severino Di Giovanni y Miguel Roscigna, por ejemplo, encarnan la vertiente
más ideológica de esta forma de activismo. Sus “expropiaciones”, que
no excluyen vínculos concretos con el mundo del delito, son planeadas
en función de un fin subordinado al gran objetivo de la revolución antiburguesa: financiar los comités pro presos, falsificar billetes, crear una
editorial propia, etc. En el otro extremo del espectro, el asaltante Bruno
Antonelli Debella (“Facha Bruta”) cultiva una relación más instrumental
con el ideal expropiador, y a pesar de sus conexiones ácratas, su racionalidad delictiva por momentos resulta indistinguible de otras lógicas
gansteriles.69 De gran visibilidad, el ciclo del anarquismo expropiador
es relativamente corto: su auge de fines de los años veinte es seguido de
la brutal represión luego del golpe de estado. A mediados de los años
treinta, el capítulo se ha cerrado.
Más allá del lugar de la violencia en el camino a la revolución, o de su
legitimidad en el interior de la tradición anarquista, interesa aquí el parentesco entre las modalidades operativas del asalto “expropiador” y las que
por entonces adoptan bandas que planean dar a los caudales obtenidos
un destino bien diferente. No es que la asociación entre anarquismo y
criminalidad sea una novedad. Pero mientras que en los albores del siglo
la figura del anarquista “peligroso” está asociada a un tipo muy específico
de violencia –la del atentado con bombas–, en los años veinte y treinta
esa distinción se desdibuja, permitiendo el ingreso de la figura híbrida
del “anarco-delincuente”. Acaso el parentesco en las metodologías, que
se desprende con tanta nitidez de las reconstrucciones fotográficas de los
asaltos, opere a la hora de fundir las representaciones del anarquista delincuente en una percepción más general del crimen organizado. En los
informes policiales, que reservan el término “pistoleros” para los reportes
sobre bandas de expropiadores, la categorización deja pocas dudas. Desde
la perspectiva de la historia material de las prácticas ilegales, entonces, el
anarquismo expropiador está lejos de ser una anomalía: como performance
contralegal en la escena pública, es hijo de su época.
Resulta difícil evaluar el lugar que la violencia política de los años treinta ocupa en las percepciones con respecto a la ola delictiva, pero con seguridad este es un elemento importante en la composición de lugar que
se hacen los contemporáneos. Primero, porque no faltan episodios de la
lucha de resistencia al fraude que son narrados con los términos de la
crónica del crimen. Ocurre durante las revueltas radicales de enero de
1933, por ejemplo, cuya noticia es anunciada en el diario conservador
bonaerense La Opinión en estos equívocos titulares: “Sobre los asaltos en
58 mientras la ciudad duerme
banda perpetrados en Buenos Aires y en distintos puntos del territorio
informa el gobierno nacional”.70
Otras manifestaciones de la política “brava”, en cambio, justifican ampliamente las borrosas descripciones de la prensa, pues la intersección
con el “pistolerismo” se derrama hacia muchos rincones de la lucha por
el poder. Allí está la figura del matón de comité, que condensa tantos
atributos de la sociedad en la que florece: la del fraude, y también la de
las armas y la práctica masiva del juego. Con el crescendo de enfrentamientos entre radicales y conservadores, algunos caudillos del “Gran Buenos
Aires” hacen alianzas con pistoleros conocidos para constituir una fuerza
de choque capaz de garantizar el control territorial y la eliminación de
la amenaza radical en la calle. La que une a Barceló y “Ruggierito” es la
más célebre de todas. Donde los bordes semilegales de la política y la
policía se entrelazan, el juego de azar y la prostitución son su fuente de
financiamiento a niveles grandes y pequeños. El pistolero del suburbio
es, también, el emergente de esa modalidad de lucha por el control territorial de las cajas vitales de la política bonaerense. Volveremos sobre
esto en el capítulo 5.
Con secuencias y temporalidades diferentes, la figura del pistolero es
fruto de una convergencia que pertenece al mundo de los años veinte y treinta. Su ocaso, como su auge, está ligado al cruce de elementos
de la historia de la modernización, del consumo, de la política. Aunque
burlada por el tráfico ilegal, la regulación del mercado de armas pone
límites a un modelo de masculinidad asociado a la circulación masiva de
pistolas. La violenta derrota del anarquismo expropiador a inicios de los
años treinta elimina a algunos de los exponentes más visibles del “pistolerismo”. El largo camino hacia el fin del fraude enmarcará, a su vez, la
marginación de prácticas asociadas a una manera de hacer política que
va perdiendo legitimidad. Durante la gestión peronista, una reforma de
la policía bonaerense modificará algunos vínculos con los caudillos políticos. También habrá cambios en el nivel de las representaciones. En los
miles de diarios que relatan las andanzas del pistolero, aparece la figura
del policía moderno, munido de radio y patrullero. Para dar cuenta de
ellos, los lenguajes de la ciencia y la literatura naturalista deben dejar
su lugar a los del cine y la historieta. De ellos se ocupan las páginas que
siguen.

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