Camino de Santiago Camino de Santiago – Diario

Transcripción

Camino de Santiago Camino de Santiago – Diario
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Camino de Santiago – Diario de Viaje
3030-VIIIVIII-1994 / 0909-XIXI-1994
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El Camino de Santiago
Un poco de Historia, no viene mal...
Con el nombre de “Camino de Santiago” se conoce a una de las rutas de
peregrinación más importantes de la Cristiandad, un legendario trayecto que
desde hace siglos tiene como fin la villa coruñesa de Santiago de Compostela, en
tierras gallegas, presunta guardiana del Santo Sepulcro en el que yacen los
restos del Apóstol Santiago. Un periplo que desde Antiguo ha contribuido a unir
a creyentes cristianos venidos de todos los confines. Un viaje que ha sido
considerado como la primera gran Ruta Europea y, consiguientemente, su primer
gran itinerario cultural. Una vía de penetración de arte, cultura y progreso que
pronto desbordaría su simple concepción de trazado viajero… para unir pueblos,
hombres y mujeres de muy diferentes orígenes en torno a un objetivo común: la
meta de un lugar Santo en el ideal cristiano. Y como todos los lugares Santos, un
cierto poder “sobrenatural”, un cierto espíritu iniciático, habría de contribuir a
impregnar –a destino y a recorrido- de una peculiar atmósfera de inequívoca
personalidad...
Por cierto... algo de “sobrenatural” preside también los orígenes de la idea. La
historia comienza a andar hacia el año 813 de nuestra era. En ese momento, tras
milagrosas señales, Teodomiro, Obispo de Iria Flavia, hoy Padrón, en las costas
gallegas, descubre un sepulcro que reconoce como el de Santiago, Apóstol de
Jesús al que -según una leyenda medieval- se le había encomendado la misión de
llevar a Hispania la palabra de Cristo en los albores de la religión cristiana, entre
la absoluta indiferencia de las gentes...
Son varias las tradiciones que se hacen eco de la existencia del Apóstol. La más
difundida cuenta que Santiago, pescador de Galilea, hermano de Juan el
Evangelista, y uno de los discípulos más allegados al Maestro, había sido
decapitado con espada por Herodes Agripa (Ev. Según San Lucas), y sus reliquias
trasladadas desde Palestina por sus seguidores a Galicia. El lugar del hallazgo
vendría con el tiempo a ser denominado Compostela, en alusión a la mágica
concentración de estrellas o luminarias que, como señales divinas, habían
anunciado su localización: Compostela, o sea “Campo de estrellas”. Pronto
comenzó a configurarse un núcleo poblado, embrión de ciudad, para preservar el
mausoleo, a la vez que la atracción de la tumba comenzó a dibujar un Camino que
llevara hasta ella. La repercusión que el suceso tuvo en el orbe cristiano hispano
y europeo, por cuanto supuso de rearme psicológico social, religioso y político
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frente al islamismo, fue inmensa. De hecho, ya en el año 845, el poeta árabe
Algazel hablaba de Compostela como “la Kaaba de los Cristianos”, una nueva
“Meca” para los devotos de esa religión...
Pronto el recién descubierto lugar de peregrinación contó con el respaldo de
influyentes personajes de la época que no dudaron viajar en su busca: el Obispo
francés de Puy, Gontescalco (uno de los primeros peregrinos de que se tiene
noticia), Carlomagno, El Cid Campeador, Fernán González, Juan de Brienne (Rey
de Jerusalén)... La noticia se propagó imparable y rauda en un mundo cristiano
ávido de noticias de tal calibre.
En una península como la nuestra, la ibérica, en su mayor parte bajo dominio
musulmán y con la imperiosa necesidad de oponer a ella una España Cristiana
fuerte y unida frente a ese enemigo sarraceno común... En una Europa
necesitada de estímulos espirituales de envergadura... En un mundo medieval
para el que la vida terrena era sólo antesala de la verdadera y auténtica
existencia... dar con los restos del Apóstol “San Yago”, o Santiago, suponía dar
con todo un talismán. Las reliquias le ponían en contacto con la parte
trascendental de la vida, esto es, con la salvación del alma cuando la otra
expirara. Sólo con esa idea, y en ese contexto social, es posible entender en
profundidad el hecho jacobeo y la realidad histórica de las peregrinaciones.
Junto a Jerusalén y Roma, Santiago de Compostela, formó una de las tres metas
básicas en las peregrinaciones cristianas medievales.
El sepulcro de Santiago es, pues, origen y destino de uno de los mayores flujos
de peregrinación de la Historia y, por encima de la autenticidad o no de las
pruebas arqueológicas o documentales que giran en torno al Santo lugar (el
enigma seguirá vivo mientras falten datos que nieguen categóricamente su
autenticidad), lo verdaderamente importante es el sentido histórico y la
trascendencia de su propia razón de ser: el sacrificio y fe de millones de
creyentes que, nunca mejor dicho, han hecho “Camino” al andar junto al
desarrollo e intercambio artístico, cultural y económico que ha crecido al calor
de su recorrido... La ruta tradicional más conocida, documentada y seguida en
España es el llamado “Camino Francés”, pero ha habido otras vías de penetración
hasta Santiago de Compostela, algunas tan importantes como ella. Veámoslas:
•
Ruta de la Costa Cantábrica: Quizá la más antiguo. Los peregrinos
entraban por Irún y continuaban por Hernani, Guernica, Bilbao, Castro
Urdiales, Torrelavega (o, sin necesidad de llegar a ella por Santillana del
Mar y Comillas), San Vicente de la Barquera, Oviedo, Luarca, Lugo y
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Santiago... Es decir, a través de lo que hoy es gran parte de la carretera
nacional 634. También había variantes, como seguir parcialmente esta
Ruta y desde Oviedo acceder a León para allí unirse a los peregrinos que
seguían el Camino Francés. Estos peregrinos se unían también en Burgos a
los que procedían de Hendaya tras rebasar Vitoria y Miranda de Ebro.
También era significativo el número de viajeros que desde la costa
cantábrica se adentraban por el sur de Cantabria hacia la meseta
palentina (por la actual carretera nacional 611). Este último itinerario
atraviesa parajes donde abundan notables iglesias románicas, como son los
casos de Santa María de Yermo o Cervatos. Su pérdida de peso ante la
firme apuesta “política” por el “Camino francés”, debida a la propia
expansión de la Reconquista y al establecimiento de la Orden Templaria
como garantes de la nueva Vía, no hizo desaparecer esta accidentada y
bella Ruta, que mira al mar, entre las preferencias de numerosos
peregrinos que –desde antiguo- buscan Compostela.
•
Vía de la Plata: Era la seguida por quienes habitaban territorios
dominados por los musulmanes del sur de la península, o tierras recién
conquistadas a los árabes. Extraordinaria obra de ingeniería romana, esta
ruta buscaba Compostela desde Sevilla pasando por Mérida. Otros
caminantes venían de Portugal por Ciudad Rodrigo. Ya en Zamora unos
peregrinos continuaban por Sanabria y Orense, y otros por Benavente se
unían en Astorga a quienes venían siguiendo la vía francesa desde
Roncesvalles.
•
Cataluña y Aragón: Desembarcados en Tarragona o Barcelona unos, y
llegados de Francia otros, todos coincidían en Lérida. De allí se dirigían a
Zaragoza para luego coincidir en Logroño, atravesando los enclaves de
Tudela y Calahorra, con aquellos que seguían el Camino francés.
•
Rutas del Mar: Muchos peregrinos arribaban a distintos puertos del
litoral cantábrico, para luego seguir por los caminos costeros antes
descritos. Especialmente importantes eran las rutas iniciadas en
Inglaterra, Irlanda o los países nórdicos, y concluídas en La Coruña, Noya
y Padrón.
•
Camino Francés: Sin duda el más concurrido e investigado, el más
internacional, con tres grandes tramos: Camino navarro (desde Los
Pirineos al pueblo riojano de Nájera), Camino castellano-leonés (desde
Santo Domingo de la Calzada, en La Rioja, al núcleo leonés de Foncebadón),
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y el Camino gallego (desde Ponferrada, a León, a Compostela).
Evidentemente, esto no es todo. El tema, ni mucho menos se agota aquí. Sobre el
“Camino de Santiago” se puede hablar largo y tendido, pero no es cometido de
estas páginas abordar en toda su magnitud un tema tan apasionante. Por ahora,
es suficiente con lo apuntado para situarnos. Hasta aquí, la teoría. Ahora, a
caminar...
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Pórtico... Los orígenes de una idea
Todo comenzó para mí en la infancia. Por lo tanto, los primeros recuerdos
no tienen fecha concreta, ni día, ni semana, ni hora... pertenecen a esa nebulosa
de tiempo informe en que se mueve la niñez, y que sólo los adultos ordenan para
entenderse. La vida entonces son sólo sensaciones vividas desde la distancia de
los nombres y los titulares. Cabían mundos enteros en lapsos de tiempo dotados
de vida propia que poco a poco aprendemos a dominar: mañanas, tardes,
navidades, telediarios...
Lo que ahora sí alcanzo a confirmar hoy, es que ocurrió en verano. Porque
el escenario de los hechos me remite a un pequeño pueblecito castellano llamado
Villambroz, situado en el adusto páramo palentino, a 12 kilómetros de Saldaña y a
18 de la villa leonesa de Sahagún, y porque era el estío y el paréntesis vacacional
que éste nos reservaba, el período elegido por mi familia para desplazarse hasta
allí. Yo disfrutaba enormemente la estancia en esa pequeña aldea de casas y
corrales de adobe, añejo caserío rodeado de extensas eras tostadas por el sol,
animadas desde la periferia por la extenuante labor de "trilla" del cereal.
Tierras de ovino pastoreo, hornos de leña, sopas de ajo y humeante pan de torta,
de gente infinitamente sencilla de la que tanto se aprende, de horizontes sin
fin... Y disfrutaba desde el mismo punto de partida de mi ciudad natal, como si
mi mente infantil gozara inventando tierras de promisión al otro lado del viaje
de ida... Pronto aprendí a interpretar el lenguaje de la distancia como esencia
misma del alma del viajero, porque los kilómetros, como las horas, pueden ser
escasos o interminables, todo depende de lo que se sea capaz de sentir o
imaginar.
En los recovecos de la memoria se me representa una calurosa tarde de
verano, el parloteo ambiente en una humilde cantina (con la esquina de rigor
dedicada a la partida de cartas diaria de los mayores) y el entretenido juego de
un niño en la puerta con una pequeña y delgada cachava de roble silvestre, regalo
del tío Heraclio. La cantina era parte de la casa de Jesús "el Pigazo", habilitada
para sencilla taberna y transformada tras su jubilación en habitación del
domicilio familiar. Quiero decir con esto, que lo que cuento ya es historia. La
puerta de la tasca lindaba con una calleja llena de polvo y piedras sueltas, como
todas entonces, y ésta a su vez con la carretera regional, estrecha, bacheada y
escasamente transitada, que unía a los núcleos de Saldaña y Sahagún. Al otro
lado de la lengua de asfalto se extendían ambiciosas la eras, campos de labor
donde el ritmo de trabajo empezaba a declinar. Pronto la mies, ya madura y
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blanquecina, iba a dejar de ser objetivo del trillo arrastrado por las mulas, para
pasar a agruparse pacientemente en forma de "parvas", esto es, montones
extendidos para ser más tarde aventados, o "beldados" -como se dice por aquí-,
al cierzo castellano... Separar el grano de la paja es el alma misma del ritual
campesino de trabajo en estas tierras de cereal, base de las economías
familiares, y el manejo de la horca de madera, elevándose una y otra vez al aire
con la paja trincada entre los tres pinchos, una de las muchas imágenes de mi
infancia: técnica simple, sin adornos, compendio de destreza y cotidianeidad.
Escenas todas que recuerdo bien aunque han quedado lejos, borradas de la
retina del presente por los innumerables y necesarios adelantos tecnológicos
habidos desde entonces en materia agrícola.
El sol caía, la tarde avanzaba, el día agonizaba.
Mi padre y el tío Félix contribuían con un murmullo de conversación trivial
al animado ambiente de la cantina cuando, de pronto, algo reclama la atención del
niño que juega junto a la puerta, interrumpiendo el garabateo de su cachava en la
calleja. Una silueta humana se acerca al pueblo por el camino de concentración
parcelaria que viene de Calzadilla de la Cueza, atraviesa la era saludando a
quienes permanecen en ella, y al llegar a la cuneta de la carretera se detiene.
Medita un instante, y cruza. Pronto advierte la puerta de la cantina, única tasca
del pueblo, y se encamina hacia ella. Para entonces su desdibujada figura se ha
concretado en un joven alto, pecoso, desgarbado, de tez clara e inequívoco
aspecto extranjero. Le acompaña un pequeño perro y mucho equipaje, repartido
en bolsas y en una inmensa mochila que sobresale por encima de los hombros.
Lleva un amplio sombrero negro, adornado con una extraña concha marina, y un
largo y grueso palo sobre el que se apoya al caminar. En un momento se planta
seguido de su perro en la puerta de la taberna de don Jesús.
- Hola, amigo... ¡qué palo más bonito!. ¿Me lo cambias? Con éste podrás
hacer dibujos mucho más grandes que ésos que has pintado ahí - El joven sonríe
al niño tras dirigirse a él en un extraño acento.
- No es un palo, es una cachava. ¿No ves esta parte de aquí torcida para
apoyarse?. Es un regalo del tío Heraclio, y la ha hecho él solito, con las manos.
No puedo cambiártela, me la cargo si se entera. El verano pasado le di mucho la
paliza para que me hiciera una. - El viajero ríe divertido, el crío le ha debido de
resultar simpático.
Era hora de volver a casa, y mi padre y el tío Félix cruzan el umbral de la
puerta. Coinciden con el joven caminante que iba a entrar en la cantina.
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- Mira, mira Rafa... así es como hay que salir de vacaciones, llevando la
casa encima como los caracoles, con todo lo que hace falta a mano - Mi padre y el
joven ríen la ocurrencia.
- No crea que siempre facilita las cosas -apunta el viajero- Por cierto,
¿podrían decirme por dónde puedo ir a “Lédrigos”? En Calzadilla he intentado
atajar por caminos para evitar la carretera, pero creo que me he perdido.
- ¿Lédrigos? No. Le-di-gos... - corrige el tío Félix- ¡Claro que te has
perdido! En Calzadilla te habrán indicado bien, pero es fácil perderse si no se
conocen los caminos. Hay unos ocho kilómetros hasta el cruce con la carretera
de Sahagún, por esta misma de aquí, sin salirte. Ledigos queda más o menos a un
kilómetro de ese cruce, pero hacia Calzadilla, en otra dirección. Y como me
imagino que vas a Santiago no tienes por qué pasar por Ledigos.
- ¿Ocho kilómetros? ¡Vaya!... -el joven extranjero se acaricia el mentón
con gesto contrariado- Lo dejaré para mañana. Me quedaré aquí a hacer noche.
¿Y tú, Tim... opinas lo mismo? - El perruco se percata de que su dueño habla con
él, y agita la cola-Va a ser lo mejor. -El tío Félix adquiere el aire práctico y responsable de
tantas veces, antes de volver a cambiar el tono- Aunque bien mirado, para un
peregrino joven como tú, con la de kilómetros que debe llevar encima... llegar a
Sahagún antes de que caiga la noche sería pan comido si quisiera. Porque tú
debes venir de lejos, ¿no?
- De Dijon, Francia. Llevo ya muchísimos días andando... con el amigo Tim.
Estaba abandonado, y se unió a mí antes de cruzar los Pirineos, o sea, que
después de ésta se quedará conmigo definitivamente. Mi padre era un gran
aficionado a la historia del Camino de Santiago, y murió el año pasado sin la
ilusión de haberlo recorrido. A él le debo el viaje, porque mi afición también
viene de él, y porque quería dedicarle algo que, de saberlo, me pudiera agradecer
sinceramente. Pero ¿de verdad cree que podría llegar a Sahagún antes de la
noche? - El peregrino por fin cambia el gesto, y sonríe tras acabar la frase y
percibir que había pasado por alto el tono irónico del tío Félix. Y es que quedaba
más o menos una hora de luz solar, y la villa leonesa quedaba a unos dieciocho
kilómetros de Villambroz...
- ¿De Francia? Caray, hijo. ¡qué moral... y qué piernas!. Me parece que a ti
te voy a fichar yo para salir con las ovejas cuando sople recio el cierzo y tengan
ganas de fiesta para quitar el frío.
La conversación se prolongó por espacio de un buen rato. El niño no perdía
detalle. Estaba realmente asombrado escuchando a aquel peregrino tan simpático
que, desorientado, había recaído en Villambroz mientras seguía el rastro del
Camino de Santiago. Pensaba que un motivo realmente fuerte debía anidar en su
mente para entregarse a una aventura tan "inverosímil": abandonar el domicilio
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familiar y todas sus comodidades, y recorrer a pie tantísimos kilómetros con
todo un hogar cargado a las espaldas.
Durante muchos días en la mente del chaval daban vueltas palabras y
conceptos que se propuso conocer y aclarar en cuanto tuviera oportunidad:
"Peregrinar", "Camino de Santiago", "Año Santo jacobeo"... Inquietudes que
empezaron a tomar cuerpo una tarde de verano en un pueblecito castellano, y
que desde entonces habrían de acompañarle.
Recrear hoy ese recuerdo en estas líneas es también el objetivo de aquel
niño muchos años después, un recuerdo que se extiende en este preciso instante
como un néctar agridulce por su memoria, marcado por la convicción de saber
que lo que fue ya no será, esencia misma de la nostalgia: ya no viven ni el tío
Heraclio, ni el tío Félix... el joven peregrino desapareció para siempre en busca
del santo sepulcro de Santiago, mi padre y yo hemos cambiado mucho en estos
años, y también el pueblo... Sin embargo, me queda el recuerdo y su entrañable
rastro en la memoria. ¡Ah!... y la pequeña cachava de roble silvestre del tío
Heraclio que dibujaba garabatos en la tierra polvorienta.
Veranos posteriores seguí descubriendo aspectos del Camino. En las idas a
Sahagún los sábados por la mañana, día de mercado semanal, aprendí a reconocer
la silueta del cartel identificativo del Camino, como itinerario cultural europeo,
en la cuneta de la carretera, y la peculiar atmósfera de villa peregrina de la urbe
leonesa. Aprendí a valorar los abiertos escenarios de horizonte lejano de la
Meseta como tierra ideal para insuflar libertad al alma viajera... Incluso una
tarde, de anaranjada y viva puesta de sol, el tío Félix de regreso con el rebaño
de ovejas, me habló de algo que entonces me pareció poético y hermoso: un
"Camino de Santiago" en el cielo. Sí. Así mismo. Una gigantesca agrupación de
estrellas que, envuelta en vaporosa claridad, dibujaba un inconfundible recorrido
estelar. Según él, en la Antigüedad guiaba a los peregrinos desorientados en las
noches sin luna. En tiempos lejanos en los que no disponían de asfalto, bicicletas,
trenes, ni mucho menos vehículos que vertieran por redondos faros de visión
binocular potentes chorros de luz artificial que les iluminara el camino.
Creo que fue entonces, aprovechando la luminosidad acostumbrada en las
noches de verano en Castilla, cuando me asaltó la idea. Tumbado en una
destartalada cama que mi abuela había colocado en el corral de nuestra vieja
casa, como fase previa a su definitiva desaparición, me dediqué una noche
despejada de agosto a contemplar el cielo, y la brumosa e inconfundible silueta
del "Camino" de las estrellas de que me había hablado el tío Félix. Debió de ser
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allí, en aquella desvencijada cama de oxidado esqueleto metálico, donde la visión
de una estrella fugaz me propuso el reto: intentar completar algún día el
histórico recorrido que seguía el joven peregrino francés y su acompañante
canino aquella tarde de verano de mi niñez, justo cuando tuve por primera vez
noticia de su legendaria existencia...
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Relatos Peregrinos
(Propósito de un diario de viaje)
Este es el relato de mis vivencias entre los días 30 de agosto y 9 de
septiembre de 1994, en los que me entregué con dedicación a ejercer de
peregrino en bicicleta sobre el indeleble rastro del Camino de Santiago por
tierras hispanas, concretamente por su ramal más conocido y universalmente
pisado, que es el llamado "Francés". Para ello junto a mi compañero de viaje, Juan
Francisco Morales, tomé Roncesvalles, al norte de Navarra, como punto de
partida.
En esta crónica, compuesta día a día al fin de cada jornada, abundan las
pinceladas históricas y artísticas, las menciones a la leyenda, a la fábula... en
ningún caso el rigor ensayístico, la rigidez histórica, o la profundización
exhaustiva. Son sólo nociones aprendidas durante el viaje, o leídas con
anterioridad, fruto de mi interés por el Camino... y están ahí, junto a los
paisajes, los pueblos o la gente conocida, porque también estimularon mi
curiosidad y adornaron mi deseo de emprender el largo viaje. Hubiera sido
injusto ignorarlas…
No nacen estas palabras con vocación de Guía práctica de Viaje. Quede
claro. Pretendo quedarme humildemente con la intemporal naturaleza descriptiva
del recorrido, con la fuerza emocional de un paseo legendario vivido en primera
persona del plural. Me consta que muchos aspectos prácticos del viaje caducarán
a no mucho tardar, y su necesaria revisión o actualización cercena toda idea de
Manual de Ruta…. ¿qué entrañables tramos de tierra curtida, o piedra traviesa,
serán ya cómodas y bien asfaltadas carreteras? Al frente de aquel Albergue…
¿continuarán aquellos jóvenes hospitaleros tan simpáticos? ¿Qué habrá sido del
Cura que nos indicó la dirección correcta en la aldea donde nos perdimos? Y las
aguas de aquel río, o las casas de aquel pueblecito… ¿Seguirán compartiendo con
el viajero esa bohemia semblanza de soledad y abandono que tanto nos llamaron
la atención?
Las líneas que siguen son el soporte escrito y el contrapunto, en cierto
modo literario, de una experiencia que guardaré siempre a buen recaudo en la
memoria. Por ello, y para mayor eficacia, apenas he alterado el discurso de un
resumen diario que pretende ser sólo una descripción aproximada de mi viaje
junto a mi buen amigo Juan Fran, ex compañero de “Mili”. El retrato de mis
sensaciones, el bosquejo aproximado de las emociones dejadas en el alma por el
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devenir de los kilómetros...
Un proyecto a medias por naturaleza porque me consta que siempre será
tentativa imposible expresar toda la riqueza de un viaje como éste en unas
cuantas cuartillas de papel.
Con todo, no deja de ser un reto ilusionante el intento de obtener un
humilde resumen de la aventura...
Gráfico del recorrido a seguir
MARTES, 30-VIII-94
La ilusión...
14:15 h.
He llegado a Pamplona alrededor de las 2 de la tarde. En la Estación,
avejentada y con aspecto de descuido, apenas unas pocas personas. Ahora me
encuentro en la Cafetería amplia y espaciosa, de funcional y austera decoración,
que sirve de lugar de espera a viajeros, familiares y conocidos, tomando un café
con leche y releyendo los planos y guías que habrán de acompañarme en el viaje;
en definitiva, haciendo tiempo hasta que me encuentre con Juan Fran. En frente,
un señor calvo con gafas de gruesa montura negra, no me quita ojo… eso sí, por
encima de las lentes. Le intereso más yo que el periódico que sostiene con las dos
manos. Me consta que le ha llamado la atención mi aspecto, mi “culotte” negro
largo, mi colorista atuendo ciclista, la concha de vieira que tengo sobre la mesa y
que espero colocar en el manillar de la bicicleta en posición central y visible,
como silenciosa portavoz de mis intenciones… Una concha que desde hace siglos,
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por cierto, identifica a los peregrinos de Santiago, debido a la abundancia de
este molusco en las costas del occidente gallego. Durante un tiempo sirvió como
prueba irrefutable de que se había realizado la peregrinación, aunque no tardó
en ser anulada como tal por la Iglesia ante la picaresca y fraudulenta
“comercialización” que sufría el “souvenir” a lo largo de todo el Camino.
Me cosquillea el alma saber que estoy escribiendo las primeras líneas de lo
que pretendo sea un Diario de viaje. Un puñado de palabras nacidas sin alardes ni
ambición literaria, pero con la humilde y útil vocación de convertirse en un álbum
de vivencias que recuerde desde la distancia las peripecias que deje el
transcurrir de las horas. Una aproximada radiografía de cada día
(evidentemente sé que todo no se puede contar) que imagino especialmente
valiosa cuando esto –aún no empezado- termine.
En breve empezaré a montar la bicicleta, insustituíble compañera para la
que tengo encomendada una misión trascendental. A sus lomos espero recorrer
la integridad del Camino a Compostela. Por el momento la dejaré un rato más en
su urna de cartón, completamente desarticulada, apurando los últimos tragos de
descanso e inerte quietud... Imagino que ella, como yo, aguarda con optimismo,
ilusión y contenida emoción el transcurso de las próximas horas. Me gusta
imaginar que la “mountain bike” de mi hermano, siente algo. Siempre me ha
resultado interesante animar ciertos objetos inanimados con personificaciones
más o menos brillantes cuando menciono su papel en una historia. Para mí es una
forma de subrayar su importancia, si realmente la tiene. Blanca y un pelín tosca
de apariencia, más pesada de lo deseable, con nerviosos trazos decorativos de
pintura negra (discontinuos hilos a modo de telarañas) será la encargada cargar
conmigo y mis circunstancias.
Queda llegar a Roncesvalles para, desde allí, dar inicio a la Ruta más
mágica e histórica de cuantas hollan nuestra geografía. Y aunque no habrá de ser
gran mérito llegar a Santiago en tiempos como los que corren, llenos de
comodidades y modernidades al alcance del peregrino, me embarga de alegría
saber que por muy andado que esté nuestro inmortal Camino, siempre será algo
nuevo en cada persona que se adentre en él. Por ello, quiero recordar y fijar en
la memoria, como fiel estribillo para el viaje, aquellos versos que dejó escritos
para la posteridad un simpar peregrino de la vida y la poesía como León Felipe:
"Nadie fue ayer, ni va hoy, ni irá mañana,
por este mismo camino que yo voy.
Porque para cada hombre
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guarda un rayo nuevo de luz el sol,
y un camino virgen Dios..."
MARTES, 30-VIII-94
1º Día
En la antesala de la Senda interior
55.1 Kms. recorridos.
La bicicleta me ha costado montarla más de lo razonable. La escasa pericia
de un servidor, y unos problemas de acoplamiento del cambio con la cadena me
obligaron a perder más tiempo del deseado. Juan Fran apareció cuando aún
estaba dando a la bici los últimos retoques. Precisamente en uno de ellos
descubrí que el freno no iba bien, y decidí solucionarlo antes de ponerme en
marcha. Para ello necesitaba una llave de la que no disponía, y ya puestos, la
compré en una ferretería próxima. Es una de las ventajas que tiene emprender
viaje desde una ciudad tan importante como Pamplona: que no resulta difícil
conseguir cualquier utensilio u objeto que se necesite. Siempre habrá una tienda
del ramo cerca. El hecho, aunque pueda parecer excesivamente anecdótico, tiene
su importancia como luego se verá.
Solventados todos los problemas mecánicos, Juan Fran aprovechó para
coger un autobús que le llevaría a Esquiroz, en el cinturón industrial de Pamplona,
donde le esperaba su bicicleta. Hasta allí la había trasladado la empresa de
transporte contratada para traerla desde su domicilio en Reus. Por mi parte,
mientras esperaba su llegada me dispuse a colocar las maletas, bultos y demás
equipaje sobre la mía. Fue entonces cuando un hombre, jovial y simpático, buen
estereotipo de pamplonés, se acercó para echarme una mano y, de paso,
conversar. Él también estaba de espera. En medio de una charla de lo más
distendida y variopinta llegó el bueno de Juan Fran desde la confusión y
desconocimiento de la geografía urbana de Pamplona. Casi una hora había
empleado en llegar hasta su bicicleta, y volver con ella. Nos despedimos del
encantador Jesús, que así se llamaba el susodicho caballero, autor asimismo de
nuestra primera fotografía en la experiencia jacobea: Juan Fran y yo junto a las
flamantes bicis recién montadas y equipadas, con una ajetreada calle pamplonesa
de fondo.
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Pamplona. 30-VIII-94. La primera fotografía, tenga más calidad o menos, siempre será la
que presida la memoria de una experiencia. Esos son los galones que fijan su elevada jerarquía. Y
ésta es la primera imagen que ha sido rescatada para el recuerdo de nuestro periplo jacobeo. Y bella
o fea, con un enfoque correcto, o sin él, su valor notarial está por encima de cualquier otra
circunstancia. Aquí, Juan Fran y yo (en segundo plano) ultimando los detalles en "las cabalgaduras"
para ponernos en marcha hacia Roncesvalles. Que la instantánea no ha sido firmada por un
profesional de la imagen es evidente. Que lo importante es lo que representa, también...
A las 7 de la tarde pusimos rumbo a Roncesvalles. La empresa era difícil,
pero teníamos que intentarlo. No podíamos permitirnos iniciar la ruta desde
Pamplona, no era ése "el trato". Y aunque no tuviéramos la ansiada combinación
de transportes adecuada, no por ello íbamos a cambiar de opinión.
Comenzamos el pedaleo, con ilusión y optimismo vital. Abandonamos
Pamplona y, superado Villaba, pueblo natal del campeonísimo ciclista Induráin,
tomamos una dirección equivocada. Volvimos al Camino, y la noche se nos echó
encima a mitad de trayecto. Ante las primeras rampas del Alto del Erro la
oscuridad era ya un hecho incuestionable y fue entonces cuando Juan Fran hizo
debutar en esta película su linterna de bicicleta. Comenzaba así una experiencia
inolvidable. Viajar en medio de la noche, a través del misterio y la oculta belleza
de los bosques navarros, hacia lo que no era sino el punto de partida para una
aventura sin igual, era demasiado para nuestra toma de contacto con la bicicleta
y la andadura. Nos propusimos llegar a Roncesvalles, pero al viaje le sobraba
distancia y dureza para ser el primer día, y nos quedamos a las puertas.
En el precioso pueblecito de Espinal decidimos poner punto final a la
jornada cicloturista. Por atrás quedaban las duras subidas a los Altos del Erro y
de Mezquiriz, y más de una jugosa anécdota, como las innumerables paradas por
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el cansancio, o la alocada huída de un rebaño de ovejas a nuestro paso en pleno
descenso del Erro.
En Espinal encontramos un bar que se disponía a cerrar... Eran ya las
23:30 horas, aproximadamente, y las sillas sobre las mesas con la escoba yendo y
viniendo por debajo no dejaban lugar a dudas. Tocaba recogerse. Fue una suerte
encontrarlo abierto. Allí me percaté, al intentar pagar la frugal cena, que mi
cartera, con todo el dinero y la documentación en su interior, había quedado
olvidada en Pamplona, concretamente en aquella ferretería donde tuve que
comprar la llave para la bicicleta. Por suerte, dentro del infortunio que me
suponía el hecho, anidó un poso de fortuna: por un lado, aun habiendo extraviado
tan importante enser (muy posiblemente, no recuperarlo me habría impedido
continuar viaje) conocía, con un escaso margen de error, su paradero; y por otro,
al día siguiente teníamos que volver a pasar por Pamplona, algo muy difícil de
darse en nuestra ruta, enfocada desde el primer momento como un viaje de ida...
opción en la que no entraba desandar lo andado. Sólo en esta primera parte, lejos
de haber supuesto un molesto contratiempo, era una situación con la que
contábamos. Fue, después de todo, un guiño del destino, una travesura
disculpable... Y todo gracias a que en estos primeros compases estábamos
intentando alcanzar el punto de partida, Roncesvalles, para desde allí iniciar
verdaderamente el viaje, que habría de conducirnos otra vez a Pamplona.
Los paisajes por estos contornos son verdaderamente hermosos, y
nuestro lugar de acampada, junto a la carretera, próximo a Espinal y a unos seis
kilómetros de Roncesvalles, idílico. Aunque tuvimos que esperar a verlo con la luz
del día para tomar verdadera conciencia de algo que de noche sólo habíamos
presentido. Dormimos a la intemperie bajo un inmenso roble protector que nos
preservó con oficio de la neblina y el húmedo rocío de la madrugada. En la
espesura de su ramaje, moraba (al menos aquella noche lo hizo) una solitaria
rapaz nocturna, con la que compartimos vecindad, sueños y, en definitiva, una
noche fresca de finales de agosto. En más de una ocasión desveló mi ya de por sí
intranquilo descanso su especie de llamada nupcial, grito de defensa territorial,
o lírica trova de poeta noctámbulo... en cualquier caso, un personal lamento que
rasgaba el silencio de la noche y la quietud de las sombras, para luego perderse
por el bosque. Recuerdo con agrado a aquella noctívaga compañera de viaje, con
las que compartimos unas horas de noche, camino de Santiago. Me hizo sentirme
muy cerca de aquella bella naturaleza circundante que le pertenecía.
Curiosamente, aquella misma naturaleza que, según he podido leer en diversos
libros sobre el Camino, era temible en el pasado por la rudeza de los vascones
que aquí moraban, así como por la crueldad de los asaltantes de peregrinos y
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bandidos emboscados. Junto a las fieras y los crudos inviernos, convertían en
pesadilla, y auténtica odisea, el paso por estos montes. En la Antigüedad nadie
dudaba acerca de la inconveniencia y temeridad de cruzarlos en soledad. Y Juan
Fran y yo durmiendo aquí plácidamente. Cómo cambian los tiempos...
La inestabilidad de mi sueño tenía una causa clara: ¿Era totalmente seguro
que mi cartera se hallaba a buen recaudo, en aquella ferretería pamplonesa? Sólo
ese pequeño margen de duda pudo evitar que aquella noche, físicamente agotado,
y psicológicamente aturdido, me tomara justa venganza con el cansancio a través
de un reparador descanso.
Al día siguiente, temprano, pude despejar todas las dudas sobre el asunto
de la cartera. Pero eso... forma parte de la historia del próximo capítulo.
Afueras de Espinal. 30-VIII-94. Dirección Pamplona-Roncesvalles. El agotamiento físico y la
confusión mental derivada del extravío de un enser muy importante para el viaje se refleja en esta
fotografía, de borrosos matices y turbia definición. Nuestra primera noche en el Camino, con la tienda
"iglú" sirviéndonos de segundo saco de dormir (ya que no llegamos a montarla), y al pie de un
soberbio roble que apenas se distingue en la oscura espesura de la imagen. Y aunque tampoco se
aprecia, en un precioso claro de bosque próximo a la carretera que conduce a Roncesvalles.
MIÉRCOLES, 31-VIII-94
2º Día: Roncesvalles - Pte. la Reina.
El inicio... Realidad aquel futuro
103.4 kms. recorridos.
Nos levantamos hacia las 8 de la mañana, envueltos en una niebla que sin
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demasiada resistencia daría paso a un animoso sol.
Marchamos hacia el legendario enclave de Roncesvalles, testigo de míticos
avatares en la Edad Media y resonancias carolingias. Este bello pueblecito al pie
de los Pirineos, inmerso en una generosa mancha verde de hayedos y robledales,
será una referencia clave en el recuerdo de nuestra Ruta; el punto de partida.
Allí, nuestro primer cometido fue buscar la Colegiata. En ella un joven miembro
de la misma, sencillo y agradable, fue el encargado de darnos las primeras
alegrías del día. Nos proporcionó las valiosas credenciales de peregrino (futura
prueba de haber completado la peregrinación a Santiago, y útil salvoconducto
para visitar algunos monumentos o pernoctar en los albergues), y nos ofreció
toda suerte de aprovechables consejos y sugerencias. Particularmente para mí
fue el responsable de quitarme un molesto e incómodo peso de encima; tras
contarle mi problema con la cartera y la documentación, localizó en las "Páginas
Amarillas" el teléfono del famoso comercio en el que yo creía haberla olvidado
(guiándose para encontrarlo por las escuetas nociones en cuanto a ubicación que
yo podía suministrar). Así fue como pudimos confirmar que se encontraba en
paradero conocido y en buenas manos, aguardándome.
Tras desayunar generosamente con renovadas energías reanudamos el
viaje hacia Pamplona. Antes de salir merodeamos un rato por los alrededores de
la Colegiata y el pueblo para fijar en la retina alguna de las imágenes que hacen
del entorno un lugar tan bello como acogedor. Una señorial cruz de peregrinos
medieval de piedra despidió nuestra marcha de Roncesvalles. El Camino, en este
caso también carretera, discurre por aquí entre hermosas vistas y parajes
boscosos. A su paso surgen encantadores pueblecitos de intensa raigambre
vasca, como Burguete. Un auténtico placer recorrer su tranquilo caserío, lleno de
tipismo.
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Entrada de la Colegiata de Roncesvalles. 31-VIII-94. He aquí una de las imágenes más
representativas. En la Colegiata de Roncesvalles recibimos los primeros consejos "profesionales"
(digamos, la parte “técnica” de la peregrinación) así como la credencial de peregrinos repleta de
cuadros en blanco, preparados para ir recibiendo los sellos de los Albergues y diferentes puntos del
Camino por donde fuéramos deteniéndonos. Este es el punto de partida. La más larga caminata
empieza por un paso, y aquí estamos a punto de dar el primero. En el rostro, todo ilusión y optimismo.
Queda todo el Camino por delante...
En el trayecto de vuelta a Pamplona (siguiendo la misma carretera del día
anterior) Juan Fran descubrió unas pequeñas complicaciones en su bicicleta que
nos traerían de cabeza durante bastantes kilómetros, y que nos obligarían a
frecuentes detenciones y revisiones. Sus alforjas, incomprensiblemente, habían
ido deformándose y rozaban los radios de la rueda trasera. En esas
circunstancias, poco importa lo alto y claro de un “¡Buen Viaje!” deseado con todo
el corazón...
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Rollo de peregrinos en el tramo Roncesvalles-Burguete 31-VIII-94. Apenas abandonado
Roncesvalles, una parada para retratarnos junto a un simbólico rollo medieval, antiguas columnas de
piedra decoradas con relieves simbólicos que confirmaban a los peregrinos que caminaban sobre
itinerario santo. El verde del bosque y el gris de la piedra en acertado equilibrio…
El reencuentro con la histórica villa de Pamplona se produjo hacia las dos
de la tarde. Allí, tras encontrar abierta una tienda de ultramarinos en la
sanferminera calle de la Estafeta, almorzamos y recuperamos fuerzas, que
buena falta nos harían para la tarde. Hicimos rápidas visitas a lugares
importantes como la Catedral (fue una pena que se encontrara en plenitud de
obras de restauración) o el celebrado parque de la Ciudadela, para luego
emprender rumbo a Puente la Reina, fin de nuestra etapa hoy. Entre ambas
localidades hay unos 24 kilómetros por carretera, sin mayores complicaciones,
pero nosotros terminamos empleando cincuenta y bastantes. ¿Por qué? Porque,
en ocasiones, la eficacia de las comunicaciones y la rapidez de los
desplazamientos está reñida con el espíritu que mueve al peregrino a ponerse en
marcha. El anhelo de libertad, de expansión, de autenticidad... le hacen muchas
veces prescindir de vías, quizá más ventajosas en lo espacial y cronológico, pero
menos enriquecedoras en lo humano. Y a nosotros, a pesar de ser modernos
peregrinos favorecidos por la ayuda de nuestra querida bicicleta, nos asiste
idéntica motivación. Hoy lo hemos podido comprobar.
En nuestro afán de encontrar caminos y alternativas más acordes a ese
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deseo que las frenéticas carreteras y autovías tan útiles al tráfico rodado,
terminamos empleando mucho más tiempo del inicialmente previsto, aunque eso
sí, no de forma estéril. El hecho, unido a la marcha matinal desde Roncesvalles a
la capital de Navarra, propició que nuestros cuentakilómetros marcaran al final
de la jornada la cifra de ciento y poco. Claro, que tan abultada renta no sólo se
debió a la voluntaria elección de rutas distintas a la carretera, sino también a
inoportunos equívocos por nuestra parte. Con todo, la anécdota resultó positiva
pues descubrimos bellos rincones y espectaculares tramos que, de no haber
mediado el factor humano de nuestra propia desorientación, nunca hubiéramos
podido conocer.
Indeleble huella en la memoria dejará la fatigosa ascensión a la sierra del
Perdón, y el posterior descenso, vertiginoso, a través de una pista de piedras
sueltas que lo convertían en un auténtico peligro si no se manejaba con máxima
precaución y cierta destreza la bici. En el Alto del Perdón se divisaba una
excepcional panorámica de los campos y valle que tendríamos que cruzar en
nuestro avanzar constante a Compostela, y que no dejaría de ser captada por
nuestras cámaras de fotos; en primer término, los pueblos de Uterga, Muruzábal
y Obanos.
El paisaje ha sufrido un evolución importante a estas alturas de Ruta;
abandonada ya la verde humedad del norte de Navarra, los tonos adobe, ocres,
amarillos, marrones... empiezan a apoderarse de la visión. Es una gradación lenta,
presagio de etapas venideras. Cerca de la cima de este collado se encuentra un
punto emblemático de la ruta, la Fuente Reniega, donde, según la tradición
jacobea, el Diablo, bajo la forma del apóstol Santiago, se presentó a un sediento
peregrino para proponerle agua fresca y abundante a cambio de su renuncia a la
fe cristiana; canje al que el piadoso peregrino supo negarse, recibiendo así la
bendición del Apóstol, y agua de un manantial rico y generoso que comenzó a
brotar en el mismo lugar que conmemora la leyenda. Con el comentario de la
anécdota dibujando una sonrisa cómplice en el rostro, y el reciente aporte de
optimismo que da superar este importante jalón del Camino, buscamos la cercana
meta de Puente la Reina que, aunque no se divisaba todavía, se sospechaba
próxima.
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Sierra del Perdón. 31-VIII-94. Tras Pamplona, desde lo alto de la Sierra del Perdón, los
espacios abiertos, ausentes de cimas montañosas, y los tonos ocres del paisaje presagian el
futuro de nuestra visión a corto plazo. Sentado sobre una plataforma que recoge un
esquemático plano de la zona, a la espalda pueden divisarse los pueblos navarros de Uterga,
Muruzábal y Obanos. Muy cerca está Puente la Reina, pero desde esta conocida atalaya
natural aún no se contempla. El descenso al valle por el Camino se intuye peligroso...
Llegamos a Puente la Reina alrededor de las ocho y diez de la tarde, tras
unirnos, en tradicional abrazo, a la Ruta jacobea que procede de Jaca y Somport.
Como reza una inscripción erigida en el famoso cruce, a partir de aquí todos los
caminos a Santiago se convierten en uno solo.
Lo primero que hicimos en esta localidad fue entrar en contacto con los
Padres Reparadores, para sellar nuestras credenciales y poder tener acceso al
Refugio de peregrinos que, gracias a ellos, se mantiene dignamente. Allí pasamos
la noche, en una auténtica torre de Babel, entre españoles, belgas, franceses,
suizos, etc. Un verdadero distrito compartido, una “delegación peregrina de la
ONU” en movimiento...
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Cruce de las Rutas de Jaca y Somport con la de Roncesvalles. 31-VIII-94. "Y desde aquí, todos
los caminos a Santiago se hacen uno solo"... Con esta inscripción saluda al caminante uno de los
monumentos al peregrino más famosos, situado en el cruce de las dos vías pirenaicas principales
que se dirigen a Santiago, poco antes de llegar a Puente la Reina: la nuestra, que viene de
Roncesvalles y que se ve al fondo, y la que procede de Jaca y Somport, a la izquierda de la fotografía,
llamada también vía tolosana". La cita inscrita en el pedestal lo dice todo...
Antes de retirarnos a descansar, un altruista mecánico de taller de
reparaciones dio unos sabios retoques a la rueda trasera de la bici de Juan Fran,
a su parrilla (excesivamente destartalada a estas alturas de viaje), y a sus
alforjas, para las que no supo dar una solución rápida y eficaz como la que
precisábamos. A mi bicicleta le hizo una revisión básica y rudimentaria que dio un
resultado positivo. No nos quiso cobrar ni un duro, y además se ofreció a charlar
animadamente con nosotros, brindándonos aprovechables sugerencias para el
trayecto. Luego buscamos un local adecuado para cenar caliente, algo que hicimos
encantados dado el gran apetito dejado en el organismo por las fatigas del día.
En este sentido fueron decisivos los consejos del generoso mecánico, y mejor
guía hostelero, que nos había atendido y cuyo nombre desconozco. Gracias a él
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dimos con una acogedora tasquilla donde cenamos variado y sabroso, con calidad,
y a un precio más que asequible. Deliciosas raciones caseras en cazuelilla de
barro que permiten recordar que estamos en tierra de buen yantar, de buen
vivir...
Me ha llamado la atención lo abierta y extrovertida que es por aquí la
gente, sencilla y hospitalaria. Y no lo digo sólo por el simpático mecánico de
bicicletas, sino por la impresión obtenida tras unas cuantas frases
intercambiadas con otros tantos lugareños. Parece que en la Antigüedad este
extremo no era común para toda Navarra; contrariamente, famosos cronistas de
otras épocas, como Aymeric Picaud, cargaban sus tintas contra los navarros, a
los que acusaban de toda suerte de bajezas y villanías. No debió irle muy bien al
susodicho con algunos de ellos. Tal vez, en algún lugar concreto de la región,
pueda sobrevivir en estado latente algún aspecto de aquella vieja consideración,
pero al menos nosotros no hemos percibido absolutamente nada. Si acaso en
Puente la Reina, como en tantos y tantos lugares crecidos a orillas del Camino de
Santiago, todo lo contrario.
Empiezo a percibir también la gran variedad y riqueza humana que se da
cita por estos caminos: gente de todas las edades, con diferentes orígenes
regionales y nacionales, variopintas dedicaciones... y, sobre todo, con multitud de
motivos para peregrinar. Hoy conocimos, por ejemplo, a un muchacho de Irún que
lleva completada la Ruta tres veces en unos plazos de tiempo no superiores a
doce días, bajo motivaciones espirituales y deportivas. Para ello camina
alrededor de 60 kilómetros diarios, y asegura que aún tiene tiempo para
saborear buena parte de los alicientes que ofrece el Camino. Los sellos de su
credencial y diversas personas avalan la veracidad de un alegato que suena a
ciencia ficción. Su palabra contra la lógica... Debo confesar que hasta no ver con
ojos propios la credencial, el testimonio no me merecía demasiado crédito.
Quiero también guardar un recuerdo en el resumen de la jornada para un
grupo de jóvenes suizos (algunos, hijos de emigrantes españoles) que desde ese
bello país alpino vienen caminando hacia Santiago. Su tradicional indumentaria
jacobea, con sombrero de ala ancha y concha venera al frente, esclavina y
bordón, añade una nota de pintoresquismo a la milenaria Ruta. Los conocimos en
el albergue de Puente la Reina, y nos sentó muy bien contagiarnos de su chispa y
vitalidad peregrina.
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JUEVES, 1-IX-94
3º Día: Puente la Reina - Navarrete
La Rioja sale al paso
95 kms. recorridos
Amaneció un día claro y despejado. La diáfana mañana invitaba al
optimismo. Desayunamos en el mismo establecimiento en el que habíamos cenado
la noche anterior y pusimos rumbo a Estella, nuestra próxima estación de viaje.
Alternamos carretera y sendero, asfalto y tierra, y aquí ese matrimonio sí que
resultó ser bien avenido. Ciertos tramos del Camino original se alejan
ligeramente de la red viaria, y no quisimos perder la oportunidad de conocerlos.
Para empezar, la primera satisfacción de la jornada la encontramos en la
misma salida por el casco viejo de Puente la Reina, al salvar el río Arga a través
del histórico puente medieval del siglo XI que dio nombre a la villa. Elegante,
bello... el tiempo no ha hecho sino añadir categoría a un monumento que aúna
esbeltez, señorío y funcionalidad. Su contemplación presente da idea de lo que
debió ser su trascendencia pasada.
Circulando por tramos del trazado original, o simplemente tramos para el
peregrino de a pie (no hay que olvidar que en la mayoría de las ocasiones las
carreteras han venido a sustituir a la antigua Ruta Santa), descubrimos algunos
exponentes magníficos para el disfrute, como la calzada romana de Cirauqui.
Aunque el estado de conservación no es el ideal, y en algunos puntos es necesario
apearse de la bicicleta, su sola pervivencia, y ese placer indescriptible que da
sentir próximas las obras de los antiguos, invita a saborear sin indiferencia ni
prisas, un tramo tan corto en recorrido como intenso en sensaciones.
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Puente La Reina. (Navarra) 1-IX-94. Imagen para el recuerdo, junto al célebre puente de piedra de
Puente la Reina, paso obligado para abandonar la ciudad. Construído a principios del siglo XI por
mandato de Doña Mayor, esposa de Sancho el Mayor de Navarra, él fue el que dio nombre a la villa,
que comenzó desde entonces a ser conocida como "Ponte de Arga" o "Ponte Reginae". De este
último nombre al actual ya sólo quedarían unos cuantos siglos de evolución idiomática natural.
Por polvorientas pistas de tierra rojiza, el camino hacia Tierra Estella a
través de la campiña navarra resultó entrañable, y en algunas ocasiones bastante
lento por la dificultad que entrañaba pedalear por ciertos tramos. A la altura del
río Salado nos detuvimos para tomar un respiro, y comprobar como el tiempo ha
jugado en contra de esta legendaria corriente de agua, citada por antiguos guías
y peregrinos, como Picaud. Sobre el puentecillo que salva su hoy cuenca seca, un
letrero recuerda los consejos que el mencionado cronista ofrecía a los
peregrinos de siglos pasados. Alertaba sobre el peligro de sus aguas ponzoñosas,
y la “acechante amenaza de los malvados navarros” que, escondidos por aquí,
aguardaban a que las caballerizas murieran envenenadas para así desollarlas, y
asesinar a sus dueños.
Qué duda cabe que recomendaciones como las de Picaud respondían a
peyorativas exageraciones tanto sobre las aguas del río que, aunque saladas, no
llegaban a ser mortíferas, como sobre los navarros, por los que parecía sentir
una visceral animadversión. Hoy el río no es sino un débil recuerdo de lo que
debió ser, reducido su caudal a un triste cauce seco con algún remanso de agua,
pestilente y empantanada.
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Cirauqui (Navarra). 1-IX-94. Nada más superar Cirauqui, el Camino reserva una bella sorpresa: un
tramo de calzada romana que conviene recorrer con parsimonia, para disfrutarlo en profundidad.
Detrás de mí puede observarse a dos peregrinos tocados con típico sombrero de ala ancha y concha
venera al frente, de origen suizo (el más alto, hijo de emigrantes españoles). Coincidimos con ellos en
el Albergue de los "Padres Reparadores", en Puente la Reina. Y aunque estas "interioridades" no
deberían contarse, lo cierto es que nos echaron una manita para que la foto fuera más completa...
con una pose al caminar “de lo más espontánea y natural” (entre comillas, claro)
La llegada a Estella fue rápida, abandonada la tierra y cantos rodados de
caminos y senderos, y regresados al asfalto de las carreteras tras superar
Lorca, coqueto pueblo donde nos detuvimos para repostar los vacíos bidones de
la bicicleta.
Fue precisamente Estella el lugar elegido para comer. Llegamos a una hora
en la que el casco viejo y peatonal de la histórica Lizarra (nombre por el que
también se conoce a la ciudad) era un bullicioso ir y venir de gente. Incluso con la
bici de la mano era complicado avanzar por las estrechas calles del centro. Esta
zona, salvando las distancias, mantiene vivo el recuerdo de lo que debió ser en
otros tiempos la villa, nacida entre montañas, al calor de las peregrinaciones.
Antes de almorzar, buscamos un taller de reparaciones para intentar
evitar así la hora del cierre. Los problemas mecánicos de Juan Fran eran ya
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demasiado acuciantes, y no podíamos esperar a la tarde para solventarlos. Por
fin, un vendedor de bicicletas supo darle una solución rápida y sencilla: un simple
"pulpo" (tira de goma con ganchos en los extremos, a modo de las utilizadas para
sujetar los bultos en las bacas de los coches) sería el encargado, a partir de
ahora, de evitar que las alforjas continuaran deformándose por el roce con los
radios.
Sentados cómodamente a la sombra, en un parque junto al río Ega,
repusimos fuerzas mediante un generoso almuerzo. Luego, tras agradable y
pausada sobremesa en la terraza de una cafetería próxima, reanudamos viaje
con energías renovadas y el espíritu reconfortado.
Estella (Navarra) I-IX-94. Tras la comida, nada como un momento de tranquilidad para comentar las
incidencias de la mañana y las previsiones de la tarde. Y si ese momento se vive en la bella localidad
de Estella, a la sombra, en una acogedora arboleda junto al río Ega, cuyo fresco rumor de agua se
adivina tras la barandilla, mejor que mejor...
Nos despedimos de "Estella la bella" (así era llamada en la Edad Media por
los juglares), ciudad "llena de toda felicidad", según el autor de la Guía del siglo
XII que vengo citando, y buscamos la salida hacia la falda del respetable
Montejurra, montaña que, de seguir fielmente la dirección oeste de Santiago,
habría que superar por alguna de sus partes más elevadas. Por suerte, el Camino,
en un alarde de "piadosa humanidad", sigue un itinerario paralelo por sus laderas
bajas. Así todo, con el recuerdo aún reciente en el organismo de la bondadosa
comida, llegar hasta la famosa Fuente de Vino de Irache supuso un duro y
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tempranero esfuerzo dado el fuerte repecho existente hasta allí. Como es fácil
de suponer, la aparición de la Fuente fue para nosotros motivo de júbilo, pues
sirvió para que nos tomáramos un aprovechado respiro y un buen trago de vino
fresco por invitación muda de las bodegas establecidas allí, junto al Monasterio.
Caritativa costumbre que era común en la Antigüedad. El próximo pie de foto
avanza más datos...
"Fuente de vino" de Irache. 1-IX-94. Un lugar emblemático de la Ruta surge tras superar Estella, y
ascender hasta las proximidades del Monasterio de Irache. Allí, junto a unas Bodegas se recrea una
añeja costumbre caritativa: invitar a un trago de vino al peregrino. Pero, claro, es una invitación... y
por lo tanto un dosificador regula con oficio la caída del tinto elemento (llenar medio vasito requiere
mucha paciencia). No ocurre lo mismo con el grifo de la derecha que, al ser agua fresca lo que
ofrece, no repara en cantidad. Y es que, como reza un letrero de metal apostado a la izquierda de la
fotografía: "A beber sin abusar te invitamos con agrado, pero para podérselo llevar el vino ha de ser
comprado"... como se ve; tradición y mercadotecnia en simpática comunión.
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El camino a La Rioja lo hicimos por carretera. Poco antes de incorporarnos
a ella tuvimos que atravesar una urbanización de chalets que, según leemos en las
guías, cada día le roba un poco más de espacio al tradicional Camino jacobeo. Una
pena. Al parecer, en otro tiempo, el ancho de la vía rebasaba los diez metros. Es
necesario superar el ingrato trámite, y pasar como almas en pena junto a
imponentes setos tras los que se esconden lujosas viviendas, entre chapoteo de
piscinas, rugir de ciclomotores y ladridos de perro. Por fortuna, el hacer el viaje
en bicicleta permite que experiencias como ésta se superen con rapidez.
El resto de jornada, por carretera, se tornó tremendamente duro por el
perfil "rompepiernas" del trayecto, saturado de ascensos y descensos, y, sobre
todo, por la presencia de un castigador viento de cara que entorpecía la marcha.
Curiosamente, esta dificultad suele ser más propia de las largas etapas llanas y
mesetarias que aún nos aguardan en Castilla.
A Logroño llegamos por el camino pedestre que, en ligero descenso desde
la última localidad navarra (el bello pueblo de Viana), resultó grato, aunque a
ratos demasiado pedregoso. En la capital de La Rioja apenas nos entretuvimos;
sólo recorrimos lentamente el casco histórico a través de la inolvidable Rúa
Vieja, para empaparnos en la medida de lo posible de su historia y tipismo. El
paseo por ella nos devolvió provisionalmente al pasado, convirtiéndonos por un
momento en peregrinos a la antigua usanza. También aprovechamos la parada
para comprar en un gran Centro comercial unos cuantos víveres que nos servirían
de cena. Posteriormente optamos por convertir Navarrete en meta de la jornada
en lugar de Nájera; las fuerzas escaseaban y los veintipocos kilómetros
existentes hasta allí se nos antojaban más complicados de lo que podría parecer.
Navarrete, por lo tanto, era el fin de etapa ideal; la distancia era corta, y como
única dificultad orográfica sólo teníamos que superar un suave repecho: el Alto
de la Grajera.
En Navarrete no había Refugio de peregrinos, ni los Padres Camilos que,
en otro tiempo lo facilitaban, aparecían por su parroquia para indicarnos. Luego
nos enteramos de que el edificio que tomamos por Albergue, sí lo fue en otros
tiempos, y que ahora espera ser restaurado por completo para convertirse en un
Hotel restaurante de cierto nivel.
Finalmente terminamos durmiendo en mi tienda iglú, en un pintoresco
paraje junto a grandes viñedos y bajo unos olivos y matorrales que nos
protegieron con eficacia de los fríos aires nocturnos del nordeste. El lugar en
cuestión (al que llegamos tras minuciosa búsqueda) se hallaba a 1 km. más o
31
menos de Navarrete, en dirección sur. Próximo a él se encontraba un Camping en
el rehusamos quedarnos por lo abusivo de sus exigencias económicas (tal vez su
presencia explique la interesada inexistencia de Albergue en el pueblo). Todo
salió a pedir de boca, hasta en los pequeños detalles; baste para reforzar la
expresión utilizada la dulce y rica carga de fruta de las vides junto a las que
acampamos... auténtico manjar para bocas secas y estómagos en actitud
reivindicativa. Cenamos en un periquete, con ganas, y descansamos aún mejor.
Nuestra jornada no había sido nada fácil, y el ansiado descanso llegó con el
sueño.
Por otra parte, la acampada libre nos permitió disfrutar, en toda su
plenitud, de esos momentos bucólicos e intensos vivencialmente que a veces
vienen de la mano de la libertad de elección. En el Camping de Navarrete, situado
muy cerca de nuestro lugar de reposo, pretendían que pagáramos 1000 pts. por
barba sólo por instalar nuestra tienda dentro del recinto. Sin más prestaciones
que el procurarnos, por una noche, una provisional comunidad de vecinos
organizada. Imposible arrepentirse de la decisión tomada, ¿no?
Noche en Navarrete (La Rioja). 1-IX-94. Tras una extenuante jornada de bicicleta, en permanente
lucha contra el rigor de los perfiles de la ruta y el viento que contradice tu marcha, la cena y el
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descanso son codiciadas presas. A las afueras de Navarrete, hacia el sur, entre viñedos y vegetación
silvestre (aunque la fotografía no lo muestre) mi tienda "iglú" justificó su presencia entre los bultos del
equipaje. No así la pequeña radio de bolsillo que tengo en la mano izquierda (la que no sostiene el
bocadillo), que fue incapaz de sintonizar una emisora apetecida.
VIERNES, 2-IX-94
4º Día: Navarrete-Villafranca Montes de Oca
Hacia la Castilla desamueblada
78 kilómetros recorridos
A las siete de la mañana, con el apabullante indicio de un amanecer limpio y
otra jornada de sol tras las laderas del este, sonaron al unísono nuestros relojes
de pulsera. Con rapidez nos levantamos e incorporamos. El entumecimiento
muscular era un hecho visible, y hasta cómico, en nuestros primeros
movimientos.
En Navarrete desayunamos, sin cortapisas, delicioso pan recién hecho y
bollería aún caliente de una madrugadora Panadería-Horno. El hecho, unido al
buen apetito con que nos habíamos despertado, y al reconfortante café con
leche con que acompañamos las excelencias mencionadas, me permite recordar
este desayuno como uno de los mejores de la Ruta. Que esas cosas también
cuentan...
El Camino a Nájera transcurrió tranquilo, sin que el Alto de San Antón
supusiera un desgaste físico digno de mención. En esta histórica ciudad sellamos
nuestras credenciales y nos beneficiamos de nuestra condición de peregrinos a
la hora de visitar el bello Monasterio de Sta. María la Real, fundado por García
III de Navarra en el siglo XI, donde no se nos cobró nada por acceder a su
interior. Compartimos la visita con un pelotón de jubilados ingleses que
cuchicheaban y gesticulaban con expresivo deleite. El claustro es uno de esos
rincones que merece la pena visitar, por lo sugerente de su recorrido gótico,
evocador de estampas medievales; tampoco la Iglesia, formidable construcción
del siglo XV, con interesante panteón real, está por debajo en interés. En él
yace, en soberbio sepulcro románico de piedra, doña Blanca de Navarra. También
D. López de Haro y su esposa, personajes claves en la historia de España, en esa
época en la que nuestro país comenzaba poco a poco articularse en el Estado que
siglos más tarde sería.
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Monasterio de “Santa. María La Real” (Nájera) 2-IX-94. El indiscutible espíritu gótico del recorrido
del claustro en el Monasterio del claustro de "Sta. Mª la Real", en Nájera, es una de esas clásicas
experiencias que convierten en ilimitado y agradecido el espíritu del viajero. Pasear observando los
bellos entrelazados en piedra de las arcadas, la gracia y donaire de las esculturas y efigies religiosas,
la pronunciadísima y atractiva sonrisa ojival de cada arco, la sabia conjunción de luz y sombra... es
uno de esos deseados momentos que el recuerdo rescatará cuando le llegue la hora a los balances.
La reanudación del viaje a Sto. Domingo de la Calzada nos deparó
agradables sorpresas, ya desde la misma salida de Nájera. Prescindimos de la
carretera y el asfalto, y ello nos permitió sentirnos como peces en el agua
gracias al recorrido que sigue el trazado de los peregrinos caminantes, a través
de una naturaleza fértil y un itinerario hermoso y tranquilo. Un auténtico placer
pedalear por estrechas veredas que se abren paso entre grandes viñedos y otros
cultivos al cielo abierto.
El Camino se endureció algo tras rebasar el típico pueblecito riojano de
Azofra; alguna rampa previa al olvidado núcleo rural de Cirueña nos obligó a
emplear casi el 100% de nuestra capacidad física sobre la bicicleta.
La llegada a Sto. Domingo, tras superar un altozano desde el que se divisa
una majestuosa estampa del pueblo, con las inconfundibles torres de la catedral
dominando la visión, es veloz. A Sto. Domingo, uno de los jalones más importantes
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del Camino, se llega a través de una endiablada bajada que no admite medias
tintas.
La entrada al pueblo, por el trazado de a pie, nos ofreció una curiosa
imagen de bienvenida: a través de una ventana mecánica con cintas
transportadoras, kilos y kilos de patatas caían sobre remolques que iban a
apostarse bajo ella. Pronto se nos confirmaba que ésta es tierra con justa fama
en el cultivo del tubérculo universal. Por cierto, alguno de los camiones que vi
cargando patata llevaba inscrito en lugar visible el nombre de firmas
distribuidoras oriundas de mi tierra.
Sto. Domingo es un lugar emblemático en la historia de las peregrinaciones
jacobeas, una importante parada en el largo viaje al Occidente. El pueblo debe
nombre y razón de ser a un ilustre personaje que impulsó decididamente el
Camino de Santiago en el siglo XI, Sto. Domingo. La calzada, bajo su proyección,
ayudó a configurar la Ruta santa que hoy pisamos bastantes siglos después. De
gran trascendencia fue la construcción sobre el río Oja, con no pocas
penalidades, de un gran puente que permitía seguir trayecto a los peregrinos que
buscaban el sepulcro de Santiago; también construyó algún hospital que,
reformado y transformado, aún existe, una ermita... Todo ello embrión de un
burgo que con el tiempo daría origen a la localidad que hoy nos ha recibido. El
pueblo, en sí, es un intemporal homenaje a aquel santo caritativo e "ingeniero".
Su recuerdo está presente en todos los rincones; particularmente en la
formidable catedral, que mereció nuestra visita junto al Museo que da cobijo.
Algo que nos sorprendió gratamente fue el soberbio Albergue de
peregrinos, y la simpatía de sus jóvenes encargados, que nos lo enseñaron con
orgullo, aunque no fuéramos a ser privilegiados huéspedes de él. Creado sobre la
restaurada casa de Sto. Domingo no carece de nada, diríase incluso que está
sobradamente dotado. En mi opinión extralimita algo la que debe ser función de
refugio para peregrinos pues, si bien es positivo que no prescinda de ofrecer
todo lo necesario con dignidad, creo que desborda un poco su lujosa concepción.
Con todo, es el mejor Albergue que hemos encontrado hasta ahora en el Camino.
Fue en esta localidad riojana donde los hechos nos devolvieron de golpe,
aunque provisionalmente, al reino de la realidad. Hasta ahora hemos respondido
físicamente mejor de lo esperado (mucho ha tenido que ver en ello el ánimo y la
moral que nos asiste), pero poco antes de abandonar Sto. Domingo diversos
problemas estomacales me tuvieron temporalmente "contra las cuerdas". Por
suerte sólo fue un simulacro de dolencia más grave, y la cosa pasó sin detenerse.
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¿Llevarían un mensaje oculto las deliciosas uvas de Navarrete?
El fin de etapa recayó, ya en tierras del Cid -Burgos-, en Villafranca
Montes de Oca. Antes tuvimos que pasar por algún núcleo importante, como
Belorado, localidad de fuerte resonancia peletera, de la que me llamó la atención
el escarpado cerro que la limita por uno de los flancos, y que da al paisaje un
cierto aire a decorado de "espagueti western". También dedicamos unos minutos
para pasear por el pequeño pueblecito de Viloria de Rioja apartándonos para ello
provisionalmente de la carretera unos cuantos metros. ¿La razón?... sencilla e
incontestable. Esta es la aldea que hace muchos siglos vio nacer a Santo
Domingo, el insigne personaje del que ya hemos hablado. La proximidad al Camino
de su pueblo natal, pequeño enclave perdido en la llanura riojana, nos impulsó a
acercarnos a él para conocerlo antes de abandonar la zona, como pequeño
homenaje al Santo sin el que no podría entenderse la historia de la región, ni la
de la Ruta que todavía hoy la atraviesa, camino de Santiago.
Interior de la Catedral de Sto. Domingo de la Calzada. 2-IX-94. Otra foto "malograda" fue la
disparada en el interior de la catedral de Santo Domingo de la Calzada, y si figura en estas páginas es
por su valor testimonial. Tras nosotros, en la parte superior, un gallo y una gallina se hacen eco de
una antiquísima leyenda, que es la que sigue: un peregrino extranjero de otros siglos fue ajusticiado
por la imputación de un delito no cometido, tras falsa acusación de una posadera despechada, presa
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de mal de amores. Los padres del joven, que volvían de Compostela en peregrinación, tras
comprobar con sorpresa que su hijo seguía vivo decidieron comentárselo al Juez que, en medio de un
banquete, se disponía a hincar el diente a un gallo y a una gallina. "Esa historia es tan cierta como
que este gallo y esta gallina van a levantarse y cantar", respondió el Juez con sarcasmo. Tras lo cual
ocurrió justamente eso, que las dos aves se alzaron sobre el plato y cantaron... De ahí el aforismo:
"Santo Domingo de la Calzada, donde cantó la gallina después de asada". Con posterioridad la joven
hostelera recibió castigo por su indigna conducta. Esta leyenda explica la tradición y permanente
presencia de la pareja de aves de corral en la catedral... Se dice que es señal de buena suerte
escuchar su canto cuando se está en el interior, pero nosotros no tuvimos fortuna. Quizá en otra
ocasión...
Nuestra idea era pernoctar en Villafranca como mejor pudiéramos, en el
Refugio (según cuentan las guías bastante descuidado), o en nuestra querida
tienda iglú. Por sorpresa, no lo hicimos ni en lo uno, ni en lo otro, porque para
nuestra fortuna estaba allí instalado un Campamento Base de la Junta de Castilla
y León, prácticamente vacío cuando llegamos. Estas zonas de acampada
responden a una valiosa iniciativa puesta en práctica por esta Comunidad durante
el año santo jacobeo de 1993, y que aún perduran en el verano del 94 aunque
reducido su número a unos pocos exponentes.
A la sorpresa de no contar con esta Base, hay que añadir las prestaciones
del lugar (duchas de agua caliente, tienda espaciosa y confortable "a elegir"...) y,
sobre todo, la extraordinaria acogida que nos brindaron los responsables de la
Base... hechos que se aliaron para ser colofón ideal de la jornada. Con los
extrovertidos y hospitalarios jóvenes encargados vivimos unas horas sin precio;
nos invitaron a cenar con ellos y a proseguir luego lo entrañable del encuentro en
un bar del pueblo. Charlamos, reímos... Fueron momentos de gran valor e
imposible olvido los que nos deparó el destino en esta parada, al pie de la mítica
subida a los Montes de Oca. Es como si la magia del Camino quisiera agradecer
de vez en cuando el aventurero impulso de los que se adentran en él con gratas
sorpresas como ésta.
La meteorología, al llegar a Castilla, nos mostró el lado más crudamente
sincero de su razón de ser: tremendo calor de día, e insoportable frío de noche
bajo, eso sí, un cielo cuajado de estrellas. Tras subir la dosis de abrigo nocturno,
el sueño no tardaría en llegar. La verdad es que conciliarlo fue fácil, porque el
día, físicamente tan intenso como los anteriores, además en lo emocional también
nos había dejado totalmente satisfechos.
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Base de Acampada de la Junta de Castilla y León. Villafranca Montes de Oca (Burgos). 2-IX-94.
Además de los paisajes, los monumentos, los pueblos... el Camino tiene, sobre todo, personas. Y
conocerlas es uno de sus máximos alicientes. En el Campamento Base de Villafranca Montes de Oca
tuvimos ocasión de entablar contacto un grupo de ellas encantadoramente extrovertidas y divertidas.
Nos invitaron a cenar con ellos (en realidad nos obligaron a prescindir de los bocadillos que
guardábamos para la ocasión) y nos permitieron vivir unas horas de sanísima camaradería, primero
en la Base, y luego en el único bar del pueblo. Una fotografía que me sirve de recuerdo, y a la vez de
ocasión para desear lo mejor a todos ellos, estén donde estén.
SÁBADO, 3-IX-94
5º Día: Villafranca Montes de Oca - Castrojeriz
Ganando confianza
85.3 kilómetros recorridos
Tan limpios por dentro como por fuera, abandonamos la Base de
Villafranca, ligeramente superadas las 9 de la mañana. Nada más salir nos vimos
obligados a echar pie a tierra para poder subir un durísimo repecho que daba
inicio a la célebre subida a los Montes de Oca. Estos montes, legendario jalón del
Camino cuya toponimia parece ser que inspiró el conocido Juego de la Oca,
constituían una peligrosa etapa en la Antigüedad, debido a las peligrosas bandas
de forajidos y maleantes que en ellos se escondían con aviesas intenciones. Como
se ve, los obstáculos que nuestros lejanos antecesores tenían que superar para
completar la peregrinación eran innumerables; a las penurias físicas (hambre,
sed, fatiga, ataques de fieras, inclemencias meteorológicas...) había que sumar
toda suerte de factores externos, como la picaresca de los timos y estafas a
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que eran sometidos, los asaltos o los robos. Aunque la peregrinación hoy tiene
poco que ver con el contenido épico de aquellos tiempos en que distancias,
incertidumbres, riesgos, sabores y sinsabores, tan lejos estaban de la
consideración y vara de medir actuales, agrada recordar de vez en cuando que
cada peregrino (movido por las razones que sean) renueva y revitaliza con su
experiencia la Ruta milenaria. Compromiso de ayer, igual de vivo hoy.
El ascenso a los Montes de Oca, por un camino que iba ganando altura a
través de robledales y fauna latente en el ambiente, supuso un tramo tan duro
como bello. En ocasiones, debido al desmonte y el llenado de los huecos con
tierra, encontramos auténticos "saltos en el vacío" y rampas imposibles que nos
obligaron a apretar los dientes, tensar al máximo los músculos y poner el cuerpo
al límite de nuestras posibilidades.
Llegados a la cima (la carretera cruza a un palmo, por el Puerto de la
Pedraja), un agradable paseo de llaneo entre pinares y vegetación baja nos llevó
a San Juan de Ortega, importante lugar donde pudimos contemplar su afamado
Monasterio, celoso guardián de los restos de su creador, el otro gran Santo
"ingeniero" del Camino y discípulo de Sto. Domingo: San Juan de Ortega. Ambos
decidieron emplear buena parte de su conocimiento y valía personal en crear
vías, puentes y templos al servicio de la peregrinación.
En el Monasterio de San Juan de Ortega llama la atención el alarde de
virtuosismo técnico, artístico y científico empleado por los creadores de un bello
capitel románico que representa la Anunciación; dos veces al año, en concreto en
los equinoccios de primavera y otoño, un rayo de luz solar se filtra sabiamente a
través de una rendija abierta en el muro y va iluminando paulatinamente la
escena, como si leyera este verso en piedra. Prodigio que, de haber permanecido
unos cuantos días más en el pueblo, hubiéramos podido comprobar "in situ".
Tampoco nos pasó desapercibida la simpatía natural de dos de las escasas
lugareñas que pudimos conocer en el pueblo, tradicionalmente hospitalario como
pocos. Cuentan que es típico que el párroco invite a los peregrinos que se quedan
en el pueblo a hacer noche, en colaboración con los vecinos, a reconfortante sopa
de ajo. San Juan es una obligada y agradable parada en la rigurosa Ruta.
Por un camino que en algún momento recordaba a las cañadas extremeñas
de la Ruta de la Plata, recorrido hermano que busca Compostela desde el sur de
la península, nos dirigimos al histórico enclave de Burgos. Por alguna razón,
inexplicable e inexplicada, Burgos aparecía en nuestra mente como un jalón muy
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especial, a modo de ecuador del largo periplo. Una meta emocional. Superarlo
significaba para nosotros el irrenunciable afán de completar la peregrinación. Al
menos psicológicamente, la suerte estaba echada. No había vuelta atrás. Era algo
así como un golpe de efecto. Sólo un indeseado percance físico, o alguna otra
razón de causa mayor, podía apartarnos de nuestro propósito. Y es que Burgos,
para Juan Fran y para mí, es algo más que una importante estación del viaje. En
Burgos nos conocimos un cada vez más lejano día de noviembre de 1993, con toda
una "mili" por delante que compartir. Y allí, paseando por alguna de sus calles,
apuntalamos juntos la vieja aspiración que ambos teníamos de realizar algún día
la Ruta Jacobea.
La bajada a Burgos desde San Juan de Ortega fue veloz.
Antes de llegar al cruce de Villafría, donde no nos quedó más remedio que
unirnos a la estresante carretera general que viene de Vitoria, recorrimos
hermosos tramos. En algún momento me llamó la atención la presencia de
alambradas que había que cruzar para continuar el trazado original; para ello las
inseparables flechas amarillas, infatigables guías del caminante a lo largo de
toda la Ruta, nos conducían hacia improvisadas portezuelas que, según pedían
unas inscripciones, había que volver a cerrar tras rebasarlas. Un pasaje que
invita a reconsiderar el viejo dicho de "poner puertas al campo" como algo más
que una simple expresión de contenido metafórico y literario.
Buena parte de los terrenos por los que discurre el viaje en esta zona son
de uso militar, frecuente escenario de maniobras del ejército asentado en
Burgos y alrededores, como Castrillo del Val, Ibeas de Juarros y Orbaneja de
Ríopico, Destacamento éste último que nosotros conocíamos bien por haber
pasado en él unos cuantos días de servicio militar. Precisamente, junto a su
austera y castrense silueta desciende raudo el Camino en busca de Burgos.
A la altura de Villafría, el Camino sucumbe entre los claxons y desenfreno
de un tráfico intenso. Ya en Burgos el recorrido no es menos alentador; un
urbanismo rey ha hecho desaparecer cualquier trazo del primitivo Camino. Si
acaso, a medida que uno se va acercando a las proximidades de la Catedral, es
posible atisbar en alguna esquina, bajo un balcón o una farola, el familiar símbolo
amarillo de la concha venera sobre azulejo, que vuelve a situarnos sobre la estela
del Camino. Gratifica redescubrir emblema tan propio de nuestra aventura, y
recuperar así el pulso peregrino perdido entre las anchas vías urbanas de
Burgos, patrimonio de asfalto, vehículos y semáforos.
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Temerosos de haber sido engullidos, sin remedio, por tan urbanita
panorama, reencontrarnos con la majestuosa imagen de la Catedral fue para
nosotros toda una inyección de moral. Es difícil expresar lo que se siente
contemplando la soberbia fachada, ahora en peligro. Su visión invita a admirar en
silencio ese pétreo testimonio de la pericia humana, a quien sobrevive, y de la
inspiración divina, con quien convive eternamente. Esta joya arquitectónica del
Gótico, alma de Burgos -como alguien ha dicho-, es una inmensa oda escrita
sobre la piedra acarreada para honrar todos los ideales y todos los tiempos...
Pero, aun siendo grande, no toda la belleza permanece visible al exterior. Dentro
encierra innumerables alicientes y tesoros que no dejamos de visitar. Tras el
grato recorrido interior (mi última visita había sido también con Juan Fran, la
víspera de nuestra jura de bandera) volví a componer en mi memoria, a modo de
resumen, algunos versos que me inspiró hace tiempo:
"Una vez más, huyen los adjetivos y
las definiciones ante tu majestuosa estampa.
Y huyen los vientos tras los que la indiferencia
corre para encontrar palabras"
Tras la visita catredalicia y el merecido almuerzo, orientamos nuestras
"brújulas ruteras" hacia el oeste. Pronto abandonamos el casco urbano burgalés
y tomamos la carretera que conduce a León. A la altura de Tardajos optamos por
seguir el trazado destinado a los peregrinos de a pie, claramente indicado por la
flechas amarillas y el muñequito de rigor. Hasta Castrojeriz, fin de etapa, ya no
nos apartaríamos de él. En general (excluyendo la parte final) resultó tortuoso y
difícil, por lo pedregoso y complicado del perfil, pero sumamente vital y
enriquecedor por cuanto supuso de tranquilidad, silencio, atardecer limpio y aire
puro a través de las mesetas burgalesas.
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Plaza de San Fernando, junto a la Catedral (Burgos). 3-IX-94. Un encuentro con la Historia y el
Arte en Burgos, junto a su célebre catedral gótica, admirada por dentro y por fuera a cualquier hora
del día por grupos de personas venidos desde cualquier punto. La parte visible en la foto se
corresponde con el ala derecha, si se mira de frente a la fachada principal. Nosotros no dejamos de
admirar tan importante monumento empezado a construír en 1221, como buenos peregrinos,
construcción que necesitaría un libro y ensayo entero sólo para describir su grandeza... Y aunque
apenas se distinga, mi figura sobre la bicicleta aparece paseando lentamente absorbida por las
proporciones del lugar, la Plaza de San Fernando.
Tras un difícil descenso para bicicletas decidimos hacer un alto en
Hornillos del Camino, por invitación expresa del joven hospitalero voluntario que
atendía el Albergue. Sellamos nuestras credenciales y bebimos agua fresca en
cuenco de barro -como mandan los cánones-. También departimos amigablemente
unos minutos con algunos vecinos que pasaban la tarde sentados a la sombra
sobre un gran tronco seco…
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El viaje a Hontanas costó lo suyo: físicamente resultó intenso,
psicológicamente demoledor.
Los apenas 10 kms. que nos separaban de allí desde Hornillos, través de un
camino harto difícil, parecieron multiplicarse y empleamos en superarlos más
tiempo del previsto... Por eso, una vez en Hontanas, decidimos no detenernos e
intentar llegar al bello enclave de Castrojeriz antes del ocaso. Por suerte el
Camino hasta ese pueblo lo seguimos a través de una tranquila y bien asfaltada
carretera que nos permitió no tardar demasiado, y a la vez vivir algún que otro
impagable aliciente; por ejemplo, a pocos kilómetros de Hontanas, asistir a un
bello espectáculo: el sobrecogedor embrujo de las ruinas del convento de San
Antón fundiéndose con el atardecer a nuestro paso.
El espíritu del lugar, cargado de leyendas y con una fuerte personalidad
que el paso del tiempo no ha conseguido diluir, surge con ímpetu al encuentro del
viajero. La visión devuelve al pasado por unos instantes; uno espera ver en
cualquier momento la alargada sombra de un monje medieval, envuelto en hábito
de arpillera, o a un caballero cruzando bajo el gran arco principal de la
construcción sobre su corcel enjaezado. Estremece cruzar este lugar en esos
minutos en los que las sombras del anochecer van ganado lentamente la partida a
la claridad del día.
Tras el convento, Castrojeriz emergió pronto a la vista a través de la
imponente efigie de su castillo. Desde su elevada atalaya apareció recortándose
como una fantástica alucinación, como un distinguido navío varado en la noche de
los tiempos... Su contemplación se traduce en una de esas fotografías mentales
que permanecen en el recuerdo. Todo un espectáculo natural para completar la
jornada.
Llegamos al pueblo en un abrir y cerrar de ojos, gracias a la carretera
que, sin tráfico y correctamente pavimentada, nos condujo hasta el punto de
destino en suave descenso. El pedaleo en esas condiciones, con el sol como roja
esfera agonizante al frente, terminó de hacer más relajante la marcha. Una
intensa sensación de libertad como contrapunto a las fatigas del día.
Como contraste nada más llegar a Castrojeriz a través de la Colegiata a
punto estuvimos de sufrir un percance, pues desde una de las torres en
reparación se lanzaron unos ladrillos a la calleja por donde penetra el Camino,
que cayeron a unos metros de nuestro paso.
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Ruinas del Convento de San Antón, próximo a Castrojeriz (Burgos). 3-IX-94. Muchos momentos
en una aventura como la nuestra, simplemente, se viven. Y la intensidad que da vivirlos es suficiente
para sentirse orgulloso de haber comenzado el viaje. Pero si además se rescata algo de su luz y su
entorno a través de una fotografía, será doble el poder evocador de su recuerdo. Hay algo mágico en
las ruinas del Convento de San Antón, algo de leyenda todavía viva en lo que fueran dependencias
monacales de dudosa reputación y misteriosas formas de vida. Se cuenta que a los peregrinos se les
dejaba comida y bebida a través de unas pequeñas aberturas practicadas en las paredes que daban
al Camino (todavía se las puede contemplar), y que todo aquel que entraba al Convento no volvía a
salir con vida. Cronistas de otros siglos llegaron a afirmar haber presenciado aterradoras imágenes
de cuerpos y restos humanos colgados en muros y arbotantes. ¿Historia?, ¿Leyenda?... En cualquier
caso, inquietante...
Algo especial se siente al atravesar al atardecer las ruinas del edificio. Por cierto, el sentido de la
marcha, o sea, la dirección oeste a Castrojeriz (siguiente núcleo de paso), es contrario al de la foto.
Una foto que no salió como esperábamos, entre otras cosas por la insuficiente luz reinante, y por la
simplicidad tecnológica de mi cámara.
La segunda anécdota tras la llegada a Castrojeriz fue la inmensa
dificultad que nos supuso dar con el Refugio de peregrinos. Después de recorrer
el pueblo de parte a parte, de este a oeste, e intentar seguir las orientaciones
proporcionadas por los lugareños consultados, fuimos incapaces de localizarlo.
Tuvo un muchacho que "dejarnos" a la misma puerta cuando estábamos a un paso
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de ella, y cuando habíamos pasado al menos en un par de ocasiones por delante. Y
no era falta de señalización, sino simple despiste compartido por dos peregrinos
ciclistas, cansados, con deseo de recogerse, descansar, y dar por finalizada una
etapa más, o menos, según se mire.
DOMINGO, 4-IX-94
6º Día: Castrojeriz - Villambroz
Tú me levantas, tierra de Castilla, en la rugosa palma de tu mano...
(Miguel de Unamuno, de su poema "Castilla")
73.6 kilómetros recorridos
En nuestra sexta jornada intentaríamos llegar a Villambroz, pequeño
pueblecito palentino situado sobre un extenso páramo, espacio vital de todos los
rigores del tiempo, y todas sus medianías, todos los cielos, y todos los vientos...
Para llegar hasta allí es necesario alejarnos momentáneamente del rastro del
Camino unos pocos kilómetros. El motivo de este provisional acto de infidelidad
por nuestra parte es que ese pueblo, situado a unos 18 kilómetros de Sahagún
(histórica villa de León que sí cruza el Camino) y a unos 12 de Saldaña, es el lugar
de origen de mi madre y toda la familia heredada por su parte; lugar tradicional
de veraneo de un servidor, y querido escenario de recreo para su memoria.
Nuestra intención era aprovechar la estancia allí, para descansar -al
menos por una noche- correctamente, recuperar fuerzas y energías, y, en
definitiva, someternos a una adecuada puesta a punto (en lo mental y en lo físico)
en un lugar que además cuenta con el interés añadido de encontrarse en un punto
"estratégico" de la Ruta, con las etapas más duras y bellas aún por llegar, con
León y toda Galicia por delante...
Una vez más el día amaneció limpio y soleado (el tiempo sigue
acompañando, y bien que agradecemos el "detalle").
Antes de abandonar el Albergue de Castrojeriz, contribuimos a la pequeña
historia del lugar –sin habérnoslo propuesto- con una curiosa anécdota.
Simpática, para unos… Estrambótica para otros. En cualquier caso involuntaria
para todos, como elocuentemente reflejaría después la rosácea e intensa
tonalidad de nuestras mejillas. Paso a contarla. Todo había empezado el día
anterior. Un joven del pueblo que conocimos al llegar (guasón bromista o cándido
desinformado, me inclino más por lo primero) nos había transmitido que el
Albergue de Castrojeriz –como dato curioso- facilitaba gratuitamente ciertos
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alimentos al peregrino, como parte de su servicio de atención. Específicamente
aquellos que suelen acompañar a un buen y calórico desayuno: leche, mantequilla,
galletas, café y cacao soluble, azúcar… Recién levantados y aseados, ya en el
Comedor-Cocina del Albergue… nos dispusimos a desayunar, con la compañía de
las palabras del joven del pueblo aún frescas en la memoria. En la vieja mesa, de
estilo rústico (serían las 6 y media de la mañana), tres jóvenes franceses
conversaban en voz baja mientras mojaban en café con leche trozitos de
magdalena y galleta María Dorada. Nos sentamos junto a ellos, saludamos en
castellano, y comenzamos a servirnos: leche de tetrabrick, un par de
magdalenas, alguna galleta… Nuestros recién inaugurados vecinos de desayuno
(dos chicos y una chica), nos miraban de hito en hito… sin decir ni mú. Como
alelados. Terminamos de desayunar, y con la misma nos levantamos de la mesa,
despidiéndonos cordialmente y deseándoles buen viaje. El alucine matinal de
aquellos rostros permanecía. Como únicos sonidos inteligibles, creo haber oído
murmurar algo en francés al levantarnos, lo que relacioné con la respuesta a
nuestro saludo de despedida… Eso sí, me seguía extrañando el repentino
desinterés de los jóvenes galos por su café con leche, sus trozitos de magdalena
y sus galletas. “Esto es el Camino de Santiago” –pensé-. Gente de todos los
colores, todas las extravagancias y convencionalismos juntos. “Será que son así”.
Lo entendí más tarde… El joven encargado del Albergue, con sus
explicaciones, dibujó causa a aquellos rostros de atónita sorpresa. “¿Gratis?...
no, no. No es nuestro. Todo eso que os ha servido de desayuno lo traían los
franceses. Era suyo. No sé quién os habrá dicho que el desayuno lo ponemos
nosotros, pero es falso… ¡Ya nos gustaría, pero los fondos que manejamos no dan
para tanto”… Chavales, me parece que os la han pegao”
Antes de abandonar Castrojeriz tuvimos que volver a desayunar. Pero esta
vez un plato realmente fuerte, en forma de repentino atracón para los músculos.
Había que acometer una dura prueba: el empinado cuestón de Mostelares. Es
ésta la última gran dificultad orográfica en muchos kilómetros porque hasta
avanzada la provincia de León, la montaña no volverá a aparecer, aunque, eso sí,
con fuerza inusitada. Se trata de una impracticable senda tallada en lo que es la
última meseta de Burgos, su despedida al peregrino. Un esfuerzo demasiado
tempranero el tener que subir a pie el fuerte repecho, venciendo la resistencia
de la bicicleta cargada a acompañarnos en la subida, y la de los músculos, aún en
proceso de adaptación al ejercicio. Una ascensión tan bella como extenuante.
Desde el techo del cerro la panorámica era majestuosa; un último vistazo
hacia atrás nos permitió fijar en la retina y la memoria el bello enclave de
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Castrojeriz, con la legendaria figura de su castillo presidiéndolo todo entre la
neblina cada vez más cegadora de la claridad y la distancia. Ello me hizo pensar
en lo insuperable de las dos representaciones visuales del pueblo que me llevo en
el recuerdo, la de la bienvenida de ayer (precioso atardecer) y la que nos
despedía en este momento (rotundo amanecer)... Dos caprichosas instantáneas
que –sin mover nada de sitio- habían intercambiado luces y sombras en el margen
de unas pocas horas.
Una ambiciosa mirada hacia adelante, por el contrario, nos situó ante el
inmediato porvenir, la interminable Tierra de Campos de la llanura palentina…
Meseta de Mostelares, Frente a la divisoria de Burgos y Palencia. 4-IX-94. El último cerro de
Burgos, nada más abandonar Castrojeriz, fue necesario subirlo con la bici de la mano. Desde arriba,
la vasta llanura palentina se abría imponente ante nuestros ojos. La frenética bajada nos situaría en
poco tiempo en Itero de la Vega, primer pueblo palentino del Camino. Hasta pasada Ponferrada, en
León, apenas volveríamos a subir alguna dificultad orográfica relevante. Por cierto, que las flechas e
indicativos de la Ruta son de gran valor para evitar inoportunas desorientaciones. En este caso, una
coqueta cruz de hierro, envuelta en chillón plástico amarillo, cumple eficazmente su función.
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El descenso fue peligroso, y con rapidez cruzamos el puente sobre el río
Pisuerga que nos puso directamente en tierras de Palencia. Por pistas de tierra
nos dirigimos a Itero de la Vega, primer pueblo de la provincia, donde nos
aprovisionamos, y a Boadilla del Camino, típico pueblo de Tierra de Campos con un
famoso rollo medieval de peregrinos en su plazoleta principal. Estas simbólicas
columnas de piedra labrada con motivos jacobeos, y característica cruz de
Santiago rematando la obra en lo alto, pueden verse en diversos puntos del
Camino. Son hitos identificativos del santo itinerario seguido por el peregrino.
Boadilla del Camino (Palencia). 4-IX-94. Sobre las toscas y desgastadas escalinatas del
Rollo jurisdiccional gótico del siglo XV que ha hecho famoso a Boadilla del Camino en
la historia de la Ruta, adelanto algunos datos que me serán de utilidad para el
resumen de la jornada en el diario de viaje. El buen tiempo y la luminosidad ambiente
son claros exponentes de la mañana de septiembre castellana... y la cámara de fotos
lo sabe.
El Camino a Frómista contó con el agradable aliciente de transcurrir en
gran parte paralelo al caudaloso y añejo Canal de Castilla, legendaria y fallida
tentativa de conectar la Meseta con el litoral cantábrico por vía navegable.
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Curiosamente, donde ambas vías se despedían (la acuática y la terrestre) un
animado grupo de pintores de caballete, pincelada a pincelada, retrataban
imágenes al natural. En Frómista contemplamos la admirable iglesia de San
Martín, principal atracción turística del pueblo, bella en proporciones e
imponente en concepción, a pesar de su datación y hechura románicas.
Sorprendía ver por estas planicies de tierra adentro, en la adusta Castilla de
trigo y Campos Góticos, grupos de japoneses recreándose y valorando el buen
arte, cámara de video en ristre.
Iglesia de San Martín de Frómista (Palencia) 4-IX-94. Atractiva la estampa de la iglesia
románica de San Martín de Frómista, de atractivo empaque... El mayor aliciente del pueblo y
una de las obras cumbre del Románico Jacobeo. Aunque su fecha de construcción data del
siglo XI, sufrió una importante restauración en el año 1896 que, no obstante, no ha restado
elegancia y señorío al conjunto del templo.
Hasta Carrión de los Condes la carretera buscaba horizontes que nunca
llegaban, a través de interminables rectas típicas de la Meseta castellana por
donde cabalgábamos, como siempre, hacia Poniente. Estamos en la Castilla
cerealista, austera, sobria, "desamueblada"... en pleno corazón de esta rugosa
palma de mano campesina levantada a un cielo siempre azul; el mismo cielo que según Unamuno- a la vez la enciende y la refresca. Tierra que en su aparente
falta de recursos paisajísticos, y por extensión expresivos, encuentra todos los
recursos, toda la emoción del reconcentrado caminar peregrino. El alma se
recoge en sí misma, hartos los ojos de cielo y tierra, horizonte y cereal. Este
largo trayecto, a pie, tiene que ser especialmente agotador, más que en el plano
físico, en lo psicológico. La cadencia del pedaleo, el aire de cara (aumentado por
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la aceleración del movimiento), el considerable ahorro de tiempo... ayuda a los
aficionados a la bicicleta (como es nuestro caso) a sobrellevar con más entereza
y relajación estas jornadas.
En Carrión nos detuvimos a almorzar en una Base de Acampada de la Junta
de Castilla y León. En ella charlamos amigablemente con los jóvenes hospitaleros,
tan buena gente como la de Villafranca. Nos prestaron todos los útiles de cocina
necesarios para comer caliente (nuestra primera comida en plato en bastante
tiempo) y nos invitaron a delicioso café humeante y recién hecho.
Fue allí donde, una vez más, la magia del Camino, con su ecuménica
diversidad de gentes, nos permitió conocer al singular Máximo, italiano bohemio
y desenfadado que peregrina desde su Milán natal. El viaje lo afronta como un
capítulo más en su filosofía de vida, motor de otras muchas experiencias como
ésta en el pasado, según nos ha contado. Con él viaja un joven amigo madrileño,
conocido durante el recorrido. Ambos son claros exponentes del alma del
Camino: diversos motivos, diversos orígenes, diversas formas de ser y entender
la vida, y un destino común que une a las personas. Un mismo objetivo a
compartir que hace compañeros de viaje, y reconoce amigos. Porque los amigos,
por encima de todo, se reconocen, no se hacen... Y una experiencia como ésta es
buena oportunidad para comprobarlo.
De Carrión nos dirigimos a Bustillo del Páramo, desde donde caminos
rurales de hermoso emplazamiento en el abierto páramo castellano nos
condujeron al cercano enclave de Villambroz, punto final de la jornada, como
quedó dicho al principio. Allí llegamos más tarde de lo apetecido, pues mi
bicicleta, de intachable conducta en toda la Ruta, fue a pinchar a la salida de San
Llorente del Páramo. Y ocurrió pocos metros después de haber tomado un
tortuoso camino, lleno de piedras sueltas, o "cantos", como se dice por aquí. Poco
después de preguntar por la dirección correcta al único viandante autóctono que
encontramos por allí, el ensotanado y célebre párroco, todo un clásico en el
lienzo costumbrista y social de este pequeño enclave.
Pedalear sobre el atormentado camino que llevaba a Villambroz se había
mostrado desde el principio como un incómodo compendio de "traqueteo" y
paciencia. Casualmente, una coincidencia entretejida por los duendes burlones
del azar quiso que Juan Fran, segundos antes de comenzar mi rueda a
deshincharse, hiciera, por primera vez en toda la Ruta, una observación sobre tal
posibilidad. Algo así como "si no pinchamos aquí, ya no pinchamos nunca".
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Base de Acampada de Carrión de los Condes (Palencia). 4-IX-94. Tras recorrer con calma la bella
y pequeña ciudad de Carrión de los Condes, citada ya en documentos del siglo XII como floreciente y
abundante en todo tipo de productos, nos detuvimos a comer en una Base de Acampada de la Junta
de Castilla y León, prima hermana de la de Villafranca Montes de Oca. Allí una amable joven
hospitalera nos proporcionó los útiles necesarios para comer caliente (también fue la autora de esta
fotografía), y nos presentó a dos peregrinos con los que lo pasamos en grande el poco tiempo que
estuvimos con ellos. Se trata de Máximo, italiano de origen milanés, y un amigo madrileño que le
acompañaba y cuyo nombre he traspapelado entre los datos de la memoria. Sin duda, una pareja
entrañable... Ambos arrastraban molestos principios de tendinitis en rodillas y tobillos, y solían
turnarse para transportarse el uno al otro sobre una especie de carrito de supermercado, que hacía
más llevadero el consumo de kilómetros. La singularidad de mucha gente conocida durante el
trayecto, de la que nunca volverás a tener noticias, es un aliciente más del Camino.
En Villambroz, nuestra llegada coincidió con un lírico y hermoso atardecer,
un anaranjado lienzo de esos sinceros y puros que acostumbra a brindar la línea
del horizonte por estas tierras.
Poco pudimos hacer de lo que teníamos pensado en lugar tan especial para
mí. La demora del pinchazo más algún que otro encuentro familiar, nos obligó a
retirarnos a descansar un poco más tarde de lo previsto. No obstante, aunque
corto, el sueño se preveía reparador. Una placentera ducha, un gratificante
paseo nocturno por las calles encalmadas y la comodidad de la cama (insuperable
herramienta de descanso) permitía aventurarlo.
51
LUNES, 5-IX-94
7º Día: Villambroz - Villadangos
Tierra, silencio, asfalto, ruido... Cara y cruz en la gran
provincia de León
103.2 kilómetros recorridos
Ciertamente, se hizo corto el descanso en el pueblo. De camino a nuestro
próximo destino importante (Sahagún), juzgamos conveniente hacer una visita al
médico. La sobrecarga y fatiga muscular acumulada por la dureza de algunas
etapas (como era el caso de Juan Fran) y alguna pequeña molestia en la
articulación de la rodilla (como era mi caso) nos aconsejó optar por tal
determinación. A estas alturas de viaje nuestro programa inicial de ruta había
sido sobrepasado por los hechos, llevábamos tiempo ganado a nuestras propias
previsiones, y perder la mañana en Sahagún no suponía para nosotros ningún
trastorno serio. Además, quedaban por delante jornadas de gran dureza que
podían pasarnos una indeseable factura (veáse, el abandono) si no tomábamos
precauciones.
Quizá la lesión más grave de los dos la sufría yo, al padecer una pequeña
tendinitis en la rodilla derecha que debía cuidar y controlar dentro de unos
límites específicos. Así pues un adecuado tratamiento médico y una reducción
del ritmo físico fueron las dos sabias recomendaciones efectuadas por el médico
fisioterapeuta que nos atendió, dos nuevos compañeros de viaje con los que
contar desde ahora. Por suerte, nada grave.
Tras la correspondiente visita facultativa compramos las provisiones que
habrían de servirnos de almuerzo. Por lo general, no solemos comprar la comida
del día entero porque una lección que tenemos bien aprendida desde el principio
es que, sin prescindir de lo necesario, debemos llevar el peso justo en las
alforjas. Luego nos detuvimos en la Base de Acampada establecida a la salida del
pueblo, junto al río Cea, a añadir un sello más a las credenciales para continuar
luego viaje a Mansilla de las Mulas.
El trayecto hasta allí fue un estupendo y reconfortante paseo de sol y
aire puro a través de la Peramera leonesa. Los kilómetros iban cayendo mientras
se pedaleaba relajadamente por un estrecho camino orlado por cientos y cientos
de arbolillos que apenas sí podían atender su servicial cometido de ofrecer
sombra, abriéndonos paso entre el aliento suave y entrecortado del cierzo
castellano. Y todo ello sin tener que bregar con el ejército de cantos rodados
52
sueltos tan típicos de caminos anteriores, lo que permitía saborear aún más el
placer de viajar, y recrear los sentidos en la apabullante naturaleza por la que se
avanza: páramo amplio, abierto, descarnado... inmenso altar al cielo azul y al aire
limpio; tanto que, al fondo, mirando de soslayo, podía adivinarse la silueta
desdibujada de las primeras cumbres cantábricas. Un lujo...
Tras cruzar sugerentes pueblecitos como Bercianos del Real Camino,
Burgo Ranero o Reliegos, llegamos a Mansilla, donde almorzamos según teníamos
previsto. Lo hicimos en un pequeño parque próximo al río Esla y a sus
desdentadas murallas, recuerdo de la vieja fortificación medieval. Superado
este importante jalón, el Camino cambió totalmente de derroteros. Abandonado
el inolvidable trazo que nos condujo desde Sahagún, grato recorrido exclusivo
para caminantes y ciclistas, lo que quedaba de jornada sólo nos depararía
carretera, en la mayoría de los tramos saturada de vehículos.
Tramo de Sahagún a Mansilla de las Mulas. (León) 5-IX-94. Un entrañable paseo nos llevó de
Sahagún a Mansilla de las Mulas. En completa soledad, por un estrecho camino de tierra flanqueado
por árboles, cubrimos la distancia entre ambas localidades leonesas con buen humor y mejores
sensaciones. Además de prescindir de la carretera, atravesamos sugerentes pueblecitos como
Bercianos del Real Camino o El Burgo Ranero... lugar este último que me trajo a la memoria una
inquietante lectura efectuada con anterioridad, en alguno de los muchos libros sobre el Camino que
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han caído en mis manos. Un texto que cuenta como Laffi (peregrino cronista de otros tiempos)
encontró a la entrada del pueblo a otro peregrino muerto, a punto de ser devorado por los lobos.
La llegada a León fue rápida, a pesar de la subida a algún pequeño repecho
como el del Portillo, donde antiguamente existía una ermita en la que el
peregrino se detenía a orar. La misma inercia del descenso de este alto nos puso
en un suspiro a las puertas de la histórica y señorial ciudad, dos veces milenaria,
hito fundamental del Camino de Santiago.
Ya en esta gran ciudad, donde se unen los peregrinos procedentes de la
costa con los que vienen siguiendo el Camino francés (como nosotros), nuestro
primer cometido fue intentar llegar al centro histórico y artístico.
Allí se eleva la afamada catedral gótica, magistral lección de arte y
belleza que León da al mundo. La visita es obligada. Pudimos deleitarnos dentro
de esa fantasía de luz y ensueño, sintiéndonos -como dijo alguien- "en el corazón
de una joya". De este monumento tenía un imborrable recuerdo desde que lo
visité siendo niño, en una excursión del colegio. Ahora, pasado el tiempo y
vencidas las distancias, he vuelto a recuperar aquella sinceridad infantil y aquella
sencilla admiración ante la grandeza. Realmente, impresiona desde el mismo
parteluz de la entrada, donde la imagen de la Virgen Blanca saluda con gracia al
visitante. Luego, tras pasear por sus naves, bajo la sinfonía de color de las
vidrieras, la plasticidad de las esculturas, la perfección de las líneas y todo
atisbo de labra en piedra, uno sale renovado, animado, agradecido...
Por desgracia, la Basílica de San Isidoro, excelente muestra del románico,
construcción de espíritu y concepto distintos a la anterior, tenía cerrada las
puertas del Panteón y Museo, sus principales alicientes. Por ello, tuvimos que
conformarnos con visitar el interior del Templo.
El total desconocimiento del callejero leonés, y la desaparición en el casco
urbano de todo rastro del Camino, motivó que desplazarse en bicicleta no fuera
tarea fácil, y que pusiéramos toda nuestra atención en los cruces y glorietas
para seguir las indicaciones correctas al abandonar la milenaria ciudad. Al final,
los letreros que señalaban la dirección a seguir no fueron más eficaces que la
posición oeste tomada por el sol en su declive. Su puesta estaba próxima, y nos
propusimos llegar antes de que eso ocurriera al cercano pueblo de Villadangos.
Saliendo de León nos detuvimos brevemente para admirar la soberbia
fachada del Hostal San Marcos, antigua sede de los caballeros de la Orden de
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Santiago y cárcel de Quevedo, reconvertida hoy en lujoso hotel. Su serena visión
nos resarció con creces de la dura prueba que nos había supuesto atravesar la
ciudad por sus grandes avenidas llenas de tráfico, y donde -como queda dichocualquier traza del Camino original ha sido borrada.
Pero aún quedaba la parte más ingrata de la jornada: el corto trayecto
entre León y Villadangos. Este tramo ha quedado convertido en un largo
corredor industrial, con calles levantadas por grúas y excavadoras, obras por
doquier (tan necesarias en su uso posterior, como molestas en su desarrollo
actual), incesante e impaciente tráfico rodado, naves, fábricas, polvo, humo...
Unos y otros son inseparables compañeros de viaje hasta Villadangos. Este
tramo pasa a ser así un engorroso trámite que interesa superar con apremio. El
peregrino se siente como un verdadero extraño a través de este paisaje, y
quisiera multiplicar su velocidad para dejarlo atrás cuanto antes. Éste es uno de
esos momentos en el que hay que felicitarse por haber escogido la bicicleta como
vehículo de transporte, pues nos permite cubrir la distancia con más celeridad
que el compañero caminante.
El contraste de estos escenarios con los de la primera mitad de la jornada
ha sido uno de los aspectos más significativos del día.
El Refugio de Villadangos estaba a la entrada del pueblo, visible e
inconfundible a la derecha de la carretera. Hecho que agradecimos pues al no
tener que adentrarnos en el pueblo en su búsqueda pudimos ahorrar un tiempo
precioso. El Albergue, digno y serio, tenía todo lo necesario sin lujos superfluos.
Del paso por aquí recordaré nuevos personajes de esos que van
añadiéndose a la lista de gentes “peculiares” del Camino, digámoslo así.
Félix "el templario" (como le gusta que le apoden) es un venerable
peregrino, entrado en años -cerca de los sesenta y no demasiado lejos de los
cincuenta, según propia afirmación-, que desde el año santo de 1976 peregrina a
Santiago para volver andando al punto de partida, su Zaragoza natal, y reiniciar
otra vez la Ruta. Y así continuamente. No tiene familia ni ocupación conocida,
vive de lo que le dan y de trabajillos artesanales que malvende. Su indumentaria
responde a la tradicional estética jacobea (sombrero de ala ancha, esclavina,
bordón...), parece sacado de una ilustración de época de tiempos pasados. Se
considera peregrino de profesión y reconoce haber nacido para “velar y proteger
la Santa Ruta”. De ahí que se considere descendiente directo de aquella
legendaria Orden templaria, poseedora de un gran saber y guardiana de
55
itinerarios santos.
Entre sus ocupaciones preferentes se encuentra la de escribir abundantes
hojas llenas de observaciones y consejos para los "compañeros peregrinos" que
va depositando por los diferentes Albergues, y que firma con el alias de
"Compañero peregrino Félix, Guardián del Camino". Nosotros compartimos
posada con él en Villadangos, donde recayó de vuelta de Santiago, y pudimos
escuchar de su voz muchas de esas útiles orientaciones, que van desde todo tipo
de recomendaciones (turísticas, hosteleras, culturales, de equipamiento en
viaje...) hasta precauciones por lo abusivo de los precios cobrados al peregrino
en ciertos lugares... Y todo ello sugerido al calor de su experiencia, tantas veces
revivida. Como jocosa curiosidad, recuerdo su preocupación por la aguda crisis
económica, y sus peculiares recetas para combatirla, crisis que no entiende de
credos religiosos ni de "altas misiones" como la suya, y ante la que Félix tenía un
antídoto: la adecuación a los nuevos tiempos. Para ello pensaba ofrecer su
esclavina, sombrero y cualquier otro complemento externo a las empresas que,
previo pago en las condiciones convenidas, quisieran utilizarlos como soporte
publicitario. Hasta hace poco lo había considerado una traición a todos sus
principios, pero...
Hilario, es otro personaje de interés. Personal retrato del desinhibido
aventurero que completa la peregrinación al menos una vez al año, cuenta entre
sus mayores aficiones el dejar escritos mensajes de ánimo en lugares lo más
visibles y estratégicos posibles (carreteras, caminos, muros, árboles,
albergues...) a gente que conoce durante el viaje y que va dejando atrás por la
mayor velocidad de su marcha. Éste es para él uno de los principales alicientes
de la experiencia jacobea.
¡Ah! y Johan... (ignoro si se escribe así). Es un holandés que lleva 118 días
en pos del sepulcro del Apóstol desde el norte de su patria, y que es todo un
dechado de simpatía.
Otro extranjero "ilustre" es un alemán del que ignoro el nombre, y que
desde febrero del 93 está de viaje (aún anda perdido por el Camino). Vive de
ayudas, y de grabados y dibujos de indudable calidad artística (paisajes,
retratos, caricaturas...) que él mismo realiza. No tiene ninguna prisa por llegar a
Santiago.
Todos siguen día a día el imborrable rastro de una senda al interior de sí
mismos, la huella profunda de un Camino viejo, y siempre nuevo, que luchan por
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no abandonar sin saber bien por qué. Es algo indescriptible, arraigado dentro de
cada uno... Creo que en el fondo todos representamos, con toda su enriquecedora
diversidad, una verdadera parábola de la vida.
MARTES, 6-IX-94
8º Día: Villadangos - Ponferrada
El Camino toca techo
102.6 kilómetros recorridos
Nuestro primer destino importante tras Villadangos era Astorga, la
"Astúrica Augusta" de los romanos, cuyo origen parte de un campamento vacío
que éstos donaron a los antiguos guerreros astures que abandonaron las armas
para someterse voluntariamente al Imperio. Nos espera la capital de la
“Maragatería”, patria chica de las afamadas “mantecadas”, delicioso hallazgo
culinario de alta repostería. Pero de camino a tan noble villa, resulta obligado
detenerse en Hospital de Órbigo, encantador pueblo de empedradas calles que
sale al paso para recordar otros tiempos, caballerescas "cuitas" medievales de
las que el lugar fue testigo en tiempos pasados.
El sitio es famoso por su largo e histórico puente sobre el río Órbigo, en
la Antigüedad ancho y caudaloso y hoy -por modernas necesidades de regadío
agrícola- reducido a un estrecho brazo de agua. En la memoria de estos
escenarios naturales están escritas las aventuras del despechado en amores don
Suero de Quiñones, caballero leonés protagonista del célebre "Paso Honroso",
nombre con el que desde entonces se conoce al puente.
Allí, don Suero, con nueve compañeros (sus nombres aparecen grabados en
un monolito) organizaron unas Justas en el año santo jacobeo de 1434 con el fin
de retar a cuantos caballeros aceptaran el envite, prometiendo no abandonar
hasta conseguir romper 300 lanzas. Fueron 30 los días que estuvo emplazado en
el lugar don Suero, montando guardia y batiéndose en lucha, intentando ganar
renombre y justa fama por su valerosa conducta, para conseguir así los favores
de su amada, doña Leonor Tovar, que no debía estar muy por la labor a juzgar
por la decisión del bravo leonés.
El lugar parece impregnado de ese espíritu caballeresco y medieval tan
lejano hoy. La atmósfera evoca lejanas estampas de otra época; peregrinos
cabizbajos, de andar cansino; huestes guerreras cruzando el puente,
enarbolando estandartes con cruces cristianas o medias lunas sarracenas;
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estrépito de cascos de caballo sobre la piedra cantarina; labriegos caminando
con desdén a la extenuante labor; crujir de desvencijada carreta de bueyes...
Puente del "Paso Honroso", Hospital de Órbigo (León). 6-IX-94. Héme aquí leyendo interesado
los nombres grabados en piedra de los caballeros que
junto a Don Suero de Quiñones protagonizaron el célebre episodio del "Paso Honroso",
caballeresca aventura medieval que tiene a éstos por protagonistas junto al bravo -y
despechado en amores- noble leonés. Con él organizaron en el año santo jacobeo
de 1434 unas afamadas Justas, que tenían por objeto retar a cuanto contrincante
aceptase el reto de las armas. Un gesto que en el contexto de la época servía para
soliviantar el orgullo herido, y ganar puntos para que la amada correspondiese al
amante... Tras las Justas, el Caballero y sus compañeros peregrinaron a Santiago,
donde éste cedió un valioso obsequio como ofrenda que cuelga sobre el pecho de
Santiago el Menor, en la capilla de Compostela. El Puente de piedra, largo y estrecho,
conserva aún un aire de leyenda.
Ya en Astorga, capital de la Maragatería, nos sorprendió el bullicioso
gentío que atestaba las calles del centro, y un gran ajetreo reinante propio de
ciudad viva y dinámica. Y ello a pesar de soportar el peso de tantos siglos de
historia, como sugiere la solera de sus viejas murallas.
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Visitamos la hermosa catedral de Sta. María, el monumento más relevante
de la ciudad, ante cuya virtuosa fachada barroca nos retratamos para el
recuerdo. Muy cerca, sobre las murallas medievales, se alza otro edificio en el
que el acercamiento, y consiguiente admiración, son obligado trámite. Se trata
del Palacio episcopal de Gaudí, una insospechada joya que rinde culto a la
inventiva y la belleza. En la visión emerge un castillo encantado, un blanco sueño
de granito extraído de un cuento de hadas, un imaginativo contrapunto de
elegante finura a la belleza serena de la vecina catedral.
Palacio episcopal de Gaudí. Astorga (León). 6-IX-94. Mi figura, minimizada por la monumentalidad
del Palacio Episcopal de Gaudí, construído a finales del siglo XIX. Granito blanco para un alarde de
ingenio y fantasía artística. Al fondo puede contemplarse una de las torres de la Catedral de Santa
María, quizá el edificio más importante de Astorga, fundada -según la tradición- por Santiago y San
Pablo.
Tras el acopio de fuerzas del almuerzo emprendimos rumbo a Rabanal del
Camino. Las guías y los mapas nos hablaban de 20 kilómetros en suave y
constante subida, pero la dificultad fue máxima debido a un fortísimo viento
racheado que parecía soplar siempre de cara. Resultaba imposible avanzar con
ligereza. Además, un error a la hora de tomar la dirección correcta en la salida
de Astorga nos obligó a recorrer unos cuantos kilómetros de más, algo que sin
duda contribuiría a aumentar más aún el desgaste físico. En efecto, la
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equivocada indicación de un ciudadano en Astorga nos hizo tomar un ramal
distinto al que nos correspondía, hacia el sur en lugar del sempiterno poniente.
Cuando llevábamos un buen rato de marcha, las dudas, que habían ido
despertándose poco a poco ante la "sospechosa" posición del sol, a la derecha de
nuestra marcha, nos empujaron a penetrar en un pequeño pueblo llamado Morales
del Arcediano.
Allí trataríamos de reorientarnos y despejar incógnitas preguntando a
algún lugareño disponible, y de paso llenaríamos nuestras sedientas cantimploras;
al menos, esa era la idea.
En un primer momento, parecía que habíamos entrado en un pueblo
"fantasma". No encontramos ni un alma, ni una caritativa fuente por las calles de
un pueblo que parecía abandonado. Tras dar un buen rodeo encontramos a un
joven que, al ser turista, tampoco podía extenderse demasiado en la respuesta a
nuestras preguntas. No obstante nos llevó hasta la casa de unos familiares que
finalmente nos confirmarían que íbamos por mal camino. Eso sí. Pudimos llenar los
bidones de la bicicleta con agua fresca, conservada óptimamente en botijo de
barro, y –gustosamente- aceptar la invitación de saborear alguna de las pastas y
galletas con las que pretendían acompañar el café de sobremesa. “Tomad...
llevaos a la boca algo de esto, que así es más fácil dar pedales”, nos dijo con una
sonrisa la anfitriona de aquella casa, una ancianita menuda y desenvuelta, de pelo
blanco recogido en un moño. “Eso, eso... glucosa pa´l monte Irago, que sin
combustible como ése la pájara no os deja pasar al Bierzo”, añadió un joven
rizoso, de cara redonda y gesto pícaro. Como se ve, gente abierta y agradable,
dispuesta a echar una mano cuando sea menester, se puede encontrar en
cualquier escondido rincón.
Abandonado el fresco saloncito de aquella blanca vivienda de Morales del
Arcediano, de estimulante aroma a café flotando en el ambiente, volvimos a las
bicicletas para continuar Ruta. Los intentos por volver al Camino sin necesidad
de regresar a Astorga (unos 6 kilómetros) resultaron inútiles.
A Rabanal llegamos tras agotadora marcha a través del áspero y severo
paisaje maragato; campos rudos, abiertos, desprotegidos, tradicionalmente a
merced de todos los rigores del tiempo. Por ello, a pesar del fuerte viento, hay
que felicitarse porque a principios de septiembre suele ser la favorable
meteorología la que marca su impronta en la vida de estos parajes. El Camino se
adentra con decisión por esta comarca de esquiva fascinación, buscando aldeas
humildes de costumbres milenarias: Castrillo de Pozalvares, Sta. Catalina, El
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Ganso, Rabanal... Era éste un recorrido especialmente difícil para los peregrinos
del Medievo; superada la extensa planicie castellana se enfrentaban ahora al
abrupto perfil de los montes leoneses, a las inclemencias del tiempo y a la
amenaza del bandidaje y los salteadores de caminos guarecidos en sus bosques.
Es la última zona químicamente castellana de León. Tras ella espera el Bierzo,
comarca leonesa, pero de profundo espíritu gallego.
Tras el merecido descanso en Rabanal, típico pueblo de esta comarca con
larga calle principal que coincide con el Camino, nos dispusimos a afrontar la gran
dificultad del día, el ascenso al pueblo abandonado de Foncebadón, situado a seis
kilómetros, y la coronación del Monte Irago, en cuya cumbre nuestra Ruta
alcanza la máxima altura, 1500 metros.
En un primer momento decidimos comenzar la subida desmontados de las
bicis, pero al comprobar que la pendiente no era excesiva e incluso sin prisas,
bastante llevadera, desechamos la idea. Tampoco hay que desmerecer el hecho
de que el entrenamiento acumulado en todas las jornadas anteriores facilite que
el cuerpo responda a las exigencias. En todo caso, la dureza de la ascensión fue
contrarrestada por una adecuada toma de conciencia de la dificultad que
entrañaba en sí el trayecto, y de nuestras propias limitaciones, más pronunciadas
a estas alturas de jornada de lo que nos gustaría.
El progresivo enfriamiento del aire delataba que íbamos ganando altura sin
tregua. También el juego de luces y sombras confirmaba la ascensión, pues a
medida que nos acercábamos a la cumbre íbamos recuperando luz solar; curioso
fenómeno éste que nos hacía sentir como si fuéramos hacia atrás en el tiempo. Y
es que la tarde, que pesadamente caía en este agreste paisaje, extendía un
manto de penumbra por la ladera oriental del monte Irago de abajo a arriba,
siguiendo el sentido de nuestra marcha.
Las primeras casas de Foncebadón emergieron como una visión irreal de
entre la niebla del pasado y el olvido.
Como todos los pueblos abandonados, sus calles, piedras y rincones
parecen guardar una memoria de siglos que sale al encuentro del viajero para
evocarle semblanzas de otro tiempo. Es una zona anclada en la Edad Media, en un
espectacular emplazamiento cerca de la cresta del Irago y frente a otro Monte
mítico, de nombre elegante y señorial porte, el Teleno. No son muchas las
viviendas que aguantan en pie. La mayoría están semiderruídas o en vías de
desplomarse sin demasiada demora. Paradójicamente, los letreros indicadores de
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la carretera, en los que figura el nombre del pueblo, quizá sea lo que en mejor
estado se encuentre. Los hundidos tejados pajizos de tono gris, los amplios
vanos abiertos en los muros, la vegetación que crece asilvestrada e incontrolada
entre las piedras... son claros síntomas del abandono de una aldea importante en
el pasado, valiosa estación de paso para los peregrinos aventurados por estos
montes que contaban incluso con el apoyo de una Hospedería, hoy en ruinas.
Tengo entendido que hasta hace unos años, sólo permanecía en la aldea, como
única superviviente del desaparecido vecindario, una anciana y su viejo perro, un
enorme ejemplar de mastín leonés. La suerte que ambos hayan podido correr es
una de las tantas incógnitas que el Camino deja en la mente en el desarrollo de su
curso.
Ascenso al Monte Irago, Foncebadón (León) 6-IX-94. Abandonada la candidez orográfica de la
meseta castellana surge con fuerza la montaña tras Astorga, y ésta no sólo pide esfuerzo al viajero,
también sabe ofrecerle valiosos alicientes: bellos parajes y perfiles que adornan su visión y estimulan
su marcha. Ascendiendo la ladera oriental del Monte Irago aparece la abandonada aldea de
Foncebadón, anclada en el tiempo y en la memoria de la zona. Con pedaleo calmo y fluído Juan Fran
supera los límites del pueblo. Queda poco para el punto más elevado del Camino de Santiago en
España, prácticamente coincidiendo con la divisoria de las comarcas leonesas de la Maragatería, y el
Bierzo, la una con capital en Astorga, y la otra en Ponferrada..
Superado el pueblo, pronto aparece la famosa Cruz de Ferro, el lugar más
simbólico de la etapa, y uno de los puntos más emblemáticos de toda la Aventura
Jacobea. Aquí, muy próximo a la cota cumbre de la Ruta, se alza uno de los
monumentos más venerados por los peregrinos de todas las épocas. Sobre un
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montón inmenso de piedras arrojadas por ellos, por trabajadores bercianos y
gallegos, y por cualquier caminante de paso... descansa desafiando al tiempo y a
las ventiscas una austera cruz de hierro, tan simple como mágica, encaramada a
lo alto de un largo mástil de madera. Inspira una pequeña reflexión el hecho de
que tan sencilla y endeble obra goce de tanto acervo entre las gentes que buscan
Compostela, como es nuestro caso. Quizá sea porque, en el fondo, la
espiritualidad humana y la religiosidad del peregrino es como ella, humilde en
medios, parca en concepto, pero generosa, amplia, totalizadora en ambición y
objetivos. Así es este modesto crucero que busca el cielo en su afán de altura.
Como manda la tradición, arrojamos cada uno de nosotros una piedra a la
enorme base creada gota a gota, siglo a siglo, mirando hacia el oeste (meta del
viaje), concibiendo un deseo en la mente y de espaldas a la cruz. Así fue como
hicimos nuestra pequeña aportación a ese enorme lecho de oraciones y anhelos
petrificados sobre el que se alza la cruz, nuestra diminuta y humilde rúbrica en
la Historia del Camino.
"Cruz de Ferro", Monte Irago (León). 6-IX-94. Es muy difícil de describir lo que se siente al llegar a
la sencilla "Cruz de Hierro", que señala la cima del Monte Irago y también del Camino. Cierto rubor
epidérmico revela que algo importante recorre el espíritu. Algo especial como es este monumento
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simple y grandioso a la vez que descansa sobre una amplia base de piedras y rocas depositadas por
el caminante a lo largo de los años. El momento desata la imaginación, promueve la reflexión serena.
Una sensación de infinitud termina por hacerlo inolvidable... Unos minutos de paz interior antes de
arrojarse a los brazos del peligroso descenso que conduce a la gran olla del Bierzo.
Tras un breve y relajado paseo por la cuerda del Irago, que premió
nuestro esfuerzo con las majestuosas panorámicas de un sinfín de contornos
montañosos dorados por el mágico barniz del atardecer, iniciamos el endiablado
aunque seguro descenso a la gran olla del Bierzo. Manejando con destreza el
vehículo, y con generosidad los frenos, nada parece indicar que un ciclista
responsable haya de sufrir un percance bajando por pendientes tan
pronunciadas. Precisamente, antes de comenzar el descenso, un letrero
debidamente ubicado en una cuneta de la carretera se hacía eco de su
peligrosidad, recomendando máxima precaución a los ciclistas. En un abrir y
cerrar de ojos descendimos lo que con tanto esfuerzo y tiempo habíamos subido
en toda la jornada.
Descenso al Valle del Bierzo, desde el Monte Irago. 6-IX-94. Un letrero apostado junto a la
carretera pedía máxima precaución al peregrino ciclista. El fuerte desnivel conseguiría que un
pestañeo descendiéramos lo que tanto había costado subir. El matiz dorado de la caída de la tarde y
la altitud confieren a esta fotografía un evocador contenido. Acababa de comenzar el descenso hacia
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la comarca berciana.
Después de rebasar en pleno descenso pintorescos pueblecitos como
Manjarín (dotado de refugio de montaña) o El Acebo, pronto llegamos a
Molinaseca, enclave que daba por finalizada la espectacular bajada desde los
puertos leoneses, cumbres que hacen algo más que delimitar geográficamente
dos comarcas como la maragata y la berciana. Es también una separación
cultural, histórica, paisajística... El Bierzo es un inmenso valle perteneciente a
León, circundado por soberbias crestas montañosas que lo separan tanto de las
otras comarcas leonesas hermanas (de carácter y vocación castellana), como de
las gallegas, a las que es más afín culturalmente.
Esa sensación de diferencialidad se experimenta desde el primer
momento; ya en el descenso, el aire, que va ganando temperatura por segundos,
nos anuncia que comienza nuestra inmersión en el microclima berciano. Se
percibe también cuando se escucha hablar a un habitante de la zona, al apreciar
el matiz gallego de su acento, más claro a medida que vamos avanzando por la
comarca en dirección a Galicia... O en los típicos tejados de pizarra gris tan
comunes en las aldeas bercianas, y en muchas gallegas. Sin duda es un gran
cambio el que acusamos al abandonar la Maragatería y llegar al Bierzo. Pronto
nota el viajero que ha llegado a una región con acusada personalidad dentro de
Castilla, con la que sólo parece compartir el parentesco administrativo y político.
Después de una breve parada en Molinaseca para echar un trago de agua
con calma, desentumecer los músculos, y quitarnos algo de ropa de abrigo
sobrante tras el descenso, nos encaminamos con pedaleo resuelto a Ponferrada,
importante ciudad de tradición minera y rancia historia, en la que teníamos
pensado pasar la noche.
En Ponferrada, localidad que debe su nombre al puente de granito y
barandillas de hierro (Pons-ferrata) construído por el Obispo Osmundo en el
siglo XI para paso de peregrinos, buscamos el centro neurálgico en torno a la
zona del Ayuntamiento y sus calles más clásicas y conocidas, donde presumíamos
que nos sería más fácil dar con el Albergue de peregrinos. Efectivamente, éste
se encontraba a un paso, pero como era de nuevo emplazamiento y eran pocas las
personas que podían darnos referencias válidas, fue necesaria alguna que otra
vuelta estéril antes de localizarlo. Se trata de un viejo caserón rehabilitado para
cumplir lo más eficazmente posible la función de albergue (está en proyecto
seguir mejorándolo), y aunque humilde y nada ostentoso, acoge con dignidad al
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peregrino, poniéndole todo lo necesario al alcance. Lleva tan poco tiempo al
servicio del viajero jacobeo que ni siquiera aparecía en las hojas actualizadas
sobre Refugios de Castilla y León que nos entregaron los voluntarios de las
Juntas de Acampada.
Tras un gustoso paseo por el casco antiguo de la ciudad (que encontramos
alegre y vivaracha, sumida en su semana festiva), la cena y una reparadora
ducha, nos retiramos a descansar de las fatigas de la jornada. El día siguiente se
presumía tan duro o más que el anterior y era menester afrontar la etapa en las
mejores condiciones posibles.
MIÉRCOLES, 7-IX-94
9º Día: Ponferrada - Triacastela
Y por
por fin... Galicia
84.5 kilómetros recorridos
Tras abandonar el Refugio de Ponferrada a temprana hora, y depositar
nuestro donativo de rigor para su mantenimiento, nos dispusimos a buscar una
cafetería para desayunar.
La verdad es que la tarea resultó difícil, pues la jornada era festiva en la
capital berciana, y la búsqueda demasiado madrugadora; sólo encontramos un
establecimiento abierto al público, y en él coincidimos con otros tantos
peregrinos que como nosotros habían pasado la noche en el Albergue. Después
del desayuno visitamos el afamado castillo templario, de imponente empaque y
señorío a pesar del ruinoso estado en el que lo ha dejado el paso del tiempo.
Próximo al río Sil y al antiguo puente de peregrinos que lo salvaba, fue
construído como formidable bastión militar, entre los siglos XII y XIV, para ser
último reducto de la Orden del Temple en España. Todavía inspira respeto su
desafiante figura de torres y gruesas murallas, y nos devuelve brevemente a
aquella época de las primeras peregrinaciones, en que la Santa Ruta comenzaba a
vertebrar la España cristiana en torno a un mismo destino y a los saberes e
influencia procedentes de toda Europa.
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Castillo templario de Ponferrada. 7-IX-94. ¡Ya Ponferrada!... Cómo avanza el Camino, cómo caen
los kilómetros, y con cuánta intensidad se viven!... Ponferrada, industrial y minera, nos recibe con
hospitalidad. Junto al río Sil se alza el famoso y señorial castillo que ha dado renombre a la villa.
Preservando el tránsito de peregrinos por el puente, se asienta lo que fue último baluarte militar de la
Orden del Temple en España, construído en su mayor parte entre los siglos XII y XIV. Su interior da
muestra del frágil estado en el que lo ha sumido el paso del tiempo; precisamente la rampa que
asciendo lleva a la entrada principal y desde allí lo afirmado se advierte con toda su crudeza, al
comprobar como el cielo ejerce de techo, la maleza de suelo y el viento de único inquilino. Antes de
abandonar la ciudad quisimos rescatar su imagen para el recuerdo.
Terminada la visita al Castillo, y tras un rápido merodeo por el casco viejo,
emprendimos viaje a Villafranca del Bierzo por la carretera comarcal a
Cuatrovientos y Camponaraya, poblaciones de paso. Esta vez pusimos el máximo
cuidado en no equivocar la ruta, y solicitamos información sin reservas ni reparo.
La reanudación del Camino es confusa a la salida de Ponferrada y era
necesario no perder un tiempo precioso en inútiles tanteos para dar con la
dirección correcta. Al salir coincidimos con dos ciclistas, tan desorientados
como nosotros que, a fuerza de encontrarnos en el Camino, desde que pasaron su
primera noche en Villadangos, han terminado por convertirse en amigos. Son
madrileños, y para ellos el Camino de Santiago es más bien un pretexto para
pasar unos días de vacaciones en la costa gallega, que es lo que realmente les
interesa. Un trasfondo lúdico tan válido como cualquier otro para situarse en el
trazado de Ruta tan internacional. Resultan ser una pareja simpática y
deshinibida. Al que siempre va segundo le hemos bautizado con el alias de
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"Rubillo" (como es lógico, ése es el color de su media melena); delgado y de
rostro aniñado, llama la atención su estilo de pedaleo, siempre de pie y
constantemente "a botes". Es el más extrovertido, el "relaciones públicas" de la
pareja. El otro, aún no tiene mote. Siempre va marcando el ritmo, sin levantarse
del sillín, constante, serio, responsable en su papel. Hasta Santiago sospecho que
coincidiremos con ellos bastantes veces más...
A Villafranca el paseo fue agradable, de calentamiento, si bien,
especialmente tras Cacabelos, la dureza de algunos repechos nos obligó a
aumentar mucho la potencia de las pedaladas. El verde comienza a adueñarse del
paisaje, de las praderías y los campos de cultivo, viñedos y frutales, delatando
que viajamos a través de una zona fértil y rica. No es de extrañar que a lo largo
de la historia el Bierzo haya sido objeto de disputa en numerosas ocasiones,
comarca codiciada por unos y por otros.
La misma inercia de la llegada a Villafranca del Bierzo, en ligero descenso,
nos condujo a las puertas de la célebre iglesia románica de Santiago. Allí nos
fotografiamos junto a la famosa Puerta del Perdón, donde antiguamente quienes
no podían continuar la Ruta a Compostela, y así lo justificaban, recibían las
mismas indulgencias que si hubieran completado el viaje.
"Puerta de Santiago" Villafranca del Bierzo (León). 7-IX-94. A la entrada de Villafranca del Bierzo,
a la derecha, efectuamos la primera parada en la villa. Es ahí donde se alza la iglesia románica de
Santiago, cuya famosa "Puerta del Perdón" da a la vía que seguían los peregrinos. En ella se podían
obtener las mismas indulgencias que en Compostela, caso de que hubiera una razón justificada para
no continuar el viaje... Por cierto, se me viene a la memoria la simpatía de la turista inglesa que hizo
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posible que Juan Fran y yo apareciéramos juntos en esta fotografía.
Tras la visita al monumento, tomamos un café caliente en el refugioinvernadero que tiene al lado la familia Jato. La decoración y el estilo del local
gozan de honda personalidad; ambiente joven y desenfadado, con un halo
naturista y "folk" que conecta bien con nuestro espíritu nómada y aventurero.
Una parada típica en esta villa que fue fundada en la Antigüedad por francos y
monjes cluniacenses para acoger a los peregrinos que iban a Santiago, tras la
destrucción previa de la puebla vieja por parte de los musulmanes.
Recorrimos lentamente el interior del caserío de Villafranca, avanzando
con lentitud por sus hermosas calles, excepcionales cronistas de la historia del
lugar. La calle del Agua (una de las estampas urbanas más clásicas de la villa), los
blasones nobiliarios, o las casas solariegas con sus añejas portaladas son una
muestra viva de ello. Posteriormente almorzamos y nos entregamos a una grata
sobremesa en la plaza principal; conversando, comentando las incidencias de la
mañana, revisando mapas y planos, escribiendo postales a amigos y familiares, y
en definitiva, relajándonos para afrontar mejor una de las etapas más duras de
todo el recorrido: la durísima ascensión a los Altos del Cebreiro y el Poio.
Si importantes son las imágenes que graba la retina al llegar a un pueblo o
lugar de destino, las que sirven de despedida al abandonarlo no lo son menos a la
hora de conservar su recuerdo. Y la verdad es que conservo en la memoria una
preciosa salida de Villafranca, con el barniz dorado de la tarde en los sillares de
la Colegiata, reedificada en el siglo XVI sobre la antigua abadía benedictina, y
con los mágicos reflejos del sol sobre las bulliciosas aguas del río Burbia.
Hasta Vega de Valcarce la subida era suave y llevadera. El Camino,
siempre a la vera del río Valcarce (hermoso nombre cuyo origen refleja las
condiciones naturales del estrecho valle "encarcelado" por el que avanzamos)
comenzaba a estar presidido por una vegetación verde, fresca y exuberante,
adelantando en cierta manera la región gallega que aguardaba tras la montaña.
Tras rebasar Ruitelán, pintoresco pueblecito de la zona, comenzaban las
primeras rampas que daban inicio a la ascensión a Piedrafita y el Cebreiro. La
fatigosa subida castigaba el cuerpo más que por lo pronunciado de su desnivel,
por lo largo y constante de su pendiente. Superado el Alto, y rebasado con
emoción el cartel anunciador de la provincia lucense y la comunidad gallega,
tomamos un largo y necesario respiro en un merendero con fuente y bancos de
madera situado a las afueras de Piedrafita, junto a la carretera que continuaba a
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Triacastela. Todavía había que superar importantes escollos, como los altos del
Poio y San Roque, este último cumbre geográfica del Camino en tierras gallegas.
Antes de encararlos, nos detuvimos en El Cebreiro, donde decidimos
avituallarnos. La aldea es un precioso núcleo rural con famosa iglesia del siglo IX,
y sobre todo, con clásicas pallozas, reminiscencia viva de las ancestrales
costumbres conservadas por los gallegos. Son construcciones que entroncan con
el legado celta, de frágil aspecto y techumbre de paja en muchas ocasiones... que
asemejan en conjunto un viejo castro prehistórico.
El Cebreiro es una cumbre geográfica y mística en la Ruta. Sometido la
mayoría de las veces al incontestable influjo del tiempo desapacible; fuertes
nevadas, frías ventiscas, persistentes nieblas... superarlo en la Antigüedad
equivalía en importancia a hacerlo en los pasos pirenaicos de Roncesvalles o
Somport, el monte Irago, etc. Para los gallegos que peregrinan a Santiago éste
es el indiscutible punto de partida, para nosotros un hito fundamental en nuestra
experiencia jacobea. Llegar hasta aquí es ya motivo sobrado de orgullo y
entusiasmo. Con serena emoción contemplamos el imponente paisaje de
superpuestos perfiles montañosos que se pierden en el horizonte, las brañas,
pastizales y verdes praderías de Galicia, y reemprendemos agradecidos la
marcha.
Cima del Puerto de San Roque (Lugo) 7-IX-94. Los primeros kilómetros por
tierras gallegas insisten en no poner fácil la marcha al caminante y al ciclista. Tres
representativas puntas en el perfil, muy juntas unas de otras (los altos del Cebreiro, Poio
y San Roque), se manifiestan como los lugares más altos por los que discurre el Camino
en Galicia... Es una suerte afrontarlos en la misma divisoria con la provincia de León. En
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el último repecho, el alto de San Roque, el punto más elevado de los tres (aunque
bien podríamos considerar una unidad montañosa con tres crestas), una
espectacular escultura saluda al viajero, agradeciéndole el esfuerzo a la vez que le
resarce de él. Se trata de una gran figura que representa la clásica imagen de
peregrino a pie, ataviado con todos los elementos típicos, luchando contra ventiscas,
nevadas o cualquier otra inclemencia meteorológica que la imaginación permita
recrear. Llegar a ese punto ilusiona y confiere un peculiar toque infantil al estado de
ánimo, de ahí que quede en parte justificada la "monería" de la postura elegida para
la instantánea. A partir de ahí la Ruta hasta la costa supondrá un lento y paulatino
descenso en altitud, aunque no desaparecerán duras rampas y acusados esfuerzos
para lo que resta de aventura. Abajo aguarda Triacastela, fin de etapa.
Coronado el Alto del Poio y el de San Roque, un pronunciado descenso nos
situó en Triacastela, primer gran pueblo de Lugo que sale al paso y lugar ideal
para dar por finalizada la jornada, perfecto para "parada y fonda" podría
decirse. Tras la dureza del día, nos hubiera gustado disfrutar más del largo
descenso, pero un helado viento de frente y costado que atería los músculos y
resentía el cuerpo nos lo impidió, obligándonos a desear pronta la llegada a
Triacastela.
Tras comprar los alimentos que nos servirían de cena, encontramos el
Refugio, realmente magnífico. En una sala a modo de mirador, rodeado de
grandes ventanales con fantásticas vistas al bosquecito de la finca en que se
encontraba, y con un sugestivo resplandor dorado inundando la estancia,
adelantamos las primeras líneas del resumen de la jornada para nuestro diario. Y
tras la ducha, el esperado descanso.
A eso de las diez y cuarto nos encontrábamos ya acostados, a punto para
conciliar el sueño.
Toda Galicia espera... mágica región de leyendas, meigas, "conxuros".
Poderoso imán de peregrinos. Su sinfonía de verde, agua, naturaleza... nos
aguarda en toda su magnitud. Me recuerda a Cantabria. El aire, el paisaje, las
sensaciones... intuyo que voy a sentirme como en casa en esta tierra.
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Albergue de peregrinos de Triacastela (Lugo) 7-IX-94. Tras una extenuante etapa como la que
acabábamos de concluir, encontrarnos con el acogedor Albergue de Triacastela fue justo pago a los
sudores del día: cómodas habitaciones con literas, amplios vestuarios y duchas, abundante
luminosidad y un coqueto emplazamiento natural, frondoso y ajardinado, me permiten recordar este
Refugio como uno de los mejores de la Ruta. Algo de todo esto debe desprenderse de la fotografía,
efectuada en una especie de sala de estar o recibidor, que hace las veces de mirador. En ella se nos
puede observar anotando las impresiones de la jornada en el diario de viaje, en medio de la
abundante claridad del sol de la tarde, totalmente engañosa por otra parte, porque todas las
predicciones pronosticaban un inminente cambio de tiempo para las próximas horas.
JUEVES, 8-IX-94
10º Día: Triacastela - Melide
Crece al ánimo, aumentan las pulsaciones
90.8 Kilómetros recorridos
El día nos recibió con la mañana más fría y húmeda de todo el Viaje, hasta
el presente. Sin duda, Galicia comenzaba a responder a las expectativas
meteorológicas de ese clásico tópico que ha venido en designar a esa parte de
España como "verde".
Tras un desayuno abundante, y sobre todo caliente (primera condición
impuesta por el organismo), partimos con un aire gélido de cara y con el cuerpo,
especialmente las articulaciones, destemplado y agarrotado por la quietud.
Afrontamos las primeras pedaladas con la esperanza de que el ejercicio
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paulatino y continuado fuera haciéndonos entrar poco a poco en calor.
Nuestra intención era recorrer los primeros veinte kilómetros a Sarriá
con calma. Aunque los mapas y planos nos anunciaban un perfil con constantes
subidas y bajadas, con tendencia a ir perdiendo metros progresivamente, era
aconsejable iniciar la etapa con un adecuado proceso de calentamiento y
adaptación.
A la salida de Triacastela teníamos dos opciones, la carretera (por Samos)
y el camino, por San Xil y Lousada, que es la variante más dura y silvestre
aunque, con buen tiempo, no dudo de que también la más bella. Debe ser una
delicia atravesar a pie estas comarcas, fieles exponentes de la región gallega,
entre el perfume intenso del pasto ensilado, el rebaño indiferente al caminante,
el hórreo, y los libres sonidos de la naturaleza que viven en los pueblos. Pero las
pistas y caminos forestales ("corredoiras", que llaman los gallegos) atraviesan
zonas muy complicadas para recorrerlas en bicicleta. Son caminos que con tiempo
húmedo y lluvioso pueden llegar a convertirse en una auténtica penitencia de
barro y agua; preciosas veredas sobre el alfombrado natural de verde y
hojarasca típico de los bosques del norte, de esa Galicia rural de "campo a
través", pero más aptas para pezuña de animal y bota de caminante que para
rodada de bicicleta. Nuestra máquina aquí, aun siendo todo terreno, está en
clara desventaja. La elección del asfalto parece pues justificada.
Pronto llegamos al Monasterio de Samos, de admirable construcción y
distinguida fachada. Atravesamos la zona entre turistas de viaje organizado y
continuamos a Sarriá. El paso por esta ciudad fue rápido; quedaban veinticuatro
kilómetros a Portomarín, y deseábamos almorzar allí. El trayecto hasta ese
pueblo, trasladado colina arriba unos cuantos metros tras ser anegado su
emplazamiento original por las aguas del Embalse de Belesar, fue muy duro.
El relieve, con persistentes repechos y descensos ("rompepiernas", que
dirían los entendidos del ciclismo), castigaba de lo lindo. Algunos metros de
rampa bien podrían adscribirse a puertos de primera categoría.
Tras Paradela, donde hicimos un alto para descansar y comprar las
provisiones del almuerzo, nos lanzamos al encuentro con Portomarín, que quedaba
en un valle, en el profundo tajo creado por las aguas del Miño, reconvertido en el
Embalse de Belesar. La primera imagen que graba la retina, desde lo alto del
mirador que da inicio al descenso, pasa por ser una de las más bellas postales del
día. Esa elevada posición da idea de lo que vendría luego: tendríamos que
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ascender un buen trecho luego para poder salir de allí, aproximadamente
cuatrocientos metros de altitud en unos doce kilómetros de trayecto.
Las aguas del embalse sumergieron la antigua villa, y buena parte de sus
restos son profanados en ocasiones por la brisa y la mirada del hombre cuando
desciende su nivel. En cualquier caso, el nuevo y blanco pueblo de Portomarín
dispensa un acogedor recibimiento al peregrino como siempre ha hecho, antaño
en lo hondo del valle, y ahora ladera arriba.
Tras Ventas de Narón el recorrido se dulcificó, si bien la eterna historia
rutera de Galicia, de subir colinas y bajar a los pueblos, se mantendría. Después
de Ventas optamos por seguir el Camino tradicional a través de una tranquila
carretera comarcal que enlazaba bellos enclaves rurales de la Galicia profunda:
Ligonde, Eirexe, Portos, Lestedo... Sin duda, el paseo más gratificante de la
jornada. Tras acceder nuevamente a la carretera nacional llegamos en poco
tiempo a Palas do Rei, en principio destino final del día, pero al sentirnos
estimulados y animados, y al haber aún suficiente luz en el ambiente, preferimos
concluir la jornada en Mellide, primer gran núcleo urbano de la provincia de La
Coruña.
Portos (Lugo) 8-IX-94. Las solitarias carreteras comarcales de la Galicia rural, siempre que el tiempo
acompañe, son el escenario perfecto para un entrañable paseo. La foto revela claramente el cambio
medioambiental que ha sufrido el paisaje en el Camino; la verde humedad de Galicia me devuelve
imaginariamente a mis queridos decorados de Cantabria, y me hace sentir muy a gusto avanzando
lentamente a través de ella. La semiabandonada aldea de Portos es uno de los pueblos que surge en
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el trayecto que va de Portomarín a Palas do Rei. He aquí la instantánea que recoge el momento en
que dejamos atrás su bucólico caserío de piedra enmohecido por el tiempo y las interminables
lloviznas.
El Albergue en Mellide, como en los principales pueblos y ciudades de Galicia,
no carece de nada. Bien cuidado, acogedor, confortable (además es nuevo,
inaugurado para el año santo jacobeo de 1993) permite aseo, cocina y descanso
seguro. Además de tres cocinas, numerosas literas con luz individual o dos enormes
cuartos de baño con duchas tiene, caso original en toda la Ruta, habitáculos para
caballerizas.
De noche, antes de acostarnos, una última mirada al exterior nos anunció un
apreciable cambio en el tiempo; un notable aumento de la humedad ambiente, y un
repentino enfriamiento otoñal... ¿Qué pasaría al día siguiente, último de la
andadura?, ¿Llovería por primera vez en toda la Ruta?, ¿contribuiría el tiempo,
irreprochable aliado hasta el momento, a redondear con su benéfica influencia el
último capítulo de nuestra experiencia?... Tendríamos que esperar al amanecer para
comprobarlo.
VIERNES, 9-IX-94
11º Día: Melide - Santiago
El gran ocaso... El final de la escapada
54 kilómetros recorridos
Y amaneció el día esperado. Y comprobamos lo que el tiempo quiso
depararnos… ¡vaya que si lo comprobamos!... El último día, postrer escalón de
nuestra experiencia, nos ofrecería -tanto en lo meteorológico como en lo
vivencial- intensas emociones aún no sentidas.
Nada más levantarnos de las cómodas literas del refugio de Mellide, una
rápida ojeada al mundo exterior a través de la ventana nos situó ante un
ambiente inequívocamente otoñal. Un cielo plomizo, encapotado, y una
temperatura excesivamente fresca permitía augurar un posible aguacero, de
intensidad insospechada, para nuestro último día de marcha.
Mientras desayunábamos comprobamos como una fina y delicada lluvia, que
en algunas partes llaman "chirimiri" y que aquí han venido en bautizar con el
sugerente nombre de "orballo", comenzaba a envolverlo todo. Y ya no nos
abandonaría en lo que quedaba de viaje (unos cincuenta y cuatro kilómetros), ni
de estancia en tierras gallegas. La clásica estampa de la Galicia embozada en
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abundantes ropajes de verde y lluvia se aparecía ante nosotros en toda su
dimensión.
A las afueras de Mellide el ritmo de descarga de las grávidas nubes había
aumentado apreciablemente, y fue necesario hacer el primer alto para
incorporar a la indumentaria la "impermeable" ayuda de nuestros chubasqueros,
apostados hasta el momento en el fondo de las alforjas, en el banquillo de las
prendas suplentes esperando su oportunidad.
Unos kilómetros más adelante, subido y bajado algún suave tobogán de los
que caracterizan el perfil de esta etapa, estábamos ya completamente
empapados. Pequeños huecos abiertos en nuestra ropa a la intemperie, por otra
parte inevitables, permitían que el agua entrara a raudales. Pero no importaba.
Nada de esto podía importar ya. Habíamos andado muchos kilómetros para
arribar a los aledaños del ansiado Santiago como para abandonar ahora. Ni la
peor de las nevadas se hubiera interpuesto entre nosotros y Compostela.
Pasado Arzúa, sin llegar a Rúa, ocurrió la gran anécdota del día, y casi que
de todo el viaje. Hoy, precisamente hoy, una avería mecánica, un accidente, iba a
"aguar" aún más la fiesta, la gran traca final (dicho lo de "aguar" en su sentido
más irónico y literalmente figurado).
Este tipo de situaciones -dicho sea de paso- nos habían profesado hasta el
momento un gran respeto. Salvo mi lejano pinchazo en la llanura castellana y las
superadas complicaciones que tuvo mi compañero en un principio con sus alforjas,
no había habido más que reseñar en este capítulo. Pero ahora, al igual que el
tiempo, que había decidido romper su tónica habitual abandonando la veraniega
candidez de días precedentes, la rueda trasera de la bici de Juan Fran estalló
por rotura de cubierta, y se desinfló en segundos. Parecía demostrarse así que
el molesto contratiempo de las averías mecánicas quería sumarse con el mayor
protagonismo posible al rico y variado paisaje de nuestra aventura.
Bajo la inflexible lluvia, en el arcén de la carretera, a unos siete
kilómetros del pueblo más cercano... ¿qué podíamos hacer?.... Juan Fran seguiría
caminando; yo me adelantaría para ganar tiempo y buscar ayuda. Antes de
continuar el pedaleo descubrí que estábamos muy cerca de un núcleo rural.
Decidí entonces acercarme hasta allí para recabar información sobre las
opciones más adecuadas. Decisión que fue la clave de una situación totalmente
afortunada para nosotros; la casualidad nos brindaría una impagable ofrenda; el
destino, un guiño cómplice.
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La única persona localizable (y localizada) en ese momento en el pueblo se
llamaba José, un gallego generoso y altruista al que no importó perder buena
parte de su tiempo matutino de trabajo en devolvernos a Arzúa con su furgoneta
(era el pueblo más cercano en el que podíamos disponer de taller de
reparaciones), acompañarnos todo el tiempo necesario y luego, con nosotros y
con las bicis embutidas en el escaso espacio disponible del vehículo, proseguir
viaje a Arca. Allí nos dejó de nuestra mano a petición propia, no sin antes
ofrecerse a llevarnos al mismo corazón de Santiago de Compostela, lujo que,
evidentemente, no podíamos permitirnos. José es uno de los mejores recuerdos
que me llevo de la mágica región gallega... El estereotipo de paisano gallego,
reservado, encerrado en sí mismo, receloso, desconfiado por naturaleza... quedó
hecho mil añicos tras conocer a este buen hombre, y comprobar su trato hacia
nosotros. Nos cargó con nuestras bicis en su vehículo, nos acompañó y no
permitió que nos quedáramos solos hasta estar seguro de que todos nuestros
problemas se habían resuelto.
Una genial coincidencia hizo que José conociera Torrelavega por haber
residido una temporada allí diecinueve años antes, y por tener con esta ciudad la mía- importantes vínculos afectivos. En ella vive un hermano y a ella realiza
visitas de vez en cuando. Toda una pirueta del destino y la casualidad...
La llegada a nuestro destino entre tráfico denso, pavimento levantado por
obras, incesante pedaleo "pasado por agua"... no fue todo lo idílica que cupiera
esperar para la etapa más importante del viaje.
Pero no importaba.
La meta estaba a un paso, a tiro de piedra, y el sentimiento de que todo
había tenido sentido, de que todo había valido la pena, era más fuerte que
cualquier otra circunstancia. A estas alturas el corazón latía a fuerte ritmo, más
que por la intensidad del esfuerzo físico, por la emoción de presentir cerca el
final de la Aventura.
En estos kilómetros finales tuvimos que prescindir del siempre grato
contacto con la naturaleza, los encantadores senderos que se abren paso entre
la floresta y el paisaje siempre verde de Galicia... caminos dibujados, sobre todo,
para el pie del andante y no para la rueda de nuestra servicial bicicleta. Al menos
con el tiempo que nos recibió y acompañó en tierras gallegas. Es de suponer que
con tiempo seco y soleado el paseo sobre dos ruedas por tan bello marco natural
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ha de ser siempre una gratificante experiencia.
El último repecho del viaje, el legendario Monte del Gozo, donde cuentan
las crónicas que los peregrinos avistaban por primera vez las elevadas torres
catedralicias de Compostela y celebraban el evento entre saltos de algarabía,
lágrimas, cánticos, loas y emoción incontenible... (de ahí el nombre de "Gozo") no
pudo suponer para nuestros cuerpos ateridos por la humedad aquella ensoñadora
experiencia de tan lejanos antecesores. El moderno empuje del urbanismo
compostelano ya ha alcanzado de pleno las laderas de este último altozano:
hostales, restaurantes, autobuses... se agolpan en poco espacio. Es el precio de la
Contemporaneidad...
Leyendo esos pretendidos señuelos de los letreros que invitan a entrar a
esta o aquella cafetería, para sentirse así como un "verdadero jacobita" ante el
Obradoiro gracias a la "milagrosa" degustación de un trozo de empanada y un
caldo gallego... o viendo a todos los que emprenden rumbo a pie a Santiago tras
descender de los autobuses que les permiten empezar la Ruta desde esta mítica
plaza... uno no puede evitar sentirse (calado hasta los huesos, y con tantos
kilómetros de Camino en las piernas) como un auténtico peregrino. Es entonces
cuando se percibe como una errática ola de orgullo rompe en el alma...
En un suspiro nos presentamos ante las puertas de la gran Ciudad del
Apóstol, y tomamos una empedrada calle que da inicio al itinerario histórico
seguido por los peregrinos. Pero la emoción de la llegada no debía impedir que se
extremaran las precauciones sobre la bicicleta; el piso estaba muy resbaladizo,
producto del inagotable "orvallo", y no era cuestión "ver tierra" a estas alturas,
tras habernos librado hasta el momento de toda caída. Precisamente, al llegar a
un peligroso cruce, comprobamos "in situ" lo justificado de este temor al
presenciar como un mensajero motorista perdía el control de la máquina en una
curva y caía al firme mojado. Afortunadamente para él se trató de un pequeño
"gaje del oficio" disfrazado de accidente leve, y no hubo nada que lamentar.
El recorrido urbano por Santiago fue lo más atractivo de esta etapa. Se
ha respetado el tradicional espíritu jacobeo en el trazado que guía al peregrino a
la Catedral y al casco histórico. Y ese respeto, digno de encomio, es siempre de
agradecer en toda ciudad que, como este caso, no puede dejar de mirar su
presente sin olvidar su vocación de futuro. Sin duda ha sabido valorar y mimar la
generosa herencia que su propia historia la ha confiado desde el momento mismo
de su creación como villa. No hay que olvidar que ya en en el siglo XII, Aymeric
Picaud en el libro V de su famoso Códice Calixtino, designado por alguien como "la
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primera Guía turística Europea", la homenajeaba así: "Compostela, la
excelentísima ciudad del Apóstol, posee toda suerte de encantos y tiene en su
custodia los preciosos restos mortales de Santiago, por lo que se la considera
justamente la más feliz y excelsa de todas las ciudades de España".
A velocidad de caminante fuimos saboreando el trayecto peregrino hasta
la Catedral.
Avanzamos sobre la piedra mojada, sobre millones de pisadas que con un
objetivo similar al nuestro descansan en el tiempo, sobre un sinfín de sueños
grabados en el pétreo ropaje compostelano, entre un barullo no disimulado de
impresiones y sensaciones... Así hasta la llegada al Obradoiro, la inmortal plaza
que se abre a la fachada más virtuosa de la Catedral, esto es, ante su parte más
vistosa y engalanada.
Es difícil describir lo que se experimenta ante ese festín de insólita
belleza para la mirada. Se empequeñece el alma ante la artística grandeza de su
contemplación. Como dos turistas más saciamos nuestra sed de perspectivas y
sensaciones recorriendo parsimoniosamente la plaza con la bici de la mano,
rindiendo honores humildemente a uno de los Monumentos más celebrados de la
Cristiandad.
Sí. Habíamos llegado... El objetivo estaba cumplido, la meta se alzaba
imponente ante nosotros. Allí, aún protegidos con los eficientes impermeables,
nos retratamos para el recuerdo, tal vez persiguiendo retener para siempre la
imagen más querida de toda la Ruta...
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Catedral de Santiago de Compostela, Fachada del Obradoiro". 9-IX-94. He aquí la Foto. La
Imagen. El momento más deseado del Viaje. El encuentro con la fachada de la catedral de Santiago
en la inmortal Plaza del Obradoiro... El aguacero que nos esperaba en las últimas horas de la
aventura no hizo sino añadir contenido a una experiencia ya de por sí variada y polícroma. Así,
protegidos por los impermeables que llevábamos en las alforjas por si era necesario
su concurso, nos retratamos. Pero el resultado del disparo fotográfico no fue todo lo
apetecible que deseábamos para instante tan emblemático (la luz y la cámara
pueden otra vez servir de explicación). El barroco encaje de la fachada de la
catedral resplandecía ante nuestros ojos entre el "orballo", la lluvia suave e intensa
propia de estas latitudes, y nos resarcía del esfuerzo invertido para conseguir llegar
hasta ella. Por detrás, diez días de nuestras biografías intensamente vividos.
Quedaban ya pocas palabras que desgranar a nuestra “novela de
aventuras”.
En la Oficina del Peregrino, próxima a la Catedral, nos extendieron la
ansiada "Compostela", documento que, como en la Antigüedad, acredita la
veracidad de nuestra peregrinación (aparece al final de estas páginas). Costó dar
con su puerta, dada la ausencia de carteles o letreros indicadores. Y es que, por
lo visto (como lamentaban un grupito de peregrinas andaluzas que también
andaban en su busca), ni estamos en año santo jacobeo, ni es ésta temporada alta
vacacional, que es cuando más interés existe en hacerla fácilmente localizable al
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enjambre de turistas y peregrinos que merodean por los alrededores del
entorno catedralicio.
En otra Oficina próxima, la de Turismo, nos pusieron al día sobre
hospederías y alojamientos, así como sobre las opciones de viaje más prácticas
para emprender el retorno a casa. En cuanto a lo primero, resultó que la mejor
alternativa era acudir al Seminario Menor, convertido en Albergue de
peregrinos. Por el módico precio de trescientas pesetas pudimos así asegurarnos
buen cobijo, ducha caliente, ropa seca, y un reparador descanso. Por cierto, se
permitía la estancia por tres días. Todo un lujo...
Luego, con las bicicletas (cumplida con creces su misión) descansando en
una vieja sala del Seminario reservada a trastos, enseres fuera de uso, y algún
gran piano retirado del oficio; totalmente renovados en lo espiritual y en lo
físico, nos dirigimos al centro de la ciudad, a los dominios naturales de la
catedral y de la historia compostelana.
Son contornos y rincones llenos de lírico encanto, de poético embrujo. La
piedra brillante a la tenue luz de las farolas en la Rua de Vilar o la Azabachería...
El halo de romanticismo que envuelve las plazas de Dos Caballos o Dos Mortos
(no sé dónde he leído la acertadísima impresión de que la luna parece pensada
para estos lugares). Toda la sensibilidad e inspiración humana posible convertida
en piedra para albergar los restos del Apóstol "Sant Yago". El grato e intenso
paseo por calles concebidas para el constante ir y venir de peatones, atiborradas
de comercios de regalos, tascas y tabernas que aspiran a recuperar con su
imagen el espíritu de antaño... Todo fue el digno colofón que nuestra experiencia
demandaba.
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Catedral de Santiago, Puerta de Platerías. 10-IX-94. Una de las cuatro plazas que se abren en
corola en torno a la catedral es la tradicionalmente llamada de Platerías, junto a la Torre del Reloj,
llamada así por el edificio plateresco que cierra el claustro y en cuya parte baja se alojaban los
plateros. Aunque todas tienen una personalidad propia que las hace especiales (la del Obradoiro, la
Quintana, la Azabachería...) ésta tiene la suerte de mostrar al visitante la fachada y vía de acceso
más antigua de todo el conjunto arquitectónico. La sinfonía de granito y la belleza cautiva en la piedra
humedecida por la lluvia dan al rincón esa rúbrica tan típicamente santiaguesa. Ha escampado y ya
es posible prescindir de la siempre molesta caperuza del impermeable. Ya se puede admirar con
mayor comodidad el entorno entre el amplio público que suele darse cita en el lugar para parecidos
menesteres. Dentro de la infinita variedad, algo común nos une a todos.
Al día siguiente accedimos por primera vez al interior de la Catedral. Lo
hicimos por la entrada más antigua, la románica de Platerías. Una vez dentro
recorrimos con estudiada lentitud y sincero deleite las naves del gran templo,
contemplando las maravillas artísticas que cobija en su seno y rememorando
antiquísimas tradiciones con nuestros gestos. Por ejemplo, en el inefable Pórtico
de la Gloria, genial e inmortal acogida de Dios y Santiago a fieles y peregrinos
esculpida por el Maestro Mateo en el siglo XII, colocamos la mano en una de sus
columnas, sobre el mármol reblandecido por innumerables huellas como la
nuestra, mientras formulamos mentalmente un deseo. También extendimos
ritualmente el brazo al torso del Apóstol en el Altar Mayor. Tampoco faltó algún
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pequeño coscorrón al "Santo dos croques", supuesto autorretrato escultórico del
Maestro Mateo. Al parecer, el contacto de la cabeza de los fieles con la otra de
piedra, de pelo alborotado, y cara redonda y juvenil, recrea el atávico deseo de
los creyentes de recibir algo de la sabiduría de su artífice. En fin... todavía es
pronto para esperar resultados. Ojalá haya suerte.
A las doce del mediodía comenzó la misa de peregrinos, hecho que
celebramos especialmente pues nos permitió asistir en vivo al tradicional
lanzamiento del "Botafumeiro", rey de los incensarios. Así, vibramos con el oficio
y buen hacer de los "tiraboleiros" (deliciosa y musical palabra tomada de la
lengua "galega"), encargados de elevarlo en impresionante recorrido pendular a
lo largo (y alto) de la nave transversal. Es todo un alarde de pericia y
espiritualidad, no exento de espectáculo, aderezado por cientos de fogonazos de
flashes "inasequibles al desaliento", que diría un cronista deportivo.
Asidos al cabo de una cuerda, dotada con extremos individuales para cada
lanzador, su impulso propiciará que el gran Botafumeiro vaya progresivamente
ganando en velocidad y altura, para terminar convirtiéndose en un relámpago de
plata que deja tras de sí un rastro de humo blanco, dispersos jirones de nube
que como suspiros de incienso se adueñan de la atmósfera del templo. Hoy día,
como es lógico, el acto se ha visto desprovisto de los viejos motivos que
aconsejaron su utilización en el pasado. Entonces, a la religiosa metáfora del
incienso que eleva a Dios la fe de los creyentes, se unía el deseo no escondido de
combatir los malolientes efluvios de la muchedumbre sudorosa, de aquellas
masas de peregrinos llegados desde todos los puntos y hacinados en el limitado
recinto del santuario.
Tras la impactante exhibición de los "tiraboleiros", descendimos a la
Cripta santa por las escalinatas de mármol blanco erosionadas por millones de
pisadas a lo largo del tiempo. Éste es uno de los momentos cumbre de la
Aventura jacobea. Allí, frente a la rutilante arca de plata donde reposan los
supuestos restos del apóstol, en la intimidad espiritual del recogimiento interno,
es donde realmente se da por finalizada la peregrinación (y no es necesaria la
soledad para esa reflexión, de hecho es difícil encontrar este santo lugar vacío)
Nosotros pasamos unos minutos en silencio, curiosamente sin más visita
que la nuestra, y la más fugaz de dos sacerdotes que acudieron a encomendarse
antes del oficio religioso.
Ese mismo día, a las tres y media de la tarde abandoné en autobús, como
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un visitante más, la gran ciudad compostelana a la que llegué en bicicleta, y como
peregrino, una lluviosa tarde de septiembre.
Tras la consabida compra de detalles para los allegados, el suculento
almuerzo a base de empanada de berberechos regada con buen caldo, y los
últimos preparativos y retoques al equipaje, me despedí con un cómplice "hasta
pronto", un fuerte abrazo y un sincero apretón de manos a mi compañero de
fatigas, para luego emprender veloz la huída hacia la Estación de autobuses. Y
aunque andaba muy justo de tiempo, todavía pude intercambiar en la salida unas
breves palabras de despedida con el simpático celador del Seminario y con los
colegas ciclistas de Madrid de los que ya hablé en algún capítulo anterior.
Me esperaban unas doce horas de cansino viaje en autobús, por los bellos
paisajes norteños y la atormentada orografía que atraviesa la carretera que une
Galicia y Cantabria por la costa.
Mi experiencia como peregrino, desde el mismo momento en que dejé de
avistar las últimas viviendas de Santiago a través de la ventanilla del autobús,
pasaba a ocupar un lugar privilegiado en el Olimpo de mi memoria, y de mis
recuerdos.
Fin
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Cripta santa de la Catedral de Santiago. 10-IX-94. Una vieja ley no escrita del Camino adjetiva de
"incompleta" toda peregrinación que no finalice ante los restos del Apóstol, celosamente guardados
en resplandeciente urna de plata adornada con magistral labra... Se agolpan las historias y leyendas
en la Cripta Santa, en torno a la falsedad o autenticidad de los restos óseos atribuídos a Santiago. Un
aire de misterio envuelve la estancia. Es el momento de recordar aquel pasaje leído en la novela "El
Peregrino" de Jesús Torbado; en él un viejo médico árabe allá por el siglo XI tras analizar los huesos
del Apóstol dictamina un origen variado e incierto: unos de varón joven, otros de varón anciano, otros
de mujer, algunos de animal... Pero la luz del hallazgo médico-forense, literariamente recreado por
Torbado, debía ser eclipsada por la de la conveniencia religiosa y social del momento. Una versión
novelesca a una inquietud suscitada desde antiguo. De todas formas, poco o nada importa el origen
real del contenido del arca santa. Auténticos o falsos los restos, uno se siente ante la meta final del
largo viaje, ante el sentido último de una aventura que ha movido a millones de personas desde hace
mucho tiempo. Por lo tanto, la realidad vive en la fe y en la imaginación de todo el que logra llegar
hasta la Cripta. Y esa es la única verdad que al corazón importa. Por cierto, aunque encontrar
despejado de público este sacro lugar es difícil, por la relevancia del lugar, el hecho es que nosotros,
quizá por las fechas elegidas, la hora, o el momento... disfrutamos en soledad de un rato de
entrañable recuerdo. Esta es la postal más representativa del final de la aventura. A partir de ahora, a
pensar en el viaje de vuelta, y en ordenar el maremágnum de impresiones y sensaciones obtenidas
tras el viaje. ¡Qué fantástico cometido!.
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Epílogo
Una lluvia constante, aunque no intensa, se encargó de despedirme de la
ciudad, como también había sido encargada de recibirme y acompañarme durante
buena parte de mi estancia en ella. En algún lugar he oído que Santiago de
Compostela hay que conocerla en otoño, con algo de lluvia que refresque el ambiente
y la atmósfera para llevarse su imagen más auténtica. Y, sinceramente, creo que es
cierto. Porque la ciudad, al menos la parte donde late su corazón histórico, ese pulso
medieval no del todo extinguido, parece sugerir más contenidos bajo el nostálgico
influjo del "orballo" amigo que da personalidad a Galicia, bajo el halo envolvente del
débil aguacero otoñal (sólo que el nuestro aún pertenecía, por exigencias de
calendario, al verano tardío)
Perderse. Deambular sin rumbo fijo por las calles. Ésa es la receta ideal para
empaparse del espíritu santiagués. Olvidarse de itinerarios premeditados, prisas,
sofisticaciones... El distinguido entramado de rondas que respira su sueño de siglos
en solidaria y permanente vecindad con esa preciada plegaria de granito que es la
catedral, invita al paseo entrañable, sensibiliza el oído a los ecos grabados por los
arcanos del pasado en cada piedra, abre los ojos a ensoñaciones visuales de todo
tiempo, prepara el espíritu a la degustación pausada e intensa de sabores
olvidados... Y así, entre el tumulto o la quietud, el ruido o el silencio, cada calle es un
escenario ideal para convivir unos segundos con peregrinos desharrapados, pillos
impenitentes, fieles devotos, embaucadores, vendedores de reliquias, artesanos de
azabache y pedrería, tasqueros, mercaderes, diáconos, o humildes representantes
del pueblo llano curtidos en el arte de vivir... Todo en un animado microcosmos
medieval provisionalmente conquistado por la imaginación. Entonces, la ciudad se
convierte en aldea, las pequeñas distancias del presente en mundos por descubrir,
el tiempo huye...
Y continuamos la singladura compostelana. Los dedos visitan con frecuencia
los bolsillos, los pies cruzan sin timidez umbrales amigos de cálidas tasquillas donde
en dulce remanso de barro descansa el afamado vino-caldo, y donde paladar y olfato
celebran la familiar cercanía de sabores caseros... fogones de cariño, alacena llena,
recuerdos de huerta y horno, caricias de sal y azúcar, besos de café humeante y
chocolate con churros. El alma tiene una cita secreta con el sentimiento en cada
plaza, en cada esquina... en cada isla de luz derramada por las trasnochadoras
farolas de Santiago.
La gran aldea compostelana de antaño (al uso, preciosa fábula peregrina) ha
extendido su honda personalidad a la gran urbe contemporánea, y Santiago,
especialmente los confines que elevan al cielo las torres de su catedral, convertido
en inmenso cofre de granito enseñoreado por el tiempo, es el destino soñado y
presagiado por todo aventurero que busca la meta de su viaje.
Saciada nuestra sed de aventura, de búsqueda interior y conocimiento
exterior, fortalecido el cuerpo, ensanchado el espíritu, convencidos de haber
completado un reto y haber dado vida a una ilusión... el tiempo nos obliga a romper
nuestro temporal maridaje con Compostela, y la abandonamos entre los buenos
recuerdos y el buen sabor que deja conocerla.
La única noche, ante la majestuosa estampa barroca del Obradoiro, recordé
por última vez aquellos viejos versos releídos cien veces en un viejo libro, cuya
lectura contribuyó a acrecentar mi interés por la ruta jacobea:
"Porque también la piedra, si hay estrellas, vuela,
Sobre la noche biselada y fría,
Creced, mellizos lirios de osadía.
Creced, pujad... Torres de Compostela"
Miro al cielo cubierto, con un brillo anaranjado fruto del resplandor del sinfín
de luces artificiales que pueblan la noche compostelana. Sonrío con complicidad. Ahí
arriba, invisible a los ojos, ese reguero de estrellas titilantes, camino celeste
homónimo del nuestro, debe estar señalando el final de la Ruta, como también
señala desde hace siglos su desarrollo.
Siento que me habla la magia de lo esencial, ese mar de contenidos que inunda
el corazón y los ojos del alma. Trato de esbozar un mensaje con sentido en la
mente, pero sólo hay tiempo para ese silencio, suave y envolvente, que ciertos
sentimientos olvidan en ti tras visitarte, y rozarte las mejillas sus alas al
despedirse.
Hasta siempre, Camino.
Julio Moral González
Índice
-
El Camino de Santiago. Un poco de Historia
2
-
Pórtico. El origen de una idea
6
-
Relatos Peregrinos. Propósito de un diario de viaje
11
-
La ilusión.
12
-
En la antesala de la Senda Interior. Pamplona - Roncesvalles (Navarra)
14
-
El inicio... Realidad aquel futuro. Roncesvalles - Puente la Reina (Navarra)
17
-
La Rioja sale al paso. Puente la Reina - Navarrete (La Rioja)
25
-
Hacia la Castilla desamueblada. Navarrete - Villafranca Mtes. de Oca (Burgos) 32
-
Ganando confianza. Villafranca Montes de Oca - Castrojeriz (Burgos)
37
-
"Tú me levantas, tierra de Castilla, en la rugosa palma de tu mano".
Castrojeriz - Villambroz (Palencia)
44
Tierra, silencio, asfalto, ruido... Cara y cruz en la gran provincia de León.
Villambroz - Villadangos (León)
51
-
El Camino toca techo. Villadangos - Ponferrada (León)
56
-
Por fin... Galicia. Ponferrada - Triacastela (Lugo)
65
-
Crece el ánimo, aumentan las pulsaciones. Triacastela - Melide (La Coruña)
71
-
El gran ocaso... El final de la escapada. Melide - Santiago (La Coruña)
74
-
Epílogo
85
-
FOTOGRAFÍAS Y GRÁFICOS
-
Gráfico del recorrido a seguir
12
-
Pamplona.
15
-
Afueras de Espinal (Navarra), en la dirección de Pamplona a Roncesvalles
17
-
Entrada de la Colegiata de Roncesvalles (Navarra).
19
-
Rollo de peregrinos en el tramo Roncesvalles - Burguete (Navarra).
20
-
Sierra del Perdón (Navarra).
22
-
Cruce de las rutas de Jaca y Somport con la de Roncesvalles (Navarra).
23
-
Puente medieval de Puente la Reina (Navarra).
26
-
Calzada romana de Cirauqui (Navarra).
27
-
Estella (Navarra).
28
-
"Fuente de vino" de Irache (Navarra).
29
-
Noche en Navarrete (La Rioja).
31
-
Monasterio de Santa María la Real, Nájera (La Rioja).
33
-
Interior de la catedral de Santo Domingo de la Calzada (La Rioja).
35
-
Base de Acampada de Castilla y León, Villafranca Montes de Oca (Burgos).
37
-
Plaza de San Fernando, junto a la Catedral (Burgos).
41
-
Ruinas del convento de San Antón, próximo a Castrojeriz (Burgos).
43
-
Meseta de Mostelares, frente a la divisoria de Burgos y Palencia (Burgos).
46
-
Rollo jurisdiccional gótico de Boadilla del Camino (Palencia).
47
-
Iglesia de San Martín de Frómista (Palencia).
48
-
Base de Acampada de Castilla y León, Carrión de los Condes (Palencia).
50
-
Tramo de Sahagún a Mansilla de las Mulas (León).
52
-
Puente del "Paso Honroso", Hospital de Órbigo (León).
57
-
Palacio Episcopal de Gaudí, Astorga (León).
58
-
Ascenso al Monte Irago, Foncebadón (León).
61
-
"Cruz de Ferro", Monte Irago (León).
62
-
Descenso al Valle del Bierzo, desde el Monte Irago (León).
63
-
Castillo templario de Ponferrada (León).
66
-
"Puerta de Santiago", Villafranca del Bierzo (León).
67
-
Cima del puerto de San Roque (Lugo).
69
-
Albergue de peregrinos de Triacastela (Lugo).
71
-
Portos (Lugo).
73
-
Catedral de Santiago de Compostela, fachada del Obradoiro.
79
-
Catedral de Santiago, Puerta de Platerías.
81
-
Cripta Santa de la Catedral de Santiago
84
-
Documento de “La Compostela”
87

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