El valedor y garrido - secretaría de educación del estado del tabasco

Transcripción

El valedor y garrido - secretaría de educación del estado del tabasco
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El Valedor
y Garrido
Desconocidos Episodios del
Régimen Garridista
Roberto Jiménez López
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El Valedor y Garrido
Desconocidos episodios del régimen garridista
©Roberto Jiménez López
Ilustraciones
©Fernando Alfonso Torres
Diseño de portada e interiores
Alejandro Breck
Primera edición 2013
D. R. © Secretaría de Educación del Estado de Tabasco
Calle Héroes del 47 s/n Col. El Águila,
Villahermosa, Tab.
D. R. © Instituto Tecnológico Superior de Comalcalco
Km. 2 Carretera vecinal Comalcalco – Paraíso,
R/a Occidente 3ra. Sección, Comalcalco, Tabasco.
ISBN: 978-607-8322-07-7
Queda prohibida la reproducción total o parcial por
cualquier medio de esta obra sin la autorización de los
editores.
Impreso en México/Printed in México 2013
Distribución gratuita, prohibida su venta.
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El Valedor
y Garrido
Desconocidos Episodios del
Régimen Garridista
Roberto Jiménez López
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Índice
Prólogo
11
I
Orden de fusilamiento
21
II La primera vez que vi a Tomás Garrido Canabal
27
III Balacera entre laristas y garridistas
31
IV
Los laristas quieren que me cambie con ellos
34
V
En la cárcel de Balancán
37
VI
“A mí no me puso el pueblo, me puso mi dinero”
41
VII Los atropellos del general Gutiérrez
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VIII Más atropellos del general Gutiérrez
49
IX La ingratitud del general Gutiérrez
51
X
Le gustaba colgar gente al general Gutiérrez
55
XI Llegada al barranco Río Seco
58
XII El general Cuevas saquea Cunduacán
61
XIII El primer encuentro con el general Cuevas
65
XIV Retorno a Paraíso
69
XV Barabata “El Perfumado”
72
XVI El general Cuevas sobre Comalcalco
74
XVII ¿Traicionó el general Gutiérrez a Garrido?
78
XVIII El viejito que quería ahorcar don Pío Garrido
85
XIX En Veracruz le dan chamba a Cuevas en Petróleos 89
XX
Construcción de caminos en Comalcalco
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XXI
“¡Hay que matar cabrones!”
96
XXII
Las intrigas de los políticos sucios
100
XXIII Las intrigas de un asesino
9
104
XXIV Por primera vez llega Garrido a Aldama y
107
Tecolutilla
XXV En las jugadas de toro con Garrido en Jonuta
110
XXVI Cuando le quitamos ganado a los enemigos de
112
Garrido
XXVII Cuando cuidaba a Mayitzá Drusso Garrido
115
XXVIII Me da de baja Tomás Garrido
119
XXIX En la ciudad de Mérida
122
XXX Desterró Garrido a su sobrino por borracho
126
XXXI Dios dice “ayúdate que yo te ayudaré”
128
XXXII De policía en Ciudad del Carmen
132
XXXIII Reingreso a las filas garridistas
136
XXXIV Dice Tomás Garrido que estoy pagado para matarlo 140
XXXV La calumnia del cónsul americano
144
XXXVI La campaña antirreligiosa
148
XXXVII Chilo Arellano gana a balazos a Bernardo Cortés
151
XXXVIII Surge el britismo en contra de Tomás Garrido
155
XXXIX Sitio de Comalcalco y Paraíso
159
XL 163
Cuando me ordenó don Justo fusilar a Moisés
Palma
XLI Conferencia con el general Ávila Camacho en
166
Rancho Colorado
XLII Las razones de Justo Valenzuela y Rafael Pulido
171
XLIII Con el general Ávila Camacho en el pueblo de
174
Aldama
XLIV Con Jesús Maldonado en la casa de La Matajari
178
XLV Florentino Moheno ordena la emboscada
181
187
Contexto Histórico
10
Prólogo
La Revolución Mexicana abrió un proceso tendiente
a destruir las antiguas formas de organización social
heredadas del Porfiriato. Los resultados pueden ser
cuestionables pero no inadvertidos para cualquier estudio social, económico o político posterior a éste.
Sin las figuras de Zapata, Villa y Carranza, eliminadas del movimiento revolucionario, los sonorenses
Plutarco Elías Calles y Álvaro Obregón, determinaron
el rumbo del país durante más de una década. La sociedad sonorense seguía siendo rural, pero ahora más
raquítica en su economía, producto de la guerra civil.
Por ello, consideraron necesario impulsar el desarrollo del país desde su perspectiva. En ese contexto se
crea y consolida el partido político más longevo de la
historia de México y los cacicazgos aparecen por vez
primera en forma autoritaria y pasmosa. Los casos
abundan por doquier a lo largo y ancho del territorio
mexicano, baste mencionar los casos de Adalberto Tejada en Veracruz, Emilio Portes Gil en Tamaulipas o
Tomás Garrido Canabal en Tabasco. Estos cacicazgos
contaron además con el apoyo del grupo sonorense,
11
pues se daba por sentado que si este grupo pudo derrocar al gobierno en turno siendo caciques en su tierra, existía la posibilidad de caer bajo el estallido y la
ira de cualquier cacique que tuviera la osadía de intentarlo. Por tanto, se respaldó el cacicazgo y autoritarismo en diferentes estados, siempre que no amenazaran
el poder del ejecutivo federal.
El contexto tabasqueño
Llamamos garridismo a la época que se extiende de
1923 hasta 1935, año en que Tomás Garrido deja de
tener el control absoluto sobre el estado de Tabasco.
Garrido Canabal nace el 24 de septiembre de 1890 en
la finca familiar de Punta Gorda, Chiapas, pero como
la propiedad también abarcaba tierras de Tabasco,
el Hombre del Sureste, como también fue conocido,
siempre se sintió nativo de este último estado. Sus estudios profesionales los realizó en Campeche, donde
se licenció en Derecho. Más tarde, entró en contacto
con las ideas de Felipe Carrillo Puerto (Quintana Roo)
y de Salvador Alvarado (Yucatán). Quedó profundamente marcado por las convicciones socialistas y las
campañas alfabetizadoras, desfanatizadoras y antialcohólicas aplicadas en esta última localidad.
Dicha ideología “socialista”, envuelta en el más
profundo autoritarismo y aderezada con una campaña anticlerical desmedida, harían de Garrido uno de
los personajes más controversiales dentro y fuera de
Tabasco.
Garrido estaba convencido de que la única forma
de hacer justicia a la Revolución era destruyendo todo
indicio de fanatismo religioso, aplicando una educación laica, gratuita y obligatoria, alejando a la pobla-
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ción de los desastres sociales que provocan las bebidas embriagantes, así como el aparente impulso a la
ganadería y la agricultura. La fuerza de su gobierno
estuvo centrada en esos cuatro componentes básicos.
De Tomás Garrido se dice que permaneció fiel a
sus ideas hasta sus últimos días. Muestra de ello es
que no permitió la visita de un sacerdote antes de su
fallecimiento en los Estados Unidos de Norteamérica.
En pleno auge de su poder en Tabasco, el también llamado Sagitario Rojo combatió a la Iglesia quemando
imágenes de santos y derribando templos para convertirlos en escuelas nocturnas para obreros y campesinos, entre otras controvertidas acciones. Algunos de
sus detractores señalan que Garrido compraba figuras
de santos fuera de Tabasco para incendiarlas. Se “quemaban santos para iluminar conciencias”.
La pedagogía adoptada en Tabasco durante el garridismo fue conocida como “racionalismo”. Su principal
promotor en México fue Jesús de la Luz Mena. Esta
pedagogía fue impulsada decididamente en España
por su fundador, el catalán Francisco Ferrer Guardia.
De la Luz Mena fue invitado por el gobierno de Tomás Garrido para participar en el nuevo movimiento educativo que se implantó en Tabasco en 1924. El
movimiento racionalista pronto cubrió todo el estado
a través de profesores, en su mayoría improvisados,
cuya tarea era alfabetizar a la población y concientizarla de que el único dios existente era el propio
hombre trabajando en conjunto con la naturaleza. Las
leyes educativas fueron inflexibles para padres y profesores. Se dice que incluso se llegaba a encarcelar a
los padres que no enviaran a sus hijos a la escuela y se
suspendía de inmediato a los profesores que acumu-
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laran tres faltas injustificadas.
Los mayores logros en materia educativa fueron
los grupos mixtos (hombres y mujeres en un aula) y la
asignatura de Educación Sexual, acciones innovadoras en el país. En síntesis, el proyecto educativo racionalista estuvo encaminado a mostrarle a los tabasqueños que el destino y la fatalidad no existen.
El panóptico gobierno de Tomás Garrido llegó a
ejercer tal vigilancia entre la población, que incluso
habían personas dedicadas a denunciar a todo aquel
que ingiriera o vendiera bebidas embriagantes. El
consumo de alcohol fue elevado al rango de “delito
de orden común” durante el mandato de Ausencio C.
Cruz (1927-1930). Las sanciones abarcaban desde una
multa hasta un arresto, y en caso de reincidencia, podía ejercerse hasta el destierro de Tabasco.
En las escuelas se estableció la educación antialcohólica y muchos maestros racionalistas fueron obligados
a dar conferencias y a presentar obras de teatro que denunciaran el daño ocasionado por las bebidas embriagantes a la sociedad. En este sentido, existió en Tabasco
una especie de dinámica paranoica, donde todos eran
vigilados por todos, excepto el gobierno mismo.
Sin duda, la medida prohibicionista del alcohol y
el tabaco significó una pérdida importante para el erario tabasqueño, pues no se percibían las fuertes sumas
que pagaban los fabricantes por concepto de impuestos. Pero esto no preocupaba en lo absoluto a Garrido, quien suponía que la productividad estatal estaría
sustentada por la educación integral recibida en las
escuelas, donde la práctica del cultivo y el manejo de
la tierra figuraron entre las principales estrategias.
El impulso a la ganadería y a la agricultura como
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eje rector del gobierno garridista es cuestionable. En
términos cuantitativos, la ganadería no presentó ningún avance, pues en un comparativo de 1912 a 1935, es
decir, antes y después del garridismo, “las cabezas de
ganado bovino disminuyeron de 174,170 a 159,294”.
Ahora bien, en términos cualitativos sí hubo resultados, pues antes de Garrido no se conocían el ganado
Cebú Nelore ni el Aberdeen Angus. Por otra parte,
Garrido experimentó e introdujo el zacate elefante, el
jaragua y el frijol soya.
De todo lo anterior, los más beneficiados fueron los
de la élite terrateniente de la que El Hombre del Sureste formaba parte. De allí que Tabasco sea un cuestionable “laboratorio de la Revolución”.
La obra de Roberto Jiménez López
El libro que el lector tiene en sus manos, es la suma
de 45 capítulos pletóricos de aventuras narradas por
un épico revolucionario tabasqueño, Horacio Jiménez
Tejeda “El Valedor”, que transcurren entre 1923 y la
última etapa del garridismo.
Consciente de que un libro aún sin escribir giraba
en la cabeza de su padre, Horacio Jiménez Tejeda, Roberto Jiménez López se dio a la tarea de dejar fluir la
palabra y la memoria de “El Valedor” en una serie de
entrevistas realizadas con la habilidad y destreza que
lo caracterizan como periodista. Queda aquí constancia de que la memoria de un pueblo no sólo se preserva a través de documentos, sino también por medio
de la historia oral.
Fragmentos de la obra aparecieron a partir de 1976
en el semanario El Alacrán y culminaron en 1979, año
en que fallece don Horacio Jiménez Tejeda. Por fortu-
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na, Roberto Jiménez López tuvo el cuidado de guardar las grabaciones, previendo que dichos relatos serían de vital importancia para la historia de Tabasco.
El libro comienza con el capítulo “Orden de fusilamiento” cuando nuestro épico revolucionario cae en
manos del coronel Barriguete en el pueblo de Paraíso, quien llevaba orden del general Horacio Lucero de
fusilarlo. Lacho, como también lo nombraban, se las
ingenia para salir librado de semejante lío y comienza
una serie de andanzas que nos llevan por un recorrido
bien logrado a través de municipios como Comalcalco, Paraíso, Centla, Jonuta, Montecristo (Emiliano Zapata), Balancán y Tenosique; y estados como Quintana Roo, Yucatán, Campeche, Chiapas y Veracruz.
La osadía, lealtad, justicia y, en ocasiones misericordia de “El Valedor”, nos recuerdan a personajes
revolucionarios sacados de películas de Fernando de
Fuentes como “El compadre Mendoza” o “Vámonos
con Pancho Villa”. El desencantamiento de la Revolución y sus líderes harán mella en la actitud y personalidad de nuestro héroe tropical quien comienza
a objetar sobre ciertas decisiones que considera arbitrarias, violentas e injustas. Llama la atención uno de
los pasajes del capítulo XXXIII. Reingreso a las filas
garridistas donde don Horacio regresa a la ciudad de
Villahermosa, harto de ser un centinela en Ciudad del
Carmen, y por casualidad (gran parte de los encuentros suceden por puritita casualidad en la obra), se
topa con Tomás Garrido en los corredores de la calle
Francisco I. Madero:
—¿Quihubo? —dijo don Tomás.
—A sus órdenes, licenciado.
—¿De dónde vienes?
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—Vengo de por Yucatán, de Campeche. Ya me
aburrí y regresé otra vez.
—¡Ah, bueno! Ya vienes de formar fortuna ¿no?
—Cómo no, tanta fortuna como la que usted ha
formado aquí en Tabasco.
La astucia e inteligencia con la que don Horacio se
relata a lo largo de la obra, nos hace suponer que estuviera echándole en cara el enriquecimiento y poderío
político con los que Garrido contaba para entonces.
Más adelante, sin percatarse de la probable ironía de
la que fue víctima, el Sagitario Rojo lanza otro cuestionamiento que le fue de máxima preocupación durante
su largo mandato:
—¿Qué tal se habla de mí por allá?
—Como a mí no me conocía nadie, todo escuchaba. Y en las pláticas unos hablaban muy bien de
usted, pero otros muy mal. Para una gran parte de
la gente, usted, como los que hemos trabajado a su
lado, tenemos muy mala fama. La otra parte dice que
usted es muy bueno. Esa es la verdad.
Si algo no deja de sorprendernos en la obra, es la
autenticidad y congruencia en la personalidad de Lacho, fiel a sus ideas y respetuoso con el credo ajeno.
Así nos deja constancia en una de sus punzantes ironías e inteligente humor al encarar a Garrido luego de
que éste último lo acusara de fanático por encontrar la
figura de una Virgen en casa de su hermana, Virgen
que, nos aclara “El Valedor”, era un recuerdo de su
madre:
—...la orden para que la entregue mi hermana no
la doy.
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—¿Cómo que no das la orden?
—No la doy. Usted puede hacer conmigo lo que
quiera, porque primero conocí a mi madre y después
conocí al gobierno. Y el recuerdo de mi madre yo lo
respeto.
Don Horacio Tejeda aparece en la obra como uno
de esos personajes fríos y temibles, no por su currículum como revolucionario o por su carácter valentón, sino por ser un personaje ajeno a cualquier deseo
material, pues, al parecer, no le importaba el dinero u
otras banalidades, tampoco menciona amoríos de los
que se haya sustraído para continuar con su labor justiciera. A muchos de sus enemigos les fue imposible
una emboscada debido a que no sabían qué perseguía
en la vida. Lo mismo le daba morir en una corrida de
toros que por desobedecer órdenes de sus superiores.
La obra contiene una serie de elementos fundamentales y anecdóticos dignos de ser leídos detenidamente, ya sea como obra literaria propiamente dicha o
como pozo de documentos históricos. Se inserta, además, en una tradición típica del siglo XX en Tabasco: la
de narrar historias a los hijos, desde una hamaca, con
el lenguaje cálido, irónico y guasón del trópico.
Esperamos que este libro, cuya brevedad facilita su
lectura, sea al mismo tiempo tan sugerente, que promueva en los lectores e investigadores la iniciativa de
profundizar en los apasionantes temas de la historia
de Tabasco.
Edwin Omar Marín Olán
Tenosique, Tabasco, marzo de 2013
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I
Orden
de fusilamiento
E
n 1923 caí prisionero en manos del coronel
Barriguete en el pueblo de Paraíso. El general
Horacio Lucero, jefe de la Zona Militar de La
Chontalpa, le ordenó pasarme por las armas; pero
con la influencia de familiares y amigos que estaban
en relaciones con el jefe de operaciones militares conseguí que se me perdonara la vida.
En la revolución anterior tuve la oportunidad de relacionarme con el general González, jefe de operaciones militares; en las conferencias ejecutadas en el cuartel general de San Pedro, tuve la suerte de caerle bien y
me pegaba unas palmaditas. Al término de las conferencias se despidió de nosotros y, como habíamos muchos jovencitos, nos prometió que, si nuestro general
no arreglaba la rendición en el plazo señalado, él nos
concedería la oportunidad para que nos pacificáramos
porque nosotros no sabíamos ni por cuál bandera peleábamos. El general tenía una retentiva especial y recordaba mi nombre. Por eso me perdonó la vida.
A tres días de estar incomunicado y vigilado por
un centinela, me sacaron para pasarme por las armas
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a manos del capitán Ochoa, un hombre muy educado que quiso, presionándome, le dijera dónde había
dejado el general Carlos Greene el dinero y el armamento. Le respondí con serenidad que no era hijo del
general Carlos Greene ni soldado de su legítima confianza y, por lo tanto, ignoraba sus secretos.
Él insistía en la forma que más fuera conveniente y
me advertía que le pagara con la verdad, le respondí
que con la verdad le estaba pagando.
―¡Lástima de joven!
―¡Lástima no ―le respondí―, porque otros se
mueren mamando y yo estoy bastante fogueado!
―¡Así me gustan los hombres! Y no se muera engañado: mire este telegrama.
Era el telegrama donde ordenaba el general Horacio Lucero que se me pasara por las armas por el
delito de rebelión. Le dije que estaba a sus órdenes.
En la contra esquina de la glorieta del puente de
Paraíso había gente amontonada para ver dónde iban
a pasarme para el pelotón, entre esas personas se encontraba un mayor de apellido Calvo, quien vestía de
paisano.
El telegrafista, gran amigo mío de mucha antigüedad, al recibir otro telegrama y, como no tenía mensajero en ese momento, personalmente se fue corriendo
cuando me traían cerca de la gente:
―¡Aquí está la contraorden para que no fusilen a
Lacho! ―dijo al mayor, con la respiración agitada.
El mayor se dirigió al capitán Ochoa, jefe del pelotón, para enterarlo. Éste frunció el entrecejo, pues el
telegrama decía también que se me otorgara toda clase de garantías. Al llegar a la esquina ordenó el flanco izquierdo y, más adelante, en la puerta del primer
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El telegrafista, gran amigo mío de
mucha antigüedad, como no tenía
mensajero en ese momento, personalmente se fue corriendo cuando
me traían cerca de la gente:
-¡Aquí está la contraorden para
que no fusilen a Lacho!
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cuartel, porque había no menos de tres mil hombres
del gobierno, me metieron y ordenó al comandante
de guardia:
―¡Aquí queda este muchacho arrestado hasta segunda orden!
Una hora después, ordenó el coronel Barriguete
que se me trasladara al cuartel donde estaba con su
estado mayor y un montón de mujeres que imploraban porque me perdonaran la vida, sin saber que ya
estaba la contraorden. Él trató de vejarme con maneras muy duras, tratándome de bandido y rebelde.
―Rebelde sí, pero no vozarrón ni bandido ―respondí.
―Bueno, muchacho, puedes retirarte con las mujeres y mañana te presentas a las seis de la mañana ―
dijo fastidiado de molestarme, dándome palmadas.
Di las gracias a las mujeres y fui directamente a la
cantina del español Juan Bueno, donde había militares. El gachupín se puso muy alegre de verme, invitándome un trago. Al chico rato había más militares,
entre ellos Carlos Pérez y uno de apellido Mendibel,
quienes me estrecharon la mano y dijeron que les
gustó la forma en que me había portado. Estuvimos
tomando, de lo cual no pagaba nada. Al calor de las
copas miré una guitarra y lamenté que no la supiera
tocar. Mendibel dijo saber y canté corridos de Madero, Zapata y Francisco Villa. Así seguimos hasta que
Mendibel y Carlos Pérez me llamaron a solas:
―Hombres como a usted no se les traiciona. Tenemos orden del coronel Barriguete para que en las
primeras de cambio le matemos sin que nadie se dé
cuenta, así que le quedan dos caminos: o se incorpora
con los rebeldes que quedan en el campo o se le in-
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corpora más adelante a gente del gobierno, pero de
pacífico no se nos queda.
Siempre atenido, me trasladé a la Ranchería El
Guayo, donde tenía su rancho mi padre y de ahí me
pasaba seguido a Tecolutilla a tomar la copa con mi
amigo Antonio Suárez, de Paraíso. Claro que cargaba
mi buena pistola, pero quién sabe quién hijo de su pelona madre le avisó al general Lucero, él ordenó una
emboscada y que me llevaran atravesado en una silla
a Comalcalco donde él estaba. Los de la defensa en la
pasada del Nabajuelar ―Martín Ventura, de Patastal,
y Ángel Rodríguez Cancino― eran mis amigos, acordaron que no había derecho a matarme a la malagueña, y me dieron el pitazo.
Motivo por el que me dirigí a Frontera montado en
mi buen caballo y mi pistola. En el paso de San Francisco, Centla, Wenceslao daba hospedaje y lugar para
la caballada y tenía un cayuco para trasladar gente al
puerto de Frontera. Al verme llegar se sorprendió, le
pedí que callara y le platiqué mi historia. Le ofrecí la
venta de mi caballo con todo y montura, espuelas y
cuanto llevaba, y lo compró.
Llegué al puerto de Frontera con mi pistola debajo de la camisa. Pasé varios días viendo la forma de
introducirme con el gobierno. Cierta vez, a las diez
de la mañana, en la Calzada de los Amores llegó a
sentarse también un tipo con su escudo de diputado,
corbata rojinegra, sombrero carrete y un fuete con la
cabeza de oro. Él no me hablaba ni yo tampoco, pero
luego rompió el hielo:
―¡Qué dice el joven! ¿En qué trabaja?
―Por el momento en nada ―respondí―, estuve
en la Liga Central de Resistencia pero me han dicho
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que para incorporarse necesitan buenas recomendaciones y no tengo quien me las dé.
―Mire, joven, estamos formando un grupo de voluntarios para perseguir a una gavilla de rebeldes que
queda por rumbo de Los Ríos, rumbo a Chiapas. ¡Incorpórese!
―Aunque nunca he sido soldado, necesito trabajar
y desde luego que me incorporo.
No quise decirle que ya tenía mis aventuras, para
no enseñar mis cartas de buenas a primeras.
26
II
La primera vez que vi
a Tomás Garrido Canabal
-T
ome estos dos pesos, joven, para que vaya a
comer al mercado, y antes de las doce del día
me espera o lo espero yo aquí ―dijo el diputado Juan Lugo.
Aunque tenía los bolsillos llenos de pesos por la
venta que había hecho, agarré los dos pesos y a las
doce del día estaba de vuelta.
—Cuando empeño mi palabra la cumplo y estoy a
sus órdenes.
—Bueno, pues acompáñame.
Y salimos al cuartel que comandaba el teniente
Hernández, norteño que usaba una pluma de pavo
real en el sombrero tejano.
―¡Oye, José! Aquí te traigo un recluta ―dijo el diputado.
―A ver, joven, pásale. ¿Cómo se llama usted?
―Horacio Jiménez Tejeda.
―¿Sabe manejar el arma?
—No sé…
—¿Cómo que no sabe?
—Me vengo a incorporar porque tengo necesidad
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de comer.
Jaló un máuser con sus cartuchos y empezó a maniobrar.
―Así se meten los cartuchos al elevador… Y así se
cortan.
Claro que me hacía pendejo; al fin dije:
―Ahora sí, mi teniente, ya lo aprendí bien.
―Con esta tarjetita se va a comer y el día de pago
liquida ―añadió el diputado.
El jefe de la columna era el teniente coronel Alejandro Canabal, quien se mató con Pascual Bellizzia en el
parque de Frontera por causa de un amigo que le dijo:
“Le tienes miedo a Bellizzia”, cuando este se estaba
paseando en el parque. Alejandro Canabal le respondió: “Te voy a probar que no le tengo miedo”. Al pasar
Bellizzia lo agarró a balazos. Bellizzia cayó vivo y en
el suelo sacó su pistola, como buen tirador al blanco
le pegó un balazo en la frente al teniente, quien cayó
muerto, mientras que él testó todavía.
Salimos del puerto de Frontera los cien y tantos
hombres reclutados. Llegamos al pueblo de Montecristo donde había una caballada del gobierno con la
que marchamos sobre la raya de Chiapas. A los cuatro
días de camino llegamos a un rancho entre las montañas, en una loma de cuatro hectáreas dedicadas a
la ganadería se encontraba un pelotón de rebeldes ex
compañeros míos. Tuvimos un refuego y, como no era
novato manejando el caballo y disparando el arma, di
a conocer que tenía experiencia sobre la materia. Los
rebeldes dejaron tres muertos y llevaron varios heridos. Nosotros tuvimos dos muertos y ningún herido.
A los cinco días pernoctamos en otro rancho donde
ordenó el teniente coronel Canabal un alto para des-
28
canso de la tropa y de la caballería. Paseaba con mi
máuser al hombro como buen soldado mientras los
otros estaban echados como una vaca. Me llamó el teniente coronel con dos dedos, acostado en una hamaca de hilera, y me dijo:
―Oye, negro, aquí me vas a pagar con la verdad.
Dije para mí solito: “¡Ya me llevó la chingada!”.
―Tú no eres novato. Tú has sido rebelde.
―Sí, mi teniente, a usted le pago con la verdad. Soy
soldado desde la edad de 15 años. Fui de Carranza y
después anti carrancista, amigo de las filas de Zapata y de Francisco Villa, de último fui greenista y para
remachar delahuertista. Por eso ando arriesgando el
cuero, mi coronel.
—Bueno, te voy a ayudar y pórtate bien.
A los dos meses retornamos al puerto de Frontera.
No conocía a Tomás Garrido Canabal. Y el coronel dijo:
―¡Acompáñame, Lacho! ―y fue cuando a Tomás
Garrido le vine a conocer la cara.
―Oye, Tomás ―era su primo hermano―, a este
muchacho lo traigo de soldado entre mi tropa. Necesito que le des un nombramiento. Lo necesito de clase.
―Tú conoces a tu tropa y si consideras que te sirve de clase ¿de qué lo quieres? ―dijo con simpleza
Garrido.
―Lo quiero de sargento segundo.
Rápidamente, la mecanógrafa elaboró mi nombramiento como sargento segundo de las fuerzas del estado. Llegamos al cuartel y el teniente coronel ordenó
formar a la tropa:
―¡A Horacio Jiménez Tejeda, desde ahora, se le
respeta y se le obedece como sargento segundo!
Fruncieron el entrecejo. Luego el teniente José Pé-
29
rez me llamó a solas:
―¡Oiga, qué tomada de pelo me ha dado! Usted
se incorporó como novato, y todavía yo de pendejo
enseñándole a manejar el rifle.
―Mire usted, mi teniente, soy soldado desde la
edad de 15 años. Nada más que la verdad no siempre
se dice, salvo cuando el caso lo requiere. Estoy a sus
órdenes.
Luego pasé a la escolta del barco “Obregón”, que
tenía cincuenta hombres comandados por el teniente
José Caraveo, hermano de Guilo Caraveo, mismo que
fue Presidente Municipal de Paraíso.
30
III
Balacera entre
laristas y garridistas
S
altaron los laristas del barco que los condujo al
puerto de Frontera, desde cuyos muelles puede
mirarse la bocana donde el ancho río Grijalva
entrega sus aguas al mar. El licenciado Francisco
Trujillo Gurría, nombrado jefe de la campaña política
en el estado, reunió a todos los obreros de la Liga
Central de Resistencia ¡Setenta laristas llegaron en el
vapor Tehuantepec!
―¡Métanse su pistola debajo de la camisa, porque
no sabemos cómo van a reaccionar los laristas! El licenciado Trujillo dice que los vamos a recibir con latas
de basura, pero a lo mejor ellos nos reciben a balazos.
Necesitamos que no nos agarren desprevenidos ―
arengué a los obreros que tenían pistolas.
―¡Oiga, mi licenciado, me parece que la está usted
errando! No sabemos si esos laristas traen pistolas y
usted quiere que vayamos desarmados, nomás con las
puras latas de basura ―le hice saber mis temores.
―No ―contestó el licenciado Trujillo―. He ordenado que, al saltar el muelle, los registren.
―No sé qué decirle. Pero si usted así lo ordena, así
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se hará.
―El lic quiere que vayamos desarmados, pero no
debemos arriesgarnos a que nos chinguen a lo pendejo ― me puse de acuerdo con mis amigos en forma
secreta.
Saltaron los laristas y los registraron, sin quitarles
los sombreros de copa alta, tipo vaquero, que todos
traían. Nos acercamos; uno de ellos al ver al licenciado
Francisco Trujillo Gurría, ―tío de Mario Trujillo García quien después sería gobernador― gritó:
―¡A este hijo de la chingada es al que quiero! ―se
quitó el sombrero del cual jaló su pistola.
Rápidamente, apaño al licenciado Trujillo y lo hice
a un lado logrando que no le pegara, y nos agarramos a balazos. Llegamos a la puerta del telégrafo con
las balas zumbando a nuestro costado. La Federación,
que estaba del lado de Jiménez de Lara, quien era oficial del ejército, rodeó la manzana. Tenía una Smith &
Wesson 32 y al darme cuenta de que nos iba a echar
guante la Federación le pasé mi pistola a una señora
que se asomaba por una ventana. Cuando me agarraron los soldados nomás me encontraron la carrillera
vacía y les dije que en el zafarrancho había perdido
la pistola. En la balacera nos mataron a uno que de
apodo le decían “Cristo”. Le metieron un balazo por
la punta de la nariz que le salió por atrás de la cabeza
y lo velaron en la Liga Central de Resistencia.
Tomás Garrido se había ido a Nueva Orleans dejando al frente de la campaña al licenciado Trujillo,
quien por la estima no me hablaba por mi nombre
sino que me decía “Negro”.
―¿Quihubo, mi licenciado? ―le dije después de la
trifulca― ¿Qué le había dicho?
32
―¡Sí, Negro! Tenías toda la razón.
De los laristas hubo muchos muertos y heridos,
pero no supe quiénes hijos de su querida madre fueron. Luego regresé con la señora a la que le había dado
mi pistola y la recogí.
El licenciado Trujillo dispuso ir a la aduana y pidió
quien lo acompañara. Desde luego, me apunté de inmediato. Iba a ver si le entregaban a los laristas para
castigarlos de acuerdo a la ley por ser quienes abrieron la balacera, pero no logró nada, los laristas estaban
apoyados por la Federación.
Llegó la noticia de que todo el pueblo de Montecristo, hoy municipio de Emiliano Zapata, se había
constituido en larista junto con el presidente municipal, y el licenciado Trujillo ordenó al teniente coronel
Alejandro Canabal que saliera con un grupo de hombres a desconocer al Ayuntamiento. Y así lo hicimos.
Llegamos, desarmamos a la gendarmería y se hizo
cargo del Ayuntamiento el teniente coronel.
Todos eran laristas por ahí, ¡hasta los muchachitos!
33
IV
Los laristas quieren que
me cambie con ellos
E
mpezaba la fiesta religiosa en Montecristo: tómbolas, puestos de coletos y de cuanto hijo de la
manteca. Cumplíamos cuatro días a cargo del
Ayuntamiento. Para pasar el rato, fui con los sargentos
Manuel Santiago y Santana Gil a echarnos un trago.
―Las copas de esos jóvenes yo las pago ―dijo un
trigueño con una charrasqueada en un cachete, en la
cantina.
―Es usted muy amable ―le agradecí.
―¿Cuánto gana, joven, por andar con el gobierno?
―Gano cinco pesos más un tostón para forraje ―
contesté.
―Es muy poco dinero para tanto jugarse la vida.
¿Por qué no hacemos una cosa? ¡Véngase con nosotros! Va a ganar más y le vamos a dar un mejor cargo.
―Oiga, caballero, si por eso me invitó usted la
copa, se la puedo devolver ―le respondí al larista―.
Yo soy fiel a la causa que defendemos y no claudico.
Con su permiso me retiro.
Salimos de la cantina al tiempo que les advertía a
mis compañeros:
34
―¡Acuérdense de lo que les digo: hoy mismo vamos a tener unos balazos con esos gallos!
Había un negrito que se llamaba Belisario Mayo,
del pueblo de San Carlos, le quitabas el rifle y la carrillera y no era nadie. Ni facha de soldado tenía. Llegó
la hora de pasar lista a las seis de la tarde y El Negro
Belisario no aparecía. Entonces nos ordenó el teniente
coronel que fuéramos a localizarlo. Conocía al Negro:
era mal enseñado y nos fuimos por las garitas. Había
una cerca del jahuacte a cierta distancia y un puesto de
café y empanadas donde El Negro estaba embrocado
sobre una mesa bien jumo.
―¡Ahí está El Negro ―les anuncié―, hay que tratarlo con cariño porque este cabrón es muy mal enseñado!
―¡Quihubo, Negrito! ―le pegué un palmazo.
―¡Quihubo lu jefe!
Sabía que en cualquier momento se podía poner la
cosa de la chingada con esos laristas carrascalosos andando por ahí. En eso estábamos cuando vi a un grupo cerca. Les pegué un codazo a mis compañeros para
que se pusieran al alba cuando se desprendió uno con
intenciones de quemarme por la espalda. Atento con el
rabillo del ojo, esperé el momento de entrar en acción.
Echó mano a su pistola. Accioné rápidamente poniéndomele de frente y, en menos de lo que canta un gallo,
le pegué una rociada de tiros dejándolo muerto.
Se armó la balacera y al Negro Belisario Mayo se le
quitó la juma. Nos fuimos haciendo fuego en retirada.
Al pasar frente a una ruleta vi, con su asistente, al general Azaldúa, quien tenía un ojo de cristal, vestido de
civil con un sombrero tejano en el cual tenía el águila.
El asistente peló por su 45 para dispararme; cuando
35
tendió la pistola, hice un sentón, pasé debajo de una
garita y los balazos pegaron en un aparador donde tenía aretes y otras chucherías Manuel Victoria, quien
vivió muchos años en Comalcalco. Salí por atrás de
la garita con la pistola cargada nuevamente. Disparé
seis balazos a la cabeza del general Azaldúa con ganas
de hacérsela pedazos, no le pegué ni uno y eso que a
más distancia le pegaba a una cajita de fósforos, pero
no es lo mismo tirarle a un huevo que tirarle a dos.
Seguí haciendo fuego en retirada con mis dos sargentos, sacaron rayones ―uno en el hombro y el otro por
la pantorrilla― y huyeron dejándome en la estacada.
Frente a la iglesia me di cuenta que venían dos pelotones de soldados por dos flancos. Atravesé el parque saltando como un venado y llegué a la puerta del
cuartel que teníamos en una casa de dos pisos.
36
V
En la cárcel
de Balancán
C
orrían los días en que Tomás Garrido había
lanzado la candidatura de Ausencio C. Cruz.
En la oposición, el general Jiménez de Lara tenía gran respaldo popular. Tomás Garrido alentaba
al jefe de campaña, Francisco Trujillo Gurría:
―No se preocupen, que con tres votos ganamos
―mientras él permanecía en Nueva Orleans.
Cuando llegué al cuartel ya estaban cerrando la
puerta.
― ¿Vienes herido? ―interroga el teniente coronel
Alejandro Canabal.
―¡No vengo herido!
Nos pusimos en posición de tiradores en las ventanas y enseguida nos rodearon cincuenta federales poniéndose en posición de tiradores con el general Azaldúa a la cabeza. Y le pegó el grito al teniente coronel:
―¡Bájese inmediatamente!
―Si se baja le van a desarmar y le van a aprisionar
―le advertí.
No tuvo más que bajarse acompañándolo Orbelín
Torres, quien luego estuvo mucho tiempo en la judi-
37
cial en Villahermosa.
Le arrimaron una Thompson a la barriga y le bajaron las pistolas, a la vez que Azaldúa pedía que ordenara a sus hombres bajar desarmados. Tuvimos que
obedecer. Me bajaron de la escalera a culatazos los
muy hijos de su pelona madre.
Tenía una pistola Smith & Wesson sello grande con
un carcaj bordado de estambre, que había escondido
debajo de un montón de ropa, petates y colchas. Los
soldados bajaron todo el armamento, pero no se les
ocurrió levantar el ropajal.
El general Azaldúa ordenó que volvieran a subirnos. Arriba me puse a registrar debajo del montón de
ropa y ahí estaba mi pistola, de inmediato me la fajé
debajo de la camisa.
―No se vaya a dormir ―dije a mi teniente coronel―, no sea que en la noche nos quieran matar, o
por lo menos, a usted. Tóqueme nomás debajo de la
camisa.
―¿Cómo diablos le hiciste para quedarte con la
pistola? ―quiso saber después de tocar.
―Usted cállese y no diga nada. Que si vienen a
querer agarrarnos echados, aquí se van a quedar cuatro o cinco cabrones.
Pasó la noche y no hubo ninguna novedad.
Temprano en la mañana llegó el licenciado Francisco Trujillo Gurría con el procurador general de
justicia de apellido Falcón o Falconi en el barco
“Obregón”. Enseguida nos pusieron en libertad y nos
fuimos a sentar a las bancas del parque. Le dije a Orbelín Torres:
―No tarda y nos vuelven a meter presos, porque
el general Azaldúa es nuestro enemigo y vamos a en-
38
trar otra vez por órdenes del juez de distrito.
Efectivamente, no pasó una hora cuando llegó un
pelotón de soldados y volvieron a aprehendernos.
Entre tanto el procurador se había regresado a Villahermosa con el teniente coronel, dejándonos a nosotros prisioneros.
En la noche nos embarcaron en la nave de Manuel
Marenco, enemigo acérrimo de Garrido, con una escolta de veinticinco soldados y, en lugar de bajarnos
a Villahermosa, nos subieron a Balancán. Durante la
travesía iba sentado al lado de un soldado, siempre
desconfiando que quisieran echarnos al agua para
ahogarnos. “Si eso pasa, me le abrazo a este hijo de su
mera madre y me lo llevo también, para que nos ahoguemos los dos”, meditaba. Llegamos sin novedad.
Nos recibió un sargento con una escolta y el que nos
había llevado en la lancha le dijo, refiriéndose a mí:
―¡A este cabrón no me le das ni agua!
—¡Muchas gracias… no la necesito! —le contesté.
Nos encerraron en una celda húmeda y oscura.
A un amigo de Garrido le encomendó el licenciado
Trujillo nos mandara toda clase de alimentos. ¡Brutos
cacerolados de comida nos llevaban! Acostumbraba
a echarme mis tragos todos los días, y preso llevaba
días sin probar mi aguardiente.
A un soldadito le gustaba andar jugando la reata
creyéndose muy vaquero y decidí hablarle:
―¡Oiga, quiero que me haga un servicio de hombre y de amigo!
—¿Qué se le ofrece?
—Le doy cinco pesos y me trae una botella de
aguardiente.
¡Cinco pesos de aquella época, no de estos pinches
39
pesos devaluados de ahora!
—¡Juega! Nomás póngase águila. Ya voy a ver
cómo le velo la vista al centinela para pasarle su botella.
Al cabo de un rato regresó chiflando y jugando con
la reata y, con todo disimulo, me pasó la botella. Al
tenerla en la mano le di un beso bien tronado.
40
VI
“A mí no me puso el pueblo,
me puso mi dinero”
C
on la botella me sentí chingón, mientras que
mis dos sargentos permanecían en un rincón,
pensativos y acobardados, suplicaban que no
tomara porque decían que nos encontrábamos en un
gran peligro. Les recordaba que el peligro lo habíamos
corrido en la balacera, ahí no éramos más que ratones
en la ratonera, prisioneros y nada más.
A los pocos días trajeron un prisionero de Playa
Catazajá por el delito de homicidio, había matado a
un hombre rico en Montecristo. Entró a la cárcel y le
di el abrazo de compañero de celda y nos pusimos a
platicar. Le propuse echarse un trago de aguardiente.
Se sorprendió que tuviera en la cárcel, pero todo cabía
en lo posible cuando uno era un poco aguzado.
—Aquí lo que falta es un cabrón que toque la guitarra, porque para la cantada me rifo —dije.
—Pues lo que falta nada más es la guitarra, porque
si de tocar se trata, yo le hago la lucha —contestó.
Mandé a decirle al señor Campo, dueño de un gran
establecimiento que surtía a la Montería de Guatemala de la Compañía Romano, el amigo de Garrido que
41
nos mandaba la comida, que mandara una guitarra
encordada, tomando en cuenta que tenía orden de
atendernos en lo que fuera.
Al chico rato teníamos la guitarra y nos pusimos
a cantar. Arranqué con el corrido de Madero, terminando con los de Villa y Zapata. Llamé la atención de
toda la guarnición y luego ya no me vigilaban mucho.
Estuvimos encantados de la vida.
Llegó el último día del año y el primero de enero
recibía Ausencio C. Cruz el gobierno del estado de
manos de Tomás Garrido Canabal.
El jefe de la guarnición me había brindado su amistad porque le agradaban mis corridos. Iba a sacarme a
dar la vuelta para que no pasara el año nuevo encerrado. Enseguida desconfié que pudiera darme chicharrón aplicándome la ley fuga, tomando en cuenta la
mira especial que me tenía el general Azaldúa.
―Aquí me la voy pasando bien ―dije―. Algún
día he de salir y va a tocarme el año nuevo afuera.
“¡Qué casualidad que a mí es el único al que invita
a salir a la calle!”, sospeché.
Entró en acción la defensa de los licenciados Francisco Trujillo Gurría y Aguilera ante el juez de distrito
federal. Llegó el diputado Manuel Mendoza en el barco “Álvaro Obregón” y una escolta de federales, y nos
bajaron a Villahermosa después de largo navegar por
el corrientoso río Grijalva con sus riberas sembradas
de platanares. Nos careamos con el general Azaldúa,
quien me señalaba de haberle disparado.
―Si usted me tiró yo le tiré también ―era mi dicho
del que no me sacaron― porque sólo me concretaba a
repeler las agresiones.
Salimos bajo fianza y nos dieron la ciudad por cár-
42
cel. A los siete meses terminó la causa y quedamos libres de polvo y paja por falta de pruebas.
Avisé al licenciado Francisco Trujillo Gurría que
iba a entrevistar al gobernador del estado para ver si
nos pagaban los cuatro meses correspondientes a su
gobierno. Fui en compañía de mis dos sargentos segundos y lo encontramos en la puerta del Palacio de
Gobierno.
―¡Ya estamos completamente libres, señor gobernador! ―le anuncié.
—Eso está muy bien —respondió.
―Queremos ver si va a dar la orden para que nos
paguen los meses que se nos deben.
―Yo no le debo nada a nadie, porque a mí no me
puso el pueblo sino mi dinero ―nos dejó fríos.
—Está muy bien. Le damos las más cumplidas gracias y, con su permiso, nos retiramos.
―Si quieren, estoy pagando un peso diario para
regar flores en el jardín botánico ―me cayó de la chingada.
―Señor gobernador, nosotros no somos maricones
para andar regando flores. Nosotros somos hombres
como usted y por eso empuñamos las armas. Con su
permiso.
43
VII
Los atropellos del
general Gutiérrez
A
l licenciado Francisco Trujillo Gurría informamos sobre la entrevista con el gobernador, sin
olvidar eso de que no nos debía nada porque
a él no lo había puesto el pueblo sino su dinero. Habíamos decidido ir a despedirnos de él diciéndole que
estábamos a sus órdenes para lo que se ofreciera.
Respondió que nosotros no nos íbamos hasta que
regresara de Nueva Orleans el licenciado Garrido, que
él iba a arreglar todo. Le dijimos que no teníamos dinero para nada, nos llevó al hotel del chino Juan Chí
para que nos diera comida y hospedaje, además de
dos pesos diarios para el lavado de ropa y los cigarros.
El día que llegaba el licenciado Tomás Garrido se
organizó la recepción con barcos, chalanes y mucha
gente en el muelle del puerto de Frontera, con el gobernador Ausencio C. Cruz a la cabeza, sin faltar Francisco Trujillo Gurría. Se formó un ambiente de fiesta
y alegría.
Garrido fijó sus audiencias y don Pancho Trujillo le
explicó la situación de nosotros y la forma en que nos
había tratado el gobernador. Pasamos ante él, toman-
44
do en cuenta que ya nos conocía, confirmó que íbamos
a seguir trabajando, pero le respondí que con Ausencio C. Cruz no trabajaba pero ni un segundo.
―No van a depender del gobernador, van a depender de mí en la escolta del barco Obregón ―aclaró
Garrido.
Ordenó al receptor de rentas Manuel Rovirosa
Ponce que se nos liquidara los cuatro meses atrasados,
con el visto bueno del visitador de Hacienda o sin él.
Al chico rato ya se nos había pagado.
Nos pasamos a la escolta del “Álvaro Obregón”,
que comandaba el teniente Pepe R. Caraveo. Vivíamos
más en los ríos que en tierra porque Tomás Garrido
siempre andaba viajando en giras de trabajo. Estábamos bajo las órdenes de él, mas no del gobernador del
estado.
Un día llegamos al puerto de Frontera. Como mi
teniente Pepe R. Caraveo era joven al igual que su gente, acordamos sacar la banda de música para una parranda. Nos juntamos varios, entre los que vino Candelario Córdova, de Comalcalco, chofer de don Pío
Garrido, y Santana Gil, quien era bastante tosco en sus
procedimientos y no respetaba a nadie, cuando estaba
la parranda en grande ve a Candelario sentado a la
orilla de la banqueta y le orina el espinazo. Se armó
un pleito entre los dos, nomás que de pura palabra y
la cosa no pasó a más.
Al siguiente día nos embarcamos y navegamos a la
finca “La Libertad”, propiedad de Tomás Garrido, en
la travesía se le acercó Candelario y acusó a Santana
Gil. Tomás Garrido llamó al teniente Caraveo, a Santana Gil y a mí. Nos reprendió con dureza, sin dejar de
tratarnos de borrachos.
45
―Licenciado, yo creo que Candelario Córdova
traía su pistola al cinto como Santana ―salté diciéndole―, y si éste le bañó el espinazo de orín, él lo hubiera bañado a balazos. Si no lo hizo es porque es un
cobarde.
―Lo que va a pasar con ustedes es que mañana
mismo los mando a la región de la Chontalpa, a perseguir a los rebeldes ―sentenció Garrido.
Se trataba de los rebeldes encabezados por el general Cuevas.
―Y se van a poner a las órdenes del general Ignacio Gutiérrez ―terminó.
Como entonces no había camiones ni cosa que se
parezca, cargamos con veintinueve máuseres nuevos
en bestias de aparejo, hasta llegar a Paraíso donde estaba el general Gutiérrez a cuyas órdenes nos pusimos
inmediatamente. Entre los ligados, o sea, los que pertenecían a las Ligas de Resistencia, reclutó veinte hombres. Era el mes de noviembre, tiempo de creciente.
Salimos de infantería y llegamos a Cocohital donde
el general Gutiérrez, de plano, maltrató mucho a un
tal Aniceto de los Santos, un trabajador que tenía una
finca, muy esforzado y honrado. Le pegó de culatazos, quién sabe por qué. Le ha de haber sacado dinero.
Me despachó como jefe de vanguardia para que se
le esperara en Patastal y aprehendiera a Juan Suárez,
que le echara la reata y lo colgara para que cuando
él llegara estuviera bien ahorcado. A nosotros, en lo
privado, había recomendado Tomás Garrido que no
fuéramos a cometer atropellos, que íbamos exclusivamente a perseguir rebeldes. Mas no le dije no al general Gutiérrez. Llegando a Patastal aprehendí al señor
Juan Suárez, le trabé la reata y le dije:
46
A nosotros, en
lo privado, había
recomendado
Tomás Garrido que
no fuéramos a
cometer atropellos,
que íbamos
exclusivamente a
perseguir rebeldes.
47
―Bueno, don Juan, hasta aquí llegó su hora porque traemos órdenes del general Gutiérrez de colgarlo, porque usted le manda a componer las armas a los
rebeldes y además los esconde en su finca.
―Mira, Lacho, ponte la mano en el corazón. Soy
un pacífico. Aquí vienen los rebeldes y se esconden…
Vienen y me ordenan que se les dé de comer y que
se les compongan las armas descompuestas y no tengo más que obedecer… si quiero y si no también. Es
como si ustedes me ordenaran que mate una res, no
tengo más que matarla.
―Realmente no hay derecho de matar a este hombre así nomás a lo pendejo ―concluí y ordené que lo
desataran.
―¡No hombre! ―brincó Santana Gil―. Nos ordenó el general que lo matáramos y hay que matarlo.
―¡Un momento, aquí el que manda soy yo! Cuando encontremos a los rebeldes te voy a enseñar a pelear y a matar.
El general se encontró con que no lo habíamos matado y se puso de la chingada. De plano y por lo derecho.
48
VIII
Más atropellos
del general Gutiérrez
E
l general Gutiérrez me reprochó duramente, en
medio de las montañas y veredas de la ranchería Patastal. Le hice ver que nosotros traíamos
órdenes de Tomás Garrido de no cometer atropellos y
eso que quería no sólo era un atropello sino un asesinato, dado que si Juan Suárez escondía a los rebeldes
era porque éstos lo obligaban. Si él quería matarlo,
que lo matara.
El general Gutiérrez habló en secreto con Juan Suárez, no sé de qué, pero le habrá sacado dinero.
Seguimos esos caminos que se abrían paso entre
montañas y acahuales, cruzados por arroyos, arroyuelos y bajiales, lodazales en los cuales los caballos pujaban para pasar. Llegamos a un lugar, conocido tiempo
después como puente “El Cheschín”, de la Ranchería
Tránsito Tular, donde había que pasar tirando las cabalgaduras al arroyo, porque no había puente. En el
paso estaba un cayuco, pero del otro lado. El cayuco
no aguantaba más de cuatro cabrones. En la otra orilla
estaba un individuo con su machete al cinto, al que de
momento no reconocí.
49
Le grité que me pasara el cayuco y cuando ya venía de cerca me di cuenta que era Juan Castillo. En
la infancia habíamos sido amigos. Nos saludamos con
mucho afecto.
—¡Ah bueno! con que es su compadrito —dijo el
general Gutiérrez—. ¡A ver, póngale la reata a su compadrito!
Por ahí mismo vivía un señor que se apellidaba
Cruz. Acostumbraba hacer tamales y en esos días estábamos en el mes de los tamales, había un chinguero
y dos montones. Para su desgracia habían pasado los
rebeldes y se pusieron pandos y parejos con la tamaleada. Quién sabe cómo hijo de la chingada lo averiguó Gutiérrez y lo acusó de haberles dado de comer,
como si los rebeldes no se hubieran despachado nomás por sus calzones. Le mandó a poner la lía y como
un garrobo quedó amarrado el campesino tamalero.
Así se las gastaba el general Gutiérrez, y eso que el
licenciado Tomás Garrido había dado órdenes de no
atropellar a nadie.
50
IX
La ingratitud
del general Gutiérrez
E
l general Ignacio Gutiérrez me ordenó salir a
una isla llevando a Juan Castillo bien maneado
y él me enseñaría la misma porque la conocía
perfectamente, y que, si llegando encontraba huellas
de los rebeldes, lo ahorcara. Y si no encontraba huellas
que también lo ahorcara, o sea, que la orden era darle
en la madre de todas maneras.
En la isla hablé a solas con Juan Castillo, él sabía
bien la orden, le pedí que, en un terreno de hombre y
amigo, me confesara qué cuenta tenía pendiente con
el general Gutiérrez, porque yo no lo conocía como
rebelde ni como del gobierno, sino como encargado
de la finca del mismo general Gutiérrez, en los tiempos de la revolución de De la Huerta, ubicada en la
ranchería El Limón, de Paraíso.
Nunca había pensado decir nada, me dijo, pero había oído la consigna y ya no le importaba revelarlo.
Cuando fracasó la revolución de De la Huerta todos
agarramos el camino que pudimos; él, Juan Castillo,
sacó a Gutiérrez en una canoa por Las Flores, al paso
del Caoba, con todo y su familia, parque y armamen-
51
to, y ahora ordenaba que lo mataran para que nunca
fuera a decir nada de ese asunto. Ordené que le aflojaran la reata y esperamos al general Gutiérrez.
Se puso enojadísimo cuando vio que Castillo no
había sido ahorcado y tuvimos que entrar en aclaraciones. Le dije que seguía teniendo presentes las indicaciones del licenciado Tomás Garrido y que a Castillo no le conocía malas pasadas, sabía que había sido
su encargado en la finca de Paraíso. Si consideraba
tener razones para matarlo, pues que lo hiciera personalmente. No le dije a Gutiérrez las confidencias de
Castillo.
De muy malas maneras ordenó que lo soltaran y se
largara, que si lo volvía a encontrar iba a matarlo a balazos. Juan Castillo no supo ni el camino que agarró,
salió hecho un tiro.
Seguimos llevando prisionero al de los tamales.
Llegamos al centro del Guayo, a la loma que se le decía de Doña Fidelia. El paraiseño Benito Arellano tenía
una tienda con todo, hasta aguardiente vendía. Tras
tomar unos cuantos tragos dijo el general:
―Ahora me le vas a dar cincuenta cinchazos a este
viejo, por haberles dado tamales a los rebeldes.
“Aquí no voy tener más que cumplir las órdenes de
este pinche general abusivo, pero no le voy a dar con
todas mis fuerzas, sino en forma considerada”, pensé.
No llevaba más que como diez cinchazos cuando
dijo Gutiérrez:
―¡Es que le va usted a dar como es debido, o le voy
a enseñar cómo se pega!
―¿Qué quiere usted, mi general, que le rompa el
machete en el espinazo?
―¡Pues rómpaselo!
52
Los últimos cinchazos se los di
hasta donde me dieron las fuerzas.
Después lo corrió:
-Ahora te puedes ir para que
sigas dándoles tamales a los
rebeldes.
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Y ahí sí no tuve más remedio. Los últimos cinchazos se los di hasta donde me dieron las fuerzas. Después lo corrió:
―Ahora te puedes ir para que sigas dándoles tamales a los rebeldes.
54
X
Le gustaba colgar gente
al general Gutiérrez
S
alimos. En el puente de San José, de la Ranchería
Guayo, nos dividimos. Ordenó que me fuera por
las veredas de adentro hasta salir a Agua Negra;
él agarró el camino real con el mismo rumbo. Claro
está que, cuando llegué, él ya estaba ahí, en la casa de
don José María Valenzuela, padre de Justo Valenzuela. Le dije que no había ninguna novedad.
―Pues yo sí tengo novedad ―dijo―. Ahí tenemos
un rebelde para que te luzcas con él. Llegando a la
encrucijada me lo ahorcas ―el general Gutiérrez no
sabía más que mandar a ahorcar.
Tenía bien maneado a un tal Estanislao Alvarado,
quien había sido un soldado en la revolución de De
la Huerta, hermano de otro que sí andaba de rebelde,
siendo guacos se parecían mucho.
Iba de mala noche y de mal humor, casi le echaba
el caballo encima al prisionero y lo traté de cobarde
porque andaba metido entre naguas de las mujeres en
lugar de pelear con las armas en las manos. Él respondía que no era rebelde, que sí lo había sido cuando
nosotros también lo fuimos en la revolución delahuer-
55
tista. Que él era Estanislao, el rebelde era su hermano.
Le pregunté por qué no se lo había aclarado al general Gutiérrez, pero dijo que cuando quiso hablarle
no le dejó y le reventó en la cara un golpe con su pistola. Efectivamente, tenía un cabronazo bien puesto.
Este muchacho había andado de rebelde en la revolución de De la Huerta, militando con el mismo general Gutiérrez. Lo insté a que me comprobara que ya
no era rebelde, él me dijo que lo comprobaba con la
ranchería entera y con los trabajos emprendidos y que
su hermano andaba con el general Cuevas. Si era así
yo respondía por su vida, le dije, pero tenía que hablarle al general Gutiérrez en los términos que le iba
a proponer.
―Cuando venga el general Gutiérrez se va a enojar
porque no te he matado, pero yo le voy a decir que tú
me pediste la licencia de hablar antes de morir. Tú le
vas a decir que quieres hablar con él, no para pedir
perdón por tu vida porque eres tan hombre como él,
sino para decirle que se acuerde que tú eres Estanislao
Alvarado, que fuiste su soldado y peleaste a su lado y
que el rebelde es tu hermano. Pero que si así les paga
a los que fueron sus soldados que te mate con sus
propias manos. Si no le hablas en estos términos ―le
advertí―, en menos de lo que canta un gallo te voy a
jalar la reata hasta que llegues a la horqueta.
Colgué la reata de un gajo y la puse en posición de
jalar.
Sobre la madrugada llegó el general Gutiérrez y se
encabronó porque no lo tenía con la lengua de fuera.
Le referí lo que había convenido con Estanislao, quien
sí le habló según mis instrucciones precisas. Cuando
se aclararon las paradas en un ambiente que es de
56
imaginarse, volé la reata de la rama de un tirón, moví
mi caballo y le dije al general:
―Si así les paga a los soldados que han peleado
a su lado, así nos va usted a salir pagando también a
nosotros.
―Que sea la última vez que se me anda atravesando porque lo que va a pasar es que me lo voy a salir
fusilando ―respondió.
―Yo me le andaré atravesando cuantas veces me
ande usted queriendo hacer cosas fuera de la ley ―le
alegué.
―¡Bueno, ya! Este prisionero sigue bajo su responsabilidad, si se huye me lo trueno a usted ¡Así que ya
lo sabe!
57
XI
Llegada al barranco
Río Seco
E
stanislao Alvarado iba a pie y nosotros de
caballería.
―Móntate en el mejor caballo que vaya ahí, en
anca, porque no vamos a ir esperándote ―lo ayudé.
Tomamos por unas rayas rumbo a Río Seco trayendo un práctico, conocedor de los caminos. Estaban tupidos y era tiempo de norte. A las dos de la mañana se
me agota el aguardiente que traía en el morral.
―Tú que conoces aquí, consígueme un litro de
aguardiente ―le pedí al práctico―. Aquí tienes el dinero.
—Nomás que si me ven entrar con usted no me
venden nada. Voy a ir solito.
—Pues aquí te espero.
Al ratito vino con el litro de aguardiente. Seguimos
la marcha. Agua y lodo, agua y lodo.
—Oye —le digo— ¿tú sabes dónde hay una carabina, una pistola, un arma, en el barranco de Río Seco?
—Pues viera que sí sé. Pero si me ven llegar con
usted van a decir que yo los denuncié.
—Bueno, pues cuando vayamos saliendo al barran-
58
co tú te regresas.
—En Casa Blanca, en la finca a donde vamos a salir,
el encargado tiene un rifle 30-30 con cincuenta cartuchos. Yo lo conozco.
―Bueno, ya aquí no necesito práctico.
Llegamos a la finca Casa Blanca, de amplios corredores y una casa grandísima. Entré y eché culata a la
ventana y a la puerta. Salió el encargado.
―Oiga ―le suelto de pronto―, usted me entrega
el 30-30 con los cincuenta cartuchos que tiene.
―¡Pero… oficial! ―se sorprendió―. Aquí han pasado los rebeldes, aquí han pasado los del gobierno, y
nadie me ha pedido el rifle…
—Yo no le pregunto a usted quién pasó ¡Usted me
entrega el rifle!
No tuvo más que entregármelo.
―Aquí tienes este rifle 30-30 y cincuenta cartuchos
―le dije a Estanislao Alvarado―. Este rifle no es para
que pelees; es para que me pegues un tiro por la espalda cuando pienses huirte, para no darle el gusto al
general Gutiérrez de que me fusile.
—Le voy a probar que soy hombre y que soy agradecido. Usted me ha salvado la vida y a su lado me
muero… A su lado me muero, o lo matan a usted.
A esto ya vienen las claras del día. Alcanzamos una
tiendita que tenía Manuel Soto, adinerado paraiseño,
se les ocurrió a mis soldados que traía en el grupo de
vanguardia:
―¡Jefe, necesitamos cigarros!, ¡necesitamos sardinas!
—Cómo no ¡Nomás no se me revuelvan así! Póngase en el camino real en posición de tiradores. No se
me hagan bola.
A ver, señor, pase usted tantas latas de sardinas,
59
pase usted tantas cajas de cigarros, pase usted tantas
cajas de cerillos. Dígame cuánto es el importe ¡y pagué!
En esto viene el general Ignacio en compañía del
teniente Pepe R. Caraveo y se ríe.
―¡Cómo se conoce que tiene usted miedo!
—Sí tengo miedo, mi general. Porque tengo la obligación de cuidar a mis soldados.
—No, hombre —me dice—. Venimos de andar las
montañas y no hemos encontrado a los rebeldes.
―Un momento, mi general. Usted sabe que la nauyaca se encuentra a veces entre el polvo o en la trilla.
Así que no es difícil que aquí en el campo limpio nos
encontremos con los rebeldes. Además, ya le digo, mi
obligación es cuidar a los soldados.
Llegamos a San Cándido, finca de César Sastré, a
las cuatro de la tarde. Unos santísimos corredores,
¡vive dios!, y una tienda de consumo. El general ordenó que se aflojara la caballada, se le diera maíz por
sacos y se desensillara. A mis muchachos les hablé:
―Ustedes no me desensillen sus caballos.
A las cinco de la tarde, alerto al teniente Caraveo:
―Teniente, allá viene un tipo bien montado sobre
un caballo rosillo. Y me da mala espina.
—¡Cómo eres pesimista!
—No sé si soy pesimista. Lo único que le digo es
que me da mala espina.
60
XII
El general Cuevas
saquea Cunduacán
E
l hombre saludó al teniente, al general y a mí.
Bajó de su caballo a la tienda de consumo. Pidió
un litro de aguardiente, dos kilos de azúcar, un
paquete de cigarros y se despidió de nosotros.
―Oiga, mi teniente, esos dos kilos de azúcar y ese
paquete de cigarros son para los rebeldes.
—¡Ya se te puso, Lacho!
—¡Ya se me puso!
El general Ignacio Cuevas estaba precisamente en
Filadelfia, con cientos y tantos hombres. Hasta nos
había contado cuando nos vio pasar. No nos quiso
combatir porque él iba a tomar Cunduacán para robar
y matar a cuanto cabrón se le atravesara. A las cuatro de la mañana tomó por asalto Cunduacán. Mató
a un coronel del ejército que se apellidaba Rodríguez.
Mató a Juventino Escayola, que era de Río Seco, jefe
del cuerpo de voluntarios. Y, de plano, se cagó en la
guarnición. Robó en Cunduacán. Lo supimos cuando
vino un correo para avisar a la familia que Juventino
Escayola estaba muerto.
—Mi general —le reclamo—, nosotros pendejean-
61
do aquí y los rebeldes ya tomaron Cunduacán.
—¡Pa’llá vamos ahorita!
Y arrancamos con rumbo a Cunduacán. Agua y
lodo, agua y lodo. En parte a baña lomo, en parte al
estribo, en parte al brentil. Llegamos a la ribera de La
Piedra a las tres de la mañana. Siempre fui precavido
y desconfiado, más que un macho tuerto. Entonces
propuse al general:
―¿Coloco mi avanzada?
—¡Sí! Ponga usted su avanzada.
Vi una casita y avancé hacia ella con Manuel Chan,
mi asistente chaparro. Llamé al campesino y se levantó.
—Oiga —le digo—, ¿me hace usted favor de venderme un café?
—Señor —contesta—, no tengo café. Lo que tengo
es pinole. Si quiere usted, ahorita se le hace.
―Párate tú ahí afuera, pendiente ―ordené a Manuel Chan―. Voy a sentarme en la hamaca ― una hamaquita pobre.
―Oiga, amigo, ¿usted estuvo en Cunduacán hoy?
—Sí, estuve.
—¿Vio a los rebeldes?
—Sí, señor, los vi. Tomaron Cunduacán, acabaron
con la guarnición y le robaron a todo mundo.
―¿A qué hora salieron de Cunduacán?
—Salieron entre las once y doce del día.
—¿Son bastantes?
—Son como ciento y tantos hombres. Le digo que
mataron a la guarnición y llevan todo el armamento.
Y además llevan caballos de mano.
Nosotros no éramos más que 22 carajitos. Corrí hacia la avanzada y les dije:
62
―¡Póngase águila!
—¿Qué rumbo llevaron los rebeldes? ―pregunté al
campesino a mi regreso.
—No están muy lejos, están por el rancho El Paraíso. De ahí no pasaron. El río de Cuxcuxapa está hasta
las tapas, no hay más que un cayuco que no aguanta
más de tres o cuatro. Y no pasaron. Así que los rebeldes aquí están. A menos de cuatro kilómetros.
Mi general dormía en su hamaca de hilera, pero yo
chango y abusado. Cuando amaneció estaban tendidas las presas de pavo, de puerco y cuanto usted quiera en hojas de tó puestas en el suelo. El campesino no
tenía butaque, asiento ni nada. Se levanta el general y
se peina. “Silencio, corazón, no digas que amas”, me
auto recetaba. Después que bebimos caldo y comimos
presas mandó a formar la tropa.
―Oiga usted, mi general, ¿qué derrotero llevamos?
—Vamos de aquí a Cunduacán, y ahí vamos a saber qué rumbo llevaron los rebeldes.
―Mi general, el derrotero yo lo traigo.
—¿Cómo?
—Como tres más dos son cinco, señor. Los rebeldes
los tenemos aquí a tres o cuatro kilómetros, por el río
Cuxcuxapa. No pasaron porque está hasta las tapas y
no hay más que un cayuco que no aguanta más de tres
hombres. Y son ciento y tantos hombres.
—¿Está usted seguro?
—¡Requeteseguro, mi general!
—¡Sobre de ellos!
—¡Sobre de ellos, mi general!
Con mi vanguardia, a media rienda llegamos a
donde estaban cajas de cigarros y botellas vacías. Hice
alto y nos alcanzó el general.
63
―Ya no tenemos que preguntar nada ―le expuse―, aquí tenemos las huellas de donde durmió la
avanzada de no menos de veinticinco hombres.
64
XIII
El primer encuentro
con el general Cuevas
A
rribamos al río de Cuxcuxapa, frente al portón del rancho “El Paraíso”. Ya habían pasado,
¡águilas los cabrones!, entre el oscuro y claro
del día.
―A ver, Damián Cruz, ¡quítese el rifle!, ¡quítese
la carrillera y aviéntese usted braceando! ―le ordené
que cruzara el río con fuertes corrientes.
Pasamos todos pero no alcanzamos a los rebeldes.
Salimos al barranco Río Seco y llegué al frente de San
Miguel, finca de Salvador Peralta Rosado, hijo de Rutilo Peralta, hice alto con mi vanguardia. Se aproximaba
Atenógenes García jalando una vaca, bien montado,
acompañado de un vaquero.
—¡Quihubo, Lacho!
—¿Qué pasó?
—¿Para dónde vas?
—¿Cómo que para donde voy? ¿Dónde encontraste a los rebeldes?
—¡Ahí están! A la vuelta, ahí están.
Yo traía un muchacho, poco más o menos mal
montado.
65
—Oye, Antenógenes, bájate del caballo y móntate
en ese otro caballo.
—Pero, Lacho, mi caballo.
—¡Nada!, aquí no hay compadre, aquí no hay amigo. ¡Usted se baja del caballo!
Y pa’ pronto monté al muchacho. Llegó mi general.
—¡Mi general, ahí están a la vuelta los rebeldes!
—¡Sobre de ellos hasta ganarles el valor!
Salimos al torno de La Candelaria y estaban los rebeldes. En un chamarro tenían la botella en el centro y
la baraja de cuarenta cartas. Íbamos avanzando, alzaron la vista, ¡puta suerte!
―No disparen ni un balazo, hasta revolvernos con
ellos ―ordené a mis muchachos.
Aquellos echando bala, nosotros sin contestarle.
Íbamos a veinticinco o treinta metros.
―¡Ahora sí! ―y se desbaratan.
Viene el general Ignacio Gutiérrez corriendo en su
caballo:
―¡Alto y pie a tierra!
Inmediatamente que nos bajamos se nos pelan todos los caballos y nos quedamos de infantería. ¡Me lleva la pinche suerte ingrata!
Traía un maletín con traje de montar, un pabellón
de hamaca, un machete de silla especial, una reata
de pabilo y una cabezada de plata. A volar todo. Nos
quedamos a pie. ¡Y jálale chingao! Nos agarramos en
línea de fuego. Ellos eran cientos y tantos rebeldes, nosotros veintipico voluntarios. Traíamos máuseres de
nueve milímetros.
El combate comenzó a las ocho de la mañana. Unos
balazos me soplaban por la grama, venían de abajo,
de un repasto.
66
―Mira, me están flanqueando ―digo a mi asistente―. Póngase águila, voy a localizar a mi flanqueador.
¡Pásame mi botella de aguardiente!
Me echaba un trago largo cuando alcancé a ver
que, detrás de un señor mango, asomaba el cañón de
un máuser. Mi oponente era mal tirador, las balas me
pasaban a un lado.
—¡Ah, hijo de su mera madre! Acá está el blanqueador —le digo a mi asistente—. Ahorita se la va a
averiguar conmigo.
El primer tiro se lo pegué ¡como a una cuarta del
cañón del hijueputa mango! El segundo se lo pegué
más cerca y al tercero le boté el rifle a un lado. Se corrió a su caballo, el zacatón le daba hasta la cintura. Lo
veo atravesar. ¡Tajjj! bulto a tierra. Mas no sabía si lo
maté a él o al caballo. Siguió el combate hasta las dos
de la tarde. Cuando terminó le dije a mi asistente:
―Vamos al repasto. Voy a ver a ese hijueputa: si lo
maté o qué pasó.
Llegamos y nada. Había matado al caballo, a él le
di el balazo en la pantorrilla. Le pasó el balón, le salió
por los ijares, el caballo cayó y él salió arrastrándose.
Lo trajeron en hamaca a curar acá Vidal Morales, en la
Ranchería Zapata.
En ese combate avancé no menos de treinta caballos. Le regalé un caballo moro a mi teniente Caraveo. Avancé uno de fina caballeriza, tenía una maleta
―¡dios guarde, libre y favorezca!― reatada con hilo
de henequén y un máuser en la arción de la silla ¡un
caballo grande! El jinete me brincó cerca y me lo eché,
era un indio de San Felipe Río Nuevo, según me platicó mi compadre Rafael Pulido.
―Oye, ¡ese caballo! ―dice el general.
67
Le vio tipo al caballo, ¡era de primera clase, coño!,
con el maletón reatado y una montura de suprema calidad.
—¡A ver pásame el caballo!
—¿Qué le pasa, mi general? Esto no es botín de
guerra, mi general. Ese caballo yo lo avancé. Ahí está
el botín de guerra, que es el máuser. El caballo no.
—¿Qué tiene la maleta?
—¡Eso ni usted lo sabe ni yo tampoco! ¡Eso es mío!
¿Y si me hubieran quitado la vida, usted iba a responder por ella?
68
XIV
Retorno a Paraíso
D
iscutí con el general Gutiérrez, pero no le di el
caballo ni la maleta, ¡pura madre!
En Comalcalco, un capitán del ejército, quien
vestía de gala, me encontró con mi pelotón en la calle
y trató de desarmarme frente a la placita.
—Mire, mi capitán, no se me atraviese porque aquí
nos va a llevar parejos la chingada. Vengo de pelear
con el enemigo y voy a pelear con usted también.
―No se meta con ese oficial ―le advirtió el teniente Caraveo―, porque ese oficial se parte el cuero con
usted.
En el cuartel el teniente sí me llamó la atención.
—Lacho ―me llama―, hay el problema del capitán. Reconcéntrate al cuartel ―le obedecí.
Luego me manda el general Ignacio Gutiérrez a
buscar cinco mil cartuchos a Paraíso con mi pelotón
compuesto por seis hombres.
Me entregaron los cartuchos en morrales. Pasé a
la finca de Moctezuma, que era un ingenio de aguardiente, y traje siete botellas en el arción de la silla. Al
punto pedo levanto mi máuser y plomo y plomo por
69
todo el camino. Eso era echar balazos, sin tirarle a nadie. Balazos nomás al aire, hasta llegar a Comalcalco.
—Aquí están los cinco mil cartuchos, mi general.
De ahí regresamos a Paraíso. En el torno de Moisés
Palma, ya para entrar a Paraíso, se me acoderó el general, ahora con buenos modos:
―Oyes, cabrón ¿y te vas a cojé la maleta?
―Mi general, eso trae otro tono. En Paraíso dividimos la maleta, porque ni usted sabe lo que lleva ni yo
tampoco.
En casa de María Reyes, hermana de Ignacio Gutiérrez, vimos que la maleta contenía piezas de seda para
mujer. ¡Me chingo a tiros pero sin pistolas!
―Ahí tiene usted, mi general, disponga de la mitad de la maleta. Y déjeme usted la mitad.
Le pegué una cachetada sin mano, porque llegando al cuartel le dije:
―¿Me da usted permiso para formar la tropa?
—Cómo no.
Entonces formé la tropa.
—¿Tú tienes mujer? —le pregunté a uno.
—Sí tengo, señor.
—¿Tú tienes hijas? —pregunté a otro.
—Sí tengo, señor.
—¿Y tú?
—Yo no tengo nada.
Los fui seleccionando. A los que tenían mujeres e
hijas les hice entrega de una parte de la tela.
—Aquí tiene usted, mi general —le dije―. Estos
pelearon junto con nosotros. Arriesgaron el cuero junto con nosotros y tienen derecho a lo que nos avanzamos.
Lo repartí todo. Él no le dio un solo corte a nadie.
70
—¿Y tú no guardaste tu pedacito, Valedor? —me
preguntaron.
—¿Para qué? ¡Si yo no tengo mujer, ni muchachito,
ni puta madre!
Traía dinero, venía vendiendo los caballos con todo
y silla a cincuenta pesos unos con otros. Venía solo
cuidando el tordillo de no menos de treinta caballos.
Al de caballeriza lo vendí en quinientos en el puerto
de Frontera. Llevaba una yegua herida, por gratitud
al animal, porque la traía montada en la balacera y no
sé cómo ni en qué momento recibió un balazo. Luego
que terminó el combate la recogí, la llevé a Frontera y
la curaba todo los días con pergamanato aplicado con
irrigador. Y sanó ¡buena yegua! También la vendí.
Por ese combate el general no tuvo más que informar que, como jefe de vanguardia, había peleado; y
el teniente Caraveo transmitió el reporte. Entonces
Tomás Garrido ordenó que se me ascendiera a subteniente.
Cuando Cuevas atacó en Comalcalco ya estaba
llegando a término de rendirse. Con él andaban Mamerto Lützow, El Chelo Méndez, Rafael Pulido, Florentino Moheno, Tomás Ricárdez, a quien mataron.
No estuvieron en el primer combate, como lo hicieron
Candelario López, de Huimanguillo, Manuel León,
hijo valiente de Paraíso. Esos muchachos pelearon
en ese combate, ¡ay hijos de la chingada! Habíamos
sido compañeros en la revolución greenista y en la delahuertista.
― ¡Ora, hijuelachingada pea! ―me gritaban.
—¡Aquí está su padre! —les contestaba.
¡Y riata cabrones! Ahí me convencí que no es igual
tirarle a un huevo que tirarle a dos.
71
XV
Barabata “El Perfumado”
C
andelario López traía un caballo dorado que lo
hacía un taco, lo agarraba en puntería: “¡taajjj!”
¡y nada! Hice no menos de veinticinco tiros y
no le pegué.
―Ya no le tires a ese hijo de la chingada ―digo a
mi asistente―, ese cabrón trae parte con el diablo. No
se muere el hijueputa. Vamos a dejarlo hasta ahí.
Matábamos caballos que era un gusto. Quedaron
cincuenta caballos botados. Hasta que se retiraron.
El general Cuevas, que dios tenga en paz o el diablo en el infierno, iba tocando el torito con una flauta.
Salió a la portada de La Candelaria con toda su gente
por delante.
―¡Oiga, mi general, vamos a pegarles una seguidilla a estos cabrones! ―dije medio jumo.
―Ellos son muchos y nosotros pocos. Nos pueden
poner una emboscada y nos van a partir toda la torre
―señaló el general Gutiérrez.
Ellos venían a un kilómetro de nosotros. No los
atacábamos porque ya no traíamos suficiente parque,
unos tenían veinticinco cartuchos, otros diez. Ellos sí
72
estaban bien parqueados con los que le habían quitado a la guarnición. Dejamos que se fueran.
Avanzábamos aguantando la parada. En la entrada
de Rancho Colorado los rebeldes cortaron para salir a
Tecolutilla. Recogí una yegua pico blanco que dejaron
cansada en el camino.
—Ya llegamos a Comalcalco y los rebeldes agarraron para Tecoluta. De ahí se fueron al Tortuguero ―
nos informaron.
Siempre he sido medio travieso, medio picón. El
parque de los soldados era de siete milímetros y el de
nosotros de nueve.
―Oiga usted, mi General, ¿por qué no le pide prestado al jefe de la guarnición veinticinco armas con parque? Y vamos a seguir sobre los rebeldes.
—Aquí no se puede pedir nada. Usted se pela a Paraíso a buscarme cinco mil cartuchos.
De vuelta vengo a punto pedo y me pongo a echar
balas más que la puta madre. Decía el general Epifanio Barabata, cuando estaba en un refuego: “¡Echen
balas, cabrones!”. Era la palabra de Barabata. Cuando
tuvo la conferencia con todos los generales ya perdida
la revolución de De la Huerta, les advirtió, inclusive
a mi general Carlos Greene: “Todos ustedes se rendirán, menos Epifanio Barabata”. Y se los cumplió. Lo
mataron en La Chonita. Aun cercenado a balazos no
moría. Caminó a la pila a beber agua, ahí se pegó un
tiro en la cabeza con su propio máuser. Ahí murió Epifanio Barabata, de Nacajuca. Era chaparro y de apodo
le decían “El Perfumado”, porque usaba talco y mucho perfume.
73
XVI
El general Cuevas sobre
Comalcalco
J
iménez de Lara, ardido porque perdió en su
candidatura al gobierno del estado, pues se impuso
la voluntad de Garrido, mandó al general Cuevas
a sembrar la inquietud en la entidad tabasqueña.
Garrido ordenó que se le combatiera pero el general
Gutiérrez, el general Torruco y el coronel Rojas, quienes
simpatizaban con el general Jiménez de Lara, se hacían
patos y en realidad no tenían el propósito de echarle el
guante a Cuevas. ¿Lo sabía El Hombre del Sureste?
Por órdenes superiores nos reconcentramos en el
puerto de Frontera. Nos fuimos en cayuco al pueblo
de Allende y de ahí a caballo. Los rifles quedaron en
Paraíso, portamos máuseres de nueve milímetros, en
manos del general Ignacio Gutiérrez.
Y ahí acabó la campaña contra Cuevas, quien siguió
en la región de la Chontalpa con la misma confianza
y libertad de siempre, robando y chingando al gobierno. Nadie se acordaba de él. Transcurrieron muchos
meses. La matazón de Cunduacán le había valido un
sombrero al gobierno. Cuando Cuevas opinó arreglarse con el gobierno de Veracruz, entonces como des-
74
pedida, dispuso atacar a Comalcalco. Pero tuvo mala
táctica, porque lo hizo a las doce del día.
Íbamos con el licenciado Tomás Garrido en su carro. Frente a Plaza de Armas, Tomás Garrido bajó a
platicar con la señorita encargada del Colegio Santamaría, de Villahermosa, en la casa que era de Pedro
Romero, quien por muchos años fue agente del ministerio público en el puerto de Frontera y además un
gran amigo. Permanecí en la parte de atrás del carro.
Llegó un hombre en bicicleta con un mensaje para Tomás Garrido. Él me llamó:
― Los rebeldes están tomando ahorita Comalcalco.
Reí.
―¡No te rías!
—No, licenciado, no me he reído. Nomás sonreí.
Ellos son rebeldes y tienen derecho a tomar una plaza.
Si la pueden tomar la toman y si no, no.
—¿Y sí te atreves a perseguirlos?
―Si usted me lo ordena, pues me atrevo. Pero si no
me lo ordena, pues no me atrevo.
―Con su permiso, señorita ―se despidió.
Fuimos a su oficina particular. El gobernador, de
hecho, era él y no Ausencio C. Cruz, quien era gobernador de figura. El que mandaba era Tomás Garrido.
Habló por teléfono al general Escayola, “Barbita”, casado con una Vera de Comalcalco. “Sí está trabado el
combate —comunicó—. Ahorita se están dando”.
—Le voy a mandar uno de mis oficiales de confianza, va a salir a perseguir a los rebeldes.
Tenía 26 años de edad. Me presenté ante el general, quien quedó mirándome de pies a cabeza, con un
poquito de sorpresa. O me estudiaba la cara de muy
pendejo, o de muy cabrón.
75
—¿Usted es el joven que va a salir a perseguir a los
rebeldes que ahorita están atacando a Comalcalco?
—¡Sí, señor! A sus órdenes.
—¿Y usted conoce la región de la Chontalpa?
—Pues no como la palma de la mano, pero la conozco regular.
Como que ya había sido también rebelde.
—Bueno —tocándose la barba—, ¿cuál sería el plan
de usted para atacar a los rebeldes?
—La razón sencilla, mi general. Los rebeldes están
atacando a Comalcalco, y lo tomen o no lo tomen, su
retirada es sobre el estado de Veracruz. Si me dan facilidades, me traslado a la Barra de Santana y entro por
San Felipe Río Nuevo y les caigo por la retaguardia.
—¿Cuántos hombres lleva usted?
—No lo sé, mi general, los voy a reclutar.
—Voy a ordenar al teniente coronel subjefe del 32
Regimiento que le entregue todas las armas, todas las
dotaciones para los hombres que reclute ―se trataba
de Eugenio Villa Tamayo, quien terminó de general en
Toluca: negro, tipo africano.
Volví a las oficinas del licenciado Tomás Garrido:
―Te voy a poner disponible la lancha “Zoila Libertad”.
Había sido un regalo de Jaida, de una compañía
platanera. La lancha volaba sobre el agua, en dos horas se llegaba a Frontera partiendo de Villahermosa.
En ese momento llegó Ernesto Trujillo, padre del
que fuera gobernador, Mario Trujillo. Un rengo que
usaba bordón, como lo uso yo ahora. Pero no estaba tan
jodido como yo. Era uña y carne con Tomás Garrido.
—¿Tú vas a salir a perseguir a los rebeldes?
—¡Sí, señor!
76
Ellos son rebeldes y tienen derecho a
tomar una plaza. Si la pueden tomar la
toman y si no, no.
—¿Y sí te atreves a perseguirlos?
—Si usted me lo ordena, pues me
atrevo. Pero si no me lo ordena,
pues no me atrevo.
77
XVII
¿Traicionó el general
Gutiérrez a Garrido?
E
rnesto Trujillo Gurría arrancó su carro y al rato
regresó con su máuser austriaco, de caballería,
dos carrilleras de terciar, hasta el cincho de puro
parque explosivo.
―¡Aquí tienes este máuser que te regalo! Nada
más que este máuser regresa con honor, o no regresa
nunca.
—Tenga usted la seguridad que el rifle regresa con
honor, o no vuelve nunca.
Me tercié las dos carrilleras y mi máuser en la
mano, ordenó Tomás Garrido al maquinista de la lancha que me transportara al puerto de Frontera, inmediatamente. Al llegar al río me encontré a uno que le
decían “Bachajona”, había sido soldado de nosotros
y estaba retirado. Andaba con su costalito al hombro,
viendo qué pescaba para ganarse la vida.
—¡Hola lu jefe! ¿Dónde lu vas tan armao? ―era
sancarleño.
—Déjate de tarugadas, hermano, voy a perseguir a
los rebeldes que ahorita están combatiendo a Comalcalco. ¿Vamos?
78
—Pues sí lu jefe, cómo no.
—Bueno, pues a bordo.
Con todo y costalito se embarcó.
—¡Primer soldado!
En Frontera tenía amigos de a bola: campesinos,
obreros, borrachos y no borrachos. Me decían: “El día
que se ofrezca, cuenta conmigo.”
Salté bien armado, ¡chingao! ¡puta máquina!, todos
se admiraban de verme con las dos carrilleras terciadas y el máuser en la mano!
—¿Quihubo? ¿Qué pasó?
—Aquí no pasó nada. Lo que dijimos que cuando
se necesitara. Ahorita los necesito, y nos vamos perseguir rebeldes, ¡coño!, que están atacando a Comalcalco. No sé si lo tomaron o no lo tomaron.
—¡Pues sí vamos! ¡Ahorita les estamos dando!
Cuando amaneció tenía no menos de setenta hombres en el cuartel. Tomás Garrido a las seis de la mañana llegó en la “Zoila Libertad”. Me presenté en su
oficina.
—¡A sus órdenes, licenciado!
—¿Cuántos hombres tienes reclutados?
—Tengo no menos de setenta hombres, licenciado.
—No reclutes más gente. Es que va gente de donde quiera. Los rebeldes no son tantos. Con cincuenta
hombres tienes ―indicó.
Los seleccioné y acudí acompañado de cinco muchachos con el subjefe del 32 Regimiento.
—¡A sus órdenes, mi teniente coronel!
—¿Usted es el que va a perseguir a los rebeldes?
—¡Sí, señor!
—¿Cuántos hombres tiene?
—¡Tengo cincuenta hombres!
79
Inmediatamente ordenó que entregaran cincuenta
máuseres con cincuenta fornituras y a cargar. Enseguida ordenó Tomás Garrido que pusieran a mi disposición un vaporcito misterioso, de Samberino, “El
Mercedes”. El vaporcito de mar estaba con gasolina y
cuanta madre, ¡listo para salir!
El general Gutiérrez ya estaba reconcentrado. Comprendí la combinación. Estaban el coronel Terrones
del Ejército, el coronel Borregos, el capitán Sánchez
y el teniente coronel Onésimo Cortés. Le comunica la
jefatura de operaciones militares mi movilización del
puerto de Frontera a la Barra de Santana para caer sobre la retaguardia del enemigo.
Dicen, no me consta, las malas lenguas y la mía que
no es tan buena, hubo veinte mil pesos que ofreció
Cuevas para que le protegieran la retirada. El general
Gutiérrez era su tocayo, compadre y compañero viejo
de armas. Tenían una comprensión mutua.
―No conviene la movilización del oficial Horacio
Jiménez ―dijo Gutiérrez al coronel Terrones―. Lo conozco, ha militado conmigo, ese sí los va combatir por
la retaguardia, y nos va a echar a perder los veinte mil
pesos. Hay que comunicar a la jefatura de operaciones
militares que no conviene la movilización de ese oficial a la Barra de Santana hasta segunda orden, según
plan de campaña.
―Ya nos partieron la madre ―me quejé con mi
asistente El Negro Ollín, un tipo africano, murusho,
quien tenía prohibido por ley pegar una trompada.
Un día le despicó el corazón a un soldado de una
trompada y le volteó la quijada a otro.
—¿Por qué? —pregunta mi peligroso asistente.
—Nos dieron contraorden de no movilizarme y no
80
podemos salir hasta segunda orden. Pero está de la
chingada porque los rebeldes ya van para afuera, y
lo que pueden hacer es pegarnos una buena chinga,
porque ya no les vamos a caer de sorpresa. Ya con dos
días no les caemos de sorpresa. Eso es mentira.
A los tres días cabales ordenaron que yo me movilizara del puerto de Frontera a Puerto Ceiba. De infantería me vine a Comalcalco y pernocté al costado
de la iglesia, que no habían tumbado todavía, y luego
fui al hotel “Zárate” de don Máximo Zárate. En aquel
hotel corriente estaban el coronel Terrones, el general
Gutiérrez y toda la bola de cabrones.
—¿Cuántos hombres traes? ―preguntó el Coronel
Terrones.
—Traigo cincuenta hombres. Estoy al costado de la
iglesia con ellos.
—¡Aguántese usted hasta segunda orden!
Traía una carrillera hasta el cincho y las dos llaves
de parque 38, de piña. Entre la bolsa del pantalón no
menos de veinticinco cartuchos y llegó un mayor a curiosear.
—¿Quihubole, joven?
—A sus órdenes, mayor.
—Oiga, ¡cómo trae usted parque de pistola!
—Pues sí, siempre traigo regular.
—¡Oiga, ¿por qué no me vende usted diez cartuchos?
—Mi mayor, cómo voy a venderle diez cartuchos,
puesto que vamos a campaña.
—¡No, hombre! en campaña no se necesita parque
de pistola. Ahí se necesita parque de máuser.
Enseguida le capté y le dije:
―Tiene usted mucha razón, mi mayor, en campa-
81
ña es el parque de máuser el que se discute. Ya la pistola es para un acto de retirada. ¿Por qué no hacemos
una cosa, mi mayor?
—¡¿A ver?!
Ellos nomás agarraban el parque del detal.
—Le cambio parque de máuser por parque de pistola.
—¡Juega!
—¿Cuántos cartuchos me va a usted a dar por diez
de pistola?
—Te voy a dar cincuenta cartuchos.
—¡Juega el gallo!
Entonces se metió a su cuarto y sólo tenía veinticinco cartuchos en la sobrecama. Pensó que iba a descompletar la carrillera para darle los diez cartuchos.
Mas metí la mano en la bolsa del pantalón.
—Pues no tengo más que veinticinco cartuchos
pero al rato voy al detal y voy a darle el resto.
—Está bien, mi mayor.
Al ratito me encuentro con mi coronel Onésimo
Cortés, éramos viejos compañeros de armas.
—Lacho —me dice—, tengo una orden aquí, telegráfica, donde me ordenan que me haga al frente de
la columna que tú traes. La columna marcha bajo tus
órdenes, y tú marchas bajo las mías.
—También la tengo, mi coronel.
—¡Aguántate un tantito!
Y al rato nos vamos de infantería otra vez de Comalcalco ¡me lleva la chingada! a Paraíso. De Paraíso
a Tupilco, de infantería. Y de Tupilco al Arrastradero,
de infantería.
Pero antes de salir de Frontera, don Pío Garrido,
hermano de Tomás Garrido, tenía prisionero a un vie-
82
—Mi coronel, este viejito que traigo
prisionero me lo entregó don Pío
Garrido y me ordenó que llegando
a la zona rebelde lo ahorcara. Aquí
estamos en zona rebelde. ¿Qué
dice usted, mi coronel?
83
jito de sesenta años, un campesino carbonero, que no lo
sacaban ni a declaración. Tenía seis meses en la cárcel.
—¿Usted va a salir a perseguir a los rebeldes?
—¡Sí, señor!
—Aquí le voy a entregar a este viejito. A ver, abre
la reja. Lléveselo. Cuando llegue a la zona rebelde me
lo ahorca usted.
Llegamos al Arrastradero de la laguna “La Redonda”. Entonces le dije a mi coronel Cortés:
—Mi coronel, este viejito que traigo prisionero me
lo entregó don Pío Garrido y me ordenó que llegando
a la zona rebelde lo ahorcara. Aquí estamos en zona
rebelde. ¿Qué dice usted, mi coronel?
—Yo no digo nada. Tú lo recibiste. Tú recibiste órdenes y tú sabes si lo ahorcas o no lo ahorcas. En eso
sí no me meto.
¡Me llevan las siete chingadas! Me dio lástima el
viejito y me lo llevé a la orilla de la playa. Nos sentamos en un palo. Le di un cigarro “La Fama”.
—Oye, mi viejito, aquí vas a confesarme la verdad.
Ya oíste la orden que traigo.
—Sí, jefe —me dice—, pero es un crimen lo que van
a hacer conmigo. No tengo ningún delito.
—Usted tiene que confesar qué es lo que trae de
por medio con don Pío Garrido.
84
XVIII
El viejito que quería
ahorcar don Pío Garrido
-¿
Qué delito cometiste para que te tenga seis
meses don Pío Garrido en la reja, sin sacarte a
declaración? —pregunté al viejito, sentados a
la orilla de la playa.
—Se le ha metido a don Pío que me comí una novillona. Tengo mi carbonera, trabajo al lado de la finca
de don Pío. Ese hombre tiene tantísimo ganado. Se le
extravió una novillona y dice que yo se la comí. Pero
no me he comido nada.
—¿Ese es todo tu delito?
—Pues ese es todo mi delito.
—Bueno, viejito, no voy a matarte. Voy a seguir
llevándote.
Me reconcentré al paso donde estaba mi coronel
con la gente.
―Mi coronel, no voy a matar al viejito.
—No sé. Yo en eso no me meto. Ni te digo que lo
mates, ni te digo que no lo mates. El prisionero está
bajo tu responsabilidad.
—Pues no lo mato, porque está preso por esto, esto
y esto. Y eso no es acto de justicia. No voy a asesinar a
85
un pobre viejito. Así es que lo sigo llevando.
—Bueno, viejito —le dije—, te vamos a seguir llevando. A donde nos toque pelear ve cómo te defiendes.
—Mire usted, si ustedes me dan un machete con
‘juilo’ los acompaño también a pelear.
Le dimos un machete y una lima y lo seguimos llevando. Salimos de El Arrastradero en canoas y de ahí
nos fuimos con destino a San Felipe Río Nuevo, donde se estaba concentrando toda la gente del gobierno
federal y del cuerpo de voluntarios.
―Vamos a una zona de gentes pobres ―previne
a mi coronel Cortés―. Está pasando bastante tropa,
atrás vamos nosotros y no vamos a encontrar ni tortilla para comer. Así que vamos a la Barra de Santana a
proveernos de provisiones.
En la Barra de Santana repartimos los cincuenta
hombres. Unos de un kilo, otros de dos kilos, de todo:
arroz, azúcar, frijol, café.
Y regresamos embarcados hasta llegar a San Felipe
Río Nuevo. Ahí se encontraban el coronel César Rojas,
Subiaur, Guayo Ochorán, del cuerpo de voluntarios
con sus cabecillas, y los federales que comandaba el
coronel Terrones.
Al siguiente día me les fui a presentar al coronel
Terrones y al general Gutiérrrez para ver qué órdenes
recibía de ellos.
El primero que se levantó de la mesa para lavarse
las manos fue el oficial que me había quedado debiendo veinticinco cartuchos. Después de saludarlo, con
todo respeto que se merecía, le pregunté si iba a entregármelos.
―¡Yo le debo pura madre! ―contestó.
86
Me cayó como una trompada en medio de los dos
ojos.
―¡Oiga mi mayor! A mí no me debe usted pura
madre. Me debe usted veinticinco cartuchos y me los
va a entregar ahorita o nos vamos a romper la madre.
Nos marcó el alto el coronel Terrones y el general
Gutiérrez trató con palabras ordinarias al mayor:
―¡Usted le entrega los veinticinco cartuchos!
—Está bien, mi coronel —dijo el mayor y me los
entregó.
Pero ya cuando me los había dado, yo le dije:
―Pues ahora se los regalo. No los necesito. Y tenga
en cuenta que es usted tan hombre como lo soy yo, y
vamos sobre la misma línea y sobre el mismo camino.
—¡Retírese! —me dijo el general Gutiérrez.
—Pues sí, me retiro.
Llegó la hora de emprender la marcha. Todos de
caballería, menos mi pelotón de soldados ni yo. El general Gutiérrez ordenó quedarme de guarnición en
San Felipe Río Nuevo.
―¡Protesto! Yo no me quedo de guarnición.
—¿Cómo que no se queda? ¡Es que las órdenes se
respetan!
—Pues estas órdenes no las respeto, porque vengo despachado de la jefatura de operaciones militares
para perseguir al enemigo y traigo un cuerpo de voluntarios para eso y no para destacamento. Para destacamento están las fuerzas federales. Y si a mí se me
impide marchar sobre el enemigo me regreso a Cárdenas y comunico al gobernador del estado el asunto.
Luego consultaron entre ellos. Me dejaron avanzar
poniéndome de infantería, pero delante cubría la vanguardia un militar, el teniente Macías, con diez solda-
87
dos de línea. De modo que iba cortado, puede decirse
que marchaba a la voluntad de la vanguardia hasta
Buenavista. El teniente no me cruzaba ni palabra.
Pernoctamos en El Pejelagartero, mandé a hacer
lumbre y que se cocinara café, arroz y frijol para nosotros, en tanto que el teniente Macías permanecía a la
distancia debajo de un árbol. Ni encendía fuego ni se
le veía ningún movimiento de preparar alimento. Me
acerqué.
―Oiga, teniente, no le veo ningún movimiento.
¿No trae usted comida?
—¡No!, no traigo ni madres.
88
XIX
En Veracruz le dan chamba
a Cuevas en Petróleos
-N
o, hombre —le dije al Teniente—, véngase
con nosotros. Somos compañeros de campaña y tenemos la obligación de ayudarnos unos a los otros.
Empezó a ser mi amigo y a cruzarnos algunas palabras. Llegamos a Zanapa y nos trasladamos al Paso La
Mina, donde estaba el coronel Borrego con cincuenta
soldados de línea, y tan luego comparecí me ordenó ir
a una avanzada de dos kilómetros en la sabana a Tres
Brazos, por el rumbo de la Central Furnier.
Concentrados en las montañas para cubrir la avanzada se nos agotó la alimentación. Al siguiente día visité al coronel. Salió al encuentro un mayor. Le contesté
que necesitaba hablar con mi coronel, éste mandó a preguntar qué se me ofrecía. Le dije que necesitaba saber
de dónde iba a disponer de alimentos. Volvió el mayor.
―Dice que el alimento lo agarre usted de donde lo
haya.
Al Negro Ollín le ordené que se armara cinco soldados y trajera lo que hallara: pavo, gallo, gallina o lo
que fuera. Regresó con los palos llenos hasta lo que
89
aguantaban, tal como la orden era; agarrar donde hubiera.
Fuimos a Tres Brazos y nos concentramos en la
Central Furnier, en donde se encontraban el coronel
Terrones y el general Gutiérrez. Venían de regreso. El
general Cuevas había cruzado al estado de Veracruz
por el paso de “El Blasillo”, donde dejó la caballada.
―¿Qué dice el oficialito? ¿Todavía le quedan ganas
de andar? ―me interrogó el coronel Terrones en forma burlona.
—Mi coronel, cuando un soldado se cansa y se
queda botado se le fusila para que no se quede pensando. Así que donde yo no aguante pues lo mismo
hará conmigo.
Sonrió.
―No se preocupe ahorita se va usted a montar en
su caballo. ¿Cuántos hombres traes?
—Traigo cincuenta hombres, mi coronel ―y ordenó a un mayor entregarme un caballo ensillado por
cada hombre.
Retornamos a San Felipe Río Nuevo y a Paraíso.
Nos pagaron en la receptoría de rentas siendo Fuerzas
del Estado. Dispusimos comprarle un pantalón, una
camisa, huaraches y un sombrero al viejito que cargaba prisionero en puras garras.
Salimos a Frontera y don Pío Garrido se llevó la
sorpresa, cargaba vivo al viejo y hecho un gallo con su
ropa nueva, sombrero nuevo, guarachos nuevos y su
pañuelo en el pescuezo.
—¿Qué?, ¿no le dije que matara usted a este viejo
hijo de su chingada madre?
—¡Un momento, don Pío! Fui despachado por la
jefatura de operaciones militares y por el señor gober-
90
nador del estado, quien recomendó con especialidad
que no cometiéramos abusos ni atropellos, y esto no
iba a ser nada más un abuso y un atropello sino también un asesinato. Si usted tiene cuentas pendientes
con el viejito, pues liquídelas usted, pero yo no lo
mato. No lo mato y no lo mato.
Inmediatamente comuniqué el asunto a Tomás Garrido. Al momento mandó por el viejito y este le explicó. Mandó a llamar a don Pío Garrido y le pegó una
santísima puteada de la que apartó Cupido. Le dijo que
era el culpable de muchas cosas que le achacaban a él;
desconocía lo que estaba haciendo y que no se le ocurriera volver a ordenar matar a nadie. Mandó al viejito
que fuera a trabajar y le comunicara cualquier cosa.
El general Cuevas se rindió en Puerto México, Veracruz. Allá se arregló y en Las Choapas lo emplearon
en Petróleos Mexicanos y después en el gobierno. Así
terminó su campaña y quedamos en terreno pacífico.
A los quince días, paseando con don Tomás Garrido de Villahermosa a Atasta me pegó un palmazo:
―¿Qué pasó, Lacho? ¿Qué me cuentas de la región
de la Chontalpa?
—Todo bien, licenciado.
—¡Ah, qué gente tan rebelde!
—No son rebeldes, licenciado.
—¡Cómo no van a ser rebeldes! Ahí es la cuna de la
Revolución.
—No, licenciado. No son rebeldes. El rebelde es el
gobierno.
¡Puta madre! Se puso el hombre encendido como
un camarón.
—¿En qué te fundas para decirme que el gobierno
es rebelde?
91
XX
Construcción de caminos
en Comalcalco
-L
a razón es muy sencilla —le respondí a Tomás
Garrido― licenciado, un pueblo aislado nunca puede ser amigo del gobierno. Esos pueblos no tienen caminos, sino que, atravesando veredas
y puentes sin barandillas, llegan como los salvajes al
poblado; cuando los traen presos ni los notifican, al
menos que sea de mucha emergencia. Vamos a construirles caminos, vamos a construirles puentes, vamos
acercando al pueblo y verá que ese pueblo es su amigo.
No contestó.
Quince o veinte días después, en la antesala del Palacio de Gobierno, sonó el timbre:
—¡Horacio Jiménez Tejeda! Pase al despacho.
Y me dice el Lic. Tomás Garrido:
―Aquí tiene usted su oficio de comisión. Se va a
Comalcalco a romper caminos y a construir puentes
en la región de La Chontalpa. Si el presidente municipal Vicente Aguilera Martínez no le presta el apoyo
para el desarrollo de sus labores, me lo comunica inmediatamente por telégrafo.
Salí de Villahermosa sólo con mi caballo, un rifle y
92
una espada. Me presenté en el Ayuntamiento.
―¿Qué pasó, Lacho? ¿Qué andas haciendo? ―me
saludó Vicente Aguilera Martínez.
—Aquí te traigo este oficio.
—¿Tú a construir puentes y a romper caminos aquí
en la región de la Chontalpa?
—¡Sí, señor! A eso vengo.
—Te va a matar esa gente: es rebelde.
—Los rebeldes se rindieron. La gente del campo es
pacífica y trabajadora.
—Bueno, está bien. ¿Cuántos gendarmes necesitas?
—Gendarmes no necesito ni uno. Lo que necesito
son oficios y circulares para los agentes municipales,
para que se cumplan las órdenes y quien no cumpla,
me encargo de remitírselo.
—Bueno eso es cuestión tuya. Yo tengo órdenes de
darte las facilidades que tú me pidas. Tú dices que no
necesitas más que un oficio y así se hará.
Comencé en el barranco de Comalcalco con Vicente
Ocharán y don Luis García, quien había sido jefe político.
Había unos brutos pitalones y el camino era reducido.
―¡Caramba! Hasta que pensó una cosa buena el
gobierno ―observó Vicente Ocharán―: ampliar los
caminos para los campesinos. Y conmigo cuenta que
mañana pongo el trazo y empiezo a levantar mi pital.
Lo mismo hizo don Luis García, su vecino.
Voy adentrándome, trazando a doce metros, hasta
Aldama y Tecolutilla, donde me instalé. Salí de Tecolutilla con rumbo a Cocohital. Al llegar a la finca del
señor don Antonio González ―tenía unos pitales
enormes que alcanzaban la orilla del río―, lo entrevisté en el frente de su casa, diciéndole que para trazar el
camino debía levantar todos los pitales y derribar una
93
fila de hule, según la orden del gobierno.
―Así que viene usted dispuesto a levantar los pitales ―contestó su hijo ensillando un caballo.
—Yo no los voy a levantar. Los va a levantar la gente de ustedes. Pero si no lo levantan, yo lo levantaré
con gente citada bajo mi presencia.
—¿Y ya sabe usted que mi carabina da fuego cara a
cara atrás de un palo?
—Oiga usted, mi rifle no da fuego cara a cara atrás
de un palo, da de frente y frente a usted. Ahora para
que vea: ya no son quince días de plazo, don Antonio,
ya son ocho días. Si no levantan esos pitales, vengo
personalmente a quitarlos con mi gente.
—No —me dijo don Antonio González—. Las órdenes del gobierno se respetan. Ponga usted el trazo y
levanto los pitales.
—Bueno, pues tiene usted los quince días.
Seguí de frente hasta llegar al Paso de la Unión. Tumbé pitales, coco y cuanta madre, los caminos estaban
casi entre el agua. Por el otro barranco, por la finca que
actualmente es de don Agustín Beltrán Bastar, pasé a la
ranchería del Guayo, donde encontré muchas dificultades en materia de trabajo, pues había setenta caballerías
de Juan Córdova que se denominaban El Tránsito y las
de San José que eran cuarenta caballerías, cuyo encargado era Filomeno de la Cruz. Llegamos a la conclusión de
que Juan Córdova no podía responder a la ampliación
de ese camino, porque era una jornalería enorme. En la
montaña íbamos ampliando veinte metros para dejar
doce libres hasta llegar al Paso del Caoba.
Entonces dijo que él no podía responder a tantos
jornales, que estaba muy pesado.
—Bueno —le dije—, los campesinos van a romper
94
el camino y hasta que se cobren sus jornales trabajarán
las tierras.
Fui a hablar con don Tomás Garrido y le planteé la
situación que existía con Juan Córdova.
—No sólo vas a darle tierras a los campesinos para
que las trabajen, sino que si ese señor no te presenta
documentación, su último recibo de pago, documentos que lo acrediten, repárteles las tierras a los campesinos. Yo respondo. Te apoyo.
Regresé a visitar a Juan Córdova:
―Bueno, don Juan, necesito que me presente usted
sus papeles, su escritura y su último recibo de pago.
—Pues viera usted que yo no tengo documentos,
porque los documentos… Esas tierras fueron embargadas por la Compañía Romana Guatemalteca.
—Bueno, pues aquí en Comalcalco debe estar el
acta de embargo y quién es el depositario del embargo. Así que vamos al Registro Público de la Propiedad
a ver cómo están esas actas de embargo.
—Pues viera usted que a mí todos mis papeles se
me quemaron, y no tengo con qué comprobar nada.
—Usted sabe que Guatemala es Guatemala y manda allá. Y México es México y manda acá. Si no presenta ningún documento ni comprueba ninguna propiedad, el embargo no me importa nada. La tierra se
la voy a repartir a los campesinos que rompan el camino y a todo el que la necesite.
Agachó la cabeza y empecé a lotear con hilo para
los mentados López y los primeros cuarenta nuevos
dueños que entraron ahí. Entonces no había comisariado, comité regional, liga de comunidades ni departamento agrario. No había más que Junta Agraria y la
representaban los agentes municipales.
95
XXI
“¡Hay que matar cabrones!”
M
e trasladé a la ranchería Tular, hoy Pino Suárez, abarcaba desde la raya de Aldama hasta
El Corinto, la raya con Paraíso. Ampliando a
doce metros, con felicidad por no haber tropezado con
nadie. Llegué hasta las montañas vírgenes que tenían
Gumercindo de la Fuente y Polo Valenzuela. Alcancé
la finca El Parnaso, de Jerónimo Suárez, donde tenía
una gran casa de mampostería. Jerónimo Suárez no
respondía a la ruptura del camino, Valenzuela tampoco, y sus tierras fueron repartidas, por orden de don
Tomás Garrido, a todos los campesinos que se presentaron para romper esos caminos.
En Boca del Corinto, actualmente José María Pino
Suárez, tropezamos con las propiedades de Andrónico Vázquez, eran puras mucalerías hasta el bordo del
río. No le agradó mucho pero condescendió para romper el camino hasta la laguna El Ostional, colindando
con Paraíso.
Me trasladé de Aldama hacia Agua Negra. Efraín
Magaña me acompañaba como muchacho de confianza a cargo de mi caballo y en Aldama se incorporó
96
voluntariamente Margarito Jiménez Robles, quien era
varillero, jugador a las cuarentas cartas, ¡ese era su oficio! Había un lugar que se le nombraba El Pichal, en
Arroyo Hondo, por los no menos de cincuenta árboles
de piche, cuyas raíces cubrían el camino. A los propietarios no les agradó la disposición de volarlos.
¡Troncos de piches! Los tumbaron pero quedó prendida la cizaña entre ellos y yo, sin que lo demostraran.
En Agua Negra, Justo Valenzuela, viejo compañero de
armas en las revoluciones, me prestó su apoyo. Él y
todos los Valenzuela me ayudaron.
Se celebró un baile en la finca de Valentín Valenzuela. Fui de zalamero en compañía de mis muchachos Efraín Magaña y Margarito Jiménez. Amarré mi
caballo a un horcón de la ramada y unos jugadores de
barajas, entre ellos Margarito, tendieron el chamarro
afuera de la ramada y empezaron a tallar las cartas.
Con el propósito de chocar conmigo y armar la bronca pasó un individuo con su paletón en la mano y le
trozó la reata a mi caballo. Brinqué de la banca y le salí
por delante:
―¡Alto! ¿Por qué le trozó usted la reata a mi caballo?
Vinieron seis hombres más, listos para volarme la
cabeza. Reculé con mi muchacho, él traía su 30-30 y yo
mi pistola en la mano.
―¡El que se meta se muere! ―los amenacé.
Alcancé a ver el filo del machete que traía uno de
ellos entre el pantalón. Con las luces del baile relumbraba lo limpio del filo. Pegué un brinco hacia atrás y
le dije:
―¡Si te mueves te mueres!
—Don Justo —insté—, ataje usted a toda esta bola
97
de cabrones o ahorita mato un poco. A mí me van a
levantar en canasto, pero cuatro o cinco cabrones de
éstos se mueren ahorita.
―Efraín, ¿listo con tu 30-30? ―era hermano de Licinio Magaña, papá de Tobías Magaña, maestro sastre
en Comalcalco.
A Justo Valenzuela lo respetaban y los aplacó. Enrollé mi reata y monté mi caballo.
―¡Vámonos! Vamos al camino y al que no le cuadre que nos siga tantito para afuera ―dije a mi gente
y no nos siguió nadie.
Al siguiente día platiqué con Justo Valenzuela en
Agua Negra sobre el particular.
—Mira, Lacho, tú conoces bien que aquí hay que
matar un poco de cabrones para enderezarlos. ¡Hay
que matar cabrones! ―eran sus palabras.
—Yo vengo a romper caminos —le dije— y voy a
romper caminos aunque me cueste la vida, porque
traigo órdenes del gobierno para bienestar del pueblo.
Lo sé bien y mañana se van a acordar de mí.
Retorné por los caminos que había trazado: Las
Champas, Arroyo Hondo hasta La Arena, El Jimbal,
que hoy es Gutiérrez Gómez.
En el camino de Aldama me encontré un anciano
testarudo.
—Todos han quitado sus pitales, menos yo. Ni
veinte Lachos Jiménez me levantan el pital —decía
hecho un gallo.
98
Vinieron seis hombres más, listos para
volarme la cabeza. Reculé con mi muchacho,
él traía su 30-30 y yo mi pistola en la mano.
-¡El que se meta se muere!
-los amenacé.
99
XXII
Las intrigas de los
políticos sucios
E
l agente municipal me refirió que a la altura del
puente Tamarindo vivía el viejito al que ni veinte Lachos Jiménez le iban levantar su pital.
—No hay cuidado, ya lo veré —le contesté al agente.
Llegué a casa del viejito:
―¡¿Qué pasó?! ―saludé al anciano.
—¡Quihubo, Lacho! Pasa adelante.
—Primero me invitas un pozol ―pedí acostándome en una hamaca.
—¡Sí, cómo no! ¿Qué andas haciendo? ¡¿Rompiendo camino, no?! ¡Rompiendo caminos! y ya me quieres volar mi pital.
—No, manito, vamos a platicar primero. Después
que platiquemos tú me respondes. Mira, tú eres más
viejo que yo y me conoces desde hace muchísimos
años. He tenido la suerte o la desgracia de que he andado por varios estados, muy fuera de Tabasco. Conozco muchas líneas de comunicación y las ventajas
que obtienen en bien del pueblo. Mira, mañana quién
sabe si tú lo veas y yo menos. Mas ¡quién sabe! Estos van a ser caminos transitables, van a pasar trenes
100
o vehículos. Caminos amplios. La gente se ha vuelto
más culta, tienen mayores ventajas para el transporte
de los productos. Así va a suceder aquí. Así que no te
parezca mal.
—Oye, Lacho —dice—, tienes razón. Mira, si de
eso se trata cuenta conmigo. Mañana mando a levantar mi pital.
Inmediatamente lo mandó a levantar.
Seguí con los caminos. Pero siempre existen los
políticos sucios. Iban y le decían a Garrido: “Mira que
Lacho Jiménez anda tumbando, haciendo y que tornando, que no sé qué y no sé cuánto”.
Tomás Garrido ordenó trasladarme al municipio
de Centla. Dejé la mayor parte de los caminos listos en Comalcalco, pero faltaban más. En el puerto
de Frontera el inspector Burgos iba y venía desde la
raya de Paraíso, atravesaba Guerrero, Cuauhtémoc,
Allende y varias rancherías hasta llegar al Paso de
San Román, que anteriormente se llamaba El Paso de
la Revolución, y no podía levantar los alambrados de
la gente capitalista entre indígenas ricos y gente como
los Llergo, los Bellizzia, Celso Broca y Miguel Bosch,
quien era representante, dueño o jefe ¡sepa la madre!
de toda La Constancia y todo Miramar.
―Mira, te vas a encargar de ampliar el camino
desde la raya de Paraíso hasta el paso de San Román
a doce metros. No vas a venir aquí con que no pudiste
levantar los alambrados ―me ordenó Tomás Garrido.
—Licenciado, si usted me lo ordena lo cumplo. Y
si usted me respalda. Si usted no me respalda, no lo
cumplo.
—¡Usted cuenta con mi apoyo! ¡Usted va a levan-
101
tar los alambrados y lo que haya! ¡Usted me pone el
camino a doce metros!
Desde el mentado Aquiles Serdán levanté mi balizadura. Los indígenas fueron con quienes menos
tropecé. No se opusieron en Cuauhtémoc ni en Guerrero. En la ranchería posterior a Allende había indígenas ricos y ganaderos. Celso Broca, hombre muy
educado, usaba muy buenos caballos y tenía una hija
reguapísima, era quien salía al encuentro de uno. Me
gustaba, no voy a decir que no; pero me gustaba más
cumplir las órdenes.
Cuando con mi cuadrilla tiraba la balizadura, se
presenta Broca.
―Oiga, señor Jiménez ―me arenga ―, ¿no nos
podemos entender? Nos podemos entender. Usted
sabe que el dinero es muy bonito. Hágase tonto solito.
Aquí hay dinero.
Había que tumbar unos cocohitones que para qué
lo cuento. Alambrado de cuatro hilos.
—Lo siento mucho, señor Broca. Si usted se arregla
con don Tomás Garrido, ustedes pueden hacerlo, y
me trae una contraorden para que enmiende el trazo
y me ponga de acuerdo con usted, lo pongo donde
usted me diga. Si esa orden no me la trae usted, le doy
plazo para levantarme la posteadura. O con gente citada se la levanto y se la tiro.
Pero se rajó.
La finca La Constancia tenía a lo menos una legua
de lienza por todo el camino y había más de mil reses.
—Váyase usted inmediatamente y avísele al dueño que ya vengo poniendo la balizadura y me levantan la lienza ―le interpelé al encargado.
Llegó don Miguel Bosch.
102
—¿Qué no podemos arreglar esto? ¿En qué forma
lo podemos enmendar?
—La orden que traigo del gobierno es trazar los
doce metros.
—Oiga, le puedo dar una gratificación. El dinero
es muy bonito.
—Sí es muy bonito, pero traigo órdenes estrictas
del licenciado Tomás Garrido. Además, a mí me pagan mi sueldo y si no me diera el sueldo pues pediría
aumento, no voy a manchar mi hoja de servicios. Usted váyase con don Tomás Garrido, y si él le autoriza
a que yo trace el camino de acuerdo con usted, no hay
problema.
—No ―analiza―. Yo conozco a don Tomás Garrido y sé claramente que no aceptará ninguna proposición.
—Y yo también lo conozco. Por eso no le acepto a
usted.
103
XXIII
Las intrigas de un asesino
E
ntre los militares de Cuevas, después del combate de La Candelaria, andaban Manuel León,
Candelario López y Félix Reyes Rosas, de quien
se dice así no se llamaba, era un destacado asesino,
le ponía una rayita a su pistola por cada individuo
que iba matando. Andaba celoso porque él no tenía el
mando confiado a Candelario López y Manuel León.
Su cargo era de mayor. Puso en pugna a los dos jefes,
compadres entre sí.
―Cuídate de Manuel León ―decía a Candelario― porque te va a matar.
Luego le iba a decir a Manuel León:
―Cuídate de tu compadre Candelario porque
quiere matarte.
No tenían el valor civil para aclarar sus partidas entre ambos. Se miraban como perro de otro barrio. En el
pueblo de Agua Negra, hoy Carlos Green, el general
Cuevas mandó a hacer un baile, invitó a las familias. A
Candelario López lo comisionó para guardar el orden,
que no hubiese balazos ni escándalo.
Manuel León, a mitad del baile, sacó su pistola y
104
“¡pin pin pin pin!”. Vació los seis tiros de su pistola y
volvió a cargarla. Candelario López andaba de rondín
y ve al compadre Manuel:
―Compadre, fíjese usted que dijo el general que el
baile pase en orden y usted está tirando balazos―
—Los tiro porque me costó mi cabrón dinero y si
no le cuadra, chingue usted a su madre.
Y ¡pin pin pin pin!, le empujó las seis balas de su
pistola. Lo tumbó sentado, mas no cayó muerto. Candelario sacó su pistola y ¡pin pin pin pin! Manuel León
sí cayó muerto ¡bien muerto! A Candelario López lo
curó doña Margarita Coffin. Se forró un balazo en la
tripa, que a excepción de las demás heridas que le sanaron, esa le quedó afistulada de por vida, con un taco
de algodón evitaba que le saliera la mierda. Al término de la Revolución se pacificó un tiempo, volvió a
levantarse en armas, hasta que su primo hermano Rosario López, ahogado de borracho, le tumbó la cabeza.
Uno de los pelotones de Cuevas se va a Cocohital.
José Rodríguez había sido sargento de nosotros en la
revolución de Greene, no era tabasqueño pero valiente, se casó con una muchacha de apellido Madrigal en
Cocohital, donde lo nombraron agente municipal y
puso una tienda. Su mujer era muy guapa y uno del
pelotón la quiso atropellar. José Rodríguez se agarró
con el rebelde, le quitó el rifle y con el mismo le dio.
Fue a entregárselo al general y a explicarle la situación.
Al enterarse, Félix Reyes montó cinco o seis hombres y se dirigió a Cocohital. Hizo prisionero a José,
lo maneó en un coco y ahí lo rayó a balazos. Lo mató
maneado. También a Reyes lo mataron por Oaxaca
tiempo después.
Cuevas no supo por qué se mataron Candelario y
105
Manuel, el alma de su columna, de haberlo sabido hubiera fusilado a Félix Reyes. Si Manuel y Candelario no
hubieran faltado cuando atacó Comalcalco como despedida, otro gallo les hubiera cantado. Ellos hubieran
atacado en la noche, no de día, gateando como iguana,
como nosotros tomamos el puerto de Frontera, sin sombrero, sin camiseta, enrollado el calzón hasta el tronco
de la pierna. Así se ataca por sorpresa una plaza. Ahora que si el ejército trae muchísima gente y suficientes
elementos, entonces anuncia a qué hora la va a tomar.
Cuentan en Las Caballerías de la Revolución que
cuando el general Rafael Buelnas se incorporó a Villa
no llevaba más que cincuenta hombres mal armados
que le habían dado el grado de coronel a la edad de 15
años. Estaba jovencito.
―Mi general, quiero que me dé permiso para tomar la plaza.
La plaza estaba cercana, con cincuenta federales.
Todos los villistas se reían, se burlaban.
―¿Qué se cree el pinche coronelito éste, que tomar una
plaza es como comerse un plato de frijoles? ―le decían.
―Sí, le doy a usted permiso ¡tómela! ―al general
Villa le simpatizó.
Organizó un ataque por asalto. Al arrancón toma la
pinche plaza, ¡coño! Y se adjudica cincuenta máuseres.
Cuando vinieron a ver traía un cabrón batallón entero.
¿Por qué? Porque tenía buena y suprema disposición de mando. No se necesita ser muy valiente. Lo
valiente se acompaña con la buena disposición. El hecho que seas valiente no quiere decir que te avientes
como animal. Primero hay que pensar la forma en que
vas a atacar.
106
XXIV
Por primera vez llega Garrido
a Aldama y Tecolutilla
-S
ería muy conveniente, licenciado, que usted
conociera Aldama y Tecolutilla —dije a don
Tomás Garrido.
Pero enseguida le pintaron el oscuro: “¡No, licenciado! ¡qué día va usted a llegar a Tecoluta, y a Aldama menos!”. Estaban sin construirse los puentes San
Martín y El Hojal. Por sobre Puente Grande, que estaba armado aunque al chingadazo, podía pasar un
carro. Casi todos los puentes estaban sin construir. Entonces dije delante de todos:
―Mire usted, licenciado. Si me autoriza para que
vaya de avanzada, voy en la mañana y usted sale de
las doce para abajo, a reserva de ir poniéndole al corriente de lo que voy a hacer. Yo le respondo que usted sí llega.
—¡Vamos! —dice.
Él tenía confianza en mí. Y me aviento. Pongo en
movimiento a los agentes municipales y a la gente.
Unos acarreaban guano, otros palos, pronto armamos
balsas en todas las pasadas malas y llegamos a Tecolutilla. Le mando un correo y enseguida viene don To-
107
más Garrido con diez carros.
Llegó a Tecoluta, donde el nagatero Cristino Pérez
era el agente municipal. Al saber que venía Tomás Garrido nadie sacaba la cabeza. El puente estaba en silencio, no todos lo conocían, y los que sí, le tenían miedo
nomás de saber que era Tomás Garrido.
―¡Ahí viene el gobernador del estado y póngase
águila! ―le digo a Cristino Pérez.
—¡¿Cómo?!
—Sí, ahí viene. La gente toda está huyendo, ¡coño!,
nadie se atreve a salir.
—¿Qué pasó, licenciado? ¿No que no iba a poder
llegar? ―saludo a Tomás Garrido.
—¡Así me gusta! —festejó.
Tomás Garrido venía sin comer. Las calles desiertas. Nomás espiaban por las rendijas de las puertas y
del seto como montunos. Y ahí estaba la matanza.
―Bueno, agárrate un pedazo de carne y la vas a
asar tú personalmente —Tomás Garrido era más desconfiado que un macho tuerto.
Fui a la cocina, regué la brasa, asé las presas y se las
traje en hojas, comía Garrido ¡en hoja!
―¡Aguántese un tantito, licenciado! Voy a reunir
gente. Es que esta gente le tiene miedo.
Al primero que vi fue a Wistano Palma:
—¿Qué pasó contigo, coño? Es el gobernador del
estado, no me chinguen ustedes a mí. ¿A poco creen
que es un cabrón tigre que viene comiendo gente?
Cualquier palabra que se cruce con él, pues es moral.
Reuní a cincuenta carajos y repartí retratitos rojos
y negros para que le conocieran. Y luego lo conduje
a Aldama, donde le tenían miedo porque inventaron
que Garrido se comía a la gente. Don Tomás no fue
108
malo. Malos fueron muchos que lo rodearon.
En sus posteriores visitas a Aldama y a Tecolutilla
hasta lo esperaban con cohetes y banderitas y toda la
cosa. Le habían tomado aprecio.
109
XXV
En las jugadas de toro con
Garrido en Jonuta
T
omás Garrido se dio cuenta de que mis informes confidenciales eran ciertos. De retorno a
Frontera, me dijo:
―Tienes una buena retentiva, Lacho.
Comenzaban las fiestas de exposiciones regionales.
Viajábamos por los ríos, la casa de don Tomás Garrido
era el barco “Álvaro Obregón”, con cincuenta escoltas,
la banda de música y cincuenta caballos. El barco navegaba blindado. El estado se había pacificado y Garrido recobró confianza en sus giras a Jonuta, Tenosique, Montecristo, Balancán. Cada visita era una fiesta,
había jaripeos, barbacoa, había de todo.
En Jonuta se vistieron de toreros aficionados varios
sujetos.
―¡A ver, Chito, toreé usted ese novillo! ―gritó Tomás Garrido.
—Pero, licenciado, va a matarme el toro.
—¡Usted lo torea!
Tomás Garrido estaba rodeado de un ramillete de
señoritas. Muchachas requeteguapas. Por mi parte,
permanecí parado en un pie en la primera cinta de la
110
barrera y con un pedazo de chamarro colorado que
habían partido por la mitad. Era montador.
—¡Lacho —dice Chito Cortés—,va a matarme el
novillo!
—No te preocupes, Chito, no soy torero, pero te
prometo que nos matará a los dos. ¡Métete!
Se le mete al novillo plantado a media barrera. Se
le endereza el animal y a la tercera jugada le quita la
capa y pronto a prenderlo con los cuernos, lancé un
grito al novillo y me lo pego al costado. Así conseguí
librar a Chito. La bestia me rayaba el cuerpo, pero, sin
ser torero, lo capeaba y lo conduje al lienzo, le tiré el
chamarro a la cabeza y le envolví los cuernos. Mientras se averiguaba, con el chamarro trepé a la muralla.
Don Tomás Garrido me llamó. Una señorita, de
apellido Barragán, me puso un pañuelo de seda rosa
en el pescuezo.
111
XXVI
Cuando le quitamos ganado
a los enemigos de Garrido
E
n la época de bonanza y de la paz, estalló el movimiento de Gómez y Serrano, que coincidió
con la muerte de Horacio Lucero, de quien se
supo que murió hecho un cobarde, luego de que junto
al general Federico Aparicio, asesinó a muchos mandos militares en Tabasco, entre sus crímenes se cuenta
la inhumana muerte que infligió a Carlos Greene y a
su hermano Alejandro.
Vinieron cometiendo crímenes y matando gente.
Cayó prisionero Amador Valenzuela en Comalcalco;
y yo que estuve preso en Paraíso, me salvé porque
no me había llegado la hora. De estos acontecimientos, había yo enterado a Tomás Garrido, por eso no
prosperaban las intrigas para desacreditarme ante él,
quien me ofreció su confianza.
Cuando Gómez y Serrano reiniciaron las revueltas,
Garrido no ocultó el rencor desmedido contra sus enemigos. Parece ser que eran los capitalistas. Eugenio
Villa Tamayo, subjefe del 32 Regimiento, de acuerdo
con Garrido, ordenó sacar todo el ganado de las fincas
de los enemigos del gobierno.
112
Me enviaron a la finca “Palmas”, de los Pedrero, a
levantar hasta la última cabeza de ganado y de caballo. Con ayuda de diez soldados del Estado y diez soldados de línea reuní no menos de ochocientas cabezas entre ganado y caballada. A la playa: afuera todo.
Constantino Ricárdez era el encargado de la finca y
nada más suplicó por su caballo de silla para que no
lo dejara a pie. Llegando a Puerto Ceiba, o sea, Dos
Bocas, aventé el ganado en cayucos.
―Bueno, no traigo dinero para pagarles, agarren
una res, una novillona grande, cuartéenla y divídansela entre todos ―dije a los pasajeros.
En Chiltepec, cruzando a los animales, un toro
semental suizo cayó y surdió ahogado una hora después.
―Agarren el toro, divídanselo entre todos ―salieron más gananciosos porque era una pieza grande.
Con el ganado llegué a la finca de San Cristóbal, de
Bellizzia, y lo metí en los grandes corrales. Un amigo,
Ángel Corzo, era empacador de ganado. Fui a verlo:
―Oiga, don Ángel, traigo un negocio. Nomás que
el negocio es un poquito chueco ¡eso sí! Traigo ochocientas cabezas de ganado. Y traigo de lo que se llama
de lonja. Si usted quiere le vendo veinte o veinticinco
reses.
—¡Sóbrele, vamos!
Y le vendí una cantidad regular. En cuanto a los
soldados, les pregunté:
―¿Qué quieren ustedes? ¿Quieren algunas cabezas de caballo? Vienen mulas y muletos. Puedo darles
un animal a cada uno.
—No, jefecito, a nosotros mejor la lana.
—Bueno, pues aquí tienen cincuenta pesos cada uno.
113
Y ahora los del cuerpo de voluntarios del estado:
―¿Ustedes qué quieren? ― eran nativos del lugar.
―No pues a mí me da usted una mula.
―Y a mí un caballo.
En el Paso de San Román estaba la finca La Libertad, de Tomás Garrido. Ahí metí todo el ganado y las
bestias. Y rendí mi informe.
Allá quizá como al mes, iba yo pasando frente al
cuartel y estaba el coronel en la puerta.
—¿Quihubo, Negro? ¿Qué tal, cómo andas de dinero?
—Pues usted ha de considerar, mi coronel, al sueldo limitado.
—¡Pásate pa’ca! ―me invitó, al tiempo que le pidió
a una señorita:― Haga usted una orden para don Bruno Estañol, que le entregue a Lacho quinientos pesos.
Llevé la orden y recogí el dinero en puros rollitos
de cincuenta pesos. Regresé y le dije:
―Bueno, aquí está el dinero.
—No, hombre, son tuyos. Te los regalo para que te
ayudes en algo.
—Bueno, pues muchas gracias, mi coronel. Y con
su permiso me retiro.
No tenía más familia que la cantina y mi rifle. Fui
a mi cantina predilecta, la de un señor Gil, que fue diputado.
—Don Gil, aquí le deposito estos quinientos pesos.
Cuando se me acabe el último centavo me avisa usted.
Llegaba al mostrador, golpeaba y me servían. Dormía, precisamente, en la oficina que daba puerta al comedor del despacho particular de Tomás Garrido en
el puerto de Frontera.
114
XXVII
Cuando cuidaba
a Mayitzá Drusso Garrido
D
oña Dolores Llovera, esposa de don Tomás
Garrido, me comisionaba todos los días para
que anduviera paseando a Mayitzá Drusso en
su caballo.
A las seis de la mañana estaba en pie el muchachito.
Me encargaba de ensillar en la Inspección de Policía el
caballo “El Diablo” para mí, y para él un caballito, “El
Azabache”. Nos íbamos cabalgando por todo Villahermosa. Su gusto era ir al playón donde se lanzaba a
correr. Él portaba pistola de verdad, niquelada, apropiada para detectives. Un día se le zafó en un tropel y
se le extravió. No me di cuenta hasta que paramos y
vimos que no le aparecía. ¡Y busque usted la pistola,
a ver dónde la encuentra! Le pedí que, en adelante,
cuando quisiera correr me avisara.
Conmigo la llevaba muy bien y a veces le decía:
―Ve con tu mamá a ver si me sacas unos cincuenta pesos ―y al ratito venía con el dinero, pesotes del
águila.
Un día fuimos rumbo a Atasta, había tráfico de
camiones y él levantó el tropel sin decirme nada. Me
115
encontré obligado a levantar el tropel, por consiguiente. Mi caballo se desbocó, cargué sobre el fiador y me
quedaron las bridas en la mano, mientras a mi alrededor pasaban los postes y los camiones zumbándome
en los oídos. No me quedó más recurso que embrocarme sobre la silla y agarrarle las piernas al freno. El
caballo se levantó conmigo como un demonio. Drusso, que iba más adelante, se dio cuenta de lo que me
pasaba y paró también su caballo.
—Último día que te acompaño —le dije— ¡pero último día! Porque esto va a salir costándome la vida
por un lado y, por otro, va a costarte a ti. Así que no.
Hasta aquí acabamos.
Cuando regresamos a la casa, hablé con su madre:
―Lo siento en el alma, porque me encanta andar
con su chamaco, pero no me obedece, va a matarse en
el caballo y hasta a mí va a costarme la vida. Busque
usted otra persona ―dije a la señora.
Yendo con Garrido en su carro me dice:
― Oye, ¿por qué es que no quieres seguir acompañando a mi chamaco?
—La razón es sencilla, licenciado —le digo—. El
chamaco no me obedece y arranca a tropel cuando se
le da la gana. De repente, puede haber una desgracia.
Hasta ahí Garrido me estimaba, pero vino la maldita política como tentación y se enredaron las cosas.
Tomás Garrido me nombró encargado para levantar, con setenta carretillas, un camellón de doce metros de ancho del tanque de petróleo a la finca de don
Pío Garrido por toda la margen del río. A cada tramo
que se levantaba se iba sembrando alfombra.
El otro encargado era el sargento segundo Santana
Gil, quien tenía la costumbre de no poner seriedad en
116
el trabajo. Se jugaba con todos los trabajadores. Él les
aventaba terronazos, ellos le aventaban a él y total no
avanzaban en el trabajo. En cambio, yo no. Les ordenaba y trabajaban con vergüenza. Cuando consideraba que mi trabajo había avanzado mucho más que el
de Santana Gil, con la misma cantidad de hombres, los
mandaba a que clavaran su pala y se sentaran. Santana Gil le comunicó a Garrido, quien me llamó la atención sobre el por qué dejaba antes de las tres el trabajo.
—La razón es sencilla, licenciado: mis sesenta trabajadores llegan a trabajar, no a jugar. A trabajar con
seriedad. Mientras que Santana Gil comienza él por
aventarles terronazos y ellos les responden. Y no avanza. Vaya usted a darse cuenta cuántos tramos tengo
levantados y cuántos tiene él. Cuando la gente trabaja
con vergüenza, antes de las tres les ordeno que claven
sus palas. A las tres lavan sus carretillas ¡y vámonos!
Las intrigas, como es natural, nunca faltan. Muchos
por egoísmo, muchos por envidia. Siempre he tenido
el defecto, lo reconozco, de ser amigo de las copas. Tomás Garrido las prohibía, yo las seguía y las tomaba.
Esto dio lugar a que un día en el barco Obregón ―
era amigo de los patrones de los barcos que llegaban
a Tabasco, marineros, capitanes y demás, pues siempre me traían mi botella de tequila o de habanero―,
el motorista metió una botella debajo de la tarima de
la máquina. Veníamos jalándole y se me pasaron las
cucharadas. Tomás Garrido me mandó a llamar.
―Tú vienes tomando aguardiente y vienes borracho. ¿Dónde agarraste ese aguardiente?
—Pues mire, licenciado, estoy acostumbrado a pagar con la verdad. No le puedo decir dónde lo agarré
porque me lo trajo de Veracruz un amigo, capitán de
117
un barco. Me lo regaló y tiene tiempo que no tomo
―¡mentira, me las echaba seguido!―, pues claro que
la agarré con ganas.
—Bueno —me dice—, pues ten muchísimo cuidado con tomar un trago más. A ver, ¿dónde está la botella?
—Ya me la acabé, licenciado.
—¿Ya te la acabaste?
—¡Sí, ya me la acabé! Si quiere ahorita se la traigo
vacía.
Fui al cuarto de máquina, tiré el resto y llevé la
botella. Llegando a Villahermosa ordenó al teniente
Caraveo que de inmediato me arrestara en la Inspección de Policía. A los ocho días ordenó levantarme el
arresto.
―¡Que sea la última vez! ―me advirtió.
—Sí, licenciado, si esa fue una botella que me regaló un capitán de barco que ni sé cómo se llama.
—Bueno, pues te vuelves a ir a la región de la
Chontalpa a seguir trabajando allá. Pero es que vas a
trabajar.
—Mientras usted me respalde voy a trabajar, conmigo no hay ricos ni pobres que no cumplan las disposiciones y con apego a la ley. Y si alguien se queja
de mí, haga usted primero las investigaciones antes de
proceder en mi contra.
118
XXVIII
Me da de baja
Tomás Garrido
M
e jalaban para donde quiera. A veces era
soldado, a veces trabajador, iba a donde me
ordenaban. Y volvieron a reconcentrarme a
Frontera después de haber estado otra vez abriendo
caminos en Comalcalco. Un día le digo a don Tomás:
―Oiga, licenciado, necesito un permiso de quince
días para irlos a pasar con mi padre.
—¿Con tu padre?
—Sí, con mi padre.
—Yo tengo a mi padre y no me acuerdo de él.
—La razón es sencilla, licenciado. Su padre es rico
y usted es rico. Ni él necesita de usted, ni usted de él.
Pero mi padre es pobre y yo pobre. Nos conformamos
con estar juntos.
—Pues no hay permiso.
—Bueno, licenciado, pues si no hay permiso, hay
baja. Y solicito mi baja.
—A ver —le dice a la mecanógrafa—, hágale usted
su baja a Horacio Jiménez Tejeda, a petición de él, y
dándoles las cumplidas gracias por el tiempo que ha
servido al gobierno.
119
“¡Má…quina! Ya pedí baja y voy a la región de la
Chontalpa, y lo que puede pasar es que me manden
a quebrar”, vislumbré. Así que no iba a agarrar para
allá. Visité al jefe del 32 Regimiento.
—Mi teniente coronel, vengo a despedirme de usted.
—¿A despedirte de mí?
—Sí, pienso irme a otro estado. Como sé que es de
Yucatán quiero suplicarle me dé una recomendación.
—¡Caray!, ¡cómo siento que te vayas! Voy a darte
una recomendación para el general Leal Garza, inspector general de policía en Mérida, como muchacho
de confianza.
—De acuerdo.
Me hicieron la recomendación especial y fui a ver a
mi amigo nagatero Gregorio Cáceres.
—Oye, Goyo, vamos a hacer negocio. Te vendo
todo lo que tengo en mi cuarto: una montura colimeña, un par de espuelas, un tejano, una mesa y un catre,
porque me voy a una comisión un poco larga, y no
quiero dejar pendiente.
—¡Sóbrele! Te compro todo.
Ascendió a una regular cantidad, por las espuelas
amozoqueñas y una cabezada de plata. Armé una maleta porque ni veliz tenía.
―Lacho, te he andado buscando. ¿Por qué pediste
tu baja? ―comenta el teniente Caraveo.
―La razón sencilla. Pedí permiso para irme con
mi padre y me lo niega. Me dice don Tomás que él
también tiene padre y que no se acuerda de él. ¡Qué
cabrón se va a acordar, si él es rico y el otro también!
Yo me conformo con estar con mi padre en su casa,
siquiera unos quince días, gastando lo poco que tenga.
—¡Caramba! Pues no te imaginas cuánto lo siento.
120
—Sí, mi teniente, ni modo. Aquí entre amigos y a
lo mero macho, no voy a ir a la Chontalpa. Acabo de
conseguir con “La Josefina” que me lleve a Campeche
y voy rumbo a Yucatán, llevo esta recomendación.
—Pues aprovéchala, porque es muy buena.
Me embarqué en el barco “La Josefina”, que cargaba ganado, no pasajeros. Estaba hasta el cincho de
ganado, que tiró en el puerto de Cizá. Dice el patrón:
―Bueno, aquí hay camión todos los días para la estación de Uzmá. Te resulta mejor saltarte para agarrar
el tren.
Y me salto. De petate: no me contestaban el castellano los indígenas mayas aunque lo conocían. Una
mujer vendía tortilla y masa. ¡Una tortillera guapa! Y
me arrimo. Quizá no le caí mal. Nos lanzamos una mirada media conquistadora. La saludé y me contestó el
castellano, “de aquí soy”, dije.
—Oiga, señorita, nadie me contesta el castellano.
—No, aquí no se lo contesta nadie.
—¿Y por qué no?
—Es la regla.
—Oiga, mi señorita, resulta que vine en un barco,
el patrón dijo que todos los días hay camión para la
estación de Uzmá. A Uzmá no lo conozco…
—Le ha engañado —me dice—. Aquí llega el camión cada ocho días y el del correo que precisamente
ayer vino.
—¡Me lleva el tren sin boleto, corriendo sin batería!
Oiga, mi señorita, ¿cuánto dista de aquí a la estación
de Uzmá?
—Son veinte kilómetros y en todo eso no encuentra
usted ningún habitante. A la medianía del camino va
usted a encontrar un ojo de agua.
121
XXIX
En la ciudad de Mérida
-B
ueno —le dije a la muchacha—, ¿quiere usted hacerme un servicio? Quiero que mande a comprarme una taza y me envuelva
una bola de masa, para que yo la bata en el mentado
ojo de agua.
—Está muy bien, con todo gusto.
Le di las gracias, me tercié la maleta con un paliacate y arranco. ¡Tírale, tírale y tírale a patas! Como a los
diez kilómetros me encuentro el ojo de agua trillado
donde bajaba la gente. Un agua como cristal. Batí mi
masa y seguí de frente. Andando encontré a un indio
con un costal lleno de cocoyol maduro de sabana que
llevaba a mecapal.
—Por favor, ¿cuánto dista de aquí a la estación de
Uzmá?
—Está usted más o menos a cuatro kilómetros —
me contestó en castellano, a pesar de mi mala facha:
traje de montar y pinta de soldado. Y por allá vestían
puros pantalones de manta blanca, sombrerito pinto y
guarachos. Parecía que veían en mí al diablo. Nomás la
cabeza sacaba la gente. “Aquí soy sospechoso”, pensé.
122
Agarré para la presidencia municipal. Me encontré
un hombre de pantalón blanco con un palmiche, bien
planchado, con unas preciosas alpargatas y su sombrerito pinto.
—¿Qué dice el joven?
—A sus órdenes, señor.
—¿De dónde se viene el joven?
—Vengo del estado de Tabasco, señor.
—¿Del estado de Tabasco?
—Sí, señor. Y voy para Mérida y llevo una recomendación para el general Garza Leal.
—¡Ah! ¿sí? —dice—. A ver, pongan a disposición
de este joven un cuarto y se están pendiente por sobre
lo que se le ofrezca. Y tú, a las seis de la mañana lo tienes en la estación, hasta ponerlo a bordo del tren. Tú
te encargas de hablarlo ―instruyó a los que estaban
cerca.
Me sentía como general. A las seis de la mañana,
me tenía el gendarme en la estación del ferrocarril y
me regaló un poco de jaiba para que desayunara por
el camino. Llegué a Mérida. Y el vicioso es vicioso. Le
dije al conductor del coche movido por caballos:
―Me lleva usted a uno de los mejores hoteles ―llevaba cuatro mil pesos y en aquella época en Mérida la
vida era barata.
En el hotel Uzmal agarré un cuarto y a la subida
de la escalera, en el primer piso, había una cantina,
una señora cantina, con un espejo tan grande como el
local.
―Sírvame una copa de habanero ―pedí al mesero.
Fui a otra cantina y a otra cantina. Y me pierdo, porque Mérida es una ciudad muy grande y muy aseada.
Eran las doce de la noche, tras luego de andar y andar
123
por último agarré un carro.
―¿Y cuál es su hotel? ―me pregunta el chofer.
—No me acuerdo, pero le voy a decir dónde es.
Y anduvo el carro, el chofer entre más andaba más
ganaba. Bajé en una avenida. Volteo y veo un hotel,
pero no lo recordaba bien. Me acordaba de la cantina.
―¡Sírvame una copa! ―le digo al cantinero una
vez adentro.
Ahí había baile toda la noche con mujeres del arte…
Un gran salón…
—¿Qué toma? —pregunta, se oía la música del baile con mujeres del arte en el gran salón.
―Lo mismo que tomé cuando entré.
—Pues cuando usted entró, tomó habanero.
―¡Aquí es mi hotel! Otra de habanero.
En el pizarrón de los nombres estaba el mío: “Horacio Jiménez Tejeda, número…”. Medio bien pedo
entré a mi cuarto a dormir.
El baile en el hotel era una cosa sin cuento. Mujeres
de todo tipo y color de pelo. Pedí una copa, empieza
una nueva pieza, jalo a una morena clara, de esas que
apartó Cupido, y la enamoro.
—Usted no es tabasqueño. ¿De dónde es?
—Soy de Tabasco. ¿Por qué no soy tabasqueño?
—Ni el tono de su voz ni su fisonomía me dicen
que es usted de Tabasco.
—¿De dónde considera usted que soy yo?
—De por allá de Nayarit, de Michoacán, Jalisco o
de León, Guanajuato.
—Soy tabasqueño y requetetabasqueño. Nativo de
Paraíso, y con vida en el municipio de Comalcalco.
—Sólo he oído mentar a Tabasco. Yo quiero que usted me lleve a conocerlo.
124
Esa noche durmió conmigo y las siguientes. Dinero me sobraba. Ella terminó por encariñarse conmigo,
limpio a limpio.
Pero habría de quedarse trunca esta historia, porque por una calle oí gritos:
―¡Ese del paliacate! ¡Ese del tejano! ―los yucatecos no usaban eso.
De reojo volteé a ver: un cabroncito arrastraba un
carretón para vender refresco. Era un trompeta que
había andado conmigo en la Revolución: Natividad
Broca, apodado “Bailarina”.
125
XXX
Desterró Garrido a su
sobrino por borracho
-¿
Quihubo, hermanito? —me dio un abrazo
Natividad―. ¿Tú por acá?
—Traigo una recomendación para el general
Garza Leal.
—Mira, hermano, ni te metas a trabajar aquí con
la gendarmería montada. Aquí no estás en Tabasco.
Yucatán es otra cosa. Aquí a las cuatro de la mañana la
gendarmería montada va al ejército, luego al servicio
y por último a trabajar.
—¡Ay mojo! para trabajar en mi casa. No vengo a
trabajar como buey. Si voy a empuñar las armas, a las
armas; y si soy trabajador, a trabajar.
—No te metas. Vamos a hacer una cosa. Primer
tabasqueño que me encuentro y compañero mío. Este
pinche carretón es el que ando cargando. Le voy a
poner un letrero que se vende y voy contigo a donde
vayas.
Puso el letrero: “Se vende en $75.00”. Con cubetas,
frutas, vasos, porrón. Un chiclero lo compró sin
hablar mucho. Nos vamos a Progreso, nos ponemos
un santísimo pedo. De regreso a Mérida no me
126
le presento al general con la recomendación. Nos
vamos a Campeche y da la coincidencia que frente
a la estación del ferrocarril había una cantina, en la
que encontramos a Salvador Garrido, sobrino del
licenciado Tomás. Era peleonero, pero formado en
colegios. Había sido receptor de rentas en el puerto de
Frontera, también agente de ministerio público. Por
borracho peleonero lo desterró Tomás Garrido.
—Mi tío Tomás, el pendejo, me desterró porque
tomo. A mí me vale madre, tengo mucho cabrón
dinero.
Efectivamente, la mamá le giraba para que gastara
lo que quisiera.
Alquilé un cuarto de hotel con ventana a la calle, por
precaución, por aquello de no te entumas. Seguimos
tomando todos los días hasta que al fin nos quedamos
sin dinero.
127
XXXI
Dios dice “ayúdate
que yo te ayudaré”
-Y
a nos llevó la chingada, Nato ―le digo a
mi compañero―. Debemos quince días
de hotel. La cosa es sencilla. Iremos al
muelle.
Conocía a los patrones de los barcos y encontré al
de “La Librada”.
―Necesito que me lleves a Ciudad del Carmen,
pero de plano a lo macho, como amigo, no llevo dinero. Si llegando a Ciudad del Carmen me armo, te
pago el pasaje.
Había comprado en Mérida un sombrero charro,
jipi, dibujado del mismo tejido, una cosa preciosa que
traía en una bolsa de papel. Se embarca una señora
con cuatro niños y comienza el norte, tan fuerte que
tiraron los cabos a remolque. El dueño del barco era
gachupín, venía agarrado del inodoro y Natividad
Broca también; yo, del palo mayor al lado del cajón de
la cocina. “Si a este barco se lo carga la chingada, me
agarro de esta caja”, venía pensando. Habíamos corrido el norte bastante duro y fuerte, cuando me acuerdo
de mi sombrero que venía abajo. ¡Hijo de la repelona
128
suerte! Tanto la mujer como los niños se habían arrojado y cagado en mi sombrero. Se me sube la mostaza
a la cabeza y echo una renegada, que no dejé ni a San
Pedro con sus chingadas llaves en el cielo.
―¡María Santísima! ―intervino el gachupín―.
¡María Santísima! Este hombre está salado y va a
hundir el barco.
—¡Salada está su chingada madre, viejo pendejo!
¡Aquí vamos todos jugándonos la vida igual! ¿A poco
se cree usted que su vida vale más que la mía?
―¡Pero, compa, cómo va usted a renegar! ―alegó
mi compañero― ¿No está usted mirando el peligro en
que vamos?
—Oiga, usted es un teniente acostumbrado a matar cabrones y viene usted pidiendo perdón. ¿A quién
hijo de la chingada le pide perdón? ¡No me chingue!
¡Vea de qué cabrón se va a agarrar cuando se hunda
el barco!
Las montañas de agua hacían del barco un taco. Iba
y venía. La uña del ancla venía amarrada de un cabo
muy vencido y se rompe. Quedan en el aire el ancla y
la canoa de madera. Si el barco venía se abría el ancla;
si se levantaba el barco, el ancla golpeaba. El marinero
de proa hizo la gaza para lazar la uña del ancla. Venía
la montaña de agua y se escurría. Si no se aseguraba,
el ancla rompería el barco. “Si el barco se hunde culparán al salado, que dicen que soy yo”, pensé. Corro
a quitarle el cabo al marinero y lo jalo por la camisa.
―¡Ábrase! ―lo aventé a un lado.
Se vino el barco y se abrió el ancla. Sin atender la
montaña de agua, me embroqué. Cote tras cote reajustamos el ancla. Una vez que la aseguré bien, regresé a
mi lugar.
129
Con el puro golpe de máquina entramos a la Barra
de la Isla Aguada.
―Oiga joven, chóqueme usted la mano ―dice el
patrón.
―¿Cómo que chóqueme la mano? ¿Por qué le voy
a chocar la mano?
—Si no ha sido por usted, nos hundimos.
―¡María Santísima, María Santísima! ¡Joven, chóqueme usted la mano! ―quiso también el gachupín.
—¡Qué chóqueme la mano ni que la chingada! ¿No
dijo usted que era yo un salado? El salado es usted
que no mete la mano por nada. Dios dice “ayúdate
que yo te ayudaré”, si en lugar de meter las manos,
viendo que se hunde el barco, me pongo de pendejo a
rezar hincado, vale madre.
130
“Si el barco se hunde culparán al salado,
que dicen que soy yo”
131
XXXII
De policía en Ciudad
del Carmen
T
res días esperamos a que pasara el mal tiempo para continuar a Ciudad del Carmen. Nadie nos conocía, no nos daban trabajo, y nos
dedicamos a cantar en las cantinas. Nos llovían los
tostones gracias a muchos chicleros que andaban de
vacaciones y cargaban dinero.
―Mire, mi teniente, la gendarmería se da cuenta
que andamos todos los días de cantina en cantina
cantando corridos. Para nosotros es un poco vergonzoso y para ellos sospechoso, así que vamos a trazar
un plan. Traigo mi hoja de baja donde le serví al gobierno del estado de Tabasco, con eso me identifico,
inclusive la recomendación que nunca presenté al
general Garza Leal. Trabajo en la gendarmería, y usted sigue cantando en las cantinas para los chicleros y
vamos a ver qué sale.
En la inspección general de policía el comandante
era un capitán retirado del ejército, muy tratable.
—Mi comandante, vengo con el propósito de identificarme ante usted, como autoridad de la calle. Usted habrá observado que llevamos regulares días de
132
cantina en cantina, cantando. Yo soy un servidor del
gobierno de Tabasco, vengo de Yucatán y traigo mi
baja solicitada por mí. Ya me cansé de andar cantando
en las cantinas con mi compañero y vengo a ver si me
puede usted dar de alta en la inspección de policía.
Revisó mi hoja de servicio hasta el grado de subteniente de las fuerzas del estado de Tabasco, la hoja
de recomendación firmada por el del 32 Regimiento.
—¡Cómo lamento —me dice— no estar en condiciones de poder darle a usted un grado que amerite!
La única manera que podría ayudarlo es de gendarme raso.
―Mi comandante, no vengo poniendo condiciones. Vengo buscando la manera de trabajar para comer y ayudar también a mi compañero. De manera
que a mí no me importa que sea de gendarme raso.
—Bueno, pues si de eso se trata, ahorita mismo le
doy su uniforme.
Entré al cuarto de la inspección general de policía,
me quité la ropa y me puse el chaquetín, la fornitura
con el garrote, mi placa, en ese momento causé alta. Y
me voy a la calle de servicio.
—¡Quihubo!, ya vienes uniformado ―dice mi
compañero.
―¡Adio carajo, mi teniente! Estamos firmes. Entre a la cantina y afuera le voy a cuidar en todos sus
movimientos. Usted siga cantándole a los chicleros y
yo también voy a cuidar a los chicleros que nos han
ayudado.
Al siguiente día el comandante me envía a cubrir
un punto. De noche nos daban máuser y el farol; de
día era nomás con garrote. Me lleva al teatro que tenía
tres puertas. No conocía a nadie y me encontré en una
133
situación muy de la jodida.
―Ya sabe usted que por esta puerta no deja entrar
pero ni a mi padre.
—Yo cumplo sus órdenes, mi comandante.
Veo venir a un tipo trajeado, con un carcaj bordado
de estambre, una escuadra al cinto, sombrero tejano,
derechito a la puerta que cubría. Le atravieso el máuser.
—¿Qué hace usted? —protesta.
—Usted no pasa aquí.
—¿Que no paso?
—Que no pasa usted.
—¿Y sabe usted con quién habla?
—No me importa saber quién es. Yo nomás cumplo órdenes.
Viene el comandante hecho una bala.
—¿Qué ha hecho usted?
Me le cuadré inmediatamente.
―Cumplir con sus órdenes. Como a su padre no lo
conozco, pues no dejé pasar a nadie.
—¿Sabe quién fue ese al que le paró las puntas
aquí?
—No lo sé. Lo que sé es que cumplí sus órdenes.
—Así me gustan los hombres, pero traigo órdenes
de llevarlo, arrestarlo y darlo de baja. Ese señor es el
presidente municipal.
—Señor, estoy acostumbrado a respetar las órdenes que se me dictan, y máxime cuando se encuentran dentro de la ley.
—Bueno, pues véngase conmigo. Le voy a llevar al
palacio municipal para que conozca a todos los empleados y sepa usted que se les guarda consideración.
―Perdóneme si le falté el respeto ―dije al presi-
134
dente cuando lo tuve enfrente―, yo no hice más que
cumplir órdenes de mi comandante y no lo conocía a
usted.
A los cinco días me mandan de centinela a la casa
del señor presidente municipal.
135
XXXIII
Reingreso a las filas
garridistas
D
e centinela en la casa del presidente municipal
de Ciudad del Carmen me paseaba toda la noche con mi rifle al hombro. De repente hacía
alto y descansaba en el propio lugar.
Una ocasión salió el presidente municipal a decirme:
―¡Oiga, joven! Ahí tiene usted un asiento para descansar.
—Gracias, señor presidente, pero todavía no estoy
cansado.
Acostumbrado a andar día y noche entre el lodo y
las montañas, ese paseíto por la banqueta era cosa de
nada.
—Todavía no estoy rendido, señor presidente,
cuando esté rendido, entonces sí.
Un día se arma un zafarrancho en el parque. Llego
y sin averiguar pelo ni tamaño, prendo al primero que
se me atravesó de un tabaco. Le meto el tortol al que
apodaban “El Pachuco” y lo llevo detenido, gritando,
mentándome la madre y tratándome de lo peor.
En la comandancia le pido al jefe:
136
―Deme usted permiso para que yo me agarre a
las manos con este pinche pachuco, limpio a limpio.
Quiero demostrarle la clase de cabrón que soy.
—No —me dice el comandante—. Esa clase de permiso no se lo puedo conceder.
—Ni modo. Ahí queda la cosa.
Sabía que Manuel Marenco, con quien tuve un
choque a balazos en Montecristo, andaba diciendo: “A
ese mentado Lacho Jiménez donde yo lo encuentre lo
mato”.
Averigua que estaba en Yucatán y allá se dirige.
Llega y se encuentra con que ya no estaba ahí. Averigua que me encontraba en Campeche y se viene, pero
no estaba en Campeche. Averigua también que estaba
en Ciudad del Carmen y viene tras de mí. Otra vez
se llevó un chasco porque llegó el día en que le dije a
Natividad Broca:
―Bueno, mi teniente, lo siento mucho en el alma
pero me voy. Voy a pedir mi baja en la comandancia.
—Lo siento mucho porque a Tabasco no puedo ir.
Si me agarra Garrido me mata.
Manuel Marenco no me encontró en Ciudad del
Carmen y se jodió porque a Tabasco no podía llegar.
Llegué a Villahermosa y me fui por los corredores
de la calle Francisco I. Madero. Casualmente, andaba
Tomás Garrido con todo su estado mayor, Pepe R. Caraveo, el diputado Augusto Hernández Olivé, el ministro Tito.
—¿Quihubo? —dijo don Tomás.
—A sus órdenes, licenciado.
—¿De dónde vienes?
—Vengo de por Yucatán, de Campeche. Ya me
aburrí y regresé otra vez.
137
—¡Ah, bueno! Ya vienes de formar fortuna ¿no?
—Cómo no, tanta fortuna como la que usted ha formado aquí en Tabasco.
—¿Tienes ganas de seguir trabajando?
—Pues sí, licenciado.
Al otro día en el barco, me pregunta:
—¿Qué tal se habla de mí por allá?
—Como a mí no me conocía nadie, todo escuchaba.
Y en las pláticas unos hablaban muy bien de usted,
pero otros muy mal. Para una gran parte de la gente,
usted, como los que hemos trabajado a su lado, tenemos muy mala fama. La otra parte dice que usted es
muy bueno. Esa es la verdad.
—En ese caso —me dice— vas a seguir trabajando.
Nomás que como castigo no en las fuerzas del estado. Vas a seguir con el camino del Paso de San Román
hasta la raya con Paraíso, pasando por Jalapita, levantando el camellón.
Entonces se trabajaba a la pura pala y a la carretilla,
no había motoconformadora ni tractor. Traía yo una
cuadrilla de veinticinco hombres, entre los que había
un indio que me miraba por abajo. Ni avanzaba en el
trabajo ni lo hacía a como le había dicho.
―¡Oiga! Usted ni avanza ni trabaja bien.
—Pues si lo sabej hacé mejor póngame la muestra.
Me bajo del caballo, me quité el paliacate del cuello,
el tejano lo puse en la arción de la silla y me echo la
pistola para atrás.
―Deme usted su machete y su garabato ―y me
agarro macizo, tajo y revés, tajo y revés, bien destroncado, bien aseado, bien apartada la basura, durante no
menos de una hora.
—¡Ahí tiene usted su machete!
138
—Ya vi que lo sabej hacé.
En adelante fue uno de los mejores que tenía. Poco
tiempo después iba a tener un problema muy grande
con el licenciado Tomás Garrido.
139
XXXIV
Dice Tomás Garrido que
estoy pagado para matarlo
U
n doctor retirado del ejército tenía su consultorio en el puerto de Frontera, frente a la Calzada
de los Amores. En cierta ocasión, sentí dolor
debajo de la barriga y acudí a un chequeo. Ordenó que
me quitara la camisa y me acostara en la camilla. Cargaba debajo de la camisa una pistola 45 reglamentaria del ejército. Esa no se la mostraba a nadie y nomás
traía a la vista la que cargaba al cinto.
—¡Ah, caramba, Lacho! Con que te traes una reglamentaria.
—¡Sí, mi doctor!
Me dice después de que me había examinado:
―Tu pistola la traes muy sucia. Voy a limpiarla y
voy a dejarla como un espejo.
—Está bien doctor, prácticamente no la utilizo. Nomás la traigo debajo de la camisa por las recochinas
dudas.
Transcurrieron diez o quince días y no iba por mi
pistola. Hasta que un día él estaba parado en la puerta
de su consultorio cuando paso y me llama:
―¡Oye, Negro! ¡Ven acá! Aquí está tu pistola. Espé-
140
rate tantito.
Entró a su consultorio, trajo la pistola y me la entregó en plena acera, a la vista de todos, y me regaló un
cargador con sus cartuchos 45.
Le di las gracias y me retiré. En materia política era
enemigo de Tomás Garrido, quien seguramente tenía
dadas consignas que cualquier movimiento del doctor
se lo comunicaran de inmediato. Así le comunicaron
que el doctor Saavedra me había pasado la pistola 45
y un cargador.
Estaba acostado en mi hamaca cuando llegó el teniente Pepe R. Caraveo en su carro con urgencia.
—Ándale, vámonos, que te necesita el licenciado
Tomás Garrido.
Metí mi 45 debajo de la camisa y nos fuimos al estadio, cerca del parque, Tomás Garrido estaba sentado
en un tractor viejo, acompañado por el hermano don
Pío VI, Pío III, los Carrillo y otros. Vi a Tomás Garrido colorado como un camarón. “Aquí hay moros en la
playa”, me las calé.
―Con que tú estás pagado por el doctor Saavedra
para asesinarme a mí ¿no?
Sonreí.
―¡No te rías!
—No, licenciado, no he reído, he sonreído.
—Tú estás pagado por el doctor Saavedra para asesinarme a mí…
—Mi licenciado, he andado con generales y no
nada más licenciados políticos como usted y nunca he
traicionado a un jefe. Nunca he sido traidor.
—Pues ahorita se van a matar al doctor Saavedra
porque si no los mando a matar a los dos ustedes ―
me ordena junto a Santana Gil.
141
Llegamos al parque de Frontera y nos sentamos en
una banca. Saqué un cigarro, le obsequié uno al sargento. No cruzamos palabra un rato.
―¿Qué le parece, mi sargento?
—Pues vamos a matar al doctor Saavedra ahorita.
—¡Y qué! ¿el doctor no es su amigo?
—¡Sí, señor!
—¿Y don Tomás su jefe?
—Sí, señor. Y de que se muera el doctor a que me
muera yo, que se muera él.
―¡Cómo es usted cobarde!
Llegamos a la Calzada de los Amores y le digo:
―Usted me espera aquí sentado. El que va a matar
al doctor Saavedra voy a ser yo, no usted. Me dirigí a
la puerta del consultorio, toqué y salió el doctor:
—Vengo a tratar con usted un asunto extra urgente.
—¿Extra urgente?
—Sí, extra urgente, doctor…
—A ver, pásele. ¿Qué pasó?
—El licenciado Tomás Garrido dice que usted me
ha pagado para asesinarlo.
—¿Eso te dijo?
—¡Eso me dijo! Aclarándome que si yo no lo mato a
usted que él mandará a matarme y también a Santana
Gil, él está esperando en la Calzada de los Amores.
Y vengo a verlo para ver cómo vamos a arreglar este
asunto porque yo no traiciono a mi jefe ni traiciono a
un amigo. ¿Cómo resolvemos esto?
Me pegó una palmada y me dice:
―No te preocupes ―me dio una palmada―. Lo
vamos a resolver. Lástima que tengas un jefe tan cobarde como el que tienes.
Abrió la vitrina, sacó su 45 y se la fajó. Saliendo
142
dice:
―Tú aquí me esperas sentado en la Calzada de los
Amores.
143
XXXV
La calumnia
del cónsul americano
E
l doctor Saavedra arrancó su carro y se dirigió
al despacho de Tomás Garrido Canabal. Le dijo
su precio y lo retó como hombre, no como gobernante. Le hizo ver que no era ningún traidor y que
de los soldados que tenía, uno de los más fieles era yo.
Don Tomás Garrido dijo que con él no quería nada,
que lo que quería era que le desocupara el estado y
que para ello tenía veinticuatro horas de plazo. El doctor le dijo que le daba las gracias, que no necesitaba las
veinticuatro horas, pero le prevenía que si mandaba
a matar a Horacio Jiménez también Garrido se moría
aunque se metiera en un nicho.
Continuaba en la Calzada de los Amores cuando
regresó y dice:
―El asunto viene resuelto, Lacho. Ahorita voy a
fletar un barco para embarcar mi consultorio. Pero le
advertí que si mandaba a matarte, lo mato aunque se
meta en un nicho.
—No se preocupe, doctor. El que se va a morir se
muere si quiere y si no también.
—Pero de todas maneras, ándate con muchísimo
144
cuidado.
Ese mismo día se fue al puerto de Veracruz, y no
volví a verlo más.
Don Tomás no me llamó para recriminarme “¿por
qué le fuiste a decir al doctor Saavedra?, ¿por qué no
cumpliste mi orden?”. Actuó como si nada hubiera
pasado. Todo quedó en silencio pero lo que se nombra en silencio… A pocas cartas, ya andaba pensando
la forma de desertar porque no cabía otra cosa.
Le roban al cónsul americano en su propia sede, y
uno de los objetos robados fue una pistola 45 reglamentaria del ejército. En la Calzada de los Amores,
sentado con otros amigos, se me ocurrió ofrecer en
venta mi pistola.
—Pues depende —me dijo uno—, si me resuelvo lo
vemos luego.
El cónsul americano tenía alcahuetes de a montón,
enseguida le informaron que tenía una pistola 45 y le
andaba ya buscando comprador. Como pertenecía al
Estado Mayor de Tomás Garrido, el cónsul no pidió
mi aprehensión a las autoridades judiciales, a las municipales, ni al mismo Tomás Garrido. Se la pidió al
jefe de la guarnición que era un coronel.
Tomás Garrido pidió que me presentara de inmediato.
—¿Qué pistola traes?
—Traigo la de la cintura y una pistola 45 debajo de
la camisa y aquí está.
—Te vas al cuartel y te das por preso con el coronel por orden mía, para que se hagan las aclaraciones
sobre el robo que le hicieron al cónsul, te acusa que tú
cargas la pistola.
—Esta pistola tiene más de seis meses en mi poder,
licenciado.
145
—¡Pues arráncate!
Me le presenté al coronel.
―Vengo por orden de don Tomás Garrido a darme
por preso, a petición del cónsul americano.
—Tú traes una pistola 45…
—Sí, traigo una 45 debajo de la camisa porque es
reglamentaria del ejército.
―¿Quiénes más conocen esta pistola? ―la vio detenidamente.
—El que la conoce como el palmo de sus manos
es don Bruno Estañol porque se la vivo empeñando
cuando no tengo dinero.
Don Bruno Estañol tenía un gran establecimiento,
una cantina y una saladería de ganado. Lo mandaron
a llamar y dijo que efectivamente esa pistola la conocía
desde hacía mucho tiempo. El coronel me regresó con
Tomás Garrido.
―Ya estoy aquí, licenciado. Comprobé que no es la
pistola que le robaron al cónsul. Esta pistola se la compró Santana Gil a un tal Lucas Frías, y yo se la compré
a Santana.
—Bueno, vete al Ayuntamiento y ve al presidente municipal Fernando Arauz Carrillo, que notifique
inmediatamente al cónsul y que él compruebe ahora
que tú tienes la pistola que le robaron.
Fernando Arauz Carrillo nos careó.
—Quiero que usted me compruebe —le dije al cónsul— que traigo la pistola que a usted le robaron.
—Oh, yo no decir que usted traer esa pistola. Yo
decir que ser palabras volantes.
—¡Nada de palabras volantes! Usted pidió mi aprehensión al coronel jefe de la guarnición, y ya comprobé que esta pistola la traigo desde hace seis meses. Vea
146
usted la pistola, ¿es la suya?
—¡Oh! No ser esta la pistola. La pistola mía ser pistola nueva.
—Su pistola es reglamentaria ¿de México o de dónde?
—¡Oh no!, reglamentaria de Estados Unidos.
—Esta es reglamentaria de México.
Solicité que se le hicieran responsabilidades por calumniador. Fernando Arauz, como se trataba del cónsul, no quiso que se alargara más el asunto.
―Ya le comprobaste que no tienes que ver nada,
¿qué más quieres?
―¿Cómo que qué más quiero? Que este señor responda a su delito de calumniar a una persona acusándola de ladrona.
147
XXXVI
La campaña antirreligiosa
A
Garrido le dio por cerrar iglesias, algunas las
empleó para escuelas y otras las echó al suelo en determinados lugares. No derrumbaron
todas las iglesias. En Cunduacán dejaron la principal.
En San Carlos hubo un hecho muy sangriento, los
indios no querían entregar la iglesia, les echaron balas y le prendieron fuego con toda la gente adentro,
hombres, mujeres, ancianos, niños. Murieron muchos.
Esa acción la dirigieron el general Ignacio Gutiérrez y
Víctor Quiroz, quien era presidente municipal allá en
la región de los Ríos.
En Comalcalco, los principales en la campaña antirreligiosa fueron Guayo Ocharán, Heberto Valenzuela
más conocido como “Pantera”, unos de apellido Vera,
Bernardo Cortés y su hermano. Entonces se organizaron los camisas rojas, en las rancherías bañaban a los
que se las querían poner.
Al San Antonio de Tecolutilla no lo pudieron recoger pues los indios lo sacaron hasta cuando se pudo.
Supieron que mi hermana Manuela tenía una virgen María, que mi mamá dejó a mi papá cuando mu-
148
rió, la tenía entre el ropero envuelta en una palia. Mi
papá opinó casarse otra vez. Sentí celo por las cosas
de mi madre y resolví llevar la virgen a casa de mi
abuela, quien tenía un altar repleto de santos, santas,
vírgenes y cuanto cabrón. Mi abuelo José María Tejeda
la hacía hasta de cura. No volví a acordarme de nada
en la Revolución. Ni yo mismo supe cuándo recogió
mi hermana Manuela la famosa virgen María.
Los de la campaña antirreligiosa sabían que era mi
hermana, por lo que la trataron con mucha decencia
para que entregara la virgen, pero no lo lograron.
—La virgen no la entrego sin orden de mi hermano
Horacio que ahí anda con ustedes también.
Guayo, como jefe de la patrulla, informó a don Tomás, quien en el comedor del barco Obregón me dice:
―Con que eres un fanático.
—¿Y por qué me dice usted que soy un fanático?
—¿Por qué? ¡Porque eres un fanático! Tú allá en Comalcalco, en el Paso de San Andrés tienes una virgen y
tu hermana Manuela Jiménez no la entrega sin orden
tuya. Así que das la orden para que la entreguen.
—Viera usted, licenciado, que efectivamente esa
virgen, de la que ya no me acordaba, la dejé en casa de
mi abuelita y mi hermana la recogió, pero no es que
sea fanático. Esa virgen mi madre la adoraba, creía en
ella y cuando murió la recogí para guardarla como un
recuerdo nada más. Pero la orden para que la entregue mi hermana no la doy.
—¿Cómo que no das la orden?
—No la doy. Usted puede hacer conmigo lo que
quiera, porque primero conocí a mi madre y después
conocí al gobierno. Y el recuerdo de mi madre yo lo
respeto.
149
—Bueno, vamos a ver qué vas a hacer con tu virgencita.
—Con mi virgencita no puedo hacer nada porque
no la traigo en la carrillera ni tampoco la traigo colgada del pecho. Francamente no soy fanático, pero ya
que estamos hablando de esto quiero hacerle una pregunta: ¿por qué toda la gente cree en Jesucristo?
—Jesucristo fue un hombre como tú y como yo ¡y
nada más!
—En ese caso le voy a hacer otra pregunta, licenciado: ¿por qué todo mundo pregona que dios, y que si
dios por aquí y dios por allá?
—No hay dios. El dios es la naturaleza.
Luego opiné no seguir picándole la cresta porque si
me apendejaba me iba a salir jodiendo.
Mi hermana huyó a Veracruz con Manuel Caraveo,
dejaron cuidando el rancho a un tal Ángel, no llevaron
la virgen y se perdió. Ángel era rezador, supongo que
él la cogió.
150
XXXVII
Chilo Arellano gana a
balazos a Bernardo Cortés
D
on Pío Garrido ordenó a un sargento trasladarse al pueblo de Allende, los indígenas se
venían insubordinando. El sargento los trató
con mano de hierro, de tal manera que el pueblo se
fastidió de recibir vejaciones y atropellos, hasta que
un día se convocaron e hicieron picadillo al sargento.
Tomás Garrido envió una escolta para castigar a los
culpables. Pero lejos de hacer investigaciones, formales y legales, a todo el que consideraban sospechoso
lo quebraban. La muerte del sargento ocasionó la de
no menos de veintitantos indígenas. Se despertaba un
mal ambiente en la opinión del pueblo, aunque nadie
se atrevía a hablar una palabra.
Busqué la manera de retirarme por completo de las
filas de Tomás Garrido, opté por venir a la región de la
Chontalpa, durante años cuidé de no tropezar con las
autoridades ni con nadie.
Luego estuve en Veracruz, de donde me pasé a Yucatán. En Mérida tuve la oportunidad de escuchar a
muchos que trataban asuntos políticos, decían que no
tardaba en estallar una política muy fuerte que no la
151
soportarían ni veinte Tomás Garrido, que era cuestión
de meses para que cayera. Y conociendo el ambiente de Tabasco, consideraba que para que una política
destruyera al régimen garridista necesitaba ser demasiado fuerte y contar con muchísimo apoyo.
Regresé a Tabasco, a la región de la Chontalpa. A
los tres meses estalló la política encabezada por el licenciado Brito Foucher, un 15 de junio hubo una matazón en la calle Juárez de Villahermosa. Se organizan
los campesinos para incorporarse a las filas de Brito
Foucher, de las que formé parte en mi región. Tuvimos la primera junta en casa de Gustavo Javier en Tecolutilla, donde nos reunimos no menos de setecientos
hombres campesinos para secundar el movimiento y
desconocer al régimen de Garrido.
Se trató de invadir a la ciudad de Comalcalco y desconocer a las autoridades y al presidente municipal
Bernardo Cortés. Quince mil hombres se congregaron
sin más armas que ladrillos entre los morrales. Abandonado el Ayuntamiento, un grupo de campesinos
rompió las puertas y sacaron a todos los prisioneros
que había en las cárceles.
Manuel Ruiz, Emiliano Ruiz y Ramón Ruiz fueron
a ver a Bernardo Cortés a su casa para que entregara
las llaves del Ayuntamiento, pero las había dejado a
Guayo Ocharán, quien también se encontraba encerrado en su casa, en compañía de César Ruiz apodado
“César Hueso”.
Veníamos del campo de aviación, encabezaba un
grupo junto con Rafael Pulido. Frente al parque y
la Cacaotera No. 1 estábamos alineando al pelotón,
cuando pasó primero Bernardo Cortés con sus amigos
a la casa de Guayo Ocharán. A los pocos minutos pasó
152
Sin cruzar muchas palabras sacó su
super colt y bañó a tiros a Bernardo Cortés,
las mismas balas mataron a Manuel
Franyuti e hirieron a uno de los
Ochoa.
153
Chilo Arellano en compañía de cinco más, derecho a
donde se encontraba Bernardo Cortés con sus amigos, entre ellos Manuel Franyuti. Sin cruzar muchas
palabras sacó su super colt y bañó a tiros a Bernardo
Cortés, las mismas balas mataron a Manuel Franyuti e
hirieron a uno de los Ochoa.
154
XXXVIII
Surge el britismo en contra
de Tomás Garrido
C
uando me di cuenta de lo que estaba pasando
y vi que caía uno y caía otro, les digo a mis
compañeros:
―No se hagan bola que nos estamos matando unos
con otros. No me explico cómo está la balacera aquí.
Descubrí que mataron a Bernardo Cortés y que
Chilo Arrellano había huido.
―Vamos a sacar a la gente del casco de la ciudad,
porque es seguro que no tarda y viene un pelotón de
federales de donde sea y si nos encuentran aquí nos
van a partir la madre a todos ―le dije a Rafael Pulido.
Y comenzamos a sacar a la gente, unos a Sitio Grande y por otros lados. Pero no hubo nada, a Chilo no lo
persiguieron.
Vino la orden de reconcentración de gente a Villahermosa. Y vamos a la cabeza don Justo Valenzuela,
Rafael Pulido, Manuel Ruiz y otros. Encabecé a la gente del municipio de Centla, atravesamos los potreros
de Tabasquillo y entramos por el barranco del río Grijalva. En el Paso de la Pigua había federales, cruzamos haciendo picados a través de los platanares hasta
155
colocarnos en Tierra Colorada y botamos la caballada
al otro lado. Éramos veintitantos mil hombres en Villahermosa y nos había quedado cincuenta mil en El
Carrizal. Quince días tardamos en Villahermosa sosteniendo la candidatura política de Nicolás Aguilera,
a Brito Foucher lo habían sacado y llevado prisionero a México. Aun con toda la gente y la fuerza de la
popularidad que teníamos, nos impusieron a Víctor
Fernández Manero.
Regresamos derrotados políticamente. Antes de retirarnos acordamos que en caso de haber necesidad de
levantarnos en armas contra el gobierno de Manero,
lo haríamos. Me encontré obligado a pelarme porque
me traían a carrillera calada los enemigos. Me pelé a
Veracruz, esperando la preparación del movimiento
armado.
A los tres meses de estar en la compañía petrolera El
Águila, en Las Choapas, llegó Jesús Maldonado para
avisarme que ya se encontraba en Tabasco el general
Ronco Martínez, de México, para ponerse al frente del
movimiento armado. Entre los setenta hombres que
trabajábamos en la terracería del kilómetro 27 con
rumbo a Arroyo Hondo se encontraba Fonseca, había
sido trompeta del general Lucero en la revolución de
De la Huerta. Fui controlando la confianza de ellos y
les platiqué que no tardaba en haber levantamiento
en Tabasco que, oportunamente, lo sabría. Conquisté
a treinta de la cuadrilla para que el día que llegara la
hora nos levantáramos en armas desde Las Choapas.
El cuartel estaba frente a una cantina. Fonseca tenía bastante preparación en materia de armas, acordé
con él que tendríamos por costumbre llegar a la cantina para no causar sorpresa el vernos en el momento
156
oportuno. En el cuartel no figuraban más de diez o
quince hombres y de ordinario no permanecía nadie
más que el centinela y el banco de armas; por lo regular los soldados vivían en la calle.
―Desarmamos al centinela y le caemos al banco de
armas ―propuse a Fonseca.
—¡Arreglado!
Les comuniqué a Maldonado y a Justo Valenzuela
que tenía preparado el movimiento para el día que me
dijeran. Ronco Martínez, escondido en las montañas de
Cárdenas, conferenciaba con ellos y trataron mi asunto. Ordenó que, por ningún concepto, se debía mover
nadie del estado de Veracruz, el movimiento tenía que
ser aquí en Tabasco. Jesús Maldonado llevó suficiente dinero y las instrucciones de don Justo Valenzuela
para reconcentrarme de inmediato en Tabasco.
Dejé engañados a los que tenía ya conquistados, diciéndoles que se trataba de un asunto familiar, pero
que regresaba luego luego. Maldonado y yo pasamos
a Agua Dulce a recoger una carabina automática que
dio Miguel Gil, de apodo “Miguel Capón”, trajimos
setecientos cartuchos. Nos metimos por la Barra de
Santana y salimos a Agua Negra. Justo Valenzuela y
Rafael Pulido andaban escondidos entre las haciendas, con quienes me puse de acuerdo para esconderme quince días en mi rancho hasta el día y la hora
señalados. Cuando se cumplió el término, me eché al
camino con mi carabina 30-30 y parque de a montón;
a poquitas cartas recluté al primer soldado y cuando
salí al barranco del Tular llevaba doce.
A las once de la mañana tenía trescientos hombres
en los corredores de la casa de Amador Valenzuela.
Mediante un correo me avisan que Juan Rodríguez
157
Coffin estaba encerrado en su casa y no quería entregar una carabina guaca. Me arranco volado a media
rienda con Ariel Barjau. Natividad Márquez tenía sitiada la casa. Grité que no fueran a hacer fuego por la
familia y no fueran a matar a alguien, pero no dijeron
que a través del seto le habían pegado un balazo y él
apagó su candil. Acerqué mi caballo al seto y comencé
a hablar a Juan Rodríguez, de quien era amigo, no me
contestaba y me aburrí de hablarlo, sin saber que estaba herido; al voltearme me dio dos tiros de carabina
en el espinazo y caí del caballo.
158
XXXIX
Sitio de Comalcalco y Paraíso
J
uan Rodríguez Coffin me pegó los dos tiros de la
guaca. Traía una capa suéter, camisola, la noche
estaba lloviznosa y no entraron bien las balas, sino
pura mostacilla, no me mataron aunque no dejaron de
perjudicarme.
En la tierra sentí que estaba vivo, apoyado en el rifle y con mi pistola en la mano, hice fuego por donde
consideré que me había venido el escopetazo. Y logré
pegarle dos balazos. Se echó afuera y se aventó a los
montes. Los disparos que le arrojaron nomás le pegaron raspones.
Partí a esconderme a la casa de Juan Castillo en El
Retiro, de la ranchería del Guayo. Durante quince días
permanecí embrocado, curándome como los animales
y con maguey. Salí todavía con la vendas a ver a don
Justo Valenzuela.
—¿Ya estás en acción? —me dice.
—¡Ya estoy en acción! Vendado pero puedo mover
mi caballo y manejar el rifle.
Estaba el finado Natividad Márquez como con quinientos hombres en la casa que hoy es de Tomás Ro-
159
dríguez, cuando llegó uno que era tío de Juan Rodríguez Coffin, pero que era soldado de nosotros.
—¡Oiga, jefe! —me dice—, el que le pegó el tiro, mi
sobrino, acá está escondido en una cañada. Vamos a
agarrarlo y vamos a matarlo, porque primero está usted que es el jefe y después mi sobrino porque es un
traidor.
Agarré cincuenta hombres, nos fuimos y rodeé la
cañada. Lo agarramos sobre unas yaguas, curándose
con aceite de palo los balazos y raspones en la espalda.
Querían acabar de matarlo al machete. Les dije que
no, que los hombres como estaba aquel no se mataban
así. Era peor que matar a un perro, porque un perro a
veces se defiende aunque sea barriéndose, pero este
estaba embromado sobre las yaguas, hecho una desgracia, y la culpa no la había tenido él por haberme tirado, sino mis propios compañeros que no me habían
puesto alerta de que ya estaba herido y el hombre se
comportaba como víbora con un balazo en el pecho.
De manera que no admití que le pegaran ni un machetazo ni que lo maltrataran de ninguna forma. Y le hice
una proposición:
―Mira, Juan, salte a casa de cualquiera de tus familiares para que te curen como la gente. Te voy a dar
una nota para que no te toque nadie de nuestra gente,
y cuando sanes te le presentas al gobierno, y que te
ayude. Dile que, por ser amigo del gobierno, tú me
tiraste por la espalda, y que a tientas y a locas te pegué
de frente. Que te ayude.
―Yo al gobierno no me le presento, en ninguna forma. Si quiere usted matarme, acábeme de matar, pero
yo no me le presento ―respondió valientemente.
—Acabar de matarte tampoco, no vengo a eso. Te
160
hice la proposición pero no te obligo.
En un papel firmé ordenando que no lo tocara nadie.
Al siguiente día organizamos el avance sobre Comalcalco. Don Justo Valenzuela era hombre valiente
pero falto de táctica para disponer, levantó tres mil
hombres en Aldama; por mi parte salí con otra cantidad a Tecolutilla y nos reunimos en la encrucijada.
―Bueno, don Justo, ya estamos sobre Comalcalco.
Aquí vamos a organizar el sitio. ¿Dejó usted guarnición en Aldama?
—No.
—Hay que mandar cincuenta hombres que vayan
a apostarse en el campo de aviación. Que lo invadan,
que le pongan postes, que no pueda aterrizar un avión,
podemos balacearlo y avisar que tenemos gente sobre
la retaguardia.
Cerca de Comalcalco, le dije a Agustín Caraveo:
―Usted escoja veinticinco hombres y se encarga de
cortar todas las líneas telegráficas. ¡Váyase al Barranco
inmediatamente!
―Yo me voy a encargar del campo de aviación de
Comalcalco y a organizar el sitio ―arengué a don Justo, quien se acuarteló en la casa de Luis García.
En dos días de sitio a Comalcalco, haciendo tiroteos
por las bocacalles, me encargaba de vigilar por todos
lados. Un correo le avisó a don Justo que la gente del
sitio en Paraíso estaba muy desorganizada y necesitaban un cabecilla para resolverlo.
―Necesito que te vayas a Paraíso ―me dijo.
—Voy a llevar cincuenta hombres.
Entre ellos elegí a Natividad Márquez, Martín Caraveo, de Tecolutilla, Hermilo May, Teófilo Dantorie;
161
pero Mamerto y Guillermo Lutzow desertaron en el
camino. En Paraíso, estaba la gente a mil metros de la
cabeza del puente, afuera, tendidos.
―¿Qué pasa con ustedes, qué hacen aquí?
—¿Cómo que qué hacemos aquí?
—Se trata de sitiar la población ¡vamos a las goteras
de la ciudad!
162
XL
Cuando me ordenó don Justo
fusilar a Moisés Palma
-P
ero es que dicen que hay un poco de federales en una casa, frente al panteón ―dijeron
los del sitio.
—Vamos a ver si es cierto. ¿Cómo saben ustedes si
es verdad? ¿A poco nomás porque les dicen? ¡Vámonos pa’ dentro!
Me lancé con los cincuenta hombres que traía de
caballería. Frente al panteón no había nadie. Nos
abrieron fuego desde adentro y desde la torre de la
iglesia. Nos agarramos a balazos. Empezamos a meter la gente hasta la orilla del río para sitiar el pueblo.
Luego corrí al otro barranco a organizar otro frente del
sitio. Después fui rumbo a Puerto Ceiba, donde Soledad Pérez tenía doscientos hombres y por prisionero
al presidente municipal de Paraíso, Margarito Santos,
nomás esperaba que llegara alguno de nosotros para
tronarlo.
—Hermanito, que me van a fusilar. Tú eres mi amigo —chillaba el alcalde.
—No tengas miedo que esto no es carnicería ni
venimos matando gente. Matamos al que nos quiera
163
matar a nosotros.
Hablé con Soledad Pérez:
—¡Suéltenlo! ―dije a Soledad Pérez―. Allá adentro están los federales, los que tienen el máuser, a esos
vamos a buscar. Y a los que se encuentran en el Ayuntamiento si se oponen los quebramos, pero el presidente es un pacífico, aquí no es una chingada.
Fuimos en una lancha a la casa de Margarito. Destapó un cartón de cervezas, me regaló una pistola
nueva con su piola y cincuenta cartuchos, me dio las
gracias y preguntó cuánto tenía que darme de dinero.
―Ni un centavo. Bastante haces con regalarme la
pistola, nosotros no andamos cambiando vidas por
dinero.
Regresé a Paraíso medio pedo, porque agarramos
un contrabando en una lancha que traía tequila y cervezas.
―Ustedes están aquí totalmente como en velorio
―digo a Fausto de los Santos, de Cocohital, y a mi tío
Víctor Tejeda―; vamos a cucar a estos cabrones y nos
metemos con un pelotón.
Entro con veinte hombres de caballería. Y empieza
a llover balas. Veo a Nato Márquez caer al suelo.
―¡Déjenlo ahí, a la vuelta lo recogemos! Vamos pa’
dentro. Y no hagan fuego.
Cuando estuvimos a corta distancia, di la orden.
―¡Ahora así! ¡Bala con ellos!
Hicimos unas cuantas descargas y corrimos a la
otra bocacalle. Alguien me venía siguiendo.
―¿No que te habían matado? ―dije sorprendido a
Nato Márquez, mi perseguidor.
—¡No! Sólo se rompió el cincho.
Regresaba a Comalcalco, no podía atacar Paraíso
164
sin orden del jefe Justo Valenzuela. Me había ordenado tronarme a Moisés Palma por las quejas de que por
su culpa jodieron a mucha gente.
—Moisés, despídete de tu familia ―para entonces,
mi mujer era pariente de la suya―, porque traigo órdenes de tronarte.
No demostró ninguna clase de miedo. La familia
empezó a llorar, y su madre era anciana. Me ofrecían
el dinero que quisiera si no lo mataba.
―Bueno señoras, ya no quiero oír llantos ni ver lágrimas. Yo no quiero que me digan que lo perdone ni
nada. No, no lo voy a matar. Moisés, aquí te quedas
tranquilo, seguro de que no te toca nadie, nomás me
les das cinco pesos a cada soldado para sus cigarros. A
mí no me debes pero ni cinco centavos.
165
XLI
Conferencia con el general Ávila
Camacho en Rancho Colorado
S
alí a pedirle permiso a don Justo Valenzuela
para atacar Paraíso, los que defendían no eran
más que veinticinco soldados pero con un fortín
reforzado. “Tengo mil hombres al ataque; si me tumban cien o doscientos, ochocientos cabrones llegamos
vivos al palacio en carga de caballería y llevando latas de gasolina para trabarle fuego”, calculaba. “Debo
conseguir autorización”.
Por El Nanchito, Candelario Bravo tenía una tienda. Me invitó una sardina con galleta.
―¿Para dónde vas, Lacho?
—¿Cómo que para dónde voy? voy a Comalcalco
para hablar con don Justo.
—¡Déjate de cosas que ya les sacaron de ahí a ustedes!
—¿Cómo?
—¡Ya les sacaron! La gente va con rumbo a Aldama
y ya les mataron gente también.
A la hora que nosotros estábamos tiroteando en Paraíso, la Federación sacaba a nuestra gente de Comalcalco, habiendo entrado por Chichicapa. Ahorcaron a
166
tres en el parque y los llevaron maneados como venado, atravesados en un palo al panteón. Los muertos
fueron Fernando Arias, a quien capturaron herido, y
un viejito que había ido a dejar tortillas.
―Vamos a tomar el camino de Potreritos ―digo a
Nato Márquez―; de ahí pasamos a Tecolutilla hasta
alcanzar a don Justo a ver por qué se va y no me comunica nada cuando tenemos el sitio armado en Paraíso.
Mandé un correo a Paraíso avisando lo sucedido
para prevenirnos que cuidaran muy bien su retaguardia porque no tardaba y tenían al enemigo encima.
Cuando llegué a Aldama acababa de pasar un avión.
Don Justo estaba ahí con los tripulantes Abel y Nicolás
Valenzuela.
—Bueno, don Justo, ¿qué cosa es lo que sucede
aquí?
—Pues nada que aquí vinieron estos señores que
quieren tener una plática con nosotros.
—¡Pero cómo va usted a aceptar plática puesto
que nos están matando gente! Y a Paraíso ahorita lo
tenemos en peligro. ¿No sabe usted que lo tenemos
sitiado? Van a ir a Paraíso y nos van a seguir matando
gente y usted teniendo pláticas aquí.
―Ustedes tienen toda clase de garantías ―dijo uno
de los que habían venido.
—Eso es aquí pero allá nos están matando gente.
No acepto que se lleve a cabo la conferencia mientras
no den órdenes de que no avance ni un paso más la
tropa.
—Ya vamos a dar la orden de que no avance.
Acordamos que al día siguiente tendríamos una
conferencia en Rancho Colorado. Enseguida partieron
167
en avión para dar la orden de que no avanzara la tropa; nosotros le mandamos a decir a nuestra gente en
Paraíso que se reconcentrara en Aldama, pero algunos
con todo y escopeta se largaron, decepcionados.
Tomé a mi tío Gustavo Javier para secretario y le
dicté los acuerdos que íbamos a tener, los motivos por
los que protestábamos del régimen garridista: asesinato, robos y violaciones de los derechos, entre otras
cosas.
—Bueno —le digo a don Justo— mañana es la conferencia a las nueve de la mañana en Rancho Colorado, ¿en qué forma piensa usted atender esa conferencia?
—Vamos con un pelotoncito de nosotros para ver
qué arreglo tenemos.
—¡No, hombre! Aquí somos no menos de cinco
mil hombres. Mire usted, don Justo, aquí llevamos los
papeles por escrito en el que exponemos los motivos
por los cuales nos levantamos en armas; pero hay que
prevenir que también nos puedan hacer una mala jugada. Acuérdese en qué forma mataron a Zapata. En
esa forma nos pueden joder a nosotros. Vamos a hacer
una cosa. Vamos a escoger quinientos hombres de los
cinco mil que tenemos. Entre nosotros hay rifles, hay
supremas pistolas. Y no nos vamos a presentar a las
nueve de la mañana. Cuando venga a aclarar el Río
Seco, nosotros tenemos sitiado a Rancho Colorado,
¡emboscado! Y que no aparezca nadie más que usted
como jefe, y los que le secundamos, Jesús Maldonado y Rafael Pulido. ¡Nada más! Que no se vea nadie.
Natividad Márquez se me va a ir por el Barranco Río
Seco, rumbo a Cárdenas y allá se me va a apostar
como avanzada, cuando menos a mil metros de Ran-
168
Mandé un correo a Paraíso avisando lo
sucedido para prevenirnos que cuidaran muy
bien su retaguardia porque no tardaba y
tenían al enemigo encima.
169
cho Colorado, quedando libre el flanco por donde viene el general. Eso sí, la finca rodeada por toda la gente,
detrás de los pitales. Ya saben que si oyen disparos en
la casa de Rancho Colorado, que se dirijan allá porque
nosotros ya estaremos muertos y acaben con lo que
haya y a como puedan.
Llegamos a Rancho Colorado a las cuatro de la mañana y empezamos a organizar el cerco. Rodeamos
todo el perímetro de la finca. Nosotros cuatro nos pusimos frente al portón a esperar. Llegó el gobernador
Fernández Manero con su estado mayor, acompañado por el general Madrigal, jefe de las operaciones y
dos camiones de soldados. No veían a nadie más que
a nosotros.
170
XLII
Las razones de Justo Valenzuela
y Rafael Pulido
-B
ueno, mi general —le digo—, estamos a sus
órdenes.
—¿Qué les parece si vamos a la casa de la
finca?
—Pues vamos.
Adentro estaban tres estados mayores, con cincuenta hombres en total: el presidencial, traído por
el general Manuel Ávila Camacho, el del jefe de las
operaciones militares, general Madrigal, y del gobernador Víctor Fernández. Nos pusieron tres ametralladoras réuseres, rifles con disco de cincuenta cartuchos
por lados distintos, para cuatro que éramos nosotros.
Cualquiera que fuera accionada nos acabaría sin duda,
pero también mataría a gente de ellos.
Rompió el hielo el jefe de las operaciones militares:
—Don Justo Valenzuela, ¿qué motivos tuvo para
encabezar un movimiento armado contra un gobierno
constituido? ¿Sabe usted la responsabilidad que asume al desconocer a un gobierno constituido?
—Sí —responde—, pero fíjese usted que cuando
Garrido gobernaba me agarraron por tener un alam-
171
bique, me llevaron prisionero a Villahermosa y costó
trabajo salir de la cárcel. ¿Cómo quería usted que estuviera a gusto con Tomás Garrido?
—¿Y usted, señor? ¿Qué motivos tuvo para secundar este movimiento? ―le tocó el turno a Rafael Pulido.
—Me persiguió mucho el presidente municipal de
Jalpa, Bernardo Cortés, porque decía que era contrabandista, al grado de querer matarme y no tuve más
remedio que buscar el momento de defenderme atacando el régimen de Garrido.
“No los voy a dejar seguir hablando porque nos va
a llevar la chingada”, pensé y pedí la palabra.
—He interpretado lo que usted pregunta. Aquí
don Rafael Pulido y don Justo Valenzuela no han sabido darle una debida interpretación a las preguntas.
En primer lugar, nosotros no hemos desconocido a
un gobierno constituido. A mí nunca me ha atacado
el gobierno porque cuando ha querido me he sabido
defender, solo, como ciudadano. Además, también fui
servidor del gobierno. Aquí estamos defendiendo los
derechos de un pueblo que ha sido vejado, atropellado
en todos los sentidos, robado y asesinado. No se han
respetado los hogares. Se han violado los derechos individuales y colectivos. Y nosotros hemos tomado las
armas para sacar a este pueblo de ese yugo ¡para eso
hemos empuñado las armas! A mí el gobierno no me
ha atropellado ni me atropella nadie, porque sé defender mis derechos; desgraciadamente no todos somos
iguales. Si quieren acabar con Tabasco tienen que matar primero a su gente para que hagan de Tabasco lo
que les dé la gana.
Manero, a quien no conocía, no había dicho una
172
sola palabra y se pega la parada mordiendo un puro,
de una cuarta de largo:
―Soy el gobernador del estado. No he venido a
asesinar gente, acabo de recibir mi gobierno y estoy
empezando a convivir con el pueblo.
―Un momento, señor. Mi general, la prueba de lo
que acabo de decir aquí está: nosotros no hemos desconocido a un gobierno constituido. Al gobierno lo
constituye el pueblo no las bayonetas, y a este señor
sólo lo conocemos por sus retratos en los palos y en
las paredes. El pueblo no lo ha conocido en persona,
en cambio hemos conocido las injusticias que cometen
sus empleados. Usted podrá ser muy honrado, pero
mientras tenga en sus filas bandidos y asesinos será
tan bandido y asesino como ellos.
Entonces marcó el alto el general Manuel Ávila Camacho:
―Un momento: soy el secretario de la defensa nacional y vengo en representación del presidente de la
república a otorgar garantías al pueblo tabasqueño,
no para beber sangre. Lo que ustedes pidan con razón,
en justicia se les concede.
—Muy bien, mi general.
—Así, muchachos, que tienen garantías.
—El señor gobernador sabe mejor que yo, mi dicho
es cierto. Entre sus filas hay bandidos y asesinos. ¿Qué
pasó con la matazón de San Carlos, donde ataron niños, ancianos, mujeres y quemaron la iglesia? ¿Eso es
un gobierno constituido? No fue él, pero tiene entre
sus filas a los que lo hicieron.
173
XLIII
Con el general Ávila Camacho
en el pueblo de Aldama
S
e dieron cuenta que traían el dinero de la compañía El Águila en la lancha “La Alondra” para
pagarles a los trabajadores, y se lo robaron. Una
parte se llevaron, otra dejaron enterrada por la costa.
Rafael Pulido apoyó al capitán Juan Aguilar Ficachi en
la persecución de los ladrones. Los acorralaron en la
pasada del Río Santana, en Agua Negra, los ladrones
se botaron al agua con todo y caballo. Uno salió herido
y los otros tres se dispersaron y pasaron a la casa del
agente municipal. El capitán Aguilar lo averiguó después y tomó prisionero al agente municipal, le quitó el
dinero y, para que no dijera nada, lo quebró.
Todo esto le referí al general Manuel Ávila Camacho para que conociera los crímenes que cometían.
Refrendó las garantías ofrecidas, se acordó un arreglo
que tendría lugar al día siguiente. Al reconcentrarnos
en Aldama, ellos procedían de Comalcalco, nosotros
de Paraíso con más de cuatro mil hombres. Entre la escolta del general venía el coronel César Villegas, quien
trabó buena amistad conmigo porque según traía buenas referencias sobre mí y aprovechó para pedirme
174
que a uno de sus pelotones, a cargo de un sargento,
lo posesionara en un lugar que brindara seguridad al
general Ávila Camacho.
Ordené al sargento que marchara sobre el punto
que yo le indicara, pero le pareció muy mal.
―Sepa usted que aquí va el XX Batallón, que nunca
ha dado las nalgas ―dijo el sargento cuando habíamos caminado cierto tramo.
―Mi sargento, ¿qué le sucede? ¿por qué me habla
en esos términos? Tenga usted entendido que no nos
hemos arreglado. Vamos a ver si nos arreglamos. Y
si no nos arreglamos yo le reto a usted con cincuenta
hombres, para que nos rompamos el cuero. Vamos a
ver quién es el que las da.
A mi gente la tenía formada en un flanco, de tres en
fondo, pura caballería. Puse al sargento en un lugar
seguro contra cualquier atentado y le ordené que pusiera a su gente en posición de tiradores, guardando
su distancia. Protegí al general Ávila Camacho aun de
mis propias filas.
A caballo recorrí la línea de cabo a rabo, ordené la
disciplina y el orden. Informé al general que la gente
estaba lista a sus órdenes. Entonces mandó que procediera a que fueran pasando, de pelotón en pelotón,
depositando las armas de guerra, no las escopetas,
que podían llevárselas los campesinos a sus ranchos.
Los que traíamos rifles los depositamos, ahí dejé mi
máuser de caballería. Se formó un gran cerro de rifles.
Daba gusto ver los 30, los 44, los máuseres. ¿De dónde
salieron? ¡Quién sabe!
Una vez que terminamos de entregar las armas, se
dijeron los discursos por parte del representante del
general Manuel Ávila Camacho, y la contestación es-
175
tuvo a mi cargo. Me acerqué al general.
―Aquí están mis pistolas.
—¡No, muchacho! Sigue con tus pistolas. Ustedes
tienen garantías para portar sus armas.
—General, es que va a resultar esto un asunto político. Ahorita nos estamos arreglando, estamos llegando a un acuerdo armonioso. Cuando usted se retire
y los demás, va a surgir el rencor político y por estas
armas nos van a querer perjudicar.
—Ya les dije que tiene garantías para portar sus armas. Cualquier cosa comuníquemelo de inmediato.
Ya no las entregué, ni siquiera la reglamentaria del
ejército. Me quedé con mis pistolas.
176
Todo esto le referí al general Manuel Ávila
Camacho para que conociera los crímenes
que cometían. Refrendó las garantías
ofrecidas, se acordó un arreglo que
tendría lugar al día siguiente.
177
XLIV
Con Jesús Maldonado en
la casa de La Matajari
E
l jefe de las operaciones militares ordenó que
me nombraran para recorrer toda la región y
evitar se continuara alterando el orden. Me incorporé a Jesús Maldonado en el recorrido. Llegamos
a Paraíso un día lloviznoso, en esta zona muchos no se
habían presentado en Aldama al saber del arreglo y se
largaron a sus casas.
Pasamos a la casa de La Matajari, una mujer que
vendía trago de contrabando. En el corredor trasero
estaba el teniente jefe de la guarnición tomando con
Moisés Palma. Fue una sorpresa para él y para nosotros encontrarnos. En el sitio a Paraíso le había pedido
la plaza al jefe de la guarnición. Sin saber que nos iban
a fregar en Comalcalco, le puse una nota diciéndole
que me entregara la plaza o de lo contrario se la tomaba a sangre y fuego, en mi carácter de capitán primero de las fuerzas rebeldes. Doña Delfina, a quien
le decían Tía Juina, acudió con una bandera blanca
y le entregó la nota. Al momento entré a Paraíso con
veinte hombres, para demostrar que cargábamos armas buenas. A buena distancia les abrí fuego y ellos
178
respondieron. Después del refuego volví al barranco
y le dije a nuestro jefe en Paraíso:
―Voy a Comalcalco a hablar con el coronel Justo
Valenzuela para que me dé permiso, y esta noche le
caemos a la guarnición.
La toma ya no fue posible hacerla.
―¿Usted es el que me pidió la plaza aquí en Paraíso? ―pregunta el teniente.
—¡Sí, señor, a sus órdenes! Soy Horacio Jiménez
Tejeda.
Me ganó la delantera al decirme estas palabras, se
llevó la mano a la 45. Tenía la capa hacia atrás, lo que
menos pensaba era en pelear y no me había puesto en
guardia.
—¿Cree que tomar una plaza es como comerse un
plato de frijoles?
—Pues no sé, pero lo cierto es que se la pedí.
—Lo que va a pasar con usted es que se va a morir
como Jesucristo en la cruz, por el pueblo, y el pueblo
va a aplaudir que lo maten.
Entendiendo que tenía ganada la delantera, pensé
también en nivelarme.
―Oiga, mi teniente, tiene usted muchísima razón
en lo que está diciendo, nuestro señor Jesucristo no
pensaba pelear con ninguno pero yo sí ―logré poner
la mano al mango de la pistola―. Sí estoy dispuesto a
matarme.
Nos clavamos la mirada con las manos en las cachas de las pistolas.
―Vamos a dejarnos de cosas. Vamos a tomarnos
un trago y asunto que terminó ―dijo.
Con la izquierda sujeté la botella y tomé un trago
largo a pico de botella, se la pasé a él y la cedió luego
179
a Moisés y por último bebió Maldonado.
—Bueno —anuncié— ya tomamos la copa, con el
permiso de ustedes me retiro. Vámonos, Maldonado.
En Comalcalco telegrafié al jefe de las operaciones
militares, para informarle lo sucedido y le agregué
que el jefe de la guarnición, en tono de desafío, dijo
que no respondía por algún accidente que entre los
dos se ocasionara. Al siguiente día le ordenaron su reconcentración al hijo de la chingada y llegó su relevo.
Al tercer día lo encontré sobre la calle Juárez en Comalcalco, portando un sombrero de bejuco:
—¡Hola, señor Jiménez, con que me acusó usted!
—No, señor, no le he acusado, he dicho lo cierto.
Me habló en tono de desafío que puede ocasionar la
desgracia de usted y la mía. Aquí estamos en un terreno parejo.
—No, no le hace, ahí luego nos veremos.
Las cosas se normalizaron. Con el último que vine
a tener una diferencia personal fue con Florentino Moheno, presidente municipal de Comalcalco.
180
XLV
Florentino Moheno
ordena la emboscada
F
lorentino Moheno me traía de encargo, por orden del gobernador Fernández Manero, quien
quiso darme un abrazo en Rancho Colorado.
―No, no acepto el abrazo de Judas ―lo detuve con
la mano en el pecho―. Me está abrazando aquí por
convenir a su personalidad, le conozco.
Se guardó el rencor hasta el momento que di a defender la causa de los campesinos a los que no querían pagarle quince años de remanentes en el cacao.
Tenía por vicio llegar al rastro a comer chicharrones
sancochados, llevando la botella de habanero debajo
de la camisa. Los matanceros eran mis amigos, no hacían más que verme llegar y poner los chicharrones
sobre la mesa.
Los asesinos se apostaron en la esquina, ocultándose tras la casa de Víctor Angles para esperar regresara del rastro. Monchito Peralta Gil, quien era como
un hermanito, me seguía como a un familiar, llegó de
Río Seco y se bajó del caballo en el rastro. Él sabía que
estaría como todos los días, y a tomar juntos. En eso,
reconociendo que me andaban cazando y podían jo-
181
derme a traición, se me vino a la cabeza: “A lo mejor
estos cabrones están esperándome para matarme a mi
regreso pero ahorita voy a despistarlos”.
―Monchito, dame tu sombrero chontal y tus espuelas; ponte tú mi tejano, dame la silla de tu caballo
y móntate en ancas.
—¡Sobre!
Le metí las espuelas al caballo y parto hecho la madre. Cuando vinieron a darse cuenta que había pasado la esquina a caballo ya no podían pegarme. A la
mañana siguiente me visitó un tal Aquino:
—Vengo a pedirle un favor: que se vaya de aquí,
señor.
—¿Cómo que me vaya?
—Anoche se escapó usted que lo matáramos. Nunca
nos imaginamos que usted regresaría a caballo y reaccionamos tarde. Le juro por mi madre que no iba a tirarle a pegar; en cambio, Villalobos se comprometió a que
los primeros balazos él se los iba a pegar y le secundáramos enseguida. Vengo a suplicarle que se vaya porque
es que a nosotros nos exigen que lo matemos. “Que ese
cabrón amanezca con la boca llena de hormigas”, ordenó el gobernador a don Florentino, y este comisionó al
jefe de la policía don Manuel García para que, por conducto del agente Villalobos, se cumpla la orden.
― No te preocupes. Hoy mismo me voy.
“Hijueputa, soy capaz de matar a este cabrón, pero
le ordena el gobernador y él ordena a los gendarmes.
Si no me mataron anoche ya no van a matarme”.
―Alístame ropa que voy a hacer mi maleta al rato
y en la tarde me voy. No puedo pasar ni un día más
aquí ―dije a mi hermana Manuela.
A la una de la tarde preparé mi caballo mosqueado,
182
puse mi maleta en el anca. Florentino Moheno tenía
como costumbre pasear por la calle Juárez a las cuatro de la tarde montado en un caballo alazán. “Hoy
me mata o lo mato”, pensé. A las tres de la tarde le
dije adiós a mi hermana. Pasé a casa de Ramón Ruiz a
comprar una botella de habanero.
Entre las calles Méndez y Juárez, donde era el Renacimiento, me encontré con mi amigo Sánchez Gil,
quien era defensor de oficio.
―¡Sánchez Gil, traigo un trago!
—Pues vamos a tomarlo.
―No va a tardar en que necesite que seas testigo
presencial de lo que haré en esta esquina ―le dije
cuando se acercaban las manecillas del reloj a las cuatro de la tarde.
—¿De qué se trata?
—Ya lo vas a ver. Nomás aguanta un ratito.
Muy elegante se aproximaba Florentino Moheno,
montado en su caballo blanco.
—¡Nunca creí que fueras tan puerco y tan traicionero! ―le salí al paso.
—¡Hombre, Lacho! ¿Qué te pasa?
—¡Nada de qué te pasa ni qué la chingada! Tú
tienes dadas órdenes a tu policía para que me mate
como a un perro, por encargo del gobernador. Así no
se mata a los hombres. Ahorita mismo nos rompemos
la madre, hombre a hombre.
Florentino palideció, dudó entre seguir y desandar
su camino. Dijo no tener nada en contra mía. No le
entró al toro.
Me di la media vuelta y me pelé de Comalcalco.
Ahí quedaba Sánchez Gil como testigo de que Florentino Moheno se rajó.
183
Le metí las espuelas al caballo y parto
hecho la madre. Cuando vinieron a
darse cuenta que había pasado
la esquina a caballo ya no podían
pegarme.
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186
Contexto histórico
Visto a la distancia, y con el lenguaje que nos da nuestro tiempo, la virulencia contra Tomás Garrido no ha
culminado, pero tampoco las voces que, procurando
objetividad, defienden su proyecto de gobierno, sin
dejar de reconocer los excesos en que incurrió, no sólo
él, sino también sus contemporáneos, amigos y adversarios.
Tomás Garrido Canabal perteneció a la clase de seres humanos que, frente a las bifurcaciones, optan por
la línea recta. Vino marcado por las franjas fronterizas.
Sin esperar a que se difuminaran los límites, tomó las
banderas por el asta. Nació en los confines de Tabasco
y Chiapas, y decidió ser tabasqueño. En los años de
belicismo se incorporó al ejército pero decidió desarrollar una carrera desde el ámbito civil. Entre la tradición y la ignorancia, optó por la “racionalidad”; entre
la fe y la ciencia, la educación; entre la anarquía y la
democracia, el orden; entre lo perecedero y la permanencia, el desdoblamiento; entre el miedo y la duda,
la mano firme; entre los hombres y los principios, la
definición.
187
Esto podría ser cierto, pero estaría hablándose de la
estatua de bronce y de concreto, no del hombre que, al
final de su trayectoria política (que también significaría el final de su vida) entre el ser y el estar, prefirió el
adiós; entre la lealtad y la deslealtad, el retiro, el sosiego pero jamás el descanso. Ha sido uno de los pocos
políticos exiliados que saben sobrevivir de otra cosa
que no sea la política.
Y es que bien visto, nunca fue más fiel a su visión
laica de la vida: los valores humanos no son propiedad
de ninguna religión. En México, entre Calles y Cárdenas, prefirió la orfandad (nadie puede servir a dos
amos); en Costa Rica, ya en el autoexilio, fue un trabajador granjero esmerado, como si sostuviera, al igual
que el Eclesiastés, que el trabajo dignifica al hombre.
Esto que pareciera una sorna a su figura, no hace sino
revalorar su determinación de vivir de acuerdo a lo
que defendía: la rectitud y la laboriosidad.
Si llegó a convertirse en la emblemática figura del
Tabasco de su época fue porque surfeó con perspicacia la turbulencia política y la apetencia de sofocar la
sedición hasta la última esquina del territorio mexicano. Su sagacidad lo proyectó como un dirigente de
avanzada, ya que desarrolló un proyecto de gobierno
que revalorizaba la cultura como agente de cambio en
el ámbito laboral y social. Este proyecto tuvo consecuencias: radicalizaciones de proyectos nacionales por
un lado, y aplazamientos de otros, que significaron al
cabo de un ciclo su gradual declive.
La entrada en vigor de la Carta Magna en 1917 fue
un hito en la vida política de Tabasco. Dos años más
tarde, el 1 de marzo, el general Carlos Greene Ramírez protesta como primer gobernador constitucional
188
en medio de la desconfianza electoral.
Por un lado, los seguidores del general Luis Felipe Domínguez Suárez denuncian irregularidades en
las elecciones y proclaman gobernador (legítimo) a su
candidato, creando un congreso alterno en Amatitán,
Jonuta.
Por otro, Venustiano Carranza es indiferente a Carlos Greene; su afinidad hacia el general Domínguez
provenía no sólo de ser primo hermano del victimado
vicepresidente José María Pino Suárez, sino de haber
sido quien, a propuesta suya, promulgara la Constitución Federal en la entidad. Seis meses más tarde,
obligado por las circunstancias políticas y sociales que
se asemejaban a arenas movedizas, el general Greene
acude a entrevistarse con el presidente Carranza, encargando la gubernatura al abogado Tomás Garrido
Canabal, quien venía desempeñándose como Juez de
Distrito en Villahermosa.
En su primer ensayo como gobernador, Garrido
sufrió el embate de los dominguistas, quienes tomaron la ciudad y tuvo que refugiarse en Frontera y en
la Barra de Santa Anna. Cinco meses después, regresa
el general Carlos Greene, ya reconocido por Carranza
(sentando el precedente de que Tabasco necesita del
presidencialismo para hacer “vida aparte”), y juntos
consiguen que el general Luis Felipe Domínguez opte
por la vida privada, pero Greene no olvidó el desaire.
Cuando el presidente Carranza intenta que Ignacio
Bonillas le suceda en el cargo, Adolfo de la Huerta,
inducido por Álvaro Obregón, lo desconoce a través
del Plan de Agua Prieta proclamado el 23 de abril de
1920, por el cual conseguiría que, el mismo día que
lúgubremente sepultaban a don Venustiano, De la
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Huerta tomara posesión como presidente sustituto.
En las nuevas elecciones convocadas, resultó ganador
su compañero de armas, y el caudillo más fuerte después de Carranza, el general Álvaro Obregón.
Después de Agua Prieta, ningún otro levantamiento militar alcanzó su principal postulado: derrocar al
ejecutivo. Lo mismo a nivel nacional que en Tabasco,
donde había sido impulsado decididamente por Carlos Greene, desde la gubernatura. Entre los meses de
junio y agosto nombró a un interino, para dedicarse
exclusivamente a combatir a los carrancistas. Sin embargo, la voluntad del caudillo sonorense le fue adversa en octubre del mismo año. Habiendo regresado
a sus funciones de gobernador, uno de sus escoltas se
introdujo al Congreso Local y disparó contra varios diputados, allí murió su ex interino, Guillermo Escoffié.
En respuesta, el Senado de la República disolvió los
poderes del estado de Tabasco y el general Greene fue
el primer gobernador tabasqueño encarcelado por la
Federación, lo que consolidó su postura anti obregonista y, a la postre, su ruptura con Tomás Garrido.
Hacia el final de su periodo, Álvaro Obregón inclina la balanza a favor de Plutarco Elías Calles. Adolfo
de la Huerta, entonces secretario de Hacienda, esperaba la misma deferencia que él tuvo para con Álvaro
Obregón en su aspiración a la presidencia y, al no recibirla, se inconforma y encabeza un movimiento armado; su causa era la misma que la de Obregón contra
Carraza: la lucha contra la imposición.
En diciembre de 1923, Carlos Green abandera la
causa delahuertista. Toma la villa de Jalapa y, en enero, la capital. El gobernador Tomás Garrido se ve en
la necesidad de huir a Montecristo, hoy Emiliano Za-
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pata. Se le unieron los regimientos 67, 38 y 3 de Comalcalco, Huimanguillo y Frontera, pertenecientes a
la 12ª Zona Militar comandada por el general Vicente
González.
En febrero de 1924, llega al puerto de Frontera
Adolfo de la Huerta y declara a Villahermosa “Capital
Delahuertista de México”. La conocida habilidad de
Obregón, la desorganización de los rebeldes y el apoyo abierto del gobierno de Washington, consiguieron
sofocar el movimiento en marzo, y Adolfo de la Huerta huyó a Estados Unidos. Sin embargo, la guerrilla en
el sur continuó hasta el mes de junio.
Tabasco fue el último refugio de los inconformes y
sitio de las deslealtades, pues Vicente González retornó a las fuerzas federales y Carlos Greene fue asesinado por el general Horacio Lucero. Villahermosa fue
recuperada por las fuerzas de Obregón y entregada
a Tomás Garrido Canabal, quien —luego de desmarcarse de Greene y ponerse al servicio de Plutarco Elías
Calles— se convirtió en el hombre fuerte de Tabasco
durante poco más de una década, a partir de entonces.
Tomás Garrido dio muestras, desde sus primeros
encargos como interino, de sus tendencias socialistas, ideología imperante en la época y cimiento de los
primeros gobiernos posrevolucionarios. Fue gobernador constitucional en dos periodos (1923-1926 y 19301934); en el intermedio de 1926 a 1930, fue senador de
la república, representación que aprovecha para manejar de facto el control político de la entidad. Los gobernadores Ausencio C. Cruz y Víctor Fernández Manero, éste último a partir de 1934, fueron sus recursos
formales para dar continuidad a su proyecto; lo que
pone en evidencia su desconfianza por el tabasque-
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ño y el miedo a que su obra reformadora se perdiera,
como realmente ocurrió a su declive.
Al término de la Revolución, se puso de manifiesto la necesidad de reconstruir al país. Más allá del aspecto urbano y económico, fue imperante el deseo de
forjar una identidad del mexicano, que superara los
lastres del pasado y se proyectara hacia el progreso,
a la altura de las expresiones internacionales. Los gobiernos posrevolucionarios encontraron en la educación el medio para reformar el tejido social.
José Vasconcelos emprendió una gran campaña
para fundar un nuevo mexicano. El de Garrido fue
también un proyecto alterno y más radical; a diferencia del modelo vasconcelista, impulsa una educación
racionalista con todo el poder que pudiera gozar un
gobernador de la época, mismo con el que pretendió
eliminarle obstáculos. Los métodos de los que se valió
han ocasionado el resentimiento histórico, y acaso lo
que él ejecutaba desde su peldaño estuviera condicionado por el anhelo de obtener resultados inmediatos
y por el temor de un latente enfrentamiento a lo que
no sólo Garrido, sino muchos más líderes revolucionarios, consideraban las fuerzas oscuras enemigas de
México: el clero y las viejas costumbres en que, juzgaban, mantuvieron “a propósito” al mexicano.
Ya en esa época se pensaba en los habitantes
de la región tropical como seres incompetentes para
entrar a la “modernidad”. Garrido no estuvo exento
de este prejuicio, él no buscaba convencer a los habitantes de Tabasco, él estaba seguro que su proyecto
de modernización era lo más conveniente y habría de
rendir frutos en el nacimiento de un nuevo tabasqueño, libre de dogmas religiosos, y dotado de conciencia
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para liberarse de toda explotación al tiempo que lo hacía habilidoso para el trabajo.
La renovación cultural garridista se gestó a través de seis estrategias: la cooperación con el proyecto
nacional; la pacificación a través del afianzamiento
soldadesco; el control corporativista de los trabajadores y organizaciones de mujeres; el modelo educativo racionalista; la secularización de la entidad; y las
campañas higienistas. Estas políticas, que repercutieron en el ánimo, las costumbres y opiniones de los
tabasqueños —y eran motivo de sorpresa nacional—,
tuvieron panegiristas y detractores debido a una cuestionable ejecución de las mismas, porque el fin nunca
justificará los hechos.
En el periodo posrevolucionario, el sostén del Estado, tal como había sucedido durante el porfiriato,
consistió en una alianza con cacicazgos regionales
para preservar la unidad nacional. Plutarco Elías Calles halló un representante en Tabasco a través del
fuerte posicionamiento de Tomás Garrido Canabal, a
quien le permitió amplio margen de maniobra para
extinguir levantamientos armados y limpiar la entidad de adversarios. Ante la carencia de procesos democráticos, era la fuerza el recurso para suprimir descontentos que nacían de la misma falta de claridad
de las reglas y que se sublimaba en la inequitativa
impartición de justicia.
A semejanza del modelo corporativista de Calles,
Tomás Garrido impulsó las organizaciones cooperativas entre productores y las ligas de trabajadores
de cada ramo de la economía. Estas cooperativas y ligas se agrupaban en una sola liga municipal, a cuya
cabeza estaba el alcalde; a su vez, las municipales se
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aglutinaron en la Liga Central de Resistencia, en cuyo
vértice estaba el gobernador presidiendo el comité estatal conformado por funcionarios públicos, también
familiares directos de Garrido.
Estas ligas acordaban disposiciones administrativas propias del gremio, funcionaban como afiliados
del Partido Socialista Radical del Sureste y estaban
para asegurar la continuidad del grupo en el poder;
disentir ameritaba la expulsión y ser expulsado de la
liga significaba abandonar el estado ante la imposibilidad de encontrar un trabajo.
No obstante, las ligas también brindaban protección y seguridad social a los trabajadores en tanto les
garantizaba el derecho a una vivienda, a ejercer un
empleo bien remunerado, a llevar ahorros y obtener
seguros por invalidez o cesantía, así como a recibir una
indemnización en caso de despido. En algunos casos,
las ligas impidieron el abaratamiento de la mano de
obra en contra del desmedido propósito de inversionistas de multiplicar sus ganancias.
Garrido organizó a las mujeres en cooperativas y
reconoció su facultad política de votar, expresando jurídicamente este derecho al sufragio mucho antes de
que se hiciera a nivel nacional.
Consideraba que la educación debía tener un lugar
fundamental en la formación del ser humano sin cortapisas, advirtiendo que ciertas prácticas y creencias
religiosas eran elementos distractores y desalentadores del fomento educativo, por lo que la instrucción
pública constituía un rompimiento generacional, actitudinal y un muro aparte, muchas veces conducido
con impaciencia, otras con regocijo y otras tantas en
una labor mesiánica, apostólica, vasconcelista.
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Este aspecto de la desacralización se ha tornado el
más polémico, dado que el resquemor o resentimiento
puritano persiste y porque fue lo más notable de lo
que sus detractores contemporáneos se asieron para
deslegitimarlo, vituperarlo y lograr el enardecimiento
de las masas contra su persona. Si bien, en la época
no había protocolos internacionales que enfatizaran
la importancia del respeto a la libertad religiosa, debe
destacarse que las acciones no estuvieron focalizadas
en la eliminación de la religión sino en la concreción
de su proyecto educativo.
No es que Garrido tuviera una obsesión por emprender un frontal combate a la religión, sino una profunda convicción en la educación racionalista. Ante la
falta de infraestructura, convirtió en escuelas edificios
que habían sido lugares de adoración. Junto al cerco
que construyó para evitar que penetraran peligros
que minaran su proyecto, también laicizó las ferias
populares y sustituyó las nomenclaturas de calles y
poblaciones con alusiones religiosas por referencias
históricas y cívicas. Pretendió borrar por decreto un
calendario religioso y reemplazarlo por uno civil, en
una zona del país donde al penetrar al corazón de la
selva abriéndose camino con el machete, el hombre
voltea a ver hacia atrás, para descubrir que la fuerza
de la vegetación ha borrado todo rastro de su paso.
Las evidencias audiovisuales de la época muestran
a maestros rurales refundando al tabasqueño como
ave fénix que resurgiría de las cenizas de efigies sacras. Y esto despertó, naturalmente, un despecho en
los tabasqueños, como los mexicas cuando Cortés
derribó a sus teules de lo alto de las pirámides. Estas
demostraciones públicas de reafirmación de poder,
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fueron ampliamente explotadas en la prensa local a la
caída política de Garrido, pero como actos burlescos
de las vanas pretensiones humanas, porque aquel que
atenta contra las ‘buenas costumbres’ nunca será ‘santo de la devoción’.
El problema de Tomás Garrido fue la soberbia. Él,
que se concebía a sí mismo liberado de prejuicios y
dogmas religiosos, facultado para la autodefensa y a
la altura de los ideales ilustres de la humanidad, se
comportó como un arrogante padre que cree saber lo
que es bueno para sus hijos. No creyó en la madurez
del tabasqueño y, en vez de convencerlo de las bondades de su proyecto cultural, se empeñó en resaltar
lo negativo de los obstáculos que el mismo habitante
tropical oponía.
Fueron estas resistencias populares las que se sumaron al proyecto insidioso de sus adversarios políticos. En el fondo, Garrido no contaba de entre la
gente sencilla a sus enemigos, sino a los de su misma
posición económica. Sus detractores eran individuos
formados en las letras y en las ciencias, ganaderos,
terratenientes, poderosos comerciantes, políticos con
fortunas mal habidas, militares resentidos, y hasta
miembros de su familia. Todos ellos herederos, impulsores y sostenedores de un orden social basado en
la sobreexplotación laboral. Eran ellos quienes denunciaban las atrocidades y latrocinios cometidos por la
gente de Garrido. Pero la finalidad de Garrido no era
distribuir la riqueza, sino mermar los medios con que
sus contrarios pudieran oponérsele.
Cuando la élite tabasqueña se cansó de su verdugo, convocó a la gente que había sufrido, casi en carne
propia, el dolor de la quema de sus santos, para rebe-
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larse contra el dictadorzuelo.
¿Era Garrido un presidenciable? se ganó la confianza y admiración de Lázaro Cárdenas cuando éste vino
de visita a Tabasco, y más tarde lo designó Ministro de
Agricultura y Ganadería, aunque es innegable la influencia que ejerció Plutarco Elías Calles para integrar
un gabinete pro-callista, el mismo al que el presidente Cárdenas destituyó en 1935 tras romper relaciones
con el máximo líder. Entre los que se fueron, estuvo
Garrido Canabal, porque, ya sin velo protector, los
excesos de sus muchachos, Los Camisas Rojas, no podían ser tolerados.
Fue así como Garrido perdería la autoridad de la
que dispuso durante quince años. Un nuevo presidente de la república, la cimentación de nuevas bases para
el presidencialismo, el cese de las campañas gubernamentales antirreligiososas y la inconformidad política
en Tabasco, confluyeron para que Garrido partiera del
país. Lázaro Cárdenas le dio una encomienda a cumplir en Centroamérica, a donde más tarde le comunicaron que los gastos de su manutención comenzaban
a correr por cuenta suya. Habrá podido comprender
que era persona non grata y que, después de todo, Tabasco podía arreglárselas por sí solo.
Didier Garaven
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El Valedor y Garrido se terminó de
imprimir en diciembre de 2013 en los
talleres de Grupo HEGA S.A. de C.V.
Villahermosa, Tabasco.
Se imprimieron 6,000 ejemplares,
más sobrantes para reposición.
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