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. MUNICIPAL PÁG. 4 El debate de la Diagonal se amplía Abre una exposición que muestra los dos modelos de reforma PATRIMONIO PÁG. 5 Sitges debate la reforma museística Reacciones contra la futura restauración CIUDADANOS PÁG. 7 GENTE PÁGS. 8 Y 9 Diputació, una Woody Allen visita la Fundació Miró calle malsonante El cineasta y su familia, de nuevo en la ciudad La web del SOC censura la dirección del CV de un parado Lunes, 29 marzo 2010 ÀLEX GARCIA Durmiendo en un rincón. Albert lleva veinte meses durmiendo en la terminal aeroportuaria, algunos de cuyos rincones se convierten en precarios dormitorios Situación terminal c Crónica sobre el día a día de la veintena de personas que vive en el aeropuerto de El Prat LUIS BENVENUTY El Prat de Llobregat El mayor inconveniente de vivir en un aeropuerto no es la poderosa luz blanca que no se apaga por las noches y obliga a envolver la cabeza en una manta, ni las miradas llenas de desprecio de los que, con unas gafas de sol descomunales, se van de vacaciones a Eivissa enfundados en una camisa de colores, ni el dolor de huesos que se enquista y agudiza en las entrañas noche tras noche sobre el duro suelo. El mayor inconveniente de no tener otro lugar donde vivir es el aburrimiento, la lenta sucesión de horas, días, semanas y meses fotocopiados que diluyen la esperanza. Lo explica Juan, de 35 años, uno de los veintitantos inquilinos de la T2 censados por Aena. Los gestores del equipamiento, con la ayuda de los Mossos d'Esquadra, desde hace tres años, cuentan los sin techo de la infraestructura una vez al mes aproximadamente. Ahora, a medida que avance el buen tiempo, se reducirá su número hasta CONTINÚA EN LA PÁGINA SIGUIENTE >> 2 LA VANGUARDIA V I V I R LUNES, 29 MARZO 2010 SITUACIÓN TERMINAL LA VIDA DE LOS ‘SIN TECHO’ EN LA T2 DE EL PRAT Más seguro que la ciudad >> VIENE DE LA PÁGINA ANTERIOR una decena, hasta que regrese el frío. El ciclo se viene repitiendo desde hace lustros. La crisis económica no lo ha alterado. “Mi mujer y yo éramos gorrillas en Sevilla –cuenta Juan–, pedíamos la voluntad por ayudar a la gente a aparcar y vivíamos de okupas en una fábrica. Pero hicieron una ley muy dura contra los gorrillas y tiraron la fábrica. Pensamos que en Barcelona nos iría mejor. Pero los días pasan y todos comes y llenas el estómago y no te mueres, y todos son iguales, y poco a poco te quedas empanado y atontado, y no sales adelante, y se te olvida esperar algo de la vida. Aquí nadie hace nada por ayudarte. Los restaurantes prefieren tirar la comida sobrante a la basura a dárnosla”. Aena explica que su personal está al tanto para que la presencia de indigentes no ocasione problemas en el aeropuerto. “Y de que ellos, los sin techo, tampoco los tengan”. Agregan las fuentes que siempre están dispuestos a llamar a un familiar si es necesario y están en permanente contacto con asistentes sociales, servicios médicos y policía. Que el aeropuerto es un espacio público que nunca cierra. De aquí no se puede echar a nadie a no ser que, cuando menos, altere el orden público. Uno puede tener problemas con los vigilantes de El Prat si se deja llevar por la bebida o se echa a dormir en una zona de paso. Al menos, dice María, de 33 años, la mujer de Juan, en el aeropuerto se mitigan las peores inclemencias meteorológicas y es bien difícil que te den una paliza. “La mayor ventaja de vivir en un aeropuerto es que no es probable que te partan la cara”. “Te aburres un montón, no sabes qué hacer con el tiempo, te quedas atontada mirando caras y más caras pasar... –prosigue María– y acabas con la espalda y las articulaciones destrozadas porque, aunque pongas un par de mantas, el suelo está frío y duro, porque yo es que tengo artrosis y cada día hay menos bancos. Pero al menos aquí no hay tantos E LUIS BENVENUTY El Prat de Llobregat l anciano llevaba dos días merodeando por la parada de autobuses del aeropuerto de El Prat. Personal de Aena encargado de dar vueltas por las terminales para comprobar que todo funcione en orden le preguntó si tenía algún problema. Cuando ven que alguien lleva más de veinticuatro horas en la infraestructura, intuyen que algo no va bien. El problema era que el hombre de 78 años era de un pueblo de Afganistán y únicamente hablaba el dialecto de la zona. Afortunadamente, un guardia de seguridad del equipamiento era de aquella misma región. “A mí no me pasa nada –dijo el anciano y pudieron entender todos los demás–, estoy esperando locos como en las calles. A mí la ciudad me da mucho miedo. Y aunque no seamos amigos y no estemos todo el día juntos, los que vivimos en la T2 más o menos nos respetamos y nos ayudamos. Sólo tienes que tener cuidado con tres o cuatro drogadictos que van y vienen de Sant Cosme y si pueden te quitan lo tuyo. Por ello es mejor no dejar las cosas siempre en el mismo sitio. No, fotos no, por favor. Nuestras familias piensan que vivimos en un piso y tenemos trabajo”. La jornada arranca sobre las ocho de la mañana, cuando el trasiego de los pasajeros despierta a los sin techo de El Prat. A pesar de la gran mudanza a la nueva terminal, siete millones de personas hacen uso cada año de la T2. Su aspecto no es nada fantasmal. Los indigentes y sus carros portaequipajes atestados de cartones, mantas, ropa y una radio sin pilas dibujan una foto fija en un plano movido y borroso de gente que va y viene. “En la T2 tienes de todo –tercia Albert Mestres, de 61 años, otrora técnico reparador de televisores y frigoríficos–, te levantas, vas al baño y te aseas y haces la colada”. Albert lleva veinte meses viviendo en el aeropuerto de Barcelona. “Y luego te pasas la mañana buscando comida. Las papeleras se llenan de los bocadillos que la gente no puede meter en los aviones. Pero siempre en la T2. Si escarbas en las basu- ras de la terminal nueva, los Mossos d'Esquadra te llaman la atención”. Juan y María tienen una máquina para enrollar cigarrillos de liar. De tres o cuatro colillas hacen un pitillo. Aquí abundan las historias truncadas, los divorcios, los desahucios, las enfermedades mentales, los problemas con el alcohol y las pensiones no contributivas: trescientos y pico euros al mes. “Lo mejor es no pedir nada a la gente –continúa Albert–, la mayoría te mira muy mal, como si fueras una mierda por no poder irte de vacaciones. Además, la gente se piensa que todos somos unos yonquis ladrones. A medida que pasa el tiempo, te da más pereza moverte”. Luego las tardes se eternizan. Rafael Torres, de 55 años, lleva más de dos décadas en las calles, nueve meses en El Prat. “Por la tarde, pues echas un rato y un cigarro con algún vecino, intercambias un bocadillo, pero por el heLO MEJOR “La ventaja de vivir aquí es que es difícil que te den una paliza”, cuenta María LO PEOR “El tiempo pasa muy despacio; no hay que comerse la cabeza”, explica Rafael Sobrevivir en el aeropuerto. Una mujer da dos latas de comida a Rafael, uno de los veintitantos indigentes que viven en la T2 con cartones y pocos enseres ÀLEX GARCIA Historias de personas anónimas en situaciones delicadas que encontraron un limbo en El Prat Colgados en el aeropuerto a mi hijo, que tiene que venir a buscarme”. María Luisa Sardà, responsable de servicios aeroportuarios, cuenta que gracias a las traducciones del guarda de seguridad pudieron localizar al hijo del atribulado afgano en un pueblo del Vallès Occidental, donde regentaba un bar. “¿Mi padre en el aeropuerto? –dijo sorprendido el hijo al otro lado de la línea telefónica–. Eso es imposible. Mi padre tiene que llegar de Afganistán el próximo martes. Mi padre está ahora en Afganistán”. Los aeropuertos, prosigue Sardà, son lugares que pueden devenir en limbos para muchas personas en situaciones delicadas, en el escenario donde uno se precipite a la indigencia. “Hace unos meses apareció una mujer muy bien vestida en el aeropuerto con su hija mayor de edad, ambas con equipaje. Al cabo de tres días seguían allí. Algo muy raro pasaba. La mujer relató que había abandonado a su mari- do y había huido de casa. Al llegar al aeropuerto para marcharse a algún sitio, entró en shock. No pudo comprar ningún billete, ni siquiera moverse. Al final nos contó que se trataba de un asunto de malos tratos, que su marido le pegaba. Pusimos el caso en manos de los Mossos d'Esquadra y le ofrecieron una salida”. Otra mujer entró en un trance similar buscando al hombre que la había abandonado. Estuvo paralizada en la zona de tránsito cho de no tener casa no tenemos que ser íntimos”, dice descorchando una botella de cava, mientras alega que su falta de dientes le supone problemas a la hora de ingerir alimentos sólidos. “Yo tomo el aire un par de veces por semana –añade–, cuando voy a un centro de la calle Riereta de Barcelona donde te dejan ducharte y pasar la tarde jugando a las cartas. Aquí el tiempo pasa muy despacio. Lo que hay que hacer es no comerse mucho la cabeza, así no te entra el vértigo”.c durante días. “Nos dijo que el hombre que la había abandonado vivía ahora en Palma de Mallorca –dice la responsable de servicios aeroportuarios–. Pudimos localizarlo y finalmente accedió a venir a recogerla. No sabemos qué pasó después”. Sardà también recuerda la historia de una joven colombiana que después de dos días en la terminal insistía en repetir que su prima iba a venir a buscarla en cualquier momento. “Al final, unos asistentes sociales la convencieron y la metieron en un convento donde aprendió a coser y espabilarse. Lo último que supimos de ella es que estaba trabajando en una casa. Sin esa ayuda, lo más probable es que aquella joven se hubiera convertido en una indigente”. Otras muchas historias carecen de un final tan feliz.c JUDITH ESTALLO / ESTHER PEDRÓS Barcelona S on las nueve y media de la mañana, aún falta media hora para que la biblioteca de Lesseps abra sus puertas y ya hay una cola que ocupa toda la entrada. Unos pocos estudiantes, bastantes jubilados y un grupo de indigentes cargados con mochilas y bolsas. Todos aguardan su turno. Los primeros quieren un buen sitio para estudiar; los jubilados, no quedarse sin periódico y ocupar los sillones; los últimos, los indigentes, entrar a un espacio cultural de la ciudad que los integra socialmente. No todos los sin techo duermen en cajeros encima de cartones, ni pasan el día borrachos tirados en un parque, o llevan un carro lleno de mantas y cachivaches. Salvador, Agustí, Josep María, Fabio, David… pasan parte de su tiempo libre en un espacio cultural y acogedor: la biblioteca de Lesseps. Su situación les obliga a caminar más de tres horas diarias por toda la ciudad para poder comer, ducharse o dormir. Y sólo encuentran un momento de sosiego en este espacio del céntrico barrio de Gràcia. “La biblioteca les ha permitido tener un lugar donde cobijarse del frío en invierno y del calor en verano, leer la prensa, ver películas, conectarse a internet…”, explica Laia de Ahumada, coordinadora del Centre Obert Heura, un centro de día para personas sin hogar. Esta asociación, situada a pocos metros de la plaza Lesseps, colabora estrechamente con la biblioteca para integrar a este colectivo. La biblioteca Jaume Fuster se inauguró en el año 2006 y algunos indigentes comenzaron a frecuentar este espacio con asiduidad. La mayoría eran usuarios de Heura: “Al abrir la biblioteca, muchos se hicieron el carnet y empezaron a traer a la asociación los libros en préstamo. Se sentían satisfechos con esta nueva posibilidad –cuenta Laia–, pero desde la biblioteca nos comentaron que este grupo hacía un uso incorrecto de las instalaciones y que el resto de los usuarios se quejaban de su mal olor”. Ambas instituciones llegaron a un acuerdo para establecer unas normas de comportamiento y evitar conflictos. Águeda Sánchez Martínez, una de las bibliotecarias, explica que cada mes se reúnen con Heura “para hacer seguimiento del uso de las taquillas y de otros servicios”. A partir de esta colaboración espontánea, este colectivo marginado socialmente se ha adaptado al funcionamiento de un espacio público. Jaume Fuster se ha convertido en un paréntesis para estas personas que han visto cómo se han ido rompiendo todos sus lazos sociales. Salvador, Agustí, Fabio, Josep María y David han elegido. No han cerrado todas las puertas. Conscientes de su suerte, han dado el primer paso hacia la integración. La biblioteca de Lesseps no sólo les da un espacio, sino que allí pueden reencontrarse con la vivencia de ser persona. Cinco vidas que se cruzan a diario en la biblioteca Jaume Fuster y han encontrado una nueva oportunidad entre los libros. Cinco vidas que no sienten vergüenza ni marginación en este espacio público y cultural.c LA VANGUARDIA 3 V I V I R LUNES, 29 MARZO 2010 La biblioteca Jaume Fuster reúne diariamente a indigentes del centro Heura, ofreciéndoles un espacio acogedor y cultural para pasar el día Cobijo entre libros ESTHER PEDRÓS Libros y reinserción. Salvador, Fabio y Agustí, en la terraza de la biblioteca donde pasan horas e inician el camino de la reinserción; abajo, Josep Maria, consultando un libro asociación y asiste a un taller de informática: “Me he abierto una cuenta de correo electrónico y la consulto gracias a los ordenadores de la biblioteca. Aunque internet es un vicio, yo soy más clásico y prefiero las novelas”. Salvador Películas románticas y ‘Más Allá’ JUDITH ESTALLO Josep Maria Sombras del pasado La intriga y el terror son los temas literarios que más interesan a este catalán de 51 años. El último libro que leyó es una novela de Bárbara Wood titulada Sombras del pasado. Le gusta ir a la biblioteca a leer novelas, aunque también consulta la prensa para ponerse al día. “Sólo voy por las tardes, de tres a cinco, porque por las mañanas hago unos talleres en la asociación. Vengo a la biblioteca a desconectar. Cojo un buen libro y me abstraigo del mundo”, cuenta Josep Maria, que hace un año llegó a Barcelona, en situación de paro y tras su divorcio. “Vine desde Girona con mi coche –explica– , y desde entonces duermo ahí. Lo prefiero a un albergue”. Su mirada refleja esperanza. Hace muy poco que Josep Maria se encuentra en esta situación, sin techo. Heura le ha supuesto no desligarse de la sociedad totalmente. Escribe en la revista de la “Voy mucho a la biblioteca. Me dedico a leer revistas como Más Allá o Enigmas, porque me gustan mucho los temas de brujería, ovnis y fenómenos paranormales. A veces, también leo algún libro de ciencia ficción”, cuenta este gaditano de 58 años. “Utilizo las televisiones para ver películas, prefiero las de amor. Esas en las que una pareja se pelea pero acaban bien”. Salvador está en la calle desde hace cinco años. Nadie diría, por su vestimenta, y por todos sus complementos (gafas de lectura, reloj y pañuelo en el cuello), que no tiene hogar. Sus manos están limpias, sus uñas bien recortadas y el rostro afeitado. A pesar de que la ropa se la dan en la asociación Heura, cuenta que le gustan los pantalones con raya y que no se conforma con cualquier “trapajo”. En Cádiz intentó ganarse la vida con la guitarra, pero las pocas expectativas y la falta de trabajo le llevaron a emigrar. Llegó a Catalunya en 1992 y se puso a trabajar en el sector de la hostelería, en el que se mantuvo nueve años. Tras su divorcio y unas complicaciones de salud se quedó en paro, y más tarde acabó en la calle. Forma parte de la asociación Heura y duerme en un albergue de la calle Cister en la acomodada zona de Sant Gervasi. Se desplaza para comer a la otra punta de la ciudad, tiene que estar a una determinada hora en el comedor público para cenar, y a media tarde vuelve al albergue si quiere conservar su plaza. Pese a las complicaciones, Salvador nunca falta a su cita con la biblioteca: “Tengo una paga que no llega para nada. Estoy en un programa de ahorro en el que me han metido los asistentes sociales. Hay que tener mucha fuerza de voluntad. Tengo la suerte de no beber, no fumar, y de tener la biblioteca. Es el único espacio de toda Barcelona donde me siento bien. Puedo hacer cosas que en otras bibliotecas no me dejan hacer, como, por ejemplo, descansar”. David Un lugar donde refugiarse Tiene 41 años y la mirada perdida. La calle ha marcado su vida. Numerosos tics y pocas palabras son sus rasgos más característicos. Hace dos años que duerme en un cajero. Dice que lo prefiere a los albergues, donde “la gente es muy rara”. No es un usuario activo de la biblioteca de Lesseps, pero encuentra en ella un buen sillón y un ambiente cálido para refugiarse de la calle. De vez en cuando consulta la prensa catalana, pero su mayor placer es “echar una cabezadita” en los sillones de la sala de lectura. Solitario y reservado, este barcelonés parece acostumbrado a pasar inadvertido: “Yo me siento allí, no miro a nadie, nadie me mira ni me molesta. Soy uno más”. Agustí Un espacio para el silencio Agustí es un hombre de 57 años tímido y reservado. Tan sólo lleva un año viviendo en la calle, pero ya le ha pasado factura. Su aspecto es descuidado y su delgadez denota que ha pasado hambre. Aun así, a él tampoco le falta un reloj para llegar a tiempo al albergue social, ni unas gafas de lectura para disfrutar de sus tardes en la biblioteca. La biblioteca de Lesseps es para él un lugar en el que preservar su intimidad. “Puedo leer los diarios, las revistas, sentarme un buen rato, descansar, sin que nadie me moleste”. El silencio de este espacio se vuelve acogedor para Agustí. Él y Salvador se han hecho grandes amigos. Se conocieron en Heura y ahora comparten rutas, talleres y su afición por la biblioteca. “Hace un par de años tuve problemas y me vi sin casa. Ahora duermo en el albergue de la calle Cister, y hago la misma ruta que mi amigo Salvador”, dice Agustí. “Sábado y domingo hacemos otro recorrido. No venimos a la biblioteca, vamos a ver a sor Mortadela”, explica entre carcajadas: “Los fines de semana vamos a la calle Provença con Sicília, cerca de la Sagrada Família, a las monjas. Nos dan un bocadillo para comer, y el noventa por ciento de las veces es de mortadela”. Los domingos por la tarde, la biblioteca está cerrada. Y Agustí cuenta que pasa las horas en la sala de espera del hospital de Sant Pau: “Cambio la biblioteca por un hospital. Es más aburrido, pero ves a mucha gente a lo largo de toda la tarde. El lunes vuelvo a mi rutina, a mis periódicos y a mis revistas”. Fabio Autodidacta del 3D Este paraguayo de 27 años vino a España por amor. Su primer destino fue Dénia (Alicante), donde se encontraba su novia, que le dejó a los pocos meses de su llegada. Entonces se trasladó a Barcelona, donde no encontró trabajo, y decidió alistarse en la Legión Extranjera de Francia. “Estuve allí un par de meses, pero no pude ingresar en la legión porque tenía el tímpano perforado. Volví a Barcelona, me operé, y al regresar a Francia ya no había sitio para mí”, recuerda Fabio. Ante la negativa, caminó de Perpiñán a la frontera, donde tomó un autobús que le trajo de vuelta a Barcelona. “Al principio dormía en la estación del Nord, pero ahora tengo la suerte de dormir en un albergue que está en la Zona Franca”, explica este joven. Fabio siempre ha sido un autodidacta, tanto en el baile como en informática, y ahora se aplica en un curso de diseño en tres dimensiones on line. Y añade: “También me conecto para leer las noticias de mi país, en el Diario Popular y en el ABC Color”. No lleva bolsa, ni tan siquiera una riñonera, sus únicas pertenencias son un móvil y una cartera, donde conserva su pasaporte. “Pienso todos los días en volver a mi país, pero, mientras tanto, busco trabajo aquí. No tengo nada, tan sólo mi móvil, por si me llaman de algún trabajo”, dice con una media sonrisa.c