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La otra versión del Trío
Corintia
La otra versión del Trío
Colección Crash
Primera edición: diciembre 2013
© Corintia, 2013
© de diseño de cubierta: ediciones el Antro, S.L., 2013
© de esta edición: ediciones el Antro, S.L., 2013
Cno. de Suárez, 41 - 1º - 19; 29011 Málaga
www.edicioneselantro.com
ISBN: 978-84-941280-5-9
Depósito Legal: MA-2269-2013
Queda rigurosamente prohibida cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación total o parcial de esta obra sin el permiso de los
titulares de los derechos.
Printed in Spain - Impreso en España
A quien corresponde: gracias por ese montón de noches increíbles.
Y que vengan muchas más.
I
Nathan estiró los brazos, se dejó caer hacia atrás y se dedicó a contar las
lámparas del techo. Como en aquel rincón solo había dos, la diversión le duró
muy poco, y la indolente pose le brindó la oportunidad de pensar. Que era justo
lo que había tratado de evitar a toda costa.
Vaya una mierda de noche…
¿Para qué diablos habría ido al The Grotto, en primer lugar? Aquel club de
nombre poco original y burdamente evocador —«La Gruta»— no era nada del
otro mundo. Era un antro bastante caro para la porquería de garrafón que servían,
y la calidad de la música oscilaba entre lo patético y lo lamentable; no se las daba
de crítico musical, pero eso podía juzgarlo él solito. Respecto a la pista de baile,
apenas la pisaba excepto cuando iba de cacería, para atraer o capturar alguna
presa. Y es que esa era la atracción principal del Grotto, tíos buenos y disponibles.
Y, de vez en cuando, alguna tía buena extraviada —cuyo ego se inflaba por el
hecho de enganchar a un chaval en un local de ambiente— para variar el menú.
La cuestión era que aquella noche, en concreto, no tenía ganas de marcha.
Debería haberse dado cuenta antes de salir, porque inconscientemente se había
enfundado la ropa interior tras la ducha, y los días en los que quería guerra
siempre iba en plan comando. Ya había rechazado unos cuantos avances, un
par de propuestas en toda regla y una mano que le había sobado a conciencia
los cuartos traseros y que pertenecía a un alemán muy alto, muy ario y muy
borracho. Había muchas caras nuevas, o eso creía. Contaba con las mejores
perspectivas para levantarse una buena pieza.
De lo que carecía era de la voluntad de hacerlo.
Más me hubiera valido quedarme en el apartamento…
La idea había sido salir y no marear más los problemas, ¿no? Inyectarse una
buena cantidad de alcohol en sangre, localizar un candidato potable, echar un
polvo —o dos— y dejar de darle vueltas a su situación, ¿cierto?
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Salvo que se estaba empezando a aburrir del mismo plan, fin de semana
tras fin de semana, sin nada más… sólido a lo que agarrarse, sin ver cumplido su
sueño, sin encauzar su vida cuando le faltaba tan poco para cumplir los veinte.
Joder…
Suspiró, se incorporó, alargó la mano hacia el vaso de whisky con Coca-Cola
que había posado en el suelo y tomó un buen trago. Aunque se moría por un
pitillo, no iba a sortear aún la jungla hasta la calle; había pillado la postura en su
asiento y no le apetecía moverse. Por cierto que lo que usaba para sentarse era
de lo más curioso: una réplica de una Honda de MotoGP que se alineaba, junto
a otras tres, contra la oscura pared del fondo del club. Había sido una mesa de
billar no hacía mucho y, ahora, a la gerencia le había picado la mosca de alquilar
un simulador deportivo. Desde el punto de vista de Nathan, era una mejora; no
en vano se había pasado largas tardes en el salón de máquinas recreativas que
había al bajar la calle donde vivía su hermana mayor, y se daba una maña feroz
con los simuladores. O se la había dado, antes de hacerse asiduo de otras formas
de ocio en compañía… No, lo suyo no era el billar —tendría que vivir aislado
en un isla escocesa, rodeado de ovejas y sin otra diversión a la mano, para decidirse a aprender a jugar— aunque tampoco creía que la dichosa maquinita fuera
una buena inversión. No había más que verla: casi siempre estaba desocupada,
menos cuando algún par de tíos la usaban de taburete alto para comerse la boca
y otros pasatiempos similares. Estaba seguro de que, al igual que con la mesa de
billar, lo único que le interesaba al dueño era fomentar las actividades en las que
los chavales tuvieran que poner el culo en pompa, pero, bueno… Ya que estaba
allí, bien podría echarse una partida. Por los viejos tiempos.
Pescó en el bolsillo, en busca de cambio, seleccionó el modo de un solo jugador en la pantalla y se tumbó sobre la falsa Honda, dispuesto a familiarizarse
con el circuito. No pudo evitar una sonrisa cínica; puestos a escoger el «modo
de un solo jugador», más le habría valido quedarse en el apartamento, desde
luego.
—Decididamente ese, sin lugar a dudas. ¿Te has fijado en cómo menea el
trasero sobre la moto? Me está llamando, y yo… ya me conoces: si me llaman,
acudo.
—¿No es un poco joven?
—Si no lo querías tan joven, ¿qué puñetas hemos venido a hacer al Grotto?
Aquí, toda la manada tiene la misma edad, más o menos.
—Tú sabrás lo que hemos venido a hacer. Yo no tuve ni voz ni voto para
designar el coto de caza.
—Era mi turno. Si resulta ser un niñato, nos echamos uno rápido y ahí te
quedas.
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—Pues le he estado echando el ojo desde que me lo señalaste y he visto que
ha rechazado a todos los que le han dirigido la palabra. Créeme, un par de ellos
no eran rechazables en absoluto.
—¿Tú qué sabes? Puede que ya los conociera y no buscara más de lo mismo,
o quizás esté esperando algo mejor…
—… O está esperando a alguien. Y si no lo hace, parece que quiere que lo
dejen en paz. Nadie se encarama a un simulador de motos cuando lo que desea
es encaramarse… a otra cosa.
—Mira, yo me lanzo al abordaje. Sígueme la corriente, ¿de acuerdo?
El seguidor de corrientes en potencia lanzó una mirada a la víctima desde
la seguridad que le daba la distancia. El chico era de su altura —puede que
lo sobrepasara en un par de centímetros— y se lo veía en forma; o mucho
se equivocaba, o había visto algún gimnasio por dentro más de una vez.
Su cabello rubio rojizo, con un característico tono veneciano, llamaba la
atención sobre el fondo de su atuendo espartano y nada sofisticado: una
camiseta gris, unos vaqueros negros y unas viejas botas militares. En realidad,
él mismo se había puesto algo discreto para no desentonar en aquel ambiente,
en contraste con su compañero, que lucía con total tranquilidad una camisa
nueva de seda de D&G. Y allá iba, sorteando la jauría de jóvenes animales
en celo que lo separaban de su objetivo. Con un ligero encogimiento de
hombros, lo siguió.
Tan concentrado estaba Nathan en completar el circuito, que no reparó en
el tipo que se había pasado los últimos minutos alternando vistazos a la carrera
y a sus posaderas, y luego se había sentado en la moto de su izquierda, hasta que
la pantalla mostró los mejores tiempos.
—Buena puntuación. Una manera muy improductiva de pasar la noche,
pero no está nada mal.
Se giró al instante y se dio de bruces con un modelo masculino de alta
costura. Vale, no llevaba el curriculum tatuado en la frente, pero esa era la primera impresión que daba. Aun sentado en la moto se notaba la longitud de
sus piernas y su torso, e iba vestido igual que un figurín. Además, no era tan
joven como los tíos que solían acudir al Grotto, debía tener unos veinticinco.
La melena negra y brillante le llegaba a los hombros y, de algún modo, hacía
juego con su rostro de facciones marcadas y sensuales y su piel bronceada.
Incluso su voz era profunda y llena de confianza; lo único que desentonaba
eran los ojos azules, típicamente británicos y un tanto fuera de lugar en aquella
cara tan mediterránea. En cualquier caso, le sentaba bien el contraste; aportaba
suavidad a un conjunto que, de otra forma, se habría pasado de enérgico para
su gusto.
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¿Para mi gusto? ¿Qué estoy pensando? Nathan desechó su natural instinto de
calibrar la mercancía. Aquella noche no estaba de humor y no iba a pasar nada.
Claro que mirar… era gratis.
—¿Y por qué es improductiva, si puede saberse? —preguntó cuando pudo
reaccionar. El segundo extra que precisó para dar la réplica fue registrado y
anotado por su interlocutor, con visible satisfacción.
—No creo que necesite explicártelo. Es un desperdicio que alguien de tu
clase se entretenga en hacer carreras, con una moto de pega entre las piernas,
cuando podría tener otra cosa muchísimo mejor.
Sin rodeos, entrando a matar. Para el proyecto que acariciaba no iba a buscarse un remilgado, ni planeaba tirarse media hora susurrando frases sugerentes
a sus virginales oídos. La brusquedad de la propuesta causó un ligero sobresalto
a Nathan; no era la primera así de directa que recibía, pero nunca de un pijo
con clase. Decidió seguirle la corriente. No iba a pasar nada… ni tampoco había
nada de malo en un poco de palique.
—¿El qué? —replicó, con una sonrisa desagradable—. ¿Tu cabecita, subiendo y bajando hasta ponérmela bien dura?
—Entre otras posibilidades. —Tomó un sorbo de su whisky. Nada de garrafón: el camarero les había abierto la botella buena.
—Mis piernas no se abren a otras posibilidades. —También dio un trago a su bebida.
—Eso lo podríamos discutir, si quieres, con otro par de copas. Un whisky de
verdad esta vez, yo invito. Así podrás ir empezando a saborear lo bueno que te
depara la noche, y no esa agua del fregado que estás bebiendo ahora.
Genial, un cabrón presuntuoso, sentenció Nathan. De repente, se le habían
pasado las ganas de seguir de cháchara con el figurín.
—Ya. Mira, no hace falta que me invites ni que me expliques lo bien que
se te da ponerte de rodillas. Yo voy a seguir con lo mío, así que eres libre de ir a
restregarle lo llena que tienes la cartera a otro.
Poco receptivo y nada impresionable. En otras circunstancias, el tipo de la
piel bronceada y la camisa de marca habría sentido una pequeña picazón en el
orgullo y se habría largado en busca de pastos más verdes. ¿Acaso tenía necesidad de rogarle a nadie? Sin embargo, aquel día no lo hizo; el chaval no era tonto,
y su resistencia parecía genuina y no una pose. Y además, qué diablos, de cerca
era aún más tentador. Su sonrisa se ensanchó.
—De acuerdo, de acuerdo, no necesitamos otras copas. Al menos, no aquí…
Podemos continuar la charla fuera. O podemos comprar una botella de camino
a donde a ti te apetezca y hacerlo en un sitio más privado.
—El cerebro no te da para pillar las indirectas, ¿eh?
Ignorándolo, el rubio dio comienzo a una nueva partida. El modelo no
replicó, ni se movió; simplemente se quedó allí, mirando sin decir nada. La
sensación de tener aquellos dos ojos clavados en Dios sabía qué partes de su
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cuerpo inquietó al jugador, e impidió que obtuviera una puntuación igual de
buena que en su anterior carrera. Se enfureció. No pensaba huir, porque él había
llegado primero, y con aquel gilipollas engreído era una cuestión de principios.
Pero tampoco iba a aguantar en silencio.
—Oye, ¿por qué no te largas? —le espetó—. Este rincón es para jugar, no
para que capullos que no entienden mi idioma se queden pasmados durante una
hora. Para ahorrarte sufrimiento, de entrada te digo que no vas a poder discurrir
una frase lo bastante ingeniosa para convencerme. Si buscabas la sección de rubias tontas con las tetas muy grandes, te has equivocado de antro.
—Entonces, si me uno a la partida no hay problema —apuntó el moreno,
sin dar muestras de indignación ante la verborrea del más joven—. Incluso lo
podemos hacer más interesante. ¿Qué tal una competición?
Depositó su vaso en el suelo y se colocó a horcajadas sobre la moto. Nathan
lo observó como si fuera un bicho raro, y luego dijo:
—A lo mejor te crees que voy a perder mi tiempo compitiendo contra un
pesado que seguro que no ha montado en una de estas en su vida.
—No tienes por qué perder tu tiempo. ¿Y si apostamos? Si nos ganas, te
llevas… no sé… ¿doscientas?
—¿Do-doscientas? —Abrió mucho los ojos—. ¿Eres idiota o qué? Yo no
tengo doscientas… Espera… ¿«Si nos ganas»?
Los ojos azules se fijaron en un punto a su espalda. Se volvió de golpe y
se encontró con otro tipo sentado en la Honda de su derecha. Su ropa era más
ordinaria y no era tan alto, pero, caray… No se podía decir que llamara menos
la atención. Sin duda aquel debía ser uno de los asiáticos más guapos que había
visto en su vida. Sus rasgos eran regulares, delicados sin resultar afeminados; la
nariz era fina, los labios bien proporcionados y con una curva pronunciada, y el
flequillo negro le caía, como al descuido, sobre la sien izquierda, enmascarando
unos ojos… Nathan arqueó las cejas; también eran azules, y su claridad destacaba a voces en el marco de aquellos óvalos rasgados de pestañas oscurísimas. No,
sería mucha casualidad, este debe llevar lentillas, pensó.
—Hola —saludó el recién llegado, alzando la mano y dedicándole una suave
sonrisa.
—Bueno, ¿trato hecho? —insistió su compañero desde el otro lado. El chico
del medio se sintió confundido. Tragó saliva.
—Ya te he dicho que no tengo doscientas libras.
—¿Y qué? ¿No estabas seguro de que nunca había montado una de estas?
—Vaya… vaya uno a saber qué es lo que ha montado tu amigo. —Volvió a
mirar al otro de reojo—. Además, no soy un cabrón que apuesta lo que no tiene.
No tendré guita, pero soy legal —añadió, con voz desafiante.
—No lo dudo. Mira, lo del dinero es lo primero que se me ha ocurrido
porque no sé qué otra… compensación querrías de mí, en caso de ganar. Por
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lo que a mí respecta, tú ya te imaginas lo que me gustaría obtener a cambio. Y
no es pasta.
Sus ojos completaron la frase con mucha eficacia, deteniéndose en su entrepierna. Este movimiento enfureció a Nathan. Le resultó curioso corroborar la
poca paciencia que podía llegar a tener bajo presión.
—Esta noche no me sale de las narices tener compañía, y eso te incluye,
desde luego.
—Vale, nada de meterse entre las piernas de nadie, salvo que… —El hombre
más alto volvió a mostrar una sonrisa y una mirada especulativa—. ¿Qué decías
de una cabecita subiendo y bajando? Si me concedieras eso, en un sitio cómodo,
quedaría saldada tu deuda.
—¿Quieres que te haga una limpieza de sable si me ganas?
—A mí y a mi amigo, claro…, si uno de nosotros te gana.
—No me parece muy justo, dos contra uno. —La cara de Nathan se torció
en un gesto sardónico—. Así que has establecido mi tarifa de chapero a cien
libras la mamada. Por mí, os podéis ir a…
—No, no: doscientas por cabeza, por supuesto. Eso es lo justo.
Nathan se mordió la cara interna del labio. Cuatrocientas libras era mucho
dinero para alguien como él, que acababa de conseguir un trabajo de mierda en
una conocida cadena de cafés y estaba viviendo de gorra en el apartamento de un
amigo. Si había algo que detestara más que la presión, era estar en deuda con nadie.
¿Qué importaban un par de mamadas? Lo habría hecho de todas maneras
de haber salido de casa con ganas. Además, era bueno con el MotoGP, no se iba
a dejar derrotar por aquel par.
—Trato hecho. Y yo elijo el circuito.
—Y tú eliges el circuito, de acuerdo.
La comisura derecha de su boca se arqueó mientras le tendía la mano. El
rubio se la quedó mirando, sin entender lo que pretendía, hasta que comprendió
que quería estrechársela para validar la apuesta.
Y lo hizo. Su apretón fue firme, decidido, con carácter… y se prolongó
más de lo necesario. La mano de su compañero le tomó el relevo, con idénticas
intenciones. Se fijó en los dedos largos y esbeltos, de uñas impecables, y sus ojos
resbalaron a lo largo de su brazo, hasta sus labios. Nathan pensó que aquel tío
era impresionante; demonios, los dos lo eran. Con toda seguridad se sacudían
a los babosos de encima por docenas, así que, ¿para qué lo abordaban a él? ¿A
qué jugaban?
Ya pensaría en eso más tarde. Seleccionó el modo multijugador y un circuito y se acomodó en su moto. No alcanzó a notar la mirada que sus escoltas
intercambiaron sobre su espalda.
Lideró durante las primeras vueltas; no en vano se había pasado un buen
rato familiarizándose con el trazado, y sus largas horas en los recreativos estaban
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rindiendo sus frutos, aunque hubieran quedado años atrás. Durante la recta que
desembocaba en la línea de llegada observó con satisfacción que la pista era
toda para él, pues sus rivales se habían rezagado. Si continuaba así, no tendría
problemas en proclamarse ganador.
Entonces distinguió el vehículo del moreno arrogante en la distancia, aproximándose poco a poco. Chasqueó la lengua; quedaban cinco vueltas para el final
y, como sabía que llevaba una de ventaja, se había confiado y estaba conduciendo con más cautela. Apretó los dientes y se adhirió a su réplica, tratando de no
aminorar la velocidad, pero el vehículo rival lo adelantó. Había que reconocer
que aquel cabrón sabía tomar las curvas; definitivamente, no era un novato total
en el juego. Bien, lo había subestimado y aquello no se repetiría. Al cuerno con
la prudencia: era hora de dar gas. Recta, y línea de llegada. Cuatro vueltas.
En las siguientes curvas dobles la moto del tío mediterráneo se había perdido de vista y fue su compañero quien se puso a la par. Su rival casi fue a parar
a la zona de escape de la segunda, si bien se las arregló para que las ruedas no
abandonaran el asfalto y no tuviera que reducir. La distracción por poco le
cuesta a él lo mismo, y tuvo que sofocar un juramento mientras enderezaba y
volvía al centro de la carretera virtual. Y el asiático de los ojos claros fue tomándole más y más ventaja, aprovechando la horquilla que seguía. Al inicio de la
siguiente vuelta ya había desaparecido de los alrededores.
Completó ese recorrido en tensión, apurando al límite, arriesgándose, a
veces, en exceso. Derrapó y se deslizó hasta la zona de escape al salir de la
horquilla, perdiendo unos segundos preciosos. Si no hubiera estado tan
concentrado, habría notado su corazón, acelerando aún más que su Honda…
Cuando solo quedaban dos vueltas, su alto compañero de la izquierda le
fue ganando terreno. Pronto apareció en su campo de visión, y muy a su pesar
descubrió que no tenía los nervios tan bien templados como él creía. Ganar no
era una cuestión de dinero, o de no querer arrodillarse delante de ellos y pagar
el precio; era su dignidad lo que estaba en juego, la necesidad de no tener que
inclinar la cabeza, en sentido figurado, ante aquel pijo que se creía que podía tenerlo todo. Ganar era el fin en sí, lo único en lo que era capaz de pensar. Agarró
el manillar con tanta saña que se oyeron un par de crujidos y corrió como si su
vida dependiera de ello.
Al comienzo de la última vuelta, su competidor más directo se colocó a su
altura y lo obligó a hacerse a un lado. Nathan decidió que dos podían jugar el
juego; al entrar en las curvas dobles, el chico rubio realizó su mejor interpretación a lo Ben-Hur en las carreras de cuadrigas. Y al abandonar la segunda,
ahogó un aullido de triunfo al presenciar el derrape y la colisión de la moto de
su antagonista contra el muro de contención. Él mismo perdió el equilibrio y se
salió, de nuevo, de la carretera. Enderezó rápido, solo para percatarse de que esa
mancha que había estado espiando por el rabillo del ojo, y a la que no le había
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prestado la suficiente atención, era el vehículo de su otro contrincante. Su concentración había sido absorbida por la necesidad de vencer al señor Arrogante, y
se había olvidado de ese pequeño dato esencial.
Al salir de la horquilla, el joven ya lo había sobrepasado. Apretó; abrazó la
réplica con todo su cuerpo, con todas sus fuerzas, intentando transferirle una
pequeña parte de su energía, una chispa que aumentara su velocidad por arte de
magia y le permitiese volver a adelantarlo.
Fue una tarea vana. A lo largo de la última recta voló pegado a la rueda
trasera de su rival, que cruzó primero la línea de meta.
Se incorporó, con los músculos agarrotados y una expresión lúgubre en el
rostro. A su izquierda, el tipo bronceado lanzó un «¡Sííí!» que le inspiró el deseo
de estrangularlo. Típico… Por lo que respectaba a su derecha, allí lo aguardaba
una pequeña sonrisa arrepentida bajo aquellos ojos rasgados. Casi, casi, una
disculpa por haberlo derrotado.
Nathan tragó saliva, se puso de pie, vació lo que le quedaba de la copa y se
volvió hacia el ganador del Trofeo Nathan O’Dowd «Ojalá Revientes».
—¿Vamos a los servicios? —preguntó, con una gelidez que sirvió para encapsular su candente irritación.
—¿A los servicios? —Rio entre dientes—. Debes estar de broma. Si no recuerdo mal, dije «una cabecita subiendo y bajando en un sitio cómodo». No
estamos tan desesperados para encerrarnos en ese cuartucho sórdido.
—¿Y qué propones? —bufó el rubio—. ¿El callejón de atrás?
Se arrepintió enseguida de la elección de palabras, porque los ojos azules lo
atravesaron con una mirada perversa y burlona, a partes iguales, que exacerbó
sus impulsos asesinos.
—Yo había pensado que podríamos ir a tu casa, encanto. Reitero mi ofrecimiento de llevarnos una botella de las buenas y…
—¿Por qué habría de llevarte a mi casa? —lo interrumpió—. En ningún
momento acordamos eso, y no tengo por qué enseñarte dónde vivo. Os… daré
lo que habéis ganado y ya está. Si no quieres que sea junto a los retretes o los
contenedores de basura, podemos ir a tu coche, si es que tienes, o a un hotel.
—¿A un hotel? Muy bien, pero la parte perdedora has sido tú. ¿Tú pagas?
Será… hijoputa…
—En contraprestación a una apuesta de cuatrocientas libras, creo que
permitir que nos resguardemos en tu casa durante un ratito no es mucho
pedir —insistió el moreno, apartándose los largos cabellos del rostro de manera
deliberadamente sensual—. Tú guías.
Nathan apretó los puños con discreción y abandonó el local. Sacó un cigarrillo, lo encendió e inhaló con fuerza, como si pretendiera fumárselo con
un simple par de caladas. Luego se alejó a grandes zancadas, sin comprobar si
aquellos dos lo venían siguiendo.
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El apartamento no estaba lejos. Pertenecía a su amigo O’Halloran, quien
le había ofrecido cobijo después de que se largara de casa de su hermana. Era
pequeño y diáfano, a excepción del dormitorio y el cuarto de baño, y como a
la novia del dueño le había dado por empaparse de filosofías orientales, ofrecía
un aspecto muy estrambótico con toda esa profusión de estatuillas, cortinas
multicolores, abalorios y un permanente tufo a incienso del malo. Por suerte,
O’Halloran iba a estar fuera.
Nathan los dejó pasar a regañadientes, lanzó las llaves al cuenco de la entrada y caminó hacia el sofá. Luego volvió sobre sus pasos. Había recordado las
broncas desganadas que se llevaba cuando no se quitaba los zapatos junto a la
puerta. El joven más bajo lo imitó, sin decir nada; su compañero, no obstante,
se adelantó y oteó a su alrededor con regocijo.
—No te hacía yo en un decorado barato de película porno de Las mil y
una noches —picó a su anfitrión—. No me digas que te va este rollo étnico del
baratillo.
—Si no te gusta, siempre puedes irte a la calle o a la mierda, lo que te pille
más a mano —contraatacó el rubio—. El piso es de un amigo, yo solo me quedo
en él por un tiempo. Y quítate los jodidos zapatos.
El huésped rio, obedeciendo a pesar de todo. Luego se autoinvitó a echar
un vistazo al dormitorio mientras Nathan lo miraba con resquemor desde el
reducido salón-cocina-comedor. La visión del colchón redondo sobre el suelo,
sepultado bajo un quintal de cojines adamascados, hizo que el joven de cabellos
negros casi se atragantara de la risa.
—¡Diooos! Es la bomba… Tienes que ver esto, en serio —comentó, dirigiéndose a su compañero.
—A diferencia de ti, yo no husmeo en las casas ajenas —replicó este con su
particular tono suave.
—Vas a tener que hacerlo a la fuerza. Después de todo, el dormitorio será
nuestra base de operaciones durante un buen rato, ¿no es cierto, rubito? —Se
dejó caer indolentemente sobre el marco, adoptando una pose muy provocativa,
y sacó una botella de whisky de dieciocho años de la bolsa que había estado
cargando hasta entonces.
—Ese no es mi dormitorio, yo duermo en el sofá —indicó el adusto anfitrión—. Para lo que vamos a hacer no necesitamos una cama, así que sal de ahí.
—Oh, vamos, a tu amigo no le importará. ¿Vasos? —Alzó la botella. Sin
esperar respuesta, se apropió de tres vasos de la pequeña barra que separaba la
cocina y sirvió un par de dedos de alcohol ambarino en cada uno—. ¿Hielo?
—No creo que haya.
—¿A palo seco?
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Nathan arrebató la bebida de su mano y la apuró de un trago. Era fuerte,
en comparación con lo que él estaba acostumbrado a beber, así que puso una
cara rara.
—Despacio, amigo —aconsejó su invitado, entregando la otra al tercero
y tomando un pequeño sorbo—. Esto no es la porquería que tú mezclas con
Coca-Cola. No puedo creerme que tenga que enseñarle a beber a un irlandés.
De nuevo esa petulancia que tanto lo sacaba de quicio. ¿Y cómo sabía que
era irlandés? Debía ser por el acento. Aunque llevaba varios años viviendo allí,
seguía siendo tan obvio como al principio, y no entraba en sus planes perderlo.
El rubio plantó el recipiente vacío en la mesa, con más brusquedad de la necesaria, y se levantó de un salto.
—No tengo toda la maldita noche, acabemos cuanto antes. Ahí hay un
baño, entrad si lo necesitáis y ya…
—¿Ansioso?
El moreno no lo podía evitar; por alguna razón, le encantaba lanzarle pullas
y hacer que se le dilataran las ventanas de la nariz. Ese pequeño gesto parecía
servir de válvula para liberar la furia reconcentrada que debía circular por su
cuerpo, como el vapor de un líquido en ebullición. Lo examinó de cerca.
Sí, era muy guapo, la luz no revelaba ningún defecto que la penumbra del
Grotto hubiera ocultado. La única diferencia era que allí no había podido percibir la profundidad y la belleza de sus grandes ojos oscuros, tan discordantes
junto a esa piel blanca y los claros cabellos rojizos. No, «discordantes» no era la
palabra; más bien complementaban unas facciones tan regulares y exquisitas
que, sin ellos, se habrían excedido en delicadeza. Justo lo contrario de lo que sus
ojos azules aportaban a su propio rostro.
—Te propongo un cambio —le ofreció, al fin, ante la mirada inquisitiva de
su compañero—. ¿Qué tal si, en lugar de ser tú el que se pone de rodillas, somos
nosotros dos los que nos ocupamos de ti? —Nathan parpadeó, y su entrecejo
se arrugó—. Es un buen negocio, piénsalo: los mismos beneficios con la mitad
de esfuerzo, y únicamente tienes que tumbarte ahí y disfrutar, sin mover un
dedo… ni un labio.
—¿Los dos a la vez, dices? —Asentimiento—. ¿Y yo no tengo que hacer nada?
—Nuevo asentimiento. El rubio se quedó en blanco durante unos segundos,
hasta que la arruga entre sus cejas se acentuó, por efecto de la sospecha—. Ya te
dije que no voy a follar contigo, si es lo que te esperas.
—No, nada de eso. Solo una larga, intensa e increíble mamada, la mejor que
hayas tenido en tu vida. Palabra de caballero.
Nathan volvió a pensárselo. Si tenía que ser sincero, la perspectiva de meterse un par de trozos de carne en la boca, sin recibir nada a cambio, no era
muy atrayente, y menos si uno pertenecía a aquel pijo bocazas. Con todo,
no se fiaba. No sabía a qué atenerse con el que parecía oriental, pero el otro
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tipo, desde luego, no daba la imagen de tío que prefiere chuparla a que se la
chupen.
—Vosotros mismos —aceptó—. Ahora, te advierto que si intentáis algo raro,
me basto y me sobro para partiros la cara a los dos.
—¡Qué desconfiado! —Su interlocutor rio. Luego dejó el vaso, caminó hasta
la puerta del dormitorio y se volvió para hacerle señas—. Vamos, ven aquí.
Nathan lo siguió, pisoteando el suelo con saña. Oyó que el otro joven venía
tras él, cerraba la puerta y se reclinaba contra la madera. Su alto compañero se
dejó caer en el colchón, apartó algunos cojines de un manotazo y palmeó el
espacio central, invitándolo a que se le uniera. El rubio dobló las piernas y se
sentó sobre sus talones en la posición indicada, procurando quedar más alto para
poder mirarlo por encima del hombro sin perder un ápice de desdén.
Cuando el tercero se les unió, flanqueándolo, lo atravesó una pequeña punzada de excitación. Su vista osciló de uno a otro, registrando lo diferentes que
eran y también la extraña simetría de sus ojos azules. Y, de acuerdo, no iba a
negar que estaba algo abrumado por su atractivo. Ya había estado en la cama
con dos tíos a la vez —con tres, de hecho—, pero en aquella ocasión, cada uno
había ido a lo suyo con su pareja. El único trío en el que había participado había
sido con dos chicas; no había sido planificado, y había bebido tanto que apenas
conservaba recuerdos nebulosos.
Entonces estaba muy consciente; los tres lo estaban. Y él no tenía que complacer a nadie, sería el centro de la fiesta y recibiría todas las atenciones y… y la
idea lo estaba poniendo muy nervioso. Para el carro, Nathaniel, no te dejes llevar,
se aconsejó a sí mismo, nada más que va a ser un trabajito rápido y estos se largarán
con viento fresco.
Disparó una mirada inquisitiva al que llevaba la voz cantante y aguardó. El
joven le regaló una de esas sonrisas que tanto lo incomodaban, se acercó, hundió
el rostro en el hueco de su cuello y comenzó a mordisquearlo.
—Creo que la parte que buscas está más abajo.
Nathan se las arregló para conservar la calma y sonar frío. En cualquier otra
ocasión no habría dejado pasar la oportunidad de tirarse a semejantes monumentos. Los tenía en el catre, sería de idiotas no hacerlo. Pero…
Por nada del mundo quería darle a aquel capullo la impresión de que podía
cambiar de opinión con tanta facilidad, de que podía dejarse manipular. Puede
que más tarde se diera de puñetazos por haber desaprovechado su suerte. Por el
momento, no ceder era una cuestión de orgullo, de pura cabezonería. Algo que
necesitaba.
Una risita queda cosquilleó junto a su oído.
—Paz, amigo —susurró el moreno, sin dejar lo que estaba haciendo—. Te
dije que la faena sería larga e intensa. No pensarás que me voy a tirar tres minutos en tu entrepierna y ya está, ¿verdad?
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—¿Quién coño dura tres minutos? —murmuró Nathan con resquemor.
Vale, puede que el trabajito no fuera a ser tan rápido como calculaba.
—Eso, ¿quién dura tres minutos? Confío en que tú no. Sería muy decepcionante que tuvieras tan poco aguante.
—Tú métetela en la boca y ya te enseñaré yo el aguante que tengo. Espero
que se te desencaje la jodida mandíbula, mamón…
Una nueva risita contribuyó a sacarlo un poco más de quicio. Estaban en
la cama y, por el momento, lo único que habían hecho era hablar. Y él no era
de los que hablaban en la cama. Ese mariquita que lo besuqueaba debía creerse
que era una tía.
Entonces sintió el segundo par de manos en su cintura, tirando del borde
de su camiseta y alzándola. Casi se había olvidado del chico a su espalda.
La maniobra provocó que el otro hiciera un alto con el besuqueo, aunque
no por mucho tiempo. Cuando tuvo toda aquella superficie extra de piel a
su disposición, los dedos se le unieron a los labios y acariciaron sus costados
en sentido ascendente, mientras los de su compañero lo hacían al contrario.
Intentó contenerse. La sensación era… singular, diferente a todo lo que había
experimentado hasta entonces. Se mordió la cara interna de la mejilla y bajó la
vista a los brazos que trabajaban a dúo y a la cabeza de largo cabello negro que
jugueteaba con su clavícula. Aquella boca se centró en una de sus tetillas y se
dedicó a lamerla y a tironear con suavidad. Ya puedes chupetear eso todo lo que te
apetezca, idiota, que no vas a sacar petróleo, se burló en silencio.
—Lo único que consigues ahí es hacerme cosquillas. De las desagradables
—apuntó en voz alta.
—Mmmm… ¿en serio? —preguntó el otro, moviéndose para lamer la compañera y dejando una fina línea de saliva—. Ya… veremos.
El joven a su espalda se sumergió en su pelo, lo apartó de su nuca y procedió
a aplicarle un tratamiento similar. Donde su compañero era más agresivo e
intenso, y emitía pequeños sonidos húmedos al succionar, él era silencioso,
gentil, sugerente. Rozaba apenas, dejando que sus labios hicieran la mayor parte
del trabajo, y ni siquiera se percibía su aliento sobre la piel. Mientras Nathan
meditaba sobre qué técnica le resultaba más interesante en aquel momento, la
boca invisible se materializó sobre la base de su columna, y los dedos que la
acompañaban se desplazaron por los costados hasta su cinturón. Tras desatarlo,
el tipo bronceado cayó sobre su ombligo y su lengua tremoló en el pequeño
hueco y en torno a su circunferencia.
Cuatro manos desabrocharon el botón de su bragueta, bajaron la cremallera y
estiraron los bordes a los lados, descubriendo la parte superior de sus boxers ajustados grises. Pensó que no llevaba puesta su ropa interior más glamurosa, pero volvió
a mandar callar a su conciencia. Si el latino se sentía ofendido por su falta de estilo,
que se fastidiara. Él no lo había obligado a meterle la cara dentro de los pantalones.
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Perdido en esas divagaciones, casi no reparó en que lo alzaban para facilitar
el trabajo de desembarazarse de sus vaqueros. Una repentina corriente de aire
le erizó el vello de las piernas. El moreno de la sonrisa descarada terminó de
sacárselos, junto con los calcetines.
—Hay vida ahí dentro, ¿eh, irlandés? —dijo—. Pues todavía tendrá que tener
paciencia.
Nathan miró abajo y se topó con el gran bulto bajo el algodón gris
y la pequeña mancha húmeda de líquido preseminal que lo coronaba. Se
trataba de una de esas erecciones de las que uno no se percataba hasta que
algo, o alguien, llamaba la atención hacia ella. Cuando estaba a punto de
emprender una discusión con su paquete por delatarlo así, aquel tipo le
separó las piernas, posó la boca en su tobillo y comenzó a subir por la cara
interna, alternando entre una y otra. A medio muslo ya se le habían pasado
las ganas de protestar; sobre todo, porque el chico de los ojos rasgados
había decidido volver a lanzarse sobre su cuello y a hundirle los dedos en
los costados y en el vientre, de esa manera reposada y meticulosa suya. En el
instante en que trazaron la línea que delimitaba sus definidos oblicuos y se
internaron, al descuido, bajo la cintura elástica de su ropa interior, los labios
de su compañero hicieron lo propio por el sur, adentrándose pierna arriba y
alcanzando la franja al borde de su perineo. Su largo cabello le cosquilleaba
en la piel. Notó con extrema claridad las contracciones de su miembro, y un
vago rubor al preguntarse si los otros también lo habían hecho. Eso le hizo
sentirse muy vulnerable.
—Joder… terminad ya —ordenó, con voz más entrecortada de lo que hubiera querido.
—¿Por qué? ¿No te lo estás pasando bien? —preguntó el otro, sin dejar de
besar esa zona tan pérfidamente cercana al asunto, y colando el pulgar por la otra
pernera para estimular la parte contraria.
—Esto no es lo que apostamos. —Nathan tragó saliva y sacudió las caderas.
—No. Según lo que apostamos, ahora tendrías un gran trozo de carne embutido en la boquita. —Retornó a la parte superior, capturó de nuevo una tetilla
y la lamió con cuidado—. ¿Prefieres que volvamos al plan inicial? —Alguien
rozó su erección por encima de la tela. El rubio se estremeció—. Vaya, ¿decías
que aquí no podría conseguir nada?
—No ha sido eso, capullo, me habéis tocado la… ugh…
—Que yo sepa, ahora mismo nadie tocaba nada. —Tras algo de jugueteo
con el otro botón rosado, los pezones se le endurecieron. El tipo mostró una
expresión satisfecha—. Hmmm, ¿te gusta? Esto te va a gustar más.
Se agachó y lamió el algodón gris a conciencia, desde la base del apreciable
bulto hasta la punta que estaba empezando a sobresalir por el borde. La mancha
húmeda se expandió, y ambos, el bulto y su propietario, se sacudieron.
19
—Y a ti te pone el olor a tigre, por lo que veo —masculló Nathan, intentando
devolver sus burlas, sin mucho éxito.
No se permitió jadear. Apretó los dientes para amortiguar el sonido de
su respiración, tarea que se volvió muy difícil cuando el asiático reanudó el
recorrido a lo largo de su pelvis y tiró de la tela gris. El otro joven trasladó sus
atenciones al área de los testículos y ayudó a bajarle los boxers hasta las rodillas.
—Qué tapizado más bonito tienes aquí, irlandés —dijo, refiriéndose a su vello púbico—. Ya no sé si llamarte rubio o pelirrojo. Lástima —añadió, sorbiendo
con cuidado— que has decidido dejarte todos los… alrededores al natural. Es
muy incómodo, e inoportuno para ciertas cosas.
El moreno interrumpió lo que hacía para desnudarlo por completo. La conciencia de que estaba en pelotas y ellos no se habían quitado ni los calcetines
lo golpeó con sutileza. Su compañero lo tomó por los costados, invitándolo a
incorporarse sobre sus rodillas, y se acopló a su espalda, buscando la postura más
erótica para continuar acariciando los músculos de su vientre. Las manos de los
dos colisionaron a los lados de su ombligo, solo que quien lo acariciaba desde
atrás bajó a sus caderas y el otro siguió hasta la espalda, plantando las palmas
sobre sus nalgas. Nathan se tensó; al sentir que las separaba, buscaba su entrada
y la rozaba con las yemas de los dedos, simplemente saltó.
Ninguno de sus dos invitados se esperaba tal despliegue de agresividad. El
rubio se zafó de los brazos que lo sujetaban, se lanzó sobre el tipo bronceado, lo
hizo caer de espaldas sobre el colchón y lo apresó con puño de hierro, lanzándole
una mirada venenosa. Al desnudar aquel cuerpo bien trabajado en el gimnasio,
la víctima ya se había supuesto que su musculatura no era una mera decoración.
Lo que no imaginaba era que tendría tanta fuerza.
—Te dije que no me abría de piernas —le escupió—. Si vuelves a tocarme el
culo, te partiré todos los huesos del cuerpo, uno a uno. Y no bromeo.
Un silencio tirante se alzó entre ellos. Por una vez, aquel parlanchín con
pintas de modelo no supo qué decir. Fue su compañero quien rompió el mutismo que había mantenido durante toda la sesión; se acercó a su oído, cuidándose
bien de no rozarle la espalda, y susurró:
—Perdona al gilipollas de mi amigo. A veces se le escapan las zarpas, pero
creo que ha captado la idea. Oye… no vamos a volver a meter la pata, déjanos
continuar, ¿sí? —Aproximándose aún más, añadió—: Me muero de ganas.
Su aliento cálido le bañó la piel. Su voz era tan lasciva que un pequeño
estremecimiento le sacudió el estómago. Liberando a su víctima, volvió a
sentarse sobre sus talones.
El chico que había hablado sonrió, sacó un preservativo del bolsillo de
sus pantalones y rasgó el envoltorio, mirándolo a los ojos. Nathan devolvió la
mirada con cierto desencanto. Con el globito, parte de la diversión se iba al traste,
pero, bueno… Era lógico pensar que esos dos también practicaban el sexo oral
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seguro. El joven se inclinó, tiró de la piel hasta la base del miembro, colocó el
pequeño disco de color caramelo sobre el extremo y lo sujetó, y un olor dulce
alcanzó las fosas nasales del rubio. Por fortuna, el estallido de violencia no le
había bajado la erección, más bien al contrario. Aunque no pudo percibirla,
eso dibujó una pequeña mueca divertida en aquellos labios antes de que se le
posaran sobre el glande y comenzaran a desenrollar el preservativo, al tiempo
que la lengua sujetaba el depósito contra su paladar. Joder, pensó Nathan, sin
perderse detalle. Por lo menos, sabe poner un condón con estilo…
Ya no le apeteció seguir pensando. El látex atenuaba las sensaciones, pero era
placentero ver y sentir esa boca cálida besando y aprisionando la carne, viajando
arriba y abajo del tronco, desde la base hasta el frenillo. Y lo mejor llegó cuando
se pegó a su vientre, para tener acceso a la cara interna, y su compañero, de
repente dócil y silencioso, se echó junto a él y reanudó la tarea de lamer sus
testículos.
El panorama de aquellos dos rostros concentrados en nada más que darle
placer fue demasiado para Nathan. Ya no pudo tragarse los jadeos que le brotaban de la garganta. Dos manos le separaron los muslos y acariciaron la piel de
su interior. Otras dos treparon hasta su estómago y empujaron, poco a poco,
para que se tendiera sobre la espalda. No se resistió. Estaba absorto en disfrutar
lo que le daban y en grabarlo todo en sus retinas.
Al momento, el joven de cabellos largos reemplazó a su compañero, apretando la hinchada cabeza entre sus labios y sorbiendo. El rubio lanzó un gemido
que subió de volumen a medida que su polla desaparecía poco a poco dentro de
aquel tipo. Hasta el fondo… Casi gimoteó, después de que la soltara y tomara
aire; por fortuna para él, no tardó mucho en volver a ocuparse de ella de esa forma tan deliciosa. Arqueó entonces la espalda y se enredó en su melena, para que
no se le ocurriera abandonar lo que con tanta maestría estaba llevando a cabo.
El asiático alzó el rostro. Sus ojos azules se toparon con las pupilas oscuras
de Nathan, fijas en el show. Recorrió, a besos, el camino desde su vientre hasta
su pecho, cuidándose de no bloquearle la vista, y al llegar a sus tetillas fue él
quien las probó esa vez. La atención del chico más joven hubo de alternarse
entre ambos frentes, entre la visión de su polla follándose la boca del modelo de
piel bronceada y la de aquella lengua haciendo círculos en torno a su pezón, y
luego arrastrándose sobre su clavícula para perderse en su cuello. La notó, o eso
creyó, lamiendo bajo su oreja y sobre el lóbulo; la observó llegando al borde de
su propia boca.
Se produjo entonces un parón en la parte baja, y la deserción de la húmeda
maravilla que lo mantenía caliente, cuando estaba tan cerca de… Tiró de los
mechones que sujetaba, en señal de protesta, hasta que vio el condón deslizándose fuera y sintió el aliento ardiente en su piel. De nuevo fue engullido hasta el
fondo, sin nada que se interpusiera entre su carne y la de él.
21
Eso lo volvió completamente loco.
—Joder… joder… voy a…
Eyaculó; un desenlace anunciado, pues todos los músculos de su cuerpo se
tensaron. Su pareja no se apartó, sino que dejó que lo hiciera en su garganta, y ahí
permaneció mientras descargaba, espasmo tras espasmo de placer. Al concluir se
retiró con cuidado, y una bocanada de su propio semen bañó el miembro aún
palpitante de Nathan, que se dejó caer sobre el colchón, exhausto.
Su vientre, que había estado contrayéndose en tanto sus pulmones
batallaban por conseguir oxígeno, fue relajándose a medida que recobraba el
ritmo normal de la respiración. Se animó a volver a abrir los ojos y descubrió al
otro joven tendiéndole una caja de pañuelos de papel con expresión indefinible.
Se incorporó, limpió el desastre, pescó sus boxers y se los puso.
No le cabía ninguna duda: aquella había sido la mejor mamada de su vida…
si es que se le podía dar un calificativo tan pobre a lo que le habían hecho. Había
sido increíble, brutal, lo había dejado sin aire. Vulnerable. Expuesto.
Quería más, pero tenía miedo de que eso se repitiera.
Rogó para que no quisieran volver a verlo.
—Tu deuda ha sido saldada, chico irlandés, y no has estado nada, nada mal.
¿Qué tal si nos das tu teléfono?
La voz burlona lo trajo de vuelta a la realidad y rompió la burbuja de sus
expectativas. ¿Y quizá lo alivió un poco?
—¿Para qué? —masculló, obligándose a mirar a su interlocutor—. Tú lo has
dicho, mi deuda ha sido saldada. ¿Qué más quieres?
—¿Yo? —Soltó una carcajada—. Tú habrás terminado, pero nosotros no
hemos llegado a empezar. Solo tengo en mente algo civilizado: unas cervezas,
una charla para conocernos…
—No… no creo que volvamos a quedar.
Una de las negativas menos convencidas que había escuchado. El tipo arqueó
los labios astutamente, se lanzó sobre el bolsillo del pantalón que estaba tirado en el
suelo y se apropió del móvil cuya silueta no había dejado de advertir. Tuvo tiempo
de marcar su propio número antes de que Nathan se lo arrebatara de un manotazo.
Tarde: su IPhone emitió un zumbido de aviso. Lo sacó y miró, satisfecho, la pantalla.
—Hijo de puta…
—Oh, vamos… Sabemos dónde vives, ¿qué más te da? Es mejor esto antes
que ser acosado a la puerta de tu hogar, ¿no crees? Bueno —anunció, al observar
las sutiles señales de que el rubio volvía a perder la paciencia—, ya hemos abusado bastante de tu hospitalidad. Gracias, y un consejo: practica con esa moto. Tu
trasero meneándose de un lado a otro al tomar las curvas era algo digno de verse.
Abandonó la habitación a toda prisa seguido de cerca por su compañero.
Antes de salir, este se volvió y le dedicó a su anfitrión una última sonrisa y una
mirada azul muy intensa.
22
Nathan trató de calmar su ira tras escuchar el sonido de la puerta de la calle
al cerrarse. Corrió al salón, para asegurarse de que se habían largado. Haciendo
balance, ¿qué era lo que había sacado de la noche? Una humillación y unas
ganas terribles de patear a alguien. También una botella de whisky del bueno y,
no podía negarlo, un orgasmo antológico.
Que no compensaban la horrible desazón que le había provocado todo
aquello. Y había algo más que era evidente: los dos se coordinaban demasiado
bien para que pudiera considerarlos novatos en los encuentros a tres bandas.
Con un gruñido, recorrió a zancadas la distancia que lo separaba de la botella y emprendió la tarea de vaciarla. Y después del primer vaso, tomó conciencia
de un hecho que lo indignó aún más.
Esos cabrones ni siquiera me han dicho sus nombres…
s
—Casi la fastidias, con eso de ponerle las manazas en la trastienda. Casi la
fastidias otras veinte veces, de hecho. Es muy probable que se quede rumiando
sobre tu estupidez y decida que no quiere volver a verte nunca más. Mi única
esperanza es que acepte reencontrarse contigo… para partirte la cara.
El joven lanzó un último vistazo al edificio que era la residencia temporal
de aquel muchacho y continuó alejándose calle abajo, en compañía de su amigo
más alto. La atención de este estaba centrada en su teléfono móvil, y en guardar
en la memoria el número que acababa de robar.
—No comprendo muy bien tu razonamiento de esta noche —insistió el
primero—. Se supone que íbamos a echarle el anzuelo a alguien y a conseguir
un poco de diversión intranscendental, y aquí estoy, con una frustración de gran
tamaño encajada entre los bolsillos de mis pantalones. ¿Me estás escuchando, Niko?
—Claro que sí, amor —respondió su compañero, inclinándose para besarlo.
La negativa a corresponder le hizo fruncir el ceño—. Yo siempre te escucho.
—Sí, tú siempre me escuchas, eso es irrefutable… Me escuchas tanto, y tan
seguido, que le has quitado el preservativo a un completo desconocido antes de
terminar. Ya no tienes quince años para hacer algo tan insensato. ¿Y quieres que
corra a besarte? Me estoy planteando que no voy a tocarte hasta que no dejes el
tema de tu salud de nuevo en regla.
—Kei, lo siento, sé que no debería haberlo hecho. Fue un impulso estúpido,
lo admito, pero sentí… Al verlo así, después de todo lo que hice para enfurecerlo, sentí que tenía que hacerle la mamada del siglo. Tú también sentiste algo
especial, no digas que no, lo noté en tu voz cuando le hablaste. Mírame a los
ojos y dime que es imposible que a ti se te hubiera ocurrido lo mismo.
—¿Y por qué lo pinchaste tanto? —Kei suspiró—. Comprendo que lo hicieras al principio. Los de su clase nunca dejan de pagar sus deudas, es una táctica
23
infalible. Por las buenas habría dicho que no por pura tozudez; por las malas…
Pero podrías haberte permitido ser amable con él desde el momento en que
ganamos la apuesta.
—Podría, sí, podría. El caso es que quería probar su carácter, ver cuánto
era capaz de aguantar bajo presión. Admito que, cuando salimos, únicamente
buscaba un buen polvo. Luego, al tenerlo cerca… me he atrevido a fantasear con
algo a más largo plazo, no sé si me entiendes.
—Ahora sí. —Kei dejó que su hermosa sonrisa asomara de nuevo—. Bien,
pues ya has descubierto un pequeño detalle que no es capaz de aguantar: nada
de atacarle la retaguardia. Y a mi modo de ver, estaba muy convencido. ¿Cómo
vas a sortear ese problema?
—Lo iremos resolviendo sobre la marcha. Oh, por cierto, también he descubierto que el amor de mi vida me llama «gilipollas» en público. —Sus cejas se
convirtieron en dos líneas oblicuas cargadas de reproche.
—Una maniobra urgente y necesaria para que amainara la tempestad que tú
causaste. Funcionó, no puedes quejarte —zanjó, rezumando virtud e inocencia
por los cuatro costados.
—Creo que disfrutaste más de la cuenta… Bien, esa me la guardo. He de
planear nuestro próximo movimiento.
—Me parece de mal gusto acosarlo en el portal de su apartamento si no
quiere contestarte al teléfono. Y no creo que quiera.
—Ah, tengo una estrategia alternativa, y no, no incluye un detective privado. He visto en el salón, aparte de unas novelas de Capote y Hemingway que
no me esperaba, una bolsa con el uniforme de una franquicia que paga fatal a
sus empleados. Nueve a uno a que es suyo y en un par de días averiguo dónde
trabaja.
—No eres tan mal alumno como creía, mi pequeño Niko.
—Ya sabes lo que dicen, tengo al mejor maestro. —El pequeño Niko arrastró
a su pareja hasta un portal fuera de la luz, lo acorraló contra la pared y hundió
la lengua entre sus labios, sabiendo que entonces sí iba a ser bien recibida. Ellos
lo compartían todo. Al frotar su entrepierna contra la de él, Kei comprobó que
no era el único con algo encajado dentro de la ropa interior—. Es mejor que
corramos a casa, amor. Ya ves que yo no estoy mejor que tú, y si no mueves el
culo con rapidez, tendré que follarte aquí, en medio de la calle.
Y añadió, con voz ronca:
—Creo que hoy no me importaría.
24
II
—O’Dowd, ¿ya se te ha olvidado lo que te dije esta mañana? Pones
demasiada nata y topping y no se puede cerrar bien la tapa. ¿Tan difícil es de
entender? Adelante, no me importa perder mi tiempo explicándote las cosas
cien veces…
Siempre era un placer escuchar la amable voz del encargado, que, por enésima vez, acudía a revolotear como un buitre para poder echarle en cara cada
pequeño fallo que cometiera; aunque fuera imaginario.
Nathan no se engañaba, el tío no lo tragaba. Lo habían contratado porque
a la gerente le había caído en gracia y sus compañeros se desvivían por darle
coba a la mandamás, pero estaba claro que él lo había aceptado a regañadientes.
Quizá le habían aguado sus planes de darle el puesto a otro. Fuera como fuese,
allí estaba, aguantando un trabajo tedioso, un uniforme estúpido y un jefe
insoportable, todo por el salario mínimo. Y lo peor era que no podía renunciar;
no tenía formación y no conseguiría algo mejor, al menos por el momento.
Necesitaba la pasta para contribuir a los gastos del apartamento y no abusar de
la hospitalidad de O’Halloran más de lo debido.
—Mira, me agota verte desperdiciar la crema. Vete al almacén y ocúpate de
las cajas, que ya te sustituirá Patricia. Muévete.
Esa era otra de sus particularidades: llamaba a todo el mundo por su
nombre menos a él, para quien reservaba el dudoso honor de usar el apellido.
Al almacén, ¿eh? A lo mejor ese imbécil se pensaba que le importaba mucho
quitarse de en medio, para acarrear cajas o para lo que fuera. Además, siempre
había más oportunidades de fugarse a la entrada trasera y fumarse un cigarrillo
a hurtadillas.
Mientras reponía las estanterías con los envases de café, una cara familiar
se asomó al interior de la claustrofóbica habitación y tomó nota del único
ocupante que se encontraba en ella. Al cabo de un rato, Nathan oyó un par de
voces en la distancia.
25
—¿Qué hace Nathaniel en el almacén? ¿No te dije que lo quería ver atendiendo al público en todo momento?
—Lo siento, Marion. Había que colocar unas cajas en los estantes altos y a
Patricia le resulta difícil llegar.
—Podrías haber mandado a otro.
—Mi política es que todos los empleados se involucren por igual en las
tareas, contribuye a crear un buen ambiente de trabajo.
—Y a mí me importa poco tu política. Si vuelvo a pillarlo dentro, tú y yo
tendremos una charla más seria. Sácalo de ahí.
—Eh… Enseguida, Marion.
Nathan torció el rostro en una mueca cínica. Visita de la gerente al local
y amigable conversación con su estimado encargado; o mucho se equivocaba,
o aquello le iba a costar una bronca más tarde. Además, seguro que esa mujer
lo asaltaría y le dedicaría un par de sonrisas tontas, igual que siempre. Dios…
Cómo odiaba aquel empleo.
Por lo pronto, el que lo abordó fue su nada satisfecho superior, quien le dijo,
de muy malos modos:
—O’Dowd, termina eso rápido y vuelve fuera, no tenemos todo el día.
Si no fuera porque yo estoy peor que tú, te diría que te jodieran, cabrón, pensó el
joven, arrastrándose hasta la barra.
Y a todo aquello había que sumar, entre otras cosas, las llamaditas que el
moreno de los ojos azules y la lengua larga le había estado haciendo. Lo había
grabado como contacto en la memoria y las había ignorado sistemáticamente,
excepto una que lo había tomado por sorpresa al proceder de un número desconocido. El muy hijo de la grandísima no captaba las indirectas, no… Aunque, por
lo menos, le había ahorrado el fastidio de presentarse en el portal de su edificio; de
hecho, hacía tres días que no daba señales de vida. A lo mejor se habían cansado
de acosarlo, él y su lengua kilométrica, lo cual era una buena noticia. Claro que…
Era mejor no pensar en esa parte en concreto de su anatomía, pues lo aguijoneaba
un picotazo de nostalgia que no estaba dispuesto a admitir ante sí mismo.
Era el momento más tranquilo de la jornada y estaba pensando en tomarse
dos minutos para echar el consabido pitillo. Al dejar los últimos vasos en la
barra, el cuerpo al que iba unido el brazo que se estiró para recogerlos le llamó
la atención.
Era él. El señor Lengualarga.
De todos los malditos cafés de la maldita ciudad, el maldito capullo tenía que
elegir el mío…
—No me lo puedo creer. ¿A quién tenemos aquí? A mi amigo que nunca
responde las llamadas —se burló el moreno en cuestión—. Me alegra ver que si
no contestas al teléfono, no es porque me estés haciendo el vacío más despiadado,
sino porque eres un chico trabajador.
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—¿Qué narices quieres? —susurró Nathan, su nivel de irritación escalando
a buen ritmo—. No me creo que esto sea una casualidad. ¿Es que ahora te ha
dado por seguirme?
—Por amor del cielo, chaval, ¿nos creemos el centro del universo? ¿No puede uno entrar y tomarse un inocente té? Por cierto, no te queda muy bien el
uniforme. No critico a tu persona, tu percha es mucho mejor que la media; es
que a nadie le sentaría bien.
—Agarra tus puñeteros vasos y lárgate antes de que…
—Oh, vamos, sé amable, es la primera vez que entro en un local de esta clase
y estoy un poco perdido. ¿Qué me recomendarías?
El rubio apretó los labios y los puños. Odiaba que interrumpiera sus frases
de esa forma, con semejante desfachatez. No iba a montar una escenita en el
lugar donde estaba, pero tampoco se aguantaría las ganas de replicar.
—La spécialité de la maison es un delicioso mocaccino avec escupitajo. ¿Te
pongo uno doble? —masculló. Su cliente alzó las cejas.
—Veo que también se te da muy bien el francés —dijo, con regodeo—. En
cuanto a tu ingrediente especial —se acercó más a él, dedicándole una mirada
perversa—, creo que el otro día ya tuve ocasión de probar algo más fuerte, ¿no?
—¿Algún problema con su bebida, caballero? —El encargado, oportuno
como siempre, se acercó a intervenir en la conversación.
—No, él… —comenzó Nathan.
—Oh, nada en absoluto, muchas gracias —lo cortó el alto e impresionante
moreno con su voz más conciliadora—. Este amable joven me hacía algunas
recomendaciones para nuestra segunda ronda. Lo lamento, no le robaré más
tiempo.
—No se preocupe.
Después de que el tipo se hubo alejado, el joven al que su compañero había
llamado Niko tomó un vaso en cada mano y volvió a dirigirse a Nathan.
—¿A qué hora finaliza tu turno? He venido con mi querido amigo al que
ya tuviste el gusto de conocer —señaló a una mesa junto a la entrada— y nos
encantaría que tomaras algo con nosotros.
El rubio miró en la dirección que le indicaban. Sí, el otro joven estaba allí
sentado y seguía la escena con interés. De hecho, le sonrió.
—Aún me quedan varias horas, y así me quedaran un par de minutos,
no me iba a sentar contigo ni aunque te pusieras de rodillas. —Se mordió la
cara interna del labio, de nuevo contrariado por su elección de palabras—.
Piérdete.
Le dio la espalda y corrió a preparar su próximo encargo. El obstinado
joven no había mentido al decir que pediría una segunda ronda, y la hizo tan
complicada y recargada como se le ocurrió. Nathan, no obstante, se mantuvo
inflexible y no le dirigió la palabra. Lo que no pudo evitar fue echarle un
27
vistazo mientras caminaba hacia su mesa. Observó que depositaba los vasos en
la papelera, sin tocarlos, y que se marchaba con su acompañante.
s
Aquella no fue la última ocasión en que hicieron acto de presencia en el
café. Se pasaban de tanto en tanto, hacían su pedido, le sonreían y se sentaban
sin acosarlo. Oh, bueno, él sabía que lo estaban haciendo, no iba a creerse que
las bebidas del otro día les hubieran hecho descubrir un nuevo y maravilloso
mundo de sabores. ¿Es que no tenían nada mejor que hacer?
Un martes en el que le tocaba turno de tarde se produjo una pequeña
conmoción en la trastienda: una de las cañerías reventó y el agua comenzó a
manar inexorablemente, amenazando con encharcar todo el local. Se hizo lo
imposible por atajar la marea, en tanto el servicio de fontanería hacía acto de
presencia, y procuraron que todo funcionara con normalidad. Cerca de la hora
de cierre, los empleados estaban exhaustos.
El encargado se acercó a Nathan.
—O’Dowd, te quedarás ayudándome a limpiar y dejar esto listo para
mañana —ordenó con frialdad—. De ninguna manera podemos dejar que la
humedad deteriore el piso de madera.
—¿Yo solo? —se indignó el chico—. Oiga, mi turno ya ha terminado…
—No me hagas repetírtelo.
—… Y si no salgo a tiempo perderé el último metro y…
—Ese no es mi problema. Agarra la fregona y seca el suelo del almacén. Ya.
Cuando Nathan pudo salir por fin a la calle, estaba agotado y con un humor
de perros. Hacía treinta minutos que las estaciones de metro habían cerrado. Un
taxi se salía de su presupuesto, así que le tocaría una monumental caminata hasta
el apartamento o hasta localizar alguna parada de autobús nocturno. Si hubiera
podido estrangular con impunidad a ese malnacido que tenía por jefe y hacerlo
pedacitos, el sándwich especial del día siguiente habría sido de carne.
Encendió el cigarrillo que llevaba siglos anhelando. Y entonces lo vio;
reclinado sobre una enorme Honda de ciento veinte caballos y con su habitual
semblante sereno se encontraba el joven de los intrigantes ojos rasgados, el que
había tomado por costumbre acudir con su compinche a importunarlo. Y
menuda moto, para relamerse… Explicaba, al menos en parte, su pericia con las
réplicas del simulador. Se sintió un poquito estafado.
Estaba demasiado cansado para pelearse, pero también demasiado enfadado
para dejarlo pasar. Se acercó a él, dispuesto a pedirle que lo dejaran en paz o
tendría que partirle la cara a alguien.
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—Hola —saludó el moreno—. Es tarde, ¿te llevo a alguna parte?
Nathan se quedó sin habla. Aquello se pasaba de surrealista.
—¿Cuánto tiempo llevas ahí plantado? —alcanzó a preguntar, al fin.
—Bueno, planeaba invitarte a tomar una copa y observé que todos salían
menos tú. No sabía que tardarías tanto, pero ya que estaba aquí…
Se encogió de hombros. El rubio se vio desarmado, sin fuerzas para discutir.
—Oye, pasad de mí, ¿vale? Y no, no voy a montarme en tu moto, no quiero
deberle nada a nadie, y menos a vosotros.
—Va a ser un buen paseo y a mí no me cuesta nada acercarte. Si te hace
sentir mejor, dejaré que seas tú el que me invite. Venga, sube.
Ni con el pleno uso de sus facultades mentales habría sido fácil resistirse
a aquella sonrisa. Suspirando, Nathan se colocó el casco que le ofrecía y se
acomodó tras él sobre la maravillosa máquina. Eso sí: para no ir contra los
principios dictados por su tozudez, no se permitió disfrutar del viaje ni de la
compañía todo lo que lo habría hecho en condiciones normales.
El conductor estacionó la motocicleta frente a un pub cercano al apartamento
de su pasajero. Ya era casi la hora de cerrar. Dentro, como no podía ser de otra
forma, los esperaba su inseparable amigo, charlando con un par de chicas que
se largaron tras un animado saludo al recién llegado. El rubio tomó asiento en
el extremo de la mesa, guardando las distancias, y pidió una ronda de cervezas.
—Dos cosas —gruñó—. Una: yo pago esta y luego me largo al apartamento.
He tenido un día duro, no como otros, que tienen mucho tiempo libre. Y dos:
¿hasta cuándo vais a seguir con esta mierda? Lo… lo de la otra vez no va a volver
a pasar, no me apetece buscarme más líos, gracias.
—Creo que hemos enfocado mal el asunto desde el principio —dijo el que
lo había traído allí, tras tomar un receloso sorbo de su pinta—. ¿No deberíamos
presentarnos? Yo soy Kei y él es Niko. ¿Y tú eres…?
—Nathaniel —respondió el rubio, juzgando que no había nada de malo en
decirles su nombre.
—Nathaniel —repitió Niko—. ¿Cómo te llaman? ¿Nat? ¿Nate?
—Nathan, me llaman Nathan. ¿Demasiado vagos para usar nombres completos?
—Kei es mi nombre completo. Mi madre era japonesa —fue la calmada
respuesta del muchacho de ojos rasgados.
—Ah… Y Niko, ¿es por Nicholas, o algo así?
—¿Qué más da? —se apresuró a intervenir el aludido—. Niko ya está bien,
es…
—Viene de Nikolaos —apuntó Kei, con una sonrisita—. Niko es medio
griego.
—Ah, ya, medio griego. —Nathan tomó un largo trago de su cerveza con
pretendida seriedad—. ¿Por qué no me extraña nada en absoluto?
29
La sonrisita de Kei se convirtió en una explosión, al soltar todo el aire de
golpe. Su amigo le dirigió una mirada muy poco amable y luego otra al irlandés, que ya no intentaba esconder su hilaridad. Muy a su pesar, hubo de alzar la
comisura derecha de la boca. Se esperaba la típica y trillada burla más explícita,
después de todo.
El chico más joven estudió de nuevo los rostros de sus compañeros. Esos
datos explicaban ciertos hechos referentes a sus anatomías que le habían llamado
la atención. Dos pares de ojos azules se clavaron en los suyos, y él tuvo que
apartarlos al darse cuenta de que estaba mirando fijamente.
—Y entonces, siempre que acosáis a una víctima inocente, ¿le ponéis tanto
ahínco? —preguntó, para ocultar su incomodidad—. Debéis tener poco que
hacer, si empleáis con todos esta táctica.
—No te creas, estamos muy ocupados. Lo que pasa es que en la actualidad
eres nuestra única víctima, como tú dices, esto está cerca del estudio y nos gusta
el té. Todo un cúmulo de felices circunstancias —respondió Niko.
—¿Estudio?
—Oh, otro día, cuando tengas más tiempo, Kei te dará una charla sobre su
profesión.
—Ya. ¿Y tú? ¿Modelo de ropa interior, de los que se ponen un calcetín en
el paquete?
Nueva risita del joven medio japonés. Su amigo frunció las cejas en una
mueca maligna.
—Si quieres, te lo puedo enseñar, para que juzgues por ti mismo lo poco
necesitado de calcetín que estoy —replicó, rezumando descaro—. Y no, no soy
modelo, ¿por qué lo preguntas? ¿Te parece que estoy bueno?
—Tienes que reconocer que has modelado en un par de ocasiones, Niko
—observó el otro.
—Eso fue hace tiempo. ¿Y qué hay de ti, Nathan? ¿Cuándo viniste de
Irlanda?
—Hace más de tres años —respondió el rubio, con desgana.
—¿Y a qué te dedicas cuando no estás sirviendo café?
—A nada especial. Oíd, ya hemos tomado esa ronda y yo estoy muy
cansado, así que me voy a dormir. Os agradecería que no volvierais por el local
a pedir bebidas estúpidas para luego tirarlas a la basura sin probarlas siquiera. Si
os sobra el dinero, donádselo a una ONG.
Se levantó. Era obvio que estaba emprendiendo la huida cuando las
preguntas habían comenzado a llover en su tejado, aunque mirándolo por el
lado positivo, su comentario probaba que no había estado ignorándolos. No era
tan indiferente como aparentaba.
—Mmmm… Nathan, ¿qué tal si te recogemos el sábado? —sugirió Niko—.
Un amigo nuestro celebra el primer aniversario de la inauguración de su
30
pub. Bebidas gratis a raudales, ¿te lo vas a perder? Si vienes, te prometo que te
dejaremos en paz en el café —añadió, con una mueca ladina.
El irlandés se lo pensó un buen rato.
—Dime dónde es. Si estoy de humor, me pasaré por allí.
—Te mandaré un mensaje con la dirección.
Los dos amigos lo observaron mientras vaciaba su vaso, pagaba la cuenta en
la barra y abandonaba el local. Se miraron.
—¿Crees que vendrá? —preguntó el más alto, desviando los ojos hacia el
vaso casi lleno de su compañero.
—Es posible. Hoy te estabas portando bien, hasta que empezaste a hablar
de tu paquete y a interrogarlo. Doy gracias al cielo de que no se te ocurriera
abrirte la bragueta.
—Mi trabajo me costó. Dios… Cuanto más lo veo, más me muero por tirármelo. No puedo creerme que estemos en este plan, cortejando a Julieta como
si fuéramos adolescentes.
—Idea tuya. Créeme, si se lo pidieras a bocajarro, se negaría. Y en cuanto a
lo de tirártelo, tengo mis serias dudas al respecto. Quizá tengas que conformarte
con otras cosas.
—Para conformarnos con algo, tendremos que empezar por algo, digo
yo —afirmó, haciendo hincapié en el nos—. Vamos a casa. ¿No te gusta la cerveza?
—¿Qué? Ah, sí. —La vació hasta la mitad y luego se levantó—. Venga,
muévete, ansioso, que ya sé a qué viene tanta prisa. Después de esta cita sin final
feliz, estás deseando bajarte la cremallera, después de todo.
—¿Se me nota mucho?
Ambos rieron.
s
Y llegó el sábado noche. La fiesta privada del pub no estaba resultando
muy entretenida para un Niko ocupado en cruzar los dedos y desear que cierta persona se presentara. Para empezar, le había contado una sutil distorsión
de la verdad: el propietario no era un amigo, sino el amigo de un amigo. Sus
amistades poseían establecimientos de más categoría que aquel, si bien Kei se
había mostrado firme respecto a invitar al chico a sitios menos… ostentosos. Y
suponía que tenía razón.
Por eso le brotó una espontánea sonrisa de oreja a oreja cuando su compañero le propinó un codazo y le señaló la puerta. El irlandés, con su habitual
vestimenta sin pretensiones y su mirada intensa y decidida, hizo su aparición
pasadas las once.
—Dia dhuit, Nathan —saludó, ufano, tras hacerle señas para que se acercara
y pedir que le sirvieran un whisky.
31
—¿Eso pretende ser gaélico? No hace falta que te esfuerces; yo no lo hablo y,
desde luego, tú tampoco —se burló el rubio, riendo entre dientes y tomando un
buen trago—. ¿Qué se supone que tengo que contestar yo? ¿Kalimera?
—Tampoco te esfuerces. Mi griego no es precisamente homérico, y eso
que has perpetrado significa «buenos días». Dejémoslo en empate, aunque me
asombra que conozcas siquiera esa palabra.
—Sí, bueno, yo también leo libros, no hace falta que seas condescendiente
conmigo. —Se acabó el vaso y pidió otro.
—Eh, ¿a qué viene esa prisa? Queda mucha noche por delante.
—Me aprovecho porque es cortesía de la casa y porque, por una vez, no
me piden el carné. Además, llego más tarde, tengo que ponerme a la par que
vosotros.
—Relájate y no lo hagas de golpe, rubio. Y, por cierto, ¿qué es eso del carné?
—Relájate tú, moreno, voy a cumplir veinte. Un poco tarde para preocuparte
por mi edad…
Kei escuchó el intercambio de mordacidades con la atención de quien
asiste a un animado partido de tenis, y se dejó fascinar por la manera en que el
más joven se esforzaba por no quedar por debajo de su amigo. Y la educación
de la que hacía gala al hablar no era la que uno se esperaría de un chaval de
diecinueve años que trabajaba en un café por el salario mínimo. Aquello lo
intrigó. Se preguntó qué otros datos se estaba guardando en la manga.
Tampoco les contó mucho de sí mismo aquella noche, apenas detalles sueltos
que recopilaron con esmero: su nombre completo; que tenía una hermana que
vivía en la ciudad; que le interesaba la lectura, aunque no de forma sistemática;
que la vista se le iba detrás de las nenas con buen culo…
Niko lo abordó más tarde, mientras estaban sentados a una mesa y monopolizando su propia botella de whiskey irlandés.
—¿Eres AC/DC, eh?
—¿Hmmm? —fue la respuesta de Nathan, cuya atención había sido
absorbida por la visión de un par de chicas que se estaban dando el lote en una
esquina.
—Que eres muy democrático con tus segundos platos. Que te van la carne
y el pescado. Que las tías también te ponen.
—¿Y qué, si lo hacen? No me complico la vida con ellas, pero el sexo es
divertido. ¿En tu manual del perfecto griego dice que no debería tirarme nada
que tenga tetas?
—Apolo me libre. —Niko rio entre dientes—. Compartimos tu opinión al
cien por cien. Es solo que prefiero, si no te parece mal, que un tío al que quiero
llevarme al huerto se fije en mi entrepierna, en lugar de otear el horizonte como
un ojeador bien entrenado.
—¿Todavía estás con esa mierda? Ya te dije que no iba a acostarme contigo.
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—Oh, vamos, no hay nada malo en cambiar de opinión, ¿sabes? Reconoce
que no habrías venido si no sintieras curiosidad.
—He venido por las copas gratis, no porque echara de menos tu maldita
sonrisa de chulo de playa. —Nathan volvió a llenarse el vaso, dando muestras de
una incipiente irritación, y esa vez lo hizo triple.
—Te repito que no tengas tanta prisa por vaciar la botella. Los chavalitos
de tu edad deberían saber dónde está su límite. Hoy tendremos que sacarte de
aquí en camilla.
—Ocúpate de tus asuntos, ningún niñato pijo me va a enseñar a mí a
beber. Yo aprendí en la calle, e intuyo que tú lo hiciste en el despacho de algún
millonario marica, de rodillas entre sus piernas.
El joven de piel morena no permitió que sus palabras lo ofendieran. En su
lugar, dejó que su sonrisa se ensanchara y perforó a su interlocutor con una
puntiaguda mirada azul. Su compañero asistió a la escena tras su mejor cara de
poker.
—¿Ah, sí? Eso habría que verlo. ¿Apostamos a ver quién aguanta más?
Chupitos de whisky, Kei puede llevar la cuenta. Y si no te fías, nos hacemos con
un público y que sean ellos los que voceen.
—¿Y qué coño quieres apostar ahora?
—Ya lo sabes. —Niko se acercó y bajó la voz—. A ti. Tú, tirado en la cama
en pelotas, y vía libre para hacerte…
Nathan no notó la patada que Kei le propinó a su compañero por debajo de
la mesa. En cualquier caso, su ceño se arrugó hasta lo imposible.
—Vuelve a sugerir, siquiera, la idea de ponerme a cuatro patas, y te juro por
tus muertos que te salto los dientes. ¿No te quedó claro, cabrito? —Se levantó de
sopetón—. Que te den por culo, yo me…
—Espera. —Niko se levantó también y compuso su mejor expresión de
arrepentimiento—. Lo capto, lo capto y lo lamento, no volveré a mencionarlo
nunca más. Siéntate, por favor. Kei y yo lo estamos pasando muy bien y creo
que tú no te aburrías tampoco.
Como persona no acostumbrada a pedir disculpas, al irlandés le sorprendió
que el imbécil engreído fuera capaz de hacerlo; en el encuentro en su
apartamento, hubo de ser su amigo quien diera la cara por él. Volvió a sentarse,
aunque con reservas, y lanzó una mirada especulativa a sus compañeros de
mesa.
—Admito que me quedé con las ganas de disfrutar de nuestra apuesta inicial —continuó Niko, con voz suave—. Claro que un trato es un trato, y estuvo
genial, pero salimos de allí con un buen bulto en los pantalones, ¿sabes? ¿Qué te
parece esto? Que nos termines el trabajito del otro día contra nuestra oferta de
doblar la apuesta a ochocientas libras. Es decir, si aún crees que puedes ganarme
bebiendo.
33
El joven rubio jadeó. Ochocientas libras… Con esa pasta podría empezar
a plantearse algo que precisaba desde hacía mucho tiempo, un book decente. Y
únicamente tenía que ganar al imbécil engreído a tragos.
La derrota de la otra ocasión lo había tomado por sorpresa y lo había
fastidiado bastante, así que sopesó sus posibilidades. Había cenado, se encontraba
bien y aún no había empezado a beber en serio. Observó de reojo su vaso lleno
en la mesa y se felicitó por no haberlo probado. Por otro lado, el tipo aquel
le sacaba unos cuantos quilos y unos pocos años de experiencia para curtir el
hígado, aunque no muchos, nada que supusiera una gran desventaja. A menos,
claro estaba, que le estuviera tomando el pelo y tuviera una depuradora en
miniatura en lugar del estómago, algo que era muy improbable…
—De acuerdo —aceptó, al fin—. Y no hace falta que nos rodees de público,
yo me basto para llevar mi propia cuenta. No querrás que tu imagen sufra ante
tus amiguitos cuando te vean ahogándote en tu propio vómito.
Niko soltó una risita malévola.
—¡Siete!
Confiar en que un concurso de chupitos pudiera pasar desapercibido en una
fiesta pequeña era muy optimista. Se congregó en torno a su mesa un modesto
público de cuatro o cinco personas, que luego se convirtieron en diez o doce.
Nathan, que se había mostrado reticente al principio, comenzó a disfrutar de la
atención conforme el alcohol invadía su organismo y lo sacudía con un sentimiento de euforia y de seguridad en sí mismo.
—¿Cómo te sientes, Nikolaos? ¿Comienzas a ver doble?
—¿Por tan poca cosa? Naaa. Veo un solo futuro perdedor delante de mí, y lo
veo muy claro. Ten cuidado, que te tiembla el pulso y vas a derramar la mitad
del vaso. Eso sería trampa.
—Yo no hago trampas. No las necesito para ganarte.
Nueva ronda, y nuevo vaciado hasta el fondo. Y otra, y otra. A esas alturas
su mano vacilaba, y una ligera neblina emborronaba cada punto donde se
posaban sus ojos. Nathan se preguntó si todo el pub en pleno estaba fumando.
¿Se podía fumar? Cabrones, ¿por qué nadie se lo había advertido? ¿Era una
buena idea sacar un pitillo? No, creía que no…
—¡Once!
Posó el vaso con innecesaria violencia. Era una pose, pero así nadie podría
apreciar que empezaba a perder la capacidad de calcular la distancia hasta la
mesa. El sonido del whisky al ser vertido en el recipiente se le antojó demasiado
nítido, considerando el ruido que había en la sala.
—¿Te rindes, mi pequeño Nathaniel? Estás muy, muy, muy rojo. Pareces
una niñita. ¡Hey! ¡Que alguien le saque una foto a mi pequeña niñita!
34
—¿Por qué… debería? —respondió el rubio, con voz ronca—. Repites mucho
las palabras. Eso es que te cuesta… pensar palabras nuevas. No te preocupes, es
normal. A los modelos no les pagan por pensar… ni por tener cerebro. La boca
la tienen que usar para una cosa, nada más…
—Me parto contigo, irlandés. Yo no te oí quejarte de lo que hacía con mi
boca, ni de lo que dejaba de hacer. ¿Qué era lo que decías? ¿«Joder, joder, oh,
oh, voy a correrme»?
—Vete a la mierda, cabrón…
Kei observaba la competición en silencio. No era la persona más satisfecha del mundo, ya que luego le tocaría a él hacerse cargo de dos idiotas
borrachos como cubas. Por otro lado, no dejaba de ser un espectáculo ver a
aquellos dos enzarzados en su figurativa liza de ponerse las pollas en la mesa
y medírselas.
—¡Catorceee!
Ya no gritaban tanto, ¿es que se estaban aburriendo? Para Nathan era
inconcebible la posibilidad de que fuera él quien estuviera perdiendo facultades
auditivas. Alguien, no llegó a ver quién, le sirvió otro vaso. Bueno, eso era una
suerte: si hubiera debido confiarse a su habilidad de atinar con el cuello de la
botella en una abertura tan pequeña, habría tenido problemas. Serios problemas.
Ya le costaba mucho trabajo acertar a llevárselo a la boca.
Logró beberse el próximo, más o menos. Un hilo de líquido claro le goteó
desde la comisura de los labios y se perdió dentro de su camiseta.
—Eh, irlandés, te avisé de que no hicieras trampa —balbuceó su
contrincante—. No vale… darle de beber a tu ropa.
Nathan no pudo replicar esa vez. Dejó el vaso en la mesa, sin soltarlo —porque
sospechaba que no podría atinar para volver a agarrarlo si lo hacía—, eructó y miró
al frente con ojos vidriosos.
—Nathan… Deberíamos parar, ya habéis bebido mucho —sugirió Kei,
preocupado.
—Sirve —se las arregló para responder. Consiguió, incluso, que su voz aparentara una mediana lucidez.
El «dieciséis» que corearon sonó menos convincente, y el rostro de Nathan
estaba adquiriendo unos tonos alarmantes. Cuando el mediador ya discurría
una manera de detener aquello, el chico más joven se apropió del trago número
diecisiete, pero no tuvo la capacidad de separar los labios para bebérselo. Lo
derramó sobre su pecho, se dobló, víctima de una violenta arcada, y se derrumbó
sobre la mesa. Su rival, que a duras penas había engullido el suyo, trató de
enfocar la vista en el caído.
—¿He ganado… ¡hic!… yo?
35
Niko recibió felicitaciones, palmadas y zarandeos. Dejó caer la cabeza hacia
atrás, haciendo que su melena se meciera sobre el respaldo de la silla, y mostró
su semblante más bobalicón a su compañero.
—Hemos ganado, amorcito. ¿A que soy el puto amo? ¿A que soy el…?
Se veía venir; la silla se resbaló, y su maltrecho ocupante cayó de espaldas
en el suelo antes de que nadie pudiera reaccionar y sostenerlo. El joven aulló, se
incorporó unos cinco centímetros y luego decidió que no merecía la pena, que
el entarimado de madera era muchísimo más cómodo.
—Sí, amorcito, eres el puto amo… —Suspiró, sin saber a cuál de los dos
prestar ayuda primero.
s
Tal cual había predicho, a Kei le tocó ser el conductor en el camino de
vuelta, con un borracho delirante en el asiento del copiloto y otro inconsciente,
tendido en la parte posterior. Y ya que al delirante le había dado por cantar
viejas canciones infantiles en griego con un acento lamentable, el viaje estaba
siendo de todo, menos silencioso. Aguantó el temporal hasta que los tímpanos
empezaron a sacudírsele.
—Cállate la boca, Niko, o te incrustaré garganta abajo lo primero que pille
en la guantera.
—Eres un… desagradecido —barbotó el joven—. Después del trabajo que
me ha costado… ganar la apuesta…
—Sí, y me llamaste «amorcito» en público. No creas que esa te la voy a dejar
pasar. —Sus labios se torcieron en una mueca burlona. Alguien había utilizado
su móvil para inmortalizar la escena, y cuando viera la grabación, su compañero
iba a desear que se lo tragara la tierra.
—Es que eres mi amorcito, ¿no? El tío más maravilloso y más sexy del mundo.
Hizo ademán de abrazarlo, y Kei se alarmó, porque un Niko baboso muy
bien podría desembocar en que terminaran empotrados contra una farola.
—Ni te atrevas a acercarte con esa curda que llevas. Si lo haces, tendré que
atarte a la cama las próximas tres noches.
Por alguna razón, la amenaza surtió un efecto inmediato. El joven continuó
pacíficamente su camino, hasta que debió realizar un frenazo brusco ante un
semáforo que un par de chavales cruzaron sin mirar. La sacudida despertó al
bello durmiente del asiento trasero, que empezó a gemir y agitarse.
—Hmmm…
—¿Cómo te encuentras, Nathan? —preguntó Kei—. ¿Estás bien?
Silencio.
—No, no estoy bien —farfulló el interrogado al rato, tumbándose de
costado—. No estoy nada bien, p-porque mi vida es una mierda…
36
Ay, pensó el conductor, juzgando con mucho acierto que el chico se había
sumido en la depresión alcohólica.
—… Mi vida es una p-puta mierda —continuó, sin que sonara muy diferente
de un moribundo—, nada me sale a derechas, y quisiera s-saber qué he hecho
para… Primero me tengo que largar de mi casa, luego… el capullo del novio
de mi hermana me echa también… Tengo que g-gorronearle el piso a un
colega y soportar al c-cabrón de mi jefe… en un curro de pena…
Kei se sintió incómodo. Tenía la impresión de estar violando la intimidad
de Nathan, y sospechaba que si llegaba a recordar al día siguiente lo que les
había contado, esa pequeña dilatación de las ventanas de la nariz que ya le había
notado en un par de ocasiones no bastaría para ventilar su ira.
—… Y para colmo, cuando creí que lo había c-conseguido en un casting, el
hijo… hijoputa del director me dijo que si no me acostaba con él, no… Joder…
estaba tan c-cabreado que lo mandé a follarse a su madre… Ya puedo esperar…
sentado a que esa g-gente quiera trabajar conmigo…
»Dios… cómo lo odio… Cómo odio… todo…
Un sonoro hipido interrumpió su discurso fúnebre. Niko, cuyo cerebro no
funcionaba a máxima capacidad, malinterpretó el gesto y pensó que su pasajero
había roto a llorar.
—No… No sufras, encanto, perder no es tan malo, ya ganarás la próxima.
Se desabrochó el cinturón y ejecutó una torpe maniobra para pasar a la
parte de atrás. Kei intentó convencerlo para que se estuviera quieto, porque
ciento noventa centímetros dando saltitos en un coche de tamaño medio podían
resultar peligrosos. Tarea vana; mal que bien, el joven se abalanzó sobre el
indefenso irlandés beodo y lo abrumó con un abrazo pegajoso.
—S-suelta, idiota, déjame en paz —articuló Nathan a duras penas, plantando
la palma abierta de la mano en su rostro bronceado. Luego continuó, ignorando
la interrupción—. Y… por si eso no bastara… tengo que ch-ch-chupársela a
un gilipollas que va a estar reste… restegando… restegándomelo por la cara hasta
el infinito…
—¿Qué te va a restregar? ¿El rabo? —preguntó Niko, confuso.
—Sí, eso s-seguro… Seguro que me lo restiega bien…
—Eh, yo tengo el rabo muy grande —susurró, pretendiendo dar un toque
lascivo a sus palabras—. ¿Quieres verlo?
—Déjame en paz, capullo. Quiero dormir.
A pesar de su preocupación, Kei sonrió en la oscuridad.
Nathan no reaccionó cuando alguien lo tomó por los hombros y lo condujo
hasta un portal, lo remolcó al ascensor y luego a un apartamento, lo dejó caer
en una cama y le quitó los zapatos. Tampoco cuando le alzaron la cabeza y
37
deslizaron un vaso de líquido y un par de cápsulas por su garganta. Después
de eso no volvieron a tocarlo, y el muchacho se sumergió en una reparadora
inconsciencia.
s
Al abrir los ojos y mirar su reloj, comprobó que ya había pasado la hora
del almuerzo. Estaba en una habitación desconocida y envuelta en penumbra,
y aunque se sentía fatal, no llegaba, ni de lejos, al nivel de agonía que debería
haber alcanzado con semejante borrachera antológica. Halló el interruptor de la
luz, y su búsqueda desesperada de un baño dio rápido fruto. Al volver a acostarse
descubrió que habían dejado botellines de agua y un par de latas de cerveza
ligera sobre la mesita, junto con una bolsa de sándwiches. Se los quedó mirando
con suspicacia, preguntándose a qué venía semejante amabilidad. Abrió una
botella, y también una cerveza, y las vació. Tenía que levantarse, pero estaba
tan cansado…
Volvió a tumbarse sobre el colchón y a quedarse dormido.
Cuando despertó, las sombras habían avanzado. Las siete de la tarde; se
encontraba mucho mejor, y con un hambre canina. No dudó en devorar su
botín de emparedados, ya pagaría por ellos más tarde. Un papelito blanco en el
que no había reparado cayó al suelo.
«Descansa lo que te haga falta, come algo, date una ducha. Ponte cómodo…
pero no demasiado».
Nathan se leyó las líneas dos o tres veces. Sí, tenía el nebuloso recuerdo
de que había una apuesta que saldar. Se encerró en el cuarto de baño y se
demoró bajo el chorro de la ducha hasta que se le arrugaron las yemas de los
dedos.
Había un batín oportunamente abandonado sobre una silla. A él no
le gustaban esas cosas; no le gustaba nada de su actual situación, así que se
envolvió en la toalla, con el cabello aún mojado goteando sobre su espalda, y
salió. De inmediato, unos golpecitos sonaron al otro lado de la puerta, y alguien
entró sin esperar respuesta.
—Buenas… noches otra vez, Nat. Eso ha sido una señora siesta, ¿eh? Habrás
dormido bien, espero.
Era Niko. El joven se había librado con eficacia de las señales de la
resaca; llevaba una camiseta de manga corta y unos pantalones deportivos
de algodón muy fino, y su larga melena también conservaba la humedad de
la ducha. Nathan se sentó y abrió otra botella de agua y, mientras lo hacía,
Kei se asomó, entró y cerró tras él. El irlandés experimentó un déjà vu…, una
mezcla de nerviosismo y calor, a partes iguales, que se apostó en la boca de
su estómago.
38
—¿Me habéis traído a vuestro apartamento? —preguntó.
—No, es de un amigo —respondió Kei—. Era el alojamiento disponible más
cercano al pub, porque los dos necesitabais dormir la mona con urgencia antes
de que tuviéramos un accidente con el coche. Gracias por la diversión de la
noche, muchachos —añadió con ironía—. Me encanta hacer turnos para acostar
a tipos más grandes que yo.
—Oh, vamos, no exageres. —Niko se sentó junto a Nathan con toda
tranquilidad—. Nat no es mucho más grande que tú. Más musculoso, sí, eso no
puedo negarlo. ¿Eres asiduo del gimnasio, rubio?
—Practico taekwondo. Soy Primer DAN WTF y, aunque ahora no puedo
permitirme ir al dojang todo lo que quisiera, me basta para hacerles una cara
nueva a tipos molestos que creen que pueden jugármela. —Lanzó una mirada
oblicua a su compañero. Niko alzó las cejas y las palmas de las manos, a modo
de ofrenda de paz.
—¿Por qué te pones siempre a la defensiva? —preguntó—. Por cierto que
no entiendo la mitad de lo que me dices. Es como si me estuvieras hablando
en…
—¿… Griego?
—Muy divertido, Natey. Y, dime, ¿recuerdas nuestra competición? Confieso
que yo, ejem, no. Me han mandado un divertido vídeo, eso sí, y lamento decirte
que me eché un trago más al gaznate. Tengo pruebas, por si no crees a nuestro
observador, aquí presente.
—¿Cuántos me bebí? —se interesó el irlandés, mirando a Kei.
—Dieciséis. En mi opinión, los vasos eran muy grandes.
—Joder…
—El asunto es que, al verte tan ligero de ropa, me han entrado unas ganas
locas de recoger el premio. —Los ojos azules se posaron sobre el vientre de
Nathan y fueron subiendo, sugerentes, hasta su rostro—. Es decir, si no tienes
una excusa perfecta que pueda empujarnos a aplazarlo.
Se inclinó sobre él, apoyando la mano a su espalda, y se acercó poco a poco,
con los labios entreabiertos. El muchacho rubio lo miraba hipnotizado, incapaz
de apartar la vista, pero cuando advirtió la proximidad de aquella boca, se levantó de un salto y puso distancia entre ambos.
—No, me parece bien —dijo, después de aclararse la garganta—. ¿Los dos a
la vez, o de uno en uno?
—Empieza conmigo —pidió Niko, tras una pausa para estudiar su
reacción—. A Kei le gusta… tomarse su tiempo.
—De acuerdo.
Nathan se arrodilló frente al joven moreno. Ya hacía ademán de inclinarse
cuando él lo detuvo, poniendo la mano sobre su hombro desnudo y deslizándola
hasta su cuello.
39
—Tch, tch, tch… ¿De nuevo me vienes con esas prisas? Te aseguro que espero
durar más de lo que será cómodo para tus rodillas. Anda, súbete a la cama y
reclina la espalda contra el cabecero. Es acolchado, cálido y suave.
Aunque Nathan no disfrutaba siendo manipulado, tampoco estaba
en condiciones de discutir, por lo que hizo lo que le indicaba, estirando las
piernas ante sí. Le había mentido, con referencia a la calidez de la superficie; un
escalofrío le recorrió la columna y le puso la piel de gallina al entrar en contacto
con el frío material, a lo que contribuyó, en no poca medida, el ver a Niko
plantando las rodillas en el colchón y caminando sobre ellas hasta colocarse
enfrente, flanqueando sus caderas. Lo miró desde su posición más elevada,
sonrió y hundió la mano en su rubio cabello húmedo.
—Excítame.
El irlandés bufó. ¿Qué tipo de orden estúpida era esa? Recordó entonces
la dedicación que aquel par había derrochado con él, y decidió que iba a
enseñarle lo que era bueno. Su… ¿cómo lo llamaba su amigo O’Halloran?
Su arte mamatorio nunca había sido sobresaliente, o eso creía, puesto que el
entrenamiento intensivo de su lengua había tenido lugar entre las piernas de las
chicas. Había llegado el momento de enmendar esa circunstancia. Giró los ojos
hacia lo alto, puso la palma de la mano sobre el abultamiento de su entrepierna,
sacó la lengua con ostentación para que él no se perdiera detalle y la deslizó a
conciencia sobre la tela, desde la base hasta los testículos, sus dedos ocupados en
juguetear alrededor y en mantener el tejido estirado.
Aunque el montículo en el que trabajaba aumentaba de tamaño y vibraba,
no lo hacía todo lo rápido que habría esperado. Y su paciencia, por el contrario,
disminuía. Bajó el algodón a tirones y hundió la cara en su pubis, restregándola
sobre la piel y mordisqueando con los labios la gruesa circunferencia. La
alteración del ritmo arrancó un jadeo de la garganta de Niko y provocó la
remontada del trozo de carne al que presentaba sus respetos. Se separó para
rozar el extremo con la punta de la lengua antes de continuar el camino al
sur, y al encontrarse todo aquello en su campo de visión tuvo que detenerse a
estudiarlo.
¿Qué era lo primero que saltaba a la vista en esa situación? Aunque siempre
había estado satisfecho con el tamaño de su aparato, constató, con cierto desencanto, que aquellos veintitrés o veinticuatro centímetros parecían sobrepasarlo.
Niko era alto, y la genética había querido que esa parte de él hiciera juego
con el resto. Estaba circuncidado, tenía un intenso color rojizo por efecto de
la excitación y, como se esperaba, se depilaba cuidadosamente, a excepción de
un pequeño triángulo oscuro que coronaba el conjunto. Los ojos se le fueron
entonces a las caderas y al vientre musculoso, y al mirar bajo la camiseta capturó
un atisbo de una perfecta colección de abdominales que se marcaban debido a
la respiración agitada.
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No tardó en darse cuenta de que volvía a mirar fijo, igual que un novato
impresionado, y por más que intentó enmendar el desliz con rapidez, la consabida sonrisita de suficiencia arqueó los labios del joven medio griego. Con un
pequeño gruñido, Nathan agarró la base del miembro con la mano derecha y
lamió la piel que conectaba con los testículos, que ya se ponía más tirante. La
mano libre resbaló por la cadera, hasta el glúteo duro y bien formado, y los dedos se hincaron en el músculo, adentrándose hasta alcanzar la separación.
—Cuidado con esos deditos —lo exhortó Niko, tenso y socarrón a la vez—.
Consérvalos lejos de esa parte que tú defiendes con tanto ahínco. Cortesía por
cortesía… amigo mío.
El irlandés se detuvo, comprendiendo que no tenía sentido discutir, y centró
su atención en lo que tenía entre los labios. Sorbió la delicada superficie y lamió
todo el camino de vuelta por la cara externa hasta la abertura, de la que rebosaba
un espeso líquido transparente.
—Ya que no preguntas, te diré que los dos estamos limpios —comentó
Niko—, pero en el cajón de la mesita hay preservativos. Sírvete tú mismo.
Nathan alzó la vista, desafiante. Separó la boca un par de centímetros,
propinó un apretón con la mano que sujetaba la erección y dijo:
—Cortesía por cortesía.
Su lengua se adentró en la grieta y barrió el líquido preseminal hasta la
parte superior del glande. Su pareja se sacudió y separó las rodillas. El rubio
experimentó el aumento de presión de los dedos que lo sujetaban por la nuca.
—Quítate la toalla.
—Tú no… te has desvestido —observó Nathan, sin dejar lo que estaba
haciendo.
—Prefiero verte, hará que acabe antes. Y tú… querrás que acabe antes,
¿verdad? —susurró. El más joven lo consideró, y luego pegó un tirón a la toalla
que le rodeaba la cintura y la apartó a un lado, con un brusco movimiento de
caderas. Niko se separó para echar un vistazo entre sus piernas y comprobó que
había un cierto endurecimiento ahí abajo.
—Vaya…, te gusta lo que tienes delante, ¿mmm? —se burló, antes de que un
agarrón más contundente le recordara que alguien tenía los dientes muy cerca
de sus partes blandas.
—Cállate.
Nathan imaginó que algo de ayuda extra no vendría mal para vencer la
fricción. Bañó con saliva el tronco, la extendió frotando con la mano y cerró la
boca en torno al extremo, haciendo que su lengua se arremolinara en torno. No
estaba acostumbrado a hacer trabajitos de tal envergadura. Le vino a la mente la
pericia de Niko para clavarse la suya hasta el fondo de la garganta, y no creía
que pudiera repetirlo sin ahogarse. Continuó engullendo, hasta que su boca
hizo tope con el borde de su mano, y aún se adentró un poco más.
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Respirar se volvió una tarea difícil. Se rindió y decidió ayudarse de los dedos
para cubrir el resto, y siguió meciéndose adelante y atrás, presionando con los
labios y apretando la lengua a lo largo de la hendidura. Niko jadeaba más fuerte.
La mano que lo sujetaba se hundía en su nuca como una garra, y eran ahora
sus caderas las que empujaban dentro de él, privándolo de casi toda libertad de
movimientos. El cabrón quería follarme y lo está haciendo, pensó el irlandés. No
iba a protestar. No iba a sucumbir a la tentación de sumergir los dedos en esa
entrada posterior tan tentadora y abrirse camino; pero levantó la pierna y encajó
la rodilla bajo su perineo, haciendo que se frotara contra ella a cada embestida.
—Ah…
Sonidos bien audibles… Nathan sonrió para sus adentros. De inmediato, el
colchón se inclinó bajo el peso de un ocupante más. El joven miró de reojo y
captó la silueta de Kei, que se había acercado para disfrutar de un mejor ángulo.
Niko no reaccionó. Tan solo cerró los ojos, apretó con más fuerza, hincó la polla
todo lo que pudo y volvió a sacarla a toda prisa.
Nathan percibió con claridad el temblor y la contracción que precedían al
orgasmo. No iba a dejar que aquel cabrito se le corriera en la cara. A duras penas
atrapó de nuevo el miembro a punto de explotar y sintió las descargas disparando dentro de su boca, calientes y enérgicas. Aguardó unos instantes y luego
dejó que se deslizara fuera, agarró la toalla abandonada a su costado, escupió y
se limpió los labios. Esperaba que su leche supiera más amarga, pero… lo cierto
era que había probado cosas mucho peores.
—Es una muestra de educación avisar cuando te vas a correr, capullo —gruñó
el rubio al jadeante Niko, que había dejado de sujetarlo y se reclinaba con ambos
brazos sobre la pared, tratando de recobrar el resuello.
—No pensaba… hacerlo dentro, idiota —barbotó este, en respuesta.
—No… Pensabas correrte en mi cara y restregármelo más tarde. Vale,
incluso puede que en los dos sentidos…
—¿Tan… tan malo es? —Niko sonrió, y la presión sobre su perineo y sus
testículos reapareció—. Ugh… No juegues con eso, rubito…
—Pues quítate de encima.
El moreno se recolocó la ropa y se apartó al lado de la cama donde el otro
se había sentado. Ahora que Nathan era libre de volver los ojos a su derecha
pudo examinar a Kei, que tenía la vista fija en su cuerpo desnudo y la mano
sumergida bajo la cintura. El rubio siguió la dirección de su mirada y reparó en
la más que notable erección que era el ornato de su entrepierna.
—¿Te divierte chupármela, Nate? —se regocijó Niko—. Ya veremos lo bien
que te portas con Kei… si es que has conseguido volver a encajarte la mandíbula.
Se inclinó y acarició con la lengua los labios de su compañero, que la
atraparon fugazmente. Intercambiaron posiciones, y Kei se acercó al más joven
de los tres.
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—¿Quieres hacer una pausa? —preguntó, en un susurro.
Nathan rehusó, deslizó la mano hacia su vientre, lo acarició y continuó
descendiendo. Estaba húmedo y rígido, y era muy suave. Kei sonrió, imitando
la posición que había adoptado Niko, y al hacerlo rozó el pecho lampiño del
irlandés. Este tiró de sus pantalones hasta las rodillas, y un aparato de buen tamaño
—no tan grande ni grueso como el suyo— saltó para recibirlo, depilado por
completo y también circuncidado. Apoyando la mejilla en su ingle, mordisqueó
y lamió la piel de los alrededores, evitando volver a tocarlo por el momento. Kei
retiró con cuidado el flequillo rubio y aprovechó para dejar los dedos sumergidos
en su pelo. Su pulgar escapó a la mejilla, que rozó con delicadeza.
—Llevo un preservativo en el bolsillo trasero, si lo quieres —ofreció.
—No —respondió Nathan, con la lengua empleándose a fondo en sus
testículos y las manos en la cara interna de sus muslos—. Dime… cómo te gusta.
—Vas muy bien. No tengo ninguna… oh…
El irlandés juzgó que era hora de dejarse de rodeos, y fue trazando un
camino de saliva caliente sobre la cara interna del miembro; cuando alcanzó el
glande, se lo metió de lleno en la boca y apretó los labios con fuerza. Lo hizo
entrar y salir, colocando la lengua en posición para que se enroscara en torno
a su abertura a cada vaivén, y penetrando un poco más cada vez. Sus manos se
desplazaron a las caderas, y luego a las nalgas, y las sujetaron para llevar el ritmo.
Le resultaba algo más fácil devorar aquella polla hasta la base. Algo le decía
que su compañero acostumbraba a hacerlo sin ningún problema, y no quería
quedarse atrás. Era una sensación muy extraña: deseaba esmerarse con Niko por
pura obstinación y competitividad entre ellos, y le apetecía hacerlo con Kei justo
por lo mismo. Lo condujo tan adentro que sus labios rozaron su pubis desnudo;
hubo de sacarla con urgencia para respirar, pero no tardó en volver a la carga.
Kei debía estar sintiendo la presión del cielo de su boca en el glande y jadeaba
con su característica discreción. Nathan habría deseado algo más de efusividad
al mostrar su placer, claro que no lo conocía lo suficiente para saber cuáles eran
sus reacciones normales. Picado en su orgullo, siguió empleándose… hasta el
fondo.
El joven comenzó a proyectar sus caderas. Su rubia pareja aventuró un
vistazo a su rostro y lo pilló en el acto de llevarse un par de dedos de la mano
izquierda a la boca entreabierta, mojarlos con saliva y bajarlos a su…
La madre que…, pensó Nathan, cuando notó que arqueaba la espalda para
alcanzarse su entrada trasera e introducía en ella los dedos húmedos. Algo interesante debió cruzarse rápido en su camino, porque percibió el aumento de
la intensidad de su respiración y de sus empujones. Su propia polla se sacudió
alegremente y resolvió que, si alguien iba a hacer que aquella belleza oriental se
corriera, sería él, y solo él. De manera que movió las manos hacia allá, dispuesto
a sustituir a Kei en esa tarea que había emprendido.
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Al momento, alguien sujetó sus muñecas.
—Ni lo sueñes, encanto —sonó la voz de Niko—. Esto también está fuera
de tus límites.
De nuevo aquel capullo… ¿Se estaba vengando porque él no iba a dejar que
le tocaran el culo? Oh, qué diablos; atenazó sus caderas y se esmeró como nunca
para que no apreciara gran diferencia entre su mamada y un buen polvo. Niko
se había quedado a sus espaldas, suponía que ocupándose de esa zona. Y Kei…
No tardó mucho en tensarse y empujar su mejilla hacia atrás.
—Nathan… apártate —musitó.
Nathan tampoco se apartó entonces. Recibió en la boca el segundo orgasmo
de la noche e hizo algo que iba en contra de todos sus principios: tragó. Sin
pensarlo; sin ninguna otra intención, salvo demostrarle de lo que era capaz; y
quizá, esperando que aquello fastidiara a Niko.
Tampoco sabía mal. En absoluto.
Kei no dijo nada. Únicamente jadeó a través de sus labios entreabiertos
y lo miró con aquellos hermosos ojos rasgados. Al momento, un antebrazo
bronceado rodeó su vientre, y el rostro de su compañero apareció sobre su
hombro, reclamando un beso. Contemplando sus lenguas unidas, Nathan se
encontró pensando que hacía mucho tiempo que no besaba a nadie. No era raro
para él que una sesión de sexo transcurriera sin posar su boca en la de su pareja,
y no era algo a lo que soliera prestar mucha atención. Pero allí, y entonces, con
una erección más que molesta descansando sobre su vientre… Hizo ademán de
levantarse para correr al baño y procurarse alivio.
Niko tenía otros planes. Apartó a Kei, se tendió sobre un costado, atrapó
el abandonado miembro y se lo llevó a la boca; a su invitado ni se le ocurrió
protestar. Apenas veía más que su cabeza morena subiendo y bajando, pues la
cortina de cabellos oscuros se interponía entre él y el objeto de su interés. Los
echó a los lados con desmaña y clavó la vista en el espectáculo que ya lo había
puesto cachondo en la primera ocasión. No necesitó mucho para que lo llevara
al límite.
Antes de que culminara, los dedos de Niko tomaron el relevo allí donde
habían estado sus labios. Desatendiendo las mudas protestas del joven, terminó
la faena con ellos, hundió la cara en su cuello y lo besó mientras la mano se le
cubría de semen. Cálido, abundante y espeso; la calidad de alguien que no se
había corrido en días. Sonrió.
—Ahora es cuando esperas que me queje —susurró a su oído— de que Kei
ha recibido mejor tratamiento que yo, ¿mmm?
Nathan sintió su lengua lamiéndole la oreja. Ese escalofrío que volvía a sacudirle el estómago, ¿se lo había causado la saliva en su piel o el sonido quedo de
sus palabras? Acababa de tener un orgasmo, por amor del cielo… Nadie con un
par de pelotas se pararía a considerar algo así después de vaciarlas. Le entraron
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unas ganas locas de salir huyendo. A pesar de que casi no tenía voluntad para
moverse, empujó el brazo que se apoyaba sobre su ingle, se levantó y se refugió
en el cuarto de baño.
—Tiene que ser una broma. Te envié esos archivos a tu correo electrónico
particular y al del departamento el viernes, ¿y esperas a la noche del domingo
para decirme que no los has recibido? La presentación es a primera hora de
mañana, me importa una mierda si tienes que quedarte toda la madrugada en
pie para prepararla. Y cuando la tengas lista, me enviarás un mensaje. No te
muevas de ahí. Volveré a casa y te los reenviaré.
La voz de Niko llegó distorsionada desde la habitación contigua, donde
atendía una llamada de teléfono. No tardó en oírse el sonoro estruendo de la
puerta de la calle al cerrarse con violencia.
Kei golpeó y esperó a recibir permiso para entrar.
—Niko me pide que lo disculpes, ha tenido que salir para solucionar un
problema del trabajo. Si estás listo, te llevaré a tu apartamento.
—No es necesario, puedo tomar el metro.
—Yo también tengo que volver a casa y puedo dejarte en la tuya de camino.
Por favor, insisto.
Así que Nathan subió de nuevo a aquel automóvil cuyo primer paseo no
era capaz de recordar, y se preguntó por qué Kei no habría pasado de él para
llevar a su novio, o su amigo, o lo que fuera, a hacer ese recado tan importante.
El chulo bronceado trabajaba los domingos por la noche, ¿eh? Aunque lo
picaba la curiosidad por saber en qué, no se avino a preguntar. No era asunto
suyo.
—Pensarás que no es de mi incumbencia —dijo su compañero, sacándolo de
su ensimismamiento—, y no quiero sonar paternalista, pero no deberías dejar de
usar preservativos en estas situaciones. Lo lamento, creí que debía decírtelo…
por muy halagado que me sienta.
Si lo hubiera escuchado de otros labios, no se lo habría tomado tan bien. La
cuestión era que aquel joven se expresaba con tan delicada diplomacia que era
imposible enfadarse con él. Y tenía una sonrisa…
—Tu amigo empezó —murmuró Nathan.
—Tienes razón, tienes toda la razón. Bueno, puedes estar tranquilo. Nos
hacemos análisis a menudo y todo está en regla. ¿Cuándo te hiciste los tuyos
por última vez?
—No… no tengo tiempo ni pasta para prestarle mucha atención a eso —respondió, confuso—. Tengo bastante cuidado.
Llegaron a su calle. El conductor detuvo el coche, rebuscó en su cartera y
sacó una tarjeta.
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—Este es el laboratorio al que vamos siempre. Solo debes enseñarles esto;
te atenderán enseguida y no te cobrarán nada. Al margen de que quiero que
sigamos viéndonos, me preocupa que la gente que puedas conocer por ahí no
lleve un control tan estricto como Niko y yo. Por irresponsables que podamos
parecer a veces.
El irlandés tomó el pequeño rectángulo de cartón y abandonó el vehículo.
Kei bajó la ventanilla y le lanzó una sonrisa.
—No dejes de ir, por favor. Bien, hasta muy pronto, espero. Buenas noches,
Nathan.
Al margen de que quiero que sigamos viéndonos…
Se quedó allí un momento, con el cartoncito entre los dedos, observando el
automóvil que se alejaba.
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III
Nathan se preguntaba cómo había vuelto a dejarse liar por esos dos y por
qué había permitido que lo arrastraran a otra fiesta. El marco era diferente y
muy atractivo, eso no iba a negarlo. Habían aparcado el coche en una calle
flanqueada por dos hileras de casitas de campo, y al cruzar el muro tapizado
de enredaderas y encontrarse ante los jardines de aquella hermosa hospedería
de doscientos años, había comprendido lo poco que conocía del país en el que
llevaba viviendo desde los dieciséis. Sitios así de bonitos los había también en
Irlanda, sin duda, y por centenares, solo que su familia nunca había tenido suficiente dinero para desperdiciarlo en viajes de placer. Apenas había abandonado
su Clondalkin natal para desplazarse en autobús a Dublín, y ahora, al otro lado
del mar de Irlanda, la situación era más o menos la misma. Siendo justos, debía
estar agradecido por disfrutar la oportunidad de respirar aire fresco.
El problema era que estaba a cincuenta kilómetros de la ciudad e ignoraba
cómo regresaría a su apartamento al final de la jornada, ni en qué estado se
hallaría. Niko le había dicho que estaban invitados a dormir y así no tendrían
que cortarse a la hora de beber, pero Nathan no había querido ni oír hablar
de ello. Aprovecharse de la hospitalidad de alguien a quien no conocía no iba
con él. Si pensaban aceptar la invitación, ya se las arreglaría para volver por su
cuenta.
Y no era únicamente una cuestión de amor propio. Sabía que, de quedarse, se
metería de nuevo en la cama con ellos, bebido en mayor o menor grado, y estaba
inquieto por la dirección que tomaban sus actividades a puerta cerrada. Aunque
ese chulo bronceado no había vuelto a sugerir a las claras que le complacería
hacerle morder una almohada, no las tenía todas consigo respecto a la posibilidad
de que pudiera intentarlo. Por otro lado, la forma en que lo abordaban y se
metían dentro de sus pantalones… Desde el día de la segunda apuesta lo habían
hecho en un par de ocasiones, igual que en su primer encuentro: volviéndolo
loco entre los dos, llevándolo al límite y huyendo después con algún pretexto
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convincente. No lo entendía. ¿Qué sacaban ellos de eso? Aparte de un bulto
fenomenal bajo la bragueta, claro, al que con toda probabilidad ponían remedio
en su casa, follando como animales. El hecho de ser el fetiche sexual de un par
de freaks pervertidos no le hacía ninguna gracia, en especial porque empezaba a
disfrutar demasiado de su compañía y de las cosas que eran capaces de hacer dos
lenguas sobre su piel, en contraste con todas sus experiencias previas conscientes,
en las que no había tenido más que una.
Estaba, además, ese otro asunto que casi había agotado su paciencia.
De manera que allí se encontraba, jarra en mano, hablando de esto y aquello,
en un salón con mesas de madera tan antiguas que se podían oler la cerveza y la
nicotina de los parroquianos que habían bebido y fumado sobre ellas durante
décadas. La asociación de ideas espoleó automáticamente su necesidad de echar
un pitillo; se excusó y salió al jardín.
Un camino empedrado en medio del césped lo guió hasta un laberinto en
miniatura que se alzaba a un costado del edificio. Sonrió. Dado su reducido
tamaño, era imposible perderse en él, por muy altos que fueran los setos que
tenía por paredes. Dobló el primer recodo, y un ruido a sus espaldas le avisó de
que tenía compañía. Miró por encima del hombro.
—Creía que odiabais el tabaco. ¿Me habéis seguido hasta aquí porque
extrañabais su dulce aroma?
—Es la primera vez que vienes y no queríamos que te perdieras —dijo Niko,
con una voz que pretendía ser solícita.
—¿En este laberinto? —se mofó el irlandés, adentrándose más en el estrecho
corredor—. Para eso me harían falta otras quince pintas, por lo menos.
—Fumador, bebedor… ¿Qué clase de deportista de saldo eres, Nathan?
—¡No fumo mucho! Es decir, fumaba bastante antes de empezar a entrenar,
y ahora un paquete me dura tres o cuatro días. Y en cuanto a beber, tampoco
suelo emborracharme. A menos que alguien me proponga una apuesta idiota,
claro. —Volvió la cabeza y se escudó tras una calada.
—Es normal que te guste emborracharte. Eres irlandés, después de todo.
—Y tú eres medio griego. ¿Tengo que dibujarte un plano de lo que te
medio gusta?
Kei escuchaba en intercambio dialéctico en silencio, sonriendo. A pesar de
sus eternos enfrentamientos sarcásticos, sabía que Nathan se sentía más cómodo
con ellos, solo que…
En el tiempo que llevaba tratándolo, había llegado a familiarizarse con
algunos de sus hábitos. Fumaba poco, era cierto, pero siempre solía hacerlo
cuando estaba nervioso o irritado.
—Deberías dejarlo —continuó Niko, aproximándose más y murmurando
cerca de su oído—. ¿No te han dicho nunca que la nicotina y el alquitrán saben
fatal?
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—Tranquilo, no te daré ocasión de probarlos —aseguró el rubio, a la
defensiva—. Mantén tu maldita lengua lejos de la mía y todos contentos; yo, el
primero.
—¿Y quién está hablando de tu lengua, Nat? —La voz del más alto adquirió
un tono deliberadamente obsceno mientras le pasaba el brazo por la cintura, lo
abrazaba por la espalda y deslizaba la mano hasta su cadera.
—Joder… Estamos en un puñetero jardín, por si no te habías fijado.
—¿Y qué? ¿Tan tímido eres? —Mordisqueó su cuello con suavidad,
deteniéndose a introducirle la lengua en la oreja—. Hace mucho que no nos
vemos. He echado de menos… esto.
La mano completó el recorrido hasta su entrepierna y la frotó a conciencia
por encima de sus vaqueros. El irlandés se volvió de sopetón, rozando con la
ceniza del cigarrillo la piel desnuda de su compañero, que retiró el brazo al
instante. No fue algo intencionado, y arrojó la colilla al suelo enseguida, pero
no se disculpó. Lo había atrapado esa sensación…, esa incomodidad que lo
embargaba cuando se enfrentaba a Niko y debía alzar ligeramente la vista para
encontrarse con sus ojos. Cinco centímetros, apenas, que para su orgullo ya eran
demasiados.
—¿Qué vas a hacer? ¿Bajarme la cremallera y hacerme una paja, como
si estuviéramos en el colegio? Oye, no sé qué juegos raros os van, ni me
importa, pero déjame informarte que yo, cuando salgo con alguien, es para
follármelo. —Ahora fue él quien plantó la palma de la mano en el trasero del
joven y apretó—. Aquí nadie es un crío para andar toqueteándose en los servicios
del parque, así que, ¿qué me dices? ¿Me vais a dar lo que quiero —apretó aún
más fuerte— u os vais a ir por donde vinisteis y me vais a dejar en paz?
Lo había hecho… Su paciencia ya se había agotado del todo. ¿Qué otra cosa
pretendían que dijera? La verdad era que los deseaba. Casi no lograba contener
el impulso de aplastar a Niko contra la pared y metérsela cada vez que tenía a
tiro su trasero perfecto. Se moría por comprobar si Kei era menos silencioso
cuando tenía a alguien sobre él y hundido entre sus nalgas. Los deseaba como
nunca había deseado a nadie, salvo, quizá, a una persona. Y al comparar el tipo
de sentimientos que le inspiraban con los que había experimentado en el pasado,
no podía más que preguntarse si no sería mejor que rechazaran su primera
oferta, optaran por la segunda y lo olvidaran.
—¿Tanto te entusiasmaría clavármela, irlandés? —De nuevo ese maldito
arrullo al oído, que lo excitaba y lo enfurecía a la par—. ¿A los dos? No suena
muy justo, ¿mmm? Nosotros podríamos pedirte a cambio…
—Nathan —la voz firme de Kei interrumpió, para variar, a la de su amigo—,
aunque tú tienes el tacto de no hacer preguntas, creo que te debemos una
explicación. Vamos dentro, a algún rincón tranquilo, y te contaremos algo
sobre nosotros.
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El chico rubio advirtió la manera en que los ojos azules de Niko atravesaron
los de su compañero. Fuera como fuese, no abrió la boca, cosa rara en él, y se
limitó a seguirlos de vuelta al interior del edificio.
—Niko y yo nos conocimos en secundaria, cuando los dos teníamos quince
años, y desde entonces mantenemos una relación… se podría decir que abierta.
—Yo diría que hay pocas cosas más cerradas que nuestra relación, amor —interrumpió el joven medio griego, riéndose de un chiste que solo entendían ellos.
—¿Quieres hablar tú, Niko? —preguntó Kei con suavidad. Al interpelado
le faltó tiempo para callarse—. Bueno, no somos muy diferentes de los demás
respecto a eso: sexo seguro, total y absoluta sinceridad, dar siempre prioridad
al otro… Detalles a los que no se puede llamar normas, sino sentido común.
»Esto no significa que no sigamos también unas ciertas directrices, algunas
de las cuales ya no son tan comunes. No voy a aburrirte enumerando; sí te diré
que, como tan eufemísticamente ha expresado mi compañero, nunca somos
pasivos fuera de la pareja.
Tomó un pequeño sorbo de su tónica y fijó los ojos en Nathan por encima
del borde de su vaso. El rubio se percató, observando el líquido cristalino y
burbujeante, de que el joven no había probado aún ni una gota de alcohol.
Luego frunció el ceño y reprochó a su cerebro que divagara con cuestiones
secundarias cuando había información importante que procesar.
—Espera un momento… ¿Eso quiere decir que vamos a estar jugando a
hacernos arrumacos hasta que me aburra o acceda a poner el culo? —preguntó,
airado.
—No, nos ha quedado bien claro que eres una calle de dirección única y
que, respecto a ese punto, hemos llegado a un impasse. En otras circunstancias
lo habríamos dejado ahí, pero… Lo cierto, Nathan, es que nos gustas mucho.
A los dos.
Esos ojos azules tan hipnóticos… El irlandés desvió la vista, incómodo,
hasta su compañero. Si lo que quería era una vía de escape no iba a tener suerte,
pues Niko guardaba silencio, por una vez, y lo contemplaba con igual intensidad.
Algunas facetas de sus personalidades eran tan similares que resultaba muy
turbador.
—¿Y entonces? No sé por qué me contáis esto. ¿Romperéis vuestra regla
de oro para acostaros conmigo? Porque no veo otra solución para llegar a un
acuerdo.
—Nunca rompemos nuestras reglas, ni esa, ni ninguna otra. Lo que tú
puedes pensar que es un disparate, a nosotros nos funciona y nos ha hecho
disfrutar de una relación larga y satisfactoria. Nuestra intención es invitarte a
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que formes parte de ella, en los mismos términos que ha tenido siempre, y como
uno más, sin ser el intruso que viene de fuera.
Nathan se quedó sin palabras. Durante un buen rato.
—No entiendo —dijo, al fin—. ¿Qué se supone que significa «formar parte
de vuestra relación»? No veo que llevéis anillitos, gracias al cielo, así que, ¿de
qué se trata?
—De nada fuera de lo común: conocerte, y que nos conozcas. Nos comentaste
que no querías ser una carga para el amigo con el que te alojas, ¿cierto? Pues
bien, nuestra casa es grande y tenemos un cuarto de sobra, no habría ningún
problema si te instalaras allí. Incluso podrías llevar a tus amistades, con tal de
que todos respetáramos las reglas. Algo civilizado entre tres personas que viven
juntas y comparten lazos afectivos.
—Alto ahí, para el carro… ¿Me estás diciendo que para echaros un polvo
tengo que irme a vivir con vosotros? ¿Y qué más? ¿Caminar de la mano? ¿Llamaros novio y…, bueno, y amor en público? —El tono de Nathan se iba volviendo
más sarcástico por momentos—. ¿Os dais cuenta de lo rematadamente estúpido
que suena? ¿Y quién os dice que no voy a largarme enseguida después de que me
haya cansado de la novedad? Si es que no nos cansamos todos el primer día…
—Eres un hombre de palabra y con principios, Nathan. —Kei siguió
sosteniendo su mirada—. Si no lo fueras, no te habríamos pedido esto.
—Tú… tú no me conoces, no tienes ni idea de lo que soy —contraatacó,
más enfurecido de lo que habría deseado mostrar—. Lo único que quiero, lo que
querría cualquier tío normal, es un polvo sin complicaciones y sin que me liéis
en vuestras… paranoias. Lo que me recuerda… —Vació el resto de la pinta de
un trago, se limpió con el dorso de la mano y se levantó—. Tengo el resto de la
noche por delante y aquí hay bastante gente potable, así que, si no queréis que
os folle…, ¡que os follen!
Se alejó a zancadas, dispuesto a emprender una cacería despiadada en busca
de una víctima conveniente. Los jóvenes lo siguieron con la vista mientras
se acercaba a la barra, pedía otra bebida —algo que se servía en vaso en esta
ocasión— y entablaba una animada charla con el tipo que se sentaba a su lado.
En la distancia se apreciaba su sonrisa radiante, y Niko se preguntó por qué
nunca les reservaba semejante cortesía a ellos.
—Ahora no puedes culparme a mí —le aseguró a Kei—, no he dicho ni
media palabra.
—Si se hubiera burlado o lo hubiera tomado a broma no habría nada que
hacer. Pero se ha puesto a la defensiva. ¿Y qué menos, considerando lo que le
hemos ofrecido? Es alguien que no está acostumbrado al compromiso, a deberle
nada a nadie ni a dar su brazo a torcer. Creo que podemos seguir insistiendo,
aunque… hay ciertos rasgos de su personalidad que me intrigan. Debe tener
una historia familiar muy complicada.
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—Pppfff… Está siendo más duro de lo que me esperaba.
—Te recuerdo que fue elección tuya.
—Y no me arrepiento, es que debo haberme vuelto perezoso con la edad y
la sabiduría. —Kei alzó una ceja escéptica—. No me vengas ahora con la historia
de que tú sí lo haces.
Se tomó su tiempo para contestar. Aun así, la respuesta fue rotunda.
—En absoluto.
—Bien. Esperemos que tengas razón y no salga huyendo. Tal vez debiéramos
contarle a qué nos dedicamos.
—Eso lo intimidaría aún más.
—Oh-oh… Cabe la posibilidad de que alguien lo haga por nosotros —apuntó
Niko, mirando por encima del hombro de su pareja—. Mierda… Qué asquerosa
coincidencia…
—¿Ha tropezado con algún amigo nuestro? —Kei ni siquiera se volvió.
—Kev Duncan, el pequeño pony rubio platino que conocimos en un desfile
hace dos años.
—¿Conocimos? ¿En un sentido bíblico, dices? —Sonrió. Pequeño pony era
un apelativo muy poco amable que Niko usaba para referirse a un determinado
tipo de pareja sexual: alguien que se ponía a cuatro patas con extrema facilidad
y, al abrir la boca, hacía que brotaran flores, arcoíris y algodón de azúcar. Se
giró con tiento y echó una ojeada rápida—. No lo recuerdo.
—A veces me asombra lo bien que juzgas a la gente y lo pésimo que eres
recordando sus caras. Joder… Elegí este agujero porque solo nos relacionábamos
con el dueño, y ahora… Si Nathan le pregunta, esa loca chismosa seguro que
le recita nuestras biografías.
—No preguntará, no es de ese tipo de persona. Tampoco llamará la atención
hacia nosotros; todo lo más, nos echará un vistazo cuando se vaya con él.
—Eres… —Niko abrió la boca y luego volvió a cerrarla—. Eres un condenado brujo. Acaba de mirar hacia aquí, y están saliendo por el pasillo que da a
las habitaciones. Mi respetado maestro, voy a averiguar en qué cuarto se aloja el
fogoso pony. ¿Te apuntas?
—Creo que me tomaré otra tónica. Andaré por esta sala.
El joven más alto se levantó, se inclinó sobre él y lo besó en los labios.
s
—¡Oooh! ¡Oooh, sííí! ¡Qué… qué bueno! No te pares, cielo, más… más
adentro… Más a… ¡Aaah! ¡Ahí, ahí! ¡Oh, Dios mío, sí! Eres… tan maravilloso…
tan… ¡Ah! ¡Ah! ¡Aaah!
Nathan comenzaba a preguntarse si amordazar a aquel idiota ruidoso era
una buena idea. ¿Por qué tenía que chillar como si se lo estuviera follando con
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un rallador de queso? Por lo pronto, lo agarró por la nuca, obligándolo a apoyar
los hombros sobre el colchón, y lo embistió con tanta fuerza que tuvo que
hundir la cara en la almohada. Con un poco de suerte, la maniobra ahogaría sus
gritos histéricos. Lo malo era que hacerlo así no lo ayudaría a durar mucho, y se
estaba contrayendo en torno a su polla de una forma tan deliciosa que hasta su
verborrea había dejado de importarle.
Desde que ellos habían entrado en su vida, todo se había complicado. Para
empezar, apenas había salido de caza. Nathaniel O’Dowd, última víctima de la
frustración sexual… ¿Quién podría creérselo? Y la culpa la tenían esos dos o,
más bien, el excesivo tiempo que robaban de sus pensamientos. Si cerraba los
ojos, podía evocar la espalda morena de Niko, tal cual se la imaginaba, tendida
delante de él, o el trasero estrecho y firme de Kei, que tan apetitosamente se
había amoldado a sus manos…
¡Joder… no!
Se obligó a concentrarse en la melena rubia, casi blanca, que tenía enfrente.
Ya estaba cerca; deslizó la mano hasta la entrepierna de aquel tipo, apartó con
brusquedad la suya y lo masturbó. El ahínco con el que apretó al correrse fue
tan brutal que no pudo aguantar ni un par de segundos más.
Se derrumbó a su lado y estiró el brazo para quitarse el preservativo. Como
se temía, el joven se acurrucó en busca de mimitos. Genial, justo lo que más le
apetecía en ese momento.
—Guau, bien duro, como a mí me gusta, y largo, muy largo —canturreó
Duncan, lamiéndole la mejilla, enlazando su pecho y forzando una pierna entre
las suyas, demasiado cerca de sus testículos para que fuera cómodo—. Creo que
me he enamorado de ti. Y que seguiría amándote toooda la noche. Dime que
sí, cariño. Dime que he sido malo, y me vas a castigar.
La pierna subió un poco más. Nathan se giró sobre su costado y lo apartó.
—¿Tienes coche? —preguntó.
—Sí. —Duncan lo miró con curiosidad.
—Pues te castigaré toda la noche, o lo que tú quieras, pero en tu casa. —Se
levantó de un salto, se ajustó los vaqueros y recogió la camisa del suelo—. ¿A
qué esperas?
Eso era todo lo que necesitaba, sexo sin complicaciones. Y no pensar en
nada más.
La pareja no sabía que habían contado con público durante toda la duración
del espectáculo. Había una puerta de comunicación cerrada con llave entre su
habitación y la pieza contigua y, junto a ella, una rejilla que parecía fuera de lugar
y que se levantaba con facilidad. Alguien se había librado de la rejilla del otro
lado y había presenciado la escena desde la oscuridad, sabiendo que los actores se
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dejarían las luces encendidas. Al ver que Nathan saltaba de la cama, el espía se
retiró con discreción y abandonó el lugar del crimen sin dejar ninguna huella.
s
—La diversión ha finalizado por hoy. Nuestro joven irlandés ya se ha
agenciado un coche para volver y un catre para pasar la noche. Tiene gracia,
estoy seguro de que a Duncan no le importaría en absoluto dejarnos mirar
cómo realizan prospecciones petrolíferas en su subsuelo, es un exhibicionista de
mucho cuidado. Lástima que también tiene la boca muy grande y sería incapaz
de callarse.
Kei asintió, distraído. Había pasado un rato muy entretenido desalentando a
varias damas algo bebidas y a un caballero muy insistente que había sido testigo
de su beso con Niko, y estaba algo agotado, intelectualmente hablando, pues
hacía gala de una irreprochable diplomacia incluso cuando rechazaba avances
no deseados.
—A veces eres tan prudente —continuó Niko—. El puesto de observación
era cómodo y discreto. ¿No sientes curiosidad por saber cómo se desempeña
Nathan en calidad de semental? Si he de ser franco, yo no quería llevarme una
sorpresa.
—Es algo que no me preocupa. Todo en esta vida se aprende y todos
podemos ser adiestrados. Si hubiera resultado un horror durante el sexo no
habría retrocedido ante el desafío. Aún recuerdo lo que me… perpetraste la
primera vez, y hemos de admitir que algo has mejorado.
Niko se llevó la mano al corazón, pretendiendo que había recibido una
herida mortal, y luego rio entre dientes.
—Y tú sabes que no es un horror, ¿eh? —inquirió el joven más alto,
frunciendo las cejas con malicia.
—Si lo fuera, lo habría notado en tu expresión, pequeño Niko. En fin,
supongo que nuestro amigo no tardará en pasar a darnos las buenas noches.
—¿Lo hará?
—¿Quieres apostar?
—¿Contra ti? ¿Me tomas por imbécil?
Claro que no quería apostar. Nathan se escabulló de su improvisada pareja
y se acercó a ellos para advertirles que había encontrado transporte y compañía.
Tras una seca despedida, corrió a la entrada y desapareció.
s
Como había dicho Kei, Nathan nunca hacía preguntas personales. Todo
lo que sabía sobre ellos era lo poco que le habían comentado y, por lo que a él
54
respectaba, Niko trabajaba en una agencia de publicidad y Kei en un estudio de
grabación; lo cual era cierto, si bien muy incompleto.
Algunos días después de la fiesta, Niko recibió una llamada de su compañero.
El manager de cierta artista de renombre que grababa un nuevo álbum en el
estudio le había confiado que estaban en pleno proceso de preproducción del
vídeo musical del primer sencillo. Dado que su empresa se ocupaba de toda la
publicidad de la discográfica, entre otras cosas, el joven conocía perfectamente
a su productora musical; y tras finalizar la conversación, no le llevó mucho
tiempo localizar su número y contactar con ella.
—¿Margaret? Soy Niko Bradley… También estoy encantado de oírte,
por supuesto… Me vas a perdonar por tutearte con semejante descaro, pero
cuando nos conocimos me lo pediste de forma tan irresistible, que yo… —Los
dos rieron—. Me preguntaba si tendrías un par de minutos para dedicarme. Un
pajarito, ya te contaré quién, me ha mencionado el proyecto en el que andáis
liados… Exacto, eso mismo. ¿Sabes?, quizás me esté metiendo donde no me
llaman; el caso es que mi pajarito particular está siguiendo la carrera de tu chica
con gran interés y me ha inspirado algunas ideas que causarían impacto en
un vídeo, según mi no-tan-modesta-opinión… —Nuevas risas. La otra parte
se enzarzó en un monólogo y Niko escuchó, atento, asintiendo de tanto en
tanto—. Ajá… Entiendo. Y dime, Margaret, ¿no crees que sería aún mejor si
sustituyerais las escenas de baile por algo más… contundente? Una pelea de
artes marciales, por ejemplo: kickboxing, taekwondo… ¡Ja, ja, ja! Gracias por la
oferta, me pensaré lo de presentarme al casting… ¿Quedar para comer? Claro,
así será más fácil intercambiar impresiones y me alegrarás un almuerzo que se
anunciaba gris y solitario… De acuerdo, te veré luego…
s
Era la hora de cerrar, y Nathan atendía los últimos pedidos de la jornada. Un
familiar rostro de rasgados ojos azules apareció en su campo de visión, sonrió,
pidió un té y se marchó sin más. El joven rubio concluyó sus tareas y se esfumó
todo lo rápido que pudo; como esperaba, Kei estaba fuera, junto a su Honda,
tarareando una melodía y jugando con la pajita del vaso.
—Hola de nuevo, Nathan. Espero no molestar, quería comentarte algo de lo
que me he enterado en el estudio. ¿Te llevo a casa?
Aunque no era la primera vez que hacía aquel recorrido, entonces se sentía
más incómodo. Habían pasado dos semanas desde que se largó con el rubio
platino cuyo nombre ya había olvidado, y empezaba a preguntarse si habían
decidido rendirse. La respuesta, personificada en un atractivo conductor medio
oriental, había revivido una vieja inquietud… y también le había brindado un
pequeño —e inconfesable— alivio. Cabía dentro de lo posible que, incluso, se
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apretara contra él con excesiva fuerza a lo largo de todo el camino de vuelta al
apartamento. Invisibles bajo la oscura pantalla, los labios de Kei se arqueaban
con satisfacción.
La motocicleta se detuvo bajo el portal, y conductor y pasajero se quitaron
los cascos.
—¿Qué tal estos días? —preguntó el primero—. Niko y yo hemos estado
muy ocupados en nuestros respectivos trabajos y no hemos tenido tiempo de
salir. Supongo que estarás cansado; solo quería darte esto.
Le tendió una hoja impresa a su compañero, que leyó las primeras líneas a
toda velocidad y no tardó en arrugar el ceño.
—¿Un casting para un vídeo? ¿Cómo diablos sabes…?
—No te lo tomes a mal. El día que Niko y tú os emborrachasteis, dijiste en
el coche que te habías presentado a uno. —Nathan se tensó. Kei lo miró a los
ojos, con calma—. Al enterarme del proyecto, pensé que podría interesarte.
—Yo no sé gran cosa de música, ni de baile.
—Sigue leyendo.
—¿Artes marciales? ¿Buscan un actor experto en artes marciales?
—Dijiste que eras Primer DAN de taekwondo, si mal no recuerdo.
—Sí, lo soy. —Sus ojos se iluminaron por un momento, hasta que la duda
los asaltó de nuevo—. Oye, ¿no estaréis metidos en esto? Porque yo no quiero
favoritismos, ni nepotismo, ni enchufes de los amigos ni nada por el estilo.
—Te doy mi palabra de que no tengo nada que ver con el casting. Lo único
que no puedo negar es que este anuncio aún no se ha hecho público. Claro que
eso no supone jugar con ventaja, que yo sepa. ¿Te vas a presentar?
—No sé, yo… —El irlandés no podía despegar los ojos del papel—. Tengo
que pensármelo.
—Como quieras. Por cierto, y espero que no consideres esto información
privilegiada, la cantante es muy buena. Te dejaré que subas a dormir. Buenas
noches, Nathan.
Kei se inclinó para besarlo. Un beso en los labios… Al joven rubio no le
cupo ninguna duda, pues se detuvo a pocos centímetros de su boca. Al instante
retrocedió, con el aire confuso de alguien que ha estado a un paso de meter la
pata, se colocó de nuevo el casco y le arrancó un rugido al motor de su vehículo.
Nathan se odió por pensarlo, aunque la verdad era que aquel había sido el
mejor «casi beso» de su vida.
s
Por primera vez desde que se conocieran, el número de Nathan se iluminó
en la pantalla del IPhone de Niko en calidad de llamada entrante. Respondió sin
tardanza; algo le decía que aquello no presagiaba nada bueno.
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—¿Nathan? ¿Por ventura se acerca el Apocalipsis? ¿Cómo est…?
—Tenemos que hablar. No me importa dónde, pero que sea rápido.
«Tenemos que hablar», la frase más ominosa de los tiempos modernos…
El británico pensó rápido un lugar de encuentro, incapaz de adivinar la razón.
—Si quieres, podemos quedar en un par de horas en el pub que hay cerca de
tu apartamento. ¿Qué es lo que…?
—En un par de horas.
Colgó sin despedirse. ¿Siempre era tan brusco si tenía que pagar él las
llamadas? Niko intuía que no, y que algo había debido cabrearlo, y mucho,
cuando ni siquiera le había dejado terminar sus dos frases. Rápidamente se puso
en contacto con Kei y le comunicó sus planes para la noche. El joven tuvo que
abandonar una cena para poder unirse a ellos.
En el pub, Nathan ya esperaba sentado delante de una pinta medio vacía
de Guinness. Sus ojos mostraban el mismo color y la misma animación que
su bebida, y no se molestó en responder al saludo de los recién llegados, que se
sentaron a la mesa con prudencia, como si anduviera cerca una bomba a punto
de explotar.
—Hey, Nathan. Sonabas preocupado por teléfono, y veo que no me equivoqué —lo abordó Niko—. ¿Ocurre algo con lo de los ensayos? ¿Algún problema?
Por supuesto, ambos amigos ya conocían la buena noticia de que el irlandés
había tenido éxito en el casting antes de que él se topara con ellos por casualidad y
se la comunicara con la expresión más entusiasmada que habían visto nunca en
su rostro. También sabían que había comenzado los ensayos y que no le había
importado dejar su trabajo, por incompatibilidad de horarios, a pesar de que el
rodaje sería corto y no muy bien pagado; eran conscientes de que, para él, suponía una oportunidad que llevaba Dios sabía cuánto tiempo esperando. Todo
marchaba según lo proyectado, y Nathan incluso había aceptado una salida el
próximo fin de semana para celebrarlo, en la que pensaban reiterar su oferta.
Por eso no entendían qué le estaba rondando la cabeza.
—Esta mañana pillé a un tipo muy cabreado hablando con una chica, una
ayudante de producción, creo —comentó con voz impersonal—. Al parecer,
ya tenía hasta el storyboard con números de baile y la productora lo obligó a
cambiarlo todo e introducir una coreografía de artes marciales. Y entonces la
chica le contó que la idea se la había sugerido un tío bueno de la agencia de
publicidad Sharp Image, y que ella había aceptado porque quería meterse en
sus pantalones. Luego la abordé a solas y le pregunté sobre lo que había oído. A
ella no le hizo gracia que la hubieran descubierto hablando a las espaldas de su
jefa, pero yo también sé sonreírles a las nenas, y así le saqué que el tío bueno en
cuestión era un moreno con aspecto mediterráneo y miembro de una familia
con pasta, apellidado Bradley. Como no sabía quién puñetas era la familia
Bradley, lo consulté en Internet. Adivina lo que encontré: no solo una compañía
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de publicidad, también acciones de una distribuidora cinematográfica y una
discográfica.
Hizo una pausa para estudiar a Niko. No esperaba confirmación ni
culpabilidad en sus ojos, ni nada por el estilo. Ya sabía muy bien de qué iba la
historia. Su mirada viró bruscamente hacia Kei.
—Me diste tu palabra de que no tenías nada que ver con el casting. ¿Tu
palabra no vale nada?
—Nathan, eso era cierto —apuntó Niko—, nosotros no intervinimos en el
proceso de selección. Vamos, ni sabíamos qué tal actuabas. Te eligieron porque
debes ser bue…
—¡Y una mierda! —Nathan elevó tanto la voz que algunos de los clientes del
establecimiento se volvieron para mirarlo—. ¡Dije que yo no quería favoritismos
y usasteis vuestra pasta y vuestros contactos para manipularlo todo! ¿Qué coño
creíais, que iba a ser más fácil convencerme para… para…? ¡Joder! Quiero ser
actor, y quiero llegar con mis propios medios y con mi talento, no con enchufes
ni abriéndome de piernas. ¡Me importa poco que el mundo juegue según esas
reglas, yo no lo hago!
—Si quieres gritar, vamos a donde quieras y lo haces a gusto, pero no aquí.
—Nathan, tienes que perdonarnos —interrumpió Kei—. Te merecías el
trabajo y no se lo robaste a nadie, lo conseguiste por méritos propios.
—¿Y se supone que ahora tengo que estaros agradecido?
Se puso en pie dando un taconazo y abandonó el local a zancadas. Kei lo
siguió; también lo hizo Niko, tras detenerse a dejar un billete en la barra. Al
alcanzarlos en la calle, vio que su compañero se esforzaba por mantener el paso
del testarudo irlandés y justificarse, mientras que el más joven se alejaba en
dirección contraria a su apartamento.
—Voy a abandonar. Que se busquen a otro —mascullaba Nathan, con los
dientes apretados. Aquello exasperó al joven más alto. Un tío así, ¿existía en el
mundo real?
—¿De verdad se puede ser tan gilipollas? ¡Acaban de contratarte! Y es tu
primer trabajo profesional, ¿no? ¿Crees que la informalidad se perdona en esta
industria? Una cosa es que no quieras follarte a un director, pero esto…
—¿También sabes eso? —El rubio se detuvo y se giró de golpe—. ¿Has
estado husmeando en mis asuntos?
—Lo contaste tú cuando estabas borracho, idiota. Yo solo te digo que si no
estás dispuesto a aprovechar toda la ayuda que recibas, ya puedes ir cambiando
de profesión. ¿O lamentaste tu suerte cuando la genética te dio esa cara y ese
cuerpo que te van a servir para desbancar a muchos?
—¡Dejadme en paz! —Apretó los puños y casi gritó—. ¿Qué pretendéis de
mí? Yo… yo no quiero una jodida relación que no funcionará, ni deberle nada
a nadie, ni…
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Niko se había calentado en serio. En todos los sentidos. Ya no sabía qué
deseaba más, si partirle la cara a aquel cabezota o estamparlo contra la pared y
hundírsela hasta el fondo mientras gritaba. En cuanto a Kei…
—De acuerdo, Nathan —dijo—, concédenos un último intento. Te proponemos
un trato o, más bien, una apuesta. Si ganas, te prometemos que no volveremos a
molestarte nunca más; si pierdes… harás lo que te pedimos. ¿Aceptas?
Vislumbraba lo que había más allá de la negativa y del ruego del muchacho.
Sabía que estaba pidiendo algo, una oportunidad y una excusa. Bien, le daría
ambas: la oportunidad de huir y la excusa para quedarse. Dependería de él, en
última instancia, cuál de las dos aprovechaba.
No conocía aquella parte de la ciudad. ¿Casas rodeadas de jardines? Diablos,
no conocía ninguna parte de la ciudad en la que vivieran ricachones. Pensar
en la pasta que debía costar una choza así le daba dolor de cabeza. Claro que
era lo lógico; por lo que había leído en la red, la familia de Niko manejaba
mucho dinero. Su natural desconfianza afloró cuando cruzó el umbral de la
lujosa vivienda y echó un vistazo al inmaculado recibidor y al salón minimalista
en tonos oscuros y metálicos, típico de revista de decoración, del interior.
—¿Tu familia está fuera?
—Aquí vivimos Kei y yo —respondió el joven—. Relájate, ningún padre
indignado va a entrar en medio de la noche.
—Joder, debéis ser un par de niños de papá. ¿Qué tío de veinticinco puede
permitirse vivir en esta casa, por mucho que lo hayan enchufado en la empresa
de la familia?
—¿Quién te ha dicho que tenga veinticinco? —Niko torció los labios en
una sonrisa desabrida—. Kei pronto cumplirá los treinta, y a mí tampoco me
queda mucho. Pero gracias por el cumplido.
Nathan se quedó helado. Entonces… ¿aquellos tipos tenían diez años más
que él? Diez años, diez malditos años…
De súbito, sintió la necesidad de salir corriendo. Procuró pensar en otra
cosa; después de todo, lo único que necesitaba era ganar. Y lo haría, sí. A la
tercera, iba la vencida.
—¿Tomas algo? No te vendría mal.
—¿Se puede fumar?
—La ventana.
Su anfitrión señaló a uno de los ventanales del fondo. El rubio salió a una
terraza, se apoyó en la baranda de piedra y encendió un cigarrillo con dedos
temblorosos. Apenas lo disfrutó, y de hecho se deshizo de él a la mitad. Cuando
volvió a entrar, agarró como un autómata el vaso que le tendieron y lo vació de
un trago. Niko le hizo señas para que los siguiera.
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En la planta superior había varias puertas cerradas. Una de ellas los condujo
al dormitorio más grande en el que había estado jamás… y a la cama más
enorme que pudiera imaginarse, imponente y fuera de lugar con su anticuada
estructura de metal. No era una persona dada a fijarse en los detalles; únicamente
se percató de eso, y del amplio espacio vacío en el suelo, cubierto por una
mullida alfombra que se hundía bajo el peso de los pies. Imitó a sus compañeros
al quitarse los zapatos y los calcetines y se encontró, igual que las otras ocasiones,
ansioso ante la perspectiva de lo que iba a pasar en aquella habitación. Como
un chaval inexperto.
No era nada extraño que alguien así, alguien que detestaba perder las
riendas de su propio destino, sintiera un molesto vacío en el estómago cada vez
que estaba a solas con ellos.
—¿Prefieres la alfombra o la cama, Nat? —preguntó Niko, dejándose caer
en un gran cojín y recogiéndose la melena con una cinta elástica. Por alguna
razón, su rostro despejado se le antojó más dominador a su invitado—. Yo
sugiero que nos quedemos aquí abajo, hay más espacio.
—Me importa poco que nos quedemos en la mesa de la cocina, no… no he
venido por gusto.
—La mesa de la cocina la dejaremos para un evento especial, junto con un
spray de nata baja en calorías y una botella de Peppermint.
Separó las piernas y alzó la vista hasta su compañero, que se acercó y se
acomodó en el suelo, entre ellas. De inmediato, Niko comenzó a pasar los dedos
por sus cabellos oscuros, y Kei estiró el cuello como un felino con ganas de que
lo acariciaran y recuperó esa sonrisa suave y satisfecha de los primeros días; a
Nathan, que ya sabía distinguirla del gesto amable que de ordinario curvaba
sus labios, se le erizó el vello de la nuca. Ambos tenían los ojos azules fijos en
los suyos, y parecían… justo eso: un par de gatos que se desperezaban para
jugar con un canario antes de tomar un tentempié. Al joven rubio no le resultó
tranquilizadora la estampa. Principalmente, porque el canario debía ser él.
—Entonces, ¿en qué consiste la maldita apuesta? —inquirió, para romper la
tensión.
—Es muy sencillo —dijo el joven de piel bronceada, flexionando una pierna
y cosquilleando con los dedos en el muslo de su pareja—. Apostamos que seremos
capaces de hacer que te corras sin rozarte siquiera tu hermosa herramienta. Ni
en directo ni sobre la tela, si te lo estás preguntando.
—¿Qué? —Nathan no se esperaba algo así. ¿Correrse… sin que le tocaran la
polla? Torció la boca en una mueca de escepticismo, que pronto se transformó
en suspicacia—. Espera un momento, ¿no iréis a…?
—Nadie va a violar la impenetrabilidad de tu sancta sanctorum, tranquilo —aclaró Niko, con afectación y cierto fastidio—. Bueno, ¿qué nos dices?
¿Crees que serás capaz de aguantar?
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Demasiado fácil. No sabía lo que tramaban, pero por mucho que le
toquetearan o lamieran cualquier parte del cuerpo que pudiera ocurrírseles no
iban a tener éxito. No importaba lo excitado que estuviera, él nunca había
tenido un orgasmo sin dedicarle atención a su…
—De acuerdo, está bien, sorprendedme. Me muero por ver a dónde sois
capaces de llegar, aunque os advierto que no me voy a quedar aquí toda la
noche para que me arruguéis como una pasa a base de chupetones.
—¿Una hora está bien? Para que nos dé tiempo de divertirnos.
—Una hora… Vale.
—Ven aquí, Nathan.
Kei se echó a un lado. Niko se palmeó el muslo, invitándolo a sentarse, y sus
ojos se tiñeron de suficiencia cuando el rubio se quedó de pie entre sus piernas.
—¿Te has creído que soy tu puñetero perro? —preguntó, dando a sus
palabras un evidente tono de desprecio.
—Oh, venga, Nate, no te puedo poner las manos en los sitios más interesantes.
Me permitirás, al menos, que me tome ciertas libertades con las demás porciones
de tu anatomía, ¿mmm? Te lo pediré por favor, si quieres. —Tiró de su muñeca, sin
romper el contacto visual, y lo sentó a horcajadas sobre su muslo. Después lo atrajo
hacia sí y se aseguró de que sintiera el roce entre las piernas—. Te advierto que si
eres tú el que se restriega contra nosotros, quedaremos eximidos de toda culpa.
—Ya te digo que eso no pasará.
Niko soltó una risita, mordisqueó el vientre de Nathan e introdujo la mano
bajo su camiseta, paseándola a lo largo de la piel desnuda de su espina dorsal.
Los dedos le acariciaron la nuca y bajaron hasta la base de su espalda.
El irlandés no pretendía colaborar: la vista al frente, el tronco rígido, las
piernas tensas, los brazos colgando a los costados… Representaba la viva estampa
de la indiferencia. Sin embargo, al final no pudo luchar contra su curiosidad, el
impulso natural de no perderse nada de lo que estaban haciendo con su cuerpo.
Bajó la vista al rostro de su compañero y, al verlo sortear la tela e introducir la
lengua en su ombligo, los músculos de su estómago se contrajeron.
Para Kei, la avidez de los ojos oscuros nunca pasaba inadvertida. Se acercó, le
abrazó la cintura y desabrochó la ancha hebilla plateada de su cinturón, tirando
despacio del extremo y dejándolo caer al suelo. Se dobló y unió sus labios a los
que ya se aventuraban sobre el nacimiento de su vello púbico. Las lenguas se
entrelazaron, las bocas se unieron… Un beso sobre el fino pelo rojizo…
Nathan recordó que Niko se había quejado de que su ingle nunca viera
una cuchilla, cosa que al joven de ojos rasgados no parecía importarle. Seguía
lamiendo y cubriendo de besos el triángulo que coronaba su sexo en tanto su
compañero abría el botón de sus vaqueros y tiraba de la cremallera con infinito
cuidado, le subía los brazos para librarse de la camiseta, le hundía la cara en la
axila y le aplicaba el mismo tratamiento. Las cosquillas solían molestarle, más
61
que divertirle, pero aquel cosquilleo era muy diferente. Estimulante. Excitante.
Un hallazgo inesperado, como lo había sido la revelación de que le gustaba que
le lamieran los pezones.
Los ojos azules se alzaron y lo atraparon mirando fijamente.
—¿Te librarás del resto de la ropa, Nat? —preguntó Niko, las manos
apretando sus caderas—. No quiero que puedas pensar que hago trampas.
Igual que siempre, él se quedaría en bolas y ellos se mojarían lo mínimo.
Maldijo en silencio. ¿Por qué tenían que hacerle sentir que era su condenado
juguete? Tuvo el impulso de enseñarles el dedo medio, mandarlo todo al
infierno y largarse por la puerta. Acabó ganando su código de honor particular,
que lo forzó a seguir clavado en el sitio. Una vez más, solo una vez más.
Se puso de pie, tiró de sus vaqueros y su ropa interior con rabia y se los
bajó hasta los tobillos. A pesar de la ira —¿o quizá por su causa?— ya estaba
empalmado, y casi notaba las miradas taladrándole la entrepierna. Con todo,
los comentarios jocosos que esperaba no llegaron. En lugar de eso, Niko se
arrodilló frente a él, terminó de sacarle los pantalones y se coló entre sus piernas,
reanudando la siembra de besos y suaves mordiscos sobre la cara interior de sus
muslos y deteniéndose al borde de la zona prohibida. Kei lo imitó a sus espaldas.
Los labios, demorándose en el arranque de la hendidura que separaba las nalgas
y separándoselas con gentileza, le provocaron un escalofrío. Intentó apartarse,
pero fue el otro el que se detuvo primero.
Al volverse para enfrentar aquel ataque descarado, descubrió que llevaba la
camisa desabrochada. El irlandés pudo estudiar su torso a placer: bien definido, sin
llegar a ser voluminoso; los hombros anchos y la cintura estrecha, como un nadador; lampiño, con las pequeñas y oscuras tetillas destacando en su piel inmaculada.
Kei avanzó, y Nathan se vio empujado contra su compañero bronceado,
que también estaba medio desnudo. Duro, firme y esculpido a base de pesas, ni
más ni menos que lo que se imaginaba… y hubo de reconocer que el contacto
en su espalda era muy agradable. Los brazos musculosos lo rodearon y tiraron
hacia atrás, y ambos aterrizaron de nuevo en el cojín. El joven rubio se sintió
incómodo en esa posición, sobre las piernas abiertas del cuerpo que le servía de
sillón; claro que su atención fue capturada muy rápido por el movimiento del
tercer miembro del grupo, que apoyó las manos en sus muslos.
—¿Cuántas veces te han comido la oreja recordándote lo bueno que
estás, Nathan? —susurró el joven tras él, hundiéndose poco a poco en el cojín
y flexionando las piernas—. Si pudiera, te follaría con tantas ganas que no
te dejaría parar en toda la noche. ¿Notas el bulto, apretando contra ese culo
increíble que tienes?
—¿Eso es lo que le largaste a la productora para que cambiara la historia? —masculló
él entre dientes, tratando de que no le afectaran sus palabras—. ¿Así convences a
las tías facilonas para llevártelas al catre?
62
La verdad era que sí lo notaba, y no lo estaba disfrutando. En cualquier
caso, la distracción sirvió a los otros para colocarlo en una postura muy
comprometedora, echado cuan largo era sobre el más alto, las piernas separadas
y la entrepierna bien expuesta ante Kei, que se hacía cargo de todas aquellas
zonas que no pudieran hacerles perder la apuesta. Al verse así, Nathan se
revolvió.
—¿Qué cojones estáis…?
—Tranquilo, Kei no va a hacerte nada que vaya contra las reglas. Tendrás,
eso sí, que dejarle probar otras técnicas.
La boca del aludido se perdió entre sus muslos. La sintió muy pronto,
ocupada sobre el perineo, y esa húmeda caricia que ondulaba desde el borde de
su escroto hasta el de la zona fuera de los límites debía ser su lengua. Su faceta
voyeur volvió a aflorar, haciéndole estirar el cuello para conseguir una imagen de
ese rostro tan atractivo sepultado bajo su paquete. ¿Qué estás haciendo, capullo?,
se preguntó el irlandés. ¿Te dedicas a mirar cómo te lamen debajo de los huevos
para que se te ponga todavía más dura?. No era fácil razonar con uno mismo
sobre ciertas cuestiones. Sobre todo, porque el jugueteo pronto se transformó
en algo más serio, y unos dedos largos, de puntas duras y firmes, se unieron
y comenzaron a presionar la línea central hasta que la intensa respiración de
Nathan se convirtió en un quejido entrecortado.
¡Ah! ¿Qué…?
No, no le había rozado nada que no debiera. Se notaba el bajo vientre
ardiendo, y una corriente eléctrica le estaba haciendo vibrar la polla. Casi había
olvidado la sensación.
Su primer impulso, cerrar las piernas, fue atajado por las manos de los
otros, que subrepticiamente se habían posicionado para sujetarle los muslos. La
derecha de Niko, empapada de saliva, se lanzó a pellizcarle el pezón.
—Quieto, encanto —murmuró al oído del rubio, intercalando lametazos
entre los susurros—. ¿Nunca te han hecho uno de estos? Aunque es una lástima
que no quieras dejar entrar a nadie, hay otros métodos para encontrarte la
próstata. Relájate y disfruta.
¿Relajarse? ¿Se pensaba que tenía intención de perder? Recordó que aquellos
tíos estaban cerca de los treinta. No eran los típicos niñatos fáciles de domar
con los que acostumbraba a acostarse, a la fuerza tenían que conocer un par de
trucos. Se mordió el labio con fuerza, abochornado por la manera en que su
pecho subía y bajaba y por las sacudidas bastante apreciables de su miembro,
cuya punta se había humedecido y brillaba bajo los potentes focos del techo. Era
más de lo que podía soportar. No veía el momento de que se cumpliera el plazo
para poder salir corriendo de allí. No era cierto que estuviera disfrutando como
un condenado. No quería…
Gimió, aún más fuerte.
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¿Sería capaz de provocarle un orgasmo solo con eso? La poca cordura
que le quedaba le decía que no, que nunca lo habían hecho antes y, por más
incitante que fuera, no estaba sensibilizado hasta ese extremo. Los ojos azules
de Kei apuntaron a su cara y lo pillaron espiando más allá de la erección que se
interponía entre ellos. El joven mantuvo la mirada un buen rato… y se detuvo.
Nathan lo siguió en su lento ascenso hasta colocarse a su altura, cuidándose
bien de no rozarle el vientre. Estaba frente a él, y tan cerca; si se hubiera estirado unos centímetros, habría podido besarlo. Ninguna norma dictaba que no
pudiera hacerlo.
Pero Kei tenía otros planes. Se inclinó y enredó la lengua con la de Niko,
que seguía retozando por allí. El chasquido resbaladizo sonó bien claro junto
a su oreja, y no pudo reprimir una punzada de frustración. El respaldo humano
del irlandés separó entonces las piernas y lo dejó deslizarse hasta tocar el cojín,
se echó a un lado e introdujo las palmas de las manos en los pantalones de su
compañero más bajo. Nathan pudo apreciar cómo amasaban sus nalgas bajo la
tela, y cómo las rodeaban dirigiéndose hacia el frente y contribuían a hacer más
pronunciado el abultamiento que se adivinaba ahí debajo. No tardaron en salir
y desabrochar los botones de la prenda, propinarle un enérgico tirón junto con
la ropa interior y bajarlas hasta más allá de las rodillas. Kei se arrodilló entonces
de espaldas a su pareja.
Aquella era la primera vez que el esbelto cuerpo se exhibía en su totalidad
delante de sus narices, y el rubio no desaprovechó la oportunidad de recrearse.
La piel de su trasero ya estaba enrojecida tras el asalto recibido de manos de
Niko, lo cual no impidió que este siguiera manoseándolo, exponiendo sin
ningún recato su entrada posterior. En cuanto a la parte frontal, también estaba
erecta. El joven lo apretó contra sí y lo hizo frotarse sobre su bragueta.
Nathan asistía a la escena, confuso y un poco picado. ¿De qué coño van estos
dos?, pensó. ¿En serio pretenden pasar de mí y ponerse a joder a mi lado mientras el
tiempo corre? ¿Creen que voy a quedarme a mirar, como si nunca hubiera visto a nadie
follando? Y de nuevo fue más fácil pensar en apartar la vista que hacerlo en realidad, sobre todo cuando Niko recogió su cinturón, el de la gran hebilla plateada,
lo usó para atar las muñecas de su compañero, aseguró el extremo suelto a una
de las enormes barras metálicas de los pies de la cama y tiró con fuerza de sus
caderas, obligándolo a inclinarse. Entonces se desabrochó su propio pantalón,
apartó los boxers ajustados azul marino y apuntó su miembro entre las nalgas de
Kei. La mano izquierda le resbaló por la espalda arqueada que se ofrecía ante él
y se posó en su nuca, enredándose en los cabellos oscuros.
El glande rojizo se abrió camino con dificultad. Nathan tenía presente que
no habían realizado preparación previa ni utilizaban preservativo, y por muy
acostumbrados que estuvieran a aquello, Niko la tenía demasiado grande para
que entrar sin lubricación pudiera ser completamente indoloro. Dirigió los ojos
64
a la cara de Kei, esperando hallar esa reacción apasionada que ya antes había
buscado en él. No, nada más que jadeos impacientes. De hecho, ninguno de los
tres había dicho una palabra. El grueso tronco penetró un poco más; el joven
intentó bajar la cabeza, y su pareja le sujetó la nuca con violencia. Un nuevo
empujón…
El irlandés sabía que estaba haciéndole daño, que debía decirle que parara
y usara algo de gel. Entonces, ¿por qué no era capaz de abrir la boca? ¿Por qué
se limitaba a mirar, igual que un maldito pervertido, sintiendo cómo se le sacudía la polla cada vez que Kei jadeaba más fuerte? La respuesta, en la que no
quería pensar, era muy sencilla: porque habría querido ser él quien entrara en
ese trasero estrecho, sin condón, sin lubricante, nada más que piel contra piel,
y poder sentir la deliciosa presión, y el calor, y aquel cuerpo estremeciéndose
debajo del suyo.
Niko ya se había hundido por completo, y se movía rítmicamente. Sus
acometidas eran tan fuertes que empujaban poco a poco al otro contra las barras,
y llegado a un punto hubo de detenerse y arrastrarlo de vuelta a la posición
inicial. Sin apoyo, con los doloridos brazos tensos ante él, a Kei le resultaba más
difícil guardar la compostura. Sus labios separados y sus cejas fruncidas se le
antojaron a Nathan tan sensuales… La mano se le desplazó por su cuenta a la
ingle y empezó a masturbar con desmaña su brutal erección.
Cuando fue consciente de ello, hizo lo que pudo para detenerse. Era
absurdo. No les regalaría la victoria, no dejaría que lo mezclaran en sus líos
extravagantes, no se pondría a merced de nadie.
Observó a Niko. Ya no mostraba esa perenne sonrisa de suficiencia, su
rostro solo reflejaba abandono y placer. Era lo más erótico que había visto en
mucho tiempo.
Si yo te la clavara como has hecho con él, y embistiera con tanta fuerza, ¿me
mirarías así?
Se volvió hacia Kei. Otro tirón había vuelto a estirarle los brazos, y en esa
ocasión escuchó con claridad el suave quejido que dejó escapar. Los ojos rasgados se giraron y atisbaron justo por encima del borde, cruzándose con los suyos.
Aunque su boca no era visible, Nathan habría jurado que sonreía.
Una elección disfrazada de apuesta… Un par de sacudidas más concluyeron
el trabajo. Se miró la mano, cubierta de semen, y dejó de pensar.
Al parecer, su orgasmo especió en cierta medida el humor de los otros
dos, que no tardaron en imitarlo. Se quedó allí tirado, disfrutando del resto del
show, hasta que Kei se disparó entre los dedos de su compañero, que hacía lo
mismo dentro de él. Niko debía ser de los que disfrutaban el contacto después
de correrse; no la sacó enseguida, sino que permaneció es esa posición un buen
rato, y solo entonces se acercó a soltarle las muñecas. Pero antes de que pudiera
hacerlo, Nathan se plantó frente al joven atado, lo agarró por la barbilla con muy
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poca gentileza, lo forzó a separar los labios y lo besó. No encontró resistencia. Su
lengua se plegó con docilidad a sus deseos, y le permitió explorar cada rincón
de esa boca en la que había pensado tantas veces. Era dulce, y suave, y sabía
bien. Y lo enardecía de una forma que no podía permitirse en su actual estado
de agotamiento físico y mental. Se separó muy rápido y se dejó caer en la cama.
De fondo apenas se oía el tintineo de la hebilla de su cinturón contra las barras
de metal.
Alguien se interpuso entre él y la potente luz de los focos: Niko. El joven de
rasgos mediterráneos se tumbó a su lado, y su cuello obedeció sin rechistar el
movimiento de los dedos morenos, que lo tomaron delicadamente y lo giraron
en su dirección. Los ojos azules tenían una expresión tan… diferente…
Tampoco protestó cuando lo besó. Fue lento, profundo y húmedo, y le
lamió y mordisqueó los labios al final. La clase de beso que le gustaba.
—Quédate esta noche, Nathan —sugirió, con voz queda—. Mañana, si
quieres, te ayudaré a traer tus cosas.
—No, tengo que marcharme. Por favor, dejadme… dejadme terminar el
vídeo antes. Solo eso. Solo eso, y luego me mudaré cuando queráis.
Antes de que Niko pudiera protestar, Kei se sentó al borde del colchón,
flanqueando a su invitado.
—Claro, tómate tu tiempo —ofreció, rozándole la mano—. Acaba el trabajo, y cuando estés libre de preocupaciones ya lo prepararemos todo. No te
preocupes.
En joven irlandés se vistió a toda prisa y salió corriendo. Parecía una fuga
en toda regla, lo que no dejaba de ser paradójico, ya que tenía muy presente que
se había quedado atrapado en una jaula y no tenía ningún sitio a donde huir.
Y también sabía que había sido él, en persona, quien se había colocado el
grillete.
66
IV
Pese al absorbente problema que presidía sus pensamientos —problemas,
más bien: dos, y ambos con un llamativo par de ojos azules— Nathan procuró
ocupar la mente en algo mucho más productivo. Aprendió mucho de su primer
trabajo profesional delante de las cámaras, tanto a nivel técnico como humano.
Era su primera toma de contacto seria con el mundo al que había deseado
dedicarse desde que era un crío y, en cierto sentido, la experiencia entre bastidores
le impactó con mucha más dureza que una serie de golpes concatenados en el
dojang.
Las jornadas de trabajo eran largas y agotadoras, y todo estaba programado
al minuto para ajustarse al presupuesto. Los ensayos de las coreografías de lucha,
que tomaban más tiempo que el rodaje en sí, se le hicieron especialmente
tediosos; su rival en el gimnasio y por el afecto de la chica de la historia, un
tipo moreno que lo sobrepasaba en varios kilos y que tenía una sonrisa la mar
de empalagosa, no paraba de hacer sugerencias y de agotar la paciencia del
entrenador, y Nathan sospechó que las horas que empleaba con el taekwondo no
superaban, en absoluto, a las que se pasaba haciendo posturitas delante del espejo.
Para colmo, se empeñaba en mostrarse amigable y en que tomaran unas cervezas
a la salida. Compañía no deseada; una de las cosas que más lo sacaban de quicio.
Sí que hizo buenas migas con Mena, la cantante, una joven menuda y dulce
de larga cabellera negra, que se transformaba en una fiera con una guitarra en
la mano. Cuando la productora los vio juntos, los estudió desde varios ángulos
y decidió que Nathan funcionaría mejor como pareja de su estrella que el chico
de la sonrisa meliflua, porque poseía mucha presencia. Las escenas del irlandés
aumentaron. El conflicto se presentó cuando el coprotagonista lo acusó de que
le había robado el papel, empleando argucias que implicaban prácticas sexuales
de naturaleza más o menos aberrante. Nathan se alegró de que ya hubieran
completado el rodaje en el gimnasio. No dudaba que aquel tipo le habría
largado alguna que otra patada intencionada a la cara.
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Aprendió una valiosa lección: los mundos del cine y la televisión no iban a
brindarle grandes oportunidades para hacer amigos. Más le valdría acostumbrarse.
A raíz del incidente, también comenzó a experimentar cierta inquietud por
otro pequeño detalle. Una noche después del rodaje, mientras cruzaba el pasillo
intercambiando frases amables con su pareja en la ficción, se dieron de bruces
con una cara conocida que doblaba la esquina. Kei.
—¡Si es el señor Blackwood! —exclamó la chica, alzándose de puntillas para
besar al recién llegado en la mejilla—. No esperaba encontrarte aquí. ¿Vienes a
ver a Margaret? Creo que ha salido corriendo, su sobrina acaba de tener un crío.
—Tendré que acordarme de felicitarla, entonces. ¿Qué tal el vídeo?
—Cansadísimo al principio, mucho mejor ahora. Mañana le daremos
carpetazo, y yo cruzo los dedos. ¡Me muero por un poco de descanso! —Un
zumbido procedente de su bolso distrajo su atención. Al sacar el teléfono móvil,
una sonrisa le iluminó la cara—. ¡Oh! Detesto marcharme así, pero es mi chico.
Nathan, ¡hasta mañana! Kei, ya te pillaré en el estudio.
—Claro que sí.
—Genial. ¡Buenas noches!
Tras verla desaparecer pasillo abajo, parloteando por los codos, los dos
jóvenes se miraron.
Los nervios hincaron la dentadura en el estómago del irlandés. No había
contactado con ninguno de los dos desde su última derrota y, aunque le había
sorprendido que lo dejaran tranquilo, agradecía la calma que le estaba permitiendo concentrarse en el trabajo. Claro que ya solo le quedaba un día. Un día,
y tendría que saldar sus deudas.
—¿Cómo va todo, Nathan? —Kei sonrió—. Intuyo que bien. Mena está
satisfecha.
—Supongo que sí. La cosa se ha prolongado algo más porque la productora
me dio escenas extras. ¿Tenéis idea de por qué?
Esa voz tirante que sonaba irónica y acusadora… El pequeño detalle, la
sospecha que había decidido ignorar sobre el cambio de parecer de quienes lo
contrataron, lo asaltó al fijar los ojos en su no tan inesperada visita. Al notar la
mirada sombría, el rostro de Kei recobró la seriedad.
—Nathan, sé que te va a ser difícil creerme, pero te doy mi palabra de que es
la primera noticia al respecto que recibo. Y Niko tampoco ha tenido nada que
ver; me prometió que no se inmiscuiría.
—Ya, y tú le crees, ¿no? Porque es muy obediente, ¿verdad?
—Es obediente cuando tiene que serlo, sí.
—Esa no es la impresión que me dio la otra noche.
Clavó la vista en los ojos azules y dio un paso al frente, arrinconándolo
contra la pared. La imagen de sus muñecas atadas a la cama, la última que
recibiera de él, se había grabado a tanta profundidad en su memoria que le
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había sido imposible dejar de fantasear con ella. Muy a su pesar, la visión lo
incitaba cada mañana a masturbarse en la ducha; el sonido húmedo de su puño
bombeando la erección, rápido y brutal como habían sido las embestidas de
Niko contra su trasero, bastaba para llevarlo al límite en muy poco tiempo.
El joven percibió su excitación, por supuesto. Y su irritación.
—También soy obediente cuando tengo que serlo —murmuró, devolviéndole
la mirada con serenidad.
Nathan no estaba acostumbrado al juego de la sumisión. Si Kei hubiera
bajado los ojos y mostrado una actitud diferente, quizá se habría sentido tentado
a tomarse una pequeña venganza por todos esos episodios de frustración. La
calma le transmitió sinceridad, y le recordó que estaba en un sitio público y
había barreras que no debía traspasar. Se apartó, confuso.
—¿Has venido a advertirme que tengo una apuesta que pagar? —preguntó,
esta vez sin ironía.
—Niko está de viaje. Volverá la semana que viene, y se ha empeñado en
celebrar mi cumpleaños.
—¿Tu cumpleaños? Qué casualidad, el mío es…
Se interrumpió, avergonzado de dar una información que nadie había pedido. Pero su compañero lo instó a completar la frase, mostrando genuino interés.
—¿Cuándo?
—Pasado mañana.
—Tú, el día veinte, y yo, el veintinueve. Sí que es una casualidad. Virgo,
¿eh? —comentó, con una sonrisita.
—¡No te burles! Y no puedo creerme que te tragues esas estupideces.
—No lo hago, no lo hago. El problema es que Niko es muy aficionado a
esos temas, con la excusa de que la cultura popular le es útil para su trabajo. Es
inevitable contagiarse, por mucho que uno se quiera resistir.
—Es… es una idiotez. ¿Qué tipo de pervertido enfermo mira al cielo,
observa un grupito de estrellas y ve en ellas a una virgen? Un triste y salido
pervertido enfermo, te lo digo yo. Y seguro que hasta tenía decidido qué estrella
correspondía a su orificio de entrada favorito y se hacía pajas a su salud. —Kei
rio de buena gana, animando al irlandés a continuar—. Al más puro estilo del
perro de Pavlov: al final, era ver una estrella titilando, y el tío se corría.
Nathan poseía una voz muy expresiva y una gracia natural inspiradora, y
las risas se convirtieron en carcajadas. Los dos tomaron conciencia de que estaban compartiendo el momento más cotidiano y relajado desde que se habían
conocido. Era agradable… y extraño.
—Deja de reírte de mí —ordenó, todavía de broma—. Eh, tú también debes
ser virgo, ahora que lo pienso.
—No, soy libra. Finales de mes, ya sabes. —Se produjo un silencio, y Kei
dedicó a su compañero una sonrisa llena de admiración y afecto—. Nos gustaría
69
que vinieras a la fiesta. No soy amigo de celebraciones, así que será algo sencillo,
en casa, el sábado de la semana que viene. Puedes traerte a quien quieras; de
hecho, podemos celebrar una fiesta doble.
—No —se apresuró a rechazar Nathan—, no es… necesario. Yo tampoco
soy amigo de celebraciones.
—Pero vendrás, ¿sí?
Y de nuevo aquella expresión tan cautivadora. El irlandés se encontró asintiendo de manera automática y aceptando el ofrecimiento de que lo llevara a
casa. A la puerta, Kei lo besó con suavidad, esta vez sin titubeos, y él lo tomó por
la barbilla y separó los labios. Si se hubiera demorado más tiempo…
Si se hubiera demorado más tiempo, lo habría bajado de la moto y lo habría
subido al apartamento a rastras.
s
Nathan había conocido a O’Halloran poco después de llegar de Irlanda, en
la sala de recreativos de la calle donde vivía su hermana. También era irlandés, y
se cayeron bien desde el principio, a pesar de los tres años de edad de diferencia.
Por aquel entonces el chico rubio ya era bastante maduro, y los dos compartían
la añoranza por una isla en la que probablemente no volverían a vivir, la
afición a los videojuegos —sus preferencias se inclinaron pronto por los bares
y los clubs nocturnos— y el taekwondo, para el que Nathan demostró poseer
grandes aptitudes aun habiéndose iniciado tarde. O’Halloran, que era propenso
a enredarse en líos y en broncas, halló en su compañero más joven un apoyo
incondicional que nunca lo dejaba en la estacada. La total indiferencia a meterse
en unas bragas o unos gayumbos de que hacía gala al ligar le parecía un tanto
chocante, pero, ¿quién era él para juzgar si bateaba para los dos equipos, después
de todas las veces que había repartido y encajado golpes por su causa? Tanto
mejor si acababa la noche con un tío, así quedaban más nenas para él. Además,
qué diablos, estaba casi seguro de que era de los que soplaban en la nuca y no al
contrario. En el marco de su moral retrógrada y simplista, aquello bastaba para
hacerle respirar tranquilo con respecto a su virilidad.
Puesto que le había sacado las castañas del fuego en más de una ocasión,
Nathan fue capaz de tragarse su orgullo y aceptar quedarse en su piso cuando su
cuñado le dejó caer, sin sutilezas, que ya era hora de que se buscara la vida y dejara
libre su habitación. O’Halloran le garantizó que sería un favor mutuo. Tenía una
novia muy absorbente que le programaba el tiempo libre y le decoraba la casa
igual que un templo hindú; la excusa del invitado era un recurso desesperado para
que la chica no se instalara con él y le arrebatara su último reducto de libertad.
Con todo eso, era normal que celebraran juntos la conclusión de su primer
trabajo como actor, y entre cerveza y cerveza, O’Halloran le tomó el pelo, le
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preguntó cuándo podría ver el vídeo musical y amenazó con ridiculizarle ante
su Sa Bum Nim, su maestro, si lo pillaba cometiendo muchas pifias. Lo cierto
era que Nathan tenía poco tiempo para acudir al dojang y su amigo echaba de
menos su compañía, y aunque le deseaba buena suerte, se temía que terminarían
distanciándose si lograba tener éxito. Ya que no había nada que pudiera hacer
al respecto, aquella noche bebió como una esponja y dejó que fuera el artista
quien pagara.
Sí que le quedó cordura para rechazar su parte del dinero del alquiler del
mes. Sabía que Nathan se había quedado sin trabajo, y el problema de la profesión a la que aspiraba era la carencia de estabilidad. No obstante, el rubio no
quiso ni oír hablar de ello y le deslizó los billetes en el bolsillo del pantalón,
obteniendo un débil y alcoholizado «no se te ocurra meterme mano, cabrito»
a cambio.
Aún no se había atrevido a contarle que tendría que mudarse. A decir
verdad, le había contado muy pocas cosas personales, aprovechando que
el chaval tampoco era de los que se preocupaban por la vida y milagros de
los demás. Desde luego, lo que menos le interesaba eran los pormenores de
sus relaciones con otros tíos. ¿Cómo le diría que se iba a vivir con otros dos
porque… porque…? Sopesó la posibilidad de invitarlo a la fiesta para que
los conociera, y luego la descartó. No, era muy embarazoso. Además, ¿quién
sabía? Todavía estaban a tiempo de rectificar y retirar su invitación forzosa;
todavía podían decirle que todo había sido una broma, que no estaba obligado
a cumplir su apuesta; todavía…
Tendría que esperar. Acudiría a la fiesta por su cuenta, se sentiría fuera de
lugar, rodeado de un montón de tipos con dinero que lo mirarían por encima del
hombro, y no haría ni el más mínimo esfuerzo por integrarse. Una preparación
perfecta si quería labrarse una carrera ante las cámaras.
Al día siguiente fue su cumpleaños. O’Halloran era vigilante de seguridad y
tenía turno de noche, con lo que pasó la velada solo en el apartamento. Recibió
mensajes de felicitación y las típicas invitaciones de índole sexual que no
aceptó. No tenía ganas de salir, y cuando alguien la emprendió con una serie de
insistentes llamadas a la puerta acudió bufando, imaginando que algún colega
pelmazo no había aceptado un no por respuesta. No se esperaba al mensajero, ni
la bolsa con el globo en forma de trébol atado al asa que depositó en sus manos;
dentro había una botella de whisky, de la misma marca que Niko había traído
consigo el día que se conocieron, y una nota.
«Esto es para que no te olvides. Nosotros tampoco nos olvidamos. Feliz
vigésimo cumpleaños, irlandés».
Se quedó mirando el brillante trébol verde y plateado que flotaba ante sus
ojos. Sumergiendo la mano en los rubios cabellos, se derrumbó en el sofá y dejó
caer la cabeza hacia atrás.
71
Tan… jodidamente apropiado…
s
—Nuestro invitado más importante ha llegado al fin. Puedo respirar
tranquilo.
Era la noche señalada. Había localizado la casa, había subido la escalinata
frontal y de nuevo estaba ante la puerta. Y por más que lo intentaba, no lograba
encontrarle un sentido a la escena, porque había una pieza que no podía hacer
encajar: él mismo. Todo era tan irreal, tan ajeno, que tenía la impresión de estar
en otro planeta.
Al menos, Niko sí que era corpóreo, con la sonrisita pícara en el atractivo
rostro, la camisa de seda gris y esos pantalones que marcaban su trasero con
estilo inmejorable. Nathan también se había puesto sus mejores galas, aunque
nada que se aproximara a la escandalosa exclusividad de su anfitrión.
—Tendré que sacar la fusta para apartar a las fieras en celo de ti —continuó
Niko, cerrando la puerta y acercándose al recién llegado, con una mirada muy
sugerente—. Te comería entero, empezando por…
Asiéndolo por la nuca, le deslizó la lengua entre los labios. Nathan, que
ya había ratificado lo bien que besaba, lo dejó hacer, pero cuando juzgó que
el contacto se estaba prolongando más de la cuenta, le tomó la muñeca y se la
apartó con rudeza. La dolorosa presión que aplicaba confirmó al joven que, de
resistirse, podría dislocársela.
—¿De verdad tienes una fusta? —inquirió, sin una pizca de humor en su
mirada oscura.
—¿Tú qué crees?
Esa es una buena pregunta, pensó el irlandés al devolverle la mano a Niko.
«Cortesía por cortesía», habían manifestado una vez. Demostración de dominio
por demostración de dominio, algo de lo que no eran conscientes en aquel
momento, ocupados como estaban en devorarse con los ojos.
Sí que era obvio para otra persona que observaba desde la esquina.
—Hola, Nathan. —Kei sonrió y se acercó—. ¿Has venido solo?
—Sí, no… no quería traer a nadie. —Encantadoramente sincero, pensó el otro
para sí—. Eh… feliz cumpleaños. No sabía qué regalarte —extrajo de la bolsa
que llevaba la botella que le habían enviado— así que vengo cargando con esto.
—Gracias, no era necesario que te presentaras con nada, aparte de tu
persona. —Le dio otro beso, tan dulce como lujurioso había sido el de su
compañero—. Espero que tengas hambre, Niko ha exagerado un poquito con el
catering. Y eso que me aseguró que sería una fiesta sencilla.
Cruzaron al salón. Ya en el vestíbulo se oía el ruido de la música y de muchas
conversaciones diferentes. Lo que no se esperaba Nathan eran las cuarenta o
72
cincuenta personas que se distribuían por la sala, la terraza y el comedor
adyacente, al que se accedía a través de unas puertas correderas abiertas de par
en par. Respiró aliviado al comprobar que no formaban una partida al cien por
cien de snobs, como había supuesto: había un par de grupos de bohemios cuyo
atuendo no llegaba a costar el producto interior bruto de un país en vías de
desarrollo, aunque intuía que debía ser una pose, más que otra cosa. Algunas,
y algunos, eran muy atractivos. Un par de muchachas que charlaban con un
hombre de más edad tenían pinta de modelos de lencería. Más allá, un chico
negro con una impresionante melena de rastas hasta la cintura y una colección
de piercings en las orejas y en una ceja bromeaba con un típico ejemplar de
rubio sajón. Muchos rostros se volvieron hacia él y le lanzaron miradas curiosas,
admirativas y, suponía, desdeñosas.
Sin lugar a dudas estaba fuera de lugar. Se sobrepuso, no obstante, a su
impulso de volver por donde había venido o de autoexiliarse en la terraza y
empaparse durante horas del humo de los pocos que salían a fumar. Ya se había
desenvuelto en muchas ocasiones delante de desconocidos —y tanto que lo había
hecho— y quería dedicarse a actuar, ¿no era cierto? Pues actuaría. Actuaría
como si estar en aquella fiesta no le hiciera sentirse enfermo.
—¿Quieres que te sirva de escolta y te presente a algunos amigos o prefieres
que te deje a tu aire? —le susurró su homenajeado anfitrión al oído. Al instante
sonó el timbre de la puerta—. Perdona, volveré en un minuto.
—Por lo pronto, tendrás que repostar combustible —sugirió Niko, tirando
de él hasta la improvisada barra de bar—. ¿Te gusta la ginebra? Se me dan muy
bien las mezclas.
Ya lo creo que se te dan bien, pensó el irlandés, al verlo interrumpir sus actividades de barman y volverse para besar a otra joven negra que acababa de llegar…
de manera bastante íntima. Empezaba a sospechar que era su saludo estándar,
aunque a la recién llegada no le había hundido la lengua hasta la campanilla.
Con disimulo, desvió la vista hasta Kei, que no daba muestras de alterarse por
la familiaridad. Probablemente porque él también le ha estado comiendo la boca en
la entrada, siguió cavilando. Claro, estúpido, a estas alturas deberías imaginar que
dos tíos que te proponen una relación abierta de trío no van a encarnar el paradigma
victoriano del decoro. Tampoco lo parecía, cuando te la chupaban por turnos…
Cuando Niko le puso la copa en la mano, la vació casi de un trago. El joven
moreno alzó las cejas. Tenía el comentario sarcástico en la punta de la lengua,
pero un figurín que llevaba un traje hecho a medida lo interrumpió.
—¡Eh, Bradley, ponme una copa, ya que estás ahí! ¿Tan mal van los negocios que no te has podido permitir un par de camareros?
—Esta es una pequeña celebración con amistades de confianza, Martin. Si
no puedes pasarte una noche sin que te limpien los morros después de comer,
vuélvete a tu palacete a pellizcarle el trasero a tus pobres empleadas —se burló
73
el aludido—. Y no te atrevas a hablarme de trabajo, te lo advierto. Ya les pasé tu
kilométrica lista de demandas a los de Medios y lo dejarán todo listo a lo largo
de la semana que viene.
—Venga, tu padre me prometió que tú te ocuparías en persona. Yo solo
quería que hablaras el asunto con el director de la cadena, a mí no quiere ni
responderme al teléfono.
—Porque eres un capullo sin remedio. Qué narices, te he dicho que no me
líes con tu maldita campaña, esta noche no…
Kei se llevó a Nathan a rastras hasta la mesa del buffet.
—Lo siento, es un amigo de nuestros padres, se ha colado en la reunión
y Niko no puede decirle que se largue —se sintió obligado a explicar—. Su
padre es muy permisivo con todo, salvo con el trabajo. No son raros los fines de
semana que se pasa ultimando una campaña de publicidad.
—No es asunto mío, aunque… yo creía que era un niño de papá al que
habían enchufado en el negocio de la familia.
—En absoluto. Su hermano mayor, que es el director general, lo hizo
comenzar desde abajo en el Departamento de Cuentas, hasta que descubrió el
talento que tiene para desarrollar conceptos que lleguen al público. Ahora es
el director creativo, y continúa echándoles un ojo a los de Cuentas, con lo que
no es infrecuente que le toque lidiar con algunos clientes importantes… que lo
mortifican siguiéndolo a casa en un día como hoy. ¿Te apetece algo de comer?
Sírvete, creo que yo atacaré la ensalada.
Era difícil decidirse, cuando las exquisiteces se contaban por metros. El impresionado Nathan, pugnando aún por digerir la información de que el chulo
bronceado y vividor era un profesional muy esforzado, paseó la vista a lo largo
de la mesa, sin saber a qué prestar su atención. Hasta que sus ojos se detuvieron
en la sobria tarta que ocupaba el centro del mueble. En concreto, en el mensaje
escrito con crema:
«Feliz cumpleaños, Kei y Nat».
Se congeló, sin saber cómo reaccionar. Su compañero lo notó al instante.
—No te lo tomes a mal, Nathan. Niko es un entusiasta de las celebraciones,
y no soportaba la idea de dejarte fuera de esta. Después de todo, tú…
—Necesito un pitillo.
El rubio dejó a Kei con la palabra en la boca, se apoderó de un vaso sin
molestarse en olfatear el contenido, salió a la terraza y se refugió en una esquina.
Ni el alcohol ni el cigarrillo iban a proporcionarle disfrute alguno, apenas eran
un sedante para la irritación que sentía. ¿No había sido claro respecto al asunto
de la fiesta doble? Y además, ¿se dedicaba la gente a poner en una tarta, para que
lo vieran sus amiguitos, el nombre del tío al que iban a largar después de un
polvo? Él creía que no. Ahí se esfumaba su pequeña esperanza de continuar con
su vida libre, simple y anodina.
74
A un nivel más profundo, el gesto lo conmovió, aunque el nivel de
profundidad aumentó bajo capas de indignación añadidas a toda prisa, porque
no quería reconocerlo.
Al menos, pensó, a nadie parece importarle que yo sea el «Nat» de la maldita
tarta, o quizá no lo sepan. Menos mal, no aguantaría que me felicitaran un montón
de desconocidos que…
—Me preguntaba quién sería la segunda estrella de la fiesta. Feliz cumpleaños,
Nathan, si no he oído mal a Kei. ¿Así que Nathaniel? Un hermoso nombre bíblico.
A tomar por… El irlandés se giró. Un hombre moreno, en el cual ya había
reparado al echar un vistazo por la sala, se le había acercado con pasos silenciosos.
Lo cierto era que el tipo no estaba mal, por más que las sienes plateadas y las
arruguitas en torno a los ojos revelaban que era mayor de lo que sugerían su
cuerpo en forma y su piel inmaculada. Tenía unos ojos castaños oscurísimos,
rodeados de largas pestañas, que lo miraban justo a su nivel, y una hilera de
dientes blancos y perfectos. Un ricachón disfrazado con ropas de civil, que frecuenta
el gimnasio y al que le van jóvenes, catalogó Nathan. Pues a mí no me van los
puretas, amigo.
—Una línea para entrarle a alguien muy en boga allá por el siglo diecinueve.
—¿No es maravilloso escuchar una primera frase y confirmar que la persona
que la pronuncia no solo es atractiva, sino que también tiene bien amueblado
el cerebro? —Levantó la copa de brandy que sostenía en su mano izquierda y se
la llevó a los labios, sin perder la sonrisa—. Aparte de una buena dosis de ego,
por supuesto. Das por sentado que quiero entrarte, cuando quizá lo único que
pretendo es ser amable y pedirte un cigarrillo.
El joven le tendió el paquete y le ofreció fuego sin decir nada. El hombre
dio una primera calada intensa y exhaló con satisfacción, con la típica expresión
del que ha estado privado de humo y nicotina durante mucho tiempo.
—Intentar dejarlo es una refinada tortura. Gracias, Nathan. Por cierto, me
llamo Adrian y creo que el diecinueve era un buen siglo, pero yo no lo cambiaría
por este. Siento curiosidad… Conozco a Niko desde hace mucho tiempo, y me
preguntaba qué tipo de persona es capaz de reunir tantos méritos para que su
nombre figure en el mismo postre que su adorado Kei.
—Pregúntale a él.
—Ya lo hice, y obtuve resultados nulos. Confiaba en tener mejor suerte
dirigiéndome directamente al interesado. ¿A qué te dedicas?
—Soy actor —respondió sin pensar. El tipo aquel lo miró con un pequeño
brillo burlón en los ojos.
—No me digas… Y yo soy productor. Qué notable circunstancia.
El tal Adrian había esperado una reacción más interesada, desde luego, y no
aquella pequeña dilatación en las ventanas de la nariz del rubio poco hablador.
No se arredró.
75
—Tu cara no me es familiar, ¿estás empezando? ¿Has hecho ya algún
trabajo profesional, o aguardas tu gran oportunidad? —Silencio—. Vamos; si
eres un actor genuino, deberías actuar un poco y fingir que estás tomando parte
en la conversación.
—Ya lo hago —observó al cabo de unos instantes. Su voz poseía el tipo de
suavidad capaz de hacer que chirríen los dientes—. Es evidente que soy actor.
Aquí estoy, escuchándote con paciencia, en lugar de mandarte a la mierda, que
es lo que me gustaría.
Adrian reaccionó con incredulidad. Era la primera vez en su vida que
alguien que pretendía ser del mundillo le hablaba así, después de enterarse de
su profesión. Se preguntó si el chico suponía que le estaba tomando el pelo,
si era una pose para impresionarlo, o si en realidad poseía un temperamento
horrible y se escudaba en la amistad de sus anfitriones para salirse con la suya.
No, no era una pose, veía la ira en sus ojos. Entonces… ¿cómo encajaba alguien
así con el carácter fuerte de Niko y la aparente dulzura de su amorcito medio
asiático?
Estalló en carcajadas.
—Hay que reconocer que los tienes bien puestos, Nathaniel —concedió,
cuando se calmaron sus risas—, pero la primera lección que se aprende en el
mundo del cine es la de hacerle la pelota al tipo que pone el dinero, ¿lo sabías?
Desde luego que lo sabías, eres un chico listo. Te lo recuerdo porque no todos
mis colegas tienen mi buen carácter… ni son tan buenos en la cama.
Apuró el cigarrillo y arrojó la colilla en un cenicero de pie que semejaba un
pequeño jardín zen.
—Sobre todo —continuó—, lo segundo.
Desde el salón, Niko seguía la escena que el par protagonizaba en la terraza.
Echó el guante a Kei cuando se puso a tiro y lo interrogó.
—¿Qué diablos hace Nathan ahí fuera con Adrian Schneider?
—Reparó en el mensaje que escribiste en la tarta y no se lo tomó muy bien
—contestó, con un ligero tono de reproche—. En cuanto a Schneider, tu amigo
es un depredador natural. ¿Qué te esperabas? A la fuerza tenía que atraerle una
cara nueva.
—Pues se va a llevar un maldito chasco. Y Nathan se va a cabrear…
—… Aún más.
—… Aún más. ¿Por qué no has salido a rescatarlo? —se alarmó Niko, ante
la aparente pasividad de su compañero.
—Este es el ambiente en el que se supone que va a moverse a partir de ahora.
¿No debería familiarizarse con él, para ver si quiere soportarlo?
—No tiene elección. Ha perdido la apuesta.
76
Salió con paso decidido. Kei no movió un músculo; al cabo de un momento,
lo siguió.
—Hola, chicos, espero interrumpir —bromeó un receloso Niko al unirse a
sus dos invitados.
—Niko, ¿cómo es que no me has presentado a tu nuevo amigo? Y un actor,
además. Entra mucho más en mi terreno que en el tuyo.
—Oh, no tienes ni idea de lo equivocado que estás. Completamente
equivocado. —Los ojos azules destilaban advertencia.
—¿Por qué? Siempre es bueno conocer sangre nueva. Lo que quisiera saber
es qué le has hecho al pobre muchacho. No parece muy contento.
—Hola, Adrian —intervino Kei.
—¡Kei! Creo que ni siquiera nos hemos saludado esta noche. Felicidades:
debes ser la persona que menos aparenta los treinta del mundo. Tengo entendido
que firmaste un contrato con una productora independiente. Tu primera película, ¿no es cierto? ¿Qué tal sienta?
—Bien, gracias. —Miró a Nathan de soslayo—. Y yo he escuchado que tú…
El irlandés se alejó sin decir una palabra. Su actitud debía ser muy expresiva,
puesto que nadie intentó convencerlo de que se quedara y se uniera a la conversación.
Se sentía tan perdido que hizo algo nada propio de él: husmear por la
casa. Cualquier excusa era válida para perder de vista a la gente que poblaba
el salón. Tras encontrar la moderna cocina y un aseo, fue a parar a una
habitación de gruesos muros, con una pared tapizada de estanterías con discos
compactos, equipo electrónico, un par de portátiles y un sistema de sonido tan
engañosamente simple que debía ser carísimo. Y, sobre todo, con un soberbio
piano de cola Steinway que relucía en el centro como una gigantesca joya de
azabache. Tenía que ser de Kei y, aunque Nathan no era un entendido musical,
sospechaba que el instrumento era demasiado bueno para pertenecer a un simple
aficionado. Y todo ese equipo…
Se acercó a las estanterías. Exponían música de muchos géneros, con un
claro predominio de piezas clásicas y bandas sonoras. Un par de compactos
al lado de una selección de Sibelius llamaron su atención; no reconoció los
programas de televisión de la portada, pero sí el nombre que los firmaba:
«Música compuesta por Kei Blackwood».
Se llevó la mano a la nuca y la dejó allí, sujetando la incipiente y dolorosa
tensión de sus músculos. Comprendió que no tenía ni la más remota idea del
lugar donde se estaba metiendo, ni de las personas con las que tendría que
convivir, ni de la razón por la que lo hacía.
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Esto último no era del todo cierto. Algo comenzó a palpitar entre sus piernas,
a medida que la confusión se transformaba en una singular furia expectante.
—¿Has visto a Nathan? —susurró Niko cuando despedían a los invitados.
—No.
—No lo entiendo. Le perdí la pista después de que abandonara la terraza. No
se habrá marchado…
Kei no respondió. En lugar de eso, dirigió la vista a las escaleras que
conducían al primer piso. Su compañero se apresuró todo lo que pudo en cerrar
la puerta tras los rezagados sin parecer descortés, y luego subió los escalones de
dos en dos. El otro lo alcanzó y se encaminó derecho al dormitorio que habían
usado durante su encuentro previo.
A pesar de que apenas lo iluminaba la luz débil que entraba desde el pasillo,
Nathan estaba allí, tirado en la cama, con los pantalones por toda vestimenta.
En el suelo descansaba una botella medio vacía, y sus mejillas rojas delataban
que él se había encargado de hacer desaparecer el resto. Giró el rostro hacia la
entrada cuando se encendieron los focos, momentáneamente deslumbrado; al
ver quiénes eran, se incorporó. Sus ojos, un tanto vidriosos, los miraban bajo el
ceño fruncido sin una pizca de amabilidad.
Kei se reclinó contra la pared y dejó caer sus zapatos y calcetines al suelo,
junto con las prendas que Nathan había abandonado con anterioridad. Niko lo
imitó, cerró la puerta y se acercó en silencio.
Si al bebido irlandés le hubiera funcionado el cerebro a plena capacidad,
se habría sorprendido de la ausencia de comentarios y sonrisas burlonas. A esas
alturas, lo único que le importaba era que el joven de piel bronceada y largos
cabellos negros estaba al alcance de su mano. Asiéndolo por el antebrazo, tiró
hasta hacerlo caer de espaldas sobre el colchón, se colocó a horcajadas, atrapó
sus caderas con las rodillas y batalló para desabrocharle los botones de la camisa.
Sus dedos torpes e impacientes no acertaron a pasar el primero a través del
ojal. Los desgarró, exasperado, esparciéndolos sobre la colcha, y enterró la cara
en el cuello desnudo; algunas hebras suaves se colaron entre sus labios. Siguió
bajando por el pecho hasta atrapar un pezón con los dientes y propinarle lo
que pretendía ser un suave bocado. El ligero dolor hizo que Niko gimiera, y el
sonido espoleó aún más a Nathan. Pellizcó el otro pezón y arrastró la lengua
hasta él, succionando con fuerza. Era la primera vez que tenía acceso a ellos y
quería sentir cómo se endurecían, cómo se sacudía el cuerpo que estaba debajo
del suyo. Mordió de nuevo y su víctima se revolvió; entonces dejó que goteara
la saliva sobre la carne enrojecida y la extendió a lametazos, su mano derecha
resbalando a lo largo de los marcados músculos abdominales y colándose bajo la
cintura de los pantalones. La prenda no le permitía maniobrar con comodidad,
78
y debió contentarse con palpar la zona de la bragueta y constatar que empezaba
a adquirir volumen. No tanto como habría deseado.
Niko no llevaba cinturón, por lo que se concentró en abrir los botones.
Juró por lo bajo. ¿Cuántas de aquellas malditas cosas tendría que vencer para
arrancarle la ropa? Cuando notó las manos morenas tratando de ayudarle en la
tarea las apartó con furia. Desabrochó todos los que pudo y propinó un tirón
que arrastró los elegantes boxers ajustados a un tiempo. Apareció ante sus ojos
el miembro abultado que recordaba, bajo aquel triángulo oscuro; lo rodeó y se
deslizó arriba y abajo varias veces, finalizando con un intenso roce del pulgar
en su abertura, para asegurarse de que tenía toda su atención. Sintió el órgano
vibrar y gruñó, complacido.
Claro que no era aquella la zona de su cuerpo que más interés le despertaba
en esos momentos.
Se soltó los vaqueros y bajó la cremallera, desvelando su nube de vello rojizo
sobre un mástil a media asta. No llevaba ropa interior. Una idea debió asaltarlo
de repente, pues se detuvo, se sacó un papel arrugado del bolsillo trasero y se
lo lanzó a Niko. Perplejo ante la interrupción tan poco erótica del humor del
momento, el joven lo desplegó y lo miró: resultados negativos para varias ETS.
Lo apartó y buscó los ojos de Nathan, que terminaba de desnudarse.
—Estoy limpio —dijo este inclinándose sobre él, con una voz ronca que
acusaba los efectos del alcohol—, así que te voy a joder a pelo. Y mejor que Kei
te haya dado lo tuyo estos días, no pienso pararme a dilatarte. Lo único que
quiero es meterte…
Se arrodilló entre sus piernas y las empujó a los lados, alcanzando a vislumbrar una tímida panorámica de su perineo y la separación de sus nalgas. Intentó
concentrarse en ese punto, ya que pensar en cualquier otra cosa que no fuera
abrirse camino entre ellas lo cabreaba; por desgracia, su aparato no se prestaba a
colaborar. Maldita mierda de whisky… Se masturbó con furia, casi dolorosamente, hasta alcanzar una rigidez aceptable, y enfiló contra su objetivo.
—¿No prefieres… joderme a mí primero?
Esas palabras quedas a su oído… Unas manos firmes rodearon su cintura y
se detuvieron sobre su erección. Kei. Era inexplicable que se hubiera olvidado
de él, de no ser por su pobre experiencia en lidiar con más de uno en el catre y
por su borrachera. Pero no estaba tan bebido como para ignorar la piel desnuda
contra su espalda, el bulto apretando sobre su cintura y la voz suave: Kei, el
caballero de refinado vocabulario, acababa de pedirle que lo jodiera, y le estaba
haciendo una paja mientras daba tiempo a su boca a bajar a la fiesta y recibir
unas cuantas estocadas bruscas. Un segundo antes de que el rubio lo agarrara
por el pelo y lo apartara —no era una mamada lo que estaba buscando—, el
joven se dio la vuelta, se colocó a cuatro patas sobre Niko y se restregó la polla
de Nathan entre las nalgas.
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Ya había fantaseado muchas veces con ese culo que lo obsesionaba desde
la primera ocasión que lo tuviera en las manos. Era firme y elástico, y no pudo
resistirse a hincar los dedos en la carne y separar los montículos para exponer
la abertura. Deseaba hacer tantas cosas… Tomarse su tiempo, lamerlo de arriba
abajo, pasar la lengua a través de ese músculo apretado y penetrar hasta sentirlo
estremecerse.
Estaba demasiado borracho y demasiado alterado.
Entró de golpe. Nunca antes lo había hecho así, sin condón ni lubricante, y
no esperaba aquella resistencia y fricción. Se obligó a empujar con mucha más
fuerza, y le sujetó las caderas con tanta saña que le dejó marcas. De no ser por
la insensibilidad que le proporcionaba el alcohol, también habría gritado de
dolor… No, un momento; Kei no gritaba, ni se quejaba, tan solo jadeaba muy
fuerte, con los brazos y piernas anclados en el colchón para poder resistir las
embestidas. Porque eso fue lo que hizo Nathan cuando se adentró hasta la parte
blanda y cálida: embestir como un animal, con violencia, observando cómo el
color de la piel viraba del crema al rojo.
Quiero que grites… Quiero escuchar lo que sientes cuando te estoy follando…
Debajo de ellos, Niko sufría una punzante insatisfacción en su entrepierna.
Estaba molesto; cavilaba sobre la razón por la que Kei se había inmiscuido en
su primera experiencia en posición de cabeza con otro hombre. Y, a un paso
de sacar conclusiones, reparó en el rostro encarnado de su compañero, que se
sacudía a cada arremetida, tan tenso que los labios se le habían teñido de blanco.
Le estaba haciendo daño. Nathan había perdido el control —¿había llegado a
tenerlo en algún momento?— y se dejaba llevar por los instintos. Antes de que
pudiera intervenir, Kei se abatió sobre él y le sumergió la lengua en la boca. No
te muevas, déjalo, parecía decir. Niko saboreó el beso, se estiró hasta localizar
el miembro que se cimbreaba sobre él y lo frotó de la manera que le gustaba,
proyectando las caderas hacia arriba para disfrutar el contacto.
Al componente más joven de la reunión le tomó un buen rato ponerse
a tono, pero eso no fue problema para Kei, que siempre tardaba en correrse.
Cuando empezó a disfrutar a lo grande el duro asalto, el roce de las manos…
cuando sus paredes internas se contrajeron e hicieron que el chico rubio
emitiera un grito sordo y eyaculara, aún no estaba listo. Niko aumentó el ritmo
y le mordió el labio, y Nathan, derrumbado sobre su espalda, no se detuvo;
continuó empujando hasta que la presión y un gemido suave le anunciaron que
Kei también había llegado al clímax. La sacó con torpeza y se dejó caer junto a
ellos, exhausto, en calma… La frustración se le había escapado de dentro junto
con su semen. Con el pecho subiendo y bajando cada vez más reposadamente,
se adormeció.
Una lengua lamiendo sus labios y un masaje húmedo y suave a lo largo de
su miembro lo trajeron de vuelta al mundo de los sentidos. Prefería dormir, ¿por
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qué no lo dejaban en paz? Aunque… era tan placentero… Abrió los ojos, no
más de una rendija, y distinguió la silueta borrosa de Niko, inclinándose hacia
su cuello.
—Despierta, bello durmiente, despierta… Yo también quiero que me hundas esa maravilla hasta el fondo. Eso sí, tendrás que ser más amable conmigo.
Un nuevo lametazo en el lóbulo de la oreja, un ligero pellizco en la tetilla.
—Fóllame, Nathan. ¿No decías que me ibas a joder a pelo? Pues métemela.
Fóllame.
Aquellas palabras, y la presión de un par de glúteos firmes sobre su polla,
obraron el milagro de espabilarlo. Fijó la vista en Niko. Este, encaramado sobre
su vientre, deslizó la hendidura de su trasero a lo largo de su erección, hasta que
el extremo rosado llegó a su abertura, hizo un ligero tope y se aventuró a través
de ella un par de centímetros.
—Ah…
Clavó los ojos oscuros en el miembro que apuntaba hacia él, coronado de
líquido preseminal. Le rodeó la cintura con los brazos e introdujo la punta de
un dedo junto con su glande, haciendo que gimiera más fuerte. Había estado
jugueteando allá abajo, pues cedía con relativa docilidad y resbalaba bajo una
buena dosis de lubricante. Se propinó varias sacudidas, manteniendo la cabeza
apretada contra su esfínter, y empujó.
—Oooh, joder… más despacio, es… tan grande…
Un Nathan extrañamente sosegado obedeció y aminoró la marcha, dándole
tiempo a Niko para que se adaptara. Cuando ya no pudo adentrarse más,
le sujetó los muslos, alzó las caderas y empujó. Al instante, el rostro de Kei
descendió sobre la apreciable herramienta del joven bronceado.
—¡Ah! —exclamó este, inclinándose hacia delante, la boca abierta en una o
perfecta y el cabello negro ocultándole las facciones—. Si-sigue, Nathan, por
favor…
Con semejante paisaje desplegado ante la vista, ¿cómo habría podido dejar
de cumplir la nueva orden, por adormilado que estuviese? Alzó otra vez las
caderas y provocó una nueva sacudida en su pareja, que apoyó los brazos en el
colchón. Y otra vez, y otra… Las estocadas eran cortas y profundas. Él mismo
acabó jadeando en silencio, recreándose, alternativamente, con la expresión de
Niko y con su polla hundida en la boca de Kei. Su mano derecha fue en busca
de la entrepierna de este último, le acarició los rasurados testículos y el tronco
y se dispuso a bombear. La carne se endureció bajo sus dedos, recordándole la
noche en la que se la había chupado. Deseó volver a sentirla así.
Dejó bien claras sus intenciones acariciándole la barbilla para que abandonara
lo que estaba haciendo y tirando para que se acercara. Él se colocó de rodillas,
con las piernas abiertas sobre su cara, y adelantó la ingle. Nathan la guió entre
sus labios y la chupó con fruición sin dejar de frotarla, y su cuerpo sincronizó
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con naturalidad la cadencia de su boca y su pelvis mientras arremetía contra
Niko. Sus dedos húmedos de saliva resbalaron sobre el liso perineo de Kei hasta
alcanzar su entrada, que se abrió a ellos tras un leve titubeo. Al cabo, rozaron
su zona sensible. Notó la contracción, y el ansia de su polla por adentrarse aún
más en su garganta.
En lo alto, los dos jóvenes morenos volvieron a comerse a besos. A Niko
apenas le quedaba concentración para manejar la lengua, y Nathan escuchó sus
gemidos roncos resonando con más y más fuerza dentro de Kei.
—Mmmm… Ugh… Ya casi… Dios… No pares, Nathan, ya casi…
¡Aaaah…!
Afianzó los pies sobre el colchón y se la clavó tan profunda como fue capaz,
y así permaneció, sacudiéndose con un tímido movimiento circular. Después de
experimentar una calidez húmeda en el pecho, aguardó a que el otro joven culminara por su lado. La segunda descarga cálida la recibió contra el paladar; de
nuevo se sorprendió de lo bien que sabía. Podría haber estado lamiendo aquello
durante días y días.
Él también se corrió, sepultado en el estrecho túnel de Niko. Estaba tan agotado por el alcohol que la sensación de éxtasis pasó desapercibida entre oleadas de
inconsciencia. No pudo distinguir quién lo besaba primero, quién continuaba,
quién le enjugaba la piel y le acomodaba la cabeza en la almohada… El brazo se
le movió por su cuenta para abrazar la cintura que se había puesto a tiro. Era más
fina, así que supuso que sería la de Kei. Se acurrucó contra él y susurró:
—Hmmm… Kei… lo…
Se quedó dormido antes de poder pronunciar «siento».
La luz que filtraban las cortinas lo hizo parpadear. También contribuyó
a ello, qué duda cabía, el aroma de las tostadas y los huevos revueltos, y la
retozona mano de Niko, acariciando su costado.
—Buenas… tardes, grandísimo vago —se burló, deteniéndose en su ingle—.
Por un día, y sin que sirva de precedente, te despierto con un desayuno en la
cama. ¿Has dormido bien?
Nathan se frotó los ojos y se estiró sobre la espalda. Al otro lado, Kei lo
contemplaba con una pequeña sonrisa, apoyando la mejilla en el antebrazo.
Atrapado entre dos frentes de mirada azul, se sentía confuso… y hambriento.
Reparó en la bandeja cargada de comida sobre la mesita. Los bramidos de su
estómago lo forzaron a incorporarse.
—Hum… Por el estado de tu entrepierna, creo que primero deberías hacer
una visita al baño. Está ahí mismo…, semental.
Era muy cierto. Saltó, se paró para localizar su ropa interior, recordó que no
se la había traído y pescó, en cambio, sus pantalones.
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Más tarde, mientras se servía una tercera taza de té y una segunda ración
de huevos, y escuchaba los comentarios de Niko con el espíritu aplacado por
la generosa ofrenda alimenticia, el recuerdo de la noche anterior se alzó para
acosarlo con fastidiosa intensidad. No estaba tan bebido como para olvidar.
Pensó en la fiesta, en su ánimo de la jornada, en la que sería su situación a
partir de entonces en aquella casa. Rememoró lo que habían hecho juntos unas
horas antes. Turbado, miró a Kei por el rabillo del ojo; desde luego, si el joven
guardaba algún resentimiento, lo disimulaba con una naturalidad mejor de la
que él podría alcanzar en toda una carrera interpretativa.
—Ya que es domingo, podríamos aprovechar para ayudarte a traer tus cosas —sugirió Niko tras retirar la bandeja. Así pues, el plan seguía en pie—. Te
hemos despejado la habitación libre, ahora te la enseñaremos. Kei también tiene
su propio cuarto, y yo el mío, y cuando queremos… jugar en grupo usamos este,
por diversos motivos que pronto entenderás.
—¿Jugar en grupo? —repitió Nathan, sintiendo de repente que la boca se le
volvía pastosa.
—En realidad, esa es una de las poquísimas reglas que tenemos, ¿recuerdas?
Ya te explicamos una, que nunca éramos pasivos fuera de la pareja. Bien,
aunque la pareja se ha ampliado en un miembro, la norma sigue vigente. Y ya
me imagino lo que estás pensando: que el diablo se te lleve si tienes intención de
romperla. Fuera, o dentro, ya que estamos.
—Me lees como a un libro abierto —masculló el irlandés.
—No pongas esa cara. Anoche, Kei y yo nos estrenamos contigo. Para que
veas hasta qué punto has llegado a gustarnos, Nathan.
El joven no respondió. Se sentía orgulloso, por descontado, pero el placer no
lograba borrar el resto de sus temores.
—¿Y qué hay de las otras reglas? Supongo que cuanto antes me las aprenda,
mejor, ¿no?
—Únicamente hay otra. Si bien podemos acostarnos con otras personas, los
demás tienen que saberlo siempre de antemano. Es una cuestión de sinceridad,
ni más, ni menos, y creemos que esa es una de tus principales virtudes.
—Nunca he sido un mentiroso, ni he huido de mis compromisos.
—No es solo eso. Los otros dos siempre tendrán derecho de veto sobre la
elección de parejas del tercero. Y si rompes esta norma, ya sea intencionadamente,
por olvido, por imposibilidad para comunicarte o por otra causa… tendrás que
pagar la penitencia que te impongamos. Cualquiera que sea.
—Un momento. ¿Estás sugiriendo que, si me entra un calentón en un bar
y quiero que una nena me la coma en los servicios, tengo que telefonearos
primero a los dos?
—No sugiero, afirmo. —En la voz de Niko no se percibía ni la sombra de
una burla.
83
—Y si la fastidiara, ¿tendría que venir arrastrándome y aceptar cualquier
locura que me forzarais a hacer? —Frunció el ceño—. Cómo no, debería haberlo
supuesto… ¿Tendría que tragar que me pusieras a cuatro patas y…?
—Nathan, tienes que entender algo. —Kei se decidió a intervenir en la
conversación—. No son imposiciones para darnos en lo que más nos duela, sino
para disuadirnos de hacer peligrar lo que tenemos. Te aseguro que funcionan,
y aunque los dos nos hemos llevado alguna que otra penitencia a lo largo de los
años, el recuerdo nos ha servido para mantener la sinceridad entre nosotros. No
seremos tan arbitrarios como para vetar a alguien por mero capricho, y, desde
luego…, no sé de qué tipo habrán sido tus relaciones en el pasado —el irlandés
tragó saliva— pero intuimos dónde están tus límites y nunca te haríamos algo
que no pudieras soportar.
—Además, los tres tenemos los mismos derechos. Algún día me moriré por
acostarme con alguien que detestarás, y tendré que fastidiarme y venir a buscar
consuelo en vuestros brazos. —Se echó sobre él y sonrió—. No te preocupes,
Nat. Merecerá la pena.
Su lengua se coló entre sus labios, suave como la seda. Luego se apartó, con
un pequeño beso bajo el mentón, y se levantó.
—¡Lo olvidaba! Esta es una copia de la llave de casa, y esta es de la Honda —dijo, sacando los objetos de un cajón y lanzándoselos—. Para que la uses
cuando quieras.
—Debes estar de coña —replicó, boquiabierto.
—Claro que no. Es cómoda para moverse por la ciudad y te hará falta un
medio de transporte.
—No pienso aceptarla. Aparte de que es una estupidez…, yo no tengo
licencia.
—Ya nos ocuparemos de eso. Vamos, no es más que un derecho de la
comunidad. Considéralo un regalo de cumpleaños. Y ahora, con todo el dolor
de mi corazón, tengo que ausentarme un rato, porque le prometí a ese capullo
de Martin que haría un par de llamadas a los chicos de Medios. Y por cierto,
Nathan, aún se nota el sabor. Deja de fumar.
Salió de la habitación, dejando la puerta abierta. El nuevo y más joven
habitante de la casa se quedó inmóvil durante unos instantes, sin saber muy
bien qué pensar.
84
V
El sueño intranquilo de Nathan se vio interrumpido por una sucesión de
sonidos amortiguados colándose a hurtadillas desde el pasillo. Era lunes, o eso
creía. ¿Y la hora? Demasiado cansado para estirar el brazo y consultarla en su
móvil, se volvió y hundió el rostro en la almohada.
El día anterior había sido tan raro… Al contarle que iba a mudarse con un
par de tipos a los que nunca le había presentado, O’Halloran alzó tanto las cejas
que creyó que se le saldrían por lo alto de la frente. Y sin preaviso de ningún
tipo: se suponía que recogería sus pocos bártulos en aquel preciso momento y
los acarrearía a un coche que estaba esperando abajo. Por suerte, o por desgracia,
viajaba ligero de equipaje. La mayoría de sus libros se habían quedado en Irlanda
y no tenía ordenador, así que se trataba casi todo de ropa, que bajó en un único
viaje porque su amigo se había empeñado en ayudarlo y echar un vistazo al
desconocido con el que se largaba. Al menos no pasó del portal y no tuvo que
presentarlos; eso sí, Nathan se deshizo en promesas de invitarlo a beber en un
futuro próximo y contarle qué diablos estaba pasando.
La siguiente sorpresa, y no del todo grata, fue la habitación que le habían
asignado en su nuevo refugio. Era enorme, con pocos muebles, pero nuevos
y relucientes; una combinación atractiva de madera, vidrio y metal. ¿La
habrían instalado ex profeso para él? Al clavar la vista en la cama tamaño
rey-del-mundo —un modelo que tanto parecía gustarles a aquellos dos—, se
preguntó para qué se creían que iba a necesitar un colchón tan animalesco,
y enseguida comprendió que era una pregunta de lo más estúpida. No tenía
mucho que ordenar y sus nuevos caseros le indicaron que estarían abajo y que
podía hacer lo que quisiera. Eligió quedarse solo.
Y allí estaba, sin poder evitar sentirse igual que un chico de compañía
al que habían emplazado en un decorado exótico. Lo cual era absurdo, pues
él había tomado parte activa en la decisión y eso era algo que tendría que
asumir.
85
Los sonidos se intensificaron. Escuchó unos suaves golpes en la puerta, el
discreto deslizar del picaporte al abrirse y un rumor de pasos descalzos. «Cada vez
que quieras intimidad, no dudes en echar el seguro», le habían recomendado. La
ausencia de trabas mecánicas debía significar vía libre para asaltar habitaciones.
—Buenos días, Nate —saludó Niko, tras encender la luz de la mesita y tomar
asiento en el borde del colchón—. ¿Has dormido bien?
—Mmmm… ¿Qué hora es? —preguntó un somnoliento Nathan, frunciendo
los ojos ante la repentina invasión de ruido y claridad en su silenciosa y oscura
guarida—. ¿Sueles entrar en las habitaciones de los que duermen para darles por
culo a traición?
—Respondiendo a tus preguntas, las siete, y no, tengo demasiado amor
propio para abusar deshonestamente de nadie. Perdona mi pequeño ataque de
espíritu hogareño, es que tengo que marcharme en breve a trabajar y quería
que me despidieras con un beso. —El moreno rio por lo bajo—. Y viéndote
de esta guisa, sin tapar y en gayumbos, no dudes que me apetecerían otras
cosas.
—¿Cómo infiernos quieres que me tape? Hace mucho calor y no me dio
por levantarme a buscar el termostato.
—Buenos días. —Kei se asomó desde la entrada y se unió al dúo. En contraste
con el impecable traje que vestía su compañero, él llevaba unos pantalones
holgados y una camiseta de manga larga—. Disculpa, Niko tiende a ajustar la
temperatura a su gusto, que podría equipararse al de un gato panza arriba bajo
una columna de sol.
—¿Cuáles son tus planes para hoy, Nat? —fue el astuto cambio de tema del
aludido.
—Salir a buscar un curro. No sé si quiero saber lo que cuesta esto al mes,
pero que haya venido a vivir a vuestra casa no significa que no vaya a pagar una
parte del alquiler. Por ridícula que sea.
—¿Alquiler? La casa es propiedad de la familia de mi madre y no pagamos
alquiler, irlandés. A menos que consideres como tal que los amigotes de mi
padre tengan la prerrogativa de joderme los fines de semana… —Un malévolo
Nathan se preguntó si estaba siendo literal—. El tipo de trabajos a los que debes
aspirar no los encuentras dando una vuelta por la calle. Necesitas una agencia,
un buen book y algo de experiencia, y…
—Para el carro. —El joven subió el tono—. No te pienses que porque estoy
aquí he cambiado de parecer respecto a los enchufes. Tus contactos y tus amigos
te los metes por donde te quepan. Yo ya tengo apartado el dinero para el book,
y en cuanto al agente, me buscaré uno cuando haya conseguido más curriculum.
Esperaré a que me salga algo, y entre tanto, no voy a estar rascándome los…
—Un anuncio.
—¿Qué?
86
—Un spot comercial. Tengo una cuenta entre manos para la que hemos
planeado algo interesante y de categoría. Rodarán pronto, y aún precisan
modelos.
—No voy a hacer de modelo, ni hablar —afirmó, indignado—. Prefiero
servir café aguado hasta el infinito, vamos, es que…
—Nathan, esa no es la actitud. —Niko se puso serio—. Hay muchos actores
consagrados que realizan ese tipo de trabajos, y el plan es dar a conocer tu cara
al público. Además, no te pedirán que pongas morritos delante de la cámara y
sin camisa, oh, no. Es mucho mejor, ya lo verás.
—Te repito que no voy a aceptar que me contraten en tu firma porque tú
me lleves de la manita.
—Preséntate al casting. —Niko mostró su expresión de ecuanimidad ultrajada
más convincente—. No pienso decir ni una palabra a los del estudio… y, que yo
sepa, con el vídeo te fue muy bien.
—¡Manipulaste a la productora para que reescribiera el guión!
—Mira, te garantizo que no te voy a adjudicar trabajos a dedo; aunque no
te lo creas, no va con mi carácter. Ahora bien, eso no significa que no pueda
señalarte dónde buscarlos, ¿no? ¿Me concederás, siquiera, esa diminuta oportunidad de asesorarte?
Acabó a pocos centímetros de su rostro, los brazos extendidos a sus costados
y un ceño de concentración parejo al que enmarcaban las cejas rubias; tan
absortos el uno en el otro, que no notaron la suave risa de Kei.
—¿De qué es el anuncio? —condescendió a preguntar un apaciguado
Nathan.
—De perfume.
—¿De perfume? Joder…
—Sí, lo sé. A ti no te hace falta perfume para oler de vicio, encanto. Bueno,
¿qué hay de ese beso? —Sumergió la cara en su cuello y lo lamió—. Hmmm…
¿Sabes que, cuando te cabreas, esto se te pone aún más duro?
Llevó la mano a la entrepierna apenas protegida por una fina tela de algodón
y la paseó por su erección matutina. El joven jadeó, tomado por sorpresa, e
intentó zafarse.
—Mierda… Suelta, capullo… Tengo que ir al baño.
—El caso es que —respondió sin obedecer, trazando un camino de
lametazos hasta las zonas meridionales de su anatomía— voy a estar todo el día
fuera… y vosotros os quedaréis aquí, lejos de mi alcance. —Alcanzó la zona
cubierta y enderezó el miembro rígido para que sobresaliera por el borde de la
prenda—. Sabed de antemano que tenéis mi veto para divertiros sin mí, habréis
de esperarme… hasta la noche. —Rodeó la cabeza rosada y tiró para descubrir
el resto—. Pero antes… Un beso no basta. Ayer me tuviste a pan y agua y quiero
un recuerdo más… consistente.
87
Abarcó la polla con la mano y la engulló hasta el tope que formaban sus
dedos. Las terminaciones nerviosas de Nathan, sensibles en cualquier caso, y
mucho más a aquella hora y en aquellas circunstancias, mandaron un par de
mensajes contradictorios a su cerebro: ¿permitírselo y disfrutar, o bien apartarlo
y saltarle los dientes con la rodilla?
El chico optó por una solución de compromiso.
—Ca-cabrón, debería… Ah… Debería mearme en tu…
—Mmmm… Escatología no, que es muy… temprano —se las arregló para
pedir Niko, con la boca llena.
Al homenajeado se le pasaron las ganas de seguir protestando, pues el tercero
de la asamblea se tumbó a su lado y le prestó la lengua para que jugara con ella.
Nathan se aprovechó, aunque sin mucha convicción, ya que su interés estaba
concentrado en otro punto. Cuando comenzó a jadear con más intensidad, Kei
se empleó a fondo en besarlo, mordisquearle los labios separados y acariciarle
las tetillas para brindarle excitación extra. Trató de separarse y unir los labios
a sus dedos y, para su sorpresa, el rubio le apresó las mejillas, hundió su propia
lengua hasta lo más profundo, casi hasta cortarle la respiración, y dejó escapar
un gemido agudo mientras su cuerpo se sacudía.
Tras la tensión, la relajación. Kei se apartó con una pequeña caricia, y Niko
se alzó, limpiándose la saliva y los restos de semen con el dorso de la mano.
Enseguida torció el gesto y, al introducirse los dedos en la boca, extrajo un vello
rojizo. Lo sostuvo en alto, acusador.
—Irlandés, me fascina tu arbusto, pero te lo vas a podar bien cortito y vas a
deforestar los alrededores. Y esto no es negociable.
Besó a Kei y a un boquiabierto Nathan, y luego caminó hasta la puerta.
Cuando el más joven fue capaz de reaccionar, le lanzó lo primero que pilló, que
para fortuna de su blanco resultó ser uno de los almohadones.
—Hasta la noche, preciosidades —se despidió, socarrón—. Y ya sabéis: nada
de empezar nada… sin mí.
En el momento en que salió de la habitación, Nathan saltó de la cama
y corrió al baño. Cuando regresó al lado de Kei, todavía exhalaba algunas
vaharadas de azufre de su reciente episodio de sulfuramiento.
—Ese… cabrito —protestó—. Primero me dice que deje de fumar, y ahora,
que me depile. ¿Qué será lo próximo? ¿Que me haga la circuncisión también,
para que no tenga que molestarse en rebuscarme el capullo?
—¡No, por favor! —rio Kei—. No lo hagas, en serio. Tienes una pieza
perfecta ahí abajo, blanca y rosada, con la cantidad justa de piel, el tamaño, la
forma… Nos encanta.
Al joven irlandés, la observación se le antojó surrealista. ¿Pues no estaba
hablando de su rabo como si fuera una obra de arte? Le lanzó una mirada
desconfiada, si bien no detectó ni un ápice de burla en su expresión.
88
—¿Mi polla es un tema de debate cuando tomáis el té delante de la chimenea?
—A veces. —Un gesto malicioso rasgó aún más los ojos azules.
—Pues qué raro… Yo estoy un poco cansado de pichas bicolores, pero creía
que los tíos sin capuchón despreciaban abiertamente a los que lo conservaban.
—No nos libramos de él a posta. A Niko lo circuncidaron cuando era un crío
y por motivos médicos, ya te imaginas: el ahogo le impedía florecer en toda su
gloria. En cuanto a mí, bueno… Nací en Nueva York, y debido a algún lamentable
error burocrático me lo hicieron prácticamente de serie. Por lo visto, a mi padre le
faltó poco para demandar al hospital. Mi madre hizo gala de esa diplomacia suya
tan exquisita e intercedió para que el temporal amainara. —Sonrió—. Me divierte
pensar que mi entrepierna ya empezó a causar problemas a tan tierna edad.
»La cuestión es que estás muy bien como estás, Nathan. Dejando aparte las
demandas de Niko.
—Hum… ¿en serio? —El irlandés lanzó una mirada especulativa a su
paquete—. La de Niko es algo más grande.
—En lo que cuenta sois casi idénticos. Además… —Manteniendo el contacto
de miradas, movió la mano hacia su miembro laxo y deslizó el dedo hasta su
frenillo. Fue el roce más leve que pudiera imaginarse, lo que no impidió que
Nathan temblara desde la punta de los pies hasta la raíz de los cabellos—. ¿Lo
ves? Una sensibilidad deliciosa… que no quisiera que perdieras.
—Ah, ¿no? —El rubio se lanzó sobre él, le agarró las muñecas y lo apresó
bajo su cuerpo—. ¿Y qué te gustaría hacerme sentir… ahora?
—Muchas, muchas cosas. —Kei no perdió su serenidad, aunque un ligero
abultamiento traicionaba sus deseos—. La pega es que no tenemos permiso hasta
que regrese, ¿recuerdas?
—Bah… No puedo creerme que esa idiotez del veto se aplique a nosotros
tres —rezongó, apartándose a pesar de todo.
—Tú puedes pedir lo mismo cuando te apetezca, ya lo sabes.
Nathan observó sus labios y refrenó las ganas de besarlos otra vez. Decidió
que, en el fondo, el plan de esperar a la noche no era tan malo, porque le
permitiría acumular una buena cantidad de excitación que pensaba emplear a
conciencia y con minuciosidad. ¿Ese chulo de playa se atrevía a restringirle el
sexo en la que se suponía que era su casa? Ya se lo haría pagar. El almohadón que
le acababa de lanzar iba a volver a necesitarlo… para sentarse.
Le apartó el flequillo y se concentró en los hermosos ojos que tanto le
habían llamado la atención desde el principio, los que había tomado por lentes
de contacto. No, desde luego no lo eran. Kei, igual que su compañero, era el
fruto de un cóctel genético que había tomado lo mejor de ambos progenitores
y había producido un espécimen de lo más atrayente. Acarició las cejas y las
largas pestañas oscuras. El joven se dejó hacer, abatiendo los párpados.
89
—Qué extraña casualidad —murmuró, pensando en voz alta—. Me pregunto
dónde entro yo, en vuestro pequeño club de ojos azules.
Había un leve matiz de pesar en sus palabras. Kei no pudo dejar de percibirlo,
y se preguntó qué oscuros pensamientos debían cruzar su mente. Intuyó que era
mejor extremar la sutileza si quería que se mostrara comunicativo.
—¿Casualidad? —inquirió.
—Me refiero a Niko y a ti, que tenéis unos ojos y unos rasgos fuera de lo
común, y…
Se interrumpió, incómodo. Daba la impresión de estar muriéndose por preguntar algo y tener la lengua machacada de tanto mordérsela. El problema de hacer
preguntas, y Nathan lo sabía, era que después te exponías a tener que responderlas.
Kei también lo sabía.
—Es curioso que menciones lo del club —observó mientras reclinaba, con
toda naturalidad, la mejilla en el hombro de Nathan—. En realidad, es una de
las razones por las que nos hicimos amigos. Aunque nuestros padres eran socios
y ya se conocían, nosotros no supimos de nuestra mutua existencia hasta que
nos encontramos en el mismo colegio, y en la misma clase, y al profesor se le
ocurrió sentarnos por orden de apellidos, uno junto al otro.
»Cuando se tienen quince años se es muy sensible a las diferencias. Yo era
el japonés de los ojos azules y él, el griego, a pesar de que los dos nos habíamos
criado en Inglaterra. Hicimos causa común en base a lo que nos diferenciaba de
los demás y… ya te imaginas.
—Ya. Pues la imaginación no me alcanza para comprender cómo te
convertiste en compositor. Toda esa historia de que trabajabas en un estudio…
Podrías haberlo dejado caer antes. —El tono de reproche fue más evidente del
que había pretendido mostrar.
—Toco el piano desde los tres años. Tengo dos hermanas mayores que se
ocupan de seguir los pasos de mi padre, y a mí se me permitió dedicarme a
la vida bohemia. —Le rozó con suavidad el mentón; su sonrisa se hizo más
abierta—. Podrías haberme preguntado antes. Tampoco supe que eras actor
hasta que el alcohol habló por ti.
—Ah, eso, bueno… Yo soy de Clondalkin, un suburbio de Dublín. Allí
teníamos el Clondalkin Youth Theatre, el grupo de teatro al que me uní cuando
era un chaval. Siempre supe que quería ser actor. Ya actuaba en las funciones
del colegio y nunca me atrajo otra cosa. Y como sacaba buenas notas y leía
bastante, mi familia me lo permitió, pensando que era una fase inofensiva que
ya se me pasaría. No se me pasó.
»A duras penas terminé la obligatoria. Aquella fue… una mala racha —su
voz bajó de volumen— y luego tuve que venirme a vivir aquí. Creí que en una
ciudad grande sería mucho más fácil encontrar trabajo, pero… también hay
muchos más hijos de puta.
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Colocó la mano sobre la de Kei, que aún descansaba en su rostro, y la
empujó hacia sus labios. No fue consciente, hasta ese instante, de que nunca
antes había compartido un momento tan cotidiano en la cama.
Porque la intimidad se desvelaba con mucha más claridad a través de las
palabras que a través del sexo.
Se asustó.
El resto de la jornada averiguó más datos acerca de su compañero sin
tener que ofrecer gran cosa sobre sí mismo a cambio. Para empezar, preparó
el desayuno en la gigantesca y reluciente estancia de color negro y acero que
era la cocina, después de constatar que Niko era el entendido culinario del dúo
y que Kei carecía de las mínimas aptitudes necesarias para hervir un huevo.
Tampoco las necesitaba, puesto que el joven era vegetariano y la leche era la
única extravagancia de origen animal que se permitía. Preparaba, eso sí, un
delicioso té chino de hojas envasadas al vacío que guardaba en el refrigerador.
Por lo demás, Nathan confió en su experiencia de más de tres años delante de
los fogones. Poseer habilidades útiles era un motivo de alivio para él; por nada
del mundo se iba a convertir en una carga durante su estancia en aquella casa.
A continuación, su guía lo condujo a la sala del piano y le explicó que era
su lugar de trabajo favorito. Aunque las actividades en el estudio y las colaboraciones con otros artistas se llevaban gran parte de su tiempo, donde se sentía
realmente cómodo para componer era sentado ante su reluciente instrumento.
Tener aquella hilera de teclas blancas y negras frente a los dedos espoleaba su
creatividad. Lo único que precisaba para crear una pieza era estar lúcido —Niko
aseguraba que, a veces, tarareaba incluso en sueños—, y eso lo podía hacer en
cualquier parte del globo, pero para él no había nada como el hogar.
Como había mencionado ese tipo de la fiesta, el tal Adrian, estaba inmerso en
un proyecto para una película de cine, algo independiente y de bajo presupuesto,
para cuya realización le habían concedido carta blanca. Ya había visionado el
montaje definitivo y elaborado un guión con el director, y durante algunos
días trabajaría en casa, concibiendo los cimientos de lo que luego desarrollaría
encerrándose en el estudio y proyectando las imágenes una y otra vez.
Nathan estaba cautivado: ese era el tipo de carrera artística a la que aspiraba.
Al volver a posar la vista en los álbumes que el joven había publicado, se preguntó
si él también conseguiría que su nombre figurara en la parte alta de un cartel
de cine. Siendo justos, aquel poseía la ventaja de diez años de experiencia, una
familia con dinero y buenos contactos. Detalles que simplificaban mucho las
cosas, ¿no era cierto?
No quería pensar mal. Su familia se movía en los mismos círculos influyentes
que la de Niko y, aun así, él elegía una producción modesta e independiente
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porque le concedía libertad creativa. Además, seguro que tenía talento. Carecía
de cultura musical para juzgarlo, pero…
En alguna parte, su teléfono móvil lanzó un pitido de mensaje entrante.
Eran las indicaciones para acudir al casting del anuncio del que le había hablado
su otro colega de piso, y se celebraría un par de días más tarde. Kei le aconsejó
que probara suerte; luego se disculpó, porque su nuevo trabajo era un encargo
a contrarreloj y debía ponerse manos a la obra. Era libre de entrar a la sala, o
de escuchar, si le apetecía, aunque para llamar su atención solía ser necesario
gesticular junto a su cara. «En ocasiones, mi facilidad para abstraerme ante el
piano se vuelve embarazosa», confesó con una sonrisita.
Nathan se tomó la libertad de vagabundear por la casa. El pequeño
gimnasio de la planta alta era dominio casi exclusivo de Kei, ya que, según
palabras textuales de Niko, «detestaba sudar en público». A las habitaciones de
sus compañeros únicamente les había echado un vistazo fugaz, y despertaron
su curiosidad al pasar frente a sus puertas abiertas. Para su sorpresa, la de Niko
era más neutra de lo que esperaba: pulcra, ordenada y tan minimalista como
la que le habían asignado a él. Nada de la escasa decoración en tonos oscuros
identificaba las aficiones de su propietario, aparte de la entrada a un vestidor
que tenía pinta de ser monstruoso. Aventuró una miradita y se halló frente a una
sucursal de tienda de alta costura masculina que lo impulsó a huir, asqueado.
El cuarto de Kei decía mucho más de quien lo ocupaba. Puede que el joven
fuera un producto de manufactura inglesa, pero no despreciaba su herencia
nipona, desde luego. El mobiliario estaba hecho de madera lacada y desentonaba
con el resto de la vivienda. Grabados y pequeños objetos asiáticos se exhibían en
las paredes y las estanterías, mezclados entre más discos compactos y libros de
música, y Nathan supuso que serían recuerdos de su madre, quien, según tenía
entendido, había fallecido. Por doquier se respiraba una sensación de desorden,
de que alguien habitaba allí, de la que carecía el dormitorio de Niko, sacado de
una revista de decoración.
No pudo decidir cuál de los entornos le resultaba más cómodo para vivir. El
desapego de uno por una casa en la que no pasaba mucho tiempo; la satisfacción
del otro en el santuario donde, según le había confesado, estaba su lugar de
trabajo favorito…
La verdad era que los entendía a los dos.
Por último, se pasó por el dormitorio extra, por la primera estancia con
la que había trabado un… conocimiento íntimo. ¿Podía definirse como un
picadero de lujo? Suponía que sí. Nunca había visto uno, salvo en las películas,
y la alfombra mullida, los cojines y la extraña cama de estructura metálica
le producían una sensación desconcertante. Se animó a estudiar el cuarto de
baño sin ventanas que se comunicaba con él. Constituía una réplica a escala en
mármol de lo que él estimaba que debían ser unos decadentes baños romanos,
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con una bañera de hidromasaje de amplios rebordes en la que cabían varias
personas con comodidad —Ja, ja, pensó, en eso hace juego con la cama— y una
ducha que desaguaba en el centro de la pieza, enfrente de un banco desde el
que se disfrutaban buenas vistas. Los pequeños engranajes de la sección de su
cerebro que se ocupaba de gestionar los ímpetus libidinosos encajaron unos en
otros con un sonoro clic.
Regresó al dormitorio. Llamó su atención un armario empotrado en el que
no había reparado antes y, aunque no era curioso por naturaleza, no pudo frenar
el impulso de inspeccionar lo que contenía.
Estaba cerrado con llave. Soltando un pequeño gruñido, abandonó aquellos
dominios que le inspiraban tan perversas ideas y buscó refugio en el piso inferior.
Se preguntó si a Kei le molestaría que aceptara su oferta de espiarle. Se
acercó a la sala, de puntillas, y no pudo oír nada; la insonorización era impecable.
Abrió la puerta una rendija y halló la figura del joven en el mismo sitio en el que
la había dejado, ante el teclado, dándole la espalda. Si se había percatado de su
presencia no mostró señales de ello, pues continuó ejecutando variaciones de
un tema, ora cambiando el tempo, ora reemplazando y añadiendo algunas notas
aquí y allá. Se quedó a observar, admirado. Las secuencias de notas se hicieron
más largas y definidas, hasta que concluyeron en una rapidísima interpretación
sin titubeos, repetida más tarde con un aire menos vivo, que Nathan juzgó
que sería la versión definitiva. Entonces, y solo entonces, tomó el intérprete un
modesto lápiz y un cuaderno de música, despreciando los recursos tecnológicos
que lo rodeaban, y comenzó a llenarlo de anotaciones.
Gracias a ese inciso, la conciencia del silencioso espectador retornó a él. No,
Nathan no era un entendido musical, pero sabía lo que le gustaba, y lo que había
escuchado era hermoso. Excitaba ese rincón de su intelecto que le permitía
reconocer la belleza y sentirse atraído por ella, desconectando de todo lo demás.
Puede que Kei se hubiese mantenido sordo a todo lo que no fuese la música
mientras tocaba. Ahora bien, no era ciego, y al tomarse la pausa para escribir
notó el reflejo de la puerta abierta en la pulida superficie de su instrumento.
Como si pudiera leer los pensamientos de Nathan, las comisuras de sus
labios se alzaron ligeramente.
Las discusiones telefónicas para elegir el menú de la cena tardía se saldaron
con el ofrecimiento casi tiránico del nuevo habitante de la casa, que se ocuparía
de cocinar. Tras sustituir el entrenamiento por una sesión ligera en el pequeño
gimnasio y una ducha, puso manos a la obra, asaltó el frigorífico y exhumó
verduras, patatas y pollo —porque ni él ni Niko habían renunciado a la carne—,
y preparó un curry al que solo haría falta añadirle el arroz. Luego lo dejó todo
reluciente, tomó prestado un libro sobre cine de una estantería y se reclinó en
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la chaise longue del mastodóntico sofá de cuero negro del salón. En el último
minuto pospuso el momento de salir a fumar. Quería comprobar cuánto
aguantaba sin hacerlo.
Kei se le unió más tarde, asegurando que el aroma de la cocina era delicioso.
Subió para despejarse de las largas horas encerrado en su estudio particular y
apareció fresco y renovado, con el pelo aún mojado y ligeras prendas deportivas
que se adaptaban a su cuerpo de nadador. Acariciando la nuca de Nathan al
pasar, se detuvo a subir el termostato de la calefacción un par de grados, se sentó
cerca de él y le acompañó en la sesión de lectura.
El irlandés, que aún saboreaba el tacto de los dedos sobre la piel, no dejaba
de mirar a su compañero por el rabillo del ojo. El flequillo húmedo le caía en
desorden y cubría en parte su rostro; se le ofrecía, en cambio, un inmejorable
perfil de sus labios, que dejaban escapar algunas notas furtivas de tanto en tanto.
El algodón azul de su camiseta y sus pantalones era tan fino que revelaba la
atractiva definición de sus brazos, piernas y torso. Lástima que el libro tapaba
otra zona que le habría interesado examinar…
El recuerdo de lo que había bajo esa tela barrió las defensas de su compostura
y echó a patadas a todas las otras imágenes que deambulaban pacíficamente
por su memoria. Estaba allí, al alcance de la mano, apenas cubierto por una
ropa que no le llevaría más de tres segundos arrancar, y podía percibir lo bien
que olía —¡Mierda! ¿Por qué estoy olfateando igual que un chucho?, pensó— y lo
agradable que sería pasear la nariz por su cuello.
Era oficial: iba tan quemado que la situación demandaba un cruce de
piernas táctico. Nunca, en todos los años que llevaba en aquel país, se habría
llegado a imaginar que tendría que esperar, quietecito, a que un segundo tío
entrara por la puerta y le concediera permiso para realizar un ataque coordinado
sobre el objeto de sus deseos. Por otro lado, ¿qué había de malo en toquetear
un poco la mercancía? Se lo pensó dos veces. Sí, claro, acurrucarse junto a él
como el baboso chillón que se había tirado hacía semanas en aquella hospedería
—una de las clases que más detestaba— y, de paso, que notara lo salido y lo
desesperado que estaba. ¿Y por qué se acordaba de un… baboso chillón al que
se había tirado hacía semanas? La respuesta era bien sencilla: porque no se había
acostado con nadie más desde entonces.
Comenzaba a ponerse furioso. Furioso, y cachondo; genial. Y, como bien
le había hecho notar el playboy medio griego, la ira se la ponía aún más dura.
Hizo lo que pudo por calmarse, pero no tuvo mucho éxito. Lo cabreaba que
Kei estuviera ahí sentado, tan tranquilo, sin intentar siquiera entablar una
conversación, y sin…
¿Sin desearle?
En ese instante, el objeto en cuestión apartó la vista del libro y se volvió
hacia él.
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—Niko no tardará nada en llegar.
La mirada permanecía serena, pero la voz era muy reveladora. Fue su
interés, más que su gentileza, lo que consiguió apaciguar sus ánimos, y a la vez
desencadenar una nueva corriente eléctrica que sacudió su entrepierna.
Las palabras fueron proféticas. Al poco, el sonido de una llave en la cerradura
y la jovial voz de Niko al móvil llegaron del vestíbulo.
—… Para mañana por la mañana. Y ya he entrado en casa, te dije que la
conversación finalizaría cuando lo hiciera… No, me temo que no te oigo, no
te oigo…
El recién llegado silenció el móvil, lanzó el portafolios a uno de los muebles
de la entrada con puntería infalible y se libró de la chaqueta. Acuerdo tácito o
simple casualidad, el hecho era que él también se había saltado el gimnasio.
—¡Al fin! Lamento la tardanza y el retraso de la hora de la cena. Y que conste que he vuelto como una exhalación. Hola, amor.
Se inclinó sobre Kei, que estaba más cerca, y lo besó. A continuación se
aproximó a Nathan, aflojándose la corbata. Sus ojos rondaron el libro que,
abierto sobre su regazo, le parapetaba la zona genital, y sonrió.
—Hola, encanto. Tuve que apropiarme de mi beso de despedida a traición.
¿Me será más fácil recibir el de bienvenida, o eres arisco con los besitos en general?
—A lo mejor eres tú el que se pasa de moñas.
—Qué crueldad. —Se llevó la mano al corazón, en ese gesto suyo que
pretendía representar una herida de muerte—. Mmmm… Espera… ¿Y esa
maravilla que huelo? ¿Es cierto que me ha salido un competidor en la cocina?
¿Qué hay de ce…?
Un brusco tirón a su corbata hizo que Niko cayera sobre sus rodillas,
flanqueando las caderas de Nathan. Con los rostros a pocos centímetros el uno
del otro, el irlandés articuló:
—Me has tenido esperando todo el día.
—Vaya, no imaginaba que me ibas a echar tanto de menos. Tienes razón,
podríamos variar el orden del menú y… —El moreno señaló el libro que permanecía entre sus piernas—. ¿Qué tienes ahí abajo, Nate?
El aludido apartó el objeto, mostrando el abultamiento que había estado
alentando durante un buen rato.
—El puto primer plato.
Por algún motivo, se moría de ganas de verlo de rodillas. Le encantaba que
Niko se la chupara, aunque él siempre se las componía para hacerlo desde una
posición dominante. Esta vez deseaba disfrutar de un primer plano de su cabeza
subiendo y bajando entre sus muslos. Y no se perdería nada, pues no había
probado una gota de alcohol y gozaba de un maravilloso estado de sobriedad.
Los labios de Niko se arquearon burlonamente y bajaron a su ombligo. El
joven se dejó resbalar entonces hasta el suelo, extendió la lengua para que fuera
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bien visible y la paseó a conciencia. Dado que llevaba el cabello recogido, el
agasajado no tuvo que molestarse en apartarlo para mirar; estaba esperando, con
avidez, que tironeara de sus pantalones y descubriera que no llevaba nada más
ahí debajo…
Y que había perdido algo más que la ropa interior.
—Oooh, Nathan… Qué… maravilla… —El inglés sonrió de oreja a oreja
al exponer la piel desnuda de su ingle. Solo había conservado un triángulo de
corto vello rojizo, en el que sumergió los labios tras apartar el miembro con la
mejilla. Las manos del más joven lo obligaron a abrir la boca y se lo encajaron
sin miramientos.
—No te he dicho que pares. Y con esto no te creas que… ah… voy a correr
a obedecer todas las peticiones absurdas que me hagas.
Hasta Niko sabía cuándo tenía que mostrarse dócil. Ofreció una buena
exhibición de idas y venidas a lo largo de la más que notable erección, y el
rubio obtuvo lo que buscaba. Solo que ese día no se olvidó de la persona que
aguardaba a su lado; girándose hacia Kei, lo asió por la muñeca y lo atrajo hacia
sí. El joven tampoco se resistió cuando Nathan lo colocó a horcajadas sobre su
cintura, le sacó la camiseta de un tirón y se fue derecho a los pequeños pezones
oscuros, los únicos elementos que rompían la lisa y suave uniformidad de la piel
color crema de su pecho. Mientras los lamía, las manos se le perdieron sobre los
costados y abrazaron su espalda, tirando hacia abajo para que abriera más las
piernas. Acabaron dentro de sus pantalones y se hundieron en la carne elástica
de sus glúteos. Él tampoco llevaba nada más, sino ese tejido azul que delineaba
a la perfección la silueta de los dedos intrusos. Amasó aquellos montículos y los
separó, conteniendo a duras penas el impulso de morder lo que tenía entre los
dientes.
Demasiados estímulos… A ese paso, se correría en la boca de Niko, y no
era ese su plan. Liberó las manos con reluctancia, apartó la cabeza morena de
su entrepierna y desnudó por completo a Kei. Y de nuevo, las palmas abiertas
tomaron posición sobre sus nalgas e hicieron hueco para que la polla se le deslizara entre ellas, buscando un ángulo de entrada.
—Espera.
En ese breve lapso de tiempo, Niko se había levantado a rebuscar en uno
de los muebles, y ahora susurraba a su espalda. Un helado tubo de lubricante se
deslizó por su torso. Kei lo interceptó, vertió una generosa cantidad en sus manos
y masajeó a conciencia el tronco que había pretendido abrirse camino a pelo
dentro de él. Tenía una o dos ideas sobre lo que debía hacer para complacerlos a
los dos, así que se acomodó de rodillas, con los antebrazos en el respaldo del sofá,
y le hizo señas a Nathan para que se colocara a sus espaldas. Frente a él, el más
alto del trío se libró de su camisa sin tomarse la molestia de desabotonarla, se
desabrochó el cinturón y la bragueta en un tiempo récord, tomó en sus manos
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el rostro de ojos rasgados y lo guió hasta su bajo vientre. Ya estaba bastante duro
ahí abajo. Le sujetó las mejillas y se hundió en su boca hasta la mitad. Luego
quiso dedicarse a un juego más sibarita y se sumergió con calma entre los labios
húmedos, saliendo hasta el extremo y volviendo luego a la carga, un poco más
cada vez.
Nathan encontró difícil despegar los ojos del show, aunque su apetito se
vio de nuevo capturado por ese trasero estrecho que se sacudía delante de
sus narices. A pesar de que no podía contener las ganas de follárselo, deseaba
tomarse algo de tiempo entre sus nalgas. Las abrió a todo lo que dieron de
sí y descubrió su abertura, sellada en medio de un círculo de piel suave. Su
pulgar, ahora resbaladizo por el lubricante, se aventuró a través del músculo y lo
expandió, ayudado por su lengua. Ahondó todo lo que pudo en busca de una
zona interesante, algo que lo hiciera estremecerse como nunca lo había hecho
antes.
Las contracciones y el pequeño aumento de volumen de los gemidos fueron
más de lo que pudo soportar. Separó con rudeza las piernas de Kei, le sujetó las
caderas y lo penetró hasta el fondo. No, ahora no estaba borracho, ni furioso,
ni quería ser brusco, pero se había puesto tan cachondo que estaba a punto de
explotar. Tragó saliva, se inclinó sobre la arqueada espalda y empujó.
El golpe húmedo de su ingle restalló como un látigo y produjo, más o
menos, un efecto parejo en sus nervios.
Joder, oh, joder, no puedo… No voy a poder aguantar…
Otra estocada más, y luego otra; y entonces hubo de apartar la mirada,
porque si la hubiera posado por accidente en lo que estaban haciendo los otros
dos, se habría visto empujado sin remisión al orgasmo.
No se dio cuenta de la proximidad de Niko hasta que sintió su respiración pesada en el rostro, sus dedos sujetándole la barbilla y su lengua bien
profunda.
—Tranquilo, córrete —susurró en su boca, con voz ronca y sensual—. Yo
me encargaré de… terminármelo. —Nathan no reaccionó. Siguió embistiendo,
obstinado—. ¿Qué? ¿No quieres que tu leche y la mía se mezclen ahí dentro y
que después la saque… toda resbaladiza de ti?
—¡Hijo de… puta! ¡Ah…!
Apretó los dientes y luchó por contenerse, en vano. Que le dijeran guarradas
al oído no era la mejor forma de ayudarlo a practicar el autocontrol. Acabó por
estallar a borbotones, sintiendo, más que viendo, la sonrisa de Niko contra sus
labios. Sus planes de tomárselo con calma se habían ido al traste.
Unos brazos de piel tostada lo abrazaron por el costado. Kei se giró hacia
ellos dos, levemente sofocado, y se llevó la mano a la entrepierna. Quizá sí
era mejor dejar que su compañero rematara el trabajo. Se deslizó fuera de él,
maravillándose de lo que la ausencia de un condón le hacía sentir, y se concentró
97
en el aparato que, brillante de saliva y gel, le tomó el relevo en el territorio
recién marcado. Niko no se detuvo a juguetear. Arremetió con fuerza, con
la intención de que no notara el cambio de ritmo, le atenazó las caderas y lo
forzó a que fuera su propio cuerpo el que se sacudiera y se empalara en su polla.
Frunciendo las cejas, el joven aumentó la velocidad a la que se masturbaba.
Nathan tenía otros planes para él. Había mucho espacio en aquel sofá, y le
apetecía tumbarse y llevarse algo a la boca. La mano de dedos largos y finos fue
apartada sin contemplaciones y sus labios ocuparon su lugar. Ni siquiera tenía
que moverse, ya que los asaltos de Niko enviaban a Kei una y otra vez hasta el
fondo de su garganta. Le acarició el perineo; le masajeó los testículos; agitó la
lengua, como un remolino, alrededor de su glande hinchado… A pesar de la
rigidez que delataba lo próximo que estaba a eyacular, apenas se oía un murmullo amortiguado entre los pliegues de cuero negro. Continuó con el puño y
se alzó hasta mirarlo a los ojos, decidido a servirle él mismo de respaldo. Si no
podía hacerlo gritar, quizá privándolo de respiración alcanzara a sentir el eco
de su frenesí.
Su beso prescindió de toda suavidad. La violencia de sus avances no halló
resistencia, tan solo otra lengua complaciente y deseosa de enlazarse con la suya
desde todos los ángulos posibles. Eso, y jadeos ardientes, y un tímido gemido
que resonó en sus bocas unidas.
A continuación notó los espasmos bajo los dedos, y los impactos contra
su pecho; y los quedos juramentos de Niko, que, agradeciendo al cielo o al
infierno, se clavaba una vez más hasta la empuñadura y añadía su descarga a la
que ya había disparado Nathan.
El irlandés no se mostró muy piadoso con Kei, ya que no se separó para
permitirle recobrar el aliento. Estaba un tanto picado por su aparente calma.
¿Qué hacía falta para arrancar gorjeos del gaznate de aquel pájaro? Sus dedos
exprimieron, al descuido, los últimos restos del miembro que aún sostenía. Su
beso se volvió perezoso, calmada su excitación en gran medida tras el clímax de
sus compañeros.
Una bocanada de aire caliente le golpeó el rostro cuando los labios se
separaron de él y aspiraron con fuerza. Los ojos azules estudiaron su figura,
reparando en las gotas lechosas diseminadas sobre su pecho. El joven se inclinó
hasta ellas, borrando su rastro a base de lametones.
Nathan no dejó de mirar. El gesto de aparente sumisión, unido al hecho
de que Niko todavía estaba hundido en su trasero, agitó algo en sus entrañas.
Y en otro lugar. Una cierta parte de su anatomía habría resucitado de un
brinco si el tercero en concordia no se hubiera inclinado y anunciado, con
animación:
—¡Uf!, me muero de hambre. ¿Qué tal si, antes de seguir, repostamos algo
de ese combustible que huele de maravilla?
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«Antes de seguir» sonaba prometedor, y la verdad era que estaba hambriento.
Y a la vista de los hechos, Kei también…
La cena no fue tan reposada como el cocinero la había planeado. Los
comensales, vestidos con unos simples pantalones, se contentaron con arreglar
un espacio en la isla central de la cocina en tanto él volaba a hervir el arroz y
calentar el curry. El menú, al menos, recibió elogios, a pesar de que Nathan casi
le sirvió el pollo a quien no debía.
Aparte de las felicitaciones y exclamaciones de satisfacción, el evento transcurrió en un relativo silencio y con celeridad. El irlandés masticó con furia, y se
vio obligado a tomar un buen sorbo de agua para hacer pasar un bocado. Claro
que aquello no era lo único que tenía atragantado.
Al final no pudo aguantar más.
—Tengo que decir que nunca tardo tan poco en… —Carraspeó—. Bueno,
que me tomo mi tiempo. No sé qué diablos me ha pasado hoy.
Niko sonrió. El destello burlón en sus ojos no pasó desapercibido para Kei,
que se ocupó de hacerle llegar una muda advertencia.
—Tranquilo, Nat —suspiró, renunciando a la oportunidad de tomarle el
pelo—. Yo tampoco he brillado en mi mejor actuación. Es normal, ¿no? Estamos
conociéndonos y lo lógico es tener el gatillo fácil. Kei está muy bueno, tú estás
muy bueno…
El rubio dejó caer una cucharada de curry en su pecho desnudo. Mientras
buscaba una servilleta de papel para limpiarse, la mirada escrutadora de Niko se
fijó en su persona. Era difícil ignorarla.
—¿Qué? —inquirió—. ¿Estás esperando que te diga que tú también estás
muy bueno?
Puede que sí lo esperara. En cualquier caso, ni lo pidió, ni lo recibió; su
interés se había concentrado en la mancha anaranjada sobre la piel blanca. Tras
pasarle un brazo por la cintura para atraerlo hacia sí, se inclinó a lamerla. La
temperatura del irlandés en el sector de sus bajos subió varios grados del golpe,
porque aquella era, más o menos, la misma zona del torso en la que Kei había
estado haciendo desaparecer… otro tipo de aperitivo.
La hacendosa lengua siguió subiendo para ponerse a la par con la suya.
Los ojos azules lo observaron. Había tanta lascivia en ellos que era imposible
malinterpretar sus intenciones.
—¿Te has saciado, rubio? Deberíamos ir a darte otra ducha —sugirió—.
Mira cómo te has puesto.
La mano abandonó la cintura y se trasladó a las regiones más al sur, apretando con fruición; duro y firme por todas partes.
Sí. Había que ver cómo se había puesto.
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Estaba ante la primera panorámica que disfrutaba de la espalda desnuda
de Niko, y era tan increíble como se la había imaginado: centímetros y más
centímetros de piel lisa y bronceada que cubrían una perfecta colección de
músculos, y que desembocaban en un culo redondeado en el que daban ganas
de hincar los dientes, aparte de otras cosas. Y ni la sombra de una línea de
bañador. O bien tomaba el sol en pelotas, o la naturaleza lo había dotado de
ese color. Al pasear las yemas de los dedos por sus contornos, empapados con
el agua de los chorros que brotaban de la pared y el techo, Nathan se embelesó
con el contraste entre el tono tostado y su propia palidez. Lo encontró hermoso,
aunque no llegó a recrearse en su apreciación. Estaba demasiado excitado.
Igual que le había sucedido con Kei, los planes de detenerse sibaríticamente
en cada parte de su cuerpo chocaron de frente con su ansia de hundírsele bien
adentro.
Ahuecó la palma para amoldarla a las curvas de su trasero, su boca buceando en el cuello velado por largos cabellos negros y mordisqueándolo. La
mano libre se adentró entre sus muslos y los separó, alzándose de nuevo hasta la
parte baja del surco que separaba los dos montículos broncíneos. Más que con
la mano, prefería presionar con algo diferente… Para que no le quedara duda,
deslizó el ariete en posición a lo largo de la brecha, buscando a tientas el acceso.
Su víctima en ciernes se revolvió.
—No. —La calmada voz de Kei le llegó amortiguada por el borboteo de la
ducha—. Tienes que prepararlo primero, Nathan. Inconvenientes de estar tan
bien dotado.
A ti te entra de maravilla sin enviar una sonda previa, pensó el joven. Aun así,
hizo lo que le pedía y adelantó un par de dedos para abrir el camino. El músculo
se contrajo al instante en torno a ellos, y un débil quejido hizo eco contra la
pared de azulejos. Sonrió, empujó más hondo y les impartió un movimiento
circular.
—Estás muy estrecho aquí abajo, Nikolaos —dijo, afianzando la otra mano
en su vientre—. ¿Qué le pasa, Kei? ¿No deja que te lo folles con regularidad?
—Me deja, sí que lo hace. —Y puntualizó, con un matiz irónico—: En las
fiestas de guardar.
—Qué egoísta. —Tiró hacia sí para que sintiera su erección escarbándole en
la carne. Su lengua, remontándose por los regueros que le bajaban por el cuello,
se coló dentro de su oreja—. Deberías complacer mejor a tu chico.
—Creo que tú… ah… no eres quién para hablar —masculló el aludido.
Nathan se apretó aún más contra él.
—¿No vienes, Kei? —Introdujo un nuevo dedo.
—Tranquilo.
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El espectador se sentó en el banco de la pared, con una de las piernas
flexionadas y la mano ocupada sobre la desnuda piel de su ingle; se uniría, sí,
pero más tarde. La apreciación del irlandés respecto a la vista que se disfrutaba
desde allí no había sido errada, y la noche anterior Kei no había contado con
una posición tan buena para asistir a la primicia: otra persona dentro de la única
parte de Niko que había sido solo suya durante quince años. Y una persona
como Nathan, además.
Se le había puesto dura otra vez. Su palma se cerró y comenzó a bombear,
sin prisas.
En cuanto a Nathan, acababa de juzgar que el paso se había ensanchado
lo suficiente. Evitando rozar el miembro de su pareja, volvió a tirar para que se
apartara del muro en el que se apoyaba y abriera más las piernas. La pequeña
diferencia de altura no iba a impedirle un acceso completo. Entró, con más
gentileza de la que había empleado con Kei, y continuó hasta que los jadeos se
relajaron.
Emprendió una sesión de idas y venidas, probando diferentes ángulos,
aguzando el oído para captar sus reacciones. Niko no era silencioso en absoluto,
ni se molestaba en reprimirse. Un gemido más sonoro reveló el lugar en el que
debía insistir; eso, y la repentina necesidad del joven más alto por masturbarse.
Nathan no se lo permitió. Atrapó sus muñecas contra la pared, entrelazó los
dedos y las dejó allí clavadas mientras sus embestidas arreciaban.
Te gusta justo ahí, ¿eh?, pensó, sin quitar los ojos de su polla entrando y saliendo
de aquel culo perfecto. No le preguntó en voz alta para recibir confirmación,
porque no era necesaria; gritaba de gusto y suplicaba un poco de contacto en
el ala frontal. Giró entonces los ojos hacia Kei, que parecía divertirse en silencio
con lo que veía y había separado aún más los muslos para ofrecerse a inspección
detallada. Como si lo que estaba haciendo no bastara ya para volverlo loco.
El exhibicionista solitario no tardó mucho en acercarse y deslizarse entre
ellos y la pared, en medio de los brazos estirados de ambos. Su barbilla se acomodó sobre el hombro moreno y Nathan besó los labios empapados de agua.
Pronto, el joven se dejó caer sobre las rodillas, se apoderó de las caderas que se
balanceaban ante él e hizo desaparecer la erección de Niko dentro de su boca.
Los ojos rasgados atisbaron hacia lo alto, al rostro extático de su compañero
que mostraba a las claras lo cerca que estaba de correrse. No, el día no iba a
saldarse con las más prolongadas interpretaciones de los otros dos. Por otro lado,
habría sido decepcionante que lo hiciera.
Una descarga de líquido caliente, seguida de varias otras… Con un jadeo
aliviado, Niko bajó la cabeza y sus miradas se encontraron.
Sonreían.
101
—Joder… En unas horas voy a tener que arrastrarme a la oficina hecho un
auténtico zombie. Eso sí, un zombie con una sonrisa de gilipollas en la cara. El
cabroncete de mi asistente va a volver a tener motivos para convocar una junta
informal en la sala de descanso y hacer comentarios sobre mis ojeras. A estas
alturas, ya debe ser un experto.
Sus actividades se habían trasladado a la «cama grupal», como Nathan había
empezado a considerarla. Los tres se habían tendido, exhaustos, dejando al más
joven en el medio, y descansaban sobre el revuelto cobertor. A pesar de la frenética actividad, nadie deseaba irse aún a dormir.
—¿Tienes un asistente? —preguntó Nathan—. Qué poco me sorprende.
¿Está bueno? ¿Y cómo te asiste? ¿Te la chupa debajo de la mesa?
—Qué mente tan sucia tienes, Nate. Nunca me liaría con alguien de la
empresa, es contraproducente y no trae más que problemas. Si quiero que me
hagan un trabajito debajo de la mesa, no tengo más que llamarte a ti. Bueno,
primero te entrenaría bien para que aprendas a engullir este paquetón hasta las
cachas sin ahogarte.
—Capullo… No la tienes tan grande.
—La tengo más grande que tú. —En los ojos claros brilló un destello
malévolo.
—Pppfff… Eso habría que verlo —farfulló el rubio con poca convicción—.
Además, no se trata solo de la longitud, sino del grosor y…
—¡Ajá, luego admites que la tengo más larga!
—Yo no admito nada —replicó, molesto por esa costumbre que tenía el
moreno de interrumpirlo.
—Comprobémoslo. Vamos a buscar algo para medir, ponemos a los soldados
de nuevo en posición de firmes y los comparamos multiplicando la longitud por
el perímetro, para que no lloriquees pidiendo justicia. Y Kei tiene que tomar
parte.
—¿De nuevo en posición de firmes? Me parece que no —rechazó el aludido,
alzando una ceja.
—¡Oh, vamos, no seas aguafiestas! O lo hacemos todos, o no tiene gracia.
—De acuerdo, participaré. —El joven lanzó una rápida ojeada a los pequeños
contendientes y compuso una mueca compungida—. Vaya, he perdido. Lástima.
Aunque os puedo ahorrar el esfuerzo, si queréis: va a ganar Nathan.
Mostró su sonrisa más zorruna y se reclinó sobre un costado, como si
aquello no fuera con él. Niko gruñó y corrió a buscar lo que necesitaban para la
comprobación, regresando con una regla y una cuerda fina, que fueron lo mejor
que pudo localizar. Después procedieron a llamar a los cadetes a formar, tarea
nada rápida después de las veces que los habían movilizado durante la velada.
Tras el pertinente recuento de pulgadas, el moreno obtuvo un resultado de
55.5. Por desgracia para su orgullo, la pequeña ventaja que le daba su longitud
102
no bastó para desbancar los 56 del rubio, que mostró todos los dientes en una
mueca de triunfo descarado.
—¡Ja! —se burló—. ¡Serás dos pulgadas más alto, pero para superar esto
también tendrías que tenerla dos pulgadas más larga!
—Eres la peste calculando reglas de tres, irlandés —rezongó el derrotado.
Kei asistió a la controversia con esa placidez suya tan característica. Hacía
mucho tiempo que no veía a su compañero tan animado, y era todo tan pueril…
Parecían un par de críos decidiendo… en fin, precisamente eso, quién la tenía
más grande.
No tenía ganas de levantarse. Lo que quería era escurrirse entre ellos, sentir
su calor y caer dormido, flanqueado por aquel par de cuerpos magníficos. Lo
que quería era…
Niko rompió a reír a pleno pulmón. Lo miró.
—Voy abajo. Portaos mal dentro de unos límites razonables.
Saltó de la cama, les sonrió y se dirigió a la puerta, sin molestarse en vestirse.
Nathan observó su esbelta silueta de espaldas y experimentó una pequeña
punzada de inquietud. Como el gato de Cheshire, justo como ese maldito gato,
pensó, sin saber muy bien por qué, recordando la ocasión en que el taller de
teatro del colegio había adaptado Alicia en el País de las Maravillas.
—¿Le ocurre algo? —preguntó.
—¿Qué? Oh, no, no te preocupes. A veces, a Kei le viene la inspiración y
baja en mitad de la noche a encerrarse con el piano. Es normal que se esfume
sin avisar, ya puedes empezar a acostumbrarte.
—Es… chocante —comentó, incapaz de contenerse por más tiempo—. Llega a ser tan silencioso que siempre me pregunto si se lo está pasando bien o la
estoy cagando en algo.
—Te has dado cuenta, ¿eh? —El moreno rio por lo bajo—. Esa es otra de
las cosillas a las que tienes que habituarte. Pero tranquilo, él es así con todos,
incluso conmigo. Lo único capaz de provocarle un rictus apasionado es ese
dichoso piano.
¿Era un deje de celos eso que se percibía en su tono de voz? Nathan no
empleó mucho rato en darle vueltas a la cuestión, pues Niko se había lanzado
sobre su cuello y lo estaba cubriendo de pequeños mordiscos y lametazos.
—Hmmm… Tengo un problema, rubio. Después del último restregón, mi
soldado no quiere romper filas.
—¿Quieres echar otro polvo?
—¿Te has creído que soy un puñetero fenómeno? —Palideció ante la idea—.
Estaba pensando que podrías devolverme el favor de esta mañana. Si voy a tener
ojeras, qué diablos…
Las miradas que intercambiaron no tenían nada de amables. Nathan lo
empujó sobre su espalda y se tendió sobre él, haciendo que sus respectivas
103
erecciones entraran en contacto. El gemido hambriento que brotó de su
garganta encendió aún más al joven, que frotó su ingle a conciencia. Casi se
relamió, cuando notó cómo separaba las piernas.
Niko aferró sus mejillas, tiró hasta que los labios se colocaron a su alcance
y se hundió entre ellos con tanta violencia que sus mandíbulas colisionaron.
Su respiración se aceleró. Su pecho se vaciaba y se volvía a llenar, sin tregua,
mientras empujaba la cabeza rubia hacia su vientre y aguardaba a que llegara a
su destino.
A pesar de que su técnica era brusca, comparada con la maestría de Kei, no
pensó precisamente en entrenamientos ni en pedirle nada refinado. Nathan era
terco y exigente. Le gustaba la manera que tenía de intentar dominarlo y, a la
vez, esforzarse por complacerlo; una combinación que lo desconcertaba. Y esos
ojos oscuros, siempre espiando desde el borde, bebiendo de la excitación que él
mismo despertaba…
Niko tampoco era sumiso por naturaleza. Había creído, hasta entonces, que
solo existía una persona capaz de hacer que comiera de la palma de su mano.
—Ah… Nathan… No te pares… A-ahí, sí…
Arqueó la espalda, anhelando penetrar más adentro. Resolvió que no estaría
mal permitir al irlandés rubio que tomara las riendas de tanto en tanto. Durante
el sexo, al menos.
Ninguno de los tres durmió gran cosa aquella noche.
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TÍTULO: La otra versión del Trío
AUTORA: Corintia
COLECCIÓN: Crash - 2
TAMAÑO: 15 x 23,5 cm.
ENCUADERNACIÓN: rústica con solapas
PÁGINAS: 349
ISBN: 978-84-941280-5-9
PVP: 14,95 €
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