Las Zorras - Literadura

Transcripción

Las Zorras - Literadura
Bocalinda
Javier Marroquin
© Javier Marroquin
www.Literadura.net
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright,
bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por
cualquier procedimiento. Así que, si quieres reproducirla, ponte en contacto y no hay
problema.
2
Capítulos
Intro.
Macarrones revolucionarios.
Parques para nazis y rojos.
Mis padres nunca estaban cuando se les necesitaba.
La mejor universidad: el barrio.
Todos los escritores sufren trastornos mentales.
Las hembras maduras adoran el sexo.
¡ Sal de ahí perra puta, que sácote las tripas y te parto el corazón!
¿Quién será la Viuda Negra?
Matar al marido no es un crimen.
Rock anticapitalista.
Relato del Pequeño Policía en el País de los Vascones.
Las relaciones matrimoniales se basaban en el odio.
Cómo disfrutó Juan Pedro con la pelea de perros.
Priapismo.
Sobre los vómitos de la perra del doctor.
La Internacional la cantaron borrachos hasta los nazis.
Regando a las niñas con cognac.
Feudo: el último bar de la clase obrera.
Yo, entre chicos demacrados.
Nacido para beber y bailar.
¿Qué importan los ingredientes en una receta? Nada.
La heroína iba colosal para adelgazar.
El mercado de los perros.
3
Los hombres no estaban fabricados para las mujeres.
Misógino.
Una ramera quiso ocupar mi cuerpo.
Procedimientos previos para atracar el Banco de España.
Mujeres multicolores en la Casa de Campo.
¡La Guerra Total!
La carta de amor más fantástica jamás escrita.
Destrucción de Madrid.
¡¡¡Funciooonaaaa!!!
La sinrazón de amar a una poetisa lesbiana.
En la España del siglo XXI se pasaba hambre. Yo la pasaba.
Me atraparon robando y no me delataron.
Un ángel se me apareció en el supermercado.
¡God Save the Queen, carajo!
¿Cuántos hombres se jugarían la vida por su amor?
Muere, perro.
Un consejo final.
4
Intro.
Las Zorras. De acuerdo. Suena duro, pero así llamábamos mi padre y
yo a la lavandería situada debajo de nuestro edificio. Y no porque las
dependientas vendiesen su cuerpo, la denominación venía por su aspecto
físico. Las dos llevaban el pelo rubio teñido y cortado con exactitud. Una
tendría treinta años y la otra cuarenta y cinco. En aquella lavandería yo
experimentaba reacciones en mi cuerpo que me hacían estremecer.
Pongamos un ejemplo. Mi padre me ordenaba:
-Luis, ¿puedes bajar a Las Zorras la ropa sucia que hay en el baño
desde hace un mes, antes de que se pudra y tengamos que llamar a los
bomberos?
Entonces yo iba al baño, metía en bolsas de plástico de basura los
montones de camisetas, calzoncillos, jerseys, calcetines y pantalones
vaqueros que se habían acumulado durante días, sin que ninguno de los dos
le prestáramos atención, hasta que el olor se hacía insoportable. Mi padre
podría haber comprado una lavadora: habríamos resuelto el asunto de la
ropa sucia. Pero entonces nunca hubiese podido contactar con lavandería
Las Zorras. Apenas podía con las bolsas. Llamaba al ascensor, haciendo un
esfuerzo mientras mi padre sujetaba al perro que ladraba como una puta
bestia, excitado con la idea de poder bajar a la calle. Puede que se oliese que
bajaba a Las Zorras y se ponía tan caliente como yo. Ya estaba en la calle.
Me arrastraba hasta la puerta de la lavandería, antes de llegar ya sufría una
erección. La rubia más joven, a la que llamábamos Bocalinda por su forma
de mover los labios, me abría la puerta de cristal y apartaba los flecos de
plástico. Depositaba las bolsas de basura, tomaba respiración. Bocalinda y
yo nos quedábamos mirando. Yo andaba desbocado, ella, impresionada por
las cantidades de ropa que les traía cada vez que pasaba por allí. Una cosa:
no era ni atractiva ni guapa. Eso sí, un pelo rubio cortado al milímetro y un
tremendo culo que disimulaba con jerseys. A mí no me la daba. Me
excitaban. ¿Qué podía hacer?
La lavandería empezaba a apestar, yo no me avergonzaba porque mi
mente comenzaba a funcionar. Entre los dos enganchábamos las bolsas de
basura y las llevábamos al interior de la lavandería, donde las máquinas y las
secadoras industriales. Ahí la realidad se detenía y comenzaba la ficción.
Bocalinda me clavaba los ojos en el cuerpo, lo recorría de arriba abajo,
sonriendo. Se acercaba a mí, me desabrochaba el botón metálico del
pantalón vaquero, se arrodillaba, con sus afiladas uñas rojas bajaba mis
calzoncillos hasta los tobillos. Yo cerraba los ojos, respiraba hondo: estaba
nervioso. Con su mano me acariciaba el estómago. ¿Qué hacía Bocalinda en
ese momento? Introducir el miembro en su boca hasta el final, hasta la
misma garganta. Yo quería excusarme, hablar, decir que no era el lugar ni el
momento, pero allí abajo estaba Bocalinda haciéndome una mamada en
lugar de darme el recibo de la ropa. Los flecos de plástico se agitaban
avisando que alguien llegaba. Yo extraía el miembro en un falso intento de
comportarme. En realidad me importaba un carajo si alguien hacía aparición
5
en ese instante. Era su negocio, no el mío. Para alivio resultaba ser su
compañera de trabajo, a la que mi padre puso el bonito nombre de
Viejoputón. Nada ofensivo, era para distinguirla de la otra, más joven. No se
piensen que Viejoputón se escandalizaba al ver a su colega succionando a un
cliente. Por el contrario, ¡se unía a la fiesta! Disponían de una gran mesa
donde planchaban la ropa delicada. Viejoputón apartaba todo aquello y me
obligaban a tumbarme. Las dos se desnudaban e inaugurábamos una orgía
en la que yo me comportaba como un hombre y satisfacía a ambas, que por
otra parte no me cobraban el precio de lavar las cantidades de ropa que había
traído.
Viejoputón me excitaba más si cabe que Bocalinda porque el morbo se
me disparaba al imaginar a una mujer vestida de forma elegante desnudarse
en el interior de la lavandería para cepillarse junto a su colega a un cliente
que tenía la mitad de sus años. Su cara mostraba arrugas que disimulaba con
maquillaje, pero esas arrugas yo las atribuía a los años de experiencia que
adquirió desnudando chavales en el cuarto de máquinas de lavandería Las
Zorras.
La imaginación juega malas pasadas, sobre todo a los chicos que como
yo sufrían la enfermedad de tener una imaginación traicionera, con la que
fabricaba historias increíbles, o sea, creíbles tan solo para mí, en la que
daban cabida todo tipo de escenas sexuales. Yo era joven, un animal. Un
pervertido sexual. Pero era hombre al fin y al cabo. Los hombres son así,
unos puercos. Siempre tienen a una mujer haciéndoles una felación en sus
mentes.
Presentación, venga: me llamo Luis. La historia que voy a narrar
ocurrió cuando yo era un chaval y fui a vivir con mi padre a resultas del
traslado de mi madre a una ciudad del norte. Mi padre. Era marino, de los
duros, de los que tienen una mujer en cada puerto y no le tienen miedo a
nada. Se llamaba A. M. Todos le llamaban Mazo, y no porque le gustasen
los trabajos manuales. Él me lo contaba. Mazo, mi viejo. Tenía amantes en
los lugares a los que arribaba, hasta en Las Américas. Él me decía:
-Luis, hijo, estoy creando una gran familia a lo ancho de este mundo.
Quiero tener hijos distintos, de distintos colores, verlos crecer. Cuando
acabes la universidad vas a venir conmigo a conocer a tus otras madres y a
tus otros hermanos.
Yo le escuchaba y me quedaba alucinado. ¿Qué clase de padre tenía?
Podía entender que mi madre le pusiese un buen día el petate en la calle y lo
llevase a juicio.
-Tu padre no es ni más ni menos que un Hijo de la Gran Puta que está
formando familias paralelas por los sitios donde va, y encima tiene el
descaro de contármelo. Eso se llama adulterio.
En el fondo siempre estuvo enamorado de él, aunque eso no lo
percibimos ni mis hermanas ni yo hasta que fuimos mayores. Mi madre era
una actriz, sabía esconder sus sentimientos con destreza, sobre todo teniendo
en cuenta que tenía un ex marido al que llamaban Mazo y que presumía de
tener mujer e hijos en cada destino. Mazo se pasaba la mitad del año en la
6
mar y la otra mitad en tierra. Cuando llegaba lo hacía cargado de recuerdos y
regalos. También de ropa sucia, toneladas de ella. Así fue como nos
comenzamos a relacionar con lavandería Las Zorras. No vivía en un lugar
normal, una comunidad de vecinos en un edificio donde apenas ocurre nada
y todos se respetan.
Ocurrió que un día mi madre me espetó:
-Luis, me voy a vivir al norte, a Bilbao. Me han ofrecido un puesto en
la universidad y no estoy en condiciones de rechazarlo. Además, es mi
tierra, estoy de Madrid y de tu padre hasta los cojones. Tienes dos minutos
para decidirte: te vienes con tus hermanas y conmigo o te vas a vivir con él.
Mi madre así, tajante. No se andaba con rodeos. Se curtió conviviendo
con un hombre como Mazo. Tuvo incluso el valor de echarlo de casa. Yo no
me hubiese atrevido. Nunca nos logramos enterar bien de cómo se
conocieron pues cada uno nos contaba una historia diferente. Yo estaba muy
orgulloso de ellos y les quería, y ellos a nosotros, y entre ellos se odiaban,
con lo que formábamos una familia bastante equilibrada. Mi madre me dejó
dos minutos para decidirme. Yo andaba desde hacía tiempo obsesionado con
la idea de vivir con mi padre, y la ocasión se me presentó que ni pintada. Mi
decisión:
-Mamá, me quedo en Madrid con papá.
Delante de ella nunca le llamaba Mazo por razones obvias.
¿Qué se me había perdido a mí en Bilbao? Tenía mis amigos aquí,
estaba estudiando, y Mazo aceptó la propuesta de de vivir conmigo aquella
temporada.
Un gran padre.
7
Macarrones revolucionarios.
Llegó el día. Finales de junio. Yo estaba cargado de exámenes. Llamé
a casa de Mazo pero allí no había nadie, no sabía si estaba en Madrid o
navegando. Con mi padre las cosas nunca eran blancas o negras, eran
confusas y nebulosas. Difícil saber cuándo llegaba, cuándo se iba, cuándo
vendría a vernos. Mazo era imprevisible, una cualidad que estuvo a punto de
costar el psiquiátrico a mi madre. Lo incontrolable era despreciable mi padre
era el ser más despreciable de la tierra. No debía ser tan despreciable cuando
tuvo tres hijos con él. Uno de ellos fui yo. Recibí lo peor de cada uno. Mi
madre, aunque me quería por ser su hijo, me odiaba por ser hijo de Mazo.
Cuando se enfadaba conmigo me fustigaba con una frase:
-Eres la versión corregida y aumentada del cabrón de tu padre.
Yo pensaba: no existe una versión corregida y aumentada de Mazo.
No importaba. Disponía de las llaves de su casa, un lugar al que mi
madre nombraba cada dos por tres, llamándolo centro de perversión,
atestado de anormales, desclasados, drogadictos, perversos sexuales. Con tu
padre a la cabeza. No era para tanto. Sí es cierto que el edificio se las traía.
Se encontraba situado al otro lado de la M-30. A las 9:00 am mis hermanas
ya habían hecho las maletas, mi madre se había levantado a las seis en para
echar aceite al coche. Era ella misma la que llevaba el mantenimiento del
viejo Volskswagen. No se fiaba de los talleres, a los que acusaba de ser un
atajo de ladrones mafiosos. Estaba excitado, nervioso, no por los exámenes,
que me importaban un bledo, estaba impaciente por descubrir el mundo de
Mazo. Era hora de convivir con un hombre de verdad, diferente a los padres
de mis amigos. Cuando mis hermanas y yo bajamos en el ascensor, mi
madre aguardaba en la puerta con el coche en marcha, al ralenti. Tenía prisa
por salir de allí, escapar de una ciudad que le causaba repulsión y naúseas a
partes iguales. Aquí nunca fue feliz. Sin embargo, era en Madrid donde
había construido la mayor parte de su vida, incluyendo una familia en la que
tantas esperanzas había depositado, y que le salió rana. Nos montamos en el
coche. A toda velocidad cruzó por uno de los puentes al otro lado de la
autopista, frenó en una plazoleta. Me soltó:
-Puedes bajarte aquí, toma el metro que te dejará en la puerta de la
casa de tu padre. Adiós.
Ni me dio un beso, tal era su prisa. En su fuero interno estaba
enfadada por mi decisión. Mientras tanto, era el momento de conocer el lado
tenebroso de la familia.
No llevaba encima gran equipaje. Había introducido la ropa en un
enorme saco militar que Mazo me había traído de ultramar. Salí de la
estación del metro y anduve durante veinte minutos. Al doblar una esquina
de la calle, lo vi. ¿Cómo era posible que un arquitecto hubiese diseñado un
edificio tan amorfo Lo describiré: el bloque estaba aislado de los demás
edificios, como en cuarentena. Destacaba por sus sombríos colores. El que
lo diseñó sabía lo que hacía: lo emplazó en una minúscula calle sin salida.
Enfrente, un parque que serviría como desfogue a los personajes que lo
8
habitaban. Y a sus perros. Los balcones se cerraban en la mitad inferior con
tablas planas de madera azabache para que los chuchos no brincasen y se
suicidasen. Crecían plantas exóticas, dando un aspecto de jungla de ladrillos
al edificio. No era muy alto: unos cinco pisos por cinco de ancho. Era el
único edificio de viviendas de Madrid que parecía tener vida propia.
¿Ahí tenía que vivir yo un año entero? El primer pensamiento que me
vino a la mente fue si mi padre sería capaz de prepararme cada mañana un
sandwich doble de jamón y queso con pollo para ir a la facultad. Mi madre
lo era. Cada uno uno tenía una forma distinta pero complementaria de
mostrarnos su amor. Me disgustaban las familias unidas, donde los padres se
adoraban a sus hijos, porque al final éstos salían tarados. Me parecían
familias débiles, sin personalidad. Mis padres otra cosa no, pero fuertes sí
eran. Tenían dos casas, dos vídeos, dos coches, dos testamentos.
La casa de Mazo estaba situada en la calle Segunda República, sin
número. Al cruzar la calle de doble dirección hacia la calle Segunda
República, el mundo pareció detenerse. Los sonidos, el piar de los pájaros,
los autos, el jaleo urbano de la ciudad se esfumaron. El edificio de ladrillos
oscuros atestado de plantas, a la izquierda. A la derecha, un gigantesco
parque. Estaba en poder de la llave del piso de mi padre. La puerta de
entrada a la casa era de doble cristal reforzado, con grosor a prueba de balas.
Cuando estaba a punto de extraer las llaves para abrir el portal, la vi. Los
ojos de Viejoputón se clavaron en mí por primera vez. Un escalorfrío me
recorrió el cuerpo. Encima de ella colgaba un cartel fluorescente morado que
brillaba de manera intermitente: Lavandería. Aquella mujer de largas uñas
rojas y pelo rubio cortado al milímetro, apoyada en la puerta de manera
sensual, hizo que tuviese mi primer sueño erótico del mes. No había ni
entrado por la puerta. A duras penas conseguí desplazar unos centímetros la
mole de cristal antibalas que habían colocado como puerta de calle. Tuve
deseos de volverme a casa de mi madre, a la monotonía, a la seguridad. ¡Al
carajo! Con la edad me hervía la sangre, y desde luego, ya tenía en mente
hacer el amor con la mujer a la que luego conocería por Viejoputón.
El condenado petate pesaba lo suyo, y eso que yo apenas poseía ropa
de invierno o de verano. Levanté la vista. Un hombre con el pelo blanco
cayéndole por la frente me preguntó con voz de pirata. Estaba empotrado en
una cabina de madera: la portería. Vestía camisa azul, corbata negra.
Fumaba pipa. Apestaba la entrada.
-¿Dónde crees que vas?
-Voy a casa de mi padre.
-¿Puedo saber quién coño es tu padre?
Apenas respiraba; clavaba los ojos.
-Se llama Antón Muruza y vive aquí. ¿No me recuerda? Yo soy Luis,
su hijo.
-Antón Muruza, Antón Muruza, Antóóón... Pues claro, chaval, tú eres
hijo de Mazo. Pasa, hombre no te quedes ahí parado como un estúpido fósil.
Sabes donde es, ¿no?
-El segundo izquierda.
9
-Exacto. El segundo izquierda. ¿Qué has venido a hacer aquí?
¿Cómo se atrevía un portero a preguntar algo tan fuera de su
jurisdicción? No creí oportuno ser grosero. A parte de que el hombre, a
pesar de su edad, impresionaba.
-He venido a vivir con él unos días, una temporada.
-¿Unos días, o una temporada?
-Bueno, no lo sé con exactitud, depende de él. Unos meses, quizás,
creo yo...
-Si depende de él más vale que te des media vuelta, porque Mazo, tu
padre, vive en esta casa por temporadas. Es marino, eso lo sabes, ¿no?
-Sí, sí, claro. Me ha dado permiso para venir. Tengo la llave. ¿Está en
casa?
-Lo dudo. No es temporada de que viva aquí. De todas formas, con tu
padre nunca se llega a acertar. A veces hasta a mí me confunde, y eso que yo
lo sé todo, ¿entiendes? Todo lo que ocurre de esos cristales para dentro es
asunto mío. Para eso me pagan. Sube.
-Gracias.
Agarré el petate verde y tomé el pasillo de la izquierda, plantándome
en la puerta del ascensor. La flecha indicaba que descendía. El ascensor se
detuvo. Klonk. La portezuela se abrió. De su interior emergió un monstruo
negro y musculoso que se abalanzó sobre mí. Del susto que me llevé casi me
meo en los pantalones. Al echarme hacía atrás tropezé con el petate: caí al
suelo. El monstruo pasó por encima de mí y salió trotando en dirección a la
puerta de salida. Iba arrastrando una cadena de eslabones que golpeaba el
suelo de piedra y rebotaba contra las paredes. Detrás del monstruo negro
surgió un tipo con botas militares negras, un pantalón caqui ceñido, una
cazadora de cuero. Pelo rapado al uno y una ristra de pendientes en su oreja
izquierda. Pasó por encima como una apisonadora persiguiendo al perro y
gritando:
-¡Detente, perro, antes de que te raje el estómago!
El portero le detuvo:
-¿Qué son esas formas de tratar al hijo de Mazo, pisoteándole como si
fuese una lechuga?
El chico se volvió. Me tendió la mano.
-Perdona, ni siquiera te había visto, pero Bormann lleva varias horas
sin salir a la calle. Se excita en cuanto agito la cadena.
Me levanté.
-¿Se llama Bormann?
-Sí, como Martin Bormann, un nazi. Se las ingenió para escapar de los
yankis y de los rojos con la intención de crear de nuevo un estado nazi en
algún lugar secreto de Sudamérica.
-¿Qué tal le fue?
-Ya hablaremos de eso. Hasta luego, chico. ¡Sieg Hail!
Una guarida de locos nazis con planes de futuro. Estaba derrotado
fisicamente y no eran ni las once de la mañana.
10
El verano nacía en Madrid y el calor mañanero hizo el resto. Subí
hasta el segundo piso, donde vivía Mazo. Giré la cerradura una, dos, tres
veces. Bien, mi padre no se fiaba de nadie, pero yo ya estaba dentro, a salvo
de monstruos y nazis. Conocía la obsesión que él sufría por cambiarlo todo
de lugar y orden cada vez que llegaba de los barcos. El apartamento se
encontraba a oscuras. Tanteé con la mano en la pared para encontrar el
interruptor de la luz. ¿Lo habría cambiado? En ese preciso momento
escuché un leve gruñido que congeló mi sangre e hizo que dejase de respirar
y me quedase inmovilizado. Avancé un paso. El gruñido se hizo más
profundo, más amenazador. En la oscuridad pude distinguir dos ojos
centelleantes que me observaban. El sudor apareció en las palmas de mis
manos. ¿Sería posible que se hubiese olvidado de mí y no me reconociese
por el olor? Ni me había duchado esa mañana.
-¿Galeón?
-Grr.
El muy animal no me había reconocido. O no me quería allí, en su
propiedad. O le había despertado. Di un paso hacia atrás e intenté reconocer
la pared, recordar dónde estaba el interruptor. Tenía un padre que cambiaba
los interruptores de posición y ni se molestaba en avisarme. Tracé círculos
con la mano en la pared. Antes de que el animal saltase a mi cuello, lo
encontré. Lo accioné.
Se hizo la luz.
-Galeón, soy yo, Luis, ¿no me recuerdas?
El pastor alemán de pelo chispeante como el carbón efectuó unos
vaivenes con la cola dirección este-oeste. Estaba contento. Yo también,
porque seguía vivo y coleando.
El apartamento de mi padre era tan extraño como él. No voy a perder
tiempo en describirlo. Dividido en tres partes: un salón que ocupaba el
setenta por ciento del espacio habitable; un dormitorio con dos camas que
ocupaba el veinticinco por ciento; una cocina que ocupaba el cinco por
ciento. Todo porque no era una cocina, al menos no como a las que yo
estaba acostumbrado: era un armario. Dos puertas de madera que se pueden
encontrar en las casas comunes y que al abrirse se espera encontrar ropa
colgada. Con la diferencia de que al abrir las dos puertas me di con cuatro
fuegos eléctricos y una nevera. Una cocina de camuflaje. Mazo sabía
cocinar, y bien. No por ser marino cocinaba bien, sino por haber sido
expulsado del hogar, por tener tres hijos y un perro. Cuando mi madre le
puso un sábado de hacía años el petate en el portal de la entrada de su casa,
mi padre no se olvidó de nosotros. Por el contrario, quería que fuésemos con
él siempre y cuando sus vacaciones y las nuestras coincidiesen. Llegaba
temprano a recogernos en el viejo Land Rover. Llevábamos media hora
esperándole en la calle, impacientes. Por esos tiempos poseía otro perro
pastor. Mi padre conducía como un maníaco. La razón principal: el volante
estaba situado a la derecha. Le era complicado ver con el fin de adelantar.
Más aún si llevaba un camión o una furgoneta delante. Mazo confiaba en
nosotros. Nos preguntaba:
11
-¿Viene alguien? ¿Puedo adelantar?
Yo dudaba. A veces decía que sí cuando era que no, y viceversa. Mis
hermanas eran todavía más peligrosas y mortíferas que yo. Mazo no
esperaba una respuesta: daba un volantazo para poder ver él mismo.
Infinidad de veces nos vimos con coches, camiones y motocicletas de frente,
a menos de diez metros. Una confianza infinita en él nos hacía sentirnos
vivos y seguros. Al fin y al cabo surcaba los siete mares.
Las vacaciones las pasábamos en un diminuto pueblo de la costa del
este, lugar donde un amigo marino de Mazo disponía de una casa con jardín.
Se la alquilaba a precio irrisorio. Menudos veranos tan marítimos nos dimos
esos años con un padre que era un experto en asuntos de mar. Tal pasión se
tradujo en una enseñanza metódica de los deportes de mar, incluyendo un
deporte que había hecho explosión unos años antes: el surf a vela.
-Malditos americanos. Son unos seres salvajes, pero reconozco que
algunos inventos suyos son para descubrirse. -me comentó un día en la playa
mientras me dibujaba la Rosa de los Vientos.
Al grano. La comida.
Los hombres son de naturaleza cobarde. Un número muy reducido de
ellos tienen el coraje de cocinar para unos cuantos críos en estado salvaje,
como estábamos nosotros, mas para un perro. He mencionado unos cuantos
críos porque Mazo se traía en el Land Rover a los hijos de su hermano y de
su hermana: mis primos. Cuando nos juntábamos en batallón ocho chavales,
formábamos lo que Mazo denominó la Armada Invencible.
La alimentación era un tema que desde siempre había preocupado a mi
madre, una fanática de la comida equilibrada, del aceite de oliva, de los
vegetales, del pescado. Para ella, si mi padre era un desequilibrado, su
comida también lo sería. Exageraba, voy a concretar por qué. Volvíamos de
la playa a las seis de la tarde, hambrientos como los lobos. Mazo se veía en
el deber de cocinar para todos nosotros, pero sus conocimientos no se habían
desarrollado lo suficiente como para poder garantizar al cien por cien que
siguiésemos vivos. Entonces empleaba tácticas de distracción: una de ellas
era cantar. Colocaba una cinta en su radiocasette y nos enseñaba cómo
cantarla. ¿Qué música escogía? Música de rojos. Música revolucionaria. De
su época de izquierdista le habían quedado un puñado de canciones y cintas
de música. Nos colocaba a todos en fila india y entonábamos en bañador,
llenos de arena y restos de mar, himnos como la Internacional, Hasta
siempre, No nos moverán, o incluso canciones catalanas como Al vent. Ni
llegábamos a comprender lo que decíamos. Nos enseñó a levantar el puño a
la manera roja. Mientras ocho niños elevaban sus puños al viento y
clamaban por un mundo más revolucionario, mi padre se dirigía a la cocina
y en una olla hasta los topes de agua, vertía cuatro bolsas de macarrones con
la esperanza de que el concierto durase lo suficiente para que no
saqueásemos la despensa. Nadie le indicó los tiempos de cocción. Los
primeros platos fueron peores que los que engulleron los galeotes, pero con
voluntad de hierro nos convencía de que en nuestros platos había un manjar.
De aquellos primeros macarrones tengo la imagen de mi hermana pequeña
12
vomitando en una esquina. Mazo colocaba macarrones con tomate en el
plato del perro con la esperanza de que el animal no los distinguiese, pues
estaba medio ciego de una infección. El perro poseía un poderoso olfato
sobrealimentado por la ceguera. El animal nos miraba y nosotros a él.
Acabábamos todos mirándonos mutuamente, confusos. Mirando a mi padre,
que devoraba los macarrones con ketchup y mayonesa a la vez que sonreía.
Mazo siempre sonreía.
Mi padre nos quería. Ésta es la mejor prueba que de ello puedo
ofreceros.
13
Parques para nazis y rojos.
Continué espiando la casa. A pesar de que vagamente la recordaba,
ahora era y sería mi casa. No me extrañó que los policías del mundo
utilizasen a los pastores alemanes como animal contra el crimen, porque
Galeón me seguía como una lapa, pegado a mi pierna a cada paso que daba.
Su mirada venía a decir: ¿me vas a sacar a la calle?, ¿cuándo? ¿Debo esperar
tanto como espero a tu padre? Yo quería descansar y revolotear por el
apartamento en el que se juntaban recuerdos, toneladas de objetos,
fotografías, cuadros que no me sonaban en absoluto. Conocía a mi padre a la
perfección y a la vez era un desconocido para mí. Con la intención de estar
más cómodo, me desprendí de la ropa, quedé en calzoncillos. Galeón lo
entendió y dejó de seguirme, sentándose en la puerta de entrada al
apartamento vigilando mi petate militar.
-No puedo sacarte en este momento, me encuentro cansado y quiero
dar una vuelta por la casa para luego tumbarme.
En una de las paredes destacaba un cuadro del Ché Guevara en rojo y
negro. Vaya, continuaba siendo revolucionario, o puede que fuese un
souvenir de sus viajes a Cuba. Éste fue un motivo más que dividió a mis
padres: mi madre era conservadora, amante de las tradiciones cristianas, mi
padre rompía todas y cada una de las reglas del cristianismo, menos una:
respetaba, amaba, defendía a las prostitutas como la Biblia enseñaba a
hacerlo. Un cuadro de nudos marinos se situaba al lado del Ché Guevara. A
mi mente vino los días en los que Mazo nos sentaba a mis hermanas y a mí
con unas cuantas cuerdas y nos examinaba sobre los nudos que nos había
enseñado. No he conocido aun padre al que le importasen tan poco las notas
que sus hijos sacasen en el colegio y que sin embargo pusiese tanto empeño
en los examenes de nudos.
¿He heredado alguna cualidad o defecto de mi padre que destaque
sobre los demás? No lo sé. Según mi madre, todas y calcadas. Mi padre
arrastró una obsesión que en mí se manifestaba, debido en parte a la edad:
las mujeres. Mazo adoraba al sexo opuesto, como un conglomerado.
Adoraba a todas las mujeres que conoció y a las que aún le faltaba por
conocer. Adoraba a mi madre, aunque no en exclusividad. No era
presuntuoso ni un ligón. Las amaba. Alrededor del cuadro del Ché Guevara
había dispuesto un espacio para fotografías de sus amantes, todas sonriendo,
incluida mi madre. Yo no conocía a ninguna, muchas de ellas eran mujeres
de ultramar, con exóticos colores y dulces labios. ¡Qué suerte tenía mi
padre! Cuando recorrí la exposición fotográfica concebí que me enseñase a
conquistar mujeres, a pesar del hecho de no ser marino ni tener intención de
serlo. De momento me conformaba con las mujeres de Madrid, con
Bocalinda y Viejoputón. Ansiaba mujeres, no niñas de primero y segundo de
facultad. Era un estudiante y necesitaba aprender las cosas que no se
enseñan en un aula y que son las verdaderamente útiles e inmortales.
14
En la esquina del salón había plantada una escultura africana negra de
un hombre con un escudo y entre las piernas un falo. El apartamento era
diminuto, pero poseía más vida e historia que muchas de las casas en las que
había estado anteriormente. ¿Tendría aparato de música? Allí estaba, en el
lado opuesto al Ché Guevara. Un viejo tocadiscos y amplificador marca
Vieta con dos altavoces. Me gustaba la música. En aquella época era el rock
lo que más me llamaba la atención. Más que la música, lo que me atraía el
estilo, la forma de vida, los degenerados que vomitaban la cena en el
escenario. En mi equipaje no había espacio para discos ni compactos ni
cintas que tampoco me interesaban. Traje un casette de la banda Sex Guns,
cuyos componentes parecían sacados de una novela de Charles Dickens. Me
apetecía probar el volumen del aparato que no disponía de entrada para
compactos. Yo tampoco tenía compactos, sino cintas: una. La introduje en el
cassette. Sonó un eco profundo, la máquina comenzó a desperezarse con
unos crujidos que llegaban desde los altavoces, como invadidos por
cucarachas. Apreté la tecla Play y un estruendo sacudió la habitación.
God Save the Queen
the fascist regime,
will make you a moron,
.......etc,
Quedé atrapado por la violencia musical. Hasta tal punto me hipnotizó
que tarde minutos en darme cuenta de que Galeón ladraba a mis pies de
manera angustiosa. Me guió a hasta la puerta. Allí percibí que alguien
llamaba al timbre. Un hombre vestido de esgrima, con un florete en la mano
y una barba rojiza puntiaguda, parecía tener la intención de decirme algo.
No, me estaba diciendo algo. Yo no podía escucharle. Su cara se tornaba
roja. Vi la vena yugular hincharse por el esfuerzo.
-¿Puedes bajar la música?
-¿Qué?
-¡Que si puedes bajar la música!
-¿Qué si puedo?
-La música. ¿Quieres hacerme el gran favor de bajar el volumen de la
música?
Entendí.
Salí corriendo y desconecté el aparato tirando del primer cable que vi.
Galeón me seguía, volví a la puerta, donde ahora reinaba un silencio
sepulcral. El tipo vestido de luchador de esgrima había desaparecido. Miré
alrededor y las cuatro puertas de mis vecinos estaban cerradas. Fuera
música. Galeón dejó de ladrar y la paz volvió al apartamento de Mazo.
Necesitaba respirar aire puro; salí a la terraza. Era lo más parecido a una
jungla. A la derecha, una verja marcado los terrenos de Galeón. La verja de
metal incluía una portezuela que se abría y se cerraba, con un cartel escrito
en castellano. Se leía: cuidado con el perro. Mi padre debió haber colocado
ese cartel. ¿Con qué intenciones? Miré abajo y Galeón no me miraba: me
desafiaba.
15
-Vamos, yo soy tu amo, bueno, el hijo de tu amo, eso me da cierta
autoridad, ¿eh?
Había una caseta construida con un material aislante compuesto de
fibras de madera. Quise ver la caseta por dentro, era enorme para un perro.
Me agaché para pasar por debajo de la verja. Escuché un gruñido sordo. Otra
vez. Retrocedí.
Galeón no se fiaba de mí ni yo de él. Nuestra relación aun era muy
inmadura. El sueño comenzaba a apoderarse de mí y yo disfrutaba
durmiendo. Entré en el apartamento y me tumbé en un sofá frente a la
televisión; la conecté. Una TV en blanco y negro. Mi padre se había
quedado estancado a principios del siglo.
Dormí a pierna tendida durante horas. Me despertaron unos golpes
continuos y violentos que llegaban desde la puerta. Boum, boum, boum. El
que llamaba no había sido adiestrado en el uso del timbre. Abrí para
encontrarme al nazi dueño del monstruo, apoyado en la pared.
-¿Cómo has dicho que te llamas?
-Luis.
-Tengo que bajar a Galeón. Tu padre no te ha explicado nada, ¿no es
cierto?
-No, nada.
-Mazo se pasa temporadas fuera de casa y me paga para que baje y
alimente a Galeón. Él sabe que adoro a los perros, no a todos los perros, a
los grandes y poderosos, no a las mierdecillas de chihuahuas y perrossalchicha u otras mariconadas que muchos hombres, más de los que te
piensas, tienen como mascotas. ¿Quieres bajar conmigo?
Cualquiera decía no al nazi.
Agarró una cadena de la entrada del apartamento y llamó al perro, que
obedeció al instante. Al llegar al portal me di cuenta de que la casa estaba
viva, había vida y actividad, con gente subiendo y bajando las escaleras, el
ascensor. El portero de melena blanca estaba enfrascado en una discusión
con un hombre de edad imprecisa, extremadamente delgado, huesudo de
cara. Galeón salió zumbando hacia la puerta de los cristales blindados. La
atravesó.
-No te preocupes, no escapará -dijo el neonazi.
El perro estaba firmes esperando a que llegásemos para cruzar la calle
Segunda República. Vaya, mi padre tenía bien adiestrado al perro. El
neonazi ordenó:
-¡Cruza!
Galeón salió despedido por un resorte automático hasta el otro lado de
la calle, en el que había un frondoso parque. Hizo un pis de varios minutos.
Me sentí culpable de no haberlo sacado antes, en vez de aturullar al luchador
de esgrima con el himno-rock. Nos adentramos en el parque, que estaba
fuera de contexto por sus dimensiones y frondosidad. Parecía una selva para
rodar documentales de leones. Estaba descuidado, las plantas, las
enredaderas, los arbustos crecían de manera anárquica, libre. Subimos por
una de las cuestas que se adentraban en el corazón del parque, al que no se
16
le podía adivinar un final. Los árboles eran de tal altura que no se divisaba el
firmamento. De una explanada de arena surgía un parque con columpios y
toboganes. Estaba abandonado. Otra de las características del parque era que
la temperatura disminuía hasta cuatro grados con respecto a la calle, por
efecto de la espesa vegetación. Galeón nos seguía a cierta distancia; la
curiosidad me picaba. ¿Cómo se llamaría el neonazi?
-Me llamo Martín.
-Ahá. Como el perro.
-El perro se llama Bormann.
-Me dijiste que Bormann se llamaba de nombre Martin.
-Mi nombre es Martín, en castellano, con acento en la i.
No quise entrar en discusiones.
-¿A qué te dedicas?
-Estoy en paro. No tengo mucho que hacer, así que me gano una
pequeña pasta sacando a los perros de algunos de los vecinos del barrio, los
que me caen mejor y pagan bien. Pero si me cae bien un vecino pero
desprecio a su perro, estonces paso, no lo saco. Por ejemplo, tu vecino,
Lope, el luchador de esgrima, ¿lo conoces?
-Sí, o no. Llamó a la puerta para que bajase el volumen y desapareció
sin más...
-Lope es así, un tipo imprevisible. Entrena esgrima, ha ganado
medallas en los campeonatos de Castilla la Mancha, aunque se le ha pasado
el momento dorado que una vez tuvo. Lope tiene un perro, es un piojo, un
mal bicho, un perro traidor. En realidad no es de él, es de su mujer, que es
otro mal bicho. Lope me pidió que sacase a su perro cuando se fuesen de
vacaciones en un intento de evitar ir con el chucho, pero su mujer, que lo
quiere más que a él, lo impidió. Lope ensartará al chucho como si fuese un
pincho moruno, y su mujer, Maya, lo pondrá en la calle como hizo tu madre
con tu padre. Quizás Lope ensarte también a su mujer, aunque de ésto no
estoy seguro.
-¿Quién te ha contado eso, lo de mi madre?
El neonazi no sólo controlaba al perro, también sabía detalles de mi
vida.
-Tu padre, ¿quién va a ser?
Caminamos, adentrándonos en el interior del parque. El pensamiento
de tener por vecino a un nazi que odiaba todo lo que fuese pequeño y débil
no me entusiasmaba, porque a pesar de que la política me confundía, es
decir, me atraía y me repelía por igual, sí sabía lo que pensaba sobre el
fascismo y sus derivados modernos. Mazo fue un revolucionario, siempre
tuvo aversión por el fascismo en España debido a que le había robado una
parte de su juventud, robo que le afectó menos que a sus amigos, que habían
permanecido en tierra sin poder ver otros mundos. Por todo ello Mazo nos
decía que él personalmente pasaría la factura al fascismo cuando llegase el
momento.
-Quieto....
-¿Perdón?
17
-No te muevas ni un milímetro. Mira quién viene.
-No veo nada.
-Mira bien, chico, Luis, mira quien se acerca.
Con movimientos lentos, a cien metros, se acercaba un bizarro animal
cruce de perro lobo y mastín. Llevaba la cabeza gacha. Sus pasos eran de
una leona cuando se aproxima a un ñu. Galeón no lo había visto. Seguía
oliendo la hierba y marcando los árboles cuando Martín dio una orden:
-Galeón, ¡ven aquí!
El perro levantó la cabeza y se acercó al nazi obediente. Al acercarse,
sus orejas se erizaron y los ojos se encontraron con los de la bestia que se
acercaba. Fue a salir corriendo hacia él pero Martín volvió a gritar:
-¡Ven aquí!
Galeón se pegó como una lapa a su pierna derecha. El extraño cruze
seguía acercándose con paso de caza. Aumentó hasta un suave trote. Martín
enrroscó la cadena en su puño izquierdo y dijo al visitante que se
aproximaba:
-Vamos, hijo de perra, acércate, para sacarte las tripas a puñaladas
como debía hacer con tu puto amo.
Dicho ésto, desenfundó del bolsillo un puñal de doble hoja y se lo
colocó entre los dedos de la mano. Dios. Iba a presenciar una masacre de
hombres y animales en pleno parque.
-¡Engañabaldosas! -gritó el nazi- Escucha, Engañabaldosas, sujeta a tu
animal o te juro por Dios que lo voy a apuñalar hasta beberme su sangre,
¿me has oído, rojo de mierda?
El animal no se detenía.
-¡Escucha, tu perro es lo único que tienes en este mundo, basura
inválida, y voy a matarlo! ¡Por lo menos tiene más valor que tú y da la cara!
Una figura enclenque salió de entre dos árboles:
-¡Troski!
El hombre sacó un objeto de su pantalón y se lo introdujo en la boca.
¡Piiiiiiiiiiiiiii! Un silbato. El perro se detuvo, congelado. Como un autómata
se dio la vuelta. El hombre y la fiera desaparecieron por el parque, la tensión
desapareció de mi interior. El nazi me contó que el animal, llamado Troski,
pertenecía a un escritor que vivía en soledad, en la otra escalera, llamado
Juan Pedro. Él le llamaba Engañabaldosas por la invalidez que padecía en
una de las piernas y que le hacía caminar con dificultad Lo expresó con
simplicidad: era un escritor y por tanto un rojo guarro de mierda, un
intelectual invalido y maricón al que un día de éstos ensartaría con su
cuchillo de comando. Yo estaba del lado de un nazi convencido al que había
estado a punto de ayudar a asesinar al perro de un escritor por el que yo
podría llegar a sentir afecto dada la primera percepción que tuve de su
desválido y destartalado aspecto físico. Martín siguió hablando sobre el
perro del escritor, Troski, al que acusaba de haber sido entrenado con las
tácticas soviéticas contra los nazis. Por consiguiente, y al ser él neonazi,
deduje que no simpatizaba con Troski. Me equivoqué. Martín afirmó que no
sentía aversión por el perro, sino por dueño. Acuchillando al perro, mataría
18
una parte del dueño, que vivía solo, y para el que la compañía del animal lo
era todo.
Quería irme a Bilbao.
Subí al apartamento e intenté averiguar dónde dormiría: en la
habitación de Mazo, en la otra cama, en el salón, en algún sofa-cama oculto.
Me tumbé en la cama que él no utilizaba, al lado de la ventana, mirando al
techo. Me sentía deprimido. Las personas quieren a las familias. En realidad
no es cierto, no las quieren. Por el contrario, las utilizan. Las respetarán y
amarán en tanto en cuanto se adapten a las necesidades y a los gustos de
hijos y padres. Cuantos y cuantos amigos no se hablaban con sus padres
porque no eran lo que sus padres querían, o sus padres no eran lo que a ellos
les gustaría que hubiesen sido. Yo amaba a mi padre tal y como era, mis
sentimientos hacia él no aumentaron o disminuyeron un ápice. Él era mi
padre. No había más. Pero una cosa era mi padre y otra cosa era su entorno.
Mazo vivía en una maldita casa de locos. Yo llegaba de una comunidad de
vecinos normal, donde no existían ni nazis ni perros entrenados en la extinta
Unión Soviética ni porteros influidos por la Belle Epóque. Mi intención era
convivir con el hombre al que llamaban Mazo. Escuché un lamento, moví la
cabeza y allí estaba Galeón, sentado sobre sus patas traseras y emitiendo
lamentos con el hocico cerrado. ¡Qué perro más inteligente! Había detectado
mi depresión y se acercaba a consolarme. Me rompió el corazón. Me levanté
para acariciarle pero el muy perro se puso a cuatro patas y salió de la
habitación mirándome de reojo, avanzando hacia la terraza. Salió y salí yo.
Se detuvo delante de un plato de plástico, su plato de comida. No vino a
consolarme sino a recordarme que también los perros tienen estómago y no
tienen la culpa de que el hijo de su dueño sea un blandengue
inexperimentado en la vida y se deje impresionar por tres personajes y dos
situaciones paranormales. ¿Qué le daba de comer? ¿Una pizza? Me senté en
la mesa redonda y me puse a discernir. Un perro tenía hambre. Un perro no
sabía cocinar ni tampoco hablar. Un perro era un hijo de perra que me estaba
complicando la vida a las pocas horas de yo estar allí. Para colmo, estaba allí
antes que yo, no podía echarle ni protestar. Me sentía un invasor: el perro
era más hijo de mi padre que yo. Fui a la cocina y rebusqué entre los
armarios. En uno de los cajones había paquetes de spaghettis y macarrones.
Acababa de salvar la vida al perro y de paso la mía: me moría de hambre.
Coloqué una cazuela de agua en el fuego cuando me entró la primera duda:
¿agua fría o caliente? A nadie se le había ocurrido enseñarme este tipo de
cosas en el colegio o en la facultad. Insistían en idioteces inservibles como
elementos químicos, las raíces cuadradas que no valían un carajo, pero se
olvidaron de comentarme este vital detalle de la vida. Mi padre me lo dijo,
pero lo olvidé desde que dejamos de ir al mar.
En la nevera había una lata de salsa de tomate: la abrí y la derramé
sobre la cazuela de macarrones. A resultas de mis habilidades, Galeón y yo
nos dimos un festín de pasta italiana. Con el estómago lleno el optimismo
renació en mí, porque noté que el perro me miraba de otra forma. Le había
dado de comer por primera vez en la vida, y eso era lo único que los perros
19
saben apreciar: la mano que les alimenta. Me senté en el sofá a leer un
periódico de hacía seis meses. Galeón se colocó a mis pies. En caso de que
mi padre no apareciese en mil años por lo menos no estaría solo.
Oscureció.
El perro se había quedado dormido apoyado en mis pies. Me resultó
enternecedor, confirmaba el poder subliminal que pueden tener unos
macarrones, los mismos que Mazo nos hacía en el mar y gracias a los cuales
crecí con salud y vitalidad, puede que con demasiada energía sexual. Con
ese cansancio me dirigí a la cama. ¿En cuál dormiría? ¿Y la otra cama?
Corrí la sobrecama, la almohada se levantó y dejó al descubierto el camisón
blanco, corto con encajes. El de una mujer. En el salón me fue fácil adivinar
que uno de los sofás, en medio de los altavoces, era un catre convertible.
Demasiado estrecho me pareció a primera vista. Allí no había colchón de los
de toda la vida sino una tira de gomaespuma de treinta centímetros de
espesor, bajo ella una red de muelles desvencijados salidos de sus agujeros.
No existía almohada. En casa de mi madre dormía en una cama de
matrimonio tamaño extra con un colchón último modelo de muelles
anatómicos.
El cuarto de baño estaba repleto de fotografías ampliadas tomadas por
mi padre en los viajes, fotografías de calidad. Colgaban por la ducha, el
espejo. Alrededor del retrete surgían objetos relacionados con la mar:
bitácoras, brújulas, banderas de comunicación entre barcos, conchas y otros
cachibaches que no reconocía. Tenía instaladas unas ventanucas redondas
como las que hay en los camarotes. Cuando salí del baño noté que Galeón
no estaba donde debería estar y la puerta de la terraza se encontraba abierta.
Le vi metido en su caseta, mirándome con ojos de ocaso. Yo no le había
expulsado del salón, fue él quien debió intuir que era la hora de dormir. El
perro prefería dormir en su caseta que en el interior del apartamento. Estaba
en su derecho.
20
Mis padres nunca estaban cuando se les necesitaba.
Así recuerdo el primer día que pasé en el apartamento de mi padre,
Mazo, del que no había tenido noticias hasta ese momento. ¿Dónde estaba?
¿En los barcos, o de juerga en cualquier garito nocturno para adultos de
Madrid? Si tenía conocimiento de que yo iba a vivir en su casa, ¿cómo es
que no había dejado ni una nota escrita, ni dinero? Mi madre había sido
previsora. Me había prestado una cantidad suficiente para sobrevivir unos
días, quizás semanas si ahorraba. Lo dejó claro cuando depositó el dinero en
mi mano:
-Tu padre debe devolverme este dinero en cuanto lo tenga. Es él quien
debe mantenerte ahora, no yo, ¿entendido?
Por lo menos no debía ir a clases en la universidad porque quedaban
los exámenes finales. Desde que entré en la facultad había dispuesto un plan
que escuetamente consistía en: aprobar las máximas asignaturas posibles
estudiando lo menos posible. Distribuyendo ese tiempo de estudio lo más
generosamente que fuese capaz. De pronto me aburrió estudiar. Como a
todo ser humano decente. Si en casa de mi madre, con la paz y la armonía
presentes, me costaba sentarme más de una hora seguida frente a un libro, en
casa de Mazo sería cien veces más difícil. Tenía que sobrevivir. El año que
iba a pasar en el apartamento de la calle Segunda República iba a enseñarme
todo lo que un hombre necesita saber y aprender a lo largo de su vida. Y
sería con o sin mi padre.
Dormí más de doce horas.
Nada excesivo dada mi capacidad dormitiva. Mi espalda había sufrido
las calamidades impuestas por el amasijo de herrumbre oxidada y tela que
pretendía ser un colchón. Así de hecho añicos tomé el metro y me largé a
casa de mi madre a recoger los libros que no había podido cargar el día
anterior. Por un momento tuve tentaciones de quedarme allí, pero hubiese
sido un acto cobarde. Además estaba Galeón, del que yo me debería ocupar
aunque mi padre no me diese instrucciones expresas. Tenía al neonazi para
sacarlo y alimentarlo. Al volver, el perro comenzó a ladrarme desde el
balcón. Me hizo sentirme culpable por no haberle bajado a primera hora de
la mañana. ¡Qué demonios! Yo no era su padre. Extendí los libros sobre la
mesa, saqué de la carpeta las fechas y horarios de los exámenes a los que
pensaba presentarme, que eran muchos. Me sorprendí a mí mismo siendo
tan ambicioso: en esa casa, sin nadie molestándome, sería capaz de estudiar
con tesón. Cuando me disponía a abrir el primer libro con un vaso de leche
al lado, Galeón comenzó a aullar. Lo había olvidado, tenía que bajarlo a la
calle para su primer pis del día.
De esta manera tan formal pasé los diez primeros días, preparando el
primer examen y sin tener conocimiento de mi padre, que ni se dignaba en
llamar ni se preocupaba si estaba vivo o había muerto de inanición. No se
21
confundan, que yo le seguía queriendo igual. Cabilaba sobre las razones por
las que no había contactado conmigo hasta ahora. Encontraba toda clase de
excusas que no me llevasen a la amarga conclusión de que se había olvidado
de su hijo. Martín, el neonazi, seguía viniendo religiosamente a bajar al
perro. Yo encontraba toda una serie de explicaciones para no acompañarle.
Mi padre le había pagado y no veía porque yo debía hacer su trabajo. Un
admirador de Martin Bormann. ¿Se podía ser más corto de mente?. Me
pasaba las tardes en la biblioteca de la facultad, intentando memorizar una
sarta de incongruencias y soporíferos textos gracias a los cuales podría
permitirme el lujo de continuar con los estudios hasta que tuviese una
iluminación que me indicase qué era lo que yo había venido a hacer a este
mundo. Escaseaban los amigos. No por nada personal, es que la mayoría de
los chicos de la universidad me parecían unos simplones, unos alcohólicos
degenerados, o unos drogadictos. Con las chicas tres cuartos de lo mismo,
aunque que me volvían loco sexualmente. No había día en el que no me
masturbase pensando en alguna de ellas: había tantas que podía haberme
pasado la vida entera masturbándome sin repetir ni una sola. Esto es todo lo
que tengo que destacar de los comienzos en la universidad. Aquellos
pensamientos eróticos se difuminaron, mejor dicho, no lo hicieron, sino que
cambiaron de protagonistas. Ahora las estrellas invitadas de mis sueños
serían Bocalinda y Viejoputón. Al fin y al cabo las tenía fisicamente más
cerca y ello aumentaba las probabilidades de éxito, de triunfo con ellas.
Un martes a las nueve y media de la mañana tuve el examen. A punto
estuve de llegar tarde por culpa de Galeón, que andaba estreñido debido a la
sobredosis de macarrones con tomate. Llevaba casi quince días cocinando
para mí y para Galeón y allí seguíamos, vivos y coleando, aunque no dudaba
que había llegado el momento de tomar un giro de trescientos sesenta
grados. O al menos echar otra salsa que no fuese una lata de tomate de bote.
¿Mayonesa? Salí eufórico del examen, lo cual significaba que tenía unas
mínimas posibilidades de aprobar, me era más que suficiente dadas las horas
que había dedicado. Esta fecha la recuerdo con exactitud. No por un
estúpido examen de facultad, sino por que mi padre, orgullo de los mares y
burdeles, me llamó por teléfono. El muy bastardo no se había olvidado de
mí, pero se había tomado su tiempo. Ésta fue la conversación que tuvimos:
-¿Sí, dígame?
-¿Luis, eres tú?
-No, soy Galeón, que he aprendido a hablar. ¿Puedo saber dónde
estás? Llevo quince días aquí y cr...
-Bueno, bueno, tranquilo. Ya estoy aquí, así que no te preocupes.
-¿Dónde?
-Bien. Sí, mira. No exactamente aquí. Estoy al otro lado del Atlántico.
Llegaré dentro de unos días, pero lo importante es que tú estás ahí, y estás
bien. Como supongo que no tienes dinero, ve al cajón segundo de la mesilla
que hay pegado a mi cama. Encontrarás un sobre. Utiliza ese dinero para lo
que necesites, pero no hace falta que compres comida.
-Ah, ¿no? ¿Y de que vivo?
22
-Despacio, Luis, chico, hijo, no te pongas nervioso. En la esquina de la
siguiente calle a la nuestra hay un ultramarinos. Cuando vayas allí compra lo
que quieras. Le dices al tipo que atiende el negocio que lo apunte a mi
cuenta.
-Escucha, papá, por las tardes viene un nazi a sacar al perro. Yo hasta
ahora no le he dicho nada porque supuse que era cosa tuya.
-Ya, es Martín, está de la azotea. En el fondo es buen chaval, anda
algo confundido, pero me hace un gran favor sacando a Galeón. ¿Cómo está
el perro?
-Perfectamente, ¿es que crees que no soy capaz de cuidar de él?
-Tengo una sorpresa para tí cuando llegue.
-¿El qué?... ¿Ehhh?... ¿Oiga?
Se acabó la conversación.
El diálogo con mi padre había durado menos de dos minutos, no
obstante, yo daba saltos y brincos de alegría por el salón, Galeón me imitaba
porque intuía que quien había hablado al otro lado del hilo telefónico era su
amo. Le perdoné su olvido y me puse manos a la obra. Esa tarde, con
aquella llamada, comenzó verdaderamente mi vida en la calle Segunda
República, sin número.
23
La mejor universidad: el barrio.
En la mesa del salón junté el dinero que mi madre me había prestado
con la enorme cantidad de billetes que Mazo había introducido en el sobre.
Un mensaje escrito en él: Luis, modérate. Un perro a punto de morir de
diarrea. Un hijo con la espalda inutilizada a resultas de dormir en una cama
de calabozo. Una comunidad de vecinos a la que había intentado eludir por
todos los medios. Mi padre lo único que exigía de mí era moderación.
-¡Galeón, vamos a moderarnos!
Salió despedido de su caseta y de su apatía con la energía de un
torbellino tejano, arrasando sillas y frenando justo a tiempo para no
estamparse contra el mueble de madera. Con nadie me crucé en el ascensor.
Al pasar por delante del portero, al que había notado que todos llamaban
Sheriff, o el Sheriff, éste me detuvo, preguntándome dónde iba tan contento.
-Voy a dar una vuelta y a comprar comida.
-Tu padre ha llamado, ¿no?
-¿Cómo lo sabes? ¿Cómo lo sabe?
-Ya te advertí que yo lo sé todo -contestó con su grave vozarrón-,
anda, ve tranquilo y cuida del perro.
-¿Es que mi padre le ha llamado a usted también?
-¿A mí? Ja, ja, ja. Si yo no tengo teléfono, hijo.
Se metió en su cuarto de madera oscura. En la parte superior se leía
con letras góticas: Portería Segunda República.
No era asunto mío el filosofar sobre asuntos metafísicos. Galeón
aguardaba en la puerta. Lo enganché del cuello a la cadena, y así nos fuimos
en busca del ultramarinos que mi padre me había indicado. Mi estómago
regurgitaba pensando en las miles de cosas que me pensaba agenciar a
cuenta de Mazo. No estaba de ninguna manera enfadado con él. Sí que
deseaba algún tipo de venganza, de revancha. He de decir en defensa suya
que Mazo tenía siempre una abultada confianza en sus hijos, pues así nos
había educado, a no temer a nada ni a nadie, pero no podíamos ser como él
ni disponer de su valor porque como contrapeso estaba mi madre. A pesar de
todo, la señora también se las traía. Si no, vean como empaquetó el
Volkswagen y puso rumbo al País Vasco.
El ultramarinos. Atiborrado de señoras y señores guardando la cola.
Me coloqué el último. A Galeón lo dejé fuera de la tienda. Lo que más me
llamó la atención a primera vista fue el dependiente: vestía una camisa
blanca con el cuello subido hacia arriba; un gran medallón de oro le colgaba.
Por peinado, un tupé negro y brillante. El tipo era corpulento, no paraba de
moverse de un lado para otro mientras preguntaba a la clienta a la que
atendía que era lo siguiente que deseaba:
-Señora de Martínez, ¿cuantossss gramosss de quessso dise que
quieres, sielo?
24
El hombre hablaba con un acento tan empalagoso que hacía las
delicias de mujeres y hombres. Cuando se puso a cortar el queso comenzó a
tatarear en voz alta: el trigo entre toás las flores, a elegido a la amapola, y
yo eligo a mi Dolores, Dolores, Lolita, Lola. Me encontraba a punto de
reventar de risa, pero todos parecían guardas las formas. Yo igual debía.
Acabó con la señora de Martínez y le tocó el turno a la señora de Aguirre. El
tendero conocía a los clientes por sus apellidos, y así los iba nombrando. La
señora gorda de pelo teñido colorado pidió carne, el tendero agarró un
cuchillo que parecía un machete de la selva e hizo un malabarismo con él
sobre su mano, clavándolo sobre la madera de cortar. Seleccionó la carne del
refrigerador mientras cantaba:
No me cuentes penas
que a mi no me importan,
fuiste amor de un día
sin dolor ni gloria,
Porque dime que motivo
te he dao yo...
Cortó medio kilo de carne. Si no hubiese sido por el pequeño resbalón
que tenía, hubiera pertenecido a los cuerpos especiales. El siguiente era un
hombre cincuentón, calvo. El tendero le espetó:
-Señora de Larraín, ¡qué sorpresa verle de nuevo por aquí!
-Ya ve, Roberta, estoy construyendo una casa en la sierra y he bajado
poco por Madrid. ¿Me pone un cuarto de kilo de carne de vaca y medio kilo
de jamón dulce?
Roberta, que así se llamaba el fornido rockero con tupé y cadena de
oro, se puso manos a la obra una vez más, haciendo juegos malabares con el
cuchillo. Pasaron por su mostrador otros hombres y otras mujeres, y a todos,
invariablemente, les llamaba señora de... No hacía distinciones de sexo. A
los clientes no parecía ofenderles. Me tocó el turno. El hombre se quedó
unos segundos dubitativo.
-¿Quién eres?
Algunos clientes volvieron la cabeza, como si mi presencia les hubiese
roto en mil pedazos la armonía. Mi cara se transformó, adquirió un color
rojo chillón.
-Me llamo Luis y quiero arroz y macarrones.
-Espera, espera. ¡Espera! Tendrás un apellido como todo el mundo.
¿Eres nuevo en el barrio?
-Bueno, sí, llevo unos días aquí. Me llamo Luis Muruza.
-¿Luis Muruza? ¿No vivirás por un casual en la calle Segunda
República?
-Sí, allí vivo por ahora.
-Pero sielo, ¿cómo no lo he adivinado al ver tus ojillos verdes color
aseituna? Porque tú eres hijo de la señora de Muruza. Tu padre es el marino
llamado Antón, al que todos llaman Maso. ¿Me equivoco?
-No se equivoca. Mi padre es marino y le llaman Mazo.
25
-¡Así me gusta, chaval, orgullossso hasta la muerte! Dime ahora,
señora de Muruza, mejor dicho, señorita de Muruza, ¿qué quieres que te
ponga?
De mi boca iban saliendo todos los nombres de los productos:
spaghettis, macarrones, arroz, chocolate, sardinas con tomate, ketchup,
mayonesa, pan de plástico, pan del día, bonito, latas de pescado, sardinas.
Infinidad de alimentos. Y todo gratis. Roberta guardó el ticket de caja en un
bote metálico y yo salí del ultramarinos de Roberta cargado de bolsas de
comida en las manos y de confusas ideas en mi cerebro. Roberta me dio la
impresión de que era un artista frustrado: alguien que soñaba con elevar la
carnicería al status de arte. Galeón me acompañaba. Cuando estábamos a
punto de penetrar las puertas de cristal blindado del edificio, se puso a
ladrar. No eran ladridos de fiereza, eran de demanda. Habíamos pasado
rozando el parque al otro lado de la calle sin habernos detenido dos minutos.
Que los animales son unos dictadores sanguinarios de la peor calaña no lo
supe hasta ese día, cuando me forzó a cruzar la calle cargado de bolsas de la
compra como un mulo navarro y me obligó a ascender la cuesta que
penetraba en el parque. No pensaba abandonar las bolsas en la acera
mientras le observaba oler la hierba y hacer pises. Podían robarlas.
Tomé respiro mientras pensaba en quien habría sido la mísera rata que
enunció la frase: el perro es el mejor amigo del hombre. Yo, que no estaba
acostumbrado a bajar, subir, atender las necesidades y caprichos de un
chucho, me vi envuelto de la noche a la mañana en el deber, no sólo de velar
por mí, sino de hacerlo también por la bestia ególatra que vivía en la terraza
de la casa de Mazo.
Galeón se puso tenso. El pelo del lomo se erizó hasta darle el doble de
su tamaño. Emitió un gruñido sordo. Troski, el perro cazador, se dirigía
hacia él. Grité a mi perro pero no me hizo caso. Sus ojos estaban clavados
en la figura que se acercaba con andares de leopardo. Galeón, en lugar de
evitar el enfrentamiento, adelantó sus patas con el deseo de pelear con
Troski. Me levanté veloz para poder llegar hasta Galeón antes que lo hiciese
aquella muerte con cuatro patas. Fue un error. Galeón aceleró el paso hacia
Troski al verme llegar. El cataclismo estuvo a punto de desencadernarse si
no llega a ser por un oportuno pitido que ya había escuchado y que surtió el
mismo efecto sobre Troski: frenó en seco, derrapando sobre sus patas
delanteras. Giró su cuerpo y salió a la carrera en dirección a una de las
espesas arboledas, donde le aguardaba la enigmática figura que tanto odio
despertaba en mi vecino del tercero: Juan Pedro, alias Engañabaldosas. Ésta
vez Galeón sí atendió a mis llamadas. Estuve a punto de darle un cadenazo.
¿Por qué? No había infringido ninguna ley ni desobedecido a la autoridad.
Las peleas sangrientas entre los perros me acompañarían como una
condenación a lo largo de aquel año. Juan Pedro, ya que yo nunca le llamé
Engañabaldosas, enganchó a Troski. Se quedó mirándonos. Entonces se
agachó y ató a su perro a un árbol. Asegurándose de que Troski no se podía
soltar, se dirigió hacia nosotros. Yo imité su gesto y até a Galeón a uno de
los columpios abandonados. Me saludó:
26
-Hola, Buenos días. ¿Sabes cómo llaman a este parque?
Barbas y el pelo ensortijado. Cojeaba.
-No sabía que tenía un nombre.
-Pues lo tiene, chico, y evocador por cierto. Le llamamos Vietnam, el
Parque del Vietnam. La razón por la que le damos este nombre es obvia. En
el Vietnam todos peleaban en la jungla, lo mismo que aquí, nuestros perros
y nosotros. Amigo, esto no es un parque, es una zona de combate. Y ya que
hablamos de combate, ¿qué hacías tú el otro día con el retrasado mental de
Martín? Es peligroso estar junto a él, sobre todo si yo estoy rondando por
estos lares. Un día Troski y Bormann se enfrentaran a muerte en este parque.
Lo más seguro es que uno de los dos perros muera y uno de los dos dueños
también. Vaya, estoy aquí hablando como una locomotora sin siquiera
haberme presentado. Me llamo Juan Pedro, aunque supongo que el fascista
ese me habrá presentado como Engañabaldosas, por mi cojera. ¿Tú cómo te
llamas?
Juan Pedro tenía un estilo loco al hablar. Me infundió tristeza.
-Me llamo Luis y vivo en el mismo edificio que tú. Mi padre es
marino y ahora está fuera, en los barcos.
-¡Ahááá! Tu padre es el marino al que llaman Mazo. No es mal
hombre tu padre, aunque Galeón sufre el terrorismo que Troski practica con
todos los perros. Troski no le odia. Mi perro ha asumido todo el odio que yo
tengo por el mundo. Con ello me ha quitado un peso de encima, puedo
dedicarme a mis labores sin interrupciones, sin sentirme ofuscado por la
sociedad en la que me ha tocado vivir. Una sociedad blandengue y
materialista. Antes teníamos una alternativa, pero desde que cayó el muro.
No entendí nada de lo que me quiso decir. Cuando hablaba no miraba
directamente a los ojos, sino al tendido, al cielo, volvía su cabeza hacia
donde estaba su máquina de matar, Troski, que seguía de pie con sus ojos
clavados en Galeón. Éste se había tumbado sobre la hierba a revolcarse y a
rascarse. Había olvidado a su potencial exterminador. ¿Qué había querido
decir con sus labores? Por la forma en que acentuó las dos palabras no
pareció que se refiriese a planchar, cocinar, pasar la aspiradora. No pregunté
nada por no entretenerme, tenía hambre.
El mundo al completo sabe, más los hombres que viven solos, más
aún los chavales que viven abandonados, la seguridad que da ver los
armarios de la despensa repletos de alimentos. Yo podía morir de cualquier
desgracia en el edificio de apartamentos de la calle Segunda República. No
moriría de inanición. Comí como un marrano, sin orden ni concierto, como
un Robinson Crusoe que ha vivido basándose en raíces durante años. Me
entró la risa cuando recordé las palabras de Roberta en el ultramarinos: ¿Qué
desea la señorita de Muruzabal? Galeón comía lo mismo que yo. No tenía
capacidad para cocinar dos menús distintos. Mi idea se basaba en que un
perro, fuese de la raza que fuese, lo aguantaba todo en el estómago. No
obstante, renuncié a bañarle la pasta en ketchup o mayonesa. Con la panza
llena me tumbé en la alfombra y enchufé la televisión en blanco y negro.
Galeón acabó su ración y entró al apartamento tumbándose a mi lado.
27
Quería limpiarse el morro en un lugar confortable: mis piernas. No me
molestó. Sacudiendo el morro en los pantalones vaqueros, restregaba el
lomo sobre la alfombra, quedando con las cuatro patas al aire, sobre todo sus
dos patas traseras, que dejaban a la vista un miembro. A diferencia del mío,
cubierto de pelaje. Yo le acariciaba el pecho y los pulmones con las manos,
rascándole con cada vez más energía. El animal parecía disfrutar. Le daba
golpes en la parte exterior de la patas, le acaricié su interior. Cada vez que
una de mis manos se acercaba a la zona donde tenía el aparato, sus
convulsiones aminoraban y se quedaba extasiado, aguardando un no sé qué
que nunca llegaría. Si insistía, del pelaje asomaba una punta rojiza y el
volumen del aparato aumentaba. Como el miembro estaba recubierto de
pelaje, no me dio ningún asco agarrárselo. Caliente. Los ojos de Galeón se
clavaron en los míos.
Los humanos podemos masturbarnos, ya sea introduciendo los dedos u
otros aparatos, o en caso de los machos, agarrando el miembro y agitándolo
en dirección norte-sur. ¿Y los animales que tenían patas? Por ejemplo
Galeón. Si no encontraba una perra en celo en el Parque del Vietnam, con un
dueño que les permitiese explayarse a gusto sin correrle a cadenazos, jamás
probaría las mieles del orgasmo. Moriría pensando que ese aparato que tenía
entre las piernas estaba dotado de una única utilidad. Yo era joven y mi
sangre bullía por todo el cuerpo. Con especial énfasis bullía entre mis
piernas. Supuse que también lo hacía por entre las piernas de mi compañero.
Yo fui educado en un contexto religioso-jesuítico en donde el sexo era
pecado grueso. Aunque hubiese sido inventado por Dios. Las mujeres eran
producto y principal arma del Diablo. En el colegio nos contaban que si nos
masturbábamos creceríamos hacia abajo en vez de hacia arriba. Recuerdo la
frase de un sacerdote en clase: si un hombre se sigue masturbando cuando
vuelve del ejército, no es un hombre: es un enfermo y necesita ayuda. Por
ende, yo, que no había ido al ejército ni pensaba hacerlo, necesitaba toda la
ayuda del mundo, porque había comenzado a masturbar al perro. Galeón me
miraba entre sorprendido y complacido. Su pene comenzó a
sobredimensionarse, a crecer por debajo de la piel. Descubrí diferencias
menores con respecto al de los humanos. Galeón se quedó congelado, sin
duda por la sorpresa de ver y sentir una mano en su arma. Cambió de
postura y se puso de pie. Ésto hizo que yo retirase mi mano, pero me miró
con desaprobación así que continué. Tuvo movimientos espasmódicos hacia
delante, signo de su excitación. No duraron mucho ya que el timbre de la
puerta sonó, dejando al perro con su primer orgasmo frustrado. Lo sentí por
él, que me observaba alejarme hacia la entrada con la expresión más
confundida y atónita que vería en un animal. Martín y Bormann estaban
esperando. Martín me dijo que una de las crisis depresivas que atacaban a
Bormann había pasado, y que si quería bajar a Galeón al Parque del
Vietnam. Accedí. Una vez allí comprobé que Bormann había desarrollado
un instinto protector sobre Galeón. Bormann era un gigantesco y bestial
dobermann compuesto de un amasijo de músculos y retahílas de venas que
más que sobresalir, pugnaban por no reventar. Una bestia que correspondía
28
con un tipo repleto de parafernalia nazi. Martín paseaba en silencio, parecía
pensativo. Al cabo de unos minutos me preguntó:
-¿Qué te ha dicho ese cochino Engañabaldosas acerca de mi hermana?
¿Hermana? No sabía que Martín tenía una hermana. Fue un curioso
proceso ascendente el de ese año. A medida que pasaban los días e iba
conociendo gente nueva de la calle Segunda República, se dilataba mi
curiosidad por saber más de ellos. Yo nunca había soltado más de los
buenos días o hasta luegos en el edificio donde había vivido en compañía de
mi madre y de mis hermanas.
-Juan Pedro no me ha dicho nada de tu hermana. Ni siquiera sabía que
tenías una hermana.
-Pues sí, la tengo, y no es asunto que incumba a nadie, y menos a ese
cerdo rojo tullido escritor, porque ya sabe que tiene prohibido por mí
acercarse a ella, y si algún día les veo juntos los acuchillo a los dos, eso lo
sabe él y lo sabe ella.
Martín se estaba irritando por momentos. Cerraba el puño con la
cadena de Bormann dentro de él.
-¿Es que salen juntos?
No se deben decir cursiladas a los nazis.
-¡Pero qué ostias dices! ¿Estás loco o que te pasa? ¿Eh? Mi hermana
jamás se enamoraría de una chatarra humana como Engañabaldosas, que lo
único que quiere es aprovecharse de ella. Pero tranquilo, porque mi hermana
es lo suficientemente inteligente para no contagiarse más de ese cojo
bastardo, que bastante daño la ha hecho ya. Es algo que nos dicen siempre
en el club de jóvenes del partido. Nos lo repiten más de mil veces: nunca os
fiéis de un hippie con barbas, ni de los curas, ni de los pelos largos, ni de los
banqueros, que son todos descendientes de los judíos expulsados de España
por los reyes. Luis, tú eres un ingenuo que no sabes nada de lo que se está
cociendo, pero hay demasiada basura suelta que está convirtiendo esta
nación en un país de tullidos, maricones y lesbianas, y así nos va.
Cuando subí al apartamento con Galeón se me habían quitado las
ganas de seguir masturbándole. Me daba la impresión de que en aquella casa
se cocía una guerra. Con Martín, Juan Pedro, su misteriosa hermana en el
disparadero, lo único cuerdo que se me ocurrió fue escapar a la facultad. Yo,
después de una educación intensiva en un colegio de sacerdotes en el que
había acabado hasta el cogote de sesiones lectivas y letanías sobre los más
abstractos temas, deseaba volver a la facultad. Tenía curiosidad por saber si
había o no aprobado el examen en el que había depositado todas mis
esperanzas de futuro. A la mañana siguiente, a primera hora, después de
bajar a Galeón dos minutos y medio, tomé el metro y el autobús. Me planté
en la universidad. Hasta ese día yo respetaba la institución universidad.
Representaba para mí el más elevado centro de cultura, de humanismo.
Había llegado, con otros miles de borregos, empapado de la publicidad con
la que nos bombardearon sin piedad en el colegio. Estudiad en la
universidad o no seréis nada en la vida, seréis ciudadanos de cuarta
categoría, inmigrantes. Perderéis todo el respeto que habéis ganado viniendo
29
a este colegio religioso. Grandes y buenas cosas aprenderéis allí. Os
ofrecerán fantásticos trabajos que de otro modo jamás podríais conseguir. La
cantinela con la que abotargaron mi cerebro. No lo hicieron más papilla
gracias a la beneficiosa influencia de mi padre, al que poco importaban los
títulos y las notas: su educación se basó en el amor al mar, a los seres
humanos, sobre todo a los femeninos, y en una visión abierta del mundo. En
contraposición: mi madre, cuyo lema era Universidad o Muerte. El aula a la
que yo pertenecía era la B-21. Allí me dirigí, notando a mi alrededor de qué
manera había cundido el pánico entre mis compañeros, estudiando como
posesos para los exámenes de junio. En el muro de la puerta estaba clavada
la lista con los resultados. El corazón se aceleró al comenzar a repasar los
apellidos: Abásolo, Aguirre... González... Muruza. Allí estaba yo. A mi lado
un número. Un dos y medio. Un dos y medio, ¿sobre qué? Un dos y medio
sobre diez. No solo había suspendido. Había naufragado. En aquel pasillo de
la clase B-21 casi me pongo a llorar. Menos mal que apareció Marta, una
rubia de clase que tenía una cara angelical y unos pechos que había
estudiado con detenimiento. Ella también había suspendido, noticia que me
consoló. Los dos nos fuimos al bar de la facultad a beber cerveza y a
maldecir a la cochina sociedad que nos condenaba. Llegué al edificio de la
calle Segunda República borracho, tajado de cerveza. El Sheriff me
preguntó si me encontraba bien, al verme tambalear hacia el ascensor. Pude
emitir un eructo. Una vez en el apartamento de mi padre, con el Ché
Guevara vigilándome desde su universo rojo, caí desplomado sobre el sofá.
De ese modo tan sencillo perdí todo interés por estudiar aquel año. No
influyó tanto el drama de haber suspendido un examen como la continua
distracción que suponía vivir en aquel apartamento de aquella casa en
aquella calle. No me dejaban concentrarme. Entre todos consiguieron que
perdiese el afán por el conocimiento teórico y ganase otro más sucio: el de la
vida en carne y hueso. Y si creen que exagero, sigan leyendo este relato tan
real como el perro que tenía delante, que una vez más suplicaba por bajar al
Parque del Vietnam.
30
Todos los escritores sufren trastornos mentales.
Era un milagro climático el que se daba en el Parque del Vietnam.
Consistía en que una vez que una persona se adentraba en él, percibía que el
calor disminuía hasta bajar cinco o seis grados. Ésto puede parecer normal
en verano. El parque, al estar compuesto de espesa vegetación, enfriaba el
ambiente. El milagro climático se repetía en invierno. El frío dentro del
parque disminuía así mismo cinco o seis grados, como más tarde contaré. El
Parque del Vietnam era un microcosmos viviente que influía en los seres
humanos que bajaban a los perros. Era verano, bajar a Galeón suponía un
alivio del calor de Madrid. El perro se iba adaptando gradualmente a mi
dieta. Todavía no había aprendido a cocinar especialidades de perros, como
pueden ser arroz blanco con carne de despojo cocida para matar virus. Me
pareció más sencillo y barato cocinar lo mismo para los dos y evitar esparcir
litros de ketchup en su escudilla de plástico. El verano estaba en su apogeo.
Yo preparé los consabidos macarrones con forma de caracol a los que añadí
unas salchichas. Galeón y yo comimos. No me sentía solo. Un día de esos la
puerta se abriría y Mazo, mi padre marino entraría por ella para pasar su
estancia en tierra. Mientras tanto, alguien tenía que llevar la casa. Yo fui
adjudicado para tal labor. Al acabar de comer, Galeón salió corriendo hacía
la puerta, signo de que las especias en polvo que había echado causaron
efecto en su estómago. Al salir a la calle con Galeón miré a mi derecha y
observé que en la puerta de la lavandería había apoyada una mujer mayor,
mayor que yo. Las primeras perversiones sexuales con aquella mujer me
asaltaron, en menos de un segundo pensé cómo me gustaría pasar cerca de
ella, que me hiciese un gesto con el dedo de invitación al interior de la
lavandería y allí poder pasar mi mano por el escote de su chaqueta hasta la...
Los deseos sexuales pensados cuando se es joven suelen dar mucho de sí en
tiempos récords: grandes historias eróticas en menos de cinco segundos.
Recordé que el baño del apartamento estaba repleto de ropa sucia, mía y de
mi padre, que se estaba acumulando peligrosamente. Me acerqué a la puerta
de la lavandería, me quedé mirándola, con intención de entrar. Ella sonrió,
entró. Yo detrás. Guardaba la imagen de que una lavandería está atestada de
maquinas de lavar, de secar, planchadoras de rodillo, etc. Sin embargo, allí
dentro se respiraba un ambiente de lo más relajado. Cortinas rojas caían. La
luz era tenue. Invitaba a sentarse: había incluso revistas esparcidas. El único
detalle que le daba un aire más formal al negocio era la caja registradora.
Detrás del mostrador se escuchaba el zumbido de las máquinas secadoras.
No era un sonido abrasivo. No se llegaban a ver ya que dos telones verdes
tapaban el cuarto de máquinas. La primera vez que entré en la lavandería de
Bocalinda y Viejoputón, ésta última se situó a mi lado y me preguntó:
31
-Hola, buenas tardes. ¿Qué deseas?
¿Que qué deseo?, ¿qué iba a desear?
-Bueno, verá. Vivo aquí, en este edificio. Me gustaría saber el precio
por lavar la ropa.
-Por supuesto, para eso estoy.
Cogió un papel impreso del mostrador con los distintos precios
dependiendo de los kilos de ropa. Yo, con el papel en la mano, pensando en
mi siguiente movimiento: movimiento de ataque. Tablas, retirada honrosa
haciendo ver lo interesado que estaba en el estúpido papel. Me acordé de
Galeón ¿Dónde estaba? Con la excitación me había olvidado por completo
de él. Qué señora. Seductora, con un escote que dejaba ver una piel tocada
por los años pero en su punto para ser rebañada por mi lengua. Tenía que
dejar de mirar el escote o de lo contrario estaría en apuros. Volví la vista
hacia los flecos de colores: Galeón estaba allí, en la calle, gimiendo y
aullando como la sirena de un vapor. Salí de la lavandería sin despedirme,
abrumado por la responsabilidad del primer encuentro. Al alejarme con el
perro la mujer salió de la lavandería: eh, adiós, ¿eh? Volví la cabeza y sonreí
contestando lo mismo pero sin el ¡eh! recriminativo que venía a decir: chico,
no será la ultima vez que nos veamos pero perdono tu inexperiencia al salir
de aquí sin decir palabra.
En el parque Galeón se desfogó a fondo jugando con un perro
pequeñajo de esos que Martín tanto parecía odiar. Chucho callejero, sin
dueño humano. Me alegró darme cuenta que no estaba en posesión de un
perro fascista. Galeón lo revolcaba por la hierba con el morro y le chupaba
el lomo. Al acercarme noté que no era un perro sino una perra. Comprendía
el gusto del perro pues la chucha era juguetona y desafiante, con una
pelambrera coloreada cubriéndola los ojos y el morro. Galeón no distinguía
razas puras con las de mil años de genes mezclados. En eso había salido a su
dueño, Mazo, al que volvían loco las mezclas. Mi cuerpo estaba con los
perros y mi mente viajaba a la lavandería. Intentaba adivinar si la señora
estaba casada y si tendría un marido que la hiciese feliz. Seguro que no.
Tendría un marido pero con él era desgraciada. No existe mujer felizmente
casada con más de treinta y siete años. Lo dijo mi padre. De lo contrario,
¿por qué razón salió del interior para recordarme que no me había
despedido? Qué sencillo era para los animales. Sin preguntas ni
presunciones ni valoraciones: contacto físico. Me dejaban atónito. Yo,
perteneciendo a la especie elegida, llevaba casi veinte años frustrado. Al
subir al apartamento tuve un cruce fortuito en la entrada de la casa con Juan
Pedro, el excéntrico barbudo poseedor de Troski. Iba sin él. Me preguntó
qué tal estaba y si mi padre había vuelto. En la portería de madera oscura se
ocultaba el Sheriff. Estaba leyendo un libro. Era el único portero de la Villa
de Madrid que leía libros. Muy gruesos. Juan Pedro llevaba en sus manos
bolsas de plástico con verduras. Bolsas rosas con círculos amarillos. Venía
de comprar de la tienda de Roberta. Juan Pedro tenía el mismo aspecto que
un revolucionario del siglo pasado: un hombre del siglo diecinueve
transplantado al veintiuno. Me preguntó si tenía algo importante que hacer el
32
viernes por la tarde. Sí. Había telefoneado a Marta para salir con ella e
intentar convencerla de que era su oportunidad para dormir conmigo. A
efectos prácticos yo era huérfano.
-No, nada importante, ¿porqué lo preguntas?
-Los viernes me gusta cocinar para alguien. ¿Qué me dices?
La televisión en blanco y negro me atraía. La extrañeza de sus
colores iban desde la negritud mas cerrada hasta unas tonalidades de blancos
y grises que daban un aspecto de solemnidad a los vulgares telediarios. El
apartamento de mi padre no era blanco y negro, pero las cosas más
importantes sí eran bicolores. Por ejemplo, Galeón era en blanco y negro: el
pelaje del lomo era negro. Su pecho y estómago variaban del el blanco
cremoso al blanco nieve en la parte del prepucio. Entre los cuadros había
uno de toros a color en el que el torero daba un pase al natural: la capa era
gris, el toro negro. Una gran fotografía también en blanco y negro de mis
hermanas y yo, en la playa al atardecer, con mi padre uniéndonos a todos
entre sus brazos. Yo tenía un tridente de pesca y en sus tres puntas había
ensartado un pulpo, que en la fotografía salía gris con manchas negras. Una
escultura de un africano negro. En la zona donde estaban las amantes, había
una mulata en unas rocas cuyos dientes eran blancos lechosos y su piel,
trigeña. Fotografías de barcos mercantes en blanco y negro a vista de pájaro.
Un cartel clavado en la caseta de Galeón con fondo blanco y letras de
imprenta negras agresivas. Un último ejemplo: el teléfono era blanco, y el
auricular, negro. ¿Observador? Nunca lo he sido. No me enteraba de nada.
No veía la conexión. ¿Por qué motivo había tanta profusión de blancos,
negros y grises cuando el mar era azul?
El viernes a las ocho en punto de la tarde el teléfono sonó mientras yo
estaba tumbado en el sofá leyendo una vieja revista de barcos y acariciando
la nuca de Galeón. Juan Pedro me preguntó al otro lado del hilo si estaba
preparado. Yo siempre estaba preparado para comer de gorra. Me dio un
consejo: sube a su casa sin Galeón, consejo que estaba dispuesto a seguir a
rajatabla. Yo tenía un hambre mortal. Todo lo que ese hombre pudiese
cocinar estaría cien veces más sabroso que lo que yo metía en mi estómago
desde que mi madre partió rumbo a la Tierra de los Bárbaros. Si pensaba
que la casa de mi padre era extravagante, ésta batía todos los récords. No por
estar decorada con objetos exóticos: es que no estaba decorada. Servía de
almacén para columnas y columnas de libros de todos los tamaños, amasijos
de papeles subiendo hasta dos metros. El desorden y el caos eran los amos.
Su habitación estaba ocupada por libros, una mesa y un flexo. Era en el
salón donde dormía, pues había un colchón doble tirado en uno de los
rincones. El suelo disponía de una televisión, un vídeo, y una antena satélite.
En un lateral del salón Juan Pedro había dispuesto una mesa de madera
blanca y encima, un ordenador pintarrajeado, repleto de adhesivos, y una
impresora.
-Hola, Luis, bienvenido a mi casa, ¿quieres una cerveza mientras que
yo acabo de cocinar?
33
Me senté en el suelo, en el colchón de su cama, con una lata de
cerveza en la mano. La casa olía.
-¿Te gusta el arroz con pollo al curry?
La casa olía a curry indio hasta las entrañas. Con mi madre las
especias estaban prohibidas a rajatabla, sobre todo las extranjeras.
-Me encanta.
Me hablaba desde la cocina minúscula como las que debían haber
dotado a todos los apartamentos de la casa.
-El curry es una especie india, a cuyo sabor soy adicto. Curiosamente
aprendí a utilizarla en Sudáfrica, no en la India o en Turquía, y le añado
chili para que le dé fuerza. Yo necesito energía, ¿entiendes? Después de
zamparme un buen plato de arroz con curry puedo escribir cualquier cosa,
bueno, de acuerdo, no cualquier cosa. Yo no escribo sobre temas que me
aburren, o sobre personas anodinas. Que les den por el culo. Yo necesito
acción, y es porque no soy una persona de acción. Mira mi pierna, si no
fuera por ella, por su disfunción, yo sería un tipo vulgar y jamás habría visto
la luz. No soy religioso. Dejé de creer cuando cayo el muro de Berlín. Adiós
a un sueño, pero dio comienzo uno mucho mayor, más ambicioso. La
revolución de la clase obrera y la justicia y hermandad de los pueblos de la
tierra. ¡Si me suena ridículo ahora que lo escucho! ¿A tí como te suena?
Bien, tú eres joven y no te ha dado tiempo a que te engañasen. Es mejor así,
las cartas sobre la mesa y al César lo que es del César. Un, dos, treees, corto
la cebolla, un, dos, treees, el pimiento morrón, un, dos, tres, me toca la polla,
un, dos, tres, la Revolucióóón. Me gusta cantar mientras cocino, pero no te
asustes, no voy a echar pimiento morrón, es que rimaba con Revolución. Te
preguntarás a qué me dedico, ya que es la clásica pregunta que todo el
mundo se hace cuando conoce a alguien. ¿Cómo te llamas? Me llamo Juan
Pedro. ¿A qué te dedicas? No me dedico a nada, imbécil. ¿Por qué tendría
que dedicarme a algo? Eso se acabó, Luis, eso se acabó. Por todos los
lugares de la tierra surgen nuevas generaciones, nuevos seres con nuevas
ideas que odian el trabajo de nueve a cinco en la fábrica. Las fábricas se
acabaron, cayeron con el muro. ¡Adiós a la esclavitud! Estamos unidos por
algo mucho más consistente, más potente que el marxismo, mucho más
igualitario, más revolucionario, porque está obteniendo el poder de forma
distinta, sin fusiles ni kalashnikovs. ¿Sigues ahí, Luis? Lo único que se
necesita es un aparatito, un minúsculo aparatito llamado módem.
Yo llegué a decir:
-¿Dónde está Troski?
-¿Quién, Troski? Ah, sí, Luis, me embalo cuando hablo y me olvido
de que hay gente, está ahí fuera, en la terraza. No te asustes, esta encerrado
en su guarida. Una vez allí dentro, es inofensivo.
Salí del salón abrumado por la cantidad de información recibida de
Juan Pedro. El hombre estaba de la azotea. Troski estaba en una... ¡jaula!
Una jaula metálica de tres metros, que disponía de una puertezuela con
forma de bóveda, como las que hay en los circos para que los leones y tigres
pasen a través de ellas. Troski me miró con desdén. Yo a él con pavor.
34
Gruñó. No debía olvidar que esa maldita alimaña estaba entrenada para
matar. Sus ojos le delataban, salían chispas rojas de ellos. Acerté a llamarle
¡Troski! Ni se inmutó. De vuelta al salón, Juan Pedro colocaba los platos en
la mesa. En la otra tenía en ordenador. Eso era intocable, intuí.
-¿Prefieres comer en el suelo? A mí me es igual pero hay gente que lo
encuentra más cómodo.
-En la mesa me va bien.
La comida olía fantástica. Predominaba el amarillo en la cazuela de
pollo con patatas guisadas y vegetales de variadas tonalidades.
-Y para beber, vodka, ¿qué te parece?
Juan Pedro se levantó y colocó un compacto con música electrónica
futurista. Era la primera vez en mi vida que sentía de tan cerca las especies
indias. Me preguntó qué tal se vivía solo siendo tan joven.
-No me queda otro remedio. Además no estoy solo, tengo a Galeón, y
mi padre vendrá un día de estos. Por lo demás estoy perfectamente.
-Muy bien contestado. Los hijos no necesitan a los padres ni los padres
a los hijos, es simplemente una rutina que viene impuesta desde el principio
de los tiempos. Yo desde hace muchos años que no vivo con nadie, si
contamos con que un perro es nadie. La familia se está deshaciendo a
pedazos, para espanto de los carrozas que no saben ver más allá. Yo me
incluyo entre ellos. Amigo Luis, yo pertenecía al Partido Comunista desde
hacía años. ¿Sabes lo que es el Partido Comunista? Es una agrupación
política de viejos floreados amanerados incapaces de adaptar el marxismo al
siglo veintiuno. Mejor: ¡enterrarlo! Vamos a ser justos y a entrar los dos en
el juego: tú me dices qué vas a hacer el próximo año y yo te digo que es lo
que pienso hacer de aquí a un año. Empiezas tú.
-Pues de aquí a un año lo que tenía en mente era ir a la universidad y
aprobar alguna asignatura.
-¿Eso es todo? ¿No quieres conocer a tu padre? Porque para eso has
venido. Querrás conocer gente, a mí, por ejemplo, porque por eso has venido
a mi casa. Tú sabes lo que vas a aprender en la universidad, ¿no? Nada. Eso
es lo que aprenderás, nada. Pero el no aprender nada es también un proceso
de aprendizaje que debes realizar. Darte cuenta de cuando pierdes el tiempo
y cuando lo aprovechas. Ahora me toca a mí. ¿Te gusta la ensalada? Eso que
ves amarillo y fibroso se llama mango. En este país su precio es elevado,
pero en sitios como Venezuela caen de los árboles a cientos, a miles, a
millones.
La conversación, o monólogo, que tuve con Juan Pedro me agotó para
los siguentes días. ¿Qué comía este tipo?
-Yo, para este siguiente año que comienza en septiembre tengo
previsto primero: acabar la novela que estoy escribiendo, que se encuentra
en su fase final, la más difícil, pues la investigación me está robando, ¿he
dicho robando? No, no quería emplear ese verbo que para mí ha dejado de
tener sentido desde que la propiedad en la red mundial ha pasado a la
historia. Que me está ocupando, eso, ocupando más tiempo y energías de lo
previsto. Luis, chico, la vecindad en una gran aventura comunicativa que
35
irás descubriendo paso a paso. Coge más arroz para que no se te haga tan
picante la salsa. Tu padre es un hombre simpático, original. Lo es porque de
todas las profesiones que podía haber escogido en una ciudad como Madrid,
ha escogido la más impensable, sabiendo que en Madrid el mar no existe.
Un marino en Madrid es como un esquiador del Frente Polisario. Durante
estos días te he visto con Martín y su perro Bormann, la gran pareja cómica
de la calle Segunda República. No pienses que me cae mal el chaval aunque
sé que él me odia a muerte por diversos motivos, entre ellos por mi cojera,
por mi aspecto de ex-militante comunista, porque admiro a su hermana.
Mi plato estaba vacío, mi estómago satisfecho, me ardía la boca. Juan
Pedro repetía y repetía.
-No voy a hablarte mal de Martín ni de nadie de esta bendita casa,
pero el muy imbécil piensa que entre su hermana y yo hay una aventura
amorosa que llevamos con el mayor de los secretos. ¿Te das cuenta? Su
hermana y yo. Natasha es una promesa como poeta, su dedicación a las
letras es admirable. Martín es un zoquete mental incapaz de leer tres páginas
seguidas del Mein Kampf sin acusar al autor de rojo, de judío y de
homosexual. Nuestra admiración es mutua pero no tocamos los mismos
temas. No es un inconveniente el que ella sea poetisa y yo un escribiente de
la violencia: es que la chica es lesbiana. Martín no parece darse cuenta.
Debería leer sus escritos.
Acabamos de comer y me senté en uno de los colchones en el suelo.
Su función debía ser la de sofá. Sacó otra botella de vodka ruso del
congelador y puso dos vasos sin preguntarme si bebía o no. Estaba agotado
de la comida, de la conversación: no me vi con fuerzas para negarme. ¡Dios,
que fuerte estaba el vodka ruso! Yo pensaba en Galeón y en el hambre voraz
que tendría.
-Mira a tu alrededor, todo lo que ves es producto mío, escrito por mí.
La mayoría no están publicados por la forma ortodoxa, o sea, mandarlos a
una editorial para que los lea un pelele y los publiquen al mundo. Yo escribo
y lo distribuyo por la red y a quien le interesa, tiene mi permiso para
publicarlo. Chico, ¿sabes cuál es la cochina contradicción entre el arte y la
realidad? No van juntas, hay que comer. Que te lo digan a tí. He visto como
devorabas el pollo y el arroz. ¿Has navegado?
-Si, cuando era más pequeño, con Mazo.
-No hijo, no, no me refiero a navegar en el mar, te pregunto si has
navegado en la red.
¿En la red? ¿Qué red? Mis conocimientos de ordenadores se limitaban
a los procesadores de textos y a dos tonterías más. No me interesaba el
mundo de las computadoras y de los microchips. No, no sabía nada. Juan
Pedro juntó dos sillas y enchufó el ordenador. En veinte minutos me explico
los funcionamientos básicos para navegar por el mundo cableado. Disponía
de una página dedicada a él mismo, en unión con una agrupación que se
hacía llamar www. Los Piratas del Destino. Violencia: Ilimitada.
-¿Eres un escritor famoso, quiero decir, has publicado algo aparte de
mandar los textos a través del ordenador?
36
-Por supuesto, Luis, por supuesto, ya te he dicho antes que tengo que
llenar el estómago. Mira, aquí tienes un ejemplar.
El ejemplar era un cuaderno. Una revista de tapas duras. Se titulaba Ni
un Paso Atrás. Juan Pedro me lo dio para leerlo en casa, porque entre el
llenazón de la comida y el efecto del vodka mi cabeza se tambaleaba. Me
sirvió otro. Encendió su cigarro número siete, tabaco negro que dejaba una
apestosa sensación de contaminación y que colaboraba en el mareo que me
estaba agarrando. Comía disfrutando, viviendo la comida, atragantándose.
Cuando bebía, el efecto del alcohol se evidenciaba de inmediato, se
aceleraba su habla y las palabras se redondeaban, se estilizaban. Los cigarros
los apuraba hasta el filtro. El intermedio entre uno y otro era de dos a tres
minutos máximo. El apartamento se llenaba de humo y con tres vodkas en
mi estómago me costaba concentrar la mirada y la atención.
-Yo comencé a escribir para vengarme de mi pierna, porque pensaba
que cojeando ya poco podría hacer en la vida. Pero, vaca sagrada, si tengo
dos brazos, y esos dos brazos tienen dos manos, pues utilízalas, me dije. Dos
años después cayó el muro de Berlín, la Unión Soviética, se acabó el sueño,
yo rompí con todo, Luisín. Ten, otro trago. El vodka es de los pocos lazos
históricos que conservo con Rusia. Fíjate, muchacho, de qué manera un
hombre herido doblemente cambia el rumbo de su barco. Adiós trabajo fue
lo primero que hice. Yo vivía en una contradicción, que era la de ser
comunista y odiar trabajar en el departamento de contabilidad de la empresa
de construcción. Un buen comunista debe amar por encima de todo a su
trabajo, porque el entramado comunista, su teoría política, el armazón
económico que la sustenta, tienen al trabajo fabril, a la industria, como
bases. Sin eso no hay nada, ¿comprendes? A mí no-me-gus-ta tra-ba-jar. Me
repelía levantarme temprano todos los santos días de la semana para ver la
cara de un jefe gusano al que detestaba. A él y a toda su familia. ¿Por qué a
su familia? Su mujer, cochina arpía, siempre pululando por el departamento
hablando de política. Dejé la empresa. ¿Por qué te vas, Juan Pedro?, me
preguntaron los compañeros con cara de asombro. Vas a dejar un trabajo por
el que te pagan bien, con un contrato duradero, con lo mal que está el
mercado de la construcción. Me voy, hermanos, porque estoy hasta aquí,
agarrándome los huevos, de ver vuestras feas caras día tras día. Y en
especial, Lorenzo, la cara de ramera que tiene tu mujer, a la que espero que
un día se le atragante el vibrador que oculta en el bolso. Los guardias de
seguridad me tuvieron que escoltar a la salida de la oficina. Chico, me quedé
agusto. Mi segunda ruptura fue con el comunismo. ¿Para qué iba pagar las
cuotas mensuales de un partido que glorifica el trabajo como única forma
posible de progreso, si a mí trabajar me daba diarreas? Ohhh, el paro, ¡qué
gran lacra social! ¡No señores! El paro es una oportunidad única que tienen
las personas desempleadas para buscar formas alternativas de sobrevivir,
pero claro, es más sencillo ir al INEM a babear, a lloriquear. O pasearse por
las empresas con un curriculum vitae metido en el sobaco. Hay que utilizar
la imaginación, todo el potencial que cada persona tiene, bueno, menos
Martín, ja, ja, ja, es una broma. Digo, utilizar ese potencial para sobrevivir al
37
margen de un sistema que se ha quedado anticuado. Las fábricas, las
oficinas: ¡menudo infierno! ¿Quién carajo las necesita?
Yo necesitaba aire.
Juan Pedro, en ese primer encuentro con él, se había transformado en
una batería de misiles lingüísticos que no se detenía más que para fumar
tabaco negro y apurar la botella de vodka. Añadir otro fenómeno: mi
estómago y mis intestinos no estaban acostumbrados al curry indio con chili
seguidos de una procesión de vasos de vodka. Derrumbado en el colchón,
sentía un suave pero constante retorcimiento, compresión y extensión de mi
intestino delgado y mi intestino grueso, en donde se comenzaban a formar
bolas de aire que más tarde o más temprano pugnarían por salir,
acompañados de ríos de mierda que una vez fueron pollo con arroz al curry.
No quería ser descortés. No disponía de fuerzas pero necesitaba con
urgencia una buena excusa para salir de allí. Pronto. Acabé el vaso de vodka
y me levanté.
-Juan Pedro, tengo que bajar a Galeón, gracias por la comida y el
vodka. Otro día te invito yo a comer.
-Pero cómo, ¿ya te vas? Pero si es temprano, venga, chico, siéntate
que nos tomamos otro vodka porque te voy a enseñar algo que...
-No, de verdad, gracias pero el perro me espera, hace mucho que no
baja.
-Ahhh. La dictadura de los perros.
38
Las hembras maduras adoran el sexo
¨... Porque absolutamente todo el mundo ha sentido alguna vez la
necesidad o el deseo de matar. Solamente unos pocos, los elegidos, hemos
sidos consecuentes con nuestros impulsos. No hay ser al que más yo odie
que el que se traiciona a si mismo. ¿Por qué esconderse tras una fina capa de
moralidad, de justicia, de buenos sentimientos? El Estado mata, la Iglesia
mata, la policía mata, la Guardia Civil mata, los partidos políticos matan, los
hombres matan, las mujeres matan, los niños matan, ¿por qué no matarles a
ellos? Para mí eso es ser valiente y sobre todo, honesto. ¿Cómo se paga la
honestidad en España? Condenándote. Por eso, de todo este proceso, es la
pena capital la única decisión consecuente que la justicia podría darme. La
seguridad que tengo en mi mismo es lo que les causa auténtico pavor, terror.
Dicho de otro modo: mi seguridad es su inseguridad. Y puedo haceros sentir
inseguros hasta en los momentos más insospechados. Durante el juicio, un
periodista me hizo una entrevista. Fue corta pero intensa. Según transcurrían
los minutos, sus preguntas se iban haciendo cada vez más molestas, más
insidiosas, más insípidas. Las baboserías clásicas sobre el perdón, los
familiares de las víctimas, etc. Le corté:
-Mira, maricón. Conozco la revista para la que trabajas. Conseguir tu
dirección sería para mí un juego de niños. Disfrutaría enormemente
sacándote las tripas con un cuchillo mientras violo a tu mujer. Todavía no
me han condenado. Todavía puedo escapar. Levántate y lárgate.
Aquel tipo temblaba. Su cara enrojeció. Detuvo el magnetofón y sin
poder balbucear nada, se fue. Vino con el aire triunfador de periodista que
consigue una entrevista exclusiva con el Machacador y salió de la habitación
con el estómago revuelto... ¨
Un chaparrón de lluvia caía en Madrid como venganza por el calor y
yo estaba estirado en el sofá leyendo el panfleto Ni un Paso Atrás, que Juan
Pedro me había dado para que me culturizase. No transcribo aquí el
contenido completo porque tenía pasajes de una violencia supina, escenas
como: en un salto me situo encima de él, piso su espalda apoyando el cañón
de la escopeta recortada en su columna vertebral. Disparo. Lo parto en dos.
Sin piedad. Los demás gritan aterrorizados.
Cuando lo acabase propondría a Juan Pedro que se lo pasase a Martín:
él sí que disfrutaría de los lindo con los cañones de una escopeta recortada
introducidos en la boca de un tonto cliente que había tenido la mala suerte
de toparse con el Machacador.
Martín tenía una hermana poetisa que según Juan Pedro era lesbiana y
por eso no podía mantener una relación amorosa con él. Mi pregunta no era
si la hermana lesbiana estaba enamorada de Juan Pedro, o si Martín conocía
la inclinación sexual de su hermana. Me preguntaba, ¿escribirá la hermana
39
lesbiana poesías sobre el Machacador entrando en un banco con su amigo el
Halcón? Una lesbiana. Nunca había visto una en directo. Tenía la imagen
demoníaca de ellas. Mujeres que odian a los hombres. Que aman a otras
mujeres. ¿No sería una bruja? Cerré el libro del Machacador y vi ante mí al
Topo, profesor de Lengua y Literatura, coordinador de primero en el colegio
de los Jesuitas de Madrid. A veces cambiaba de asignatura y dejaba a Lope
de Vega por la sexología. Nos amenazaba con castigos divinos si nos
agarrabamos el miembro y lo agitábamos. Antes de permitir que llegase ese
momento, un hombre, si es un hombre de verdad, un cristiano digno de Dios
y de su misericordia, debía ir a la ducha y empaparse de agua fría hasta que
el calentón pasase. Un extracto suyo:
-Dios Todopoderoso quiera que no salgáis homosexuales ninguno de
los cuarenta que estáis aquí sentados porque es lo peor que os podría ocurrir.
El homosexual, y la lesbiana por igual, no son seres naturales, sino
antinaturales. La Naturaleza ha sido creada por Dios de una forma
determinada: quien va contra la Naturaleza va contra Dios.
El Topo no estaba en sus cabales. Todos nos masturbábamos como
desesperados. Ese y otros muchos discursos sobre sexualidad de la misma
orientación acaban calando de una forma inconsciente. Homosexuales.
Lesbianas. El Infierno. Antinaturales. Uno debe aprender por su cuenta y
deshacer todo el amasijo de entuertos, mentiras, embustes, engaños,
complejos, calamidades que se habían ido imponiendo de forma evidente o
subliminal. Es muy sencillo discernir cuando se es un adulto hecho y
derecho. Yo, ni era adulto, ni estaba hecho, ni iba muy derecho a juzgar por
lo que veía alrededor mío. Ese mediodía acabé de leer el libreto y me quedé
dormido en el sofá soñando con el Machacador y con la mujer de la
lavandería, la mayor de las dos. Al despertar estaba bañado en sudor y
apestaba. Tanto, que hasta Galeón se levantó discretamente y salió a la
terraza.
Me duché disfrutando de los artilugios que había en el baño y tardé
una hora en salir de allí. Era como estar metido en el camarote de un
mercante que no se movía. Para mayor realismo, se estaba acumulando una
montaña de ropa sucia. Cogí dos bolsas de basura y las llené de ropa. Me
vestí y puse dirección a la lavandería, esta vez como cliente, sin Galeón, por
si ocurría alguna aventura inesperada.
Yo era así: optimista sexual.
Tuve una decepción al entrar: el que me recibiese la más joven de las
dos. Tenía el recuerdo de la primera vez que había bajado y estaba
convencido de que la mujer a la que luego me enteraría que mi padre
llamaba Viejoputón, me arrastraría hacia un mar de lujuria. Además todo
cuadraba. Un chico, atractivo, viviendo en solitario, con un padre que no era
un contable ni un ingeniero: un lobo de mar, de los que defendían a las
prostitutas, seducido por una mujer de edad adulta que disfruta del sexo, no
como las putas beatas de la facultad. ¿El lugar? La sala de máquinas.
Bocalinda tenía un trasero de ensueño pero su juventud la delataba. No
ansiaba seducirme: esa fue mi impresión inicial cuando anotó mi nombre y
40
colocó unos adhesivos en las dos cestas en las que volcó la ropa. La pobre
no podía con las cestas. Yo tomé una de ellas y las metimos en el cuarto de
máquinas. Ya estaba. Ahora me acariciaba el cuello, me desnudaba y a
gozar. Dejé la cesta en una repisa y esperé. Ella esperó, los dos
esperábamos. Ella a que yo saliese, y yo, a que ella me desnudase. Mi
mirada se tornaba interrogante.¿A qué esperaba esta tipa?
-No te preocupes, yo la meteré en la máquina, es mi trabajo.
Ahá. Un malentendido. Yo no estaba por la labor de meter la ropa en
la máquina, yo lo que pretendía era meter mi máquina en su cuerpo.
Bocalinda no pareció entenderlo así. Mi cara se transformó en un volcán
rojo a punto de estallar de la vergüenza que pasé al presumir que la chica
leyó en mis ojos un deseo sexual que ella estaba a mil años luz de satisfacer.
41
¡Sal de ahí, perra puta, que sácote los hígados y te parto el corazón!
Javier era un amigo del colegio que se había inscrito en la misma
facultad que yo por las mismas razones que yo. La facultad era lo de menos.
Teníamos una ausencia de vocación que se reflejaba en una apatía por las
diferentes ciencias y humanidades que poblaban el formulario a rellenar.
Estábamos allí. Eso era lo importante, como nos habían inculcado desde el
colegio. Las razones por las que nos inscribimos en la facultad mi amigo y
yo no son complicadas: coincidimos el día de la inscripción, así, ¿porque no
continuar juntos varios añitos más? No tenía yo ganas de estudiar aquel año.
Fue una maravillosa casualidad que mi madre se fuese al País Vasco. Ella sí
que veía una relación entre pertenecer a una institución en la que primaba el
estudio, y estudiar. Al colegio se iba a estudiar. A la universidad se iba a
estudiar. Las filas del paro estaban llenas de vagos. Las cárceles estaban
llenas de vagos. Pero ocurre que no siempre coincide el tiempo cronológico
al que corresponde estudiar, y el estado de ánimo del estudiante. ¿El ejemplo
más vivo? Yo. El verano habitaba encima de mi cráneo. Hacía calor, tenía
un perro al que cuidar, una comunidad de vecinos a la que adaptarme.
Una tarde Galeón aullaba como un alma en pena. El eco de sus
aullidos se sentía en cada ladrillo del edificio. Sin duda debía ser algo
referente a la nueva dieta que iba imponiendo para ambos: arroz cocido
según la fórmula del libro cubano de mi padre, sardinas o salchichas
alternadas en días pares e impares, pasta italiana y bocadillos de pan con
chorizo. No se podía decir que el perro no estaba bien alimentado.
Aullaba.
Quizás me quisiese volver majareta o echaba de menos a su anterior
amo. ¿Debo decir el amo auténtico? Por mucha publicidad que se diese a los
perros calificándolos como los mejores amigos del hombre, siempre habrá
una distancia insalvable: el lenguaje. Galeón ahora tenía un problema. Tenía
dos. Uno, que tenía un problema, y dos, que no sabía expresarlo de una
forma menos primitiva. Mazo sabría resolver los aullidos en un santiamén,
pero no estaba allí. Estaba ramificando su familia al otro lado del charco. El
perro salía y entraba de la terraza. Yo estaba a pocos minutos de agarrar el
cuchillo de cocina y degollar a Galeón. Era mi perro y yo decidía sobre su
vida y sobre su muerte. Hubiera estado a punto de hacerlo si no llega a ser
por el griterío que escuché al otro lado de la puerta.
-¿Estás loco? Pe-pero, ¡cómo se te ocurre pensar que puedes matarla
así como así! Por favor, Lope, deja el florete y entra en casa, te lo pido por
favor.
-¡¡¡Déjame!!! Lo digo en serio. Voy a ensartar a ese bicho de una vez
para siempre. Ya no aguanto más sus provocaciones, no es más que una
zorra. Exacto, una perra provocadora que va a acabar volviéndonos locos a
todos. A los perros y a nosotros. ¿No lo comprendes? No tiene dueño -
42
murmuró-, nadie lo echará en falta. Te conmino a que te apartes ¡Santiago y
Cierra España!
No comprendía bien el alcance de la pelea, pero una cosa sí era
evidente: alguien iba a morir. Un espadachín que el día en que yo llegué me
sugirió que bajase el volumen de la música. Qué bien hice entonces en
hacerle caso. Los aullidos de Galeón brotaron de nuevo. Su cabeza asomaba
entre mis piernas. No iba más allá. Ni yo tampoco. Volvíamos al siglo XVI.
Maya, así se llamaba la mujer del espadachín, me vio con la puerta
entreabierta y me habló: estábamos en el deber de detener a su marido de
semejante locura. Sus palabras no encontraron eco en mí pues ni harto del
vodka me hubiese enfrentado al hombre de la barba roja que en su mano
derecha portaba un florete afilado de dos metros.
Lope replicó.
-Luis, te llamas Luis, ¿no es así?
Me hablaba a mí. Asentí con la cabeza. Era Lope imponente. Vestido
de blanco y sin el casco de rejillas protector, plantado en la puerta del
ascensor, nacido para la matanza final.
-Luis, ven conmigo y verás como pongo fín a un problema que nos ha
estado amenazando y lo seguirá haciendo a menos que yo, Lope, lo corte de
raíz, que es como se solucionan los casos de puterio. ¡Vamos!
Me negué con la cabeza.
-¿Qué te ocurre? Adelante, será un momento. Además, necesitaré tu
ayuda. Tú estás tan afectado por ella como yo.
Con el brazo derecho hizo un gesto invitándome a seguirle. El florete
silbó, rasgando el aire. Yo era el hijo de un marino mercante, no había
venido aquí para morir ni para presenciar un crimen. ¿Qué hacer? ¿Por qué
no estaría yo en el País Vasco con mi madre y la violencia callejera? En el
País Vasco había bombas, en Madrid había espadachines. Maya me miraba
implorante. Claro, que fácil era ser mujer en estos casos. Que se la juegue el
chico. Dí un paso adelante, cerré la puerta impidiendo que Galeón se sumase
al baño de sangre. Lope salió corriendo escaleras abajo conmigo detrás. A
pasos agigantados llegó hasta la puerta de cristales blindados. El Sheriff
estaba apoyado sobre sus antebrazos, observando a Lope armado y dispuesto
a matar a una prostituta; ni se inmutó. Yo me detuve frente a él y le urgí a
que hiciera algo:
-Sheriff, haga algo, éste vecino del segundo dice que va a ensartar a
alguien, llame a la policía, o vamos a convencerle de que se tranquilice.
-¿A quién dices que va a matar?
-A una prostituta.
-Tranquilízate tú, hijo, aquí no hay prostitutas, bueno, sí las hay pero
no cobran. Ja, ja, ja...
-Sheriff, no bromeo, ese tipo hasta me ha amenazado.
-Mmmm, interesante. Sí lo es, sí señor.
-¡Luis, sal aquí ahora mismo!
El rugido provenía de la garganta de Lope. Miré al Sheriff, que hizo
un gesto de incomprensión. Yo crucé el umbral. Él parecía haberla tomado
43
conmigo desde que un día decidí atormentarle su cerebro con el himno. El
espadachín cruzó la calle Segunda República, se adentro en el Parque del
Vietnam.
-Luis, a partir de este momento queda abierta la caza del animal por el
hombre. El más astuto sobrevivirá.
-¿Entonces no vas a matar a una prostituta?
-Llámala como quieras. Es una puta perra que se pasea por en frente
de las terrazas siempre que tiene el celo, a fin de provocar a los perros de
nuestro edificio. Ellos se vuelven locos y aullan. Yo no me puedo concentrar
ni entrenar. Fifi, el perro de mi mujer, esa asquerosa pulga snob, no para de
revolverlo todo, pero no puedo matarlo porque entonces tendría que asesinar
a mi mujer. No es el momento. Tú, Luis, debes hacer honor a tu padre,
glorioso marino, y ayudarme a encontrar, cercar y dar muerte a la puta perra.
¿Estás conmigo o contra mí?
El sol tomaba un color rojizo intenso de la sangre y pronto
desaparecería. Yo no estaba con él, no era un asesino. Vi la luz al
comprender la angustia de Galeón. Pobre animal. Cuantas cosas en común
teníamos, excitados por hembras a las que no podíamos poseer. Ésta era la
gran lucha que mantenían el hombre y el animal desde que las aguas
separaron los continentes. Lope me dio ordenes explicitas: la perra vivía en
el parque. Nuestra labor sería barrer metro a metro hasta cercarla y
ensartarla. Para eso caminaríamos con una distancia de separación de diez o
quice metros, como una patrulla en un campo de minas, mirando a nuestro
alrededor y dando la voz de alarma si alguno veía un movimiento. ¿Habéis
intentado convencer a un titán sediento de sangre de su error? Esto era Lope,
armado con un florete, al caer el sol, en el Parque del Vietnam. Yo caminaba
oteando en círculos. No veía movimiento alguno. Lope daba grandes y
sólidos pasos. De vez en cuando lanzaba un mandoble al aire y hasta mis
oídos llegaba el silbido de la serpiente de metal. La temperatura comenzaba
a descender. Nos adentrábamos en un parque que sin luz solar más parecía
un bosque aislado del ruido que llega a producir una ciudad.
No. En el Parque del Vietnam se escuchaban grillos, los murciélagos
que batían la oscuridad en aleteo a la luz de una luna recién parida. Yo
avanzaba. Lope avanzaba. Cada pocos minutos Lope me preguntaba si había
visto a la puta perra, y mi contestación era siempre la misma: no. Tampoco
sabía el aspecto que la perra tenía, y aunque lo hubiese sabido la respuesta
no hubiese variado. Shhuuuiiiihhh, el silbido del florete. En eso me
entretenía pensando cuando Lope gritó: ¡Ahí, Luis, ahí está! A la carrera se
acercó a unos arbustos y se colocó en posición de combate. Yo corrí hacia
él. Lanzándose contra los arbustos, comenzó a dar mandobles y pinchazos.
Gran estilo, gran furor. Ramas caían al grito de: ¡sal de ahí, puta perra, que
sácote los hígados y te parto el corazón! Hojas verdes segadas por el acero
de Lope salían despedidas, ramas rotas salpicaban, pero yo no veía ningún
animal, y menos una puta perra, cuando Lope volvió a chillar:
-¡Se escapa otra vez! ¡Luis, a por ella!
44
El maldito espadachín estaba a un tris de volverme paranoico. Me
estaba cansando su manía persecutoria. Una perra prostituta. Ya era tarde
para echarse atrás. Atravesamos una extensión de césped para volver a
adentrarnos en una arboleda. Allí, sentado junto a un árbol, había un bulto
enroscado. Lope se detuvo, volvió a su posición de caza. Al aproximarnos,
una cabecita se levantó del bulto: no parecía preocupada por la amenaza que
suponía Lope. La puta perra resultó ser la Chucha, la perra desconocida con
la que Galeón jugaba, de la que se había enamorado a juzgar por cómo le
lamía el vientre. Lope era un perro asesino sin corazón. Yo no iba a permitir
que matase a la Chucha sólo para calmar las ansias sexuales de la escoria del
perro de su mujer. Me lancé hacía la Chucha con la intención de asustarla y
hacerla escapar de la muerte. Lope se lanzó a la carga y la desgraciada perra
contempló dos seres humanos que corrían y gritaban hacia ella sin
compasión. Hizo lo que hubiese hecho yo en su lugar: salir disparada por
entre los arbustos para perderse en la inmensidad del Parque del Vietnam.
Lope, con su violenta carga casi me arrolla. El pánico de verle venir sin
poder frenarse marcó mi cara. Lope, al que le faltaba un tornillo de su
cerebro, no quería dar por terminada la cacería, así que yo corrí a través de
los arbustos con la intención de perderme de él. ¿Dónde vas?, me preguntó.
Ve por el otro lado, contesté, la rodearé por aquí. De esa manera me perdí de
Lope el espadachín, al que en la lejanía e intentando buscar otra salida al
parque, oía gritar:
¡Dónde estás, puta perra, que te voy a sacar los hígados y partirte el
corazón!
A partir de ese día permití que Galeón aullase todo lo que quisiese
cuando la Chucha pasease su olor. Por el balcón escuchaba a Fifí, emitir
obscenos ladridos de desesperación.
Javier y yo coincidimos voluntariamente en la misma facultad y los
dos veníamos del mismo colegio. Yo no abundaba en amigos, los
consideraba aburridos. Yo quería ir más allá, profundizar, escapar del
armazón, efectuar un salto. Por este motivo rechazaba el contacto con mis
semejantes, con las personas que se asemejaban a mí. El verano rozaba el
ecuador. Javier se había quedado en Madrid por motivos x. Me llamó y
quedamos para ir al cine por la noche. Fuimos a ver una película de terror.
Resultó que el protagonista principal era un perro. En el cine no había un
alma, dos chicos sentados en las butacas del medio, Javier y yo. Primera
escena: Polo Norte, donde un perro lobo escapaba de los disparos que
provenían de un helicóptero que le perseguía. Los disparos le rozaban, el
perro corría y corría a través de llanuras nevadas. De no ser porque sabía
que Galeón no había rodado ninguna película, hubiese jurado que era él en
carne y hueso. La persecución llegaba hasta una base ciéntifica y el
helicóptero tomaba tierra. Los habitantes de la base salían alertados por los
disparos, y ante la locura de los perseguidores, abrían fuego, acabando con
ellos. Todo en orden. Los habitantes de la base alimentaron al desgraciado
perro y lo encerraron durante la noche con los demás perros de trineo. Los
perros de trineo no dieron mayor importancia al intruso. A media noche, el
45
perro comenzó a sentirse mal. Los perros de tiro presentían peligro, se
agruparon en una esquina de la celda aullando, gimoteando. Los miembros y
los músculos del recién llegado temblaban: el perro lobo no parecía poder
controlar lo que ocurría en el interior de su cuerpo. A estas alturas de la
película yo estaba sumergido en la butaca. Javier parecía pasarlo en grande.
Del cuerpo del perro lobo empezaron a salir horribles y deformes miembros
sangrientos y pestilentes como patas de arañas, cabezas de seres infernales.
Supuraba líquidos pastosos mezclados con ríos de pus caliente y sangre
coagulada. El Apocalipsis explotó de sus entrañas y se convirtió en un
multiforme ser con miembros independientes. Una vez completada la
transformación dio comienzo el festín: devoraba y desguazaba a los perros
de trineo, que ladraban y aullaban de terror sin poder hacer nada. Yo aullaba
con ellos. Javier me miraba. Un hombre, el vigilante, entraba a toda
velocidad en la sala de celdas al escuchar la batalla. La orgía de sangre y
vísceras hizo que sus ojos dibujasen la mueca del horror. Mis ojos le
imitaron. Lo que siguió después fueron casi dos horas de muerte y
destrucción por desgarramiento de todos los habitantes de la base científica.
Acuciados por la bestia sin nombre, los pocos habitantes que iban
sobreviviendo a la carnicería se veían obligados a salir de la base en plena
tormenta polar mientras iban siendo despiezados. De las cientos de películas
que se exhibían en Madrid habíamos ido a escoger la única que no debía
haber visto bajo ningún concepto. Al salir del cine estaba mudo. Tez
amarillenta que los muertos tienen cuando su sangre ha dejado de circular.
Javier me preguntó si me encontraba bien; yo no contesté nada. Me metí en
el metro sin despedirme y salí en la boca de metro del barrio de la calle
Segunda República.
Medianoche, el barrio en silencio. Escuché pisadas detrás mío. Qué
extraño era no escuchar el ladrido de alguno de los perros que dormían en
los balcones. Saqué las llaves y metí una en la cerradura, la giraba y la
giraba pero la puerta no se abría. Las pisadas se detuvieron a mi espalda. Me
di la vuelta y vi una cabeza rapada y una ristra de aros en la oreja izquierda.
No era un hombre: era una chica joven de mirada impaciente.
-Déjame probar a mí.
Abrió la puerta en tres intentos. Cabeza pelada y un jersey de lana con
una franja blanca de dos tallas mayores; pantalón negro ajustado y botas
militares negras. Nos metimos en el ascensor sin decir palabra. Mi mente
seguía anegada de ríos de sangre y de tripas. El ascensor se detuvo en el
segundo y yo me apeé, ella continuó hasta el tercero; allí se bajó. Los
tacones de las botas militares se pararon en la puerta donde vivía Martín.
Tenía el mismo aspecto exterior pero su miraba la delataba. No era como él,
ni de lejos. Abrí la puerta de casa. Me vino a la mente el perro-lobo
transformándose en un monstruo. Si hubiese sido otro perro, por ejemplo, un
perro parecido a Fifí. Pero tuvo que ser un perro pastor el que organizase el
follón. No me quedó mas remedio que encerrarlo en la terraza. Si estaba
tramando transformarse en una bestia, tendría que romper el cristal del
balcón y a mí me daría tiempo a huir. Lo hice a gritos pues Galeón urgía a
46
que le bajase, no entendía mi repentino cambio de actitud. También tenía
hambre pero no quería problemas, me encontraba demasiado asustado por la
condenada película para razonar. Tumbado en la cama echaba de menos a
mi padre. ¿Por qué no llegaba? En esos instantes hubiese pagado por tener
un padre funcionario del Estado, alcohólico, contable, pero en casa.
Un buen día, cuando me fui a vestir con la luz de la mañana, me di
cuenta de que no disponía de ropa interior: no tenía calzoncillos limpios, ni
calcetines limpios, ni nada. Me encaminé al armario de Mazo para tomar
prestado unos calzoncillos y un par de calcetines. Sus calzones eran tres
tallas mayores que la mía, así que sin calzoncillos, me enfundé los vaqueros
y bajé con Galeón a la lavandería. ¿Con quién de las dos me acostaría esta
vez? Con ninguna, porque cuando llegué me encontré con un cartel en la
puerta que decía Cerrado por vacaciones. El verano estaba a punto de acabar
y ellas se tomaban vacaciones. Podían haberse turnado y yo hubiese podido
llevar calzoncillos. Fui al Sheriff y le pregunté si sabía cuando volverían las
dos mujeres.
-¿Por qué te interesa saberlo?
-Es que tengo toda mi ropa limpia allí.
-¿No tienes más ropa?
-Si tengo, pero está sucia.
-Le dije a Mazo que comprase una lavadora la última vez que estuvo
en tierra, pero en esta casa nadie parece hacerme caso, todos vienen con
preguntas y problemas pero a la larga no escuchan, nadie presta atención a lo
que digo y las cosas van como... Espera un segundo. ¡Sebas!
Un hombre se disponía a abrir la puerta del ascensor de la otra
escalera. Vino a la cabina de entrada. Tenía los ojos azulados.
-¿Qué ocurre, Sheriff? Voy con algo de prisa. Tengo una cita en la
consulta y ya llego tarde.
-Mira Sebas, este chico es el hijo de Mazo y tiene un pequeño
problema.
Nos saludamos. El Sheriff prosiguió:
-Resulta que ha dejado toda su ropa sucia en la lavandería y las chicas
se han ido de vacaciones con lo que ya no le queda ropa limpia. He pensado
que como tú vives solo, bueno, solo es un decir, y tienes una buena lavadora,
no te importaría que Luis se pasase con algo de ropa y se la lavases.
-Por supuesto chico. Vivo en el tercero de la otra escalera y tengo la
consulta debajo, en el segundo. Pásate cuando quieras, la lavadora es tuya.
Si me perdonáis, llego tarde al trabajo.
-Sebas es un gran hombre y un gran médico. Siempre se las arregla
para llegar tarde a su trabajo, y eso que tiene la consulta en el piso que está
debajo de su apartamento. Por cierto, ¿cómo acabó la cacería de Lope?
Pobrecillo, solo sé que llegó exhausto cuando el sol despuntaba y tuvo una
pelea con su mujer.
Dicho ésto se metió en su cabina de madera oscura y yo me quedé
preguntándome de donde provenían sus fuentes de información.
47
El Sheriff no había mentido. Sebas era un hombre correcto aunque
como médico era de los más impuntuales. Vivía en la escalera B del edificio
y tenía dos apartamentos: el suyo y uno que utilizaba como consulta. El día
que le conocí estuve en su consulta esperando a que la lavadora desinfectase
la ropa. Leía revistas mientras las personas a las que había citado pasaban
por delante mío y se metían en su despacho. Qué revelador, eran todo
mujeres, jóvenes. Sebas se portó bien conmigo y yo se lo pagaba bajando de
vez en cuando a su perra, cuando estaba demasiado ajetreado en la consulta.
La perra era un pastor inglés de nombre Cosa. Un animal con costumbre
apegada: siempre estaba trotando en círculos. Si bajaba con él al parque, era
capaz de agotar la paciencia de Galeón y de cualquier otro perro. Corría en
círculos grandes si estaba en la calle y en círculos pequeños si estaba en
casa. Los pastores ingleses tienen un pelo lanudo que les cae sobre la cara y
los ojos que apenas les permite ver. Yo no sé cómo se las arreglarían los
demás pastores ingleses pero Cosa veía con gran dificultad. En sus locas
carreras circulares chocaba contra sillas, árboles, personas, otros perros.
Cosa necesitaba ayuda psiquiátrica. Otra de sus cualidades era su
independencia. Debido a que Sebas estaba siempre ocupado con el trabajo o
con otros menesteres, no disponía de mucho tiempo para Cosa. Ésta
aprendió a bajar a la calle sola. Sebas le abría la puerta, ella bajaba y
esperaba a que alguién abriese la puerta de cristal blindado, cruzaba la calle
y se ponía a correr en círculos como una maníaca hasta que echaba espuma
por la boca y bufaba como un toro. Volvía a cruzar la calle, esperaba a que
el Sheriff le abriese la puerta y subía por las escaleras al apartamento de
Sebas. Si el médico estaba todavía en la consulta, se tumbaba en el felpudo a
esperar. Sebas me dijo que el hecho de poseer un perro no iba a distraer su
vida un milímetro: era Cosa la que tenía la obligación de adaptarse al ritmo
de vida de Sebas y no al contrario. Me ofreció las llaves de su apartamento
para que pudiese lavar allí la colada. Lo denegué. El motivo era que
guardaba la secreta esperanza de hacer realidad mi sueño: implementar la
orgía sexual con Bocalinda y Viejoputón en la sala de máquinas de la
lavandería.
48
¿Quién será la Viuda Negra?
Septiembre es un mes ambiguo. Exámenes encima de mis hombros
como una espada de Damocles. Yo debía estudiar; llevaba dos meses en
casa de mi padre y no había abierto un libro. Recibí una llamada telefónica
de mi madre en la que me preguntaba si me encontraba bien, si me faltaba
dinero o comida. Quería hablar con Mazo, pero tuve que contestarla que
todavía no había regresado de la mar. Hubiera sido peor mentirla porque mi
madre disponía de un olfato infalible para captar las mentiras. Una vez me
contó que el secreto era guiarse por los cambios en la modulación de la voz.
Me pareció un camelo pseudo-científico. Cuando me estaba despidiendo de
ella sonó el timbre. Me encontré con el Sheriff, que ordenaba que me
apresurase en bajar a su oficina pues había una carta de mi padre. Volví
corriendo al teléfono y mandé dos besos a mi madre a través de la línea.
Galeón me seguía por las escaleras, resbalando y tropezando por la
velocidad. Ese debía ser el Día Nacional de la Familia Unida: mi madre me
llamaba, mi padre me escribía. Era fenómeno. Me sentí querido y protegido.
Agarré la carta entre las manos, devorado por la curiosidad. La letra era
característica de Mazo, con acentos colocados en las vocales que no
correspondían. No quería abrirla en presencia del Sheriff, que me invitaba a
sentarme en una de los sofás de la entrada para leerla juntos. Sentado en la
mesa redonda del apartamento y con Galeón de pie, leí la carta:
Querido y valienté Luis:
La última vez que hablamos por télefono te prometí que vólvería en
unos días pero me ha surgido un asunto de vital importancía para mí. Luis,
ya sabes como es la mar, y tengo en ...(tachado) un problema, mejór dicho,
no es un problema, ya lo verás, pero es algo que téngo que resolver. Se que
te éstas defendíendo como un hombre mientras yo estoy ausente, y tienes
dinéro y a Galeón para protegerte. Baja la ropa sucia a la lavanderia de
Bocálinda y Viejoputón, que así llamo yo a las dos chicas que la atienden.
¿Has establécido contacto con los vecinos? Son gente muy respetáble, como
tu padre. Cuidado con el Sheriff, es un cotilla de mil pares de cojónes y
querrá leer esta carta. Con Roberta, al que supongo habrás conócido, puedes
comprar lo que necesites. Yo lo pagaré a la vuelta. Dispondrás de mas
dinero, pero no te lo gastes en mujéres ni en vino y estudia un poco para que
tu madre no te corte la (tachado). Saluda a los vecinos de mi parte y diles
que como no cúiden de tí, cuando ponga los pies en tierra les árrancaré los
miembros uno a uno.
Un abrazo, tu padre, Mázo.
Ésto era la carta de mi padre. No se había extendido más que en los
acentos. Lo más infame de todo era que no se dignaba a decirme la fecha de
vuelta. Tienes a Galeón para cuidarte, ¿cual era el significado real de
49
aquellas palabras? Los primeros cinco minutos después de leer la carta los
pase insultando a la mar, a los marinos y a Mazo. Sin embargo, recapacité.
No tenía ningún derecho a insultarle, al fin y al cabo me había escrito unas
letras. Si tenía que resolver un asunto, no sería yo quién se lo impediría.
Todo estaba visto para sentencia. Yo, Luis, contaba ahora con una ventaja:
en el futuro no tendría que preocuparme por si Mazo regresaba tal o cual
día. Cuando llegase, bienvenido sería. Mas yo no estaba dispuesto a cruzar
el mar caminando sobre las aguas para traer a mi padre por los pelos. En el
apartamento de mi padre me daba cuenta día tras día, enfrentado al hostil
entorno, de que la supervivencia dependía única y exclusivamente de mí. Se
me podía acusar de caer en la exageración, a fin de cuentas no tenía que
ganarme el sustento, pero yo no era un camaleón para cambiar de colores a
mi antojo. Debía cambiar de colores de manera escalonada. ¡Cómo iba a
ganarme el sustento si ni siquiera dominaba la cocina! De qué me serviría
tener un salario para el que además no estaba preparado, si todavía fallaba
en los tiempos de cocción de la pasta y el arroz. ¡Qué ironía! Llamar a
Galeón protector, ¿desde cuando los perros protegen a los seres humanos si
a duras penas podían con los gatos, sus enemigos? En mi vida pasada, jamás
me hubiese fiado de un vecino. Por definición, un vecino era un ser anodino
al que se saluda en el ascensor. Puede hasta llegar a ser el enemigo. Yo, de
pequeño, no jugaba con los hijos de mis vecinos, ni mi madre cotilleaba con
las señoras. Todos respetaban el aparcamiento del vecino y punto final. Yo
no cocinaba, ni sacaba perros a un parque-jungla, ni los vecinos me
hablaban ni me invitaban a comer como hacía la Viuda Negra.
¿Quién era esta señora?
Antiguamente, cuando moría un familiar, la mujer se vestía de negro,
moría otro y se vestía de negro, moría el marido y se vestía de negro y así
sucesivamente. Llegaba un momento en el que el negro era la indumentaria
de dichas señoras siniestras. Pues bien, en el siglo veintiuno había una
señora del tamaño de un tonel de cerveza que vivía en el primer piso de la
escalera A, que siempre lucía vestimenta negra y que casi nunca bajaba a la
calle. ¡Para qué, si no tenía perro! Poseía un gato, en contra de la corriente
del edificio. Un minino cuyo nombre ahora no viene al caso. Yo acababa de
someter a Galeón a una nueva receta de mi invención que consistía en
mezclar vegetales con el arroz, dado que el animal necesitaría vitaminas. Me
pasé por el ultramarinos de Roberta. A disposición del cliente tenía carne,
pescado congelado, hortalizas y vegetales, latas y conservas y miles de
cajitas con fotografías en los envoltorios. El engorroso tema de apuntarlo en
una cuenta de mi padre, que tanto apuro me había dado el primer día, no
supuso ninguna molestia en lo sucesivo. Me saludó con estilo:
-¡Señorita de Muruza, que agradable sorpresa! Qué te trae por aquí me miraba y se mordía el labio inferior-. Tengo la mejor carne para lo mejor
de nuestra orgullosa Armada.
Agarrado por el mango, el cuchillo trazaba círculos mortales en el aire.
Roberta era un maestro del arma blanca. Llené dos bolsas enteras de
vegetales y a continuación me enseñó un juego de tarros con especias. Los
50
abrió, colocando diminutas porciones en su mano izquierda. Me los daba a
oler como si fuesen perfumes. Yo dudé. Los colores iban desde el amarillo
chillón hasta verdes claroscuros. Me los llevé todos. Roberta debió haberse
dedicado a la política.
Galeón necesitaba vitaminas, lo mismo que yo. Me limité a un arroz
blanco mezclado con masas de vegetales y revuelto con especias. Galeón
metía el hocico en su plato en un esfuerzo por captar aromas carnosos,
caminaba alrededor del mismo en vanos intentos de encontrar otros
ingredientes. Mi intención era buena. Lo que él comía lo comía yo.
Teniendo en mente que no me pensaba presentar a ninguno de los exámenes
de septiembre a resultas de mi nuevo rol de vida adulta, el estudiar quedaba
al margen de mis quehaceres diarios. Después del manjar, bajé al Parque con
Galeón. Ya no era necesario que Martín le bajase. Yo pasé a suplir su papel
junto con el perro más esquizoide: Cosa. Sebas tuvo que asistir esos días a
un congreso médico en la costa. Antes de ir me detalló su cometido:
-Luis, ser médico tiene su vertiente erótica, no todo es trabajo, abrir
gente en canal, reparar dientes y examinar vaginas. Una de las empresas para
las que trabajo a tiempo parcial me paga todos los gastos en este congreso
internacional en Málaga, así que voy a asistir acompañado de una de mis
pacientes a la que le priva el sol y el mar. Procuraré atender lo menos
posible y bañarme lo más posible. Aquí tienes las llaves de mi casa para que
utilices la lavadora y lo que quieras. Baja a Cosa de vez en cuando.
Cosa, condenada perra tarada. La até con la cadena para que no se me
escapase por la casa corriendo en círculos. Bajamos los tres y allí los solté.
Cosa encontraba su leiv motiv en trazar circunferencias en el parque a la
carrera. Galeón desistía, yo le comprendía. Eché una mirada hacia atrás: mis
ojos y los de Viejoputón se encontraron a medio camino. Había vuelto de
vacaciones y vuelto a su pose histórica: apoyada en la puerta de entrada a la
lavandería con las piernas cruzadas y los dedines afilados acariciándose el
cabello rubio platino. Si su mirada y la mía tenían igual significado,
entonces los dos estábamos perdidos. Una figura salió de entre la maleza,
llevaba prisa. ¡Maldición! Era Juan Pedro. llamé a Galeón y le encadené. A
Cosa no había ser vivo sobre la tierra que le atrapase cuando estaba en pleno
éxtasis. Arreglada estaba como Troski le atrapase. Le destrozaría y nunca
más correría en círculos. Más concretamente nunca correría. Tranquilo,
tranquilo, gritó Juan Pedro, no vengo con Troski. Gracias, solté de nuevo a
Galeón. Juan Pedro llegó con un fajo de papeles bajo el brazo, parecía
excitado.
-Es la segunda parte de una novela que estoy escribiendo desde hace
meses y que guarda relación con lo que has estado leyendo. La impresora
está sin tinta así que imprimo en casa de un amigo al otro lado del parque.
Dos hombres lanzados a una loca aventura sin vuelta atrás, eso es lo que me
atrae. Que no existe el remordimiento, el arrepentimiento, y que después de
una muerte viene otra y otra, y así sucesivamente. La pregunta que debes
hacerme es: ¿Cómo una persona tan pacífica como tú se recrea con tanto
regusto en la ultra-violencia barriobajera?
51
-Pues sí, ahora que lo mencionas te lo pregunto.
-¡Ahá! Error. No ha nacido todavía alguien que encaje en el perfil. El
perfil se traza con el tiempo. Fíjate. Un hombre trabaja en una oficina de
élite limpiando los suelos y los cristales, o trabaja en el pozo de una mina de
la región de León, bajando blanco y subiendo negro. El hombre se siente
explotado. Un día, hastiado, coloca una bomba en los bajos del coche de su
jefe, el coche se eleva por los aires. La gente diría: no está bien lo que ha
hecho, pero pobrecillo, en el fondo estaba siendo explotado. Otro hombre,
odia trabajar, no ha dado un palo al agua en sus treinta años de vida ni tiene
planes de hacerlo en los siguientes treinta. Sale por la mañana de su
apartamento y decide que esa mañana toca atracar un banco. Entra de una
patada con una fusca en la mano. Una vez dentro, el director de la sucursal
se siente con la obligación de hacerse el héroe y de proteger sus intereses: el
hombre le vuela la tapa de los sesos de cuatro disparos: bang, bang, bang,
bang. El cerebro estalla en pedacitos que se pegan a las paredes del banco.
¿Entiendes ahora?
-¿El qué?
No le entendía pero me agradaban sus chaladuras. En una esquina,
tumbado en el césped, Cosa respiraba desbocado, a punto de estallar
mientras Galeón le olisqueaba decepcionado.
-Pobre amigo mío. Debes andar un largo camino todavía, pero te
puedo adelantar algo: la violencia, tanto en sus formas primitivas como en
las más sofisticadas, conviven con nosotros, encima de nosotros y debajo de
nosotros. Debajo tuyo sin ir más lejos.
-¿Debajo mío?
Alarma.
-No te has cruzado con ella todavía, ¿verdad? La señora Anastasia es
vecina tuya, vive en el primer piso letra D, pero considero normal que no te
hayas cruzado con ella. Nadie lo hace ya que casi nunca sale: no tiene perro.
Vive en este bloque de apartamentos desde hace siete años. Unos meses
después de venir, su marido murió y alguien le puso el apodo de la Viuda
Negra. Es una mujer muy interesante, a mí me guarda aprecio, puede que
porque soy de los pocos seres humanos que logran comprenderla. Su
hermetismo viene dado por las extrañas circunstancias en las que su marido
murió. Su entorno vital consiste en cuatro paredes y su vestimenta se limita
al negro -la voz de Juan Pedro bajó de tono y de velocidad-. Es una persona
a la que deberías conocer, tiene detalles comunes a ti.
-Yo no tengo un marido difunto.
-Ella vive sola, igual que tú.
-Yo tengo a Galeón.
-Ella tiene un gato.
-¿De que color?
-Negro.
-Uf.
52
Matar al marido no es un crimen.
En el edificio de apartamentos de la calle Segunda República no
habitaba ni una sola persona de mi edad, si descontábamos a la hermana de
Martín, que era pocos años mayor que yo. Y era lesbiana, con lo que nunca
depositaría sus ojos en mí. Notaba en todos mis vecinos un comportamiento
condescendiente conmigo, como si fuese desválido. Disponía de libertad,
concepto que no había saboreado en mi anterior vida, conviviendo con mi
madre. Entraba y salía cuando se me antojaba y tenía todo el espacio del
mundo para masturbarme frente al televisor. Mi alimentación había
descendido de calidad aunque no de cantidad. Nadie me robaría esos
momentos de placer que brotaron en mí cuando conseguí por primera vez un
arroz blanco en su punto, o lo que yo percibía era su punto; o cuando Galeón
se acercaba a la cocina y se sentaba sobre sus patas traseras observando sin
pestañear, esperando que acabase de cocer el arroz para mezclarlo con lo
que fuese y darse su festín diario. Mi madre cocinó para mí, ahora yo
cocinaba para mi hijo-animal. Llegué a comprender lo que ella sentía
cuando nos lanzábamos como hienas a los platos. Los niños eran animales, y
muy perros a veces. Desde el minuto en el que cociné mi primer plato en
casa de Mazo comprendí que lo más sabroso que comí en mi vida lo cociné
yo en persona. ¿Suena ególatra? Nada más lejos de mi intención.
Supervivencia, esa era la meta.
Era alucinante que llevase días y noches y semanas siendo el dueño
absoluto de mis movimientos y que existiese alguien que dependía por
entero de mí. Pasear desnudo por la casa era un placer. Yo me entretenía ese
domingo dando vueltas, observando fotografías y autoexcitándome con la
idea de poseer en un futuro venidero las mujeres que mi padre había
conquistado. Estando así fue cuando llamaron al timbre. Me puse los
calzoncillos, abrí la puerta. Allí estaba, sonriente, enigmático: Juan Pedro.
-Vístete, nos han invitado a comer.
-¿Quién?
-Recuerda que te comenté en el parque que debías conocer a
Anastasia, la Viuda Negra. Pues bien, lo he arreglado todo.
-Juan Pedro, ¿y por qué tengo que conocerla? No estarás tramando
algo, como casarme con ella, yo soy joven.
-¿Joven para qué? ¿Viejo para qué?
La misteriosa mujer vivía en el primero. Una mujer vestida de negro
de los pies a la cabeza, con la ropa ceñida y maquillada abrió la puerta. El
olor inconfundible de las casas habitadas por mujeres solitarias que
mantienen las ventanas cerradas a todas horas penetró por mi nariz. ¡Qué
asco!
-Anastasia, este chico es Luis, el hijo de Mazo, el marino.
-Hola, Luis, bienvenido a mi casa. Pasad.
53
La estructura del apartamento era identica a la de los demás en los que
había estado, la decoración era lo que variaba. Recargado de muebles
antiguos castellanos de madera y cuadros de paisajes bucólicos. Olía a
cocido de rancho, la mesa estaba dispuesta. Nadie decía nada. Juan Pedro
parecía moverse con soltura. Yo le imitaba con la esperanza de que alguien
rompiese el hielo, y lo rompí yo, sentándome encima de un gato que pegó un
bufido al contacto con mi culo. Anastasia recriminó al gato y no a mí. Juan
Pedro soltó unas carcajadas y el hielo se derritió a costa de mi torpeza. La
mujer nos ofreció un vino mientras servía la comida, un vino dulce que me
empalagó y me agradó. El silencio reinante debía ser normal en la casa de
Anastasia pues Juan Pedro, que era una locomotora comunicativa, no abría
la boca. La mujer trajo una cazuela cubierta. Por fin habló.
-Espero que os guste.
Con un cazo de servir fue depositando en los platos una especie de
mejunje que soltaba humo en cantidades industriales y que flotaba sobre un
líquido aceitoso marrón. Ni olía mal ni olía bien: olía confuso. Anastasia se
sirvió una cantidad ridícula, bendijo la mesa, bendición parca en palabras.
Empezamos a comer, otra vez de vuelta al hielo. Según introducía una y otra
vez la cuchara en mi boca me iba asqueando más el sabor y el olor. A Juan
Pedro no parecía afectarle, comía con fruición. Anastasia me miraba de
reojo y sonreía sin separar los labios. Yo me creí en el deber de romper el
hielo de nuevo y solté que me parecía que el cocido estaba delicioso. En esto
hice honor a mi padre, que nos enseñó que no solo jamás criticásemos la
comida cuando nos invitasen, sino que si era una mujer la que guisaba,
halagásemos sus oídos con los más tiernos cumplidos. Cuanto más
incomible, repulsivo, vomitivo, asqueroso estuviese, más debíamos
esforzarnos en nuestras alabanzas. A Anastasia no parecieron conmoverle
mis palabras, quizás se daba cuenta de sobra que el Mejunje era intragable.
Que yo era un cínico.
Más silencio.
Juan Pedro repitió.
Me costaba relajarme. Comía analizando los contenidos del Mejunje,
pero eso no iba a animarme y el sabor sería el mismo. Entonces me dediqué
a masticar tratando de identificar los cuadros que me rodeaban: árboles,
playas con barcas de pescadores, paisajes montañeses y una... poesía. Ya
tenía entretenimiento: intentar descifrarla desde la distancia. Fascinante me
pareció el hecho de que Juan Pedro no pronunciase ni una sílaba. Engullía y
miraba al tendido. El título era fácil de ver porque estaba en mayúsculas:
Romance del Prisionero. Me encontraba a punto de acabar mi plato, con lo
que debía darme prisa ya que bajo ninguna circunstancia tenía previsto
repetir. Agudicé la vista:
Que por mayo era, por mayo,
cuando hace la calor,
cuando los trigos escañan
y están los campos en flor,
cuando canta la calandria
54
y responde el ruiseñor,
cuando los enamorados
van a servir al amor;
sino yo, triste, cuitado,
que vivo en esta prisión;
que ni sé cuándo es de día
ni cuando las noches son,
sino por una avecilla
que me cantaba al albor.
Matómela un ballestero;
Déle Dios mal galardón.
Anastasia me había estado observando mientras leía. Me vi forzado a
decir:
-Bonita poesía.
-No es una poesía, es un romance.
-Claro.
Silencio.
Acabé mi plato. Anastasia tuvo la ocurrencia de servirme otro sin
preguntarme. El colmo. El plato volvió a encontrarse repleto de patatas
guisadas deformes rodeadas de garbanzos con trozos de carne gelatinosa y
hojas de lechuga que en un principio debieron ser verdes y ahora eran
marrones. Me lo comí pensando en mi padre y en sus sabios consejos que en
maldita la hora escuché. La mujer se levantó a retirar los platos. Juan Pedro
quiso imitarla pero Anastasia se lo impidió.
-Sentaos en el sillón.
-Vamos. -susurró Juan Pedro.
Esta comida en casa de Anastasia fue uno de los momentos más tensos
desde mi llegada a la casa de la calle Segunda República. El escritor de
temas violentos se había contagiado del silencio que dominaba el
apartamento. La sobremesa fue más angustiante si cabe porque nos sentamos
los dos en el sillón. Anastasia en una butaca mecedera con un licor parecido
al anís, que tenía un distante sabor a gasolina. Yo crucé las piernas y me dejé
llevar. El licor atravesaba mi garganta, la taladraba; Galeón llevaba tiempo
sin bajar a la calle; el licor contenía en su interior partículas flotantes, restos
de vinos y licores caseros; Mazo no vendría hasta Navidades por lo menos,
menuda basura de padre... etc, etc.
Si Anastasia quería conocerme, ¿por qué no preguntaba nada? ¿Por
qué se maquillaba tanto si apenas salía al exterior? Éstas y otras muchas
preguntas me hacía en los periodos de silencios. Se escuchaban las cañerías
y las bocinas de los coches en la lejanía. El gato al que casi asfixio subió de
un brinco al regazo de Anastasia. ¡Qué harto estaba! Si alguna vez se
encuentran en la situación en la que yo me encontré aquel día hagan lo que
hice yo: observen a la persona que os ha invitado y procuren averiguar su
vida a través de sus rasgos. Anastasia y su pelo rubio cogido con un gancho
hacia atrás, tirando de la cara, maquillada con diversas capas. La cabeza de
una mujer que había vuelto loco a su pobre marido. Éste, harto de los
55
silencios y de Mejunjes, se había ahorcado en el baño. Sus pechos
continuaban erguidos, puntiagudos, por el efecto de un sujetador fabricado
con fibra de metal. Una camiseta negra y unos pantalones que eran más
mallas que pantalones, ceñidos al culo como lapa a la roca del mar; zapatos
azules con tacón. Anastasia era fisicamente asexuada, no llamaba la atención
por nada que no fuese la predominancia del negro y su persistencia en no
abrir la boca ni favorecer que otros la abrieran. ¿Qué hacíamos allí? El licor
se acabó y rompí el hielo por tercera vez.
-Gracias por todo pero que dar de comer al perro y bajarlo.
Anastasia cogió la botella de licor y rellenó mi vaso de nuevo. Yo hice
un intento con la mano derecha para cubrir el vaso y ella:
-Un poco más, es del pueblo de mi difunto marido.
Desde luego.
Juan Pedro repitió.
Una cárcel, eso es lo que era la casa de Anastasia. Pude reunir las
energías necesarias para beberme de un trago el brebaje y despedirme. Juan
Pedro me imitó. Una vez en mi casa le pregunté malhumorado por qué me
había llevado a la casa de una señora que cocinaba espantosamente mal y
que no decía palabra. Que me quiso emborrachar con un líquido.
-¿Por qué te ha molestado que no dijese nada? A Anastasia no le gusta
hablar y que los demás hablen, eso es todo, no tiene nada que decir. ¿Sabes
cuantas tonterías escucho al cabo el día, de la semana, del mes, del año? Con
Anastasia es justo lo contrario, no se dice ni una palabra.
-Pero, ¿no has dicho que quería conocerme?
-Ya te conoce. Le has caído simpático a pesar de que casi aplastas a su
gato. A Anastasia la llaman la Viuda Negra, una araña con veneno suficiente
para matar un rinoceronte, ¿ves la conexión?
-No.
-Pues es muy sencillo, chico. El marido de Anastasia murió hace unos
años cuando los dos se trasladaron a vivir a esta casa y muchos están
convencidos de que ella le envenenó.
-¿Y tú te lo crees?
No contestó.
Juan Pedro podía dar la imagen de un chiflado que hablaba sin ton ni
son, pero en absoluto lo era. Si él sospechaba que Anastasia se había quitado
de en medio a su marido, era para darme que pensar. Vaya si lo hizo.
Cuando salió del apartamento fui a toda velocidad al baño a inspeccionar mi
cara, por si tenía lunares azulados. Una mujer que había envenenado a su
marido. Eso ocurría en los barrios de la clase obrera o en los pueblos de la
montaña. No a ese lado de la M-30. ¿Qué llevaría a una mujer como
Anastasia a matar a su marido? O bien el marido la golpeaba con furia, o
bien el marido hablaba demasiado. Yo, debido a mi inexperiencia, tenía una
visión idílica de ellas. Aunque podían tener un genio de mil diablos, sobre
todo las que eran madres. No las veía echando polvos. Ahí disponía del
primer ejemplo en vida de una mujer que por los motivos que fueran había
eliminado a su pareja.
56
Nada asombroso.
Cada día morían maridos en Madrid y a nadie se le ocurría sospechar
de la esposa. Si quería vivir tranquilo en la casa, debía olvidarme de
Anastasia y sus silencios asesinos. Pero no estaba tranquilo. La cabeza
asexuada de Anastasia se introducía en la mía, alterándome los nervios. Una
asesina en la vecindad que había envenenado a su marido con la comida
diaria comida que yo me había zampado. De los días que siguieron, destacar
que me llegaba de cuando en cuando el nauseabundo olor al Mejunje que
preparó Anastasia.
57
¿Rock anticapitalista?
-¿Recuerdas a los Rolling Stones?
-Vagamente...
Sebas era un experto de la música rock. Me hablaba de bandas a las
que había oído nombrar en la lejanía del tiempo, bandas que pertenecían a
movimientos triturados por la historia pero que parecía ser habían dejado
una huella profunda en las generaciones que vivían en la casa. Disponía de
una completa colección de viejos discos y grabaciones digitales retomadas.
Me hacía escucharlas mientras sus ojos brillaban cada vez que regresaba del
baño. Mis conocimientos de música eran muy limitados. Sebas estaba
relajado. Yo hurgaba entre sus cientos de discos, intentando hacer una
recopilación de los más interesantes con el fin de grabarlos. La música debió
de suponer un alivio para toda esta gente que vivieron años axfisiados. La
prueba irrefutable era el respeto y la devoción con la que de ella hablaban.
-Lo que hacen ahora no es mas que basura comercial para los vídeos
de televisión.
Sebas, mirada vidriosa. Su faz cambiaba de un día para otro. ¿Dónde
iba yo con una sola cinta de rock por la tierra? El médico disponía un
arsenal. Si la música que existía y se oía ahora era resultado de lo que se
había hecho generaciones antes, lo lógico era ir al punto de partida. Sebas se
extrañaba de que a mi edad no me interesase el rock clásico. Le expliqué
que los sonidos, las notas, no me conmovían. Lo que lo hacía era el aspecto
exterior de los músicos, como se comportaban y como vestían. Cuanto más
teatrales, más me gustaban. Sebas clavaba los ojos en el techo, en realidad
hablaba y soñaba a la vez. Había perdido la vitalidad de otras veces, se
encontraba apagado. Sus palabras sonaban más inteligentes o más poéticas.
Yo a ratos le escuchaba y a ratos seguía ojeando discos, dependiendo del
interés que me suscitase el comentario. Fumaba tabaco sin cesar, en torno a
él se creo una nube. Hablaba de la falta de ideales de la juventud y de lo
poco agradecidos que estábamos a los que habían luchado y caído por la
libertad: él sí que estaba a punto de caerse desmayado de la butaca.
-Fue una época mágica, estabamos todos unidos, como un lazo, una
cadena implícita. Estaba claro quien era un fascista y un antifascista, y
actuábamos en consecuencia. Cuando el fascismo murió, el sueño se
terminó. Sí señor, y que no te digan lo contrario -se rascaba la nariz y la
cara-. Yo tengo todo lo que quiero, mi consulta, mi casa encima de mi
consulta, mi amante encima de mi cama de mi casa. Busca entre los discos
de vinilo una banda que se llama Canned Heat, me recuerda mis primeros
amores. Creéis que lo hacéis mejor, no tenéis ni idea. Yo me camelo a más
mujeres en un mes que vosotros en un año.
Hizo una larga pausa en la sus ojos se entrecerraron. Yo estaba
arrodillado con los discos extendidos en la alfombra y me di cuenta de un
detalle: la perra, Cosa, que normalmente no paraba un momento de correr en
círculos incluso en la casa, se había tumbado en la terraza y no apareció ni
58
un segundo durante la tarde. Sebas se levantó a beber una Coca-Cola, la
quinta, y seguido se metió en el baño. Escuché tirar de la cadena con
estrépito; volvió lavándose la cara con una toallita.
-Graba, Luis, graba, porque la música que tienes entre tus manos
cambió el mundo. Tú no has llegado a vivir la Revolución pero tienes la
oportunidad de grabar sus legados.
No le quise preguntar a qué Revolución se refería para no parecer un
paleto. La Revolución.
-¿Qué tal es este disco?
-¡Dios! -salió de su ostracismo místico-, Bob Dylan, no me digas que
no sabes quién es el padre de la lírica moderna. Sin él, tú y yo no estaríamos
aquí hoy hablando.
-¿Dónde estaríamos?
-Muertos. Yo por lo menos, y tu padre seguramente también. Bob
Dylan nos salvó a todos nosotros, a nuestra generación, con su mensaje.
Mira la televisión, observa a esas chicas de grandes tetas cantar entre naves
espaciales y efectos de ordenador. No saben lo que deben a Bob Dylan, no lo
saben.
Sus manos agarraban una guitarra imaginaria y sus dedos iban al
compás de unos acordes y de una voz cascada que era por lo visto la
Revolución en sí. Lo grabé entero por si acaso. A parte de Mazo, nadie me
había hablado de esos temas. A mi padre nunca le había tomado muy en
serio en ese aspecto, creí que eran locuras de marinos. En Sebas había algo
más que tomas de poder fallidas e ilusiones ahogadas, era un tipo de
maldición en su mirada llorosa que todavía era temprano para yo
comprender. Diez cintas grabé en casa de Sebas. Pasé un día entero que
amaneció nublado escuchándolas. Me empaché de música antigua con
Galeón a mi lado, tumbado en la alfombra preguntándose por qué no hacía
otra actividad ese día que escuchar cintas. Mi mente fluía con los acordes
psicodélicos. Me concentraba para extasiarme como se extasió Sebas el día
que las grabé, pero era un requisito el haber nacido en aquella época para
sentir dentro los mensajes de amor. No me entraban unas ganas de fumar ni
de ir al baño ni de beber refrescos cada diez minutos. Sólo era un chaval.
Debió ser un periodo de tiempo de lo más apasionante, donde todos hacían
el amor con libertad y arrojaban adoquines a la policía para luego quedarse
ellas embarazadas y ellos volver a colocar los adoquines en su sitio. Sí, algo
había oído sobre ello, pero yo nací después y no me sentía unido a nadie en
hermandad. Por no tener no tenía amigos, no los necesitaba. los iba ganando
según pasaban los días. Una canción tras otra, una cinta tras otra, un poco
más y vería los botes de humo volar en el fragor de la revuelta que era punto
de partida de la Revolución de la que me hablaba Sebas entre humo. Mi
padre hubiese estado orgulloso de mí, escuchando música para la rebelión
como la que nos escasquetaba para distraernos cuando cocinaba el rancho.
La diferencia estribaba en que ahora cantaban en inglés. No estaba seguro al
cien por cien si hablaban de Revolución o de una rubia que pasaba calle
abajo. Me había dado por ponerme profundo, algo anormal en mí.
59
Generalmente eran los otros los que teorizaban: Juan Pedro, Martín, El
Sheriff. Me estaban contagiando el virus. Por la atmósfera creada, me dio
por observar a una araña trepar por la pared de enfrente, encima del
amplificador. ¡Eh! ¿Quién la había invitado a la fiesta? En esta casa todos
colaborábamos: Galeón vigilaba, me hacía la sustitución de padre. Yo
cocinaba para él y le bajaba al Parque del Vietnam. La araña, nada. Me
levanté y la observé de cerca. Supuso el primer movimiento que hacía por
mí mismo que no estaba estrictamente basado en la supervivencia. Con tanta
música emocional y el discurso de Sebas me volví por unos segundos
defensor de la naturaleza salvaje. Lo primero que pensé fue en ir al
ultramarinos de Roberta y comprar un matainsectos: la casa podía estar
repleta de bichos. La araña encontraba dificultades para trepar por la pared
lisa. Disponía de dos monstruosos colmillos para su pequeño tamaño, me
daba más miedo a mí que yo a ella. Las dos patas delanteras hacían de guía,
se movían a impulsos eléctricos. Iba a aplastarla contra la pared, a
destrozarla en vida y sacarle las tripas por la boca, ¿y quién me vino a la
mente? Troski el Destrozador. Allí se quedó la araña y sus problemas de
trepado, viva. Al fin y al cabo, en ese apartamento habitábamos todos para
sobrevivir, Galeón, la araña, yo. Encendí la televisión y paré el concierto
para nostálgicos. Una de las noticias era el comienzo del curso escolar y
universitario. Eso me atañía, porque yo, quisiera o no, estaba matriculado
para el curso.
La fecha que marcaba el fín del verano y el inicio del otoño debió
influir en el clima de la ciudad. Las lluvias aparecieron aplastando la
polución contra el asfalto. Bien por la lluvia. Me sentía casero. En el
apartamento ya no era un invitado de honor, era su guardián. Saqué la cinta
grabada en casa de Sebas y metí la mía, la original, la mil veces escuchada, y
allí berreaba mi único grupo favorito. Elevé el volumen del amplificador y la
repetí doce veces hasta que unos mazazos en la pared me hicieron
recapacitar. A Lope no le entraba. Me hacía una pregunta: ¿echaba de menos
a mi madre o no la echaba de menos? Otra pregunta: ¿Debe un hombre que
vive en soledad echar en falta a su madre o era éste un signo de debilidad?
Tercera pregunta: ¿Eran mi madre y mi padre una necesidad impuesta o un
elemento imprescindible? Ahora me sería sencillo saber la respuesta. Para
evitar contestar a las preguntas se me ocurrió bajar al parque, sentarme en
unos de los bancos enroscados por plantas trepadoras y escribir una carta a
mi madre y a mis hermanas. La muestro por ser la primera carta que escribí
desde que me hice mayor de edad:
Querida mamá y hermanas,
Como muy bien, todos los días y en abundancia, tres veces mínimo.
Aunque papá no ha llegado, lo hará la semana que viene, el lunes para ser
precisos. ¿Qué tal la vida en el País Vasco? Mamá, ten cuidado con la
matrícula de tu coche, saben que es de Madrid y pueden colocarte una
bomba. No, vale, es una broma. Tú eres de allí y supongo que te respetarán.
En Madrid hace calor y ya van a empezar las clases en la facultad, con lo
que me he sacado un bono combinado metro-autobús para ir todo el año sin
60
preocuparme de sacar billete cada día. El perro de papá está bien enseñado
con lo que no tengo que preocuparme por él. Casi siempre bajo a comer a un
pequeño restaurante al que papá se encargó de poner sobre aviso de mi
llegada con lo que mi alimentación es perfecta: ensaladas, legumbres, que a
ti tanto te gustan. Como verás, papá no me tiene, como tú me decías,
esclavizado con el perro, fregando y haciendo la comida. Por el contrario,
dispongo de tiempo libre para preparar el curso y leer. Los vecinos han sido
muy amables y correctos conmigo, me encantaría que los conocieses. La
mayoría tienen perros, con ellos coincido en el parque frente a la casa. Ya sé
que tú odias los perros, pero han habido vecinos, como Anastasia, señora
viuda, que me han invitado incluso a comer. Asombroso, ¿verdad? Su nivel
no llega al tuyo, pero la comida estaba suculenta. No salgo excesivamente
para no gastar. Os echo de menos y espero ir a Bilbao en Navidades.
Un beso, Luis.
Mi propósito era tranquilizar al lado femenino de la familia. El
masculino ya estaba tranquilo. Repasé la carta por si había colado alguna
frase que me delatase. Dudé si mantener la línea que mencionaba que los
vecinos tenían perro ya que los sentimientos de mi madre hacia los animales
de cuatro patas y se traspapelaban con sus sentimientos hacia Mazo. Si
Mazo era un hijo de perra, no se podía esperar mucho de esos animales. La
dejé, hacía la carta más verosímil.
Galeón marcaba su territorio fumigando un pis aquí y otro allá en
ciertos árboles, siguiendo un esquema previo que no me pareció muy lógico:
si todos los perros que iba conociendo marcaban los mismos árboles, ¿a
quién pertenecía el territorio? A Troski no le debía hacer falta marcar
territorios en los árboles. Su ley era superior: odio ciego a sus congéneres.
Doblé la carta y apareció Martín, su perro Bormann y su hermana poetisa.
Se acercaban a mí. Bormann se enzarzó en una pelea simulada con Galeón
en la que quedaba evidente que para él era un juego. A Martín le encantaba
ver a los dos perros jugar y se lanzaba en plancha como uno más. Los tres
animales peleaban. Natasha se sentó junto a mí. A la luz del sol la veía con
claridad. La miré y me dio así: era una fenomenal muchacha de pelo rapado
al uno y mirada transparente. Demandando de los demás. No, no
demandaba, se sentía por encima, ojos perspicaces que hicieron
ruborizarme. Era un ejemplo de un tipo de mujer que no había llegado a
conocer: la mujer ausente. La chica ausente, está y no está. Eso saca de los
nervios a un hombre, que exige concentración. Pero en él. Afortunadamente
era lesbiana. Ya había calibrado mis posibilidades de éxito con ella: cero.
Ésto daba tranquilidad, un respiro para la naturalidad. Pensé que teníamos
una cosa en común: a los dos nos debían gustar las hembras de la lavandería.
Poetisa, cabeza rapada, botas de cuero, ojos soberbios de falsa sumisión. No
hacía buena pareja con Bocalinda o Viejoputón. Pero se sentó a mi lado
sonriendo ante las acrobacias de su hermano.
-¿Qué haces?
-Acabo de terminar una carta para mi madre.
-¿Puedo leerla?
61
Poetisa y cotilla. Negarme hubiese sido una cursilada, como si
ocultase información reservada. Me sorprendió su osadía; yo jamás me
hubiese atrevido a aproximarme a ella y pedirle que me prestase una poesía
suya. Me arrepentí y la razón fue que se burlaría de mi estilo, la analizaría
como la profesional que era. Qué presunción tan infantil, yo no poseía
ningún estilo, al ser únicamente la carta a una madre. No aspiraba a ser
literatura sino consuelo. Engaño. Natasha la leyó, levantó la cabeza y
contempló a su hermano Martín desfogarse con los perros. La juzgué mal,
pensé que me bombardearía a preguntas sobre el por qué de haber afirmado
ésto o el por qué de haber mentido en lo otro. Sin despegar los labios me la
devolvió. No debió impresionarla mucho la misiva.
-¿Qué tal se vive solo?
-Bien, aunque mi padre volverá en unos días, a lo sumo un par de
semanas.
-¡Cómo te envidio!
¡Loado sea Dios!
-¿Por qué?
-Porque eres independiente, porque no das explicaciones ni nadie te
las pide, dedicas tu tiempo a lo que más te apetece sin que nadie te recrimine
por ello. Tu padre viene y va con el mar. Yo, en cambio, debo explicar cada
movimiento que hago, cada verso que escribo. No les gusta que escriba
poesía. Mi padre no dice nada porque es una marioneta sin personalidad ni
carácter suficiente. Mi hermano se impone en la casa con una fuerza tal
anula a los demás. Mi madre, pobrecilla, la aborrezco y compadezco, casada
con un hombre que es menos hombre que ella. ¿Has visto a mis padres? Él
es pequeño de tamaño y de mente, mi madre es gorda y grande, le tiene
axfisiado. A resultas de ello, la única autoridad es mi hermano, que tiene el
cerebro de un caracol en el cuerpo de un rinoceronte. Yo es al único al que
quiero a pesar de que no me deja en paz ni a sol ni a sombra con la excusa
de que me tiene que proteger de las influencias que me rodean. El pobre no
quiere admitir que soy poetisa. Le gusta que lleve la cabeza rapada y que
vista como lo hago. Odia que escriba poesía, pero la poesía es mi vida.
Se pasó la mano con anillos en todos los dedos por la cabeza pelada.
-¿Por qué no te vas de casa?
-Ya lo intenté, con mi ex-amiga, pero yo no ganaba dinero y ella sí. No
tengo previsto vivir de alguien. Ahora me arrepiento de haberme echado
para atrás. El día menos pensado desapareceré y por toda despedida dejaré
una poesía clavada en la puerta con un cuchillo de cocina.
Nos echamos a reir. Era ocurrente. Decidí ser su amigo. No paraba de
conocer intelectuales, pero me abstuve de preguntarle sobre su relación con
Juan Pedro. Su hermano el rinoceronte se batía con los perros: se encontraba
más agusto. Los animales siempre serán animales. Natasha se levantó del
banco y gritó a su hermano que fuésemos a dar un paseo hacia el interior del
parque. Martín se puso a correr en esa dirección y los perros detrás de él.
Boum, boum, boum, el suelo del parque temblaba con sus botazas, que no se
debía quitar ni para dormir. Lo imaginé en calzoncillos paseándose por su
62
casa con las botas calzadas. El cuerpo de Natasha era estilizado como una
pluma, piernas largas que terminaban en un trasero de los dioses, o en éste
caso, de las diosas. Pasaban los minutos y la veía atractiva y guapa a más no
poder. Desasosiego interno por la fatalidad de que fuese lesbiana. Traté de
ser racional. Puede que fuese posible que una persona cambiase su
inclinación sexual por la presencia de alguien que encendiese una llama
poderosa. ¿Era yo una llama poderosa? Estaba en edad en la que me
gustaban todas las mujeres de todas las edades con la excepción de mi
madre. Natasha no entraba por los ojos al primer golpe de vista. Era
excesivamente anti-mujer en el sentido clásico estética-de-mujer, pero era
más sensual que la mejor actriz. Martín se unió a Natasha y a mí.
-Ya has conocido a mi hermana, Luis -echó un brazo a su hombro-. A
que es guapa, ¿eh? El mamón de Engañabaldosas aún pretende algo con
ella: un puerco tullido escritor con éste angelito.
Natasha se deshizo del brazo sobre su hombro.
-Martín, basta ya, no le llames Engañabaldosas, no es un puerco y no
pretende nada que no sea compartir escritos.
-¡Compartir escritos! ¿Crees que soy idiota? los hombres no quieren
compartir escritos con las mujeres, sino follárselas, y cuando no pueden
porque son tullidos babosos, utilizan la excusa de los escritos. Tú no sabes
nada de hombres. A ti esa cucaracha no te pega, no va contigo, y como un
solo día le vea acercarse a ti o hablándote le voy a tumbar todos los dientes
de cuatro puñetazos. Va a pillar fuerte y flojo.
Martín cerró el puño con tatuajes en cada nudillo. Tembló cielo y
tierra. Suerte que Juan Pedro tenía un perro entrenado para matar. Martín
también estaba entrenado para matar. Natasha, que había estado mirando al
suelo, haciendo redondeles en la arena con las botas, estalló.
-¡Escúchame, anormal, ¿crees que ...
-¡Escúchame tú a mí, ¿tú te crees que...
El cataclismo explotó. Los dos contendientes se ladraban. Entretanto,
yo llamé a Galeón y los dos nos fuimos, despacito y sin alborotar. Dejamos a
los dos hermanos con la cabeza rapada a nuestra espalda y a Bormann sobre
sus patas traseras y las orejas dispuestas a no perderse palabra. No quería
volver la vista atrás. A pesar de que iba poniendo metros y metros de
distancia, duras expresiones astillaban el aire. No había piedad, sin embargo
no llegaría a mayores, no eran agresivos fisicamente, al menos Natasha.
Martín, de momento, tampoco. La soga que unía al neonazi y a su hermana
escritora era intensa. Al abrir la puerta de cristal blindada una voz me llamó:
¡Luis, Luis! Viejoputón, con la cabeza asomada por entre los flecos de la
lavandería, hacía señas con la mano. ¿Yo? Obedecí.
Mi lengua jugueteando con sus pezones y sus manos urgando entre mi
cabellera. Viejoputón se desprendió de la chaqueta de vestir Ives Saint
Laurent y del sujetador floreado de encajes negro. Seguía manteniendo los
pantalones de pinzas y los zapatos negros tacón de aguja. Apartó mi cabeza
de sus senos, me dio la espalda frotando su culo contra mi miembro
mientras yo la besaba por el cuello y recorría con las manos sus caderas y su
63
vagina. ¿Verdad o mentira? Ésto ocurría en la lavandería, pero eran
imágenes construidas por mi mente. Viejoputón había olvidado incluir unos
calzoncillos en la última remesa de ropa apestosa. Situada al otro lado del
mostrador, los sacó de una cesta de plástico y los metió en una bolsa. El
único gesto erótico real fue mi mano acariciádome el miembro contra el
mostrador aprovechando que llegaba hasta la cintura. ¿Bocalinda? Desnuda
en el cuarto de máquinas acariciándose entre sábanas blancas. Yo había sido
un ser comedido en lo que se refiere a impulsos frenéticos pero algo se
estaba escapando, fuera de control. ¿Se puede creer que pensé por un
momento en desnudarme allí mismo y decirles la verdad? Estaba sufriendo.
El pavor al fracaso me detuvo. No existía razón por la cual dos mujeres
mayores que yo y atractivas fuesen a tirar su negocio y su reputación por el
retrete con el fin de satisfacer a un chaval solitario con el cerebro infestado
de labios vaginales. Además, ¿a cual habría amado yo primero?
64
Relato del Pequeño Policía en el País de los Vascones.
La diferencia entre el otoño y el verano eran las ventanas. Mi memoria
ha grabado el apartamento de mi padre con dos divisiones temporales: la
puerta de cristal que daba al balcón abierta: verano; la puerta cerrada,
invierno. En medio, Galeón. El perro entraba y salía del apartamento a su
caseta dependiendo de lo que ocurriese en el interior del mismo. Si tuvo
otras razones, nunca las llegué a conocer. La música de los años sesenta que
para Sebas transformó la sociedad era insoportable para los finos oídos del
perro. Hubo cantantes que el animal no podía soportar. Como Bob Dylan.
Hice hasta un experimento: cada vez que sonaban los primeros acordes de
Like a Rolling Stone, Galeón se levantaba de la alfombra y ponía pies en
polvorosa.
La pelea entre Natasha y Martín en el Parque del Vietnam me dio que
pensar los siguientes días. Yo estaba acostumbrado a las peleas familiares,
pero de una clase diferente. Mazo y mi madre se pelearon aunque yo no
recuerdo las peleas en directo, que son las que marcaban a los hijos y les
hacen salir psicópatas. Se peleaban de forma subterránea. Los gritos y los
insultos vinieron después, con la puesta en práctica por parte de Mazo de su
teoría de las familias paralelas. Nunca en casa de mi madre volaron tomos
de enciclopedia a la cabeza ni vino la policía a rescatarla del baño. No había
motivo, mi padre no hacía nada malo. Tampoco hacía nada bueno, eso era
verdad. Actuaba con otros patrones que no se acabaron de ajustar del todo a
la, según sus palabras, opresiva institución de la Familia Nuclear. Profirió
esta definición un par de veces en toda su vida. ¡Cómo me acuerdo de ella!
¿Dicen sus padres sentencias así? Si lo hacen, pueden apostar la vida a que
acabarán con el petate en el descansillo.
No me agrada profundizar en los asuntos personales de mi madre y de
Mazo en honor a su delicadeza por intentar mantenernos al margen de sus
antagonismos. Mi madre sostuvo una cruzada, y era que yo no fuese marino:
ni mercante ni militar. Prefiero verte muerto o encerrado, me largó una
tarde, pero estaba deprimida después de haber hablado por teléfono con mi
padre. Tu madre me quiere cortar las alas, pero yo ya he cumplido como
marido y como padre. ¿Qué más quiere? Me dijo Mazo mientras
troceábamos un pulpo que yo acababa de pescar. Pocos comentarios más del
estilo. Afirman los doctos que los hijos de los padres divorciados cargan con
el estigma de por vida. Me río yo de esta pachanga. No había un ápice de
trauma en mis hermanas o en mí. Si mi padre era marino nadie le podía
exigir que se comportase igual que un administrativo o un guardia de tráfico.
En el colegio al que asistí conocí hijos de padres divorciados. Se ocultaban
por la vergüenza y lo camuflaban con el argumento de: oh, ¿mi padre? Está
de viaje, un viaje largo, por asunto de su trabajo. Lo que se traslucía con
todo aquello era que los hijos se avergonzaban de sus padres y de sus actos.
Que no se interprete lo que digo a la ligera. Yo no iba proclamando a los
cuatro vientos, a babor y a estribor:
65
-¡Oidme! ¡Oídme, profesores del colegio! ¡Mi padre está teniendo
hijos con mujeres del Caribe! ¡Mi padre defiende a las prostitutas!
Su separación fue una consecuencia congruente con su forma de ser,
como lo sería la separación entre Maya y Lope. Yo había sido testigo de una
trifulca entre dos hermanos, Caín era un neonazi y Abel una poetisa
lesbiana.
Dos noches mas tarde eran las doce, la temperatura era agradable, caía
un chaparrón, el fresco entraba por la puerta del balcón. Mi cama estaba
situada entre los dos altavoces por las que salían despedidas las notas de un
grupo mágico y yo leía La Batalla de los Siete Mares. Galeón velaba mi
sueño, el silencio reinaba en la casa. La cabecera de la cama se apoyaba en
la pared que compartía con el espadachín y su mujer. A pocos minutos de
pasar páginas sobre la batalla naval, la pared retumbó. En lo primero que
pensé fue en un terremoto, pero no había terremotos en Madrid desde la
postguerra. Al retumbar siguió un grito, luego otro grito, se encadenaron los
gritos, yo apagué la música. Galeón se debió despertar con la alteración,
entró en el apartamento; yo me levanté y pegué mi oreja a la pared. El ruido
de fondo de una televisión no me impidió seguir el curso de la bronca:
-¡Apártate, Maya, voy a ensartar a esa alimaña!
Carreras...
-¡Estás loco, maldito enfermo, no te aguanto más, deja esa espada o
tendrás que clavármela a mí primero!
-No me tientes, no me tientes, mala puta...
Más carreras por el piso. Muebles caer al suelo.
-¡Aaahhh! Sal de debajo del sofá, bestia inmunda, y tú, ramera barata,
deja de tirarme cojines o por mi honor que te convierto en un pincho
moruno aunque me pase los restos en un penal. ¡Sal de ahí, cucaracha
afeminada!
-¡Maricón! ¿Por qué no te enfrentas al perro de Martín, o al de Juan
Pedro? ¡Dios Bendito, deja el florete de una vez!
Pasos. Golpes contra las paredes. Cayó cristal contra el suelo.
Silencio repentino. La voz de Lope se engoló.
-Nunca quise que tomásemos a esta cucaracha, pero tú te empeñaste, y
sé por qué. No te gusto, me odias, te parezco un ridículo espadachín, mas
no soporto ni un segundo más a Fifí. Mírale...¡Mírale! con esas borlas que
lleva en las cuatro patas, y su cabeza, parece sacado de una peluquería de
mujeres perdidas, siempre espiándome, mirándome cuando entreno. Hasta
cuando hacemos el amor está presente en los aposentos, pero lo que ha
hecho esta noche es la última vez que lo hace, lo juro por...
Tres segundos interminables...
-¡Muere, hijo de de la gran puta del parque!
-¡Uuuuaaaaahhhh! ¡Has atravesado el sofá! Eres un demente y voy a
llamar a la policía. ¡Corre y escapa, Fifí! ¡Policía, policía! ¡Hiiii! ¡Hiiii!
La puerta de su apartamento se abrió con violencia. Maya comenzó la
llamar con desesperación a la policía. El asunto se ponía divertido no, serio
sí. Mi capacidad de reacción había aumentado puntos desde que vine a vivir
66
a la calle Segunda República. Salí como un rayo hacía la puerta. Antes de
girar la llave me pregunté: Luis, ¿estás dispuesto a morir por un perrito con
borlas en las patas? Policía, policía. Maya poseía una potente voz. Algunos
vecinos debieron salir, ya que desde el apartamento escuché puertas abrirse
y cerrojos correrse. Lope debía estar arrasando el apartamento: se
escuchaban trompazos y portazos y juramentos de muerte. Se oyeron voces
y ordenes de hombres, de mujeres entremezcladas.
De pronto, entre los chillidos, la voz de un hombre se impuso. ¿Dónde
está?, dijo.
-Dentro, por favor, date prisa, va a matar a Fifí...
-¡Lope, deja el florete en el suelo y tranquilízate!
-¿Qué hace usted aquí? Esto no es asunto suyo, el bicho este ha
llegado a su límite. ¿Dónde estás, sardina con lana?
Carreras de nuevo. Un portazo.
-¡Suelta el florete de una maldita vez. Yo soy la ley, ¿es que quieres
que te detenga?
-¡Ahá! Atrévete, perro, y te mojo a ti también.
-¡Corre, Fifí, escapa, corre!
-¿Dónde se ha ido esa puta pécora?
La voz de Lope venía ahora del pasillo donde se encontraba de
ascensor. Suelta la espada esa, es la última vez que te lo digo; ven tú a por
ella si los tienes donde Dios te los dejó; no me obligues, Lope; a ver tu
valor; tú lo has querido: suelta el florete y tírate al suelo o te meto cuatro
tiros.
Me venció la curiosidad sobre el temor a la muerte. Abrí. Lope me
daba la espalda, tenía las piernas entreabiertas, el torso desnudo, los brazos
caídos. En su mano izquierda, el temible florete. De frente a mí, un hombre
menor de estatura estaba apuntando a Lope con una pistola automática que
agarraba con ambas manos. La mujer de Lope cubría su boca con las manos
en un intento de no gritar. No soñaba, era un arma, un objeto que veía por
primera vez desenfundado. Lope permanecía de pie a pesar de la orden del
pequeño hombrecillo de que se tumbase. El espadachín abrió la mano
dejando caer el florete al suelo. Se dio la vuelta como si no fuera con él. Lo
tuve frente a mí, me vio. Su cara pétrea se torció: el gesto que Lope esbozó
fue la sonrisa más vil que un ser humano pueda dibujar.
Cerré la puerta.
Según me enteré por el Sheriff, Lope pasó la noche en una comisaría
de policía. Que Lope quisiera atravesar a Fifí no me parecía un desatino
porque el perrito era ridículo. Más después de oír a que el animal se
introducía entre las sábanas cuando el espadachín y Maya practicaban el
amor. El Sheriff, al ser despertado por el escándalo, llamó a la policía. Yo le
pregunté cómo era posible que hubiesen llegado tan veloces, a lo que
contestó que no habían llegado tan rápido porque resulta que ya estaban allí.
El hombrecillo de la pistola automática tenía un apartamento en la escalera
B, en la misma planta donde Sebas tenía la consulta. Sí. Un policía vivía en
la casa y nadie me había dicho nada. Porque poca gente lo sabe, añadió el
67
Sheriff. El portero se resistía a ser interrogado por mí, no quería soltar
prenda con respecto a nuestro vecino armado. No era un policía de uniforme
sino un inspector que había trabajado en entornos muy peligrosos. No saqué
más.
Yo no podía esperar. Juan Pedro, amante de las automáticas y de los
disparos a quemarropa, me completaría la información. Puede que el policía
hubiese amenazado de muerte al Sheriff en caso de hablar. Di un rápido
paseo a Galeón por el parque y me apresuré a subir al piso de Juan Pedro.
Llamé al timbre pero allí no había nadie. Bajé a la entrada, y en uno de los
sofás del vestíbulo me puse a leer y a esperar. El Sheriff, que en sus ratos
libres debía ser un intelectual por el número y tamaño de los libros que leía,
dispuso que en las dos escaleras hubiesen libros y revistas para quienes
tuviesen que esperar o relajarse si es que no podían conseguirlo en su casa.
Revistas de ciencia y deportes, pornográficas, libros. Una estantería en cada
escalera. Primero di un repaso a las revistas de hembras desnudas ocultando
la revista tras una de mineralogía. Me dirigí a la estantería, que tenía un
surtido de volúmenes literarios, libros de Política Económica, Historia de las
Revoluciones, Sociología del Trabajo, Medicina, y Parapsicología. Todos,
sin orden ni concierto. ¿Por dónde empezar? Mi padre sólo disponía de
libros relacionados con el mar: sus tradiciones, técnicas, batallas. Yo era un
chico de secano. Me decidí por un volumen de Historia Mundial de la
Humanidad. Yo, Luis, incapaz total de ir a la universidad a meterme en su
moderna biblioteca informatizada repleta de volumenes en varios idiomas,
fui seducido por el vestíbulo de la escalera B y su estantería con viejos
ejemplares. Había vecinos que subían y bajaban, vecinos que todavía no
conocía pero que sí parecían conocerme a mí. Algunos hacían un alto en el
camino para leer una revista, mas yo había sido absorbido por las batallas y
hasta llegué a olvidar el motivo inicial de mi espera. ¡Qué placer fue leer
allí! Las manecillas del reloj. Yo había perdido la noción del tiempo en
cuanto al control de los compartimentos en los que se dividen los meses,
semanas o días. Me guiaba por un lema: hacer lo que me apeteciese cuando
me apeteciese: podía comer a las tres de la mañana y dormir a las tres de la
tarde. Podía no aparecer por clase en meses y leer durante horas en la
entrada de la casa. Pasaron varias aventuras y al final Juan Pedro apareció.
Con él, su monstruoso perro al que colocaba un bozal de metal. Subimos.
Yo por las escaleras y él por el ascensor. Una vez en su casa y mientras
cocinaba arroz con pollo al curry y chili, me contó la historia del policía. Le
entusiasmó hacerlo porque aseguró que la mejor forma de integrarse en una
comunidad de vecinos era saber la vida de cada uno de ellos. Alabó mi
curiosidad.
-Le llamamos el Pequeño Policía por su tamaño, y aunque quiere
guardar su profesión en secreto, lo saben hasta los perros, y más después de
haberse llevado a Lope detenido a comisaría a punta de pistola. Por cierto,
tiene una automática preciosa por lo que me han comentado. Un día le
pediré que me permita echarla un vistazo. Bien, voy. Pues el tipo es un
solitario, un policía sin futuro. Tiene la estatura mínima para haber sido
68
admitido en el cuerpo. Luis, ¿cuál es la diferencia entre un policía en su sano
juicio y un policía como el Pequeño? No lo sabes, yo te lo voy a explicar: un
policía que no tiene la cabeza ofuscada, jamás de los jamases pediría un
destino voluntario como Rentería, en el País Vasco, y menos durante los
violentos ochenta. Ésto es lo que hizo precisamente el Pequeño Policía:
cogió sus bártulos y se largó en dirección a la boca del lobo. Es un hombre,
un hombrecillo que continuamente se siente en el deber de demostrarse a si
mismo y a sus superiores que la palabra miedo no entra en su cerebro.
¿Quieres arroz? Ya tenemos al Pequeño Policía en Rentería. Allí va a
demostrar que no hay separatista que se resista a su automática. Dios, hasta
sus superiores se encuentran sobrecogidos con el recién llegado, pero le
dejan hacer, al fin y al cabo es la guerra y Rentería es la línea del frente. El
Pequeño Policía adquiere fama de animal y le acusan de malos tratos un día
sí y otro también. Los círculos aberzales empiezan a acosarle: hay que
asustarle para que se vaya. O matarle. Como te he mencionado antes, y
sírvete más arroz, no seas ruín que el arroz es el alimento de media
humanidad, la más sana, el Pequeño Policía no tiene miedo y la situación le
excita. Sus superiores le recomiendan que se tome unas vacaciones pero él
rechaza la oferta. Todos tenemos nuestro corazoncito con un hueco, una
celda para el amor, y a pesar de que el Pequeño Policía sólo ha estado
enamorado de un espejo y de su popo automático, conoce a una chica que
trabaja en el bar de un pueblo cercano y se enamora. La tipa está llena de
odio hacia la Sagrada Causa Vasca Abertzale: la Independencia. La tipa
conoce mejor aún que él a las personas más implicadas en los movimientos
de independencia de la zona y entre los dos montan un plan tan absurdo y
desquiciado como es llevar la guerra más allá de los límites. Luis, ¡carajo!,
comenzaron la guerra por su cuenta, al margen de la ley. El Pequeño Policía
y su amante. Ni siquiera informa a sus compañeros del cuerpo de policía. Él
se lo guisa y ella se lo come. ¿Te gusta, eh? Ella le ayuda a marcar objetivos
y a esconderle en su piso. Nuestro Pequeño Policía no es un patriota
exacerbado sobre la unidad. Le va la acción. Me he pasado con el chili,
siempre lo hago, no sudes, el picante es lo mejor para el estómago, acaba
con to los virus de una tacada. El cuerpo es una fábrica de costumbres, se
acostumbra a todo, el tuyo acabará por hacerse adicto al curry, ja, ja, ja...
No, es una broma, mmm, sigamos. El primer golpe, llamémoslo así, que el
Pequeño Policía y su amante dan es secuestrar a punta de pistola y
encapuchados a un dirigente menor de Herri Batasuna. Lo llevan a un
monte, lo atan a un árbol y la camarera propone matarle. El Pequeño duda:
se entabla una paradójica discusión. Al final llegan a un acuerdo: lo matarán.
Los dos van con pasamontañas y la noche se apodera de la colina en donde
tienen atado al tipo. El Pequeño Policía eleva su arma y apunta desde una
distancia de seis metros. Quiere imprimir a la escena un halo de ejecución.
Dispara, ¡bang! Salen corriendo ladera abajo que es donde tienen el coche
aparcado, pero entre la negritud de la noche y el pasamontañas que molesta
al policía en los ojos -ésto es una suposición mía- erra el tiro. ¡Fíjate su
grado de inutilidad! A la mañana siguiente un granjero encuentra al hombre
69
atado al árbol con un tiro en el pecho, se desangra pero vive. Ahí comienza
el Apocalipsis de la pareja justiciera. Son inmediatamente localizados y
cercados por militantes radicales, que los tienen en un noventa por ciento
identificados. Un día la camarera sale de trabajar, al poco de la ejecución
fallida. Un chaval comienza a seguirla. El Pequeño Policía estaba dispuesto
a vivir con ella para garantizar su seguridad, mas se le han adelantado: son
los Imponderables. Los tacones de sus zapatos golpean las baldosas de la
acera mientras las zapatillas deportivas de su seguidor no emiten ningún
sonido, se deslizan. La camarera mira hacia atrás cada minuto pero no ve a
nadie, las calles del barrio están limpias, desiertas, quién sabe si a propósito.
Saca las llaves del bolso y abre la puerta del portal, ya está a salvo. Su mano
tantea la pared para localizar la luz de la entrada y llamar al ascensor.
Tantea, tantea. En el lugar donde el interruptor de la luz está situado hay una
mano que lo cubre, ella acaricia esa mano, su sangre y su respiración se
congelan. La mano acciona el interruptor, se hace la luz y descubre que tres
hombres encapuchados la rodean. En sus manos, bates de béisbol y navajas
automáticas. Ahora te pido que imagines el desenlace.
-No sé, supongo que la cosen a navajazos.
-Buena suposición, pero tienes que ir más allá. Luis, concéntrate,
chico. ¿No desarrolláis la imaginación en la porquería de universidades a las
que vais? ¿Qué ocurre después?
-Déjame pensar... Después de la paliza, en la que la camarera no
muere, el po...
-¡Colosal! ¡Brillante! La camarera no muere, no la matan, y lo hacen
aposta, pero la chica está fisicamente anulada y entra en coma, su cuerpo son
trizas de carne descompuesta cuando el Pequeño Policía entra en la UVI y la
ve. Cierra los ojos por una décima, saca la automática, así, mira, así, la besa
y jura venganza. Fíjate en el detalle que acabo de recalcar porque besa la
automática y no a la camarera, que yace inerte como cuando se vierte un
bote de comida para perros y cae flácido, sin vida. Entonces...
-Espera, espera un segundo, ¿cómo sabes semejantes detalles?
-Luis, una pregunta, ¿quién hace la Historia? Los historiadores. Así
ocurrió. Atento: el Pequeño Policía tiene la automática pero le falta la
inteligencia necesaria para trazar un plan de venganza que no sea recorrer las
calles de Rentería a tiro limpio como en un pueblo de Río Grande. Sentado
en su piso loco de furia, llena el cargador de su arma y toma otro de
repuesto. Son las cinco de la tarde cuando baja del piso y conduce su
automóvil sin rumbo fijo, vueltas y vueltas hasta que sale de Rentería y se
dirige hacia el pueblo donde vivía la camarera y amante. Se dispone a
abandonarlo cuando cambia repentinamente de opinión, y derrapando, entra
de nuevo en él. La sede de Herri Batasuna es su destino. De un brusco
frenazo aparca en su puerta, entra como el Ángel Vengador armado y al
primer tipo con el que se cruza en el interior le planta la automática en la
cabezita. Escudándose con él entra en la sala de reuniones y toma a cinco
hombres y a una mujer como rehenes. ¡Hijos de perra, voy a mataros a
todos! Grita. Encerrado con ellos, los sienta a todos en la mesa, declara
70
quién es y lo que busca: los tres hombres que golpearon a su amante.
Entretanto, alguien avisa a la policía, que se planta con los carros blindados
rodeando la sede y con un megáfono le conminan a rendirse, a entregar el
arma y dejar a los rehenes. Se entabla una incómoda negociación en la que
el Pequeño Policía pide que se le deje escapar con uno de los rehenes como
protección. Date cuenta y siente lo ridículo de la escena: policías contra
policías y aberzales entre dos fuegos. El Pequeño Policía se ha metido en un
laberinto sin salida y para hacer ver la seriedad de sus peticiones sale hasta
la puerta escudándose en uno de los retenidos y abre fuego a la barricada de
coches-policía. Es un aviso. Uno de los policías que se encuentran fuera se
pone nervioso y contesta a las balas con las balas, reventando la pierna al
rehén que le sirve de escudo. El Pequeño Policía lo abandona de un empujón
en la entrada. El hombre chillando, desangrándose. Nadie se atreve a
acercarse para rescatarlo. Negociaciones infructuosas en las que el
agotamiento va haciendo mella en el Pequeño Policía. Nombres y
direcciones, eso es lo que busca, no obtiene respuestas. Golpea a dos de
ellos con la culata de la pistola abriéndoles una brecha en la cara. Los
cuerpos especiales de asalto se preparan pero la policía se muestra reticente
a machacar a uno de los suyos. Su superior, blandiendo un pañuelo blanco,
entra en la sede del partido. Hablan a solas durante media hora y al cabo de
la misma, el jefe de policía y el Pequeño Policía salen por la puerta. El jefe
lleva su brazo por encima de los hombros de su compañero: parece que han
llegado a un acuerdo. Ahí se acaba la historia de el Pequeño Policía en el
País Vasco. Su rastro se esfuma y aparece en la capital. Está aquí, en la calle
Segunda República, entre nosotros.
Quedé segundos pensativo. ¡Cómo lo interpretaba! Sus manos, sus
brazos, un tenedor que hacía de pistola, un volante, un derrape entre arroces
y pescados...
-Yo, Luis, tengo un arma.
Se levantó de la mesa y se metió en su cuarto por unos en los que me
preguntaba qué estaba planeando ahora. ¿Sacaría un kalashnikov de la
cama? Apareció con un pasamontañas enfundado en su cabeza y un arma en
su mano. Un arma plateada. Se miró en el espejo.
-Impresiona, ¿no es cierto? Te diré la utilidad de este equipo: me
proporciona la inspiración necesaria. Un escritor pierde la luz que le guía.
Un día cualquiera no se siente motivado. Entonces yo me levanto y me
coloco el pasamontañas y acaricio esta 357 plateada. Me miro en el espejo y
comienzo una danza por la casa. Apunto a las esquinas, a las paredes y
ventanas. También a personas imaginarias y hasta a Troski. Voy despacio,
ralentizando los movimientos, estudiándolos, y logro asustarme de mí
mismo. Natasha encuentra poco ortodoxa esta forma de obtener inspiración.
¿Que te parece Natasha?
-Creo que es una chica guapa e inteligente. Un poco desconfiada.
-Bien, ¿y te gustaría acostarte con ella?, ¿te atrae como hembra?
-Sinceramente, no pienso proponérselo. ¿Escribe bien?
71
-Escribir bien... Los poetas no escriben, utilizan las palabras, cada una
de ellas, para sacarles el máximo partido, no son naturales. El mundo de
Natasha es la mujer y eso supone ser excluyente, no quiere saber nada más.
-Tú escribes sobre la violencia y los tiros en las calles.
-Hay una diferencia. ¿Quieres un vodka?
72
Las relaciones matrimoniales se basan en el odio.
Sebas iba a celebrar su treinta y pico cumpleaños con el honor del que
cae por la pendiente hacia la vejez. Así me lo comentó cuando fui a sacar a
su perra Cosa una tarde en la que tenía pacientes. Entré al apartamento
seguido de Galeón y nos encontramos con una escena inusual: ver al perro
de Sebas, Cosa, tumbado en el suelo durmiendo. Me apercibí de que
respiraba, ya que él no se inmutó al escuchar nuestra llegada, puede que ni la
oyese. Me acerqué a él mientras Galeón le olisqueaba. A Galeón no le
agradaba Cosa, se le escapaba a su comprensión. Un perro que lo único que
sabía hacer era dar vueltas en círculos cerrados por el Parque del Vietnam
guiado por una profecía que estaba forzado a cumplir. Utilicé el santo y seña
que todos los perros comprendían: ¡a la calle! Cosa no se movió de su sitio.
La agité con los brazos, entonces levantó la cabeza, me miró con la cara
cubierta por un matojo de pelos blanquinegros que cubrían su ojos
enrrojecidos. Las fauces, entreabiertas, la mandíbula inferior llenita de
babas, la lengua flácida, blanquecina sobre los colmillos. ¿Estará enfermo?,
pensé. Cuando me disponía a abandonar el apartamento y dejar que Cosa
siguiera durmiendo, apareció detrás nuestro y salió por la puerta. Más que
caminar sobre cuatro patas, se arrastraba sobre dos. Quizás debí pasar antes
por la consulta de Sebas, y preguntarle. Una vez en el parque, el perro se
comportaba de manera más extraña aún si cabe. No sólo no corría en
círculos como era habitual: es que apenas se mantenía en pie. Cada cuatro o
cinco pasos se detenía para rascarse, se rascaba con vehemencia, sobre todo
el hocico. Después se quedaba parado, congelado sobre sus cuatro patas,
mirando un objeto en la distancia, nada concreto, una rama de un arbusto,
una hormiga caminando. Galeón se acercaba a él, le mordisqueaba las patas,
pero Cosa no respondía. Daba cuatro pasos más y vuelta a rascarse. Hasta
eso le costaba esfuerzo. Yo me preocupaba relativamente. Me caía simpático
el perro por su extravagancia pero podía tener algún virus y contagiar a
Galeón o a mí. En una de las veces en las que estaba alucinado, a pocas
pierde el equilibrio y cae al suelo. Suerte que tenía cuatro patas en vez de
dos. Inclinó la cabeza al suelo como si quisiese oler la hierba, abrió la boca y
vomitó los intestinos. Una erupción de pasta blancuzca con porciones
rosadas. El inconsciente de Galeón quiso oler el vómito y comenzó a
lamerlo. Lo aparté de un empentón. Cosa no se encontraba bien, decidí
subirlo a su apartamento. Así, dejé una nota escrita a Sebas para cuando
subiese: Sebas, el perro parece enfermo, tiene los ojos rojos y no para de
rascarse, ha vomitado y le cuesta andar. Luis.
El ver al perro aquel día en tan lamentable estado hizo que
recapacitase y pensase en mi salud, en mi propio cuerpo. Yo disponía de un
físico y de una mente, la mente funcionaba en un tono afinado, y el cuerpo,
de momento, también, pero Mazo nos había dicho:
-No siempre tendréis dieciocho años para que vuestro cuerpo
responda.
73
El deporte no era mi fuerte, yo era un intelectual. El deporte y ejercicio
físico que me atraía con mayor insistencia era el deporte sexual. Sin
embargo, a pesar de unas condiciones negativas previas, tenía la conciencia
de que debía moverme, no ser tan sedentario.
Al comenzar el otoño puse la maquinaria en funcionamiento. Me
levanté de la cama, me desnudé y planté mi cuerpo frente al espejo. Vaya,
no estaba mal, pero necesitaba un impulso, una acometida de agitación
muscular que le diese la impronta necesaria para confiar en él y que no me
fallase en futuros ataques a Bocalinda y Viejoputón. El atosigamiento al que
me sometieron desde pequeño, que venía de todos los ángulos de la
sociedad, desde mi padre hasta la televisión, se basaba en: tened un cuerpo
bello. Nacer feo, no guapo, era un anatema con el que se carga. Yo me
consideraba entre dos aguas: un no feo no guapo. Mi pelo crecía
desordenadamente, colocaba mi cabeza en diversas posiciones para captar
los defectos cuando la vi. Una de dos: o sufría un salto en el tiempo o me
estaba haciendo viejo. Hacía pocos meses que obtuve el derecho al voto.
Allí estaba, en el lateral derecho del cráneo, cerca de la parte posterior de la
oreja. Una cana. ¿Qué era una cana? Un pelo blanco y algo más. El sueño se
había terminado. Quise distraerme con una revista de barcos pero nadie
escapa de su destino, y el mío era que la cana obedecía al hecho de que
había dejado de ser un crío y ahora era un hombre. Todo cuadraba. Mis
obras y pensamientos se verían canalizados por el factor Hombre, no por el
de Chico, o Niño. La pregunta a continuación era: ¿Cómo se es un Hombre?
Mi primera labor sería limpiar ese pelo, cortar el problema de raíz. Me vestí
y llamé a Galeón. Al bajar las escaleras me topé de bruces con Anastasia. Lo
celebré ya que era enormemente difícil ver a la Viuda Negra fuera de su
guarida. Ascendía los escalones con lentitud. Al cruzarnos, me miró e
inclinó la cabeza en muda afirmación de que me reconocía.
Merecía un mote: el Hombre de la Cana, o el Hombre del Pelo
Plateado. El día era soleado. Me pondría a buscar una peluquería, y una vez
dentro, explicar al peluquero que no quería esa cana. Me había convertido de
la noche a la mañana en un Hombre, pero de ello no se derivaba el que
tuviese que aceptar todas sus consecuencias. Las aceptaría gradualmente.
Antes estaba el amor, el sexo, el volar, el viajar, el conocer a las personas
que vivían en el Mundo. Era tal mi ímpetu que entré en lavandería las Zorras
para preguntar a la que estuviese presente dónde había una peluquería en el
barrio. Unos días antes ni por asomo me hubiese atrevido a entrar por algo
que no guardase relación con su negocio. Estaban las dos, Bocalinda y
Viejoputón. La una atendía a una cliente y la otra estaba en la sala de
máquinas hablando con ellas. Dijo, buenos días, y continuó la charla. Eh,
muñeca, no estás hablando con un niño sino con un hombre, con lo que
dirige tus ojos hacia mí porque voy a hablar, y usted, estúpida clienta, haga
de su cuerpo humo. Me frenaba el no saber su nombre real. Bocalinda no era
todo lo educado que se espera de un nombre. Me lancé:
-¿Dónde puedo encontrar una peluquería para caballeros?
74
No debía haber empleado esa cursi palabra: Peluquería para
caballeros. ¿Era un Hombre o un Caballero?
Bocalinda detuvo su conversación con la desconocida y se me entregó
por completo. Salió del mostrador y me rodeó el cuello con sus suaves
manos, adheriendo su boca a la mía en un beso retorcido, llamado
Destornillador. ¿Qué me ocurría en esa maldita lavandería que imaginaba
escenas sexuales a cada segundo? Bocalinda corrió los flecos de la puerta y
me indicó con la mano la calle dónde podría encontrar una peluquería. La
peluquería estaba a tres manzanas de distancia de lavandería las Zorras. Yo
iba feliz caminando con mi perro a punto de deshacerme de las greñas que
poblaban mi cara: era la hora de tener un aspecto de Hombre, que no de
Adulto o de Maduro. Éstos eran sinónimos de Aburrido. Ser un Adulto
Maduro era ser una Monótona Basura. Ser un Hombre era lanzarse al
mundo, comerse el globo terráqueo. Al llegar a la peluquería inspeccioné a
través del ventanal, vi a un hombre maduro, pelo blanco, bata blanca.
Galeón me apremiaba a volver al parque y el tipo no irradiaba simpatía. De
vacaciones con Mazo, era él quien se ofrecía a quien quisiera ser
trasquilado. Me di la vuelta y fui a reflexionar al Parque del Vietnam, y una
vez allí vi la luz: rogaría a Natasha que me cortase el pelo.
Durante dos días estuve cavilando la manera de pedírselo, con lo que
bajaba y subía del apartamento cientos de veces por si la encontraba por
casualidad. Me sentaba a leer el libro sobre griegos y persas pero Natasha no
aparecía. Sí lo hizo Martín y sus botazas negras. Bajamos a los perros
abrigando la esperanza de ver a su hermana. El tema del pelo estaba
resuelto, pero quedaba la parte inferior de la cabeza, el cuerpo. Disponía de
varias opciones. Una era levantarme por la mañana y correr por el parque en
compañía de Galeón. Me daba vergüenza que me viesen unos vecinos que
profesaban de todo menos el culto al físico. Martín iba a entrenar con sus
colegas nazis al monte del Pardo, en varias ocasiones me invitó a ir con
ellos, pero no creí que aprendería nada útil.
Eran las nueve y media de una semana vulgar cuando comencé los
ejercicios, que consistían en dos tandas de veinte flexiones y dos tandas de
veinte abdominales. Con unos pantalones cortos de deporte y una camiseta,
apartaba la mesa central del salón y colocaba una cinta de las que había
grabado en casa del doctor. Mi canción favorita era una titulada Estrella de
la Autopista, en la que la música iba increscendo hasta acabar en un
maremagnum de ruidos que se conjuntaban con el sudor que suponía hacer
ejercicio todas las mañanas. Los primeros días creí morir, las agujetas me
impedían moverme, pero el fin lo justificaba y las mujeres notarían el
cambio. Aumenté el tiempo de la gimnasia así como los ejercicios: me
tumbaba en el suelo con las piernas estiradas sin tocar el parqué, las abría y
cerraba en un movimiento de tijera. Otro de los ejercicios consistía en
correr. Éste era ridículo por definición: corría sin avanzar un paso, elevaba
las rodillas hasta el estómago, uno, dos, uno, dos, al ritmo del rock. El
cantante iba en un coche a mil millas por hora en una autopista sin final, y
yo subía y bajaba las piernas intentando alcanzarle. Boum, boum, era Lope,
75
que hacía ya días que había vuelto de la comisaría de policía y golpeaba la
pared. Parece que habían logrado reconciliarse él y Maya, aunque dudaba
que fuese el último intento frustrado de Lope por pinchar a Fifí.
Constancia. La palabra mágica. Cada mañana me miraba al espejo con
el vano deseo de ver mi musculatura crecer. Mi impaciencia me traicionaba.
Al cabo de ocho días los cambios debían ir por dentro del organismo,
porque la apariencia exterior era idéntica. Me armé de valor y me duché,
saliendo por la puerta con destino al tercer piso letra C, el apartamento de
Martín, Natasha y sus padres. Pulsé el timbre y me llevé mi primera sorpresa
pues no era el ding-dong de los demás apartamentos sino las primeras notas
del Cara al Sol. Me abrió la puerta una descomunal mujer con el pelo de
raíces negras y terminaciones rubias: la madre de Natasha. Al primer golpe
de vista me atemorizó.
-Hola, Luis. Martín no está en casa.
-No buscaba a Martín sino a Natasha. ¿Está en casa?
-¡Natasha! ¡Natasha! Joder, niña, ven a la puerta de una puta vez.
Si tuviese que compararla con un animal lo haría con un mamut.
Natasha salió de su cuarto y la madre-mamut volvió a planchar.
-Hola, Natasha, me gustaría pedirte un favor.
-Tú dirás.
El padre de Natasha se acercó a saludarme porque era la primera vez
que nos veíamos. Su estatura no sobrepasaba el metro cincuenta, la cara era
la expresión de la inocencia. Ronzando la tonturria. Me dio la mano y volvió
a la mecedora a leer un grueso libro a través de unas gafas como pantallas.
La madre planchaba, silbaba. Natasha y yo salimos al balcón, donde
Bormann dormitaba. Sacó una silla y unas tijeras; me humedeció el pelo.
-¿Cómo lo quieres?
-No tan corto como vosotros.
Los suaves dedos de Natasha se filtraban, me hipnotizaban. Al otro
lado de la puerta del balcón, la madre planchando, el padre leyendo.
-¿Se puede saber qué demonios estás leyendo? Mira la televisión.
Están repartiendo un montón de dinero en premios en La Suerte está
Echada. Las guarrazas de las azafatas, ¿no les da verguenza ir así?
-No parece que les dé vergüenza.
-¡Ese concursante con cara de panoli! Mira sus gafas, si hasta se
parecen a las tuyas, grandes como pantallas de cine. No debe ver muy bien,
no, para haber elegido al esperpento de mujer que ha llevado al concurso.
Oye, que no me he enterado si es su mujer o una amiga, ¿tú que crees?
-No sé, quizás su mujer o quizás una amiga.
-¡Muy bien, hijo! Gracias por tu ayuda. No te interesa la televisión.
¡Sigue, sigue con ese libraco! Debe ser muy interesante. Ese es tu problema:
lees demasiado y no prestas atención a lo que ocurre a tu alrededor. El
listo... ¿De qué va el libro? A ver, dímelo, a lo mejor me interesa más que a
ti el programa.
La voz de la madre, su timbre de voz como gozne de puerta oxidado;
el padre no levantaba la voz ni la vista del libro.
76
-Es sobre la Historia de las Cruzadas.
-¿Las Cruzadas? ¿Qué mierda de Cruzadas? ¡Ah, ya! Las guerras contra los
moros, ¿no? Muy bien hecho. Menudos cerdos, invadiéndonos como
hormiguitas y robando trabajos, traficando con drogas, como dice Martín,
hasta comerciando con mujeres blancas. ¡Que se queden en su tierra! Y si no
les gusta, que se jodan. A mí tampoco me gustan otras cosas. Tenemos
suerte de que en nuestro barrio no hayan venido moros a vivir. Hasta hay
mujeres que se lían con ellos. ¿Es que no les da asco? Ayer vi en la
televisión... ¿Me estás escuchando? Vi como detenían a unos negros que
vivían todos apelotonados en una casa vieja por el centro. Ni uno estaba en
Madrid legalmente. ¡Ni uno de ellos! No son sino un atajo de tramposos que
vienen a aprovecharse de nuestro país, y en eso Martín tiene razón, ¿me
oyes? ¡Tú hijo! Que tiene más reaños que esos babosos que hablan mucho y
no hacen nada. ¿Habla de eso tu libro? Porque es lo que está ocurriendo en
España... ¿Habla de eso? ¡Contesta!
-No, no habla de nada de eso, habla de las Cruzadas. Solo Cruzadas.
-¡Joder! Pues lo que te estoy diciendo también es una cruzada -la
madre hundía con vigor la plancha en una camisa y el vapor llegaba hasta su
grueso cuello-. Pero unos se dedican a empapelarse libros y otros a
solucionar los problemas. ¿Qué harías si un día mientras caminas por la
calle te atraca un moro? ¿O peor aún, me atraca a mí? ¿Le darías acaso con
el libro en la cabeza, o entre las piernas? Porque mira que el libraco tiene su
tamaño... Llamarías a tu hijo, a Martín, ¿no es cierto? A tu hijo le desprecias
pero en un momento así le llamarías, ¿Eh?
-Yo no desprecio a Martín.
La plancha iba a tope, exudaba vapor por sus poros. Pasaba una
camisa tras otra. Natasha cortaba mi pelo, que caía a izquierda y derecha
cada vez con mayor velocidad.
-¡Pero desprecias lo que hace y como viste, que es lo mismo! Un padre
que se siente avergonzado de su hijo ni es un padre ni es nada. Tú debías ser
su ejemplo y su luz en lugar de empetarte libracos que de nada hablan.
¡Cruzadas, menuda chirigotada! Ya hablarán los libros del futuro de las
cruzadas de ahora, y para que lo sepas de antemano, hablaran de tu hijo. ¿Y
crees que de ti se acordarán? Ni una palabra... Mira esa guarra paseando la
bandejita con su culazo al aire. Sí, sí, coge esa carta, ¡será retrasado mental!
Panoli, idiota, que Dios te ha dado una cara de panoli para que no veas a la
feaza de tu mujer, si es que es tu mujer, porque hoy día nunca se sabe, hasta
puede que sea su madre. ¡Joder! Yo ahora te digo: el pelele no gana, eso lo
digo yo y me juego el salario. ¿Por qué no te presentas tú a un concurso de
preguntas? Te llevas los libros y las gafotas de pantalla y por lo menos ganas
un concurso. Martín y yo te animaríamos desde casa. Tendrías que esperar a
que fuese sobre las Cruzadas para que triunfases al cien por cien. Sólo
faltaría que el presentador fuese moro, ja, ja, ja... Que me parto, ja, ja, ja, un
presentador moro preguntando sobre las Cruzadas y aquí a mi derecha, el
amigo, con el libraco, contestando como una locomotora de vapor
77
desbocada. Cuando el intermedio llegue, tú... bla, bla... bla... bla, bla, bla...
bla, bla...
Bajé la vista para ver si lograba distinguir mi cana de la maraña de
pelo marrón que yacía en el suelo. Debía estar allí, en alguna esquinita, y el
haberla cortado de raíz me daría un respiro para preparar mi psique.
¿Métodos para evitar desagradables sorpresas frente al espejo en un futuro?
Teñirme el pelo de colores, arrancar manualmente las canas que pudiesen
crecer, asumir mi vejez. O venir a casa de Natasha a cortarme el pelo cada
mes y así poder contemplar a través del balcón a un matrimonio español en
su auténtica salsa.
78
¡Cómo disfrutó Juan Pedro con la pelea de perros!
¿A quién había oído decir que la imagen no es tan importante, que lo que
realmente cuenta se lleva dentro? A mi madre. Si tuviese que poner en papel
un comparativo entre mi padre y mi madre, mi madre era la mente y mi
padre el cuerpo. Por ésto congeniaron tan bien los primeros años, pero yo
éstos no los recuerdo con precisión. Sí tengo imágenes de ellos juntos y al
parecer, felices. Quién sabe, podía ser todo teatro, actuación delante de los
hijos, por su consabido bien, esas teorías que tienen los defensores de la
familia occidental para salvaguardarla de los ataques de los moros. Yo no
podría afirmar que cambiaron las relaciones intrafamiliares desde el instante
en el que Mazo se encontró su petate en la alfombrilla del piso. Voy a ir más
lejos : diré que en conjunto mejoraron, o al menos en lo que concierne a mi
persona. Los polos se clarificaron, mi madre era la mente, los estudios, y mi
padre el mar, el cuerpo. Yo ya sabía a que atenerme, cosa que me hubiese
resultado harto complicada de haber convivido los dos juntos. Yo no
soportaba las peleas familiares que nacían de la nada y se retorcían como
muelles hasta acabar en dramones. Lo que había contemplado días atrás en
casa de Natasha entre el padre y la madre no fue una pelea en sí, o no lo que
los expertos policiales considerarían una Pelea Familiar.
Por el contrario, la madre llevaba la batuta y era tal su tamaño corporal
que el pobre mentecato padre hubiese tenido las de perder en cuanto el
silbato hubiese sonado. La chica, después de cortarme el pelo, me confesó
que su madre le daba asco y su padre lástima. Yo concluí que quería a su
padre de una forma u otra y que hubiese apostado por él. A la madre no le
hacía falta quererla porque con su hijo del alma Martín, defensor de la
pureza blanca, tenía bastante.
Hablando de peleas, voy a narrar la pelea sangrienta que hubo una
tarde en el Parque del Vietnam. Ocurrió así:
Era un día que olía a sangre desde su comienzo. Yo hacía mis
ejercicios diarios acompañado de música, corría sin avanzar, sudaba por las
sienes y por las axilas, sudaban también las plantas de los pies sobre las
baldosas de madera. En la elevación de rodillas número cuarenta y siete,
resbalé con tan aviesa fortuna que me golpeé la cabeza con el lateral de la
silla. Me hice una herida en la cabeza, pequeña pero que sangraba con
generosidad. Mi primer accidente en el apartamento. No sabía que hacer, si
llamar a un médico, a Sebas. Pero la herida en sí no era nada, yo era hijo de
un marino. En el baño rebusqué entre los cajones para descubrir que mi
padre no disponía de un botiquín de primeros auxilios, no había ni tiritas, ni
una gasa, ni aspirinas. La única ayuda que tenía era el recuerdo reciente de
una película en blanco y negro sobre corsarios. A uno de ellos le colocaban
una toalla en la cabeza para atajar una herida de machete. Yo hice lo mismo;
me tumbé en el sofá a esperar a que de la herida dejase de manar sangre. De
una estantería elegí un libro que resultó ser uno sobre poesías relacionadas
con el mar; dejé pasar el rato descifrando el significado de una de ellas. El
poema hablaba de una tormenta en un pueblo. Bien por mí, que logré
79
adivinar lo que el poeta quiso expresar, eso demostraba que mi cerebro
seguía funcionando con normalidad. Transcurrió el tiempo sin apenas darme
cuenta, la herida había dejado de sangrar aunque en la toalla quedaba la
marca de mi torpeza. Un hombre que se precie de serlo no se cae mientras
efectúa un ejercicio que consiste en correr hacia ningún lugar. Como en esos
días había descuidado el mantenimiento de la despensa, decidí bajar a la
calle, al ultramarinos de Roberta, y proveerme de bollos para el desayuno.
En la tienda de Roberta me encontré a Troski atado a un árbol, con el bozal
cubriéndole la boca y los ojillos de psicópata. En el interior estaba Juan
Pedro, probablemente el mejor amigo que hasta entonces había hecho. Él y
Roberta mantenían una discusión sobre el manejo del cuchillo en los países
asiáticos y el descubrimiento del machete. Juan Pedro estaba orgulloso del
machete que un amigo suyo le había traído de El Salvador, al que allí llaman
corvo. Le preguntaba a Roberta cuando llegaría el día en el que le enseñaría
a manejar el arma blanca. ¡Ay! Mi querido escritor loco, para qué quieres
aprender a manejar un cuchillo, me pregunto. Dios sabe lo que estarías
dispuesto a hacer con tu corvo paseando por la calle. Solamente a los
carniceros nos está permitido utilizar estas armas para el bien de la
humanidad. Dicho ésto, se pasó el afilado arma cinco veces de la mano
izquierda a la mano derecha con tal destreza y rapidez que Juan Pedro se
puso a aplaudir. Colocó a continuación el cuchillo sobre el mostrador con la
hoja apuntando hacia él: de un palmetazo lo impulsó al aire para atraparlo de
espaldas por el mango, y sin pausa, clavarlo en el despojo de carne que se
disponía a cortar. ¡Carajo! Los dos aplaudimos y Juan Pedro le pidió
intentarlo. Roberta dudó unos segundos, accedió, invitándole a pasar al
mostrador. Yo me encontraba expectante, ¿qué era lo que el escritor
encontraba de seductor en las armas? Juan Pedro se situó frente a frente con
Roberta. Relájate, manejar el arma blanca es como hacer malabarismos con
tres bolas, hay que estar relajado, confiar en tus manos, sin seguirlas con la
mirada, pero es mucho más peligroso porque si te equivocas y agarras el
cuchillo por el filo... Bueno, mi loco escritor, ya sabes lo que puede ocurrir.
Tú, señorita de Muruza, cierra el pestillo de la puerta y corre las cortinas,
que no quiero que entre alguna señora y nos tome por un par de colgados.
Me dio la impresión de que Juan Pedro no escuchaba ni una palabra de lo
que Roberta le decía. Juan Pedro nunca escuchaba a nadie que no fuese a él
mismo, pero estaba ansioso por agarrar el cuchillo de Roberta en sus manos.
Roberta hizo una primera demostración pasando de una mano a otra el arma,
con lentitud. Lo lanzaba al aire volteándolo mientras repetía las palabras
¨suaaavidaaad¨, ¨asííí¨, ¨eeesssooo¨. En sus manos el cuchillo dejaba de ser
el arma mortal para transformarse en un juguete de feria que ascendía y
descendía, giraba sobre sí mismo, pasaba de mano a mano. Juan Pedro
disfrutaba, poseído por ese diablillo que transportaba en su belicosa cocorota
y que le hacía palidecer cada vez que se encontraba frente a un arma.
Roberta terminó su explicación y le pasó el cuchillo a Juan Pedro,
preguntándole si se había fijado bien y había tomado nota. Sí, sí, sí, claro
que sí, Roberta, todo está aquí, y señalaba su sien, todo está aquí. Juan Pedro
80
tomo el cuchillo en sus manos y se lo pasó de izquierda a derecha,
torpemente. Miró a Roberta sonriendo y volvió a repetir la jugada de
derecha a izquierda. Convulsionado por el aparente éxito, aceleró los pases
de izquierda a derecha, descontrolándose por segundos con tal mala fortuna
que fue a agarrarlo por el filo en vez de por el mango. Del dolor soltó un
fiero chillido, lanzándolo al vacío de la impresión. El cuchillo atravesó el
ultramarinos como una ballesta y fue a clavarse en uno de los estantes donde
Roberta tenía dispuesto el pan de molde: ¡klannnggg! Había pasado a menos
de cincuenta centímentros de mi cara.
-¡Pero serás animal, serás salvaje, maldito loco escritor que casi me
matas a la señorita de Muruza!
El carnicero curó a Juan Pedro, cubriendo su mano con una gasa y
esparadrapo, regañándole mientras le decía:
-Escritor loco, vosotros los escritores creéis que tenéis que probarlo
todo, ¿no es sierto? Pues hay cosas que no se deben probar, y si quieres
emociones fuertes prueba a cortarte la pichulina en vez de la mano, porque
tú eres escritor y sin pichulina puedes escribir, pero sin mano...
Los dos fuimos al Parque del Vietnam. Juan Pedro se quejaba de su
mala pata en el manejo del cuchillo, muy serio llegó a la conclusión de que
debía practicar con más asiduidad con el corvo que tenía de El Salvador.
Troski estaba inquieto esa mañana, caminaba junto a su compañero de
piso emitiendo un sordo gruñido que cortaba el aire. Juan Pedro le daba
leves rodillazos en el costado para que se calmase y dejase de transmitir su
descontento; estuvimos por el parque unos minutos, pero yo estaba
impaciente porque tenía hambre y porque no me gustaba bajar al parque sin
Galeón, que me observaba desde la terraza del otro lado de la calle. Me
sentía un traidor sin él allí, a pesar de que con Troski rondando, ningún
animal de la tierra estaba a salvo. Juan Pedro y Troski eran como un
matrimonio que se adapta a vivir alegremente entre insultos, chillidos,
bofetadas y trancazos. No porque el perro y el escritor se llevasen mal, se
adoraban. La comparación viene por la mutua aceptación de la agresividad
como algo llevadero, hasta atractivo, los dos parecían disfrutar de ella.
El escritor de temas violentos accedió a subir, debía revisar la herida
de la mano. Ya íbamos a cruzar la calle sin tráfico cuando Troski se volvió
violentamente. Un dobermann se acercaba a paso ligero. Al primer golpe de
vista yo creí ver a Bormann y pensé: ya está. El Fin del Mundo. No era
Bormann. El dobermann tenía un color pardo rojizo, era más joven y
pequeño. También tenía las pupilas rojas, en resumen: otro cancerbero del
infierno. El recién llegado se detuvo en la frontera del césped con el asfalto
y se acercó a un árbol levantando su pata trasera derecha y plantando un pis.
Tenía un collar alrededor de su cuello pero ninguna persona venía tras suyo:
solo y en el lugar equivocado. Troski estaba libre como un pájaro y no se lo
pensó dos veces, no se molestó siquiera en gruñir o en enseñar los colmillos.
Juan Pedro no pudo o no quiso evitar que la bestia psicópata se lanzase a la
carga.
-¡Páralo! -grité a Juan Pedro.
81
-¿Por qué?
Troski llegó al dobermann con tal impulso de carrera que éste no tuvo
ningún problema en esquivarlo y el asesino pasó burlado, pero cargó de
nuevo y en esta ocasión no falló y se avalanzó sobre el rojizo,
enganchándose mutuamente de las fauces, ladrando, aullando como las
fieras salvajes que eran. Yo volví a gritar a Juan Pedro que llamase a su
bestia, que se iban a matar allí mismo, pero el escritor estaba absorto con la
pelea, no parecía oírme. El mayor volumen y peso de Troski hacía que
cuando los dos combatían sobre sus patas traseras, fuera éste quien se
impusiese. Alertado por el escándalo de los rugidos, salió el Sheriff de su
portería, cruzando la calle a la carrera y animando a Juan Pedro a que
llamase a su animal, que en ese instante mordía el pecho del dobermann.
Éste, preso de dolor, lanzaba dentelladas al cuello de Troski, que tenía la
ventaja de estar protegido por un pelaje y un collar a prueba de colmillos.
Los dos animales giraban como una peonza sin control. Sus dientes estaban
clavados en el cuerpo del contrario y no podían despegarse el uno del otro.
El Sheriff repitió de nuevo la orden de que Juan Pedro llamase a Troski y lo
agitó de su brazo. El escritor salió de su ensimismamiento, extrajo el silbato
de su bolsillo, haciéndolo sonar con potencia. Troski obedeció como el robot
que era y abrió sus fauces, soltando la presa que sobre el pecho había
ejercido en el joven dobermann. Éste, viéndose libre de un dolor que le
torturaba, soltó a su vez a Troski, pero no retrocedió ni se movió. Enseñaba
los colmillos levantando con rabia el labio superior y expulsando espuma
por la boca. Sangraba abundante por el pecho y la pata delantera mientras
Troski le lanzaba miradas de odio. Aconteció en menos de diez segundos:
sangre, dentelladas, rugidos. La primera pelea de perros que veía en mi vida
me recordó la jungla. Sé que si Juan Pedro no llega a sacar el silbato, el
dobermann habría perdido la vida. Hubiese exhalado el suspiro último con
Troski encima suyo mordisqueando sus intestinos. Tal fue la fiereza del
encontronazo en el Parque del Vietnam.
No era de extrañar el aislacionismo impuesto a Troski por los demás
vecinos de la casa. Yo ni me entretuve en ver alejarse al dobermann por
donde había venido, y quién sabe si moriría minutos después desangrándose
en cualquier esquina del parque.
En ocasiones, las lecciones aprendidas en el colegio pueden ser de
gran utilidad para confrontarlas con las experiencias diarias. Fue un
antropólogo quién habló de la supervivencia de los más fuertes. Bien, pues
yo me adaptaba cada vez con más ahínco al medio en el que me movía y
habitaba. El otoño en Madrid confirmó que aquello no era una fiesta
veraniega o un mal sueño: mamá no vendría, papá no vendría. Yo estaba
formando mi propia familia. No tenía una mujer a mi lado, que era lo que se
supone que un Hombre como yo necesitaba para ultimar la estructura
familiar, pero éstos no eran más que formalismos que a mí, por mi edad, no
se me pasaban por la imaginación. Además, ¿quién dice que no tenía
mujeres a mi alrededor? Natasha había acabado la universidad y su
dedicación estaría centrada en la poesía, con lo cual le costaría abandonar el
82
nido familiar en tanto en cuanto no consiguiese publicar sus poemas y lograr
pagarse un apartamento. A los precios a los que estaba el mercado
inmobiliario, Natasha debía convertirse en una manivela de producir
poemas. Vendibles.
¿Se puede vivir de la poesía? La pregunté un día mientras paseábamos
a Bormann y a Galeón por el parque. Natasha y yo representábamos una
contradicción situacional. Ella deseaba con todas sus fuerza volar de su
hogar y no podía. Yo, que pretendí vivir una temporada con el hombre que
me trajo a este mundo, me vi despojado de la noche a la mañana de todo
lazo familiar. Luis, pobre muchacho, perdió en cuatro meses el armazón
familiar que le costó casi veinte años edificar. Mierda. No. Amaba a mi
familia pero no necesitaba su proximidad física. Aquí incluyo a Mazo, mi
padre marino, con el que había soñado que volvería un día y que los hechos
me demostraron que no sería así. Natasha me contestó que una persona
puede vivir de lo que quiera, consideraba cobardes a quienes afirmasen lo
contrario, era cuestión de tiempo y de voluntad. No, era cuestión de valor y
de saber a qué se ha venido al mundo. La luz brillaría tarde o temprano. Yo
ardía en deseos de preguntarle si era lesbiana o no, pero no era de recibo
interrogar a una intelectual, a una poetisa. El no saberlo por su boca me
hacía guardar secretas esperanzas. Juan Pedro afirmaba que era lesbiana,
pero, ¿quién era Juan Pedro?
El pobre Lope se tuvo que acostumbrar a la música que cada mañana
guiaba mis pasos hacia ningún lugar. Estaba más calmado. Algo debió
ocurrir entre él y su mujer Maya para que el ciclón armado hubiese bajado el
nivel de su vitalidad luchadora. Se limitaba a golpear de vez en cuando la
pared, que era el método por el cual yo sabía que el volumen de la música
era inapropiado. Yo no quería jugar con fuego, le había visto en acción. Una
de las veces me comento al subir a Fifí del parque si esos que cantaban God
Save the Queen eran conocidos míos. Me dejó atónito, se sabía hasta el
título de la canción.
Había un personaje que buscaba con ansiedad y con el que no lograba
toparme: el hombre al que Juan Pedro llamaba el Pequeño Policía. Al subir a
Galeón del parque me hice el despistado un par de veces y me acerqué hasta
donde el tipo tenía su apartamento, en la escalera de enfrente, pero ni vi a
nadie, ni escuché sonido alguno. No me quise entretener a costa de que me
viese y desenfundase la automática. Yo no quería estudiar, ¿para qué, si ya
estaba aprendiendo sobre la marcha, y gratis? Cuando un hombre tiene la
edad que yo tenía, se siente invencible, el tiempo no parece transcurrir. Yo
no abrigaba duda de que sería joven por siempre jamás. Hasta ese momento
no existía vicio que me hubiese atrapado. En el contorno en el que me
movía, todos sin excepción bebían y fumaban. Yo guardaba las formas; es
cierto que con Juan Pedro solía beber vodka, pero eso formaba parte de la
cuenta atrás que me conduciría a ser un Hombre Total. No era un vicio, era
una necesidad.
El Sheriff, con su habitual adicción a querer saberlo todo, me
preguntaba la razón por la que no asistía a la universidad. Yo contestaba que
83
sí que asistía aunque no regularmente, pero el Sheriff no era un portero al
uso y se creía con el derecho a inmiscuirse en los asuntos privados de los
demás. El condenado nunca fallaba. Sabía que desde el día en que llegué,
había estado en la facultad una sola vez, para un examen. Es más, me espetó
que si no era mi intención acabar como él, leyendo volúmenes en una
portería, más me valía aprovechar ahora que era joven. Otro igual, utilizando
la juventud como arma arrojadiza. Yo no era consciente de mi juventud
como don pasajero. Yo pertenecía a la raza de los Seres Jóvenes.
Demasiados años en los colegios, y ahora, cuando comenzaba a disfrutar de
lo que era la vida, cuando los personajes reales se presentaban ante mí con la
crudeza con la que Martín, Juan Pedro y los demás lo habían hecho, ahora,
me salían con pretensiones académicas.
¡Já!
84
Priapismo.
El Parque del Vietnam tenía la capacidad de controlar su propia
temperatura. Esto quiere decir que en verano el calor disminuía cinco y hasta
seis grados en su interior y en otoño y en invierno aumentaba en cinco o seis
grados. Una de las veces en las que correteaba con Galeón agarré un
resfriado que se convirtió en fiebre. No había manera de saber cuanta fiebre
tenía. Mi señor marinerito no disponía de un termómetro, ya que cuando
íbamos de vacaciones al mar y uno de nosotros caía, la solución que nos
ofrecía era cama y leche caliente. Sobre todo cama, mucha cama, no salir de
ella mas que para ir al baño. Pensé en acudir a Sebas, pero debía esperar por
lo menos tres días para comprobar si era capaz de combatir al virus con mis
propias armas, esto es: cama y leche caliente. No hay mal que por bien no
viniera: daría un respiro al loco de Lope con La Estrella de la Autopista.
El primer día de fiebres lo pasé tumbado en el sofá enfrente de la
televisión arropado con no sé cuántas mantas. Calor, eso era lo que
necesitaba, producir calor interno para asar vivo al virus que había decidido
pasar unas vacaciones en mi cuerpo. Galeón, ¡qué gran perro era! Sintió que
su amo no se encontraba bien y no me acosaba con lamentos para bajar. Yo
echaba en falta una mano femenina que me arropase, me diese calor y
yaciese conmigo, porque aunque estaba enfermo, las hormonas que
activaban la energía sexual debían ser inmunes al virus, o debían estar en
otro lugar del cuerpo. No se habían enterado de la invasión. Yo acaricié al
perro en señal de agradecimiento. Galeón, tumbado en la alfombra a mi
costado, recibía las caricias, y yo seguí acariciándole, y él abrió las piernas
para que acariciase su pecho, y cuando miré, la erección que sufría el perro
era reveladora: medio miembro fuera de su caparazón. Debía querer que le
masturbase, pero yo estaba enfermo. No era justo. Me entretenía viendo las
motas de polvo flotar sobre los rayos de sol que atravesaban la puerta del
balcón, me imaginaba que cada mota de polvo era un mundo, y en cada una
de esas motas-mundo habría un chico como yo, enfermo, que esperaba a su
padre y cuyo perro pasaba por una urgencia sexual imposible de satisfacer.
Ya que he mencionado el tema de la sexualidad de Galeón, diré que no era
la segunda ni la tercera ni la cuarta vez que a resultas de acariciarle, el tema
acababa con una apertura de piernas y erección. Lo cómico del caso es que
Galeón no sentía vergüenza ni escrúpulos ni cambiaba de faz. La diferencia
estribaba en que mantenía las fauces cerradas, un síntoma de concentración,
y dirigía la mirada hacia el retrato rojo del Ché Guevara.
¿Qué haría mi madre y mis hermanas en el País Vasco? ¿Sabrían que
yo estaba enfermo? Yo apenas había pensado en ellas durante los últimos
meses. Fue caer enfermo y caer en la cuenta de que seguía teniendo una
familia. Mi madre. Podía verla tumbado desde el sofá y oír qué me diría en
caso de estar presente: ¿lo ves? Te vas a vivir con tu padre, que ni se
molesta en venir a verte. Comes mal, duermes mal, andas con esas
compañías estrafalarias, y encima te pones enfermo. Normal, debes andar
tan bajo de vitaminas que no puedo entender como no has muerto antes; ¿Y
85
ese cochino perro? ¿Por qué se está lamiendo el pene? Desde luego, es
clavado a tu padre. Supongo que no me debo molestar ni en preguntarte si
estás o no yendo a la facultad, ya que sería el colmo que no asistieses a
clases para estar ganduleando todo el santo día por esta casa de perdedores
natos. Yo sé de quien es la culpa: de la influencia de vuestro padre, que con
la de pájaros que os ha metido por un embudo hasta el cerebro, habéis
acabado por creerle. ¿Y dónde está él? En la cama con alguna mulata
calentorra. ¿Y dónde estás tú? En el sofá con un virus. ¿Ves la diferencia?
Pero la elección fue tuya así que apechuga con las consecuencias. Adiós y
suerte con el virus.
Puede ser que la fiebre hubiese distorsionado mi imaginación, el caso
es que me encontraba fatal, echaba en falta a alguien. Gracias a que tenía a
Galeón: él era mi familia. La mejor táctica cuando se estaba en un callejón
sin salida era ver los que estaban peor que uno. Así, di un repaso a las
familias que hasta entonces había conocido, que no eran muchas, comencé
por mi amigo Javier, cuyo padre hacía tiempo que pululaba con otras
amantes por Madrid y seguía viviendo con su mujer como si nada ocurriese.
Javier me contaba como la madre sufría en silencio manteniendo la cara alta,
y nadie en la casa osaba mencionar el tema, todo en aras de mantener la
familia bajo el mismo techo. Estaba en mi mente Ángel, al que en colegio
llamábamos el Pulpo, aunque el Pulpo era su padre. Disponía de ocho
brazos para zurrar la badana a toda la familia. Nosotros nos reíamos cuando
llegaba con un ojo morado a clase. ¿Qué me dicen del padre y la madre de
Natasha? La familia modelo: la esposa-mamut y el marido-pulga. ¿Lope? La
punta del florete estaba destinada al corazón de Fifí, y si Maya se interponía,
puede que al suyo. En definitiva, las familias a mi alrededor se
desmoronaban. Lo que yo estaba a punto de concluir era que los ejemplos
más abundantes de familias normales eran los descritos unas líneas más
arriba. Si un padre y una madre se amaban, esa familia era merecedora de
ser premiada. Y confinada en un museo.
El timbre sonó, mi tratado mental sobre el estado de la familia
española se desvaneció. Yo a duras penas podía moverme. Galeón salió
lanzado a la puerta como un servil bicho a la espera de que alguien le sacase
a la calle. Cuando me curase me propondría enseñarle a abrir y cerrar
puertas. ¿No eran tan inteligentes y tan listos? Pues a demostrarlo. Me
propuse no abrir, pero el que estuviese al otro lado del pomo escucharía los
gemidos de Galeón. Me envolví en un par de mantas y abrí la puerta. ¡Perros
del infierno! Natasha, y venía a verme en un momento decisivo porque yo
no guardaba una apariencia presentable, con la cara mortuoria, apestando a
sudor febril, amargo. ¿Qué carajo me importaba mi aspecto? Ella era
lesbiana. Éramos amigos, podríamos compartir temas no relacionados con el
amor. Natasha iba acompañada de Bormann.
-¿Quieres bajar a Galeón?
-No puedo, me encuentro enfermo.
-¿Quieres que lo baje yo?
-Sí.
86
Yo me quedé desarmado, contemplando la mirada del retrato del Ché
Guevara colgado de la pared. ¿Quién era ese tipo? Apenas conocía su vida y
milagros. Un revolucionario que andaba por Las Américas con Fidel Castro
hasta que se perdió en la selva, o lo mataron, no estaba seguro. Muy famoso
el de la boina y la estrella. Ídolo entre las viejas generaciones. Mazo fue
quien nos habló de él en el mar entre spaghettis recocidos ¿Qué harían
hombres como él en caso de ponerse enfermos? No, Luis, no, hombres así
nunca se ponen enfermos, los virus son para la vulgar masa, los héroes
mundiales no tienen tiempo de enfermar, y mi padre, por el almacén de
medicinas que poseía, tampoco. Había perdido un día de ejercicios físicos,
eso se traduciría en una bajada del nivel de musculatura. A lo peor era
hipocondríaco y no había tenido oportunidad de descubrirlo hasta entonces.
La de veces que enfermé viviendo con mi madre y no tuve alternativa: el
termómetro indicaba A y era A. Ya podíamos gritar, chillar, que la
contestación de mi madre era: el cuerpo es un laboratorio, a mí no puedes
engañarme.
Tumbado en el sofá del apartamento de mi padre todo era subjetivo.
La soledad o la independencia, como se quiera denominar al hecho de yacer
en un sofá solo, no me proporcionaba unas coordenadas claras para saber
reaccionar ante un virus. Tampoco quería seguir pensando en la enfermedad.
Probablemente no tenía nada más que un estado febril que pasaría en un par
de días, y luego, a campar a mis anchas por el mundo de la Hombría y la
Virilidad.
Natasha y Galeón debían estar pasándolo fantástico porque llevaban
ausentes casi una hora. Del calor, a mi miembro le dio por resurgir, pero yo
nada podía hacer por él que no fuese pensar en Bocalinda y en Viejoputón.
La atracción que las tres ejercían sobre mi persona y mi miembro era de
diferente naturaleza. No se asemejaban en nada salvo en el detalle de que las
tres eran hembras. Las dos lavanderas se presentaban como un zumo
concentrado de sexo. Pero no en la cama, que va, eso lo dejaba para las
decentes, como las chicas de la universidad: la perfección física en las
chicas de la universidad era repulsiva a mis ojos. La perfección masculina
era otra cosa, yo la alcanzaría si un virus no me lo impedía. No conseguía ni
a tiros los montajes eróticos que fabricaba cuando entraba en la lavandería.
Tumbado, tan solo veía sus caras, pero mi imaginación se había atrancado.
A Natasha sí la veía clara, y era porque con ella no hacía el amor en mi
cabeza. Hubiese visto esto como una traición solapada, como un acto
antinatural. Ridículo el visionar a los dos tumbados desnudos en la cama, yo
trajinándome posturas para hacerla sentir placer, y ella escribiendo poesía a
la luz de la lámpara. Aclarémoslo: mi atracción por ella era mística,
intelectual. Además, no podía ser de otra forma aunque lo hubiese deseado.
Había que afrontar las cosas como viniesen. Por anotar una comparación
sencilla: había personas a las que les gustaban los macarrones. A otras los
spaghettis. A Natasha le gustaban los spaghettis, cuando yo tenía la mala
suerte de haber nacido macarrón.
Pospuse la masturbación para cuando me encontrase bien.
87
Había dejado la puerta del apartamento abierta aposta para no tener
que levantarme cuando subiesen del parque. El perro entró por el estrecho
pasillo en tromba, babeando de placer porque nuestra vecinita poetisa le
tuvo en la calle casi dos horas. Natasha quedó observándome. Ella me
miraba con los ojos verdes y con un... aro en la nariz. Llevaba atravesado un
aro diminuto de plata en uno de los agujeros de la nariz, el derecho. Me
preguntó:
-¿Te gusta?
-Me encanta.
-A mi madre y a mi hermano nada. ¿Sabes lo que me ha dicho mi
madre? Que lo único que me falta ya es tener una polla entre las piernas. No
importa, un día cualquiera desapareceré y no volverán a saber nada de mí, y
presiento que ese día se acerca. ¿Y tú? El aspecto que tienes es lamentable a
pesar de haber mejorado desde que te corté el pelo. Luis, qué bien vives en
tu universo particular, nadie te molesta, no tienes ninguna preocupación que
torture tu cabecita de estudiante. ¿Has desayunado?
-No tengo hambre, Natasha. Estoy enfermo. Yo te veo muy guapa.
Olvida lo que te ha dicho tu madre.
-Voy a hacerte un té que va a curarte de inmediato.
Se metió en la cocina-armario buscando cazuelas aquí y allá. A mí el
té me daba asco, me recordaba a la manzanilla que me daba mi madre, que
sabía a benzeno. Al estar tumbado disponía de una perspectiva solemne para
contemplarla.
-No tienes nada en la cocina, voy a mi casa un segundo a coger
algunas yerbas, no te muevas.
-¿Moverme? Da gracias si llego a ver el siguiente amanecer.
El caldo amarillento que Natasha me preparó y me obligó a beber
figurará el los anales de la historia de mi medicina como el segundo líquido
más nauseabundo que atravesó mi tráquea. No me importó, es más, lo bebí
gustoso porque ella se acercó al sofá con la taza entre sus dos manos y se
sentó a mi lado. Su moldeada cintura se situó a escasos centímetros de mi
cara. Sus manos me torturaban y obsesionaban. Si yo en la vida me había
fijado en las manos de una chica. No sabía ni que disponían de ellas. Yo
clavaba mis ojos en los contornos obvios. ¿Tenían manos Bocalinda y
Viejoputón? Ni puñetera idea. Contoneaban culos y mostraban pechos y
escotes encubiertos, pelos cortados con precisión, piernas rematadas por
zapatos negros. Follar. Joder. Meter. Coger. Esos verbos no aludían a las
manos ni a la dulzura de una cabeza rapada al uno. ¿En qué deseé
transformarme en ese preciso instante? Pues sí, pensé en transformarme en
una mujer por diez minutos, suficientes para embaucarla o para tocar esas
manos.
-Luis, algunos hombres sienten la necesidad de volar y escapar del
lugar donde viven para explorar nuevos territorios, nuevas fronteras. Yo
tengo dentro de mí ese espíritu errante. La poesía no va a cerrarme las
puertas, muy al contrario, me las abrirá. Sin ir más lejos, tu padre me gusta,
tu padre debería haber sido mi padre.
88
Asumí que porque era marino y un aventurero.
-Habrás notado cómo son las cosas en mi casa. Hay que estar ciego
para no verlo. Lo raro de todo es que yo los quiero, bueno, a mi madre
concretamente no, pero ella a mí tampoco. Solo tiene ojos para mi
hermanito el rompecráneos. De Natasha piensa que es un engendro de la
Madre Creación, nada de lo que ella dice o hace me llama lo más mínimo la
atención. Sus comentarios son siempre groseros, bestiales. A mi padre lo
desatornilla a cada hora, ¡y él que puede hacer! Bastante tiene con mantener
la cabeza en su sitio y apoyarme en mi decisión de dedicarme a la poesía.
Sin embargo, ese cachalote asesino. Menos mal que tengo a Juan Pedro. Con
él me llega el consuelo a veces, pero está tan loco y tan fuera de órbita, ¿no
lo crees así?
-Juan Pedro es como un gran niño, siempre pensando en las armas y
en las peleas, por cierto, la sopa está muy buena, ¿qué es?
-Está hecha con desechos de comidas de perros.
-¿Qué?
-Es una manzanilla, burro.
Natasha pasó conmigo la mañana, charlando, cotilleando las fotos y
objetos que Mazo había distribuido por la casa. Luego desapareció. Quería
dormir. El virus se lo debía estar pasando en grande usando mi cuerpo como
un boxeador utiliza el saco. Tuve poco después un sueño contaminado por la
fiebre. Yo paseaba con Galeón una noche por el Parque del Vietnam, no
llevábamos prisa y todo parecía en paz y en armonía. Nos adentramos en el
corazón a través de las arboledas. Oíamos unos gritos, pero no de auxilio,
más bien un pugilato, una discusión de voces distorsionadas. Al llegarnos a
una explanada verde como un valle norteño, había un grupo de personas y
animales reunidos. Vimos que las miradas estaban centradas en un perrito
situado en el centro del foro. El perrito era la Chucha. Lope se levantaba y se
limpiaba el trasero blanco de su uniforme de hierbas verdes adheridas. La
espada colgaba del cinto: se dirigía a la perrita. Maldita perra, no haces otra
cosa sino pasearte con el celo para excitar a los perros de la casa. Por tu
culpa estoy teniendo problemas con mi mujer a la que por otro lado adoro,
¿no es así, Fifí? El perrito faldero contestaba: exacto, Lope, exacto. Lope
continuaba: lárgate del barrio, perra puta, o atente a las consecuencias. Mi
paciencia tiene un límite. Conozco este parque cien veces mejor que tú, ¿a
que sí, Luis? Se volvían hacía mí, pero con la falta de luz lograba
disimularme. Acto seguido, y salida de la nada, aparecía Bocalinda.
Comenzaba acusando a la perrita con los mismos argumentos de la
provocación. Yo pensaba para mis adentros: tú si que me provocas y a mí no
se me ocurre acusarte de nada, ni expulsarte del barrio. De pronto la Chucha
gruñía: ¡cómo te atreves a hablar!, ¡tú también provocas a Luis! Y todos se
volvían hacia mí otra vez. Yo no sabía que contestar, parecía que todos
aguardaban mi respuesta, y yo balbuceaba: bu... bueno, no es que me
provoques, pero... Bocalinda saltaba irritada: ¿que yo te provoco?, ¿pero se
puede saber que está diciendo este puerco niñato? ¡Que yo le provoco! A
ver, Luis, haz el favor de venir aquí y decir en qué te he provocado yo y
89
cuándo, si lo que hacemos es lavar tu ropa que apesta, chorrea sudor y está
llena de sangre ¡Será posible el tipo cerdo este! A mi lado aparecía Juan
Pedro, que ocultaba en su mano una pistola automática. Gritaba: aquí va a
haber justicia se quiera o no, así que, Lope, deja de intentar impresionarnos
a todos con tu florete, que ya sabes lo que ocurrió la última vez. Lope
gritaba: ¡a mí no me saca nadie una pistola y se queda tan ancho! Se
montaba un follón de mil pares de narices porque Juan Pedro sacaba el arma
oculta en la espalda y enfurecía a Lope. Gracias a Galeón que ladró y me
despertó, porque el sueño se estaba transformando en una pesadilla en la que
todos chillaban y todos iban armados.
¿Quién sería? Con suerte podría ser Natasha aunque me inclinaba a
creeer que no. Natasha no era de las chicas que repiten en un mismo día. Al
abrir me encontré al protagonista de la pesadilla, al señor Lope, pero esta
vez sin florete. Jo, jo, jo, rió. Portaba un cuenco en las manos.
-¡Luis! Hasta mis oídos ha llegado la noticia de que estás enfermo,
¿puedo pasar?
A grandes pasos se situó en medio del salón. Galeón lo observaba, yo
me tumbé en el sofa.
-Ahh, mi querido amigo God Save the Queen, no sabes de qué forma
hecho de menos el son de esa milonga. ¿Qué te ocurre exactamente?, ¿un
catarro?, ¿fiebres? No te inquietes, muchacho, porque aquí nuestro amigo
Lope te ha traído una medicina que hará revitalizar tu ánimo y en menos de
veinticuatro horas volverás a atormentarme con los acordes de esos viles
extranjeros que vociferan. Bromeo, Luis, no te inquietes, pon la música
cuando y cómo desees. ¿Has tenido noticias de tu valeroso padre? Chico,
con los marinos nunca se sabe. Yo estoy entrenando duramente para un
campeonato de esgrima en la Francia. Pero yo ya los conozco, prepararán
mil artimañas para que los castellanos quedemos descalificados. Chico, ardo
en deseos de partir, no te oculto que descansaré unos días alejado de esa
alimaña de Fifí. Vaya escándalo monté cuando quise atravesarlo con mi
florete. Ya sabes como son esos cuadrúpedos, siempre oliendo y
husmeándolo todo. Pobre Maya, quiere más al perrito que a mí, jo, jo, jo...
Mira y aspira el aroma de lo que mi mujer te ha preparado. Huele, huele.
Se acercó al sofá, abrió la tarrina de plástico que contenía una sopa de
color turquesa y unas bolitas de pasta. Este señor era encantador y se había
tomado la molestia de llamar a mi puerta para comprobar mi estado de
salud.
-Delicioso, ¿que no? Es una sopa concentrada que Maya me prepara
siempre que me encuentro en baja forma. Te confesaré un secreto: es
excelente para la salud sexual, ya sabes lo que quiero decir, ¿no es cierto?
Aunque sé que tú en eso no tendrás problemas porque eres joven. Cuando el
bellaco de el Sheriff me dijo esta mañana que estabas enfermo, ¿sabes lo
primero que se me pasó por la mente? Este chavalote a cogido una sífilis de
caballo. No obstante, ahora que te veo puedo jurar que tu mal no es la sífilis.
Agradéceselo a Dios porque ese mal sí que es penoso. Aún hay gente que
90
dice que el sida es peor ¡Qué sabrán ellos! Te voy a traer una cuchara y te
tomas la sopa.
Lope se acercó en dos zancadas a la cocina y revolviendo cajones
logró encontrar una cuchara sopera.
-Ahora mismo no tengo mucho apetito, Lope. Más tarde seguro que
me apetecerá, pero muchas gracias por traérmela.
El espadachín no tenía intenciones de salir del apartamento hasta que
yo no hubiese relamido con mi lengua los posos de la tarrita.
-Deja, deja, cuanto antes te la tomes, antes te hará efecto.
Dí un paso atrás de diez años y me sentí como en el colegio, cuando
decenas, cientos de chicos llegaban al comedor sudorosos de jugar al fútbol
y de pelearnos. Nos colocábamos en fila para comer. Pasábamos por el carril
con las bandejas mientras gordos, sebosos, sonrientes cocineros con patillas
de pirata, dientes verdes, una colilla de cigarro en la comisura de los labios y
un puchero en la mano, estampaban contra el plato sopero purés con la
morfología de una piedra lunar. Filetes de carne con irreductibles correas de
nervios. Macarrones aguados encharcados en mares de salsa de tomate
rosada. Pescados todavía coleteando, suspirando por salir del plato y
regresar al mar. Trozos de pan con pedazos de hielo gris incrustados en la
miga. Pasteles de manzana con el hojaldre verdinegro. A pesar de ello no les
odiaba. Ellos querían asesinarnos y nosotros se lo agradecíamos pagándoles
la cuota mensual. ¿Se ve la ruda ironía? Al sentarnos en las mesas la suerte
estaba echada. Los chavales se dividirían en dos: los que comerían y los que
morirían en el intento. En gran medida dependía de nuestras madres. Sí, de
ellas. Pongamos que una madre se levantaba a las siete de la mañana para ir
al trabajo, y unos minutos antes preparaba al chico un sabroso bocadillo.
¿Creen que el chaval se dignaría tres horas después a comer el rancho del
frente que nos servían en el colegio? Respuesta: no. Yo me encontraba en
dicha categoría, la de los Resistentes. Viva la Resistencia, clamábamos en
silencio, y nos situábamos frente al plato dispuestos a la pasividad total.
Llegaban los Guardianes y se situaban firmes a nuestra derecha. ¡Come!
Nunca, pensaba yo. ¡Come! ¡Jamás, perro!, volvía a pensar. El aguante
dependía del Guardián y de su paciencia. Por lo general acabábamos con el
plato del rancho en el pasillo, en la puerta de algún rector. Había chicos con
una madera de resistencia colosal. No daban su brazo a torcer por muy
insistentes que fuesen las presiones de los curas. Como el niño al que
llamábamos el Trompeta. Juro que no le vi comer ni una sola vez en los
años en los que compartí con él comedor. Qué tenaz y qué muro tan sólido
ante las oleadas de amenazas, insultos y bofetadas que llegaban desde las
posiciones de los Guardianes ¿Dónde estará ahora? Era el clásico niño que
acabaría en algúna célula terrorista, o de solitario y dando atracos a
sucursales.
Diez años después la historia se repetía de nuevo, con la salvedad de
que ahora no tenía doce años y no podía jugar a esconder el rancho en el
cajón de la mesa. Estaba obligado a manducarme la sopa de color turquesa
con las bolitas. A eso le llamaba yo estar atrapado. Lope me observaba
91
mientras la cuchara viajaba hasta mi boca. Yo rezaba para que al menos no
tuviese el sabor de la comida de la Viuda Negra. Que fuese insípida, ya que
no podía ser incolora. Me lo comí. Acabé la sopa y le devolví la tarrina a
Lope, que se despidió con un muy requetebien, chaval. Mientras salía por la
puerta entonaba las notas de God Save the Queen. Perfecto, porque el estar
con Lope más de media hora sin verle desenvainar ya me parecía todo un
triunfo. Me quedé dormido con las bolitas de pasta haciendo krak, krak,
krak, desde el estómago. Dormí muchas horas. Cuando abrí los ojos todo
seguía en su sitio, Galeón tumbado en la caseta, considerándome un inútil
que no era capaz de prepararle el sustento.
-Galeón, no me mires así, estoy enfermo. ¿Los perros nunca
enfermáis?
El perro tenía que comer y no había ni arroz ni restos de carne ni cosa
parecida. En mi estado no iba a bajar al ultramarinos a comprar. Rebuscando
y rebuscando entre los miles de absurdos que compraba a Roberta, hallé
unos sobres de caldo de pollo. Los junté en una cazuela con poca agua para
que fingiese ser sólido; se lo planté en la terraza. Me dio vergüenza mirarle a
los ojos, pero era tomarlo o dejarlo. La tarde pasó y con la noche la fiebre
subió, o esa es la sensación corpórea que tuve: me era imposible medirme la
temperatura. Pensé en llamar a Juan Pedro para que me proporcionase un
termómetro, pero habían sido demasiadas visitas para un día. No quise dar la
penosa imagen de un pelele. Antes de quedarme dormido fui al baño, pero
me costó sudores lograr encestar el pis porquetenía una erección que por
primera vez estaba fuera de lugar. Me quedé dormido en el sofá con Galeón
lamiéndome la cara en demanda de parque.
Los rayos de sol de la mañana me despertaron; repetí la misma jugada.
Fui al baño. Allí estaba la erección. Palabra que no había tenido ni un solo
atisbo de sueño deshonesto, no obstante, el pene estaba en posición de
firmes. Las dos primeras horas de la mañana las pasé tumbado en el sofá
leyendo temas relacionados con el mar. Lo que me temía acabo por ocurrir:
el timbre de la puerta sonó en el segundo día de mi enfermedad. Galeón se
plantó en la entrada y yo llegué segundos después envuelto en mantas, con la
dichosa erección, que para más inri me molestaba al caminar. Me mantuve
callado pero la arrogante voz de Juan Pedro me detectó. ¿Luis, estás ahí?
Juan Pedro me traía unos escritos suyos para que los leyese mientras
estaba postrado. Me prometió que me iban a endulzar la vida.
-¿De qué trata?
-Luis, chiquillo, ¿crees en lo imposible, en lo sobrenatural?
-¿Como en Dios, o en los ovnis?
-Por ejemplo.
-La verdad es que no me ha dado tiempo a pensarlo porque como
verás, estoy enfermo.
-Yo creo que es factible atracar el Banco de España.
-¿En serio? ¿Cuándo?
-¿Cuándo qué?
-Lo que estás diciendo sobre el atraco.
92
-¡Ah, ya! Yo no puedo, soy mayor para eso y el cuerpo no me
respondería. Lo que he estado haciendo es analizando y midiendo las
diversas posibilidades que hay de robarlo, de entrar en ese maldito edificio y
llevarse cientos de millones. Tengo un antiguo amigo que trabaja ahora allí y
me lo enseñará. Mi idea es plasmarlo todo en un libro en el que ese banco
quede convertido en añicos. Boufff, que no quede nada, piedra sobre piedra.
Sólo Dios y el gobernador del banco saben la de secretos que guarda dentro.
Parecerá una locura pero las mayores locuras son genialidades cuando se
llevan a la escritura. Escribir no es sino deshacerse de complejos. Por eso
voy a escribir un libro sobre tal hazaña, y te digo que desde que lo publique
no pasará más de un año sin que un comegarbanzos que se pasa la vida
colgado del andamio, le de por poner el librito en práctica y se meta en el
Banco de España con un pico y una pala excavando un butrón. Los
escritores, hasta los más miserables, tenemos nuestros admiradores.
Hasta enfermo Juan Pedro me admiraba con sus ideas. Yo estaba
tumbado con una erección que no parecía tener fín y Juan Pedro se
preparaba un café. De pronto, una ráfaga me vino a la cabeza. ¿No sería la
sopa color turquesa con las bolitas de pasta lo que me estaba produciendo
ardor? Lope había hablado de las propiedades afrodisíacas de la sopa. Yo lo
tomé como un comentario para animarme. No podía ser, o de lo contrario
Lope y su mujer ya habrían comercializado la sopita y serían millonarios.
Erecciones de quince horas. Mi única salida era masturbarme, pero estaba
enfermo, no podía concentrarme. Trataba de disimular porque si Juan Pedro
se enteraba de lo que me ocurría entre las piernas, llegaría a ser un caos. El
escritor loco era un hombre de mundo, muy capaz de venir con una
solución. Cogido entre dos fuegos, me debatía entre contárselo a Juan Pedro
que no paraba de hablar, o callarme y seguir yo solo con mi cruz. Es ahí
cuando necesitaba a mi padre porque eran y son cosas íntimas, que un
hombre debe contar a otro hombre. Más aún siendo el mío marino,
acostumbrado a las enfermedades sexuales, a las peleas en los bares. Pero
no, mi padre no estaba y la erección sí. ¿Y mi madre? Mi madre era
científica. Me jugaba el pescuezo a que disponía de la respuesta exacta y
empírica. ¿Quién se atrevía a contarle a su madre algo así? Las confianzas
en el seno familiar tenían un límite, y si mis hermanas no hablaban con mi
padre sobre la menstruación, no veía porque yo me debía lanzar al teléfono
para asustarla con la idea de que su hijo era un obseso sexual.
-Juan Pedro, tengo un pequeño problema.
-Lo sé, lo sé, y no te preocupes, no son más que unas fiebres pasajeras.
Nos ocurre a todos con los cambios climáticos en el parque. Te pondrás bien
e iremos a la fiesta de Sebas a pasarlo en grande, ya lo verás.
-No me refiero a eso, tiener que prometerme que no se lo vas a contar
a nadie, y menos que nadie a Natasha.
-No me digas que estás enamorado de ella. Vaya con el chiquillo, pues
estás metido en un laberinto, aunque yo no lo llamaría un laberinto porque
todos los laberintos, por muy complicadamente que estén diseñados, tienen
una salida, lo que...
93
-Juan Pedro, no es eso. ¿Me dejas hablar?
-Dime, chico.
-Verás, ayer vino Lope a traerme una sopa que me iba a venir
estupendamente para la fiebre, y no hice sino tomarla y... Desde ayer por la
noche sufro una erección, no puedo quitármela de enmedio.
-¿Una erección? ¿Te refieres a una erección de tu pilila? ¿Y cual es el
problema? Estás en un periodo llamado de semental, ja, ja, ja... No, es una
broma...
-No le veo la gracia.
Juan Pedro notó la cara de pánico que tenía y dejó de reír.
-Luis, si en las últimas veinte horas tu miembro está en plena posición
de ataque sin bajar la guardia, quiere decir, y no te asustes por la palabra,
que tienes el mal del priapismo.
Cuando mi madre pronunciaba un latinismo un escalofrío recorría mi
piel.
-No soy experto en el tema. Por cierto, ¿tienes un diccionario
enciclopédico en casa?
-Solamente de temas relacionados con el mar, nada de pritismo.
-Priapismo, priapisss... ¡mo! Mi pequeño paleto, subo ahora mismo a
casa y me conecto a la red. En menos de un ahora bajo con toda la
información existente sobre tu mal, pero no te alarmes, quizás no sea éste tu
mal. ¿Piensas mucho en mujeres? Entiéndeme, pensar en mujeres no es
malo en sí. Todos lo hacemos por lo menos el cincuenta por ciento del
tiempo de vigilia. Pero si te pasas de tal porcentaje, tu cuerpo puede llegar a
pensar que su deber es estar preparado para el orgasmo y para la
procreación. Así, las órdenes que el cerebro manda al miembro son: ¡arriba,
arriba, arriba! En un momento estoy de vuelta, no te muevas de donde estás,
y no olvides que todo lo que esta arriba, debe por fuerza bajar. Claro que
ésto no se puede aplicar a la clase política. Ja, ja, ja...
Desapareció.
Pasaron sesenta minutos. Regresó.
-Luis, tranquílizate. Sé todo sobre priapismo. Dime si lo que tienes
responde a lo que te voy a leer a continuación. Piensa bien antes de
contestar. ¿Tienes una dolorosa y persistente erección del pene sin un deseo
sexual?
-Creo que sí.
-Bien. Ésto otro lo saltamos por ser evidente que la parte afectada es el
pene. ¿Eres un varón y joven adulto? Si lo eres, a pesar tuya. La causa es
que la sangre queda atrapada en el pene causando su engordamiento,
¿entiendes ésto? Tu sangre no puede salir de tu miembro, que se ha cerrado
en banda como se cierra una presa o como se cierran las puertas del Banco
de España cuando se acaba el día. ¿Tienes dañados los nervios que controlan
el riego de sangre al pene?
-Pu.. pues no lo sé exactamente.
94
-Ya, bueno, pero es tu pene, ¿no? ¿Quien lo va a saber mejor que tú?
Perdona, es una broma. Continuemos. ¿Has tenido una prolongada actividad
sexual? Incluyendo masturbación, ¿vale?
-No.
-Escucha: hay dos medidas de diagnóstico que puedes tomar, todo
suponiendo que tengas priapismo, claro está: una es que observes tus
propios síntomas y reacciones dependiendo de ellos, y la otra es que vayas a
un médico, por ejemplo, Sebas.
No podía dejar mi único miembro viril en manos de un doctor que a lo
mejor se quedaba dormido con él en la mano.
-Los tratamientos incluyen, ehh, mmm... Guau, no sé si debería
mencionarte esta parte, pero, repito, incluyen operaciones, inyecciones de
anestesia con extracción de sangre del pene a través de una aguja. Posibles
complicaciones: permanente impotencia. A ver que más prescribe, mmm,
medidas... Sí, exacto, probabilidades de éxito, medicación... Sí, a ver, ahá,
¡alégrate! No necesitas una dieta especial ¿No es lindo? Mira, no te asustes,
estate hoy tranquilo y vigílalo. Si mañana persiste iremos al médico. No veo
que sea un problema el salir a la calle con una erección. Tú fíjate en los
hombres cuando van en el metro o en el autobús: más de la mitad de ellos
van empalmados.
Juan Pedro volvió a desaparecer.
Como tenía no pocos problemas, se me complicaba la vida con el
priapismo. La verdad es que era mi único problema. Mi real problema: el
mundo se concentró entre mis piernas. Si aquello no desaparecía, me
condenaría al ostracismo, nunca podría bajar a Galeón a la calle, ni hablar
con Natasha, ni ir a llevar ropa a las Zorras. Cuando leía en los periódicos:
eyaculación precoz, impotencia, enfermedades venéreas, qué exótico me
parecía. Me divertía pensar que alguien pudiese tener semejantes
aberraciones. Pues tuve la mala suerte de que me fuese a tocar a mí, un ser
inocente. Resolví que si no desaparecía esa noche, iría a casa de Lope y
demandaría un cura aun a costa de perder mi dignidad o mi vida, ya que se
sentiría ofendido y me ensartaría. Sonrío al pensar ahora en la angustia en la
que me sumergí cuando me acosté la segunda noche, pero gracias al cielo, al
despertar, el pene había vuelto a su posición original, la de reposo. ¡Qué
alegría! Todo volvía a ser como antes y ni me preocupé en comprobar si era
capaz de erguirla en el momento deseado. No era inteligente tentar al diablo.
La fiebre había disminuido aunque me sentía sin fuerzas para bajar a la
calle. Galeón lo sabía. Para no perder la costumbre de las visitas, Sebas se
pasó al atardecer para ver cómo me encontraba. Una situación embarazosa
porque su estado era peor que el mío, ya libre del priapismo. Yo podía
desplazarme de un lado al otro de la casa y Sebas luchaba por mantener los
párpados abiertos, no podía pegar los labios. La verdad, dudo que supiera
que estaba en mi casa, colocó una silla en la puerta del balcón y se quedó
extasiado con la vista, que tampoco era nada de otro planeta: las ramas de
unos árboles.
-Pues yo te veo bien, Luisín. -fueron sus palabras.
95
-Gracias.
De todos los vecinos de la calle Segunda República era Sebas el que
se aproximaba más a la personalidad de un crío. Yo miraba a Sebas quedarse
dormido en los lugares más inhóspitos y veía a un chiquillo. Los doctores,
esa raza... Porque no podía negarse que Sebas ingería sustancias
distorsionantes. ¿Cuáles? Yo era un principiante en el tema y no distinguía
unas de otras. Una palabra martilleaba mi cerebro. Piensen por un momento
en las amenazas que me lanzaron en la época de mi crecimiento. La palabra
era sinónima de destrucción masiva de la raza humana en general y nuestra
en particular. Porque estaba allí, amenazándonos desde la puerta de los
colegios, ocultas en los cuernos de chocolate y en los donuts, en siniestros
hombres que se acercarían con caramelitos y golosinas y dentro de ellos,
camuflada, nuestra perdición física y mental; nos atraparían. ¡Dios, que
pavor inspiraba la palabreja! Pues el salto era descomunal: de ahí, a ver a
Sebas sentado, mirando a la ventana con la boca entreabierta por no poder
cerrarla, los brazos caídos, un cigarro entre los dedos cuya ceniza caía y caía
al suelo sin que él recordase que tenía un cigarro que fumar. La, o las
sustancias que hubiese tomado era lo de menos. Cuando me hablaban de la
palabra en casa, en el colegio o en la televisión, no se referían a una
sustancia concreta. Aludían a un contubernio de los infiernos para
conquistar de una vez la tierra e imponer su tiranía. Si no recuerdo mal,
nunca se culpaba a nadie. Todos eran inocentes porque habían tenido la
desgracia de caer en las... ¡garras huesudas y callosas de la Cosa! Así pues,
yo crecí en un endogámico mundo con la espada de Damocles encima de
nuestras vírgenes cabezas. Éramos nosotros su carnaza preferida. Era un ser
viviente que se arrastraba como la Criatura de los Pantanos, que adquirió
vida propia del fango y las heces. Tenía vida propia y había atrapado a
Sebas. Se realimentaba con nuestra sangre.
Entonces, ¿por qué no me asusté un ápice cuando Sebas se quedó
dormido en la silla con vistas a las ramas del árbol situado frente a la caseta
de Galeón? Por lo mismo que con el Sexo. Aunque les temía, no me lo
llegué a creer del todo.
Resumiendo: le dejé dormir. Nunca estuve seguro si dormía. Le
escuchaba desde el sofá como murmuraba palabras inconexas que se las
llevaba el viento, no buscaban respuesta o diálogo. Salían de su interior. Lo
único que hice fue colocar un cenicero bajo su brazo derecho para que no
prendiese la casa. Supuso una visita extraña, original diría yo: en vez de
cuidarme él a mí, le cuidaba yo a él. No abrí mi cama plegable y me quedé
dormido en el sofá, sintiéndome medianamente culpable por no haber
bajado a Galeón.
Llevaba casi setenta horas enfermo. Horas eternas en las que cada
minuto estuvo presente y tuve conciencia de él. Había pasado el peor trago,
ahora quedaba la recuperación. Al levantarme no sabía hora era; en el piso
no estaban ni Galeón ni Sebas. El doctor había secuestrado al perro, a mi
necesario compañero de piso. Imaginé lo que pasó: Sebas se levantó de la
silla nada más aterrizar. El amanecer le cogió desprevenido y Galeón
96
aprovechó esos momentos de confusión que los humanos suelen tener con
los animales y le convenció con gemidos suplicantes. No anduve lejos en
mis pesquisas porque para no romper la norma, el timbre sonó. Apareció
Sebas con Galeón y Cosa. Quise invitarle a desayunar pero se negó. Yo
llevaba muchas horas con el estómago vacío. Sí me recordó que estaba
invitado a su fiesta de cumpleaños, que se celebraría en unos días, en la
consulta, donde disponía de más espacio libre para mover... esos traseros...
97
Sobre los vómitos de la perra del doctor.
Mi prueba de fuego: no el ponerme enfermo. El haber sobrevivido a
las visitas de los que vinieron a verme. Yo seguía siendo virgen,
sexualmente. Tecnicamente no lo era pues había tenido alguna experiencia,
pero resultó ser tan desastrosa que rechazo anotarla. En un claro ejercicio de
proyección de frustraciones, daba por hecho que Galeón también lo era.
Virgen. Mi cuerpo se recuperó. Yo paseaba por el Parque del Vietnam. Solo.
Me abrigaba porque me causaba horror caer de nuevo y tener que tomarme
otra sopita del señor Lope. Escuché aullidos de los perros de la casa, más
nerviosos que de costumbre; no le di importancia. Pensé en que no sería una
mala idea el pasar ratos en la biblioteca de la entrada: me empezaban a
aburrir los temas monolíticos de mi padre y la mar. Ya que no tenía
disposición para estudiar en la facultad, por lo menos no anquilosarme.
Terminaría los tomos dedicado a los griegos y me adentraría en cualquier
tema que escogiese al azar. Necesitaba trazar un plan semejante al de los
ejercicios físicos que tan buen resultado creía me estaban dando hasta que
me abrí la crisma como un idiota. No me atosigaría con prisas. El tiempo
corría de mi cuenta. Yo no perdía el tiempo ni tenía conciencia de ello: yo
ganaba al tiempo. Pues ésto me ocupaba el pensamiento cuando miré al
frente y vi que Galeón no estaba donde debía estar. Al alcance de la vista.
Pegué un par de silbidos, el perro no apareció. Seguí caminando. Lo
encontré en uno de los céspedes jugando con la tentadora Chucha. Noté una
deferencia de Galeón hacía la perra. Galeón la rodeaba nervioso, no quería
seguir sus mordisqueos y sus juegos. La actitud del perro hacía ella había
cambiado, la prueba más constatable era que no sacaba su hocico de la
entrepata trasera de la perra. A la perra le gustaba: la Chucha estaba en celo.
Vaya que si lo estaba. A los dos minutos de llegar yo, se largaron juntos a
una de las esquinas de la pradera verde. En lugar más discreto en el que se
protegían de las miradas de los curiosos como yo, Galeón se montó encima
de ella en un ejercicio malabar pues ella era tres veces menor. Mientras
hacían el amor, porque eso era Amor, Galeón mordía la oreja de la Chucha
para excitarla. Ella aullaba de placer, le mordisqueaba en la parte inferior del
cuello. Yo miraba. El triunfo sonreía a mi compañero de piso, que había
encontrado una pareja que además contaba con mi visto bueno. ¿Qué
ocurriría si la Chucha se quedaba preñada? En los perros, la hembra corría
con los gastos. Ahí se distanciaban de los humanos como Mazo, que
siempre que pudo, puso dinero y su viejo jeep a disposición de sus hijos. La
narración de este pequeño suceso viene a cuento de que cuando Galeón y la
Chucha acabaron el intercambio, mientras subíamos en el ascensor, Galeón
alzaba la vista y yo juraba que sonreía. Puede que de felicidad o puede que
se riese de mí. No me importó. No sentí envidia insana. El suceso del
priapismo estaba demasiado cercano para desear yo tener contacto sexual.
Las únicas fiestas a las que hasta entonces había acudido eran las
fiestas de cumpleaños de mis hermanas y de algunos amigos. Aunque
98
parezca mentira, las fiestas que organizaba mi padre los primeros años de
nuestras vidas fueron mucho más entretenidas que las organizadas por los
amigos en sus casas. Todo los ingredientes que se suponía debía tener una
fiesta en condiciones estaban prohibidos, por esa razón yo las odiaba. Una
fiesta en una casa de unos amigos suponía estar sentados alrededor de una
mesa de cristal en la que no se podía derramar ni una gota de refresco,
mirándonos unos a otros, haciendo comentarios imberbes y sosteniendo un
helado en la mano. No comíamos helados en invierno, pero la escena de un
grupo en una fiesta, sentados con un helado en la mano reflejaba la
pasividad más patética. Dos veces rogué a mi madre que me permitiese
organizar una fiesta. Me contestó que no teníamos nada que celebrar. Como
he dicho, la experiencia mía hasta entonces en lo que concierne a fiestas era
limitada. No había chicas, o si las había se comportaban todavía peor que
nosotros, sosteniendo dos helados en las manos. Siempre estaba presente
alguno de los padres del chico que la organizaba, e intentaba sumarse a
nosotros haciendo comentarios juveniles, pero el hombre resultaba que
sostenía el helado más grande en la mano. Comentarios tan ricos como: sí,
chicos, yo también he sido joven y he tenido mis deslices, como aquella vez
en la casa de Jorge en la que jugando a las tres en raya resultó que Pepín
perdió y le obligamos como prenda a que se comiese una manzana sin
utilizar las manos, ja, ja, ja...
A mí esos comentarios me producían dudas sobre a lo que se habían
dedicado las generaciones anteriores. Bien, en el fondo no nos
diferenciábamos tanto, para ser más exactos, éramos clavados. ¿Mi ventaja
sobre ellos? No tenían un padre como el mío. Ésta era toda mi experiencia
sobre fiestas, me jugaba el cuello a que lo que había preparado Sebas no
tendría relación alguna con ello. Me atreví con un experimento: dejaba a
Galeón en el parque y volvía a la casa cruzando la calle para esperarle
sentado leyendo primero a los griegos, más tarde a los romanos, y así. Fui
repasando la historia de los principales pueblos, los hunos y Gengis Kan,
cuyos hombres no se cambiaban de ropajes hasta que no se les caía podrida
del cuerpo. Pensé que las Zorras no hubieran hecho un buen negocio con
ellos. Yo confiaba en que Galeón nunca se aburriría en el parque, podría ir
cuando quisiese. Error. Los perros que vivían en Madrid se habían vuelto
caseros, burgueses, se asemejaban a sus dueños. Un día Galeón decidió
volver del parque y cruzar la calle por su cuenta. No volví a repetir un
experimento que salió con un resultado inesperado: un animal que se aburría
en la calle, en el Parque del Vietnam.
Surgió entonces una segunda idea. La de pedir al Sheriff que me
permitiese sacar los libros al parque, leer allí y devolverlos más tarde,
cuando subiese a Galeón. ¡Cómo se puso! Los libros no se pueden sacar a la
calle, si todos pidiesen lo mismo no habría libros en las estanterías, etc, etc,
etc. Argumentar con el Sheriff era consumir saliva, que era lo que me
ocurrió cuando le intenté explicar que en las bibliotecas se podían sacar
libros y devolverlos después con el empleo de un carné.
-¿Un carné dices? Mmmm, interesante.
99
Sebas debía estar muy ocupado con los preparativos de la fiesta porque su
perra Cosa bajaba y subía por las escaleras en la soledad más miserable. La
admiraba por ello. Para una vez que yo había intentado que Galeón pasease
por el Parque del Vietnam solo, casi muere aplastado bajo el chasis de un
coche. Un día en el que Sebas me había pedido que lo bajase, comprendí los
estados anímicos del perro. ¡Cómo había sido tan imbécil! El perro tomaba
lo que tomaba Sebas, igual que yo y Galeón, por eso sufría esos bajones y se
quedaba mirando una hojarasca. Y vomitaba. Los síntomas eran clavados a
los de Sebas. Ojos enrojecidos, ensoñamientos, quietudes, vómitos,
continuas rascadas placenteras. La diferencia estribaba en que Cosa no
fumaba y por tanto no le era posible sostener un cigarro entre las garras. A
Galeón no le agradaba Cosa, eso saltaba a la vista, no le gustaba cuando
trazaba círculos a la carrera sin parar ni tampoco cuando se quedaba en
trance. A mí no me molestaba bajarle a la calle, lo prefería a Troski el
soviético o a Bormann. Bajar a la calle con Bormann podía tener dos
resultados: bajar con Natasha o bajar con Martín. Éste chico disponía de una
carga de energía negativa. Para remate, era un neonazi, con lo que la carga
de crítica se multiplicaba por cien y se extendía a otros países y a otras
razas. Martín no tenía diecisiete años para jugar bebiendo vino peleón,
rompiendo botellas de cerveza y pateando las cervicales de cualquier
solitario desgraciado. Era un hombre hecho y derecho y su carga de odio
estaba más solidificada. Me apreciaba ya que yo no era ni gitano ni árabe ni
negro. En otras palabras, a Martín le caía simpático no por ser lo que era
sino por no ser. Y para estar con alguien no siendo, mejor no estar. Una
tarde me llevó una santa hora deshacer para mí mismo la teoría de los
inmigrantes robándonos los puestos de trabajo en una conjura coordinada
desde no recuerdo el punto exacto.
Bormann sufría depresiones. Por eso, Natasha bajaba conmigo a los
perros, pero debíamos hacerlo por turnos. El animal, o se negaba en rotundo
a bajar, o si lo hacía era para atacar a otro perro o a un paseante.
Afortunadamente para Galeón y para mí, ésto no sucedía muy a menudo,
máximo una vez cada mes y medio. Cuando le atacaban las depresiones no
quería ver a nadie. Todo y todos le molestaban. Bormann rehuía a la familia
entera, se pasaba horas y días en la terraza tumbado si salir, gruñendo a
quien entrase. Sólo admitía al padre, cuando entraba con el plato de comida.
Era él mismo el que, dirigiéndose hacia la puerta, manifestaba su deseo de
salir por los minutos imprescindibles. Habían visitado repetidas veces a los
veterinarios, mas ninguno había sabido dar una explicación certera de lo que
a Bormann le ocurría. Uno les llegó a decir que Bormann escondía un
complejo de culpabilidad, pero la pregunta era, ¿sobre qué? Otro les inquirió
si el perro había tenido alguna vez relaciones sexuales. Martín, que fue el
que le llevó a la consulta, contestó: ¡con tu puta madre!, y salió de la
consulta del veterinario dando un portazo.
Todos pensaban ir a la fiesta de Sebas, hasta Martín. Me preguntaba si
se liaría a mamporros con el primero que se cruzase, sobre todo si con el que
100
se cruzaba era Juan Pedro. Así mismo me preguntaba si acudirían también
los perros.
101
La Internacional la cantaban borrachos hasta los nazis.
Las barbas no era un adorno que se estilase en Madrid por esa época.
Una estética que llegaba de los años setenta y ochenta. Menos en el edificio
de apartamentos de la calle Segunda República, que parecía anclado en esos
años. Varios de los vecinos varones portaban barbas en un signo de
uniformidad estética. Barbas tamaño mediano y con tonalidad cobriza: Juan
Pedro, Lope, el nuevo inquilino que llegó a vivir a la casa cuando el invierno
acechaba agazapado a pocas leguas de distancia. Jaime. Medía un metro
noventa centímetros. Su cabeza era aún mayor que la de un rinoceronte,
rodeada de pelo, formando una gigantesca y desproporcionada estructura,
coronando el corpachón. Vino con su mujer Menchu, azafata de vuelo que
apenas paraba por casa. Antes de continuar con el Hombretón y su Mujer en
Ausencia, acabaré con el resto de su familia: compuesta por una niñita de
tres años llamada Sara y a la que llamaban Pulga, y una perra galga
increíblemente veloz que llevaba por nombre Mercurio. Se instalaron en la
planta quinta de mi propia escalera. La primera vez que crucé una
conversación con Jaime fue en la fiesta de Sebas. La Fiesta.
-Luis, acércate un segundo, quiero presentarte a un buen amigo mío.
De esa forma conocí a Jaime. Le escruté de arriba abajo. En su manaza
izquierda había una copa de cognac. A pesar de ser alto, me cayó gordo los
primeros minutos de conocernos debido a sus profundos conocimientos de
la sabiduría humana. Una persona que sabía de todas las ciencias y letras
humanas, no importaba cuan difícil fuese la materia de la que se hablase. Yo
me presenté diciendo que me llamaba Luis y que estaba estudiando en la
universidad de...
-¡Ah!, sí, la universidad de tal y cual, la que está en la calle Diez,
número cinco; las salidas más comunes a tus estudios son ésta, aquella, y la
de más allá. Hablando de todo un poco, ¿sigue acaso en tu facultad aquel
carrozón decano, como se llamaba, sí, chico, el que tuvo un asunto con la
rectora de la Complutense? ¡Menuda pécora! El tema de las tasas por
asignatura no...
Hablaba, bebía, bebía, fumaba, hablaba, fumaba, todo a través de un
cabezón enmarcado en pelo, mientras las gotas marrones de cognac
resbalaban por las barbas. Era una enciclopedia con venas. Asumí que la
mitad de los comentarios que hacían eran inventados. Jaime fue el primer
ser humano que vi en la Fiesta aparte de Sebas, y el segundo, su hija Pulga,
que la tenía sentada en una silla rodeada de personas, de humo, de luces
fluorescentes, de música. Me presentó a la niña. Acto seguido la cogió de la
mano y se paseó por la fiesta conociendo a unos y a otras y sin soltar por
nada del mundo a su hija. Así lo recordaré mientras respire: una copa de
cognac en una mano y en la otra la mano de la niña Pulga. Cuando volví en
mí me percaté: estaba en una verdadera fiesta de personas, no de nenes
babosos. La edad media de los asistentes doblaba la mía. Yo era el segundo
menor a bordo, después de Pulga. Reconocí la música al instante por ser del
102
mismo estilo que la que Sebas me había grabado en las cintas. Música de los
años sesenta y setenta. Las dos diferencias que establecí desde el comienzo
fueron: una, la ausencia de luz y dos, el jaleo reinante. Allí no había nadie
complaciente sentado con un helado en la mano. Penetraba por las fosas
nasales el olor de la marihuana. Me serví una cerveza y al darme la vuelta
me topé de bruces con Juan Pedro, cuya cabeza era la cima de una montaña
coronada por una nube, en su caso de marihuana. Extendió el brazo y me
ofreció un cigarro. Yo no acepté porque la primera y última vez que había
probado la sustancia marihuanera me atrapó un complejo persecutorio de tal
que salí huyendo del grupo de amigos en el que tal rito dio lugar. Estaba
expectante. A propósito procuré no clavar la vista en las mujeres que allí
había no fuera a ser que la imaginación se disparase. De momento yo era,
para ellas, un chaval. De dichas mujeres, había quienes sus caras me
sonaban de haberlas visto subir, bajar, entrar, y salir de la consulta de Sebas.
¿Cómo se las ingeniaba para reunir a tantas?
Mi canción favorita. La Estrella de la Autopista. Nadie estaba sentado,
formaban corros que se intercambiaban, bailaban. Juan Pedro brujuleaba con
los brazos en el aire, mezcla entre pitonisa oriental y flamenca. Tres mujeres
se descalzaron y bailaban con los pies sobre la alfombra. Una de ellas era
Bocalinda ¡Qué manera de mover el culo tenía esa Zorra! ¿De donde salían
tantos invitados? Ingerí la segunda cerveza con el fin de infundirme valor
para lo que más tarde o más temprano tendría que llegar: bailar. Aquellas
personas no sentían vergüenza. Cada una de ellas poseía estilo que encajaba
con su personalidad. Ver a Juan Pedro con sus brazos que recorrían su
propio cuerpo como queriéndolo atrapar; mantenía los ojos cerrados incluso
a sabiendas de que tenía enfrente de él, bailando también, a una mujer con
una minifalda negra.
-¡Arriba, Luis, anímate!
Lope pasó a mi lado con los puños cerrados como si boxease contra el
viento; la cabeza se movía adelante y atrás en espasmos rítmicos. No llevaba
su espada al cinto.
Bailar podía resultar sencillo a los bailarines o a los que carecían de
pudor social. Yo no sabía bailar ni había bailado jamás. Los que estaban allí
tampoco pero les daba igual, cada uno aportaba su propia escuela. Maya
giraba los brazos en redondo imitando el efecto de un molinete: sus piernas
amenazaban con dislocarse por momentos. Pensé en la química inorgánica,
la geografía, las matemáticas, que me hicieron perder en el colegio millones
de horas que podía haber empleado en el baile guiados por un profesor.
Arrepentimentos escolásticos de poco servían ahora. Yo disponía de dos
brazos y de dos piernas. Emplearlas con una intención que no fuese la de
caminar, eso era otro cantar. Un grupo de cuatro amigos de Sebas,
nostálgicos de la Fiebre del Sábado Noche, eran unos ases: sus cuerpos
dibujaban figuras en el aire, las caderas viajaban de izquierda a derecha,
izquierda, derecha.¿Dónde estaba la princesa lesbiana? Mi vejiga se hallaba
inflada por la cerveza, busqué el baño, pero no lo encontraba. Una de las
mujeres, descalza, me indicó, apoyando su brazo sobre mi espalda, la
103
dirección. No había duda. Le gustaba. Se había enamorado de mi juventud e
inocencia. La puerta del baño estaba cerrada. Aguarde en un pasillo que
parecía la estación de metro. El cerrojo se corrió y el organizador de la
Fiesta salió despedido del baño. Ni siquiera me vio. Yo me metí cerrando la
puerta, sentándome en la taza del retrete; olía a meados. Me miré en el
espejo. Ya doblaba la vista pero no quería emborracharme porque perdería
el control y caería al suelo. Una de esas mujeres que bailaban descalzas me
recogería del suelo y Juan Pedro exclamaría: ¡no os preocupéis, es el hijo de
Mazo, es tan sólo un chaval que ha bebido demasiado! Me dio por hurgar
entre los cachivaches de la repisa del espejo cuando le encontré. O debo
decir la encontré. O lo encontré. Detrás de los frascos de espuma de afeitar.
Un trozo de papel de estaño medio quemado con una mancha negra brillante
en su centro que había dejado un rastro así mismo negro, un caminito, un
rastrito carbonizado. A su lado había un billete formando un tubo, y un
mechero. ¿Qué era eso? No tenía la pinta de ser un cosmético. Me quedé
observándolo y deduje que alguien se había entretenido quemando la parte
inferior del papel de estaño, que estaba negruzca y pringaba los dedos.
Prendí el mechero y acerqué el papel de estaño hasta colocar su parte
inferior en la cima de la llama ¡A ver si aquello iba a explotar! Alguien
llamó a la puerta del baño. Se me cayó el mechero del susto. Escondí los
artilugios donde los había encontrado y grité ahora mismo salgo; tiré de la
cadena para disimular.
De vuelta a la sala de baile nada había cambiado con excepción de un
detalle: la aparición de Martín y la princesa lesbiana, Natasha. Los dos
hermanos felicitaron a Sebas y se acercaron entre el tumulto a la mesa donde
estaban dispuestas las bebidas alcohólicas y las tortillas de patatas. Seguí a
Martín con la mirada a ver si le sonsacaba sus intenciones, pero seguro que
estaba presente en la Fiesta para ponerse tibio de cerveza y whisky gratis, un
propósito loable mientras no comenzase una trifulca en su Guerra de las
Razas.
-Qué tal, Luis, buena farra, ¿eh? Buenas hembras. Dios, ésto es lo que
mi cuerpo lleva necesitando, montar una jaca como es debido y vaciar mis
sagrados huevos.
-Desde luego. ¿Dónde se ha ido tu hermana?
-Ni idea, supongo que a bailar. Mi hermanita baila como la tipa de la
Biblia.
Martín no sospechaba que su hermana era lesbiana. Los dos nos
quedamos mirándola y ella comenzó a moverse y a contonearse. No se
parecía en nada a las demás mujeres. Su cuerpo se dejaba llevar por la
música, sus caderas enfundadas en pantalones negros no se movían: fluían,
al compás de sus hombros, de sus brazos. No bailaba con el ritmo, sin
moverse un milímetro de su eje. Por el contrario danzaba, y tan pronto se
abría como un capullo como se cerraba cual ostra. El poder de la mujer
cuando danzaba era sobrecogedor, ni por todo el oro del mundo hubiese
apartado la mirada de ella. ¿A quién querría seducir? ¿A los hombres? A las
mujeres? ¿A todos por igual? Martín también la miraba. Me di cuenta de
104
que me tenía en sus manos y en esos momentos hubiese hecho lo que fuese
por conseguirla. ¿Pero qué clase de sentimientos me estaban inundando? No
podía ser: a todas luces una cursilada blandengue provocada por el destello
de la danza: a mí me gustaba el sexo en la lavandería. Volví la cabeza: entre
un corro estaba Bocalinda. ¡Puagh! Disponía de técnica para lavar la ropa y
para realizar felaciones pero de bailar y danzar, bueno, daba la imagen de
morsa atrapada en arenas movedizas. Todas las que antes me parecían
dinamita erótica me parecían ahora un puré de patatas. Nada podrían hacer
contra la Princesa Lesbiana.
El nuevo inquilino bailaba en otro lado de la habitación con su niña la
Pulga. No entendí porque le colocó ese sobrenombre, pues la cría era
diminuta, pero es que tenía tres años, y no bailaba mal. Su padre tenía
enganchada una copa de cogñac y debido a los contoneos y a que iba
borracho, gotas del alcohol caían sobre la cabeza de la Pulga. El Hombretón
parecía montado sobre una bicicleta invisible, sus movimientos eran los de
un escalador que va forcejeando. Conservaba el ritmo. De vez en cuando se
agachaba para sonreír y animar a su hijita, ¡y otra vez!, gotorrones de cogñac
sobre su cabecita rubia. Una figura surgió de entre los asistentes,: Anastasia,
la Viuda Negra. Traía algo entre las manos cubierto por papel plástico.
Sebas se acercó a saludarla y también Juan Pedro; los dos la besaron en la
mejilla agradeciéndole la visita. Juan Pedro tomó entre sus manos el objeto
cubierto y lo colocó sobre una de las mesas. Una tarta. Juan Pedro me miró;
guiñó el ojo. Yo comprendí: la tarta podía estar envenenada y la sola idea le
debía volver loco de alegría. A los diez minutos y después de otra cerveza,
yo estaba convencido de que la tarta de la mujer enlutada contenía una dosis
de matarratas: no pensaba ni olerla.
-Mira -me dijo Juan Pedro-, ahora vamos a encender las luces y
cantaremos una canción al viejo Sebas. Después partiremos la tarta que la
gran Anastasia nos ha traído tan gentilmente Todos y todas a comer,
incluido tú, que sé lo que estás pensando, pero ni se te ocurra porque sería
una falta de respeto. ¿Has oído?
-Pero Juan Pedro, si no me gusta el dulce.
-No te preocupes. Si no va a estar dulce, chico.
Las luces se encendieron y el Sheriff, que había llegado en el momento
oportuno, cortó la tarta en pequeños trozos. La que parecía novia de Sebas
animaba a los asistentes a coger un plato y llevarse un trozo de tarta de
Anastasia a la boca. La tal novia del doctor besuqueaba y acariciaba a Sebas,
le introducía la lengua por la oreja, pero éste parecía estar en la inopia. Ni la
miraba. No miraba a nadie, sólo sonreía y batallaba por mantener los ojos
abiertos. Natasha y Martín me trajeron el trocito de tarta con el matarratas en
su interior. La cara de Martín se había embrutecido por ingestión de cerveza.
Yo miraba a Natasha sin atreverme a decirla nada por temor a meter la pata;
bailas como una diosa: esas cosas se piensan pero no se dicen. El Sheriff
desconectó la música y pidió un momento de silencio para cantar
cumpleaños feliz. Voces tímidas comenzaron a entonar las primeras notas.
Juan Pedro elevó la voz y comenzó a cantar: arriba los pobres del mundo, en
105
pie los esclavos sin pan, alcémonos todos al grito, viva la Internacional.
Estaban todos y todas borrachos, cantaban a trompicones, pero había de
reconocer que las voces al unísono impresionaban. Aquel debía ser el último
vestigio de rojos en Madrid. Véase si Martín estaba alcoholizado que
levantó el puño izquierdo y se puso a cantar. Natasha y yo nos miramos. Era
el momento perfecto para besarla ya que su hermano nos daba la espalda y
yo me hallaba contento, insuflaba valor. Quedó en la pura hipótesis cuando
el Sheriff conectó la música de nuevo y todos se lanzaron en masa a bailar.
Natasha me agarró de la mano y me sacó a la pista. Aquel momentum fue un
trago durísimo, porque enfrente tenía a una Princesa Lesbiana que dominaba
el arte de la danza. Quedé paralizado. Ahora o nunca, tenía que recordar a
todas las personas que había visto bailar a lo largo de mi vida. Poner aquella
experiencia visual en práctica.
-Cierra los ojos y déjate llevar.
Al principio estaba tenso pero recordaba que estaba en posesión de dos
brazos y dos piernas. Era mi deber utilizarlas o parecería un paralítico a sus
ojos. Elevaba los brazos como si bucease. Conocía la música por las
grabaciones de Sebas, podía tararearlas, simular ser un experto de la pista.
Simular. Mis piernas fallaban, no lograban ajustarse al ritmo. Decidí saltar.
Mi aportación a la cultura del baile fue: brazos nadando, piernas saltando.
¿Qué pensaría la Princesa Lesbiana? Abrí los ojos. Ella no estaba donde la
dejé, frente a mí. En su lugar bailaba un tipo al que no había visto jamás,
que iba descamisado y cuya compañera de baile giraba frenética alrededor
suyo. Me sentí ridículo.
Escapé al baño.
El pasillo se encontraba despejado. La Fiesta había alcanzado el punto
álgido, pero la puerta del baño permanecía cerrada. Deseaba relajarme un
poco, me encontraba sudoroso; abrí la puerta y me encontré una escena
insólita. Festiva: Sebas, sentado en la taza con los pantalones bajados hasta
los tobillos. En su mano derecha sostenía el papel de estaño que yo había
descubierto un rato antes. Los ojos cerrados, la cara apuntaba hacia la
bombilla del techo. La chica que parecía su novia estaba arrodillada y tenía
su miembro en la boca, engulléndolo. La escena contenía todo lo grandioso
que uno se pueda imaginar. Ninguno de los dos me miró. Yo cerré la puerta
con discreción y pensé: esa era la diferencia esencial entre un Chico y un
Hombre. Lograr alcanzar la Hombría consistía en estar sentado en la taza de
un retrete quemando un papel de estaño en una mano mientras una mujer
hundía su cabeza entre mis piernas. ¿Quién era esa mujer y qué era lo que
había en el papel de estaño? Su regalo de cumpleaños.
Sebas aludía a tiempos pasados, a épocas ya inexistentes y a
personajes muertos, viejos u olvidados. El tipo iba de un lado a otro de la
Fiesta arrastrándose como un zombie sin reconocer a nadie ni a nada. A
nadie parecía importarle o chocarle, a mí tampoco me debía causar un
shock. ¡Qué sabía yo! No era ni juez ni parte. Solamente observador.
106
Regando a las niñas con cognac.
Nunca me negué a mantener mi cuerpo en forma desde que tomé la
decisión de hacer ejercicios matinales, pero estos ejercicios eran aburridos.
La gimnasia sueca era tan monótona como sus inventores. Mi cuerpo iba
tomando cada vez con mayor intensidad una forma escultural, o es que yo
me veía con buenos ojos. Correr levantando las rodillas hasta el pecho sin
avanzar un milímetro, hacer flexiones colgando los pies de una silla... ¡Bah!
Gran idea personal, gran adelanto, pero no impresionaban. Aprendí en la
Fiesta que Natasha era dueña de su cuerpo. Allí hubo gente que bailaba
fantásticamente bien, en cambio otros, revolucionariamente mal, pero todos
aparentaban dominar su cuerpo, todos menos yo. Por eso Natasha
desapareció cuando bailaba frente a mí, porque yo no hacía otra cosa que dar
brincos en el espacio como quien quiere salir volando y sus pies están
atrapados en lodo. Sorprendente, porque yo no había prestado mayor
atención al baile. Los hombres bailando me eran lejanos. Los imaginaba con
el cliché de siempre: con toallitas alrededor del cuello, calentadores en las
pantorrillas, abriéndose de piernas, apoyándose en la barra fija. Sonrisas
provocadoras. Homosexuales. Atención. Peligro.
Últimamente Galeón se entretenía demasiado haciendo pis en los
árboles, como si le preocupase marcar unos territorios que pertenecían a
todos los perros por igual pues todos hacían pis en los mismos árboles. Yo
me había agenciado un paraguas de mi padre, las lluvias comenzaban a ser
torrenciales. El aspecto del Parque del Vietnam se transformó. Ahora hacía
honor a su nombre: jungla frondosa de verde intenso que lo distinguía de
otros parques de la ciudad que conocía, como el insulso Retiro. La hierba y
los arbustos crecían incontrolados. Al cruzar la calle de vuelta al
apartamento vi acercarse al nuevo inquilino, Jaime, sin su mujer y con su
hija Pulga de una mano. En la otra portaba una copa de coñac. Llovía con
fuerza. La copa de coñac debía estar aguada. El hombre caminaba charlando
con su hija y gesticulando con los brazos, abriéndolos de dentro afuera para
apoyarse en sus explicaciones; se agachaba hasta ponerse a la altura de su
interlocutora. Venía borracho. Gotas de lluvia y de coñac caían sobre la
cabeza de la niña. Yo aceleré el paso porque en mi mente estaba el
comenzar a practicar con el baile de manera seria, pero de nada sirvió, ya
que me cazó y me llamó.
-¡Luis, espera!
-Está lloviendo y voy a casa.
-¿A casa? ¿Pero que vas a hacer ahí? Ven conmigo al bar que hay en
la calle paralela a ésta y te invito a un desayuno que te va a sentar estupendo.
Los chicos que viven solos tienen siempre el estómago vacío, lo sé yo, que
me largué de casa para hacer fotografías por los caminos de la tierra. ¿Por
qué me miras así? No te lo ha dicho nadie, ¿verdad? Pues sí señor, tienes
delante de ti a un gran fotógrafo, que es de lo único de lo que estoy
orgulloso. Junto con mi mujercita.
107
Dijo esto mirando y señalando a su hija, que a su vez me miraba con el
pelo rubio rizado calado hasta la raíz y la cara mojada. Mi cabeza
consciente, mi subconsciente, mi físico, no deseaban ir a un bar a las once
de la mañana de un día lluvioso de otoño con un vecino recién llegado que
llevaba una niña y una copa de coñac de las manos. Pero ya se sabe que
cuando yo tomaba una decisión internamente, de repente, mi boca emitía
justo lo contrario de lo que el cerebro había elaborado. El hombre, que tenía
una mujer azafata, caminaba solitario por la calle hablándole a su hija de no
sabía qué historias. La niña le escuchaba con atención, no lloriqueaba ni
gritaba ni pataleaba por unas pocas gotas de agua y coñac en la cabeza.
El bar el Feudo estaba atiborrado de gente. Un día de diario. No me
había dado cuanta de que la gente no trabajaba e iba a los bares a beber
alcohol duro, destacando sobre todo los obreros. Por mucho que le apenase a
Sebas y a otros de la calle Segunda República, no vivíamos en un barrio
obrero, y a eso olía el bar: a tabaco, a coñac, a clase obrera que se tomaba un
descanso de las construcciones. Esa era otra, siempre había alguna obra en
curso que hacía que el barrio se poblase de duros tipos con unos inmensos
torsos y un aguante para el alcohol ejemplar. Nos sentamos. Jaime pidió de
carrerilla al camarero, al que ya parecía conocer de toda la vida, que le
rellenase la copa de coñac, un desayuno completo para mí y otro para la
niña. Preguntó si quería una copa de coñac para entrar en calor como hacen
los hombres; esa alusión a la hombría me hizo contestar que sí. Los obreros
bebían, Jaime bebía, pues yo al pozo. Jaime fumaba sin parar tabaco negro;
su barba era la más poblada que había visto en el edificio. Era tan densa que
la primera impresión visual era que su cabeza y su cara estuvieron cubierta
de pelo, y debido a la necesidad de ver, se afeitó la boca y los ojos. La
humedad de la lluvia y el humo de los cigarros habían condensado los
ventanales y el interior. Las voces y la algarabía, sumadas a la densidad
física de personas, formaron una masa sudorosa que olvidaba que el mundo
daba aún vueltas y que había que trabajar. Todos menos yo. A mí el trabajo
me era tan ajeno.
-Tú tienes un perro, ¿no es así? -pregunté.
-Así es, tenemos una galga podenco, que es uno de los animales más
veloces que existen, lo que ocurre es que tiene una fobia a la lluvia que ralla
en lo enfermizo. Se niega a salir a la calle en cuanto ve dos gotas de agua
caer. Mi mujer Menchu la hizo un jersey de lana de punto para que se
abrigase, pero es inútil, no quiere y no quiere.
-Si es una perra, ¿cómo es que se llama Mercurio? Mercurio es un
nombre masculino.
-Por encima de su sexo está su velocidad. Cuando la adquirí en el
Rastro, lo hice porque me impresionó su anatomía para la carrera, y eso que
tenía cuatro meses cuando se la pillé a un marroquí que dicho sea de paso no
sé de dónde saca la cantidad de galgos que tiene. A los árabes les encantan
los galgos. Un galgo está hecho para el desierto, es su alma mater, ¿no lo
sabías?
Pues para ser sincero, no.
108
Galeón se había tumbado debajo de la mesa en la que nos
encontrábamos. El Feudo era el único bar de Madrid en el que los perros
podían entrar y sentarse bajo las patas de sus amos humanos. El bar estaba
atendido por dos hombres: uno en la cocina y otro tras la barra, sirviendo las
cinco mesas junto a los ventanales. Más que un camarero tenía el aspecto de
un fogonero: sucio y negro hasta las uñas, gordo, seboso hasta ocupar el
espacio de cinco personas. Tenía más virtudes: sus desayunos con tostadas y
huevos eran lo mejor que se podía ofrecer a la clase trabajadora. Los
sanwiches triples eran un manjar para tipos solitarios y solteros. Llegaron
los desayunos y las copas de coñac a la mesa, con lo que me puse muy
contento después de haber estado observando a los obreros devorar. La hija
de Jaime apenas podía con los cubiertos de metal. Su padre la ayudaba a
llevarse la comida a la boca mientras comenzaba a atizarle al coñac y a
repasarse la escurridiza barba impregnada de alcohol.
-¿Para quién haces fotografías?
-Ahora mismo estoy en paro. Antes solía trabajar para una empresa de
construcción: Construlandia, S.A, dedicada a levantar parques de recreo y de
atracciones, pero no veas cómo me aburría fotografiando con mi Hasselblad.
Me costó un pastón. Toboganes acuáticos, alfombras voladoras y chorradas
de esas. Me cansé, y como tengo la suerte de que mi mujer tiene un buen
trabajo, me puedo dedicar a perfeccionar mi estilo, a buscar trabajo en algo
más creativo. Lo fotografío todo, he tomado unas sesiones de instantáneas
fantásticas de Mercurio en la Casa de Campo y las voy a presentar a un
concurso la semana que viene. Me vendrá bien ganarlo, así me ofrecerán
algo decente. ¡Ya tengo ganas de ponerme a funcionar, Luis!
-¿Llevas mucho tiempo en paro?
-No. Bien, depende de lo que entiendas por mucho tiempo en paro.
-No lo sé, yo nunca he estado en paro.
-Yo llevo cuatro años en paro, pero para mí no es tal paro porque
continuamente evoluciono, entreno, saco cientos de fotografías de todo lo
que se ponga al alcance de mi objetivo. Ponlo de esta manera: trabajo para
mí. Ahora vengo de revelar unas fotos que he sacado de mi hija en el parque
que hay enfrente de casa. Míralas con atención.
Lo hice: eran unos fotos en blanco y negro de su hija chorreando agua
con árboles del parque como fondo.
-Yo he nacido para ser fotógrafo, lo llevo en la masa de la sangre, lo
que necesito es un empujón, que alguien se fije en mi calidad, que la tengo y
de sobra. Por ponerte un ejemplo: hace una semana estuve en una
exposición de Pete Derventa, lo conoces ¿no? Monstruo insaciable de la
fotografía. Al acabar de recorrerla me tropecé con él y le mostré una serie de
fotografías que llevaba por casualidad encima. El tipo se quedó con los ojos
abiertos, ojos que me decían, hijo ¿qué haces tú sin trabajo? Le gustaron, le
regalé una como recuerdo, una que hice de un campanario en una iglesia
románica del siglo doce con una cigüeña posándose en él. Una pasada de
fotografía y que casi me cuesta la vida porque me resbalé y a pocas me abro
la crisma.
109
Qué placer sentir el coñac resbalar por el exófago hasta llegar al
estómago lleno de tostadas. Con su poder calorífico, actuaba como radiador.
Sentía la humedad evaporarse a través de los poros de mi piel y del jersey.
¡Qué atmósfera de cantina con piratas del Caribe! Galeón se quedó tieso.
Llegaron otras copas de coñac por cuenta de Jaime. La niña se quedó roque
en el regazo de su padre ayudada por los vapores del alcohol que emanaban
de las cuatro esquinas del bar el Feudo, que debía llamarse así por ser el
último rincón de bebedores de coñac. Yo casi olvidé que a esas horas debía
estar iniciando mis primeros pasos de baile en el apartamento, pero en esos
momentos mi cabeza era incapaz de concebir vida alguna más allá de la
frontera del bar.
Me estaba transformando en un fanático del alcohol duro.
Un detalle sobre Jaime era que a parte de la niña a la que llamaba
Pulga, la copa de coñac inseparable de su otra mano, cargaba a todas horas
una bolsa negra en la que ocultaba su cámara fotográfica. Pero no una
cámara convencional, en las que se mira a través de un pequeño visor
enfocando hacia el objetivo. La cámara de Jaime era un artefacto diabólico
cuya manera de enfocar me despistó cuando me la mostró por vez primera:
resultó ser un recipiente negro con una pantalla de cristal que se situaba a la
altura del estómago. Allí se reflejaba el objetivo que se quería fotografiar.
La colocó encima de la mesa. Yo estaba tan alegre con el coñac y el
ambiente festivo mañanero que fui a echarle mano. Mal asunto eso de querer
tocar la cámara de un fotógrafo, porque sus manazas cubrieron las mías y
comprendí que si quería seguir vivo más me valía mantener las manos en los
bolsillos.
-Éste es un aparato muy valioso, Luis, con él he recorrido el África
noroccidental durante tres meses, fotografiando el desierto, las mezquitas y
los zocos. Conocí a los líderes del Frente Polisario. Asómbrate, chico,
querían que les hiciese un reportaje fotográfico; ¿eres español?, me
preguntaron. Los tipos estaban locos porque les fotografiase. Me llevaron a
uno de sus poblados pero a mí se me había acabado la pasta y no podía
quedarme más de dos días. Aun así empleé diez carretes en captar lo que
veía: sus escuelas improvisadas sobre el desierto, entrenamientos militares, e
incluso me llevaron al frente. Al otro lado de la línea de fuego estaban los
marroquíes, pero según entendí habían declarado una tregua para celebrar el
Bajram. Galeón es un pastor alemán y tiene buena planta pero creo que
debieras darle calcio porque tiende a juntar las piernas traseras. Eso hace que
renquee. La perra de Sebas, Cosa, está loco de remate. Yo no le veo más que
subir y bajar sola por las escaleras. Los pastores ingleses son así,
independientes, como su país de origen. Sebas no tiene ni puñetera idea de
lo que tiene entre manos, un pastor inglés no se adapta a un apartamento,
están criados para vivir en la campiña inglesa y no en la alta meseta
castellana. Por eso está vagabundea melancólico.
-Yo no creo que esté melancólico, lo que ocurre es que se parece a su
dueño, que tan pronto está eufórico como pierde la energía. Puede que tome
alguna sustancia.
110
-¿Quién, Sebas,? Tch, tch, que va. Sebas no es el típico perfil de
persona que consuma sustancias. Yo le conozco desde hace años, desde que
mi mujer fue por primera vez a su consulta. Yo esperaba fuera con Cosa,
entonces tenía la consulta en la Ciudad Lineal. El muy pesado me hizo
esperar más de una hora, y lo más gracioso es que al final ni me enteré de lo
que le ocurría a Menchu. No me lo quisieron decir, pero me invitó a una
copa de coñac francés en la misma consulta. Vamos, que le conozco y sé
que no.
Nos dio la mañana metidos en el bar proletario bebiendo coñac
mientras afuera caía el diluvio. Jaime me hizo un repaso completo de su
vida y sus andanzas. Una de sus grandes aficiones era tomar fotos de iglesias
románicas esparcidas por el país. No creía al pie de la letra todo lo que me
decía, me basaba en un instinto que me avisaba que Jaime era portador de
una gran imaginación y una gran dosis de inventiva que salía disparada
como dardos de una cerbatana en cuanto caían las copas de coñac. Jaime no
tenía freno en la boca y desde mi primer encuentro con él en el bar el Feudo
tomé la decisión de dejarle hablar y no contradecirle jamás pues sus
historias, sobre todo cuando hablaba de países lejanos, de iglesias o de
tramas que solo él el mundo conocía, eran entretenidas ¿Qué carajo me
importaba si eran verdad o mentira? Por ejemplo cuando me soltó entre la
tercera y la cuarta copa de coñac, justo antes de llevar a su hija al baño a
vomitar todo el desayuno, que según un último descubrimiento científico, el
hombre perdía gran capacidad productora de esperma por minuto, y que era
esa una de las razones por las que la mujer estaba alcanzando cotas en el
mercado, porque se lo olía, o algo parecido. Jaime no parecía tener fronteras
ni barreras. Si no, cómo demonios se explicaba que me contase una historia
en la que el turco Alí Agca intentó asesinar al Papa Juan Pablo II no a través
de la conexión búlgara sino por encargo de Comisiones Obreras, que vieron
en el sindicato católico Solidaridad un peligro para su ateismo, temiendo
acabar los mítines levantando el puño derecho y cantando la Salve.
111
Feudo: el último bar de la clase obrera.
¡Qué complejo tan extraño me entró de la noche a la mañana con el
tema del baile! Obsesionado con aprender a moverme en una fiesta. No. No
estaba enamorado de Natasha, no era posible estar enamorado de una
persona que no podía estar por motivos biológicos enamorada de mí. Un
pelele, torpe, un trozo de madera gruesa y carcomida en un plato de gráciles
fideos. Todos disponían de una armonía contoneándose. Todos menos yo.
Porque todos habían practicado menos yo, que nunca había pisado una
discoteca y nunca me había puesto siquiera de pie en una fiesta privada. La
idea consistía en combinar los ejercicios matutinos con los primeros pasos,
hasta coger un ritmo. Resultó complicado al principio porque la música que
utilizaba para la gimnasia que me mantendría en forma, no servía para
bailar.
Sebas me había proporcionado una música que o bien era rock, o bien
un cantautor empuñando una guitarra y una armónica o un violín. No había
ritmo regular. Mientras hacía ejercicios el ritmo no me preocupaba. A mayor
velocidad musical, mayor era mi excitación, tal que hasta acababa jadeando.
El punto de partida era buscar la música adecuada; para buscar la música
adecuada debía buscar a la persona adecuada, ¿y quién era? Yo me
encontraba rodeado de viejos. Tipos que habían pasado de la treintena y que
debían estar felizmente casados y teniendo sus primeros retoños, no
corriendo espada en ristre tras las perras en el parque, o soñando con atracar
el Banco de España. Jaime tenía una hijita, pero se estaba volviendo
alcohólica y fumadora a marchas forzadas. No se inventaron los antros de
baile en los noventa. Por el contrario fue en los setenta, ¡su época! Decidido.
Probaría suerte con Sebas, y en caso de que el médico me fallase, me
lanzaría por Natasha.
La consulta de Sebas llevaba varios días sin funcionar, no se veía a sus
habituales pacientes femeninos entrar y salir del edificio. En la puerta había
colgado un cartel: cerrado por congreso. Pregunté al Sheriff:
-No entiendo por qué Sebas ha colocado semejante cartel en la puerta
de su consulta. ¿A quién quiere despistar? Yo sé que se encuentra metido en
su casa desde hace días y no ha salido de allí.
A pesar del cotilleo, El Sheriff no era un portero común: se
preocupaba de veras. Una vez en la que el portero de la casa de mi madre
comentó a una de mis hermanas: esos marinos que se pasan la vida en alta
mar y descuidan a la familia... en una época en la que al parecer todavía se
querían, ella convocó a la junta de vecinos para despedirle por intromisión.
El portero de la casa de mi madre era un imbécil calvorota que siempre
andaba detrás de los culos de las chicas y que se negaba a subirnos en el
ascensor cuando no teníamos la edad para hacerlo solos.
Toc, toc, toc. Llamé a la puerta de Sebas varias veces, no contestaba
nadie. Entonces me decidí por probar a girar la manivela. Entré y me topé a
Sebas envuelto en varias mantas, sentado en el suelo, rodeado de estufas
112
eléctricas a pesar de que la calefacción central estaba a tope. Como un indio
en oración. Se movía hacia delante y hacia atrás. Pronuncié su nombre y
volvió su cabeza hacia mí. Yo le pregunté si se encontraba bien y él no
contestó, así que lo tomé como una locura temporal. Su cabeza estaba
empapada de sudor, el apartamento apestaba a rancio. Volví a preguntarle si
podía tomar prestados unos discos y él, con la cabeza hizo un gesto positivo.
No estaba el doctor para charlas. En la mesa, cajas de medicamentos
esparcidos, pastillas sueltas y desperdigadas. Comenzé a hurgar entre sus
discos con la esperanza de encontrar algo que se pareciese a la música disco.
Pasaba cajas de discos cuando al final del taco de compactos me encontré
con un disco que iluminó mis ojos. Se llamaba Fiebre del Sábado Noche.
Yo, que tomaba el biberón cuando el disco y la película salieron a la luz, me
llevé una alegría al ver al protagonista en la portada vestido de blanco. A sus
pies, los focos de la sala de baile le hacían parecer un dios. Supe que esa y
no otra era la música que yo necesitaba. Sebas ni se inmutaba. Incubando
calor con algún objetivo. Fue seleccionar el disco y ver que Sebas se
levantaba de su postración y se dirigía al baño envuelto en ropajes.
-¿Puedo grabarlo?
-Ahá.
Tomé prestada una cinta virgen, metí el compacto en el aparato y
esperé el final de la grabación. Mi madre siempre me decía que yo era un
chico de Aquí Ahora. En el baño, escuché el agua correr a chorro tendido,
signo de que Sebas se disponía a tomar un baño de agua caliente. Me senté
en el sofá y me dediqué a ojear las fotografías de la película que venían en el
cuadernillo interior. La chica que bailaba con el protagonista no se parecía a
Natasha. Tampoco yo me parecía al hombre de pelo engominado, lo
importante era que bailaban juntos, y ello era posible porque el tipo sabía
llevar a la chica, manejarla en la pista. Oooh, you can tell by the way I use
my walk I´m a woman´s man, no time to talk... No difícil de traducir: oh,
puedes decir por la manera en la que ando que soy un hombre de mujeres,
sin tiempo para hablar. El tipo no tenía tiempo para hablar, su dedicación
eran las mujeres, no las palabras ni los discursos ni las charlas. No las
impresionaba con su boca sino con su cuerpo al moverlo. La gente lo sabía,
lo adivinaba por su forma de andar que era sin duda algo fuera de serie para
que hasta se llegase a mencionar explícitamente. No quise elevar el volumen
de la música para no molestar al doctor con el ruido, deporte que se me daba
muy bien. Cosa que me miraba con el morro pegado al cristal, empañándolo.
Prueba más de que Sebas no estaba de humor para aguantar al perro dando
vueltas alrededor de la mesa. Me senté de cuclillas con mi cara pegada a la
suya. Cosa soltaba moquillo, vapor del hocico, sus ojos azules estaban
vidriosos. Qué pareja. Amo y perro experimentaban los mismos fenómenos
físicos. Eso sí que era empatía.
Sebas salió del baño. La cinta se estaba acabando de grabar. Salió
desnudo, con una toalla rodeando la cintura y los ojos entrecerrados; apenas
me dirigió una mirada.
-¿Tienes frío?
113
-Mucho, no te lo puedes ni imaginar, es un frío que viene de lo más
profundo de las entrañas, Luisín, y sin embargo estoy sudando. ¿No es
irónico? Veo que has terminado de grabar, un buen disco, sí señor, lo mejor
en música de baile. Me duelen los músicos, los músculos, el cuello, la
cabeza, mmm, ppfff... En fin, que voy a decir, es muy bonito entrar, pero
salir es otro cantar. Hoy tenía que haber ido a la consulta pero no podía, así
mínimo diez días, no sé si lo voy a a aguantar, no soy ningún chiquillo.
¿Tienes tres mil pesetas sueltas?, ¡que digo!, no me hagas caso, los enfermos
mentales somos los peores. Un buen baño relaja, lo malo es que el efecto
dura tan poco, alcánzame un cigarro, eso es, gracias, ¿puedes bajarme al
perro?, mírale, le cae el moquillo como a mí.
Las mantas cubrieron hasta el cráneo.
La primera vez que escuché la Quinta Sinfonía de Beethoven en
versión disco con batería me quedé flipado; con ella empezé a mover el
esqueleto por el apartamento. No podía estar bailando toda la vida, tenía que
esforzarme desde el primer instante en progresar. Preparé el apartamento
para el evento. No tenía nada en que basarme, no había profesores porque
me daba una vergüenza mortal confesar que ahora me interesaba el baile. No
tenía vídeos, mejor dicho, mi padre no tenía vídeo. ¿Qué pensaría de su hijo
revolviéndole el apartamento y desatornillando el espejo del baño,
colocándolo en el salón apoyado en el sofá para verse mejor? Pobre Galeón,
sus bajadas al parque se verían reducidas por las mañanas en cuestión
tiempo: un pis y a casa, a escuchar Fiebre del Sábado Noche por vigésima
vez. ¿Primer día? Absoluto desastre. Me sentía vigilado, sonaba la Quinta
Sinfonía de Beethoven y las líneas, oh you can tell by the way I use my
walk... etc. A los tres minutos ya estaba desesperado: me movía como un
asno. Despacio, tranquilo, concéntrate... Despacio... Me avergonzaba hasta
de las miradas de Galeón. Las manos y los brazos fueron mi primer blanco,
debían ir al ritmo de la batería, las primeras notas de la Quinta Sinfonía y
mis puños, cerrados, trazando pequeños círculos. Perdí el control y me puse
a dar brincos. ¡Parodia! Al mover mis caderas el cuerpo se amaneraba, al
procurar darle virilidad lo que hacía era ponerme nervioso y agitar
espasmódicamente la pelvis en unas imitación del acto sexual.
Así acabó mi primera sesión como bailarín. Me duché y me largué a la
tienda de Roberta con Galeón a comprar arroz. Mis existencias se estaban
acabando. El segundo día no fue mejor que el primero, aunque tampoco
peor. Cambié la posición el espejo, superponiendo cojines debajo para darle
más altura. Volví con Beethoven. Ajusté el golpe seco y previsible de la
batería a un golpe de mi pie contra el suelo, y al siguiente golpe de batería,
el otro pie. Fui capaz de aguantar el ritmo la canción entera, unos cuatro
minutos, pero olvidaba que no estaba desfilando sino bailando. Entonces
cerré los ojos. Sí, la sentía. Cuando abrí los ojos y me ví frente al espejo...
Cerrar los ojos lo dejaría para los profesionales. Sonó el teléfono. Mi madre.
-Hola, Luis, soy tu madre. ¿Ya no te acuerdas que tienes una madre?
¿Qué haces en casa a estas horas? ¿Cómo te encuentras? ¿Dónde mierda
está tu padre?
114
-Hola, mamá, estoy bien, vamos, me encuentro enfermo, estoy bien
pero hoy estoy enfermo y por eso no he ido a la universidad. Papá llamó
hace unos días.
-¿Cuántos días?
-Unos, no me acuerdo, unos días. Pero sí, viene para acá.
-¡Hijo de la grandísima... !
Y una serie más de insultos siguieron. Luego la charla se tranquilizó,
hablamos de la alimentación, de su futuro en el País Vasco, de mis
hermanas, de su vuelta, del puerco de mi padre que en esos precisos
momentos se estaba acostando con una mujer del Golfo de México.
Tenía diez años cuando mi padre me interrogó en una habitación
oscura, con un solo foco de luz para desorientarme. Lo hizo al estilo marino,
sentados frente a frente, mirándonos a los ojos para ver quién los bajaba
primero. El asunto del interrogatorio era la desaparición de un pedazo de
tarta de chocolate. Yo, siguiendo mi instinto, culpé a una de mis hermanas,
pero Mazo sabía que el chocolate estaba siendo digerido en mi estómago, y
me soltó otra de sus frases aplastantes que se marcaban como hierro
candente en mi virgen culo. No hay nada peor que negar la evidencia. Era mi
táctica. Negar y negarlo por encima de todo, atrincherarme en un no como
respuesta y no moverme un ápice de allí. Martín el neonazi hizo lo mismo
en el Parque del Vietnam mientras paseábamos a Bormann y a Galeón.
Sostenía que él no había levantado el puño izquierdo y cantado la
Internacional borracho en la Fiesta de Sebas. Me resultó imposible sacarlo
de ahí. Yo te he visto con estos dos ojos, le dije, pero nada, él lo negaba y
me miraba con sus fieros ojos repletos de odio. Bormann tenía la misma
paciencia con Galeón que éste tenía con Cosa. En mi fuero interno, lo que
más me hubiese gustado ver era un enfrentamiento entre Troski y Bormann.
Éste era un deseo oculto que ni yo mismo me atrevía a reconocer porque
hubiese supuesto también un enfrentamiento entre sus dueños. Martín no
hacía sino lanzar piedras para que los dos perro las cogiesen. Era tan bruto
que desaparecían de la vista y al cabo del rato los perros miraban
confundidos el paisaje frondoso.
-¿Dónde está Natasha? Hace días que no la veo.
-Está con una amiga en un congreso de jóvenes poetisas o una mierda
por el estilo. No sé ni cómo la ha dejado ir mi vieja, porque ahí lo único que
hacen es drogarse y criticar a su país.
Estábamos comentando lo traidores que eran los escritores que lo que
hacían era utilizar su máquina de escribir para criticar a su patria en vez de
criticar y atacar a las de los demás, cuando apareció una centella, o una
estrella voladora. Visto y no visto. Pasó entre Bormann y Galeón a tal
pastilla que a su lado ellos dos parecían moverse en cámara lenta. Detrás,
Jaime, que iba de la mano de su hijita y en la otra, una copa de coñac. Los
dos perros se quedaron sorprendidos, luego se pusieron a jugar. Era
complicado para el dobermann y el pastor seguir a Mercurio. Ésta no parecía
darse cuenta de que debía disminuir su velocidad si quería integrarse en el
grupo de sus nuevos amigos. Yo no estaba orgulloso de Galeón. No como
115
Martín lo estaba de la potencia de su animal, o Jaime de ver volar a su galga,
cayéndosele las babas de placer, babas de coñac que caían sobre la cabecita
de la niña.
-Está muy delgaducha, qué pasa, ¿no la das de comer o qué?
-Chico -dijo Jaime altanero, al que no parecía impresionar en absoluto
las botas militares y la cabeza rapada de Martín desde su inconmensurable
altura-, esta perra sólo consume una cosa: gasolina, para zumbar como lo
hace ¡Fijaos como corre!
Un espectáculo ver a Mercurio atravesar las explanadas y esquivar los
arbustos. Noté que a Martín, un devoto de la fuerza bruta, le caía la baba
igualmente, la velocidad era otra de sus grandes pasiones humanas junto con
la fuerza. Aburrida de torear a los dos perros, la galga se dignó acercarse a
nosotros y pude acariciarla. Me di cuenta de que no parecía un perro. Bien,
qué estupidez, era una perra, mas su extrema delgadez y su cabeza afilada,
su piel dura, le conferían un aspecto de clase aristocrática entre la plebe de
Galeón y Bormann. Claro, por eso Jaime le puso un nombre de dios y no de
barco o de nazi. La delgadez no era muestra de debilidad y por ende
merecedora de exterminio. No me hubiese importado tener una perra así.
¡Qué poco habría que cocinar para ella, y que minúsculos serían sus pises!
-Tocad este hueso en el hocico.
-Vale, tiene una hendidura como todos los perros. -apuntó Martín.
-No. No como todos los perros. El hueso en esta parte está reforzado
para poder levantar la liebre con el morro y mandarla a tomar por saco, hacia
el cielo. Las oportunidades que tiene de cazarla no son tan grandes como
parece. Como la liebre sea astuta y la regatee, se jodió el negocio, pero ésta
es una galga limpia, sigue a la liebre sin acortar. Hablando de acortar, hace
frío. ¿Por qué no acortamos al Feudo? Os invito a un coñac, si sois lo
suficientemente hombres para beber un coñac a estas horas.
¡Qué perro! Lo dijo sonriente e irónico. Qué bien sabían los
alcohólicos engatusar a su público. Mi deber era ir a casa a proseguir con
mis clases de baile, sin embargo, lo grandioso de ser joven era incurrir en
contradicciones y ser de lo más feliz con ello. Yo empezaba a estar
orgulloso de no dar una. Recordemos que el efecto del alcohol duro en mi
estómago me producía cosquilleos de placer.
El Feudo y sus obreros de torsos marmóreos recién llegados de las
obras circundantes. Creí que a Martín le desagrada la visión de obreros
porque se pensaría que tres juntos tramaban una revolución. Martín no
parecía sentirse incómodo porque estaba rodeado de hombres auténticos no
aptos para bromas; metimos a los perros debajo de la mesa y el camarero de
la camiseta y las uñas negruzcas nos sirvió tres coñacs. No llevábamos ni
diez minutos hablando de las características asesinas de los dobermmans
cuando apareció el dueño del perro más asesino y soviético, Juan Pedro, sin
Troski. Martín vio acercarse al hombre que llamaba Engañabaldosas, sus
pupilas destellaron hambre, avidez de violencia instantánea, esa que explota
en el lugar más inesperado, pero no se levantó, no hizo nada. La niña de
Jaime, Pulga, dormida y preparada para recibir en su ricitos dorados las
116
gotas de coñac que resbalarían de las barbas de su padre. Juan Pedro venía
contento.
-Vaya, un cónclave de dueños de perros atizándole al coñac. ¿No es un
poco pronto? Camarero, un vodka, por favor. ¡Salud! Luis, tengo que
contarte noticias muy guapas sobre el tema que me concierne, ya sabes,
sobre lo que estoy escribiendo del Banco de España. Éste perro tuyo, un
galgo, debe correr de lo lindo. Cuando quieras le dices que se eche una
carrera con mi perro, el señor Troski, que aunque tiene malas pulgas en
abundancia nunca jamás le alcanzaría, no como a otros.
-¿Y eso por quién va, Engañabaldosas?
-Martín, no te había visto, perdona, Sebas, ¿os conocéis? Éste es
nuestro querido vecino Martín el fascista.
El camarero trajo el vodka. Martín fue levantándose despacio
apoyando los nudillos contra la mesa y yo veía la tormenta desencadenarse.
-Oye, vosotros dos. Yo estoy aquí con mi hija tomando un coñac
tranquilo, así que despacio, que al fin y al cabo pago yo la priva. Chico,
siéntate.
Jaime me sorprendió. Por donde quiera que se vaya siempre habrá un
hombre más duro y poderoso que el anterior. ¿Quién sería el tipo más duro
de la humanidad?
-Últimamente no sé qué ocurre con Troski que no me come bien. Voy
a dejar de cocinar para él y a comprarle esas bolas comprimidas que venden
en bolsas de plástico de cinco kilos.
-Yo le doy lo mismo que yo cocino para mí y a Galeón le gusta.
-¿Le pones curry y especias exóticas? Porque ahí esta la diferencia. A
Troski yo lo tenía por un perro salvaje pero con paladar. Puede que se pase
demasiado tiempo con el bozal puesto y se le quiten las ganas de comer.
-Mercurio solamente acepta filetes de ternera de primera y unas
pastillas especiales que me recetó un veterinario, que son un concentrado
para la velocidad.
-¿Qué? Mira, tío, unas pastillas para la velocidad. ¿No crees que ahí te
has pasado?
Yo estaba con Martín. Ahí Jaime se había pasado.
-No os estoy mintiendo, chicos, lo digo en serio. Conocí a un
veterinario, bueno, no era un veterinario sino un experto en animales, en
galgos más concretamente. Él elaboraba unos concentrados que ayudan a
mantener el equilibrio del galgo, el equilibrio físico interno y los desajustes
debidos a las altas velocidades.
-Pero tu perro qué pasa... ¿Se dedica a romper la barrera del sonido
cada media hora? Jaime: esas pastillas, ¿ayudarían a incrementar la
aceleración de Troski?
-¡Hombre!, para que encima de asesino rojo entrenado en la Unión
Soviética tenga la velocidad de un galgo. Serás idiota.
Jaime echó mano a su bolsillo porque este hombre disponía de unos
recursos comparables a su inventiva. Acomodó a la niña entre las piernas de
Martín y de su manaza derecha sacó una pastilla gruesa, pequeña, sin ningún
117
tipo de identificación. Tan solo eso, una pastilla blanca y granulosa. Los tres
volcamos la cabeza hacia el centro y nos quedamos observando la pastillita.
-¿Puedo verla? -Juan Pedro examinó la pastilla - Ésto es una
anfetamina, Jaime.
-¡Pero que carajo va a ser una anfetamina! ¿Crees que yo sería capaz
de dar una anfetamina a mi perra, de drogarla? Trae para acá. Esta pastilla es
un concentrado especial con propiedades relajantes. Mercurio no necesita
excitantes.
Jaime ordenó otra hornada de coñacs y un vodka. En el segundo yo ya
veía el panorama borroso, haciendo vagos esfuerzos para concentrar la vista
en un punto. Comparando esta sensación con la producida por la cerveza no
había color: me quedaba con el coñac. Entraron en el bar dos obreros
guineanos y Martín se quedó mirándolos con asco. Los tres nos dimos
cuenta. Jaime preguntó:
-¿Que ocurre? ¿No te gustan los negros?
-No. Míralos, vestidos de obreros, quitando los puestos de trabajo que
los nuestros necesitan.
-¿Los nuestros? ¿A quién te refieres con los nuestros? -dijo Juan
Pedro-, a los tuyos desde luego no, si tú no has pegado un palo al agua en tus
veintimuchos años de vida. Pero si quieres les llamo y les preguntamos a ver
si quieren cambiarte: tú te subes al andamio y ellos pasea a tu perrito y se
van por ahí con tus amigos los fines de semana a zumbar inmigrantes.
¿Sabes cuál es tu problema, Martín? Que lees demasiado, si, eso es, lees
demasiado y te aturullas.
-A ver si te voy a aturullar yo de una patada, Engañabaldosas.
-Yo tuve una esposa negra -cortó Jaime-. Fue hace cinco años, estaba
en Tanzania y ya había conocido a Menchu. Me dieron algo de dinero en el
paro y me largué un mes. Bien, había un tipo en un bar de un pueblucho de
mala muerte con algunas prostitutas y nos mirábamos, yo por curiosidad, él
por mis barbas. Yo pensé que me estaba preparando un arreglo, y vaya si me
lo preparó. Se levantó y se acercó a mí. Preguntó en inglés si quería sexo, yo
le contesté que no, ahí se acabó la historia. A los dos días le volví a ver y me
invitó a su casa. No parecía mal tipo, a lo mejor podía sacar buenas
fotografías. Una vez en su casa me sentó a la mesa y me presentó a su
familia, entre las que estaba una hermana suya que estaba tremenda,
guapísima. La familia vivía en la miseria. ¿Sabéis lo que me propuso? Al
verme mirarla me propuso comprarla, la virgen puta, comprar una mujer. Yo
por supuesto le dije que no estaba interesado, pero por curiosidad le
pregunté el precio. Para mi asombro me dijo un precio irrisorio, un precio de
broma, lo pasé a pesetas y era una ganga, la mujer. A todo esto ella no
paraba de sonreírme, de flotar con su mirada, con lo que me empecé a poner,
ya podéis imaginar, caliente. Metí la mano en el bolsillo y le solté la pasta
que me pedía aunque le aclaré que no hacía falta que la mujer viniese
conmigo, que yo ya tenía una. Pues resultó que al final de la comida, que se
componía de arroz y copos de maíz fritos, la mujer, por orden de su
hermano, no se despegó de mí. Me la tuve que llevar al hotel donde dormía.
118
El encargado no la quería dejar pasar, decía que me iba a robar hasta los
calzoncillos en cuanto me descuidase. ¡Pero cómo me va a robar si es mi
mujer!, contesté. Al final les convencí de que la dejaran entrar. Íbamos a
celebrar nuestra luna de miel y yo no acertaba a comenzar. No podíamos ir a
la cama como marido y mujer sin haber hablado antes una palabra.
-¿No te la tiraste? -preguntó asombrado Martín.
-¡Vaya con el nazi! Vosotros a la hora de meter la pichulina no hacéis
ascos a los colores, ¿eh? -murmuró Juan Pedro.
-Una cosa es meter un par de empujones y otra muy distinta casarse
con ella.
-Silencio. Yo ya estaba casado, la había comprado, allí eso es casarse,
pero no me apetecía ventilármela sin más. Yo soy un fotógrafo, no un gigolo
o un putero, así que le dije: chica, te voy a sacar unas fotos. Se lo dije en
castellano y no me entendió, se lo dije en inglés y tampoco. Saqué la cámara
y tiré un carrete entero. Quería tener un recuerdo de mi mujer africana. Lo
tengo en casa, ya os lo enseñaré otro día.
-Y acto seguido te pidió el divorcio. Clásico en las mujeres africanas,
¿verdad? -dijo Juan Pedro- Tuviste suerte de que no te cortara el miembro
porque hace poco un hombre contactó a través de una agencia con una mujer
africana, quería casarse con una. Se casaron, la trajo a Barcelona y ella, en
una noche de celos le segó el pene. Fantástica historia que me inspiró un
relato corto que publique hace unos meses.
-¿Tú escribes sobre eso? Sebas me comentó que eres escritor y que te
va la violencia y esas cosas.
-Ahh, la violencia. De eso Martín nos podría hablar largo y tendido.
Yo escribo sobre ella y él la ejercita, ¿no es cierto, Martín? Dile a Jaime lo
que piensas sobre la violencia. Tu definición de violencia.
-Pero bueno, ¿qué pasa con vosotros, barbudos? ¿Mi definición de
violencia? Para mí la violencia es zurrar, partirle la puta crisma al primer
escritorzuelo que me vacile, ¿entiendes?
-¿Te ciñes a los escritores o te abres a otros colectivos? -preguntó
distraído Jaime dando vueltas a la copa de coñac. Una gota de coñac cayó
sobre los rizos de la niña desde sus barbas. Ahí tuve la impresión de que él y
Juan Pedro se disponían a tomar el pelo al joven neonazi.
-Mirad, yo creo que en este país la gente se está tomando demasiadas
confianzas, ¿entiendes? A la gente les das la mano y te cogen el brazo y
luego quieren el brazo y a tu hermana. Mirad a vuestro alrededor, hoy hay
diez obreros blancos y dos negros. En unos años habrá nueve obreros negros
y dos blanco. El décimo obrero negro estará con mi hermana, o con la
hermana de otro, porque les han comido la cabeza, su maldita cabecita,
contándoles que lo bonito, lo enrrollado, lo moderno es mezclarse, como si
España fuese un potaje de garbanzos. A algunos les da igual y a otros no nos
da igual. ¿Violencia?, la que sea y donde sea. Así respiro yo.
-El chico tiene razón -dijo Juan Pedro atizándose otro vodka con
limón-. Sin embargo, lo más peligroso no sería que el obrero negro o el
obrero blanco acabasen en la cama con tu hermana, sino que el obrero negro
119
y el obrero blanco acabasen juntos en la cama. Ahí es donde tenías que tener
pánico, porque la clase trabajadora es fiel a sí misma. No lo olvides.
Yo no había terminado el segundo coñac cuando el camarero trajo la
siguiente ronda. Me estaba emborrachando hasta las orejas y me entraron
remordimientos de conciencia. No sé porque mi madre tenía que andar
llamándome para ver como me encontraba, me hacía sentirme mal. Me
consolé viendo a los que estaban sentados conmigo a la mesa, mucho
mayores que yo, pero que me parecían niños de guardería que necesitaban
consuelo, necesitaban perros a falta de otra cosa. Yo no. Galeón surgió por
casualidad. Ahora estaban todos arremolinados bajo la mesa tragándose el
humo de los cigarrillos de Jaime y de los obreros que tanto preocupaban a
Martín, que, al igual que yo, no tenía previsto trabajar en los próximos años.
120
Yo entre chicos demacrados.
La música había que escucharla alta. No había otra solución. Mis
siguientes días en lo concerniente al aprendizaje del baile fueron de diversa
índole y tuvieron diversos resultados. En el tercero vi que necesitaba
espacio. La casa de Mazo estaba llena de objetos que dificultaban mis
movimientos. Ni en las discotecas ni en salas de baile pueden verse mesas
camillas, ni sillones, ni alfombras, ni estanterías. Apreté la tecla. Night fever,
night feveeeer, we now how to use it..., el ritmo era lento, abrí las piernas en
posición de listos, relajé las manos, cerré los ojos, aspiré y expiré aire, moví
el cuello en círculos, estaba en calzoncillos, nada más, mi cuerpo contra la
música. Nuestros ancestros y yo. Me ceñí a un movimiento de caderas
lateral, izquierda-derecha. ¡Oye! ¡Estupendo! Por primera vez llevaba el
ritmo. No parecía difícil, cuestión de balancearse. Disponía también de
manos y me vi en el compromiso de tener que utilizarlas. Palmas. Bien
pensado. Me puse a dar palmas. Cuando la batería golpeaba la caja yo daba
una palmada sonora, que se viese que yo estaba allí, vivo. Participaba de la
gran fiesta del Fiebre del Sábado Noche. Acabó la canción y comenzó otra
más rápida. Rebobiné la cinta para volver a escuchar night fever, night
feveeeer, we know how to do it. Galeón entró en el apartamento, me miró,
torció la cabeza, movió la cola pensando que aquello era un juego. Aseguro
que en aquellos momentos no jugaba, me tomaba el baile más en serio que
las mil ochocientas Salves que recé en el colegio. Me cansé de dar palmas al
aire y pasé a mover las extremidades superiores al completo, haciendo
aspavientos con ellas. Sin ton ni son. No importaba, no quise detenerme
porque lo importante era coger confianza y ser dueño de mi cuerpo al
completo, desde las falanges de los dedos hasta el dedo gordo del pie. Otras
canciones sonaron y ya me daba igual el ritmo, como la Quinta Sinfonía de
Beethoven para batería y orquesta. Sin lugar a dudas veinte veces mejor que
la original.
Al cuarto día de ensayos estaba lanzado. Puro cohete. Había roto en
cachitos la barrera que me había impedido bailar los años anteriores. Me
convertí de la noche a la mañana, con la ayuda de Fiebre del Sábado Noche,
en el peor bailarín autodidacto de la historia. Pero bailaba. Sí. Sí. Necesitaba
nuevas ideas y nuevos pasos: necesitaba ver la condenada película.
Demasiado tarde. Había nacido quince años tarde y los rollos se estarían
pudriendo en cualquier sala polvorienta de cine que alimentó a los chicos de
los setenta. Pensé en adquirir un vídeo. Y también: como el dinero se agote
antes de que mi padre el marino vuelva a tierra y tenga que ponerme a
trabajar a la salida de un metro, me pego un tiro. Sí, ésto pensé. Los que me
rodeaban no tenían dónde caerse muertos. Bastante era alimentar a la jauría
de animales que les rodeaban. Repasé. Juan Pedro no tenía vídeo, Jaime me
echaría un discurso antes de prestármelo, Lope me ensartaría si se lo
estropeaba. Quedaba Sebas, que se encontraba enfermo. Le llamé por
teléfono. Tardó en agarrarlo:
-¿Sí? ¿Quién es? ¿Qué pasa?
121
-¿Sebas? Soy yo, Luis.
-Ah, sí, Luisín, ¿qué te ocurre? ¿Quieres bajarme al perro?
-Claro, cómo no, y de paso te quería pedir un favor. Necesito que
alguien me preste un vídeo por cinco días, sólo cinco, y te lo devuelvo.
-¿El vídeo? Mmm, sí, desde luego. Oye, escucha, mira, hazme un
favor, llámame dentro de una hora y lo arreglamos, ¿de acuerdo?
-De acuerdo, gracias.
Al cabo de una hora volví a llamar. Sebas no dejó sonar el teléfono ni
un cuarto de segundo. ¡Zas! Lo enganchó al vuelo.
-¿Luis?, escucha, vente para mi casa, está arreglado, te presto el vídeo,
me tienes que hacer a cambio un pequeño favor.
Colgó.
Lo encontré metido en la cama. No tenía buen aspecto nuestro médico,
estaba pálido, amarillento, rodeado de pastillas, tabletas de colores
formando un collage.
-¿Cómo te encuentras?
-No muy bien. Necesito que me hagas un pequeño recado, es muy
sencillo pero muy importante. ¿Crees que eres capaz de hacerlo?
-Claro, ¿de qué se trata?
-En el salón está mi cartera, encima de la mesa, creo, la abres y coges
el dinero que hay en un sobre. Tienes que ir a la Glorieta de Bilbao, a la
salida del metro Fuencarral. Antes de salir a la calle verás un fotomatón, allí
hay un amigo mío esperándote que te dará un paquete para mí, es algo
importante, es para la consulta. Llevo varios días sin trabajar y ya es hora de
que me ponga. El hombre lleva unas gafas de sol, así lo reconocerás. ¿Crees
que puedes hacerlo?
Sebas perdía peso a velocidades vertiginosas.
Parecerá mentira, pero yo no había salido apenas en los últimos meses
del triángulo isósceles que formaban el Parque del Vietnam, el bar el Feudo
y la casa de la Segunda República. De la noche a la mañana y por encargo de
Sebas, me vi metido en el metro dirección a la estación de Bilbao, pleno
centro de Madrid, en busca de un tipo al que seguramente no reconocería.
Pero que no se dijera que Luis, el hijo del marino Mazo, no era capaz de
hacer un pequeño favor a un amigo.
Los carteles de salida verdes indicaban salida Fuencarral, yo los seguía
fielmente, no quería equivocarme y quedar ante Sebas como un torpe. Al
torcer una esquina poblada de guineanos vendiendo tabaco de contrabando
lo vi. Al fotomatón. Porque allí únicamente había una mujer gorda cargada
de bolsas esperando a que las fotos carné saliesen por la ranura. Ni rastro del
hombre del paquete. Miré a mi alrededor. Masas de viajeros pasaban a mi
lado indiferentes. Yo quería preguntar: ¿alguien a visto a un hombre con un
paquete bajo el brazo para Sebas, el médico enfermo? La señora me miraba
impaciente porque yo no entraba en la cabina con el fin de hacerme fotos.
Que señora gorda más angustiosa. Diez minutos estuve con ella y la
recordaré toda la vida. El fotomatón se quedó vacío, nadie se detenía, todos
pasaban como centellas al trabajo, a casa, a divertirse, y allí estaba como un
122
poste ese chico con el encargo de llevar un paquete a la calle Segunda
República, escalera B, piso cuarto. Pasaron veinte minutos y el hombre no
aparecía. Yo debía tomar una determinación.
Una mano me golpeó el hombro por detrás. Medía el doble que yo y
su cara estaba repleta de surcos que la atravesaban como un campo arado.
Pelo negro, revuelto. No había sido lavado desde hacía por lo menos un par
de semanas, sus ojos eran de lava verde. También se encontraba demacrado,
debía ser una plaga sin duda. Me miraba sin mirarme.
-¿Vienes de parte de Sebas?
-Si, me ha dicho que tienes un...
-No lo he traído, tienes que venir un momento conmigo.
Se dio media vuelta con la seguridad de que le seguía, pero yo me
quedé parado. ¿Dónde estaba el paquete? Arranqué y me puse a caminar tras
él. Salimos del metro al caos de la cuidad. ¡Qué comparación con la paz del
barrio de donde venía! Él delante, yo detrás. Que no me esperaba el tipo.
Tuve la impresión de que nadie por la calle estaba haciendo lo que debía
hacer. Torcimos a la derecha para bajar por otra callejuela hasta llegar a una
plaza repleta de chavales enjutos y susurrantes. Seguimos adelante, él
primero, yo después. El larguilicho no echaba una triste mirada hacia atrás:
imponía el ritmo que le daban sus largas piernas. Caminábamos por una
zona a la que conocía por referencia de los periódicos o la televisión. A
medio camino se le acercaron dos chavales que tendrían un par de años más
que yo. Intercambiaron unas palabras. Se unieron a la comitiva. El tipo largo
estaba muy solicitado. Caminaba rápido, los dos chavales detrás, a cinco
pasos, y yo a quince de todos. Subíamos y bajábamos callejuelas, de vez en
cuando nos cruzábamos con algún chico del club de los demacrados que o
bien le saludaban o bien el tipo largo se detenía para intercambiar palabras
con ellos. En una calle con nombre de pescado nos detuvimos. El largo
indicó a los dos chavales que esperasen junto con otros tres que se
encontraban apoyados en un coche; a mí me hizo una seña para que le
siguiese; entramos en el portal. La entrada de la casa estaba descuidada, la
escalera se caía a cachos; subimos al tercer piso y el largo llamó dos veces a
la puerta. Dijo: soy yo. Una chica joven sosteniendo un bebé abrió;
entramos. Cómo berreaba el bebé, pero a la chica, demacrada y amarilla, no
parecía importarle ni afectarle a los oídos. La casa era un caos, el olor
dulzón entró por mis narices hasta el cerebro. La imagen de Sebas se me
apareció. La chica colocó al bebé en un sillón y pude ver su camiseta, una
vez blanca, ahora llena de lamparones y de sangre. Así me di cuenta de que
hay madres para todos los gustos. ¿Qué tenían en común ella y mi madre?
Que las dos adoraban a sus hijos pero que la mía tenía sin duda menos
paciencia cuando berreábamos. La chica fue a la habitación contigua y me
entregó una cinta de vídeo enrrollada con papel celo. Preguntó si había
traído la pasta. Dinero que puse en sus manos, cuyas uñas eran idénticas a
las del camarero gordo del bar el Feudo. La pareja apenas habló y si lo hizo
era con palabras entrecortadas, en cheli; el tipo largo me soltó:
-Espera unos minutos que prepare un par de encargos y bajas conmigo.
123
Como música de fondo, el bebé a punto de reventarse las cuerdas
vocales me estaba taladrando los oídos. Yo parecía ser el único que le
escuchaba. El largo tardó varios minutos que yo utilicé para analizar la casa
como habitat físico así como a sus inquilinos, la pareja y el niño. Aparte de
una suciedad inherente que al no molestarles a ellos no tenía por que
molestarme a mí, lo que más me sorprendió era la descolocación de las
cosas. Objetos como televisiónes, sofás carcomidos, sillas desvencijadas,
estaban colocadas con el objetivo de ser trasladados en un futuro inmediato.
No disponían de un vídeo sino de diez. Uno encima de otro. Esta familia no
parecía vivir allí. Estaban allí porque en algún sitio había que estar, pero
tenían cosas y asuntos más importantes que arreglar que la mundana
decoración de un apartamento. El niño en el sillón se estaba escurriendo. La
pareja, sentada en una mesa-camilla, trajinando algo con mucha precisión.
Murmuraban. En todo el tiempo que tuve contacto con aquel tipo largo
demacrado y su mujer amarillenta sólo pronuncié seis palabras:
-El niño se va a caer.
El largo se levantó impulsado por un resorte y dejó caer la silla al
suelo del empentón. La mujer ni se inmutó, el niño berreaba con furor: nos
íbamos. Esta familia no pertenecía a la burguesía, obviamente, pero tampoco
pertenecían a la robusta clase obrera vociferante del Feudo. No podía
definirlos ni encuadrarlos; eran miembros de otra clase que yo no había
conocido. Al bajar por las viejas escaleras de madera se me desabrocharon
los cordones de una bota y me detuve en un rellano a abrochármela. El largo
continuó su camino sin mirar atrás. Me estaba gustando la incursión en ese
barrio de casas destartaladas y bombillas rotas en los pasillos. Quedaba aún
un piso por descender cuando escuché unas voces, más que voces eran gritos
y órdenes, carreras hacia el interior del pasillo de la entrada, un par de
portazos. Al llegar al pasillo de la entrada vi la puerta cerrada y escuché las
palabras que venían de la calle: ¡Policía! ¡No te muevas y ponte contra la
pared, cerdo! ¿Pero qué pasa? ¡Yo no he hecho nada! ¡Qué no te muevas he
dicho, joder! ¡Y tú, chaval, dame lo que tienes en la mano! ¿Es que estás
sordo?
Golpes secos.
Silencio.
Vaya.
No tenía miedo. Yo era inocente, siempre lo he sido. Desplacé con
cuidado la puerta de madera vieja para encontrarme, al mirar hacia la
derecha, al tipo largo y a los otros tres chicos con las manos abiertas, las
piernas abiertas, cara a la pared. Miré de frente y contemplé a un pequeño
hombre con una gabardina negra que le llegaba hasta los talones. Empuñaba
un automática y apuntaba, agarrándola con las dos manos, a la cabeza del
largo. el Pequeño Policía. Mi vecino.
Madrid era un pañuelo.
Salí.
Cerré el portón con educación. El Pequeño Policía me miraba de reojo
sin torcer la cabeza. Ésta era la segunda vez que le veía y en la misma
124
posición: piernas abiertas, empuñando un arma. Apuntando. Para mi suerte
aquello no iba conmigo. Comencé a caminar con parsimonia subiendo la
calle con la cinta de vídeo en mano mientras echaba la última mirada al
cuadro de acción que dejaba detrás. Me preguntaba si el crío habría dejado
ya de berrear.
Segunda República. El impacto de la brillante automática del Pequeño
Policía no me dejó ni a sol ni a sombra durante días. Por supuesto que se lo
conté a Sebas; ¿quién puede sustraerse a una cosa así? Le dejó frío. Sí, vale,
ese Pequeño Policía nunca ha estado muy bien de la cocorota, le gusta
acariciar el gatillo: escueto comentario a posteriori del médico. Otras
ocupaciones más inmediatas en mente tenía. En cuanto entré por la puerta
del apartamento se me abalanzó con un salto felino y abrió con lujuria la
cinta de vídeo. La escrutó por arriba y por abajo, arrancó o seccionó algo de
ella y la depositó encima de la mesa, metiéndose en el cuarto sin
agradecerme nada. Cosa no estaba en el piso, estaría en la calle pululando y
corriendo en círculos, pero lo que yo ahora necesitaba era que Sebas
cumpliese su promesa y me prestase el vídeo. Necesitaba mover el
esqueleto. El doctor, encerrado en su cuarto, tenía algo en la boca que le
impedía hablar, sin embargo, tomé el barrunto como un sí. Me puse con
esmero a quitar cables con el propósito de llevarme mi parte del trato, un
trato que casi me mata.
En el momento en el que salía por la puerta con el trofeo del encargo,
Sebas apareció. Su color amarillento y sudoroso había desaparecido. Venía
fumando un cigarro.
-Veo que has cogido el vídeo, no importa, ¡sabes manejarlo! Oye, te
agradezco no sabes cuanto que me hayas traído el paquete con la cinta de
vídeo, pero hazme un favor, ¿quieres? No lo vayas comentando por ahí. Ya
sabes, que te he mandado por un vídeo al centro. La gente es muy cotilla y
yo tengo aquí mismo la consulta. Ya sabemos todos como es el Sheriff, y
aunque te parezca que no, ésta es una casa de pequeñoburgueses. Fffff... Me
encuentro mucho mejor, estar enfermo es una lata pero si encima eres
médico el asunto se complica. Por cierto, ¿para que quieres el vídeo?
-Quiero ver una película.
-Ya, ¿y cuál?
-Una.
-Comprendo. Nada de preguntas, ¿eh? ¿Puedes hacerme un segundo
favor? Subirme al perro. Hace días que si te digo la verdad le he perdido la
pista. Mierda, no le he dado ni de comer.
Sebas, salido de un letargo. Bajé a la calle en busca del bicho
esquizoide y lo hallé hurgando entre las basuras de un contenedor,
intentando desguazar el tetrabrik de un zumo. Hasta para las basuras era
único. Me sorprendió la alegría que le entró a Sebas cuando vio a su perro,
abrazándole y pidiéndole perdón por haberse olvidado de él y de su
alimentación. Les dejé en pleno abrazo efusivo, jurándole que le iba a
preparar una comida digna de perros y reyes. Yo, si hubiese sido él, me
hubiese duchado antes de tocar nada.
125
Nacido para beber y bailar.
Music loud and women warm, I´ve been kicked around
since I was born.
And now it´s all right, it´s ok
You may look the other way...
La siguiente estrofa de la canción que pude leer y a la vez visualizar en
el vídeo era ésta. Lo esencial eran las primeras palabras: la música alta y las
mujeres calientes. Las navidades se echaban encima y quién sabe si en la
casa se organizaría una fiesta en la que yo marcaría el ritmo a seguir. Me
tragué la película siete veces. Una detrás de otra, en dos días sucesivos, sin
atreverme a dar un paso de baile hasta que tuviese en mi mente de forma
nítida por lo menos seis pasos. ¡Qué bien se estaba solo en el apartamento!
Mi madre libraba su guerra particular en el País Vasco, mi padre luchaba
contra viento y marea para mantenerme. Yo no pegaba un palo al agua.
A finales del año me interesaba una cosa: bailar.
Si todo fuese tan sencillo como en las películas, yo me hubiese
dedicado a partir de aquel año a robar bancos con Juan Pedro los días
laborables y a bailar en las discotecas los fines de semana. Evolucionaba.
Apenas bajaba al parque, lo justo para que Galeón hiciese un pis meteórico.
Si me encontraba con Jaime, Martí, Juan Pedro, los tres juntos, sacaba la
excusa que tan buenos resultados ha dado a generaciones de chicos que
empezaron bien y acabaron mal: tengo un examen, debo ir a hacer
fotocopias de unos apuntes. Abandoné la práctica de bailar en calzoncillos y
me coloqué unos pantalones vaqueros negros y una camisa blanca de mi
padre que tenía un cuello similar a las alas de un concorde. Entendí por qué
mi madre le puso el petate en la calle. Una vez en el centro de la sala de
baile, con la música atronando la vecindad, abrí las piernas y extendí un
brazo, el izquierdo. Apuntando al frente, recorrí la habitación con el dedo.
Cerraba los puños y caminaba como Él lo hacía, procurando concentrar toda
la sensualidad en el culo, una parte del cuerpo a la que yo había ignorado
por completo. Sonó el timbre. Era Anastasia, mi vecina del piso inferior. Me
sorprendió verla en mi puerta porque creía que nunca salía de su
apartamento por la falta de un perro al que sacar al parque. Seria, enjuta, no
enfadada pero sí siniestra.
-He cocinado un potaje muy rico, ¿quieres probarlo?
Mi boca me hizo decir sí cuando quise decir no. Sin explicarme cómo,
paré la música y bajé a su apartamento. Dentro, me comentó que había
notado que me gustaba la música alta y también que las paredes de su
apartamento retumbaban con el ruido. No hablo más. El gato me escrutaba.
Aquel infecto animal desconfiaba de mí, desconfiaba de los seres humanos.
No entendía como una mujer puede poseer un gato. Ni un hombre tampoco,
porque los gatos no eran animales. Eran serpientes. Viendo el potaje y los
ojos del gato me asaltó una idea: Anastasia había envenenado a su marido
con un potaje porque le molestaba que los domingos viese el fútbol a todo
126
volumen, blasfemando, rompiendo la armonia familiar que formaban ella y
el gato. Le metió matarratas en la cazuela y lo mandó al cielo. El gato lo vio
todo. La mujer se había molestado en subir un piso hasta mi casa con el
propósito de invitarme a comer. Ahora me asustaba por un plato de
garbanzos y por una mujer que si era cierto que había asesinado a su marido,
sus razones tendría. Una cosa era hacer desaparecer a un cónyuge y otra muy
distinta dedicarse a la exterminación metódica de todo varón. ¿Hubiese
matado mi madre a mi padre? Pudiera ser, si no hubiera estado la cárcel de
por medio. De todas formas lo hubiese considerado una indignidad, algo que
hubiese dignificado aún más a Mazo ante nosotros, le habría convertido en
un mártir. Así pensaba mientras introducía la primera cucharada en el
potaje, que desprendía un olor a incienso de iglesia. Alcé la vista para
comprobar su expresión. Sí me miraba, sí sonreía. Aquella arpía era pétrea y
lo único que me consoló fue ver que Anastasia comía potaje. Menuda
imbecilidad, cualquier asesino sabe que no hay táctica mejor que
tranquilizar a la víctima: pudo verter el matarratas tan sólo en mi plato. Pero
yo no tenía miedo a la muerte. Lo demostraré más adelante.
Me comí el potaje sin esperar que Anastasia me dirigiese la palabra.
La mujer comía, yo comía. Quise comenzar una conversación. Me irritaba
aquel zumbido del silencio que habitaba en su apartamento. Comencé con el
engaño más útil que según mi padre se le podía decir a una mujer.
-El potaje está muy rico, Anastasia.
-Ya te lo he dicho.
-Anastasia, si alguna vez necesita algo de la calle no tiene más que
decírmelo y yo se lo traigo.
-¿Tu crees que me podrías traer a mi marido?
-¿A su marido? Yo tenía entendido que estaba muerto.
-Eso ya lo sé yo. No creí que le pudiese echar de menos. ¿Conoces al
padre de Natasha? Mi pobre Ramón era igual, incluso peor. Le faltaba de
todo lo que a un hombre no le ha de faltar. Ya sé que algunos vecinos
piensan que yo lo maté, no soy sorda, pero es que un hombre así merecía
morir. No, no te asustes ni dejes caer la cuchara al plato, si lo maté o no es
lo de menos, lo importante es que se fue y me hizo la puñeta porque me
aburro soberanamente.
-No me imaginaba que la música se oía en tu casa. De verdad, bajaré
el volumen.
-¿Y esos saltos que das?
Me cogió.
Cuando subí al apartamento estaba lívido, no por el potaje de
garbanzos con incienso: por las amenazas veladas que la mujer me había
lanzado. Durante varios días no me atreví a poner música ni el vídeo ni
practicar nuevos y atrevidos pases de baile.
Un día, tumbado en la cama de mi padre y revisando algunas de sus
agendas y notas, me dio por contar el dinero que me quedaba. Contando y
contando pronto dejé de contar. Se me estaba agotando el dinero.
127
Dinero. Hasta ahora habían sido moneditas y papelitos que circulaban
alrededor de mí y a veces caían sobre mí, mas no me preocupaban, no sabía
de dónde salían ni me interesaba. Sí, del trabajo y del sudor de mis padres.
Bien, ¿eso qué significaba? Literatura, palabras vacías, lo del sudor venía de
la Biblia, con lo que cada vez contaba menos para mí, porque el lenguaje de
la Biblia tendía a dramatizarlo todo y yo tenía objetivo de probar sin
teatralizar. Jesucristo era un experimentador. Pues, ¿no se fue al desierto
para ayunar cuarenta días? ¿Y no caminaba sobre las aguas? ¿Y no desafió
al César? ¿Y no lavó los pies de una prostituta? ¿Se imagina alguien yo a mi
madre o a un cura diciéndoles: ahora vuelvo, voy a la calle a limpiar los pies
de las prostitutas? No quería ni sudar ni andar sobre las aguas, lo que
necesitaba era algo más de dinero. No podía contactar con Mazo, era
evidente que él tampoco iba a contactar conmigo. Albergaba dos
posibilidades: una era pedir prestado dinero a un vecino. ¿Cuánto?
Cincuenta, cien, ciento cincuenta. La otra era recortar gastos: me decidí por
la segunda, que coincidió con la llegada de las Navidades, mi segunda época
en la casa de apartamentos de la calle Segunda República.
Las Navidades, tiempo de abundancia en todos los sentidos, regalos,
comidas, fiestas aburridas, algún que otro rezo y misa, la familia unida. En
mi caso concreto algo menos, ya que cuando Mazo vivía con mi madre,
coincidía que solía estar ausente en la mar por esas fechas. La historia se
repetía, ahora con su hijo. Ya he mencionado, disponía de dos opciones:
mendigar o recortar gastos. Una tercera hubiese sido buscar algún tipo de
trabajo temporal: de otra cosa no, pero de tiempo sí que disponía. Yo no
estaba preparado, o diría dotado, para el trabajo. No era mi culpa. En casa y
en el colegio me habían inculcado la idea de prepararnos para lo que nos
vendría después, la agresiva vida, despiadada como los lobos: yo ya estaba
pasando lo mío. Recordar el priapismo me ponía la carne de gallina. Lo que
sí era cierto era que necesitaba hacer un examen de conciencia, o más bien
un examen de cuentas. Me quedaba muy poco dinero, no obstante, el tamaño
de mi estómago y el de Galeón seguía siendo idéntico. Incluso mayor. Hacía
un mes que Roberta no me fiaba. No es que desconfiase de mí, pero un día:
-Oye, ojasos verdes, mira que ya no tengo papel suficiente para
apuntar todo el dinero que me debesss, o que me debe el valeroso de tu
padre, que yo pensaba que era cosa de unos días, un mes a lo sumo. Pero
chico, que me parese que vamos a tener que ir pagando a partir de ahora lo
que compremos, ¿te hase?
No había alternativa. Yo también pensé que era cosa de días.
Pillé un papel y un bolígrafo para hacer unas estimaciones de lo que
podía y no podía gastar. El dinero se acababa porque así estaba escrito.
Como no vislumbraba solución alguna bajé a Galeón al parque y allí me
encontré con Jaime y Juan Pedro que venían del bar el Feudo calientes,
copas en mano, y cruzaban la calle en dirección al Vietnam. Troski iba
amarrado con dos férreas cadenas que Juan Pedro llevaba sujetas por un
mecanismo al brazo que él mismo había diseñado. Pobre Troski, condenado
al exilio, a la soledad, a la incomprensión. Atado a un árbol y con un bozal
128
metálico en la boca mientras Galeón y Mercurio competían. Siempre me
preguntaban si había recibido noticias de mi padre, y mi contestación era
siempre la misma: no. Como eran mi familia, tuve que contarles mi
situación, por descontado sin esperar limosnas o préstamos que jamás
hubiese aceptado. Juan Pedro vino con una idea que si bien suponía una
ruptura de mis principios, el No Trabajar, sí se presentaba como una
alternativa en la que yo no había pensado. Bien calibrado, parecía un
negocio a primer golpe de vista, honrado, y por encima de todo, sin
moverme de la casa y de la calle Segunda República.
-Luisín, somos unos cuantos vecinos de esta casa los que tenemos
perros, pero no es que no tengamos tiempo para sacarlos, que sí lo tenemos,
es que sacar a estos enfermos mentales es una tortura, unos no se llevan bien
con otros, o se deprimen, o se pelean. Aquí mi amigo Jaime y yo te
proponemos un negocio si estás de acuerdo, dame un poco de coñac, Jaime.
Saca a los perros a la calle y te pagamos por ello. No, no te preocupes que
yo hablaré con todos los que se interesen y propondremos un precio con el
que seguro que saldrás de tu crisis hasta que el marinero llegue. Organízate,
véndete, que es lo que se estila en estos tiempos globales. Tú serás el mejor
sacador de perros del barrio. Habla con el Sheriff para que te permita
colocar un anuncio en la entrada de la casa. Esa furcia intelectual te tiene
aprecio y a tu padre más. Puedes incluso exportarte, sacar perros en esta
zona de Madrid. ¿Qué te parece, eh? Increíble para venir de un ex - militante
comunista, ja, ja, ja.
A mí eso me daba vergüenza porque lo había estado haciendo gratis
hasta entonces.
-¡Pero cómo que gratis! En este mundo no se hace gratis ni el amor.
¿Crees que los protestantes y los comunistas hubiesen prosperado si
hubiesen hecho las cosas gratis? Tú has ido a los jesuitas, ¿no es cierto?
¿Hacían ellos algo gratis? Si, claro, me dirás: salvar las almas. Eso también
lo hago yo, y aquí mi amigo Jaime, que lleva a estas horas de la mañana un
buen tostao de coñac.
-No es cierto, voy agustico, que hace frío, escritor de ladrones de
bancos, pero el negocio me parece una gran idea. Puedes empezar con
Sebas, que el muy perro no baja ya a Cosa ni que le colgasen de esa farola.
Yo conocí a un tipo en Barcelona que se dedicaba no a sacar a los perros del
vecindario sino a limpiarles la mierda. El hombre, estudiante de
Económicas, seguía a las personas que sacaban los perros a la calle y cuando
éstos depositaban una mierda en la acera, él se colocaba unos guantes
protectores de plástico y la introducía en un cubo. Ya sabéis como son los de
Barcelona, exquisitos con su ciudad y con sus manos. Los perros tienen
delimitada la Zona de Deposiciones, que así la llaman, pero claro, exigirle a
un perro que cague donde al alcalde se le antoja es llevar las cosas a un
límite. Pues aquí vio el chico el negocio y os aseguro que se esta forrando
con sus guantes de plástico protectores, y hasta da empleo a otros
estudiantes.
-Venga yaaa... -cortó Juan Pedro.
129
Venga yaaa, pensé yo.
Navidades y Capitalismo. Porque fue precisamente en aquellas
solitarias navidades cuando yo, Luis, hice mi entrada triunfal en el mundo
del Mercado. La proposición de sacar a los perros de otros me agradó.
Miento, lo que me agradó fue poder sacar un beneficio de ello. No sería
mucho, pero sí suficiente para poder mantenerme sin tener que recurrir a
terceros. En el fondo y si se me apura, lo hice por mi padre, para que ella no
viese que de una manera u otra se había olvidado de mí, abandonándome
como un barco a la deriva. Entretanto, y mientras preparaba mi conversión
al capitalismo, quise acabar lo comenzado. Yo quería bailar, la Fiebre del
Sábado Noche no me había abandonado del todo pese a las sutiles amenazas
de Anastasia y el pánico a la falta de víveres. Cada mañana, una vez
acabados los ejercicios gimnásticos, me vestía con elegancia según lo que
encontrase por el apartamento de Mazo. Ropas un tanto pasadas de moda,
sofisticadas. Conectaba el vídeo a volumen moderado y bailaba, bailaba
hasta caer extenuado. Intentaba seguir los pasos del americano. Night fever,
night feveeer, we know how to do it, gimme that night fever, night feveeer,
we know how to show it. Dame la fiebre de la noche, sabemos como hacerlo,
sabemos como mostrarlo. ¿El qué? El bailar, el vivir la noche con mujeres
sensuales y abiertas dispuestas a todo, dueñas de sus cuerpos y de sus
mentes. Lo mío era un matiz diferente, no bailaba en la noche febril del
sábado sino en las frías mañanas de la capital del reino, con Galeón y su
pelambrera siguiéndome, mordisqueándome los tobillos. Un día me cansó y
me decidí a masturbarle: se quedó como una rosa marchita. Al observar su
semen esparramado por el suelo, vi que había diferencias con respecto al
nuestro: era más agua que semen. A ver si ahora iba a resultar que tenía un
perro estéril. Impotente no era porque a la Chucha la dio lo suyo.
Me miraba de continuo al espejo, me convertí en un vanidoso, en un
Transformista. Es asombroso lo rápido que se podían mandar al infierno
años de educación cristiana. En cuanto dispuse de libertad, todos mis
ancestros libertinos afloraron en mí, lo que en el fondo viene a decir que los
genes de mi padre, antes dormidos, despertaron con tal virulencia que ya no
recordaba ni la línea del autobús que llevaba a la universidad. ¿O era el
metro? Ahora estudiaba Movimiento Corporal.
La mañana antes del veinticuantro de diciembre preparé un cartel en el
que anunciaba que bajaría a los perros de los amos que quisiesen por una
cifra moderada, no especificaba cuál, primero por timidez, segundo por
desconocimiento del mercado, tercero para no parecer un pesetero. Mi
intención era dejarlo a la voluntad de los clientes. Entonces me dirigí al
Sheriff, que en ese momento no estaba en su caseta. Me senté en una de las
bibliotecas de espera a retomar algunos de los libros que había estado
ojeando. Contaba con que era el periodo navideño y los corazones de las
personas se ablandaban ante la necesidad, incluso los corazones de los ateos
que la celebraban. Pasaron los minutos y las medias horas y el Sheriff no
aparecía. Quien sí apareció fue Natasha. El corazón me dio un vuelco. Ahí
130
estaba, la Princesa Lesbiana con su perrazo Bormann y con sus caderas
forradas en negro.
-¿Estás esperando a alguien?
-Al Sheriff, tengo que preguntarle una cosa.
Se sentó junto a mí. Como yo no sabía guardar un secreto, le enseñe el
cartel que había preparado, le expliqué los motivos que me inducían a elegir
como futura profesión Bajador de Perros, o mejor, Paseador de Perros, que
fue lo que ella me sugirió.
-La palabra paseador da más confianza. Bajador es más inmediata,
parece que los bajas, los subes, y te guardas el dinero.
-¿Y no es eso lo que quiero hacer?
-Cada palabra tiene su efecto en las personas, paseador da tranquilidad
y sosiego. Vas a pasear, a disfrutar con el paseo y de paso con los perros, eso
los dueños lo agradecen. Bajador sería la palabra que escogería por ejemplo
mi hermano: bajador, matador, exterminador.
-Hay una diferencia entre Bajador de Perros y Exterminador de Perros.
Lo que necesito es mantenerme hasta que Mazo llegue. Lo que necesito son
clientes. Empezaré por ésta casa e iré extendiéndome por todo el barrio, que
está plagado de perros.
-Voy a subir al perro y vamos al Feudo a tomar una cerveza, ¿quieres?
Mañana, tarde, noche, daba igual. El Feudo abarrotado de obreros
cachas y abrigados. Cualquiera de ellos, el más flojucho y enclenque me
hubiese atizado tal puñetazo de habérselo propuesto que no hubiera vuelto a
ver el sol resplandecer. Al pasar por la puerta de la lavandería, una de las
Zorras estaba en la puerta apoyada. Viejoputón. Al mirarla esbozó una
sonrisa. Vaya, ahora sí que estás celosa, pensé. Cuando tuve que hacer el
recorte de gastos, las Zorras no entraron en él. Prefería no comer a dejar de
visitarlas, porque estaba seguro de que tarde o temprano, ese sueño que tanto
perseguía y que tantas masturbaciones me había costado: Orgía en la Sala de
Máquinas, se haría realidad.
-¿Qué tal va la poesía? Me dijo tu hermano que estuviste en un
congreso de escritores.
-¿Te gusta esa mujer?
-¿Qué mujer?
-La de la lavandería.
-Bueno, no me había fijado especialmente. Vamos, son atractivas, pero
algo mayores para mí. ¿te gustan a ti?
Ahí me jugaba el todo por el todo. Si contestaba que sí, ya podía ir
preparando mi cuerpo y mi alma para lanzarme desde un puente.
-No están mal. También son algo mayores para mí. ¿O crees que solo
tú eres sensible a la edad?
Yo en absoluto lo era.
-La poesía es mi mujer. Las demás son iguales que los hombres, yo no
veo diferencias entre los hombres y las mujeres en lo que al amor se refiere.
El amor no tiene sexualidad. Yo me enamoro de los seres vivientes. Yo
131
quiero más a mi padre que a mi madre, a mi hermano más que a mi antigua
novia, a la poesía más que a mi novia.
-¿Ahora tienes novia?
-Luis, haces muchas preguntas.
-Has empezado preguntando tú.
-Mi corazón está vacío como tiene que estarlo el de toda persona que
escribe. El amor es para la gente vulgar. El ansia de amor es para mí.
Supongo que ya habrás experimentado la tensión que la busqueda del amor
ejerce sobre nuestros cuerpos y nuestras almas. Esa tensión que sientes
cuando entras en la lavandería y ves a Pilar o a Mercedes.
-Yo no siento ninguna tensión cuando las veo, no entiendo porque
dices eso.
-No me engañes porque algo sentirás, aunque ya sé que no estás
enamorado de ninguna de ellas. Yo disfruto sintiendo la angustia de la falta
de amor, y si lo consiguiese, dudo que pudiera escribir versos, o al menos,
como los escribo ahora. Disfruto viendo como la gente vive. Van pasando
los meses y los años y siguen con ese tizón encendido que es la angustia de
verse morir sin encontrar el amor, su Amor, ese que se supone que está
escrito en la frente de cada uno de nosotros y que la mayoría no conseguirá
jamás. Es una condenación, es el pecado original del que tanto te hablarían
los jesuitas. El amor es como una hogaza de pan de pueblo: no hay para
todos. Y no pienses que hablo por hablar. Yo soy la primera condenada.
-Pero, el que busca el amor lo encuentra, tampoco hay prisa.
-No, si yo no tengo prisa, no es cuestión de prisa. Aunque los
segundos durasen milenios el amor seguiría sin llegar, Luis. ¿Quieres otro
coñac? Veo que has andado con Juan Pedro y con el grandullón que tiene un
galgo.
El amor no existía, o si existía era en dosis mínimas, al que le tocase,
que lanzase cohetes y fuese de pueblo en pueblo comiendo hogazas de pan.
Al que no... Pero, ¡que diablos! ¿Con mi edad me iba a preocupar de
retortijones metafísicos? A mí lo que me desazonaba era el saber si era o no
lesbiana. Por la manera que tenía de expresarse, la chica era un jeroglífico.
El orgullo me carcomía. El fracaso era inaceptable, mejor no hacer la prueba
y alimentar la duda. Prefería no saber a saber mal.
Llegó la legión.
Juan Pedro, Jaime, Sebas con una paciente, Maya, la mujer de Lope.
Él estaba practicando con el florete. Sus perros. Troski en el exilio, en un
árbol atado. Yo me alegraba de verles a ellos porque me consideraban su
mascota, el pequeño entre los grandes al que había que instruir y cuidar. A la
que se sentaban en la mesa y acercaban sillas bombardeando al camarero de
las negras uñas con pedidos, yo me di cuenta de un detalle que había pasado
por insignificante mientras conversábamos: Natasha había dicho que no era
insensible a la edad. Me sacaba cuatro o cinco años, eso, a mi edad, eran
años. ¿Y si no fuese lesbiana? No podía pensar tanto, me daba dolor de
cabeza. Yo tenía los ojos verdes, de pequeño las amigas de mi madre me
piropeaban por ello. ¿Es que ahora no contaban?
132
Alcohol duro a tutiplén. Que no faltase.
¡Abajo los desayunos, arriba el coñac! Yo estaba seguro de que iban a
celebrar una fiesta por Navidad, Navidad atea pero Navidad al fin y al cabo.
Y así fue. El primero en saltar a la arena fue Sebas, cuya paciente le miraba
embobada:
-¿Dónde hacemos la fiesta de fín de año?
-Pues en tu consulta, dónde va a ser. -dijo Jaime.
-¡Ehhh! Silencio, pecadores. El día 31 celebraremos la llegada del año
nuevo en mi humilde morada, así que ya sabéis, traed lo que queráis y a
quien queráis. Natasha, puedes traer al capullo nazi de tu hermano pero sin
su manada de bateadores. Quiero anunciaros que a partir de ahora Luis se
encargará de bajar a los perros siempre que se lo pidamos, y que sea un
horario decente, por supuesto. A cambio le daremos un salario colectivo,
que su padre parece que se retrasa con el barco. ¿Ves las ventajas de tener
un padre díscolo?
Todos levantaron las copas y brindaron y rieron, y yo, mirando de
reojo a Natasha. Las Zorras hicieron aparición en el bar para su desayuno
matutino por el que se metían entre pecho y espalda dos cafés largos y tres
tostadas con mantequilla y mermelada, macarrones, para el que cerraban
durante casi una hora la lavandería. Se unieron a la mesa. Fueron invitadas a
la fiesta. Con el coñac, yo sufrí una erección. Cuando subiese a casa miraría
en el diccionario el significado de la palabra díscolo.
Ya disponía del título oficial de Paseador de Perros de la calle
Segunda República, sin número. No necesitaba ni cartel en la entrada ni el
permiso del Sheriff.
Decidí revisar de nuevo mi alimentación, que se basaba en las pastas y
en los arroces, de los que ya era un genio. Lo que recortase para mí sería
recortado para Galeón. Si yo crecía, él crecía, si yo me encogía, él detrás.
Todo tenía que estar preparado para el día 31 de diciembre, porque el día
uno de enero comenzaba mi nueva vida. Trabajar, quién lo hubiera dicho, si
la sola palabra me producía vértigo. Los curas trabajaban, mi madre y mi
padre trabajaban, a mi alrededor la humanidad trabajaba. ¿Por qué yo
asociaba la palabra Trabajo a la palabras Esclavitud? Nos hablaron tanto de
la esclavitud con los griegos, con los romanos, en las minas del Nuevo
Mundo, en los algodonales. Yo ya veía látigos, sudor, lágrimas.
La mayonesa, fuera, adiós. Me produciría acidez en el futuro. El
queso, otro tanto. Las vitaminas y proteínas del queso estaban en la leche,
con lo que estaba duplicando gastos. Congelados de pescado, ¿para qué? No
sabían a nada y podían ser cualquier cosa, hasta carne si se lo proponían. Lo
ideal eran las sardinas, que según los expertos, eran los peces con más
minerales y calcio. El chocolate era un veneno, nos lo decía mi madre, a
Galeón no le gustaba. Deshechado. Una vez, viendo la televisión en mi casa
materna, vimos a un hombre al que se le había reventado el hígado por unos
huevos, ocurrió en un barrio del sur de Madrid hacía tres años: fuera huevos.
Recordé las escenas de una cámara oculta en la que se espiaba como se
elaboraban las salchichas. Un tipo iba introduciendo por un embudo de
133
hierro los objetos más inverosímiles: desechos de animales muertos, carne
de cuarta, condones usados, huesos, plásticos. De vez en cuando escupía y
este detalle le hacía gracia; en la parte inferior del embudo todo se trituraba,
se mezclaba con unas moles de grasa, y juntos iban a las prensadoras en
cadena, de las cuales emergían unas salchichas uniformes que se
plastificaban en envoltorios. Acto seguido a la tienda. Pues no. Salchichas
Nucleares no. En el arroz y en la pasta seguía teniendo una fe ciega. En las
sardinas también. Me vino a la mente un artículo de una revista. Explicaba
que el virus de la carne de cerdo reside en nuestros cuerpos un mínimo de
cuarenta días, viajando por nuestras venas y contaminando nuestra sangre.
Ya entendía porque los musulmanes no comían cerdo, no querían ser
contaminados por viruses durante tantos días. Olvidáos de mí. Era una pena,
ya que el chorizo cortado en rodajas y frito quedaba muy rico con el arroz
blanco. La salud era la salud: yo estaba en la edad del crecimiento tardío.
El coñac no podía borrarlo porque era un gasto accesorio, no
repercutía en el presupuesto mensual. La mayoría de las veces Jaime pagaba,
ya que se tomaba tantos que pagar tres más le era indiferente. Una afición
recién adquirida, no pensaba rechazarla así como así. Las cebollas para el
sofrito inicial eran baratas; con los pimientos pasaba lo mismo; pero los
tomates, ¿qué sentido tenían? Había ocasiones en las que sabían amargos,
otras dulces, para evitar confusión de sabores decidí evitarles yo a ellos. El
pan, el sagrado pan, el cuerpo de Cristo, su composición básica era similar a
la de la pasta. Fuera pan de momento.
Una vez concluida la lista de materias primas para la supervivencia,
me encaminé derecho al armario de mi padre a buscar el vestuario que
elegiría para la fiesta de fín de año. Una camisa blanca con el cuello subido
hasta la garganta, un chaleco negro con la parte trasera gris. Mis pantalones
negros vaqueros ceñidos. Para los pies disponía de unas botas cortas o de
unas zapatillas de deporte blancas: lo decidiría en el último instante. Mi pelo
había crecido desde que las manos de Natasha lo trasquilaron. Una
alternativa era imitar al americano de la película y rociarlo de brillantina,
formando un tupé. Lo probé con jabón y agua. No me convenció, era rizar el
rizo.
Satisfecho de mi cuerpo y de mi mente. Tenía el presentimiento
constante de que algo iba a ocurrir que estaba relacionado con mi corazón y
más en concreto con mi miembro viril. Natasha, Bocalinda, Viejoputón. Una
de las tres debía caer para que yo pudiese seguir adelante.
En el Parque del Vietnam la temperatura era agradable, unos grados
por encima de la calle. Yo paseaba con Galeón en solitario. Vamos,
condenado perro, corre, salta, le gritaba, pero el animal se había
acostumbrado a salir a la calle en compañía de otros perros y se había vuelto
incapaz de jugar solo. Yo le aburría. De pronto, Galeón salió al galope en
dirección a unos densos arbustos. De allí salió la Chucha, la perra más puta
del barrio, pero había engordado. Galeón la olía, se puso tierno con ella. La
perra estaba preñada. Yo me acerqué y la acaricié pero el perro la apartaba
cariñosamente con el hocico: la quería solo para ella.
134
-Tranquilo, Galeón, yo no quiero nada con ella.
Parece que le gustaba, se había convertido en adulto antes que yo. Con
mis antecedentes, yo daba a la Institución Familiar Humana veinte años de
futuro como mucho. La animal la tenía frente a mí, tan fresca y primitiva
como siempre. No debía haber evolucionado un ápice desde que los perros
inundaron la tierra. Comencé a caminar en dirección a casa sólo, para ver su
reacción. El muy bastardo no se movía, no me miraba, por el contrario, se
enroscaba con su amor. Me daba perfecta cuenta de que yo estaba haciendo
el imbécil. Un paso tras otro llegué a la puerta blindada de cristal. Quise
hacer una prueba: ver la fidelidad del perro, sobre todo ante la amenaza de
quedar sin el sustento diario y tener entonces que buscarse la vida en los
basureros municipales. Apoyado en el balcón, esperaba secretamente al
principio, luego silbando con descaro, que el nuevo padre de familia
abandonase a su familia segunda y volviese al redil de su familia original.
Tanta adultez y en el fondo me sentía solo. Eran las Navidades y estaba en
peligro de perder al único ser al que veía por las mañanas. Eso, al fin y al
cabo, era lo que marcaba. Si no hubiese dispuesto de unos vecinos tan
solidarios y estrafalarios, sumados a un perro atento y cotilla, hubiese
muerto de inanición. Hambre de compañía, no de arroz ni de spaghettis.
Entre el día de Nochebuena y el de Nochevieja recibí una llamada de
mi compañero Javier, al que no veía desde que el curso dio comienzo, y al
que no tenía intención de ver a menos que se pasase por mi casa. Lo que me
comentó fue sin duda curioso:
-Luis. ¿Dónde te metes? ¿No te vas a presentar a ningún examen de
enero?
-Pues no tenía nada previsto. ¿Cuántos exámenes hay?
-Pues, pues todos. ¡Cuantos va a haber! No has aparecido por la
facultad ni un solo día.
-Bueno, no es que pase de todo, es que no he tenido mucho tiempo
para pensar en ello. ¿Qué tal es la gente, el ambiente, profesores?
Yo era por preguntar algo, ya que la universidad me quedaba tan lejos.
-Pfff, pues como siempre. ¿Qué haces en Nochevieja?
-Estoy invitado a una fiesta aquí en mi casa, iré con mi novia.
-¿Qué novia?
-Mi novia, cual va a ser. En realidad son dos, lo malo es que ellas
todavía no lo saben. A ver si vamos al cine un día de éstos.
Esa fue la conversación. No muy profunda para venir de dos
estudiantes universitarios. ¡A la basura con los legados culturales! Que yo
quería bailar, beber coñac y excitarme con la presencia de las Zorras y de
Natasha. Me extrañó que mi madre no me llamase por Nochebuena, ya que,
dejando a un lado su creencia religiosa militante, también creía en la familia,
en la unidad de la familia en una fecha tan señalada. La única llamada que
recibí de fuera de la calle Segunda República fue la de Javier. Fue más una
llamada de curiosidad que de solidaridad. Juan Pedro o Sebas me llamaban
pero para cosas cotidianas como ir al bar el Feudo. Natasha llamaba a la
puerta para bajar a los perros. Jaime para beber coñac. Que mi padre no me
135
llamase lo entendí porque si estaba atrapado en medio de una tormenta no
podría dejar la sala de máquinas para decir a su hijo feliz navidad, te dejo
que nos hundimos. Pero si estaba revolcándose entre las piernas de una
caribeña me lo iba a pagar. Conociendo a mi madre, que tampoco la conocía
tanto, hubiese apostado a que estuvo frente al teléfono el día de Nochebuena
esperando hasta agotar el último segundo de la noche. Prefirió comerse sus
creencias y no llamarme. Ni cené langostinos ni cené patatas fritas ni me
acordé de que era Nochebuena hasta bien entrada la noche. Para entonces no
me acordé de llamar. La primera Nochebuena que celebraba como una
noche cualquiera. Los árboles de la ciudad iluminaban las calles con sus
bombillas de colorines, la música navideña salía de los centros comerciales.
En la calle Segunda República ni luces, ni música. Según Jaime, el dueño y
camarero del Feudo era un anticristo y expulsaba del bar al primero que se
atreviese a entonar un villancico, y más si era obrero. No colocó ni una sola
bola, ni una sola guirnalda, ni tiras de flecos de colores. Tipo persuasivo por
su tamaño, enérgico, la energía de las uñas negras y el trabajo de cocina y de
servir. Ese explosivo cóctel daba mala sangre, no me extrañaba que fuese
ateo.
136
¿Qué importan los ingredientes en una receta? Nada.
En la fiesta de Nochevieja todos los invitados llevarían un plato
cocinado de su casa para el Comedor Común, ese era el nombre que le dio
Juan Pedro. A mí me quiso excusar de la obligación pero yo me resistí. Le
dije que podía estar tranquilo, que mi capacidad de hacer un plato
comenstible estaba fuera de discusión. Quería demostrar que podía cocinar y
mejor que algunos de ellos. Mejor cien veces que Anastasia, mujer clásica
metida en la cocina, aprendiendo de su madre, luego cocinando para su
padre y a la vez para su novio, más tarde para el desgraciado de su marido, y
por último para mí. La base, la clásica. El arroz. El mejor arroz era uno con
marca de filósofo cuya caja era tres veces mayor que el contenido interior:
un tercio de arroz, dos de aire. Compré ajos para darle un sabor que
disimulase la falta de aditamentos sólidos. Poseía sardinas en aceite de oliva.
Un par de cebollas y un pimiento verde grande. De perejil disponía en casa:
al espolvorearlo sobre el arroz, colorearía de navidad la blancura del arroz;
aceite de oliva. Pues ya estaba. Roberta quedó apesadumbrado por las
raquíticas compras que le hacía.
-Hijo, ¿estas pasando hambre? Te veo más delgao. Como se nos
muera la señorita de Muruza, tu padre me ata un ancla al cuello y me tira al
río. Hala, venga, ésto, regalo de la casa.
Un turrón de chocolate con arroz inflado, de los que me gustaban.
Víspera de Nochevieja. Hay ajetreo en los apartamentos: Maya grita a
Lope, que a su vez grita a Fifí. Se oían los trotes de Martín y de Bormann
por toda la casa. Juan Pedro me llama para que pruebe su pollo al curry y
otras delicias indias, las Zorras no abren ese día la lavandería, impidiéndome
recoger la ropa interior y forzándome a lavar a mano un par de calzoncillos y
algunos calcetines.
El plato que pensaba preparar lo encontré en la receta de un periódico.
Ensalada de Arroz Frito. Yo añadía y quitaba detalles según mi situación
personal. La receta era para cuatro personas, yo debía cocinar por lo menos
para seis. Cinco y un perro era la cifra. Puse a cocer el arroz en agua
hirviendo con poca sal. Entretanto, repasé la lista de ingredientes que
necesitaba para la ensalada. Empezaba por tomates maduros que me salté
pasando al segundo ingrediente: queso manchego. Un ingrediente esencial,
la base de la ensalada del periódico, salía pedazos de él en la foto. Ya
pensaría más tarde una solución apropiada. Cucharadas de aceite, del que
disponía de dos botellas enteras. Cucharadas de vinagre. Mazo tenía vinagre
en la nevera: desprendía un olor a hospital, pero era vinagre. Azúcar, eso era
fácil. Cebollinos, ¿qué diablos eran? Tenía cebollas, si la raíz de la palabra
era la misma, el producto debía ser similar. Perejil, ajo y sal. Pimienta, la
pimienta era el condimento del que todos hablan y nadie supo explicarme
cuál era su fín determinado. Me faltaba el queso manchego, pero recordaba
que las sardinas eran omnipresentes en la despensa. Saqué una lata y la
coloqué al lado de los demás ingredientes: las sardinas sustituirían al queso.
137
Con el resto de la mercancía contaba. La gracia del plato era cocinarlo un
par de horas antes de servirlo, para que el arroz estuviese crujiente y
comestible: yo me iba a poner manos a la obra casi treinta horas antes.
Tumbado en el sofá, mi posición favorita, releí la receta para entenderla y
sacarla todo su jugo. No quise llamar a Juan Pedro para que me explicase el
significado de la palabra escaldar.
Galeón probaría el resultado. Con el arroz ya cocido mezclé un poco
de ensalada de arroz con sardinas y se lo largué: visto y no visto. El animal
me sacó de dudas. Si él la admitía, los comensales de la calle Segunda
República lo harían sin rechistar.
Esa noche tuve un sueño que yo tomé como premonición y cuyo
argumento se basaba en el cambio de preferencia sexual por parte de
Natasha. Abandonaba el lesbianismo para convertirse gracias a mí al
bisexualismo. Entonces me cogía de la mano. Al despertarme me encontré
bañado en un mar de esperma. Me acordaba de sus palabras. Estuve
obligado a reconocer que no entendí lo que me quiso decir, por eso lo tomé
como un signo positivo, o al menos neutro.
Nochevieja, la noche pagana en la que todo estaba permitido. El baño
me esperaba y quería oler bien. En vez de ducharme como hacía todos los
días, me di un baño. Aquella mañana no hice ejercicios gimnásticos ni bailé
ni nada. Me bañé y me contemplé desnudo flotando en el agua. Veía el pene
subir y bajar, sumergirse entre la espuma a la espera de su gran noche. Lo
limpié, saqué brillo, lo froté hasta que se puso enhiesto como mástil. No me
masturbé. Era la ocasión apropiada pero quería ahorrar unas energías que
pudiera necesitar si se presentaba la ocasión. Si la fortuna quería que hiciese
el amor con Bocalinda y Viejoputón, debía guardar hasta la última gota de
mi alma, porque eran dos mujeres que una vez lanzadas lo pedirían todo de
un hombre, le exprimirían hasta convertirlo en uvita pasa. Había que
empezar a vivir, a disfrutar. Pensaba: ¿Cuántas veces serás joven? Todo lo
perdonan. Luego se me acabará el chollo y tendré que responder por mis
errores. Pero eso será luego. Jugemos a ser Chico-Hombre. Chico para unas
cosas, Hombre para otras. Y me revolcaba en la espuma y me sumergía,
limpiando mi cuerpo y mi mente, preparándola para la gran noche, donde
me daría a conocer como cocinero, como bailarín y como amante brutal.
Martín llamó al timbre.
-Baja conmigo, quiero que veas algo.
Al bajar a la calle me mostró su nueva adquisición: una motocicleta
todo-terreno de quinientos centímetros cúbicos. Segunda mano.
-Dios, ¡qué guapa! ¿De dónde la has sacado? Si tu no trabajas.
-Pero cobro el paro, chico. De algo tendrá que servirnos esta cochina
democracia podrida que tenemos. Sube, que nos vamos.
Me dio un casco y nos fuimos por Madrid atronando las calles y las
aceras. No estaba dentro de la circulación sino contra la circulación:
insultaba, maldecía, amenazaba a los peatones mientras yo, acurrucado en el
asiento de atrás, rogaba que no chocásemos y se arruinase mi noche. Hacía
frío y no había cogido una zamarra, el viento provocado por la velocidad
138
que el loco nazi imprimía se filtraba por los poros del jersey y por las
comisuras del casco, que por cierto apestaba por dentro. A base de ir y venir
por callejuelas y avenidas había perdido toda noción de dónde me llevaba.
Klok, klok, klok, una maldición:
-¡Joder! ¡La gasolina, nos hemos quedado sin caldo!
En medio de la tierra de nadie. En un barrio que parecía el extranjero,
me quedé tirado con un nazi a bordo y sin gasolina.
-¿Tienes algo suelto? Yo no tengo un pavo.
Nos detuvimos en la acera de una calle; no pasaba gente. Martín apoya
la moto en el caballete. Los coches pasaban zumbando y Martín los miraba.
Por la mueca de su cara adivinaba que si hubieran pasado más despacio,
alguno hubiera perdido la gasolina y la cabeza. Los minutos transcurrían.
Martín se puso a otear el depósito para ver si el milagro acontecía y se
llenaba solo. Pasó un tipo con gafas, abrigo gris, portafolios negro. Martín se
acercó al él.
-Oye, ¿sabes dónde hay una gasolinera por aquí cerca? Aquí mi colega
y yo que nos hemos quedado sin caldo más tirados que una colilla. ¿No
tendrás por ahí algo suelto, yo qué sé, mil pesetas pongamos?
-La verdad es que no tengo nada suelto, pero tenéis una gasolinera un
poco más adelante, en esa esquina.
-¿Pero cómo que no tienes nada suelto, pringao? ¿Es que no me has
oído? ¡Venga, dame el dinero o te rompo las piernas, maricón!
Martín le atenazó el cuello con una mano, con la otra la corbata. El
tipo de las gafas estaba espantado por lo que se le había venido encima esa
tranquila y soleada mañana. Martín levantó el puño.
-¡Que me des algo o te mato aquí mismo!
-Pe... per... o si no ten... go, déjame, por f...
Lo empujó contra el cespéd. El hombre cayó del empentón: patada en
el estómago, se axfisiaba. Martín registraba los bolsillos. Yo me fui hacia él.
-Déjalo en paz, ¿no ves que no tiene nada? Vamos a la gasolinera y
pedimos allí.
-¡Mierda!
Le sacudió un manotazo en las gafas, que salieron despedidas.
Cogimos la moto y la empujamos hasta la esquina de la calle; al doblarla,
vimos la gasolinera.
-Pero fíjate qué bonito, una de autoservicio. Espérame aquí.
Empujó la moto hasta uno de los surtidores. Yo esperaba en la esquina
y miraba hacía el otro lado, al hombre que se levantaba con dificultad,
encogido y dolorido, y buscaba sus gafas. Si yo no llego a vivir en la calle
Segunda República, en estos instantes estaría con él, arrastrándome.
Un estruendo: Martín gritando como el rey de los vándalos. Frenó en
seco, yo me monté. Salimos despedidos con la moto encabritándose a cada
cambio de marcha.
-¡Les he dejado una buena deuda a esos hijos de puta! -gritaba-. ¡El
depósito entero por la cara!
Se reía a carcajadas.
139
Me bañé otra vez. Me sentía sucio y podrido. Helado por fuera y
corrompido por dentro. Estuve en el baño hasta que la carne se me arrugó y
las manos eran las de un viejo a punto para el gran viaje. Todo tan plácido,
era pedir demasiado. Si lo que quería era armonía, más me valía que llamase
a mi madre al País Vasco para que me dejase volver a la placenta hasta el
final de los siglos. El hombre se había llevado una buena patada en el
estómago y probablemente había perdido las gafas. ¿Llamaría él a su madre
para que le admitiese ahora en la placenta?
Eran las cuatro de la tarde del último día del año cuando nos juntamos
todos en el parque. Perros y hombres. Natasha. Los perros dudaban entre
seguir a Mercurio en su imposible velocidad o camelarse a la Chucha, pero
ahí estaba Galeón para imponer su criterio. Troski siempre en una esquina,
todo atado, todo amodazado. Juan Pedro sintió envidia de que los perros
disfrutasen en libertad menos el suyo y amenazó con soltarlo. Fifí era un
bichito ridículo, con unos chillidos de histeria ante la visión de un ratón. Sin
embargo no hacía otra cosa que provocar a Troski, y el perro soviético,
armado de paciencia, lo contemplaba como a su siguiente desayuno.
-Juan Pedro, suéltale y acabemos de una vez. -decía Lope.
-Fijaos en la velocidad de Mercurio, voy a inscribirle en el canódromo
de Carabanchel. Me dijo un gitano que necesita más potencia en los
músculos traseros.
-Hoy vendrá tu mujer, ¿no? -dijo Sebas: carne pálida y ojos vidriosos.
Con todo, mejorado.
-Sí, con un piloto.
-Ya, con el que te la pega. Tranquilo, que yo y Luis vamos a
solucionar eso, a qué sí, Luis. ¿Has preparado la pócima para vertir en el
arroz con el que nos vas a deleitar? -dijo Juan Pedro.
Después de reunir a los perros y lograr que Sebas se acordase que él
también tenía uno y fuese a llamarle, nos fuimos al bar el Feudo. Alcohol
duro, mi preferido el coñac. Los perros debajo de la mesa, ni un obrero:
estaban en casa preparándose para la gran borrachera anual y prometiendo a
sus mujeres y a sus novias que el año que entraba serían capataces de obra o
alguien pagaría por ello. Dos horas después salí del bar con cinco coñacs
encima y dificultades para caminar. Natasha seguía bebiendo cerveza;
aguantaba más que yo. ¿Era más hombre que yo? No podía subir y me fui a
vomitar entre los arbustos, oculto. Galeón se empeñaba en oler y chupar el
alcohol. Yo le permitía: lo mío era suyo. El coñac no era una broma pesada,
era real y repercutía sobre el cuerpo y el cerebro. Las tripas se me salían, el
amargor de los ácidos estomacales me incineraba el esófago. El Sheriff me
ayudo a subir a casa y se lo agradecí sin palabras, sin gestos, sin mirarle, ¡no
podía! Sería con toda certeza la comidilla de la vecindad a la mañana
siguiente, ya se encargaría él. Me equivoqué, no lo hizo, era un portero
intelectual, no un portero cotilla. Quería saberlo todo, propagaba lo que
creyera oportuno.
Quedaban pocas horas para la fiesta. Yo estaba en coma. Galeón me
lamía la cara después de haber chupado el vómito; el coñac era un círculo
140
vicioso. Me quedé traspuesto durante dos horas. El mareo bajó pero la
resaca subió, por lo tanto, sin dudarlo volví al baño por tercera vez. Era mi
Día de Baños. Agua caliente, agua fría, agua caliente, agua fría. Las dos me
sentaban como un puñetazo, las alternaba, y aún me quedaba cocinar.
¿Cómo iba a concentrarme en los ingredientes y en las mezclas? Seguí las
instrucciones al pie de la letra, sustituyendo la palabra queso manchego por
la palabra sardinas. Cuando hablaba de tomates, de cortarlos y escaldarlos,
yo continuaba adelante, sin parar, sin echar la vista atrás, abriendo camino
entre la espesura y fijando los ojos para digerir mejor las palabras y las
órdenes. El último paso era calentar el aceite y freír el arroz. Freír el arroz.
Freír el arroz. ¿Pero que decía este idiota? El arroz no se freía, se cocía. Yo
ya lo había cocido. ¿Para que iba a freír? No era un error de lectura, no.
Decía: freír el condenado arroz de una puta vez. Calenté aceite en una sartén
que contenía restos de agua. Al calentarse el aceite, la sartén cobró vida. El
aceite hirviendo salía despedido como catapultas, me abrasaban los
antebrazos, yo no hacía otra cosa sino soltar tacos y palabrotas e improperios
al cielo y al coñac. No podía acercarme. Resultaba cómico de no ser porque
se libraba el drama humano de la pérdida absoluta del control. Vertí el arroz
en la sartén y dejó de escupir aceite hirviendo. Me calmé. Mezclé el arroz
con el aliño y lo deposité en unos cazuelos de plástico para la ocasión;
llevaban sin ser fregados meses, con el polvo de generaciones acumulados
en ellos, pero ya era tarde, la Ensalada de arroz frita estaba lista para ser
consumida. Le puse al perro un descomunal plato de la recién ensalada.
Luego me senté frente a la puerta del balcón a observar como engullía: metía
el hocico en el plato a ciegas, no se concentraba pero su delicadeza era
exquisita, ni un grano caía de sus fauces, no se daba un respiro. Al acabar
me lanzó una mirada furibunda, quería más, los perros parecían poder comer
hasta reventar. Podía haber sido generoso y volcar sobre su plato más
ensalada, pero debía acordarme de los humanos.
La camisa, el chaleco, los pantalones ceñidos, las botas negras, el pelo
liso, sin línea. Algo quedaba en el olvido. Colonia. Oler bien. En el baño de
Mazo enganché un frasco en el que se leía: Extase, fragancia natural. Me
desprendí del chaleco y la camisa y la esparramé por el cuerpo, frotándome
hasta que el olor penetrase por los poros y los dos fuésemos uno. ¿Por qué
estaba tan nervioso? No me disponía ni a salir del edificio. Le dí un beso a
Galeón, el primero y último que recuerdo darle porque no le gustaba. Metí
los cazuelos de plástico con la Ensalada de arroz frita en una bolsa de basura
limpia con cierre de asas y salí por la puerta canturreando en spanglish:
Here I am,
prayin´ for this moment to last,
livin´on the music so fine,
borne on the wind,
makin´ it mine.
141
La heroína iba colosal para adelgazar.
¡Pásame el pollo, Luis!
Sin su hija Pulga a la que rociar con coñac, Jaime era una máquina de
comer, de lanzar los brazos a izquierda y derecha de la mesa. Llegaba a las
cuatro esquinas, Pulga estaba sentada en el regazo de su madre. Una mujer
de una edad entre veintiuno y cuarenta y uno con el pelo cayéndole un
flequillo, buenas caderas y el piloto amigo suyo a su vera. Si se la pegaba o
no a Jaime con el dicho piloto era algo que no parecía alarmar al fotógrafo
ni hacerle mostrar celos. Con su masivo tamaño hubiese cogido al piloto
delcráneo para darle unas prácticas de vuelo. La rumba del Caribe era la
música que el dueño de la fiesta escogió esa noche para cenar. Oye como va,
mi riiitmo, oye como va, la salsaaa. Juan Pedro cambió las cazuelas de
plástico transparentes que yo había traído por unas ensaladeras con
inscripciones chinas.
-Hay que vender el producto, no seas católico.
Estaba todo exquisito y recibía piropos de los comensales reunidos.
Me sentía inflado de vanidad, les gustaba, e incluso Jaime le puso un plato
pequeño a la niña, señal de que confiaba en que no caería fulminada.
¡Natasha estaba tan resplandeciente! Para distraerme lanzaba ráfagas a
Bocalinda y Viejoputón, que conversaban con Juan Pedro. Las había
colocado al lado suyo. Comíamos pero sobre todo hablábamos y reíamos, lo
contrario de las cenas que yo tenía archivadas en la cabeza. Menos con mi
padre, que como no saliesen los langostinos o las patatas fritas en su punto,
se enfadaba y no comíamos. Yo pensaba con acierto: bueno, tengo tiempo
de sobra para comer arroz con sardinas durante meses, quizás años. Con
ésto, aprovecha y ponte morado pero evita el arroz con sardinas. Vete al que
tiene curry. Lo hice. Vaya, me serví un plato tal de pollo con curry que sentí
las miradas de todos concentradas en mi mano derecha, la que tenía el
cucharón. En el plato lateral coloqué tres langostinos de ojazos negros y un
chorro de mayonesa casera obra de Maya. Anastasia comía curry.
-Qué pasa, Sebas, ¿no tienes hambre?
-Si, claro que tengo hambre, lo que pasa es que tiene todo tan buen
color y tanta gracia que no puedo elegir. A ver, acércame la ensalada de
pulpo.
Pero yo le observaba y lo que hacía era juguetear con el tenedor y
revolverlo, esparcirlo para diese la impresión de que faltaba algo y de que
ese algo residía ahora en su estómago.
Vino, cerveza, champán, agua, Coca Cola. El coñac vendría después.
Por esa noche el hígado podía dormir tranquilo, no habría coñac para no
despertar a los ácidos. La música paró. Segundos de silencio, segundos que
bastaron para percibir un profundo gruñido amenazador que venía del
balcón: era Troski encerrado en su jaula. Transformó nuestra sangre en una
catarata al corazón; el mío se aceleró. Juan Pedro gritó ¡Troski!, y luego una
palabra en un idioma extranjero que yo juraría era ruso.
142
-Sebas -dijo Lope-, han llamado por el interfono. Han visto a tu perro
correteando por el parque.
-¿Qué? Se ha escapado, el muy animal. Hoy no, hoy no. Luis,
acompáñame
a buscarlo, por favor.
Bajamos al Parque del Vietnam a buscar a Cosa, que estaría dando
vueltas en círculos buscando una orientación a su existencia. Ante el
abandono al que había sido sometido por parte del doctor, no le quedaba
otro remedio para sobrevivir que bajar, subir, hurgar en las basuras. Yo sería
su tabla de salvación en cuando comenzase mi rol de Paseador de Perros. Lo
más interesante del caso es que Cosa iba perdiendo el afecto que todo
chucho debe a su amo, aunque sea por el rancho que reciben. Claro, que si
con Sebas no había rancho no había afecto. Era justo.
Lo subimos a casa. Sebas me pidió que lo acompañase a su consulta
un segundo, quería comprobar algo. En esa consulta se podía escuchar el
caminar de una larva, la simple respiración provocaba eco, la madera crujía
con mirarla. Yo esperé en la entrada, bajo la luz de una lámpara del siglo
XVIII. Sebas, en su despacho, encendió la luz de un flexo en su mesa de
trabajo. Yo veía la lucecita desde el pasillo. Abrió un cajón y lo cerró, sin
brusquedad, luego un segundo cajón y lo cerró. Las revistas en la mesita de
espera hablaban de de y para mujeres. Oí un mechero que se encendía, una
inhalación profunda. Un intervalo, una exhalación. Unos segundos, otra
inhalación profunda, intervalo, exhalación. Me rasqué la nuca. El ruido de
las uñas contra el cuero cabelludo rebotó por las cuatro paredes. Me puse en
pie sin moverme. Las tablas de madera crujieron. Sebas continuaba en su
despacho con la puerta entreabierta y yo comencé a poner un pie detrás de
otro, a caminar con prudencia. La madera crujía bajo las suelas; me paré:
una inhalación, un intervalo, una exhalación. El mechero se vuelve a
encender y prende un cigarro; oigo como se queman las hebras del tabaco y
las brasas avanzan hacia el filtro. Continuo colocando un pie tras otro hasta
avanzar y situarme frente a la puerta del despacho; de él sale un tenue rayo
de luz del flexo, que pasa por encima de mi pie derecho; abro la puerta y veo
la silueta de Sebas sentado en la mesa de trabajo y con la cabeza apuntando
al techo; exhala humo; baja la cabeza.
-Sebas.
-Luis. Pasa.
El sabor amargo y dulce a la vez me provoca la primera arcada que
logro dominar mientras un torrente de calor sube como un cohete hasta mi
cabeza y al no encontrar salida alguna se refugia en mis ojos y me escuecen
ligeramente. El mar de plata está surcado por rastros negruzcos con
porosidades y cráteres que finalizan en una perla negra y resplandeciente en
la que si me concentro puedo ver mi cara reflejada. El mechero calienta el
mar de plata, la perla negra se pone en funcionamiento. Tengo que seguir su
rastro, no va descontrolada sino que sigue un valle y al llegar al límite del
mar. La falta de llama la obliga a detenerse. Los temblores de la noche
gélida en el parque desaparecen por arte de magia negra y los sustituye un
143
bienestar calefactor con agrado mareante. El humo pugna por salir y cuando
lo exhalo apenas queda nada, está en mí. El telón de los párpados superiores
empieza a perder consistencia, pugnan por acabar la función y cerrarse pero
yo me niego, los abro al máximo. El sabor dulce-amargo está pegado como
una lapa a mis labios y cada vez que la punta de la lengua los roza, sobre
todo el superior, una potencial arcada se prepara, mas la domino. Una pausa,
necesito aire, no, necesito con urgencia moverme, pero mis piernas ya no
son lo que eran, pueden avanzar pero el tronco no sigue el movimiento
coordinado de los pasos, por el contrario, se balancea como un péndulo;
mejor pararse. Vuelvo hacia atrás sobre mis pasos, al lugar de origen, al mar
de plata y a la locomotora que lo surca. No logro tener la cabeza erguida, el
suelo actúa como un imán. El mechero vuelve a prenderse y la locomotora
se pone en marcha, yo ya he pagado billete con lo que la cojo, la sigo. Llega
al non plus ultra, milagrosamente gira, da la vuelta, arrea en dirección
opuesta, dejando rastro y echando humo, como una máquina, se embala,
acelera y parece que va a perder el control, yo la persigo pero se me escapa,
algo va mal, estoy lleno, tengo un aviso de erupción en mi interior, el aviso
viene de la garganta y los golpes del estómago. ¿Qué hago? La locomotora
va tomando distancia, se va alejando mientras yo tengo que prestar mi
atención a lo que ocurre en mis tripas, ya no veo la perla negra, los ojos se
dilatan y contraen en un vano intento de contener la erupción volcánica, o
por lo menos de entender lo que ocurre, mi boca se cierra para actuar de
barricada, sin embargo, siento que no hay barricada posible que pueda
detener y oponerse al regurgitar de la bolsa que por el momento contiene
líquidos, carnes, especias exóticas que ya no tienen nada que hacer allí, mis
manos se aferran al canto de la mesa, mi cara pierde la noción de espacio y
tiempo y ya nada ocurre en el exterior que me importe, que me llame la
atención, que pueda ver o distinguir, la espalda se dobla hacia delante, el
tórax se contorsiona, me retuerzo sobre mi mismo, quiero enrroscarme pero
tengo que dejar salir la avalancha que que se a puesto en marcha y que es
imparable, abro la boca.
¡¡¡Gloria!!!
Chorro de fuego.
-Ahora subo, voy a despejarme un poco.
-Seguro. Yo estoy arriba.
En el parque debía ser verano porque la temperatura era para ir en
manga corta, y eso hice, me desprendí de la camisa y del chaleco y me quedé
con el tórax desnudo. Un cambio climático al que yo daba mi bienvenida.
No sólo eso, es que me sentía tan ligero, un peso-pluma. Era lógico por otra
parte, había vaciado mi tronco hasta dejarlo hueco, ya no tenía tripas ni los
pesados e insulsos intestinos, ni garganta ni esófago. Habían salido todos
despedidos para siempre de mi interior. A los huesos los dejé tranquilos,
más que nada para mantener la estructura de mi cuerpo medianamente
erguida, porque de lo contrario... Lo que necesitaba era la cabeza, esos sí, la
cabeza en su sitio. Siempre tiene que haber algún rebelde que quiera pasarse
144
de listo y aguantar hasta el último instante para ver si colaba y podía
quedarse, a ver si yo no me daba cuenta. Abría la boca y lo expulsaba, salía
meteórico y se estampaba contra el césped del parque. El telón de los
párpados seguía queriendo cerrar la función. Yo al comienzo del paseo me
resistía, pero ¿para qué resistirse? No me había resistido con las tripas y los
intestinos como para tener que esforzarme lo más mínimo en mantenerlos
abiertos. ¿Queréis cerraros? Cerraos. Pero no, antes de bajar el telón
totalmente se detenían, a media altura. Mucho mejor. Qué lástima haber
tenido que dejar los pulmones en su sitio, aunque bien pensado, ya que
estaban allí, demos una gran bocanada de aire que me purifique. Mmm, un
cosquilleo, dos, tres, cuatro, me pica la cara, deben ser hormigas o
mosquitos, se concentran en la nariz. Me rascaba con profusión los primeros
tiempos, no sé cuántas medidas de tiempos, y era tal esfuerzo de subir el
brazo para luego extender la mano para depositar los dedos en la cara y
moverlos como resortes. Vanamente, porque el picor y las hormigas no
desaparecían sino que se mudaban a otros lugares del cuerpo más accesibles,
por ejemplo, entre las piernas, hacia el escroto, bajo él. Otras hormigas se
largaron al pecho desnudo. No parecían sentir el frío, lo mismo que yo.
¿Dónde estoy? Mejor dicho, ¿dónde estáis todos? El parque está
vacío, es ridículo con el buen clima que hace. Miraba a mi alrededor, desde
luego había dado una buena caminata, insuflaba energía y poder. Podría
estar caminando hasta que el sol saliese sesenta veces sin notar el quejido de
mis piernas, que para eso están. Me estoy rascando tanto que debo estar
sangrando como una mujer, entre las piernas, pero estas hormigas son
indestructibles y por más que las machaco ellas siguen por allí, caminando
con sus putas patitas y haciéndome retorcerme de placer y gusto al rascarlas.
Que sigan, si ese es su deseo. Después de haber bajado al Parque del
Vietnam cientos de miles de veces, era la vez en la que me sentía unido a él,
parte de la maleza y de su armonía centenaria. Los árboles, los arbustos y los
bancos municipales abandonados y cubiertos de enredaderas, estaba todo
donde debía estar, y yo con ellos. Me estiré, lo estaba necesitando para
colocar mis músculos en su sitio después de haberlos sometido a tan vil
castigo. Hormigas en la espalda ¡Ésto si que es nuevo! ¡Al ataque! Cruzo los
dos brazos y someto a mi espalda a un castigo semejante al que se dan los
autoflageladores, sólo que a ellos les duele y a mí me encanta. Una hormiga
de las rebeldes se sitúa en plena columna vertebral, zona superior, y no
puedo alcanzarla ni con un brazo ni con otro. Tumbado en la hierba, me
frotaba como había visto hacer cientos de veces a los perros, empujando con
las piernas hacia atrás. Cuidado, te puedes quedar dormido en la hierba. Me
acurruco y pruebo a oler la hierba pero el perfume que llega a mis sentidos
es el que siempre a estado ahí, el olor y sabor al amargo dulzón. Ni me
desembarazo de él ni quiero. Podría estar encima de una cama de pinchos
oxidados y punzantes y estaría cómodo. Podría yacer en un camino
pedregoso, lleno de polvo, arena y estiércol, y me sentiría en la gloria de los
cielos, en una roca de aristas al borde del mar y no existiría paraíso mejor.
145
El juego de los párpados me complace, se abren y se cierran cuando
ellos y sólo ellos lo desean, sin yo mediar, y tanto en una situación como en
la otra soy yo, veo. Por unos cortos espacios temporales las hormigas han
cesado de caminar y pulular por el escroto, la espalda, la cara. Alguna
rebelde sigue en la nariz, mas mis manos están lo suficientemente cerca para
controlarlas. Una buena pausa, gracias. Cuántos miles de detalles tiene el
parque en los que no me había fijado. Menudo mundo hay aquí encerrado, y
he tenido que esperar hasta ésta noche para darme cuenta. ¿O es de día? No,
porque no está el sol, la luz y el calor residen en mi cabeza, de eso sí me doy
cuenta. Pongámonos en camino, hay mucho que recorrer hasta llegar a
ningún sitio para hacer nada. Solo sentir, estar.
He perdido la noción de la posición de la camisa y el chaleco, lo que
sé es que están en el parque. La actividad cerebral es portentosa, pienso en
todo y no hay detalle que se me escape. Dí por inaugurada una serie de
monólogos en voz alta en la que respondía a todos los que habían pasado
por mi vida, empezando por mi madre y mi padre el marino, continuando
por los profesores que más me habían angustiado, las razones por las que no
debía ir a la universidad, todo esto expresado con una elocuencia bestial. Mi
cuerpo, el tronco para ser más exactos, estaría vacío, pero el cerebro
marchaba en línea recta hacia ideas y conceptos concisos como nunca antes
había tenido: todo lo entendía y de todo me apercibía, ahí meto a mi cuerpo,
del que me di cuenta sobraban muchos elementos. La mitad de los órganos
ni los quería ni me eran útiles a no ser que estuviesen cerca de una zona de
rascado.
Sed. Agua.
En el parque había una fuente. ¿Se entiende ahora lo que he dicho
antes? Fue automático: a una necesidad, una respuesta. Tenía sed y se me
iluminó la mente con la fuente de agua pura y cristalina que manaba en
algún recoveco del parque. Hacía falta saber en cuál. Una ojeada al norte y
al sur, al este y al oeste, no sirvió de nada. Volví a repetir, no podía fallarme
esta vez. No sé dónde estoy pero si empiezo a caminar en cualquier
dirección estoy seguro de que acertaré y daré con la fuentecita donde Galeón
y sus compadres se colman. Caminé y caminé escuchando los altos cipreses,
creo que eran cipreses o juro que eran cipreses y pinos revueltos, hablarme.
Lo hacían al mover sus hojas con la brisa del viento, ¡qué sensibles! Yo no
sentía ningún viento ni brisa en el pecho desnudo, lo que sí comencé a sentir
fueron unos empujones desde la parte del cuerpo que creía haber expulsado.
Vaya hombre, aún quedaba alguien en casa. ¡Pues fuera! Me retuerzo y salen
despedidos, no caen, los expulso a más de cinco metros ¡Qué digo! A más
de diez metros. Ya estoy vacío al cien por cien. Alivio.
Agua, por amor de Dios.
Esto no es un parque, es un laberinto, pero dispongo del tiempo
necesario, y exigiría si pudiese que los segundos durasen horas y prolongar
este biensentir por siempre jamás. Ando y me topo con una arboleda que no
llega a ningún término, está cerrada, doy la vuelta, escojo otro rumbo,
camino y camino. Parece que Madrid ha desaparecido y que en su lugar han
146
colocado al Parque del Vietnam para que reine. Ando, camino, tuerzo,
hablo, me rasco, no me perturbo, ando, doy la vuelta, me quedo tieso
mirando lo más insulso que es ahora lo más bello y enternecedor. Me deleito
en ser y estar ahí, sólo eso, no pido más, y tampoco veo la necesidad, no me
planteo dilemas.
Veo un resplandor a lo lejos. Parece que se ha iniciado un incendio y
las llamaradas rojas se elevan hasta la estratosfera. El cielo toma las
tonalidades de rojo y amarillo. Un fuego.
Ahí me equivoqué, no era un fuego, era el sol. Estaba amaneciendo.
Dos días y dos noches. El cómputo total de tiempo que estuve sumido
en un letargo más que un sueño, pero lo que sí es verdad es que dormí como
un bendito. Si estaba cansado de la vida, ya había descansado y con creces.
Galeón se hizo un par de pises en la terraza y depositó una inmensa mierda
marrón y seca como protesta por mi hibernación, mierda que tuve que
limpiar porque él se desentendió de la tarea. A toda velocidad puse a cocer
arroz, mi hambre era desesperante y supuse que la de Galeón también. El
animal se quedó seco, sentado sobre sus patas traseras en la entrada de la
cocina-armario. No se movía, no me dejaba pasar ni circular, no se fiaba de
quedarse otra vez sin sustento. Estaba tan descansado que me dolía la
espalda y el cuello de las malas posturas que sufrí durante las horas y días de
ensoñamiento. El estómago y las partes que creía haber arrojado volvieron a
su lugar de origen y reclamaban ser rellenadas. Me senté mientras el arroz
hervía y procuré recordar, poner las piezas del rompecabezas si no en orden,
por lo menos tener una vaga idea: comía arroz y pollo con curry en casa de
Juan Pedro. Natasha estaba sentada en uno de los laterales de la mesa y se
escuchaba música americana, salsa. Bajé con Sebas al parque a buscar a
Cosa y subimos a su consulta, un rayo de luz atravesaba la puerta.
147
El mercado de los perros.
Las Navidades eran un acontecimiento pasado. La vida continuaba
para mí, más emocionante que nunca. Habían ocurrido cosas en mi cuerpo
que no estaban previstas y que nada tenían que ver con la iniciación sexual
seria o la ingestión de alcohol duro el bar Feudo. No me sentía ni bien ni
mal. Cómo iba a hacerlo, con mi edad. Pero el cuerpo me torturaba y veía en
él principio y fin de todas las desgracias pero también de todas las
buenaventuras.
El tipo del bar nunca se debía haber limpiado las uñas, eran negras y
centelleantes. Dejaban su rastro en la copa de coñac. Al lavar los vasos, yo
no comprendía como un poquito de jabón no penetraba por sus dedos y
restregaba su poder de limpieza sobre los dedazos. Juan Pedro tenía un
bolígrafo y un papel en la mano e intentaba darme un esquema para bajar a
los perros con lógica. Con el barullo de los obreros apenas le escuchaba,
quería atender a las mil charlas que venían de las mesas ocupadas por los
héroes de la construcción.
-Lo primero que debemos pensar es que debes bajar al mayor número
de perros posible al mismo tiempo para ahorrar dos variables: tiempo y
energía.
-Hablas como un profesor de química que tenía en el colegio llamado
Negro, con sus barbas negras y largas torturándome para que aprendiese más
y más química, ya según él no seríamos nada en la vida ni progresaríamos ni
las chicas nos querrían si no estudiábamos tres horas diarias de química.
Qué asco me daba y cómo me martirizaba.
-¿Eran las barbas negras y largas las que te torturaban?
-No. Él y su obsesión por la química.
-Ahá, ya, vale. Bueno, dejémonos de conceptos químicos y vamos a lo
que nos interesa, y lo que nos interesa es...
Se quedó en blanco. Luego:
-Ahhh... Natasha, está como quiere.
Me di la vuelta y vi a la poetisa lesbiana acercarse con Bormann atado
a una cadena dorada recién estrenada. Por primera vez me dio un beso en la
mejilla. Un beso a mí. Las cosas iban mejorando, por lo menos en el bar el
Feudo de ateos y obreros.
-Feliz año. Como no te he visto antes no he podido felicitarte.
-La cadena es nueva, ¿no? Está muy bien y brilla mucho.
-La compró Martín, es su regalo de navidad para la familia, es un cielo
el chico.
-Ja, ja, ja.
Juan Pedro a pocas se cae de la silla. Natasha tomó un café y se fue.
-No sabía que te interesase Natasha.
-¡Ahí vá! Pero quién te a dicho a ti, jesuita de los avernos, que a mí no
me interesa Natasha. A mí me interesa todo, hasta su hermano, pero por
diferentes motivos. Oye, quítate de la cabeza el sexo por unos minutos y
148
procura rellenarlo con un poquito de inversión de tiempo y capital. ¿Qué
opinas de lo que te he dicho antes?
-¿Qué me has dicho? Ah, sí, lo de bajar a los perros. Opino igual que
tú.
-Exacto, pero no en tropel. Con una adecuación a las circunstancias y a
sus caracteres. Debes saber que tienes un potencial nuevo cliente. El
Pequeño Policía.
-Pero si ya no vive aquí.
-¿Por qué? ¿Porque nunca le ves? No seas ingenuo. Ese madero vive y
duerme cada noche en la calle Segunda República sin número, chaval, que
hay que andar con los ojos y los oídos abiertos si no quieres que te las den
todas. Ir en un globo no vale de nada. ¡Siempre atento y con los sentidos
alerta! ¿Quieres otro vodka? Lo que debes hacer si te interesa, es pescarle un
día en el ascensor y convencerle de que la mejor decisión que puede tomar si
quiere velar día y noche por la justicia, es dejar que tú le bajes a su perro.
Yo, por mi parte, voy a concederte el privilegio de poder bajar a Troski.
-No, no, no, gracias, gracias por el privilegio.
-No, no, no. Sí, sí, sí. Nada te va a ocurrir. Tú ahora eres un hombre de
negocios y no puedes ni debes traicionar tu propio negocio por un quítame
allá esas pajas. Vas a bajar a Troski porque yo te voy a enseñar cómo
hacerlo sin que nada te ocurra. Además, yo estoy ahora volcado con el libro
sobre el atraco del que estuvimos hablando y me viene bien que alguien se
ocupe de él. Troski no es un asesino como Stalin tampoco era un asesino.
Son seres que tienen otra forma de entender la agresividad, eso es todo.
Sobre la mesa-camilla coloqué la carpeta destinada a tomar apuntes en
la facultad, apuntes que aún estaban por llegar. Agarré una regla, una
cuartilla, un bolígrafo, y me puse a pensar. Lo primordial era que en caso de
aceptar bajar al asesino entrenado en la Unión Soviética, debía hacerlo sin
perro alguno, sin Galeón. Un horario en exclusiva para él. Cosa no era
ningún problema porque sabía hasta bajar solo. Se lanzaba a dar vueltas y
Galeón no lo entendía. Yo sabía de sobra que Galeón odiaba lo que no
alcanzaba a entender. No obstante, a Cosa si lo podría bajar con Mercurio ya
que eran tal para cual. Mercurio funcionaba bien, su constante era la
velocidad, podría servir de terapia a Cosa, hacerle ver que se podía correr en
otros sentidos y alrededor de otras formas geométricas que no se limitasen al
círculo. Yo lo pasaba en grande viendo correr a la galga. Desventaja: no
soportaba la lluvia. Disponía de un paraguas, y si se estaba quieta,
arreglaríamos su hidrofobia. Fifí no era un perro, era una cucaracha
inmerecedora de otra compañía. La idea que se me ocurrió era bajarla con
Troski y dejar a la naturaleza seguir su curso.
Enero era un mes desconcertante. En la televisión no hablaban sino de
rebajas y grandes ofertas que yo veía en blanco y negro. Mi madre llamó.
Hablamos. Colgamos. Natasha llamó a la puerta. Bajamos a los perros y le
conté mi proyecto para trabajar a los perros de una forma equilibrada. No
podía apartar mis ojos de su cintura y de sus manos. ¿Entenderla? A los
poetas no había quien los comprendiese. Le pregunté si sabía cómo era el
149
perro del Pequeño Policía y se limitó a mirarme extrañada, no le importaba
lo que yo dijese, no le impresionaba. Ella era un clavel en medio de un
mundo de basura, yo era una rata. ¿Se atrevería la rata a acercarse al clavel,
o preferiría seguir nadando en la inmundicia? No me atrevía a contestar, por
eso me callaba. Natasha lograba ponerme de mal humor. Caminábamos por
el parque juntos y nos separaban distancias como constelaciones. Yo,
preocupado por bajar inmundos chuchos y cocer arroz en su punto. Ella, ni
idea, por buscar un mundo más bello o encontrar el amor del sexo que fuese
con tal de que fuese auténtico. Eso era lo más terrible de mi amor: que
cuánto más difícil lo veía, más me gustaba. Me comentó que sí, que un par
de veces había visto al Pequeño Policía paseando a un perro pequeño como
él. Un foxterrier, un perro acomplejado como el mismo policía. Vaya, ya
estaba otra vez haciendo deducciones a priori sobre personas y perros.
Me costó decidirme a subir a casa de un policía. Le tenía respeto
porque para mí era un pistolero. Me estaba arriesgando inútilmente, porque
la diferencia entre lo que me podría aportar el bajar al foxterrier y no hacerlo
debía ser mínima. Ya tenía a Juan Pedro metido en el cisco y hubiese
quedado como un cobarde. Ante Natasha también.
Necesitaba arroz. Me metí en la cocina-armario y cocí arroz en
abundancia. Freí cebollas y pimientos con algo de repollo que había
comprado a Roberta, confundiéndolo con una lechuga, y rocié el sofrito con
curry del que Juan Pedro me abastecía. El olor del curry sacó a Galeón de su
caseta invernal. Ese perro adoraba el curry. Bajamos al Parque del Vietnam
y al subir cacé al Sheriff leyendo algo titulado Historia y Desarrollo de los
Porteros en la Villa de Madrid. Estaba adentrándose en su propia historia el
hombre. Me llevé a Galeón al piso del Pequeño Policía por si necesitaba
protección. Vivía en la escalera B, segundo piso. Llamé a la puerta, dos
toques secos y rotundos; desde el otro lado se oyó una voz grave:
-¿Quién es? -y un chasquido.
-Soy yo, Luis, el vecino del segundo, en la otra escalera. Me
preguntaba si podría hablar con usted un momento.
Otro chasquido. La puerta comenzó a entreabrise.
-Pasa.
El policía colocó su automática en la mesa del centro del piso. Pistola
auténtica, de las de matar. Hasta Galeón estaba impresionado.
-Tú dirás, chico, ¿qué se te ofrece?
-Bueno, resulta que yo me dedico a bajar algunos perros del
vecindario, ya sabe, de gente que no tiene tiempo, y me preguntaba si usted
estaba interesado.
-Pero si yo no tengo perro, cómo voy a estar interesado.
-Ah, ¿no tiene un foxterrier?
Ya había metido la pata, y hasta el fondo. El policía me miraba directo
a los ojos, me sentía culpable. Los segundos pasaban y ninguno de los dos
decía nada. Yo desvié la mirada hacia la automática que estaba encima de la
mesa.
-¿Te gusta?
150
-¿El arma? No, bueno, es grande, nunca había visto una de verdad tan
cerca.
-Engánchala.
Le miré. Me acerqué a la mesa y la tomé con las dos manos, la miraba.
Resplandecía. La levanté con la mano izquierda apuntando hacia la ventana,
como había viso hacer tantas y tantas veces. Pesaba lo suyo la condenada y
se ajustaba a la mano como un guante de seda.
-¿Por qué la agarras con la izquierda?
-No lo sé, ha sido instintivo, yo nunca he disparado.
-Puedes disparar ahora.
Ya tenía enfilado uno de los cipreses del parque que veía a través de la
mirilla.
-Vamos, dispara.
Dudé. Empecé a mover el gatillo hacia atrás. Me decidí. Apreté el
gatillo y sonó un chasquido. Me dí un susto de muerte. El policía se reía.
Tranquilo, está descargada, me dijo. ¿Cuánto cobras por bajar al perro?
El foxterrier se llamaba Foxterrier. Ese era el nombre que el policía
otorgó a su perro, que había pertenecido a un traficante al que había
encerrado por unos años. Un sucio chucho con malas pulgas que andaba de
puntillas. Ese día lo tenía atado a un árbol en la puerta del Feudo, junto a
Galeón, mientras me bebía un coñac para calentar el estómago en el duro
invierno con el que Madrid me estaba castigando. El perro-policía no me
daba especiales problemas con otros perros porque lo que el bicho hacía era
vigilarlos. Si, era un auténtico policía que no descansaba un momento. No
jugaba ni corría ni olisqueaba, solo observaba, miraba. No se dejaba
acariciar. La primera vez que lo intenté emitió un gruñido amenazador que
me heló la sangre y me quitó las ganas de confiar en él.
No me asustaba volverme alcohólico, de hecho ni me lo había
planteado, por una cuestión de años: no tenía los suficientes. No me seducía
la idea de beber en casa, por poner un ejemplo. El coñac lo bebía en el bar
de los obreros, solo, o en compañía de los vecinos. También me gustaba
beberlo con Natasha para impresionarla; creí que a ella le atraía el que yo
bebiese alcohol duro entre otras cosas porque yo resultaba más elocuente
con mis palabras. La compañía de los obreros del bar me era más grata que
la de los estudiantes del bar de la facultad. No hablaba con ellos, los miraba
y escuchaba. Si eran jóvenes, hablaban de mujeres de forma salvaje, también
hablaban de fútbol y de la obra en la que estaban trabajando. Les gustaba el
trabajo, las máquinas, todo el escenario de la construcción. Lo que no les oía
hablar mucho, o nada, era de revoluciones ni de tomas el poder cortando las
cabezas a los capataces. Con el calor en el estómago decidí subir a los
perros, había comenzado a llover y se estaban mojando. Al pasar por la
puerta de las Zorras, Viejoputón me hizo una seña y yo me dirigí a la puerta
de la lavandería como un esclavo. Llevaba encadenados a los dos perros,
que no cesaban de tirar porque la lluvia les molestaba, sobre todo a
Foxterrier
151
-Luis, tienes una bolsa de ropa aquí esperando desde hace días. ¿Es
que no utilizas calzoncillos?
-Sí. Sí utilizo calzoncillos, pero no siempre, solo si están limpios.
-Bien, pues éstos están limpios. ¿Los quieres?
-Es que ahora mismo no tengo dinero.
-No importa, ya me lo pagarás mañana. Pero mañana, ¿eh?
Con el frío que hacía y esa mujer conseguía provocarme erecciones
mega-rápidas. No tenía la bolsa con la ropa en las manos y ya tenía una
erección de espanto entre las piernas. Eso no lo conseguía Natasha. Estuve a
un paso de soltar las cadenas de los perros e introducir mi mano en su
escote. ¿Qué podía perder? No me denunciaría, yo era joven, no podía
dominarme, además, ella me había provocado hablándome de calzoncillos.
Si una mujer que trabajaba en una lavandería le decía a un cliente que sus
calzoncillos estaban acabados y limpios, es que quería Sexo, en caso
contrario no hubiese empleado la palabra calzoncillos. Hubiese dicho: la
ropa está limpia, o la ropa interior está limpia. Al emplear la palabra
calzoncillos estaba conscientemente llamándome al sexo. Con esa imagen
salí de la lavandería, con la escena de Viejoputón frotándose la entrepierna
con mis calzoncillos a la vez que musitaba mi nombre. Cuando miré a
Foxterrier me dieron ganas de atizarle una patada en el hocico. Lo hubiera
hecho si no llega a ser por el calibre de la automática de su dueño.
A resultas de que el Pequeño Policía nunca estaba en casa, me entregó
las llaves para que sacase a Foxterrier, pero una vez devuelto a casa debía
entregar las llaves al Sheriff. El tipo no se debía fiar de nadie. Con gusto me
hubiese dedicado a la labor de revolverle todo y cotillear los secretos de
guerras sucias y de ejecuciones en la sombra que debía guardar entre los
cajones. Ninguno de los perros a los que bajaba despertaba en mí el más
mínimo cariño. Me parecían todos unos enfermos mentales y el único que sí
provocaba algo de piedad era Cosa. Muy desmejorado el animal, apenas
podía dar mas de diez o doce vueltas en círculo sin caer extenuado; las
costillas se podían contar desde la lejanía y los ojos rojizos eran algo
tenebroso a primera vista. Los demás perros también lo notaban y rara vez
se acercaban a él.
Juan Pedro me entrenó para bajar a Troski.
-Lo primero que tienes que hacer es perderle el miedo, pensar que a fin
de cuentas es un perro como otro cualquiera, con los problemas y las
angustias de cualquier animal que viva en la ciudad. El bozal, siempre
puesto, el silbato en la mano. Claro, que el problema es cómo demonios le
pones el bozal si yo no estoy. Te destrozaría la mano y el brazo. Dejemos
eso para posteriores entrenamientos y vamos a la calle con él para que veas
cómo se comporta.
Parque del Vietnam.
-Cuando lo lleves encadenado, siempre tenso. El perro pegado a las
piernas para que al dar el tirón no te mande al suelo y te arrastre como a un
piojo. Cógelo, así, con fuerza. Enróscate la cadena al brazo, tranquilo, que
no te lo va a partir. Si te lo parte, Sebas te lo arregla, ja, ja, ja, no, es broma,
152
no te preocupes, así, eso es, suave. Ahora suéltale la cadena y déjale que
corra. ¿Que cómo se abre la cadena? ¡Ah! Se me olvidó comentártelo. Tiene
un dispositivo especial de seguridad, ahí, en el cuello, el número de la
combinación es 1958, claro, la fecha de mi nacimiento, y la suma de ese año
es el día en el que tengo programando que se produzca el atraco al Banco de
España en mi última novela; sí, el 23.
El perro salió embalado.
-Tienes que soltarle entre otras cosas porque encadenado nunca quiere
hacer pis, pero a la vez hay que estar atento a que no aparezca otro perro en
ese momento, que es el llamado Momento Crítico o Momento de la Verdad.
Si se enfrenta a otro chucho y no te da tiempo a sonar el silbato la jodimos:
él matará al otro perro y yo me comeré una denuncia y quién sabe si la
cárcel. El nene no quiere ir a la cárcel, que allí no hay curry. Coge este
silbato, es un silbato llamado Silbato Seco porque el animal se detiene en
seco en cuanto lo oye. No te rías, no es broma. Silbato Seco, no lo olvides.
No importa lo lejos que Troski esté, si no está enzarzado en una pelea,
vendrá a ti como un robot, da igual que haya una perra en celo. Troski no
tiene instintos sexuales: lo gasta todo en los instintos asesinos.
-Juan Pedro, creo que tu perro está fuera de mis posibilidades, en
serio, me voy a meter en un lío y te voy a meter a ti de paso. No quiero ir a
la cárcel.
-¿A la cárcel? ¡No vas a ir a la cárcel! ¿Por qué ibas a ir a la cárcel?
No es más que un perro, por amor de dios, un puto perro. Han nacido para
obedecer: ellos nos obedecen a nosotros, nosotros obedecemos al gobierno
que no son otra cosa que unos perros sarnosos, ¿lo ves? Todo queda en casa.
Bien. Hay una diferencia entre los perros de la democracia y los perros de la
Segunda República. Aquí yo toco el Silbato Seco y las cosas funcionan. Haz
la prueba, toma, ¿ves a Troski? No, bueno, pues sopla el silbato, ¡vamos! ¿A
qué esperas?
Piiiiiiiiiiiiiiiii, piiiiiiiiiiiiiiiii.
Troski salió de entre la maleza y se puso a galopar como un descosido
hasta mis piernas. Si este bicho no había estado entrenado en la Unión
Soviética, ¿quién lo había estado? Jamás le vi a Juan Pedro acariciar a su
perro enfrente de otros. A decir verdad yo tampoco frecuentaba las caricias
públicas a Galeón, me parecían una debilidad innecesaria. No se estilaban
las caricias a los perros en aquel lugar. No.
153
Los hombres no estaban fabricados para las mujeres.
La depresión y la violencia surgieron de la noche a la mañana, nadie
las había llamado, pero golpearon a mi puerta y todo por un incidente. Me
puse a pensar: ¿por qué tengo que bajar a los perros en tandas de a dos en
vez de bajarlos a todos a la vez? Se conocen, ellos se divertirían más y yo
ahorraría tiempo. Me aburro en el parque. Conocía de sobra a los animales y
no había peligro de rebelión. Natasha estaba conmigo. Enganché a todos los
perros y me los llevé con ella al parque. A Cosa le costaba caminar por su
enclenquez. Fifí era un gruñón sibarita que se sentía superior a los demás
chuchos, y Mercurio deseaba ganar el parque para humillarlos a todos con su
velocidad. Foxterrier vigilaba a los demás y Bormann tenía demasiados
músculos para entender lo que ocurría. Galeón hacía lo que podía. Llegamos
al parque y los solté, quedándome con una ristra de cadenas y correas en la
mano. No se tragaban entre ellos, no había que estar ciego para darse cuenta,
pero no eran más que perros, como decía Juan Pedro. Pasaron los minutos y
todo iba sobre ruedas. Natasha hablaba de conceptos que yo ni entendía ni
pretendía y pasaba las manos por su cabeza pelada. Yo llevaba las manos en
los bolsillos, como siempre, y miraba al suelo, apesadumbrado por su
presencia. Me comentó que tenía una buena noticia que darme. Una casa
editorial quería publicar sus poemas. Eso es fantástico, contesté, te harás
famosa y hablaran de ti. Me fulminó con la mirada y luego sonrió. Los
perros comenzaron a ladrar. ¡Qué pesados eran! Un pequeño punto negro se
acercaba. Era la Chucha. Formaron un corro frente a ella, la olisqueaban,
especialmente Foxterrier y Fifí, que para lo diminutos que eran, calientes
andaban. No habían prestado sin embargo atención a Mercurio, que también
era perra. Como era tan veloz no la encontraban sexy.
El caso es que a Galeón no le gustó tanto hocico metido entre las
piernas de su chica y gruñó. Estaba celoso. Bormann gruñó. Fifí gruñó.
Foxterrier gruñó y hasta Cosa emitió un gruñido. Estalló la contienda y se
liaron entre todos a morderse y a enzarzarse en un tumulto masivo. Los
cabrones me estaban arruinando el negocio y si alguno de ellos salía herido
me las tendría que ver con su dueño. Lo que despertó mi asombro fue el
arrojo de Natasha, que sacudía patadas a diestro y siniestro a fín de
separarlos. Yo me puse a hacer lo mismo, patadas por el norte y por el sur
les caían a los perros, que parecían no inmutarse. Al primero que atrapé fue
a Cosa. Gracias a su debilidad le arrastré por la pata trasera colocándole la
cadena y atándole a una verja. Natasha no parecía poder controlar a
Bormann, que se subía encima apoyándose en las patas traseras intentando
violar a Galeón, a su vez ocupado en defenderse de Fifí y Foxterrier, que se
habían hecho aliados basándose en su pequeñez y mala sangre. Natasha le
dio una patada a Fifí que casi lo parte en dos. Tiraba y tiraba, pero el
dobermann estaba empeñado en sodomizar a Galeón. Me quité la cazadora y
la arrojé por encima al perro-policía, que se puso a morderla y a
154
despedazarla con ayuda de Fifí. Así, ayudé a Natasha a quitar de encima al
violador de Galeón: otros dos a la verja. Quedaban las dos cucarachas que se
habían olvidado del pugilato y estaban dedicadas a destrozar mi cazadora.
Con qué odio y saña rasgaban la tela y sacaban el forro interior,
esparciéndolo por la hierba. Yo no podía hacer nada y los insultaba, a ellos y
a sus dueños. Cosa había puesto su maquinaria en marcha y corría para que
no la atásemos. Cuando los examiné, todos sin excepción tenían algún
rasguño o dentellada, y yo me había quedado sin la mejor cazadora que
tenía. Encadenados a la verja, me miraban.
-Yo me tomo la molestia de bajaros en grupo para que lo paséis bien y
así me lo pagáis, peleandoos. Miráos, empapados de sangre. ¿Qué voy a
decir yo ahora?
Cosa sangraba por el costado, lo examiné y tenía una buena
dentellada; pobrecillo. Los demás me daban igual. Que arreasen con las
consecuencias de la pelea.
Me senté con la silla frente a la ventana a ver caer la lluvia, estaba
enfadado, agriado; cuando todo parecía ir mejor era cuando las cosas se
ponían peor. ¿Qué me ocurría? Odiaba a los perros y por extensión a sus
dueños. No quería estudiar, no quería trabajar, y me había enamorado de la
imposibilidad con forma de mujer. Eso me encendía, no podía ganarla
porque era lesbiana, pero, ¿y a las dueñas de la lavandería?
El fluorescente de la lavandería era la luz que atraía a las moscas, y
yo, con el primer dinero ganado con el sudor de mi frente, entré dispuesto a
pagar lo que debía a Viejoputón. Se había largado al bar el Feudo a comer
tostadas y zumos. Bocalinda me atendió con corrección y yo pagué lo que
debía. No la quise ni mirar a los ojos para no tener que enfrentarme con lo
de siempre. Tomé unos coñacs en el Feudo con la mayor naturalidad, sin
compañía, y me vino un extraño olor que reconocía al instante. El olor y
sabor amargo dulzón. Yo tenía otro concepto del amor. Pensaba que era una
situación que daba placer a los humanos, les hacía estar contentos y
nerviosos. A mí me dolía el estómago de tanto coñac. Me di la excusa de
que al ser lesbiana era más prudente callarse, seguir adelante. En otras
palabras: creí poder controlar la situación, y llegó un día en el que me
angustié ante la falta de un camino a tomar. Este día. Y dolía. No
físicamente, era más impotencia, desconocimiento, falta de previsión. Frente
a mí estaba Viejoputón jamándose un desayuno más propio de un obrero que
de una señora fina que vestía trajes italianos. Con el valor del alcohol me
acerqué a ella. Yo quería hablar con una mujer:
-Hola, he estado en la lavandería para pagar lo que debía.
-Muy bien.
Tenía una tostada en la boca y se le salía mantequilla por la comisura
de los labios. Ya no miraba el escote sino la mantequilla y ella debió notar
que yo andaba tocado. Me urgía sexo con Viejoputón. Demasiado trabajo
para mí. Salí del bar sin pagar los coñacs, pero el camarero de las uñas
negras, al tanto, salió a la calle y tuve que aflojar.
155
Qué asco me daba todo. Estaba decidido: se acabó el negocio
capitalista. Ridículo, con una manada de chuchos por el parque para ganar
unas perras; me echaría en el sofá y la inspiración me llegaría. Eso hice. Me
tumbé desnudo con un cojín en la cabeza a la espera de la Gran Idea. Me era
difícil pensar en algo que no fuese la manía que iba sintiendo por las
mujeres, unos seres insensibles, ajenos a los volcanes que rugían en torno a
ellas. ¿Para qué demonios se ponían atractivas rociándose de porquerías
contaminantes y dejando al descubierto zonas clave de sus cuerpos si luego
no era todo más que una pura pose? Putas actrices, no iban más allá.
Natasha escribía poesía. Natasha buscaba el amor sublime en el otro lado del
mundo. Natasha pensaba que yo era un chavalín atolondrado que iba a todos
lados con las manos en los bolsillos. Natasha me provocaba con el solo
hecho de existir y tener manos y caderas. Natasha era una despreciable arpía
pelada y pretenciosa que acabaría fregando platos y engullendo penes como
todas. Las Zorras. Bocalinda tenía un culo que utilizaba para sentarse y
cagar las tostadas que se metía en el Feudo. Viejoputón estaba muy buena
pero más sola que yo. Moriría sin probar las mieles de un hombre por
muchos trajes italianos que comprase con su mísero salario. Bocalinda tenía
una escoba invertida en la cabeza y la muy zorra pagaba por ello... etc, etc,
etc. Más cosas del mismo estilo pensé tumbado en el sofá, había que echar
balones fuera. Había que follar. Sonará vulgar pero no había nada por
delante ni nada por detrás. El amor era una guerra sucia. Nosotros contra
ellas, era como hablar con la maldita pared. ¡No se enteraban! Me levanté
del sofá con tal ira que le di una patadón a una silla y la reventé,
descuajeringándola, blasfemando. Galeón salió pitando a la terraza. ¿Qué
hacía falta? ¿Dinero? ¿Fama? ¿Un coche? ¿Un falo de siete metros?
Fue un cambio de humor que llegó como los huracanes del Caribe,
cuando me quise dar cuenta ya lo tenía encima. Me sentí imbécil y a la vez
vencedor. Conclusión que saqué: los hombres no estaban fabricados para las
mujeres.
156
Misógino.
Misógino.
Drogadicto.
Alcohólico.
Menuda combinación tan viril.
Y encima, solo.
En el mes de febrero mis perspectivas de futuro pasaron de blancas a
negras. Dejé de hacer ejercicios por las mañanas, descuidé mi cuerpo y me
entregué a una sesión de autotortura. Compré mi primera botella de coñac.
No deseaba la compañía de nadie, los evitaba. Ponía rumbo a los confines
extremos del Parque del Vietnam, donde estaba seguro nadie aparecería. Fue
la primera vez que llamé a mi madre por teléfono. Vivían en casa de mi tía,
que disponía de piso con habitaciones suficientes para las cuatro. Mi tía
necesitaba compañía y mi madre alguien con quien discutir. En cuanto se
puso al aparato me arrepentí. No tenía nada que decirla. Una madre no
puede saber nada de los amores platónicos de sus hijos varones. El mal
humor y la ira se cebaron en mi persona. Que os den por el culo, fue lo que
grité por la ventana apuntando a la calle. ¿A quién? ¿A qué?
No podía beber el coñac si no había una copa; la busqué por los
armarios de la cocina y los del salón. Ni una hallé. Bajé a la calle y en la
primera tienda de cacharros de cristal me agencié la copa de coñac más
pomposa de la tienda. Llevaba inscrita la palabra Brandy, que no sabía lo
que significaba, pero que era idéntica a las copas del Feudo. En la mesa
camilla, una copa, una botella de coñac, se ajustaban: me serví un tragito, y
otro, y otro. Aquello sí que era un salto adelante, con la tercera copa los
problemas aminoraron su marcha. El resultado del coñac era que me ponía a
hablar solo, en alto, frente a una tribuna invisible formada por mi madre, mi
padre, curas, profesores, las Zorras, Natasha... Y ahí los iba abroncando uno
a uno. Ni complejos ni culpas camufladas, cada uno y cada una se llevaba su
merecido, por cierto que tenía munición para repartir en abundancia. ¿Qué
tal, mamá? Estarás contenta después de haber intentado echarme un
porcentaje elevado de las culpas del naufragio de tu matrimonio con el
marinerito, ¿eh? Vale, de acuerdo, no me dices: Luis, tienes la culpa de que
tu padre sea un perro marino puerco amoral, pero de las actitudes resultantes
se desprenden los repartos de culpabilidades: en ese reparto estoy yo metido.
A mí me vino bien que os divorciaseis, por cuestiones prácticas. Si algo no
funciona, cortar por lo sano y a otro asunto. Para Asuntos, ¿quien mejor que
el ilustrísimo señor Mazo? Loable es defender a una puta catalana, pero
luego acostarse con ella y gratis, no sé yo hasta qué punto. Sí, hijo mío,
vente a vivir conmigo, aprenderás dignísimas cosas y juntos formaremos un
equipo invencible. Todavía estoy esperando, cabrón. ¡No, perdonad! Tiene
Asuntos de vital importancia que resolver en el Caribe. Asuntos del calibre
como pegársela a su mujer con otras cientos, que tampoco lo veo mal, pero
no lo vayas contando, perro marino, no vayas humillando al contrario
hablando de crear familias paralelas, porque eso es lo que más daño puede
157
hacer a una persona que ha depositado toda su confianza en la familia. ¿Que
te tiras a cien mil? Ultramar es así. Tira. Pero da señales de vida. ¿Qué pasa?
A lo mejor estás combatiendo para recuperar Cuba. Al lado de mi padre
estaba el profesor de Química, el señor Negro, con las barbas negras que le
llegan hasta la clavícula. Menudo cerdo sarnoso. Me amargaste los dos
últimos años en el colegio, ¿y todo por qué? Yo no quería estudiar Puta
Química durante tres horas diarias para ser un hombre de provecho, y
escúchame, puerco: los metanos y los propanos son un atajo de basura
estéril asexuada, no he vuelto a ver en mi vida una sola Fétida Tabla de
Elementos, es más, no piso la facultad desde hace un puñado de meses y soy
cien veces más Hombre que tú. Me endiño tres y cuatro copas de coñac y me
quedo tan ancho, me fumo una locomotora en un papel estaño y me quedo
tan pichi, mientras que tú te pudres en el colegio viendo pasar generaciones
y generaciones de futuros majaderos. El padre Loza, defensor de la pureza
del hombre contra las hordas femeninas. ¡Que sepas que me masturbo,
masturbo al perro y me gusta una lesbiana!
¿Y vosotras, Zorras, qué miráis?
En febrero y con varias copas de coñac encima, no tenía rival lanzando
discursos al vacío. Al vacío no, Galeón se los tragaba levantando la cabeza y
erizando las orejas. Rompí un par de patas de sillas con la euforia. Me
hundía sin remisión, adiós optimismo, adiós curiosidad. Volví a mi vieja
cinta, la única de la que disponía. Enchufaba la máquina de Mazo con el
volumen a tope y God Save the Queen hacía que sudase el coñac que unos
minutos antes me había bebido. Lope me visitó un par de veces, una de ellas
armado con el florete. Urgando en el apartamento descubrí unas gafas negras
de los años sesenta, unas gafas negras muy macarras. Me miré en el espejo y
me las coloqué con suavidad, no se veía nada, una vez colocadas lancé un
besito al espejo. La poetisa llamó a mi puerta y estuve tentado de hacerla
pasar, aclarar el tema de una vez por todas: hablarla a la cara, derecho y
encarao, como nunca había hablado antes a una chica, a una mujer, a una
poetisa, a una lesbiana. Demasiados obstáculos a saltar. A través de la
mirilla contemplé su cabeza rapada con la deformidad que daba la lente, y
aun así estaba más buena, más rica, más hembra de lo que millones de
mujeres derechas hubieran soñado, con el pelo largo recién lavado y la ropa
de diseño última moda. Se fue la lesbiana. Menos mal.
Me faltaba el aire y pensé en conseguirlo en la universidad, salir de las
cuatro paredes, darme un garbeo por las aulas. En los bolsillos del pantalón
metí lo justo para un billete de metro ida y vuelta. Era la primera vez en
largos meses que me levantaba para ver amanecer. A mí nunca me agradó
ver salir el sol. Prefería levantarme cuando la vida ya estaba en pleno
funcionamiento. Las venas me golpeaban las sienes, bajé a Galeón cuando
todavía se desperezaba y se quitaba las legañas con las zarpas. En cuanto
entré en el parque noté el cambio de temperatura. El perro y yo nos
adentramos en la maleza, porque eso era el Parque del Vietnam: una maleza
descontrolada. Alguien trotó a nuestras espaldas, era Cosa convertido en un
amasijo de pellejo y huesos; caminaba con problemas pero se le veía
158
contento de volver a ver a Galeón. Madre de Cristo cuando me acerqué a él
y le observé la cara: tenía los ojos cubiertos de legañas acumuladas, con un
ojo cerrado: se habían solidificado. Yo creo que me imploraba que se las
quitase. Se las arranqué y lanzó un aullido pero el ojo se abrió. Las greñas de
pelo ya no existían, eran todas negras de la porquería que cargaba; pesaba la
mitad que hacía unos meses. Quizás llevaba en el parque toda la noche.
Quién sabe. A quién le importaba. Dimos un paseo caminando en línea
recta; su costumbre neurótica de correr en círculos desapareció, andaba
paralelo a Galeón, que le observaba extrañado y luego me miraba a mí,
como si yo tuviera una explicación en la manga. Cosa se detuvo en unos
arbustos y levantó una de las patas, el pis era de color marrón oscuro.
Galeón ni se molestó en olerlo ya que ese perro, el único territorio que
podría marcar en adelante sería su tumba. Al cabo de media hora decidí
subirlo a casa de Sebas. La puerta, como siempre, abierta. Se encontraba
tumbado en un sofá-cama abierto, rodeado de chocolatinas y yogures. Su
cara era un bosque de legañas. Le costó reconocerme. Le pregunté por qué
no dormía en su cama, en el cuarto.
-Es que está muy lejos de la tele.
Se levantó a duras penas y me ofreció un cafe que no rechazé.
-Sebas, Cosa no tiene muy buen aspecto.
-Lo sé, lo sé, y pensaba llevarlo uno de estos días al veterinario. Ando
mal de dinero aparte de que no he tenido mucho tiempo. ¿Quieres azúcar en
el café?
Sin darme oportunidad a contestar metió en cada taza cinco cucharillas
de azúcar hasta los topes. Cosa se dejó caer en la alfombra vencido por el
agotamiento.
-Ah, Luis, me encuentro algo gastado, no sé, chico, si debiese, no sé...
¿Sabes hace cuanto que no paso por la consulta? Ni yo mismo me acuerdo.
Cualquiera trabaja con esta desgana. Estoy pensado en cerrarla, ¿qué te
parece?
-¿Y de qué ibas a vivir?
-Bueno, chico, soy médico. Extender recetas falsas no es mal negocio.
Yo lo que no quiero es salir de casa, o salir lo mínimo. Tener que
levantarme todos los días a las siete de la mañana para ducharme, bajar dos
pisos andando hasta la consulta me tiene majareta. Que no, que no, que no lo
aguanto, y esas mujeres aburridas que me vienen con sus problemas. ¡Yo sí
que tengo problemas! Ya no me apetece ni traérmelas a casa a dormir.
Los espacios que dejaba entre frase y frase eran cubiertos por un
gruñido que salía de la garganta, un gruñido para reafirmar sus palabras. Ya
no me desagradaba tanto el olor rancio a sudor que flotaba por el
apartamento; en una ojeada rápida noté que faltaba la gran colección de
discos antiguos y compactos así como el estéreo. Su Majestad el rey Juan
Carlos I bla, bla, bla, Sebastian bla, bla, título de licenciado en Medicina
por la universidad bla, bla, bla, en el año... etc. Pues el caso es quedaba
mono el título de las letras cursivas góticas, el mismo que conseguría yo al
acabar la carrera. Por encima de todas las calamidades, Sebas estaba
159
orgulloso de ser médico y seguro que a mi madre le hubiese encantado
conocerle. El médico se levantó de la silla y abrió un cajón del armario
extrayendo algo cuyo sonido me era familiar: el tintineo del papel estaño al
ser movido. La locomotora. Sonaba igual que las campanas de la iglesia del
pueblo de mi abuela llamando a los cristianos.
Vamos, Galeón, y deja de olerme como a una perra en celo. Sebas
duerme, Cosa, igual. Espero al ascensor y por un momento me tambaleo, me
concentro en los botones de llamada. Uno es blanco y otro es rojo, ¿por qué?
El blanco es para llamar, perfecto, subo el dedo índice y presiono;
¡kloonkkaaahhh! Le oigo deslizarse por el hueco obedeciendo mi orden. La
ciencia es algo increíble. Aprieto un botón y los objetos se ponen en
funcionamiento; me gustaría conocer al inventor del ascensor y darle un
abrazo, un besote. Decirle lo mucho que le agradezco que se le ocurriese un
invento así. Galeón quiere bajar por las escaleras, como baja normalmente:
pues adiós, nos vemos abajo. Buenoooo... Aquí hay excesiva luz, parece el
tercer o cuarto día de la creación, cuando Dios creó el ascensor. No, cuando
Dios creó la luz. Vacilo antes de entrar, pero ya sabemos que no hay que
tener miedo a nada, los cobardes al fuego. ¡Pero si me han desaparecido los
ojos! Por lo menos como los tenía antes; ahora hay dos luciérnagas de color
verdoso de tal potencia lumínica que como salga a la calle con ellos, los
coches van a pensar que soy un semáforo en verde. Será mejor dar la espalda
al espejo.
Galeón me esperaba tumbado en la alfombrilla de la entrada con la
cabeza entre las patas. Quién sabe el tiempo que estuve en el ascensor
subiendo y bajando, pero mi idea original era poner camino a la universidad
y un hombre cumple lo que promete. Lo que necesitaba ahora era buscar una
solución para mis ojos, brillaban demasiado y algún bocazas del edificio me
preguntaría si llevaba llorando tres días seguidos. Las gafas de los años
sesenta de mi padre eran lo adecuado. Me las coloqué, pasé a no ver nada:
me entrené caminando por el apartamento y golpeando los muebles que
encontraba a mi paso. Me rascaba los brazos cuando el gran vaso de leche
con Cola Cao pedía paso libre desde el estómago hacia la taza del baño. En
mi cuerpo nadie parecía respetar a nadie, y dado que yo me dejaba mecer,
abrí la boca en la taza del retrete para contemplar el poder propulsor de mis
músculos estomacales. Las gafas de Mazo cayeron, las tuve que rescatar de
entre las bilis y los restos de pis del día anterior; de ahí deduje que había que
tirar de la cadena después del pis. Mentalmente seguía siendo un portentoso
iluminado, que a fin de cuentas era lo que me importaba.
La idea que se me ocurrió para poder pasar por la entrada del metro
con Galeón sin que la tipa gorda me expulsase fue hacerme pasar por ciego.
Disponía del equipo completo: perro, cadena, gafas negras. Bajé por las
escaleras con el estómago vacío y los telones de los ojos subiendo-bajando.
Hablaba conmigo mismo: vamos, Galeón, vamos a la facultad, quiero que la
veas, que te vean, nos pasearemos, hablaremos con algún profesor sobre el
fin último de ser universitario y elogiaré su esfuerzo por inculcarnos unas
materias que nos importan un carajo. Le diré que hasta ahora no he podido
160
asistir a sus lecciones porque tengo tres, bueno, dos, bueno, un hijo que
mantener, pero que sigo al pie de la letra sus explicaciones a través de mis
múltiples contactos. Os amo, de verdad, me siento bien y a partir de mañana
me levantaré, seré uno más en la primera fila. ¿Cómo no me he dado cuenta
antes? Tengo sed.
En la cabina donde la señora gorda expendía billetes había una botella
de agua; con mis gafas de ciego le pregunté con ternura:
-¿Tiene usted un poco de agua, por favor?
La mujerona se enterneció del joven ciego con su fiel perro y abrió la
puerta de cristal para dármela en un vaso de plástico, preguntándome a la
vez si necesitaba ayuda y a dónde me dirigía.
-No se preocupe, muchas gracias. Voy a la facultad, aunque no puedo
ver, escucho e intento retener lo que el profesor dice. Tardo más pero voy
seguro. Gracias por el agua, señora, gracias.
¡Qué gorda más simpática, qué grandes tetas! ¡La quiero!
Fffuááá... Se me estaban revolviendo las tripas de nuevo. De mi primer
paseo del año por el parque debía haber recordado que las tripas no quieren
invitados, pero es que la sed era apabullante. La entrada del metro no era el
lugar idóneo para accionar los músculos estomacales. Hice una parada
concentrando mi energía en la garganta, tratando de retrasar lo irretrasable.
Galeón entraba en un mundo nuevo de vías y carteles repletos de flechas;
quería separarse de mí, olisquear las esquinas; yo apenas conservaba las
fuerzas, tuve que levantarme las gafas unos instantes con el fin de reconocer
la línea de metro a seguir. Todas me parecían iguales. Vi una papelera a la
que me encaminé a paso ligero, arrastrando a Galeón. Metiendo la cabeza
con disimulo, devolví las aguas estomacales al metro. Qué manera de
regurgitar. Gran respiro, que si se añadía a una sentada en un asiento de
plástico lunar, me devolvería a la gloria. El tren salió despedido de la
negrura del túnel, produciendo tal estruendo que Galeón se quiso ocultar
bajo los asientos; a mí también me pareció escandaloso, sin embargo, a mi
alrededor nadie se alarmó. Pudiera ser que mis sentidos se estuviesen
acercando a los de los chuchos. Solo me faltaba disponer de un miembro
viril forrado de pelaje. Me hizo gracia esta estupidez.
No sé porque seguía empeñado en mantener la farsa del estudiante
ciego con el perro guía, quizás porque me sentía tan cómodo y tan agusto en
un papel de disminuido físico, con el cual pudiese despertar miradas
compasivas de alguna mujer madura que viese a ese chiquito desválido que
probablemente no había saboreado las mieles del cuerpo de una hembra.
Ella, por amor a la naturaleza humana, me ofrecería su cuerpo, su alma en
un gesto de nobleza femenina. Aferraría mis manos y recorrería su cuerpo
con ellas a modo de guía. Galeón se enroscó entre mis piernas, que se
tuvieron que cruzar para camuflar lo que ya era el resurgimiento. El tren
traqueteaba lo justo para transmitirme las vibraciones hasta el estómago, y
allí empezaron los picores, en el cuello. Las hormigas trepaban por las
piernas hasta la nariz, me picaba la entrepierna, percibía en fondo negro las
miradas de los pasajeros. Yo no debía tener escrúpulos, un ciego tiene todos
161
los derechos, cuarenta veces más derechos que los videntes. Cerré los ojos y
me rasqué, y me rasqué, y me rasqué.
Galeón era un perro honesto mas no había sido entrenado para perro
guía, daba tirones, así que me cansé del juego y me detuve en un parque a
que hiciera un pis. A pesar de estar nublado, la luz a pocas me convierte en
un charco de cera; no aguanté ni dos segundos con las gafas fuera de su
sitio. Bien, el Mundo, los seres humanos, todos estaban allí, salían de las
bocas de metro y de los autobuses para desfilar hacia las diversas facultades.
Otros les llevaban la contraria: entraban en los transportes llevando objetos
rectangulares bajo el brazo o en las mochilas. Libros, eran libros y apuntes.
Anduve paseando relajado por los edificios entre una maraña de jóvenes
estresados de tal forma que yo a su lado parecía desplazarme a cámara lenta.
Galeón cogió mi ritmo, lo llevaba desenganchado. De vez en cuando me
detenía y me estiraba, me daba una rascada y continuaba. Al pasar por la
facultad en la que yo estaba matriculado, me dio por entrar. No reconocí ni
una puñetera cara, ni una sola. Tampoco recordaba en que aula estaba
matriculado, la letra de mi grupo, el pasillo, un ventanal. El interior de la
facultad era simétrico, no tenía manera de distinguir una entrada de una
salida; los pasillos se cruzaban entre sí, yo los seguía haciendo un esfuerzo
retentivo por recordar aunque fuese una pequeña pista delatora. Mis ojos se
entreabrían y entrecerraban en un suave vaivén tan agradable que me parecía
caminar un metro por encima de los demás bichos vivientes. Un hilillo de
saliva aguada se escurrió por la comisura de la boca; me restregué con el
antebrazo a tiempo. Aún me quedaba la compostura. Había sido una dura
mañana y necesitaba tomar un descanso, sentarme, con lo que me metí en el
primer aula con la que tropecé. Por el masivo aluvión de gente deduje que la
clase estaba a punto de comenzar, así que tomé asiento como a la mitad,
pero en un extremo de la fila por si a Galeón le daba por aullar o a mí por
vomitar. Me sentía receptivo, con ganas de aprender y discutir, de proponer
ideas, de levantar el brazo a la menor pregunta del hombre canoso y trajeado
que subió a la tarima. Su cara no la lograba ver, su cuerpo sí. Aparentaba ir
seguro de sus conocimientos ya que no portaba ningún papel ni libro con él.
Se impuso un silencio roto por un manoseo de bolígrafos y papeles. La gente
se preparaba para tomar notas. Me rasqué la tripa, la tenía vacía. A mi lado
se sentaba un tipo con el pelo a trenzas cayéndole hasta la barbilla y me
quedé enfrascado contando el número de trenzas. A mi otro lado una de las
chicas feas más guapas del planeta. Fea, porque lo era, y guapa, porque en
mi estado todo lo que me rodeaba me parecía como poco guapetón,
atractivo. Los dos tomaban apuntes como descosidos, a una velocidad
meteórica que me dejaba a mí fuera de juego, pero me interesaba hasta
cierto punto lo que aquel monigote parlaba. Dicho y hecho. Levanté las
gafas y con una voz que no reconocí ni yo mismo le pedí a la fea guapa un
par de hojas y un bolígrafo. Me estaba perdiendo la lección por momentos;
Galeón dormitaba bajo la mesa. La chica se enamoró de mí ipso facto. No oí
lo que me dijo, y obtuve un par de folios. No bolígrafo. Los cuadré y los
comparé: no eran iguales, a uno de ellos le sobresalía una de las esquinas.
162
Toda la vida pensando que los quinientos folios de un paquete eran idénticos
unos a otros, y en aquella clase desconocida de un curso anónimo confirmé
que la fabricación en serie automatizada no era más que una patraña de
viejos factoristas melancólicos. La perfección era un mito, el sistema se
resquebrajaba. Ahora entendía a Juan Pedro y compañía: lástima que no
estuviesen aquí, conmigo y con Galeón.
La voz del profesor tenía un suave tono seductor, y llevaba colgando
de uno de los bolsillos de la americana una etiqueta con su nombre. Agudicé
la vista irguiendo la cabeza. Se encontraba más lejos de lo que pensaba, no
veía nada, apenas su figura y su gran corbata, amarilla. Una corbata amarilla.
El hombre tenía el valor de entrar así vestido a un aula. Por su cara se debía
apellidar Meléndez o Mínguez. Después de unos minutos de concentrar mis
llorosos ojos en su chaqueta, me di cuenta de que no era una etiqueta con el
nombre inscrito sino un pañuelo. Ya había perdido suficiente tiempo. El tipo
hablaba, la gente escribía y yo me extraviaba en divagaciones. Fue colocar el
boli entre los dedos, comenzar a transcribir lo que Mínguez decía, y
entenderlo todo. El profesor hablaba con claridad meridiana, sus palabras
llegaban a mis oídos como agua de verano. ¿Cómo aquellos imbéciles
estudiantuchos se rascaban la nuca y se miraban unos a otros con caras de
asombro, si lo que estaba explicando era tan claro y obvio? Para de ir más
rápido y no perderme ni una sílaba, acortaba las palabras y fui inventando
sobre la marcha un código de abreviaturas. ¡Qué velocidad de escritura! Era
un don que desconocía en mí. Con una mano escribía y con otra me rascaba.
Las hormiguitas volvieron a la carga sobre todo en la espalda, en los
omóplatos. Casi parto el bolígrafo del tipo de las trenzas en mi columna
vertebral. De vez en cuando paraba, cerraba los ojos y me quedaba con la
cara encima del papel un periodo de tiempo que no sabría determinar,
reaccionaba y otra vez. Llenaba hojas y hojas, eran los mejores apuntes que
había tomado en mi vida de estudiante. Incluso me daba tiempo a pintar
garabatos a los lados del folio, o entre las palabras, para enriquecer el texto.
Las líneas de los párrafos no iban paralelas. Algunas se desviaban hacia el
norte y otras hacia el sur. Si bajaban demasiado, las obligaba a enderezarse;
me salían ondulantes; no solamente entendía lo que se explicaba sino que
moldeaba las palabras y las frases. Y en uno de los cambios de folio,
simplemente desconecté, me ocurrió como a las luciérnagas cuando pierden
la vida y dejan de brillar: me apagué.
Una mano tocaba mi hombro derecho con insistencia. ¡Qué pesados!
Estaba atravesando el cosmos y venían a molestarme. Reaccioné moviendo
el hombro e intentando deshacerme del parásito, hasta que los toquecitos se
convirtieron en una agarrada de hombro con una agitada. Levanté la cabeza
y había una tipa gorda, la misma que esperaba en el fotomatón el día en el
que marché por el video de Sebas al barrio de Fuencarral. Llevaba una bata
azul y una escoba en las manos. Mis maravillosos apuntes estaban
esparcidos por el suelo y pisoteados, Galeón andaba husmeando por entre
los pupitres del aula. La señora me susurró:
-Creo que tienes que irte. Es hora de cerrar la clase y la facultad.
163
Una ramera quiso ocupar mi cuerpo.
Soñé que me perseguía un pulpo gigante verde. Yo no conseguía
despistarle y eso que me despertaba entre sudores, no podía erguirme ni
aunque quisiera porque había una figura negra en el techo colgada, que
actuaba de barricada. Esa forma no era humana en el sentido de que no tenía
carne, pero era un ser vivo y me aterrorizó de tal forma que aún estando
consciente preferí cerrar los ojos y seguir en mi ensoñamiento. Y me
preocupé, ¿qué ocurriría si nunca más conseguía despertarme? Despertarme
no, levantarme. Mis miembros no me obedecían, y tumbado en la cama boca
arriba le eché la culpa al cerdo bastardo de Sebas que me había envenenado
con la locomotora. Calculaba el tiempo que llevaba allí, en la cama de mi
padre, mas no salían las cuentas. Me estaba muriendo, o ya estaba muerto.
Pero si lo estaba, ¿por qué no venía Dios, o los ángeles, o el diablo, a
juzgarme? ¿A decirme cuál era el siguiente paso que debía dar? La figura
negra colgada del techo me vigilaba. Cerré los ojos y de pronto noté que
algo en mí quería abandonarme: entendí lo que ocurría en la habitación. La
figura negra aberrante esperaba meterse en mi cuerpo en cuanto yo saliese.
¡Por todos los putos santos! Estaba empapado en sudor, ni una falange de un
dedo era obediente a mí.
Quise pedir ayuda, me concentré en abrir la boca. Si Galeón conseguía
escuchar unos solo de mis gemidos, vendría al cuarto, se echaría encima
mío, con sus patazas me despertaría y lograría salvar mi cuerpo. ¿Pero qué
me pasaba? Pensé, algo no va bien, yo abría la boca, sin embargo, ni un
sonido salía expedido. No estaba ni despierto ni dormido, no sabía como
había llegado allí ni cuanto tiempo llevaba tumbado.
Imbécil, eso te pasa por jugar con fuego. ¿No querías probar? Aquí
tienes una experiencia guapetona: atrapado en una cama con una figura
negra que en cuanto entreabres los ojos se desliza por la pared para acercarse
a tí. ¡Ciérralos! No dejes que ocupe tu cuerpo porque si entra, ¿a dónde irás
tú? Una ventana estaba abierta y una brisa llegaba hasta mi piel, que al estar
cubierta de sudor hacía que me congelase. Si me concentraba podía
funcionar, lograr dar ese clik, ese paso, cruzar la frontera y despertar.
Cerraba los ojos pero notaba que me iba, era más placentero estar así, pero
no, había que abrirlos aunque fuese solo a medias, más no podía. Ésto es
muy peligroso. Puede que todo fuese un sueño dentro de otro sueño y que
me despertase tan alegre con el cántico de los pajaritos, pero ni en febrero
había pajaritos ni aquello era un sueño. Me habían atado a la cama con
correas mentales. Sé que todo empezó en casa de Sebas, lo que no sabía era
dónde acabaría. Yo amaba a mi cuerpo y no pensaba abandonarlo y menos
por una tétrica sombra negra pegada al techo. De temerla pasé a enfrentarme
a ella. Búscate otro cuerpo, puerca ramera, porque yo de aquí no me largo.
Esperaba que algo ocurriese, y mientras, me esforzaba en concentrarme con
164
el objetivo de mover una parte de mis extremidades, la que fuese. Aquí
nadie obedecía a nadie, ni la ramera se iba ni las extremidades se movían.
Estoy enfermo, pensé, tengo una enfermedad que desconozco por
completo y que se llama Dormir en Vida. Sé dónde estoy, en la cama de
Mazo, que sigue siendo mi padre. Recuerdo haber pasado por la universidad,
también que la mujer de fotomatón me despertaba; luego, tinieblas. No me
acordaba, podrían haber pasado tres meses conmigo tumbado en la cama sin
poder moverme, o tres días, yo qué sabía. Para estar así era preferible morir.
¡Pero si iba a morir de todas formas! De hambre. Galeón no podía darme de
comer y lo único que haría sería esperar a que muriese y devorarme, puede
que hasta devorarme vivo, ya que no me podía mover. Noté que se me erizó
la piel al pensar en parálisis. Me había quedado paralítico mientras dormía,
pero eso es imposible, para quedarse paralítico tenía que ocurrir un
accidente físico, que quizás pasó y yo no lo recordaba. ¿Qué hacía esa
sombra mirándome colgada de la pared?
¿Y si me abandonaba? Cerraría los ojos y dejaría al azar escoger. Si
debía morir y ser ocupado por la sombra mientras yo vagaba errante por el
mundo de los espíritus, adelante. Si por el contrario la sombra se aburría de
mí y decidía buscarse otro cuerpo en la vecindad, mejor.
Me relajé e inmediatamente noté como parte de mí se elevaba de la
cama dispuesto a dejar el cuerpo que tanto me había costado cuidar. Estaba
aterrorizado, yo, que no creía ni en lamas ni en yogas, ni en hinduismos
hippies ni en el karma de las personas. Yo estaba flotando. Lo primero que
intenté fue no perder de vista a la sombra; ella seguía agazapada en la
esquina opuesta de la habitación, la miraba a los ojos para descubrir sus
intenciones pero no poseía ojos. El centro de su cuerpo estaba adherido a
una esquina del techo. De dicha esquina salían ramificaciones en todas
direcciones, que eran sus brazos y piernas, pero carentes de dedos. La
ramificación más corta y gruesa era la cabeza, sí. Hasta tenía cuernos, dos
pequeñas ramitas salientes de la cabeza. Ya que yo había jugado con fuego,
debía ser la víctima propicia, y cuando entendiese todo ya sería tarde, sería
una sombra de mí mismo a la búsqueda de otros cuerpos. De todos los
habitantes de Madrid había sido yo el elegido. Debía yo estar flotando a
treinta centímetros de mi propio cuerpo cuando me entró el pánico. Me
concentré para volver antes de que la sombra se diese cuenta de mi jugada
de abandono. Quería volver a mi cuerpo, necesitaba ayuda, toda la ayuda de
mi mente. Con un esfuerzo sobrehumano me vi de nuevo en mi anatomía.
No disponía de poder sobre los miembros y músculos pero me sentía en
casa. Ni en sueños volvería a intentar una locura así. Ya digo que no estaba
soñando, que yo era perfectamente consciente de lo que me ocurría. Lo peor
era que si llegaba a despertar del todo, nadie me creería.
Me encontraba como al principio de esta pesadilla.
Quizás fuese eso, la sombra no estaba ahí aprovechándose de que yo
había jugado a perseguir una locomotora negra sobre un papel de estaño y
ahora no podía controlar sus efectos secundarios devastadores. La maldita
sombra había llegado enviada por mi padre por atreverme a tumbarme en su
165
cama. Esa idea me vino de repente y me atemorizó. Yo me había tumbado
en su cama un rato a descansar y me había despertado con unas correas
mentales en los brazos y en las piernas que me sujetaban a ellas. Una
terrorífica mancha negra deslizándose por la pared en dirección mía.
Buscaba culpables. Mi padre, Sebas y su veneno, la cama, quien fuese.
Necesitaba una razón. Aquel fenómeno no podía darse porque sí.
El frío se empezaba a apoderar de mí. Mi cuerpo cubierto de sudor era
una nevera por el que se deslizaba el aire que entraba por la rendija de la
ventana del cuarto, que alguien dejó abierta y por la cual la sombra se debió
haber colado. No recordaba haberla abierto. Caí entonces de algo que hasta
entonces no había pensado. No era cierto que no podía mover ni un
músculo. Podía mover los ojos. No los abría totalmente pero sí podía
cerrarlos, que es lo que hacía cuando me abandonaba y mi cuerpo, mi
espíritu, comenzaba a flotar y a separarse de su prisión. ¡Y qué prisión más
maravillosa! Quien la tuviera en aquellos momentos de angustia. Lo que
más me preocupaba a parte del hecho de no poder volver jamás a la realidad,
era el saber cuánto tiempo llevaba prisionero. Si hubiese podido saber si
llevaba una hora, un día o un mes, las cosas hubiesen sido más sencillas. No
disponía de ninguna pista para saberlo. Me consoló darme cuenta de que las
facultades mentales estaban en forma. Hice la siguiente deducción: no puedo
llevar más de diez días porque si no habría muerto de hambre. A partir de
ahí, no deduje nada más.
Con los ojos entreabiertos noté cómo la sombra se deslizaba poco a
poco, de forma suave pero evidente. Todo este tiempo había permanecido
quieta estudiándome y ahora se lanzaba al ataque, ahora que sabía lo que yo
pensaba y las posibilidades de escapar que tenía: cero. Me intenté concentrar
en ella para adivinar qué dirección de la habitación tomaba y por que lado
me atacaría. Noté el sudor del pavor corriendo a mares por mi cuerpo,
percibía las gotas deslizarse por mi cuello, las manos frías, témpanos de
hielo. La sombra no era otra cosa que la Muerte, que sin yo merecerlo, venía
por mí.
Ya la notaba cerca de mi cuerpo, su aliento.
Sentí humedad en mi mano de derecha. Intenté mover la cabeza con el
objetivo de ver lo que esa arpía trajinaba. No quería darla el gustazo de que
se cebase agusto en mi cuerpo sin oponer una mínima resistencia. Estaba
acabado. Iba a morir sin haber llegado a realizar ni una sola de las cosas para
las que estaba destinado. Eso era injusto. ¡Qué mueran otros!, grité. ¡Qué
mueran otros! ¡Los cobardes, los viejos, los ilusos, pero no yo! No lo
merezco. Gritaba sin voz. Yo me oía a la perfección, y la sombra también.
¡No quiero morir, quiero vivir! ¡Vivir para follar, para viajar y para
experimentar! ¿Es ésto acaso un error? Necesitaba que la sombra me
escuchase antes de que fuese tarde y se metiese en mí. Ya no sería yo. ¿Por
qué los valientes morían antes que los cobardes?
¡Ahhhhh!
Dolor agudo e intenso.
166
Un calambrazo me sacudió desde la mano derecha hasta los ojos. Del
dolor, mi cuerpo se desbloqueó y por primera vez lo sentí vivo, moverse: ya
no era mi espíritu que se daba un garbeo por la habitación. Rodé por un
despeñadero en el que me golpeaba por arriba y por abajo, brazos, piernas, la
cabeza, la espalda. Todo me dolía pero al menos percibía.
Rodaba, caía al vacío, chocaba contra paredes, contra riscos, contra
techos, suelos.
Abrí los ojos. La sombra pugnaba ya abiertamente por entrar en mi
cuerpo, y quería hacerlo nada más y nada menos que a través de mi cabeza.
Un momento, no era una sombra, era un ser tangible, vivo. Galeón.
Reconocí a duras penas dónde me encontraba. Los colores del suelo eran los
colores de la alfombra de noche de la cama de mi padre, Mazo, el marinerito
del Caribe. Galeón me lamía y relamía a la que yo me tocaba para
asegurarme que estaba entero, de que continuaba en el mundo de los
caminantes. Miré hacia el techo porque si la sombra seguía allí pegada, la
iba a acuchillar. Yo era sólido, ella una puta sombra. Pero en la esquina nada
había. Solo esquina. Las cuatro esquinas. Recuperado de la sorpresa noté
que el dolor en la mano no era imaginario. La tenía sangrando y me escocía
a morir. El bastardo de Galeón me había dado un bocado en plena palma y
me la había destrozado. La sangre caía y el perro la relamía. Su hocico
goteaba sangre. Mía. No podía mover los dedos pues sus colmillos se debían
haber llevado por delante todos los tendones. Pude contemplar por los
agujeros dejados por los colmillos el blancor de los huesecillos de las
manos. El dolor era intenso pero alegre; había logrado despertar y regresar
del averno gracias al perro con el que vivía, que me había triturado la mano
y al que por un instante pensé en abrazar y besar.
De todas maneras, no era esa forma de despertar a su dueño y señor.
167
Procedimientos previos para atracar el Banco de España.
-¿Dices que tu propio perro te ha mordido?
A Sebas le debía parecer una reacción muy normal por parte de los
chuchos ya que no se mostraba sorprendido. Me lo preguntó mientras me
colocaba un vendaje en su consulta. Sostenía mi mano derecha entre sus dos
manos. Al observarla, medio despierto medio dormido, concluyó que no
hacía falta dar puntos de sutura en los agujeros en los que Galeón había
clavado sus colmillos.
-¿Estás seguro que no hacen falta puntos?
No es que dudase de la palabra de un médico. Estábamos sentados en
su despacho con un flexo potentísimo enfocando la mano. Me había poco
menos que obligado a ingerir una pastilla de color azul celeste para el dolor.
No me fiaba, pero la mano dolía a horrores y la pastilla hizo efecto a los dos
minutos. Me sentía relajado, no tenía ganas de hablar. Con la boca
entreabierta, contemplaba como Sebas había limpiado la herida con cautela,
despacio, pasando un algodón cubierto de alcohol tras otro. Hubo un
instante en el que me pareció que los dos alucinábamos con los agujeros de
mi mano derecha. Sebas los contemplaba a corta distancia, parecía un idiota.
Mi cuerpo estaba hecho un asco. Por el efecto de la locomotora, mi
estómago quería expulsar lo que no había, ni recordaba cuando había sido la
última vez que había ingerido alimentos. Dos veces que bebí un vaso de
agua en la consulta, dos veces vomité. Mi mano derecha se encontraba
inservible por no sabía cuanto tiempo. Pregunté a Sebas:
-Oh, bueno, sí... mmm... Pronto la podrás utilizar, no te impacientes.
Ese es el... fff... problema con vosotros los pacientes, queréis... uuf... curaros
en el acto, y yo soy médico, no Dios, no hago milagros aunque... eeehhh...
no creas que no lo intento... sobre todo conmigo. No tiene mal aspecto
aunque tampoco bueno. Sí, no está infectado, infectada, perdona, y con la
pastilla que te he... eeehhh... dado no vas a notar el do... dolor en unas horas,
y puede que días. Mmm... ¿Has visto a mi perro? No sé que le pasa pero
le... pierdo la pista. Ahora te coloco... esta venda suave, eeesooo... ¿Ves que
bien?
Jaime estaba como una cabra. Llevaba días y días comentándonos en
el parque y en el Feudo que se encontraba próximo a comprarse un coche,
pero no un coche normal, no, un auténtico chollo del amigo de un amigo que
se lo dejaba a un precio tal que era imposible rechazarlo. Nos lo describía
mientras se cepillaba un coñac tras otro. Un cochecico en el que podría
llevar a Mercurio a la Casa de Campo a que corriese, un coche veloz, con
maletero para poder traerla y llevarla por la ciudad. No nos decía la marca
que por otro lado daba igual ya que ni Jaime ni Juan Pedro ni yo
entendíamos de coches. Yo paseaba por la calle con una venda que me
sujetaba el brazo y no permitía que la sangre fluyese por mi mano con
libertad. Cada vez que miraba mi mano echaba un ojo a Galeón. Estando
168
tumbado en el parque escuché una bocina insistente, sonido que no era
normal en la calle Segunda República. Al asomarme a la acera, apareció.
Un coche verde chillón, con Jaime embutido en él. Era más grande que el
coche. La cabezota le sobresalía por el parabrisas y la perra Mercurio iba
aprisionada en la parte trasera, eso sí, de pie, como decía él que los perros
debían viajar en los coches, de pie para que no se mareasen. Jaime metió el
carro en la entrada del parque y lo caló subiéndose en la hierba. Le dio un
manotazo en el capó:
-¿Qué te parece, eh? Está guapo, ¿que no? Pues aquí donde lo ves es
un chollo, de los que se consiguen una vez en la vida. Con esto nos vamos a
ir tú y yo a la Casa de Campo para hacer correr a los perros de los lindo,
¿eh? Guapo, ¿que no?
-¿Qué marca es?
-¿Cómo que qué marca es? Yo qué coño sé que marca es. Eso no es lo
importante, chico. Vosotros los chavales siempre con las marcas. Es un
coche sin marca. No tiene marca por ningún lado. Fíjate.
Cierto. El auto no tenía ninguna inscripción metálica o signo que
especificase la casa fabricante. Era una caja con ruedas y un maletero con
una puerta trasera que se sostenía abierta enganchando una vara de metal en
ella. Parecía sólido.
-¿Cuanto te ha costado?
-Naaa, regalao, chico, regalao.
El arroz con curry y chili picante que preparaba Juan Pedro era el
mejor bocado que había probado hasta entonces. Infinitamente mejor que las
comidas de mi madre. Decidí que si algún día me casaba, exigiría mi futura
mujer que supiese cocinar con curry. Sería ésta la exigencia número uno, por
delante incluso de la felación. La casa entera apestaba a especias orientales.
A Jaime le desagradaba, Juan Pedro no le hacía ni caso. ¿No eran aquí todos
internacionalistas? Pues a demostrarlo. Una de las razones por las que
Troski era tan fiero, sin contar con que fue entrenado en la Unión Soviética,
era el chili que Juan Pedro le atizaba en su plato de metal un día sí y otro
también. Yo me ponía a sudar y a beber agua. Juan Pedro se reía de mí.
Troski rugía.
-Como sois unos tipos inteligentes, pica, ¿eh?, pues recordaréis que
estoy inmerso en una novela que mas o menos describe un atraco al Banco
de España. Este banco hay que atracarlo, ha sido la premisa que me inspiró.
Bueno, yo le doy bien a la imaginación, me invento lo que haya que
inventarse, sin miserias ni rodeos, pero hay cosas que es mejor sacarlas de la
realidad, y una de ellas es la estructura del Banco de España. Cómo es el
banco en el interior, de lo cual yo no tengo ni idea. Lo que tengo son amigos
de mi antigua época, cuando trabajaba como asalariado en la compañía de
minas.
-A lo mejor necesitan un fotógrafo.
-¿Dónde?
-En las minas, alguien que fotografíe las minas, a los mineros con las
caras hollín, yo qué sé.
169
-No, tío, no creo, no sé, déjame continuar, porque precisamente te
ofrezco un trabajito. ¿Buscas trabajo? Yo te lo proporciono.
-Vale. ¿Qué trabajo?
Los granos de arroz penetraban por las barbas de los dos tipos que
comían conmigo, unos perdiéndose en los abismos, otros cayendo al plato
de nuevo para ser devorados y seguir el mismo ciclo: barba-plato, platobarba
-Mirad, éste amigo mío trabaja ahora en el Banco de España. Le he
pedido que si por favor me puede enseñar las instalaciones interiores del
edificio para un pequeño trabajillo de investigación histórica. No le voy a
espetar al hombre que preparo un libro sobre un atraco al banco. Ya sabéis
cómo son los amigos. En cuanto te oyen hablar de atracos se olvidan de los
años transcurridos juntos. Los dos éramos del partido.
-¿De qué partido?
-¡Luis, de cual va a ser! Cuando alguno de más de treinta y cinco años
te hable de "el Partido", se está refiriendo al Partido Comunista. Pero yo creí
que después de meses viviendo aquí sabrías ya eso. En fin, no tiene
importancia, quizás he puesto demasiado chili en la salsa y no te deja
pensar.
El coche sin marca de Jaime disponía de una sofisticada forma de
arrancar: no necesitaba llave de contacto, se juntaban tres cables bajo la
cerradura, se rozaba la suma de los tres con un cuarto, marrón, y el coche
arrancaba. Subimos a Galeón y a Mercurio a la perrera. Jaime al volante,
Juan Pedro de copiloto, y yo detrás, sujetando el maletín con la cámara de
fotos. Enfilamos directos al barullo, al centro de la ciudad. Al intentar abrir
la ventanilla para que entrase aire a los perros, me quedé con la manivela en
la mano. Eran las doce en punto del mediodía y había un tráfico infernal.
Llovía. Los coches circulaban con lentitud, lo que irritaba a Jaime, que no
paraba de insultar a todo bicho viviente: tú, cazurro, ¿para qué te ha dado
Dios los intermintes? No contestas, ¿eh? Será hijo de... Mira. ¡Mira! La
zorra esa, que no, que no te vas a meter, espera tu turno, bolsa de agua
caliente con tetas. Los taxistas, como siempre, pero cómo son tan perros, se
creen los dueños, sí, sí, métete, que a mí me da igual abollar el coche, total,
no tiene ni marca, ¿eh, Luis? Y tampoco tiene seguro. Por cierto que le
tengo que hace un seguro, a terceros, eso sí, o a cuartos, lo mínimo, que para
eso soy un fotógrafo de la clase obrera.
-Olé -exclamó Juan Pedro-, un fotógrafo de la clase obrera. A ver qué
significa eso.
Cantaba sacando el puño por la ventanilla.
Avanti Popolo,
A la riscorsa,
Bandera Rossa
Bandera Rossa,
Yo llevaba el ritmo con la mano derecha sobre el fémur. No me sabía
la letra, mi padre no nos había enseñado esa canción.
170
Nos detuvimos en el semáforo bajo el puente de Nuevos Ministerios.
Jaime hacía rugir al coche, que despedía una humareda negruzca e impedía
ver los coches de atrás.
-¿Pero te has fijado lo que contamina este trasto? -preguntó Juan
Pedro.
-Puede ser, pero como no tiene marca, haber a quién van a reclamar.
Dicho ésto metió la primera con fuerza y salió embalado del semáforo. Las
llantas derraparon, se oyó un chillido agudo en toda la Castellana. Vamos a
llegar los primeros al siguiente semáforo, los primeros, gritaba. Yo lo estaba
pasando en grande hasta que vi que nos acercábamos al siguiente semáforo y
el tipo no frenaba. Yo me callé, no quería ir de cobarde. Jaime bombeaba el
freno, al principio suave, luego con angustia, ¡boum, boum, boum!, y el auto
continuaba a la carrera. Dios, chico, detén esta máquina, murmuró Juan
Pedro. Jaime insultaba y golpeaba con los brazos el volante y con las piernas
el freno: párate, coche loco, nos vas a matar. Reducía, el motor se
revolucionaba hasta los límites, el humo negro dejaba una estela por la
avenida. Seguía bombeando el freno de pie, con furia, aquello sonaba a
hueco. Nos hemos quedado sin líquido de frenos. ¿Cómo es posible?,
exclamó. Me dolía la mano. El semáforo se acercaba. Metió segunda, el
motor estaba a un tris de reventar y saltar por los aires. Agarró el freno de
mano con sus dos manazas y tiró de él como si quisiese arrancarlo de la base
del coche: los perros brincaron al asiento donde yo me encontraba, el auto
derrapó por detrás y se quedó cruzado en pleno Paseo. Pero se detuvo.
Mi padre conducía de manera parecida pero al menos gastaba frenos.
El Land Rover se caía a pedazos. En un viaje nos tuvimos que detener en
plena autopista porque un molesto ruido provenía de los bajos del coche.
Resultó ser uno de los tanques de gasoil. El metal se había ido oxidado y el
depósito colgaba, a punto de irse al suelo. Mi padre era marino y con un
fuerte cable lo ató a los bajos del asiento. Debido a que el volante estaba a la
derecha, yo había crecido con la incertidumbre de saber si venía un coche o
no. Mi padre confió en nosotros; yo también confiaba en Jaime. Juan Pedro
menos. Le obligó a ir a treinta por el carril de la derecha hasta que
llegásemos a nuestro destino: el Banco de España, al que Juan Pedro
pensaba sorprender y atracar. En su libro.
Encontrar un sitio para aparcar en la Plaza de Cibeles debía ser una de
las tareas más complicadas a las que se podía dedicar un conductor en la
capital. Los bordillos estaban repletos de líneas amarillas dobles y de
policías apuntando en las libretas. Jaime se las sabía todas, era una fiera del
asfalto.
-Aquí no hay Dios que aparque pero conozco una callejuela que nadie
más sabe y en la que podremos aparcar sin problemas. Por algo era
repartidor de furgoneta en mis años jóvenes.
Subió por la Gran Vía, torció a la derecha, metiéndose en un laberinto
de calles en las que no cabía ni un triciclo. Las ventanas del coche se
llenaban de vaho por las respiraciones de los perros. A la media hora tiró de
171
freno de mano, bajó del coche y empujó con todas sus fuerza unos
contenedores de basura. Ya disponíamos de sitio para aparcar.
-Bien hecho, fotógrafo. Vamos a dividir el equipo. Tú, Luis, te
encargas de los perros, que por cierto no sé para qué los hemos cargado,
pero en fin, ya están aquí, no es cuestión de abandonarlos. No sé si nos
permitirán entrar con ellos en el banco. Jaime, la cámara. Yo, el bloc de
notas. Chicos, adelante. ¿Quién es el actual gobernador del Banco de
España? Como hay Dios en el cielo que en cuanto lea el libro dimite.
-¿Ese perro dimitir? Por cierto, Mercurio no soporta la lluvia.
-Bien, Jaime, ya es hora de que se vaya acostumbrando.
Me quedé contemplando la inmensa puerta del Banco de España
esperando que Mercurio acabase de hacer pis en el hueco de un árbol. Jaime
preparaba la cámara y medía la luz con un fotómetro, la luz de la calle. Juan
Pedro se pasaba el bolígrafo por los rizos de su pelo impaciente por la
tardanza de su amigo ex-comunista. Al ver la mole del banco no pensé que
se pudiese atracar semejante edificio con pistolas y medias de mujer. No
tenía futuro el plan. Había que entrar a la fuerza por dentro, por medio de un
butrón. Le fui a comunicar mi idea a Juan Pedro cuando por una puertecilla
salió un hombre encorbatado. Era joven, había estado recientemente en el
mar o en los baños-uva; el color de su cara no era el color natural de febrero;
tenía el aspecto de gustarse a sí mismo. ¿Ese hombre había pertenecido al
Partido Comunista? Se asemejaba a uno de los tipos infames que salen en
las revistas del corazón. Extraños amigos tenía Juan Pedro.
Los tres le rodeamos. Juan Pedro nos presentó como ayudantes suyos.
El engominado puso entonces inconvenientes para que los perros entrasen al
banco, sin embargo, yo quería a toda costa entrar. Até a los perros al árbol.
-¿Y si empieza a llover? -preguntó Jaime señalándoles.
-Bueno, son solamente perros, ¿no?
-Mercurio no soporta la lluvia. Moriría. Si ella no entra yo tampoco.
-Necesito que entres para las fotografías -dijo Juan Pedro.
-¿Fotografías? No sabía que queríais hacer fotos, no sé si está
permitido.
-Pero, camarada. Las fotos son para el libro del que te hablé. Si él no
entra, me temo que yo tampoco.
-Venga, de acuerdo, que entre el galgo, pero el pastor se queda. Y con
ésta quedamos en paz. Ya no te debo ningún favor, ¿vale?
-¿Y por qué el pastor no? -pregunté frunciendo el ceño. Mazo me
enseñó a hacerlo. Nos decía que daba resultado, sobre todo con las mujeres.
La comitiva entró.
Estaba nervioso. La sensación de que sospechan de uno cuando se
dispone a cometer o está cometiendo un acto ilegal. Até en corto a los
perros. El engominado se hacía el importante. Entrar en un edificio tan
decisivo fue el único acto cultural que acometí durante aquellos meses. Era
más emocionante que ir a la universidad. El banco de los bancos, el que más
y mejor pasta guardaba en sus caudales. Agudicé la vista por si durante la
visita me encontraba un billete abandonado en el suelo.
172
El engominado iba marcando el paso, junto a Juan Pedro; Jaime
llevaba el fotómetro en la mano, alzándolo; yo iba el último con los dos
perros. Caminamos por un largo pasillo con personas que salían y entraban
de los despachos. Parecía más un palacio que un banco: cuadros antiguos de
dioses retorciéndose de dolor, banqueros de Carlos II, batallas que salieron
bien a España, etc, etc. Unas lámparas descomunales iluminaban los
pasillos, dejándose oír el tintineo de sus cristales al paso de la menor
corriente de aire. Jaime fotografiaba todo lo que se ponía delante de su
objetivo: un seboso hombre con camisa blanca y corbata abrió una puerta y
Jaime lo cazó al vuelo; el tipo hizo el gesto de negación con la cabeza y se
coló en el despacho. Haría falta un ejército de hombres armados para entrar
en el edificio y controlar a los que trabajaban allí. Por esa razón nadie lo
había atracado hasta ahora. Juan Pedro y el engominado hablaban. El
escritor de temas violentos le hacía preguntas y anotaba las respuestas en el
bloc; se quedaba mirando las cámaras de vídeo interiores que se camuflaban
entre las plantas. El pasillo no se acababa nunca. Diablos, sí que me
encantaría robar en éste edificio, mas yo no era un ladrón sino un estudiante,
para ser ladrón había que nacer. Cualquiera podía robar una grapadora en
uno de los cientos de despachos del Banco de España, pero robar dinero,
mucho dinero, esa era una cualidad que Dios daba una minoría. Jaime se
adelantó y pidió al engominado que se apartase, apuntó y disparó una foto
que todavía conservo: los perros, Juan Pedro y yo, en el interior del Banco
de España, antes de atracarlo.
Galeón y Mercurio tiraban de las correas; llegamos al final de uno de
los interminables pasillos y Juan Pedro preguntó al engominado:
-¿Dónde están las máquinas?
-¿Qué maquinas?
-¡Pues qué máquinas van a ser! Las máquinas con las que se fabrica el
dinero, los rodillos y todas esos artilugios que salen por la televisión.
¿Dónde se esconden?
-Están en las plantas inferiores, en los subsótanos.
-¿Subsótanos? Vaya qué palabra más bonita. Subsótanos. ¿Podemos
bajar a los subsótanos para verlas?
Fenómeno. Directos al grano, a la boca del lobo.
El engominado llamó a uno de los ascensores. S1, S2, S3, S4,
correspondientes a Sótano uno, dos... etc. Un ascensor silencioso para un
submundo silencioso. ¿Qué nos encontraríamos? Decenas y decenas de
esclavos sudorosos girando manivelas por las que se accionaban los rodillos,
haciendo que el dinero con la cara del rey saliese vomitado. Nos dirigíamos
al subsótano número cuatro, en contacto con el núcleo de la tierra. Juan
Pedro hizo un boceto veloz del interior del ascensor. El engominado miró
asombrado. Me llevé un disgusto al abrirse las compuertas metálicas del
ascensor: ni el vapor de calderas, ni esclavos a los que arrear con el látigo, ni
sonido de tambores ni trompetas: un hall con música clásica, violines de
Vivaldi y moqueta primorosa.
¿Dónde estaban las máquinas?
173
-¿Dónde están las máquinas? -susurró Juan Pedro
-Bueno chico, no querrás que estén aquí mismo, en la entrada.
Tenemos que entrar por esta puerta.
Introdujo una tarjeta electrónica por una de las ranuras y la puerta se
abrió. El corredor estaba dispuesto de tal forma que a sus bandas, enormes
cristaleras encerraban prietas moles de máquinas que trabajaban sin cesar
emitiendo unas un suave zumbido, y otras el rápido traqueteo de rodillos por
los que salían láminas que eran los billetes que nosotros gastábamos tan
alegremente. Jaime sacó el fotómetro del bolsillo y volvió a medir la luz; iba
de un lado para otro muy concentrado con la cámara y el aparato. Algún
operario en bata azul salía de una de las naves y el engominado lo saludaba.
Los perros se pusieron nerviosos con el asqueroso olor que despedían las
salas de máquinas. Miré a través de la cristalera de una sala, en las que un
amasijo de rodillos y palancas emitía billetes que se iban acumulando en una
pila. Cada lámina contenía no sé cuántos billetes de diez billetes. Me puse a
multiplicar y di gracias a Dios de no trabajar en aquel sitio.
-Interesante ¿Cuántos billetes se producen al día?
-Muchísimos, tantos como para que tú y tus hijos viváis felices el resto
de vuestras idas.
-Yo no tengo hijos y vivo feliz.
Juan Pedro anotaba garabatos, escribía como un descosido las
respuestas que el engominado le iba dando. Jaime disparaba su cámara. Yo a
veces atendía a veces no. Algunas de las preguntas que le formuló fueron:
-¿Cuántos trabajadores funcionan aquí por el día? ¿Por la noche?
¿Tienen todos los trabajadores del banco acceso a estos sótanos? ¿Se
producen monedas para terceros países? ¿Qué países? ¿Abrís los domingos?
En caso de haber huelga, ¿se detienen las máquinas? ¿A cuántos han cogido
en los últimos diez años por robar billetes? Me refiero de la casa,
naturalmente... ¿Dónde están las salas acorazadas?
Fue nuestro siguiente destino: las cajas acorazadas donde se guardaba
el oro de la nación. Volvimos al ascensor. Yo noté que Galeón se estaba
haciendo pis. Subimos al Sotano 2. Allí sí que había seguridad. Tipos
armados en todas las esquinas en posición de firmes; no llevaban rifles ni
escopetas, sólo pistolas.
-No podemos pasar todos, lo siento. Juan Pedro y yo, nada más. -el
engominado lo dijo con tal convicción que no tuvimos energía para
protestar. Aunque a la postre era nuestro oro también, ¿no es cierto?
Le pregunté a un guarda dónde había unos servicios. El tipo, aun
extrañado de verme con un galgo hidrofóbico y un pastor haciéndose pis, me
lo indicó. El perro tiraba de mí. Nos metimos en el baño justo cuando salía
un empleado. Lo solté para que escogiese un rincón, una vez acabado, yo lo
limpiaría. Galeón se metía en las cabinas a olisquear pero no se decidía. Yo
me estaba poniendo nervioso; abrí los grifos del agua para que el sonido del
líquido le hiciese soltar aguas. Nada. Imité el sonido de una serpiente o del
pis cayendo: pssshhh... Nada. Le tintineé el miembro con mi mano sana.
Nada. Entró otro empleado justo cuando mi mano se aferraba a su pene y el
174
tipo se nos quedó mirando: yo disimulé acariciándole el vientre. Levantó la
pata trasera izquierda y se hizo pis.
-¿No debería hacerlo en un árbol?
Tierra, trágame.
175
Mujeres multicolores en la Casa de Campo.
El hecho de haber salido con Juan Pedro y con Jaime a la ciudad para
visitar el Banco de España, junto a las escapadas a la Casa de Campo con el
fin de hacer correr a los perros, me salvó en cierta forma la vida. Vivía en
una vecindad en la que era respetado, y sobre todo, querido. Ellos querían
estar conmigo y yo con ellos. Todos nos sentíamos solos, abandonados del
mundo. Unos por sus padres, otros por sus mujeres, otros por sus pacientes,
los demás por sus ideologías. La locomotora sobre el papel de estaño era una
experiencia vivificante y me hacía trabajar la mente a una velocidad antes
desconocida, sin embargo, relacionaba la locomotora con la sombra pegada
a la pared, y fue ésta una visión que no se la recomiendo a nadie, ni al
profesor Negro, que me torturó con la Química Orgánica hasta que ni él ni
yo pudimos más. ¡Bueno, carajo, a él sí! ¿Era la Muerte? ¿Era Dios? ¿Era
mi conciencia? ¿O era un espíritu errante? Qué maldita costumbre tenía de
tomar los fenómenos como avisos divinos o infernales. No me asustaba, ni
la locomotora sobre el papel de estaño ni la tercera botella de coñac que
compré por mí mismo. Existía una contradicción entre las dos: la
locomotora me quitaba el hambre y el coñac me la daba; consecuentemente,
debía atizarle más a la locomotora con Sebas y dejar el coñac para cuando
Mazo regresase.
No estaba ni agusto ni a disgusto.
Resumiendo: me tenía que poner a robar. No podía trabajar, no sabía;
tampoco me entusiasmaba el pedir. Le iba a echar al asunto más huevos si
cabía que Juan Pedro, que a la postre no arriesgaba el pellejo sino la pluma.
Antes de mi sección delictiva dentro de aquel año, narraré de qué
manera llevábamos a los perros a correr a la Casa de Campo.
La teoría en la que se basaban las correrías era que los animales
necesitaban ejercicio, en la ciudad se sentían apresados, sus músculos
estaban siendo infrautilizados. Había que buscar una solución. La idea de
llevar a los perros a correr tras un coche era originaria de mi padre. La
practicó con los perros que tuvo. Con el Land Rover escacharrado.
Montábamos al perro y a los hijos que aquel domingo quisiesen
acompañarle y nos poníamos en camino a la Casa de Campo. No había allí
prostitutas en aquella época. Lástima. Con lo que a mi padre le gustaban.
Una vez llegábamos a un claro, bajaba y abría las compuertas, de donde
salían perros y niñas. Yo, al ser chico iba delante, a veces acompañado de
una hermana, pues había sitio para tres, y la mayoría de las veces solo. La
teoría de mis hermanas era: o todas juntas o ninguna. Volvían a subir las
niñas y Mazo cerraba la compuerta; el perro estaba preparado. Arrancaba,
despacio, a veinte kilómetros por hora, conducía por entre las lomas con el
perro trotando detrás. Íbamos cantando alguna de sus canciones y tengo en
mente una que decía: Saaalve, estrella de los maaares, de los mares iiiris, de
eterna ventuuura... O nos contaba viajes por los océanos, excluyendo el tema
de las mujeres exóticas del otro lado del Atlántico. Nos peleábamos. Mazo
aguantaba hasta un límite, cuando estallaba la violencia física, detenía el
176
cuatro por cuatro y uno de nosotros se iba a la calle a trotar. O dos. O tres. O
todos. Yo me he visto más de quince veces en mi niñez trotando con mis
hermanas y el perro tras el auto de Mazo. Pero era un padre compasivo.
Disminuía la velocidad. Mi madre se lo contaba a sus amigas, les decía: se
lleva a los niños a la Casa de Campo y los hace correr con el perro tras el
coche. Sus amigas se llevaban las manos a la boca espantadas.
Acabábamos chorreando sudor, se nos salía el corazón con los
hígados. Nadie protestaba. Nos daba pruebas de que no había diferencias
sustanciales entre hijos y perros, y si cocinaba la misma comida para ambos,
¿por qué no iban a correr juntos tras el jeep? En una de las fuentes de la
Casa de Campo se detenía y nos permitía beber. En verano metíamos las
cabezotas para refrescarnos, y de ahí, a remar. Nos dividíamos en equipos.
Si venían mis primos llegábamos a ser una flota. Todos queríamos ir con
Mazo en la barca. Yo, en cuanto tuve doce años, quise ir solo y combatir
contra él. El juego era muy sencillo: había que abordar al contrario por la
banda de estribor, siempre por esa banda, si no, no servía. Mi padre, erguido
obre la proa de la barca, con mis hermanas remando como galeotes, yo
tratando de escapar de sus garras, él gritando: A ellos, mis remeras. ¡Remad!
¡Adelante, perras! El perro también iba a bordo. Nosotros remábamos con
fuerza, nuestras almas se encogían de terror ya que como se diese que el sol
castigase con dureza, algunos acabarían en el agua del estanque. Mazo ya se
había procurado enseñarnos a nadar, yo prefería tirarme de cabeza al
estanque a caer en sus garras. El que primero abordase al contrario ganaba
ese domingo y el equipo contrario pagaba los refrescos. Nosotros de
pequeños nunca teníamos un duro en el bolsillo: no había ni pagas ni pagasextras ni Ratoncito Pérez al caerse un diente. Mazo pagaba siempre.
Puede que el padre de Jaime le llevase a la Casa de Campo a correr
con el perro, de los contrario no me explico de dónde le vino la idea. De
todas formas nunca le vi por allí. Fue comprar el coche y llegarnos hasta la
vieja Casa de Campo, en la que sí había prostitutas, y de todos los colores.
Venían de países exóticos y gastaban unos cuerpos de infarto, sin embargo
mis compañeros no parecían muy interesados en entablar una relación con
ellas. Juan Pedro ni las miraba y Jaime estaba demasiado ocupado con
mantener derecho el coche y no atropellar a una de ellas. A mí se me caía la
baba. Los amortiguadores del auto sin marca de Jaime simplemente no
existían; en las pistas de la Casa de Campo los frenos pasaban a segundo
plano y los amortiguadores hacían que las cabezas de los perros rebotasen
contra el techo. Desde el principio se planteó el aceptar o no a Troski. El
animal tenía derecho a venir tanto como los demás perros. Jaime no veía
mayores problemas porque su perra Mercurio representaba la velocidad en
estado puro. Galeón era un trotador. Entonces nos dijo:
-Mirad, yo viajo en la parte trasera con Troski agarrado y amordazado,
Luis va en los asientos del medio, y los dos perros en el asiento delantero.
Cuando les toque correr, Mercurio y Galeón pueden ir sueltos
tranquilamente. Yqo me sentaré en el asiento delantero y con la correa
177
sujetaré en corto a Troski, que trotará en el lado derecho del carro. ¿Os
parece bien?
-No.
Se salió con la suya.
No habíamos ni arrancado el coche cuando apareció Sebas, el muerto
viviente. Venía con Cosa, un animal al que le faltaban escasos días para ir al
infierno. Bajó al portal de la casa envuelto en una manta, sudando.
-Pero, hombre, ¿te llevo al hospital? - salió de la boca de Jaime.
-Tranquilo, tranquilo, si estoy bien, recuerda que yo soy médico.
Lleváos al perro, hacedme el favor, este animal necesita aire fresco.
Viajábamos del siguiente modo: Jaime al volante pendiente de los
semáforos, de los frenos y de la policía. Galeón y Mercurio en el asiento
delantero apretujados; yo en el asiento del medio con Cosa; Juan Pedro en la
perrera atenazando con firmeza a Troski, cuyos ojos estaban inyectados en
sangre de ira al ver a Cosa. Se decidió que lo mejor era coger la M-30 para
evitar tráfico y policías. La M-30 y después la M-40. Yo no entendía bien
por qué camino concreto nos llevaba Jaime a la Casa de Campo: él se sabía
de memoria todos los atajos y vericuetos, autopistas y pasos en el ámbito de
la Europa entera. Al llegar a la Casa de Campo nos metimos por la
inevitable calle donde se colocaban las prostitutas multicolores. No era
verano y sin embargo posaban medio desnudas; una de ellas, al pasar, me
enseño a mí un pecho. El primer pecho adulto que veía con claridad si
descontábamos el de mi madre. Se me quedó grabado en la zona izquierda
del cerebro. Luego, según continuamos yendo a hacer correr a los perros, me
enseñarían más y más, de distintos tamaños y colores.
Jaime detuvo en seco el auto, tirando del freno de mano. El
procedimiento que seguíamos fue parecido al que seguíamos con mi padre,
esta vez sin niñas: el escritor violento descendió el primero con su animal,
alejándose del auto unos metros mientras le aseguraba al cuello una correa
de las que aguantan un tirón en seco de tres mil kilos; yo bajaba a los tres
perros restantes. Cosa a duras penas se tenía en pie, pero se le notaba feliz.
Galeón, al ver a Troski la primera vez, le enseñó los dientes y gruñó. Le di
un toque de atención. Juan Pedro se sentó delante, ató la correa al asiento y
la sacó por la ventanilla. Jaime gritó:
-¿Preparados? ¿Listos? -arrancó.
No había ni metido primera cuando la galga salió disparada
adelantando al auto sin marca; debía ir a más de cien por hora porque la
perdimos de vista. Galeón seguía al coche, Troski sólo se preocupaba de
intentar morder la rueda delantera. Cosa ni se movió, se quedó clavada. Era
increíble ver correr a Mercurio levantando una estela de humo allá por
donde pasaba. Jaime se picó con su propia perra y aceleró; nos metimos a
toda castaña por entre baches arbustos. Mi cabeza se golpeaba contra el
techo del carro y comenzó a sangrarme la mano. Suerte que Juan Pedro
había sido previsor y había enganchado la correa de Troski al asiento, de lo
contrario el tirón le hubiese arrancado el brazo. Miré hacia atrás: de Galeón
solo se veía un punto negro. Él trotaba y trotaba. Jaime quería a toda costa
178
alcanzar a su galga. En resumidas cuantas, el primer día de Casa de Campo
fue la debacle. Tardamos dos horas en reunir de nuevo a los perros. Cosa el
esquizoide no me preocupaba, sabía a ciencia cierta que dado su estado
anímico no se habría movido de su sitio. Y así fue.
En invierno nos pasábamos por la Casa de Campo casi todos los
sábados y domingos que no llovía. A Cosa no la bajábamos del coche, se
quedaba dentro conmigo, en el asiento trasero, y disfrutaba viendo trotar a
sus amigos. Yo le limpiaba con kleenex los ojos llenos de legañas y pelajos.
Cuando Jaime se detenía para que los bichos descansasen y bebiesen, le
daba, disueltos en el agua, concentrados vitamínicos que Jaime utilizaba
para su perra. ¡Qué grandes recuerdos tengo de la Casa de Campo! Perros
locos trotando, prostitutas enseñándome sus bien plantados pechos. Aún hay
más. Aprendí a conducir por la izquierda.
Yo aprendí a manejar el Land Rover de Mazo con el volante a la
derecha; cambiaba las marchas con la mano izquierda y de nada me valía el
retrovisor que se encontraba pegado a mí, por lo que cogí la costumbre de
mirar al retrovisor contrario por si venía un coche. Mis hermanas igual.
Todos a conducir por la derecha. Jaime se prestó a enseñarme el método
tradicional continental: por la izquierda. Yo sabía ya lo fundamental, lo
único que tenía que aprender era a mirar al retrovisor correcto y a cambiar la
palanca de marchas con la mano derecha. No me costó, y eso que el auto sin
marca de Jaime era por lo menos tan duro como el Land Rover. Jaime me
enseñó algo que desconocía: la utilidad del freno de mano en caso de carecer
del freno de pie. Lo básico, decía, es reducir los cambios hasta tener el
motor bien amarrado, tirar del freno de mano con todas las fuerzas, con dos
manos si es necesario, y girar el volante para dejar el coche cruzado. Con
eso ligas seguro, me dijo. A las niñas de hoy en día les encantan los
derrapes.
-Jaime, lo siento pero yo ya no quiero niñas. Quiero mujeres a las que
poder abrazar.
Ja, ja, ja... los dos empezaron a reírse y me preguntaron si era virgen y
si quería que me financiasen una horita con una de las prostitutas. Me
avergoncé y dije que no. Ya se ve que imbecilidad de respuesta. Me lo
pusieron a huevo y lo desprecié. Mas en mi mente se encendió un farolillo
de color rojo: la posibilidad de en un día no muy lejano pasar una velada con
una de aquellas relucientes prostitutas. Jaime y Juan Pedro pagarían.
Cerré la puerta del cuarto de mi padre y me negué a entrar en él hasta
que el marino-padre estuviese de vuelta. Podía estar o no embrujado, yo no
me arriesgaba. Cierto es que no volví a ver a la sombra. Los hombres creen
más en lo que no pueden ver que en lo que ven todos los días. Racioné la
masturbación en una pagana idea de que así gastaba menos energías y por
ende necesitaría menos alimentos. Escribí en la Lista de Racionamiento que
me había fabricado, los días en los que me debería masturbar cuando mi
mano sanase. En dicha lista venían los alimentos que podía comprar, el
precio, y lo más importante: el menú de la semana. Un menú militar, un
menú de jesuitas. Concerniendo la masturbación, dejé claro en el papel que
179
sólo me acariciaría el miembro los lunes y domingos. ¿Parece excesivo?
Pensad que no había cumplido los veinte años y me rodeaban mujeres
tentadoras a las que echar el guante. Ahora encima añadía las putas de la
Casa de Campo.
180
¡La Guerra Total!
El día ocho de marzo era el Día de la Mujer. El Día de la Hembra. El
Día de Follar. ¡Qué casualidad! El día ocho de marzo cayó ese año en
domingo, un domingo soleado que anunciaba la ya no lejana primavera con
las mallas ajustadas y las minifaldas marcando las fronteras de las bragas
con el Territorio Prohibido. Nos tomamos unos coñacs en el bar el Feudo a
la salud de las Señoras; yo le regalé una flor a Natasha que la hizo por
primera vez sonrojarse ante mí. Ahhh, las mujeres lesbianas, qué
enrevesadas eran. Los tres fuimos a casa de Anastasia con un ramo de flores
negras que escogió personalmente Juan Pedro para la ocasión. Ella lo
agradeció inmutable y nos invitó a pasar y tomar un refresco. Vaya, el Día
de la Mujer no podía ser un día para morir envenenado, no obstante, el color
del refresco que nos sacó de la nevera era verde, verde claro. Uno no iba por
el mundo de bar en bar tomando refrescos de color verde claro. Yo dudé,
Jaime dudó, pero Juan Pedro, que no le tenía miedo a nada, mortal o
inmortal, que era tan descarado y cínico como para regalar flores negras a la
Viuda Negra, se lo bebió de un trago exclamando:
-¡Por vosotras, mujeres, sal de la vida y condena mortal del hombre!
Juan Pedro era el ser viviente menos diplomático de la ciudad. Su
cinismo y su valor le salvaban de que le rompiesen la otra pierna y yo me
admiraba de su vervigracia. Él sabía de sobra que la tal Menchu, mujer de
Jaime, se la estaba dando con el piloto del avión. La tipa tenía el arrojo de
traerlo a su casa cuando venía, presentándolo como un amigo, compañero
del trabajo. El piloto era un pájaro de cuidado; hasta yo me di cuenta de que
la azafata y el piloto se lo montaban en la cabina del avión. Pero Jaime no
solo no lo creía, es que su razonamiento era aplastante: ¿cómo va a atreverse
ese piloto escuchimizado a pegármela a mí, que mido casi dos metros y que
de un soberbio puñetazo le convierto en basura espacial? Pues Jaime, se
atrevía. Pobre Jaime, de un lado para otro con la cámara Hasselblad en
ristre, la copa de coñac y la niña debajo recibiendo las gotas sobrantes, a la
que los amantes voladores tiraban como posesos. Juan Pedro le mencionó a
Jaime que no tenía porque preocuparse en regalar flores a su mujer, que ya
lo haría el piloto.
-¡Joder, es verdad! ¡Mi mujer también es una mujer!
Y salió zumbando a comprar un glorioso ramo de flores que dejó en el
apartamento hasta que Menchu viniese con el correspondiente ramo que el
piloto le habría regalado después de pasarle la lengua por el monte de
Venus.
Pues el día ocho de marzo, Día de la Mujer, montamos al tropel de
perros y hombres en el auto sin marca de Jaime y pusimos rumbo a la Casa
de Campo. Para los dos hombres que me acompañaban, el que ese día
estuviese dedicado a la mujer no llevaba connotaciones sexuales. El ocho de
Marzo era el día de la Mujer pura y virginal, de la madre abnegada, de la
hermana que nunca se queda preñada a destiempo. Yo lo inauguré y hasta
181
hoy es así, como el Día de las Prostitutas. Fue en la Casa de Campo la
primera vez que veía putas al natural, insinuándose y relamiéndose los
labios de lujuria. Mi padre se había referido a veces a ellas con un lenguaje
romántico, yo me las imaginaba en los puertos marinos como hadas
virginales buscando marineros a los que consolar y sustituir temporalmente
a las mujeres y novias, hasta a las madres. Bajo los árboles apoyaban sus
espaldas mientras mostraban las curvas a los conductores. Al pasar rozando,
yo resoplé. Una se pasó la mano por la abundante cabellera rubia y mi pene
reaccionó como un resorte. Conduce despacio, insinué a Jaime, que tiró del
freno de mano aminorando la velocidad. Había muchas, una cada cinco o
seis metros, no hubiera sabido cuál elegir. Cada una era una diosa. Las
prostitutas me habían parecido hasta entonces tan lejanas como los países
americanos; secretas, prohibidas, el pecado mortal del que hablaban los
jesuitas. Pero, según nos habían enseñado los mismos jesuitas, Cristo
andaba con ellas. Yo también.
-¿Quieres que paremos? Tú también tienes derecho a celebrar el día de
la Mujer.
-No, no, que va. Vamos a hacer correr a los perros.
Pero, por segunda vez, en mi imaginación se habían colado por la
puerta trasera una armada de prostitutas de inflados cuerpos, bocas golosas.
Di de beber agua a los perros y multivitaminas a Cosa. De vuelta, pedí
de nuevo a Jaime que aminorase la velocidad al pasar por la carreterilla. Las
mismas mujeres en idénticas posiciones; se me nublaba la vista. Troski las
gruñía, debía ser impotente o misógino. Se me escapó un ¡Dios! al ver a una
mulata apoyada en una señal de "prohibido circular a más de treinta", y eso
supuso mi perdición. Jaime me miró por el retrovisor:
-Mira, chaval, hoy es el Día de la Mujer y ya va siendo hora de que te
estrenes con una auténtica mujer de verdad y dejes de soñar con estudiantes
insulsas que lo único que saben hacer es poneros calientes para luego
arrearos la patada. ¿Tú que dices, Juan Pedro? ¿Tengo razón o no?
-Tienes toda la razón, fotógrafo. Luis, nosotros te invitamos a que
pases un rato de placer con una de esas señoritas venidas de los mares.
Tienen un buen polvo, vaya que si lo tienen... ¿Cuál te gusta? ¿De cuál estás
enamorado? Porque estamos hablando de amor, ¿eh? Amor, como decían
los Beatles, es lo único que necesitas. Detén el carro, fotógrafo.
-Puedes elegir, vamos. Recuerda que pagando puedes elegir a las
mujeres. En la vida normal cada uno carga con lo que le viene dado por el
destino, no hay más.
Demonios, estaba atrapado. Ahora o nunca.
Señalé con el dedo índice por la ventanilla del coche a la mulata
apoyada en la señal de tráfico. Jaime la hizo un gesto con el dedo y ella se
acercó con toda su corpulencia. Jaime abrió la ventanilla y habló con ella:
-Hola, mira, cielo, tengo aquí un amigo al que le gustaría pasar un rato
contigo porque piensa que eres la mujer de sus sueños. Luis, abre la puerta.
La inmensa mujer se sentó a mi lado y yo creí morir. Estaba a punto de
correrme.
182
-¿Y puede sabelse quién es el amigo tuyo ese que se quiere casá
conmigo? ¡Vaya, mira tú, carajiiitooo! Bueno, chiiico, mi presio son diez
billete por una horita, ¡pero qué horita! Te voy ha haser subir a los sielo y
desender a lo infierno. Chicoo, oye, chiiico, ésto etá lleno de perros. ¿Pero
es que vais a montar una orgía con ello? Porque lo españole no vea si son
ustedes raros en la cama. Estoy un poquito apretuhá. Anda, dame un besaso,
mi sielo.
-Vamos, dale un beso a la señorita, Luis.
La di un beso en la mejilla. Ella se tiraba de risa.
-¿Quiere que te la coma aquí mimito?
-¿Perdona?
No podía pensar. Troski gruñía.
-Que si quieres que te chupe la pinga hasta que te saque sumo de
naranja. Oooye, que el carahito etá sordo. Anda, ven aquí.
Ya estaba dispuesta a desabrocharme el pantalón cuando reaccioné.
-No, mira, así no. Vámonos a otro sitio,
-¿Otro sitio? ¡Pero qué dise el carahito este! ¡A qué otro sitio vamo a
ir! Si te parese vamo a la casa del seño ese que tenéi de presidente, el del
bigote. Ese pasa mas hambre en la cama. A vé si un día lo veo po aquí y le
dejo la pichulina seca como una pasa.
-Llévatela a tu casa, Luis, es lo mejor, allí estaréis tranquilos y podréis
hablar con libertad.
-¿A tu casa? ¿Y quién me va a traer luego a mí a la ofisina?
-Tranquila, que yo te traigo. ¿estás de acuerdo?
-Venga pué, arrea este trasto y vamo a ve de lo que e capaz ete
carabarby.
¿Carabarby? ¿Se refería a mí o al coche?
Ohalá que llueva cafén el campo,
Que caiga unaguasero de rica miel,
Hhhhhhhhhhhhhhhhh
La prostituta se pasó todo el camino de ida cantando a voz en grito
acompañada de Juan Pedro y de Jaime. Me miraba y me daba un beso en la
mejilla que hacía que me relajase. Hasta los perros aullaban con la nueva y
compañía. Mis calzoncillos estaban húmedos, ella lo detectaría. Espiaba un
cuerpo que, si no ocurría un desgraciado accidente, sería mío por una hora.
Era fundamental que me mostrase cortés con ella. Yo iba con prostitutas
pero no iba con prostitutas. Fue algo casual. Yo poseía todas las chicas que
quería y cuando las quería, pero mis pesados amigos habían insistido y por
no ser maleducado acepté pasar una hora con la señora mas si ella lo
deseaba podríamos charlar y que me contase las historias de su país y de sus
amigos y vecinos, ya que debía entender que a mí lo que más me seducía de
las mujeres era su inteligencia, su pragmatismo, su visión crítica del mundo,
su sentido de la justicia y del equilibrio, su maternidad, no sus tetas y culos y
montes de Venus. Yo era de otra raza. Soy joven y por tanto eterno. No
necesito, repito, no necesito prostitutas.
183
-Pero, ¡chiiicoo!. Que departamento mas bonico tiene. Pue no vea si se
nos cuida bien el carahito. A ve, dónde está la cama.
-¿La cama? Pues, la cama hay que sacarla.
-¿Sacarla? ¿Sacarla de dónde? ¿Del bolsillo? Ja, ja, ja.
No tenía intención de llevar a semejante hembra a la cama de mi
padre, en donde se nos aparecería la sombra. No. Quería ser distinto a los
clientes a los que ella estaba acostumbrado. Tipos rudos y soeces que no se
duchaban antes de ir con prostitutas y que a la hora de pagar resultaba que
no disponían de cambio.La ofrecí algo de beber:
-Dame un huiski, anda.
-No tengo whisky.
-¿Pues que tiene?
-Coñac.
-Eso e una porquería, carajo.
-Si quieres bajo por unas Coca-Colas.
-¡Pero a dónde te va a ir tú a po una Coca-Cola, pinga! Anda, sírveme
un coñasito pa calentá la mañana. ¿Y toas esas fotos de mujere? ¿Qué son,
tu madre, tu esposa, tu qué?
-Son amigas de mi padre. Compañeras de trabajo. Son amigas suyas
que tiene en el Caribe, en México, por esas tierras.
-Por esa tierra, por esa tierra. ¡Yo soy de esa tierra, chico! Y te digo
una cosa: tu padre e un tiradó de primera, vaya que si lo es. A eso vai
vosotro a esa tierra, a tiraro a todas la que podéis y a volvero con lo huevos
vasíos. No soy hijueputa ni ná lo españole.
-A mucha gente le gusta viajar a Iberoamérica por sus paisaje, sus
gentes, la cultura. Los españoles descubrieron las Américas.
-Iberoamérica. ¿Es que tengo yo acaso cara de ibera? Ni Suramérica ni
Sentroamérica ni Iberoamérica ni Latinoamérica. Las Américas y punto. No
te confunda, que de decubrir, ná de ná, que la tierra estaba ya ahí. Lo que
fueron allí e pa robá to el oro y la plata de la mina del Perú y de Bolivia,
aseninar a to los indios que pudieran, llevar enfermedade y traerno el
critianismo. No te jode el carahito.
-Toma el coñac, es de buena calidad. Llevaron la imprenta y la cultura
europea, también animales desconocidos, y enseñaron a utilizarlos como
animales de tiro.
-¿De tiro? Eso, a tiro andaban eso huevones gachupines. ¿Sabe cuanto
indio murieron en lo primero sincuenta año de exterminio? ¿Lo sabe? ¿Eh?
-Bueno, no lo sé exactamente, unos cuantos.
-Uno cuanto, uno cuanto... Entre dos millones quiniento y tres
millones seisientos, asesinado por el imperialismo blanco español. La isla de
Cuba fue limpiá de indígenas. Y de cultura europea, me río yo. En Méjico
había siudades como Tenotichtlán que tenían más habitantes que vuetra
pendeja Sevilla y Toleo junta. Sien mil habitante. Ahí tiene, chico, cultura
metropolitana. Y dime, ¿para qué carajo queríamos nosotros el critianismo?
¿Eh? Nosotros ya teníamos nuestro Diose y nuestro emperadores.
184
Moztesuma. ¡Asesino! Moztesuma era rey, y el terrorista Hernán Corté lo
asesinó y saqueó la siudad.
La prostituta se quitó el abrigo. Yo estaba firmes.
-¿Y quiere sabe por qué ustede vensieron? ¿Lo quiere sabel? ¡¡¡Po el
empleo europeo de la Guerra Totál!!! ¿Sabes lo que e la Guerra Totál?
-No.
-Claro, que podía esperá yo de un carahito... Siéntate que te eplico: La
Guerra Totá es el estilo europeo y consecuentemente griego de asér la
guerra. En poca palabra: vale tó. Lo conquistadore asesino extremeño y
catellanos utilisaron la experiensia de guerra para aplastar sin misericoldia a
lo indio, que tenían una forma muy distinta de hasé la guerra. No usaban
terrorimo contra la poblasión sivil, no luchaban po la noche, hasían
prisionero que luego sacrificaban al Dió del Sol. Pero Colón, Hernán Corté y
los imperialitas asesino que le siguieron, arrasaron y masacraron a la
poblasión indíhena como quisieron, alimentado incluso lo selos y los odio
de otras tribu en su propio benefisio.
-Reconozco que al principio hubo excesos, pero algunos reyes
intentaron modificar esta política otorgando a los indios algunos nderechos.
-Mira, hijo mío, sírveme otro coñac porque etá usté llenito hasta lo
tope de pensamiento burgué ocsidental cristiano. La base de la conquita se
simentaron en una realidadpráctica: la superioridad tesnológica, y en un
mesianismo religioso según el cual el cristianimo era y es la religión
verdadera, y po lo tanto, y saca al perro daquí que mestá olisqueando la
pinga y yo no me lo hago con perros, no soy como la yonki esas que se
follan un burro pa sacar la dosi de droga, como te desía, expandir el
critianismo fue nuestra perdisión.
-Yo de eso sé, estudié en los jesuitas.
-¿Lo jesuita ha dicho? ¡Pero si eso han sido junto con lo fransicano lo
mayores imperialita religioso de la Historia! Grasias a Dios que lo
expulsaron de la América. Y se me ha olvidao desirte la tesera pero no por
ello última rasón del exterminio: la avidez de lo europeo por el oro, la plata
y la piedra presiosa. ¿A qué cree tú que iban barco y barco cargado de
mangante y ladrone? Al oro, mihito, a la búsqueda del Dorado. La tierra
fantástica donde había un reino con un prinsipe que estaba cubielto de oro
hasta la pichulina, hijo. Hasta arriba de oro. Tú lo que debe hasé e quitarte
toda esa considerasione cristiano-europea de que llevái la sivilisasión po
donde pasái, y criticar sin descanso el imperialimo gringo y europeo
ocsidental. ¿Po qué cree que yo estoy acá en tu tierra comiendo carajo de lo
guarro españole? Nos metisteis el cristianimo y más tarde el capitalimo, para
luego daros el bote disiendo: allá os la arregléi con vuestro poblema. ¿No
queriais independensia? Pue tomá: todo lo paíse independiente, que nosotro
ya hemo sacao sufisiente cachito pa finansiá la guerra europea contra lo
protestante y luterano y toa esa ralea. Pero olvidastei de llevaros lo virus, la
enfermedades. Os olvidatei de resusitar a lo millones de indio asesinaos, y
nos dejatei lo peor de vuetra costumbre. Y ensima me vengo yo a la Puta
185
Madre Patria para decubrir que no sabéi ni metela. No sabéi, como desí
ustede, ¡follá!
-¿Tú de que país eres?
-De La América. Para mí no hay más que un país, que era el sueño del
Libertador Bolivar. El gran revolusionario y guía de nuestra independensia
de utede, lo imperialista españole. Tú a mí me da que tiene cara de
imperialista.
-¿Yo? En absoluto. A mí me parece muy bien que os libraseis de los
reyes de España, estaban todos corruptos.
-Bueno, no exaheremo. Carlo V y su hijo Felipe II no etaban mal de
todo. Pero mira mihito, vuetro poblema era que ya en el siglo diesiocho, con
Napoleón tocando lo cojone, no dabai pie con bola. Fransia era demasiado
revolusionaria para ustede. Un pueblo convertio en sobelbio, enserrao en sí
mismo, superstisioso. Ustede y su religión. ¡Qué pesado son lo cura
españole! Etán en to lo laos. Y eso, en el siglo de la luses, era ya mu atrasao.
Ustede etán hasta arriba de cura y militare gordo y putero. ¡Unos golfos!
¿Tiene má coña por ahí? Mira que no etá mal del tó. Ese perro tuyo no hase
má que miralme el culo. Poca mujere entran aquí, carahito mío. Anda, dame
un besito. Eso, en la mehilla, que tú ere mu hoven. Mira que tengo hambre,
¿no tien ná por ahí pa pica?
¿Pero no habíamos venido a hacer el amor?
-Tengo un poco de arroz que guardo para mí y el perro. Si quieres le
ponemos algo de tomate, lo caliento y te lo comes. Yo sé cocinar arroz.
-¡Estupendo! Vamo pa la cosina, lugar natural de la mujere, ¿no te
parese? Bueno, y la cama. Ja, ja, ja.
La mujer vio el arroz en el escurridor y puso cara de póker. Me soltó
que yo cocinaba el arroz al estilo español, agarrotado y lleno de la espumilla
blanca. Para su gusto no estaba suelto. Agarraba cazuelas y cacharros con las
dos manos e intuía donde estaba cada utensilio. Abrió la compuerta donde
yo guardaba la basura y tiró el arroz imperialista del que yo me sentía tan
orgulloso. Creo que me estaba devolviendo la Leyenda Negra. Pasó a
dominar la cocina, haciendo severa crítica de la falta de ingredientes en una
casa en la que se notaba que no habitaba una mujer. En lugar de tomarlo
como un cumplido lo tomé como una ofensa pues yo me creía en perfecta
comunión con las tareas del hogar. Conectó el fuego número tres, vertió el
arroz. Entonces escupió en la cazuela, dijo para ahuyentar los malos
espíritus. No era un gran escupitajo, fue simbólico, pero algo de su saliva sí
que cayó en dirección a arroz que se se cocía. Me guiñó el ojo y me abrasó a
preguntas: ¿tienes caraotas? ¿tienes mango? ¿tienes carne mechada? ¿tienes
cambur? No, no, no, no. Tengo salsa de tomate y unos ajos viejos, ajos que
ya estaban aquí cuando yo llegué. Se había quitado el jersey dejando al
descubierto una camiseta sin mangas por la que se entreveían dos senos
americanos. Los pechos se dividieron para mí en: pechos europeos y pechos
americanos. Los españoles eran de andar por casa, eran tetas pero no estaban
orgullosas de serlo. Juan Pedro y Jaime estaban pagando por aquellos
pechos, pero a ver quién era el valiente que hacía valer sus derechos frente a
186
semejante luchadora de la unión americana. Me jugaba el pellejo a que
estaba armada. Entretanto, se tomaba chupitos de coñac acabando con mi
reserva. Cuando el arroz estuvo listo -un arroz suelto, brillante, con su
saliva-, puso los brazos en forma de jarra: ¿y ahora qué? No me voy a a
tomar el arroz solo, yo no soy tú o tu perro. Tendremos que echarle algo
sustancioso y sabroso. ¿Tomate? Pregunté. Ahh, no, mijito, el tomate
también lo sacasteis de mis tierras, lo tengo ya muy visto. Quiero algo de
carne. Pues como no fuese la mía, no tenía otra carne. Anda, guapetón, baja
a comprar algo de carne. No tengo dinero. ¿No tienes dinero? ¿Entonces
cómo carajo pensabas pagar mis servicios, eh? Juan Pedro y Jaime pensaban
pagarte. ¿Son tus amigos? Sí. Pues ve y pídeles un poco de carne, anda,
mijito, dame un beso, eeessooo, en la mejilla, anda, guapetón. Me daba
verguenza ir al piso de Juan Pedro o de Jaime a pedirles carne. Pensarían
que me la pensaba restregar por el cuerpo. Ella quería carne, no la mía, sino
la de la vaca; ¡Roberta! Él me fiaría. Bajé como una centella hasta su tienda
y la encontré cerrada. Natural, era el Día de la Mujer. Corrí al bar el Feudo.
Cerrado. La única posibilidad que me quedaba era ir a casa de Martín y
Natasha y pedirles un trozo de carne, no muy grande, pero un trozo visible.
Subí a su casa , llamé al timbre. Rezé como no lo había hecho desde que
hice la despedida de los jesuitas, donde rogué a Dios que lanzase un rayo
destructor sobre el colegio que se llevase a todos los sacerdotes y seglares,
en especial al Negro, profesor de Química. Mis rezos tenían ahora otro fin:
que Natasha no estuviese en casa, que me abriese Martín en calzoncillos con
botas militares. Dios no me escuchó; tampoco lo hizo entonces y el colegio
de los jesuitas sigue donde yo lo dejé. Se abrió la puerta y apareció la diosa
lesbiana. Debía haberse levantado de la cama hacía unos minutos. El caso es
que apareció ante mis ojos con una camiseta blanca que la llegaba justo
hasta los límites de las bragas. Sus piernas eran dos autopistas largas, tersas,
firmes de carne brillante, sana e impoluta. En el tobillo derecho calzaba una
cadenita de oro, las uñas de los pies decoradas con esmalte. No llevaba
sujetador y los pezones se adivinaban con más claridad aún que si no
hubiese llevado camiseta. Me olvidé de la carne, de mi odio hacia ella, de la
prostituta, de las Américas y de Cortés. Ella sí que merecía un imperio.
-Hola, Luis, estaba dormida, ayer me quedé hasta tarde escribiendo y
estoy algo cansada, perdona mi aspecto. Estaba soñando con la flor que me
has regalado esta mañana. ¿Qué quieres?
-Necesito un trozo de carne.
-¿Un trozo de carne? ¿Y para qué quieres un trozo de carne?
-Pues sí, hace mucho que no como carne, bueno, acabo de ver un
programa en la televisión, han hablado de que la carne tiene vitaminas. Las
tiendas están cerradas. Estoy ensayando una receta nueva.
-¿Y como se llama la receta que estás preparando?
-Carne.
-¿Carne?
-Carne con patatas. Carne con patatas y arroz.
-Vaya, no parece muy innovador.
187
-Para mí sí lo es, nunca lo he intentado.
-¿Y tienes patatas? También te puedo dar patatas si lo deseas, ja, ja, ja.
En serio, me visto y me paso por tu casa a ayudarte, hoy es nuestro día,
¿recuerdas? Hoy todas cocinamos.
Dijo ésto en un tono que si no llego a saber que era lesbiana hubiera
jurado al fuego que deseaba hacer el amor conmigo.
-No, déjame que te dé una sorpresa, yo lo voy a preparar y te llamo,
¿vale? ¿Me das la carne?
-Oye, chiiicoo, eto si que e una sorpresa. Carne de primera que no
vamo a sepillá tú y yo con el arrosito este limpio de espíritu que te he
preparado. Anda, que no dirá tú que no soy un buen partido para ti, ¿eh? ¿Lo
soy o no lo soy? No iba a viví tú bien ni ná si te casa conmigo. ¿eh? ¿Te
quiere casá conmigo? Ja, ja, ja, que no, mihito, que vosotro lo españole soy
mu traisionero y enseguida te liaría con otra y yo, ala, de puta otra ves en la
Casita de Campo.
Empuñando el mejor cuchillo que Mazo tenía en la cocina, cortaba la
carne. Era superior a mí, cualquier hombre lo hubiera entendido: había
hombres que cruzaron océanos e hicieron la guerra por acariciar una mujer y
ganarse su amor; hombres cuerdos se habían vuelto locos de remate por una
mirada, hombres habían sido acuchillados hasta quedar como un colador por
haber besado una hembra. Me coloqué detrás de ella e introduje mi mano
sana por la espalda hasta aferrar aquellos dos cántaros americanos. Ella bajo
las axilas y quedé aprisionado. Con la punta del cuchillo me pinchó la mano
y yo la saqué de la trampa. Eso no, mijito, nada de amor con el estómago
vacío. ¿Tú no sabes que no hay nada peor para la salud y el corasón que
hacer el amor sin na en el estómago? Tienes mucho que aprender. Anda,
dame un beso en la mejilla y no seas golfo, corta una cebolla. Cebollas si
tenía. Casi pierdo la única mano sana que me quedaba, pero por lo menos
había triunfado, había logrado tocar los primeros pechos de aquel año, y me
puse tan caliente que pensé en irme al baño a sacudírmela. Deseché la idea.
Una ironía es contratar los servicios de una prostituta y acabar
masturbándose en el servicio. No seguí la cuenta de lo que la señora
americana utilizó para cocinar; recuerdo que sacaba cualquier cosa que
pareciese de lejos comestible, la olía, la partía, a la sartén. Pon la mesa, me
ordenó: el tenedor a la derecha, el cuchillo a la izquierda, que con tanto
imperialismo yanqui de comer con las manos y a toda velocidad, ya no
sabéis ni poner los cubiertos, mijito.
La comida despedía un aroma sublime, se derretía en la boca con
facilidad asombrosa para ser masticada. ¡Cristo! Con los años me hubiera
casado con ella, recordando que era por encima de todo mujer-prostituta y
que debía tener un montón de amigas prostitutas no tan involucradas en la
política.
Acabamos de comer.
-Mihito, anda, dame un beso. Eso, en la mejilla, que tú ere hoven.
Anda, mihito, llama a tus amigo, que ha pasao el tiempo.
188
La carta de amor más fantástica jamás escrita.
Cuando se tenía la edad en la que se despreciaban los minutos, las
horas y los días, la salud no era lo esencial. Lo fundamental era la comida y
el sexo. Todo lo que traspasase el umbral de esos dos continentes era
secundario; a pesar de ello me alegré de que la mano derecha volviese a
funcionar. Me quedó como recuerdo dos inapreciables agujeritos que los
blancos colmillos de Galeón habían creado para saborear mi sangre.
Si en el siglo veintiuno las relaciones hombre-mujer seguían siendo
tan primitivas, artificiales, hoscas, ¿cómo serían en la época de Cortés? ¿En
la época de Jesucristo? De ahí llegó el Ejército de Salvación que fueron las
Prostitutas. Unas mujeres piadosas que por unas sumas ínfimas de dinero
prestaban sus cuerpos para que fuesen explorados. La exploración que me
tocó a mí fue de lo más breve: por la espalda, un pecho, medio segundo. ¿Y
las otras? ¿Qué me habían dado las otras? No me habían cobrado nada, pero
es que tampoco me habían dado nada.
Un día de invierno, ya con el petate en la calle, mi padre se levantó de
mal humor, debía tener poderosas razones para ello, ya que me sacó al
balcón y me preguntó: Luis, ¿qué ves ahí fuera? Papá, veo gente. ¿Qué tipo
de gente en concreto? Pues papá, hombres, mujeres, perros. No, dijo
cortándome en seco. ¡Hombres y Putas! No olvides, Luis, que todas las
mujeres son de una forma u otra, unas putas. Todas quieren algo, unas son
honestas como para pedir dinero, otras utilizan mecanismos subterfugios.
Yo acababa de entrar en la pubertad, la palabra subterfugio me sonó a
vagina húmeda. Mi primer contacto con el mundo de la prostitución me
acercó más aún a mi padre.
Volvamos a las Zorras y a Natasha.
Los billetes y monedas se acababan con una aceleración tal que mis
bajadas a las Zorras se espaciaron en el tiempo. Sin embargo, y con el
aplomo que me había proporcionado la señora Bolivar, me propuse atacarlas
de nuevo, a una de ellas, a las dos. Las bolsas de basura negras estaban a
punto de agotarse y no merecía la pena gastar una de su tamaño en cuatro
calcetines, dos calzoncillos y cinco camisetas. Hice un rebuño con la
camiseta de mayor tamaño, introduje la ropa sucia y me largué a lavandería
las Zorras. En la biblioteca de la entrada de nuestra escalera me detuve: no
disponía de un plan de ataque. El Sheriff me cazó dudando y quiso saber a
dónde me dirigía. Le contesté que a ningún sitio en particular; la segunda
pregunta fue si estaba buena la carne. Sonreí. Me senté en la biblioteca a leer
y a elaborar un plan de ataque. De mi boca debían salir unas palabras lo
suficientemente insinuantes como para que Bocalinda y Viejoputón lograsen
descifrarlas sin esfuerzo, y a la vez debían ir de tal forma encriptadas que
contuviesen un doble sentido: el inocente y el perverso. Si las cosas iban
mal, yo no había querido decir eso. Si por el contrario iban sobre ruedas, no
sentiría el menor pudor en bañar de esperma la lavandería.
189
Una cosa era leer un libro sobre sexo y otra muy distinta leer uno
sobre la búsqueda y obtención del sexo. Sobre ésta materia el Sheriff no
había incluido nada en la biblioteca. Podría leer a todos esos autores que
escribieron grandes obras sobre la tragedia del amor: rusos, franceses. Esos
libros habían sido escritos por vejestorios barbudos encerrados en una
habitación de los confines de Siberia Central cuya vida amorosa y sexual
debía ser, por lo menos, tan insatisfactoria como la mía. ¿Me iba a fiar de
ellos? Yo intuía cómo actuaban los hombres en los libros, en el cine, en el
arte. Describían a las mujeres como a ellos les gustaría que ellas fuesen, no
como eran realmente. ¿Y cómo eran realmente? Pues como las Zorras, por
ejemplo: unas mujeres ambiguas y juguetonas que me estaban volviendo
tarumba. Prefería las lesbianas, palabra; o las monjas.
La portada de un libro de fotografías me inspiró. En dicha portada
había una estatua sosteniendo una balanza, debía representar la Justicia, para
mí representó la balanza de las Pérdidas y Ganancias. Si entraba en la
lavandería y declaraba abiertamente lo que sentía por las dos mujeres, podía
ganar la eternidad con ellas. Serían mis Ganancias. ¿Mis Pérdidas? Que me
mandasen al infierno y me prohibiesen la entrada en su establacimiento por
acoso sexual. Ésto no era tan grave, seamos sinceros. El mundo estallaba en
mil y un lugares por las explosiones de los lanzagranadas, masas enteras de
poblaciones huían despavoridas ante el empuje de los Nuevos Bárbaros.
¿Acoso sexual? ¿Qué era eso? Salía continuamente citado en la televisión.
Cogí un diccionario enciclopédico pero no incluía el concepto, tan solo
hablaba de sexualidad humana.
Por muchos planes de ataque y retirada que planease, el resultado
estaba escrito con letras de bronce en la puerta de la lavandería: No Te
Atreverás. Pero para algo era estudiante, sabía escribir. ¿Por qué no lo ponía
en práctica? Subí a toda velocidad por las escaleras al apartamento y en
cuanto metí la llave Galeón, saltó sobre mí con tal ímpetu que me arrojó a la
alfombrilla de los zapatos. Vagando con el animal por el Parque del
Vietnam, intentaba dar forma a la carta que les iba a mandar a las Zorras
camuflada en mi ropa interior. Al no estar yo delante, no se verían obligadas
a hacer el gran teatro de sentirse ofendidísimas. Leerían la carta y se
sonreirían. Una diría a la otra: desde luego, ese chico está loco, y la otra
respondería: bueno, bueno, mmm, no tan loco. El único inconveniente
estribaba en que yo ni era escritor ni puñeteras ganas que tenía de serlo. Por
lo que he explicado antes de los barbudos en la Siberia Central. La carta no
necesitaba seguir necesariamente la misma línea filosófica que mi discurso
oral. Hablando se podía ser más ambiguo y tartamudear. Si empezaba a
escribir una carta de proposiciones y la convertía en un jeroglífico
indescifrable, sus pensamientos mutarían de: este chico está loco a: este
chico es tonto. En aquel parque ya había escrito una carta a mi madre que
fue leída por Natasha, profesional de la palabra. No comparemos, no es
igual una carta a una madre que a una mujer. Las mujeres leen entre líneas,
las madres no. La victoria final es lo que contaba, no los medios.
190
Agarré un palo y me dirigí a uno de los bancos abandonados por el
tiempo y cubiertos de enredaderas; Galeón sabía lo que eso significaba:
saltar. Corrió tras de mí queriendo morder el palo. Vi a las Zorras y a otras
mujeres en el pasado, en el presente e incluso en el futuro, jugando conmigo,
con nosotros. Por eso ellas llevaban las de ganar y yo, nosotros, las de
perder. Eso me deprimió. El amor yo no me lo tomaba como un juego, y las
mujeres sí lo hacían. ¿Natasha o las Zorras gastaban en pensar en mí tanto
tiempo como yo gastaba en pensar en ellas? Eso me preguntaba en el parque
viendo saltar al perro por encima de las enredaderas que un día fueron unos
bancos:
¿Qué demonios pensaban las mujeres?
Necesitaba silencio para concentrarme en lo que iba a escribir. Me
jugaba el cuello, pudiera ser que también la libertad. Era la misma sensación
de tensión que padecía cuando Mazo nos sentaba alrededor de una mesa con
un manojo de bolígrafos y unas cuartillas de papel, invitándonos a escribir
las mejores cartas a los Reyes Magos. Las mejores cartas recibirían los
mejores regalos. Una vez superada la fase inicial de pánico ante la cuartilla
en blanco, las cartas salían rodadas. Lo más complicado era escribir
Queridos Reyes Magos, dos puntos. Este año me he portado muy bien y he
hecho la cama casi todos los días. Mi padre quiere que os diga que ya no
quiero ser marinero sino cura, y cuando he dicho palabrotas me he
confesado al padre Tejerina, que me ha dicho que os diga que seré mejor
futbolista que cura. Yo quiero mucho a mis hermanas y solo le he dado un
puñetazo en el estómago a mi hermana Paula una vez, pero era porque me
había quitado el Madel Man para vestirlo con las ropitas de la Nancy. Mi
padre me ha dicho que no es malo que los hombres se vistan con las ropas
de la Nancy siempre que las pidan primero. Lo que quiero pediros este año
es: y a continuación llegaba una lista infinita de regalos que procuraba
numerar según la importancia que les concediera. ¡Qué disgusto se llevó
unos Reyes cuando descubrió que me habían dejado un Hombre de Acción
con el uniforme alemán de la Segunda Guerra Mundial! Le comentó a mi
madre que era una incorrección de los Reyes Magos ir dejando esparcidos
por las casas hombrecillos de la Gestapo.
Tampoco tenía que ser una carta extensa, bastaban un par o tres o
cuatro de renglones. Malditas Zorras, escribí, y rompí el papel. Eso es,
adelante, da igual, todos los escritores rompen hojas y hojas de papel, y tú
también rompiste alguna que otra carta a los Reyes Magos antes de entregar
la original a Mazo. Os quiero... ¡¡¡meter!!! Y la volví a romper. El coñac me
había embrutecido, eso que había sido una copita miserable. No, culpar al
coñac no me serviría de acicate. O era capaz de escribir cuatro líneas a dos
mujeres que en su fuero interno la esperaban, o ya podía darme por
expulsado de por vida del Club de los Mujeriegos Principiantes y pasar al de
los Grandes Paquetes de la Historia. Señoritas de la lavandería... ¿Qué era
esto?, me pregunté, ¿un concurso literario del XIX o un ultimátum viril? Ser
natural. Lo que nos insistió el padre Sebastián. Sed naturales con las mujeres
y no intentéis avasallarlas ni impresionarlas pues son criaturas de Dios igual
191
que vosotros. No engañadlas, ya que el amor entre el hombre y la mujer,
cuando es puro y está bendecido por Nuestro Señor, es lo más maravilloso
que existe y es la base de la familia, que es a su vez en núcleo de nuestra
sociedad cristiana. Qué curioso que me viniese a la mente la charla de un
cura que no tenía ni la más remota idea de cómo eran y se comportaban las
mujeres. Yo, entonces, sumergido en mi pupitre, pensé: ¿y qué sabes tú?
Ahora, sentado en la mesa-camilla del apartamento de mi padre pensé: ¿y si
resulta que tenía razón?
De lo que prescindí fue de la patraña de la pureza.
Hola,
Se que os extrañará que introduzca una carta en la bolsa de la ropa
sucia, pero no os preocupéis, no estoy loco. Hace unos cuantos meses que
he llegado a este vecindario. Me encuentro solo. Cuando vivía con mi
madre tenía una novia, se llamaba Ana. Íbamos juntos a todos lados, al
cine, al colegio, y su madre me adoraba. Pero desde que vine a vivir a la
calle Segunda República, ella me abandonó. Yo intenté telefonearla para
que me explicase el porque de su abandono; no se quería poner al teléfono.
Una mañana fui a su casa y hablamos. Me dijo que desde que yo había
cambiado de domicilio, había cambiado de actitud. No entendí lo que me
quiso decir; ahora lo entiendo. Fue la primera vez que entre en vuestra
lavandería y os vi. Me quedé congelado al contemplaros: el pelo rubio,
vuestra forma de hablarme. Os dirigiais a mí con la simpatía y sencillez de
unas grandes mujeres, y yo, que no tenía experiencia con mujeres de
verdad, a parte de mi madre, me quedé prendado de vosotras. Sólo Dios
sabe lo que he sufrido en la penumbra de mi apartamento o en el autobús,
mientras iba y volvía cada día de la universidad. Allí no hay más que chicas
de mi edad que no saben ni pueden entenderme, chicas a las que solamente
les preocupa el vestido de moda o con qué chico saldrán el siguiente fín de
semana. Chicas cuyos cuerpos son tan jóvenes como el mío y por lo tanto
nada van a enseñarme. Sé que no puedo esperar nada de ellas. Si alguna me
llama, no contesto al teléfono. ¿Para qué? ¿Para perder el tiempo en un
bar o en una discoteca? Os he escrito infinidad de cartas desde que llegué a
vivir aquí; las he tirado todas, me faltaba el valor necesario para hablaros
a la cara.
Yo necesito amar y ser amado por unas mujeres auténticas, como
vosotras. Sé que no viviré mucho tiempo. Un doctor me ha examinado y cree
que tengo una enfermedad degenerativa. No se me nota, y no es contagiosa,
pero me estoy muriendo por dentro, y ahora, gracias a vosotras, por fuera
también.
Os quiero.
Os necesito.
......
¿Qué me decís?
Contenía todo lo que se necesitaba para encandilar a una mujer. Lo
primero y principal: una sarta de mentiras. El lenguaje, natural, sin
expresiones oscuras que las hiciese coger el diccionario a cada renglón. Metí
192
lo del abandono de una novia porque mi padre me advirtió que no hay mujer
que se resista al corazón de un hombre roto por otra mujer. Las niñas no me
comprendían, las niñas me maltrataban ya que eran unas cursis superficiales
y egoistas que no buscaban el amor sino la diversión demoníaca. Aun así,
sufriendo como estaba, no faltaba ni un día a clase. No olvidemos que las
mujeres persiguen el valor y el honor de los varones, a los hombres que no
se rinden ante las circunstancias y continúan su camino trazado hasta el
final. Tan atormentado estaba que no paraba de escribir cartas. Cientos y
miles. Lo que no especifiqué fue que no llegaba ni a terminar la cabezera.
Quise dar un toque de locura literaria, que siempre en pequeñas dosis, podía
resultar romántico ¿Y la enfermedad degenerativa? El hombre, al estar
enfermo se sitúa en un plano de debilidad, no de inferioridad, por ende, es
urgente que se le ayude. Yo y mi miembro necesitábamos la ayuda de un
mundo poblado de hembras. ¿Cierto? Sí. No estaba seguro sobre el
significado de la expresión enfermedad degenerativa. Tenía una vaga idea,
me sonaba a decadente, pero no quería bajo ningún concepto que se me
confundiese con un degenerado. La idea era que un fuego destructor me
estaba consumiendo pero por dentro, no obstante y gracias a mi constitución
física, por fuera ni se me notaba, todavía servía para el sexo, para el amor. Y
ésta es la razón por la que recalqué que en absoluto era contagiosa. Yo no
tenía el sida, ni la gonorrea, ni la sífilis. Esas patentes se las dejaba a mi
padre. Me faltaba un detalle: culpabilizarlas. ¿Creían acaso que eran
inocentes frente a mi hecatombe? Nada de eso. Hacerlas sentir culpables de
mi agonía debía dar el empujón final y trazar la autopista sin peaje hacia la
felación. Para rematar la carta, firmé con un Os quiero. Eso sí era cierto.
Nadie podía discutirme el amor que sentía hacia ellas. Y que las necesitaba,
más todavía. ¡Estaba a punto de reventar en mil pedazos! No escribí mi
nombre. Ellas hallarían la carta en el interior de mi ropa. Luego, a poco que
utilizasen el cerebro para más actividades que las propias de una lavandería,
deducirían que la carta había sido escrita por mí. Si por el contrario surgían
problemas que me sobrepasaban, mi nombre no aparecería por ninguna parte
y siempre podría negar que yo, Luis, hijo de Mazo y seguidor de sus
húmedos pasos, la había creado y enviado.
El rebuño de la ropa se encontraba encima de la mesa-camilla; la carta,
doblada en dos, junto a la ropa. Me fui a dormir y a soñar con el éxito.
Ultimamente ni abría la cama-mueble; utilizaba el saco de dormir que me
traje de casa de mi madre para evitar trabajos innecesarios. Me estaba
volviendo de un vago tal, que mientras extendía el saco sobre el sofá y
encendía la luz de la lámpara para leer libros sobre la mar y sus hombres,
pensé feliz que a lo mejor me había llegado la hora de solicitar la pensión al
Estado.
Pasaron los días y a pesar de estar animado por la certeza de que con
la carta el triunfo sobre las Zorras estaba segurado, no encontraba el medio
de introducirla en la tienda. Miento, sabía cómo hacerlo, introduciendo la
carta en la ropa y dejando la ropa en la lavandería: lo más difícil había sido
hecho, que era escribirla; ahora faltaba mandársela a las destinatarias y
193
sentarse a esperar en el sofá del apartamento con los pantalones bajados. El
Estado me había dado el poder de cambiar los gobiernos de la nación y no se
había molestado en explicarme cómo se va uno a la cama con una lavandera.
¿Para qué quería yo votar? Mi padre nunca votaba porque las elecciones le
coincidían con la mar abierta. Yo votaba por las Zorras, y ahora que tenía la
carta, no la metía en la urna. ¿Se podía ser más cobarde?
Había que meter la carta.
Recordé el teorema de Pérdidas y Ganancias.
Nadie va a la horca por una carta. No en este siglo. No en este barrio.
Yo, para perder tiempo, buscaba un sobre por la casa. Era urgente que
encontrase un sobre porque una carta no se entregaba doblada sin más, las
cartas iban envueltas en sobres porque esto las proporcionaba un halo de
misterio. La fecundidad de excusas que yo podía sacar para no enfrentarme a
la realidad era portentosa: un sobre, un sello, una dirección.
No había que perder el poco valor sobrante ni el entusiasmo. ¡Que
suene La Estrella de la Autopista! Los altavoces del aparato Vieta
retumbaron con los altavoces, se agitaban las paredes y de cuando en cuando
el puño de Lope contra el tabique. Yo me afanaba en buscar el sobre por
todos los cajones. Mazo debía escribir cartas alguna vez, con tantas hembras
a las que atender y un solo miembro viril. Sin sobre yo no estaba dispuesto a
entregar mi carta a las Zorras. Preparé arroz con los pocos restos de curry
que me quedaba de la última donación de Juan Pedro, di la mitad a Galeón y
me embutí en el saco de dormir.
194
Destrucción de Madrid.
¡¡¡Boum, boum, boum!!!
Alguien aporreaba la puerta.
¡¡¡Boum, boum, boum!!!
-Ya voy... Ya voy...
Si llego a tardar un segundo más, Martín derriba la puerta.
-¿Sabes lo que me ha ocurrido? Tío. ¿Sabes lo que me han hecho? ¿Lo
sabes?
-Nnn... No. ¿Qué?
-¡Me han robado la moto! Esos hijos de perra rojos me han robado la
moto. Esos malditos drogadictos me han levantado la moto así, sin más. ¿Lo
ves? ¿Eh? ¿Lo ves? Tanto drogadicto y tanto maricón y tanto inmigrante han
hecho de España una cueva de bandidos. Anda, baja conmigo para que veas.
Bajamos y sí, el candado Pitón estaba en el suelo, desgarrado. Gotas
de aceite delataban dónde había estado aparcada las últimas semanas, casi
sin moverse. Martín enseñaba los dientes y se apretaba los puños con furia,
soltando puñetazos intermitentes al viento. Bormann le miraba con ojos
lamentables, estaba a punto de pasar una de sus crisis en las que no quería
ver a nadie, y miraba aburrido la explosión de ira de su dueño. Los cuatro
cruzamos la calle y nos adentramos en el Parque del Vietnam. Martín no
contenía su cólera, salió corriendo atravesando arbustos y dando patadas a
los árboles. Gritaba palabras y frases incomprensibles para mí y los perros.
De pronto, el silencio. Desapareció. Bormann seguía conmigo y con Galeón.
En cualquier instante se daría la vuelta sobre sí mismo y buscaría al padre de
Martín para que le subiese a encerrarse en su balcón. Los arbustos de uno de
los montículos temblaron: de ahí salió Martín expulsado de los avernos.
Daba la impresión de que uno de los nervios de su cerebro se hubiese
sobrecargado porque corría y agitaba los brazos fuera de control, pateando
árboles y todo cuanto se pusiera al alcance de sus botas.
-¡¡¡Odio esta puta ciudad!!!
Yo me encaminé hacia un banco cubierto de enredaderas para
contemplar asombrado un fenómeno que no supe decir si era natural y por
tanto real y físico, o fue creado por un sueño en el que caí aletargado. El
caso es que me encontraba sentado en el banco contemplando como Martín
bramaba a los infiernos culpando a negros, maleantes, melenudos, a árabes
de sus desgracias, cuando él, de una carrera soberbia, se situó en el centro de
la explanada. Frenó de pronto en seco, se dejó caer, arrodillándose. Sus
puños se elevaban a las nubes y su boca, entreabierta y bufando, soltaba
juramentos en todas las lenguas vulgares. Contemplé con asombro que su
cuerpo me parecía mayor y mayor a cada segundo que pasaba. Martín era un
hombre corpulento, sin embargo, su tamaño iba aumentando con el pasar de
los segundos. Ya no hablaba ni enlazaba palabras: gritaba y chillaba
cerrando los puños, apretando los nudillos. La cara era un amasijo de carne
roja a punto de estallar, sus dientes rechinaban hasta volverme sordo.
195
Sobrepasaba ya los tres metros y cuanto más crecía más rechinaban sus
dientes. Su cara era de color más rojo, sus puños más amenazadores,
elevados a las alturas. La ropa, al aumentar él de tamaño, no se rasgaba sino
que crecía acorde con el cuerpo: las botas se asemejaban a dos viejos
tanques de la Gran Guerra. Martín se elevaba a las alturas sin descanso, a
cada centésima de segundo era medio metro lo que crecía. Yo ya no miraba
de frente, miraba hacia arriba, me costaba creer lo que estaba viendo. Bajé la
cabeza y dirigí la vista hacia donde los perros pastaban la hierba para
confirmar que ellos también percibían el fenómeno. Desde luego que lo
hacían, al menos Galeón, que tenía el hocico apuntando a las alturas en
dirección a la cabeza de Martín, que ya se veía lejana. Bormann clavaba sus
ojos en la hierba: su depresión era tremenda.
La altura que Martín alcanzó en el Parque del Vietnam superaba con
creces a la del edificio de apartamentos. Y dejó de crecer. Medía más de
veinte metros. Cuando alcanzó semejante altura, los gritos y rugidos
cesaron, bajó los brazos y miró a su alrededor. Entonces, una sonrisa
distorsionó su rostro. No bajaba la vista hacía donde estaba yo sentado con
su perro Bormann; se había convertido en un monstruo de otro mundo: ya
no le interesábamos. Se olvidó de la calle Segunda República. Sin mirar,
agarró uno de los árboles del parque, uno cuya copa le llegaba hasta su
ombligo, y cerró sus manos alrededor del tronco. Lo arrancó de cuajo hasta
las raíces. Yo no intenté gritarle ni llamarle por su nombre porque me
parecía que no estaba en sus cabales y ni me oiría. Y lo que yo más me
temía, sucedió. Comenzó a caminar. De un descomunal paso plantó su bota
militar en plena calle perpendicular a la nuestra. Por allí pasaba un
motorista. Lo detuvo haciendo su bota de barricada. El motorista frenó,
derrapó, cayó al suelo. Él le enganchó de la cazadora de cuero y lo elevó.
Martín ya no podía hablar, perdió la palabra y sólo rugía como un león. Lo
estampó contra un edificio, saliéndosele al hombre todas las vísceras del
cuerpo y cayendo como un guiñapo. Cogió la moto pero se dio cuenta de
que era demasiado grande para ella, y la estrelló contra otros cuatro coches
aparcados, explotando todos. A partir de ahí, comenzó su carrera
destructora. Yo intenté detenerle, gritaba, pero era inútil. Le seguí con los
perros, no quería perderlo. El cuerpo del hombre destrozado me asqueó, y
era el primero. Hundió su puño en la fachada de un edificio y varias
personas cayeron al vacío gritando, estrellándose contra el pavimento.
Sembraba la muerte y la destrucción. La gente miraba aterrada e intentaba
huir. Él las aplastaba con sus botas, dejando rastros de sangre, tripas y
huesos resquebrajados por las calles. Avanzaba. Una fila de motos aparcadas
salió volando de una patada. Martín quería salir del barrio cuando se topó
con un par de coches-patrulla. Los permitió acercarse. Los policías salieron
empuñando las pistolas e hicieron fuego. Las balas tenían el efecto de las
picaduras de mosquitos, y eso le encolerizó: se puso de cuclillas y con los
dos puños de plano aplastó a la pareja de policías. La sangre salpicó coches
y cristaleras. Lanzó uno de los coches-patrulla por los aires: no vi dónde
cayó. Cargó entonces contra un edificio de cristal que había a la salida del
196
barrio, haciendo esquina con una de las calles principales. Medio edificio
cayo al vacío con sus ocupantes dentro, que agonizaban entre cristales,
cemento y fuego. Martín no parecía tener victimas fijas, todo era
potencialmente destruible. Se olvidó de la moto. Aprovechó su poder para
hacer del barrio un sembrado de guerra.
Pero antes de salir de él, se fue directo hacia unas obras situadas en el
centro del barrio; llegó allí de un par o tres de zancadas. Yo corría como un
maníaco, los perros detrás. Los obreros, que estaban en ese momento
alrededor de un fuego comiendo unos bocadillos, le vieron venir y corrieron.
Dos se quisieron enfrentar a él con barras de metal, pero los barrió de la
superficie terrestre de una patada. Cogió al vuelo a dos obreros inmigrantes
y se los acercó a la cara. Ellos gritaban presos del pánico. Martín, acorde con
su ideología, se los llevó a la boca y les arrancó de cuajo las cabezas con los
dientes; luego las escupió, arrojando los cuerpos decapitados al fuego.
Destrozó máquinas y andamios, se marchó en busca de nuevas víctimas. Yo
no podía contener las lágrimas al ver el caos y la destrucción que sembraba
por doquier, sin embargo, era ésta de tal nivel que nada podía hacer. ¿A
quién socorrer? Todo cuanto se movía y no se movía era pisoteado, pateado,
aplastado por su furor sin fin.
Se paró unos segundos a otear el horizonte y vio la M-30. Caminando
lentamente entre las calles, arrancando árboles y arrojándolos como
jabalinas contra las ventanas de los edificios, se encaminó hacia ella. En uno
de los parques que bordean a la M-30 por el norte, se detuvo. Vio un puente
y subió por él. Tenía la autopista a su merced. Tiró varios contenedores de
basura a los carriles de velocidad: provocó la gran masacre. Los coches se
estampaban unos contra otros, y para evitar chocar saltaban al otro carril a
altas velocidades, estrellándose contra los que venían de frente. Los autos
volaban, estallaban en mil pedazos, conductores salían de ellos envueltos en
llamas; a los que lograban salir Martín los aplastaba como pasas, riendo
torpemente. Aquello era un matadero infernal, las llamas y el humo negro se
elevaban al cielo como una pira funeraria.
Después de la matanza de la M-30 se dirigió al centro de Madrid. Yo
me encontraba agotado pero por alguna razón desconocida me veía
impulsado a seguirle. Me empezaba a agotar de tanto correr, sudaba, y tenía
que andar esquivando coches ardiendo, gente gritando, llorando. En una de
las calles que bajan al estadio Santiago Bernabeu, un hombre salió corriendo
al ver las botas de Martín aplastar a un taxista dentro de su taxi. Se escuchó
una explosión sorda bajo la bota del nazi, y cuando la retiró, los hierros
retorcidos, el cuentapasos y los restos del taxista se confundían. Yo
aproveché que el tipo abandonaba el auto para meterme en él. Las llaves
estaban en su sitio. En el Paseo de la Habana enganchó entre sus dos manos
un racimo cinco de chicos jóvenes que esperaban a la puerta de una
conocida cafetería. A los dos varones les retorció la cabeza, como si las
desatornillara; luego arrojó los cuerpos al pavimento. Las chicas chillaban
espantadas. A la que más gritaba la estampó contra el tejado de un edificio
bajo; las otras dos enmudecieron. A una de ellas la desnudó. Caía baba de su
197
boca hasta la calle. Empezó a lamerla, y sin poder contenerse, se la metió en
la boca y comenzó a masticarla. A los pocos segundos escupió un bolo de
carne y sangre. La otra se desmayó. También la desnudó y la depositó sobre
el asfalto. Se fue a desabrochar el pantalón con ánimo de violarla. Abrió las
piernas de la chica con tanta fuerza que de inmediato la partió en dos.
Enfadado, arrojó las dos mitades al aire. Yo frené en seco y vi caer una de
las mitades a menos de tres metros del coche; sin poder contenerme, vomité.
Uno de los chicos que había estado en el grupo, que se había salvado,
golpeaba con furia la bota de Martín; deduje que debía ser el novio de una
de las chicas descuartizadas. Salí del coche y le grité:
-¡Aléjate! ¡Aléjate! ¡Te matará! ¡Te destrozará!
Él no me oía.
Un guardia jurado abrió fuego contra su cabeza. Martín se llevó las
manos a los ojos; una bala debía haberse introducido por uno de ellos. Le
hirió y enfureció. Lanzó al guardia jurado lo más alto que pudo en vertical, y
cuando el desgraciado caía, le asestó una patada como si fuese una pelota. El
novio de la chica seguía golpeando la bota-tanque de Martín. Él lo vio. Lo
tomó con suavidad entre sus manos y lo contempló con ternura. El primer
hombre que se enfrentaba a él con las manos desnudas. Con la otra mano
agarró uno de los coches que había aparcados y abrió la puerta del
conductor. Metió al chico dentro y cerró de nuevo la puerta. A la manera de
un jugador de béisbol, lanzó el coche por los aires con tal potencia que con
toda seguridad cayó en el otro extremo de la ciudad. Lanzó un grito
desgarrador al espacio y contempló en horizonte. Saltó a la Castellana. Los
coches frenaban y se estampaban unos contra otros; los peatones que no
lograban apartarse de su paso eran aplastados como uvas. Lloros, gritos,
carreras, lamentos. La ciudad agonizaba bajo las botas de Martín. Se llegó
hasta la Torre Picasso. Alzó la vista y divisó un objeto que hizo que sus ojos
se abriesen al máximo. Rugió. La cólera le invadió, comenzó a trepar el
edificio blanco. Metía los dedos por las ventanas para asirse y lograr
ascender. El edificio temblaba con el peso del nazi. Ascendía con velocidad
y seguridad. Cuando estuvo lo suficientemente cerca de la azotea, alzó las
dos manos y se subió a pulso. Ya estaba arriba. Se agachó y cogió el objeto
de su atención: un grueso mastil con una bandera española colocada en el
tope de la torre. Emitió un ronco y poderoso grito de guerra a la vez que la
ondeaba orgulloso; la flameaba de izquierda a derecha. Entonces miró abajo;
la distancia era considerable incluso para su descomunal tamaño. En las
inmediaciones se habían apostado decenas de coches-patrulla con tipos
armados hasta los dientes: ametralladoras, gases, lanzagranadas: toda clase
de material bélico para ciudad. Martín no se lo pensó dos veces: pegó un
brinco y saltó al vacío. Cayó como una mole entre policías y cuerpos
especiales, organizando una brutal sangría sin darles tiempo a reaccionar y
apartarse. Con la bandera española al hombro, siguió su camino mortífero
Castellana abajo, dejando un rastro de fuego, humo y desolación por donde
pasaba.
Yo no aguantaba más.
198
Al borde del colapso, di la vuelta al auto y regresé al barrio donde
vivía, dejando a izquierda y derecha una ciudad cubierta de tormentosas
nubes y hundida en el más oscuro abismo.
199
¡¡¡Funciooooonaaaaaaaaaa!!!
Yo estaba siendo un cobarde. Tanta carta y tanta juventud, tanta
efusión de potencia sensual, y era incapaz de meter una carta en un rebuño
de ropa sucia y dejarla caer en lavandería las Zorras. El triunfo requería un
riesgo. ¿En qué país, en qué cultura, en qué civilización, han corrido las
mujeres en pos de los hombres como posesas? En ninguna. Bocalinda y
Viejoputón era unas hembras mazizas, no unas hembras telépatas. Un último
intento. Haría una última batida. Si encontraba un sobre en la casa, bien por
mi dicha, metería la carta en el sobre, al rebuño y a la calle; si no lo
encontraba, metía la carta en el rebuño, sin sobre, y ese mismo mediodía lo
hacía llegar. Saqué todos los cajones de su sitio, revolví cielo y tierra. Si mi
padre llega a ver la que organicé me cuelga de las jarcias.
En vez de bajar por el ascensor bajé por las escaleras. Porque a una
acción, una reacción. La acción era meter la carta oculta en el rebuño de
ropa, la reacción, el miedo. A una distancia de quince metros de la
lavandería me detuve. Había olvidado a Galeón. Volví a subir. Lo enganché.
Bajé. Otra vez a quince metros. Me mordí los dientes y proferí una sarta de
insultos a las Zorras para darme valor. Los flecos de las cortinas tintineaban
con la brisa levantada. ¿Era una llamada? Aspiré-entré. Vaya. Pocas veces
solían coincidir las dos Zorras en la tienda. O bien una estaba en el Feudo
engullendo tostadas con mantequilla y mermelada, o bien la otra se había
quedado en casa con una menstruación, o estaban ambas de vacaciones sin
previo aviso. Ese día las dos mujeres más irritantes y calentonas estaban, sin
nada que hacer, sentadas en el interior de la lavandería. Me quedé parado en
la puerta. El rebuño, al hombro. Ahora no era un chico o un hombre, era un
Conquistador. Me acerqué al mostrador y con naturalidad coloqué el rebuño.
Las dos se levantaron.
-Un hatillo. ¿Te has escapado de casa? -Viejoputón.
-No, no, se me ha olvidado meter la ropa en una bolsa, son unas
camisetas y unos calcetines.
-Ahá.
¡Qué buenas estaban! El escote de Viejoputón me perturbaba.
Bocalinda fue a abrir la camiseta que contenía la ropa.
-¡No!, es que huele muy mal. Solo calcetines y camisetas, je, je, je.
-Je, je, je.
-Bueno, -dije dirigiéndome a la puerta de flecos-. Vengo la semana
que viene. ¿Eh?
-No, no hace falta. Mañana estará listo, ¿has oído? ¡Mañana!
Pero yo ya estaba zumbando al Parque del Vietnam con Galeón
ladrándome y mordiéndome los tobillos.
De mi excitación me di de bruces con Troski, que ya galopaba hacia
nosotros con su bozal de metal y su entrenamiento soviético. El pitido de
Juan Pedro clavó sus garras en la hierba. ¿Qué ocurriría si por un casual un
200
día se atascaba? Me resultaba duro el tener que guardarme todos los secretos
de amor. Me urgía contar mi pequeña hazaña a alguien; Juan Pedro estaba
allí y a Juan Pedro se la conté.
-No me jodas. Así que has camuflado en la ropa una carta en la que les
propones amor a las dos, no a una, ¡a las dos! Ésto si que es bueno, a las
dos. La humanidad está llena de genios, si señor, de genios, y he aquí que se
me a dado a conocer a uno de ellos. Gracias, gracias, te doy las gracias.
-Bueno, ¿qué te parece?
-¿Que qué me parece? Creo que vas a dar con tus huesos en la cárcel,
eso es lo que me parece.
-¿En serio?
-No.
-¿Entonces?
-Ven, siéntate conmigo y vamos a analizar las posibilidades que
tienes. Espera que ate a Troski en ese árbol. Por cierto que ya voy bastante
avanzado en la evolución del libro sobre el atraco al Banco de España. Te
pasaré un borrador. En la carta les propones amor a las dos, ¿qué más las
dices?
-Que sufro una enfermedad terminal.
-¿Una enfermedad terminal? ¿Qué enfermedad terminal?
-Una.
-¿Una? ¿Cuál? ¿La tonturria? Ja, ja, ja, no, es una broma.
-Una enfermedad degenerativa.
-Una enfermedad degenerativa no tiene por que ser una enfermedad
terminal. ¿Escribiste terminal o degenerativa?
-Degenerativa. Creí que era un término más abstracto. No sabrían con
claridad de lo que les estaba hablando.
-Deberías haber escrito terminal. Estás en estado terminal y más
ardiente que los Altos Hornos. Bueno, dejemos a un lado términos médicos
y vayamos a las posibles respuestas que ellas te den. La primera es que ni
vean la carta y vaya directa a la lavadora. Lo habías pensado, ¿no?, bien. La
segunda alternativa es que una de las dos encuentre la carta y la lea. Una vez
leída, atento chico, no se la enseñe a la otra. Recuerda que te has dirigido a
las dos, y las mujeres, cuando se trata de un hombre, compiten en un duelo a
muerte. Con el secreto, nuestra heroína, creo que a ti te da igual una que
otra, ¿no? Nuestra heroína se sienta y piensa: ¿me lo tiro o no me lo tiro? Si
es que sí, que Afrodita te guíe. Si por el contrario es que no, olvídate de las
dos: una pasa. La otra no sabe nada pero tú crees que sí lo sabe. Tercera
alternativa. Las dos leen la carta juntas, o lavandera A se la enseña a
lavandera B. A continuación tiene lugar lo que los americanos llaman un
brainstorming, ponen en común las ideas que les vengan al cerebro: sí, no,
tú, yo, las dos, ninguna, más adelante, tírala, llámale, etc. De ahí puede salir
cualquier opción. Pero lo más probable, si quieres saber mi modesta
opinión, es que cuando vayas a recoger la ropa, y con un pretexto que tú no
captarás, te harán pasar a la trastienda. Allí te desnudarán, tumbándote entre
201
las pilas de sábanas y ropas para darte una sesión de amor como no has
soñado ni en tus mejores noches solitarias.
-¿Sííííí? ¿En serio lo crees?
¡¡¡¡Yuhhhhhhuuuuuuu!!!!
Ese instante en el parque pasará a los anales de mi Historia como el
más feliz del año.
Como se comprenderá, pasadas veinticuatro horas de mi entrega, no
fui a recoger la ropa a la lavandería. Pasaron otras veinticuatro y tampoco. A
las siguientes veinticuatro me lancé al abismo. Eran las cinco de la tarde en
punto cuando me decidí, acompañado de Galeón. Cuando estaba ya en la
calle a la misma distancia de quince metros, miré al suelo, al perro pastor.
¿Qué hacía allí? Si las Zorras me invitaban a la sala de máquinas a gozar,
estaría toda la tarde y quizás la noche retozando y aprendiendo, Galeón,
atado al árbol, se impacientaría, comenzaría a ladrar, alertaría a algún
vecino, que entraría en la lavandería para ver qué pasaba conmigo y con mi
perro. Vuelta al apartamento, el perro a la terraza, y... A la calle. Corrí los
flecos. Las dos mujeres estaban en la misma posición que el día en el que
vine a entregar la ropa y la carta camuflada. Parecían serias. Recordé que
ante un aprieto la táctica más eficaz era la que precisamente mi padre
condenaba: negar la evidencia. Negar, negar hasta el agotamiento. No
sonrojarse. Mantener el tipo, llevarse las manos a la cabeza utilizando el
cuerpo como ayuda para dar credibilidad a la actuación. En eso me estaba
conviertiendo, en un actor. Bocalinda se levantó y depositó la ropa en el
mostrador, esta vez no en un rebuño sino en una bolsa de plástico. Me
extendió la factura. Yo no tenía dinero. Ni un maldito duro en el bolsillo. La
ropa limpia había que abonarla. No dije nada y miré la factura haciéndome
el distraído, pero notaba que las dos mujeres me contemplaban fijamente.
¡Dios, qué angustia! Instantes de tensión en los que un segundo duraba una
hora y así sucesivamente; por no oírse no se escuchaba ni la música de
fondo en los dos pequeños altavoces. Metí la mano en el bolsillo derecho
con lentitud mientras miraba al techo. No había cuartel: nadie decía nada, ni
un murmullo. La saqué emitiendo un tchhh, tchhh, que significaba: vaya,
creo que he olvidado el dinerito en casita. ¡Qué despiste! Continuando la
actuación, introduje la mano izquierda en el bolsillo izquierdo ralentizando
mis movimientos al máximo. Entonces, antes de sacarla, Viejoputón dijo:
-No te hemos lavado esto -y sacó la carta-, porque la tinta se puede...
¡Correr! Y sería imposible leer nada. Ya sabemos cómo son los clientes,
olvidan cartas, billetes, sellos, y muchas más cosas en los bolsillos, y luego
vienen a reclamar. Luis, ¿te importaría pasar con nosotras un momentito
aquí detrás?
¡¡¡¡Bieeeeeeeeeeeeeeeeeennnnnnnnnnn!!!!
¡¡¡¡Funcioooooooooooooonaaaaaaaaaaa!!!!
No lo podía creer. Me iba a la sala de máquinas con las Zorras.
-Sí, claro.
La sala de máquinas era tal y como yo me la había imaginado, incluso
mayor. Pilas de sábanas y ropa limpia amontonada, silenciosas máquinas de
202
lavar industriales, planchadoras con rodillos por donde pasaban las sábanas
y otras prendas, todas de cama; una mesa, de tamaño grande, donde
cabíamos todos, que utilizaban para planchar a mano ropas delicadas. Sillas.
Las dos mujeres se sentaron en ellas. Yo supuse que también me debería
sentar, por algún sitio había que comenzar.
-¿Cómo te encuentras?
Jugaba con las uñas como terapia de choque para calmar mi ansiedad:
clik, clik, clik. El choque de la uña del dedo gordo con las de los otros
dedos. Pues hasta ese ínfimo sonido se escuchaba. Las dos clavaban sus ojos
en mí. Yo no debía hacer lo mismo, no debía imitarlas, al fin y al cabo yo
había sido el que había dado el primer paso, que fueran ellas las que diesen
el segundo y definitivo empujón. Lo tenían fácil, carajo, me tenían allí,
encerrado, dispuesto. La carta no podía estar más clara. Os quiero, os
necesito.
-¿Cómo te encuentras?
-Bien, me encuentro bien, ¿por qué?
-Sentimos que tengas una enfermedad, no lo sabíamos, en serio, tu
padre nunca nos dijo nada. La verdad es que nos ha impresionado mucho la
carta, de verdad, a las dos, y quiero decirte algo. Mira...
-No, de verdad, no importa. Me encuentro mejor, en realidad no es
nada, quiero decir, tengo tiempo -bajé la cabeza-. No sé cuánto pero...
-¿Cuál es? Quiero decir, ¿qué enfermedad degenerativa tienes?
-Es una... enfermedad degenerativa de... los cartílagos.
Mierda. ¿Dónde estaban los cartílagos? ¿Por qué tuve que decir
cartílagos?
-¿Cartílagos? ¡Dios mío! ¿Ambos?
¿Ambos? ¿Cuántos cartílagos pensaba esta Zorra que yo tenía? Yo
creí que en cuerpo humano había varios cartílagos, decenas de ellos. Con lo
fácil que hubiera sido poder escoger otra palabra que dominase, como ojos o
intestinos.
-Sí, bueno, yo no lo sé exactamente, no soy médico, pero me han
dicho en el hospital que puede ser de herencia. En mi familia ha habido
varios casos.
-Una vecina de mi madre -intervino Bocalinda-, sufría algo parecido,
no eran los cartílagos sino la epidermis. ¿Cómo los sientes?
-¿A quienes?
-Me refiero a los cartílagos.
-Ya, pues no me duelen... A veces...
Me acaricié el pecho como para palparlos con mi mano, pero los
cartílagos también podían encontrarse en la cabeza. Me acaricié la cabeza y
la espalda por si acaso. Estuve a punto de acariciarme el miembro pero allí
seguro que los cartílagos no se encontraban.
-La mujer que yo te digo, vecina de mi madre, sufrió bastante, sobre
todo los dos últimos años, pero no te alarmes, no, ¡por Dios! Ella era mayor.
Su marido no la hacía demasiado caso y el tratamiento era doloroso.
Consistía en unas dosis de tabletas diarias extremadamente fuertes mas unas
203
sesiones semanales de quimioterapia que quieras o no, agotan las células.
¿Tienes que ir tú a quimioterapia por los cartílagos?
-No, no. Para los cartílagos no hace falta quimioterapia. En serio, no
quiero asustaros, mis cartílagos están bien, quizás algo gastados pero todavía
funcionan. Tomo píldoras, muchos zumos y verduras. La alimentación es lo
más importante.
Esa frase la había escuchado tantas veces.
-Lo más importante es que te tranquilices. Una enfermedad
degenerativa no significa forzosamente que vayas a morir mañana mismo,
no hay que desesperarse. Déjame decirte algo: la fe en la vida es lo que
decide nuestros destinos, más que los doctores, las verduras y las
quimioterapias. Y esa fe en la vida viene dada por Dios. Sí, por él, por
Jesucristo. Él tenía una inmensa fe en la vida, y por eso entregó la suya, para
salvar la nuestra.
Sí, claro, pero Jesucristo no tenía una enfermedad degenerativa en los
cartílagos. ¿Cuándo nos desnudábamos?
Viejoputón continuó:
-Una amiga mía deseaba con ansiedad un hijo. Su marido y ella
pusieron todo el empeño del mundo en tenerlo. Ya sabes cómo son las
parejas cuando se aman y quieren crear la vida, una vida nueva. Mas el niño
no venía. Dios no parecía querer otorgarles el derecho a criar un ser nacido
de su vientre. Mis amigos insistían y visitaban doctores, en Europa y en
América, y nadie podía darles una solución. Hablaban de fecundar un ser in
vitro, de adoptar un chavalín del Tercer Mundo, ya sabes, las cosas que se
suelen hacer cuando no se pueden tener hijos de la manera natural. Un día,
mi amiga, hastiada de visitar centros y visitar expertos que en nada la
ayudaban, decidió aislarse del mundo y encerrarse en ella misma, en una
palabra, meditar sobre su vida, el significado de traer un ser a la tierra, la
relación con su marido al que amaba por encima de todas las demás cosas
pero al que no podía dar plena satisfacción. No deseaba culparse y sin
embargo lo hacía, no conscientemente, claro está. Su marido la interrogaba,
estaba preocupado con aquel repentino cambio de actitud que le
desorientaba. Una noche, pasado el tiempo, ella le pidió que la sacase a
cenar, y cuando estaban a los postres, dejó la cucharilla encima de la mesa y
le miró a los ojos, le miró con intenso amor, y le preguntó: ¿quieres de
verdad que tengamos un hijo? El marido contestó: sí, sabes que lo deseo con
toda mi alma. Y aquella noche concibieron el ser que tanta felicidad les ha
dado.
¿De qué hablaba? Nada comprendí.
-¿Comprendes?
-Sí.
-¿El qué comprendes?
Recapacité.
-Que esa noche hicieron el amor y tuvieron un hijo.
-¡Exacto! Hicieron el amor. El-a-mor. Y es porque todos nuestros
actos, si queremos que sean puros, deben venir a través del amor, no a través
204
de los doctores y de las quimioterapias. Mi amiga puso su último bastión en
el amor, en el puro y sincero amor, que es algo que no se compra ni se vende
porque viene dado por Dios. Gratis. Es el amor a la vida.
¿Y bien?
¿A dónde nos dirigíamos?
Hubo un silencio en el que yo me avergoncé de tener una enfermedad
degenerativa.
Viejoputón se levantó.
-Sé que lo tienes que estar pasando muy mal, pero ten fe y no te
preocupes, nosotras te ayudaremos en lo que necesites. Empezaremos hoy
mismo. No hace falta que nos pages la ropa que te hemos lavado.
Me dio un beso en la mejilla. Bocalinda se levantó e imitó el gesto.
205
La sinrazón de amar a una poetisa lesbiana.
Yo estaba harto del invierno. El invierno estaba harto de mí. Como yo
no tenía dinero para mudarme ni para alimentarme, se mudó él. Vino la
primavera. Aunque parezca mentira, no me enfadé por la estúpida actuación
de las Zorras. Un beso. Menos da una piedra, menos da un perro.
La juventud lo justifica todo: un acto vil y felón, si se comete cuando
se es joven, es medio acto vil y felón.
La primavera era la estación incertidumbre. Los perros y los humanos
aguardaban a que el invierno madrileño emigrase para recibir a la primavera
con la esperanza de que sus vidas sentimentales incrementasen el ritmo. O
comenzasen. Hasta yo me curé de mi enfermedad degenerativa, a pesar de
seguir sin saber en que lugar exacto de la geografía se encontraban los
cartílagos.
No tenía dinero. No tenía coñac. No tenía curry. No tenía arroz. No
tenía macarrones. No tenía padre. No tenía madre. No tenía amor. ¿Se podía
estar peor? Indudablemente, pero no en Madrid. Cuando no se poseía nada
más que un parque con sobrenombre asiático, quedaba el derecho a poder
pasear por él. Algo sucedería. En los parques se habían dado las mejores
historias de amor, los mejores combates, los más suculentos crímenes.
Bajaba al parque una media de cinco veces al día, siempre con mi camarada
Galeón, que poseía a la Chucha. Sí, la poseía. Los perros macho poseían a
las perras como los hombres humanos poseían una cazuela o un Ferrari. Los
cachorros de ambos crecían y eran los dueños de una parte importante del
verde, incluidas una cueva y varios árboles formando un círculo. Era su
chalé adosado. Con la llegada de un clima soportable en el exterior, Lope
decidió que ya era hora de entrenar en el campo de batalla, no en el ridículo
apartamento espiado por Fifí. Fifí era un bicho tan presumido que no se
dignaba a jugar con Galeón y la Chucha. Los olía y salía espantado, y cada
vez que hacía esto, yo le miraba con asco y Lope le miraba con la
impotencia. Por una parte me parecía un personaje hilarante, por la otra, me
recordaba a un gran luchador cortacabezas. Disponía de variados trucos para
entrenarse: el tipo bajaba con unas bolsas unidas a unas correas que colgaba
de las ramas de los árboles. Las bolsas se movían en lateral como los
péndulos de un reloj, y Lope las ensartaba al vuelo. Colocaba un palo
vertical que no tendría ni cinco centímetros de grosor, con una base plana.
La vara era flexible y hasta con el viento se desplazaba. Bien, el espadachín
del segundo C la ensartaba con precisión. Según había oído al Sheriff,
estuvo en Francia asistiendo a unos campeonatos. Allí se desquitó de no sé
qué afrentas, ensartando a un contrincante e hiriéndolo. Fue expulsado y
expatriado a España. A punto estuvo de ser juzgado por intento de
homicidio. Cuando terminaba de combatir contra los elementos se acercaba
a mí y a Galeón y conversábamos. Hablar con él era retroceder en el tiempo,
sus temas preferidos eran los combates y los duelos, los enfrentamientos que
había tenido a lo largo de su carrera. Estando Fifí a unos metros de donde
206
nos encontrábamos sentados, Lope lanzó el florete en parábola y cayó tan
cerca del perrito que éste se quedó congelado, mirándo a Lope. Su mirada
rezumaba desprecio. Si se hubiera podido reír con estruendo, lo hubiera
hecho. El perro sabía de las ganas de matarle por parte de su dueño, pero
contaba con el apoyo moral de la mujer de Lope, y se sentía seguro. Lope
gargajeó y escupió. ¡Fallé!
¡Ring!
¡¡¡Riiiing!!!
-¿Sí?
-Hola, cielo, te invito a comer paella.
¿Era o no comprensible que estuviese enamorado de Natasha? La
chica tenía la capacidad de leer mis pensamientos y de paso el vacío que se
formaba en mi estómago a comienzos de cada estación. Me puse lo mejor
que tenía en ropa masculina, planché una camisa de cuadros y salí por la
puerta dispuesto a pegarme el gran bacanal de arroz. Nos íbamos a un
restaurante. Un tipo ténebre de una editorial la había prometido que
publicarían su libro de poesías dedicadas a la mujer. No sería una gran
tirada, pero había que celebrarlo. No se le ocurrió otra idea que hacerlo
conmigo en un restaurante del barrio especialista en paellas. Cuando
caminábamos hacia el restaurante se podía percibir a cien leguas marinas
que la chica estaba exhultante. La razón no era tanto el hecho de ver su obra
publicada como el factor de poder vivir de ello y por tanto, largarse de la
casa de sus padres, su último sueño. A la casa de sus padres la llamaba la
casa de su madre, hasta en eso contaba poco o nada el padre de las gafas
gruesas leyendo gruesos tomos. Yo me mordía los labios de risa cada vez
que me describía a su madre apretando con la vagina hasta ahogar a su
padre. No sé si era una figura metafórica o si la había visto intentar ahogar a
su padre entre las piernas. Muy posible que fuese esto segundo. Me sentía un
rey caminando con ella a solas, a solas me refiero sin los perros, sin Galeón
y sin Bormann. El animal padecía una de sus peores crisis depresivas y
llevaba sin salir del balcón varios días. Natasha quería perder de vista todo
aquello: cuando alquilase un piso, no volvería a tener perros. Como mucho,
un gatito. Mi capacidad de disimulo cuando estaba con ella era grandiosa. Si
me daba la mano con cariño, yo la soltaba a la mínima oportunidad. Si ella
era lesbiana, pues yo homosexual. ¿Significaba ésto que anteponía el orgullo
al amor? No. Significaba que anteponía el orgullo al fracaso. Para no sufrir
una derrota lo mejor era no tentarla.
Descubrir un restaurante experto en arroces en mi propio barrio me
produjo tristeza. Yo no me podía permitir comer allí, y como las
circunstancias se diesen adversas, pronto no podría permitirme ni comer. Me
sentí todo un hombre cuando la quité la cazadora y se la pasé al camarero
para que la colgase en el perchero. Nos sentamos. Natasha sabía sonreír. La
sonrisa de la poetisa lesbiana tenía el mismo poder que una carga de
caballería, y sus efectos en mí, más devastadores. El camarero nos preguntó
si deseábamos algo de beber, ella respondió: vino, y bueno, por favor. Ella
207
se reclinó en la silla y la dejó sobre dos patas, contempló el restaurante, otras
mesas, otra gente; estaba satisfecha.
-Hace días que no veo a mi hermano, no aparece por casa y mi madre
está preocupada.
-Desde que le robaron la moto yo tampoco le he visto, pero no te
preocupes, estará bien, sabe cuidarse. Se enfadó mucho cuando vio el
candado de la moto partido.
Cierto. Mucho.
-No, si yo no me preocupo, pero mi madre me da la murga. ¿Yo que
puedo hacer? Él sabe cuidarse, estará de viaje, por hay, con sus amigos
triturando personas. Tiene un cerebro, que empiece a usarlo. Si le han
robado la moto, mala suerte, esas cosas pasan en la ciudad. Él también ha
robado, y de lo lindo. Antes del verano estaré fuera del barrio, de la casa de
mi madre. ¿Qué te parece?
-Bien, me parece estupendo, es lo que buscabas, ¿no?
Un infierno. Me parecía mal. ¿Qué quería? ¿Irse a vivir con algún
marimacho de pelo trasquilado y nudillos de hierro que la cuidaría, la
amaría, la inspiraría? ¿Y la explotaría? ¿Y la zurraría?
Me arrepentí de haber ido al restaurante del arroz con ella. Más
saludable era pasar hambre en soledad que comer arroz con una torturadora.
Llegó el arroz, llegó en una paellera negra y brillante con limones
incrustados en sus bordes, la misma paellera que Mazo y sus hijos se
zampaban en la costa con el Land Rover aparcado a la sombra. Desde mi
llegada al barrio nunca había intentado cocinar una paella. La razón era bien
sencilla: no me atrevía. La paella llevaba demasiados ingredientes que se
cocinaban a destiempo, llegaba incluso a llevar ingredientes opuestos como
la carne y el pescado. La paella del restaurante llevaba pollo, calamares,
verduras, gambas. Natasha sabía comer, sabía llevarse el tenedor a la boca y
masticar como si no estuviese haciéndolo. Comía con erotismo, que ya era el
colmo. Mi hambre era voraz. Yo en esa época siempre tenía hambre, y
cuando digo siempre, recalcar el adverbio porque no aludo a que
frecuentemente mi estómago hacía cro, cro, cro. No. Me estoy refiriendo a
que cada una de las veinticuatro horas del día pasaba un hambre enfermiza.
Los alimentos y lo que se relacionase con ellos ocupaban la mitad de mi
cerebro. Suerte que disponía de la otra mitad para el resto de los aconteceres
de la vida. Me carcajeaba yo de las charlas de mi abuelo al calor de la
lumbre sobre el hambre que sufrió la población de la posguerra. Al menos
ellos disponían de cartillas de racionamiento.
Me resultaba vergonzoso ir a un restaurante con Natasha y no abrir la
boca más que para engullir. Debería haber dicho algo, un comentario, un
chiste, preguntarle sobre su poesía y sus influencias, pero el arroz amarillo
no se apartaba de mis ojos ni de mi boca. Yo estaba acabando mi primer
plato cuando ya me servía un segundo. Mañana era mañana. Hoy había
arroz. En abundancia. ¿No bebes vino? Me preguntó la poetisa; por
supuesto. Bebí, me serví otro vaso, y también me lo bebí, y comencé a notar
sus placenteros efectos, no tan drásticos como el coñac. Más etéreos,
208
volátiles. Era tal mi nivel de hambruna heredada de los años de la posguerra,
que cuando Natasha pronunció las palabras mágicas: no puedo más, me
alegré. Fue un alegría de baja estofa, como cuando un hombre se alegra de
que su amada se rompa el tobillo porque la noche anterior no ha querido ella
satisfacerle. Así me puse yo de contento al saber que no sólo podría
restregar la paellera a placer, sin competencia molesta, sino que contaba
como reserva los restos del plato de la más bella poetisa de Madrid. Me los
comería con su tenedor.
Cuando acabé, ella me preguntó si quería más. Vamos, Luis,
aprovecha, que un día es un día y no siempre podré venir al barrio a invitarte
a una hartada de paella. No, gracias, contesté, pero sí, aún tenía espacio
suficiente en el estómago para al menos, dos platos más. Así era yo.
De postre comimos helado de tres bolas con un plátano dividido en
dos cubierto todo ello de crema y nueces con un río de chocolate espumoso:
Banana Split. Una tarde, en compañía de mi madre, a la salida del colegio,
casi me mata de la sobreindigestión que agarré por adicto. Nunca me
sobrepuse. Si algún deseo albergaba de trabajar en los años venideros era
para gastarme el primer salario en un festín de arroces, con Bananas Split a
tutiplén. Sería el primer salario y el último.
¡Qué gozada inflarse a comer y no pagar!
Con cualquier otra persona no hubiera sentido el más mínimo
remordimiento al ver acercarse la cuenta y no inmutarme. Pero Natasha era
la Mujer Noble y Generosa. El camarero llegó con un platito y la servilleta
ocultando la cuenta: Natasha echó mano al bolsillo. Al verla hacer este gesto
sin mirarme, el concepto de caballerosidad me atacó por sorpresa, no era el
lugar ni el momento pero lo hizo. Pregunté ¿cuánto és?, a la que yo también
introducía la mano en el bolsillo. Absurdo, porque estaba vacío, pero quise
mostrar mi interés por pagar sabiendo de sobra que ella diría: no, no, invito
yo.
A partir de esa comida yo tuve la inclinación a pensar que Natasha
estaba enamorada de mí pero que por algún oscuro motivo no se atrevía a
decírmelo, o no podía. Quizás una asociación combativa de lesbianas la hizo
jurar al fuego que jamás amaría a un hombre.
209
En la España del siglo XXI se pasaba hambre. Yo la pasaba.
Me vi obligado a lanzarme a la delincuencia.
El invierno no era para el aprendizaje, llovía, hacía frío, nevaba, las
ganas de desafiar a los tenderos se elevaban a los cielos con el vaho. La
primavera era distinta. Los tenderos sacaban los productos a la calle y ahí
era donde entran en acción los Ladrones, la casta humana a la que no le
atraía pagar los artículos que adquirían. Miraba a Galeón, veía en él los ojos
del hambre en pocos días; por el contrario, podíamos darnos por satisfechos
con tan poco. Un paquete de esto, unas latas de lo otro, unas cajas de
congelados, unas especias que no valen un céntimo y que nos hacían felices.
La palabra robar conllevaba carga de heroísmo y aventura. De desafío. Las
cárceles estaban llenas de hombres y mujeres que pensaban lo mismo que yo
y lo llevaban al terreno.
En la España del siglo XXI se pasaba hambre. Yo la pasaba, y con
creces. Unos decidían dar el salto y robar, otros no. El hambre llegó sobre
todo a partir de las Navidades. Al principio fue un toque de atención que yo
escuché pero que no me tomé muy a pecho pues estaba convencido de que
con la llegada de Jesucristo vendría también la llegada de Mazo. Las
navidades pasaron y después el invierno. El marino seguía perdido entre el
oleaje de las sábanas caribeñas. Yo llegué a pensar que había muerto. Sus
otros hijos debían comer en abundancia para que desatendiese así a los
peninsulares. Me jugué el todo por el todo antes de efectuar mi ingreso en el
Mundo del Robo: Roberta. Sí, el carnicero y tendero con tupé y cadena al
cuello me fiaría un lote de comida valorado en una cifra importante de
dinero.
Me vino al pelo. Tumbado en el sofá, acariando a Galeón con los pies,
enchufé la televisión en blanco y negro. Echaban una película antigua de
ladrones en la que la banda sonora gritaba:
Soy un perro callejero,
Y yo digo que más dá,
Vivo solo y como puedo,
soy muy duro de pelar.
¡Soy un perro callejero!
Vivo solo y como puedo.
Si yo hubiese nacido en otro contexto familiar tengan por seguro que a
esas alturas yo estaría empuñando una metralleta sembrando el pánico. Se
suponía que ese era el sueño oculto de la mayoría de los hombres:
Mi banda y yo aguardábamos impacientes pero serenos en el interior
del auto cuando el reloj marcó las ocho y media en punto de la mañana. Para
los demás, hora de trabajar, para mi banda y yo, también. Jaime
Quiebracuellos al volante, Juan Pedro Asaltaviejas de copiloto, y yo, Luis
Hartosopas, observábamos con detenimiento las puertas del Banco de
España. Dos empleados uniformados las abren desde el interior, justo en el
210
momento en el que un coche de policía pasa a nuestro lado. Ahí se
demuestra la sangre fría: Juan Pedro les guiña un ojo. Jaime apura las
últimas gotas de su petaca de coñac que siempre llenaba antes de dar un
golpe. Unos chasquidos secos que resuenan por toda la avenida delatan que
cargamos la artillería y nos preparamos para el asalto. Salimos del auto. Las
armas van ocultas tras los abrigoss. Unos metros antes de entrar Juan Pedro
reparte entre la banda unos pasamontañas negros que nos ocultarán de las
cámaras. Dentro, caminamos los tres en línea hacia el ascensor del final
pasillo. Trabajadores y ejecutivos del banco salen y entran de los despachos
sin olerse el vendaval que se les viene encima. Uno de ellos saluda. Nuestros
ojos, fijos en los botones rojos del ascensor, que ya se ven. Entramos en él.
Con nosotros, una señorita que despide perfume por las cuatro bandas.
Zapatos de tacón de aguja, falda ajustada. Nosotros ni caso. A lo nuestro.
Juan Pedro oprime el botón de uno de los sótanos: el ascensor se pone en
marcha. La señorita está próxima a la puerta, nos da la espalda. Al tocar el
ascensor el freno, los tres al unísono nos colocamos los pasamontañas,
abrimos los abrigos y dejamos al descubierto las metralletas. Otro
chasquido. La señorita se vuelve. Cuando nos ve, lanza un grito aterrador.
Pasamos por encima de ella y tomamos al guarda jurado como rehén, y de
ahí, a la cámara. Los empleados abren las compuertas blindadas mientras
Juan Pedro y Jaime rellenan las sacas. Yo vigilo. Ya está. Dejamos al guarda
jurado y yo tomo a la señorita. Subimos en el ascensor sin abrir la boca, sin
respirar. La señorita está angustiada, emite palabras de piedad y perdón. Ni
la miramos. Una vez en el largo pasillo, con ella cubriéndonos, avanzamos.
Los empleados han formado un pasillo humano por el que caminamos
aprisa. Nos abren las puertas. Corremos al coche sin marca. Yo, antes de
introducirme en él y tomar vuelo a Brasil, me quito el pasamontañas y la doy
un beso en la boca. Ella se desploma.
Si alguien no ha soñado esto alguna vez, o es un cobarde o es un
mentiroso.
Entendí lo que nos quisieron explicar en el colegio sobre la diferencia
de clases sociales. ¡Pues por supuesto que existían diferencias! Una riada de
personas, hombres, mujeres, niños, niñas, entraban en la tienda con las
manos vacías y salían de ella con las bolsas llenas. Lo que yo hubiera dado
por poder entrar en la tienda y pedir artículos a mansalva. Daba vueltas en
círculo porque no me decidía a entrar, había demasiada gente en el interior,
y con lo escandaloso que era Roberta, gritaría en medio de la masa:
-¡Pero, señorita! ¿Otra vez quieres que te fíe?
Roberta me vio a través de la cristalera pulular por su tienda. Puede
que le hubiese inspirado pena, el caso es que puse a andar y a dar vueltas por
el barrio, pensativo. Me consolé con la idea de que según avanzaba el buen
tiempo, el organismo necesitaba menos alimentos y mayor cantidad de agua.
El agua, en aquella época, todavía era gratis. O por lo menos no llegaba un
tipo a la puerta sosteniendo una lista con facturas. El tener hambre me hizo
establecer una barrera entre los demás seres humanos y yo. Los demás tenían
problemas porque suspendían asignaturas en el colegio o sus maridos no las
211
entendían ni satisfacían; problemas como los que tenían chicos de mi edad
confundidos por su futuro, qué carrera elegir o si dedicarse a vaguear los
próximos lustros; hombres y mujeres abandonados por sus hijos en los
asilos y en las residencias de ancianos; perros expulsados a la calle al llegar
el verano; perras canijas preñadas de perros descomunales. Pero todos,
todos, tenían algo que llevarse a la boca. Todos menos yo. De ahí las dos
categorías: ellos por un lado, yo por otro. Antes no había caído en la cuenta
de la multitud de tiendas existentes en el barrio dedicadas al tema de la
alimentación. Luchaban entre ellas por atraerse a los clientes, lucha que me
pareció titánica y en cierta manera una pérdida de tiempo, pues había más
tiendas que personas. Conté las tiendas para alimentación de perros y gatos.
Diez en mi largo paseo. Diez malditas tiendas que surtían al barrio de
bolsitas de bolas vitaminadas, huesos con sabores exóticos, latas para gatos
que parecían conservas de caviar. Me hubiese tomado una y me hubiese
quedado tan pancho. Me detuve en una de dichas tiendas. Había de todo, de
todo menos curry para perros; decidí entrar en ella, total, no me ataba nada
en la vida y tenía un perro como excusa.
La chica que atendía el establecimiento llevaba una bata blanca.
Hablaba con la señora de turno que quería la mejor lata de comida para su
pobre perrito, que en los últimos días no la comía bien. No me come bien mi
pobre Lulú, ¿qué crees que puede ser?, lo rechaza todo y me está volviendo
loca. He probado con jamón de york porque sé que es de los alimentos que
más la gustan, pasteles, hasta la cociné una receta especial con carne de
ternera triturada y salsa de zanahorias, pero nada, no quiere comer, ¿qué me
aconsejas? ¿Ha probado usted la última novedad de la marca Perromenú?
Está compuesta de las mejores carnes y verduras del país, despide unos
aromas especiales que despiertan el hambre en los perros que no tienen
apetito. La señora ojeó la lata y se concentró en los ingredientes. ¿La carne
es de ternera? Mira que a Lulú solo le gusta la carne de primera, pues no es
lista ni nada para la calidad de la carne. ¿Sabes?, las latas no me gustan
porque contienen conservantes, no son sanos, no me fio de ellos. Bueno,
contestó la dependienta, ésta contiene algunos conservantes porque para eso
es una conserva, pero son conservantes beneficiosos. ¿Beneficiosos? Sí, no
son dañinos para la salud de los perros, no son como los que llevan las latas
de los humanos, ya sabe, E-347, F-106, protociglatos y butanopropanatos.
Eso mata la salud. Esta marca no utiliza nada de todos esos venenos. No sé
no sé, me da más disgustos Lulú que los hijos, de verdad te lo digo. Si mis
niños, tengo dos, digo, si mis niños no me comen, les doy cualquier cosa y
listo, pero los animales son, cómo decirlo, más sensibles a la calidad de los
alimentos, y como lo pobrecillos no pueden expresarse. Yo digo a Lulú,
digo: Lulú, ¿qué quieres que te ponga?, y la saco de la nevera varios
productos diferentes para que con el olfato me indique qué es lo que quiere,
pero ni aun así, ¿puedes creerlo?
-Curry.
-Huuyyy, chico, ¡si no te había ni visto!
-Ya, es que estoy muy delgado.
212
-¿Qué has dicho, chico?
-Dele curry, curry con chili. Mire mi perro, tenía el mismo problema,
no quería comer. Yo insistía y hacía lo que usted hace, le ofrecía de todo,
hasta que un día un veterinario amigo de mi madre me contó que lo mejor
para los perros que han perdido el apetito es mezclar la comida con curry y
chili, que lleva proteínas y vigorizantes. Despierta el estómago como si
fuese un volcán de fuego y lava.
-U n volcán de fuego y lava. ¡Qué barbaridad!
-Bueno, es una expresión. Fíjese atentamente en mi perro. ¿Diría usted
que hace dos meses no pesaba ni veinte kilos? Pues le juro que ya tenía en
mente llevarlo al veterinario para que lo ejecutase.
-¿Para qué?
-Para que lo matase, era la mejor solución. Yo no podía levantarme
cada mañana y ver que el perro se iba consumiendo día a día, hora a hora,
minuto a minuto. Apenas era capaz de sostenerse por sus propias patas. Fue
cuando el veterinario amigo de mi madre me contó lo del curry con chili. Lo
probé y ya el primer día ya note la diferencia. Tenía energía, cómo decirlo,
el curry con chili había hecho el efecto de una resurrección. El perro, así de
sencillo, volvió a la vida.
-¡Dios santo! ¿Y cómo dices que se llama lo que le diste a tu perrito?
¿Lo que te aconsejó el veterinario amigo de tu mamá?
-Curry, curry mezclado con chili. Mire, si quiere se los escribo, deme
un papel. ¿Ve que fácil? Pues esta tontería salvará a su perro más que todas
esas conservas que en realidad no son más que despojos de otros perros
callejeros muertos y empaquetados.
-Eso no es cierto -interrumpió la chica de la bata blanca-, lo que
contienen las latas son ingredientes de primera.
-Perdona, chica, pero este veterinario amigo de mi madre, que llevaba
ejerciendo cuando tú no habías nacido, nos contó a mi madre y a mí un
domingo lluvioso al anochecer, que el noventa por ciento de las latas llevan
restos de perros y gatos callejeros ejecutados. Señora, hágame caso, vaya
usted al mercado, compre una bolsa de curry mas un paquete de chili y
sofríalos con cebolla, sin miedo. Luego mézclelo con la carne y el arroz y si
su perro no cambia de actitud, yo mismo le abonaré lo que el curry y el chili
le costó.
-Dios Santo, chico, muchas gracias, muchísimas gracias, lo pruebo
hoy mismo.
La vi alejarse contenta, meneando un culo del tamaño de la popa del
Queen Elizabeth en dirección al mercado. Su perrita Lulú iba a cagar agua
marrón en la alfombra por tres días y tres noches consecutivas. Eso se
consideraba un cambio de actitud.
Me aburría. Caminaba por el barrio y me daban ganas de fastidiar a la
gente, no deseaba hacerles daño físico o moral, era un sentimiento de
venganza. Ese día, si me hubieran colocado un micrófono en el estómago y
subido el volumen a diez, los viandantes del barrio hubieran pensado que los
rusos se habían reorganizado y atacaban occidente. Galeón me mordió una
213
pierna, que significaba que bastaba ya de pasear como dos pensionistas. De
camino a casa me faltaba por cumplir mi última misión: ir al ultramarinos de
Roberta y pedir clemencia. Roberta era homosexual y podía darse la
coincidencia de que estuviese enamorado de mí. ¿Por qué no? Esperé a que
a través de la cristalera la tienda se encontrase lo más vacía de clientes
posible.
-¡Señorita de Muruza! ¡Qué sorpreeesa! ¿Qué te pongo?
-En realidad, nada, venía a ver si me puedes fiar.
-Ahá. Fiar. El verbo prohibido. Señorita, mira, te voy a enseñar una
cosita que te va a encantar. Es un botesito, y contiene un montón de facturas
tuyas y de tu padre, que ya sé que es un gran marino y va a dar la viiiiida por
la patria, me rompe el corasón, pero antes de que dé la vida se podía pasar
un segundín por la península y pagarme lo que me debe. Encanto, mira clavó en seco un cuchillo en la madera:-, yo vivo de ésto, bueno, de ésto y
del rockanrol, porque yo tengo una banda de rockabilly, ¿no lo sabías? Sí,
más duros que los Meteors, ¿sabes quienes son los Meteors? Bueno,
señorita, mucho más duros que ellos, pero, ¡ay! todavía no somos famosos, y
nesesito el dinerito. ¿Captas? Pero tú me gustas, me caes simpático y por esa
rasón, sólo por esa, te voy a fiar una pequeña cantidad de surtidos.
Galeón ladró, tenía hambre.
Yo tenía la certeza de que antes de estirar la pata, el perro se olvidaría
de camaraderías y me devoraría. O yo a él.
La ambición se apoderó de mí. El deseo de ampliar el botín me hizo
dar el salto definitivo a la delincuencia. Había que tener en cuenta que esos
alimentos tan bien ordenados, contados y clasificados encima de la mesacamilla, más pronto o más tarde se agotarían. Me apetecía hacerlo. Ansiaba
conseguir algo gratis por mí mismo, sin la ayuda de nadie. Si lo conseguía
sin acabar entre rejas, estaba salvado. Nada me detendría, porque ésto
significaba que estuviese donde estuviese, sin dinero, sin perspectivas,
mientras hubiese una tienda abierta, yo, Luis, sobreviviría.
El supermercado o las tiendas individuales: el dilema. Pongamos que
me decidía por el supermercado que estaba en la calle perpendicular a la
nuestra. Un centro de compras apacible y sin pistoleros armados en la puerta
con ganas de volarle los sesos al primer atrevido que hurtase un paquete de
chocolatinas. Una de las ventajas del supermercado era que habiéndome
decidido a birlar un producto, me lanzaba por él, una señora gorda aparecía,
me retiraba y atacaba otro producto de otro pasillo. Era como saltar de
tienda en tienda. La desventaja de decidirme por el supermercado era su
tamaño y el número de trabajadoras que había en su interior. Distinguibles
por la bata rosa. Pero más de quince. En la tienda vulgar del barrio no había
mucho dónde escoger. Al decidirme por un producto debía completar la
acción. La huida era sencilla: la calle para correr. Debido a mi delgadez, era
capaz de correr cien metros en menos de diez segundos y sententa
centésimas.
Celebré un festín e invité a Natasha. Invité también a Juan Pedro, que
lograba ponerme celoso con sus ocurrencias y sus chistes. El escritor
214
violento aprovechaba que estaba delante la poetisa para inspirarse con sus
agudos comentarios sobre comida, política o literatura. Él escribía sobre el
robo, mas yo estaba a punto de convertirme en un ladrón. Me sentí diferente
a ellos; bien, los tres éramos amigos y a los tres nos gustaba comer arroz,
también poseíamos perros a los que bajar a la calle. Yo, mientras les veía
devorar el arroz que había cocinado para ambos, me preguntaba de dónde
sacaba el escritor de temas violentos el dinero. Vaya con Natasha y Juan
Pedro, se estaban inflando a comer. ¿Qué era ésto?¿La revancha? No
importaba, Pronto todo se me vería devuelto. Con creces.
215
Me atraparon robando y no me delataron.
Como escritor yo sería un desastre total, como dibujante de planos no
lo era tanto. Me lo comentó un profesor de dibujo técnico del que ni
recuerdo nombre o cara, pero sí sus palabras: Luis, no se te dan mal los
planos, deberías pensar en ser ingeniero. Mire, señor profesor, debería
haberle contestado, yo, de toda la lista de prioridades que estoy elaborando
para mi futuro, la última es ser un condenado ingeniero. Si ser ingeniero
conllevaba tanto prestigio, ¿por qué eran tan feas las casas en España?
Incluida en cabeza la de la calle Segunda República. Pues me largué al
supermercado de la calle perpendicular a la nuestra. Era un supermercado de
los llamados Sumaplus, de descuento, todos los productos eran Sumaplus,
hasta la carne y el pescado llegaban de vacas y peces Sumaplus. Un
supermercado de barrio con dependientas teñidas de rubio que conocían a
los clientes, papás haciendo la compra los sábados y domingos para
equilibrar la balanza, etc, etc. Perros. Animales de todas las razas aparcados
en unos ganchos que Sumaplus había puesto a disposición de los clientes
con bichos, como yo. Si iba a robar en el supermercado Sumaplus, al menos
debería saber dónde estaban los alimentos que serían mi objetivo, no ir por
los pasillos a lo loco tropezándo con señoras gordas con carrito. A Galeón
no le apetecía ir a la calle, se olía que nos disponíamos a dar uno de los
clásicos paseos que tanto aburrían al animal. Se resistía. Sin embargo,
estábamos juntos para lo bueno y para lo malo. Puede que aparcado en los
ganchos del supermercado conociese a una perrita y así poder combinar su
amor con el de la Chucha.
Entré en el supermercado con un cuaderno de hojas A-4 y un
bolígrafo. Nada más hacerlo, ya hice el primer boceto: tres cajeras a la
izquierda, la entrada automática a la derecha. Atención, escribí, las puertas
se abren hacia dentro, no hacia fuera. Una fila de carritos a los que para
acceder había que depositar una moneda en la ranura. Yo no tenía monedas
para gastar en tonterías, pero fijándome, noté que al devolver el carrito se
devolvía la moneda. Entonces inspeccioné uno por uno todos los carritos por
si algún imbécil se había olvidado de recoger la moneda. En efecto, porque
dos ineptos se habían ido con la bolsa de la compra llena abandonado la
moneda. Dios bendiga a Sumaplus, dije, y me guardé las monedas.
Dentro del rectángulo que comprendía el establecimiento, dibujé la
repisa de la derecha, en la que había todo tipo de panes, blancos, negros,
vegetales envueltos, una pesa automática para quienes quisieran cogerlos a
mano. Cebollas había. Uno de los datos que requería eran las medidas del
recinto. Yo no acertaba a calcular exactamente cuánto medía un metro
comparándolo con una zancada mía. A una de las dependientas con la bata
rosa y el signo S de Sumaplus en la espalda la pregunté dónde estaban los
metros. En la tercera repisa, y me acompañó. Allí, extendí uno en el suelo
hasta que llegó a la medida buscada: cien centímetros. Pedí la dependienta si
216
por favor podía sostenerlo abierto en el suelo mientras yo medía una
zancada. La chica, rubia de bote, me preguntó:
-¿Para qué quieres medir una zancada tuya?
-Claro. Para calcular mi proceso de crecimiento.
La chica se hechó a reír, confundida.
Una vez supe que una zancada mía era casi un metro, ya podía medir
el establecimiento a base de zancadas. La primera repisa del extremo de la
derecha contenía frutos secos, cafés, tés, y al final, especias, entre ellas,
curry y copos de chili. Se me heló el corazón. Había curry de la India, de
Turquía, curry inglés, sudafricano, con ese color amarillo tristón que hizo
que a poco se me saltara una lágrima. Lo anoté en el mapa con el signo de c
mayúscula. En la de enfrente, pastas, arroces, legumbre empaquetadas; una
repisa muy valiosa. Me entretuve observando las diversas clases de arroces;
desconocía que hubiese tantas: arroz corto y largo, blanco, negro; me los
llevaría todos. Las pastas italianas: descubrí paquetes de cinco kilos de
spaghettis, de macarrones de colores con formas trenzadas y enroscadas.
Una señora gorda casi me atropella con el carrito, que lo llevaba hasta
los topes: mientras empujaba el carro observaba el número que la habían
dado en la carnicería. Iba embalada y miraba al papelito. Por el altavoz se
iban repitiendo los números. Yo, la carnicería y la pescadería las posponía,
no eran sus productos urgentes. Todo lo que allí vendían lo encontraría en la
Latas. El siguiente pasillo contando desde la derecha era el de la latas. Latas
de bonito en aceite vegetal y de sardinas picantes, que mezcladas con arroz,
me deleitaban. Lo anoté. Me iba gustando más y más el supermercado
Sumaplus. Nadie me molestaba, todos parecían dichosos comparando
precios, zumbando de una esquina a otra con el carrito para llegar a tiempo a
la carnicería o a la pescadería. Las dependientas eran distinguibles incluso
en la niebla: llevaban una bata rosa. Abandoné el pasillo de las latas y me
metí de lleno en el del dulce: estaba lleno de señoras. Mayor cantidad que en
otros, donde el sexo se repartía a iguales. No me interesaba el pasillo en
cuestión, pero como se habrá notado a lo largo de este modesto relato, si de
algo yo disponía era de tiempo. Calculé cuál era la señora que más dulces
agarraba, a ella la daría el Premio a la Insatisfacción Sexual. A más dulces y
chocolates, mayor insatisfacción. Resultó que en los diez minutos que
estuve observando al sexo contrario enganchar dulces fue una señora de
unos cuarenta años, atractiva, la que llenó el carrito de tabletas de chocolate
y de bolsas de dulces y galletas. Quise decirla algo, pero no me lanzaba, de
todas formas, ¿qué iba a comentarla? Señora, perdone que la interrumpa,
pero me da la impresión de que es usted una insatisfecha sexual, y por tanto
ganadora del Premio que Sumaplus da todas las semanas a la Insatisfacción
Sexual. Enhorabuena. Ohhh, ¡Dios mío! ¡Muchísimas gracias! ¿Y todo éste
chocolate es para mí? ¡Gracias! Pues sí, ahora que lo dice usted, es cierto.
Mi marido es el peor amante del mundo. Fíjese, llega a casa siempre tarde, a
veces del trabajo, a veces del bar. Se mete en la cama ya con la erección
encima, me penetra en dos minutos y se queda dormido en cuanto acaba.
217
Así, diez años. Claro, que un premio es un premio. Se lo voy a contar en
cuanto regrese. ¡Muchísimas gracias! ¡Hasta pronto!
El pasillo del extremo izquierdo era el de las bebidas. Yo bebía agua
gratis, aun así, vi el coñac. Coñac español, coñac francés, alemán. La palabra
coñac escrita en letras doradas que brillaban sobre los demás alcoholes e
invitaban a abrirlas y beber un traguito. No estaba hablando ahora de robar,
sólo de tomar prestado un diminuto sorbito que a nadie haría daño. Luego,
me decidí a medir el local, a medirlo a zancadas. Recorrí las cuatro esquinas
procurando igualar las zancadas; anoté el largo, el ancho, el área, la única
fórmula que recordaba de mis dieciocho años de estudios en los jesuitas.
La tentación del coñac me venció. Antes de abandonar Sumaplus me
acerqué a la sección de coñacs. Allí seguían. Yo no entendía de calidades,
pero lo extranjero siempre era mejor: con el coñac también pasaría lo
mismo. Oteé. Izquierda. Derecha. Nadie. Atrapé una botella. Desenrosqué el
tapón. Me serví. ¡Qué aroma! El supermercado Sumaplus se embriagó con
aquel poderoso olor. Llené el tapón hasta los bordes. El borde cortante del
tapón rozaba ya mis labios cuando una voz susurró por detrás:
-¿Está bueno?
La experiencia de verse atrapado in fraganti tuvo igual efecto al de un
electroshock aplicado a la espalda. Y su respuesta, también. El coñac cayó
por mi barbilla y se extendió por la camiseta. Una línea de coñac dividió mi
cuerpo en dos. Coloqué el tapón en el cuello de la botella sin atreverme a
darme la vuelta por si me encontraba un hombre con una escopeta de
cañones recortados apuntándome a la cabeza. La voz había sido femenina.
Me giré para ver a la chica rubia de bote y bata rosa mirarme.
-Mmm... bueno. La cosecha no es mala.
¿Qué iba a contestar?
Los dos nos quedamos mirándonos. La chica, rubia con cara de ángel,
me tenía atrapado. Humillación por doquier.
-Deberías pagar lo que has consumido o tendré que llamar al
encargado.
-Ya, claro, lo comprendo, pero es que hay un pequeño problema con
respecto a lo de pagar. No tengo dinero. Nada. Cero.
-¿Por qué no tienes dinero? ¿A qué has entrado entonces?
El callejón se estrechaba.
-He entrado, pues, eso, cuando te he visto.
-¿A quién?
-A ti.
Silencio.
Me dejó ir.
Nadie debería ser atrapado en plena acción. Los imprevistos son los
que descolocan y desbaratan los planes de robo planeados con meses de
antelación. Rubia de Bote me perdonó por alguna razón que desconocía. No
me podía creer que ella se había tragado mi mentira. Sí es cierto que las
mujeres, sobre todo las chicas, creen lo que quieren creer.
218
Esa noche, al subir a Galeón del parque, atrapé al Pequeño Policía
llegando al edificio. El hombre, a pesar de su disminuida estatura, caminaba
con porte, la gabardina que incluso en primavera vestía hacía su figura más
estilizada. Por la noche pensé en Rubia de Bote. Llegué a la conclusión de
que las mujeres son más magnánimas que los hombres, no tan miserables.
Yo, al haber ido a un colegio monosexual, no padecí los mitos de las niñas
con gafas que se chivaban a los profesores. Conocí a un chivato. Varón. Le
llamaban el Gotas. Ejerció de chivato en el colegio, seguramente más tarde
habría ingresado en los servicios del espionaje. Disfrutaba con la delación y
los profesores le recompensaban con notas de ensueño. Alguien le partió el
labio inferior mas dos dientes a la salida del colegio, pero él continuó su
meteórica carrera de delator. Le daba igual su integridad física. He ahí un
ejemplo de miseria masculina. ¿Por qué la Rubia de Bote no me delató? No
merecía la pena. Un chupito de coñac francés.
Tecnicamente era inocente, no llegué a probarlo. Reuní de nuevo las
latas y paquetes de comida que tenía y escribí en un papel de lo que carecía.
Cuántas listas y listas habría elaborado aquel año. Infinitas. Mi padre decía
que mi madre debía tener sangre alemana por lo mucho que la gustaba
elaborar listas sobre las materias más diversas. Yo salí a mi madre en el
amor a las listas y a mi padre en el amor a no cumplirlas. Pero ahí estaba:
una reluciente lista. Era evidente: necesitaba curry.
219
Un ángel se me apareció en el supermercado.
Un soleado día de primavera era el mejor augurio para ir a robar
especias indias acompañado de un perro pastor que las consumía con la
misma pasión que yo. Para más inri, me había tomado con Jaime un par de
coñacs en el Feudo que me dieron los reaños definitivos para meterme en el
Sumaplus y salir con el curry. Me contó lo contentos que habían quedado él
y Juan Pedro con las fotos del Banco de España. Me alegró saber que yo
había salido muy digno en ellas. Aparqué a Galeón al lado de una perrita
pekinesa y me planté en las puertas automáticas, junto a los carros. Encontré
una moneda. Vaya, íbamos a mejor. Rubia de Bote no parecía andar por allí.
Sin pensarlo. Delinquir y pensar no forman buena pareja. Había que
lanzarse, la duda era la peor enemiga de los Ladrones. Las puertas
automáticas se abrieron a mi paso. El corazón se aceleró. Se encabritó. ¿Qué
diferencia había entre robar un bote de curry y robar cien millones?
Ninguna. La velocidad del corazón palpitando era la misma. Me debía
decidir por un bote, el que fuese: el de mayor tamaño. No, tan grande no me
cabría en el forro. El mediano. Lo cogí. Oteé. Lo deslicé al interior.
-Los hay mejores.
¡Cristo!
Me dí la vuelta como un resorte. Rubia de Bote estaba detrás de mí.
-¿Perdona?
-Que hay mejores currys que ese que has cogido. Prueba éste.
Me largó otro bote. Escrito en indio. Yo me lo volví a meter en el
interior. Ahora tenía dos y estaba de nuevo atrapado. Yo esperaba que ella
hiciese un movimiento que delatase sus intenciones, pero Rubia de Bote
parecía esperar algo similar de mí; entonces miré a la puerta de salida y a
Galeón. Dije que tenía un perro esperándome en la puerta; pues anda y no le
hagas esperar, me contestó. Caminé por el pasillo sin volver la vista atrás
aunque notaba que sus ojos se clavaban en mis espaldas. Si me hubiese
querido delatar lo habría hecho, nadie se lo hubiera impedido. Atravesé la
cola de carritos que esperaba para pagar y salí por la puerta con la dignidad
de un ladrón.
La hartada de arroz con curry que Galeón y yo nos dimos fue
memorial. Al acabar me acordé que había quedado en pasarme por el piso de
Juan Pedro para ver las fotografías del Banco de España. El escritor de
temas violentos estaba enfrascado en el ordenador intentando averiguar la
construcción de una lanza térmica. Las fotografías estaban colgadas por las
paredes, me parecieron de gran calidad; fuimos revisándolas una a una a la
vez que me comentaba por qué de tal o cual foto en relación con el robo. Me
asombró la pasión que sentía por ese tipo de literatura. Es la literatura del
futuro, Luis, del futuro. Cuando llegamos a la fotografía que Jaime tomó de
nosotros y los perros paseando por el pasillo central del banco, aluciné.
Siempre quise tener una fotografía así. Jaime conservaba los negativos. Me
largué al bar el Feudo, sabiendo que allí lo encontraría agarrado a una copa
de coñac y con la niña cogido de la mano. Dos fotografías. Esa fue mi
220
aportación a la exposición que Mazo tenía esparcida por las paredes del
apartamento. De acuerdo que yo no podía presumir de fotografías en blanco
y negro con mujeres. ¿Cuántos hombres tienen una foto de ellos y de los
perros en el interior del Banco de España, mientras planeaban atracarlo? La
segunda fotografía también se la tuve que implorar a Jaime. Lo que me
discutió fue el tema argumental. Yo deseaba una fotografía mía con los
botes de curry en la mano: uno en cada. A él, ésto le parecía una solemne
estupidez. No entendía el mensaje. Yo tampoco se lo expliqué. Es más, me
coloqué una media en la cabeza. Sólo la tomé prestada unos minutos. Yo
quería ver la media cubriéndome la cara y las manos con los botes de curry;
Jaime argumentaba que lo de la media no era una mala idea pero que
cambiase los botes de curry por un motivo más acorde, como un cuchillo de
cocina, si tan violenta quería la foto. Él no lo entendía, era mi primer botín.
-Pero Luis, no seas cabezota, unos botes de curry son lo más estúpido
que he fotografiado. Coge el cuchillo y ponte las gafas, anda.
-Vale, una de cada.
No acabó ahí. Mi objetivo era ampliar la fotografía, colgarla junto al
cuadro del Ché Guevara. Jaime se resistía. ¿Pero para qué quieres ampliar
semejante foto? ¡Qué impertinentes eran los artistas! La quería porque
significaba mucho para mi memoria histórica, la quería porque tenía
tendencias travestidas, la quería porque el curry me proporcionaba vigor
sexual. ¡La quería, carajo! Los seres humanos poseen fotografías estúpidas
que nada significan para los restantes y que para ellos son un clímax en su
existencia. Volví a convencerle y me la amplió. Se podían leer hasta las
letras indias de la lata de curry que Rubia de Bote me regaló.
La fotografía del cuchillo en la mano no tenía un sentido claro para
mí, no comprendía lo que Jaime quiso expresar. Si es que pensaba en
expresar un mensaje con ella. A él le agradó. A mí me pareció violenta. Se
la regalé a Juan Pedro. Me inspirará, fue su comentario. La colgó junto a las
demás del banco.
El naciente calor humedeció mi mente, me relajó. Capté la sencillez de
la vida que durante otros meses tanto me agobió. Mi fotografía con los botes
de curry quedó firmemente sujeta a la pared; aunque su color desentonaba
con el rojo chillón del Ché Guevara, también formaba parte de la historia.
Me senté en una silla y me quedé contemplándola. Era yo en persona, en
tamaño gigante. Por eso llegaban los líderes políticos y revolucionarios a la
cima, por el tamaño de las fotografías y de los carteles. Los héroes de la
música rock. El papa. Me acordé así mismo de la iglesia de los jesuitas,
donde una descomunal virgen clavando una lanza a la serpiente maligna
presidía como un tótem el alma de los curas.
Recordé a Rubia de Bote: una trenza de hilos de colores destacando en
la maraña de pelo. Me congracié con las mujeres. Allí estaban, trabajando,
perdonando a los hombres por sus errores, escribiendo poesías sobre ellas y
lavando la ropa gratis. Si no se abrían de piernas a las primeras de cambio
no era algo como para condenarlas al fuego eterno. ¿De dónde les vendría su
cerrazón? De nuestros antepasados y de la Iglesia. Si a mí me hubiesen
221
estado repitiendo durante dos mil años que por cada minuto que me abriese
de piernas pasaría cien años hirviendo en las calderas, habría cerrado las
piernas y el negocio de la feminidad también.
El barrio, que se había convertido en mi segundo hogar, se convirtió
ahora en mi aliado. No gastaba nada en él, pero lo recorría como el que nada
tiene que perder. El triángulo seguía siendo el Parque del Vietnam, el bar el
Feudo, el edificio. La entrada del Sumaplus estaba rodeada de unas
mastodónticas escaleras de cemento en forma de anfiteatro y un par de
columpios de plástico, donde la gente se paraba sentarse, a tomarse un
helado, un bollo, a que los chavales jugasen, a cazar al marido de otra que
fuese menos inepto en el lecho que el suyo propio. Yo también me sentaba
con Galeón en espera del gran día.
Yo ya había perdido las esperanzas de que Mazo volviese antes del
verano. Si al cumplir un año de mi estancia en el apartamento con Galeón, el
marino no hacía acto de presencia, tomaría mis medidas, como vender
ciertas propiedades suyas como la televisión o el aparato de música.
Leía libros sobre la mar en el apartamento y libros sobre tierra en la
biblioteca de la entrada. A Galeón le agradaba tumbarse sobre las frías
baldosas del pasillo mientras yo intentaba sacar alguna conclusión práctica
de los sesudos tomos de el Sheriff. Y encontrándome repantingado en unos
de los sillones rojos, me harté de cultura y me fui al supermercado, a ver qué
sacaba en limpio. Ví a Cosa pasar por delante de nosotros sin llegar a
recononcernos. La costaba caminar, tenía más huesos que carne. Pero era
independiente, bajaba y subía del parque cuando le venía en gana, se
alimentaba de los desperdicios que olisqueaba en los contenedores de
basura. Quise llevármelo conmigo y con Galeón al supermercado, a que se
sentase al sol y cogiese vitaminas de los rayos. No la interesó, prefería ir en
solitario.
Repasé las ranuras de los carritos de la compra y conseguí mi premio.
Las personas se quejaban continuamente de lo mal que la vida venía, de lo
caro que se estaban poniendo los productos, sin embargo olvidaban monedas
en las ranuras. Yo las coleccionaba para un caso de emergencia. En mi
bolsillo trasero del vaquero llevaba la lista de productos que me faltaban
Repasé la lista. Necesitaba champú. Una botella de plástico plana que no
representaba gran dificultad a la hora de camuflarla en el forro, pero desistí
porque percibía los ojos inquisidores de Rubia de Bote. Infinidad de
hombres, jóvenes, chicas, niños, que yo suponía en las aulas o en las
oficinas, estaban paseándose por el supermercado Sumaplus. ¡Qué alivio!
No era el único. Yo juraba que hasta éramos más cada día que pasaba.
La carnicería y la pescadería eran el centro de reunión. Allí, mientras
esperaban el numerito que les daría el pasaporte al estrellato del Sumaplus,
conversaban entre ellos, analizaban las carnes y los pescados, hablaban con
ira de su vida sexual cotidiana. Me senté en una silla a descansar. Escruté a
la reina de la Insatisfacción Sexual alzar la mano cuando su número sonó
por el altavoz. Levantó su brazo como si hubiese retrocedido veinticinco
años y estuviese en clase de Historia de España y el profesor hubiese
222
preguntado: ¿qué reyes unificaron España? ¡Yo, yo, profesor! Juan Carlos I
y Sofía. El profesor la expulsó de clase y su marido la expulsó del placer
sexual. La sangre se escurría de las moles de carne expuestas y caía a un
canalillo situado en la parte inferior de la gran nevera; sangre de animales
que no impresionaba a nadie. Un tipo comenzó a pedir diferentes clases de
carnes, salchichas de pollo y de cerdo. Cambiaba de opinión y de trescientos
gramos pasaba a cuatrocientos y a quinientos en una extraña táctica de
confundir al carnicero. Las señoras lo miraban con pena no exenta de
desprecio por el tiempo que tardaba. Hacía preguntas insulsas. Llegó un
hombre que parecía haberse comido una vaca para desayunar. Cuando sonó
su número pidió seis kilos de carne picada; se llevó todas las existencias y
percibí que el público sonreía con malicia. Me cansé de la carnicería, levanté
la silla, me cambié a la pescadería.
El olor a pez muerto conseguía apabullar al de la carne muerta. No
había sangre corriendo por un canalillo; yo desconocía si los peces tenían
sangre o no, nadie me lo había dicho antes. Los peces dormían entre trozos
de hielo triturado que les hacía parecer frescos. Todos tenían los ojos
abiertos mirando al techo. Los números iban transcurriendo felizmente hasta
que estalló el conflicto en forma de hombre con prisa mortal. Llegó a la
pescadería con el carro repleto de botellas y latas de cerveza. Por el altavoz
sonó el número cuarenta y dos. Él gritó: ¡el mío! Pidió medio kilo de
merluza. De inmediato una señora con un carrito de mano le increpó
enseñándole el papelito que contenía el número cuarenta y dos. Pues habrá
dos números cuarenta y dos, señora, dijo, porque yo tengo uno y es mi turno.
Por fín algo de acción, pensé para mis adentros. Usted no puede tener un
número cuarenta y dos porque lo tengo yo, así que a la cola, a esperar. El
pescadero interrumpió la discusión y le pidió al hombre que mostrase su
número cuarenta y dos. El tipo metió mano al bolsillo de su pantalón y sacó
un papel, se lo entregó al pescadero, que confirmó que era el número
cuarenta y dos. La señora también le entregó su número: cuarenta y dos. Así,
el pescadero tenía en su mano dos papelitos rosas con el número cuarenta y
dos. El pescadero sacó una moneda y la arrojó al aire. Cara o cruz, preguntó
cuando ésta cayó en el dorso de su mano; cara, dijo el señor. Ganó. Acabó
de pedir y se fue directo a la carnicería. Yo lo seguí con la vista. En el
instante en el que se escuchaba por el altavoz de la carnicería: el sesenta y
cuatro, el tipo chilló: ¡el mío! Se volvió a montar un follón del carajo. Era
un falsificador de números de espera del Sumaplus.
Me levanté de la silla. Se aprendía enormemente en las colas de espera
de la carnicería y de la pescadería.
Me acordé del champú con acondicionador, los dos por el precio de
uno, los dos mezclados en un solo bote plano adaptable a mi forro. Esta vez
no quería contratiempos. Me lo metí al forro, así de sencillo. Nada mas
hacerlo me di la vuelta veloz para ver a Rubia de Bote por enésima vez, pero
allí no había nadie. Te vencí. Anduve en dirección a la pescadería y torcí a la
izquierda para despistar a un posible persecutor. Enfilé el pasillo en
dirección a la salida, donde se encontraban las cajeras. De pronto, de una
223
esquina del principio del pasillo, sin saber cómo, salió Rubia de Bote. Me
detuve tranquilo, no disponía de pruebas.
-Tienes unos gustos muy extraños.
-¿Yo? ¿Por qué lo dices?
-Bueno, primero mides tus zancadas con un metro, mas tarde bebes
coñac francés, luego coges un bote de curry de baja calidad, y ahora te
guardas el champú que peor huele del supermercado.
-¿En serio? ¿Por qué va a oler mal? Tiene un perfume del Caribe. Mi
padre está allí y no le va mal.
-¿Qué hace tu padre en el Caribe?
Me rasqué la cabeza.
-Es marino. Yo estoy aquí y él está allá.
-¿Y tu madre?
-También está...
-¿También está en el Caribe?
-No. A ella no le gusta el Caribe. También está fuera.
-Ya. ¿Y qué más necesitas aparte de champú? Porque seguro que
necesitas más artículos.
Metí la mano en el bolsillo trasero de mi pantalón y saqué la lista
germana. Se la pasé. Ella la abrió, la leyó:
-Pásate por aquí mañana a las ocho en punto de la tarde. Ni un minuto
más ni uno menos. No por la puerta principal. Si das la vuelta al
supermercado verás una puerta de hierro con un cartel que pone "Prohibido
el paso a personas ajenas al establecimiento". Estate allí a las ocho en punto.
Salí a toda prisa del Sumaplus, desenganché a Galeón y me fui al
Parque del Vietnam a meditar sobre lo que había escuchado.
Volví a creer en la religión. En Dios. Más que en Él personalmente, en
los Ángeles Guadianes, porque aquella Rubia de Bote no podía ser una
simple empleada del supermercado. Tres veces me había pescado
infringiendo la ley del Sumaplus y tres veces me había perdonado. ¿Y si era
rubia natural? La trenza de colores que sobresalía de su cabellera delataba
un toque mágico, divino. Vaya. ¿Cómo no había incluído en mi lista
germana un par de zapatillas deportivas nuevas con suela de aire?
Más sorprendente fue ver al Pequeño Policía paseando a su foxterrier
por el parque. Ni se acercó a mí, yo se lo agradecí. Qué pocas veces -tres-, le
había visto bajar al perro, sin embargo, en la semana ya lo había tenido cerca
un par de ellas. No me gustaba. El hombrecillo no parecía haberse dado
cuenta de la llegada del calor, sus abrigos parecían adheridos a su piel.
Debajo de ellos debía camuflar todo un arsenal de los de matar. Galeón
podía oler la pólvora de las balas explosivas porque era al único perro al que
no se acercaba ni a quince pies de distancia.
Cuando subí al apartamento de Mazo me dediqué a dos labores: una,
colgar un gran cartel en la puerta y otro en el espejo que dijese con letras
mayúsculas: LA ENTREGA: OCHO EN PUNTO: PUERTA TRASERA
SUMAPLUS. La otra labor fue darme una buena ducha con el recién robado
champú.
224
¡God Save the Queen, carajo!
¿Y si era una trampa? ¿Y si era una broma?
Me podía dar de bruces con la policía, avisada por la chica de la trenza
de colores de que el Ladrón del Sumaplus se presentaría a las ocho en punto
de la tarde a caer, como el ratón cae aprisionado en el cepo del queso, en una
emboscada que me llevaría a la quinta galería de Carabanchel.
Juan Pedro era un pesado. Me estaba largando una charla sobre cómo
había estructurado el libro para después darle forma. Eran las siete y media
de la tarde y a mí me importaba un carajo la estructura del libro sobre el
robo al Banco de España. Le di esquinazo. A las ocho menos cuarto apareció
el médico con su cuerpo transformado. Ya no era de raza blanca, era de raza
amarilla. Todos parecían concentrarse a la misma hora en el parque. Sebas,
para no variar el esquema, bajaba solo, sin Cosa, que debía tener otro
horario. Quise hablar con él, pero quedaban diez míseros minutos para la
entrega y si llegaba tarde me cortaría el pescuezo. Vi una luz. No, un
relámpago. Mercurio. Detrás, el fotógrafo, la copa de coñac y la niña de la
mano.
-¿Dónde vas?
-¡Tengo una cita! -y dejando a Galeón en el parque, corrí hacia el
supermercado Sumaplus.
Rubia de Bote me había indicado que buscase la puerta de servicio.
Efectué un rodeo al rectángulo del supermercado y me topé con una puerta
roja y una barra de seguridad cruzándola. Ocho en punto. La barra de
seguridad de la puerta trasera se mueve, al gozne de la puerta le falta grasa,
chirría, se abre, una cabeza se asoma: Rubia de Bote. Al verme, esbozó una
sonrisa y entreabrió la puerta de metal, luego me hizo una señal con la mano
indicándome que pasase al interior. Era un pasillo semioscuro con olor a
productos envasados; al fondo brillaba un fluorescente moribundo. Ella miró
al suelo. Yo la imité. Había una caja de cartón cerrada y sellada con
adhesivo de Sumaplus. La trenza de colores que sobresalía de la maraña de
pelo brillaba y despedía colores como un arco iris que se forma cuando los
rayos atraviesan las gotas. Allí no llegaba el sol ni llovía pero había un arco
iris que nacía de su cabeza. No hablaba, llevaba puesta la horrenda bata rosa
que distinguía a las dependientas. Era un silencio implícito, de mutuo
acuerdo. Yo agarré la caja que pesaba de mil demonios. Rubia de Bote abrió
la puerta de seguridad, yo salí. Ella no. Cuando me di al vuelta para decir
unas palabras que no había ni preparado, la puerta estaba cerrada. Allí no
había nadie. Tan solo yo y una caja sellada. A paso ligero llegué a la calle
Segunda República.
Era el día de los Inocentes. Mazo conocía de sobra las ganas que yo
padecía por tener un chándal deportivo de la última generación que había
salido al mercado ese invierno. Un par de chavales de mi colegio se me
habían adelantado: sus padres se lo habían comprado; se paseaban con el
chándal chuleándose en la clase de gimnasia. Mi padre los sabía. En el salón
de su casa, pues el marino ya tenía casa propia y el petate en su sitio, colocó
225
una gran caja adornada en la que se leía escrito en rotulador: chándal
deportivo. Y la marca del mismo. Cuando entré en su casa y miré la caja con
la inscripción, me puse a temblar. Mi chándal estaba allí. Preso de la
impaciencia abrí la caja, con calma. Mazo me decía: tranquilo, no se va a ir.
Al abrirla, había una caja de igual color dentro, de menor tamaño; la abrí;
dentro de ella, con la misma inscripción que la primera, una tercera; la abría;
una cuarta; la abrí; una quinta; me desesperaba; abrí casi una docena de
cajas. La última, de tamaño enano, contenía un papelito y un recortable en
su interior: INOCENTE. En ese instante deseé matar a mi padre. Mis
hermanas reían, mi padre reía, hasta el perro reía.
Tenía aversión a las cajas.
La vida no era más que una sucesión de acontecimientos que ya habían
ocurrido en los primeros años de vida. El resto era una vulgar repetición de
baja calidad. Como a la Rubia de Bote se le hubiese ocurrido gastarme una
broma, esa noche el supermercado Sumaplus ardería por los cuatro costados,
con ella dentro. Arranqué los adhesivos que sellaban la caja y contemplé un
espectáculo que si bien se igualaba en sorpresa a la visión del papelito, era
ahora de carácter festivo: un montón de latas y paquetes de alimentos que yo
había seleccionado en la lista.
Si yo no iba al supermercado, el supermercado vendría a mí.
La gratuidad era la cualidad más destacable del capitalismo. La
sociedad en la que yo vivía producía y fabricaba máquinas y productos sin
parar, sin acostarse. Día y noche. No existía para ella la palabra dilación. Sin
embargo, apretando las teclas adecuadas, se podía conseguir de ella los
mismos productos por los que los demás pagaban, pero gratis. Disponía de
dinero pero ya no lo necesitaba. Me gustaba tenerlo, sobre todo el que venía
de las ranuras circulares de los carritos. ¿Si las cosas continuaban así, podría
hasta ahorrar? ¿Abrir una cuenta bancaria? ¿Un seguro de pensiones?
¿Retirarme?
El colmo de la ironía era que ahora disponía de tantos alimentos que
no me cabían en la despensa. Tuve que vaciar un par de cajones del salón
para meter en ellos las latas más largas. God Save the Queen sonó. Más alto
que nunca. ¡Que sí, joder! Que Dios guardase a la reina y al rey y a todos los
que hacían posible que este sistema capitalista se mantuviese sano. Por mí se
podían casar la reina de Inglaterra con el rey de España y abrir una cadena de
supermercados Sumaplus a los que yo iría cada x tiempo a recoger mi caja.
La Entrega. Galeón me miraba atónito y contento, yo quise que participase
de mi alegría y derramé sobre su plato una lata entera de salchichas para que
se inflase de carne. A ver si con tanto arroz y pescado de lata iba pronto a
dejar de ladrar y comenzar a maullar.
Quizás estaba yendo demasiado aprisa, como la canción Estrella de la
Autopista. En el cine, a una entrega seguía otra entrega o una detención
policial, pero mi vida no era una película sino la vulgar realidad. Yo había
recibido, y no gratis, una educación cristiana que condenaba la ambición,
aunque no tan duro como el sexo. Mi cabeza estaba día sí y día no ocupada
por un desfile de pubis y pezones marchando al son de yankee doodle.
226
Cuando acababa este desfile comenzaba otro de arroces en formación
capitaneados por un elegante bote de curry indio que portaba la bandera
amarilla, seguido de perros de todas las razas comedores de pescados en
lata. En la última posición, Cosa, agonizante, perseguido por la locomotora
del papel de estaño.
El sol daba de lleno en mi cara, que hasta entonces había sido
blancucha e infecta pero que ya empezaba a adquirir tonos rojizos que la
hacían más atractiva. Dejé a Galeón suelto. Sentí lástima por él: debía
esperar a que la perra en cuestión tuviese el celo. Por el contrario, las
hembras humanas siempre estaban en celo, era cuestión de olerlo. Ninguno
de mis amigos y vecinos hacía la compra en el Sumaplus. Preferían las
tiendas de barrio de toda la vida, sobre todo la de Roberta. Yo me servía de
unas y otras para mi propio beneficio. Contemplando mujeres jóvenes y
sobre todo maduras entrar y salir del supermercado, una erección llamó al
timbre. Simplemente me tumbé a lo largo para que no me incomodase. Para
proteger mis ojos también me había agenciado las gafas oscuras de los años
sesenta. ¿Cuándo saldría Rubia de Bote a comer? Por una vez no quise
meterme en el interior del Sumaplus. Esperé fuera a ver qué ocurría. Tenía
una paciencia infinita cuando se trataba de vaguear y una impaciencia brutal
cuando se trataba de obtener.
El policía. Ese pequeñajo pistolero cruzaba la explanada de cemento
donde jugaban los chavales para entrar por las puertas automáticas del
supermercado. Me inquietaba verle, me daba sensación de inseguridad. El
hecho de que los policías fuesen armados por la ciudad no debía inspirar
confianza alguna entre los transeuntes del barrio, pero si ellos se sentían así
más seguros.
Me decidí a seguirle.
No metió una moneda en la ranura circular, prescindió del carrito y
caminó por el pasillo del extremo de la derecha. Tenía una rara manera de
observar los alimentos, más parecía examinarlos para ver si se movían Yo le
miraba de reojo. Acabó de recorrer el estante de la derecha y volvió a
desandar el camino, acechando al estante de la izquierda. Venía hacia mí; yo
me giré y me metí en el segundo pasillo. Pasó rozándome la espalda aunque
ni me vio. De cuando en cuando acercaba su cabecita a un paquete y volvía a
caminar. Pasó al tercer pasillo y yo con él. Caminaba y yo detrás, guardando
una distancia prudencial, preparado para darme la vuelta. De pronto se
detuvo, miró hacia la esquina superior del supermercado y clavó sus ojos en
el espejo convexo. Mis ojos buscaron también el espejo. ¡Me estaba mirando
a mí! Respiré hondo, procuré mezclarme entre el gentío. Me rascaba la
cabeza, me rascaba las piernas, me froté la cara con las manos. Decidí salir
del supermercado. No quería que me viese de nuevo, así que esperé
camuflado hasta que el Pequeño Policía saliese del último pasillo y se
largase del establecimiento. Esperé a verle pasar en dirección a la caja
registradora; no aparecía. Se había quedado oculto en el último pasillo con
algún propósito. Me puse nervioso. Ese tipo iba armado, duramente armado,
227
le placía desenfundar. ¿Para qué me había puesto a jugar con la policía? La
policía en su sitio y yo en el mío. Repetí mil veces mierda.
El Pequeño Policía salió por fin del pasillo y yo di un traspiés que casi
aplasto a una niña agarrada a su madre. Se puso en la cola para pagar.
Llevaba un objeto en la mano, una balleta o un estropajo. No lo veía con
claridad, con la masa de gente cruzándose por medio. No me importaba:
¡que se largase ya! Eso sí me importaba. Me puse en camino hacia la
segunda cola, más larga que la del Pequeño Policía. A punto de situarme el
último de la misma, no sé de dónde, apareció Rubia de Bote. ¡Gracias,
gracias, gracias! Ella miró el bote que llevaba en la mano, en el que yo ni
había caído en cuenta. Me levantó la camiseta sin mangas y con su mano
introdujo el bote en el hueco del pantalón con el calzoncillo. Bajó la
camiseta.
-No, no, no. Si yo no.
¿No me oía?
Me agarró de la mano y me condujo por el lateral de las colas, pegado
a la pared, para que saliese sin pagar. Rubia de bote iba a hacer que nos
matasen. Yo la decía: no, no, no, si no quiero, mas había tal gentío que
Rubia de Bote no parecía escucharme. No quise mirar atrás. Sabía que el
Pequeño Policía estaba en ese mismo instante desenfundando su hierro
reluciente. Cruzamos la entrada, los rayos del sol me deslumbraron. Seguía
vivo. Ella de mi mano. Me puse las gafas. Miré a mi derecha para verla: ya
no estaba. Enganché a Galeón y salí de allí cual tren expreso lanzado sin
frenos.
228
¿Cuántos hombres se jugarían la vida por su amor?
Comprendí de una vez y para siempre la razón del miedo innato a los
policías por parte no sólo de los delincuentes sino de los potenciales
delincuentes. Oséase, de todos los seres humanos.
Mi antiguo amigo y compañero de facultad, Javier, llamó. No reconocí
su voz.
-Luis, ¿qué tal? Sé que es una parida recordarte que sigues
matriculado en la facultad. ¿Has preparado algún examen?
-¿Examen? ¿Por qué debería haber yo preparado algún examen?
-Bueno, ya sabes, llega junio y con él llegan los exámenes.
-Ya. Pero para eso hacen falta libros y apuntes. ¿Me equivoco?
-No, en eso no te equivocas. ¿Estás bien? Si quieres te puedo dejar
fotocopiar un par de asignaturas.
-Fotocopiar un par... ¿Sabes a cuánto está la fotocopia?
-No, no sé a cuánto está ahora mismo. ¿Eso que importa?
-Para mí es importante. Déjame que lo averigue y te llamo esta tarde.
Lo averigué y decidí no llamarle.
Habría más oportunidades, más fotocopias, más años.
Transcurrieron los días y el miedo a encontrarme cara a cara con el
Pequeño Policía se fue disipando. Rubia de Bote hizo que del amor tierno
pasase al amor carnal. Tumbado encima del saco de dormir me intentaba
imaginar cómo sería ella sin la bata rosa del supermercado. Esas batas
estaban diseñadas para disimular las curvas de las dependientas. Me
enamoré de ella. En serio. Explicaré la razón. Yo había nacido enamorado
de todas las hembras de la tierra. Al principio no me fue dado el conocerlas,
pasé años de mi adolescencia con la certeza de que aquellos seres de voz
aguda estaban puestos en el mundo buscando una utilidad como locas sin
hallarla. Yo no se la encontraba. Un día vi la luz ojeando una revista de mi
madre, era una de esas revistas del corazón en donde las mujeres miraban a
la cámara con unos ojos que decían: yo soy la más pura, yo soy la más pura.
Pasaba a la hoja siguiente y otra mujer diferente con la expresión en los
ojos: no, no, yo soy la más pura. Eran puras y honestas. Hasta que un día
pasando hojas contemplé a una chica en bikini dorado cuyos ojos decían:
hola, estoy en el mundo para ser follada.
Y yo exploté.
De ahí nació mi afición por las fotos de las revistas del corazón. Mi
madre las compraba y yo ojeaba las fotos con la esperanza de ver chicas con
esa expresión en los ojos. Expresión de sinceridad. ¿A qué viene lo de la
pureza y la sinceridad? A cuento de la mujer de Jaime. La mujer de Jaime
tenía en el ojo derecho la expresión de yo soy la más pura y en el izquierdo
la de hola, estoy en el mundo para ser follada. La combinación parecía
perfecta. Yo no me enamoré de ella por motivos morales: era la mujer de
Jaime y si alguien más había de trajinársela, que no fuese yo, por mi amistad
y por mi vida, que Jaime medía casi dos metros. Apenas la conocía porque
apenas se pasaba por el edificio, siempre estaba volando. Surcaba los aires
229
de polo a polo para traer un salario con el que mantener el entramado
familiar, y a cambio pasaba la factura. Esa factura se llamaba piloto.
Al piloto lo vi una vez en navidades y lo que recordaba de él era que
no medía ni de cerca dos metros. Yo estimaría que la mitad. El dogma entre
la vecindad era de una simpleza que tiraba de espaldas. La mujer de Jaime y
el piloto yacían juntos. Digo dogma porque no había nadie que yo conociese
que lo pusiese en duda, aun implicitamente. Pero dogmas más firmes que
éste cayeron cuando abandoné los jesuitas, dogmas de todo tipo en muy
corto espacio de tiempo. Yo era muy joven y tendía a creer lo que
escuchaba, al salir del colegio seguía siendo joven y seguía teniendo el
horrible vicio de creer lo que escuchaba. Así que sin haberlos visto en la
cama, en una misma cama, los dos, no durmiendo, ni charlando ni bebiendo
ni riendo: follando, pues creía a pies juntillas lo que oía.
Me resistía. El raciocinio me dictaba que un hombre, piloto o no, que
se intentase a la mujer de Jaime, era un suicida o su juicio y su cuerpo no
iban al compás. Dos metros de carne humana puestos uno encima de otro
impresionaban. Si a los dos metros se les añadía barba y voz de pirata con
una copa de coñac, resultaba un tipo inquietante. Era un pedazo de pan. Pan
con una imaginación portentosa para inventar historias africanas sumergidas
en un corazón tan generoso como sus nudillos terroríficos.
Galeón llevaba unos días suelto. Yo odiaba que defecase agüilla en la
alfombra. Sin ser veterinario, dictaminé que la causa era la excesiva
cantidad de carne que le había largado debido a la euforia de la entrega. Me
vi obligado a regresar al curry con arroz. Pobre animal. Le entraba la
urgencia y tenía que bajar fuese la hora que fuese, nevase o cayesen
granadas de mano en el Parque del Vietnam. Eran más de las doce de la
noche cuando el perro empezó a dar vueltas a la mesa preso de un ataque. Si
se detenía o yo me demoraba segundos, reventaba en la alfombra. Abrí la
puerta y Galeón salió despedido por las escaleras abajo; era un tifón. Yo
corrí tras él, abrí a toda velocidad la puerta de cristal blindada; cruzó la calle
a la carrera y en el primer verde soltó aguas; a mí me hacía gracia verle tan
apurado. Después de contemplar al animal hacer seis aguas en zonas
diferentes, comenzamos a adentrarnos en el parque.
Por allí no había nadie, era día de labor y los demás humanos tenían
labores que hacer al día siguiente. Menos Galeón y yo. Yo pensaba en las
posibilidades que tendría de aprobar aunque fuese un único examen antes
del verano. No tenía ninguna posibilidad. Bueno, siempre estaba el verano.
Porque mi padre o mi madre o alguien con autoridad temporal sobre mí
regresaría y pediría cuentas: debía preparar una respuesta convincente. Yo
era mayor de edad, pero no para trabajar. Si me hubiese bajado el saco de
dormir, hubiese probado a dormir en el parque; así de bien se estaba. Galeón
no se encontraba animado para trotes y carreras, su estómago e intestinos
estaban vacíos pero a la que pegaba dos carreras se veía forzado a soltar
aguas. Cuando ya no le quedaron más aguas que soltar, se congestionaba,
hacía esfuerzos sobrehumanos pero de su culo no salía nada, ni una gota.
Caminaba cabizbajo a mi lado cuando de repente levantó la cabeza, sus
230
orejas se colocaron erguidas como, en dirección al ruido que había oído. Nos
detuvimos. Yo me planté en silencio, al cabo de unos segundos escuché
similar a un un gemido. Sujeté a Galeón. Moví la cabeza intentando
localizar la fuente exacta del gemido y la localizé. Unos arbustos, a nuestra
izquierda. Galeón emitió un sordo gruñido que era prefacio a una sarta de
ladridos pero yo le dije: pssshhhh. Lo até en corto con la cadena y me
acerqué al estilo comando, agachado, de puntillas. Me acurruqué detrás de
los arbustos para oir a una mujer gemir; allí ocurría algo. Una mujer lloraba,
gemía, se contenía. Abrí las ramas para tener una visión acertada. Vi un
bulto moverse, no, no era un bulto, eran dos, y no eran bultos, era carne
humana. Me ayudé con las dos manos para apartar el ramaje sin llamar la
atención. Lo capté con claridad: sobre una manta de cuadros, la mujer de
Jaime estaba tendida. Tenía las piernas abiertas, entre ellas la cabeza de un
hombre que con sus manos acariciaba sus pechos. Estaban ambos desnudos.
Virgen. Qué espectáculo. La mujer debía estar en ese instante en el séptimo
cielo a juzgar por sus gemidos lastimeros; sus ojos estaban cerrados
mientras se concentraba en el placer; el hombre no era Jaime. No le veía la
cara por obvias razones pero por el pelo y el tamaño tenía por fuerza que ser
el piloto. En el parque del marido de su amante, él la estaba besando y
comiendo el monte de venus. Vistos así, parecían Adán y Eva en el paraíso,
rodeados de hierba y de zonas erógenas.
Menchu se mordía los labios para contenerse de un grito que alarmase
a los vecinos, a pesar de que estaban bien adentro del parque. Para ahogar
los gemidos se llevó las manos a la cara. Yo me estaba poniendo a morir con
el número que se me ofrecía ante mis ojos. El hombre se la estaba
trabajando a fondo y en éstas levantó la cabeza de la inmersión. No tuve
dudas de su identidad: el piloto. Le acarició el estómago y la dio la vuelta,
deleitándose él y deleitándome yo en el paisaje que Menchu nos ofrecía.
Había una pequeña diferencia: el piloto iba a disfrutar de algo más que de
contemplar. Después de acariciar la columna vertebral hasta la nuca, preparó
su miembro y lo hundió lento pero seguro en la puerta del amor de la mujer
de Jaime. Más gemidos, más mordidas de labios. Ésto no podía continuar
así, o me iba de allí o les interrumpía al grito de: Menchu, tu marido está en
casa y te espera. ¡Tú, piloto, levanta el vuelo! ¿Quién era yo para proteger el
buen nombre de Jaime? En cuanto me vino su imagen a la cabeza se me bajó
la erección. Allí estábamos todos, gozando de su mujer, y él, en el
apartamento acostando a la niña y removiendo intranquilo una copa de
coñac. El piloto sería un enano comparado con Jaime, pero las nociones de
dar amor a una hembra las había aprendido con claridad desde su mísera
pequeñez. Se movía hacia delante y hacia atrás con parsimonia, nada de
bambolearse a lo loco. A la vez, pasaba sus manos por la espalda y por la
columna de la mujer. La contradicción me atacó. Quería irme, era una
escena penosa. Quería quedarme, era una escena gloriosa. Galeón se había
tumbado en cuanto sospechó de qué se trataba, no le decía absolutamente
nada dos humanos retozando desnudos. Qué perro más raro tenía. En ésto, el
piloto le atizó un firme cachete en el culo a la mujer de Jaime. El volumen
231
del gemido aumentó. Vaya, eso las gusta, pensé. Si me iba, nada iba a
cambiar, si me quedaba, algo aprendería. Después de unos minutos de dar a
la mujer placer por la trasera, la mujer de Jaime se volteó sin abrir los ojos y
metió el miembro la boca. Se deleitaba en meterlo y sacarlo, con la lengua
jugueteaba mientras las manos del hombre acariciaban su pelo corto,
también acariciaban los pechos y los pezones, que se veían pequeños pero
duros como dedales de diamante. Ninguno de los los se miraba a la cara,
tenían los ojos cerrados, en estado de deleite. Solamente yo me abstenía
hasta de parpadear.
Era la felación más fantástica que me podía haber imaginado, era
superior a cualquier esfuerzo mental. El hombre, que había estado de
rodillas, se tumbó en la manta de cuadros y la mujer continuó, ahora
reclinada, besando y lamiendo y engullendo. El cuerpo de Menchu era de
infarto, se me ofrecía en mejor posición que nunca; practicamente lo tenía
encima. Mi erección, que pareció en un principio guiarse por impulsos
morales al descender, resurgió como el Ave Fénix y ascendió hasta lo más
alto del monte Olimpo. Yo era un perro traidor.
Yo me preguntaba cuándo acabarían; ese hombre era puro aguante.
Yo, que no estaba allí, que no me encontraba desnudo, que nadie me tocaba,
estaba a un tris de terminar. Se irguió y comenzó a chuparle y mordisquearle
los pezones: ésto excitó a la mujer, que aceleró su marcha. Así de bien
pasaron los siguientes minutos; luego se dieron la vuelta: el macho arriba, la
hembra abajo. Comenzaron a cabalgar y a gemir y a emitir ruidos y
respiraciones aceleradas. El piloto llevaba buen ritmo, la besaba el cuello.
Fue de menos a más, incrementó la velocidad. La mujer de Jaime llegó al
límite en la que la iba a dar un colapso, mordiendo los hombros, el cuello
del piloto. ¡Bang!
Ahora sí que era un dogma.
El piloto se había jugado el pellejo. Menuda locura por una mujer.
¿Harían todos los hombres cosas así por las mujeres de sus sueños? Me veía
entonces retrasado. Tuve un pensamiento cruel, que fue ir a contárselo a
Jaime, para que destrozase al piloto y de paso a su mujer, ya que se lo
merecían por haberle traicionado. Pero de la ira me hubiese destrozado a mí.
Lo que hubiera dado por haber estado en el lugar del piloto por media hora,
por quince minutos, cinco. En el saco de dormir, después de haberme
calmado, me hice la siguiente pregunta, que todo hombre se ha formulado
un mínimo de veinte veces a lo largo de su vida: ¿por qué él y no yo?
Los restos del naufragio de mi moral cristiana me obligaban a
condenar con el mayor rigor la escena y de lo que ello se derivaba. Mi moral
de perverso sexual me dictaba que "eso" que el piloto y la mujer de Jaime
hacían en la hierba a medianoche era el quid de la vida, por lo único que
merecía la pena luchar y batirse. Mi ética social de respeto mutuo me gritaba
que no estaba mal la escenificación mientras no fuese con la mujer de tu
amigo. Fornicaban. De ahí no me moví. Ni me planteé tampoco que existía
la remota pero real posibilidad de que Jaime lo supiese y diese su
consentimiento.
232
Mi deber era fabricarme una moral combinada.
Disfrutaba conduciendo en la Casa de Campo y mirando por el
retrovisor a ver si los perros me seguían. Los pensamientos de Juan Pedro
estaban en otro mundo, un mundo poblado de ladrones con densos planes y
maneras violentas. Nos explicaba como iba encajando todas las piezas en el
robo al Banco de España. De vez en cuando miraba por el retrovisor a Jaime
y me acordaba de la escena del parque sucedida días atrás, en la que su
mujer le colocó una cornamenta en la cabeza digna del Rey de los
Engañados. El escritor violento había construido un ingenio a partir de
correas y seguros metálicos para que el perro corriese paralelo al coche sin
marca sin que le arrancase el brazo cada vez dábamos un tirón. La
moribunda Cosa recobraba algo del poco hálito de vida que le quedaba cada
vez que se venía con nosotros a la Casa de Campo. No corría, lo pasaba en
grande viendo correr a los demás.
Ya no volví a ver a la prostituta-libertadora donde se apostaba; en su
lugar había otra de parecida estampa. Quizás era de otro país, de otro
continente. Noté que el verano se avecinaba por la cantidad de domingueros
y deportistas que pululaban por allí. Muy pronto haría un año que estaba
solo en el apartamento, sin seres humanos. De momento disponía de
suficientes alimentos. Me vería en la obligación de hablar con Rubia de
Bote, dar las gracias y comprobar si estaba dispuesta a realizar más entregas.
Aquella chica sabía surtir una caja de alimentos.
Volver con semejante coche por la ciudad era la gran odisea y cada
vez que iba a la Casa de Campo yo tenía la certeza de que sería la última. Lo
más excitante era ver utilizar el freno de mano a Jaime. Galeón me miraba
con esa cara de felicidad que tienen los perros cuando jadean producto del
cansancio y del calor. Era su deber: correr, trotar. El coche carecía de
ranuras para el aire frío, de aire acondicionado. Nos veíamos obligados a
abrir todas las ventanas del coche sin marca para que perros y hombres
respirasen aire fresco. Se oían jadeos, se veían babas caer de las bocas con
colmillos, todo aderezado con una velocidad media de cincuenta kilómetros
por hora. Allí nadie tenía prisa. Juan Pedro y Jaime cantaban.
Yo miraba por la ventanilla a los coches adelantarnos, y me
preguntaba de qué viviría todas esa gente, qué coño comerían, si tendrían
amor. Jaime nos metía por unas autopistas y unas bifurcaciones que me
confundían cada vez más, no lograba memorizar el camino de ida y vuelta
por muchas veces que fuésemos. Le rogé y le imploré y casi me puse de
rodillas para que me dejase conducir el trasto por la ciudad una vez
hubiésemos salido de los enjambres de autopistas: él se negó. Yo insistía
porque recordaba los resultados que me daba de pequeño el insistir sin
piedad. No acobardarse ante los noes. Yo caminaba por una calle con mi
madre: la insistí de tal forma para que me comprase un auto teledirigido por
cable, que al final lo logré. Un coche amarillo, un Porsche. Ni lo quería de
verdad ni me interesaba tenerlo. Quise poner a prueba a mi madre y a mí;
medir la capacidad de aguante de los adultos ante un deseo repentino. Con
233
Jaime algo fallaba, hasta Juan Pedro dijo: veeenga, deja al chico que se
estrene con tu coche por ciudad. Nada. Interesante.
¿A quién amar? ¿A Natasha o a Rubia de Bote?
No, a las dos no se podía, no sean ilusos.
Yo deseaba con todas mis fuerzas encontrar un punto de equilibrio
entre los sentimientos del corazón y la cruda realidad. Echarlo a suertes
como el pescadero me parecía de mercaderes de esclavas. Declararle mi
amor a las dos a ver cuál de ellas se decidía por mí era jugar limpio con ellas
y sucio conmigo. Mejor al revés: ver a cuál yo interesaba más y de ahí sacar
la conclusión. Natasha partía con desventaja: ella era lesbiana y yo era un
hombre. Rubia de Bote había dado pasos de gigante al ayudarme a salir del
supermercado Sumaplus indemne, me había hecho entrega de una caja de
alimentos totalmente gratis, me había dado la mano.
Me abrí al supermercado.
Rubia no se hallaba. Como todas las dependientas eran rubias de bote
y llevaban batas rosas con el pelo recogido en una coleta, la confundí más de
una vez. Pero cada vez que una dependienta se daba la vuelta, su rostro era
de una vulgaridad pasmosa comparado con Rubia de Bote. Recorrí el
supermercado por una hora, al acabar esta hora me pasé a la segunda.
¿Cómo era posible? Cambié las tornas, me volví práctico. Ya que estaba en
el supermercado y no la encontraba, me podía llevar algo camuflado en el
forro, algo pequeño y sin importancia. Un objeto que estuviese entre robar y
hurtar. Un minitransistor. Para el baño. Cabía en el bolsillo del pantalón
vaquero y sobraba espacio. Lo tanteé. Lo conecté no fuera a ser que no
funcionase. Sonó una canción en la radio:
Es mucho pedir un postre,
ha dicho su majestad,
la serpiente comandante
quiere su basura ya,
y complacerla es lo nuestro,
y complacerla será.
Bajé el volumen, lo desconecté. Lo deposité en la estantería, miré de
izquierda a derecha, como hacía siempre. Nadie me miraba. Lo introduje
con serenidad en el bolsillo del pantalón. Respiré. Ya estaba. Noté que algo
golpeaba mi hombro, me di la vuelta: Rubia de Bote.
La chica no era de la raza humana. No podía serlo. Se teletransportaba
de esquina a esquina. Yo sé que no me seguía cada vez que yo entraba al
supermercado. Me agarró de la mano y me llevó hasta la salida por el mismo
pasillo, entre las colas, por el que me había sacado días antes con el
Pequeño Policía a nuestra espalda. Esta vez la agarré la mano con fuerza
para que no desapareciese al cruzar el umbral de la puerta de entrada. Sin
comprender todavía cómo, Rubia de Bote se deshizo de mí, pero en mi
mano quedó pegado un papel. Lo abrí. Contenía dos fechas que estaban
separadas por un periodo de doce días; la primera fecha era así mismo
dentro de doce días. Capté. Eran las fechas de las siguientes dos entregas, y
234
al no especificar la hora, asumí que serían a las ocho en punto de la tarde en
la puerta trasera del supermercado. Pero no era ésto lo que yo buscaba.
Mi paso por el mundo del robo fue fulgurante pero eficaz, y me llevé
un minitransistor como último botín de guerra. Lo coloqué en el cuarto de
baño para cuando me diese soberanas friegas entre la espuma del champú
que también robé.
235
Muere perro.
Alguien tenía que morir. Este era el presentimiento que me rondaba
desde hacía meses.
¿Mi contacto con la muerte antes del suceso? Nulo. De pequeño
cazaba moscas para coleccionarlas en un bote de cristal y arrojarlas a una
tela de araña: ésta las chupaba la sangre. Disparé con carabinas de
perdigones a ratas que salían de su madriguera hasta dejarlas como
coladores de pasta. No era mucho si lo comparábamos con los índices
criminales de los chicos de mi edad en otros países o en otros barrios. Yo
me encontraba sableando arroz con pollo al curry a Juan Pedro, que era su
gran especialidad. Me asombraba la manera en la que se inspiraba para
escribir. Necesitaba inspirarse, que la violencia le entrase por los cuatro
poros, por eso tenía las fotografías del interior del Banco de España
repartidas por las cuatro paredes. Disponía de un arma y un pasamontañas
que se colocaba para inspirarse respeto. Yo no le molestaba, podía quedarme
sentado en su apartamento, o tumbado en un colchón viéndole trabajar, que
no le distraía. O bebiendo coñac mano a mano con Jaime.
Una tarde yo estaba apoyado en un rincón con una copita de vodka del
escritor violento, leyendo un antiguo escrito suyo de cuando aún era un
asalariado de la compañía de minas. El folleto en cuestión era una especie de
tratado de cincuenta páginas sobre el asesinato y descuartizamiento de varias
víctimas atadas a una silla. Incluía datos reales, estadísticas, todo
entremezclado con la ficción de la tortura. El hombre tecleaba y tecleaba en
el ordenador. La ventana del apartamento estaba abierta y Troski, encerrado
en su jaula de hierro, gruñó, lo que se traducía por bajar a la calle. No
avisaba más. Qué animal tan pesado, pero el escritor violento se levantó y
sacó al perro de su jaula, amordazándolo y encadenándolo. Bajamos al
Parque del Vietnam. Una noche esplendida, de las que he mencionado antes
de bajarse el saco de dormir y quedarse allí, bajo las copas de los árboles y
el techo de las estrellas. Nos adentramos en el parque. Juan Pedro soltó a
Troski. Yo, al ir con él me sentía más seguro dentro de lo que cabía, pues
ese animal entrenado en la Unión Soviética no podía inspirar confianza
alguna a humanos o animales.
Era tarde. A esas horas nadie bajaba al parque a los perros, con lo que
Juan Pedro soltó el bozal a Troski. A mí se me heló la sangre cuando rugió,
pero el hombre me tranquilizó. Nosotros caminábamos, el perro olía
arbustos y oteaba con su mirada de asesino. Fue un estúpido descuido por
nuestra parte. Nos distrajimos con la conversación y Troski, en silencio, se
lanzó a una carrera loca con un destino fijo. Cuando nos dimos la vuelta, lo
que vimos fue al animal con algo entre sus fauces. La víctima emitía agudos
chillidos de dolor mientras agonizaba. Troski sacudía violentamente la
cabeza de izquierda a derecha con ánimo de arrancársela del tronco. Juan
Pedro extrajo el pito. Sonó en el silencio del parque, Troski soltó la presa y
corrió hacia donde nosotros estábamos. Lo ató a un banco. Nos lanzamos
236
veloces hacia el cuerpo del animal, que yacía en medio de la hierba. Todavía
respiraba. Le quedaba un hálito de vida. Su cabeza casi colgaba del tronco,
había sangre por todo su cuerpo y sangre que desteñía la hierba y la volvía
carmesí. Miré a las estrellas, luego miré a Juan Pedro: era el foxterrier del
Pequeño Policía. De lejos escuchamos las voces del dueño que llamaba al
animal. Era evidente que no tenía ni idea de lo que había sucedido. Su perro
se había despistado, quizás había olido a Troski y se había adentrado en el
parque, encontrando como resultado de su curiosidad la muerte. Había que
salir de allí. Si nos quedábamos, nos dispararía. Las fauces de Troski
goteaban sangre. Nos miramos unos instantes. Juan Pedro no quería escapar,
no tenía miedo al policía. Ni yo, sólo a su automática. Las voces de llamada
se oían cada vez más cerca. Si nos quedábamos era para enfrentarse a la
muerte, si escapábamos, aún disponíamos de alguna posibilidad de que no
descubriese el incidente de su perro expirando.
Corrimos.
Juan Pedro era un bastardo curioso. Espera, me dijo, nos tumbamos
detrás de un montículo de hierba desde el que se veía el cuerpecito del perro.
El policía llegó, le llamaba, pero claro, el bicho no se movía. Al acercarse,
comprendió el pastel. Un pastel revuelto de vísceras y sangre. Parecíamos
dos indios espiando a la caballería ligera. El Pequeño Policía se arrodilló.
Luego, se desprendió del abrigo largo y se arremangó la camisa blanca. Con
las manos desnudas cavó un agujero allí mismo, en la húmeda hierba.
Nosotros mirábamos de lejos, yo asombrado, Juan Pedro irónico. Cuando
terminó de cavar la fosa metió en ella el cuerpo del animal, del que la cabeza
pendía por un hilo. Cubrió el agujero, se limpió las manos con un pañuelo y
se quedó contemplando el montículo. De su sobaquera sacó el arma. El
choque del brillo del metal con los rayos de la luna llegó hasta nosotros
como un destello plateado. Muy bien, murmuró Juan Pedro. El policía elevó
el arma en dirección a las estrellas. Apretó el gatillo. Cerré los ojos. Un
disparo que sacudió cada célula de mi cuerpo.
Troski gruñó.
El Pequeño Policía se marchó en una dirección y nosotros en la
opuesta.
Se había cometido un crimen en el Parque del Vietnam. Así se lo dijo
el Pequeño Policía al Sheriff. La vida del guardián de la ley había sido hasta
entonces anodina y oculta, nadie le veía entrar o salir. No dijo nada más,
pero todas las sospechas del mundo recayeron sobre la espalda de Juan
Pedro. El policía no había visto ni oído nada. En vez de lanzarse a la
búsqueda del culpable por el parque, disparó al aire una salva, se subió a su
apartamento, o se fue a conducir por la ciudad, a tramar venganza. Yo temía
por la vida de Juan Pedro. Por el momento estaba a salvo, nada ocurría. La
vida continuaba sin el perro del Pequeño Policía.
Empezaba a hacer calor en abundancia en el barrio.
237
Un consejo final.
He tenido un soplo.
-¿Qué clase de soplo?
-El Pequeño Policía sabe que Troski mató a su perro. Viene por mí.
-¿Cómo sabes que lo sabe?
-Jaime se cruzó con él ayer y créeme, lo sabe. El Sheriff opina lo
mismo. ¿Ves ésto?
-Sí. Es un billete de avión.
-Exacto. Creo que es más inteligente por mi parte si pongo pies en
polvorosa una temporadita. ¿Crees que puedes cuidarme a Troski?
-Eso es mucho pedir. Me matará.
-Tienes el silbato y el bozal
-Me refería al policía.
Juan Pedro desapareció una temporada. Fue lo más acertado que pudo
hacer. Yo me entristecí. Me reconfortaba saber que volvería pronto. No creía
que el Pequeño Policía se tomase tan a pecho la muerte de su perro. Había
sido un accidente. El mundo estaba lleno de accidentes. Si no, ¿cómo se
tomaría el que ocurrió en mi casa?
Era de noche.
Desde el balcón observaba las estrellas brillar, esperando ver un
cometa. Había visto muchos en los pasados días y rogaba que fuesen naves
espaciales que nos invadiesen antes de que el Pequeño Policía abriese fuego
contra cualquiera. Yo defendería la tierra en primera línea, porque ante tan
terrible invasión de monstruos cabezones los terrestres haríamos causa
común. Yo lucharía codo con codo en las trincheras con mis profesores, con
el Pequeño Policía, con Roberta, con otros seres humanos que me
fastidiaron, mientras en la retaguardia las Zorras, Natasha, Anastasia, Rubia
de Bote, otras mujeres que en el fondo me amaban, prepararían los vendajes
y curarían a los heridos. En el fragor de la lucha me quedé dormido. La brisa
del verano velaba mi sueño. Galeón me protegía. A medianoche, entre
visiones, divisé entre brumas una figura moverse por el apartamento, pero
estaba demasiado cansado para abrir los ojos.
A la mañana siguiente alguien revolvía en el baño. Había respetado mi
sueño pero por el nivel de ruidos que se estaba montando el respeto parecía
finalizar. Galeón no ladraba. Me rasqué la nuca, mi pelo estaba revuelto.
Una orden.
-Luis. ¿Quieres hacer el favor de bajar a las Zorras los montones de
ropa que hay en el baño antes de que se pudran y el apartamento apeste
como una cuadra?
Un consejo, que espero sea el último que doy en mi larga vida: si
podéis, no tengáis padres.
¡Já!
238

Documentos relacionados