En el corazón desolado de la selva peruana, un curandero shipibo y

Transcripción

En el corazón desolado de la selva peruana, un curandero shipibo y
Más allá del estereotipo pintoresco, pluma y taparrabos,
los pueblos de la Amazonia encarnan un paradigma de
igualdad social –basada en una individualidad genuina– y
abundancia material –garantizada por una naturaleza exuberante–. Esta inspiradora alternativa vital declina ante la
extensión planetaria de la producción industrial y la ideología democrática: caen los árboles, se pierden los conocimientos.
Texto y fotos:
CARLOS SUÁREZ ÁLVAREZ
[email protected]
Mientras su mamá, la doctora Ida,
y su hijo Jhon machucan la
ayahuasca, Roger López ofrece una
charla acerca de las propiedades
de la ayahuasca a los huéspedes de
Ani Nii Shobo, el centro de medicina
natural que fundó junto a los chilenos
Andrés Selamé y Santiago Correa.
En el corazón desolado
de la selva peruana,
un curandero shipibo
y dos empresarios
chilenos encarnan una
esperanza: que el
conocimiento ancestral
tiene hueco en
la economía de mercado,
que se le puede ganar la
batalla a la deforestación,
que en la medicina natural
hay remedio para
los males modernos.
Dos
mundos,
Las raíces
Los bisabuelos de Roger López salen al río
Ucayali y escogen entre cientos de pescados.
Las bisabuelas siembran plátano y recolectan frutos silvestres. Ellos cazan hoy, mañana
construyen su casa: provee el monte cercano.
Ellas cocinan y elaboran vasijas, que adornan
con misteriosos diseños, obtenidos en la visión
o el sueño. Los shipibos son libres: no hay jefes, no hay policías para hacer cumplir unas
leyes que tampoco existen. El territorio amplio
no es de nadie. Viven en la abundancia y lo
voy a repetir: viven en la abundancia y no les
falta de nada. A veces llegan los blancos, traen
hierro y violencia y enfermedades y quieren almas o caucho o quina o zarzaparrilla o grasa
de manatí, e imponen condiciones y apellidos.
Son pocos pero poderosos; son poderosos y,
por tanto, son malvados.
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una
alianza
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Un grupo de visitantes comparte el espacio
común de Ani Nii Shobo, la gran casa que hace
las veces de comedor, cocina y sala de estar.
Los bisabuelos de Andrés Selamé nacen en Belén, Palestina. Comercian con
Rusia; quiero imaginar que lo hacen a
lomos de camellos, envueltos en turbantes. No son libres, tampoco poderosos:
estalla la primera guerra mundial y los
turcos reclutan forzosamente carne de
cañón. El abuelo de Andrés no quiere
morir y emigra hasta Chile: ha escuchado que el clima es similar y la tierra
produce lo mismo. Siembra, cría cerdos
y gallinas, progresa, acumula e invierte:
unos locales comerciales en Santiago,
donde asiste a la universidad el padre
de Andrés, que ya no habla árabe.
Cuando en 1968 nace Roger, los blancos ya no son pocos. La cercana Pucallpa, antaño un poblacho, se ha convertido en la vigorosa ciudad-tumor de la
selva peruana, unida por carretera-metástasis a lo que pasa en Lima y más allá
del mar. Fuerzas cancerígenas arrasan
con la vida que se mueve y la que no. Se
encuentra petróleo y se explota. Misioneros fundamentalistas estadounidenses propagan el capitalismo cristiano en
los salones de clase: diseñan los currículos escolares y forman a los maestros
shipibos, una élite bien pagada a la que
pertenece el padre de Roger.
Cuando Andrés nace en 1972, su padre ha apostado por el plástico: fabrica
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Andrés Selamé y su hijo Balta, de ocho años, posan
al frente de Nii Juinti, la futura escuela donde niños
shipibos huérfanos o sin recursos aprenderán los
secretos de la medicina ancestral. Detrás de Andrés
y Balta están Samuel, uno de los arquitectos del
complejo, y Cristina, comunicadora social, cuyo
trabajo voluntario ha sido fundamental para
la puesta en marcha del proyecto.
guantes de caucho para la minería y alfombrillas de goma para el piso de los
autos. Le va bien, acumula, invierte en
una máquina para producir bolsas de
polietileno. Quiero imaginar que el pe-
Andrés tiene
veintiocho años cuando
su padre muere y
abandona su búsqueda
espiritual para levantar
la decaída empresa
familiar. Asume el reto
con entusiasmo y
determinación: quiere
cuidar de su familia.
tróleo que usan viene de los pozos del
río Ucayali (pero es solo una licencia
geopoética). Le va mejor, acumula, invierte e invierte, y crece.
Los padres de Roger chocan, rebotan y
se desentienden del niño, que crece bajo
el cuidado de su abuelo paterno, José
López, curandero renombrado. Un enfermo llega hinchado, unido a la vida por
un fino hálito; el abuelo fuma su tabaco,
toca, sopla, chupa, regurgita una púa, y
el enfermo caga y vomita y mea, y unos
minutos después pide su primera comida
en días. “Le embrujó el lobo”, diagnostica José. “Fui a cazar a una laguna, maté
un animal, me dio el dolor”, concede el
paciente. “Esa laguna tenía su dueño”.
Roger mira y aprende; Roger se interesa por la medicina vegetal; Roger toma
ayahuasca y descubre su vocación.
Los padres de Andrés permanecen
juntos y prosperan. El padre tiene olfato para los negocios: se decanta por
los envoltorios para alimentos y acierta:
crece, acumula, invierte, y pronto su empresa de plásticos es puntera en el país. Es buen negociante, pero mejor persona: los empleados estiman al jefe-padre que les
escucha, que interrumpe la cadena de producción para
invitar a sandía, que prepara asados de fin de semana
para toda la plantilla. Andrés mira y aprende: la cuenta
de resultados no le importa tanto como la bondad y la
modestia.
A los quince años Roger conoce el desprecio de los
mestizos. Vive en Pucallpa con un próspero comerciante, amigo del abuelo. Trabaja duro para el patrón y asiste
a la escuela. Indio, cochino, haragán: no entiende lo que
significan las palabras pero sabe de qué están cargadas.
Se levanta de noche y se acuesta de noche, y trabaja
duro para estudiar y escuchar indio, cochino y haragán
hasta que se gana el respeto con los puños. Y trabaja
duro. “Yo no hago esto por tu mal, sino por tu bien”, dice
el patrón. “Tu cultura no es así. Yo entiendo el trabajo de
otra forma y tú tienes que entenderlo así también”. Y por
eso Roger se levanta de noche y estudia y trabaja duro
y se acuesta de noche y cuando se levanta, unos años
más tarde, ya es profesor.
A los quince años, Andrés disfruta de la privilegiada
posición económica familiar. El muchacho comparte pu-
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pitre e inglés con hijos de diplomáticos
y empresarios de todo el mundo y toda
religión. Se deja llevar por la corriente
familiar y estudia ingeniería comercial
y administración de empresas. Después de graduarse trabaja por su cuenta, acumula e invierte: viaja a la India,
aprende meditación, visita centros místicos, camina perdido entre sabios. Regresa a Chile con el sueño de entregarse
al trabajo social.
Cuando en el 2001 conozco al profesor
Roger López, tiene treinta y tres años,
cinco hijos y un sueño: construir un albergue de medicina natural para recibir
a visitantes de todo el mundo. Tiene ese
sueño y perseverancia inquebrantable y
catorce hectáreas de selva arrasada en la
comunidad shipiba de San Francisco de
Yarinacocha, cerca de la ciudad-tumor
de Pucallpa. El territorio, cada vez más
limitado, solo provee desolación. Viven
en la escasez y lo voy a repetir: viven en
la escasez y están abocados al dinero.
Andrés tiene veintiocho años cuando
su padre muere y abandona su búsqueda espiritual para levantar la decaída
empresa familiar. Asume el reto con entusiasmo y determinación: quiere cuidar
de su familia, de las familias de sesenta
trabajadores. Moderniza el funcionamiento de la empresa pero no se olvida
de los asados de fin de semana, y va
más allá: los nuevos trabajadores son
seleccionados por compañeros y subordinados, ofrece capacitación gratuita,
publica mensualmente los resultados,
reparte un porcentaje de los beneficios.
Hasta donde es posible, le da la vuelta
a la pirámide de la empresa, que llega a
doscientos empleados y se convierte en
la más importante de Chile.
Mientras tanto, Roger hace realidad
Suipino, su albergue de medicina natural. Siembra miles de plantas, levanta
varias casitas para albergar pacientes y
una maloca para celebrar ceremonias.
Roger prospera, acumula e invierte: levanta más casitas, siembras más plantas, compra una casa en la ciudad, paga
la universidad de sus hijos. Es dos veces intermediario: el vegetalista que se
conecta con las fuerzas espirituales del
otro mundo para curar en éste; el empresario que incursiona en el tempestuoso mar de la economía de mercado
para ofrecer una alternativa a los suyos.
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Roger es un hombre de poder y entiende las reglas del juego: adaptarse o desparecer, crecer o claudicar.
Andrés se desvincula gradualmente
de la empresa de plásticos, emprende
un viaje a Oriente Medio, explora diversas formas de espiritualidad junto a su
gran amigo Santiago Correa, con quien
visita a Jorge González, un ayahuasquero de Tarapoto, Perú. La experiencia es
terrible, terrible: Andrés ve cuánta cosa
fea tiene en su interior, pero se cura,
y vislumbra la maravilla que ofrece la
ayahuasca. Entonces Jorge González
les habla del maestro shipibo Roger López, a quien visitan en el 2007 en San
Francisco de Yarinacocha: quedan tan
impresionados por su poder y conocimiento que deciden construirse una casita a la que llegar con frecuencia para
tomar plantas con el maestro. Pero el
maestro y los aprendices acaban socios
y las casitas se convierten en la Casa
Grande de la Selva, Ani Nii Shobo, un
centro de medicina natural en el que esperan recibir “un millón de amigos”.
Andrés trasplanta una mata de canachiari
(Brugmansia sp.), una de sus plantas maestras
favoritas. “El canachiari es mi planta favorita.
Le tengo un cariño muy grande, sé que me
cuida. Es una planta que cura a la tierra y
a las personas: hay gente que está medio loca,
y les ponemos emplastos y ves los milagros
que hace”.
Roger López prepara un remedio natural para uno
de sus pacientes de Suipino, el centro de medicina
natural que montó por sí solo. Roger, que pertenece
a la etnia shipiba, es uno de los más destacados
hombres de su pueblo, respetado por haberse
convertido en un próspero empresario a partir
de su conocimiento de las plantas medicinales.
Los frutos
Albergaba yo la absurda esperanza de que en mis cinco
años de ausencia se hubiera producido una tímida recuperación de la vegetación en las inmediaciones de San
Francisco de Yarinacocha, pero la selva solo se recupera
allá donde hay selva cerca: en el área de influencia de Pucallpa, sin embargo, todo ha sido esquilmado. Rumiaba mi
decepción cuando el taxi bamboleante, poco después de
atravesar el pueblo, coronó una loma y descubrió a quinientos metros un oasis (en la selva, sí). Y constaté unos
minutos después que la masa arbórea se elevaba más allá
de un cartel que rezaba Ani Nii Shobo Shamanic Lodge.
Andrés no estaba. Fue Cristina, una de las voluntarias
chilenas que hacen funcionar el centro, quien me recibió
y me acompañó a una estupenda cabaña con bella vista
de la laguna. Regresamos al espacio común (comedorcocina-sala de estar), donde conocí a los demás voluntarios, todos chilenos: Samuel, arquitecto del complejo;
Anto, cocinera refinada; José Tomás, capaz de todo. En
el transcurso de la tarde se unieron los visitantes-pacientes, profesionales de mediana edad y cierto nivel económico: dos chilenas, un italiano y cuatro argentinos, que
disfrutaban de animada conversación, la nutrida biblioteca, el confort de los sillones, un juego de ajedrez, relacionándose con una cercanía propia de amigos íntimos,
aunque apenas acabaran de conocerse, contagiados por
el espíritu de familiaridad que había imbuido Andrés.
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El anfitrión apareció poco antes de la
cena, con su hijo Balta, recién llegado de
Chile en descanso vacacional. Vestía un
sencillo pantalón y una camisa de algodón, barba de tres días. Nos habíamos
conocido unos años antes, fugazmente,
pero me abrazó como a un viejo amigo
(y noté su delgadez vigorosa de maestro
de yoga). Me agradeció la visita, se sentó a mi lado durante la cena deliciosa y
ligera. Solo hablamos al final, cuando le
pregunté (y bien sabía lo que preguntaba)
cómo había sido la experiencia de poner
en marcha un negocio junto a Roger. Meneó la cabeza, exhaló un suspiro ruidoso
y me contó la parte de las dificultades: la
testarudez inamovible de Roger, su ansiedad por el dinero, la lentitud con la que el
negocio despegaba.
No me sorprendió. Años atrás ocupé
una posición muy parecida a la de Andrés,
cuando Roger necesitaba dinero para
poner en marcha Suipino, y yo buscaba
que alguien me iniciara en el mundo de la
ayahuasca. Al principio no comprendí la
actitud de Roger por el dinero, casi obsesiva, pero tras siete meses de convivencia
con su familia, y varios años radicado en
otra comunidad, distinguí el desafío al que
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Balta observa a su padre, Andrés Selamé,
icarar el Agua de Florida, un perfume usado
en las ceremonias de ayahuasca. Aunque
le queda un largo camino para celebrar
ceremonias por sí solo, Andrés ha realizado
ya prolongadas dietas con ciertas plantas
maestras, y comienza a manejar
los entresijos de la medicina espiritual.
Roger es dos veces
intermediario: el vegetalista que se conecta
con las fuerzas espirituales del otro mundo
para curar en éste;
el empresario que
incursiona en el tempestuoso mar de la
economía de mercado
para ofrecer una alternativa a los suyos.
los pueblos indígenas se enfrentaban: su
asimilación por la economía de mercado
era inevitable, no había más remedio que
emplear las armas de los blancos, Roger lo había logrado. Entre los suyos era
admirado por haberse convertido en un
empresario próspero, capaz de generar
empleo para decenas de personas en su
comunidad. “Roger es un héroe shipibo”,
le dije a Andrés. Y podría haber añadido:
“Pero los héroes no son complacientes
sino todo lo contrario”.
A la mañana siguiente llegó Roger conduciendo un flamante todoterreno. Me
abrazó calurosamente. Destilaba ese poder, esa seguridad casi arrogante que le
caracterizaba. Ofreció a los visitantes una
demostración de cómo se preparaba la
ayahuasca. Mientras su mamá, la sabia
Ida, machucaba la liana, habló por espacio de media hora acerca de la medicina
shipiba. Se lamentaba de ciertas ideas
erróneas que cargaban los occidentales:
la ayahuasca no era una panacea, insistió, sino una herramienta del curandero
para realizar la diagnosis; la curación era
brindada por un arsenal de plantas cuyo
conocimiento estaba al alcance de muy
pocos.
La selva ha sido arrasada en San Francisco de Yarinacocha (comunidad shipiba cercana a Pucallpa) debido a las distintas actividades productivas y extractivas que han proliferado en la selva peruana. Uno de
los objetivos de Ani Nii Shobo y de Nii Juinti es recuperar el bosque.
Roger López, Andrés Selamé (ambos en la foto) y Santiago Correa se
conocieron en el 2007 y establecieron un relación que condujo a la
creación de Ani Nii Shobo, un centro de medicina natural que recibe
visitantes de todo el mundo.
“Yo curo con la planta, trabajo con la planta, gano dinero con la planta”, me dijo Roger más tarde, mientras
me enseñaba ufano el progreso de Suipino, su primer
centro de medicina natural. Había ya más de una decena de casas, una maloca y un comedor. Las plantas
sembradas años atrás se habían convertido en árboles
jóvenes. Hermanos, primos y cuñados se dedicaban a
la carpintería, la cocina, la reforestación. Roger buscó
unas hojas de aquí, una corteza de allá, y preparó el
remedio de uno de sus pacientes. En aquel momento
había una docena, pero esperaba un grupo de veintitrés
italianos para unas semanas más tarde. Se quedarían
ocho días, a razón de setecientos dólares por persona.
La prosperidad se palpaba también en su casa, en
el pueblo de San Francisco: varias motos, un par de
motocarros, nuevas construcciones, televisión satelital.
Allá estaban sus hijos de visita de fin de semana: dos
profesionales, una universitaria, otro bachiller, residentes en la ciudad para atender a sus compromisos académicos y laborales, cumpliendo el porvenir que para
ellos habían diseñado los padres. Y paradoja: ninguno
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Roger y Andrés
intercambian
impresiones
sobre la
realización
de los textos
escolares que
servirán de guía
para los niños
y niñas de Nii
Juinti, la escuela
de chamanes
que espera abrir
sus puertas en
febrero del 2015.
de ellos había aprendido el conocimiento ancestral gracias al que disfrutaban
de una posición privilegiada.
Y paradoja: Andrés había renunciado
a su posición privilegiada en pos del conocimiento ancestral que abandonaban
los hijos de Roger. Sucedió gradualmente: se quedaba junto a Roger una o dos
semanas, descubriendo tal maravilla,
cual planta maestra, curándose de este
miedo o aquella ansiedad. “Mi vida tenía sentido aquí. Ir a Chile era como ir
de vacaciones”. Mientras participaba
en la construcción del centro dietó con
varias plantas maestras. “La conciencia
se va ampliando. Aprendes a dirigir tus
pensamientos, y poco a poco vas eligiendo quién eres, y te vas alineando al
corazón. Y pasan cosas bonitas: sientes
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“La conciencia
se va ampliando.
Aprendes a dirigir
tus pensamientos,
y poco a poco vas
eligiendo quién
eres, y te vas alineando al corazón.
Y pasan cosas
bonitas: sientes
presencias, sientes
momentos de
iluminación,
el corazón se abre”
presencias, sientes momentos de iluminación, el corazón se abre y uno siente que puede ayudar a alguien, que se
puede convertir en canal de los espíritus
sanadores de la naturaleza”.
Durante mi visita a Ani Nii Shobo, Andrés ultimaba la desvinculación definitiva de sus negocios en Chile. Culminaba
así su pasión por las plantas medicinales. “Este es mi lugar favorito”, me confesó en el huerto mientras trasplantaba
varios ejemplares de toé (Brugmansia
sp.), planta maestra con la que había
dietado varios meses. Me habló con orgullo del trabajo de reforestación, de las
seis mil plantas que habían sembrado;
esperaban comprar más tierra para ampliar su radio de acción. “Yo soy optimista”, confesó con una tímida sonrisa.
P
“Queremos que este lugar se vaya transformando en un
pequeño santuario, que la naturaleza sea la dueña. No podemos renunciar al progreso tecnológico, pero sí tenemos
que cuidar la naturaleza, el aire que respiramos, las aguas.
Desde ahí, tal vez recién podemos aspirar a tener un futuro como humanidad”.
De día, el trabajo con las plantas; de noche, el trabajo
con sus espíritus. Después de varios años de aprendizaje,
Andrés ya se sentía capaz de ayudar a los pacientes en las
noches de ceremonia. “Si la gente está en un mundo feo,
soy capaz de hacer que ese mundo se abra. La naturaleza
obra a través de mí porque me he entregado a la dieta”, me
contó. Sin embargo, las ceremonias eran dirigidas por Roger,
con la compañía de Ida y Leoncio. ¡Y cómo cantaron los tres
aquella noche! Qué extraordinario y bello despliegue curativo
tuvo lugar en la maloca: Ida, Leoncio y Roger, deslizándose
al lado de cada paciente y cantándole su curación en shipibo. Y las risas de uno, los gritos de otro, los suspiros de
maravilla, los vómitos, el humo del tabaco, las revelaciones.
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meca de la
Además de toma de ayahuasca, los tratamientos que se ofrecen en Ani Nii Shobo incluyen remedios naturales diversos, entre ellos, masajes, baños de
vapor y toma de plantas. El objetivo es llevar a cabo una depuración del cuerpo en la semana o diez días que los visitantes permanecen en el centro.
Las semillas
Ida y Leoncio, los abuelos que en la
noche cantaron, por la mañana se lamentan. “La cultura se está perdiendo.
Los jóvenes ya no saben sembrar plátano, ni construir casa, ni pescar”, dice
Leoncio. “Las muchachas antes iban al
monte y se ensuciaban y sacaban su
pescado. Ahora van con pantalón, ya
no usan la falda, ni la blusa”, dice Ida
en su rudimentario castellano, y remata:
“Ya no hay shipibo”. Roger asiente con
gravedad y relata las dificultades de su
pueblo: los abusos de los madereros, la
proliferación de alcohol y prostitución en
las comunidades, los problemas medioambientales, el olvido de las plantas.
“Antes alrededor de la casa sembraban
piñón colorado, toé, piripiri; ésas eran
las defensas contra los diabólicos, contra las enfermedades, y los shipibos vivían cien años, pero ahora no llegan a
los sesenta. Los espíritus de las plantas
se están retirando, y por eso hay más
enfermedad”.
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“Antes alrededor de
la casa sembraban
piñón colorado, toé,
piripiri; ésas eran
las defensas contra
los diabólicos y los
shipibos vivían cien
años, pero ahora
no llegan a los
sesenta. Los
espíritus de las
plantas se están
retirando y por
eso hay más
enfermedad”
Pero Roger es un guerrero; Andrés y
Santiago, dos idealistas. Juntos tratan de
atajar la catastrófica pérdida de conocimiento que amenaza al pueblo shipibo;
su lucha se ha materializado en Nii Juinti,
el Corazón de la Selva, una escuela de
chamanes que recibirá niños shipibos
huérfanos o sin recursos para formarles en los conocimientos que sucumben arrollados por la modernidad, por
el progreso; los mismos conocimientos
que, cruel ironía, han permitido a Roger
triunfar en ese mundo. “La escuela tendrá capacidad para veinte niños –explica
Roger–. Y ojalá que de cada veinte haya
tres o cuatro que se hagan chamanes,
para que vuelvan a sus comunidades y
hagan un trabajo como el que estamos
haciendo aquí”. Habrá medicina natural y
reforestación y mitos e inglés. Hoy la escuela es solo una promesa que se yergue
en un páramo desolado; tal vez en unos
años Nii Juinti, el Corazón de la Selva,
esté en efecto rodeado por un milagro de
espesura.

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