Lecturas sobre danza y coreografía

Transcripción

Lecturas sobre danza y coreografía
ÍNDICE
Portada
Isabel de Naverán, Amparo Écija: Leer, bailar, escribir
I Estética y política
Susan Leigh Foster: Coreografiar la historia
Christine Greiner: Investigar la danza en estado salvaje
Bojana Kunst: Danza y trabajo
André Lepecki: El cuerpo como archivo: el deseo de recreación y las
supervivencias de la danza
Bojana Cvejić: Aprender haciendo y hacer aprendiendo cómo aprender
II Experiencia y singularidad
Ramsay Burt: Nijinski, el modernismo y la escenificación de masculinidades no
normativas
Pedro G. Romero: Hueso de la mano y el pie. Comentarios a las relaciones entre
vanguardia y flamenco en la figura de Vicente Escudero
Susan Manning: Danzas de la muerte
Sally Banes: Terpsícore en zapatillas de deporte: introducción
Norbert Servos: Danza y emancipación. La danza-teatro de Pina Bausch
Gerald Siegmund: El espacio de la memoria. Los ballets de William Forsythe
III Forma y lenguaje
José A. Sánchez: La mirada y el tiempo
Merce Cunningham: Espacio, tiempo, danza
Lisa Nelson: Delante de tus ojos. Semillas de una práctica de la danza
Laurence Louppe: Partituras
Ramiro Guerra: Calibán danzante
Rudi Laermans: Danza en general
Agradecimientos
Créditos
LEER, BAILAR, ESCRIBIR
Isabel de Naverán, Amparo Écija
Cuando hacia el año 2000 comenzamos a investigar no existían suficientes textos
sobre danza y coreografía actual, o los que había se encontraban casi siempre en
idiomas distintos al nuestro, en países a los que había que viajar porque sus fuentes
no estaban digitalizadas o porque los textos más interesantes eran publicados en
revistas y catálogos no reconocidos académicamente. Salvo algunas excepciones, las
reflexiones verdaderamente relevantes llegaban demasiado tarde.
Al decir comenzamos no estamos utilizando el plural mayestático que incluiría
también a los lectores y lectoras de este libro, sino que nos referimos a nosotras
mismas, Amparo Écija e Isabel de Naverán, la primera licenciada en Historia del
Arte y la segunda en Bellas Artes. Desde nuestros respectivos departamentos
universitarios pretendíamos aportar un punto de vista crítico sobre la danza
producida en el estado español desde los años noventa, sobre el sentido de las
producciones coreográficas y sobre cómo éstas dialogaban con otras esferas del arte
y del pensamiento crítico. Y lo hicimos, culminando cada una de las investigaciones
en sendas tesis doctorales defendidas en el marco de la academia española, en la que
a día de hoy la danza no se ha consolidado como carrera propia. En parte, al igual
que muchos ensayos internacionales, nosotras también llegábamos con retraso a una
escena en pleno cambio y transformación. Necesitábamos entender las razones que
habían dado paso a las producciones de nuestro momento, a qué respondían las
actitudes de los artistas, a qué reaccionaban o qué reformas proponían. Sabíamos que
investigar en torno a la danza de finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI en
España implicaba necesariamente ponerla en contexto: observar su idiosincrasia y
especificidad pero también detectar cómo las propuestas realizadas aquí dialogaban
con lo que estaba sucediendo fuera. Por esa razón, acceder a ensayos producidos en
otros países se hacía tan necesario.
La curiosidad por investigar condujo al deseo por publicar. Un deseo que trataba
de equilibrar la visibilidad de los discursos generados fuera de nuestro contexto
(haciéndolos accesibles) con otros que se estaban produciendo en el ámbito hispano.
Y de este deseo, trece años después y en un contexto no tan distintivo al anterior,
nace el libro Lecturas sobre danza y coreografía.
Es verdad que han cambiado muchas cosas, sobre todo en lo que se refiere a la
accesibilidad a ensayos, textos y entrevistas a través de la red, a la digitalización de
las fuentes y a la posibilidad de contactar con agentes activos sin necesidad de viajar
a otros países. Sin embargo, varios de los textos publicados en los últimos treinta
años están aún sin traducir. Lo que pretendemos con este libro es reunir un primer
número de ensayos que consideramos clave para entender las producciones actuales
en su heterogeneidad. Más adelante podrían venir otros que reunieran aún más textos
y que al hacerlo, como es la aspiración de este, muestren el modo en que las
reflexiones generadas en el ámbito más hegemónico de la danza contemporánea
dialogan con otras reflexiones menos conocidas pero igualmente relevantes
producidas en contextos considerados hasta ahora periféricos, como puede ser el
ámbito latinoamericano, los países del Este de Europa, el mundo árabe, los contexto
críticos en diferentes lugares de Asía, etc.
El criterio principal ha sido el de reunir ensayos de calidad crítica que no se
limitaran a describir movimientos artísticos ni a subrayar los discursos generales
que ya conocemos, sino que aportaran visiones singulares, posicionadas, específicas
y sensibles. Lo que proponemos aquí es por tanto un libro para ser leído, destilado,
utilizado, citado, criticado, un libro para estudiantes, investigadores y artistas,
aquellos que se atrevan a pensar que leer y escribir son la misma cosa. Y cómo leer,
escribir y bailar pueden también influirse mutuamente. La coreógrafa Idoia
Zabaleta, consciente de la dificultad que afronta hoy en día la danza como arte del
movimiento –dificultad que en parte se deduce de la influencia de la filosofía postestructuralista presente en prácticamente todas las producciones artísticas
contemporáneas– decía en relación a una de sus últimas propuestas: “¿Cómo seguir
bailando hoy en día? Pues leyendo… ¿cómo seguir leyendo? Pues bailando”.
Leer y bailar, o bailar y escribir, es también la preocupación que impulsa el
trabajo de algunos teóricos presentes en este libro. La relación entre la danza y la
escritura, presente en la propia definición original de coreografía, es una relación
siempre desequilibrada pero imposible de romper. Escribir es hacerse responsable de
un discurso, asumir sus consecuencias, dialogar con el mundo, de la misma manera
que bailar es hacerse responsable de un cuerpo, de una posición respecto al cuerpo y
su modo de ser representado.
En cualquiera de los casos, escribir o bailar, es trazar una historia posible, hacerse
consciente de ella, interrogarla. Isadora Duncan decía que la danza del futuro es la
danza del pasado. Quizás con un sentido diferente al que algunos escritos de este
libro dan a la revisión del pasado –clamando la historia como coreografía y el
cuerpo como archivo– pero a fin de cuentas la intuición de que la memoria corporal
podría ser el motor para una historiografía distinta es compartida entonces y ahora.
Las propias prácticas coreográficas hoy asumen el reto de cincelar relatos olvidados,
de destapar historias marginales y voces que no siempre fueron escuchadas. Y el
teórico, la teórica, no puede sino dejarse atravesar por este “retorno como
experimentación” (Lepecki, 2010) que también le obliga a recolocarse y a
reinventarse en su práctica. La danza y la escritura mantienen por así decirlo una
relación epistolar en la que cada remitente escribe en un lenguaje distinto. Su
intercambio se vuelve entonces inevitablemente gesto lingüístico a la vez que
político. Obliga a cada esfera a revisar sus discursos, a traducirse a sí misma en aras
de una mayor eficacia comunicativa, que sea a la vez poética y política.
La relación entre arte o estética y política ha sido explorada por muchos
pensadores a lo largo del siglo XX hasta la actualidad. En el caso de la danza, su
potencialidad política y estética parece evidente en cuanto a que la danza implica la
representación de los cuerpos y esta representación siempre esconde o muestra una
ideología de manera más o menos evidente. Bailar en solitario, acentuando la autoría
del individuo, su expresividad y singularidad, su libertad al margen de las ataduras y
sometimientos de la masa, resulta hoy tan ideológico como bailar al ritmo colectivo
en busca de una representación común de lo social. Sabemos, porque lo hemos
observado a lo largo del siglo XX, que toda tentativa de reforma en la danza ha ido
ligada a su utilización por parte de los poderes del momento, que han hecho uso de
ella con el fin de modelar la forma de entender el cuerpo, y la vida, por parte de la
sociedad civil.
La danza ha sido en muchos casos esa disciplina que ha estado “por encima de los
contratos” (Cvejić, 2009), considerándola siempre de forma excepcional como la
expresión de una libertad abstracta, no explícita y por tanto sin poder de eficacia
real. Salvo en casos excepcionales cada nuevo movimiento era leído como metáfora
del cambio posible, y no como un cambio real. Por esa razón, podemos pensar que
observar y analizar los modos en que la danza opera en las esferas de la vida, la
representación y el trabajo, nos dará quizás algunas claves para entender las
potencialidades poéticas (y por tanto también políticas) de la danza en su
materialidad. Como a Bojana Kunst, nos gusta pensar que la danza tiene la capacidad
de “revelar cómo la materialidad de los cuerpos distribuidos en el tiempo y en el
espacio puede cambiar el modo en que vivimos y trabajamos juntos” (Kunst, 2009).
Pero la danza no solo revela la materialidad de los cuerpos que bailan, sino que
haciéndolo, es capaz de mostrar lo material en otro tipo de gestos, como el hecho de
leer y el hecho de escribir.
Quizás el problema principal siempre haya sido el mismo: la correspondencia
entre escritura y baile. Esta relación ha causado en muchas ocasiones una sensación
de impotencia por parte de la crítica a la hora de dar cuenta de los cambios y
transformaciones propuestos por el arte. Ese “llegar siempre tarde” se ha convertido
en el sino de la teoría pero también en su motivación. Lo que algunos autores
plantean es que escribir es también “coreografiar la historia” y el propio acto de
escribir implica ya una coreografía y produce un cuerpo que tarde o temprano había
que hacer presente. Hacer presente este cuerpo es asumir la voz propia y aceptar al
fin que la mente no es algo separado del cuerpo que viaja por su cuenta generando
ideas abstractas. De la misma manera que la danza no puede ser leída desde el
parámetro de la imagen metafórica, tampoco el texto teórico es una voz en off neutra
y sin identificar. No se puede interpretar de la misma manera un texto escrito en los
años noventa en Cuba que uno escrito en 2010 en Estados Unidos.
Esta es una de las razones por la que queremos comenzar esta compilación de
textos con la sagaz propuesta de Susan Leigh Foster sobre la relación entre escritura,
coreografía e historia. Sobre las implicaciones políticas de la estética no solo de la
danza sino de sus teorías y derivas ensayísticas; “solíamos fingir que el cuerpo no
participaba” nos recuerda, como si hubiéramos estado bajo un engaño autoimpuesto
y despertáramos necesariamente de él. Una vez asumida la materialidad del cuerpo
cuando escribe, se abren también posibilidades para la lectura. Una lectura crítica
que, por ejemplo, ponga en diálogo ciertas apuestas coreográficas producidas en
Brasil con las distintas definiciones del contrato social asumidas a lo largo de los
siglos (Locke, Rousseau, Hobbes, etc.). Contratos sociales que nunca han sido
firmados, pero que tácitamente actúan sobre nuestras vidas y sobre nuestra
capacidad de entender la relación entre naturaleza y cultura. Lo que nos hace ver el
texto de Christine Greiner es precisamente cómo la danza es capaz de proponer
nuevos contratos que son leídos y traducidos en textos teóricos a su vez, aún
sabiendo que haciéndose públicos pueden sin quererlo actuar como las nuevas
cláusulas de los nuevos contratos, esta vez contratos entre el poder de la teoría y el
de la danza, en una sociedad que ha dejado el cuerpo al margen de lo que se
considera la producción de conocimiento. La responsabilidad de quien hace público
su discurso, sea escrito o bailado, puede ser esa, la responsabilidad, ante todo, de una
lectura. Una lectura que es fruto de experiencias singulares e intransferibles.
Toda experiencia es inherente a un contexto específico. Que una danza sea creada
en Brasil a finales del siglo XX o en Rusia a comienzos del mismo siglo,
determinará un tipo de experiencia y también condicionará su recepción en otros
contextos. Esto se hace evidente en el caso de Vaslav Nijinski, cuyos bailes eran
interpretados de maneras muy distintas según el contexto cultural en que fueran
mostrados. O el caso de Vicente Escudero, cuyo momento artístico coincide con la
situación convulsa vivida momentos antes y durante la guerra civil española. En
cualquiera de los casos, hemos querido recoger textos que reflejen las experiencias
personales, singulares, de un cierto y contado número de artistas quienes, a través de
una experimentación radical muchas veces en diálogo con propuestas de vanguardia
de su momento, consiguieron dar sentido a sus prácticas en momentos no siempre
complacientes para el arte. Lejos de las escuelas que forman a sus bailarines bajo
técnicas descontextualizadas, bajo la premisa de la copia y la repetición, estas
experiencias singulares son al mismo tiempo intransferibles y ejemplares. No
convierten a sus autores en héroes, pero sí reclaman la necesidad de una mirada que
sepa poner en situación unas prácticas que siempre e inevitablemente se dan en un
lugar localizable y a una hora concreta. Una de las tareas del artista puede ser la de
responder a ese lugar y a ese momento, aunque su respuesta, bien lo sabemos, pueda
ser en algunos casos decepcionante por estar demasiado vinculada a un poder
opresivo.
En ese sentido, hemos querido reunir aquellas voces que aporten una mirada
distinta sobre estas figuras, unas veces estigmatizadas y otras magnificadas. A través
de sus ensayos podemos leer críticamente la actitud de algunos artistas cuyo apoyo a
ciertas formas de imposición política resulta contradictorio y no siempre deseable.
Susan Manning analiza cómo la perspectiva del tiempo nos permite descubrir la
inclinación al fascismo que Mary Wigman escenificó en su pieza de grupo Totenmal,
cuando en su estreno en 1930 fue admirada por una inmensa mayoría progresista
como un canto al pacifismo. Cuarenta años más tarde, otra coreógrafa alemana
decide reinventar la danza expresionista del periodo de entreguerras despojándola de
“su patetismo y su fatalismo universal” (Servos, 1984) y crea un nuevo lenguaje para
la danza teatro ya esbozada por quien había sido su maestro, Kurt Jooss. En los años
setenta, Pina Bausch estiliza la emoción; la danza llora, grita, se desespera y,
liberada del texto, escribe sobre el escenario la realidad del ser humano. “Bailar es
una acción visible de la vida” afirmaba casi veinte años antes en Estados Unidos
Merce Cunningham, si bien mediante un lenguaje radicalmente diferente al de
Bausch donde el puro movimiento definía la identidad del bailarín; y también la
identidad de un lenguaje que se deconstruye, como hace William Forsythe, por
medio de su propia memoria. Pero la generación que sucede a Cunningham se revela
contra esa imagen del bailarín y la danza, se calza unas zapatillas de deporte y
democratiza los cuerpos, los espacios y los diálogos de la danza rompiendo con su
aislamiento técnico y estético. La danza apuesta por el lenguaje y la forma.
Apostar por una revisión radical del lenguaje y de la forma es aspirar a una
eficacia desde la autonomía de la disciplina. Analizar los modos en que el propio
dispositivo escénico actúa sobre los cuerpos implica necesariamente una crítica
constructiva en torno a los aspectos fundamentales de la composición en danza: la
relación entre espacio, tiempo y movimiento, el uso de la mirada y sus
consecuencias cuando es utilizada como herramienta de dominación sobre el
público, la cuestión de la presencia y sus implicaciones en lo que se refiere al
heroicismo del bailarín, la forma de la danza y su manera de ser ejecutada, pero
también la forma estructural de una coreografía y sus posibilidades, como la
inserción del juego o de la partitura en aras de un reparto distinto de la atención.
Modificar la forma en que el lenguaje se construye es reinventar la mirada y
participación del público. La mirada actúa como un nuevo código que abre
relaciones insospechadas. Ya no está únicamente ligada al sentido de la vista ni a la
facultad de la visión, sino que es una mirada que se expande, que ofrece, toca, siente,
y recibe, que propone una modulación distinta del tiempo, dilatando y contrayendo
su percepción. Y lo hace a partir de un tratamiento sobre la forma de presentarse,
que influye necesariamente sobre la percepción del espacio y del tiempo por parte
del espectador.
Con la intención de modificar desde su base la composición coreográfica, algunos
artistas experimentaron con modos de creación que se alejaron de las formas
tradicionales heredadas de la danza moderna. Quizás queriendo descentralizar la
importancia del bailarín, optaron por recurrir a partituras y estructuras que guiarían
una suerte de juego coreográfico que nada tenía que ver con la expresión individual
o colectiva de los cuerpos, sino con la forma de expresividad de la coreografía como
texto. Porque “la partitura carece de límites. Es extensiva hasta el punto de que todo
acontecimiento (…) se infiltra e influye en ella y la reorienta a cada instante”
(Louppe, 2007).
Estas apuestas por la autonomía de la forma, sin embargo, no aíslan a la danza en
sus elucubraciones gramaticales, sino que la acercan al viaje realizado ya en otras
áreas como la escultura, la música y la literatura, y permiten nuevos hallazgos.
Tratando de reunir aquí esos giros fundamentales, con la voz no solo de teóricos y
teóricas, sino también de artistas que dieron su testimonio y su opinión en torno a la
forma y al lenguaje, no hemos querido olvidar otras formas exploradas más allá de
la Europa central y de Estados Unidos, como el análisis de ciertas maneras de la
danza en Cuba, que son herencia directa de otras danzas y otras formas, como las
africanas.
Comenzar por una reflexión abiertamente crítica en torno al hecho de escribir y al
hecho de bailar hoy, nos ha parecido la manera más coherente de introducir este
libro de lecturas, que hemos divido en tres secciones: la primera dedicada a textos
con carácter político, ya sea por su reflexión sobre la escritura como por la
consideración de la danza como herramienta de cambio en la sociedad civil; la
segunda quiere mostrar cómo ciertos coreógrafos y coreógrafas apostaron por
cambios radicales en su manera de bailar y de experimentar, y en qué contextos
específicos se daban estas transformaciones; y la tercera sección en la que se reúnen
textos que pueden ser leídos desde la óptica del análisis del lenguaje escénico, textos
que profundizan en el análisis estético que se da en el interior de las propias
propuestas coreográficas, aunque sin olvidar otros aspectos, como las consecuencias
de esas apuestas gramaticales a niveles que sin duda las traspasan.
Lo que esperamos ahora es que esta compilación de textos pueda dar lugar a
nuevas disertaciones, sean artísticas o teóricas, procedan de la academia o de
contextos independientes; textos que en un futuro puedan publicarse en otros libros
de lecturas.
I.
ESTÉTICA
Y
POLÍTICA
COREOGRAFIAR LA HISTORIA
Susan Leigh Foster
Manifiesto para cuerpos muertos y móviles
Sentada en esta silla, me revuelvo para superar las molestias, los dolores, las
pequeñas tensiones que repercuten en cuello y cadera, con la mirada borrosa
clavada en algún espacio entre aquí y los objetos más cercanos, me desplazo de
nuevo, escucho los ruidos de mi estómago, los tictacs del reloj, me desplazo, me
estiro, me acomodo, giro... soy un cuerpo que escribe [1]. Solíamos fingir que el
cuerpo no participaba, que permanecía mudo y quieto mientras la mente
pensaba. Imaginábamos incluso que el pensamiento, una vez concebido, se
transfería sin esfuerzo a la página mediante un cuerpo cuya función natural
como instrumento facilitaba la pluma. Ahora sabemos que la cafeína que
ingerimos se transforma en el ácido de pensamiento que luego el cuerpo excreta,
grabando de este modo las ideas a lo largo de la página. Ahora sabemos que el
cuerpo no puede ser tomado por hecho, no puede ser tomado en serio, no puede
ser tomado.
Un cuerpo, tanto si está sentado escribiendo como si está de pie pensando o de
paseo y hablando o corriendo y gritando a la vez, es una escritura corporal. Sus
hábitos y posturas, gestos y demostraciones, toda acción de sus diversas regiones,
áreas y partes, todo ello emerge de prácticas culturales, verbales o no, que
construyen significado corpóreo. Cada uno de los movimientos del cuerpo, como en
toda escritura, traza el hecho físico del movimiento y también un conjunto de
referencias para entidades y acontecimientos conceptuales. Construida a partir de
encuentros interminables y repetidos con otros cuerpos, la escritura de cada cuerpo
mantiene una relación no natural entre su fisicalidad y su referencialidad. Cada
cuerpo establece esta relación entre fisicalidad y significado junto con las acciones
físicas y las descripciones verbales de los cuerpos que se mueven a su lado. Esta
relación entre lo físico y lo conceptual no solo no es natural, sino que tampoco es
permanente. Muta, se transforma, se vuelve a ejemplificar en cada encuentro.
La rodilla crujiente de hoy no es la rodilla que ayer subía la cuesta al trote.
Nuestra manera de inclinarnos hacia ella, tan metafórica como cualquier intento de
nombrarla o describirla, presupone ya identidades para mano y rodilla. Pero durante
su interacción las identidades de mano y rodilla se modifican. Juntas descubren que
la rodilla siente o suena distinta, que la mano parece más vieja o más seca que ayer.
Las comparaciones entre rodillas pasadas y presentes proporcionan un cierto sentido
de continuidad, pero la memoria tampoco es fiable. ¿Fue hace un año cuando la
rodilla comenzó a crujir de ese modo? ¿Dejó de hacer ese ruido mientras corría o
después de un estiramiento? ¿Por qué dolía ayer y parece estar bien hoy?
El cuerpo nunca es solamente lo que pensamos que es (los bailarines prestan
atención a esta diferencia). Engañoso, siempre en acción, el cuerpo es en el mejor de
los casos parecido a algo, pero nunca es ese algo. De este modo, las metáforas que
aluden a él, enunciadas en el habla o en el movimiento, son lo que da al cuerpo su
más tangible sustancia.
Colecciones organizadas de estas metáforas, establecidas como las diversas
disciplinas que inspeccionan, disciplinan, instruyen y cultivan el cuerpo, fingen
permanencia de y para el cuerpo[2]. Sus regímenes altamente repetitivos de
observación y ejercicio intentan ejemplificar constantes físicas. Transcurridas miles
de flexiones, pliés o citologías, el cuerpo parece tener características uniformes, una
estructura clara, funciones identificables. Si se está dispuesto a ignorar todas las
sutiles discrepancias y a sostener los promedios estadísticos, es casi posible creer en
un cuerpo que obedece a las leyes de la naturaleza. Pero entonces, de pronto, hace
algo maravillosamente anómalo: abandona, cruza o de algún modo aparece fuera de
los límites de lo que era concebible.
Esto no quiere decir que los gestos imprevistos más recientes del cuerpo sucedan
más allá del mundo de la escritura. Por el contrario, los pronunciamientos más
nuevos del cuerpo pueden entenderse únicamente como bricolajes de movimientos
existentes. Una repentina facilidad para las proezas físicas figura como el producto
de pasados esfuerzos disciplinarios por hacer que el cuerpo sea más rápido, más
fuerte, más largo, más hábil. El comienzo de una enfermedad indica hábitos nocivos,
represión psicológica, un proceso de limpieza. Cualquier nueva sensación de sexo
proviene de un sensorio ampliado, pero no alternativo. Estas nuevas escrituras,
aunque agiten las percepciones con su cautivadora inventiva, no destruyen, sino que
recalibran la semiosis corporal.
Cómo escribir una historia de esta escritura corporal, este cuerpo que solamente
podemos conocer a través de su escritura. Cómo descubrir lo que ha hecho y luego
describir sus acciones en palabras. Imposible. Demasiado salvaje, demasiado
caótico, demasiado insignificante. Disipado, desaparecido, evaporado en el aire
más imperceptible, los hábitos e idiosincrasias del cuerpo, incluso las prácticas
que lo codifican y lo reglamentan, dejan tan solo las huellas residuales más
dispares. Y cualquier residuo dejado atrás reposa en formas fragmentadas
dentro de dominios discursivos adyacentes. Aun así, puede ser más fácil escribir
la historia de este cuerpo escribiente que la del cuerpo que mueve la pluma. El
cuerpo que mueve la pluma, después de todo, tiene solamente una importancia
mínima como robot inadecuado, como el aparato que no consigue ejecutar la
voluntad de la mente.
¿Qué marcadores de su movimiento podría haber dejado detrás una escritura
corporal? Pero antes, ¿qué cuerpos escribientes? ¿cuerpos capacitados? ¿cuerpos
esclavizados? ¿cuerpos dóciles? ¿cuerpos rebeldes? ¿cuerpos oscuros? ¿cuerpos
pálidos? ¿cuerpos exóticos? ¿cuerpos virtuosos? ¿cuerpos femeninos? ¿cuerpos
masculinos? ¿cuerpos triunfantes? ¿cuerpos desaparecidos? Todos estos géneros de
cuerpos comenzaron primero a moverse a lo largo de sus días realizando lo que
habían aprendido a hacer: transportar, saltar, ponerse de pie, sentarse, saludar,
comer, vestirse, dormir, tocar, trabajar, luchar... Estas actividades cotidianas (no
solamente la firma de un decreto, la llamada a la acción del batallón, la pose para un
cuadro, no solo el cuerpo en la camilla, supurando pus, echando espuma por la boca),
estos hábitos rutinarios y estos gestos minúsculos de los cuerpos, importaban. Estas
“técnicas del cuerpo” (según las denominó Marcel Mauss y con anterioridad John
Bulwer) tenían importancia por la forma en la que estaban modeladas y la forma en
que se relacionaban unas con otras. Cada cuerpo realizaba estas acciones con un
estilo a la vez compartido y único. Cada movimiento de un cuerpo evidenciaba una
cierta fuerza, tensión, peso, forma, tempo y fraseo. Cada uno de ellos manifestaba
una estructura física distinta, algunos de cuyos atributos se reiteraban en otros
cuerpos. Todas las formas características de moverse de un cuerpo apelaban a
valores estéticos y políticos. La intensidad de esas resonancias es lo que permite la
unión de distintos géneros de cuerpos.
Sin embargo, los movimientos de cada cuerpo a lo largo del día forman parte del
esqueleto de significado que también realza cualquier acción corporal anómala o
espectacular. Esos patrones cotidianos de movimiento hacen que la seducción o la
encarcelación, la histeria o la matanza, la rutina o el esparcimiento, tengan una
importancia más característica. El cuerpo escribiente, en la constante efusión de su
significación, ofrece matices de significado que suponen una diferencia. El cuerpo
escribiente ayuda a explicar la mirada perdida del hombre negro en la comisaría
blanca, los hombros alzados y los labios fruncidos de la mujer rica a su paso junto a
la familia sin hogar, el movimiento de caderas y las cejas arqueadas de los hombres
homosexuales cuando una pareja hetero entra en su bar, la mirada rígida y el ceño
fruncido de la mujer soltera que espera en la parada del autobús junto a una obra. O
dicho con otras palabras: el cuerpo escribiente ayuda a explicar la mirada perdida
del hombre negro en la comisaría de policía blanca, la mirada perdida de la mujer
rica a su paso junto a la familia sin hogar, la mirada perdida de los hombres
homosexuales cuando una pareja hetero entra en su bar, la mirada perdida de la
mujer soltera que espera en la parada de autobús junto a una obra. Los
pronunciamientos característicos de cada cuerpo en un momento determinado deben
leerse en función de la inscripción, junto con otras, que continuamente produce. Una
mirada perdida no significa lo mismo para todos los cuerpos en todos los contextos.
¿Cómo llegar al significado de este esqueleto de movimiento para cualquier
pasado y lugar determinados? Los movimientos cotidianos de algunos cuerpos
pueden haber sido grabados de diversas maneras en los manuales (ceremoniales,
religiosos, educativos, sociales, amorosos, terapéuticos, marciales) que instruyen el
cuerpo, o en imágenes que lo retratan, o en referencias literarias o mitológicas a su
constitución y hábitos[3]. En sus movimientos, los cuerpos pasados también se
rozaron con o se movieron a lo largo de construcciones geológicas y arquitectónicas,
música, vestidos, decorados interiores... cuyos restos materiales dejan indicios
adicionales de las disposiciones de dichos cuerpos. En la medida en la que las
escrituras de cualquier cuerpo invitaban a una medición, se conservan documentos
de las disciplinas de cálculo en los que se aborda la composición gramatical de un
cuerpo (su tamaño, estructura, composición y química) que nos dicen algo sobre el
estado de forma en que estaba un cuerpo.
Estos registros parciales de diversos tipos siguen existiendo. Documentan el
encuentro entre los cuerpos y algunos de los marcos discursivos e institucionales que
los tocaron, que actuaban sobre y a través de ellos, de distintas maneras. Estos
documentos dibujan versiones idealizadas de los cuerpos: qué aspecto tenía que
tener un cuerpo, cómo tenía que actuar, cómo estaba obligado a presentarse. O bien
registran aquello que no era obvio, aquellos detalles del comportamiento corporal
entendidos como necesarios para especificar, más que aquellos otros considerados
evidentes por sí mismos. Ocasionalmente, reflejan patrones de desviación corporal,
ya sean irónicos, inflamatorios, invertidos o pervertidos, con respecto a lo esperado.
Cualquiera que sea su influencia sobre los cuerpos, estos documentos nunca
producen una única figura física aislable e integral, sino que, por el contrario,
abastecen el almacén del anticuario con los vestigios fraccionados del movimiento
corporal a lo largo del paisaje cultural.
Un historiador de los cuerpos se aproxima a estos vestigios fragmentados con el
esternón hacia delante, una señal (en Occidente desde, digamos, el siglo XVIII) de
que su propio cuerpo busca, desea encontrar, el cuerpo desaparecido cuyos
movimientos produjeron esos vestigios. Sí, el historiador también tiene un cuerpo,
tiene sexo, género, sexualidad, color de piel. Y este cuerpo tiene un pasado, más o
menos privilegiado, más o menos limitado. El cuerpo de este historiador desea
confraternizar con cuerpos muertos, desea saber de ellos: ¿qué se habrá sentido al
moverse entre esas cosas, dentro de esos patrones, al desear esas habilidades, al ser
observado desde esas posiciones, al moverse o ser movido por esos otros cuerpos? El
cuerpo de un historiador desea habitar esos cuerpos desaparecidos por motivos
concretos. Desea saber dónde se encuentra, cómo llegó hasta allí, qué opciones
puede tener para moverse. Desea que esos cuerpos muertos le echen una mano para
descifrar sus propios dilemas presentes y organizar algunas posibilidades futuras.
Con ese fin, los cuerpos de los historiadores deambulan por los pasillos de la
documentación, acercándose a ciertos ámbitos discursivos y alejándose de otros. Sí,
la producción de historia es un esfuerzo físico. Requiere una gran tolerancia para
sentarse y leer, para moverse lenta y calladamente entre otros cuerpos que asimismo
se sientan pacientemente, con la mirada fija alternativamente en las pruebas de
archivo y en las fantasías que generan. Esta práctica física entorpece los dedos,
produce estornudos y molestias oculares.
A lo largo de este proceso, las propias técnicas corporales de los historiadores
(antiguas prácticas de ver o participar en esfuerzos centrados en el cuerpo)
alimentan el entramado de motivaciones que guían la selección de documentos
específicos. El cuerpo de un historiador es atraído hacia el trabajo doméstico y la
panoplia de prácticas sexuales. Otro responde a la etiqueta, la moda y la danza, pero
ignora la formación relacionada con los deportes y el ejército. Otro aborda
cuestiones relacionadas con la educación física, la anatomía y la medicina, pero
elude las representaciones del cuerpo en la pintura; otro se detiene en la caza y en la
fabricación de instrumentos musicales en paralelo con las prácticas de la edición
pornográfica. Otro busca gestos excesivos en lugares con exceso de represión. Uno
busca repeticiones físicas; otro, exageraciones; otro, acciones desafiantes.
Cualesquiera que sean las clases y cantidades de referencias corporales en cualquier
constelación determinada de prácticas, producirán versiones de cuerpos históricos
cuya relación mutua está determinada tanto por la historia del cuerpo del historiador
como por las épocas que ellos representan.
Al evaluar todos estos fragmentos de cuerpos pasados, la propia experiencia
corporal y las propias concepciones del cuerpo de un historiador siguen
interviniendo. Aquellos cuerpos del pasado eran “más orondos”, “menos expansivos
en el espacio”, “más constreñidos por la vestimenta” que los nuestros. Toleraban
“más dolor”, vivían con “más suciedad”. El “tobillo era más atractivo”, el rostro
“menos demostrativo”, la “preferencia por el equilibrio vertical más pronunciada”
que en nuestra época. “Olían”, o “se afeitaban”, o “se cubrían” de manera distinta.
“Aguantaban más”, “se esforzaban más”, “resistían con mayor tenacidad”. Incluso el
espacio “entre” los cuerpos y los códigos para “tocarse” y “ser tocados” eran
distintos a los actuales.
Estas comparaciones reflejan no solo una familiaridad con realidades corporales
sino también, por parte del historiador, una interpretación de su importancia política,
social, sexual y estética. En cualquiera de los rasgos y movimientos del cuerpo (el
espacio que ocupa, su tamaño y sus disposiciones, la lentitud, rapidez o fuerza con la
que se desplaza, la fisicalidad de un cuerpo en su integridad) resuena doblemente
esta importancia cultural: las acciones físicas encarnaban estos valores cuando el
cuerpo estaba vivo y coleando, cualquiera que fuese el aparato documental que
registrara sus acciones, luego nuevamente evaluadas al reinscribir el impacto
semiótico del cuerpo.
Pero aunque estos cuerpos del pasado incorporan las predilecciones corporales de
un historiador, sus valores políticos y estéticos, también toman forma a partir de las
limitaciones formales impuestas por la disciplina de la historia[4]. Los cuerpos de los
historiadores han recibido formación para escribir la historia, han efectuado
abundantes lecturas entre los volúmenes que componen el discurso de la historia y
de ellos han aprendido a separarse para seleccionar información, evaluar su
facticidad y formular su presentación de acuerdo con las expectativas generales de la
investigación histórica. Desde este lugar más distante, trabajan para moldear la
forma general de los cuerpos históricos, reclamando una cierta consistencia, lógica y
continuidad de las numerosas y dispares inferencias que los componen. También han
escuchado a las voces autorales contenidas en las historias que se esfuerzan por
solidificarse para hablar con certidumbre transcendental. De esas voces han
aprendido que los pronunciamientos sobre el pasado deben emitirse con tonos
seguros e imparciales. Han deducido que los cuerpos de los historiadores no deben
asociarse a sus temas, ni a colegas historiadores que de modo similar trabajan por
descifrar los secretos del pasado. Por el contrario, esas voces contenidas en las
historias pasadas enseñan la práctica de la quietud, un tipo de quietud que se
extiende por el tiempo y el espacio, una quietud que se disfraza de omnisciencia. Al
inmovilizarse ellos mismos, modestamente, los historiadores llevan a cabo la
transformación en sujeto universal que puede hablar por todos.
Pero los cuerpos muertos se oponen a esa estaticidad. Producen una sacudida a
partir de las imágenes asimiladas y proyectadas a partir de las cuales son
confeccionados, una especie de agitación que conecta los cuerpos pasados y
presentes[5]. Esta afiliación, basada en una especie de empatía cinestética entre
cuerpos vivos y muertos pero imaginados, no disfruta de un estado primordial fuera
del mundo de la escritura[6]. No posee autoridad orgánica; no ofrece una validación
fundamental del sentimiento. Pero está impregnada de vitalidad física y abarca una
preocupación hacia seres que viven y han vivido. Una vez que el cuerpo del
historiador reconoce valor y significado a la cinestesia, no puede des-animar la
acción física de los cuerpos pasados que ha comenzado a sentir.
Al tensar levemente los párpados cerrados, se vislumbran cuerpos: cuerpos que
miran fijamente, agarran, corren con temor, se yerguen estoicos, se sientan
avergonzados, caen desafiantes, gesticulan seductores . En ese espacio irreal que
recoge reconstrucciones filmadas o representadas del pasado, imágenes visuales
del pasado y referencias textuales a cuerpos pasados, los cuerpos históricos
comienzan a solidificarse. La cabeza se inclina en ángulo; el tórax se desplaza
hacia un lado; el cuerpo escribiente escucha y espera mientras fragmentos de
cuerpos pasados brillan tenuemente y luego se desvanecen.
Aunque los cuerpos escribientes reclaman una afiliación propioceptiva entre
cuerpos pasados y presentes, también exigen la interpretación de su función en la
producción cultural de significado: sus capacidades de expresión, las relaciones
entre cuerpo y subjetividad que pueden articular, la disciplina y la regimentación
corporales de las que son capaces, las nociones de individualidad y sociabilidad que
pueden suministrar. Sin embargo, los hechos documentados en cualquier discurso
registrado no crean el significado de un cuerpo. Justifican la relación causal entre el
cuerpo y las fuerzas culturales que avivan, atizan y luego miden su capacidad de
respuesta. Justifican solamente la relación corporal. Se mantienen al margen de la
importancia de un cuerpo y en su estela. Y ni siquiera los movimientos de un
historiador entre ellos pueden agruparlos para moldear un significado para la mirada
inocente o el gesto revelador de un cuerpo pasado. La construcción de significado
corpóreo depende de la teoría corporal [bodily theorics] (armazones de relaciones a
través de las cuales los cuerpos realizan identidades individuales, sexuales, étnicas o
comunitarias)[7].
Las teorías corporales están ya profundamente integradas en las prácticas físicas
con las que el cuerpo de cualquier historiador está familiarizado. Cualquiera de las
diversas actividades de su cuerpo (hombre o mujer) elabora nociones de identidad
para cuerpo y persona, y estas nociones se unen a los valores inscritos en otras
actividades relacionadas para producir hipótesis más seguras sobre quién es el
cuerpo en contextos civiles, espectaculares, sagrados o liminales. Cualquier régimen
normalizado de formación corporal, por ejemplo, encarna, en la organización misma
de sus ejercicios, las metáforas empleadas para instruir el cuerpo y, en los criterios
especificados de capacidad física, un conjunto coherente (o no tan coherente) de
principios que rigen la acción de dicho régimen. Estos principios, llenos de
connotaciones estéticas, políticas y de género sexual, envían al cuerpo que los
representa a terrenos más amplios de significado donde se mueve junto con cuerpos
que llevan consigo señales relacionadas.
Las teorías de la significación corporal existen asimismo para cualquier momento
histórico anterior. Circulando alrededor y a través de las particiones de cualquier
práctica establecida y resonando en los intersticios entre las distintas prácticas, las
teorías de las prácticas corporales, como imágenes del cuerpo histórico, se deducen
de los actos de comparación entre pasado y presente, del roce de un tipo de
documento histórico con otros. En los encuentros friccionales entre los textos, como
por ejemplo aquellos que expresan elogio estético, observaciones médicas, conducta
proscriptora y actividades recreativas, las teorías de la significación corporal
comienzan a consolidarse.
Las primeras vagas nociones de una teoría del cuerpo pone el significado en
movimiento. Como las formas donde las piezas de un rompecabezas deben encajar,
las teorías perfilan la significación corporal en y entre distintas prácticas corporales.
Las teorías permiten interpolar la evidencia de una práctica cuyo significado se ha
especificado, en otra práctica en la que ha permanecido latente, aportando así a los
cuerpos una identidad que anima una indagación específica así como el conjunto
más amplio de prácticas culturales del que forman parte[8]. Las teorías hacen
palpables los modos en los que el movimiento de un cuerpo puede crear significado.
Sin embargo, no todos los cuerpos escribientes encajan en las formas que esas
teorías fabrican para ellos. Algunos se escabullen o incluso reaccionan
violentamente cuando el historiador los lleva a los lugares adecuados; se resisten y
cuestionan el margen de significado que podría abarcarlos. En la realización de la
síntesis histórica entre cuerpos pasados y presentes, estos cuerpos caen en una tierra
de nadie entre lo factual y lo olvidado, donde lo único que pueden esperar es que
posteriores generaciones de cuerpos los encuentren.
Hago un gesto en el aire, una cierta tensión, velocidad y forma que fluyen a través
de brazo, muñeca y mano. Examino este movimiento y siento mi torso levantarse y
torcerse mientras busco las palabras que puedan describir con mayor precisión la
cualidad e intención de este gesto. Repito el movimiento, me balanceo
insistentemente hacia delante, ansiosa por convertir el movimiento en palabras. Una
inhalación repentina, llevo sin respirar muchos segundos. Soy un cuerpo que anhela
una traducción. ¿Estoy inmovilizando el movimiento, atrapándolo, mediante esta
búsqueda de palabras que puedan adherirse a él? Esto es lo que pensábamos
cuando creíamos que quien hacía la escritura era el sujeto. Considerábamos que
cualquier intento de especificar algo más que fechas, lugares y nombres daría
como resultado la mutilación o incluso la profanación del movimiento del
cuerpo. Nos entregamos a ensalzamientos románticos sobre la evanescencia del
cuerpo y el carácter efímero de su existencia y nos deleitamos en la fantasía de
su absoluta imposibilidad de traducción[9]. O bien, lo cual no es más que la
postura complementaria, dábamos al pobre objeto mudo una palmadita en la
cabeza y le explicábamos en tonos claramente articulados, condescendientes,
que hablaríamos en su nombre, despojándolo así de su autoridad e
inmovilizando su significación.
Una cosa es imaginar esos cuerpos del pasado y otra escribir sobre ellos. La
sensación de presencia transmitida por un cuerpo en movimiento, las idiosincrasias
de un físico determinado, la menor inclinación de la cabeza o el menor gesto de la
mano... todo ello forma parte de un discurso corporal cuyo poder e inteligibilidad
esquivan su traducción en palabras. Los movimientos de los cuerpos pueden crear
una clase de escritura, pero esa escritura no tiene una fácil equivalencia verbal.
Cuando se empieza a escribir un texto histórico, las discrepancias entre lo que puede
moverse y lo que puede escribirse exigen a los historiadores otra forma más de
compromiso y esfuerzo corporal. Sí, el acto de escritura es un trabajo físico,
mostrado más intensamente como tal cuando el sujeto de esa escritura es el
movimiento corporal resucitado del pasado por la imaginación.
Pero interpretar los movimientos de los cuerpos como variedades de escritura
corpórea es ya un paso en la dirección correcta. Cuando las actividades corporales
adoptan el estado de formas de articulación y representación, sus movimientos
adquieren un estado y una función equivalentes a las palabras que los describen. El
acto de escribir sobre cuerpos tiene su origen por tanto en la suposición de que el
discurso verbal no puede hablar por el discurso corporal, sino que debe entrar en
“diálogo” con ese discurso corporal[10]. El discurso escrito debe reconocer las
capacidades gramáticas, sintácticas y retóricas del recurso movido. Escribir el texto
histórico, más que un acto de explicación verbal, debe convertirse en un proceso de
interpretación, traducción y reescritura de textos corporales.
Cómo transportar lo movido en la dirección de lo escrito. Al describir
movimientos de cuerpos, la propia escritura debe moverse. Debe poner en juego
figuras retóricas y formas de construcción de locuciones y frases que evocan la
textura y los tiempos [timing] de los cuerpos en movimiento. También debe dejarse
habitar por todos los distintos cuerpos que participan en el proceso constructivo de
determinación de la significación corporal histórica. ¿Cómo podría la escritura
registrar los gestos de estos cuerpos entre sí, la entrega y recepción de peso, el
impulso coordinado o de choque de sus trayectorias en el espacio, la configuración o
el modelado rítmico de su diálogo danzado?
Y qué sucede si los cuerpos de los que escribo se salen de la página o de mi
imaginación, no sé cuál de las dos cosas, y me invitan a bailar. Y qué sucede si sigo
y me pongo a imitar sus movimientos. Mientras bailamos juntos (no la danza
eufórica del cuerpo abandonado a sí mismo, no la danza engañosamente fácil de los
cuerpos hiperdisciplinados, sino por el contrario, la danza reflexiva de cuerpos
autocríticos que sin embargo encuentran en la danza la premisa de la creatividad y
la capacidad de respuesta), no dirijo ni sigo. Parece como si esta danza que estamos
haciendo se coreografiase a través de mí y también que estoy decidiendo qué hacer a
continuación. A menudo los bailarines han descrito esta experiencia como el
cuerpo que asume el mando, el cuerpo que piensa sus propios pensamientos...
pero esto es tan impreciso como poco útil; es de nuevo, simplemente, lo
contrario del cuerpo que mueve la pluma.
En algún momento, puede parecer que los cuerpos históricos que se han formado
en la imaginación y en la página escrita adquieren vida propia. La investigación
histórica adquiere estructura y energía suficientes como para generar significado y
narrarse a sí misma. Sus determinantes representacionales y narrativos, imbuidos de
la energía de su autor y de las vibraciones de los cuerpos muertos, comienzan a
transitar por su cuenta. Cuando se produce esta transformación en la naturaleza de la
investigación, tiene lugar también una consiguiente redefinición de la función
autoral: el autor pierde identidad como autoridad rectora y se encuentra inmerso en
el proceso del proyecto en curso. Esto no es algo místico; en realidad es algo
totalmente corporal. Más que una transcendencia del cuerpo, es una conciencia de
moverse con, en y a través del cuerpo mientras nos movemos junto a otros cuerpos.
La transformación de la identidad autoral no tiene nada en común con la
apariencia de modesta objetividad que el sujeto universal trata de alcanzar. La voz
universalista, incluso cuando se esfuerza por no contaminar las pruebas, por no
menospreciar ningún punto de vista, trata sin embargo al sujeto histórico como un
cuerpo de hechos. Asimismo, la voz partidista, fervientemente dedicada a rectificar
algún descuido y a exponer activamente un campo de deficiencia en el conocimiento
histórico, se aproxima al pasado como conjuntos fijos de elementos cuya visibilidad
relativa tan solo necesita un ajuste. Si, por el contrario, el pasado se corporeiza,
entonces puede moverse en diálogo con los historiadores, que a su vez transitan a
una identidad que hace posible ese diálogo.
En este baile de todas las partes que se han creado, los historiadores y los sujetos
históricos reflexionan al tiempo que recrean una especie de proceso coreográfico
improvisado que se produce a lo largo de la investigación y escritura de la historia:
mientras los cuerpos de los historiadores se asocian a documentos de cuerpos del
pasado, tanto los cuerpos del pasado como los del presente redefinen sus
identidades; mientras los historiadores asimilan las teorías de las prácticas
corporales del pasado, esas prácticas comienzan a designar sus propias progresiones;
mientras las traducciones de acontecimiento movido a texto escrito tienen lugar, las
prácticas de moverse y escribir se emparejan; y mientras los relatos emergentes
acerca de cuerpos pasados se encuentran con el conjunto [cuerpo] de limitaciones
que dan forma a la escritura de la historia, surgen nuevas formas narrativas.
Coreografiar la historia, por tanto, es en primer lugar asegurarse de que la historia
está hecha por cuerpos, y luego reconocer que todos esos cuerpos, al moverse y
documentar sus movimientos, al aprender sobre el movimiento pasado, conspiran
continuamente juntos y son objeto de conspiración. En el proceso de cometer sus
acciones de cara a la historia, estos cuerpos pasados y presentes transitan a una
semiosis mutuamente construida. Juntos configuran una tradición de códigos y
convenciones de significación corporal que permite a los cuerpos representar y
comunicarse con otros cuerpos. Juntos aplican la pluma a la página. Juntos bailan
con las palabras. Ni el cuerpo del historiador ni los cuerpos históricos ni el cuerpo de
la historia quedan fijados en este proceso coreográfico. Sus bordes no se endurecen;
sus pies no se quedan clavados. Sus movimientos forman un sendero entre su
potencial de actuar sobre algo y de ser objeto de actuación. En este terreno
intermedio se hacen gestos mutuos, acumulando un corpus: de pautas de
significación coreográfica sobre la marcha, decidiendo los pasos siguientes a partir
de sus fantasías del pasado y de su recuerdo del presente.
Cavilaciones corporales
Puedo verlas ahora, a Clío y Terpsícore, vestidas con sus botas de combate y
zapatillas de baloncesto, sus leotardos de licra y pantalones anchos, chaqueta de
cuero, chaleco, por debajo del cual pueden verse las axilas sin afeitar, tal vez
incluso una pajarita o unos plátanos de plástico a modo de peluquín... Puedo
sentirlas girar, tambalearse, caminar de costado y chocar violentamente una con
otra, riéndose cómplices mientras se limpian el sudor de las frentes y de la piel entre
labios y nariz; en un punto muerto, calculan meticulosamente el peso y la
flexibilidad de la otra, corren a encontrarse a toda velocidad; ruedan como un solo
cuerpo y luego se derrumban, solo para moverse en círculos en una conversación
acelerada, intercambiando caracterizaciones de historiadores y coreógrafos del
pasado a quienes han inspirado. Los detalles perversamente realistas de una
caricatura ponen en movimiento a la otra musa. Estos cuerpos simulados surgen de
los suyos, un galimatías cinético, tan solo para ser desplazados por otras sutilezas
corpóreas. Finalmente, se quedan sin fuerzas, caen al suelo, se ajustan un calcetín,
se rascan una oreja. Pero estos gestos prosaicos, impregnados de la reflexividad
natural de todas las musas, doblemente teatralizada por la mirada atenta de la
compañera, ponen en marcha otro nuevo dueto: el cruce de piernas en respuesta al
acto de apoyarse sobre un codo, una sacudida de pelo en respuesta a un sorbido.
Este dueto se rejuvenece interminablemente. Tiene un insaciable apetito de
movimiento[11].
Pero ¿dónde están bailando, Clío y Terpsícore? ¿En qué paisaje? ¿En qué ocasión?
¿Y para quién? Incapaces ya de mantenerse en poses contemplativas y amables, no
contentas con servir de inspiración a lo que otros crean, estas dos musas transpiran
para inventar un nuevo tipo de actuación, cuyas coordenadas deben ser determinadas
por la intersección de las historiografías de la danza y del cuerpo. Pero ¿qué
reivindicarán como el origen de su danza? ¿Cómo justificarán su nueva actividad
coreográfica/académica?
En su rastreo de las imágenes de cuerpos originarios, Clío y Terpsícore se
tropiezan con un relato de los orígenes de la danza, pero también de la retórica, la
disciplina que, después de todo, dio lugar a la historia, repetida en las introducciones
a diversos manuales de prácticas retóricas escritos después del tercer siglo después
de Cristo y hasta el periodo bizantino[12]. Estas anécdotas mitohistóricas se centran
en la ciudad de Siracusa cuando los tiranos Gelón e Hierón gobiernan con salvaje
crueldad. Con el fin de asegurarse el control total sobre la población, prohibieron a
los siracusanos hablar. Inicialmente, los ciudadanos se comunicaban con los gestos
rudimentarios de manos y cabeza que expresaban sus necesidades básicas. Con el
tiempo, no obstante, su lenguaje gestual, ahora identificado como orkhestike o
danza-pantomima, alcanza una flexibilidad y una sofisticación comunicativas que
lleva al derrocamiento de los tiranos. En la consiguiente confusión eufórica, un
ciudadano, antiguo asesor de los tiranos, se ofrece para poner orden entre la
multitud. Mezclando discursos gestuales y hablados, organiza sus explicaciones en
introducción, narración, argumento, disgresión y epílogo, las categorías estructurales
fundamentales de la retórica, el arte de persuasión pública.
En este relato, la erradicación del habla por parte del tirano (un gesto de
nivelación que se extiende a los espacios públicos y privados) pone a todos los
ciudadanos, hombres y mujeres, a quienes dominan en el logos y a quienes
sobresalen en el caos, en igualdad de condiciones. Desde este lugar común, los
cuerpos rebeldes de los ciudadanos, lentamente, llenan el movimiento de influencia
lingüística. Circulan alrededor del tirano, conspirando con una cinegrafía tácita y
cautelosa, que no solamente indica sus necesidades expresivas y físicas, sino
también una conciencia reflexiva de su difícil situación. Finalmente, su subversión
colaborativa prevalece y el tirano es derrocado. En este momento de transicionalidad
política (y tomándose precisamente la cantidad de tiempo necesaria para superar
una falla epistémica), el cuerpo danzante, forjado en un sentido subversivo de la
comunidad, se nutre y se infiltra en el cuerpo retórico, una figura pública y poderosa.
La recuperación del habla, no obstante, no devuelve a la comunidad al habla tal
como se practicaba anteriormente. Por el contrario, el cuerpo hablante adquiere una
nueva elocuencia, una nueva fascinación, una nueva y seductora influencia sobre sus
oyentes.
¿Qué es lo que parece tan prometedor en este relato, más allá de su deliciosa
oscuridad o su singular emparejamiento de danza y retórica, como pretexto
originario para el dueto de Clío y Terpsícore? No se sienten seguras de inmediato,
pues ambas musas necesitan horas de negociación (danzada y hablada) para llegar a
una interpretación en la que puedan ponerse de acuerdo: Clío inicialmente se niega a
creer que el cuerpo retórico, una vez originado, haya conservado resonancia alguna
del cuerpo danzante. Terpsícore, malhumorada, guarda silencio y señala con altivez
y desdén la absoluta intraducibilidad de su arte. Clío, en un intento de diálogo, alaba
el estatus primordial de la danza, madre de todas las artes. Terpsícore, infinitamente
aburrida ante este homenaje descaminado y cargado de culpa, acusa a Clío de
inspirar únicamente tonterías disecadas, estáticas. Entonces enloquecen: dan
patadas; gritan; se expresan hiperbólicamente; adoptan posturas; se pellizcan las
caras, encorvan los hombros, y dan rienda suelta a las más absurdas e hirientes
provocaciones, fingen dolor, víctimas de su propio drama. Pero, en el silencio
posterior, destaca la coreografía de su combate en toda su gloria retórica.
Desconcertadas por sus propios excesos, pero intrigadas por la estética de su ira, no
pueden sino mirarse directamente una a la otra. Se muerden los labios para no reírse
y deciden seguir con sus deliberaciones.
Terpsícore siente la necesidad de racionalizar la coreografía como discurso
persuasivo y Clío comprende la necesidad de llevar el movimiento y la carnalidad a
la historiografía. Ambas están de acuerdo en que no tienen más remedio que admirar
el inmenso poder de la cautela resistente de esos cuerpos que se han enredado con el
personaje demoníaco de un tirano. Y sienten la fuerza de una coalición coreográfica
compuesta por múltiples elementos. Desean cuerpos capaces de crear tropos,
cuerpos que puedan plasmar o mostrar o exagerar o fracturar o aludir al mundo,
cuerpos que puedan a la vez ironizar y metaforizar su existencia[13]. Los cuerpos
trópicos no se limitan a transportar un mensaje ni a transmitir fielmente una idea,
sino que además afirman una presencia física, una presencia que apoya la capacidad
de producir significado. De un modo irresistible, tales cuerpos no tienen autoridad
sobre ninguna definición transcendental de su ser, sino que, por el contrario, siguen
siendo totalmente dependientes de sus propios gestos deícticos para establecer una
identidad.
Clío y Terpsícore han observado la aparición de este cuerpo trópico en sus propias
colaboraciones. Creen en este cuerpo que fusiona danza y retórica, pero también
sienten, tal como lo predice el relato, su siniestro potencial. Puede adquirir fuerza
suficiente para influir en otros cuerpos o incluso inmovilizarlos bajo su influjo. No
puede imponer ese poder si otros cuerpos han aprendido las convenciones
coreográficas y retóricas mediante las cuales se transmite el significado. Mientras
cada cuerpo trabaje para renovar y recalibrar esos códigos, el poder se mantiene en
muchas manos. Pero si los cuerpos, cualesquiera, permiten que este cuerpo de
convenciones los pille desprevenidos, el cuerpo tiránico dominará.
Decididas a mantener descorporeizados a estos tiranos, Clío y Terpsícore se
acaban su café, se arremangan y se ponen a escribir (¿o es a bailar?):
Posdata
La reivindicación de un cuerpo escribiente-danzante, formulada en respuesta a las
exigencias políticas de este momento específico, establece su propia fecha en el tipo
de inscripción que intenta poner de manifiesto. En otro momento y dadas unas
circunstancias políticas distintas, la metáfora de una tropología corporal bien podría
considerarse más reaccionaria que resistente. En un momento semejante, Clío y
Terpsícore podrían acordar, por el contrario, reinventar una separación de cuerpo y
escritura con el fin de preservar los poderes tanto de la retórica como de la danza. En
un mundo, por ejemplo, más allá de lo escrito, un mundo formado únicamente por
pantallas de simulacros que nos invitasen a ponernos ropa de realidad virtual y a
zambullirnos en pantallas de imágenes en constante despliegue, ¿qué daría a la
presencia del cuerpo o a su desaparición preponderancia sobre otras visiones?
Traducción: © Antonio Fernández Lera 2012
Notas
Roland Barthes fue quien más claramente tomó en consideración este enfoque de la escritura corporal
mediante su atención a las circunstancias físicas que rodeaban a su propia profesión como escritor (la
[1]
organización de su escritorio, sus rutinas cotidianas, etcétera) en su autobiografía Roland Barthes par Roland
Barthes (1975), así como en su brillante análisis del teatro de muñecos del Bunraku que aparece tanto en
Image, Music, Text [antología de textos de Barthes en inglés] como en L'Empire des signes (1970). En ese
ensayo […] argumenta que los gestos dramáticos de los muñecos, las manipulaciones pragmáticas de los
marionetistas y las vociferaciones hiperbólicas del cantante pueden considerarse en cada caso una forma de
escritura.
Los estudios de Michel Foucault del cuerpo marcado por sistemas penales, médicos y sexuales de
significado han generado una importante literatura de investigación de los mecanismos culturales por los que
se regula el cuerpo.
[2]
Véase "Techniques of the Body", de Marcel Mauss, y Chirologia and Chironomia (1644), de John Bulwer,
cuya importancia es abordada por Stephen Greenblatt en su capítulo para el libro Choreographing History
editado por Susan Leigh Foster.
[3]
Natalie Zemon Davis presenta este tema en su artículo titulado “History’s Two Bodies” (1988), que sirvió
de inspiración para este ensayo. En L’Ecriture de l’Histoire , Michel de Certeau proporciona una descripción
elocuente y mucho más detallada de la formación disciplinaria del historiador. Véase especialmente su
capítulo titulado “L’opération historiographique”.
[4]
Mi propuesta aquí para una especie de relación empática entre el cuerpo del historiador y los cuerpos
históricos se inspira en el complejo uso del término “pasión” en Tango and the Political Economy of Passion,
de Marta Savigliano. Para Savigliano, es a la vez tanto un acontecimiento construido culturalmente,
susceptible de mercantilización y exportación, como una eclosión primaria de sentimiento en respuesta a otra.
[5]
El concepto de empatía cinestética se inspira en el concepto del crítico de danza John Martin de mímica
interior, elaborada en su Introduction to the Dance (1939). Martin argumenta que los cuerpos responden
propioceptivamente a las formas, los fraseos rítmicos y los esfuerzos tensionales de otros cuerpos. Martin
propuso este intercambio empático entre los cuerpos para justificar su concepción de la coreografía como una
versión esencializada o destilada de sentimientos que, mediante el mimetismo interior, se transfieren al cuerpo
y a la psique del espectador. Desde luego no me interesa racionalizar las teorías esencialistas del arte, pero
ciertamente creo que sentir los sentimientos de otro cuerpo es un aspecto enormemente importante (e
infravalorado) de la experiencia cotidiana y artística.
[6]
El Oxford English Dictionary identifica dos significados de la palabra arcaica theoric [teoría], uno relativo a
lo teórico [theoretical] y otro a lo realizativo [performative]. Al resucitar este término, intento hacer gestos en
ambas direcciones a la vez.
[7]
Uno de los mejores ejemplos de la capacidad de la teoría para permitir al historiador captar las analogías
entre prácticas culturales distintas sigue siendo el ensayo de Raymond Williams sobre la aparición del
monólogo como práctica teatral, The Sociology of Culture (1982).
[8]
June Vail presenta una crítica informativa de esta posición característica en “Issues of Style: Four Modes of
Journalistic Dance Criticism” (1993).
[9]
En “The Promises of Monsters: A Regenerative Politics for Inappropriate/d Others” (1991), Donna
Haraway establece la distinción entre “hablar con” y “hablar para” en su análisis de los debates sobre temas
ecológicos en los que ciertos sectores dicen hablar en nombre de especies en peligro de extinción.
[10]
Aquí el lector puede reconocer una referencia al exquisito ensayo de Carolyn Brown sobre Merce
Cunningham titulado “An Appetite for Motion” (1968). La influencia de Cunningham sobre este dueto entre
Clío y Terpsícore se explica más extensamente en mi libro Reading Dancing: Bodies and Subjects in
Contemporary American Dance (1986).
[11]
Vincent Farenga trae a la luz este relato en su revelador artículo “Periphrasis on the Origin of Rhetoric”. Su
interés en el relato es complementario pero difiere del de las musas en cuanto a que él se centra en la
incapacidad del lenguaje, ya sea hablado o gestual, para abordar directamente el funcionamiento de la
retórica.
[12]
Hay que destacar que el teórico del movimiento de finales del siglo XVIII Johann Jacob Engel señaló estas
posibilidades retóricas del cuerpo en su extraordinario estudio del gesto teatral titulado Idées sur le geste et
l’action théâtrale [Ideen zu einer Mimik].
[13]
Bibliografía
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© Indiana University Press, Susan L. Foster 1995
Susan Leigh Foster. Coreógrafa y académica. Profesora del Departamento de Danza, Cultura y Artes del
Mundo en la UCLA. Autora de Reading Dancing: Bodies and Subjects in Contemporary American Dance
(1986), Choreography and Narrative: Ballet’s Staging of Story and Desire (1996), Dances that Describe
Themselves: The Improvised Choreography of Richard Bull (2002) y Choreographing Empathy: Kinesthesia
in Performance (2011). Además es editora de tres antologías: Choreographing History (1995), Corporealities
(1996) y Worlding Dance (2009).
INVESTIGAR LA DANZA EN ESTADO SALVAJE.
EXPERIENCIAS BRASILEÑAS
Christine Greiner
La creciente complejidad de las experiencias artísticas en Brasil a partir de 1990 ha
suscitado una serie de preguntas relacionadas con nuestra comprensión del cuerpo en
movimiento, que cambió radicalmente en el momento en que la danza diluyó sus
límites como género y se acercó al arte de acción. Muchos artistas e investigadores
han desarrollado su trabajo en torno a esta línea fronteriza, cuestionando cómo el
hecho de pensar sobre el cuerpo implica también reflexionar sobre sus significados y
cómo, por medio de la escritura, ampliar aquello que entendemos como
conocimiento del cuerpo. También en esa época, estudios sobre las ciencias
cognitivas explicaron que aquello que somos capaces de experimentar y el sentido
que damos a esa vivencia depende del tipo de cuerpo que tengamos y de la forma de
interactuar con los entornos que habitamos (Johnson, 1987 y Varela et. al., 1991).
Algunas de estas ideas, ajenas al ámbito de las teorías tradicionales sobre danza
(Hanstein y Fraleigh, 1999 y Alter, 1991), han causado un fuerte impacto en la
creación coreográfica. Considero importante presentar las propuestas teóricas que
más han influido en los coreógrafos brasileños sobre los cuales trata este texto,
coreógrafos que están más interesados en el proceso creativo que en el resultado. Por
medio de la danza, estos artistas exploran diferentes modos de interacción entre
cuerpos y ambientes, estudiando el funcionamiento del cuerpo y el modo de
comunicarse sin emitir “mensajes de espera”. Para profundizar más en algunas de
estas cuestiones y analizar coreografías recreadas por experiencias radicales, es
fundamental investigar la danza “en estado salvaje”.
Esta propuesta se inspira en la obra Cognition in the Wild (1995), del antropólogo
cognitivo Edwin Hutchins. Hutchins propone la ruptura de algunas de las barreras
inamovibles establecidas por paradigmas antropológicos anteriores basados en
dualismos clásicos tales como naturaleza-educación y cuerpo-mente, con el
propósito de situar la actividad cognitiva en contexto. Es importante aclarar que para
Hutchins el contexto no es un ámbito fijo de condiciones envolventes, sino un
proceso dinámico más amplio donde el conocimiento del individuo es solo una
parte. Por tanto, “el conocimiento en estado salvaje” se refiere al conocimiento
humano en su hábitat, muy diferente al estudio “en cautividad” en un laboratorio.
Esto puede resultar un poco extraño en relación al campo de la danza. De hecho,
nadie baila en laboratorios, excepto quienes desarrollan experiencias muy
específicas, como el coreógrafo y artista multimedia Johannes Birringer –quien
desde 1999 dirige el programa de danza y tecnología en la Ohio State University y el
Environments Lab–. En su caso, la danza acontece en un laboratorio científico; no
obstante, dentro o fuera del laboratorio, la cautividad en danza es una cuestión
filosófica y política. La base ontológica para entender mejor esta relación está ligada
a tres paradigmas formulados por filósofos para explicar la naturaleza humana: el
“folio en blanco”, el “buen salvaje” y el “fantasma de la máquina”. Algunos
coreógrafos brasileños han introducido cuestiones políticas fundamentales en el
campo de la danza, negando las teorías que claman que la naturaleza humana es algo
unitario e inmutable. La más importante de ellas es el reconocimiento de la
diversidad: no existe una naturaleza humana o un cuerpo que baila, solo naturalezas
humanas y cuerpos que bailan. El empleo del plural les permite establecer el énfasis
necesario en la diversidad –que es a menudo el tema central de un amplio abanico de
debates en el mundo contemporáneo[1]–. Estudiaré estos tres paradigmas exponiendo
ejemplos de prácticas coreográficas en Brasil.
Folio en blanco, cuerpo vacío
Steven Pinker (2002), psicólogo experimental y científico cognitivo, plantea que
los paradigmas arriba mencionados son independientes entre sí, pero que en la
práctica operan juntos de forma discursiva. “Folio en blanco” es una traducción vaga
del término medieval latino tabula rasa, y se atribuye al filósofo John Locke, quien
afirmó que nacemos con la mente carente de todo carácter, sin ideas, como una
sábana o una página en blanco. En términos coreográficos, el cuerpo que baila ha
sido descrito como un folio en blanco que debía construirse diligentemente por
medio del entrenamiento físico. Conforme a este planteamiento, si todos los
bailarines aprenden la misma técnica y se someten a la misma disciplina, deberían
poder bailar de la misma forma.
Desde 1994, Alejandro Ahmed, coreógrafo del Grupo Cena 11, ha desarrollado en
Florianópolis, capital del estado de Santa Catarina, al sur de Brasil, una metodología
para comprender la función del análisis experimental aplicado a muchos de los
problemas complejos relacionados con el comportamiento y la transmisión de
acciones del cuerpo. Sus obras rechazan el paradigma del folio en blanco, y
muestran de forma explícita que incluso cuando los bailarines se someten a una
misma disciplina no son “exactamente iguales”. Ahmed y su grupo (Adilson
Machado, Anderson Gonçalves, Karin Serafim, Cláudia Shimura, Letícia Lamela,
Mariana Romagnani, Marcela Reichelt, Gica Allioto y Marcos Klann) son conocidos
por su sorprendente fuerza física y su resistencia, por un vestuario original y una
escenografía asombrosa, y también por mezclar el punk, el pop y las referencias a
los videojuegos. No obstante, el eje central en el trabajo de investigación de Ahmed
es su historia personal, su punto de partida.
Ahmed nació con osteogenesis imperfecta[2], desorden genético que se caracteriza
porque los huesos se rompen a menudo con facilidad y sin causa aparente. Para
enfrentarse a este problema, Ahmed creó una técnica de danza muy violenta
denominada “percepción física”, basada en intentar controlar situaciones extremas
fuera de control, como una caída violenta o un choque. El vocabulario de
movimientos que desarrolló con su compañía fortaleció sus huesos eliminando el
riesgo de lesión. No obstante, el riesgo continuaba presente: para el público, los
movimientos resultaban temerarios y peligrosos, nunca sabía si un bailarín sufriría
un accidente durante una caída violenta; esta ambivalencia es un aspecto importante
de la propia técnica, cuyo entrenamiento incluye caminar con prótesis o
instrumentos ortopédicos para experimentar con las limitaciones y los movimientos
que provocan. Ahmed tiene formación en danza clásica y jazz, pero su técnica no
incluye estas referencias de forma explícita, ya que, si bien desarrolla un
vocabulario coreográfico, su principal objetivo no es la sistematización de
parámetros de movimiento, sino el proceso sensorial entre la orden y la acción
resultante; de hecho, en esto consiste la “percepción física” del movimiento en el
cuerpo del bailarín. Sus piezas –Respostas sobre Dor (1994), O Novo Cangaço
(1996), In’ perfeito (1997) y Violência (2000)– tratan sobre el efecto de la gravedad
en el cuerpo, los límites del cuerpo y el dinamismo de marionetas y robots, para
llegar así a comprender la acción física bajo control y la transmisión de información
entre cuerpos animados y artificiales.
E n Skinnerbox (2005), Ahmed cuestiona si un grupo de bailarines con cuerpos
singulares, incluido un perro, pueden llegar a recrear, o no, parámetros idénticos de
movimiento siguiendo instrucciones similares. El título de la pieza hace referencia a
Burrhus Frederic Skinner, un famoso psicoanalista cuya investigación se basa
exclusivamente en el “condicionamiento operante”. Según Skinner, el organismo
vivo está operando continuamente con el ambiente, y su comportamiento va siempre
seguido de una consecuencia cuya naturaleza modifica la tendencia del organismo a
repetir esa actuación en el futuro. La skinnerbox es una jaula que tiene un pedal en
un lado y cuando éste se presiona, un pequeño mecanismo lanza bolitas de comida
en el interior. Una rata salta dando vueltas por la jaula y poco a poco aprende a
presionar el pedal para lanzar las bolitas. Para Skinner, el concepto “operante” es la
conducta inmediatamente anterior al estímulo, que en este caso es la comida. Sobre
el escenario, durante 80 minutos, los bailarines, incluido el perro, simulan juegos
según unas instrucciones de movimiento: cruzar varias veces el escenario repitiendo
la misma trayectoria, sostener a otro intérprete hasta que éste pide “déjame
marchar” y entonces lanzarle contra el suelo. Estas órdenes funcionan como
estímulos puestos en marcha para observar las consecuencias en el cuerpo y cómo
estas influyen en cada bailarín a la hora de repetir la acción en el futuro. A veces el
estímulo es una barra de acero que cae en el escenario, otras un pequeño robot
teledirigido de cuatro ruedas que lo cruza.
Como base teórica, Ahmed y la dramaturga Fabiana Dultra Britto estudiaron
algunas ideas de Ilya Prigogine, Premio Nobel de Física en 1977, y del filósofo y
científico cognitivo Daniel C. Dennett, quien señaló que los procesos automáticos
son también acciones creativas brillantes cuyo genio radica en poder crear algo sin
tener que pensar en ello. Dennet (1995, 2003) y Prigogine (1996) explicaron cómo el
valor de la entropía se incrementa con el tiempo. De hecho, la vida es un intento
sistemático por revertir la entropía, por crear estructuras y diferenciales de energía
orientados a contrarrestar la muerte gradual de todos los sistemas. Es siempre una
cuestión de tiempo porque, a diferencia de los fenómenos reversibles en el tiempo de
la mecánica newtoniana, los procesos termodinámicos muestran una tendencia
irreversible hacia un desorden creciente[3].
Por lo tanto, al experimentar con nuevas formas coreográficas –un salto
desarticulado, una marioneta caminando– en cuerpos de diversa fisonomía, Ahmed
intenta explorar la singularidad de la estructura del movimiento en cada bailarín,
incluyendo procesos entrópicos y reconociendo el desorden en vez de negándolo.
Con anterioridad al estreno de Skinnerbox, Ahmed presentó varios procesos abiertos
en los cuales planteaba preguntas al público –sobre lo que veíamos y lo que
sentíamos–, con el objetivo de entender las diferencias entre cada experiencia
individual en circunstancias específicas. El coreógrafo exploraba los estados del
cuerpo del bailarín en un tiempo concreto, que incluía el contexto y la conexión con
los cuerpos de los espectadores. Los sistemas de comunicación, incluido el arte, no
son solo dinámicos, también son adaptables, se regulan por sí mismos para
acomodarse al contexto externo –las condiciones del ambiente– y al interno –las
circunstancias inherentes al propio sistema–. Esta idea es un eje central en el trabajo
de Ahmed, cuyo resultado ha sido la creación de una metodología y un vocabulario
de movimiento. La forma en que los cuerpos de los bailarines chocaban unos contra
otros o caían con violencia al suelo durante la actuación, es una imagen potente que
ilustra el punto principal de partida: la idea del cuerpo como materia y el riesgo
inevitable que conlleva estar vivo y en movimiento.
Nacido para ser salvaje
Según Pinker, el “buen salvaje” es el segundo paradigma que continúa presente en
nuestro día a día –y, por extensión, operando a través de la historia de la danza–, y
que nos permite entender las relaciones cuerpo-mente. Esta idea, formulada por
Jean-Jacques Rousseau e inspirada en el descubrimiento de los indígenas de
América, África y Oceanía, sintetiza la creencia de que el estado natural de los
humanos es pacífico y sereno, pero la ansiedad y la violencia que genera la
civilización han acabado con él.
El trabajo de la coreógrafa Marta Soares rechaza el paradigma de la tabula rasa y
del “buen salvaje”; no lo hace de forma explícita, pero al desafiar la supuesta
existencia de un cuerpo natural reinserta el debate político en sus piezas. Desde
1995, su trabajo como coreógrafa en São Paulo revela espacios intermedios entre
diferentes culturas y formas de pensamiento[4]. No existe un “estado natural” o un
“cuerpo en blanco”, solo cuerpos construidos y una sugerente ambivalencia entre lo
singular y lo universal.
Soares[5] estudió los anagramas corpóreos creados a comienzos de los años treinta
por el artista alemán Hans Bellmer para Die Puppe (1934). Bellmer propuso la
reorganización de las partes del cuerpo en más de cien dibujos, pinturas y fotografías
de muñecas distorsionadas y desmembradas. Algunos historiadores interpretaron su
obra como protesta contra el régimen nazi, pero la mayoría lo hizo como expresión
de sentimientos eróticos (Lichtenstein, 2001). Inspirada en estas imágenes, Soares
buscó otra forma de movimiento que le permitiera profundizar sobre la
fragmentación del cuerpo. Obtuvo una beca de la Japan Foundation para estudiar
durante un año en Yokohama con el maestro butoh Kazuo Ohno, y, del mismo modo
que la fragmentación permitió a Bellmer transformar sus muñecas, el butoh otorgó a
Soares las herramientas para explorar las posibilidades de la metamorfosis del
cuerpo. Como respuesta, la coreógrafa comenzó un proceso de deconstrucción del
vocabulario de movimiento aprendido en sus estudios de danza en São Paulo,
Londres y Nueva York, que se convirtió en un eficaz punto de partida para la
conceptualización de las muñecas de Bellmer en su trabajo. La experiencia
coreográfica estaba orientada hacia las posibilidades de articulación y
desarticulación del cuerpo. Concretamente, se inspiró en la pieza Petite Anatomie de
l’ inconscient physique ou l’ Anatomie de l’Image (Bellmer, 1957) y en su idea de un
“diccionario de la imagen”; algo que se aprecia muy bien en la pieza cuando muestra
un cuerpo fragmentado: en ocasiones vemos un cuerpo al revés, cuyas piernas se
mueven como brazos, o una mujer con un traje de baile de los años cincuenta
transformada en un hombre sin cabeza con pantalones y con los zapatos en las
manos. Al final de la pieza, Soares mete la cabeza en un horno; esta metáfora
compleja del cuerpo acéfalo representa un flujo de voces e imágenes tomadas del
trabajo de diferentes artistas. Uno de ellos es Georges Bataille, quien, entre 1936 y
1939, publicó en París Acéphale Revue, donde planteaba la idea de que lo informe
demuestra la penetrante insistencia de la forma y resulta en sí mismo una manera de
imponer límites. Según Bataille:
“Un diccionario comienza cuando ya no define las palabras sino su función. De este modo, informe no es
solo un adjetivo con un significado concreto, sino un término para que las cosas aparezcan en el mundo,
requiriendo, por lo general, que cada cosa tenga su forma. Lo que designa no tiene ningún derecho y se
aplasta a sí mismo en todas partes, como una araña o una lombriz de tierra.” (Bataille, 1997: 7).
El interés de Soares radica en experimentar con las formas que adopta el cuerpo
movido por impulsos externos e imágenes internas. Este retrato peligroso y perverso
(informe y acéfalo), también se inspira en una serie de fotografías de Cindy Sherman
donde la artista crea su propia muñeca fragmentada: Untitled #261 (1992), Untitled
#342 (1999) y Untitled #250 (1992). En el trabajo de Sherman y Soares, el cuerpo
femenino es siempre testimonio de una memoria encantada. No existe una persona
real, más bien inventan un personaje de ficción que sintetiza de forma singularizada
y ambigua el arquetipo de ama de casa, prostituta y mujer deprimida.
En su siguiente pieza, Homem de Jasmin (2000) –basada en los poemas de Unica
Zurn, esposa de Hans Bellmer–, la coreógrafa continúa indagando sobre las
imágenes visuales del cuerpo; y, a partir del lenguaje coreográfico y de los textos de
Zurn, analiza el límite quebradizo entre la vida y la muerte: se mueve con dificultad
en el interior de una caja de cristal y en ocasiones parece que no es capaz de respirar;
la comunicación entre el interior y el exterior es frágil y fragmentada, y parece estar
librando una batalla por su supervivencia. La pieza también se inspira en el trabajo
de la artista Francesca Woodman en torno a cuerpos informes y metamorfosis que
fue reflejado en la serie de fotografías Space and House tomadas en Rhode Island
entre 1975 y 1976 (Leach, 2006: 17, 51, 133). Woodman abraza y envuelve el mundo
exterior, sus fotografías establecen una identificación empática entre su cuerpo y los
objetos inanimados (paredes, casas, puertas, ventanas, etc.), y en algunas es difícil
poder distinguir entre el cuerpo y los objetos o los espacios. Soares no copia las
imágenes de Woodman, sino que las dinamiza, explorando el potencial de
movimiento de las posiciones del cuerpo en las imágenes, un cuerpo que se reconoce
mejor en las largas secuencias de aparente pausa de la pieza coreográfica.
Para la pieza O Banho (2004), investigó sobre la vida de Dona Yayá, una mujer
brasileña muy rica que tras ser declarada demente a comienzos de los años veinte,
estuvo encerrada en su casa hasta su muerte en 1960. Basándose en su estudio
anterior sobre Bellmer, quien estaba muy interesado en los textos de Jean-Martin
Charcot sobre mujeres “histéricas”, Soares decidió emplear la metáfora del baño en
referencia a los largos baños terapéuticos que daban a las mujeres perturbadas en
Salpêtrière para “calmarlas” (Didi-Huberman, 2003). En el estreno de la pieza en la
Galería Vermelho en São Paulo, el baño se situó en la primera planta; el público
podía ver a la bailarina rodando lentamente en la bañera durante una hora al mismo
tiempo que, en la segunda planta, se proyectaba un DVD de la casa de Dona Yayá.
La proyección mostraba una edición poética del proceso creativo generado por la
sensación empática con la historia de Dona Yayá y con su casa durante los tres
meses que Soares pasó allí. Las proyecciones del cuerpo de la coreógrafa en un
solárium de cristal, duplicadas y yuxtapuestas al jardín, se refieren a la naturaleza
efímera del cuerpo y al paso del tiempo en la casa. La coreógrafa describe así la
pieza: “Dentro de la bañera-casa, la bailarina se mueve en un espacio y un tiempo
limitados, como si estuviera suspendida por el punto donde se encuentran la vida y
la muerte.” (2004)
Estas referencias filosóficas y visuales –el cuerpo fragmentado de Bellmer, el
cuerpo del butoh y el cuerpo informe de Bataille– convergen en un cuerpo singular y
reinventado en São Paulo, Brasil. La apropiación de material ajeno da como
resultado una técnica coreográfica que actúa como mediadora entre el cuerpo, el
ambiente y todo tipo de operaciones cognitivas, incluyendo las no conscientes. Aún
así, para la coreógrafa, la sensación de realidad comienza de forma crucial en el
movimiento del cuerpo y depende de él, lo cual, en cierta forma, puede entenderse
como una cuestión política. En sus piezas, la categorización no es solo una cuestión
puramente intelectual, tiene lugar siempre tras la experiencia, porque la formación y
el uso de categorías es la propia substancia de la experiencia. Al reconocer la
influencia mutua entre el pensamiento racional, como capacidad de categorizar, y las
experiencias del cuerpo, Soares rechaza tanto el paradigma del “buen salvaje” –la
posibilidad de un estado puro y natural al permanecer al margen de las leyes
racionales– como el contrato social de Rousseau, cuyos términos sugieren que
cuando un individuo se distancia de la comunidad pierde todos sus derechos[6]. Por
lo tanto, la coreógrafa, incluso sin ser explícitamente política, introduce un tipo de
visión revolucionaria de la conciencia, la memoria y la vida en grupo que trae a
colación la noción de lo híbrido como representación de la diferencia y de la
percepción como un efecto comunitario, tal y como fue articulado por el teórico
postcolonialista Homi K. Bhabha[7] y por Gerlad Edelman[8], Premio Nobel en
Fisiología o Medicina en 1972. Comparando los argumentos de estos autores,
podemos concluir que cuanto más sabemos sobre el funcionamiento de la relación
cuerpo-mente-ambiente, queda más claro que la pasividad y la sumisión no son
cualidades innatas al cuerpo humano.
Fantasmas vivientes
Para completar esta breve descripción en torno a los tres paradigmas sobre la
naturaleza humana identificados por Pinker, me acerco ahora al “fantasma de la
máquina”. El filósofo Gilbert Ryle denominó así la doctrina de René Descartes que
explicaba que el cuerpo humano se ubica en el espacio y por lo tanto está sujeto a las
leyes mecánicas; sin embargo, no sucede lo mismo con la mente, y por ello su
funcionamiento no está sujeto a los mismos códigos. Para Descartes, esto significa
que dentro del cuerpo existe algo de una naturaleza diferente, como si rondara un
fantasma. Si trasladamos la idea del “fantasma de la máquina” al campo de la danza,
el cuerpo que danza puede considerarse un instrumento de la mente, incluso del
alma. Los maestros de danza han desarrollado diferentes metáforas –como el
cuerpo-casa, el cuerpo-máquina, el cuerpo-vehículo–; por ejemplo, Renée Gumiel,
pionera de la danza moderna en Brasil, inculcó a toda una generación de bailarines
brasileños la idea del cuerpo como un poderoso vehículo del alma.
Lia Rodrigues (Río de Janeiro) rechaza, mediante un lenguaje personal, la idea de
Descartes en sus piezas: Aquilo de que somos feitos (2000), Formas Breves (2003) y
Encarnado (2005). En ellas introduce la propia naturaleza de nuestras mentes
personificadas (sin fantasmas internos) e incorpora el dilema clásico naturaleza
versus educación al debate de la relación cuerpo-mente. Para evitar el viejo
dualismo, la coreógrafa propone la necesidad de explorar niveles simultáneos de
entendimiento del cuerpo que incluyen tanto una alianza entre biología y cultura,
como el reconocimiento de mediaciones no jerárquicas. Una vez que el cuerpo ha
procesado la información, el organismo ya no es capaz de saber si esta procedía de
una fuente natural o cultural, y nunca podrá clasificarla como tal. Rodrigues propone
esta idea como postura política esencial en su trabajo. Su compañía, Lia Rodrigues
Companhia de Dança, creada en 1990, se trasladó en 2005 a la Favela da Maré –una
de las más grandes de Río–, donde desde entonces ha desarrollado una importante
labor social. El trabajo comunitario comenzó con la presencia de la compañía en la
Casa da Cultura da Maré una especie de almacén situado justo al lado de la ONG
Centro de Estudos e Ações Solidárias da Maré, un edificio sin puertas donde la gente
puede entrar siempre que quiera. Durante los ensayos, tres personas del barrio
mostraron su interés en participar y fueron aceptadas en la compañía (Allyson
Amaral –la primera, lleva bailando cuatro años con Rodrigues–, Leonardo Nunes
Fonseca y Gabriele Nascimento Fonseca). Algunos bailarines de la compañía
ofrecen talleres gratuitos a la comunidad, y mientras la compañía de Rodrigues está
de gira, la de la coreógrafa Paula Nestorov ocupa el espacio y continúa con el trabajo
de talleres. Encarnado recibió financiación europea que se empleó básicamente en
habilitar el local: se creó un escenario –que consistió solo en revestir el suelo– y se
adecentó un espacio para su uso por la gente de la favela, con una buena cubierta,
ventilación y un cuarto de baño. Varios coreógrafos han estrenado aquí sus piezas,
entre otras, Isabel Torres (2006) de Jérôme Bel.
Rodrigues no cuenta con un apoyo oficial (federal, estatal o municipal) en Brasil.
Probablemente lo habría obtenido si hubiera querido crear un colegio para los niños
pobres de Maré, pero como artista prefiere un acercamiento diferente que no tenga
nada que ver con el trabajo social o el entretenimiento. Dirige su esfuerzo hacia una
experiencia artística que se implica políticamente a través de una reflexión sobre lo
que significa ser humano y sobre las condiciones insoportables de la vida en
precariedad. Rodrigues se inspira en la propuesta de “cuerpo colectivo” de la artista
brasileña Lygia Clark, quien entre 1964 y 1981 creó varias acciones orientadas a
borrar la separación entre el artista y el público. Rodrigues relaciona el trabajo de
Clark con el debate sobre el concepto moderno de violencia y atrocidad propuesto
por Susan Sontag en Regarding the Pain of Others (2004), con el objetivo de
analizar la relación empática artista/público y sentir, por un instante, que podemos
situarnos en el lugar del otro. Poner a prueba un cuerpo empático colectivo en un
barrio de chabolas como Maré supone un gran reto. ¿Cómo una coreógrafa blanca y
educada en una familia rica puede simpatizar con personas tan diferentes como los
habitantes de Maré? Rodrigues y Silvia Scotter, su dramaturga, son muy conscientes
de esta barrera y no pretenden obviar que existen estas diferencias sociales, más bien
lo contrario: la investigación artística comienza con el reconocimiento de las
desigualdades y con la búsqueda de un posible intercambio de singularidades. Por lo
tanto, la coreografía se estructura según una estrategia política que es inherente a la
danza misma, no solo en los aspectos compositivos, sino también en su relación con
la comunidad y su ubicación.
E n Aquilo de que somos feitos, las palabras pierden su identidad social y su
sentido convencional y asumen otro significado relacionado con el discurso
corpóreo, resistiéndose y confundiendo a las propias normas que regulan el lenguaje.
Se trata de la primera pieza inspirada en Clark, quien exploró en profundidad la
percepción del cuerpo y su relación con los objetos en piezas como Objetos
Relacionais (1976-1981), o la situación del cuerpo dentro del grupo en Baba
Antropofágica (1973). Baba Antropofágica forma parte de una serie titulada
Arquitetura Orgânica ou Efêmera (que Clark comenzó en 1969). Cada participante
se colocaba en la boca una bobina de hilo de color, el final de cada hebra
desenredada llegaba a la boca de otro intérprete tendido en el suelo. La acción se
inspiraba en un sueño de Clark sobre la existencia de un material infinito –su propia
sustancia interna– que fluía desde su boca. Objetos Relacionais vinculaban la
práctica terapéutica con la experiencia artística; fueron creados en la última etapa de
su trayectoria y con ellos desarrolló un vocabulario de objetos con fines de sanación
emocional. Clark perdió el interés por conservar su estatus de artista, si bien
mantuvo una postura experimental hacia el arte haciendo desaparecer los límites
entre la práctica terapéutica y la experiencia artística. Utilizaba estos objetos en el
cuerpo de sus espectadores/pacientes, estimulando conexiones entre los sentidos con
el propósito de despertar la memoria del cuerpo. Los objetos estaban hechos de
materiales sencillos como bolsas de plástico, piedras y arena, y adquirían significado
solo en relación con los cuerpos. Las sensaciones físicas que experimentaba el
cuerpo en respuesta al estímulo de estos objetos, principalmente a través del tacto,
generaban conexiones entre los sentidos y con la memoria traumática del cuerpo.
Rodrigues no pretendía reproducir estas experiencias, sino desarrollar una práctica
personal que le permitiera derribar obstáculos entre el arte y la vida, el artista y el
público. Para ello divide Aquilo de que somos feitos en dos partes, la primera gira en
torno a la desnudez y las diversas configuraciones del cuerpo; el público debe
moverse para poder ver a los nueve bailarines desde diferentes puntos de vista como
si fueran esculturas vivientes. Micheline Torres, Marcele Sampaio, Amália Lima,
Jamil Cardoso, Sandro Amaral, Thiago Granato, Allyson Mendes, Celina Portella y
Francini Barros exponen su cuerpo de forma radical, se transforman al tiempo que se
aproximan al público, unen sus cuerpos, se abrazan y se acoplan para construir
nuevas formas irreconocibles y grotescas –como un bailarín con dos cabezas o sin
extremidades–. En la segunda parte, Micheline Torres recita frases publicitarias –“el
mundo Marlboro”– o consignas políticas –“Hay que endurecer sin perder la ternura
jamás”[9]– del Che Guevara; los cuerpos en movimiento se mezclan con el público y
van transformando gradualmente estos enunciados, el significado conocido de las
palabras cambia hasta convertirse en una sustancia extraña, una especie de veneno
en el cuerpo del bailarín. Durante los ochenta minutos que dura la actuación se crea
una tensión entre lo que conocemos –cultura e imaginería popular–, y la crueldad
con la que los bailarines nos lo muestran al alterar el significado de las palabras. La
coreografía también cuestiona el vocabulario tradicional de danza cuando, por
ejemplo, Micheline Torres, formada en ballet clásico, experimenta diferentes
metamorfosis a largo de la representación por medio de posturas variadas y ejes de
equilibrio.
E n Formas Breves, su siguiente pieza, Rodrigues se inspira en los dibujos de
Oskar Schlemmer para el Ballet Triádico (1923). El interés de Schlemmer por las
figuras en el espacio se tradujo en un vestuario que enfatizaba las formas cónicas,
tubulares, circulares y esféricas para limitar la posibilidad de acción del cuerpo y
sugerir un movimiento controlado: una mujer en una burbuja, un hombre como una
marioneta sin cuerdas, etc. En Formas Breves, bailarines de variada fisonomía
analizan el lenguaje del yoga, el aerobic, la gimnasia, el ballet clásico y los dibujos
de Schlemmer. Al comienzo, Marcela Levi reproduce fragmentos del Ballet
Triádico, pero Rodrigues no está interesada en la reconstrucción histórica, su
propósito no es hacer una nueva versión de la pieza original, sino experimentar la
trasposición del movimiento dibujado al movimiento en vivo. En un segundo solo,
Micheline Torres desarrolla una secuencia de movimientos al tiempo que los explica
en detalle –“ahora intento mantener el equilibrio sobre una sola pierna, y la pierna
tiembla”–, y a continuación repite la misma secuencia en silencio: la duración y la
destreza varían de forma radical, la segunda versión es más rápida y fluida.
Observando a Rodrigues y a sus bailarines es evidente que, tal y como sucedía con
Schlemmer, su propósito es experimentar con las diferentes posibilidades de la
(re)presentación del movimiento en cuerpos y situaciones singulares.
La segunda fuente de referencia para Formas Breves fue el libro de Italo Calvino
Lezioni americane. Sei proposte per il prossimo millennio (1985). La pieza adopta su
narrativa discontinua –basada en nexos invisibles e inesperados entre diferentes
acontecimientos–, no existiendo una secuencia lineal entre las escenas, apenas solos
fragmentados en los cuales los bailarines se preguntan por medio del movimiento
cómo poder describir sus acciones o reproducir la trayectoria de la corriente que
recorre sus músculos, nervios y huesos, hasta crear un discurso corpóreo. Según
Rodrigues, Schlemmer y Calvino creaban pensando en el futuro, y por ello les hace
confluir en su pieza. El vestuario y los objetos escénicos de Schlemmer anticiparon
la unión de la danza con mecanismos tecnológicos, visionando un mundo de cuerpos
unidos a objetos funcionales. Calvino especulaba sobre la literatura del futuro y
llegó a la conclusión de que solo ella, según sus medios específicos, puede
ofrecernos determinadas cosas. En este sentido, Lia Rodrigues también trabaja sobre
la especificidad de los objetos corpóreos y también lo refleja en su obra. Otros
autores han investigado en torno a la idea de proyectos corpóreos; por ejemplo,
Michel Foucault es uno de los grandes pensadores que nos ha recordado que el
cuerpo es de constitución inestable “siempre ajeno a sí mismo, un proceso abierto de
continuo distanciamiento, donde las funciones fundamentales fisiológicas y
sensoriales superan oscilaciones en curso, ajustes, rupturas y optimizaciones, así
como la construcción de resistencias” (en Banes y Lepecki, 2007: 1). Al reinventar
el conocimiento del cuerpo por medio de la danza, Rodrigues crea campos
sensoriales y formas alternativas para una vida sin falsas utopías ni esperanzas
ilusorias. Un proyecto en torno al cuerpo que parece ser más eficaz que muchos
discursos verbales.
La estructura sensomotriz de la experiencia subjetiva
El conocimiento entendido como un proyecto del cuerpo y como una relación de
resistencias está también relacionado con el conocimiento del yo, una de las
cuestiones más complejas de la naturaleza humana y núcleo de la experiencia
artística. La coreógrafa Vera Sala y la dramaturga Rosa Hercoles han demostrado
que tanto la construcción como la desintegración del yo constituyen un asunto
político. Viven en São Paulo, la ciudad más grande de Brasil y una de las más
violentas. El neurólogo António Damásio inspiró tres de sus solos: Estudos para
Macabéa, (1999), Corpos Ilhados (2002) e Impermanências (2004). Según Damásio,
el yo es una colección de imágenes que incluye ciertos aspectos de la estructura y el
funcionamiento del cuerpo, lo cual significa que es un repertorio de movimientos
posibles en el interior de todo el cuerpo y de sus partes. El yo también incluye rasgos
de identidad como la familia, otras relaciones personales, actividades, lugares y
patrones motrices y sensoriales típicos de respuesta. Las imágenes que lo
constituyen tienen una alta probabilidad de ser continuamente evocadas por señales
directas, como sucede en los estados del cuerpo, o por señales predispuestas
procedentes de imágenes almacenadas, como ocurre con la identidad y los patrones
típicos de respuesta. Por lo tanto, la subjetividad no solo emerge cuando el cerebro
produce imágenes de una identidad, el yo, y el organismo responde, sino también
cuando el cerebro crea otro tipo de imagen, la del organismo en proceso de
percepción y respuesta a una entidad. Según Damásio, esta última imagen parece ser
la fuente principal de la subjetividad. El mecanismo neurológico que la genera
conecta las imágenes con el proceso vital, y esta transformación de un organismo en
el proceso de percepción y respuesta a una entidad (un objeto externo o imaginario)
es por lo general el núcleo central de la danza contemporánea. En la obra de Sala,
por ejemplo, su subjetividad se muestra en la transformación de los estados del
cuerpo en conexión directa con el ambiente (la temperatura, el ruido y el
movimiento del público, la iluminación, etc.); y no se construye a partir de una
colección de imágenes simbólicas o de la composición de frases de movimiento con
un significado específico (la familia, la historia personal, una vivencia de la
infancia), sino por medio de una estructura compleja de estados del cuerpo. Todo
ello podría definir no solo el trabajo de Sala, sino el de toda una nueva tendencia en
la danza a partir de los noventa.
Vera Sala es un buen ejemplo porque sus piezas están tan conectadas entre sí que
pueden entenderse como una sola obra. Su idea de coreografía se extiende más allá
del movimiento visible hacia el movimiento invisible de los procesos de
pensamiento y otras acciones internas. Sus actuaciones plantean siempre cuestiones
sobre los límites del cuerpo, la percepción corporal y la relación del yo con el
contexto; y también sobre la radicalización de lo que ella denomina “células de
movimiento”. Sala experimenta con la desaparición del cuerpo como proceso de
disolución del yo y de la génesis del movimiento. La pieza Estudos para Macabéa,
inspirada en el libro de Clarice Lispector A Hora da Estrela (1977), es la
continuación de Corpos Ilhado, que también trataba sobre la desaparición y cuyo
origen está en una noticia breve del periódico sobre el cuerpo en llamas de un niño a
cargo del Febem (Fundação Estadual do Bem-Estar do Menor), agencia que custodia
a menores acusados de haber cometido un crimen. En Estudos para Macabéa, Sala
se inspira en la descripción de Lispector sobre una empleada doméstica que siente en
ocasiones que su cuerpo se desintegra –cuando está trabajando o en el autobús
atrapada en el tráfico–; metáfora de la tragedia de ser pobre e incapaz de adaptarse a
la gran ciudad, algo que sienten muchos inmigrantes que llegan a São Paulo o Río de
Janeiro en busca de una vida mejor. Macabéa cree que no tiene valor para nadie y
esta sensación se enfatiza en una coreografía donde la ausencia de referencias o
patrones de movimiento es total. El cuerpo se mueve, sin embargo el público no
puede identificar o reconocer sus gestos como pasos de danza. Tumbada en el suelo
durante casi toda la pieza, parece que no puede levantarse con sus propias piernas.
Sala compuso Corpos Ilhado conmovida por la crueldad del Febem (organismo
que ha sido muy criticado por todos los chicos que se han escapado, las
sublevaciones, las denuncias por torturas y el maltrato a menores). En el contexto de
la migración y del abandono de menores, la desaparición del cuerpo se ha convertido
en algo tan común que a menudo no se considera una catástrofe o una emergencia; la
coreógrafa escenifica esta situación pero, de nuevo, sin dar pistas o referencias
claras al público. Se concentra en dos aspectos: el nacimiento de la acción en cada
cuerpo y la fragilidad de la vida. La desaparición del cuerpo parece ser la pérdida de
la primera señal de vida: la capacidad de movimiento. Por lo tanto, intercepta,
interrumpe y desvía el proceso de movimiento en su cuerpo: si una acción que
comienza en los hombros debe continuar normalmente en el brazo, Sala desplaza el
movimiento a otra parte del cuerpo, por ejemplo una pierna, e improvisa diferentes
cualidades de movimiento.
En Impermanências Sala radicaliza los no-movimientos de su cuerpo embutida en
una escultura informe de alambre. Presenta la primera etapa de un cuerpo
inanimado. No hay dislocación, solo un temblor y el estado de transformación de un
cuerpo precario. El público camina a su alrededor, como si estuviera en una galería
de arte, o mirando a un vagabundo durmiendo en la calle. Esta acción se ha
presentado como una instalación en diferentes espacios culturales –Sesc Pompéia
2005 o Itaú Cultural 2006– pero nunca sobre un escenario.
Resulta evidente que las ideas de los científicos cognitivos, los artistas escénicos
y los filósofos han transformado el campo de la danza en Brasil, especialmente en
los últimos quince años. Esto no significa que todos los coreógrafos se detengan en
las mismas ideas: algunos se interesan por la filosofía política, la literatura, la
sociología y la historia; otros debaten sobre una nueva categorización del poder y la
posibilidad de formas menos jerárquicas que sirvan para (re)significar las reglas y
las convenciones. Este fenómeno ha sido posible gracias al abandono de
metodologías de investigación que separaban de forma artificial el pensamiento de
la acción del cuerpo, y está relacionado con una determinada manera de comprender
el panorama brasileño según contextos globales y particulares. Durante los noventa,
las ideas de investigadores como el científico Andy Clark (1997) o de Homi K.
Bhabha (1994) han sido más decisivas para los coreógrafos brasileños que las teorías
tradicionales sobre danza, y han suscitado muchas preguntas. ¿Qué clase de
herramientas se necesitan para dar sentido al tiempo real y al conocimiento del
cuerpo? ¿Cuál es el contexto más eficaz para entender fenómenos emergentes,
especialmente aquellos promovidos por un sistema en crisis? ¿Por qué la
ambivalencia de la autoridad se mueve de forma reiterada del mimetismo a la
amenaza?
Según el ejemplo de estos artistas brasileños, la creación de movimiento en el
cuerpo del bailarín se convierte en una acción política para sobrevivir en
determinadas comunidades. Estos coreógrafos presentan la personificación de la
historia y del poder de forma tan radical, que las nuevas teorías sobre el cuerpo en el
ámbito de las ciencias cognitivas, la política y la filosofía desplazan a las anteriores;
una reconfiguración de aquello que necesita ser explicado o cuestionado.
Coreógrafos de todo el mundo han explorado estas cuestiones (ver nota 1), pero en el
caso de Brasil, la relevancia del desplazamiento de los paradigmas teóricos hacia un
nuevo conocimiento del cuerpo radica en que artistas como Ahmed, Soares,
Rodrigues y Sala, no pretenden cuestionar afiliaciones a vocabularios coreográficos,
o crear unos modelos estéticos en confrontación con los anteriores; no rechazan el
pasado, se trata más bien de una cuestión de reorganización. Por ello, muchos
coreógrafos y bailarines están muy comprometidos con el trabajo desarrollado en el
campo de los estudios performativos “donde cuestiones sobre la materialización, la
acción, el comportamiento y el medio tienen que ver con lo intercultural.”
(Schechner 2002: xii).
Estos coreógrafos brasileños han mostrado interés por estos nuevos puentes
teóricos porque, además de crear un lenguaje artístico diferente, cambian nuestra
forma de entender capacidades cognitivas tales como la memoria y el aprendizaje
(Alejandro Ahmed), la comunicación y la empatía (Lia Rodrigues), la percepción y
las construcciones metafóricas (Marta Soares) y la distinción ambivalente entre
movimiento y no-movimiento (Vera Sala). Al desplazar los paradigmas clásicos
sobre la naturaleza humana, plantean reflexiones sobre algunos aspectos culturales
candentes como violencia, género y poder. Se trata de un debate polémico: ¿es
posible finalmente reinsertar la discusión política en las experiencias coreográficas
desafiando la naturaleza del cuerpo y la construcción de movimientos, incluso sin
mostrarse explícito sobre cuestiones políticas?
Giorgio Agamben ha profundizado en torno a los paradigmas políticos de la
experiencia (1996)[10] –al igual que Michel Foucault y sus tesis sobre cómo la
política deviene en biopolítica– y señala que en los debates políticos
contemporáneos el propio concepto biológico de vida es lo que debe ser cuestionado
por encima de todo: “Lo que está hoy en juego es la vida, y lo que resulta decisivo es
la forma en que entendemos el sentido de transformación” (Agamben, 1996: 15253).
La comprensión de estos niveles de acción política en la danza brasileña no es una
tarea sencilla. Brasil fue un país colonizado, un hecho que también se refleja en el
ámbito de la coreografía. Todos los pioneros, desde el ballet clásico a la danza
moderna, eran extranjeros o habían estudiado en otro país; incluso nuestro primer
programa universitario sobre danza, Escola de Dança de la Universidade Federal da
Bahia, fue diseñado según las ideas y el trabajo de la bailarina polaca Yank Rudzka y
el artista alemán Rolf Gelewski. En cualquier caso, los artistas mencionados en este
texto –además de otros en todo el país– están intentando identificar su experiencia
coreográfica con el potencial de su contexto personal evitando que resulten meras
muestras de movimientos globales. Tal y como Bhabha reconoció cuando comenzó
su investigación sobre la ambivalencia performativa del discurso colonial:
“Podemos tener que forzar los límites de lo social tal como lo conocemos para redescubrir un sentido de la
agencia política y personal a través de lo no pensado dentro de los terrenos cívico y psíquico. Lo cual
puede no ser un punto de llegada, sino un punto de inicio.” (Bhabha, 1994: 93).
En este sentido, los estudios sobre el cuerpo se han convertido en una forma
potente de pensamiento sobre las relaciones entre los diferentes ambientes, culturas
y experiencias subjetivas.
Traducción: © Amparo Écija 2013
Notas
En los últimos diez años, varios eventos, libros y proyectos han analizado la relación entre la danza y la
ciencia cognitiva: por ejemplo, el Choreography and Cognition Project dirigido desde 2003 por el coreógrafo
Wayne McGregor como resultado de una colaboración con el Departamento de Neurociencia de la Cambridge
University (www.choreocog.net); el simposio internacional Dance and the Brain, organizado en Frankfurt en
2004 por el coreógrafo William Forsythe e Ivar Hagendoorn; el Médiadanse Lab, dirigido desde 2001 por
Armando Menicacci en París; el Digital Cultures Lab celebrado en 2005 en Nottingham
(www.digitalcultures.org) y el BodyMedia Studies and its Political Consequences, un proyecto desarrollado
por Christine Greiner y Helena Katz desde 2000 en la Pontifícia Universidade Católica de São Paulo.
[1]
[2]
En castellano es conocida comúnmente como “enfermedad de los huesos de cristal”. (Nota de la t.).
Según Prigogine en The End of Certainty: “Ciertamente, el tiempo, descrito según las leyes fundamentales
de la física, desde la dinámica clásica newtoniana a la relatividad y la física cuántica, no incluye ninguna
distinción entre pasado y futuro. Incluso, en la actualidad, para muchos físicos es una cuestión de fe que, en lo
relativo a la descripción fundamental de la naturaleza, no hay flecha del tiempo […] Creemos que ya no es el
caso debido a dos desarrollos recientes: el crecimiento espectacular de la física del no equilibrio y la dinámica
de los sistemas inestables, comenzando con la idea de caos.” (Prigogine, 1997: 1-2).
[3]
El crítico postcolonialista Homi K. Bhabha propuso la idea de “espacios intermedios”: “La globalidad
cultural es figurada en los espacios inter-medios [in-between] o dobles marcos; su originalidad histórica
marcada por una oscuridad cognitiva; su «sujeto» descentrado significado en la nerviosa temporalidad de lo
transicional o la provisionalidad emergente del «presente».” (Bhabha, 1994: 309).
[4]
La traducción de las citas de Bhabha están tomadas de la edición en castellano El lugar de la cultura (2002).
(Nota de la t.).
Soares completó un curso de un año en el Laban Center for Movement and Dance en Reino Unido, tiene un
Máster por la Universidad de Nueva York y el certificado de Movement Analysis del Laban/Bartenieff Intitute
of Movement Research, Susan Klein School. También ha estudiado y trabajado con el director de teatro Lee
Nagrin, ganador del premio Obie y antiguo miembro de The House, grupo dirigido por Meredith Monk.
[5]
Según el Contrato Social de Rousseau, las condiciones serán las mismas para todos siempre que cada
individuo esté totalmente integrado en la sociedad; por lo tanto, nadie tendrá tentaciones de atentar contra la
condición de equidad compartida. Esta idea fue el punto de partida de diferentes tipos de nacionalismo,
incluido el discurso de un cuerpo político unificado como un cuerpo nacional y los espectáculos resultantes de
la identidad comunitaria.
[6]
Según Bhabha: “Los términos del compromiso cultural, ya sea antagónico o afiliativo, se producen
performativamente. La representación de la diferencia no debe ser leída apresuradamente como el reflejo de
rasgos étnicos o culturales ya dados en las tablas fijas de la tradición. La articulación social de la diferencia,
desde la perspectiva de la minoría, es una compleja negociación en marcha que busca autorizar los híbridos
culturales que emergen en momentos de transformación histórica. […] Los compromisos fronterizos de la
diferencia cultural pueden ser tanto consensuales como conflictuales; pueden confundir nuestras definiciones
de la tradición y la modernidad; realinear los límites habituales entre lo privado y lo público, lo alto y lo bajo,
y desafiar las expectativas normativas de desarrollo y progreso.” (Bhabha, 1994: 3).
[7]
Según Edeman: “La conciencia llega como resultado del cerebro y las funciones corporales de cada
individuo, puede no haber reparto directo o colectivo de esa experiencia única del individuo y de su
conciencia histórica.” (Edelman, 2004: 6).
[8]
[9]
En castellano en el texto original. (Nota de la t.).
Según Foucault: “Por biopolítica me refiero al esfuerzo emprendido en el siglo XVIII por racionalizar los
problemas presentes en la práctica de gobernar debidos a las característica fenomenológicas del grupo de seres
humanos que forman una población: salud, sanidad, natalidad, longevidad, raza.” (Foucault, 1969: 73).
[10]
Bibliografía
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Texto original publicado en inglés, “Researching Dance in the Wild: Brazilian Experiences”, en TDR/The
Drama Review, 51:3195 (Otoño, 2007).
© 2007 New York University / Massachusetts Institute of Technology
Christine Greiner. Profesora del Departamento de Lenguajes del Cuerpo en la Universidad Católica Pontificia
de São Paulo. Autora de los libros O Corpo em Crise, curto-circuito das representações (2010) y O Corpo,
pistas para estudos indisciplinares (2005), entre otros.
DANZA Y TRABAJO: EL POTENCIAL POLÍTICO
Y ESTÉTICO DE LA DANZA
Bojana Kunst
El movimiento que emerge en la línea divisoria
La primera película de la historia del cine recoge los movimientos de los
trabajadores de la Fábrica Lumière mientras salen en tropel por las puertas de la
fábrica tras abandonar sus puestos al final de la jornada (1895). Esta misma película
también da comienzo a la pieza 1 poor and one 0 de la compañía afincada en Zagreb
BADco[1]. Este éxodo masivo no solo marca el inicio de la historia del cine, sino que
a su vez plantea la problemática relación entre el cine y el trabajo, explorada
también por el documental y texto homónimo de Harun Farocki “Arbeiter Verlassen
die Fabrik” (1995). En sus comentarios acerca del documental, Farocki expone que
la intención primera de la película fue representar el movimiento utilizando la salida
en masa de los trabajadores. Según el autor, puede que hubiera algún poste indicador
que les ayudara a coordinar sus movimientos a la salida de la fábrica. Lo que resulta
interesante es que este movimiento invisible tuviera lugar a lo largo de una línea tan
específica, aquella que diferencia el trabajo del tiempo de ocio, el proceso industrial
de la fábrica de las vidas privadas. Los movimientos de los obreros, su organización
simultánea y su espontánea dispersión en distintas direcciones están
coreográficamente organizados como movimiento, y cinematográficamente
encuadrados por la línea que separa el espacio industrial encerrado del espacio de la
vida privada; los procedimientos estrictamente racionalizados y lo que se conoce
como un tiempo de ocio flexible. Se trata de una línea que separa la organización del
insípido trabajo del ocio, que es cuando se supone que los trabajadores pueden
disfrutar; una línea que separa la organización masiva del trabajo de la atomizada
vida privada de los trabajadores. La dispersión convierte su lugar de trabajo en un
lugar invisible: tras su salida, la puerta se cierra y el espacio queda abandonado en la
oscuridad. Farocki dice que en la historia del cine el interior de las fábricas aparece
únicamente cuando alguien quiere abandonarlas, paralizarlas o convocar una huelga.
De manera que solo se las retrata cuando se convierten en lugar de conflicto y dejan
de ser esos espacios aburridos y repetitivos en los que trabajar (Farocki, 2008: 1).
La pieza 1 poor and one 0 gira toda ella en torno a esta línea divisoria, con la
imagen de los intérpretes entrando una y otra vez por esa puerta que en escena se
indica con un simple travesaño. Atraviesan repetidamente la puerta, copiando los
movimientos de los trabajadores en la película de los Lumière; casi parecieran estar
en un experimento animado de Eadweard Muybridge, combinando secuencias de
numerosos movimientos cortos para dar una impresión de cadencia. En medio de
estas escenas, los intérpretes debaten asuntos relativos al trabajo: “¿Qué pasa cuando
estás cansado? ¿Qué pasa cuando abandonas el trabajo? ¿Qué pasa cuando el trabajo
al que nos dedicamos resulta demasiado agotador? ¿Qué hay después del trabajo?
¿Más trabajo? ¿Qué pasa cuando no hay más trabajo?” En la pieza, estas discusiones
remiten claramente a aspectos históricos de la vida laboral del siglo XX,
especialmente a la desaparición gradual de la citada línea divisoria. En este sentido,
añaden un nuevo matiz a las observaciones que ya hiciera Farocki: el lugar de
trabajo ya no está a oscuras, sino disperso por todas partes; no es solo un elemento
constitutivo del tiempo de ocio, sino que está intrínsecamente conectado con su
potencial transformador y creativo. Al repetir constantemente los movimientos,
desde “la primera película coreografiada de la historia”, la pieza deviene una
colección de fragmentos y memorias de movimientos que revelan que la primera
película de la historia llegó hasta nosotros atravesando una puerta a la que, a día de
hoy, parece que le hayan extraído las bisagras.
El movimiento de los trabajadores es registrado en un umbral que ya no existe;
hoy ya no hay línea divisoria entre los movimientos de aquellos cuerpos sujetos a la
organización racional del trabajo y los movimientos que esos mismos cuerpos
realizan cuando están sujetos a la dispersa atomización de la sociedad. No se trata
únicamente de que la división entre trabajo y vida haya sido erosionada en la
sociedad post-industrial; las cualidades esenciales de la vida después del trabajo
(imaginación, autonomía, sociabilidad, comunicación) han terminado ocupando el
centro neurálgico de la vida laboral contemporánea.
La libertad del movimiento singular
¿Cómo se relaciona la desaparición de la línea divisoria entre trabajo y ocio con la
danza contemporánea y con la conceptualización del movimiento? Para responder a
esta pregunta, me gustaría en primer lugar plantear una breve reflexión sobre la
aparición de formas contemporáneas de danza en el siglo XX, y en particular sobre
cómo su potencial político y estético se conforma continuamente a partir de una
compleja relación con los modos de producción existentes. Hay varias cuestiones en
las que la organización de la producción laboral y la conceptualización del
movimiento convergen a lo largo de la historia de la danza contemporánea (por
ejemplo en ciertos tratamientos científicos, en reformas del movimiento o en la
búsqueda de una recuperación del cuerpo natural), sin embargo, estos mismos
aspectos resultan especialmente intrigantes si se entrelazan con el potencial político
y estético de la danza.
Es bien sabido que, desde el comienzo del siglo XX, las nuevas formas de la danza
se vivieron como algo fuertemente ligado a las posibilidades del ser humano
contemporáneo; que el movimiento autónomo del cuerpo desveló nuevos potenciales
para la experiencia y las relaciones humanas, y que tuvo un efecto emancipador en la
comprensión del futuro. Dicho de otra forma, se entendía que las nuevas formas de
la danza moderna (Isadora Duncan, Martha Graham, Mary Wigman, etc.) rompían
con los viejos modos de percepción proporcionando la posibilidad de una nueva
experiencia estética, debido a la relación intrínseca entre movimiento y libertad que
se les presuponía a prácticamente todas las tentativas de reforma del movimiento.
Incluso hoy, como escribe Bojana Cvejić, “la danza todavía funciona como esa
metáfora que está por encima de los contratos, los sistemas, las estructuras, como
modelo para teorizar en torno a la subjetividad, al arte, a la sociedad y a la política”
(Cvejić, 2004). Siguiendo con esta idea, podríamos deducir que esto se da porque “el
movimiento opera desde el medio de las cosas. Hace que nos situemos al margen de
la predeterminación de puntos y posiciones. Expresa el potencial de las relaciones en
movimiento” (ibídem). Por tanto, parece evidente que el movimiento en sí es
intrínsecamente político, en el sentido de que aborda tanto la cuestión de las
relaciones como las dinámicas de expresión y la potencialidad de lo que podría ser y
lo que no. Sin embargo, en ese “desde el medio de las cosas” el movimiento también
opera en la imagen introductoria en la que vemos a los trabajadores saliendo de la
fábrica. El movimiento es registrado para después desaparecer en un futuro incierto;
sin embargo, llega a través de un umbral particular, que encuadra de manera muy
específica el potencial de las relaciones en movimiento. Este potencial se desarrolla
entonces fuera de la organización racionalizada del trabajo; fuera de la estructura
fordista de producción; es el potencial del movimiento que brota de una vida sin
trabajo. Las alianzas, las relaciones, las divisiones, existen fuera de la fábrica, en ese
espacio que no es únicamente un espacio político, sino también un terreno de
experiencia estética autónoma, en el que la crisis del sujeto y los nuevos métodos de
percepción cinética fueron desarrollados e institucionalizados a través de la historia
del arte en el siglo XX. Por tanto, no es una coincidencia que las reformas de la
danza de principios del siglo XX aparecieran precisamente en el momento en que los
movimientos del cuerpo trabajador estaban siendo sometidos a una racionalización
dentro de la fábrica fordista: la organización de la producción estuvo basada en una
experiencia cinética científicamente estudiada, que instrumentalizaba los
movimientos del cuerpo para mejorar su eficiencia en la producción. Las pioneras de
la danza, generalmente mujeres (Isadora Duncan, Loïe Fuller, Ruth St. Denis, Mary
Wigman, Valentine du Saint Point, etc.), entraron en escena en un tiempo en que el
modelo de organización del trabajo se había vuelto omnipresente, en un momento en
que todo movimiento que resultara falso, expresivo, lento, suspendido, errático,
torpe, personal, vago, ineficaz, imaginativo, adicional, había sido eliminado del
trabajo físico. La relación utópica entre movimiento y libertad, presente en los
primeros escenarios de la danza contemporánea y en la reforma de la danza, fue por
tanto asociada a una noción abstracta de libertad, incluso aunque expresara el
potencial de las relaciones en movimiento fuera de las puertas de la fábrica. Se
trataba de la libertad de otra experiencia cinética, una que no cedería paso a la
instrumentalización ni sería convertida en una cuestión relativa al trabajo, pero que
sí descubría el potencial inherente al cuerpo.
Una manera de describir esta experiencia es el descubrimiento del “cuerpo
natural”, que tenía menos que ver con la resistencia a la mecanización de la vida
contemporánea (de ahí se deduce que el término “natural” es solamente una manera
de diferenciar entre lo natural y lo artificial), y más con el descubrimiento de una
nueva universalidad; la simpatía natural que un cuerpo siente por otro, como lo
describió, por ejemplo, John Martin (Martin, 1990). Las relaciones en movimiento
ya no están subordinadas a la insípida rutina y a la racionalización, sino que oscilan
entre la recién atomizada sociedad del capitalismo y los nuevos sujetos cinéticos de
la sociedad occidental industrializada.
Me gustaría argumentar que la aparición tanto de la reforma de la danza como de
la danza moderna aportó un giro y una alternativa a la experiencia estética vivida
tras la puerta de la fábrica, aquella que demandaba simpatía cinética de un cuerpo
hacia otro (y, por supuesto, entre cuerpo y máquina) con la intención de crear un
proceso de trabajo eficiente. Podemos incluso decir que el sentimiento de
modernidad (de contemporaneidad en el hecho de bailar, esta revelación de la
potencialidad cinética del cuerpo) estuvo conectado a la nueva experiencia cinética
del tiempo de ocio; a esta línea transversal, desconocida y dinámica, de fuera del
trabajo, que no es susceptible de ser sometida a la organización racional ni es
susceptible de hacer del movimiento algo instrumental. Es aquí donde llegamos al
corazón de la libertad implícita en el potencial emancipador de la danza. La
conceptualización del movimiento en la reforma de la danza afectó a la libertad de
ese tiempo al margen del trabajo, como algo opuesto a la aburrida rutina del
movimiento durante el trabajo. El movimiento expresa el potencial de las relaciones
que se mueven dentro del tiempo creativo del sujeto cuando no está trabajando. Algo
que también podría conectar con la clase consumidora emergente, en la que los
movimientos revelan lo inesperado, la imaginación, la privacidad, el azar y la
flexibilidad, divulgando así su poder expresivo. Aquí, el tiempo al margen del
trabajo se torna también tiempo para nuevas experiencias estéticas. La danza
contemporánea tuvo que desa-rrollar nuevas técnicas que transformaran esta libertad
en lenguaje, y así ampliar el virtuosismo del cuerpo en movimiento, más que el del
producto instrumentalizado, y, por ende, dar rienda suelta a la espontaneidad de los
movimientos como un lenguaje estético más que como la naturalización científica
del movimiento. En este sentido, el potencial político y estético de la danza en el
siglo XX estuvo fuertemente entrelazado con la salida de la fábrica.
Movimiento de generalidad
Desde este punto de vista, resulta también interesante cómo la imaginación
popular lidió con los procesos de trabajo fabril. La producción fordista se representó
a menudo como una danza de grupo sincronizada, en la que el hecho de bailar juntos
funcionaba a modo de representación ornamental o crítica del sometimiento del
cuerpo de los obreros a los procesos industrializados y mecanizados de la fábrica.
Sin embargo, la única vía para perturbar este proceso colectivo se abría siempre por
la intervención de un cuerpo singular, aquel que no podía seguir a los demás, que era
demasiado torpe, lento, soñador, vago o expresivo; un cuerpo que se tomaba
demasiadas libertades para moverse, para expresarse o para llegar a algo[2]. Fueron
precisamente estas cualidades físicas, que impedían al cuerpo bailar con otros, las
que se entendieron como expresiones de humanismo o, mejor aún, como expresiones
de una naturaleza humana incontrolable e indisciplinable. La experiencia cinética
singular resistió continuamente la puesta a punto del grupo y su sometimiento a la
racionalizada máquina social. Sin embargo, lo que para las sociedades capitalistas
del siglo XX era una expresión de libertad, se convirtió, a ojos de otras
constelaciones ideológicas, en sabotaje de la sociedad en general, en la
representación de un individualismo obsoleto, incapaz de adaptarse a las nuevas
transformaciones de la sociedad. Me refiero sobre todo a los países de la Europa
comunista, en los que la imagen del bailar juntos funciona como representación de
aquellas sociedades en las que la línea divisoria entre la fábrica y la vida privada ha
sido ideológicamente borrada. Los sistemas comunistas adoptaron todas las
reformas del movimiento y las aplicaron a la producción y a los procesos de trabajo,
solo que lo hicieron subrayando otros conceptos. Los socialistas defensores del
taylorismo (incluyendo al propio Lenin) entendieron la gestión científica del trabajo
como una herramienta para la gestión de una nueva sociedad en la que no hubiera
puerta alguna entre la fábrica y la vida privada. De hecho, hubo muchas discusiones
entre los comunistas soviéticos y los vanguardistas rusos acerca de los potenciales
ocultos del taylorismo y del fordismo que, en su opinión, pasaban inadvertidos ante
los capitalistas occidentales, que habían inventado ambos. Lenin escribió que la
implementación occidental (capitalista) del fordismo, tal como se creía, alienaba a
los trabajadores y desarrollaba un método autoritario de organización del trabajo.
Los socialistas reformistas y los vanguardistas creían que los nuevos métodos del
trabajo en grupo transformarían la sociedad en general. Los movimientos
simultáneos de los trabajadores se entendían como una forma poética, transgresiva y
transformadora, a través de la cual desarrollar una nueva sociedad. Tal era, por
ejemplo, el convencimiento de A.K. Gastev, uno de los ingenieros jefe y directores
del Instituto Central del Trabajo en Moscú (se convirtió en su director en 1920).
Gastev no solamente introdujo y desarrolló métodos tayloristas en la USSR, sino que
además era un poeta famoso que celebraba el nuevo poder del trabajo industrializado
y la fusión del ser humano con la máquina. En sus poemas desarrolló un lenguaje
rítmico para describir el nuevo proceso de producción, en el que los trabajadores se
moverían y transformarían así, a través de su trabajo colectivo, la era histórica al
completo.
“Cuando los silbatos resuenan por la mañana en los barrios obreros, no lo hacen para llamar a la esclavitud.
Son la canción del futuro.
Hubo un tiempo en que trabajábamos en casas pobres y comenzábamos nuestro trabajo a distintas horas de
la mañana.
Y ahora, a las ocho de la mañana, los silbatos suenan para millones de hombres.
Un millón de trabajadores alzan sus mazos a la vez.
Nuestros primeros golpes retumban en concordancia.
¿Qué es lo que cantan los silbatos?
El himno matinal de la unidad.” (Gastev / Bogdanov, 1932: 357).
Es bien sabido que las reformas del movimiento en las vanguardias rusas
(Meyerhold, Foregger y también, parcialmente –en el contexto europeo– aquellas
que realizó Laban) estuvieron fuertemente influidas por los nuevos procesos de
producción, por su abstracción y racionalización. Los que trataban de reformar el
movimiento deseaban a toda costa abstraer el cuerpo de su interioridad y desarrollar
un lenguaje gestual efectivo. En otras palabras, querían desarrollar nuevas dinámicas
cinéticas a partir del uso eficiente del gesto y de una intensa instrumentalización del
cuerpo. Meyerhold, por ejemplo, comenzó a racionalizar el aparato en sí del
movimiento, de manera que el cuerpo del actor se convirtió también en un modelo
para la optimización general del movimiento. Incluso aunque su trabajo estuviera
muy íntimamente ligado a los modelos utilitarios de producción de Gastev y Taylor,
los métodos que usó, según escribe Gerald Raunig, iban en otra dirección:
Meyerhold pretendía además desnaturalizar el teatro (Raunig, 2010). Contrario a la
psicología propia de un guión dramático y a la presencia de un público empático,
pero también contrario a la experiencia singular cinética del cuerpo danzante, que ya
se estaba desarrollando como lenguaje estético en Occidente (especialmente en
Norte América), el movimiento, tal y como se concibió en las vanguardias rusas (o
en los importantes componentes de la biomecánica), estaba compuesto por el ritmo
del lenguaje y el ritmo del movimiento físico, por posturas y gestos que surgían de
los ritmos colectivos, que coordinaban tanto los movimientos del cuerpo como
aquellos de unos cuerpos con otros.
Por tanto, lo que observamos aquí son dos relaciones distintas entre la
conceptualización del movimiento y la organización de la producción (el trabajo en
sí) en el siglo XX. En las llamadas sociedades occidentales, que podrían ser con
mayor precisión descritas como “sociedades capitalistas”, observamos procesos de
naturalización del movimiento que se oponen al uso instrumental del cuerpo
trabajador y a la organización racional de la sociedad. Dicha naturalización del
movimiento coincide con el descubrimiento del sujeto singular, un individuo con
unos deseos y unas dinámicas de movimiento transversales y transgresoras que se
ubican fuera de las dinámicas de producción (hablando metafóricamente, fuera de
las puertas de la fábrica). La mayor parte del tiempo, este individuo es concebido en
constante movimiento, en una agonía de creatividad continua y en posesión de un
lenguaje estético autónomo: un individuo que no puede no bailar[3]. Por otro lado, el
hecho de atravesar las puertas de la fábrica demuestra que los modos de producción
pueden entrelazarse con la transformación de la sociedad en general.
Las reformas del movimiento de las vanguardias históricas eliminaron la puerta
que separaba el trabajo de la vida privada, mostrándose a sí mismas como
construcciones cinéticas de mundos futuros más amplios. En las reformas del
movimiento de Rusia y de las vanguardias europeas (especialmente los futuristas), la
fascinación por los modos de producción industrializados derivó en experimentos de
desnaturalización del movimiento. El cuerpo se convirtió en un campo de
experimentación de cara a futuras transformaciones sociales y a entender un nuevo
sentido de lo comunal. Es aquí donde la danza y los procesos de producción
allanaron el camino a la exploración de una nueva generalidad de gente: una
generalidad que es anterior a cualquier individualización, un sentido de generalidad
política del futuro, que estaría aún por llegar. Por desgracia, descubrir su
movimiento fue un gran fracaso, porque perdió rápidamente su poder emancipador y
político, y se convirtió en unidad totalitaria dentro del régimen comunista. Mientras
que en las sociedades capitalistas, un movimiento torpe, suspendido, expresivo,
vago, soñador, cotidiano, marginal, era posiblemente percibido como la intervención
de una singularidad liberada, en los regímenes comunistas, este tipo de movimiento
saboteaba la máquina social al completo. En su utópica persecución del futuro, estas
sociedades eliminaron todo aquello que existía de manera radical en el presente, con
el cínico convencimiento de que el futuro ya había llegado. Por tanto, no es ninguna
sorpresa que los regímenes comunistas festejaran, de hecho, las formas más
conservadoras y disciplinadas de la danza, como las reuniones masivas o la
autoritaria institución del ballet.
La comparación entre dos conceptos de movimiento (uno que sitúa el potencial
político de la danza en el movimiento de una singularidad, y otro que lo hace en el
descubrimiento de una nueva generalidad –política– de la gente –especialmente si
nos atenemos a los conceptos de las vanguardias–) nos lleva, bajo la perspectiva de
hoy, a una observación de lo más interesante. Vivimos en una época que está
eliminando las puertas que separan el tiempo dentro de la fábrica del tiempo de ocio,
en un momento en que el potencial individual y la creatividad singular son centrales
para la producción. El movimiento de este ritmo de trabajo es hoy muy distinto a
aquel que describiera el poema de Gastev, aunque este precisamente celebrara esa
misma desaparición de las puertas de la fábrica. En lugar de una totalidad
sincronizada del trabajo como una nueva transformación de la sociedad,
representada a través de la imagen del “empezar todos al mismo tiempo” como
describía su poema, hoy, la nueva transformación de la sociedad está teniendo lugar
con unos ritmos de trabajo discordantes y unos horarios laborales flexibles, con un
trabajo individualizado y desplazado. El silbato de la fábrica se ha sustituido por
fechas límite silenciosas y auto-impuestas, que conducen a la gente a actividades y
trabajos vitales simultáneos e interconectados. El movimiento de lo individual, que a
lo largo del siglo XX había sido celebrado como un descubrimiento del potencial de
libertad, se sitúa en el centro de la apropiación y de la explotación de sus aspectos
afectivos, lingüísticos y deseables. Hoy, cuando producimos, estamos forzados a
bailar en una diacronía virtuosa y conceptual; forzados a cambiar rápidamente de
puestos, tiempos e identidades, y hacerlo además con un breve, aunque rara vez
destructivo, ataque de crisis. Esta es la nueva universalidad del mundo postindustrial y sus modos de producción.
La desaparición de las puertas y sus consecuencias
Este razonamiento me recuerda a unos dibujos animados de 1979 del conocido
dibujante de cómic y escritor satírico Dr. Seuss (Theodor Seuss Geisel) “Pontoffel
Pock Where Are You?” En esta tira encontramos de nuevo una imagen satírica de
unos trabajadores bailando juntos; de hecho, el proceso de trabajo en una fábrica de
encurtidos se representa como un armonioso musical. Sin embargo, uno de los
trabajadores, Pontoffel Pock, es un pobre perdedor. Siempre interrumpe el proceso y
es torpe, pobre e infeliz. Torpe por naturaleza y soñador de corazón, se esfuerza por
empujar y tirar de la máquina como hacen los otros trabajadores pero, en su empeño
por hacerlo bien, destruye la fábrica y es despedido entre gran escándalo. Mientras
se regodea en su propia miseria, se le acerca un ángel que dice ser el representante
de una corporación global con sucursales por todo el mundo; y dado que, como le
comunica el ángel corporativo, su estilo de vida es deplorable, se le ofrece un
maravilloso piano. Lo único que Pontoffel Pock tiene que hacer es tocar algunas
notas, presionar la base del piano para a continuación poder volar hacia cualquier
exótico destino del mundo y vivir hermosas y apasionantes aventuras. Lo único que
se le pide es una breve melodía; tocada con un poquito de gracia, podrá escapar
hacia un futuro desconocido y fascinante. Pero, una vez más, Pontoffel Pock es
incapaz de comportarse de la manera correcta. Tiene problemas con los gestos y
movimientos impredecibles, con su propio cuerpo, que desea demasiado y “está
siempre en el sitio equivocado”. No puede simplemente disfrutar y ser espontáneo.
En su lugar, lo que hace con sus acciones intempestivas es destruir cualquier
relación social. Y continúa así hasta que encuentra el amor de su vida (una princesa
árabe) y le dan una nueva oportunidad en la fábrica de encurtidos.
Estos dibujos animados ofrecen una descripción muy buena del desplazamiento
que tuvo lugar a comienzos de la década de los setenta; un desplazamiento que hoy
podría ser descrito con términos como post-industrialización o post-fordismo,
especialmente si hablamos de modos de trabajo. Las características principales de
este desvío han supuesto profundos cambios en la organización de la producción y
en el papel del trabajo, algo que influye en las relaciones sociales en general. El
trabajo creativo, lingüístico y afectivo se ha convertido en algo central a la
producción. El trabajo ya no se organiza tras las puertas y de modo instrumental y
racionalizado, sino que se ha vuelto parte de la producción de la vida social y de las
relaciones entre las personas. Lo que antes era excluido del movimiento
desnaturalizado de la máquina fordista, hoy es el centro de la producción: un
movimiento creativo, espontáneo, expresivo e inventivo. Las estructuras actuales de
producción exigen individuos capacitados y creativos. Su movimiento y dinamismo
constante se han convertido en la promesa del valor económico.
Debido en parte a la ineficacia de su crítica social, el bailar juntos como imagen
de la producción resulta hoy anacrónico. Hoy, la maquinaria fordista se ha
trasladado fuera del alcance de nuestra mirada, a países con una fuerza de trabajo
barata, en los que no hay escape posible hacia el tiempo de ocio, sino solo la brutal
explotación de la vida en todos sus ámbitos. El trabajador post-fordista de hoy no
está incorporado a la máquina racionalizada; en lugar de eso, con su propio potencial
a la venta, forma parte de redes flexibles y afectivas. El filósofo italiano Paolo Virno
describe las cualidades del trabajador post-fordista, señalando que dichas cualidades
nunca son tales:
“…En cuanto a la especialización profesional y a los requerimientos técnicos. Por el contrario, lo que se
requiere es la habilidad para anticipar coincidencias y posibilidades inesperadas, para apoderarse de las
oportunidades que se presentan, y así mover el mundo. No hay ninguna destreza que se pueda aprender en
el lugar de trabajo. Hoy en día los trabajadores adquieren estas habilidades viviendo en una gran ciudad,
enriqueciéndose de experiencias estéticas, manteniendo relaciones sociales, creando redes: todo lo que los
trabajadores aprenden específicamente fuera de su lugar de trabajo, en la vida real de la gran ciudad
contemporánea.” (Virno, 2009).
En otras palabras, hoy la producción se vive como algo espontáneo y flexible. El
proceso de trabajo está siempre “sujeto a tu propia iniciativa” (ibídem). En el
proceso laboral “se me tiene que garantizar cierto grado de autonomía para poder
explotarlo” (ibídem). Es desde esta perspectiva que podemos además entender otra
imagen del bailar juntos, que de hecho ha comenzado a aparecer durante estos
últimos años en los países que forman parte del mundo post-industrial: los enormes
flash-mobs organizados por corporaciones y por compañías de televisión. Por fuera,
parece que estas danzas celebraran la espontaneidad o la fuerza emocional de las
relaciones humanas. Sin embargo, lo que realmente las constituye es la celebración
del júbilo comercializado y del compañerismo espectacular.
La danza y la abstracción del trabajo
Si damos por buena la observación de Virno, entonces es necesario re-pensar las
consecuencias de dichos cambios en los modos de trabajar para la conceptualización
de la danza contemporánea, especialmente desde el momento en que afirmo que la
danza revela su potencial político y estético en relación al proceso de producción.
Teniendo en mente estos cambios, ¿cuáles son las consecuencias para la danza
contemporánea? ¿Qué podría significar, para la relación entre la danza y la libertad
(relación que, de alguna manera, fue la base del pensamiento en torno a la reforma
de la danza a lo largo del siglo XX), la desaparición de la diferenciación entre
trabajo y no-trabajo?
En primer lugar, no debería pasarse por alto que la relación entre la danza y la
libertad ya no tiene nada que ver con la resistencia ante los modos de producción
rígidos y disciplinarios. Estructuras imprevistas y no jerárquicas, expresiones físicolingüísticas y afectividad, se han introducido en la producción post-industrial y, de
hecho, representan el corazón del post-fordismo en tanto que es la nueva
organización del proceso de producción en el que vivimos. La autonomía de la
experiencia creativa y estética que fue tan importante cuando por vez primera surgió
la resistencia ante la racionalización del trabajo, representa hoy en día una
importante fuente de valor para la producción. Así que lo que observamos son
relaciones entre la danza contemporánea y los nuevos modos de producción, en los
que el movimiento y la flexibilidad constante juegan un papel importante, unidos a
la creatividad espontánea y a la expresión individual. Hoy, la sumisión se compone
de un movimiento continuo, de una flexibilidad de las relaciones, de los signos, de
las conexiones, de los gestos, de los cuerpos (una dispersión continua que tiene lugar
fuera de las puertas de la fábrica con la intención de producir –y gastar– aún más).
Hoy, la producción alienta la transformación constante y la crisis del sujeto singular,
con la finalidad de capturar estallidos de creatividad y convertirlos en valor. Lo que
fomenta la producción es una colaboración incesante, que debe ser temporal pero no
demasiado afectiva, porque de serlo se tornaría inoportuna y destructiva.
Si realmente este es el caso, entonces tenemos que preguntarnos qué es lo que
realmente hacemos cuando trabajamos o, más concretamente, cuando trabajamos
con danza. El potencial político de la danza no está relacionado con el espacio al
margen del trabajo (cuando el cuerpo es libre para moverse desplegando su potencial
de ser algo en el tiempo y en el espacio), sino que debe ser puesto en diálogo con los
modos flexibles de producción y con la inmaterialidad del trabajo de hoy en día. Es
bien sabido que la producción de danza contemporánea hoy se ha vuelto muy
flexible a través de los viajes constantes; que el intercambio de piezas eternamente
nuevas y experimentales (una especie de fuerza de trabajo barata para el cada vez
más globalizado mercado de las artes escénicas) va de la mano de muestras
espectaculares; que la colaboración se promueve con el único propósito de colaborar
y que el continuo movimiento viajero de la fuerza de trabajo resulta inevitable. Sin
embargo, a menudo se olvida que la danza y el movimiento contienen su propia
materialidad, su propio espacio, una materialidad que no es abstracta, que no es
lanzada apresuradamente en el flujo cinético espectral, sino que puede estar
atrapada, atascada, ser irregular e intempestiva. Esta materialidad resiste la
contemporaneidad del tiempo y, de alguna manera, sabotea la apariencia espectral
del “ahora” aportando otro ritmo al flujo del tiempo. Podemos relacionar dicha
materialidad con la del trabajo en general y, en este escenario, la danza está muy
cerca de los asuntos del trabajo. Por tanto, no es que la danza resulte cercana a las
cuestiones del trabajo por su capacidad de funcionar como una representación del
mismo, como una imagen del proceso de trabajo, sino porque es trabajo en cuanto a
sus ritmos y esfuerzos materiales, y es trabajo por la manera en que el movimiento
habita el espacio y el tiempo. Es trabajo en el sentido de cómo los cuerpos se
distribuyen en el espacio y el tiempo, en el modo en que se relacionan con otros y el
modo en que gastan y expanden sus energías. Por consiguiente, el potencial político
de la danza no está en una idea de libertad democrática abstracta y en el infinito
potencial de movimiento, sino en los modos en que la danza se entrelaza
profundamente con el poder y el agotamiento del trabajo, con su éxito o su fracaso,
con su dependencia y su autonomía. En este sentido, las prácticas de la danza de las
últimas décadas han subrayado sus propias proposiciones ontológicas (como la que
afirma que la danza equivale al movimiento, la producción y la colaboración en
danza, o la relación entre danza y teoría) (Lepecki, 2006; Kunst, 2009; Franko,
1995). Todas estas son propuestas que animan a la práctica de la danza a tener en
cuenta las relaciones entre la danza y el trabajo. Si la danza es trabajo (y no algo
opuesto a él, como sería la danza liberada de la materialidad del trabajo), entonces el
potencial político de la danza puede también ser entendido como una interesante
repetición o reemplazamiento del gesto vanguardista: ¿qué podría significar, para
una sociedad futura, dicha proposición (danza y trabajo)? ¿Es acaso posible
descubrir una alternativa a una velocidad y un movimiento continuos, a la
flexibilidad de cuerpos y espacios, a la dispersión de la energía y al poder de los
cuerpos reunidos bajo excusas publicitarias o espectáculos masivos? Una respuesta a
esta pregunta podría ser que la danza es capaz de revelar cómo las sensibilidades
cinéticas no solamente fluyen, sino que abren fisuras, antagonismos y diferencias
insalvables. En este sentido, muchas piezas de danza de las últimas décadas han
puesto en cuestión la relación entre el movimiento y la danza y han ampliado el
concepto de coreografía. Otra respuesta podría ser que la danza, con su materialidad,
puede resistir la noción abstracta de trabajo y revelar la relación problemática entre
los nuevos –y abstractos– modos de trabajo y los cuerpos mismos. Los nuevos
modos de trabajo ejercen un enorme poder sobre el cuerpo, especialmente porque
borran cada vez más cualquier generalidad representable e imaginable del cuerpo. El
cuerpo danzante ya no resiste las duras condiciones de trabajo en aras de una
sociedad al margen del trabajo, pero tiene la capacidad de revelar cómo la
materialidad de los cuerpos distribuidos en el tiempo y en el espacio puede cambiar
el modo en que vivimos y trabajamos juntos. Puede hacer uso, política y
estéticamente, de esta línea transgresiva que separa el trabajo de lo que queda fuera
del trabajo, para abrir posibilidades para una sociedad futura.
Traducción: © Isabel de Naverán 2013
Notas
BADco es una compañía creada en el año 2000 y afincada en Zagreb (Croacia). El grupo artístico está
formado por Pravdan Devlahović, Ivana Ivković, Ana Kreit- meyer, Tomislav Medak, Goran Sergej Pristaš,
Nikolina Pristaš and Zrinka Uzbinec.
[1]
Un conocido ejemplo es el de Charles Chaplin interpretando a un obrero trabajando en una cinta
transportadora en la película Tiempos Modernos (1936).
[2]
[3] Algunos
aspectos acerca de las ideologías cinéticas de la modernidad son tratados por André Lepecki en su
libro Exhausting Dance. Performance and the Politics of Movement (2006) [Agotar la danza. Performance y
política del movimiento (2009).]
Bibliografía
Cvejić, Bojana: “How open are you open? Pre-sentiments, pre-conceptions”, pro-jections, www.sarma.be
2004. [Fecha de consulta: 21 de junio de 2010].
Farocki, Harun: “Workers Leaving the Factory”, programa de mano de la presentación de la pieza de BADco
1 poor and one 0 en Zagreb, 2008.
Franko, Mark: Dancing Modernism, Performing Politics, Bloomington, Indiana University Press, 1995.
Gastev, A.K.: “The Song of the Workers Blow”, en Aleksandr Bogdanov: Proletarian Poetry, The Labour
Monthly, Junio 1932.
Kunst, Bojana: “Prognosis on Collaboration”, en Gabriele Brandstetter et al.: Prognosen über Bewegungen, BBooks, Berlín, 2009.
Lepecki, André: Exhausting Dance, Performance and the Politics of Movement, Routledge, Champan and
Hall, Nueva York, 2006. ( Agotar la danza. Performance y política del movimiento, Cuerpo de Letra # 1,
Universidad de Alcalá, Mercat de les Flors, Centro Coreográfico Gallego, 2009. Trad. Antonio Fernández
Lera).
Martin, John: “The Modern Dance”, Dance Horizons, Hightstown, Nueva York, 1990.
Raunig, Gerald: A Thousand Machines, Semiotext(e), Nueva York, 2010.
Virno, Paolo: “The Dismesure of Art”, Open 17, A Precarious, 2009.
— Existence, Vulnerability in the Public Domain, http://www.skor.nl/article- 4178-en.html [fecha de consulta:
21 de junio de 2010].
Filmografía
Arbeiter Verlassen die Fabrik, 1995, Harun Farocki, Alemania.
Tiempos Modernos, 1936, Charles Chaplin, EEUU.
Pontoffel Pock, Where Are You? 1980, Gerard Baldwin, EEUU.
Texto publicado en inglés, “Dance and Work”, en: Gabriele Klein, Sandra Noeth (eds.): Emerging Bodies.
The Performance of Worldmaking in Dance and Choreography, Editorial Transcript. Bielefeld, 2011.
© Bojana Kunst 2011.
Bojana Kunst. Filósofa, dramaturga y teórica de performance. Profesora en el Instituto de Estudios Aplicados
al Teatro en Justus Liebig University Giessen. Miembro del equipo editorial de Maska Magazine, Amfiteater y
Performance Research. Sus textos han aparecido en numerosas revistas y publicaciones. Entre sus libros
destacan: Impossible Body (1999), Dangerous Connections: Body, Philosophy and Relation to the Artificial
(2004), Processes of Work and Collaboration in Contemporary Performance (2006), Artist at Work (2012), y
la co-edición de Performance Research 18.1.: Performance and Labour (2013).
EL CUERPO COMO ARCHIVO: EL DESEO DE
RECREACIÓN Y LAS SUPERVIVENCIAS DE LAS
DANZAS
André Lepecki
“La idea de la vida y la supervivencia de las obras es preciso entenderla de manera nada metafórica, sino
bien objetiva” (Benjamin, 1996: 254).
Deseo de archivo / Deseo de recreación
Laurence Louppe planteó en cierta ocasión la fascinante idea de que el bailarín es “la
verdadera encarnación de Orfeo: no tiene derecho a volver sobre sus pasos, para no
ver negado el objeto de su búsqueda” (Louppe, 1994: 32). No obstante, si se observa
la escena de la danza contemporánea en Europa y en Estados Unidos, es imposible
no darse cuenta de que los bailarines (a diferencia de Orfeo, y a diferencia de la
afirmación de Louppe) vuelven cada vez más sobre su propio rastro y el de la
historia de la danza con el fin de encontrar el “objeto de su búsqueda”. Ciertamente,
los bailarines y coreógrafos contemporáneos de Estados Unidos y Europa han estado
activamente implicados en los últimos años en hacer recreaciones [re-enactments]
de obras, a veces conocidas, a veces ignotas, de la danza del siglo XX. Los ejemplos
abundan: podemos pensar en Schwingende Landschaft de Fabián Barba (2008), una
extensa pieza en la que el coreógrafo ecuatoriano retorna a los siete solos de Mary
Wigman creados en 1929 y representados en su primera gira por Estados Unidos en
1930; en el retorno de Elliot Mercer en 2009 y 2010 a varias de las Construction
Pieces de Simone Forti (1961/62), para representarlas en el Washington Square Park
de Nueva York; o en el regreso de Anne Collod en 2008 a Parades and Changes de
Anna Halprin (1965), entre muchos otros ejemplos. Podemos citar también
conferencias y simposios en Europa (re.act.feminism, Berlín, 2009;
Archive/Practice, Archivo de Danza de Leipzig, 2009) o en Estados Unidos (Reconstructions and Re-imaginations, Performance Space 122, Nueva York, 2009),
dedicados al tema de la recreación en la danza y en la performance contemporáneas,
así como todo un festival completo en el Kaai Theater de Bruselas en febrero de
2010, titulado Re:Move, en torno a la recreación y al archivo en la danza
contemporánea. Podemos, por último, pensar en tres coreógrafos a los que voy a
referirme en este ensayo: el proyecto de archivo intensamente corpóreo de Julie
Tolentino titulado The Sky Remains the Same (un proyecto en curso, iniciado en
2008); Urheben Aufheben de Martin Nachbar (2008), en el que el coreógrafo alemán
baila Afectos humanos de Dore Hoyer (1962/64); y los muchos retornos de Richard
Move desde principios de los años noventa a varias de las obras de danza de Martha
Graham (así como al cuerpo de Graham).
De este modo, volverse y retornar a todos esos rastros y pasos y cuerpos y gestos y
sudor e imágenes y palabras y sonidos representados por bailarines del pasado se
convierte paradójicamente en una de las marcas más significativas de la coreografía
experimental contemporánea. Con esta cuestión del retorno como experimentación
(de experimentar coreográficamente si, mediante o en el propio regreso, la danza
puede no obstante librarse de la maldición de Orfeo de quedar congelada en el
tiempo) las actuales recreaciones de la danza se convierten en lugares privilegiados
para explorar las relaciones teóricas y coreográficas entre la danza experimental y su
deseo de archivo. Aunque el reciente interés por la recreación en la danza es paralelo
y similar a un reciente interés en el performance art contemporáneo, y aunque en las
artes visuales el término “impulso archivístico” (del que la recreación forma parte)
fue acuñado por Hal Foster para describir lo que él identificó como una
preocupación “dominante”[1] (Foster, 2004: 3), yo propongo que, para explorar las
recreaciones en la danza como marca de experimentación que define la
contemporaneidad[2], es preciso introducir un concepto: el “deseo de archivo”
específicamente coreográfico.
El “deseo de archivo” se hace eco pero a la vez difiere de la idea del “impulso
archivístico” de Hal Foster en el arte contemporáneo. En realidad, yo diría que el
concepto de Foster sigue siendo problemático por diversas razones. Al referirse al
“deseo [de un artista] de ‘conectar con lo que no es posible conectar’”, equivalente a
“un deseo de relacionarse” y de “explorar un pasado extraviado” (Foster, 2004: 21;
cursiva añadida), Foster define el “impulso archivístico” como directamente
resultante de un actual “fracaso de memoria cultural” producido por nuestra
“sociedad de control” (2004: 21-22, 22n60; cursiva añadida). Ramsay Burt,
escribiendo sobre “recientes espectáculos de danza que han utilizado o citado o que
se han reapropiado de material histórico con nuevos fines” (Burt, 2003: 34), apelaba
de modo similar, un año antes de la publicación del ensayo de Foster, a esta doble
articulación entre lapsos de memoria cultural y los actuales desplazamientos de
sociedades de disciplina a sociedades de control. Burt describe cómo “el efecto de
este desplazamiento de la disciplina hacia el control, un proceso que resulta
especialmente difícil para las instituciones de danza tradicionales, puede verse en
acción en espectáculos de danza que utilizan material histórico” (ibídem: 35). Esto
podría parecer un proceso teórico similar al de Foster. No obstante, lo que encuentro
fundamentalmente distinto en el planteamiento más matizado de Burt en relación
con las recreaciones es cómo entiende él este “efecto” como un “uso reactivo de la
historia” (ibídem: 37; cursiva añadida). En su búsqueda de modos no reactivos de
activar planteamientos performativos con respecto a la historia, Burt encuentra esos
planteamientos en las recreaciones de danza de principios de los años 2000, cuando
un planteamiento activo (más que reactivo) y generador (más que imitativo) en
relación con el “material histórico” llevó a las recreaciones de danza a resistir a las
“estructuras disciplinarias y controladoras de regímenes represivos y
representacionales” (ibídem: 39)[3].
La identificación de Burt de las fuerzas no reactivas en las recreaciones de danza
recientes abre la posibilidad de criticar un componente fundamental del “impulso
archivístico” de Foster: el elemento supuestamente “paranoico” de la subjetividad
contemporánea que desea conectar con pasados que se han “extraviado” (Foster,
2004: 22-23). Cuando se considera conjuntamente con la interpretación de Foster, ya
de por sí problemática, del pasado como algo localizable (espacialización del
pasado), su asociación de un impulso artístico de archivo con un estado mental
específico (psicologización de un proyecto artístico) suscita diversos interrogantes.
¿Es posible en absoluto afirmar un pasado que no esté siempre ya “extraviado”? ¿Es
posible afirmar cualquier memoria (en particular la cultural) que no “fracase” ya de
algún modo en su intento de estar plenamente presente y plenamente conectada con
el presente? ¿Es el paranoico el único sujeto que puede “conectar”? ¿Es el archivo
un proceso paranoico sobre la conexión con el pasado o es, como tan hermosamente
sugiere Foucault en La arqueología del saber (1972), un sistema de transformación
simultánea de pasado, presente y futuro, es decir, un sistema para recrear toda la
economía de lo temporal en su conjunto?
Abordaré en profundidad las propuestas de Foucault sobre el archivo más adelante
en este mismo ensayo, cuando comente la obra de Martin Nachbar. Por el momento,
es importante señalar que, cuando nos encontramos ante el modelo de Foster,
destaca un hecho: es el propio archivo, ya sea como memoria (cultural o personal) o
como burocracia (cultural o política), el que proclama, desde un principio, su propia
actuación ontopolítica como uno de los interminables “fracasos” de memoria,
gracias a sus constitutivos (e inevitables) actos de exclusión y extravío. Al
establecer qué merece un lugar en él y qué debería ser excluido, al determinar qué
deberá ser correctamente archivado y qué deberá intencionada o involuntariamente
“extraviarse” en él, el archivo se manifiesta a sí mismo como un verdadero
dispositivo foucauldiano, “al distribuir lo visible y lo invisible, al hacer nacer o
desaparecer el objeto que no existe sin él” (Deleuze, 2006: 339). A pesar de la
capacidad ontopolítica del archivo para “mandar” y para establecer todo un sistema
de “domiciliación” (Derrida, 1995: 2) de sus objetos; a pesar de cualquier estado
dominante y actual de alienación histórica basada en (pero también productora de)
memorias fracasadas y desconectadas; a pesar de la actual transición de sociedades
disciplinarias a “sociedades de control” en la contemporaneidad[4], el hecho es que
no todo el arte contemporáneo (ni siquiera el arte que se propone “conectar”) es
propulsado por y hacia lo archivístico. Además, sigue siendo problemático atribuir a
las obras orientadas hacia el archivo un “impulso” procedente de una subjetividad
específica (incluso aunque esta subjetividad no describa un rasgo psicológico factual
de un artista sino el modo general en el que un artista se comporta bajo dicho
“impulso archivístico”).
En un escrito sobre las recreaciones en el reciente arte de la performance, Jessica
Santone planteó otra crítica del concepto de “impulso archivístico” de Foster. A
partir de la correcta afirmación de que de lo que se trata no es de un “pasado que es
incompleto” (como sugiere Foster) sino de una “historia que es incompleta”
(Santone, 2008: 147), para Santone la cuestión archivística propuesta por las
recreaciones consistiría en investigar la fuerza política-performativa del hecho/acto
de mediación en la actuación. Entendiendo las recreaciones como un modo
escenificado de criticalidad en relación con las inevitables y tensas relaciones de la
performance con su propia historicidad, Santone considera las recreaciones como
maneras performativas de teorizar la paradójica relación del performance art con el
documento, retomando las provocativas ideas de Rebecca Schneider sobre las
recreaciones como “contramemoria” y “redocumentación” (Schneider, 2001). Mi
posición difiere por igual de las de Foster y Santone, así como, en un aspecto
fundamental que enseguida aclararé, también de la de Burt. Con la expresión “deseo
de archivo en la danza contemporánea” propongo un marco afectivo, político y
estético alternativo para las recientes recreaciones de danza, así como para sus
relaciones con las fuerzas, los impulsos o los sistemas de mandato archivístico. En
vez de “explorar un pasado extraviado” con el fin de “conectar tan febrilmente”
aquello que nos parece “tan tremendamente desconectado” en nuestra alienada
condición histórica (Foster, 2004: 21-22) (como si la alienación histórica y política
fuera una novedad en la historia de las sociedades occidentales); en vez de crear una
“obra que repite y multiplica una idea histórica, modulando su imagen a través de
una lente nostálgica” basada en una «pulsión para producir documentación”[5]
(Santone, 2008: 147), lo que sugiero es que el actual deseo de archivo en la danza,
tal como se realiza mediante las recreaciones, no proviene exclusivamente de “un
fracaso de memoria cultural” ni de una “lente nostálgica». Propongo el “deseo de
archivo” como referencia a una capacidad de identificar en una obra pasada campos
creativos todavía no agotados de “posibilidades impalpables” (según la expresión de
Brian Massumi [2002: 91]). Estos campos de virtual “abstracción perteneciente a la
cosa en general” (y a las obras de arte en particular, añadiría yo), estos campos que
“conciernen a lo posible” (Massumi, 2002: 93), están siempre presentes en cualquier
obra pasada y son lo que las recreaciones activan.
Esta activación consiste en crear “composibles” e “incomposibles” (dos términos
de Leibniz que describen la infinita inventividad de la mónada). Como explica Gilles
Deleuze, “puede llamarse composibles: 1) al conjunto de series convergentes y
prolongables que constituyen un mundo; 2) al conjunto de las mónadas que expresan
el mismo mundo [...]. Se llamará incomposibles: 1) a las series que divergen y que,
por lo tanto, pertenecen a dos mundos posibles; 2) a las mónadas, cada una de las
cuales expresa un mundo diferente del otro” (Deleuze, 1993: 60). Propongo que el
actual deseo de archivo funciona de manera similar: se recrea no para fijar una obra
en su posibilización singular (originaria), sino para desbloquear, liberar y actualizar
las numerosas composibilidades e incomposibilidades (virtuales) de una obra, que la
instanciación originaria de la obra mantuvo en reserva, virtualmente. De manera
significativa, y según Deleuze, ambos modos de “posibles” en Leibniz operan como
recuerdos que “tienden a encarnarse” y “presionan” hacia y sobre la actualización
(Deleuze, 1991: 71).
Debido a estas presiones hacia actualizaciones encarnadas, todo deseo de archivo
en la danza debe llevar a un deseo de recrear danzas. Ese vínculo indisociable
significa que cada “deseo” actúa sobre el otro para redefinir qué se entiende por
“archivar” y qué se entiende por “recrear”. Esta acción de redefinición se lleva a
cabo mediante un articulador común: el cuerpo del bailarín. Como veremos en los
tres proyectos coreográficos comentados en este ensayo, en las recreaciones de
danza no habrá distinciones entre archivo y cuerpo. El cuerpo es archivo y el archivo
es un cuerpo. Éste es el explícito punto de partida de Julie Tolentino para su serie
The Sky Remains the Same.
The Sky Remains the Same
La coreógrafa estadounidense Julie Tolentino, en su serie The Sky Remains the
Same (2008 y siguientes), propone su cuerpo como archivo viviente para las obras de
diversos artistas de performance y coreógrafos, tales como Ron Athey, Franko B,
David Rousseve y David Dorffman. Me referiré a la primera (y en el momento de la
publicación de este ensayo la única) entrega de la serie, que vi en Berlín en junio de
2009. La pieza representada por Tolentino tenía un dispositivo composicional muy
simple y muy eficaz. Tolentino escogió una obra del artista de performance Ron
Athey (Self-Obliteration #1 [2007]) para archivar sobre (¿en?) su cuerpo (la
preposición no queda clara en la terminología de Tolentino y esta incertidumbre
debe permanecer abierta). Este proceso de archivo corporal tiene lugar literalmente
ante un público y literalmente en forma de recreación. Al entrar el público en el
espacio encuentra a Ron Athey y Julie Tolentino desnudos, de rodillas, cada uno
sobre una plataforma metálica elevada y situados frente a frente. Athey inicia todo el
proceso de archivo representando en solitario Self-Obliteration #1. Colocado a
cuatro patas, Athey comienza a peinarse la larga cabellera rubia de una peluca que le
cubre por completo el rostro. Después de repetir esta acción durante unos minutos,
Athey se quita la peluca, muestra el rostro y empieza a sacarse de la piel de la
cabeza afeitada alfileres y agujas previamente colocados. La sangre brota de
inmediato. En una especie de mansa pose perruna, Athey deja que su sangre gotee
sobre dos grandes vidrios rectangulares colocados sobre la plataforma (variación
profundamente corpórea de la drip and action-painting). Después de sangrar y pintar
mediante goteo con su propia sangre, Athey comienza a restregar grandes paneles de
vidrio con la cabeza afeitada y el cuerpo desnudo, emborronando de sangre el cristal.
Su terrible esfuerzo resulta ya evidente, cuando oleadas de temblores atraviesan
su cuerpo, Athey yace de espaldas y sigue manipulando los dos paneles de vidrio de
manera que la sangre que los mancha se reimprime en su piel. Athey tiembla, la
sangre sigue brotando, algunos espectadores se acuclillan, otros apartan la mirada,
otros no pueden soportar la pieza. Mareado, yo bajo la cabeza en varias ocasiones.
Sin embargo, frente a Athey, una presencia se mantiene totalmente alerta,
agazapada, concentrada. Una presencia que no impedirá la plena atención: el cuerpo
archivador de Julie Tolentino. Su atenta quietud refleja el silencio del público, que
es tan espeso como los coágulos de la sangre de Athey sobre las superficies de vidrio
y sobre su piel. Self-Obliteration #1 termina cuando Athey coloca verticalmente las
dos láminas de vidrio emborronadas en unas ranuras situadas a ambos extremos de
la plataforma. Athey vuelve a ponerse la peluca y se tumba entre los dos cristales
manchados de sangre. La imagen final de la pieza mezcla perturbadoramente
monumento y carne. A lo largo de la performance de Athey, la presencia inmóvil de
Tolentino es compleja y desempeña múltiples funciones: se convierte a la vez en
miembro del público, estudiante de la pieza, archivera, archivo potencial, performer,
socia, habilitadora, imagen especular, doble, diferenciadora, asimiladora...
Después de finalizar su pieza, cubierto de sangre, jadeando, Athey se recompone,
vuelve a la posición inicial, reinserta alfileres y agujas en las sienes, se coloca la
peluca rubia, agarra el peine y vuelve a comenzar Self-Obliteration #1. Esta segunda
vez, Tolentino se une a Athey interpretando la obra junto a/delante de/ con/para él.
Es en y mediante el retorno nada órfico, nada nostálgico y ciertamente nada
paranoico del artista a una pieza ya interpretada, es durante y gracias a la repetición
de Athey, re-repetida por Tolentino, como tiene lugar el archivo de la obra en/sobre
el cuerpo de Tolentino, que insiste en que lo que ella representa (que podría quizá
describirse más sencillamente como, por ejemplo, “aprender la pieza de otro delante
de un público”, o “imitar la obra de arte de otro artista” o “apropiarse de la obra de
alguien delante de un público”) no tiene como finalidad añadir un nuevo espectáculo
a su repertorio; por el contrario, tiene la finalidad explícita de convertir su cuerpo en
un archivo. Según me escribió en febrero de 2010, “la serie debería tener solamente
un final, lo que quiere decir que me ofrezco para ‘archivar’ [las obras] durante la
duración de mi propia vida. Los artistas tomarán nota de cualquier cambio en esta
duración en nuestro contrato. Tengo la intención de reunir estas obras archivadas a
lo largo de los próximos años (otra serie de artistas se anunciará pronto), aunque me
centraré en estos primeros. Apasionantes y emocionantes todos ellos”[6].
Incluso aunque el cielo siga siendo el mismo, Julie Tolentino, coleccionista de
cuerpos, piezas, afectos y movimientos, no es la misma. A través de la recreación
inmediata de Tolentino de una pieza con el fin de archivarla corpóreamente (durante
la duración de su vida), la performance de Athey no desaparece en el pasado, sino
que penetra en el campo omnipresente de lo posible definido por esa
indeterminación que es un cuerpo. La pieza de Athey se precipita en supervivencias
que todavía deberán actualizarse, en la realidad múltiple, no metafórica y objetiva de
lo virtual encarnado en un cuerpo[7]. El cuerpo de Tolentino se convierte en el
archivo viviente de lo que un día reaparecerá (a la vez que desaparece). La danza.
¿Por qué necesita Tolentino denominar “archivo” a estos particulares y
enormemente eficaces procesos dramatúrgicos y coreográficos? ¿Por qué esta
palabra en particular, en vez de “aprender”, “imitar”, “copiar”, “apropiarse de” o
simplemente “hacer” la obra de otro artista? El énfasis de Tolentino en la palabra y
en el concepto de “archivo” tiene especial interés, pues la cuestión de archivar
sobre/en el propio cuerpo nos retrotrae a los problemas relacionados con el afecto
“cenotáfico” en la danza occidental. Verdaderamente, ¿por qué recurrir al soporte
más móvil, al soporte más precario, un cuerpo humano, con fines de archivo? ¿Por
qué añadir al proyecto archivístico la hipermovilidad y la serie de temporalizaciones
paradójicas propias del cuerpo (este sistema polivalente de velocidades y
detenciones, oscurecido por los ocultamientos y las derivas en la percepción y en las
cosas, engañado por las paráfrasis del lenguaje, condenado por la mala memoria y
basado en la certidumbre de la muerte? Una posible respuesta puede encontrarse en
el vínculo que Tolentino explícitamente establece entre el archivo, la excorporación
e incorporación, y la recreación [re-enacting]. Este vínculo subraya explícitamente
cómo el deseo de archivo de Tolentino se realiza como deseo de recreación,
indicando de este modo el cuerpo como el lugar de archivo privilegiado. En su
precariedad constitutiva, sus puntos ciegos de percepción, indeterminaciones
lingüísticas, temblores musculares, lapsos de memoria, pérdidas de sangre, furias y
pasiones, el cuerpo como archivo reubica y aleja las ideas de archivo con respecto a
un depósito documental o una institución burocrática dedicada a la (mala) gestión
del “pasado”. Con su énfasis en el archivo corporal, aparece una movilidad
interminable como constitutiva de este especialmente transformador, especialmente
performativo «archivo sin archivo, allí donde, indiscernible de repente de la
impresión de su impronta, ¡el paso de Gradiva habla de sí mismo!», según la frase de
Derrida, donde archivo y danza se funden en la composibilización (Derrida, 1995:
98).
El cuerpo como archivero es una cosa. El cuerpo como archivo es otra cosa
totalmente distinta. El proyecto de Tolentino lleva a cabo un cortocircuito de todo
tipo de ideas preconcebidas sobre qué es un documento, a la vez que pone de
manifiesto lo que un cuerpo podría haber sido siempre: un cuerpo puede haber sido
ya siempre no otra cosa que un archivo. En tal caso, esto significa que necesitamos
entender las recreaciones de la danza actual como un modo de actuación
[performance] que tiene consistencia propia. En un sentido similar al de Vanessa
Agnew, cuando proponía que las recreaciones son “una forma de historia afectiva”
(Agnew, 2007: 301), yo sugeriría que la performatividad en The Sky Remains the
Same considera y pone de manifiesto cómo la recreación es un modo afectivo de
historicidad que aprovecha las posibilidades de futuro liberando el pasado respecto
de sus numerosas “domiciliaciones archivísticas” (y especialmente respecto de esa
fuerza mayor en la domiciliación forzosa de una obra: la intención del autor como
autoridad dominante sobre las supervivencias de una obra).
Las recreaciones transforman todos los objetos autorales en fugitivos en su propio
hogar. La paradoja es que las recreaciones, dado que parecen volver en cierto modo a
un pasado y a un origen, necesitan eludir el poder de detención de la autoridad
autoral, que verdaderamente inmovilizaría este retorno en una detención órfica. Este
es el imperativo político-ético para que las recreaciones no solo reinventen, no solo
señalen que el presente es diferente del pasado, sino que inventen, creen (debido al
retorno) algo que sea nuevo y que no obstante participe plenamente de la nube
virtual que rodea a la propia obra originaria y que a la vez elude los deseos del autor
como últimas palabras sobre el destino de una obra. Éste es uno de los actos
políticos que la recreación realiza como tal recreación: suspende las economías de
los autores autoritarios que desean mantener sus obras bajo arresto domiciliario.
Recrear significaría difundir, divulgar sin esperar un retorno o un beneficio.
Significaría expulsar, expropiar, excorporar en nombre de una promesa denominada
entrega. En otras palabras, las recreaciones representan la promesa del fin de la
economía. Suscitan el retorno de la danza, tan solo para entregarla (como la sangre
de un autor derramada dos veces por simple autoeliminación).
Urheben Aufheben
Urheben Aufheben (2008), del coreógrafo alemán Martin Nachbar, es una extensa
pieza de danza que aborda explícitamente el deseo de recrear como deseo de archivo.
Reflexión coreográfica teórica sobre los modos concretos en que las fuerzas
archivísticas se despliegan en y mediante la danza, es una obra de arte cuya vida se
mueve bajo el impulso de una llamada irresistible planteada por una película de
1967 de la coreógrafa alemana Dore Hoyer, en la que bailaba su serie de solos de
1962/64 titulada Afectos humanos.
¿Cómo responde Nachbar a esta llamada (que proviene no “del pasado”, sino de la
instanciación actual de un encuentro entre él mismo y una película que excorpora
Afectos humanos) y cómo comienza esta pieza? Nachbar entra en el escenario
empujando una pizarra donde se lee: “Urheben Aufheben: Una investigación
aplicada”. Después de colocar la pizarra hacia la izquierda del proscenio, Nachbar se
coloca junto a ella, mira al público y afirma: “Paso uno: Entrar en el Archivo”.
¿Cómo entra en el archivo? Tranquilamente, da un par de pasos más en el
escenario y comienza a correr en amplios círculos hacia atrás. En otras palabras,
Nachbar entra en el archivo retornando, como un Antiorfeo. Al correr hacia atrás en
círculos, va hacia ninguna parte solo aparentemente, porque por el hecho de correr
en el mismo lugar Nachbar define un perfil de tiempo. ¿Y qué encuentra Nachbar en
sus giros hacia atrás mientras se vuelve hacia el archivo y define sus contornos?
Literalmente afectos: Afectos humanos, la película filmada en 1967 (el año en que
murió Hoyer). Es casi inquietante ver cómo Urheben Aufheben invoca
explícitamente a Spinoza (el filósofo que definió el cuerpo en términos de afectos y
que entendió el cuerpo como un conjunto de velocidades, intensidades y capacidades
de afectar y ser afectado; en otras palabras, el cuerpo como un sistema dinámico de
excorporaciones e incorporaciones)[8].
Así pues, Nachbar recogió algo (“recoger” es uno de los significados de la palabra
alemana aufheben) de la nube virtual de la historia de la danza, siguió la pista de ese
algo, encontró a Waltraud Lulev, antigua bailarina de Hoyer que tenía autorización
para enseñar la pieza, y la aprendió de ella lo mejor que pudo (incluso aunque, según
le dijo Lulev, su cuerpo no era el adecuado). La recreación de Nachbar tiene una
larga historia. En una versión anterior titulada Affects/Rework (2000), Nachbar
colaboró con los coreógrafos Thomas Plischke y Alice Chauchat, ambos miembros
del colectivo BDC. Esta versión anterior incluía un solo de Plischke, un vídeo suyo
afeitándose, la voz de Chauchat y tres “afectos” bailados, interpretados por Nachbar,
de los cinco de Hoyer. En el más reciente Urheben Aufheben, Nachbar actúa en
solitario y baila cuatro de los “afectos” (Vanidad, Deseo, Odio y Miedo) a la vez que
marca y describe el último (Amor). En ambas piezas, no obstante, hay un punto de
partida similar: al recoger las danzas de Hoyer únicamente para conservarlas
corpóreamente, Martin interpretaba un retorno, pero un retorno que confundía la
estricta circularidad de la economía adecuada, dado que este retorno también
suspendía (otro significado de la palabra aufheben) la fuerza autoral de Hoyer al
aumentar la fuerza proveniente de la propia obra. Según me escribió Nachbar sobre
el significado del título de la pieza: “Urheben Aufheben es un juego de palabras y
puede significar tres cosas: 1) recoger del suelo algo creado; 2) conservarlo; 3)
suspender la noción de autoridad”[9].
Toda la pieza se estructura en torno a la narración por parte de Nachbar sobre
cómo el proceso de crear la nueva obra se desplegó inicialmente como una búsqueda
y luego como una investigación. Su narración es interrumpida (o acompañada)
solamente por las cuatro danzas ya mencionadas y la descripción/marcación de la
danza-afecto Amor.
En un momento dado de su actuación, mientras Nachbar resume los tres pasos por
los que tenía que pasar para “entrar en el archivo”, según sus propias palabras, hace
una profunda declaración. Esto es lo que nos dice en un determinado momento de la
pieza:
“Vale, volvamos al principio: teníamos [las secciones] ‘Entrar en el archivo’, ‘Recuerdo aplicado’ y
‘Almacén’ [Lager]. Ahora bien, ¿qué pasa si no me limito a visitar el almacén sino que trato de meter mi
cuerpo en su interior y al mismo tiempo permito que el almacén entre en mi cuerpo? Tal vez el almacén se
sistematice y se convierta en un archivo. Y entonces el archivo se hará visible a través de mi cuerpo. Así
pues, cuando estos tres elementos se conecten y formen un punto crítico: ¿Qué sucederá? ¿Qué surgirá al
otro lado de este punto?”[10]
Un “punto crítico” es otra manera de decir “singularidad”, otra manera de decir
actualización, que a su vez es “una especie de desplazamiento mediante el cual el
pasado se encarna únicamente en función de un presente que es distinto de aquél que
él ha sido” (Deleuze, 1991: 71). La descripción de Deleuze de la actualización de las
singularidades como encarnación es, en muchos sentidos, similar a la descripción de
Nachbar de cómo las partículas del archivo atravesaron su cuerpo y cómo su cuerpo
atravesó las partículas del archivo y este movimiento formó un punto crítico del que
pudo surgir algo distinto. Para Deleuze, lo que “surge” de una singularidad o punto
crítico es, simplemente, un acontecimiento[11]. ¿Cuál sería el acontecimiento que
Nachbar crea con su recreación de la obra de Hoyer? Es el acontecimiento de la
composibilidad: la creación de las condiciones para que Afectos humanos pase por
nuevas posibilizaciones que Hoyer no podía ofrecerle, no podía actualizar, aun
siendo autora de la obra. En otras palabras, el acontecimiento es hacer que Afectos
Humanos pase por un devenir composible. Pero ¿cómo alcanza, crea, perfora o evoca
Nachbar este punto crítico, que es a la vez coreográfico y corpóreo? Según nos dice
durante la actuación, lo hace mediante la creación de un sistema de excorporaciones
e incorporaciones, transmisiones y alianzas, entre archivos y cuerpos, y en tal
medida que archivo y cuerpo comienzan a fundirse hasta finalmente convertirse el
uno en el otro. Repito, y ahora subrayo, lo que Nachbar acababa de decir al público:
“Ahora bien, ¿qué pasa si no me limito a visitar el almacén sino que trato de meter
mi cuerpo en su interior y al mismo tiempo permito que el almacén entre en mi
cuerpo?... entonces el archivo se hará visible a través de mi cuerpo”.
Meter el cuerpo en el archivo, meter el archivo en el cuerpo: una mutua
metamorfosis que conjura, crea, segrega, excreta, modulando puntos críticos donde
los elementos virtuales y los reales intercambian sus lugares. Utilizada como
concepto metamórfico, la interpretación del archivo por parte de Nachbar tiene
claras resonancias del concepto de “archivo” desarrollado por Michel Foucault en La
arqueología del saber. ¿Qué es el archivo, para Foucault, en ese libro? Escribe:
“Por este término, no entiendo la suma de todos los textos que una cultura ha guardado en su poder como
documentos de su propio pasado, o como testimonio de su identidad mantenida; no entiendo tampoco por
él las instituciones que, en una sociedad determinada, permiten registrar y conservar los discursos cuya
memoria se quiere guardar y cuya libre disposición se quiere mantener” (Foucault, 1972: 128-29).
De este modo el archivo, para Foucault, no es una cosa, no es un recipiente, no es
un edificio, ni una caja, ni un sistema de clasificación. Foucault añade: “No tiene el
peso de la tradición ni constituye la biblioteca de todas las bibliotecas” (130). Por el
contrario, el archivo es “el sistema general de la formación y de la transformación
de los enunciados” (130; cursiva añadida). Y hemos de añadir aquí que, para
Foucault, los “enunciados” son transformados por este “sistema general” en
“acontecimientos y cosas” (128, cursiva añadida). Asimismo, la coreografía es
también un sistema dinámico de transmisión y de transformación, un sistema
archivístico-corpóreo que también convierte los enunciados en acontecimientos
corpóreos y objetos cinéticos, por ejemplo el que dice: “Persona 1 camina
lentamente por el pasillo, se detiene en la entrada cinco segundos, camina
lentamente en línea recta”... (extracto del guión de Allan Kaprow para 18
Happenings in Parts [1959]); o “El brazo izquierdo se extiende lateralmente y se
arquea ligeramente hacia atrás, pero alineado con la concavidad del cuerpo (extracto
de Pierre Rameau, El maestro de danza [1725]); o “De pie en quinta posición, pie
derecho detrás. Relevé sobre el pie izquierdo con pierna derecha en segunda, rond de
jambe individual o doble y cerrar con pie derecho delante” (extraído de Joyce
Mackie, Basic Ballet [1999]). Es decir, por el hecho de ser un sistema de
transformación, el archivo es en sí mismo un punto crítico, una singularidad, que
hace salir elementos reales de la nube virtual, y vuelve a segregar elementos
virtuales de los reales; convirtiendo acontecimientos corpóreos en objetos cinéticos,
objetos corpóreos en acontecimientos cinéticos.
Pero ¿cómo podemos acceder al archivo, entrar en el archivo, si el archivo no es
un “almacén” (como dice Nachbar durante su pieza, retomando el argumento de
Foucault) sino en realidad un sistema? La respuesta es: solo coreográficamente. Pues
si algo sabe la coreografía, es que un archivo no almacena: actúa. Y sus acciones
tienen lugar ante todo mediante la delimitación de zonas de temporalidad y ritmos
de presencia, tal como debe hacer la coreografía: “El análisis del archivo comporta,
pues, una región privilegiada: a la vez próxima a nosotros, pero diferente de nuestra
actualidad, es la orla del tiempo que rodea nuestro presente , que se cierne sobre él y
que lo indica en su alteridad; es lo que, fuera de nosotros, nos delimita” (Foucault,
1972: 130; cursiva añadida). Estas zonas, o regiones, o dimensiones, forman y
transforman no solamente nuestras nociones sino nuestras propias experiencias del
tiempo, la presencia, la identidad, la alteridad, el cuerpo, la memoria, el pasado, el
futuro, la subjetividad. El archivo como orla se convierte en la vertiginosa piel
donde tienen lugar todo tipo de “reescrituras” políticas (Foucault, 1972: 140),
incluida la reescritura del movimiento, incluida la reescritura del propio archivo.
Como nos dice Nachbar en Urheben Aufheben, “entro en el archivo y emerge una
diferencia, el archivo se desordena. Al mismo tiempo, se vuelve visible a través de
mi cuerpo... Mi cuerpo hace el archivo visible y, al mismo tiempo, crea esta
diferencia”.
Al igual que el cuerpo, al igual que la subjetividad, el archivo es dispersión,
expulsión, derrame, diferenciación; una espumación, una formación y una
transformación de enunciados en acontecimientos, de cosas en palabras, y de
elementos virtuales en reales (y viceversa). Si en La arqueología del saber Foucault
se preocupa ante todo del análisis de las transformaciones sistemáticas sufridas por
los “enunciados” y las “prácticas discursivas” (1972: 135), su argumentación sobre
el archivo incluye momentos en los que hacen aparición las prácticas corporeizadas,
y en los que la identidad y la subjetividad son claramente invocadas como esenciales
para en el sistema de transformación del archivo. En este sentido, Foucault
menciona cómo el archivo “disipa esa identidad temporal en la que nos gusta
contemplarnos a nosotros mismos” y “establece que somos diferencia” (131; cursiva
añadida). Identificación, identidad, nociones del propio ser [selfhood] e incluso de
percepción y autopercepción (tanto como los enunciados y los discursos) sufren el
mismo proceso de transformación establecido por las operaciones del archivo.
Además, el “yo” al que se hace referencia en la expresión “nuestro yo” es moldeado
como esencialmente performativo y teatral dado que el archivo establece que
“nuestro yo [es] la diferencia de las máscaras” (131). Esta diferenciación activa
múltiple y multiplicadora, que interviene en los enunciados y en los discursos, pero
también en la identidad, en las maneras de mirarnos a nosotros mismos y de
entendernos a nosotros mismos como mascarada, es simultáneamente subjetiva,
ontológica y performativa. Su descubrimiento: “que la diferencia, lejos de ser origen
olvidado y recubierto, es esa dispersión que somos y que hacemos” (Foucault, 1972:
131; cursiva añadida).
Consideremos por un momento las implicaciones políticas de este hacerdispersión, que, para Foucault, ya somos. Considerémoslo en el campo particular de
la coreografía y a través de las prácticas particulares de la danza en este campo. Por
último, y siguiendo la sugerencia de Foucault, consideremos la cuestión de la
dispersión no en relación con un origen mal clasificado, mal archivado, sino como la
performatividad ontopolítica del archivo, lo que lo convierte en algo distinto de un
almacén o de un cenotafio de movimientos del pasado.
Gabriele Brandstetter, en su ensayo “Choreography as Cenotaph” (La coreografía
como cenotafio, Brandstetter 2000, 102), usaba un término que he venido utilizando
en este ensayo sin definirlo adecuadamente. Dado que este término permite
identificar tipos de afecto no melancólico, o no lamentoso, en el actual deseo de
archivo como deseo de recreación en la danza experimental, quisiera forzarlo ahora
hasta sus límites conceptuales dado que esto me ayudará a articular los tres
proyectos comentados en relación con este cuerpo-archivo. El término es
“excorporación” –y Brandstetter proponía que la danza sucede (podemos decir que la
danza danza) gracias a una dialéctica constante de incorporaciones y
“excorporaciones”–. Quisiera llevar más lejos aún la proposición de Brandstetter y
añadir que, en esa dialéctica, toda clase de cuerpos (humanos, textuales,
arquitectónicos, representacionales) implicados en el hecho/acto [f/act] de la danza
expulsa e internaliza mutuamente las fuerzas, superficies, velocidades y modos del
otro. En esta circulación y este intercambio, lo que se vuelve y retorna, y lo que en
este movimiento es tal vez sobrepasado, transformado, dispersado, es la idea
melancólica o cenotáfica de que la danza es aquello que solamente desaparece. Por
el contrario, entender la danza como un sistema dinámico, transhistórico e
intersubjetivo de incorporaciones y excorporaciones es entender la danza no
solamente como aquello que desaparece (en el tiempo y a través del espacio) sino
también como aquello que pasa alrededor (entre y a través de los cuerpos de
bailarines, espectadores, coreógrafos) y como aquello que también, siempre, vuelve
alrededor. La danza es el pasar alrededor y el venir alrededor de formaciones y
transformaciones corpóreas mediante excorporaciones e incorporaciones de chorros
de afectos (o chorros de singularidades afectivas). Gracias a los intercambios
transformativos de pisadas y sudor, gracias a la transmisión constante de imágenes y
resonancias, la coreografía permite a los bailarines volverse y retornar sobre sus
pasos para bailar mediante excorporaciones e incorporaciones. Este tipo de dinámica
encuentra una economía particular, en la que los cuerpos se entrelazan, o se
entremezclan, a lo largo del tiempo (en una interminable cadena de recíprocas
emisiones, transmisiones, recepciones e intercambios de tiempos, gestos, pasos,
afectos, sudor, respiración y partículas históricas y políticas). Bajo este sistema
transformativo de excorporaciones e incorporaciones, la supervivencia de las obras
de danza adquiere una nueva objetividad, evitando la melancolía como su afecto
principal, su pulsión principal o su impulso nostálgico. ¿Qué intercambian
exactamente los cuerpos en esta economía coreográfica de transmisión no
melancólica? De nuevo, intercambian modos de composibilización y de
incomposibilización de una obra presuntamente pasada, que nunca, jamás, está
muerta. Por el contrario, permanece siempre al acecho.
Arrastrar a Martha de entre los muertos
Junto con la idea de Foucault de un archivo transformativo, y nuestra idea de la
danza como un sistema de incorporación de excorporaciones y excorporación de
incorporaciones, quisiera invocar la obra de un coreógrafo que tiene, con respecto al
archivo, un planteamiento muy distinto de los dos anteriores: Richard Move.
Precisamente debido a que las conocidas performances de Move, basadas en su
inquietante y humorística imitación de Martha Graham, no se originaron
explícitamente como investigaciones “archivísticas” (a diferencia de las de
Tolentino o Nachbar), se convierten en un caso particularmente interesante de
“deseo de archivo” en la danza.
En 1996, en un club nocturno del Meatpacking District de Manhattan denominado
Mother, Richard Move comenzó sus ahora célebres parodias escénicas en las que se
transformaba en Martha Graham. Titulado Martha@Mother, el espectáculo comenzó
inicialmente como una actuación en solitario y fue evolucionando a lo largo de la
década a formas cada vez más elaboradas, incluido el evento en el Ayuntamiento de
Nueva York en el año 2000, donde Move presentó, junto con su interpretación de la
fundamental Lamentation de Graham, una recreación de la olvidada obra de 1962 de
la coreógrafa titulada, Phaedra. El evento incluía también un diálogo hoy célebre
entre la Martha Graham de Move y el mismísimo Merce Cunningham, en lo que fue
quizá la última ocasión en la que Cunningham actuó en un escenario delante de un
público.
En una reciente conversación, Move mencionó que lo que inicialmente le atrajo
hacia Graham fue la fuerza en estado puro de su presencia y la tremenda teatralidad
de sus piezas “griegas”, que a principios de los años noventa habían sido
ridiculizadas, menospreciadas y consideradas anticuadas por la danza
contemporánea. Tal como me dijo el autor en una conversación mantenida en
noviembre de 2009: “Graham había sido descartada por anticuada”. Pero, a pesar de
haber sido relegadas a un pasado extinto [passed past], las danzas de Graham, su
personaje público, su fuerza (Move habla de su “erotismo”) y sus palabras,
ejercieron una irresistible influencia sobre Move. Graham era una llamada a la que
Move no podía resistirse.
Es interesante ver cómo la incorporación/caracterización de Martha Graham por
parte de Move enseguida fue percibida no solo como una caracterización drag, sino
también como una especie de aparición fantasmal. William Harris, en una reseña
publicada en el New York Times sobre las actuaciones de Move en Mother,
introducía explícitamente la cuestión de la aparición fantasmal como elemento
central de las recreaciones de Move: “A pesar de las pruebas forenses, la pionera de
la danza moderna Martha Graham no murió en 1991. Podemos verla actuando,
citando nombres de personajes importantes y presentando a colegas coreógrafos el
primer miércoles y jueves de la mayoría de los meses en un club del Meatpacking
District de Manhattan” (Harris, 1998: 10). En un inspirado giro retórico, Harris
describe la actuación de Richard Move con este titular: “Arrastrar a Martha de entre
los muertos” [12].
La aparición fantasmal, entendida como un efecto sociológico que desencadena
historicidad, añade un componente afectivo a la actual política de recreación en la
danza. Avery Gordon teorizó sobre la fuerza performativa y política de lo que ella
denominaba “asunto fantasmal” [ghostly matter] para proponer que “de esos finales
que no han terminado es de lo que trata la aparición fantasmal” (Gordon, 1997: 139).
Esta inconclusión de los finales, el hecho de que los asuntos queden siempre sin
resolver y además requieran objetividad al desencadenar su supervivencia, es lo que
Move entendió y captó cuando encontró en Graham una fuerza que era incontrolable,
incluso después de su muerte. El “asunto fantasmal” de Graham es una nube
excorporante que viaja a través del tiempo, a través del espacio, a través de los
géneros, a través de los periodos históricos, a través de las barreras jurídicas de la
propiedad intelectual, y que estallan a través de la presunta fijeza del pasado en una
revelación transgresora de sus poderosas actualizaciones, mediante una
incorporación transformadora en las performances de Richard Move.
Las recreaciones de Move pueden haber comenzado como una diversión
inteligentemente elaborada. Pero, como ha advertido Roger Caillois, hay que tener
cuidado cuando se juega con fantasmas, porque puedes acabar convertido en uno de
ellos. El hecho es que los intercambios de excorporaciones e incorporaciones de
Graham y Move generan una poderosa aparición fantasmal que transciende el
ámbito del entretenimiento y penetra profundamente en un campo social mucho más
amplio y complicado. La Graham de Move altera las economías temporales, las
economías afectivas, así como las economías autorales. Tras haber “recogido del
suelo” (según la expresión empleada por Nachbar para referirse a su obra de
recreación de Afectos humanos de Hoyer) los asuntos fantasmales excorporados por
un nombre, una fuerza, un cadáver, una singularidad y un sistema de afecto llamado
Martha Graham, el cuerpo de Move incorpora y luego interpreta una alteración
radical para quienes se considera que tienen el control exclusivo sobre la
supervivencia no solo de las obras de arte sino también de la voluntad de una autora
muerta. Con la utilización de asuntos fantasmales (asuntos que por definición
pugnan por escapar a las leyes de la propiedad y de lo apropiado) Move comenzó a
constituir un archivo que se oponía a las economías autoritarias de la autoría. Como
era de esperar, poco después de iniciar sus actuaciones en Mother, Move recibió de
los abogados de la Graham Company un carta de requerimiento acusándole de
infracción de la propiedad intelectual y de publicidad engañosa. Las primeras
actuaciones de Move como Martha Graham coincidieron con el comienzo de un
largo periodo en el que se había desencadenado un feroz litigio sobre el repertorio de
Graham. Como ha señalado Selby Schwartz, en un reciente ensayo sobre el trabajo
de Move: “los derechos a la voz de Martha, y la autoridad para representar su
personaje, se convirtieron en el centro de un intenso litigio que se prolongó durante
una década; durante unos años, los bailarines de su compañía tuvieron legalmente
prohibido interpretar las piezas en repertorio” (Schwartz, 2010: 65). Se trata de una
irónica vuelta de tuerca: delante del cadáver de una autora, era el repertorio (que una
célebre afirmación Diana Taylor “oponía a los supuestos objetos estables del
archivo” como todo aquello que “encarna la memoria corporeizada” [Taylor, 2003:
20]) lo que había sido congelado, controlado y disciplinado.
Durante cuatro años se mantuvo un vacío legal en el que estuvo prohibido
representar todo el repertorio de Martha Graham. Entre 2000 y 2004 “para los
bailarines de Graham era ilegal interpretar las obras de su repertorio (Ron Protas
tenía los derechos); la situación era tan desesperada que toda la compañía se había
disuelto. Los bailarines fueron despedidos, los abogados siguieron litigando...
Durante cuatro años, Richard Move fue más o menos la única persona en el mundo
que interpretaba en público coreografías de Martha Graham” (Schwartz, 2010: 75).
Mientras tanto, el propio sistema de transformación de Move, compuesto a la vez de
caracterización drag y recreación, creaba, lejos de las luchas institucionales sobre el
cadáver de Graham, un poderoso archivo corpóreo y afectivo; un archivo que podía
liberar la voz de Martha, así como su cuerpo, su presencia, su danza, su erotismo, su
creatividad y sus obras. En respuesta al requerimiento de los abogados para que
cesase en su conversión en Martha, Move sustituyó la foto de Graham en el cartel
del espectáculo por una suya y añadió una breve advertencia: “Este acontecimiento
no está en modo alguno relacionado ni patrocinado por las Entidades de Martha
Graham Entities” (donde “entidades” abarcaba la escuela, compañía,
edificio/estudio, licencias de ballet, patrimonio, efectos personales, etcétera. En
otras palabras, lo abarcaba todo excepto los asuntos fantasmales, aquellos
impalpables elementos virtuales que expresaban un deseo de actualización.
A medida que Graham se convertía en Move, Move se convertía en Graham:
“Estoy lleno de ella”, dice Move a Schwartz (Schwartz, 2010: 68). Después de
transformar su cuerpo también en el cuerpo de Graham y de haber comenzado a
interpretar recreaciones de varias de las piezas de Graham (Move describía su
acercamiento a estas recreaciones como “deconstrucciones o reinvenciones
sinópticas”, con la importante excepción de Phaedra, que sería su representación
más fiel de una pieza original), Move no solamente atrajo la atención de los
vigilantes abogados. El cuerpo de Move se convirtió literalmente en un punto de
atracción para los más íntimos colaboradores, amigos y antiguos bailarines de
Graham. Y como tal punto de atracción (es decir, como punto crítico) comenzó a ser
tratado por ellos como un archivo. Como en el caso de Tolentino, se recogía un
cuerpo para servir como archivo. Como en el caso de Tolentino, estaba claro que la
danza solamente puede encontrar su propio lugar archivístico sobre/en un cuerpo: el
cuerpo entendido como un sistema afectivo de formación, transformación,
incorporación y dispersión. En el segundo espectáculo de Move en Mother, Bertram
Ross, icónico antiguo bailarín de la compañía de Martha Graham, se acercó a Move
y le dijo: “Tienes que cambiar de lápiz de labios. Martha usaría un tono mucho más
oscuro” (Move, comunicación personal, noviembre de 2009). Dado que solo existen
fotografías en blanco y negro de Lamentation de Graham (de 1930) y una película
artificialmente coloreada de 1941 que no puede proporcionar datos precisos como el
auténtico matiz del lápiz de labios (el famoso vestido morado en forma de tubo
aparece verdoso en esta película “coloreada”, que fue “corregida” en los sesenta pero
de nuevo artificialmente), no era posible obtener este dato de los documentos (la
mayoría de los documentos importantes en cine de las obras de Graham, Dancer’s
World, Appalachian Spring, Night Journey, son todos ellos en blanco y negro). De
modo que se obtuvo mediante un acto relacional, un regalo, que al entregarse
transformó en ese momento el cuerpo de Richard Move en un archivo afectivo; o
como escribe Schwartz, “un depósito para una auténtica historia de Martha” (75). Yo
solo cambiaría “auténtica” por “afectiva” en la observación de Schwartz, dado que
se producirían cada vez más “donaciones” de antiguos bailarines que corregían algún
detalle en el gesto, la postura o los pasos de Move; o que le entregaban objetos
personales que habían tenido una intensa vinculación con Graham. Desde las
primeras actuaciones de Move, viejas cintas de vídeo de los cada vez más
deteriorados y abandonados archivos de la compañía serían pasados
subrepticiamente por miembros de la compañía y prestados a Move para que pudiera
continuar su investigación y componer sus breves recreaciones. Relatos, entregas
subrepticias y donaciones (todo lo cual generaba una historiografía afectiva, para
ayudar colectivamente a rescatar a Martha de la muerte y arrastrar a Move a retornos
creativos) no hacia el pasado, sino hacia las zonas composibles e incomposibles
definidas por Martha Graham, sus obras y sus amigos. Una vez en el campo de los
asuntos fantasmales, resulta muy difícil que no surja una especie de comunidad: una
comunidad sin fines.
En abril de 2006, con ocasión del decimoctavo aniversario de la Compañía de
Graham, Move actúo con la Compañía de Martha Graham como parte de su gala de
estreno en el Skirball Center de Nueva York. Move interpretó un monólogo escrito
para la ocasión y bailó junto con Desmond Richardson el extracto de un dúo de un
ballet bastante desconocido de 1965, Part Real-Part Dream. A diferencia de sus
anteriores “destilaciones deconstruidas”, esta fue una reposición “oficial” y más
convencional, preparada por los miembros más antiguos de la compañía, bajo la
directora artística de Janet Eilber. Posteriormente, en 2007, Move recibió el encargo
de crear una nueva pieza de danza para la compañía. Esta nueva obra se ha integrado
ahora en el repertorio de la Martha Graham Company y participa en sus giras
internacionales. Pero dado que Move es también Martha y Martha es también Move,
uno se pregunta sobre el estado autoral de esa pieza. Como observa Schwartz, “es un
gran triunfo de la historia de la drag performance que Richard Move, con su mínima
formación en la técnica de Graham y su carrera como bailarín de discoteca [go-go],
con sus casi dos metros de altura y sus gustos sesenteros estilo Jackie, que podía
decir despectivamente que las piezas griegas de Graham eran ‘culebrones totales’,
pareciera el depósito más fiable para la carrera de Martha Graham” (2010: 76). Pero
sugiero que la fuerza afectiva de lo fantasmal convirtió a Move en algo mucho más
poderoso que un “depósito”: lo convirtió en un archivo corpóreo, un sistema o zona
donde las obras no descansan sino que se forman y se transforman,
interminablemente, como asuntos fantasmales. O simplemente, como cuerpos.
Deseo de archivo/Deseo de recreación/De nuevo (y otra vez)
Espero mostrar a través de las obras de estos tres coreógrafos, muy distintos entre
sí, cómo lo que he llamado “deseo de archivo” pasa a ser una virtualidad muy
concreta y muy real de una obra (que sigue siendo totalmente contemporánea en sus
demandas de actualización). Es en lo relativo a la identificación de un potencial
creativo (aunque virtual) ya inherente en la propia obra de arte en lo que difiero, en
un aspecto importante, respecto del análisis de Ramsay Burt sobre recientes
recreaciones. En el mismo ensayo antes comentado, Burt describe la fuerza política
de las recreaciones como derivadas de artistas que “enmarcan conceptualmente sus
inevitables fracasos en su intento de ser fieles a un original”, donde “lo significativo
no es el hecho de estos fracasos sino cómo se enmarcan” (Burt, 2003: 38; cursivas
añadidas). A diferencia de Burt, y con ayuda de los tres modos de recreaciones que
acabo de comentar, propongo que el fracaso constituye un falso problema en
relación con el deseo de recrear (en el estricto sentido que se le da en este ensayo, es
decir, como una actualización no metafórica de la supervivencia de una obra de
arte). Pues plantear los “inevitables fracasos” como hechos/actos de infidelidad
presupone que un “original” es siempre acertado, completo y fiel a su presunta
(auto)integridad originaria. En vez de pensar en las recreaciones como marcos
conceptuales para los “inevitables” esfuerzos fracasados de un coreógrafo por
conseguir copiar completamente un original, quisiera proponer el deseo de
recreación como un modo privilegiado de efectuar o actualizar el campo inmanente
de inventiva y creatividad de una obra. Esta proposición implica que debemos tratar
cualquier obra de arte, por ejemplo una pieza coreográfica, como un ente en cierto
modo autónomo en sus planos de composición, expresión y consistencia, mientras
que plantear la autonomía de la obra de arte implica reconocer una capacidad
específica en cualquier coreografía para apelar, invocar o incluso exigir
actualizaciones. En este sentido, estoy de acuerdo con la “ética de las cosas” de
Silvia Benso, que entiende que “las obras de arte, aunque hechas por seres humanos,
son autosuficientes. Su autosuficiencia borra la presencia del artista en ellas, con el
fin de que la obra sea liberada hasta su pura autosubsistencia” (Benso, 2000: 104). El
proyecto heideggeriano de Benso de una ética de las cosas puede complementarse
con una política deleuziana del devenir: una política en la que la “autosubsistencia”
de cualquier actualización concreta de una obra de arte está esencialmente
compuesta por la realidad de la nube virtual que la rodea (una nube virtual que
activa incomposibles y composibles ya presentes en la obra pero que pueden no
haberse actualizado todavía, pueden no haber encontrado una manifestación
corpórea en la expresión “original” de la obra. Actualización es también distinto de
reinvención: es más bien una invención cuya posibilización reside, no obstante, en la
propia obra. Es tarea del recreador recoger las fuerzas virtuales (aunque muy
concretas y específicas) de una obra y actualizar ese plano de la composición de la
obra siempre incompleto, pero siempre consistente, múltiple y heterogéneamente
singular[13].
Es la invención con todos sus poderes lo que me lleva a la necesidad de
reemplazar palabras de carga psicoanalítica, tales como “impulso” [impulse] (Hal
Foster) o “pulsión” [drive] (Santone), como cualificadoras del deseo artístico de
archivo, por la expresión más performativa de “deseo de archivo”. Prefiero “deseo”
porque nombra la fuerza diferencial de aumento inextricablemente ligado a la
creación gracias al hecho específicamente coreográfico del retorno [re-turning].
Sigo aquí la identificación de Deleuze de la profunda conexión entre “deseo” (como
fuerza positiva, no reactiva) y “creación”, una conexión que tiene lugar debido a un
articulador cinético: el retornar. Verdaderamente, para Deleuze, el retorno es el
movimiento que plantea una diferencia constitutiva (creativa) en la repetición,
planteando así “la gran ecuación: querer=crear” (Deleuze, 2006: 69). Aquí,
volvemos al comienzo de este ensayo y puedo finalmente comprender por qué la
afirmación de Laurence Louppe no se sostiene: el retorno es lo que la danza debe
hacer precisamente porque el retorno es la repetición diferencial creativa esencial
que libera a la danza y a los bailarines de la maldición de Orfeo. Ésta es la
observación de Mark Franko sobre las “reconstrucciones” en danza: abordan y llevan
a primer plano una “obsesión” teatral-teórica fundamental por la repetibilidad que
muy bien puede ser la marca contemporánea ontopolítica (diferencial) de la danza
(Franko, 1989: 73). En un sentido similar a mi propio argumento, esta marca
diferencial es lo que lleva a Franko a proponer el término “construcción” como
alternativa a reconstrucción. Lo que debe quedar claro ahora es que las recreaciones,
como “deseo de archivo”, se dedican a los retornos creativos precisamente con el fin
de encontrar, llevar a primer plano y producir (o inventar o “hacer”, como proponía
Foucault) diferencia. Esta producción de diferencia no equivale al despliegue de
fracasos por parte de los recreadores por ser fieles a las obras originales, sino a la
actualización de la inventiva siempre creativa, (auto)diferencial y virtual de la obra.
De ahí el imperativo político resultante del deseo de archivo como deseo de recrear:
diferencia con repetición, repetición debido a la diferencia (ambas en acción bajo el
signo de la creación y nunca del fracaso, liberando la historia y las danzas hacia
supervivencias en las que, como tan hermosamente escribió Benjamin, “la vida del
original alcanza su siempre renovado, su postrero y más amplio despliegue”
(Benjamin, 1996: 255).
En este contexto, las recientes recreaciones en danza podrían considerarse no
como compulsiones paranoico-melancólicas de repetición, sino como modos
singulares de politizar el tiempo y las economías de la autoría mediante la
activación coreográfica del cuerpo del bailarín como un archivo interminablemente
creativo, transformacional. En la recreación volvemos y en este retorno encontramos
en las danzas pasadas un deseo de seguir inventando.
Traducción: © Antonio Fernández Lera 2012
Notas
Entre los artistas relevantes que trabajan con recreaciones figuran Lilibeth Cuenca, Marina Abramovic y
David Weber-Krebs.
[1]
Las recreaciones son significativas de tal modo que cabe preguntarse si esta insistencia en retornar (este
deseo de recrear) podría ser ese rasgo particular que permite a la danza definirse precisamente como
contemporánea. Pues esta intensa característica de alguna danza experimental reciente, que muchos parecen
considerar un rasgo distintivo de su contemporaneidad, es en sí misma ya una especie de retorno (aunque no
reconocido) de una anterior olea-da de recreaciones a comienzos de los años ochenta. El término privilegiado
en aquel entonces fue “reconstrucción”; Mark Franko, en un escrito de 1989, describía las “recientes
reconstrucciones de los ochenta” como “un ímpetu de experimentación contemporánea en la coreografía”
(Franko, 1989: 59n10; cursivas añadidas). En el mismo ensayo, Franko cita un artículo de 1983 de Sally
Banes donde ella señala “la manía actual de la reconstrucción” (57n3). Más extrañamente, Franko abre su
ensayo mencionando la reconstrucción por Suzanne Linke en 1988 de Afectos humanos de Dore Hoyer, la
misma pieza a la que Nachbar (re)tornará en su Urheben Aufheben (2008), comentada en este ensayo.
[2]
La idea de la capacidad de resistencia de las recreaciones de danza puede encontrarse ya en el ensayo de
Mark Franko sobre las reconstrucciones en la danza experimental en los años ochenta. Franko proponía el
término “reinvención” para caracterizar de qué modo, “situadas entre la aprehensión del objeto y la creación
del objeto, [las reconstrucciones] pueden a la vez servir de crítica cultural y promover una nueva creatividad”
(Franko, 1989: 73). Curiosamente, a finales de los sesenta, Allan Kaprow había propuesto tanto el término
como la práctica de la reinvención como un imperativo para todas las recreaciones (ya fueran hechas por él
mismo o por otros) de sus happenings y acontecimientos, utilizando argumentos similares. Véase, por
ejemplo, Rosenthal (2008).
[3]
La transición entre sociedades de disciplina y las actuales sociedades de control es teorizada por Gilles
Deleuze en sus ensayos “Control y devenir” y “Post-Scriptum sobre las sociedades de control” (Deleuze,
1995). Atribuyendo el diagnóstico de esta transición histórica a Foucault, Deleuze escribe: “Estamos saliendo
de las sociedades disciplinarias, ... ya estamos más allá de ellas. Estamos entrando en sociedades de control,
que ya no funcionan mediante el encierro sino mediante un control continuo y una comunicación instantánea”
(Deleuze, 1995: 174). La relación que se puede establecer entre sociedades de control y una dedicación a las
recreaciones y al archivo puede encontrarse en la observación de Deleuze de que “en las sociedades
disciplinarias siempre había que volver a empezar (terminada la escuela, empieza el cuartel, después de éste
viene la fábrica), mientras que en las sociedades de control nunca se termina nada” (179). Esta condición
interminable orientaría toda producción (incluidas las producciones culturales) en las sociedades de control
hacia la metaproducción (181). En este sentido, podemos entender la problemática planteada por Burt en
relación con las recreaciones y la danza en las sociedades de control.
[4]
[5] A pesar
de las diferencias de enfoque entre Santone y Foster, hay que señalar que, desde un punto de vista
psicoanalítico, “pulsión” [drive] e “impulso” [impulse] son uno y el mismo término (Laplanche y Pontalis,
1974: 214), lo cual nuevamente une ambos enfoques a lo psicológico (o lo metapsicológico) como marcos
críticos privilegiados de las prácticas artistas.
[6]
Correspondencia por correo electrónico con el autor, febrero de 2010.
[7]
“Lo virtual no es real, pero como tal posee una realidad” (Deleuze, 1991: 96).
[8]
Sobre la noción del cuerpo en Spinoza, véase Deleuze (2001) y Deleuze y Guattari (1987: capítulo 10).
[9]
Correspondencia por correo electrónico con el autor, 2009.
Todas las citas de Nachbar provienen de un texto proporcionado al autor por el propio Nachbar, con la
traducción inglesa de sus palabras a lo largo de Urheben Aufheben.
[10]
“Solo se puede hablar de acontecimientos como singularidades que se despliegan en un campo
problemático, y en la cercanía de las cuales se organizan las soluciones» (Deleuze, 1990: 56).
[11]
N. del t.: “Dragging Martha Back from the Dead”. Drag y dragging son términos muy polivalentes en
inglés. El título del New York Times puede tener el sentido de arrastrar o rescatar a Martha Graham de entre los
muertos, pero a la vez mantiene un juego de palabras con otro sentido muy presente aquí del término drag, el
relacionado con la drag performance (y su conocida variante drag queen), así como con el hecho de que
Move, un hombre, actúe disfrazado como mujer, encarnando el personaje e incluso la persona de Martha
Graham.
[12]
[13]
Lo cual significa que un plano de composición es una “unidad”, no un “uno”.
Bibliografía
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Taylor, Diana: The Archive and the Repertoire: Performing Cultural Memory in the Americas, Duke
University Press, Durham, NC, 2003.
Texto original publicado en inglés, «The Body as Archive: Will to Re-Enact and the Afterlives of Dances»,
en Dance Research Journal, Volumen 42, Número 2, Invierno 2010, University of Illinois Press.
Para
información
adicional
sobre
este
artículo,
véase
http://muse.jhu.edu/journals/drj/summary/v042/42.2.lepecki.html
© André Lepecki 2010
André Lepecki. Comisario, dramaturgo, escritor y co-creador. Profesor de Performance Studies en la New
York University. Dramaturgo de los coreógrafos Vera Mantero y João Fiadeiro; ha colaborado con Meg Stuart
y Damaged Goods. Codirige las video-instalaciones STRESS (2000, junto a Bruce Mau) y Proxy (2003, junto
a Rachel Swain). Crea, con Eleonora Fabiao, la serie de performances Wording (2004-6) y dirige/comisaría
una reelaboración de Allan Kaprow’s, 18 Happenings in 6 Acts (Haus der Kunst, Munich, 2006). Autor del
libro Exhausting Dance (2006), editor de Of the Presence of the Body (2004) y co-editor, junto a Sally Banes,
d e The Senses of Performance (2006). Actualmente investiga la relación entre la danza, la filosofía y la
escultura.
APRENDER HACIENDO Y HACER APRENDIENDO
CÓMO APRENDER.
COREOGRAFÍA CONTEMPORÁNEA EN EUROPA:
¿CUÁNDO FUE QUE LA TEORÍA DIO PASO A LA
AUTO-ORGANIZACIÓN?
Bojana Cvejić
Sería demasiado fácil decir que “la educación” es un tópico más de esos que
aparecen eventualmente en la danza contemporánea europea, incluso aunque “la
educación” como tema eventual confirme una vez más la lógica curatorial de
reemplazar una promesa crítica e inventiva por otra. Y es que, últimamente, “la
educación” ha sido el asunto principal de los principales centros de danza en Europa,
que han organizado conferencias, laboratorios de artistas, propuestas de
investigación, festivales y programas nacionales de danza[1] en torno al tema. No
merece ni tan siquiera un esfuerzo demostrar que “la educación” y sus posibles
declinaciones (“aprendizaje”, “aprender haciendo”, etcétera) continúan la cadena de
tópicos tales como “investigación” y “laboratorio”, “colectividad” y “colaboración”.
Para un coreógrafo, teórico, crítico o programador es obvio que a partir de los
años noventa las infraestructuras que apoyan la danza contemporánea en Europa se
desarrollaron muy rápido gracias, en parte, a la asimilación de discursos críticos
como rutina institucional de autorreflexión. A partir de los noventa los espacios para
la danza se consolidaron asumiendo que si querían promover la coreografía tenían
que hacerlo emancipándola de las definiciones de danza moderna, promoviendo
autores que cuestionaran la autoría y fomentando la investigación y los marcos de
producción en colaboración; incluso sabiendo que esta nueva orientación conllevaría
una “nueva estética”: la de la investigación y el trabajo de pequeño formato. La
coreografía y la danza europeas, al asimilar el posestructuralismo y las teorías del
arte como maneras de “ponerse al día” con la contemporaneidad de las artes visuales
y el cine, y al mismo tiempo reflejar teóricamente su propia disciplina, desarrollaron
en algunos casos modos sesgados de configurar y poner en marcha los discursos. El
hecho de que conceptos como “investigación” o “producción de conocimiento”
estuvieran excesivamente determinados antes de ser definidos, y el hecho de que se
vieran reforzados al participar de la difusión de las prácticas escénicas, no puede
retrotraernos a territorios de crítica autónomos, prácticas curatoriales, discursos
auto-reflexivos de los artistas, o a una erudición académica de la danza. Con los
autores moviéndose entre estas líneas reflexivas, desempeñando más de un rol
simultáneamente y alternando entre la posición de crítico, teórico o dramaturgo (e
incluso ocasionalmente intérprete); los discursos emergieron, por complicidad,
“flojos e imprecisos”. De hecho, los discursos en la danza contemporánea europea se
siguen produciendo a través del entramado de la crítica, la dramaturgia, la teoría y el
comisariado; sin que ninguno de estos registros luche por un paradigma, un marco
epistemológico o tan siquiera un nombre. Cuando surge un nombre, como “danza
conceptual”, es rechazado por inapropiado: tanto el coreógrafo como el programador
recelan de cualquier terminología que pueda generar actos polémicos contra la
historia, a favor de la obsesión de la danza por la contemporaneidad. Cualquier
denominación de una práctica de danza actual es indeseable pues solo puede reiterar
los protocolos de agotamiento y reacción por los que la danza rechaza la historicidad
para así mantener el prestigio de la contemporaneidad que le asigna la sociedad. Es
por ello que denominar algo como “danza conceptual” no abre sino que zanja
cualquier discusión al plantear la siguiente pregunta: ¿y qué viene después de la
“danza conceptual”?
***
Me gustaría abordar dos cuestiones relacionadas con el estado de la teoría y el
conocimiento en las prácticas coreográficas desarrolladas desde mediados de los
años noventa.
1. ¿Cómo es que a mediados de los noventa la teoría crítica se convirtió en un
instrumento que impulsó que la coreografía se distinguiera como un saber
específicamente diferente del de la danza moderna, y por qué solo ocurrió
entonces?[2] ¿Qué relación hay entre la atracción de la coreografía por la teoría
crítica y el desarrollo del posestructuralismo y sus teorías resultantes (biopolítica,
nuevos medios)? ¿Cómo se explica que el término “deconstrucción” se haya
convertido en una palabra al uso, un tecnicismo en boca tanto de programadores
como de técnicos? ¿Por qué las escuelas de danza contemporánea han incluido “la
teoría” como una de sus asignaturas curriculares (sin definirla específicamente como
teoría de la danza, sino más bien como un espacio abierto e indeterminado
“reservado al pensamiento”)? ¿Quiere esto decir que es ahora cuando la educación
en danza contemporánea adopta el modelo renacentista de Academia, aquel que
iniciaba a los estudiantes en el arte de la filosofía además de en su formación
técnica? ¿O es que una prestigiosa escuela de danza como es P.A.R.T.S. (Bruselas)
recomienda la teoría a los bailarines solo porque reconoce su impacto metodológico
en la danza contemporánea en Europa?
2. Más allá de la alianza pragmática que se ha dado entre la teoría crítica y la
práctica coreográfica (sobre la que hasta ahora se ha argumentado polémicamente
tanto en contra como a favor denominándola “danza conceptual”) existe una nueva
práctica que se distancia del examen crítico de conceptos y protocolos teatrales y
que apunta hacia las condiciones de investigación (sus métodos y sus herramientas)
reinventando tanto los modos de producción y presentación como el estatus del
trabajo coreográfico. Dicha práctica se ocupa principalmente de la orquestación de
plataformas de ámbitos más amplios, o de contextos de producción, a través del
intercambio de conocimiento relacionado con la metodología de trabajo y con el
discurso teórico; y lo hace más allá de cuestiones de autoría o propiedad, de
consideraciones relacionadas con la recepción del público y con la negociación de
requisitos para la programación de una obra. ¿Hasta qué punto, y para quién, esta
forma de trabajo se fusiona con una práctica de aprendizaje? ¿Hasta qué extremo es
un reflejo condicionado por el estilo de vida flexible del trabajador autónomo que
los artistas escénicos de Europa occidental promocionan como modelo
contemporáneo de vida y trabajo?
El nuevo modelo de lo artístico como práctica de aprendizaje no puede ser
elaborado sin antes confrontarlo con el rol que desempeñó la teoría en la
consolidación de las prácticas coreográficas en los años noventa. La resistencia
histórica de la danza a la teoría como práctica del lenguaje fue la razón por la que la
danza allanó el terreno para la teoría en los años noventa, tras haber completado, por
medio del arte de acción, su expansión en las artes visuales y el teatro desde la
década de los sesenta. La danza prolonga su “minoría de edad” no solo gracias a los
profesionales de la danza, sino también, y en mayor grado, gracias a la fascinación
de los filósofos por el cuerpo y el movimiento entendidos como la presencia de la
ausencia. Alan Badiou expresó claramente esta proyección envidiosa, residual del
romanticismo, sobre lo inefable, volátil e incomprensible, rumiando las
afirmaciones de Nietzsche y Paul Valery en relación a la danza: “La danza es poesía
que no necesita escribirse, el movimiento es una metáfora del pensamiento.”
(Badiou, 2009). La opinión de un filósofo sobre danza podría ser descartada como la
elección, una vez más, por parte de la filosofía, de una disciplina artística como
metáfora visual de conceptos o intereses filosóficos, si no fuese porque la autoridad
filosófica legitima la doxa con la que generalmente se inviste la danza: el
victimismo de la efimeridad. La doxa se centra en la reinvención del movimiento del
cuerpo como expresión personal, algo que no solo las programaciones teatrales y el
público atribuyen a la danza, sino que también constituye el principio que
generalmente fundamenta la educación en danza.
El antagonismo entre teoría (o lenguaje) y danza (y su supuesta obsesión con la
presencia), fue absorbido por el binomio: “conceptual”/“experimental”, más
frecuentemente utilizado; dicho antagonismo se instituyó y reforzó con la separación
entre el entrenamiento físico y el estudio de la teoría. Salvo raras excepciones, el
entrenamiento se practica bajo el protocolo de mostrar y copiar, en el que el
coreógrafo o bailarín-profesor traspasa la esencia de su método transfiriendo su
saber como una experiencia de danza/movimiento que debe de ser re-encarnada tal
cual.
Junto a esta práctica pedagógica, el sentido común aplicado a los trabajos de
danza y coreografía (y por sentido común aquí me refiero a los residuos de
intelectualizaciones pasadas que han conformado las creencias sobre la normalidad)
prohíbe su interpretación. Un coreógrafo únicamente puede permitir que su trabajo
sea reconstruido, y muchos coreógrafos se han reservado su derecho como autores a
prohibir la reconstrucción, argumentando que el proceso de trabajo (la creación) se
lleva a cabo a través de los cuerpos de los intérpretes y que estos son indispensables
para mantener la autenticidad de la obra. De modo que, si la pedagogía del mostrar y
copiar de las clases magistrales está atrincherada en las nociones de artesanía
tradicionales y tardomodernistas, el sistema de supermercado de talleres[3] la
incentivará todavía más económicamente: se espera que los bailarines estén
continuamente “actualizando” su técnica (así como las nociones y políticas que una
técnica corporal como esta suponen), persiguiendo así el ideal de estar listos para la
diversidad de la danza global.
De cualquier modo, existe una nueva manera de formarse técnicamente como
bailarín, un nuevo cuidado del cuerpo que ya está en práctica, y que está totalmente
disociado del las premisas de maestría y autenticidad. Lo ilustraré con el ejemplo de
algunos coreógrafos con los que he trabajado[4]. En lugar de cuestionarse si deben
tomar una clase de ballet, de danza contemporánea o de cualquier otra práctica
corporal establecida como calentamiento general antes de un ensayo, algunos
coreógrafos piensan que deben repensar su entrenamiento más específicamente.
Cada proyecto desarrolla sus propios procedimientos técnicos y el cuerpo se
especializa de acuerdo a estos. Otro de los acercamientos actuales a la técnica física
parte de la siguiente pregunta: ¿Qué tipo de práctica corporal debería uno establecer
partiendo del concepto y método de trabajo que desarrolla en paralelo, para que
dicha práctica corporal interfiera y transforme positivamente una metodología más
al uso? Hay dos aproximaciones distintas en este repensar el entrenamiento físico: o
los bailarines se han vuelto pragmáticos y oportunistas, hasta aceptar que su
inteligencia corporal es relativa y que es un instrumento al servicio de unos
propósitos concretos, o invierten sin fin en la investigación de recursos para evitar
caer en la consolidación del saber o de un “esquema mental” según el cual crearán
una obra. En ambos casos renuncian a confiar en la saludable organicidad del
entrenamiento curricular.
El acercamiento constructivista a una práctica corporal más específica, pero
plural, descrito anteriormente, no habría sido posible sin la incursión de la “teoría
crítica” en la coreografía en los años noventa. Hasta la década de los noventa uno
podía salir bien parado al hablar de los espectáculos de danza si se preguntaba qué
tipo de objeto dancístico produce un espectáculo; definiendo, en primer lugar, el
estilo desde una preocupación formal por el cuerpo como instrumento para una
técnica determinada y, en segundo lugar, definiendo el tema tratado por medio de la
representación metafórica. En los noventa, se instauró otro acercamiento: ya no se
trataba de qué tipo de objeto era una obra de danza, sino de qué tipo de concepto de
danza proponía. Los conceptos de danza bebieron de otras fuentes, no específicas o
autónomas o intrínsecamente pertenecientes a la danza; emanaron de otros dominios
del saber, de discursos teóricos y prácticas culturales: semiótica, historicidad, la
teoría del acto de habla, las teorías posestructuralistas relacionadas con el texto y la
muerte del autor, conceptos provenientes de las teorías de Deleuze y Guattari,
técnicas cinemáticas, la ópera, el pop, el arte digital, los deportes, etcétera[5].
Bautizadas como “conceptualistas”, las nuevas metodologías solo adoptaron la
táctica del enunciado proveniente del acto de habla: “Esto es coreografía”. Los
efectos formales que estos métodos constructivistas, bastante heterogéneos, tuvieron
sobre la danza se centraron en la crítica del aparato teatral y en el lugar del
espectador. Como consecuencia de ello, se generó un nuevo régimen de la
representación que subraya el carácter tautológico de la convención dentro de lo
performativo. El conocimiento de lo performativo se “verifica” en más de una
ocasión por medio de la intención comunicada al espectador como intención que
busca su reconocimiento. De un modo similar a lo que en el posestructuralismo
Frederic Jameson llamó la “política del lenguaje”; el espectáculo interroga al
espectador sobre su rol: le devuelve la mirada a si mismo, pidiéndole que reflexione
sobre su historia, sus gustos, su capacidad de percibir y los marcos de referencia que
debería poner en marcha para ser capaz de leer la obra[6].
De este modo, la reorientación conceptualista coincide con la última invasión de
la teoría (crítica y posestructuralista) en las artes que ya se había iniciado en los
sesenta. Tras las artes visuales, el teatro, el cine y la música, la danza fue
probablemente la última disciplina en subirse al tren de la teoría a través de las
humanidades, lo que contribuyó a reafirmar las artes como disciplinas teóricas. En
los últimos tiempos el proceso de expansión de la teoría ha sido revisado
críticamente por teóricos clave como Jameson y Terry Eagleton (2003). Jameson
describe este proceso en términos de guerra, dominación e imperialismo, ya que
contempla la teoría como una evolución supra-estructural más del tardocapitalismo[7]. El hecho de que el reconocimiento de la danza como una práctica del
lenguaje llegase bastante tarde a nivel institucional permitió la reconstrucción, en la
coreografía de los años noventa, del momento en que la teoría comenzaba a
suplantar a la filosofía, al entenderse que el pensamiento es lingüístico o material y
que los conceptos no pueden existir independientemente de su expresión
lingüística[8]. Si, como señala Jameson, la lógica de la teoría del Imperio es la
apropiación a través de la traducción en, o por esto, o por ese área disciplinar,
entonces –dice–, es interesante que el modernismo haya prestado su dinámica y su
telos a la teoría en la era posmoderna. En otras palabras, la dinámica de la teoría ha
sido la búsqueda de lo nuevo, y si no una creencia en el progreso, sí al menos una
confianza en que siempre habrá algo nuevo que sustituya las viejas teorías que el
canon ha absorbido y domesticado. Así es como la teoría, llegando a un
entendimiento con el lenguaje materialista, comporta algo parecido a una política
del lenguaje, una misión de búsqueda y destrucción dirigida hacia las inevitables
implicaciones ideológicas de las prácticas discursivas. En el caso de la coreografía y
la danza, la política del lenguaje se disfraza de acto de habla auto-referencial que
interroga al espectador sobre su rol y revela el aparato (dispositivo) teatral.
***
Está claro que la teoría no puede seguir desempeñando el rol de proveedora de un
modelo textual posestructuralista para la coreografía, por la sencilla razón de que la
textualidad (no ya solo como régimen de significación estructuralista o
posestructuralista, sino en un sentido más amplio, como marco de pensamiento
desde el que se escriben los conceptos para la solicitud de subvenciones, las notas
para programas de mano y las críticas, en el que los artistas también se presentan y
producen a sí mismos) aspira a una crítica a través de la interpretación, o a través de
una proposición que haga una relectura crítica, que reinterprete y se posicione en
contra de la herencia esencialista. La teoría dice, proclama, “esto es”, “esto podría
ser coreografía”, como una declaración contingente. Parece ser que los años noventa
fueron para las prácticas coreográficas y performativas un periodo de lógica
modernista tardía, de insistencia en la autodeterminación a través de la declaración
por medio de la cual el trabajo ponía en circulación una serie de juicios: históricos,
estéticos, intertextuales, interdiscursivos y culturalmente involucrados en un acto de
habla. El posestructuralismo y la teoría del arte contemporáneo fueron instrumentos
relevantes para llegar a concebir la danza como un concepto abierto. La evidencia de
que han cumplido con su misión la encontramos en los huecos específicos que ocupa
en el mercado, el público especializado al que se dirige, los contextos especiales en
los que se presentan este tipo de prácticas y a los que frecuentemente son
marginados y donde se los tolera[9].
Reorientar la teoría desde lo interpretativo y crítico hacia lo experimental e
inventivo, supone invertir en la búsqueda de las condiciones en las que nuevas
teorizaciones, nuevas prácticas, nuevos modos de trabajo y vida puedan emerger. Lo
nuevo sería no obligarse a uno mismo a partir del supuesto negativo de que siempre
existe algo que debe ser desmontado, ya sea el espectador o el aparato teatral, dado
que este protocolo ha probado ser políticamente ineficaz, un protocolo que
únicamente avanza agotándose a sí mismo en el objeto de la crítica. Lo nuevo sería
transformar los contextos de problematización y generar situaciones que partan del
supuesto de que la capacidad de acción es mayor que los medios institucionales
dados para realizarla; que la potencialidad es realmente diferente de la posibilidad
entendida como oportunidad dentro del mercado institucional.
Hablando con coreógrafos, bailarines y artistas que tienen ahora entre veintitantos
y cuarenta y pico años, uno tiene la impresión de que todo el mundo quiere aprender,
tan sencillo como esto: aprender en lugar de producir. El cambio de actitud del hacer
hacia el aprender y hacia aprender cómo aprender para poder hacer, tal vez provenga
de la comprensión de un marco más amplio que los artistas, como trabajadores,
comparten. Lo que podría haber en común en este marco es lo que Paolo Virno
denomina la práctica de un intelecto en general: la facultad del lenguaje, la
tendencia al aprendizaje, la memoria, la capacidad de correlacionar, la inclinación
hacia la autorreflexión[10]. De hecho actualmente los artistas representan al modelo
de trabajador de una economía inmaterial de servicios e información; produciendo
constantemente al margen del horario laboral (remunerado y reconocido), con una
productividad no cuantificada.
Desde 2004 se han generado una serie de iniciativas que se mueven en los límites
entre la producción (como práctica para crear nuevos trabajos escénicos) y la
educación. Aún es demasiado pronto para poder clasificarlos como nuevo paradigma
de la coreografía o como práctica cultural de aprendizaje, producción o
investigación. Una de las primeras iniciativas surgió durante MODE05 una
conferencia de código abierto sobre educación en coreografía, danza y performance
en Postdam, 2005. “White Valley Grey Plain” se convirtió en un proyecto orientado
a crear una plataforma para artistas, teóricos y otros profesionales del ámbito de las
artes escénicas, interesados en desarrollar sus actividades en un marco de
producción de conocimiento donde la relación con la economía de la propiedad y
distribución en el mundo del arte podría invertirse[11]. Lo que quedó claro a partir de
las consideraciones éticas de WVGP, es que cualquier iniciativa de este tipo implica
algún modo de auto-organización en el que los propios trabajadores conciben y
organizan sus condiciones de trabajo. Podrá variar entre ser una iniciativa que
origine una institución informal como PAF (PerformingArtsForum, un modelo
creado e innovado por los usuarios, iniciado y gestionado por los propios artistas,
teóricos y profesionales como plataforma para todo aquel que quiera expandir las
posibilidades e intereses de su propia práctica de trabajo)[12] o ser un entorno
delimitado temporalmente para la investigación que explora y funciona según los
principios del código abierto. Me gustaría desarrollar algo más este último caso ya
que, de entre todas las iniciativas, es el que plantea más explícitamente la cuestión
del estatus del trabajo en relación a los procesos de aprendizaje.
La investigación fue propuesta y organizada por la coreógrafa danesa Mette
Ingvartsen, en el espacio de trabajo Nadine de Bruselas, como búsqueda de modelos
de producción y performatividad que plantearan una alternativa a la performance
como género teatral[13]. De hecho, se dieron al menos dos líneas de investigación
relacionadas con: la primera, el traspaso a la escena de los cuerpos mediatizados del
cine (mujeres que hacen de dobles o especialistas y los efectos especiales; esta línea
se denominó “Why We Love Action”); y la segunda, los modos de producción
(estrategias para una sobreproducción de subproductos o logros a pequeña escala;
cuestionando si el cambiar las condiciones de trabajo podría afectar los marcos de
recepción; centrándose deliberadamente en diversos problemas para así trabajar en
pistas paralelas y en múltiples direcciones en lugar de centrarse únicamente en
resolver el problema principal; trasladando el problema de un medio a otro;
permitiendo que los conceptos “surjan” de la experiencia de una práctica de trabajo,
etc.).
***
El modelo de investigación desarrollado por Ingvartsen no es solo valioso como
experimentación capaz de cambiar a largo plazo su propia estrategia de producción
de obras en procesos y contextos dictados por la eficacia y la representabilidad. Esta
iniciativa se hace eco de una serie de puntos que deben ser extraídos para trazar
desarrollos potenciales en las artes escénicas. Una de las preocupaciones es que el
conocimiento sobre la coreografía permite recurrir a la teoría en modos más
complejos y orientados hacia el interesado, redefiniendo permanentemente la
relación entre el pensamiento conceptual y el conocimiento experimentado,
emergente. Organizar las condiciones para trabajar juntos y compartir
conocimientos, allí donde las fronteras de la propiedad/autoría se suspenden
temporalmente y donde a pesar de ello no hay una colectividad que entorpezca un
proceso de transformación, puede repercutir en los marcos de presentación de las
instituciones formales, abriendo tal vez otra investigación sobre las formas de
participación en la coreografía actual. La autonomía, si es que aún podemos usar
este término, sin la carga de las ideologías modernistas o libertarias, no surge del
aislamiento o la subversión, sino de la fuerza de la experimentación que arriesga los
modos de representación o visibilidad.
© Traducción: Ana Buitrago, revisada por Isabel de Naverán
Notas
Por mencionar unas pocas: Tanzplan Deutschland, Kulturstiftungs des Bundes, Berlín, http://www.tanzplandeutschland.de/, Mode05 Towards a new educational model in dance and choreography
http://mode05.org/blog/, Festival Context #3 “Learning by Doing”, Hebbel-am-Ufer, Berlín, Febrero 2006,
laboratorio artístico Education Acts! Tanzquartier Wien, Mayo-Junio 2006.
[1]
Dentro de la teoría crítica, en este caso, incluyo tanto la crítica (post-marxista, escuela de Fráncfort y PostFráncfort) como el cuerpo teórico conocido como posestructuralismo, ya que ambos conforman una tradición
teórica heterogénea de “teoría crítica” en el entorno académico anglo-americano. Una reflexión interesante
sobre los legados de la filosofía alemana y el posestructuralismo francés se encuentra en: Peter Osborne,
“Spheres of Action: Art and Politics”, Radical Philosophy, vol.137, Mayo-Junio 2006.
[2]
Impulstanz Festival (Viena) es, por ejemplo, el lugar tradicional de encuentro entre estudiantes de danza y
jóvenes coreógrafos al que acuden para recibir una variedad de talleres que se presentan como la imagen del
mundo de la danza.
[3]
[4]
Eszter Salamon, Andros Zinsbrowne, Mette Ingvartsen, entre otros.
Jérôme Bel, Xavier Le Roy, Tino Sehgal, Mårten Spångberg y Tom Plischke, son algunos de los
coreógrafos que con su trabajo propusieron una nueva relación con la teoría en los años noventa.
[5]
Conceptualizar la coreografía permitió disociarla del concepto cerrado de composición. Históricamente se
ha identificado la coreografía con la composición o con la inscripción de un orden formal en el espacio y el
tiempo a través de los movimientos del cuerpo. La inscripción del movimiento en el espacio/tiempo es más
bien un significante impreciso y vacío, pero los conceptos regulativos funcionan precisamente a través de esta
imprecisión; cumplen una función normativa, en especial por lo elusivo de su contenido. Por tanto, un
concepto de coreografía así de cerrado reduce la corografía a un acuerdo (“sea lo que sea tu coreografía,
necesariamente ha de estar relacionado con los movimientos corporales y parámetros de espacio y tiempo”), y
a un aparato jerárquico de producción (el coreógrafo transmite conocimiento a los bailarines a través de los
protocolos de mostrar y copiar).
[6]
“Lo que sucede durante el periodo de propagación de la teoría (y en este caso la historia clásica es bien
conocida: primero la antropología toma prestados sus principios básicos de la lingüística, más tarde la crítica
literaria desarrolla las implicaciones de esta en un abanico de nuevas prácticas, las cuales se adaptan al
psicoanálisis y las ciencias sociales y en especial a los estudios culturales), lo que tiene lugar en este proceso
de transferencia es lo que (manteniéndome en el modo lingüístico) calificaría de traducción al por mayor, la
suplantación de un lenguaje por otro o, mejor aún, de un tipo de lenguaje por toda una gama de lenguajes
muy diferentes.” (Jameson, 2003/2004).
[7]
En los estudios literarios, la resistencia al paradigma posestructuralista de teoría literaria se ha consolidado
en amplias antologías como la de Daphne Patai and Will H. Corral (ed.): Theory’s Empire. An Anthology of
Dissent, Columbia University Press, New York, 2005. Los argumentos esgrimidos contra el “Imperio” de la
teoría en esta voluminosa edición podrían resumirse en: 1) la teoría se legitima a sí misma por medio de la
coherencia, pero el acercamiento del constructivismo social hace el trabajo de la teoría algo arbitrario, porque
[8]
las teorías son intercambiables entre sí y las operaciones son predecibles; 2) la teoría genera conocimiento
circularmente ya que cualquier obra de arte puede adecuarse o ser adecuada a cualquier teoría en aras del
éxito de la teoría, y 3) La teoría en la performance se vuelve un asunto peligroso ya que promociona y sigue a
figuras de moda y efímeras, conferenciantes-estrella que en sus conferencias ejercitan la retórica.
Ver Van Campenhout, Elke y Cveji ć, Bojana: “The Mapping”, Etcetera, vol. 95, 2005; donde
programadores y productores de las redes de Berlín, Bruselas, Ámsterdam, París y Viena, exponen sus
políticas de programación.
[9]
Esta es la definición de la multitud y sus formas contemporáneas de vida expuesta por Paolo Virno en: A
Grammar of the Multitude, Semiotext(e), New York, 2003.
[10]
[11]
Ver Cvejić, Bojana y Spångberg, Mårten: “White Valley Grey Plain”: MODE05, bbooks, Berlín.
PAF es una iniciativa del director teatral y bailarín holandés Jan Ritsema junto con una serie de artistas,
teóricos y profesionales escénicos, que se está convirtiendo en una creciente red entre los asociados de PAF.
Ver www.pa-f.net
[12]
Ver http://www.nadine.be/iindex.html y http://www.nadine.be:3455/e/626 . Para documentación sobre
textos de código abierto (opensource) se puede visitar www.everybodys.be
[13]
Bibliografía
Badiou, Alain :“La danse comme métaphore de la pensée”, Danse et pensée, une autre scène pour la danse,
GERMS, París, 1993. (En Castellano se puede encontrar incluido en Pequeño Manual de inestética, Prometeo
libros, Argentina 2009).
Terry Eagleton: After Theory, Penguin Books, Londres, 2003. (Después de la teoría, Ed. Debate, Barcelona,
2005. Trad. Ricardo García Pérez).
Frederic Jameson: ‘’Symptoms of Theory or Symptoms for Theory?’’, Critical Theory, Volumen 30 nº. 2,
invierno 2003-2004. http://www.uchicago.edu/research/jnl-crit-inq/issues/v30/30n2.Jameson.html
Texto original publicado en inglés, “Learning by making and making by learning how to learn” en:
Academy, Angelika Nollert, Irit Rogoff, Bart De Baere, Yilmaz Dziewior, Charles Esche, Kerstin Niemann
y Dieter Roelstraete (eds.), Revolver Verlag, 2006.
Una primera versión de la traducción del texto al castellano por Ana Buitrago está publicada en
http://www.in-presentableblog.com/contenido/aprender-haciendo-y-hacer-aprendiendo-comoaprender.html
Bojana Cvejić. Artista y teórica de artes escénicas, trabaja en danza contemporánea y performance también
como dramaturga e intérprete. Profesora invitada en P.A.R.T.S. (Bruselas) y miembro de la plataforma
independiente TkH: Walking Theory (Belgrado). Entre sus publicaciones destacan Anne Teresa De
Keersmaeker: A Choreographer’s Score (2012). Es doctora por el Centre for Research in Modern European
Philosophy, Kingston University (Gran Bretaña).
II.
EXPERIENCIA
Y
SINGULARIDAD
NIJINSKI, EL MODERNISMO Y LA
ESCENIFICACIÓN DE MASCULINIDADES NO
NORMATIVAS
Ramsay Burt
Destreza masculina en los papeles de Nijinski
Vaslav Nijinski (1889-1950) es una figura clave en la reintroducción del hombre
como bailarín de ballet en los escenarios de los teatros europeos a comienzos del
siglo XX, así como para iniciar y desarrollar las representaciones de la masculinidad
que han predominado en el ballet e incluso, en cierta medida, en la danza moderna a
lo largo de ese siglo. De las reminiscencias de la primera actuación de los Ballets
Russes de Diaghilev en París en 1909, se deduce claramente que Nijinski se
convirtió en una estrella de la noche a la mañana, hasta llegar a convertirse
probablemente en el bailarín más famoso del siglo XX. Nijinski fue la primera
superestrella internacional de los medios “globalizados”, y se convertiría después en
la primera superestrella a quien las presiones se le hicieron tan insoportables que le
provocaron una crisis nerviosa. Fue el primer bailarín que cuestionó las
conservadoras ideologías de género del siglo XIX, convirtiéndose
retrospectivamente en un icono gay. Para el lector del siglo XXI, Nijinski se ha
convertido verdaderamente en lo que Marcia Siegel denomina “una presencia
incognoscible, infinitamente manipulable en el universo de la danza” (Siegel, 2002:
3). Este texto considera el legado que ha llegado hasta nosotros con el nombre de
‘Nijinski’. Nijinski el hombre y el artista de danza jugó un papel esencial en la
transformación de las ideas sobre el bailarín hombre, pero es también necesario
reconocer los papeles que otras personas, organizaciones, públicos y escritores han
desempeñado en esta transformación.
Un dibujo muy reproducido de Jean Cocteau muestra a Nijinski entre bastidores
después de bailar Le Spectre de la rose (1911). Como un boxeador entre asaltos,
reposa agotado en una silla, sosteniendo un vaso de agua, mientras Vassili, el ayuda
de cámara de Diaghilev, le abanica con una toalla. Al fondo, con aspecto
preocupado, aparecen Diaghilev, Bakst, Misia Edwards (posteriormente Sert) y su
esposo. Parte de la mitología sobre Nijinski se refiere a su increíble salto a través de
la ventana al final de esta pieza y, en general, a la extraordinaria agilidad y elevación
de sus saltos. Parece que el dibujo de Cocteau no es totalmente inventado, pues
Marie Rambert describe la escena en su autobiografía[1]. Michel Fokine, no obstante,
habla de forma condescendiente del salto de Nijinski (Fokine, 1961: 180-81). Anton
Dolin afirma haber bailado la mayor parte de los papeles de Nijinski, bien con los
Ballets Russes o posteriormente, y con muchos de los bailarines de los elencos
originales. En su opinión los papeles de Nijinski no eran técnicamente tan exigentes,
lo que da pie a suponer que quizá no entendiera un aspecto fundamental de la actitud
que Nijinski, Pavlova, Fokine y otros bailarines de su generación de los Teatros
Imperiales compartían acerca de las proezas físicas. No les gustaban los tours de
forces realizados por la anterior generación de ballerinas y bailarines, porque los
consideraban mecánicos y poco favorables para la creación de un sentimiento
artístico en la actuación (aunque todos los bailarines jóvenes habían recibido
formación para interpretar y todos interpretaron los papeles virtuosos del repertorio
de Petipa). La hermana de Nijinski, Bronislava, en sus Early Memoirs, nos ofrece
varios relatos muy detallados sobre las actuaciones de su hermano y sobre cómo se
preparaba para ellas. Nos cuenta cómo su práctica diaria estaba encaminada a
desarrollar su fuerza y cómo practicaba actos de destreza mucho más difíciles que
los necesarios para sus papeles. También afirma que Nijinski se preparaba para
minimizar los preparativos de los saltos y que se esforzaba por averiguar cómo
aterrizar suavemente tras ellos, de modo que en escena su actuación pareciera fácil y
fluida. La descripción que Rebecca West nos ofrece de ese efecto se repite en
muchos otros relatos:
“El clímax de su arte era su salto. Saltaba alto y se quedaba en el aire durante lo que parecían varios
segundos. Cara y cuerpo sugerían que iba a ascender aún más, que iba a hacer el truco de la cuerda hindú
consigo mismo como cuerda, a elevarse por el espacio a través de un techo invisible y desaparecer. Pero
entonces descendía (y aquí se producía el segundo milagro) más despacio de lo que había subido,
aterrizando tan suavemente como un ciervo al despejar un seto de nieve.” (en Buckle, 1975: 390).
Parece que Nijinski poseía una fuerza y una agilidad extraordinarias, pero iban
acompañadas de un duro trabajo para crear la ilusión de falta de esfuerzo. Como
Nijinska ha señalado: “¿Recuerdas cuántas transiciones, cuántos matices se
producían en el transcurso de este salto? Estas transiciones y matices creaban la
ilusión de que nunca tocaba el suelo.” (Nijinska, 1986: 86).
Todo esto nos lleva a decir que, al margen de lo que Dolin pueda haber pensado,
Nijinski produjo efectivamente un espectáculo de célebre y mitologizada agilidad en
escena. Aunque fuera Diaghilev quien encargó estos papeles, fue Fokine quien
propuso esos pasos. Como señala Lynn Garafola (1989), Fokine es una figura de
transición entre la tradición de ballet del siglo XIX y el modernismo del siglo XX. A
juzgar por obras que han sobrevivido, como Le Spectre de la rose , o por
descripciones de ballets como Narcisse (1911), en lo referente a los pasos, los de los
solos de Nijinski eran bastante tradicionales. Comparada con posteriores
innovaciones de Nijinski, la coreografía de Fokine es convencional en su fraseo y en
su uso del espacio: ayudados por Fokine y por la musicalidad de Nijinski, los saltos
y los efectos coinciden con los climas musicales adecuados, mientras espacialmente
hay círculos que abarcan audazmente el escenario y acentuadas diagonales para dar a
Nijinski la apariencia de dominio del espacio. Se trata de dispositivos para mostrar
el virtuosismo masculino tradicional. El teórico cinematográfico Steve Neale
planteó que: “las mujeres son un problema, una fuente de ansiedad e indagación
obsesiva; los hombres no. Mientras que las mujeres son investigadas, los hombres
son sometidos a prueba. La masculinidad, como ideal, al menos, es implícitamente
conocida. La feminidad es, por el contrario, un misterio.” (Neale, 1983: 15-16). Lo
que parece evidente es que, en estos papeles de virtuoso, Nijinski pasaba la prueba.
El propio Fokine quiso bailar los papeles de Nijinski en 1914 después de la ruptura
de este con Diaghilev y la compañía. Los solos masculinos de Fokine se adaptaban
claramente a las expectativas convencionales de fuerza y destreza masculinas, y
respaldaban la idea de que los bailarines masculinos rusos estaban menos
contaminados por la civilización y más en contacto con la masculinidad “natural”
que sus contemporáneos occidentales.
Nijinski como genio
Nijinski no era famoso únicamente por su fuerza, su agilidad y su excepcional
destreza como acompañante de una ballerina. Fue también aclamado por su
extraordinaria expresividad y su inquietante manera de “meterse” en sus papeles.
Sus actuaciones como Petrushka son el principal ejemplo de ello.
La acción de Petrushka (1911) está ambientada en las fiestas de carnaval de San
Petersburgo hacia 1840. La primera parte es una escena multitudinaria llena de
acontecimientos casuales que desembocan en la actuación de tres muñecos mágicos
(Petrushka, la Bailarina y el Moro), todos ellos controlados por el amenazador
Mago. La segunda escena muestra a Petrushka encerrado por el Mago en su caja en
forma de celda, expresando su odio hacia el Mago y muy alterado cuando este hace
entrar en la sala a su amada, la Bailarina, que asustada por los aspavientos de
Petrushka huye a toda prisa. En la escena siguiente aparece el Moro, que no sabe qué
hacer con la Bailarina cuando entra en su celda, pero persigue a Petrushka cuando
este entra tras ella. En la escena final se muestra la feria, esta vez de noche y en
plena animación. Finalmente, la juerga es interrumpida por Petrushka que sale del
teatrito del Mago perseguido por el Moro, seguido a su vez por la Bailarina. Ante
una multitud asombrada, el Moro mata a Petrushka. Cuando un comerciante llama a
la policía, el Mago muestra que Petrushka no es más que un muñeco inanimado y
todos se dispersan excepto el Mago. Mientras la música termina, el fantasma de
Petrushka aparece por encima del teatrito para asustar al Mago moviendo
frenéticamente los brazos.
El papel de Nijinski contenía a partes iguales danza dinámica y mimo exigente. Su
hermana comenta:
“Cuando Petrushka baila, su cuerpo sigue siendo el cuerpo de un muñeco; solamente los ojos trágicos
reflejan sus emociones, ardientes de pasión o encogidas de dolor. [...] Petrushka baila como si utilizara
únicamente las pesadas piezas de madera de su cuerpo. Úni-camente los movimientos oscilantes,
mecánicos, sin alma, tiran de brazos o piernas, llenos de serrín, hacia arriba en extravagantes movimientos
para indicar transportes de alegría o desesperación. [...] Vaslav es asombroso en la técnica inusual de su
danza y en la expresividad de su cuerpo. En Petrushka, Vaslav salta tan alto como siempre y ejecuta tantas
pirouettes y tours en l’air como suele hacer, aunque los pies de madera de Petrushka no tengan la
flexibilidad de los pies de un bailarín.” (Nijinska, 1981: 373-4).
Fue por su expresividad dramática en papeles como Petrushka y la sensualidad de
su actuación en papeles como el del Esclavo Dorado en Schéhérazade (1910), así
como por sus capacidades técnicas, por lo que Nijinski fue aclamado como un genio.
Como Christine Battersby ha argumentado, la idea de genio se ha invocado a veces
para permitir que artistas hombres den expresión a emociones que, a lo largo de los
últimos dos siglos, han sido caracterizadas como femeninas (Battersby, 1989: 74).
En el caso de Nijinski, la descripción es, en manos de algunos escritores, un
cumplido malintencionado. El príncipe Peter Lieven, por ejemplo, ha sugerido:
“Creo que la valoración más clara y a la vez más fidedigna del intelecto de Nijinski me la dio Misia Sert,
una de las mejores amigas de Diaghilev. Le llamó un ‘genio idiota’. Lo cual no es ninguna paradoja. En
nuestro entusiasmo hacia la ‘entidad del genio’, nuestra admiración se dirige a los instintos creativos del
bailarín y no a la concepción de su cerebro, como por ejemplo, su papel en Petrushka.” (Lieven, 1980: 89).
Alexandre Benois desprecia incluso más la inteligencia de Nijinski. Para él
Nijinski era alguien que solamente cobraba vida en el escenario: “Al ponerse su
traje, poco a poco empezaba a convertirse en otro ser, el que veía en el espejo. [...] El
hecho de que la metamorfosis de Nijinski fuera predominantemente subconsciente
es, en mi opinión, la prueba misma de su genio” (Benois, 1941: 289). Seguramente
ambos menosprecian a Nijinski retrospectivamente. Ambos desaprueban el
radicalismo de su coreografía y escriben con el conocimiento de su posterior
enfermedad mental. Pero la idea de que Nijinski era un genio en su danza y en su
creación en escena de papeles como el de Petrushka es una idea relativamente segura
e inofensiva, que puede ser recuperada dentro de las definiciones conservadoras de
la masculinidad.
Papeles heterodoxos de Nijinski en los ballets de Fokine
Los papeles de Nijinski eran, no obstante, transgresores. La mayoría de ellos
presentaban un espectáculo de sexualidad masculina, por lo que podemos plantear la
cuestión de a quién iba dirigido este espectáculo, dado que las ideologías de género
normativas y hegemónicas, imponen que el punto de vista dominante es masculino,
presuponiendo que los hombres se sienten atraídos hacia el espectáculo de la
sexualidad femenina pero repelidos por el cuerpo masculino. Por lo general, las
normas masculinas heterosexuales, para sostenerse, mantienen la sexualidad
masculina invisible. Cualquier expresión explícita de sexualidad masculina era
contraria a las convenciones de las ideologías de género de clase media del siglo
XIX. ¿Hasta qué punto, por consiguiente, los papeles de Nijinski en ballets como
Narcisse, Schéhérazade, Le Spectre de la rose y su propio L’Aprés midi d’un faune
(1912) rompían con esas normativas y hegemónicas ideologías de género, y en qué
medida su interpretación sobre temas clásicos u “orientales” era aceptable?
Muchas descripciones contemporáneas de Nijinski atribuyen cualidades
andróginas a su danza, resaltando su fuerza y fortaleza masculinas más que su
sensualidad femenina. Richard Buckle cita diversas descripciones de la
interpretación de Nijinski del Esclavo Dorado en Schéhérazade, incluido el
comentario de Fokine de que “la falta de masculinidad que era característica de este
extraordinario bailarín se adaptaba muy bien al papel del esclavo negro.” (Fokine,
1961: 155). (La ambigüedad de la masculinidad y sexualidad de Nijinski en
Schéhérazade se comentaría también en relación con una ambigüedad similar sobre
el papel interpretado por Ida Rubinstein como Zodeida, la favorita del Sultán
(Wollen, 1987: 5-33)). Fokine compara luego a Nijinski con un “animal mitad
felino”, pero también con un semental “rebosante de fuerza, que escarba impaciente
con los pies en el suelo” (Fokine, 1961: 155). Alexandre Benois, autor del libreto de
este ballet, describe la actuación de Nijinski como “mitad gato, mitad serpiente,
endiabladamente ágil, femenino y sin embargo totalmente aterrador” (Buckle, 1975:
160). Ya se ha señalado que, dentro del registro técnico de la danza de ballet
masculino de su época, se considera que Nijinski realizaba proezas técnicas
considerables. A menudo sus papeles, por tanto, le permitían expresar sensualidad y
sensibilidad (convencionalmente femeninas) con fuerza y dinamismo
extraordinarios (convencionalmente masculinos).
Ninguna de las descripciones de Nijinski sugiere que fuera realmente afeminado.
Además, según Anton Dolin, a Diaghilev le desagradaba la homosexualidad
manifiesta y detestaba cualquier signo de afeminamiento (Dolin, 1985: 50). Garafola
sugiere que la cualidad andrógina de la danza de Nijinski pudo haber estado
relacionada con la imagen del andrógino en la obra de muchos artistas visuales
homosexuales del movimiento esteticista de finales del XIX (Garafola, 1989: 56). El
andrógino presentaba la imagen de un joven grácil, inocente, a menudo lánguido, no
estropeado por el mundo. Emmanuel Cooper (1986) ha sugerido que muchos artistas
homosexuales del movimiento esteticista veían en el hombre andrógino una imagen
positiva del homo-sexual como tercer sexo. Según la explicación “científica” de la
homosexualidad propuesta inicialmente por Karl Ulrichs, los hombres homosexuales
eran mujeres nacidas con cuerpo de hombre y constituían un tercer sexo. Los
homosexuales que se adherían a la idea de un tercer sexo veían esto como una
“mezcolanza” de hombre y mujer ligeramente afeminada[2].
El papel de Narciso que Nijinski creó en el Narcisse de Fokine puede interpretarse
como una pura pieza de mitología clásica, pero también está abierto a la
interpretación como imagen del tercer sexo. La figura de Narciso es una imagen que
ha sido utilizada históricamente por parte de los artistas homosexuales,
remontándose a Caravaggio. La descripción de Narcisse que hace Nijinska
ejemplifica todas las cualidades asociadas al andrógino esteticista; gracia, inocencia
y belleza natural:
“Su cuerpo de joven enamorado de su propia imagen emanaba la salud y la destreza atlética de los antiguos
juegos griegos. Podría haber sido peligroso representar en una danza al Narciso sensual y erótico, llevado
al éxtasis por su reflejo en el agua. Vaslav había interpretado esta escena de tal modo que esas
implicaciones desaparecían, disueltas en la belleza de su danza. Cada postura en el suelo, cada movimiento
en el aire era una obra maestra.” (Nijinska, 1981: 366-7).
Alternativamente, el vigoroso clasicismo de la presentación del papel de Nijinski
podría interpretarse desde otra perspectiva homosexual diferente, que vuelve la
mirada hacia la Grecia clásica como ejemplo de cultura robusta y viril donde la
homosexualidad masculina era normal (véase Dyer, 1990: 22-5).
Lo que hacía que Narcisse resultara aceptable para un público convencional,
aparte de sus orígenes clásicos, era el hecho de que se trata de una fábula moral que
advierte contra los peligros de obsesionarse con uno mismo. Por transgredir las
normas sociales, Narciso es castigado. En otra dimensión, tiene que ser castigado
por ser el sujeto erótico de la mirada del espectador (masculino), al igual que el
Esclavo Dorado en Schéhérazade. En el caso del Esclavo, el discurso por el que los
papeles, altamente ambiguos y exóticos de Nijinski, podrían no obstante haber
parecido aceptables era el del orientalismo. Como Edward Said (1978) ha señalado,
para el europeo del siglo XIX (y por tanto para los espectadores de los Ballets
Russes) el Oriente estaba asociado con la libertad del sexo licencioso (véase también
Aldrich, 1994). En la imaginación romántica, Mario Praz (1967) identifica una
tradición literaria y artística que combinaba la imaginería de lugares exóticos, el
cultivo de gustos sadomasoquistas y la fascinación por lo macabro (véase también
Nochlin, 1991: 41-43). Schéhérazade, con su orgía y posterior ejecución, es
claramente un ejemplo de ello. Todo esto forma parte del discurso del arte
orientalista, teniendo en cuenta, además, que Nijinski, el Esclavo Dorado de
Schéhérazade, podía, como bailarín ruso (aunque de hecho fuera polaco de
nacimiento), considerarse en parte “oriental”.
Las personas que participaban en los Ballets Russes, como rusos que eran,
pertenecían ambiguamente tanto a Oriente como a Occidente. Peter Wollen señala la
naturaleza ambigua de la identidad del ballet ruso: era una fusión de las tradiciones
del ballet francés y de las tradiciones autóctonas orientalistas rusas (Pushkin,
Rimski-Kórsakov). Con bailarines y artistas visuales de San Petersburgo, formaba
parte de la Rusia europea, en contraste con Moscú, más “oriental”. “Sin embargo, en
un extraño cambio, la tendencia se invirtió y, en la forma de los Ballets Russes, París
(capital cultural de Europa, el ‘Oeste’) comenzó a importar Rusia, el ‘Este’, en una
inundación de exagerado orientalismo.” (Wollen, 1987: 21).
Los Ballets Russes nunca actuaron en Rusia y tanto Diaghilev como Nijinski
fueron destituidos del servicio de los Teatros Imperiales. Bakst, Benois y Roerich –
que diseñaron la escenografía y el vestuario de las Danzas polovtsianas (1909) y Le
Sacre du printemps (1913), y que trabajaron con Stravinski en el libreto de la
segunda obra citada– nunca trabajaron para los Teatros Imperiales después de 1909,
mientras que Fokine los abandonó en 1918. Después de 1911, Nijinski no podía –o
Diaghilev pudo haberle animado a creer que no podía– volver a Rusia por no haberse
presentado para cumplir el servicio militar. Sin embargo, estos artistas
reivindicaban, como dice Benois, presentar el ballet ruso en Europa, haciendo
nuevas obras que encarnaran “todas las queridas obras del pasado con una
presentación fresca y estimulante” (Benois, 1936: 194). Se puede concluir, por tanto,
que el proyecto de los artistas e intelectuales del círculo de Diaghilev era definir, a
través del ballet, su identidad como rusos, de manera opuesta al sistema hegemónico
ruso e imposible de concebir en su seno.
Para Diaghilev y Nijinski como hombres homosexuales, esta posición marginal
permitía también una expresión limitada pero contenida de la experiencia
homosexual. La homosexualidad de Nijinski se expresa principalmente a través de
ambigüedades en las historias, y a través de ciertas características de vestuario y
decorado. No se expresaba en los solos virtuosos que le dieron fama. En el caso del
Esclavo Dorado, los métodos innovadores de Fokine en cuanto a la combinación de
mimo y danza con el movimiento expresivo (Garafola, 1989) eran un vehículo para
expresar una imagen masculina transgresoramente sensual y erotizada, pero en un
contexto en el que se consideraba que la transgresión debía ser castigada. El castigo
en forma de final violento en Schéhérazade podría ser valorado como un espectáculo
erótico, que sin embargo resultaba aceptable al ser desplazado de unos europeos
normales a “otros” orientales. Los comentarios de Richard Dyer sobre la película de
Rodolfo Valentino El hijo del caíd (1926) podrían aplicarse igualmente a
Schéhérazade:
“El público podría tomárselo de dos maneras. Escandalizado por la explicitud sexual, podía rechazar los
acontecimientos mostrados ‘antropológicamente’ como comportamiento extranjero. Atraído por los
personajes, no obstante, podía recibir la película como un sueño de sexualidad iluminado por el sol. En un
periodo todavía no saturado de ideas freudianas, ese tipo de sueños aún eran posibles.” (Dyer, 1992: 101).
El statu quo de las normas de la masculinidad tradicional permanecía así intacto.
De hecho, fue exclusivamente por el modernismo de sus propias coreografías por lo
que Nijinski trastocó y puso en tela de juicio las ideologías normativas.
La coreografía de Nijinski y la representación de género: L’Après midi d’un
faune
El primer ballet de Nijinski, L’Après midi d’un faune, representa un cambio
sustancial respecto del estilo coreográfico de Fokine e introduce nuevas y más
explícitas representaciones de la sexualidad. Mientras que los ballets de Fokine
podían interpretarse como ensayos sobre temas clásicos u “orientales”, el Fauno
rompe con las ideologías normativas y hegemónicas de género escandalizando a
muchos por plantear públicamente cuestiones relacionadas con la sexualidad
masculina. Está basado en el Prelude à l’après midi d’un faune (Debussy, 1894) a su
vez inspirado en el poema de Mallarmé de 1876 que presenta los ensueños de un
joven fauno, entre los que se incluye un encuentro con dos hermosas ninfas que
puede proceder de un sueño, una fantasía o un suceso real.
La primera actuación pública del ballet Faune, en el Théâtre du Châtelet el 29 de
mayo de 1912, suscitó un acalorado debate en la prensa francesa sobre sus
momentos finales. Nijinski parece haber representado en cierto modo un gesto que
podría haberse interpretado como una masturbación. Gaston Calmette, el director de
Le Figaro, suprimió lo que al parecer hubiera sido una reseña positiva del crítico
musical del periódico, Robert Brussel, y publicó en su lugar una columna escrita por
él mismo, titulada “Faux pas” (Paso en falso), un juego de palabras que sugería a la
vez un paso falso (de ballet) y una indiscreción social. Calmette denunciaba lo que
consideraba movimientos bestiales y eróticos, y los gestos enormemente indecentes
de Nijinski[3]. La controversia tuvo repercusión internacional. No se sabe con
claridad qué pudo hacer Nijinski en la actuación del estreno. Según Romola Nijinski,
después de la intervención de la policía, Nijinski cambió el final (Nijinski, 1970:
145). Diaghilev, maestro precoz en la manipulación de los medios, envió a los
periódicos cartas de apoyo al ballet. El escultor Auguste Rodin firmó una carta
escrita en su nombre por Roger Marx que se publicó en Le Matin el 31 de mayo, y
otra del pintor Odilon Redon se publicó en Le Figaro. Este último había sido amigo
de Mallarmé y había ilustrado su tardío poema revolucionario Un coup de dés. Se
cree que Diaghilev pagó a Redon y sobornó a Rodin ofreciéndole los servicios de
Nijinski como modelo para una escultura. La carta de Redon, no obstante, confirma
la relación del ballet con las ideas de Mallarmé, y en ella recuerda cómo Mallarmé
siempre hablaba de la danza y la música en sus conversaciones. Su espíritu, concluía
Redon, había estado con todos ellos aquella noche en el Théâtre du Châtelet[4].
Como resultado de esta controversia, el primer ballet de Nijinski fue objeto de
enorme atención en Francia. Algunos críticos se quejaron de que en el Fauno, en su
mayor parte, simplemente se andaba y que Nijinski solo saltaba una vez durante la
representación. Marie Rambert recordó que, para el Fauno, Nijinski necesitó una
perfecta técnica de ballet para luego descomponerla conscientemente para sus
propios fines (Rambert, 1972: 61). Mientras que en los Ballets Russes y en el Ballet
Imperial Ruso de la época, a los bailarines de talento se les alentaba a ejercer un
cierto grado de libertad en la creación de las interpretaciones personales de sus
papeles, la producción de 1912 de L’Après-midi d’un faune fue la primera obra en la
que todos los bailarines tuvieron que adaptarse uniformemente a la manera de
interpretación prescrita por el coreógrafo[5].
Los trazados de movimiento de la coreografía eran rectos, líneas paralelas en una
franja estrecha en la zona de proscenio; el telón de fondo del ballet en el Théâtre du
Châtelet en mayo de 1912 estaba colocado solo a dos metros detrás del arco de
proscenio, y los bailarines se movían sobre un suelo no muy grueso de tela pintada
(Guest y Jeschke, 1991: 15-16). Los pies de los bailarines están en paralelo y no
girados hacia fuera como en el ballet clásico. El Fauno y las ninfas caminan de
modo gravemente horizontal, aplanado, como en un friso. De este modo, mientras
pies y piernas caminaban de un lado al otro del escenario, los hombros están en
ángulo recto de cara al público pero el rostro de perfil, la cabeza a veces se
inclinaba. Cuando un bailarín llegaba al final de su recorrido, se giraba de inmediato
con los pies y repetía el mismo recorrido a la inversa. Este estilo de movimiento
radicalmente deconstruido rompía decisivamente con el enfoque mimético más
accesiblemente narrativo en el que se basaban los ballets de Fokine.
Era dentro de esta intensidad atmosférica muy estilizada y realzada, donde
Nijinski representaba lo que los espectadores percibieron como un gesto
masturbatorio al final del ballet. Lo que algunos miembros del público francés de
1912 pudieron considerar escandaloso era social e históricamente específico. Hanna
Järvinen (2003) ha establecido una distinción extremadamente útil entre las
actitudes francesas y rusas hacia la masturbación en 1912. Mientras que para los
europeos occidentales habría sido impensable hablar abiertamente sobre la
masturbación, los críticos rusos, en sus crónicas desde París, se quedaron perplejos
ante el escándalo en torno al estreno del Faune. Järvinen cita a Nikolai Minski, que
escribió:
“Sin duda la imagen es atrevida, incluso opuesta a [nuestra] comprensión de los faunos de la Antigüedad,
pero sin duda es pornográfica exclusivamente para la imaginación lasciva, en contraste con la
representación ingenua y honesta de Nijinski de algo con lo que noventa y nueve por ciento de cada cien
hombres jóvenes está familiarizado.” (Järvinen, 2003: 215).
Järvinen señala que, aunque los espectadores rusos pueden haber considerado
chocante el Faune en un sentido estético debido a sus movimientos modernistas
estilizados, no parecen haberlo considerado perverso o moralmente degenerado en el
sentido en el que algunos de sus colegas franceses claramente lo vieron. Al margen
de lo que de hecho representara Nijinski, su actuación rompió barreras al presentar
en escena, en una actuación artística, un erotismo no normativo que a pesar de los
grandes esfuerzos de Calmette parece haber tenido una amplia aceptación. El Faune
se mantuvo como una de las obras más populares y más representadas de los Ballets
Russes.
L’homme et son désir y Les biches
Después de la guerra, el conocimiento público de la homosexualidad había
aumentado y la conexión entre ballet y homosexualidad comenzaba a mencionarse
en la crítica de danza francesa. Dos ballets de principios de los años veinte
ejemplifican diferentes aspectos de ello. L’Homme et son désir, creado en 1921 por
Jean Börlin (1893-1930), coreógrafo y bailarín principal de los Ballets Suédois de
Rolf de Maré, no pretendía ser un ballet homosexual, pero la desnudez de Börlin, no
obstante, inspiró comentarios homófobos. Por el contrario, Les Biches,
coreografiado por Nijinska para los Ballets Russes en 1924, ejemplificaba una
exposición calculada y consciente de ambigüedad sexual sin, no obstante, atraer
ninguna crítica adversa.
L’Homme et son désir, un ballet de tema brasileño, fue concebido inicialmente por
el poeta y diplomático Paul Claudel (1868-1955) como proyecto para Nijinski.
Siendo embajador francés en Río de Janeiro, había conocido a Nijinski en 1917 en
aquella ciudad, donde Claudel vio una de sus últimas actuaciones con los Ballets
Russes. Después de haber desarrollado su idea inicial con el joven compositor
Darius Milhaud (1892-1974), que trabajaba en la embajada, y con Andrée Parr,
artista y esposa de un diplomático británico, a su regreso a París Claudel tuvo
noticias de la crisis mental de Nijinski. Después de que Diaghilev hubiera rechazado
el proyecto, Rolf de Maré (1898-1964) aceptó el desafío. Claudel, que había quedado
fascinado por las innovadoras escenificaciones del trabajo teatral de Dalcroze en una
visita a Hellerau antes de la guerra, había planteado la idea de poner en escena su
ballet sobre cuatro estrechas gradas de un escenario casi vertical. Como en el Faune,
todo el movimiento, por tanto, se representaba en un espacio escénico muy aplanado,
horizontal. Según las explicaciones de Claudel, en la grada superior:
“desfilan las horas de la noche, vestidas de negro y con tocados dorados. Debajo de ellas está la Luna,
llevada a través del cielo por una nube, como una criada que camina delante de una gran dama. Al fondo a
la derecha, en las aguas de la vasta ciénaga primitiva, el reflejo de la Luna y de sus sirvientas sigue la
marcha uniforme de la pareja celestial.” (citado por Häger, 1990: 126).
En la plataforma intermedia se desarrolla la acción principal representada por el
Hombre –un hombre cualquiera– que expresa mediante la danza sus pasiones y
deseos, recorriendo de un lado a otro su estrecha franja como un tigre en una jaula.
Como Hombre, Börlin vestía unos ceñidos calzones, casi invisibles, cuyo color
coincidía con el brillante maquillaje amarillo con el que se había recubierto el resto
de su cuerpo.
Aunque Bengt Häger (1990) ha sugerido que el ballet tuvo un éxito incondicional,
Charles Batson (2005) ha traducido críticas francesas que demuestran que el ballet
tuvo una acogida más desigual. La música de Milhaud –para cinco cuerdas, cuatro
instrumentos de viento de madera, diecisiete instrumentos de percusión y un
cuartero vocal– era progresiva pero difícil, con alusiones a la música indígena
brasileña. Aunque Claudel, figura eminente, escribió serios artículos explicando sus
intenciones, Batson señala que muchos comentaristas adoptaron un tono irónico
(Batson, 2005: 198). Casi todas las referencias a la actuación de Börlin, sugiere
Batson, bien atacaban o bien se burlaban del hecho de estar desnudo en escena.
Significativamente, en una reseña se destacaba el reciente cambio en las actitudes
hacia la danza masculina. Le Petit Bleu señalaba: “Las piernas de Nijinski hicieron
que el tout-Paris se encaprichara con los muslos masculinos... Manifestación
estética y predecible de una homosexualidad ya atrevida y que desde entonces se ha
vuelto predecible [sic]” (en Batson, 2005: 202). Las cualidades positivas de una
expresividad abierta, apasionada, que Claudel y Rivière habían admirado en la
actuación de Nijinski, y la masculinidad moral que Agathon defendía en sus
enquêtes [encuestas] se había vuelto ahora sospechosa en un clima de posguerra más
cargado de ansiedad. Con numerosísimos miembros de la generación más joven de
franceses muertos en las trincheras, el Gobierno francés de posguerra adoptó
políticas activas en favor de la natalidad. En este ambiente, el Hombre desnudo y
expresivo de Börlin no parecía el tipo de hombre que pudiera engendrar hijos para
reemplazar a los tan traumáticamente perdidos en la guerra.
Diaghilev, como ya he señalado, no apreciaba el afeminamiento ni la
homosexualidad obvia, y claramente apreciaba los espectáculos varoniles que
Nijinski y Nijinska coreografiaron para él, algo que resulta evidente en una carta
escrita en 1923 a su amigo y secretario Boris Kochno, durante el proceso de creación
de Les Biches:
“Aquí todo va mejor de lo esperado. A Poulenc [a quien Diaghilev había encargado componer la música
para Les Biches] le entusiasma la coreografía de Bronia [Nijinska] y ambos se entienden excelentemente.
La coreografía me ha encantado y asombrado. Pero claro, esta buena mujer, desmedida y antisocial como
es, pertenece a la familia Nijinski. Aquí y allá su coreografía es un poco demasiado corriente, un poco
demasiado femenina, pero en su conjunto es muy buena.” (citado en Buckle, 1979: 418).
Habiendo dicho que la obra de Nijinska era a veces femenina, a continuación
Diaghilev se refería a la entrada de los tres hombres jóvenes –descritos como
deportistas, ciclistas o atletas olímpicos–: “la danza de los tres jóvenes ha salido
extremadamente bien, y la representan con bravura, con seriedad, como un cañón.
No se parece en nada a Las bodas, del mismo modo que Eugenio Oneguin de
Chaikovski tampoco se parece a su Reina de espadas” (ibídem).
Uno tiene la impresión de que lo que más le interesa a Diaghilev son los bailarines
masculinos, y el hecho de compararlos con un cañón es un símil de lo más revelador.
La entrada de los hombres es ostentosa. Aparecen para exhibirse ante las mujeres
“como ciervos ante un grupo de ciervas (biches)” (Haskell, 1928: 148). A pesar de
esta entrada deslumbrante, las mujeres, sin embargo, se comportan como si no les
impresionaran –dos de ellas ignoran a los hombres por completo–. Su actitud
conseguía que el público se fijara en los hombres y en esta especie de exhibición
masculina desde un punto de vista más complejo, y lo hacían con un cierto
distanciamiento que era seguramente una consecuencia del modernismo de Nijinska.
Un crítico de The Times describió Les Biches como un ballet “atmosférico y
alusivo” que seguía el curso de las “aventuras amorosas [de un grupo de jóvenes] en
torno a un sofá de color azul pálido, donde se sientan, saltan, son observados o
empujados por cualquiera de los implicados de un extremo del ballet al otro”
(anónimo, 1924: 12). No debe sobrestimarse el grado de control artístico de Nijinska
sobre este o en realidad sobre cualquiera de los ballets que hizo para Diaghilev.
Aunque, al igual que Fokine, hubiera disfrutado de una autonomía relativa sobre el
proceso real de la coreografía, las decisiones sobre la música, la escenografía y el
libreto eran prerrogativa de Diaghilev, y él y su círculo hacían aportaciones durante
los ensayos. En Les Biches, sugirió que ella jugara con la boquilla de un cigarro
extravagantemente larga mientras bailaba la Rag Mazurka, después de haberla visto
fumar constantemente en escena durante la dirección de los ensayos. Al parecer,
tanto Diaghilev como la escenógrafa del ballet Marie Laurencin y Misia Sert
participaron en cambios en el vestuario de la muchacha azul, acortándolo
progresivamente y haciéndolo parecer más masculino (Baer, 1986: 40 y Buckle,
1979: 420). Nunca está del todo claro de qué sexo se supone que es. Batson observa:
“Cuando los hombres deciden continuar sus dúos juntos, ridiculizando los avances
de una mujer especialmente coqueta, no se alza ninguna voz para proclamar que no
se trata de hombres verdaderamente varoniles” (Batson, 2005: 207). Dado que su
entrada había estallado como un cañón, nada más parecía importar.
Los críticos parisienses, aunque habían criticado al Hombre de Börlin por su
gracia amanerada y sus emociones sin trabas, aprobaron las exhibiciones musculares
de los hombres en Les Biches. La expresividad teatral de Börlin contrastaba con las
cualidades de actuaciones más ensimismadas y atmosféricas de Les Biches. A través
del ensimismamiento y de la fragmentación modernista, la coreografía de Nijinska,
como la de su hermano antes que ella, creó un espacio ideológico que permitió a las
espectadoras heterosexuales y a los espectadores homosexuales negociar sus propias
lecturas “locales” de los cuerpos masculinos danzantes, incluso cuando estos se
ajustaban a las normas hegemónicas tan solo superficialmente. La fría y sofisticada
calidad de Les Biches y de los dos siguientes ballets “modernos” de Nijinska para
Diaghilev (Le Train Bleu, 1935 y Romeo y Julieta, 1926) era muy distinta de la
ardiente e intensa atmósfera que su hermano había creado en el Fauno. La crítica de
ballet homófoba ya comenzaba a limitar el ámbito de la danza masculina a tipos más
duros, más varoniles de exhibición muscular. Pero al menos, para aquellos que
sabían mirar, Nijinska mostraba que esta no era necesariamente la clase de
masculinidad que las mujeres deseaban. Esto fue posible solamente porque Nijinski
y los Ballets Russes de la preguerra habían roto decisivamente con las ideologías
normativas hegemónicas de género y habían abierto así nuevas posibilidades para la
representación de las masculinidades.
Traducción: © Antonio Fernández Lera 2012
Notas
Rambert, por supuesto, escribe más de medio siglo después y bien pudiera estar pensando en el dibujo de
Cocteau al escribir esto. Richard Buckle sugiere que el dibujo representa una ocasión en la que Nijinski y
Karsavina repitieron el Fauno entero por segunda vez. (Rambert, 1972: 57; Buckle, 1975: 259).
[1]
Más información sobre las ideas en relación con el tercer sexo a finales del siglo XIX y principios del siglo
XX, en Dyer, 1990: 17-20.
[2]
[3]
“Mouvements de bestialité erotiques et des gestes de lourd impudeur”, Le Figaro, 30 de mayo de 1912.
[4]
“L’esprit de Mallarmé etait ce soir parmi nous”, Le Figaro, 31 de mayo de 1912.
Bronislava Nijinska señaló: “Hasta entonces el artista de ballet había sido libre para proyectar su propia
individualidad como mejor le pareciera [...]. Nijinski fue el primero en exigir que todo su material
coreográfico debía ejecutarse no solamente como él lo veía sino también de acuerdo con su interpretación
artística.” (Nijinska. op. cit.: p. 427).
[5]
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Wollen, Peter: “Fashion/Orientalism/The Body”, New Formations 1, 1987.
Versión actualizada de los textos publicados en inglés: «Nijinsky: modernism and heterodox
representation of masculinity», en el libro de Ramsay Burt: The Male Dancer: Bodies, Spectacle, Sexuality,
Routledge, London, 1995; y “Nijinsky: modernism and heterodox representation of masculinity», en
Alexandra Carter (ed.): The Routledge Dance Studies Reader, Routledge, New York, 1998.
© Ramsay Burt 1995
Ramsay Burt. Profesor de Historia de la Danza en la Universidad de De Montfort (Gran Bretaña). Entre sus
publicaciones destacan The Male Dancer (1995/2007), Alien Bodies (1997), Judson Dance Theater (2006) y,
junto a Valerie Briginshaw, Writing Dancing Together (2009). En 1999 fue profesor visitante en el
Departamento de Performance Studies, New York University y en P.A.R.T.S. (Bruselas). Junto a Susan Leigh
Foster, es fundador de Discourses in Dance.
HUESO DE LA MANO Y EL PIE. COMENTARIOS A
LAS RELACIONES ENTRE VANGUARDIA Y
FLAMENCO EN LA FIGURA DE VICENTE
ESCUDERO
Pedro G. Romero
“La construcción del Alcázar es una arquitectura que sigue el llamado directo de la fantasía. No está
cuarteado por cuestiones prácticas. En estas estancias y salones solo se pensó que habría fiestas y
ensoñaciones. Dentro del palacio, la danza y el silencio son el hilo conductor, un mismo motivo puesto que
todo movimiento humano aquí va quedando absorbido por el ruido silencioso de los adornos.” Walter
Benjamin, Alcázar de Sevilla
“El flamenco implica una queja, pero tan estilizada, que sus bien fundadas causas acaban siempre por
confundirse y enredarse con los lardes ornamentales de quien las proclama. El flamenco es un género muy
ornamentado, seguramente de modo exagerado. Pero por no ser por esa incesante torsión y retorsión de los
gestos con la voz del cantaor y la cuerda de la guitarra, la queja no pasaría de ser mera quejumbre y el baile
un mero caso para antropólogos sociales.” Ángel González García, Nota elegiaca en la muerte de Vicente
Escudero.
“Acaso mi baile de los últimos años es un mero ejercicio de historia. Más que en lo que yo digo, es
importante fijarse en mi baile para entender mi historia y la historia del baile flamenco.” Vicente Escudero,
Entrevistado por Julio Diamante
Vicente Escudero y Antonia Mercé, La Argentina , protagonizaron la revolución
que dibujaría definitivamente las artes que conocemos como flamenco. En el año 36,
en 1936, moría Antonia Mercé, el mismo día del golpe militar. Escudero lo cuenta
así:
“A principios de agosto de 1936, al cruzar de nuevo la frontera para reunirme con ella, el comandante del
puesto francés me dio la terrible noticia. Ha sido una de las emociones más fuertes que he sufrido en mi
vida. Mi ánimo estaba ya influido por la tragedia que atravesaba España y el choque fue tremendo. Con
Antonia Mercé, la excelente amiga, perdía al mismo tiempo mi mayor estímulo artístico.”
Otra versión de este mismo relato tiene como fuente principal a la esposa de Juan
Piqueras, amigo íntimo de Escudero –y también de Luis Buñuel– con el que
compartió la vida de París. El 17 de Julio de 1936, Escudero se entera de que Juan
Piqueras –el bailaor era padrino de su hijo– está postrado en Venta de Baños a causa
de la reaparición de una vieja úlcera de estómago; lugar cercano a Valladolid, donde
residía el artista y que esos días disfrutaba de la presencia en la ciudad de su querida
Carmen Amaya. Visita a su amigo y queda en pasar a la mañana siguiente a
recogerlo con un chofer. A la mañana siguiente los tiros le despiertan. El asalto de
los falangistas a la Casa del Pueblo y la posterior toma de la villa por los insurgentes
le mantienen durante tres días aislado en el sótano de su hotel. Es interrogado por
“unos tíos con unas flechas en el pecho” y acusado de llevar prensa ilegal, un
periódico que llevaba tres días en la habitación en que pernoctaba. Tuvo que decir
quién le había entregado la publicación, sin prever las consecuencias para el
delatado. Después de puesto en libertad y con la ayuda de un eminente doctor adicto
al nuevo régimen y al baile flamenco, se le proporciona un coche con el que
abandona el país hacia Francia. La noticia del fusilamiento de su amigo Juan
Piqueras, reconocido comunista, le había llenado de pánico. Cuando llega a París, a
la casa de la esposa de Piqueras, ésta lo encuentra herido en una pierna y
desorientado. La muerte de Piqueras, la muerte de La Argentina, que conoce al
cruzar la frontera, y la cancelación de la gira mundial que tenía con la misma artista,
le provocan un shock por el que Escudero permanece varios días desmallado.
Cuando Salvador Dalí pintó el decorado del Café de Chinitas, para Encarnación
López, La Argentinita, definió su pintura como una “crucifixión flamenca, la gitana
sangra por sus castañuelas por las penas causadas con la Guerra Civil Española,
España es un cementerio de guitarras”. Si las paradojas suelen abundar en el
territorio que cualquier artista transita, un suceso tan brutal como el triunfo del
fascismo en la Guerra Civil de España no podía hacer otra cosa que agravar la
perplejidad que estas, las paradojas, suelen provocar. En la vida y en la obra de
Vicente Escudero, la guerra constituye un punto de inflexión, una bisagra capital
para entender el rasgo fundamental de su poética: el paradójico equilibrio entre la
vanguardia y la tradición. Además su figura en sí contiene otro vértice, representar
como nadie las contradictorias relaciones de las artes de vanguardia con lo español,
entendiendo este término como la interminable y excesiva suma de flamenco,
tauromaquia, misticismo, barroquismo, etc.; y lo contiene en tal grado, que su perfil
no puede ser otro que el flamenco que figura en el cuadro de Picabia, La nuit
espagnole de 1922, el mismo año que Escudero estrena sus Bailes españoles en la
sala Gaveau de París y el mismo año que Escudero comienza a pintar con la técnica
del Ripolin, la misma del lienzo picabiano.
Otro cuadro de Picabia, La révolution espagnole de 1937, retrata de manera brutal
e l exceso, la definición con que Ángel González García identifica lo español en el
imaginario de las vanguardias. En la pintura podemos ver a una española ataviada de
mantilla blanca, envuelto su voluptuoso cuerpo en un exótico mantón de Manila y
portando en su mano derecha una enorme bandera roja que le cubre sus espaldas. La
manola está flanqueada por dos esqueletos: uno con montera de torero y otro, mejor
dicho otra, con un clavel en la calva calavera, manca de la mano izquierda y con una
Torre del Oro –solitaria y sin Triana enfrente– atravesándole, desde el paisaje del
fondo, la entrepierna. El flamenquísimo cuadro, que Félix de Azúa ha descrito como
contrapunto verdadero del Guernica de Picasso, contiene todas las contradicciones
que los artistas españoles padecieron en el conflicto, una tragedia medular que no
deja de contener, según el dicho bergaminiano, “la risa en los huesos”.
Se ha estudiado, aunque no suficientemente, las paradojas que el conflicto reflejó
entre artistas y literatos, pero apenas nada se sabe del terremoto enorme que el
conflicto va a causar en la definición de las artes flamencas, que vivieron, en la edad
de oro que va desde la I hasta la II República, el desarrollo de lo que con el nombre
de flamenco conocemos hoy. Si pensamos que Vicente Escudero escribe Mi baile en
1947 entendemos que excuse tantos datos: en 1908 no viaja a Portugal escapando de
la rigidez de las formas flamencas de los enteraos sino del servicio militar; y su
repentino traslado a París no tiene como origen los atractivos de la capital francesa,
sino el susto que le supuso ser detenido en la redada que siguió al atentado con
bomba que sufrió Alfonso XIII en Lisboa. Los enigmas que la sombra triunfal de
Franco nos oculta pasan también por averiguar los contactos reales y formativos que
tuvo Escudero en París. Por supuesto que la definición política de Escudero solo
pasa por su concepción libertaria del diario vivir, ideológicamente era ambiguo
como demuestran sus opiniones religiosas, pero en aquello años eso y sus amistades
públicas, militantes comunistas o anarquistas casi todos ellos, era suficiente.
“Decir anti es decir pro” es un texto de Juan José Lahuerta en el que estudia a
partir de las figura de Sebastià Gasch –a quien veremos después en íntima relación
con Escudero– y su revista vanguardista Anti, la resolución del conflicto entre
modernos y noucentistas en la cultura catalana, mediante la asimilación de las
formas esenciales de la arquitectura y la pintura cubistas con las figuraciones
clásicas de una cultura que se afirma mediterránea. Es a través de Le Corbusier y su
sincretismo de lo moderno que esta idea funciona. Un mundo de formas angulares y
de máquinas se asimila a la geometría y mecánica clásicas. ¡El cubismo estaba en
Giotto y en Zurbarán! Así, toda la retórica en pro del arte de vanguardia y contra la
cultura tradicional estaba cambiando sibilinamente sus valores. Vicente Marrero
escribe en 1959:
“Desde sus primeros tiempos de París –se refiere a Escudero– sufrió, a todas luces, la influencia cubista del
más castizo cuño español, influencia que encaja bien con su figura netamente castellana, varonil y seca,
porque todo son rectas en el más agudo e inteligente de nuestros bailaores: rectas, su baile; recta su figura.”
Y añade: “El acierto de su Decálogo reside en su tradicionalismo, aunque se resienta levemente de cierto
sabor puritano que está en contradicción con su baile y su brillante historia. El propio Escudero, al sufrir las
influencias de París, brinda un argumento a favor de lo que decimos. No obstante, por muchas o buenas
que sean las nuevas adquisiciones, no deben reblandecer nunca los fundamentos de la danza española,
principios que básicamente defiende Escudero con su Decálogo.”
Es importante señalar esto aquí por las consecuencias y afinidades que tiene este
discurso con las contradicciones que manifiesta el propio Escudero. Además, y
rizando el rizo, es contra esa actitud diletante de los clásicos modernos contra la que
surgieron Dada y los posteriores surrealismos. Y son estos últimos, con Bataille a la
cabeza, los que acaban proclamando su deseo por los excesos de todo lo español.
Ángel González García lo señala muy bien en el texto La noche española
describiendo el paradójico recorrido de Salvador Dalí –tan extrañamente ausente de
la vida de Escudero, influencia de Miró, quizás–: “Dalí no sabe distinguir entre lo
que es moderno y lo que no lo es. Dalí ha vuelto a descubrir España”. Pues algo de
eso podríamos decir que le ocurrió a partir de 1936 a Vicente Escudero, ¡descubrió
lo español!
La paradoja fundamental que Vicente Escudero nos formula pasa por hacer
convivir en la misma persona la introducción del mayor número de innovaciones en
el baile y en la estética flamencas, de experimentar con formas tan radicales que a
día de hoy no se han visto asimiladas, de romper drásticamente con las ortodoxia
flamencas, proclamar las influencias de bailes y formas tanto vanguardistas como
exógenas del fenómeno flamenco; y a su misma vez, debatiéndose en la misma
persona, exaltar la pureza y consanguinidad de los bailes flamencos, arrebatarse en
las proclamas gitanistas y en las inaprensibles formas del duende, caricaturizar a
todos aquellos que después de él intentaron renovar el propio flamenco. Porque no se
trata de una evolución de su manera de entender el baile, ni de una posible vuelta al
orden que el impacto del conflicto civil español le hubiese provocado, sino de la
perfecta convivencia de ambas formas de entender el baile flamenco en permanente
tensión.
Por supuesto que de todo hay. No se puede seguir ocultando que las exigencias de
“raíz, pureza y esencias” que se dan en la España de los años 50 y 60 en la radical
pintura abstracta o en las teorías del cante asombroso de Antonio Mairena, por dar
dos ejemplos, coinciden de manera no menos asombrosa con las proclamas estéticas
del régimen. Que los posicionamientos políticos fuesen progresistas no quiere decir
que no se acabase pidiendo de la pintura o del cante flamenco que fuese uno, grande
y libre. Los discursos nacionales se contaminan unos a otros bajo preocupaciones de
identidad. La exigencia de ser alguna cosa, tiene distintas respuestas pero el
verdadero problema reside en el tono de la pregunta misma. Ser una cosa que tiene
raíces, pureza y esencia. En fin, es así que la paradoja suele ser la única salida en
unos tiempos en los que es necesario sobrevivir a la barbarie.
Las contradicciones que en el terreno estético llevaban a cabo unos y otros, con
Escudero siempre en medio, tenían un cierto correlato político. Vicente Escudero
vitupera el baile de Antonio Ruíz –falsamente tildado de filofranquista– por
afeminado y pintoresquista, alejado de toda raíz; mientras Antonio Mairena –que
había cantado para Antonio– le defiende y ataca al vallisoletano, en nombre también
de la pureza, con la absurda acusación de profanar la seguiriya con su baile. Antonio
Gades, encuadrado en la izquierda política, se convierte en heredero de Vicente
Escudero y competidor principal en el magisterio de Antonio. La ausencia de un
conocimiento crítico sobre las artes flamencas y las mixtificaciones de unos y otros
convierten el debate artístico en el mayor de los absurdos. Se invoca a una prosaica
ley de la sangre –Caballero Bonald– o a la poética razón incorpórea –Antonio
Mairena– para llenar de retórica los vacíos de conocimiento verdadero. Los debates
sobre legitimidad de los gitanos para la interpretación de las artes flamencas llevan
por ejemplo a Escudero a convertir lo que había sido una mística –o sea, crianza y
vida entre gitanos, costumbre y modos de vida gitanos, etc– en un arma de defensa
con una ambigüedad calculada: muchos de sus máximos defensores lo hacían en la
creencia errónea de que era gitano. Siguiendo por este terreno solo podemos
encontrar la paradoja convertida en una triste caricatura. Un reduccionismo propio
de quienes prefieren definir a Escudero simplemente como un loco.
Por un lado tenemos al Vicente Escudero experimentador. El que comienza sus
experiencias bailando sobre las tapas del alcantarillado –relato de iniciación que
coincide con el imaginario de tantos bailarines de claqué y de jazz afroamericanos–
y en el equilibrio de un viejo tronco de árbol abandonado en una ribera –relato de
iniciación que coincide con el imaginario de tantos bailarines orientales-. Por
supuesto Escudero está construyendo su biografía artística, todos los datos de su
libro Mi baile deben ser leídos como definiciones de una poética. Escudero suplió la
falta de instrucción escolar con el conocimiento de personas y países en sus
numerosos viajes.
Su poética vanguardista viene definida por una serie de caprichos que sitúan su
baile en las orillas del flamenco. Con la admiración que siente por la manera de
interpretar con palillos de La Argentina, Escudero se hace construir unas castañuelas
de hierro, otras de bronce y otras de aluminio, llegando a hacer bailes con ellas en la
sala Pleyel de París; incluso sueña con hacer sonar unas castañuelas de cristal hasta
romperlas y cortarse la carne con el vidrio roto. Trabajando de linotipista en una
imprenta de Valladolid, improvisaba bailes al compás de la máquina impresora hasta
el punto que fue despedido de la empresa –es curioso como coincide esta anécdota
con la de otro bailaor de leyenda, Félix el Loco, que estuvo en París con los ballets
rusos. Escudero se inspira también en el paso de marcha de los trenes para
improvisar un número de baile –como los claquetistas americanos otra vez– que lo
hizo muy popular y del cual encontramos rastros en los zapateados que en cine nos
quedan de él. Se hace cortar más largas las chaquetillas de baile para que sea
imperceptible el, fisiológicamente necesario, movimiento de caderas del baile. Se
figura un baile en el que la música desaparezca por superposición, como cuando
suenan dos radios a la vez: “Pues se funden tan bien que no entendemos ninguna de
las dos y el azar crea una nueva melodía llena de sugerencias, sobre todo si cada una
sigue un compás diferente”. Presenta en 1929 y junto a su compañera Carmita
García su espectáculo titulado Bailes de vanguardia. Su primer disco americano
contiene, según explica él mismo, la versión cubista de los ritmos flamencos; se
inspira para bailar en la forma de los árboles o en la acrobacia de los animales. Dijo:
“Yo uso para mis bailes la arquitectura, y según el motivo que interpreto escojo el
estilo gótico, románico, egipcio o griego; y con más frecuencia nuestra arquitectura
herreriana”. Con ello se adelanta años a tendencias coreográficas contemporáneas,
pues habla de construcción arquitectónica, no solo de estilos. En París, en el teatro
La Courbe que él mismo funda, recrea una farruca geométrica en la que el baile no
acompaña los ritmos propios de este son. Si vemos el cuerpo de Escudero en danza
este alcanza esa dimensión espacial, arquitectónica como el mismo la llama. El
flamenco es hasta entonces –y lo seguirá siendo por mucho tiempo– plano o
redondo. Plano, en el sentido frontal del teatro a la italiana. Redondo, en el de la
fiesta popular. La incomodidad natural del flamenco con el espacio teatral se
resuelve en el intento de superposición de ambas. Lo que Escudero aprende en París,
con el teatro de vanguardia, es que ese es un elemento a trabajar y que en ese trabajo
ha existido siempre la actualidad e inactualidad del flamenco. Es una idea que
Walter Benjamín vio en la arquitectura sevillana: silencio y fiesta. Es una necesidad.
Como nos recuerda Ángel González García de conjugar a la vez la queja y la
filigrana, el llanto y la teatralidad. Como las plañideras.
También en París, en la sala Pleyel, e imbuido ya de las prácticas artísticas de
cubistas, dadaístas y surrealistas, monta su famoso baile con dos dinamos de
diferente intensidad: “A fuerza de quebrar la línea recta que producía el sonido
eléctrico, compuse la combinación rítmico-plástica que me había propuesto por
voluntad, y que para mí representaba la lucha del hombre y la máquina, de la
improvisación y la técnica mecánica”. Crea una serie de bailes flamencos
considerándolos como piezas de estudio que deben de ser presentados en espacios no
teatrales. Realiza una serie de conferencias escénicas, junto a su compañera Carmita
García, en las que baila, canta y habla de arte flamenco, en ellos igual torea de salón
que parodia con mímica los bailes que desaprueba. Su uso de los decorados, que
diseñaba él mismo en función de un concepto de los volúmenes abstractos y de la
iluminación, lo lleva a hacer bailar bombillas en los fuegos fatuos del Amor Brujo de
Falla o a provocar el fuego del Baile del terror con un haz de luz. Su comprensión de
las relaciones entre la imagen filmada y la danza son igualmente proféticas:
“Aprovechar todas las posibilidades del cinematógrafo para presentar el baile visto
desde todos lados, usando del relentir en algunos momentos”. Se rebela contra las
mismas leyes de la naturaleza: “Me hubiera gustado conseguir el ritmo gracioso con
que una hoja al caer trata de burlar la ley de la gravedad. El baile tiene su ley de
gravedad, la misma que yo quisiera poder burlar”.
Pero es, quizás, en la separación absoluta entre música y baile donde encontramos
su posicionamiento más radical. “Yo nunca fui gran amigo de la música, de la que
hacía solamente el caso imprescindible”, afirmaba. Es más, llega a poner en solfa las
aportaciones musicales de los músicos que, desde Albéniz o Turina hasta Falla –y
este último alabó siempre a Escudero como intérprete de su Amor brujo–, han
partido de los ritmos flamencos y populares para sus composiciones. Resulta
revelador entender las observaciones que a este respecto realiza en Mi baile desde el
punto de vista de un coreógrafo de vanguardia como Merce Cunningham, que
décadas después podría haber afirmado: “Para mí, crear en baile es componer líneas
y ritmos, usando como fuerza de expresión gestos y actitudes improvisados al azar”.
Su convencimiento de que el baile debe tener una independencia absoluta de la
música le lleva a crear Ritmos sin música, una pieza en la que salía al escenario
dispuesto a improvisar y poco a poco, con la ayuda del zapateado de pies, de las
chasquidos de dedos y de uñas –una técnica esta de las uñas que parece que él
inventó–, de silbidos y respiraciones creaba los suficientes apoyos sonoros para
desarrollar su baile. En Nueva York presenta la misma pieza, marcándose ahora el
paso con dos piedras que hace entrechocar en el aire, imitando su sonido empieza a
ejecutar su baile. En París, ensaya algo parecido con distintas pilas de sillas que hace
desplomar sobre el escenario y en cuya estela de sonido mete movimientos y pies.
Después, esta última invención la coloca en la historia el flamenco como de Antonio
el de Bilbao, una manera de hacer de lo nuevo arqueología.
Curiosamente es a partir de esta extrema experiencia de separar música y baile,
que empieza Escudero a pensar en la posibilidad de bailar el cante por seguiriyas,
después de rematar uno de estos Ritmos sin música con el mencionado cante. Cuando
retoma este baile en 1942, han pasado muchas cosas, la Guerra Civil –la seguiriya de
Escudero no deja de evocarla a modo de oración fúnebre– por ejemplo, en cuyo
trasiego pierde un baúl que contenía su colección de castañuelas metálicas y quizás
también, su experiencia radical con las vanguardias. Este otro lado de Escudero, el
que se alza contra las mixtificaciones, adornos e innovaciones –al parecer el
vallisoletano solo legitimaba las suyas– en el baile flamenco, se abona en el
aislamiento que sufre la España de los años cuarenta, atenazada con su política
filofascista y el conflicto mundial en marcha que le impide su relación normalizada
con París hasta entonces. En ese ambiente de asfixia se produce su gran
transformación. Todo su conocimiento teatral moderno se vierte en la creación de su
seguiriya –recordemos su origen musical en la playera, en decir el canto de las
plañideras– y lo que es moderno es presentado como un viaje a la raíz, a las
esencias.
Las reflexiones de Escudero sobre este baile, la seguiriya, no dejan de tener
interés. Ya he señalado que parte de un concepto sin música, pero además la otra
fuente de inspiración está en el baile de La muerte del cisne de Saint-Saëns que
realizaría la Pavlova. Escudero acudió en 1931 a Londres, al homenaje que se le
tributó a la bailarina rusa, y siempre hizo gala de haberla conocido bien. Es
pertinente recordar la reflexión de Escudero sobre esta coreografía. Escudero
observa cómo Pavlova alcanza el máximo patetismo cuando, durante el baile, exhibe
una patente perdida de facultades técnicas. Es como si a la propia bailarina las
fuerzas le fallasen. Así, para su seguiriya y para el baile flamenco en general, decide
dar la vuelta a este recurso y agotarse en un esfuerzo técnico extenuante que hace
aflorar de manera natural los recursos expresivos de este baile. En este sentido
podemos afirmar que toda la estilización técnica y el dramatismo expresivo que
conocemos en el baile flamenco no se corresponden con ninguna herencia formal, ni
con fuerza atávica alguna, sino que proviene de las creaciones coreográficas
liberadas por Vicente Escudero. Ese hacer teatral –gestos, muecas, espasmos–, del
que Pilar López haría escuela, se incorpora al flamenco desde luego en esos mismos
años treinta.
En esta búsqueda de las raíces, Escudero se pierde por las ramas. Su
reivindicación de la tradición y de un baile nuestro está en contradicción absoluta
con la lucha de sus primeros años contra los enteraos; es decir, los conocedores de
las reglas del baile flamenco tradicional. Escudero no tiene problemas en relatarnos
sus años juveniles entre gitanos, sus primeros pasos en espectáculos flamencos de
donde era expulsado por el absoluto desconocimiento de sus reglas, que calificaba
como “absurdos corsés”. Vicente Escudero, que tan amigo era de denunciar
imposturas, cayó en la más usual de aquellos años: el gitanismo. Los ambientes
intelectuales de aquellos años –como los de ahora– se adornaban con el
convencimiento de que ese prodigio popular que era el arte flamenco no podía
proceder del lumpen proletariado que poblaba los arrabales de las ciudades
andaluzas, no podía ser popular. Lo gitano lo dotaba de una aristocracia de sangre.
Esta mixtificación llevó a un artista de vanguardia como Helios Gómez a
proclamarse gitano sin serlo o incluso a que García Lorca se defendiese del cariñoso
apelativo de gitano cuando Bergamín le dedicó el ballet Don Lindo de Almería.
Desde los primeros años treinta, Escudero vuelve de París con voz autorizada y el
convencimiento –opinión que está vinculada al nacimiento mismo del género– de
que los cantes y bailes flamencos están en decadencia. Sus viajes por el mundo y la
convivencia con los intelectuales españoles residentes en Europa le llevan a esta
posición. A parte de la discutible hermandad entre el baile flamenco y ciertas danzas
hindúes –recordemos la procedencia del pueblo gitano, la India– que Escudero
afirma categóricamente, una calculada ambigüedad sobre su etnia le hizo pasar por
gitano para números críticos, como ya se ha señalado, incluso para un amigo como
Sebastià Gasch. Parece evidente que Vicente Escudero, planteando un baile tan
radical como escaso de éxito popular, buscara de alguna manera legitimarse. El
descubrimiento de un talento innato como el de la gitana Carmen Amaya –Gasch,
que pasa por ser el primer aval de la bailaora reconoce que fue Escudero quién le
obligo a abrir los ojos, de hecho incluso contrariando la opinión de Massine– le
reafirma en su gitanismo. Es curioso porque Carmen Amaya realiza en el baile de
mujer la misma revolución que Escudero en el baile de hombre. Es el movimiento de
cinturas y brazos lo que hereda del baile flamenco tradicional, pero son los ritmos
que marcan sus pies la novedad que la caracterizan. La creación de la cátedra de
flamencología y las tesis mairenistas de Mundo y forma del arte flamenco de
Mairena y el poeta Ricardo Molina, que abundaban en las tesis gitanistas, acaban por
convencerlo del todo. Además de paradójico, el asunto puede dejarnos perplejos. Ya
se ha señalado que la revolución que Escudero proclamaba es fundamentalmente
contra unos bailaores “repetidores y mecánicos”, que son fundamentalmente gitanos.
La propia Pastora Imperio, matrona del baile flamenco de aquellos años veinte con
quien Escudero reestrenó el ballet de El amor brujo, se reía de su baile –según el
malicioso testimonio de Miguel de Molina, que hacía de Espectro en aquella
función– y esa es una opinión común. Se reían de él o lo llamaban loco.
Hasta llegar a su famoso Decálogo de 1952 –publicado en marzo en la revista
Mundo Hispano, mientras el número de febrero llevaba un decálogo de jóvenes
pintores avalados por Benjamín Palencia–, la búsqueda del canon le lleva a
emprender campañas contra “esos clones llamados hombres de goma que meten
pasos de jota, de claqué americano”, a denunciar el balletismo, las innovaciones en
decorados y luces, el vedetismo cinematográfico, etc. Es decir, en denunciar la
contra figura de lo que fue su desarrollo coreográfico. En 1942, en un homenaje a La
Gabriela de Cádiz en la Unión Cooperatista Barcelona, Escudero da la primera
conferencia, a la que seguirían un largo número de ellas en contra siempre de las
distorsiones del baile flamenco. Estas conferencias llegaron antes, incluso, que la
publicación de su libro. Esta primera conferencia, bajo el título Dos estilos de baile
flamenco, la dedica a hacer parodias irónicas en las que satiriza las degeneraciones y
amaneramientos de los flamencos ratoneros e imitadores. En esta aparece lo que
después, por pudor quizás, omitiría: su baile se imita adaptándolo a formas más
comerciales. En esta misma línea, Antonio Ruíz Soler, más conocido como el
Bailarín, se llevaría las más de sus iras. Incluso cuando Antonio baila por primera
vez el martinete –siguiendo la estela de Escudero– lo califica de impropio, igual que
hicieron muchos con su baile por seguiriyas. A José Carlos de Luna le sigue en la
clasificación de los cantes en chicos y grandes, con baile chico y baile grande
cometiendo semejantes arbitrariedades y disparates. Volviendo a contradecirse,
niega el valor de las aportaciones de pies para el baile femenino que hizo Carmen
Amaya. Llega a grabar un disco en España con portada de Teixidor, en el que
pretende realizar una antología, canónica también, de los cantes y en el que sin duda
demuestra una gran capacidad para el humor. Ya en EEUU había grabado otros dos:
Vicente Escudero. Sings and dances (g. Mario Escudero, Columbia CL 982) y Fiesta
Flamenca (g. Mario Escudero and the ballete from the Vicente Escudero Company,
MGM E3214, de 1954). El paroxismo del confusionismo llega cuando pretende
ridiculizar el baile de brazos masculino habiendo sido él quien más definitivamente
lo fijó. Todo ello acaba con la propuesta, fracasada, de realizar a modo de Auto de fe
un congreso de Arte Jondo Masculino que ratificara su canon de baile.
Lo más interesante de esta desordenada vuelta al orden está, sin duda, en los
puntos de su Decálogo. Recordemos que la voluntad escolástica de Escudero ya
estuvo presente cuando formó parte del profesorado que La Argentina y Max Aub
presentaron al presidente de la República Española con la intención de crear una
Escuela Nacional de Danza. En una de sus radicales declaraciones llegó a afirmar
para poner de manifiesto la necesidad de las escuelas de baile que “ese duende que
tanto cacarean eruditos y profanos es un mito que desaparece bailando con sobriedad
y hombría, solo por el esfuerzo técnico se traduce el misterio que todo arte lleva”.
Vicente Marrero en sus escritos sobre Escudero siempre señala esta voluntad
didáctica y el apadrinamiento del bailarín Antonio Gades, también lo delata.
Enumeramos estos diez puntos: Primero, bailar en hombre; segundo, sobriedad;
tercero, girar la muñeca de dentro a fuera con los dedos juntos; cuarto, las caderas
quietas; quinto, bailar asentado y pastueño, dejando tranquilo el circo; sexto,
armonía de pies, brazos y cabeza; séptimo, estética y plástica sin mixtificaciones;
octavo, estilo y acento; noveno, bailar con la indumentaria tradicional, y décimo,
lograr variedad de sonidos con el corazón, sin chapas en los zapatos, sin escenarios
postizos y sin otros accesorios. Todo un retrato de su baile, desde luego, pero que no
podemos dejar de contrastar con las llamadas a lo irracional, a la indisciplina, a
romper toda las reglas en el capítulo final de Mi baile:
“Siempre me atrajo lo desconocido y quisiera encontrarlo aunque para ello tuviese que gastar un cerro de
cerillas... Pero para ello es preciso tener espíritu nuevo y abandonar el viejo, casi me atrevería a decir que
acabar con él... dediquémonos a trasplantar la realidad a un plano artístico superior. Sin hacer concesiones,
ya que esto supone un suicidio moral... Avancemos pues sin retroceder y adelante con los faroles, aunque
tengamos que terminar con la chimenea al hombro pero si cargamos con ella que sea por nuestro gusto y
no por el de los demás. ¡Baile de hierro! ¡Baile de bronce! ¡Así bailaría yo!”
Quizás podamos entender ahora mejor la constitución de cuerpo paradójico que le
atribuía a Vicente Escudero. Su baile tiene varias vueltas del revés y sigue
resultando sorprendente que aúne su paternidad en la estilización del flamenco, algo
en lo que le siguen Antonio Ruiz Soler o Antonio Gades, con la verdad terrible, la
terribilitá de un baile de Farruco. Sin embargo, la descripción de los distintos
elementos contradictorios no soluciona la paradoja Escudero. La radicalidad de su
actitud, posiblemente la locura también –entendida ésta como el sentido más común
de los poetas–, sigue manteniendo viva la tensión que a toda paradoja la convierte en
pregunta constante. ¿Qué estamos viendo cuando vemos bailar a Vicente Escudero?
Pepe de la Matrona, un cantaor que le acompañó bastantes veces opinaba:
“Creo que la mayoría de los que le han conocido afirman que Vicente es un loco genial. Es muy
desordenado y trapisondista. Lo conozco muy a fondo. He actuado muchísimas veces a su lado, en París,
Nueva York, Londres, en todas partes. Tiene mucha sobriedad clásica, pero al mismo tiempo se le ocurren
arrebatos raros, muy modernos.”
A menudo se ha descrito el baile de Escudero como un ejemplo de formas puras y
clasicismo. Hasta donde yo llego –sus bailes en cine, la lectura de sus textos, su
biografía, sus pinturas, etc.– estamos ante un artista y un baile absolutamente
barroco, conceptista, y como tal repitiendo la eterna cuita con los culteranos.
Estamos también ante uno de los primeros artistas radicalmente modernos. Alguien
al que las estrategias de asimilación de la vanguardia de un Eugenio D´Ors, por
ejemplo –a Escudero le llegaron directamente por Sebastià Gasch– no le pudieron
domesticar.
Escudero es, además, hijo de las contradicciones que los artistas de vanguardia
han mantenido siempre con el flamenco. Sabido es el interés que, desde todos los
ámbitos de la música y la danza, siempre se tuvo por las artes flamencas. Menos
consciente es saber que el aprecio despertado nace fundamentalmente de un mal
entendido. Desde fuera, desde todas las afueras, se tiene la primera impresión con el
flamenco de que se trata de una manifestación de baile y música primitiva,
asilvestrada, espontánea y casi folclórica. Se ha pensado siempre que es una música
y un baile más cercano al acontecimiento que al texto; un territorio sin normas, sin
pautas y siempre resulta una sorpresa el campo reglado que, a poco que se conoce, el
flamenco te presenta. Pero esta mirada foránea ha sido fundamental para el
desarrollo y, al fin y al cabo, la identidad del flamenco y los flamencos. Como toda
identidad, construida siempre, la música flamenca evolucionó, se definió en esa
frontera musical que está entre el acontecimiento absoluto de la fiesta gitana y el
texto definido de una malagueña de Chacón; entre el vértigo de una patada por
bulerías y la escuela de brazos de Matilde Coral; entre la deriva propia de cada
momento y la memoria de la situación que lo anclaba; entre un tiempo marcado por
el ritmo musical y los contrapuntos que sobre éste realiza la narración oral. La
cantidad de objetivos y adjetivos comunes entre estas expresiones populares –o
consideradas como tal en un continuado vaivén entre alta y baja cultura– y los
movimientos artísticos modernos no es casual. Además de rastrearse fácilmente una
corriente de simpatía –por usar la expresión de José Bergamín– que va desde los
Ballets Rusos a las españolas de Francis Picabia, las raíces de estas expresiones y
los caracteres que ayudan a conformarlas son bien parecidos. La atenta lectura del
paisaje que describe Roger Shattuck en La Época de los Banquetes, su ensayo sobre
los inicios de la vanguardia, no puede dejar de sorprender a ningún conocedor de lo
flamenco, por la inusual cantidad de lugares comunes. Y nada resultaría extraño si
no fuera porque ambas historias, la de las vanguardias y la de los flamencos, están
escritas con tanto prejuicio y, es necesario decirlo, tan poco tino. Lo dicho, abundan
las falsificaciones, las mistificaciones políticas y la mixtificaciones heroicas y una
proliferación, impensable en cualquier sistema de estudios, de las versiones libres.
Como bien ha señalado recientemente Lévi-Strauss: “No se entiende por qué el arte
africano quiere delimitarse a los museos de antropología y no el arte del siglo XX”.
Todos parecen querer darle la razón. En un ámbito categóricamente nuevo –nuevo
para el flamenco o para la pintura moderna– como el cinematográfico todas las
experiencias notables que alrededor de la música flamenca se mueven coinciden en
explorar mundos, en incluirlos, al menos, cercanos a las más radicales experiencias
modernas. Y entendemos este ámbito con la definición de Vicente Escudero que Val
del Omar recoge: “En el cine están la pintura, la música y la danza ampliando la
versión escrita que teníamos del mundo”. Esto es debido a la aventura común que
desde los arrabales de la ciudad y la cultura les llevó a ambas, a la vida de los
flamencos y a la vía moderna, a recorrer las fantasmales fronteras, los paseos por la
ciudad, los juegos de lenguaje, el mundo de los sueños, las estructuras musicales del
tiempo, la ampliación del eros de la vida, etc.
Siempre me he preguntado qué hacía una bailarina española en unos versos como
los que encabezan este escrito de Richard Hüelsenbeck en 1916, uno de esos gestos
finales del arte que los dadaístas recitaban en el Cabaret Voltaire: “Fin del mundo/
Así pues, el mundo ha llegado a esto. Las vacas encaramadas en los postes
telegráficos juegan al ajedrez/ La cacatúa canta melancólicamente bajo las faldas/
La bailarina española como una trompetista de estado mayor y los cañones gimiendo
todo el día”. Podría tratarse de algo puramente anecdótico, si no fuese porque las
referencias no son aisladas. Todo el camino de la vanguardia está jalado de citas y
encuentros con, lo que podríamos llamar, lo español. Se puede empezar a entender si
uno lee el capítulo XIII de Mi Baile titulado “Influencias del cubismo y del
surrealismo en mi baile” –por lo que sabemos, el libro lo escribió durante un día,
urgiéndole cobrarlo, según cuenta Francisco de Cossío, mánager de Escudero y quien
lo transcribió a máquina. Más aún cuando sobre el dadaísmo o un artista como
Marcel Duchamp, que en 1947 constituía un auténtico enigma, un bailaor flamenco
escribe con tanto acierto. Dice Escudero:”De esta tendencia me gustaba, entre otras
cosas, la forma en que algunos fundían los objetos fabricados por el hombre y la
naturaleza, sistema que yo aprovechaba en mis decorados. En este sentido admiraba
a Marcel Duchamp.” ¿Quién podía en España escribir así de Duchamp a finales de
los años 40? De los muchos ámbitos que aún quedan por explorar de la historia de la
vanguardia moderna en España, uno de ellos, el flamenco, es especialmente
paradójico y ha servido como bisagra permanente a todo tipo de aventuras. Ha sido
coartada de la experimentación y señuelo atractivo para los excesos de los
modernos. Hasta el catálogo de aquellos tópicos y modernos Encuentros de
Pamplona de los años 70 se cierra con la foto de John Cage viendo la actuación del
guitarrista flamenco Diego del Gastor. Cosas modernas.
Alguien atribuye al Doctor Barros, médico de cabecera de Luis Buñuel, de José
Bergamín y del propio Escudero –en su disco de 1962 le dedica un cante al grito de
“¡Fuera médicos!”– la frase que sigue: “Si Bergamín hubiese sido bailaor, hubiese
sido Vicente Escudero”. El parecido resultaría anecdótico por la evidencia física, por
la similitud estratégica de sus poéticas respectivas, por taurofilia, por su situación
generacional –La Argentinita, la bailaora de la Generación del 27, es posterior en
algunos años a Escudero–, por lo paradójico. Y Bergamín es un buen punto de apoyo
para mover la montaña de piedras que es Escudero: “Las raíces son una forma
subterránea del arbóreo irse por las ramas”.
Fragmento del texto publicado en el catálogo de la exposición Dibujos, Vicente Escudero, Caja San
Fernando, Sevilla, 2000.
© Pedro G. Romero 1999
Pedro G. Romero. Artista multidisciplinar, crítico de arte y literatura, editor, ensayista y experto en flamenco.
En 1986 hace su primera exposición individual y desde entonces ha continuado exponiendo en diferentes
galerías en Barcelona, Madrid, Sevilla, Nueva York o Milán. Desde el año 2000 trabaja en los proyectos del
Archivo F.X. y Máquina P.H. teniendo como material de trabajo a la iconoclastia y al flamenco,
respectivamente. Es colaborador de Israel Galván en la dirección artística.
DANZAS DE LA MUERTE
Susan Manning
En junio de 1930 Mary Wigman expuso su visión del “teatro comunal” en
colaboración con Albert Talhoff. Juntos interpretaron Tonenmal (Monumento a los
muertos), un espectáculo multimedia que rendía homenaje a los soldados caídos en
la Primera Guerra Mundial. La producción, estrenada en el Tercer Congreso de
Danza celebrado en Munich, combinaba un coro de voz y un coro de movimiento.
Talhoff adoptó la forma del coro de voz procedente del movimiento teatral de la
clase trabajadora, mientras que Wigman eligió la forma del coro de movimiento más
vinculado con la vertiente populista de la danza moderna. Disuelta dos años antes su
compañía de danza para mujeres, la coreógrafa seleccionó a un grupo de estudiantes
de su escuela de Dresde, de la sucursal de la escuela en Munich y de la escuela
Dorothee Günther de Munich. Posteriormente comentó en Totenmal la transición de
su compañía de danza al coro de movimiento.
“Ya no era una cuestión del juego de fuerzas con y contra uno u otro […] El hecho potencial del conflicto
ya no tenía que ser resuelto dentro del grupo en sí. Lo que era motivo de preocupación aquí era la unidad
de un grupo de seres humanos [que] se esforzaban desde un punto de vista unificado hacia un objetivo
común reconocido por todos; un punto de vista que ya no permitía ninguna división en acciones
individuales […] Del mismo modo que la creación del coro demanda su antagonista –tanto si toma o no
forma real o surte efecto como una idea temática por encima y más allá de los hechos– en muchos casos
además se pide un líder [Anführer] elegido por los coristas; aquel que exprese el mensaje con mayor
eficacia, aquel que, apoyado y llevado por todos los coristas, promueva la idea temática y la lleve a su
ejecución final.” (Wigman, 1966: 92-3).
Totenmal provocó más debate crítico que ninguno de los trabajos anteriores de
grupo de Wigman. Aunque algunos críticos consideraron la producción como una
realización ambiciosa de la Gesamtkunstwerk Wagneriana (la obra de arte total),
otros la encontraron decepcionante, mucho bombo y poca sustancia y, además,
obsoleta. En gran medida, la obra se interpretó como un signo del estancamiento de
la danza moderna. Sin embargo, lo que los observadores contemporáneos no
pudieron ver fue hasta qué punto Totenmal modeló un prototipo para el teatro nazi –
en su temática, con el culto al soldado caído; en su formato, por la combinación de
un coro de movimiento y un coro de voz; y, sobre todo, en su estrategia de no
parecer “político”–. Solo de manera retrospectiva se puede ver cómo Talhoff y
Wigman, quizás sin querer, interpretaron no un “teatro sobre política”, como ellos
creían, sino un teatro protofascista. Revisando la tradición del festival, es evidente
q u e Totenmal sentó un precedente para la dramaturgia nazi al adoptar formas
endeudadas con la izquierda y reorientarlas hacia la derecha.
En el prefacio al guión publicado, Talhoff declaró su intención de crear una
“alternativa” al “teatro político” de Erwin Piscator, Bertolt Brecht y Kurt Weill entre
otros, “una alternativa que apuntara a la esencia humana de la existencia universal, a
la vez temporal e intemporal” (Talhoff, 1930a: 12). Pero el guión de Talhoff
contradecía su prefacio y hacía resonar “el culto al soldado caído” frecuente en la
retórica militar y nacionalista de la época. La representación de Wigman entonces
oscureció esta asociación prestando a la producción un aura casi religiosa. La
aparente contradicción entre el guión de Talhoff y la interpretación de Wigman fue
en sí misma un gesto protofascista ya que proyectaba la ilusión de comunidad
(Gemeinschaft) como un modo de borrar las auténticas divisiones de la sociedad
(Gesellschaft).
La evidente inclinación al fascismo en Totenmal iba acompañada de un abandono
del feminismo implícito en las primeras danzas. En esta producción, Wigman
empleó de nuevo máscaras con rasgos faciales realistas esculpidas por Bruno
Goldschmitt, artista procedente de Múnich. Estas máscaras servían para definir el
género más que para desdibujarlo, ya que un coro enmascarado de hombres –que
representaba a los espíritus de los soldados caídos en batalla– se enfrentaba a un
coro enmascarado de mujeres –que personificaba a sus esposas, madres, hermanas y
amantes–. La acción ponía en marcha un intento de las mujeres, lideradas por
Wigman, única figura sin máscara, de revivir a los muertos.
Por primera vez desde la escenificación de Königin (La reina, c. 1917) en Monte
Verità, Wigman seleccionó a hombres como bailarines en una obra de grupo y su
presencia situaba a las mujeres en roles tradicionales. Las mujeres ya no se definían
más a sí mismas como una comunidad femenina autosuficiente, sino que sus
identidades derivaban de sus relaciones con los hombres. Así, sus máscaras ya no
rechazaban la mirada masculina sino que les asignaban identidades femeninas
estereotipadas. Wigman permanecía sola, sin máscara, opuesta a la dinámica de las
danzas enmascaradas anteriores como Ein Tanzmärchen (Un cuento de hadas, 1925)
y Totentanz (Danza de la muerte, 1926). En dichas danzas, la máscara había
permitido tanto a Wigman como a sus bailarinas desafiar la antítesis de lo masculino
y lo femenino, lo humano y lo demoníaco, lo vivo y lo muerto. Pero en Totenmal la
presencia desenmascarada de Wigman mediaba entre el coro de mujeres, el coro de
los vivos, y el coro de los hombres, el coro de los muertos. Su imagen
desenmascarada encarnaba así su condición próxima a lo suprahumano.
El liderazgo de Wigman, al igual que ocurría en Totentanz, se asoció con su
propio sacrificio. Durante la primera mitad de Totenmal ella dirigía a través del
ejemplo de la acción, confrontando a los espíritus de la muerte una y otra vez, a
pesar de que las otras mujeres huían. Pero en el punto álgido de la obra ella se
subordinaba al Demonio, la personificación de la guerra y, a partir de ahí, la fuerza
de su aquiescencia se convertía en un ejemplo a seguir para las demás mujeres. Por
primera vez desde la puesta en escena de Die sieben Tänze des Lebens (Las siete
danzas de la vida, 1921), Wigman exteriorizó el principio demoníaco bajo la forma
de un intérprete masculino. Al oponerse al demonio masculino, redefinía su
liderazgo como resistencia femenina puesto que su aparición sin máscara reforzaba
el nuevo género de su Führerschaft (liderazgo).
Siguiendo la tradición del festival, la producción de Totenmal tuvo lugar en un
vestíbulo especialmente diseñado para mil seiscientos espectadores y construido con
una generosa subvención de la ciudad de Múnich. Además, en la tradición del teatro
antiburgués, el espectáculo presentaba un grupo de intérpretes, aproximadamente
cien en total, repartidos entre los coros de voz y de movimiento. El guión de Talhoff
se interpretó a medias entre el discurso hablado y cantado, una especie de cántico
que empleaba técnicas variadas para el control de la respiración. Algunos de los que
hablaban se ocultaban en cabinas alrededor del auditorio. Durante los interludios de
la acción, estas voces, aparentemente invisibles, leían cartas de los soldados muertos
en la guerra. El programa informaba a los espectadores de que estas cartas fueron
tomadas de colecciones reales publicadas en Alemania, Francia e Inglaterra. El resto
de oradores se dividían en dos grupos sobre plataformas situadas a ambos lados del
escenario. Acompañando al coro de voz había una orquesta de percusión (dirigida
por Talhoff) así como un órgano de color que coordinaba el sonido y los efectos de
luces.
El espectáculo se dividía en ocho secciones[1]. En la primera, Raum des Rufs
(Espacio de convocatoria), las mujeres entraban por una rampa desde el foso de la
orquesta hacia la plataforma central y se detenían una a una bajo el foco de luz. Cada
bailarina asumía una actitud física concreta correspondiente a su máscara. Las
máscaras estaban individualizadas, aunque estereotipadas, sugiriendo las etapas de
la vida de una mujer desde la juventud hasta la vejez. Una vez que todas las mujeres
se reunían en la plataforma, Wigman las dirigía y las agrupaba. Fundidas en una
masa anónima, resaltaban la extraordinaria calidad de la coreógrafa. De repente, los
espíritus aparecían en una plataforma al fondo del escenario asustando a las mujeres.
Según las acotaciones escénicas, todas ellas huían excepto Wigman.
E n Totenmal la oposición entre feminidad y masculinidad corresponde a la
oposición entre la vida y la muerte o, en términos de movimiento, entre la movilidad
y la inmovilidad, la animación y el estatismo. Las máscaras de las mujeres y los
estilos de movimiento son individualizados (aunque estereotipados), sin embargo,
los trajes de los hombres son exactamente iguales, sus máscaras casi idénticas y se
mueven al unísono con una calidad uniforme. Según las acotaciones escénicas: “[Los
hombres] llevan coturnos. Sus gestos son taquigráficamente monótonos. Cada
personaje de espíritu realiza incansables repeticiones del mismo movimiento
asignado” (Talhoff, 1930a: 62). La danza de Wigman media entre la oposición de la
vida y la muerte y la feminidad y la masculinidad. Su actuación acoge los extremos
de movilidad e inmovilidad y engloba una gama mucho más amplia de las
cualidades del movimiento que cualquiera de los dos coros masculino o femenino.
Las secciones posteriores repetían e intensificaban la acción fundamental de la
primera sección: una y otra vez las mujeres se encontraban a los espíritus y todas,
excepto Wigman, huían. Durante los interludios de la acción las voces de los
soldados muertos en la guerra resonaban en el espacio, cada una de sus cartas
puntualizada por todo el recital del coro. “De aquel que cayó en Flandes… De aquel
que cayó en Ypres… De aquel que cayó en Arrás.” (Talhoff, 1930b: 24).
La líder asumía su misión en Raum der Vergessenheit (Espacio del olvido). Al
principio, Wigman bailaba sola, flanqueada por el grupo de mujeres. Al final, se
unían a ella magnificando su invocación a la muerte. Pero tan pronto como el coro
de espíritus reaparecía, las mujeres volvían a huir. La coreógrafa se quedaba y
continuaba su intento de dar vida al coro de espíritus, pero la oscuridad ocultaba
rápido su figura y evocaba las voces invisibles de los soldados caídos.
En Raum der Bannung (Espacio de la conjura) la coreógrafa renovaba su intento
de evocar a los muertos. Las acotaciones describen su danza como “la lucha entre el
espacio y la figura, entre el espacio-luz y el movimiento de evocación” (Talhoff,
1930a: 45). Al final, la líder del coro imitaba su gesto y parecía como si Wigman
hubiera logrado por fin despertar a los muertos. Sin embargo, su éxito era ilusorio;
el coro de espíritus daba la espalda a la pareja y la figura del demonio aparecía de
repente y saltaba entre ambos. La sección finalizaba con una escena del Demonio
amenazando a Wigman y en este punto su liderazgo cambia desde la confrontación
activa contra los espíritus hacia el padecimiento de su derrota.
La coreógrafa hacía un último esfuerzo para llamar a los espíritus de vuelta a la
vida en Raum des Gegenrufs (Espacio del eco). Al principio sus pasos eran
reverentes, después agitados. Al final, los espíritus se ponían en marcha y ella se
retiraba a las sombras mientras su fuerza vital era consumida por la vuelta de éstos a
la vida. Según las acotaciones, el coro de la muerte pataleaba al unísono y el ritmo
de sus zapatazos estaba sincronizado con las voces del coro de voz. En un grito
repentino, llegaba la oscuridad interrumpiendo la danza de los espíritus. Wigman
resucitaba y bailaba, primero reuniendo reservas de energía, luego despierta y
finalmente giraba sobre sí misma hasta el agotamiento. Caía hacia un lado mientras
los espíritus corrían hacia adelante agitando sus pesados vestidos como si de
banderas se tratase. Los movimientos rítmicos de los espíritus sincronizaban con las
voces del coro de voz que, a su vez, acusaba a los espectadores de haber olvidado a
la muerte. Era entonces cuando los espíritus se retiraban a su formación original.
Wigman respondía con su danza de la tristeza mediante movimientos casi
desprovistos de energía. Se levantaba y se ponía de pie en forma de cruz, después se
desmoronaba deshaciendo la postura y se tendía en el suelo como si estuviese
muerta. Al igual que en la temprana Danza de la muerte, su liderazgo se identificaba
con el sacrificio y la cruz la asociaba con el liderazgo sacrificial de Cristo.
Prolongando esta asociación religiosa, la última sección, Raum der Andacht,
cambiaba el modo de presentación y se centraba en imágenes de luz y sonido. Las
voces, alternativamente, anunciaban un nuevo comienzo a través del poder del amor
de Dios y maldecían la capacidad de destrucción de la guerra y la incapacidad del
hombre para romper el ciclo vicioso del odio. Al final, la fe triunfaba por encima de
la desesperación. Un periodista americano describía el “crescendo emocional” del
final: “Los órganos de luz cambiaron de tenues a intensos, colores fuertes, el canto
aumentó de volumen, los platillos chocaban entre sí, el órgano resonaba con
estruendo y las plañideras [el coro de voz] se erguían con los brazos en alto en señal
de victoria y de fe. Una audiencia agotada emocionalmente se quedaba pasmada a
sus pies.”[2]
¿Por qué al final no se pueden unir los vivos con los muertos, el coro femenino
con el coro masculino? Analizados por separado, el guión y la puesta en escena
sugieren un solapamiento y respuestas contradictorias. Pero cuando se analiza uno
después de otro se proyecta una estrategia ideológica coherente, una retrospectiva
que se revela como protofascista.
La coreografía propone un intercambio de energías entre la coreógrafa y el coro
de los soldados caídos. Wigman gasta su propia energía vital intentando evocar a los
muertos y devolverlos a la vida. La dualidad del movimiento y la inmovilidad, lo
animado y lo estático, dominaban el mundo de la danza. Dentro de este mundo de lo
inanimado era necesario extinguir lo animado. De ahí que pareciera una barrera
cinestética entre los vivos y los muertos, el coro masculino y el femenino.
La puesta en escena está revestida por esta barrera cinestética de relevancia
religiosa. Puesto que las imágenes de danza dan paso a imágenes de luz y sonido, la
acción sugiere la fusión de lo vivo y lo muerto, no en la realidad sino en la
imaginación. Esta unión imaginada es análoga al ritual de la comunión cristiana, en
la unión del creyente con Cristo. Esa danza final de Wigman representa la imagen de
una cruz que enfatiza la relevancia religiosa de la acción.
El diseño cinestésico de la producción y la religiosidad manifiesta da cuenta de la
intención declarada de Talhoff de crear “una alternativa … al teatro político”. Pero
el guión contradice la puesta en escena y apunta no a un teatro sobre política sino a
un teatro de política ambivalente. Jugando a lo que el historiador George Mosse
(1979) ha denominado “el culto al soldado caído”, el guión confundía el militarismo
y el pacifismo.
El coro de voz sugería que Wigman fallaba en su intento por devolver la vida a los
soldados caídos porque la comunidad viva de espectadores no recordaba
suficientemente a los muertos. En este sentido, el texto reforzaba la retórica
nacionalista que acusaba a la retaguardia de dar “puñaladas por la espalda” a los
soldados que estaban ubicados en el frente, y llamaba a la nación a tomar de nuevo
las armas para expiar y vengar la derrota. El juego de palabras del título subraya esta
implicación ya que en Totenmal están implícitas las connotaciones de Denkmal
(monumento o monumento conmemorativo) y Kainsmal (la marca de Caín, es decir,
un símbolo de la culpabilidad).
Pero los socialistas también explotaron el impacto emocional de la memoria de
los caídos en la guerra e invirtiendo la retórica nacionalista, evocaban la imagen del
soldado caído como un aviso contra los riesgos del militarismo futuro. El guión
coincidía con este programa pacifista e incluía así cartas escritas por soldados de
todas las naciones –no solo soldados alemanes– asesinados en la Primera Guerra
Mundial.
La confusión entre militarismo y pacifismo en el guión se ocultaba bajo la
personificación de la guerra en la figura del Demonio. Bajo la forma humana, la
guerra parecía más un fenómeno natural que un hecho sociopolítico. Como la barrera
cinestésica entre la vida y la muerte, la guerra se convierte en un hecho más allá del
control humano y de la toma de decisiones de los hombres. Desde esta perspectiva,
la distinción entre el militarismo y el pacifismo es irrelevante.
Los testimonios indican que la mayoría de los espectadores contemporáneos
consideraban Tontenmal como un alegato pacifista. Esta era la opinión de los
espectadores y participantes entrevistados décadas después, quienes recordaban
especialmente las voces evocadoras leyendo las cartas de los soldados.
Supuestamente, estas “voces invisibles” provocaban una gran impresión en muchos
otros espectadores que probablemente no había entendido el guión cantado ni
reconocido el apoyo encubierto al militarismo. (Sin embargo, el texto estaba
disponible a la venta traducido al inglés y al francés, además de la versión original
en alemán.) Por supuesto, el crítico del Völkischer Beobachter, medio oficial del
Partido Nazi, interpretó la producción como una declaración de apoyo al pacifismo:
“Talhoff [sic] no parece ser judío […] pero el hecho de que su pieza esté dedicada a
todos los soldados caídos en la Guerra Mundial solo demuestra su orientación
internacional-pacifista.” (anónimo, 1929). Solo unos pocos espectadores fueron tan
perceptivos como Ernst Iros quien escribió en Die neue Zeit: “La aparentemente
clara y concisa progresión de la acción es confusa porque lleva a todas partes, tanto a
afirmar la guerra como a negarla. No está por encima de la política, como cree
Talhoff, sino que es deficiente y especulativa.” (Iros, 1930: 12).
La ambivalencia política de Totenmal adquiere un significado particular en el
contexto del desarrollo de la política contemporánea. 1930 fue un año de crisis para
la República de Weimar. Bajo la presión de una alta tasa de desempleo y un colapso
económico mundial, se vino abajo la precaria coalición de los Social-Demócratas y
los conservadores que habían gobernado durante los años veinte. El faccionalismo
político dio paso al extremismo. En marzo el gabinete de coalición dimitió y en
septiembre los nazis lograron su primera victoria en las urnas. Por tanto, durante el
verano que Totenmal se representó en Múnich estalló una batalla electoral entre
socialistas y nacionalistas. Contra este panorama, la dualidad política hacia el
militarismo y el pacifismo de la obra, proyectaba el deseo de la clase media de no
tener que elegir entre la extrema izquierda y la extrema derecha. Los espectadores
que anhelaban una “vía intermedia” entre el nacionalismo y el socialismo, también
deseaban un “teatro por encima de la política”, Totenmal parecía satisfacer ambas
posturas. La puesta en escena del monumento a los caídos ocultaba su política
contradictoria encubriendo la necesidad de elegir. El protofascismo del espectáculo
residía en su estrategia de ocultar un teatro excesivamente politizado tras un aura
apolítica.
Der Grüne Tisch (La mesa verde) de Kurt Jooss, estrenada en 1932, establecía una
comparación reveladora con Totenmal. Al igual que en la colaboración de Wigman
con Talhoff, el trabajo de Jooss ponía en escena la danza de la muerte empleando
máscaras. Pero el parecido terminaba ahí. En contraste con Totenmal, que se oponía
a las convenciones del teatro burgués, Der Grüne Tisch abrazaba para la “danza
teatro” (Tanztheatre) las posibilidades que le brindaba el teatro de la ópera. Con
música de Fritz Cohen y vestuario de Hein Heckroth, la producción seleccionó
bailarines de la Essen Opera donde Jooss había trabajado como director del ballet.
Aunque originalmente fue estudiante de Laban, Jooss no estaba muy interesado en
la estructura del coro de movimiento; más bien creía en la síntesis de la danza
moderna y el ballet. En 1927 escribió:
“Las aventuras creativas del expresionismo están detrás de nosotros, además de los gritos convulsos del
primer jazz, los tonos primitivos de la poesía expresionista y el libre –a su manera bárbara– Ausdruckstanz.
Vivimos en un momento en el que se está redescubriendo la forma artística […] Un compromiso creativo
entre la expresión personal libre y el cumplimiento formal de un objetivo, el de las leyes intelectuales en
desarrollo.” (Markard, 1985: 15).
En la Essen Opera, Jooss fue responsable de coreografiar operetas e interludios y
también de crear trabajos independientes como Der Grüne Tisch. En relación al
Segundo Congreso de Bailarines, afirmó:
“Hoy en día, las posibilidades económicas para la práctica de la danza a una mayor escala solo existen en
los teatros de la ópera y, en menor grado, en los teatros. La danza mundial actual debe por tanto tener en
cuenta dos aspectos fundamentales: por un lado, satisfacer las necesidades del teatro, y, al mismo tiempo,
trabajar sin cesar […] en la idea general de la danza teatro.” (Markard, 1985: 17).
Der Grüne Tisch se alejaba de Totenmal, no solo en su adherencia a las
convenciones del teatro burgués, sino también en su alineación inequívoca con la
política de izquierdas. Aunque el protofascismo de Totenmal se ve claro solo en
retrospectiva, la afiliación política de Der Grüne Tisch fue más evidente en 1932 que
en décadas posteriores, cuando su poder de generalización y su supervivencia en el
repertorio hicieron que soportara múltiples interpretaciones. Creada durante el
último año de la República de Weimar, la producción apoyaba la política progresista
a través de un dispositivo estructural simple: la yuxtaposición de secciones
enmarcadas y secciones que enmarcan. Mientras las secciones enmarcadas [framed
sections] asocian la danza de la muerte con la guerra, las secciones que enmarcan
[framing sections] asignan la responsabilidad de la danza de la guerra a los
Caballeros de Negro y al Especulador[3].
La danza tradicional de la muerte existe más allá de coordenadas cronológicas y
geográficas. Tal y como muestran unos frescos del siglo XV en los muros de una
iglesia en Lübeck, conocido como el Lübecker Totentanz (La danza de la muerte de
Lübeck) –y una de las fuentes de trabajo de Jooss–, la personificación de la muerte
habita en un lugar generalizado, símbolo de todos los tiempos y lugares. Dentro de
este mundo-espacio simbólico conduce a representantes de todos los estratos
sociales –mendigo, campesino, obispo, rey– a su fin. Revisando esta concepción
tradicional, Jooss localizó la danza de la muerte en el campo de batalla. Dentro de
las secciones enmarcadas, la Muerte convoca a sus víctimas: jóvenes soldados y su
líder idealista, una mujer anciana, una chica joven y una mujer revolucionaria. La
acción sugiere que la guerra destruye no solo a aquellos quienes van a luchar, sino
también a todos los que se quedan en casa esperando a sus seres queridos.
Los Caballeros de Negro, enmascarados y con esmoquin, aparecían al inicio y al
cierre de cada sección, y enmarcaban el resto de la acción con sus deliberaciones en
torno a una gran mesa verde. Aunque gesticulan en desacuerdo, su disputa va
revelando sus pactos, repitiendo exactamente los mismos pasos al principio y al
final. La lógica de la secuencia presenta su discusión ritualizada como la causa
continua de guerra. Ajenos a la destrucción causada por la danza de la muerte,
continúan con sus maquinaciones.
¿Quiénes son los Caballeros de Negro? Esta es una cuestión clave para la
interpretación política de la obra. En el período de posguerra Jooss insistía en la
ambigüedad de sus identidades. En una entrevista realizada en 1976, el coreógrafo
apuntaba que representaban a “todos los poderes que se pueden alcanzar en una
guerra, y que al final, mediante sus conspiraciones, causan el conflicto”. Y añadía:
“Yo no sabía y todavía no sé quiénes son ‘Los Caballeros de Negro’, no creo que
sean diplomáticos. Debe de haber uno o dos diplomáticos entre ellos” (Markard,
1985: 49).
El hecho de que la coreografía dejara abierta a interpretación la identidad ambigua
de los Caballeros de Negro ha llevado a múltiples explicaciones de la obra. Cuando
la compañía de Jooss, en el exilio, llevaba de gira la obra durante los años de la
Segunda Guerra Mundial, las bailarinas enmascaradas se veían, en gran medida,
como líderes nazis. Cuando el Joffrey Ballet revivió el ballet en 1976, se asociaron
con la “compleja industria militar” americana responsable de la Guerra de Vietnam.
En otras palabras, las generaciones sucesivas de espectadores han identificado a los
Caballeros de Negro en términos de las sucesivas élites de poder. De este modo, Der
Grüne Tisch ha permanecido en el repertorio con su mensaje siempre de actualidad.
La obra tuvo una especial relevancia en el contexto de 1932, ya entonces los
espectadores vieron claramente la alineación de Jooss con la política izquierdista.
Tal y como el coreógrafo apuntó posteriormente, la obra bebía de dos fuentes: su
visión de la Lübecker Totentanz y su lectura de la revista de izquierdas Die
Weltbühne, en la que se publicaba la sátira política de Kurt Tucholsky. Jooss
recordaba una frase recurrente en los escritos de Tucholsky: “‘No lo creas, no creas
todas estas conversaciones de paz. Todo es basura, todo es falso; están preparando
secretamente una nueva guerra’. Él tenía verdaderos secretos que podían probar que
tenía razón.” (Markard, 1985: 49). Según Tucholsky y otros intelectuales de
izquierdas vinculados con Die Weltbühne , cierta coalición de empresarios y
conservadores ejercían el poder real en el gobierno de Weimar, igual que lo habían
hecho durante el Imperio Alemán de Guillermo II. Capitalismo y militarismo
estaban aliados.
La coreografía apoyaba la tesis de una alianza entre el capitalismo y militarismo
dibujando una conexión entre los Caballeros de Negro y la figura del Especulador. A
través de las secciones enmarcadas, el Especulador merodeaba como si fuera la
presencia de un demonio, presidiendo el burdel, robando de los cuerpos de los
soldados caídos, beneficiándose de la alteración social y la matanza de la guerra. De
manera significativa, el Especulador es el único personaje dentro de las secciones
enmarcadas que escapa de la Muerte, cayendo al suelo y rodando fuera del escenario
justo antes del apagón que precede a la reaparición de los Caballeros de Negro. Tal y
como ha señalado Marcia Siegel, aunque la cualidad de movimiento del Especulador
–la manera en que “se encoge, busca, se esconde”– contrasta con el movimiento de
la Muerte –“imponente, contenido, directo y fuerte”–, comparte el modo evasivo de
los Caballeros de Negro (Siegel, 1989: 20). Dentro de las secciones enmarcadas, el
Especulador representa el funcionamiento del capitalismo empresarial, por lo que
funciona como el sustituto de los Caballeros. Sus acciones muestran el alcance del
capitalismo en el día a día.
Dado el talante de los políticos de izquierdas en los años próximos a la República
de Weimar, tal lectura de Der Grüne Tisch era inevitable. Los nazis interpretaron
correctamente las inclinaciones izquierdistas de Jooss y cuando llegaron al poder
hostigaron al coreógrafo. El gobierno municipal de Essen destituyó a Fritz Cohen y a
otros tantos judíos miembros de la compañía y apareció un artículo en el periódico
local tildando a Jooss de “‘Moisés’ bailarín del templo”. El ataque decía en parte:
“En la nueva Alemania el artista tiene la maldita obligación de ejercer disciplina
espiritual y nacional debido a su misión pública. Si no puede hacerlo, debe
abandonar la feria del arte alemán y exponer sus creaciones donde encuentre almas
gemelas ¡espiritual y racialmente!” (Markard, 1985: 51). Jooss captó la indirecta y,
junto con los miembros de su compañía, escapó cruzando la frontera hacia Holanda.
Al día siguiente la Gestapo local llegó a su casa con una orden judicial de arresto. La
compañía se exilió a Inglaterra y el coreógrafo no volvió a Alemania hasta 1949.
Traducción: © Zara Rodríguez Prieto 2013
Notas
Mi reconstrucción deriva del guión publicado de Talhoff (1930a y b), de una copia del guión de Wigman
(disponible en la Academia de Artes de Berlín) y de una breve película muda. La película original está
disponible en la Federal Film Archive de Koblenz; se incluye un extracto sustancial en el documental de
Snyder y Macdonald Mary Wigman, 1886-1973: “Where the Fire Dances between the Two Poles”.
[1]
[2]
Ripley: “Music and the Dance”, NYPL-DC.
Este análisis está basado en la visualización de la obra representada y en el vídeo Dance in America
producido por Joffrey en 1982.
[3]
Bibliografía
Iros, E.: “Uraufführung von Albert Talhoff´s Totenmal,” Die neue Zeit 12, 1930.
Markard, A. y H. (eds.): Jooss, Ballett-Bühnen-Verlag, Colonia, 1985.
Mosse, G: “National Cemeteries and National Revival: the Cult of the Fallen Soldier in Germany”, Journal of
Contemporary History 14, 1: 1-20, 1979.
Siegel, M.: “The green table – sources of a classic”, Dance Research Journal 21, 1, 1989.
Talhoff, A.: Totenmal: Dramatisch-chorische Vision für Wort, Tanz, Licht , Deutsche Verlags-Anstalt, Stuttgart,
1930a.
— The Call of the Death, Deutsche Verlags-Anstalt, Stuttgart, 1930b.
Wigman, M.: The language of Dance, Middletown, Connecticut, Estados Unidos, 1966. Traductor: W. Sorrell.
(El lenguaje de la danza, Ediciones del Aguazul, Barcelona, 2002. Trad. Carlos Murias Vila).
Texto publicado en inglés, «Dances of the Death: Germany before Hitler», en el libro de Susan Manning:
Ecstasy and the demon: Feminism and Nationalism in the Dances of Mary Wigman, University of California
Press, Berkeley 1993; y posteriormente en Alexandra Carter (ed.): The Routledge Dance Studies Reader,
Nueva York, 1998.
© Susan Manning 1993
Susan Manning. Profesora de Literatura, Teatro y Performance Studies en la Universidad de Northwestern
(Estados Unidos). Autora de: Ecstasy and the Demon: The Dances of Mary Wigman (1993/2006) y Modern
Dance, Negro Dance: Race in Motion (2004). Comisaria de Danses noires/blanche Amerique (2008) y coeditora de New German Dance Studies (2012).
TERPSÍCORE EN ZAPATILLAS DE DEPORTE:
INTRODUCCIÓN
Sally Banes
Cuando Yvonne Rainer comenzó en los años sesenta a emplear el término
“postmoderno” para definir el trabajo que ella y sus coetáneos estaban realizando en
Judson Church y otros espacios, lo hizo en sentido cronológico. Su generación
sucedía a la danza moderna, término que en su origen incluía a prácticamente toda
danza-teatro que partía del ballet o del arte popular, pero que al final de los años
cincuenta había definido su estilo y su teoría emergiendo como un género
coreográfico específico basado en el empleo de movimientos estilizados y
estructuras muy claras (tema y variaciones, ABA, etc.), y cuyo propósito era
transmitir emociones y mensajes sociales. La composición coreográfica se apoyaba
en elementos expresivos tomados del teatro tales como la música, el atrezo, la
iluminación y el vestuario. Las aspiraciones de la danza moderna, anti-académica
por antonomasia, compaginaban lo primitivo y lo moderno. Gravedad, disonancia y
una potente horizontalidad del cuerpo fueron herramientas para describir la
estridencia de la vida moderna, y al mismo tiempo que los coreógrafos miraban al
futuro, fundían su mirada en las danzas rituales de culturas no occidentales[1]. Si
bien los coreógrafos postmodernos eran especialmente conscientes de su papel
opositor a la danza moderna, estaban profundamente sensibilizados con la crisis
histórica que, al igual que el resto de disciplinas, atravesaba la danza, y se sentían a
la vez portadores y críticos de dos tradiciones divididas de danza. Por un lado, la
danza moderna, un fenómeno exclusivo del siglo XX, y por otro, el ballet, la danse
d’école, que establece desde el Renacimiento sus cánones sobre belleza, gracia,
armonía, y que se apoya en la poderosa verticalidad del cuerpo. Yvonne Rainer,
Simone Forti, Steve Paxton y otros coreógrafos postmodernos de los sesenta no
estaban unidos en términos estéticos, más bien les unía un acercamiento radical al
concepto de coreografía y un deseo de reformular el lenguaje de la danza.
A comienzos de la década de los setenta comienza a emerger un nuevo estilo con
sus propios cánones estéticos. En 1975 Michael Kirby publicó en The Drama Review
un artículo dedicado a la danza postmoderna –una de las primeras veces que se
empleó por escrito el término– donde propuso una definición del nuevo género:
“En la danza postmoderna, el coreógrafo no se preocupa por los aspectos visuales de la obra. El interés
radica en el interior: el movimiento no se elige por sus características, sino por el resultado de ciertas
decisiones, objetivos, planes, esquemas, reglas, conceptos o problemas. Es válido cualquier movimiento
que ocurra durante la actuación, siempre que se rija por principios de límite y control.” (Kirby, 1975: 3).
Según Kirby, la danza postmoderna rechaza la musicalidad, el significado, la
caracterización, el humor y la ambientación, y hace uso del vestuario, la iluminación
y los objetos en términos puramente funcionales. En la actualidad, la definición de
Kirby parece demasiado limitada y se refiere solo a una de las diferentes etapas –
danza postmoderna analítica– del desarrollo de la danza postmoderna que voy a
trazar en este texto.
El término “postmoderno” tiene un significado diferente para cada disciplina
artística y para la cultura en general. En 1975, el mismo año del artículo sobre danza
postmoderna en The Drama Review, Charles Jencks lo utilizó para referirse a una
nueva tendencia que había irrumpido en el campo de la arquitectura a comienzos de
los sesenta. Según Jencks, el postmodernismo en arquitectura tiene un doble código
estético: por un lado apela a lo popular, y por otro, a la concepción esotérica que
muchos eruditos tienen de la historia (Jencks, 1977). En el ámbito de la danza de la
época, quizá solo Twyla Tharp podría encajar en esa definición, pero su trabajo no
era, por lo general, considerado danza postmoderna. (Mucha “nueva danza” de los
ochenta podría entrar también en esa definición, pero en este momento resultaría
revisionista llamar postmoderna solo a la danza de los ochenta, ya que, es más bien
postmodernista […]). En el ámbito de las artes visuales y el teatro, algunos críticos
han empleado el término para referirse a obras que son copias o comentarios de una
pieza anterior, lo cual supone un desafío a los valores de originalidad, autenticidad y
maestría, y deriva en las teorías de Derrida sobre el simulacro. Esta idea es afín a
algunas coreografías postmodernas, pero no a todas.
En danza, el término “postmoderno” crea una problemática más compleja, ya que
la danza moderna histórica nunca fue realmente moderna y, a menudo, ha sido
precisamente en el ámbito de la danza postmoderna donde se plantearon las
cuestiones que definieron la modernidad en otras artes: el reconocimiento de los
medios materiales, la revelación de las cualidades esenciales de la danza, la
separación de elementos formales, la abstracción de las formas y la eliminación de
referencias externas relacionadas con el sujeto. Por lo tanto, en muchos aspectos, la
danza postmoderna funciona como arte moderno, pero se denominó post en sentido
cronológico y, tal y como sucedió con el post-modernismo en otras artes, se opuso a
la danza moderna. Entonces, dado que moderno en danza no implica una estética
moderna, oponerse a la danza moderna no supone en absoluto oponerse a los
criterios del arte contemporáneo, sino más bien todo lo contrario. La danza analítica
postmoderna de los setenta trató de forma explícita las preocupaciones del arte
contemporáneo, y en muchas ocasiones trabajó en colaboración con el arte visual
contemporáneo por antonomasia, la escultura minimalista[2]. Por otro lado, algunos
aspectos de la danza postmoderna conectan con ciertas características postmodernas
presentes en otras artes: el pastiche, la ironía, el juego, las referencias históricas, el
uso de material vernáculo, la evolución de las culturas, el interés por el proceso más
que por el resultado, la búsqueda de una nueva relación entre el artista y el público, y
la ruptura de los límites entre disciplinas artísticas y entre el arte y la vida[3].
Algunas de las propuestas coreográficas de los ochenta se han posicionado incluso
más cerca de las inquietudes y la técnica, en especial la del pastiche, del
postmodernismo en otras disciplinas. No merece la pena la confusión que produciría
ser escrupulosos y denominar postmoderna a la danza postmoderna de los sesenta y
los setenta, y postmodernista a la nueva danza de los ochenta. Yendo aún más lejos,
considero que la danza vanguardista durante las tres décadas es unitaria y puede
abarcarse con un solo término, y continúo recomendando el vocablo “postmoderno”.
No obstante, el uso de la palabra merece otra salvedad: si bien fue una coreógrafa
quien la empleó por primera vez en el ámbito de la danza, en la actualidad muchos
críticos y coreógrafos piensan que resulta restringida e inexacta, y algunos escritores
la utilizan de forma tan imprecisa que puede significar todo o nada. En cualquier
caso, dado que el término se ha empleado pródigamente durante casi una década,
considero que más que evitarlo, debemos definirlo y utilizarlo de forma
discriminada.
Los años sesenta: danza postmoderna disidente
Los primeros coreógrafos postmodernos asumieron la tarea de purgar y corregir
las promesas que la danza moderna había dejado incumplidas en lo referente al uso
del cuerpo y a la función social y artística del arte coreográfico. Más que liberar al
cuerpo y hacer la danza accesible incluso a niños pequeños, o plantear un cambio
social y espiritual, la danza moderna había evolucionado hacia una forma artística
esotérica dirigida a una élite y estaba más alejada de la gente de la calle que el
ballet. Su léxico corporal se había anquilosado en un vocabulario estilizado, las
coreografías se habían abotagado con significados literarios, dramáticos y
emocionales, y en muchas ocasiones la estructura jerárquica de las compañías no
permitía a los coreógrafos jóvenes entrar en el gremio implícito de los maestros.
Por razones obvias, el ballet no podía ser una alternativa a la danza moderna, por
lo tanto, había que crear algo nuevo. Aunque Merce Cunningham rompió de forma
radical con la danza moderna clásica, su obra conservaba ciertas restricciones
técnicas y contextuales: su vocabulario continuó siendo especializado y técnico, y
casi todas sus piezas se presentaban en teatros. Cunningham es una figura que
permanece en el límite entre la danza moderna y la danza postmoderna. Su estilo de
movimiento, vertical y vigoroso, y el empleo del azar –que secciona tanto los
elementos escénicos, el tiempo y las partes del cuerpo, como el significado de la
danza– configura una imagen física del intelecto moderno. El énfasis en los aspectos
formales de la coreografía, en la separación de la escenografía y la música de la
danza, y en el cuerpo como el medio sensual de la forma artística, lo sitúan como un
artista contemporáneo. Sus piezas y las teorías de John Cage, su colaborador
habitual, constituyen un punto de partida o de ruptura para muchas de las ideas y
acciones de los coreó-grafos postmodernos. En cierto sentido, Cunningham rompió
con la danza moderna sintetizándola con ciertos aspectos del ballet, y la generación
que le sucedió rechazó de lleno esa síntesis[4].
Rompiendo las reglas de la danza moderna e incluso de la vanguardia de los
cincuenta (que incluye no solo a Cunningham, sino también a artistas como Ann
Halprin, James Wearing, Merle Marsicano, Aileen Passloff, y otros) [5], los
coreógrafos postmodernos encontraron nuevas formas de situar el lenguaje de la
danza por encima de su significado. Su programa se ajustó muy bien a la tendencia
cultural que Susan Sontag reflejó en Against
Interpretation (Contra la
interpretación), un libro que reunía ensayos escritos entre 1962 y 1965. En el texto
que da el título al libro, Sontag reclama un arte –y una crítica– transparente, que no
“signifique” sino que ilumine una vía abierta a la experiencia.
“Lo que ahora importa es recuperar nuestros sentidos. Debemos aprender a ver más, a oír más, a sentir más.
Nuestra misión no consiste en percibir en una obra de arte la mayor cantidad posible de contenido, y menos
aún en exprimir de la obra de arte un contenido mayor que el ya existente. […] La función de la crítica
debiera consistir en mostrar cómo es lo que es, inclusive qué es lo que es y no en mostrar qué significa.”
(Sontag, 1966: 14).
Los primeros coreógrafos postmodernos no centraron sus piezas en un análisis
frío de las formas, sino en la investigación del propio lenguaje coreográfico. La
danza postmoderna cuestionó la naturaleza, la historia, la función y la estructura de
la danza, e impuso un espíritu de permisividad y rebelión desinhibida que presagiaba
la agitación política y cultural de finales de los sesenta. Las piezas de la primera
generación de coreógrafos mostraron que estos no se desvinculaban únicamente de
la danza moderna con sus mitos, héroes y metáforas psicológicas, sino también de la
elegancia del ballet e incluso de otras influencias más cercanas a la danza
postmoderna. El periodo disidente abarcó aproximadamente de 1960 a 1973; durante
los ocho primeros años se vivió un estallido inicial de formas y definiciones, y
emergieron algunos de los temas principales del movimiento: las referencias a la
historia, el nuevo uso del tiempo, el espacio y el cuerpo, y las dificultades para
definir la danza.
El primero de ellos suponía en cierto modo una manera de mirar atrás, de
reconocer la herencia que ellos mismos habían decidido repudiar. Algunas piezas
establecían un diálogo con su propia historia por medio de referencias a otras
tradiciones dancísticas, a menudo formuladas en términos irónicos, como el grito de
Yvonne Rainer inmersa en tul blanco en Three Seascapes (1962), o las instrucciones
de David Gordon sobre cómo hacer una exitosa pieza de danza moderna en Random
Breakfast (1963).
Otros artistas miraban al presente y al futuro, y a través de sus piezas se
preguntaban qué podía ser esta nueva danza: en Huddle (1961), de Simone Forti, los
intérpretes se turnaban durante diez minutos para arrastrarse sobre la cúpula de
cuerpos; For Carola (1963), de Elaine Summers, consistía en tumbarse muy
despacio; en Flat (1964), Steve Paxton se vestía y desvestía a cámara lenta y
quedaba congelado en la pausa en llamativas poses; y en Trío A (1966), Yvonne
Rainer creaba un catálogo de movimientos no modulados en un tiempo plano y no
teatral despojado del dinamismo del fraseo habitual preparación-clímaxrecuperación de la danza moderna y el ballet.
La experimentación con el espacio se llevó a cabo bien en la propia composición
de las piezas, incorporando detalles arquitectónicos en la coreografía o
experimentando con superficies alternativas al suelo, o trasladando la presentación
de las piezas a espacios alternativos al teatro como galerías de arte, lofts o iglesias.
Forti, que nunca perteneció al Judson Dance Theater, presentó sus dos primeras
obras, Roller y See-Saw (1960), en una galería, y Evening of Dance Constructions
(1961) en el loft de Yoko Ono en la calle Chambers; en esta pieza el público
caminaba alrededor de unas coreografías prácticamente estáticas, como si se tratase
de esculturas. Este empleo del espacio no solo suponía una ruptura con la danza
moderna, sino que los lugares escogidos por Forti desplazaban la práctica
coreográfica al espacio de las artes visuales y elevaban el estatus del coreógrafo al
de artista visual. Trisha Brown presentó su trabajo en el tejado de un gallinero y en
un aparcamiento, sus Equipment Pieces emplazaron a los bailarines a caminar sobre
fachadas de edificios, árboles y paredes. Los componentes del Judson Dance Theater
actuaron en el gimnasio y en el altar de la iglesia, también en una pista de patinaje
en Washington D.C. y en el diminuto Gramercy Arts Theater, cuyo escenario era tan
reducido que todas las coreografías se convirtieron en acciones mínimas. Paxton
presentó Afternoon (1963) en una granja en Nueva Jersey y actuó en 1965, junto a
Deborah Hay, en los jardines de un club de campo en Monticello (Nueva York). A
finales de los sesenta, muchos productores organizaron festivales de danza al aire
libre, y el impulso de actuar fuera del espacio escénico pasó de ser una elección
estética de los artistas a una estrategia de marketing de los productores. Al final de
la década, los museos y las galerías de arte se convirtieron en el lugar de
presentación más habitual para la danza postmoderna; lo cual fue posible en parte
porque durante los sesenta los artistas visuales comenzaron a presentar acciones o
vídeo-instalaciones en vez de crear objetos que colocar en las paredes o el suelo de
los museos. Por lo tanto, los eventos coreográficos encajaron muy bien, desde una
perspectiva tanto estética como práctica, en la programación de museos y festivales
de arte tanto en Europa como en Estados Unidos.
Las cuestiones sobre el cuerpo y su potente significado social se trataron de forma
frontal. El cuerpo se convirtió en el objeto de la danza y dejó de ser el instrumento
de metáforas expresivas. Las primeras piezas de danza post-moderna sometieron al
cuerpo, y a sus funciones y poderes, a un examen descarado. Una forma fue la
relajación, la pérdida de control que ha caracterizado la técnica de la danza
occidental. Los coreógrafos trabajaron de forma deliberada con intérpretes sin
formación en danza en busca de un cuerpo “natural”. Otra estrategia fue la liberación
de pura energía en piezas como Lateral Splay (1963), de Carolee Schneemann,
donde los bailarines se precipitaban a toda velocidad por el espacio hasta
encontrarse con un objeto o con otro cuerpo; o en los contact-improvisation
“violentos” (1961) de Brown, Forti y Dick Levine. También el uso del desnudo en
piezas como Word, Words (1963) de Rainer y Paxton, o Site (1964) y Waterman
Switch (1965) de Robert Morris. En algunas piezas se comía en escena, y en varias
obras de Paxton aparecían tubos hinchables que recordaban a conductos del aparato
digestivo. Meat Joy (1964) de Schneemann y el dueto “Love” en la pieza Terrain
(1963) de Yvonne Rainer, trataban de forma explícita sobre el imaginario sexual[6].
El problema de los primeros coreógrafos postmodernos para encontrar una
definición de danza giraba en torno a cuestiones relacionadas con el tiempo, el
espacio y el cuerpo, pero iba más allá, abarcando otras artes y reafirmando
proposiciones sobre la naturaleza de la danza. Juegos, deportes, concursos, el simple
hecho de andar y correr, los gestos implícitos al tocar un instrumento o dar una
conferencia, incluso el movimiento de una película o la acción mental del lenguaje,
eran considerados danza. Estos artistas presentaban sus piezas como coreografías, no
por su contenido, sino por su contexto, simplemente porque se enmarcaban como tal.
Esta apertura de los límites de la danza suponía una ruptura con la danza moderna
cualitativamente diferente a cuestiones sobre el tiempo, el espacio y el cuerpo. Estar
desnudo era más radical que ir descalzo, pero es una acción de la misma naturaleza.
Denominar danza a una pieza por la relación funcional con su contexto (más que por
su estructura interna de movimiento o contenido) suponía cambiar los términos de la
teoría coreográfica situándola junto a la teoría “institucional” del arte
contemporáneo[7].
La etapa transcurrida entre 1968 y 1973 fue un periodo de transición en el cual se
exploraron al menos tres nuevas cuestiones: la política, el compromiso del público y
la influencia no occidental. Muchas piezas trataron de forma abierta temas políticos,
ya expuestos de forma implícita en los primeros sesenta, en torno a participación,
democracia, cooperación y ecología. Al mismo tiempo que el teatro y la danza
aumentaron su compromiso político, los movimientos radicales de finales de los
sesenta –anti-belicismo, poder negro, feminismo, movimientos estudiantiles y
grupos gays– emplearon estrategias teatrales para escenificar su lucha. Algunos
coreógrafos movilizaron grupos numerosos en sus piezas. En 1970 Yvonne Rainer
presenta WAR, una versión de Trio A para el Judson Flag Show, y una protesta
callejera; su pieza Continuous Project-Altered Daily (1970), examina no solo las
fases y formas de la representación, sino también cuestiones de liderazgo y control.
Untitled Lecture, Beautiful Lecture, Audience performances (todas de 1968),
Intravenous Lecture (1970), Collaboration with Wintersoldier (1971) y Air (1973),
de Steve Paxton, eran piezas didácticas que hablaban de forma más o menos abierta
sobre la censura, la guerra, la intervención personal y la responsabilidad cívica. El
colectivo de improvisación Gran Union se crea en 1970 y al año siguiente presenta
una actuación benéfica para los Black Panthers; ese mismo año se crea un colectivo
de mujeres que trabaja la improvisación, Natural History of the American Dancer.
En 1972 Steven Paxton y otros artistas iniciaron la contact improvisation, una
técnica que trabaja la caída, el trabajo en dúo y las improvisaciones físicas; pero
también se trata de un lenguaje con connotaciones políticas y sociales implícitas y
que evoluciona como una red social alternativa. Las acciones de contact
improvisation parecen proyectar un estilo de vida que apoya propuestas basadas en
la confianza y la cooperación, además de un modelo posible de mundo donde la
improvisación representa la libertad y la capacidad de adaptación.
Si bien desde su origen la danza postmoderna se vio influenciada por formas no
occidentales y movimientos filosóficos a través de John Cage y el budismo zen, a
finales de los sesenta esta tendencia se pronunció aún más: muchos coreógrafos
sustituyeron los cursos de danza por clases de Tai Chi Chuan o Aikido; y otros,
como es el caso de Rainer, encontraron nuevas fuentes de narrativa en los drama
épicos y mitológicos de la India. La fascinación norteamericana por el Tercer
Mundo no solo se hizo eco en la danza postmoderna y en el renacer de la danza
negra, sino también en formas culturales diversas como las películas de kung-fu, los
cultos religiosos hindúes, las sectas políticas maoístas o la moda oriental y africana
en el vestir; todo ello refleja un cambio en las relaciones de poder con los países de
África y el Lejano Oriente, sin olvidar el impacto de la guerra de Vietnam. Estas
crisis políticas suscitaron conflictos entre valores occidentales y orientales tan
básicos como las actitudes hacia el espacio y el cuerpo. Las nuevas direcciones en un
cambio político generaron nuevos modelos para la composición coreográfica –por
ejemplo, la imagen de millones de chinos levantándose temprano para practicar Tai
Chi Chuan por cuestiones de salud y de espíritu comunitario–. Por razones históricas
y políticas complejas, la estética y la función social de la danza negra de los sesenta
divergió bruscamente del movimiento de la danza postmoderna, predominantemente
blanco. Aunque la danza africana se convirtió en una fuente de referencia importante
para los coreógrafos negros en los sesenta y setenta, los coreógrafos postmodernos
se sintieron más atraídos por las formas orientales.
1970: danza postmoderna analítica
Hacia 1973 emergen un amplio abanico de temas en torno a la danza postmoderna que dan inicio a una nueva fase de consolidación y análisis cimentada sobre
las cuestiones surgidas de los experimentos de los años sesenta. Había nacido un
nuevo estilo: un estilo reduccionista, fáctico, objetivo y pragmático; aquel al que se
refería Michael Kirby (1975). La danza se había desprendido de elementos
expresivos como la música, la iluminación, el vestuario, el atrezo, etc. Los
intérpretes vestían de forma casual –pantalón de chándal, camiseta o ropa de calle– y
bailaban en silencio en espacios luminosos. Los mecanismos estructurales de
repetición e inversión, los sistemas matemáticos, las formas geométricas, el
contraste y la comparación permitían el escrutinio del puro, y a menudo simple,
movimiento. Si bien las primeras piezas de danza postmoderna fueron polémicas por
su ofensiva teórica –un catálogo de diversas formas de rechazo a la entonces
predominante y constreñida definición de danza–, la danza postmoderna analítica
resulta programática por su empuje teórico. Esto significa que los coreógrafos
asumieron el compromiso de redefinir el concepto de danza a la luz de las polémicas
surgidas en los sesenta, y lo hicieron con una idea muy clara de cómo esa definición
debía reivindicarse: enfatizando la propia estructura coreográfica y situando en un
primer plano el movimiento per se. Su objetivo consistía en ubicar la atención del
público en la danza misma, por medio de piezas basadas en la estructura y el
movimiento, sin referencias ni efectos abiertamente expresivos o ilusionistas. Trio
A, pieza coreografiada por Yvonne Rainer en 1966, fue un ejemplo temprano de
danza analítica; otras piezas paradigmáticas fueron las Accummulation Pieces y
Structured Pieces de Trisha Brown, o Calico Mingling (1973), de Lucinda Childs,
compuesta para cuatro bailarines y basada en simples patrones de caminar hacia
delante y hacia atrás en frases de seis pasos que trazaban recorridos semicirculares o
lineales. Los solos de improvisación que Steve Paxton realiza en los setenta
continúan con la tendencia analítica ya presente en su investigación sobre la acción
de caminar iniciada en 1961 con Proxy.
La danza postmoderna analítica convierte el movimiento, desprovisto de
expresión personal, en objeto de la danza: el uso de marcadores, la referencia a
trabajos o actividades cotidianas y los comentarios verbales enfatizan ese matiz de
neutralidad. Las tareas eran una forma de producir un movimiento impersonal,
concentrado y real, orientado a un objetivo en un sentido inmediato. Todas estas
estrategias ya se habían empleado en los sesenta, pero en los setenta se convierten en
la tendencia predominante (aunque no exclusiva) y se organizan de forma cada vez
más programática. Algunos coreógrafos continuaron trabajando según códigos
postmodernos anteriores (Carolee Schneemann, por ejemplo, presentó acciones en
torno a temas relacionados con el cuerpo femenino) o evolucionaron hacia otras
disciplinas (como Deborah Hay o Yvonne Rainer, quien en los setenta saltó de la
danza al cine pasando por el arte de acción).
Las piezas analíticas prestaron atención al funcionamiento del cuerpo de un modo
casi científico; como ocurre, por ejemplo, con el movimiento muscular de Baty
Zamir cuando recorre sus esculturas aéreas; o con las presentaciones de contact
improvisation, donde es posible examinar la configuración de una suspensión o un
impulso. El enfoque anti-ilusionista requería que el público pudiera ver de cerca las
piezas y que se diera visibilidad a las unidades coreográficas más pequeñas,
desviando el énfasis de la frase al paso o al gesto. Los coreógrafos definieron un
nuevo virtuosismo, el heroísmo de lo cotidiano, que combinaba inteligencia física
con una puesta en escena muy sencilla. Según he observado, el estilo y el enfoque de
la danza postmoderna son afines a los valores de la escultura minimalista, y también
al legado de la era posterior al Watergate y a la crisis del petróleo en su voluntad de
desnudar los hechos y proteger los medios. Los niveles de energía en las piezas de
danza postmoderna son bajos, y una de las diferencias más claras respecto a la danza
moderna, el ballet o la danza negra, es el rechazo a la musicalidad y a la
organización rítmica. Los coreógrafos analíticos también prescindieron de
estructuras dramáticas, contraste y resolución; el cuerpo de sus bailarines se
mostraba relajado, lo cual no impedía que fueran cuerpos entrenados, aunque sin la
musculación del ballet y la danza moderna[8]. Las piezas de danza analítica
postmoderna situaban al espectador en el interior del proceso coreográfico, bien por
medio de la participación directa o de la desnudez de los dispositivos. Estas piezas
no pretendían tener un sentido expresivo –como el contenido psicológico o literario
de la danza moderna–, sin embargo, sí querían hacer visible el descubrimiento y la
comprensión de las formas y los procesos, y también el esfuerzo por ser objetivos, el
estilo pragmático, la actitud informal y serena, la sensación de “esto es lo que es”.
Por lo tanto, no eximían de significado a sus piezas, sino que éste constituía un
aspecto crucial de su trascendencia. En algunos aspectos, Grand Union se acerca al
primer periodo de la danza postmoderna al proponer una problemática más
imprecisa. No obstante, su trabajo se engloba dentro de la danza analítica porque
trata a menudo de revelar los medios de la representación: desde las estructuras
coreográficas al despliegue de la química psicológica entre los intérpretes. Grand
Unión desmitifica el teatro, al mismo tiempo que lo crea.
1970: La metáfora y lo metafísico
Si bien el estilo analítico dominó la danza postmoderna en los primeros años de la
década de los setenta, también surgieron otras tendencias inspiradas en distintas
fuentes. El aspecto espiritual del propio ascetismo que condujo a la desnudez del
movimiento condujo, en cierto modo, a la expresión devocional. El interés por la
danza no occidental trajo consigo la atracción por su función espiritual, religiosa,
sanadora y social en otras culturas. La disciplina de las artes marciales provocó una
nueva actitud metafísica. La experiencia de la vida en comunas inspiró formas
dancísticas que expresaban o estimulaban vínculos sociales. La danza se convirtió en
un vehículo de expresión espiritual como muestra el ejemplo de los solos que
Deborah Hay realizó en los setenta, los cuales incluían imágenes cósmicas que
recordaban a las danzas de los templos hindúes; o las Wonder Dances de Barbara
Dilley, que exploraban el movimiento meditativo y los momentos explosivos de
flujo estático, fruto del interés de la coreógrafa por el budismo tibetano. La danza
también se convirtió en vehículo de expresión comunitario con carácter espiritual:
las obras de teatro mítico de Meredith Monk, como por ejemplo Education of the
Girlchild, que planteaba el retrato de una tribu o familia de mujeres heroicas; las
piezas de Laura Dean y Andy deGroat, en especial las Spinning Dances que
recuerdan a las danzas sufís y se sitúan en un lugar intermedio entre las imágenes de
devoción privada y colectiva; o las Circle Dances, de Deborah Hay, que presentan al
espectador una especie de danza popular organizada según instrucciones para poder
bailar en cualquier ocasión. Los “rituales” de Ann Halprin tenían el propósito de
crear comunidades y de sanar física y psicológicamente, utilizaba técnicas parecidas
al Esalen por medio de las cuales guiaba grupos compuestos por bailarines y gente
sin formación en danza para que crearan sus propias composiciones coreográficas
bien individuales o colectivas. Kenneth King planteaba sus piezas como metáforas
de los sistemas tecnológicos de información y poder, y situaba la propia mente como
una categoría metafórica. Por ejemplo, The Telaxic Synapsulator (1974),
interpretada de forma simultánea a Radioac-Dance Spell (1978), incluía la lectura de
extractos del texto de Marie Curie “Radioactive Substances”, la proyección de
diapositivas que mostraban los efectos destructivos de la radiactividad, la
interpretación de unos bailarines emulando la descomposición de los elementos
químicos, y la presencia de una máquina sorprendente cuyas partes giraban y
brillaban. Dentro de esta categoría, muchos también sitúan el teatro de imágenes de
Robert Wilson, que a menudo incluía piezas de coreógrafos como Kenneth King,
Andy deGroat, Lucinda Childs y Jim Self.
La danza postmoderna metafórica incluye elementos teatrales –como el vestuario,
la iluminación, la música, el atrezo, los personajes y el humor– que habían quedado
excluidos por la corriente analítica; todo ello, unido a la creación de metáforas
expresivas y de representación, puede recordar a la danza moderna, pero al mismo
tiempo difiere de ella en cuestiones tan básicas e importantes, que parece más
apropiado situarla como una corriente de danza postmoderna. Estas piezas se apoyan
en técnicas y procesos postmodernos como la yuxtaposición radical, a menudo
emplean objetos y movimientos cotidianos, proponen nuevas relaciones entre el
intérprete y el espectador, articulan nuevas experiencias en torno al espacio, el
tiempo y el cuerpo, incorporan el cine y el lenguaje, emplean estructuras de quietud
y repetición y participan del mismo sistema de distribución en galerías, lofts y otros
espacios que se han convertido en el escenario de la danza postmoderna, y se
presenta a sí misma como tal.
Traducción: © Amparo Écija 2013
Notas
Para entender las estructuras tradicionales de la danza moderna, ver las tres “biblias” sobre el tema: Horst,
Louis: “Pre-Classic Dance Forms”, The Dance Observer, Nueva York, 1937 (reeditado en Dance Horizons,
1972); Horst, Louis and Russell, Carroll: Modern Dance Forms, Impulse Publications, San Francisco, 1961;
Humphrey, Doris: The Art of Making Dances, Rinehart, Nueva York, 1959 (reeditado en Grove Press, 1962).
[1]
Noëll Carroll desenmarañó con especial claridad algunas de estas cuestiones en su conferencia sobre el
postmodernismo en las artes y en la cultura en general impartida el 16 de julio de 1985 en Jacob´s Pillow,
Becket, Massachusetts.
[2]
Jerome Rothenberg discute algunos de estos aspectos del postmodernismo en: “New Models, New Visions:
Some Notes Toward a Poetics of Performance” en Benamou, M. y Caramello, C. (eds.): Performance in
Postmodern Culture, Coda Press, Madison, WI, 1977. En “Postmodern Dance and the Repudiation of
Primitivism”, Partisan Review 50 (1983), Roger Copeland argumenta que la danza moderna luchó por la
síntesis, en lo referente a la forma, y por la unidad, en relación a la experiencia del público. La pérdida de
confianza en el lenguaje sustenta los anhelos primitivistas de los bailarines modernos. Aquí y en un segundo
artículo, “Postmodern Dance / Postmodern Architecture / Postmodernism”, Performing Arts Journal 19, 1983,
pp: 27-43, Copeland hace una serie de observaciones muy interesantes sobre la danza postmoderna. En
cualquier caso su definición es mucho más limitada que la que yo propongo aquí, aunque sugiere la
posibilidad de dos ámbitos diferenciados en la danza postmoderna (ibídem: 33).
[3]
Sobre descripciones y análisis del trabajo de Merce Cunningham, ver: Cunningham, Merce: Changes:
Notes on Choreography, Something Else Press, Nueva York, 1968; Banes, Sally and Carroll, Nöel:
“Cunningham and Duchamp”, Ballet Review 11, 1983, pp: 73-79; Copeland, Roger: “The Politics of
Perception”, The New Republic, 1979.
[4]
Sobre la vanguardia de la década de los cincuenta, ver: Johnston, Jill: “The New American Modern Dance”
en Kostelanetz R. (ed.): The New American Arts, Collier Books, Nueva York, 1967, pp: 162-193; Cohen,
Selma J: “Avant-Garde Choreography”, Criticism 3, 1961.
[5]
Muchas de estas obras se describen en los capítulos del libro Terpsichore in Sneakers, y en: Banes, Sally:
Democracy´s Body: Judson Dance Theater 1962-64, UMI Research Press, Ann Harbour, 1983.
[6]
Sobre la teoría institucional del arte ver: Dickie, George: Art and the Aesthetic, Cornell University Press,
1974.
[7]
Existen dos piezas que muestran de forma muy clara estos aspectos estilísticos: Calico Mingling de Childs y
Trio A de Rainer.
[8]
Bibliografía
Jencks, Charles: The Language of Post-Modern Architecture, Rizzoli, Nueva York, 1977.
Kirby, Michael: “Introduction”, The Drama Review 19, Nueva York, 1975.
Sontag, Susan: Against Interpretation, Farrar, Strauss and Giroux, Nueva York, 1966. Contra la interpretación
(1984), Alfaguara, Barcelona, 1996. Trad. Horacio Vázquez Rial).
Versión reducida del prólogo escrito por Sally Banes para la edición de 1987 de Terpsichore in Sneakers.
Sally Banes (1977): “Introduction to the Wesleyan Paperback Edition”, Terpsichore in Sneakers, Wesleyan
University Press, Middletown, CT, 1987.
© Sally Banes, Wesleyan University Press
Sally Banes. Profesora emérita de teatro y danza en la Universidad de Wisconsin-Madison. Autora, entre
otros, de los libros: Terpsichore in Sneakers: Post-modern Dance (1987), Democracy’s Body: Judson Dance
Theater, 1962–1964 (1993), Greenwich Village 1963: Avant-garde Performance and the Effervescent Body
(1993), Writing Dancing in the Age of Postmodernism (1994), Dancing Women: Female Bodies on Stage
(1998), Subversive Expectations: Performance Art and Paratheater in New York 1976–1985 (1998), Before,
Between, and Beyond: Three Decades of Dance Writing (2007); y editora de: Reinventing Dance in the 1960s:
Everything was Possible (2003).
DANZA Y EMANCIPACIÓN.
LA DANZA-TEATRO DE PINA BAUSCH
Norbert Servos
“¿Cómo nos escuchamos por primera vez? Como infinito canto a uno mismo y en la danza. Aún carecían
de nombre. No vivían en sí mismas ni nadie las había moldeado personalmente. Poseían, allí donde se las
encontraba, la atracción del origen primordial. Pero primero tendrían que encontrar un vehículo que les
permitiera prepararse amplia y firmemente para alcanzar la expresión.” (Bloch, 1974: 7).
Cuando en la temporada 1973/74 Pina Bausch se hizo cargo de la danza-teatro de
los escenarios de Wuppertal, se produjo un giro en el desarrollo estancado de la
escena alemana del ballet. Ya antes otros coreógrafos –como Johann Kresnik en
Bremen y Gerhard Bohner en Darmstadt– habían empezado a desa-fiar los estrechos
marcos de expresión tanto de la danza clásica como de la moderna y a buscar formas
nuevas más afines a la época; pero solo la compañía de Wuppertal, bajo la dirección
de Pina Bausch, consiguió instaurar el concepto de “danza-teatro”, que hasta
entonces se había utilizado de forma ocasional como nombre para compañías o
como sinónimo de un género independiente. La danza-teatro, una mezcla de recursos
teatrales y dancísticos, abrió una nueva dimensión a ambos géneros. De forma
programática, esa definición se refería a un teatro interesado en cosas distintas, tanto
formalmente como en relación al contenido. Y sirvió básicamente para presentar
piezas escénicas que aspiraban a algo nuevo en la forma y en el contenido.
El teatro-danza de Wuppertal descubrió y desarrolló espacios de libertad
inusitados en el contexto de una cultura del ballet que en esencia –exceptuando
pocos centros experimentales como Bremen, Darmstadt y Colonia– se contentaba
con la conservación y la actualización titubeante del legado clásico o con la danza
moderna importada de Estados Unidos. La tradición propia de la danza expresionista
asociada a nombres como Mary Wigman, Rudolf von Laban, Harald Kreutzberg o
Gret Palucca, estaba prácticamente muerta desde la II Guerra Mundial. Empeñados
como estaban en un teatro apolítico, supuestamente atemporal, preferían evitar la
confrontación con sus provocadores ancestros, cuya renuncia radical a las zapatillas
de punta y al tutú, ya en los años veinte, instaba a una nueva comprensión del
cuerpo. John Cranko, un innovador –si bien en la danza clásica–, seguía siendo la
excepción.
Ahora por primera vez, con Pina Bausch, parecía retomarse –al menos de manera
indirecta– el contacto con la tradición revolucionaria casi olvidada; pero se hacía de
una forma totalmente nueva, olvidando su patetismo y su fatalismo universal. Pieza
a pieza, la danza-teatro de Wuppertal fue consiguiendo aquello a lo que aspiraron los
coreógrafos expresionistas pero no llegaron alcanzar: la emancipación de la danza de
las limitaciones del texto, su liberación de ilusiones y fábulas y su posición en
relación a la realidad.
Gracias a su formación con Kurt Jooss en la Escuela Folkwang de Essen,
caracterizada por una comprensión del movimiento de danza expresionista, así como
a sus estancias en Nueva York, donde se familiarizó con la danza moderna, Pina
Bausch creó con sus primeras piezas (entre las cuales la más destacada podría ser la
coreografía de Stranvinsky Frühlingsopfer (La consagración de la primavera)) una
síntesis muy original de la tradición alemana y la moderna estadounidense. Y en
estas obras, todavía totalmente desarrolladas en un contexto convencional, ya se
apreciaba de forma evidente la extraordinaria calidad de su danza-teatro. Sus
bailarines liberaban en el escenario una energía hasta entonces desconocida, los
cuerpos contaban historias con honestidad, independientes de cualquier significado
superpuesto. Aunque la versión de Bausch de Frühlingsopfer, de las óperas Iphigénie
en Tauride y Orfeo ed Euridice, así como la posterior Blaubart (Barba Azul) todavía
se ajustaban a los requerimientos de un argumento, en ellas Pina Bausch ya fue
mucho más allá de lo que hasta entonces se entendía por la puesta en escena de un
libreto. No “coreo-grafió” el material, sino que utilizó elementos aislados del
argumento como punto de partida para su propio mundo de asociaciones. Mientras
otros coreógrafos se esforzaban en la traducción de música e historia a movimiento,
la danza-teatro trabajaba directamente desde y con las energías del cuerpo. Esos
materiales se narraban como historia del cuerpo, no como literatura bailada.
Desde el comienzo de su trayectoria ya era evidente un cambio de paradigma en la
forma de verse a sí misma como coreógrafa. En 1969, en la pieza corta Im Wind der
Zeit, con la que Pina Bausch ganó el concurso de coreografía de la Academia de
Verano de la Danza de Colonia, mostró su talento coreográfico –naturalmente
enorme– en el marco convencional de la danza contemporánea. Sin embargo, un año
después, abandonó el bailar bonito. Nachnull relataba por medio de movimientos
bruscos y abultados una catástrofe que acaba de pasar, tras la cual las bailarinas
actuaban convertidas en esqueletos por medio de su vestuario.
También el año siguiente, 1971, Pina Bausch prosiguió en esa nueva dirección
crítica con su tiempo. En su primera pieza para un teatro municipal, la coreografía
Aktionen für Tänzer (Acciones para bailarines), que se realizó por invitación del
director artístico de Wuppertal Arno Wüstenhöfer, los bailarines volvían a
representar formas desfiguradas. Alrededor de una muchacha amortajada, yaciendo
en una cama de hierro, la coreógrafa desarrolló una danza fúnebre grotesca que
casaba a Eros y Tánatos de manera estrambótica. Por primera vez también se
encuentran aquí los elementos escénico-teatrales que en lo sucesivo integraría Pina
Bausch cada vez más en sus piezas.
Es cierto que después recurriría de nuevo al repertorio establecido de
movimientos de la danza moderna con su coreografía de “Venusburg” (Castillo de
Venus) –alabada por la crítica– para el Tannhäuser de Wagner (1972), así como para
las óperas de danza Iphigénie en Tauride (1974) y Orfeo ed Euridice (1975) de
Gluck. Pero aquí ya se anunciaba esa mezcla de fuerza emocional y claridad formal
que ha caracterizado hasta hoy a la danza-teatro de Wuppertal. Además, a través de
ambas óperas de danza, se presentó un tipo de pieza que no existía hasta entonces.
En la obra que significaría su debut en Wuppertal en la primavera de 1974, Pina
Bausch realizó una incursión en el problemático mundo de los miedos de la infancia,
al que sin embargo no recurriría de nuevo. No obstante, la ruptura hacia la nueva
forma, que obtendría validez mundial más adelante bajo el nombre danza-teatro, se
anunció más bien en el espectáculo de revista de media hora de duración titulado Ich
bring dich um die Ecke (Te llevo a la esquina) en diciembre de 1974. En él sus
bailarines no solo bailaban, sino que también cantaban y jugaban. El formato de
revista no solo ofrecía la oportunidad de conseguir un carácter de entretenimiento,
sino que también daba lugar a una observación crítica y detallada sobre el propio
medio. Pina Bausch se acercó a lo que en el futuro se convertiría en su tema central:
la relación entre ambos sexos y sus intentos tragicómicos de alcanzar la felicidad. El
verdadero descubrimiento de esa velada fue observar que la forma trivial de la
revista se presta perfectamente a la exploración de las relaciones interpersonales. La
contraposición poética entre la realidad cotidiana y los modelos difundidos a escala
masiva se convertiría en los siguientes años en el tema definitorio de la danza-teatro
de Wuppertal.
De esta forma, el verdadero significado del trabajo de Pina Bausch radica en su
ampliación del concepto de danza, que libera al término coreografía de su limitada
definición como sucesión cohesionada de movimientos. Poco a poco, la danza se
convertía en un objeto al que se cuestionaba, cuyo lenguaje tradicional de expresión
ya no se daba por hecho. La danza-teatro se construye a partir de lo que se podría
denominar teatro de la experiencia y evoluciona hacia un teatro que transmite
estéticamente la realidad, y la hace directamente experimentable en directa
confrontación como realidad corporal. La danza-teatro de Wuppertal, al liberarse del
yugo del texto y por ello dar concreción a la abstracción de la danza, condujo a ésta
–por primera vez en su historia– a tomar conciencia de sí misma, a emanciparse y
encontrar sus propios medios.
Los esfuerzos de los planos: el teatro de la experiencia
Ya el primer espectáculo de danza de Pina Bausch en Wuppertal tuvo una acogida
dividida y controvertida por parte la crítica. Este debut innovador de danza-teatro no
se dejaba clasificar sin resistencias en el canon vigente de valores y categorías, se
alejaba de aquello que hasta entonces se entendía por danza. Las reacciones
abarcaban desde una observación perpleja y desconcertada hasta un rechazo
categórico. Lo irritantemente nuevo de los trabajos de Pina Bausch es que exigían
claramente –esto lo demostrarían sus siguientes piezas cada vez con más evidencia–
una nueva comprensión de la danza. La superación de los límites disciplinares, la
supresión de la línea de demarcación que tradicionalmente transcurría entre danza,
teatro hablado y teatro musical se escapaba a todos los intentos usuales de
clasificación. Las piezas obstruían el funcionamiento del teatro como empresa y
provocaban fricciones que al principio casi nadie estaba dispuesto a entender como
productivas. La recepción de estas piezas muestra un largo proceso en el que esta
concepción se va imponiendo frente a una crítica que se vio obligada contra su
voluntad a cambiar sus modelos de comprensión y sus formas inflexibles de
observación. Por una parte, estaba completamente preparada para dar fe de la
fantasía, el ingenio, a veces incluso la genialidad de la “artista Bausch”. Por otra
parte, los contenidos de sus trabajos resultaban para la crítica en gran medida
crípticos e inaccesibles. La separación de personalidad (talentosa) y obra
(“hermético-cerrada”) se acabó convirtiendo en la característica distintiva de esta
recepción. Fue precisamente la crítica la que proporcionó a la par los argumentos
para la atracción y el rechazo simultáneos durante el periodo de creciente
popularidad de la danza-teatro de Wuppertal.
Una de las causas de esta irritación radicaba en el montaje, que se convirtió en el
principio dominante del estilo en la danza-teatro. La conexión de escenas de libre
asociación, que no se ven atadas a ningún hilo argumental, a ninguna psicología del
personaje y a ninguna causalidad, resiste también a cualquier intento de
desciframiento usual. Una pieza no puede reunir todos sus elementos en torno a un
punto de vista general, ni un golpe de compás logra explicar en un “sentido” unívoco
una agrupación de momentos aislados. Los contenidos y formas de las piezas son
demasiado complejos y apenas se dejan ensamblar de un vistazo en una
simultaneidad abarcable.
Tampoco el mero listado que recoja una sucesión cronológica de escenas sirve de
mucho. Lo que sucede en el escenario difícilmente se deja reconstruir en lenguaje
hablado o escrito. Como mucho se puede describir, y en ese caso, hay que
contentarse con meras aproximaciones. La complejidad de todo aquello que
constituye el proceso vivo sobre el escenario no se puede fijar en un significado.
Dado que las piezas de Pina Bausch no poseen ninguna fábula en el sentido
brechtiano ni se despliegan en torno a la variación sistemática de un tema, la
conexión se produce únicamente en el proceso de recepción. En este sentido las
piezas de Bausch son “incompletas”, no independientes, porque para poder
desplegarse requieren un espectador activo. La clave está en el público, a quien se
apela en relación a sus intereses y experiencias cotidianas. Éstas exigen ser
comparadas y relacionadas con los acontecimientos que ocurren en la escena.
Solo cuando la corporeidad expuesta en la escena (la conciencia corporal
representada) entra en correlación con la experiencia corporal del espectador, es
posible la elaboración de un “contexto de sentido”. Este depende del horizonte
concreto (corporal) de expectativas del público, que se ven decepcionadas o
confirmadas o se mezclan con las acciones en escena, abriendo con ello nuevas
experiencias. La danza-teatro alejada de la literatura, con todas sus posibilidades de
creación corporales-mímicas-gestuales, pone en marcha un teatro como
comunicación de los sentidos.
Los trabajos de Pina Bausch parten de la experiencia corporal cotidiana en
sociedad, que se ve trasladada y distanciada por medio de secuencias objetivadoras
de imágenes y movimientos. Lo que el individuo vive diariamente en su cuerpo
como limitación y reducción y que acaba conformando una suerte de autodisciplina
tragicómica, se expone en el escenario a través de repeticiones, duplicaciones y otros
mecanismos provocadores, de forma que se hace experimentable. El punto de partida
es la experiencia auténtica, subjetiva de los actores, que a su vez se le exige al
espectador. De esta forma queda descartada una mera recepción pasiva de sus piezas.
E l teatro de la experiencia moviliza los afectos y emociones porque trata de
energías íntegras. No actúa, no hace como si, sino que es. Y en la medida en que el
espectador se ve arrastrado por esta apasionante autenticidad de los sentimientos,
desconcertante a la mente y a los sentidos, debe también decidirse y aclarar su
propia posición. Hace tiempo que ha dejado de ser el consumidor pasivo de una
construcción sin consecuencias o el testigo de una interpretación de la realidad. Se
ve incorporado a una experiencia global, que le permite experimentar la realidad en
una efervescencia de los sentidos. Sin embargo, la danza-teatro no induce a la
ilusión; induce al movimiento con la realidad. Su punto de referencia es la estructura
social de afectos, que en cada momento se deja localizar históricamente de manera
concreta[1]. Después de que el teatro de los años 60 se esforzara en alcanzar
elevaciones abstractas, la danza-teatro se dedica ahora al esfuerzo de los planos.
Del arte de adiestrar a un pez dorado: Cómo se explica a sí misma la danza-
teatro
Con la danza-teatro de Wuppertal la cuestión acerca de lo que podría significar
realismo en el ballet, consigue por primera vez establecer algunos ejes para su
discusión. Un tipo de teatro de la experiencia como este, no solo cambia las
condiciones de recepción al implicar al espectador con todos sus sentidos; el
traslado de la danza del plano de la abstracción estética al comportamiento cotidiano
del cuerpo no es solo una cuestión de estilo, sino que también se refiere a otras
cuestiones en el plano del contenido. Si hasta ahora la danza se entendía como esfera
de la apariencia bella, se refugiaba en una técnica autosuficiente o en el tratamiento
abstracto de temas existenciales; las creaciones de Pina Bausch devuelven al
espectador directamente a la realidad. Llevar la danza a tomar conciencia de sí
misma significa también confrontarla con toda la diversidad de fenómenos reales.
La capacidad particular de la danza de explicarse a sí misma a través de la presencia
sensorial del cuerpo, se abre a la representación de una realidad que está
determinada por convenciones corporales. Bertolt Brecht ya debía barruntar estas
posibilidades cuando apuntaba en Kleines Organon (El pequeño organon):
“También la coreografía recupera tareas de tipo realista. Es un error de los tiempos actuales el creer que ese
arte no tiene nada que ver con las representaciones de “los hombres tal como son en realidad”. (…) En todo
caso, un teatro que lo basa todo en el gesto no puede prescindir de la coreografía. La misma elegancia de
un movimiento o el encanto de una posición sirven ya para crear extrañamiento, mientras que los hallazgos
de la pantomima contribuyen mucho a la fábula.” (Brecht, 1977: 698).
El hecho de que el teatro de movimiento de Pina Bausch no transmita sus
contenidos a través de una fábula –ya que se caracteriza precisamente por el rechazo
al hilo argumental del texto–, no excluye la utilización de recursos del teatro épico.
Aplicados al proceso particular, a la escena particular, estos son, como para Brecht,
elementos esenciales de un teatro (danza-teatro) realista. De esta manera, se
encuentran de nuevo en la danza-teatro de Wuppertal algunos conceptos
fundamentales del teatro didáctico, aunque sin pretensiones pedagógicas: el gesto de
mostración, el exponer conscientemente procesos, la técnica del extrañamiento así
como la utilización particular de lo cómico han ido evolucionando hasta convertirse
en sus recursos determinantes. Estos, junto con los temas tomados del mundo de la
experiencia cotidiana, contribuyen a la “representación de los hombres tal como son
en realidad” postulada por Brecht.
El principio de montaje de Pina Bausch –que no lo tomó prestado del teatro
hablado o de la literatura, sino que lo desarrolló a partir de la trivialidad tradicional
del propio medio, del vodevil, del music hall y de la revista– se apropia de la
realidad a través de fragmentos y situaciones aisladas. Y al mismo tiempo prescinde
de cualquier dramaturgia argumental convencional. En lugar de ofrecer una
interpretación absoluta de todos los detalles, en las piezas prevalece la
pluridimensionalidad y una compleja simultaneidad de acciones que ofrecen un
amplio panorama de fenómenos. Las obras no pretenden esa unidad en la que todos
los elementos se dejan comprender como piezas alrededor del hilo conductor de una
trama. La danza-teatro se acerca en su estructura más bien a los principios
musicales, en tanto un pensamiento se insinúa con temas y contra-temas, variaciones
y contrapuntos. Comienzo y final no delimitan el marco temporal de una evolución
psicológica de personajes. El principio dominante es el de la dramaturgia de
números, que trabaja los temas en una sucesión libre, pero perfectamente calculada y
coreografiada.
Se trata de investigaciones de campo, que se dirigen a la profundidad de las
convenciones corporales y de los sentimientos para desde allí traer a la luz sus
hallazgos. Así estos temas complejos se ven iluminados desde diferentes puntos de
vista y nos podemos aproximar a ellos desde diferentes direcciones. Y con ello la
danza-teatro renuncia a un único punto de vista que presupone siempre una
interpretación incuestionable de la realidad. No finge saber lo que de hecho no se
puede saber. En su lugar hace aquello que encuentra dudoso, en el mejor sentido de
la palabra. En la danza-teatro de Pina Bausch se experimenta el trato con el material
de la realidad durante la representación y se puede observar cómo ésta se va
transformando en constelaciones cambiantes. El teatro aparece en un sentido
original: como lugar de la transformación. Pero estas metamorfosis no quieren
engañar al público empleando un juego burdo de prestidigitación, ni tampoco
quieren consolarle o hacerle olvidar algo. La danza-teatro no seda los sentidos, los
agudiza para percibir “lo que es real”. El teatro vuelve a funcionar como un
laboratorio en el que la coreógrafa hace que los diferentes reactivos surtan efecto
unos sobre otros, se contradigan entre sí, se complementen y se unan en nuevas
configuraciones. El espectador participa en todo el proceso, no es despachado como
sucede en un teatro meramente efectista que apuesta por los valores del
entretenimiento. Y sin embargo, las expediciones de la danza-teatro de Wuppertal
son proyectos apasionantes. Pero su entretenimiento vive de la curiosidad, del
hambre de experiencias y no de la confirmación de lo que ya se sabe hace mucho
tiempo.
Su hambre de experiencias está libre de moral. Donde la dramaturgia argumental
al uso dota a sus personajes de algún tipo de ética, sea de motivación política o
humana en general, la danza-teatro se abstiene de valoración alguna. Proyecta lo que
encuentra, y el espectador puede experimentar aquello que distorsiona sus
necesidades originales o lo que les da validez. Las investigaciones de campo que
continuamente extraen muestras de la vida cotidiana para verificar la idoneidad de
las formas usuales de relación, no parten de opiniones preconcebidas. Poseen la
libertad del experimento que hace resurgir una curiosidad. Pina Bausch plantea
preguntas; sus piezas muestran lo que las investigaciones con su compañía han
sacado a la luz.
Los ejercicios, las variaciones sobre un tema no están obligadas a seguir ninguna
lógica estricta. De esta manera también se suprime la vinculación habitual con los
principios de causalidad. Ningún hilo narrativo rígido tensado entre principio y final
toma al público de la mano y lo lleva hacia una meta preconcebida por la coreógrafa.
Las razones por las que las personas actúan sobre el escenario y la manera de hacerlo
no activan ninguna psicología como motor de la obra. Las asociaciones libres de
imágenes y acciones forman cadenas y analogías, tejen una red de impresiones
ampliamente ramificadas que están conectadas entre sí de manera subterránea. Si
hay alguna lógica, no es una de la conciencia, sino una del cuerpo, que no sigue las
leyes de causalidad, sino el principio de analogía. La lógica del sentimiento y de los
afectos no se atiene a la razón.
Consiguientemente, en la danza-teatro de Wuppertal falta la habitual
diferenciación de roles entre protagonista y actor secundario. Si aparecen
protagonistas –como en Frühlingsopfer o Blaubart– son a la par, en cierto modo,
anónimos, su destino representa al de todos los hombres y todas las mujeres. El
espectador ya no puede identificarse con la evolución individual de personas
particulares. De esta manera, está obligado a buscar la tensión en la obra en un lugar
distinto al habitual. Esta ya no se entiende en el sentido de un momento decisivo y
liberador en la trama, sino que hay que buscarla en cada momento particular de la
combinación de diferentes medios y estados de ánimo, como cuando se contrasta lo
ruidoso con lo silencioso, lo rápido con lo lento, la pena con la alegría, la histeria
con tranquilidad, la soledad con el acercamiento titubeante. Pina Bausch no
investiga cómo se mueven los hombres, sino qué los mueve. Y no asocia esos
motivos a la psicología individual de un personaje.
Esto expande la mirada hacia contextos más amplios. Ninguna figura asume ya la
función de representante que actúa de manera ejemplar. Lo individual y lo social se
juegan directamente en el panorama de las pasiones. No es necesaria ninguna
interpretación para comprender las condiciones sociales que configuran el trasfondo
de la persona en escena. Los deseos reprimidos sobre los que tratan las piezas de
Pina Bausch se formulan de manera inmediata. Los bailarines no aparecen por
primera vez como personas que asumen roles; se muestran desprotegidos, con toda
su personalidad. Sus miedos y alegrías poseen el vigor de la experiencia auténtica.
La danza-teatro, al hablar de la historia general del cuerpo, cuenta también siempre
algo más allá de las historias actuales y vivas de las personas en escena. Cuando
Pina Bausch dispone de los diferentes recursos teatrales de manera interdisciplinar,
mantiene la autonomía de los diferentes medios. Sus disonancias, sus fricciones, no
se unifican en una “obra de arte total” –en el sentido de Brecht–, sino que la relación
entre ellas consiste en que crean un extrañamiento recíproco (ibídem: 699).
Sin embargo, en un teatro que no apela tanto a las facultades cognitivas como a
las emotivas, el extrañamiento cobra otra función. Como el teatro físico no utiliza
ninguna fábula como “columna vertebral del espectáculo teatral” (ibídem: 693) para
la transmisión de conocimiento, su meta solo puede estar en la transmisión de una
realidad experimentada en el propio cuerpo. La vivencia inmediata va por delante de
la dilucidación racional. Mientras que el teatro épico de Brecht sirve a la confección
de una “conciencia verdadera”, la danza-teatro ofrece una experiencia intensa. No
organiza la resistencia desde un punto de vista racional, sino la rebelión de los
afectos. Si el teatro didáctico apunta ante todo al contexto social y articula las
manifestaciones según una visión del mundo previamente adquirida, Pina Bausch
pone el acento en las normas y las convenciones interiorizadas. Su teatro físico
permite la lectura de las relaciones sociales directamente en el comportamiento
físico de las personas.
Como en Brecht, la danza-teatro extrae “todo del gesto”. Pero aquí el gesto se
concentra en el campo de la acción corporal. No apoya un mensaje literario ni se
compara con él, sino que habla a través de sí mismo. El cuerpo ya no es el medio
para lograr un fin; él mismo se convierte en el tema. Este es el principio de algo
nuevo en la historia de la danza: el cuerpo cuenta su propia historia. Si por ejemplo
un hombre lleva a una mujer alrededor del cuello a modo de chal como señal de que
tan solo le sirve como accesorio decorativo, se trata de un tipo de escena que ya no
necesita de ninguna interpretación. En las obras de Pina Bausch el cuerpo aparece
una y otra vez en su capacidad de verse reducido. Todo el ámbito de los afectos
humanos se muestra en su predisposición a atenerse y restringirse a las
convenciones, pero también en sus ganas de hacer estallar los límites constrictivos
del tabú. El extrañamiento hace visibles las limitaciones que se han arraigado. Lo
que suele tomarse como norma indiscutible se extrae de su contexto habitual y se
hace experimentable de una nueva manera. El lenguaje corporal cotidiano, a menudo
deformado, permite a esta reproducción distanciadora “ser reconocida, pero también
aparecer distanciada al mismo tiempo” (ibídem: 680). Lo que en la rutina se ha
convertido en segunda naturaleza, solo es reconocido en la distancia de una nueva
extrañeza.
A menudo el extrañamiento se logra a través de una comicidad que se sirve de
recursos cinematográficos. Las secuencias de movimientos aparecen dilatadas a
cámara lenta o transcurren aceleradas de manera cómica. Pero la comicidad nunca se
da a costa de las personas en escena. No denuncia sus necesidades reales, sino que
trae a colación algo que se ha perdido bajo la deformación. De esta manera, en los
momentos cómicos siempre resuena también una tristeza que hace declinar en
tragedia la comedieta grotesca de los modales pequeñoburgueses. Se derriba la
lógica mojigata de las convenciones y se abole la naturalidad de los gestos con el fin
de denunciar una pérdida y poner al descubierto un anhelo que se debe conservar. En
el escenario, el espectador reconoce de manera lúdica la realidad de su propio
comportamiento. Y al contrario que en la calle, no se divierte a costa del destino de
otro. Pina Bausch suprime la frialdad y acerca inquietantemente los deseos reales al
espectador. Esto sí puede ser revelador, cuando público y privado –en la rutina
cuidadosamente separados– se encuentran súbitamente. Así, por ejemplo, hay una
pareja en el escenario, sonriendo amigablemente, mientras por la espalda se maltrata
con pequeñas malicias, cuchillos, patadas, etc. La escena cómico-seria desautoriza
de forma precisa la contradicción entre la fingida armonía en público y la realidad
de la pequeña guerra privada. La máscara sonriente no es la verdadera cara. Las
exploraciones de la danza-teatro equivalen a una supervisión permanente de formas
de comportamiento adoptadas de manera ciega.
En sus piezas, Pina Bausch retoma una y otra vez los mitos triviales, tal y como se
difunden a través de películas de Hollywood, tiras cómicas, canciones de moda o a
través de medios similares como la opereta y la revista. No solo toma de ellas los
elementos básicos coreográficos de su teatro de movimientos (como formaciones de
revista y de coro, el principio de repetición), sino que también les toma la palabra a
sus ideales de belleza, camaradería y felicidad. Pero sus representaciones idealistas
no resisten la comparación con la realidad. En ellas se descubre la adaptación
interiorizada como autodisciplina corporal. La postura del abrazo, que se estudia
enfáticamente al estilo de Hollywood, fracasa. Los gestos rígidos de las parejas no
armonizan. Los mitos triviales no mantienen sus promesas de felicidad; los acuerdos
tácitos degeneran en extraños números cómicos. Sin embargo, detrás aparece la
verdadera precariedad que ya no es capaz de tapar la brillante fachada. Con un guiño,
el espectador se convierte en cómplice del desenmascaramiento; riendo juntos se
suprime la opresión, con liviandad.
Pero no solo el mundo fuera del teatro está incluido en la reflexión, sino también
el propio teatro. Las convenciones del aparato teatral, con su división entre acción
escénica y pasividad del patio de butacas, se combaten a través de carreras furiosas
sobre la rampa, hacia la platea y a través de la expansión de la obra hacia el público
y se tematizan directamente sobre el escenario. “Ven, baila conmigo”, invitan los
bailarines al público al final de la obra del mismo nombre.
La danza-teatro de Wuppertal se opone a las demandas de exhibición de valores
superficiales. Como en la danza expresionista, que renuncia a escenografías y
vestuarios costosos en beneficio de una concentración en el cuerpo, Pina Bausch
subordina escenario y accesorios a los objetivos de lo que expresa. Los espacios
escénicos sencillos y poéticos –los primeros años eran de Rolf Borzik, ahora de
Peter Pabst– se resisten a una actitud consumista pasivo-culinaria. Son de una
belleza a menudo amenazada, como por ejemplo el campo de flores en Nelken
(Claveles), que está custodiado por perros con correas. Se trata de espacios reales (la
reproducción exacta de una calle de Wuppertal, una habitación agrandada de un
edificio antiguo, la sala de un cine) alejados de todo naturalismo. Son espacios de
juego poéticos (un prado real, la pintura de un mar solidificado, una isla que flota en
el agua) que amplían el realismo de la danza-teatro hacia una realidad utópica, una
utopía real. Pero sobre todo son espacios de movimiento cuya naturaleza sirve a los
bailarines para desa-rrollar posibilidades de movimiento, que hacen audibles el
sonido de sus pasos (por ejemplo con hojarasca o agua en el suelo) u oponen
resistencia a sus cuerpos (por ejemplo con tierra).
Los vestuarios –también en los primeros años creados por Rolf Borzik y después
de su muerte en 1980 por Marion Cito– son vestidos, trajes, zapatos de tacón alto y
de calle sencillos, o preciosos vestidos de noche brillantes. Vestimenta típica de
hombres y mujeres, que se presentan en roles sociales cambiantes. También aquí
cuestiona la danza-teatro la función de una u otra prenda. Ya en sus primeros
trabajos Pina Bausch mostraba continuamente a las mujeres como vampiras asesinas
de hombres o como inocentes muchachas –copias de fantasías masculinas en el
límite entre el autoextrañamiento y el encuentro con uno mismo–. El traje hace al
hombre, pero sobre todo uno se vende en él. Su función como fundas opresoras se
prolonga hasta lo grotesco. Ahí aparece la máscara social como mascarada absurda:
cuando un hombre corpulento en un minivestido de lúrex representa al dios Amor
disparando flechas. El placer infantil de disfrazarse en este tipo de escenas
interviene tanto como el placer de una irritación dramatúrgica calculada con
precisión. Nadie debería estar demasiado seguro de lo que ve en la danza-teatro, ya
que las cosas pueden significar otras completamente distintas. Pero en cualquier
cuestionamiento crítico, Pina Bausch también permite a su público, a sus bailarines,
y no en último término a ella misma, el puro placer de la elegancia. La belleza sigue
siendo un ingrediente importante en la danza-teatro: no como fin en sí, sino como
parte del anhelo humano.
De ello hablan también las músicas enormemente variadas que Matthias Burkert y
Andreas Eisenschneider compilan para cada pieza y que proceden de todos los países
posibles. Ningún dictado de estilo prohíbe su combinación. El jazz se mezcla con
música tradicional, el heavy metal puede encontrarse con música clásica. La
diferenciación entre la música denominada seria y la ligera hace tiempo que está
superada. Se eligen las canciones solo por su contenido emocional y en función de si
transmiten el tono fundamental de una escena –no importa si a un volumen bajo,
alto, rápido o lento–. También aquí llega lejos la mirada de la coreógrafa: en un
respeto que toma en la misma consideración todas las culturas y todas las formas. La
franqueza es el precepto más alto y el único principio para decidir si una música da
testimonio con precisión y autenticidad de la naturaleza polimórfica de los
sentimientos humanos.
Franqueza y serenidad son dos de las palabras clave de la actitud fundamental de
la danza-teatro, que se opone tenazmente a las presiones de la representación y a la
expectativa del público para, en su lugar, invitar a una exploración conjunta de
mundos interiores vivos. Esto quiere decir que el teatro no está fuera de la realidad.
La danza-teatro lucha contra lo que encarna como institución, contra la amenaza
constante de su inmovilismo, para ponerlo de nuevo en vigor como lugar vivo de
experiencia. De esta forma ya no se acepta la frontera entre proceso de ensayo y
espectáculo. Lo hecho, lo desa-rrollado, se muestra también como tal con total
claridad. Los actores/bailarines se explican unos a otros sobre el escenario el
próximo pasaje de danza, deliberan la próxima escena, muestran desgana o
frustración durante el trabajo, o, confundidos, dan un paso hacia delante
pronunciando la frase “tengo que hacer algo”. En la medida en que la danza-teatro
revela su origen y sus recursos, destruye una ilusión escénica perfecta. De esta
manera el teatro vuelve a funcionar como proceso actual de apropiación de realidad.
Se carga con las contradicciones de la realidad y las traslada a plena escena.
En una escena uno de los bailarines cuenta el tragicómico adiestramiento de un
pez dorado para que se sienta marinero en tierra, de manera que el animal, alienado
de su elemento, al final amenaza con ahogarse en el agua. Así y no de otra manera –
parece– el proceso de civilización deja atrás al hombre: en una realidad corporal
como si estuviera en un elemento equivocado.
Posición erguida: Lenguaje corporal e historia del cuerpo
En Zur Philosophie der Musik (1974, Filosofía de la música), citada al principio,
Ernst Bloch describe a la danza y la música –antes que al texto– como elementos
originales que ayudan al ser humano a cerciorarse de sí mismo. Pero “[estos
elementos] no viven en sí mismos”, primero “tendrían que encontrar un vehículo
que les permitiera prepararse amplia y firmemente para alcanzar la expresión.” Es
posible que la danza tenga que recorrer un largo camino como para poder ahora
llegar hasta sí misma, para emanciparse, encontrar sus propios medios y volver de
nuevo a sus orígenes.
Pero el camino recorrido no se deja medir solamente por hitos inmanentes a este
género artístico, a los que los historiadores de la danza les gusta tanto dirigir su
atención, ya que por fin se ha convertido en algo ocioso hablar de técnica cuando el
verdadero tema es el hombre. El trabajo de la danza-teatro de Wuppertal interrumpe
la continuidad de la escritura de la historia de la danza, que con los ojos fuertemente
cerrados va de una innovación técnica a la siguiente, como si precisamente la
persona que baila estuviese fuera de toda evolución social. Si se quiere comprender
el significado del trabajo de Pina Bausch para todo el género de la danza, hay que
empezar desde más lejos. La irrupción del cuerpo conmovido como objeto de la
danza-teatro tiene consecuencias trascendentales. Cuando las rutinas de
comportamiento del individuo están en el foco de atención, la historia general del
cuerpo es lo que se toma en consideración, la generación de un determinado dominio
del cuerpo. El sociólogo Norbert Elias ha investigado como ningún otro la relación
entre la corporalidad y las estructuras sociales y económicas de la sociedad.
En Über den Prozess der Zivilisation (El proceso de la civilización), Elias parte de
la base de “que la construcción del comportamiento civilizado está estrechamente
unida a la organización de las sociedades occidentales en forma de Estados” (1976:
Tomo 1, LXXVI), “ya que el origen de las estructuras de personalidad y de sociedad
se produce en una relación indisoluble entre ambas” (ibídem: XX). Para Elias, lo
fundamental es el desarrollo de la “naturaleza interna” del hombre, que abarca todo
el ámbito del comportamiento humano, la transformación de sus afectos corporales
y su vida sexual. El proceso de la civilización para él se presenta sobre todo como
“transformación estructural del hombre en dirección a una mayor consolidación y
diferenciación de su control de los afectos, y con ello también de su vivir” (ibídem:
XI). En el proceso histórico se puede constatar una dependencia cada vez más fuerte
de los hombres entre sí, que exige un autocontrol del individuo cada vez más
complejo: este cambio en la individualización humana se realiza en función de “la
transformación prolongada de las figuraciones que los hombres construyen
conjuntamente, en dirección a un estándar más elevado de diferenciación e
integración” (ibídem: X). De manera simultánea, esta subyugación de la “naturaleza
externa”, que se ramifica especialmente a través de la creciente industrialización en
ámbitos técnicos específicos, va acompañada de un progresivo control de la vida
sexual y de las manifestaciones corporales.
Un claro indicio de este cambio de la estructura afectiva se encuentra en la
diferenciación de las formas humanas de intercambio: un progresivo refinamiento de
los modales en la mesa (como por ejemplo la introducción al uso de los cubiertos)
así como un avance de los umbrales de la vergüenza y la incomodidad. La
transformación de las figuraciones sociales –como las llama Elias– tienen como
consecuencia un aumento de la complejidad de las reglas de comportamiento
cotidianas. Los deseos instintivos pueden servirse cada vez menos de la
manifestación directa, ya que están sujetos a un código creciente de convenciones.
El ámbito del afecto se subordina con el tiempo a una red diferenciada de instancias
de control que transforma decisivamente el hogar del alma. La tecnificación y la
industrialización desarrollan un complejo dominio de la “naturaleza externa”, que se
requiere igualmente para la “naturaleza interna”.
Individuo y sociedad forman una unidad indisociable de influencia recíproca,
están unidos entre sí a través de las así llamadas “cadenas de interdependencia”. De
esta manera, se han desarrollado también las formas de comportamiento del hombre,
especialmente el control de sus afectos, bajo la presión de las condiciones sociales
generales. Aquí adquiere una relevancia central el problema de la monopolización de
la violencia: a la progresiva concentración de la violencia que se desplaza de
individuos hacia instituciones hasta la definitiva delegación en el Estado, se opone
un proceso de interiorización de las coacciones externas hacia las autocoacciones. El
vínculo entre “exterior” (violencia del Estado) e “interior” (estructuras afectivas
individuales) son los miedos. Ellos transmiten la estructura general de la sociedad al
funcionamiento psíquico individual de cada persona.
La danza se asienta en esta misma correlación. En la danza se hace visible la
influencia de las condiciones externas sobre la constitución psíquica del hombre y su
repercusión en el cuerpo. Cuando la danza-teatro se ocupa de los modales, se trata de
algo más que de una cuestión de gusto, de costumbre, decencia y “moral”. Apunta a
la historia en su estructura profunda, en su forma de inscribirse en el cuerpo. Esto
arroja –necesariamente– otra luz sobre la historia de la danza.
El estricto canon de normas del ballet clásico-académico y su orden exacto, son el
símbolo del orden social de su tiempo y son ejemplares respecto al control de los
afectos exigido al hombre moderno. Fiel al ideal, la danse d’école, al favorecer la
perfección técnica, encarna con precisión las formas diferenciadas de control del
cuerpo y de los sentimientos al que se ha de someter el hombre de la era industrial.
Pero la danza clásica refleja esta limitación del cuerpo en cierto modo de manera
inconsciente. En la danza-teatro, por el contrario, esa continuidad inconsciente se
detiene de repente. Los deseos reprimidos, que han invernado en el cuerpo a lo largo
de la historia, exigen su derecho. La danza de la bella apariencia se ha paralizado
para preguntarse por fin qué es lo que mueve al cuerpo que baila, por qué se mueve.
Ahí precisamente radican las posibilidades de la danza-teatro, donde el control del
hombre abandona el marco lingüístico y racional concreto, donde el sometimiento
de la “naturaleza externa” va emparejado con el de la “interna”. Junto al análisis de
los grandes procesos históricos, para el que la pieza escénica se presta mucho mejor,
el efecto de estos entra en el ámbito físico concreto. Al conocimiento racional se le
suma la comprensión corporal, el entendimiento encuentra en la conciencia corporal
un socio de igual valor. El anhelo, sin el cual la esperanza no puede existir, es la
carencia sentida dolorosamente que goza de un derecho a residir en el cuerpo. Los
ideales de la cabeza por sí solos no mueven ninguna mano. En la danza-teatro se
completa la utopía: la posición erguida, para Bloch sinónimo de la emancipación del
hombre, se tiene que aprender con todo el cuerpo, con todos los sentidos.
Traducción: Alfonso López 2012 , revisada por Victoria Pérez Royo 2013
Notas
El concepto sociológico de la “estructura afectiva” procede de Über den Prozess der Zivilisation (Elias,
1976). Elias engloba en este concepto la dimensión de la “naturaleza interna” del hombre, la transformación
del comportamiento corporal y la vida sexual, en relación a la “naturaleza externa”, las relaciones sociales,
económicas de determinadas formas sociales.
[1]
Bibliografía
Bloch, Ernst: Zur Philosophie der Musik, Fráncfort, 1974.
Brecht, Bertolt: “Kleines Organon für das Theater”, en: Gesammelte Werke, Tomo 16, Fráncfort, 1977.
(Pequeño organon para el teatro, Ed. Don Quijote, Granada, 1983).
Elias, Norbert: Über den Prozess der Zivilisation, Fráncfort, 1976.
Texto publicado por primera vez en inglés bajo el título “Dance and Emancipation” en Norbert Servos:
Pina Bausch – Wuppertal Dance Theater or The Art of Training A Goldfish , Ballett-Bühnen-Verlag, Cologne,
1984.
Publicado de nuevo en inglés en el libro del autor: Pina Bausch – Dance Theater, K. Kieser Verlag,
Munich, 2008; publicado posteriormente en alemán: Pina Bausch – Tanztheater, K.Kieser Verlag, Munich,
2012.
© Norbert Servos 1984
Norbert Servos. Co-fundador de la revista Ballett international (Alemania). Desde 1983 trabaja como
coreógrafo y escritor independiente. Es profesor invitado y académico de danza y coreografía contemporánea.
En 1993 fundó DanceLab Berlin en la Academia de Artes para la cual ha creado, entre otras, las piezas:
Elements of Mine (2004) para Arte/NDR, Drink, Smoke – Made In Havana (2004), una coproducción con
DanzAbierta Cuba. Ha publicado numerosos libros sobre Pina Bausch y el desarrollo de la Danza-Teatro
Alemana así como sobre poesía; entre otros: Schritte verfolgen-Die Taenzerin und Choreographin Susanne
Linke (2005), Solange man unterwegs ist Die Taenzerin und Choreographin Reinhild Hoffmann (2008) y Pina
Bausch-Dance Theatre (2012).
ESPACIO DE LA MEMORIA: LOS BALLETS DE
WILLIAM FORSYTHE
Gerald Siegmund
Es solo un poco de historia que se repite
En su ensayo “De la obra al texto” del año 1971, Roland Barthes esboza la idea de
cierto placer, plaisir, que es inherente al concepto de “texto”. Este placer se
diferencia del deleite que se pueda sentir “leyendo o releyendo a Proust, Flaubert,
Balzac, incluso –¿por qué no?– a Alexandre Dumas. Pero este placer [...] no deja de
ser en parte [...] un placer de consumo.” Barthes concluye con la siguiente
observación:
“Si bien puedo leer a estos autores, también sé que no puedo rescribirlos (que es imposible escribir hoy
“así”) y ese conocimiento, bastante triste, basta para apartarme de la producción de esas obras, en el mismo
momento en que su lejanía establece mi modernidad (ser moderno, ¿no es conocer realmente aquello que
no podemos volver a empezar?).” (Barthes, 1971: 1216).
En esta cita, Barthes vincula la modernidad en literatura y arte con un ideal de
producción de texto que se contrapone al de recepción, –lo “escribible” [scriptible]
frente a lo “legible” [lisible], como lo llama Barthes en “S/Z” (ibídem: 558)–. El
texto se define como una actividad permanente de parafrasearse y transformarse y
por ello reclama su modernidad en un estado de gozosa producción tanto por parte
del artista como por parte del receptor. De esta forma, se redefinen también las
relaciones tradicionalmente estáticas entre obra, autor y lector. A partir de ahora
todos ellos se sitúan más allá de su clásico reparto de papeles, implicados en una
actividad común de la producción de texto. Sin embargo, la modernidad y actualidad
de los textos que se elaboran así permanentemente –y con esto llego a mi tesis– no
pueden suprimir el pasado en un simple acto de negación. En lugar de ello, la
escritura se ve obligada a adoptar una determinada posición frente al pasado y a las
formas de escritura previas para poder ser considerada moderna. Moderno significa,
según Barthes, saber que ya no se puede escribir así. También los textos modernos,
en función de su modernidad, establecen relaciones con la historia, a pesar del hecho
de que inevitablemente tienen que acusar cierta falta de sentido e incluso una
pérdida. Este conocimiento de que el pasado es irrecuperablemente pasado, a pesar
de lo cual no podamos librarnos sencillamente de él, es también lo que caracteriza a
la modernidad como melancólica.
Lo que vale para la literatura es sin duda igual de relevante para el ballet clásico,
con sus historias de cuentos e ideales de amor cortés. En entrevistas recientes,
William Forsythe, director del Ballett Frankfurt desde 1984 [1], ha subrayado
repetidamente que el ballet es una actividad sin sentido y que, como forma artística,
posiblemente haya llegado a su fin (Fischer, 1999). El coreógrafo, formado como
bailarín clásico en la Joffrey Ballet School de Nueva York, lamenta que el ballet,
como disciplina, ya no tenga ninguna utilidad para la sociedad actual aparte de,
como diría Roland Barthes, un goce en el consumo improductivo por parte del
espectador. Al ballet ya no le queda más que exponer quejumbrosamente la pérdida
de un modelo de sociedad estructurado jerárquicamente (precisamente el orden que
fue responsable de su aparición). No puede hacer otra cosa que llorar la pérdida de la
perspectiva central, un proceso que constituyó a sus sujetos colocándolos en fila a lo
largo de lí-neas de visibilidad, tal y como Michel Foucault demostró que ocurría en
el siglo XVIII en Surveiller et Punir (1975). Al organizarlos según el valor y la
categoría de élève a étoile, creó un espacio en el que podían ser fácilmente vistos,
vigilados, identificados y valorados. El uso del espacio por parte del ballet se
corresponde así con el modelo disciplinario del poder que, de manera simultánea a la
reorganización del ballet realizada por Noverre, fue impuesto en escuelas y cárceles.
Pero, finalmente, tras los profundos cambios sociales y científicos del siglo XX, ya
no puede seguir confiándose al modelo del cuerpo erguido, un cuerpo que, cargado
de connotaciones de racionalidad, está seguro de su eje vertical y su posición.
Cuando Forsythe habla del ballet como un lenguaje y sostiene apodícticamente: “Yo
hablo la lengua. No la recito” (en Spier), deja claro que no está satisfecho con la
simple relectura de los clásicos como correcto deletreo de su vocabulario. Forsythe
sabe que ya no “puede seguir escribiendo así”. Sigue creyendo que “el ballet es una
muy, muy buena idea”, porque es un “cuerpo de conocimiento” que le une
inevitablemente con el pasado (Sulcas, 1995a: 9). A pesar de que el ballet es
historia, se le puede recordar al desmontarlo y reensamblarlo continuamente,
justamente al seguir hablando su lenguaje.
Al disolver el ballet, Forsythe abre un espacio de memoria para esta forma de arte,
que en su acto de desaparición se mantiene muy viva. Al reorganizar el espacio, el
sonido, la luz, el cuerpo y el movimiento, los ballets de Forsythe se convierten en
textos que se niegan a crear un objeto, un artefacto, y en su lugar dan preferencia a
un efecto artístico melancólico. Utilizan una pérdida original del pequeño detalle,
que no permite al ballet ser lo que quisiera, sino que por el contrario desestabilizan
exactamente en el acto de recordar aquello que el ballet n o recuerda. Seguiré
desarrollando esta idea en lo sucesivo, refiriéndome a dos piezas muy exitosas de
William Forsythe que llevan los títulos significativos de Artifact y The Loss of Small
Detail. Forsythe escenifica espacios de la memoria y convierte la evocación del
sistema del ballet clásico, por medio de un acto de autorreflexión, en el verdadero
tema de sus piezas. Asimismo, atenderé a tres maneras diferentes de comprender la
memoria en estos textos: la memoria acústica, la espacial y la corporal.
Espacio sonoro: La sala de ecos de Artifact
Artifact, estrenada en 1984 en Fráncfort, empieza con una figura calva y gris, que
el programa identifica como “Otra persona”, cruzando el escenario en una oscuridad
casi absoluta[2]. Un único punto de luz ilumina el suelo de la parte izquierda del
escenario vacío. Una “Persona con vestuario histórico”, con mangas imponentes y
exageradamente largas, entra en escena y toma una posición central. Da una
palmada, señal para que empiece la música: las “Variaciones de Bach” de Eva
Crossman-Hecht, que continúa con “Chaconne en re menor” de Bach en el segundo
acto. “Adelante”, nos invita la mujer. Detrás de ella, en la penumbra del escenario,
aparece la sombra de otra figura, la “Persona con megáfono”. “Olvido el polvo.
Olvido las rocas”, se le oye decir con una voz metálica e incorpórea. “Recuerdo una
historia que era así. Ella salió y siempre lo veía. Ella entró y siempre lo ha visto.” La
cabeza y el torso de “Otra persona” aparecen ahora por una trampilla en el suelo del
escenario. El hombre con el megáfono se dirige hacia ella y le dice: “Olvido tu
historia. Recuerda, recuerda, recuerda.” “Buenas tardes. ¿Me recuerdas?”, contesta
la mujer del vestido histórico de manera afectada y artificiosa. Pero esas palabras no
le pertenecen. El hombre con el megáfono le pide que utilice las palabras correctas,
y ella obedece a regañadientes, hasta que finalmente en el tercer acto discuten a
gritos desenfrenadamente.
Poco después aparece de nuevo la “Otra persona” por la trampilla para ejecutar
ports de bras vigorosamente. Cada vez que junta sus manos delante de su cuerpo y
sobre su cabeza da una palmada. Una línea casi invisible de bailarines contesta a sus
señales desde el fondo oscuro del escenario dando palmadas dobles asincopadas.
Hacia el final del primer acto y al principio del segundo, la figura está ante el corps
de ballet como una profesora cuyos alumnos aprenden sus movimientos básicos de
brazos y pies por medio de ejercicios de repetición tendu avant, arrière, croisé.
De una manera similar funcionan en Artifact el sonido, el movimiento e incluso el
uso parco de la luz. Sus correspondientes sistemas de signos están estructurados de
manera individual, aunque siguen el mismo paradigma, al igual que las palabras de
un poema producen un tejido denso de significado. En estos tres niveles, la pieza
sigue la estructura del doble o del espectro: por eso, el artefacto que creemos ver es
simplemente un efecto artístico, la ilusión de un objeto que creemos seguir viendo,
cuando hace tiempo que se ha desvanecido. El procedimiento estético que funciona
en Artifact es el de la paralelización de emparejamientos opuestos. “Otra persona” se
refleja en “Persona con vestido histórico”, ya que la mujer con el vestido histórico
también baila. Con sus pronunciados ports de bras, que comparte con “Otra
persona”, acompaña sus palabras casi como en una pantomima. De esta forma se
relaciona con el movimiento correspondiente, y por ello con el ballet narrativo,
mientras que “Otra persona” se puede vincular con la estructura, con el esqueleto
abstracto del ballet. Una está erguida, la otra desaparece a medias en el suelo del
escenario; una está vestida suntuosamente, la otra casi desnuda. El blanco sin
atributos de “Otra persona” crea una película en negativo sin grabar en relación a la
historia centelleante exhibida del ballet. Sucede de manera parecida con los niveles
estructurales del lenguaje. También “Persona con megáfono”, como estructura
lingüística de base, cuya función se realza a través del instrumento del megáfono,
permanece principalmente en la penumbra del escenario, mientras que la narración,
en forma de la mujer con vestido histórico, tiene un carácter destacado.
William Forsythe, en Artifact, se dedica precisamente a hacer visible esa
estructura abstracta del lenguaje y del ballet que permanece en la oscuridad.
Mientras el personaje histórico reorganiza palabras creando variaciones dentro de
una estructura gramatical dada, de forma que las vacía de su significado, el cuerpo
de ballet se dedica a ordenar de nuevo el vocabulario de esta forma artística. El
segundo acto consiste en dos pas de deux, que se encuentran enmarcados por varias
formaciones en grupo. El telón baja una y otra vez, interrumpiendo el continuum
contemplativo. Cada vez que vuelve a subir, las formaciones han cambiado su
posición: desde la organización en líneas a los tres lados del escenario, pasando por
el ángulo agudo de un triángulo y una simple línea detrás, hasta dos líneas paralelas
a ambos lados del escenario. Al negarse a coreografiar transiciones suaves, que tan
solo encubrirían lagunas y fracturas (históricas), Forsythe destaca las posibilidades
estructurales de la línea, cuyas posiciones aísla en el tiempo y en el espacio. Ambos
lenguajes pierden sus sentidos cuando sus elementos significativos juegan unos
contra otros, aislados y sin contexto. Las palabras cambian su posición como en un
ejercicio gramatical. Recordar es igual a olvidar, es igual a pensar, ver, oír;
simplemente porque aparecen en las misma posición estructural. En este sentido,
pueden verse como ecos unas de otras, como similitudes paradigmáticas de las
cuales el objeto presente recuerda los otros ausentes. El resultado es la apertura, tan
desconcertante como fascinante, de un potencial de pensamiento y percepción. De
una cantidad estrictamente limitada de palabras raíces y una serie de movimientos
limitados surgen infinitas posibilidades. Forsythe, al desnudar el ballet y el lenguaje
hasta el esqueleto, compone de nuevo sus huesos y sus ecos. William Forsythe
describe este enfoque del movimiento en Artifact de la siguiente manera:
“Lo que empecé a hacer fue imaginar un tipo de movimiento serial y, manteniendo ciertas posiciones de
brazos de ballet, desplazarme a través de este modelo, orientando el cuerpo hacia los puntos externos
imaginarios. Es como el ballet, que siempre orienta los pasos hacia puntos externos (croisé, effacé...), pero
aquí se le da la misma importancia a todos los puntos, se pueden incorporar movimientos no lineales y
diferentes partes del cuerpo pueden moverse hacia los puntos a diversas velocidades en el tiempo.” (Sulcas,
1995b: 59).
Esta estructura espectral no es un simple patrón hecho de movimientos
fragmentados y repetidos. También es un patrón óptico y acústico, condicionado por
los fuertes contrastes blanco-negro, claro-oscuro y el uso de largas sombras
expresionistas. Las palabras, o más bien la cualidad de su material sonoro, sus
significantes, asumen el papel de la música como acompañamiento para la danza.
Los cuatro caracteres diferentes de Artifact –“Otra persona”, “Persona con vestido
histórico”, “Persona con megáfono” y el corps de ballet como unidad– se relacionan
entre sí a través de ecos de sonidos. Las palmadas son a un mismo tiempo una
llamada de atención y el símbolo de la sincronía, del ir a la par, que domina las
formaciones históricas del ballet como un imperativo[3]. El personaje histórico está
unido con el hombre del megáfono a través de la resonancia de sus frases. Su voz
está separada de su cuerpo natural y adquiere un segundo cuerpo en la forma de un
instrumento técnico. El megáfono acentúa y aísla la voz descorporeizada y
recorporizada a través del sonido metálico que le proporciona. De este modo, la voz
humana se convierte, por una parte, en mecánica, lo que indica su función estructural
en la trabazón espectral de Artifact; aparece también como fenómeno independiente,
y, por último, como objeto cargado de propiedades imaginarias. La voz se convierte
en fuente de fascinación y fantasía precisamente porque es transformada en objeto
que puede ser deseado, como la voz del otro.
La voz se acerca a nosotros desde la distancia. De esta manera, crea un tercer
lugar como espacio imaginario intermedio donde las fronteras entre pasado y
presente se difuminan. Artifact es un gabinete en la sombra y una sala de ecos del
pasado del ballet. Sus ecos son efectos, repeticiones de fragmentos que hacen saltar
en pedazos el cuerpo ideal del ballet para perderse en una repetición constante. La
historia del ballet marca así su propia desaparición en su acto de presencia a través
de la repetición (Gilpin, 1996: 110). La presencia del ballet es por eso únicamente un
efecto de su ausencia. Su presente ha sido disparado a través de la historia, que a su
vez está constituida solo por efectos sonoros resonantes.
El ballet está ausente porque es solo una idea, un eidos platónico, como sugiere el
título de la pieza Eidos:Telos, que se manifiesta en incontables representaciones
individuales, en imágenes de segundo grado que no alcanzan la imagen original
esencial, el eidos. Una consumación, una identidad de la manifestación concreta
respecto al eidos, su telos, significaría la muerte del ballet[4].
“Cuando hablas del vocabulario de la danza clásica, estás hablando de ideas”
(Sulcas, 1995a: 9 y Siegmund, 2000: 2); así describe Forsythe este proceso. Ballet es
solo una langue, que únicamente cobra vida en el acto de la parole, del baile[5], lo
cual ocurre en cada representación. Pero Forsythe radicaliza esta concepción básica,
al llevar mentalmente sus implicaciones hasta el final. Por eso el bailarín, por
separado, no baila ningún arabesque, sino que lo atraviesa como un holograma y así
convoca a la figura que en esencia solo se puede pensar retrospectivamente como
eidos. Por eso Forsythe puede afirmar que el arabesco no existe, sino que es la suma
de todos los arabescos, cuyo número es infinito. Al subrayar así el aspecto
performativo del lenguaje del ballet, Forsythe permite entender danza y movimiento
de forma diferente. El hecho de centrarse en el acto performativo del movimiento,
que, al realizarse una y otra vez, se constituye de nuevo en cada momento in actu,
permite pensar el movimiento no como último residuo de una autenticidad muda,
sino más bien como aquello que le permite seguir hablando. Se trata de la
articulación de algo que no existía antes del acto performativo. Por eso deja de ser
una esencia platónica, a la que se le debe dar cuerpo de manera más o menos
perfecta (aunque cierta bailarina sea mejor que otra), para en su lugar pasar a ser una
forma espectral cuyo status ontológico es la ausencia. La lengua del ballet deja de
ser el logos de una pre-inscripción, de un texto que precede a la pieza y al que
simplemente hay que darle realidad y cuerpo. En su lugar, el lenguaje del ballet se
convierte en una in-scripción en el cuerpo del bailarín individual, el cual la ejecuta
en su baile repitiéndola y recordándola para continuar escribiéndola, en el doble
sentido de la expresión[6]. El bailarín o la bailarina se mueven a través de la historia
del ballet para dejarla tras de sí como movimiento en el espacio. Pero cuando el
lenguaje del ballet ya no puede pensarse como esencia, de repente puede mutar y
asociarse de todas las maneras imaginables con otras formas.
Espacio corporal: The Loss of Small Detail como palimpsesto
Si la sala de eco sirve de modelo a Artifact, el palimpsesto constituye el marco de
referencia en The Loss of Small Detail[7]. Originalmente esta denominación se
utilizaba en varios sentidos: para un viejo pergamino cuyo texto se había raspado
con el fin de ahorrar material por medio de una sobrescripción de nuevos textos; o
para hacer referencia a la capa geológica en la que aún son visibles las huellas de
antiguas formaciones. En cambio, aquí el concepto de palimpsesto se utiliza para
describir una particular forma de memoria que, paradójicamente, se encarga de
borrar la memoria en el acto de recordar. Recordar significa inventar, producir
nuevos sentidos de los jeroglíficos del pasado[8].
El propio nacimiento de la pieza de Forsythe es una estratificación de este tipo.
Una primera versión, estrenada en Fráncfort en 1987, se olvidó rápidamente hasta
que Forsythe presentó en 1991 una versión completamente nueva, que a su vez
experimentó una radical readaptación en 1992. La pieza tiene lugar en un cubo
blanco que recuerda a un museo. Sus paredes pueden ser enrolladas y desenrolladas
como rollos de pergamino, a la vez que sirven de soporte para todo tipo de
proyecciones. Unos minutos después del inicio de la pieza, una nevada empieza a
caer lentamente sobre el escenario y a cubrirlo con una capa metafórica de olvido.
Al fondo aparecen fragmentos de la obra de Yukio Mishima, tan solo para ser
enrolladas de nuevo enseguida:
“Cada año que pasa, sin dejar jamás de cobrarse su precio, sigue convirtiendo lo que era sublime en
materia para comedia. ¿Se ha corroído algo? Si el exterior está corroído, entonces, ¿es verdad que lo
sublime pertenece por naturaleza solo a un exterior que oculta un núcleo de sinsentido? ¿O lo sublime
pertenece en efecto al todo, pero un polvo ridículo se asienta sobre él?” (Ballett Frankfurt, 1991)
En el fondo derecho del escenario se proyectan dos películas. Entre una fuerte luz
estroboscópica y un ruido de truenos se puede distinguir una voz distorsionada.
Cuando amaina la tormenta, se ve a una figura desnuda sobre una silla. Su cuerpo
está pintado de blanco con puntos negros, como si en efecto estuviese cubierta por la
nieve o por el recién mencionado “polvo ridículo” de la cita de Mishima, enterrando
la noble esencia de las cosas. La nieve/polvo ha convertido a un personaje que, en
otro tiempo y en otro contexto podría haber tenido la apariencia de noble guerrero o
chamán, en una figura ridícula y extraña. Pero además, esta pintura sobre el cuerpo
también lo convierte en su negativo con una inversión como la que produce la
técnica cinematográfica en un “salvaje”, un pigmeo de piel oscura con pintura
blanca. En el programa de mano, Forsythe describe una escena imaginaria, algunos
elementos de la cual conforman una parte de la escena real teatral:
“Muy, muy lentamente en la película hay un fundido en negro. Está nevando. Parece que ha estado
nevando durante bastante tiempo. La luz que ahora crece en intensidad revela varias figuras que están
mirando una película de hombres primitivos representada por actores contemporáneos. Los personajes
están cubiertos de nieve como lo están los actores primitivos del film. La película vista en negativo. La
nieve es negra. Los actores primitivos, blancos. Están mirando una escena de una película contemporánea,
editada en negativo. También está nevando en esta película, blanca. La nieve real cayendo En ESCENA
está iluminada desde atrás por la película, y parece negra.” (ibídem).
Este complejo desplazamiento del marco encuentra su equivalente en escena en un
actor que representa a un hombre primitivo en una imagen en negativo, como si
realmente hubiese emergido de una película. Sobre el espacio visible se crea una
zona intermedia en la que ya no podemos distinguir interior de exterior, cine de
teatro, observador de observado. El interior contiene siempre al exterior, y lo
marginado, que creíamos ausente, se encuentra en medio de lo que crea alejamientos
y lo vacía. Esta cavidad, que transforma el escenario como un dedo de un guante
dado la vuelta, derriba las oposiciones binarias que ocho años antes estructuraron
Artifact como texto estético. En su lugar nos vemos introducidos inmediatamente en
un zona intermedia perturbadora, en la que los espectros del pasado, como, por
ejemplo, el salvaje pintado, pueden estar en primer plano, si bien solo dados la
vuelta, como una reversión extraña.
Este procedimiento también se hace visible en otra secuencia fundamental de la
pieza. Una bailarina está sentada en una mesa en la parte central anterior del
escenario mientras otra yace a su derecha en el suelo. Esta implica a la primera en
un ritual de pregunta-respuesta. De sus “notas” y “traducciones” lee preguntas como
“¿Qué es la puerta?” o “¿Cuáles son las dos orillas del río?”, e intenta extraer
significado de historias prehistóricas que Forsythe toma de una antología de cuentos
de Jerôme Rothenberg (1985). La primera mujer interpreta estas preguntas de forma
explícitamente sexual, de manera que el umbral se convierte en cocodrilo, el pomo
de la puerta en pene y ambas orillas del río en hombre y mujer. Sin embargo, el
cartel que está sobre la mesa dice “Versión III A” e indica un número ilimitado de
posibilidades que podrían plantearse en caso de que la sesión se prolongara, se
hicieran otras preguntas o se dirigieran a otra persona. Efectivamente, todo puede
significar todo, en función de la pérdida original o la pérdida del origen, la pérdida
del pequeño detalle al que se refiere el título del ballet, que garantiza un principio
seguro a partir del cual se pueden construir las propias interpretaciones.
The Loss of Small Detail escenifica la pérdida de un origen y sugiere al mismo
tiempo una constante producción de significado, incluso aun cuando se trate de
posibles malentendidos. La actividad de olvidar se contempla aquí como algo
productivo, se considera necesaria para la apertura de nuevas posibilidades.
“Pero nuestro intento de leer la página”, explica Forsythe, “se ve inicialmente frustrado porque todavía no
hemos acordado una base común desde la que comprender estos glifos como un sistema de lenguaje.
Supongamos que, sin embargo, este texto puede ser descifrado de alguna manera, ¿quizá resituándonos
nosotros mismos?. Entonces podríamos considerar de nuevo resituar el texto. Quizá la reubicación de estos
glifos nos podría permitir aproximarnos a su sentido.” (ibídem).
Este tipo de desplazamiento espacial del texto del ballet se ve activado por los
movimientos de los bailarines. Al principio una bailarina se levanta lentamente del
suelo; sus brazos están extendidos, su cuerpo vuelto hacia dentro. Parece levitar; su
cuerpo da la impresión de no tener huesos y ser líquido. Un bailarín vestido de negro
se acerca y le lleva una silla. Ella se sienta y se vuelve hacia la mujer que está detrás
de la mesa, que luego le hará preguntas. De repente va hasta la mesa y enreda su
cuerpo en torno a él, las piernas estiradas debajo, los brazos descansando sobre él.
Entonces el hombre de negro la sostiene en sus brazos, ella permanece con el cuerpo
rígido y horizontal, como si fuera una tabla. Esta secuencia se repite varias veces y
marca la primera aparición del olvido en este ballet: el olvido de algo que se ha
hecho previamente, aunque sin éxito y que se repite una y otra vez, aparentemente
sin dejar huella en la memoria del bailarín. Es un movimiento cuyo significado
desaparece exactamente cuando vuelve a retomarse.
La cualidad específica del movimiento del ballet es una increíble suavidad y
transparencia. Los bailarines parecen haber perdido todas sus fuerzas. Resbalan al
suelo repetidamente solo para volver a levantarse con extraños movimientos de giro.
Esto es posible gracias a una técnica que Forsythe llama “disfocus” (Siegmund,
1999: 16). El foco de la mirada de los bailarines no se dirige hacia un punto ante
ellos que sirve de eje al cuerpo, sino que, por el contrario, lo orientan mentalmente
hacia la parte trasera de sus cabezas, lo cual aumenta su percepción. La capacidad de
percibir su entorno se reduce en beneficio de una percepción ampliada de sus
propios miembros y grupos musculares. Estas “co-ordenaciones internamente
refractadas” evitan que los bailarines dancen como lo hacen quienes han sido
correctamente formados y entrenados. “No es que destruyas los fundamentos,
simplemente llegas a un estado opuesto de soporte. El pequeño detalle que se ha
perdido es tu orientación física. Tu cuerpo abandona un tipo de fuerza, pero otra
entra en juego.” (Sulcas 1995a: 8).
El desplazamiento del foco del exterior al interior cambia el cuerpo que baila
ballet, pero no lo destruye. El cuerpo histórico es reconocible como una capa a
través de su actual inscripción en forma de palimpsesto. El cuerpo del ballet se
percibe a sí mismo entre la orientación espacial exterior e interior; cobra conciencia
de sí mismo y quizá incluso adquiere hasta sensación de autoestima, la cual, sin
embargo, en el momento justo de encontrarse a sí mismo, se socava y derriba. Este
procedimiento es el equivalente técnico en el plano del movimiento de aquel
vaciamiento que permitía observar a la par espacio interior y exterior. El resultado
de esta autorreferencialidad del cuerpo es una sobreinscripción de su texto histórico,
que ahora ya no puede ser escrito, una desaparición que hace al cuerpo ilegible. Ya
no se pueden leer esos cuerpos porque en ellos se unen demasiados textos equívocos
que se borran en el proceso de constante rearticulación.
Espacio de la memoria
Cuando Forsythe propone un “reposicionamiento de nosotros mismos” en relación
a un palimpsesto ilegible con el fin de encontrar una vía para descifrarlo, vuelve a
entrar en juego el concepto de placer de Roland Barthes. Debería haber quedado
claro que este placer no es el placer de consumir, de releer una vieja historia. Es más
bien el placer de inscribirse a uno mismo en ese texto que consiste en paisajes
sonoros y teatrales, los cuales entretejen pasado y presente en un espacio de
memoria. Precisamente porque el cuerpo se hace ilegible, participa en un juego que
no solo se entiende como una asociación entre significantes, sino sobre todo como
experimentación con los límites del sujeto. El escenario ya no opera como un espejo
que proporciona una idea imaginaria de un cuerpo (social) cerrado como en el ballet
clásico. La escena no es la de la representación, sino la de su otro imaginario, que
aparece a través de un cuerpo de un bailarín: la escena de una producción
permanente de movimiento. Si se observan los cuerpos de Forsythe en el escenario,
vemos que se niegan a ser registrados, identificados y determinados ya solo por el
elevado tempo con el que bailan.
El movimiento se abre camino hacia el momento de su desaparición en la grieta
entre interior y exterior en lo que Laurence Louppe llama “fonds corporel” (fondo
corporal): un cuerpo fenomenológico pre-articulado que se entiende como residuo de
significado, pero nunca significativo en sí mismo (Louppe, 1997: 72). Si en la danza
el movimiento es al mismo tiempo lo que se produce y lo que produce, cuando el
cuerpo que baila es a la par un agente sin conciencia de sí mismo y su propio
intérprete, que tiene que mantener a distancia el movimiento a través del acto de
análisis, entonces el movimiento o no se da nunca o se transparenta a sí mismo. Es,
como ha sostenido Jacques Derrida (1990) en referencia al gesto de un pintor, en su
presencia ya “un acto de memoria”. El movimiento nace en el área fronteriza entre
el yo y el no-yo, un espacio de la memoria que entrega al pasado cada movimiento
en el momento de su nacimiento. El movimiento está siempre en estado de
gestación, una cuestión de vida y muerte, que también implica la de la vida y la
muerte del ballet que se planteaba al principio de este ensayo. Pero en esta grieta se
abre el espacio que permite pensar el movimiento: es el tiempo-espacio prearticulado, que permite hablar de manera articulada del movimiento como pasado.
En el caso de Forsythe, esta zona fronteriza, que no es ni interior ni exterior y, como
explicó Donald W. Winnicott, no pertenece ni al sujeto ni al objeto (Winnicott,
1971: 11-12), surge cuando el sujeto que baila abandona el control. El “disfocus”
permite al cuerpo alcanzar otro estado de semiconsciencia, en tanto que “tropieza”
(Brandstetter, 1990) literalmente con nuevos movimientos, mientras a la par deja a
los viejos atrás. El movimiento, como el espíritu de los primitivos en la zona
fronteriza de pasado y presente, película y teatro, se convierte así en huella de la
memoria de una posibilidad, de un futuro.
Traducción: Alfonso López 2012, revisada por Victoria Pérez Royo 2013
Notas
William Forsythe dirigió el Ballett Frankfurt de 1984 a 2004, en 2005 creó The Forsythe Company (Nota de
la e.)
[1]
Me apoyo en mi experiencia como espectador en varias representaciones de la pieza en la Ópera de
Fráncfort. También utilicé una grabación en vídeo de la representación del 16 de febrero de 1997 para
[2]
apuntalar mi memoria. Agradezco al Ballett Frankfurt la posibilidad que me brindaron de ver esa grabación.
William Forsythe construyó la pieza, Gänge (1983) en torno a la unidad de la línea como elemento
estructural principal del ballet clásico.
[3]
La pieza Eidos:Telos se centra en la muerte en la imagen mediante la congelación de los movimientos de
los bailarines llevados a la hipertrofia. El segundo acto despliega el tema a través del personaje de Perséfone
como trabajador fronterizo entre la vida y la muerte, que extrae de una grieta de la tierra espectros que bailan
vals y que rinden tributo a una cultura cortesana de la danza ya extinguida.
[4]
Sobre los aspectos lingüísticos de Artifact, ver Gabriele Brandstetter: “Choreographie und Gedächtnis.
Konzepte des Gedächtnisses von Bewegung in der renaissance und im 20. Jahrhundert” (1997: 209). En este
artículo, Brandstetter describe Artifact como “almacén” y como proceso de recuero (re)productivo, de la
producción de lo nuevo.
[5]
Aquí radica la transición al procedimiento coreográfico de la “Coreografía a tiempo real”, que conduce al
lenguaje desde la construcción tradicional de una sucesión fija de pasos hacia su desaparición. Respecto a este
procedimiento, ver Kerstin Evert: “Self Meant to Govern – William Forsythes Poetry of Disappearance” (1998:
140-174).
[6]
De hecho, he visto varias veces la pieza en la Ópera de Fráncfort. Como en Artifact, mi interpretación se
apoya además en la grabación en vídeo de la representación del 27 de abril de 1996.
[7]
Ver también Gabriele Brandstetter: “Der Körper: eine Hypotese. Über Teilchen und Falten in William
Forsythes Choreographie” ( 1998: 38-41). Brandstetter describe “The Loss of Small Detail” como un
“experimento de percepción” que pone en escena lo “inmaterial” o “el cuerpo hipotético” de forma análoga a
las nuevas tecnologías mediales. A mí en cambio me interesa lo antiguo, esto es, el cuerpo del bailarín de que
no de ninguna manera inmaterial, sino que se convierte en palimpsesto.
[8]
Bibliografía
Ballett Frankfurt: The Loss of Small Detail, Programa de mano, Intendanz Ballett Frankfurt, 1991.
Barthes, Roland (1971): “De l’œuvre au texte”, “S/Z”, en Eric Marty (ed.), Œuvres completes (vol.II), París,
1994.
Brandstetter, Gabriele: “Choreographie und Gedächtnis. Konzepte des Gedächtnisses von Bewegung in der
renaissance und im 20. Jahrhundert”, en Claudia Öhlsclhäger / Birgit Wiens (eds.): Körper-Gedächtnis-Schrift:
Der Körper als Medium kultureller Erinnerung, Berlín, 1997.
— “Der Körper: eine Hypotese. Über Teilchen und Falten in William Forsythes Choreographie”,
Programmbuch Wiener Festwochen, Viena, 1998.
— “Choreographie als Grab-Mal: Das Gedächtnis der Bewegung” (“Coreografía como mausoleo: La memoria
del movimiento”), en Gabriele Brandstetter / Hortensia Völckers (eds.): ReMembering the Body, Ostfildern,
2000.
Derrida, Jacques: Mémoires d’aveugle: L’autoportrait er autres ruines, París, 1990.
Evert, Kerstin: “Self meant to Govern – William Forythes Poetry of Dissappearance”, Jahrbuch Tanzforschung
(vol. 9), Wilhelmshaven, 1998.
Fischer, Eva-Elisabeth: “Ich habe Geschichte in meinem Körper: Ein Gespräch mit dem Frankfurter Ballettchef
und Choreographen William Forsythe über das mögliche Ende einer Kunstform”, Süddeutsche Zeitung (13 de
Julio de 1999).
Foucault, Michel: Überwachen und Strafen, Fráncfort, 1976. (Surveiller et Punir, 1975).
Gilpin, Heidi: “Lifelessness in movement, or how the dead move?”, en Susan Leigh Foster (ed.):
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Louppe, Laurence: Poétique de la danse contemporaine, Contredanse, Bruselas, 1997. (Poética de la danza
contemporánea, Ediciones Universidad de Salamanca, Salamanca, 2011. Trad. Antonio Fernández Lera).
Rothenberg, Jerôme: Technicians of the Sacred, Berkeley / Los Angeles, 1985.
Siegmund, Gerald: “Interview with William Forsythe”, Dance Europe, 23, 1999.
— “Wir arbeiten, um uns arbeiten zu sehen: Ein Gespräch mit William Forsythe” (“Trabajamos para vernos
trabajar: una charla con William Forsythe”), Frankfurter Allgemeine Zeitung (23 de Enero 2000).
Spier, Stephen: “Engendering and Composing Movement. William Forsythe and the Ballett Frankfurt”,
222.frankfurt-ballet.de/spier.html.
Sulcas, Roslyn: “Kinetic Isometries”, Dance International, Cambridge, 1995a.
— “William Forsythe: Channels for the Desire to Dance”, Dance Magazine, 69, 1995b.
Winnicott, Donald W: Playing and Reality, Routledge Classics, Nueva York, Londres, 1971.
Texto original en alemán, «Gedächtnisraum: Die Ballette William Forsythes», publicado en Klein, G.
Klein/ Zipprich, C. (eds.): Tanz Theorie Text, Jahrbuch Tanzforschung 12, Hamburg: LIT Verlag, 2002.
Traducido posteriormente al inglés, «The Space of Memory. William Forsythe’s Ballets», para su
publicación en Spier, S. (ed.): William Forsythe and the Practice of Choreography: It Starts From Any Point ,
Routledge / Taylor and Francis Group, Londres/Nueva York, 2011.
© Gerald Siegmund 2002
Gerald Siegmund. Profesor de Estudios Aplicados al Teatro en la Justus-Liebig University in Giessen. Doctor
por la Goethe Universität (Frankfurt Am Main) con la tesis Theatre as Memory. Entre 2005 y 2008 fue
profesor de Teatro Contemporáneo en la Universidad de Berna, Suiza. Es autor de numerosos artículos sobre
danza y teatro contemporáneos así como editor del libro William Forsythe – Denken in Bewegung (2004). Su
monografía más reciente, Abwesenheit. Eine performative Ästhetik des Tanzes fue publicada en 2006.
III.
FORMA
Y
LENGUAJE
LA MIRADA Y EL TIEMPO
José A. Sánchez
La concepción autoral de la práctica coreográfica condujo inevitablemente a una
reflexión sobre la posición del sujeto en el dispositivo escénico. De ella derivó en un
primer momento un rechazo de lo espectacular, es decir, de la puesta del cuerpo al
servicio de la imagen en beneficio de un cuerpo discursivo. En las propuestas de
numerosos coreógrafos a partir de los años sesenta, el cuerpo que actúa para crear
imágenes fue sustituido por el cuerpo que escribe y, paralelamente, el espectador fue
reemplazado por un lector. Sin embargo, este desplazamiento no dejaba de ser una
abstracción teórica, pues la imagen es inalienable del cuerpo y, por otra parte,
cualquier imagen (y nuevamente con más eficacia en los tiempos actuales) es al
mismo tiempo signo. El conflicto cuerpo-imagen se reveló muy pronto no como un
antagonismo dialéctico, sino más bien como una tensión productiva en el interior de
la producción co-reográfica.
A comienzos del siglo XXI, numerosos coreógrafos han planteado la cuestión de
la mirada como eje central de su discurso. Al hacerlo, asumen la imposibilidad de
alterar sustancialmente la situación básica (física) de lo escénico: la de un ser
humano que mira el cuerpo de otro ser humano que actúa frente a él; sin embargo, se
han esforzado en descubrir nuevos modos de subvertirla, de alterar la comodidad
objetualizadora del espectador y activar procesos de comprensión que rompan la
inmediatez temporal y permitan una apertura: el cuerpo, sin dejar de ser imagen, se
convierte también en generador de discurso y dialoga con la mirada (o con el
cuerpo) del espectador en una dimensión ya no absolutamente condicionada por lo
sensible. Este diálogo puede ser entendido como una tentativa por parte del autor de
apropiarse en cierta medida de la mirada del otro y utilizarla como material para su
propia construcción: dado que asumo la objetividad inalienable de mi cuerpo, puedo
entonces restar subjetividad a la mirada del otro y tratar objetivamente esa mirada
como material compositivo, sin por ello poner en cuestión la condición de sujeto de
ambos, más bien intentando enfatizarla en un necesario juego intersubjetivo.
Las técnicas utilizadas para la puesta en escena de estas arquitecturas son
diversas. En ocasiones se recurre a poner en evidencia los condicionantes corporales
de la mirada y forzar así una conciencia crítica del punto de vista o bien una
activación física del espectador; el resultado: una dinamización de la situación
básica mediante la ampliación de la dimensión espacial. La activación de la
memoria visual (mediante el recurso a archivos comunes o a elementos sensibles
que permiten el acceso a memorias personales) constituye otro medio de ampliación
de la situación básica, en este caso en su dimensión temporal. Ambas dimensiones
resultan alteradas cuando lo que se propone es una inversión de la mirada, bien
porque la mirada se dirija hacia el espectador, convirtiéndolo ahora en objeto, bien
porque se invite al ejercicio de miradas imposibles: hacia el interior del cuerpo,
hacia el interior del proceso o, incluso, hacia la parte escondida del espectáculo. De
la inversión de la mirada puede derivar, también, una propuesta diferente: la
sustitución de la imagen escénica por la imagen construida, es decir, la sustitución
de la mirada directa por la imaginación condicionada, resultante de una paradójica
neutralización del cuerpo tanto en cuanto signo como en cuanto imagen que, sin
embargo pone en evidencia la inextricable unión de los tres términos.
Miradas
La mirada que ofrece
Raimund Hoghe es autor de dispositivos para la mirada, en los que su presencia (y
la de su cuerpo) indica una voluntad inequívoca de presencia compartida análoga a
la de aquellas coreógrafas que pensaron el amor como tema central de sus
propuestas. El amor era de hecho también el tema de sus Lettere amorose (1999),
una pieza en la que Hoghe construía laboriosa y delicadamente sus instalaciones
sobre el escenario con el fin de crear el tempo y el ambiente adecuado para la
escucha de las tres cartas de amor, tan distintas y tan dolorosas. Hoghe se esforzaba
por ponerse a sí mismo en condiciones de decir y de sentir el dolor ajeno, sabiendo
que esa era una tarea imposible. El espectador que escuchaba la “carta a Europa”
que un niño guineano había escrito momentos antes de esconderse en el tren de
aterrizaje de un avión con destino a Bruselas, podía sentirse conmovido por las
palabras y podía creer comprender e incluso reconocerse en el dolor del niño
traicionado por unos sueños de cuyos orígenes y cuyas consecuencias somos
responsables. Pero el espectador que veía el torso desnudo de Raimund Hoghe sabía
que nunca podría comprender la experiencia de ese hombre ni identificarse con su
dolor, aunque entendiera sus palabras y aunque quisiera responder a su invitación de
amor. El espectador que veía las acciones realizadas por el autor durante la pieza, el
parsimonioso extender y plegar telas, el cuidadoso poner y quitar objetos sobre el
cuadrilátero escénico o sus tímidas danzas, podría pensar que esas acciones eran
accesibles a cualquiera y que el mismo podría ejecutarlas. Pero el espectador que
escuchaba la carta que el padre de Hoghe escribió al niño después de abandonarle
sabía que nunca sus manos serían las mismas, ni sus movimientos los mismos. La
mirada y la escucha tensan un espacio de experiencia ampliado por la memoria,
mostrando los límites engañosos de la espectacularidad sensible y la necesidad de
situarse para obtener un retorno, que nunca satisfará la complejidad de nuestra
experiencia, ni la mía ni la del otro, pero que puede aportar una ganancia de placer,
de emoción o de conocimiento.
La mirada que viaja
Doce años después de convertir la escena en un laboratorio para diseccionar la
mirada, objeto central de su primera pieza, Nom donné par l’auteur, Jérôme Bel
decidió abandonar la fenomenología y aproximarse a la antropología: viajó hasta
Tailandia y compuso un diálogo de miradas titulado Pichet Klunchun & Myself
(2005). En la pieza se establecía un doble nivel de observación: el de cada uno de los
intérpretes ante la demostración del otro, y el de los espectadores, que asistían a una
especie de clase magistral durante la cual eran en cierto modo ignorados. La
construcción de la mirada en este espectáculo ya no solo atendía al control de los
tiempos y los humores de la recepción, sino que iba más allá, proponiendo un
inteligente tránsito que descolocaba una y otra vez al espectador, obligándole, en
este caso con un método diferente, a hacerse consciente de su situación. Si al inicio
de la pieza la mirada de Jérôme Bel podía ser ingenuamente criticada por el
espectador como colonial, a medida que la demostración avanzaba, el espectador
mismo iría siendo cautivado por la destreza técnica del bailarín tailandés, cayendo
así en una admiración premoderna que le situaría de parte de Klunchun y en contra
de Bel, asumiendo él mismo una actitud “colonial” (que otorga al otro la habilidad
técnica pero no la conciencia crítica). La reconciliación del espectador con Bel
comenzaba cuando este intentaba aprender en vano los pasos, los movimientos y los
gestos ejecutados brillantemente por Klunchun. Su torpeza como ejecutante lo
igualaba a los espectadores, parecía condenarle a la función de mirón. Nadie
confiaba en que pudiera haber una devolución: ningún espectador conocedor de los
trabajos previos de Bel podría imaginar cómo este sería capaz de aproximarse al tipo
de demostración realizada por Klunchun. Sin embargo, Bel, que jugaba a la
complicidad con el espectador sumándose él mismo a ese escepticismo, lograba
explicar a Klunchun su trayectoria y cuál es el sentido que para él tiene la creación
contemporánea. Klunchun se convertía entonces en un espectador que mira, pero que
sobre todo escucha. Y, para decepción de los espectadores malintencionados (es
decir, para aquellos que ansían un retorno rápido a la premodernidad), comprende.
La mirada que mira
¿Qué miran los ojos de Luiz Abreu cuando se hace la luz sobre el escenario de la
Samba para un crioulo doido (2005)? Sus ojos se han transformado en cáscaras de
huevo, rígidas e impenetrables. ¿Por qué no nos mira? ¿Por qué no deja que le
miremos? Aunque, ¿cómo podríamos mirarle si los nuestros han quedado atrapados
en ese enorme telón de banderas que como una atrayente tela de araña captura una y
otra vez las miradas? ¿Se esconde la araña detrás de los ojos? Todo era más fácil
cuando no se podía ver, cuando el cuerpo del bailarín-coreógrafo era apenas una
insinuación, y el exotismo de esa silueta queer permitía el libre vuelo de las
imágenes.
Entonces deseábamos penetrar entre las sombras. Pero cuando finalmente se nos
dio la oportunidad de ver, habríamos querido ver menos. Porque en realidad no
estábamos viendo, más bien nos estaban viendo, aquellas imágenes nos interrogaban
con una insistencia que interrumpía el placer que la imagen y la danza sin duda
ofrecían. El espectador quisiera liberarse del tópico turístico, concentrarse en el
discurso y compartir el dolor histórico y personal que subyace a esas contorsiones
plásticas del cuello, de los omoplatos, a la exhibición de la sonrisa y del pene
danzante, de la bandera agujereada a la altura de las partes blandas del cuerpo y al
ejercicio final de antropofagia invertida: ¿quién come a quién?, ¿la bandera al
cuerpo o el cuerpo a la bandera? El espectador quisiera liberarse de su estúpida risa
de blanco occidental y comprender corporalmente todo lo que la samba cantada por
Elsa Soares nos anunciaba: “A carne… A carne mais barata… A carne mais barata
do mercado… A carne mais barata do mercado é a carne negra” . Curtido en años de
colonialismo, el turista cultural se comporta como se espera de él: aprovecha su
oportunidad y se entrega al disfrute. Pero la oferta de placer de ese cuerpo de
negro/negra encerraba una amenaza. Algo distorsiona la al egre samba y la
contemplación del cuerpo monumental, una mirada que se esconde tras la superficie
reflectante de los ojos del bailarín, una mirada que sale del cuerpo negro y, que en
cuanto cuerpo subjetivo, nos demanda una respuesta que solo en el ámbito de la
política puede escapar tanto a la espectacularidad ingenua como a la decadente
melancolía.
La mirada memoria
Memory (2008), de Living Dance Studio, forzaba al espectador a una reflexión
sobre su posicionamiento en el campo de la mirada y a una toma constante de
decisiones sobre cómo situarse en ese campo; en sentido literal, pues la duración de
la pieza en su versión original (ocho horas) obligaba a que cada uno decidiera
cuándo empezar, cuándo descansar, cuándo volver y cuándo terminar; pero también
en sentido político, pues el espectáculo remitía a unos tiempos, los de la revolución
cultural en China, que diferentes espectadores podían comprender desde posiciones
muy diversas. La cuestión de la mirada había ocupado un lugar central en la
trayectoria de esta compañía dirigida por la coreógrafa Wen Hui y el realizador
cinematográfico Wu Wenguang. En piezas anteriores, el espectador se veía obligado
a situarse siempre en ese doble sentido: en cuanto espectador y en cuanto individuo.
En cuanto espectador, debía buscar su lugar: Informe sobre dar a luz (1999) era una
instal-acción que debía ser recorrida y en cuyo interior el espectador podía decidir
sus tiempos; Danza con trabajadores de granja (2001) se presentó en una nave en
construcción y los espectadores eran invitados a asistir a un momento del proceso en
un espacio que más que nunca pertenecía a los otros, a los trabajadores-intérpretes
que actuaban en el mismo. Pero también en cuanto individuo, cada espectador debía
confrontarse con las piezas poniendo en juego sus condicionantes culturales y
afectivos: una apuesta por la recepción individualizada, que sigue siendo un reto en
el contexto de la cultura de masas y que en el momento actual adquiere relevancia
política, y una apuesta también por la comunicación que asume el reto de la
alteridad sin pretender disolverla.
En Memory, se proponía una nueva inversión de la mirada. La inversión implica,
en sentido literal, un volver la vista atrás, pero ese volver la vista atrás es una
metáfora, pues no miramos realmente el pasado, sino que más bien lo reimaginamos. Al re-imaginarlo, los recuerdos sensibles se asocian a las experiencias
afectivas y a la memoria misma del cuerpo; en la memoria, cuerpo e imagen se
interpenetran de un modo difícilmente imaginable en la experiencia cotidiana. Wen
Hui declaraba que su primer estímulo para la composición de la pieza partía de una
memoria corporal asociada a las viejas canciones de la revolución cultural que ella
escuchó de niña, y que le llevaron a su cama, cubierta por un mosquitero, sobre la
que ejecutó sus primeras danzas ante los familiares. Esta memoria corporal
establecía la estructura escenográfica y narrativa del espectáculo, que se completaba
con secuencias de un documental de Wenguang sobre los guardias rojos y diversos
testimonios tejidos física y verbalmente por la actriz Feng Dehua. La memoria
corporal era en primer lugar repetitiva; de ahí que durante ocho horas Wen Hui
ejecutara una secuencia cíclica, solo modificada por las intervenciones puntuales de
Wenguang sobre su cuerpo; de ahí que en determinados momentos, su cuerpo se
sumara al de las actrices de las “operas modelo” en la repetición de aquellas danzas
revolucionarias, cargadas de optimismo y artificial ingenuidad, que penetraron
indeleblemente en su imaginario infantil.
Pero recordar exige también dejar de mirar la realidad actual para concentrar el
esfuerzo de la imaginación en el pasado, es decir, recordar exige cerrar los ojos.
Esto es lo que hacía Wen Hui: volverse sobre su propio cuerpo, buscar en el interior
del mismo las experiencias de aquel tiempo pasado enterradas en la memoria de los
músculos, de los gestos, de las posiciones, de las sensaciones. Esto es lo que hacía
Feng Dehua: apartar la vista de la imagen y concentrarla en la escritura, en las
palabras que ella misma caligrafiaba sobre el tablero de la máquina de coser y que
en ocasiones se proyectaban ampliadas sobre el gigantesco mosquitero-pantalla, o en
las palabras que pronunciaba durante sus recorridos cíclicos en torno al escenario
empujando pacientemente su instrumento de tejido-escritura. Y esto es lo que hacía,
paradójicamente, el realizador Wu Wenguang, cuando renunciaba a sus ojos y sus
manos de artista, es decir, a la cámara y a las imágenes, y entraba en escena,
hablaba, actuaba, incluso bailaba; pero sobre todo cuando, en contraste con los
primeros planos de los guardias rojos que recordaban su experiencia durante la
revolución cultural en su documental, él proyectaba el primer plano de la parte
posterior de su cabeza, cuidadosamente rasurada; sobre esa imagen de la cabeza
hacia atrás se podía ver en transparencia a Wen Hui, cuyo cuerpo en ocasiones el
propio Wenguang modificaba en una vana tentativa de aproximarlo a la imagen que
él quería crear. ¿Y el espectador?
A él correspondía que la máquina de la memoria no se detuviera, que esos cuerpos
presentes en escena no se convirtieran en imágenes de archivo aplastadas bajo el
peso de la historia, sino en sensaciones vivas que pueden una y otra vez actualizarse
en experiencia.
La mirada que escucha
Tras el éxito de Todos los buenos espías tienen mi edad (2002), ese despliegue de
imaginación masculina contrastante con la reducción a la inmovilidad del propio
cuerpo, anulado orgánicamente incluso en el proceso de envejecimiento mediante
una máscara de sí mismo, Juan Domínguez decidió continuar su investigación sobre
la metateatralidad en un espectáculo de grupo, The Application (2005). En paralelo a
la ficción de la representación practicada por Cuqui Jerez en The Real Fiction
(2005), Domínguez insistió en el recurso a la verbalización imaginando un programa
de televisión que sirve para construir la solicitud: los textos escritos proyectados
sobre la pantalla se simultaneaban con la ejemplificación o cita efectiva de
determinados momentos mediante la colaboración de un grupo de actores, así como
con una interacción efectiva con los espectadores, a quienes se otorgaba igualmente
el derecho a la palabra y a la réplica. La idea de construir un espectáculo que es en
realidad el proyecto que se adjunta a la solicitud de ayuda para otra pieza (Shichimi
Togarashi) permite a Juan Domínguez reflexionar humorísticamente sobre la ficción
y la realidad del espectáculo mismo, sobre la superposición de lenguaje y
metalenguaje, de presente y pasado.
El espectador que mira la escena se confronta a un presente físico (el tiempo de la
co-presencia), una realidad (la de los actores, la de la escena) y un lenguaje (el de la
coreografía), pero el espectador que lee los textos que Juan Domínguez proyecta
sobre la pantalla se ve constantemente vapuleado por la irrupción del pasado (el
proceso de trabajo) y el futuro (el proyecto de la pieza que aún no existe). Debe
acompañar una memoria que le resulta ajena e imaginar un proyecto que
probablemente nunca se convertirá en representación efectiva. Al espectador no le
queda otra salida que convertirse en cómplice de la construcción de una pieza
metateatral, que no existiría sin su participación, sin su aceptación a entrar en el
juego, es decir, sin la aceptación del “como si”, de la ficción que se superpone a las
acciones reales de los actores, que sin embargo son definidas por el coreógrafo como
meramente proyectuales. Cuando el coreógrafo se coloca las gafas que le permiten
ver a todo el mundo desnudo y la imagen de las actrices y actores desnudos es
proyectada sobre la pantalla, permitiendo al espectador situarse en la mirada del
coreógrafo, no solo se está recuperando un efecto mágico para la vieja caja escénica,
se está poniendo en cuestión la diferencia entre la imaginación, la memoria y la
realidad efectiva: ¿qué es más real?, ¿la imagen de los cuerpos desnudos filmada
antes?, ¿la imagen de los cuerpos vestidos que imitan a los cuerpos desnudos para
hacer eficaz el efecto mágico o esos mismos cuerpos privados de la construcción
icónica a que les somete el coreógrafo armado de sus gafas o de su cámara de video?
¿Y cuál es consecuentemente el lugar reservado a la mirada? ¿La mirada que ve?, ¿la
mirada que imagina?, ¿la mirada que escucha?, ¿la mirada que proyecta?
La mirada que toca
Olga Mesa se basó en una película sin imágenes del cineasta portugués Joao Cesar
Monteiro[1] para inventar un Solo a ciegas (con lágrimas azules) (2008) que
presentaba ciertos paralelismos con tentativas anteriores de coreógrafas como
Mónica Valenciano o Barbara Manzetti para trabajar en la invisibilidad [2]. Que esta
era una pieza no para mirar, sino más bien una pieza para tocar, es algo que dejaba
claro la coreógrafa al recibir al público con los ojos cerrados, apenas moviendo las
manos, unas manos que tocarían no exactamente objetos, sino más bien constructos
resultantes de una combinación de inmaterialidad (luz, sonido) y efimeridad
(tiempo). Mediante los largos oscuros, Olga Mesa forzaba al espectador a cerrar
también los ojos. Por si esto no fuera suficiente, ya al principio del solo su cuerpo
obstruía el chorro de luz que proyectaba los fragmentos cinematográficos,
recuperados de forma indirecta, oblicua, como la imagen misma del público, y como
esta, arbitrariamente recortada sobre un espejo. Al interferir con su cuerpo-carne la
imagen cinematográfica, Mesa parecía insistir en la materialidad del cine, incluso
cuando el soporte es ya electrónico y su imagen el resultado de una multiplicación
de reflejos.
El cine es luz y el cuerpo es memoria. En la memoria del cuerpo habita el dolor de
aquellos a quienes no se conoció. Habita también el impulso animal, la naturaleza
extraña (y sin embargo reconocible en alguna de nuestras zonas oscuras). Y habita la
disciplina, la disciplina conocida (la de nuestra educación como ciudadanos y como
autores o consumidores de experiencias estéticas), la disciplina por conocer (la
bailarina de tango, como víctima de una tortura). La memoria no se muestra en
imágenes: se manifiesta primariamente como eco, como sonidos que retornan:
imposible controlar su estructura, o prever su frecuencia. Las imágenes están ahí,
debemos interpretar su flujo para escuchar. Olga Mesa invitaba a un juego de
silencio, de referencias cruzadas, de penetración en el otro.
Y el espectador durante largos minutos privado de su condición de tal, comenzaba
a disfrutar estéticamente en el momento en que sus ojos se acostumbraban a la
oscuridad, cuando comprendía que las imágenes documentales que
fragmentariamente observaba no le devolvían la realidad, sino la memoria (la
memoria reside siempre en el cuerpo), cuando comprendía que la extrañeza del
movimiento no es el resultado de construcciones caprichosas, sino una destilación de
lo que nos resulta más próximo, y que ese cuerpo disfrazado o disciplinado es un
deseo (tanto como un recuerdo), que no se construye en escena, que está en nosotros,
muy cerca, y que lo podemos tocar. La experiencia estética se producía cuando el
espectador asumía que las lágrimas azules no eran metafóricas ni líquidas, sino
sólidas, escultóricas, y que, para comprender, debía cerrar los ojos y extender las
manos hacia la oscuridad de su imaginación.
Notas
Branca de neve (2000). Durante 75 minutos el espectador de cine se ve confrontado a una pantalla negra,
siendo la experiencia cinematográfica desplazada a la banda sonora, es decir, a la escucha.
[1]
Véase José A. Sánchez, “La construcción de la intimidad. Sobre un proceso de Barbara Manzetti”, Cairón
Revista de Ciencias de danza, n. 6, Aula de Danza Estrella Casero-Universidad de Alcalá, 2000, pp. 71-79.
[2]
Fragmento del texto homónimo publicado en: Ana Buitrago (ed.) Arquitecturas de la mirada, Mercat de les
Flors / Centro Coreográfico Galego / Institut del Teatre / Universidad de Alcalá, 2009.
© Mercat de les Flors / José A. Sánchez
José A. Sánchez. Catedrático de Historia del Arte en la Universidad de Castilla-La Mancha. Autor, entre otros,
de los libros Brecht y el Expresionismo (1992), Dramaturgias de la imagen (1994), La escena moderna
(1999) y Prácticas de lo real en la escena contemporánea (2007); además de numerosos artículos sobre
estética, arte contemporáneo y teoría e historia de las artes escénicas. Dirige el grupo de investigación ARTEA
y es editor del Archivo Virtual de Artes Escénicas (www.artesescenicas.org).
ESPACIO, TIEMPO Y DANZA
Merce Cunningham
La danza es un arte en el espacio y el tiempo. El propósito del bailarín es
borrarlo
Al conservar la imagen de la perspectiva renacentista en el pensamiento escénico, la
danza clásica mantuvo un concepto lineal del espacio. La danza moderna americana,
partiendo del expresionismo alemán y de los sentimientos personales de los
coreógrafos pioneros, convirtió el espacio en una sucesión de bultos, o a menudo
colinas estáticas sobre el escenario, sin ninguna relación con la totalidad del espacio
escénico, simplemente formas que por su conexión en el tiempo creaban una
composición. Parte del pensamiento espacial procedente de la danza alemana abrió
el espacio y dejó un sentimiento momentáneo de conexión con él, pero a menudo el
espacio no era lo suficientemente visible porque la acción física resultaba de una
gran levedad: como el cielo sin la tierra o el paraíso sin el infierno.
Una característica positiva de la danza es que el espacio y el tiempo no pueden
estar desconectados; todo el mundo puede ver y entender esto. Un cuerpo quieto
ocupa lo mismo que un cuerpo en movimiento, ni lo uno ni lo otro (estar en
movimiento o estar quieto) es más o menos importante, salvo que es bonito ver a un
bailarín moverse. No obstante, el movimiento resulta más claro si el espacio y el
tiempo a su alrededor son su opuesto: la pausa. Aparte de la técnica y de la claridad
de cada bailarín, hay ciertos elementos que explican al espectador qué sucede en el
escenario. En la danza clásica, los pasos que componen frases de movimientos o
poses más largos se han convertido (por la costumbre y por el momento en que
suceden) en la guía por la cual el espectador puede dirigir sus ojos y sentimientos a
través de la acción. Esto también ayuda a definir el ritmo, de hecho, mucho más que
a no definirlo. La tendencia o el deseo de la danza moderna ha sido deshacerse de
estos movimientos considerados innecesarios y clásicos [balletic]; sin embargo, ha
perseguido un resultado idéntico al ballet en cuanto a la dimensión y al vigor del
movimiento, dejando en muchas ocasiones al bailarín y al espectador con ganas de
más.
Por otra parte, la gravedad del cuerpo que pesa en oposición a la negación (y por
lo tanto a la afirmación) de la gravedad por medio de la ascensión en el aire, ha sido
uno de los mejores descubrimientos de los que ha hecho uso la danza moderna. El
peso del cuerpo acompaña a la gravedad, hacia abajo. La palabra pesado tiene
connotaciones incorrectas, ya que no estamos hablando del peso de una bolsa de
cemento que cae (aunque todos hayamos presenciado eso en alguna ocasión), sino
del peso de un cuerpo cayendo con el firme propósito de volverse a levantar. No se
trata de un fetiche o de un uso intencionado del peso en contra de la cualidad
predominante de la levedad, sino de una cuestión en sí misma. Por su propia
naturaleza, este tipo de movimiento puede hacer que el espacio parezca una sucesión
de puntos desconectados, unido a la ausencia de continuidad de movimiento en la
danza moderna.
Puede que los bailarines compartan con muchos pintores ese sentimiento
frecuente que les permite crear un espacio en el cual puede suceder cualquier cosa:
imitando cómo la naturaleza crea un espacio y pone muchas cosas en él, lo pesado y
lo ligero, lo pequeño y lo grande, todo inconexo, pero cada elemento influyendo en
todos los demás. Algunos de los lenguajes coreográficos son fruto del
convencimiento de que algún modo de comunicación es necesario; otros, del
sentimiento de que la mente sigue al corazón, esto es, la forma sigue al contenido;
otros, de la sensación de que la forma musical es la más lógica a seguir y, el que me
resulta más curioso: el sentimiento generalizado en la danza moderna de que las
formas del siglo diecinueve procedentes de formas pre-clásicas son las únicas
referencias formales adecuadas o posibles a tener en cuenta. Todo esto parece una
contradicción monótona de la danza moderna: estoy de acuerdo con la idea de buscar
nuevas (o supuestamente nuevas) formas de movimiento por razones
contemporáneas, con el uso de la psicología como una base elástica formidable para
generar contenido, con su deseo de ser expresión de los tiempos (aunque, de qué otra
cosa puede ser expresión una persona), pero no con la necesidad de buscar una
fuente diferente de la cual parta esta expresión. De hecho, me satisface señalar que
las formas clásicas no solo son lo suficientemente buenas, sino que, yendo aún más
lejos, las formas clásicas son las únicas formas posibles. Éstas constan
principalmente de tema y variaciones, y dispositivos relacionados (repetición,
inversión, desarrollo y manipulación). Existe también una tendencia a suponer una
crisis a la cual dirigirse y desde la cual, más tarde, retirarse de alguna forma. Ya no
soy capaz de ver esa crisis como el clímax, a no ser que estemos deseando conceder
(yo lo estoy) que cada soplo de viento es un clímax, pero entonces, por exceso, esto
eliminaría el clímax. Y aunque nuestras vidas, tanto por naturaleza como por los
periódicos, estén tan llenas de crisis que uno ya no es consciente de ello, está claro
que continuamos viviendo a pesar de que cada cosa pueda estar, y lo esté, separada
de la otra, es decir: la continuidad de los titulares de los periódicos. El clímax es
para quienes se emocionan en la víspera de Año Nuevo.
Una estructura formal basada en el tiempo sería más liberadora en el espacio que
el obstáculo del tema y la manipulación. Ahora el tiempo puede parecer una horrible
molestia con esas cuentas tacañas que lo acompañan, pero si pensamos en la
estructura como un espacio de tiempo donde cualquier cosa puede suceder en
cualquier secuencia y suceso de movimiento, entonces, el cálculo es una ayuda hacia
la libertad en vez de una disciplina hacia la mecanización. El uso de la estructuratiempo también libera a la música en el espacio al establecer la conexión entre danza
y música como autonomías individuales conectadas en puntos estructurales. El
resultado es que tanto la danza como la música son libres de actuar como elijan. La
música no tiene que esforzarse al máximo para subrayar la danza, ni la danza
desbaratarse para ser tan llamativa como la música.
La danza solo necesita ser un ejercicio espiritual en forma física; lo que se ve, es
solo lo que es. No creo que sea posible resultar demasiado simple. El bailarín lleva a
cabo la acción más realista posible. Pretender que un hombre encima de una colina
pueda estar haciendo cualquier otra cosa que simplemente estar, es una separación:
separarse de la vida, del sol que sale y se esconde, de las nubes que cubren el sol, de
la lluvia procedente de esas nubes, que te envía a una tienda a comprar una taza de
café, de las cosas que se suceden la una a la otra. Bailar es una acción visible de la
vida.
Traducción: © Amparo Écija 2009/2013
Texto original en inglés, “Space, Time and Dance”, publicado por primera vez en trans/formation 1/3,
Nueva York, 1952. Reimpreso en Hall, James B., Ulanov, B. (eds.): Modern Culture and the Arts, McGraw
Hill, Nueva York, 1967; y en Vaughan, David: Merce Cunningham/Fifty Years, Nueva York, 1997.
© Merce Cunningham 1997 / The Merce Cunningham Trust
Publicado por primera vez en castellano en: Écija, Amparo, Quesada, Fernando (eds.): CAIRON 12
Revista de Estudios de Danza. Cuerpo y Arquitectura, Aula de Danza Estrella Casero-Universidad de
Alcalá, 2009. Trad. Amparo Écija.
Merce Cunningham. Coreógrafo. Fue solista en la compañía de Martha Graham y presentó su primer solo,
junto a John Cage, en Nueva York en 1944. En el verano de 1953, en el Black Mountain College, creó la
Merce Cunningham Dance Company, y desde entonces, hasta su muerte en 2009, coreografió numerosas
piezas que revolucionaron el concepto de danza. A finales de la década de los noventa comenzó a trabajar con
cine y vídeo en colaboración con otros artistas.
DELANTE DE TUS OJOS.
SEMILLAS DE UNA PRÁCTICA DE LA DANZA
Lisa Nelson
Pienso en los ojos. Muchas piezas móviles.
Pienso en ver. Es más complicado de lo que parece.
Pienso en la visión y el movimiento. Lo uno da lugar a lo otro.
Viene a la mente el diálogo. Así es como experimento su unión. Y como
experimento mi danzar: dentro de mi cuerpo y en sociedad con personas, cosas y
espacio.
Ahora viene la supervivencia. Encontrar maneras de seguir bailando a lo largo de
los años ha sido algo tan elemental como eso. Y estoy en deuda, en la inspiración
inicial de mi trabajo en relación con la visión, el video y la danza, con una pregunta
planteada por Steve Paxton cuando (cito) “señaló” [pointed out] la “Contact
Improvisation” en 1972. Paxton preguntó: “¿Qué hace un cuerpo para sobrevivir?”.
En medio de un dilema sobre salir o permanecer en el campo de la danza, se
planteó un interrogante: ¿Qué vemos en una danza? Para llegar al fondo de esta
cuestión, me vi a mí misma haciendo la “ingeniería inversa” tanto de la composición
de mi movimiento como de la composición de mi ver. Este texto marca una parte de
este viaje.
Somos expertos en leer el movimiento. Para nuestra supervivencia, dependemos
de la lectura de los detalles. El hecho de levantar una ceja, ensamblado en un
sinnúmero de mínimos desplazamientos y sujeciones en el cuerpo, significa algo
para nosotros. Incluso leemos las acciones antes de que aparezcan.
Con una mirada imperceptible, podemos sentir que alguien que no queremos que
nos vea está a punto de darse la vuelta hacia nosotros. Antes de saberlo, hemos
compuesto nuestro cuerpo para que sea invisible, o hemos compuesto nuestros ojos
para que estén en otro lugar en caso de ser pasados por alto. Recomponemos
constantemente nuestro cuerpo y nuestra atención en respuesta al entorno, a cosas
conocidas y desconocidas. Esta danza interior es la improvisación más básica: leer y
responder a las instrucciones del entorno. Es el diálogo de nuestro cuerpo con
nuestra experiencia.
Con esta fluidez natural, el cambio de leer el movimiento a leer la danza podría
parecer sencillo. Obviamente, para muchas personas, hay algo que interviene, alguna
otra expectativa entra en juego. Comunicación, tal vez... ¿Qué aportamos a esa
lectura?
Recuerdo el movimiento de los ojos de las personas durante una conversación.
Con esta parpadeante danza idiosincrásica, nos mostramos unos a otros nuestra
atención e intención. La oyente hace juegos malabares con dos pelotas, componiendo
su cuerpo para oír y para que parezca que escucha al mismo tiempo. Mientras que la
hablante hace juegos malabares con cuatro, componiendo su cuerpo para pensar,
para canalizar su pensamiento hasta su lengua y ver y ser vista. Es una difícil
negociación entre el diseño de nuestros sentidos, nuestras capacidades físicas y las
reglas de nuestra cultura. Los juegos malabares de un intérprete se parecen mucho a
los del hablante. ¿Qué pasa entonces con el espectador? ¿En la oscuridad con una
pelota?
Para mis ojos, una persona que danza es la noticia, recién salida de la imprenta.
Cuando el bailarín aparece, ¿qué miro? Si la iluminación lo permite, miro su
aspecto. Siento curiosidad por la apariencia de los seres humanos. Luego miro sus
ojos. Siento curiosidad por lo que está pensando, dónde cree estar, hacia dónde cree
dirigirse. Incluso a distancia, leo muchas cosas en los ojos de un bailarín. Veo su
vitalidad. Y llama mi atención.
Comienza un diálogo entre mi lectura de la intención del bailarín y la mía propia.
Editando sobre la marcha para extraer un significado de lo que tengo delante de mí,
también examino mi propio gusto.
Me pregunto qué es lo que le gusta observar a la gente.
Me encanta observar a la gente cantar. Cómo se les mueve el rostro para
sintonizar con el sonido. Los ojos miran hacia fuera, luego hacia dentro, luego hacia
fuera, luego no sé hacia dónde. Puedo ver la reacción que circula de la garganta al
oído a la garganta y así una y otra vez. A veces el rostro parece transformase por
completo. A veces flota sobre una tranquila superficie de vibración, pequeñas
formaciones de los labios, el atisbo de una lengua. Veo cómo el sonido da forma al
cantante, cómo el oído afina el cuerpo a la vez que el cuerpo afina el sonido. Cuando
observo este afinamiento, veo lo que deseo de la danza.
¿De qué modo es el “afinamiento” una analogía de la danza y del acto de ver
danzar? En primer lugar, es físico: el afinamiento es una acción. Mueve mi cuerpo,
mis sentidos y mi atención. Es también sensual: puedo sentir cómo sucede en mi
cuerpo. Es relacional: es mi modo de conectarme con las cosas. Y es composicional:
pone las cosas en orden.
Cierto es que hay cosas en la danza más importantes que esto, como las hay en el
canto. No obstante, me sentí impulsada a traducir la mecánica del afinamiento a una
práctica de danza porque sentí curiosidad y porque podía. Esto ha aclarado muchas
cosas, dejando intacto el misterio de la expresión humana.
El cuerpo es un instrumento de afinamiento compuesto por antenas sutilmente
diferenciadas. Estos son nuestros sentidos y miden el cambio. Poco después del
nacimiento, aprendemos a centrar nuestros sentidos en lo que necesitamos para
sobrevivir. La cultura añade una capa de instrucción para construir los filtros
receptivos necesarios para dar sentido al mundo. Me ha asombrado la mirada fija y
absolutamente abierta de los niños pequeños antes de haber aprendido a componer
los pequeños músculos alrededor de los ojos, el ritmo para mirar y apartar la mirada,
la distancia adecuada entre sus rostros y el mío.
Nuestras conductas sensoriales se editan a partir de una paleta genética (cómo
detectan nuestros ojos la luz respecto de la oscuridad, cómo localizan nuestros oídos
la fuente del sonido, cómo se mueven nuestros cuerpos para explorar mediante el
tacto, cómo se prepara nuestra nariz para oler) y nos movemos para satisfacer
nuestra curiosidad en relación con el mundo. A lo largo de nuestras vidas recurrimos
a esta paleta para componer un repertorio de respuestas para cambiar
constantemente los entornos internos y externos. Estos patrones subyacen a nuestras
elecciones y conforman nuestras opiniones y nuestro deseo de movimiento. Dan
cuerpo a nuestra imaginación.
Llevo mucho tiempo hechizada por la danza. No solamente los amplios gestos, la
pintura en el espacio o la música visualizada. Sino los detalles de una vida interior
exteriorizada. Cuando hice mi aparición en la escena de la danza en Nueva York en
1971, ya había pasado de crear coreografías a crear performances basadas en la
improvisación. Vine a Nueva York para unirme a la compañía de improvisación de
Daniel Nagrin, The Workgroup, y traje conmigo mi imaginación y los patrones de
movimiento de mi formación. En cuanto a mi propio trabajo, me preocupaba la
perspectiva de crear marcos para lograr que mis incursiones específicas de
movimiento fueran significativas en la escena neoyorquina.
Aunque los bailarines de aquella época disfrutaban temporalmente de libertad
(para incorporar los movimientos de la vida cotidiana, comportamientos de
movimiento “naturales” y atletismo a los escenarios, y para proponer nuevos marcos
para mirar la danza), yo anhelaba ver otra cosa. Algo por debajo de la interacción de
los bailarines entre sí y la arquitectura del espacio, algo relacionado con la
interacción de la bailarina consigo misma: el diálogo interno que da forma a la
superficie.
Observé con envidia que el público del cine animado, donde la figura humana (y
el propio espacio) se transforman de forma despiadada, tenía la expectativa de sentir
sus imaginaciones atizadas y leer entre líneas. Como consideraba que esa
mutabilidad física ilimitada era el territorio natural de la danza, quise que los
bailarines en escena reclamaran ese espacio: la articulación del diálogo antaño
mágico con el mundo físico que nuestra cultura forja en noso-tros y luego nos
emplaza a olvidar.
Consumida por el deseo de poner esto de manifiesto en mi propia danza, sentí que
los filtros de mi formación nublaban mi visión. Sin saber qué otra cosa hacer, a los
veinticuatro años deje de bailar. Por casualidad tomé en mis manos una cámara de
vídeo portátil y en una inmersión de cuatro años encontré nuevamente mi camino
hacia la danza, a través de los ojos.
Tal vez porque el cuerpo es a la vez el medio y el producto de la actuación de
danza, me deslizo de un lado del espejo al otro, una y otra vez, de considerar verlo a
considerar hacerlo o sentirlo. Filmar y editar vídeo me colocó a ambos lados del
espejo a la vez. Al hacerme espectadora de mi propia visión, el vídeo fue un
catalizador para invertir la danza interior del ver en el espacio. Finalmente, se
convirtió en un modelo para explorar junto con otros cómo obtener significado de la
danza, desde dentro y desde fuera.
Aunque cuando bailamos utilizamos los ojos de manera distinta a cuando
aprendemos u observamos bailar, los ojos desempeñan una función central en cada
caso. Durante la danza, los ojos, estén abiertos o cerrados, funcionan para equilibrar
el movimiento del cuerpo (un buen motivo para su diseño de extrema movilidad).
Cuando están abiertos, son nuestra primera defensa contra el futuro, el sentido más
rápido para discernir obstáculos en nuestro camino. Cuando observan, los ojos son la
ventana de nuestro sentido cinético: abarcan la danza.
La danza, no por casualidad, es una tradición visual. La aprendemos,
principalmente, mediante la mirada y la imitación. Para los bailarines, es a la vez
una bendición y una maldición estar genéticamente conectados a imitar los
movimientos que vemos desde que nacemos.
La bendición es un mundo lleno de actuaciones libres. Un niño pequeño con un
pincel, gente en un vagón de metro abarrotado, estorninos que salen volando en
desbandada de un árbol... no carecemos de modelos para observar y encarnar. La
maldición es que este reflejo es difícil de controlar. Nos resulta tan inevitable no
duplicar los modelos de danza en nuestros escenarios y aulas como no reproducir los
gestos de la gente que conocemos.
Sin embargo, existen misterios en este mecanismo. ¿Por qué una niña reproduce la
cojera del padre y su hermano la sonrisa constante de su madre? De algún modo
elegimos.
Me han sorprendido mis propias elecciones. El hecho de trabajar con vídeo me
mostró que reflejar el contenido de lo que veía era solamente parte de la historia.
Resultaba obvio que los movimientos mínimos dentro del mecanismo del ojo
ejercían una profunda influencia sobre los patrones de movimiento de mi cuerpo.
En los años setenta, la tecnología de edición de vídeo era más físicamente
interactiva que ahora. Durante unos años, plantada frente a dos cámaras de vídeo,
sentada casi sobrenaturalmente inmóvil excepto para pulsar botones y mover los
ojos de un lado a otro, editaba inserciones de fracciones de segundo de frases de
movimiento individuales, parcheando y plegando fragmentos de las frases dentro de
sí mismas. A lo largo del tiempo, mi danza adquirió una cualidad de transiciones
uniformes aunque abruptas, como los saltos de montaje [jump cuts] en el cine.
Aunque tampoco indeseado, este aprendizaje de remodelación visual y su aplicación
a mi danza eran involuntarios por mi parte. Es importante aquello con lo que
alimentamos nuestra mirada.
En otros caos, la remodelación no era intencionada, pero mi aplicación sí lo era:
Me intrigaba la idea del “momento anterior a la acción” durante muchos años de
grabación en vídeo de la obra de Bonnie Bainbridge Cohen, educadora del
movimiento, con niños afectados por lesiones cerebrales. En aquella época ella lo
llamaba “planificación premotora”. Con el visor de la cámara pegado al ojo, mi
cuerpo se dejaba inundar por la imagen del rostro de un bebé, muy cerca. Cuando
Bonnie le ofrecía un juguete, podía ver minúsculos cambios de atención en la
concentración de sus ojos y, pensaba yo, en el tono de su piel. Parecía como si
entrara en su sistema nervioso, por detrás de sus ojos, o como si él entrara en el mío.
Podía ver su deseo cuando, con el atento tacto de Bonnie, el bebé ordenaba su
sistema nervioso para alcanzar el juguete y yo veía cómo concentraba sus ojos antes
de alcanzarlo. En cierto modo, años de observación de esta planificación premotora
en los ojos de los bebés me permitió acceder a mi propia planificación.
La primera vez que invertí mi movimiento, se volvió espontáneo mientras bailaba.
Era una reacción al hecho de reconocer que una acción que acababa de hacer era un
patrón habitual irrelevante en mi circunstancia actual. De pronto me vi a mí misma
invirtiendo la acción como si pudiera devolverla, deshacerla. Luego, tan pronto
como me daba cuenta de que había comenzado a invertirlo, me era imposible no
volver a dar marcha atrás, atrapada en un ritmo existencial.
Por extraño que pareciera, esto me permitía entender que mi cuerpo estaba
reconociendo su comportamiento una fracción de segundo después de comenzar una
acción. Si pudiera hacer que mi conciencia retrocediera tan solo otra fracción de
segundo, podría reconocer el momento de organización antes de que la acción
espetara. De este modo, llegué a sentir este momento detrás de mis ojos, como lo
había percibido en los ojos de los bebés.
Me impuse la práctica de redirigir la elaboración o la intención de una acción
antes de su aparición, en el instante en que sentía que llegaba a organizarse en mi
cuerpo. El resultado fue tan sorprendente como caerse por la madriguera de un
conejo. Esto se convirtió en una técnica personal para provocar nuevos patrones de
movimiento y una estrategia útil para reubicar mi imaginación.
El vídeo combina dos poderosas herramientas de aprendizaje: un ojo mecánico
para diseccionar las partes móviles de la mirada (enfoque, panorámica, rastreo,
zoom) y reproducción instantánea para mostrar la causa y las consecuencias de tus
acciones. Me preparó para explorar cómo el cuerpo se compone a sí mismo:
primero, enfocar los sentidos; después, orquestar sus movimientos alrededor de su
imaginación y deseo de significado. Fue un pequeño paso para trasladar mis
experiencias de aprendizaje con la cámara al trabajo con mis sentidos en el entorno,
y lo hice sobre la marcha, integrándolos en mi vida cotidiana, enseñando y bailando
con otros.
En un principio, mi única guía era mi cuerpo y la propia herramienta. Colocar la
cámara sobre mi ojo amplificaba las sensaciones de la mirada y los movimientos
que mi cuerpo hacía como soporte de mi acto de ver. La desorientación física era tan
extrema como aprender a conducir un coche. Observé cómo mi cuerpo adaptaba su
forma a la cámara sostenida en la mano igual que la mano de un bebé se adapta a la
taza. Tomé nuevas instrucciones de movimiento e inmovilidad de este diálogo con
mi deseo de ver. Dar satisfacción a mis ojos implicaba a todo mi cuerpo y a toda mi
experiencia.
Para dar soporte a mi nuevo ojo, mi cuerpo asumió una inmovilidad que no había
experimentado antes. Aunque el visor de la cámara estaba a siete centímetros del
ojo, podía sentir cómo mi enfoque me sujetaba al espacio real situado más allá,
mientras que lo que miraba se canalizaba profundamente a través de mi cuerpo, de
modo que parecía que literalmente lo sostenía. Entré en un diálogo entre mi atención
y mi fisicalidad. Mi interés en el objeto de mi mirada sostenía ambas cosas en
equilibrio mutuo o bien me hacía enloquecer.
En el acto de grabar, cada movimiento que hacía alteraba el movimiento que
miraba. Al girar la cabeza, el margen del encuadre parecía empujar, seguir, tirar de
mi sujeto o dirigirlo a través del espacio. Sobre un fondo sin texturas, rastrear un
salto en la dirección del salto borraba su movimiento a través del espacio. Mi propia
velocidad podía arrollar la velocidad del sujeto. El conocido principio de que el acto
de observar cambia lo observado resultaba obvio y lo inverso era igualmente
palpable: lo que yo observaba me cambiaba. Lo más irresistible, según pude ver, era
que mi forma de observar me cambiaba tanto a mí como a lo que yo miraba.
¿Qué era la figura, qué era el fondo? Cuando mi ojo exploraba algo inmóvil, el
movimiento de mi acto de ver era la figura. No obstante, cuando tanto mi encuadre
como el sujeto se movían, cambiaba una y otra vez. Esto era de lo más interesante.
Durante la danza, figura/fondo se traducían en moviente/entorno o moverse/ser
movido. Qué era qué estaba determinado por cómo dirigía yo mis sensaciones. En
inmovilidad o en movimiento, cuando yo consideraba que estaba tocando una pared,
yo era la figura. Cuando yo percibía que la pared me tocaba a mí, yo me convertía en
el fondo. Mi cuerpo se convertía en el entorno del espacio. Sentía que mi
movimiento se reorganizaba alrededor de estos desplazamientos perceptivos y
cambiaba de cualidad, construyendo nuevos patrones interiores para mi danza.
Al mirar a través de la cámara, ¿qué me guiaba? A veces seguía la apetencia de mi
ojo. Esta experiencia era extremadamente sensual, ya que mi ojo rastreaba los
seductores límites de la luz y la oscuridad, despreocupado de nombrar, jugando con
el ritmo y el dibujo. A veces el contenido situado dentro del encuadre atraía mi
curiosidad y yo organizaba el movimiento de mi mirada para darle sentido.
Intermitentemente, las necesidades de mi cuerpo ejercían funciones directivas,
cuando yo estornudaba o dejaba de mirar para aliviar un calambre en un pie. A veces
mi ojo seguía a mis oídos, o mi atención se distraía para recuperarse de la furia de
mi atención. La dirección cambiaba constantemente de un sentido a otro, de lo que
estaba delante de mí a lo que estaba dentro de mí, de sentir a dar sentido. Este
escalonamiento de la atención era igualmente obvio mientras danzaba y observaba
con ojos desnudos.
A menudo retiraba la cámara. Observaba la actividad de los ojos mientras comía,
reía, pensaba, paseaba por campos conocidos, por calles de ciudades extranjeras,
mientras bailaba y observaba cualquier cosa. Anotando sus dibujos, jugaba a
alterarlos.
Al entrar en una habitación abarrotada de gente, observé que mis ojos buscan al
instante los espacios vacíos, trayectos seguros por donde navegar, un patrón que
forjé cuando era muy joven. Cuando los redirigía para enfocar mi atención primero
sobre las personas, el cambio en el músculo era minúsculo, pero mi futuro en la
habitación cambiaba profundamente.
Abandonados a sus propios dispositivos, como lo están en la danza occidental, los
ojos se mueven automáticamente para contrarrestar el movimiento del cuerpo.
Cuando invertía esa relación redirigiendo mis ojos en medio de la danza, me
asombraba el poder de dos pequeños globos de fluido, movidos por doce pequeños
músculos, para arrastrar mis cincuenta kilos por el espacio.
Observé patrones de micromovimientos, como la composición del movimiento de
mis ojos y la postura de mi cuerpo caminando hacia atrás. Mantener esa
organización caminando hacia delante hacía algo más que provocar formas de andar
cómicas. Me convertía en una criatura, poniendo de manifiesto que nuestra forma de
afinar nuestros sentidos está en la raíz del carácter, y es fácil acceder a su
transformación mediante la recomposición de los ojos.
La reproducción de lo grabado ponía en evidencia que cada movimiento de la
cámara era una elección, consciente o no, ya sea del deseo fisiológico o de los
hábitos de mis sentidos, mi necesidad de dar significado a lo que se encontraba
delante de mí o de la circunstancia de mi cuerpo. Cuando veía una cinta justo
después de grabarla, podía recordar lo que ocasionaba el desplazamiento de mi
atención dentro y fuera de mi cuerpo y ver las consecuencias. Llegué a reconocer
cualidades diferenciadas resultantes de cada uno de estos principios de organización
y anoté mis preferencias.
A veces veía cosas en la reproducción de las que no me había dado cuenta durante
la grabación, pero que en una segunda visión quedaba claro que me habían guiado.
Evidentemente, mi movimiento estaba conformado por reacciones a señales del
espacio que me eran invisibles. Esto arrojaba una luz de duda sobre la idea del
impulso de movimiento “espontáneo”. Y esto cambió mi percepción del espacio
durante la danza: estaba nadando en señales.
Actuar con los ojos abiertos me había mantenido alejada de mi entorno. Para
acercar el espacio, lo único que necesitaba era cerrarlos. Nuevas instrucciones para
navegar por el espacio surgieron del tacto y del oído y reinformaron mi danza con
los ojos abiertos. Leer el espacio de este modo lo grabó en mi cuerpo, me convirtió
en una impresionista. Y a la inversa: mi movimiento sostenía un espejo ante el
espacio, haciendo visible su vida oculta.
Al observar la danza, como al observar cualquier cosa, se construye una imagen
desde la aportación de muchos sentidos y cada uno mide el tiempo a su manera. Con
los ojos cerrados, se requiere mucho tiempo para aprender un movimiento de
alguien. La imaginación se inserta en el flujo del tiempo. Al apoyarse en el tacto y
en el oído, surgen extraños dilemas físicos, que invocan recuerdos de interacciones
con los mundos animado e inanimado mientras repaso toda mi experiencia para dar
sentido a lo que tengo entre manos.
A veces lo que recordaba haber saboreado durante la grabación no era visible
durante la reproducción o apenas lo era. El tiempo que se tarda en ver es un factor.
El tiempo pasa de manera distinta en un pequeño fotograma. Recuerdo mi irritación
durante una actuación en directo cuando el movimiento complejo fluye más deprisa
que mi capacidad de lectura. Mis sentidos buscan una implicación más rica, tal vez
para leer el espacio o el sonido negativos; o abandonan la sala para irse a mis
pensamientos. La jerarquía de los sentidos es otro factor. Cuando había música a mi
alrededor mientras grababa, en la posterior reproducción veía cómo mi ojo se iba
tras ella, bien cegándome o bien atrayéndome hacia los detalles del movimiento que
tenía delante.
El vídeo es una máquina de tiempo. Una grabación facilita el recuerdo e imita sus
imperfecciones. La idea de que una grabación es algo fijo ha sido de muy poca
utilidad para mí. Veo algo diferente cada vez que la miro. Es más, la grabadora pone
el tiempo en tus manos. Un acontecimiento grabado en cinta tiene plasticidad.
Puedes hacer que retroceda o que avance de nuevo. Puedes ir más deprisa,
condensando la forma. O más despacio, estirando los tejidos de contenido. Puedes
saltar al azar de un momento a otro. Empezar en cualquier punto, terminar en
cualquier punto. Dentro del cuerpo, estas operaciones adquieren complejidad.
Moviéndome con o sin cámara, cuando pido a mi cuerpo que retroceda en su viaje
lo más lejos que pueda recordar, las ayudas nemotécnicas surgen espontáneamente,
sin un orden concreto, de numerosas fuentes, desde mi organización física, mi
relación con el espacio, mis sensaciones o mis pensamientos sobre la marcha.
Mientras centro mi atención en el pasado reciente, viajo a través del tiempo en dos
direcciones a un tiempo, siguiendo a mi cuerpo hacia donde he estado a la vez que
me encuentro conmigo misma donde estoy. No se trata tanto de una prueba de
memoria como de una cuestión de conciencia. ¿Dónde he estado? ¿Qué disfruté allí?
Cuando alguien observa mis esfuerzos o yo miro los suyos, podemos comparar
nuestros recuerdos.
Siempre curiosa por saber cómo miran una danza los bailarines, les pido que
asuman la función de la grabadora de vídeo con sus cuerpos. Observamos una danza,
luego un grupo de nosotros, todos al mismo tiempo, mostramos inmediatamente al
intérprete (o a los intérpretes) lo que hemos percibido. Para llevar a cabo esta
reproducción fielmente, accedemos a todas nuestras capacidades físicas y a toda
nuestra experiencia.
Se pone ante nosotros lo que cada observador ha encontrado digno de mención en
la danza. Algunos se han sentido atraídos por el diseño en el espacio, otros por la
relación con la arquitectura, otros por la psicología, otros por la cualidad del
movimiento, otros por la acción, otros por lo que imaginaron mientras observaban
(lo que les gustaría haber visto). Lo que se muestra es una percepción colectiva de la
danza, una danza de opiniones.
Observar estas danzas de segunda generación es como observar el cielo.
Invariablemente tomamos nota de sus manifestaciones peculiares y su forma en
general a lo largo del tiempo. Llaman la atención los puntos de consenso entre
nosotros. Sin embargo, no hay conclusiones aquí. Este ejercicio de percepción deja
abierta la pregunta: ¿qué vemos en una danza? Es una semilla que pone la visión en
la línea y en el campo de juego.
Traducción: © Antonio Fernández Lera 2012
Una versión de este ensayo se publicó por primera vez traducido al francés bajo el título “Vu du Corps:
Lisa Nelson, Mouvement et Perception”, en la revista Nouvelles de Danse números 48-49, Bruselas, 2001.
Fue publicado posteriormente en inglés bajo el título “Before Your Eyes: seeds of a dance practice” en
Contact Quarterly Vol 29, número 1, invierno/primavera de 2004.
© 2003 Lisa Nelson
Lisa Nelson. Coreógrafa, intérprete de improvisación y artista de colaboración que explora, desde los años
setenta, el papel de los sentidos en la actuación y observación del movimiento. A raíz de una investigación del
vídeo y la danza en los años setenta y ochenta, desarrolló un enfoque hacia la composición espontánea y la
performance que ha denominado “Tuning Scores”. Nelson viaja por todo el mundo para actuar, enseñar y
crear danzas y mantiene colaboraciones con otros artistas como Steve Paxton y Scott Smith. Es co-editora de
Contact Quarterly.
PARTITURAS
Laurence Louppe
Las fuerzas externas (la gravedad, el impulso, el roce, las fuerzas centrífugas y centrípetas) así como las
fuerzas internas (la respiración, los huesos, el estado muscular, el grado de tensiones, los esquemas
familiares), los parámetros del entorno (el suelo, la temperatura, las dimensiones del lugar, el momento del
día, la organización de las duraciones). El juego de estas fuerzas entre sí es lo que constituye la partitura. El
reto consiste en poner a prueba su variedad y sus límites. Steve Paxton [*]
La partitura carece de límites. Es extensiva hasta el punto de que todo
acontecimiento, concomitante o no, lejano o próximo, visible o invisible, se infiltra
e influye en ella y la reorienta a cada instante. En la continuación del texto citado en
el encabezamiento de este capítulo, Steve Paxton evoca la contact improvisation,
que al inducir la presencia del otro permite una desmultiplicación de los recursos
gestuales y un alejamiento de los límites de lo posible (y por tanto de los límites de
la partitura). Si bien la partitura interviene con seriedad y rigor ejemplares en el
«establecimiento del texto», no por ello deja de recibir la influencia del «fuera de
texto». Incluye también el «contexto» cuyos límites no están asignados. Es decir, el
«contexto» como proximidad de una realidad que siempre es necesario tener en
cuenta[1].
Las partituras están por todas partes. Pueden revestir una infinidad de formas y
naturalezas. Lawrence Halprin ha dedicado una parte importante de sus reflexiones
al concepto de partitura. En su opinión, pueden inventariarse en «todos los campos
de las actividades humanas. Incluso una lista de la compra o un calendario, por
ejemplo, son partituras»[2]. Nos encontramos en tal caso frente a partituras
«encontradas», que ya estaban allí, ready mades en sentido literal. Como esas
«imperfecciones del papel» detectadas cuando se mira una hoja al trasluz y que
sirvieron de partitura a Merce Cunningham, en particular para Canfield (1969).
Basta con desplazar esos objetos en un contexto y sobre todo con un uso no
habituales para que su régimen y su estatuto cambien totalmente. Pero,
contrariamente al ready made, simple objeto de fabricación en serie trasplantado a
un museo, opaco y mudo, la partitura, aunque sea «encontrada», es elocuente: es el
producto de una actividad cultural específica, de una construcción, de un juego
extremadamente elaborado de intervalos, de puntos de referencia desmultiplicados.
El uso (renovado) y las enseñanzas de las notaciones de danza abrieron, una
década después, vías de creación y reflexión inéditas. El importante trabajo del
Quatuor Knust a partir de la cinetografía de Laban ha respondido en gran parte a esta
nueva orientación. Este grupo ha aportado, gracias a la revalorización de las
notaciones de danza, una dinámica irreversible. A menudo con un equipo ampliado,
el Quatuor ha podido reponer obras emblemáticas de la modernidad, sin dejar de
sacar a la luz (y de cuestionar) la identidad y el interés de la partitura. Es decir, en
palabras de Jean-Christophe Royoux, «la elaboración de un proceso de anamnesis
[en cursiva en el texto original] que vuelve a sacar a la superficie un acontecimiento
enterrado, un olvido inicial susceptible de reanimar modos de apropiación de la
modernidad venidera»[3]. Lo cual suponía reinyectar en los modos de producción de
danza un nuevo planteamiento: alejar la obra de la dominación de un estado de
origen (a menudo convertido en fetiche por la comunidad coreográfica), aceptar su
estatuto inestable, «alográfico» según la expresión de Nelson Goodman[4], que es
tanto como decir la pluralidad de ejemplos y las potencialidades infinitas de sus
reconstrucciones. La palabra «construcción» [chantier] no se emplea aquí al azar,
pues abre el campo semántico del trabajo [labeur]. La reposición en danza está
vinculada siempre a la implicación de un sujeto en un acto. La producción de un
gesto se hace siempre a costa de un «gasto». (La re-producción no en el sentido de
duplicar, sino de producir de nuevo, cualesquiera que sean los registros de esta reproducción, implica igualmente un gasto). El cuerpo trabaja y una de las opciones de
la reposición dependerá de la proporción de ese trabajo. En lo partitural, el cuerpo
que trabaja en la reproducción hace al mismo tiempo legibles los modos de esa reproducción.
El proyecto de Rudolf Laban desde los años veinte (construir el campo
coreográfico del siglo xx en torno a un sistema de notación herramienta a la vez de
archivo y de análisis) revela aquí su fuerza de impacto y su premonición. La
notación, atenta al «modus operandi», a los despliegues y a las trayectorias, no
proporciona una materialidad concreta (es decir, lo «autográfico» de Goodman,
retomado por Gérard Genette con el término de «inmanencia»). Por ese mismo
motivo, pone de manifiesto el énfasis perentorio de un gesto, que, sin mencionar sus
procesos de producción, mantiene en la opacidad las circunstancias de su propia
aparición. Pero sobre todo permite a la danza compartir los cuestionamientos que,
desde Benjamin, afectan a todo el arte contemporáneo: la reproductibilidad de la
obra, las interrogaciones críticas en torno a un objeto cuya identidad (y cuya
autenticidad) se medirían exclusivamente por su fijeza inalterable. La danza, por lo
tanto, establece un diálogo con otros procedimientos artísticos cuyo desarrollo es
hoy cada vez más frecuente. Más aún: la danza establece un modelo: porque la
partitura coreográfica (en mayor medida aún que la partitura musical tradicional)
proporciona un programa de actividades, ofrece «guiones» que a su vez generan
«escenas» que se desmultiplican en el tiempo y en el espacio[5]. Pero este programa
de actividades, captado en directo o en diferido, reconducido o reconfigurado de
manera distinta, proyecta en numerosas prácticas contemporáneas, de forma más o
menos legible o reivindicada, la sombra creada por la partitura (volveremos sobre
este asunto). En lo concerniente a la danza o a lo relacionado con ella, quiero citar a
dos artistas cuya investigación sobre la partitura va más allá de las fronteras que le
son generalmente asignadas, y abre un campo de reflexión ilimitado. Pertenecen a
dos generaciones muy distintas (en esto se reconoce el tiempo ampliado de la danza
contemporánea) sin que por ello se establezca entre una y otra la menor continuidad:
Lawrence Halprin y Myriam Gourfink.
Lawrence Halprin es uno de los que, sobre el concepto de partitura, ha construido
toda una visión del mundo. Arquitecto, medioambientalista (y esposo de la
coreógrafa Anna Halprin), activo desde los años sesenta, concede a la partitura una
función constitutiva en los procesos reflexivos, estéticos y éticos, e incluso en las
construcciones sociales: las partituras no son una instancia de juicio, no imponen
una norma que sea necesario alcanzar[6]. Las partituras liberan el sujeto creador
porque no pretenden categorizar, ni organizar, sino hacer legible el proceso. Por
consiguiente, avivan la toma de conciencia artística[7]. Las partituras son no
utópicas: como simples espacios de consignación, están libres de todo objetivo. Por
último, en un plano a la vez social y performativo (dos polos entre los cuales el
pensamiento de Lawrence Halprin no cesa de circular en todos los sentidos): La
partitura es el mecanismo que nos permite a todos estar implicados, hacer sentir
nuestra presencia... En danza y en teatro, actúa a través de lo partitural abierto
(scoring) que establece «líneas de acción en las que todos contribuyen y de las que
finalmente emerge una actuación». En las relaciones personales, lo partitural
permite una interacción constante que elimina el moralismo de los «está bien» o
«está mal», comentarios «que inhiben el desarrollo del proyecto, los contactos
profundos y la implicación. En la organización de una comunidad, una partitura
visible para todos permite a cada uno responder, descubrir nuestra propia energía,
poner en juego la influencia de cada uno antes incluso de que se haya elaborado la
actuación, antes de fijarse las cosas»[8]. Entre creación y transmisión «la partitura
podría ser un modelo de todos los procesos de la vida en los que tenemos necesidad
de integrarnos»[9]. La partitura sería ese dispositivo cambiante y polimorfo,
susceptible a la vez de ofrecer el proceso y abrir nuevos campos desconocidos de lo
posible. En el marco del Ciclo RSVP (Resources-Scores-Valuaction-Performance
[Recursos-Partituras-Evaluacción-Actuación]), los análisis (evaluaciones) permiten
en cada momento estudiar los procedimientos y devolverlos al ámbito de la
creación, de la transmisión o de la existencia.
Una artista que hizo su aparición en la escena coreográfica en la segunda mitad de
los años noventa, Myriam Gourfink, construyó todo un horizonte estético sobre la
idea de partitura. Una visión artística y teórica inspirada, que marca el contexto
actual. Junto con sus socios (Laurence Marthouret, bailarina-coreógrafa y experta en
notación de cinetografía Laban, y Frédéric Voisin, músico-informático, coautor,
junto a la coreógrafa, del software LOL, sin olvidar al músico Kasper Toeplitz),
Myriam Gourfink abre una vía de creación sorprendente. En primer lugar por un
recurso a diversos sistemas de anotaciones simultáneas que proporcionan a los
acontecimientos una lectura y una escritura diferentes con todo lo que ello comporta
como divergencia de enfoque. Aunque solo sea porque cada sistema de notación
tiene su modo singular y selectivo de considerar qué es lo que constituye
acontecimiento o no. Y precisamente la paleta de los «acontecimientos» (en otras
palabras, lo que sería preciso anotar) se desmultiplica aquí. En primer lugar porque
los espectáculos de la coreógrafa ponen en juego trayectos interiores cambiantes,
multidireccionales. Geisha Fontaine, a este respecto, dice: «En cada espectáculo de
la coreógrafa hay una infinidad de acontecimientos, de movimientos, pero están a
menudo en el límite de lo perceptible, donde únicamente se revelan en el despliegue
de la duración... Se trata de mostrar todas las modificaciones casi microscópicas en
el cuerpo, no como descomposición, sino como pasaje»[10]. Todas estas
«modificaciones» se reúnen en torno a una multiplicidad de microorientaciones a
menudo contradictorias, pero que no por ello dejan de tejer una continuidad lenta.
Debido, sin duda, a un engarce en factores que Laban, en su teoría del Esfuerzo,
describía como un tiempo «continuo» y como un régimen de tonicidad «tensa»
(bound). A partir de parámetros nuevos, Myriam Gourfink cuestiona igualmente este
repertorio de factores del movimiento ya inventariados en la danza moderna y en la
cinesiología. Retoma por su cuenta, buscando hacer legible, más allá del gesto, con
anterioridad al gesto, ese «premovimiento» que lo colorea y lo induce. «La
exploración del peso y la respiración son dos factores que conciernen al
premovimiento, es decir, nuestros recursos motrices más ocultos, más profundos.
Estos premovimientos permiten la aparición de los micromovimientos, los
microcambios de orientación, generando una cantidad de gestos que toman en
consideración cada centímetro de espacio, cada centímetro de cuerpo, de piel, de
célula, de vida»[11]. Gourfink amplía su diversidad con la inserción de los factores
que, en su opinión, están en el origen de la danza. Aquí encontramos, además,
algunas de las fuerzas internas y externas enumeradas en la cita de Steve Paxton
incluida en el encabezamiento de este capítulo: forma, respiración, orientación del
cuerpo en el espacio. La coreógrafa les añade otros, más misteriosos e íntimos,
ligados a la vida psíquica: «dirección de los pensamientos en el interior del cuerpo»,
«dirección de los pensamientos en el exterior del cuerpo», «miradas», es decir,
«parámetros que pudieran estar en el origen de una danza»[12]. La gestualidad de
Myriam Gourfink está influida por una estética de lo «decepcionante» [déceptif] (un
concepto esencial para el arte contemporáneo, que debemos a Anne Cauquelin). La
percepción del espectador constantemente de-safiado por la invisibilidad de los
cambios progresivos que intervienen en el paso de lo que la coreógrafa denomina
una «postura» a otra, bajo el efecto de una deformación lenta debida a los
micromovimientos.
La naturaleza de las partituras es múltiple. La notación de Laban antes citada
propone un verdadero sistema de signos, codificado y estructurado. Pero otras
figuras pueden aspirar a las funciones partiturales. Por ejemplo, dos piezas
reconstruidas por el Quatuor Knust, Continuous Project Altered Daily (Proyecto
continuo alterado diariamente, CPAD-1972) de Yvonne Rainer, según el título de
una obra de Robert Morris, y Satisfying Lover (Amante satisfactorio) de Steve
Paxton (1967) son archivadas mediante descripciones verbales, recapitulativas,
fichas, esquemas. No sin relación con las «tareas» puestas en juego por Anna
Halprin desde finales de los años cincuenta. Las tareas tenían una doble finalidad:
desubjetivar la fuente del movimiento y despojarla de preocupaciones estilísticas u
ornamentales. Robert Morris, que participaba en sus talleres, retoma por su cuenta
esta idea: «Un alto grado de complejidad de estas reglas y consignas bloquean
efectivamente el espacio de actuación [peforming “set”] del bailarín y lo reducen a
tratar de responder frenéticamente a consignas, lo reducen del estado de actuación
[performance] al estado de acción [action]»[13]. La «tarea», cuando propone
actividades banales como «barrer» o «subirse repetidamente a una escalera»,
preserva de la estética arrogante de lo espectacular y por su régimen calmado suscita
una nueva cualidad de presencias. Dicho esto, las tareas sugeridas por Anna Halprin
no siempre eran sencillas, a veces exigían movilizar todas las fuerzas del intérprete,
como levantar una masa muy pesada o colocarla en equilibrios precarios. La
redacción de «cartas» [chartes] (a la vez esquemas y modos de empleo) permite
entonces reexaminar el cuerpo sin pasar por los encadenamientos del determinismo
orgánico. E inventar nuevas partituras «indeterminadas» (no lejos de la
indeterminacy de Cage) y cuya evolución, ligada a la práctica de la improvisación,
lleva al sujeto a trabajar fuera de sus esquemas. Los movimientos que había que
realizar, relacionados con funciones elementales (genéricas) del cuerpo (rotación,
flexión, extensión, etcétera), se relacionaban mediante un proceso aleatorio. Surgía
entonces lo inesperado, aquello que el sujeto corporal no conocía de sí mismo. El
valor de experimentación es total. «Entonces –dice Anna Halprin– lo intenté. Me
metí en las combinaciones de movimientos más delirantes, cosas que no había
podido ni imaginar. De pronto mi cuerpo empezó a experimentar nuevas formas de
moverse»[14]. De hecho, la partitura, s c ore en inglés, palabra que reaparece
constantemente en la danza (y hasta hoy), se abre a una experiencia sin límites (la
partitura carece de límites, decíamos más arriba). El propósito de la partitura es, en
efecto, disipar las referencias. Pero también, como veremos en diversos ejemplos,
crear comunidades artísticas, en torno a un proyecto objetivo de cuya legislación
ningún poder personal o ninguna dominación narcisista pueda apropiarse. Lo que
denominamos el «programa de actividades» no implica una preferencia estilística
vinculada a las elecciones cualitativas de una sola persona. «Como profesora y
directora del grupo, nunca he dicho a nadie cómo debe ser un movimiento o a qué
debe parecerse. En este sentido, igualmente, deben elaborar su propia técnica.
Incluso hoy [en 1965] en nuestra compañía no hay una apariencia uniforme. Existe
u n e n f o q u e [cursiva nuestra] común, pero cada uno es distinto en su
movimiento»[15]. Cuerpos libres alrededor de la lectura de las reglas del juego, pero
una adhesión al proceso, dado que a nadie se le oculta el fondo teórico y sobre todo
las articulaciones del proyecto. Estas palabras, escritas hace cuarenta años, son de tal
naturaleza que todavía hoy resuenan intensamente en la conciencia de los bailarines.
La opción partitural aparece como un medio (¿una oportunidad?) de elaborar un
marco no edípico, donde ya no sea necesaria la adhesión a un modelo de cuerpo, ni
la transmisión de valores y, sobre todo, de creencias preestablecidas.
La partitura puede inscribirse también en el espacio: las Constructions
(Construcciones) de Simone Forti, en la Reuben Gallery en 1958, proponían
dispositivos materiales (estrados en el caso de Platforms, arcones sobre ruedas en
Rollers, balancín en Seesaw, etcétera)[16]. La partitura se construye entonces a partir
de distintos materiales heterogéneos, más o menos restrictivos: las consignas y los
objetos, el espacio, el sonido, la presencia de los espectadores, etcétera. A partir de
ahí se elabora la prescripción de las actividades deseadas o simplemente posibles,
que el marco material puede indistintamente desencadenar o inhibir. En Rollers, por
ejemplo, personas que no son bailarines toman asiento en pequeñas cajas con ruedas,
de fabricación sencilla, desplazadas por los intérpretes: la exigüidad del lugar y los
recorridos no predeterminados transforman el conjunto en un circuito para coches de
choques. La partitura programa no solamente la circulación caótica pavor de sus
ocupantes. En este mismo sentido, en numerosos trabajos del Judson Dance Theater
se utilizarán objetos como partituras para recorridos. Se puede ver ahí, desde luego,
como Sally Banes en su primer estudio de estacorriente en 1977 (la célebre
Terpsichore in Sneakers ), un enfoque del objeto mediador, como factor supremo
para eliminar «el drama del espectáculo de danza, sustituyéndolo por un propósito
directo y funcional»[17], es decir, una herramienta de transformación estilística. Más
adelante, con la perspectiva que podemos tener hoy sobre ese grupo mítico de
artistas, Banes modula su análisis y ve el objeto como «constructor de danza»
apoyándose para ello más en particular en el texto de Robert Morris (antes citado).
Para Morris, los objetos eran superiores a las «tareas» como medios para resolver
los problemas y así crear una estructura para la danza. Y para enumerar los
«problemas» en cuestión, que no son otros que los de una partitura composicional
«como establecer una relación entre los movimientos, el espacio y la duración,
desplazar el “foco” entre “lo egocéntrico y lo exocéntrico”»[18]. Incluso aunque los
términos precisos del encuentro con el objeto no se establezcan en detalle, el objetopartitura contiene en sí todos los movimientos que puedan servir para su
manipulación: hoy la «lectura» de objetos o elementos del entorno sirve a veces de
«partitura» en los talleres de Simone Forti[19]. En este caso, la partitura es anterior al
acto performativo, como sucede con las «retículas» que Susan Buirge utiliza para sus
coreografías y algunos de cuyos procedimientos comparte en el curso de su
enseñanza.
En el debate (generalmente estéril) en torno al interés de las notaciones en danza,
a menudo se reprocha a la partitura el hecho de cuadricular territorios, asignarlos,
formalizarlos. No se debe creer, no obstante, que el concepto de partitura se limite a
una organización previa del trabajo coreográfico, por una parte, o a un registro de
huellas, por otra parte. Es decir, una visión más bien lineal del antes y el después.
Esta visión ya no se sostiene desde el momento en que determinadas experiencias la
han puesto en tela de juicio. Visión que, por otra parte, resulta inoperante, vista la
relación que no ha cesado de establecerse hasta nuestros días entre partitura e
improvisación. Así, en L’Écarlate (La Escarlata) de Myriam Gourfink (2001), dos
intérpretes improvisan a partir de una estructura predeterminada: los elementos son
modificados por la interpretación. Nace una nueva partitura en notación Laban,
redactada en directo durante el espectáculo por Laurence Marthouret, presente con
su ordenador en proscenio. Esto implica una mutación de la partitura en el
transcurso de la actuación. Este nuevo uso de las notaciones es claramente
identificado por todo el equipo de Myriam Gourfink como un modo de investigación
de nuevos procesos. Es también el reconocimiento del proceso analítico de toda
notación (aquí la cinetografía Laban) que lleva a cabo una ruptura con la búsqueda
de efectos espectaculares, no precedidos de investigaciones teóricas: «El hecho de
que esta escritura necesite un análisis genera un fenómeno de reflexión, de
evolución, que puede ser el punto de partida de otros medios, otras herramientas
para la composición y la investigación. A diferencia del uso habitual de las
notaciones, que consiste en anotar las coreografías existentes, o en reconstruirlas a
partir de partituras, lo que buscamos aquí es que la notación sea una salida posible
hacia un proceso de composición coreográfica»[20]. La dinámica de la «salida
posible» designa claramente lo partitural como proceso abierto y evolutivo.
Continuous Project Altered Daily , de Yvonne Rainer, citado anteriormente, propone,
a ejemplo de una escultura biodegradable de Robert Morris, una «alteración» de la
obra, es decir, de modalidades que deben reinventarse cotidianamente (daily). La
partitura se recrea en la aparición misma de los distintos acontecimientos a partir de
módulos determinados, reorganizados en cada actuación, y en los acontecimientos
corporales inesperados que suscita, mediante su encuentro o su sucesión. Cuando
participé en la reposición de esta obra en 1999 por parte del Quatuor Knust, me sentí
constantemente en estado de sorpresa, como si cada ordenación se abriera a una
perspectiva desconocida. El único punto de referencia era el retorno recurrente, cada
quince minutos, de una canción de Tina Turner, When I was a little girl, verdadera
cantinela en el sentido deleuziano del término. Para Lisa Nelson, la partitura en
improvisación se presenta bajo el aspecto de un «montaje», hacia el que convergen
las directivas verbales, imágenes corporales temporales y espaciales[21]. La tuning
score de Lisa Nelson articula entre ellas varias líneas de actividades cuyo ajuste
[réglage en francés, tuning en inglés] es establecido por los propios intérpretes
mediante consignas (véase más adelante el capítulo «Teatro de operaciones»). La
coreógrafa bruselense Patricia Kuypers (conocedora desde mucho tiempo antes de la
obra de Steve Paxton y Lisa Nelson) se interesa, en su obra esencialmente
improvisacional, por «el aspecto interactivo de la improvisación en grupo, donde la
invención se produce en lo que emerge entre los individuos y su entorno, en un
espacio que escapa al pensamiento aislado de una sola persona...». La partitura
entonces hace legible al instante «lo que ocurre como consecuencia de la relación
entre diversas inteligencias en movimiento»[22]. Nos encontramos muy lejos de la
concepción goodmaniana de la partitura como estasis, como guardiana de la
identidad de la obra entre dos ejecuciones. La partitura se elabora aquí entre
presencias, es constitutiva de las acciones que la originaron. Más aún, está llamada a
transformarse sin cesar. Ella misma entra en mutación, y ya no puede, por
consiguiente, garantizar ninguna permanencia. Por otra parte, el concepto de
«partituras de improvisación» exacerba el carácter concomitante de la elección
gestual con lo mostrado que confunde el instante de la invención y su
transformación inmediata en escritura y en lectura.
No es indiferente que la improvisación como proyecto partitural de lectura, que
pone en juego lecturas o esquemas simultáneos al acto, tenga su origen en los años
setenta del siglo xx, en el momento mismo en que se elaboraban dispositivos
tecnológicos de reflexiones (en todos los sentidos de la palabra) sobre el retraso, la
toma de conciencia de lo instantáneo como ya diferido, ya convertido en
representación. Por ejemplo, el Corridor (Pasillo) de Bruce Nauman (1970) o el
Present Continuous Past (Presente continuo pasado) de Dan Graham (1973). En cada
una de estas obras encontramos dos características específicas de lo partitural: 1) La
puesta en circulación de un sujeto en el interior de un escenario espacial que suscita
un determinado recorrido; 2) La remanencia mediante un procedimiento de registro
de un movimiento pasajero que se inscribe en el tiempo de su propio desarrollo y
más allá. Así funciona igualmente la puerta giratoria del Pavillon pour Loïe Fuller
(«Pabellón para Loïe Fuller», perteneciente a la serie grahamiana de los pabellones
de cristal iniciada a comienzos de los años ochenta). El gesto de empujar la puerta es
captado durante el tiempo mismo de su realización por la superficie acristalada. La
rotación del tambor lo desmultiplica y lo difracta en diferentes paredes. Paso de un
sujeto a través de las imágenes de su propio gesto, que deja extenderse a sus
espaldas. Reflejo-acción, reflejoespejo, reflejo-huella. En otras palabras, por hablar
como Peirce, a la vez el icono (imagen) y el índice (huella, impronta). El vector
lineal del tiempo se pulveriza con el estallido de las categorías cronológicas. La
partitura funciona en este caso a fondo: al programar las modalidades del trayecto,
preexiste al movimiento. Casi al mismo tiempo, produce su muy tenue y furtivo
registro. Pone en crisis el tiempo del gesto, que se evade de un momento único en
favor de un «presente» desmultiplicado (¿el actual en devenir de Foucault?).
Finalmente, propone una experiencia (aquí de extravío sensorial) a un sujeto actor al
mismo tiempo que experimentador[23].
El viaje de la partitura por distintas topografías se extiende a otros lugares de
cuestionamiento. En el momento de la «reposición» en 1995 de Le saut de l’ange (El
salto del ángel, 1986), obra firmada conjuntamente por Dominique Bagouet y
Christian Boltanski, este último hacía una comparación crucial entre la transmisión
de una obra coreográfica y el destino de toda creación contemporánea después de la
muerte del autor (Dominique Bagouet, desaparecido en 1992). Del mismo modo que
la partitura coreográfica se transmite al «interpretarse» de nuevo, así la obra de arte
contemporánea podría constituirse en «reglas de juego que hay que interpretar»
(reglas de juego, tareas, otros tantos modelos partiturales). Tomando el ejemplo de
sus Réserves (Reservas) de ropa cuyo detalle concreto es indiferente en relación con
el proceso, Boltanski imagina un museo poblado por lo que podríamos denominar
como partituras, «un museo con un cierto número de reglas de juego y planos y que
habría que reinterpretar cada vez»[24]. La idea de «interpretar» y por tanto de
someter todo trabajo de creación plástica a un régimen totalmente alográfico se
plantea en Pierre Huyghe, en particular con la experiencia de Traffic (Burdeos, 1996)
y la película Dubbing (de la misma fecha). El autor se adueña del patrimonio urbano
o cinematográfico para «reinterpretarlo» en otro tiempo, el del «doblaje» que
sustituye a la «versión original» gracias a nuevos «intérpretes». La película-partitura
se desarrolla entonces en una ausencia de imagen, análoga, en el marco de las
notaciones de danza, al trazado en forma de signos de gestos no actualizados.
Pascale Cassagnau, a propósito de este trabajo, habla a su vez de «la partitura de la
que se apodera un intérprete para reactivarla»[25]. Este concepto de «intérprete» de
una película ya realizada mucho tiempo antes se asemeja a la lectura de una partitura
escrita a la vez por el cineasta y por el actor de la versión original. En la perspectiva
esencial de lo partitural: estar más en lo diegético (la distancia discursiva o
citacional) que en lo mimético. Jean-Christophe Royoux puede señalar, a propósito
de otra obra de Pierre Huyghe, la justamente denominada Remake (1995), relectura
de La ventana indiscreta de Hitchcock: «Más que ceñirse a un personaje o imitarlo,
el intérprete parece así, aunque sin ostentación, citarlo»[26]. El papel en todos los
sentidos de la palabra, que incumbe a quien Pierre Huyghe denomina «el doblador»
(¿el doblador, nueva figura del doble?). Toda partitura, por tanto, de cualquier
práctica a la que haga referencia, cumple una tarea esencial de la modernidad: «...
poner en evidencia el trabajo de la representación en proceso de realización»[27].
Numerosos prácticos/teóricos de la danza (Anna y Lawrence Halprin, Trisha Brown,
Yvonne Rainer) habían insistido ya en la importancia de hacer visible el proceso en
el momento mismo en que se realiza, en el momento de la improvisación, de la
partitura, de los esquemas...
Habríamos podido seguir hasta el infinito este catálogo de partituras no
identificadas, innominadas, infiltradas en el arte contemporáneo. Pero volvamos a la
danza, a lo que se desarrolla hoy en ella, a lo que el cuerpo y su presencia son
susceptibles a la vez de interrogar y reactivar, de hacer vivir y revivir (¿sobrevivir,
en el sentido de la Nachleben de Warburg?). Lejos de plantearse como herramienta
de conservación museística, la partitura, insiste Pascale Cassagnau citando a
Nietzsche, autoriza una «... operación que permite escapar a la tiranía del tiempo y al
resentimiento que la acompaña»[28]. Las figuras diversas de la partitura, en la
instantánea o en la reconstrucción, están reñidas con el tiempo. Nos encontramos
aquí con las redes del tiempo a las que Geisha Fontaine dedica su estudio. El tiempo
como dimensión de la Historia donde el acontecimiento corporal no cesa de recrear
su propio escenario.
Traducción: © Antonio Fernández Lera 2011
Notas
[*]Contact
[1]
Quarterly, 4 (invierno de 1978-1979).
En su evocación de «una relación directa, sin intermediario, entre la obra y la realidad», Paul Ardenne se
refiere a un «tejido» entre la obra y el mundo, lo que se corresponde plenamente con el trabajo de la danza
entre partitura y entorno. «Para el artista se trata de “tejer con” el mundo que lo rodea, al igual que los
contextos tejen y vuelven a tejer la realidad». Paul Ardenne, Un art contextuel, París, Flammarion, 2002, p.
18. [Trad. esp.: Un arte contextual: creación artística en medio urbano, en situación, de intervención, de
participación (trad. de Françoise Mallier), Molina de Segura, Azarbe, 2006, pp. 11 y 15].
[2]
Lawrence Halprin, The RSVP Cycles, Creative Process in the Human Environment, Nueva
York, G. Braziller, 1969, p. 1.
Jean-Christophe Royoux, «Remaking cinema: les nouvelles stratégies du remake et l’invention du cinéma
d’exposition», en Reproductibilité et irreproductibilité de l’oeuvre d’art , Bruselas, La Lettre volée, 2001, p.
216.
[3]
En Los lenguajes del arte, Nelson Goodman distingue las obras «autógrafas» cuya materialidad coincide
con la identidad, y las obras «alógrafas», que «se interpretan» a partir de una partitura o de un texto. Nelson
Goodman, Languages of art: an approach to a theory of symbols, Indianapolis, Bobbs-Merrill, 1968; trad. fr.:
Langages de l’art, Nimes, Jacqueline Chambon, 1990. [Trad. esp.: Los lenguajes del arte (trad. de Jem
Cabanes), Seix Barral, 1974].
[4]
[5]
Lawrence Halprin, op. cit., p. 3.
[6]
Ibídem, p. 5.
[7]
Ibídem, p. 4.
[8]
Ibídem.
[9]
Ibídem.
Geisha Fontaine, Las danses du temps, recherche sur la notion de temps en danse contemporaine , tesis
doctoral, Universidad de París I, Panthéon-Sorbonne, 2002.
[10]
[11]
Myriam Gourfink, «De L’Écarlate à Contraindre», en. Sivia Fanti/Xing (dir.), op. cit., p. 119.
Véase Gourfink-Marthouret-Voisin,
chorégraphique», Éc/art S, 2 (2001), p. 2.
[12]
[13]
«LOL:
un
environnement
expérimental
de
composition
Robert Morris, «Notes on dance», Tulane Drama Review, 10, núm. 2 (invierno de 1965), pp. 179-190.
Halprin, «Yvonne Rainer interviews Anna Halprin», Tulane Drama Review, 10, núm. 2 (invierno de
1965), pp. 142-166; trad. fr. en Nouvelles de Danse, 36-37 (invierno de 1998), pp. 156-182.
[14] Anna
[15]
Ibídem, p. 158.
Para la documentación sobre Constructions, véase Simone Forti, Manuel en Mouvement, trad. fr. en
Nouvelles de Danse, 43-44 (otoño-invierno de 2000).
[16]
[17]
Sally Banes, Terpsichore in Sneakers, Boston, Houghton-Mifflin, 1977, p. 43.
Sally Banes, Writing Dancing in the Age of Post-Modemism, Austin, Wesleyan University Press, 1994, p.
228.
[18]
Véase Rosalind Krauss, el capítulo «Grids» (Retículas), en The originality of the avant-garde and other
modernist myths, Cambridge (Mass.), MIT Press, 1985; trad. fr.: L’originalité de l’avant-garde et autres
mythes modernistes, París, Macula, 1995, pp. 93-109. [Trad. esp. La originalidad de la vanguardia y otros
mitos modernos (trad. de Adolfo Gómez Cedillo), Madrid, Alianza, 2009].
[19]
Laurence Marthouret, «Comment une écriture (notation) du mouvement peut amener une réflexion sur
l’écriture dans le sens de composition du mouvement», Éc/art S, op. cit., p. 3.
[20]
Lisa Nelson, «Sensation is the Image», Writing on Dance, 14 (1994); trad. fr. en Nouvelles de Danse, 3839, pp. 144-148.
[21]
Patricia Kuypers, correo electrónico dirigido a Laurence Louppe, 6 de junio de 2002. Gérard Genette
hablaba aquí de lo «hiperalográfico», es decir, «de obras de inmanencia plural»; véase L’oeuvre de l’art ,
París, Seuil, 1995, pp. 173 y 228. [Trad. esp.: La obra del arte: inmanescencia y trascendencia (trad. de
[22]
Carlos Manzano), Barcelona, Lumen, 1997].
A propósito del Pavillon pour Loïe Fuller, convencida del aspecto partitural de la puerta, solicité a
Bernard Blisténe, comisario de la exposición Danses tracées, que la incluyera en la exposición: además de la
perturbación que provoca el hecho de cruzarla, el sentimiento de linealidad del tiempo era perturbado por el
hecho de que, al cruzar aquella puerta, se pasaba de las notaciones contemporáneas a las notaciones barrocas.
[23]
Christian Boltanski, A propos de Dominique Bagouet, entrevista en vídeo por Charles Picq, colecciones de
la Maison de la Danse de Lyon, 1995.
[24]
Pascale Cassagnau, «Pierre Huyghe, le temps désaffecté», Omnibus, 19 (enero de 1997), pp. 10-11.
Observemos que «adueñarse» de una partitura, para un bailarín lo mismo que para un músico, es
prácticamente imposible: las partituras coreográficas y musicales protegidas por derechos de propiedad
intelectual no pueden dar lugar a semejante apropiación. De ahí la extrema divergencia existente entre el
campo coreográfico y el de las artes plásticas, cuyos modos y marcos de producción son extremadamente
distintos. En cada caso habría que estudiar cuáles son los micropoderes existentes que generan esas
constricciones.
[25]
[26]
Jean-Christophe Royoux, op. cit., p. 220.
[27]
Ibídem.
[28]
Pascale Cassagnau, op. cit., p. 10.
Texto reproducido por cortesía de Ediciones Universidad de Salamanca; publicado en Laurence Louppe:
“Partituras”, Poética de la danza contemporánea (trad. de Antonio Fernández Lera), Ediciones
Universidad de Salamanca, Salamanca, 2011. © Ediciones Universidad de Salamanca, 2011.
Publicado por primera vez en francés en: “Partitions”, Poétique de la danse contemporaine, la suite,
Contredanse, Bruselas, 2007. © Contredanse 2007
Laurence Louppe. Escritora, crítica e historiadora especializada en estética de danza y artes visuales.
Profesora en la Université du Québec (Montréal), en P.A.R.T.S. (Bruselas) y en Cefedem-Sud of Aubagne.
Autora de: La Matière et la Forme (1991), Danses tracées: dessins et notation des chorégraphes (catálogue,
1991), Poétique de la danse contemporaine. “La pensée du Mouvement” (1997), L’Histoire de la danse.
Repères dans le cadre du diplôme d’État (2000) y Poétique de la danse contemporaine, la suite (2007).
Laurence Louppe falleció el 5 de febrero de 2012.
CALIBÁN DANZANTE
Ramiro Guerra
Consideramos necesario establecer las intrínsecas características de la danza
africana, bien diferenciadas de la oriental y de la europea. Creemos que al recurrir a
los paralelismos y diferencias con los otros grandes estilos dancísticos de la cultura
universal, llegaremos, quizás, a delimitarla y situarla dentro de cánones definitorios.
Si dejamos bien establecidos el carácter hierático, de profunda introversión y
simbolismo de la danza desarrollada en el ámbito del Oriente, cuna de las más
antiguas civilizaciones de la humanidad, no nos será difícil captar otros de sus
rasgos característicos: el uso simbólico del lenguaje de las manos o de objetossignos, como son el abanico o las anchas mangas de la vestimenta que se extienden
desde el Japón y la China, hasta Java, Bali y la India; pequeños, pero intrincados
pasos, movimientos de brazos y cabezas, llevados del exagerado rotar de ojos hacia
la distorsión de las articulaciones de codos y muñecas, movidos al poderoso impulso
de una fuerte concentración interior, son marcas de la danza en el Oriente.
Un convencionalismo plástico, igual que el de las artes visuales egipcias y
mesopotámicas, rige la acción dancística a la que nos estamos refiriendo. Un
riguroso sistema de codificación desarrolla la técnica del bailarín profesional, sea
adjunto al templo o a la corte, ya en épocas antiguas o en su actual danza
teatralizada. Citemos un ejemplo: el caso de la danza en la India, en que existen
diferentes escuelas, aún dentro de su misma cultura dancística, como la del
Kathakali, la del Bharata Natya, la del Khatak y la del Manipur, las que no agotan las
distintas formas coreográficas de esa civilización a través del tiempo, pero sí
conforman la totalidad de su expresión con infinitos matices regionales enraizados
en antiguas tradiciones. La danza en el oriente posee una perspectiva bidimensional,
dejando el torso en hierática inmovilidad, al tiempo que cabeza, cuello y miembros
se entregan a complejas elaboraciones técnicas de breves y convencionales
movimientos, pero de intensa concentración y fuerza interior. El uso del espacio es
limitado a veces al extremo de danzar en posición sentada de manera que el bailarín
se crea un estrecho ámbito alrededor de sí, desde el cual irradia gran intensidad y
proyección, con movimientos escultóricos, subrayados por una tendencia a fuertes
diseños producidos por una plasticidad de repercusiones simbólicas.
La elaboración rítmica es compleja: difíciles coordinaciones se establecen entre
cabeza, pies y manos. Un intenso racionalismo caracteriza la danza del Oriente,
enmarcado en una angulosidad y gusto por la simetría equilibrada. Una elegante y
refinada actitud del bailarín lo muestra frecuentemente personificando sus héroes
mitológicos, dioses y personajes fuera de lo común, que exhiben su egocéntrica
satisfacción, encendiendo la admiración de su público con una intensa proyección
interior, al contar las sagas de sus arquetípicas divinidades.
La forma de bailar en el ámbito europeo, propia de su cultura y civilización, posee
características bien diferenciadas de la anterior: es una danza atlética, extrovertida,
de fuertes cuerpos que disfrutan la expansión y apertura de miembros, la libertad de
acción viva y las traslaciones espaciales, como si se desarrollara en los campos
abiertos donde se gestaron las danzas folclóricas, que después fueron la base y
fundamento de su técnica coreográfica. De ahí que sus bailarines son amigos del
salto largo, que rompe el espacio como aguda flecha; de los giros rápidos y
animados, del juego de las parejas en que la fortaleza masculina lanza al aire la
frágil figura femenina. No siendo danza gestada en templos solemnes y cerrados,
sino en las celebraciones campesinas, y después controladas sus expansiones
eróticas por el cristianismo, se convirtió en la forma de baile en pareja por
excelencia, ya fueran estas separadas o unidas por abrazo, pero siempre en
antagónica unificación de sexos.
La civilización europea, después de pasar por las distorsiones y frenéticos
movimientos de la danza medieval, se dirigió hacia un racionalismo refinado que en
el Renacimiento marcó para siempre el estilo con una extroversión cortesana de
amanerada elegancia reverencial y de una triunfante oferta del bailarín hacia su
público. El virtuosismo técnico se entroniza con la presencia del maestro y el
especialista en la confección de la danza, el coreógrafo, convirtiendo, entre ambos,
al bailarín en una prodigiosa máquina; de exactitud en la proeza, de excitación en el
peligro de una pirotecnia física que hace contener el aliento al observador y
desencadena el entusiasmo por el dominio perfecto de lo difícil. El genio del
individualismo, resultado de la civilización europea, hace resaltar aún más el brillo
de una técnica depurada, y naturalmente artificiosa, que unida a una exaltación del
elemento femenino, llega a opacar la presencia masculina, con el baile aéreo,
incrementando la imponderabilidad y el gusto exagerado por la elevación.
La expresión emotiva, por lo general, se hace precaria dentro de una marcada
forma académica de posiciones abiertas, por las cuales debe regirse el cuerpo del
bailarín y sus movimientos, y en que cinco posiciones rectoras relacionan todas las
acciones coreográficas. El trabajo activo de las piernas se hace fundamental, y una
especial musculatura fue lograda con ejercicios complejos en las extremidades
inferiores que desarrollaron el plegado de la pierna, para dar más impulso al salto y
a su suave descenso; el estiramiento total del pie que ayudó a esa elevación y a
enfatizar la elegancia de la pierna; la abertura, desde la articulación de la cadera que
permitió una más correcta visión de las piernas en la más elegante forma imaginable
de elongada estilización; y los brazos se dedicaron a establecer una delicada
conformación en el diseño general, al mismo tiempo que se constituirían en recia
ayuda para giros, y el suspense de los balances o equilibrios. La técnica europea,
como también la asiática, soslayó el uso del torso, convirtiéndolo en un recio y
sobrio soporte de alta postura dignataria, para que las piernas elaboraran sus
grandes, rápidos y complejos movimientos en que la estabilidad del cuerpo humano
se ve constantemente amenazada hacia la pérdida del centro por la acción
coreográfica.
La danza surgida en el continente africano, es poseedora de características tan
fuertes y definidas, que la capacita para ser confrontada con las otras dos expuestas,
así como otras manifestaciones culturales han conquistado, también, un puesto bien
diferenciado, como expresión muy propia de su raza, y que han dado su aporte al
acervo cultural universal.
El cuerpo del africano, es necesario decir, ante todo es poseedor de una línea muy
especial, fuera de toda convención anatómica. Varios siglos de prejuicio han
dificultado el reconocimiento de la belleza anatómica de la raza negra, regidos como
hemos estado hasta ahora por los cánones de un pseudoclasicismo ario, concepto
desgastado a través de la historia por la confrontación de clases y razas. Hoy la línea
plástica del bailarín negro se yergue con la misma fuerza de su escultura, la que ha
revolucionado los conceptos estéticos del siglo XX.
Hoy por hoy, podemos estudiar la danza africana dentro del contexto de los
grandes movimientos dancísticos de la cultura universal aunque no haya sido
codificada, escolastizada ni academizada, siendo esto, quizá, una de sus más
peculiares características y que le aporta un especial sello de frescura. La fuerza
vital de su expresividad, única en agresivo impacto, reside seguramente en su gran
libertad de expresión física y su atmósfera improvisadora. La rapidez de acción del
torso africano produce una acometividad emotiva no conocida en ninguna otra forma
dancística. El tan discutido centro emocional del cuerpo en el bailarín, irradia en la
danza africana con una poderosa acción ondulante que lo lleva al frenesí y su
concomitante éxtasis dancístico, lo cual parece ser una fuerte peculiaridad de la
danza africana. Sinuoso y dionisíaco, el africano baila con imágenes interiores
mágicas que vuelca al exterior, tratando al mismo tiempo de moldear con ellas el
mundo que lo rodea y su propio destino. Frecuentemente se sitúa en el límite mental
de lo ignoto y misterioso: sus danzas, aún las más profundas expelen un tipo de
religiosidad ajena a los dogmas, solo regidas por la comunicación con las fuerzas de
la naturaleza, a las que se somete al mismo tiempo que moldea. Torso, brazos,
piernas y cabeza, están regidas por la más extrema libertad; solo limitadas por la
exactitud rítmica del tambor que lo acompaña.
La danza pélvica adquiere en el africano, una compulsión jamás conocida en el
mundo danzado, donde el erotismo no es visto ni tratado como lo ve y presenta la
llamada cultura occidental, marcada por la inhibición que el cristianismo impuso, al
estigmatizar el impulso vital sexual como pecaminoso. Los movimientos del
africano en relación con el eros son directos y realistas, y están a su vez despojados
de malicia, intención en el regodeo de algo prohibido o grosera manifestación de
lujuriante exhibición. Toda una línea de manifestaciones bailadas se desprende de la
danza africana (incluyendo nuestra rumba), en que las parejas se unen, se separan,
golpeándose a veces la pelvis, o evitando el encuentro con rápidos avances y
retrocesos. Pero también, existen danzas estrictamente masculinas de avasalladora
agresividad y fuerza, igual que las exclusivamente femeninas de enternecedor
lirismo.
Lo que sí es cierto, es que un sensual abandono muy específico, suele emanar de
este tipo de danza, hermanado con la bárbara fuerza de su acción, con que golpea el
suelo, salta por los aires, gira en locas torsiones; se identifica con animales, seres
humanos y fuerzas abstractas de la naturaleza en viva imaginería.
Su poder mimetizador va desde el más hilarante humor hasta el trágico éxtasis del
trance, jugando a veces, simultáneamente, con ambos extremos. La danza africana
posee movimientos, tanto tensos, animalísticos y rudos, como otros llenos de
relajamiento, suavidad y lirismo, todos con un sello peculiar de gracia no
convencional. Usa a veces movimientos de gran simplicidad, repetitivos, y otras,
complejos y virtuosos alardes que bordean con la acrobacia. La dirección articulada
de sus miembros parte tanto de posiciones abiertas como cerradas, según la
necesidad expresiva de su comunicación dancística y libre en diseños, es ajena a
elementos de refinamientos decorativos y amaneramientos, siendo una danza
funcional que gusta, sin embargo, de la suntuosidad ornamental: fibras, rafias,
collares, caracoles y conchas, hojas y ramas; pinturas en el cuerpo que la hermanan
con el mundo vegetal que la rodea, como si en ella residiera la explosión cósmica
del movimiento que emana de la quietud misteriosa del monte y la foresta;
personifica además lo ignoto con la máscara que transforma al bailarín en
antepasado o en fuerza de la naturaleza.
La danza africana, hay que constatar, surge fundamentalmente del ritual, y a partir
del mismo, elabora un amplio vocabulario que viene de internas percepciones en
relación con el mundo mágico que la rodea, recreándola en su imaginación y
fantasía, a la medida y necesidad de la comunicación con sus ancestros y los
espíritus del bosque, del animal totémico, del agua, de los metales o de las fuerzas
de la muerte o del destino.
A pesar de todas las superposiciones culturales que el africano ha sufrido en
tierras ajenas, o en la suya propia, esas vivencias, quizás transformadas, adaptadas o
actualizadas, siguen rigiendo como estática de su civilización, y los movimientos de
su danza siguen siendo espontáneos, no racionalistas, simples y directos, sin que la
simplicidad signifique simplismo, pues el bailarín profesional sabe que debe ofrecer
una elaborada textura coreográfica a su público que, en vez del aplauso nuestro, lo
premia de forma curiosa, pegándole sobre la frente sudorosa, monedas o billetes, o
lanzándoselos al aire mientras baila en los momentos de intenso virtuosismo o de
especial significación para la percepción de la audiencia.
Igual que su cultura ha sido remisa a la expresión escrita, siendo la tradición oral
el medio de comunicación generacional, la danza en el África, también se ha
mantenido en esa forma intemporal de existencia, ajena a las escuelas de
aprendizaje, constituyendo estas últimas, la plaza pública, la comunidad, el hogar y
la vida diaria, en los que la danza se hace actividad cotidiana y ejercicio de vida
colectiva. Todo africano baila: hombre, mujer, niño, anciano, sin que el cuerpo
deforme o lisiado sea excusa para no hacerlo, no existe ningún tipo de inhibición,
sino que por lo contrario, muestra una activa comunicación grupal, tan necesaria al
carácter introvertido y jovial del africano.
Todas estas características no solo son propias de la actividad dancística, sino
también marcas indistintas de la cultura africana, que en sus otras manifestaciones
artísticas exhibe también el mismo tipo de expresividad, donde se mezcla lo
religioso con lo profano, lo funcional con el entretenimiento, y lo práctico con lo
esotérico.
Texto publicado en la revista Tablas, N.3, Cuba, 1992. (Fragmento inédito para el libro Calibán danzante
que la editorial Letras Cubanas publicaría en 2008).
© Ramiro Guerra
Ramiro Guerra. Ensayista, bailarín, coreógrafo, crítico e investigador; Doctor Honoris Causa por el Instituto
Superior de Arte (1989), Premio Nacional de Danza (1999) y Premio Nacional de Enseñanza Artística (2006).
Considerado el fundador de la danza moderna en Cuba. Después de haber estudiado con Martha Graham,
Doris Humphrey y Charles Weidman, creó en 1959 el Conjunto Nacional de Danza Moderna.
DANZA EN GENERAL
O COREOGRAFIANDO EL PÚBLICO, CREANDO
ENSAMBLAJES
Rudi Laermans
1.
El discurso dominante en danza y coreografía todavía da cuenta de un sólido
humanismo respecto al cuerpo. A pesar de que el vocabulario que se utiliza bien
podría derivar del pensamiento post-estructuralista, los críticos y teóricos una y otra
vez dan por sentado que el cuerpo humano es el medio distintivo de la danza y, por
tanto, también de la coreografía como el arte de escribir, componer o escenificar
danzas. En este medio donde todo se da por sabido, el cuerpo humano no es más que
un potencial comparable a, por ejemplo, el medio del lenguaje en la literatura o el
medio del sonido en la música. Lo que sugiere el discurso dominante es que toda
coreografía activa selectivamente esta realidad virtual con mayor o menor grado de
credibilidad. No se trata solo de poner a prueba distintos movimientos o de combinar
de distintas maneras movimientos ya fijados, ejecutados por uno o más bailarines,
con o sin música. Si consideramos el cuerpo humano como el medio principal de la
danza y la coreografía, entonces tendremos que incluir también tanto la capacidad de
moverse como su negación complementaria. En pocas palabras, el cuerpo-comomedio es un asunto paradójico: es la unidad de la diferencia entre movimientos
posibles y posibles no-movimientos (o, si nos referimos a una pieza en particular, es
la unidad de la diferencia entre movimientos representados y todos los movimientos
que aparecen entre uno o más movimientos durante los cuales el cuerpo se detiene o
se congela en una pose).
Desde la Judson Church, el vocabulario corporal utilizado en las coreografías se
ha ampliado. Quienes creaban danzas descubrieron la “democracia del cuerpo”
(Banes, 1993) y, como consecuencia, la danza entró en la era de el cuerpo en general
librándose de aquellos cuerpos del ballet tan delgados, hieráticos y narcisistas,
todavía presentes en la danza moderna de, por ejemplo, Merce Cunningham. Hoy en
día cualquier movimiento físico como caminar o estar sentado, jugar con los dedos
de una mano o agitar la cabeza, puede adquirir cualidad dancística. Posibilidades de
movimiento que una vez fueron firmemente rechazadas por abyectas o consideradas
corrientes se convirtieron después en la piedra angular de la coreografía. Pero
incluso así, la democratización del cuerpo no da respuestas al humanismo respecto
al cuerpo presente en los discursos dominantes que todavía hoy conforman la danza
y la coreografía. Tal humanismo se ha vuelto tan solo más inclusivo y abierto a
aquellas formas corporales o acciones que la sociedad occidental estigmatiza. En
pocas palabras: se ha vuelto más humano.
A la centralidad del cuerpo le corresponde una práctica coreográfica, o al menos
un (auto-) entendimiento de la coreografía, que inevitablemente desdobla el cuerpo
que baila en un cuerpo real y en un cuerpo observado, en una presencia que está al
mismo tiempo ausente en la, en parte simbólicamente codificada, en parte
imaginariamente dedicada, representación que disfruta el espectador. Es
precisamente esta separación la marca distintiva de la llamada danza pura de, por
ejemplo, Balanchine o Cunningham, y sus numerosos vástagos. Dentro de esta
tradición coreográfica, el cuerpo danzante se reduce a una representación tautológica
de sí mismo. Por tanto, lo que dice es “bailo que bailo” –pero se trata de una
representación en la que el cuerpo danzante no se encuentra consigo mismo sino que
indica, como mucho, su propia ausencia–. Si consideramos el cuerpo humano como
el medio principal de la danza y la coreografía, teorizar sobre esto último se reduce a
un ejercicio de limitaciones que trata de cercar el vacío real –el vacío de lo Real– en
el conocido corte que distingue la presencia de la ausencia, el cuerpo danzante de su
auto-representación, el cuerpo real de su simbólica e imaginaria realidad [realness]
(aquí estoy aludiendo al revelador estudio de Gerald Siegmund (2006) que parte del
marco lacaniano para conceptualizar este vacío).
En una actuación de danza, no solo el cuerpo real sino también el cuerpo-comomedio están a la vez presentes y ausentes. Del mismo modo que el lenguaje o el
sonido, este medio solo puede referirse a lo siguiente: todo movimiento o nomovimiento ejemplifica un potencial no representable, una infinidad virtual de
posibilidades de las cuales solo algunas son actualizadas durante la actuación
(comparar con la noción de medio de Luhmann (1995: 165-215). Dejo abierta la
cuestión de si, en consecuencia, podríamos invocar aquí la noción de Cuerpo sin
Órganos (Deleuze y Guattari, 1972 y 1980), definido como la materialidad virtual
que se da “dentro” de un organismo organizado, cuando se trata de repensar la
naturaleza del medio que damos por sentado en danza y coreografía, dado que el
interrogante principal es si toda la danza contemporánea suscribe la premisa central
del discurso según la cual es hoy predominantemente mediada e interpretada. Y si no
es así ¿a qué remite la noción de coreografía en aquellas actuaciones que vuelven a
coreografiar el acuerdo dominante de su propia práctica? ¿Es acaso posible
discernir, dentro del ámbito de la danza contemporánea, una forma específica de
coreografía post-humanista?
2.
En su ensayo “Abwesentheit” (Ausencia), cuyo subtítulo es “Una estética
performativa de la danza”, Gerald Siegmund (2006) muestra en detalle que algunos
coreógrafos contemporáneos como William Forsythe, Jérôme Bel, Xavier Le Roy y
Meg Stuart a menudo enfatizan en sus propuestas la ausencia, en su doble autorepresentación, de un cuerpo danzante real. Tanto estos como otros creadores
contemporáneos subrayan, a través de dispositivos técnicos como micrófonos o
imágenes de vídeo, la ruptura constitutiva entre el cuerpo real y el sensorial. Uno de
los medios preferidos para crear una fisura en la mirada del espectador es el vídeo,
que permite agrandar fragmentos del cuerpo, dilatar el tiempo o incluso refigurar un
movimiento que se acaba de ver en escena. Esta fisura no solo desestabiliza el punto
de vista panóptico del espectador sino que además hace visible cómo uno no ve lo
que cree estar viendo, en este caso, la presencia de un cuerpo real. Bajo el título
“Highway 101” Meg Stuart y Damage Goods presentaron entre los años 2000 y 2001
una serie de actuaciones en localizaciones específicas de cinco ciudades europeas.
Las actuaciones incluían numerosas escenas en las que se utilizaba el vídeo de forma
muy ingeniosa para poner en duda lo que el público creía estar viendo, y se hacía a
través de un isomorfismo entre las presencias corporales y las representaciones
encarnadas. Además, “Highway 101” no solo abordaba con una ímpetu innegable la
ideología de lo vivo que todavía hoy reina tanto en los bailarines profesionales como
en los aficionados, sino que también supuso un ejemplo de las redefiniciones de
coreografía propias de aquella época, en la que las diferencias entre una actuación y
una “instalación viva” se volvieron indeterminadas.
Tomemos el ejemplo de closer, una producción del año 2003 realizada por el
colectivo artístico deepblue de Bruselas. El trío formado por Yukiko Shinozaki,
Heine Avdal y el artista sonoro y damaturgo Christoph De Boeck –quienes iniciaron
y todavía hoy continúan formando parte de deepblue– concibieron e interpretaron
closer. El espectáculo estaba lejos de parecerse a cualquier actuación al uso ya que
en primer lugar no había una “cuarta pared”, que es lo que en un espacio teatral
convencional determina la ruptura entre el cuerpo real y la realidad de su
representación. Cada espectador recibía unos auriculares y acto seguido entraba en
un espacio cerrado, ligeramente iluminado, dentro del cual podía caminar a su antojo
o sentarse. El espacio estaba formado por una pequeña zona abierta rodeada de
varillas de bambú sujetas al techo pero que no llegaban a alcanzar el suelo. En el
interior de este paisaje de ensueño, con todos los ingredientes necesarios para ser
“un mundo dentro del mundo” o una isla monádica, empezaban a sonar unos
chasquidos digitales que se escuchaban a través de los auriculares y que a veces se
convertían en ondas masivas de sonido electrónico. El color y la intensidad de la
iluminación variaban cada cierto tiempo, a veces en conexión con la dramaturgia del
sonido. De vez en cuando se proyectaba un vídeo, pero el foco principal de la pieza
estaba en los dos intérpretes.
Yukiko Shinosaki y Heine Avdal iban y venían, solos o acompañados, haciendo
simples movimientos entre el público, caminando a gatas por el suelo, moviendo los
brazos y las manos, etc. Movimientos que cualquier persona del público podría
realizar, pero que en realidad nadie se atrevería a hacer allí. En ese sentido los
intérpretes actuaban como los cuerpos fantasma que alojaban los cuerpos virtuales
de los espectadores. De hecho, parecían duplicar la corporalidad performativa del
cuerpo disperso del público mientras miraba la actuación. Además, la disposición
general del espacio hacía que los espectadores no fueran simples observadores sino
parte integral de la pieza. Y no solo observaban los gestos de Shinozaki o los
movimientos un poco alocados de Avdal, sino también a los espectadores que tenían
alrededor, tumbados incómodamente o sentados en el suelo, con la mirada ausente o
concentrados en el sonido que se escuchaba por los auriculares. De modo que la
pasividad de cada espectador adquiría cualidades performativas: la presencia
corporal de cada cual y la experiencia visual de la pieza se convertían en
ingredientes fundamentales de la propia obra.
En un primer momento closer parece mostrar la tendencia de la danza
contemporánea a redefinir la distribución habitual de roles entre intérpretes y
público. De hecho se trataba de una instalación en sentido literal, como aquella que
rompe con las diferencias entre “hacer algo” y “ver hacer algo”. Por tanto closer
propone que la experiencia visual y corporal del espectador de una pieza de danza no
es solo una condición necesaria ante cualquier tipo de evento en vivo, sino que
debería ser considerada como una acción performativa en el sentido de que es coconstitutiva de la acción observada. Esta es una de las cualidades distintivas de
closer: el hecho de que, involucrándole por completo, la pieza hace literalmente
visible la performatividad del espectador. ¿Podríamos hablar, por tanto, de un nuevo
tipo de danza, de una coreografía que es a la vez total y abierta? Total porque closer
aunque se podrían mencionar otros ejemplos, como las piezas de Boris Chamartz o
Meg Stuart integra tanto los movimientos de los intérpretes como la presencia del
público en una coreografía envolvente y global que incluye también sonidos,
imágenes de vídeo, cambios de luz y varas colgantes de bambú. Y abierta, dado que
en la propia coreografía no están fijadas ni la presencia performativa de los
espectadores ni las interacciones posibles de estos con los intérpretes. ¿Cómo pensar
a partir de este doble y aparentemente paradójico carácter de estas propuestas que
vuelven a coreografiar la coreografía?
3.
Todo lo que podemos asegurar es esto: entendida en un sentido temporal, la
expresión “danza contemporánea” indica una zona experimental inestable y
constantemente redefinida en la que artistas con formaciones distintas cooperan y de
una manera aparentemente ilimitada combinan texto, movimiento físico, videotecnologías, iluminación y géneros musicales diversos. Desde mediados de los
noventa, la danza contemporánea se ha convertido en el principal laboratorio de las
artes escénicas. Por tanto ha contribuido ampliamente a que dicha noción se amplíe
notablemente, lo que hoy en día incluye la escenificación de un cuadro viviente de
Rothko (me refiero a la primera parte de M.#10 Marseille de Romeo Castelucci) o
una serie de movimientos realizados por una máquina (como en el trabajo de Kris
Verdonck). ¿Qué sentido le podemos buscar a esta coyuntura? Thierry de Duve
acuñó la expresión “arte en general” en su profundo debate sobre la situación de las
artes visuales “después de Duchamp”. Siguiendo con esta idea, podríamos decir que
la característica de la situación actual de las artes escénicas es la de tender hacia un
“arte performativo en general” que responde a las fronteras instauradas
aparentemente entre los géneros escénicos y que al mismo tiempo explora formas
nuevas de performatividad, incluyendo la actuación de actores no-humanos.
Aquellas formas de danza contemporánea que ponen el foco en los movimientos y
acciones del público, destacan dentro de este nuevo ámbito. Por tanto lo que sucede
e n closer, la pieza de deepblue que he analizado antes, no es solo que se crea una
relación simétrica entre la acción de los seres humanos implicados, es decir, entre
los intérpretes y los espectadores, sino que también son parte de la dramaturgia otros
elementos como las variaciones en los rayos de luz interrumpidos por las varas de
bambú y especialmente las ondas de sonido mediado tecnológicamente. Todos se
consideran movimientos en sí mismos: son, de hecho, coreografiados.
Propongo hablar de danza en general cuando una pieza coreografía movimientos
humanos tanto como acciones no-humanas, realizadas a través de operaciones
simétricas de manera que no se puedan reducir estas últimas al servicio de las
primeras. En una pieza de estas características, tanto el cuerpo humano como el
sonido o la iluminación son tratados como medios de la danza en tanto que son
capaces de producir una variedad de movimientos y poses. Por tanto, un rasgo
distintivo de una danza en general (una expresión ciertamente incómoda) es el
hecho de tratar con componentes no-humanos. La danza en general es una forma de
arte post-humana que difiere totalmente de la utilización habitual de elementos nohumanos en danza contemporánea. El uso de aparatos de vídeo, de micrófonos, de
paisajes sonoros y lumínicos, se ha vuelto algo tan habitual en la danza
contemporánea que hoy en día ver dos cuerpos bailando en un cubo blanco da
automáticamente una impresión de austeridad. Además, en la mayoría de los casos,
la materialidad no-humana funciona de manera instrumental buscando, de hecho,
mantener, subrayar y destacar la acción de los cuerpos humanos. Por tanto,
siguiendo el discurso dominante de la danza, el cuerpo humano como medio sigue
siendo el centro de atención de la coreografía. Dicho cuerpo se puede mostrar
fragmentado, distorsionado o inquietante a través del vídeo o de una banda sonora
envolvente, pero seguirá siendo el foco de atención en la mayoría de las
coreografías. Por el contrario, una danza en general trata las cualidades
performativas de los cuerpos no-humanos de forma equitativa a las de los cuerpos
humanos. Además de los movimientos físicos del cuerpo; la iluminación, el sonido,
los objetos, los fragmentos de texto o las imágenes de vídeo, se consideran agentes
activos que contribuyen y que por tanto definen conjuntamente la acción global de la
pieza.
La coreografía en general es, por lo tanto, el arte de crear danzas en general.
Todo esto nos lleva a la construcción y modulación de ensamblajes, a la asociación o
acoplamiento de distintos tipos de materialidad de las acciones realizadas tanto por
humanos como por no-humanos. El concepto de ensamblaje ha ganado cierta
notoriedad en los últimos tiempos gracias a algunas relecturas del libro Mille
Plateaux (1980) de Deleuze y Guattari. En el libro el concepto de ensamblaje
sustituye a la noción de “máquina deseante” que ambos proponían en su anterior
libro L’Anti-Œdipe (1972). Según los autores, todo ensamblaje, incluyendo aquellos
no-humanos, extraen de uno o más ámbitos un territorio que es a su vez arrastrado
por diversas “líneas de desterritorialización”. Entre los ensamblajes humanos
distinguen también un material que es fundamentalmente un “segmento de
contenido”, que consiste en acciones y pasiones procedentes de “segmentos de
expresión” predominantemente lingüísticos o semióticos. Se trata de una
diferenciación muy útil, sin duda, que Manuel de Landa (2006) ha intentado volver a
articular a partir de conceptos de codificación y (re-)territorialización, con vistas a
una “nueva filosofía de la sociedad”. Pero incluso sus elaboraciones, que son tan
concretas, son incapaces de aportar algo de carnalidad a los ejercicios conceptuales
de Deleuze y Guattari, tan obstinados y abstractos. Por tanto, el acercamiento más
estimulante a la cuestión de los ensamblajes –si bien no menos importante ya que se
centra en el acto de realización de asociaciones entre humanos y no-humanos– es
probablemente el propuesto por Bruno Latour en su Teoría del Actor-Red (TAR).
Bruno Latour argumenta que “un actor es lo que está hecho para ser actuado por
otros” (2005: 46, cursiva en el original). La expresión “actor-red” trata precisamente
de nombrar este estado de cosas. Implica que la agencia final, o de manera más
general, la performatividad posible de un actor, a saber, de un intérprete cualquiera,
es una cualidad relacional y depende de la red concreta en la que funcione tal actor o
intérprete. Además, no son solamente los actores o intérpretes dentro de la red los
que adquieren formas de actuar extraordinarias gracias a la red sino que, dentro de
ese mismo contexto, la acción es a su vez sobrepasada por otros componentes de la
red, que utilizan la acción para activar su propia performatividad. Por lo tanto, la
performatividad general de un grupo de actores-red siempre conlleva traducciones
mutuas y modificaciones de sus operaciones y modos de hacer singulares. No se
puede reducir a las acciones individuales de los actores asociados, pero lo cierto es
que emerge de sus interacciones, en las que los actores-red desbordan
constantemente las acciones de los otros para ser más activos. En suma: cualquier
configuración de un actor-red, o un ensamblaje, es un campo de fuerzas
constantemente en movimiento que produce una total performatividad emergente[1].
4.
En una danza en general el ensamblaje o campo de fuerzas consiste en las
asociaciones y los desplazamientos de rayos de luz, sonidos, movimientos
corporales y no-movimientos, imágenes, objetos y las operaciones realizadas por
artefactos tecnológicos. Los elementos son posibilidades actualizadas de acción o
no-acción, o singularidades generadas en los potenciales de distintos materiales que
suceden en el aquí y el ahora o tienen cualidad de acontecimientos. O, parafraseando
a Deleuze y Guattari (1980), las singularidades producidas son haeceitas[2]. Un rayo
de luz, un brazo que se mueve, una serie de partículas de sonido… son
singularidades porque siempre hay una actualización particular surgida de una
variedad virtual de posibilidades que tienen como resultado una línea de movimiento
–un suceso, una haeceidad o mismidad– que indica un tiempo y un espacio
abstractos. Toda singularidad es a su vez intensidad, desde el momento en que actúa
como fuerza que afecta a otras singularidades pero a su vez es afectado por ellas (y
en parte su capacidad de afecto deriva del hecho de ser afectado). Por lo tanto,
durante una pieza, una onda sonora interfiere con una imagen o un movimiento y es
a su vez capturada por esa misma representación visual o por ese mismo gesto
corporal. Las singularidades que se producen actúan constantemente unas sobre otras
generando una performatividad global de la que el público generalmente habla en
términos ambientales (como algo oscuro, inquietante o luminoso).
Teniendo en cuenta la naturaleza interactiva del campo de fuerzas creado, la
coreografía en general no consiste solo en enlazar acciones heterogéneas o distintos
tipos de performatividad tanto de humanos como de no-humanos, sino que cualquier
asociación momentánea de los componentes utilizados construye a su vez un campo
de fuerzas complejo que, desde el punto de vista de su consistencia interna o una
distribución sostenible de las distintas fuerzas y sus interacciones, requiere ser
modulado o gobernado. En este contexto utilizo deliberadamente la palabra
“gobernar”. Coreografiar siempre ha sido, y todavía es, sinónimo de ejercer un poder
en sentido foucaltiano: no como prohibición de declaraciones o represión de
movimientos, sino como una manera estratégica de actuar sobre acciones o
interacciones posibles, “una ‘conducta de conductas’ o una gestión de las
posibilidades” (Foucault, 2002 (1982): 341). En la coreografía en general lo que
gobierna puede ser la responsabilidad individual o colectiva respecto a los humanos
involucrados en ella. Además, su cualidad distintiva es ante todo y principalmente la
asociación gobernada de acciones humanas y no-humanas con vistas a alcanzar una
performatividad global y emergente que no puede reducirse a la mera suma de
movimientos (o no-movimientos) de los actores o intérpretes.
De hecho, la coreografía en general es el arte de crear máquinas de actuaciones
multi-mediales consistentes en fuerzas que interactúan o en movimientos de distinta
naturaleza que se afectan unos a otros en un plano de consistencia gobernado.
Algunas de estas fuerzas tienen un carácter corporal o material mientras que otras,
como la luz, el sonido o la enunciación de una palabra, poseen una naturaleza
inmaterial (al menos para un observador humano). El campo de fuerzas construido
es una forma genuina de socialidad, un común –prefiero utilizar esta palabra a
expresiones como “comunidad” o “multitud”, más de moda– habitado por
movimientos tanto humanos como no-humanos que (inter-)actúan como
intensidades o singularidades. Durante una danza en general este “común”
coreografiado es el lugar [locus] de la performatividad total de la pieza. Uno puede
en vano tratar de diseccionar dicha performatividad o atribuirla a uno u otro
intérprete en particular. Pero, como he dicho, la coreografía en general es el arte de
crear y modular –de gobernar– ensamblajes heterogéneos. Si el ensamblaje se
realiza con éxito, el resultado será una red performativa no jerárquica que es no solo
el medio de la actuación, sino su intérprete principal. Este intérprete no tiene
nombre ni cara: es porque sucede, actúa.
L a coreografía en general es el pragmático arte de construir tal “ello” [it]
anónimo[3]. Por tanto, lo más importante al observar una danza en general no es qué
significa sino cómo funciona, cuáles son las lógicas y las racionalidades que
gobiernan el gobierno del campo de fuerzas que observamos. De hecho, en tanto que
coreografiado, el campo de fuerzas que observamos es siempre, como dice Nikolas
Rose en un libro sobre la relación entre el poder y la gubernamentalizad moderna,
“un campo inteligible con límites especificables y características particulares, cuyos
componentes son atracciones y coexistencias” (Rose, 1999: 33, las cursivas son
mías). La inteligibilidad de una coreografía en general remite al descubrimiento, y a
la experimentación, de una o más racionalidades que hacen referencia a
consideraciones generales tanto como a relaciones selectivas de medios/fines. En
u n a danza en general las conexiones entre los materiales ensamblados y los
movimientos inmateriales no solo son puestos a prueba con vistas a la creación de
un particular plano artístico de consistencia, sino que también se escenifican “para”
los espectadores, con el fin de poner a prueba la capacidad de sus cuerpos y cerebros
de ser afectados de un modo extraordinario. La coreografía en general es también, de
hecho, el arte de capturar y modular, de gobernar la atención sensorial del público
(lo cual, tal como he sugerido en mi análisis de closer, podría ser considerado como
un modo preciso de performatividad).
Desde el punto de vista del público, toda danza en general es una máquina para
capturar. En francés el verbo “capturar” tiene dos significados: capturar como
recoger, interceptar o absorber, y capturar como apoderarse de algo con astucia.
Coreografiar la atención del público mediante los ensamblajes coreografiados es una
estrategia de juego cuyos resultados, por definición, son inciertos. Puede que esa sea
una de las razones para que innumerables intérpretes de danza contemporánea
recurran a las estrategias de modulación de la atención propias de “lo espectacular”
–de las producciones culturales de las principales corrientes, incluyendo programas
de noticias–. Además, en muchos casos la estrategia puesta en marcha para capturar
la atención sensorial o el cuerpo del espectador da cuenta de una ingenuidad que
apuesta por la eficacia de medios bastante flojos como la repetición desencajada de
movimientos. Sea como sea, la coreografía en general implica la relación entre el
ensamblaje construido y el público que observa como un campo de fuerzas
gobernable. Puede que closer de deepblue me parezca un espectáculo revelador
precisamente porque envuelve completamente los cuerpos y la atención de los
espectadores en el ensamblaje creado haciendo visible en todo momento su cualidad
de ser (también) una máquina para capturar. La red resultante es la sujeción
placentera de un “ello” [it] anónimo –de una performatividad coreografiada que es al
mismo tiempo total y abierta–.
Traducción: © Isabel de Naverán 2013
Notas
De acuerdo a distintas tradiciones teóricas, uno podría incluso argumentar que un ensamblaje es un sistema
completo. Partiendo de mi preferencia por la noción de ensamblaje y de una interpretación libre de la TAR no
quiero sin embargo vetar aproximaciones teóricas más sistémicas a la danza contemporánea o a la coreografía
[1]
en general. Sin embargo, el empleo de marcos teóricos sistémicos conlleva un nivel de abstracción conceptual
que es lo que precisamente trato de evitar en este ensayo.
N. de la t.: En Mil Mesetas de Gilles Deleuze y Félix Guattari leemos “Existe un modo de individuación
muy diferente del de una persona, un sujeto, una cosa o una sustancia. Nosotros reservamos para él el nombre
de haecceidad” (Deleuze y Guattari, 2002: 264).
[2]
Me abstengo de interpretar psicoanalíticamente este “ello” [it] como el “id” freudiano o como una
inconsciente “máquina deseante”, tal y como lo harían Deleuze y Guattari.
[3]
Bibliografía
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Rudi Laermans. Profesor de Teoría Social en la Facultad de Ciencias Sociales de la KU LEUVEN
(Universidad de Lovaina). Profesor invitado en el programa teórico de P.A.R.T.S. (Bruselas). Es también
ensayista y crítico de danza. En 2008/9 ocupó la cátedra de danza en el Instituto de Ciencias de Teatro en la
Free University de Berlín. En 2013 publicará el libro Moving Together.
AGRADECIMIENTOS
Agradecemos a los autores su generosidad por permitir que sus ensayos sean
traducidos e incluidos en este volumen, así como a las editoriales donde fueron
publicados originalmente por facilitar la reunión de textos tan diversos.
Susan Leigh Foster: “Choreographing History”, en Foster, Susan L. (ed.): Choreographing History,
Indiana University Press, Bloomington e Indianapolis, 1995, pp. 3-21.
— en Alexandra Carter (ed.): The Routledge Dance Studies Reader, Nueva York, 1998, pp. 180-191.
© Indiana University Press, Susan L. Foster 1995
Christine Greiner: “Researching Dance in the Wild: Brazilian Experiences”, TDR/The Drama Review,
51:3195, Otoño, 2007, pp. 140-155.
© 2007 New York University / Massachusetts Institute of Technology
Bojana Kunst: “Dance and work”, en Gabriele Klein, Sandra Noeth (eds.): Emerging Bodies. The
Performance of Worldmaking in Dance and Choreography, Editorial Transcript. Bielefeld, 2011.
© Bojana Kunst 2011
André Lepecki: “The Body as Archive: Will to Re-Enact and the Afterlives of Dances”, Dance Research
Journal, Volumen 42, Número 2, Invierno 2010, University of Illinois Press, pp. 28-48.
© André Lepecki 2010
Bojana Cvejić: “Learning by making and making by learning how to learn”, en Angelika Nollert, Irit
Rogoff, Bart De Baere, Yilmaz Dziewior, Charles Esche, Kerstin Niemann y Dieter Roelstraete (eds.):
Academy, Revolver Verlag, Berlín, 2006. © Bojana Cvejić 2006
— “Aprender haciendo y hacer aprendiendo cómo aprender” (trad. Ana Butirago). http://www.inpresentableblog.com/contenido/aprender-haciendo-y-hacer-aprendiendo-como-aprender.html
Ramsay Burt: “Nijinsky: modernism and heterodox representation of masculinity”, The Male Dancer:
Bodies, Spectacle, Sexuality, Routledge, London, 1995.
— “Nijinsky: modernism and heterodox representation of masculinity”, en Alexandra Carter (ed.): The
Routledge Dance Studies Reader, Routledge, New York, 1998.
© Ramsay Burt 1995
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en la figura de Vicente Escudero”, Dibujos, Vicente Escudero, Caja San Fernando, Sevilla, 2000.
© Pedro G. Romero 1999
Susan Manning: “Dances of the Death: Germany before Hitler”, Ecstasy and the demon: Feminism and
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— en Alexandra Carter (ed.): The Routledge Dance Studies Reader, Nueva York, 1998, pp. 259-268.
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© 2003 Lisa Nelson
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Guerra, Ramiro: “Calibán danzante”, Tablas, N.3, Cuba, 1992, pp.: 4-8; se trataba de un fragmento
inédito del libro: Ramiro Guerra, Calibán danzante, Letras Cubanas, 2008.
© Ramiro Guerra
Rudi Laermans: “Dance in general or Choreographing the Public, Making Assamblages”, Performance
Research - On Choreography, volumen 13, número 1, Routledge, Londres/Nueva York, 2008.
Agradecemos también la colaboración de todas las personas que respondieron a
nuestra encuesta, aportando información muy valiosa para la edición de este libro:
Jaime Conde-Salazar, Paula Caspão, Jerôme Bel, Noémi Solomon, Quim Pujol, Ana
Buitrago, Victoria Pérez Royo, Bertha Díaz, Boyan Manchev, Claudia Dias, Idoia
Zabaleta, Anamaría Tamayo, Julie Perrin, Jussara Sobreira, María Muñoz, Ivana
Ivkovic, Adrien Heathfield, Catarina Saraiva, Mónica Valenciano, Elena Córdoba,
Guadalupe Álvarez, Nikolina Pristaš, M. José Cifuentes, Juan Domínguez, Amalia
Fernández, Cristina Blanco, M. Fernanda Pinta, Pablo Palacio, Carmen Giménez,
Olga Mesa, Ixiar Rozas, Catarina Saraiva.
Director: José A. Sánchez
Edición: Amparo Écija, Isabel de Naverán
Coordinación editorial: Amparo Écija
ARTEA Editorial, Madrid.
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ARTEA Editorial está abierta a cualquier propuesta o comentario en:
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© de la edición Artea Editorial 2013
© de los textos: Indiana University Press / Susan L. Foster, Christine Greiner /New
York University / Massachusetts Institute of Technology, Bojana Kunst, André
Lepecki, Bojana Cvejić, Ramsay Burt, Pedro G. Romero, Susan Manning, Sally
Banes / Wesleyan University Press, Norbert Servos, Gerald Siegmund, José A.
Sánchez / Mercat de les Flors, Merce Cunningham / The Merce Cunningham Trust,
Lisa Nelson, Ediciones Universidad de Salamanca, Ramiro Guerra, Rudi Laermans
© de las traducciones: Antonio Fernández Lera, Amparo Écija, Isabel de Naverán,
Zara Rodríguez, Ana Buitrago
I.S.B.N.: 978-84-941278-2-3
Diseño: Artea Editorial
Colabora: Gatzipeko Kultur Elkartea
Maquetación: Solana e Hijos Artes Gráficas, S.A.
Este libro se inscribe en el marco del proyecto de investigación ARCHIVO VIRTUAL DE ARTES
ESCÉNICAS de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha PEII09-0033-4520.

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