FOTOGRAFÍAS - Galería Fernández

Transcripción

FOTOGRAFÍAS - Galería Fernández
FOTOGRAFÍAS
5 de junio / 12 de julio de 2014
Calle Villanueva, 30. 28001. Madrid. 91 575 04 27
www.galeriafernandez-braso.com
UN PASEO VISUAL POR EL TERRITORIO DE LA
OBSERVACIÓN
La galería de arte Fernández-Braso inaugura el próximo jueves, 5 de junio de 2014, una exposición del fotógrafo Jordi
Socías (Barcelona, 1945), dentro de la sección off del Festival
Internacional de Fotografía, PHotoEspaña 2014.
La mayoría de las obras seleccionadas para esta exposición
son inéditas, y reflejan la particular visión de la realidad de
Jordi Socías. El autor traspasa los límites del fotoperiodismo
hasta adentrarse en el territorio de la observación, captando
aquello que normalmente pasa desapercibido y que configura
la personal mirada del autor.
Los siguientes textos de Jesús Rúiz Mantilla y de Manuel Vicent reflejan con exactitud el territorio personal y artístico por
donde transita el trabajo de Jordi Socías. Para más información
sobre Jordi Socías se puede consultar la web www.jordisocias.
com y sobre el festival www.phe.es.
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AUTORRETRATO CON FEROZ ,1984
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Jordi Socías: naturalismo cosmopolita
JESÚS RUIZ MANTILLA
Dice que no entiende de cámaras. Utiliza la mano como un fotómetro infalible y mide la luz
girándola entre las sombras. Parece lógico en quien mantiene que los fotógrafos escriben con
ese elemento, que es todavía para él un milagro casi quimérico también porque nunca sabe
dónde le va a sorprender. Sostiene que mirando álbumes de familia muchas veces ha descubierto
grandes colegas anónimos. Lleva una cartera de cuero marrón un tanto gastada por el uso que
ya ha adquirido una cierta escoliosis por el peso no muy exagerado pero constante de las cosas
que habitan dentro: alguna cámara vieja, unos cuantos carretes, gafas de ver cerca, bolígrafos,
alguna libreta y el bocata de por las mañanas. Muchas veces sustituye todo eso –menos el
tentempié, claro- por una ‘Olympus mju’ diminuta con la que muchos le hemos visto disparar
fotos que luego lucen a doble página.
Y es que Jordi Socías es un ser al que le repele el artificio y que no pierde mucho tiempo
en parafernalias. Un fotógrafo singular, con estatuto propio, que busca en los mundos diversos
y ricos retratados el naturalismo que le aproxima siempre a todo lo que se enfrenta con una
fidelidad absoluta a su terca manera cosmopolita de ver la vida. Ha sido autodidacta, fue
aprendiendo entre los golpes y el perfume de la vida. Por eso en sus fotografías apenas chirrían
los envoltorios y predominan las limpias imágenes de su propia verdad. Va de frente, incluso
cuando admite que en cada composición suya hay una intención subjetiva, una representación,
un pequeño escenario de vida real, pero real siempre según su propia mediación. Juega sin
trampa, juega limpio y en esa vocación labrada por sus propios méritos hay un cruce tan
heterogéneo y dispar, como rico; tan natural como excesivo en el que se encuentran los dulces
rincones de lo que él denomina “momentos encontrados” con fotografías que huelen; una
predilección por el retrato de todo tipo de artistas que viene de su admiración obsesiva por
cualquier muestra de talento; cuadros de mujeres en todas y cada una de las etapas de su vida
porque, aunque vive solo y come de restaurante, siempre se reconoció guiado por los sentidos
femeninos; compromiso político permanente y surrealismo militante además de un gusto por el
sentido absurdo de la vida pero siempre unido a una búsqueda de la naturalidad permanente,
que le viene de una niñez pegada a las aceras, de la que nunca ha sabido ni ha querido
escapar, negándose incluso a dedicar más de tres días seguidos a una escapada por el campo.
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Jamás sospechó que acabaría pegado a una cámara cuando transcurrían los días de
su infancia de cuento neorrealista italiano en el barrio de la Sagrada Familia, en Barcelona.
Había nacido allí en febrero de 1945, “el año del final de la Segunda Guerra Mundial”, dice,
para que no se pierda la referencia a los grandes acontecimientos que después a él tanto le ha
gustado congelar en un papel. La calle Mallorca era un nido de familias obreras y artesanas
en la que resultaba muy común llevar el sello del bando perdedor en la frente. “No sé porqué y
nadie hablaba de ello, pero sabíamos que lo éramos, claramente”, recuerda ahora. Ese pálpito
se lo daba una infancia de carencias hasta cierto punto endulzada por ser el pequeño de una
casa con cuatro hermanos –Feli, Enrique, Antonia y él- cuyo cabeza de familia era un padre de
Esquerra Republicana que en una de las salidas de la cárcel modelo, después de haber pasado
por el exilio y algún campo de concentración en Francia, deja embarazada a Felisa, su mujer,
de Jordi. “Sí. Como de penalti, vaya, aunque yo tengo la teoría de que todos nacemos así, de
penalti”.
Fue un chaval de barrio y allí, entre las aceras que no podía cruzar por si le atropellaban
los tranvías, aprendió a espabilarse con la ciencia de la vida y las clases que recibía en el
colegio Ramón Llull. “Cualquier excusa era buena para bajar a la calle. Me gustaba ir a por
el pan, la leche y la nata, a por el hielo a la fábrica. Era una época sin neveras ni televisión”.
Con el estruendo de la vida alrededor y el silencio uniforme de la vergüenza que da sentirse
oprimido, algo que adivinaba en la tristeza de la derrota que llevaba su padre sellada en la
cara y que al niño Jordi, a los ocho o nueve años, ya le imprimió un carácter rebelde.
Ese rasgo, lejos de diluirse en la machacona y sucia cotidianeidad de la España nacionalcatólica, se fortaleció con una experiencia traumática en el internado de la Universidad Laboral
Francisco Franco, en Tarragona. “Me metieron allí con una beca porque mis padres pensaban
que sería bueno para mi futuro. Cada día subíamos y bajábamos la bandera con el cara al sol
y se nos quedó el tic de escupir después. No sabía porqué lo hacía pero por entonces ya tenía
claro que ése no era mi mundo”.
Era la única oportunidad que sus padres veían para que estudiara, pero una denuncia
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lo echó todo al traste... O lo arregló, según, porque quién sabe si Jordi Socías hubiera sido
el mismo que es hoy si continúa en aquel encierro. El caso es que un chaval de su barrio y
él denunciaron a Don Mariano, el educador, como lo llamaban, porque tenía la poco sana
costumbre de instruirles cada noche con abusos sexuales a discreción. “Se lo contamos al
director y ¿qué paso? ...Que nos expulsaron”.
Al manos se deshizo de todo eso y se alegró de volver al barrio y a su casa, pese a que
para su padre el golpe supuso una decepción porque veía cómo se le escapaba la posibilidad
de ser algo más digno, a su entender, como si la vida heroica de perdedor silencioso en un país
gobernado por ratas, no lo fuera. Volvió a la escuela y Don Enrique, su padre, no quería verle
trabajar, cosa que hizo a escondidas porque ya le atraía la idea de probar responsabilidades,
algo que hizo como aprendiz en un taller de moldes para neveras donde trabajaba su hermano.
“Un día, mi padre, me vio las manos con algún callo y lo supo”.
De la clandestinidad infralaboral en familia pasó a meterse en más oficios. De todos acabó
en la calle. Si no era porque derramaba botes de pintura al ir a hacer un recado, era porque le
daba por escuchar a Elvis Presley en Semana Santa de estrangis. “Yo era traviesillo”, asegura.
Pero lo que más le gustaba era echar la tarde en el cine Versalles, con sesión doble y varietés o
luego en el bar del mismo nombre, entre tertulias con vaho, cigarrillos y café con leche. “Era el
desastre de la familia”, confiesa. Pero siempre llega una última oportunidad. Fue en la relojería
donde trabajaba una amiga de su hermana. “Sobre todo, no me hagas quedar mal”, fue el
mensaje que le dio. Así fue. Porque a Jordi, eso de empezar a lidiar con el tiempo, algo que
después ha sido una de las constantes de su fotografía, le serenó.
Aprendió a arreglar relojes de pared, carillones, despertadores y se sacaba buenas propinas
reparando por las casas. Quizá en esas visitas fue conformándose el espíritu curioso, espía y
mirón que debe ir conformando a un fotógrafo. De Portusach, así se llamaba la relojería, pasó a
otra para perseverar en lo que veía como un oficio. Eran los años sesenta ya. Jordi había calmado
la edad del pavo con calle y oficios y empezaba a adquirir ese porte de señor de la calle, con un
cierto aire de Joe Pesci cuando hace papeles amables. Cada paso le iba a descubrir mundos que
acabarían fascinándole toda su vida. En el nuevo trabajo, mano a mano con su jefe, Joan Aleart,
entró en Francia. Primero en la canción de Brel, Aznavour, Brassins. “Descubrí que se podían
decir cosas cantando. Para mí fue el primer gran choque cultural en mi vida. Debo muchísimo a
aquel hombre”, dice. Por la pequeña relojería pasaba todo tipo de gente y se formaban tertulias
o se creaba cantera porque un vendedor ambulante, después de tratarle y descubrir que era
un pájaro listo le propuso forrarse vendiendo relojes Duward por toda Cataluña. Fue como del
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biscutter de tercera mano con el que viajó a las Fallas de Valencia y a la frontera francesa y de
la movillette pasó a tener su primer SEAT 600. Todo un símbolo de poderío. “Me llegué a hacer
2.000 kilómetros al mes sin horario y de pensión en pensión. Conocí así todo el país”. Mirando,
despacio, clavando los ojos mientras pasea, como ahora, que prefiere meterse en los atascos
del centro que en la M-30 para ir a trabajar: “Es que por la M-30 es absurdo meterse porque no
ves a nadie”, responde cuando alguien le urge a que se acelere. A él no le convencen los ritmos
desenfrenados. Las prisas son una pérdida de tiempo porque puede perderse la fotografía de su
vida. Es algo que ha aprendido regodeándose en una tranquilidad pasmosa, filosófica.
Por aquel entonces, los sesenta en Barcelona, no había llegado el día en que Jordi Socías
cogiera una máquina de fotos, pero lo recuerda como una época gloriosa. Un personaje clave
para él paraba cada tarde en el café Versalles: Narciso Irizar, alias Siso. Tenía una presencia
taciturna y leía a Nietzsche y a Lucaks. “No dejé de pagarle cafés pero él fue mi iniciación en
la lectura y el cine”. Eran los días en los que Jordi mezclaba las manecillas de sus relojes con
las grandes ideas: “El tiempo de la utopía”, en resumen.
No había disparado una sola foto, pero por aquellos años ya se habían marcado los
pilares de ese naturalismo que no le ha abandonado nunca y comenzaban a construirse los del
otro rasgo fundamental en su manera de ver el arte, un cosmopolitismo abierto y decididamente
curioso que le ha llevado a escrutar las miradas de grandes personajes de la cultura, el arte, la
política, la modernidad fiel a aires y vanguardias que nunca pasaron en vano por delante de
sus narices.
Se fue a vivir con Siso y entró de su mano en el PSUC. Se inició en el marxismo y fue
haciéndose agitador autodidacta sin prisa pero sin tregua. Era independiente económicamente
y ajeno al mundo estudiantil adscrito a la sopa boba de sus casas en muchos casos, lo que era
común en los círculos de la política clandestina. “Fui una especie de mecenas”, recuerda. Un
bicho raro, ajeno al franquismo sociológico, que con un coche propio y 150.000 pesetas de
aquel entonces al mes no se conformaba con lo que le rodeaba ni acataba la verdad absoluta
del régimen hediondo. Menos aun cuando paró para hacer una mili absurda, que sólo aliviaba
el hecho de haberla pasado en un cuartel cercano a la fábrica de colacao porque de allí
llegaba un olor constante a chocolate que endulzaba su tarea: dar de comer a 12 caballos y
250 cerdos a cargo de un coronel.
La política le abrió los ojos a velocidades astronómicas y se dedicaba sin parar a la
agitación y propaganda. Su aspecto de hombre de provecho y algunos signos externos le
hacían muy poco sospechoso y fantástico como tapadera. Alternaba las novietas con la lectura
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aplicada de Sartre y Simone de Bouvoir; Marx y Engels, Schopenhauer. “Yo pasé de tercero de
bachiller a la filosofía y a los libros en francés”, dice, consciente de haber dado un salto que
le hizo crecer por voluntad propia, como se forjan los autodidactas de raza. Desde entonces,
nunca ha dejado de leer. “La fotografía exige formación y capacidad. Es una parte de la cultura
y como tal se nutre de otras artes y de la mirada, algo que en este país, nadie nos enseña a
desarrollar”, dice. También su novia de entonces, María Ángeles Martì Alegret, le animaba
en el cotarro del compromiso. Ni el hecho de que les pillaran en la frontera con el maletero
del 600 lleno de libros sospechosos que se traían de París –además de un virus que le ha
unido siempre a una concepción bohemia de la vida y una fascinación por el surrealismo- les
arruinó la estrategia más que por unos días que pasaron en la cárcel de Figueres, “muertos
de miedo, eso sí”. Pero también esperanzados porque aquella experiencia les mostró hasta
donde se extendían las redes del partido. “Enseguida empezaron a llegarnos cajas de galletas
y chocolate para que no nos faltara de nada en la cárcel y pudimos comprobar lo que era una
organización que estaba al tanto de todo”.
Pronto irrumpiría en su vida el periodismo a la fuerza y por la causa. “La prioridad era
darle a la manivela pero pronto montamos la API, Agencia Popular Informativa y ahí empecé
en este mundo”. Se encargaba de distribuir a líderes sociales, de opinión e incluso a oficiales
del ejército las noticias que no aparecían en los diarios de la época por la censura. Además
montaban cineforums. “Hacíamos proselitismo con Bergman, Rosellini, Saura y las ‘Nueve cartas
a Berta’, de Martín Patino. Por entonces tenía dos metas: acabar con el franquismo y dedicarme
a algo que tuviera que ver con la cultura”.
Algo que conectara consecuentemente con uno de los rasgos que definen su visión de las
cosas y que hoy conserva como máxima vital, ya con sesenta encima, pero con el optimismo,
la fascinación por el talento ajenos intacta y un ojo que es de maestro pero huye de la
autocomplacencia: “Yo nunca estoy de vuelta, estoy de ida todo el rato”. Es uno de sus lemas.
Una frase que encaja con otro de sus mandamientos favoritos y que encierra una inquebrantable
lucha contra la nostalgia fundamental para comprender su manera de ver el mundo cuando
predica: “Cualquier tiempo pasado fue anterior”.
Un buen día cayó en sus manos un folleto de cursos por correspondencia de manos de un
viajante. Así se apuntó a la fotografía, con ese método. “Me compré una cámara, empecé a tirar
y a ver qué era eso”. Cambió su vida y decidió dar un giro aventurero. Dejó de vender relojes
y empezó a colaborar con ‘Cambio 16’. También fue la época del ‘Tele Express’, ‘Destino’ o el
‘Por favor’, donde muchos le descubrieron con esa serie de entrevistas a dos manos a personajes
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fascinantes con Martì Gómez y Josep Ramoneda que han hecho historia.
Así cayeron tres años, del 72 al 75 y se forjó un nuevo oficio.
Fue la época en la que retrató la Cataluña cambiante que giraba en las ferias y en la calle
alternando golpes de vida normal con manifestaciones y carreras. La de las primeras señeras
al aire, la de Cruyff disparando la fantasía entre las líneas del Camp Nou, el bocadillo de los
niños que alimentaba un futuro mejor, las visitas de los entonces príncipes Juan Carlos y Sofía
protegidos por la policía -aunque no tanto como hoy-, los recitales clandestinos de la Nova
Canço que alternaba con los retratos de grandes personajes como Josep Pla o Graham Greene
y Carrillo en el exilio, que desde ‘Por favor’, se ganaba una de sus fotos históricas en las que
deseaba a los españoles “felices fiestas” a modo de guiño inaplazable, inevitable.
Pero Jordi, que era consciente de estar viviendo un periodo rico y fascinante de la historia
de un país, quería seguir adelante y se fue a Madrid porque tras la muerte de Franco, intuyó
que el mundo giraría bastante en torno a esa ciudad unos cuantos años. Su olfato no le engañó.
Tanto que en Madrid sigue 30 años después de aquella decisión entre lúcida y alocada. Deja
la maleta en casa de Carlos Elordi y Gloria Cué, compañeros del partido y llega sin agenda.
“Conservo los números de memoria porque en la clandestinidad si te registraban y encontraban
algo así podían caer muchos”.
En ‘Cambio 16’ comienza a trabajar como fotógrafo y editor, una faceta de su labor sobre
la que tiene auténticas teorías de maestro. “Me hago editor porque nunca veo mis fotos bien
puestas en las publicaciones, así que decido colocarlas yo”. Desde entonces esas dos vertientes
han sido indisolubles en su trabajo hasta hoy, donde las ejerce como responsable máximo
de fotografía en ‘El País Semanal’. “La edición de una revista es como una película. Hay que
colocar las imágenes adecuadas para leerla. Es tan importante que conforma el estilo de una
publicación”, sostiene Socías. “Las revistas tienen dos lecturas, la de las imágenes y la escritura.
Hay que colocarlas de manera que hagas reflexionar al lector. El editor gráfico es el conductor
de la mirada”.
Así que del 600 a trancas y barrancas por la Cataluña profunda y pujante pasó a manejar
el volante de las miradas de buena parte de una España deseosa de abandonar el cascarón
podrido de la idiotez franquista y romper el huevo que le llevaría a ser un país serio. Jordi
estaba en el meollo de la transición durante los años en que todo corría más aprisa porque
había que alcanzar la máquina de alta velocidad de la historia. Salía a la calle para fijar el
pálpito: las primeras elecciones libres vigiladas por tricornio, los mítines del PCE en los que los
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asistentes utilizaban tomavistas de Super 8. “Era fantástico porque ya rompían la clandestinidad
y se sentían libres de poder filmarlo. Se hacían públicos en sus vidas privadas”. En sus fotos se
adivina el orgullo perdido de la conciencia de clase de algunos manifestantes con puño en alto
o caras colectivas de tensión en los convenios, la caída de los símbolos, los ayuntamientos en
precario, los perros en las calles de los pueblos fríos y húmedos a merced de miradas sombrías,
como regados para un cambio inminente. Son fotografías en las que jamás se omite una figura
humana y si no se encuentra algún alma por casualidad en sus encuadres, queda presente su
huella, un aura de la acción del hombre. Su obra decididamente reportera en aquellos años
es de un profundo humanismo, algo que después acentuará como parte de su ideario casi de
manera inconsciente con sus retratos a lo largo de toda su vida.
Huye siempre de la frialdad de los objetos, hasta la fotografía de la lámpara de La Coupole
de París es una reivindicación del humanismo como una luz que ilumina grandes tardes ganadas
al talento; sus ventanas, los floreros de los palacios, las balaustradas, las estatuas, son signos
que delatan gestos de los hombres. Ni la implacable señal de la naturaleza aparece en sus
fotografías por si sola si ésta no afecta a la especie. Más bien tiene que ver con un impulso
romántico que bebe de Caspar W. Friedrich, con lo cual ya está llena de intención humanista.
“Un rincón puede definir a una persona y si los hago es porque alguien, en algún momento lo
ha poblado y se los trato de ofrecer a la gente para que reflexione sobre ellos”.
No cultiva el arte a lo tonto, ni de forma afectada y en sus comienzos se alinea con las
preocupaciones de Walter Benjamín cuando este defiende la fotografía como instrumento
implacable de utilidad alejada del fingimiento pseudoartístico con guiños a Brassai. Con éste,
Socías coincide en su idea central para muchas cosas de la calle como gran escenario lo
mismo que con la inocencia concienzuda del pionero Atget. Es la búsqueda de una verdad
que quiere congelar a toda costa alejada de los artificios, del manierismo estéril. La hora
del cambio para el que había que estar alerta. Y ese cambio lo captaba Jordi siguiendo los
pasos de otros grandes fotógrafos dispares a los que admiraba aparte de los dos anteriores y
que van desde Cartier Bresson al oponente confeso del gran maestro francés, William Klein,
tan elogiado por Roland Barthes junto a otros de los referentes de Socías en esa joya que
es ‘La cámara lúcida’, uno de sus manuales de cabecera junto a ‘Sobre la fotografía’, de la
combativa Susan Sontag.
No permanecía en los trabajos más de dos años. De ‘Cambio 16’, donde fue testigo del
finiquito de una época desde la muerte de Franco a las primeras elecciones, pasó a ‘La calle’,
donde entró junto a un grupo de ‘Triunfo’ durante un año y medio hasta que pudo dar forma
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a uno de sus sueños: crear una agencia de referencia como es Cover. Socías probó, arriesgó
y se fue formando con la mirada atentísima. “En este país nadie enseña a mirar y para llegar
a ser un buen fotógrafo hay que leer, pero sobre todo, hay que saber mirar”, repite. Ya era
un fotógrafo formado y con intención. Ya sabía lo que le hacía falta a la fotografía española:
modernidad. “Cover es una agencia muy personal. Está inspirada sobre todo en Mágnum y la
formé con dos socios más, Aurora Fierro y Perico Moreno –del que hizo un retrato inquietante
que le fija como un personaje que se sale del molde- y con fotógrafos en paro que yo pensé
que podían aportar grandes cosas”.
En Cover, Jordi emprende un fotoperiodismo nuevo, alejado de las visiones rancias
imperantes en una profesión que necesitaba lejía imaginativa para borrar manchas. “Queríamos
una fotografía más estructurada, utilizar la cámara de otra manera, manejar el gran angular
como una paleta de colores, una forma de expresividad. Trabajar encima de la gente, como los
retratos de Klein en la 5º Avenida de Nueva York”, asegura.
Su mirada perdía la inocencia viva de los primeros años pero ganaba en intención.
“Siempre que hago mi trabajo intento no retratar la realidad sino una parte subjetiva que intento
interpretar y a la que doto de intención”, sostiene. Concebía aun más la fotografía como un
arma constructiva y selectiva. Y así se enfrentó a acontecimientos como el 23-F fiel a la política
que sigue interesándole para su trabajo hasta hoy como antes, con sus retratos que van desde
la entrada de Pasionaria en el Congreso a los de Zapatero en funciones de gobernante con
un viaje oficial a Argelia o sus fotos de Dominique de Villepin en su despacho de ministro de
Exteriores francés, en plena crisis de Irak. Pero de todo se cansaba Jordi rápido y en Cover –que
todavía existe- permaneció 4 años. No permaneció sordo a los sonidos de una sociedad en
ebullición, en cambio radical y constante que pedía a gritos otros vientos, aire fresco... Movida.
Así, con ese ansia se adscribe al proyecto insólito de ‘Madrid me mata’ y luego a ‘El
Europeo’, dos revistas impensables hoy por audaces y voraces, donde va a desarrollar al máximo
otra de las facetas que más le atraen, el coqueteo con las vanguardias, la puesta en práctica de
un surrealismo y un expresionismo, el sentido del absurdo a servicio de la provocación, el placer
loco de “hacer lo que te da la gana”, esa máxima que sigue cultivando hoy el niño rebelde
barcelonés que aun no ha perdido los rasgos de un acento catalán terco porque le sitúan en el
mundo y le arraigan.
De lo social y lo político pasa a desarrollar y a captar el mundo de la cultura de una forma
preferente y a crear tendencias. “Fue la época de la vida urbana desaforada, en las revistas
no regalábamos coleccionables, regalábamos copas en los bares”, cuenta como anécdota
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diferenciadora de dos tiempos. Si en ‘Madrid me mata’ dedicaban un número especial al miedo
y hacían reportajes con funerarias y sepultureros, en ‘El europeo’, elegían portadas de Umberto
Eco, Bertolucci, Paloma Picasso, Jasper Jones, Gades, Gorbachov o Victorio Gassman. En esos
años hizo cuajar la vanguardia con la gamberrada. No había límites ni ideas a las que rozara el
ridículo. De ahí provienen los retratos de ‘Don Pepito’, la gozosa carnalidad de Bridgitte. Su estilo
se va sofisticando, pero es curioso, incluso milagroso, jamás pierde el norte, nunca se estrella en
el vacío, en el sinsentido, en lo hueco. Es sin duda su etapa más cosmopolita, interesantísima.
Desde ahí crece su fascinación por retratar mujeres, algo que nunca le ha abandonado, el
interés por el cine o los cineastas, que hoy es el día que le demuestran confianza ciega para ser
retratados –sobre todo ellas- y lleva a cabo uno de sus sueños permanentes: estar cerca de los
músicos, seres a los que admira de manera especial. “A mí siempre me ha interesado la gente
con algún talento, es lo que más me atrae”. Tampoco abandona nunca el mundo de la literatura
ni del arte, con gloriosos retratos de su amigo Eduardo Arroyo, como un marqués de las moscas
en mitad de una calle del viejo Madrid o del siempre sorprendente Gordillo bañándose vestido
en una piscina. Con ellos lleva sus experimentos vanguardistas a los límites y su pasión por el
surrealismo a la consecuencia que le ha llevado a colgar a Magritte y a Freud en las paredes de
su casa enmarcado en un plástico o a colocar a André Bretón en la mesa del salón, algo que el
Dalí a quien retrato de manera magistral en su retiro de Port Lligat en medio de una tramontana
feroz, le habría echado en cara seriamente.
Para el cine dedica parte de su vida a fondo como fotógrafo contratado para rodajes y en la
revista ‘Cinemanía’, que parió él junto a Javier Angulo y Javier Rioyo, con quien ya había trabajado
en ‘El Europeo’. “La fotografía es inquietante con respecto al cine porque éste es principalmente
ficción en movimiento y lo otro es una realidad detenida en el tiempo para siempre”, cree. De ahí
es donde pasa a ‘El País Semanal’, el lugar que cierra su última etapa y en el que desarrolla un
trabajo que es síntesis de su recorrido riquísimo por la vida y la fotografía. Allí lleva ya 10 años,
“el lugar donde más tiempo he aguantado”, confiesa. “Tengo una libertad de decisión que en
pocos sitios había conseguido. Creo que sigo aun allí porque reúne todas las características que
más me gustan del oficio. Primero es una empresa que no cierra y luego, porque me llamaron
para desarrollar lo que yo sabía: hacer fotos y editarlas”, comenta.
En estos últimos años ha perseverado en lo que más le gusta. Ha seguido haciendo retratos,
sobre todo, rincones insólitos, ha permanecido abierto a la sorpresa disparando lo que él define
como “imágenes encontradas”, que son las fotos que más le emociona captar y para las que
encaja la descripción que hace Roland Barthes: “Todas esas sorpresas obedecen a un principio
de desafío (es por ello que me son ajenas): el fotógrafo, como un acróbata debe desafiar las leyes
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de lo probable e incluso de lo posible; en último término, debe desafiar las leyes de lo interesante:
la foto se hace sorprendente a partir del momento en que no se sabe porqué ha sido tomada”.
En los retratos ha creado todo un mundo. “Hay que captar belleza, atracción. No me
refiero a lo físico, el talento es una belleza y las cosas más sencillas son atractivas. Todo el
mundo tiene eso, lo único que varía es la cantidad”. Se los trabaja a fondo. Escucha siempre a
quien va a fotografiar antes de hacerlo. “Siempre intento sacar lo mejor de quien retrato, aunque
sea turbio lo que reflejo”. Nunca tiene prisa por acabarlos y sin embargo los resuelve de una
manera impecablemente rápida, discreta. “Me concentro en dirigir siempre su mirada. También
soy observador y creo que tengo intuición. Lo que si procuro es alimentarla y fomentarla”. La
cuestión es que lo que posee, le valga para un oficio que él siempre ha concebido como un
regalo y no como un castigo: “Lo que otra gente ve, yo lo vivo”. Aunque en su caso, él pertenece
a esa casta de auténticos magos que nos ayudan, sobre todo a sentirlo y a provocarnos una
profunda emoción cuando lo admiramos.
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JORDI SOCIAS EN DOS PALABRAS
Manuel Vicent
Jordi Socias es propietario exclusivo de dos vocablos: ante cualquier hecho que le interese,
bien sea un terremoto o un vino excelente, la próxima guerra mundial, una puesta de sol o
simplemente un cuerpo espléndido de mujer que pase por su lado, usará inevitablemente
las palabras: impresionante, acojonante. Por otra parte cualquier discusión, contrariedad
o diferencia con alguien la resolverá diciendo: oye, bonito, de esto nada. Acojonante,
impresionante, así es el mundo, así resuelve Jordi Socias con sólo dos vocablos la realidad
contradictoria de la existencia, pronunciadas unas veces con ironía y otras con admiración
y otras con un cabreo envasado.
Un día de su juventud, después de mil oficios y aventuras frustradas, Jordi Socias compró
una cámara fotográfica de segunda mano y aprendió por correo un oficio que en principio
consistía en apretar el botón y esperar que la realidad apareciera flotando al revelarse
dentro de la palangana. Eran aquellos días lejanos y polvorientos de la Barcelona de
posguerra. No vamos a hacer biografía de este genio a la hora de apretar el dedo. Sólo
decir que desde entonces hasta hoy Jordi Socias se ha machacado en el periodismo como
un fotógrafo todo terreno y ha recorrido todos los caminos: de reportero de calle hasta
editor, en medio de la sucia vida cotidiana o al frente de la agencia Cover, obedeciendo
a un redactor jefe o mandando en el cierre, siempre ha encontrado un punto de fuga
para escapar de la actualidad, saltarse la barda y perderse en el territorio del arte, que
en general ha encontrado en el rostro de los personajes que más le han interesado hasta
convertirlos en el paisaje ciudadano moderno. No lo ha hecho de un modo furtivo. Desde
el primer momento cualquiera de sus trabajos, aun el más cotidiano y alimenticio, tenía
siempre un toque de distinción. Ahora que él está arriba, pregúntate quien eres y qué
haces en este mundo si Jordi Socias no te ha fotografiado. Cualquiera que sea alguien en
el mundo del arte, del cine y de la literatura en España ha sido marcado por el hierro de
su cámara.
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Se supone que un fotógrafo, que se sienta artista, crea su propio mundo a través de
una mirada selectiva. Aprender a mirar es la primera lección de este oficio. He visto
trabajar muchas veces a Jordi Socias. Para empezar se trata de un fotógrafo que tarda
bastante en desenfundar el revólver. Se toma la cosa con calma. No se dispersa, ni se
pone nervioso, ni dispara contra todo los que se mueve. Primero se deja balancear por
la realidad, parece que cualquier suceso de alrededor no vaya con él, aunque su mirada
de halcón está siempre en estado de alerta avizorando una pieza que valga la pena de
abrir la bolsa y sacar la cámara. Cuando la encuentra, entonces se abate sobre ella,
pero tampoco la acribilla. Le basta con dos o tres disparos, salvo que se emocione y su
presencia le parezca acojonante, impresionante. Al final, si el resultado le parece feliz,
premiándose a si mismo, puede que te guiñe un ojo.
Como los grandes que fundaron la agencia Mágnum, Jordi Socias se ha alineado entre
aquellos fotógrafos que saben que la belleza es inseparable de la función. En este sentido,
cualquiera de sus trabajos siempre ha tenido un aire realista, irónico y cosmopolita, bajo
la férrea norma de la modernidad, que no otra cosa que una mezcla de naturalismo y
sofisticación, con un toque de fino humor que convierten cualquier imagen en un flujo
surreal, de la misma forma que aparecía el mundo en el principio dentro del agua de la
palangana cuando se revelaba fluctuando.
El nombre de Jordi Socias va unido al periodismo, al cine, a la política y al glamour. La
vida de aquella Barcelona mitológica del cine Roxi, la etapa de la rebeldía ideológica
vivida en la alcantarilla durante el franquismo, las primeras asonadas bajo los gases
lacrimógenos, las nuevas figuras de la Transición, la movida de Madrid, las nuevas tribus
urbanas, los acontecimientos internacionales que iban ensangrentando el candelario, los
viajes a países exóticos, todo ha sido molturado por la cámara de Jordi Socias y sobre ese
oleaje de la actualidad cambiante han quedado fijados los rostros de algunos personajes
cuyo retrato ha pasado a formar parte de los iconos de nuestro tiempo.
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Jordi Socias tiene la risa fácil, la cólera instantánea y la ironía catalana, dones que hace
valer en la sobremesa a la sombra de un vino que se deje beber sin perder la dignidad.
Allí te puede contar los pormenores de aquel retrato que le hizo a Graham Green en su
apartamento de Antibes o a Le Carré sentado en la pradera o a Leonardo Sciascia en
su pueblo de Sicilia o a Borges bajo la cúpula del hotel Palace. Si te dedicas al cine, al
arte, a la literatura, a la política, a la bohemia; si has sacado la cresta en algún oficio
interesante de este mundo, pregúntate quien eres si Socias no te ha echado la vista
encima. Ponte en lo peor si este tipo al verte o al oírte no ha pronunciado dos de sus
palabras: impresionante, acojonante. Sin darle importancia y como quien no quiere la
cosa, este artista de la cámara lo ha visto todo, lo ha fotografiado todo, pero su obra
tiene una huella digital, esa mezcla de realismo y sofisticación, que hace que cualquiera
desee ser una de sus criaturas.
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JORDI
SOCÍAS
fotografias
5 de junio / 12 de julio 2014
UN REGARD MODERNE, 2010. 82 x 122 cm.
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BERLÍN, 2002. 85 x 85 cm.
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WASHINTONG, 2012. 48 x 71 cm.
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SANTIAGO DE CUBA, 2001. 48 x 71 cm.
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MONTEVIDEO, 2014. 82 x 122 cm.
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CHARTIER, 2012
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CHARTIER, 2012. 48 x 71 cm.
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CALLAO, 1984. 48 x 71 cm.
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CASETA PARTICULAR, 1978. 48 x 71 cm.
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LA COUPOLE, 2002. 71 x 48 cm.
BERLIN, 107 x 107 cm. 2002
AVEC LE TEMPS, 1990. 71 x 48 cm.
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FREUD, 2011. 67 x 200 cm.
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LENNIN, MICKEY Y JESÚS, 2011. 82 x 122 cm.
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HOTEL RITZ, 1977. 71 x 48 cm.
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PICABIA, 2002. 71 x 48 cm.
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LA GRAN CLOACA, 2013. 82 x 122 cm.
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PATATAS, 2005. 82 x 122 cm.
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CHICAGO, 2013. 48 x 71 cm.
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CIRCUNSPECTO, 1998. 48 x 71 cm.
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EN EL NOMBRE DEL PADRE, 1977. 71 x 48 cm.
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CORNUALLES, 1997
TOKIO, 2013. 71 x 48 cm.
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NOCTURNO, 2011. 67 x 200 cm.
49
BLANCO Y NEGRO, 2009. 48 x 71 cm.
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GRAFFITY, 1977. 48 x 71 cm.
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COUP LE CHAPEAU, 2013. 67 x 200 cm.
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COLONIA, 2000. 71 x 48 cm.
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HOTEL DU NORD, 2008
CORNUALLES, 1977. 71 x 48 cm.
55
HOTEL DE NORD, 2008. 48 x 71 cm.
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MANZANILLO, 2001. 48 x 71 cm.
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BERNARDO BERTOLUC
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CCI, 1989. 82 x 122 cm.
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BARCELONA, 1976. 122 x 82 cm.
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LA MUERTE, 1975. 82 x 122 cm.
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GUARDIA CIVIL, 1982. 82 x 122 cm.
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GOLPE DE ESTADO, 1981. 82 x 122 cm.
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TIBIDABO, 1978. 82 x 122 cm.
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70
A LO CUBANO, 2001. 82 x 122 cm.
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AUTOFOCUS, 1982. 82 x 122 cm.
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CAFE DE JAREN, 2006. 82 x 122 cm.
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BRIGITTE, 1986. 122 x 82 cm.
AMSTERDAM, 2011
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EL ORIGEN DEL MUNDO SEGÚN COUBERT, 2002. 82 x 122 cm.
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LISBOA, 2004. 82 x 122 cm.
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GRAN VÍA, 2002. 82 x 122 cm.
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LONDRES, 1977. 82 x 122 cm.
82
BARCELONA, 1977. 82 x 122 cm.
83
MARVAO, 2003. 125 x 125 cm.
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EL PULPO, 1977. 122 x 82 cm.
MARVAO, 2003
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BARÓN THYSSEN, MAYORDOMO Y PERRO, 1977. 122 x 82 cm.
SAN ANTONIO, TEXAS, 1986. 122 x 82 cm.
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FOTOGRAFÍAS
5 de junio / 12 de julio de 2014
Calle Villanueva, 30. 28001. Madrid. 91 575 04 27
www.galeriafernandez-braso.com

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