café literario

Transcripción

café literario
año 12, no. 38. Otoño-Invierno 2010
Café Literario
en
Chihuahua
4 A través de la ventana
Raquel Hernández Cruz
Directorio
Amparo Espinosa Rugarcía
Directora
Graciela Enríquez Enríquez
Coordinadora editorial
Amaranta Medina Méndez
Araceli Morales Flores
María Suárez de Fenollosa
Ángeles Suárez del Solar
Colaboradoras
Blanca Delgado Ocampo
Secretaria
Retorno Tassier
Arte y Diseño
Impreso en Nea Diseño
Dr. Durán No. 4 Desp. 118, Doctores
Cuauhtémoc 06720 México, D.F.
DEMAC Para mujeres que se
atreven a contar su historia,
es el órgano de expresión y difusión de
Documentación y Estudios de Mujeres, A.C.
Publicación trimestral. Año 12, Núm. 38
Fecha de impresión: enero de 2011
con un tiraje de 2,000 ejemplares.
Certificados de licitud de título y contenido:
números 12493 y 10064 otorgados por la
Secretaría de Gobernación.
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José de Teresa No. 253, Tlacopac, San Ángel
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Correo electrónico: [email protected]
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Derechos reservados. Se prohíbe la
reproducción total o parcial por cualquier
sistema o método, incluyendo electrónico
o magnético, sin previa autorización
del editor.
6 Mi nacimiento
María de Jesús Ramírez Esquivel
8 Imploración
Saide Salazar Nevárez
9 Recordando a mi padre
Saide Salazar Nevárez
12 El mar
Felisa Terrazas Barraza
14 Carta a mi hija Karen
Claudia Mireya Valladares Leyva
16 Carta a mi hijo David Alberto
Claudia Mireya Valladares Leyva
17 A mis padres: reclamo y agradecimiento
Claudia Mireya Valladares Leyva
19 Irma Socorro
Irma Socorro Arciniega Portillo
20 Mantenme humilde, Señor
Marta Esperanza Carreón Rivero
23 La mentirilla piadosa
Juana Carrera Asúnsolo
26 Caída libre
Merced Ontiveros
Editorial
U
n café literario promovido por d emac en la Unidad de Bajo Riesgo del Cereso
de Chihuahua…
El 26 de septiembre de hace un par de años.
Son doce los textos presentados en este boletín. Sus autoras se encargaron de leerlos.
Todas ellas habían participaron con anterioridad en diferentes talleres autobiográficos.
Lupita Payán, representante de demac en Chihuahua, y María de la Luz Torres Chacón,
quien impartió un taller de escritura en esta Unidad durante dieciséis meses (de agosto de 2008 a
diciembre de 2009), fueron las coordinadoras.
Son Escritos desde el cautiverio y de personas invitadas. Para abrir boca, unas líneas del texto
de Merced Ontiveros:
Quiero decir, sin que me llamen mala
madre, que sueño con que mis hijas
crezcan y sean independientes para volver
a ser responsable sólo de mí misma; para
recuperar mi libertad que hoy termina donde
empiezan las necesidades de ellas […]
No quiero llevarme deseos a mi sepultura,
ni buenos, ni malos. Quiero que cuando en mi
tumba escriban “Descanse en paz”, sea porque
ya no tuve nada más interesante qué hacer…
Sé que disfrutarán la lectura de este
boletín…
Amparo Espinosa Rugarcía
Fundadora y Directora demac
Escritos desde
el cautiverio
A través de la ventana
Raquel Hernández Cruz
M
i ventana, digo así: mi ventana, pues está justo frente a mí. Ahí, frente a ella, permanezco
sentada gran parte de mi vida, pues es la ventana del taller en donde trabajo, con un horario
de 6:00 a.m. a 7:00 p.m. Por esto estamos tan unidas.
Es como el marco de una foto, y la foto es toda mi vida; es mi esperanza hacia la libertad.
Cuando miro al cielo, sé que es el mismo cielo que comparto con mis hijos. Cuando el aire
mueve mi pelo, sin duda sé que es el mismo aire que mis hijos respiran.
El sol que me da energía es el mismo que, sin piedad, quema las caritas de mis pequeños
cuando ellos andan jugando fut en la calle.
El trinar de los pájaros es el dulce arrullo que yo quisiera darles al terminar su largo día.
Por esa ventana llego a mi casa, lavo trastes y baños, y les doy un rico desayuno a mis
lindos hijos para que no se vayan a la escuela sin probar bocado.
Los peino, los fajo; limpio sus zapatos y plancho esos pantalones que con tanto garbo
portan mis amores al ir a la escuela.
Les doy la bendición para que Dios los proteja cuando salen y cuando regresan.
Por esa ventana alargo mi vida y, por ella, acorto mi esperanza, pues cuando se mete el sol
y cae la noche, ya no veo lo mismo. Es como si despertara de un sueño.
Entonces veo a mis hijos sin desayunar; sin algún botón en esas grises playeras que alguna
vez fueron blancas; un zurcido en el pantalón, y los zapatos raspados o, a veces, con un agujerito.
Dice Jesús: “Ni se nota, mamá, ni se nota”.
Ventana mía: no permitas que ese sol deje de entrar por tu marco. Deja salir mi pensamiento,
llévalo a la casa de mi niña que, por cierto, ya va a ser madre. Llévame allá y pon mis manos
sobre ese bendito y divino vientre. Deja que vaya y le diga: “Hija, ¿quieres agua?”, o que sobe su
espalda cuando, por sus achaques, ella esté vomitando.
Deja que mi mirada se meta hasta lo más profundo de su
ser, para saber si algún día me podrá perdonar por haberla dejado
sola cuando era una niña. Quizás hoy que ella está a punto de ser
madre me comprenda.
¡Qué triste darme cuenta de que en mi casa tenía grandes
ventanales, pero que por ellos yo no veía el sol ni la luna ni sentía
el aire! No tenía esperanza porque no tenía vida.
Hoy le doy gracias a Dios, porque por esta pequeña ventana
puedo ver las más grandes cosas, que la misericordia de Él nos
ofrece cada día.
Mi nacimiento
María de Jesús Ramírez Esquivel
¿C
ómo olvidar el día en que vine al mundo?
Mi mamá me contó que era la una de la tarde del día 7 de julio
de 1964.
Mis padres vivían en un ranchito muy apartado, allá por la sierra
de Durango. No contaban con los servicios básicos, como luz eléctrica.
Se aluzaban con algunos ocotes de pino. Tampoco había servicio médico,
ni transporte.
Sólo contaban con mucha agua, había arroyos y manantiales. Los
árboles lucían muy verdes en todo tiempo.
En casa de mis padres vivía mi abuela paterna, una tía y mis dos
primas: Magdalena y Eunice.
Mi mamá estaba sola en el momento en el que se le rompió la
fuente, pues mi abuelita se encontraba trabajando en la vinatería y mi
papá en el campo.
Mamá fue en busca de mis primas, gritaba y gritaba, hasta que
la escuchó mi prima Magdalena, que andaba por ahí en casa de mi tía
Toña, la hermana de mi abuelita. Al llamado, ella respondió. Mi mamá
le pidió que fuera a avisar a mi abuela lo que le había sucedido.
Sin pensarlo, mi prima salió corriendo con rumbo a la vinatería
que, por suerte, quedaba cerca, más o menos como a medio kilómetro
de distancia. Desde antes de llegar al lugar, mi prima le gritaba a mi
abuela que viniera pronto. Mi abuela, alerta al llamado, dejó su labor y
fue a auxiliar a mi madre, que ya esperaba a su bebé. Para llegar a casa,
tuvo que caminar por una vereda de subida; la vinatería estaba ubicada
en un lugar muy bajo, junto a un arroyo.
Mientras tanto, mi mamá sentía que yo ya quería nacer, pero ella
trataba de impedirlo, pues quería esperar a mi abuelita.
Los dolores de parto no habían llegado aún; sin embargo, yo
insistía: había llegado la hora de nacer. A mamá no le quedó otra opción.
Entró al cuarto, tomó una pequeña cobija y la puso en el suelo, junto a la
cama. Fue en ese momento cuando yo nací.
Mamá me contó que fue un mal parto, ya que yo venía de
pies y me atoré del cuello. Pasaron unos minutos y, por fin, llegó mi
abuela a ayudarla. Ella tenía experiencia en partos y no le fue nada
difícil este caso.
Mi abuela me salvó la vida; nací casi ahogada. Ella
pensó que yo estaba muerta, pero al tocar mi pulso se dio
cuenta de que yo estaba viva y se apresuró a darme respiración
de boca a boca. Lo hizo con mucho cuidado, a través de una
tela muy delgada. Ella contaba que, de repente, me saltó el
ombligo y empecé a respirar; luego solté el llanto. Mi abuela
cortó el cordón umbilical y me dejó para ir a atender a mi
mamá.
Mi abuela se sorprendió, pues al tocar la panza de mamá,
se dio cuenta de que venía otro bebé.
—¡Cómo es posible! —exclamó mamá muy sorprendida.
En ese momento apenas le habían empezado los dolores de
parto.
Mi abuela pronto se ocupó de mi aseo personal. En tanto
que me vestía, me acariciaba diciendo: “Qué fea, parece chango,
nomás la colita le falta; está flaca, prieta y muy chiquita. Yo creo
que no va a sobrevivir por muchos días”.
En el fondo, ella se sentía contenta, pero no dejaba de
criticarme: “Qué ojotes, qué bocota”.
Mamá continuaba con terribles dolores. Así pasaron entre
25 o 30 minutos, hasta que nació otra niña: mi hermana gemela,
que también era muy chiquita.
Mi abuela decía que ella nos había cubierto con telas y
pañales, envolviendo nuestros cuerpecitos desde los pies hasta
el cuello, como si fuéramos tamales. Además, con pedazos de la
misma tela nos amarró las manitas, según decía ella, para que no
fuéramos a rasguñarnos.
Mi hermana y yo llegamos a alegrar de nuevo a la familia.
A mi hermana le pusieron por nombre María Luisa, y a mí, María
de Jesús.
Pasaron días y noches sin que mamá pudiera
descansar y dormir. Ella me contó lo difícil que fue navegar
con nosotras dos, ya que cuando una lloraba, despertaba a la
otra. Entonces, ya se podrá imaginar la lloradera que, entre
las dos, armábamos.
IMPLORACIÓN
O
scuridad y soledad llenan mi celda.
Con dolor y miedo a gritar espero, día a día, mi libertad.
Al limpiar mis lágrimas, que nadie puede ver,
elevo mi oración desde lo más profundo de mi Ser.
Señor, por favor, permíteme regresar,
para mis hijos poder abrazar.
Con deseos traigo a mi memoria
a mis seres más queridos,
escuchando el palpitar de mi corazón sufrido.
Con fortaleza intento mis ansias calmar,
pues mi tristeza es difícil de controlar.
Día con día intento ser feliz,
aunque mi corazón se siente como un día gris.
El pensar en mi pasado sólo me hace recordar
lo mucho que tuve y no supe valorar.
Sé que mi fe y mi esperanza nunca han de cesar,
pues días y noches no dejo de rezar,
implorando a gritos mi LIBERTAD.
Saide Salazar Nevárez
Recordando a mi padre
Saide Salazar Nevárez
N
aciste en un hogar conformado por nueve hermanos; contigo diez. Fuiste el menor de los
hombres y el más consentido por tu madre.
Aunque poco conociste a tu padre, pues eras muy niño cuando él murió, hablabas de
él con mucho orgullo. Siempre les decías a tus hermanos mayores que en nada se parecían a
tu padre: ese hombre de gran temple y carácter para trabajar la salinera y cargar los pesados
bultos de sal.
Alardeabas de tu gran parecido con él. Eras fuerte como un roble, capaz de trabajar todo
el día sin descansar, además de llevar orgullosamente su nombre: Isaías.
Tu madre, doña Eulalia, se sentía muy orgullosa de ti, tal vez por tu gran parecido a su
difunto esposo. Eras alto, delgado, bien parecido, pero, sobre todo, muy trabajador y noble.
A la edad de 19 años conociste al “amor de tu vida”, a la mujer que nunca olvidarías hasta
el día de hoy. Esa mujer que un día se marchó abandonándote, sin darte una sola explicación.
Llegaste del trabajo a tu hogar. Esperabas encontrar a tu esposa e hija, de tan sólo dos años de
edad. Para tu sorpresa, ella se había ido para nunca más regresar.
Puedo imaginar la angustia que viviste en esos momentos de tu vida, en los que pensabas
que toda estaba bien. Tú no tomabas, no fumabas, eras un buen esposo y padre; un hombre muy
trabajador y dedicado a tu familia. ¿Qué podía haber pasado en ese tan trágico día?
En tu confusión y desespero, corriste a buscarlas a casa de familiares y amigos. No obtuviste
respuesta favorable a tus dudas. Era como si la tierra se las hubiera devorado.
Pasaste un día entero tratando de imaginar qué podía haber ocurrido para que ella se
hubiera marchado sin siquiera dejar una nota que te permitiera entender lo sucedido.
Con gran incertidumbre y lleno de dudas, decidiste regresar a tu pueblo natal, lugar
en donde vivían tu madre y hermanos. Tal vez pensabas que tu esposa, en uno de sus tantos
caprichos, había regresado al pueblo.
Al llegar a este lugar, las esperanzas de saber de tu esposa e hija casi se terminaron, ya que
nadie sabía nada de ellas.
Apenas habían pasado dos días de tu llegada, cuando apareció el tío Queño.
—Isaías, apúrate y ve por tu hija a la ciudad de Chihuahua. Tu mujer la ha regalado a unos
primos de ella y se largó a la frontera. Debes ir a reclamar a tu niña. Vete ya.
Al escuchar estas palabras, te quedaste atónito, pues no dabas crédito a tan devastador
suceso. Tu madre te abrazó consolándote y dándote su incondicional apoyo. Te pidió que te
calmaras y decidió acompañarte a recuperar a tu hija. Tú llorabas gritando: “¿Por qué, cómo es
posible que me haga esto?”
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No sabías si llorabas de dolor por haber perdido a tu
mujer, o de impotencia y coraje porque había regalado a tu hija
sin decírtelo.
Al llegar a la ciudad, acudieron al lugar donde,
supuestamente, se encontraba tu hija. Las personas que la tenían
se rehusaron a entregarla, pues decían que tenían todos los
derechos sobre la niña. Tu esposa les había dejado a la pequeña
diciéndoles que, como ellos no tenían bebés, cuidarían muy bien
de la nena.
Convencidos de que nadie la reclamaría, se atrevieron a
registrar a tu pequeña como hija de ellos. Al enterarte de esto, te
volviste loco de desesperación.
Tu madre, decidida a apoyarte en todo, se regresó al
pueblo para traer el dinero necesario para pagar un abogado que
les ayudara a resolver esta situación. No tuvieron éxito al primer
intento. Enseguida, el abogado sugirió que se presentaran con
una orden judicial y, de esta manera, fue como recuperaste a tu
pequeña, quien, al verte, se arrojó a tus brazos llena de alegría.
Te la entregaron casi desnuda. Tu madre la arropó con
tus camisas. Posteriormente, fue a comprarle todo lo necesario.
Regresaste a tu pueblo con tu madre y con tu hija, quien
fue recibida con mucho cariño y amor por parte de tu familia.
Así iniciaría tu trágica desilusión por la vida. Empezaste
a embriagarte, cosa que antes nunca hacías. Pensabas que
refugiándote en el alcohol mitigarías tus penas y el dolor
que sentías al recordar a la mala madre y esposa que te había
abandonado.
Pasaban los meses y los años y tú continuabas, cada vez,
en peor situación. Tomabas cada fin de semana, durando tres
o cuatro días en estado de embriaguez. Como consecuencia, te
quedaba una cruda que te mantenía enfermo.
Tu madre y tu hija veían cómo llegabas alcoholizado, te
sentabas recargando tu cabeza sobre la mesa, al mismo tiempo
que llorabas y decías: “Mijita, te quiero mucho, nunca quieras a
esa perra porque no se lo merece; te regaló como a un cachorrito,
no te quiso esa mala mujer”.
Tu hija se abrazaba a ti y lloraba junto contigo; aunque no
comprendía tu dolor, lo compartía.
Fueron largos años en los que tú, cada vez te consumías
más en el alcohol; te ibas a la ciudad y por largos días te dedicabas
a embriagarte. Vagabas por las calles, durmiendo en los parques o
entre las tapias de casas abandonadas, compartiendo tu pena con
personas que padecían tu misma enfermedad de alcoholismo.
En tus momentos de lucidez, fuiste un padre amoroso,
aunque nunca llegaste a ser un padre responsable, pues tu
alcoholismo no te lo permitía.
Siempre demostraste amor a tu pequeña, que estuvo al
cuidado de tu madre y de tu hermana menor. Tu hija creció; tu
madre murió.
Nunca tomaste la decisión de hacer tu vida al lado de
una buena mujer. Te negaste esa oportunidad, ya que nunca
pudiste olvidarla. Siempre preguntabas por ella, como creyendo
que algún día regresaría explicándote el porqué de su abandono.
Hablabas de ella con gran resentimiento, aunque en el fondo de
tu corazón la seguías amando. Esto era notorio, siempre le hacías
cariños a tu hija, diciendo: “Que chula mi niña, eres idéntica a
tu madre, nomás que ella es una mala mujer; nunca vayas a ser
como tu madre”.
Han pasado 31 años, y tú aún sigues en el alcohol. Tu
mente está ausente. ¡Te encuentras en el delirio total! Vas vagando
por las calles sin que nadie te pueda ayudar.
Ya han pasado tres años de mi detención. No sé si cuando
nos volvamos a encontrar, al fijar tu mirada en mí, tus ojos
recuerden a la niña por la que un día fuiste a luchar para llevarla
contigo.
Padre, espero que, al cumplir mi condena, Dios me dé la
oportunidad de abrazarte y decirte cuánto te amo y que vas a
estar bien conmigo y con tus nietos.
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El mar
Felisa Terrazas Barraza
D
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esde niña, por mi mente pasaba un hermoso
pensamiento: ¿cómo sería el mar?
Yo no conocía ese mar del que hablaban
mis tíos cuando viajaron a conocerlo. “¿Algún
día vería yo esa maravilla?”, me preguntaba, y
me parecía imposible que ese momento llegara.
Así, el tiempo pasó. Corría el año de
1975. Yo había cumplido mis 17 años cuando,
un buen día, llegó a visitarme mi gran amiga
Estela. Desde niñas éramos inseparables. Ahora,
ella vivía en Ciudad Juárez.
—Felisa, vengo a invitarte a Los Ángeles,
California —me dijo.
Abrí los ojos muy grandes y me quedé
atónita. ¡Un viaje de tal magnitud! No lo
podía creer.
—Oye, Estela, pero yo no tengo
pasaporte. ¿Cómo le hago?
El tiempo apremiaba y disponíamos de
unos pocos días, de tal manera que decidimos
irnos y correr el riesgo, aunque yo no tuviera el
pasaporte.
Al llegar al puente de l a a d u a n a
americana, me uní a un grupo de jóvenes y pasé
con ellos.
Mi amiga Estela y Anita, su hermana, me
esperaban del otro lado. Ese día descansamos,
ya que a la mañana siguiente viajaríamos.
Muy de madrugada, iniciamos esa
maravillosa aventura. Fue una travesía
llena de suspenso, ya que temíamos que
en alguna revisión de inmigración nos
hicieran el alto y me trajeran de regreso a
México.
Por fin llegamos a nuestra primera
parada: el Gran Cañón del Colorado.
Llegar a aquel lugar fue impresionante y
hermoso. Era difícil comprender la gran
variedad de colores que se reflejan en la tierra
del cañón. La inmensidad y grandeza que
ahí veía, sólo me hacía pensar en un Dios
omnipotente… Simplemente asombrosa la
belleza de este sitio.
Anita y su esposo, que era con quien
viajábamos, reían de buena gana, ya que
les causaba mucha gracia vernos a Estela y
a mí como dos niñas asustadas admirando
aquel hermoso paisaje. Ahí pasamos casi
todo el día, contemplando y disfrutando del
espectáculo que se presentaba ante nosotras;
nunca habíamos viajado más allá de nuestro
estado natal.
Luego continuamos nuestro viaje, que
me parecía como un sueño.
Al llegar a California, para mí todo era
increíble; me encontraba ante un mundo que
jamás había imaginado. Cuando observaba
el ir y venir de tanto automóvil, mi mente se
esforzaba por comprender cómo era posible
que ese mundo existiera.
Por fin llegamos a nuestro destino y,
ya estando instaladas, todo empezó a ser más
normal, para mi escasa manera de pensar.
Pasó algún tiempo y esto hizo que me fuera
integrando un poco más.
En aquel país conocí algunas amistades.
Entre ellas había un joven venezolano, quien un
día me invitó a salir con él. Un poco temerosa y
muy desconfiada, le pregunté que a dónde me
llevaría:
—Felisa, ¿qué te gustaría conocer?
No supe qué decir. Entonces llegó la
pregunta esperada.
—¿Conoces el mar?
—¡No! —contesté.
—Bueno, te llevaré a conocerlo.
En mi estómago se reflejó una gran
sensación de emoción. Conocería lo que tanto
había anhelado.
Viajamos por un espacio de dos horas.
Yo me sentía nerviosa y ansiosa. “¿Cómo sería?,
¿qué habría?”, me preguntaba.
Por fin llegamos al ansiado lugar: Long
Beach. “¡Dios mío! No puede ser. ¿Esto es el
mar? ¿Acaso abarcará toda la tierra?”, pensé.
Era inimaginable contemplar aquella
inmensidad; mis ojos y todos mis sentidos
estaban embargados por la emoción.
Por largo tiempo me quedé mirando
hacia la nada. No sé cuánto; mi embeleso era
demasiado. Aquel joven disfrutaba al verme
gozar de tanta belleza.
En algún momento, con mucha
delicadeza, se acercó a mí y, sin decir
palabra, puso su saco sobre mis hombros.
Luego, tocándome con demasiada ternura,
depositó en mis labios un tierno beso.
Disfrutamos de aquel atardecer, viendo
cómo el cielo se tornaba rojo al ocultarse el
sol detrás del mar. Mis ojos estaban llenos de
lágrimas ante la grandeza de Dios.
Yo no podía alcanzar a comprender
que todo esto lo estuvieran viendo mis ojos
y mi corazón. Para mí fue una experiencia
inolvidable; fue como tocar el cielo.
Al terminar de ocultarse el sol, nos
retiramos de aquel lugar. Yo no tenía palabras
para decir: “¡Gracias por este regalo!”
Esto fue trascendental para mi vida.
Después de haber vivido momentos de dolor y
de tristeza, el haber visto aquel inmenso mar me
hizo saber que los sueños son posibles cuando
se lucha por ellos.
He disfrutado tantas veces de ese
maravilloso mar —que tantas cosas y momentos
encantadores nos ofrece—que, cuando lo deseo,
sólo tengo que cerrar mis ojos y me transporto
a ese lugar, en el que veo volar hermosas
gaviotas y la plenitud de las aguas meciéndose
y regresándome esa paz y tranquilidad que
tengo en mi vida.
Hoy puedo imaginar que vuelvo a ese
mar que me llena de emoción, que me trae
dulces recuerdos vividos, así como maravillosos
momentos en compañías muy agradables.
Percibo un sabor divino, al permitírseme sentir
la fresca brisa e imaginar lo que hay en esas
profundidades. Saber que estoy viva y que
puedo seguir gozando, al contemplar una y
otra vez lo que yo desee.
Dios nos permite ese poder y nos ha
regalado la naturaleza para que, en ella, lo
veamos reflejado a Él.
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Carta a mi hija Ana Karen
Claudia Mireya Valladares Leyva
14
D
ebido a que no existe una escuela que te enseñe a ser madre, siempre experimentarás con tu
primer hijo. Tratas de hacer lo mejor, aunque a veces no lo es tanto. Sin embargo, de una cosa
puedes estar segura: siempre has sido todo mi amor.
Llegaste a mí como la flor en primavera. Con el deseo de que la semilla que se plantó fuera
la más hermosa. Y lo eres.
Los primeros meses pasaron sin muchos cambios en mi cuerpo, que es el que me avisa que
vives dentro de mí, te alimentas, creces y te mueves para comunicarte.
Conforme pasa el tiempo, tus avisos son más firmes. Vives y sientes mis alegrías, enojos y
cualquier sensación que experimento en mi diario vivir. A veces, no me dejas dormir; me cambias
de posición si algo no te agrada. Pateas mi vientre y lo haces como una cama elástica, tal parece
que jugaras algún deporte.
Por fin llega el momento esperado y, como un lucero, apareces en mi vida.
Ya no intercambiamos nuestros pensamientos; tenemos una comunicación directa. Tus
diferentes formas de llorar me decían qué necesitabas o cómo te sentías. Y así fue, hasta escuchar
tus primeras palabras.
No sabes cuánto disfruté tus gracias, tus cariños, tus temores; y yo, siempre a tu lado.
Si en algún momento llegué a herirte, deseo que sepas que mi corazón y mi cabeza no
están conectados.
Vivimos momentos difíciles, y juntas los superamos. Eres mi hija y quiero ser tu amiga.
Guarda y siempre ten presente esta idea: si ahora el destino nos separa, él se encargará de
unirnos.
Recuerda: estás y estarás en mi vida a cada momento, a cada instante.
Gracias por ser mi hija y gracias a Dios por haberme elegido como tu madre.
Tu mamá.
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Carta a mi hijo David Alberto
Claudia Mireya Valladares Leyva
F
16
uiste mi segunda experiencia como madre;
no por ello menos amado.
Juntos vivimos la etapa más difícil de mi
vida, en la que luchar por ti me daba la fuerza y
el aliento para salir adelante.
Tu compañía me hacía sentir viva y me
mostraba que era y soy importante, para ese
“alguien” que en mi vientre crecía.
Cuando llegaste, como toda madre lo
sabe, me parecías el ser más hermoso que a este
mundo llegaba. Testigos de ello, las personas
que me rodeaban; no sé si por adularme o por
hacerme sentir mejor, así lo manifestaban.
Al llegar no estabas solo. Contabas con
otro ser que por ti sacrificó su niñez al cuidarte
y alimentarte mientras yo luchaba por ustedes:
tu hermana, que con gran cariño y de acuerdo a
sus posibilidades crecía a tu lado.
Mi tiempo compartido contigo fue corto
y poco se me hizo, pero desde que sentí que
estabas dentro de mí, te entregué mi cariño y
mi amor sin condición.
Empezaste a crecer y se te dificultaba
expresarte; tu dicción aún no era de lo mejor.
Hasta ahora, juntos hemos superado esa
comunicación.
A raíz de nuestra separación, sufrí como
sólo una madre sabe y lo siente. Siempre con la
amenaza de no volver a verte si no aceptaba las
condiciones que me impusieran.
Sin embargo, Dios conmigo. Él me trajo
a la persona que te traería de nuevo a mí. Vivió
conmigo ese sufrimiento que no podía ocultar,
y al hablar contigo y saber que no eras feliz, me
ayudó a tenerte nuevamente a mi lado.
Sé que deseas tener todo y todo lo pides,
tal vez tratando de compensar lo que no te di.
Recuerda: debes aprender a luchar en la vida.
Si yo cambio, es para bien. Llévalo
presente en tu pensamiento: nunca dudes de mi
amor y mi cariño; eso jamás cambiará. Si no lo
crees, pregúntale a mi corazón.
Siempre, tu mamá.
A mis padres: reclamo y agradecimiento
Claudia Mireya Valladares Leyva
E
l temor de creer que a mí me sucedería lo mismo que a mi hermano mayor, hizo que yo
creciera más observada que amada.
Me di cuenta de ello cuando, al nacer mi hermano el menor, casi me responsabilizaron
de él. Sé que, estadísticamente, está comprobado que, entre los hermanos, al que le llaman el
“sándwich”, por naturaleza propia, es el más rebelde.
El trato que yo recibí fue de extremada dureza y maltrato. Esto me obligó a salir de casa en
la primera oportunidad y, con ello, a cometer error tras error.
Desafortunadamente, no conté con el consejo, la educación y la formación requerida, para
poder enfrentar la vida, y cada vez cometía un nuevo error.
Las puertas de mi casa se me cerraban y, cuando lograba entrar, buscaban el menor detalle
para que yo saliera.
Cuando fui privada de mi libertad, llegó el momento
en que se acercaron y lucharon por llevarme a la ciudad
donde nací.
Una vez seguros de mi estancia en este lugar, su visita se
condicionó a que les tuviera “algo” a cambio de su presencia.
Después de mi segundo matrimonio, me ayudaron a
recuperar a mi hijo. A la fecha se han hecho cargo de los dos:
de mi niño y mi niña.
Por fortuna, el cambio que se ha dado en ustedes y me
ha ayudado a que mi estancia sea menos ingrata en este
lugar.
Pese al resentimiento que les guardaba, ahora
los veo con otros ojos y los amo como lo que son: mis
padres.
Que Dios les bendiga hoy y siempre y los guarde
por muchos años, son los deseos de su hija.
Gracias por apoyarme cuando más los necesito.
Los amo.
Su hija.
17
18
El Café Literario
y sus invitadas
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Irma Socorro
Irma Socorro Arciniega Portillo
Irma: La que manda, la que tiene poder.
Socorro: La que ayuda y alienta.
M
is padres no buscaron en libros, o algo parecido, los nombres
de sus hijos. Ellos lo decidieron como era costumbre: por los
ascendientes; es decir, los abuelos o tíos que, de alguna manera, fueron
buenos para con ellos o los apoyaron. Y de esa manera les rendían
tributo.
La abuela de no sé quién se llamaba Socorro. Antes del bautizo,
mi tía María del Carmen, les dijo:
—No la amuelen, pónganle otro nombre.
Se les ocurrió Irma en ese momento, ¡gracias a Dios!
Socorro, la que trata de ayudar, habla, busca; escribe para
encontrar una solución y lo goza.
Irma, la estricta, la regañona, la gritona.
Socorro, la que cede a cualquier sonrisa, a la que engañan
fácilmente.
Irma, la que organiza su casa, su familia, los eventos, las
reuniones; dispone, controla, supervisa, y lo goza también.
Socorro, la que elogia, la que aplaude, la que abraza.
Irma, una persona libre y audaz. Socorro es prisionera de sus
pasiones.
Irma es seria, Socorro ríe siempre.
Esos son mis nombres y me marcaron.
Mantenme humilde, Señor
Marta Esperanza Carreón Rivero
Para ti que das tu valioso tiempo, te esfuerzas en leer mis experiencias, el
dinero que inviertes para conocer mi historia, te digo: son preciosos para
mí.
Con estos versículos del profeta Jeremías quiero agradecer a Dios
por permitirme asistir a este taller:
20
Jeremías 33:3 Clama a mí y yo te responderé, y te enseñaré cosas
grandes y ocultas que tú no conoces.
Jeremías 33:6 He aquí que Yo les traeré sanidad y medicina; y los
curaré y les revelaré abundancia de paz y verdad.
M
e atrevo a contar la historia de mi vida. En algunas páginas, lector, hallarás momentos para
reír, llorar, reflexionar, o quizá te motive a hacer lo mismo y pronto tenga yo también el
privilegio de saber cómo eres tú.
Te puedo decir que aun en los momentos más difíciles y escabrosos, la misericordia de
Dios ha estado presente cada día de mi existencia.
Mi primer nombre, Marta, el cual significa “la que reina en el hogar”, fue escogido por mi
madrina de bautizo, la señora Rosenda Reza viuda de Rivero. Mi segundo nombre, Esperanza, fue
escogido por mi mamá Hortensia. Ella me decía que cuando yo me sintiera desfallecer, recordara
que yo era su esperanza y eso me ayudaría a salir adelante.
Mi espacio para escribir es aquí, en la cama, en la sala en casa de mi hermana Chepina.
Hay veces en que me tengo que levantar en la madrugada para poder escribir, porque a ella le
molesta que prenda la luz y le dé en la cara, porque se despierta, y además está enferma. Otras
veces escribo cuando ya amaneció, o cuantas veces puedo y tengo tiempo libre lo aprovecho y me
pongo “manos a la obra”.
Nací el 8 de enero de 1935. A la fecha tengo setenta y cuatro años cumplidos.
Mi infancia la pasé bien, porque no sabía de los afanes de la vida; lo único que hacía era
jugar y jugar.
Mi mamá, cuando quedó viuda, puso un comercio enfrente de la estación del tren, por
las calles Treinta y Carlos Fuero. Por ese tiempo, en la calle Treinta, unos señores españoles que
vinieron a radicar a la ciudad construyeron una bodega muy grande, y ahí pusieron una fábrica
de muebles. En ese mismo local, años después, se instalaría la fábrica de refrescos Pepsi-Cola y
Elite del Valle, deliciosos los dos.
Todos los días veníamos a la casa de la
calle Veintiocho a ver y a visitar a mi abuelita y
a mi hermana Chepina, porque ella no se quiso
ir a vivir con nosotras.
Mi mamá acostumbraba, a la media
noche que despertábamos mi hermano
Jorge y yo, darnos de comer. Abría latas
de jamón endiablado, de salmón; otras
veces de sardinas, rebanadas de queso y
rajitas de chile acompañadas con pan
blanco o galletas saladas. También
comíamos galletas dulces en
forma de rosquitas en colores
rosa o amarillo, llamadas
Betunas; nos abría
refrescos de sabores, o
sea sodas; ésas eran de
la fábrica La Unión. A mi
corta edad, eso si se me
hacía vida.
Cuando mi mamá tuvo
que quitar el comercio, llorábamos
de hambre, porque ya no teníamos
esos banquetes de media noche,
aunque mi mamá y mi abuelita siguieron
despertando para contarse los sueños y
volverse a dormir. Una a la otra se decían:
“Estaba soñando esto…”, y la otra decía: “Y yo
esto…”
Un dicho que tenía mi abuelita Felícitas
era éste: “Me gusta lo bueno porque lo regular
me enfada”. Como mi mamá trabajaba, mi
abuelita era quien administraba el dinero. Los
días de pago la esperábamos ansiosos porque
nos llevaba al centro, a la avenida Juárez e
Independencia, a una salchichonería en la
que se vendía manteca. De una forma muy
política, mi abuela decía: “Me da un kilo de
esto y medio kilo de lo otro”, y así de varios
artículos que ahí se vendían. Luego
nos regresábamos felices con las
compras que habíamos hecho.
Como se usaban mucho las
estufas de leña para preparar los
alimentos, así como el carbón
para calentar las planchas
de fierro cuando se tenía
que planchar la ropa
de la familia, la leña
la traían cargada en
burros. Mi abuelita
preguntaba: “¿A
cómo la carga?”
Le decían el precio
y ella contestaba:
“Por favor, tírenmelas
todas”, pues vendía leña y
carbón. Cuando las vecinas
compraban y le daban las
gracias, ella contestaba: “Gracias
a usted”.
Mi abuelita salía a la calle muy
guapa, con sus blusitas de cuello alto
y mangas largas; luciendo unas veces un
camafeo; otras, unas cintas negras de terciopelo,
como gargantillas.
Con frecuencia se paraba con las manos
en la cintura, como jarrita, y siempre usaba
zapatos de tacón hechos con un material muy
suave, llamado glasé.
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Por lo cercano que estaba nuestra
casa de la Penitenciaría del estado, mi mamá
y yo solíamos visitar algunos domingos
a los presos, platicábamos con ellos y con
sus familiares y les compartíamos nuestros
alimentos: dulces, frutas, tortillas de harina.
Antes de que se acabara la hora de
visita, ellos recogían las bancas hechas de
madera y las cobijas que sacaban para
que estuviéramos cómodas el tiempo que
permanecíamos ahí. Les pasaban lista y
después podíamos ver cómo se paraban en
las rejas y con sus manos nos decían adiós.
A mí me llamaban la atención las ventanitas
que daban a los patios; yo preguntaba que
de dónde eran y me contestaban que de
las casitas que habitaban las personas que
vivían en ese lugar.
Ahí nos tocó presenciar bonitos
festivales artísticos, organizados por el señor
profesor Pedro Gómez Ornelas (de grata
memoria) para los presos y sus familiares,
con el fin de llevar un poco de diversión, así
como de solaz y sano esparcimiento.
Para mí es memorable uno de
aquellos festivales que presencié. En él cantó
una soprano llamada Ernestina Hevia del
Puerto y la canción decía: “Pues es que yo ya
no puedo sin su amor vivir”, y mi corazón
latía con un indescriptible sentimiento que,
a la fecha, no puedo explicar.
Al poco tiempo de esta presentación,
la soprano falleció siendo aún muy joven.
La mentirilla piadosa
Juana Carrera Asúnsolo
H
ace más de cincuenta años, nos trasladamos de Topia, Durango, a Ojinaga, Chihuahua. No
era tarea fácil, tomando en cuenta que no había suficientes vías de comunicación.
Al salir de Topia, abordábamos un jeep todo terreno para cruzar un tramo de la Sierra
Madre Occidental, por sinuosos e inhóspitos caminos de terrecería, además de hacer uso del
ferrocarril y de un autobús.
Hacer este viaje por vía aérea era imposible, pues sólo había avionetas de cuatro plazas a lo
más, y nuestra familia era numerosa y el servicio costoso. En el trayecto que nos llevó varios días,
observé hermosos parajes, bosques espesos. Aún conservo piñas que recogimos en el camino;
asimismo, recuerdo que había hongos, algunos de colores y formas caprichosas.
Llamaban mi atención los hatos de cabras que pastaban y jugueteaban entre los riscos,
con cencerros asidos a sus pescuezos. Se divisaban las pequeñas rancherías con humildes casitas
que también servían de fondas para saciar el voraz apetito de los choferes que acudían a los
aserraderos que estaban en los alrededores.
Algunas veces paramos en un lugar llamado Patos, un asentamiento de menonitas con
verdes pastizales y arroyos de aguas cristalinas.
Vienen a mi memoria algunos lugares, como Torances, Bascogil, Santiago Papasquiaro,
Tepehuanes, El Salto, El Cerro del mercado; todos del estado de Durango.
Cuando el autobús de los Flecha Roja llegaba a Parral, mi madre, contenta, nos decía: “Ya
llegamos a Chihuahua”, tal vez ansiosa por estar en su tierra que tanto añoraba, pero en la que
no podía vivir por cuestión del trabajo de mi padre —que siempre se dedicó a la minería—, y
solamente sentía cierta nostalgia.
El motivo de nuestro viaje era pasar vacaciones de verano en donde radicaban nuestros
abuelos maternos, y únicamente lo hacíamos acompañados de mi madre.
En Tepehuanes había una casa de huéspedes de una buena señora a quien llamábamos
Lupita, que tenía una hija a quien de cariño decíamos la Nena.
Llegábamos ahí a descansar para continuar nuestro viaje o esperar la salida del
ferrocarril.
La Nena era una adolescente muy amable. Era estudiante y tenía una mesita con sus libros y
su máquina de escribir. Con mucha paciencia me enseñó a escribir mi nombre y a hacer soldaditos
con la W mayúscula, la diagonal y otro signo.
En esta ocasión sí viajó mi padre con nosotros. Él era una persona algo intransigente, poco
tolerante; creo que abusaba de la prudencia y paciencia de mi madre.
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Nunca supe por qué razón mi padre estaba disgustado, pero en todo el trayecto del viaje
no bajábamos a comer en ninguna parte. Después de diez horas de camino, llegamos a la casa
de huéspedes. Él se acostó a dormir muy profundamente. Mis hermanos y mi mamá hicieron lo
mismo, pero sin dormir, pues el hambre no es amiga del sueño.
Le pedí permiso a mi mamá para jugar con unas niñas que estaban brincando la cuerda en
la banqueta; les pedí juego y de inmediato me aceptaron.
Muy entretenida me encontraba, cuando pasó la señora Lupita, que no estaba al momento
de nuestra llegada a su pensión.
—Juanita, ¿cómo estás? ¿A qué horas salieron de Topia? ¿A qué horas llegaron? ¿Cómo
están tus papás? ¿Tus hermanos? ¿Van a cenar?
Esta última pregunta era la que yo esperaba ansiosamente.
—Sí, doña Lupita.
—¿Qué van a ordenar?
Yo conocía el menú a la perfección, a pesar de tener cinco o seis años.
—Por favor, no toque en la habitación… están dormidos. Vamos a querer… papas con
carne, quesadillas, frijoles, pan blanco y de dulce, café y leche. Por favor.
—Acompáñame a la carnicería, debo comprar lo necesario.
Por unos momentos me convertí en la ayudante de la cocinera, que era doña Lupita misma.
¡Qué aromas emanaban de los sartenes! Creo que era yo una niña sociable y servicial.
Cuando la cena estuvo al punto, fue la señora y, discretamente, llamó a la habitación en
donde descansaban los comensales.
—Don Alberto, la cena está servida; pueden pasar al comedor.
Mis hermanos no salían de su asombro, y mi mamá… ya me conocía. Con su mirada supe
que se condolió de mí, porque esa situación traería consecuencias, y muy fuertes. Había pasado
por alto a mi papá.
La amable anfitriona que se esmeraba en atendernos, confirmó con su conversación “mi
traviesa mentirilla”, pues nadie había ordenado la cena, pero con eso de que el fin justifica los
medios, yo lo inventé.
Sale sobrando decir lo que pasó cuando ya estuvimos a solas en la habitación. Con el cinto
de mi papá se solucionó todo el malentendido que yo propicié con mi ocurrencia.
Sólo me consolaba que ya faltaba poco tiempo para llegar a Ojinaga, en donde nos esperaban
en la estación del tren mis abuelitos, de quienes guardo hermosos recuerdos: doña María y don
Alfonso Asúnsolo.
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Caída libre
Merced Ontiveros
E
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stas palabras sólo expresan lo que quiero hacer
con mis próximos años.
Quiero abandonar las precauciones y, ¿por
qué no?, hasta las buenas maneras…
Quiero ser egoísta, desaparecer sin avisar
a nadie; sólo para disfrutar de mi soledad. Que
me valga madre si mi conducta les preocupa a
unos o a otros; que la gente me llame ridícula;
que digan que después de la vejez, viruela; que
digan misa; que digan que pobre de mí, que
cómo he cambiado, que no saben qué estoy
fumando.
Quiero llevarle serenata con mariachi al
amor de mi vida y cantarle aquello de “Me cansé
de rogarle, me cansé de decirle que yo sin él, de
pena muero…”, antes de que la muerte me llegue
en serio. Terminaría la serenata con aquello otro:
“Ojalá que te vaya bonito…”, y “Entonces yo daré
la media vuelta y me iré con el sol cuando muera
la tarde…”, no sin antes gritar: “¡Viva José Alfredo
Jiménez, cabrones!
Quiero cantar y bailar como la Alejandra
Guzmán (antes de que los años me obliguen a usar
bastón).
Quiero ponerme una falda de cuero, unas
medias de rombos y unas botas hasta los muslos y
tomarme una foto con dedicatoria para mis nietos.
Quiero reírme descaradamente de mí y de
quien se deje; quiero confesar que nací cigarra y
no hormiga, y que si trabajo es por puro y triste
convencionalismo social y por aquello de que “si
no trabajas, no comes”, y la verdad, yo aguanto
todo, menos el hambre.
Quiero decir, sin que me llamen mala
madre, que sueño con que mis hijas crezcan
y sean independientes para volver a ser
responsable sólo de mí misma, para recuperar
mi libertad que hoy termina donde empiezan
las necesidades de ellas.
Siempre he soñado con trabajar en una
biblioteca, quizá con un sueldo de hambre, pero
feliz como abeja en un campo de flores (porque
me imagino que a las abejas les han de gustar las
flores tanto como a mí los libros). Con tiempo
para escribir, para leer, para tomar clases de
tango, de salsa y de lambada. Con tiempo para
vagar sin oficio ni beneficio, para enamorarme
de nuevo una y otra vez, y aprenderme el
Kamasutra de memoria.
Quiero encontrarme en una esquina con
la novia de mi ex y, sin decirle “agua va”, partirle
su madre, para que se le borre esa dulce sonrisa
de triunfo cuando menos por toda una semana.
Arrancarle un mechón de sus preciosos rizos
(hidratados Pantene) y colgarlo como trofeo
de guerra a la entrada de mi casa. No importa
que pase el fin de semana en la cárcel. Conozco
a muchos hombres que han estado en la
cárcel por riñas callejeras y, que yo sepa,
nadie se escandaliza por eso. Reclamo el
mismo derecho.
Reclamo también el derecho de ir a un
antro totalmente sola, como lo hacen algunos
hombres, pedir una cerveza y dedicarme a mirar
el ganado. Cuando haya escogido al que más
me guste, sacarlo a bailar en vez de estar como
idiota muriendo de ganas de bailar y sin poder
hacerlo, porque el tipo que me gusta resulta
ser un hombre tímido que necesita tomarse al
menos un litro de cerveza, antes de tomar valor
para invitarme.
Quiero aventarme del bungy, lanzarme
en paracaídas, tener una granja que se llame
El Refugio, aprender inglés, cambiar mi
alimentación, practicar pesas, aprender a
boxear, conocer la Sierra Tarahumara a pie,
hacer ejercicio hasta ver que tan buena te puedes
poner a los cuarenta y cinco.
No quiero llevarme deseos a mi
sepultura, ni buenos ni malos. Quiero que
cuando en mi tumba escriban: “Descanse
en paz”, sea porque ya no tuve nada más
interesante que hacer.
Me quedan las mejores cosas por hacer,
me quedan los mejores años por vivir, y no voy
a dejar que el miedo al dolor o a equivocarme le
resten vida a esos años.
Ya pasé cuarenta años viviendo de
determinada manera por mis padres, por mi
pareja, por mis hijas… hasta por el qué dirán.
Quiero vivir los que siguen por mí,
porque a veces siento que de tanto preocuparme
por conocer a los demás no me he conocido a
mí misma. No conozco mis posibilidades, no
sé hasta dónde soy capaz de llegar, porque
siempre me he cuidado de no sobrepasar mis
propios límites. Y hoy, a mis cuarenta años, me
pregunto: ¿Qué hay más allá de esta cerca que
yo misma construí hace tantos años?
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