Aurora Boreal

Transcripción

Aurora Boreal
Nora Roberts
Aurora
Boreal
Para mi maravilloso Logan, hijo de mi hijo.
La vida puede ser su caja del tesoro.
Llena con el destello de la risa,
la chispa de la aventura,
el centelleo del descubrimiento,
el relámpago de lo mágico.
Y entre el fluir de todas estas gemas,
el firme fluir del amor.
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NORA ROBERTS
AURORA BOREAL
ÍNDICE
OSCURIDAD .......................................................................... 4
Prólogo ................................................................................ 5
Capítulo 1 ........................................................................... 7
Capítulo 2 ......................................................................... 17
Capítulo 3 ......................................................................... 29
Capítulo 4 ......................................................................... 42
Capítulo 5 ......................................................................... 55
Capítulo 6 ......................................................................... 66
Capítulo 7 ......................................................................... 81
Capítulo 8 ......................................................................... 93
Capítulo 9 ....................................................................... 108
Capítulo 10 ..................................................................... 118
Capítulo 11 ..................................................................... 128
SOMBRA ............................................................................. 143
Capítulo 12 ..................................................................... 144
Capítulo 13 ..................................................................... 154
Capítulo 14 ..................................................................... 166
Capítulo 15 ..................................................................... 176
Capítulo 16 ..................................................................... 188
Capítulo 17 ..................................................................... 200
Capítulo 18 ..................................................................... 212
Capítulo 19 ..................................................................... 222
Capítulo 20 ..................................................................... 234
Capítulo 21 ..................................................................... 247
Capítulo 22 ..................................................................... 258
Capítulo 23 ..................................................................... 269
Capítulo 24 ..................................................................... 280
Capítulo 25 ..................................................................... 292
LUZ ...................................................................................... 303
Capítulo 26 ..................................................................... 304
Capítulo 27 ..................................................................... 316
Capítulo 28 ..................................................................... 327
Capítulo 29 ..................................................................... 340
Capítulo 30 ..................................................................... 352
Capítulo 31 ..................................................................... 364
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA .............................................. 377
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NORA ROBERTS
AURORA BOREAL
OSCURIDAD
Se acabó, buena señora; el día luminoso se ha ido.
Y ahora estamos en la oscuridad.
WILLIAM SHAKESPEARE
¡Oh sombras, sombras, sombras,
sombras, en medio del fulgor del mediodía,
irrebatible oscuridad, total eclipse
sin la menor esperanza del día!
JOHN MILTON
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NORA ROBERTS
AURORA BOREAL
Prólogo
Anotación en un diario
12 de febrero de 1988
Aterrizamos en Sun Glacier hacia el mediodía. El vuelo me ha quitado la
resaca a base de sacudidas y ha arrancado las asfixiantes raíces de realidad de ese
mundo de abajo. Un cielo claro como el cristal azul. El cielo que suele ponerse en
las postales para seducir a los turistas, con un resplandeciente halo alrededor del
frío y blanco sol. La señal de lo que significará el ascenso. La velocidad del viento
es de unos diez nudos. Abajo, una agradable temperatura de cinco bajo cero. El
glaciar es tan ancho como el culo de Kate, la prostituta, y tan helado como su
corazón.
Anoche, sin embargo, Kate nos ofreció una muy oportuna despedida. Incluso
nos obsequió con lo que podríamos llamar una tarifa de grupo.
No sé qué demonios hacemos aquí, si no es por aquello de que todo el
mundo tiene que estar en alguna parte haciendo algo. Una escalada en invierno al
Sin Nombre es una actividad como cualquier otra, tal vez mejor que la mayoría.
A un hombre le conviene de vez en cuando una semana de aventuras y dejar
a un lado el alcohol y las mujeres de vida alegre. ¿Cómo podrías valorar el alcohol
y las mujeres si no te apartaras una temporada de ello?
Y lo de tropezar con unos compañeros chiflados no solo cambió mi suerte en
la partida sino mi estado de ánimo en general. Pocas cosas me fastidian tanto
como trabajar por un salario como cualquier pringado, pero ya se sabe, la mujer
dispone...
Mi golpe de fortuna alegrará sin duda a mis chicas, por eso me tomo unos
días para estar con los colegas. Lo de ascender e ir contra los elementos, poner en
peligro la vida y las extremidades en compañía de otros tipos tan locos como yo
era algo que tenía que probar, aunque solo fuera para recordar que sigo vivo. Y
sobre todo no hacerlo por dinero, por obligación o porque una mujer te toca las
pelotas hasta la saciedad, sino porque te da la gana. Esto es lo que mantiene vivo
el espíritu.
Ahí abajo hay demasiada gente. Las carreteras llevan donde antes no
llegaban, la gente vive donde no había vivido jamás. Cuando yo llegué no eran
tantos, y los malditos federales aún no lo controlaban todo.
¿Un permiso para el ascenso? ¿Para escalar una montaña? Que les den
morcilla, y que les den también a esos reprimidos federales con sus normas y su
papeleo. Las montañas estaban ahí antes de que la burocracia ideara la forma de
forrarse con ellas. Y seguirán en su sitio mucho después de que a ella y a sus
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papeles se los lleve el infierno.
Y ahí estoy yo, en una tierra que no pertenece a nadie. Los lugares sagrados
no pueden tener dueño.
Si se pudiera vivir en la montaña, montaría allí mi tienda y no volvería a
bajar. Pero, sagrada o no, ella acabaría conmigo con más rapidez que una esposa
quisquillosa, y con menos compasión.
Así pues, pasaré una semana junto a unos hombres con ideas parecidas a las
mías y escalaremos esa cumbre sin nombre que se eleva por encima de la
población, del río y de los lagos, que bordea los límites que los federales fijan en
una tierra que se burla de sus lamentables intentos de domesticarla y protegerla.
Alaska no tiene más dueño que ella misma. Por muchas carreteras,
indicadores o normas que se le impongan. Es la última mujer libre, y Dios la ama
por ello. Al igual que yo.
Hemos establecido el campamento base; el sol ha desaparecido ya tras las
imponentes cúspides y nos ha sumergido en la oscuridad del invierno.
Acurrucados en la tienda, hemos cenado bien, hemos compartido un canuto y
hemos hecho planes para mañana.
Mañana iniciamos el ascenso.
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Capítulo 1
Camino de Lunacy
28 de diciembre de 2004
Amarrado en el interior de una lata de sardinas en perpetuo movimiento a la
que llaman avión, avanzando a trompicones entre los azotes del viento en la
apagada luz de invierno, salvando las brechas y fracturas de las montañas
cubiertas de nieve, camino de un lugar llamado Lunacy, Ignatious Burke tuvo una
revelación.
No estaba preparado para morir, como creía, ni mucho menos.
Empezó a entrarle pánico cuando se dio cuenta de que su destino colgaba
peligrosamente de un hilo que estaba en manos de un desconocido sepultado bajo
una parka amarilla, cuyo rostro quedaba prácticamente oculto por un sombrero de
cuero de ala ancha colocado sobre un gorro de lana de color morado.
En Anchorage, a Nate le pareció competente aquel desconocido que le dio
una sonora palmada en la mano antes de indicarle con el pulgar aquella lata de
sardinas con hélices.
Acto seguido le dijo:
—Llámame Jerk.
Ahí empezó el mal rollo.
¿Qué imbécil se metería en una lata voladora pilotada por un tipo cuyo
nombre significa sacudida?
De todas formas, en aquella época del año solo podía llegarse a Lunacy
volando. Eso le dijo la alcaldesa, Hopp, cuando le consultó acerca del viaje.
El avión se inclinó hacia la derecha y mientras su estómago hacía otro tanto
Nate se preguntó qué entendía por «seguro» la alcaldesa.
¡Él que creía que todo le importaba un comino! Vivir o morir, ¿qué
importancia tenía pensándolo bien? Subió a bordo del gran avión que cubría la
línea de Baltimore a Washington resignado a encaminarse hacia el final de su vida.
El loquero del departamento ya le había advertido que no tomara decisiones
importantes en plena depresión, pero él había solicitado el puesto de jefe de
policía de Lunacy solo porque el nombre le había parecido muy acertado. Lunacy:
locura.
Luego aceptó el cargo encogiéndose de hombros, como quien dice «Me
importa un bledo».
En aquellos momentos, en que todo le daba vueltas y se sentía mareado,
Nate se dio cuenta de que no le preocupaba tanto la muerte como la forma de
morir. No le apetecía acabar hecho pedazos en una montaña en aquella maldita
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oscuridad.
Al menos, si hubiera permanecido en Baltimore, si les hubiera seguido la
corriente al loquero y al capitán, habría podido caer en acto de servicio. Eso era
algo más aceptable. Pero no, tiró la placa, no se limitó a quemar los puentes sino
que los voló. Y ahora se pudriría en el último rincón de las montañas de Alaska.
—La situación empeorará a partir de ahora —dijo Jerk con un marcado
acento de Texas.
Nate se tragó la bilis.
—Será que hasta ahora ha sido coser y cantar...
Jerk soltó una risita y le guiñó el ojo.
—Eso no es nada. Tendría que ver lo que es luchar contra el viento.
—No, gracias. ¿Queda mucho?
—No.
El avión iba pegando sacudidas y bandazos. Nate se rindió y cerró los ojos.
Rezó para que a su muerte no se añadiera la humillación de que hubiera vómito en
sus botas.
Nunca más subiría a un avión. Si sobrevivía, se iría de Alaska en coche. O
andando. O arrastrándose. Pero jamás volvería a meterse en un avión.
El aparato dio un salto y un meneo que hicieron que Nate abriera los ojos
como platos. Entonces, a través del parabrisas vio la triunfal victoria del sol, una
maravillosa atenuación de la oscuridad que convertía el cielo en una extensión
nacarada y dejaba ver el mundo de abajo como una superficie ondulada en tonos
blancos y azules, con súbitas elevaciones, un sinfín de relucientes lagos helados y
lo que debían de ser kilómetros y kilómetros de bosques cubiertos de nieve.
Al este, el cielo casi desaparecía detrás de aquella masa a la que los lugareños
llamaban Denali, o simplemente la Montaña. Incluso su superficial investigación
bastó para informarle de que solo los forasteros se referían a ella con el nombre de
McKinley.
El único pensamiento coherente que le vino a la cabeza en medio de los
bandazos fue el de que algo tan enorme no podía ser real. Mientras el sol
proyectaba sus rayos en el cielo, las sombras empezaron a fundirse y a disiparse,
azul sobre blanco, y la cara helada de la montaña resplandeció.
Algo sucedió en el interior de Nate, porque por un momento se olvidó del
malestar de estómago, del constante zumbido del motor e incluso del frío que se
había apoderado del avión como una densa niebla.
—Menudo cabrón, ¿verdad?
—Pues sí. —Nate soltó una bocanada de aire—. Menudo cabrón.
Viraron hacia el oeste, aunque en ningún momento Nate perdió de vista la
montaña. Ahora veía que lo que había tomado por una carretera cubierta de hielo
era un serpenteante y helado río. En la orilla era visible la huella del hombre con
sus casas y edificios, sus coches y camiones.
Parecía el interior de una esfera de nieve sin agitar, con todos sus
componentes blancos, petrificados, a la espera de la mano que lo agita.
Se oyó un golpe debajo del suelo.
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—¿Qué ha sido eso?
—El tren de aterrizaje. Estamos en Lunacy.
El avión rugió mientras descendía.
Nate tuvo que agarrarse firmemente con manos y pies.
—¿Cómo? ¿Estamos aterrizando? ¿Dónde?
—Sobre el río. El hielo es completamente sólido en esta época del año. No
tema.
—Pero...
—Nos deslizamos sobre los esquís.
—¿Esquís? —De repente se acordó de que no soportaba los deportes de
invierno—. ¿No sería más lógico hacerlo sobre patines?
Jerk soltó una carcajada mientras el avión se posaba sobre el hielo.
—¡Valiente disparate! Un avión con patines. Menudo artilugio.
El avión se balanceó, derrapó, se deslizó y el estómago de Nate siguió cada
uno de estos movimientos. Por fin se arrastró airosamente hasta detenerse. Jerk
paró los motores; en el súbito silencio, Nate pudo oír los latidos de su corazón.
—Es imposible que le paguen lo que merece —consiguió decir al piloto—.
Realmente no hay oro en el mundo para pagarle.
—¡Al cuerno! —Jerk dio un manotazo en el brazo de Nate—. No es la paga lo
que cuenta, jefe. Bienvenido a Lunacy.
—Tiene toda la razón.
Decidió no besar el suelo. Aparte de que era un gesto un poco ridículo, podía
congelarse. Optó por mover sus entumecidas piernas en aquel frío atroz y pedir al
cielo que le sostuvieran hasta llegar a algún lugar caldeado, inmóvil y limpio.
El principal problema que se le planteaba era cruzar el hielo sin romperse
una pierna, o la cabeza.
—No se preocupe por el equipaje, jefe —le dijo Jerk—. Yo se lo llevo.
—Gracias.
Mientras intentaba mantener el equilibrio, vio una silueta de pie en la nieve.
Llevaba una parka marrón con capucha y ribetes de piel oscura. Fumaba y soltaba
unas breves e impacientes bocanadas. Guiándose por aquella figura, Nate
emprendió el camino por encima del hielo con la mayor dignidad posible.
—Ignatious Burke.
La voz que le llegó envuelta en una nube de vapor era áspera y femenina.
Nate resbaló, consiguió enderezarse y, con el corazón acelerado bajo las costillas,
consiguió llegar a la nevada orilla.
—Anastasia Hopp. —Le tendió una mano enfundada en un guante y le dio
un fuerte apretón de manos—: Parece que las ha pasado canutas. ¿Qué, Jerk, has
estado jugando con nuestro nuevo jefe de policía?
—No, señora Hopp, aunque el tiempo no ha acompañado...
—No suele hacerlo. Tiene usted buen aspecto, a pesar de todo. Tome, eche
un trago.
Sacó una petaca de plata que llevaba en el bolsillo y se la ofreció.
—Eh...
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—Vamos, hombre, aún no está de servicio. Un poco de coñac le sentará de
perlas.
Convencido de que era imposible que su estado empeorara, quitó el tapón de
la petaca y tomó un sorbo de licor, que le sentó como un puñetazo en el estómago.
—Gracias.
—Vamos al Lodge para que pueda instalarse y recuperarse un poco. —La
mujer pasó delante por un camino hollado—. Le mostraremos Lunacy más tarde,
cuando esté algo más despejado. Hay un buen trecho desde Baltimore...
—Pues sí.
Net creía estar viendo un decorado de película. El verde y el blanco de los
árboles, el río, la nieve, los edificios construidos con troncos partidos, el humo que
salía por las chimeneas y las cañerías. Lo veía todo como en un sueño borroso que
le recordaba que estaba agotado y mareado. No había podido pegar ojo en
ninguno de los vuelos y llevaba casi veinticuatro horas sin echarse ni un minuto.
—Un día precioso y claro —dijo ella—. Las montañas ponen su granito de
arena y atraen a los turistas.
Una postal perfecta, y también impresionante. Nate tenía la sensación de
haberse metido en una película... o en el sueño de otro.
—Me alegra ver que viene bien preparado. —Le miraba de arriba abajo
mientras hablaba—. La gente del sur suele aparecer con un abriguito y unas botas
recién salidas de la caja, y se quedan tiesos como un bacalao.
Todo lo que llevaba, desde la ropa interior térmica hasta prácticamente el
último detalle que guardaba en la maleta, lo había comprado en Eddie Bauer, a
través de internet, tras recibir un mensaje electrónico de la alcaldesa Hopp con una
lista de sugerencias.
—Fue usted muy clara en cuanto a lo que necesitaría.
Hopp asintió.
—Y también lo fui en cuanto a lo que necesitamos aquí. No me decepcione,
Ignatious.
—Llámeme Nate. No es esa mi intención, alcaldesa Hopp.
—Hopp a secas. Así me llama todo el mundo.
Llegaron a un largo porche de madera.
—Ahí tiene el Lodge. Hotel, bar, restaurante, casino. Tiene reservada una
habitación aquí; está incluida en su salario. Si decide vivir en otra parte es cosa
suya. El establecimiento pertenece a Charlene Hidel. Sirve buena comida y lo
mantiene todo muy aseado. Ella le atenderá. Además de intentar llevárselo al
huerto.
—¿Perdón?
—Es usted un hombre atractivo, y Charlene tiene cierta debilidad por ellos.
Es demasiado mayor para usted, aunque ella no querrá verlo así. Claro que quizá
a usted tampoco se lo parezca; ahí ya no me meto.
Dicho esto sonrió y Nate descubrió bajo la capucha un rostro rojizo como una
manzana y con una forma parecida. Tenía los ojos castaños, alegres, la boca ancha,
los labios finos, con las comisuras algo curvadas.
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—Tenemos un excedente de hombres, como ocurre en la mayor parte de
Alaska. Lo que no impide que la población femenina husmee por ahí. Usted es
carne fresca y muchas querrán catarla. En sus horas libres haga lo que le plazca,
Ignatious. Pero no se dedique a las mujeres en horas de trabajo.
—Tomaré nota de ello.
La carcajada de la mujer resonó como una sirena en la niebla: dos bocinazos.
Para darle más énfasis, le pegó una palmada en el brazo.
—Será mejor que lo haga.
Abrió la puerta de un tirón y le invitó a entrar en aquel caldeado y acogedor
lugar. Olía a fuego de leña y a café, a algún guiso con cebolla y a perfume de
mujer que decía «sígueme».
Entraron en una amplia sala dividida de modo informal en un comedor con
mesas de dos y de cuatro personas, cinco compartimientos y una barra con
taburetes alineados, cuyos rojos asientos estaban gastados por el uso.
A la derecha había otra estancia en la que se divisaba una mesa de billar, algo
que parecía un futbolín y las centelleantes luces de una máquina de discos.
Al lado se veía lo que parecía un vestíbulo, en el que Nate pudo entrever una
parte del mostrador, unas taquillas con llaves y sobres o papeles con notas.
Los troncos ardían alegremente en la chimenea y las ventanas estaban
colocadas de tal forma que enmarcaban la espectacular panorámica de la montaña.
Circulaba por allí una camarera en los últimos meses de embarazo, con el
pelo recogido en una larga, negra y brillante trenza. El rostro de la muchacha le
pareció tan deslumbrante, de una belleza tan serena, que le hizo parpadear. Con
aquellos ojos suaves y oscuros y su piel dorada le pareció la versión nativa de una
virgen.
Estaba sirviendo café a dos hombres sentados en uno de los
compartimientos. Un niño de unos cuatro años coloreaba un libro en una mesa.
Un hombre con chaqueta de cheviot leía un ejemplar manoseado de Ulises
fumando en la barra.
En una mesa del extremo, un hombre con una poblada barba oscura, que le
llegaba hasta la mitad de la descolorida camisa de franela a cuadros que llevaba,
parecía mantener una airada discusión consigo mismo.
Las cabezas se volvieron hacia ellos; saludaron a Hopp cuando se quitó la
capucha y dejó al descubierto una abundante cabellera plateada. Las miradas que
dirigieron a Nate iban desde la curiosidad y la intriga hasta una clara hostilidad
por parte del barbudo.
—Es Ignatious Burke, nuestro nuevo jefe de policía —anunció Hopp
mientras se desabrochaba la cremallera de la parka—. Aquí están Dex Trilby y
Hans Finkle, en el compartimiento, y Bing Karovski, allá, con cara de pocos
amigos. Rose Itu es quien sirve las mesas. ¿Cómo está el pequeño, Rose?
—No para. Bienvenido, señor Burke.
—Gracias.
—Él es el profesor —dijo Hopp dando unas palmaditas en el hombro del de
la chaqueta de cheviot mientras se acercaba a la barra—. ¿Algo nuevo en el libro
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desde la última vez que lo leyó?
—Siempre se encuentra algo. —Bajó un poco las gafas con montura metálica
para ver mejor a Nate—. Un largo viaje.
—Muy largo —asintió Nate.
—Y aún no ha terminado.
El profesor colocó de nuevo las gafas en su sitio y siguió con su libro.
—Y ese diablillo tan guapo es Jesse, el hijo de Rose.
El muchacho, que mantenía la cabeza gacha sobre el libro que coloreaba,
levantó la vista y sus ojos grandes y oscuros inspeccionaron al recién llegado a
través del espeso y moreno flequillo. Luego tiró de la parka de Hopp para que se
acercara y pudiera decirle algo al oído.
—Tranquilo. Le proporcionaremos uno.
Se abrió la puerta de detrás de la barra y apareció un armario negro con un
enorme delantal blanco.
—Mike, el grandullón —dijo Hopp—. El cocinero. Estuvo en la marina hasta
que una chica de aquí le echó el ojo encima, en Kodiak.
—Me atrapó como a una trucha —dijo Mike con una risita—. Bienvenido a
Lunacy.
—Gracias.
—Tendremos que ofrecerle algo bueno y caliente a nuestro nuevo jefe de
policía.
—La sopa de pescado hoy está muy buena —dijo Mike—. Creo que sería lo
más apropiado. A menos que prefiera la carne, jefe.
A Nate le costó un poco verse de «jefe» justamente en aquellos momentos en
que notaba que todos los ojos estaban fijos en él.
—La sopa me parece bien. Creo que ya está decidido.
—Enseguida se la servimos. —Volvió a la cocina y Nate oyó su voz de
barítono que cantaba «Baby, It's Cold Outside».
«Un escenario, una postal —pensó—. O una película. Desde luego has dado
en el clavo.» Se sentía como un polvoriento y abandonado objeto del atrezo.
Hopp levantó el dedo para indicarle a Nate que la esperara mientras se
dirigía al vestíbulo. Él vio que iba al otro lado del mostrador y cogía una llave de
una de las taquillas.
En aquel preciso instante se abrió la puerta del fondo del mostrador y
apareció una rubia despampanante.
En efecto, encima era rubia, o sea que cumplía todos los requisitos de la
mujer explosiva, pensó Nate. Además, su ondulada cabellera caía hasta rozar los
impresionantes pechos que se entreveían por el pronunciado escote del suéter azul
que llevaba ceñido al cuerpo. Nate tardó un poco en fijarse en el rostro, porque el
citado suéter desaparecía bajo unos vaqueros tan ajustados que parecía que
podían dañar algún órgano interno.
Aunque Nate no se quejaba.
En el rostro destacaban unos brillantes ojos azules que transmitían inocencia,
en claro contraste con los carnosos labios rojos. Se había pasado un poco con el
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maquillaje; parecía una muñeca Barbie.
La Barbie vampiresa.
A pesar de la compresión a la que la sometía la ropa, consiguió contonearse
mientras daba la vuelta al mostrador con sus zapatos de tacón de aguja y se dirigía
hasta el comedor. Una vez allí se apoyó lánguidamente en la barra.
—Qué hay, guapo.
Lo dijo con un ronroneo gutural —que requería horas de ensayo— capaz de
convertir al hombre más duro en un corderito.
—Charlene, compórtate. —Hopp agitó la llave—. Este hombre está cansado y
medio mareado. No tiene fuerzas para ocuparse de ti ahora mismo. Señor Burke,
ella es Charlene Hidel. Esta es su casa. El presupuesto municipal se hace cargo de
su habitación y de la comida, de modo que no se sienta obligado a ofrecer nada a
cambio.
—¡Qué mala eres, Hopp! —Charlene lo dijo sonriendo como un gatito al que
acarician—. Puedo acompañarle a la habitación, señor Burke, para que se instale, y
luego subirle algo caliente.
—Yo le acompaño. —Con decisión, Hopp cerró la mano alrededor de la
llave—. Jerk traerá su equipaje. Rose podría subirle la sopa que le está preparando
Mike. Vamos, Ignatious. Ya tendrá tiempo de hacer vida social cuando se
recupere.
A Nate no le pareció oportuno intervenir. Siguió a Hopp hacia la entrada y
subió con ella la escalera, obediente como un cachorro que va detrás de su amo.
Oyó que alguien murmuraba «cheechako» en el tono que utilizaría alguien que
escupiera un bocado de carne pasada. Supuso que era un insulto pero no le dio
importancia.
—Charlene no tiene mala intención —decía Hopp—, pero le gusta provocar a
los hombres siempre que tiene oportunidad.
—No se preocupe por mí, mamaíta.
Soltó de nuevo su risa de sirena de barco mientras metía la llave en la
cerradura de la habitación 203.
—Hace quince años, un hombre la dejó con una hija a la que ha tenido que
criar sola. Ha hecho un buen trabajo con Meg, aunque la mitad del tiempo se
pelean como dos gatas. Desde entonces han pasado por aquí muchos hombres y
cada vez los escoge más jóvenes. Antes le he dicho que era mayor para usted. —
Hopp volvió la vista para mirarlo—. En realidad, tal como iba vestida, me parece
que es usted quien es muy mayor para ella. ¿Treinta y dos, verdad?
—Esos tenía cuando salí de Baltimore. ¿Cuántos han pasado desde entonces?
Hopp abrió la puerta meneando la cabeza.
—Charlene le lleva más de doce. Su hija ya casi tiene la misma edad que
usted. Mejor será que no lo olvide.
—Y yo que pensaba que a las mujeres les gustaba que una de ellas se ligara a
un hombre joven.
—Lo que demuestra lo poco que nos conoce. Lo que nos molesta es no
habérnoslo camelado antes. Ya ve.
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Nate entró en una habitación con revestimiento de madera en la que había
una cama de hierro y un tocador con espejo a un lado y una pequeña mesa
redonda, dos sillas y un pequeño escritorio al otro.
Estaba limpia y era sobria, pero resultaba tan acogedora como un saco de
patatas.
—Ahí atrás tiene una pequeña cocina. —Hopp se acercó a una cortina azul, la
corrió y dejó al descubierto una minúscula nevera, una encimera con dos fuegos y
un fregadero como un puño—. A menos que la cocina sea su gran pasión, yo de
usted comería abajo. Cocinan bien. No es el Ritz, aunque Charlene tiene
habitaciones más coquetas, pero debemos ceñirnos al presupuesto. —Se fue hacia
el otro extremo y abrió una puerta—: El baño.
—Vaya, vaya. —Nate asomó la cabeza.
El lavabo era más grande que el fregadero de la cocina, aunque no mucho, y
no había bañera, pero a él la ducha le bastaba.
—Aquí tiene el equipaje, jefe. —Jerk dejó sobre la cama dos maletas y una
bolsa de piel, que llevaba como si estuvieran vacías, aunque el colchón se hundió
bajo su peso—. Si me necesita, estoy abajo comiendo algo. Esta noche plancho la
oreja aquí y por la mañana me largo a Talkeetna.
A modo de saludo se tocó la frente con un dedo y salió con paso sonoro.
—¡Espere! ¡Un momento! —Nate hurgaba en su bolsillo.
—De las propinas me ocupo yo —dijo Hopp—. Hasta que no empiece a
fichar considérese un invitado del ayuntamiento de Lunacy.
—Será un honor.
—Espero que se lo gane.
—¡Servicio de habitaciones! —dijo Charlene con voz cantarina entrando con
una bandeja. Se acercó a la mesa balanceando las caderas como un metrónomo—.
Le traigo una deliciosa sopa de pescado y un buen sándwich. El café está caliente.
—Huele muy bien. Se lo agradezco, señora Hidel.
—¡Alto ahí! Llámeme Charlene. —Su caída de ojos confirmó a Nate que
efectivamente había estado practicando—. Esto es una gran familia feliz.
—De ser así, no habríamos necesitado un jefe de policía.
—Vamos, no lo asustes, Hopp. ¿Le parece bien la habitación, Ignatious?
—Nate. Sí, muy bien, gracias.
—Échese algo entre pecho y espalda y descanse un poco —le aconsejó
Hopp—. En cuanto haya recuperado las energías, llámeme. Le haré de anfitriona.
Su primera tarea consistirá en asistir al pleno que se celebra mañana por la tarde
en el ayuntamiento, donde le presentaré a los que se dignen aparecer por allí.
Antes pasaremos por la comisaría para que conozca a sus dos ayudantes y a
Peach. Y le entregaremos la estrella.
—¿Estrella?
—Jesse insistió en que se la entregáramos. Vamos, Charlene, dejémoslo solo.
—Llame abajo si necesita cualquier cosa —dijo Charlene con una sonrisa
alentadora—. Cualquier cosa.
Detrás de Charlene, Hopp puso los ojos en blanco, la agarró del brazo y la
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sacó fuera. Se oyó el taconeo en el parquet, un chillido femenino y el portazo.
Nate aún distinguió el murmullo de Charlene, ofendida.
—¿Qué pasa, Hopp? Solo quería ser amable.
—Existe la amabilidad de la hostelera y la amabilidad de la madama. Un día
de estos tendré que explicarte la diferencia entre ambas.
Nate esperó a que se hubieran alejado para acercarse a la puerta y cerrar el
pestillo. Luego se quitó la parka, la dejó en el suelo, e hizo lo mismo con el gorro.
Tiró también la bufanda y el montón se completó con el chaleco impermeable.
Vestido solo con pantalón, camisa, ropa interior y botas, se acercó a la mesa,
cogió el plato de sopa y la cuchara y se acercó a la ventana.
Eran las tres y media de la tarde según el reloj de la mesita y estaba oscuro
como si fuera medianoche. Mientras tomaba la sopa miró el resplandor de las
farolas y las formas de los edificios. La decoración navideña brillaba con sus luces
de colores, los Papá Noel y las figuras de los renos.
Pero, sin gente, sin vida, sin movimiento.
Comía maquinalmente, estaba demasiado cansado y tenía demasiada
hambre para fijarse en el sabor.
Pensaba que al otro lado de la ventana no había más que el decorado de una
película. Aquellos edificios podían ser simplemente fachadas, y la gente que había
visto abajo, personajes de ficción.
Tal vez aquello fuera una alucinación, fruto de la depresión, del dolor, del
enojo, de cualquier horrible mezcla que le hubiera llevado en un remolino hacia el
vacío.
Despertaría en su casa, en Baltimore, e intentaría armarse de valor para
seguir la rutina de un nuevo día.
Cogió el sándwich y se lo comió también de pie junto a la ventana, mientras
observaba aquel vacío mundo en blanco y negro con sus curiosas luces festivas.
Tal vez él mismo estuviera ahí fuera, en aquel mundo vacío. Quizá se había
convertido en un personaje de aquella extraña ficción. Luego se desvanecería en la
oscuridad, como el último rollo de una vieja película, y todo habría terminado.
Mientras estaba allí de pie, pensando que quizá todo había acabado y que tal
vez era lo que deseaba, una silueta entró en el cuadro. Iba de rojo, un rojo intenso,
llamativo. Parecía fuera de lugar en aquella escena incolora, pero introducía
movimiento en ella.
Unos movimientos claros y enérgicos. Una vida con una misión específica,
un movimiento con un objetivo. Pasos rápidos, briosos, que dejaban una sombra
de huellas en la nieve.
«He estado aquí. Estoy vivo y he estado aquí.»
Era incapaz de precisar si se trataba de un hombre, de una mujer o de un
niño, pero había algo en la pincelada de color, en la seguridad del porte que le
llamó la atención y despertó su interés.
Como si notara que la observaban, la silueta se detuvo y miró hacia arriba.
Nate tuvo de nuevo una sensación de blanco y negro. Rostro blanco, pelo
negro. Pero incluso aquello quedaba borroso por la oscuridad y la distancia.
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AURORA BOREAL
Un momento de inmovilidad, de silencio. Luego la silueta empezó a andar
otra vez a grandes pasos, hacia el Lodge, y desapareció de su vista.
Nate corrió las cortinas y se retiró de la ventana.
Tras un momento de indecisión, cogió el equipaje de encima de la cama y
dejó los bultos sin abrir en el suelo. Se desnudó, sin ni siquiera notar el frío de la
habitación, y se metió bajo la montaña de mantas como un oso que penetra en su
cueva.
Permaneció tumbado; un hombre de treinta y dos años con una espesa y
desordenada mata de pelo castaño alrededor de un rostro alargado y fino al que el
agotamiento y la desesperación habían quitado la expresión y convertido el azul
de los ojos en un gris ahumado. Por debajo de la incipiente barba de un día, la piel
había adoptado la palidez de la fatiga. Por más que la comida le hubiera aliviado
el malestar del estómago, su organismo seguía aletargado, como el de alguien que
no consigue quitarse de encima una extenuante gripe.
Se le ocurrió que ojalá Barbie, Charlene, hubiera subido una botella en vez de
café. No era un gran bebedor, probablemente eso le había librado de caer también
en el alcoholismo. De todas formas, un buen lingotazo le habría ayudado a
desconectar y a conciliar el sueño.
Se oía el rumor del viento. Hasta ese momento no se había fijado, pero se
podía oír su gemido en la ventana. También escuchaba el crujido del edificio y su
propia respiración.
Un trío de sonidos solitarios.
«Desconecta —se dijo—. Desconecta totalmente.»
Pensó en dormir un par de horas, quitarse la mugre del viaje con una buena
ducha y llenar el depósito con café.
Entonces decidiría qué demonios haría.
Apagó la luz y la habitación se hundió en la oscuridad. Al cabo de unos
segundos él también lo hizo.
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AURORA BOREAL
Capítulo 2
La oscuridad lo envolvió, lo aspiró como el fango cuando se despertó. Su
aliento era como un silbido vacilante en el aire. Tenía la piel sudada e intentaba
librarse de las mantas.
El olor del aire le resultaba extraño: cedro, posos de café y un cierto toque a
limón. Recordó que no estaba en su piso de Baltimore.
Se había vuelto loco, estaba en Alaska.
La esfera luminosa del reloj de la mesita marcaba las cinco y cuarenta y ocho.
De modo que había dormido un rato antes de que el sueño le llevara de
nuevo a la realidad.
En el sueño también estaba a oscuras. Negra noche, pálida y sucia lluvia.
Olor a pólvora y a sangre.
«Maldita sea, Nate, maldita sea. Me han dado.»
La fría lluvia caía por su rostro, la sangre caliente se colaba entre sus dedos.
Sangre suya, sangre de Jack.
No había sido capaz de detener la sangre, de la misma forma que no había
podido parar la lluvia. Ambas cosas estaban fuera de su alcance, y en aquel
callejón de Baltimore se estaban llevando lo que quedaba de él.
«Tenía que haberme tocado a mí —pensó—. Y no a Jack. Él debería haber
estado en casa con su esposa, con sus hijos, mientras yo moría en aquel sucio
callejón bajo la asquerosa lluvia.»
Pero él se libró con solo una bala en la pierna y otra que entró y salió en un
instante por su costado, justo por encima de la cintura, el tiempo suficiente para
echarle al suelo, para que aflojara el paso, y así Jack cayera antes.
Unos segundos, unos pequeños errores, y había muerto una buena persona.
Él tendría que vivir con ello. Se planteó poner fin a su vida, pero lo consideró
una solución egoísta con la que no honraba a su amigo, a su compañero. Vivir con
ello resultaba más duro que morir.
Aquella vida era un castigo mayor.
Se levantó y fue al baño. Se compadeció de sí mismo cuando descubrió cómo
agradecía aquel mísero chorro de agua caliente que salía de la ducha. Tardaría
mucho en librarse de todas aquellas capas de sudor y porquería, pero no le
importaba. El tiempo no era un problema.
Se vestiría, bajaría a tomar un café. Tal vez llamaría a Hopp e iría a echar un
vistazo a la comisaría. Quizá podría mostrarse algo más coherente y borrar aquella
primera impresión de tarado medio dormido.
Después de la ducha y de un buen afeitado se sintió mejor. Buscó ropa limpia
y empezó a ponerse capas encima.
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AURORA BOREAL
Con las prendas de abrigo en el brazo, se miró al espejo. «Ignatious Burke,
jefe de policía, Lunacy, Alaska —se dijo moviendo la cabeza, con media sonrisa—.
Bien, jefe, empecemos.»
Se fue abajo y le sorprendió la relativa tranquilidad del local. Por lo que
había leído, la gente se reunía en lugares como el Lodge. Las noches de invierno
eran largas, oscuras y solitarias, por ello había imaginado que oiría ruido en el bar,
quizá el chasquido de las bolas de billar, una antigua melodía del Oeste en la
máquina de discos. Pero cuando entró en el bar se encontró con la bella Rose
sirviendo café, igual que hacía unas horas. Tal vez a los mismos hombres, aunque
Nate no podía asegurarlo. Su hijo seguía sentado a una mesa coloreando
aplicadamente.
Nate consultó el reloj, que había adaptado a la hora local. Las siete y diez.
Rose se volvió para sonreírle.
—Señor Burke...
—Una noche tranquila.
El rostro se iluminó con otra sonrisa.
—Una mañana.
—¿Cómo dice?
—Son las siete de la mañana. Supongo que le apetecerá desayunar.
—Yo...
—Cuesta un poco acostumbrarse. —Señaló las oscuras ventanas—. Dentro de
unas horas el cielo se aclarará durante un ratito. Siéntese, le traeré café para
empezar.
Había dormido doce horas y no sabía si avergonzarse o alegrarse. Ni siquiera
se acordaba de la última vez que había dormido más de cuatro o cinco horas, y
siempre con agitados sueños.
Dejó la parka en el banco de un compartimiento y decidió hacer un esfuerzo
por establecer relaciones. Se acercó a la mesa de Jesse y señalando la silla que tenía
delante le preguntó:
—¿Está ocupada?
El niño le echó una mirada por debajo del flequillo y negó con la cabeza. Con
la lengua entre los dientes siguió coloreando mientras Nate tomaba asiento.
—Bonita vaca morada —comentó, observando cómo seguía coloreando.
—No hay vacas moradas si uno no las pinta.
—Eso dicen. ¿Vas a clase de arte en el instituto?
El niño abrió los ojos de par en par.
—Aún no voy a la escuela, solo tengo cuatro años.
—¡No me digas! ¿Cuatro? Pensaba que tendrías al menos dieciséis.
Nate se relajó, y guiñó el ojo a Rose, que le traía una taza blanca en la que le
sirvió el café.
—Celebré mi cumpleaños con un pastel y un millón de globos. ¿Verdad,
mamá?
—Sí, cariño —dijo ella dejando la carta junto al codo de Nate.
—Y dentro de muy poco tendremos un bebé. También tengo dos perros y...
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—Jesse, deja que el señor Burke vea la carta.
—En realidad estaba pensando en pedirle a Jesse que me recomendara algo.
¿A ti qué te gusta para desayunar, Jesse?
—¡Crepés!
—Pues que sean crepés. —Entregó de nuevo la carta a Rose—. Eso será
suficiente.
—Si quiere algo más me avisa. —Rose tenía las mejillas sonrosadas de
satisfacción.
—¿De qué raza son los perros? —preguntó Nate. Tenía la intención de
pasarse todo el desayuno distraído con las hazañas de los dos amigos de Jesse.
La bandeja de crepés y un niño encantador era un modo de empezar el día
mucho más agradable que con una pesadilla. Ya se encontraba de mejor humor;
estaba pensando en llamar a Hopp cuando la vió entrar por la puerta.
—He oído que estaba usted recuperado —dijo quitándose la capucha.
Llevaba nieve en la parka—. Se le ve con más vitalidad que anoche.
—Siento haberla dejado colgada.
—Tranquilo. Ha dormido toda la noche, ha desayunado bien y tiene buena
compañía —añadió dirigiendo una sonrisa a Jesse—. ¿Dispuesto a dar una vuelta?
—Por supuesto.
Se levantó y se puso el equipo contra el frío.
—Está más delgado de lo que esperaba.
Nate miró a Hopp. Sabía que se había quedado flacucho. ¿Cómo podía dar
esa impresión alguien que siempre se había mantenido más o menos, con un
metro ochenta y unos setenta y cinco kilos, y de repente perdía más de cinco?
—Por poco tiempo; voy a seguir comiendo crepés.
—Tiene una buena mata de pelo.
Nate se puso el gorro.
—Me limito a dejar que crezca.
—Me gustan los hombres con pelo. —Abrió la puerta con gesto brusco—.
También los pelirrojos.
—Mi pelo es castaño —corrigió él enseguida, encasquetándose el gorro.
—Vámonos. Rose, no te agobies con el trabajo —dijo Hopp antes de
enfrentarse al viento y la nieve. El frío le embistió como un tren desbocado.
—¡Qué barbaridad! Se te congelan los huevos. —Se metió rápidamente en el
Ford Explorer que Hopp había apartado junto al bordillo.
—Aún tiene la sangre un poco aguada.
—Aunque la tuviera espesa como el chocolate continuaría notando este puto
frío, y perdone la expresión. No me molesta la gente que habla claro. Por supuesto
que nota el puto frío, estamos en diciembre. —Y con su sonora risa puso el motor
en marcha—. Empezaremos el paseo en coche. No andaremos a tientas en la
oscuridad.
—¿A cuántos entierran al año el frío y la hipotermia?
—A más de uno de los que suben a las montañas, aunque en general son
turistas o pirados. Un tipo que se llamaba Teek pilló una solemne cogorza hace
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tres años en enero y se quedó congelado en el váter de su casa leyendo Playboy.
Pero ese era tonto. Los de aquí saben cómo cuidarse y los cheechakos que pasan un
invierno con nosotros aprenden... o se largan.
—¿Los cheechakos?
—Los recién llegados. No hay que tomarse la naturaleza a la ligera, pero si
aprendes a vivir con ella, y eres listo, las cosas funcionan. Sales, puedes esquiar,
andar con raquetas, patinar y pescar en el hielo. —Se encogió de hombros—. Hay
que tomar precauciones y disfrutar; no hay más remedio.
Siguió conduciendo con mano experta por las calles nevadas.
—Ahí está el ambulatorio. Tenemos un médico y un enfermero.
Nate se fijó en aquel pequeño edificio achaparrado.
—¿Y cuando el caso no puede tratarse aquí?
—Se va en avión a Anchorage. Meg Galloway es la piloto a la que
contratamos normalmente. Vive en las afueras.
—¿Una mujer?
—¿Es usted machista, Ignatious?
—No. —O tal vez sí—. Solo era una pregunta.
—Meg es la hija de Charlene. Una piloto magnífica. Está un poco zumbada
pero pilota de maravilla. Ella era quien tenía que haberle traído desde Anchorage,
pero como vino un día más tarde de lo previsto, Meg tenía otro compromiso y
tuvimos que llamar a Jerk, de Talkeetna. Es probable que conozca a Meg en la
reunión del ayuntamiento.
«La que me espera...», pensó Nate.
—En La Tienda de la Esquina encontrará todo lo necesario, y si no lo tienen,
se lo conseguirán. Es el edificio más antiguo de Lunacy. Lo construyeron los
tramperos a principios del siglo XIX, y Harry y Deb la han ido ampliando desde
que compraron el local en el ochenta y tres.
Ocupaba el doble de espacio que el ambulatorio y tenía dos plantas. Los
escaparates ya estaban iluminados.
—De momento Correos está en el banco que ve allí, pero este verano
inauguraremos una nueva oficina. Y ese local diminuto de al lado es Los Italianos.
Excelente pizza. No sirven fuera del pueblo.
—Una pizzería.
—Un italiano de Nueva York vino hace tres años de caza, se enamoró del
pueblo y ya no se marchó. Johnny Trivani. Al principio, el nombre del
establecimiento era Trivani's, pero todo el mundo lo llamaba Los Italianos y así
acabó. Ya habla de abrir también una panadería. Dice que buscará una de esas
novias rusas que se encuentran en internet. Es capaz.
—¿Habrá blinis recién hechos?
—Esperemos que sí. Nuestro semanario se edita ahí enfrente —dijo Hopp
señalando una fachada—. Lo lleva una pareja que no es de aquí. Se llevaron a los
críos a San Diego a pasar unos días justo después de Navidad. KLUN, nuestra
emisora, emite desde ahí. La emisora está prácticamente en manos de Mitch
Dauber. Es bueno el cabrón.
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—La sintonizaré.
Dio media vuelta para desandar el camino.
—A poco menos de un kilómetro tenemos la escuela; la primaria es hasta los
doce años. Ahora mismo hay setenta y ocho alumnos. También se dan clases a
adultos. De pintura y esas cosas. Del deshielo al hielo, todas las noches al pie del
cañón. El resto del tiempo, de día.
—¿Del deshielo al hielo?
—El río se deshiela, llega la primavera. El río se hiela, saca los calzoncillos
largos del armario.
—¡Ah, vale!
—Tenemos quinientos seis habitantes en el interior de lo que denominamos
los límites de la población y más o menos otros ciento diez fuera, aunque sigue
siendo nuestro distrito. El suyo, a partir de ahora.
A Nate todo aquello continuaba pareciéndole algo muy alejado de la
realidad. Y más lejos aún de ser algo suyo.
—Los bomberos, todos voluntarios, tienen su local aquí. Y ahí está el
ayuntamiento. —Frenó y se detuvo delante de un gran edificio de madera—. Mi
esposo colaboró en su construcción trece años atrás. Fue el primer alcalde de
Lunacy; mantuvo el cargo hasta que murió, en febrero hará cuatro años.
—¿De qué murió?
—Un ataque al corazón. Jugando a hockey en el lago. Al rematar para
marcar, cayó fulminado. Muy propio de él.
Nate esperó la continuación.
—¿Quién ganó?
Hopp soltó una de sus carcajadas.
—Su gol puso punto final al encuentro. El partido no se reemprendió. —
Siguió adelante con el coche—. Ahí trabajará usted.
Nate intentó ver algo a través de la oscuridad y la nieve que no cesaba de
caer. Era un elegante edificio con estructura de madera, visiblemente más nuevo
que los de su alrededor. Tenía el estilo de un bungalow, con un pequeño porche y
una ventana a cada lado de la puerta, ambas con postigos de color verde oscuro.
Con palas o con pisadas habían abierto un camino que iba de la calle a la
puerta; aunque parecía que habían quitado la nieve hacía poco, ya volvía a haber
casi un palmo. Allí estaba aparcada una furgoneta azul, desde la que salía otra
senda que llegaba hasta la puerta.
Se veían luces en las dos ventanas y una nube de humo gris salía de la negra
chimenea del tejado.
—¿Están ahí?
—En efecto. Sabían que hoy vendría usted. —Aparcó al lado de la
furgoneta—. ¿Preparado para conocer a su equipo?
—Totalmente.
Salió del coche y descubrió que el frío le pegaba la misma sacudida que
antes. Respirando con los dientes apretados, siguió a Hopp hasta la puerta de
entrada.
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—Esto es lo que aquí llamamos entrada ártica. —Se metió en el cubierto, a
resguardo del frío y el viento—. Ayuda a retener el calor que se pierde en el
edificio principal. Es el lugar perfecto para dejar la parka.
Hopp colgó la suya de un gancho, al lado de otra. Nate hizo lo mismo y
luego se quitó los guantes y los metió en los bolsillos de la prenda colgada. A
continuación les llegó el turno al gorro y a la bufanda. Se preguntó si algún día se
acostumbraría a vestirse como un explorador del Polo Norte cada vez que iba a
salir a la calle.
Hopp abrió la segunda puerta y entraron en una estancia que olía a fuego de
chimenea y a café.
Las paredes estaban pintadas de color beis, el suelo era de linóleo jaspeado.
Al fondo, a la derecha, había una estufa baja de leña, y, sobre esta, un recipiente de
hierro que echaba humo.
Se veían dos escritorios metálicos en la parte derecha, una hilera de sillas de
plástico y una mesa baja con revistas al otro lado. A lo largo de la pared del fondo,
un mostrador con un walkie-talkie, un ordenador y un árbol de Navidad de
cerámica de un color verde que jamás habría podido conseguir la naturaleza.
Nate se fijó en las dos puertas situadas a uno y otro lado del mostrador y en
el tablón de anuncios en el que se veían notas y avisos colgados.
Y también en las tres personas que fingían no estar pendientes de su llegada.
Pensó que los dos hombres eran sus ayudantes. Uno de ellos apenas tenía
edad para votar, y el otro tenía la suficiente para haber votado a Kennedy. Los dos
llevaban un grueso pantalón de lana, botas resistentes y camisa de franela con una
placa.
El más joven era autóctono, tenía una melena oscura y lacia que le llegaba
casi hasta los hombros, unos ojos almendrados, profundos y negros como la
noche, y un rostro de finas facciones y expresión inocente, joven y tímido.
El mayor tenía la piel curtida por el viento, llevaba el pelo casi al rape, tenía
las mejillas caídas y forzaba la vista a través de unos ojos de un azul mortecino,
ensombrecidos por profundos surcos. Su fuerte complexión contrastaba con la
delicadeza del otro. Nate pensó que probablemente había estado en el ejército.
La mujer era redondita como una manzana, tenía los carrillos regordetes y
sonrosados y una generosa delantera que destacaba bajo un jersey de color rosa
con copos de nieve bordados. Recogía su pelo grisáceo en un moño trenzado del
que sobresalía un lápiz y sostenía en las manos una bandeja con unos bollos de
aspecto pegajoso.
—Ahí tiene a la banda al completo. Jefe Ignatious Burke, este es su equipo.
Su ayudante Otto Gruber.
El del pelo casi rapado dio un paso adelante y le tendió la mano.
—Jefe...
—Ayudante Gruber.
—Ayudante Peter Notti
—Jefe Burke.
Aquella sonrisa vacilante le sonaba.
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—¿Es usted pariente de Rose?
—En efecto. Es mi hermana.
—Y finalmente, aunque no por ello menos importante, su secretaria,
administrativa y proveedora de bollos de canela, Marietta Peach.
—Me alegro de que esté aquí, jefe Burke. —Tenía un acento marcadamente
sureño—. Espero que se sienta mejor.
—Sí, muchas gracias, señora Peach.
—Voy a enseñarle al jefe el resto de la comisaría y luego les dejaré solos para
que vayan conociéndose. ¿Por qué no echamos una ojeada a las dependencias de
sus... invitados, Ignatious?
Entró por la puerta de la derecha, que daba a dos calabozos, ambos con una
litera. Las paredes parecían recién pintadas y el suelo acabado de fregar. El recinto
olía a desinfectante.
No había ningún inquilino.
—¿Se usan mucho? —preguntó Nate.
—Borrachos y camorristas, principalmente. Hay que pillar una muy gorda o
armar un buen jaleo para pasar una noche encerrado en Lunacy. Tendrá algún
caso de agresión, vandalismo, pero suele ser cosa de los chavales, que se aburren.
Diré al personal que le ponga al corriente de los delitos en Lunacy. No tenemos
abogado, en caso de que alguien lo necesitara puede llamar a uno de Anchorage o
de Fairbanks, a menos que conozca a alguno en otra parte. En cambio sí tenemos
un juez jubilado, aunque es más fácil encontrarle pescando que dispuesto a
solucionar cuestiones legales.
—Muy bien.
—¡Me va a dar dolor de cabeza de tanto oírle!
—No sé estar con la boca cerrada.
Hopp movió la cabeza con una risita.
—Vamos a echar un vistazo a su despacho.
Cruzaron la zona común, donde todos hacían como si trabajaran. Al otro
lado del mostrador de la señora Peach, después de la puerta, se veía el armero.
Nate contó seis escopetas, cinco fusiles, ocho pistolas y cuatro cuchillos de aspecto
siniestro.
Luego hundió las manos en sus bolsillos mientras fruncía los labios.
—Vaya, ¿no tenemos sables?
—Hay que estar preparados.
—Sí, para una invasión.
Ella respondió con una sonrisa y entró en la sala que estaba al lado del
armero.
—Su despacho.
Medía unos tres metros cuadrados y tenía una ventana junto a un escritorio
gris metálico. Encima de este, un ordenador, un teléfono y un flexo. Contra la
pared había dos archivadores y un estante entre ellos, en el que había una cafetera
—ya preparada—, dos tazas de gres marrón y una cestita con sobres de leche en
polvo y azúcar. En la pared, además de la percha, había también un tablero de
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corcho —vacío— y, arrimadas a aquella, dos sillas plegables para las visitas.
Las luces que se reflejaban en el oscuro cristal de la ventana le daban un
aspecto impersonal y poco acogedor.
—Peach ha puesto de todo en su mesa, pero si necesita algo más, tiene el
armario de material al final del pasillo. Y el lavabo está enfrente.
—Muy bien.
—¿Alguna pregunta?
—Un montón.
—Dispare.
—De acuerdo, le haré una; el resto derivan de ella. ¿Por qué me han
contratado?
—Bien. ¿Le importa? —dijo Hopp señalando la cafetera.
—Sírvase.
Hopp llenó dos tazas, le ofreció una y se sentó.
—Necesitábamos un jefe de policía.
—¿Está segura?
—Este es un lugar pequeño, alejado y normalmente nos las arreglamos solos,
pero eso no significa que no necesitemos una estructura, Ignatious. Debemos
establecer una línea entre lo que está bien y lo que está mal para poder
mantenernos en ella. Mi marido trabajó muchos años en ello.
—Y ahora es cosa suya.
—Sí. Ahora es cosa mía. Por otro lado, disponer de nuestra propia policía
significa que nos encargamos de nuestros asuntos; no necesitamos que
intervengan los federales o la policía estatal. Una población como esta no suele
tenerse en cuenta precisamente por cómo es y por dónde se encuentra. Pero ahora
disponemos de policía, de bomberos... Contamos también con una buena escuela,
un hotel decente, una publicación semanal, una emisora de radio. El clima nos
aísla, pero sabemos ser autosuficientes. Sin embargo, necesitamos orden, y este
edificio y las personas que trabajan en él lo simbolizan.
—O sea que ha contratado a un símbolo.
—En cierto modo. —Aquellos ojos castaños aguantaron su mirada—. La
gente se siente más segura con los símbolos. De todos modos, espero que haga su
trabajo, y una parte importante de este, además de mantener el orden, es
relacionarse con la comunidad. Por eso me he tomado la molestia de mostrarle
algunos de los negocios del pueblo y citarle los nombres de quienes los llevan.
Aunque no lo ha visto todo. Bing tiene un garaje en el que arregla cualquier motor,
y se ocupa también del equipo pesado: la máquina quitanieves, la excavadora.
Lunatic Air se encarga del transporte de mercancías y viajeros, trae provisiones
aquí y a las afueras.
—Lunatic Air.
—Para usted, Meg —dijo Hopp medio sonriendo—. Estamos en el límite de
la Alaska interior y hemos convertido un asentamiento de trabajadores
temporales, hippies y alborotadores en una población sólida. Ya irá conociendo a
sus gentes, las relaciones entre ellos, las rencillas y las afinidades. Entonces sabrá
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cómo manejarlas.
—Lo que me lleva a la siguiente pregunta: ¿por qué me contrató a mí, en vez
de a alguien que conociera mejor todo esto?
—Me pareció que alguien que lo conociera de antemano llegaría al puesto
con su propia mochila. Con sus rencillas y afinidades. Alguien que viene de fuera
no trae nada de eso. Usted es joven; eso también contó. No tiene esposa e hijos que
pudieran no adaptarse a la vida de aquí y presionarle para volver al sur. Además,
tiene diez años de experiencia en la policía y reúne los requisitos que estaba
buscando... aparte de que no discutió por el salario.
—Comprendo su idea, pero en realidad no sé qué demonios hago aquí.
—Hum... —Hopp terminó su café—. Le considero un joven inteligente. Ya lo
verá. Y ahora —dijo poniéndose de pie—, manos a la obra. A las dos hay pleno en
el ayuntamiento. Tendrá que decir algunas palabras.
—¡Me lo temía!
—Otra cosa. —Se metió la mano en el bolsillo y sacó una cajita—. Va a
necesitar esto. —La abrió, extrajo una estrella plateada y la prendió en la camisa de
Nate—. Nos vemos a las dos, jefe.
Nate se quedó inmóvil en medio del despacho, con la vista fija en su taza
mientras oía voces apagadas fuera. Como no tenía idea de qué hacer, lo único que
se le ocurrió fue marcarse un inicio y seguir a partir de ahí.
Hopp estaba en lo cierto. No tenía ni esposa ni hijos. Nada ni nadie tiraba de
él para que volviera al sur. Al mundo. Ya que iba a quedarse allí, tenía que hacerlo
bien. Si echaba a perder esta extraña oportunidad que se le ofrecía en el lugar más
apartado del universo, no tendría adónde ir. Nada que hacer.
Mientras se dirigía con el café en la mano hacia la zona común notó en el
estómago el mismo malestar que había experimentado en el avión.
—Si pudieran dedicarme unos minutos...
No sabía muy bien dónde colocarse; de pronto se dio cuenta de que no tenía
por qué quedarse de pie. Dejó la taza, cogió un par de sillas de plástico, las colocó
frente a los escritorios, volvió a coger el café y miró a Peach con una sonrisa.
—Señora Peach, ¿le importa sentarse aquí? —A pesar de que notaba las
crepés, que aún no había digerido del todo, se esforzó por esbozar una sonrisa—.
Puede traer los bollitos. Huelen de maravilla.
Visiblemente halagada, la mujer llevó con ella la bandeja y unas servilletas.
—Que cada cual se sirva.
—Me imagino que para ustedes esto será tan incómodo como para mí —
empezó a decir Nate mientras cogía un bollo con una servilleta—. No me conocen.
No saben qué clase de policía soy, o qué tipo de hombre. No soy de por aquí ni
tengo la menor idea de qué ocurre en esta parte del mundo. Y encima se supone
que tendré que darles órdenes. Les daré órdenes —rectificó mordiendo el bollo—.
Están de muerte, señora Peach.
—Es la manteca.
—Supongo. —Por un instante vio cómo sus arterias se obturaban de golpe—.
Es difícil recibir órdenes de alguien a quien no se conoce, en quien no se confía. No
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tienen ningún motivo para confiar en mí. Por lo menos de momento. Cometeré
errores. No importa que me los echen en cara, siempre que lo hagan en privado.
Cuento con ustedes, con todos ustedes, para que me ayuden a avanzar. Para que
me enseñen lo que tengo que saber y me presenten a quien debo conocer. Aunque
de momento lo que quiero preguntarles es si alguno de ustedes tiene algún
problema conmigo. Preferiría hablarlo y solucionarlo ahora.
Otto tomó un sorbo de café.
—Yo no sabré si tengo algún problema hasta que no sepa cómo es usted.
—Tiene toda la razón. Pero si surge algo, coméntemelo. Puede que vea la
cuestión como usted o que le mande al diablo. Pero al menos sabremos a qué
atenernos.
—Jefe Burke...
Nate miró a Pete.
—Llámeme Nate. Espero que no hagan como la alcaldesa Hopp, que me
llama Ignatious todo el tiempo.
—He pensado que tal vez al principio Otto o yo podríamos acompañarle en
las salidas y en las patrullas. Hasta que se sienta cómodo.
—Buena idea. La señora Peach y yo estableceremos los turnos cada semana.
—Y a mí puede llamarme Peach. Quisiera comentar también que espero que
este local se mantenga limpio y que algunas tareas, entre las que se incluye fregar
el lavabo, Otto, se repartan igual que lo demás. La fregona, el cubo y la escoba no
son utensilios exclusivamente femeninos.
—A mí me han contratado de ayudante, no de chacha.
Peach tenía un aspecto dulce, maternal. Y como cualquier madre que se
precie, era capaz de perforar el acero con la mirada.
—Pues a mí se me paga por trabajar de administrativa y secretaria y no por
limpiar inodoros. Pero lo que tiene que hacerse, se hace.
—¿Y por qué no establecemos unos turnos para estas tareas? —le
interrumpió Nate al ver que el tono de voz subía—. También hablaré con la
alcaldesa del presupuesto. Tal vez podamos apretarnos un poco el cinturón y
contratar a alguien que nos eche una mano en la limpieza un día a la semana.
¿Quién guarda las llaves del armero?
—Están bajo llave en mi cajón —dijo Peach.
—Quisiera disponer de ellas. También me gustaría saber para qué armas
tiene permiso cada ayudante.
—Yo puedo utilizar la pistola —contestó Otto.
—Quizá, pero llevamos placas. —Echó su silla un poco hacia atrás para ver
qué arma llevaba Otto en la pistolera—. ¿Desea seguir con la treinta y ocho como
arma de servicio?
—Es mía y estoy acostumbrado a ella.
—Perfecto. Yo cogeré la Sig nueve milímetros del armero. ¿A usted le va bien
la nueve que lleva encima, Pete?
—Sí.
—¿Sabe utilizar un arma de fuego, Peach?
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—Tengo el Colt 45 de mi padre en la mesa. Él me enseñó a disparar cuando
tenía cinco años. Además, puedo utilizar todo lo que hay en el armero, igual que el
«soldado Joe» que tengo ahí delante.
—Estuve en la armada —replicó Otto con cierta vehemencia—. Soy marine.
—Muy bien. —Nate carraspeó—. ¿Cuántas personas creen que poseen armas
en este pueblo?
Los tres le miraron, sorprendidos, hasta que por fin Otto movió los labios.
—Supongo que todo el mundo.
—Vale. ¿Y tenemos una lista de los que tienen permiso para llevarlas?
—Se la puedo conseguir —se ofreció Peach.
—Estaría bien. ¿Y un ejemplar de las ordenanzas municipales?
—También lo tendrá.
—La última cuestión —dijo Nate mientras Peter se levantaba—. Si se da el
caso de que detenemos a alguien, ¿quién fija la fianza, decide el tiempo de
reclusión, la multa, y todo eso?
Se hizo un largo silencio y por fin habló Pete:
—Creo que usted, jefe.
Nate soltó un bufido.
—¡Qué divertido!
Volvió a su despacho con los papeles que le había entregado Peach. Los leyó
en un momento y empezó a colgarlos en el tablero de corcho.
Estaba ordenándolos y clavándolos con chinchetas cuando entró Peach.
—Ahí tiene las llaves, Nate. Estas son las del armero. Las otras, de las puertas
de la comisaría, de delante y de atrás, los calabozos y su coche. Cada una lleva su
etiqueta.
—¿Mi coche? ¿Qué coche tengo?
—Un Gran Cherokee. Está aparcado en la calle. —Le puso las llaves en la
mano—. Hopp ha dicho que alguno de nosotros tiene que mostrarle cómo
funciona el protector para el motor.
Había leído sobre eso. Calentadores pensados para mantener la temperatura
del motor cuando el coche estaba aparcado en el exterior y el termómetro bajaba.
—Todo se andará.
—Está saliendo el sol.
—¿Cómo? —Se volvió para mirar por la ventana.
Se quedó inmóvil, con los brazos caídos y las llaves colgando de sus dedos,
contemplando el cielo, donde el sol asomaba en tonos anaranjados y rosas. Bajo él,
las montañas cobraban vida, imponentes y blancas, con sus doradas vetas que se
deslizaban por encima.
Ocupaban toda la ventana. Quitaban el habla.
—No hay nada como la primera salida del sol en invierno en Alaska.
—No lo dudo. —Fascinado, se acercó al cristal.
Vio el río sobre el que había aterrizado: un largo y combado muelle en el que
no se había fijado antes y el brillo del hielo bajo el claro cielo. Además, se veían
colinas nevadas, casas apiñadas, pequeños bosques y también personas. Iban tan
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abrigadas que parecían retazos de colores deslizándose en la blancura.
El humo ascendía y, ¡caramba!, ¿no era aquello un águila volando en las
alturas? Mientras la observaba, aparecieron unos críos corriendo hacia la franja
helada del río; llevaban palos de hockey y patines en ristre.
Las montañas lo dominaban todo, como dioses.
Ante aquella panorámica se olvidó del frío, del viento, de la soledad y de su
silencioso sufrimiento.
Ante aquella vista se sintió vivo.
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Capítulo 3
Puede que fuera a causa del frío, de que aquel día todos se comportaran
perfectamente, o de que el espíritu navideño se hubiera instalado en Lunacy
aquella semana entre Navidad y Año Nuevo, pero ya estaban a punto de dar las
doce del mediodía cuando recibieron la primera llamada.
—¿Nate? —Peach asomó la cabeza por la puerta con unas agujas de hacer
calceta y una madeja de lana de color morado en la mano—. Ha llamado Charlene,
del Lodge. Al parecer un par de muchachos han montado una pelea a causa de
una partida de billar. Están armando una buena.
—Bien. —Se puso de pie y se sacó una moneda del bolsillo—. ¿Cara o cruz?
—dijo a Otto y Peter.
—Cara. —Mientras Nate echaba la moneda, Otto dejó sobre la mesa el
número de Field and Stream que estaba leyendo.
La cogió en el aire.
—Cruz. Muy bien, Peter, usted me acompaña. Un pequeño altercado en el
Lodge.
Cogió un walkie, y lo colocó en su cinturón.
Salió al porche y empezó a ponerse el equipo contra el frío.
—Si cuando llegamos la pelea aún no se ha solucionado —dijo a Peter—,
dígame enseguida quiénes son y si es algo que puede ir a peor o puede resolverse
con cuatro gritos.
Salieron a la calle, donde les recibió una ráfaga de aire helado.
—¿Es el mío? —preguntó señalando el jeep negro aparcado junto al bordillo.
—El mismo.
—Y supongo que la cuerda conectada a ese poste se sujeta al calentador del
motor.
—Lo necesitará si tiene que dejarlo un tiempo parado. Atrás hay una funda
protectora para cubrir el motor y mantener el calor unas veinticuatro horas. Lo
que ocurre a veces es que la gente se olvida de quitarlo y entonces se calienta
demasiado. También hay cables de arranque atrás —siguió diciendo mientras
tiraba de la toma—. Luces de emergencia, botiquín y...
—Ya lo iremos repasando —le interrumpió Nate. Se preguntó si para circular
por un lugar llamado Lunatic Street le harían falta las luces de emergencia y el
botiquín—. Veamos primero si soy capaz de llevar el coche hasta el Lodge sin
percances.
Se sentó al volante y puso la llave en el contacto.
—Asientos térmicos —comentó—. Dios existe.
La población tenía otro aspecto bajo la luz del día, no cabía duda. Tal vez se
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veía más pequeña, pensaba Nate mientras maniobraba en medio de la espesa capa
de nieve. Los gases del tubo de escape ennegrecían el blanco de los bordillos, los
escaparates no centelleaban y la mayor parte de los adornos navideños perdían su
encanto bajo el sol.
Ya no era una postal, y a menos que se mirara más allá de las montañas, el
paisaje era algo sombrío.
Escarpado era el mejor calificativo, decidió. Un lugar tallado en el hielo, la
nieve y las rocas, arrimado a un serpenteante río y rodeado de bosques en los que
no costaba imaginar a lobos deambulando.
Se le ocurrió que tal vez habría osos en los bosques, aunque pensó que no
tenía por qué preocuparse hasta que llegara la primavera. A no ser que todo eso
de hibernar fuera una sandez.
No tardaron ni dos minutos en llegar al hotel. Había visto a diez personas en
la calle, una potente furgoneta, un patoso todoterreno y había contado tres motos
de nieve aparcadas y unos esquís apoyados contra la fachada de Los Italianos.
Parecía que la población de Lunacy no hibernaba como los osos.
Entró por la puerta principal del Lodge, delante de Peter.
Aquello no se había terminado. Se oían claramente los gritos de ánimo —
«¡Patéale el culo, Mackie!»—, así como una serie de ruidos sordos y gruñidos. Se
había reunido lo que debía de ser una multitud en Lunacy: cinco hombres, todos
con camisa de franela; aunque, tras mirarlos bien, descubrió que uno de ellos era
una mujer.
Ese grupo rodeaba a dos hombres con el pelo oscuro y enmarañado que
rodaban por el suelo intentando pegarse puñetazos. No vio más arma que un taco
de billar partido.
—Los hermanos Mackie —le dijo Peter.
—¿Hermanos?
—Sí, gemelos. Se pelean desde que estaban en la barriga de su madre. No
suelen meterse con nadie más.
—De acuerdo.
Nate se abrió paso entre los reunidos. Su presencia hizo que el griterío se
convirtiera en un murmullo, sobre todo cuando separó el Mackie de encima del
Mackie de debajo.
—Muy bien, ya basta. Quietos —ordenó.
Pero Mackie segundo ya estaba incorporándose; se echó hacia atrás y le pegó
un puñetazo a su hermano en la mandíbula.
—¡Río Rojo, desgraciado! —gritó. Luego ejecutó una danza de la victoria con
los puños en alto mientras su hermano caía en los brazos de Nate.
—¡Por el amor de Dios, Peter! —exclamó este al ver que su ayudante
permanecía inmóvil.
—Disculpe, jefe. ¡Jim, para ya!
El otro, en lugar de hacerle caso, siguió brincando ante la exaltación de los
congregados.
Nate vio que los presentes intercambiaban dinero, pero decidió pasarlo por
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alto.
—Sujétale —dijo, pasándole el cuerpo inconsciente a Peter antes de
enfrentarse al que se había, autoproclamado campeón—. Acaban de darle una
orden.
—¿Ah, sí? —respondió con una risita, mostrando los dientes manchados de
sangre y un amenazador brillo en sus ojos castaños—. Y a mí qué. No obedezco
órdenes de un capullo.
—Claro que vas a obedecerle. Y te mostraré por qué.
Nate le hizo girar, le empujó contra la pared y diez segundos después le
había colocado las esposas.
—¡Eh! —fue todo lo que consiguió decir el momentáneo campeón.
—Sigue creándome problemas y acabarás en el calabozo por resistencia a la
autoridad, entre otros cargos. A ese llévalo a la comisaría en cuanto se despierte,
Peter.
El público, poco fiel al parecer, se inclinó enseguida por Nate y silbó y
abucheó a Jim Mackie mientras lo llevaba hacia la puerta.
Nate se detuvo al ver que Charlene salía de la cocina.
—¿Tiene intención de presentar cargos? —le preguntó.
Charlene le miró fijamente y al cabo de un momento parpadeó.
—Pues... no lo sé. Es la primera vez que me preguntan algo así. ¿Cargos de
qué tipo?
—Han roto cosas.
—Ah, suelen pagarlo más tarde. Aunque han asustado a un par de turistas
que estaban a punto de comer.
—Empezó Bill —se quejó Jim.
—Oye, empezáis los dos. Siempre. Te he dicho mil veces que no vengáis aquí
a pelearos y a armar jaleo porque me asustáis a los clientes. No quiero presentar
cargos, lo que quiero es que acabéis de una vez con esta tontería. Y que paguéis lo
que se ha roto.
—Está bien. Vamos a solucionarlo. Jim...
—No veo por qué tengo que...
Nate resolvió el asunto empujándolo hacia la helada calle.
—¡Mi ropa, coño!
—Notti, mi ayudante, se la llevará, métase en el coche si no quiere quedarse
como un témpano —dijo abriendo la puerta del jeep y empujándolo hacia dentro.
Cuando Nate se sentó al volante, Jim ya había recuperado cierta dignidad a
pesar de la boca ensangrentada y el ojo hinchado.
—No creo que esta sea forma de tratar a la gente. No está bien.
—Y yo no creo que esté bien pegarle un puñetazo a un hermano cuando
alguien le está sujetando los brazos.
Jim tuvo el detalle de mostrarse apesadumbrado y de hundir la barbilla
contra el pecho.
—Lo he hecho a sangre caliente. Ese hijo de puta me había cabreado. Usted
es el forastero que ha venido de jefe de policía, ¿no?
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—Muy observador, Jim.
El muchacho estuvo enfurruñado todo el camino hasta la comisaría. Cuando
llegaron, entró andando con dificultad.
—Este es del sur —dijo en cuanto vio a Otto y a Peach—, no tiene ni idea de
cómo funcionan las cosas aquí, en Lunacy.
—¿Por qué no se lo explicas? —Se veía un brillo en los ojos de Otto. Parecía
divertido.
—Necesito el botiquín. Pasa a mi despacho, Jim.
Nate hizo que entrara y se sentara; luego abrió una de las esposas y la sujetó
en el brazo del asiento.
—¡Vamos! Si quisiera largarme no me costaría nada llevarme esta mierda de
silla.
—Por supuesto. Y entonces tendríamos que añadir a la lista robo de material
policial.
Jim aún se indignó más. Tenía unos treinta años; era huesudo, con el pelo
castaño espeso y greñudo, el rostro alargado y las mejillas hundidas. Los ojos eran
también castaños y el izquierdo se había hinchado por uno de los puñetazos. Tenía
un corte en el labio, del que seguía saliendo sangre.
—Usted no me gusta —afirmó.
—Eso no va contra la ley. Alterar el orden, destruir la propiedad ajena y
agredir sí va contra la ley.
—Aquí si alguien quiere zarandear al atontado de su hermano es asunto
suyo.
—Ya no. Aquí, a partir de ahora, habrá que respetar la propiedad privada y
la pública. Y respetar a los representantes de la ley.
—¿Peter? ¿Ese capullo?
—El capullo es ahora un ayudante de policía.
Jim dio un bufido y además de aire expulsó algo de sangre.
—¡Vamos, hombre! ¡Si lo conocía antes de que naciera!
—Pues cuando lleva la placa y dice basta, hay que obedecer, tanto si lo
conoció in vitro como si no.
Jim consiguió poner una expresión de interés y de desconcierto al mismo
tiempo.
—No sé de qué coño me habla.
—Ya me he dado cuenta —dijo Nate mirando hacia la puerta mientras
entraba Peach.
—Ahí tiene el botiquín y la bolsa de hielo. —Pasó la bolsa a Jim y dejó el
botiquín en la mesa, delante de Nate. Luego, colocándose in jarras, añadió—: Tú
con los años vas a peor, ¿verdad, Jim Mackie?
—Fue Bill quien empezó. —Con las mejillas coloradas, se aplicó la bolsa de
hielo sobre el labio.
—Eso es lo que tú dices. ¿Dónde está Bill?
—Lo traerá Peter —dijo Nate—. Cuando despierte.
Peach se sorbió la nariz.
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—Seguro que tu madre te pone morado el otro ojo cuando se entere de que
tiene que pagar la fianza.
Tras esa predicción salió dando un portazo.
—¡No va a encerrarme por haberle pegado cuatro puñetazos a mi hermano!
—Podría hacerlo. Pero quizá te libres porque es mi primer día de trabajo. —
Nate se apoyó en el respaldo—. ¿Por qué os peleabais?
—Vale, se lo cuento. —Mientras preparaba su defensa, Jim colocó las manos
sobre las rodillas—. Ese descerebrado decía que La diligencia es la mejor película
del Oeste de todos los tiempos, cuando todo el mundo sabe que la mejor es Río
Rojo.
Nate se quedó un buen rato en silencio.
—¿Por eso?
—Sí, ¿qué pasa?
—Nada, sólo quería enterarme. O sea que tu hermano y tú os habéis puesto
como dos fieras porque no estabais de acuerdo en la importancia que tienen La
diligencia y Río Rojo en la obra de John Wayne.
—¿Qué dice?
—Os peleabais por las películas de John Wayne.
—Supongo. Arreglaremos las cuentas con Charlene. ¿Puedo marcharme?
—Arreglaréis las cuentas con Charlene y pagaréis una multa de cien dólares
cada uno por alteración del orden público.
—¡Jo...! No puede...
—Sí puedo. —Nate se inclinó hacia delante. Jim vio perfectamente aquellos
ojos grises fríos y tranquilos y deseó que la silla se lo tragara—. Escúchame bien,
Jim. No quiero que tú o Bill organicéis peleas en el Lodge. Bueno, no quiero que
las organicéis en ninguna parte, pero de momento nos centraremos en el Lodge.
Hay un niño que se pasa prácticamente el día allí.
—Sí, pero Rose se lleva a Jesse a la cocina cuando hay alboroto. Bill y yo no le
haríamos ningún daño al niño. Lo que ocurre es que, no sé, estamos de los nervios.
—Pues habrá que controlar esos nervios cuando estéis en público.
—¿Cien dólares?
—Se los das a Peach en el plazo de veinticuatro horas. De lo contrario,
doblaremos la multa cada día que te retrases. Y si no quieres pagar, puedes pasar
los próximos tres días en nuestro selecto hotel.
—Pagaremos —murmuró. Cambió de postura y suspiró—. Pero preferir La
diligencia...
—Personalmente prefiero Río Bravo.
Jim abrió la boca y volvió a cerrarla enseguida. Sin duda temía las
consecuencias.
—Una peli cojonuda —dijo poco después—, pero no es Río Rojo.
Si las llamadas por alteraciones del orden iban a ser lo habitual, Nate pensó
que tal vez había tomado la decisión correcta al elegir Lunacy. Probablemente las
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peleas entre hermanos serían su máximo desafío.
En realidad, no andaba buscando retos.
Los hermanos Mackie tampoco le habían supuesto ninguno. Su conversación
con Bill transcurrió más o menos por los mismos derroteros que la de Jim, con la
única diferencia de que aquel habló apasionadamente, y con considerable
gesticulación, de La diligencia. Al parecer, los puñetazos no le habían ofendido
tanto como el desprecio hacia su película favorita.
Peter asomó la cabeza por la puerta.
—Jefe, Charlene dice que debería pasar por allí a comer, que invita la casa.
—Se lo agradezco, pero tengo que preparar la reunión. —No le había pasado
por alto el brillo de los ojos de Charlene cuando levantó con una sola mano a Jim
Mackie—. De todas formas tendríamos que seguir esto de cerca, Peter. Pase por el
Lodge y haga con Charlene una lista de los desperfectos. Y asegúrese de que los
Mackie se responsabilizan del pago en el plazo de cuarenta y ocho horas.
—Ha sido muy hábil. Lo ha resuelto con mucho ingenio.
—No había demasiado que resolver. Voy a redactar el informe. Luego lo lee
usted y añade lo que crea necesario.
Miró a un lado y otro al oír un estruendo que incluso hizo vibrar la ventana.
—¿Un terremoto? ¿Un volcán? ¿La guerra nuclear?
—Castor —dijo Peter.
—Ni siquiera en Alaska existe un castor que pueda hacer semejante ruido.
Con una carcajada de satisfacción, Peter señaló la ventana.
—El avión de Meg Galloway. Castor. Trae provisiones.
Nate hizo girar la silla y consiguió ver el avión rojo; parecía de juguete.
Cuando recordó que había llegado allí en uno que más o menos era del mismo
tamaño, notó un movimiento en el estómago y se dio la vuelta otra vez.
El intercomunicador sonó. Agradecido por la distracción, pulsó el botón.
—Dígame, Peach.
—Unos críos que tiraban bolas de nieve contra las ventanas de la escuela, han
roto un cristal y se han largado.
—¿Los tenemos identificados?
—Sí. A los tres.
Reflexionó un momento.
—A ver si Otto puede ocuparse de ello.
Se volvió otra vez hacia Pete.
—¿Alguna pregunta?
—No, ninguna. —Y luego, con una risita, añadió—: Nada, que está bien
seguir con el trajín.
—Sí. Está bien.
Nate continuó atareado con el suyo hasta el momento de ir a la reunión.
Principalmente eran cuestiones de organización, pero tenía la sensación de que
con ello tomaba posesión de su puesto.
Fuera cual fuese el tiempo que siguiera siendo suyo.
Había aceptado la plaza por un año, pero tanto él como el ayuntamiento se
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reservaban un período de sesenta días de prueba.
Le tranquilizaba pensar que podía decidir marcharse al día siguiente. O la
próxima semana. Si seguía ahí al cabo de dos meses sabría si era capaz de terminar
el contrato.
Decidió ir a pie hasta el ayuntamiento. Usar el coche para una distancia tan
corta le parecía cosa de vagos.
El cielo lucía un azul claro y definido que contrastaba con la blanca masa de
montañas que parecían talladas con un fino y afilado cuchillo. La temperatura era
casi inhumana, pero se fijó en un par de niños que salían corriendo con golosinas
en las manos de La Tienda de la Esquina. Lo hacían de la misma forma que los
críos de todas partes: con cara de glotones, ilusionados.
En cuanto enfilaron calle abajo, unas manos aparecieron en el cristal y
giraron el letrero, que pasó de ABIERTO a CERRADO.
Había muchos coches y camionetas aparcados y también circulando sobre la
nieve.
Por lo visto habría un lleno en el ayuntamiento.
Nate notó un tirón en las tripas que le recordó las clases de oratoria en la
academia. Un terrible error haberla escogido como optativa... Cada día se aprende
algo nuevo.
Disfrutaba con un poco de conversación. Un sospechoso al que interrogar o
un testigo al que entrevistar no eran ningún problema, por lo menos tiempo atrás.
Pero exigirle que se pusiera delante de un auditorio, del tipo que fuera, y hablara
con frases coherentes... El sudor empezaba ya a recorrer su espalda.
«Supéralo —se dijo—. Consigue pasar la siguiente hora y no tendrás que
repetirlo. Probablemente.»
Se metió en el ayuntamiento, entre el calor y el barullo de las voces. Un
grupo se había reunido en el vestíbulo, en el que estaba colgado el mayor pez que
Nate había visto en su vida. Pero estaba demasiado perplejo para fijar la vista en
él, para preguntarse si debía de ser una especie de pequeña ballena mutante, y
cómo la habían podido pescar y colocarla en la pared. Aquella distracción le libró
de preocuparse por quienes miraban hacia él y por los que se encontraban ya en la
sala de reuniones, sentados en sillas plegables de cara a un estrado en el que se
veía un atril.
—Salmón chinook —dijo Hopp detrás de él.
Nate siguió con la vista fija en el enorme pez plateado que mostraba sus
negras encías en una especie de expresión burlona.
—¿Esto es un salmón? He comido salmón en muchos restaurantes, y son así
de grandes. —Extendió los brazos indicando con las manos la medida.
—Entonces no habrá comido salmón chinook de Alaska. Lo cierto es que el
cabronazo se las traía. Lo pescó mi marido. Pesaba cuarenta y un kilos y
seiscientos gramos. No llegó al récord del estado, pero vaya premio...
—¿Con qué lo sacó? ¿Con una grúa?
Hopp soltó su característica carcajada de sirena y le golpeó el hombro,
divertida.
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—¿Pesca usted?
—No.
—¿Nunca?
—No tengo nada contra la pesca pero no la he practicado nunca.
Nate se volvió y abrió unos ojos como platos. La alcaldesa se había cambiado
y llevaba un elegante traje chaqueta a cuadros blancos y negros, pendientes de
perlas y un ligero toque de carmín en los labios.
—¡Impresionante... alcaldesa!
—Impresionante sería una secuoya de doscientos años...
—En realidad lo que quería decir es que está usted muy atractiva, pero no
me ha parecido apropiado.
Ella le dedicó una amplia sonrisa.
—Es usted un tipo listo, Ignatious.
—No crea...
—Si yo soy capaz de parecer atractiva, usted puede ser listo. Todo es
cuestión de apariencia. Y ahora pongámonos en marcha y deje que le presente a
los concejales. Luego pasaremos a los pequeños discursos. —Le cogió del brazo
como hacen las mujeres que acompañan a un hombre entre una multitud reunida
en una fiesta—. Dicen que ya se ha ocupado de los hermanos Mackie...
—Nada, una ligera discrepancia sobre películas del Oeste.
—A mí me encantan las de Clínt Eastwood. Las primeras. Ed Woolcott, ven
aquí; voy a presentarte a nuestro jefe de policía.
Woolcott, un hombre de aspecto fuerte, de más de cincuenta años, estrechó la
mano de Nate como hacen los políticos. Tenía el pelo gris, espeso, peinado hacia
atrás, de forma que resaltaba su curtido rostro, al igual que una pequeña y
blanquecina cicatriz que cruzaba su ceja izquierda.
—Soy el director del banco —dijo a Nate, que entonces entendió el motivo de
aquel traje azul marino y la corbata a rayas—. Supongo que abrirá usted una
cuenta con nosotros dentro de poco.
—Lo tendré presente.
—No hemos venido aquí a hacer negocios, Ed. Tengo que seguir la ronda con
Ignatious.
Luego, le presentó a Deb y Harry Miner, de La Tienda de la Esquina, a Alan
B. Royce, el juez jubilado, a Walter Notti, el padre de Peter, criador y adiestrador
de perros de trineo, todos ellos concejales del ayuntamiento.
—Ken Darby, el médico, aparecerá en cuanto pueda.
—No pasa nada. Tardaremos un poco en poner orden a todo esto.
Llegó luego el turno de Bess Mackie, una mujer larguirucha, con una gran
mata de pelo teñido con alheña, que se plantó ante él cruzando los brazos por
encima de su pecho plano y sorbiéndose la nariz.
—¿Usted ha sacudido a mis hijos hoy?
—Podría decirse así, señora.
Soltó un bufido sin dejar de mover la cabeza.
—Perfecto. La próxima vez macháqueles la cabezota, así me ahorra trabajo.
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Mientras la mujer se alejaba en busca de un asiento, Nate pensaba que
después de todo había sido una cálida bienvenida.
Hopp se dirigió al estrado, donde habían dispuesto tres sillas: una para ella,
otra para Nate y la tercera para Woolcott, el teniente de alcalde.
—Deb abrirá el pleno con informaciones locales —explicó Hopp—.
Seguidamente hablará Ed, que me cederá la palabra. Después de mi breve
introducción, le tocará el turno a usted. Y con su parlamento cerraremos la sesión.
Tal vez haya que responder a alguna pregunta.
Nate notó un vacío en el estómago.
—Muy bien.
Le señaló un asiento, se sentó en el suyo e hizo un gesto a Deb Miner.
Era una mujer fornida, con un rostro agradable y el pelo rubio y ralo. Se situó
ante el atril.
El micrófono zumbó y chirrió mientras lo ajustaba; de pronto, el carraspeo de
la mujer retumbó en la sala.
—Buenas tardes a todos. Antes de pasar a las cuestiones del día,
abordaremos la información. La fiesta de Nochevieja en el Lodge empezará a las
nueve. La música en directo correrá a cargo de The Caribous. Pasaremos la gorra
para recaudar fondos para el espectáculo, de modo que no sean roñosos. A partir
del viernes, la escuela organiza una cena semanal en la que se servirá pasta; la
recaudación será para el equipamiento de nuestro equipo de hockey, que tiene
muchas posibilidades de convertirse en campeón regional. Debemos vestirlo como
es debido para que podamos sentirnos orgullosos de él. Empieza a las cinco y la
cena incluye, además del plato fuerte, una ensalada, un panecillo y un refresco.
Los adultos pagan seis dólares, los niños de entre seis y doce años, cuatro dólares.
Para los menores de seis es gratis.
Luego pasó a la sesión de cine en el ayuntamiento. Nate escuchaba a medias,
intentaba no pensar en que enseguida le tocaría el turno de ponerse ante el
micrófono.
Fue entonces cuando la vio entrar.
La parka roja y algo en la forma de moverse le dijeron que se trataba de la
mujer que había visto por la ventana la noche anterior. Se había quitado la
capucha pero llevaba un gorro negro.
Tenía una melena negra y lacia. El rostro destacaba por su palidez en
contraste con esos dos colores intensos; contra el negro del pelo, los pómulos se
veían más respingones. Incluso en la distancia Nate distinguió el azul de los ojos.
Un azul luminoso, glacial. Llevaba una mochila de lona al hombro, un pantalón
ancho, masculino, y unas botas negras llenas de rasponazos.
Los gélidos ojos azules se clavaron en los de él mientras avanzaba por el
pasillo central y se sentaba al lado de un hombre delgado que parecía autóctono.
No intercambiaron ni una palabra pero Nate habría jurado que entre ellos
había cierta sintonía, aunque no era íntima ni física. La muchacha se quitó la parka
mientras Deb pasaba del anuncio de la noche de cine al calendario de los partidos
de hockey.
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Bajo la parka apareció un jersey verde oliva. Y debajo de este, si Nate no se
equivocaba, se escondía un cuerpo fuerte y atlético.
Intentaba decidir si era guapa. Probablemente no: tenía las cejas demasiado
rectas, la nariz algo torcida, la boca desproporcionada.
Pero a pesar de que enumeraba mentalmente sus defectos, algo le revolvía
las entrañas. Interesante, fue todo lo que se le ocurrió. Llevaba unos meses
apartado de las mujeres, lo que, teniendo en cuenta su estado de ánimo, no había
sido ni mucho menos un problema. Pero aquella mujer distante estaba
despertando sus instintos.
La mujer abrió la mochila y sacó una bolsa de papel marrón. Nate se quedó
perplejo al ver que hundía la mano en ella y extraía un puñado de palomitas. Las
fue comiendo, invitando a su vecino, mientras Deb terminaba con las novedades
informativas.
Luego, Ed habló del funcionamiento municipal y de las acciones que se
habían emprendido; la recién llegada sacó de la mochila un termo plateado y en la
tapa se sirvió lo que parecía un café.
¿Quién demonios podía ser? ¿La hija del autóctono? Por la edad, tal vez, pero
no se veía ningún parecido.
No se inmutó ni parpadeó ante la insistente mirada de él; al contrario, siguió
comiendo palomitas y sorbiendo el café sin desviar la vista.
Los congregados aplaudieron cuando se anunció la intervención de Hopp.
Nate hizo un esfuerzo por centrarse en el estrado.
—No vamos a perder el tiempo con politiqueo. Hemos optado por la
autonomía porque nos interesa resolver nuestros propios asuntos siguiendo la
tradición de este ejemplar estado. Votamos la construcción de una comisaría de
policía y la creación de un departamento policial. Ha habido mucho debate, ha
sido reñido, pero también se ha demostrado el sentido común que tenían todos los
bandos. En definitiva se acordó traer a alguien de fuera, a una persona con
experiencia y sin vínculos en Lunacy. Pensamos que así conseguiríamos a alguien
justo, inteligente y capaz de aplicar la ley sin prejuicios y con equidad. Eso es lo
que ha demostrado hoy mismo el jefe Burke cuando ha esposado a Jim Mackie por
haberse peleado con su hermano en el Lodge.
Se oyeron risas, incluso los hermanos Mackie, con los rostros magullados,
sonrieron desde sus asientos.
—Y además nos ha multado —exclamó Jim.
—Lo que añade doscientos dólares a las arcas municipales. Si seguís así, en
poco tiempo habréis pagado el nuevo camión de bomberos. Ignatious Burke viene
de Baltimore, Maryland, donde sirvió en el departamento de policía de la ciudad
durante once años, ocho como inspector. Podemos considerarnos afortunados de
que alguien con el historial del jefe Burke cuide de nosotros, los ciudadanos de
Lunacy. Así que vamos a dar la bienvenida a nuestro jefe de policía.
Mientras el público aplaudía, Nate pensó: «¡La que me ha caído encima!». Se
puso de pie y se acercó al atril con la mente en blanco como una pizarra acabada
de borrar. Alguien entre el público gritó «cheechako».
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Siguieron unos murmullos, un hablar entre dientes y unas voces acaloradas
que empezaban una discusión. El revuelo que se había armado por su culpa
aplacó sus nervios.
—En efecto, soy un cheechako. Un forastero, que acaba de llegar de los estados
del sur.
Los murmullos cesaron mientras él miraba a los reunidos.
—Casi todo lo que sé sobre Alaska lo he sacado de una guía, de internet y de
alguna película. No conozco prácticamente nada de esta población, aparte de que
hace un frío de mil demonios, que los hermanos Mackie suelen pelearse y que el
paisaje es impresionante. Pero sí conozco el oficio de policía y por eso estoy aquí.
«Lo conocía —pensó—. Lo conocía.» Sus manos comenzaron a sudar.
Estaba convencido de que empezaría a tartamudear, pero su mirada
coincidió con los glaciales ojos azules de la mujer de rojo. Ella torció un poco los
labios y siguió mirándole mientras se disponía a tomar otro sorbo del plateado
tapón.
Sin darse cuenta, las palabras fluyeron. Tal vez le hablaba a ella.
—Es mi deber proteger y servir a esta comunidad, y eso es lo que voy a
hacer. Puede que les desagrade que venga alguien de fuera a decirles lo que no
pueden hacer, pero todos tendremos que acostumbrarnos. Yo haré lo que esté en
mi mano. Ustedes decidirán si les parece bien. De eso se trata.
Se oyeron unos aplausos, que poco a poco se convirtieron en una ovación.
Nate se dio cuenta de que sus ojos se habían clavado de nuevo en los de la mujer.
Su estómago subía y bajaba mientras aquellos labios desproporcionados se
ladeaban un poco formando una curiosa sonrisa.
Oyó que Hopp levantaba la sesión. Algunos se acercaron a hablar con él y
Nate perdió a la mujer. Cuando la localizó de nuevo vio la parca roja en la puerta
posterior.
—¿Quién es? —Se apartó un poco para tocar el brazo de Hopp—. La mujer
que ha llegado tarde... la de la parka roja, el pelo negro, y los ojos azules.
—Supongo que se refiere a Meg. Meg Galloway. La hija de Charlene.
Ella había querido verlo mejor, más de cerca que el día anterior, cuando lo
vio de pie en la ventana, con ese aire inquietante y amargado propio del
protagonista de alguna novela gótica.
Por un lado le parecía atractivo, pero visto de cerca decidió que su aspecto
era más triste que amargado.
Lástima. Amargado habría sido más su estilo.
Había salido airoso, eso tenía que reconocerlo. Pescó el insulto del inútil de
Bing al vuelo, respondió y una vez salvado el obstáculo siguió adelante.
Pensó que si la poli tenía que fisgonear por Lunacy podía haberles tocado
algo peor. Aunque a ella le importaba poco mientras no metieran la nariz en sus
cosas.
Ya que estaba en el centro, decidió aprovechar para hacer unos recados y
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cargar provisiones.
Vio el cartel de cerrado en La Tienda de la Esquina y soltó un suspiro. Sacó el
llavero que llevaba en la mochila; buscó la llave con las letras «TE» y la utilizó
para entrar.
Cogió un par de cajas y empezó a recorrer los pasillos. Cereales, pasta,
huevos, latas, papel higiénico, harina, azúcar. Dejó una de las cajas sobre el
mostrador y llenó la segunda.
Estaba colocando encima un saco de veinticinco kilos de comida para perro
cuando se abrió la puerta y entró Nate.
—Está cerrado —dijo con un resoplido, dejando el saco de pienso.
—Eso veo.
—Pues si lo ve, ¿qué hace aquí?
—Curioso. Iba a preguntarle lo mismo.
—Necesitaba provisiones.
Pasó al otro lado del mostrador para coger una caja de munición, que añadió
a la carga.
—Lo imagino, pero coger provisiones de una tienda cerrada se llama hurto.
—Eso dicen. —Sacó un libro de registro de debajo del mostrador y empezó a
pasar páginas—. Y supongo que en los estados del sur de Alaska detienen a
quienes lo hacen.
—Normalmente sí.
—¿Y usted pretende aplicar esta política en Lunacy?
—Es lo que hago normalmente.
Ella soltó una carcajada —como la sirena de Hopp, la de la niebla—, cogió un
bolígrafo y empezó a anotar en el libro.
—Espere un momento. Termino con esto y luego me detiene. Con la mía
serán tres detenciones hoy. Todo un récord.
Nate se apoyó en el mostrador y se fijó en que estaba apuntando todo lo que
había colocado en las cajas.
—Perdería el tiempo.
—Sí, pero aquí nos sobra. ¡Mierda, olvidaba el Murphy's! ¿Le importa
pasármelo? El jabón líquido, está ahí.
—¡Cómo no! —Se acercó a los estantes y cogió una de las botellas—. Anoche
la vi por la ventana.
Ella anotó el Murphy's.
—Yo también le vi.
—Es usted piloto.
—Soy muchísimas cosas más. —Levantó la vista hacia él—. Esa es solo una
de ellas.
—¿Qué más es?
—Un poli de una gran metrópoli tendría que descubrirlo rápidamente.
—Tengo más pistas. Cocina. Tiene un perro. Probablemente más de uno, y de
un tamaño considerable. Le gusta disponer de su propio espacio. Es honrada, al
menos cuando le conviene. Le gusta el café solo y las palomitas con mucha
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mantequilla.
—Solo ha rascado la superficie. —Tamborileó con el bolígrafo en el libro —.
¿Quiere rascar un poco más, jefe Burke?
«Sin rodeos», pensó él. No le quedaba otro remedio. Por tanto, respondería
sin rodeos.
—Me lo estaba planteando.
Ella sonrió como había hecho en el pleno, torciendo la comisura derecha.
—¿Ya le ha atacado Charlene?
—¿Disculpe?
—Me preguntaba si anoche Charlene le dio su especial bienvenida a Lunacy.
Nate no sabía qué le molestaba más, la pregunta o la frialdad con que lo
miraba mientras la formulaba.
—No.
—¿No es su tipo?
—No exactamente. Y me siento bastante incómodo hablando así de su
madre.
—¡Vaya sensibilidad! No se preocupe. Todo el mundo sabe que a Charlene le
encanta hacer traquetear la cabecera de la cama con cada hombre de buen ver que
aparece por aquí. El caso es que yo procuro apartarme de sus sobras. Pero dadas
las circunstancias, por el momento puedo permitirle que rasque un poco más.
Cerró el libro.
—¿Me echa una mano para cargar todo esto en la camioneta?
—Cómo no. Aunque creía que había venido volando.
—Pues sí. Hemos intercambiado el medio de transporte con un colega.
—¡Ah!
Se cargó el pienso en el hombro.
Meg había aparcado fuera una gran furgoneta roja en la que había un toldo
impermeable, un equipo de camping, raquetas de nieve y un par de bombonas de
butano. En la cabina llevaba una escopeta y un rifle.
—¿Caza usted? —le preguntó él.
—Depende. —Cerró la tapa del vehículo y le miró con una risita—. ¿Qué
demonios hace usted aquí, jefe Burke?
—Nate. Se lo diré en cuanto lo sepa.
—Me parece muy bien. Tal vez nos veamos en Nochevieja. Podemos probar
qué tal se nos da el alterne.
Se metió en la cabina y puso el motor en marcha. Sonó Aerosmith a todo
volumen y ella aceleró. Se dirigió hacia el oeste, donde el sol ya se escondía detrás
de las cumbres, iluminándolas con un tono dorado encendido, mientras el
crepúsculo suavizaba la luz.
Eran las tres y cuarto de la tarde.
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Capítulo 4
Anotación en un diario
14 de febrero de 1988
Puto frío. Tengo que dejar de hablar de él porque si no me volveré loco, pero
sí escribiré sobre él. Así podré recordarlo otro día —pongamos en julio, sentado
ante una cerveza, embadurnado de repelente, pegando manotazos a unos
mosquitos del tamaño de un gorrión— y mirar fijamente a los ojos a este maldito
monte blanco.
Entonces sabré que estuve aquí, que lo conseguí. Y la cerveza sabrá mucho
mejor.
Pero estamos en febrero, y julio queda a un siglo. La puñetera rasca es la que
manda.
El viento hace que la temperatura baje hasta los treinta y los cuarenta bajo
cero. Cuando el mercurio está tan abajo ya no importan unos grados más o menos.
El frío ha roto una de las linternas y ha atascado la cremallera de mi parka.
Puesto que la noche dura dieciséis horas, montamos y desmontamos el
campamento a oscuras. Mear es un ejercicio agotador, un suplicio. A pesar de
todo, en general mantenemos el ánimo.
Es una experiencia difícil de contar. Cuando el frío es como cristales rotos
que te van segando el cuello, tienes la conciencia de estar vivo de una forma que
solo se experimenta en la montaña. Cuando te arriesgas a salir un instante del
refugio y ves la aurora boreal tan luminosa, tan eléctrica que casi crees que
estirando el brazo conseguirías coger esa luz verde y reluciente y atraerla hacia ti
para cargar las pilas, te das cuenta de que no te apetece estar en ningún otro lugar.
Avanzamos lentamente, aunque sin abandonar el objetivo: llegar a la
cumbre. La nieve del alud frenó nuestra marcha. Me pregunté cuánta gente habría
acampado aquí, bajo lo que ahora se ve sepultado, y cuánto tardará la montaña en
mover, sacudir y enterrar la cueva de nieve que tanto nos ha costado abrir en ella.
Hemos tenido una corta pero acalorada discusión sobre cómo sortear la nieve
del alud. He tomado la delantera. Hemos tardado una eternidad en conseguir
esquivar y superar los obstáculos, pero no podía hacerse más deprisa, piensen lo
que piensen los demás. Nos encontramos en una zona peligrosa, denominada Paso
de las arenas movedizas precisamente porque el glaciar se desplaza bajo tus pies.
No lo ves, no puedes tocarlo, pero se mueve y se desliza por debajo. Y puede
absorberte, pues bajo ese manto blanco hay grietas al acecho que pueden
convertirse en tu ataúd.
Hemos seguido el ascenso hacia la Cordillera solitaria, al repique de los
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piolets y con el hielo pegado a las pestañas; después de dar la vuelta a la
Chimenea de Satanás, hemos almorzado sobre una blanca colcha de nieve
inmaculada.
El sol era una bola de hielo dorado.
Me he aventurado a tomar unas fotos, a pesar del miedo a que el frío
rompiera la cámara.
La escalada de después de la comida se ha caracterizado por la falta de
habilidad y un exceso de pasión. Tal vez fueran las anfetas del postre, pero la
hemos emprendido a patadas y a insultos contra la montaña y entre nosotros.
Nuestros pies han aporreado la nieve durante horas, o eso nos ha parecido, y poco
a poco la dorada bola ha empezado a hundirse, a adquirir un tono anaranjado
feroz y violento que ha incendiado la nieve. Luego nos ha dejado en la asesina
oscuridad.
Hemos utilizado los focos que llevábamos en la frente para cortar un saliente
en el hielo que protegiera la tienda. Acampamos ahí; escuchamos el rumor del
viento como quien oye las olas en una tormenta de noche, aliviamos el cansancio
con maría de la mejor calidad y recordamos los logros del día.
Nos hemos puesto unos a otros nombres de La guerra de las galaxias. Ahora
somos Han, Luke y Darth. Yo soy Luke. Nos divertimos imaginando que estamos
en Toth, el planeta de hielo, en una misión destinada a destruir un bastión del
Imperio. Por supuesto, esto significa tener a Darth en contra, pero también le
añade emoción.
Cada loco con su tema.
Hoy hemos avanzado mucho pero estamos cada vez más alterados. Me he
sentido bien al ir hundiendo el piolet en la barriga del Sin Nombre, avanzando
lentamente por él. Ha habido gritos e insultos, al principio para animar y luego
más subidos de tono, cuando ha empezado a caer una lluvia de pedazos de hielo.
A Darth le han dado unos cuantos de lleno, y se ha pasado una hora
maldiciéndome.
Por un momento he creído que iba a perder el control y que magullaría mi
cara como yo había hecho con la suya. Aún ahora noto que sigue dándole vueltas
al asunto, fulminándome con la mirada que me clava en la nuca mientras los
ronquidos de Han casi resuenan más que el viento.
Lo superará. Somos un equipo y cada uno de nosotros tiene la vida de los
demás en sus manos. De modo que se le pasará en cuanto empecemos a escalar
otra vez.
Quizá deberíamos disminuir la cantidad de anfetas, aunque un par de
pastillas te dan un punto y te ayudan a vencer el frío y el cansancio.
No hay nada en el mundo como esto. El brillo cegador de la nieve, el sonido
del piolet golpeando el hielo o crujiendo en la nieve, el roce de los crampones en la
roca, la maravilla de la caída libre de la cuerda, contemplar el hielo inflamado en
la puesta de sol.
Incluso ahora, acurrucado en la tienda, mientras escribo esto, a pesar de que
mis tripas se agitan tras el guiso liofilizado de la cena, me duele todo el cuerpo por
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culpa de los excesos, y el miedo a la congelación y la muerte me corroe el fondo
del cerebro, por nada del mundo desearía estar en otro lugar.
A las siete, Nate decidió que podía dar por finalizada la jornada. Llevaba
encima un radioteléfono. Si alguien llamaba a la comisaría a partir de entonces, la
llamada se desviaría a este. Habría preferido cenar en su habitación solo,
tranquilo, así podría desatascar el cerebro de todo lo que lo había bloqueado
durante el día. Además, le gustaba estar solo.
Pero en aquel pueblo no iría a ninguna parte si se aislaba, por tanto se metió
en uno de los compartimientos del Lodge.
Oía los chasquidos de las bolas de billar y la voz plañidera de la música
country en la máquina de discos de la sala contigua. En la barra, unos cuantos
hombres sentados en taburetes tomaban cerveza mientras veían un partido de
hockey en la tele. El comedor estaba ya medio lleno; una camarera a la que aún no
conocía servía y retiraba platos.
El hombre al que Hopp le había presentado como «el profesor» se estaba
acercando al compartimiento de Nate.
Llevaba la misma chaqueta de cheviot y el Ulises en el bolsillo y sostenía una
jarra de cerveza en la mano.
—¿Le importa que me siente?
—Adelante.
—John Malmont. Si tiene sed, ahorrará tiempo yendo a la barra. Si lo que
quiere es comer, en un momento aparecerá Cissy.
—Pensaba comer algo, pero no tengo prisa. Hay mucho movimiento a esta
hora. ¿Es lo normal?
—Solo hay dos sitios en los que se encuentra comida caliente sin tener que
preparársela uno mismo. Y únicamente en uno se sirve alcohol.
—Eso lo explica todo.
—Los habitantes de Lunacy son bastante sociables, al menos entre ellos.
Además es época de vacaciones, razón de más para llenar las mesas. El fletán de
esta noche está muy rico.
—¿De veras? —Nate cogió la carta—. ¿Hace mucho que vive aquí?
—Dieciséis años. Soy de Pittsburgh —dijo el profesor, adelantándose a la
pregunta—. Daba clases en la Carnegie Mellon.
—¿De qué?
—Literatura inglesa para jóvenes ambiciosos. La mayoría de ellos
disfrutaban con la autosuficiencia que les proporcionaba el minucioso análisis y la
crítica de los autores blancos de otra época que estudiaban en nuestra facultad.
—¿Y ahora?
—Ahora doy clases de literatura y redacción a adolescentes aburridos,
muchachos que prefieren manosearse entre ellos a explorar las maravillas de la
palabra escrita.
—Hola, profesor.
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—Cissy, el jefe Burke. Cecilia Fisher.
—Encantado, Cissy.
Era una muchacha delgada como un palo de escoba, tenía el pelo corto, de
punta, en distintos tonos de rojo, y llevaba un aro de plata en la ceja izquierda.
Le dedicó una alegre sonrisa.
—Lo mismo digo. ¿Qué le sirvo?
—Tomaré fletán. Dicen que está muy bueno.
—Es cierto. —Empezó a tomar nota—. ¿Cómo lo quiere?
—¿A la plancha?
—Muy bien. Se sirve con ensalada, usted escoge la salsa. La de la casa está
muy rica. La prepara Mike.
—Pues la de la casa.
—¿De acompañamiento, patatas al horno, puré, patatas fritas o arroz
integral?
—Arroz.
—¿Algo para beber?
—Un café, por favor.
—Enseguida se lo sirvo.
—Una chica muy maja —comentó John limpiándose las gafas con un
pañuelo blanquísimo—. Apareció por aquí hace un par de años con un grupo que
hacía escalada. El chico que iba con ella la maltrataba y al final la dejó aquí con lo
puesto. No tenía ni dinero para volver a casa, pero además dijo que no le apetecía
regresar. Charlene le ofreció una habitación y trabajo. —Tomó un trago de
cerveza—. El muchacho volvió a por ella al cabo de una semana. Y Charlene lo
echó.
—¿Charlene?
—Guarda una escopeta en la cocina. Tras verla, el chico decidió marcharse
sin Cissy.
John volvió la cabeza y la expresión divertida de sus ojos se tornó nostálgica,
aunque solo por un instante.
Nate vio la causa de ese cambio; en aquellos momentos cruzaba el comedor
con una cafetera en la mano.
—¡Qué veo! Los dos hombres más atractivos de Lunacy compartiendo mesa.
—Charlene sirvió café a Nate y luego se deslizó en el banco, acercándose mucho a
él—. ¿Y de qué pueden estar hablando?
—De una mujer atractiva, naturalmente —John cogió la jarra—. Que
aproveche, jefe.
—Y pues... —Charlene inclinó el cuerpo de forma que su pecho rozara el
brazo de Nate—. ¿De qué mujer podría tratarse?
—John me contaba cómo Cissy acabó trabajando para usted.
—¿Ah? —Pasó la lengua por su labio inferior, al que acababa de aplicar
carmín—. De modo que le ha echado el ojo a mi camarera, Nate...
—Solo para que me sirva antes la cena. —Se sentía incapaz de escabullirse de
aquello sin parecer o sentirse estúpido. No podía moverse sin topar con alguna
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parte de aquel cuerpo—. ¿Los hermanos Mackie le han pagado ya los daños y
perjuicios?
—Pasaron hace una hora más o menos y lo solucionaron. Quería agradecerle
que se haya ocupado de mí, Nate. Me siento segura al pensar que con una simple
llamada usted puede socorrerme.
—Creo que teniendo en la cocina una escopeta ya debe de sentirse bastante
segura.
—Bueno... —Inclinó la cabeza sonriendo—. En realidad es para impresionar.
—Se acercó un poco más a él; se habría dicho que su perfume de «sígueme» salía
del escote—. Es duro ser una mujer sola en un lugar como este. Las largas noches
de invierno... son muy frías. Y muy solitarias. Me gusta saber que un hombre
como usted duerme bajo el mismo techo. Tal vez podríamos hacernos compañía
más tarde.
—Charlene. Desde luego es toda una oferta. —La mano de ella se deslizó por
el muslo de Nate. Él se la agarró y la colocó encima de la mesa, a pesar de que se
estaba excitando—. Vamos a detenernos un minuto.
—Yo me detendría bastante más de un minuto.
—¡Ja, ja! —Si seguía restregando aquel cuerpo contra el suyo, recordándole el
tiempo que llevaba abstinente, no podría permanecer así ni siquiera esos sesenta
segundos—. Usted me gusta, Charlene, contemplarla es un regalo, pero no creo
que sea lo más acertado que los dos... nos hiciéramos compañía. Aún ando a
tientas por aquí.
—Y yo. —Enroscó un mechón de pelo con el dedo—. Si se siente inquieto
esta noche, llámeme. Yo le enseñaré qué significa alojarse en un establecimiento a
pensión completa.
No apartó de él sus azules ojos mientras salía del compartimiento
contoneándose, y tras haberle pasado de nuevo la mano insinuantemente por el
muslo. Nate esperó a que cruzara el comedor con su movimiento de caderas para
soltar un silbido ahogado.
No durmió bien. El equipo de dobles madre-hija lo mantuvo inquieto y
desasosegado. Por otro lado, la oscuridad era infinita y total. Una oscuridad
primitiva que impulsaba al hombre a meterse en una cálida cueva... al lado de una
cálida mujer.
Tuvo la luz encendida hasta muy tarde, leyó de cabo a rabo las ordenanzas
municipales, reflexionó sobre ellas y finalmente se durmió hasta que sonó el
despertador.
Empezó el día como el anterior, desayunando con Jess.
Deseaba coger un hábito. Más que eso, ansiaba meterse en una rutina en la
que no tuviera que pensar, un surco en el que pudiera hundirse hasta no ver qué
había más allá. Allí podría seguir la costumbre, solucionar disputas sin
importancia, pasar los días viendo las mismas caras, oyendo las mismas voces,
repitiendo las mismas tareas.
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Allí podía convertirse en el hámster en la rueda. Y tal vez el frío evitaría que
se descompusiera. Así nadie sabría que estaba muerto.
Le gustaba permanecer horas en su despacho atendiendo junto a Otto y Peter
las llamadas que iban llegando. Cada vez que salía se llevaba a uno de sus
ayudantes, así él podía quedarse detrás y ver cómo marcaba el ritmo.
En realidad, ellos eran quienes se ocupaban de todo. Peter tenía veintitrés
años, había pasado toda su vida allí y al parecer conocía a todo el mundo.
Además, daba la impresión de que caía bien a todos.
Otto, cabo primero de marines retirado, había ido a Alaska a cazar y pescar.
Dieciocho años atrás, después de su primer divorcio, decidió quedarse a vivir allí.
Tenía tres hijos y cuatro nietos en los estados del sur de Alaska. Se casó de nuevo
—con cierta rubia con más pecho que seso, según Peach— y se volvió a divorciar a
los dos años.
Él y Bing creían que estaban capacitados para ocupar el cargo que ejercía
ahora Nate. De todas formas, mientras a Bing le molestó muchísimo la decisión
municipal de contratar a alguien de fuera, Otto, quizá más acostumbrado a recibir
órdenes, aceptó el puesto de ayudante.
En cuanto a Peach, su principal fuente de información, llevaba más de treinta
años en Alaska, desde que se fugó de Macon con un muchacho al que llevó a Sitka.
Murió, el pobre; desapareció en el mar mientras pescaba en una barca de arrastre
seis meses después de la fuga.
Peach se casó de nuevo y su marido número dos, un fornido y apuesto oso
pardo, se la llevó a vivir al monte, desde donde ambos hacían de vez en cuando
alguna incursión a la entonces incipiente Lunacy.
Después de que se le muriera también este, cuando quiso cruzar el lago y se
quedó congelado antes de llegar a la cabaña donde vivían, hizo las maletas y se
trasladó a Lunacy.
Volvió a casarse, pero esta vez fue un error y tuvo que pegarle una patada en
el culo a aquel borracho y aventurero y mandarlo de vuelta a Dakota del Norte, de
donde había venido.
Tenía en mente conseguir el marido número cuatro, si aparecía el candidato
adecuado.
Peach contaba a Nate todos los chismes. A Ed Woolcott le encantaría ponerse
al frente de la alcaldía, pero tenía que esperar a que Hopp decidiera dejarlo. Su
mujer, Arlene, era muy estirada, aunque eso no sorprendía a nadie, pues venía de
una familia pudiente.
Al igual que Peter, Bing, que era hijo de padre ruso y madre noruega, llevaba
toda la vida en Lunacy. Su madre había huido hasta allí en el setenta y cuatro con
un pianista, cuando Bing contaba trece años. Su padre, un tipo capaz de tomar
más de media botella de vodka de una sentada, volvió a Rusia unos doce años
después y se llevó con él a Nadia, la hermana pequeña de Bing. Se rumoreaba que
estaba embarazada y que el padre del bebé podría ser un hombre casado.
El marido de Rose, David, trabajaba de guía y era un gran profesional; en sus
horas libres también realizaba otras tareas.
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Harry y Deb tenían un hijo y una hija —el niño les creaba bastantes
problemas— y ella era quien llevaba la batuta.
Y había más. Peach siempre tenía más. Nate pensó que en una semana, quizá
dos, estaría al corriente de todo lo que necesitaba saber de Lunacy y sus
habitantes. Entonces su trabajo entraría en otra rutina, la de hundirse
cómodamente en el surco.
Sin embargo, cada vez que estaba frente a la ventana y veía cómo salía el sol
por detrás de las montañas y les daba aquel lustre dorado notaba que algo hervía
en su interior. Una chispa que le indicaba que aún quedaba vida en él.
Por temor a que la chispa prendiera, daba media vuelta para ver solo la
pared blanca.
En su tercer día, Nate tuvo que encargarse de un accidente de circulación en
el que estaban implicados una furgoneta, un todoterreno y un alce. Este fue el que
salió mejor parado, puesto que se quedó a unos cincuenta metros de la chatarra
observando el espectáculo.
Dado que era la primera vez que Nate veía un alce al natural —mayor y más
feo de lo que había imaginado— se interesó más por el animal que por los dos
hombres que seguían peleándose y echándose la culpa.
Eran las ocho y veinte de la mañana y la carretera, que en el pueblo llamaban
Camino del lago, estaba negra como boca de lobo.
El teniente de alcalde y un guía alpino llamado Hawley se habían dado de
narices: el Ford Explorer cayó en una zanja y se quedó hundido en la nieve con el
capó arrugado como un acordeón, y la furgoneta Chevrolet se quedó tumbada de
lado como si hubiera decidido echarse una siesta.
Los dos hombres tenían sangre en la cara y los ojos desorbitados.
—¡Tranquilos! —Nate enfocó deliberadamente la linterna primero en los ojos
de uno y luego en los del otro. Vio que a los dos les harían falta unos puntos de
sutura—. ¡Tranquilos, he dicho! Lo solucionaremos en un momento. ¿Otto?
¿Alguien de por aquí tiene una grúa?
—Bing tiene una. Es quien suele ocuparse de estas cosas.
—Pues llámele. Que venga a remolcar los dos vehículos. Hay que sacarlos de
aquí enseguida. Son un peligro. Y ahora...
Se volvió hacia los dos hombres.
—¿Quién de ustedes puede contarme con tranquilidad y coherencia qué ha
ocurrido?
Pareció que ambos se disponían a iniciar el relato, pero cuando notó que el
aliento de Hawley olía a whisky, levantó la mano y señaló a Ed Woolcott.
—Empiece usted.
—Me dirigía hacia el trabajo conduciendo despacio, con moderación...
—¡Y un huevo! —saltó Hawley.
—Ya le tocará el turno luego. ¿Señor Woolcott?
—He visto unos faros que se acercaban a una velocidad realmente peligrosa.
Hawley abrió de nuevo la boca, pero Nate cruzó su dedo en ella.
—De pronto ha aparecido un alce como caído del cielo. He reducido la
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marcha y he dado un viraje brusco para evitar el choque, y de repente me he
encontrado el cacharro ese encima. Yo he intentado salir del camino, pero él...
duro contra mí. Me ha echado de la carretera y me ha destrozado el coche. ¡Un
coche que tiene solo seis meses! Conducía temerariamente y había bebido.
Con un súbito gesto de asentimiento, Ed cruzó los brazos y frunció el ceño.
—Está bien.
—Bing viene para acá —dijo Otto.
—Perfecto. Señor Woolcott, ¿por qué no se acerca y hace su declaración a
Otto? Hawley. —Este volvió la cabeza, se acercó a la furgoneta y se quedó allí
intercambiando torvas miradas con el alce—. ¿Ha bebido usted?
Hawley debía de medir metro setenta y cinco y llevaba barba de un tono
castaño claro. La sangre que tenía junto al corte qué se había hecho en la
mandíbula se había helado.
—Pues sí, he tomado un par de tragos.
—Aún no son las nueve de la mañana.
—¡Al carajo! He estado pescando en el hielo. Y no me paso el día mirando el
puto reloj. Llevo buen pescado en el refrigerador de la camioneta. Iba a casa a
dejarlo, a comer algo y a acostarme. Y resulta que el banquero ve un puñetero alce
en el camino, hace una maniobra y pierde el control. Empieza a girar como una
peonza, el alce, ni caso, estos animales son tontos, y yo tengo que pegar un golpe
de volante. He derrapado un poco y Woolcott se ha abalanzado contra mí en uno
de sus giros. Hemos topado y aquí estamos.
Había pasado mucho tiempo desde que Nate estuvo en Tráfico, aparte de
que nunca le había tocado reconstruir un accidente a oscuras, en la nieve y a veinte
bajo cero. Pero cuando enfocó el camino con la linterna y observó las rodadas, vio
que la versión de Hawley se acercaba más a la realidad.
—El caso es que usted ha bebido. Tendremos que hacerle la prueba. ¿Tiene el
vehículo asegurado?
—Sí, pero...
—Ya lo arreglaremos —dijo Nate—. Ahora vamos a protegernos del frío.
Nate volvió al pueblo con Hawley y Ed sentados en silencio en la parte
trasera del coche. Se detuvo ante el ambulatorio, dejó a los dos hombres con Otto
mientras los curaban y volvió a la comisaría a buscar el alcoholímetro.
Aprovechó que estaba allí para consultar el historial de tráfico de los dos.
Reflexionó sobre el caso de camino al ambulatorio.
Había un par de personas en la sala de espera. Una joven con un bebé
dormido y un hombre mayor con un mono de trabajo marrón, manchado, que
mordisqueaba una pipa.
Tras el mostrador, una mujer sentada en una silla. Leía una novela de bolsillo
en cuya portada se veía a una pareja medio desnuda que se abrazaba con pasión.
En cuanto entró Nate, levantó la vista.
—¿Jefe Burke?
—El mismo.
—Me llamo Joanna. El doctor ha dicho que podía entrar si quería. Está
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examinando a Hawley en el compartimiento uno. En el dos, Nita está poniéndole
unos puntos a Ed.
—¿Y Otto?
—En el despacho. Quería comprobar lo de la grúa.
—Iré a ver a Hawley. ¿Por dónde?
—Yo se lo muestro. —Puso un papel de plata como señal en el libro, se
levantó y acompañó a Nate hasta la puerta de la derecha—. Están aquí dentro. —
Hizo un gesto y luego llamó a la puerta—. ¿Doctor? El jefe Burke está aquí.
—Que pase.
Era un consultorio estándar: con una mesa, un pequeño lavabo, y una silla
giratoria. El médico, que llevaba una camisa de franela abierta que dejaba ver una
camiseta térmica, levantó la vista del corte de encima del ojo de Hawley.
Era joven, unos treinta y cinco años, esbelto, parecía en forma, tenía una
barba rubia y una mata de pelo rizado del mismo tono. Unas pequeñas gafas
redondas con montura metálica dejaban ver sus ojos verdes.
—Ken Darby —dijo—. Le daría la mano pero las tengo ocupadas.
—Encantado. ¿Cómo está el paciente?
—Cortes y magulladuras. ¡Menuda suerte ha tenido, Hawley!
—A ver si dice lo mismo cuando vea mi camioneta... ¡La madre que parió a
Ed! Conduce como una vieja de ochenta años que ha perdido las bifocales.
—Tendrá que soplar.
Hawley miró el alcoholímetro con recelo.
—No estoy borracho.
—Entonces no habrá problema, ¿verdad?
Hawley refunfuñó pero obedeció; mientras, Ken le colocaba un vendaje sobre
el corte.
—Bien, Hawley, está realmente en el límite. Lo que me obligará a decidir si
imputarle un delito de conducción bajo los efectos del alcohol.
—¡No fastidie!
—Pero, ya que está en el límite y no hay signos de que se encuentre
particularmente bajo los citados efectos, me inclinaré por un apercibimiento. La
próxima vez que vaya usted a pescar y tome un par de copas, no se ponga al
volante.
—Ahora ya no tengo un puñetero volante al que ponerme.
—Y ya que no puedo sancionar al alce, su compañía de seguros tendrá que
arreglárselas con Ed. Tiene usted acumuladas unas cuantas multas por exceso de
velocidad, Hawley.
—Trampas para multar por exceso de velocidad. ¡Los cabrones de
Anchorage!
—Tal vez. En cuanto vuelva a tener un volante, mantenga la velocidad en los
límites establecidos, y cuando haya bebido busque un chófer. Así todo funcionará
a las mil maravillas. ¿Necesita que le acompañen a casa?
Hawley se rascó el cuello mientras Ken le curaba un rasguño de la frente.
—Supongo. Tendré que echar un vistazo a la camioneta y hablar con Bing.
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—Pase por la comisaría cuando haya terminado. Le acompañaremos a casa.
—No esperaba menos.
Ed no quedó tan contento con la decisión. Estaba sentado en una camilla, con
las marcas del airbag en las mejillas y el labio hinchado de habérselo mordido en
el momento del impacto.
—Había bebido.
—Estaba justo por debajo del límite legal. La cuestión es que el culpable es el
alce pero no puedo poner una multa a la fauna autóctona, traería mala suerte. Dos
vehículos topan con un alce en la carretera. Ambos están asegurados, y supongo
que no puede decirse lo mismo del alce. Ninguno de los conductores ha resultado
herido de consideración. Al final ambos han tenido suerte.
—Yo no diría que acabar con mi coche nuevo en una zanja y la cara medio
aplastada por el airbag es tener suerte, jefe Burke.
—Según como se mire.
Ed se puso de pie y levantó la barbilla.
—¿Así es como aplicará usted la ley en Lunacy?
—Más o menos.
—Creo que le estamos pagando para que caliente una silla en su despacho.
—De momento he tenido que calentar el asiento de mi vehículo para echar
un vistazo a los destrozos.
—No me gusta su actitud. Puede estar seguro de que hablaré de este
incidente y de su comportamiento con la alcaldesa.
—Muy bien. ¿Necesita que le lleven a casa o al banco?
—Puedo llegar donde quiera por mi propio pie.
—Si es así, adelante.
Se encontró con Otto frente a la consulta. El único indicio de que había oído
la conversación fue un levantamiento de cejas. Pero cuando salieron los dos del
ambulatorio carraspeó un poco.
—Parece que no se han hecho muy amigos, ¿verdad?
—Yo que pensaba que le trataba con amabilidad... —Nate se encogió de
hombros—. Aunque no puede esperarse que un hombre esté rebosante de alegría
cuando le han destrozado el coche y lleva unos cuantos puntos en la cara.
—Supongo. Ed es un poco fanfarrón y le gusta mandar. Es uno de los
hombres más ricos del condado y quiere hacerlo valer.
—Es bueno saberlo.
—Hawley es legal. Es una buena persona; vive en el monte y es un experto
en escalada. Es lo suficientemente pintoresco para agradar a los turistas que
deciden hacer escalada, y normalmente no se mete con nadie. Bebe, pero no se
emborracha. ¿Mi opinión? Ha sido usted imparcial.
—Eso es lo que cuenta. Se lo agradezco. ¿Hará el informe por mí, Otto? Creo
que voy a ver cómo está el asunto de la grúa.
Lo de volver al lugar del accidente era una excusa, pero nadie tenía por qué
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saberlo.
Encontró a Bing con un retaco de hombre muy curtido por los años;
intentaban sacar el todoterreno de la zanja. Tenía el deber de detenerse, salir del
vehículo y acercarse a ellos para preguntarles si necesitaban algo.
—Sabemos lo que hacemos. —Bing echó una palada de nieve sobre las botas
de Nate.
—Si es así, les dejaré que sigan.
—Gilipollas —murmuró Bing entre dientes mientras Nate volvía a su coche.
Nate se volvió y reflexionó un instante.
—¿Gilipollas es mejor o peor que cheechako?
El hombre bajito soltó una carcajada, y no acabó de hundir toda la pala en la
nieve; se apoyó en ella mientras Bing miraba fijamente a Nate.
—Tanto monta.
—Es bueno saberlo.
Nate se metió en el coche mientras Bing lo miraba con sorna.
Siguió el camino que bordeaba la pronunciada curva del lago, alejándose de
la población.
Meg vivía por allí, según había comprobado, y al divisar su avión en la
helada superficie vio que no se había equivocado.
Se metió en lo que parecía un camino abierto entre los árboles y avanzó
dando tumbos hacia una casa.
No sabía qué esperaba de aquel lugar, pero seguro que aquello no. Que
estuviera aislado no era una sorpresa, como tampoco lo era la impresionante
panorámica que se tenía desde todos los ángulos. Aquello no le chocaba. Pero sí la
casa, muy bonita, una especie de cabaña muy cuidada. Era de madera y cristal,
con porches cubiertos y unas contraventanas de un rojo deslumbrante que
cerraban las vidrieras.
Habían abierto un caminito en la nieve desde la pista hasta el porche.
También vio huellas de pasos entre la casa y los cobertizos exteriores. Uno de
ellos, a medio camino entre el extremo del bosque y la casa, estaba construido
sobre pilotes.
En el porche había una montaña de troncos perfectamente amontonados.
Salía el sol en todo su esplendor, y un sobrecogedor amanecer iluminaba
toda la panorámica. El humo de tres chimeneas de piedra ascendía hacia un cielo
cada vez más claro.
Fascinado, paró el motor.
Entonces oyó la música.
Lo llenaba todo. Una voz femenina potente y dulce se enroscaba en la música
de cuerda y flauta y el sol naciente la elevaba hacia el blanco infinito.
Se alzó por encima de él cuando salió del vehículo y le pareció que venía del
aire, de la tierra o del cielo.
Entonces la vio; el vivo rojo de su parka avanzando sobre el blanco,
alejándose del helado lago con dos perros que trotaban a su lado.
No la llamó, no sabía si le saldría la voz. Aquello era una foto y mentalmente
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abrió el obturador: una mujer con el pelo oscuro vestida de rojo caminando por el
prístino blanco con dos perros flanqueándola y el esplendor de las montañas por
la mañana como telón de fondo.
Fueron los perros los que primero lo vieron u olfatearon. Los ladridos
rasgaron el aire, surcaron la música que planeaba. Se abalanzaron hacia él como
dos borrosas balas grises.
Se planteó meterse de nuevo en el jeep, pero entonces se preguntó si aquello
no consolidaría su fama de cheechako gilipollas.
Siempre cabía la posibilidad de que la prenda que lo cubría fuera lo
suficientemente gruesa para protegerle de los dientes caninos si llegaba el caso.
Se mantuvo donde estaba repitiendo mentalmente «perros buenos, perros
bonitos» una y otra vez, como un mantra.
Se preparó para una embestida; solo esperaba que no se lanzaran a su
garganta. Los dos perros levantaron nieve al correr y cuando llegaron a un par de
palmos de donde estaba él se detuvieron, agitando el cuerpo, mostrando los
dientes. En guardia. Ambos tenían los ojos azules, de un azul de cristal de hielo,
como los de su dueña.
El aliento de Nate salió formando una nube de vapor en el aire.
—Vaya, vaya —murmuró—. Qué par de preciosidades.
—¡Rock! ¡Bull! —gritó Meg—. Amigo.
Los perros se tranquilizaron inmediatamente y se acercaron a olisquearlo.
—¿Me arrancarán la mano de cuajo si me atrevo a tocarlos? —preguntó él.
—Ahora no.
Tomándolo como un dogma de fe, pasó la mano cubierta con el guante por la
cabeza de los dos perros. Al ver que parecían disfrutar con las caricias, se agachó y
restregó sus lomos mientras se apretaban contra él.
—¡Los tiene bien puestos, Burke!
—Precisamente estaba rezando para que no fuera la parte que se zamparan.
¿Son perros de trineo?
—No. —Meg tenía las mejillas sonrosadas por el frío—. No llevo trineos,
pero son de pura raza. Ahora se pegan la gran vida aquí, conmigo.
—Tienen sus ojos.
—Tal vez fui husky en una vida anterior. ¿Qué hace usted aquí, tan lejos?
—Pues... ¿qué música es esta?
—Loreena McKennit. ¿Le gusta?
—Extraordinaria. Es como... Dios.
Meg se echó a reír.
—Es el primer hombre que conozco que admite que Dios es una mujer.
¿Dando una vuelta en día de fiesta?
Nate se sorprendió.
—¿Día de fiesta?
—Hoy es Nochevieja.
—Ah, no. Ha habido un pequeño accidente de circulación en el camino del
lago. Estaba buscando a un testigo. Tal vez lo haya visto usted. Un tipo grandote,
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con cuatro patas y un curioso sombrero. —Con los dedos indicó la cornamenta.
«Un encanto de hombre —pensó ella—. Pero ¿por qué pones esos ojos tan
tristes cuando sonríes?»
—La verdad es que he visto por ahí a algunos que responden a esta
descripción.
—Si es así, tendré que tomarle declaración.
—Me gustaría, pero habrá que esperar. Tengo un vuelo. Ahora mismo
llevaba los perros de vuelta a casa e iba a apagar la música.
—¿Adónde va?
—A llevar provisiones a un pueblecito perdido. Y tengo que darme prisa si
quiero estar de vuelta para la fiesta. —Ladeó un poco la cabeza—. ¿Le apetece dar
una vuelta?
Nate volvió la cabeza hacia el avión y pensó: «¿En eso? Ni siquiera por
tenerte cerca».
—Estoy de servicio. Puede que otro día.
—De acuerdo. Rock, Bull, ¡dentro! Enseguida vuelvo —dijo a Nate.
Los perros salieron disparados y Nate se dio cuenta de que uno de los
cobertizos era una casita para perros a la que no le faltaba detalle; estaba decorada
con figuras totémicas pintadas en un estilo primitivo.
«Se pegan la gran vida, tiene razón.»
Meg se metió en la cabaña. Poco después cesó la música.
Salió de nuevo con un paquete al hombro.
—Hasta pronto, jefe. A ver si encontramos un momento para la declaración.
—Lo estaré esperando. Que tenga un buen viaje.
Meg se echó el pelo para atrás y se acercó al avión.
Él se quedó quieto, observándola.
Meg lanzó el bulto en el interior y luego subió.
Se oyó el arranque del motor, un ensordecedor rugido en la quietud. Las
hélices empezaron a girar, el aparato comenzó a deslizarse encima del hielo,
describiendo círculos, inclinándose en un esquí, dando vueltas hasta levantar el
morro para despegar y seguir el ascenso.
Nate aún podía ver el rojo de la parka, el negro del pelo a través de la
ventana de la cabina, poco después no era más que un punto borroso.
Ladeó la cabeza para seguir la maniobra en el aire, la inclinación del ala en lo
que él entendió como un saludo.
Después, el aparato empezó a atravesar el blanco para meterse de lleno en el
azul.
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Capítulo 5
Nate oía el rumor de la fiesta. La música, roquera y anticuada, ascendía
estridente siguiendo cualquier conducto, incluso los de la ventilación, hasta su
habitación. El zumbido de las voces parecía resonar en las paredes y el suelo. Las
carcajadas retumbaban, y se oía algún ruido sordo que él identificó como pasos de
baile.
Permanecía sentado solo en la oscuridad.
La depresión había caído sobre él sin el menor aviso. Estaba en su despacho
repasando informes y de golpe y porrazo se le echó encima la abrumadora
negrura. Un cruel cambio le había llevado de la luz a la oscuridad.
No era desesperación. Para ello debería haber una posibilidad de esperanza.
Tampoco era dolor, aflicción o enojo. Él habría sido capaz de soportar o luchar
contra cualquiera de esas emociones.
Era un vacío. Inmenso, negro, asfixiante, que le engullía.
Era capaz de funcionar en ese estado; había aprendido a hacerlo. Si no
funcionabas, los demás no te dejaban en paz, y su preocupación e inquietud te
hundían más en el pozo.
Podía andar, hablar, existir. Pero no podía vivir. Esto era lo que sentía
cuando estaba preso entre sus finas garras. Era como un muerto viviente.
Lo mismo que experimentó en el hospital tras lo de Jack, cuando el dolor
empezaba a tomar cuerpo bajo el efecto de los medicamentos y la conciencia de lo
sucedido emborronaba el camino hacia el olvido.
Aun así, era capaz de funcionar.
Terminó la jornada, cerró el despacho, volvió al Lodge, subió a su habitación.
Habló con alguien. No recordaba qué había dicho ni a quién, pero sabía que había
movido los labios y que de ellos habían salido palabras.
Llegó a su habitación y después de cerrar la puerta se sentó en la oscuridad
del invierno.
¿Qué demonios hacía allí, en aquel lugar? ¿En aquel lugar frío, oscuro y
vacío? ¿Acaso era todo tan evidente, tan patético como para haber escogido un
lugar con un invierno perpetuo que reflejara su interior?
¿Qué pretendía demostrar yendo allí, colocándose una chapa y simulando
que era capaz de llevar a cabo una tarea? Lo que hacía era esconderse. Esconderse
de lo que era en realidad, de lo que había sido, de lo que había perdido. Pero nadie
puede esconderse de lo que lleva siempre encima, de aquello que permanece al
acecho a la espera de echársete encima y reírse ante tus narices.
Naturalmente le quedaban las pastillas. Las había traído. Pastillas contra la
depresión, pastillas contra la ansiedad. Pastillas para ayudarle a dormir
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profundamente y llevarle donde no pudieran perseguirle las pesadillas.
Pastillas que había dejado de tomar porque anulaban más la conciencia de sí
mismo que la propia depresión o el insomnio.
Puesto que no podía volver atrás ni seguir hacia delante, ¿por qué no
hundirse ahí? Sumergirse cada vez más hasta que llegara el momento en el que no
pudiera, no quisiera, salir ya del vacío. Al menos una parte de él era consciente de
que se sentía cómodo así, instalado en las tinieblas, en el vacío, revolcándose en el
sufrimiento.
¡Qué demonios! Podía convertir aquello en su hogar, de la misma forma que
hacían los que se instalaban en un congelador abandonado bajo un puente. La
vida tiene pocas complicaciones dentro de una caja de cartón, ahí nadie espera que
hagas nada.
Pensó en la vieja sierra clavada en el árbol que caía en medio del bosque y
dio la vuelta a la imagen para que se adaptara a su caso. Si perdía la cabeza en
Lunacy, ya no podría perderla otra vez.
No soportaba aquella parte de sí mismo que le llevaba a pensar así, que le
llevaba a vivir allí.
Si no bajaba, alguien subiría. Y sería peor. Soltó un juramento por el esfuerzo
que tuvo que hacer para ponerse de pie. Aquel ligero movimiento en su interior,
aquellas fugaces chispas de vida, ¿habían sido realmente una burla? ¿La forma en
que el destino le mostraba qué significaba estar vivo antes de echarle nuevamente
al agujero de una patada?
En efecto, tenía la suficiente furia para salir a rastras. Para salir una vez más.
Iba a superar aquella noche, la última noche del año.
Y aunque la siguiente no trajera nada, al menos sabía que no podía ser peor.
Aquella noche estaba de servicio. Colocó la mano encima de la placa que aún
llevaba, consciente de que era ridículo que un pedazo de metal le diera seguridad.
Pero ni siquiera eso le quedaba, aunque había logrado pasar el día.
Cuando accionó el interruptor, la luz le quemó los ojos; tuvo que apartarse
de él para no caer en la tentación de apagarla otra vez. De instalarse de nuevo en
la oscuridad.
Fue al lavabo y abrió el grifo del agua fría. Se mojó el rostro para engañarse
pensando que le quitaría el cansancio que traía consigo la depresión.
Se miró un buen rato en el espejo, buscando alguna respuesta. Pero solo vio a
un tipo normal, sin problemas. Quizá algo de cansancio alrededor de los ojos y las
mejillas un poco hundidas, pero nada destacable.
Le bastaba con que todo el mundo viera lo mismo.
El ruido se abalanzó sobre él al abrir la puerta. Tal como le había ocurrido
con la luz, tuvo que esforzarse por seguir adelante y no batirse en retirada hacia la
cueva.
Había dado la noche libre a Otto y Peter. Comed, bebed y sed felices. Ambos
tenían amigos y familia, gente con quien poder barrer lo viejo. Él llevaba meses
intentando barrer lo suyo y no veía que aquella noche pudiera cambiar nada.
Arrastró el plomo que llevaba en las entrañas por la escalera.
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La música era más viva y le resultó más agradable de lo que imaginaba. El
salón estaba abarrotado. Habían dispuesto las mesas de forma que quedara
espacio para bailar y los clientes lo aprovechaban. Banderines y globos
engalanaban el techo y todo el mundo se había vestido de fiesta.
Vio que algunos viejos llevaban lo que Peach había descrito como el
esmoquin de Alaska: un traje de resistente paño, recién salido de la tintorería para
la ocasión. Algunos llevaban además como complemento una corbata de lazo y,
curiosamente, un festivo sombrero de papel.
Muchas mujeres habían sacado lo mejor que había en su ropero y lucían
vestidos y faldas despampanantes, llevaban el pelo suelto y zapatos de tacón.
Distinguió a Hopp, con un elegante vestido largo granate, bailando... ¿Un foxtrot,
una polca? Nate no tenía ni idea. Bailaba con un emperifollado Harry Miner. Rose
estaba en un taburete junto a la barra, al lado de un hombre que Nate tomó por su
marido, David, que le acariciaba suavemente la espalda.
Se fijó en que reía ante un comentario que acababa de hacerle la chica que
trabajaba en la recepción del ambulatorio. Y también en la forma en que levantaba
la vista hacia su esposo. Vio amor entre ellos y notó un escalofrío; se sintió solo.
Jamás una mujer lo había mirado de aquella forma. Cuando estuvo casado,
su mujer nunca lo miró con aquel amor franco, sin límites.
Apartó la vista de ellos.
Sus ojos escrutaron la multitud tal como hace un poli: evaluando, buscando
el detalle, archivando. Una práctica con la que él sabía que mantenía la distancia.
Era algo que no podía evitar.
Vio a Ed, y a la supuestamente estirada Arlene. A Mitch, de la KLUN, con su
pelo rubio de tonos desiguales recogido en una cola y la mano sobre el hombro de
una muchacha no tan atractiva como él. Ken llevaba un collar de flores hawaiano y
mantenía una acalorada discusión con el profesor, que vestía su habitual cheviot.
«Compañerismo», pensó Nate. La gente ya iba un poco tocada por el alcohol
a aquellas horas, pero aun así reinaba el compañerismo. Y él se mantenía fuera.
Captó una ráfaga del perfume de Charlene, pero apareció en persona con
tanta rapidez que no le dio tiempo a prepararse ni a huir. Aquellas curvas
femeninas, cálidas, lo envolvieron, sus brillantes labios se deslizaron suavemente
sobre los suyos con la lengua tímidamente apuntando. Notó una caricia, un
apretujón en el trasero y un leve mordisqueo en el labio inferior.
Luego, Charlene se apartó con una sonrisa soñolienta.
—Feliz año nuevo, Nate. Esto ha sido por si no lo pillo a medianoche.
Nate no fue capaz de articular una palabra y casi temía haberse sonrojado. Se
preguntó si aquella clara e inadecuada insinuación había logrado traspasar sus
tinieblas interiores.
—¿Dónde se había escondido? —Le abrazó sujetándole por el cuello—. La
fiesta lleva más de una hora en su apogeo y aún no ha bailado usted conmigo.
—Tenía... cosas.
—Trabajo, trabajo, trabajo. ¿Por qué no viene a jugar un poco conmigo?
—Tengo que hablar con la alcaldesa. —«Dios mío, ayúdame, por favor».
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—Vamos, no es momento para política municipal. Estamos en una fiesta.
Bailemos. Luego tomaremos un poco de champán.
—De verdad, tengo que solucionar algo.
Puso las manos en la cintura de ella, con la esperanza de mantenerla algo
apartada, y buscó entre el gentío a Hopp, su tabla de salvación. Su mirada dio con
Meg y se clavó en los ojos de la joven.
La muchacha le dedicó su habitual sonrisa lenta, de dos movimientos, y
levantó la copa en un brindis burlón.
Luego las parejas empezaron a girar en la pista ante ella y Nate la perdió.
—Queda pendiente. —Localizó una cara conocida y se agarró a la
oportunidad como a un clavo ardiendo—. Otto, Charlene quiere bailar.
Sin darles tiempo a abrir la boca, Nate se batió en retirada. Ni siquiera se
atrevió a respirar hasta que estuvo en el otro extremo de la sala.
—¡Curioso! No le tenía a usted por un cobarde.
Meg se acercaba a él con dos copas.
—Será que las apariencias engañan. Me tiene muerto de miedo.
—No diré que Charlene sea inofensiva, nada más lejos de ello. Pero si no le
apetece que le meta la lengua hasta la garganta tendrá que decírselo. En voz alta y
clara, con monosílabos. Tome. Beba.
—Estoy de servicio.
Meg soltó un bufido.
—No creo que una copa de champán barato le haga nada. Vamos, Burke,
todo Lunacy está aquí.
—Tiene razón.
Aceptó la copa pero no bebió. Sin embargo, pudo fijarse bien en ella. Llevaba
un vestido. Supuso que aquel sería el término técnico para designar aquella
especie de segunda piel de un rojo encendido que se ajustaba como un guante a la
suya. Ponía de relieve aquel cuerpo prieto y atlético que él había imaginado y lo
hacía de una forma que en algunos estados podía incluso transgredir la ley.
También se había soltado el pelo. Lluvia negra sobre unos hombros blancos como
la leche. Unos zapatos de tacón altísimo del mismo tono que el vestido hacían que
destacaran sus esbeltas y musculosas piernas.
Olía a sombras frías y secretas.
—Está usted deslumbrante.
—Me esmero cuando la ocasión lo merece. En cambio usted parece cansado.
«Y dolido», pensó ella. Esa había sido la impresión que le había dado al verlo
bajar la escalera. El aspecto de un hombre que sabe que tiene una enorme herida
abierta en el cuerpo pero es incapaz de reunir energía para encontrarla.
—Aún no he cogido el ritmo de sueño. —Tomó un sorbo de champán. Le
supo a sifón con aromatizante.
—¿Ha bajado para relajarse y disfrutar o para quedarse ahí plantado con
expresión seria y profesional?
—Principalmente lo segundo.
Meg movió la cabeza.
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—¿Por qué no prueba a hacer lo primero a ver qué pasa? —Estiró el brazo y
le quitó la placa.
—¡Eh!
—Si necesita una coraza, puede recuperarla —dijo ella mientras se la metía
en el bolsillo de la camisa—. Y ahora vamos a bailar.
—No sabré seguir lo que están bailando.
—Tranquilo. Yo lo llevo.
Lo hizo y con ello le obligó a reír. Notó una sensación de oxidado en el
cuello, pero se quitó cierto peso de encima.
—¿El grupo que toca es de aquí?
—Todo el mundo es de aquí. Al piano está Mindy, que da clases en la escuela
primaria. Pargo a la guitarra. Trabaja en el banco. Chuk al violín. Guarda forestal
en Denali. Y del FBI, aunque es una persona tan encantadora que preferimos
pensar que tiene un trabajo de verdad. Y Mike el grandullón a la batería, el
cocinero de aquí. ¿Se está quedando con todo?
—¿Cómo?
—Es como si estuviera metiendo los nombres y las caras en un archivo que
guarda en la cabeza.
—Vale la pena recordar.
—A veces vale la pena olvidar. —Meg miró hacia la derecha—. Me están
haciendo señas. Max y Carrie Hawbaker. Llevan The Lunatic, nuestro semanario.
Han estado casi toda la semana fuera. Quieren entrevistar al nuevo jefe de policía.
—Pensaba que esto era una fiesta.
—Le pescarán de todas formas en cuanto pare la música.
—No si sale conmigo disimuladamente y nos montamos una fiesta particular
en otra parte.
Meg volvió la cabeza y le miró fijamente a los ojos.
—Podría aceptar, si lo dice en serio.
—¿Por qué no iba a decirlo en serio?
—Esa es la cuestión. Ya tendré tiempo de preguntárselo.
No le dio la oportunidad, pues se dio la vuelta y lo llevó hasta el extremo de
la improvisada pista de baile. Se hicieron las presentaciones de rigor. Luego ella se
escabulló y lo dejó atrapado.
—Es un placer. —Max le estrechó la mano con entusiasmo—. Carrie y yo
acabamos de volver, de modo que no habíamos tenido la oportunidad de darle la
bienvenida. Supongo que nos concederá algo de su tiempo para una entrevista en
The Lunatic.
—Veremos qué se puede hacer.
—Podríamos sentarnos un momento en el vestíbulo y...
—Ahora no, Max. —Carrie le dirigió una sonrisa radiante—. Nada de trabajo
esta noche. Pero antes de seguir con la fiesta, quisiera preguntarle, jefe Burke, si le
importaría que abriéramos una sección sobre asuntos policiales en el semanario.
Creo que así la comunidad sabría qué hace usted y cómo solucionamos aquí las
cosas. Ahora que disponemos de un departamento de policía, quisiéramos que The
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Lunatic informara sobre él.
—Peach puede proporcionarles toda la información que deseen.
Meg se acercó a la barra, pidió otra copa de champán y se sentó en un
taburete para observar el baile mientras bebía.
Charlene lo hizo en el de al lado.
—Yo lo vi primero.
Meg siguió con la vista fija en la pista.
—¿No sería más exacto decir que eres a quien él vio primero?
—Solo lo miras porque lo quiero yo.
—Si tiene rabo, tú lo quieres, Charlene. —Meg terminó la copa—. Y no lo
estoy mirando a él en concreto. —Sonrió mirando el cristal—. Adelante, sigue tu
juego. Yo aquí ni pincho ni corto.
—El primer hombre interesante que aparece por aquí en meses. —Ya más
relajada, Charlene se acercó un poco a su hija—. ¿Sabes que cada mañana
desayuna con Jess? ¡Es un encanto! Y tenías que haber visto cómo solucionó lo de
los Mackie. Además, tiene cierto misterio. —Suspiró—. Me pirran los hombres con
misterio.
—Te pirra cualquier hombre con tal de que se le levante.
Charlene hizo una mueca de repulsión.
—¿Por qué tienes que ser tan grosera?
—Has venido aquí a decirme que quieres follarte al nuevo jefe de policía.
Puedes adornarlo como quieras, Charlene, pero sigue siendo grosero. Lo único
que he hecho yo es quitarle los adornos.
—Eres igual que tu padre.
—Es lo que dices siempre —murmuró Meg mientras Charlene se iba,
indignada.
Hopp aprovechó el taburete que quedaba vacío.
—Vosotras dos discutiríais incluso sobre cuántos litros cayeron en el último
chaparrón.
—Creo que sería un tema excesivamente filosófico para nosotras. ¿Qué
quieres tomar?
—Iba a pedir otra copa de ese horrible champán.
—Yo te la sirvo. —Meg pasó al otro lado de la barra, llenó una copa y rellenó
la suya—. Quiere hincarle el diente a Burke.
Hopp miró hacia donde estaba Nate y vio que había conseguido librarse de
los Hawbaker para caer en las garras de Joe y Lara Wise.
—Es problema de ellos.
—Problema de ellos. —Coincidió Meg haciendo un brindis con Hopp.
—Y la cuestión de que se le vea más interesado por una de las dos no
mejorará la relación con tu madre.
—No. —Meg tomó un sorbo de champán, reflexionando—. Pero puede
poner las cosas al rojo vivo una temporada. —Vio que Hopp ponía los ojos en
blanco y reía—. No puedo evitarlo. Me encantan los líos.
—Y los tendrás. —Hopp se volvió en el taburete al ver que Charlene
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arrastraba a Nate hacia la pista—. No creas todo eso de las aguas tranquilas y bla,
bla, bla... Suele ser difícil tratar con estos tipos reconcentrados.
—Creo que nunca había visto a un hombre tan triste. Lo es más que el
vagabundo que pasó una temporada aquí hace un par de años. ¿Cómo se llamaba?
McKinnon. El tipo que se voló la tapa de los sesos en el almacén de Hawley.
—¿Y no se organizó una buena? Ignatious está triste hasta el punto de que
puedo imaginarlo con el cañón de una 45 en la boca, pero es demasiado valiente
para apretar el gatillo. Y también demasiado educado.
—¿En eso confías? —preguntó Meg.
—Sí, en eso confío. Además, creo que voy a hacer la última buena obra del
año y lo salvaré de Charlene.
Los hombres tristes y educados no eran su tipo, pensó Meg. A ella le iban los
irresponsables, los poco cuidadosos. Los que no esperaban quedarse la noche
siguiente. Con gente así se podía tomar unas copas, revolver las sábanas si se
terciaba y luego seguir cada cual a lo suyo.
Ningún choque, ni una rascada.
¿Con alguien como Ignatious Burke? El revolcón podía resultar movido,
incluso dejar magulladuras. Aunque tal vez valía la pena.
De todos modos, le gustaba conversar con él, algo que en su opinión no había
que sobrevalorar. Era capaz de pasar días o incluso semanas sin hablar con nadie.
Por ello disfrutaba con una conversación interesante. También le gustaba la
tristeza que había en los ojos de aquel hombre. Se fijó en ella cuando lo tuvo
delante aquella mañana frente a su casa, mientras escuchaba a Lorena McKennit y
de nuevo por un momento cuando bailaban.
Allí sentada, arropada por la música y aquella concentración de humanidad,
se dio cuenta de que deseaba volver a ver aquella tristeza. Y se le estaba
ocurriendo cómo conseguirlo.
Pasó al otro lado de la barra, cogió una botella abierta y dos copas y fue hacia
el salón de baile.
Hopp dio ligeros toques a Charlene en el hombro.
—Disculpa, Charlene, pero tengo que hablar oficialmente un momento con el
jefe Burke.
Charlene agarró a Nate con tal fuerza que este temió que le rompiera la
espalda.
—El ayuntamiento está cerrado, Hopp.
—El ayuntamiento no cierra. Vamos, deja respirar al muchacho.
—Vale. Pero me debes un baile.
—Vayamos a un rincón tranquilo, Ignatious. —Hopp se abrió paso entre la
gente. Se sentó en una mesa que alguien había empujado hacia la zona de los
billares—. ¿Una copa?
—No, creo que lo que me apetece es encontrar la puerta de atrás.
—En un pueblo como este puede correr, pero no esconderse. Tarde o
temprano tendrá que enfrentarse a ella.
—Pues dejémoslo para más tarde.
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Quería volver arriba, sumergirse de nuevo en la oscuridad. Le latía la cabeza
y tenía el estómago revuelto por la tensión y el esfuerzo de mantenerse vivo.
—No lo he sacado de ahí solo para librarle de Charlene. Tiene mosca a mi
teniente de alcalde.
—Ya lo sé. He solucionado el caso de la forma que me ha parecido más
prudente y dentro de los límites de la ley.
—No estoy poniendo en cuestión su trabajo, Ignatious. —Hizo un gesto con
la mano como si estuviera apartando a gente de su alrededor—. Solo quiero
ponerle al corriente. Ed es un pedante, un presuntuoso y un pesado. Pero también
es buena persona y ha trabajado mucho por el pueblo.
—Lo que no significa que pueda conducir como le salga de las narices.
Ella soltó una risita.
—Siempre ha sido un pésimo conductor. Pero además es rico, poderoso y
rencoroso. No olvidará que usted se ha metido en sus asuntos. En cualquier parte
eso podría parecer una tontería, pero en Lunacy tiene mucha importancia.
—No creo que haya sido el único que le ha contrariado.
—No. Ed y yo estamos siempre como el perro y el gato. Pero él piensa que
nos hallamos en igualdad de condiciones. Incluso quizá yo podría estar en una
posición ventajosa. Usted es forastero, y por ello espera que afloje. De todas
formas, me decepcionaría si doblara la cerviz ante él. Lo que lo coloca entre la
espada y la pared.
—No es la primera vez que me encuentro en una posición así. Pero ¿qué
tiene que ver la cerviz con la velocidad?
Ella lo miró un momento, desconcertada, y luego soltó una carcajada.
—Una forma educada de decirme que me ocupe de mis asuntos. Pero, antes
de hacerlo, permítame que añada algo. Encontrarse atrapado entre Charlene y
Meg significa que la espada y la pared pueden ser un lugar muy caliente, pegajoso
y perverso.
—Entonces mejor no dejarse atrapar.
—Buena decisión. —Levantó las cejas al oír el timbre del móvil de Nate.
—He desviado las llamadas de la comisaría a mi móvil —dijo mientras
sacaba el aparato del bolsillo—. Burke, dígame.
—Coja su abrigo —dijo Meg—. Le espero en la puerta dentro de cinco
minutos. Quiero enseñarle algo.
—De acuerdo. —Se guardó de nuevo el teléfono mientras Hopp lo miraba—.
Nada. Creo que voy a retirarme.
—Hum... Salga por esta puerta, por la cocina.
—Gracias. Y feliz año nuevo.
—Lo mismo digo. —Hopp movió la cabeza mientras veía cómo se alejaba—.
Se avecinan problemas.
Tardó más de cinco minutos en ir a la habitación, ponerse toda la ropa
necesaria y bajar con cuidado hasta la puerta del Lodge. Cuando estaba a punto de
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llegar se dio cuenta de que no había sentido la tentación de encerrarse y hundirse
de nuevo en la oscuridad.
Tal vez había avanzado algo. O quizá los instintos podían con la depresión.
Meg lo esperaba sentada en una de las dos sillas plegables que había
colocado en medio de la calle.
La botella de champán estaba hundida en la nieve. Había colocado una
gruesa manta sobre sus piernas y tomaba champán a sorbos.
—No puede quedarse aquí fuera con ese vestido, aunque se haya puesto el
abrigo y la manta...
—Me he cambiado. Siempre llevo ropa de repuesto en la mochila.
—¡Qué lástima! Yo que esperaba volver a verla con el vestido.
—Otro día, otro lugar. Siéntese.
—De acuerdo. ¿Por qué tenemos que sentarnos en la calle cuando... faltan
diez minutos para las doce?
—La multitud no es mi fuerte. ¿El suyo?
—Tampoco.
—Puede resultar divertido un rato, en una ocasión especial. Pero después de
unas horas se me acaba la paciencia. Además —le pasó una copa—, esto es mejor.
A Nate le sorprendió que el champán no se hubiera helado.
—Creo que estaríamos mejor dentro; no correríamos el riesgo de
congelarnos.
—No hace tanto frío, no hay viento. Alrededor de quince bajo cero. Por otro
lado, desde dentro no se ve esto.
—¿Ver qué?
—Mire hacia arriba, chico del sur.
Miró hacia donde ella le señalaba y se quedó sin aliento.
—¡Santo cielo!
—En efecto, siempre he pensado que era sagrado. Un fenómeno natural
producido por la latitud, las manchas solares y cosas así. Las explicaciones
científicas no le quitan belleza... ni magia.
Había una luz verde en el cielo, con un resplandor dorado y apenas un toque
de rojo. Parecía que aquellas largas y misteriosas franjas latieran y respiraran,
impregnando de vida la oscuridad.
—La aurora boreal se ve mejor en invierno, aunque normalmente el maldito
frío nos impide apreciarla. He pensado que sería la noche adecuada para hacer
una excepción.
—Había oído hablar de ella. Había visto fotos, pero esto no tiene nada que
ver con ellas.
—Suele ocurrir con lo bueno. Pero se ve mejor en el monte. Y aún mejor
acampado en uno de los glaciares. Cuando tenía unos siete años, una noche mi
padre y yo subimos al monte y acampamos allí para poder verla. Nos pasamos
horas tumbados boca arriba, medio congelados, contemplando el cielo.
Aquel verde que parecía de otro mundo seguía cambiando de tono,
resplandeciendo, ampliándose, titilando. Era como una lluvia de piedras preciosas
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de colores.
—¿Qué fue de él?
—Digamos que un día salió de excursión y decidió no parar. ¿Tiene usted
familia?
—Más o menos.
—Bueno, no lo estropeemos con historias tristes. Disfrutemos del
espectáculo.
Siguieron sentados en silencio en medio de la calle; las endebles sillas se
balanceaban en la nieve mientras el cielo refulgía. Los destellos tocaban algo en su
interior, aliviaban su dolor de cabeza, lo colocaban en el lugar justo desde el que
podía respirar.
Meg volvió la cabeza hacia el Lodge; el jaleo iba en aumento. Empezaba el
griterío de la cuenta atrás para medianoche.
—Creo que estamos solos usted y yo, Burke.
—Un fin de año mejor del que esperaba. ¿Quiere que simule que la beso,
como manda la tradición?
—A la mierda la tradición. —Le agarró el pelo con las manos enguantadas y
lo atrajo hacia sí.
Los labios de Meg estaban fríos y a él le produjo una intensa y extraña
emoción notar cómo se calentaban al entrar en contacto con los suyos. La fuerza
del beso sacudió su aletargado sistema, lo puso en marcha, le agitó el estómago y
le activó la circulación de la sangre.
Nate oyó el estruendo, a pesar de que llegaba apagado, débil y distante,
cuando sonó la última campanada. Repicaban las campanas, atronaban las
bocinas, estallaban los aplausos. Y en medio de aquello oyó también, claro como
un deseo, el latido de su corazón.
Soltó la copa que tenía la mano y apartó la manta para apretarse a ella. De su
garganta salió un murmullo de decepción cuando descubrió las espesas capas que
cubrían a Meg. Deseaba aquel cuerpo fuerte, curvilíneo, su forma, su sabor, su
aroma.
De pronto unos disparos le pusieron en guardia.
—Fuego de celebración.
El aliento de Meg formaba nubes de vapor en el aire mientras intentaba
atraerle de nuevo hacia sí. Ese hombre sabía besar y ella deseaba seguir con la
sensación embriagadora de sus labios, su lengua, sus dientes cautivándola.
No le hacía ninguna falta el champán barato.
—Tal vez, pero... tengo que comprobarlo.
Ella soltó una risita y luego se agachó para recoger las copas.
—Tiene razón.
—Meg...
—Adelante, jefe. —Le dio una amistosa palmada en la rodilla y sonrió a
aquellos fascinantes e inquietantes ojos grises—. El trabajo es el trabajo.
—No tardaré.
Meg estaba segura de que no. Los disparos al aire eran habituales en fiestas,
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bodas, nacimientos, incluso en funerales, según los sentimientos que inspirara el
fallecido.
Pero no le pareció sensato esperar. Recogió las sillas, la botella y las copas y
lo colocó todo bajo el porche. Luego llevó la manta a la cabina de la camioneta.
Volvió a casa mientras las luces verdes seguían jugando en el cielo. Sabía que
Hopp había acertado; a Nate Burke no le faltarían problemas.
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Capítulo 6
THE LUNATIC
Sección policial
Lunes, 5 de enero
8.03. Se recibe un aviso de la desaparición de unas raquetas de nieve del
porche de la casa de Hans Finkle. Interviene el ayudante Peter Notti. La
declaración de Finkle (suprimimos algunos calificativos subidos de tono) «de que
Trilby vuelve a las andadas» no puede demostrarse. Más tarde se localizan las
raquetas en la camioneta de Finkle.
9.22. Se recibe la notificación de un accidente de tráfico en Rancor Road.
Acuden el jefe de policía Burke y su ayudante Otto Gruber. Los implicados son
Brett Trooper y Virginia Mann. No se producen daños, excepto el dedo del pie de
Trooper que este golpea repetidamente contra su propio parachoques
destrozado. No se presentan cargos.
11.56. Se avisa de una pelea en el Lodge entre Dexter Trilby y Hans Finkle.
La disputa, en la que se dicen más improperios subidos de tono, al parecer tiene
su origen en el anterior incidente de las raquetas. Interviene el jefe Burke, quien
después de considerar el caso propone resolver el altercado mediante un torneo
de damas. A la hora de cerrar la edición el resultado es de doce partidas a diez a
favor de Trilby. No se presentan cargos.
13.45. Denuncia por música a todo volumen y vehículos a gran velocidad en
Caribou. Intervención del jefe Burke y del ayudante Notti. Encuentran a James y
William Mackie haciendo carreras con motos de nieve y escuchando una
grabación de «Born to Be Wild» a un volumen exagerado. Tras una breve y, en
opinión de los testigos, entretenida persecución, se produce un acalorado
enfrentamiento con los agentes, durante el que se confisca el CD con la música
objeto del delito, y en el que James Mackie afirma que «En Lunacy ya no hay
puta diversión». Se multa a los dos hermanos Mackie por exceso de velocidad.
15.12. Se informa de unos gritos en los alrededores de Rancor Woods, a 3,5
kilómetros de la comisaría. Acuden el jefe Burke y su ayudante Gruber.
Descubren que se trata de unos niños que juegan a la guerra, armados con
pistolas de aire comprimido y frascos de ketchup, que se echan a chorro. El jefe
Burke establece una tregua y escolta a los soldados, vivos, muertos y heridos,
hasta su casa.
16.58. Aviso de alboroto en Moose. Acuden el jefe Burke y su ayudante
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Notti. Se soluciona una pelea entre una mujer y un varón de dieciséis años sobre
un supuesto flirteo con otro varón de dieciséis años. No se presentan cargos.
17.18. Se multa a un varón de dieciséis años por conducción temeraria e
insistente toque de claxon de un lado a otro de Moose.
19.12. En respuesta a numerosas quejas, el jefe Burke desaloja a Michael
Sullivan de la acera en la esquina de Lunacy con Moose, donde está cantando a
grito pelado y, según se informa, desafinando, una versión de «Whisky in the
Jar». Sullivan pasa la noche en el calabozo por su propia seguridad. No se
presentan cargos.
Nate repasó la información de aquel día y lo que quedaba de su segunda
semana en The Lunatic. Esperaba que hubiera quejas después de publicarse el
primer número en el que se incluía la sección policial. No las hubo. Al parecer, a
nadie le importaba que su nombre apareciera en la prensa, aunque estuviera
relacionado con alguna fechoría.
Metió el semanario en un cajón del escritorio junto al primer número. «Dos
semanas liquidadas», pensó.
Y seguía allí.
Sarrie Parker estaba apoyada en el mostrador de La Tienda de la Esquina.
Había dejado las botas de piel y la parka en la puerta y había cogido un paquete
de chicles Black Jack del expositor de al lado de la caja.
Estaba allí para chismorrear, no para comprar, y el chicle era la excusa más
barata. Acarició a Cecil, el spaniel de Deb, que pasaba el tiempo, como todos los
días, en su cesta acolchada al lado del mostrador.
—No se ve mucho al jefe Burke por el Lodge.
Deb seguía colocando paquetes de cigarrillos y de tabaco para mascar en las
estanterías. Su tienda era el centro de información del pueblo. Lo que no se sabía
allí aún no había sucedido.
—Tampoco aparece mucho por aquí. Va a lo suyo.
—Cada día desayuna con el hijo de Rose y también cena allí prácticamente
todas las noches. Poco apetito tendrá si lo hace...
Puesto que tenía el paquete de chicles en la mano, Sarrie lo abrió.
—Todas las mañanas recojo su habitación, aunque no hay mucho que
recoger. No tiene allí más que la ropa y las cosas de afeitar. Ni una foto, ni un
libro.
Como principal sirvienta del Lodge, Sarrie se consideraba una experta en
comportamiento humano.
—Quizá espera que le manden el equipaje.
—No creas que no se lo he preguntado. —Sarrie desenvolvió uno de los
chicles y lo dobló antes de ponérselo en la boca—. Fui muy explícita. Le dije: «Jefe
Burke, ¿ha mandado que le suban las pertenencias desde el sur?». Y él respondió:
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«Todo lo que tengo está aquí». Tampoco llama por teléfono, al menos desde su
habitación. Ni recibe llamadas. Yo diría que lo único que hace allí es dormir.
Aunque en aquellos momentos no había nadie más en la tienda, Sarrie bajó la
voz y se inclinó un poco.
—Y a pesar de que Charlene se le echa constantemente encima, duerme solo.
—Hizo un rotundo gesto de asentimiento—. Cuando le cambian las sábanas de la
cama de un hombre se sabe qué ha pasado allí por la noche.
—Pueden hacerlo en la ducha o en el suelo. —Deb tuvo la satisfacción de ver
la expresión de horror en la cara de ardilla de Sarrie—. Ninguna ley obliga a follar
en la cama.
Como profesional del cotilleo, Sarrie se recuperó rápidamente.
—Si Charlene lo hubiera pillado, no seguiría persiguiéndole como el sabueso
tras el conejo, digo yo.
Deb hizo una pausa para rascar la sedosa oreja de Cecil antes de darle la
razón.
—Supongo.
—Un hombre que aparece aquí prácticamente con lo puesto, que se encierra
horas y horas en su habitación, esquiva a una mujer totalmente dispuesta y
prácticamente no dice ni pío a menos que lo acorrales, la verdad, algo extraño
tiene. No sé, es mi opinión.
—Cualquiera diría que es el primero de este tipo que llega a Lunacy.
—Ya, pero es el primero al que hemos hecho jefe de policía. —Aún estaba un
poco resentida por la multa que le había puesto a su hijo la semana anterior. Como
si los billetes de veinticinco dólares crecieran en los árboles—. Ese tipo oculta algo.
—¡No fastidies, Sarrie! ¿Conoces a alguien de por aquí que no lo haga?
—Me da igual lo que oculte la gente, siempre que no tenga autoridad para
meterme a mí o a los míos en la cárcel.
Impaciente, Deb empezó a pulsar teclas en la caja registradora.
—A no ser que tengas la intención de largarte de aquí sin pagarme los
chicles, no creo que estés infringiendo ninguna ley. Yo que tú no me preocuparía.
El hombre sobre el que discutían seguía sentado en su despacho. Pero ahora
sí estaba acorralado. Durante dos semanas había conseguido eludir o esquivar a
Max Hawbaker. No quería que le entrevistaran. Opinaba que la prensa era la
prensa, ya fuera un semanario de pueblo o el Baltimore Sun.
Probablemente a los ciudadanos de Lunacy no les importaba que su nombre
saliera en la publicación, por la razón que fuera, pero él aún no se había quitado el
mal sabor de boca que le había dejado su experiencia con los periodistas después
del tiroteo.
Y supo que tendría que tragar un poco más cuando Hopp apareció en su
despacho acompañada de Max.
—Max tiene que hacerle una entrevista. El pueblo necesita saber algo del
hombre a quien hemos confiado la ley y el orden. The Lunatic está cerrando la
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edición y quiero que la publique en este número. O sea que... manos a la obra.
Dicho esto, se marchó y cerró la puerta con gesto decidido.
Max sonrió, animado.
—He tropezado con la alcaldesa cuando venía a ver si tenía usted unos
minutos para hablar conmigo.
—Hum...
Dado que se había estado planteando si pasar el rato haciendo un solitario en
el ordenador o aceptar la propuesta de Peter de seguir con las clases de raqueta de
nieve, Nate no podía decir que no tenía tiempo.
Opinaba que Max era un majadero que a buen seguro había pasado los años
de instituto aguantando que todo el mundo tirara de sus calzoncillos. Tenía una
cara redonda, agradable, y el pelo castaño claro, con algunas entradas. Una percha
de metro setenta y cinco aproximadamente a la que le sobraban cinco o seis kilos,
prácticamente todos acumulados en la barriga.
—¿Café?
—No estaría mal.
Nate se levantó y sirvió dos tazas.
—¿Con qué?
—Un poco de leche y un par de terrones de azúcar. Ejem... ¿Y qué opina de
nuestra nueva sección? La sección policial.
—Para mí es algo nuevo. Incluye todos los datos. Una información precisa.
—Carrie tenía muchas ganas de crearla. Le grabaré, si no le importa. Tomaré
notas, pero me gusta guardar constancia.
—Muy bien. —Acabó de preparar el café con leche de Max y se lo puso
delante—. ¿Qué desea saber?
Una vez instalado, Max sacó una pequeña grabadora de la bolsa que llevaba.
La dejó sobre la mesa, anotó la hora y la puso en marcha. Luego sacó del bolsillo
un bloc y un lápiz.
—Creo que nuestros lectores querrán saber algo del hombre que lleva la
placa.
—Parece el título de una película. Disculpe —se apresuró a decir al ver que
Max arrugaba la frente—. No hay mucho que contar.
—Empecemos por algunos datos. ¿Le importa decirme su edad?
—Treinta y dos.
—¿Y fue inspector del departamento de policía de Baltimore?
—Efectivamente.
—¿Casado?
—Divorciado.
—Pasa en las mejores familias. ¿Hijos?
—No.
—¿Nació usted en Baltimore?
—Y he pasado allí toda mi vida, aparte de estas dos últimas semanas.
—¿Por qué razón un inspector de Baltimore acaba como jefe de policía en
Lunacy, Alaska?
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—Porque me contrataron.
La expresión de Max seguía siendo afable, y su tono era coloquial.
—Tuvo que echarse al ruedo para que lo contrataran.
—Quería un cambio. —«Empezar de nuevo. Una última oportunidad.»
—Algunos lo considerarían un cambio bastante radical.
—Cuando decides optar por algo que no es lo habitual, ¿por qué no lanzarse
a algo de envergadura? Me gustó la idea del trabajo, del lugar. Me da la
oportunidad de realizar una tarea que conozco pero en un marco distinto y
siguiendo otro ritmo.
—Hace un momento hablábamos de la sección policial. Seguro que los casos
de aquí no tienen nada que ver con los que tenía que solucionar antes. ¿No le
preocupa que pueda aburrirse entre nosotros? Viene del ritmo y la acción de una
gran ciudad y llega a una población de menos de setecientos habitantes...
Nate reflexionó detenidamente. ¿No se estaba aburriendo hacía unos
minutos? ¿O era depresión? Resultaba difícil establecer la diferencia. A veces no la
distinguía, pues ambos estados le dejaban una fuerte sensación de inutilidad.
—Baltimore es una pequeña gran ciudad. La cuestión es que allí sueles llevar
a cabo el trabajo con cierto anonimato. Un poli es igual que otro, un caso se suma
al siguiente.
«Y nunca puedes cerrarlos todos —pensó Nate—, por más horas que
inviertas, no consigues cerrarlos todos y acabas sintiéndote perseguido por los que
siguen abiertos.»
—Aquí, si alguien acude a nosotros —siguió— sabe que yo o uno de mis dos
ayudantes saldrá, hablará con él y le ayudará a resolver la situación. Y yo mismo
sabré, cuando lleve más tiempo aquí, quién es la persona que pide ayuda. Ya no
será un nombre en un archivo, sino alguien que conozco. Creo que eso contribuirá
a que el trabajo que realizo sea más satisfactorio.
Le sorprendió darse cuenta de que había dicho la verdad sin ser plenamente
consciente de ello.
—¿Caza usted?
—No.
—¿Pesca?
—De momento no.
Max frunció los labios.
—¿Hockey? ¿Esquí? ¿Escalada?
—No. Peter me está dando clases con las raquetas. Dice que resulta práctico.
—Y tiene razón. ¿Qué me dice de sus aficiones, de lo que hace en su tiempo
libre, de lo que le interesa?
El trabajo le había dejado poco tiempo. Mejor dicho, él había permitido que el
trabajo ocupara todo su tiempo. ¿No fue por eso por lo que Rachel buscó otra
vida?
—Estoy abierto a todo. Empezaré con las raquetas de nieve y veré qué es lo
siguiente. ¿Qué le trajo a usted aquí?
—¿A mí?
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—Me gustaría saber algo de quien me hace las preguntas.
—Tiene razón —dijo Max al cabo de un momento—. Estuve en Berkeley en
los sesenta. Sexo, drogas y rock and roll. Apareció una mujer, como tiene que ser,
y emigramos hacia el norte. Pasé un tiempo en Seattle. Allí conecté con un chaval
que hacía escalada. Me picó el gusanillo. Entonces aquella mujer y yo seguimos
más hacia el norte. Antiestablishment, vegetarianos, intelectuales.
Nate sonrió; tenía delante a un hombre de mediana edad con exceso de peso,
que se estaba quedando calvo y parecía divertirse pensando en lo que había sido y
en lo que era ahora.
—Ella quería pintar; yo escribiría novelas que pusieran de manifiesto las
debilidades del hombre; viviríamos de la tierra. Nos casamos y eso lo fastidió
todo. Ella acabó volviendo a Seattle. Yo seguí aquí arriba.
—Publicando una revista en lugar de escribir novelas.
—Ah, sigo trabajando en esas novelas. —En esta ocasión no sonrió, al
contrario, su expresión era distante y algo inquieta—. De vez en cuando las
desempolvo. No valen nada, pero aún trabajo en ellas. Sigo sin comer carne y
siendo verde, ecologista, me refiero, lo que molesta a muchos. Conocí a Carrie
hace unos quince años. Nos casamos. —Recuperó la sonrisa—. Este parece que
funciona.
—¿Hijos?
—Una niña y un niño. Doce y diez. Bueno, volvamos a usted. Estuvo en el
departamento de policía de Baltimore durante doce años. Cuando hablé con el
teniente Foster...
—¿Habló usted con mi teniente?
—Su ex teniente. Buscaba información. Le describió como una persona
concienzuda y obstinada, el tipo de poli que cierra casos y sabe trabajar bajo
presión. No diré que alguien de aquí ponga objeciones a que nuestro jefe de
policía posea estas cualidades, pero me da la impresión de que está usted
excesivamente preparado para este cargo.
—Ese sería mi problema —comentó Nate, categórico—. Creo que este es todo
el tiempo que puedo concederle.
—Solo un par de preguntas más. Estuvo dos meses de baja después del
incidente del pasado mes de abril en el que su compañero, Jack Behan, y un
sospechoso murieron y usted quedó herido. Se reincorporó al trabajo y
permaneció en él cuatro meses y luego presentó su renuncia. ¿Debo suponer que
el incidente pesó en su decisión de aceptar este puesto?
—Ya le he dado mis razones para aceptar el cargo. La muerte de mi
compañero no tiene nada que ver con nadie de Lunacy.
La expresión de Max demostraba que no soltaría la presa y Nate vio que lo
había subestimado. Un periodista es un periodista, pensó, independientemente de
dónde se encuentre. Y este olía una historia.
—Tiene que ver con usted, jefe. Sus experiencias y motivaciones, su historia
profesional.
—Historia sería la palabra clave.
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—Puede que The Lunatic sea una publicación modesta, pero yo, como
director, tengo que cumplir con mi deber y escribir un artículo preciso y completo.
Sé que se investigó el incidente del tiroteo y quedó claro que usted disparó el arma
justificadamente. De todas formas, aquella noche usted mató a un hombre y eso
tiene que pesar.
—¿Usted cree que uno acepta una placa y un arma alegremente, Hawbaker?
¿Cree que se dan solo para exhibirlas? Un poli, cuando coge el arma, sabe, todos
los días, que tal vez ese será el día en que tendrá que usarla. En efecto, es algo que
pesa, y mucho.
Estuvo en un tris de perder los estribos, su voz salió fría como aquel viento
de enero que hacía vibrar las ventanas.
—Todo el mundo sabe que es algo que pesa mucho, el arma y lo que uno
quizá tenga que hacer con ella. ¿Me arrepiento de haber sacado el arma? No. De lo
que me arrepiento es de no haber sido más rápido. Si hubiera sido más rápido, un
buen hombre seguiría vivo, una mujer no sería viuda y dos niños aún tendrían
padre.
Max se echó atrás en la silla y se humedeció los labios unas cuantas veces.
Pero mantenía el tipo.
—¿Se culpa a sí mismo?
—Soy el único que salió con vida del callejón. —El malhumor fue cediendo y
sus ojos parecieron apagados y cansados—. ¿A quién culpar si no? Apague la
grabadora. Hemos terminado.
Max se inclinó hacia delante para desconectar el aparato.
—Siento haber tocado un tema delicado. No tenemos muchos lectores, pero
quienes compran la revista tienen derecho a saber.
—Es lo que dicen siempre los periodistas. Y ahora tengo que volver al
trabajo.
Max recogió la grabadora, la guardó y se levantó.
—Ejem... Necesitaría una foto para el artículo. —La mirada fija y el silencio
de Nate le hicieron carraspear—. Carrie puede pasar más tarde. Es fotógrafa.
Gracias por haberme dedicado este tiempo. Y... suerte con las raquetas.
Cuando se quedó solo, Nate permaneció un rato sentado completamente
inmóvil. Esperaba la ira, pero no apareció. Le habría gustado notar el
desenfrenado y cegador calor de la furia. Pero seguía vacío.
Sabía lo que ocurriría si continuaba paralizado. Se levantó con movimientos
lentos y controlados, cogió el walkie-talkie y salió.
—Estaré un rato fuera —dijo a Peach—. Si surge algo, localíceme por el
walkie-talkie o el móvil.
—Han anunciado mal tiempo —le dijo ella—. Procure estar de vuelta a la
hora de cenar.
—Para entonces ya estaré aquí.
Salió a la entrada y recogió el equipo de abrigo. Mantuvo la mente en blanco
hasta que arrancó el coche. Se detuvo delante de la casa de Hopp, salió del coche y
llamó a su puerta.
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Le abrió ella, con las gafas de leer colgadas de una cadenita por encima de
una gruesa blusa de pana.
—¡Ignatious! Pase.
—No, gracias. No vuelva a montarme una emboscada como la de hoy.
Los dedos de Hopp recorrían la cadena de las gafas mientras observaba la
cara de Nate.
—Entre y hablaremos.
—Es todo lo que tenía que decirle. Todo lo que voy a decirle.
Se volvió y la dejó plantada en el umbral de la puerta.
Salió del núcleo urbano y tras perder de vista los edificios se sintió algo
mejor. Vio a gente patinando en el lago. Pensó que pronto se retirarían, al igual
que hacía la luz. Más allá de la extensión de hielo se veía una cabaña.
No vio la avioneta de Meg. Y a ella no la había visto desde el día de la aurora
boreal.
Pensaba que tenía que dar media vuelta, y hacer aquello por lo que le
pagaban. Aunque no fuera nada del otro mundo. En lugar de ello, casi sin darse
cuenta, siguió conduciendo.
Al llegar a la casa de Meg, encontró a los perros vigilantes, guardando la
casa. Salió del coche y esperó a ver qué táctica seguían ante una visita inesperada.
Ladearon la cabeza casi al unísono y luego se acercaron a él corriendo con
cierto tono amistoso en sus ladridos. Después de dar unos saltos y unas vueltas,
uno de ellos se fue a su casita, entró en ella y salió con un enorme hueso en la
boca.
—¿De dónde has sacado eso? ¿De un mastodonte?
Era un hueso rugoso, mascado y babeado, pero Nate lo cogió, adivinando el
juego, y lo lanzó como una jabalina.
Los dos perros salieron disparados, chocando entre sí como un par de
futbolistas tras un pase. Se metieron en la nieve y aparecieron con la cabeza
blanca. Ambos llevaban el hueso entre los dientes. Tras un rápido y enérgico tira y
afloja, volvieron brincando como si les sujetaran unos arreos.
—Trabajo en equipo, ¿verdad?
Cogió de nuevo el hueso, lo lanzó y se repitió la acción.
En el cuarto lanzamiento, los perros se alejaron de él y se fueron derechos al
lago. Unos segundos después oyó lo que habían oído. El estruendo del motor
aumentó, y Nate siguió a los perros hasta el lago.
Vio el rojo destello y el apagado brillo del sol poniente en el hielo. Le pareció
que el aparato se acercaba demasiado deprisa y volaba excesivamente bajo. Pensó
que en el mejor de los casos los esquís del avión darían con las copas de los árboles
y que en el peor el morro chocaría contra el hielo.
El ruido se lo tragó todo. Con los nervios a flor de piel, Nate vio cómo Meg
hacía girar la avioneta, la inclinaba y la hacía deslizar sobre el hielo. Luego se hizo
un silencio tan absoluto que incluso tuvo la impresión de que oía el susurro del
aire que ella había desplazado con el movimiento.
A su lado, los perros, agitados, saltaron de la nieve al hielo. Se despatarraron,
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patinaron y cuando se abrió la puerta ladraron con evidente alegría. Meg saltó al
suelo, y sus botas repicaron. Se agachó y dejó que la lamieran mientras frotaba
enérgicamente el pelo de sus perros. Se incorporó, recogió un paquete de la cabina
y entonces vio a Nate.
—¿Otro que ha roto el guardabarros? —gritó.
—Que yo sepa, no.
Con los perros bailando a su alrededor, cruzó la estrecha extensión de hielo y
ascendió por la ligera pendiente nevada.
—¿Lleva tiempo aquí?
—Unos minutos.
—Aún tiene la sangre demasiado clara para soportar este frío. Vamos dentro.
—¿Dónde estaba?
—Bah, de acá para allá. Recogí a un grupo hace unos días. Han venido a
disparar al caribú... fotográficamente, me refiero. Hoy los he llevado de vuelta a
Anchorage. Por los pelos —añadió mirando al cielo—. Se acerca una tormenta. El
viento arrecia.
—¿Nunca tiene miedo ahí arriba?
—No. Aunque a veces la cosa se pone interesante...
Al llegar a la entrada, se quitó la parka.
—¿Se ha estrellado alguna vez?
—He tenido que, por decirlo de alguna forma, bajar de golpe en alguna
ocasión. —Se quitó las botas, cogió una toalla de una caja y se agachó de nuevo
para secar las patas a los perros—. Pase, pase. En un minuto acabamos, y aquí los
cuatro no cabemos.
Nate se metió en la casa y cerró la puerta interior, tal como le había dicho ella
que hiciera, para mantener el calor.
Por las ventanas entraban los últimos rayos de sol del corto día, lo que dejaba
la estancia entre la luz y la penumbra. Olió a flores, pero no eran rosas sino algo
más primitivo y silvestre. Un olor que se mezclaba con el de los perros y el del
humo de la leña, formando una curiosa y atractiva combinación.
Había esperado algo rústico, pero incluso en aquella media luz se dio cuenta
de que se había equivocado de medio a medio.
Las paredes de la espaciosa sala de estar estaban pintadas de color amarillo
pálido. Para imitar el sol y neutralizar las sombras, supuso Nate. La chimenea
estaba hecha de piedra pulida de tonos dorados y en su interior brillaban los
troncos candentes. En la repisa había unas velas cuadradas de color amarillo y
azul. El largo sofá seguía la gama de los azules y estaba cubierto por esos cojines
que las mujeres insisten en poner en todas partes. Por encima había un grueso
cubrecama a juego.
Repartidas por la estancia había unas lámparas con pantallas pintadas, mesas
relucientes, una alfombra estampada y dos butacas. Acuarelas, óleos, dibujos al
pastel, todo tipo de vistas de Alaska decoraban las paredes. A su izquierda subía
una escalera con un poste tallado en forma de tótem que le hizo sonreír.
Se abrió la puerta. Los perros entraron primero; ambos se acomodaron en sus
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respectivas butacas tras dar un brinco.
—No era lo que esperaba —comentó Nate.
—Demasiada expectativa lleva al aburrimiento.
Cruzó la sala, abrió una gran caja de madera tallada y sacó de ella unos
troncos.
—Ya los cojo yo.
—Ya está. —Se inclinó, colocó los troncos y se volvió hacia él, de espaldas a
la chimenea—. ¿Quiere comer algo?
—No. No, gracias.
—¿Una copa?
—No, no se moleste.
Meg pasó al otro lado y encendió una de las lámparas.
—Un polvo pues...
—Yo...
—¿Por qué no sube? Es la segunda puerta a la izquierda. Solo tengo que
poner comida y agua a los perros.
Meg salió y lo dejó con ellos, que lo miraban con sus ojos cristalinos. Habría
jurado que lo hacían con una risita cómplice.
Cuando entró de nuevo lo encontró de pie exactamente donde lo había
dejado.
—¿No encuentra la escalera? Menudo detective está hecho.
—Escuche, Meg... Yo había venido a... —Se pasó una mano por el pelo
mientras se daba cuenta de que no tenía la menor idea de qué iba a decir. Salió del
pueblo notando el negro abismo que se abría ante él y en algún momento,
mientras jugaba con los perros, el agujero se cerró de nuevo.
—Entonces, ¿ni polvo ni nada?
—Sé distinguir una pregunta con trampa.
—Bueno, mientras piensa cómo responderá, voy arriba, a desnudarme. —
Apartó su cabellera de los hombros echándola hacia atrás—. Estoy muy atractiva
sin ropa, si es eso lo que se está preguntando.
—Lo imagino.
—No es usted exactamente un cachas pero me da igual. —Subió la escalera,
ladeó la cabeza y sonrió mientras le hacía señas con el dedo—. Vamos, encanto.
—¿Así, sin más?
—¿Por qué no? Ninguna ley lo impide, de momento. Un polvo no tiene
ninguna complicación, Nate. Lo complicado es el resto. Vayamos a lo sencillo, por
ahora.
Siguió subiendo. Nate lanzó una mirada a los perros y soltó un suspiro.
—A ver si recuerdo cómo hacer lo sencillo.
Llegó arriba, se detuvo ante la primera puerta. Las paredes eran de un rojo,
encendido, excepto una que era de espejo. En la opuesta a esta había una
estantería con un televisor, un DVD y una cadena de música. Entre ambas, Nate
identificó un equipo de gimnasia muy moderno. Una máquina de ejercicios
cardiovasculares frente al televisor, una Bowflex y un estante de pesas en paralelo
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al espejo.
Nate imaginó que en el minifrigorífico guardaba botellas de agua, tal vez
alguna bebida isotónica.
La habitación le sugirió que el cuerpo que iba a ver desnudo llevaba muchas
sesiones de duro entrenamiento.
Meg había dejado la puerta del dormitorio abierta y estaba en cuclillas frente
a otra chimenea, encendiéndola. Tenía una cama grande con un cabezal y un pie
de sólida madera oscura y curvada. Otras obras de arte y lámparas acentuaban los
distintos tonos de verde y marfil.
—He visto su equipo.
Ella le dirigió una insinuante sonrisa por encima del hombro.
—Todavía no.
—¡Ja! Me refería al equipo de puesta a punto que tiene aquí al lado.
—¿Practica usted, jefe?
—Lo hacía. —Antes de lo de Jack—. Últimamente, poco.
—Me encanta sudar y la subida de endorfinas.
—A mí también.
—Pues tendrá que volver al ejercicio.
—Sí. Menudo refugio tiene aquí.
—Tardé cuatro años en terminarlo. Necesito espacio, de lo contrario me
pongo nerviosa. ¿Con luz o sin luz? —Al ver que no respondía, se medio
incorporó y volvió la cabeza otra vez—. Tranquilo, jefe. No le haré ningún daño, a
menos que me lo pida.
Se acercó a la mesilla y abrió un cajón.
—La seguridad es lo primero —dijo, lanzándole un preservativo en un
envoltorio de papel de plata—. Piensa demasiado —decidió al ver su expresión de
desconcierto; tenía un aspecto adorable, se dijo Meg, con el revuelto pelo de color
castaño y aquellos ojos de héroe herido—. Creo que podemos solucionarlo. Tal vez
necesite un poco de ambiente. A mí tampoco me disgusta, no crea.
Encendió una vela y se paseó por la habitación haciendo lo mismo con otras.
—Un poco de música.
Abrió un armario y puso en marcha el reproductor de CD, con el volumen
bajo. Esta vez le tocó el turno a Alanis Morissette, con su curiosa y atractiva voz,
cantando sobre el miedo a la felicidad.
—Quizá tenía que haberle emborrachado un poco, pero ahora ya es tarde.
—Es usted todo un carácter —murmuró Nate.
—No le quepa la menor duda. —Se quitó el jersey por encima de la cabeza y
lo lanzó sobre una silla—. La ropa interior térmica quita algo de erotismo al
striptease, pero tal vez compense el desenlace.
Él la tenía ya como el cemento.
—¿Tiene intención de quitarse algo de ropa o espera que sea yo quien lo
haga?
—Estoy nervioso. Y todo esto hace que me sienta como un idiota.
«¡Vaya! —pensó ella de nuevo—. Es absolutamente adorable. La sinceridad
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es el mayor atractivo del hombre.»
—Está nervioso porque piensa. —Se quitó el pantalón y, tras sentarse en la
cama, hizo lo mismo con los calcetines—. De no haber sido porque en Nochevieja
lo llamó el deber, habríamos acabado en la cama.
—Cuando volví ya se había ido.
—Porque empecé a pensar. Ya ve, no hay que hacerlo. —Retiró el edredón y
la sábana.
Nate dejó la camisa encima del jersey de ella. Cuando sacó el móvil del
bolsillo se encogió de hombros y dijo:
—Estoy de servicio.
—Pues esperemos que la gente se comporte.
Meg se quitó la camiseta térmica. Hasta el último músculo del cuerpo de
Nate se contrajo como en un puño.
Era de porcelana: piel blanca, delicada, esculpida formando curvas. Pero no
tenía su fragilidad. Al contrario, todo era expresión corporal y confianza, una
fotografía en blanco y negro en la que jugaba una luz dorada.
Nate sintió una sacudida de deseo en el momento en que ella apagaba la luz
y dejaba tan solo el resplandor de las velas y el fuego de la chimenea, porque vio
el pequeño tatuaje con unas rojas alas extendidas en la parte inferior de su
espalda.
—Acaban de evaporarse la mitad de los pensamientos que tenía en la cabeza.
Ella se echó a reír.
—Vamos a ocuparnos de la otra mitad. Pantalón fuera, Burke.
—A sus órdenes.
Se desabrochó el cinturón; notó los dedos entumecidos mientras se quitaba la
ropa interior. Tenía la boca seca.
—Tenías razón. Estás muy atractiva desnuda.
—Me gustaría poder decir lo mismo de ti, pero al paso que vamos no sé si
conseguirás deshacerte de la ropa. —Se tumbó en la cama—. Vamos, guapo,
tómame.
Meg recorrió con la punta del dedo uno de sus senos mientras Nate acababa
de desnudarse.
—Hum... No está mal, la parte superior... discreta. Buen tono muscular para
alguien que no entrena con regularidad. Y... —soltó una risita y se apoyó en los
hombros mientras se quitaba los calzoncillos—. Vaya, vaya, ya veo que has dejado
de pensar. Pongámosle el uniforme al soldado y llevémosle a la guerra.
Nate obedeció, pero cuando se sentó en la cama se limitó a rozarle el hombro
con el dedo.
—Dame un minuto para planificar la estrategia de la batalla. Nunca había
visto una piel como la tuya. Tan lisa...
—No puede juzgarse un libro por las tapas.
Manteniendo el equilibrio, estiró un brazo y sujetándolo por el pelo lo atrajo
hacia ella.
—Dame esa boca. El otro día no tuve bastante.
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Se apoderaron de él, como en una ráfaga, todas sus necesidades, su
desesperación, el frenético impulso, todo lo que se fundía en un ciego deseo. El
sabor a ella estalló en su interior, el inflamado y codicioso fuego de aquella mujer
le encendió la sangre. Su boca se hundió en la de ella, devorándola, hasta que
empezó a renacer en su interior el apetito que casi había olvidado. No conseguía
saciarse de su boca, su cuello, sus senos. Los jadeos, gemidos y chillidos de ella
eran, en su desnuda ansia, como latigazos que le llevaban a buscar más.
Colocó la mano entre sus muslos y en su delirio por palpar la humedad, la
calidez, la llevó a la cima con tal rapidez e intensidad que los dos cuerpos
empezaron a temblar.
Había sido como escalar una tranquila y verde montaña y ver cómo se
convertía en un volcán. Meg supo que todo aquello estaba dentro de él. La
peligrosa sorpresa bajo la dolorida calma. Ella había deseado a aquel hombre de
ojos tristes y aire tranquilo. Lo que no sabía era qué encontraría al arrancar la
máscara.
El cuerpo de Meg se arqueó, aturdido, mientras él seguía encendiéndoselo y
cuando soltó un grito lo hizo movida por el salvaje placer. Rodaron juntos, ella
hundió las uñas, mordisqueó y acarició con posesiva pasión aquella brillante piel.
Sus pulmones ardían en los jadeos.
Él se afanaba por devorarla, poseerla, dominarla. La penetró e iba a hundir el
rostro en su pelo pero las manos de Meg lo sujetaron. Lo observó con mirada
desenfrenada mientras él seguía empujando hacia su interior, mientras se perdía
en lo más profundo de su cuerpo. No dejó de mirarlo hasta que descargó en su
interior.
Su piel no era más que una cascara llena de aire. Ya no recordaba aquel peso
que tiraba de él, le empujaba, le obturaba la mente y le abotargaba el cuerpo de tal
forma que levantarse de la cama por la mañana se había convertido para él en un
ejercicio de voluntad y control.
Estaba ciego, sordo y se sentía colmado. De haber sido capaz de seguir
flotando hacia el olvido, no habría articulado ni un murmullo de queja.
—Nada de dormirse cuando todavía hay que estar por la labor.
—¿Hum? ¿Qué?
—¡Cambio a velocidad de crucero, valiente!
Después de todo, no estaba ciego. Veía luz, sombras, formas. Nada tenía
lógica, pero lo veía. Era capaz de oír, pues la voz, la voz de ella, se deslizaba en su
cabeza como un leve zumbido. Y también sentía cómo Meg se entregaba debajo de
él, notaba aquel suave, prieto y sinuoso cuerpo, húmedo por el sudor del esfuerzo,
que olía a jabón, a sexo, a mujer.
—Es mejor que me des un empujón —dijo él un momento después—. Puede
que me haya quedado paralizado.
—Desde esta posición no puedo.
Pero colocó su mano en los hombros de Nate y consiguió darle un toque.
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Luego inspiró y espiró con dificultad y soltó un: «¡Dios!».
—Creo que he visto a Dios durante un segundo. Me sonreía.
—Ah.
Meg fue incapaz de reunir fuerzas para desperezarse, y se limitó a bostezar.
—Alguien llevaba tiempo reprimido. Hum... Qué suerte la mía.
Los circuitos del cerebro de Nate empezaban a conectarse de nuevo. Habría
jurado que oía cómo crepitaban al restablecer el contacto.
—Mucho tiempo en ayunas.
Llena de curiosidad, Meg se colocó de costado. Vio las cicatrices que había
seguido con sus dedos. Heridas, heridas de bala, ella lo sabía, en el muslo de Nate.
—Concreta ese «tiempo». ¿Un mes? —El seguía con los ojos cerrados, aunque
movió las comisuras de los labios—. ¿Dos meses? ¿Más? ¡Joder! ¿Tres?
—Cerca de un año, diría yo.
—¡Casi nada! No me extraña haber visto las estrellas.
—¿Te he hecho daño?
—No digas chorradas.
—Puede que no, pero la verdad es que te he utilizado.
Meg pasó a propósito el dedo por la cicatriz que discurría ondulante en su
costado. El rostro de Nate no se inmutó, pero ella notó cierta tensión y decidió
dejarlo de momento.
—Yo diría que nos hemos utilizado mutuamente, tanto y tan a conciencia
que todo el mundo en un radio de doscientos kilómetros a la redonda está ahora
mismo tumbado fumando tranquilamente un cigarrillo.
—¿Satisfecha?
—¿Tienes el síndrome del que no recuerda lo que ha pasado hace solo un
momento, Burke? —Ahora sí se desperezó y le pegó un codazo—. ¿De quién ha
sido la idea?
Nate se quedó un momento en silencio.
—Estuve cinco años casado. Fui fiel. Los dos últimos fueron agitados. De
hecho, el último fue un desastre. Las relaciones sexuales se convirtieron en un
recurso. En un campo de batalla. Un arma. Nada parecido a un placer natural. Por
eso estoy oxidado y no sé muy bien qué desean las mujeres.
Esta vez no tan a la ligera Meg murmuró:
—Yo no soy las mujeres. Soy yo. Siento mucho que tu ex te hiciera dar
vueltas como una peonza agarrándote por la polla, pero puedo asegurarte que ese
apéndice sigue funcionando y que tal vez haya llegado el momento de superar
todo esto.
—Un largo pasado. —Cambió de postura y colocó el brazo bajo ella. Notó
que se ponía algo tensa y también cierta vacilación en el cuerpo antes de relajarse
de nuevo y apoyar la cabeza en su hombro—. No quiero que esto sea el final. Entre
nosotros.
—Veremos qué opinamos de ello la próxima vez.
—Me gustaría seguir aquí, pero tengo que volver. Lo siento.
—Yo no te he pedido que te quedaras.
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Nate volvió la cabeza para verle la cara. Aún tenía las mejillas sonrosadas y
los ojos somnolientos. Pero era un poli demasiado experto para que le pasara por
alto el recelo que escondía aquella actitud relajada.
—Ojalá me hubieras pedido que me quedara, aunque como habría tenido
que decir que no, sería malgastar un deseo. De todas formas, me gustaría volver.
—No puedes volver esta noche. Si llega la tormenta y consigues subir, cosa
que dudo, te quedarás aquí aislado. Podrían ser días, y no me conviene.
—Si va a ser tan fuerte, vente al pueblo conmigo.
—No. Eso me conviene menos aún. —Relajada de nuevo, pasó sus dedos por
encima del pecho de Nate, siguió con ellos su mandíbula y se detuvo en el
cabello—. Aquí estoy bien. Tengo provisiones, leña de sobra, a mis perros. Me
gusta una buena tormenta, la soledad que trae consigo.
—¿Y cuando escampe?
Movió un hombro y se volvió. Se levantó, se acercó desnuda al armario, la
luz de la lumbre jugaba sobre su piel blanca y sobre las llamativas alas rojas
extendidas, y cogió una gruesa bata de franela.
—Puede que me llames, y si sigo aquí puedas subirme una pizza. —Se puso
la bata y sonrió mientras la anudaba—. Te prometo una buena propina.
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Capítulo 7
Mientras bajaba hacia el pueblo caían los primeros copos. Eran espesos y
suaves, no parecían demasiado amenazadores. En realidad, a Nate le parecieron
pintorescos. Le recordaban las nevadas de su infancia, las que caían de noche,
seguían por la mañana y cuando miraba por la ventana de su dormitorio, la
emoción le producía un chispazo en la sangre.
«¡No hay escuela!»
Le hizo sonreír pensar en ello, recordar los días en que la nieve era algo
emocionante y no una carga o un riesgo. Tal vez sería bueno recuperar algo de
aquel sobrecogimiento de su infancia.
Echar un vistazo alrededor, ver aquellos mares y ríos blancos y reflexionar
sobre lo que se podía hacer. Estaba aprendiendo a utilizar las raquetas, por tanto,
quizá también aprendería a esquiar. El esquí de fondo podía ser interesante.
Además, había perdido demasiado peso en los últimos meses. Aquel ejercicio,
junto con los puntuales platos de comida que le ponían delante, podían ayudarle a
fortalecerse otra vez.
También podía comprarse una moto de nieve y dedicarse a echar carreras
por ahí. Para divertirse un poco, qué demonios. Además vería el paisaje desde un
vehículo distinto al coche.
Se detuvo para observar un pequeño rebaño de ciervos que avanzaba entre
los árboles, a su izquierda. Tenían el pelo greñudo y oscuro, lo que contrastaba
con la nieve, que les llegaba a las rodillas. Suponiendo que los ciervos tuvieran
rodillas.
Pensaba que aquello era un mundo nuevo para un chico de ciudad cuyas
aventuras en el campo hasta entonces se habían limitado a un par de acampadas
en verano al oeste de Maryland.
Aparcó delante de la comisaría, se acordó de conectar el calentador del motor
a la toma de corriente y observó cómo Otto y Peter tendían a lo largo de la acera
un cordel a la altura de la cintura de una persona. Se puso de nuevo los guantes y
se acercó a ellos para ayudarles.
—¿Qué es esto?
—Una cuerda guía —dijo Otto, enrollándola en una farola.
—¿Para?
—Alguien puede romperse una pierna al salir de casa con una tormenta así.
—No parece algo tan serio. —Nate volvió la cabeza hacia la calle y no vio la
mirada que intercambiaban Otto y Pete—. ¿De cuántos centímetros estamos
hablando?
—Puede llegar a un metro veinte.
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Nate se volvió en el acto.
—Se están quedando conmigo.
—Y llega con viento, o sea que en los ventisqueros la altura podría duplicarse
o triplicarse. —Se notaba que Otto disfrutaba mientras colocaba la cuerda—. No
será una nevada como las de los estados del sur.
Nate pensó en Baltimore, donde un palmo de nieve podía casi paralizar la
ciudad.
—Que se lleven los vehículos que están aparcados en la calle y se revisen los
equipos quitanieves.
—Normalmente la gente deja los coches donde están —le dijo Pete—. Y los
desentierra después.
Nate pensó en aplicar lo de «a donde fueres...» y luego movió la cabeza. ¡Le
pagaban por establecer el orden! Así que pondría un poco de orden.
—Sáquenlos de la calle. Todo vehículo que siga aparcado dentro de una hora
se lo llevará la grúa. Alaska o los estados del sur, ¡qué más da, si en la calle se
junta un metro veinte de nieve! Hasta que despeje estaremos de servicio las
veinticuatro horas. Ninguno de nosotros saldrá de la comisaría sin walkie-talkie.
¿Qué estrategia se sigue con los que viven fuera del núcleo urbano?
Otto se rascó la barbilla.
—No hay ninguna.
—Que Peach repase la lista y se ponga en contacto con todos.
Proporcionaremos cobijo a quien lo necesite.
En esta ocasión pescó el intercambio de gestos. Peter sonrió con discreción.
—No lo necesitará nadie.
—Puede que no, pero al menos tendrán la opción. —Pensó en Meg, a diez
kilómetros de allí, prácticamente sitiada. No se movería de allí, eso ya lo sabía—.
¿Tenemos mucha cuerda de esta?
—Muchísima. La gente normalmente monta sus propias guías.
—Vamos a asegurarnos de ello. —Se fue hacia dentro para poner a Peach
manos a la obra.
Tardó una hora en organizar el plan y otros diez minutos en ocuparse de
Carrie Hawbaker, cuando apareció con su cámara digital. A diferencia de su
marido, era brusca y enérgica; se limitó a indicarle con la mano que siguiera con
su trabajo para poder tomar unas instantáneas naturales.
Le dejó hacer las fotos mientras hablaba con Peach sobre los planes de
emergencia para la tormenta. No tuvo tiempo de preocuparse por nada más, ni de
pensar en la entrevista que le había hecho Max.
—¿Se ha puesto en contacto con todos los que viven fuera del núcleo urbano?
—preguntó a Peach.
—Me faltan doce.
—¿Alguno viene para acá?
—De momento no. —Iba marcando nombres de la lista—. La gente vive
fuera, Nate, porque le gusta estar fuera.
Él asintió.
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—De todas formas póngase en contacto con ellos. Luego váyase para casa y
llámeme cuando esté allí.
Sus regordetas mejillas crecieron con una sonrisa.
—¿Ahora ha adoptado el papel de mamá gallina?
—La seguridad pública es mi vida.
—Y también parece que se ha animado. —Se quitó el lápiz que llevaba en el
moño y le apuntó con él mientras le decía—: Me alegro de que sea así.
—Seguro que la ventisca me levanta el ánimo.
Volvió la vista hacia la puerta, perplejo al ver que se abría otra vez. ¿Nadie se
quedaba en casa en Lunacy durante una tormenta de nieve?
Hopp se ahuecó el pelo.
—Nieva un montón —dijo—. He oído que está retirando los coches de la
calle, jefe.
—La máquina quitanieves hará la primera pasada dentro de poco.
—Pues tendrá que pasar unas cuantas veces.
—Supongo.
—¿Tiene un minuto?
—Lo encontraremos. —Le hizo señas para que entrara en su despacho—.
Tendría que estar en su casa, alcaldesa. Si es cierto que se acumula más de un
metro, la veo con nieve hasta las axilas.
—Soy bajita pero fuerte, y tengo que moverme un poco cuando hay
tormenta. Estamos en enero, Ignatious. Todos sabemos cómo es el tiempo en esta
época.
—De todos modos, son más de las cinco, es noche cerrada, ya hay más de un
palmo de nieve y el viento sopla a más de cincuenta kilómetros por hora.
—Veo que está al tanto de todo.
—Radio Lunacy. —Señaló el transistor que tenía en la mesa—. Han
prometido emitir las veinticuatro horas durante la tormenta.
—Lo hacen siempre. Y hablando de medios de comunicación...
—Ya me han hecho la entrevista. Carrie ha venido a tomar las fotos.
—Y usted sigue mosqueado. —Lo miró moviendo la cabeza—. Inauguramos
el primer departamento de policía de la ciudad y traemos a un jefe de fuera. Es
noticia, Ignatious.
—A eso no tengo nada que objetar.
—Ha estado practicando el regate con Max.
—Más que regate, amago. Ya he aprendido.
—Independientemente del movimiento, he parado el juego utilizando un
método que roza el límite. Le pido disculpas.
—Y yo se las acepto.
Cuando Hopp le tendió la mano, él la sorprendió con un apretón realmente
amistoso.
—Vuelva a casa, Hopp.
—Lo mismo digo.
—No puedo. En primer lugar porque tengo que cumplir un sueño de la
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infancia. Voy a subir a una máquina quitanieves.
Cada inspiración era como aspirar esquirlas de hielo. Y esas mismas
esquirlas parecían perforarle las gafas y llegar a los ojos. Llevaba un montón de
capas protectoras en todo el cuerpo y el frío le seguía pareciendo insoportable.
Aquello no podía ser real, nada de lo que estaba viviendo podía serlo. El
atroz viento, el ensordecedor ruido del motor de la quitanieves, la cortina blanca
que a duras penas cortaban los faros. De vez en cuando vislumbraba el resplandor
de un farol a través de la ventanilla, pero prácticamente el mundo entero había
desaparecido bajo aquel palmo y medio de blanco temblor que iba cortando la
hoja amarilla.
No intentó conversar. En realidad no creía que Bing tuviera ganas de hablar
con él, y el ruido lo habría impedido de todas formas.
Tenía que admitirlo; Bing manejaba la máquina con la precisión y la
delicadeza de un cirujano. Aquello no era recoger y volcar como había imaginado
él. Había ciertas rutas, lugares donde verter, excavar siguiendo la línea de la acera,
desvíos hacia las casas, y todo se llevaba a cabo en medio de la tormenta y a una
velocidad que obligaba constantemente a Nate a reprimir un grito de protesta.
Estaba convencido de que a Bing le encantaría oírle chillar como a una niña,
por ello apretaba los dientes, impidiendo la salida de cualquier sonido que
pudiera tomarse como tal.
Después de verter otro montón de nieve, Bing sacó la oscura botella que
guardaba bajo el asiento, la abrió y tomó un buen trago. El aroma que llegó a Nate
casi le hizo llorar.
Puesto que estaban allí sentados, viendo cómo la montaña de nieve
aumentaba, Nate decidió arriesgarse a hacer un comentario.
—He oído que el alcohol hace bajar la temperatura del cuerpo —dijo
gritando.
—Mentiras.
Para demostrarlo, Bing echó otro trago.
Teniendo en cuenta que estaban los dos solos en la oscuridad, en medio de la
ventisca, que Bing pesaba unos treinta kilos más que él y que probablemente nada
le gustaría tanto como enterrarlo en aquella montaña de nieve recogida de las
calles hasta que la primavera derritiera el hielo, decidió no seguir por aquel
camino. Ni mencionar la ley que prohibía llevar botellas de alcohol abiertas en el
interior de un vehículo o los peligros que acarreaba beber mientras se manipulaba
maquinaria pesada.
Bing giró sus enormes hombros. Nate no vio más que unos pequeños ojos
entre el gorro y la bufanda.
—Compruébelo usted mismo. —Le puso la botella en la mano.
No creyó que fuera el momento oportuno para comentar que prácticamente
no bebía. Decidió que era más diplomático y amistoso tomar un sorbo. Lo hizo y
acto seguido le estalló la cabeza y las paredes de la garganta y del estómago le
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ardieron.
—¡Virgen santísima!
Se asfixió y, cuando consiguió inspirar de nuevo, tragó llamas en lugar de
hielo. En sus oídos resonaba una carcajada.
¿O era el aullido de un lobo gigante y enloquecido?
—¿Qué coño es esto? —Seguía resollando y las lágrimas que salían de sus
ojos se congelaban en las mejillas—. ¿Ácido? ¿Plutonio? ¿Fuego del infierno
licuado?
Bing cogió de nuevo la botella, echó otro trago y la tapó.
—Whisky de zurullo de caballo.
—Ya, vale.
—El hombre que no aguanta este whisky no es hombre.
—Entonces debo de ser una mujer.
—Le llevo a casa, señora. Se ha hecho todo lo que se ha podido por el
momento.
—¡Aleluya!
Alrededor de los ojos de Bing se formaron unas pequeñas arrugas que
podían indicar la aparición de una sonrisa. Dio marcha atrás y giró.
—He apostado veinte a que no aguanta usted ni hasta final de mes.
Nate siguió inmóvil, con la garganta encendida, un terrible escozor en los
ojos y con los pies como dos icebergs a pesar de los dos pares de calcetines
térmicos y las botas.
—¿Quién guarda el dinero?
—Jim, el flaco que trabaja en el bar del Lodge.
Nate se limitó a asentir.
No entendía de dónde había sacado Bing aquel sentido de la orientación,
pero pensó que habría podido hacer de guía de Magallanes. Aceleró la máquina en
medio de la cegadora nevada y lo llevó como una flecha hasta la acera del Lodge.
Las rodillas y los tobillos de Nate se quejaron al saltar del vehículo. La nieve
acumulada delante del hotel le cubría las piernas, que tenía completamente
congeladas, y el viento le daba de lleno en la cara mientras se agarraba a la cuerda
guía para acercarse a la puerta.
El calor de dentro le resultó casi desagradable. La voz de Clint Black, en la
máquina de discos, ocupó el lugar del silbido en su oído. Había una docena de
personas entre la barra y las mesas, bebiendo, comiendo, conversando, como si al
otro lado de la puerta no se estuviera desencadenando la cólera de Dios.
«Locos —pensó—. Hasta el último.»
Le apetecía café, casi hirviendo, y carne. Se la comería cruda.
Hizo un gesto con la cabeza a los que le llamaban y mientras se peleaba con
los cierres y las cremalleras Charlene se le echó encima.
—¡Pobrecito! Tiene que haberse quedado como un témpano. Ya le ayudo con
la chaqueta.
—Ya está...
—Seguro que tiene los dedos helados.
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Le parecía tan extraño y surrealista que la madre de la mujer con la que se
había metido en la cama aquella tarde le estuviera desabrochando la parka
cubierta de nieve.
—Ya está, Charlene. Pero me apetecería un café. Gracias.
—Se lo hago yo misma. —Le dio unos golpecitos en la helada mejilla—.
Siéntese.
Cuando se quitó todo lo que llevaba salvo la camisa y el pantalón, se acercó a
la barra. Sacó la cartera y, mirando al que llamaban Jim el flaco, dijo:
—Ahí van cien. Póngalos a favor de que me quedo.
Se metió otra vez la cartera en el bolsillo y se sentó al lado de John.
—Profesor...
—Jefe...
Nate ladeó la cabeza para leer el título del libro del día.
—Cannery Row. Muy bueno. Gracias, Charlene.
—No se merecen. —Le dejó el café delante—. Hoy tenemos un riquísimo
estofado. Le hará entrar en calor de inmediato. A menos que quiera que me
encargue yo de eso.
—El estofado me parece perfecto. ¿Tiene usted habitaciones por si alguien de
aquí decide quedarse esta noche?
—En el Lodge siempre hay habitaciones. Ahora le traigo el estofado.
Mientras tomaba el café, Nate giró el taburete para echar un vistazo a la
concurrencia. Alguien había puesto un antiguo tema de Springsteen en la máquina
de discos y el Boss interpretaba una de sus mejores piezas mientras las bolas del
billar caían en los agujeros con un ruido sordo. Reconoció todas las caras: clientes
habituales, gente a la que veía casi todas las noches. Desde la barra no distinguía a
los que jugaban al billar pero los identificó también por la voz: los hermanos
Mackie.
—¿Alguien de aquí se emborrachará y pretenderá luego volver a casa? —
preguntó a John.
—Tal vez los Mackie, pero Charlene se lo quitará de la cabeza. La mayoría
saldrán dentro de una hora aproximadamente y los que quieren matar la noche
aún estarán aquí por la mañana.
—¿A qué grupo pertenece usted?
—Depende de usted. —John levantó la jarra de cerveza.
—¿Y eso significa?
—Que si acepta la invitación de Charlene subiré a mi habitación solo. Si no,
subiré a la de ella.
—Yo estoy aquí por el estofado.
—Entonces esta noche me quedaré en la habitación de ella.
—¿Y esto no le molesta, John?
Él se quedó mirando la cerveza.
—Aunque me molestara las cosas seguirían igual. Ella no cambiará. Los
románticos suelen decir que no escoges a quien amas. Yo no estoy de acuerdo con
ellos. La gente escoge. Y esta es mi elección.
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Charlene le sirvió el estofado, una cestita de pan y un buen pedazo de pastel
de manzana.
—El hombre que trabaja fuera con este tiempo tiene que comer. Hágale
honor a la comida, Nate.
—Eso haré. ¿Sabe algo de Meg?
Charlene parpadeó como si le hubiera dicho aquella frase en otro idioma.
—No, ¿por qué?
—Nada, pensaba que tal vez estaban en contacto. —Para dejar enfriar un
poco el estofado, atacó el pan—. Como está allá, sola con este tiempo...
—Nadie sabe cuidar tanto de sí mismo como Meg. No necesita a nadie. Ni a
un hombre ni a una madre.
Se alejó y entró en la cocina dando un portazo.
—Tema peliagudo —comentó Nate.
—Espinoso. Y se agrava si piensa que usted está más interesado por su hija
que por ella.
—Pues lo lamento, pero es cierto.
Probó el estofado. Llevaba patata, zanahoria, judías, cebolla y una carne con
un sabor muy fuerte que no podía ser de vacuno.
Le sentó bien a su estómago y le hizo olvidar el frío.
—¿Qué carne es esta?
—Será alce.
Nate cogió otro pedazo y lo observó.
—Vale —dijo y siguió comiendo.
Nevó toda la noche y él durmió como un tronco. La panorámica que ofrecía
su ventana cuando se despertó era como una pantalla de televisor sin sintonizar.
Oía el rugido del viento y cómo empujaba contra los cristales.
No había luz, tuvo que encender unas velas y eso le hizo pensar en Meg.
Se vistió con la mirada fija en el teléfono. Probablemente tampoco
funcionaba. Además, nadie llama a una mujer a las seis y media de la mañana solo
porque se ha acostado con ella. No tenía que preocuparse por Meg. Había pasado
toda su vida allí. Estaba en casa con sus dos perros y tenía leña de sobra.
Aun así, mientras bajaba la escalera con la linterna encendida, se sentía
inquieto.
Era la primera vez que veía el local vacío. Las mesas recogidas, la barra
limpia. No olía a café ni a tocino frito. No se oía el ruido matutino de las
conversaciones. Tampoco estaba el pequeño para dirigirle una rápida sonrisa.
No había más que oscuridad, el ruido del viento y... los ronquidos. Siguió
aquel sonido y la linterna enfocó a los hermanos Mackie. Estaban tumbados cara a
cara en la mesa del billar, roncando bajo unas cuantas mantas.
Se fue hasta la cocina a inspeccionar y encontró un bollo. Se lo llevó, cogió las
prendas de abrigo y, con el bollo en el bolsillo, abrió la puerta de la calle.
El viento estuvo a punto de echarlo al suelo. Le empujó con fuerza, le pegó
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una gran sacudida y la nieve se le metió en los ojos, en la boca y en la nariz en el
preciso instante en que ponía los pies en la calle.
La linterna casi no servía para nada, pero él continuaba sosteniéndola y
seguía la cuerda con el haz de luz. Luego se la metió en el bolsillo, se agarró a la
cuerda y siguió adelante.
En la acera la nieve le llegaba a los muslos. Pensó que allí una persona podía
ahogarse en silencio, incluso antes de morir de frío.
Consiguió llegar a la calzada, donde, gracias al trabajo de Bing y al whisky
de zurullo de caballo, la nieve le llegaba solo al tobillo, excepto en los lugares
donde se acumulaba.
Tenía que cruzar la calle casi a ciegas y, sin la guía, llegar a la comisaría.
Cerró los ojos y evocó mentalmente la imagen de la calle con la situación de cada
uno de sus edificios. Luego, bajando los hombros contra el viento, soltó la cuerda,
utilizó de nuevo la linterna y se dispuso a cruzar.
Tanto podía encontrarse en plena naturaleza como en un centro urbano con
calles pavimentadas y aceras, con gente que dormía protegida por madera y
ladrillo. El viento llegaba a sus oídos como el oleaje en la tempestad y le
amenazaba con derribarle mientras avanzaba a duras penas.
Constantemente moría gente cruzando una calle, pensaba. La vida estaba
llena de horribles trampas, y de sorpresas aún más horribles. Un par de tipos
podían salir de una cafetería y uno de ellos acabar muerto en un callejón. Un
estúpido podía meterse en la ventisca, intentar cruzar la calle y acabar dando
vueltas sin rumbo hasta caer muerto de frío a un metro de un cobijo.
Mientras profería maldiciones sus botas dieron con algo sólido. Imaginó que
sería la acera, y estiró los brazos como un ciego para coger la guía.
«Para nuestra próxima e increíble hazaña», murmuró subiendo a la nevada
acera. Fue empujando hasta que encontró la cuerda que cruzaba, entonces cambió
de dirección y siguió el camino hacia la puerta exterior de la comisaría.
Se preguntó por qué se había molestado en cerrar; buscó las llaves y gracias a
la linterna encontró las cerraduras. En la entrada se sacudió la nieve que llevaba
encima pero se quedó con la ropa puesta. Tal como imaginaba, el local estaba
helado. Tanto que las ventanas se habían cubierto de escarcha por dentro.
Alguien más previsor que él había dejado un montón de leña junto a la
estufa. La encendió, se quedó un rato con las manos, aún cubiertas con los
guantes, junto a la llama, y cuando recuperó el aliento cerró la estufa.
Cogió velas, una lámpara que funcionaba con pilas y se dispuso a empezar a
trabajar.
Localizó la radio y sintonizó la emisora de Lunacy. Tal como habían
prometido, seguían emitiendo, y alguien con un sentido del humor algo retorcido
acababa de poner los Beach Boys.
Sentado a su mesa, con un oído en KLUN y el otro en la radio de Peach, echó
en falta un café, pero se comió el bollo.
A las ocho y media seguía estando solo. Era una hora razonable para
comunicarse por radio. Peach le había enseñado los rudimentos para utilizarla y
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decidió emitir su primer mensaje.
—KLPD llamando a KUNA. Vamos, KUNA. ¿Estás ahí, Meg? Contesta o
cambia o cómo demonios se diga. —Oyó parásitos, zumbidos, unos cuantos
chirridos—. KLPD llamando a KUNA. Vamos, Galloway.
—Aquí KUNA. ¿Tienes permiso para emitir con esta radio, Burke? Cambio.
Nate sabía que era ridículo, pero oír su voz le produjo una inmensa
sensación de alivio. El placer se apoderaba de todo su ser.
—Soy jefe de policía. Viene incluido con la placa.
—Di «cambio».
—Vale, cambio. No, ¿estás bien ahí? Cambio.
—Afirmativo. Cómodos y calentitos. Encerrados aquí escuchando al taku. ¿Y
tú? Cambio.
—He sobrevivido a una travesía en la calle. ¿Qué es taku? ¿Un grupo de
rock? Cambio.
—Un viento muy cabrón, Burke. El que hace temblar ahora mismo tus
ventanas. ¿Qué demonios haces en la comisaría? Cambio.
—Estoy de servicio. —Echó una ojeada al despacho y se fijó en el vapor de su
aliento—. ¿Estás sin luz?
Meg esperó un momento.
—Diré «cambio» por ti. Con este tiempo, ¿cómo voy a tener luz? Pero el
generador funciona. Ningún problema, jefe. No te preocupes. Cambio.
—Dime algo de vez en cuando y estaré tranquilo. Eh, ¿sabes qué tomé ayer?
Cambio.
—¿Después de mí? Cambio.
—¡Ja! —Qué feliz se sentía. Le importaba muy poco que hiciera aquel frío de
mil demonios—. Sí, aparte de ti. Whisky de zurullo de caballo y estofado de alce.
Cambio.
Ella soltó una larga carcajada.
—Al final haremos de ti un veterano de Alaska. Tengo que dar de comer a
los perros y poner leña en el fuego. Nos vemos. Cambio y corto.
—Cambio y corto —murmuró él.
El ambiente ya se había caldeado lo suficiente para quitarse la parka, aunque
se dejó puesto el chaleco térmico. Estaba revisando archivos para ponerse a
trabajar cuando Peach abrió la puerta.
—Me preguntaba si había alguien lo suficientemente loco para venir hasta
aquí hoy —dijo.
—Solo yo. ¿Cómo demonios ha llegado?
—Me ha acompañado Bing con la quitanieves. —Se pasó la mano por encima
del corderito azul celeste de su jersey.
—Taxi quitanieves. Déjeme que la ayude. —Se acercó a Peach para coger la
enorme bolsa que llevaba—. No tenía que haber venido.
—El trabajo es el trabajo.
—Sí, pero... ¿Café? ¿Es café esto? —Sacó un termo de la bolsa.
—No sabía si habría arrancado el generador.
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—No solo no lo he arrancado sino que no sabía si lo encontraría. Y como la
mecánica no es mi fuerte, tampoco sabía si haría algo con él caso de encontrarlo.
¡Es café! Cásese conmigo, tengamos un montón de niños.
Ella se echó a reír como una chiquilla, y le dio una palmadita.
—No se acostumbre a hacer propuestas de este tipo. Que haya estado casada
tres veces no significa que no piense en una cuarta. Vamos, sírvase café y un bollo
de canela.
—Tal vez podríamos vivir juntos en pecado. —Dejó la bolsa en el mostrador
y se sirvió café en una taza. El aroma le golpeó como un agradable puño—. Para
siempre.
—Si sonríe así más a menudo, puede que le tome la palabra. ¡Vaya, mira qué
nos ha traído el taku! —exclamó cuando vio que Peter entraba dando un traspié.
—¡Cómo aprieta! ¡Qué barbaridad ahí fuera! He hablado con Otto. Viene
para acá.
—¿También le ha traído Bing?
—No. Papá y yo hemos venido en trineo.
—En trineo. —Otro mundo, pensó Nate. Pero Peach tenía razón, el trabajo es
el trabajo—. Muy bien. Vamos a poner en marcha el generador, Pete. Peach,
póngase en contacto con los bomberos. Montaremos un equipo para limpiar las
aceras en cuanto haya luz suficiente, así quien necesite salir, podrá circular.
Tendrán prioridad las zonas de alrededor del ambulatorio y de la comisaría.
Cuando llegue Otto, dígale que los Mackie están inconscientes en la mesa de billar
del Lodge. Hay que asegurarse de que vuelven a casa de una pieza.
Se puso la parka mientras repasaba mentalmente la lista de cosas que había
que controlar.
—A ver si alguien puede darnos una idea de cuándo volverá la luz. Todo el
mundo querrá saberlo. Igual que el teléfono. Cuando vuelva haremos un
comunicado, que se transmitirá por radio, con la información de que dispongamos
en ese momento. La población tiene que saber que estamos aquí por si necesita
ayuda.
Esa era otra cosa que también le hacía sentirse bien, descubrió Nate.
—¿Pete?
—Detrás de usted, jefe.
Anotación en un diario
18 de febrero de 1988
Hoy hemos estado a punto de perder a Han en una grieta. Todo ha ocurrido
tan deprisa... Estábamos ascendiendo, totalmente mentalizados; nos
encontrábamos a unas horas de la cima. Con frío, hambre, nervios, pero animados.
Solo un escalador sabe qué encierra esta combinación. Darth iba en cabeza, la
única forma de evitar que pillara otro cabreo; le seguía Han, y yo estaba en el
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extremo.
Ya me he olvidado de ayer. Ahora los días empiezan a desdibujarse; una fría
puerta blanca que da a otra fría puerta blanca.
Me encontraba perdido en el ritmo del martilleo de mi propia cabeza, en la
belleza alucinante del ascenso, en la subida. Avanzábamos poco a poco,
resoplando, por una pendiente rocosa, a buen ritmo, hacia el cielo.
Oí el grito de Darth: «¡Roca!». Y la roca que acababa de desplazar salió
disparada de la larga chimenea y pasó zumbando junto a la cabeza de Han. Tuve
un instante para pensar: «No, yo no sigo por ahí para que aparezca un puño
divino y me aplaste; para convertirme en el imbécil al que echan de la montaña a
pedradas». Al igual que a Han, no me dio por milímetros, pasó volando en una
fracción de segundo, y se estrelló creando una veloz e irregular lluvia de piedras.
Echamos pestes contra Darth, aunque en realidad ahora ya nos maldecimos
el uno al otro por todo lo que pasa. Normalmente con buen humor y
compañerismo. Contribuye a aumentar la adrenalina a medida que ascendemos y
el respirar se convierte en un doloroso ejercicio.
Sabía que Han flaqueaba, pero seguimos adelante guiados por la obsesión y
los incesantes insultos de Darth.
Tras las gafas puedes ver su mirada enloquecida. Loco y poseído. Yo veo la
montaña como una zorra, y al penetrar en sus entrañas, con el piolet y los dedos
helados, me doy cuenta de que es una zorra a la que amo. Creo que para Darth es
un demonio, un demonio al que se ha empeñado en conquistar.
Nos acostamos atándonos con cuerdas que sujetamos a las clavijas, con el
negro mundo abajo y el negro cielo arriba.
Observé las luces, un resplandor de jade líquido en aquel espejo negro.
Hoy Darth había tomado de nuevo la delantera. Llegar primero parece otra
obsesión, y las discusiones hacen perder tiempo. En todo caso, a mí me
preocupaba Han y quería mantener al más débil del grupo en medio.
Así pues, fue la necesidad de Darth de situarse delante y mi posición trasera
lo que salvó la vida a uno de los tres.
Habíamos recogido la cuerda. Yo ya había dicho que hacía demasiado frío
para la cuerda. De nuevo avanzábamos sin problema; ascendíamos aprovechando
el intenso destello del corto día, incluso las maldiciones desaparecían entre los
rugidos del viento.
De pronto vi que Han tropezaba y empezaba a resbalar. Parecía que el suelo
desapareciera bajo sus pies.
Un momento de descuido, un ventisquero y cayó dando tumbos hacia mí.
Juro que no sé si lo detuve o si le salieron alas y echó a volar. Pero nuestras manos
se juntaron y yo clavé el piolet en el hielo, rezando para que aguantara, para que la
zorra aquella no nos engullera a los dos hacia el vacío. Permanecí una eternidad
boca abajo, sujetando sus manos mientras él colgaba en el extremo de la nada. Los
dos chillamos, yo intenté aferrarme con las puntas de los pies pero ambos
resbalamos, nos deslizamos. Unos segundos más y habría tenido que elegir entre
soltarlo o desaparecer los dos.
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Entonces el piolet de Darth se hundió en el suelo, a mi lado, a un par de
centímetros de mi hombro, y el movimiento de émbolo de mi corazón se convirtió
en el de un martillo neumático. Utilizó el piolet para agarrarse y estiró el brazo
para sujetar el de Han. Mis extenuados músculos notaron que había aflojado el
peso y pude asegurarme un poco apretando la barriga contra la pendiente. Los
dos estábamos en la misma postura tirando de Han; notaba cómo hervía la sangre
en mis oídos y el corazón desbocado dentro del pecho.
Nos apartamos del precipicio, tumbados sobre la nieve, temblando bajo
aquel frío y amarillo sol. Temblamos durante horas, o eso nos pareció, a unos
pasos de la muerte y la catástrofe.
Éramos incapaces de reírnos de ello. Ni siquiera más tarde ninguno de
nosotros tenía energías para tomarse a broma aquella breve pesadilla. Estábamos
demasiado afectados para seguir y Han tenía el tobillo destrozado. Nunca llegaría
a la cima, los tres lo sabíamos.
No teníamos más remedio que cortar a pico una plataforma, acampar y
repartirnos comida de las provisiones, que ya empezaban a escasear; Han tomaba
calmantes. Estaba débil, pero no tanto como para que en sus ojos no se viera el
terror mientras el viento golpeaba con su pesado puño las finas paredes de nuestra
tienda.
Tendríamos que volver.
Tendríamos que volver. Pero en cuanto solté el globo sonda, Darth empezó a
despotricar y a chillar con una voz tan estridente como la de una mujer. Parecía
medio ido, o ido del todo, una mole amenazadora en la oscuridad, con el hielo
pegado a su corta barba y a sus cejas, y una luz amarga en sus ojos. El accidente de
Han nos ha robado el día pero Darth no quiere que le robe la cumbre.
Tiene razón, no lo niego. Estamos a una distancia de la cima que podemos
cubrir. Puede que Han lo consiga tras una noche de descanso.
Ascenderemos mañana, y si Han no puede, lo dejaremos aquí, haremos lo
que nos habíamos propuesto y lo recogeremos de vuelta.
Es una locura, sin ninguna duda, y a pesar de los medicamentos, Han parece
destrozado, asustado. Pero estoy pillado. Hemos sobreasado el punto sin retorno.
El viento aulla como cien perros rabiosos. Podría volver loco a un hombre.
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Capítulo 8
Durante treinta horas cayó la nieve y rugió el viento. El mundo se había
convertido en una fría bestia blanca que circulaba día y noche arrasando,
mostrando los colmillos, abriendo las garras para morder e inmovilizar a quien
tuviera la valentía de salir a la calle a enfrentarse con ella.
Los generadores zumbaban o rugían y la comunicación quedó reducida a las
radios. Viajar era imposible mientras la bestia asolara la parte del interior y el
sudeste de Alaska. Los coches y los camiones quedaron sepultados, los aviones en
tierra. Incluso los perros de trineo tuvieron que esperar a que la tempestad
remitiera.
La población de Lunacy quedó incomunicada, una isla congelada en medio
de un mar blanco, sin salida.
Demasiado atareado para enfurruñarse, demasiado asombrado para soltar
maldiciones, Nate solucionaba las emergencias: un crío que se había caído de una
mesa y tenía que ir al ambulatorio para que le pusieran unos puntos, un hombre
que había sufrido un ataque al corazón al intentar quitar la nieve del camión, un
incendio en una chimenea, una pelea familiar.
Tenía a Mike el borracho, al que llamaba así para distinguirlo de Mike el
grandullón, el cocinero, durmiendo la mona en uno de los calabozos abiertos, y a
Manny Ozenburger, en uno cerrado, reflexionando sobre si era correcto embestir
con su furgoneta Tundra la moto de nieve de su vecino.
Dejó algunos equipos controlando la nieve en las calles principales y él se
abrió paso hasta La Tienda de la Esquina.
Allí encontró a Harry y a Deb sentados en una mesa frente a las estanterías
de las conservas, jugando al gin rummy mientras Cecil permanecía acurrucado en
su cesta.
—Un vendaval de mil demonios —exclamó Harry.
—Hay mil demonios sueltos ahí fuera.
Nate se quitó la capucha de la parka y se detuvo para acariciar a Cecil. Estaba
casi sin aliento y no dejaba de asombrarse de seguir vivo.
—Necesito provisiones. Me instalaré en la comisaría hasta que esto haya
terminado.
A Deb le brillaron los ojos.
—¡Oh! ¿Ocurre algo en el Lodge?
—No. —Nate se quitó los guantes con gesto brusco y empezó a coger lo
necesario para mantener el cuerpo y la mente en su sitio—. Alguien tiene que
ocuparse de la radio, y además tenemos un par de huéspedes.
—He oído que Mike el borracho pilló una buena. ¡Gin!
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—¿Gin? Maldita sea, Harry.
—Pues sí, la pilló buena —asintió Nate mientras dejaba pan, carne en lata y
patatas fritas sobre el mostrador—. Se paseaba haciendo eses y cantando canciones
de Bob Seger. El equipo quitanieves lo localizó y mientras le estaba llamando la
atención se cayó de bruces en la puñetera calle. —Añadió un paquete de seis CocaColas a las provisiones—. De no haberlo visto y traído a la comisaría, puede que lo
hubiéramos encontrado en abril, más muerto que Elvis.
—Voy a anotar todo esto, jefe. —Harry sacó el libro y apuntó en él las
compras—. Pues yo no estoy seguro de que Elvis esté muerto. ¿Tendrá bastante?
—Habrá que pasar con esto. Volver sería una aventura.
—¿Por qué no se sienta un momento a tomar un café? —dijo Deb,
levantándose—. Déjeme que le prepare un bocadillo.
Nate la miró fijamente. La gente no solía tratar así a los polis.
—Gracias, pero tengo que volver. Si necesitan algo, ya saben, enciendan una
bengala.
Se puso los guantes y la capucha y cogió la bolsa con las provisiones.
Fuera el ambiente no era tan hospitalario. Notaba cómo los dientes y las
garras de la tormenta le despedazaban mientras utilizaba la cuerda y el instinto
para arrastrarse hacia la comisaría.
Había dejado las luces encendidas para que le sirvieran de faro.
Oyó el ruido sordo de la quitanieves de Bing y pidió a Dios que no estuviera
siguiendo su camino y le atropellara accidentalmente, o a posta. La bestia, esa era
la imagen que él tenía de la tormenta, hacía lo posible por hacer inútiles los
esfuerzos de los equipos que trabajaban en la calle, pero a pesar de todo se notaba
su tarea.
En lugar de nadar entre la nieve, vadeaba a través de ella.
Oyó unos disparos. Tres rápidas detonaciones. Se detuvo, aguzó el oído para
intentar saber de dónde procedían y luego, moviendo la cabeza, siguió adelante.
Realmente esperaba que no hubiera nadie tendido en la nieve con una herida de
bala; de ser así, él no podría hacer nada.
Estaba a unos tres metros de la comisaría, concentrado en la nebulosa luz,
pensando en el calor que le esperaba en el interior, cuando apareció la quitanieves.
Su corazón se paró. Incluso oyó cómo se interrumpían los latidos y notó
cómo el borboteo de la sangre se detenía. La quitanieves le pareció enorme, una
montaña hecha máquina que se abalanzaba hacia él.
Se detuvo a poco más de un palmo de la punta de sus botas.
Bing se asomó a la ventanilla; con la barba cubierta de nieve parecía un Papá
Noel loco.
—¿Dando una vuelta, jefe?
—Sí. Me encanta. ¿Ha oído esos disparos?
—Sí. ¿Y qué?
—Nada. Venga a descansar un rato. Tenemos el local caldeado y provisiones
para preparar bocadillos.
—¿Por qué ha encerrado a Manny? Tim Bower lleva esa maldita moto de
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nieve del año catapún como un adolescente descerebrado. Es un puto peligro
público.
Nate se estaba congelando, así que decidió no entrar en detalles sobre la
destrucción de propiedad privada y conducción temeraria.
—Tim Bower iba montado en la maldita moto de nieve del año catapún
cuando Manny se la aplastó.
—Pero saltó enseguida de ella, ¿no?
A pesar de todo, Nate tuvo que reírse.
—Se tiró de cabeza a un montón de nieve. Jim el flaco lo vio. Dijo que a él
más bien le había parecido un doble salto mortal.
Bing se limitó a soltar un bufido, a bajar la cabeza y a dar marcha atrás con la
quitanieves.
Ya en el interior, Nate preparó bocadillos; llevó uno al enojado Manny y pasó
a ver a Mike el borracho.
Decidió comer el suyo junto a la radio. Le gustaba oír la voz de Meg, sentir
aquella curiosa y excitante conexión. Hacía mucho tiempo que no tenía a nadie
con quien hablar de sus vivencias, aunque tampoco le había apetecido hablar con
nadie. La conversación puso un poco de sal y pimienta a la sosa comida y algo de
solaz a su soledad.
—Tim ha destrozado esa moto de nieve un millón de veces —dijo ella en
cuanto Nate le contó la definitiva destrucción del vehículo—. Manny nos ha hecho
un favor a todos. Cambio.
—Tal vez. Creo que podré convencer a Tim de que no presente cargos si
Manny le paga. ¿Tienes planes de bajar en cuanto todo esto se haya despejado?
Cambio.
—Planificar no es mi fuerte. Cambio.
—Pronto se organizará el cine nocturno. Pensaba que quizá podría probar
tus palomitas. Cambio.
—Es una posibilidad. Me esperan algunos trabajos en cuanto pueda volar.
Pero el cine me gusta. Cambio.
Nate tomó un sorbo de Coca-Cola y se la imaginó sentada junto a la radio,
con los perros a sus pies y el resplandor del fuego detrás de ella.
—¿Por qué no fijamos una cita? Cambio.
—No fijo citas. Cambio.
—¿Nunca? Cambio.
—Las cosas ocurren cuando ocurren. Puesto que a los dos nos gustó
acostarnos, es probable que las cosas ocurran.
Ya que Meg no dijo «cambio», él dio por supuesto que se lo estaba pensando.
Lo que por otro lado, también estaba haciendo él.
—¿Sabes qué vamos a hacer, Burke? La próxima vez que ocurra, me cuentas
tu larga y triste historia. Cambio.
Nate tenía en la cabeza el rojo tatuaje de la espalda de Meg.
—¿Qué te hace pensar que la tengo? Cambio.
—¡Eres el hombre más triste que he visto en mi vida, cariño! Tú me cuentas
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la historia y veremos qué pasa. Cambio.
—Si... ¡Maldita sea!
—¿Qué es ese ruido? Cambio.
—Al parecer, Mike el borracho se ha despertado y está vomitando en el
calabozo. Y a Manny, lógicamente, le parece inaceptable —añadió mientras el
sonido de las arcadas y la indignación del otro iba en aumento—. Tengo que
dejarte. Cambio.
—Chico, la vida de un poli está llena de peligros. Cambio y corto.
Teniendo en cuenta las circunstancias, Nate optó por soltar a los detenidos y
dejar que intentaran que la quitanieves les llevara a casa. Luego, enfrentándose a
los elementos, salió a poner gasolina en el generador.
Después de reflexionar un poco, sacó uno de los catres del calabozo y lo
colocó junto a la radio. Luego se acercó a los cajones de Peach, donde encontró una
de sus novelas románticas.
Se instaló cómodamente con el libro en las manos, no sin antes poner en
marcha el despertador mental para devolver el ejemplar a su sitio sin que se
enterara nadie, con una botella de Coca-Cola junto al catre y con la tormenta como
música de fondo.
El libro resultó ser más ameno de lo que esperaba y le llevó a las verdes y
exuberantes campiñas irlandesas y a sus castillos y torres. Le ofreció una generosa
dosis de magia y fantasía que le hizo seguir con bastante interés las aventuras de
Moira, la hechicera, y del príncipe Liam.
La primera escena de amor hizo que interrumpiera la lectura y pensara en la
maternal Peach leyendo historias subidas de tono mientras respondía al teléfono y
repartía los bollos. De todas formas, la trama lo mantuvo absorto.
Se durmió con el libro abierto sobre el pecho y las luces encendidas.
La hechicera tenía el rostro de Meg. Su pelo, negro como la noche, danzaba al
viento como si tuviera alas. La veía en una blanca colina bajo un sol radiante que
proyectaba sus rayos sobre el fino vestido rojo que llevaba.
Levantó los brazos e hizo que el vestido se deslizara hasta el suelo. Se acercó
a él, desnuda. Cuando abrió los brazos para acogerle, Nate vio aquellos ojos azules
como el hielo. Notó los labios, tórridos, hambrientos, contra los suyos. De pronto
se encontró debajo de ella, rodeado por ella. Cuando se incorporó, el furioso
viento agitó su cabellera. Cuando descendió, el calor que irradiaba le quemó.
—¿Por qué estás triste?
De repente, en medio del placer sintió un dolor, un dolor súbito, agudo.
Intentó acallarlo y su cuerpo se puso tenso. Notó las abrasadoras balas contra la
carne.
Pero ella sonreía, solo sonreía.
—Estás vivo, ¿verdad? —Levantó una mano manchada con su sangre—. Si
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sangras, estás vivo.
—Me han dado. Maldita sea, me han disparado.
—Y estás vivo —dijo ella mientras la sangre goteaba de su mano hacia su
rostro.
Él se encontraba en el callejón que olía a sangre y a pólvora. Y también a
basura y a muerte. Una atmósfera húmeda a causa de la lluvia. Frío, frío aunque
estuvieran en abril. Frío, humedad y oscuridad. Todo era vago, los gritos, los
disparos, el dolor cuando la bala penetró en su pierna.
Él se había quedado rezagado y Jack entró antes.
No tenían que haber estado allí. ¿Qué demonios hacían?
Más disparos, destellos en la oscuridad. Ruidos sordos. ¿Era acero contra la
carne? Aquel dolor, contundente, espantoso, en el costado, que le derribó de
nuevo. Tuvo que arrastrarse por el húmedo cemento hasta donde yacía
moribundo su compañero, su amigo.
Pero en esta ocasión, Jack volvió la cabeza, con los ojos rojos como la sangre
que manaba de su pecho.
—Tú me has matado. Tú, estúpido hijo de puta. Si alguien debía morir eras
tú. Veremos si eres capaz de vivir con esto.
Se despertó empapado de sudor frío, la voz de su compañero en el sueño
seguía retumbando en su cabeza. Hizo un esfuerzo por incorporarse y se cubrió la
cabeza con las manos.
Pensó que hasta entonces lo había llevado pésimamente.
Se levantó y arrastró de nuevo el catre hasta el calabozo. Pensó en las
pastillas que guardaba en el cajón de su escritorio pero pasó de largo y salió a
poner lo que quedaba de gasolina en el generador. Solo cuando volvió al interior
se dio cuenta de que ya no nevaba.
Ni una brizna de viento; la quietud era absoluta. Vislumbró un indicio de luz
de luna que salpicaba los montículos de nieve y les daba un leve tono azulado. Su
respiración salió en forma de vapor mientras permanecía como un insecto
atrapado en un cristal.
La tormenta había remitido y él seguía vivo.
«Veremos si eres capaz de vivir con esto.» Pues sí. Seguiría intentando vivir
con ello.
Ya dentro, preparó café y puso la radio. Una voz somnolienta, que se
identificó como Mitch Dauber, la voz de Lunacy, empezó a dar las noticias locales,
los anuncios y el tiempo.
La gente empezaba a salir, osos que abandonaban sus cuevas a rastras.
Amontonaban la nieve y la apartaban. Se juntaban para hablar, comían, andaban y
dormían.
Vivían.
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AURORA BOREAL
THE LUNATIC
Sección policial
Miércoles, 12 de enero
9.12. Se informa de un incendio en la chimenea de la casa de Bert Myers.
Acuden el bombero voluntario Manny Ozenburger y el jefe Ignatious Burke. Ha
sido provocado por una acumulación de creosota. Myers presenta quemaduras
de poca importancia en la mano causadas al intentar apartar del hogar unos
troncos encendidos. Ozenburger califica su actuación de «una gilipollez».
12.15. Jay Finkle, de cinco años, se hace daño al caer del triciclo en su
habitación, en casa. El jefe Burke ayuda a Paul Finkle, padre de Jay, a trasladar al
niño herido al ambulatorio de Lunacy. Al niño le dan cuatro puntos de sutura y
una piruleta con sabor a uva. El bólido queda intacto y Jay promete conducir con
más prudencia en el futuro.
14.00. Timothy Bower presenta una queja contra Manny Ozenburger.
Algunos testigos confirman que Ozenburger empotró su vehículo en la moto de
nieve de Bower mientras este la conducía. Sin embargo, una encuesta extraoficial
revela que el 52 por ciento de los vecinos cree que Bower se lo tenía merecido.
Ozenburger queda detenido. Se presentan cargos. Miembros del cuerpo de
bomberos voluntarios están organizando un bufet libre por la libertad de Manny.
14.55. Kate D. Igleberry informa sobre una agresión perpetrada por su
pareja, David Bunch, en su domicilio de Rancor Road. Al mismo tiempo, Bunch
declara haber sido atacado por Igleberry. Acuden al lugar de los hechos el jefe
Burke y su ayudante Otto Gruber. Los dos demandantes presentan magulladuras
en la cara y el cuerpo, y en el caso de Bunch, la marca de un mordisco en la nalga
izquierda. No se presentan cargos.
15.40. Se multa a James y William Mackie por conducción temeraria y exceso
de velocidad en motos de nieve. William Mackie sostiene que «Una moto de
nieve no es un maldito coche». Considera que en tanto que vehículos de recreo
deberían estar exentos de límites de velocidad; tiene intención de plantear la
cuestión en el próximo pleno municipal.
17.25. Los equipos quitanieves encuentran a un hombre que circula
desorientado por el borde del camino hacia Rancor Woods. Se le oía cantar «A
Nation Once Again». Identificado posteriormente como Michael Sullivan, se le
traslada a la comisaría de Lunacy y queda bajo custodia del jefe de policía
Ignatious Burke.
Solo en la comisaría, Nate revisó el resto de la sección. La lista seguía con
informes de borracheras y alborotos, la pérdida y la recuperación de un perro, la
llamada de un habitante del extrarradio que sufría un caso grave de exceso de
reclusión y afirmaba haber visto a unos lobos jugando al póquer en su porche.
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En todas las noticias figuraban nombres y apellidos, por muy violento que
pudiera resultar para sus protagonistas. Nate se preguntaba qué hubiera ocurrido
si el Baltimore Sun, por ejemplo, hubiera publicado con tanto detalle y sin piedad la
lista de llamadas, nombres y actuaciones llevadas a cabo por las fuerzas policiales
de Baltimore.
Tenía que admitir que era muy entretenido.
Pensó que Max y Carrie debieron de cerrar la edición y llevaron la revista a la
imprenta en cuanto finalizó la tormenta. Incluía además unas magníficas fotos de
la nevada y sus repercusiones. La narración que las acompañaba, firmada por
Max, tenía cierta poesía. La entrevista que le hizo a él no le afectó tanto como creía.
En realidad, la guardaría junto con los dos primeros ejemplares de The Lunatic. Se
la enseñaría a Meg cuando la viera de nuevo.
Una semana después de la nevada, las calles estaban otra vez despejadas.
Pasar por casa de Meg a llevarle el semanario no podía considerarse una cita.
Llamarla para asegurarse de que estaba en casa y no por ahí con el avión
tampoco podía considerarse hacer planes.
Era ser práctico.
Mientras esperaba que llegara el personal, Nate guardó la revista en un cajón
de su escritorio y se fue a cargar la estufa.
Apareció Hopp en la puerta.
—Tenemos problemas —dijo.
—¿Mayores que un metro veinte de nieve?
Hopp se quitó la capucha. Estaba blanca como el papel.
—Han desaparecido tres chicos.
—Déme más detalles. —Retrocedió un poco—. ¿Quiénes, cuándo y dónde se
les vio por última vez?
—Steven Wise, el hijo de Joe y Lara, su primo, Scott, de Talkeetna, y uno de
sus amigos de la facultad. Joe y Lara creían que Steven y Scott habían ido a pasar
las vacaciones de invierno a Prince William. Lo mismo que creían los padres de
Scott. Lara y la madre de Scott se encontraron anoche en la radio, en un programa
al que suelen acudir para pasar el tiempo y ponerse al día, y descubrieron que
algunas de las cosas que habían dicho los muchachos no cuadraban. Empezaron a
preocuparse tanto que Lara intentó llamar a Steven a la residencia. Descubrieron
que el muchacho no ha vuelto y tampoco Scott.
—¿Dónde estudian?
—En Anchorage. —Pasó una mano por su rostro.
—Entonces tienen que notificarlo a la policía de Anchorage.
—No. No. Lara habló con la novia de Steven. Los muy insensatos
emprendieron la escalada de la cara meridional del Sin Nombre.
—¿Qué es el Sin Nombre?
—¡Una jodida montaña, Ignatious! —El miedo empezaba a apoderarse de su
mirada—. Un puñetero monte, altísimo. Llevan seis días ahí. Lara está
desquiciada.
Nate se acercó a su escritorio y sacó el mapa.
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—Muéstreme la montaña.
—Ahí. —Señaló con un dedo—. Es el preferido de la gente de aquí, y muchos
forasteros lo escalan como distracción o entrenamiento antes de abordar el Denali.
Pero intentar subirlo en enero es una enorme estupidez, y más si se trata de tres
muchachos sin experiencia. Hay que llamar a los servicios de rescate. Enviar
aviones en cuanto amanezca.
—Disponemos de tres horas. Me pondré en contacto con el servicio de
rescate. Coja un walkie-talkie, llame a Otto, Peter y Peach, que se presenten
enseguida. Quiero también los nombres de los pilotos de la zona, aparte de Meg.
Repasó los teléfonos que tenía Peach en una pulcra lista.
—¿Qué posibilidades tenemos de que sigan vivos?
Con uno de los walkie-talkie en la mano, Hopp se sentó con gesto cansado.
—Haría falta un milagro.
Cinco minutos después de recibir la llamada, Meg se había vestido y tenía el
equipo dispuesto. Había estado a punto de no hacer caso de la llamada por radio
del departamento de policía de Lunacy, pero pensó que tal vez había noticias de
escaladores que se habían perdido.
—Al habla KUNA. Cambio.
—Voy contigo. Recógeme de camino junto al río. Cambio.
La irritación se iba apoderando de ella mientras acababa de llenar el
botiquín.
—No necesito copiloto, Burke. Ni puedo perder tiempo mostrándote el
paisaje. Te informaré cuando los encuentre. Cambio.
—Voy contigo. Los muchachos necesitan otro par de ojos y yo tengo buena
vista. Te estaré esperando. Cambio y corto.
—Maldita sea. No soporto a los héroes.
Cogió la bolsa y, con los perros junto a sus pies, salió de la casa. Recogió el
resto del equipaje y con la ayuda de la linterna avanzó con las raquetas hacia el
lago.
Había utilizado dos veces la avioneta desde que habían informado del final
de la tormenta y daba gracias a Dios de no tener que invertir una hora en
desenterrar el aparato. No pensaba en los chicos, vivos o muertos, que estaban en
la montaña. Se limitaba a hacer las cosas de una en una.
Quitó las fundas de las alas y las guardó. Costaba un tiempo pero no tanto
como quitar la escarcha si las hubiera dejado al descubierto. Después de escurrir
los filtros del fondo de los depósitos de las alas, miró el nivel de combustible a ojo
y llenó el depósito.
Luego dio la vuelta para revisar los alerones, la cola y cada una de las partes
del avión que se movían, para cerciorarse de que todo estaba en buen estado.
Sabía que se perdían vidas a causa de un tornillo flojo.
Siguió con el control de seguridad, hizo girar la hélice unas cuantas veces
para quitarle el aceite que pudiera haber acumulado.
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Se metió en el aparato, cargó el equipaje y lo sujetó.
Accionó el estárter y puso en marcha el motor. La hélice empezó a girar,
primero lentamente; luego el motor se encendió soltando el humo del escape.
Mientras se calentaba, ella controlaba los indicadores.
Todo estaba bajo su control, el máximo control que ella consideraba que
podía ejercerse.
Todavía no había amanecido cuando soltó los frenos.
Fijó los spoilers, el mecanismo de despegue y accionó los controles para
asegurarse de que los alerones respondían si movía el timón de profundidad.
Tranquila, se incorporó en el asiento.
Con los dedos dio un beso a la foto imantada de Buddy Holly que tenía en el
tablero de mandos, y aceleró.
Aún no había decidido si iría a Lunacy. Mientras daba la vuelta al lago,
acelerando para el despegue, dejó la decisión en suspenso.
Tal vez iría, tal vez no.
Inició el ascenso cuando despuntaba el día por el este. Luego, encogiéndose
de hombros, se dirigió hacia Lunacy.
Nate estaba donde había dicho. Al borde del hielo con una montaña de nieve
a su espalda. Llevaba una bolsa colgada del hombro. Meg esperaba que alguien le
hubiera dicho al cheechako que había que llevar como equipo de emergencia. Vio
que le acompañaba Hopp y el alma le cayó a los pies al reconocer a los otros dos:
Joe y Lara.
Esto la obligó a pensar en lo que podía encontrar. En los cadáveres que había
transportado otras veces. En los que quizá recogería ese día.
Se posó sobre la franja de hielo y esperó con los motores en marcha que Nate
la cruzara.
El impulso de la hélice agitó su chaqueta y su pelo. Un instante después
subía al aparato, dejaba el equipaje y se abrochaba el cinturón.
—Espero que sepas dónde te has metido —dijo ella.
—No tengo ni idea.
—Puede que sea mejor.
Besó de nuevo sus dedos antes de rozar la foto de Buddy. Sin mirar hacia los
aterrorizados rostros que tenía a la derecha, procedió al despegue.
Con el micrófono manual contactó con la estación de control de Talkeetna y
les transmitió sus datos. Poco después sobrevolaban los árboles y viraban hacia el
este-nordeste, en dirección al pálido sol naciente.
—Te llevo como ojos y como lastre, Burke. Si Jacob no estuviera en Nome
visitando a su hijo, no habría aceptado que vinieras.
—Comprendo. ¿Quién es Jacob?
—Jacob Itu. El mejor piloto que he conocido. Él me enseñó.
—¿El hombre con el que compartías las palomitas en el pleno?
—El mismo. —Tropezaron con una bolsa de aire y Meg vio que Nate cerraba
el puño a cada sacudida—. Si te mareas me decepcionarás mucho.
—No. Es que no me gusta volar.
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—¿Y eso?
—La gravedad.
Ella sonrió mientras seguían pegando botes.
—Si te preocupan las turbulencias, lo pasarás fatal. Estás a tiempo de volver.
—Eso díselo a los tres chicos que buscamos.
La sonrisa desapareció. Meg fijó la vista en las montañas, en el temible
espectáculo, mientras el paisaje del fondo se volvía borroso con la velocidad y las
nubes bajas.
—¿Por eso te hiciste poli? ¿Tu misión es salvar a la gente?
—No. —No dijo nada cuando atravesaron otra turbulencia—. ¿Qué pinta
una foto de Buddy Holly en la cabina de un piloto?
—Te recuerda que las putadas existen.
Cuando el sol empezó a ascender, Meg cogió las gafas ahumadas que llevaba
en el bolsillo y se las puso. Abajo vio el zigzagueante camino de un trineo,
espirales de humo en una chimenea, un pequeño bosque, un montículo. Se guiaba
tanto por las referencias del paisaje como por los indicadores.
—Encontrarás unos prismáticos en el compartimiento de ahí —le dijo. Luego
ajustó la intensidad de la hélice, desaceleró un poco.
—He traído los míos. —Nate se desabrochó la cremallera de la parka, los
sacó y se los colgó al cuello—. Dime hacia dónde tengo que mirar.
—Si intentaban escalar la cara sur, debieron de lanzarlos hacia el glaciar del
Sol.
—¿Lanzado? ¿Quién lo habría hecho?
—Ahí está el misterio. —Apretó las mandíbulas—. Cualquier patán que solo
pensara en el dinero. Mucha gente tiene avioneta, muchos las utilizan para
desplazarse. Pero eso no los convierte en pilotos. Fuera quien fuese, no informó
sobre ellos cuando llegó la tempestad y apostaría cualquier cosa a que no fue a
recogerles.
—Maldito loco.
—Una cosa es estar loco y otra ser estúpido. Y esto es cuestión de estupidez.
El viento arreciará cuando ataquemos la montaña.
—No pongas la palabra atacar y montaña en la misma frase.
Nate miró hacia abajo: un grupo de árboles, una extensión de nieve, una
plancha de hielo que era un lago, seis o siete cabañas que aparecían y desaparecían
entre las nubes. Lo lógico habría sido ver un paisaje yermo, agreste, y en cambio
era algo sensacional. El cielo estaba adoptando un azul profundo y las montañas,
recortadas contra él, añadían una cruel elegancia.
Pensó en los tres muchachos atrapados en aquella crueldad durante seis días.
Meg efectuó un brusco viraje a la derecha y él tuvo que echar mano de sus
agallas para poder mantener los ojos abiertos. Las montañas, azules y blancas,
monstruosas, llenaban toda la panorámica. El avión bajó en picado por una brecha
y todo lo que pudo ver Nate a uno y otro lado fue roca, hielo y muerte.
Por encima del gemido de los motores, oyó algo parecido a un trueno.
Seguidamente vio que empezaba a caer nieve del monte.
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—¿Pero qué...?
—Una avalancha. —Meg hablaba con voz tranquila a pesar de que el avión
empezaba a temblar—. Tendrás que agarrarte fuerte.
Salía a chorros, blanco sobre blanco, como un volcán que entrara en erupción
con el estruendo de mil trenes fuera de control mientras el avión seguía como una
pelota de ping-pong hacia la derecha, hacia la izquierda, arriba y abajo.
Nate creyó oír que Meg soltaba palabrotas y le pareció que alguien lanzaba
fuego antiaéreo. La montaña arrojaba trozos de hielo contra el parabrisas. Lo que
se estaba apoderando de él no era el miedo sino un temor reverencial.
Cuando el hielo y las piedras chocaban contra el aparato se oía un repiqueteo
metálico. El viento arrastraba la avioneta, tiraba de ella, la empujaba hasta el
punto de que parecía inevitable estrellarse contra el precipicio o que la metralla la
partiera en mil pedazos. Luego se desplazaron entre paredes de hielo, por encima
de un estrecho y congelado valle en dirección hacia el azul.
—¡Soy cojonuda! —Soltó un chillido y, echando la cabeza hacia atrás, se echó
a reír—. ¡Vaya paseo!
—Impresionante —admitió Nate revolviéndose en su asiento, intentando
captar el resto del espectáculo—. Nunca había visto nada igual.
—Las montañas son temperamentales. Nunca sabes cuándo te la van a pegar.
—Se volvió lentamente hacia él—. Veo que mantienes la sangre fría bajo el fuego,
jefe.
—Mira quien habla. —Se instaló con más comodidad mientras se preguntaba
si los desbocados latidos del corazón le habrían roto alguna costilla—. ¿Y... vienes
a menudo por aquí?
—Siempre que tengo ocasión. Puedes empezar a usar los prismáticos.
Tenemos una gran extensión que cubrir y no somos los únicos. Fija tus ojos de
lince. —Ajustó sus auriculares—. Voy a establecer comunicación con los de
control.
—¿Hacia dónde los fijo?
—Ahí. —Levantó la barbilla—. A la una del mediodía.
En comparación con el Denali, casi parecía accesible, y su belleza, corriente al
lado de la magnificencia de la Montaña. Había cumbres menos pronunciadas entre
el Sin Nombre y el Denali, y se veían más voluminosas, ondulantes, destacadas,
formando un muro recortado, en múltiples capas, contra el cielo.
—¿Qué altura tiene?
—Más de tres mil. Un ascenso considerable, un buen reto para abril o mayo,
y más peliagudo aunque no imposible en invierno. Y si hablamos de unos
adolescentes inexpertos podría ser un suicidio. Si localizamos a quien transportó
aquí a tres menores y los abandonó en pleno mes de enero, lo pagará caro.
Nate reconocía aquel tono: categórico, impasible.
—Crees que están muertos.
—Claro.
—Y a pesar de todo estás aquí.
—No es la primera vez que voy en busca de cadáveres... ni que los encuentro.
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Meg pensó en las provisiones y el equipo que llevaba en el avión. Alimentos,
material médico, mantas térmicas, y rezó para que tuvieran alguna utilidad.
—Hay que buscar restos. Tiendas, equipo... cuerpos. Hay muchas grietas.
Pasaré tan cerca como pueda.
Nate deseaba ardientemente que estuvieran vivos. Había tenido suficiente
contacto con la muerte, con las pérdidas. No venía a buscar cadáveres sino a unos
muchachos. Asustados, perdidos, tal vez heridos, pero muchachos a los que
devolver a sus padres, muertos de miedo.
Escrutó con sus prismáticos. Veía las impresionantes pendientes, los
angostos salientes, las escarpadas paredes de hielo. Estaba claro qué movía a las
personas a poner en peligro su cuerpo, incluso la vida, a soportar unas
condiciones espantosas, a pasar hambre y a sufrir con el único objetivo de avanzar
hasta la cima. La gente hacía muchas locuras para pasar el tiempo.
Notó el embate del viento, lo peligrosamente cerca que estaba el pequeño
aparato de las implacables paredes, y se le pusieron los pelos de punta.
Observó hasta que le escocieron los ojos, luego apartó los prismáticos para
poder parpadear.
—De momento nada.
—Es una montaña muy grande.
Ella daba vueltas, él miraba, y al mismo tiempo seguían mandando las
coordenadas al control.
Nate localizó otra avioneta, un pequeño pájaro amarillo que bajaba en picado
hacia el oeste, y también la maciza mole de un helicóptero. La montaña lo
empequeñecía todo. Sin embargo, a Nate le parecían objetos grandes,
acostumbrado como estaba a centrarse en sus detalles. Había repasado los
elementos que formaban la montaña: placas de ondulado hielo, campos de nieve,
salientes de roca negra en las paredes de los precipicios que recorrían delicados
ríos con más hielo, como el brillante glaseado de un pastel.
Vio unas sombras e imaginó que el sol jamás las habría alcanzado y localizó
pendientes que no conducían a ningún lugar. Desde una de ellas un rayo de luz
salía despedido hacia ellos, como un cristal que refleja el sol.
—Ahí abajo hay algo —exclamó—. Metal o cristal. Reflectante. En esa grieta.
—Daré vueltas por encima.
Nate bajó los prismáticos para frotarse los ojos y pensó que ojalá hubiera
llevado las gafas de sol. El resplandor era cegador.
El aparato ascendió, giró y, al hacerlo, Nate captó un punto de color en la
nieve.
—Un momento. Allí. ¿Qué es aquello? ¡Hacia las cuatro! Allí, Meg, a las
cuatro.
—¡El muy cabrón! ¡Hay uno vivo!
Veía el azul intenso, el movimiento, la forma vagamente humana que agitaba
frenéticamente los brazos haciendo señales. Meg descendió, a la derecha, a la
izquierda, a la derecha y a la izquierda y luego retrocedía veloz.
—Aquí Castor Alfa-Tango. Tenemos a uno —dijo por el transmisor—. Vivo,
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justo encima del glaciar del Sol. Voy por él.
—¿Vas a aterrizar? —le preguntó Burke cuando repetía la llamada y
transmitía las coordenadas—. ¿Ahí?
—Digamos que vas a salir tú —respondió ella—. Voy a dejarte, no puedo
parar el aparato, los vientos laterales son muy peligrosos, no hay espacio ni
tiempo para amarrar el avión.
Él miró hacia abajo, vio que la silueta tropezaba, caía, iba dando tumbos,
deslizándose hasta quedar inmóvil, casi invisible sobre el ondeante blanco.
—Mejor me lo explicas deprisa.
—Bajo, sales, andas por la nieve, lo coges y lo traes. Luego nos vamos todos a
casa y nos tomamos una cerveza gigante.
—Muy escueta.
—No hay tiempo para mucho más. Hazle caminar. Si no puede, arrástralo.
Coge unas gafas. Te harán falta. No hay que hacer muchas filigranas. Se trata de
cruzar una laguna y escalar unas rocas.
—Y hacerlo a unos miles de metros por encima del nivel del mar. Pan
comido.
Meg mostró los dientes en una risita mientras libraba otra batalla para
mantener la estabilidad del aparato.
—¡Así me gusta!
El viento arañaba el avión y ella lo combatía levantando el morro, nivelando
las alas. Giró hacia el objetivo, redujo la velocidad, desaceleró.
Nate decidió no contener el aliento, porque en unos instantes tal vez le
costaría inspirar y espirar. El aparato se deslizó por encima del glaciar, entre el
vacío y la pared.
—¡Fuera! —le ordenó ella, a pesar de que aún no se había desabrochado el
cinturón—. Probablemente estemos a cuarenta bajo cero ahí abajo, o sea que ve
rápido. A menos que me vea obligada a despegar otra vez, nada de asistencia
médica hasta que tengamos al muchacho aquí dentro. Se trata de cogerlo, traerlo a
rastras y meterlo aquí.
—De acuerdo.
—Otra cosa —gritó Meg mientras abría la puerta y el viento entraba a
raudales—. Si tengo que alejarme, tranquilo. Volveré a buscarte.
Nate saltó en la ladera de la montaña. No era momento para hacerse
preguntas, para reflexiones. El frío le atacó como un millón de cuchillos y notó que
la atmósfera era tan liviana que le partía la garganta. Ante él, montañas por
encima de las montañas, rizados mares, extensiones a la sombra, océanos blancos.
Empezó a cruzar el glaciar; avanzaba pesadamente en lugar de echar la
carrera que había imaginado.
Al tocar la roca, se dejó guiar por el instinto, ascendió trepando como una
cabra y cayó de rodillas en cuanto hubo escalado la corta pared. Oía los motores,
el viento y su laboriosa respiración.
Se agachó junto al muchacho y, a pesar de las instrucciones de Meg, le buscó
el pulso. Tenía el rostro grisáceo y unas manchas que daban la sensación de ser
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piel seca en la mejilla y la barbilla.
Pero sus ojos parpadearon.
—Conseguido —soltó con voz ronca—. Conseguido.
—Pues sí. Y ahora salgamos de aquí a toda prisa.
—Están arriba, en la cueva. No han podido, no han podido bajar. Scott se
encuentra mal, Brad... creo que tiene una pierna rota. Yo he venido en busca de
auxilio. He venido...
—Y lo conseguiste. Nos enseñarás dónde están desde el avión. ¿Puedes
andar?
—No lo sé. Lo probaré.
Nate ayudó al muchacho a levantarse, cargando con todo su peso.
—Vamos, Steven. Un pie delante del otro. Has llegado hasta aquí...
—No noto los pies.
—Limítate a levantar las piernas, primero una, luego la otra. Te seguirán. Es
cuestión de bajar. —Notaba que el frío penetraba a través de sus guantes y
pensaba que había sido una tontería no haber cogido dos—. No soy tan experto
como para llevarte a cuestas. Cógete a mí y bajaremos los dos juntos. Tenemos que
ir a ayudar a tus amigos.
—Los he tenido que dejar para ir en busca de auxilio. Los he tenido que dejar
con el hombre muerto.
—Tranquilo. Los recogeremos. Ahora vamos a bajar. ¿Estás preparado?
—Puedo hacerlo.
Nate pasó delante. Si el chico se caía, se mareaba o resbalaba, él lo detendría.
Le habló a gritos durante el descenso. Lo hacía para que se mantuviera consciente
y en equilibrio, y le pedía respuestas para que siguiera en guardia.
—¿Cuánto hace que dejaste a tus amigos?
—No lo sé. Dos días. ¿Tres? Hartborne no volvió. O... creí verlo, pero lo
perdí.
—Tranquilo. Estamos llegando. Dentro de unos minutos tendrás que
mostrarnos dónde están tus amigos.
—En la cueva de hielo, con el muerto.
—¿Quién es el muerto? —Nate saltó al glaciar—. ¿Quién es el muerto?
—No lo sé. —La voz sonaba distraída. En ese momento Steven resbaló y fue
a parar en brazos de Nate—. Lo encontramos en la cueva. Un hombre de hielo, con
la mirada fija. La mirada fija. Tenía un piolet en el pecho. Daba mucho miedo.
—Lo imagino.
Medió arrastró, medio llevó a cuestas a Steven hacia el avión, que iba
pegando sacudidas.
—Sabe dónde están los otros. —Empujó al chico, subió y se dispuso a
instalarlo en la cabina—. Nos lo mostrará.
—Ponlo detrás, bajo las mantas. Llevo el botiquín en la bolsa. Hay café
caliente en el termo. Que no beba mucho.
—¿Aún estoy vivo? —El muchacho se estremecía, todo su cuerpo temblaba
de frío.
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—Sí, estás vivo.
Nate lo colocó en el suelo, entre los asientos, y lo tapó con las mantas
mientras la avioneta despegaba.
Oyó los chillidos del viento y de los motores y se preguntó si no les haría
pedazos después de todo.
—Tienes que decirnos dónde están tus amigos.
—Se lo enseñaré.
Con los dientes castañeteando intentó tomar el café que le había ofrecido
Nate.
—Deja que te ayude. Limítate a sorber.
Mientras tomaba el líquido las lágrimas empezaron a caer de sus ojos.
—No creía que pudiera conseguirlo. Pensaba que morirían porque no
llegaría hasta el avión.
—Pero llegaste.
—Y el avión no estaba. Él no había venido.
—Estábamos nosotros. Vinimos nosotros.
Haciendo todo lo posible para mantener el equilibrio entre las sacudidas que
daba el aparato, Nate levantó otra vez con cuidado la taza.
—Habíamos llegado casi a la cima, pero Scott no se encontraba bien y Brad se
cayó. Le dolía la pierna. Entramos en la cueva, la encontramos y nos metimos allí
antes de que se desencadenara la tormenta. Allí nos quedamos. Hay un hombre
muerto.
—Eso me has dicho.
—No me lo invento.
Nate movió la cabeza.
—Nos lo enseñarás.
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Capítulo 9
Nate no soportaba los hospitales. Era una de las cosas que lo catapultaban
directamente a la oscuridad. Había pasado demasiado tiempo en uno cuando lo
hirieron. El tiempo suficiente para que el dolor, la aflicción y el sentimiento de
culpabilidad se unieran para formar el enorme abismo de la depresión.
No se había visto capaz de huir de él. Ansiaba el vacío en el que entraba
cuando dormía, pero entonces aparecían los sueños, algo peor que la oscuridad.
Había esperado, pasivamente, la muerte. Simplemente deslizarse sin hacer
ruido. No se había planteado el suicidio. Hubiera exigido demasiado esfuerzo,
demasiada actividad.
Nadie le había echado la culpa de la muerte de Jack. Es lo que hubiera
deseado, pero no, todo el mundo aparecía con flores, con palabras de
comprensión, incluso de admiración. Y a él le pesaba como el plomo. Los
comentarios sobre asesoramiento, terapia y antidepresivos apenas surtían efecto.
Había escuchado las indicaciones para quitarse de encima a los médicos y a los
amigos preocupados por él.
Y ahora volvía a un hospital y notaba cómo los suaves y pegajosos dedos de
la desesperanza tiraban de él. Resultaba muchísimo más fácil ceder, hundirse en la
oscuridad.
—¿Jefe Burke?
Nate fijó la vista en el café que tenía en la mano. Café solo. No le apetecía. No
recordaba cómo había llegado hasta allí. Estaba demasiado cansado para tomar
café. Demasiado cansado para levantarse e ir a tirarlo.
—¿Jefe Burke?
Levantó la vista y vio un rostro. De mujer, unos cincuenta y cinco años, ojos
castaños detrás de unas gafas pequeñas de montura negra. No acertaba a recordar
quién era.
—Sí, disculpe...
—Steven quisiera verle. Está despierto y totalmente consciente.
Empezó a volver lentamente, como si fueran pensamientos que rezumaran
en el lodo. Los tres chicos, la montaña.
—¿Cómo está?
—Es un joven muy fuerte. Estaba deshidratado, puede que pierda algún
dedo del pie, pero no es seguro. Ha tenido suerte. Los otros dos están en camino.
Espero que estén como él.
—Los han rescatado. De la montaña.
—Eso me han dicho. Puede pasar unos minutos a ver a Steven.
—Gracias.
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Mientras la seguía, le llegaron el ruido y el olor de la sala de urgencias con
toda su intensidad. Las voces, los timbres, el inquietante llanto de un bebé.
Entró en un compartimiento y vio a un chico en la cama. Las manchas de las
mejillas seguían del mismo color. Tenía el pelo enmarañado y rubio, y los ojos
nublados por la preocupación.
—Usted me rescató.
—Nate Burke. El nuevo jefe de policía de Lunacy. —Steven le tendió la mano
y Nate se la estrechó con cuidado de no apretar la cánula que llevaba en la
muñeca—. Tus amigos están en camino.
—Lo he oído. Pero nadie me ha dicho cómo están.
—Ya lo veremos cuando lleguen. No habrían podido llegar si no nos
hubieras mostrado dónde estaban, Steven. Quizá esto compense la estupidez de
haber intentado esa escalada.
—Nos pareció una buena idea. —El muchacho intentó sonreír—. Pero todo
salió mal. Y creo que a Hartborne le ocurrió algo. Solo le dimos la mitad del dinero
para asegurarnos de que volvería.
—Lo estamos comprobando. Deberías darme su nombre completo y la
información que tengas de él.
—Quien lo conocía era Brad. Mejor dicho, Brad conocía a uno que lo conocía.
—Muy bien. Hablaremos con Brad.
—Mis padres me matarán.
«¡Quién tuviera veinte años —pensaba Nate— y pudiera preocuparse más
por el enfado de la familia que por haber tenido tan cercana la muerte!»
—Supongo. Háblame del muerto de la cueva, Steven.
—No me lo inventé.
—No digo que lo hicieras.
—Todos lo vimos. Tal como tenía Brad la pierna, no podíamos salir de la
cueva. Decidimos que yo bajaría a ver a Hartborne, a pedir ayuda. Tuvieron que
quedarse con él. Con el hombre de hielo. Estaba allí sentado, mirando fijamente,
con el piolet en el pecho. Le hice fotos.
Abrió los ojos de par en par al esforzarse por incorporarse un poco.
—Le hice fotos —repitió—. Con la cámara. Está... creo que está en el bolsillo
de mi chaleco. Creo que sigue allí. Puede comprobarlo.
—Un momento.
Nate vio el montón de ropa, buscó y sacó el chaleco. En el interior de un
bolsillo cerrado con cremallera encontró una minúscula cámara digital; tenía
aproximadamente el tamaño de una tarjeta de crédito.
—No sé cómo funciona.
—Yo se lo enseño. Tiene que ponerla en marcha y luego... ¿Ve el visualizador
aquí? Pueden recuperarse las imágenes desde la memoria. Las últimas son las que
le hice al muerto. Me parece que tres, porque quería... ¡Ahí está!
Nate observó el primer plano de una cara en el pequeño visualizador. El pelo
podía haber sido negro o castaño, pero la escarcha le daba un tono plateado. Era
largo, hasta los hombros más o menos y lo tapaba parcialmente un gorro negro. El
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rostro alargado, blanco, cortado por unas cejas también cubiertas de escarcha.
Había visto tantos muertos que no le costaba reconocer su estado por los ojos.
Grandes y azules.
Recuperó la imagen anterior. El cuerpo de un hombre de entre
aproximadamente veinte y cuarenta años. Estaba sentado con las piernas
separadas; al fondo se veía la pared de hielo. Llevaba una parka negra y amarilla,
pantalón para la nieve, botas de escalada, guantes gruesos.
Y lo que parecía un piolet hundido en el pecho.
—¿Tocaste el cadáver?
—No. Bueno, lo empujé un poco. Era un témpano.
—Bien, Steven, tendré que llevarme tu cámara. Ya te la devolveré.
—Vale, tranquilo. Quizá lleve años allí, ¿verdad? Décadas o no sé... La
verdad es que nos dio un susto de muerte, pero también nos ayudó a olvidar el
berenjenal donde nos habíamos metido. ¿Cree que ya sabrán algo de Brad y Scott?
—Voy a comprobarlo. Buscaré al médico. Luego volveré a hablar contigo.
—Cuando quiera. Y de verdad, muchas gracias por haberme salvado la vida.
—Procura conservarla.
Se metió la cámara en el bolsillo y salió del compartimiento. Pensó que tenía
que ponerse en contacto con la policía estatal. Un homicidio en la montaña
quedaba fuera de su jurisdicción. Aunque eso no significaba que no pudiera hacer
unas copias de las fotos para sus archivos.
¿Quién era aquel hombre? ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Cuánto tiempo
llevaba muerto? ¿Por qué había muerto? Eran preguntas que se formulaba
mientras cruzaba urgencias y el departamento de enfermería. Justo en aquel
momento el equipo de rescate llegó con los otros dos muchachos.
Pensó que lo mejor sería quitarse de en medio, pero vio a Meg detrás del
equipo y se dirigió hacia ella.
—Es su día de suerte —le dijo Meg.
Nate vio fugazmente la cara de uno de los rescatados y movió la cabeza.
—Creo que eso es discutible.
—Cada día que pasas sin que la montaña acabe contigo puede considerarse
un día de suerte. —Poder devolverlos vivos cuando estaba casi segura de que los
encontraría muertos la animaba—. Probablemente perderán algún dedo, y el que
tiene la pierna rota sufrirá bastante y necesitará terapia, pero al menos no están
muertos. Ya se ha hecho de noche y no hay razón para volver tan tarde a Lunacy.
No regresaremos esta noche. Reservaré habitación en el Wayfarer. Los precios son
razonables y la comida está bien. ¿Qué te parece?
—Tengo un par de gestiones que hacer. Nos vemos allí.
—Si tardas más de veinte minutos, me encontrarás en el bar. Necesito
alcohol, comida y sexo. —Le dirigió una provocativa sonrisa—. Más o menos por
este orden.
—Me parece bien. Ahí estaré.
Meg se abrochó el abrigo y dijo:
—Probablemente el tipo que llevó a los muchachos arriba tuvo un accidente.
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NORA ROBERTS
AURORA BOREAL
Al final la montaña se cobró una vida.
Habían pasado casi noventa minutos pero encontró a Meg en el bar.
Era un local con recubrimiento de madera, lleno de humo y decorado con
cabezas de animales disecadas. Meg estaba sentada a una mesa con una cerveza,
una copa de whisky y un plato de algo que parecían nachos. Tenía los pies
apoyados en la otra silla pero los apartó cuando se acercó Nate.
—Por fin. ¡Eh, Stu! Lo mismo para mi amigo.
—Solo la cerveza —rectificó Nate—. ¿Están buenos? —preguntó cogiendo un
nacho.
—Se dejan comer. Cuando nos hayamos puesto un poco a tono, pediremos
un filete. ¿Te has quedado para echar una ojeada a los muchachos?
—Eso y un par de detalles más. —Se quitó el gorro y se pasó la mano por el
pelo—. ¿El equipo de rescate no entró en la cueva?
—Los chicos salieron arrastrándose cuando oyeron el avión que iba a
auxiliarlos. —Cogió queso, carne y salsa con un nacho—. Primero era la asistencia
médica. Ya irá alguien a por el equipaje que dejaron.
—Y a por el muerto.
Meg levantó las cejas.
—¿Te lo has tragado?
—Pues sí. Porque además el muchacho hizo fotos.
Meg frunció los labios y cogió otro nacho con todo el aderezo.
—¡No fastidies!
—¡La cerveza! —Se oyó desde la barra.
—Un momento —dijo ella—. Voy a buscarla.
—¿Otra, Meg? —le preguntó Stu.
—Esperaré a que me alcance.
Cogió la botella marrón y la llevó a la mesa.
—¿Tomó fotos?
Nate asintió antes de echar un trago.
—Con una cámara digital que llevaba en el bolsillo. He pedido a un tipo del
hospital que me las imprimiera —dijo señalando un sobre que había dejado sobre
la mesa—. He tenido que entregar la cámara a la policía estatal. Tal vez me
mantengan al corriente, no sé. —Se encogió de hombros.
—¿Tú querrías estar al corriente?
—No sé. —Hizo otro gesto de indiferencia, golpeando de nuevo el sobre con
el dedo—. No sé.
«Sí lo quiere», pensó ella. Lo imaginaba haciendo una especie de lista mental.
Alguna lista de poli. Si aquello era lo que podía inyectar vida a sus tristes ojos
grises, ojalá los estatales le dejaran meter baza.
—Es probable que no llevara mucho tiempo allí.
Meg levantó el vaso.
—¿Por qué lo dices?
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NORA ROBERTS
AURORA BOREAL
—Alguien lo habría encontrado.
Ella negó con la cabeza mientras tomaba un sorbo de whisky.
—No necesariamente. Una cueva como esta puede quedar sepultada en una
tormenta, cubierta por un alud o fuera del campo visual de los escaladores. Y en el
siguiente alud puede volver a aparecer. También depende de dónde se encontrara
dentro de la cueva. A qué profundidad. Podía llevar allí un tiempo o incluso
cincuenta años.
—Para eso están los forenses. Ellos establecerán las fechas, y espero que lo
identifiquen.
—Ya estás trabajando en el caso. —Divertida, Meg señaló el sobre—.
Déjamelas ver. A ver si nos convertimos en Nick y Nora Charles.
—No estamos en una película, ni es algo agradable, Meg.
—Tampoco lo es destripar un alce. —Se comió otro nacho y cogió el sobre
para abrirlo—. Si es de por aquí, a lo mejor lo reconozco. Aunque todos los años
circulan un montón de forasteros por el Sin Nombre. La ropa que lleva podría...
Nate vio cómo Meg empalidecía, cómo se vidriaban sus ojos y se arrepintió
de haberle dejado el sobre. Pero cuando iba a quitarle la foto de la mano, ella la
agarró con fuerza y le empujó el brazo con la otra.
—No hace falta que lo veas. Vamos a guardarlo —dijo Nate.
Pero ella necesitaba verlo. Tal vez el aire se había quedado bloqueado en sus
pulmones o el estómago le había bajado hasta los pies, pero necesitaba verlo. Con
gesto decidido, sacó el resto de las fotos y las alineó en la mesa. Luego se acabó el
whisky de un trago.
—Sé quién es.
—¿Lo has reconocido? —Sin pensárselo, Nate acercó su silla a la de ella para
poder ver juntos las fotos—. ¿Seguro?
—Claro que estoy segura. Es mi padre.
Meg se apartó un poco de la mesa. Estaba muy pálida, pero no temblaba.
—¿Te ocupas de la cuenta, jefe? El filete tendrá que esperar.
Nate recogió rápidamente las fotos y dejó unos billetes en la mesa; ella ya
había cruzado el vestíbulo y subía la escalera cuando la alcanzó.
—Meg.
—Déjame sola un rato.
—Tenemos que hablar.
—Sube dentro de una hora. Habitación 232. Ahora vete, Ignatious.
Meg siguió subiendo, esforzándose por no pensar, por no sentir, hasta que
no hubiera entrado en la habitación y cerrado la puerta. Había cosas que no quería
compartir.
Nate no la siguió. Una parte del cerebro de Meg tomó nota de ello y le
concedió algunos puntos por su contención y tal vez también por su sensibilidad.
Entró en la habitación en la que ya había dejado el equipaje, cerró la puerta y puso
la cadena.
Se fue directamente al baño y devolvió como no había hecho en su vida.
Cuando terminó, se sentó en el helado suelo con la frente entre las rodillas.
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No lloró. Esperaba poder hacerlo, que en un momento u otro salieran las lágrimas.
Pero no fue así. Se sentía herida, agitada y, menos mal, también irritada.
Alguien había matado a su padre y lo había abandonado. Durante años.
Unos años en los que había vivido sin él. En los que había creído que la había
dejado, que no contaba, que no era importante para él. Que no era suficientemente
lista o guapa. Había recurrido a cualquiera de estos motivos cuando la añoranza le
creaba un agujero en las entrañas.
Y sin embargo, no la había abandonado. Se había ido al monte, algo tan
natural para él como respirar. Y allí había encontrado la muerte. No le había
matado la montaña. Meg habría sido capaz de aceptarlo como la suerte, como el
destino. Le había matado un hombre y eso no podía aceptarlo. Ni perdonarlo. Ni
tolerar que quedara sin castigo.
Se levantó, se desnudó y, tras abrir el grifo del agua caliente, se metió en la
ducha. Dejó que el chorro cayera sobre ella hasta que su cabeza se despejó. Luego
se vistió, se tumbó en la cama, a oscuras, y pensó en la última vez que había visto
a su padre.
Entró en su habitación cuando ella hacía ver que estudiaba para un examen
de historia. Mientras estudiaba no tenía que ocuparse de las tareas de la casa.
Estaba hasta el gorro de aquello.
Incluso en estos momentos recordaba la emoción que sintió al ver que no era
su madre sino su padre quien entraba. Él nunca le daba la lata con las tareas
domésticas o el estudio.
Pensaba que era el hombre más guapo del mundo, con su largo pelo negro y
su amplia sonrisa. Él le había enseñado todo lo que consideraba realmente
importante. Sobre las estrellas, la escalada y sobre cómo sobrevivir en la
naturaleza. Cómo hacer una hoguera, cómo pescar... y limpiar y asar el pescado.
La había llevado en avioneta con Jacob, y los dos guardaban el secreto de que le
estaba enseñando a pilotar.
Él miró el libro que tenía abierto en la cama, donde estaba tumbada boca
abajo, y puso los ojos en blanco.
—¡Menudo rollo!
—No soporto la historia. Mañana tengo un examen.
—¡Qué coñazo! Pero aprobarás. Siempre apruebas. —Se sentó en la cama y le
hizo cosquillas en la cintura—. Estaré fuera unos días, bonita.
—¿Qué pasa?
Él levantó la mano y frotó el pulgar con el índice.
—¿Qué? ¿Necesitamos dinero?
—Eso dice tu madre. Es la que entiende.
—Esta mañana he oído que os peleabais.
—Nada serio. Nos gusta pelearnos. Haré un par de trabajitos, reuniré un
poco de pasta, y todo el mundo contento. Un par de semanas, Meg. Puede que
tres.
—No sé qué hacer cuando no estás.
—Ya encontrarás algo.
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NORA ROBERTS
AURORA BOREAL
Meg habría jurado, a sus trece años habría jurado, que en realidad su padre
ya no tenía la cabeza allí. La palmadita en el pelo fue maquinal, como la de un
pariente lejano.
—Iremos a pescar cuando vuelva.
—Sí.
Estaba enfurruñada; quería quitárselo de encima antes de que fuera él quien
la abandonara.
—Hasta pronto, preciosidad.
Tuvo que hacer un esfuerzo para no pegar un salto, correr hacia él y
abrazarle con toda su fuerza antes de que saliera.
Desde aquella tarde, se había arrepentido mil veces de no haber cedido a
aquel impulso, de haber reprimido aquel último contacto. Y se arrepentía ahora,
mientras rememoraba en la oscuridad aquel último encuentro.
Permaneció así, inmóvil, hasta que oyó el golpe en la puerta. Resignada, se
levantó, encendió la luz y se pasó la mano por el pelo, aún húmedo por la ducha.
Abrió la puerta a Nate; llevaba una bandeja y había dejado otra en el suelo,
junto a la puerta.
—Tenemos que comer.
En realidad, Nate nunca había soportado que la gente le obligara a comer
para reconfortarle en sus peores momentos, pero sabía que funcionaba y aquello
era lo principal.
—De acuerdo.
Meg le señaló la cama, la única superficie con espacio suficiente en la
habitación para usar como mesa. Luego se agachó para recoger la otra bandeja.
—Si luego prefieres quedarte sola, pediré otra habitación.
—No hace falta.
Se sentó con las piernas cruzadas sobre la cama y, dejando a un lado la
ensalada que había en su bandeja, empezó a cortar el filete.
—Este es mío. —Nate cambió las bandejas—. Me han dicho que a ti te
gustaba poco hecho. A mí, no.
—No se te escapa ni una, ¿verdad? Aunque has subido café en lugar de
whisky...
—Si necesitas una botella, voy a buscarla.
Meg soltó un suspiro y siguió cortando la carne.
—¿Cómo he acabado compartiendo la cena en Anchorage con un chico tan
amable?
—No lo soy, en realidad. Te he dejado una hora para que pudieras
tranquilizarte. Y te he traído comida para que cogieras fuerzas y me hablaras de tu
padre. Lo siento, Meg, es muy duro, pero después de que hablemos tendremos
que dejarlo en manos del inspector que se encarga del caso.
Meg cortó otro trozo de carne y lo mezcló con una de las patatas fritas ya
frías.
—Una cosa: allí, en tu tierra, ¿eras un buen policía?
—Creo que es lo único que he sabido hacer bien en mi vida.
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NORA ROBERTS
AURORA BOREAL
—¿Has llevado casos de asesinato?
—Sí.
—Hablaré con quien se ocupe de este, pero quiero que tú lo investigues por
mí.
—No podré hacer mucho.
—Siempre habrá algo que hacer. Te pagaré.
Nate siguió comiendo con expresión pensativa.
—Sé que para ti es muy duro —repitió—. Por eso no te pego un bofetón por
haberme ofendido.
—Conozco a muy pocos que se ofenderían porque les ofrecieran dinero. Pero
vale. Quiero que alguien conocido busque al hijo de puta que mató a mi padre.
—Me conoces muy poco.
—Sé que eres bueno en la cama. —Sonrió un poco—. De acuerdo, tienes
razón, un gilipollas puede ser un semental. Pero también sé que estás agobiado y
que has mostrado la suficiente dedicación o estupidez para lanzarte a un glaciar a
rescatar a un chico que no conocías. Además, eres tan previsor como para
acordarte de preguntar en el restaurante cómo le gusta el filete a Meg. Y a mis
perros les caes bien. Ayúdame, jefe.
Nate le tocó el pelo; una leve caricia en la cabellera aún húmeda.
—¿Cuándo lo viste por última vez?
—En febrero de 1988. El seis de febrero.
—¿Sabes hacia dónde iba?
—Dijo que haría unos trabajos. Supuse que aquí, en Anchorage, o más arriba,
en Fairbanks. Él y mi madre se habían peleado por cuestiones de dinero y otras
cosas. Era lo de siempre. Dijo que estaría fuera aproximadamente quince días. No
volvió.
—¿Tu madre denunció la desaparición?
—No. —Luego arrugó la frente—. Al menos que yo sepa. Supusimos, todo el
mundo supuso, que se había ido por ahí. Se habían peleado —siguió Meg—, tal
vez más de la cuenta. Estaba inquieto. Incluso yo me di cuenta. No era un ángel; la
verdad es que no era una persona muy responsable, aunque conmigo siempre se
portó muy bien, y no nos faltó nunca lo básico. Pero a Charlene no le bastaba y por
eso discutían.
Se calmó y siguió comiendo lo que tenía en el plato.
—Bebía, fumaba porros, jugaba cuando le apetecía, trabajaba cuando le salía
de ahí y se iba de juerga si se terciaba. Yo le quería, tal vez por todo ello. Tenía
treinta y tres años cuando se fue, y ahora que tengo más experiencia y madurez
me doy cuenta de que cumplir treinta y tres le ponía de los nervios. Ser padre de
una chica ya mayor y estar atado a la misma mujer año tras año. Puede que se
encontrara en una encrucijada, no sé. Que decidiera emprender esa escalada en
invierno como la última locura de la juventud, o tal vez no tenía intención de
volver. De todas formas, alguien tomó la decisión por él.
—¿Tenía enemigos?
—Probablemente, pero no sé de nadie que pudiera haberle hecho daño.
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NORA ROBERTS
AURORA BOREAL
Cabreaba a la gente, pero no pasaba de ahí.
—¿Y tu padrastro?
Meg pinchó un par de trozos de lechuga con el tenedor.
—¿A qué te refieres?
—Después de que tu padre desapareciera, ¿tardó mucho Charlene en
casarse? ¿Cómo llevó lo del divorcio?
—No tuvo que divorciarse. Ella y mi padre no se habían casado. Él no creía
en el matrimonio. Se casó con el viejo Hidel más o menos un año después, quizá
un poco menos. Si estás pensando que Karl Hidel subió al Sin Nombre y clavó un
piolet en el pecho de mi padre, ya puedes quitártelo de la cabeza. Cuando
Charlene le echó el anzuelo tenía sesenta y ocho años, y veinticinco kilos de más.
Como si se le acabara de ocurrir la idea, se acercó el cuenco de la ensalada y
empezó a comerla.
—Fumaba como una chimenea. Apenas podía subir la escalera, así que
imagínate una montaña.
—¿Quién podría haber escalado con tu padre?
—Joder, Nate, cualquiera. Cualquiera que quisiera emociones fuertes. Como
estos chicos de hoy. Dales un poco de tiempo y hablarán de lo ocurrido allá arriba
como de una de las cosas más emocionantes de su vida. Los escaladores están más
pirados que los pilotos.
Él no respondió; Meg soltó un suspiro y comió un poco más de ensalada.
—Era un buen escalador. Todo el mundo se lo reconocía. Puede que aceptara
un trabajo de guía en una excursión en invierno. O que se reuniera con unos
colegas, unos pirados como él y quisieran mofarse de la muerte.
—¿Alguna vez tomó algo más que hierba?
—Tal vez. Probablemente. Charlene lo sabrá. —Se frotó los ojos—. ¡Mierda,
tendré que decírselo!
—¿Alguno de ellos estaba liado con otra persona mientras vivían juntos,
Meg?
—Si esta es una forma delicada de preguntarme si follaban por ahí, no lo sé.
Pregúntaselo a ella.
Nate vio que la estaba perdiendo. En unos minutos, su enojo e impaciencia
harían imposible la conversación.
—Has dicho que jugaba. ¿Mucho?
—No. No lo sé. Que yo sepa, no. Cuando pillaba una paga se la fundía. A
veces acumulaba algún pagaré, porque no solía ganar. Pero nada gordo. Al menos
cerca de casa. Nunca oí que estuviera metido en algo ilegal, aparte de las drogas
para su consumo. Y piensa que de ser así a muchos les hubiera encantado
contármelo. No porque les cayera mal, porque les caía bien, pero a la gente le
gusta hablarte de esas cosas.
—Muy bien. —Nate se pasó una mano por el muslo—. Haré algunas
preguntas por ahí y seré amable con quien lleve el caso, así me mantendrán al
corriente.
—Vale. Ahora vamos a la calle. —Saltó de la cama, dejando la cena a medias.
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NORA ROBERTS
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Se pegó con los nudillos en la pierna—. Conozco un sitio. Buena música. Nos
tomamos un par de copas, volvemos y echamos un polvo que pondrá esta araña
en movimiento.
En lugar de hacer un comentario sobre su cambio de estado de ánimo, Nate
levantó la vista hacia la vieja lámpara del techo.
—No se ve muy sólida.
Meg se echó a reír.
—¡Vivamos peligrosamente!
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Capítulo 10
Cuando despertó, el sueño empezó a desvanecerse, dejando tan solo un
sabor amargo, salado, en su garganta. Como si hubiera sorbido las lágrimas. Oía la
respiración de Meg a su lado, suave y regular. Algo que en su interior luchaba bajo
el peso de la desesperación le empujaba a volverse hacia ella. A buscar el consuelo
y el olvido del sexo.
Ella era cálida, le devolvería a la vida.
Pero se giró hacia el otro lado. Sabía, estaba convencido de que era
contraproducente optar por el sufrimiento, pero salió de la cama solo, a oscuras.
Encontró su ropa, se vistió y la dejó durmiendo.
En el sueño, escalaba la montaña. Ascendía a duras penas por el hielo y las
rocas a centenares de metros por encima del mundo. Estaba en el cielo, sin
oxígeno; cada inspiración era una agonía. Tenía que subir, estaba obligado a
arañar un centímetro de terreno tras otro mientras abajo no veía más que un mar
blanco arremolinado. Si caía, se ahogaría en él silenciosamente.
Así, ascendió hasta que sus dedos empezaron a sangrar y a dejar manchas
rojas en la roca cubierta de hielo.
Exhausto pero eufórico, se arrastró hasta un saliente. Allí vio la entrada de la
cueva. De ella salía una luz que iluminaba su esperanza mientras avanzaba hacia
el interior.
La cueva se abría; parecía un mítico palacio de hielo. Unas enormes
estructuras bajaban del techo, subían del suelo, formando columnas y arcos
blancos de un azul fantasmagórico en los que el hielo brillaba como mil diamantes.
Las paredes, lisas y pulidas, relucían como espejos y le devolvían su imagen
multiplicada por cien.
Se incorporó y dio la vuelta a aquel esplendor, deslumbrado por el brillo, la
amplitud y los destellos.
Podía vivir allí, solo. Su fortaleza de soledad. Allí encontraría la paz, en el
silencio, en la belleza, solo.
Luego vio que no estaba solo.
El cuerpo se desplomó contra la reluciente pared, pegado a ella tras años de
frío implacable. El mango del piolet sobresalía en su pecho y la sangre congelada
brillaba, roja sobre la parka negra.
El corazón le dio un vuelco cuando se dio cuenta de que en definitiva no
había ido allí a buscar la paz sino a cumplir con su deber.
¿Cómo llevaría el cadáver hasta abajo? ¿Cómo soportaría aquel peso en el
largo y duro viaje de vuelta al mundo? No conocía el camino. No poseía la
destreza, el equipo, la fuerza.
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NORA ROBERTS
AURORA BOREAL
Al acercarse al cadáver, las paredes y las columnas de la cueva le lanzaron
sus reflejos. Él multiplicado por cien, el muerto multiplicado por cien. Mirara
donde mirase, la muerte se unía a él.
El hielo empezó a crujir. Las paredes empezaron a temblar. Oyó un
atronador sonido mientras caía de rodillas a los pies del cadáver. La cara sin vida
de Galloway se volvió hacia la suya, con los dientes al descubierto en una
espantosa mueca.
Era el rostro de Jack, era la voz de Jack la que hablaba mientras caían las
columnas de hielo y temblaba el suelo de la cueva. «No hay salida para ninguno
de los dos. Estamos todos muertos.»
Se despertó cuando la cueva se lo tragaba.
A Meg no le sorprendió que Nate se hubiera ido. Eran más de las ocho
cuando abrió los ojos, por tanto supuso que le había entrado hambre o que se
había cansado de esperarla.
Le estaba agradecida por la compañía y la franqueza con que había vestido la
compasión. Había dejado que se enfrentara a la conmoción y a la tristeza, así como
a todos los demás sentimientos, a su manera. Meg valoraba mucho aquello en un
amigo o en un amante.
Estaba casi segura de que Nate era ambas cosas.
Ahora tendría que seguir enfrentándose a ello consigo misma, con su madre,
con el resto del pueblo. Y con la policía.
No le parecía lógico darle muchas vueltas en aquellos momentos. Ya lo haría
cuando llegara a Lunacy.
Pensó que encontraría a Nate o él a ella antes de que fuera la hora de
regresar. Mientras tanto, le apetecía un café.
El comedor estaba dispuesto para el desayuno y lleno de clientes. Los
establecimientos económicos que servían buena comida atraían a muchos pilotos y
guías que utilizaban Anchorage como punto de partida. Vio algunas caras
conocidas.
Luego localizó a Nate.
Estaba sentado solo a una mesa del rincón. Era una de las más solicitadas, lo
que indicaba que llevaba tiempo allí. Tenía delante una taza de café y un
periódico. Pero no bebía; no leía. Estaba en otra parte, hundido en sus
pensamientos. Pensamientos sombríos y desolados.
Desde el otro extremo del ajetreado local pensó que nunca había visto a
alguien tan solo.
Fuera cual fuese su triste historia debía de ser abrumadora.
Mientras se dirigía hacia él alguien la llamó. Respondió saludando con la
mano y vio que Nate se replegaba. Poco después observó que se reponía, cogía la
taza con parsimonia y se preparaba antes de mirarla. Le sonrió.
Una sonrisa dulce, unos ojos misteriosos.
—¿Has dormido bien?
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—Bastante bien. —Se sentó frente a él—. ¿Has comido algo?
—Todavía no. ¿Sabías que antes venía gente de Montana a trabajar en las
fábricas de conservas de por aquí?
Meg se fijó en el periódico y en el artículo que leía.
—Sí. Y pagaban bien.
—Pero no creía que aquí hubiera horas punta. Siempre pensé que la gente
vivía en Montana porque quería criar caballos u otros animales. O tal vez montar
un campamento paramilitar. Ya sé que es una generalización, pero aun así...
—No puedes negar que vienes de la costa Este... ¡Eh, Wanda!
—¡Meg! —La camarera, que aparentaba unos veinte años y estaba llena de
vitalidad, dejó otra taza de café en la mesa y sacó el bloc—. ¿Qué te sirvo?
—Un par de huevos, vuelta y vuelta, lomo, patatas con cebolla y una tostada.
¿Y Jocko?
—Lo mandé a freír espárragos.
—Ya te dije que era un perdedor. ¿Qué tomas, Burke?
—Ah... —Intentó buscar su apetito, pero luego pensó que tal vez lo
encontraría si veía y olía comida—. Tortilla de jamón y queso y tostadas.
—Ya me di cuenta. Ahora salgo con un tipo que se llama Byron —siguió la
camarera—. Escribe poemas.
—A peor no puedes haber ido. —Cuando Wanda se fue, Meg se volvió hacia
Nate—. De pequeña, sus padres trabajaban aquí de temporeros. Pasaba los
veranos en Anchorage cuando sus padres estaban empleados en las conserveras.
Le gustó el lugar y el año pasado se instaló definitivamente. Suele ligar con
idiotas, pero por lo demás es muy maja. ¿En qué estabas pensando cuando he
llegado?
—En nada. Pasaba el rato con el periódico.
—No es verdad. Pero como me hiciste un favor anoche no insistiré.
Él no lo negó; ella no presionó. Lo que tampoco hizo Meg, a pesar de que
sentía unos deseos enormes, fue estirar el brazo y acariciarle la mejilla. Cuando
ella le daba vueltas a un asunto, no le gustaba que nadie la consolara. De modo
que lo trató tal como habría deseado que la trataran a ella.
—¿Tenemos que hacer algo más aquí antes de marcharnos? Si hay que
esperar tendré que pedirle a alguien que vaya a dar un vistazo a los perros.
—He llamado a la policía estatal. Se encarga del caso, al menos de momento,
un tal sargento Coben. Probablemente querrá hablar contigo... y también con tu
madre. No creo que haya muchos cambios hasta que manden un equipo aquí y
bajen el cadáver. He llamado al hospital. Los tres chicos evolucionan
satisfactoriamente.
—Has estado muy atareado. ¿Qué pasa, jefe, te ocupas de todo el mundo?
—No, solo de algunos detalles.
Meg había oído estupideces mayores en su vida, pero claro, vivía en Lunacy.
—¿Te la jugó tu ex mujer?
Él se movió, incómodo.
—Es posible.
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—¿Quieres vomitarlo? ¿Dejarla de vuelta y media mientras desayunamos?
—Creo que no.
Meg esperó que Wanda sirviera el desayuno y el café, partió los huevos y
dejó que la yema saliera.
—Cuando iba a la universidad, me acosté con un tipo guapísimo —empezó a
contar Megan—. Bastante gilipollas, pero con un aguante extraordinario. Empezó
a marearme diciéndome que tenía que maquillarme un poco más, vestirme mejor,
no discutir tanto con la gente... —dijo meneando el tenedor—. No es que no fuera
mona, atractiva y lista, decía él, pero si me arreglaba un poco más, salía un poco
más...
—Tú no eres mona.
Meg se echó a reír, haciendo bailar los ojos mientras mordía la tostada.
—A callar. La historia es mía.
—Eres mucho mejor que una chica mona. Eso viene con el ADN. Tú eres...
una persona llena de vitalidad —dijo Nate—. Cautivadora. Es algo que sale del
interior, de forma que es mejor que ser mona. En fin, es mi opinión.
—¡Vaya! —Se apoyó en el respaldo, tan sorprendida que hasta se olvidó del
desayuno—. Si yo fuera otra persona me habría quedado muda tras este
comentario. Mierda, he perdido el hilo. ¿De qué puñeta estaba hablando?
Esta vez la sonrisa templó el gris de los ojos de Nate.
—Del gilipollas de la universidad con el que te acostaste.
—Ah, sí. —Atacó las patatas y la cebolla—. Hubo más de uno, pero en fin,
tenía veinte años y la actitud pasiva y agresiva de ese tipo empezó a sorberme el
cerebro, sobre todo cuando descubrí que se tiraba a una estúpida podrida de
pasta, con implantes en los pechos.
Se quedó un momento en silencio, concentrada en el desayuno.
—¿Y qué hiciste?
—¿Qué hice? —Tomó un sorbo de café—. Me lo cepillé otra vez y luego le
metí un par de somníferos sin que se enterara.
—¿Lo drogaste?
—Sí, ¿por?
—Nada. Nada.
—Pagué a un par de tipos para que lo llevaran a una de las aulas. Y tapé sus
patéticas vergüenzas con ropa interior femenina muy sexy: sujetador, liguero,
medias negras. Toda una hazaña. Le maquillé la cara, le ricé el pelo. Incluso tomé
unas fotos para colgar en internet. Aún dormía cuando empezó la primera clase a
las ocho. —Comió lo que quedaba de los huevos—. Un espectáculo memorable,
sobre todo cuando se despertó, se dio cuenta y empezó a chillar como una niña.
Nate se rió con aquella historia y valoró la creatividad de su venganza;
brindó con la taza.
—Puedes estar segura de que no haré ni un solo comentario sobre tu ropero.
—Fin de la historia. Creo en la revancha, en todos los casos. Dejar que te
jodan es de imbéciles.
—No le querías.
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—¡Por supuesto que no! Si le hubiera querido, no solo le habría puesto en
ridículo sino que además le habría hecho todo el daño físico posible.
Nate jugó con lo que le quedaba de la tortilla.
—Déjame preguntarte algo: ¿somos únicos?
—Yo me considero única en todos los aspectos.
—Lo nuestro... —dijo Nate tranquilamente—. ¿Es algo único?
—¿Acaso es lo que buscas?
—Yo no buscaba nada. Pero te he encontrado.
—¡Vaya! —Meg soltó un suspiro—. Buena respuesta. Tienes un buen
repertorio de salidas para sorprenderme. No es problema para mí limitarme a
hacerlo solo contigo, mientras los dos disfrutemos con ello.
—Me parece muy bien.
—¿Ella te la pegó con otro, Burke?
—Sí, lo hizo.
Meg asintió y siguió comiendo.
—Yo no se la pego a nadie. Bueno, quizá alguna trampa jugando a las cartas,
pero es para ponerle sal y pimienta. También puedo mentir cuando hace falta. O si
la mentira es más divertida que la verdad. Puedo ser muy mala si me lo propongo,
y me lo propongo muchas veces.
Hizo una pausa para cogerle la mano y notar un instante su contacto.
—Pero no me dedico a patear a un hombre que está en el suelo, a menos que
lo haya derribado yo. Y no lo derribo si no se lo merece. Tampoco rompo mi
palabra cuando la he dado. Y te la doy ahora mismo: no voy a pegártela.
—Excepto en las cartas.
—Pues sí. Pronto amanecerá. Tendríamos que movernos.
No sabía cómo enfocar la cuestión con Charlene. Daba igual cómo la
abordara, el resultado sería el mismo: histeria, acusaciones, cólera, lágrimas. Con
Charlene todo era excesivo.
Puede que Nate le leyera el pensamiento, porque detuvo a Meg antes de
cruzar la puerta del Lodge.
—Quizá debería decírselo yo. No es la primera vez que doy una noticia de
este tipo a un familiar.
—¿Comunicarles que un ser querido ha muerto y ha permanecido durante
quince años en una cueva de hielo?
—Los detalles no cambian mucho el impacto.
La voz de Nate era suave, contrastaba con la aspereza de la de ella. Le
parecía tranquilizadora. Incluso más que tranquilizadora, pensó. Hacía que
deseara apoyarse en él.
—Aunque me gustaría dejarte el mal trago a ti, será mejor que me encargue
yo. Siempre puedes recoger los platos rotos cuando termine.
Entraron los dos. Algunos clientes tomaban café en el bar o comían, aunque
fuera temprano. Meg se desabrochó el abrigo mientras se dirigía a Rose.
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—¿Charlene?
—En el despacho. Han dicho que Steven y sus amigos se están recuperando.
Las carreteras siguen estando mal, pero Jerk se ha ofrecido esta mañana a llevar a
Joe y a Lara. ¿Un café?
Nate observó a Meg mientras cruzaba la puerta.
—De acuerdo.
Meg atravesó el vestíbulo, pasó al otro lado del mostrador y entró en el
despacho sin llamar.
Charlene estaba sentada a su escritorio, al teléfono. Saludó a su hija con un
gesto impaciente con la mano.
—Mira, Billy, si realmente tienes que joderme, al menos deberías invitarme a
cenar antes.
Meg se volvió. Si su madre estaba regateando los precios de los suministros
había que esperar. Aquello no parecía un despacho serio. Recordaba mucho a
Charlene: femenino, transparente y alocado. Mucho color rosa en la tapicería,
montones de figuritas de todo tipo, cuadros de flores con marcos dorados en las
paredes y cojines de seda en el sofá de terciopelo.
Olía a rosas, el habitual aroma del pulverizador que accionaba Charlene cada
vez que entraba allí. El escritorio era una barroca reproducción de un mueble
antiguo que Charlene había comprado por catálogo y pagado a precio de oro.
Patas curvadas y mucha talla.
La carpeta de encima de la mesa era rosa, igual que su papel de cartas y los
adhesivos. Todo llevaba grabado en su extremo superior la palabra «Charlene» en
una letra muy elaborada y casi ilegible.
Junto al sofá había una lámpara de pie en tonos dorados y rosas que, en
opinión de Meg, era más adecuada para un burdel que para un despacho.
Se preguntó, como casi siempre, cómo había podido salir de alguien con
unos gustos, unas ideas, un estilo tan opuestos a los suyos. Tal vez su vida no
fuera más que una eterna rebelión contra el útero materno.
Se volvió de nuevo al oír el arrullo de la despedida de Charlene.
—Ahora me viene con una subida. —Con una risita, Charlene se sirvió otro
vaso de agua de la jarra que tenía en la mesa.
No parecía muy eficiente, pensaba Meg, aunque las apariencias engañan. En
cuestión de negocios, Charlene era capaz de calcular al céntimo los beneficios y las
pérdidas en cualquier momento del día o de la noche.
—He oído decir que eres una heroína. —Observó a su hija mientras bebía
agua—. Tú y ese jefe tan sexy. ¿Os habéis quedado en Anchorage para celebrarlo?
—Se había hecho de noche.
—¡Claro! Mira, te daré un consejo. Un hombre como Nate lleva mucho
equipaje. Tú estás acostumbrada a viajar a toda velocidad, sin bultos. No haréis un
buen equipo.
—Lo tendré presente. He de hablar contigo.
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AURORA BOREAL
—Debo hacer unas llamadas y tengo mucho papeleo. Sabes que es la hora del
día en la que tengo más trabajo.
—Se trata de papá.
Charlene dejó el vaso. Su rostro perdió un momento el color, pero poco
después lo recuperó. El mismo rosa que imperaba en aquella estancia.
—¿Has sabido algo de él? ¿Lo has visto en Anchorage? ¡Valiente hijo de puta!
Más le vale que no pretenda aparecer por aquí a recoger nada. A mí no me sacará
nada, tenlo por seguro, y tú, si tienes dos dedos de frente, tendrías que hacer lo
mismo.
Apartó la silla y se levantó mientras el color de sus mejillas iba pasando del
rosa al rojo encendido.
—Nadie me planta y luego vuelve. Nunca. Pat Galloway puede irse a tomar
por saco.
—Está muerto.
—Seguro que tiene una historia triste que contar. Siempre había sido su
fuerte... ¿Cómo que está muerto? —Luego, con una expresión más irritada que
afectada, apartó los rizos de su frente—. Eso es ridículo. ¿Quién te ha dicho esa
estupidez?
—Hace... parece que hace mucho tiempo que murió. Puede que muriera unos
días después de salir de aquí.
—¿Qué te hace decir eso? ¿Por qué me dices algo así? —El color rojo de la
irritación había ido desapareciendo y su rostro se había quedado blanco,
demacrado y envejecido de repente—. ¿Cómo puedes odiarme tanto?
—No te odio. Siempre te has equivocado en eso. Puede que tenga
sentimientos encontrados respecto a ti, pero no te odio. Los chicos encontraron
una cueva de hielo. Es donde se refugiaron parte del tiempo que pasaron en el
monte. Él estaba allí. Llevaba mucho tiempo en esa cueva.
—Estás loca. Vete de aquí ahora mismo. —Levantó la voz hasta que se
convirtió en un chillido ronco—. Lárgate, ¡ahora mismo!
—Tomaron fotos —siguió Meg, a pesar de que Charlene había cogido uno de
los pisapapeles y lo había lanzado contra la pared—. Yo las he visto. Lo he
reconocido.
—¡No es verdad! —Se dio la vuelta, cogió una de las figuritas de un estante y
la arrojó al aire—. Te lo inventas para vengarte de mí.
—¿Vengarme, por qué? —Meg no hacía caso de las figuritas y los objetos de
cristal que se aplastaban contra la pared y contra el suelo; ni siquiera se inmutó
cuando uno de los fragmentos le dio en la mejilla. Charlene solía desahogarse de
aquella forma.
«Rómpelo. Destrúyelo. Luego lo barres. Y compras quincalla nueva.»
—¿Por ser una pésima madre? ¿Por ser una puta? ¿Por follarte al tipo con el
que me acostaba y demostrar que no eras demasiado vieja para quitármelo?
¿Quizá por decirme, durante casi toda mi vida, que te he decepcionado como hija?
¿Qué ataque me estoy sacando de la manga?
—Te crié estando sola. Hice sacrificios para que pudieras tener todo lo que
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querías.
—Lástima que no me pagaras clases de violín. Ahora mismo podría sacarles
partido. Pero, ¿sabes una cosa, Charlene? Ahora no se trata de ti ni de mí. Se trata
de él. Está muerto.
—No te creo.
—Alguien lo mató. Lo asesinó. Le clavaron un piolet en el pecho y lo dejaron
en la montaña.
—No. No, no, no, no. —Su expresión se había congelado, estaba tan inmóvil,
se veía tan fría como el cielo que tenía al fondo. De pronto se desplomó y se quedó
sentada en el suelo entre los pedazos de porcelana y cristal—. Dios mío, no. Pat.
Pat.
—Por favor, levántate. Te estás cortando. —Aún enojada, Meg dio la vuelta
al escritorio y sujetó a Charlene por las axilas para levantarla.
—Meg. Megan. —Charlene respiraba entrecortadamente. Sus grandes ojos
azules estaban llenos de lágrimas—. ¿Está muerto?
—Sí.
Las lágrimas empezaron a caer por sus mejillas. Soltando un gemido, apoyó
la cabeza sobre el hombro de Meg y se aferró a él.
Esta hizo un esfuerzo por reprimir las ganas de apartarse. Dejó que su madre
llorara, se agarrara y llorara. Y se dio cuenta de que aquel era el primer abrazo
sincero que compartían en un montón de años.
Cuando la tormenta amainó, Meg llevó a Charlene a su habitación. Era como
desnudar a una muñeca, pensaba mientras le quitaba la ropa a su madre. Le curó
los pequeños rasguños y le pasó el camisón por la cabeza.
—No me dejó.
—No.
Meg se acercó al baño y revisó el botiquín de su madre. Siempre tenía
muchas pastillas. Encontró una caja de Xanax y llenó un vaso de agua.
—Lo odiaba porque me había dejado.
—Ya lo sé.
—Tú me odiabas por ello.
—Tal vez. Tómate esto.
—¿Asesinado?
—Sí.
—¿Por qué?
—No lo sé. —En cuanto Charlene se tomó la pastilla, dejó el vaso—.
Túmbate.
—Yo le quería.
—Puede que sea cierto.
—Le quería —repitió Charlene mientras Meg la arropaba—. Lo odiaba por
haberme dejado sola. No soporto estar sola.
—Duerme un rato.
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—¿Te quedarás?
—No. —Meg corrió las cortinas y habló en la penumbra—. Yo sí soporto
estar sola. Y ahora necesito estarlo. Además, cuando te despiertes, ya no me
necesitarás.
De todas formas, se quedó hasta que Charlene se durmió.
Mientras bajaba por la escalera se cruzó con Sarrie Parker.
—Déjala dormir. Tiene el despacho hecho un desastre.
—Eso he oído. —Sarrie levantó las cejas—. Habrás dicho algo que la ha
puesto a cien.
—Tú intenta limpiarlo antes de que baje.
Siguió bajando y al entrar en el restaurante fue directamente a buscar el
abrigo.
—Tengo que marcharme —dijo a Nate.
Él la siguió hasta la puerta.
—¿Adónde?
—A casa. Necesito estar en casa.
El frío y ligero golpe que le dio el viento le resultó agradable.
—¿Cómo está ella?
—Le he dado un tranquilizante. Si se recupera, te caerá encima. Lo siento. —
Se puso los guantes y se cubrió la cara con las manos—. ¡Señor! Ha sido como
esperaba. Histeria, ira y el habitual «¿Por qué me odias?».
—Tienes un corte en la cara.
—Solo es un rasguño. Un caniche de porcelana hecho añicos. Se ha puesto a
lanzar cosas. —Respiró hondo mientras se dirigían hacia el río. Quería que el
fantasma de su aliento volara y se desvaneciera—. Pero cuando se ha dado cuenta
de que no le estaba tomando el pelo se ha desmoronado. No esperaba lo que he
visto en su cara. Le quería. Nunca me lo había imaginado. Nunca pensé que
pudiera ser verdad.
—No creo que sea el mejor momento, ni para ti ni para ella, de estar solas.
—Ella no lo estará. Yo lo necesito. Déjame unos días, Burke. De todas formas,
por aquí se te acumulará el trabajo. Unos días y todo se habrá calmado un poco.
Luego vienes, te preparo comida y te llevo a la cama.
—El teléfono vuelve a funcionar. Puedes llamarme si necesitas algo.
—Sí, puedo. No lo haré. No te empeñes en salvarme, jefe. —Se puso las gafas
de sol—. Limítate a los detalles.
Se volvió, empujó la cabeza de Nate hacia la suya y los dos se permitieron un
ardiente beso lleno de deseo. Luego se apartó y le dio unos toques en la mejilla con
la mano cubierta por el guante.
—Solo unos días —repitió y se fue hacia el avión.
No volvió la vista atrás aunque sabía que él seguía junto al río, que
observaba cómo se alejaba.
Lo borró de su mente. Lo borró todo y fue elevándose por encima de las
copas de los árboles hacia el límite del cielo.
Solo cuando vio el humo de su chimenea y las dos sedosas balas en que se
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habían convertido sus perros mientras avanzaban sobre la nieve hacia el lago notó
un nudo en la garganta.
Solo cuando vio la silueta que salía por la puerta y seguía poco a poco el
camino marcado por los perros sintió que las lágrimas llenaban sus ojos.
Sus manos empezaron a temblar de tal forma que tuvo que hacer grandes
esfuerzos para aterrizar. La esperaba el hombre que le había hecho de padre
cuando el suyo había desaparecido.
Salió del avión y se esforzó por hablar tranquilamente.
—Creía que tardarías aún un par de días —dijo Meg.
—Algo me ha hecho volver. —Observó de cerca su rostro—. Ha ocurrido
algo, ¿verdad?
—Sí —asintió ella mientras se inclinaba para saludar a los perros, que
mostraban su alegría—. Ha ocurrido algo.
—Vamos a casa y me lo cuentas.
Solo cuando se encontró en el calor de su hogar, cuando preparó un té y dio
de beber a los perros, y él la escuchó sin hacer comentarios, Meg perdió el control
y se echó a llorar.
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Capítulo 11
Anotación en un diario
18 de febrero de 1988
He estado por encima de las nubes. Este es para mí el momento definitivo en
toda ascensión. El cansancio, el dolor, el terrible sufrimiento del frío desaparecen
cuando te encuentras en la cumbre. Vuelves a nacer. En esa inocencia no existe el
miedo a la muerte o a la vida. No hay enojo, tristeza, historia o futuro. Solo existe
el momento.
Lo has conseguido. Has vivido para ello.
Hemos bailado sobre la nieve virgen, a unos tres mil novecientos metros por
encima del nivel del mar, con el sol brillando en nuestros ojos y el viento al
compás de nuestra enloquecida melodía. Los gritos que soltábamos atronaban y
resonaban en el cielo, y nuestro vértigo seguía el remolino del mar de nubes.
Cuando Darth dijo que teníamos que saltar, estuve a punto de hacerlo. ¡Qué
demonios! Éramos los dioses de allí.
Lo decía de verdad. Me dejó pasmado —no era miedo— darme cuenta de
que lo decía en serio. Vamos a saltar. ¡Vamos a volar! El colega se había pasado
con las anfetas. Demasiadas para el último acelerón.
Incluso me agarró el brazo, desafiándome. Tuve que apartarme y alejarlo a él
del borde. Me insultó, pero reía. Los dos reíamos. Como majaras.
Dijo algo un poco raro, pero supongo que era normal en un lugar como
aquel. Me dio la vara, con aquella risa casi efervescente, con que yo tenía mucha
suerte. Que si me había agenciado la mujer más sexy de Lunacy y me pasaba los
días mano sobre mano mientras ella daba el callo. Encima podía largarme, libre
como el viento; y no solo podía tirarme a quien quisiera, no solo me hacía con la
banca en la partida, sino que además ahora estaba en la cima del mundo, porque
me había salido de allí.
Pues no, no iba a saltar.
Lo que él me dijo era que las cosas iban a cambiar, que iban a dar un vuelco.
Dijo que conseguiría a la mujer que los otros quieren, que le sonreiría la suerte,
que viviría a lo grande.
Lo dejé allí. Era un momento demasiado bonito para pensar en chorradas.
Pasé de la loca alegría a la paz, una paz total y absoluta. No somos dioses,
solo unos hombres que han subido a duras penas otra cima. Sé que he hecho mil
cosas insignificantes. Pero esta no lo es. Esta me marcará.
No hemos conquistado la montaña sino que nos hemos fundido con ella.
Creo que precisamente por haber conseguido esto soy un hombre mejor. Un
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compañero mejor, un padre mejor. Sé que Darth a veces tiene razón cuando suelta
sus rollos. No he ganado todo lo que tengo, al menos no de la forma que he
ganado este momento. Sé que el deseo de mejorar se apodera de mí cuando estoy
aquí, frente al azote del viento, por encima de un mundo lleno de dolor y belleza,
del que ahora me separan esas nubes que a su vez me tientan para que me
zambulla en ellas, me precipite de nuevo hacia aquel dolor y aquella belleza.
Es extraño estar aquí, en el lugar que tanto he ansiado ver, y sufrir por lo que
he dejado atrás.
Nate examinó las fotos de la cueva de hielo. No encontró nada nuevo en
ellas; las había repasado una y otra vez durante los últimos tres días y tenía
grabado en la cabeza hasta el último detalle.
Disponía de unas brevísimas notas de la policía estatal. Si el tiempo no lo
impedía, en las próximas cuarenta y ocho horas mandarían al equipo forense para
recuperar el cadáver. Nate sabía que habían interrogado a fondo a los tres chicos,
aunque la mayor parte de la información que él tenía procedía más de radio
macuto que de los canales oficiales.
Le habría gustado crear una comisión para el caso, pero en realidad no era de
su jurisdicción.
No iban a permitirle examinar la cueva ni presenciar la autopsia en cuanto
levantaran el cadáver. Sería el equipo investigador quien decidiría si se le pasaban
los datos.
Tal vez su posición mejoraría algo en cuanto identificaran definitivamente el
cadáver como el de Patrick Galloway. Aun así, a él no le tendrían totalmente al
corriente.
Le sorprendía constatar hasta qué punto deseaba disponer de todos los
datos. Hacía más de un año que un caso no despertaba tanto su interés. Le
apetecía intervenir. Quizá contribuía a ello su relación con Meg, aunque lo que
pesaba más eran las fotos. El hombre que había visto en ellas.
Congelado diecisiete años atrás. Conservado y, con él, todos los detalles
relativos a su muerte. El muerto tenía las respuestas, si sabías dónde buscarlas.
¿Se habría resistido? ¿Le habrían cogido por sorpresa? ¿Conocía a su asesino?
¿A sus asesinos?
¿Por qué había muerto?
Dejó el expediente que había abierto en un cajón cuando oyó que llamaban a
la puerta de su despacho.
Peach asomó la cabeza.
—Deb ha sorprendido a un par de críos robando en la tienda. Peter está libre.
¿Quiere que vaya hasta allí y los traiga?
—Bien. Contacte con los padres y que vengan también aquí. ¿Qué se
llevaban?
—Unos cómics, golosinas y un lote de seis cervezas Miller. Parece mentira
que no sepan que Deb tiene ojos de lince. Acaba de llegar Jacob Itu. Pregunta si
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tiene un minuto para hablar con él.
—Por supuesto, que pase.
Nate se levantó y se acercó a la cafetera. Otra hora de sol, calculó, aunque el
que había aparecido aquella mañana era apagado y frío. Miró por la ventana, situó
el Sin Nombre y lo observó mientras tomaba el café.
Se volvió al oír que se acercaba Jacob. Aquel hombre era el prototipo del
nativo de Alaska: rostro oscuro y huesudo, ojos muy vivos. Tenía el pelo plateado
y lo llevaba recogido en una trenza. Llevaba sólidas botas y ropa de trabajo de
franela y lana, que cubría con un largo poncho de color marrón.
Nate situó su edad por encima de los cincuenta, le pareció una persona sana,
en forma, fuerte y nervuda.
—Señor Itu. —Nate le señaló una silla—. ¿En qué puedo ayudarle?
—Patrick Galloway era amigo mío.
Nate asintió.
—¿Le apetece un café?
—No, gracias.
—Todavía no han recuperado, examinado e identificado definitivamente el
cadáver. —Nate se sentó ante el escritorio. Repitió la misma perorata que había
soltado a cuantos se lo habían preguntado allí, en la calle y en el Lodge en los dos
últimos días—. La policía estatal se encarga de la investigación. Será ella quien lo
notifique oficialmente a los familiares más próximos cuando se haya procedido a
la identificación definitiva.
—Meg no puede haberse equivocado con su padre.
—No. Estoy de acuerdo con usted.
—No debe dejarse la justicia en manos de los demás.
Eso es lo que había creído él en otra época. La misma convicción que a él y a
su compañero les llevó a aquel callejón de Baltimore.
—El caso no es mío. No es mi jurisdicción y está fuera de mi competencia.
—Él era de aquí, como lo es su hija. Usted habló ante los habitantes de este
lugar cuando llegó y les prometió cumplir con su deber.
—Eso hice. Y eso haré. No estoy escurriendo el bulto, pero en este caso estoy
atado de pies y manos.
Jacob se acercó un poco a él, el único movimiento que había efectuado desde
su llegada.
—Cuando estaba fuera, se ocupaba de asesinatos.
—Efectivamente, pero ya no estoy fuera. ¿Ha visto usted a Meg?
—Sí. Es fuerte. Será ella quien domine el dolor. No dejará que él la domine a
ella.
«¿También lo hago yo?», pensó Nate. De todas formas, aquel hombre de ojos
vivos, con su ira implacablemente controlada, no podía ver lo que él tenía en la
cabeza.
—Hábleme de Galloway. ¿Con quién podría haber ido de escalada?
—Con unos conocidos.
—¿Unos?
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—Para escalar el Sin Nombre en invierno hacen falta al menos tres. Era un
hombre temerario, impulsivo, pero no habría emprendido ese ascenso con menos
de dos compañeros. Tampoco habría escalado con desconocidos. O solo con
desconocidos. —Jacob sonrió levemente—. Aunque hacía amigos fácilmente.
—¿Y enemigos?
—Un hombre que posee lo que otros envidian tiene enemigos.
—¿Qué tenía él?
—Una bella esposa. Una hija inteligente. Una soltura y una falta de ambición
que le permitían hacer lo que le daba la gana.
Desear a la mujer de otro solía ser un motivo de asesinato entre amigos.
—¿Tenía Charlene relaciones con otro?
—No creo.
—¿Y él con otras?
—Puede que él fuera de vez en cuando con alguna, cuando estaba lejos de
casa, como hacen muchos. Si era así, nunca me lo comentó.
—No hacía falta que se lo contara —respondió Nate—. Usted lo habría
sabido.
—Sí.
—En un lugar como este también pueden guardarse secretos, pero los de este
tipo no se mantienen ocultos mucho tiempo. —Reflexionó un momento—.
¿Drogas?
—Tenía unas plantas de marihuana. No traficaba.
Nate levantó las cejas.
—¿Solo hierba? —Al ver que Jacob vacilaba, Nate se apoyó en el respaldo—.
Nadie va a tenérselo en cuenta ahora.
—Principalmente hierba, pero tampoco hacía ascos a lo que pudiera
encontrar por ahí.
—¿Tenía camello? ¿En Anchorage, pongamos por caso?
—No creo. No solía disponer de dinero para este tipo de lujos. Charlene lo
administraba y lo tenía bien atado. A él le gustaba escalar, pescar y salir de
excursión. Volar también, pero nunca le interesó pilotar un aparato. Trabajaba
cuando necesitaba dinero. No le gustaban los límites, las leyes, las normas. Los
que vienen aquí suelen ser así. A usted no le hubiera entendido.
Lo importante, pensaba Nate, era que él consiguiera entender a Patrick
Galloway.
Hizo unas preguntas más a Jacob y cuando este se hubo marchado archivó
las notas tomadas.
Llegó luego el momento de abordar cuestiones más rutinarias: la de los dos
adolescentes de la tienda.
Con ese y con los casos de unos esquís perdidos y un topetazo estuvo
ocupado todo el día.
Tenía la noche libre, pues Otto y Peter estaban de servicio. A menos que se
produjera un asesinato masivo, no tenía que pensar en el trabajo hasta la mañana
siguiente.
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Había dejado unos días tranquila a Meg. Esperaba que ya quisiera recibirle.
Se equivocó al decidir volver al Lodge a buscar una muda por si se quedaba
en casa de Meg.
Charlene lo pescó aún en la habitación.
—Tengo que hablar con usted.
Se metió dentro y se sentó en la cama. Iba vestida de negro; llevaba un
pantalón y un suéter ajustados y los tacones con los que solía andar todo el día.
—De acuerdo. ¿Bajamos a tomar un café?
—Es privado. ¿Le importa cerrar la puerta?
—Bien. —De todas formas, Nate se quedó junto a ella.
—Tiene que hacer algo por mí: ir a Anchorage y decirle a esa gente que me
entreguen el cadáver de Pat.
—Aún no lo han recuperado, Charlene.
—Ya lo sé. ¡Llevo días al teléfono hablando son esos burócratas, con esos
cabrones sin entrañas! Lo tienen allí arriba, aún no lo han bajado.
Al ver que los ojos se le llenaban de lágrimas, Nate se enterneció.
—Charlene. —Echó un vistazo en busca de pañuelos de papel, una toalla,
una camiseta, y acabó entrando en el baño. Salió con un rollo de papel higiénico y
se lo puso en la mano—. Enviar a un equipo allí para el rescate no es tarea fácil.
No quiso añadir que unos días más, al fin y al cabo, tampoco importaban
demasiado.
—Allí arriba ha habido tormentas y vientos muy fuertes. De todas formas,
esta mañana he hablado con el sargento Coben y por lo visto si mañana está
despejado tienen intención de mandar un equipo a primera hora —dijo Nate con
la intención de tranquilizarla.
—Me han dicho que yo no era un familiar cercano porque no estábamos
casados.
Cortó un trozo de papel y ocultó el rostro en él.
—¡Oh! —Nate soltó un suspiro—. Meg...
—No es hija legítima —dijo con voz temblorosa, tirando el papel
humedecido—. ¿Por qué tendrían que entregárselo a ella? Lo mandarán a sus
padres, al este. ¡No hay derecho! ¡Eso está muy mal! ¿No los dejó, él? ¡A mí no me
dejó nunca! Al menos adrede. Pero ellos me odian y nunca permitirán que lo
recupere.
Había visto en otras ocasiones a gente que se peleaba por un cadáver, y
siempre resultaba duro.
—¿Ha hablado con ellos?
—No, todavía no —respondió enseguida, y sus ojos se secaron—. Ni siquiera
me reconocen. Es verdad que han hablado alguna vez con Meg y que le mandaron
dinero cuando cumplió veintiún años. Ya podían hacerlo, pues están podridos de
pasta. Nunca se preocuparon cuando Pat vivía, imagínese ahora que está muerto.
Yo lo quiero aquí. Lo quiero aquí.
—De acuerdo, pero vayamos por partes. —No vio más salida que sentarse a
su lado y ofrecerle un hombro en el que llorar—. Seguiré en contacto con Coben.
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En realidad, aún retendrán un tiempo el cadáver. Un tiempo largo. Y a mí me
parece que su hija, Meg, tiene el mismo derecho que sus padres.
—Ella no plantará cara. Esas cosas no le interesan.
—Hablaré con Meg.
—¿Por qué alguien quiso matar a Pat? Nunca había hecho daño a nadie.
Salvo a mí. —Soltó una risita entre lágrimas, un gesto entre triste y nostálgico—.
Pero siempre sin querer. Nunca pretendía hacerme llorar o enojar.
—¿Hacía enojar a mucha gente?
—Sobre todo a mí. Me volvía loca. —Suspiró—. Le quería con locura.
—Si le pidiera que hiciera memoria, que pensara detenidamente en la época
en la que se marchó, ¿lo haría? Me refiero a recordar los detalles, incluso los más
insignificantes.
—Podría intentarlo. Hace tanto tiempo que ya casi me parece algo irreal.
—Pues inténtelo, dedique un par de días a recordar. Anote todo lo que le
venga a la memoria. Cosas que dijo él, que hizo, personas con las que se
relacionaba, cualquier cosa que pudiera parecer distinta. Y luego lo
comentaremos.
—Ha estado allá arriba todo este tiempo —murmuró Charlene—. Solo en
medio del frío. ¿Cuántas veces habré mirado la montaña en estos años? Ahora,
cada vez que lo hago, veo a Pat. Para mí era mucho más fácil cuando lo odiaba.
—Lo imagino.
Se sorbió la nariz y se incorporó.
—Quiero que traigan su cadáver aquí. Lo quiero enterrar aquí. Es lo que él
hubiera querido.
—Haremos lo posible para conseguirlo. —Puesto que las lágrimas la habían
ablandado y parecía que no iba a echársele encima, Nate pensó que era el
momento adecuado para sacarle un poco más de información—. Hábleme de
Jacob Itu, Charlene.
Ella se secó las pestañas.
—¿Qué quiere saber de él?
—Su historia. ¿Cómo intimó tanto con Pat? Quizá me ayude a hacerme una
idea más global.
—¿Para descubrir qué le ocurrió a Pat?
—Exactamente. ¿Él y Jacob eran buenos amigos?
—Sí. —Se sorbió de nuevo la nariz, esta vez con un poco más de
delicadeza—. Jacob es un poco... misterioso. Al menos yo nunca lo he entendido.
A juzgar por su malhumorada expresión, aquello significaba que nunca
había podido ligárselo. Interesante, pensó Nate.
—A mí me ha parecido un solitario.
—Puede —dijo encogiéndose de hombros—. Él y Pat se entendían muy bien.
Creo que a Pat le divertía. Pero a los dos les encantaban todas esas chorradas de la
caza, la pesca y las excursiones. Pat destacaba en cualquier actividad al aire libre.
Él y Jacob se perdían en el monte días y días mientras yo estaba aquí ocupándome
de la pequeña, del trabajo y...
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—O sea que eso era lo que les unía —le interrumpió Nate.
—Eso y que los dos estaban contra el gobierno, aunque podría decirse lo
mismo del resto de los habitantes de aquí. A él y a Pat les encantaban todas esas
historias de vivir de la tierra y todo eso, pero en el fondo estaba Meg.
—¿Cómo que estaba Meg?
—Pues...
Se acercó a él en un gesto que Nate identificó como confidencial. Él no se
inmutó, siguió en la misma postura, pues no quería interrumpir la dinámica hasta
conseguir lo que buscaba.
—Jacob estuvo casado.
—¿De verdad?
—Hace años. Siglos. Cuando tenía dieciocho, diecinueve años; vivía en un
pueblecito en el monte de las afueras de Nome. —Su expresión se animó mientras
se apartaba el pelo de la cara y seguía con la explicación—. Yo me enteré por Pat y
por lo que pillas aquí y allá. Jacob nunca me contó nada.
Charlene se quedó otra vez ensimismada.
—De modo que estaba casado —apuntó Nate.
—Con una de su misma edad y tribu. Por lo visto se criaron juntos. Eran eso
que llaman almas gemelas. Ella murió al dar a luz. Mejor dicho, murieron ella y el
bebé, una niña. Fue un parto prematuro, un par de meses antes de la cuenta y
hubo complicaciones. En fin, no recuerdo exactamente qué ocurrió, la cuestión es
que no pudieron llevarla al hospital, al menos no a tiempo. Algo triste —dijo al
cabo de un momento, y los ojos, la expresión y la voz se suavizaron con una
sentida compasión—. Realmente triste.
—Mucho.
—Pat decía que por eso se había hecho piloto. Si hubiera tenido una avioneta
o hubieran conseguido una a tiempo, quizá... Por eso se trasladó aquí, dijo que no
podía seguir allí porque su vida habría terminado. O algo así. En fin, cuando
aparecimos nosotros por aquí y vio a Meg, Jacob dijo que el espíritu de la niña le
decía algo. Pero no crea que iba colocado —puntualizó poniendo los ojos en
blanco—. Jacob no se coloca. Pero tiene salidas de estas. Dijo a Pat que Meg era su
hija espiritual, y a Pat le pareció muy bien. Yo lo encontré raro, pero como a Pat le
gustaba... Le daba la sensación de que con ello él y Jacob se convertían en
hermanos.
—¿Sabe si él y Pat discutían a veces? ¿Sobre Meg, por ejemplo?
—Que yo sepa no. De todas formas, Jacob no discute. Te fulmina con esas
largas, ¿cómo se llama?, e inescrutables —decidió—, con esas inescrutables
miradas. Supongo que se volcó más con Meg cuando Pat se fue. Pero Pat no se fue.
—Los ojos se le llenaron de lágrimas de nuevo—. Murió.
—Lo siento. Le agradezco la información. Siempre ayuda a hacerse una idea.
—Hable con Meg. —Charlene se levantó—. Dígale que les haga comprender
a esos de Boston que Pat es de aquí. Hágaselo comprender. A mí no me escuchará.
Nunca lo ha hecho, ni lo hará. Cuento con usted, Nate.
—Haré lo que pueda.
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AURORA BOREAL
Pareció satisfecha con aquello y dejó a Nate sentado en un lado de la cama,
que se vio a sí mismo aplastado por dos mujeres complicadas.
No la llamó. Probablemente le pediría que aplazara la visita o simplemente
no cogería el teléfono. En cambio, si aparecía por su casa, lo peor que podía
pasarle era que lo mandase de vuelta, pero por lo menos habría visto con sus
propios ojos si estaba bien.
Enfiló la carretera; parecía un túnel con paredes de nieve a uno y otro lado.
Tal como habían pronosticado, el cielo se había despejado un poco, de modo que
se veía en él la tenue luz de la luna y de las estrellas. Lloviznaba en las montañas
que tenía delante, y el reflejo le impedía vislumbrar el río.
Antes de la curva que llevaba a la casa de Meg, oyó la música. Llenaba la
penumbra, flotaba en ella y la engullía. De la misma forma que las luces hacían
que la noche se batiera en retirada. Las tenía todas encendidas y la casa, el terreno
de alrededor y los árboles parecían estar en una hoguera desde cuyo interior
manaba y fluía la música.
Pensó que era ópera o algo parecido, aunque ese tipo de música no era su
fuerte. Era algo desgarrador, algo que rompía el corazón a pesar de que en cierta
forma también levantaba el ánimo.
Había abierto un sendero de casi un metro de anchura. Nate imaginaba el
tiempo y el esfuerzo que Meg habría empleado en ello. No se veía ni un copo de
nieve en el porche y la leñera de delante de la puerta estaba llena.
Pensó en llamar a la puerta, pero con la música probablemente Meg no oiría
los golpes. Accionó la manija, vio que no estaba cerrada y abrió.
Los perros, que dormían a pesar de la música, pegaron un bote en la
alfombra. Tras unos breves ladridos de aviso, empezaron a mover la cola. Para
tranquilidad de Nate, parecían acordarse de él, pues se acercaron amistosamente.
—Así me gusta. ¿Dónde está mamá?
Dio un par de gritos, pero al final optó por pasar. Había un animado fuego
en el salón y en la cocina, y en esta se estaba haciendo algo a fuego lento que olía a
cena.
Iba a echar un vistazo, tal vez incluso a probarla, cuando vislumbró un
movimiento al otro lado de la ventana.
Se acercó más y, contra la iluminación exterior, pudo verla. Iba envuelta de la
cabeza hasta los pies y avanzaba con dificultad entre la nieve con aquellas gruesas
y redondas botas a las que llamaban garras de oso. Mientras él la miraba, Meg se
detuvo y volvió la cabeza hacia el cielo. Permaneció un momento inmóvil, con la
mirada hacia arriba y la música penetrando en su cuerpo. Luego, con las manos
contra los costados, cayó de espaldas.
Nate llegó a la puerta de un salto, la abrió, saltó los peldaños de la entrada y
corrió por la helada senda que ella había despejado.
Meg se incorporó al oír su nombre.
—¿Cómo? ¡Hola! ¿De dónde sales tú?
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AURORA BOREAL
—¿Qué ha ocurrido? ¿Te has hecho daño?
—No. Me apetecía tumbarme un momento en la nieve. El cielo se está
despejando. Bueno, ya que estás aquí, échame una mano.
Nate se disponía a hacerlo cuando los perros salieron a la carrera y le
saltaron encima.
—La puerta está abierta —consiguió decir Meg mientras uno de los huskies
rodaba con ella en la nieve.
—Disculpa. Lo último en que he pensado ha sido en cerrar la puerta. —La
ayudó a levantarse—. ¿Qué hacías aquí fuera?
—Estaba en el cobertizo, intentando arreglar una vieja moto de nieve que
traje hace unos meses. De vez en cuando me encierro allí y le doy unos toques.
—¿Sabes arreglar una moto de nieve?
—Mis aptitudes son múltiples y variadas.
—No me cabe duda. —Mirándola, olvidó los pequeños dolores de cabeza del
día—. Precisamente estaba pensando en comprarme una.
—¿En serio? Pues cuando tenga ésta a punto, te haré una oferta. Entremos.
Ahora mismo me tomaría una copa. —Lo miró de soslayo mientras iban hacia la
casa—. ¿Y qué, pasabas por aquí?
—No.
—¿Has subido a controlar cómo estaba?
—Sí, con la esperanza de conseguir la cena prometida.
—¿Solo la cena?
—No.
—Menos mal, porque a mí también me apetece lo otro. —Cogió un cepillo
que tenía junto a la puerta—. ¿Me quitas un poco la nieve?
Nate lo hizo tan bien como supo; luego, ella se quitó las garras de oso.
—Deja la chaqueta y quédate un rato —le invitó mientras hacía lo propio con
la suya.
—¡Eh! Vaya pelo.
Meg se pasó la mano por los cabellos mientras colgaba la parka y el gorro.
—¿Qué pasa con mi pelo?
—Que tienes mucho menos.
Ahora le llegaba justo a las mandíbulas, una melenita estirada, espesa y algo
revuelta después de habérsela tocado.
—Me apetecía un cambio. Así que me lo corté.
Fue hasta la despensa y salió con una botella. Mientras preparaba dos copas,
volvió la cabeza hacia Nate y vio que le sonreía.
—¿Qué?
—Me gusta. Te da un aspecto, no sé, joven y travieso.
Meg ladeó la cabeza.
—¿Joven y travieso significa llevar un pichi, unas manoletinas y que te llame
papaíto?
—No sé qué es un pichi, pero si te apetece llevarlo por mí no te cortes. Lo que
sí eliminaría es lo de papaíto.
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—Como quieras. —Hizo un gesto de indiferencia mientras servía un par de
copas de vino tinto—. Estoy contenta de verte, Burke.
Nate cogió las dos copas y las dejó en la barra. Luego, mientras le acariciaba
el pelo, se acercó lentamente a su cara con los ojos muy abiertos y la besó. Con
tranquilidad y dulzura. Y observó cómo lo miraba mientras la besaba; sus
preciosos ojos azules solo pestañearon una vez.
Cuando sus labios se separaron, Nate le ofreció una de las copas.
—También me alegra besarte.
Frotó un labio contra el otro y le sorprendió que con aquel ardor no salieran
chispas.
—Se nota.
—Estaba preocupado por ti. Ya sé que no te gusta, que te pone en guardia.
Pero es así. No hablemos de ello si no te apetece.
Meg tomó un par de sorbos y pensó que ahí dentro guardaba un saco de
paciencia. Y un pariente próximo de la paciencia era la tenacidad.
—Tampoco hagamos de eso una montaña... Oye, ¿sabes preparar una
ensalada?
—Pues... ¿se abre una de esas bolsas que venden en el súper y se vierte en un
cuenco?
—Lo tuyo no es la cocina, ¿verdad?
—No.
—De todas formas, en este estadio de la relación, ahora que te tengo sorbido
el seso, deberías aprender a cortar las hortalizas sin quejarte. ¿Incluso pelar una
zanahoria? —preguntó dirigiéndose hacia la nevera.
—De acuerdo, de acuerdo.
—Pues empecemos. —Colocó el material en la barra, le pasó una zanahoria y
un cuchillo especial—. Empieza por eso.
Mientras él preparaba la zanahoria, Meg lavaba la lechuga.
—En algunas culturas, las mujeres se cortan el pelo en señal de duelo. Pero
yo no lo he hecho por eso. Lo perdí hace mucho y ya me había adaptado a la
situación... a mi manera. Pero ahora es distinto.
—Un asesinato lo cambia todo.
—Más que la muerte —admitió ella—. La muerte es algo natural. Es una
putada porque nadie quiere largarse de aquí, pero sabes que hay un ciclo que es
igual para todos.
Secó la lechuga; los largos dedos con las uñas perfectamente recortadas se
movían con brío.
—Podía haber aceptado su muerte. Pero no aceptaré su asesinato. De modo
que presionaré a los polis estatales y a ti hasta quedarme tranquila. Puede que con
ello se enfríen algo tus calenturas, pero hay que correr el riesgo.
—No creo que eso ocurra. Hacía tiempo que una mujer no me ponía en ese
estado, de modo que ya era hora.
—¿Y por qué?
Nate le pasó la zanahoria para que diera el visto bueno.
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—¿Por qué, qué?
—¿Por qué no te habían puesto en ese estado?
—Pues... ejem...
—¿Miedo a no estar a la altura?
Nate parpadeó, soltó una risita ahogada.
—¡Menuda pregunta! Pero ¿no crees que es una conversación poco
apropiada para preparar una ensalada?
—Pues volvamos al asesinato —respondió ella.
—¿Quién les llevó arriba? —preguntó Nate.
—¿Cómo?
—Necesitarían un piloto, ¿no? Alguien que les llevara al campamento base o
como lo llamen.
—Ah. —Meg hizo una pausa y golpeó la plancha de madera con el cuchillo—
. Se nota que eres poli. No lo sé, y supongo que costará bastante saberlo después
de tanto tiempo, pero creo que entre Jacob y yo podremos resolverlo.
—Fuera quien fuese, como mínimo recogió a uno menos de los que dejó. Y
no informó sobre ello. ¿Por qué?
—Es lo que tenemos que descubrir. Bien. Es un camino.
—Los investigadores que llevan el caso se harán estas preguntas, tomarán
esta dirección. Pero tal vez tú quieras plantearte cuestiones más personales —
insinuó Nate.
—Te refieres a la batalla por el cuerpo y los funerales que planifica Charlene.
—Empezó a cortar unas curiosas tiras de col roja—. Ya me ha dado bastante la
vara. Precisamente por eso ayer dejé de coger el teléfono. Me parece una chorrada
pelear por un cadáver. Sobre todo cuando no tiene ni idea de si su familia se
opondrá a que lo entierre aquí.
—¿Los conoces?
Sacó una olla y empezó a llenarla de agua para la pasta.
—Sí. Su madre se puso en contacto conmigo unas cuantas veces, y cuando
me ofreció la oportunidad de ir a conocer a la familia acepté por curiosidad. Tenía
dieciocho años. Charlene estaba cabreadísima, lo que aún me incitó más a ir.
Colocó la olla en el fuego, removió la salsa y se dispuso a acabar de preparar
la ensalada.
—Es gente normal. Algo estirados, intelectuales, no del tipo que escogería yo
como amistades ni de los que pasarían mucho tiempo conmigo. Pero me
parecieron aceptables. Me dieron dinero, con lo que ganaron bastantes puntos.
Cogió la botella, se llenó la copa y la mantuvo en el aire mientras levantaba
las cejas mirando a Nate.
—No, gracias.
—Suficiente dinero para pagar la entrada del avión y esta casa, o sea que se
lo debo.
Se calló un momento para tomar un sorbo de vino con expresión pensativa.
—No creo que vayan a discutir con Charlene e insistir en llevárselo al este. A
ella le gusta pensarlo porque disfruta odiándolos. De la misma forma que ellos
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prefieren no tenerla en cuenta. Así cada cual convierte a mi padre en algo distinto
de lo que era.
Sacó los platos y se los pasó a Nate para que pusiera la mesa.
—¿El silencio es una técnica de interrogatorio?
—Puede serlo. Pero también se le puede llamar escuchar.
—Solo conozco a una persona, es decir, a alguien con quien paso cierto
tiempo que escucha como tú. Es Jacob. Es una gran virtud. Mi padre también me
escuchaba a veces. Pero veías cómo disminuía su atención si la cosa se alargaba.
Seguía ahí sentado, pero ya no escuchaba. Jacob siempre lo ha hecho.
»En fin —dijo después de soltar un sonoro suspiro—. Patrick Galloway. Un
cabrón desconsiderado. Yo lo quería, y conmigo, en realidad, nunca fue
desconsiderado. Pero lo fue con su familia, porque por muchos defectos que
tuvieran, no merecían que su hijo se largara sin avisar antes de cumplir los
dieciocho años. Y también lo fue con Charlene, ya que permitió que fuera ella
quien ganara hasta el último céntimo y se encargara de lo más duro.
Probablemente ella lo quiso, lo que se convirtió, y tal vez sigue siendo, en la cruz
de su vida. No sé si él la amó.
Cogió un paquete de pasta del armario, echó la cantidad adecuada al agua
hirviendo y siguió hablando mientras bajaba el fuego y removía la pasta.
—Tampoco creo que hubiera aguantado mucho tiempo con nosotras. Pero
ahora no tengo modo de saberlo, y sé que no tuvo la oportunidad de decidir. Y eso
es lo que cuenta; que alguien acabó con él. Yo me centro en esto, y no dónde lo
entierran.
—Sensato.
—No soy una mujer sensata, Burke. Soy una egoísta. No tardarás en darte
cuenta. —Sacó un recipiente de plástico de la nevera, lo agitó y repartió su
contenido sobre la ensalada—. En aquel cajón hay una barra de pan de esta
mañana.
Nate abrió el cajón y lo sacó.
—No sabía que habías bajado al pueblo.
—No he bajado. Me he tomado un par de días libres para quedarme
enclaustrada. —Cogió el pan y cortó unas rebanadas—. Una de las cosas que hago
en estos casos es amasar pan, lo que me impide pasar el día compadeciéndome.
—Amasas pan. —Soltó un silbido—. Nunca había conocido a nadie que lo
hiciera. Ni que pilotara una avioneta. O arreglara una moto de nieve.
—Tal como te he dicho, soy una mujer con aptitudes múltiples y variadas. Te
mostraré otras después de cenar. En la cama. Termina el vino. Ya está casi todo a
punto.
Tal vez fuera el ambiente o tal vez la mujer, pero Nate no recordaba una cena
tan tranquila en mucho tiempo.
Había dicho que no era una mujer sensata; sin embargo, él vio una gran
sensatez en su estilo de vida, en la forma de ocuparse de su casa. En cómo se
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enfrentaba a la conmoción y al dolor, incluso al odio.
Jacob había dicho que era fuerte. Él empezaba a pensar que era la persona
más fuerte que había conocido en su vida.
Y la que se sentía más a gusto consigo misma.
Le preguntó cómo le había ido el día. A él le costó hablar de ello, ya que en
su matrimonio anterior se había acostumbrado a dejar el trabajo fuera.
Pero Meg quería enterarse, comentar, cotillear, reír.
Aun así, debajo de la tranquilidad que se respiraba con ella, notaba un
escalofrío de excitación, de expectativa, aquel zumbido sexual que hacía que le
hirviera la sangre cuando estaba cerca de ella.
Deseaba acercar sus manos a su pelo, sus dientes a la nuca que dejaba al
descubierto el nuevo corte. Pensaba en ello, se lo imaginaba, su estómago se
tensaba al notar que el peso del día se deslizaba por sus hombros.
En un momento determinado, Meg estiró las piernas y las apoyó en su
regazo mientras se inclinaba hacia atrás para tomar otro trago. A Nate se le secó la
boca y se le enturbió la cabeza.
—Solía mangar en las tiendas.
Lanzó un par de pedazos de pan a los perros. Nate pensó que a su madre le
habría dado un ataque si la hubiera oído.
Le encantaba ver cómo los perros cogían el pan al vuelo, como un par de
jugadores de béisbol recogiendo unas pelotas altas.
—Tú... robabas...
—En realidad no es lo mismo mangar que robar.
—Llevarte algo, no pagarlo.
—Vale, vale. —Puso los ojos en blanco—. Pero, la verdad es que para mí era
como un ritual. Era tan hábil que no me pescaban como les ha ocurrido a esos
chavales que has trincado hoy. Nunca cogí nada que necesitara. Era más una
cuestión de: «Hum, a ver si soy capaz de llevármelo». Luego escondía el botín en
mi habitación y de noche lo sacaba para deleitarme contemplándolo. Unos días
después lo devolvía; era una operación casi igual de peligrosa y emocionante.
Creo que, de haber vivido en otra parte, habría sido una delincuente de primera,
porque para mí no era importante lo que cogía sino el hecho de cogerlo.
—Supongo que no seguirás...
—No, pero ahora que lo dices, estaría bien comprobar si todavía tengo esa
habilidad. Y si me trincaran, estoy enrollada con el jefe de policía. —Bajó el pie y
se acercó a él para acariciarle el muslo mientras Nate la observaba con sus serios
ojos grises—. No pongas esa cara. Todo el mundo sabe que estoy medio pirada y
no me lo tendrían en cuenta.
Se levantó.
—Quitemos la mesa. ¿Por qué no sacas a los perros? Les gusta echar una
carrera a estas horas.
En cuanto tuvieron la cocina ordenada y los perros estuvieron tumbados con
un par de huesos de cuero del tamaño de una tibia, Meg se plantó ante los CD.
—No creo que Puccini sea lo más adecuado para la siguiente parte de la
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velada.
—¿Era eso? ¿Ópera?
—Supongo que eso responde a la pregunta sobre tus gustos musicales.
—En realidad, no entiendo nada. Me ha gustado como sonaba fuera, cuando
he llegado. Transmitía plenitud, algo extraño y desgarrador.
—Bueno, tampoco eres un caso perdido. Hum... podría poner Barry White,
pero es demasiado evidente. ¿Qué me dices de Billie Holliday?
—Ah, ¿la cantante de blues que murió?
Meg se volvió hacia él.
—Bueno, ¿qué conoces de música?
—Poco. Lo que ponen en la radio. —La mirada divertida de Meg hizo que se
metiera las manos en los bolsillos—. Me gusta Norah Jones.
—Pues que sea Norah Jones.
Buscó un número y programó el aparato para seleccionarla.
—Y Black Crowes —siguió Nate, a la defensiva—. Y también lo nuevo de
Jewel me parece bastante bueno. Springsteen sigue siendo el Boss. Y hay...
—No te rompas la cabeza —dijo ella riendo y cogiéndole la mano—. Jones
me parece bien. —Empezó a tirar de él hacia la escalera—. Además, si lo haces
bien, lo único que oiré será mi propia música.
—Pero sin presión, ¿eh?
—Apuesto a que eres capaz de aguantarla. —Al final de la escalera, Meg se
volvió y lo llevó hacia una puerta—. Ocúpate de mí, jefe. Yo también te he estado
deseando.
—Pienso en ti todo el tiempo. También en los momentos más inadecuados.
Lo cogió por la cintura. Le había necesitado, le había deseado. Era algo muy
extraño y nuevo para ella necesitar y desear de un modo tan específico.
—¿Por ejemplo? —preguntó Meg.
—Te imaginaba desnuda mientras planificaba la rotación semanal con Peach.
No me dirás que no es desconcertante.
—Me gusta que me imagines desnuda, sobre todo en momentos poco
adecuados. —Rozó con sus dientes la mandíbula de él—. ¿Y por qué no empiezas?
—También me gustas vestida —dijo él tirando de su jersey hacia arriba.
Le gustaba el tacto del cuerpo de Meg bajo sus manos y tener que ir sacando
capa tras capa hasta llegar a la piel. ¡Qué cálida y suave era! Y a pesar de la lana y
del algodón, a pesar de todo lo que cubría su cuerpo, debajo estaba su aroma
secreto y atrayente.
Meg le acarició, con calma, con ansia, le quitó una a una las capas como él
había hecho con ella. Algo se encendió en el interior de Nate, y no era solo apetito.
Algo que había estado ahí hibernando desde hacía mucho tiempo.
Podía perderse en ella sin sentirse perdido. Soltarse sin sufrir por si no
encontraba el camino de vuelta. Cuando su boca se juntó con la de ella, cuando
saboreó al tiempo la entrega y la demanda, tuvo todo lo que podía ansiar.
Se acercaron a la cama dando vueltas y se tumbaron en ella. Nate oyó el
suspiro de Meg y se preguntó si estaba tan tranquila o tan necesitada como él. Ella
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empujaba el cuerpo de él, se arqueaba y ofrecía el suyo cuando la boca de Nate
erraba por su cuello y los dientes avanzaban hacia la nuca. Nate notó una ligera
aceleración en los latidos del corazón de Meg contra el suyo, así como la agradable
caricia de las manos en su espalda.
Ella deseaba que Nate tomara lo que quisiera. Algo insólito en una mujer que
solía anteponer sus propias necesidades, y a menudo las hacía prevalecer hasta el
final. En cambio en aquellos momentos quería entregarse, hacer desaparecer la
sombra de la tristeza que siempre estaba presente en los ojos del amado. En cierta
forma ella sabía que podía entregarse, que él no iba a dejarla insatisfecha.
En el calor de sus labios, en el afán de sus manos, Meg veía algo más que la
búsqueda de la satisfacción. Si algo la inquietaba, lo apartaba de su mente. Sabía
que tendría tiempo de sobra para las preocupaciones y el pesar.
Se colocó encima de él, cogió su rostro entre las manos, apoyó los labios
contra los de él y consiguió que la ternura se mezclara con el vértigo.
Nate le dio la vuelta y se colocó encima; hizo que ella se estremeciera,
encendió en su interior mil fuegos y finalmente le agarró con fuerza las manos
para impedir que le excitara demasiado, excesivamente pronto.
Quería saborearla. Saborear sus hombros, su pecho, aquella maravillosa y
grácil figura. Meg se estremeció bajo el contacto de los labios en su piel y soltó un
gemido mientras sus dedos se doblaban sobre los de él.
Luego, la acarició con la lengua, la hundió en ella y la hizo enloquecer.
El cuerpo de Meg se aceleró, se encendió y humedeció lleno de placer. Su
interior chillaba al aliviarse y un instante después se agitaba desesperadamente
reclamando más.
Él se lo daba, de una forma increíble, hasta llevarla al punto en que le habría
arañado y mordido por tenerle más cerca y acabar con el cuerpo relajado y
aturdido por la droga que él había inyectado en su sangre.
—Meg.
Apretó los labios contra su vientre, bajo su corazón, por encima de este...
Ella le agarró las caderas y Nate levantó las suyas.
Por fin estaba en su interior. Unidos. Acoplados. Él apoyó su frente en la de
ella, buscó el aire y esperó que su cabeza se despejara para poder disfrutar de cada
segundo, de cada movimiento, de cada estremecimiento.
Meg lo sujetó contra su cuerpo mientras ambos confluían y sus mentes se
nublaban. Nate repitió su nombre un instante antes de entregarse.
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AURORA BOREAL
SOMBRA
Sigue una sombra, ella te lleva;
parece volar, te persigue.
BEN JONSON
Y lo que se avecina proyecta su sombra
delante.
THOMAS CAMPBELL
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AURORA BOREAL
Capítulo 12
No le importaba permanecer tumbada en silencio en la penumbra. Es más, le
gustaba, sobre todo en ese momento, en que notaba su cuerpo relajado después de
hacer el amor.
Oyó que los perros entraban y se instalaban en la maraña que solían tener
montada en el suelo, a los pies de la cama. El reloj de pared de su estudio daba las
nueve.
«Demasiado pronto para dormir —pensó—. Y demasiado relajada para
ponerme en marcha.» Era el momento ideal para satisfacer un poco su curiosidad
sobre el hombre que tenía al lado.
—¿Por qué te la pegó?
—¿Cómo?
—Tu esposa. ¿Por qué te la pegó?
Notó el cambio de postura de Nate, la ligera separación. Imaginó que un
loquero tendría sus teorías sobre aquel gesto.
—Supongo que no le ofrecía lo que buscaba.
—Eres bueno en la cama. Mejor que bueno. Un momento...
Salió de la cama y cogió una bata; estaba decidida a sonsacarle la información.
—Enseguida vuelvo —dijo y bajó a por el vino y un par de copas.
Cuando volvió, le encontró de pie, con el pantalón puesto; estaba añadiendo un
tronco al fuego de la chimenea de la habitación.
—Creo que debería...
—Si la próxima palabra es «irme», quítatelo de la cabeza. No hemos terminado.
—Se sentó en la cama y sirvió las dos copas—. Ha llegado el momento de la larga y
triste historia, Burke. Puedes empezar con tu ex esposa, ya que al parecer es la raíz de
todo.
—No sé si realmente ella es la raíz.
—Estabas casado —apuntó Meg—. Te fue infiel.
—Eso lo resume más o menos.
Pero ella se limitó a ladear la cabeza y ofrecerle la copa. Nate vaciló un
momento y luego retrocedió. Aceptó el vino y se sentó en la cama con ella.
—No la hice feliz, eso es todo. No es fácil estar casada con un poli.
—¿Por qué?
—Porque... —«Vayamos por partes», pensó él—. El trabajo te absorbe todo el
puñetero día. El horario es fatal. La mitad de las veces que haces un plan tienes que
anularlo. Llegas a casa tarde, con la cabeza aún en el trabajo. Cuando estás en
homicidios, normalmente llevas la muerte a cuestas, sobre todo cuando menos
quisieras.
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—Supongo que tienes razón. —Meg tomó un sorbo de vino—. ¿Ya eras poli
cuando se casó contigo?
—Sí, pero...
—No, las preguntas las hago yo. ¿Cuánto tiempo hacía que os conocíais cuando
diste el paso?
—No lo sé. Un año. —Saboreó lentamente el vino mientras miraba el fuego—.
Casi dos, creo.
—¿Era una mujer poco espabilada? ¿Tonta?
—¡Por Dios, no, Meg!
—Solo quería decir que hay que ser una cosa u otra para tener relaciones
durante más de un año con un poli y no pillar de qué va la película.
—Tal vez. Pero eso no significa que tenga que gustarte la película o meterte en
ella.
—Es verdad que todo el mundo tiene derecho a cambiar de parecer cuando sea.
Ninguna ley lo impide. Lo único que digo es que cuando se casó contigo ya conocía
la muestra. Así que utilizarlo como excusa para pegártela o culparte de algo cuando
las cosas no funcionan no tiene mucho sentido.
—Se casó con el cabrón con el que me la pegaba, de modo que puede que eso
explique algo.
—Vale, se encaprichó de otro. Son cosas que pasan. Pero es su problema. Me
parece que culparte a ti de sus actos es tener mala leche, es rastrero.
Él se la quedó mirando.
—¿Cómo sabes que me echaba la culpa?
—Porque te estoy viendo, preciosidad. ¿Me equivoco?
Nate tomó un trago.
—No.
—Y tú la dejaste.
—Yo la quería.
Aquellos maravillosos ojos se nublaron en un gesto comprensivo mientras le
acariciaba la mejilla y pasaba la mano por la enmarañada cabellera de Nate.
—Pobrecito. Te destrozó el corazón y encima te pegó una patada en los huevos.
¿Qué pasó?
—Sabía que las cosas no iban bien. Pero prefería fingir que no lo veía, o sea que
eso fue responsabilidad mía. Pensaba que se solucionaría. Tenía que haberle
dedicado más tiempo.
—Tenía que, debería...
Él rió.
—¡Qué dura eres!
Para suavizar la situación, Meg le dio un beso en la mejilla.
—¿Mejor así? Vamos a ver, resulta que, en tu opinión, no diste suficiente
importancia a las grietas del hielo. ¿Y qué sucedió?
—Que se hicieron más grandes. Se me ocurrió que pasáramos unas vacaciones
juntos, fuera de la ciudad, para reencontrarnos o lo que fuera. A ella no le interesaba.
Yo deseaba tener hijos. Lo habíamos hablado antes de casarnos, pero a ella la idea la
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dejaba fría. Tuvimos nuestros más y nuestros menos por ello. Los tuvimos por varias
cosas. No todo fue culpa suya, Meg.
—Nunca lo es.
—Un día volví a casa. Había sido un mal día. Me había caído un caso de un
tiroteo con un coche. Una mujer y sus dos hijos murieron. Ella me esperaba. Me dijo
que quería el divorcio, que estaba hasta la coronilla de esperar a que yo decidiera
volver a casa. Hasta la coronilla de que lo que ella quería, lo que necesitaba, lo que
tenía planificado quedara relegado a un segundo plano porque lo mío era más
importante. Yo estallé, ella estalló y me soltó que estaba enamorada de otro, que
resultaba ser nuestro puto abogado, con el que por lo visto llevaba meses saliendo.
Aquel día lo vomitó todo. Que si yo la había abandonado emocionalmente, que
nunca había tenido en cuenta sus necesidades o deseos, que estaba convencido de
que ella siempre cambiaría sus planes con una palabra mía. Nada, que ya no le servía
y quería que me fuera. Había tenido hasta la consideración de recoger casi todas mis
cosas.
—¿Qué hiciste?
—Me marché. Había pasado el día ocupándome de una terrible y estúpida
matanza de una mujer de veintiséis años y sus dos hijos, de diez y ocho años. Y
después de que Rachel y yo nos tiráramos los trastos a la cabeza durante una hora, ya
no me quedaba nada. De modo que cargué el coche, estuve un tiempo conduciendo y
acabé en casa de un compañero. Dormí en su sofá unas cuantas noches.
En opinión de Meg, era la mujer, Rachel, quien tenía que haber dormido en el
sofá de algún amigo, después de que Nate la sacara de casa con una patada en el
trasero. Pero no hizo ningún comentario.
—¿Y mientras tanto?
—Me mandó el papeleo pertinente; fui a hablar con ella. Pero lo tenía resuelto y
me lo dejó muy claro. No quería seguir casada conmigo. Dividiríamos los bienes y
nos separaríamos. Dijo que yo estaba casado con mi trabajo, y que ella sobraba. Fin
de la historia.
—No creo. Un tipo como tú puede quedarse destrozado y hundido un tiempo.
Pero luego aparece el cabreo. ¿Por qué no surgió?
—¿Quién dice que no apareció? —Se levantó, dejó la copa y se acercó al fuego.
A la ventana—. Fue un año muy malo. Largo y muy malo. Un año o dos. A mi madre
le llegaron rumores del divorcio y no veas... Me cayó encima como un chaparrón.
—¿Y eso?
—Se llevaba bien con Rachel y nunca le había gustado que fuera poli. Mi padre
murió en acto de servicio cuando yo tenía diecisiete años; ella nunca lo superó. Había
llevado bastante bien lo de ser la esposa de un poli. Pero no soportó ser la viuda de
un poli. Nunca me perdonó que quisiera ser lo mismo que él. En el fondo, creía que
el matrimonio con Rachel me alejaría de ese mundo. No fue así y ella opinaba que yo
había destrozado mi matrimonio. Aquello me tuvo encabronado un tiempo, en el que
me sumergí en el trabajo para seguir adelante.
—¿Y después?
Se alejó de la ventana y se sentó otra vez.
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—Rachel se casó. No sé por qué aquello me sentó como una patada en el
estómago, pero fue así y creo que se notó. Jack, mi compañero, me propuso salir a
tomar unas copas. Era un hombre muy casero. Él habría preferido volver a casa con
su mujer e hijos, pero como yo estaba deprimido y él era mi amigo, quiso que nos
tomáramos unas cervezas para que yo me desahogara. Él tenía que estar en su casa y
no en la salida de un bar en plena noche. Su lugar estaba en la cama, con su esposa.
Pero estaba conmigo. Cuando salimos del bar vimos aquello a media manzana de
donde nos encontrábamos. Trafiqueo. Uno de los tipos empezó a disparar y nosotros
los perseguimos. Entramos en un callejón, y allí me dieron.
«Un disparo —pensó ella—. Las cicatrices de la pierna y el costado derecho.»
—Seguí, con la pierna herida, y le dije a Jack que estaba bien. Con el móvil, pedí
refuerzos. Y cuando empezaba a incorporarme, el tipo disparó a Jack. El pecho, la
barriga. ¡Madre mía! No podía alcanzarlo. Me era imposible. Y el que había
disparado seguía. Enloquecido, colocado. Completamente ido, hasta el punto de
volver en lugar de huir. Me disparó otra vez, aunque en esta ocasión la bala tan solo
me rozó. Tuve la sensación de una flecha caliente clavada bajo las costillas. Y yo le
vacié el cargador encima. No me acuerdo, pero es lo que me contaron. Sí recuerdo
haberme arrastrado hacia Jack, y ver cómo moría. Me acuerdo de su mirada, de que
me cogió la mano, pronunció mi nombre... como si dijera: «¿Qué coño ha pasado?». Y
pronunció también el de su esposa, cuando lo comprendió todo. Es algo que
recuerdo todas las noches.
—¿Y te echas la culpa?
—Él no debía haber estado allí.
—Yo no lo veo así. —A Meg le hubiera gustado abrazarlo y mecerlo como a un
niño. Un error para él, una compensación para ella. Así pues, sentada a su lado, se
limitó a ponerle la mano en el muslo—. Cada decisión que toma una persona le lleva
a alguna parte. Tampoco habrías estado allí si tu mujer te hubiera esperado en casa.
De modo que también podrías echarle la culpa a ella y al tipo con el que salía. O
culpar a quien le disparó, porque tú sabes, en el fondo estás convencido de ello, que
la culpa solo la tiene él.
—Todo eso lo sé. Lo he oído mil veces. Y no cambia lo que siento a las tres de la
madrugada o a las tres de la tarde. O en el momento que me asalta esta idea.
Ya podía decirlo todo, contárselo todo, costara lo que costase.
—Caí en un pozo, Meg, en un inmenso, negro y repugnante pozo. He intentado
salir de él, y a veces estoy a punto de conseguirlo, llego hasta el borde. Pero de
repente algo tira de abajo y me arrastra de nuevo hacia el fondo.
—¿Seguiste una terapia?
—El departamento se ocupó de ello.
—¿Medicamentos?
Nate volvió a cambiar de postura.
—No soy partidario de ellos.
—La química salva vidas —dijo Meg, pero no le hizo sonreír.
—Me ponían de los nervios, acababa desquiciado o perdía la cabeza. No puedo
trabajar medicado, y si no puedo trabajar, nada tiene sentido. Pero tampoco podía
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seguir en Baltimore. Era incapaz de enfrentarme al día a día. Otro cadáver, otro caso,
intentar cerrar los que habíamos abierto Jack y yo juntos. Ver a otra persona en su
despacho. Saber que había dejado a una esposa y a unos hijos que le querían, y que si
el muerto hubiera sido yo, nadie hubiera quedado abandonado.
—Por eso viniste aquí.
—A enterrarme. Pero ocurrieron cosas. Vi las montañas. Vi las luces. La aurora
boreal.
La miró un momento y la leve sonrisa de sus labios le indicó que Meg lo había
entendido. No tenía que decir nada más. Y por ello podía seguir.
—Te vi a ti, y tuve una reacción similar respecto a todo. Algo en mi interior
deseaba volver a la vida. No se qué ocurrirá ni si te serviré de algo. No soy una
apuesta segura.
—Prefiero hacerlas a largo plazo. Veremos cómo se presenta la partida.
—Tendría que marcharme.
—¿No te he dicho antes que no había terminado? ¿Sabes qué tendríamos que
hacer? Salir, meternos en una bañera con agua caliente un rato, volver aquí y
revolcarnos de nuevo desnudos.
—¿Salir? ¿Fuera? ¿Darnos un baño fuera, a doce grados bajo cero?
—Dentro de la bañera no hace tanto frío. Vamos, Burke, sé fuerte. Anímate.
«Y deja esta tristeza en remojo», pensó ella.
—También podríamos animarnos quedándonos aquí en la cama.
Pero ella ya se había puesto de pie.
—Te gustará —le prometió tirando de él.
Meg tenía razón. Le gustó. La locura de aquel súbito frío, la desagradable
sensación de entrar en el agua caliente, la curiosa y absurda excitación de encontrarse
desnudo con ella bajo un cielo que en aquellos momentos estaba lleno de estrellas, y
aquella luz cambiante y mágica.
El vapor ascendía y formaba volutas por encima de la superficie; los perros
emprendieron de nuevo una alocada carrera. El único inconveniente que vio Nate
una vez estuvieron en el agua fue que tendrían que salir otra vez y enfrentarse con el
aire glacial hasta llegar a la casa... y quizá sufrir un ataque al corazón.
—¿Lo haces a menudo?
—Un par de veces a la semana. Activa la circulación de la sangre.
—No me extraña.
Hundió un poco más el cuerpo y echó la cabeza para atrás. La aurora boreal
ocupaba todo su campo visual.
—¡Qué maravilla! ¿Puede alguien cansarse alguna vez de esto?
¿Acostumbrarse?
Meg imitó su postura, disfrutando del frío en la cara mientras su cuerpo seguía
inmerso en el calor.
—Te acostumbras y acabas teniendo la sensación de que es tuyo. Es como si la
aurora boreal me perteneciera y pudiera compartirla con unos pocos mortales
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afortunados. Casi cada noche salgo por el simple placer de contemplarla. No ves a
nadie, todo es silencio. Y sí... entonces me pertenece.
Aquella noche se veían reflejos de color añil, espirales de un azul intenso,
toques de rojo. La música que había escogido para ese momento era el apasionado
canto de Michelle Branch sobre el brillo de la luz en la oscuridad.
Conmovido, buscó la mano de Meg en el agua y entrelazó sus dedos con los de
ella.
—Creo que es perfecto —murmuró.
—Eso parece.
Nate se sumergió en la luz y en la música, y preguntó:
—¿Alucinarás si me enamoro de ti?
Meg permaneció un momento en silencio.
—No sé. Quizá.
—Es probable. Ha sido una revelación para mí. Saber que aún quedaba algo en
mi interior que me permitiera tomar esta dirección.
—Yo diría que te queda mucho. Lo que no sé es si lo que tengo yo bastará.
Él la miró y sonrió.
—Ya lo descubriremos.
—Creo que deberías centrarte en el momento, disfrutarlo tal como se presenta.
Vivirlo.
—¿Es lo que haces tú? ¿Vivir el momento?
El rojo se iba haciendo más intenso, poco a poco dominaba al añil, más suave y
tenue.
—Por supuesto.
—No te creo. No puedes llevar tus asuntos sin mirar hacia delante, hacia el
futuro.
El movimiento que hizo Meg con los hombros agitó el agua.
—Los asuntos son los asuntos. La vida es la vida.
—No. Por lo menos para la gente como tú y como yo. El trabajo es la vida.
Forma parte de nuestro problema o es una de nuestras virtudes. Según como se mire.
Ella observaba detenidamente el rostro de Nate, con la frente arrugada.
—Filosofía de jacuzzi.
Los dos volvieron la cabeza cuando oyeron que los perros ladraban ferozmente
entre los árboles.
—¿Siempre hacen eso?
—No. Es probable que hayan visto un zorro o un alce. —Pero siguió frunciendo
el ceño hasta que se callaron—. Aún no es la época de los osos. Además, Rock y Bull
son capaces de enfrentarse a lo que sea. Dentro de un momento los llamaré.
Él les llevaba un par de pedazos de carne cruda. Los perros le conocían, por
tanto no estaba inquieto. Aunque siempre era mejor mantenerse alerta. Estaba allí
vigilando la casa desde el refugio, entre los árboles, porque pensaba que tenía que
estar preparado.
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No estaba seguro de qué significaba que el poli y la hija de su amigo estuvieran
jugueteando en la bañera. Podía ser positivo. Una aventura les mantendría
distraídos.
En cualquier caso, no tenía en mucha consideración al poli. Para él era como
una figura decorativa que se encargaba de enchironar a los borrachos y de acabar con
las peleas. Poco más que eso.
Él había dejado de pensar en si se encontraría el cadáver, se había quitado de la
cabeza hacía años aquel horrible asunto. Había decidido que lo había vivido otra
persona, que aquello no había ocurrido.
Que nunca sería un problema.
Pero ahora lo era.
Y tenía que enfrentarse a él.
Ahora era mayor, una persona más tranquila. Más prudente.
Había cabos sueltos. Si uno de ellos resultaba ser Meg Galloway, le sabría mal.
Pero tenía que protegerse.
Pensó que lo mejor sería ponerse rápidamente manos a la obra.
Se alejó con el rifle al hombro, mientras los perros engullían lo que quedaba de
carne.
Lo había preparado todo. De pie en el oscuro despacho, estaba casi seguro de
que no había olvidado nada. Tenían que hablar, naturalmente. Era lo correcto, lo
justo. Él era una persona justa.
De todas formas, era peligroso estar allí a altas horas de la noche. Si alguien le
sorprendía tendría que encontrar alguna razón, alguna excusa. «Negativa plausible»,
pensó medio sonriendo.
Llevaba tanto tiempo sin hacer nada peligroso... Había pasado tanto tiempo
desde que mezclara la escalada con la gran vida. Ese recuerdo despertó en él
antiguas emociones.
Por ello en otra época le llamaban Darth. Por ser una persona implacable y
amante de oscuras hazañas. Lo que le había llevado a cometer actos temerarios y
sublimes. Lo que le había empujado a matar a un amigo.
Aunque aquel era otro hombre, se recordó a sí mismo. Él se había recuperado.
Lo de ahora no lo hacía por placer ni por curiosidad, sino para proteger al hombre
inocente en el que se había convertido.
Tenía todo el derecho a hacerlo.
De modo que cuando su viejo amigo entró por la puerta trasera, él le estaba
esperando en silencio. Tranquilo como el hielo.
Max Hawbaker tuvo un sobresalto al ver al hombre sentado en su escritorio.
—¿Cómo has entrado?
—Sabes que la mitad de las veces dejas la puerta de atrás abierta. —Se levantó
con un movimiento relajado y tranquilo—. No iba a esperarte fuera. Alguien podía
verme.
—Vale, vale. —Max se quitó el abrigo y lo dejó tirado en una silla—. Es una
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locura que nos veamos aquí, en la redacción, en plena noche. Podías haber pasado
por casa.
—¿Y si Carrie nos hubiera oído? Nunca se lo has contado, ¿verdad? Lo juraste.
—No, nunca se lo he contado. —Max se pasó la mano por la cara—. Virgen
Santa, me dijiste que se había caído. Que se había vuelto loco y había cortado la
cuerda. Que se había hundido en una grieta.
—Sé perfectamente lo que dije. No podía contarte la verdad. ¿Acaso no era todo
suficientemente horrible? Cuando te encontré de nuevo estabas hecho polvo,
delirabas. Te salvé la vida, Max. Yo te ayudé a bajar.
—Pero...
—Te salvé la vida.
—Sí. Tienes razón, sí.
—Te lo contaré todo. Saca esa botella que guardas en el cajón. Nos hace falta un
trago.
—Tantos años. Ha pasado tantos años ahí arriba. Así... —Realmente necesitaba
un trago. Max cogió dos tazas de café y la botella de Paddy's del cajón—. ¿Qué debo
pensar? ¿Qué debería hacer?
—Intentó matarme. Aún no consigo creerlo. —«Negativa plausible», pensó otra
vez.
—¿Pat? ¿Pat intentó...?
—Luke... ¿te acuerdas? Skywalker, el caballero Jedi. Cuanto más se drogaba,
más loco se volvía. Y aquello dejó de ser un juego. Cuando alcanzó la cima quiso
saltar y a punto estuvo de arrastrarme también a mí.
—¡Jesús! ¡Jesús!
—Después dijo que era un juego, pero yo sabía que no. Estábamos
descendiendo en rappel y él sacó su cuchillo. ¡Santo cielo, empezó a cortar mi cuerda
y a reír. A duras penas conseguí llegar al saliente cuando la cortó del todo. Me
largué.
—Me parece increíble. —Max tomó un trago y se sirvió más whisky—. De
verdad, no consigo creerlo.
—A mí también me parecía increíble mientras sucedía. Había perdido el juicio.
Las drogas, la altura, vete a saber. Llegué a la cueva de hielo. Estaba muerto de
miedo. Y también furioso. Me persiguió hasta allí.
—¿Por qué no me habías contado nada de esto?
—Pensé que no ibas a creerme. Escogí la salida más fácil. Tú habrías hecho lo
mismo.
—No sé. —Max se pasó la mano por el pelo ralo.
—Tú fuiste quien escogió la salida más fácil. Cuando pensaste que se había
caído, estuviste de acuerdo en mantener la boca cerrada y no decir nada a nadie.
Patrick Galloway se largó, paradero desconocido. Fin de la historia.
—No sé por qué lo hice.
—¿Y no te vinieron de perlas los tres mil para la revista?
Max se sonrojó y fijó la vista en la taza.
—Puede que me equivocara al aceptarlos. Tal vez. Solo quería olvidarlo y dejar
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la historia atrás. Empezar algo aquí. A él no lo conocía mucho, y además había
desaparecido. Era algo que no podíamos cambiar, de modo que no me pareció que
tuviera demasiada importancia. Y tú dijiste que habría una investigación si
comentábamos a alguien que habíamos estado allí arriba, que él había muerto allí.
—Y la habría habido. Habría salido lo de las drogas, Max, y tú lo sabes. No
podías permitirte otra caída por lo mismo. No podías permitirte que la poli pudiera
pensar que tú, que alguno de nosotros, hubiera tenido algo que ver con su muerte.
Muriera como muriese; es cierto, ¿o no?
—Sí. Pero ahora...
—Tuve que defenderme. Se enfrentó a mí con el cuchillo. Se me echó encima.
Dijo que la montaña exigía un sacrificio. Intenté escapar, no pude. Agarré el piolet
y... —Sujetó la taza con las dos manos, hizo como que bebía—. ¡Dios santo!
—Fue en defensa propia. Yo te apoyaré.
—¿Cómo? Tú no estabas allí.
Max echó un trago mientras una gota de sudor descendía por su sien.
—Descubrirán que estuvimos allí. Se ha iniciado una investigación. La policía se
ha hecho cargo de ello y ya es imparable. Seguirán el rastro. Puede que encuentren al
piloto que nos llevó hasta arriba.
—No creo.
—Está claro que fue un asesinato y seguro que investigarán. Seguirán hasta
identificarnos. Muchos nos vieron con él en Anchorage. Es posible que se acuerden.
Mejor será anticiparse, contarlo todo, explicar lo que ocurrió. Antes de que acusen de
asesinato a alguno de nosotros, o a los dos. Nos jugamos la reputación, nuestra
posición social, la profesión. ¡Señor! Yo tengo a Carrie y a los niños y debo pensar en
ellos. Debo contárselo a Carrie antes de que vayamos a la policía.
—¿Qué crees que pasará con nuestra reputación, con nuestra posición social si
esto sale a la luz?
—Podemos capearlo, siempre que vayamos a la policía y se lo contemos todo.
—¿Así piensas abordarlo?
—Así hay que abordarlo. Lo he estado pensando desde que supe que lo habían
encontrado. Estoy decidido. Tenemos que ir a la poli antes de que ellos vengan a
buscarnos.
—Puede que tengas razón. No sé. —Dejó la taza, se levantó y empezó a andar
por detrás de la silla de Max. Sacó un guante del bolsillo y se lo puso en la mano
derecha—. Necesito un poco de tiempo. Para pensar. Para dejar las cosas en orden en
caso de que...
—Dejemos pasar otro día. —Max cogió otra vez la botella—. Así los dos
tendremos tiempo. Primero acudiremos al jefe Burke, para que nos respalde.
—¿Tú crees que funcionará? —Lo decía en un tono suave, con un atisbo de
humor.
—Sí. Seguro.
—Pues a mí me funcionará mejor esto.
Agarró la mano derecha de Max desde atrás, al tiempo que con la otra sujetaba
la culata de la pistola. Mientras la izquierda inmovilizaba el cuello de Max, el cañón
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de la pistola se clavaba en la sien de su viejo amigo. Retrocedió un paso, aspiró
profundamente y accionó el gatillo.
Se produjo un fuerte estallido en el pequeño despacho y la mano que había
disparado empezó a temblar. De todas formas, se aseguró de que el dedo inerte de
Max quedara unido al gatillo. «Huellas dactilares —pensó, con la cabeza
completamente despejada pese a los temblores—. Residuos de pólvora.» Soltó la
cabeza de Max, que cayó sobre la mesa, mientras la pistola iba a parar al suelo, junto
a la silla. Con mucho cuidado, siempre con el guante puesto, puso el ordenador en
marcha y recuperó el documento que había redactado mientras esperaba que llegara
su amigo.
Ya no puedo vivir con ello. Su espíritu ha vuelto para perseguirme. Siento lo
que hice, siento haber hecho daño a tanta gente.
Pido perdón.
Maté a Patrick Galloway. Y ahora voy a reunirme con él en el infierno.
MAXWELL HAWBAKER
Algo sencillo, claro. Le dio el visto bueno y dejó el ordenador encendido. La luz
de la pantalla y el resplandor de la lámpara de sobremesa iluminaban la sangre y los
trozos de cerebro.
Metió el guante manchado en una bolsa de plástico, y la guardó en el bolsillo
del abrigo antes de ponérselo. Sacó otros guantes y se los puso, al igual que el
sombrero y la bufanda, antes de recoger la taza de café, lo único que había tocado sin
guantes.
Se fue al baño, echó el whisky en el lavabo y luego dejó correr el agua. Enjuagó
la taza y la guardó en su sitio.
Los ojos de Max lo miraban fijamente y aquella visión llevó la bilis a su
garganta. Pero pudo tragarla de nuevo y hacer un esfuerzo por quedarse un
momento allí a estudiar todos los detalles. Cuando estuvo seguro de que no había
pasado nada por alto, se marchó por donde había entrado.
Avanzó por las calles laterales, con la bufanda tapándole la cara y el sombrero
completamente encasquetado, por si acaso a algún insomne se le ocurría mirar por la
ventana.
En lo alto del cielo se veía la luz de la aurora boreal.
Había hecho lo que debía, se dijo. Todo había terminado.
Cuando llegó a casa, se quitó de encima el olor a pólvora y a sangre que aún
notaba y se tomó un trago corto de whisky mientras veía cómo se consumía en el
fuego el guante viejo.
Ya no quedaba nada, por fin podía quitarse de la cabeza aquella historia.
Y durmió el sueño de los inocentes.
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Capítulo 13
Carrie se detuvo en el Lodge camino de la revista para comprar un par de
bocadillos de beicon y huevo. Cuando se despertó, primero le sorprendió y luego le
enojó un poco que Max ya se hubiera marchado. Aunque no era la primera vez que
iba a la redacción de noche y acababa durmiendo allí. O que salía muy pronto de
casa antes de que se levantaran ella y los niños.
Pero siempre que lo hacía le dejaba una nota cariñosa sobre la almohada.
Sin embargo, aquella mañana no encontró ninguna nota y nadie cogió el
teléfono en la redacción.
No era propio de él. Aunque, pensándolo bien, llevaba unos días con una
actitud bastante rara y que empezaba a irritar a Carrie.
Tenían ante ellos una noticia importante: el descubrimiento del cadáver de
Patrick Galloway. Del supuesto cadáver de Pat Galloway, rectificó ella misma.
Tenían que decidir cómo abordarlo, cuánto espacio iban a dedicarle, y si se
acercarían a Anchorage cuando el cadáver llegara allí.
Ella ya había buscado entre sus antiguas fotos y había seleccionado algunas de
Pat. Probablemente incluirían una en el reportaje.
Y también las de los muchachos que lo encontraron. Quería entrevistarlos,
particularmente a Steven Wise, el chico de Lunacy. Mejor dicho, deseaba que lo
hiciera Max, pues las entrevistas se le daban mejor a él.
Max no quiso ni hablar del asunto. Al contrario, le respondió con brusquedad
en cuanto ella sacó el tema.
Había llegado el momento de que fuera al ambulatorio a hacerse una revisión.
Tenía el estómago delicado y se ponía peor cuando no comía lo adecuado ni dormía
lo suficiente. Justamente eso era lo que le estaba pasando, pensó de repente Carrie,
desde que había llegado la noticia del caso Galloway.
Tal vez se debía a que ya tenía una edad, pensó mientras aparcaba frente al
edificio de The Lunatic. Y a que conocía bastante a Pat. Habían entablado cierta
amistad durante los meses que Max estuvo en Lunacy antes de que Galloway... se
marchara. Mejor sería dejarlo en suspenso hasta disponer de todos los datos.
De todas formas no entendía por qué Max la tomaba con ella en su crisis de los
cincuenta, o lo que fuera.
En realidad, ella conoció más a Pat que Max y no le había entrado ninguna
depre. Por supuesto, sentía pena por Charlene y Meg, a las que también habría que
entrevistar; iría a darles el pésame en cuanto pudiera.
Pero era noticia; ella y Max tendrían que investigar y escribir sobre ello. ¿Acaso
no se daba cuenta de que tenían que aprovechar que aquello hubiera ocurrido en su
pueblo? Quizá incluso les pedirían sus informaciones por teletipo.
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Estaba decidido; ella misma pediría hora al médico para Max y luego no pararía
hasta que le visitaran. Estaban hasta el cuello de trabajo, porque a lo de Iditarod
ahora se le juntaba el caso Galloway. Tenían que empezar a preparar el material si
querían dar realce a la carrera de trineos antes de que se les echara encima.
Necesitaba que su marido estuviera en condiciones óptimas y se lo recordaría a
grito pelado si hacía falta.
Salió del coche con la bolsa de los bocadillos manchada de grasa y
desprendiendo su aroma. Movió la cabeza al ver el resquicio de luz en la parte
trasera del local. Max se había vuelto a quedar dormido en su despacho, estaba
segura.
—Carrie...
—Hola, Jim. —Se detuvo en la acera para hablar con el camarero—. Tú no
sueles salir tan pronto...
—Necesitaba provisiones. —Señaló La Tienda de la Esquina—. Han anunciado
buen tiempo y pensaba ir a pescar. —Luego miró hacia la luz que se veía por la
ventana del local—. Hay alguien que ha empezado antes que yo.
—Ya conoces a Max.
—Tiene olfato para las noticias —dijo tocándose la nariz—. ¡Eh, profesor! ¿Ya es
hora de empezar las clases?
John se detuvo y formaron un trío.
—Más o menos. He querido ir a pie ahora que se puede. Por la radio han dicho
que hoy solo llegaremos a uno bajo cero.
—Llega la primavera —comentó Carrie—. Y a mí se me está enfriando el
desayuno. Voy a tomármelo y a despertar a Max.
—¿Sabéis algo del caso Galloway? —preguntó John.
Carrie sacó las llaves.
—Lo que haya tendremos que sacarlo en el próximo número. Hasta luego.
Entró y encendió las luces.
—¡Max! ¡Vamos, arriba, espabila! —Aguantó la bolsa del desayuno entre los
dientes para tener las manos libres, se quitó el abrigo y lo colgó en una percha. Luego
metió los guantes en un bolsillo y el gorro en el otro.
Con su gesto habitual, se ahuecó el pelo.
—¡Max! —gritó de nuevo, deteniéndose ante su mesa para poner en marcha el
ordenador—. Te he traído el desayuno, aunque no sé por qué te cuido tanto;
últimamente te comportas como un oso estreñido.
Dejó el bolso, se acercó a la cafetera y cogió el recipiente del agua para llenarlo
en el lavabo.
—Bocadillos de beicon y huevo. Acabo de encontrarme en la calle con Jim, el
flaco, y con el profesor. Mejor dicho, primero he visto al profesor en el Lodge
desayunando copos de avena. Se le ve alegre, lo que es un cambio. Puede que piense
que ahora que a Charlene se le ha muerto el amor de su vida quizá se instale con él.
Pobre tonto.
Puso la cafetera en marcha y luego cogió platos de papel y servilletas para los
bocadillos. Iba tarareando en un murmullo «Tiny Dancer» de Elton John, que
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acababa de oír de camino en su emisora preferida, en el programa de rock clásico.
—Maxwell Hawbaker, no sé cómo te aguanto. Si sigues huraño y malhumorado
tendré que buscarme a otro más joven y alegre. Y si no, al tiempo.
Con un plato en el que llevaba los bocadillos en cada mano se dirigió hacia el
pequeño despacho de Max.
—Pero antes de dejarte y lanzarme a practicar el sexo desenfrenadamente con
un jovencito de veinticinco años, te llevaré a la consulta del médico para que...
Se detuvo en el umbral de la puerta y sus manos se doblaron por las muñecas;
los bocadillos cayeron al suelo con un ruido sordo. A pesar del ruido oyó su propio
alarido.
Nate tomaba su segundo café mientras discutía sobre el castillo LEGO que él y
Jesse estaban construyendo; de momento esa era su principal ocupación. Había
tomado el primero en casa de Meg y su mente seguía en gran parte allí arriba.
Hoy ella volaría hacia el norte, a llevar provisiones, y de vuelta pararía en
Fairbanks para comprar cosas que se necesitaban aquí. Los habitantes de Lunacy le
pagaban a ella el cinco por ciento del precio de coste de los productos, y se ahorraban
el desplazamiento a esas ciudades, aunque no siempre era posible en invierno; de ese
modo dejaban en sus manos la compra, el transporte y el reparto.
Según le había contado a Nate, aquella era una parte pequeña pero fija de sus
ingresos.
Por la mañana, Nate también echó un vistazo al estudio de Meg, que era igual
de sorprendente y moderno que el resto de la casa: cómodo y práctico.
Había un escritorio macizo, un ordenador negro de aspecto resistente con una
pantalla ancha y plana, un sillón de cuero tipo ejecutivo, un reloj de pie anticuado y,
colgados en la pared, algunos esbozos artísticos a lápiz enmarcados en negro.
Había también una planta enorme, que tenía unas largas lenguas verdes, en una
brillante maceta de color rojo, unos archivadores blancos como la nieve y un móvil
hecho con cristales en forma de estrella colgado frente a la ventana.
Le pareció práctico y femenino.
No habían hecho planes para más tarde. A ella no le gustaba hacerlos y a él le
parecía bien. Necesitaba tiempo para pensar qué dirección iban a tomar o podrían
tomar.
Sus experiencias con las mujeres por desgracia no eran muy alentadoras. Tal
vez con ella cambiaría su suerte. O quizá era una cuestión momentánea, algo
provisional. En su interior despertaban muchas cosas después de un largo y oscuro
sueño. ¿Cómo iba a saber qué era real? Y aunque lo fuera, ¿cómo lo mantendría?
En caso de que quisiera hacerlo.
Mejor centrarse en el café y el desayuno y en construir un castillo de plástico
con aquel crío con el que se sentía tan a gusto.
—Hay que ponerle un puente —dijo Jess—. Un puente de sube y baja.
—¿Levadizo? —Nate se concentró de nuevo en el pequeño—. Intentaremos
hacerlo. Podríamos buscar hilo de pescar.
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El niño levantó la vista con una sonrisa radiante.
—¡Vale!
—Ahí tiene, jefe.
Vio que Rose hacía una mueca de dolor mientras dejaba el plato.
—¿Se encuentra bien?
—Tengo la espalda un poco agarrotada. Cuando estaba embarazada de este me
pasaba igual. —Despeinó un poco el pelo de su hijo con una caricia.
—Tal vez debería ir al médico.
—Precisamente hoy tengo visita. Jesse, deja que el jefe Burke se tome el
desayuno caliente.
—Necesitamos hilo de pescar para el puente.
Rose dejó un momento la mano en la cabeza del pequeño.
—Ya lo encontraremos.
Volvió la cabeza al ver que Jim el flaco entraba casi tropezando.
—¿Jim?
—¡Jefe! ¡Jefe! Venga enseguida, rápido. En el local de la revista. ¡Max! ¡Santo
Dios!
—¿Qué ha ocurrido? —Pero enseguida hizo un gesto con la mano para que no
hablara. Por la extrema palidez del rostro de aquel hombre y por sus ojos
completamente abiertos y vidriosos, supo que se trataba de algo horrible. A su lado,
el pequeño le miraba formando con los labios un «Oh» de asombro—. Un momento.
Se levantó y cogió el abrigo a toda prisa.
—Vamos fuera. —Agarró el tembloroso brazo del hombre y se lo llevó a la
calle—. ¿Qué ha pasado?
—Está muerto. ¡Dios santo! Max está muerto, le han disparado. Le falta media...
media cabeza.
Le fallaron las piernas y Nate tiró de él.
—¿Max Hawbaker? ¿Lo ha encontrado usted?
—Sí. No. Quiero decir que sí, es Max. Carrie. Carrie lo ha encontrado. La hemos
oído chillar. Ha entrado, el profesor y yo estábamos charlando fuera, y ha empezado
a gritar como si la estuvieran matando. Hemos entrado corriendo y... y...
Nate siguió aguantándole mientras salían.
—¿Ha tocado usted algo?
—¿Cómo? No creo. No. El profesor me ha dicho que saliera y que viniera a
buscarle al Lodge. Es lo que he hecho. —Iba tragando saliva—. Creo que me estoy
mareando.
—No, no va a marearse. Tiene que ir a la comisaría a buscar a Otto. Le dirá lo
que me acaba de decir a mí y también que me hace falta una cámara, unas bolsas
para pruebas, guantes de plástico y cinta para aislar el recinto. Bueno, solo dígale que
necesito todo el equipo habitual del escenario del crimen. ¿Se acordará?
—Yo... Sí. Lo haré. Lo haré ahora mismo.
—Y luego se queda allí. No se mueva hasta que vaya yo. Y no hable con nadie
más. Vamos.
Nate tomó la dirección del local de la revista acelerando el paso. Había puesto
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el piloto automático a su cerebro; mantener intacto el lugar del crimen era
importantísimo. En aquellos momentos, por lo que le había dicho Jim, había dos
personas allí, lo que significaba que algo podía alterarse.
Abrió la puerta de golpe y vio a John arrodillado en el suelo delante de Carrie,
que estaba sollozando. John seguía con el abrigo puesto, solo se había quitado los
guantes, y estaba ofreciendo un vaso de agua a la mujer. Levantó la vista y al ver a
Nate una sombra de alivio se dibujó en su horrorizado rostro.
—Gracias a Dios. Max. Ahí dentro.
—No se mueva. Y que tampoco se mueva ella.
Se dirigió hacia el pequeño despacho. Era capaz de olerlo. Siempre podía olerse.
No, rectificó un instante después, no siempre era cierto. No podía olerse la muerte en
la cueva de hielo donde estuvo Galloway. La naturaleza la había neutralizado. Pero
sí podía oler la muerte de Max Hawbaker antes de verlo.
De la misma forma que olía los huevos y el beicon de los bocadillos que habían
quedado en el suelo junto al umbral de la puerta.
Desde allí observó la postura del cadáver, el arma, el tipo de herida. Todo
apuntaba a un suicidio. Pero sabía también que la primera impresión del escenario
de un crimen a menudo era errónea.
Entró, pero andaba pegado a la pared; se fijó en las salpicaduras de sangre en la
silla, en la pantalla del ordenador, en el teclado. Y también en el charco que había
formado la cabeza herida sobre la mesa y el reguero que había ido bajando hacia el
suelo hasta que la muerte había cerrado el chorro.
«Marcas de pólvora», pensó. El cañón de la 22 probablemente había apuntado
directamente a la sien. No había herida de salida. Y a pesar de lo que había farfullado
Jim, la herida no era grande. La bala había abierto un agujero relativamente limpio
antes de penetrar en el cerebro y rebotar en él como la bola de una máquina del
millón antes de dar en el punto clave. Lo más probable era que hubiera muerto antes
de que la cabeza chocara contra la mesa.
Al ver el remolino de colores del salvapantallas, Nate cogió un bolígrafo que
llevaba en el bolsillo y lo acercó al botón del ratón.
El documento apareció en la pantalla.
Forzó la vista para leerlo y siguió forzándola al mirar de nuevo el cuerpo del
hombre que afirmaba haber matado a Patrick Galloway.
Volvió hacia la puerta y al ver que llegaba Otto corriendo le hizo un gesto para
que se detuviera. Se acercó a Carrie y, al igual que John, se agachó ante ella.
—Carrie.
—Max. Max... —Le miró con los ojos enrojecidos, aterrorizados—. Max está
muerto. Alguien...
—Lo sé. Lo siento mucho. —Le cogió las dos manos—. Me ocuparé de todo.
Vaya a la comisaría y espéreme allí.
—Pero, ¿y Max? No puedo dejar a Max.
—Puede dejarlo conmigo. Yo me ocuparé de él. John la ayudará a ponerse el
abrigo. Y luego él y Otto la acompañarán. Yo iré en cuanto pueda. Usted irá ahora
para allá y me esperará.
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Carrie lo miraba abatida, con los ojos vidriosos por la conmoción.
—Lo esperaré.
—Está bien. —Haría lo que le decía. El impacto y el terror harían que
obedeciera; de momento—. ¿Otto?
Este se levantó y se fue de nuevo hacia el fondo.
—¡Qué barbaridad! —exclamó casi sin aliento.
—Tiene que llevárselos a los dos. ¿Sigue ahí Jim?
—Sí. —Tragó saliva de forma audible—. ¡Jesús, jefe!
—Que se queden los dos allí, pero separados. Y que Peach se ocupe de Carrie.
Llame a Peter y dígale que venga directamente aquí.
—Yo ya estoy aquí. Peter podría llevarlos a la comisaría mientras...
—Necesito que empiece a tomarles declaración. Lo llevará usted mejor que
Peter. Empiece por Jim. También necesito al médico. Póngase en contacto con Ken y
dígale que venga. Lo necesito aquí. Y no quiero errores, no hay que hablar con nadie
hasta que hayamos aislado el lugar del crimen y hayamos tomado las declaraciones.
Utilice una grabadora. Ponga la fecha y la hora en las cintas y tome notas para más
seguridad. Mantenga a todo el mundo separado hasta que yo vuelva. ¿Entendido?
—De acuerdo. —Se pasó la mano por los labios—. ¿Por qué demonios iba a
suicidarse Max? Porque se trata de eso, ¿verdad? ¿De un suicidio?
—Estudiemos el escenario y hablemos con los testigos, Otto. Hay que ir paso a
paso.
Cuando estuvo solo, cogió la cámara que le había entregado Otto para tomar
instantáneas del lugar. Terminó un carrete y empezó el segundo.
Luego tomó notas en un bloc. Anotó que la puerta de atrás estaba abierta, el
modelo y el calibre del arma, las palabras exactas del documento que estaba en la
pantalla. Hizo un bosquejo del despacho, con la postura del cadáver, la pistola, la
lámpara, la botella de whisky y la taza. Llevaba los guantes puestos y estaba
concentrado en la botella y la taza cuando entró Peter.
—Coloque la cinta, Peter. Cierre con ella las dos puertas.
—He venido tan deprisa como he podido. Otto me ha dicho... —Se detuvo en
mitad de la frase al llegar a la puerta.
Cuando vio que la piel de Peter adquiría un tono verdoso, Nate le agarró.
—No vomite aquí. Si necesita hacerlo, vaya fuera, y llévese la cinta.
Peter se volvió, fijó la vista en la pared y aspiró profundamente por la boca.
—Otto me ha dicho que Max se había suicidado, pero no pensaba que...
—Eso aún no lo hemos establecido. Lo único que sabemos es que Max está
muerto. Este es el escenario del crimen y no quiero que nadie lo altere. Solo podrá
entrar el médico. ¿Está claro?
—Sí.
Peter sacó con manos temblorosas la cinta amarilla que Otto había llevado y
salió a la calle tambaleándose.
—La policía estatal querrá echarte un vistazo, Max —murmuró Nate—. Al
parecer has querido atar los cabos por ella, y has rematado la tarea con un vistoso
lazo. Puede que sea esto lo que quisieras hacer. Pero a mí no acaba de convencerme.
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Salió y, sin quitarse los guantes, llamó al sargento Coben de Anchorage.
—No mantendré el cadáver aquí intacto hasta que llegue usted de Anchorage
—dijo después de comunicarle los datos básicos—. Usted ha tomado la delantera. Ya
sabe que tengo experiencia. He mantenido el escenario intacto y tengo constancia de
todo; ahora mismo llega el médico. Estoy recogiendo todas las pruebas; luego
trasladaremos el cadáver al ambulatorio. Todo estará a su disposición en cuanto
llegue.
Vio a Ken en la puerta y le hizo señas de que entrara.
—Y espero la misma colaboración en la investigación sobre Galloway. Es mi
población, sargento. Los dos queremos tenerlo todo perfectamente apuntalado, pero
habrá que compartir el martillo. Le estaré esperando.
Colgó.
—Eche un vistazo al cadáver. ¿Puede decirme la hora aproximada de la
muerte?
—O sea que es cierto. Max está muerto. —Se pasó los dedos por debajo de las
gafas y luego se las ajustó—. Es la primera vez que me enfrento a una tarea así, pero
creo que seré capaz de establecer la hora aproximadamente.
—Eso nos bastará. Póngaselos. —Le entregó unos guantes—. No es agradable
—añadió Nate.
Ken entró en el pequeño despacho y se detuvo un momento para tranquilizarse.
—He visto heridas de bala. Pero es la primera vez que me encuentro ante algo
así, con una víctima conocida. ¿Por qué demonios lo habrá hecho? Los inviernos a
veces acaban con la gente, pero él había pasados muchos aquí. Peores que este. No
sufría depresiones. Carrie me lo habría comentado o yo mismo lo hubiera visto. —
Dirigió una breve mirada a Nate.
—Nunca me ha pasado por la cabeza suicidarme. Demasiado trabajo. Pero si
cambio de parecer, ya se lo comentaré.
—¿Ya se siente mejor?
—Depende del día. ¿Preparado?
Ken se irguió.
—Preparado. —Avanzó hacia el cadáver—. ¿Puedo tocarlo? ¿Moverlo un poco?
Nate había hecho ya las fotos y también el bosquejo del lugar del crimen, a falta
de algo más preciso. Por tanto, asintió.
Inclinándose un poco, Ken levantó una de las manos de Max. Le pellizcó la piel.
—Sería mejor que lo llevara al ambulatorio —dijo—, lo desnudara y lo
examinara a fondo.
—Podrá hacerlo. Pero antes deme una hora aproximadamente.
—Pues, volviendo a mi época de estudiante y teniendo en cuenta la
temperatura de la estancia y el rigor mortis, diría que entre las ocho y las doce. Un
espacio de tiempo muy poco preciso, Nate.
—O sea que estaríamos hablando de entre las nueve de la noche y la una de la
madrugada. No está mal. Podremos precisarlo un poco más con la declaración de
Carrie. Mandaré a Peter por una bolsa para cadáveres. Tendrá que guardarlo en
algún lugar seguro... y refrigerado.
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—Tenemos una zona que hace las veces de depósito cuando se produce una
muerte.
—Muy bien. No debe hablar de ello con nadie. Manténgalo en secreto hasta que
llegue yo.
Nate supervisó el traslado del cuerpo e hizo una copia del texto que había
encontrado en el ordenador antes de apagar el aparato. Después de cerrar las
puertas, se dirigió hacia la comisaría.
Hopp le alcanzó.
—Tengo que saber qué demonios pasa.
—Aún no está resuelto. Lo que sí puedo decirle es que han encontrado a Max
Hawbaker muerto en su despacho, al parecer a causa de un tiro en la cabeza que
podría haberse pegado él mismo.
—¡Madre mía! ¡Maldita sea! ¿Que podría haberse pegado él? —Casi tenía que
correr para seguir el ritmo de Nate y tiró de su manga cuando vio que la dejaba
atrás—. ¿Y eso qué quiere decir? ¿Qué cree que lo han asesinado?
—Yo no he dicho eso. Lo estoy investigando, Hopp. He dado parte a la policía
estatal y estarán aquí dentro de unas horas. En cuanto saque alguna conclusión, le
informaré. Pero ahora permítame que haga mi trabajo.
Abrió la puerta de la comisaría y la cerró ante sus narices.
En la glacial entrada dejó tranquilamente el abrigo y se tomó un rato para
aclarar sus ideas. Ya había salido el sol y se presentaba el día despejado que habían
pronosticado los del tiempo.
Pensó que era el día en que iban a recuperar el cadáver de Galloway. Y tal vez
llegarían hasta ahí para llevarse el de su asesino. Dos pájaros de un tiro.
Ya se vería.
Abrió la puerta interior y se encontró a John sentado en una de las sillas de la
sala de espera leyendo una edición de bolsillo de La colina de Watership. Se puso de
pie y se metió el libro en el bolsillo interior sin poner ningún punto en él.
—Peach está con Carrie en su despacho. Otto, con Jim en uno de los calabozos.
Con la puerta abierta —se apresuró a añadir. Luego, soltando un suspiro, dijo—:
Cuesta creerlo.
—¿Otto le ha tomado ya declaración?
—Sí. No había mucho que contar. He salido del Lodge con la intención de ir a
pie a la escuela. Me he encontrado con Jim y Carrie y me he quedado un momento
hablando con ellos. Carrie llevaba el desayuno en una bolsa; he visto luz en el
despacho de Max. Se ve el reflejo a través de la ventana. Ella ha entrado y Jim y yo
hemos seguido fuera charlando. Él tenía intención de ir a buscar cebo. Se iba a
pescar. Suele tomarme el pelo porque yo ni cazo ni pesco.
Empezó a frotarse la mandíbula izquierda como si le doliera.
—De repente hemos oído los gritos de Carrie. Hemos entrado corriendo y lo
hemos visto. Hemos visto a Max.
Cerró los ojos e hizo un par de aspiraciones.
—Dispense. Jamás había visto a un muerto.
—No se preocupe.
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—Entonces yo... he apartado a Carrie. No sabía qué hacer. La he apartado de
allí como he podido y he dicho: «Jim, el jefe Burke está en el Lodge. Ve a avisarle».
Carrie estaba histérica. Le he dicho que se sentara y primero he tenido que sujetarla
porque quería volver al despacho de Max. Luego le he dado agua y me he quedado
con ella hasta que ha llegado usted. Eso es todo.
—¿Alguno de ustedes ha entrado en el despacho?
—No. Es decir, Carrie estaba dentro. Tal vez había dado, no sé, un par de pasos
en el interior. Llevaba un plato de papel en cada mano. Había soltado los bocadillos y
estaba allí gritando, aún con los platos en las manos.
—¿Cuánto tiempo ha pasado desde que han oído sus gritos hasta que han
entrado a ver qué ocurría?
—¿Tal vez treinta segundos? Parecía que alguien la estaba abriendo en canal,
Nate. Los dos hemos reaccionado. Hemos entrado como una flecha. No, no deben de
haber pasado ni treinta segundos.
—Está bien. Quizá tenga que hablar de nuevo con usted, y también lo querrá
hacer la policía estatal; ya viene para acá. Procure estar localizable. Otra cosa:
quisiera que no se montara un gran revuelo con esto. Sé que es casi imposible, pero
me gustaría conseguirlo.
—Me voy a la escuela. —Echó una ojeada al reloj con expresión ausente—. Tal
vez allí pueda quitármelo de la cabeza. Si me necesita, ya sabe dónde estoy.
—Le agradezco la colaboración.
—Siempre me había parecido una persona tan inofensiva... —dijo John mientras
recogía el abrigo—. Bonachón, no sé si me entiende. Siempre buscando alguna
noticia en un lugar como este. Cotilleos, temas locales, nacimientos... muertes. Se
habría dicho que era feliz con su revista, con sus hijos.
—Sí, y a veces costaba un poco ver qué escondía debajo.
—En eso tiene razón.
Habló con Jim y corroboró la declaración de John. Cuando acabó con él, Nate se
sentó en el catre al lado de Otto.
—He mandado a Peter al ambulatorio. Lo dejaremos allí un rato. Está un poco
impresionado y yo he sido algo brusco con él. Usted debería iniciar una
investigación. Empiece por el local de la revista y hable con quienes viven por los
alrededores. Pregunte si alguien oyó anoche un disparo. Estamos hablando de entre
las nueve de la noche y la una de la madrugada. Tenemos que saber si alguien vio a
Max o a otra persona alrededor del edificio. Cuándo, dónde, quién. Si oyeron un
coche, voces, quiero saber todo lo que pudieran haber oído o visto.
—¿Viene la policía estatal?
—Sí.
El rostro de Otto adoptó la expresión de un bulldog.
—No me parece bien.
—Le parezca bien o no, es lo que hay. Deje tranquilo a Peter durante una hora y
luego que le ayude a usted en la investigación. Podemos confiar en que Ken
mantendrá el cadáver aislado. ¿Ha hablado usted con Carrie?
—Lo he intentado. Le he sacado muy poco.
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—Tranquilo. Yo lo haré ahora. —Se levantó—. ¿Max conocía a Patrick
Galloway?
—No lo sé. —Otto frunció el ceño—. Sí, claro que lo conocía. Cuesta recordar
cosas ocurridas hace tanto tiempo. Me parece que Max apareció el verano antes de
que desapareciera Pat. De que lo asesinaran —rectificó—. Max trabajaba en una
publicación de Anchorage y decidió crear su propia revista en un pueblo. Así fue,
más o menos.
—De acuerdo. Empiece a investigar.
Al acercarse Nate a la puerta de su despacho creyó oír que alguien cantaba.
Mejor dicho, que entonaba una melodía, como las que se cantan a un bebé. Abrió la
puerta y vio a Carrie tendida en el suelo sobre una manta, con la cabeza apoyada en
el regazo de Peach. Esta le acariciaba el pelo mientras cantaba.
Cuando entró Nate levantó la vista.
—Es lo mejor que he podido hacer —murmuró—. La pobre está destrozada.
Ahora duerme. Y, ejem, por casualidad he encontrado Xanax en su escritorio. He
partido una y se la he dado.
Nate prefirió pasar por alto el bochorno de la mujer.
—Tengo que hablar con ella.
—Me sabe mal despertarla. De todas formas, seguro que está más tranquila que
cuando lo intentó Otto. ¿Quiere que me quede?
—No, pero no se vaya muy lejos.
Nate se sentó en el suelo, Peach le cogió la muñeca y le dijo:
—Creo que no hace falta que le diga que vaya con cuidado. Pero nunca está de
más, aunque usted lo sepa y esté acostumbrado a ello... —arrastró las últimas
palabras mientras acariciaba la mejilla de Carrie—. ¿Carrie? Cariño, tendrás que
despertarte.
Esta abrió los ojos, su mirada se veía perdida, apagada.
—¿Qué pasa?
—Nate tiene que hablar contigo, bonita. ¿Puedes incorporarte?
—No lo entiendo. —Se frotó los ojos como una niña—. He tenido un sueño... —
Miró a Nate y sus ojos se llenaron de lágrimas—. No era un sueño. Max. Mi Max. —
Su voz se quebró y Nate tomó su mano.
—Lo siento, Carrie. Sé que es muy duro. ¿Le apetece un poco de agua o alguna
otra cosa?
—No. No. No necesito nada. —Se incorporó y hundió el rostro en sus manos—.
Nada.
Nate se levantó y ayudó a Peach a hacer lo mismo.
—Estaré aquí fuera por si me necesita —dijo antes de salir y cerrar suavemente
la puerta.
—¿Quiere sentarse en una silla o prefiere seguir donde está?
—Tengo la sensación de estar en un sueño. Todo flota dentro de mi cabeza.
Nate decidió que estaba mejor en el suelo y volvió a sentarse allí.
—Tengo que hacerle unas preguntas, Carrie. Míreme. ¿A qué hora salió Max de
su casa anoche?
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—No lo sé. No supe que se había marchado hasta que me desperté. Me molestó.
Cuando viene aquí de noche o a primera hora de la mañana siempre me deja una
nota sobre la almohada.
—¿Cuándo le vio por última vez?
—Le vi... esta mañana... he visto...
—No. —Cogió de nuevo su mano, intentando apartarla de aquella imagen—.
Antes. ¿Cenó en casa?
—Sí. Tomamos chile con carne. Lo preparó Max. Le encanta alardear de su
chile. Cenamos todos juntos.
—¿Qué hicieron luego?
—Ver la televisión. Es decir, yo la vi. Los niños un rato, pero Stella enseguida se
puso a hablar por teléfono con una de sus amigas y Alex se fue a su ordenador. Max
estaba inquieto. Dijo que quería leer pero no lo hizo. Le pregunté qué ocurría pero
estaba muy irritable conmigo.
Una lágrima trazó un solitario camino en su mejilla.
—Me dijo que tenía que resolver algo, que por qué no dejaba de darle la lata un
rato. Empezamos a discutir. Más tarde, cuando los niños ya se habían acostado, me
dijo que lo sentía. Tenía algo en la cabeza. Pero yo seguía enojada y no le hice caso.
Apenas nos dirigimos la palabra en la cama.
—¿A qué hora se acostaron?
—Hacia las diez y media, me parece. Ah no, me equivoco. Yo me fui a la cama y
él dijo que se quedaría a ver la CNN o algo así. No le hice ningún caso porque estaba
molesta. Me metí en la cama pronto porque me había enfadado con él y no quería
hablarle. Y ahora lo he perdido para siempre.
—Él seguía en casa a las diez y media. ¿Le oyó salir?
—Me fui directa a la cama. Me quedé dormida. Cuando me he levantado esta
mañana he visto que no se había acostado. Siempre tira de las sábanas en el extremo
del colchón. Me pone enferma. He pensado que debía de estar de mal humor y había
dormido en el sofá, pero no lo he encontrado allí. He llevado a los niños a casa de
Ginny. Le tocaba a ella llevarlos a la escuela. ¡Ay, Dios mío! ¡Dios mío, los niños!
—No se preocupe. Están perfectamente. En cuanto terminemos, les acompañaré
a todos a casa. Y luego ha ido a la revista...
—He decidido perdonarlo. No puedes seguir mucho tiempo enfadada con Max.
Además, quería pedirle hora para un chequeo. Llevaba unos días que estaba para el
arrastre. De camino he comprado el desayuno y he seguido en coche. He coincidido
con Jim y John, luego he entrado y lo he visto. Lo he visto. ¿Cómo es posible que
alguien le haya podido hacer esto?
—¿Alguna vez había dejado él la puerta de atrás abierta, Carrie?
—Siempre. Nunca se acordaba de cerrarla. Decía que no servía para nada. Que
si alguien quería entrar, le bastaría con una patada.
—¿Tenía pistola?
—Claro. Varias. Todo el mundo tiene.
—¿Una veintidós? ¿Una Browning del veintidós?
—Sí. Sí. Tengo que ir a por los niños.
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—Enseguida iremos. ¿Dónde guardaba la pistola?
—¿Esa? En la guantera del coche. Normalmente la usaba para hacer prácticas
de tiro. A veces se paraba camino de casa para disparar contra unas latas. Decía que
le ayudaba a pensar.
—¿Alguna vez le dijo algo sobre Patrick Galloway?
—Claro. Estos días todo el mundo habla de Galloway.
—Quiero decir de una forma más específica. Si le había hablado de él y
Galloway.
—¿Por qué iba a hacerlo? Apenas se conocían; Pat se fue enseguida.
Nate sopesó lo que debía hacer. Ella era el familiar más próximo y tenía que
saberlo. Podía decírselo ahora.
—Había una nota escrita en su ordenador.
Carrie se echó a llorar.
—¿Qué tipo de nota?
Nate se levantó otra vez y abrió el documento que había guardado en su cajón.
—Le dejaré leer una copia. Sé que no va a ser fácil para usted, Carrie.
—Déjeme verla.
Nate se la entregó y esperó. Observó que el leve color que habían recuperado
sus mejillas desaparecía de nuevo. Los ojos, en cambio, en lugar de perder el brillo
con el impacto, se encendieron.
—Eso no es verdad. Es una locura. ¡Una mentira! —Como si con ello lo
demostrara, se levantó y rompió en mil pedazos el papel—. Es una mentira horrible y
tendría que darle vergüenza mostrármela. Mi Max jamás hizo daño a nadie. ¿Cómo
se atreve? ¿Cómo se atreve a insinuar que mató a alguien y se suicidó?
—Yo lo único que hago es mostrarle lo que había en su ordenador.
—Y yo le digo que es mentira. Alguien ha matado a mi marido y lo que tendría
que hacer usted es ocuparse de su trabajo y descubrir quién lo ha hecho. Quien le
hizo daño puso esta mentira aquí y si usted la cree, aunque solo sea por un segundo,
puede irse al diablo.
Salió del despacho y unos segundos después Nate oyó su entrecortado llanto.
Fue tras ella y la encontró en brazos de Peach.
—Ocúpese de que alguien la lleve a casa, y también a sus hijos —dijo despacio
antes de meterse otra vez en su despacho.
Permaneció un rato de pie observando los pedazos de papel esparcidos por el
suelo.
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Capítulo 14
Hopp tenía un despacho en el ayuntamiento. No era mucho mayor que el
cuarto donde se guardaban los artículos de la limpieza y estaba dispuesto más o
menos como este, sin orden ni concierto, pero ya que Nate quería celebrar con ella
una reunión formal, decidió hacerla allí.
Cuando vio que iba maquillada y se había puesto el traje chaqueta oscuro, Nate
supuso que estaba al corriente de todo.
—Jefe Burke. —Aquellas palabras fueron como un par de dentelladas; el gesto
de la mano que indicaba una silla, una puñalada.
Le llegó el aroma del café de la taza que tenía sobre la mesa y vio que la cafetera
del estante de detrás estaba casi llena, pero nadie le invitó a servirse.
—Debo disculparme por haber sido brusco con usted esta mañana —empezó
Nate—, pero se ha cruzado en mi camino en el peor momento.
—Le recuerdo que trabaja para mí.
—Trabajo para los ciudadanos de Lunacy. Y uno de ellos se encuentra ahora
mismo tendido sobre una mesa en nuestro improvisado depósito de cadáveres. Lo
que significa que para mí esta persona tiene prioridad, alcaldesa.
Aquellos labios que se había pintado en un atrevido tono carmesí se pusieron
rígidos. Nate oyó una larga y sibilante aspiración y la lenta expulsión del aire.
—Sea como sea, yo soy la alcaldesa de esta población, lo que también convierte
a sus residentes en mi principal preocupación. No fui en busca de cotilleo y me
ofende que se me haya tratado como si así fuera.
—De todas formas, yo tengo un trabajo que hacer. Y mi intención era hacerle
llegar un informe en cuanto hubiera resuelto la investigación previa. Que es lo que
me disponía a hacer ahora.
—No me gusta su actitud insolente.
—Lo mismo digo.
En esta ocasión, la boca de ella se abrió del todo y sus ojos soltaron chispas.
—Está claro que su madre no le enseñó a respetar a sus mayores.
—Supongo que no. Claro que a ella tampoco le caigo muy bien.
Hopp tamborileaba en la mesa, con unas uñas recortadas y sin pintar que no
pegaban mucho con el rojo de los labios y el traje chaqueta.
—¿Sabe qué es lo que me revienta ahora mismo?
—Estoy convencido de que va a decírmelo.
—Pues que ya no me enfado. ¡Con lo que yo disfruto con un buen cabreo! Pero
hace un momento usted ha insistido en que la gente de aquí es su prioridad. Lo
respeto, porque sé que lo ha dicho de veras. Max era amigo mío, Ignatious. Un buen
amigo. Y la noticia me ha afectado.
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—Lo sé. Lo siento y vuelvo a pedirle disculpas por no haber sido más...
—¿Delicado, educado, comunicativo?
—Escoja usted misma.
—Bien, pues sigamos. —Cogió un pañuelo de papel y se sonó la nariz con
ganas—. Sírvase un café y cuénteme lo que hay.
—Se lo agradezco, pero ya he tomado casi un litro. Por los cabos que he podido
atar, Max salió de su casa anoche, pasadas las diez y media. Tuvo una discusión con
su mujer, nada serio, pero ella afirma que estos últimos días estaba raro. Sitúa el
cambio en los días en que se supo la noticia del descubrimiento del cadáver de
Patrick Galloway.
La frente de Hopp se arrugó; se intensificaron las finas líneas alrededor de los
labios.
—No sé a qué podía venir eso. No recuerdo que se conocieran tanto. Me parece
que congeniaron, pero Max llevaba poco tiempo aquí cuando desapareció Patrick.
—Hasta el momento no dispongo de pruebas que demuestren que Max se
detuviera en algún lugar antes de llegar a su despacho. Alrededor de la una de la
madrugada, si es correcta la estimación del médico, él, o alguna persona o personas
desconocidas, dispararon una bala contra su sien derecha.
—¿Por qué haría alguien...? —Ella misma se interrumpió y con un gesto animó
a Nate a seguir—: Disculpe. Continúe, por favor.
—Según las pruebas, en el momento de los hechos el fallecido se encontraba
sentado en su despacho. La puerta de atrás estaba abierta, detalle que, por lo que he
podido comprobar, era bastante habitual. El ordenador estaba encendido, al igual
que la lámpara de la mesa. Tenía también encima de esta una botella de Paddy's a
medias y una taza con aproximadamente un dedo de whisky. Se analizará, pero no
he detectado otra sustancia en la taza.
—¡Señor! ¡Lo vi ayer por la mañana!
—¿Le pareció que no estaba bien?
—No lo sé. Creo que no me fijé mucho. —Se acercó los dedos al puente de la
nariz, los dejó allí un momento y luego los separó—. Ahora que lo dice, tal vez es
cierto que estaba un poco alterado. Pero no veo ninguna razón que pudiera moverle
a hacer algo así. Él y Carrie se llevaban bien. Sus hijos no les crean más problemas
que los propios de la edad. Le encantaba su trabajo en la revista. ¿Estaría enfermo?
Tal vez había descubierto que tenía un cáncer u otra enfermedad y no se veía capaz
de enfrentarse a ello.
—La última revisión que se hizo era normal. Hace seis meses. El arma
encontrada en el despacho era suya y estaba debidamente registrada. Según su
mujer, era la que solía guardar en la guantera del coche. Para hacer prácticas de tiro.
En el cadáver no había indicios de pelea.
—Pobre Max. —Sacó otro pañuelo, pero en lugar de utilizarlo hizo una bola con
él—. ¿Qué ha podido llevarle a quitarse la vida, a hacerse algo así, no solo a sí mismo
sino también a su familia?
—En su ordenador había una nota. En ella afirmaba que había matado a Patrick
Galloway.
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—¿Cómo? —El café se agitó en la taza con el brusco movimiento que hizo
Hopp—. Eso es una locura, Ignatious. ¿Max? Una locura.
—Hacía escalada, ¿verdad? Hace quince o dieciséis años practicaba mucho más
que ahora, ¿no es cierto?
—Sí. Pero la mitad de la gente de por aquí practica o ha practicado la escalada.
—Colocó las manos planas sobre la mesa—. No creo que Max matara a nadie.
—Estaba dispuesta a creer que se suicidó.
—Solo porque está muerto. Porque todo lo que he oído apunta hacia ello. ¿Pero
un asesinato? No tiene ningún sentido.
—Se harán las pruebas pertinentes para comprobar que el arma utilizada es la
veintidós. Huellas dactilares, restos de pólvora. Debo decirle que las pruebas
corroborarán lo que parece un suicidio, y es probable que se establezca como tal,
mientras se cierra el caso del homicidio de Galloway.
—Me parece totalmente increíble.
—Pero también he de decirle que no estoy convencido de ello.
—Me desconcierta usted, Ignatious —dijo Hopp apretándose la sien con una
mano.
—Demasiado fácil, ¿no cree? ¿Una nota en el ordenador? Cualquiera podría
haberla tecleado. ¿El sentimiento de culpabilidad le mata después de tantos años? Lo
cierto es que hasta ayer lo había llevado a la perfección. Carrie ha dicho que cuando
se iba al despacho de noche o de madrugada siempre le dejaba una nota sobre la
almohada. ¿Un hombre que siempre hace esto no deja una nota cuando decide
suicidarse?
—¿Me está diciendo...?
—Es fácil sacar una pistola de la guantera si se sabe que está allí. Tampoco
cuesta mucho simular un suicidio si se sabe planear y mantener la sangre fría.
—¿Cree que...? ¡Santo cielo! ¿Cree que le han asesinado?
—Tampoco he dicho eso. Lo que he dicho es que no estoy convencido de que
sea lo que parece a primera vista. De modo que, si el caso queda resuelto como
suicidio y se cierra el de Galloway sin que yo esté convencido de ello, pienso seguir
investigando. Usted es quien me paga, o sea que tiene derecho a saber si paso mis
horas de trabajo persiguiendo a un fantasma.
Hopp le miró a los ojos y Nate oyó el sonido de una de sus largas aspiraciones.
—¿Puedo ayudarle en algo? —dijo finalmente la alcaldesa.
Nate le pareció que el sargento Roland Coben, un hombre que llevaba veinte
años resolviendo casos, era un policía bregado. Metro ochenta, estómago incipiente,
leves señales de cansancio alrededor de los ojos, el pelo rubio canoso y muy corto.
Llevaba las botas reglamentariamente brillantes y en su boca se adivinaba un chicle
con sabor a cereza.
Llegó al lugar del crimen con otros dos policías, que estaban peinando el
despacho de Max mientras él observaba las fotos que había tomado Nate.
—¿Quién ha estado aquí desde que se descubrió el cadáver?
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—El médico del pueblo, uno de mis ayudantes y yo. Antes de que pasaran ellos
tomé las fotos, cerré el perímetro y guardé las pruebas en bolsas. Todo el mundo se
ha puesto guantes. El escenario está intacto.
Coben observó las manchas de grasa en la alfombra junto a la puerta. Nate
también había metido los bocadillos en las bolsas de pruebas.
—¿La mujer llegó hasta aquí?
—Según ella y dos testigos, sí. No se ha tocado nada aparte del cadáver.
Coben asintió con un leve sonido y examinó la nota del ordenador.
—Nos llevaremos el aparato, así como las pruebas que ha recogido usted.
Vayamos a echar un vistazo al cadáver.
Nate le acompañó hacia la puerta de atrás.
—Estuvo en homicidios antes de venir aquí, ¿verdad? —preguntó el sargento.
—Efectivamente.
Coben se metió de un salto en el cuatro por cuatro de Nate.
—Nos vendrá bien. Perdió a su compañero, según he oído.
—Sí.
—También le hirieron a usted.
—Sigo en pie.
Siguiendo las normas, Coben se ajustó el cinturón.
—Muchas bajas en su último año en Baltimore.
Nate le dirigió una mirada tranquila.
—Ahora mismo no estoy de baja.
—Su teniente afirma que es usted un buen poli, aunque tal vez, perdió algo de
garra, de confianza, después de lo de su compañero. Que entregó la placa en otoño y
se despidió del loquero que le habían asignado.
Nate se detuvo delante del ambulatorio.
—¿Ha perdido usted alguna vez a un compañero?
—No. —Coben esperó un minuto—. Pero he perdido a algún amigo, en acto de
servicio. Intentaba hacerme una idea de cómo es usted, jefe Burke. Un poli de ciudad,
de la otra parte de Estados Unidos, con su experiencia, puede sacar las uñas si tiene
que entregar un caso importante a las autoridades estatales.
—Puede. Y un poli estatal quizá no esté tan comprometido con el lugar, con lo
que sucede en él, como su jefe de policía.
—No lleva mucho tiempo de jefe. —Salió del coche—. Tal vez los dos estemos
en lo cierto. El departamento ha sabido mantener a la prensa a raya con lo del
hombre de hielo; solo falta darle un nombre.
—Como siempre.
—La cuestión es que ahora mismo los medios de comunicación están
controlados pero la cosa cambiará cuando el equipo lo rescate. Se convertirá en la
noticia bomba, jefe Burke. El tipo de noticia que gusta a la prensa nacional. Y ahora
tiene usted el cadáver de un hombre que afirma ser su asesino, más noticias. Cuanto
antes se cierre el caso, mejor para todos. Y mejor aún si se cierra siguiendo
escrupulosamente el procedimiento.
Nate seguía al otro lado del coche.
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—¿Le preocupa que vaya a la prensa y obtenga publicidad para mí y para esta
población?
—Era solo un comentario. La prensa se volcó en aquel tiroteo en Baltimore y
también en usted.
Nate notó que se estaba encendiendo; sintió cómo le hervían las entrañas y
cómo la furia subía por su garganta.
—De modo que usted cree que como me gusta ver mi nombre en los periódicos
y mi cara en la tele, con ese par de muertos estaré en el candelero.
—Opino que podría ganar unos puntos, si tiene intención de volver a Baltimore.
—O sea que he tenido la suerte de haber llegado en el momento preciso para
apuntarme el tanto.
—No perjudica a nadie encontrarse en el lugar adecuado en el momento
adecuado.
—¿Intenta provocarme o es gilipollas por naturaleza?
Los labios de Coben se arquearon.
—Puede que ambas cosas. Lo que intento es hacerme una idea de la situación.
—Pues vamos a aclarar algunos puntos. Es su investigación. Ese es el
procedimiento. Pero sigue siendo mi población; y ellos, mis conciudadanos. Es un
hecho. Y me da igual si confía en mí, si le caigo bien o si desea invitarme a cenar o al
cine, yo seguiré haciendo mi trabajo.
—Pues será mejor que vayamos a echar un vistazo al cadáver.
Coben se fue hacia dentro y Nate le siguió intentando reprimir el mal humor.
Solo había una persona en la sala de espera. Bing pareció violento y luego
irritado de que le vieran esperando en una de aquellas sillas de plástico.
—Bing... —dijo Nate, saludándole con la cabeza.
El hombre soltó una especie de bufido antes de ocultar el rostro detrás de un
antiguo número de Alaska.
—El doctor está con un paciente —dijo Joanna mirando de reojo a Coben—. Sal
Cushaw se ha hecho un corte en la mano con una sierra y le está poniendo unos
puntos. También habrá que darle una inyección contra el tétanos.
—Queremos las llaves del depósito —le dijo Nate.
Los ojos de Joanna pasaron de él a Coben.
—Las tiene el doctor, ha dicho que solo usted puede entrar.
—Es el sargento Coben, de la policía estatal. ¿Le importa traérnoslas?
—Claro que no.
Salió disparada en el momento en que Bing empezaba a refunfuñar:
—Lo que nos faltaba, movimiento de tropas en Lunacy. Como si no supiéramos
solucionar nuestros asuntos.
Nate se limitó a mover la cabeza mientras Coben miraba hacia atrás.
—No se preocupe —murmuró.
—¿Se encuentra mal, Bing? —Nate se apoyó en el mostrador—, ¿O ha venido
solo a pasar el rato?
—¡A usted qué le importa! ¡Y qué le importa a nadie si alguien quiere volarse la
tapa de los sesos! La poli siempre tiene que estar dando la paliza.
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—En eso tiene razón. Somos unos tocapelotas con placa. ¿Cuándo habló usted
por última vez con Max?
—Nunca he tenido mucho que decirle. ¡Valiente mequetrefe!
—He oído decir que le armó una buena por meterse en la avenida de su casa y
que por eso le enterró el coche bajo la nieve.
La risita de Bing se abrió paso en medio de la barba.
—Podría ser. Aunque no creo que se volara los sesos por eso.
—Está hecho usted un cabroncete, Bing.
—Tiene toda la razón.
—¿Jefe? —Apareció Joanna detrás del mostrador con las llaves—. Es la que
tiene el distintivo amarillo. El doctor dice que irá en cuanto acabe con Sal.
—¡Eh! Que luego me toca a mí —exclamó Bing agitando la revista—. No creo
que Hawbaker pueda morirse más.
Joanna hizo una mueca con los labios.
—Hay que tener respeto, Bing.
—Lo que yo tengo son hemorroides.
—Diga al doctor que acabe con todos sus pacientes —intervino Nate—. ¿Dónde
está el depósito?
—Ah, disculpe. Recto y la primera puerta a la izquierda.
Se dirigieron hacia allí en silencio y Nate abrió con la llave. Entraron en una sala
en la que había una pared con estantes metálicos y dos mesas, también metálicas.
Nate dio la luz principal y se fijó en que las mesas eran como las que se utilizan en
las autopsias o en las galas en las que se preparaban los cadáveres en los tanatorios.
—Al parecer lo utilizan como depósito provisional. En el pueblo no hay
tanatorio ni funeraria. Avisan a alguien de pompas fúnebres cuando lo necesitan y
aquí es donde se prepara el cuerpo para el entierro.
Se acercó a la mesa en la que yacía Max, que, siguiendo las órdenes de Nate,
estaba descubierto a fin de conservar cualquier posible prueba. Unas bolsas cubrían
las manos del cadáver.
—Las uñas de la mano derecha estaban en carne viva de mordérselas —señaló
Nate—. Y tenía un corte en el labio inferior. También lo debió de morder.
—No se aprecian heridas defensivas. Hay quemaduras de pólvora alrededor de
la herida. ¿Podemos confirmar que era diestro?
—Podemos. Lo sabemos.
Habían cubierto las manos de la víctima para realizar la prueba de los residuos.
Disponían de fotos del cuerpo, del escenario, incluso de la puerta exterior desde
todos los ángulos posibles. Se había tomado declaración a los testigos y redactado los
informes en las primeras horas, y el edificio había quedado aislado, rodeado con la
cinta policial.
Un trabajo meticuloso, el de Burke, pensaba Coben, y le había ahorrado un
montón de faena.
—Observémoslo todo detenidamente a ver si encontramos alguna prueba. ¿Ha
revisado los bolsillos?
—Cartera, tubo de pastillas para la acidez, monedas, caja de cerillas, bloc de
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notas, lápiz. Permiso de conducir, tarjetas de crédito, unos treinta dólares en efectivo
y fotos de la familia en la cartera. El móvil, otra caja de cerillas y unos guantes de
lana en los bolsillos del abrigo que tenía en el despacho.
Nate se metió las manos en los bolsillos y siguió observando el cadáver.
—He revisado también el coche aparcado en el exterior del lugar de los hechos.
Está registrado a nombre de la víctima y de su esposa. Había mapas; el manual del
vehículo; un paquete de munición para la veintidós, abierto; un tubo de pastillas de
menta; bolígrafos; lápices, y otro bloc en la guantera. En los libros, muchas notas a
mano: recordatorios, ideas para artículos de la revista, comentarios, números de
teléfono. En la parte trasera había un botiquín. El vehículo estaba abierto y las llaves
en el contacto.
—¿Las llaves en el contacto?
—Sí. Sus conocidos han declarado que solía dejarlas ahí y que casi nunca
cerraba el coche. Todo lo que se ha encontrado está en bolsas, con sus
correspondientes etiquetas, y se ha hecho una relación de ello. Lo he guardado bajo
llave en la comisaría.
—Nos lo llevaremos todo, y a él también. Dejaremos que el forense llegue a sus
conclusiones. Pero tiene todo el aspecto de un suicidio. Tendré que hablar con la
esposa, con los dos testigos y con quien estuviera al corriente de su relación con
Patrick Galloway.
—No dejó ninguna nota a su esposa.
—¿Disculpe?
—Nada personal. Ninguna otra mención en la nota del ordenador.
Los ojos de Coben mostraron cierta irritación.
—Oiga, Burke, usted y yo sabemos que las notas de suicidio no son tan
habituales como quiere hacernos creer Hollywood. El forense expondrá sus
conclusiones, pero yo opino que se trata de un suicidio. La nota le vincula a
Galloway. Tiraremos de este hilo, a ver si encontramos una pista que nos lo confirme.
No es mi intención simplificar este caso, ni el de Galloway, pero tampoco voy a
quejarme si ambos me caen del cielo resueltos.
—A mí no me cuadra.
—Repase sus matemáticas.
—¿Ve algún problema en que yo siga con ello, sin ruido —añadió poniendo
énfasis en la última palabra—, desde un ángulo distinto?
—Si quiere perder el tiempo, allá usted, pero no me pise.
—Todavía sé bailar, Coben.
Costaba llamar a la puerta de la casa de Carrie. Entremeterse en su dolor
parecía algo terriblemente cruel. Nate recordaba, tal vez demasiado, cómo se
desmoronó Beth la primera vez que la vio tras la muerte de Jack.
Aquel día él estaba imposibilitado, en una cama de hospital, grogui después de
la operación, hundido en la aflicción, el sentimiento de culpabilidad y la furia.
En ese momento no se sentía afligido, pensó. Quizá un poco culpable por la
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forma en que había tenido que tratarla. Pero no estaba furioso. Era una visita de la
policía, sin más.
—Estará dolida conmigo —dijo a Coben—. Si sabe explotarlo, podrá sacar más
partido de ella.
Llamó a la puerta de la casita de dos plantas. Cuando vio a una pelirroja ante la
puerta, tuvo que repasar rápidamente su archivo mental.
—Ginny Mann —dijo ella enseguida—. Soy amiga de la familia. Y vecina.
Carrie está arriba, descansando.
—Soy el sargento Coben, señora Mann. —Le mostró su identificación—.
Quisiera hablar con la señora Hawbaker.
—Intentaremos ser breves.
Una artista, recordó luego Nate. Pintaba paisajes y estudios de la flora y fauna
que vendía en galerías de la zona e incluso fuera de Alaska. Daba clases de arte en el
instituto tres días a la semana.
—Arlene Woolcott y yo estamos con los niños en la cocina. Procuramos que se
distraigan. Subiré a ver si Carrie está dispuesta.
—Se lo agradecería. —Coben entró—. Esperaremos aquí.
»Un lugar agradable —dijo Coben cuando Ginny estuvo arriba—. Acogedor.
Nate se fijó en un cómodo sofá y en un par de butacas grandes, tapizadas con
una tela muy colorida. Había un cuadro con un prado en primavera, montañas
blancas al fondo y el cielo azul, obra de la pelirroja, supuso. Sobre las mesas, fotos
enmarcadas de los niños y de otros miembros de la familia, junto con el desorden
habitual en todas las casas.
—Creo que llevaban unos quince años casados. Él había trabajado en una
publicación en Anchorage, pero se trasladó y montó su revista aquí. La mujer
trabajaba con él. Una empresa familiar con algún, ¿cómo se llama?, colaborador a
tiempo parcial. Publicaban artículos sobre temas locales, fotos, y también incluían
noticias de fuera. Su hija mayor tiene unos doce años y toca el flautín. El pequeño es
un niño, de diez años, un fenómeno del hockey.
—Se ha enterado de muchas cosas en las pocas semanas que lleva aquí.
—De la mayor parte esta mañana. El primer matrimonio para Carrie, el
segundo para él. Ella lleva aquí un par de años más que su marido. Vino en uno de
esos programas de enseñanza. Abandonó la docencia para trabajar con él cuando
abrieron la revista, pero sigue haciendo sustituciones cuando la llaman.
—¿Por qué se trasladó aquí él?
—Estoy en ello.
Cuando vio bajar a Ginny con el brazo en el hombro de Carrie se calló.
—Señora Hawbaker —Coben dio un paso hacia delante y habló en tono serio—,
soy el sargento Coben de la policía estatal. Siento mucho lo ocurrido.
—¿Qué quiere? —Sus ojos, duros y brillantes, se clavaron en el rostro de Nate—
Estamos de luto.
—Sé que son momentos difíciles, pero tengo que hacerle unas preguntas. —
Coben volvió la vista hacia Ginny—. ¿Prefiere que su amiga se quede?
Carrie movió la cabeza.
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—¿Te ocuparás de los niños, Ginny? Procura que estén al margen de todo esto.
—Por supuesto. Si me necesitas, llámame.
Carrie entró en el salón y se sentó en una de las butacas.
—Pregúnteme lo que tenga que preguntarme y márchese. No quiero que se
quede por aquí.
—En primer lugar, he de decirle que nos llevaremos el cadáver de su marido a
Anchorage para la autopsia. En cuanto hayamos terminado, se lo devolveremos.
—Muy bien. Así descubrirán que no se ha suicidado. Diga lo que diga él —
añadió dirigiendo una rápida mirada llena de resentimiento a Nate—, conozco a mi
marido. Nunca nos hubiera hecho algo así a mí o a sus hijos.
—¿Puedo sentarme?
Carrie se encogió de hombros.
Coben se sentó en el sofá, frente a ella, con el cuerpo algo ladeado en dirección a
Carrie. La cosa iba bien, pensaba Nate. El sargento se había situado entre los dos, con
una expresión comprensiva. Empezó con las preguntas de rigor. Tras contestar las
primeras, Carrie se plantó.
—Eso ya se lo he contado a él. ¿Por qué tiene que preguntármelo otra vez? No
voy a responder otra cosa. ¿Por qué no se van de una vez y descubren quién le hizo
eso a Max?
—¿Sabe de alguien que deseara algún mal a su marido?
—Sí. —Su rostro se iluminó con una especie de espantoso placer—. La persona
que mató a Patrick Galloway. Yo le diré lo que ocurrió. Seguro que Max había
descubierto algo. Que llevara una revista de poca monta no significa que no fuera un
buen periodista. Descubrió algo y alguien lo mató antes de que pudiera decidir qué
hacer con ello.
—¿Le habló él de algo de esto?
—No, pero estaba alterado. Preocupado. Últimamente no era él. Lo que no
significa que fuera a suicidarse, ni tampoco que hubiera matado a alguien. Era una
buena persona. —Las lágrimas empezaron a caer por sus mejillas—. He dormido a su
lado durante casi dieciséis años. He trabajado con él todos los días. He tenido dos
hijos suyos. ¿No cree que puedo saber si era capaz de algo así?
Coben cambió de táctica.
—¿Está segura de la hora a la que salió de casa anoche?
Carrie suspiró y se secó las lágrimas.
—Sé que a las diez y media estaba aquí. Sé que por la mañana no estaba. ¿Qué
más quiere?
—Ha declarado usted que guardaba la pistola en la guantera. ¿Quién más podía
saberlo?
—Todo el mundo.
—¿La guantera estaba cerrada con llave? ¿Y el coche?
—Max solía dejar la puerta del baño abierta, ¡cómo iba a cerrar otras cosas! Yo
guardo las armas que tenemos en casa bajo llave y lo hago porque él era muy
distraído para esas cosas. Cualquiera habría podido coger la pistola. En realidad,
alguien lo hizo.
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—¿Recuerda la última vez que la utilizó?
—No. No estoy segura.
—Señora Hawbaker, ¿su esposo llevaba un diario o una agenda?
—No. Escribía lo que le venía a la cabeza en lo primero que encontraba. Y ahora
quisiera que se marcharan. Estoy cansada y quiero estar con mis hijos.
Fuera, Coben se detuvo al lado del coche.
—Aún quedan algunos cabos sueltos. No estaría de más echar una ojeada a sus
cosas, a los papeles, comprobar si hay algo sobre Galloway.
—¿Algo así como un móvil?
—Algo así —admitió Coben—. ¿Tiene algún problema en atar cabos?
—No.
—Quiero tener el cadáver en Anchorage y empezar los análisis. Y también
quiero estar allí cuando recuperen el de Galloway.
—Le agradecería que me llamara. Su hija querrá verlo. Y lo más seguro es que
la madre de esta insista en reclamarlo.
—Sí, ya me lo han comentado. En cuanto lo hayan bajado y hayamos
confirmado su identidad, dejaremos que esto lo resuelva la familia. Su hija puede
venir para una inspección ocular, aunque tenemos sus huellas registradas, por
alguna detención sin importancia por cuestión de drogas. En cuanto llegue el
cadáver sabremos si se trata de Galloway.
—La acompañaré allí, ataré los cabos sueltos y haré todo lo que pueda para
mediar con la familia del difunto. A cambio quisiera tener acceso a los expedientes de
ambos casos, incluidas todas las notas relativas a ellos.
Coben volvió la vista hacia la pulcra casa asentada sobre el manto de nieve.
—¿De veras cree que alguien ha podido montar este suicidio para encubrir un
crimen cometido hace dieciséis años?
—Mándeme las copias.
—De acuerdo. —Coben abrió la puerta del lado del acompañante—. Su teniente
habló de su intuición.
Nate se sentó al volante.
—¿Y?
—Tener intuición no significa acertar siempre.
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Capítulo 15
Nate se veía obligado a trabajar con lo que tenía a mano, lo que incluía a sus dos
ayudantes y a la auxiliar. Los reunió a todos en su despacho después de haber
colocado allí las sillas necesarias.
Tenía sobre el escritorio una bandeja con galletas de mantequilla de cacahuete y
una cafetera recién preparada, un detalle de Peach. «¿Y por qué no?», pensó.
Nate cogió una galleta y con ella en la mano se dirigió a sus ayudantes:
—En primer lugar, los resultados de la investigación.
—Pierre Letreck dice que puede que oyera algo parecido a un disparo. —Otto
sacó su bloc de notas y empezó a hojearlo—. Estaba viendo una película por cable. Al
principio decía que era El paciente inglés, pero yo le he dicho: «No me vengas con
rollos, Pierre, en tu vida has visto una peli de estas». Y me ha salido con: «¿Cómo
coño vas a saber tú lo que veo en la intimidad de mi hogar, Otto?». A lo cual he
contestado...
—Limítese a lo esencial, Otto.
Este frunció el ceño, levantó la vista del bloc y dejó la minuciosa lectura.
—Intentaba ser riguroso. Lo que estaba viendo, y me lo ha confesado después
de un esmerado interrogatorio, era una película porno llamada Rubias alienígenas. Ha
dicho que terminó hacia las doce; él estaba en el baño haciéndose una... aliviándose la
vejiga —rectificó al oír el carraspeo de Peach— y oyó lo que le pareció un disparo,
por lo que asomó la cabeza por la ventana del baño. No vio a nadie fuera, pero se fijó
en que en la parte de atrás del local de la revista estaba aparcada la camioneta de
Max, del difunto. Luego termino con lo suyo y fue a acostarse.
—¿Dice que era alrededor de medianoche?
—¡Jefe! —Peter levantó la mano—. He consultado la programación y la película
terminó a las doce y cuarto. Según la declaración del señor Letreck, fue directo de la
sala de estar al baño y oyó el disparo casi enseguida.
—¿Se fijó en algo más? ¿Otros vehículos?
—No. Otto enfocó las preguntas desde distintos ángulos y siempre dijo lo
mismo —confirmó Peter.
—¿Alguien más oyó o vio algo?
—Jennifer Welch cree que sí. —Otto pasó unas páginas—. Ella y Larry, su
marido, dormían, y dice que puede que un ruido la despertara. Tienen un bebé de
ocho meses y, según ella, el sueño muy ligero. Por lo visto, cuando se despertó, el
crío empezó a llorar, así que no sabe si la despertó un ruido o el llanto. Pero la hora
coincide más o menos con la de Pierre. Ha dicho que cuando fue a ver al bebé miró el
reloj y eran más de las doce y cuarto.
—¿Dónde están estas dos casas en relación con la parte de atrás del local de The
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Lunatic? —Nate señaló la pizarra que había comprado en La Tienda de la Esquina y
había colgado en la pared—. Hágame un esbozo, Otto.
—Se lo haré yo —dijo Peach levantándose en el acto—. Lo que puedan dibujar
estos y nada es lo mismo.
—Gracias, Peach. —Nate volvió la vista hacia sus ayudantes—. ¿Esas son las
dos únicas personas que oyeron algo?
—Pues sí —confirmó Otto—. Hans Finkle ha dicho que su perro empezó a
ladrar de noche, pero que él le arrojó una bota sin ni siquiera mirar el reloj. En
realidad, la mayoría de la gente no hace caso de un disparo.
—¿Saben si Max había discutido con alguien últimamente?
Ante las respuestas negativas, Nate se volvió hacia la pizarra. Vio que Peach se
había tomado el trabajo al pie de la letra; en lugar de trazar un esquema, estaba
dibujando minuciosamente los edificios, los árboles, incluso había puesto la silueta
de las montañas al fondo.
—¿Nate? —Otto cambió de postura en su asiento—. No lo digo por criticar,
pero creo que estamos montando un escándalo mayúsculo por un caso de suicidio,
sobre todo teniendo en cuenta que el cadáver está en manos de la policía estatal y
que será ella la que se quedará el caso.
—Tal vez. —Abrió un expediente—. Lo que se diga en este despacho no puede
salir de aquí, a menos que yo autorice lo contrario. ¿Entendido? Esto estaba escrito en
el ordenador de Max. —Leyó la nota, que sus ayudantes escucharon en un perplejo
silencio—. ¿Algún comentario?
—No parece real —dijo Peach despacio, aún con la tiza en la mano—. Sé que no
soy más que una secretaria con ciertas pretensiones, pero eso no me parece real.
—¿Por qué?
—Ni en mis peores sueños podría ver a Max haciendo daño a nadie. Y por lo
que recuerdo, admiraba a Pat, lo consideraba casi un héroe.
—¿Es cierto eso? Las personas con las que he hablado me han dicho que apenas
se conocían.
—Es verdad, y no estoy diciendo que fueran íntimos, pero Pat lo tenía
impresionado. Era un hombre atractivo, sabía mostrarse encantador cuando quería,
es decir, casi siempre, tocaba la guitarra, iba en moto, escalaba y se iba a pasar una
temporada al monte cuando le daba la gana. Y además le calentaba la cama la mujer
más sexy de por aquí. Aparte de tener una hija preciosa que lo adoraba.
Dejó la tiza y se sacudió el polvo de las manos.
—Casi todo le importaba un pito. También sabía escribir. Sé que Max quería
ficharlo para la revista. Lo sé porque me lo contó Carrie. Ella y Max estaban
empezando a salir en serio y a Carrie le preocupaba Pat porque era demasiado
alocado.
Cuando Nate le hizo un gesto para que siguiera, Peach se acercó a la mesa y se
sirvió café.
—Yo vivía los últimos coletazos de mi fracasado tercer matrimonio. De modo
que me escuchaba, comprensiva, y me hacía confidencias. Por aquella época
hablábamos mucho. Le preocupaba que Pat pudiera convencer a Max para hacer
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alguna locura. Me dijo que, según Max, Pat representaba todo lo que podía ofrecer
Alaska. Vivir a lo grande, hacer lo que a uno le da la gana, revelarse contra cualquier
sistema que pudiera impedirlo.
—A veces la admiración se convierte en envidia, y a veces la envidia mata —
sentenció Nate.
—Tal vez. —Con expresión ausente, Peach cogió una galleta y la mordisqueó—.
Pero a mí me cuesta verlo así. Sé que ha dicho que esto no puede salir de aquí, pero
ahora mismo Carrie necesita poder contar con las amistades. Quisiera ir a verla.
—Me parece muy bien, siempre que no repita nada de lo que se ha hablado
aquí.
Nate se levantó y se dirigió hacia la pizarra.
Peach había dibujado la calle de detrás del local, incluso había incluido la placa
con el nombre de la calle: «Camino del alce».
La casa de Letreck era prácticamente un garaje, ahora la situaba perfectamente.
Pierre tenía un taller de reparación de electrodomésticos y su vivienda no era más
que un anexo del negocio. Se encontraba al otro lado de la calle, a un par de edificios
hacia el este.
La casa de los Welch, tipo bungalow, quedaba frente a la parte de atrás del local
de la revista. El piso de Hans Finkle estaba encima del garaje de Letreck.
Peach había dibujado también otras casas, otros locales comerciales y en todos
había incluido el nombre de sus propietarios con esmerada letra.
—Buen trabajo, Peach. Lo que haremos ahora es montar un tablón para ir
siguiendo el caso. —Recogió el expediente y fue a buscar el tablón de corcho que
había tomado prestado del ayuntamiento y tenía apoyado en la pared—. De todo lo
que reunamos y nos sirva para los casos Galloway o Hawbaker se sacará una copia
que se clavará en este tablón. Los de la policía estatal han registrado ya el local de la
revista, pero Otto y yo volveremos a echarle otro vistazo, por si han pasado algo por
alto. Peach, tendré que volver a casa de los Hawbaker, a registrar las cosas de Max.
No creo que Carrie se muestre muy dispuesta a permitírmelo, por lo menos de
momento. Si pudiera usted facilitarme el camino...
—Está bien. Veo que usted no se ha creído lo que se afirma en la nota. Y si no lo
cree usted...
—Es mejor no creer nada hasta que no se tienen todos los detalles a la vista —la
interrumpió Nate—. Usted, Peter, póngase en contacto con la publicación de
Anchorage en la que trabajó Max. Investigue qué hacía allí, para quién, con quién
trabajaba y por qué se fue. Hágame un informe. Dos copias. Quiero una en mi
despacho hoy, antes de que se vaya a casa.
—Muy bien.
—Cada uno tiene su tarea. Todos ustedes estaban aquí cuando desapareció Pat
Galloway; yo no. Así que tendrán que dedicar un tiempo a pensar en las semanas
anteriores y posteriores a dicha desaparición. Escriban todo lo que recuerden, por
intrascendente que les parezca. Todo lo que oyeron, lo que vieron, lo que pensaron.
Usted, Peter, ya sé que era un niño, pero los mayores no siempre ven a los niños y a
veces dicen o hacen cosas sin tenerlos en cuenta.
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Finalmente colocó las fotografías: Galloway a un lado del tablón, Hawbaker al
otro.
—Hay una información clave que necesito saber: ¿dónde estaba Max Hawbaker
cuando Galloway se marchó de aquí?
—No será fácil precisarlo después de tanto tiempo —dijo Otto—. En realidad,
podían haber asesinado a Galloway una semana después de que saliera de aquí. O
un mes. O seis meses, ¡maldita sea!
—Vayamos paso a paso.
—Me gustaría saber qué intentamos demostrar sabiendo que Max ha confesado
el asesinato y luego se ha suicidado —insistió Otto.
—Esto solo es una suposición, Otto. No un hecho. Los hechos son: dos hombres
han muerto con unos dieciséis años de diferencia. Vamos a trabajar a partir de aquí.
Nate ni siquiera se detuvo para pasar por su habitación antes de salir del
pueblo. En el Lodge se encontraría con demasiadas preguntas que no podía o no
quería responder. Mejor sería eludirlas hasta que hubiera decidido cuál era la
postura oficial.
En cualquier caso, prefería el espacio abierto, la gélida oscuridad y el helado
resplandor de las estrellas. Se le ocurrió que empezaba a congeniar con la oscuridad.
Ya casi no recordaba la sensación de empezar o acabar la jornada de trabajo con sol.
No quería el sol, quería a Meg.
Él tenía que ser quien se lo dijera, quien hiciera tambalearse una vez más su
mundo. Si cuando se lo hubiera comunicado, Meg intentaba apartarlo de ella, tendría
que poner todo su empeño en seguir a su lado.
Él mismo había conseguido, sin gran esfuerzo, mantener al resto del mundo
alejado de él durante meses. No estaba seguro de si le había sido fácil porque no
había sido capaz de oír a los demás cuando intentaban derribar el muro o
simplemente porque nadie había puesto suficiente tesón en ello.
Él sabía lo doloroso que era el regreso. Conocía el escozor que provocaban las
emociones y las sensaciones atrofiadas cuando se abrían camino de nuevo hacia la
vida. Y estaba absolutamente dispuesto a hacer lo que fuera para ahorrarle a Meg
aquellas vivencias.
Además, admitió mientras conducía, con el único murmullo del calefactor
rompiendo el silencio, necesitaba los conocimientos de ella, los recuerdos sobre su
padre para cubrir las lagunas de la imagen que estaba creando.
Necesitaba el trabajo, el decepcionante y agotador zumbido de la tarea policial.
Los músculos volvían a flexionarse y provocaban dolor. Él deseaba aquel dolor. Lo
necesitaba. Sin él, tenía miedo de deslizarse otra vez en el silencio hasta el
aturdimiento.
Había luz en la casa de Meg, pero su avioneta no estaba. Identificó la camioneta
de fuera: era de Jacob. Notó una sacudida de inquietud mientras salía del coche.
Se abrió la puerta de la casa. Por la rendija de luz entrevió a Jacob antes de que
los perros se lanzaran hacia él. Tuvo que gritar para que Jacob le oyera entre las
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muestras de bienvenida de los dos animales.
—¿Meg?
—Le ha salido un trabajo. Ha tenido que llevar a unos cazadores y pasará la
noche fuera.
—¿Suele hacerlo? —preguntó Nate al llegar al porche.
—Sí. He venido a echar un vistazo a los perros y a revisar el calentador del
motor de su coche. Otra cosa que suelo hacer.
—Entonces, ¿le ha llamado?
—Por radio. Hay un guiso preparado si le apetece.
—No me vendría nada mal.
Jacob se fue a la cocina y dejó que Nate cerrara la puerta. La radio estaba
puesta, sintonizada en KLUN. Mientras Nate dejaba la chaqueta en el brazo de una
butaca, el pinchadiscos anunciaba unos temas de Buffy Sainte-Marie.
—No le ha faltado trabajo hoy —comentó Jacob mientras servía el guiso.
—¿Ya se ha enterado?
—Nada viaja tan deprisa como las malas noticias. Me parece muy egoísta
acabar con su vida de una forma tan brutal y dejar que la esposa encuentre el
cadáver. La comida está caliente; el pan está muy bueno.
—Gracias. —Nate se sentó—. ¿Max era un hombre egoísta?
—Todos lo somos, y más cuando estamos desesperados.
—La desesperación es algo personal; no necesariamente es lo mismo que el
egoísmo. ¿Recuerda cuándo llegó Max aquí para montar la revista?
—Era joven y emprendedor. Tenaz —añadió Jacob antes de servir café en las
dos tazas.
—¿Vino solo?
—Muchos lo hacen.
—Pero hizo amistades.
—Algunas —respondió Jacob con una sonrisa—. Yo no fui nunca una de ellas,
aunque tampoco éramos enemigos. Carrie lo puso en su punto de mira y persistió.
No era atractivo, ni rico, ni particularmente inteligente, pero ella vio en él algo que le
gustaba. Las mujeres a menudo ven lo que está escondido.
—¿Amigos masculinos?
Jacob levantó las cejas mientras tomaba lentamente un sorbo de café.
—Parecía sentirse a gusto con muchos.
—Me han dicho que hacía escalada. ¿Lo llevó usted alguna vez arriba?
—Sí. En ascensiones de verano a Denali y Deborah, si no recuerdo mal, al
principio de estar aquí. Era un buen escalador. En un par de ocasiones también lo
llevé, junto con otros, de caza, aunque él no era cazador. Se dedicaba a escribir o a
hacer fotos. Organizamos también otros vuelos para hacer reportajes fotográficos.
También les acompañé, a él y a Carrie, a Anchorage las dos veces que ella dio a luz.
¿Por qué?
—Curiosidad. ¿Escaló alguna vez con Galloway?
—Nunca los llevé juntos. —La mirada de Jacob se hizo más intensa—. ¿Tendría
alguna importancia?
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—Solo era curiosidad. Y puestos a ser curiosos, ¿opina usted que Patrick
Galloway era un hombre egoísta?
—Sí.
—¿Sí a secas? —dijo Nate un momento después—. ¿Sin más?
Jacob siguió con su café.
—No me ha pedido usted más.
—¿Qué opinión le merecía como esposo, como padre?
—Como marido, lo menos que puede decirse es que no daba la talla. —Jacob
terminó el café y se volvió hacia el fregadero para enjuagar la taza—. Claro que
algunos dirán que su mujer era difícil.
—¿Y usted?
—Yo diría que eran dos personas que compartían un fuerte vínculo, y que
tiraban de él para satisfacer sus deseos, que eran muy distintos.
—¿Ese vínculo era Meg?
Jacob colocó con cuidado un paño sobre la barra y puso la taza encima para que
se secara.
—Los hijos lo son. No estaban a su altura.
—¿Y eso qué significa?
—Que ella era más inteligente, fuerte, capaz y generosa que su madre y su
padre.
—¿Como usted?
Jacob volvió la cabeza y Nate ya no pudo leer nada en sus ojos.
—Meg es Meg. Ahora tengo que dejarle.
—¿Sabe ella lo que le ha ocurrido a Max?
—No lo ha mencionado. Yo tampoco.
—¿Ha dicho cuándo pensaba volver?
—Llevará al grupo pasado mañana si el tiempo no lo impide.
—¿Le importa que me quede aquí esta noche?
—¿Le importaría a Meg?
—Creo que no.
—Entonces, ¿por qué iba a importarme a mí?
Estuvo con los perros y utilizó los aparatos de gimnasia de Meg. Le hizo sentir
bien, mejor de lo que imaginaba, volver a levantar pesas.
No tenía ninguna intención de husmear en sus cosas, pero cuando se quedó
solo, sin proponérselo, se encontró rondando por la casa, curioseando en los armarios
y los cajones.
Sabía lo que estaba buscando: fotos, cartas, recuerdos que pertenecieran a su
padre. Se decía que de estar Meg allí, ella misma se lo habría facilitado.
En el último estante del armario de su habitación encontró los álbumes de fotos.
Estaban encima de un ropero cuyo contenido le fascinó por la mezcla de franela y
seda. Junto a aquellos había una caja de zapatos llena de fotos todavía por ordenar.
Se sentó en la cama y abrió primero un álbum con las cubiertas rojas.
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Detrás del transparente y pegajoso plástico reconoció enseguida las imágenes
de Patrick Galloway. Un Galloway más joven que el que había visto en las fotos
digitales. Pelo largo, barba, con el uniforme de finales de los sesenta y principios de
los setenta: vaqueros de pata de elefante, camiseta y cinta para el pelo.
Nate se fijó en una en la que Galloway estaba apoyado en una potente moto,
con el mar detrás, una palmera a la derecha, y la mano levantada, formando con los
dedos el símbolo de la paz.
«Antes de Alaska —pensó Nate—. Quizá California.»
Había otras de él solo, una con cara de soñador y con un fuego de campo al
fondo, rasgueando una guitarra acústica. Otras con Charlene, muy joven. Ella tenía el
pelo largo, rubio, muy rizado, sus ojos sonreían detrás de unas gafas de sol azuladas.
Se dio cuenta de que era preciosa. Realmente guapa, un cuerpo estilizado, unas
mejillas suaves, lisas y unos labios carnosos y sensuales. Calculaba que no tendría ni
dieciocho años.
Vio otras: fotos de viaje, instantáneas de acampada. En algunas estaban los dos
con otros jóvenes. Algunas con fondo urbano, que Nate atribuyó a Seattle. En
algunas se veía a Galloway otra vez afeitado, en el interior de un piso o una casita.
Encontró luego una de Galloway solo. Volvía a llevar barba y estaba apoyado
en un indicador: «Bienvenidos a Alaska».
Por las fotos pudo seguirles la pista también durante la época en que
permanecieron en el sudeste del Estado, trabajando en las conserveras, supuso.
Y llegó a la primera visión fugaz, por decirlo así, de Meg, en una foto de
Charlene embarazadísima.
Llevaba una camiseta muy corta que dejaba los hombros al descubierto y unos
vaqueros por debajo de la enorme y desnuda tripa. Apoyaba las manos en ella con
gesto protector. Había una expresión de gran dulzura en aquel rostro joven lleno de
esperanza y felicidad, pensó Nate.
Vio fotos de Patrick pintando una habitación, la de la niña, y otras también de él
construyendo algo parecido a una cuna.
Seguidamente, para sorpresa de Nate, tres páginas con detalles del parto.
Nate había trabajado en el departamento de homicidios y creía que había visto
todo lo que podía verse en esta vida. Pero aquellas imágenes en primer plano le
revolvieron el estómago.
Pasó rápidamente las páginas.
La imagen de Meg cuando era un bebé le calmó y le hizo sonreír. Le pareció que
quizá perdía el tiempo mirándolas, pero tal vez no lo perdía, ya que pudo observar la
ternura o la alegría con las que uno u otro de los padres sostenía a la pequeña. Y
cómo se entrelazaban sus cuerpos.
En el siguiente álbum pudo observar el cambio de las estaciones, de los años. Y
vio cómo el joven y bello rostro de Charlene se hacía más duro, las facciones eran
más marcadas y los ojos perdían luminosidad.
Las fotos empezaban a reducirse a las que se tomaban en vacaciones,
cumpleaños y ocasiones especiales. Meg, muy pequeña, riendo rebosante de alegría,
abrazada a un cachorro con una cinta roja en el cuello. Ella y su padre sentados bajo
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un descuidado árbol de Navidad. Meg junto a un río, con un pez en brazos casi tan
grande como ella.
Había una de Patrick y Jacob cogidos del hombro. Era una foto borrosa y mal
encuadrada; Nate pensó que quizá Meg estaba detrás de la cámara.
Volcó la caja de zapatos y empezó a repasar imágenes. Encontró algunas fotos
de grupo, todas ellas tomadas el mismo día.
Era verano porque en lugar de nieve se veía todo verde. Pensó si realmente
algún día se podía ver ese verde, tan cálido y luminoso. Y las montañas a lo lejos, con
sus cimas de un blanco reluciente bajo el sol y las vertientes en tonos plateados y
azules, salpicados de verde.
Una comida al aire libre en el jardín de una casa, imaginó. Comida campestre
urbana. Se veían mesas plegables, bancos, sillas también plegables y un par de
parrillas. Fuentes con comida, barriles de cerveza.
Localizó a Galloway. De nuevo sin barba, con el pelo más corto, aunque casi le
llegaba a los hombros. Se le veía fuerte, en forma, atractivo. Meg tenía sus ojos, pensó
Nate, sus pómulos, su boca.
Vio también a Charlene, con una ceñida blusa que ponía de relieve su pecho y
un pantalón muy corto con el que lucía sus piernas. Incluso en la foto se veía que se
había maquillado a conciencia. Ya no era la joven risueña y encantadora con las gafas
de sol. Ahora era una mujer, guapa, segura y atenta.
¿Pero feliz? Reía o sonreía en todas las fotos, y también posaba. En una estaba
sentada con expresión provocativa sobre las rodillas de un hombre mayor, al que se
veía perplejo y abrumado ante aquel cuerpo.
Vio a Hopp al lado de un hombre larguirucho, con el pelo plateado. Estaban
cogidos de la mano y tomaban cerveza.
Descubrió también a Ed Woolcott, el banquero y teniente de alcalde, más
delgado, con bigote y una barba corta, haciendo muecas ante la cámara al lado del
tipo con el pelo plateado, que Nate había tomado por el difunto marido de Hopp.
Identificó de uno en uno a todos los conocidos. A Bing, fornido y avinagrado
como era en ese momento, aunque tal vez con cinco o seis kilos menos. Rose, aquella
tenía que ser la bella Rose, fresca y joven como la flor que llevaba por nombre, cogida
de la mano del pequeño Peter, guapísimo.
Max, con más pelo y menos barriga, sentado junto a Galloway, ambos a punto
de comer unas enormes tajadas de sandía.
Deb, Harry, ¡Peach con veinticinco quilos menos!, con los brazos entrelazados,
las caderas ladeadas, sonriendo a la cámara.
Volvió a repasarlas, concentrándose en Galloway. Estaba en casi todas las fotos.
Comiendo, bebiendo, charlando, riendo, tocando la guitarra, tumbado en la hierba
con los niños.
Seleccionó las de los hombres. Algunos le eran desconocidos, otros le parecían
demasiado mayores, incluso entonces, para poder emprender aquella difícil escalada
en invierno. Y otros eran demasiado jóvenes.
Pero mientras examinaba cada uno de aquellos rostros, se preguntaba si podía
haber subido al monte con alguno de ellos. ¿Alguno de aquellos hombres que
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estaban de fiesta en aquel día claro y reluciente, que había comido y reído junto a
Patrick Galloway y Max Hawbaker, podía haberlos matado a los dos?
Siguió con otras fotos de personas, grupos, fiestas. Encontró otra Navidad y un
par más de Max con Galloway. De Jacob con ellos, o bien con Ed, Bing, Harry o el
señor Hopp.
Ed Woolcott, aún con bigote y barba, con una burbujeante botella de champán
en la mano, Harry con camisa hawaiana, Max disfrazado por carnaval. Pasó una hora
más mirando fotos antes de guardarlo todo donde lo había encontrado.
Tendría que buscar la forma de confesarle a Meg que había invadido su
intimidad. O conseguir que ella le enseñara las fotos sin que descubriera que las
había visto ya.
Optó por lo último.
Era hora de llevar a los inquietos perros a echar la última carrera. Y ya que él
también estaba bastante impaciente, le pareció un buen momento para practicar con
las raquetas de nieve.
Salieron los tres; los perros, en lugar de salir disparados, le siguieron hasta el
coche, donde tenía las raquetas.
Peter, como paciente preparador, le había enseñado los rudimentos. Seguía
cayéndose de vez en cuando de bruces o boca arriba, y alguna vez también los
zapatos quedaban trabados, pero hacía progresos.
Se ató las raquetas y dio unas zancadas de prueba.
—Aún me siento como un idiota —dijo a los perros confidencialmente—.
Espero que las prácticas de esta noche no salgan de aquí.
Como si quisieran retarlo, los dos salieron corriendo hacia el bosque. Sería una
penosa excursión, pensó Nate mientras se metía la linterna en el bolsillo, aunque
sabía que el ejercicio le ayudaba a combatir la depresión. Y con un poco de suerte, el
cansancio haría que conciliara el sueño y evitaría las pesadillas que probablemente se
disponían a perseguirle.
Las luces de la casa y las estrellas le ayudaron a llegar hasta el extremo de los
árboles. Avanzaba lentamente y con poco garbo. Pero lo consiguió y le alegró
comprobar que no estaba tan cansado como creía.
«Recupero la forma. O eso intento. Sin embargo, sigo hablando solo, aunque eso
no significa nada.»
Levantó la vista para poder ver la aurora boreal y comprobar cómo extendía su
magia. Ahí estaba él, Ignatious Burke de Baltimore, practicando con las raquetas de
nieve en Alaska a la luz de la aurora boreal.
Y casi disfrutando con ello.
Oía que los perros se revolcaban por allí, y soltaban de vez en cuando un
ladrido.
—Os estoy alcanzando, muchachos.
Sacó la linterna.
«Demasiado pronto para los osos —se recordó a sí mismo—. A menos que haya
alguno insomne por esta zona.» Para tranquilizarse, palpó su costado y notó el bulto
del arma reglamentaria bajo la parka.
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Siguió adelante intentando mantener un ritmo constante en lugar de dar los
torpes pasos con los que avanzaba cuando no ponía toda su atención en ello. Los
perros se le acercaron dando saltos a su alrededor; y habría jurado que incluso
sonreían.
—Seguid así y esta noche os quedaréis sin galletas. Vamos, id a lo vuestro; yo
tengo que reflexionar.
Sin perder de vista las luces de la casa a su izquierda, entre los árboles, fue
siguiendo las huellas de los perros. Notaba el olor de la especie de abeto que había
aprendido a identificar y de la nieve.
Le habían dicho que a unos pocos kilómetros, hacia el oeste o hacia el norte, no
se veían ya árboles. No había más que interminables extensiones de hielo y nieve.
Unos parajes que no cruzaba ningún camino.
Pero allí, con el aroma del bosque, no podía imaginarlo. Incluso le costaba creer
que Meg, que guardaba un sexy vestido rojo en el armario y hacía pan cuando estaba
deprimida, se encontraba en aquellos momentos en algún lugar de aquella helada
extensión.
Se preguntó si habría mirado hacia arriba, hacia la aurora boreal, como él. Si
habría pensado en él.
Con la cabeza gacha y el rayo de luz iluminando hacia delante, avanzó a un
ritmo constante y dejó que su mente vagara de nuevo entre las fotos de aquel soleado
día.
¿Cuánto tiempo pasó después de aquella fiesta de verano hasta que Patrick
Galloway murió en el hielo? ¿Seis meses? ¿Siete?
¿Las fotos con los adornos de Navidad correspondían a la última que había
pasado Galloway allí?
¿Alguno de los que sonreía o hacía muecas delante de la cámara fingía, incluso
entonces? ¿O había sido el impulso, la insensatez, una locura momentánea o la furia
lo que había hecho que alguien le clavara el piolet?
Nada de esto podía llevar a dejar a un hombre en aquella cueva todos aquellos
años, donde el hielo y el suelo helado lo habían conservado.
Hacía falta ser calculador. Tenerlos bien puestos.
De la misma forma que hacía falta ser calculador y tenerlos bien puestos para
simular un suicidio.
O quizá sus elucubraciones eran sandeces, y la nota se ajustaba a la realidad.
Un hombre podía ocultar cosas a su esposa, a sus amigos. Podía ocultárselas
incluso a sí mismo. Al menos hasta que la desesperación, la culpabilidad, el temor se
enroscaran en su garganta y acabaran asfixiándole.
¿Acaso él no le daba vueltas a este caso por la misma razón que se encontraba
allí fuera, en la oscuridad, en el frío, andando con torpeza, con unas enormes
raquetas de tenis? Porque necesitaba ser normal de nuevo. Tenía que descubrir quién
había sido él antes de que el mundo se derrumbara y lo enterrara. Necesitaba romper
su propio capullo de hielo y vivir otra vez.
Todo apuntaba hacia el suicidio, pero eso iba contra su instinto. ¿Y cómo podía
fiarse de él después de haberlo dejado tanto tiempo aparcado?
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Hacía casi un año que no trabajaba en un caso de suicidio, ya que en los últimos
meses en el departamento de policía de Baltimore se había limitado a las tareas de
despacho. Y en aquellos momentos quería convertir un suicidio en un homicidio.
¿Por qué? ¿Se sentía más útil así?
Notó el peso que arrastraba cuando recordó cómo había impuesto su opinión a
Coben, las órdenes que había dado a pesar de las dudas que se reflejaban en los ojos
de sus ayudantes. Había invadido la intimidad de Meg sin ninguna razón de peso.
Apenas era capaz de aguantar la rutina del poli que se enfrenta principalmente
a problemas de tráfico y peleas de tres al cuarto... ¿Y de golpe se convertía en el
temible poli que iba a resolver un asesinato que se produjo dieciséis años atrás y a
demostrar que era falso un suicidio que tenía todos los indicios de serlo?
Seguro que sí. Localizaría al asesino sin nombre ni rostro, le sacaría una
confesión y lo entregaría a Coben envuelto con una enorme cinta de color rosa.
«Menudo disparate. Ahora no das ni la talla como poli y crees que...»
Dejó la idea en el aire con la vista fija en la nieve que iluminaba el haz de la
linterna. Y en las huellas que rompían la lisa superficie.
«Qué extraño. Parece que he dado una vuelta completa.»
Tampoco le importaba mucho. Le daba igual vagar sin rumbo toda la noche,
como solía hacer casi todos los días.
«No. —Cerró los ojos y notó un ligero sudor ante el esfuerzo físico que exigía
apartarse de aquel vacío—. No volver ahí. Ese es el disparate. No volver al agujero.»
Tomaría antidepresivos si hacía falta. Practicaría yoga. Levantaría pesas. Lo que
fuera, pero no podía hundirse otra vez. Si volvía a hacerlo, jamás conseguiría
arrastrarse hasta la salida.
De modo que se limitó a respirar, a abrir los ojos, a mirar cómo el vapor salía de
sus labios y desaparecía.
«Sigo de pie», murmuró y fijó otra vez la vista en la nieve.
Huellas de raquetas. Sintió curiosidad; retrocedió y comparó las huellas con las
que tenía delante. Parecían iguales, pero era difícil ver alguna diferencia bajo la luz
de la linterna, teniendo en cuenta que no era un experto en huellas al aire libre.
Sin embargo, estaba casi seguro de que no había descrito un círculo en el
bosque, por tanto no podía estar pisando el camino trazado antes por él en dirección
opuesta.
«Tal vez haya sido Meg —murmuró—. Quizá en algún momento ha hecho lo
que estoy haciendo yo ahora.»
Los perros volvieron, pasaron zumbando por encima de las huellas y siguieron
hacia las luces de la casa. Para tranquilizarse, Nate cambió de dirección, con lo que
estuvo a punto de dar con el trasero en el suelo, y luego siguió otra vez las huellas.
Pero estas no atravesaban el bosque. Se le empezó a hacer un nudo en el
estómago cuando vio que las huellas se detenían; estaba claro que alguien se había
parado para observar entre los árboles la parte trasera de la casa, la bañera en la que
él y Meg se habían sumergido la noche anterior.
De pronto recordó que los perros habían montado un escándalo en el bosque.
Siguió el rastro de estos, retrocediendo. Encontró otras huellas.
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¿Algún alce? ¿Un ciervo? ¿Cómo podía saberlo? Decidió que costara lo que
costase se enteraría.
Vio unos hoyos en la nieve e imaginó que los perros se habían tumbado, habían
rodado por el suelo; siguiendo de nuevo las huellas comprobó que alguien había
permanecido allí, con las piernas ligeramente separadas, como si observara a los
animales.
Al dar la vuelta, se dio cuenta de adónde le llevaba el rastro: a la carretera, a
unos metros de la casa de Meg.
Estaba agotado cuando llegó al final de las huellas. Pero ya sabía qué buscaba.
Alguien se había largado a pie o en algún vehículo por el camino. Había entrado en
el bosque, fuera del campo visual de la casa, y había andado entre los árboles, en
dirección a la casa de Meg.
No podía tratarse de la visita de un vecino ni de alguien en busca de auxilio por
una avería o un accidente. La habían estado vigilando.
¿A qué hora bajaron a tomar el baño caliente la noche anterior? Hacia las diez,
pensó. No podía ser más tarde.
Se quedó junto a la carretera, con los perros a su lado, resoplando en el terreno
cubierto de nieve.
Intentó calcular cuánto tiempo podía llevar volver a la carretera. A él le había
costado más de veinte minutos, pero suponía que podía hacerse con la mitad si se
conocía el terreno. Otros diez para llegar a la casa de Max y coger el arma de la
guantera. Cinco más y ya estaba en el centro.
Tiempo de sobra, pensaba, para entrar por una puerta abierta y redactar una
nota en el ordenador.
Tiempo de sobra para cometer un asesinato.
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Capítulo 16
A Nate no le sorprendió descubrir que Bing Karlovski tenía antecedentes. En su
expediente encontró acusaciones de agresión y lesiones, de agresión, de agresión con
agravantes, resistencia a la autoridad, embriaguez y alborotos.
Elaborar listas, se ocupara o no oficialmente del caso, era un procedimiento
básico. Aunque Patrick Galloway había muerto más o menos cuando Nate aún
estaba aprendiendo a conducir su primer vehículo, un coche de segunda mano, Max
Hawbaker había perdido la vida un día en el que él estaba de guardia.
Por ello anotó el nombre de Bing. Al lado del de Patrick Galloway, apuntó los
delitos menores de consumo de drogas, merodeo, entrada en una propiedad privada.
Siguió sistemáticamente la lista y descubrió que Harry Miner había sido
acusado de desórdenes y atentado contra la propiedad. Ed Woolcott había sido
condenado por un tribunal de menores por conducir bajo los efectos de sustancias
prohibidas. Max había acumulado diversos cargos por entrada en propiedad
privada, desórdenes y posesión de estupefacientes.
John Malmont tenía un expediente abierto por embriaguez y alteración del
orden. Jacob Itu no estaba fichado y Mackie padre tenía en su ficha unas cuantas
detenciones por embriaguez, alteración del orden, agresiones, agresiones con
agravantes y daños contra la propiedad.
Sus ayudantes también pasaron por el tubo, de modo que supo que Otto había
estado implicado en sus años mozos en desórdenes, agresiones y lesiones, aunque se
habían retirado los cargos. Peter, tal como imaginaba, estaba limpio como una
patena.
Elaboró listas, tomó notas, y lo añadió todo a su expediente.
Se ciñó tanto como pudo a las normas. El problema era que no había leído la
novela en la que el protagonista era un jefe de policía de pueblo que llevaba
brillantemente su investigación y pisaba los talones a la policía estatal.
Le pareció prudente, o cuando menos diplomático, filtrar todas las
averiguaciones a través de Coben. Poca importancia tenía, decidió después de colgar
el teléfono, puesto que ninguna de sus preguntas tenía respuesta. Por el momento.
Anchorage era una ciudad, lo que significaba que los trámites burocráticos
dificultaban cualquier avance. Los resultados de la autopsia aún no habían llegado.
Los del laboratorio tampoco.
Poca importancia tenía que el jefe de policía de Lunacy estuviera convencido de
que Maxwell Hawbaker había sido asesinado.
Podía tomar el camino fácil y dejar que aquello le arrastrara hacia abajo. Sabía
que hacía mucho tiempo que lo había tomado. O bien aprovechar que era quien tenía
menos posibilidades y ponerse a la altura de las circunstancias.
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Allí sentado en su despacho, con la nieve que caía con suavidad pero
incansablemente ante su ventana, veía pocas posibilidades de ponerse realmente a la
altura de las circunstancias.
Disponía de pocos recursos, por no decir ninguno, de poca o nula autonomía,
de unos ayudantes que estaban más verdes que la hierba en primavera y de unas
pistas que apuntaban directamente al suicidio.
Lo que no significaba que se encontrara imposibilitado, se recordó a sí mismo.
Se levantó para dar unos pasos y echar un vistazo al tablero del caso. Miró fijamente
los ojos cristalinos de Patrick Galloway.
—Tú sabes quién lo hizo —murmuró—. Veamos qué puedes decirme.
Investigaciones paralelas, decidió. Ese era el camino que debía tomar. Como si
él y Coben llevaran investigaciones distintas que transcurrieran por los mismos
cauces.
En lugar de asomar la cabeza por la puerta, volvió a su escritorio y utilizó el
interfono.
—Peach, llame al Lodge y dígale a Charlene que quiero hablar con ella.
—¿Le digo que pase por aquí?
—Sí, dígale que pase.
—Es la hora del desayuno y Charlene ha mandado a Rose a casa. Ken cree que
el bebé puede llegar antes de lo previsto.
—Dígale que venga cuanto antes, no la entretendré mucho.
—De acuerdo, Nate, pero creo que sería más fácil que fuera usted...
—¡Peach! Quiero que esté aquí antes de la hora de comer. ¿Entendido?
—Está bien, está bien. No hace falta que se ponga así.
—Y avíseme cuando regrese Peter. También tengo que hablar con él.
—Está usted muy hablador hoy.
Peach cortó la comunicación antes del siguiente comentario de Nate.
Pensó que ojalá hubiera conseguido mejores imágenes de las huellas en la
nieve. Para cuando volvió al pueblo, recogió la cámara fotográfica y regresó a casa de
Meg, había nevado otra vez. No sabía qué sugerirían un montón de huellas de
raquetas de nieve, por lo que vaciló antes de colgar las fotos en el tablero.
De todas formas, para bien o para mal era el tablero de «su» caso.
Daba pasos vacilantes en la oscuridad, al igual que había hecho en el bosque la
noche anterior. Pero sabía que si se sigue avanzando siempre se llega a alguna parte.
Cogió unas chinchetas y clavó las fotos.
—Jefe Burke. —Por lo visto Peach había captado el mensaje; Nate la oyó por el
interfono y utilizaba de nuevo el tono formal—. Ha venido el juez Royce y desea
hablar con usted, si tiene un momento.
—Por supuesto. —Cogió la manta a cuadros que había puesto a modo de
cortina junto al tablero—. Hágalo pasar —dijo mientras dejaba caer la tela roja y
negra por encima del corcho.
El juez Royce era casi calvo, pero conservaba un mechón de pelo blanco y largo
que rodeaba su coronilla. Llevaba unas gafas de culo de botella sujetas a una nariz
afilada y curva como un gancho de carnicero. Tenía una complexión que las personas
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educadas calificarían de oronda, con el pecho ancho y una barriga voluminosa. A los
setenta y nueve años, su voz retumbaba con la misma fuerza que lo había hecho
durante las décadas en que había presidido el tribunal.
El grueso pantalón de pana de color de estiércol hacía frufrú con el movimiento
de las piernas del juez. Completaba su indumentaria con una chaqueta, también de
pana, sobre una camisa de color tostado. Además de un aro, absolutamente fuera de
lugar, que lucía en la oreja derecha.
—¿Un café, juez?
—No diré que no. —Se sentó en una silla y soltó un pesado suspiro—. Menudo
embrollo le ha caído encima.
—Más bien les ha caído encima a las autoridades estatales.
—Ya. Joder a quien le jode a uno, ¿verdad? Dos de azúcar en el café. Sin leche.
Carrie Hawbaker fue a verme anoche.
—Está pasando un mal momento.
—El marido acaba con una bala en el cerebro; sí, puede decirse que es un mal
momento. ¿No te fastidia?
Nate le ofreció el café.
—No fui yo quien le metió la bala en el cerebro.
—No, ya lo imagino. Pero a una mujer en la situación de Carrie no le importa
matar al mensajero. Quiere que utilice mi influencia para quitarle el cargo y, si es
posible, facturarle lejos de aquí.
Nate centró la vista en su taza.
—¿Tanta influencia tiene usted?
—Podría tenerla. Si insistiera. He estado aquí veintiséis años. Podría decirse que
he sido de los primeros lunáticos de Lunacy. —Sopló sobre la superficie humeante
del café y luego tomó un sorbo—. Ni una sola vez en mi vida un poli me ha ofrecido
un café decente.
—Ni a mí. ¿Ha venido a pedirme que renuncie al cargo?
—Soy un cascarrabias. Como cualquiera que llega a los ochenta, por eso estoy
practicando. Pero no soy tonto. No es culpa suya que Max haya muerto, pobre
desgraciado. Ni tampoco lo es que se encontrara una nota en su ordenador que
afirmaba que él había matado a Pat Galloway.
Sus ojos se veían muy vivos tras los gruesos cristales mientras miraba a Nate,
asintiendo.
—Sí, me lo ha dicho ella, y está intentando convencerse a sí misma de que lo ha
tramado usted para poder atar cabos. Se le pasará. Es una mujer sensata.
—¿Y por qué me cuenta eso?
—Es probable que le cueste un poco recordar cómo ser sensata. Mientras tanto,
puede que intente complicarle la vida. Probablemente la ayudará a sobrellevar la
pena. Voy a fumarme este puro. —Sacó uno bastante grande del bolsillo de la
camisa—. Puede multarme en cuanto lo haya encendido si le da la gana.
Nate abrió uno de los cajones de su escritorio y vació el contenido de una caja
de chinchetas. Se levantó, se acercó al juez y se la entregó para que la utilizara de
cenicero.
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—¿Conocía usted a Galloway?
—Claro. —El juez aspiró el humo para avivar el puro y el aire se impregnó con
aquel ligero hedor—. Y me caía bien. Caía bien en general. No a todo el mundo,
como ha visto. —Echó un vistazo a la manta-cortina—. ¿Tiene el tablón debajo?
Nate no respondió; el juez dio una calada, tomó un sorbo de café, otra calada y
otro sorbo.
—Fui juez en el tribunal federal en la prehistoria. Presidí juicios con toga. Por
consiguiente, a menos que crea que escalé el Sin Nombre con más de sesenta años y
acabé con la vida de un hombre a quien doblaba la edad, creo que debería tacharme
de su lista de sospechosos.
Nate se apoyó en el respaldo.
—He visto que en su expediente hay un par de cargos por agresión.
Royce frunció los labios.
—Veo que no ha perdido el tiempo. Pero, un hombre que haya vivido tanto
tiempo como yo en un lugar como este y no se haya metido en ningún lío no sería
demasiado interesante.
—Tal vez tenga razón. Un hombre que haya vivido aquí tanto tiempo como
usted también podría haber practicado la escalada si se lo hubiera propuesto. Y
clavar un piolet a un hombre desarmado; no hay edad que lo impida. En teoría.
Royce soltó una risita alrededor del puro.
—Me ha pillado. Me gusta cazar y en alguna ocasión había salido con Pat, pero
no hago escalada. Nunca lo he hecho. Si pregunta por ahí, cualquiera se lo
confirmará.
«Una vez habría sido suficiente», pensó Nate, pero se guardó el comentario.
—¿Quién lo hacía? ¿Quién escalaba con él? —preguntó.
—Max, recuerdo, la primera temporada que estuvo aquí. Ed, probablemente y
Hopp, los dos en una o dos ocasiones, pero solo en salidas fáciles, de verano, diría
yo. Harry y Deb. A los dos les gusta la montaña. Bing también ha hecho escalada en
varias ocasiones. Jacob y Pat escalaban a menudo, y también salían de excursión y de
acampada... A veces trabajaban en equipo como guías, cobrando. Demonios, la mitad
de los habitantes de Lunacy se ha enfrentado con la montaña en un momento u otro.
Y muchos otros que han vivido aquí y se han marchado. Por lo que dicen, era un
buen escalador. En parte, se ganaba la vida llevando a grupos a la montaña.
—Una escalada en invierno. ¿Quién de por aquí habría sido capaz de escalar en
invierno?
—De lo que hay que ser capaz es de desafiar a los elementos. —Dio otra calada
y siguió con el café—. ¿Me va a enseñar el tablón?
Como no había una razón clara para negarse a ello, Nate se levantó y apartó la
manta. El juez se quedó un momento inmóvil, arrugando los labios. Luego la mole
abandonó la silla para verlo mejor.
—La mayoría de las veces la muerte se ceba en la juventud. No podemos
librarnos de ello. Era un hombre con posibilidades. Había malgastado muchas, pero
todavía podía hacer algo. Tenía al lado una bella y ambiciosa mujer, una hija lista y
encantadora. Tenía cerebro, tenía talento. Lástima que le gustara hacerse el rebelde y
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jodiera la marrana. Una persona tiene que acercarse mucho a otra para hundirle un
piolet en el pecho de esta manera, ¿verdad?
—Eso me parece.
—Pat no era un pendenciero. Paz, amor y rock and roll. Es usted demasiado
joven para saber cómo era aquella época, pero Pat fue de los que se lanzaron a todas
estas chorradas. Haz el amor y no la guerra, las flores en el pelo y un filtro para el
canuto en el bolsillo. —El juez hizo una mueca de desdén—. Con todo, lo veo ahí de
pie citando a Dylan o a quien fuera cuando alguien se le plantó delante con un piolet.
—Quizá lo conocía, confió en él, no le tomó en serio. Hay un montón de
posibilidades.
—Y Max es una de ellas. —El juez movió la cabeza y miró atentamente las fotos
de Max Hawbaker—. No lo habría imaginado nunca. Y eso que a mi edad pocas
cosas me sorprenden, pero de Max no lo habría pensado. Físicamente, Pat podía
haberlo tumbado de un manotazo como si de una mosca se tratara. Algo que ya ha
pensado usted —añadió el juez un momento después.
—Pero no es tan fácil tumbar una mosca que dispone de una arma mortífera.
—Cierto. Max tenía suficiente capacidad para la escalada, pero me pregunto si
sería capaz de bajar la montaña, en febrero, sin la ayuda de alguien tan diestro como
Pat. No sé cómo pudo establecerse aquí luego, casarse con Carrie y criar a sus hijos,
sabiendo que Pat seguía ahí arriba, que él era el culpable del asesinato.
—Se ha dicho que no podía seguir viviendo con ello.
—Resulta bastante práctico. Por azar aparece el cadáver de Pat y unos días
después Max confiesa y se suicida. Eso no explica nada, no aclara nada. Lo hice yo, lo
siento. Pum.
—Práctico —aceptó Nate.
—Pero usted no se lo traga.
—De momento no.
Cuando se marchó el juez, Nate tomó más notas. Tenía que hablar con algunas
personas más; entre ellas la alcaldesa, el primer teniente de alcalde y algunos de los
ciudadanos más prominentes.
Escribió «piloto» en el bloc y trazó un círculo alrededor de la palabra.
Por lo que habían dicho, Galloway se había marchado a Anchorage a buscar
trabajo para el invierno. ¿Habría encontrado alguno?
Si Galloway había jugado limpio con Charlene y tenía la intención de volver
unas semanas más tarde, habría que situar el asesinato en febrero.
No había mucho donde agarrarse, pero siguiendo esta teoría, sería posible, con
el tiempo y el trabajo de campo, comprobar si Max había estado fuera de Lunacy en
aquel entonces.
De ser así, ¿con qué objetivo? ¿Se había ido solo? ¿Cuánto tiempo había estado
fuera? ¿Había vuelto solo o acompañado?
Tendría que buscar las respuestas en los recuerdos de Carrie. Aunque de
momento no estaría muy dispuesta a colaborar. Tal vez hablara con Coben, pero
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suponiendo que el forense estableciera que había sido un suicidio, ¿se tomaría la
molestia de seguir?
Llamaron a la puerta; en el momento en que Nate se levantaba para cubrir de
nuevo el tablón entró Peter.
—¿Quería verme?
—Sí. Cierre la puerta. Una pregunta.
—Sí, jefe.
—¿Conoce alguna razón que pueda explicar que alguien anduviera con
raquetas a oscuras por el bosque cerca de la casa de Meg?
—¿Cómo dice?
—Es una suposición, pero yo diría que poca gente saldría a dar una vuelta por
el bosque con raquetas porque sí.
—Algunos lo harían, supongo yo, en caso de que tuvieran que ir a ver a
alguien, no pudieran dormir o algo así. Pero no lo entiendo.
Nate señaló el tablón.
—Anoche encontré estas huellas cuando estaba en el bosque practicando,
mientras los perros echaban una última carrera. Los seguí desde la carretera, a unos
cincuenta metros de la casa de Meg, hasta el confín del bosque por la parte de atrás
de esta.
—¿Seguro que las huellas no eran suyas?
—Seguro.
—¿Y cómo sabe que se hicieron de noche? Alguien podría haber salido a dar
una vuelta en cualquier momento. Para cazar o pasear por el lago.
«Buena reflexión», admitió Nate.
—Meg y yo estábamos ahí fuera la noche en que Max murió. Tomamos un baño
caliente.
Peter desvió la vista hacia la pared, discretamente, y se aclaró la voz.
—Bueno...
—Mientras estábamos allí, los perros se pusieron nerviosos y se metieron en el
bosque. Ladraban como si hubieran olfateado algo, se alejaron tanto que Meg estuvo
a punto de llamarlos, pero luego se calmaron. Y ahora, antes de que me responda que
tal vez hicieron que una ardilla subiera a un árbol o que persiguieron a un alce, le
diré que descubrí un lugar en el que parecía que se habían revolcado en la nieve, y
unas huellas de las raquetas indicaban que quien las llevaba se había detenido allí.
No me las doy de Daniel Boone, Peter, pero puedo seguir un rastro.
Iba dando golpecitos con el dedo en las fotos.
—Alguien entró en el bosque, lo suficientemente lejos de la casa de Meg como
para no ser visto. Luego avanzó más o menos en línea recta, como habría hecho una
persona que conociera la propiedad, hacia la parte trasera de la casa. El
comportamiento de los perros indica que reconocieron a la persona y la consideraron
amiga. Esta persona se detuvo luego en el borde del bosque.
—Suponiendo que yo, ejem... hubiera salido a dar una vuelta y le hubiera visto
a usted con Meg... dándose un chapuzón en la bañera fuera, es probable que no me
atreviera a saludar. Casi seguro que habría retrocedido, con la esperanza de que no
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me hubieran visto. De lo contrario, me habría sentido violento.
—Para no sentirse violento bastaba con no andar a escondidas por los
alrededores de la casa de Meg de noche.
—Tiene razón. —Peter observó las imágenes y se mordió el labio inferior—.
Podía tratarse de alguien que pusiera trampas o fuera a revisarlas. Es cierto que la
zona es propiedad de Meg, pero tal vez fuera un cazador furtivo. Y ella podría temer
que los perros quedaran atrapados. Seguro que tenía la música puesta.
—Sí, la tenía.
—Así que alguien podía acercarse a la casa solo para echar un vistazo, sobre
todo si era alguien que estaba revisando unas trampas.
—Sí. —Era algo razonable—. ¿Y si usted y Otto dieran una vuelta por allí a ver
si encuentran alguna trampa? En caso de que haya alguna, quisiera saber quién la
puso. No me gustaría que hirieran a los perros.
—Iremos ahora mismo. —Echó un último vistazo al tablón. Podía estar verde,
pero era rápido—. ¿Cree que alguien la espiaba? ¿Alguien implicado en todo esto?
—Creo que vale la pena descubrirlo.
—Rock y Bull no dejarían que nadie hiciera daño a Meg. Aunque creyeran que
esa persona era un amigo, piense que atacarían a cualquiera que diera un paso
amenazador hacia ella.
—Es bueno saberlo. Téngame al corriente de lo de las trampas, encuentren lo
que encuentren, en cuanto pueda.
—Ah, jefe... Creo que debe saber que Carrie Hawbaker ha hecho un montón de
llamadas, ha hablado con mucha gente. Dice que usted quiere difamar a Max para
darse importancia. La gente sabe que ahora mismo está muy afectada y furiosa, pero
algunos, sobre todo los que no vieron con buenos ojos que trajeran a alguien de
fuera, le dan vueltas al asunto.
—Sabré llevarlo, pero le agradezco que esté alerta.
Los oscuros ojos del joven mostraban preocupación y también cierto enojo.
—Si supieran cuánto trabaja usted para descubrir la verdad, seguro que se
tranquilizarían.
—De momento, centrémonos en nuestra tarea, Peter. Los polis nunca ganan
concursos de popularidad.
Y tampoco lo ganaría con Charlene, pensó Nate cuando la vio entrar una hora
después en su despacho hecha un basilisco.
—Estoy hasta aquí de trabajo en el Lodge —empezó—. Rose no está ni para
servir mesas ni para hacer nada. Y sólo me faltaba que me hiciera usted venir aquí
como si fuera una delincuente cualquiera. Estoy de luto, maldita sea, y usted debería
mostrar un poco de respeto.
—No sabe cuánto la respeto, Charlene. Si le sirve de algo, no hace falta que me
arregle la habitación hasta que las cosas vuelvan a su cauce. Puedo hacerlo yo solo.
—De poca ayuda me sería; tengo a medio pueblo husmeando por allí, a ver si se
enteran de algo sobre Pat o sobre la pobre Carrie. ¿Usted cree que esa mujer sufre
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más que yo solo porque Max se quitó la vida?
—No creo que se trate de una competición.
Charlene echó la cabeza para atrás y levantó la barbilla. Nate pensó que iba a
pegar un golpe con el pie, pero solo cruzó los brazos.
—Si sigue en este tono creo que no tengo nada más que decirle. No crea que
voy a tolerar esta actitud solo porque se beneficie a Meg.
—Más le vale sentarse y cerrar la boca.
Los labios de Charlene se abrieron como accionados por un resorte y las mejillas
se le encendieron.
—Pero ¿usted qué se ha creído?
—Que soy el jefe de policía y que si no deja de dar la lata y colabora tendré que
encerrarla en el calabozo hasta que entre en razón.
Aquella boca, pintada en un tono coral caribeño, se abría y se cerraba como la
de un pez.
—No puede hacer eso.
Tal vez no, pensó Nate, pero el menos la asustaría un poco.
—¿Qué quiere, enfurruñarse y hacerse la ofendida? Conmigo no le servirá. ¿O
prefiere hacer algo positivo y ayudarme a encontrar a quien mató al hombre que
usted dice que amaba?
—¡Lo amaba, estúpido egoísta! —Se dejó caer sobre una silla y se echó a llorar.
Nate estuvo cinco segundos intentando decidir cómo actuar. Salió, fue a buscar
la caja de pañuelos de papel que Peach guardaba en su mesa e hizo caso omiso a los
ojos abiertos de par en par de su auxiliar. Volvió a su despacho y puso la caja en las
rodillas de Charlene.
—Adelante, desahóguese. Luego séquese los ojos, tranquilícese y responda a
unas preguntas.
—No sé por qué tiene que tratarme tan mal. Si ha hecho lo mismo con Carrie no
me extraña que hable mal de usted. Ojalá no hubiera venido a Lunacy.
—Le aseguro que cuando encuentre al hombre que mató a Patrick Galloway no
será la única persona que piense así.
Al oír esas palabras, Charlene levantó los ojos.
—Ni siquiera se encarga del caso.
—Me encargo de este despacho y de esta población. —Le resultaba agradable el
enojo que sentía en su interior. Savia de policía, identificó. Casi había olvidado que
existía—. Y en este preciso momento me encargo de usted. ¿Salió solo de aquí Pat
Galloway?
—Usted no es más que un matón. Un...
—Responda a la maldita pregunta.
—¡Sí! Preparó la bolsa, la metió en la camioneta y se marchó. Nunca más supe
de él. Crié sola a nuestra hija, y ni en una sola ocasión me ha agradecido...
—¿Sabe si tenía planes de encontrarse con alguien?
—No sé. No lo dijo. Decía que iba a buscar trabajo. Estábamos a dos velas.
Estaba cansada de vivir con una mano delante y la otra detrás. Su familia tenía
dinero, pero él jamás se planteó...
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—¿Cuánto tiempo tenía previsto estar fuera, Charlene?
Ella suspiró, empezó a hacer trizas el pañuelo mojado. Nate pensó que estaba
sosegándose un poco.
—Un par de semanas, quizá un mes.
—No la llamó, no estableció contacto.
—No, y eso también me tenía desquiciada. Debía haber llamado al cabo de una
semana o quince días para contarme qué ocurría.
—¿Intentó usted ponerse en contacto con él?
—¿Cómo? —preguntó Charlene, con las lágrimas ya secas—. Le di la lata a
Jacob. Pat siempre hablaba más con él que conmigo, pero me dijo que no sabía dónde
estaba. ¡Quién me aseguraba que no lo estaba encubriendo!
—¿Por aquella época, Jacob se dedicaba a llevar la avioneta?
—¿Qué quiere decir?
—Si hacía vuelos regulares, como Meg ahora. —En vista de que su única
respuesta fue encogerse de hombros, Nate siguió insistiendo—. ¿Estuvo él, o alguien
que usted conozca, fuera de aquí durante una semana o diez días en febrero de aquel
año?
—¿Cómo puñeta cree que puedo saberlo? No controlo a la gente, y además
hablamos de dieciséis años atrás. Se cumplen este mes —añadió.
Nate se dio cuenta de que a Charlene se le acababa de ocurrir que en cierto
modo era un aniversario.
—Hace dieciséis años Pat Galloway desapareció. Seguro que si lo intenta
recordará un montón de detalles sobre aquellas semanas.
—Intentaba pagar el alquiler, como casi siempre. Tuve que pedir más horas de
trabajo a Karl en el Lodge. Me preocupaba mucho más mi situación que lo que podía
ocurrirle al resto del mundo. —Se apoyó en el respaldo y cerró los ojos—. No sé.
Jacob se fue aproximadamente por aquellos mismos días. Me acuerdo porque pasó a
ver a Pat el día en que él se marchaba y le dijo que de haber sabido que se iba le
habría llevado a Anchorage. Tenía que acompañar hasta allí a Max y a un par más,
creo. A Harry. Creo que Harry aprovechó el viaje a Anchorage para buscar un nuevo
proveedor. Claro que también podía ser el año siguiente, o el anterior. No estoy
segura, pero diría que fue entonces.
—Está bien. —Tomó las notas pertinentes en su bloc amarillo de reglamento—.
¿Alguien más?
—Fue un invierno largo. Duro y largo. Por eso yo quería que Pat encontrara
algún trabajo. Esto estaba muerto; los turistas no podían llegar. El Lodge estaba casi
vacío y Karl me dio más trabajo para echarme una mano. Era un hombre muy
considerado; siempre procuraba que no me faltara nada. Algunos salían a cazar,
otros pasaban el invierno escondidos a la espera de la primavera. Max intentaba
sacar adelante la revista; continuamente buscaba anunciantes, y no dejaba a nadie
tranquilo en su afán de conseguir alguna historia. Por aquel entonces nadie le tomaba
en serio.
—¿Estuvo aquí todo el mes?
—No lo sé. Pregúnteselo a Carrie; por aquel tiempo lo perseguía como un galgo
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a un conejo. ¿Por qué lo quiere saber?
—Porque me encargo de este despacho, de esta población, de usted.
—Si ni siquiera conocía a Pat... Puede que sea verdad lo que dicen. Usted solo
quiere causar un gran revuelo y darse publicidad antes de volver al lugar de donde
ha venido.
—Ahora soy de aquí.
Nat se encargó de otros asuntos, entre ellos un fuego en una chimenea de una
casa y una queja contra los hermanos Mackie, que habían bloqueado la calzada con
un Jeep Cherokee que había dado una vuelta de campana.
—¡Como si lo hubiéramos hecho adrede! —Jim Mackie permanecía de pie bajo
la espesa cortina de nieve, rascándose la barbilla y frunciendo el ceño ante el jeep
volcado—. Lo conseguimos barato y lo llevábamos a casa para arreglarle el motor,
pintarlo y venderlo otra vez.
—Eso si no decidimos quedárnoslo —intervino su hermano—, engancharle una
cuchilla y hacerle la competencia a Bing.
Nate permanecía bajo la nieve y el riguroso frío observando aquel destrozo.
—¿No tenéis algún vehículo para arrastrarlo, una barra para remolcarlo o una
grúa? ¿De verdad que pensabais tirar de este cacharro treinta kilómetros con un par
de cadenas oxidadas colocadas en vuestra camioneta con... ¿qué es esto?... ¿alambre?
—Funcionaba —Bill arrugó la frente— hasta que tropezamos con el surco ese y
el jeep se dio la vuelta como un perro que se hace el muerto. De verdad, funcionaba.
—Estábamos pensando cómo ponerlo de pie otra vez. No sé por qué a todo el
mundo le ha entrado el pánico.
Nate oyó el aullido de lo que debía de ser un lobo, inquietante y salvaje en la
espectral oscuridad. Aquello le recordó que se encontraba en una carretera rural
cubierta de nieve, cerca de la Alaska interior, con un par de atontados.
—Estáis interrumpiendo la circulación y obstruyendo el paso de la máquina
quitanieves, que tiene que limpiar las carreteras para aquellos que tienen juicio
suficiente para conducir de forma responsable. Si esto hubiera sucedido a siete
kilómetros en la otra dirección, habríais impedido el trabajo de los bomberos. Bing
pondrá este vehículo de pie y lo remolcará hasta vuestra casa. Tendréis que pagarle
la tarifa habitual...
—¿Al cabrón ese?
—Y la multa por remolcar un vehículo sin el equipo y la señalización
apropiados.
Bill tenía una expresión tan apenada que Nate pensó que de un momento a otro
se echaría a llorar.
—¿Cómo se supone que haremos negocio con esto si usted nos multa y encima
nos obliga a pagar lo que diga ese agarrado de Bing?
—Sí, la vida es dura —contestó Nate.
—¡No hay derecho! —Jim pegó una patada al gastado neumático trasero del
jeep—. Y parecía tan buena idea... —Luego añadió con una risita—: Pero lo
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dejaremos impecable. Quizá nos lo compre usted para la policía. Se le puede
enganchar una cuchilla por poca pasta. Y resultará útil.
—Eso habrá que planteárselo a la alcaldesa. Ahora vamos a despejar la
carretera.
Tuvieron que intervenir Bing, Pargo, su ayudante, los dos Mackie y Nate para
quitar el jeep de en medio. Cuando terminaron y Bing ya remolcaba el vehículo, Nate
intentó quitarse problemas de encima.
—¿Cuánto os ha costado?
—Dos mil. —A Bill le brillaron los ojos—. A toca teja.
Calculó, aproximadamente, lo que podría costar ponerlo en la carretera y lo que
Bing les cobraría por remolcarlo.
—De momento lo dejaremos en una advertencia. Pero la próxima vez que
decidáis haceros empresarios, buscad una barra de remolque.
—¡Usted sí que es legal, jefe! —Los dos Mackie le dieron unos golpes en la
espalda que por poco lo hicieron caer de narices al suelo—. Es un coñazo tener que
aguantar a la poli, pero usted es legal.
—Muy agradecido.
Recorrió la corta distancia que lo separaba del centro y paró en seco al ver que
David ayudaba a salir a Rose de la camioneta delante del ambulatorio.
—¿Algún problema? —les dijo.
—Llega el bebé —le respondió David a gritos.
Nate corrió a coger a Rose por el otro brazo. La muchacha seguía con las lentas
y acompasadas respiraciones, pero le sonrió con sus ojos de color chocolate.
—Todo va bien. Ningún problema. —Se apoyó en su esposo mientras Nate
abría la puerta—. No he querido ir al hospital de Anchorage. Prefiero que el doctor
Ken me asista en el parto. Todo está perfecto.
—Mi madre se ha quedado con Jesse —le dijo David.
A Nate le pareció que estaba algo pálido. Supuso que él también lo estaba.
—¿Quieren que me quede, que haga algo? —«Por favor, responded que no»—.
¿Que llame a alguien?
—Mi madre viene para acá. —Rose dejó que David la ayudara a quitarse el
abrigo—. En la última revisión, el doctor dijo que podía venir de un momento a otro.
Parece que tenía razón. Cada cuatro minutos —dijo a Joanna, que se acercaba
corriendo—. Regulares e intensas. Hará unos veinte minutos que he roto aguas.
Aquello, pensó Nate, era todo lo que un hombre, incluso uno con placa,
necesitaba oír.
—Les dejaré con lo suyo. —Cogió el abrigo de Rose, que David tenía en la
mano, y lo colgó—. Cualquier cosa... me llaman. Peter ha salido a un recado, pero
puedo llamarle si hace falta.
—Muchas gracias.
Desaparecieron al fondo para seguir con todo lo que Nate no quería ni
plantearse. Su teléfono sonó.
—Burke, diga.
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—¿Jefe? Soy Peter. No hemos encontrado ninguna trampa. Si quiere, ampliamos
la búsqueda, ejem, ensanchamos el perímetro.
—No, con eso basta. Pueden volver. Su hermana está a punto de hacerle tío otra
vez.
—¿Rose? ¿Ahora? ¿Está bien? ¿Está...?
—Yo la he visto bien. Está en el ambulatorio. La acompaña David. La madre de
él se ha quedado con Jesse y la de usted iba hacia el ambulatorio.
—Yo haré lo mismo.
Nate guardó otra vez el teléfono en el bolsillo. Tal vez lo mejor sería quedarse
allí, al menos hasta que llegara algún otro familiar. La sala de espera del ambulatorio
era un lugar tan bueno como otro cualquiera para reflexionar sobre aquellas malditas
huellas en la nieve.
Y sobre lo que le diría a Meg cuando volviera a Lunacy.
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Capítulo 17
Era una niña, una niña de cuatro kilos y pico, con sus correspondientes dedos
en las manos y los pies y una buena mata de pelo negro. Se llamaría Willow Louise y
era un encanto. La información procedía de Peter, que llegó a la comisaría cuatro
horas después de pasar por el ambulatorio.
Como sabía cuál era su trabajo, Nate se acercó a La Tienda de la Esquina a
comprar unos puros. Ya que se encontraba allí, buscó una sólida carpeta, vio una de
cinco anillas de color caqui, aunque la habría preferido negra, y la compró; cargó el
importe a la cuenta del departamento de policía de Lunacy.
Allí guardaría sus notas, las copias de todos los informes y las fotos. Sería su
archivo para el caso de asesinato.
Entregó con cierta prosopopeya un puro a Peter, a Otto y a Peach, que lo recibió
con expresión divertida. El gesto disipó un poco la frialdad con que ella le había
mirado toda la mañana, desde que Nate le habló con brusquedad.
Tras darle unas cuantas palmaditas en la espalda y aguantar algunas nubes de
aquel apestoso humo, concedió el día libre a Peter.
Nate se refugió de nuevo en su despacho y pasó un buen rato con la
taladradora y la fotocopiadora. Puso en orden su archivo. Aquello y el tablero le
proporcionaban una base concreta. Trabajo policial. Su trabajo.
Se propuso pasar el resto del día agobiando a los de Anchorage con llamadas,
pero apareció Peach. La mujer cerró la puerta, se sentó y entrelazó las manos en su
regazo.
—¿Algún problema?
—¿Usted cree que esas huellas halladas cerca de la casa de Meg son algo que
debe preocuparnos?
—Pues...
—Ya que usted no lo ha hecho, me lo ha comentado Otto.
—Yo... ejem...
—Si me comentara lo que pasa por aquí, no estaría de mal humor.
—De acuerdo, señora.
Al oír esto, a Peach le temblaron los labios.
—Y no crea que no lo he calado, Ignatious. Habla en tono agradable cuando
quiere cambiar de tema o dar a entender que trata a la gente con amabilidad cuando
no es verdad.
—¡De acuerdo! Solo pensé que valía la pena comprobarlo.
—¿Y quizá no se lo comenta a su administrativa porque cree que no es lo
suficientemente lista para enterarse de que pasa todo el tiempo libre pegado a Megan
Galloway?
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—No. —Observándola, tamborileó sobre el extremo derecho del archivo y
luego sobre el izquierdo—. Pero podría ser que no quisiera hablar de ello con la
mujer que me trae los bollitos por la mañana. Porque quizá se haría una idea
equivocada.
—¿Y Peter y Otto, no?
—Son hombres. En general, los hombres tienen una idea muy clara sobre lo de...
pegarse a alguien, de forma que sobraba cualquier comentario. Siento haber sido
brusco con usted esta mañana y también haber mantenido a mi apreciada y
respetada administrativa fuera del asunto.
—Lo que tiene usted es mucha labia —dijo ella un momento después—. ¿Le
preocupa Meg?
—Me pregunto qué podía querer alguien que la vigilaba.
—Ella será la primera en decirle que sabe cuidarse sola, que siempre ha sabido
hacerlo. Pero yo creo que a una mujer no le va nada mal tener a un hombre que se
ocupe de ella. La gente de por aquí no tiene malas intenciones. Pegan cuatro
puñetazos de vez en cuando y chismorrean un poco, nada más. Pero en este lugar te
sientes seguro porque sabes que si de verdad surge un problema, alguien te echará
una mano.
Se quitó el lápiz del moño y lo hizo girar entre sus dedos.
—Y de repente ocurre esto y te preguntas si la seguridad no era más que una
ilusión. La gente se hace mala sangre. Se asusta y se pone nerviosa.
—Y buena parte de esta gente dispone de armas y se siente dueña de su
territorio —añadió Nate.
—Y está un poco pirada —añadió ella con un gesto de asentimiento—. Hay que
andar con cuidado.
—¿En quién confiaba tanto Max para permitir que se le acercara hasta ese
punto, Peach? ¿Hasta el punto de que pudiera meterle una bala en la cabeza?
Ella siguió jugando con el lápiz y luego volvió a ponérselo en el moño con gesto
decidido.
—No permitirá que esto quede como un suicidio.
—No permitiré que esto quede como lo que no es.
Peach soltó un par de suspiros.
—Lo malo es que no se me ocurre nadie en quien él no habría confiado. Lo
mismo me ocurre a mí y prácticamente a todos los habitantes de Lunacy. Somos una
comunidad. Podemos discutir, discrepar y pegarnos alguna patada en el culo, pero
seguimos siendo una comunidad. Lo que más se asemeja a una familia.
—Planteémoslo así. ¿Con quién debió de ir de escalada Max en la época en que
desapareció Galloway, una persona en la que siguiera confiando ahora?
—¡Santo cielo! —Peach lo miró fijamente y apoyó un puño sobre el corazón—.
Me asusta usted. Planteado así, me obliga a pensar que uno de mis vecinos, uno de
mis amigos, podría ser un asesino que actúa a sangre fría.
—No sé si tan fría.
«Pero la de usted sí lo es —se dijo ella—. En esta cuestión es helada.»
—Bing, Jacob, Harry o Deb. ¡Dios mío! ¡Ah! Hopp o Ed, aunque Hopp nunca
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fue una gran aficionada a la escalada. Mackie padre, el borracho de Mike, si hubiera
estado sobrio. Incluso el profesor participó en un par de ascensos. Excursiones cortas,
de verano, que yo sepa.
—John siempre tuvo debilidad por Charlene.
—Dios del cielo, Nate.
—Simplemente estoy haciendo una composición de lugar, Peach.
—Supongo. Al menos por lo que yo recuerdo. Aunque ella también lo miraba...
es decir, igual que hacía con cualquier hombre cuando vivía con Pat. Luego se casó
con Karl Hidel; unos seis meses después de la desaparición de Pat. Todo el mundo
sabía, incluido el viejo Hidel, que se casaba con él por su dinero, por el Lodge, pero
se portó bien con él.
—Entendido.
La mirada de Peach se desvió un instante hacia el tablón.
—¿Cómo voy a mirar a la cara a toda esta gente a partir de ahora?
—Inconvenientes de ser poli.
Se quedó impresionada, y también algo apesadumbrada al oír que la llamaban
poli.
—Será eso. —Se levantó y se colocó bien el jersey rojo con una tira de corazones
de San Valentín de color rosa—. Que quede claro que Meg me cae muy bien y es una
muchacha a la que aprecio y respeto mucho, pero como a usted también le aprecio y
le respeto mucho tengo que avisarle. Espero que ella no le destroce el corazón.
—Tomo nota.
Nate esperó a que se fuera para girar en su silla y observar la nieve. Unas
semanas antes, habría jurado que ya no le quedaba corazón para que alguien pudiera
romperlo. Ahora no sabía si le alegraba o le fastidiaba descubrir que sí lo tenía.
«¿Recuperación? —se preguntó—. ¿O estupidez?» Puede que fueran lo mismo.
Hizo girar de nuevo la silla y empezó a hacer las llamadas.
Meg no volvió aquella noche. Nate la pasó en casa de ella con los perros. Se
quitó de encima la decepción y el enojo, que había ido en aumento, en la sala de
pesas. Por la mañana, cuando la nevada se había convertido en una fina llovizna,
volvió a Lunacy, a su trabajo.
Meg no se había puesto en contacto con él deliberadamente. Era una falta de
consideración por su parte, admitió cuando se instaló de nuevo en la cabina en el
aeropuerto de Anchorage. Tal vez Nate estuviera preocupado. Pensó que él poseía
los genes que hacen que un hombre siempre sufra por la mujer. Estaría dolido y
furioso; y aquello también lo había provocado deliberadamente. Ese hombre le había
pegado un susto.
Captó su mirada mientras observaba cómo subía a la avioneta. Y lo peor fue la
sensación que le produjo aquella mirada.
Ella no buscaba algo profundo, un sentimiento y una relación de aquel tipo.
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¿Por qué demonios no se podía disfrutar de un perfecto y sencillo revolcón sin
fastidiarlo con... lo que fuera? La fidelidad era otra cosa; la ofrecía y la conseguía
mientras le hirviera la sangre. Ella no era como su madre, dispuesta siempre a
llevarse al catre al primero que apareciera. Pero tampoco buscaba compartir un
hogar.
Esto era lo que él tenía en mente, y ella lo sabía. Vio qué escondía tras aquellos
ojos tristes y dolidos la primera vez que los miró. Nunca había querido meterse en la
cama con un hombre que esperara algo más que un polvo.
Su vida ya era lo bastante complicada en aquellos momentos como para tener
que adaptarse a alguien. Y además a un hombre.
Tuvo el acierto de aceptar unos trabajos extra, y le encantaba aquella emoción.
Y también tuvo el acierto de mantenerse alejada de él y de Lunacy unos días más.
Para tranquilizarse.
Debía estar tranquila para hacer lo que iba a hacer.
No se había puesto en contacto con Nate pero sí con Coben.
Habían recuperado el cadáver y se encontraba en las instalaciones de
Anchorage.
En aquellos momentos se dirigía al depósito, donde debía identificar a su padre.
Sola. Esta era otra decisión deliberada. Había vivido su vida, llevado sus
propios asuntos y resuelto todas las cuestiones sola casi desde la niñez.
No tenía intención de cambiarlo ahora.
Si el hombre del depósito era su padre, y sus entrañas se lo confirmaban, sería
su responsabilidad, su dolor y, curiosamente, su alivio.
Era algo que no compartiría ni siquiera con Jacob. La única persona a la que
quería realmente.
Lo que estaba haciendo era una formalidad, casi una cuestión de cortesía.
Coben se lo había dejado claro, con aquel estilo suyo llano y educado, y Meg lo sabía.
Patrick Galloway estaba fichado y en la ficha constaban sus huellas. Ya lo habían
identificado oficialmente. Pero ella era el pariente más cercano, por lo que se le
permitía verlo, confirmar su identidad, firmar los papeles, prestar declaración.
Ocuparse de todo.
Cuando llegó, pagó al taxista y se armó de valor. Allí estaba Coben, esperando.
—Señora Galloway...
—Sargento... —Le ofreció la mano; notó la de él fría y seca.
—Sé que es un momento difícil y le agradezco que haya venido.
—¿Qué tengo que hacer?
—Hay que resolver unos trámites. Intentaremos concluir con la mayor
brevedad.
Él le indicó los siguientes pasos. Meg firmó donde había que firmar, cogió el
distintivo que le ofrecían y se lo colocó en la blusa.
Procuró mantener la mente en blanco mientras seguía al sargento por el ancho y
blanco pasillo e hizo lo posible por no pensar en el persistente olor que impregnaba
el lugar. La llevó a una pequeña sala en la que había un par de sillas y un aparato de
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televisión montado en la pared. Frente a este había una ventana cubierta con unas
herméticas persianas blancas. Meg se preparó antes de entrar.
—Señora Galloway. —Coben le rozó ligeramente el hombro—. Si es tan amable,
mire el monitor.
—¿El monitor? —Desconcertada, se volvió y miró la pantalla gris y opaca—. ¿El
televisor? ¿Va a mostrármelo por televisión? ¡Madre mía! ¿No cree que esto es mucho
más morboso que dejarme...?
—Es el procedimiento. Es mejor. Cuando quiera...
A Meg se le había secado la boca; notaba una mezcla arenosa que sabía a rayos.
Le daba miedo tragar aquello y que subiera de nuevo, que saliera a borbotones antes
de acabar de engullirlo.
—Adelante.
Coben descolgó un teléfono de la pared y murmuró algo. Luego cogió un
mando a distancia, lo dirigió hacia la pantalla y pulsó un botón.
Lo vio solo desde la parte superior de los hombros hacia arriba. «No le han
cerrado los ojos», fue su primer pensamiento, y sintió pánico. ¿No habrían tenido que
cerrarle los ojos? La miraban fijamente; eran los ojos azul hielo que ella recordaba, y
estaban empañados. El pelo, el bigote, la barba de unos días, todo tenía aquel nítido
color negro que ella recordaba.
Ya no había hielo que lo plateara, que reluciera como el cristal en su rostro.
«¿Seguiría congelado? —pensó, desanimada—. ¿Y en su interior? ¿Cuánto tiempo
tardan el corazón, el hígado y los pulmones en descongelarse cuando un hombre de
unos setenta y cinco kilos ha quedado hecho una pieza de hielo?»
¿Acaso tenía importancia?
Notó un estremecimiento en el estómago y también un cosquilleo en las puntas
de los dedos de las manos y los pies.
—¿Puede identificar al difunto, señora Galloway?
—Sí. —Oyó el eco en la sala... o en su cabeza. Le daba la sensación de que su
voz iba por su cuenta, en una vibración, metálica y suave—. Es Patrick Galloway. Es
mi padre.
Coben apagó el monitor.
—Lo siento mucho.
—No he terminado. Enciéndala de nuevo.
—Señora Galloway...
—Enciéndala de nuevo.
Después de una leve vacilación, Coben accedió.
—Tengo que advertirle, señora Galloway, que los medios de comunicación...
—No me preocupan los medios de comunicación. Harán público su nombre
independientemente de qué opine yo. Por otro lado, él tal vez hubiera disfrutado con
esto.
Meg deseaba tocar a su padre, se había preparado para ello. No sabía por qué
quería aquel contacto, el de su piel con la de él. Pero podía esperar, esperar a que
terminaran con lo que tuvieran que hacer con su cadáver. Una vez lo hubieran hecho,
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le daría la última caricia, la que ella misma se había negado por despecho pueril
muchos años atrás.
—Está bien. Puede apagar.
—¿Necesita un momento? ¿Le apetece un poco de agua?
—No. Lo que quiero es información. Información es lo que deseo. —Pero las
piernas la traicionaron; se le doblaron las rodillas y tuvo que echar mano de la silla—
Lo que quiero saber es qué pasa ahora, cómo va a intentar encontrar a quien lo mató.
—Creo que sería mejor hablar de esto en otra parte. Si me acompaña hasta...
Se interrumpió al ver que Nate entraba en la sala.
—Jefe Burke...
—Sargento... Meg, quisiera que me acompañaras. Jacob está esperando arriba.
—¿Jacob?
—Sí, él me ha traído hasta aquí. —Sin esperar a que ella asintiera, la cogió del
brazo. Hizo que se levantara y fuera hacia la puerta—. Yo llevaré a la señora
Galloway a la comisaría, sargento.
Meg tenía los ojos empañados. Pero no eran lágrimas; era por la conmoción. Ver
a su padre muerto, en la pantalla, muerto por televisión, como si su vida, el final de
esta, fuera un episodio de una de esas series en las que cada capítulo termina en
suspense, pensó aturdida. Un puñetero suspense.
Dejó que él la llevara. No le dijo nada, tampoco a Jacob; permaneció en silencio
hasta que estuvieron en la calle.
—Necesito aire fresco. Calmarme.
Soltó el brazo de la mano de él y anduvo hasta la mitad de la manzana. Oía el
ruido del incesante tráfico, y veía la mezcla de colores borrosos que formaban las
personas que avanzaban en la acera.
Notaba el frío en sus mejillas, así como la tenue luz del sol de invierno que se
filtraba desde aquel cielo gris y compacto hasta su piel.
Se puso los guantes y las gafas de sol y retrocedió.
—¿Coben te ha llamado? —preguntó a Nate.
—Exactamente. Ya que me ha sido imposible ponerme en contacto contigo,
tengo que comentarte algunas cosas antes de que hablemos otra vez con él.
—¿Qué cosas?
—Cosas que no quiero discutir aquí, en la maldita acera. Voy a buscar el coche.
—¿El coche? —dijo a Jacob al ver que Nate se alejaba deprisa.
—Ha alquilado uno en el aeropuerto. No quería que fueras en un taxi. Ha dicho
que necesitabas cierta intimidad.
—Muy considerado. Cosa que yo no soy. No hace falta que lo digas —añadió al
ver que Jacob se mantenía en silencio—. Lo veo en tus ojos.
—Ha cuidado los perros mientras has estado fuera.
—¿Acaso se lo había pedido? —Ella misma notó la mala leche en su voz y soltó
una maldición—. ¡Maldita sea, maldita sea, Jacob, no pienses que voy a sentirme mal
por estar viviendo mi vida tal como he hecho siempre!
—¿Acaso te he pedido que lo hagas?
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Jacob esbozó una leve sonrisa y el toque de su mano en el brazo de Meg estuvo
a punto de derrumbar el muro que ella había edificado con tanto empeño contra las
lágrimas.
—Lo he visto a través de una pantalla de televisión. Ni siquiera he podido
verlo, verlo de verdad.
Cuando llegó Nate al volante de un Chevrolet Blazer se acercó al bordillo. Se
metió en el coche y se puso tiesa.
—¿Qué es lo que tengo que saber?
Le contó lo que le había ocurrido a Max utilizando el tono distante y directo que
habría empleado con cualquier otra persona respecto a un caso. Siguió hablando y
conduciendo con los ojos fijos en la carretera, sin apartarlos ni siquiera cuando ella se
volvió para mirarlo.
—¿Max está muerto? ¿Max mató a mi padre?
—Max está muerto. Esto es un hecho. El forense ha declarado que es un
suicidio. En la nota que se ha encontrado en su ordenador se hace responsable del
asesinato de Patrick Galloway.
—No me lo creo. —Tenía un enorme nudo en el estómago y notaba un
incesante martilleo contra su muro defensivo—. ¿Me estás diciendo que de puto
golpe y porrazo a Max Hawbaker le dieron ganas de matar a alguien, hundió un
piolet en el pecho de mi padre, bajó la montaña y volvió tranquilamente a Lunacy?
¡Menuda chorrada! ¡Vaya mierda de teoría!
—Lo que yo digo es que Max Hawbaker está muerto, que el forense lo ha
declarado un suicidio, basándose en las pruebas físicas, y que en el ordenador había
una nota, decorada por cierto con sangre y cerebro de Max, en la que confesaba ese
asesinato. Si te hubieras dignado ponerte en contacto con alguien en estos últimos
días, se te habría informado y estarías al corriente.
El tono de Nate era frío, igual que sus ojos, pensó Meg. No dejaban traslucir
nada, no delataban nada. Ella no era la única que había edificado un muro.
—¡Con qué cuidado evita expresar su opinión, jefe Burke!
—El caso es de Coben.
Dejó la conversación ahí y se metió en el espacio reservado a las visitas en el
aparcamiento de la comisaría de la policía estatal.
—Se ha determinado que la muerte de Hawbaker fue un suicidio —afirmó
Coben. Estaban reunidos en una pequeña sala. Coben tenía las manos entrelazadas
sobre una carpeta, en la mesa—. El arma era suya y en ella se encontraron sus
huellas, y solo las suyas. Tenía residuos de pólvora en la mano derecha. Ninguna
señal que indicara robo o lucha. En su mesa tenía una botella de whisky y una taza
con restos de este licor. La autopsia determina que había tomado más de ciento
cincuenta mililitros de whisky antes de morir. Sus huellas, y solo las suyas, eran las
que estaban en el teclado del ordenador. La herida, la posición del cuerpo y la del
arma indican que fue él quien disparó.
Hizo una pausa.
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—¿Hawbaker conocía a su padre, señora Galloway?
—Sí.
—¿Cree que tuvo ocasión de practicar la escalada con su padre alguna vez?
—Sí.
—¿Sabe si hubo alguna fricción entre ellos?
—No.
—Puede que no sepa usted que Hawbaker fue despedido de la publicación en
la que trabajaba en Anchorage por consumo de drogas. Mis investigaciones indican
que Patrick Galloway había consumido drogas. Por el momento no dispongo de
pruebas que demuestren que su padre buscara o consiguiera un trabajo remunerado
en Anchorage, o en otra parte, después de marcharse de Lunacy.
Ella evitó mirarlo, pero dijo:
—No a todo el mundo le gusta trabajar en una oficina.
—Cierto. Por lo que parece, Hawbaker, cuyo paradero en la primera y segunda
semana de febrero de aquel año no ha podido determinarse por el momento, se
encontró con Patrick Galloway y juntos decidieron escalar la cara sur del Sin
Nombre. Podría suponerse que, durante dicho ascenso, tal vez bajo el efecto de las
drogas o alguna perturbación física, Hawbaker mató a su compañero y abandonó
luego el cadáver en la cueva de hielo.
—Y también podría suponerse que los burros vuelan —saltó Meg—. Mi padre
podía haber partido a Max en dos con una sola mano.
—De poco sirve la superioridad física ante un piolet, sobre todo en un ataque
por sorpresa. En la cueva no había indicios de que hubieran luchado. Por supuesto,
seguiremos estudiando y valorando todas las pruebas, aunque a veces, señora
Galloway, lo obvio es lo cierto.
—Y a veces la mierda flota. —Meg se levantó—. Siempre se ha dicho que el
suicidio es una salida de cobardes. Puede que sea cierto. Pero a mí me parece que
hace falta tener agallas y decisión para ponerse el cañón de la pistola en la cabeza y
accionar el gatillo. Sea como sea, en Max esto no me cuadra. Es un acto exagerado, y
él no era así. Sargento Coben, él era un hombre normal y corriente.
—La gente normal y corriente hace cosas incalificables todos los días. Siento
mucho lo de su padre, señora Galloway, y le doy mi palabra de que seguiré
trabajando en el caso. Pero ahora mismo no tengo más que decirle.
—¿Tiene un minuto, sargento? —Nate se volvió hacia Jacob y Meg—. Nos
vemos fuera. —Cerró la puerta cuando hubieron salido—. ¿Qué más tiene? ¿Qué es
lo que no le ha dicho?
—¿Tiene usted una relación personal con Megan Galloway?
—Ahora mismo es indeterminada e irrelevante. Un toma y daca, Coben. Piense
que ahora mismo encontraría en Lunacy a más de media docena de personas que
habrían podido salir de escalada con Galloway aquel invierno, conocidos de Max,
amigos y vecinos, que podían haberse sentado en su despacho la noche de su muerte.
El forense ha sacado su conclusión a raíz de los hechos, pero no conoce el pueblo ni a
su gente. No conocía a Max Hawbaker.
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—Y usted muy poco. —Coben levantó la mano—. Pero tengo pruebas que
demuestran que tres personas estuvieron en esta montaña alrededor de las fechas en
que se sitúa la muerte de Galloway. Tengo la confirmación de que dos de ellas
estuvieron en aquella cueva. Una confirmación que fue escrita por la propia mano de
Galloway.
Pasó el expediente a Nate.
—Llevaba un diario de la escalada. Eran tres, Burke, y estoy seguro de que uno
de ellos era Hawbaker. Lo que no puedo afirmar es que fuera el segundo en la cueva.
Hay una copia del diario en el expediente. Un experto comprobará si es la letra de
Galloway a partir de otra prueba, aunque yo, a ojo de buen cubero, diría que lo es. Es
cuestión suya decidir si se lo comenta a la hija.
—Usted no lo haría.
—También va en contra de mis principios habérselo confiado a usted. Al igual
que el hecho de admitir que tiene usted más experiencia en homicidios que yo y
mejor mano para tratar a la gente de Lunacy. Ese pueblo merece su nombre, Burke.
Diría que tiene usted al menos a un demente viviendo delante de sus narices.
Volvió en la avioneta de Meg, con el expediente bajo la parka. Pensó que una
vez lo hubiera leído, decidiría si se lo contaba a ella. Decidiría si se lo contaba a
alguien.
Puesto que no podía olvidar que estaba volando, intentó disfrutar de las vistas.
Nieve. Más nieve. Agua helada. Belleza de hielo con peligrosas grietas. Algo
bastante parecido a la piloto que tenía al lado.
—¿Es gilipollas ese Coben? —le preguntó ella de pronto.
—No creo.
—¿Porque los policías hacéis piña o porque es una opinión objetiva?
—Por un poco de cada, tal vez. Seguir las pruebas no suele ser lo que hace un
gilipollas.
—Lo es en el caso de que alguno de vosotros crea que Max liquidó a mi padre
con un piolet. Esperaba más de ti.
—¿Ves dónde te llevan las expectativas?
Meg dio un profundo viraje a la izquierda que subió el estómago de Nate casi a
la garganta. Antes de darle tiempo a protestar, giró a la derecha.
—Si no quieres que saque la primera papilla en la cabina, controla este aparato.
—Un poli tendría que tener más estómago.
Inclinó el morro hacia abajo a tal velocidad que Nate apenas vio cómo se
precipitaban velozmente hacia el suelo... aparte de su propio cuerpo magullado y
retorcido en medio de los restos humeantes.
La maldición que soltó hizo que Meg soltara una carcajada mientras levantaba
de nuevo el aparato.
—¿Quieres morir o qué? —saltó él.
—No. ¿Y tú?
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—Lo había pensado, pero ya está superado. Repítelo, Galloway, y en cuanto
tomemos tierra te doy una buena zurra.
—No lo harías. Los tipos como tú no ponen la mano encima a una mujer.
—No me provoques.
Estaba muy tentada de hacerlo.
—¿Alguna vez pegaste a Rachel?
Nate la miró de hito en hito. Vio algo salvaje en ella, en sus ojos, algo intenso en
su rostro.
—Ni siquiera se me pasó por la cabeza, pero voy descubriendo nuevos
territorios.
—Estás mosqueado conmigo porque no te he llamado por radio a cada hora
mandándote besitos.
—Limítate a pilotar. Tengo el coche en tu casa. Es donde Jacob me ha recogido.
—No te necesitaba aquí. No hacía falta que vinieras a cogerme de la mano.
—No creo que te haya ofrecido la mía. —Esperó un momento—. Rose y David
han tenido una niña. Cuatro kilos. Se llama Willow.
—¡Ah! —El malhumor desapareció de su rostro—. ¿Una niña? ¿Están bien las
dos?
—Muy bien, son un encanto. Peach dice que la pequeña es una monada, pero
fui a verla y me pareció que tenía cara de enfado, y un pelo muy negro.
—¿A qué viene tanta conversación con el cabreo que llevas encima?
—Prefiero mantener la neutralidad, como hace Suiza, hasta que la maldita
avioneta haya aterrizado.
—Me parece muy bien.
En cuanto lo hizo, Meg agarró su equipaje y saltó. Sujetando las cosas en el
hombro, se inclinó para saludar a los perros, que la esperaban impacientes.
—¡Míralos! ¿Me habéis echado de menos? —Volvió la cabeza hacia Nate—.
¿Que, ahora vas a hacerme una cara nueva?
—Si lo intentara, tus perros me saltarían al cuello.
—Muy prudente. Eres un hombre sensato.
—No siempre —respondió él jadeando mientras la seguía hacia la casa.
Una vez dentro, dejó el equipaje y se fue directamente a la chimenea a poner
unos troncos y encender el fuego. Tenía que ocuparse de la avioneta. Quitar el aceite
y llevarla al cobertizo para que no se helara. Y tapar las alas.
Pero no le apetecía hacer cosas prácticas y ser eficiente. No se sentía muy bien.
—Te agradezco que cuidaras de Rock y Bull mientras he estado fuera.
—Tranquila. —Se volvió de espaldas y se colocó bien la carpeta bajo la parka—.
¿Has tenido mucho trabajo?
—Hay que saber sacar tajada. —El fuego prendió—. Un trabajo te cae del cielo y
lo aceptas. Ahora tengo un par de sobres que ingresar.
—Me alegro.
Se dejó caer sobre una butaca y apoyó una pierna encima del brazo de esta. Y
luego, en tono insolente, exclamó:
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—En fin, ahora que estoy de vuelta, me alegro de verte, cariño. Si tienes un
momento podríamos subir y echar el casquete de bienvenida. —Sonrió mientras
empezaba a desabrocharse la blusa—. Apuesto a que conseguiremos levantarla.
—Una malísima imitación de Charlene, Meg.
Aquello borró la sonrisa de su rostro.
—Si no quieres follar no pasa nada, pero no hace falta que me insultes.
—En cambio parece que tú necesitas hacerme daño, cabrearme. ¿Qué ocurre?
—Es problema tuyo.
Meg se levantó e intentó acercársele, pero él le agarró el brazo y la apartó.
—No —dijo haciendo caso omiso del gruñido de aviso de los perros—. El
problema parece tuyo y quisiera saber de qué se trata.
—¡No lo sé! —El malestar que reflejaba su tono convirtió los gruñidos en
rugidos—. Rock, Bull, tranquilos. Tranquilos —dijo, más calmada—. Amigo.
Se arrodilló, abrazó a los dos perros, les acarició el hocico.
—¡Maldita sea! ¿Por qué no empiezas a chillar o sales hecho un basilisco o me
dices que soy una zorra fría y despiadada? ¿Por qué no me dejas en paz de una puta
vez?
—¿Por qué no te has molestado en dar señales de vida? ¿Por qué has estado
buscando camorra desde el momento en que me has visto?
—Un momento.
Se levantó haciendo chasquear los dedos para que los perros la siguieran hacia
la cocina. Cogió un par de galletas y se las echó. Luego se apoyó en la barra y miró a
Nate.
«Ya no está tan demacrado —pensó Meg—. Ha ganado peso en este último
tiempo. Lo que da buen aspecto a un hombre, y le añade tono muscular. Su pelo se
ve suelto, le hace más atractivo, incluso se ha saltado una sesión de barbero. Y los
ojos, tranquilos, desgarradoramente tristes e irresistibles, mantienen pacientemente
mi mirada.»
—No me apetece dar cuentas a nadie. No estoy acostumbrada a hacerlo. Yo me
ocupé de hacer esta casa, de crear mi negocio, organicé mi vida de la manera que está
porque así me parecía bien.
—¿Te preocupa que te pida cuentas? ¿Que espere que cambies tus prioridades
por mí?
—¿Y lo esperas?
—No lo sé. Tal vez vea una diferencia entre responsabilidad y afecto. Estaba
preocupado por ti. Tus perros no eran los únicos que te echaban de menos. En cuanto
al orden de prioridades, sigo trabajando en el mío. Día a día.
—Dime una cosa. Sin capulladas. ¿Te estás enamorando de mí?
—Eso parece.
—¿Y qué se siente?
—Es como si algo volviera a mi interior. Como una sensación de calor, un
intento de encontrar el ritmo. Es algo que da miedo —dijo acercándose a ella—.
Agradable. Agradable y da miedo.
—No sé si me apetece. No sé si es lo que siento.
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—Ni yo. Pero sé que estoy cansado de estar cansado, y vacío, cansado de seguir
cubriendo el expediente tan solo para ir tirando. Cuando estoy contigo experimento
sensaciones, Meg. Sensaciones, y algunas son dolorosas. Pero soportaré las
consecuencias.
Cogió su rostro entre sus manos.
—Tal vez te convendría probarlo. Soportar las consecuencias.
Meg le agarró las muñecas.
—Tal vez.
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Capítulo 18
Anotación en un diario
19 de febrero de 1988
Se le ha ido la olla. Está pirado. Demasiadas pastillas y a saber qué más.
Demasiada altura o, ¡qué sé yo! Creo que lo he calmado. Ha llegado la tormenta y
nos hemos refugiado en la cueva de hielo. ¡Vaya sitio! Una especie de castillo mágico
en miniatura con columnas y arcadas de hielo y súbitos descensos. Ojalá nos
hubiéramos metido todos allí. No me habría venido mal que me echaran una mano
para devolver a Darth a la tierra.
Se le ha metido en el tarro la alucinante idea de que he intentado matarle.
Hemos tenido problemas en el rappel y él gritaba, en medio del viento, que yo quería
matarlo. Se me abalanzó como un majara y no tuve más remedio que dejarlo tendido.
De todas formas lo calmé. Ahora está tranquilo. Se disculpa, se ríe de ello.
Lo que tenemos que hacer es tomarnos un respiro aquí, recuperarnos. Hemos
estado jugando a «lo primero que haré cuando vuelva al mundo». Él quiere un filete;
yo, una mujer. Luego nos ponemos de acuerdo en que queremos lo uno y lo otro.
Él sigue con el tembleque; lo veo. ¡Qué se le va a hacer! La montaña te lo da.
Hay que volver donde Han, seguir para abajo. Llegar a Lunacy.
El tiempo escampa, pero se nota algo en el aire. Aquí puede ocurrir cualquier
cosa. Es hora de salir de esta jodida montaña.
En su despacho, con la puerta cerrada, Nate leyó la última anotación en el
diario de escalada de Patrick Galloway.
«Tardaste dieciséis años en salir de la montaña, Pat —pensó—. Tenías razón,
algo ocurrió.»
Subieron tres, se dijo, y bajaron dos. Dos que guardaron silencio durante
dieciséis años.
Pero en aquella cueva solo había dos: Galloway y su asesino. Nate estaba cada
vez más convencido de que el asesino no había sido Max.
¿Por qué permitió el asesino que Max viviera tanto tiempo?
Si Han era igual que Max, este habría resultado herido, no de gravedad, pero lo
suficiente para que el descenso le resultara problemático. Era el que poseía menos
experiencia, el menos resistente de los tres, si no se equivocaba en lo que había leído
entre líneas en el diario de Galloway.
Sin embargo, el asesino le llevó hasta abajo, le dejó vivir otros dieciséis años.
Y Max había guardado el secreto.
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«¿Por qué?»
«¿Ambición, chantaje, lealtad? ¿Miedo?»
El piloto, decidió Nate. Había que buscar al piloto y escuchar qué contaba.
Cerró con llave la copia del diario en uno de los cajones del escritorio junto con
su carpeta del caso y se la guardó en el bolsillo.
Cuando iba a salir se encontró con Otto, que regresaba de la patrulla.
—Ed Woolcott dice que alguien ha forzado la cerradura de su cabaña de pesca
y se ha llevado de ella sus cañas, la barrena mecánica, una botella de malta y que
además le ha pintarrajeado las paredes.
Con la cara enrojecida por el frío, Otto se fue directo a la cafetera.
—Críos, lo más seguro. Ya le he dicho que es el único de por aquí que cierra con
llave la cabaña, y eso incita a los niños a descerrajarla.
—¿De qué cantidad estamos hablando en total?
—El dice que de unos ochocientos. La barrena StrikeMaster sube ya a
cuatrocientos y pico. —El desprecio y la burla se dibujaron en su rostro—. Así es él.
Cualquiera consigue una buena barrena manual por unos cuarenta, pero él tiene que
conseguir una de lujo.
—¿Tenemos un listado de los objetos?
—Sí, sí. El crío que sea tan tonto como para fanfarronear con una caña que lleve
el nombre de Ed en una placa de latón se irá al calabozo en el acto. ¿El whisky? Se lo
han debido de terminar en un santiamén. Es probable que solo hayan hecho un
agujero en alguna parte con la barrena para pescar un rato mientras echaban un
trago. Supongo que abandonarán el material donde sea o intentarán meterlo otra vez
disimuladamente en la cabaña.
—Lo que sería otra vez allanamiento y robo, o sea que esperaremos.
—Apuesto a que lo tenía todo asegurado, y por más de lo que pagó por ello.
¿Sabe que habló con un abogado para demandar a Harlow por haberle empujado
fuera de la carretera en Año Nuevo? ¡Un abogado, ni más ni menos!
—Hablaré con él.
—Que haya suerte. —Otto se sentó a su mesa con el café delante y frunció el
ceño mirando la pantalla del ordenador—. Tengo que redactar el informe.
—Yo salgo, debo hacer un seguimiento. —Calló un momento—. ¿Ha escalado
usted últimamente?
—¿Qué se me puede haber perdido en las malditas montañas? Demasiado las
veo desde aquí.
—Pero antes lo hacía.
—También bailaba tangos con alguna golfa.
—¡No me diga! —Divertido, Nate se sentó en un extremo de la mesa de Otto—.
Es usted un pozo de sorpresas, Otto. ¿De esas que llevan un vestido ceñido y
altísimos tacones de aguja?
El humor pudo con las malas pulgas.
—De esas.
—¿Y una provocativa raja en la falda, en el costado, que deja al descubierto una
pierna que quita el hipo?
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La mirada de Otto perdió toda su ira y apareció una sonrisa en su cara.
—¡Qué tiempos aquellos!
—Y que lo diga. Y yo que nunca supe bailar un tango ni escalar... Quizá debería
aprender.
—Quédese con el tango, jefe. Mucho menos peligroso.
—La gente habla de la escalada como si fuera una religión. ¿Por qué lo dejó
usted?
—Me cansé de vérmelas con la congelación y los huesos rotos. —Su mirada se
oscureció mientras se fijaba en el café—. La última vez que subí fue en una operación
de rescate. Un grupo de seis, les sorprendió un alud. Encontramos a dos. Dos
cadáveres, quiero decir. ¿Ha visto alguna vez a un hombre atrapado en un alud?
—No.
—Pues dé las gracias de no haberlo visto. El mes que viene hará nueve años.
Desde entonces no he vuelto a escalar. Ni volveré a hacerlo.
—¿Subió alguna vez con Galloway?
—Alguna vez. Era un buen escalador. Buenísimo, y eso que era un gilipollas.
—¿No le caía bien?
Otto empezó a teclear buscando cada una de las letras en el teclado.
—Si me cayeran mal todos los gilipollas que he conocido, tendría poco por
escoger. Ese tipo se había quedado en los años sesenta. Paz, amor, drogas. El camino
fácil, creo yo.
Durante los sesenta, pensó Nate, Otto estaba sudando la gota gorda en una
jungla en Vietnam. Ese tipo de fricción, entre un soldado y un hippy, puede estallar
bajo una presión mucho menos intensa que una escalada en invierno.
—Hablan de la vida natural y de salvar las puñeteras ballenas —siguió Otto
mientras iba tocando las teclas de una en una— y lo único que hacen es tocarse las
pelotas y vivir del gobierno, al que dejan como un trapo, por cierto. No me merece
ningún respeto.
—Poco debían de tener en común, si usted venía del ejército.
—No éramos colegas de bar. —Dejó de teclear y levantó la vista hacia Nate—.
Pero ¿a qué viene todo esto?
—Intento conseguir un retrato completo del hombre. —Al levantarse, preguntó
como quien no quiere la cosa—: Cuando usted iba de escalada, ¿a quién contrataban
de piloto?
—Normalmente a Jacob. Lo teníamos a mano.
—Creía que Jacob también escalaba. ¿Había ido alguna vez con él?
—Claro. Y, si está sobrio, contratábamos a Hank Fielding a veces, para que nos
llevara desde Talkeetna. Otras veces a Dos Dedos, o a Stokey Loukes. —Se encogió
de hombros—. Había un montón de pilotos que podían llevar a un grupo que se
pudiera permitir pagarlo. Si está pensando en un ascenso, puede contratar a Meg y
también a un guía profesional, pero no confíe nunca en un patán.
—Eso haré, pero creo que de momento voy a conformarme con la vista desde
mi despacho.
—Me parece mucho más inteligente.
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No le gustaba tener que interrogar a su propio ayudante, pero anotó los detalles
de la conversación. No imaginaba a Otto con un enorme globo encima, después de
un exceso de pastillas, atacando a un hombre con un piolet. Claro que tampoco lo
veía bailando el tango con la mujer del vestido ceñido.
Las personas podían cambiar mucho en quince años.
Se fue al Lodge y allí encontró a Charlene y a Cissy, que servían los primeros
almuerzos. Jim el flaco atendía en la barra. Y el profesor seguía en su taburete, con un
whisky delante, leyendo a Trollope.
—Hay una porra sobre Iditarod —le dijo Jim—. ¿Apuesta usted?
Nate se sentó a la barra.
—¿Por quién se inclina usted?
—Quizá por ese joven, Triplehorn. Un aleutiano.
—Un encanto —comentó Cissy, deteniéndose con la bandeja de lo que había
recogido.
—Da igual su aspecto, Cissy —dijo Jim.
—A mí no me da igual. Ponme una Moosehead y un vodka doble con hielo.
—Las apuestas nostálgicas van para el canadiense Tony Keeton.
—¿Nos inspiran nostalgia los canadienses? —preguntó Nate mientras Jim
servía el vodka.
—No. Los perros. Los crió Walt Notti.
—Pues veinte para el canadiense.
—¿Cerveza?
—Café, gracias, Jim. —Mientras Jim y Cissy seguían sirviendo y discutiendo
sobre sus perros de trineo preferidos, Nate se volvió hacia el hombre que tenía al
lado—. ¿Cómo van las cosas, John?
—Aún no duermo muy bien. —John puso el punto en la página y dejó el libro—
. No puedo quitarme aquella imagen de la cabeza.
—Es duro. Usted conocía muy bien a Max. Escribía para su revista.
—Críticas de libros y algún artículo sobre actualidad. No compensaba
económicamente pero yo disfrutaba. No sé si Carrie seguirá publicándola. Espero
que sí.
—Alguien me ha comentado que Galloway también colaboró en The Lunatic. En
su primera época.
—Escribía bien. Y lo habría hecho mejor si se hubiera concentrado más.
—Supongo que eso puede aplicarse a cualquier ocupación.
—Tenía un gran talento sin pulir, dominaba diversos campos. —John volvió la
vista por encima del hombro hacia Charlene—. Pero nunca hizo nada en serio. Echó a
perder todo lo que poseía.
—¿Incluida su mujer?
—En este tema creo que no seré imparcial. En mi opinión, no puso mucho
empeño en la relación, ni mucho de nada. Había escrito algunos capítulos para unas
cuantas novelas, tenía muchas canciones a medio componer y un montón de
proyectos de artesanía en madera. Era hábil con las manos y era creativo, pero le
faltaba disciplina y ambición.
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Nate sopesó las posibilidades. Tres hombres a los que unía el lugar donde
vivían, la afición —escribir— y la escalada. Y dos de ellos estaban enamorados de la
misma mujer.
—Quizá hubiera cambiado del todo, de haber tenido la oportunidad. —John
indicó a Jim que le llenara de nuevo el vaso—. Quizá.
—¿Leía usted lo que escribía?
—Sí. Pasábamos horas juntos tomando cerveza y fumando hierba —añadió
John con una leve sonrisa—. Y hablando de filosofía, de política, de literatura y sobre
la condición humana. Jóvenes intelectuales. —John levantó el vaso en señal de
brindis—. Que no iban a ninguna parte.
—¿Escaló usted con él?
—Ah, la aventura... Ningún joven intelectual llega a Alaska sin ganas de
emprenderla. Disfruté de aquel tiempo y no lo cambiaría por un Pulitzer.
Con la sonrisa de quien rememora tiempos gloriosos, tomó un sorbo del whisky
que acababan de servirle.
—¿Eran amigos?
—Sí. Amigos en el plano intelectual. Yo le envidiaba su mujer; no es ningún
secreto. Creo que eso a él le divertía, le hacía sentirse superior. Yo era el que tenía
una carrera. Él había desdeñado esta posibilidad y en cambio fíjese lo que había
conseguido. —Se quedó un momento ensimismado mirando el vaso—. Creo que le
haría gracia que siguiera envidiándole su mujer.
Nate dejó aquello un momento en el aire y tomó un sorbo de café.
—¿Había escalado con él a solas o en grupo?
—Hum... —John parpadeó, como si acabara de despertar de un sueño. Los
recuerdos, pensaba Nate, son un sueño más. O una pesadilla—. En grupo. La
insensatez genera camaradería. Lo que más recuerdo es una escalada en verano al
Denali. Grupos y gente en solitario ascendiendo por aquel monstruo como hormigas
en un pastel gigante. El campamento base era como una pequeña ciudad, y animado
como una fiesta.
—¿Usted y Pat?
—Hum... Junto con Jacob, Otto, Deb y Harry, Ed, Bing, Max, los Hopp, Sam
Beaver, que murió dos años después de una embolia pulmonar. Vamos a ver... Estaba
también Mackie padre, si mal no recuerdo. Él y Bing empezaron a sacudirse por algo
y Hopp, el difunto Hopp, los separó. Hawley estaba allí, pero se emborrachó y cayó
de bruces. No podíamos permitirle que escalara. Y estaba también Missy Jacobson,
una fotógrafa independiente con la que tuve un corto pero intenso romance antes de
que regresara a Portland y se casara con un fontanero.
Rió al recordarlo.
—Ay, Missy, la de los grandes ojos castaños, la de las hábiles manos. Todos los
de Lunacy íbamos en plan de vacaciones. Incluso llevábamos una bandera para
colocar en la cima y sacar fotos para la revista. Pero nadie llegó a la cumbre.
—¿Ninguno?
—No, aquella vez, no. Pat lo hizo más tarde, pero en aquel ascenso tuvimos
muy mala suerte. Y eso que por la noche, en el campamento base, todo eran
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posibilidades y propósitos. Cantamos, follamos y bailamos bajo la maravillosa y
constante luz del sol. No recuerdo a ninguno de nosotros con tanta vitalidad como en
aquellos días.
—¿Qué ocurrió?
—Harry se encontró mal. De golpe y porrazo, por la mañana tenía fiebre. La
gripe. Dijo que estaba bien y nadie quiso discutírselo. No aguantó ni cinco horas. Deb
y Hopp lo llevaron abajo. Sam se cayó y se rompió un brazo. Missy se mareaba. Otro
grupo que bajaba la llevó a la base. Empezó el mal tiempo y los que seguíamos
ascendiendo montamos las tiendas y buscamos refugio a la espera de que pasara la
tormenta. Pero empeoró. Primero se puso mal Ed y luego yo. Todo fue
encadenándose hasta que tuvimos que dejarlo y volver. Un desgraciado final para
unas vacaciones en las que participábamos casi todos.
—¿Quién les trajo de vuelta?
—¿Perdón?
—¿Tenían un piloto?
—Ah. Recuerdo que todos nos metimos como sardinas en lata en aquella
avioneta, los que no estaban enfermos iban borrachos o estaban colgados. No me
acuerdo del piloto. Sería algún amigo de Jacob. Yo tenía un mareo terrible, me
acuerdo perfectamente. Incluso escribí sobre ello. Escribí un relato humorístico para
The Lunatic.
Terminó el whisky.
—Siempre me ha sabido mal no haber podido izar aquella bandera.
Nate lo dejó y se dirigió a Charlene:
—¿Tendrá un momento?
—Por supuesto. Cuando Rose esté otra vez aquí sirviendo.
—Serán cinco minutos. Tampoco hay ninguna aglomeración ahora mismo.
Se metió el bloc de notas en el bolsillo.
—Cinco, vale. Porque si no nos ponemos las pilas, aquí la gente empezará a
largarse a Los Italianos. No puedo permitirme el lujo de perder la clientela habitual.
Se fue hacia el vestíbulo vacío. Aquel taconeo recordó a Nate lo del tango, y se
preguntó cómo la vanidad podía sobre la comodidad en una mujer que estaba de pie
horas y horas.
—Según usted, Patrick Galloway se iba a Anchorage a buscar trabajo.
—Eso ya lo hemos hablado.
—Espere. Si fue allí y le dio por escalar, ¿a quién cree que pudo acudir para que
le llevara hasta el glaciar del Sol?
—¿Y por qué coño tendría que saberlo? En principio no se iba de excursión, se
iba a buscar trabajo.
—Usted vivió con él casi catorce años. Lo conocía bien.
—Si no se fue con Jacob y estaba en Anchorage, acudiría a Dos Dedos o a
Stokey. A menos que le diera por escalar cuando no tenía ninguno de ellos a mano, y
entonces habría contratado a alguien de fuera. Mejor dicho, habría hecho algún
trueque por el precio del vuelo. No tenía ni cinco. Yo solo le había dado los cien
dólares que guardaba en casa. Sabía que si llevaba más se lo fundiría.
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—¿Sabe dónde puedo encontrar a alguno de esos pilotos?
—Pregúnteselo a Jacob o a Meg. Ellos se mueven en este mundillo; yo no. Y
usted tendría que haberme informado de que lo habían bajado. Tenía que habérmelo
dicho y haberme llevado a verlo.
—No tenía ningún sentido hacerle pasar ese mal rato. No —dijo antes de que
ella protestara—, ningún sentido.
La empujó ligeramente hacia una silla y se sentó a su lado.
—Escúcheme: no le serviría de nada verlo en estas circunstancias. Ni a él
tampoco.
—Meg lo ha visto.
—Y se quedó destrozada. Yo estaba allí, y lo sé. ¿Quiere hacer algo por él y por
usted misma? ¿Quiere poner punto final al asunto? Vaya a ver a su hija. Haga de
madre, Charlene. Consuélela.
—Ella no quiere que yo la consuele. No quiere nada de mí.
—Puede que no. Pero ofrecérselo puede servirle de ayuda a usted. —Se
levantó—. Ahora pensaba ir a verla. ¿Quiere que le diga algo?
—Dígale que no me vendría mal una ayudita aquí estos días, si es que no tiene
algo más importante que hacer.
—De acuerdo.
Ya era de noche cuando volvió a casa de Meg. Vio que estaba más tranquila,
calmada y sosegada. La posición de los cojines y de la tela que cubría el sofá le
indicaba que había echado una siesta ante el fuego.
Había pensado en la mejor forma de abordar las cosas y por ello le entregó un
ramo de crisantemos y margaritas que había comprado en La Tienda de la Esquina.
No eran una maravilla, pero al menos eran flores.
—¿A qué viene esto?
—Resulta que me he dado cuenta de que vamos para atrás, en el sentido
tradicional de la expresión. Yo te he llevado a la cama, tú me has llevado a la cama.
De modo que ya no tenemos esa presión. Ahora toca el cortejo.
—¿En serio? —Olió las flores. Tal vez fuera un tópico, pero eran una de sus
debilidades, igual que los hombres que tenían el detalle de regalarlas—. ¿Y cuál va a
ser el próximo paso? ¿Ligue en un bar?
—Mi idea era quedar... para cenar, por ejemplo. De todas formas, podemos
montar la cita en un bar. También entra en mis planes. Mientras tanto, quisiera que
recogieras lo que te hace falta y vinieras a pasar la noche conmigo en el Lodge.
—Ah, y así, durante ese período romántico podemos seguir montándonoslo...
—Puedes optar por tu propia habitación, pero yo preferiría lo que has dicho.
También puedes llevar las flores. Y los perros.
—¿Y por qué tendría que abandonar la comodidad de mi casa para montármelo
contigo en una habitación de hotel? —Hizo girar el ramo y le miró a través de este—.
Ah, para darle emoción a lo de ir para atrás. Es algo tan tonto que casi me atraería,
Burke, aunque la verdad es que si tengo que escoger, prefiero quedarme aquí y hacer
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como que estamos en un hotel de mala muerte. Incluso podemos ver si hay alguna
película porno en la tele.
—Me parece perfecto, pero quisiera que vinieras conmigo. La otra noche
alguien merodeaba por estos alrededores.
—¿Qué dices?
Nate le contó lo de las huellas.
—¿Y por qué demonios no me lo has contado cuando era de día y podía salir a
verlo con mis propios ojos?
Dejó las flores sobre la mesa y se fue a por la parka.
—Un momento. Ha caído casi un palmo de nieve. No verás nada. Además, Otto
y Peter han estado por aquí. No te lo conté antes porque bastantes quebraderos de
cabeza tenías. Así has podido echar una siesta y estar un rato tranquila. Recoge lo
que necesites, Meg.
—No pienso marcharme de mi casa porque alguien se haya paseado por el
bosque. Incluso aunque le siguiera la corriente a tu paranoia y pensara que esa
persona estaba ahí espiándome o montando un plan infame, no me iría. Puedo
perfectamente...
—Ocuparte de ti misma. Sí, ya lo sé.
—¿Crees que no?
Dio media vuelta y se metió en la cocina. Él la siguió y vio que sacaba un rifle
del armario de las escobas.
—Meg...
—A callar.
Comprobó la recámara. A Nate le inquietó ver que estaba cargada.
—¿Sabes cuántos accidentes se producen por ir por ahí con un arma cargada?
—No disparo contra alguien porque sí. Ven aquí.
Abrió la puerta. Estaba oscuro, hacía frío y delante tenía a una mujer enfadada
con un rifle cargado en las manos.
—¿Por qué no entramos y...?
—Aquella rama, la que marca las dos, a un par de metros de altura, a doce de
distancia.
—Meg...
Ella apoyó el rifle en su hombro, apuntó y disparó. El impacto retumbó en su
cabeza. La rama se desintegró y un palmo de ella quedó en el árbol.
—Muy bien, sabes disparar con un rifle. Medalla de oro para ti. Volvamos
dentro.
Disparó otra vez y el palmo de rama pegó un salto en la nieve como un conejo.
Respiraba soltando vapor mientras disparaba otra vez y destruía totalmente lo
que quedaba de la rama.
Luego recogió los casquillos, entró y colocó de nuevo el rifle en su sitio.
—Un plus por puntería —comentó Nate—. No es mi intención que llegues
hasta ahí, pero te diré que hacer polvo una rama no puede compararse con meter una
bala entre la carne y el hueso.
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—No soy una remilgada de esas que viven por tus latitudes. He matado alces,
búfalos, caribús, osos...
—¿Has disparado alguna vez contra una persona? No es lo mismo, Meg.
Créeme, no es lo mismo. Y no estoy diciendo que no seas lista, capaz y fuerte. Lo que
te pido es que esta noche vengas conmigo. Si no lo haces, yo me quedaré aquí. Pero a
tu madre no le vendría mal que le echaras una mano en el Lodge ahora que no está
Rose. Tiene muchísimo trabajo y está agobiada con lo de tu padre.
—Charlene y yo...
—No puedo llamar a la mía. A mi madre, me refiero. Apenas me habla, y mi
hermana procura mantenerse alejada de nosotros porque quiere una vida tranquila,
normal. No se lo reprocho.
—No sabía que tuvieras una hermana.
—Es dos años mayor que yo. Ahora vive en Kentucky. Llevo sin verla... cinco
años, creo. Los Burke no son muy amigos de las fiestas familiares.
—¿No fue a verte cuando te hirieron?
—Llamó. No tenemos mucho que contarnos. Cuando mataron a Jack y me
hirieron a mí, mi madre vino a verme al hospital. Pensé, aunque apenas podía
hacerlo, que quizá, solo quizá, de todo aquel horror podía salir algo positivo. Se me
ocurrió que tal vez volveríamos a relacionarnos. Pero ella me preguntó si iba a
dejarlo. Si abandonaría la policía para que no tuviera que ir a verme al cementerio en
vez de al hospital. Le dije que no, que era cuanto me quedaba. Salió de la habitación
sin decir nada más. No creo que hayamos intercambiado más de una docena de
palabras desde entonces. La profesión me arrebató a mi mejor amigo, a mi mujer, a
mi familia.
—No es cierto. —No pudo reprimir el impulso de coger su mano, llevársela a la
mejilla y acariciaría—. Sabes que no es cierto.
—Depende de cómo lo enfoques. Pero no lo dejé. Estoy aquí porque incluso
cuando estaba en el fondo del pozo fue lo único que conservé. A saber si no fue lo
que impidió que me hundiera del todo. Lo único que sé es que tienes la oportunidad
de hacer las paces con tu madre. Y deberías aprovecharla.
—Podía haberme pedido personalmente que le echara una mano.
—Es lo que ha hecho. Yo no he sido más que un intermediario.
Con un suspiro, Meg se volvió y pegó una patada de mal genio al armario de
debajo del fregadero.
—De acuerdo, pero no esperes que esto acabe con un fueron felices y comieron
perdices.
—Lo de las perdices queda tan lejos que no hay de qué preocuparse.
Dejó a Meg delante del Lodge y él volvió a la comisaría.
Pasó un rato escribiendo notas sobre las conversaciones que había tenido con
Otto y John y luego empezó a investigar a los pilotos de quienes le había hablado
Otto.
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No encontró nada delictivo sobre Stokey Loukes, aparte de unas infracciones de
tráfico. Vivía en Fairbanks y trabajaba de piloto en una empresa de viajes
organizados llamada Alaska Wild. En su página web, la empresa prometía mostrar a
sus clientes la auténtica Alaska, ayudarles a cazar, a pescar enormes peces, y a captar
panorámicas de Gran Solo, todo por distintos precios según las preferencias.
Ofrecían también precios especiales para grupos.
Fielding se trasladó a Australia en 1993 y murió por causas naturales cuatro
años después.
Thomas Kijinski, alias Dos Dedos, era otra historia. Nate descubrió que le
habían detenido unas cuantas veces por tenencia de estupefacientes, intento de
tráfico, borracheras, desórdenes públicos y hurtos. Lo habían expulsado de Canadá y
le habían retirado en dos ocasiones la licencia de piloto.
El ocho de marzo de 1988 se encontró su cadáver en un contenedor de basuras
de un muelle de Anchorage, con múltiples puñaladas. Habían desaparecido la
cartera y el reloj que llevaba. Conclusión: robo con violencia. Nunca se identificó al
autor o autores.
Mirándolo desde otra perspectiva, pensó Nate mientras imprimía los datos,
podría tratarse de un ajuste de cuentas y no de un robo. El piloto va con tres y vuelve
con dos. Unas semanas más tarde se le encuentra apuñalado en el interior de un
contenedor de basura.
Esto haría reflexionar a cualquiera.
En la tranquilidad de la comisaría, Nate puso al descubierto el tablón del caso.
Se sirvió café, cogió una lata de jamón del armario que utilizaban como despensa y se
preparó algo parecido a un bocadillo.
Luego se sentó ante su mesa, observando el tablón, leyendo las notas y por fin
el último diario de Patrick Galloway.
Pasó aquellas largas horas crepusculares pensando.
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Capítulo 19
No habló a Meg del diario. Pensó que no era prudente añadir otra carga a una
mujer que acababa el día cansada e irritable.
Lo que tenía que proporcionarle eran argumentos para que se arremangara y
colaborara en el Lodge, y para que saltara de la cama a la mañana siguiente y sirviera
el desayuno a la gente. Sobre todo teniendo en cuenta que la tensión entre ella y
Charlene se había solidificado hasta el punto de que se podría cortar y freír junto al
tocino.
Aun así, cuando Nate se sentó a la mesa, apareció ella con la cafetera en la
mano.
—Meg, para servirle. Como espero que me dé una buena propina, aguardaré a
que termine de desayunar para lanzar la cafetera a la cabeza de Charlene.
—Me parece muy bien. ¿Tardará mucho en volver Rose?
—Una semana o dos, pero luego Charlene le dejará hacer el horario que le
convenga hasta que pueda trabajar todo el día.
—Todo un detalle.
—¡Huy, con Rose, todos los que quieras! —dijo lanzando una envenenada
mirada por encima del hombro en dirección a Charlene—. La tiene muy mimada. Es
a mí a quien no soporta. ¿Y qué va a ser, guapetón?
—Si te digo que probablemente las dos perseguís lo mismo, aunque de formas
distintas, ¿me arrojarás la cafetera a la cabeza?
—Podría hacerlo.
—Pues tráeme los copos de avena.
—¿Tomas copos de avena? —Arrugó su atractiva nariz torcida—. ¿Sin que
nadie te ponga un afilado cuchillo contra el cuello?
—Uno se acostumbra.
—Sí, con el tiempo...
Con un gesto de indiferencia, Meg se alejó para tomar nota a otras mesas y
llenar otras tazas.
A Nate le gustaba observarla. Era rápida pero no apresurada, atractiva pero sin
exagerar. Llevaba una blusa de franela y debajo una camiseta térmica de color
blanco. De una fina cadena que llevaba en el cuello colgaba una figurita de plata que
se balanceaba junto a sus senos.
Se había puesto algo de maquillaje, Nate lo sabía porque la había visto. Unos
toques de color rápidos, eficientes, sin miramientos, en las mejillas, algo de sombra
en los ojos y una pasada rápida de rímel en las largas y oscuras pestañas.
Nate pensaba que cuando un hombre se fijaba en cómo una mujer se ponía el
rímel es que estaba en el bote.
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Charlene salió con un pedido; Meg volvió con el bloc de notas. Lo único que
indicó que se habían cruzado fue la súbita bajada de la temperatura.
Nate cogió la taza y miró sus notas para despistar mientras Charlene se
acercaba a su mesa. Incluso alguien que estaba en el bote tenía suficiente instinto de
conservación para no ponerse en medio de dos mujeres que estaban a la greña.
—¿Le sirvo un poco más? ¿Ya le ha tomado nota Meg? No entiendo por qué no
puede ser más amable con los clientes.
—No, gracias. Sí, ya la ha tomado. Y ha sido amable.
—Será con usted, porque se la tira.
—Charlene... —Captó las descaradas risitas que venían del compartimiento en
el que se sentaban normalmente Hans y Dexter—. Por favor...
—¿Ahora me dirá que es un secreto?
—Desde luego ahora ya no lo es —murmuró él.
—¿No ha pasado la noche en su habitación?
Dejó la taza.
—Si para usted eso es un problema, puedo trasladar mis cosas a casa de Meg.
—¿Por qué iba a ser un problema para mí? —A pesar de su «No, gracias», le
llenó de nuevo la taza en un gesto mecánico, y añadió—: ¿Por qué iba a tener yo un
problema?
Nate observó aterrorizado los ojos de Charlene, llenos de lágrimas. Sin darle
tiempo a pensar cómo abordar la situación, ella se fue a toda prisa, salpicando el
suelo de café.
—Mujeres —dijo Bing desde la mesa de al lado—. No dan más que quebraderos
de cabeza.
Nate se volvió. Bing estaba concentrado en el plato que tenía delante, con
huevos, salchichas y patatas fritas. Esbozaba una taimada sonrisa, pero si Nate no se
equivocaba, sus ojos también transmitían un brillo de comprensión.
—¿Ha estado alguna vez casado, Bing?
—Una vez. Duró poco.
—No se me ocurre por qué.
—Pensaba repetir. No sé si agenciarme a una de esas rusas que pides por
correo, como hace Johnny Trivani.
—¿Sigue en su empeño?
—Por supuesto. Según he oído, ha encargado dos. Se me ha ocurrido que
podría esperar y ver cómo le va antes de decidirme.
—Vaya, vaya... —Puesto que habían iniciado algo así como una conversación,
Nate decidió arriesgarse—: ¿Escala usted, Bing?
—Antes sí. No me gusta mucho. Cuando tengo tiempo libre prefiero cazar.
¿Busca una distracción?
—Puede. Los días son cada vez más largos.
—Usted es de ciudad y encima flacucho. Yo que usted no me movería del
asfalto, jefe. Dedíquese a hacer calceta o algo parecido.
—Siempre me ha atraído más el macramé. —Viendo aquel rostro sin expresión,
Nate esbozó una sonrisa—. ¿Cómo no tiene usted una avioneta, Bing? Un hombre
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como usted, tan independiente, tan manitas con las máquinas... Sería lo más lógico.
—Demasiado trabajo. Yo quiero trabajar con los pies en el suelo. Además, para
pilotar hay que estar un poco majara.
—Eso dicen. Alguien me ha hablado de un piloto con un nombre muy curioso.
Seis Dedos o algo así.
—Sería Dos Dedos. Perdió tres en un pie porque se le congelaron o no sé qué
rollos. Valiente hijo puta. Está muerto.
—¿Ah, sí? ¿Se estrelló?
—No. Le dieron la del pulpo. Ah, no... —Frunció el ceño—. Lo apuñalaron.
Cosas de la ciudad. Eso les pasa por vivir como sardinas.
—Pues sí. ¿Alguna vez subió a la montaña con él?
—Una vez. El muy cabrón nos llevó, éramos un grupo, a la montaña a cazar
caribús. Nadie sabía que llevaba un globo acojonante hasta que estuvo a punto de
matarnos a todos. De todas formas acabó con un ojo morado —dijo Bing con
deleite—. El muy cabrón.
Nate iba a responder pero Meg salió de la cocina... y la puerta de la calle se
abrió.
—¡Jefe Nate! —Jesse entró disparado, unos pasos por delante de David—. ¡Está
aquí!
—¡Y tú! —Nate chasqueó los dedos ante la nariz del pequeño—. ¿Qué tal están
Rose y el bebé, David?
—Bien. Muy bien. Hemos decidido darle un respiro y venir a por un desayuno
de hombres.
—¿Podemos sentarnos con usted? —preguntó Jesse—. Ya que estamos entre
hombres...
—Claro.
—Los hombres más atractivos de Lunacy. —Meg sirvió a Nate los copos de
avena, unas tostadas y un cuenco con macedonia—. ¿Ya conduces, Jess?
Él se echó a reír y se sentó al lado de Nate.
—No —replicó—. ¿Me dejas pilotar tu avioneta?
—Cuando los pies te lleguen a los pedales. ¿Café, David?
—Sí, gracias. ¿Seguro que esto es comestible? —preguntó a Nate.
—Claro. Ya echaba de menos a mi colega de los desayunos. ¿Sienta bien eso de
ser hermano mayor?
—No sé. La niña llora. Muy fuerte. Y luego duerme. Mucho. Pero me agarra el
dedo. Y chupa la teta de mamá para la leche.
—Vaya —fue todo lo que se le ocurrió decir a Nate.
—¿Te pongo un poco de leche en un vaso? —Meg sirvió café a David.
—Rose se ha enterado de que estás sustituyéndola. —David añadió azúcar a la
taza—. Quería que supieras que te lo agradece. Todos te lo agradecemos.
—Tranquilo. —Meg levantó la vista cuando apareció Charlene—. Voy a buscar
la leche mientras decides en qué consistirá ese desayuno de hombres.
Nate dejó su coche a Meg y se fue a pie a la comisaría. El sol proyectaba una luz
débil, pero algo era. Las montañas se veían empañadas por las nubes, aquel tipo de
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nubes que Nate ya identificaba como portadoras de nieve. Aunque el glacial viento y
el terrible frío se habían suavizado. El paseo calentó sus músculos y le despejó la
cabeza.
Encontró caras conocidas por el camino e intercambió saludos con la expresión
ausente de aquellos que se ven prácticamente todos los días.
Pensó, no sin cierta sorpresa, que se estaba haciendo un hueco en aquel lugar.
Ya no lo veía como una huida, un refugio o un recurso provisional, sino como un
hueco.
Ni siquiera recordaba la última vez que había pensado en marcharse o
simplemente en dejarse llevar hacia otro lugar, otro trabajo. Llevaba días sin tener
que hacer un esfuerzo por salir de la cama por la mañana o sin permanecer horas a
oscuras por miedo a dormirse y que volvieran las pesadillas.
A veces volvía el peso, en la cabeza, en los hombros, en el estómago, pero ya no
era tan agobiante ni aparecía con tanta asiduidad.
Miró de nuevo las montañas y supo que se lo debía a Patrick Galloway. Le
debía haber conseguido que ahora no pudiera ni siquiera abandonar la búsqueda de
la justicia.
Se detuvo al ver pasar a Hopp con el 4x4. La alcaldesa bajó el cristal.
—Me voy a ver a Rose y al bebé.
—Salúdeles de mi parte.
—Debería pasar usted mismo a verla. Por cierto, tengo que comentarle un par
de cosas. Pasado mañana, los federales provocarán un alud controlado, de forma que
quedará bloqueada la carretera entre Lunacy y Anchorage.
—¿Cómo dice?
—Los federales provocan aludes de vez en cuando para despejar la montaña.
Tienen previsto hacerlo pasado mañana a las diez de la mañana. Peach acaba de
recibir la información y me lo ha comentado cuando he pasado por la comisaría.
Habrá que comunicarlo a la gente.
—Me encargaré de ello.
—Además está lo de ese maldito alce que rondaba cerca del patio de la escuela;
cuando unos críos han querido ahuyentarlo se ha dado contra unos coches aparcados
y se ha vuelto contra los chavales. Han encerrado a los niños en las aulas porque el
alce de marras está muy cabreado. ¿Se puede saber de qué se ríe? —pregunto—.
¿Usted no ha visto nunca un alce cabreado?
—Pues no, señora, pero me temo que no voy a tardar en verlo.
—Si no consigue ahuyentarlo, tendrá que cargárselo. —Hizo un gesto de
asentimiento al ver que él se ponía serio—. Ese animal puede hacer daño a alguien.
—Déjelo en mis manos.
Apretó el paso. No pensaba liquidar a un alce y mucho menos cerca de la
escuela. Podían llamarle forastero, pero por ahí no pasaba.
Entró en la comisaría y encontró a su personal, además de a Ed Woolcott. Otto
estaba rojo de ira y su nariz prácticamente rozaba la de Ed.
Aludes, un alce loco, un ayudante rojo de ira y un banquero cabreado. ¡Vaya
mañanita!
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—¡Ya era hora! —exclamó Ed—. Tenemos que hablar, jefe. En su despacho.
—Tendrá que esperar. Peach, pase a la KLUN la información sobre la previsión
del alud. Que lo repitan en los boletines cada hora, durante todo el día. Haga
también unos carteles, que pegaremos por Lunacy. Usted, Peter, vaya con el coche a
informar en persona a quienes residan al sur de Wolverine. Tienen que saber lo que
se avecina, y que estarán sitiados hasta que se haya despejado la carretera.
—De acuerdo, señor Burke.
—Jefe Burke... —dijo Ed.
—Un momento —respondió Nate haciéndole un gesto para que esperara—.
Otto, tenemos un alce con malas pulgas cerca de la escuela. Ya ha provocado
desperfectos en algún vehículo. —Mientras hablaba, se dirigía al armero—.
Acompáñeme y veremos si podemos alejarlo.
Lo abrió y escogió una carabina, aunque rezó para sus adentros no tener que
emplearla.
—Llevo diez minutos esperando —se quejó Ed—. Sus ayudantes son capaces de
solucionar un simple caso de fauna autóctona.
—Puede esperarme aquí, o si lo prefiere, pasaré por el banco en cuanto
hayamos resuelto la situación.
—Como teniente de alcalde...
—Está usted hecho un pelmazo —terminó la frase Nate—. Necesitaremos su
coche Otto. El mío está en el Lodge. En marcha.
—Parecía una trucha boqueando fuera del agua —dijo Otto cuando estuvieron
fuera—. Pedirá su cabeza por esto, Nate, puede estar seguro. Ed no se anda con
chiquitas.
—Tengo órdenes de más arriba. La alcaldesa me ha encargado que me ocupe
del alce, así que me ocupo del alce. —Se metió en el coche de Otto—. No vamos a
dispararle.
—¿Por qué ha cogido la carabina?
—Para intimidarle.
El complejo escolar consistía en tres pequeños edificios bajos con un cuidado
bosquecito a un lado y un pequeño campo cuadrado en el otro. Sabía que los
pequeños salían al campo en el recreo dos veces al día, siempre que el tiempo no lo
impedía.
Puesto que casi todos los niños habían nacido allí, hacía falta un tiempo
realmente de mil demonios para suprimir el recreo.
Los mayores pasaban el rato en el bosquecito, donde fumaban o discutían entre
sí, antes y después de las clases.
Había un mástil, y en aquella hora del día deberían ondear la bandera de
Estados Unidos y la de Alaska. Pero estaban más o menos a media asta, y se agitaban
levemente por la acción de un viento sin empuje.
—Seguro que los críos estaban izando las banderas cuando lo han visto —
murmuró Nate—. Y han decidido perseguirlo.
—Para cabrearlo.
Nate echó un vistazo a los dos coches abollados del pequeño aparcamiento.
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—Eso parece.
Localizó al alce en el borde del bosquecito; estaba frotándose la cornamenta
contra la corteza de un árbol. Vio también un pequeño reguero de sangre. Ya que no
le habían hablado de heridos, dio por supuesto que la sangre era del animal.
—No veo que esté creando ningún problema —observó Nate.
—Parece que se ha hecho un corte al arremeter contra esos coches, de modo que
no estará de muy buen humor. Si pretende quedarse por aquí habrá problemas, sobre
todo si algún espabilado se escapa de clase y decide perseguirlo de nuevo o acercarse
hasta su casa para coger un arma con la intención de pegarle un tiro.
—Fantástico. Bueno, acérquese a él tanto como pueda y tal vez se aleje.
—O quizá ataque.
—No estoy dispuesto a disparar a un alce que se está rascando contra un árbol,
Otto.
—Lo hará otro, si sigue tan cerca de las casas. La carne de alce es excelente.
—No seré yo quien lo haga, ni se hará dentro del perímetro urbano, ¡maldita
sea!
Cuando se acercó, el alce se volvió y para su consternación detectó una mirada
más fiera que boba en aquellos oscuros ojos.
—¡Vaya con el cabrón! ¡Toque el claxon!
Los alces no son animales lentos. ¿De dónde había sacado la idea de que sí lo
eran? Se acercaba a ellos al galope, al parecer más movido por el desafío del sonido
del motor y de la bocina que intimidado. Nate asomó la cabeza por la ventana,
apuntó hacia el cielo y disparó. El alce siguió avanzando y Otto, añadiendo sus
propios juramentos al jaleo, dio un viraje brusco para evitar el choque frontal.
Nate cargó la carabina y volvió a disparar al aire.
—¡Hay que dar a ese hijo de puta! —exclamó Otto mientras giraba el volante
tan bruscamente que a punto estuvo de hacer saltar a Nate por la ventana.
—No pienso hacerlo.
Cargó de nuevo el arma y esta vez disparó contra el suelo nevado, a apenas
medio metro del alce. El animal cambió bruscamente de dirección y, a un trote
bastante torpe, se metió entre los árboles.
Nate disparó otros dos tiros para asegurar la espantada.
Luego se desplomó en el asiento, resoplando. Tras ellos se oía el griterío, las
carcajadas y las ovaciones de los niños y los muchachos que asomaban la cabeza por
las puertas de la escuela.
—Está loco. —Otto se quitó la gorra para pasarse la mano por encima del pelo
que llevaba casi al cero—. Debe de estar loco. Sé que en Baltimore dejó seco a un tipo.
¿Y ahora es incapaz de dispararle una perdigonada a un alce?
Nate aspiró profundamente y se quitó de la cabeza la imagen del callejón.
—El alce iba desarmado. Vámonos, Otto. Tengo que ocuparme del teniente de
alcalde. Usted puede volver y ocuparse de los informes.
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El teniente de alcalde no se había dignado esperarle. En efecto, Peach le contó a
Nate que había salido echando pestes y quejándose por haber contratado a un
forastero perezoso y engreído.
Tomándoselo con calma, Nate dio la carabina a Otto, cogió el walkie-talkie y se
dispuso a dar un paseo hasta el banco.
Pensó que en algún lugar del ancho, anchísimo mundo, hacía más frío que en
Lunacy en febrero, y pidió a Dios no tener que visitarlo nunca.
El cielo se había despejado, lo que significaba que había desaparecido cualquier
resto de aire templado. Pero el sol estaba ahí, de forma que con un poco de suerte a
media tarde se alcanzaría la agradable temperatura de seis grados bajo cero. Y se fijó
en que un círculo rodeaba el astro, un halo con los tonos rojos, azules y dorados del
arco iris. Aquello que Peter le había mostrado en una ocasión.
Vio a Johnny Trivani, el que soñaba con casarse pronto, charlando en la acera
con Bess Mackie, y a Deb, fuera de la tienda, limpiando los cristales como habría
hecho en un precioso día de primavera.
Saludó con la mano a Mitch Dauber, a quien vio por la ventana de la KLUN;
ponía discos y observaba la vida de Lunacy. Pensó que Mitch encontraría alguna
reflexión filosófica que hacer respecto del alce antes de que finalizara el día.
Febrero. La idea le sorprendió cuando se encontraba en el cruce de Lunatic con
Denali. Prácticamente estaban a las puertas de marzo. Enfilaba la recta final de los
sesenta días, el plazo que se había marcado. Y seguía allí.
Más que allí, pensó. Estaba adaptándose a aquella vida.
Con expresión pensativa, cruzó la calle y se metió en el banco.
Vio a dos clientes en el mostrador y a otro que recogía unas cartas en la oficina
de correos. Por la forma en que lo miraron de arriba abajo los clientes y los cajeros,
Nate supo que Ed había montado una buena al llegar.
Saludó con la cabeza al silencioso personal y pasó por la puerta de vaivén que
separaba el vestíbulo de los despachos.
La entidad bancaria no realizaba servicios externos ni tenía cajero automático,
pero había una bonita moqueta, exhibía algunos cuadros de pintores de aquella zona
y en ella se respiraba eficiencia.
Se acercó a la puerta en la que estaba el nombre de Ed Woolcott escrito en una
reluciente placa de latón y llamó.
El propio Ed le abrió y le dijo:
—Tendrá que esperar. Estoy hablando por teléfono.
—Muy bien.
Después de que le dieran con la puerta en las narices, Nate se metió las manos
en los bolsillos y se dedicó a observar los cuadros.
Se fijó en uno en el que había un tótem en un bosque nevado; estaba firmado
por Ernest Notti. ¿Sería un pariente de Peter?, se preguntó. Tenía aún mucho que
aprender sobre los habitantes de Lunacy.
Echó un vistazo a su alrededor. No vio ningún cristal protector entre los cajeros
y los clientes, pero sí cámaras de seguridad. No era la primera vez que entraba en el
banco, pues tenía allí su propia cuenta.
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Puesto que se habían reemprendido las conversaciones, intentó captar algo de
estas. La sesión nocturna de cine, la venta de pasteles caseros en beneficio de la
banda de la escuela, el tiempo, la Iditarod. Charlas de pueblo, nada que ver con lo
que podía cocerse en aquellos momentos en una de las sucursales de su banco en
Baltimore.
Ed le tuvo diez minutos esperando, tiempo suficiente para relajarse y
reflexionar; cuando le abrió la puerta no vio en su rostro una expresión determinada,
pero sí cierto color en las mejillas.
—He de comunicarle que he presentado una queja ante la alcaldesa.
—Muy bien.
—No me gusta su actitud, jefe Burke.
—Tomo debida nota de ello, señor Woolcott. Si eso es todo lo que tenía que
decirme, me retiro para volver a la comisaría.
—Lo que quiero saber es qué está haciendo usted respecto al robo de mis
pertenencias.
—Otto se encarga de ello.
—Destrozaron mi cabaña y me robaron un equipo de pesca de gran valor. Creo
que merezco la atención del jefe de policía.
—Y la tiene usted. Se ha hecho un informe y la persona adecuada está llevando
el caso. Ni mi personal ni yo mismo nos tomamos a la ligera un robo. Disponemos de
una descripción detallada de los enseres robados y en el caso de que el ladrón tenga
tan poco juicio como para utilizarlos, hacer algún comentario o intentar venderlos en
mi jurisdicción, le detendremos en el acto y recuperaremos sus pertenencias.
Los ojos de Ed eran como dos estrechas rendijas en aquel rostro de cuero sin
curtir.
—Seguro que si yo fuera una mujer pondría más interés.
—En realidad, no es mi tipo, señor Woolcott —siguió Nate—. Está disgustado y
alterado. Con toda la razón, además. No han respetado su propiedad. El hecho de
que probablemente se trate de unos críos que hacían el tonto no significa que no
cometieran una infracción. Haremos lo que esté en nuestra mano para devolverle sus
pertenencias. Por si le sirve de algo, le diré que siento haberme mostrado brusco. Me
preocupaba que unos niños pudieran resultar heridos y he dado prioridad a esa
cuestión. Usted mismo tiene a dos hijos en esta escuela. Supongo que su seguridad
tiene prioridad frente a los enseres robados.
El sofoco se había ido apagando y un largo resoplido indicó a Nate que la crisis
estaba superada.
—De todos modos, ha sido usted grosero.
—Tiene razón. Y distraído. Para ser franco, tengo un montón de cosas en la
cabeza. El asesinato de Patrick Galloway, el aparente suicidio de Max. —Movió la
cabeza con expresión de agobio—. Cuando acepté este trabajo, pensé que me
enfrentaría... no sé, a lo sumo con robos como el que ha sufrido usted.
—Trágico. —Ed se sentó y tuvo la gentileza de señalar una silla a Nate para que
hiciera lo mismo—. Algo trágico y terrible. Max era amigo mío, un buen amigo.
Se frotó la nuca.
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—Creía que lo conocía, pero no tenía ni idea, ni el menor indicio de que
estuviera pensando en el suicidio. Dejar a la mujer y a los hijos de esta forma... —
Levantó las manos en una especie de disculpa silenciosa—. Creo que este suceso me
ha conmocionado más de lo que estaba dispuesto a admitir; me está carcomiendo. Yo
también debo pedirle disculpas.
—No hace falta.
—En cuanto a lo del robo, me he dejado llevar. Un mecanismo de defensa. Es
más fácil hacerse mala sangre por algo así que pensar en Max. He intentado ayudar a
Carrie con los detalles de la ceremonia y en las cuestiones económicas. Una muerte
entraña mucho papeleo. Es duro. Es duro enfrentarse a todo esto.
—No hay nada tan duro como enterrar a un amigo. ¿Hacía mucho que lo
conocía?
—Mucho. De los buenos tiempos. Nuestros hijos se han criado juntos. Y solo
faltaba descubrir que Pat...
—¿También lo conocía?
Sonrió.
—Antes de casarme con Arlene. O, como diría ella, antes de que Arlene me
domesticara. No he sido siempre el ciudadano serio y responsable, padre de familia,
que soy ahora. Pat era... un aventurero. Aquellos fueron buenos tiempos. Otra
historia.
Miró su despacho como si no fuera con él, como si fuera de otro y no recordara
cómo había llegado hasta allí.
—Parece imposible.
—Ha sido una gran conmoción para todos descubrir lo de Galloway.
—Siempre creí, como todo el mundo, que se había largado, y no me extrañó.
Bueno, no me extrañó mucho. Era una persona inquieta, temeraria. Por eso caía bien.
—Usted escaló con él.
—¡Imagine! —Ed se apoyó en el respaldo—. Me encantaba la escalada—. La
emoción y el sufrimiento. Y sigue gustándome, pero ahora ya no tengo tiempo o no
sé tomármelo. He enseñado a escalar a mi hijo.
—Me han dicho que Galloway era un experto.
—Sí. Aunque era temerario. Demasiado en mi opinión, y me preocupaba,
incluso cuando yo tenía treinta años.
—¿Se le ocurre alguien con quien pudiera haber organizado aquel ascenso en
febrero?
—No, y puede creer que lo he estado pensando desde que oí la noticia.
Supongo que debió de encontrarse con alguien o con un grupo y que él mismo se los
llevó a la montaña en invierno. Muy propio de él, un acto impulsivo, para ganar algo
de dinero, o por la simple emoción. Y uno de ellos lo mató, vaya usted a saber por
qué. —Iba moviendo la cabeza—. Pero ¿no es la policía estatal la que se ocupa de la
investigación?
—Sí. Pero yo siento curiosidad, extraoficialmente.
—Dudo que encuentren al que lo hizo o sepan por qué. Dieciséis años. ¡Madre
mía, cómo cambian las cosas! —murmuró—. Casi ni te das cuenta. Piense que en
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cierta época llevaba el banco yo solo, y vivía aquí. Guardaba el dinero en aquella caja
fuerte.
Señaló una caja negra que llegaba hasta el suelo.
—No lo sabía.
—Llegué aquí con veintisiete años. Quería labrarme un futuro en este lugar
inexplorado, civilizarlo a mi antojo. —Esbozó una sonrisa—. Creo que eso es lo que
hice. Los Hopp y el juez Royce fueron mis primeros clientes. ¡La fe que debían de
tener en mí para poner su dinero en mis manos! Es algo que no olvidaré nunca. Pero
teníamos un sueño y con él creamos esta población.
—Un lugar muy agradable.
—En efecto, y me siento orgulloso de haber colaborado en su creación. Ahí
estaba el viejo Hidel con el Lodge originario. También me confió su dinero, poco
tiempo después. Luego llegaron otros. Peach con su tercer... perdón, con su segundo
marido. Vivieron un tiempo fuera del núcleo, pero venían a menudo a buscar
provisiones y compañía. Ella se instaló aquí cuando su marido murió. Otto, Bing,
Deb y Harry. Hace falta tener un carácter fuerte y mucha ilusión para montarse la
vida aquí.
—Tiene razón.
—Pues bien... —Aspiró por la nariz—. Pat tenía ilusión y carácter. Lo de fuerte
ya no puedo asegurarlo. Lo pasabas bien con ese cabrón. Espero que el caso se cierre
como es debido. ¿Usted cree que algún día sabremos qué ocurrió de verdad allí
arriba?
—Las probabilidades no son muchas. Pero estoy seguro de que Coben le
dedicará el tiempo y los esfuerzos necesarios. Buscará al piloto y a quien pudiera
haber visto a Galloway los días anteriores a la escalada. Tal vez le pregunten a usted
acerca de los pilotos a los que recurría para sus excursiones.
—Él solía acudir a Jacob. Pero, de haberle subido él, habría informado de que
Pat no había vuelto. —Levantó los hombros—. Lógicamente debió de ser otro.
Vamos a ver...
Cogió una pluma de plata y tamborileó con ella con expresión ausente en la
carpeta del escritorio.
—Cuando subíamos con Jacob recuerdo que a veces recurría a... ¿cómo se
llamaba aquel tipo? Un veterano de Vietnam... Lakes... Loukes. ¡Eso es! Y también me
acuerdo de aquel zumbado... a quien llamaban Dos Dedos. ¿Cree usted que debería
llamar a ese tal Coben y contárselo?
—No estaría de más. Yo tengo que volver al trabajo. —Se levantó y le ofreció la
mano—. Supongo que hemos hecho las paces, señor Woolcott.
—Llámeme Ed. Sí, las hemos hecho. Maldita barrena. Pagué demasiado por ella
y por eso todavía me fastidia más. Está asegurada, igual que las cañas, pero es
cuestión de principios.
—De acuerdo. ¿Sabe qué haré? Me acercaré a su cabaña y echaré un vistazo por
allí.
La satisfacción se reflejó en el rostro de Ed.
—Se lo agradezco. He puesto una cerradura nueva. Le daré las llaves.
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Una vez solucionadas la cuestión del alce y la del berrinche del teniente de
alcalde, Nate pasó a ver a Rose. Le hizo al bebé los gestos y ruidos que creía
apropiados; la criatura parecía una especie de tortuga con la cabeza negra envuelta
en una manta rosa.
Luego pasó por la comisaría e informó a Peach de que se iba hasta el lago a
echar un vistazo a la cabaña de Ed. Siguiendo un impulso, se detuvo en el Lodge y
cogió a Rock y Bull para que pudieran correr un rato con él.
Fue un viaje agradable, ya que cambió la emisora que sintonizaba
habitualmente Otto, de música country, y puso la que le gustaba a él, especializada
en rock alternativo. Llegó al lago escuchando la música de Blink 182.
La cabaña de Ed se alzaba en solitario sobre una ondulada extensión de hielo.
Según calculó Nate, tenía el tamaño de dos espaciosos retretes exteriores y estaba
construida con lo que podían ser planchas de cedro. Era un poco más ostentosa de lo
que había imaginado, con los costados plateados y el tejado en pico.
Además, estaba muy apartada del núcleo que formaban las demás cabañas. Se
le ocurrió comparar aquello con una aldea formada por las casas de los campesinos y
la del terrateniente.
Los perros emprendieron una carrera en el hielo como un par de críos mientras
Nate resbalaba y patinaba por aquel terreno.
La tranquilidad resultaba sorprendente, como en una iglesia, con el suave
rumor musical del viento entre los árboles cubiertos de nieve. En el cielo azul se
veían los colores del arco iris y su reflejo relucía en el lago helado.
Tan fuerte era la sensación de silencio y soledad que cuando oyó el largo eco de
un grito se sobresaltó y con la mano buscó el arma que llevaba encima.
El águila describió un círculo con su esbelto cuerpo de un color pardo dorado
contra el azul. Los perros entrechocaban jugueteando y un momento después se
hundieron en la nieve acumulada al borde del lago.
Desde allí veía la avioneta de Meg. El rojo resplandor junto a la curva que
describían las heladas aguas. Aquel no era el único rastro de civilización, pues divisó
también una nube de humo que salía de una chimenea, un atisbo de casa en el espeso
bosque y su propio aliento en forma de vapor.
Soltó una risita. Tal vez tendría que plantearse pescar en el hielo. Algo debía de
tener ese impulso primitivo de querer echar el sedal en un agujero en el hielo y
esperar tranquilamente junto al agua helada.
Se acercó a la cabaña y vio una chapucera pintada, ¡CAGUETA!, cruzada en la
puerta y de un color amarillo estridente.
Otra señal de civilización, pensó Nate mientras buscaba las llaves.
Ed había colocado dos candados nuevos, con sus respectivas cadenas
resistentes y relucientes. Los abrió y entró.
Los artistas del spray también habían trabajado dentro. Había obscenidades por
doquier. Comprendió la irritación de Ed. A él también le habría cabreado encontrar
algo así en uno de sus refugios.
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Vio el estante en el que guardaba las cañas y se fijó en la pulcritud y el orden
que debió de reinar allí antes de la vandálica acción.
El aparejo, la cocina Coleman y las sillas estaban intactas, pero habían abierto y
vaciado el pequeño armario en el que supuso que guardaba el whisky, Glenfiddich,
según el informe de Otto.
Encontró tacos de los que se adhieren a las botas y pensó que no sería mala idea
comprar unos para las suyas. En la cabaña vio también un botiquín, guantes, un
sombrero, una parka vieja, raquetas para la nieve y mantas térmicas.
Las raquetas colgaban de la pared, justo encima de un CAPULLO pintado en
aquel amarillo chillón. Nate no pudo ver si se habían usado recientemente.
También guardaba allí combustible para la cocina, un utensilio para quitar las
escamas a los peces y un par de cuchillos con un aspecto extraordinario. Un montón
de revistas, un transistor. Pilas de recambio.
Nada, pensó, que no fuera habitual en una cabaña de pesca en Alaska.
Salió y rodeó la construcción. Miró hacia el lugar en el que estaba la avioneta de
Meg y más allá, donde empezaba el bosque.
Intentó imaginar a Ed Woolcott, presuntuoso, pero fuerte, merodeando por el
bosque con las raquetas.
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Capítulo 20
El incidente con el alce dio para toda la semana. A Nate le tomaron el pelo y le
felicitaron, según el interlocutor, por la técnica que había empleado para ahuyentar al
animal.
El alce fue como una especie de bendición: apartó el tema del asesinato de la
cabeza de los habitantes de Lunacy, al menos durante unos días.
Se planteó volver a hablar con Carrie y pensó en alguna estrategia para evitar
su posible respuesta de darle con la puerta en las narices o negarse en redondo a
recibirle. La notificación de que se había incinerado el cadáver, y de que Meg la
acompañaba a Anchorage a recoger las cenizas, acabaron de decidirle.
—Tendré que ir contigo —le dijo a Meg.
—Oye, jefe, ya será bastante duro ir y volver... como para que te tengamos a ti
refregándole en las narices los detalles del caso.
—No tengo intención de refregarle nada. Ahora mismo voy a verla. Quedamos
en el río.
—Nate —Meg acabó de ponerse las botas—, si crees que la policía de Lunacy
tiene que estar representada, por la razón policial que sea, envía a Otto o a Peter. Te
guste o no, eres la última persona a quien Carrie desea ver hoy.
—Nos vemos en el río. —Estaba a punto de salir de la habitación que
compartían provisionalmente cuando se le encendió la bombilla. Se volvió riendo—.
Rock y Bull. Soy lento pero acabo de pillarlo. Será por haber oído tantas historias de
alces últimamente. Los dibujos animados: Rocky y Bullwinkle.
—O eres muy lento o no tuviste infancia, chaval.
—No, lo que ocurre es que pensé que se trataba de dos nombres de macho,
como si fueran, no sé, dos boxeadores. Roco, el Toro bravo, o algo así.
Los labios de Meg se torcieron levemente en las comisuras. ¿Cómo podía
seducirla cuando estaba enfadada con él?
—Rock es un luchador.
—Pues no andaba yo tan descaminado. Te veo dentro de una hora.
Había informado ya a sus colaboradores, que se mostraron igual de pesimistas
que Meg, de que aquella mañana iría a Anchorage. Así que se fue directo a casa de
Carrie.
La puerta de la casa se abrió cuando aún no había llegado a la mitad de la
avenida. Vio a Carrie delante, con pantalón y jersey negros.
—Puede dar media vuelta y volver a su coche. No pienso hablar con usted y no
voy a permitirle que entre en casa.
—Quisiera que me concediera cinco minutos, Carrie. No me apetece nada gritar
a través de una puerta cerrada lo que he venido a decirle. Ni creo que a usted le haga
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ninguna gracia. Será mejor para los dos que me deje pasar unos minutos, sobre todo
teniendo en cuenta que dentro de una hora vamos a compartir avioneta.
—No quiero que usted me acompañe.
—Ya lo sé. Si opina lo mismo cuando haya oído lo que tengo que contarle,
mandaré a Peter en mi lugar.
Su rostro reflejaba la lucha interna que estaba viviendo. Poco después se volvió
y desapareció dejando la puerta abierta para que pudieran entrar él y el aire helado.
Nate entró y cerró la puerta. La encontró en la salita, de espaldas, con los brazos
cruzados sobre el pecho y sujetándose los bíceps con tal fuerza que resaltaba el
blanco de sus nudillos.
—¿Están sus hijos aquí?
—No, los he mandado a la escuela. Están mejor si siguen la rutina, con sus
amigos. Necesitan normalidad. ¿Cómo puede aparecer aquí de esta forma? —Se dio
media vuelta con rapidez—. ¿Y atreverse a acosarme el día en que voy a traer a casa
las cenizas de mi esposo? ¿No tiene usted corazón ni compasión?
—Es una visita oficial y lo que tengo que comunicarle es confidencial.
—Oficial. —Casi escupió la palabra—. ¿Qué quiere? Mi esposo está muerto.
Está muerto y no puede defenderse contra los horribles comentarios que usted hace
de él. Pero no va a hacerlos en su propia casa. Esta es la casa de Max y no repetirá en
ella esas mentiras.
—Usted le amaba. ¿Le amaba tanto como para darme su palabra de que no
repetirá lo que voy a decirle? ¿A nadie? ¿A nadie, Carrie?
—¿Y usted se atreve a preguntarme si le amaba...?
—Solo diga sí o no. Tiene que darme su palabra.
—No me interesa que repita sus mentiras. Diga lo que tenga que decir y
lárguese. Le prometo que incluso olvidaré que ha estado aquí.
No le daba otra opción.
—Tengo entendido que Max estuvo en la montaña con Patrick Galloway en los
días que murió este.
—Váyase al infierno.
—Y también tengo entendido que con ellos había otra persona.
La boca de Carrie se abrió temblando.
—¿Qué quiere decir... una tercera persona?
—Subieron tres, bajaron dos. Creo que esta tercera persona asesinó a Galloway.
Y también creo que es la que mató a Max, o le indujo al suicidio.
Con la mirada fija en él, soltó una de las manos y buscó a tientas el respaldo de
una silla. Pareció que todo su cuerpo se desplomara en el asiento.
—No le entiendo.
—No puedo darle más detalles, pero necesito su colaboración... Su ayuda —
rectificó—, para demostrar lo que yo creo. Había allí un tercer hombre, Carrie.
¿Quién era?
—No lo sé. ¡Por el amor de Dios, no lo sé! Ya le... le dije que alguien mató a
Max. Le dije que él no se había suicidado. Se lo dije al sargento Coben. Y sigo
repitiéndoselo.
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—Lo sé. Y la creo.
—Usted me cree. —Las lágrimas empezaron a salir de sus ojos y a caer por sus
mejillas—. Usted me cree.
—Sí. Pero la cuestión es que el forense estableció que se trataba de un suicidio.
Tal vez Coben tenga sus dudas, puede que su instinto le diga algo, incluso puede
haber ciertas pruebas circunstanciales, pero no está comprometido como nosotros.
No puede ni tiene tiempo para seguir esta vía. Tendremos que retroceder muy atrás.
Usted debería intentar recordar detalles, sensaciones, conversaciones. No le será fácil.
Y tendrá que guardarlo para usted misma. Le estoy pidiendo que se arriesgue.
Se secó las lágrimas.
—No le entiendo.
—Si estamos en lo cierto, si alguien mató a Max por lo que sucedió en la
montaña, este alguien la estará vigilando. Probablemente se preguntará qué sabe
usted, qué recuerda, qué podía haberle contado Max.
—¿Cree que puedo estar en peligro?
—Creo que lo importante es que vaya con pies de plomo. Que no hable de esto
con nadie, ni siquiera con sus hijos. Ni con su mejor amiga, ni con el sacerdote. Con
nadie. Quisiera que me dejara revisar los objetos personales de Max, sus papeles.
Todo... aquí y en el local. Y no quiero que lo sepa nadie. Me gustaría que retrocediera
en el tiempo hasta aquel febrero y recordara qué hizo usted, qué hizo Max, con quién
pasaba el tiempo, cómo se comportaba. Escríbalo.
Carrie lo miró fijamente; había una chispa de esperanza en medio de la
aflicción.
—¿Encontrará a quien le hizo esto? ¿A quién nos hizo esto?
—Haré lo que esté en mi mano.
Se secó las mejillas.
—He dicho cosas horribles de usted a... a todos los que han querido
escucharme.
—Algunas serían ciertas.
—No, no lo eran. —Se apretó los ojos con los dedos—. Estoy tan
desconcertada... Me duele el corazón, me duele la cabeza. He hecho un esfuerzo para
contratar a Meg para que me llevara y me trajera porque tenía que demostrar que no
creía... que no estaba avergonzada. Pero en parte lo estaba. —Apartó las manos de
los ojos y dejó al descubierto su mirada cansada—. Si él estuvo allí, tenía que saber...
—Aclararemos todo esto. Puede que algunas de las respuestas resulten duras,
Carrie, pero siempre será mejor que tener solo las preguntas.
—Ojalá tenga usted razón. —Se levantó—. He de arreglarme un poco. —Iba a
salir, pero se detuvo y se volvió—. Esa historia del alce en la escuela... A Max le
habría encantado. Habría sacado un buen artículo. «Expulsan de la escuela de
Lunacy a un alce alborotador» o algo parecido. Estas historias siempre le habían
atraído. Un hombre como él, que encontraba placer en algo tan tonto no podría haber
hecho lo que le hicieron a Pat Galloway.
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—Deseé casarme con él casi en el momento en que lo conocí. Me gustó cómo
hablaba, su proyecto de crear una revista aquí, su idea de lo importante que era dejar
constancia tanto de los pequeños detalles como de los grandes.
Carrie miraba por la ventana desde su asiento, al lado de Meg, y Nate vio que
fijaba su mirada en las montañas.
—Vine aquí para trabajar de profesora y me quedé porque este lugar me robó el
corazón. En realidad, la enseñanza no era mi fuerte, pero deseaba seguir aquí. Y me
gustaron las posibilidades que se me ofrecían... muchísimos más hombres que
mujeres. Yo buscaba a un hombre. —Miró de soslayo a Meg.
—¿Y quién no?
Carrie soltó una risita que sonó algo ronca.
—Quería casarme y tener hijos. En cuanto vi a Max supe que me convenía. Era
listo, aunque no en exceso, guapo pero no tanto como para temer que otras le
persiguieran. Era un poco tarambana, mejor dicho, se esforzaba en serlo, pero era de
aquellos que una mujer sabe que puede hacer entrar en vereda con un poco de
tiempo y esfuerzo.
Se interrumpió y su respiración entrecortada delató la lucha que libraba contra
las lágrimas.
—¿Las mujeres hacen listas de esas cosas? Me refiero a lo que se hace cuando
uno se plantea comprar una casa. Haría falta arreglar el suelo. Cimientos sólidos pero
necesita una remodelación... ¿Sobre este tipo de cosas? —preguntó Nate.
Carrie soltó una risita entre lágrimas y se tapó los labios con la mano.
—Pues sí. Al menos es lo que yo hice cuando me acercaba a los treinta. No me
quedé prendada de buenas a primeras, quiero decir que no me entró un terrible e
incontenible arrebato, pero me lo llevé a la cama y aquello funcionó. Otro punto a
favor que añadir a la lista.
Se hizo el silencio y Nate carraspeó.
—Vaya, y estos asientos en la columna de créditos ¿se hacen con un color o un
tamaño de letra determinado?
—Tranquilo, Burke, tienes un considerable crédito en este apartado —intervino
Meg. Y le dirigió una mirada que transmitía reconocimiento y comprensión. Veía que
le ponía las cosas fáciles a Carrie. Tanto como podía. Luego, volviéndose hacia ella,
dijo—: Se os veía bien juntos. Formabais un buen equipo.
—Lo éramos. Puede que nunca viviera una arrebatadora pasión, pero te contaré
cuándo me enamoré realmente de él: cuando cogió por primera vez en brazos a
nuestra hija. La cara que puso al sujetarla aquel día, cómo me miró mientras lo hacía.
La conmoción y la maravilla, la emoción y el terror, todo eso estaba en su rostro. De
modo que no viví una explosión, pero lo que experimenté fue un sentimiento de
calidez, de seguridad y realidad.
»No mató a tu padre, Meg. —Miró de nuevo por la ventana—. El hombre que
sostuvo a la pequeña de aquella forma no podía haber matado a nadie. Sé que tienes
razones para verlo de otra forma, y quisiera decirte cuánto te agradezco que hayas
tenido... la amabilidad de acompañarme hoy.
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—Las dos perdimos a alguien a quien amábamos. No demostraríamos nada
abofeteándonos mutuamente.
«Las mujeres —pensó Nate— son más fuertes y enérgicas que todos los
hombres que he conocido. Incluido yo mismo.»
En cuanto aterrizaron, Nate localizó a Coben, y a pesar de que le pareció una
decisión poco sensible, dejó que Meg y Carrie se ocuparan de los trámites y
recuperaran las cenizas de Max.
—Thomas Kijinski, alias Dos Dedos, parece la opción más acertada. Hay otro
piloto, Loukes, que trabaja actualmente en Fairbanks, aparte de un par más a los que
Galloway llamaba de vez en cuando. —Dejó la lista sobre la mesa de Coben—. Pero
yo creo que Kijinski es nuestro hombre; lo mataron poco después de que muriera
Galloway.
—Apuñalado; el caso se investigó y se archivó como atraco. —Coben soltó un
suspiro—. Kijinski jugaba con algunos pájaros de cuidado. Apostaba fuerte y al
parecer también traficaba. Cuando murió tenía pagarés por un importe de diez de los
grandes. El inspector que llevaba el caso estaba convencido de que uno de sus
pagarés se cobró en persona, pero no pudo demostrarlo.
—¿Y usted se traga estas coincidencias?
—Yo no me trago nada. La cuestión es que Kijinski llevó mala vida y acabó mal.
Suponiendo que fuera el piloto que llevó a Galloway a su última escalada, no ha
vivido para contárnoslo.
—Entonces supongo que no le importará entregarme una copia de su
expediente.
Coben inspiró por la nariz.
—Tengo a la prensa tocándome las pelotas con todo esto, Burke.
—Sí, estoy al corriente de que el caso ha salido en la prensa. Yo di la versión
oficial a unos periodistas.
—¿Alguna vez ha visto una salvajada como esta?
Sacó de un cajón un ejemplar de un periódico sensacionalista y lo dejó sobre la
mesa. El titular rezaba:
RESCATAN A UN HOMBRE DE HIELO
DE SU CONGELADA TUMBA
Se veía una foto de Galloway, tal como se le encontró en la cueva, a todo color,
bajo el destacado titular en negrita.
—Era de esperar una barbaridad así —empezó Nate.
—Tuvo que tomar la foto alguien del equipo de rescate. Uno de ellos sacó una
pasta vendiéndola al periódico. El teniente no me deja ni a sol ni a sombra. Solo me
falta que usted haga lo mismo.
—Había un tercer hombre en la montaña.
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NORA ROBERTS
AURORA BOREAL
—Sí, según el dietario de Galloway. Evidentemente, no podemos demostrar que
muriera inmediatamente después de la última entrada. Con dieciséis años de
margen, el día de la muerte es algo muy incierto. Pudo ocurrir enseguida, un mes
después, o seis meses después.
—Sabe bien que no fue así.
—Lo que yo sé —dijo Coben levantando una mano—, lo que puedo demostrar
—añadió levantando la otra— es que el forense dictaminó suicidio, y a mi teniente le
parece bien. ¡Qué le vamos a hacer si Hawbaker no puso ningún nombre en la nota!
—Entrégueme el expediente y yo conseguiré los nombres. Usted se está oliendo
lo mismo que yo, Coben. Que quiera cerrar la tapa para que no salga el hedor es cosa
suya. Pero yo debo asistir a un funeral y me espera una mujer con dos hijos que
merece saber la verdad para poder aprender a vivir con ella. Puedo hacer dos cosas:
tomarme unos días para buscar información aquí, en Anchorage, o que usted me
pase el expediente y yo vuelva a Lunacy.
—Si mi intención fuera cerrar la tapa, no le habría entregado el diario de
Galloway. —El desánimo se apoderaba de él por momentos, y su semblante lo
reflejaba—. Debo ofrecer respuestas a los de arriba y ellos quieren la tapa cerrada. La
teoría dominante es la de que Hawbaker mató a Galloway y al tercer hombre, el que
estaba herido, según el diario. Y si se mira imparcialmente, es lo más lógico. ¿Por qué
el asesino de Galloway salvaría a un hombre herido, a un posible testigo? Hawbaker
se los carga a los dos. Después, el miedo a que las cosas salgan a la luz o el
remordimiento le llevan a acabar con su vida.
—Todo en su sitio.
Coben apretó los labios.
—A algunos les gustan las cosas en su sitio. Le proporcionaré el expediente,
Burke, pero sea discreto en su investigación. Discreto al máximo. La prensa, mi
teniente, si cualquiera se entera de sus pesquisas, y de que yo le he echado una mano,
me caerá una gorda.
—Hecho.
Meg estaba tan abrumada por la pena de Carrie que no le importó pasar otra
velada sirviendo mesas. De haber tenido la oportunidad, habría optado por coger los
perros y largarse con la avioneta. Donde fuera. A cualquier lugar donde pudiera
pasar un par de días completamente sola, apartada de las exigencias de la gente y de
sus necesidades.
Aquello, pensaba mientras se metía en la caldeada cocina del Lodge, lo había
heredado de Galloway. Despegar, quitárselo de encima, sacudírselo. La vida es
demasiado corta para andarse con tonterías.
Pero había algo en su interior, esperaba que no tuviera nada que ver con los
genes de Charlene, que la obligaba a quedarse y acabar el trabajo.
Colgó los pedidos en la tabla giratoria de Mike el grandullón. Dos de pastel de
carne, un especial vegetariano y un salmón sorpresa.
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Recogió todos los platos que había pedido en su última entrada en la cocina y se
los colocó en un equilibrio tan perfecto que casi le dio un escalofrío verlo. «No tengo
nada contra los camareros —pensaba mientras los llevaba—, pero ojalá no se me
diera tan bien.» No era algo que tuviera en su agenda ni como último recurso.
¡Cuánto necesitaba el aire libre, el silencio! Sus perros, su música. Un buen
polvo.
Estaba a punto de explotar.
Trabajó un par de horas más con el ruido, las quejas, el chismorreo, los chistes
malos. Notaba cómo aumentaba la presión en su interior, la desesperada necesidad
de salir, de largarse. Cuando disminuyó la clientela, cogió a Charlene aparte en la
puerta de la cocina.
—He terminado por esta noche. Me voy.
—Necesito que me...
—Busca a otro. Lo encontrarás.
Se fue hacia la escalera. Le hacía falta una ducha, recogerlo todo y volver a casa.
Esta vez fue Charlene quien la cogió aparte a ella.
—Dentro de una hora tendremos otra avalancha. Los que vienen a tomar una
copa, a...
—Es curioso, pero me da lo mismo.
Iba a cerrar la puerta en sus narices pero su madre ya había entrado y fue ella la
que cerró de un portazo.
—Siempre has sido así. Me da lo mismo que te dé lo mismo, pero eso me lo
debes.
Tendría que pasar sin la ducha, solo recoger e irse.
—Cárgalo en mi cuenta.
—Necesito que me eches una mano, Megan. ¿Por qué eres incapaz de
ayudarme sin ponerte de tan mala leche?
—La mala leche la heredé de ti. No es culpa mía.
Abrió uno de los cajones y echó sobre la cama su contenido.
—Yo he construido algo aquí. Y tú te has beneficiado de ello —se quejó
Charlene.
—Me importa un puto pepino tu dinero.
—No estoy hablando de dinero. —Charlene cogía las piezas de ropa esparcidas
sobre la cama y las lanzaba al aire—. Hablo de este lugar. Significa algo. Nunca te ha
importado. En cuanto pudiste te largaste de aquí, para alejarte de mí, pero significa
algo. Hemos conseguido que salga en los periódicos, en las revistas, en las guías.
Tengo gente trabajando aquí que depende de este sueldo para comer y vestir a sus
hijos. Tengo clientes que vienen cada puñetera noche porque este local significa algo.
—Son tuyos —admitió Megan—. No tiene nada que ver conmigo.
—Es lo que decía siempre él, también. —Hecha una furia, pegó una patada a
unos vaqueros que estaban en el suelo—. Eres igual que él, hablas igual que él.
—No es culpa mía.
—Y tampoco nada era nunca culpa suya. Una mala racha en el póquer, y
estábamos una semana sin blanca. «Necesito espacio, Charley, ya sabes cómo soy.
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Vuelvo en un par de días. Ya saldrá algo; y para de darme la lata». Pero alguien tenía
que pagar los recibos, ¿no? —preguntó Charlene—. ¿O no había que pagar los
medicamentos cuando tú te ponías enferma o tener algo en metálico cuando
necesitabas unos zapatos? Todas las flores silvestres que me regalaba en verano, las
bonitas canciones, los poemas que me dedicaba, no traían comida a la mesa.
—Yo llevo la comida a la mía. Compro mis zapatos. —Se había calmado un
poco—. Yo no digo que no trabajaras. También estaban tus maquinaciones, pero es tu
vida. Conseguiste lo que querías.
—Lo quería a él. ¡Maldita sea, lo quería a él!
—Y yo, de modo que perdimos las dos. Eso no tiene remedio.
Volvería a por sus cosas, pensó Meg. En aquellos momentos lo que necesitaba
era marcharse. Fue hasta la puerta, pero vaciló.
—He llamado a Boston, he hablado con su madre. No pondrá impedimentos
para que reclames el cadáver y lo entierres aquí.
—¿La has llamado?
—Sí, ya está hecho. —Abrió la puerta.
—Meg. Por favor, Megan... Espera un momento. —Charlene se sentó en un
extremo de la cama, rodeada de ropa desparramada—. Gracias.
«¡Mierda!»
—No ha sido más que una llamada telefónica.
—Es importante. —Charlene juntó las manos en su regazo y fijó la vista en
ellas—. Es tan importante para mí... Estaba furiosa contigo porque te habías ido a
Anchorage a... a verlo. Porque me habías excluido.
Meg cerró la puerta y se apoyó en ella.—No fue eso lo que hice.
—No he sido una buena madre. Quería pasar yo delante, o lo intentaba. Pero
había siempre tanto trabajo... Nunca imaginé que hubiera tanto.
—Eras muy joven.
—Demasiado joven, supongo. Él quería más. —Levantó la vista y luego encogió
los hombros—. Te quería con locura, y deseaba tener más hijos. Yo no podía
permitirlo. No quería pasar de nuevo por todo aquello, engordar, estar agotada,
repetir todo ese dolor. Y luego el trabajo. Saber que el dinero nunca llegaba cuando lo
necesitabas o simplemente cuando lo querías. Él insistía en eso y yo insistía en otras
cosas, hasta el punto que teníamos la impresión de que nos pasábamos la vida
empujándonos mutuamente. Además, yo sentía celos porque él te adoraba, y yo
siempre estaba al margen, era la que decía no.
—Supongo que alguien tenía que hacerlo.
—No sé si lo habríamos conseguido. De haber vuelto, no tengo claro si
habríamos aguantado. Empezamos a desear cosas tan distintas... Pero sé que si nos
hubiéramos separado, él se habría quedado contigo.
Como si necesitara tener las manos ocupadas, iba alisando el cubrecama a uno y
otro lado.
—Te habría llevado consigo —dijo—. Y yo le habría dejado. Ya debes de
imaginártelo. Él te quería más de lo que yo era capaz.
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Le pareció duro, lo más duro que había hecho hasta entonces, pero se acercó a
la cama y se sentó.
—¿Tanto como para reunir el dinero y comprarme unos zapatos?
—Puede que no, pero lo suficiente para llevarte de camping para que pudieras
ver las estrellas. Lo suficiente para sentarse junto a la chimenea y contarte cuentos.
—Quisiera pensar que si hubiera vuelto lo habríais conseguido.
Charlene levantó la vista y parpadeó.
—¿En serio?
—Sí. Me gustaría pensar que habríais encontrado la fórmula para hacerlo
funcionar. En realidad estuvisteis mucho tiempo juntos. Mucho más que la mayoría
de la gente. Quisiera preguntarte algo.
—Parece el momento adecuado.
—¿Sentiste un arrebato de pasión el día en que lo conociste, cuando te
enamoraste?
—¡Madre mía, por supuesto! Un arrebato que estuvo a punto de fulminarme. Y
no desapareció nunca. A veces pensaba que había muerto, que estaba muerto y
enterrado, cuando me enfurecía o estaba agotada. Pero de pronto él me miraba y
volvía. Jamás he sentido lo mismo por otro hombre. No pierdo la esperanza, pero no
llega.
—Tal vez ahora deberías esperar algo distinto. Hace poco alguien me hablaba
de las ventajas de tener algo cálido y estable.
Se levantó y recogió la ropa esparcida.
—No puedo volver abajo y seguir trabajando esta noche —dijo Meg.
—De acuerdo.
—Te ayudaré con los desayunos, pero tendrías que encontrar a alguien que
sustituyera a Rose. Debo volver a mi casa, a mi vida.
Charlene asintió y se levantó.
—¿Y te llevarás a ese poli tan atractivo?
—Él decidirá.
Meg recogió sus cosas y ordenó la habitación. Se planteó dejar una nota a Nate
pero decidió que incluso para ella sería demasiado frío, incluso descortés.
Por otro lado, recordó que no tenía su coche, aunque también podía «tomar
prestado» el de él. O el de otro. Y comentárselo luego.
Por fin, con la mochila al hombro, se dirigió hacia la comisaría, no sin antes
pasar por Los Italianos.
Él le había dicho que trabajaría hasta tarde en el despacho. El coche estaba
cerrado, así que lo pensó un momento. Podía echar mano del hermoso llavero que
guardaba y probablemente encontraría la que se ajustara a la cerradura. Claro que si
se disparaba la alarma a él no le haría ninguna gracia.
Y teniendo en cuenta que se había criado en la ciudad, lo más seguro era que la
hubiera activado.
Entró con la mochila y la gran pizza en la comisaría.
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¡Vaya silencio!, fue su primer pensamiento. ¿Cómo podía trabajar sin música
aquel hombre? Dejó en el suelo la mochila y se disponía a llamarle cuando él
apareció en la puerta.
De no haber estado atenta, Meg no se habría fijado en que la mano de Nate
estaba apoyada en la culata del revólver enfundado, ni tampoco en cómo la apartaba
al sonreírle.
—Huelo a comida... y a mujer. Lo que despierta mis instintos de hombre de las
cavernas.
—Pizza de salchichón. Pensaba que te apetecería algo caliente, en lo que me
incluyo.
—Pues aceptaré ambas cosas. ¿Por qué llevas la mochila?
No se había fijado en que él la había visto.
—Me fugo. ¿Te apuntas?
—¿Pelea con Charlene?
—Sí, pero no es por eso. En realidad, casi hemos hecho las paces. Tenía que
largarme como fuera, Burke. Demasiada gente, demasiado tiempo seguido. Me pone
de los nervios. He pensado que una pizza y un polvo en casa me calmarían; así ya no
agrediría a nadie y tú no tendrías que detenerme.
—No está mal el plan.
—Mi idea era salir zumbando, pero no lo he hecho. Supongo que se me tendrá
en cuenta.
—Anotadísimo. Y ahora, ¿por qué no dejas la pizza por ahí? Encontraré algo
para regarla.
—Tengo esto. —Meg metió la mano en la bolsa y sacó una botella de vino
tinto—. Expropiada del bar del Lodge. Tendremos que terminarla para hacer
desaparecer todas las pruebas.
Le dio la botella de camino hacia el despacho; dejó la pizza en su escritorio.
Tras oír la puerta, Nate había cerrado sus archivos, apagado la impresora y el
ordenador y colocado la tela encima del tablero.
—¿Servilletas? —preguntó Meg.
No era por falta de caballerosidad, pero no podía dejarla sola en el despacho.
—Debajo del mostrador de Peach. —Sacó su navaja suiza para quitarle el tapón
a la botella—. En realidad, es la primera vez que la uso. Un trabajo del copón, pero...
¡eh! —Le mostró el corcho que acababa de sacar—. ¡Lo conseguí!
Meg puso las servilletas y sacó dos tazas de detrás de la cafetera.
—¿Y esto qué es? —Levantó un extremo de la tela con un dedo.
—No. —Al ver la cara de sorpresa de Meg, movió la cabeza—. Déjalo. Vamos a
comer.
Se sentaron y compartieron el vino y la pizza.
—¿Por qué trabajas hasta tan tarde, y solo? ¿Estabas matando el tiempo
esperando que acabara mi turno de noche?
—En parte, sí. Pero cuéntame, ¿por qué os habéis peleado tú y Charlene?
—Estás cambiando de tema.
—Pues sí.
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—Ella con sus exigencias, yo tan desagradecida como siempre... Luego ha
salido lo de mi padre y... otras cosas, algunas de las cuales me han parecido bastante
lógicas. Me ha dicho lo suficiente para ver que no era el tipo más fácil del mundo
para vivir con él en pareja, y que ella, en su curioso y fastidioso estilo, tal vez hizo lo
que pudo. Las dos lo queríamos, mucho más de lo que somos capaces de querernos
mutuamente.
Se sirvió más vino y cogió con parsimonia otro pedazo de pizza, a pesar de que
se le había hecho un nudo en el estómago.
—¿Lo que tienes debajo de esta tela es sobre mi padre? He visto muchas
películas policíacas, muchas series de comisarios, Burke, para saber que hacéis
murales con fotos e informes y otros datos en una investigación.
—No estoy investigando nada, es decir, oficialmente. Y sí, tiene que ver con tu
padre y preferiría que lo dejaras como está.
—Ya te avisé, no soy aprensiva.
—Y yo te aviso de que algunas cosas no las comparto. Ni las compartiré.
Meg se quedó en silencio, con la vista fija en el trozo de pizza.
—¿Eso es lo que le dijiste a tu mujer cuando se lo hacía con otro?
—No —respondió él sin alterarse—. Le importaba un pito mi trabajo.
Ella cerró un momento los ojos; luego se esforzó por abrirlos y fijarlos en los de
él.
—Ha sido un golpe bajo. A veces no puedo impedir darlos. —Dejó la pizza con
un gesto brusco—. Esta noche no estoy muy a gusto con mi persona. Será mejor que
me aleje y recupere el yo con el que me siento a gusto.
—Pero has sido tú quien ha venido, a traerme la pizza y el vino.
—Me tienes algo atrapada. No sé cuánto durará, pero de momento he caído.
—Te quiero, Megan.
—¡Oh, por favor, no me digas esto ahora! —Se levantó y empezó a tocarse el
pelo mientras andaba—. ¡Precisamente cuando estoy de tan mala leche! ¿Qué pasa,
Ignatious, pretendes que las mujeres te traten a patadas? ¿Estás ansioso porque
alguien te destroce otra vez?
—Se produjo la gran explosión —dijo Nate tranquilo—. Hizo falta la gran
explosión para romper la barrera; creo que he pasado casi todo el año revolcándome.
Últimamente, parecía que el fuego se mantenía sin grandes llamaradas. Siempre es
mejor vivir a fuego lento que a golpe de impactos. Pero de vez en cuando arremete
de nuevo. Se apodera de mi interior como una bola de fuego.
Meg se detuvo, se sentó de nuevo; el nudo del estómago cada vez le molestaba
más.
—Que Dios te proteja.
—Lo mismo pensaba yo. Pero yo te amo y esto es distinto a mi historia con
Rachel. Entonces lo tenía todo planificado; debía hacerse paso a paso y ser agradable,
estable, lógico y normal.
—Y conmigo no buscas algo lógico y normal.
—Sería perder el tiempo.
—¡No fastidies! Llevas tatuado en el culo que quieres un hogar.
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—No, la única que lleva algo tatuado eres tú, y por cierto, me parece muy
erótico. Tal vez cuando decidas que estás enamorada de mí podamos pensar en qué
ocurrirá después, pero de momento...
—Cuando lo decida.
—Sí, cuando lo decidas. Soy paciente, Meg, y en cierta forma, implacable. Estoy
empezando a recuperar el brío. Ha estado mucho tiempo atemperado, pero renace de
nuevo. Habrá que adaptarse a él.
—Interesante. Da un poco de miedo, pero sigue siendo interesante.
—Porque te quiero y confío en ti, voy a enseñarte esto.
Abrió la carpeta que tenía en la mesa, sacó de ella las copias del diario de
Patrick Galloway y se las pasó.
Se fijó en el instante en que Meg reconocía la letra, en cómo su cuerpo se ponía
rígido, inmóvil, y en la rápida y casi inaudible respiración. Sus ojos buscaron los de él
en un movimiento fugaz y luego se clavaron de nuevo en las páginas que tenía en la
mano.
No abrió la boca mientras leía. No soltó una lágrima, no mostró ninguna
expresión de furia ni un temblor como habría hecho cualquier otra mujer. Cogió de
nuevo la taza de vino y, sorbiéndolo lentamente, fue pasando las páginas.
—¿De dónde sale esto?
—Son copias de las páginas de un diario que guardaba él en un bolsillo interior
de la parka. Coben me las dio.
—¿Cuándo?
—Hace unos días.
Notó cierto ardor en el estómago.
—Y no me lo dijiste. Y no me lo enseñaste.
—No.
—¿Por...?
—Tenía que pensarlo y tú tenías que calmarte.
—¿Eso forma parte del brío, jefe? ¿Tomar decisiones unilaterales?
—Forma parte de mi responsabilidad profesional y de mis sentimientos
personales. No puedes comentárselo a nadie hasta que yo decida lo contrario.
—¿Y me lo enseñas ahora porque según tu opinión profesional lo has pensado y
yo me he tranquilizado?
—Más o menos.
Meg cerró los ojos.
—Andas con mucho cuidado, ¿verdad? En el plano profesional y en el personal.
Para ti es casi lo mismo.
Nate no respondió y ella abrió los ojos.
—¿Qué sacaría llamándote de todo si tú ya has decidido lo que estaba bien? Y
probablemente lo estaba.
Meg sabía que ahora no se le pasaría con tanta facilidad. Apartó el vino y
preguntó:
—¿Y qué opina Cobe?
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—Es más bien qué opinan sus superiores. La teoría es que Max mató a
Galloway y luego al tercer hombre. Cuando se encontró el cadáver de tu padre, el
miedo a ser descubierto y el remordimiento le llevaron al suicidio.
—Así redactarán el informe y así lo cerrarán, o como se llame todo eso en el
lenguaje de los polis.
—Eso creo.
—Pobre Carrie. —Se inclinó hacia delante, dejó las páginas sobre la mesa—.
Pobre Max. Ni por asomo mató a Patrick Galloway.
—No —dijo Nate, cerrando la carpeta—. No lo hizo.
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Capítulo 21
Todo el pueblo se apiñó en el ayuntamiento para la celebración del acto en
memoria de Max Hawbaker. Era el único lugar en el que cabía tanta gente. A Nate le
pareció interesante ver a todos los que se habían congregado: gente vestida con ropa
de todos los días o de domingo, con esmoquin de Alaska o botas de montaña. Fueron
allí porque Max había sido uno de ellos y porque su esposa y sus hijos seguían en
Lunacy. Acudieron, pensó Nate, tanto los que le consideraban un héroe del pueblo
como los que lo veían como un asesino.
Y muchos se inclinaban por lo último. Nate lo vio en sus ojos y lo captó en
retazos de conversación. Sin embargo, lo pasó por alto.
Se elogió a Max con cariño y con humor, y en las declaraciones públicas se
omitió cuidadosamente el nombre de Patrick Galloway.
Terminó la ceremonia. Algunos volvieron al trabajo y otros fueron a casa de
Carrie para llevar a cabo lo que él siempre llamaba el rebobinado del funeral.
Nate volvió al trabajo.
Charlene atacó a Meg por sorpresa mientras esta descargaba provisiones de la
avioneta. La agarró del brazo y la apartó de Jacob.
—Tengo que verlo.
—¿A quién?
—Ya lo sabes. Tienes que llevarme a Anchorage, a la funeraria donde
permanecerá su cuerpo hasta la primavera. Tengo derecho a ello.
Meg observó detenidamente el rostro de Charlene.
—El caso es que no puedo. Hoy ya es tarde para ir a Anchorage y además tengo
compromisos de trabajo. Iditarod ya está en marcha. Muchos quieren sobrevolar la
carrera, sacar fotos.
—Tengo derecho a...
—¿A qué viene esto?
—Que no estuviéramos casados no significa que yo no fuera su esposa. Su
mujer de verdad, como Carrie para Max.
—¡Por favor! —Meg describió un par de círculos andando—. ¡Y yo que pensaba
que habías demostrado mucha clase asistiendo al acto, mirando a Carrie a los ojos y
dándole el pésame! Y resulta que ahora te da un ataque porque ella ha acaparado
toda la atención.
—No es eso. —O no lo es en parte, pareció admitir—. Quiero verlo y lo veré. Si
no me llevas tú, llamaré a Jerk, en Talkeetna, y le pagaré para que me lleve.
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—Lo has estado tramando desde que se montó el acto en memoria de Max,
¿verdad? Tramando y dándole vueltas desde entonces. ¿Qué pasa, Charlene?
—Tú lo has visto.
—Apunta otra a mi favor.
—¿Cómo sé que está muerto? ¿Cómo sé que es él si no lo han visto mis ojos?
Carrie pudo ver a Max.
—Yo no te puedo llevar.
—¿Permitirás que vaya con un desconocido?
Meg se volvió hacia el río. Empezaba a rebosar; había grietas y agujeros por los
que asomaba el agua y el hielo perdía grosor. Era peligroso, pues el nuevo hielo tenía
el mismo aspecto que el resto pero podía romperse bajo los pies en cualquier
momento.
En un lugar que parecía seguro alguien podía encontrar la muerte.
Habían puesto unos carteles de advertencia escritos a mano. Obra de Nate,
pensó Meg. Él comprendía los peligros de una capa fina de hielo a pesar de que
tuviera un aspecto seguro y normal.
—¿Qué me dices de una foto?
—¿A qué te refieres?
Se volvió otra vez.
—¿Te bastará si te traigo una foto de él?
—Si puedes ir hasta allí para hacerle una foto, ¿por qué...?
—No tengo que desplazarme. Nate tiene fotos. Puedo pedirle una y llevártela.
—¿Ahora?
—No, ahora no. —Se quitó el gorro y se pasó los dedos por el pelo—. Le
parecerá mal. Son pruebas o algo así. Pero te la traeré esta noche. La ves, te
convences y me la devuelves.
Fuera de la comisaría, Meg sacó su llavero y encontró en él la llave que llevaba
el distintivo «DP». Había dejado a Nate durmiendo y esperaba que siguiera así hasta
que ella volviera. No quería contarle aquel pequeño disparate.
Entró y sacó su linterna. En parte tenía ganas de fisgonear y disfrutar de la
sensación de estar donde no debía. Pero sobre todo deseaba acabar con el encargo e
irse a la cama.
Fue derecha al despacho de Nate. Allí se arriesgó a dar la luz del techo un
instante antes de acercarse al tablero de corcho.
Apartó con cuidado la tela, pero se le fue de las manos cuando dio un vacilante
paso hacia atrás.
No era la primera vez que veía un muerto y sabía que no era algo agradable.
Pero aquellas crudas fotos de Max Hawbaker le quitaron la respiración.
Mejor sería quitárselo de la cabeza, al menos por el momento. Había ido a
buscar la foto de su padre, que le parecía una muerte mucho más limpia, para
llevársela a Charlene.
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Se metió la foto dentro de la chaqueta, apagó la luz y salió de la misma forma
que había entrado.
Charlene estaba en su habitación y le abrió la puerta vestida con una bata
estampada. Olía a una mezcla de whisky, humo y perfume.
—Sería mejor que estuvieras sola —dijo Meg.
—Estoy sola. Le he dicho que se fuera. ¿Dónde la tienes? ¿La traes?
—Te dejaré que la veas, luego me la llevaré y no quiero oír ni una palabra más
sobre el tema.
—Déjame verla. Déjame verlo.
Meg sacó la foto.
—No, no la toques. Si hay cualquier arruga o lo que sea, Nate se enterará. —
Giró la foto para que se viera la imagen.
—¡Oh! ¡Oh! —Charlene retrocedió casi temblando, como le había ocurrido a
Meg delante del tablón—. ¡Dios mío! ¡No! —Con un gesto brusco intentó detener a
Meg, que iba a guardar de nuevo la foto—. Tengo que...
Avanzó un paso y, ante la mirada de aviso de Meg, entrelazó sus manos en la
espalda.
—Está... igual. ¿Cómo puede ser? Tiene el mismo aspecto. Tantos años y está
idéntico.
—No ha tenido oportunidad de cambiar de aspecto.
—¿Crees que fue rápido? Lo sería, ¿verdad?
—Sí.
—Llevaba esa parka cuando se fue. Es lo que llevaba la última vez que lo vi. —
Se volvió y se sujetó los codos con las manos—. Y ahora vete. —Se estremeció y luego
se tapó la boca con las dos manos—. Meg... —Empezó a girar sobre sí misma.
Pero Meg ya se había marchado.
Charlene fue al cuarto de baño, encendió las luces y se miró detenidamente bajo
el potente foco.
Él tenía el mismo aspecto, pensó otra vez. ¡Estaba tan joven!
Y ella no. Nunca más lo sería.
Corría el mes de marzo en Alaska, pero aunque los días se hubieran alargado
no parecía que se aproximara la primavera, por más que en el calendario se acercara
el día de su inicio.
Últimamente, Nate se despertaba con la luz del día y a menudo en el lado
izquierdo de la cama de Meg. Cuando paseaba por el centro urbano cada vez veía
más rostros de personas y menos capuchas.
Tampoco le recordaban la primavera los huevos de plástico que colgaban de las
ramas de los árboles cubiertas de nieve, ni los conejitos, también de plástico,
agazapados en las blancas alfombras de hierba.
Pero sí le hizo pensar en el buen tiempo la primera rotura que vio en el hielo.
Observaba, con azorado asombro, las pequeñas grietas que se formaban a lo
largo de la helada franja del río, como cremalleras resquebrajadas. A diferencia del
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agua que sobresalía, las grietas no se llenaban ni se helaban. Aquello lo dejó tan
pasmado que permaneció veinte minutos contemplándolo antes de volver al
despacho.
—Hay grietas en el río —dijo a Otto.
—¿En serio? Es algo pronto para que se rompa el hielo, pero hemos tenido unos
días cálidos.
Quizá, pensaba Nate, si viviera en Lunacy digamos unos... cien años, pensaría
que eran cálidos los días en los que el termómetro rozaba los dos grados, o los cuatro,
aunque la humedad se metía en los huesos.
—Hay que colocar carteles. Solo nos faltaría que los muchachos que juegan a
hockey se hundieran en el hielo.
—Los chavales tienen más juicio que...
—Hay que colocarlos, como hicimos con el rebosamiento del río, pero en mayor
cantidad. Hay que preguntar a los de La Tienda de la Esquina si tienen tableros para
anuncios. Que redacte los carteles Peach o Peter. Que ponga: «Prohibido patinar,
hielo quebradizo».
—No tan quebradizo...
—Hágame el favor de traer media docena de carteles, Otto.
Su ayudante refunfuñó, pero fue a por ellos. Nate se fijó en que los labios
pegados de Peach intentaban disimular una sonrisa.
—¿Ocurre algo?
—Nada. Nada. Creo que es una buena idea. Demuestra que nos preocupamos
por nuestros ciudadanos, y por el orden. Pero opino que con «Cuidado, grietas» sería
suficiente.
—Escriba lo que le parezca mejor pero hágalo.
Fue hacia la puerta trasera para ver qué podía utilizar como palos.
—Y no deje que lo haga Otto.
Cuando se quedó satisfecho al ver la tarea en marcha, redactó en el ordenador e
imprimió unas hojas para que pudieran distribuirse.
Las dejó en correos, en el banco, en la escuela y luego se dirigió al Lodge.
Apareció Bing y, tras leer el texto por detrás de su hombro, soltó un resoplido.
Sin abrir la boca, Nate releyó el escrito.
ÉPOCA DE GRIETAS:
EL DEPARTAMENTO DE POLICÍA DE LUNACY
PROHÍBE PATINAR, PASEAR O LLEVAR A CABO
OTRAS ACTIVIDADES EN EL RÍO.
—¿Ha encontrado alguna falta, Bing?
—No. Estaba pensando si cree que hay alguien tan estúpido como para ponerse
a patinar en un río con grietas.
—Tal vez el mismo que se lanzaría de un tejado para volar después de haber
leído un par de cómics de Superman. ¿Cuánto tiempo dura esto?
—Depende, supongo. El invierno empezó pronto y la primavera hace lo mismo.
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Veremos. Cada puñetero año llegan las grietas al río, como ocurre en el lago. No es
nada nuevo.
—Pero un chaval podría estar jugando y caer en el hielo; tendríamos que
preparar otro entierro.
Bing frunció los labios con expresión pensativa mientras Nate se alejaba.
Todavía tenía avisos en la mano cuando vio movimiento detrás de la ventana
de The Lunatic.
Cruzó la calle, encontró la puerta cerrada y llamó.
Carrie le observó a través del cristal un momento y luego le abrió.
—Quisiera colocar uno de esos papeles en su ventana, Carrie.
Ella lo cogió, lo leyó y fue hasta su mesa a buscar celo.
—Ya lo pondré yo.
—Gracias. —Echó un vistazo al local—. ¿Está sola?
—Sí.
Se había entrevistado con ella un par de veces desde el entierro y en ambas
ocasiones le había parecido que sus respuestas eran dispersas y vagas. Quería darle
tiempo, pero este iba pasando.
—¿Ha podio recordar algún otro detalle de aquel febrero?
—He intentado reflexionar, tomar notas, tal como me dijo usted, en casa. —
Pegó el papel en el cristal para que se viera desde fuera—. Me ha sido imposible
hacerlo aquí. O en casa de mis padres, donde llevé a los críos quince días. No sé por
qué. Me resultaba imposible traducir los pensamientos en palabras. Por eso he
vuelto. He pensado que quizá...
—Muy bien.
—No sabía si sería capaz de volver aquí. Sé que Hopp y algunas mujeres
vinieron y... limpiaron... cuando se les permitió hacerlo, pero yo no estaba segura de
poder volver.
—Es duro.
Nate había vuelto a su propio callejón, se había esforzado en volver. Y todo lo
que sintió fue una desesperación que le insensibilizaba.
—Tenía que volver. No ha salido ningún número desde entonces... Demasiado
tiempo. Max había trabajado a conciencia y esto significaba mucho para él.
Carrie se giró, inspirando lentamente mientras echaba una ojeada a la sala.
—En realidad, esto ya no se parece a nada. No tiene el aspecto de una revista de
verdad. Max y yo fuimos a Anchorage, a Fairbanks, incluso a Juneau, a visitar
publicaciones de verdad, redacciones de verdad. Se le iluminaron los ojos. No se
parecían mucho a esto, pero él estaba orgulloso de su redacción.
—No estoy de acuerdo con usted. A mí me parece una redacción seria.
Carrie hizo un esfuerzo por sonreír y asintió con brío.
—La mantendré en funcionamiento. Lo he decidido hoy. Poco antes de que
llegara usted. Había pensado dejarlo; creía que sin él no sería capaz. Pero al llegar
hoy aquí he visto que tenía que seguir. Trabajaré en el próximo número; veré si el
profesor tiene tiempo para echarme una mano, puede que incluso sepa de algún
muchacho que quiera trabajar, adquirir cierta experiencia en el periodismo.
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AURORA BOREAL
—Muy bien, Carrie. Me alegra oírla.
—Escribiré lo que me pidió, Nate, se lo prometo. Reflexionaré e intentaré
recordar. Sé que le interesaba revisar sus papeles. Aún no he entrado ahí.
No tuvo que señalarle el despacho para que Nate supiera que se refería al lugar
en el que habían encontrado a Max.
—Si quiere puede hacerlo.
Nate pensó que los de la estatal no lo habían registrado. Él seguía con la idea de
hacerlo, pero no en aquellos momentos. Cualquiera que pasara por allí podía verle y
preguntarse qué hacía.
—Volveré. ¿Tenía un despacho en casa?
—Uno pequeño. No he tocado sus cosas. Siempre lo pospongo.
—¿Hay alguien ahora mismo en su casa?
—No. Los niños están en la escuela.
—¿Le importa que vaya a echar un vistazo? Si tengo que llevarme algo, le haré
un recibo.
—Adelante. —Fue a por su bolso, buscó las llaves y sacó una del llavero—. Con
esta abrirá la puerta de atrás. Quédese todo el tiempo que necesite.
No quiso aparcar delante de la casa de Hawbaker. La gente hablaría. Dejó el
coche en una curva del río. No vio grietas en el hielo y se preguntó si no se habría
adelantado a los acontecimientos. Se dirigió hacia la parte trasera de la casa pasando
por un bosquecillo. Bajo los árboles aquello era mucho más frío, ahí el sol no podría
entrar. Había huellas de motos de nieve y de esquís. Un grupo de esquí de fondo del
instituto, pensó. Localizó también otras huellas no humanas y enseguida pensó que
ojalá no tuviera que encontrarse cara a cara con el alce al que había espantado.
Conocía poco aquella especie para saber si era rencorosa.
Notó que la capa de nieve era más espesa de lo que había calculado y se
arrepintió de no haber cogido las raquetas. Pero hizo lo que pudo para seguir las
huellas.
Se fijó en algo que se movía, le pareció un zorro, pero cuando se detuvo para
recuperar el aliento se dio cuenta de que era un grupo de lanudos ciervos.
Avanzaban penosamente hacia el norte, a unos cinco metros de él. Dio por supuesto
que debía de estar caminando contra el viento, pues ninguno se volvió. Siguió
observándolos hasta que los perdió de vista.
Llegó a la parte trasera de la casa de Carrie, pasó por delante de lo que le
pareció un cobertizo para las herramientas y rodeó el edificio construido sobre
pilotes que debían de utilizar para guardar reservas. Alguien había despejado la
entrada de atrás y junto a la puerta vio un montón de leña cubierto por una lona.
Abrió con la llave y entró en una estancia que podía hacer las veces de entrada
donde dejar la ropa y de zona de lavar. Como llevaba las botas mojadas y llenas de
nieve, se las quitó y las dejó, al lado de la chaqueta.
La cocina estaba limpia, casi relucía. Tal vez aquello fuera lo que hacían las
mujeres, o algunas mujeres, para enfrentarse al dolor. Sacar la escoba y la fregona. Y
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la gamuza, pensó mientras se adentraba en la casa, y la aspiradora. No se veía ni una
mota de polvo. Ni tampoco el habitual desorden de la vida diaria.
Quizá ese era el problema: no estaba aún a punto para seguir viviendo.
Subió a la planta superior, localizó la habitación de los niños por los carteles en
las paredes y el desorden en el suelo. Dejó, de momento, la habitación principal, en la
que vio la cama pulcramente hecha y una colcha de patchwork doblada en el
respaldo de una silla. ¿Quizá ahora dormía allí porque no se veía con ánimos de
tumbarse en la cama que había compartido con su esposo?
Al lado de la habitación encontró el despacho de Max. Allí sí se veía desorden,
polvo y las señales de la vida cotidiana. En la silla del escritorio vio una tira de cinta
adhesiva plateada a lo largo de una de las junturas: el trabajo de reparación de un
manitas. El propio escritorio estaba rayado y pelado, lo que dejaba claro que era de
segunda o de tercera mano. En cambio el ordenador que tenía encima se veía nuevo
o al menos bien cuidado.
También había un calendario de sobremesa, uno de esos que ofrecían una
imagen y una frase todos los días. El de Max era sobre pesca y como imagen del día
mostraba el cómico dibujo de un hombre sujetando un pececito rojo y afirmando que
cuando lo había pescado era más grande. La fecha: el diecinueve de enero. Max no
había arrancado la hoja para ver el chiste del día siguiente.
No encontró ninguna nota escrita, ninguna pista del estilo de: «Cita con —
nombre del asesino— a medianoche».
Se dispuso a revisar lo que había en la papelera y debajo de la mesa. Encontró
otras páginas del calendario, algunas con notas. «IDITAROD: ¿PUNTO DE VISTA DEL
PERRO?» «GOTEA EL GRIFO DEL BAÑO. CARRIE CABREADA. ¡ARREGLAR!»
Y la del día anterior a su muerte, cubierta de garabatos y con una sola palabra:
«PAT». La cogió y la dejó sobre la mesa.
Encontró algunos sobres que indicaban que Max había estado pagando facturas
hacía poco, y un par de envoltorios de caramelo.
Empezó a revisar los cajones de la mesa, encontró un talonario —doscientos
cincuenta dólares con seis centavos en el saldo después de abonar las facturas— con
la última fecha registrada dos días antes de su muerte. Tres cartillas de ahorros. Una
para cada uno de sus hijos y otra conjunta de él y su esposa. Él y Carrie tenían unos
ahorrillos de seis mil diez dólares.
Guardaba también sobres, etiquetas con direcciones. Gomas, clips, una cajita
con grapas. Nada raro.
En el último cajón encontró cuatro capítulos de un original titulado:
Ola de frío
Novela
Maxwell T. Hawbaker
Nate lo dejó sobre la mesa y se levantó para revisar el estante de la pared.
Añadió al montón de cosas que había dejado aparte una caja de disquetes y un
álbum con recortes de artículos de prensa.
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Luego se sentó para poner a prueba sus dotes informáticas.
No había contraseña, lo que le indicó que Max no tenía nada que ocultar. Una
ojeada a los documentos le mostró una hoja de cálculo en la que Max anotaba con
sumo cuidado las cifras de la hipoteca y las fechas de pago. Un hombre entregado a
la familia, pensó Nate, responsable de sus cuentas.
No encontró nada en este apartado que le hablara de grandes sumas, de algo
fuera de lo corriente. Si Max había estado chantajeando a su asesino, no había
registrado las cifras en los asientos mensuales.
Encontró otra parte de la novela y el principio de otras dos. Un vistazo a los
disquetes le mostró que Max tenía copia de todo. En «favoritos» tenía unas cuantas
páginas, principalmente sobre pesca.
Encontró mensajes electrónicos guardados: compañeros de pesca, respuestas de
un par de personas sobre la cuestión de los perros de trineo. Probablemente era el
seguimiento para el artículo que pensaba redactar sobre Iditarod.
Pasó una hora revisando sus cosas, pero nada saltó ante sus ojos gritando: ¡Una
pista!
Reunió todo lo que le había interesado y lo bajó a la entrada, donde encontró
una caja vacía para meterlo.
Entró en la cocina. Vio un calendario sobre pájaros. A nadie se le había ocurrido
o nadie se había molestado en pasar a febrero y mucho menos a marzo.
Había anotaciones en más de la mitad de los días. Reunión de la Asociación de
padres, entreno de hockey, límite reseña libro, dentista. Rutina familiar normal y
corriente. La cita del dentista era para Max, y tenía que acudir dos días después de su
muerte.
Pasó las hojas, echó un vistazo al mes de febrero, al de marzo. Muchas notas
también, y SALIDA A PESCAR en mayúsculas en el segundo fin de semana de marzo.
Dejó caer de nuevo la hoja. Rutina, normalidad, nada nuevo.
Pero había encontrado en la papelera de arriba aquella página de calendario
con una única palabra: PAT.
Vio cuatro pares de raquetas de nieve colgadas en la entrada.
Con la vista fija en ellas, se puso las botas, la chaqueta, cogió la caja y se dispuso
a salir.
Estaba de nuevo en el bosque, con nieve hasta el tobillo, cuando un disparo
resonó en el silencio. Instintivamente, dejó la caja y metió la mano dentro de la
chaqueta en busca de su revólver. Ya lo tenía cuando oyó un estruendo entre los
árboles. Vio un ciervo robusto, con una sólida cornamenta, que se alejaba al galope.
Con el corazón desbocado, Nate tomó la dirección contraria. Habría cubierto
unos veinte metros cuando distinguió entre los árboles una silueta y la enorme arma
que sostenía.
Permanecieron un momento quietos, ambos con el arma a punto. Luego la
silueta levantó la mano izquierda y se quitó la capucha de la cabeza.
—Le ha olido —dijo Jacob—. Se ha asustado y ha echado a correr mientras le
disparaba. Por esto lo he perdido.
—Perdido —repitió Nate.
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—Quería llevarle a Rose un poco de carne de venado. Últimamente David no ha
podido salir a cazar. —Bajó la mirada lenta y deliberadamente hacia el arma de
Nate—. ¿Caza usted, jefe Burke?
—No. Pero cuando oigo un disparo no busco a quien lo ha efectuado sin saber
dónde tengo el arma.
Jacob puso el seguro con gran parsimonia.
—Pues lo ha encontrado, y yo tendré que volver de vacío.
—Lo siento.
—El ciervo ha tenido su día de suerte. ¿Sabe cómo salir de aquí?
—Encontraré el camino.
—Perfecto. —Jacob movió la cabeza, dio media vuelta y, avanzando con soltura
con las raquetas de nieve, desapareció entre los árboles.
Nate siguió con el arma en la mano mientras iba a recoger la caja que había
dejado en el suelo. No enfundó el arma hasta que llegó al coche.
Fue hasta casa de Meg y dejó la caja en el fondo de un armario. Aquello tenía
que investigarlo en su tiempo libre. Llevaba el pantalón mojado hasta las rodillas, se
cambió y bajó hasta el lago con los perros a comprobar si veía alguna grieta en el
hielo antes de volver a Lunacy en coche.
—Los carteles están colocados —le dijo Otto.
—Muy bien.
—Hemos recibido ya dos quejas en las que se nos decía que nos ocupáramos de
lo nuestro.
—¿Tengo que hablar con alguien?
—No.
—Jefe, tiene dos llamadas, de periodistas. —Peach señaló las notas de color rosa
que tenía sobre el mostrador—. Acerca de Pat Galloway y Max. Seguimiento, han
dicho.
—Para seguirme tendrán que pillarme. ¿Peter sigue patrullando?
—Lo hemos mandado a por la comida. Le tocaba a él. —Otto se rascó la
barbilla—. Para usted pedimos un bocadillo de salami.
—Perfecto, gracias. ¿Es normal que un hombre se desplace cinco o seis
quilómetros para cazar cuando tiene hectáreas de terreno de caza junto a su casa?
—Supongo que depende.
—¿De qué?
—De entrada, de qué busca.
—Sí. Supongo que dependerá de eso.
Las grietas del río se alargaban y ensanchaban mientras las temperaturas se
mantenían por encima del punto de congelación. Desde las orillas, Nate vio por vez
primera el frío y profundo destello azul entre los reflejos blancos. Fascinado, observó
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cómo se extendía y oyó algo que sonó a fuego de artillería. O al implacable puño de
Dios.
Las placas de hielo subían, inundadas y rodeadas por aquel azul, y luego
quedaban flotando plácidamente como una isla recién nacida.
—Las primeras roturas tienen algo casi religioso —comentó Hopp, mientras
paseaba al lado de Nate.
—Yo viví la primera con Pixie Newburry y fue una experiencia más traumática
que religiosa.
Hopp guardó silencio mientras observaba el crujido y el retumbar del hielo.
—¿Pixie?
—Sí. Una niña que tenía unos ojos grandes y almendrados. Me dejó tirado por
otro chaval cuyo padre tenía un barco. Para mí fue la primera ola en un mar de
corazones rotos.
—Me parece un poco superficial. Salió usted ganando.
—A los doce años no lo veía así. No imaginaba que las cosas fueran tan deprisa.
—En cuanto la naturaleza decide moverse, no hay quien la pare. Y puede estar
seguro de que tendremos algún que otro coletazo invernal antes de que se afiance el
buen tiempo. Pero aquí la época de las grietas es motivo de celebración. Esta noche,
por ejemplo, hay una fiesta en el Lodge. Tal vez quiera aparecer por allí.
—De acuerdo.
—Últimamente ha pasado más tiempo en casa de Megan que en el Lodge, en lo
que respecta a dormir. —Sonrió al ver que él se limitaba a mirarla—. Todo el mundo
lo comenta.
—¿Quiere decir que mi elección de dónde dormir ha creado algún problema...
en el ámbito oficial?
—En realidad, no. —Sostuvo un cigarrillo con los dedos y lo encendió con un
voluminoso Zippo plateado—. Y en el ámbito personal, diría que Meg Galloway no
tiene nada que ver con Pixie Newburry. También se ha comentado que las luces de
casa de Meg siguen encendidas a altas horas de la noche.
—Puede que tengamos insomnio. —Ella era la alcaldesa, se dijo otra vez Nate.
Y en el diario de Galloway no se citaba la presencia de una mujer en la montaña—.
Dedico gran parte de mi tiempo libre a la cuestión de Galloway.
—Comprendo. —Fijó su vista en el río, en aquella pugna entre el azul y el
blanco—. La mayoría de la gente pesca, lee un buen libro o ve la tele en sus ratos
libres.
—Los polis no son como la mayoría de la gente.
—Haga lo que le venga en gana, Ignatious. Sé que Charlene tiene intención de
traer a Pat aquí, en cuanto pueda, y enterrarlo. Quiere un funeral con todas las de la
ley. Tiene que deshelarse la tierra deprisa para poder organizado en junio, a menos
que vuelva a helar.
Dio una calada y suspiró otra vez.
—Algo en mi interior desea que sea así. Los muertos, enterrados, los vivos, a
vivir. Sé que es duro para Carrie, pero mantener todo esto en suspenso tampoco le
devolverá a su marido.
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—Yo no creo que él matara a Galloway. Y tampoco creo que se suicidara.
El rostro de ella no se inmutó, sus ojos siguieron fijos en el agitado río.
—No es eso lo que quisiera oír. Que Dios se apiade de Carrie, pero no es eso lo
que yo quisiera oír.
—A nadie le gusta oír que tal vez tenga un vecino que ha cometido dos
asesinatos.
La mujer se estremeció y aspiró de nuevo el humo. Luego lo expulsó en forma
de volutas.
—Yo conozco a mis vecinos, a los que viven a uno y a tres kilómetros de mi
casa. Los conozco, sé sus nombres y estoy al corriente de sus costumbres. No conozco
a ningún asesino, Ignatious.
—Conoció usted a Max.
—¡Dios mío!
—Y escaló con Galloway.
Su mirada se avivó y se centró en el rostro de Nate.
—¿Me está interrogando?
—No. Era solo un comentario.
Suspiró profundamente mientras el hielo se iba partiendo.
—Pues sí. Con mi marido. Y me gustó, disfruté con aquel desafío, aquellas
emociones, en mi juventud. Bo y yo salíamos de excursión; en los últimos años de su
vida, cuando hacía buen tiempo pasábamos alguna noche acampados. De la vida de
Bo, me refiero —puntualizó.
—¿En quién confiaba sobre todo cuando iba a la montaña? ¿En quién confiaba
Galloway?
—En sí mismo. Es la primera norma de la escalada. Debes confiar en ti mismo
de principio a fin.
—Por aquel entonces su marido era alcalde.
—Un cargo más honorario que oficial en la época.
—Aun así conocía a la gente de por aquí. Se fijaba en ellos. Supongo que usted
también.
—¿Y?
—Si lo intenta, si se concentra en aquel febrero de 1988, puede que recuerde
quién, aparte de Galloway, estaba fuera de Lunacy. Quién pasó una semana o más
tiempo fuera.
Tiró al suelo el cigarrillo, que chisporroteó ligeramente contra la nieve. Luego lo
enterró con esta.
—Confía mucho en mi memoria, Ignatious. Pensaré en ello.
—Perfecto. Si recuerda algo, dígamelo. Pero solo a mí, Hopp.
—Llega la primavera —dijo ella—. Y la primavera a veces es muy dura.
Se alejó dejándolo junto al río. Nate permaneció en medio del helado viento
viendo cómo aquel río recuperaba la vida.
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Capítulo 22
En aquella estación no era solo el hielo del río lo que se resquebrajaba y subía.
En las calles, congeladas durante el largo invierno, se abrían unas grietas del tamaño
de un cañón y unas cavidades en las que se hundiría un camión.
A Nate no le extrañaba que hubieran contratado a Bing para el arreglo y el
mantenimiento de las vías públicas. Lo que sí le extrañaba era que a nadie le
importara un comino que el arreglo y el mantenimiento se llevara a cabo a paso de
tortuga.
Tenía otras preocupaciones en la cabeza.
Descubrió que las personas también se resquebrajaban. Para algunas, que
habían mantenido el juicio durante el oscuro e implacable invierno, la primavera
parecía ser el tiempo ideal para soltarse.
Los calabozos se convertían en hogar temporal para borrachos, alborotadores,
organizadores de peleas familiares o atontados sin más.
Las bocinas y los silbidos llegaron hasta la ventana de su habitación poco
después de que amaneciera. Había caído una ligera nevada durante la noche, apenas
un espolvoreo que hacía centellear el asfalto y las aceras bajo el incipiente sol.
Las luces que rodeaban el parapeto colocado alrededor del socavón de más de
medio metro, al que él mismo le había puesto el nombre de Cráter lunático,
parpadeaban, rojas y amarillas. Junto a ellas vio a un hombre que bailaba algo
parecido a una giga. Como distracción matutina, resultaba bastante sorprendente,
pero que lo hiciera en pelota picada añadía gracia al asunto.
La gente se estaba empezando a reunir allí. Algunos hacían palmas, tal vez
siguiendo su ritmo, pensó Nate. Otros gritaban ánimos o burlas a partes iguales.
Soltando un suspiro, Nate se secó la cara a medio afeitar, se puso la camisa y los
zapatos y bajó.
El comedor estaba desierto, los platos que había con restos de desayuno eran el
testimonio del gancho que tenía un tipo desnudo bailando en la calle Lunatic.
Nate cogió una chaqueta de una percha y salió en mangas de camisa.
Se encontró con silbidos y pateos, así como con una temperatura de madrugada
que le pareció que apenas superaba el punto de congelación. Se acercó despacio al
lugar donde se había congregado la gente.
Entonces reconoció al que bailaba. Tobias Simpsky, que trabajaba por horas de
dependiente en La Tienda de la Esquina, de lavaplatos en el Lodge y de pinchadiscos
en Radio Lunacy.
Había pasado de la giga a una especie de danza india de película del Oeste.
—Jefe... —Rose, que cogía de la mano a Jess y llevaba al bebé acurrucado contra
su pecho, le sonrió tranquila—. Una bonita mañana.
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—Pues sí. ¿Celebramos algo en particular? ¿Algún ritual pagano del que no
tengo noticia?
—No. Es miércoles, sin más.
—Muy bien. —Pasó en medio de la concurrencia—. ¡Eh, Toby! ¿Ha olvidado el
sombrero esta mañana?
Sin dejar de bailar, Toby se echó la larga cabellera morena hacia atrás y extendió
los brazos.
—La ropa no es más que un símbolo de la negación de la naturaleza por parte
del hombre, de su aceptación de las limitaciones y la pérdida de la inocencia. ¡Hoy
me fundo con la naturaleza! Hoy acepto mi inocencia. ¡Soy hombre!
—Yo no diría tanto —gritó alguien, y los congregados empezaron a reír.
—¿Por qué no charlamos un rato sobre ello? —dijo Nate cogiéndole del brazo e
ingeniándoselas para colocar su chaqueta sobre las caderas de Toby.
—El hombre es un niño y el niño llega desnudo al mundo.
—Me suena. Se acabó el espectáculo —exclamó Nate. Intentó colocarle bien la
chaqueta mientras se lo llevaba. La carne de gallina de la piel de Toby recordaba una
cordillera—. Tampoco había mucho que ver —murmuró.
—Solo bebo agua —le dijo Toby—. Y solo como lo que soy capaz de conseguir
con mis propias manos.
—Entendido. Nada de café o donuts para ti.
—Si no bailamos, volverá la oscuridad y el frío invierno. La nieve. —Echó un
vistazo alrededor con una mirada delirante—. Está en todas partes. Está en todas
partes.
—Ya lo sé. —Lo metió en uno de los calabozos. Teniendo en cuenta que Ken era
lo más parecido a un loquero que tenía a mano, se puso en contacto con él para
pedirle si podía pasarse por allí.
En el calabozo de al lado, el borracho de Mike dormía la mona que la noche
anterior le había llevado a meterse en casa del vecino por confusión.
Incluida la detención de Mike, había tenido seis incidencias entre las once y las
dos. Habían acuchillado los neumáticos del camión de Hawley, se había encontrado
un transistor a todo volumen delante de la puerta de Sarrie Parker, habían roto unos
cristales en la escuela, y habían aparecido más pintadas amarillas en la nueva moto
de nieve de Tim Bower y en el Ford Bronco de Charlene.
Por lo que parecía, el mero hecho de pensar en la primavera provocaba a los
nativos.
Nate estaba pensando en un café, en el desayuno que se había perdido, en lo
que podía llevar a un hombre a bailar desnudo en una calle nevada cuando Bing
irrumpió violentamente, con el aspecto de un tanque y el aire de estar dispuesto a
cargarse a alguien.
—He encontrado esto en mi equipo. —Con gesto brusco puso dos cañas de
pescar sobre el mostrador; luego sacó la barrena, que a Nate le pareció una especie de
espada en forma de tirabuzón, y también la puso allí encima—. No soy un ladrón, y
más le vale que encuentre a quien ha escondido esto ahí para que nadie me tome por
lo que no soy.
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—¿No será lo que le quitaron a Ed Woolcott?
—¿No tenía el nombre grabado en sus malditas cañas? Es propio de un inútil
remilgado grabar su nombre en unas cañas que valen un huevo. Tenga presente que
no voy a tolerar que Ed me acuse de habérselas birlado. Que no lo intente porque le
hago una cara nueva.
—¿Dónde lo ha encontrado?
Bing cerró los dos puños.
—Y como lo insinúe usted, también se la hago a usted, jefe.
—Yo no he dicho nada de eso, le he preguntado dónde lo había encontrado.
—En mi cabaña. Anoche salí. Iba a remolcarla para guardarla. Fue cuando lo
encontré. He pensado qué podía hacer con ello y he decidido hacer esto. —Señaló
con el dedo a Nate—. Y ahora usted haga lo que tiene que hacer.
—¿Cuándo estuvo por última vez en su cabaña antes de anoche?
—He estado ocupado, ¿o es que aún no lo sabe? Hará unos quince días. Si
hubiera estado allí, lo habría visto enseguida, como me ha pasado esta vez. Yo no uso
esas cosas de inútil.
—¿Por qué no pasa a mi despacho, Bing, y lo hablamos con calma?
Volvió a cerrar los puños, esta vez mostrando los dientes.
—¿Para qué?
—Tendrá que firmar una declaración oficial. Contarme si se fijó en algo más, si
sobraba o faltaba algún otro objeto, si la cabaña estaba cerrada con llave, si tiene idea
de quién podría querer buscarle las pulgas...
Bing frunció el ceño.
—Tendrá que confiar en mi palabra.
—Exactamente.
Bing levantó su peluda barbilla.
—De acuerdo. Pero tendrá que ser rápido. Tengo trabajo que hacer.
—Será rápido. Y usted tendrá que arreglar el cráter de Lunatic antes de que se
trague a toda una familia.
Puesto que Bing era hombre de pocas palabras, en diez minutos tuvieron lista la
declaración.
—¿Usted y Ed tienen algún asunto del que yo no esté al corriente?
—Pongo el dinero en su banco y lo saco cuando hace falta.
—¿Se relacionan?
Bing respondió con un bufido.
—No me invita a cenar a su casa, ni yo aparecería por allí si lo hiciera.
—¿Y eso? ¿Tan mal cocina su mujer?
—Se dan muchos aires, los dos, como si fueran superiores al resto. Es un
gilipuertas, pero puede que sea mejor que mucha otra gente. —Hizo un gesto de
indiferencia con sus anchísimos hombros. A Nate le parecía que tenía una montaña
delante—. No tengo nada contra él.
—¿Se le ocurre alguien que pudiera tener algo contra usted? ¿Que quisiera
crearle problemas?
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—Yo voy a lo mío y espero que los demás hagan lo mismo. Y si a alguien le
molesta, le...
—Hace una cara nueva —acabó Nate—. Me ocuparé de que devuelvan a Ed lo
que es suyo. Le agradezco que lo haya traído aquí.
Bing se quedó un momento allí sentado tamborileando en los muslos con sus
robustos dedos.
—No soporto que me traten de ladrón.
—Ni yo.
—No veo por qué tiene tanto empeño en encerrar a un tipo que se ha tomado
unas copas o le da a alguien que le planta cara, pero lo de robar es diferente.
Nate vio que lo decía en serio. Estaba fichado por violencia, pero no por robo.
—¿Y?
—Pues que alguien me quitó mi cuchillo Buck y los guantes que tenía en el
equipo.
Nate sacó otro impreso.
—Haga una descripción.
—Un puto cuchillo Buck. —Silbó entre dientes al ver que Nate esperaba—. Con
una hoja de doce centímetros, plegable, con mango de madera. Un cuchillo de caza.
—¿Y los guantes? —insistió Nate mientras tecleaba la descripción.
—Guantes de trabajo, ¡qué va a ser! De piel de vaca, forrados con borreguillo.
Negros.
—¿Cuándo vio que no los tenía?
—La semana pasada.
—¿Y por qué lo denuncia ahora?
Bing se quedó un minuto en silencio y luego movió aquellos hombros como
montañas.
—Puede que a fin de cuentas no sea usted tan tonto.
—Me emociona su comentario. Intentaré contener las lágrimas. ¿Guarda su
equipo bajo llave?
—No. Nadie ha sido nunca tan estúpido como para revolver mis cosas.
—Siempre hay una primera vez —dijo Nate.
Cuando se quedó solo, a la espera de que llegara el médico para hacer una
valoración psicológica de Toby, Nate estudió los informes. Tenía un montón. Tal vez
no era el tipo de trabajo al que se había acostumbrado a hacer en Baltimore, pero allí
había una buena muestra, empezando por hurtos menores y vandalismo de poca
monta.
Suficiente, se dijo, para haberse mantenido ocupado los últimos quince días.
Tan ocupado, por otro lado, que le había quedado poco tiempo para su investigación
extraoficial.
Tal vez no fuera una casualidad. Quizá era un recordatorio cósmico que le
indicaba que ya no estaba en Homicidios.
O que alguien se había puesto nervioso.
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NORA ROBERTS
AURORA BOREAL
Mandó llamar a Ed y observó cómo se iluminaba su cara cuando vio las cañas y
la barrena.
—Me parece que esto es suyo.
—Por supuesto. Ya lo daba por perdido; estaba convencido de que se hallaba en
alguna casa de empeños de Anchorage. ¡Buen trabajo, jefe Burke! ¿Ha detenido a
alguien?
—No ha habido detención. Lo encontró Bing anoche en su cabaña junto con su
equipo. Lo primero que ha hecho esta mañana ha sido traérmelo.
—Pero...
—¿Algo le hace pensar que Bing podría haber forzado la cerradura de su
cabaña, pintarrajearle las paredes, llevarse todo esto y traérmelo hoy aquí?
—No. —Ed paseaba la mano por encima de las cañas—. No, supongo que no,
pero la cuestión es que lo tenía él.
—La única cuestión es que lo encontró y lo ha devuelto. ¿Quiere que continúen
las pesquisas?
Ed soltó un suspiro y permaneció un momento callado con la expresión de
quien está librando una batalla interna.
—Pues... Realmente no veo por qué me lo habría quitado Bing, y mucho menos
por qué lo habría devuelto si se lo hubiera llevado. Pero ya lo tengo y eso es lo que
cuenta. Claro que tampoco explica lo del vandalismo ni la desaparición de la botella
de whisky.
—Dejaremos el caso abierto.
—Muy bien. De acuerdo. —Señaló hacia la ventana, hacia los témpanos que
flotaban en el oscuro e intenso azul—. Ha sobrevivido usted al primer invierno.
—Eso parece.
—Algunos creen que no querrá vivir dos veces la experiencia. Yo mismo me he
preguntado si no decidirá volver al sur cuando expire su contrato.
—Supongo que dependerá de si el ayuntamiento me ofrece una renovación.
—No he oído quejas. Al menos, nada importante. —Recogió las cañas y la
barrena—. Tendré que guardar todo esto.
—Necesito su firma. —Nate le pasó un impreso—. Debemos seguir las normas.
—¡Ah! ¡Claro! —Estampó su firma en los puntos indicados—. Gracias, jefe. Me
alegra haber recuperado mi equipo.
Nate se fijó en que desviaba la mirada hacia el tablero cubierto, como ya había
hecho un par de veces, aunque no preguntó ni comentó nada.
Le acompañó hasta la puerta, volvió hacia el tablero y lo descubrió. En la lista
de nombres trazó una línea entre Bing y Ed. Y añadió un signo de interrogación.
Aquella tarde las nubes retrocedían y, a través de ellas, Nate localizó la roja
hendidura de la avioneta de Meg. Volvía de investigar una llamada que había
informado sobre un cadáver junto al río en Rancor Woods; comprobó que no eran
más que un par de botas viejas clavadas en la nieve y que habían sido vistas con los
prismáticos por unos observadores de pájaros que habían alquilado una cabaña.
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«Turistas», pensó Nate mientras tiraba las botas, probablemente abandonadas
por otros turistas, en el asiento de atrás del coche.
Luego oyó el conocido estruendo de la avioneta y miró al cielo para ver cómo
Meg se deslizaba entre las nubes.
Cuando Nate llegó al minúsculo muelle del río, ella ya había aterrizado. Se le
ocurrió que los flotadores de la avioneta eran otra señal de la primavera. Se acercó al
aparato, notando cómo se balanceaba el muelle a su paso, y vio que Meg y Jacob
descargaban provisiones.
—¡Eh, guapísimo! —Soltó una caja, con lo que hizo temblar las planchas—. Te
he visto en Rancor Woods. Y el corazón se me ha desbocado, ¿a que sí, Jacob?
El otro soltó una risita mientras transportaba una gran caja hasta su camioneta.
—Te he traído un regalo.
—¿De verdad? Sácalo.
Meg metió la mano en otra caja y sacó unos preservativos.
—He pensado que quizá te daba vergüenza comprarlos en La Tienda de la
Esquina.
—Pero no que me los dieras en público, ¿verdad?
Cogió la cajita de su mano y se la metió en el bolsillo de la chaqueta.
—Te he comprado tres, pero los otros los guardaré yo. —Le guiñó el ojo y se
agachó para recoger otra caja. Él la levantó antes—. Ya la llevo yo.
—Cuidado. Es un juego de té antiguo. Un regalo de la abuela de Joanna para el
día que cumpla treinta años. —Cogió otra caja y lo siguió—. ¿Qué haces rondando
por el muelle, jefe? ¿Buscas a una mujer perdida?
—Y he encontrado a una, ¿verdad?
Meg se echó a reír y le dio un pequeño codazo.
—A ver si luego haces que me pierda un poco más.
—Hoy hay cine.
—El cine es el sábado.
—No, lo han cambiado, ¿no te acuerdas? Coincidía con el baile del instituto.
—Vale, vale. Llevo ropa de repuesto aquí. ¿Qué ponen?
—Programa doble. Vértigo y La ventana indiscreta.
—Yo me encargo de las palomitas.
Metió la caja en la furgoneta y le observó mientras él cargaba la suya.
—Pareces cansado, jefe.
—Debe de ser cierto que la primavera la sangre altera. No paro hasta el punto
que me ha sido imposible ocuparme como quisiera de ciertas cuestiones.
—Supongo que no te refieres solo a mi cuerpo serrano. —Echó, una ojeada a la
avioneta, donde Jacob recogía la última caja—. Mi padre lleva dieciséis años muerto.
El tiempo es relativo.
—Quiero cerrar el caso para ti. Para él. Y también para mí.
Meg enroscó un mechón del pelo de Nate entre sus dedos. Le había permitido
que se lo cortara. Una prueba de valentía, pensaba ella. O de que le tenía sorbido el
seso.
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—¿Sabes qué haremos? Quitárnoslo todo de la cabeza por esta noche, ir al cine,
comer palomitas y montárnoslo.
—Tengo más preguntas que respuestas. Tendré que hacerte alguna. Puede que
te resulte desagradable.
—Más motivo para dejarlo por hoy. Bueno, ahora tenemos que repartir todo
esto. Nos vemos luego.
Entró en la cabina y se despidió de él con la mano mientras Jacob arrancaba.
Pero no dejó de observarlo por el retrovisor hasta que el vehículo giró.
—Parece preocupado —comentó Jacob.
—Los tipos como él siempre se preocupan. ¿Por qué me atraerán tanto?
—Le gustaría protegerte. Nunca lo ha hecho nadie. —Le sonrió cuando ella se
volvió para mirarlo—. Yo te he enseñado cosas, te he escuchado, he cuidado de ti.
Pero nunca te he protegido.
—No necesito que me protejan. Ni quiero que lo hagan.
—No, pero te atrae saber que lo haría.
—Quizá. —Tendría que reflexionar sobre ello—. Pero sus deseos y los míos
pronto chocarán frontalmente. ¿Y entonces qué?
—Dependerá de quién siga de pie después del choque.
Con una risita, Meg estiró las piernas.
—Lo va a tener muy difícil.
Meg esperaba tener tiempo para acercarse a casa, lavarse, arreglarse y
prepararse para una maratoniana noche de sexo. Era una forma de mantener el
interés y, admitió también, de no pensar en nada. Creía que a él no le haría ningún
daño no pensar durante un tiempo. Pensaba demasiado y era contagioso.
Después de repartir todo lo que llevaban y cobrar no tuvo tiempo. Tuvo que
contentarse con preparar las palomitas en la cocina del Lodge mientras Mike el
grandullón le daba una serenata con música de películas.
No era un gran sacrificio oírle cantar mientras trabajaba. Se puso al corriente de
los cotilleos con Rose, que entraba y salía de la cocina, y soltó las exclamaciones
pertinentes ante las fotos de Willow y las del pequeño de Mike.
Tuvo la sensación de encontrarse en casa, en el calor de la cocina, escuchando
conversaciones y música. Con la ventaja añadida de poder saborear un pedacito de la
tarta de manzana de Mike.
—Vas con alguien al cine... —dijo el grandullón entre canción y canción—.
Romántico.
Meg comió el pastel con las manos, de pie junto a la cocina.
—Podría ser, siempre que no acapare las palomitas.
—Tienes estrellitas en los ojos, estrellitas y corazones.
—¡Venga ya! —consiguió soltar con la boca llena.
—Te aseguro que sí. Y supongo que él también. —Hizo ruido de besos, un
curioso sonido, pensó Meg riendo, sobre todo viniendo de un negro campechano y
calvo—. Yo también las tuve la primera vez que vi a Julia. Y ahí siguen.
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—Y mira cómo has acabado, preparando pasteles de manzana para una legión
de viejos del país.
—Me gusta hacer pasteles. —Preparó un plato con pescado frito, patatas y
judías verdes—. Además, por Julia y por Annie, mi princesita, haría lo que fuera.
Este es un buen lugar para vivir, un buen lugar para trabajar, aunque todos lo son
cuando se consigue el amor.
Pasó sin interrupción de las canciones de películas al «All You Need Is Love»
de los Beatles mientras Meg liquidaba el trozo de pastel y Rose entraba con los
pedidos.
Un buen lugar donde vivir, pensaba Meg mientras llenaba un cucurucho de
papel con las palomitas y las agitaba para repartir bien la mantequilla y la sal. Lo
único que tendría que decidir era qué hacer con el amor.
Se fue a pie hacia el ayuntamiento bajo un aire helado y húmedo que auguraba
lluvia.
Nate llegó tarde, lo que la sorprendió. Apareció corriendo cuando estaban
apagando las luces.
—Lo siento. He tenido una llamada. Un puercoespín. Luego te lo cuento.
Nate intentó meterse en la película, pero en su cabeza había otras cosas que
daban vueltas. Aquella mañana había conectado los nombres de Ed y Bing en el
tablero. Unidos por unos arreos de pesca robados. Algo que según todos los indicios
tenía que ser una broma o una travesura infantil. Había muchas otras conexiones que
vinculaban a diferentes personas entre sí.
Todas estaban a su alrededor, sentadas en la oscuridad, viendo a James Stewart
interpretar el papel de un poli después de una crisis.
«Yo he pasado por ahí, por todo esto —murmuró Nate—. Stewart se hundirá en
picado también. Sufrirá y se lanzará de cabeza a la obsesión. Y una y otra vez
conseguirá y perderá a la chica. Una vorágine de dolor y placer.»
La chica era la clave.
¿Lo era Meg? Como hija única de Patrick Galloway, ¿acaso no era el símbolo
viviente de él? Y si no era la clave, ¿había algún otro vínculo?
—¿Cuántas vueltas darás antes de aterrizar?
—¿Cómo?
—Me da la sensación de estar en un vuelo circular a la espera del aterrizaje.
Meg volvió un poco la cabeza y él se dio cuenta de que se habían encendido las
luces para el intermedio entre película y película.
—Perdón. Estaba en la luna.
—Y que lo digas. Casi no has probado las palomitas. —Dobló el cucurucho y lo
dejó en el asiento—. Vayamos a tomar un poco el aire antes de que empiece la
segunda.
Tuvieron que tomarlo junto a la puerta, como la mayoría de los espectadores.
Las nubes que se habían ido acumulando empezaron a soltar la lluvia mientras Kim
Novak se transformaba. El agua que Meg había olido caía a chorros aporreando el
suelo.
—Tendremos inundaciones —dijo ella arrugando la frente en medio de las
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nubes de humo que soltaban aquellos valientes que permanecían fuera, empapados,
protegiendo el cigarrillo con la palma de la mano—. Y heladas en cuanto la
temperatura baje un poco.
—Si quieres ir a casa ahora, te llevo. Yo tengo que volver y echar un vistazo por
aquí.
—No, me quedo a ver la segunda, a ver qué pasa. Quizá vuelve a nevar, no sé.
—Déjame controlar un par de cosas. No tardo en entrar.
—Siempre tiene que aflorar el poli que no baja la guardia. —Meg vio cómo
cambiaba su expresión y puso los ojos en blanco—. No es una queja, Burke. Ni
mucho menos. No pienses que voy a gimotear y a enfurruñarme si tengo que ver la
película sola. Te juro que sé volver a casa si hace falta. Incluso puedo ocuparme del
resto de la distracción que había planificado aunque tú no me eches una mano.
Tengo pilas nuevas. Lo que me molestaría de verdad es que mirándome a mí la
vieras a ella.
Nate iba a responder que no era así, pero ella ya se alejaba. Y no habría
mentido. Respuesta condicionada, pensó, e intentó quitarse aquel peso de encima.
Sin haberse librado de él, habló con Peter, Hopp, Bing y el profesor.
Pasó todo el intermedio coordinando y asegurándose del procedimiento que
había que seguir en caso de inundación.
Cuando llegó otra vez al lado de Meg, Grace Kelly intentaba convencer a James
Stewart de que tenía que prestarle más atención a ella que a los del piso que veía
desde su ventana.
Le tomó la mano y entrelazó sus dedos con los de ella.
—Deformación profesional —murmuró en su oído—. Perdóname.
—Dejemos lo de profesional. —Pero se volvió y rozó con sus labios los de
Nate—. Y a ver si ahora miras la película.
Lo hizo, o al menos lo intentó. Pero en el momento en que Raymond Burr
pillaba a Grace Kelly husmeando en su piso, se abrió de golpe la puerta del fondo de
la sala.
La luz iluminó por detrás a Otto, lo que provocó silbidos y gritos de que la
cerrara. Se metió dentro a toda prisa, empapado, sin hacer caso de las maldiciones
que oía mientras se dirigía hacia Nate.
Este corrió hacia él en el acto.
—Tiene que acompañarme fuera, jefe.
Por segunda vez aquel día, Nate salió en mangas de camisa, en esta ocasión
bajo la aguanieve que le congelaba la piel.
Enseguida vio el cadáver y, apartándose el pelo del rostro, se acercó bajo la
lluvia hasta el bordillo.
Al principio pensó que se trataba de Rock o Bull y se le hizo un nudo en la
garganta. Pero el perro que yacía ensangrentado era algo mayor que los de Meg y su
pelo era más blanco.
Tenía el cuchillo que habían utilizado para cortarle el cuello hundido en el
pecho.
Oyó un chillido tras él.
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—Haga entrar a la gente —ordenó a Otto—. Controle la situación.
—Conozco a este perro, Nate. Es Yukon, el viejo perro de Joe y Lara. Un perro
inofensivo. Apenas le quedaban dientes.
—Haga entrar a la gente. Usted o Peter tráiganme algo para cubrirlo.
Segundos después de que entrara Otto, apareció Peter corriendo.
—Jacob me ha dejado su impermeable. Madre mía, jefe, es Yukon. El perro de
Steven, Yukon. No hay derecho. No hay derecho.
—¿Reconoce el cuchillo? Fíjese en el mango, Peter.
—No lo sé. Hay mucha sangre y... No lo sé.
Pero Nate sí lo sabía. Su instinto le decía que era un cuchillo Buck. El cuchillo
Buck que había perdido Bing.
—Tendremos que llevar el perro al ambulatorio. Ayúdeme a cargarlo atrás, en
el jeep. Pero primero tendrá que ir a buscar la cámara para tomar fotos del lugar de
los hechos.
—Está muerto.
—En efecto, está muerto. Lo examinaremos en el ambulatorio después de hacer
las fotos. Cuando lo tengamos en el jeep, entre en la sala y diga a Joe y a Lara que yo
tengo a su perro y dónde estamos. Pero primero vaya a por la cámara.
Levantó la vista y por el rabillo del ojo captó un movimiento. Cuando se
incorporó vio a Meg en la acera con su chaqueta en las manos.
—Has olvidado esto.
—No quiero que estés aquí fuera.
—Ya he visto lo que le han hecho a ese pobre perro. ¡Pobrecito Yukon! ¡Qué
triste se pondrá Lara!
—Vuelve a la sala.
—Me voy a casa. Me voy con mis perros.
Nate la agarró del brazo.
—Tú te vas dentro y cuando yo haya despejado esto, te irás al Lodge.
—No estamos en un estado policial, Burke. Puedo ir donde me dé la gana.
—¡Harás lo que yo te diga, maldita sea! Tengo que saber exactamente dónde
estás y no permitiré que te quedes sola, a casi diez kilómetros de aquí. Hay hielo en
las carreteras, estamos en situación de peligro, de inundación, aparte de que hay
alguien suelto con suficiente sangre fría como para cortar de un tajo el cuello de este
perro. De modo que te vas derechita para dentro hasta que te diga lo contrario.
—No pienso dejar a mis perros...
—Yo me ocuparé de tus perros. Vete dentro, Meg. O entras o te meto en un
calabozo.
Esperó cinco largos segundos durante los que no oyó más que el ruido de la
aguanieve contra el suelo. Luego Meg dio media vuelta y se fue dentro corriendo.
Nate se quedó donde estaba, mojándose, al lado del perro muerto, hasta que
Peter llegó a toda prisa.
Cogió la polaroid, sacó unas fotos y se las metió en el bolsillo de la chaqueta.
—Ayúdeme a cargar el perro, Peter. Luego vaya dentro y siga las órdenes que
le he dado. Dígale a Otto que acompañe a Meg al Lodge y que no la deje salir de allí
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hasta que yo diga lo contrario. ¿Queda claro?
Peter asintió. Su nuez del cuello se movía, pero asintió.
—Ken está dentro, jefe. Estaba sentado justo detrás de él. ¿Le digo que salga?
—Sí. Dígale que venga. Puede acompañarme.
Se apartó el chorreante pelo de los ojos mientras una suave niebla rodeaba sus
tobillos.
—Voy a tener que contar con usted para que mantenga el orden, Peter. Ocúpese
de que la gente salga ordenadamente y de que cada cual vaya a su casa. Dígales que
no se entretengan, que nosotros nos ocupamos de todo.
—Querrán saber qué... qué ha ocurrido.
—Aún no lo sabemos nosotros, ¿no es cierto? —Miró de nuevo al perro—. Que
todo el mundo esté tranquilo. Usted sabe cómo hablar a la gente. Entre y hábleles. Y
fíjese en quién se encuentra aquí, Peter. Usted y Otto harán una lista de todos los
presentes.
Nate pensó que así sabría quién no estaba en el cine.
Cargaron el perro en el jeep. Mientras Peter volvía a la sala, Nate se agachó
junto a la rueda trasera del vehículo. Junto a esta, bajo el eje, vio un par de guantes
manchados de sangre.
Abrió la puerta y sacó una bolsita para pruebas. Cogió los guantes por la parte
del puño y los guardó en la bolsa.
Serían los de Bing, pensó. Al igual que el cuchillo.
Un cuchillo y unos guantes, cuyo robo había denunciado Bing unas horas antes.
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Capítulo 23
—Habrá sido rápido. —Ken permanecía junto al perro y se restregaba el rostro
con las manos.
—El corte del cuello ha sido fulminante —apuntó Nate.
—Sí. ¡Santo cielo! ¿Pero qué cabrón puede haber sido capaz de hacerle esto a un
perro? Ha dicho usted que no había salido mucha sangre de la herida del pecho.
Estaba ya muerto cuando quien sea le hundió el cuchillo. Cuando se corta el cuello
de esta forma se parte la yugular y se acabó.
—Menuda salvajada... La sangre debió de salir a chorros —exclamó Nate.
—Sí. ¡Señor!
—La lluvia se ha llevado la mayor parte, pero no toda. Y aún no estaba frío
cuando lo encontramos. Llevaría muerto, no sé, puede que una hora, como mucho.
—Nate... —Ken movió la cabeza, se quitó las gafas y las limpió con el extremo
de la camisa—. Esto es muy complicado para mí. Su opinión será tan buena como la
mía o tal vez mejor. Pero sí, puede haber sucedido hace una hora.
—Hará una hora del intermedio. Cuando salimos al final de la primera película
no estaba. Y había demasiada sangre para que lo mataran en otra parte y lo dejaran
allí en la calle. ¿Usted conocía este perro?
—Claro, el viejo Yukon. —Se le llenaron los ojos de lágrimas y tuvo que
secárselos—. Claro.
—¿Había creado problemas a alguien? ¿Sabe usted si había atacado a alguien?
¿Mordido a alguien?
—¿Yukon? Apenas tenía dientes para comer. Era un perro muy cariñoso,
inofensivo. Puede que por eso me duela tanto. —Se volvió un momento, intentando
controlarse—. Lo de Max... fue terrible. Un ser humano, ¡por el amor de Dios! Pero
este perro... un perro viejo, cariñoso... indefenso.
—Siéntese un momento si quiere.
Nate se quedó donde estaba, mirando el perro. Tenía la vista fija en el pelo
manchado de sangre y tan empapado por la lluvia que seguía goteando.
—Lo siento, Nate. Pensará que un médico tendría que saber controlarse. —
Aspiró profundamente y soltó poco a poco el aire—. ¿Qué quiere que haga?
—Joe y Lara vendrán dentro de poco. Quisiera que los mantuviera fuera de
aquí hasta que haya terminado.
—¿Qué va a hacer?
—Mi trabajo. Entreténgalos hasta que yo acabe.
Cogió la cámara e hizo otras fotos. No era forense pero había visto muchos
muertos y presenciado muchas autopsias, por lo que pudo deducir que la herida con
el cuchillo se había hecho desde encima de la cabeza del perro, un poco hacia un
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lado. Un corte de izquierda a derecha. Lo agarraron a horcajadas, le levantaron la
cabeza y cortaron.
La sangre sale a chorro, empapa los guantes, puede que las mangas; tal vez
incluso salpique hacia atrás. El perro cae, se le hunde el cuchillo. Se abandonan los
guantes y el lugar.
Un par de minutos, con la lluvia tapando cualquier ruido y con unas doscientas
personas, tal vez menos, en la sala, concentradas en James Stewart.
Arriesgado, pensó mientras aplicaba unos polvos al mango del cuchillo para
buscar las huellas, pero también calculado. Frío.
En el mango solo encontró sangre. Lo metió en la bolsa de pruebas, después
cogió una bolsa de asas y metió en ella el cuchillo y las fotografías antes de salir a
hablar con los Wise.
La lluvia se había convertido en una fina nieve cuando Nate localizó a Bing. Lo
encontró en el garaje, junto a su casita de madera. Tenía puesta la radio en una
emisora de información meteorológica mientras trabajaba bajo el capó de su camión.
Había otros dos vehículos dentro, además de lo que parecía un pequeño motor
encima de una plataforma. Uno de los cajones de una enorme y oxidada caja de
herramientas roja estaba abierto. Por encima de un largo mostrador se veían más
herramientas colgadas de sus ganchos, y a un lado, un calendario con una rubia de
imponentes pechos muy ligera de ropa.
En una mesa de madera del extremo se veía una sólida máquina de coser...
¿Una máquina de coser? Y un poco más arriba, la cabeza de un alce.
El local olía a una mezcla de cerveza, humo y grasa.
Bing forzó la vista para mirar a Nate, con un ojo cerrado, pues le molestaba el
humo del cigarrillo que ascendía desde sus dedos.
—Mañana lloverá más; el río llegará hasta la calle Lunatic. Necesitaremos los
sacos de arena que llevo en la caja del camión.
«Sacos de arena», pensó Nate mirando la máquina de coser. No se imaginaba a
Bing cosiendo sacos, aunque reconocía que en su vida había visto cosas muy
intrigantes.
—Ha salido pronto del cine.
—Ya había visto bastante. Tendré trabajo por la mañana.
Nate se acercó a él con la bolsa del cuchillo en la mano.
—¿Es suyo?
Bing se quitó el cigarrillo de la boca y se volvió. Habría hecho falta mucho
humo para no distinguir con claridad la sangre del mango y la hoja.
—Eso parece. —Tiró el cigarrillo y lo pisó, aplastándolo en el suelo de cemento
manchado de aceite—. Sí, es mío. Y se diría que lo han utilizado. ¿Dónde lo ha
encontrado?
—Clavado en Yukon, el perro de Joe y Lara.
Bing retrocedió. A Nate le vino a la cabeza el paso rápido y brusco propio de
alguien que ha recibido un golpe a traición.
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—¿De qué demonios me habla?
—Alguien lo ha usado para cortar el cuello del perro y luego se lo ha clavado en
el pecho para facilitarme la tarea de encontrarlo. ¿A qué hora ha salido del cine,
Bing?
—¿Alguien ha matado a ese perro? ¿Alguien ha matado a ese perro? —Cuando
se dio cuenta de lo que acababan de decirle, la expresión de sorpresa de sus ojos
cambió—. ¿Me está diciendo que yo he matado a ese perro? —Cerró el puño con la
llave inglesa aún en la mano—. ¿Es esto lo que dice?
—Si intenta algo con eso que tiene en la mano, me lo llevo. No creo que quisiera
esa humillación, pero le aseguro que puedo hacerlo. Deje la llave. ¡Vamos!
La ira se reflejó en su rostro e hizo que todo su cuerpo temblara.
—Tiene muy mal genio, ¿verdad, Bing? —dijo Nate en voz baja—. Y eso le ha
llevado a los ataques que constan, en su expediente y a pasar unas cuantas noches
entre rejas. Y es lo que ahora mismo le empujaría a romperme la crisma con esa llave
inglesa. Adelante, inténtelo.
Bing lanzó la herramienta hacia el otro lado del local; dejó una marca en la
pared de hormigón. Respiraba como una máquina de vapor y tenía el rostro colorado
como un ladrillo.
—¡Que le den! Claro que he pegado unos cuantos puñetazos y he abierto
alguna cabeza, pero no por eso soy un jodido mataperros. Y si eso es lo que afirma,
no me hace falta una llave inglesa para abrirle el cráneo.
—Yo le he preguntado a qué hora ha salido del cine.
—He salido a fumar un cigarrillo en el intermedio. Usted mismo me ha visto.
Ha hablado de que había que prepararse para una posible inundación y he venido
para aquí. He cargado los malditos sacos. —Señaló con el dedo la caja del camión,
donde tenía apilados al menos cien sacos de arena—. Se me ha ocurrido que ya que
estaba aquí podía revisar el motor. No me he movido de aquí. Si alguien ha ido a
casa de Joe y ha matado al perro, no he sido yo. Me caía bien ese animal.
Nate sacó la bolsa con los guantes.
—¿Son suyos?
Con la vista fija en ellos, Bing se pasó el dorso de la mano por los labios. El rojo
de sus mejillas iba desapareciendo y en su lugar ganaba terreno un tono blanco de
aspecto húmedo.
—¿Qué demonios pasa aquí?
—¿Es eso un sí?
—Sí, son míos, no voy a negarlo. Ya le dije que alguien se los llevó, que se llevó
mis guantes y el cuchillo Buck. Ya lo he denunciado.
—Pero no lo ha hecho hasta esta mañana. Cualquiera podría preguntarse si no
estaba cubriéndose las espaldas.
—¿Y por qué demonios iba a matar yo a un perro? ¿Un maldito y estúpido
perro? —Bing se restregó el rostro y luego sacó otro cigarrillo del paquete que
llevaba en el bolsillo de la camisa. Sus manos temblaban visiblemente.
—¿Usted no tiene perro, verdad, Bing?
—¿Y eso me convierte en alguien que odia a los perros? ¡Vamos! Tuve uno.
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Murió en junio hará dos años. De cáncer. —Se aclaró la voz, aspiró profundamente el
humo del cigarrillo—. El cáncer acabó con él.
—Cuando alguien mata a un perro, suelo preguntarme si ese alguien ha tenido
problemas con el perro o con su propietario.
—Nunca he tenido ningún problema con ese perro. Tampoco tengo problemas
con Joe, Lara o con ese hijo suyo. Pregúnteselo a ellos. Pregúnteles si hemos tenido
algún problema. Lo que sí está claro es que alguien tiene problemas conmigo.
—¿Tiene idea de por qué?
Se encogió de hombros con una especie de sacudida.
—Lo único que tengo claro es que yo no maté a ese perro.
—Manténgase localizable, Bing. Si tiene intención de desplazarse por lo que sea,
avíseme antes.
—No pienso permitir que la gente me señale con el dedo.
—Tiene que estar localizable —insistió Nate.
Y se fue por donde había llegado.
Meg bebía su cerveza y alimentaba su malhumor. No le gustaba esperar y Nate
se enteraría cuando volviera. Le había dado órdenes como si ella fuera un recluta
novato y él, el general.
No le gustaban las órdenes y de eso también se enteraría Nate.
¡Vaya si se enteraría cuando volviera!
¿Dónde demonios se había metido?
Estaba muy preocupada por sus perros, por más que su lado prudente insistiera
en que no les había ocurrido nada, en que Nate cumpliría con su palabra y los
recogería. Tenía que haberle permitido que ella los recogiera en lugar de obligarle a
permanecer en esa especie de arresto domiciliario.
Lo que menos le apetecía era estar allí, sufriendo, tomando cerveza y jugando al
póquer con Otto, Jim el flaco y el profesor para matar el tiempo.
Había ganado veintidós dólares y pico y le importaba un pepino.
¿Dónde diablos estaba Nate?
¿Y quién demonios creía que era, para decirle lo que tenía que hacer y
amenazarla con encerrarla en el calabozo? Y lo habría hecho, pensaba Meg mientras
sacaba el ocho de tréboles y completaba un precioso full.
Ahí fuera, bajo la lluvia, al lado de aquel perro, no había visto precisamente al
Nate cariñoso de ojos tristes que ella conocía. Era otra cosa, otra persona. La persona
que Meg podía imaginar que había sido en Baltimore antes de que las circunstancias
le destrozaran el corazón.
Eso también le importaba un pepino. Realmente un pepino.
—Veo esos dos dólares —dijo a Jim—. Y subo dos —dijo mientras echaba su
dinero en el montón.
Charlene le había dado una hora libre a Jim y ella se ocupaba del bar. No había
excesivo trabajo, pensó Meg mientras el profesor se retiraba y Otto añadía otros dos
dólares a la apuesta. Aparte de su mesa, había otra ocupada por cuatro forasteros.
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Escaladores que esperaban que escampara el tiempo. En otro compartimiento los
pesados de Hans y Dex se enfrentaban a la lluviosa velada con cerveza y partidas de
damas.
A la espera de cualquier chisme que llegara a sus oídos.
Habría más entradas y salidas si el río crecía. Aparecerían quienes deseaban
pasar un rato en un lugar seco y cálido tomando un café antes de salir otra vez a
colocar sacos de arena. Y cuando acabaran, otra oleada. Entonces se aglomerarían
todos, empapados, agotados y hambrientos, aunque aún no estarían dispuestos a
volver a casa y romper el compañerismo que crea hacer frente a la naturaleza.
Les apetecería café, alcohol y cualquier plato caliente que pudieran servirles.
Charlene haría todo lo posible por complacerles; trabajaría hasta que se marchara el
último. No sería la primera vez que Meg lo veía.
Añadió dos dólares a la apuesta cuando Jim se retiró.
—Dos parejas —dijo Otto—. Reyes y cincos.
—Pues tus reyes van a tener que inclinarse ante mis damas —Meg descubrió
dos reinas—, teniendo en cuenta que llevan un séquito de tres ochos.
—¡Valiente putada! —Otto tenía la vista fija en los billetes y monedas que Meg
iba recogiendo. De pronto levantó la cabeza y apartó la silla al ver a Nate, que venía
del vestíbulo—. ¿Jefe?
Meg se volvió en el acto. Se había colocado de cara a la puerta con la idea de
saltar sobre él en cuanto la abriera. Y sin embargo, pensó con amargura, la había
sorprendido por detrás.
—Un café me vendría de perlas, Charlene.
—Calentito y delicioso. —Le llenó una taza—. También puedo prepararle algo
para comer. Calentito y delicioso como el café.
—No, gracias.
—¿Dónde están mis perros? —preguntó Meg.
—En el vestíbulo. Me he encontrado con Hopp y otros en la calle, Otto. Parece
que hay consenso sobre lo de que el río aguantará, pero hay que estar alerta. Ahora
mismo cae una nieve fina. Los del tiempo han anunciado que el frente se desplaza
hacia el oeste, de modo que es probable que el cielo se despeje.
Tomó media taza de café y la acercó de nuevo a Charlene para que se la llenara
otra vez.
—Está inundada la parte del lago Shore —añadió—. Peter y yo hemos puesto
indicadores de peligro en la zona y al otro lado a partir del extremo oriental de
Rancor Woods.
—Son dos lugares que se convierten en un problema a la que unos cuantos se
detienen a mear junto a la carretera —dijo Otto—. El frente va hacia el oeste, por
tanto aquí estaremos tranquilos.
—Estaremos ojo avizor —insistió Nate mientras se dirigía hacia la escalera.
—Eh, espera un minuto, jefe. —Meg se plantó ante la puerta con un perro a
cada lado—. Tengo un par de cosas que decirte.
—Necesito una ducha. Me lo cuentas mientras la tomo o esperas un momento.
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Meg hizo chasquear los labios en una especie de gruñido mientras él subía con
el café en la mano.
—¡Espera, coño!
Lo siguió con paso firme; los perros iban tras ella.
—Pero ¿tú quién coño te has creído que eres?
—Creo que soy el jefe de policía.
—Aunque fueras el jefe del universo no pienso permitirte que me levantes la
voz, me des órdenes y me amenaces.
—Es cierto que te he pegado la bronca, pero no habría tenido que hacerlo si
hubieras seguido mis consejos.
—¿Tus consejos? —Se metió en la habitación tras el—. Tú a mí no me das
consejos. No eres ni mi jefe ni mi padre. Que me haya acostado contigo no te da
derecho a decirme lo que tengo que hacer.
Nate se quitó la chaqueta, que estaba empapada, y señaló la placa que lucía en
la camisa.
—No, pero esto sí. —Se quitó también la camisa, camino del baño.
Seguía siendo otro, pensó Meg. Aquel otro que se había mantenido detrás de
los tristes ojos a la espera de irrumpir cuando hiciera falta. Aquel otro era duro y frío.
Peligroso.
Oyó el ruido de la ducha. Los perros seguían de pie, ladeando la cabeza,
mirándola.
—Al suelo —murmuró ella.
Entró en el baño. Nate se había sentado sobre la taza del váter y trataba de
quitarse las mojadas botas.
—Me dejas a Otto de perro guardián y me dejas tirada casi tres horas. Tres
putas horas en las que no sé qué demonios pasa.
Él la miró sin expresión, los ojos como el pedernal.
—He tenido trabajo y cosas más importantes que hacer que tenerte a ti al
corriente de todo. ¿Quieres noticias? —Dejó las botas a un lado y se levantó para
quitarse los pantalones—. Pon la radio.
—A mí no me hables como si fuera una pesada y una quejica.
Nate se metió en la ducha y corrió la cortina.
—Pues deja de comportarte como tal.
¡Cuánto necesitaba aquel calor!
Se apoyó en los azulejos, metió la cabeza bajo el chorro y dejó que el agua
caliente se deslizara sobre su cuerpo. Probablemente, un baño de una o dos horas
conseguiría penetrar hasta sus fatigados y congelados huesos. Un par de cajas de
aspirinas y su cuerpo dejaría de dolerle. Tres o cuatro días durmiendo
contrarrestarían la fatiga que se había acumulado en su cuerpo tras haber tenido que
andar sobre el hielo dejado por el río, levantar parapetos y ver cómo dos personas
mayores lloraban ante su perro, asesinado.
En parte deseaba tranquilidad, aquella oscura tranquilidad en la que sabía
cómo sumergirse, donde nada de aquello tendría importancia. Pero por otro lado
temía encontrar con demasiada facilidad el camino de vuelta al pozo.
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Cuando oyó que se descorría la cortina, permaneció como estaba, con las manos
apoyadas en la pared, la cabeza hacia abajo y los ojos cerrados.
—Más vale que no te pelees conmigo ahora, Meg. Perderías.
—Te diré algo, Burke. No soporto que se me quiten de encima como un
insignificante estorbo. Ni tampoco que me dejen a un lado. O que me den órdenes.
No me ha gustado la forma en que me has mirado esta noche delante del
ayuntamiento; intentabas que no pudiera reconocer nada en tu rostro, en tus ojos. Es
algo que me cabrea y... —Deslizó sus brazos alrededor de Nate y apretó su cuerpo,
desnudo, contra él hasta que tras una sacudida quedó inmóvil— ... me excita.
—No sigas. —Nate agarró las manos de Meg para apartarlas de su cuerpo y
mantenerla a cierta distancia—. No lo hagas.
Ella bajó la vista pausadamente. Sonrió mientras la levantaba de nuevo.
—Parece que aquí hay una contradicción.
—No quiero hacerte daño y, tal como me siento ahora mismo, podría herirte.
—No me das miedo. Estaba cabreada, deseando pelea. Y de repente lo que
deseo es otra cosa. Dame algo más. —Se acercó un poco y le acarició el pecho—.
Acabaremos la pelea luego.
—No me apetece la proximidad.
—Ni a mí. Pero a veces, Nate, necesitamos algo distinto. Necesitamos ir a otra
parte y olvidar por un tiempo. Que arda una parte de la locura, del dolor, del miedo.
Hazme arder —murmuró, y agarró sus caderas y las apretó con fuerza.
Nate sabía que para ella hubiera sido mejor que la rechazara. Sin embargo la
atrajo hacia sí; su cuerpo cálido y húmedo se apretó contra el suyo, él encontró su
boca y se apoderó violentamente de ella.
Meg lo abrazó con todas sus fuerzas, pegando sus brazos a la parte superior de
la espalda de él y hundiendo los dedos en sus hombros. Como clavos que perforaran
la carne. El calor que ella transmitía llegó a sus huesos, los abrasó, e hizo que se
desvaneciera el cansancio y su fría actitud de desapego.
Las manos de ella recorrieron de nuevo el cuerpo de Nate, humedad contra
humedad; su cabeza bajó en un gesto que le invitaba a deleitarse con su cuello, sus
hombros, con cualquier parte en la que pudiera encontrar la suave y cálida carne.
El sonido que salió de Meg, ardiendo contra los labios de él, era el sonido del
triunfo del erotismo.
—Acércate. —Cogió el jabón—. Voy a lavarte. Me encanta el tacto de una
espalda masculina bajo mis manos. Sobre todo cuando está húmeda y resbaladiza.
Su voz recordaba la de una sirena. Él dejó que siguiera, que sus manos
recorrieran su cuerpo, dejó que creyera que marcaba la pauta. Cuando la empujó
contra la pared de la ducha, la mirada soñolienta de Meg cobró vida con la sorpresa.
Esbozó una sonrisa y él aplastó su boca contra la suya.
Estaba en lo cierto, pensó ella, rendida. Era otra persona, alguien que se había
apoderado del control de manera implacable. Alguien que se imponía y la obligaba a
rendirse.
En el momento en que su boca se apoderó de la de ella y le arrebató el jabón,
Nate empezó a recorrer sus senos con unas largas y excitantes caricias que llegaron a
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producirle dolor en los pezones. La respiración de Meg se convirtió en un tembloroso
suspiro.
El cosquilleo en la parte inferior de la barriga le indicó que estaba a punto. El
deseo. La necesidad. Rozando el cuello de Nate con sus labios, murmuró:
—Qué bien se está contigo. Qué bien. Penétrame. Entra dentro de mí.
—Primero chilla.
Ella se echó a reír y le mordisqueó con cierta fuerza.
—No pienso hacerlo.
—Sí. —Levantó sus brazos por encima de la cabeza, con una mano sujetó sus
dos muñecas y las mantuvo inmóviles—. Sí lo harás.
Deslizó el jabón entre las piernas de Meg, restregándoselas, acariciándolas,
observándola mientras su cuerpo se estremecía, camino del orgasmo.
—Nate.
—Te lo he advertido.
Una sensación parecida al pánico se despertó en el interior de Meg; pánico con
una mezcla de placer que la llevaba al límite a medida que los dedos de Nate
penetraban en su interior. Ella se retorció, en busca de la libertad, en busca de algo
más. En busca de él. Pero Nate la llevaba más allá de donde ella resistiría, más allá de
donde ella creía que sería capaz de aguantar. Espiró en un sollozo; desenfrenadas
súplicas salían de sus labios mientras el agua caliente caía sobre su tembloroso
cuerpo y el vapor le empañaba la vista.
Cuando aquello explotó en su interior, marcando el límite entre sensatez y
locura, Nate apagó su chillido con la mano.
—Di mi nombre. —Tenía que oírlo, necesitaba saber que Meg se daba cuenta de
quién se había apoderado de ella—. Di mi nombre —le ordenó mientras la levantaba
por las caderas y se hundía en su interior.
—Nate.
—Otra vez. Dilo de nuevo. —Le costaba expulsar el aliento—. Mírame y di mi
nombre.
—Nate. —Le agarró el pelo y hundió los dedos en su hombro. Le miró a la cara,
le miró a los ojos. Le vio y se vio a sí misma—. Nate.
Él la tomó una y otra vez hasta que quedó totalmente vacío, hasta que el cuerpo
de Meg quedó exhausto y su cabeza cayó contra su hombro.
Nate tuvo que apoyar una mano en los empapados azulejos para recuperar el
aliento, para reponerse. Buscó a tientas el grifo para cerrar la ducha.
—Necesito sentarme —consiguió decir Meg—. Realmente necesito sentarme.
—Espera un minuto.
La levantó, la colocó sobre su hombro y salió de la ducha.
Cogió un par de toallas, a pesar de que imaginaba que con el calor el agua se
evaporaría de sus cuerpos en pocos minutos.
Los perros se levantaron cuando lo vieron llegar al dormitorio con ella.
—Será mejor que les digas a tus colegas que estás bien.
—¿Cómo?
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—A los perros, Meg. Tranquilízalos antes de que crean que te he dejado
inconsciente.
—Rock, Bull, tranquilos. —Casi se deslizó de sus brazos cuando él la dejó sobre
la cama—. La cabeza me da vueltas.
—Será mejor que te seques. —Dejó una de las toallas sobre su vientre—. Voy a
buscarte una camisa o algo.
Meg ni se molestó en secarse: permaneció allí tumbada disfrutando de la
familiar sensación de relajamiento de su cuerpo.
—Parecías cansado cuando has llegado. Cansado y de malas pulgas, además de
mantener una actitud fría. El mismo aspecto que tenías frente al ayuntamiento. Y en
alguna otra ocasión. Cara de poli.
Nate no respondió, se limitó a ponerse un pantalón de chándal y a pasarle a ella
una camisa de franela.
—Es una de las cosas que me ha excitado. Curioso.
—El camino que lleva a tu casa es peligroso. Tendrás que quedarte aquí.
Meg esperó un momento mientras ponía de nuevo en orden sus pensamientos.
—Me has despachado. Antes. Cuando estábamos en la calle. —Aún veía a
Yukon, el corte en el cuello, el cuchillo clavado hasta la empuñadura en su pecho—.
Me has despachado y me has dado órdenes; parecía una intimidación verbal. No me
ha gustado nada.
Esta vez Nate tampoco respondió; cogió la toalla y se secó el pelo.
—¿No piensas disculparte? —preguntó Meg.
—No —contestó simplemente Nate.
Meg se incorporó para ponerse la camisa que él le había ofrecido.
—Conocía a ese perro desde que era un cachorro. —Iba a quebrársele la voz y
apretó los labios. Se controló—. Tengo razones para estar afectada.
—No digo que no.
Nate se fue hacia la ventana. La nieve era apenas una neblina. Tal vez habían
acertado los del tiempo.
—Y tenía razones para inquietarme por mis perros, Nate. Y derecho a
comprobar yo misma si estaban bien.
—Hasta cierto punto. —Se apartó de la ventana pero dejó las cortinas abiertas—
. Es normal inquietarse, pero no había motivo para ello.
—No les había pasado nada, pero podía haberles pasado algo.
—No. Quien lo hizo fue a por un solo perro, un perro viejo. Los tuyos son
jóvenes y fuertes y tienen unos dientes envidiables. Son prácticamente siameses.
—No veo...
—Reflexiona un par de segundos en lugar de limitarte a revolverte. —Su voz
sonó impaciente mientras lanzaba la toalla—. Imaginemos que alguien quisiera
atacarlos. Que alguien, que incluso podría ser una persona a la que ellos conocieran,
a la que permitieran que se les acercara, intentara hacer daño a uno de ellos. Que
llegara a hacerlo. El otro se lanzaría inmediatamente sobre él y lo haría pedazos.
Cualquier persona que los conoce lo suficiente como para acercarse a ellos lo sabe.
Meg dobló las rodillas contra el pecho, apoyó la cara en ellas y empezó a llorar.
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Sin levantar la vista, le indicó con la mano que se apartara cuando notó que Nate se
acercaba a ella.
—No. No. Un minuto. No puedo quitarme esa imagen de la cabeza. Me
resultaba más fácil cuando estaba enfadada contigo o cuando he pasado del enojo a
la excitación sexual. No soportaba estar ahí esperando, sin saber nada. Y encima tenía
miedo por ti. Me asustaba pensar que podía ocurrirte algo. Y eso es algo que me
revienta.
Levantó la cabeza. A través de las lágrimas vio borroso su rostro, y comprobó
que se había vuelto hermético otra vez.
—Nat, tengo algo más que decirte.
—Adelante.
—Tengo... tengo que pensar cómo expresarlo para que no suene poco
convincente. —Se secó las lágrimas con las palmas de las manos—. A pesar del
cabreo, del miedo y de las ganas de pegarte una patada en el culo por provocarme
esos sentimientos... admiro lo que haces. Cómo lo haces. Quién eres al hacerlo.
Admiro la fuerza que se necesita para hacerlo.
Nate se sentó, pero no a su lado ni en la cama, sino en la silla; quería establecer
una distancia entre los dos.
—Nadie a quien yo haya apreciado, nadie fuera de mi entorno laboral, me
había dicho nunca algo parecido.
—Pues quizá has malgastado el aprecio dedicándolo a quien no lo merecía.
Meg se levantó y se fue al baño a sonarse la nariz. Luego se quedó apoyada en
la puerta, observándolo desde la otra punta del dormitorio.
—Saliste a por mis perros. Con la que te había montado, te fuiste hasta allí para
traérmelos. Podías haber mandado a alguien o simplemente no haberme hecho ni
caso. La carretera está inundada, podrían haber esperado. Pero no lo hiciste. Tengo
amistades que habrían hecho lo mismo por mí, al igual que yo por ellas. Pero no me
viene a la cabeza ni un solo hombre con el que haya estado, con el que me haya
acostado, que hubiera hecho lo mismo.
La sombra de una sonrisa rozó los labios de Nate.
—Entonces quizá te has acostado con quienes no lo merecían.
—Supongo. —Fue a buscar la camisa que él llevaba al llegar. Con cuidado, le
quitó la placa y se la pasó—. Por cierto, puesta te queda muy bien. Sexy.
Él le cogió la mano antes de que retrocediera. Sin soltársela, se levantó.
—Te necesito una barbaridad. Más de lo que he necesitado jamás a nadie, y tal
vez más de lo que tú desearías.
—Supongo que ya se verá.
—No me habrías admirado hace un año. Ni hace seis meses. Y debo confesar
que a veces aún se me hace una montaña salir de la cama por la mañana.
—¿Por qué?
Abrió la otra mano y miró la placa.
—Supongo que también tengo una terrible necesidad de esto. Y no es algo
heroico.
—¡Qué equivocado estás! —En aquel instante el alma le cayó a los pies—.
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Heroísmo significa hacer más de lo que uno quiere o cree que puede hacer. A veces
se limita a hacer lo repugnante, las cosas odiosas que los demás no harían.
Se acercó a él y le cogió su rostro entre las manos.
—No se trata simplemente de saltar de una avioneta hacia un glaciar a tres mil
metros de altura porque nadie más puede hacerlo en aquellos momentos. Es
levantarse de la cama por la mañana cuando parece un problema insoluble.
La emoción se reflejó en los ojos de Nate y apoyó la mejilla en la cabeza de ella.
—Estoy tan enamorado de ti, Meg...
Luego le besó el cabello húmedo.
—Tengo que salir —añadió—. Quiero echar un vistazo al río y hacer una ronda.
—¿Permitirías a alguien de paisano y a dos perros que te acompañaran a hacer
la ronda?
—Sí. —Le despeinó un poco con la mano—. Sécate primero el pelo.
—¿Me contarás lo que sabes de Yukon?
—Te contaré lo que pueda.
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Capítulo 24
Nate volvió al lugar del asesinato bajo la llovizna de primera hora de la
mañana. A diez pasos de la puerta pensó que habían dejado al perro a la vista de
cualquiera que fuera al ayuntamiento o saliera de él. Y también a la vista de quien
pasara por allí en coche o a pie.
En realidad no solo lo habían dejado, rectificó enseguida. Lo habían ejecutado a
la vista de todos.
Entró y se dirigió hacia el salón de actos. Había ordenado que lo mantuvieran
todo como estaba. Las sillas plegables y la gran pantalla de proyección seguían en su
sitio. Intentó recordar todos los detalles de la noche anterior.
Llegó a la sala un poco tarde, cuando acababan de apagar las luces. Echó un
vistazo a la gente, tanto movido por la fuerza de la costumbre como porque intentaba
localizar a Meg.
Recordaba haber visto a Rose y a David en la última fila. Aquella había sido su
primera velada fuera desde el nacimiento del bebé. Estaban cogidos de la mano. Les
vio también en el intermedio: Rose hablaba por teléfono, probablemente con su
madre, que se había quedado en casa al cuidado de los pequeños.
Bing estaba en las últimas filas. Nate fingió no ver la petaca que sujetaba entre
las rodillas. Deb y Harry, el profesor. Un grupito del instituto, la familia Riggs al
completo, los habitantes de la casita de madera situada más allá de Rancor Woods.
Él mismo calculó que allí debían de estar la mitad de los habitantes de Lunacy,
lo que significaba que la otra mitad no estaba. Algunos se habían marchado durante
el intermedio. Y quienes se habían quedado podían haber hecho también alguna
escapada fuera.
En la oscuridad, cuando la atención de todos se centraba en la pantalla.
Oyó que se abría la puerta de la calle y se volvió hacia el vestíbulo; vio a Hopp,
que se estaba quitando la capucha.
—He visto su coche en la calle. No sé qué pensar de todo esto, Ignatious. Soy
incapaz de atar cabos.
Levantó las manos y las dejó caer de nuevo.
—Iré a ver a Lara. No sé qué le diré. Es una locura tan grande... Una maldad y
una locura.
—Yo más bien me inclinaría por la maldad.
—¿Y no es de locos? ¿No le parece una locura que alguien cosa a cuchillazos a
un pobre perro inofensivo delante del ayuntamiento?
—Depende de por qué lo haga.
Hopp se calló; luego dijo:
—No se me ocurre ningún motivo. Algunos comentan que podría tratarse de
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algún ritual, un experimento de los muchachos del instituto o algo así. Yo no creo
nada de esto.
—No tenía nada de ritual.
—Otros opinan que se trata de algún chiflado que ha acampado por los
alrededores. Puede que reconforte pensar que nadie de aquí puede haber hecho algo
tan horrible, pero no sé si me preocupa más todavía pensar que tenemos a un loco
merodeando por aquí, capaz de matar a un perro de esta forma.
Hopp observó la expresión de Nate.
—Usted no cree eso.
—No, no lo creo.
—¿Y me dirá qué opina?
—Opino que cuando alguien mata a un perro, en pleno centro, frente a un
edificio en el que se ha reunido la mitad de la población, tiene sus razones para
hacerlo.
—¿Y son?
—Estoy en ello.
Antes de dirigirse a la comisaría pasó por la orilla del río. El agua tenía un tono
gris, sombrío, las placas y los pedazos de hielo mate flotaban en la superficie.
La avioneta de Meg había desaparecido, una clara señal de que él ya no podía
mantenerla encerrada en algún lugar seguro. Bing y otros dos hombres reparaban un
tramo de la carretera. El único gesto que hizo este cuando Nate redujo la marcha y
pasó a su lado fue clavarle la vista durante unos segundos.
Llegó a la comisaría y se encontró con Peach, que insistía en ofrecer un café a
Joe y Lara. Peter estaba allí de pie con la expresión de un adulto que se esfuerza por
contener las lágrimas. Lara, que tenía los ojos hinchados y rojos, se levantó en cuanto
Nate entró por la puerta.
—Quisiera saber qué está haciendo respecto a Yukon. ¿Cómo piensa encontrar
al cabrón que mató a mi perro?
—Tranquila, Lara.
—No me vengas con «Tranquila, Lara» —dijo ella, revolviéndose contra su
marido—. Quiero saberlo.
—¿Por qué no pasan a mi despacho? Peach, los próximos minutos ocúpese de
resolver lo que surja, a menos que se trate de una emergencia.
—De acuerdo, jefe. Lara... —Cogió la mano de la mujer entre las suyas—. No
sabe cuánto lo siento.
Lara respondió con un leve movimiento de la cabeza antes de adoptar de nuevo
su expresión altiva y entrar en el despacho de Nate.
—Quiero respuestas.
—Siéntese, Lara.
—No me venga con...
—He dicho que se siente. —Lo había dicho en tono tranquilo, pero con una
autoridad que la obligó a sentarse de inmediato.
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—El pueblo votó a favor de este departamento de policía. Votó para que viniera
usted aquí y estuvo de acuerdo en pagar más impuestos para sufragar su salario. Y
ahora quiero que me diga qué es lo que está haciendo. ¿Por qué no está ahora mismo
en la calle buscando a ese cabrón?
—Estoy haciendo lo que puedo, Lara —dijo en el mismo tono tranquilo, pero
impidiéndole seguir—. No piense ni por un momento que me estoy tomando este
asunto a la ligera. Ninguno de nosotros lo hace. Estoy llevando el caso y seguirá
abierto hasta que pueda ofrecerle alguna respuesta.
—Usted tiene el cuchillo. El cuchillo que... —La voz de Lara se quebró, y su
barbilla empezó a temblar, pero aspiró profundamente y enderezó los hombros—.
Tiene que descubrir de quién es.
—Lo que puedo decirle es que ayer por la mañana se denunció el robo de este
cuchillo junto con el de otros objetos. He hablado con su propietario y también
interrogaré a las personas que se encontraban en el ayuntamiento anoche.
Empezando por usted.
—¿Cree que uno de nosotros mató a Yukon?
—No es eso lo que creo. Siéntese, Lara —dijo cuando ella se incorporó—. Los
dos estaban anoche en el cine. De modo que repasemos lo que vieron, lo que oyeron.
Ella se sentó, más despacio esta vez.
—Lo dejamos fuera. —Las lágrimas llenaron sus ojos—. Últimamente era
incapaz de controlar la vejiga, por eso lo hicimos. Eran solo un par de horas y
además tenía su casita. Si lo hubiéramos dejado dentro...
—No sabe qué habría ocurrido. Quien lo hizo podía haber entrado y habérselo
llevado. Tengo entendido que el perro tenía más de catorce años. No tiene que
culparse de nada. ¿A qué hora salieron de casa?
Lara agachó la cabeza y se miró las manos mientras las lágrimas caían sobre
ellas.
—Después de las seis —dijo Joe, acariciando el hombro de su esposa.
—¿Fueron directamente al ayuntamiento?
—Sí. Supongo que llegamos allí hacia las seis y media. Era pronto, pero a
nosotros nos gusta sentarnos delante. Dejamos las chaquetas sobre las sillas. En la
tercera o cuarta fila de... la izquierda. Mientras tanto charlamos un rato con gente del
pueblo.
Eso le dio pie a Nate a preguntarles con quién habían estado hablando y
quiénes se habían sentado cerca de ellos.
—¿Alguien se había quejado del perro?
—No —dijo Joe con un suspiro—. Es decir, sí hubo alguna queja cuando era un
cachorro. Ladraba con solo ver una hoja en movimiento. Y en una ocasión salió y
destrozó las botas de Tim Tripp, que encontró en la entrada trasera de su casa. Pero
de eso hace mucho. Además, Tim parece que casi se lo agradeció, porque las
malditas botas eran casi tan grandes como Yukon. Luego se fue tranquilizando, en
cuanto dejó de ser un cachorro olvidó las travesuras.
—¿Y qué me dice de ustedes? ¿Han tenido problemas con alguien últimamente?
¿Alguna discusión?
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—Yo discutí con Jim el flaco a raíz de Iditarod. La cosa se calentó un poco. Pero
no es nada; son cosas que pasan. La gente se exalta hablando de Iditarod, y todo el
mundo tiene sus favoritos.
—Tuve que llamar a Ginny Mann para que se presentara en la escuela, ya que
habían sorprendido dos veces a su hijo robando. —Lara sacó con mano temblorosa
un pañuelo de papel—. No le gustó nada aquello y la emprendió conmigo.
—¿Qué edad tiene el niño?
—Ocho años. —Empezó a parpadear—. Madre mía, es imposible que Joshua le
hiciera esto a Yukon. Es un buen chaval, lo único... que no le gusta mucho la escuela,
pero jamás mataría a mi perro por haberse enojado conmigo. Ginny y Don son buena
gente. Es imposible...
—De acuerdo. Si se le ocurre algo más, dígamelo.
—Quisiera... quisiera disculparme por la forma en que le he atacado antes.
—No se preocupe, Lara.
—No, no ha estado bien. No tenía que hacerlo... Además, usted salvó la vida a
mi hijo.
—Yo no diría tanto.
—Usted ayudó a salvarlo y para mí es lo mismo. No tenía que haberme dirigido
a usted de esa forma. Intentaba tranquilizarme pero no lo conseguía. Quería tanto a
ese perro...
Cuando se hubieron marchado, Nate destapó el tablero. Estaba clavando en él
las fotos que había tomado la noche anterior, cuando entro Peter.
—¿Todo en orden, jefe?
—Sí.
—Creo que tenía que haberme ocupado yo de la señora Wise. Estaba muy
afectado... Yo, es decir, Steven y yo, íbamos a menudo juntos y... puede decirse que
me crié con ese perro. Mi padre tiene perros de trineo, y me encantan, pero no son lo
mismo que un perro de compañía. Incluso cuando Steven se marchó a estudiar, yo
pasaba de vez en cuando por allí a ver a Yukon. Creo que por eso me lo tomé tan a
pecho anoche.
—Podía habérmelo comentado.
—Es que... estaba muy afectado. Ejem... jefe... ¿Ahora mismo hay un solo caso
abierto? Me refiero a que, ¿hay que poner copias de las notas y temas relacionados
con otros casos en el tablero?
—No.
—Pero... ahora ha puesto usted lo de Yukon.
—Exactamente.
—¿Piensa que lo que le ocurrió a Yukon tiene alguna relación con el resto?
Quizá soy estúpido, pero no lo entiendo.
—Creer que tienen alguna relación también podría ser estúpido.
Peter se acercó un poco más.
—¿Por qué lo relaciona usted?
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—Ahora mismo no se me ocurre un motivo claro que pudiera mover a alguien a
matar a ese perro. —Nate pasó al otro lado de su escritorio, abrió con la llave uno de
sus cajones y sacó de él el cuchillo y los guantes que guardaba en la bolsa cerrada—.
Esto pertenece a Bing. Ayer por la mañana declaró que se lo habían robado.
—¿Bing? —Los ojos de Peter se abrieron como platos—. ¿Bing?
—Tiene muy mal genio. Un largo expediente, casi todo relacionado con
agresiones. Conducta violenta.
—Sí, pero... ¡Señor!
—Podemos abordarlo desde distintos ángulos. En algún momento, Bing discute
con Joe. O bien Joe y Lara hacen algo que le saca de quicio. La historia le va
carcomiendo hasta que piensa en darles una lección. Decide matar al perro, denuncia
la desaparición del cuchillo y los guantes diciendo que se los han robado y anoche
sale después del intermedio a sabiendas de que los Wise se encuentran dentro. Coge
el perro y se lo lleva. Lo mata y deja allí el cuchillo y los guantes, convencido de su
coartada, pues ya ha denunciado con anterioridad el robo. Luego se va a casa y se
pone a trabajar en el garaje.
—Si estaba enojado con el señor o la señora Wise, ¿por qué no se limitaba a
pegarles un puñetazo?
—Buena pregunta. Por otra parte, podríamos pensar que alguien quiere crearle
problemas a Bing. Sabemos que tiene a mucha gente molesta, de modo que no es una
suposición descabellada.
Apoyó la cadera en la mesa con la vista fija en el tablero.
—Le roban el cuchillo y los guantes. Los utilizan para matar al perro, los dejan
donde resulte fácil encontrarlos. O bien...
Se acercó a la cafetera y la puso en marcha.
—Debemos preguntarnos qué relación podría haber entre el asesinato de
Galloway, la muerte de Max y la del perro.
—Exactamente. Pero no la veo.
—Quien lo mató nos ha dejado una buena pista. Críptica u obvia, según el
cristal con el que se mire. El perro tenía el cuello partido. De eso murió. Pero quien lo
mató no dejó simplemente el cuchillo allí. Se tomó el tiempo necesario para darle la
vuelta al perro y hundirle el cuchillo en el pecho. ¿Por qué?
—Porque es un enfermo, una persona malvada y...
—Prescinda un momento de esto y fíjese en el tablero, Peter. Fíjese en
Galloway. Fíjese en el perro.
Nate se dio cuenta de que Peter tuvo que hacer un esfuerzo. Le costaba mirar
aquellas imágenes espeluznantes. Luego soltó el aliento como si hubiera estado
reteniéndolo.
—La herida en el pecho. A los dos les clavaron la hoja de un arma en el pecho.
—Podría tratarse de una coincidencia, o quizá alguien intenta decirnos algo. Y
ahora demos un paso más. ¿Dónde está la relación entre Galloway, Max y los Wise?
—Pues no lo sé. Steven y sus padres se trasladaron aquí cuando yo tenía unos
doce años, creo. Galloway ya estaba fuera. Pero conocían al señor Hawbaker. El
señor Wise ponía un anuncio en The Lunatic casi todas las semanas ofreciendo sus
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servicios de informático. La señora Wise y la señora Hawbaker asistieron a algunos
cursillos juntas. Los cursillos de gimnasia de la escuela y los de costura, a los que
asistía también Peach.
—Tiene que haber algo más que los relacione. Que nosotros sepamos, no
conocían a Patrick Galloway, pero durante dieciséis años todos creyeron que
Galloway se había largado. Y ahora no lo ven así. ¿Por qué?
—Pues porque lo encontraron cuando... lo de Steven. Él fue quien lo encontró.
—Te sales con la tuya durante dieciséis años después de haber cometido un
asesinato y de golpe y porrazo un crío de la universidad y sus estúpidos colegas te
joroban. —Nate oyó cómo el café caía en la cafetera de cristal—. Una putada,
naturalmente. De no haber subido ellos, lo más seguro es que no hubiera ocurrido
nada. Un alud, natural o provocado por las autoridades estatales, y la cueva habría
quedado otra vez sepultada. Durante años. Con un poco de suerte, puede que para
siempre.
Se apoyó en la mesa mientras acababa de salir el café.
—Y de pronto tienes que volver a matar. Matar a Max o bien inducirle al
suicidio. Otra vez te saldrás con la tuya. Estás convencido de ello. Tienes que estarlo,
pero resulta que ahora hay polis en Lunacy. No solo los de la estatal sino los del
municipio, con los que tropiezas a cada paso. ¿Y qué haces?
—No... no consigo seguirle.
—Pues los despistas. Vandalismo, robos de poca monta. Pequeñas cosas que les
mantengan ocupados y eviten que se hagan preguntas. Se la devuelves al estúpido
universitario y al mismo tiempo das pasto a la poli. Dos pájaros de un tiro. Pero no
puedes resistir la tentación de ser un poco extravagante, de llamar la atención.
Entonces imitas tu primer crimen hundiendo el cuchillo en el pecho del perro.
Se levantó y sirvió café para los dos.
—Puedes ser tan arrogante, tan pagado de ti mismo, que quieras utilizar tu
propio cuchillo y tus guantes. Una posibilidad que se adaptaría al perfil de Bing
Karlovski. O tan listo y también tan pagado de ti mismo que los coloques de forma
que inculpes a otro. Si ese es el caso, ¿por qué a Bing? ¿Dónde está la relación?
—Le juro que no lo sé. Intento meterme todo esto en la cabeza. Puede que la
relación no exista. Bing tiene malas pulgas. Molesta a mucha gente. O quizá se
presentó la oportunidad de robar el cuchillo...
—Aquí no se trata de una oportunidad. Esta vez no. Tenemos que descubrir
dónde se encontraba Bing... dónde estaba exactamente en febrero de 1988.
—¿Cómo?
Nate tomó un sorbo de café.
—Para empezar, voy a preguntárselo. Entretanto, necesito declaraciones de
todas las personas que fueron al cine, y de las que no fueron. Eso nos llevará un
tiempo. Dígale a Peach que haga una lista en la que se divida el municipio y los
alrededores en tres partes. Cada uno de nosotros se ocupará de una parte.
—Se lo diré ahora mismo.
—¿Peter? —Nate le detuvo en la puerta—. ¿Tenía usted turno anoche? ¿En el
puesto?
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—Sí, pero Otto dijo que no le apetecía ir al cine y cambiamos. Supongo que no
hay problema...
—No. —Nate tomó otro sorbo de café—. Perfecto. Vaya a pedir a Peach que se
ocupe de la lista.
Se acercó al tablero y trazó unas líneas de conexión entre Joe y Lara Wise y Max
y Bing.
—Nate... —Peach asomó la cabeza—. ¿Tengo que seguir ocupándome de todo
ahí fuera?
—No. ¿Qué tenemos?
—Han informado de unos disparos y de que se ha avistado un oso. Son los
mismos que avisaron de un cadáver que al final resultó ser un par de botas. Se lo he
pasado todo a Otto, porque ya había salido de patrulla. Las detonaciones venían del
tubo de escape de la camioneta de Dex Trilby, que tiene más años que yo.
—¿Y el oso, una ardilla sobre un tronco?
—No. El oso era un oso. Esos forasteros inútiles han puesto un montón de
comederos alrededor de la cabaña y han atraído a los pájaros. Y un oso no resiste la
tentación de zamparse a un pájaro. Otto se ha acercado hasta allí y les ha obligado a
quitar los comederos. Está un poco mosca, porque es la segunda vez que va hasta allí
hoy. Creo que si surge algo más, se lo pasaré a usted o a Peter.
—Puede hacerlo.
—Luego ha venido Carrie Hawbaker y ha dicho que quería verle. Me ha pedido
las incidencias para la sección policial.
—Bien, puede pasárselas. Veo que pronto volveremos a tener The Lunatic en
marcha.
—Eso parece. Dice que quiere la declaración oficial sobre lo ocurrido anoche,
para la revista. ¿Me ocupo de ello?
—No. —Cubrió el tablero—. Dígale que pase.
Tenía mejor aspecto que la última vez que la había visto. Más tranquila, con
menos ojeras.
—Gracias por recibirme.
—¿Qué tal está? —preguntó él antes de cerrar la puerta.
—Vamos tirando. Menos mal que tengo los niños, que me necesitan, y la
revista. —Aceptó la silla que le ofrecía y colocó la cartera de lona sobre sus rodillas—
. No he venido solo por lo de la sección policial. Qué horrible ha sido lo de Yukon,
¿verdad?
—Así es.
—Bien, usted me pidió que pensara en la época en que despareció Pat. Que
escribiera sobre ello. Lo he hecho. —Abrió la cartera y sacó de ella unas hojas—. Creí
que lo recordaría todo. Que los detalles irían saliendo solos. Pero no.
Nate vio unas hojas perfectamente impresas y redactadas en un estilo
esquemático y formal.
—Pues parece que ha recordado mucho.
—Lo he juntado todo. Muchas cosas que no tendrán importancia. Ha pasado
mucho tiempo y debo admitir que no me fijé demasiado en la marcha de Pat. Me
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dedicaba a dar clases y a pensar cómo iba a superar mi segundo invierno aquí. Había
cumplido treinta y uno, pero no el objetivo que me había marcado de pasar por la
vicaría a los treinta.
Sonrió un poco.
—Esa fue una de las razones que me llevaron de entrada a Alaska. Tenía a mi
favor la proporción de hombres y mujeres. Recuerdo que me sentía algo
desesperada, que me compadecía de mí misma. Y molesta porque Max no me lo
pedía. Precisamente por eso recuerdo, y lo encontrará escrito aquí, que aquel
invierno él estuvo un par de semanas fuera. Creo que fue aquel febrero, pero no
estoy totalmente segura. En invierno, los días se congelan y forman un bloque, sobre
todo si los pasas sola.
—¿Adónde le dijo que iba?
—De eso me acuerdo, porque me molestó un poco. Dijo que iba a Anchorage, y
de ahí hacia Homer, a pasar unas semanas en el sudeste para entrevistar a algunos
pilotos de avioneta y realizar algún vuelo con ellos. Sería material para la revista y
para la novela que estaba escribiendo.
—¿Viajaba mucho en aquella época?
—Pues sí. Eso también lo preciso ahí. Dijo que estaría fuera unas cuatro o cinco
semanas, lo que no me sentó muy bien, porque entre nosotros estaba todo un poco en
el aire. Me acuerdo que volvió antes de lo previsto pero ni siquiera fue a verme. La
gente me dijo que se había encerrado en la redacción. Prácticamente vivía allí. Yo
estaba tan resentida que tampoco me acerqué.
—¿Tardó mucho en verlo?
—Sí. Yo estaba muy molesta y precisamente por eso fui a buscarlo. Era a finales
de marzo o principios de abril. Teníamos la clase decorada con temas de Pascua.
Aquel año Pascua cayó en el primer domingo de abril. Lo he comprobado. Recuerdo
que me quedé allí sentada, rodeada de huevos de colores y dibujos de conejitos
mientras por dentro me consumía pensando en Max.
Pasó la mano por encima de las páginas que había llevado.
—Recuerdo perfectamente esta parte. Él estaba en el local de la revista, con la
puerta cerrada. Tuve que llamar. Tenía muy mal aspecto. Más delgado, sin afeitar,
con el pelo revuelto. Olía mal. Tenía la mesa atestada de papeles.
Soltó un pequeño suspiro.
—De lo que no me acuerdo es del tiempo que hacía, Nate. No sabría precisar
qué aspecto tenía el pueblo, pero el de él, con todo lujo de detalles. Aún parece que lo
veo en su despacho. Tazas de café, platos por todas partes, papeleras a rebosar,
basura por el suelo. Ceniceros llenos de colillas. Antes fumaba...
»También lo he escrito —comentó, alisando de nuevo los papeles—. Estaba
trabajando en su novela, o eso supuse, y parecía desquiciado. No sabría explicar por
qué aquello me atrajo tanto. Le pegué una buena bronca. Le dije que por mi parte se
había acabado. Que si creía que podía tratarme así, mejor sería que reflexionara un
poco. Seguí despotricando y echando pestes, pero él no abrió la boca. Cuando
terminé la perorata, puso una rodilla en el suelo.
Hizo una pausa y apretó los labios.
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—Allí, en medio de aquel desorden me pidió una segunda oportunidad. La
necesitaba. Y me pidió que me casara con él. Lo hicimos aquel junio. Quería ser una
novia de junio, como Bette Davis en la película, y como ya había pasado del plazo de
los treinta años, unos meses más no importaban.
—¿Le habló en alguna ocasión del tiempo que pasó fuera?
—No. Ni yo le hice preguntas. No le di importancia. Lo único que comentó fue
que había visto qué significaba estar solo, solo de verdad, y que no quería volver a
vivir aquello.
Nate pensó en las líneas de conexión entre los nombres en su lista.
—¿Tuvo alguna vez algún roce o, por el contrario, una amistad especial con
Bing?
—¿Con Bing? Ninguna confianza particular. Max siempre intentó no
enemistarse con él, sobre todo porque Bing me había pedido para salir.
—¿Bing?
—Bueno, lo de salir es probablemente un eufemismo. Lo que le interesaba era
llevarme a cenar y a bailar, no sé si me entiende...
—¿Y alguna vez...?
—No. —Soltó una carcajada, que interrumpió de golpe, desconcertada—. No
me había reído así desde... No es para reírse...
—Resulta divertido imaginarla con Bing. ¿Cómo se tomó él las calabazas?
—No creo que se lo tomara muy a pecho —dijo con un gesto de quitarle
importancia—. Yo estaba allí, eso es todo. Una nueva en un lugar donde el material
no abundaba. Un hombre como Bing era normal que pretendiera tentarla, ver si
podía ligársela y encima sacarle alguna comida casera. No se lo reprocho, es algo
normal en un lugar como este. Tampoco fue el único en insinuarse. En aquel primer
invierno salí con unos cuantos. Incluso el profesor y yo cenamos juntos un par de
veces, aunque estaba claro que bebía los vientos por Charlene.
—¿Estamos hablando de antes de que Galloway se marchara?
—Antes, durante, después... Siempre le ha tenido embobado. Pero salimos un
par de veces a cenar y se comportó como un perfecto caballero. Tal vez un poco más
caballero de lo que yo habría deseado, a decir verdad. Lo que no buscaba, eso está
claro, es a alguien como Bing.
—¿Por qué?
—Es tan grandote, tan grosero y vulgar... Salí con John porque me atraía su
aspecto y su inteligencia. Y con Ed, una vez, porque... no sé, ¿por qué no? Incluso con
Otto, después de que se divorciara. Una mujer, aunque no sea muy atractiva y haya
cumplido ya los treinta, tiene un montón de oportunidades en un lugar como este,
siempre que no sea excesivamente exigente. Y yo elegí a Max.
Sonrió, distante.
—Aún hoy lo haría —afirmó, y luego pareció volver a la actitud anterior—.
Quisiera poder aclararle más cosas. Si pienso en aquel tiempo, me doy cuenta de que
Max parecía preocupado. Claro que siempre tenía esta actitud cuando trabajaba en
alguno de sus libros. Luego los dejaba a un lado durante meses y todo volvía a su
cauce. Pero en cuanto reemprendía la labor, se encerraba de nuevo. Yo era más feliz
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cuando él se olvidaba de la literatura.
—¿Alguien se le insinuó una vez casada?
—No. Recuerdo una ocasión en que Bing me dijo, delante de Max, que había
caído muy bajo o algo así.
—¿Y qué ocurrió?
—Nada. Max se lo tomó a broma e invitó a Bing a una copa. No era un hombre
al que le gustaran los enfrentamientos. Hacía todo lo posible para evitarlos; supongo
que es una de las razones por las que no encajaba en una publicación de una gran
ciudad. Usted mismo vio qué hizo cuando se lo quitó de encima al principio. Acudió
a Hopp. Era su estilo. No se le habría ocurrido aparecer por aquí con chulería.
—¿Le gustaba el cine?
—Más o menos como a toda la gente de Lunacy. Una distracción comunitaria
formal. Y hablando de la sesión nocturna, quisiera la declaración oficial de lo que
ocurrió anoche.
—Peach se la proporcionará para la sección policial de The Lunatic.
—Hablaré con ella, pero me parece que a un tema como este habría que
dedicarle algún artículo. Otto lo encontró —empezó ella mientras metía la mano en
la cartera para sacar el bloc.
—Sí. Pero denos un par de días, Carrie. Para entonces tendré algo más que
ofrecerle.
—¿Debo entender que espera detener a alguien de un momento a otro?
Nate sonrió.
—Veo que se ha vuelto a poner las pilas de periodista. No, me refiero a que
habré puesto en orden las notas, las declaraciones, el informe sobre el incidente.
Carrie se levantó.
—Me alegro de que mis hijos no hubieran salido anoche. Estuve insistiendo en
que fueran al cine, vieran a gente e hicieran algo normal. Pero al final invitaron a
unos amigos a tomar una pizza. De acuerdo, mañana hablamos.
—Me preguntaba... —dijo él mientras la acompañaba a la puerta— ... si Max era
un entusiasta de La guerra de las galaxias.
Ella lo miró fijamente.
—¿De dónde ha sacado eso?
—Simplemente un punto que intentaba aclarar.
—Pues no. Nunca fue un entusiasta de esa película. Y en cierto modo me tenía
desconcertada porque era un género que le encantaba: grandes historias épicas con
un montón de efectos especiales. Pero esa no. Hará unos seis o siete años
organizamos en una velada cinematográfica una maratón de La guerra de las galaxias.
No recuerdo exactamente cuándo, pero era para celebrar el vigésimo aniversario de
la primera versión. Aquel día no quiso salir, y eso que los críos estaban locos por ir.
Tuve que llevarlos yo sola. Y escribir las reseñas para la revista, ahora que me
acuerdo. Cuando salieron las demás, siempre llevé a los niños a Anchorage para que
las vieran. Él se quedaba en casa. ¿Y usted de qué se ha puesto las pilas?
—De poli. —Nate le dio un suave codazo invitándola a salir—. No tiene
importancia. Peach le pasará la información para la sección de la revista.
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Nate calculó el tiempo de forma que llegara al Lodge cuando Bing y su
cuadrilla se tomaran el descanso para comer. Entró en el comedor mientras Rose
servía una cerveza a aquel. Sus miradas se cruzaron. Se acercó al compartimiento y
saludó con un gesto de la cabeza a los dos hombres que se habían sentado frente a
Bing.
—¿Les importaría buscar otra mesa para que Bing y yo pudiéramos hablar a
solas?
No les gustó mucho la idea, pero cogieron sus cafés y se trasladaron a una mesa
vacía.
—He pedido el almuerzo —empezó Bing—, y supongo que tengo derecho a
comer sin que usted se siente ahí y me quite el apetito.
—He visto que había reparado el bache. Gracias, Rose —dijo cuando la
camarera le trajo el café de todos los días.
—¿A punto para comer, jefe?
—No. De momento no. El río sigue aguantando —siguió, dirigiéndose a Bing—.
Tal vez no hagan falta los sacos de arena.
—Tal vez sí, tal vez no.
—Febrero de 1988. ¿Dónde estaba usted?
—¿Cómo coño quiere que lo sepa?
—En 1988, Los Angeles Dodgers ganaron las Series Mundiales, los Redskins se
llevaron la Super Bowl. Cher ganó un Oscar.
—Sandeces de los estados del sur.
—Y en febrero, Susan Butcher se hizo con su tercer Iditarod. Menuda hazaña
para una muchacha de Boston. Acabó en once días y menos de doce horas. Quizá eso
le refresque la memoria.
—Lo que me recuerda es que perdí doscientos pavos en aquella carrera. Por esa
tía de marras.
—¿Y qué hacía usted unas semanas antes de perder los doscientos pavos?
—Un hombre recuerda que ha perdido doscientos billetes por culpa de una tía.
Pero eso no significa que deba recordar todas las veces que se rasca el culo o echa
una meada.
—¿Hizo algún viaje?
—Iba y venía como me daba la puta gana, igual que ahora.
—Tal vez bajó hasta Anchorage y vio a Galloway allí...
—He estado en Anchorage más veces de las que usted sería capaz de escupir.
Por estas tierras unos cientos de kilómetros no significan nada. Probablemente le
viera alguna vez por allí. Es un lugar en el que ves a mucha gente, pero yo a lo mío y
ellos a lo suyo.
—Si se hace el duro, será el primero en pagarlo.
Sus ojos reflejaron que le estaban apretando las clavijas.
—Supongo que no pretenderá amenazarme...
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—Supongo que no pretenderá salir con evasivas. —Nate inclinó la cabeza hacia
el café—. Usted cree que esta placa debería estar en su camisa.
—Mucho mejor que en la de un forastero, mejor dicho, de un tipo que permitió
que mataran a su compañero. Alguien a quien habrían mandado al carajo de no
existir esa línea divisoria que tiene siempre la pasma en el coco.
Aquello le llegó a las entrañas, pero tomó un trago de café y siguió con la vista
fija en Bing.
—Veo que se ha documentado. Pero, sea como sea, la placa la llevo yo. Tengo
autoridad suficiente para detenerlo, acusarlo y encerrarlo por lo que le han hecho al
perro.
—En mi vida he tocado a ese perro.
—Yo que usted pondría un poco más de empeño en recordar dónde estaba
cuando se marchó de aquí Patrick Galloway.
—¿Por qué se emperra en resucitar algo muerto y enterrado, Burke? ¿Hace que
se sienta importante? Max mató a Galloway; todo el mundo lo sabe.
—Razón de más para que a usted no le importe que se compruebe su paradero
en aquellos días...
Apareció Rose con un plato en el que había pastel de carne y una montaña de
puré de patata bañada con abundante salsa.
—¿Te sirvo algo más, Bing? —Dejó un cuenco con tirabeques y cebollitas junto
al plato.
Nate vio los esfuerzos que hacía, le observó mientras se echaba hacia atrás.
Habló sin alterar la voz, con un atisbo de amabilidad en el tono:
—No, gracias, Rose.
—Que aproveche. Si quiere que le sirva algo, jefe, me avisa.
—Ya he terminado con usted —dijo Bing, cogiendo con el tenedor un buen
pedazo de pastel de carne.
—¿Pasamos pues a la habitual charla que suele acompañar las comidas? ¿Qué
opina usted de La guerra de las galaxias?
—¿Cómo?
—Pues eso, las películas. Luke Skywalker, Darth Vader.
—Vaya chorradas —murmuró Bing entre dientes, atacando el puré—. La guerra
de las galaxias, ¡no te fastidia! ¿No piensa dejarme comer en paz?
—Un buen argumento, unos personajes memorables. En el fondo trata sobre el
destino... y la traición.
—Trata de taquillas millonarias y de marketing. —Blandió el tenedor antes de
hundirlo de nuevo en la comida—. La peña volando en naves espaciales, dándose
batacazos con espadas luminosas.
—Sables. Sables luminosos. La cuestión es que hubo que invertir un tiempo,
algún sacrificio, se produjeron pérdidas, pero... —Salió del compartimiento—.
Ganaron los buenos. Bien, hasta pronto.
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Capítulo 25
Había once alumnos en la clase de literatura inglesa del último trimestre,
dispuestos a acabar la enseñanza media. Nueve de ellos estaban despiertos. John dejó
que los otros dos siguieran con la cabezadita mientras una de las alumnas más
despiertas destrozaba las palabras de Shakespeare leyendo el «Fuera, maldita
mancha» de lady Macbeth.
Tenía bastantes cosas en la cabeza como para controlar el estudio de Macbeth.
Llevaba veinticinco años con ello, desde aquella primera vez en que se enfrentó
con gran nerviosismo a un aula llena de alumnos. Por aquel entonces contaba pocos
años más que sus alumnos. Probablemente fuera más inocente y entusiasta que la
mayoría de ellos. Deseaba escribir extraordinarias y formidables novelas, llenas de
alegorías sobre la condición humana.
Puesto que no quería morirse de hambre en una buhardilla, optó por la
enseñanza.
Escribió y, a pesar de que sus novelas nunca fueron tan extraordinarias y
formidables como hubiera deseado, publicó algunas obras. Sin la docencia tal vez no
se hubiera muerto de hambre en una buhardilla, pero seguro que no habría comido
tan bien.
Las exigencias —y, con Dios y ayuda, las alegrías— de la enseñanza resultaban
algo abrumador para un joven intelectual que anhelaba escribir grandes novelas. Por
ello pegó el salto, el valiente e intrépido salto, y huyó hacia Alaska. Allí adquiriría
experiencia, viviría con sencillez y estudiaría la condición humana en un lugar
primitivo, en el absoluto aislamiento que representaba para él aquel lugar. Escribiría
novelas sobre el valor y la tenacidad del hombre, sobre sus locuras y sus triunfos.
Entonces, llegó a Lunacy.
¿Cómo iba a conocer un joven que no había cumplido aún los treinta el
significado de la palabra obsesión? ¿Cómo podía haber captado, aquel joven
inteligente e idealista, que un lugar y una mujer podían encadenarlo? Podían
mantenerlo atado por voluntad propia por más que ambos desafiaran y negaran sus
necesidades.
Se enamoró, o empezó a vivir una obsesión, ya no se veía capaz de establecer la
diferencia, en el instante en que vio a Charlene. Su belleza evocaba un dorado sauce;
su voz, el canto de una sirena. Y el derroche de placentera sexualidad... Todo en ella
le cautivaba, y le engullía.
Era la mujer de otro, la madre de la hija de otro. Pero le daba igual. Su amor, si
a aquello podía llamársele así, no era el amor puro y romántico de un valeroso
caballero por una dama sino la dulce y lujuriosa ansia que siente un hombre por una
mujer.
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¿Acaso no se había convencido a sí mismo de que echaría de allí a Galloway?
Aquel hombre no le prestaba ninguna atención a Charlene. Era egoísta. John lo
habría visto aunque el amor no le hubiera cegado. Aquello le había carcomido.
Así pues, decidió seguir ahí y esperar. Cambiar el curso de su vida y esperar.
Después de todo lo que había hecho, de todos los planes, las esperanzas, seguía
a la espera.
Sus alumnos eran cada vez más jóvenes y los años pasaban ante sus ojos. Jamás
recuperaría lo que había arrojado por la borda, lo que había despilfarrado.
Y aun así, lo único que deseaba seguía sin ser suyo.
Miró el reloj y vio que otro día se esfumaba. Luego, captó un movimiento por el
rabillo del ojo y se dio cuenta de que Nate se encontraba apoyado en la puerta de su
clase.
—El viernes tenéis que entregarme los trabajos sobre Macbeth —dijo
dirigiéndose a un coro de gruñidos—. Kevin, piensa que si Marianne te hace el
trabajo lo notaré. Los de la comisión del anuario de fin de curso recordad que hay
una reunión mañana a las tres y media. Que cada cual se organice para volver a casa.
Podéis salir.
Se produjo el habitual taconeo, el arrastre de pies hacia la salida y el parloteo al
que estaba tan acostumbrado que ni siquiera oía.
—¿Qué tendrán los institutos —dijo Nate— que consiguen que a un adulto le
suden las manos?
—Haber sobrevivido a ese infierno en su momento no significa que no
podamos ser arrojados de nuevo al pozo.
—Será eso, supongo.
—Apuesto a que a usted no le fue tan mal —dijo John metiendo unos papeles
en la maltrecha cartera—. Lo dice su aspecto, su actitud. Le veo como un estudiante
aceptable a quien, además, se le debían de dar bien las chicas. Atlético... ¿Cuál era su
especialidad?
—Pista. —Nate frunció los labios—. Siempre corriendo. ¿Y usted?
—El típico empollón. El que jodía la media de toda la clase.
—¡No fastidie! ¡Qué horror! —Con los pulgares sujetos a los extremos de los
bolsillos, Nate avanzó por el pasillo leyendo lo que estaba escrito en la pizarra—.
Macbeth, ¿verdad? Me gustaba Shakespeare si lo leía otro. En voz alta, me refiero, así
podía distinguir las palabras. El tipo que mató por una mujer, ¿no?
—No, por ambición, empujado por una mujer. Y el germen de aquella lo habían
sembrado otras tres.
—Él no salió muy bien parado.
—Lo pagó con su honor, con la pérdida de la mujer a la que amaba y con su
vida.
—El que la hace, la paga.
John asintió, levantando una ceja.
—¿Ha venido hasta aquí para hablar de Shakespeare, Nate?
—No. Estamos investigando el incidente de anoche. Tengo que hacerle unas
preguntas.
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—¿Sobre Yukon? Yo estaba en el ayuntamiento cuando ocurrió.
—¿A qué hora llegó?
—Poco antes de las siete. —Miró con expresión ausente hacia el pasillo, donde
unos alumnos que habían terminado la clase corrían riendo—. Por casualidad había
organizado un grupo de actividad extraescolar para un trabajo sobre Hitchcock en el
que participan alumnos de los últimos cursos. Se han apuntado algunos, con ello
consiguen unos créditos extra. Hemos reunido una docena.
—¿Salió usted entre las siete y las diez?
—En el intermedio, a fumar un cigarrillo y tomar un poco de ponche del que
vendían los de la comisión de la escuela primaria. Por cierto, que me pareció más
sabroso cuando le añadí unas gotas.
—¿Dónde estaba usted sentado?
—Hacia atrás, en el lado opuesto al de los alumnos. No quería que se cortaran
ni que me acribillaran con preguntas. Estuve tomando notas durante la película.
—¿A oscuras?
—Efectivamente. Nada, cuatro apuntes para utilizar luego en el debate.
Quisiera ayudarle en esto, pero no veo cómo puedo hacerlo.
Se acercó a la única ventana del aula para bajar la persiana.
—En cuanto entró Otto, en cuanto supimos lo que había ocurrido, me fui al
Lodge. Estaba afectado. Nos afectó a todos. Allí encontré a Charlene, Jim el flaco y
Mike el grandullón.
—¿Quién más estaba allí?
—Pues... Mitch Dauber y Cliff Treat, Mike el borracho. Un par de
excursionistas... —Mientras hablaba, limpiaba el aula; recogía lápices del suelo,
papeles, un clip del pelo—. Me tomé una copa. Poco después aparecieron Meg y
Otto, y cuando las cosas se calmaron un poco echamos unas partiditas de póquer.
Estábamos en ello cuando usted llegó.
Nate asintió y guardó el bloc que había sacado.
John tiró los papeles a la papelera y dejó el resto en una caja de zapatos que
tenía sobre la mesa.
—No sé de nadie que pudiera hacerle algo así a un perro. Sobre todo a Yukon.
—Lo mismo le ocurre a todo el pueblo, al parecer. —Nate echó un vistazo al
aula. Olía a tiza, pensó. Y también a perfume de adolescente, a una mezcla de chicle,
pintalabios y gomina—. ¿Nunca se toma unos días libres durante el curso, unas
pequeñas vacaciones y sale de aquí?
—Eso hacía. Descansos de salud mental, los llamaba yo. ¿Por qué?
—Estaba pensando si se tomó alguno de esos descansos de salud mental en
febrero de 1988.
Nate notó que, tras los cristales, los ojos de John se helaban.
—Costaría un poco saberlo.
—Intente recordarlo.
—¿Debería contratar a un abogado, jefe Burke?
—Eso es asunto suyo. Yo lo único que pretendo es hacerme una idea de dónde
estaba y qué hacía todo el mundo cuando asesinaron a Patrick Galloway.
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—Y esa idea, ¿no tendría que hacérsela la policía estatal? Porque, si no me
equivoco, ellos han sacado sus conclusiones, ¿verdad?
—Prefiero hacer mis propias deducciones. No me dirá que es un secreto para
nadie que usted tuvo... digamos... debilidad por Charlene durante mucho tiempo.
—No. —Se quitó las gafas y empezó a limpiarlas, lenta y concienzudamente,
con un pañuelo que había sacado del bolsillo de la chaqueta—. No voy a negarlo.
—Y sentía esa debilidad cuando estaba con Galloway.
—Sentía algo muy profundo por ella, sí. Aunque de poco me sirvió, puesto que
se casó con otro cuando no había transcurrido ni un año de la desaparición de
Galloway.
—Del asesinato —rectificó Nate.
—Sí. —Volvió a ponerse las gafas—. Del asesinato.
—¿Se lo pidió usted?
—Me dijo que no. Me dijo que no todas las veces que se lo pedí.
—Pero se acostó con usted.
—Se está metiendo en un terreno muy personal.
—Se acostó con usted —siguió Nate—, pero se casó con otro. Se acostó con
usted mientras estaba casada con otro. Y no lo hizo solo con usted.
—Es algo privado. Y más aún en un pueblo como este. No estoy dispuesto a
hablar de ello con usted.
—El amor es un tipo de ambición, ¿no cree? —Nate golpeó con un dedo el
ejemplar de Macbeth que seguía en la mesa de John—. Los hombres matan por amor.
—Los hombres matan. La mitad de las veces no necesitan justificación.
—No se lo voy a discutir. Y a veces salen bien parados. La mayoría de las veces.
Le agradecería que reflexionara sobre ello y que cuando recuerde dónde se
encontraba aquel febrero me lo diga.
Se fue hacia la puerta y luego se volvió:
—Lo olvidaba, ¿leyó alguno de los libros que estaba escribiendo Max
Hawbaker?
—No. —A pesar de que su voz era tranquila, sus ojos mostraban cierto enojo—.
Se mostraba muy reservado respecto a ellos. Es algo corriente en los escritores que
aspiran a ser reconocidos. Creo que lo suyo era más hablar de escribir un libro que
escribirlo en realidad.
—Pues resulta que tenía algunos empezados. Yo tengo los manuscritos. Todos
giran sobre lo mismo. Un tema que supongo que a usted le llamaría la atención.
—También eso es habitual en un escritor novel. Incluso uno con experiencia
explora el mismo tema desde distintos ángulos.
—Al parecer el suyo era el de los hombres que sobreviven a la naturaleza... y a
otros hombres. O no sobreviven. En definitiva acaba siempre con tres personajes,
independientemente de cuántos hubiera al principio, al final se reduce a tres. Y lo
que más se repite son tres hombres que escalan una montaña, en invierno.
Nate jugaba con las monedas que llevaba en el bolsillo mientras John
permanecía en silencio.
—Solo había acabado algunos capítulos, pero guardaba notas para el resto; era
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un esquema o unas escenas dispersas que al parecer tenía intención de introducir.
Tres hombres inician un ascenso. Solo dos vuelven. —Nate hizo una pausa—.
Muchas novelas son autobiográficas, ¿verdad?
—Algunas —respondió John sin alterarse—. Suele ser un recurso para una
primera novela.
—Interesante, ¿no cree? Y lo sería más descubrir al tercer hombre. Bien, estaré
por aquí. Cuando recuerde dónde se encontraba aquel febrero, hágamelo saber.
John se quedó inmóvil hasta que dejó de oír el eco de los pasos de Nate en el
pasillo. Luego se sentó, poco a poco, ante la mesa. Y vio que le temblaban las manos.
Nate acudió a una reunión informal que se celebraba en el ayuntamiento. Lo
hizo adrede, por lo que no le sorprendió que cuando abrió la puerta todo el mundo
se callara.
—¡Siento interrumpir! —Observó los rostros de los congregados, de la gente
que ya conocía. En más de uno vio reflejada la turbación—. Si quieren, puedo esperar
a que acaben.
—Creo que eso será todo por hoy —dijo Hopp.
—No estoy de acuerdo. —Ed plantó con firmeza sus botas de montaña en el
suelo y cruzó los brazos—. No creo que hayamos resuelto nada, opino que la reunión
debe continuar y, lo siento, jefe, a puerta cerrada hasta que hayamos resuelto una
serie de asuntos.
—Ed —dijo Deb inclinándose un poco—, eso lo hemos discutido mil veces.
Vamos a dejarlo de momento.
—Propongo seguir.
—Y yo propongo que no sigas jorobando, Ed —dijo Joe Wise, levantándose.
—Joe —exclamó Hopp señalándole con el dedo—, que nos hayamos reunido de
manera informal no significa que tengamos que montar bulla. Puesto que ha venido
Ignatious y que su nombre ha salido aquí, escuchemos sus aportaciones.
—Estoy de acuerdo con ella. —Ken se levantó y metió otra silla en el círculo que
habían formado—. Siéntese, Nate. Oigan —dijo antes de que alguien pudiera
protestar—, es nuestro jefe de policía. Tendría que participar.
—En realidad, Ignatious, estábamos hablando de los últimos acontecimientos. Y
de cómo se está ocupando usted de ellos.
—El caso es que... —Harry se rascó la cabeza—. Circulan rumores por ahí de
que desde que le contratamos tenemos más problemas que antes. Y parece que es así,
aunque no estoy diciendo que sea culpa suya, pero eso parece.
—Tal vez hayamos cometido un error. —Ed apretó la mandíbula—. Y se lo digo
a la cara. Tal vez hayamos cometido un error contratándole, mejor dicho,
contratando a quien sea, de fuera.
—Las razones que nos movieron a buscar a alguien de fuera eran válidas —le
recordó Walter Notti—. El jefe Burke ha llevado adelante, está llevando adelante, el
trabajo por el que se le contrató.
—Quizá tengas razón en esto, Walter, quizá. Pero... —Ed levantó las manos—
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tal vez algunos elementos de esta población poco proclives a respetar la ley se lo
hayan tomado como una especie de desafío. De modo que se muestran, por decirlo
así, más activos. A la gente de por aquí no le gusta que le digan qué tiene que hacer.
—Votamos la creación de una fuerza de policía —le recordó Hopp.
—Lo sé, Hopp, yo mismo voté a favor, justamente en esta sala, Y no estoy
diciendo que Nate tenga la culpa de cómo ha ido todo. Lo que digo es que fue un
error, un error nuestro.
—He puesto muchos menos puntos de sutura a los Mackie desde que Nate
llegó aquí —comentó Ken—. He visitado a menos pacientes por culpa de peleas o
violencia doméstica. El año pasado me trajeron dos veces a Mike el borracho a la
consulta con síntomas de congelación después de que alguien lo encontrara
inconsciente junto a la calzada. Este año sigue con sus juergas pero por lo menos
duerme las monas en el calabozo.
—Ed, no creo que podamos echar la culpa a la policía de que hayan robado tu
equipo, o te hayan llenado la cabaña de pintadas. —Deb extendió los brazos—. Como
tampoco tiene la culpa de que a Hawley le reventaran los neumáticos, de que alguien
rompiera los cristales de la escuela o de otras cosas que han sucedido. Yo diría que si
alguien tiene la culpa son los padres por no controlar lo suficiente a sus hijos.
—A mi perro no lo mató un crío. —Joe miró a Nate con expresión de disculpa—
. Estoy de acuerdo con lo que ha dicho Deb y también con lo que manifestaron
Walter y Ken antes, pero no fue un niño el que le hizo aquello a Yukon.
—No —respondió Nate—. No fue un niño.
—Yo no creo que fuera un error contratarle, Nate —siguió Deb—, pero todos
tenemos nuestra parte de responsabilidad en el municipio y debemos saber cómo
actúa usted. Qué hace para descubrir al autor de esos actos y quién hizo lo de Yukon.
—Me parece justo. Algunos de los incidentes que se han citado podrían ser obra
de niños. Lo fue con seguridad la rotura de los cristales de la escuela, y puesto que
uno de los autores fue tan poco cuidadoso que perdió allí su navaja, pudimos
identificarlos. Hablé con ellos y con sus padres ayer. Se harán cargo de los
desperfectos y a los dos muchachos se les aplicará una sanción de tres días de
expulsión de la escuela, durante los cuales dudo que lo pasen muy bien.
—¿No se les ha acusado formalmente? —preguntó Ed.
—Tienen nueve y diez años, Ed. No pensé que encerrarlos en una celda fuera
una solución. Muchos de nosotros —dijo recordando el expediente juvenil
confidencial de Ed—, de pequeños hicimos estupideces, transgredimos la ley.
—Si hicieron eso, puede que hicieran algo más —sugirió Deb.
—No. Les echaron una bronca en la escuela y rompieron un par de cristales.
Apostaría lo que quieran a que no se fueron de excursión hasta la cabaña de Ed ni
entraron ahí de noche o a que no anduvieron más de tres kilómetros para reventar
los neumáticos del vehículo de Hawley y pintárselo de arriba abajo. ¿Quieren mi
opinión? Sus problemas no empezaron cuando me contrataron a mí. Sus problemas
empezaron hace dieciséis años, cuando alguien mató a Patrick Galloway.
—Eso nos ha trastornado a todos —dijo Harry moviendo la cabeza y mirando a
los demás—. Incluso a los que no lo conocieron. Pero no veo qué tiene que ver con lo
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que estamos discutiendo aquí.
—Yo creo que sí tiene que ver. La forma en que lo llevo.
—No le entiendo —dijo Deb.
—Quien mató a Galloway sigue aquí. Quien mató a Galloway —continuó Nate
mientras todos empezaban a hablar a la vez—, mató a Max Hawbaker.
—Max se suicidó —le interrumpió Ed—. Se suicidó porque él había matado a
Pat.
—Alguien pretende que creamos eso. Pero yo no lo hago.
—Eso es una locura, Nate. —Harry gesticuló con ambas manos.
—¿Una locura mayor que decir que Max mató a Pat? —Deb se acariciaba el
cuello mientras hablaba—. ¿Mayor que la del suicidio de Max? No lo sé.
—¡Silencio! —Hopp levantó las dos manos y gritó para que se la oyera entre el
ruido—. ¿Pueden callarse un puñetero minuto? Ignatious —dijo aspirando
profundamente—, ¿nos está diciendo que alguien a quien todos conocemos ha
cometido dos asesinatos?
—Tres. —Observó a los reunidos con una mirada fría como el pedernal—. A
dos hombres y a un perro viejo. Mi equipo lo está investigando y seguirá haciéndolo
hasta que se identifique y detenga a esta persona.
—La policía estatal... —empezó Joe.
—Independientemente de lo que descubran las autoridades estatales y de su
opinión, mi equipo lo investigará. Juré proteger y servir a esta población y estoy
dispuesto a hacerlo. El proceso de investigación exigirá que cada uno de ustedes
declare dónde estaba y qué hacía anoche entre las nueve y las diez.
—¿Nosotros? —exclamó Ed a gritos—. ¿Piensa interrogarnos a nosotros?
—Exactamente. Y además preguntaré el paradero y los movimientos de cada
uno de ustedes en febrero de 1988.
—Usted... usted... —empezó Ed en tono amenazador, luego se detuvo y,
agarrándose al canto de la silla, se inclinó hacia delante—. ¿Pretende interrogarnos
como sospechosos? Eso es el colmo. Es increíble. No voy a prestarme a ello ni
permitiré que se preste mi familia o mis vecinos. Está abusando de su autoridad.
—Yo no opino lo mismo. Ustedes pueden votar la rescisión de mi contrato y mi
despido. Pero seguiré investigando. Encontraré al culpable. Y eso es lo que estoy
haciendo. —Se levantó—. Buscar a los culpables. Para que ustedes puedan seguir
reuniéndose, votando, debatiendo. Pueden quitarme la placa. Aun así encontraré al
culpable. Y esa es la única persona a quien puedo preocupar.
Salió a grandes zancadas y dejó atrás el griterío y las expresiones ofendidas.
Hopp le alcanzó en la acera.
—Espere un momento, Ignatious, solo un momento —le espetó al ver que no se
detenía—. ¡Maldita sea!
Nate se paró, revolviendo las llaves en su bolsillo.
Hopp lo miró con el ceño fruncido, mientras acababa de ponerse la chaqueta.
—Realmente sabe cómo animar una reunión del ayuntamiento.
—¿Estoy despedido?
—Todavía no, pero no creo que haya ganado muchos votos ahí dentro. —Se
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abrochó la chaqueta, era de color azul morado—. Podía haber hablado con más tacto.
—El asesinato es uno de los temas que anula mi capacidad de mostrar tacto. Lo
mismo que me ocurre cuando asisto a una reunión en la que se cuestiona mi
profesionalidad.
—De acuerdo, de acuerdo, puede que hayamos actuado mal.
—Si usted u otra persona tenía un problema con mi forma de abordar el trabajo,
debía habérmelo dicho.
—Tiene razón. —Se apretó el puente de la nariz—. Todos estamos afectados y
tenemos los nervios a flor de piel. Y va usted y nos suelta esa bomba. Seguro que a
nadie le gustó pensar que Max había hecho lo que parecía claro que hizo, pero
resultaba muchísimo más fácil verlo así que plantearse lo que ha insinuado usted.
—No lo insinúo. Lo afirmo, categóricamente. Descubriré lo que necesito saber,
por mucho tiempo que me lleve y por muchos sapos que tenga que tragarme en el
camino.
Hopp sacó los cigarrillos y el mechero del bolsillo de la chaqueta.
—Ya lo veo.
—¿Dónde estaba usted hace dieciséis años, Hopp?
—¿Yo? —Abrió los ojos de par en par—. Por favor, Ignatious, no me dirá que
piensa en serio que pude subir al Sin Nombre con Pat y hundirle un piolet en el
pecho. Me doblaba en corpulencia.
—Pero no a su marido. Usted es una mujer tenaz, Hopp. Se ha esforzado mucho
en proteger la memoria de su marido. Es capaz de hacer lo que sea por conservar su
buen nombre.
—Es horrible que me diga algo así. Y horrible que diga algo así de un hombre al
que ni siquiera conoció.
—Tampoco conocí a Galloway. Usted sí.
Retrocedió un paso hecha una furia. Dio media vuelta y se fue a toda prisa
hacia el ayuntamiento. El portazo que pegó sonó como la descarga de un cañón.
Puesto que sabía que las murmuraciones y las habladurías no cesarían, Nate
decidió mantenerse visible. Cenó en el Lodge. A juzgar por las miradas de soslayo,
las afirmaciones hechas en la reunión iban calando en el glacial mentidero de
Lunacy.
Le parecía perfecto. Había llegado el momento de pegar una buena sacudida.
Charlene le sirvió el plato de salmón especial y se sentó ante él en el
compartimiento.
—Tiene a la gente muy intrigada y preocupada.
—¿Ah, sí?
—Y a mí la primera. —Tomó un sorbo del café de él y arrugó la nariz—. No sé
cómo puede tomarse esto sin endulzarlo un poquitín.
Nate le acercó los sobrecitos de azúcar.
—Puede poner el que quiera.
—Eso haré.
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Rompió dos sobres de edulcorante, los metió en la taza y revolvió el líquido.
Llevaba una blusa de un gris brillante, de las que se adaptan a las curvas
femeninas, y se había recogido el pelo para lucir unos pendientes de plata. Después
de dar un leve toque con la cucharilla en el canto de la taza, probó la bebida.
—Eso está mejor. —Sujetando la taza con las dos manos, se acercó a Nate en
una postura que indicaba mayor intimidad—. Cuando me enteré de lo de Pat, en el
fondo me exasperé. Le habría creído aunque me hubiera dicho que había sido Jim el
flaco quien le clavó el piolet, cuando en realidad no apareció por aquí hasta cinco o
seis años después de la desaparición de Pat. Pero ahora me he tranquilizado un poco.
—Eso es bueno —respondió Nate, siguiendo con la cena.
—Es probable que me haya ayudado saber que en su momento podré traerlo
aquí y enterrarlo. Usted me cae bien, Nate, aunque me haya negado siempre un
revolcón. Le aprecio lo suficiente como para decirle que con todo esto no está
ayudando a nadie.
Nate untó generosamente un bollo con mantequilla.
—¿Y qué significa exactamente el «todo esto», Charlene?
—Ya sabe a qué me refiero... a lo de que hay un asesino suelto entre nosotros. Si
corre la voz, la gente empezará a creérselo. Esto es malo para los negocios. Los
turistas dejarán de venir si creen que pueden asesinarles cuando estén en la cama.
—¿Cissy? —llamó Nate, sin apartar la vista de Charlene—. ¿Me trae otro café,
por favor? ¿A eso se reduce todo, Charlene? ¿Al dinero? ¿A los beneficios y a las
pérdidas?
—Tenemos que ganarnos la vida. Hay que...
Se interrumpió al ver a Cissy con otra taza llena de café.
—¿Necesita algo más, Nate?
—No, gracias.
—Aquí trabajamos mucho en verano. Y tiene que ser así si no queremos vivir de
los fondos sociales en invierno, y el invierno es largo. Hay que ser prácticos, Nate.
Pat ya no está aquí. Max lo mató. No voy a guardarle rencor a Carrie por ello. Lo
había pensado, pero no voy a hacerlo. Ella también ha perdido a su marido. Eso sí,
Max mató a Pat. Por qué, no se sabe, pero lo hizo.
Cogió otra vez la taza y tomó un sorbo mirando hacia la oscura ventana.
—Pat se lo llevó allí arriba, alguna venada, supongo. Seguro que Max iba en
busca de alguna historia, un artículo o una mierda de esas, y Pat pensó en una
aventura y en que encima sacaría unos dólares. La montaña puede hacerte
enloquecer. Y eso es lo que ocurrió.
Al ver que Nate no decía nada, le tocó la mano.
—He estado pensando en ello, como me pidió. Y recuerdo que aquel invierno
Max estuvo casi un mes fuera. O tal vez más. Por entonces, este era el único lugar en
muchos kilómetros a la redonda donde se servía comida caliente, y él era uno de
nuestros clientes. Yo misma le servía todas las noches. Pero no vino en todo ese
tiempo.
Con mirada ausente, extendió el brazo y cortó un pedazo del bollo que Nate
tenía junto al plato.
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—Alguna vez llamó para que le lleváramos la comida —dijo mordisqueando el
pan—. No solíamos hacerlo, seguimos sin hacerlo hoy, pero Karl era muy blando. Él
mismo se la llevaba a la redacción. Me comentó que Max tenía un aspecto enfermizo
y algo chiflado. No le hice mucho caso. No paraba de dar vueltas al asunto de Pat y
estaba preocupada por mi subsistencia. Pero como me dijo que lo pensara, lo he
hecho y he recordado esto.
—Pues muy bien.
—No me presta atención.
—He oído todo lo que me ha dicho. —La miró a los ojos—. ¿Recuerda a alguien
más a quien viera poco aquel febrero?
Charlene soltó un suspiro de impaciencia.
—No lo sé, Nate. Sobre todo pensé en Max porque está muerto. Y porque
recordé, de golpe, que Carrie y yo nos casamos aquel verano. El verano siguiente a la
desaparición de Pat. Eso es lo que me lo recordó.
—Muy bien. Pues ahora piense en los que siguen vivos.
—Pienso en usted. —Rió e hizo un gesto para quitar importancia a la
conversación—. Vamos, no sea tan envarado, una mujer tiene derecho a pensar en un
hombre atractivo.
—No si está enamorado de su hija.
—¿Enamorado? —Empezó a tamborilear en la mesa—. Pues no se está
buscando problemas ni nada... Primero aparece en la reunión del ayuntamiento y
consigue que todo el mundo lo mire de soslayo, pone a cien a Ed y a Hopp y ahora
me cuenta que se ha enamorado de Meg. A esa ningún hombre le ha durado más de
un mes desde que descubrió qué podía hacerse con ellos.
—Pues será que de momento mantengo el interés.
—Meg hincará el diente en su corazón y se lo escupirá en las narices.
—Mi corazón, mis narices, ¿qué es lo que le preocupa, Charlene?
—Yo tengo mayores necesidades que ella. Mayores, más profundas. —Hizo un
gesto brusco con la cabeza y sus pendientes giraron relucientes—. Meg no necesita
nada ni a nadie. Nunca. Hace muchísimo tiempo me dejó claro que no me necesitaba
a mí. No tardará en dejarle claro a usted que no lo necesita.
—Podría ser. Pero también puede ser que la haga feliz. Y que esto sea lo que la
preocupa a usted. Que al fin consiga la felicidad y usted no tenga cabida en ella.
La mano de Nate sujetó su muñeca con un gesto rapidísimo antes de que
Charlene pudiera lanzarle el café encima.
—Piénselo mejor —dijo en voz baja—. Una escena puede violentarla mucho
más a usted que a mí.
Charlene se levantó de un salto, salió del compartimiento con gesto brusco y se
marchó indignada hacia la escalera.
Por segunda vez aquel día, Nate oyó el estruendo de un portazo.
Y con su eco, terminó la cena.
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Se dirigió hacia la casa de Meg pensando que cuando llegara sus ánimos se
habrían calmado y tendría la cabeza más despejada. Había desaparecido la negrura
de los últimos días y las relucientes estrellas destacaban en el cristalino y negro cielo.
La luna se desplazaba entre los árboles y la brillante neblina se deslizaba hasta el
suelo. Nate se fijó en las ramas de los árboles, desnudas: la nieve cubría el suelo pero
los árboles se habían desprendido de ella.
Una parte del camino seguía inundada, de forma que tuvo que conducir
alrededor de los parapetos, al borde del agua.
Oyó el grito de un lobo, solitario e insistente. Estaría a la búsqueda de comida,
pensó. O de pareja. Cuando mataba, ese animal lo hacía con un objetivo. No por
ambición ni porque sí.
Cuando se apareaba, según había leído, era para siempre.
El sonido se extinguió en la noche.
Vio humo en la chimenea de Meg, oyó la música. Lenny Kravitz esta vez,
pensó. Meciéndose entre brumas de fatalidad y campos de dolor.
Aparcó detrás del coche de ella y se quedó allí sentado. Aquello era lo que
quería, pensaba, y tal vez lo quisiera más de lo que debía. Llegar a casa. Arreglar los
asuntos del día y luego quitárselo todo de encima y llegar a casa, a la música, la luz,
la mujer.
La mujer.
Un hogar, había dicho Meg. Y ella lo había atrapado. Así que si le escupían
aquel pedazo del corazón en la cara, solo él tendría la culpa.
Meg abrió la puerta y mientras Nate subía los peldaños, los perros empezaron a
bailar alrededor de sus pies.
—Hola. Me preguntaba si esta noche encontrarías el camino de mi casa. —
Ladeó la cabeza—. Pareces un poco alterado, jefe. ¿En qué te has metido?
—Haciendo amigos, influyendo en las personas.
—Pasa, precioso, tómate un trago y cuéntamelo.
—Con mucho gusto.
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AURORA BOREAL
LUZ
¿Es algo tan insignificante
haber disfrutado del sol,
haber vivido la luz en primavera
haber amado, haber pensado, haber hecho;
haber cultivado amistades de verdad y derrotado
al desconcertante enemigo...?
MATTHEW ARNOLD
Quemamos la luz del día.
WILLIAM SHAKESPEARE
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AURORA BOREAL
Capítulo 26
—Jefe. —Peach le ofreció un bollo y un café antes incluso de que pusiera los
pies en el despacho.
—Creo que si sigue usted dándome estas suculencias, pronto no cabré en la
silla.
—Harían falta un montón de bollitos de estos para que engordara ese bonito
trasero. Además, es un soborno. Tengo que pedirle otra hora libre mañana al
mediodía. Estoy en la comisión que planifica el Primero de Mayo. Nos reunimos
mañana para acabar de coordinar el desfile.
—¿Desfile?
—El del Primero de Mayo, Nate. Está en su calendario, y no lo tiene tan lejos...
«Mayo —pensó. Aquella mañana había estado jugando un rato con los perros
delante de la casa de Meg. Con nieve hasta la parte de arriba de las botas—. ¿Así
sería el Primero de Mayo?»
—Pase lo que pase, nosotros organizamos el desfile. Participa la banda de la
escuela. Los nativos se visten con sus trajes tradicionales y tocan sus instrumentos,
también tradicionales. Además, desfilan todos los equipos deportivos y los que
asisten a las clases de baile de Dolly Manners. Hay más gente del pueblo
participando en el desfile que mirándolo, pero también vienen turistas y gente de
todas partes.
Hablaba mientras toqueteaba el jarrón con narcisos de plástico que tenía en el
mostrador.
—Es muy divertido, y en estos últimos años hemos hecho bastante publicidad.
Este año incluso hemos conseguido despertar el interés de los medios de
comunicación y qué sé yo qué más. Charlene lo ha colgado en la página web del
Lodge y hace ofertas con todo incluido. Hopp ha conseguido que se incluya esta
información en las páginas de acontecimientos de algunas revistas.
—¡Vaya! No está nada mal.
—Pues no. La fiesta dura todo el día. Por la noche se monta una hoguera y hay
más música. Si el tiempo no acompaña se va al Lodge.
—No montarán una hoguera en el Lodge, ¿verdad?
Peach le pellizcó el brazo juguetonamente.
—Solo la música.
—Tómese el tiempo libre que le haga falta.
Un gran desfile, pensaba Nate. Reservas en el Lodge, comidas, más clientes en
La Tienda de la Esquina, curioseando la obra de artistas y artesanos de Lunacy. Más
dinero, más transacciones en el banco, más movimiento en la gasolinera. Más
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AURORA BOREAL
negocio, a eso se reducía todo.
Y podía irse al garete si circulaban excesivos rumores sobre asesinatos.
Entró Otto y Nate levantó la vista.
—¿No tenía el día libre?
—Sí.
Nate detectó algo en sus ojos, pero no quiso insistir.
—¿Ha venido a por unos bollitos?
—No. —Le entregó un sobre marrón—. He escrito dónde me encontraba y qué
hacía en febrero de 1988. La noche en que murió Max y también la que mataron a
Yukon. He pensado que era mejor hacerlo antes de que usted tuviera que pedírmelo.
—¿Por qué no pasa a mi despacho?
—No hace falta. No he tenido ningún problema. —Soltó un bufido—. Bueno, tal
vez uno pequeño, pero ha sido mucho mejor hacerlo por mi cuenta que esperar a que
me lo pidiera. No tengo buenas coartadas para ninguna de las tres ocasiones, pero he
escrito lo que he podido.
Nate dejó el bollo para coger el sobre.
—Se lo agradezco, Otto.
—Y ahora me voy a pescar.
Salió y en la puerta se cruzó con Peter.
—Qué barbaridad... —susurró Nate.
—Está usted en un aprieto. —Peach le rozó el brazo—. Tiene que hacer lo que
convenga, aunque eso signifique herir susceptibilidades y que alguien pierda los
estribos.
—Tiene toda la razón.
—Hum... —Peter los miró a todos—. ¿Le ocurre algo a Otto?
—Espero que no.
Peter se dispuso a seguir adelante, pero Peach le hizo señas con la cabeza.
—Llego tarde porque esta mañana ha pasado mi tío por casa. Quería
informarme de que en la parte norte del pueblo, cerca de Hopeless Creek, hay un
tipo merodeando. Al parecer se ha instalado en una vieja cabaña de por allí. Nadie le
daría mayor importancia, pero mi tío cree que ha forzado el cobertizo donde guarda
las herramientas y mi tía afirma que ha desaparecido comida de su despensa.
Cogió un bollo y le pegó un mordisco.
—Él, mi tío, ha salido esta mañana a echar un vistazo por allí antes de pasar a
verme y por lo visto ese tipo se ha enfrentado a él con una escopeta y le ha ordenado
que saliera de su propiedad. Puesto que iba con mi prima Mary, la llevaba a la
escuela, no ha creído oportuno discutir con ese individuo.
—De acuerdo. Iremos a hablar con él. —Nate dejó el café, aún intacto, y el sobre
de Otto en el mostrador. Luego se fue al armero y sacó dos escopetas y munición—.
Por si acaso no basta con hablar —dijo a Peter.
El sol resplandecía y empezaba a calentar. Le parecía imposible que solo unas
semanas antes hubiera hecho aquel recorrido a oscuras. El río serpenteaba junto a la
carretera, el agua de un azul frío contrastaba contra el blanco que seguía bordeando
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AURORA BOREAL
sus orillas. Las montañas se levantaban como monumentos tallados en cristal contra
el cielo.
Vio un águila posada sobre un mojón, a modo de dorado guardián del bosque,
que se extendía tras ella.
—¿Cuánto tiempo lleva sin ocupar esa cabaña?
—Que yo recuerde, oficialmente no ha vivido nadie en ella. Está en ruinas,
además queda demasiado cerca del río y se inunda siempre en primavera. Los
excursionistas a veces la ocupan una noche de vez en cuando y... ejem... los críos a
veces también la usan para... ya me entiende. La chimenea aún se aguanta, de modo
que puede hacerse fuego dentro. De todas formas, a veces el humo es terrible.
—Lo cual significa que usted también la ha usado para... ya me entiende.
A pesar de que sonreía, se le subieron los colores.
—Puede que un par de veces. He oído contar que la construyeron dos
forasteros que tenían la intención de instalarse y buscar oro en el río. Creyeron que
podrían subsistir pero al cabo de un año ya vivían del subsidio. Uno de ellos murió
congelado, el otro se volvió loco y contrajo la enfermedad del aislamiento. Puede que
incluso comiera carne del muerto.
—¡Qué maravilla...!
—Igual son mentiras. Pero tiene su morbo cuando te llevas a una chica allí.
—Pues sí, muy romántico.
—Tendría que girar ahí. —Peter le señaló el camino—. El acceso es un poco
difícil.
Tras recorrer unos tres metros dando saltos y siguiendo a duras penas el
estrecho surco cubierto de nieve, Nate pensó que Peter era realmente poco dado a las
exageraciones.
La espesura del bosque ocultaba el sol; era como conducir por un túnel
construido por unos sádicos demonios de hielo.
Pegó la lengua al paladar para que no se encontrara entre sus dientes cuando
estos se cerraban de golpe, y asió con fuerza el volante.
No habría llamado a aquello un claro del bosque. La construcción, medio
derruida y hecha con troncos, formaba una especie de prominencia entre los sauces y
los larguiruchos árboles de hoja perenne en la helada orilla de la lengua del
riachuelo. La cabaña quedaba en la sombra; una ventana estaba cerrada con tablas, y
la otra entrecruzada con cinta adhesiva. El porche, combado, descansaba sobre unos
bloques de hormigón.
Delante vieron un sucio Lexus todoterreno con matrícula de California.
—Llama a Peach para que compruebe la matrícula.
Mientras Peter utilizaba la radio, Nate daba vueltas al asunto. Salía un poco de
humo de la inclinada chimenea. Junto a la puerta se veía un mamífero muerto,
salvajemente colgado de un poste.
Nate no sacó el arma; la mantuvo enfundada mientras salía del coche.
—¡Alto ahí! —Se abrió la puerta de la cabaña.
En la penumbra, Nate vislumbró al hombre y la escopeta.
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—Soy el jefe Burke, de la policía de Lunacy. Debo pedirle que baje el arma.
—Me importa un bledo quién sea usted y qué me pida. Conozco bien sus
artimañas, alienígenas de los cojones. No pienso volver ahí arriba.
«Alienígenas —pensó Nate—. Perfecto.»
—En este sector las fuerzas alienígenas han sido derrotadas. No corre usted
ningún peligro, pero tendrá que bajar el arma.
—Eso lo dice usted. —Pero el hombre relajó el otro pie—. ¿Y cómo sé que no
son alienígenas?
Poco más de treinta años, calculó Nate, metro setenta y cinco, unos setenta
kilos, pelo castaño. Ojos desorbitados de color indeterminado.
—Llevo encima la identificación, sellada y en orden. Baje el arma para que
pueda acercarme y se la mostraré.
—¿Identificación? —Pareció confundido; bajó un par de centímetros la
escopeta.
—Certificado por las fuerzas terrícolas subterráneas. —Nate intentó un gesto de
asentimiento—. Todo cuidado es poco en estos días.
—Su sangre es azul, no sé si lo sabe. La última vez que me apresaron me cargué
a dos.
—¿Dos? —Nate levantó las cejas como si estuviera profundamente
impresionado; vio que la escopeta bajaba otros dos centímetros—. Tendrá que
redactar el informe de su misión. Le llevaremos al puesto de control, allí podrá
hacerlo.
—No podemos permitirles que nos venzan.
—No vamos a hacerlo.
El cañón de la escopeta apuntó el suelo y Nate se acercó al hombre
Sucedió con demasiada rapidez. Siempre sucedía con demasiada rapidez. Oyó
que Peter abría la puerta del coche y le llamaba por su nombre. Él observaba el rostro
del hombre, sus ojos, y en ellos lo vio reflejado: el pánico, la ira y el terror juntos.
Empezó a jurar, a ordenar a Peter que se echara al suelo. ¡Al suelo!, mientras
desenfundaba el revólver.
La detonación de la escopeta agitó el aire e hizo que unos pájaros salieran
volando hacia los árboles pegando chillidos. Sonó la segunda mientras Nate se metía
bajo el coche para protegerse.
Iba a rodar hacia el otro lado cuando vio la sangre en la nieve.
—¡Dios mío! ¡Santo cielo! ¡Peter!
Su cuerpo se hizo tan pesado como el plomo y durante unos interminables
momentos no pudo moverse. Notaba el olor del callejón: la lluvia, la basura podrida.
La sangre.
Se aceleró su respiración, el pánico vaciaba la cabeza, la amarga desesperación
hacía polvo su garganta. A pesar de ello gateó en la nieve.
Peter estaba tumbado junto a la puerta abierta del coche, con los ojos muy
abiertos, vidriosos.
—Creo... creo que me ha herido.
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—Aguante.
Nate puso la mano donde la chaqueta estaba rasgada y ensangrentada. Notaba
el cálido flujo, así como el fuerte martilleo de su corazón en el interior del pecho. Sin
perder de vista la cabaña, sacó un pañuelo.
Suponiendo que alguna oración rondara por su cabeza no fue capaz de
reconocerla.
—No es grave, ¿verdad? —Peter se humedeció los labios y bajó la cabeza para
mirar la herida. Quedó blanco como la cera—. ¡Joder!
—Escúcheme. Oiga... —Nate le ató el pañuelo en la herida y le pegó unos
golpecitos en la mejilla para que no se mareara—. Quédese así. No le ocurrirá nada.
«No se desangrará ante mí. No morirá en mis brazos. Otra vez no, te lo suplico,
Señor.»
Desenfundó el revólver de Peter y le colocó la mano alrededor del arma.
—¿Lo tiene bien sujeto?
—Soy... soy diestro. Él me ha disparado.
—Puede usar la izquierda. Si él se acerca a mí, no dude ni un instante.
Escúcheme, Peter. Si el hombre sale, dispare. Apunte al cuerpo. Y dispare hasta
derribarlo.
—Jefe...
—Hágalo.
Nate se arrastró hacia la parte trasera del coche, abrió la puerta y se metió
dentro. Salió de nuevo con las dos escopetas. Oía al hombre en la cabaña, delirando.
De vez en cuando, un disparo.
Todo se mezclaba con los sonidos del callejón. La lluvia, los gritos, los pasos
apresurados.
Volvió a rastras hacia Peter y dejó una de las escopetas sobre su regazo.
—No pierda el conocimiento. ¿Me oye? Manténgase despierto.
—Sí, jefe.
No podían llamar a nadie para que acudiera en su ayuda. Aquello no era
Baltimore; estaba solo.
Se agachó y, con la escopeta en una mano y el revólver reglamentario en la otra,
cruzó el helado río para esconderse entre los árboles. La corteza de uno de ellos se
rajó. Notó que una afilada astilla le alcanzaba el rostro, justo por debajo del ojo
izquierdo.
Aquello significaba que la atención del tirador se centraba en él y se había
apartado de Peter.
Bajo el amparo de los árboles avanzó en la nieve.
Su compañero estaba herido. Su compañero estaba en el suelo.
Su respiración salía como un silbido mientras intentaba avanzar por la nieve
que le llegaba a la rodilla en los alrededores de la cabaña.
Escondido detrás de un árbol analizó la situación. Vio que no había puerta
trasera pero sí otra ventana lateral. A través del cristal vio la sombra del tirador, se
fijó en que estaba a la espera, pendiente de cualquier movimiento.
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Con una sola mano, disparó la escopeta.
Una explosión de cristal; luego, los gritos y las réplicas de fuego le
ensordecieron. Dio media vuelta y siguió el camino que él mismo había abierto para
regresar a la parte delantera de la cabaña.
Detrás de él oía los gritos y los disparos; cruzó el hielo del río, pasando a duras
penas por sus heladas aguas, y saltó hacia la entrada de la cabaña.
Atravesó como una flecha el porche y de una patada abrió la puerta.
Apuntó con las dos armas al hombre; una parte de él, buena parte de él, ansiaba
descargar las dos. Derribarlo, dejarlo seco, como había hecho con el cabrón y asesino
de Baltimore. El cabrón que había matado a su compañero y le había destrozado la
vida.
—Roja. —En el caos de la cabaña, el hombre lo miró. Sus labios temblaron
mientras dibujaba una sonrisa—. Tiene la sangre roja. —Soltó el arma, se desplomó
en medio de la mugre y empezó a llorar.
Se llamaba Robert Joseph Spinnaker, era asesor financiero en Los Ángeles y,
últimamente, paciente de psiquiatría. Afirmaba haber sufrido muchos secuestros por
parte de extraterrestres en los últimos dieciocho meses; decía que su esposa estaba
clonada, y en una reunión atacó a dos de sus clientes.
Llevaba casi tres meses en las listas de personas desaparecidas.
En aquellos momentos dormía plácidamente en una celda, tranquilizado por el
color de la sangre de Nate y de Peter.
Nate tuvo el tiempo justo de encerrarlo antes de salir precipitadamente hacia el
ambulatorio, donde empezó a andar nerviosamente por la sala de espera.
Rebobinó mil veces los hechos en su cabeza, y cada vez se veía a sí mismo
haciendo algo distinto, lo suficientemente distinto para evitar que hirieran a Peter.
Cuando salió Ken, lo encontró sentado, con la cabeza hundida entre las manos.
Se despejó en el acto y se levantó de un salto.
—¿Es grave?
—Un disparo siempre es grave, pero habría podido ser muchísimo peor. Tendrá
que llevar el brazo en cabestrillo un tiempo. Ha tenido suerte de que lo que le
alcanzara fuera un cartucho para pájaros. Está algo débil, un poco aturdido. Se
quedará aquí un par de horas, pero tranquilo, está bien.
—De acuerdo. —Nate dejó que sus rodillas cedieran y se sentó de nuevo—. De
acuerdo.
—¿Por qué no pasa y le limpio esos cortes que tiene en la cara?
—No son más que rasguños.
—Pues el que tiene bajo el ojo parece algo profundo. Vamos, no discuta con el
médico.
—¿Puedo verlo?
—Ahora mismo está Nita con él. Puede pasar a verlo cuando le haya curado a
usted. —Ken le acompañó hasta la consulta y le indicó que se sentara en una
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camilla—. Es una estupidez que se sienta responsable de lo sucedido —dijo mientras
le limpiaba los cortes.
—Es un principiante, aún está verde y yo le he metido en una situación
delicada.
—Al decir eso no demuestra usted mucho respeto hacia él o hacia la tarea que
se ha comprometido a llevar a cabo.
Nate respiró con dificultad al notar el escozor bajo el ojo.
—Es un crío.
—No es cierto. Es un hombre. Una buena persona. Y si usted carga con el peso,
le quita importancia a lo que le ha ocurrido a él hoy, y a lo que ha hecho.
—Se ha levantado y me ha seguido hacia la puerta. Apenas se aguantaba, pero
quería cubrirme.
Los ojos de Nate coincidieron con los de Ken, que le estaba tapando la herida.
—Tenía sangre de él en mis manos, pero me siguió hasta la puerta para
protegerme. Así que tal vez sea yo quien no sepa manejar la situación.
—Usted lo hizo perfectamente. Peter me lo ha contado. Le considera un héroe.
Si quiere hacerle un favor, no le desilusione. Vamos. —Ken retrocedió un paso—. Lo
superará.
Hopp estaba en la sala de espera cuando salió Nate con los padres de Peter y
con Rose. Todos empezaron a hablar a la vez.
—Está descansando. Se encuentra bien —les aseguró Ken.
Nate seguía andando.
—Ignatious —Hopp corrió hacia él—, quisiera saber qué ha ocurrido.
—Debo volver al puesto.
—Si es así, le acompaño y me lo cuenta. Prefiero saberlo por usted que oír las
distintas versiones que ya deben de circular a estas alturas.
Él se lo contó de forma escueta.
—¿Le importaría andar un poco más despacio? Tiene usted unas piernas muy
largas. ¿Qué le ha ocurrido en la cara?
—Astillas de un árbol. Corteza desprendida, nada importante.
—Y se desprendió porque le estaban disparando. ¡Madre mía!
—Pues el corte que tengo en la cara probablemente nos ha salvado la vida a
Spinnaker y a mí. Menos mal que tengo la sangre roja.
«Igual que Peter —pensó—, que hoy ha perdido litros de sangre roja.»
—¿Vendrá a buscarlo la policía estatal?
—Peach se ha puesto en contacto con ellos.
—Menos mal. —Hopp soltó un suspiro—. Ha estado por ahí haciendo sus
locuras durante tres meses. A saber cuánto tiempo llevaba en la cabaña. Quizá fue él
quien mató al pobre Yukon. No me extrañaría en absoluto.
Nate encontró las gafas de sol en su bolsillo y se las puso.
—Quizá podía haberlo hecho, pero no lo hizo.
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—Este hombre está loco y aquello fue algo de locos. Puede que creyera que
Yukon era un extraterrestre bajo la apariencia de un perro. Tendría su lógica,
Ignatious.
—Solo si cree que un tipo así es capaz de entrar a escondidas en el pueblo,
buscar a un perro viejo, llevarlo delante del ayuntamiento y cortarle el cuello, sin
olvidar que antes tenía que haber robado el cuchillo. No sé, pero a mí me parece un
poco forzado, Hopp.
Ella le cogió el brazo para detenerlo.
—Tal vez porque prefiere verlo de otra forma. Así tiene motivos para hacer sus
conjeturas. Y prefiere eso a solucionar cuatro peleas o evitar que Mike el borracho
quede hecho un témpano por ahí. ¿Ha pensado alguna vez que quizá lo está
relacionando todo, buscando a un asesino entre nosotros porque quiere que las cosas
vayan así?
—Yo no quiero que vayan así. Van así.
—Maldita testarudez... —Hopp apretó los dientes y se volvió un momento para
recuperar el temple—. Las cosas no se calmarán por aquí si usted sigue alborotando
el avispero.
—Aquí las cosas no se calmarán hasta que no se resuelvan. Y ahora disculpe
pero tengo que ir a redactar el informe.
Nate pasó la noche en la comisaría, y gran parte de ella tuvo que escuchar al
entusiasmado Spinnaker hablando de sus experiencias con extraterrestres. Para
mantenerlo tranquilo, aunque no callado, Nate se instaló delante de su celda y tomó
notas.
Le intrigó bastante ver que a la mañana siguiente aparecía la policía estatal a
llevarse a su detenido.
Le sorprendió también ver que Coben formaba parte de la patrulla.
—Tal vez tendrá que plantearse alquilar una habitación por aquí, sargento.
—He pensado que así tendríamos la oportunidad de tocar otros temas. Si
podemos pasar un momento a su despacho...
—Por supuesto. Tengo a punto el expediente de Spinnaker.
Se acercó a su mesa a buscar el papeleo.
—Agresión con intento de homicidio contra agentes de la policía, etcétera. Los
loqueros le quitarán hierro, pero mi ayudante tiene una herida de escopeta.
—¿Qué tal está ahora?
—Bien. Es joven y fuerte. Le dio en la parte más carnosa del brazo.
—Cuando puedes contarlo, puedes considerarte afortunado.
—Exacto.
Coben se acercó al tablero.
—¿Aún no lo ha dejado?
—Eso parece.
—¿Algún progreso?
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—Depende de dónde nos situemos.
Frunciendo los labios, Coben se balanceó un poco hacia atrás apoyado en los
talones.
—¿Un perro muerto? ¿Relacionado con aquello?
—Con algo tiene que distraerse uno.
—Mire, no estoy totalmente satisfecho con la resolución de mi caso, pero tengo
algunas limitaciones. Y muchas de ellas dependen de dónde se sitúa uno. Estamos de
acuerdo en que cuando Galloway fue asesinado en la montaña había una tercera
persona que no hemos identificado. Lo que no significa que matara a Galloway o que
tuviera conocimiento del crimen. Ni presupone que siga vivo, y es más lógico que
quien matara a Galloway también liquidara a ese tercer hombre.
—No, si el tercer hombre fuera Hawbaker.
—No creo que fuera él. Pero en ese caso —siguió Coben—, está claro que ese
tercer hombre no identificado no tuvo nada que ver con la muerte de Hawbaker o
con la muerte de un perro. Tengo una pequeña capacidad de maniobra,
extraoficialmente, para confirmar la identidad del tercer hombre, pero eso no me
lleva a ninguna parte.
—Al piloto que los llevó arriba lo mataron en extrañas circunstancias.
—No hay pruebas de ello. Lo he estado investigando. Kijinski pagó algunas
deudas y contrajo otras durante el período que transcurrió entre la muerte de
Galloway y la suya. Es algo que mosquea, tengo que admitirlo. Pero nadie nos
confirma que los llevara allí.
—Porque todos han muerto menos uno.
—No hay nada registrado, ni listas de vuelos. Nada. Tampoco hemos
encontrado a nadie que conociera a Kijinski, o quiera admitirlo, y que recuerde que
contratara ese vuelo. Es probable que él fuera el piloto, y de ser así, me parecería
lógico que Hawbaker también se lo cargara.
—Podría ser lógico. Pero Max Hawbaker no mató a tres hombres. Y tampoco se
levantó de la tumba para cortar el cuello de este perro.
—A mí me importa poco lo que le diga su instinto. Necesito algo sólido.
—Deme un tiempo.
Dos días después, Meg entró tranquilamente en la comisaría, saludó a Peach
con la mano y fue directa al despacho de Nate.
La ojeada que echó al tablero apenas la afectó.
—Te pillé, guapo.
—¿Cómo?
—Incluso los polis más concienzudos, dedicados y entregados tienen un día
libre a la semana. Es un derecho.
—Peter está de baja. Nos falta una persona.
—Y lo solucionas dándole vueltas a ese asunto y a todo los demás. Tienes que
despejarte un poco, Burke. Si surge algo, volvemos.
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—¿De dónde?
—Es una sorpresa. Peach —dijo, dirigiéndose hacia fuera—, tu jefe se toma el
resto del día libre. ¿Cómo lo llamaban en La canción triste de Hill Street? Asuntos
personales.
—No le vendría mal.
—¿Lo sustituyes tú, Otto?
—Meg... —empezó Nate.
—Vamos a ver, Peach, ¿cuándo fue la última vez que el jefe se tomó un día
libre?
—Hará algo más de tres semanas, que yo recuerde.
—Tiempo libre para despejarse la cabeza, jefe. —Meg cogió la chaqueta de él de
la percha—. Además, el día es claro.
Nate cogió un walkie-talkie.
—Una hora.
Ella sonrió.
—Empezaremos por una hora.
Cuando Nate vio la avioneta en el muelle, se quedó parado.
—No has dicho que eso de despejar la cabeza incluyera un vuelo.
—Es el mejor método. Garantizado.
—¿Y no podríamos dejarlo en una salida en coche y echar un casquete en el
asiento de atrás? A mí me parece un método excelente.
—Confía en mí. —Meg le cogió la mano con firmeza y con la otra le acarició el
corte de debajo del ojo—. ¿Qué tal lo tienes?
—Ahora que lo dices, creo que no debería emprender un vuelo con una herida
así.
Ella le acarició el rostro, se acercó a él y le dio un largo, lento y profundo beso.
—Ven conmigo, Nate. Tengo que enseñarte algo.
—Si lo pides así...
Se metió en la avioneta y se abrochó el cinturón.
—¿Sabes una cosa? Nunca he despegado desde el agua. Quiero decir cuando el
agua está... líquida. Aún queda algo de hielo. Sería mejor deslizarse por el hielo, ¿no?
—Un hombre que se enfrenta a un enfermo mental armado no debería tener
tanto miedo a volar.
Meg besó uno de sus dedos, rozó con ellos los labios de Buddy Holly y empezó
a avanzar sobre el agua.
—Algo así como esquí acuático, pero distinto —consiguió decir Nate; luego
contuvo el aliento mientras el aparato aceleraba y despegaba.
»Creía que hoy trabajabas —dijo cuando pensó que ya podía respirar otra vez.
—Le he pasado el muerto a Jerk. Él traerá las provisiones más tarde. Tenemos
todo el material del desfile, sin olvidar una caja entera de dopaje para mosquitos.
—¿Tú y Jerk traficáis con drogas para mosquitos?
Meg se volvió lentamente hacia él.
—Repelente para insectos, guapo. Has sobrevivido al primer invierno en
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Alaska. Veremos qué tal se te da el verano. Hay unos mosquitos que parecen B-52.
Apuesto a que no das ni un paso fuera de la casa sin el dopaje para bichos.
—Vale con lo del dopaje, pero por donde no paso es por el helado esquimal.
Jesse dice que se hace con batido de foca.
—Aceite —respondió ella riendo—. Aceite de foca o sebo de alce. Y no está
nada mal si se mezcla con algún fruto del bosque y azúcar.
—Tendré que creerte porque nunca he tomado sebo de alce. Ni siquiera sé qué
demonios es.
Meg sonrió de nuevo al ver que Nate parecía más relajado e incluso miraba
hacia abajo.
—¿Verdad que es bonito desde aquí, con el río, el hielo y todo el pueblo atrás?
—Se ve un lugar tranquilo, sencillo.
—Pero no lo es. No es ni lo uno ni lo otro. La montaña parece tranquila desde el
aire. Llena de paz y serenidad. Un tipo de belleza áspera. Pero no serena. La
naturaleza te engulliría sin pensárselo dos veces, y con métodos muchísimo más
horribles que los de un loco con un arma. Lo que no le quita ni una pizca de belleza.
Yo no sabría vivir en otro lugar. No podría estar en otro lugar.
Planearon por encima del río y el lago y él pudo observar cómo avanzaba el
deshielo, la constante evolución de la primavera. Empezaba a aparecer el verde en
los lugares donde calentaba más el sol. Una cascada se precipitaba por un risco y en
las profundas sombras se vislumbraba el centelleo del hielo.
Abajo, una pequeña manada de alces avanzaba por un prado. Arriba, el cielo
describía una curva que parecía una banda azul.
—Jacob estuvo allí aquel febrero. —Meg lo miró—. Quisiera que eso no fuera
un problema... que nos los quitáramos de la cabeza los dos. Vino a verme muy a
menudo cuando mi padre se marchó. No sé si se lo había pedido él o si se le ocurrió a
Jacob. Puede que durante algunos días no lo viera. Pero nunca una semana entera,
nunca el tiempo suficiente como para pensar que hizo la escalada con mi padre.
Quería que tuvieras eso claro por si debías pedirle que te echara una mano.
—Hace mucho tiempo.
—Sí, y yo era una niña. Pero lo recuerdo. En cuanto me puse a pensar, lo
recordé. En las primeras semanas después de que se marchara mi padre le vi más a él
que a Charlene. Él me llevaba a pescar, a cazar y cuando había tormenta me quedaba
unos días en su casa. Lo único que quería decirte es que puedes confiar en él.
—Muy bien.
—Y ahora, vista a estribor.
Miró hacia la derecha y vio que se encontraban en el extremo del mundo, por
encima de un canal de aguas azules que le pareció que estaba demasiado cerca. Antes
de poder protestar, vio un enorme pedazo de esa masa azul blanquecina que se
desprendía y caía al agua.
—¡Señor! —exclamó Nate.
—Es un glaciar en activo. Al fenómeno que estás viendo se le llama «parir» —
dijo Meg al tiempo que se desprendía otro pedazo de hielo—. Supongo que es
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porque en el ciclo se trata de una especie de nacimiento, no de una muerte.
—¡Qué bonito! —Estaba casi pegado al cristal—. Es sorprendente. ¡Santo cielo,
si algunos son del tamaño de una casa! —Soltó una carcajada ante el
desprendimiento de otro y apenas se fijó en la vibración del aparato al encontrarse
con una turbulencia.
—La gente me paga mucho dinero para que les lleve a ver todo esto, y luego se
pasan el tiempo con los ojos pegados al objetivo de una cámara de vídeo. A mí me
parece un despilfarro. Si lo que quieren es verlo en vídeo, que alquilen uno y listos.
Nate pensaba que lo espectacular no era tanto el paisaje, sino ese ciclo: violento,
inevitable, hasta cierto punto mítico. La vista: los irregulares pedazos de hielo azul
que salían disparados por el aire. Los sonidos, los crujidos, el estruendo y los
cañonazos. Los chorros del agua bajo el impacto, el blanco que se eleva formando
una reluciente isla que se desliza por el agitado fiordo.
—Tengo que quedarme aquí —afirmó Nate.
Meg hizo ascender la avioneta y le dio la vuelta para que pudiera observarlo
desde otro ángulo.
—¿Aquí, en el aire?
—No. —Volvió la cabeza y le dedicó una sonrisa que ella había visto en muy
pocas ocasiones. Un gesto tranquilo, relajado, feliz—. Aquí. Yo tampoco puedo estar
en otro lugar. Y es bueno saberlo.
—Hay otra cosa que puede que sea bueno que sepas. Me he enamorado de ti.
Meg soltó una carcajada mientras la avioneta se estremecía bajo una
tempestuosa ráfaga de aire; luego la atravesó y siguió el canal con el hielo cayendo a
su alrededor.
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Capítulo 27
A Charlene siempre le había gustado lo que en Alaska se consideraba
primavera. Le encantaba cómo se alargaban los días, cómo iban dando de sí,
estirándose y estirándose hasta que no había más que luz.
Estaba en su despacho, junto a la ventana, con el trabajo desatendido sobre el
escritorio, mirando hacia la calle. Estaba muy concurrida. Gente a pie, en coche, para
arriba, para abajo. Lugareños y turistas, gente de los alrededores a por provisiones o
en busca de compañía. De las veinte habitaciones, tenía catorce ocupadas y durante
la siguiente semana conseguiría el lleno tres días. A partir de ahí, la intensa y
prácticamente ilimitada luz empezaría a atraer a los turistas como moscas a la miel.
Trabajaría intensamente casi todo el mes de abril y mayo y de ahí hasta que
empezara a helar.
Le gustaba trabajar, tener el establecimiento atestado, y oír el ruido y el barullo
que armaba la clientela. Y por supuesto el dinero que gastaba.
Había montado un buen negocio. Había encontrado lo que buscaba, al menos
buena parte de lo que buscaba. Miró hacia el río. Ya se veían barcos que navegaban
entre las islas de hielo que empezaban a deshacerse.
Miró más allá del río, hacia las montañas. Blanco y azul, con el verde que se
extendía poco a poco, muy poco a poco, a los pies de estas. Las cimas blancas, el
blanco eterno de aquel mundo congelado y extraño.
Ella nunca había escalado, nunca lo haría.
Jamás había sentido la llamada de las montañas. Pero sí otras llamadas. La de
Pat. Charlene sintió esa llamada en todo su ser, como mil trompetas que sonaran,
cuando él entró con gran estruendo en su vida. No había cumplido aún los diecisiete,
recordó, y seguía virgen. Atascada, ¿acaso no había permanecido atascada en
aquellas planicies de Iowa a la espera de que alguien la sacara de allí?
Era la típica chica de pueblo del Medio Oeste que buscaba desesperadamente
una escapatoria, pensaba ahora. Y apareció él, revolviendo aquel aire gris con su
moto, con su aspecto peligroso, exótico y... diferente.
Sí, la llamada vino de Pat, recordó Charlene, y ella respondió. Salía a hurtadillas
de la casa en aquellas frías noches de primavera para encontrarse con él, para
revolcarse los dos desnudos en la verde y suave hierba, libre y despreocupada como
un cachorro. Y tan perdidamente enamorada... Vivió el amor que quema, que levanta
ampollas, el que tal vez solo puede vivirse a los diecisiete años.
Él se marchó y Charlene se fue con él; dejó atrás casa, familia, amigos, y se alejó
a toda velocidad del mundo que ella conocía, hacia otro, montada en una Harley.
Tener diecisiete años, pensaba, y volver a ser temeraria.
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Los dos habían vivido. ¡Y de qué forma! Iban donde querían, hacían lo que les
apetecía. Cruzaron tierras de labranza y desiertos, ciudades y aldeas.
Y todos los caminos por los que erraron les condujeron aquí. Las cosas
cambiaron. ¿Cuándo?, pensaba. ¿Cuando se enteró de que estaba embarazada?
Sintieron tal emoción, una emoción tan estúpida con lo del bebé... Pero todo cambió
cuando llegaron aquí con esa semilla en su interior. Cuando ella le dijo que quería
quedarse.
«Claro, Charley, ningún problema. Podemos apalancarnos un tiempo.»
Ese tiempo se convirtió en un año, en dos, luego en diez, y vaya, ella fue la que
cambió. Pinchó y empujó a aquel maravilloso e insensato muchacho, lo acosó y
presionó a fin de que se convirtiera en un hombre, para que fuera aquello de lo que él
había huido. Responsable, estable. Normal y corriente.
Y Pat se quedó, más por Meg, Charlene lo sabía, más por la hija que era su viva
estampa que por la mujer que le había dado aquella hija. Se quedó, pero nunca se
instaló.
Charlene le había guardado rencor por ello. Y también a Meg. ¿Qué otra cosa
podía hacer? No la habían puesto en el mundo para otra cosa. Ella fue quien trabajó,
y aseguró el plato en la mesa y un techo para todos.
Ella siempre supo que cuando se marchaba, ya fuera a buscar trabajo, a tomarse
un respiro o a escalar sus malditas montañas, iba de putas.
Los hombres la deseaban. Era capaz de conseguir que cualquier hombre bebiera
los vientos por ella. Y el único a quien ella deseaba de verdad se iba de putas.
¿Qué eran para él sus montañas sino otras putas? Putas blancas y frías que le
habían seducido y alejado de ella. Hasta que se quedó en el interior de una de ellas y
la abandonó.
Pero Charlene había sobrevivido, por supuesto. Había hecho más que
sobrevivir. Aquí había encontrado lo que deseaba. Buena parte de lo que deseaba.
Ahora tenía dinero. Una propiedad. Tenía hombres, jóvenes, cuerpos lozanos
para la noche.
¿Por qué se sentía tan desgraciada, entonces?
No era muy dada a largas reflexiones, a buscar en su interior e inquietarse por
lo que pudiera encontrar ahí. Disfrutaba de la vida. Del movimiento, de la acción.
Cuando bailas no tienes que pensar.
Se volvió algo irritada al oír que llamaban a la puerta.
—Adelante.
Despejó su expresión y esbozó automáticamente una seductora sonrisa al ver a
John.
—¿Qué tal, guapetón? ¿Ya terminaron las clases? ¿Tan tarde es? —Se dio unos
toques en el pelo mirando hacia su mesa—. Y yo aquí soñando despierta,
malgastando el tiempo. Tendré que ir a ver que plato del día nos prepara el
grandullón esta noche.
—Tengo que hablar contigo, Charlene.
—Claro que sí, amor mío. Siempre tengo un momento para ti. Prepararé un té y
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charlaremos en la intimidad.
—No, nada de té.
—Tienes cara de pocos amigos... una expresión muy seria. —Se acercó a él y
pasó un dedo a un lado y otro de sus mejillas—. De todas formas, ya sabes que me
encanta verte serio. Estás tan atractivo...
—Déjalo —insistió él, apartando sus manos.
—¿Ocurre algo? —Los dedos de Charlene se quedaron tiesos como alambres—.
¡Dios mío! ¿Han encontrado a otra persona, a otro animal, muertos por ahí? No creo
que pueda resistirlo ya. No lo aguantaré.
—No. No es nada de eso. —Soltó sus manos y retrocedió un paso—. Lo que
quería decirte es que me iré al final del trimestre.
—¿De vacaciones? ¿Te irás de viaje cuando Lunacy está en su mejor época?
—No me voy de vacaciones. Me voy de aquí.
—¡Pero qué dices! ¿Marcharte? ¿Para siempre? Vaya tontería, John. —La
seductora sonrisa se desvaneció y algo ardiente y afilado se clavó en las entrañas de
Charlene—. ¿Y adónde vas a ir? ¿Qué vas a hacer?
—Hay infinidad de lugares que no he visto, infinidad de cosas que no he hecho.
Las veré. Las haré.
A Charlene el alma le cayó a los pies mientras miraba aquel rostro en el que
tanto confiaba. «Aquellos con los que cuentas —le murmuraba una voz interior—
siempre te abandonan.»
—Tú vives aquí, John. Aquí tienes tu trabajo.
—Viviré y trabajaré en otra parte.
—No puedes... ¿Por qué? ¿Por qué haces esto?
—Tenía que haberlo hecho años atrás, pero te dejas llevar por la corriente... y tu
vida transcurre sin darte cuenta. La semana pasada Nate vino a verme al instituto.
Algunas de las cosas que me dijo me hicieron reflexionar, retroceder en el tiempo...
demasiados años.
Charlene deseaba poder recurrir al enojo, a aquel sentimiento que hacía que
gritara y rompiera objetos. Que facilitaba la existencia. Pero en su interior no
encontraba más que una gris inquietud.
—¿Qué tiene que ver Nate con todo esto?
—Él ha sido el cambio. O la roca en la corriente que lo ha provocado. Tú te dejas
llevar, Charlene, como el agua de un río, y tal vez no te des cuenta de lo que ocurre.
Tocó su pelo pero enseguida apartó las manos de ella.
—Luego cae una piedra en la corriente y esta se altera. Cambia las cosas. Puede
que un poco, puede que mucho. Pero nada vuelve a ser como antes.
—Cuando empiezas así, nunca sé de qué hablas. —Hizo un mohín, se volvió y
pegó una patada a la mesa. Aquel gesto hizo sonreír a John—. Agua, rocas y
corrientes. ¿Qué tiene que ver eso con aparecer aquí y decirme que te vas? ¿Te
marchas de aquí? ¿Acaso no te importa cómo pueda sentirme yo?
—Demasiado para mi propio bien. Te amé desde el primer instante en que te vi.
Y tú lo sabías.
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—Pero ya no...
—Sí, entonces, ahora, durante. Te quise cuando estabas con otro hombre. Y
cuando él se fue, pensé: «Ahora vendrá a mí». Y eso hiciste. A mi cama, al menos.
Dejaste que poseyera tu cuerpo, pero te casaste con otro. Aun sabiendo que te quería,
te casaste con otro.
—Tuve que hacer lo que me convenía. Tenía que ser práctica. —En ese
momento sí lanzó algo: un pequeño cisne de cristal. Pero la destrucción no la
satisfizo—. Tenía derecho a pensar en mi futuro.
—Yo me habría portado bien contigo, lo habría hecho todo por ti. Me habría
portado bien con Meg. Pero tú escogiste otra cosa. Escogiste esto. —Extendió los
brazos para dar a entender el Lodge—. Te lo ganaste. Trabajaste duro. Lo construiste
tú. Y mientras vivió Karl, seguiste acudiendo a mí. Y yo te lo permití. A mí y a otros.
—Karl no buscaba precisamente sexo. Quería compañía, alguien que lo cuidara
a él y que cuidara todo esto. Yo cumplí —dijo con vehemencia—. Habíamos llegado a
un acuerdo.
—Lo cuidaste a él y cuidaste de esto. Y cuando él murió, seguiste aquí. Ya he
perdido la cuenta de las veces que te he pedido que te casaras conmigo, Charlene, de
las veces que te has negado a ello. De las veces que he visto que te ibas con otro, de
las que te has metido en mi cama cuando no había nadie más. Ya no puedo
soportarlo.
—No quiero casarme, ¿por eso te vas?
—Anoche te acostaste con aquel tipo, uno de los cazadores, el alto y moreno.
Charlene levantó la cabeza.
—¿Y qué?
—¿Cómo se llamaba?
Abrió la boca y se dio cuenta de que tenía la mente en blanco. No podía
recordar un rostro, mucho menos un nombre, y apenas se acordaba del tanteo a
oscuras.
—¿Qué más da? —le espetó—. Fue sexo sin más.
—No encontrarás lo que buscas, y menos con hombres sin nombre a los que casi
doblas la edad. Pero si quieres seguir buscando, no puedo detenerte. Esto quedó
claro desde el principio. Aunque sí puedo dejar de ser tu colchón.
—Vete, pues. —Cogió un puñado de papeles de la mesa y los hizo volar en el
aire—. Me da igual.
—Lo sé. Si no te diera igual, de verdad, no me iría.
John salió del despacho y cerró la puerta.
La luz le cegaba. Nunca tenía bastante; por más que durara el día, a él no le
parecía suficiente. Notaba cómo penetraba en su carne, en sus huesos, cómo le
transmitía energía.
Llevaba días sin que le despertara una pesadilla.
Le despertaba la luz, trabajaba y se paseaba bajo ella de día. Pensaba en ella y
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comía en ella; se empapaba de ella.
Y todas las noches veía cómo el sol se deslizaba por detrás de las montañas,
sabiendo que en pocas horas saldría de nuevo.
Todavía algunas noches abandonaba con cuidado la cama de Meg y salía
acompañado por los perros a contemplar cómo las luces alteraban el cielo nocturno.
Seguía notando la herida que palpitaba bajo las cicatrices de su cuerpo. Pero
ahora pensaba que ese dolor era señal de curación. Deseaba con todas sus fuerzas
que así fuera. Aceptar lo perdido y acoger lo que llegara.
Por primera vez desde que salió de Baltimore había llamado a Beth, la esposa
de Jack.
—Quería saber cómo estabais, tú y los niños.
—Bien. Estamos bien. Ha pasado un año desde...
Nate lo sabía. Ese día se cumplía un año.
—Ha sido un poco duro. Hemos salido esta mañana, le hemos llevado flores.
Los primeros siempre son los más difíciles. La primera fiesta, el primer cumpleaños,
el primer aniversario. Pero lo vas superando y se va haciendo un poco más fácil.
Pensaba, esperaba, que llamarías. Estoy muy contenta de que lo hayas hecho.
—No estaba seguro de que te apeteciera hablar conmigo.
—Te echamos de menos, Nate. Los niños y yo. Me has tenido en vilo.
—Yo también estoy bien. Estoy mejor.
—Cuéntame qué tal por allí. ¿Un frío y una tranquilidad terribles?
—En realidad hoy estamos a quince grados. Y lo de la tranquilidad... —Echó un
vistazo al tablero—. Pues sí, esto está bastante tranquilo. Hemos tenido
inundaciones. No tan importantes como en el sudeste pero lo suficiente para
mantenernos ocupados. Esto es precioso. —Volvió la cabeza hacia la ventana y
añadió—: No puedes ni imaginártelo. Hay que verlo y aun así cuesta creerlo.
—Te noto bien. Me alegra oírte así.
—No creí que iba a poder adaptarme a este lugar. —«A cualquier lugar»—. Lo
deseaba. Ni se me había ocurrido hasta que llegué aquí. Hasta que estuve aquí no
apareció el deseo. Pero creía que no lo lograría.
—¿Y ahora?
—Ahora creo que sí. He conocido a alguien, Beth.
—¿Ah? —Su voz reflejaba una sonrisa y Nate cerró los ojos para oírla bien—.
¿Te gusta?
—Es maravillosa, en muchos sentidos. Creo que te caería bien. No es del
montón, ni muchísimo menos. Es piloto.
—¿Piloto? ¿De esos que circulan como maníacos en esos pequeños aviones?
—Más o menos. Es preciosa. Bueno, no, pero sí. Es divertida, fuerte y
probablemente está loca, pero le sienta de maravilla. Se llama Meg. Megan Galloway,
y estoy enamorado de ella.
—Oh, Nate. Qué feliz me haces.
—No llores —dijo al oír un sollozo.
—No, es una buena noticia. Jack encontraría mil maneras de tomarte el pelo,
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pero en el fondo se sentiría igual de feliz por ti que yo.
—En fin, quería que lo supieras. Me apetecía hablar contigo, decírtelo y
proponerte que algún día aparecieses por aquí con los niños. Es un lugar estupendo
para pasar las vacaciones de verano. En junio no oscurece hasta la medianoche, e
incluso a esta hora, por lo visto, es más una luz crepuscular que oscuridad. Y más
caluroso de lo que crees, o eso dicen. Me gustaría que vieras todo esto, que
conocieras a Meg. Y me alegraría veros, a ti y a los niños.
—Lo que sí te prometo es que iremos a la boda.
Nate soltó una risa entrecortada.
—No he dado ningún paso en ese sentido.
—Te conozco, Nate. Lo darás.
Cuando colgó, sonreía. Era lo último que habría esperado. Dejó el tablero
descubierto, señal de que empezaba a investigar a fondo, y salió del despacho.
Aún le impresionó un poco ver a Peter con el brazo en cabestrillo. Su joven
ayudante estaba sentado ante el ordenador tecleando con una sola mano.
Trabajo de despacho. Papeleo. Un poli, y eso era ese muchacho, podía morirse
de aburrimiento con esto.
Nate pasó por delante de él.
—¿Le apetece salir un poco?
Peter levantó la vista, con un dedo de la mano buena aún sobre el teclado.
—¿Cómo?
—¿Quiere que le libere un rato de esta mesa?
La cara del muchacho se iluminó.
—¡Por supuesto!
—Vamos a dar un paseo. —Cogió un walkie-talkie—. Peach, mi ayudante Notti y
yo nos vamos a patrullar a pie.
—Hum... Otto ya está en la calle —dijo Peter.
—Parece que la delincuencia prolifera. Peach, usted se queda al timón.
—Sí, sí, capitán —respondió ella con una risita—. Cuídense, muchachos.
Nate cogió una chaqueta ligera de la percha.
—¿Quiere la suya? —preguntó a Peter.
—No. Solo los del sur necesitan algo de abrigo en un día como este.
—¿Ah, sí? Bueno... —Y con un gesto exagerado colgó de nuevo la chaqueta.
Se encontraron con un viento fresco y un cielo cubierto. Lo más probable era
que lloviera y, sin duda, pensó Nate, iba a arrepentirse de haber devuelto la chaqueta
a la percha.
Caminaron calle abajo con el húmedo y juguetón viento revolviéndoles el pelo.
—¿Cómo va el brazo?
—Bastante bien. No creo que necesite el cabestrillo, pero entre Peach y mi
madre no hay forma de quitármelo.
—Las mujeres se ponen muy quisquillosas cuando te disparan.
—Y que lo diga. Y si lo aguantas con estoicismo ya no te las quitas de encima.
—No hemos hablado mucho sobre el incidente. Al principio me dije que fue un
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error llevármelo allí.
—Le pegué un susto de muerte a aquel hombre cuando salí del coche. Fui yo
quien provocó la situación.
—A ese tipo lo habría asustado una ardilla que dejara caer una bellota. He
dicho que al principio pensé que había cometido un error. Pero en realidad no fue un
error. Es usted un buen policía. Lo demostró. Había caído, estaba herido, aturdido, y
me cubrió.
—Usted tenía la situación controlada. No necesitaba que le cubrieran.
—Podía haberlo necesitado. Esa es la cuestión. Cuando te encuentras en una
situación delicada y estás con alguien, tienes que poder confiar en esa persona, sin
reservas.
De la forma en que él y Jack confiaron el uno en el otro, pensó. Cuando
cruzaron la puerta y salieron al callejón, sin importar lo que pudiera esperarles en la
oscuridad.
—Peter, quiero que sepa que confío en usted.
—Pues yo... creí que me obligaba a hacer trabajo burocrático para liberarme del
de la calle.
—Le he dejado en el despacho por la lesión. Como corresponde. En su
expediente constará una mención sobre su actuación durante el incidente.
Peter se detuvo y lo miró fijamente.
—Una mención.
—Se la ha ganado. Se hará pública en el próximo pleno del ayuntamiento.
—No sé qué decir.
—Conserve su actitud estoica.
Cruzaron la calle en la esquina para volver por la otra acera.
—Tengo algo más que decirle, y es algo delicado. Respecto a la investigación
que está llevando a cabo nuestro departamento. A los homicidios.
Nate captó la rápida mirada de Peter.
—Independientemente de lo que haya decidido la policía estatal, este
departamento lo considera homicidios. Tengo ya algunas declaraciones de personas
en las que se precisa su paradero en los momentos clave. De todas formas, la mayoría
no pueden comprobarse, al menos de una forma que a mí me resulte satisfactoria. Y
entre ellas está la de Otto.
—Pero jefe, Otto es...
—Uno de los nuestros. Lo sé. Pero no por ello puedo tacharlo de la lista.
Muchos ciudadanos de aquí o de los alrededores tuvieron oportunidad de cometer
estos crímenes. El móvil es otra historia. El de los dos últimos señala a Galloway.
Pero ¿cuál debió de ser el del suyo? ¿Crimen pasional, por dinero, por
encubrimiento? ¿Consumo de drogas? Quizá una mezcla de todos ellos. Pero fuera
quien fuese, era un conocido suyo.
Nate observó las calles, las aceras. A veces lo conocido era lo que estaba al
acecho en la oscuridad.
—Lo conocía lo suficiente como para emprender aquella escalada en invierno
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con su asesino y con Max. Los tres solos. Conocía lo suficiente a su asesino como para
permitirse lo que creo que podríamos denominar un juego de rol ahí arriba mientras
aguantaban unas condiciones muy duras.
—No veo a qué se refiere.
—Llevaba un diario. Lo llevaba encima, y se quedó en su bolsillo. Coben me
pasó una copia.
—Pues si llevaba un diario...
—Nunca utilizó los nombres de sus compañeros. Se habían montado una
historia. Lo que me hace pensar que de no haber sido asesinado ahí arriba, habría
muerto en otra escalada a menos que se hubiera enmendado. Fumaban maría,
tomaban anfetas. Jugaban a La guerra de las galaxias. Galloway en el papel de Luke,
Max en el de Han Solo y, curiosamente, el asesino de Galloway en el de Darth Vader.
La montaña se convirtió en aquel mundo de hielo en el que se encontraban.
—En Hoth. Me gusta el cine —añadió Peter encorvando un poco los hombros—
. Cuando era pequeño coleccionaba figuritas de personajes y de objetos.
—Y yo. Pero ellos no eran críos. Eran adultos, y en algún momento el juego se
les fue de las manos. Galloway escribió que Han, yo creo que era Max, se hizo daño
en el tobillo. Lo dejaron en una tienda con provisiones y siguieron adelante.
—Lo que demuestra que Max no lo mató.
—Depende de cómo se mire. También existe la posibilidad de que Max les
siguiera, les alcanzara a la altura de la cueva de hielo y allí se volviera loco. Y
podemos seguir especulando y pensar que Max, en el papel de Vader, mató a sus dos
compañeros. No son mis teorías personales, pero son tan buenas como cualquier
otra. Los estatales optan por la segunda.
—¿Que el señor Hawbaker mató a los dos? ¿Y luego bajó solo? No creo.
—¿Por qué?
—Ya sé que era muy pequeño cuando ocurrió todo esto, pero el señor
Hawbaker nunca tuvo fama de ser una persona... no sé, audaz, ejem...,
independiente. Y para emprender aquel descenso había que ser ambas cosas.
—Estoy de acuerdo. Más adelante en el diario, Galloway escribía que el
personaje de Darth mostraba indicios de, vamos a llamarle locura, irritación,
temeridad, una actitud acusadora. Todo ello mezclado con una buena dosis de droga
y, por lo que he leído, consecuencia de la tensión, la enfermedad de la altura, el
colocón que sienten algunos escaladores en las cimas.
Nate vio que Deb salía de La Tienda de la Esquina para llevar a Cecil a dar un
paseo. Había puesto al animal un jersey de un verde muy vistoso.
—Galloway estaba muy preocupado por el estado mental de aquel tipo —
siguió Nate mientras intercambiaba un saludo con la mano con Deb—. No tenía claro
que bajaran sin problemas. La última entrada del diario la escribió en la cueva de
hielo. No salió de allí, de modo que tenía razón en preocuparse. Aunque no lo estaba
lo suficiente como para dar algún paso concreto y protegerse. Su cuerpo no
presentaba heridas que demostraran que se había defendido. Aun llevaba el piolet en
su cinturón. Conocía a su asesino de la misma forma que Max conocía al suyo. Y que
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Yukon conocía al hombre que le cortó el cuello.
»Nosotros también lo conocemos, Peter. —Ahora el saludo lo dirigió al juez
Royce, que se dirigía a la KLUN con un puro entre los dientes—. Lo que ocurre es
que no lo hemos identificado aún.
—¿Qué vamos a hacer?
—Seguiremos con lo que tenemos. Trabajaremos con las distintas hipótesis
hasta que tengamos más información. A Otto no le hablaré del diario. Por lo menos
de momento.
—¡Casi nada!
—Para usted es mucho más difícil. Es gente que conoce de toda la vida o casi.
Saludó a Harry, un poco más allá, delante de La Tienda de la Esquina; estaba
fumando un cigarrillo y hablando con Jim Mackie. Ante ellos, Ed andaba a paso
ligero en dirección al banco, pero se detuvo para intercambiar unas palabras con la
encargada de correos, que estaba barriendo la entrada.
Mike el grandullón salió del Lodge corriendo, sin duda camino de Los Italianos,
para mantener su charla diaria sobre el trabajo con Johnny Trivani. Su hija, montada
en sus hombros, soltaba unas sonoras carcajadas.
—Solo son personas. Pero una de ellas, ahí, en la calle, en el interior de algún
edificio o en una casita de las afueras, es un asesino. Y si se ve obligada a ello, matará
de nuevo.
Fue a casa de Meg todas las noches. No siempre la encontraba allí. A medida
que el tiempo mejoraba, aumentaba el trabajo. Pero habían llegado al acuerdo tácito
de que se instalaría allí. Mantenía la habitación en el Lodge, aunque en aquellos
momentos era más bien un almacén para la pesada ropa de invierno.
También podía haber trasladado aquello a casa de Meg. Pero habría sido una
pista. La pista oficial de que vivían juntos.
Vio el humo de la chimenea antes de la curva y su estado de ánimo arrancó
como accionado con una manivela. Sin embargo, la avioneta no estaba en el lago y
delante de la casa vio el jeep de Jacob.
Los perros salieron corriendo del bosque para saludarlo; Rock llevaba en la
boca uno de aquellos mastodónticos huesos que tanto les gustaban. A Nate le dio la
sensación de que era un hueso de verdad y los dejó fuera con un animado tira y
afloja mientras él se metía en la casa.
No había llegado aún a la cocina, pero notó olor a sangre. Instintivamente palpó
la culata del revólver que llevaba encima.
—He traído carne —dijo Jacob sin volver la cabeza.
Junto a los fogones había un par de pedazos de algo que rezumaba sangre. Nate
apartó la mano.
—Últimamente ella no tiene tiempo para cazar. Los osos están despiertos. Buen
material para estofados, pastel de carne...
«Pastel de carne de oso —pensó Nate—. Menuda gente.»
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—Seguro que le hará ilusión.
—Compartimos lo que tenemos —siguió Jacob, mientras envolvía con
parsimonia la carne de oso con un grueso papel blanco—. ¿Le ha dicho que pasé con
ella casi todo el tiempo que su padre estuvo despojado?
—¿Despojado? Una forma interesante de llamarlo.
—¿Acaso no le despojaron de su vida?
Jacob terminó de envolver la carne, cogió un rotulador negro y puso la fecha en
los envoltorios. Un gesto tan de ama de casa que hizo parpadear a Nate.
—Ella se lo contó, pero usted no confía en sus recuerdos o en su corazón.
—Confío en ella.
—Era una niña. —Jacob se lavó las manos en el fregadero—. Podía haberse
equivocado o, porque me quiere, intentar protegerme.
—Podría ser.
Jacob se secó las manos y recogió la carne. Cuando se volvió, Nate vio que
llevaba un amuleto en el cuello. Una piedra azul marino que resaltaba en la camisa
vaquera descolorida.
—He hablado con gente. —Jacob fue hacia la entrada, donde Meg tenía un
pequeño congelador—. Con gente que no está muy dispuesta a hablar con la policía.
Gente que conocía a Pat y a Dos Dedos. —Empezó a colocar la carne en el
congelador—. Esta gente, que habla conmigo pero no lo hará con la policía, me ha
comentado que cuando Pat estaba en Anchorage tenía dinero. Más dinero del que
solía. —Cerró el congelador y volvió a la cocina—. Voy a tomarme un whisky.
—¿De dónde había sacado el dinero?
—Trabajó unos días en una conservera y, según dicen, pidió un anticipo de la
paga. Lo utilizó para jugar al póquer.
Se sirvió tres dedos de whisky en un vaso y luego levantó otro con una mirada
de interrogación.
—No, gracias.
—Puede ser verdad porque a él le gustaba jugar, y a pesar de que solía perder,
lo consideraba... un pago por la distracción. Pero al parecer aquella vez no perdió.
Estuvo jugando dos noches y casi un día entero. Quienes han hablado conmigo dicen
que ganó mucho. Unos hablan de diez mil, otros de veinte, otros de más. Podría
tratarse del pez que va engordando a medida que se cuenta la hazaña. Pero todo el
mundo coincide en que jugó, ganó y tenía dinero contante y sonante.
—¿Qué hizo con el dinero?
—Eso no lo sabe nadie, o nadie admite saberlo. Pero algunos dicen que le
vieron por última vez bebiendo con otros hombres. Nada anormal, por eso nadie
puede decirme quiénes eran los demás. ¿Por qué iban a acordarse de algo así
después de tanto tiempo?
—Había una puta...
Jacob torció el gesto, casi imperceptiblemente.
—Siempre hay alguna.
—Kate. No he conseguido localizarla.
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—Kate, la puta, murió hará unos cinco años. Un ataque al corazón —añadió
Jacob—. Una mujer muy corpulenta, que fumaba dos, tal vez tres, paquetes de Camel
al día. A nadie le sorprendió su muerte.
Otro callejón sin salida, pensó Nate.
—¿Le comentó algo más esa gente que habla con usted pero no con la poli?
—Algunos dicen que Dos Dedos llevó en avioneta a Pat y a los otros dos, o a los
otros tres, pero no más, hasta la montaña. Los hay que afirman que fueron al Denali,
otros hablan del Sin Nombre y otros del Deborah. Los detalles no están claros, pero
han salido recuerdos sobre el dinero, el piloto, la escalada y dos o tres compañeros.
Tomó un trago de whisky.
—También podría estar mintiendo y ser yo uno de los que ascendieron con él.
—Pues sí —reconoció Nate—. Tiene agallas. Un hombre que caza un oso tiene
pelotas.
Jacob sonrió.
—Un hombre que caza un oso come bien.
—Le creo. Pero yo también puedo estar mintiendo.
En esta ocasión, Jacob soltó una carcajada y terminó el whisky del vaso.
—Podría. Pero ya que estamos en la cocina de Meg, y ella nos quiere a los dos,
vamos a hacer ver que confiamos el uno en el otro. Ahora Meg está luminosa.
Siempre ha sido brillante, pero ahora lo es más. Ahora puede cuidar de sí misma.
Pero... —Llevó el vaso al fregadero, lo enjuagó, lo puso a secar y se volvió—. Cuide
de ella, jefe Burke. De lo contrario, yo mismo me encargaré de usted.
—Lo tendré en cuenta —respondió Nate cuando Jacob salió.
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Capítulo 28
Nate aguardó el momento oportuno. Creía disponer de todo el tiempo del
mundo. Puesto que tenía la costumbre de pasar todos los días por el Lodge y ver a
Jesse, no veía ningún problema en esperar la oportunidad de hablar a solas con
Charlene.
Encontró a Rose sentada a una mesa aprovechando la calma de media mañana
para rellenar los saleros y pimenteros.
—No se levante —dijo él cuando vio el gesto de la mujer—. ¿Dónde está mi
amigo hoy?
—Tenemos en casa a unos primos de Nome, o sea que Jesse va a tener con
quien jugar unos días. Le ha dado por presumir de tío, de su ayudante —dijo
sonriendo—, pero también quiere traerlos a todos aquí para que conozcan a su gran
amigo el jefe Nate.
—¿En serio? —Casi notaba cómo su propia sonrisa se hacía más amplia y
llegaba de oreja a oreja—. Dígale que los traiga; les enseñaremos la comisaría. —
Pensó en ponerse en contacto con Meg por radio para pedirle que consiguiera unas
placas de juguete cuando fuera a por las provisiones.
—¿No le importa?
—Me encantaría.
Estiró el cuello para ver a Willow en su cochecito.
—¡Qué preciosidad!
Lo decía sinceramente. Tenía unas mejillas tan regordetas que daban ganas de
pellizcarlas. Y sus ojos, negros como el carbón, parecían clavarse en Nate como si
supiera cosas de las que él no estaba al corriente. Acercó un dedo a la pequeña y
Willow se lo agarró y lo agitó.
—¿Charlene está en su despacho?
—No, en la despensa, junto a la cocina. Está haciendo inventario.
—¿Y si me acerco allí?
—No sé si me atrevería sin coraza —le advirtió Rose mientras rellenaba de
ketchup un frasco de un rojo estridente—. Últimamente tiene un humor de perros.
—Me arriesgaré.
—Peter nos ha hablado de la mención, Nate. Está muy orgulloso de ello. Y
nosotros también. Muchas gracias.
—Yo no hice nada. Él sí.
Nate vio que los ojos de Rose se empañaban y se escabulló a toda prisa.
Mike estaba en la barra preparando una ensalada con la que podía alimentarse
a una legión de conejos. Tenía la radio sintonizada en la emisora del pueblo, donde
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sonaba el grave y apasionado chelo de Yo-Yo Ma.
—El plato del día es cangrejo florentino al estilo de Mike —gritó—. Ensalada de
búfalo para quien tenga buen apetito.
—Ñam ñam...
—¿Piensa entrar ahí? —dijo Mike cuando vio que Nate se dirigía hacia la
despensa—. Mejor con escudo y espada.
—Eso me han dicho.
Pero Nate abrió la puerta y, pensando que con Charlene nunca se sabía, no la
cerró.
Era una estancia amplia, muy fría, llena de estantes metálicos, donde
guardaban las latas y los alimentos secos. En una pared había dos frigoríficos altos,
en los que guardaban productos perecederos envasados; entre ellos había un
congelador.
Charlene estaba de pie ante estos aparatos, garabateando con brío en una
tablilla con sujetapapeles.
—Vaya, ahora ya sé dónde esconderme en caso de alarma nuclear.
Charlene le dirigió una mirada que no tenía nada que ver con sus tórridas
insinuaciones habituales.
—Tengo trabajo.
—Ya lo veo. Solo quería preguntarle una cosa.
—Usted no hace más que preguntas —masculló, y luego añadió, casi a voces—:
Lo que me gustaría saber a mí es por qué nos quedan solo dos latas de judías.
Pero Mike, como respuesta, aumentó el volumen de la radio.
—Dedíqueme un par de minutos, Charlene, y me perderá de vista.
—¡Vale, vale, vale! —Dejó con gesto brusco la tablilla en un estante, con tanta
decisión que Nate oyó el crujido de la madera—. Lo único que intento es llevar
adelante un negocio. Pero parece que a nadie le importa.
—Siento que haya algo que la fastidie y le prometo que seré breve. ¿Sabe algo
sobre unas sustanciales ganancias que consiguió Galloway jugando al póquer? Debió
de ser entre el momento que salió de aquí y su ascensión a la montaña.
Charlene soltó un bufido de desdén.
—Cualquiera diría que... —Luego entrecerró los ojos—. ¿A qué se refiere con
sustanciales?
—Pues a unos miles. Alguien me ha comentado que es posible que estuviera
jugando un par de noches y tuviera un golpe de suerte.
—Si se montó una partida, lo más seguro es que él jugara. De todas formas, casi
nunca ganaba; cuando tenía mucha suerte lo máximo que conseguía eran unos
cientos de dólares. Me acuerdo de una vez en Portland. Ahí ganó tres mil. Nos los
fundimos en la habitación de un hotel de campanillas, una cena con carne por todo lo
alto, un par de botellas de champán que pedimos al servicio de habitaciones... Me
compró ropa y todo. Un vestido, zapatos y unos pendientes con unos pequeños
zafiros.
Sus ojos brillaban. Sin embargo luego agitó la cabeza y los hombros con
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determinación y se secó las lágrimas.
—¡Qué estupidez! Tuve que vender los pendientes en Prince William para
pagar unas reparaciones de la moto y comprar provisiones. Ya ve lo que saqué de
aquello.
—Y si hubiera ganado dinero, ¿qué habría hecho con él?
—Pulírselo. No. —Apoyó la frente en uno de los soportes de los estantes. Nate
la vio tan cansada, triste y perdida que estuvo a punto de acercarse a ella para
ponerle la mano en el hombro—. En aquellos momentos no. Sabía que lo del dinero
me tenía frita. Si hubiera pescado algo, quizá habría jugado un poco, pero seguro que
habría reservado una parte importante para traerla a casa y cerrarme la boca.
—¿Lo habría ingresado en el banco? ¿En Anchorage?
—No teníamos banco en Anchorage. Lo habría metido en la mochila y me lo
habría traído para que lo administrara yo. Tenía muy poco respeto por el dinero. Es
lo que suele pasarle a la gente que ha vivido en la abundancia.
Levantó la cabeza.
—Pero ¿me está diciendo que tenía dinero?
—Le estoy diciendo que es una posibilidad.
—No mandó ni cinco a casa aquellos días. Nunca mandó ni cinco.
—¿Habría escalado con el dinero?
—Si hubiera mantenido la habitación, lo habría guardado en un cajón. Pero de
haberla abandonado, lo hubiera llevado encima. La policía estatal no dijo nada de
dinero.
—No lo llevaba encima.
Ni un céntimo, pensaba Nate al salir de nuevo. Ni cartera, ni identificación, ni
dinero en efectivo. Ni mochila. Tan solo unas cerillas y el diario, cerrado bajo
cremallera en el bolsillo de la parka.
Ya en la acera, sacó su bloc de notas, escribió DINERO y trazó un círculo a su
alrededor.
Según el dicho, hay que chercher la femme, pensó Nate, pero un poli sabía que si
un asesinato giraba alrededor del dinero, siempre, siempre había que buscar el
dinero.
Se preguntó cómo podía descubrir si dieciséis años atrás a alguien de Lunacy le
había caído del cielo un pastón.
Evidentemente, también era posible que Galloway no hubiera dejado la
habitación y guardara el dinero en ella. Y más tarde, la doncella, el propietario o el
siguiente ocupante se encontrara con la suerte de cara.
O podía haberlo llevado en la mochila, y el asesino no miró su contenido antes
de arrojarla a la primera grieta que encontró.
Pero ¿por qué se llevaría el asesino la mochila sin una razón concreta? Quizá
buscaba provisiones y... ¡qué veo! ¡Lo que hay aquí! O simplemente para acabar
deshaciéndose de ella, ya que si se descubría el cadáver, podría ser identificado.
De todas formas, caso de que hubiera habido dinero, Nate se inclinaba por la
posibilidad de que el asesino estuviera al corriente de ello y se lo hubiera quedado.
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¿Quién...?
—Alguien podría preguntarse si sus impuestos sirven para que el jefe de policía
ande soñando despierto por la calle.
Volvió en sí de golpe y se encontró delante de Hopp.
—¿Usted está en todas partes o qué?
—Siempre que puedo. Iba a tomar un café, a seguir cavilando y a devanarme
los sesos —contestó Hopp.
La irritación era tan patente en su rostro como los cuadros verdes de su blusa.
—¿Qué ocurre? —preguntó Nate.
—John Malmont acaba de renunciar al puesto. Dice que se marcha a final de
curso.
—¿Deja la enseñanza?
—Deja Lunacy. No podemos permitirnos perderlo. —Hopp sacó el Zippo del
bolsillo, pero solo para abrir y cerrar su tapa. Por el pueblo se comentaba que llevaba
parches de nicotina—. Es un profesor extraordinario y además colabora con Carrie en
The Lunatic, se ocupa de todos los juegos de la escuela, dirige la comisión del anuario
de esta y nos sitúa en el mapa turístico con los artículos que publica en otras revistas.
Tengo que encontrar la forma de retenerlo.
—¿Ha dicho por qué ha decidido marcharse así, de golpe y porrazo?
—Simplemente ha dicho que había llegado el momento de un cambio.
Estábamos planificando el club del libro para el verano, con él a la cabeza, y de
repente nos abandona. ¡Valiente cabrón! —dijo girando los hombros—. Voy a
tomarme un café y un pedazo de pastel. Pastel à la mode. —Hizo chasquear el
mechero con gesto brusco—. A ver si consigo que trabajen las células del cerebro. No
se irá tan fácilmente.
Interesante, pensó Nate. Interesante la elección del momento.
Burke tenía que irse. Era indispensable. Ya estaba harto de que metiera las
narices y se entrometiera donde nadie le había llamado.
Había distintas formas de echar del pueblo a un pelmazo que había llegado de
fuera. Algunos afirmaban que Burke había alcanzado la categoría de oriundo tras
superar su primer invierno. Pero él sabía que algunos seguían siendo forasteros
independientemente de lo que hubieran superado.
Galloway había sido uno de ellos. A la hora de la verdad, había demostrado ser
cobarde, llorón y taimado. Sobre todo taimado.
Había sido un gilipollas de arriba abajo. ¿A quién podía importarle que
estuviera muerto?
«Se ha hecho lo que había que hacer», se dijo mientras arrastraba las pesadas
bolsas de plástico por el bosque. De la misma forma que él ahora hacía lo que había
que hacer.
Burke tendría su merecido. Otro capullo, cobarde, llorón y taimado. ¡Ay, mi
mujer me ha dejado por otro hombre! ¡Pobre de mí! Han matado a mi compañero.
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¡Qué gafe soy! Tengo que marcharme a donde nadie me conozca, así podré
revolcarme en la autocompasión.
Pero con aquello no tuvo bastante. Tuvo que darse importancia. Coger lo que
no era suyo. Lo que nunca podía ser suyo.
Pues sí, tendría su merecido, y la vida volvería a la normalidad.
Colgó las bolsas de plástico de los árboles más cercanos a la casa mientras los
perros aullaban y agitaban la cola.
—Ahora no, muchachos —dijo en voz alta mientras colgaba otra del alero, junto
a la puerta trasera, fuera de la vista de la entrada—. Ahora no, colegas.
Acarició con gesto brusco a los dos animales, aunque estos estaban más
interesados en olisquearle y lamerle las manos.
Le gustaban los perros. Le había gustado Yukon. Pero aquel viejo perro ya
estaba medio ciego, artrítico y, por si fuera poco, casi sordo. En realidad, liquidarlo
había sido un acto misericordioso. Necesario.
Volvió al bosque, pero se detuvo en el límite para echar un vistazo hacia atrás.
En algunas zonas, el sol estaba derritiendo la nieve, sobre todo donde la lluvia se
había llevado la broza. Vio cómo despuntaba la vegetación.
Primavera, pensó. En cuanto llegara el calor, traerían definitivamente a Pat
Galloway a casa.
Tenía intención de acudir al entierro y permanecer durante toda la ceremonia
con la cabeza inclinada en señal de respeto.
El día avanzaba hacia el crepúsculo cuando Nate llegó a casa. Esperó junto al
camino mientras Meg volvía del lago, caminando en la cenagosa y verde superficie
salpicada de rodales de nieve.
Llevaba una caja con provisiones y su blusa roja recordaba a Nate el tono de
algún llamativo pájaro tropical.
—¿Cambiamos?
Meg miró la pizza que sujetaba él y la olisqueó.
—No, aquí llevo tus placas de juguete. Pero me encantan los hombres que traen
la cena. ¿Cómo estabas tan seguro de que estaría aquí a la hora de cenar? ¿O
pensabas comértela solo?
—Oí tu avioneta. Terminé lo que estaba haciendo, pasé por Los Italianos y me
llevé esto. He calculado que tendrías que descargar lo que llevabas y que para la cena
ya estarías aquí.
—Sincronía casi perfecta. Estoy muerta de hambre. —Entró las provisiones a la
casa y fue directamente a la cocina—. Casualmente, una de las cosas que he traído
hoy es un cabernet excepcional, según dicen. —Sacó la botella—. ¿Te apuntas?
—Por supuesto. Dentro de un minuto. —Dejó la pizza, la cogió por los hombros
y la besó—. Hola.
—Hola, guapo. —Con una risita, lo sujetó por el pelo y le dio un largo y
apasionado beso—. ¿Qué tal, muchachos? —Se agachó para acariciar rápidamente a
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sus perros y jugar un momento con ellos—. ¿Me habéis echado de menos?
—Todos. Anoche nos consolamos con un hueso de oso y una hamburguesa con
queso. Jacob nos proporcionó el hueso, y la carne de oso está en tu congelador.
—Hum... ¡Qué delicia!
Sacó una bolsa de plástico, agitó su contenido para que sonara y luego se la
lanzó. Dentro, Nate encontró unas pequeñas placas en forma de estrella plateada.
—Guay.
—Me pediste siete pero te he traído una docena. Así te quedarán algunas para
cuando quieras delegar funciones en otros chavales.
—Gracias. ¿Qué te debo?
—Te lo apunto. Ya haremos las paces. ¿Abres la botella, jefe? —Metió la mano
bajo el cartón de la pizza y arrancó un pedazo—. Me he saltado el almuerzo —dijo
con la boca llena—. He tenido que parar un rato, un problemilla con el motor, y he
perdido un par de horas.
—¿Qué tipo de problemilla?
—Nada serio. Ahora está arreglado, pero no me vendrá nada mal la pizza, el
vino, una ducha caliente y un hombre que sepa hacerme unos masajes en los lugares
adecuados.
—Creo que todo eso está en nuestra mano.
—Tú no abandones esa media sonrisa. ¿A qué viene?
—Cosas. ¿Vas a sentarte a comer o prefieres quedarte aquí de pie devorando la
pizza?
—Quedarme aquí. —Pegó otro mordisco—. Devorarla.
—Muy bien. ¿Tiene que respirar el vino?
—No creo, total servirá para engullir la pizza. Ponme.
Nate le sirvió una copa y se llenó la suya. Luego cortó un trozo de pizza y se
apoyó en la barra para comérselo.
—¿Te acuerdas del día en que hirieron a Peter?
—Lo difícil sería no recordarlo. De pequeño siempre nos seguía a Rose y a mí
como un perrito. Supongo que está bien...
—Muy bien. Pero aquel día, cuando vi la sangre en la nieve, cuando me acerqué
a él y me manché las manos de sangre, una parte de mi mente se quedó en blanco.
Mejor dicho, experimentó un retroceso. Volvió a Jack. Me encontré de nuevo en aquel
callejón. Lo veía, lo oía y lo olía. Y lo único que deseaba era apartarme como fuera.
Alejarme.
—No es así como me lo han contado.
—Pues eso es lo que yo sentía en mi interior. —Quería soltarlo de golpe, pensó
Nate. Asegurarse de que ella viera cómo había sido, cómo era y cómo deseaba ser—.
Tuve la sensación de que transcurría mucho tiempo, de que pasaba una eternidad allí
agachado en la nieve mientras Peter sangraba sobre mí. Pero no fue así. No me alejé.
—No, no lo hiciste. Desviaste los disparos que iban directos a Peter.
—No tiene nada que ver.
—Guapo. —Se acercó a él, le dio un beso muy suave y se apoyó de nuevo en la
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barra—. ¡Menudo poli estás hecho!
—Controlé la situación. Hice mi trabajo y todo el mundo salió con vida. Podía
haberle matado. A Spinnaker.
Se fijó en cómo reaccionaba ella; apenas ladeó la cabeza.
—Podía haberlo hecho, y por un instante me lo planteé. Nadie me lo hubiera
cuestionado. Él había disparado contra mi ayudante y contra mí. Iba armado y era
peligroso. No era como allí en el callejón con Jack. Entonces mi compañero estaba en
el suelo... moribundo —puntualizó—. Yo también estaba en el suelo, y aquel hijo de
puta avanzaba hacia mí.
Bajó la vista hacia la copa de vino mientras ella le escuchaba, esperaba. La dejó
sobre la barra.
—Allí no tenía otra opción, y aquí tuve una. Pensé en acabar con él. Tienes que
saberlo. Quiero que sepas que me pasó por la cabeza.
—¿Y crees que me importaría si lo hubieras hecho? Intentó matar a mi amigo,
intentó matarte a ti. No me habría importado, Nate. Creo que también es importante
que sepas lo que me pasa a mí por la cabeza.
—Habría sido...
—Un error —terminó la frase ella—. Por quien eres, por el tipo de poli que eres.
Y me alegro de que no lo hicieras. El concepto de lo que está bien o mal lo tienes más
definido tú que yo, Nate. Así son las cosas.
—Jack murió hace un año.
Los ojos de ella le transmitieron su comprensión.
—Chico, siguen lloviéndote los palos, ¿verdad?
—No. El día del aniversario llamé a Beth, la esposa de Jack. Hablé con ella y
estuvo bien. Ella se encuentra bien. Y hablando, hablando, me di cuenta de que no
iba a hundirme otra vez. No sé exactamente cuándo salí del pozo, y aún a veces noto
que piso un terreno poco sólido. Pero sé que no voy a volver para abajo.
—Nunca lo estuviste. —Se sirvió un poco más de vino—. Conozco a personas
que sí han estado en el fondo o que es probable que lleguen. Son los que se lanzan
contra la ladera de la montaña en un día claro o salen de excursión para acabar con
su vida. Los conozco. Forman parte del mundo del que yo me alejé. Pilotos
quemados o bien algún forastero que va dando traspiés por aquí porque ya no
soporta el mundo. Las mujeres que están hartas de ser apaleadas o desatendidas se
limitan a dejarse caer y esperar que el próximo hombre las mate a patadas en la calle.
»Tú eras una persona triste, Nate; quizá estabas algo perdido también, pero
nunca fuiste uno de ellos. Tienes demasiado fondo para hacerlo.
Nate permaneció un momento sin responder y luego, estirando el brazo, le tocó
el pelo.
—Tú pegaste fuego a mis sombras.
—¿Hum?
La media sonrisa volvió a los labios de Nate.
—Cásate conmigo, Meg.
Ella lo miró fijamente un momento, clavando aquellos cristalinos ojos azules
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llenos de energía en los de él. Luego lanzó el pedazo de pizza a medio comer sobre la
caja.
—¡Lo sabía! —Levantó los brazos, giró sobre sus talones y empezó a dar tales
zancadas por la cocina que incluso los perros se levantaron y olfatearon a su
alrededor—. Lo sabía. Le das a un tipo una buena ración de sexo, un par de comidas
calientes, te ablandas un poco, le dices que le quieres y... ¡bum!, ya aparece el tema
del matrimonio. Te lo dije, Nate. ¿O no te lo dije? —Giró de nuevo para señalarle con
el dedo—. «Chimenea y hogar tatuado en el culo, eso llevas».
—Parece que me has descubierto.
—No me vengas con esas sonrisas de complicidad.
—Hace solo un momento era media sonrisa y te pareció encantadora.
—He cambiado de parecer. ¿Y por qué quieres casarte?
—Te quiero. Tú me quieres.
—¿Y qué? ¿Y qué? —Seguía agitando los brazos; los perros habían decidido que
se trataba de un juego y correteaban a su alrededor—. ¿Por qué quieres joderlo todo?
—Una locura como cualquier otra, imagino. ¿Qué pasa, te da miedo?
Meg aspiró por la nariz y sus ojos lanzaron una fría llamarada.
—A mí no me vengas con esas tonterías.
—¿Te asusta el matrimonio? —Nate se inclinó sobre la barra, cogió de nuevo la
copa y echó un trago—. A la intrépida piloto le da el tembleque cuando aparece esa
palabra que empieza por eme. Interesante.
—A mí no me da el tembleque, ¡capullo!
—Cásate conmigo, Meg. —La media sonrisa se convirtió en entera—. Te has
quedado pálida.
—No estoy pálida. No es verdad.
—Te quiero.
—Cabrón.
—Quiero pasar mi vida contigo.
—Que te den.
—Quiero tener hijos contigo.
—¡Agr! —Se agarró el pelo y soltó un sonido gutural indescriptible—. ¡Basta!
—¿Ves? —dijo él mirando otro pedazo de pizza—. Canguelo.
Meg cerró el puño derecho.
—Te equivocas si piensas que no puedo tumbarte, Burke.
—Ya lo hiciste, la primera vez que te vi.
—¡Joder! —Bajó el puño—. Te crees muy guapo y muy listo, pero eres un
estúpido. Has pasado ya por un matrimonio, te la han pegado por donde han
querido y ahora pides más.
—Ella no eras tú. Yo no era yo.
—¿Y qué demonios quiere decir todo esto?
—La primera parte es fácil. No hay otra como tú. Y yo no soy el que era cuando
estaba con ella. Personas diferentes llevan a... personas distintas. Contigo soy una
persona mejor, Meg. Tú me haces desear ser una persona mejor.
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—¡Por favor, no digas esas cosas! —Notaba escozor en los ojos. Las lágrimas
que subían desde su corazón eran ardientes, irreprimibles—. Tú eres el que fuiste
siempre. Puede que durante un tiempo te tambalearas un poco, pero eso les ocurre a
todos los que han recibido un palo y se han visto en la cuneta. Yo no soy mejor que
tú, Nate. Soy egoísta, tengo espíritu de contradicción, además... Iba a decir que soy
desconsiderada, pero no creo que sea desconsiderado quien lleva la vida que desea.
Soy mezquina cuando me lo propongo, no respeto las normas a menos que sean las
mías y estoy aquí, sigo en este lugar, porque estoy medio loca.
—Lo sé. No cambies.
—Sabía que tendría problemas contigo, lo supe en Nochevieja cuando,
siguiendo aquel estúpido impulso, te llevé fuera a ver la aurora boreal.
—Llevabas un vestido rojo.
—Pero ¿tú qué te crees, que soy una cría que se derrite porque recuerdan el
color del vestido que llevaba?
—Tú me quieres.
—Sí. —Soltó un largo suspiro, se pasó las manos por las húmedas mejillas—. Sí,
te quiero. ¡Vaya follón!
—Cásate conmigo, Meg.
—¿No piensas parar de repetirlo?
—No hasta que me des una respuesta.
—¿Y si la respuesta es no?
—Entonces esperaré, insistiré poco a poco y te lo volveré a preguntar. Lo de
darse por vencido no va conmigo, ya lo he dejado.
—No te diste por vencido. Estabas hibernando.
Nate sonrió de nuevo.
—Te veo aquí delante de mí y pienso que sería capaz de mirarte eternamente.
—Por favor, Nate. —Notaba un dolor en el corazón, algo tan físico que tuvo que
colocar la palma de la mano sobre él. Se estaba dando cuenta de que aquel
sufrimiento, que en el fondo era dulce, sofocaba el pánico—. Me estás matando.
—Cásate conmigo, Meg.
—No sé —dijo con un suspiro. Luego rió al notar cómo se esparcía por su
cuerpo aquella dulzura—. ¡Qué puñetas! Probemos. —Se abalanzó sobre él y le
habría derribado si no hubiera tenido la espalda apoyada en la barra. Clavó sus
piernas en la cintura de él y aplastó su boca en la de Nate—. Esto va de mal en peor,
supongo que ya lo ves.
—Por supuesto.
—Seré una esposa espantosa. —Le llenó de besos la cara, el cuello—. Te
hincharé las narices, te sacaré de quicio mucho más de lo que imaginas. Jugaré sucio
y me encabronaré cuando ganes, que será en contadas ocasiones, todo hay que
decirlo. —Apartó un poco la cara y cogió la de él entre sus manos—. Pero no te
mentiré. No te engañaré. Ni te dejaré en la estacada en momentos importantes.
—Funcionará. —Nate apoyó su mejilla contra la de ella y aspiró su aliento—.
Conseguiremos que funcione. No tengo anillo.
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—Habrá que enmendarlo lo antes posible. Y no reparar en gastos.
—Vale.
Meg, riendo, se echó hacia atrás, tanto que él tuvo que modificar la postura para
abrazarla.
—Es una locura demasiado grande para se tenga en pie. —Se irguió y juntó sus
brazos en la nuca de Nate—. Creo que ha llegado el momento de subir y echar un
desenfrenado polvo de petición de mano.
—Contaba con ello. —La tomó en brazos y se la llevó de la cocina. Cuando Meg
le mordisqueó el cuello, él, respirando con cierta dificultad, dijo—: ¿Y tiene que ser
arriba a la fuerza? ¿Qué tal en la escalera? O aquí mismo, en el suelo... Luego
podríamos... ¡Maldita sea!
Los perros se precipitaron hacia la puerta ladrando y un instante después Nate
vio el resplandor de unos faros que cruzaba la ventana.
—Cierra todas las puertas —murmuró Meg, con los labios aún junto a su
cuello—. Apaga todas las luces. Vamos a escondernos. A desnudarnos y
escondernos.
—Demasiado tarde. Pero nos acordaremos de dónde lo dejamos y en cuanto
nos hayamos deshecho de quien sea, aunque tengamos que matarlo, recuperaremos
el hilo.
—Hecho. —Meg saltó hacia abajo—. ¡Quietos! —ordenó a los perros, que se
sentaron, temblando, junto a la puerta. La abrió, reconoció al chico que salió del
coche y añadió dirigiéndose a los perros—: Amigo. —Luego, levantando una mano
para saludar, dijo—: ¡Eh, Steven!
—¡Hola, Meg! —Se inclinó para acariciar a los perros—. ¡Hola, guapos, hola!
¿Cómo va todo? Acabo de ver a Peter y me ha dicho que el jefe Burke estaba aquí.
Quisiera hablar con él un momento, si no es molestia.
—Claro. Pasa. Fuera, muchachos, a echar una carrera.
—Hola, Steven, ¿qué tal?
—Jefe —dijo él estrechando la mano de Nate—, mucho mejor que la última vez
que me vio. Quisiera agradecerle otra vez, en persona y un poco más tranquilamente,
lo que hizo usted por mí, por nosotros. Y a ti también, Meg.
—He oído que has salvado todos los dedos.
—Diez dedos en las manos, diez dedos en los pies. Mejor dicho, en los pies
nueve y medio. A todos nos ocurrió lo mismo. Disculpe que le moleste en casa... Me
refiero a cuando está fuera de servicio...
—No te preocupes.
—Adelante, siéntate —le invitó Meg—. ¿Te apetece un poco de vino? ¿Una
cerveza?
—Es menor —respondió Nate cuando Steven iba a aceptar—. Y además
conduce.
—Polis... —refunfuñó Meg—. Siempre aguando la fiesta.
—Pues una Coca-Cola o algo así, si la tienes a mano.
—Por supuesto.
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Steven se sentó y empezó a tamborilear en los muslos.
—He vuelto a casa a pasar unos días. Vacaciones de primavera. Quería venir
antes, pero tenía un montón de cosas que hacer. Resulta que perdí muchas clases
cuando estuve fuera...
—¿Lo estás recuperando todo?
—Sí, tengo que alargar mucho las noches pero lo recuperaré. Cuando me enteré
de lo de Yukon quise venir. —Su voz temblaba y los dedos, que apoyaba en las
rodillas, se clavaron en ellas.
—Lo siento.
—Recuerdo cuando lo trajeron a casa. Yo era muy pequeño y él, una
estrambótica bola de pelusa. Ha sido duro. Mucho más para mi madre. Para ella era
como su hijo o algo así.
—No sé qué haría yo si alguien hiciera daño a mis perros —dijo Meg volviendo
al salón. Pasó a Nate una de las copas de vino que llevaba en la mano y a Steven una
lata de Coca-Cola que aguantaba bajo el brazo.
—Sé que está haciendo usted todo lo que puede. Alguien me contó que hubo un
loco por aquí... que disparó contra Peter —Iba moviendo la cabeza mientras abría la
lata—. Algunos incluso creen que tal vez ese es el tipo que le hizo aquello a Yukon.
Pero...
—Tú no lo crees —se adelantó Nate.
—Yukon era un perro manso, pero no se habría marchado con un desconocido.
No creo que hubiera seguido a alguien que no conocía. Antes habría peleado. Era
viejo y estaba casi ciego, pero no habría abandonado el patio con un forastero. —
Bebió un largo trago—. De todas formas, no he venido por esto. Aunque también
quería citarlo. Se trata de esto.
Levantó las caderas mientras metía la mano en el bolsillo delantero de los
vaqueros. Sacó de él un pequeño pendiente de plata en forma de cruz de Malta.
—Estaba en la cueva —dijo.
Nate lo cogió.
—¿Encontraste esto en la cueva, junto a Galloway?
—En realidad, lo encontró Scott. Yo ya no me acordaba. Creo que a todos nos
ocurrió lo mismo. Fue él quien lo vio más o menos a un palmo de... —Miró
directamente a Meg—... del cadáver. Lo siento.
—Tranquilo.
—Lo recogió. No sé por qué, por hacer algo. Se lo metió en la mochila. Cuando
estuvimos fuera de la montaña, en aquel estado tan lamentable, se olvidó del
pendiente. Un día mientras buscaba algo lo encontró, se acordó de dónde lo había
sacado y me lo dio porque sabía que yo volvía a casa. Pensamos que tal vez era de tu
padre, Meg, y que debías tenerlo. Luego se me ocurrió que primero tendría que verlo
la poli, por eso quería entregárselo al jefe Burke.
—¿No se lo enseñaste al sargento Coben? —preguntó Nate.
—No. Scott me lo dio poco antes de que viniera a Lunacy y quería ir enseguida
a casa. Pensé que podía dárselo a usted.
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—Muy bien. Gracias por traérmelo.
—No sé si era de él —dijo Meg cuando se quedaron otra vez a solas—. Podría
ser. Solía llevar un pendiente. Tenía algunos. No me acuerdo muy bien. Uno en
forma de bolita, un aro dorado... Pero podría ser de él. Algo que hubiera comprado
en Anchorage cuando se marchó. O tal vez fuera...
—De su asesino —concluyó Nate, observando el pendiente que tenía en la
mano.
—¿Se lo darás a Coben?
—Antes lo pensaré.
—Déjalo, ¿vale? Vamos a dejarlo por esta noche. No quiero estar triste.
Nate se lo metió en el bolsillo de la camisa y abrochó el botón.
—¿Tranquila?
—Tranquila. —Apoyó la cabeza en el hombro de él y puso la mano sobre su
bolsillo—. Enséñaselo a Charlene mañana. Tal vez ella lo reconozca. Y ahora... —
Apoyó las manos en sus hombros y tomó de nuevo impulso hacia arriba—. ¿Dónde
estábamos?
—Creo que ahí.
—Pues ahora estamos aquí. ¡Y fíjate! Justo al lado tienes un sofá muy cómodo.
A ver cuánto tardas en desnudarme.
—Vamos a ver.
Se dejó caer de espaldas y tiró de ella en el último instante, de forma que Meg
cayó debajo de él, riendo. Tenía aún las piernas alrededor de la cintura de Nate y
empezó a sacarle la camisa del pantalón y a arañarle la espalda.
—Espero que esta noche hagas sonar la campana mayor, ya que vamos a por el
polvo de petición de mano.
—Subiré hasta la mayor. —Desabrochó la blusa de Meg y sus labios bajaron
hacia el botón de sus vaqueros—. Y de camino haremos sonar también las campanas
más pequeñas.
—Admiro a los hombres con ambición.
Meg notó la lengua de él sobre la suya; luego, los dientes de Nate rozaron su
piel mientras le bajaba el pantalón.
Iba a casarse con aquel hombre. ¡Increíble! Con Ignatious Burke, el de los
grandes ojos tristes, el de las fuertes manos. Un hombre cargado de paciencia, de
necesidades, de valor. Un hombre recto.
Pasó una mano por su pelo. No había hecho nada en su vida para merecer
aquello. Y en cierto modo esto lo hacía aún más maravilloso.
Cuando los dientes de Nate siguieron la parte interior del muslo de Meg, todo
su cuerpo se estremeció y dejó de pensar.
Él seguía recorriendo su cuerpo, arriba y abajo, rozándolo, dándole la vuelta,
convencido de que ella le pertenecía. Para amarla y protegerla, para sostenerla y
apoyarse en ella. El amor que sentía por aquella mujer era como un sol en su interior,
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brillante y blanco. Volvió de nuevo a sus labios, hundió los suyos en ellos, en aquel
calor, en aquella fuerza.
Una parte de su cerebro oyó los ladridos de los perros, un ruido frenético alteró
el arrebato sexual. Levantó la cabeza para captar el sonido, pero Meg ya le estaba
apartando.
—Algo les ocurre a mis perros.
Salió disparada del salón mientras él bajaba del sofá.
—¡Meg! Un momento. Espera un momento, por favor.
Oyó algo, algo que no era un perro, fuera de la casa, y salió corriendo tras ella.
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Capítulo 29
Meg llevaba un rifle en la mano y estaba abriendo la puerta de atrás. Nate la
alcanzó y, de un salto, la volvió a cerrar.
—¿Qué coño haces?
—Proteger a mis perros. Van a atacarlos ahí fuera. Apártate, Burke, sé lo que
hago.
No podía perder el tiempo con sutilezas; le golpeó el estómago con la culata del
rifle y le irritó y sorprendió ver que, en vez de ceder, se mantenía impertérrito y la
empujaba hacia atrás.
—Dame el arma.
—Ya tienes la tuya. Son mis perros. —Se oyó un rugido rítmico y agudo en
medio de los frenéticos ladridos—. ¡Matará a mis perros!
—No, no temas. —No sabía de qué se trataba, pero por el sonido intuía que
tenía que ser algo mayor que un perro. Encendió las luces de fuera, cogió el revólver
que había dejado sobre la barra de la cocina y lo desenfundó—. No te muevas de
aquí.
Más tarde se preguntaría por qué dio por supuesto que ella le haría caso, que
atendería a razones y se pondría a salvo. Pero cuando Nate abrió la puerta con el
arma a punto, en posición de ataque, Meg se escabulló por debajo de su brazo con el
rifle en la mano.
El asombro inmovilizó un instante a Nate, una sensación en la que también se
mezclaba el miedo y un enorme respeto. El oso era enorme, una gigantesca mole
blanca contra la oscuridad salpicada por la nieve. Sus colmillos relucían, afilados,
mortíferos bajo la luz, mientras abría las mandíbulas y rugía ferozmente contra los
perros.
Los animales se precipitaron hacia él, con breves y vacilantes embestidas,
gruñendo. Vio salpicaduras de sangre en el suelo y luego un charco que absorbía la
nieve que se fundía. Notó el olor, así como el acre hedor del animal salvaje, en el aire.
—¡Rock, Bull! ¡Aquí! ¡Venid aquí, vamos!
Demasiado lejos, era la única cosa que tenía Nate en la cabeza mientras Meg
gritaba. Estaban demasiado lejos incluso para oírla. Los perros habían elegido entre
plantar cara o huir y estaban sedientos de sangre.
El oso cayó de bruces, con el lomo encorvado; sus bramidos no tenían nada que
ver con los gruñidos que les atribuían en las películas de Hollywood. Era mucho
más. Más salvaje, más escalofriante. Más real.
Pegaba zarpazos; aquellas garras como cuchillos azotaban a los perros hasta
que envió a uno de ellos rodando sobre la nieve tras soltar un agudo gañido. La
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bestia se incorporó apoyándose en las patas traseras. Era más alta que un hombre y
ancha como la luna. Tenía sangre en los colmillos y los ojos desorbitados por la pelea.
Nate disparó cuando el oso embestía y volvió a hacerlo al verlo a cuatro patas
dispuesto a perseguirles. Oyó la detonación del rifle de Meg, una vez, dos, el
estruendo que se cruzaba con el de sus propios disparos. El animal aulló, al menos a
él aquello le pareció un aullido, mientras brotaba la sangre, que le apelmazaba el
pelo.
Cayó a apenas un metro de donde se encontraban ellos e hizo temblar la tierra
bajo los pies de Nate.
Meg empujó a Nate con el rifle y echó a correr hacia el perro, que se acercaba
cojeando a ella.
—No pasa nada, tranquilo. Vamos a ver... Unos rasguños y nada más, ¿verdad?
¡Qué perro más tonto! ¿No te he dicho que volvieras?
Nate se quedó un momento donde estaba, hasta asegurarse do que el oso estaba
fuera de combate; mientras, Rock olfateaba el cadáver y metía el hocico en la sangre.
Luego se acercó a Meg, arrodillada en el suelo, vestida tan solo con unas bragas
y una blusa desabrochada.
—Vete dentro, Meg.
—No es tan grave. —Estaba arrullando a Bull—. Yo le curaré. Han puesto cebo.
Cebo en la casa, ¿no lo ves? Carne que rezuma sangre. —Sus ojos tenían la dureza de
la roca mientras señalaba los pedazos de carne mordisqueada en la parte trasera de la
casa—. Han colgado carne, carne fresca en la casa, y probablemente en el extremo del
bosque. Para atraer al oso. ¡El muy cabrón! ¡Fíjate lo que ha hecho el hijo de puta!
—Entra, Meg. Vas a coger frío. —La ayudó a incorporarse y notó que
temblaba—. Llévate esto. Yo me ocupo del perro.
Meg recogió las armas y silbó para llamar a Rock. Ya en casa, dejó las armas en
la barra y fue a buscar una manta y un botiquín.
—Túmbalo aquí —dijo a Nate cuando entró con el perro—. Mantenlo aquí
tranquilo. Esto no le gustará.
Nate hizo lo que le decía y sujetó la cabeza del perro sin decir nada mientras
ella le desinfectaba las heridas.
—No son profundas, no son demasiado profundas. Cicatrizará. Heridas de
guerra, no pasa nada. ¡Siéntate, Rock! —ordenó cuando el animal intentó escurrirse
por debajo de su brazo para oler a su compañero—.
—Voy a ponerle un par de inyecciones. —Cogió la jeringa, la clavó en el frasco
con gesto firme y aspiró el líquido—. Mantenlo inmovilizado.
—Podemos llevárselo a Ken.
—No es tan grave. No haría mucho más de lo que hago yo. Le pongo la
inyección para que se atonte y así pueda coserle las heridas más profundas. Luego le
daremos antibiótico, lo vendaremos y le dejaremos dormir para que se recupere.
Pellizcó al animal y luego lo pinchó con la aguja. Bull gimoteó y volvió los ojos
hacia Nate con gesto lastimero.
—Relájate, muchacho, dentro de muy poco te sentirás mejor.
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Acarició al perro mientras Meg empezaba a suturar las heridas.
—¿Tanto material tienes en casa?
—Aquí nunca se sabe. Cortando leña, cuando no hay electricidad, puedes
pegarte un tajo en la pierna, los caminos a veces están bloqueados, ¿y qué haces
entonces?
Fruncía el cejo mientras trabajaba y hablaba con voz tranquila y una gran
naturalidad.
—Aquí no puedes acudir al médico por una tontería. Ya casi hemos terminado,
tesoro. Ahora dormirás tranquilo y calentito. Tengo un ungüento que ayudará a
cicatrizar y evitará que se lama, porque tiene un sabor repugnante. Y vendaremos las
heridas. Mañana lo llevaremos a que le echen un vistazo, pero la cosa no es grave.
Cuando el perro se durmió bajo la manta con Rock acurrucado a su lado, Meg
cogió la botella de vino y tomó un trago directamente de ella. Sus manos volvían a
temblar visiblemente.
—¡Madre mía!
Nate le cogió la botella y la apartó con cuidado. Luego la asió por los codos y la
levantó un poquitín del suelo.
—No vuelvas a hacerme esto nunca más.
—¡Eh!
—Mírame. Escúchame.
Casi no tuvo otra opción, pues la voz de Nate retumbaba y su rostro, rígido por
el enfado, ocupaba todo su campo visual.
—No vuelvas a correr un riesgo así nunca más.
—Tenía que...
—No tenías que nada. Yo estaba aquí. No había ningún motivo para salir
corriendo de la casa, medio desnuda, a enfrentarte a un oso pardo.
—No era pardo —exclamó ella—, era negro.
Nate la soltó.
—¡Por el amor de Dios, Meg!
—Sé cuidar de mí y de lo mío.
Nate se volvió con una expresión tan furiosa que ella retrocedió
instintivamente. No se encontraba ante el amante paciente, estaba frente al poli de
mirada fría. Un hombre cuya furia podría chamuscarla.
—Ahora eres mía, empieza a acostumbrarte a ello.
—No estoy dispuesta a quedarme como un pasmarote y a hacerme la desvalida
porque...
—¡Desvalida! ¿No te jode? ¿Quién te pide que te hagas la desvalida? Hay una
diferencia entre hacerse la desvalida y salir disparada medio desnuda sin saber qué
encontrarás fuera. La diferencia es abismal, Meg, y encima has intentado apartarme
de tu camino empujándome con la culata del rifle.
—No... ¿Eso he hecho? —Curiosamente, fue el enfado de Nate el que moderó el
suyo y le permitió reflexionar—. Lo siento, lo siento. No tenía que haberlo hecho.
Se tapó el rostro con las manos y respiró profundamente hasta calmar el pánico,
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el enfado y los temblores.
—Puede que haya hecho cosas mal, pero me he limitado a reaccionar. Yo... —
Extendió la mano en son de paz y cogió de nuevo el vino. Bebió despacio para aliviar
la sequedad de la garganta—. Mis perros son mis compañeros. Tienes que entender
que una persona no duda cuando un compañero está en peligro. Enseguida he
sabido cuál era la situación. No tenía tiempo para explicaciones. Y luego no me he
tomado la molestia de contarte lo que... lo que he sentido al saber que ahí fuera
estabas a mi lado. Aunque no lo haya demostrado, en todo momento era consciente
de que estabas allí y eso era importante.
Su voz se hizo más grave y se llevó la mano libre a los ojos hasta que consiguió
controlarse.
—Si prefieres seguir cabreado, no voy a tenértelo en cuenta, pero podrías
esperar a que me pusiera algo encima para seguir con la bronca. Tengo frío.
—Creo que he terminado. —Se acercó a ella, la tomó entre sus brazos y la
estrechó con todas sus fuerzas.
—Fíjate, estoy temblando. —Hundió un poco más su cuerpo en el de él—. No
me lo podría permitir si no estuvieras tú para sujetarme.
—Vístete.
Siguió sujetándola por el hombro hasta el salón y luego se acercó a la chimenea
para añadir un tronco al fuego.
—Siento la necesidad de cuidarte —dijo Nate en voz baja—. Pero no te asfixiaré
con ello.
—Ya lo sé. Y yo necesito cuidar de mí misma, pero no te apartaré de mi camino.
—De acuerdo. Y ahora cuéntame lo del cebo.
—Los osos siempre andan detrás de la comida. Por eso cuando vas de excursión
entierras o envuelves herméticamente los restos, por eso guardas las provisiones en
recipientes completamente cerrados y los cuelgas lejos de las tiendas. También por
eso construyes un escondite para la comida, lo colocas sobre pilotes y cada vez que
utilizas la escalera para alcanzar las provisiones la bajas después de usarla.
Se puso el pantalón y se pasó la mano por el pelo.
—Los osos huelen el rastro de la comida, dan un paseo a ver qué encuentran y
son capaces de subir por una escalera. No te imaginas cómo suben. Pueden incluso
pasear por un pueblo, por una zona poblada, escarbar en los contenedores de basura,
en los comederos para pájaros, en todas partes. Hasta puedes encontrar a alguno que
intenta entrar en tu casa para descubrir si dentro hay algo más suculento que comer.
Normalmente, puedes ahuyentarlos, pero a veces es imposible.
Se abrochó la blusa y se acercó a la chimenea.
—Fuera hay pedazos de carne en el suelo y apuesto a que encontraremos restos
del plástico que la envolvía. Alguien lo dejó aquí con la idea de que algún oso se
acercara a la casa; en esta época del año es muy probable que el cebo funcione. Los
osos dejan de hibernar. Tienen hambre.
—Alguien dejó el cebo esperando que cayeras en la trampa.
—Yo no, tú. —Y aquello le revolvió el estómago—. Piensa un poco. Han tenido
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que ponerlo en algún momento de hoy, antes de que yo volviera. Si lo hubieran
hecho mientras estábamos aquí habríamos oído a los perros. Imagínate que hubieras
estado esta noche aquí solo, como la noche anterior, ¿qué habrías hecho al oír a los
perros como hace un momento?
—Habría salido a ver qué ocurría, pero me habría llevado el arma.
—El revólver —dijo ella moviendo la cabeza—. Tal vez puedas derribar a un
oso con un revólver o espantarlo, siempre y cuando tengas la suerte de poder
disparar varias veces antes de que te arrebate el arma y se la zampe. En realidad lo
único que conseguirías es enfurecer más a un oso que se está atracando con el cebo o
luchando con un par de huskies rabiosos. Tendría que librarse de mis perros, pero es
probable que le hubieran hecho algún daño antes de que la bestia los hiciera pedazos.
Y tú ahí fuera, solo con la nueve milímetros, habrías terminado también hecho trizas.
Es lo más seguro. Un oso herido, un oso enfurecido, cruzaría la puerta de la casa para
perseguirte. Con eso es con lo que contaba quien lo hizo.
—Si es así, estoy poniendo muy nervioso a alguien.
—Es lo que suelen hacer los polis, ¿no? —Meg le acarició la rodilla cuando se
sentó a su lado—. Quien fuera quería verte muerto o muy malherido. Y no le
importaba de paso sacrificar a mis perros.
—O a ti, caso de que las cosas hubieran ido de otra forma.
—O a mí. Pues ahora ya me ha cabreado. —Le dio unos golpecitos en la rodilla
antes de levantarse y empezar a andar arriba y abajo—. Lo de matar a mi padre me
hizo daño. Pero llevaba tanto tiempo sin verlo que pude encajarlo. Localizarlo y
meterlo en una cámara frigorífica ya es mucho, pero nadie toca a mis perros.
Se volvió y vio la sonrisa que había vuelto al rostro de Nate.
—Ni al tipo con el que voy a casarme, sobre todo antes de que me haya
regalado ese anillo tan caro. ¿Sigues enfadado conmigo?
—No mucho. Nunca se me olvidará cómo te he visto ahí fuera con las bragas
rojas y la camisa roja abierta agitándose al viento mientras apuntabas con el rifle.
Espero que dentro de poco esa imagen sea más erótica que terrorífica.
—Realmente te amo. Esto sí que es increíble. —Se restregó el rostro con
fuerza—. No podemos dejar ese cadáver ahí fuera. Atraería a un montón de
visitantes, y los perros se revolcarían encima de él por la mañana. Voy a llamar a
Jacob para pedirle que me ayude y ver si es capaz de encontrar algún rastro de quién
dejó el cebo.
Vio la cara que ponía Nate y siguió andando.
—Ya sé qué te ronda en la cabeza. Jacob ha estado aquí hoy y ha traído carne de
oso. Él no podría hacerlo, Nate. Y puedo darte un montón de razones que lo
demostrarían. Ante todo que es buena persona y que me quiere. Por otro lado, no
pondría en peligro a mis perros. Los quiere y los respeta demasiado. Además, sabía
que yo volvía esta noche. Le he llamado en cuanto me han arreglado el motor. Por
último, si quisiera verte muerto, hundiría un puñal en tu corazón y te enterraría
donde nadie pudiera encontrarte. Simple, limpio, directo, sin complicaciones. ¿Eso?
Eso ha sido un acto rastrero y cobarde, y también bastante desesperado.
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—Estoy de acuerdo contigo. Llámale.
A la mañana siguiente, en su despacho, Nate estudió las últimas pruebas que
había recogido. Unos fragmentos de plástico de color blanco, que parecían del mismo
material que las bolsas de La Tienda de la Esquina, y trozos de carne que había
guardado en una bolsa de pruebas cerrada herméticamente.
Además de un pendiente de plata.
¿Había visto antes aquel pendiente? En lo más recóndito de su cerebro había
algo que intentaba abrirse paso.
Un único pendiente de plata. Los hombres los llevaban más en la actualidad
que antes. La moda cambiaba y evolucionaba, y hoy en día un pendiente masculino
no desentonaba ni con un traje.
¿Pero dieciséis años atrás? No era algo tan normal en un hombre. Tal vez sí
para un hippy, un músico, un artista, un motorista, un rebelde. Tampoco se trataba
de una discreta bolita o de un aro fino; sobre todo con aquella cruz colgante.
Era más bien una declaración de principios.
No era de Galloway. Había comprobado las fotos y Galloway había muerto con
un aro en una oreja. Y con la lupa había llegado a la conclusión de que no tenía
perforada la otra.
Para asegurarse, lo preguntaría al forense.
Pero estaba convencido de que lo que tenía delante pertenecía al asesino.
La pequeña pieza de atrás —¿cómo demonios se llamaba aquello?— había
saltado. Podía ver mentalmente una figura sin rostro retrocediendo con el piolet y el
pequeño pendiente que caía al suelo sin que nadie se diera cuenta; pegando con el
piolet, dando en el blanco.
¿Había permanecido allí, observando la expresión perpleja de Galloway,
mientras su amigo caía deslizándose por la pared de hielo? ¿Había permanecido allí,
sin perder detalle, observándolo? ¿Perplejo también o satisfecho? ¿Emocionado o
consternado? Poco importaba, decidió Nate. El trabajo estaba hecho.
¿Ir a por la mochila, revisarla? No hacía falta dejar víveres o dinero, suponiendo
que lo guardara ahí. Había que ser práctico, sobrevivir.
¿Cuánto tiempo debió de tardar en darse cuenta de la pérdida del pendiente?
Demasiado tarde para volver y buscarlo, un detalle demasiado insignificante para
preocuparse.
Aunque siempre eran los detalles los que solucionaban un caso... y podían
significar la cárcel.
—¿Nate?
Con el pendiente en la mano reaccionó ante la llamada del interfono.
—¿Sí?
—Jacob quiere verlo —dijo Peach.
—Hágalo pasar.
No se levantó, pero se puso cómodo mientras Jacob entraba y cerraba la puerta.
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—Suponía que pasaría esta mañana.
—Debo contarle algo que no quise mencionar anoche delante de Meg.
Jacob llevaba una camisa de gamuza, unos vaqueros descoloridos y un collar de
cuentas con piedras de color tostado, muy brillantes. Había recogido su melena
plateada en una larga cola. No llevaba nada en los lóbulos de las orejas.
—Siéntese —le invitó Nate—. Y cuéntemelo.
—Se lo contaré de pie. Puede contar conmigo para acabar con todo esto o haré
lo que tenga que hacer por mi cuenta. Pero tiene que acabar.
Dio un paso adelante y, por primera vez desde que lo conocía, Nate vio una
clara expresión de cólera en su rostro.
—Ella es mi niña. Ha sido más tiempo mía que de Pat. Es mi hija. Piense lo que
quiera de mí, imagine lo que quiera, pero tiene que saber algo: haré todo lo necesario
para descubrir quién la puso en peligro anoche.
Nate se balanceó un poco en la butaca.
—¿Quiere una placa?
Vio cómo Jacob cerraba los puños y los abría de nuevo, despacio, con la misma
lentitud con la que la expresión de cólera se convirtió en otra más enigmática.
—No, creo que no quiero una placa. Demasiado peso para mí.
—De acuerdo, contaremos con usted de manera extraoficial. ¿Le parece mejor
así?
—Sí.
—Acerca de esas personas a las que hizo usted preguntas, las que le hablaron
del dinero... ¿Es posible que haya llegado algún rumor a Lunacy?
—Más que posible. La gente habla, sobre todo los blancos.
—Y si corre un rumor, tampoco sería muy extraño llegar a la conclusión de que,
dada su relación con Galloway y con Meg, usted me transmitiría la información.
Jacob se encogió de hombros.
—¿Y si espera un poco y me escucha? —pidió.
Jacob sonrió y dijo:
—He vivido mucho y soy duro de pelar. Usted ni una cosa ni la otra. Lo de
anoche fue algo tosco y estúpido. ¿Por qué no pegarle un tiro en la cabeza cuando
estaba usted solo junto al lago? Luego cargarle con piedras y hundirle en él. Es lo que
haría yo.
—Y yo se lo agradezco. Pero este tipo no toma la directa. Ni siquiera con
Galloway —dijo Nate mientras Jacob miraba el tablero—. Aquello fue un instante de
locura, de codicia, una ocasión. Tal vez las tres cosas. No estaba planificado.
—No. —En esta ocasión, Jacob asintió—. Hay métodos más sencillos para matar
a un hombre que escalar una montaña.
—Un golpe con el piolet —siguió Nate—. Uno. Luego el tipo es demasiado...
delicado para extraérselo, para deshacerse del cadáver. Habría sido excesivamente
directo, excesivamente enrevesado. Lo mismo que hizo con Max. Simular un
suicidio. Max era tan responsable como él; quizá el asesino lo ve así. ¿Y el perro?
Simplemente un perro, una tapadera, una distracción y un golpe indirecto a Steven
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Wise. No se enfrentaría a mí cara a cara.
Puso el pendiente sobre la mesa.
—¿Lo reconoce?
Jacob frunció el ceño.
—Bisutería, un símbolo. No es un objeto de los nativos. Tenemos los nuestros.
—Creo que el asesino lo perdió hace dieciséis años. Olvidado desde hace
mucho. Pero el dueño lo recordará si lo ve de nuevo. Yo lo había visto antes. No sé
dónde. —Nate lo cogió e hizo girar la cruz—. No sé dónde.
Se lo llevó. No era el procedimiento que debía seguirse en esos casos, pero Nate
guardó el pendiente en el bolsillo y se dispuso a salir para hacer unos recados.
No comentó a nadie el incidente en casa de Meg y les pidió a ella y a Jacob que
hicieran lo mismo. Un pequeño juego con el asesino, pensó.
En aquel espléndido día primaveral, cuando la luz duraba horas y horas y el
verde dominaba al blanco, salió a resolver unos asuntos, charló con la gente del
pueblo, escuchó sus problemas y quejas.
Y se fijó en los lóbulos de las orejas de todos los hombres con los que habló.
—Pueden cerrarse —le había comentado Meg por la noche.
—¿Cómo?
—Los agujeros de las orejas, o lo que decidas perforarte. —Hacía danzar los
dedos suavemente por encima de su pene.
—Por favor. —Apenas conseguía disimular el escalofrío y a ella la hacía reír.
Maliciosamente.
—Según dicen, lo hace más excitante.
—Ni hablar. ¿Qué quieres decir, cerrarse?
—Que pueden cicatrizar. Si hace poco que te lo has hecho y no llevas nada
colgado, se —hizo un sonido de succión— cierra otra vez.
—¡La hostia! ¿De verdad?
—Yo antes llevaba cuatro en esta. —Tiró de su oreja izquierda—. Me dio por
ahí y me hice el tercer y el cuarto agujeros.
—¿Tú? ¿Te lo hiciste tú misma?
—Claro. ¿Por quién me has tomado, por una pava? —Meg, desnuda, rodó sobre
él. A Nate se le fue el santo al cielo un buen rato—. Durante unas semanas llevé
cuatro, pero me molestaban y decidí pasar de los últimos que me había puesto. Y los
agujeros se cerraron. —Estiró el brazo para encender la luz y ladeó la cabeza—. ¿Ves?
—Podías habérmelo dicho antes de que me dedicara a inspeccionar las orejas de
todo el pueblo y a tomar notas sobre quién tenía agujeros y quién no.
Meg le acarició el lóbulo.
—Estarías guapo con uno.
—No.
—Puedo hacerte yo misma el agujero.
—Ni hablar. Ni en la oreja ni en ninguna otra parte.
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—¡Qué soso!
—Pues sí. Y ahora tendré que planteármelo todo de nuevo, ya que la lista no me
sirve.
Meg se colocó a horcajadas sobre él diciendo:
—Plantéatelo más tarde.
Se dejó caer por el Lodge y encontró allí a Hopp y Ed charlando mientras
tomaban una ensalada de búfalo. Se detuvo delante de ellos.
—¿Puedo interrumpirles un momento?
—¡Cómo no! ¡Siéntese! —Hopp le dejó sitio—. Estábamos tocando cuestiones
que usted llamaría fiduciarias. A mí me dan dolor de cabeza y a Ed le encantan.
Intentábamos descubrir la forma de estirar el presupuesto para abrir una biblioteca.
Podríamos retirar una parte de lo que se había destinado a la ampliación de correos,
al menos de momento. ¿Qué le parece?
—Una buena idea.
—En eso estamos de acuerdo. —Ed se dio unos toques en el labio con la
servilleta—. Claro que para estirarlo nos haría falta un poco más de goma elástica. —
Guiñó el ojo a Hopp—. Ya sé que no es eso lo que usted quiere oír.
—Podemos implicar a mucha gente, conseguir donaciones para material, mano
de obra. Que regalen libros o se hagan colectas. La gente participa si le interesa un
proyecto.
—Pueden contar conmigo —les dijo Nate—. Siempre que esté en mi mano. Y
ahora yo también tengo una pregunta que pertenece al campo fiduciario.
Precisamente iba a pasar a verlo, Ed. Una pregunta bancaria, que se remonta a
muchos años atrás, o sea que puede poner a prueba su memoria.
«Sin agujero en la oreja», se dijo Nate mientras Ed asentía.
—En cuestiones bancarias tengo buena memoria. ¡Adelante!
—Tiene relación con Galloway.
—¿Con Pat? —Bajó la voz mientras echaba un vistazo al restaurante—. No sé si
está bien hablar de esto aquí. Charlene...
—Será un momento. Me han informado de que Galloway se hizo con un dineral
jugando al póquer cuando estaba en Anchorage.
—A Pat le encantaba el póquer —comentó Hopp.
—Y que lo diga. Jugué con él en más de una ocasión. Apuestas mínimas, eso sí
—añadió Ed—. No creo que pudiera ganar mucho.
—Mis informaciones afirman lo contrario. Por eso me preguntaba si envió
dinero a su cuenta de aquí, antes de irse a escalar.
—Que yo recuerde, no. Ni siquiera una paga. Por aquel tiempo nuestra empresa
tenía muy poca envergadura, como le he comentado ya. —Empequeñeció los ojos al
pensar en ello—. De todas formas, en la época en que se marchó Pat contábamos ya
con una caja fuerte con todas las de la ley y con dos cajeros a media jornada. Aun así,
casi todas las operaciones pasaban por mis manos.
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Se apoyó en el respaldo mientras se frotaba la barbilla.
—Pat no se preocupaba por la economía. No era de los que vienen al banco a
ingresar, ni a retirar efectivo.
—¿Y cuando iba a trabajar fuera? ¿Mandaba dinero aquí?
—Eso sí lo hizo alguna vez. Recuerdo que Charlene pasó durante más de dos
meses una vez por semana, a veces incluso dos, para comprobar si él había ingresado
algo. De haberse hecho con una gran cantidad, aunque dudo que la consiguiera, la
habría depositado aquí o, vaya usted a saber, tal vez la habría metido en una caja de
zapatos.
—Yo me inclinaría más por la segunda opción —intervino Hopp—. Para Pat el
dinero nunca tuvo importancia.
—Suele pasar con los que han nadado en la abundancia. —Ed se encogió de
hombros—. En cambio, aquí nos tiene a nosotros —añadió, guiñando otra vez el ojo a
Hopp—, obligados a hacer equilibrios para tener una biblioteca.
—Pues les dejo que sigan con sus planes. —Nate se alejó deprisa—. Gracias por
atenderme.
—Tendría que invertir su tiempo en cuestiones del pueblo. —Ed movía la
cabeza mientras se llevaba la taza a los labios.
—Supongo que cree que esas lo son —repuso Hopp.
—Tenemos que poder contar con el Primero de Mayo, si queremos conseguir la
biblioteca.
—De acuerdo. Mientras él se mantenga discreto. No parará hasta que se
convenza de que fue Max quien mató a Pat. Ignatious el tenaz —dijo—. Así lo veo yo
últimamente. No abandonará. Una virtud encomiable en un jefe de policía.
Jacob no se había equivocado: algunos no hablan con la poli. Incluso con Jacob
allí, Nate fue incapaz de sacar más jugo al viaje que hizo a Anchorage.
Aunque tampoco fue una pérdida de tiempo.
No había ido a ver a Coben. Debería haberlo hecho, admitió, mientras pasaba
casi rozando el agua del lago. Debería haberse llevado el pendiente, pero no lo había
hecho.
Necesitaba un poco más de tiempo. Un poco más de tiempo para juntar las
piezas.
Relajó los hombros cuando la avioneta se deslizó sobre el agua.
—Gracias por acompañarme, Jacob. ¿Quiere que asegure el aparato? ¿Se viene
usted?
—¿Lo sabe hacer?
—Aquí es como un barco con alas. Y amarrar un barco al muelle no tiene
secretos para mí.
Jacob señaló con la cabeza a Meg, que se acercaba a ellos.
—Usted tiene otras ocupaciones.
—Pues sí. Hasta luego.
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Puso el pie en uno de los flotadores, rezando para no perder el equilibrio,
avergonzado con la idea de que podía caerse al lago. Pero supo ponerlo luego en un
extremo del muelle en el momento en que Meg lo ponía en el otro.
—¿Adónde va? —gritó Meg al ver que Jacob se alejaba deslizándose.
—Ha dicho que tenía otras cosas que hacer. —Estiró el brazo para cogerle la
mano—. Vuelves pronto.
—No, tú llegas tarde. Son casi las ocho.
Nate miró hacia el cielo, aún claro como al mediodía.
—Todavía no me he acostumbrado. ¿Dónde está mi cena, mujer?
—Ja, ja, ja. Hazte unas hamburguesas de alce a la parrilla.
—Hamburguesas de alce, mi plato preferido.
—¿Has descubierto algo más en Anchorage?
—No, al menos en cuanto a la investigación. ¿Y a ti cómo te ha ido?
—Pues he estado muy poco rato en Anchorage. Pero ya que me encontraba allí,
casualmente, he pasado por una tienda donde, mira por dónde, he visto vestidos de
boda.
—¿De verdad?
—Deja las risitas. Sigo convencida de que no quiero algo rimbombante.
Haremos una fiesta sonada aquí en la casa. Pero he decidido que me compraré un
vestido chulo. Uno que te deje sin respiración.
—¿Y lo has encontrado?
—Tendrás que esperar. —Subió al porche delante de él y luego le dio un sonoro
beso—. A mí me preparas la hamburguesa de alce muy hecha y el panecillo
ligeramente tostado.
—Vale. Pero antes de cenar te diré que yo también he hecho unas compras para
la boda.
—¡No me digas!
—Sí te digo. —Sacó el estuche del anillo que llevaba en el bolsillo—. ¡A que no
sabes qué es!
—Es mío. Dámelo.
Nate abrió la tapa y tuvo el placer de ver que Meg se quedaba maravillada al
ver el solitario acompañado por relucientes piedras preciosas en un aro de platino.
—¡Joder! —Le arrebató el estuche y sosteniéndolo en alto bajó del porche.
Empezó a bailar por el jardín, soltando unos sonidos que él interpretó como prueba
de asentimiento.
—¿Eso significa que te gusta?
—¡Qué brillo! —Se acercó de nuevo a él describiendo círculos—. Esto es un
anillo, jefe Burke. ¿Cuánto te ha costado?
—¡Por favor, Meg!
Ella siguió riendo.
—Ya lo sé, es de mal gusto. En realidad no me importa. Es una pasada, Nate. Es
estúpido y extravagante, o sea que es perfecto. Absolutamente perfecto.
Lo sacó y lo dejó en la palma de la mano de Nate.
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—Vamos, pónmelo, y deprisa.
—Perdona pero, ¿no podríamos darle un poco de solemnidad a esta parte?
—Creo que ya es tarde para ello. —Empezó a mover los dedos—. Vamos.
Suéltalo.
—Menos mal que no me he devanado los sesos pensando en algo poético para
la ocasión. —Lo deslizó por el dedo de Meg, donde despedía enormes destellos—.
Cuidado, puedes sacarte un ojo con esto.
—¿Cuándo voy a hacer paf?
—¿Cómo?
—Cada vez estoy más colada por ti. ¿Cuándo voy a llegar al fondo y hacer paf?
—Sujetó la cara de Nate de aquella forma que le provocaba siempre un vuelco en el
corazón—. No sé si yo soy perfecta para ti, pero estoy convencidísima de que tú sí lo
eres para mí.
Nate le tomó la mano en la que llevaba el anillo y se la besó.
—Si hay que hacer paf, lo haremos juntos. Ahora ocupémonos de esas
hamburguesas de alce.
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Capítulo 30
—¿Qué es eso?
Meg miraba el llavero que tenía Nate en la mano y fruncía el ceño a propósito.
—Parecen llaves —respondió ella.
—¿Y por qué necesitas tantas?
—¿Quizá porque hay muchas cerraduras? ¿Qué es esto, un concurso?
Nate las hizo sonar en la palma de la mano mientras ella le dedicaba una
risueña e inocente sonrisa.
—Si la mitad de las veces ni siquiera cierras, Meg. ¿Dónde vas ahora con tantas
llaves?
—Pues... Hay momentos en que una persona tiene que entrar en algún lugar y,
mira por dónde, lo encuentra cerrado. Entonces le hace falta una llave.
—Y este lugar que, mira por dónde, está cerrado, ¿no sería por casualidad
propiedad de dicha persona?
—Técnicamente sí. Pero nadie es una isla, cada uno pone su grano de arena.
Todos somos uno en el universo zen.
—¿O sea que estas serían las llaves zen?
—Exactamente. Devuélvemelas.
—Me parece que no. —Cerró el puño donde las guardaba—. Incluso en el
universo zen no soportaría tener que detener a mi esposa por allanamiento.
—Todavía no soy tu esposa, colega. ¿Tienes alguna orden de registro?
—Estaban a la vista. No hace falta orden.
—Gestapo.
—Delincuente. —Nate sujetó su barbilla con la mano que tenía libre y le dio un
beso. Luego, abrió la puerta del cuatro por cuatro y llamó a los perros—: Vamos,
chavales. Saldremos a dar una vuelta.
Meg ya no quería dejar a los perros solos en la casa. Se los llevaba con ella o a
casa de Jacob, y los días que no podía hacerlo los dejaba en el Lodge.
Echó una mano a Bull, que seguía con molestias, para facilitarle el salto.
—Que tengas un vuelo tranquilo —dijo Nate.
—Vale.
Con las manos en los bolsillos, Meg tomó el camino hacia la avioneta; de pronto
se volvió y siguió andando hacia atrás.
—No sé si sabes que puedo conseguir más llaves. Tengo mis propios métodos.
—Seguro —murmuró Nate.
Esperó, como hacía habitualmente, a que despegara. Le gustaba ver cómo se
deslizaba en el agua y empezaba a elevarse mientras los motores rompían la quietud.
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En momentos como aquellos, Nate no pensaba más que en ella, en los dos, en la vida
que estaban comenzando.
Había descubierto que Meg había empezado a ocuparse de algo curioso —
después de que se fundiera la nieve—; de un par de parterres de flores situados a
uno y otro lado del porche. Ella le había hablado de la aguileña y del botón de oro, y
también de la orina de lobo que echaba alrededor para protegerlas de los alces.
Sus espuelas de caballero, le había asegurado, llegarían a alcanzar los tres
metros en los largos días de verano.
Había que verlo, iba pensando Nate. Uno no imagina a Meg Galloway, piloto,
cazadora de osos y aficionada al allanamiento, cuidando un jardín. Había afirmado
que sus dalias eran grandes como tapacubos.
Deseaba verlo. Deseaba poder sentarse en el porche con ella en una de aquellas
interminables noches de verano con el sol dominando en el cielo y la alfombra de
flores delante de la casa.
Una cosa sencilla, pensó. Su vida podía estar formada por miles de momentos
sencillos. Y sin embargo no ser nunca aburrida.
La avioneta fue ascendiendo y ascendiendo: un pajarito rojo en el vasto y azul
cielo. Nate sonrió, notó el vuelco en el corazón al ver el leve descenso de las alas, a la
derecha, a la izquierda, a modo de saludo.
Cuando se hizo otra vez el silencio, subió al jeep con los perros y pensó en otras
cosas.
Puede que fuera una tontería dar tanta importancia a un pendiente, a una
pequeña pieza de plata, y a la afirmación sin demasiada base de que Galloway tenía
en su poder cierta cantidad de dinero.
De todas formas, él había visto aquel pendiente antes y debía acordarse de
dónde. Tarde o temprano se acordaría. El dinero es algo que suele asociarse a un
asesinato.
Dejó que todo aquello vagara por su cabeza mientras conducía hacia Lunacy.
Galloway poseía dinero en efectivo y a una bella mujer. Motivos evidentes para un
asesinato. Además, en un lugar como aquel, las mujeres eran un bien escaso.
La comisión del desfile había empezado a colocar banderitas para la celebración
del Primero de Mayo. No eran las habituales rojas, blancas y azules que se veían
normalmente en los desfiles de pueblo. ¿Por qué iban a seguir la rutina en Lunacy?
Allí, los banderines y las pancartas tenían un arco iris de azules, amarillos, verdes...
Vio que un águila se había posado sobre uno de los adornos, como si estuviera
dando su aprobación.
En la calle principal todo el mundo engalanaba las viviendas y los negocios
para celebrar la primavera. En las ventanas se veían macetas y cestas con
pensamientos y col rizada, plantas que, según le habían comentado, aguantaban bien
el frío. Los porches y los postigos lucían una capa nueva de pintura. Las motos
normales habían sustituido a las de nieve.
Los niños ya iban a la escuela en bici y se veían más Doc Martens y Timberlands
que botas afelpadas.
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Aun así, las montañas que anunciaban todo el resplandor primaveral, que se
alzaban hacia un cielo que mantenía la luz veinticuatro horas al día, se aferraban
implacablemente al invierno.
Nate aparcó y llevó los perros al patio. Lo miraron con expresión lastimera
mientras entraban con la cola entre las piernas.
—Ya sé que es un muermo. —Se agachó, poniendo los dedos en el aro de la
cadena para que pudieran lamérselos—. Hay que esperar a que pille al malo para
que vuestra mamá deje de preocuparse y podáis quedaros en casa jugando.
Cuando se alejó, los animales aullaron, y no pudo reprimir un sentimiento de
culpabilidad.
Cruzó el vestíbulo y se fue a ver a Charlene al despacho.
—He contratado a tres alumnos del instituto para el verano —dijo Charlene
mientras tecleaba en el ordenador—. Con todas las reservas que tenemos, me harán
falta.
—Eso está muy bien.
—Los guías de por aquí también suelen contratar a algunos. Esto en junio será
un hervidero de jóvenes atractivos. —Lo dijo con un brillo en los ojos que a Nate le
pareció más de desafío que de emoción.
—Así estaremos todos ocupados. Charlene... —Cerró la puerta—. Voy a
preguntarle algo que no le gustará.
—¿Y desde cuándo eso podría detenerlo?
Decidió que no hacía falta mostrarse delicado.
—¿Quién fue el primero con el que se acostó después de que Galloway se
marchara?
—Yo no follo para contarlo luego, Nate. Si alguna vez me hubiera hecho caso
cuando le tiraba los tejos, lo sabría.
—No se trata de chismorreos, Charlene, ni de un juego. ¿Para usted tiene
importancia saber quién mató a Pat Galloway?
—Naturalmente. ¿Sabe lo duro que resulta organizar sus funerales sabiendo
que sigue en algún depósito y sin tener ni idea de cuándo lo traerán? Todos los días
pregunto a Bing cuándo cree que la tierra estará lo suficientemente blanda para hacer
el agujero. Para cavar la fosa de mi Pat.
Arrancó dos pañuelos de papel de la caja que tenía sobre la mesa y se sonó
ruidosamente la nariz.
—Cuando mi madre enterró a mi padre —dijo Nate—, se pasó un mes, o más,
deambulando por la casa como un fantasma. Hizo todo lo que había que hacer, como
usted ahora, pero era imposible acercarte a ella. No podías ni rozarla. Se retiró no sé
dónde y nunca más conseguí aproximarme a ella.
Charlene parpadeó con lágrimas en los ojos y dejó los pañuelos.
—¡Qué triste!
—Usted no lo ha hecho. No ha querido convertirse en un fantasma. Déjeme que
le haga una pregunta. ¿Quién se le insinuó, Charlene?
—Más bien quién no lo hizo. Yo era joven y de buen ver. Tenía que haberme
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visto entonces.
Algo se revolvió, Nate se disponía a pillarlo por la cola cuando ella explotó.
—¡Y estaba sola! No sabía que él estaba muerto. De haberlo sabido, no habría
ido con tanta rapidez a... Estaba dolida y furiosa. Y cuando los hombres se agolparon
a mi alrededor, ¿qué es lo que me impedía mariposear? ¿Vivir mariposeando?
—Nadie se lo echa en cara.
—John fue el primero con el que me acosté. —Le tembló un hombro mientras
arrojaba los pañuelos a la papelera rosa—. Sabía que estaba encaprichado de mí y lo
encontraba tan dulce... tan atento... —dijo con nostalgia—. De modo que opté por él.
Aunque no solo por él. Me desquité. Rompí corazones y también matrimonios. Me
importaba un bledo.
Se tranquilizó y por un momento dio una imagen relajada, casi pensativa.
—Nadie mató a Pat por mí. Y si lo hicieron, perdieron el tiempo. Porque
ninguno de ellos me importó en absoluto. Nunca les di nada que no pudiera quitarles
después. Pat no murió por mi culpa. Si fuera así, le juro que no podría vivir con ello.
—No murió por su culpa. —Se colocó detrás de ella, y poniendo las manos
sobre sus hombros, la acarició suavemente—. No.
Charlene levantó la mano y la apoyó en la de él.
—Seguí esperando que volviera. Que viera que no me había consumido de
añoranza por él y me quisiera de nuevo. Le juro, Nate, que creo que lo esperé hasta
que Meg y usted fueron allá arriba. Hasta que usted lo encontró, yo estuve
esperándolo.
—Él habría vuelto. —Apretó un poco la mano que apoyaba en su hombro
cuando vio que ella negaba con la cabeza—. Haciendo lo que hago yo, se conoce a las
víctimas. Penetras en su interior, las comprendes mejor, en general mucho mejor que
quienes vivieron con ellas. Habría vuelto.
—Es lo más bonito que me ha dicho nadie en la vida — dijo Charlene al cabo de
un momento—. Y más porque viene de alguien que no intenta llevarme al huerto.
Nate le dio unos toquecitos en el hombro y luego cogió el pendiente que llevaba
en el bolsillo.
—¿Reconoce esto?
—Hum... —Se sorbió la nariz y se pasó un dedo por las pestañas para
secárselas—. Es bonito pero no sé... es masculino. No es mi estilo. A mí todo me
gusta más ostentoso.
—¿Podía ser de Pat?
—¿De Pat? No, no tenía nada parecido. De cruces, nada. Lo religioso no era lo
suyo.
—¿Lo había visto alguna vez?
—No creo. Tampoco me acordaría, imagino. Una cosa tan insignificante...
Decidió empezar a enseñarlo por ahí para ver las reacciones. Cuando vio que
Bing estaba desayunando en el Lodge, se acercó a su mesa y sujetó el pendiente
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dejándolo colgar entre sus dedos.
—¿Ha perdido esto?
El otro apenas miró el pendiente antes de clavar la vista en los ojos de Nate.
—La última vez que le hablé de algo que había perdido tuve más problemas
que otra cosa.
—Me gusta devolver los objetos a su legítimo dueño.
—No es mío.
—¿Sabe de quién es?
—No me paso el día mirando las orejas del personal. Ni voy a pasar mucho más
tiempo mirando su careto.
—A mí también me ha alegrado verlo, Bing. —Guardó el pendiente. Bing se
había recortado un par de centímetros la barba; al constatarlo, Nate pensó que para él
aquello indicaba que había llegado el buen tiempo—. Febrero de 1988. Aún no he
encontrado a nadie por aquí que pueda asegurarme que pasó usted todo aquel mes
en Lunacy. Un par de personas me han dicho que creían que estuvo fuera.
—Cada cual tendría que ocuparse de sus asuntos, como hago yo.
—Max estaba fuera y, por lo que me han contado, a usted por aquella época le
atraía Carrie.
—No más que cualquier otra.
—Un momento oportuno para mover pieza. Creo que usted es de los que no
desaprovechan la oportunidad.
—Yo no le interesaba, ¿para qué iba a perder el tiempo? A tomar viento. Mucho
más fácil encontrar a una y pagar a tocateja. Puede que aquel invierno me fuera a
Anchorage. Ahí había una puta llamada Kate con la que tuve algún negocio. Al igual
que Galloway. Sus asuntos tendría él también.
—¿Kate la puta?
—Sí. Ahora está muerta. Mala leche... —Hizo un gesto de indiferencia mientras
seguía comiendo—. Se quedó seca entre cliente y cliente. Al menos eso dicen. —Se
inclinó hacia delante—. Yo no maté a aquel perro.
—Usted lo dice, pero se le ve más preocupado por esto que por la muerte de
dos hombres.
—Los hombres saben cuidarse muchísimo mejor que un perro viejo y ciego. Tal
vez estuviera un tiempo en la ciudad aquel invierno. Tal vez me encontré a Galloway
ante la puerta de Kate. No le di más importancia.
—¿Habló con él?
—Tenía otras cosas en la cabeza. Igual que él. El póquer.
Nate levantó las cejas con expresión sorprendida e interesada.
—¿En serio? De pronto ha empezado a recordar muchísimos detalles.
—¡Es que lo tengo todo el rato delante de mis narices! Como ha conseguido
quitarme el apetito, me ha dado por pensar.
—¿Iba usted a la partida de póquer?
—Yo iba de putas, no a jugar.
—¿Habló él de algún plan de escalada al Sin Nombre?
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—Oiga, él estaba subiéndose los pantalones, y yo estaba a punto de bajármelos.
¿Cree que era momento para chácharas? Dijo que había tenido una buena racha, que
se había tomado un respiro para echar un clavo con Kate y regresaba. Kate comentó
no sé qué de que aquello estaba plagado de lunáticos y que le parecía de puta madre.
El negocio iba viento en popa y pasamos a nuestro asunto.
—¿Volvió a ver a Galloway cuando acabó con sus asuntos?
—No recuerdo que lo viera. —Pinchó algo del plato—. No sé si pasó por el bar,
tal vez no. Yo me fui a ver a Ike Transky, un conocido mío, trampero, que vivía en las
afueras de Skwenta, pasé unos días con él cazando y también pescando en el hielo.
Luego, volví para acá.
—¿Transky lo confirmaría?
Los ojos de Bing se transformaron en algo duro que recordaba el ágata.
—No me hace falta que nadie confirme lo que digo. Además, está muerto.
Murió en el noventa y seis.
«Muy oportuno», pensó Nate al salir. Dos personas a las que había citado Bing
como posibles coartadas estaban muertas o se habían esfumado. Claro que podía
girar el prisma y mirarlo desde otra perspectiva.
Guantes robados, cuchillo robado, todo abandonado junto a un perro muerto.
Propiedad de un hombre que había visto a Galloway y había hablado con él.
No hacía falta mucha imaginación para ver a Galloway volviendo a la partida o
deteniéndose a tomar un trago con los amigos.
«¿A que no imagina a quién me encontré follando con Kate?» El mundo es un
pañuelo, pensó Nate. Si Bing decía la verdad, el asesino estaría preocupado por si
Galloway había mencionado qué otro habitante de Lunacy jugaba al póquer e iba de
putas.
Nate decidió hacer unas cuantas paradas más, para mostrar la única prueba que
tenía a mano, camino de la comisaría.
Más tarde, aquel mismo día, se la mostró a Otto.
Su ayudante se encogió de hombros.
—No me dice nada.
Últimamente se trataban con frialdad, con una rígida formalidad. A Nate le
sabía mal, pero no podía evitarlo.
—Siempre he pensado que la cruz de Malta era algo más militar que religioso.
Otto no parpadeó ni una sola vez.
—Los marines con los que serví no llevaban pendientes.
—De acuerdo.
Como había hecho después de cada una de las paradas del día, Nate volvió a
guardar el pendiente en su bolsillo y lo abotonó.
—Se dice que lo está enseñando a todo el mundo. La gente se pregunta qué
hace un jefe de policía perdiendo el tiempo con un pendiente extraviado.
—Forma parte del servicio —dijo Nate tranquilamente.
—Jefe —dijo Peach desde el mostrador—, han visto un oso en el garaje de
Ginny Mann, junto a Rancor. Su marido ha salido con una partida de caza —añadió
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Peach—. Ella está sola en casa con el crío de dos años.
—Dígale que vamos para allá. ¿Otto?
Cuando tomaron la pista llena de baches a unos dos kilómetros al norte de la
ciudad, Otto dirigió una fugaz mirada a Nate y dijo:
—Espero que no tenga la intención de obligarme a conducir como un
desaforado mientras usted se asoma por la maldita ventana pegando tiros de
advertencia por encima de la cabeza de un pasmarote de oso.
—Ya veremos qué hay. ¿Qué demonios hará un oso en un garaje?
—No creo que esté arreglando un carburador.
Ante la risa de Nate, Otto tuvo que sonreír, pero se puso otra vez serio al
recordar lo que había entre ellos.
—Seguro que algún despistado ha salido dejando la puerta abierta. Es probable
que tuvieran algún saco de pienso para perros o comida para los pájaros. Y el capullo
del oso ha entrado a ver si había algo interesante.
Cuando se detuvieron frente a la casita de dos plantas con garaje adosado, Nate
se fijó en que la puerta de este estaba abierta. No sabía si el oso había organizado el
revoltijo que se veía en el interior o si los Mann se dedicaban a echar de todo allí
como si fuera un vertedero municipal.
Ginny abrió la puerta de la casa. Llevaba su pelirroja cabellera recogida en un
moño alto y la bata y las manos salpicadas de pintura.
—Ha dado la vuelta por detrás. Se ha pasado unos veinte minutos por aquí
topando con todo. He pensado que seguiría a lo suyo pero he temido que consiguiera
entrar por la puerta a la casa.
—Manténgase dentro, Ginny —Ordenó Nate.
—¿Lo ha visto? —gritó Otto.
—Lo he visto un momento a través de la puerta de entrada, cuando se movía
por aquí. —Detrás de ella se oían unos desenfrenados ladridos y el lloriqueo de un
crío—. Tenía al perro dentro y yo estaba arriba trabajando en el estudio cuando
Roger empezó con la bronca. Despertó al niño. Ese ruido me vuelve loca. Es un oso
pardo. No parecía del todo adulto, pero era grande.
—Los osos son animales curiosos —comentó Otto mientras comprobaban los
rifles y daban la vuelta al garaje—. Si se trata de un animal joven, lo más probable es
que estuviera husmeando por aquí y que en cuanto nos vea salga a todo correr.
Detrás del garaje, vio que los Mann habían acordonado un terreno para jardín.
Al parecer, el oso lo había pisoteado al llegar o al marcharse y se había dedicado a
hurgar en una caja de plástico llena de periódicos y catálogos de compra por correo.
Nate echó una ojeada a lo lejos e hizo un gesto al avistar unas ancas pardas
entre los árboles.
—Ahí está.
—Habrá que espantarlo, hacerlo correr. Que vea que no puede volver. —Otto
apuntó hacia el cielo y disparó dos veces.
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Nate observó, divertido, cómo el oso movía su rechoncho trasero y emprendía
la carrera.
Vigiló la trayectoria del animal al lado de uno de los hombres que tenía en su
lista de sospechosos.
—Ha sido fácil.
—Suele serlo.
—A veces no lo es. Meg y yo tuvimos que matar a uno el otro día por la noche
cerca de su casa.
—¿Un oso atacó a su perro? Alguien comentó que un animal le había atacado.
—Sí. Y se habría lanzado sobre nosotros si no le hubiéramos matado. Alguien
puso cebo en la casa.
Otto empequeñeció los ojos hasta que se convirtieron en dos finas rendijas.
—¿Qué demonios está diciendo?
—Digo que alguien colgó carne, carne fresca, ensangrentada, en unas bolsas de
plástico en casa de Meg.
Otto apretó los labios, volvió la cabeza en el acto y dio unos pasos. Nate apoyó
la mano en la culata del rifle.
—¿Me está preguntando si fui yo? —Otto dio la vuelta otra vez y se plantó
frente a Nate—. ¿Qué quiere saber, si yo sería capaz de hacer algo tan cobarde, tan
mezquino? ¿Algo con lo que dos personas podían acabar despedazadas? ¿Y una de
ellas una mujer? —Hundió dos veces el dedo en el pecho de Nate—. Vale que esté
barajando mi nombre en el caso Galloway, incluso en el de Max. Me dio mucha rabia
que lo incluyera en el caso de Yukon, y tuve que tragar, pero ni por un instante
piense que pasaré por eso. Fui marine. Sé cómo matar a un hombre si hace falta.
Además sé hacerlo rápido y conozco muchos sitios donde dejar un cadáver para que
nadie lo encuentre nunca.
—Es lo que imaginaba. Por eso le he hecho la pregunta, Otto, porque usted sabe
quién de por aquí podía caer tan bajo.
Otto empezó a temblar. Nate vio que la furia se había apoderado de él. Tenía el
rifle en la mano, pero incluso en aquel estado, el cañón apuntaba al suelo.
—No lo sé. Pero quien sea no merece vivir.
—El pendiente que le enseñé pertenece a esta persona.
El interés venció a la cólera.
—¿Lo encontró en casa de Meg?
—No. En la cueva donde estuvo Galloway. De modo que pensemos. ¿A quién
apreciaba Galloway, en quién confiaba que pudiera resistir un ascenso a la montaña
en invierno? ¿Quién ganó algo con su muerte? ¿Quién llevaba esto? —añadió,
señalando el bolsillo de la camisa—. ¿Quién en aquella época era una persona
agresiva y podía haberse ausentado un par de semanas del pueblo sin que nadie
hiciera un comentario?
—¿Sigue contando conmigo?
—Sí. Vamos a decirle a Ginny que no hay moros en la costa.
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Habría costado decidir quién quedó más sorprendida cuando Meg apareció por
el Lodge para recoger a sus perros: ella misma o Charlene, a quien pilló con las
manos en la masa, dando a los perros las sobras de las mesas.
—Me ha parecido una tontería tirarlas a la basura. Esos perros no soportan estar
encerrados.
—Será solo hasta que Bull se haya curado del todo.
Las dos permanecieron allí de pie, incómodas, mientras los perros comían.
—¿Ya sabes qué animal lo atacó? —preguntó Charlene al cabo de un momento.
—Un oso.
—Vaya, ha tenido suerte de librarse con cuatro zarpazos, —Se agachó y dio
unos sonoros besos a Bull—. ¡Pobrecito mío!
—Nunca me acuerdo de que te gustan los perros. Jamás has tenido uno.
—Bastante trabajo daba cuidar todo esto. —Volvió la cabeza y captó un destello
del anillo de Meg—. También me han hablado de él.
Cogió la mano de Meg y se acercó el dedo casi hasta la nariz.
—Joanna se ha despachado a gusto con ello en el ambulatorio. Ella se lo ha
contado a Rose y Rose a mí. No sé, creo que tendría que haberme enterado por ti.
Realmente el tipo se ha portado.
—He tenido suerte.
—Y que lo digas. —Charlene soltó la mano de Meg. Se dispuso a marcharse,
pero de pronto se detuvo—. Él también ha tenido suerte.
Meg no respondió.
—Estoy esperando la puntilla —dijo finalmente.
—No hay puntilla. Se os ve bien juntos, mucho mejor juntos que de cualquier
otra forma. Si has decidido casarte, vale más que sea con alguien con quien se te vea
bien.
—¿Y qué me dices de alguien que me haga feliz?
—A eso me refería.
—Vale. Vale —repitió Meg.
—Ejem... tal vez podría organizaros una fiesta. De compromiso o algo así.
Meg se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta vaquera.
—No creas que vamos a esperar mucho. No sé si hará falta una fiesta porque no
pasaremos ni un mes prometidos.
—Bueno, da igual.
—Charlene —dijo Meg antes de que se fuera—, tal vez podrías echarnos una
mano con lo de la boda. —Observó la satisfacción, y la sorpresa, en su rostro—. No
quiero nada ostentoso, haremos algo en la casa, pero la fiesta tiene que ser sonada.
Tú siempre has sabido organizar ese tipo de cosas.
—Puedo ocuparme de ello. Aunque no quieras ostentación, habrá que pensar
en buena comida y mucho licor. Y en que todo quede bonito. Flores, decoración. Ya
hablaremos.
—Eso.
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—Ahora... ahora tengo que hacer algo. ¿Te parece bien que lo hablemos
mañana?
—Perfecto. Y ya que estos han comido, los dejaré un poco más e iré a recoger
provisiones.
—Nos vemos mañana.
Charlene entró rápidamente antes de cambiar de parecer. Se fue directamente a
la habitación de John y llamó a la puerta.
—Está abierto.
Lo encontró sentado en su pequeño escritorio atestado de papeles, aunque se
levantó en cuanto la vio.
—Lo siento, Charlene, estaba ordenando cosas. Tengo que hacerlo a la fuerza.
—No te vayas. —Se apoyó en la puerta—. No te vayas, por favor.
—No puedo quedarme, es decir, tengo que marcharme. Ya he entregado mi
renuncia. Estoy ayudando a Hopp a buscar un sustituto.
—Tú no tienes sustituto, John, pienses lo que pienses de... los demás hombres.
Me he portado mal contigo. Sabía que me querías pero me esforzaba en que me
resbalara. Me gustaba saber que había alguien ahí cuando lo necesitara, pero
intentaba no darle importancia.
—Lo sé. Lo sé muy bien, Charlene. Y por fin he reunido fuerzas para
enfrentarme a ello.
—Déjame decirlo. —Con mirada suplicante, cruzó los brazos sobre el pecho—.
Tengo miedo y debo soltarlo antes de perder el valor. Me gustaba que los hombres
me desearan, verlo en sus ojos. Me gustaba llevármelos a la cama, sobre todo a los
jóvenes. Así creía, en la oscuridad, cuando sus manos me tocaban, que no había
cumplido los cuarenta. —Se pasó la mano por el rostro—. No soporto hacerme
mayor, John, ver cada día nuevas arrugas al mirarme en el espejo. Mientras los
hombres me desean, puedo hacer ver que las arrugas no están. He pasado mucho
tiempo asustada, furiosa, y ahora estoy cansada. —Dio un paso hacia delante—. Por
favor, no te vayas, John. No me dejes, te lo suplico. Tú eres el único, desde Pat, con
quien puedo descansar, sentirme tranquila. No sé si te quiero, pero lo deseo. Si te
quedas, lo intentaré.
—Yo no soy Karl Hidel, Charlene. Y ya no me conformo. Ya no puedo
consolarme con un libro cuando te llevas a otro a la cama.
—No habrá otro. No habrá otros, te lo prometo. Si te quedas y me das la
oportunidad de que te lo demuestre... No sé si te quiero —repitió—, lo que sí sé es lo
mucho que me entristece pensar que puedo quedarme sin ti.
—Es la primera vez en más de dieciséis años que vienes a esta habitación para
hablar conmigo. A decirme algo real. Es mucho tiempo esperando.
—¿Demasiado tiempo? Dime que no es demasiado tiempo.
Se acercó a ella, la rodeó con sus brazos y apoyó la mejilla en su pelo.
—No lo sé. Supongo que ni tú ni yo lo sabemos. Habrá que esperar para verlo.
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Nate se colocó la placa en la camisa caqui que llevaba el emblema del
departamento de policía de Lunacy en la manga. Su señoría la alcaldesa le había
comunicado que el Primero de Mayo exigía un aspecto más oficial.
Cuando se colocó el arma, Meg soltó un largo «hum...».
—Qué sexys son los polis. ¿Por qué no vuelves a la cama?
—Tengo que llegar pronto. Ya debería estar allí. Contando con los participantes,
hoy se van a reunir más de dos mil personas en el centro. Hopp y Charlene se han
ocupado de las relaciones públicas.
—¿A quién no le encanta un desfile? Vale, ya que te veo tan oficial, espérame
diez minutos y te llevo volando.
—Estarías más tiempo preparando el aparato que yo yendo con mi coche.
Además, en diez minutos no estás a punto ni loca.
—Claro que sí, sobre todo si alguien baja ahora mismo y me prepara un café.
Mientras Nate miraba el reloj y soltaba un suspiro, ella ya se había metido en el
baño.
Cuando volvió con las tazas, la encontró poniéndose la blusa roja encima de
una camiseta blanca.
—Me has dejado anonadado.
—Sé administrar el tiempo, monada. Así, de camino, concretamos detalles para
la boda. He conseguido quitarle de la cabeza a Charlene la idea de alquilar una
pérgola y cubrirla con rosas de color rosa.
—¿Qué es una pérgola?
—Algo que me supera, pero no vas a ver ninguna. Encima se ha picado porque,
según ella, además de ser algo romántico, es imprescindible para las fotos de boda.
—Me encanta que os compenetréis tanto.
—Esto no durará, pero facilita un poco las cosas de momento.—Se tomó el café
de un trago—. Dos minutos para un retoque —dijo, metiéndose de nuevo en el
cuarto de baño—. Ella y Mike se han aliado para hacer un pastel de boda
descomunal. Ahí sí que no voy a meterme. Me encanta lo del pastel. Pero no
coincidimos en las flores. Me niego a desaparecer bajo un montón de color rosa,
aunque hemos llegado a algún acuerdo. Como el de contratar a un fotógrafo
profesional. No están mal las fotos normales y corrientes, pero es un día tan señalado
que exige profesionalidad. Ah, y dice que tú tienes que comprarte un traje nuevo.
—Ya tengo uno.
—Según ella, tiene que ser nuevo, y además gris. Gris perla, no gris marengo. O
tal vez era gris marengo y no gris perla. No lo sé, pero ahí sí estás solo ante el peligro,
Burke. Discútelo con ella.
—Me compraré un traje —murmuró—. Un traje gris. ¿Algún requisito para la
ropa interior?
—Pregúntaselo a Charlene. Vale. Vámonos. ¿Aún no estás a punto? Estás
retrasando el desfile.
Se echó a reír al ver que iba a pillarla y empezó a correr hacia abajo.
De repente, cuando ya estaban en la puerta, Nate se detuvo; lo había
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encontrado, el recuerdo se había abierto en su mente.
—La foto. ¡Maldita sea!
—¿Qué? —Meg se puso las manos en la cabeza al verle subir de nuevo la
escalera—. ¿Qué quieres ahora, una cámara? ¡Hombres! Para que luego digan que las
mujeres siempre llegamos tarde...
Le siguió corriendo y se quedó de piedra cuando vio que Nate sacaba álbumes
y volcaba cajas de fotos sobre la cama.
—Pero ¿qué haces?
—Está aquí. Lo recuerdo. Estoy seguro.
—¿Qué es lo que está aquí? ¿Qué haces con mis fotos?
—Está aquí. ¿Comida campestre de verano? No, no... Foto de fuego de
campamento. No... ¡Maldita sea!
—¡Eh, un momento! ¿Cómo sabes tú que aquí hay una foto de un fuego de
campamento, de una comida campestre o de lo que sea?
—Estuve fisgoneando. Deja la bronca para después.
—Puedes estar seguro de que la tendrás.
—El pendiente, Meg. Lo vi mientras miraba estas fotos. Sé que lo vi aquí.
Lo empujó un poco para coger ella misma un montón de fotos.
—¿Quién lo llevaba? ¿A quién viste? —Meg miraba las fotos y las lanzaba como
si fueran aviones de juguete.
—Una en la que se veía un grupo —murmuró él, cerrando un poco los ojos en
un intento de situarla—. Una fiesta. Una celebración... Navidad.
Cogió el álbum que ella acababa de sacar y empezó a hojearlo.
—Ahí. Ahí está.
—Nochevieja. Me permitieron quedarme. Yo misma hice la foto. La tomé yo.
Le temblaba la mano mientras sacaba la foto del álbum. En la esquina se
adivinaban una punta del árbol, las luces de colores y las bolas borrosas. Se había
acercado mucho y casi solo se veían caras, aunque en aquellos momentos recordó
que su padre tenía una guitarra en su regazo.
Pat reía, Charlene estaba pegada a él, mejilla contra mejilla. Max se había
acercado a ellos por detrás del sofá, pero Meg le había cortado la parte superior de la
cabeza.
Se veía claramente a la persona sentada al otro lado de su padre, con la cabeza
algo ladeada, sonriendo a alguien que estaba más allá.
Al igual que la cruz de Malta de plata que colgaba de su oreja.
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Capítulo 31
—No es una prueba, Meg, por lo menos no lo es totalmente.
—No me vengas con capulladas de poli, Burke.
Mientras él conducía, ella mantenía los brazos cruzados contra la cintura, como
si estuviera conteniendo el dolor.
—Ni capulladas ni nada. Es circunstancial. Es buena, pero es circunstancial. —
Su cerebro trabajaba frenéticamente—. El pendiente estuvo al menos en manos de
dos personas antes de llegar a las mías. No hay nada definitivo. El diseño es
corriente, probablemente circularían miles en aquella época. Lo habría podido
perder, regalar, incluso se lo podían haber prestado. Que lo lleve en una foto de hace
más de dieciséis años no demuestra que estuviera en aquella montaña. Un abogado
defensor con menos cerebro que un mosquito podría hacer añicos la prueba en un
juicio.
—Él mató a mi padre.
Ed le guardaba rencor. Hopp se lo había comentado, después del roce que tuvo
con Hawley.
Tantas líneas de conexión. Entre Galloway y Max, Galloway y Bing, Galloway y
Steven Wise.
Podía añadir otras. Entre Woolcott y Max, el amigo de toda la vida preocupado,
echando una mano a la viuda en el funeral. Entre Woolcott y Bing, involucrando al
hombre que podía estar al corriente, que podía recordar una conversación oída al
azar dieciséis años atrás.
Los neumáticos reventados de Hawley, el cuatro por cuatro lleno de pintadas,
la venganza por los destrozos, todo ello para que pasara por vandalismo juvenil.
—Dinero. Ed Woolcott era el hombre del dinero. ¿Qué mejor forma de esconder
una repentina entrada de efectivo que en tu propio banco?
—El hijo de puta de Woolcott mató a mi padre.
—Es verdad. Yo lo sé. Tú lo sabes. Él lo sabe. Pero que encajen todas las piezas
de un caso es algo muy distinto.
—Llevas intentando que encajen desde enero. Pieza a pieza, cuando los
estatales prácticamente lo habían cerrado. Yo te he estado observando.
—Déjame terminar.
—¿Qué crees que pienso hacer? —Cerró un poco los ojos ante el sol. Había
salido de casa sin las gafas, sin nada más que la imperiosa necesidad de hacer algo—.
¿Acercarme a él y ponerle una pistola en la oreja?
Al oír en su tono aquella mezcla de pena e ira, Nate puso la mano sobre las de
ella. Y se las apretó.
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—No me extrañaría.
—Pues no lo haré. —Le costó girar la mano, devolver el gesto cuando lo más
fácil hubiera sido retirarla bruscamente. Vivir sola aquellas tempestuosas
emociones—. Pero veré su cara, Nate. Estaré en el lugar adecuado para verle la cara
cuando lo detengas.
La calle principal estaba llena de gente dispuesta a coger las mejores plazas. En
las aceras se veían sillas plegables y neveras portátiles; algunos asientos estaban ya
ocupados y muchos tomaban refrescos en vasos de plástico.
Se respiraba un ambiente de fiesta; los gritos, los chillidos y las risas se abrían
paso en medio del estruendo de la música de la KLUN.
En las esquinas y en los callejones se veían vehículos de venta ambulante de
helados, polos y perritos calientes. Las banderitas con los colores del arco iris se
agitaban al viento.
Dos mil personas, calculó Nate, y gran parte de ellas eran críos. En un día
normal habría podido entrar en el banco y encontrar a Ed en su despacho.
No era un día normal, ni muchísimo menos.
Aparcó delante de la comisaría y entró en ella con Meg.
—¿Dónde están Otto y Peter? —preguntó a Peach.
—Fuera, con la multitud, donde tendría que estar yo. —La irritación afeaba sus
ojos mientras alisaba por encima de sus anchas caderas la vaporosa falda de color
amarillo—. Creíamos que llegaría antes...
—Dígales que vengan enseguida.
—Tenemos a más de cien personas haciendo cola junto a la escuela. Hay que...
—¡Que vengan los dos! —insistió. Siguió adelante, cogiendo del brazo a Meg,
hacia su despacho y le dijo—: Y tú quédate aquí.
—Ni lo sueñes. No solo me parece estúpido sino que además es una falta de
respeto.
—Él tiene permiso de armas.
—Y yo. Dame una pistola.
—Ha matado ya tres veces, Meg. Hará lo que sea para protegerse.
—No soy un paquete que puedas dejar en una consigna.
—No estaba...
—Sí estabas. Ha sido tu primera reacción. Yo no voy a pedirte que dejes el
trabajo en la comisaría ni voy a quejarme cuando este interfiera en mi vida. No te
pediré que seas quien no eres. Pero tampoco me lo pidas tú. Dame una pistola. Te
prometo que no la usaré a menos que sea imprescindible. No lo quiero muerto. Lo
quiero vivo. Quiero que se pudra en la cárcel durante mucho, muchísimo tiempo.
—Quisiera saber qué ocurre. —Con los puños cerrados, Peach ocupaba toda la
entrada—. Ya he llamado a los muchachos pero ahora no queda nadie para mantener
el orden. Una cuadrilla del instituto ha izado un sostén teñido en el asta de la
bandera, uno de los caballos de tiro ha pegado una coz a un turista, que
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AURORA BOREAL
probablemente presentará una demanda, y esos majaderos, los Mackie, se han
tomado un barril entero de Budweiser y llevan una buena borrachera. —Las palabras
salían de su boca como una ráfaga de ametralladora—... También han robado unos
globos y en este maldito instante están haciendo el payaso por la calle. Está lleno de
periodistas, Nate, estamos en el punto de mira de la prensa y esta no es la imagen
que quisiéramos dar.
—¿Dónde está Ed Woolcott?
—Ahora mismo, con Hopp en la escuela. Tienen que desfilar detrás de los
malditos caballos. Pero ¿qué pasa?
—Llame al sargento Coben de Anchorage. Dígale que voy a detener a un
sospechoso del homicidio de Patrick Galloway.
—No quiero que se asuste —dijo Nate a sus ayudantes—. Que no haya
violencia ni cunda el pánico entre la multitud. Lo primero es la seguridad de los
ciudadanos.
—Entre los tres tenemos que ser capaces de reducirlo de una forma rápida y
sencilla.
—Espero —reconoció Nate—. Pero este «espero» no incluye poner en peligro la
vida de civiles, Otto. No irá a ninguna parte. En este momento no tiene motivos para
intentar huir. Pero le vigilaremos. Mientras nos ocupemos del desfile, uno de
nosotros no le perderá de vista ni un instante.
Se volvió hacia el tablón de anuncios.
—Aquí tenemos el recorrido del desfile que dibujó Peach y el programa. Él
desfila después de la banda del instituto. Posición seis en la planificación. Irán de la
escuela al centro, bajarán por Lunatic y saldrán de nuevo. Se detendrán aquí, en la
explanada de Buffalo, luego darán la vuelta para llegar a la escuela por detrás y dar
por concluido el desfile. En este lugar habrá menos gente y podremos detenerlo sin
armar ruido y con el mínimo riesgo para la ciudadanía.
—Cuando el desfile haya llegado al extremo del pueblo uno de nosotros puede
acercarse a la escuela y despejar la zona —intervino Peter.
—Eso es exactamente lo que iba a pedirle que hiciera. Lo detendremos sin jaleo
al final del desfile. Lo traeremos aquí y comunicaremos a Coben que el sospechoso
está bajo custodia.
—¿Lo entregará a la poli estatal? —preguntó Otto—. ¿Le dirá «ahí lo tenéis,
colegas», después de haber hecho todo el trabajo?
—El caso es de Coben.
—Chorradas. Los de la estatal se lo quitaron de encima. No quisieron
problemas y optaron por la vía más simple.
—Eso no es del todo cierto —respondió Nate—. Pero aparte de esto, hay que
hacerlo así. Y es como se hará.
No necesitaba ninguna medalla ni distinciones al valor. Ya no. Lo único que
quería era terminar el trabajo. De la oscuridad a la luz, pensó. De la muerte a la
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justicia.
—Nuestra prioridad es mantener la seguridad ciudadana y detener al
sospechoso. A partir de aquí, es Coben quien entra en juego.
—Es usted quien tiene que seguir la partida. No quiero contentarme con ver
cómo Ed se jiña cuando usted lo esposa. Al hijo puta que mató al pobre perro viejo.
—Otto miró a Meg y se sonrojó—. Y a otros. A Pat y a Max. He nombrado en primer
lugar al perro porque fue el último.
—Tranquilo. —Meg le dirigió una sombría sonrisa—. Mientras pague por todo
lo que hizo, estaré satisfecha.
—De todas formas —dijo Otto después de aclararse la voz y mirar fijamente el
plano del tablón—, cuando el desfile pase por las callejuelas, será imposible
mantener el contacto visual.
—No, ya lo había previsto. Cuento con dos voluntarios civiles. —Volvió la
cabeza justo cuando entraban Jacob y Bing.
—Me han dicho que tenía un trabajo —dijo Bing rascándose la tripa—. ¿Qué se
paga?
Meg esperó a que Nate repartiera los walkie-talkies y mandara a sus hombres a
sus puestos.
—¿Y yo, a todo esto, dónde me sitúo?
—Conmigo.
—Bien.
Se soltó la blusa para disimular la 38 que llevaba en la parte inferior de la
espalda.
—Puede que pregunten por qué no se hace la exhibición aérea que estaba
programada —dijo Nate.
—Problemas con el motor —repuso ella mientras salían.
El gentío era como una mancha de color, ruido; se oían todo tipo de vítores, y se
olían los aromas de la carne que se estaba asando y del azúcar. Los pequeños jugaban
alrededor de un mayo adornado con cintas y flores, colocado para la ocasión delante
del ayuntamiento. El Lodge tenía las puertas abiertas y Charlene trabajaba a destajo
con aquellos que deseaban comer algo más consistente que lo que encontraban en la
calle.
Se había cortado el tráfico con vallas en las calles laterales. Una pareja joven se
besuqueaba con entusiasmo apoyada en una de las vallas mientras el resto del grupo
jugaba al footback en la calle, detrás de ellos. Desde la esquina contraria, un equipo de
televisión de Anchorage tomaba una panorámica del ambiente.
Los turistas filmaban con cámaras de vídeo o paseaban entre las hileras de
mesas plegables y tenderetes en los que se vendían productos de artesanía: bolsos de
cuero bordados con cuentas, elaboradas máscaras nativas colgadas de unos pequeños
biombos... En las mesas plegables o en los tablones con caballetes también se
alineaban botas esquimales sencillas o muy trabajadas, así como cestas trenzadas a
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mano.
A pesar de que hacía un día cálido y soleado, los gorros y las bufandas tejidas
con qiviut, la suave lana de la capa inferior del pelo del buey almizclero del Ártico, se
vendían como rosquillas.
Los Italianos vendían porciones de pizza para llevar. La Tienda de la Esquina
tenía en oferta cámaras de usar y tirar y repelente para mosquitos. Junto a la puerta
habían colocado un distribuidor de postales: tres por dos dólares.
—Un pueblo emprendedor —comentó Meg mientras lo cruzaban.
—Desde luego.
—Y a partir de hoy, mucho más seguro. Gracias a ti. Palabras de Otto. Gracias a
ti, jefe.
—No tiene importancia, señora mía.
Meg le acarició la mano.
—Lo dices como Gary Cooper, pero con los ojos de Clint Eastwood en Harry el
sucio.
—Por favor... ¿puedo confiar en ti?
—Puedes hacerlo. —Había vuelto la calma después de la ira. En caso de que la
ira volviera a desbordarse, ella sería capaz de mantenerla otra vez a raya—. Necesito
estar aquí, pero... digamos que este oso lo tienes que derribar tú.
—De acuerdo.
—Será un día precioso para el desfile —dijo Meg después de suspirar
profundamente—. Aunque todo parece en calma, como a la espera de que ocurra
algo. —Se detuvieron frente a la escuela—. Esa es la sensación que tengo.
Las bandas de música lucían sus mejores galas; en los impecables trajes azul
marino relucían los botones de latón y los metales de la orquesta brillaban bajo el sol.
Los instrumentos de viento ensayaban y los adultos que estaban al mando daban
instrucciones a gritos.
Retumbaban los tambores.
El equipo de hockey también se preparaba, los sticks chocaban mientras los
jugadores se colocaban en su sitio. Iban en cabeza con el estandarte de campeones
regionales, con el que tapaban la herrumbre de la camioneta de Bing. Por los
altavoces sonaba el «We Are the Champions» de Queen.
—Por fin —Hopp, impaciente, con un traje chaqueta de color rosa fucsia, se
acercó rápidamente a Nate—. Creía que tendría que organizar todo el espectáculo sin
usted, Ignatious.
—He tenido que solucionar algo en el centro. Hay un lleno total.
—Y un periodista de la NBC lo filmará. —Con tantas emociones, sus mejillas
habían adoptado casi el tono del traje—. ¿No tendrías que estar ahí arriba, Meg? —
Señaló hacia el cielo.
—Ha fallado el motor, Hopp, lo siento.
—Lástima. ¿Sabes si Doug Clooney tiene ya el barco en el río? He estado
buscando a Peach o a Deb, que tenían que encargarse de guiar a la muchedumbre,
pero aquí todo el mundo va de un lado para otro.
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—Seguro que estará en su sitio, y ahí veo a Deb organizando el equipo de
hockey.
—¡Oh, válgame Dios, ya empieza! ¡Ed! ¡Deje de pensar en su aspecto por un
momento! ¿Quién me convencería de que teníamos que montar ahí? No sé por qué
no podíamos ir en un descapotable. Tendría más categoría.
—Pero sería menos espectacular. —Ed esbozó una amplia sonrisa mientras se
acercaba a ellos. Llevaba un traje azul marino con chaleco, muy propio de un
banquero, con anchas rayas y una llamativa corbata con estampado de cachemira—.
Pensaba que nuestro jefe de policía desfilaría también con los caballos.
—El año que viene, tal vez —respondió Nate tranquilamente.
—Aún no le he felicitado por su compromiso. —Sus ojos no perdían de vista los
de Nate mientras le tendía la mano.
Este pensó si hacerlo en aquel momento. En diez segundos podía tenerlo
esposado.
Tres niños de primaria pasaron corriendo entre ellos, perseguidos por otro que
llevaba una pistola de plástico en la mano. Una joven y atractiva majorette con traje
de lentejuelas se precipitó para recuperar el bastón, que había ido a parar a los pies
de Nate.
—¡Perdón! ¡Perdón, jefe Burke! Se me ha escapado de la mano.
—Tranquila. Gracias, Ed. —Le dio la mano para concluir el apretón que había
quedado en suspenso y le pasó de nuevo por la cabeza un «quizá ahora».
Luego apareció Jesse, que se abrazó a las rodillas de Nate.
—¡Voy a participar en el desfile! —exclamó el muchacho—. Me pondré un traje
y seguiré el cortejo por las calles. ¿Estará ahí para mirarme, jefe Nate?
—¡Cómo no!
—¡Qué elegante! —comentó Hopp, agachándose ante Jess mientras este le daba
la mano con confianza a Nate.
«Aquí no», se dijo. «Ahora no. Hoy no podemos lastimar a nadie.»
—Supongo que vendrá a la boda —dijo a Ed.
—No me la perdería por nada del mundo. No te conformabas con alguien del
país, ¿verdad, Meg?
—Ha superado un invierno. Eso lo convierte en alguien del país.
—Supongo.
—Jesse, creo que deberías volver con los de tu grupo. —Hopp le dio una
palmadita en el trasero.
El niño salió corriendo y gritando:
—¡Míreme!
—Ayúdeme con esto, Ed. Salimos dentro de nada.
—Tendremos que volver para allá a pie —dijo Nate mientras los otros subían a
la calesa—. Por aquí parece que todo está bajo control. Quiero comprobar que los
Mackie se comportan.
—Estaban robando globos. —Hopp volvió los ojos hacia el cielo—. Ya me he
enterado.
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Nate cogió la mano de Meg y se pusieron de camino.
—¿Crees que Ed se ha dado cuenta de algo? —le preguntó ella.
—Estoy preocupado. Hay demasiada gente por aquí, Meg. Demasiados niños.
—Ya lo veo. —Le apretó la mano con fuerza mientras las botas de los
componentes de la banda empezaban a golpear el asfalto—. Pronto habrá terminado.
No se tarda tanto en ir de un extremo del pueblo a otro y volver.
Nate sabía que aquel tiempo le parecería interminable. Con la multitud, el
griterío, las aclamaciones, la música estridente. Una hora, pensó. Dentro de una hora
podría detenerlo sin que nadie resultara herido. Esta vez no tendría que meterse en
un callejón y arriesgarse en la oscuridad.
Andaba con paso firme aunque sin prisas junto a las hileras de la gente que
esperaba, camino del centro.
El trío de majorettes ejecutó su danza, agitando y lanzando al aire sus bastones
ante los entusiastas aplausos. La que había estado a punto de darle un porrazo a
Nate le dirigió una amplia sonrisa mostrándole todos los dientes.
El tambor dio unos redobles y la banda empezó a tocar «We Will Rock You».
En el primer cruce localizó a Peter y enseguida Nate le dijo a Meg al oído:
—Acerquémonos al vendedor de globos. Voy a comprarte uno. Ellos nos
adelantarán y podremos seguir vigilándoles un rato más.
—Uno rojo.
—Por supuesto.
Al final del pueblo, al dar la vuelta, pensó: «El equipo de hockey ya habrá
terminado y volverá al centro para reunirse con sus amigos, mezclarse con la
multitud. La banda se meterá en la escuela para cambiarse. Estará despejado. Y Peter
se ocupará de los que se estén entreteniendo por allí».
Se detuvo ante el payaso de pelo naranja que sujetaba unos cuantos globos.
—¡Vaya, Harry! ¿Tú por aquí?
—Idea de Deb.
—Pues te queda muy bien. —Nate se colocó de forma que pudiera ver la calesa
y el gentío—. Mi novia quiere uno rojo.
Nate sacó la cartera mientras escuchaba a medias cómo Harry y Meg decidían
la forma del globo. Vio que Peter avanzaba por la acera de enfrente, la banda inició la
marcha al ritmo de su música y se oyó el ruido de los cascos de los caballos.
Los niños gritaban y se lanzaban a coger los caramelos que lanzaban Hopp y
Ed. Entregó el dinero a Harry y se volvió, como si estuviera observando el
espectáculo.
También vio a Coben; su pelo rubio casi blanco relucía a la luz del sol. Nate se
dio cuenta de que Ed también lo había visto.
—¡Maldita sea! ¿Por qué no habrá esperado?
La expresión de Ed fue de pánico. Nate, al verlo, empezó a abrirse paso entre el
gentío. No llegaría a tiempo. Oía los vítores y los gritos de los espectadores y le
parecía que una oleada embravecida se levantaba a su alrededor. La gente aplaudió
cuando Ed saltó de la calesa y siguió haciéndolo cuando sacó una pistola de debajo
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de la chaqueta.
Como si creyeran que empezaba un espectáculo, se separaron para facilitarle el
paso hacia el otro lado de la calle. Empezaron a oírse gritos a medida que él apartaba
a la gente a golpes y pisaba a los que se habían caído.
Nate se metió a empujones en la calle y oyó unos disparos.
—¡Al suelo! ¡Todo el mundo al suelo!
Cruzó la calle corriendo y saltando por encima de los horrorizados
espectadores. Vio que Ed andaba hacia atrás por detrás de las vallas; apuntaba con la
pistola a la cabeza de una mujer.
—¡Atrás! —gritó—. Suelte la pistola y retroceda o la mataré. Sabe que lo haré.
—Sé que lo hará.
A su espalda podía oír los gritos así como el final de la música. En aquella zona
había coches y camionetas aparcados en el bordillo y supuso que las puertas laterales
de los edificios estarían abiertas.
Tenía que mantener la atención de Ed sobre él, antes de que el pánico le llevara
a arrastrar a su rehén hacia el interior de algún edificio.
—¿Adónde va, Ed?
—No se preocupe por eso, preocúpese por ella. —Pegó una sacudida a la mujer
y los tacones de sus zapatillas deportivas chocaron contra el bordillo—. Voy a
meterle una bala en el cerebro.
—Como hizo con Max.
—Hice lo que tenía que hacer. Así es como se sobrevive aquí.
—Quizá. —El sudor cubría el rostro de Ed. Nate lo veía brillar bajo la luz del
sol—. Pero no se saldrá con la suya. Lo dejaré seco aquí mismo. Sabe que lo haré.
—Si no tira el arma, será usted quien la habrá matado. —Siguió arrastrando
otros dos o tres metros a la mujer, que ahora lloraba—. Como mató a su compañero.
Es usted un defensor de casos perdidos, Burke. No puede vivir así.
—Yo sí puedo. —Meg avanzó unos pasos al lado de Nate y apuntó a Ed entre
los ojos—. Me conoces, hijo de puta. Voy a liquidarte como haría con un caballo
enfermo, y te aseguro que no me robará ni un segundo de sueño.
—Meg —le advirtió Nate—, cálmate.
—Puedo matarla a ella y a uno de vosotros, si hace falta.
—Probablemente a ella sí —respondió Meg—, pero me importa un comino.
Adelante, dispara. No habrá llegado al suelo y tú ya estarás muerto.
—Tranquilízate, Meg. —Nate alzó luego un poco la voz pero no apartó ni un
instante la vista de Ed—. Haga lo que le digo, ahora mismo.
Seguidamente oyó voces y vio pies que tropezaban. La gente avanzaba llena de
curiosidad, fascinación y terror, sentimientos que pesaban mucho más que el miedo.
—Arroje el arma —ordenó Nate—. Ahora mismo. Así tendrá una posibilidad.
—Vio que Coben había dado la vuelta y aparecía por detrás y supo que alguien iba a
morir.
Se armó un gran revuelo.
Ed se volvió como movido por un resorte y disparó. En una fracción de
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segundo Nate vio que Coben se balanceaba e intentaba cubrirse. La bala le había
alcanzado el hombro. El revólver de reglamento de Coben estaba en la acera.
Nate oyó el ruido sordo de una segunda bala, que alcanzaba el edificio que él
tenía al lado, y luego los gritos de la gente.
Apenas los oyó. Era como un témpano de hielo.
Pegó un empujón a Meg y la tiró al suelo. Ella lo maldijo al ver que avanzaba
sujetando con firmeza el arma.
—Si alguien va a morir hoy —dijo con absoluta serenidad— será usted, Ed.
—¿Qué hace? —gritó Ed al ver que Nate seguía avanzando hacia él—. ¿Qué
demonios hace?
—Mi trabajo. Este es mi pueblo. Arroje el arma, o acabo con usted como si fuera
un caballo herido.
—¡A la mierda! —Con un gesto violento, empujó a la mujer, que seguía
llorando, contra Nate y se lanzó detrás de un coche.
Nate dejó que la mujer se deslizara sobre la acera. Luego se metió rodando
debajo de otro coche y salió por el lado contrario.
Agazapado, echó una ojeada hacia donde estaba Meg y vio que tranquilizaba a
la mujer cuya vida había afirmado que le importaba muy poco.
—Vamos —exclamó ella—, ve a por ese cabrón.
Luego se arrastró hacia Coben, que seguía sangrando.
Ed disparó: la bala chocó contra el parabrisas.
—Aquí se acaba la historia. ¡Y se acaba ahora! —gritó Nate—. Tire el arma o se
la quitaré yo mismo.
—¡Usted no es nadie! —La voz reflejaba mucho más que pánico o ira—. Ni
siquiera es de aquí.
Hecho una furia, salió al descubierto y empezó a disparar. Los cristales se
hacían añicos, volaban como estrellas letales; los pedazos de metal repicaban por
todas partes.
Nate se levantó y se plantó en la calle apuntando con el arma. Notó una
punzada en el brazo, como el aguijón de una enorme abeja.
—Suéltela de una vez, cabrón.
Con un grito, Ed dio media vuelta y apuntó.
Nate disparó.
Vio que Ed se agarraba la cadera y caía. Se dirigió hacia él y se hizo con el arma
que este había soltado al caer.
—Está detenido, hijo de puta. Es usted un cobarde. —Hablaba con voz
tranquila mientras colocaba a Ed boca abajo, tiraba de sus brazos hacia atrás y le
esposaba. Agachado, en voz muy baja, mirándole a los ojos, que estaban vidriosos
por el dolor, le dijo—: Ha disparado a un policía. —Volvió un instante los ojos hacia
el hilo de sangre que bajaba por su hombro—. A dos. Está perdido, Ed.
—¿Tenemos que llamar a Ken? —El tono de voz de Hopp parecía normal, pero
cuando Nate volvió la cabeza y la vio avanzando entre cristales rotos con sus
elegantes zapatos vio que le temblaban las manos y los hombros.
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—No estaría mal. —Señaló con la cabeza a la gente que había saltado o
derribado las vallas y se acercaba hasta allí—. Tendrá que mantener a esta gente
alejada.
—Ese es su trabajo, jefe. —Se esforzó por sonreír, pero su gesto se torció cuando
miró a Ed—. Piense que el equipo de televisión lo ha grabado casi todo. El cámara
debe de estar loco de remate. En las entrevistas que nos hagan hay que dejar claro
que ahora el forastero es Ed. Él no es de los nuestros.
Se apartó de Ed y tendió la mano a Nate como si quisiera ayudarle a
incorporarse.
—Usted sí es de los nuestros. Lo es con todas las de la ley, Ignatious, y tenemos
que dar gracias a Dios por ello.
Él aceptó su mano y notó el leve temblor cuando Hopp se la estrechó.
—¿Hay algún herido entre el público?
—Golpes y rasguños. —Consiguió contener las lágrimas que asomaban en sus
ojos—. Usted ha cuidado de todos.
—Menos mal. —Movió la cabeza y saludó a Otto y a Peter, que intentaban
apartar a la gente.
Miró un poco más allá y vio a Meg en cuclillas ante una puerta. Sus ojos se
encontraron. Tenía las manos manchadas de sangre, pero al parecer había hecho
maravillas con el hombro de Coben.
Con gesto ausente se pasó la mano por la mejilla, manchándola de sangre.
Luego, con una sonrisa, le mandó un beso.
Se dijo que había habido suerte, pues no hubo víctimas mortales y las heridas
de los ciudadanos, si bien numerosas, en general no revestían gravedad: algún hueso
roto, contusiones, cortes y magulladuras, todo a causa de las caídas y el pánico.
Se dijo que los daños contra la propiedad no habían sido de consideración:
ventanas rotas, parabrisas, una farola. Jim Mackie contó con orgullo a un periodista
de la NBC que dejaría los agujeros de bala en su jeep.
Se dijo, en general, que en el desfile del Primero de Mayo de Lunacy, Alaska,
hubo emociones a raudales.
Se dijeron muchísimas cosas.
Los reportajes de los medios de comunicación fueron más numerosos que los
desperfectos. La violenta y accidentada detención de Edward Woolcott, el presunto
asesino de Patrick Galloway, el hombre de hielo de la montaña Sin Nombre, fue tema
de interés para la prensa nacional durante semanas.
Nate no siguió las informaciones; se conformó con los reportajes de The Lunatic.
Pasó el mes de mayo y con él el interés que habían despertado fuera.
—Un día largo —dijo Meg, saliendo al porche para sentarse al lado de Nate.
—Me gustan los días largos.
Ella le pasó una cerveza y miró el cielo a su lado. Eran casi las diez y había una
luz espectacular. El jardín estaba cuidado. Las dalias, como era de esperar,
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espléndidas, y las espuelas de caballero, con sus flores de un azul intenso, ya
llegaban casi a un metro y medio.
Aún crecerán más, pensó ella. Tenían todo el verano por delante, los largos días
llenos de luz.
El día anterior había enterrado por fin a su padre. Todo el pueblo había
acudido. Al igual que los medios de comunicación, pero para Meg lo importante era
el pueblo.
Pensaba que Charlene había estado tranquila. Tranquila, teniendo en cuenta
cómo era ella. Ni siquiera actuó para las cámaras, al contrario, estuvo digna como
jamás la había visto su hija, cogida de la mano del profesor.
Quizá lo conseguirían. Quizá no. La vida estaba llena de quizás.
Pero una cosa sí tenía clara. El sábado siguiente ella estaría allí, a la luz de la
noche estival, con el lago y las montañas enfrente, y se casaría con el hombre al que
amaba.
—Cuéntame —dijo— qué has descubierto hoy cuando has ido a hablar con
Coben.
Sabía que se lo iba a preguntar. Sabía que hablarían de ello. Y no solo porque se
trataba de su padre. Sino porque qué hacía, quién era Nate, tenía importancia para
Meg.
—Ed ha cambiado de abogado. Ha contratado a uno muy bueno de fuera.
Alega autodefensa con lo de tu padre. Que Galloway se volvió loco, él temió por su
vida y le entró pánico. Como banquero, sus registros están al día. Dice que ganó los
doce mil que aparecieron en su cuenta en marzo de aquel año, pero hay testigos que
afirman otra cosa. De modo que no creo que cuele. Dice que no tuvo nada que ver
con el resto. Absolutamente nada. Y eso tampoco colará.
Se veía una nube de mosquitos en el borde del bosque. Zumbaban como una
sierra mecánica y Nate se alegró de haberse puesto repelente para insectos antes de
salir.
Se volvió para darle un beso en la mejilla.
—¿De verdad quieres oírlo?
—Sigue.
—Su mujer ha dado un cambio espectacular; con lo que ha dicho ha echado por
tierra las coartadas, tanto del día de la muerte de Max como de la de Yukon. Si a eso
le añadimos el aerosol amarillo que guardaba en su cobertizo y lo que ha dicho
Harry de que Ed le compró carne el día en que tuvimos aquel pequeño encuentro con
el oso contamos con un interesante montón de pruebas.
—Además hay que añadir que apuntó con una pistola a una turista, disparó
contra un poli estatal y contra nuestro jefe de policía. —Le dio un suave beso en el
brazo—. Y todo esto fue captado por un cámara de la NBC. —Se desperezó con un
movimiento lento y sinuoso—. ¡Qué televisivo! Nuestro valiente y atractivo héroe
disparando contra la pierna de aquel cabrón cuando él estaba ya herido...
—Una herida superficial.
—Frente a frente con el hijo de puta, como Gary Cooper en Solo ante el peligro.
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No soy Grace Kelly pero me excito solo de pensarlo.
—¡Caramba, señora! —Pegó un manotazo a un mosquito del tamaño de un
gorrión que pretendía atravesar la capa protectora—. Aquello no fue nada.
—Y yo no estuve nada mal, aunque me mandaras a la maldita acera.
—Te veo mucho mejor ahora. Los abogados sudarán tinta... atenuante de
enajenación mental, locura pasajera, pero...
—No colará —concluyó Meg.
—Coben sabrá resolverlo, o lo hará el fiscal. Lo tienen bien cogido.
—Si Coben te hubiera escuchado, lo habrías resuelto sin tanto espectáculo.
—Puede.
—Podías haberlo matado.
Nate tomó un sorbo de cerveza mientras oía el grito de un águila.
—Tú lo querías vivo y yo estoy aquí para complacerte.
—Y complaces.
—De todas formas, tú tampoco lo habrías hecho.
Meg estiró las piernas y miró la gastada punta de las viejas botas que usaba
para trabajar en el jardín. Tal vez necesitaba unas nuevas.
—No estés tan seguro, Nate.
—Él no es el único que sabe poner un cebo. Le tomaste el pelo, Meg. Le
apretabas las clavijas para que apartara la pistola de la mujer y apuntara a uno de
nosotros.
—¿Viste los ojos de ella?
—No, miraba los de él.
—Pues yo sí. En mi vida había visto un pánico así. Era como un conejo con las
patas atrapadas en una trampa. —Se calló un momento mientras acariciaba a los
perros, que le habían acercado—. Dime que por muchos abogados de fuera de
Alaska que contrate pasará mucho, muchísimo tiempo en la cárcel.
—Pasará mucho, muchísimo tiempo en la cárcel.
—Entonces, caso cerrado. ¿Te apetece dar un paseo por el lago?
Nate acercó a sus labios la mano de Meg.
—Por supuesto.
—¿Y te apetece que luego nos tumbemos en la orilla y hagamos el amor hasta
que seamos incapaces de movernos?
—Por supuesto.
—Seguro que los mosquitos se nos comen vivos.
—Hay riesgos que vale la pena correr.
Y uno era él, pensó Meg. Se levantó y le tendió la mano.
—Dentro de muy poco, cuando echemos un polvo, ya estaremos dentro de la
legalidad. ¿No crees que eso le quitará un poco de encanto?
—Ni un ápice. —Nate volvió de nuevo los ojos hacia el cielo—. Me gustan los
días largos. Pero ahora ya no me importa que lo sean las noches. Porque tengo una
luz. —Pasó la mano por el hombro de Meg para acercar su cuerpo al de él—. Tengo
la luz aquí mismo.
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Siguió observando el sol; parecía reacio a ponerse, a hundir su brillo en las frías
y profundas aguas. Y las montañas, temibles y blancas, reflejaban su eterno invierno
en el azul del verano.
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RESEÑA BIBLIOGRÁFICA
NORA ROBERTS
Nora Roberts (seudónimo de Eleanor Wilder), que
también escribe como J. D. Robb, nació en el estado
norteamericano de Maryland.
En 1979, durante un temporal de nieve que la dejó aislada
una semana junto a sus hijos, decidió coger una de las muchas
historias que bullían en su cabeza y comenzó a escribirla.
Nora se dedicaba a sus hijos y a la artesanía. Cocinaba su propio
pan, hacía cerámica y punto, e incluso su propia gelatina. Si no
hubiese sido por la tormenta del 79, quizás aún siguiera
haciéndolo.
En aquellos días en que duró el temporal era importante
para Nora disponer de movilidad. Escribía en una libreta con un
lápiz del número 2, de este modo podía estar en la misma habitación que sus hijos y
vigilarlos.
Después, durante las horas de siesta y de colegio, transcribía sus notas en una pequeña
máquina de escribir en la cocina. Así nació su primer libro: Fuego irlandés.
Nora es la única chica de una familia con 4 hijos varones, y en casa Nora sólo ha tenido niños,
por ello no debe sorprender a nadie su excepcional habilidad para describir el carácter de los
protagonistas masculinos de sus novelas. Pero siendo una mujer, comprende el alma y el
corazón que mueve a todas las mujeres.
Nora Roberts está clasificada como una de las mejores escritoras de novela romántica
del mundo. Ha recibido varios premios RITA y es miembro de Mistery Writers of America y
del Crime League of America.
AURORA BOREAL
Lunacy, Alaska (506 habitantes) era la última oportunidad para Nate Burke. Como
policía en Baltimor había visto morir a su compañero, y la culpa aún le atosigaba. Quizá
trabajando como jefe de policía en ese diminuto y remoto pueblo, donde oscurece a media
tarde y la temperatura cae hasta los cero grados, podría brindarle un poco de sosiego.
Aparte de detener una carrera entre un par de coches y un alce, y separar a dos
hermanos que discutían sobre cuál era la mejor película de John Wayne, las primeras semanas
de Nate en el trabajo fueron relativamente tranquilas. Justo cuando se preguntaba si no habría
sido todo un gran error, un inesperado beso de la piloto Meg Galloway bajo la brillante aurora
boreal del cielo de Alaska eleva su espíritu y le convence para quedarse un poco más.
Nacida y criada en Lunacy, Meg ha aprendido a ser independiente, pero hay algo en
los tristes ojos de Nate que se le mete bajo la piel y calienta su helado corazón.
Además, cuando dos montañeros encuentran un cadáver en la montaña, Nate descubre
que Lunacy no es el pequeño remanso de tranquilidad que él se había imaginado...
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NORA ROBERTS
AURORA BOREAL
***
© 2004, Nora Roberts
Título original: Northern Lights
© 2006, Carme Geronés, por la traducción
© 2006, Editorial Sudamericana S.A.
® bajo el sello Plaza & Janes con acuerdo de Random House Mondadori
ISBN 10:950-644-079-4
ISBN 13: 978-950-644-079-4
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