Descarga libro XIX Relatos Café Compás 2016

Transcripción

Descarga libro XIX Relatos Café Compás 2016
Relatos
cortos
XIX Certamen Literario
“Café Compás”
MEMORIAL RAFAEL MARTÍNEZ SAGARRA
D
“ e quijotes y sanchos”
2016
Relatos cortos
XIX Certamen Literario “Café Compás”
© Los autores y Asociación Literaria y Cultural
“Café Compás” de Valladolid
Ilustraciones: Daniel Carrascal PlateroANIEL CARRASCAL PLATERO
Imprime: Imprenta Manolete, S. L.
Vázquez de Menchaca, 40. 47008 Valladolid
Depósito Legal: VA– 333–2016
Índice
Prólogo
D. Óscar Puente Santiago
7
Prólogo
D.ª Araceli Arnáez
9
Acta del Jurado
13
La formidable aventura del audaz capitán
Alonso Quijano
Primer Premio. Laura León Vázquez
17
Antiquae Historiae Ausevarum
J. Suárez de Guerra
25
Juanillo
Juan Puddu
33
La nobleza del jayán
Tubía Landeras
43
Esa otra calle
Martínez Pérez
51
El mundo invisible
Izquierdo Iglesias
57
Reflexiones de un quijosancho enamorado
Finalista. José Luis Bragado García
65
La novia del predicador
Saiz Mingo
73
El amor de Rodolfo Trescantos
F. García Encinas
81
En memoria de Lucas, mi Quijote
Finalista. Raquel San José Pelaz
89
Primer Accésit. Francisco
Segundo Accésit. José
Finalista. Ernesto
Finalista. Rosario
Finalista. Eduardo
Finalista. Jorge
Finalista. Antonio
T
engo la inmensa satisfacción, y al tiempo el reto, de sentarme
por vez primera ante la, también primera, hoja en blanco de
este volumen, con el encargo de darles a todos la bienvenida
al compilatorio de lo mejor de esta XIX edición del Certamen
Literario Café Compás.
Comenzaré con el gastado, pero siempre descriptivo, “parece que
fue ayer” que, apuesto, susurrarían hoy quienes pusieron en pie aquel
concurso de relatos breves, entre amigos, y con Rafael Sagarra a
la cabeza, en un pequeño rincón entre las calles Merced y Pedro
Barruecos.
De forma premonitoria, esa esquina, que de alguna manera
bullía y sigue bullendo, inquieta por proyectarse más allá de sus
ventanales, estaba, y está situada, a la vuelta del académico Palacio
de Santa Cruz.
Desde aquella primera edición, “Amores de bares y noches de
copas”, la recepción de escritos, desde cualquier parte del planeta,
comenzó a superar expectativas y lo que empezó siendo un guiño al
viento, se fue transformando en otra cosa.
El certamen invitó a imaginar sobre estrellas, teatro, amistad,
música, vino, erotismo… a dibujar, finalmente, la realidad paralela
que se esconde entre renglones en base a un motivo cualquiera.
Este año, especialmente cervantino, las mesas del café de aquel
rincón junto a Santa Cruz propusieron imaginar a Quijote y a Sancho,
cuyas sombras, estos meses, casi se pueden adivinar cabalgando la
ciudad.
La calidad, como siempre –lo comprobarán enseguida, más allá
de mi firma–, está a la altura de quienes, durante estos años, se
inscribieron por derecho en el palmarés y figuraron, después, en el
de otros premios que llevan en mayúsculas la Literatura Española
por el mundo: el Nadal, el Miguel Delibes de Narrativa, el Fernando
Lara….
Felicidades a los ganadores de todas las ediciones, y de forma
especial, al de este año, cuyo relato ya pueden disfrutar. Felicidades
también a los finalistas y a ustedes, por tener su inspiración entre
las manos.
7
Gracias a todos por haber llegado hasta aquí, en la lectura de
estas líneas, en la organización del Certamen, como participantes a
lo largo de estas ediciones, como patrocinadores y colaboradores,
como lectores y como asiduos de una feliz idea que abona el arte de
la escritura en nuestras urbanas, a veces yermas, aceras.
….y sobre todo, no dejen de leer hasta el final.
D. Óscar Puente Santiago
Alcalde de Valladolid
8
Confiesa Camila...
onfiesa Camila que la primera vez que leyó el Quijote no lo
había leído nunca, y que además lo leyó de un tirón, como
si de una promesa se tratara. Y esto que nos puede parecer
una perogrullada, en realidad no lo es ¿Cuántos de nosotros
lo hemos empezado con la mejor intención varias veces y lo hemos
dejado en la misma cantidad? y ¿Cuántos de nosotros hemos leído
capítulos sueltos a los que concedemos una singular importancia y
hemos dejado otros, seguramente por desconocimiento o porque no
nos eran tan familiares?
C
Confiesa Camila que eso no le sucedió a ella porque, el libro
llegó a sus manos por casualidad, y cuando le llegó, tenía una idea
muy vaga del argumento. En el Liceo donde estudió se pasó muy
someramente sobre él y, para mayor desgracia, en su época no había
como ahora, ediciones adaptadas o al menos, confiesa, a ella no
le llegó ninguna. Y resulta incomprensible siendo, como ahora se
sostiene, que su autor es una de las figuras más ilustres de la literatura de todos los tiempos.
De cualquier forma el libro no cayó. Y, confiesa ahora, que menos
mal, porque si llega a caer en aquellos lejanos años, no hubiera
pasado del primer capítulo. Tal era su ignorancia y su desinterés por
un hidalgo español y su escudero, tan lejanos a su mundo, incapaz
de reconocerse en esa España que nos pinta y, de la que no tenía
más noción que la que la habían contado de unos bárbaros conquistadores que llegaron surcando los mares, imponiendo su lengua, su
religión y modos de vida.
Tuvieron que pasar muchos años hasta que, ya un poquito
grande y liberada del yugo familiar, diera en alquilar la casa que
había dejado libre aquel manchego que, según le contaron, murió
en su cama añorando, como un viejo hidalgo, la vuelta al terruño
que le vió nacer, aunque sólo fuera para contar las vueltas que las
aspas de los molinos daban en un día de vientos infernales.
Confiesa Camila, que se encontró el libro olvidado en una vieja
estantería de madera carcomida por la humedad que guardaba
ademas algún otro título. De la puerta de la salita donde lo encontró
9
colgaba un cartel que pomposamente rezaba “Sala de Lectura” y
donde, según le contaron sus nietos, el viejito no dejaba entrar a
nadie.
Le llamó la atención por su tamaño, grueso y por la ilustración
de su portada. Aparecían aquí dos personajes cabalgando uno a un
caballo, tan famélico y huesudo, que no entendió cómo podía sostener al... no sabría como llamar al que cabalgaba, escondido bajo una
armadura, espigado, con lanza y escudo, la cara oculta bajo... ¿cómo
llamar a eso?, y el otro sobre un jumento, de ropas campesinas o eso
le parecieron, en aparente alegre charla con el anterior.
Nos cuenta Camila que la edición debía ser muy antigua y que
las páginas estaban medio pegadas. Otras ilustraciones del interior
tambien llamaron su atención y la letra, pequeña, muy pequeña
tanto es así, que se vió obligada a ponerse las gafas si quería seguir
leyendo. Y sí quería, porque además descubrió que, a pluma y
con una caligrafía impecable, el texto tenía tomadas notas en los
márgenes. Y empezó a leer, y leyó más, y luego más y descubrió
que aquel vocabulario le resultaba desconocido, pero que las notas
ayudaban. Descubrió también que la geografía le resultaba ingobernable, pero el viejito había dibujado mapas, y ventas, y castillos,
y molinos, y cuadrilleros de la Santa Hermandad, y princesas, y a
Dulcinea, y cautivos, y galeotes, y cabreros y duques. Tal galería de
personajes con sus nombres y oficios, que el libro parecía adornado
de miniaturas.
Confiesa Camila que siguió leyendo hasta que los ojos soltaron
lágrimas, y ya no pudo más.
Que sentada en la vieja mecedora de esa auténtica “Sala de
Lectura”, algo se le removió y empezó a comprender. Comprender
que aquel mundo de hidalgos y escuderos se le iba aproximando,
que aquel refranero inagotable estaba en sus genes por transmisión
oral, más o menos fiel. Que le llegaban voces de un pasado no tan
lejano y que hasta las palabras empezaban a cobrar forma. Que ella
tenía otro lenguaje, otros sonidos, otras músicas, pero que no le
impedían entender.
Confiesa Camila que al terminar la lectura no sabía qué hacer con
el libro. Devolverlo a la vieja estantería, comunicarles el hallazgo a
los nietos y que ellos dispusieran, legarlo a alguna biblioteca pública.
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Le llevó su tiempo. Confiesa Camila que todo llega cuando tiene
que llegar, no antes. Y también confiesa estar encantada con el
legado del manchego, que así se lo tomó. Sólo espera ser digna de
él y saber manejarlo como él lo supo. Por cierto, sus nietos no saben
nada de esto, todavía.
No sé si un prólogo admite una pequeña aportación como esta.
Tomároslo como reconocimiento a todos los participantes, como
agradecimiento a los que lo han intentado.
Que gane el mejor y con él ganamos todos.
D.ª Araceli Arnáez
Presidenta del Jurado
11
Acta del Jurado
Valladolid, 4 de mayo de 2016
Reunido el Jurado del XIX Certamen Literario de Relatos Cortos Café
Compás de Valladolid – Memorial Rafael Martínez Sagarra, presidido por
D.ª Araceli Arnáez y habiendo participado en las deliberaciones los
miembros que a continuación se indican:
Marisi Lázaro
Javier Rey de Sola
Mercedes Martín
Laurentino Dueñas
Yolanda Paniagua
Felipe de la Fuente
Rayén Matus
Mariano Aparicio.
Actuando como Secretario Óscar Domínguez.
Tras las deliberaciones oportunas y efectuado el recuento de las
puntuaciones, el Jurado ha acordado conceder los siguientes premios:
Primer Premio
La formidable aventura del audaz capitán Alonso Quijano.
Laura León Vázquez
Primer Accésit
Antiquae Historiae Ausevarum. Francisco J. Suárez de Guerra
Segundo Accésit
Juanillo. José Juan Puddu
Finalistas
La nobleza de jayán.
Ernesto Tubía Landeras
Esa otra calle.
Rosario Martínez Pérez
El mundo invisible.
Eduardo Izquierdo Iglesias
Reflexiones de un quijosancho enamorado.
José Luis Bragado García
La novia del predicador.
Jorge Saiz Mingo
El amor de Rodolfo Trescantos.
Antonio F. García Encinas
En memoria de Lucas, mi Quijote.
Raquel San José Pelaz
Dada lectura a la presente acta, la firman los asistentes, de lo que doy fe.
“Alucinaciones”
Primer Premio
La formidable aventura del audaz
capitán Alonso Quijano
Laura LEÓN VÁZQUEZ
C
abizbajo, salió Miguel con su manuscrito de la
casa del impresor más prestigioso de Alcalá de
Henares, don Valerio Bárcena. Empezó a caminar, a vagar, mientras farfullaba improperios
contra aquel hombre que había metido tijera a diestro y
siniestro en los capítulos donde se narraban las más fascinantes hazañas de su protagonista.
Y andando andando se desnortó. Sus pasos lo llevaron
a una taberna con cuyo mesonero, aficionado a escribir
romances para cortejar a las mozas, solía pasar horas
departiendo sobre el supuesto lío de faldas de aquel dramaturgo o la factura impecable de cierto soneto.
–¡Cara de pocos amigos traes, Miguel!
–Hasta el título, Ramiro, hasta el título se ha evaporado
para poner qué sé yo qué tonterías de hidalgos, Manchas
e ingenios.
–Hombre, doy fe de que los manchegos son avispados,
leen, sobre todo en Alcalá, en Toledo, incluso en Almagro,
pero tu capitán Alonso no tiene un pelo de manchego. Es
de puerto de mar, huele que apesta a salitre.
–Ya no, ahora da calor leerlo.
–¿Un Quijote de tierra adentro? ¿Y la sirena Brumalinda que inventa para él esa tonada que le sirve de amuleto
en las tempestades?
–Tachada corno si fuera una bandida.
–¿No me dirás que ya no hay coloquio con los peces?
–Ni rastro. Ya no es capitán pirata ni un náufrago poeta
ni intérprete de ballenas.
17
LA FORMIDABLE AVENTURA DEL AUDAZ CAPITÁN ALONSO QUIJANO
–Vete donde ese desgraciado podrido de envidia y que
haga justicia a tu don Quijote.
Y volvió Miguel a la casa del impresor inepto para
defender todas las peripecias del auténtico Alonso, el héroe
aguerrido y excéntrico que habitaba en su cabeza desde
hacía años.
Resopló Bárcena al verlo aparecer de nuevo, tan alicaído que parecía que era el manuscrito quien lo llevaba
a rastras a él y no al contrario. Lo hizo entrar sin mediar
palabra y ambos se dirigieron a la biblioteca para discutir
lo indiscutible con más comodidad.
Miguel se sentía vencido antes del combate. Pero
se enderezó orgulloso en la silla dispuesto a luchar por el
auténtico Alonso que había parido su mente.
–He meditado y vuelvo para que reconsidere su convicción de aliviar mi relato. Es insostenible suprimir íntegros ciertos capítulos. Como el de la ciudad llamada
Antioquía de Galicia, sumergida en las costas de Reino
Galaico. En esa ocasión, mi héroe, que para mí será siempre el capitán Alonso, apodado Quijote, y que vuesa merced da en apellidar “de la Mancha”, intercede por los
pobres habitantes de la localidad sumergida para que los
señores del lugar no les cobren tributos que consisten en
monedas de oro y piedras preciosas que se hundieron
en las profundidades del océano, además de hierbas
submarinas con propiedades mágicas. Gracias a la actuación del capitán Alonso, que desciende al fondo del mar
vestido de buzo, todo cambia.
–¡Ah!, se refiere a ese pastiche erudito y fantasioso.
Desde la primera línea del capítulo, observé que había consultado los Anales del Medioevo que, durante toda su vida,
recopiló el gran sabio celta Cunqueiro, una obra magna
que, como bien sabe, subtituló Paisajes borrosos de lo que
nunca existió. De todos modos, hice ciertas comprobaciones para saber dónde estaba su fabulación y confirmé lo
18
Primer Premio
Laura LEÓN VÁZQUEZ
que sospechaba desde el principio: los datos que ahí se dan
son inexactos. Antioquía de Galicia, está, de estar, en la
laguna Antela, cerca de Orense, y no en la mar. Pero tampoco consideré necesario publicarlo corregido ya que me
aburrí en seguida de la lectura. No encontré en él aventura
digna de interés. Hay más ciencia que divertimento.
Miguel, con un oleaje de furia en la mirada, disimuló
su indignación y aceptó la eliminación con elegancia. Pero
no se le pasó por la cabeza rendirse y se lanzó a recuperar
uno de los episodios sobre los que don Valerio Bárcena no
había admitido discusión.
–Decía vuesa merced en nuestra charla anterior que
en la Mancha gustan de leer sobre sucedidos extraños y
legendarios. Pues en el capítulo quince, que vuesa merced
suprimió de un plumazo, la leyenda más inquietante de
todos los tiempos se pasea a sus anchas por el relato.
Visiblemente molesto, don Valerio consultó el reloj de
pared de la biblioteca, refunfuñó y buscó el dichoso capítulo quince que el autor quería defender como si de su vida
se tratara. Estaba empezando a perder la pizca de paciencia
que le quedaba después de la conversación matutina con
el vehemente autor. Pasaba las páginas con desdén, hasta
que por fin se puso a leer con fingida admiración y un deje
de burla que irritaron a Miguel:
–“Capítulo quince. Donde se cuenta cómo el audaz
capitán Alonso encuentra al Holandés Errante y las inauditas revelaciones del vagabundo en su parlamento con
Quijote. La calima hacía perder la memoria a las olas, que
en su vaivén no sabían si iban o venían y en un remolino
de confusión surcaba el océano la goleta, algo escorada,
del capitán Alonso...”.
Mejor me salto las páginas siguientes con los pormenores de la vida a bordo y voy sin más al momento del
encuentro. Porque, no sé vuesa merced, pero lo que es un
servidor no dispone de todo el día. “No puede decirse que
19
LA FORMIDABLE AVENTURA DEL AUDAZ CAPITÁN ALONSO QUIJANO
el capitán Alonso se asustara ante la visión fantasmagórica
del velero del Holandés Errante, pero tampoco contempló
con serenidad el buque que apareció ante sus atónitos ojos
entre un bravo oleaje. Fiel a las antiguas creencias que aseguran que cada siete años su nave envuelta en la luz dorada
que emiten las riquezas que transporta, se acerca a la costa
con el siempre desafortunado afán de pisar tierra firme y
romper el hechizo que lo encadena al océano...
Don Valerio se saltó una página de descripciones sin
justificárselo esta vez a Miguel y siguió leyendo del manuscrito lleno de enmiendas:
–“...conversaron en una taberna del puerto lisboeta y
fue entonces cuando el Holandés Errante, con voz contagiada de la profundidad de alta mar, confesó algo que hasta
entonces nunca había contado a nadie. Le habló de su cansancio, tan inmenso como el piélago al que estaba atado
para la eternidad, del hartazgo de surcar una y otra vez los
mismos mares que ya no le ocultaban ni un secreto y que
detestaba tanto como su propia vida interminable...”.
¿Es que no se da cuenta, don Miguel, de que la personalidad tan fascinante del famoso viajero holandés quita
protagonismo a su dichoso capitán Alonso? Frente a su
intrigante encanto centenario, ¿en qué queda su maldito
Quijote? Cualquier lector curioso, abandonaría aquí la
lectura y buscaría el libro que contara las correrías del
Errante. ¿Es eso lo que quiere?
Atardecía. Desde la cocina llegaba el aroma del guiso
que el impresor Bárcena iba a cenar aquella noche. Meditabundo, Miguel se recostó en el respaldo de la silla de la
biblioteca. Por un lado daba la razón a don Valerio, pero
por otro, estaba tan fascinado con las aventuras de su sin
par personaje, que no quería creer todas aquellas objecciones. Aquel impresor desgraciado había puesto en duda su
talento y a pesar de todo él había reunido la calma y la
frialdad suficientes para razonar y defender, como haría
20
Primer Premio
Laura LEÓN VÁZQUEZ
su propio personaje, la variedad de destinos que su capitán
recorre, las empresas en las que participa y las miradas con
las que se cruza en su largo camino.
Fue la ira de un día entero de discusiones la que hizo a
Miguel levantarse con brusquedad y agarrar su manuscrito.
Con él fue a zancadas hasta el fogón donde la mujer de
don Valerio preparaba unas migas. Arrojó su obra a las
llamas y miró cómo ardía hasta que desapareció devorada
por el fuego hechicero. Sí, quemó aquel manuscrito lleno
de remiendos que ya no era más que un esqueleto sin
músculo ni sustancia dentro. Ahora La formidable aventura del audaz e intrépido capitán Alonso Quijano nunca
se conocería.
Casi diez años después, olvidado ya en Alcalá de
Henares aquel escándalo vivido en casa del prestigioso
impresor don Valerio Bárcena, se encontraba éste en
Madrid en viaje de negocios. Paseaba por un mercadillo
de la villa y corte, cuando oyó al tendero de un puesto
gritar a los cuatro vientos las mercancías más dispares.
Alguna palabra del reclamo del vendedor llamó su atención y se acercó. Ahí estaba. Un libro de aquel escritor
exaltado que no había vuelto a ver con el título que
él mismo le había sugerido diez años antes. Publicado por
el impresor madrileño, su admirado Juan de la Cuesta.
Ni que decir tiene que don Valerio lo compró. Durante
su ávida lectura no perdió en ningún momento la sonrisa
de los labios.
21
“Rucio, somos invisibles”
Primer Accésit
Antiquae Historiae Ausevarum
Francisco J. SUÁREZ DE GUERRA
U
n enrabietado golpe de viento, preludio del
inminente turbión, inundó el calabozo con
unos pestíferos efluvios. Cual si de un ritual
de apareamiento se tratase, una vez más, la
Esgueva volvía a amancebarse con Vulturno; si bien, en el
verano de 1605, la particular parada nupcial se había visto
adelantada a un canicular junio. Juntos, bajo el padrinazgo
de las reales carnicerías del rastro nuevo, acababan
de alumbrar una mefítica y pestilente prole que, durante
algunos días, tal vez semanas, enredaría, juguetona, entrando y saliendo sin cesar de los pulmones y pituitarias
de los sufridos habitantes de la capital de las Españas.
Alonso Pacheco se disponía a entrar en la cárcel de
Corte. No había llegado aún al portón de entrada, cuando
se dio cuenta de que aquella jornada no iba a ser como las
demás. Un coro de femeninas voces, procedente de los
calabozos, amenizaba a los allí presentes con unos disonantes madrigales que, empero, poco tenían que ver con
los que cotidianamente interpretaban rabizas, cotarreras,
pagotes, engibacaires, y demás género germanesco, naturales moradores de tan lúgubre mansión.
Nada más entrar el alguacil, un cruce de miradas con
su compañero, el corchete Beltrán de Hinojosa, bastó para
confirmar sus sospechas.
–Veo que el Alcalde ha decidido hacerle la competencia a ese salón de saraos que acaba de inaugurarse en
la Plaza de Palacio, en el que se dice que caben tres mil
almas... ¡Vaya jolgorio que tenemos!–dijo Pacheco, chancero.
25
ANTIQUAE HISTORIAE AUSEVARUM
–A fe mía que sí –respondió Hinojosa–. Ríase vuesa
merced mientras pueda, pero mi intuición me dice que más
de uno de los habituales danzantes del Real Palacio habrá
de pasarse por acá. De hecho, uno ya vino a ver al Alcalde
Villarroel. Por cierto, hablando del Rey de Roma, creo que
quiere verle urgentemente. Está en los calabozos apretando
las tuercas a las Cervantas.
–¿Las Cervantas?–inquirió Pacheco sorprendido– ¿Te
refieres a la parentela del escritor que vive en las casas
nuevas del Rastro?
–A las mismas que visten y calzan. Y él, don Miguel,
también está ahí abajo, aunque no se le oiga. Deben de
estar metidos hasta el cuello en el asesinato de don Gaspar
de Ezpeleta, el amigo del Marqués de Falces.
Al bajar a los calabozos, Pacheco se topó con aquella
mirada, plena de tristeza, de un cansancio infinito, que
penetró en lo más profundo de su ser. Apenas duró unos
instantes, pero fueron más que suficientes. Conocía de
vista al famoso escritor. Y lo admiraba. Por ello, verlo en
aquellas penosas circunstancias, encarcelado con toda su
familia, le causó una fuerte impresión. Sin embargo, las
emociones del día no terminarían ahí. Al fondo del pasillo,
de espaldas, Villarroel interrogaba conforme a la lex artis,
propia de su oficio, a una atemorizada joven. Se trataba de
María de Zeballos, que desde hacía unos meses servía en
el hogar de los Cervantes. Los ojos de la criada se abrieron
como dos lunas al ver aproximarse a Pacheco, que, con el
máximo disimulo que pudo improvisar, le hizo señas para
que reprimiese su sorpresa y deshiciese, de inmediato, tan
lechucil expresión.
–¡Vaya, Pacheco! Su indisimulable aspecto de veterano
de Flandes parece haberle causado una gran impresión a
esta moza. De no ser porque poco queda por sacar de este
pozo, le pasaría el testigo para que siguiera usted con
el interrogatorio, pero mejor le haré otro encargo. Quiero
26
Primer Accésit
Francisco J. SUÁREZ DE GUERRA
que acuda esta tarde a las casas del Rastro, a ver si logra
que alguien más desembuche. Aunque el caso cada vez
está más claro, y todo apunta a ese progenitor de quijotes
y sanchos que tenemos ahí. –dijo, carcajeándose, el alcalde
Villarroel con su áspera y desagradable vozarrona.
Mientras cruzaba la puentecilla de madera que hay
frente a la calle que sube a la de Perú, camino del rastro
nuevo, la mente del alguacil no paraba de hacerse preguntas. Aún no disponía de información suficiente, pero había
algo que no le cuadraba en aquel turbio asunto de la
muerte de Ezpeleta. Llegado a las casas, frente a las que
un hombre de mediana estatura, con un ferreruelo negro,
había herido mortalmente al caballero navarro, comenzó
a interrogar al vecindario. Al subir a la primera planta, una
voz familiar susurró su nombre. Se trataba de María, la
criada, que ya había vuelto de su interrogatorio y era, en
ese momento, la única moradora que quedaba custodiando
los yermos aposentos de la familia Cervantes. El alguacil
conocía a María desde niña, pues ambos eran oriundos
de la aldea de Bárcena de Toranzo, en las montañas de
Santander. El destino, la casualidad, habían querido que
sus caminos volvieran a cruzarse, a orillas del Esgueva, en
aquellas extrañas circunstancias.
Tras serenar a la joven, que no cesaba de sollozar y
lamentarse por su amo, ella se sinceró y le contó lo que,
por prudencia, le había ocultado al Alcalde Villarroel. Lo
había visto todo y este fue su relato: «Serían las once de
la noche del día 27 de los de junio, cuando, viniendo de la
fuente de Argales, observé como el hombre del ferreruelo
negro comenzó a porfiar con don Gaspar, mencionando
algo sobre una dama, que no pude oír bien. Este, que venía
con espadín de noche y broquel, desenvainó su acero y
comenzaron a acuchillarse. Me escondí para no ser vista.
Poco tardaría en inclinarse la lucha a favor del azabachado
espadachín, que le madrugó a don Gaspar dos traicioneras
27
ANTIQUAE HISTORIAE AUSEVARUM
mojadas, haciéndole besar el empedrado. ¡Ah ladrón, que
me has muerto! gritaba el dicho don Gaspar. A partir de ahí,
la alarma cundió entre los vecinos, que metieron al moribundo en la casa de doña Luisa Montoya y, poco tiempo
después, llegaron Villarroel y sus hombres». También le
confesó la observadora criada, que haciendo honor a su ascendencia pasiega era sagaz de natural, un detalle del que
se percató mientras el Alcalde revisaba las ropas de Ezpeleta. Entre sus calzas encontró dos sortijas de oro, que
inmediatamente le entregó al alguacil que le acompañaba.
Sin embargo, no hizo lo mismo cuando descubrió un papel
doblado, hecho billete, que, de forma harto sospechosa,
cuidó de guardarse sin que nadie se apercibiera de ello.
Pacheco, finalmente, le preguntó a su paisana si sería capaz
de recordar el aspecto del asesino. Ella, que lo recordaba
con claridad, comenzó a describir con gran precisión al mortífero atacante. La mirada del alguacil se fue iluminando por
momentos, y antes de que María finalizase su prolija exposición, le dio las gracias y salió corriendo de allí.
Estaba anocheciendo y la mayoría de los parroquianos,
de más que dudosa prez, habituales de la taberna situada
bajo la casa del impresor Lasso de la Vega, aún no habían
hecho acto de presencia. No obstante, allí estaba él, tal y
como esperaba Pacheco. Se volvían a encontrar dos viejos
camaradas. Habían luchado juntos bajo los estandartes del
Tercio Viejo de Sicilia, a las órdenes de D. Juan del Águila.
Hacía ya mucho tiempo de aquello pero, en realidad,
seguían dedicándose a lo único que sabían hacer, aunque
hoy lo hacían en bandos opuestos: uno del lado de la Ley,
y el otro…, del suyo propio y del que le ofreciera una
buena bolsa llena de doblones.
–¿Qué te trae por aquí viejo amigo? –inquirió entrañable, aunque cauteloso Diego Sigler.
–En este caso, Diego, se trata de trabajo. Necesito tu
ayuda– respondió Pacheco–. No me preguntes cómo, pero
28
Primer Accésit
Francisco J. SUÁREZ DE GUERRA
sé que el hombre del ferreruelo negro que mató a Ezpeleta,
eres tú. Como también sé que hay un inocente que está
pagando por ello, D. Miguel de Cervantes, y ¡voto a bríos!
que no he de consentirlo, cueste lo que cueste. Además, es
uno de los nuestros, Diego; anoche hablé con él, y resulta
que también sirvió en el Tercio Viejo de Sicilia, tras lo de
Lepanto. El Alcalde está ocultando pruebas para proteger
a alguien, y sólo tú puedes ayudarme.
–Alonso, no tienes remedio. Estás pisando arenas
movedizas. Podrías salir muy mal parado. O no salir. Ya
se te han olvidado los años de penuria y miseria, hasta que
lograste el puesto de alguacil. Tú no sirves para hacer
lo que yo. ¿Y tu esposa? En cierto modo te pareces a ese
D. Quijote, la criatura del escritor al que quieres salvar.
–Tal vez, Diego. Pero, ¿acaso no fuimos unos quijotes
los que luchamos en Flandes? Acuérdate de la Isla de
Bommel. ¿No mereció la pena? Desde entonces estás en
deuda conmigo, y ha llegado el momento de saldarla.
El sicario, que después de aquello huyó a Nápoles por
un tiempo, le contó a su antiguo camarada que Ezpeleta
había tenido dares, tomares y pesadumbres con una mujer
casada. La esposa infiel, doña Inés Hernández, lo era del
escribano Melchor Galván. Sin embargo, fue aquella, despechada, y no su cornúpeta pareja, la que encargó dar un
“susto” a Ezpeleta, cuya osadía lo terminaría complicando
todo. El detallado relato de Diego condujo a Pacheco hasta
un paje de D. Gaspar, Francisco Camporredondo, cuya
declaración confirmó todo lo anterior y llevó hasta la pista
definitiva. Al parecer, la negativa del navarro a devolver a
su amante dos sortijas de oro, que el marido le reclamaba,
fueron el desencadenante de todo. Indagaciones posteriores permitieron al alguacil saber de la estrecha amistad de
su jefe con el escribano Galván, y comprender los motivos
por los que Villarroel trató de frenar el escándalo, inculpando con falsos testimonios a Cervantes, y tapando a los
auténticos culpables.
29
ANTIQUAE HISTORIAE AUSEVARUM
***
Diez años después, en una aislada y mísera cabaña,
dormitaba un hombre solo, arrumbado por los años, la
pobreza y las viejas heridas. El temporal azotaba la braniza
pasiega, haciendo crujir los travesaños y cerchas de la
techumbre. Dos secos aldabonazos sacaron al viejo soldado
de su ensoñación; se levantó y abrió el portón. Allí estaba
María de Zeballos, con sus dos hijos ateridos de frío.
–María, ¿cómo habéis subido hasta aquí con este
infernal argavieso? El gallego sopla con furia. ¿Sucede
algo? ¿Qué ha pasado?– preguntó un sobresaltado Alonso
Pacheco.
María, a pesar de estar empapada hasta los huesos, no
pudo reprimir una sonrisa traviesa que tranquilizó y desconcertó, a un tiempo, a su paisano; se levantó la capucha
de su capa de buriel y sacó un voluminoso paquete que
escondía bajo la misma. Tras dejarlo sobre la mesa, le entregó una carta. «Viene de Madrid», le dijo María. Pacheco
se sentó de nuevo, no sin dificultad, la abrió y comenzó a
leer. Al poco, sus ojos comenzaron a humedecerse, hasta
que una lágrima se derramó por los profundos pliegues de
su rostro. La carta decía así:
Querido amigo. Mucho me ha costado averiguar
dónde moraba vuesa merced. Finalmente, con la ayuda de
mi fiel María, lo he conseguido. Hólgame hacerle llegar
un ejemplar de la segunda parte del ingenioso caballero
don Quijote de la Mancha. También lo hace que, al recibirlo, sepa usía que sin la intervención de otros quijotes,
que no aparecen en él, jamás hubiera vuelto a cabalgar
el caballero de la triste figura. Do quiera que esté, siempre
lo tendré en mi corazón. Su amigo y camarada.
Miguel de Cerbantes Saavedra.
30
“El triunfador”
Segundo Accésit
Juanillo
José Juan PUDDU
C
uando Juanillo alcanzó la adolescencia su cuerpo
ya calzaba trajes de El Corte Inglés que, por
correo, le compraba su madre; le crecieron finos
bigotes, que, sumados a sus ojillos pequeños, le
dieron aspecto de laucha, y como tal se comportaba. Recorría a diario, como un roedor, una y otra vez los estantes en
búsqueda de su alimento espiritual: correrías de tinta. Fue
amo absoluto de los libros y del ancestral museo familiar
donde, decía, “trabajaba”. Su vida afectiva estaba allí, abrazado por su sillón. Siempre pulcro dentro de su traje, con
camisa blanca, corbata y zapatos lustrados. Era un dandi
que no salía del caserón de las pampas, frente a la laguna.
Nunca se había enamorado ni parecía interesarle el tema.
Durante años la lectura del Quijote lo absorbió por
sobre todas las cosas e introducirse en su trama fue su
obsesión. Lo recitaba casi de memoria. En cada relectura
encontraba nuevos atractivos, allí se hizo de amigos y de
tanta intimidad con los personajes, quiso estar dentro.
Indagó el tema hasta que una publicación llegada de
México explicaba que los indios motecas conocían el arte
de la traslación física en el tiempo y el espacio. De inmediato decidió intentar el viaje por el interior de los textos
según exponía el ejemplar azteca. Recomendaba que para
marchar debía vestirse con prendas adecuadas al texto que
se pretendía ingresar; en el museo había de su ancestro don
Juan, llegado a América en el siglo XVIII. Fue consiguiendo las hierbas y capullos que debía sahumar. Para
viajar no debía tocar el piso, entonces armó un columpio
que colgó de la cumbrera; maceró el brebaje de tequila con
33
JUANILLO
brotes de yuca y miel. También necesitó una piedra imán,
para facilitar el regreso. Debía ser con la luna nueva. Con
todo listo se obligaba, en plena oscuridad, a abrazarse al
libro, recitar la fórmula prescripta, beber el brebaje y hamacarse en círculos hasta contactar a los personajes en la
página donde el libro se abriera. Eso era lo fácil, lo difícil
era animarse a la experiencia. Muchos amaneceres iluminaron el insomnio de Juanillo descubriendo a sus ojos fijos
en el cielorraso en busca de ayuda para “desfacer su
entuerto”. –¿Pruebo o no pruebo? Hasta que llegó el día de
la decisión. –El jueves se hace la luna nueva. Si, el jueves
me largo. ¿Qué puede pasar? Con voz firme se dio la
orden. –No fallarás, es el día, Juanillo. Esa noche, despacio, avivó el fuego del brasero, echó sahumerios, puso en
su bolsillo la piedra imán, agitó la botella del brebaje, cerró
todas las entradas para luego, en completa oscuridad, tanteando, se trepó al columpio; previsor había dejado un
taburete que usó a guisa de escalera. Apretaba su releído
ejemplar de “El Ingenioso Hidalgo” para comenzar su
aventura concreta. En medio de la penumbra abrió el libro
y casi lo aplastó contra su pecho. Giró y giró en el aire
lejos del piso mientras bebía, sorbo a sorbo, directamente
del botellón, algo derramó sobre el prestado atuendo.
Pasaron unos minutos que fueron siglos, todo se calmó, se
recompuso lentamente. Se encontró rodeado de imágenes
borrosas y voces humanas que paulatinamente se aclararon. La noche se preparaba para apagar las estrellas; sus
oídos y sus ojos, en la cerrazón, separaron imágenes y cantos de pájaros. Analizó los objetos, eran árboles frondosos
que formaban un tupido bosque. A las voces creía haberlas
escuchado antes: –...llegamos a la madrugada para alcanzar a ver el día en el Toboso... dijo una cascada voz, la otra
respondió: –... embósquese en la foresta, iré y volveré
presto... Se mantuvo quieto y en silencio, reconoció
claramente términos y entonaciones. Eran Don Quijote y
34
Segundo Accésit
José Juan PUDDU
Sancho. ¡Tantas fueron las aventuras compartidas con
ellos! ¡Cómo no reconocerlos¡ ¡Ahí están! Lo invadió una
sensación extraña, una helada ebullición que le subía de
los pies a la cabeza. Se disipaban los giros del columpio y
los tragos: se sentía sobrio, muy sobrio. Apoyado contra
una gruesa encina pensó que si se presentaba ante sus
“amigos” podría caer sobre su humanidad la espada del
Hidalgo, quien, saliéndose del texto cervantino, podría
tomarlo por alguna aparición demoníaca. Prefirió no correr
el riesgo de arruinar su propia aventura, continuó espiando
las escenas tantas veces leídas. Recordó al instante:
–2ª parte, Capítulo X, página 468. Donde se cuenta... y su
memoria continuó. Escuchó varios refranes de Sancho
antes de informarle a su señor que irían por su señora, reina
y princesa Dulcinea. Puestos en camino los siguió en la
penumbra a unos cincuenta pasos de distancia. Quería ver
a la muchacha y comprobar fehacientemente si era tan fea
como contaba don Miguel... La escena del encuentro,
cuando el día ya despuntaba, con las tres labradoras montadas en borricos, la disfrutó con deleite hasta que las campesinas despacharon con firmeza a don Quijote y Sancho
con un –¡mirad con qué se vienen los señoritos a hacer
burlas de las aldeanas! Apártense y déjennos ir! Con esas
y otras discusiones siguieron hasta que provocaron la caída
de la muchacha de su humilde cabalgadura. Luego, la pretendida ayuda para ubicarla sobre el animal y la consecuente frustración de los hombres, que entre discursos
disparatados, dejaron en paz a la reina y sus princesas.
Juanillo, prudente, fijó su atención en el rumbo tomado
por las campesinas; se separaron y cada una se dirigió a
su labor. Dulcinea, luego de andar unos quinientos pasos
en soledad, se apeó para entrar al chiquero dispuesta a elegir el animal que debía carnear. Lejos de otras presencias
él se acercó. Saludó amablemente a la muchacha que lo
miró extrañada. Respondió al saludo con una pregunta:
35
JUANILLO
–Buenos días, Señor, por su traza debe venir de una
comarca muy lejana, ¿necesita ayuda? ¿Tiene hambre
o sed? Por un largo rato no respondió. Cuando atinó
respuesta apenas dijo: –Sí de muy lejos.
–Me imagino que huye de algún poblado morisco ¿Es
así? –No, vengo de más lejos, tanto en la distancia como
en el tiempo... –No más que yo. Ya llevo cientos de años
apareciendo a través de la imprenta como una ignorante,
no agraciada, harto sucia y maloliente. Y no es así, el
autor me convirtió en un personaje diferente, hasta me
llamó Dulcinea siendo mi nombre Aldonza Corchuelo. ¿A
vuesa merced le parece justo? Sé leer y escribir. Solamente
en mis horas ociosas ayudo a mis padres en estos menesteres. Quisiera evadirme de mi destino pero las tapas del
libro, hace más de cuatrocientos años, me aprisionan, creo
que terminaré mis días mirando al mundo desde algún
polvoriento estante.
Los ojos de Juanillo se llenaron de mayor sorpresa.
Poco podía hablar, ni palpar, pero sí mucho observar.
Corroboró lo dicho por la joven respecto a su cuerpo al
notar bajo los modestos vestidos unos robustos brazos, redondas formas y rosada piel, especialmente las partes no
salpicadas por el estiércol. –Veo, si, que es bella y para mí,
muy bella. Sancho la tiene por una mujer ordinaria, hasta
le escuché decirle a Don Quijote que se olvidara de usted,
su mérito pasaba por ser “la mejor mano de la Sierra
Morena para salar puercos”. ¡Y que hasta tenía pelos
entre los pechos! –Mentiras, es envidia, pregunte a los
zagales de la comarca que me han pellizcado más de una
vez. Panza me discrimina por ser la hija de Lorenzo
Corchuelo. Esto ya no es vida. Mi deseo es aprender más
y enseñar, ¡Si pudiera salir de esta jaula de papel entintado y ser yo! ¡Cuánto agradecería al Supremo!
Juanillo empezó a sentir que el cosquilleo del tiempo
le avisaba que la experiencia llegaba a su fin. Debía
36
Segundo Accésit
José Juan PUDDU
volver. Antes de despedirse le preguntó: –¿Podré volver
a verla y conversar? He tenido mucho gusto en visitarla.
–Volved cuando gustéis, si no estoy acá podrá encontrarme en alguna otra página, esos hombres desquiciados
me persiguen. Buscadme. El muchacho bebía cortos
sorbos del brebaje, apretaba el libro contra el pecho y
frotaba el imán. Su cuerpo se desvaneció en la atmósfera.
No alcanzó a escuchar la pregunta de la moza: –¿Cómo
dijo que se llamaba la comarca desde donde vino?
Apareció en el columpio restregándose los ojos. A los
párpados los notaba hinchados, ya se abría paso el sol. Una
alegre sensación lo recorrió, bajó, se deshizo de las ropas,
las acomodó en la vitrina y se vistió de chaqueta, corbata
y sus lustrados zapatos. Respiró feliz, envalentonado
comenzó a preparar su siguiente experiencia. Sólo tendría
que esperar la luna nueva siguiente.
En el almuerzo sus tías y sus hermanas le hicieron notar
cierto cambio en su rostro. –Te vemos contento, alegre ¿has
dormido bien, verdad? –Sí, tuve un buen sueño, mintió.
Me siento muy bien, gracias.
¡Cuánto tardó en pasar el mes! Juanillo “trabajó” muchísimo ese tiempo para perfeccionar su aventura. Cuando
llegó la luna nueva repitió la ceremonia y abrió el libro en
la misma página y llegó al mismo bosquecillo. Caminó
hacia el chiquero. Ella salaba a un enorme puerco. La saludó
desde unos veinte pasos. –Acercaos, necesito vuesa ayuda,
mientras la salo sosténgame esta media res que pesa más
de dos arrobas. Con gusto se aproximó, nunca imaginó que
él pudiera erogar tanta fuerza ante el pedido de una mujer.
Al terminar la faena la muchacha lo invitó a higienizarse en
el arroyo que discurría entre las piedras. Exhausto, disimuló
su esfuerzo. El agua arrastró de sus brazos la mugre y la fatiga. Ella se quitó el sucio delantal para meterse hasta la cintura en el cauce. Lavó con esmero sus enseres. Recostado
en las piedras Juanillo admiró ese cuerpo rebosante que,
37
JUANILLO
untuoso, se adhería a las ropas mojadas. La vio espléndida
con sus cabellos ya limpios que flotaban al sol. E imaginó
todo lo demás. Dulcinea se sentó a su lado. Con unos lienzos
se secaron mutuamente, fue cuando él, venciendo a su timidez, le preguntó:–¿Siempre estáis dispuesta a evadirte de
la tinta y el papel? La respuesta con voz firme fue la esperada: –Sí, ¿pero qué embrujo podría realizar mi sueño?
–Tal vez yo pueda la próxima luna nueva ¿me seguirías?
La joven se acurrucó entre los brazos de Juanillo, le rogó
con un susurro –Liberadme, no os arrepentiréis. Por primera
vez sentía una mujer refugiándose en su pecho. Hablaron y
se prometieron no echarse atrás. Otra vez el cosquilleo del
tiempo comenzaba a desleírlo en el aire. Apenas escuchó un
hilo de voz que se extinguía: –No me, falléis....
El columpio lo amparó. Al descender se reconoció más
hombre; echó su mandíbula hacia delante, infló su pecho
y se sintió más alto, más fuerte, macho. Hasta se imaginó
luchando con el Hidalgo por la mujer amada, él también
tendría una armadura que lo haría invulnerable: el amor.
Empezaba a comprender en toda su medida la contagiosa
locura del Quijote. Usó su tiempo para preparar el rescate
de la amada. ¿Sería eso en verdad el amor, la pasión? Por
enésima vez estudió la fórmula de los motecas. Ahora se
complicaba pues iría uno y volverían dos. Se planteaba
otro desafío “quijotesco”. Con cautela compró, por correo,
un vestido de mujer simulando que el envío contenía
libros. Preparó más brebaje, un segundo columpio para la
soñada recepción, consiguió otro imán a más de todo lo
indicado para esperar la nueva luna. Se le hizo largo ese
mes pero llegó puntual la noche soñada.
–Mañana en el almuerzo les daré una sorpresa, –les
dijo a las mujeres de la casa luego de la cena, –esta noche
tengo mucho trabajo.
Repitió la rutina: ropa de su ancestro Don Juan y el
equipo. El libro en la página 468 apretado contra el pecho
38
Segundo Accésit
José Juan PUDDU
para evitar caer en otro capítulo y encontrarse en una aventura distinta. Y a volar tiempo y distancias.
Alejada del chiquero lo esperaba a la sombra de un
sauce, al borde del arroyo. Diligente se vistió con las ropas
que él le proporcionó que no lograban disimular sus
contornos; el cabello fragante y suelto lucía una flor. Una
sonrisa cómplice, mejoraba su aspecto. Su equipaje era un
ejemplar de la primera edición del libro que la tenía como
una de los protagonistas. A modo de disculpa se dijo:
–Despedazaré para siempre esta historia de locos. A la distancia echó una última mirada a los tejados de su comarca
al tiempo que sus redondos dedos se entretejían firmemente
con los de Juanillo; anhelaba con ansiedad el momento de
liberarse del yugo del pergamino. Él, responsable de la
aventura, no dejó detalle sin atender. Bebieron un largo
trago del elixir, aspiraron sahumadas fragancias, apretaron
imanes, libros, manos y cuerpos en su viaje compartido.
Se acercaba el mediodía otoñal. El almuerzo estaba
servido en la casona, las mujeres frente a su plato de sopa
esperaban inquietas la sorpresa anunciada por Juanillo;
apareció vestido con las ropas del manchego don Juan, se
paró delante del acceso al comedor que se asomaba a la
laguna y dijo: ¡Atención!... les presentaré a Aldonza, mi
prometida... Las mujeres cerraron la boca a las cucharas,
sus pupilas se dilataron. Él abrió las puertas y apartó las
cortinas, el ambiente se llenó de sol. El resplandor sobre
las aguas las encandiló impidiéndoles advertir remolino
que desparramaba por el comedor un vestido blanco que
dejaba escapar cientos de amarillentas páginas arrancadas
de una vieja novela de caballería.
39
“Sueños de victoria”
Finalista
La nobleza del jayán
Ernesto TUbíA LANDERAS
Alrededores de Puerto Lápice
Mayo 1597
E
l carruaje se detuvo junto al puente que mediaba
frente al molino. Allí, torpemente sujeto entre
dos crucetas de madera, sitas a ambos lados del
sendero, un listón de no menos de dos cuerpos,
impedía el paso de hombres, bestias y, por supuesto, a todo
tipo de vehículos.
Del interior emergieron dos hombres de armas, que
escoltaban a un tercero. Era éste un tipo desgarbado, flaco
como el filo de una navaja. Vestía ropa de bien, jubón
recién lavado, botas sin mella y una faltriquera que pendía
del costado. Una de las manos la llevaba oculta entre el
pliegue de la chaqueta. De rostro enjuto, con los ojos muy
cercanos sobre el puente de la nariz, pareció aliviado al
sentir el suelo bajo los pies. Y mucho más lo hubiera
estado si sus tobillos no hubieran vestido sin gracia alguna,
unos herrumbrosos grilletes.
–Maldita sea la gracia del que impide el paso a
hombres de justicia –masculló uno de los dos soldados–.
Dé la cara quien saja el paso a esta comitiva del glorioso
rey Felipe –bramó.
De entre los hierbazales secos que rodeaban el molino
asomó un joven alto y desairado. Vestía ropas que difícilmente se distinguirían de los sacos roídos, que presumiblemente emplearía para contener el grano a moler.
Destacaban en él, sobremanera, unos brazos largos y delgados, como sarmientos de una cepa centenaria. Era joven,
no más de dos décadas debían contener experiencia en un
43
LA NOBLEZA DEL JAYÁN
rostro aniñado, pero severo. Pues el mohín que mostraba
el molinero, y que adornaba su frente con profundas
hileras que asemejaban rodadas en un camino embarrado,
no exhibía sino desaprobación por el cantar del soldado.
–Da la cara el molinero, cuyo camino cruzáis sin pagar
portazgo–recitó con voz serena, mientras salía al paso de
la breve comitiva.
El aprehendido se echó a un costado, reclinando la
espalda sobre el carruaje. Mientras tanto, el carretero, un
hombre de rasgos bruscos, achaparrado y gordo como un
gorrino, miraba la escena divertido, aún con las riendas en
la mano. Los soldados empero, avanzaron unos pasos como
dicta la ley del combate, dejando al molinero entre ambos.
No portaban arcabuces, ni arma de fuego alguna, que
hubieran amedrentado al joven. Pero echaron mano al cinto,
donde el filo del acero restalló al asomar del cinturón.
–Somos comitiva del Rey. Llevamos a este reo a pasar
presidio en la cárcel de Sevilla, y cualquiera que ose impedirlo quizá le acompañe en su condena –dijo el más
mayor de los soldados, mientras asomaba mango y filo de
su estilete, a fin de resultar más convincente.
–El mismo rey que me abate a base de impuestos, moliéndome más a mí, que yo al grano –protestó el molinero.
–Poco importan sus demandas. Hágaselas de cara a
su Señor si es merced, pero no interrumpa la escolta de
este aprehendido–señaló el más joven de los aguerridos
hombres.
–Moler a palos es lo que un gañán molinero merece,
sólo por importunar a gente de bien –masculló el mayor
de los dos, sacando completamente la daga.
Observando que la contienda era inminente, y que el
exinanido molinero remangaba su enharinada camisola,
para contestar los empellones que los soldados parecían
prestos a dar, se sentó y apoyó la espalda sobre la rueda
de la carreta.
44
Finalista
Ernesto TUBÍA LANDERAS
–Pagad el paso y marchad con Dios –les ofreció el
joven molinero, mientras agachaba la cabeza, como un ave
rapaz que siente el acecho de un depredador mayor.
–¡Bribón. Disponeos vos a morir, y así halléis al dios al
que nos confiáis! –bramó el soldado mayor, lanzando una
estocada que cerca estuvo de sajar el costado del molinero.
Entre blasfemias, exabruptos y toda suerte de improperios, los soldados atacaban, ora uno, ora otro, ora los
dos, al molinero. El joven empero, sacudía mandobles a
mano desnuda, que mantenían a los aguerridos servidores
del rey a raya. No solo eso, sino que además, entre unas
y otras, acertaba algún que otro puñetazo, que al poco,
decoró los rostros de los soldados con un sinfín de magulladuras, y sus ánimos con no pocas dudas. Así llegó el
momento en que habiendo desarmado a bofetones a los
dos, era el molinero el único que sacudía mandoble tras
mandoble, haciendo caer a uno y otro, o a los dos a la vez,
si era menester y el golpe resultaba afortunado.
Desde la rueda del carruaje, observando desde abajo la
contienda, el reo observaba como los brazos de los soldados, acompañaban el giro de las aspas del molino, como
si las aspas fueran sus brazos. Y aun así eran derrotados
por el intrépido molinero.
–Vive Dios, que esta es la escena que guiara mis sueños y más tarde mi pluma –murmulló para sus adentros.
Cuando ya los tuvo tendidos sobre el suelo, con el
honor aún más herido que sus huesos, el molinero, brazos
en jarras, se colocó entre ambos. Cerca estaba de proclamar su victoria cuando la faltriquera, que pendía del cinto
del recluso, cayó entre las piernas del molinero. Varias
monedas, relucientes y limpias, rodaron por el polvoriento
suelo, dejando pequeñas estelas en la harina que rodeaba
el molino hasta que una brisa la alejaba de ahí.
El molinero se agachó, recogió el saco y las monedas
que habían asomado al exterior, y sumo grosso modo el
montante total. Su cara reflejó un asombro sincero.
45
LA NOBLEZA DEL JAYÁN
–No, mi señor –dijo, acentuando sus palabras con
ademán negativo de cabeza–. Es más dinero del que jamás
he tenido, mucho más que lo solicitado por el paso de las
carretas por aquí. Si he de ser sincero, aquí, Dios presente,
simplemente he hecho esto porque a uno le hartan los
desmanes de los hombres de armas. A cada uno que pasa
le arranco, bien una moneda, bien una oreja. Lo que el
desdichado prefiera.
–¿Y no le han provocado problemas estas reyertas?
–preguntó el reo, mientras se ponía de nuevo en pie.
–Ningún hombre de armas, aguerrido y valeroso, tiene
el coraje para admitir que le ha tumbado el molinero –se
jactó–. Aún más viendo mi estampa, flaca como rocín de
estepa. Aunque en la región me dicen loco. Juran que me
ha abandonado la cordura, y que de tanto teatro de cuadra,
mi imaginación me desvela aun con los ojos abiertos y la
luz del día tostando mi tez.
–Quédese la faltriquera, mi buen amigo, que la idea
que ha puesto en mi cabeza vale mucho más que esas
míseras monedas. Uno no tiene todos los amaneceres, la
fortuna de ver a un noble jayán barriendo de sus monturas
a dos endebles caballeros, que se creían molinos –aseguró
el detenido, mientras el molinero, sonriente, lanzaba el
dinero sobre un saco de grano que aguardaba molienda
junto a la puerta–. Pero antes de partir, si su merced nos
abre paso, me gustaría conocer su nombre y que ayudara
a estos dos mequetrefes a subir al carruaje.
–Por supuesto –asintió el molinero–. Alonso le decían
a mi padre, y Alonso me dicen a mí. Y vuecencia, supongo
que tendrá un nombre, uno que me permita recordarle.
–Desde luego, este desdichado, antiguo hombre de
armas caído en desgracia por coger lo que no era suyo
de ley, se llama Miguel, Miguel de Cervantes –saludó,
acompañando sus palabras con un teatral ademán de mano.
–Trataré de recordarlo, amigo.
46
Finalista
Ernesto TUBÍA LANDERAS
Así se despidieron el improbable gigante y el locuaz
escritor. Alonso postró a los dos soldados sobre el carruaje,
y el de Lepanto, en lugar de compartir viaje con ellos,
y sabiendo que huir de poco le serviría, decidió repartir
traqueteo con el carretero. Al rato, cuando los molinos
quedaron lejos y solo una buena conversación aliviaría
la pesadez del trecho que restaba hasta su destino, Miguel
de Cervantes miró de reojo al carretero. Era un hombre
menudo y ancho, con una barba cerrada cubriéndole una
papada que temblaba con el desigual paso de las ruedas.
Vestía un gorro que en tiempos puede que hubiera tenido
cierta gracia, pero eso debía haber sido mucho tiempo
atrás.
–¿Cómo es que usted no ayudó a los soldados? También trabaja para la Corte –preguntó con el ceño fruncido.
El carretero le miró con ojos vivarachos, y nada más
abrir la boca, su acompañante rescató del aliento un
profundo aroma a vino.
–Pues si le he de ser sincero, mi señor, mientras veía a
ese molinero loco repartir bofetones a estos dos energúmenos, bien de ganas que contuve para no bajar y ayudarle
–dijo, jocoso–. Pues sepa usted, que aunque me vea gordo
y lento, en tiempos fui escudero de nobles y caballeros.
Pero ya sabe, soy fiel pero no perro. Me cansé de ver lo
que la justicia se niega a vislumbrar. Y además tengo un
mal que me ciega, y es que sin saber cómo, al final siempre
me pongo del lado del loco –finalizó, para después exhalar
un eructo que diseminó aún más dosis de aroma a vino
rancio.
A su lado, Cervantes rio divertido, ajeno al destino que
le aguardaba en la cárcel sevillana.
–¿Y cuál es el nombre de este fiel escudero?
–Sancho –contestó con orgullo el carretero–. Este
pobre escudero venido a menos, que ve en el loco a un
amigo, se llama Sancho.
47
“El lector”
Finalista
Esa otra calle
Rosario MARTíNEZ PéREZ
M
adrid. Un espacio abierto. La gente cruza,
avanza, se detiene, emprende de nuevo la
marcha con alguna mirada de soslayo hacia
atrás, hacia esas estatuas vivientes que marcan su territorio con albores de originalidad y paciencia
infinita.
Don Quijote ha escogido un ángulo de la Plaza Mayor,
cerca de los soportales. Le gusta el fondo de arcos antiguos
para sus poses histriónicas. Se ve que ha estudiado a fondo
el personaje, que se ha identificado con los grabados
de Gustavo Doré. Atado a una de las columnas espera paciente su galgo. Sancho le observa sentado en el bordillo.
Saben que forman parte de esa otra calle, la de las
estatuas vivientes, los artistas callejeros, los sintecho y los
parásitos de ciudad, exhibicionistas de ellos mismos,
vigilantes al sol.
En la calle pronto se adquieren amistades, hábitos,
horarios y se curte la piel, se endurece por dentro y por
fuera. Lo saben todos.
Acabada la jornada, Don Quijote se despide de Sancho.
Les une la precariedad y la necesidad de formar un tándem
que la gente reconozca aunque, en el fondo, saben que
juegan todos los días a disputarse el puesto en la plaza, el
favor del público y las fotografías con propina. Pero mientras dura la representación son la viva estampa del amo y
el criado.
–¿Sabe vuesa merced que el licenciado Garrucha sufre
vómitos y calentura?
51
ESA OTRA CALLE
–Ah, Sancho amigo, eso es cosa de ver y estudiar. Me
he de pasar por su solar por conocer si necesita ayuda o
consuelo.
–Vivir entre cartones en esas calles tan frías no ha de
favorecer. Mejor haría en alcanzar un honesto albergue
para reposar el esqueleto.
–Mi buen Sancho, deja de hablar disparates. Garrucha
defiende su causa, la de vivir a su albedrío al abrigo de las
estrellas, las grandes consoladoras de los grandes hombres.
–No son disparates. Diga más bien, mi amo, que son
cosas de meollo y de sustancia las que yo hablo.
–¡Siempre me has de replicar…!
Garrucha es el indigente que ocupa el entrante de un
establecimiento próximo. Don Quijote le conoce de
cuando jugaban en las calles del barrio. Han vuelto a coincidir. A buen seguro que es cosa del encantamiento de esa
canalla de hechiceros que son capaces de convertir un
hombre decente en uno desheredado.
Anochece. En los aledaños de la plaza, en las calles
adyacentes, comienzan a preparar su petate de cartones
los sintecho, esos seres invisibles que completan la imagen
de la gran ciudad, a los que miramos indiferentes, con cara
de pez. Los hay que prefieren llamarles homless, es más
cosmopolita, más intercambiable. Son inofensivos, pero
inquietantes, dicen otros.
La calle, ese lugar de todos, de unos más que de otros.
Garrucha se ha detenido a escuchar a un chico muy joven
tocar el violín. Mejor dicho, la música le ha llevado hasta
él. Se queda a distancia, sabe que no es bien admitido en
el círculo de espectadores urbanos, hace días que no va a
los baños públicos. Además quiere recogerse pronto, tiene
un vuelco de bilis que no le deja respirar.
En otro punto, en el paso de cebra, un chico y una
chica tiran chirimbolos al aire y piden una moneda.
La chica es una estudiante de todo y de nada, que anda
52
Finalista
Rosario MARTÍNEZ PÉREZ
siempre a lo que surge. Don Quijote les alcanza un euro,
el que antes le ha dado un turista en la Plaza Mayor. Hacen
una reverencia. Han quedado obligados por la merced
recibida de tan alto personaje.
¿Pero, de donde ha sacado la doncella esa belleza
crepuscular y esa galanura? En verdad que es digna de ser
la dama de un caballero andante. Ya es la segunda vez que
se cruza con ella y el resplandor de su rostro le ha vuelto
a cegar. Hora es ya de que se dirija a tan dulce dama para
ofrecerle sus servicios porque tiene oído que su pareja es
un malandrín que la corteja con malas artes. Pero no, ahora
no, que Garrucha espera.
El camión del riego, un gigante con ronquidos de
dragón, avanza lento, lanzando agua por su vientre, limpiando la basura de gente trasnochada. A punto ha estado
de llegar con su chorro a presión al fondo de la acera,
donde se guarece Garrucha.
Don Quijote le echa una mano en lo que puede. Ser caballero andante significa estar de parte de los débiles, de
los desheredados de la vida. Más de una vez le ha tenido
que defender contra los molinos que venían vestidos
de policía urbana y querían desalojarle por la fuerza, insinuándole que se fuera debajo del puente donde no pasa
tanto público.
–¡Mientras yo pueda, juro por la orden de caballería a
la que pertenezco que esto no ha de suceder! Por allí merodea gente de mal vivir, hampones capaces de robar al
que nada tiene, villanos de hacha y capellina que se burlan
de la desgracia y hasta particulares indeseables que se
divierten viendo un cuerpo arder. Que aquello más parece
la cueva de Montesinos por la negrura y dificultad de
acceso, y todo lo inunda el olor del miedo.
Le lleva algo de comer, ropa de abrigo, un abrazo las
más de las veces. Se ha quitado la bacinilla y el peto metálicos. Se inclina sobre el petate y encuentra una receta
53
ESA OTRA CALLE
médica que sobresale del bolsillo del chaquetón. Corre con
ella a la farmacia. Es un antibiótico. Antes de la toma le
hace comer un bocadillo y beber el remedio mágico: vino,
aceite, sal y romero. Los dos ríen, no es la primera vez que
saldan cuentas con el frío y la humedad gracias al bálsamo
de Fierabrás.
Don Quijote se retira camino de Lavapiés, donde comparte piso con el hombre-cabra y un cubano que canta boleros. Lleva puestos los cascos y va escuchando los temas
de la oposición a funcionario, que Don Quijote es aficionado a leer de todo, hasta trozos de periódicos, pero ahora
no saca tiempo para la lectura.
Se acuesta pronto, con la cabeza llena de las aventuras
del día. Y soñará que cabalga a lomos de algún Clavileño
de madera, sorteando las nubes del cielo de Madrid, hasta
ver amanecer por los cerros de Alcalá.
Lanza en ristre, adarga antigua, la calle habrá de ser
conquistada de nuevo.
54
“Con la valla hemos topado”
Finalista
El mundo invisible
Eduardo IZQUIERDO IGLESIAS
E
n un lugar del Mediterráneo, de cuya historia no
puedo acordarme, se produjo el mayor éxodo de
refugiados de los tiempos conocidos. Allí acudí
con Manuel durante nuestras vacaciones, el corazón en un puño por las fotos que habíamos visto en la
prensa: niños ahogados en una playa, imágenes en blanco y
negro que parecían las del bisabuelo camino de Collioure en
el exilio republicano, alambradas, jirones de ropa, frío, rostros congestionados por el sufrimiento, el extremo al que
puede llegar el ser humano por la supervivencia de los suyos.
Manuel es poeta. Bueno, es bombero como yo, pero en
su tiempo libre lee y escribe poesía. Suele mostrarme lo
que escribe o lo que le llama la atención de cuantas cosas
lee, muchas y muy diversas. Cuando vimos la foto de
Aylan ahogado en la playa, me mostró un poema de Juan
Ramón Jiménez, titulado Requiem de vivos y muertos. En
la segunda estrofa leyó:
Entonces nuestra vida alcanza
la razón alta de su existencia:
todos somos hijos iguales
en la tierra, madre completa.
En ese momento, nos miramos a los ojos y supimos
que nos íbamos como voluntarios a aquella isla griega.
Una idea repentina, no meditada, una necesidad vital,
quizás la misma que nos llevó a querer ser bomberos hace
ya más de una década.
Buscamos ayuda, sabíamos que de uno en uno no éramos nadie, que debíamos integrarnos en una organización
que ya estaba trabajando altruistamente sobre el terreno.
57
EL MUNDO INVISIBLE
Volamos a Atenas. Nunca habíamos estado allí. A mí
me pareció una ciudad enorme y contaminada. Durante las
horas que faltaban para que saliera el ferry, subimos al
monte Likavitos desde el que se dominaba la ciudad y
podía verse el puerto del Pireo. Lo único que se apreciaba
era un horizonte de casas blancas y una neblina anaranjada
que las cubría como una cúpula de polvo y gases. Todo
estaba sucio.
Era consciente de que éramos dos idealistas, de que
no sabíamos adónde íbamos, ni del horror que podíamos
encontrarnos, pero esa posibilidad era siempre mejor que
permanecer sin hacer nada, en nuestras rutinas placenteras,
mirando hacia otro lado.
La noche que pasamos en el ferry, hasta la isla a la que
llegaban inmigrantes de una guerra en la que no sabíamos
quién combatía contra quién, fue eterna; olía a sal y a
sudor en el camarote con cuatro literas al que accedimos
para tratar de descansar un poco. La puesta de sol en
el mar nos había dejado sobrecogidos, de frío y de dolor:
demasiada belleza, demasiada intensidad para los ojos de
un poeta, dijo Manuel.
Me dormí cerca del amanecer, tras pasar la noche
en vela hablando con Manuel y con otros dos cooperantes
holandeses, tratando de imaginar cómo podríamos ayudar
a quienes nada tenían, a quienes venían huyendo de un
horror sin saber adónde iban.
Al llegar al puerto, nos ha sorprendido el bullicio: aquello parece una feria, con puestos de todo tipo, tenderetes
montados por compañías de teléfonos, bancos, puestos de
comida, kebabs. Manuel y yo nos miramos asombrados.
Desde luego esto no era lo que esperábamos. Nos hemos
alojado en el hotel Kastro, muy cerca del puerto.
–Haceos con el lugar, ya hoy no hay salvamento–, nos
han dicho en la organización con la que viajamos.
58
Finalista
Eduardo IZQUIERDO IGLESIAS
En el mar hay muchos barcos, lanchas de policía
griega, fragatas a unas millas de la costa. Nos estamos
quedando con la sensación de que todo esto es un paripé.
Hablamos con periodistas que son los que más pululan por
el mercado buscando no se sabe qué tipo de información.
Alguien nos dice que esa isla era un secarral hasta hace
unos meses, pero que ahora se ha convertido en un lugar
próspero para los lugareños debido a su propia presencia:
sus medios de comunicación les pagan un buen dinero por
estar allí y no hay tantos sitios donde gastarlo, así es que
ha surgido una corte de suministradores de todo tipo de
caprichos para ellos.
Por la calle no hemos visto inmigrantes en apariencia.
Vamos entendiendo que aquí las cosas suceden por la
noche o al amanecer. Nos sentimos como marcianos que
hubieran caído en un plató de cine, un inmenso decorado
de tamaño natural en el que sucede cada día un misterio
que aún no comprendemos.
En la gran playa hay un chiringuito repleto de gente.
Un vaso de ouzo cuesta dos euros. Un lugareño dice que,
antes de que esto explotara, te solía invitar el dueño, para
no estar solo, en la época en la que no había turistas en la
isla. Al igual que desde el ferry, podemos contemplar una
asombrosa puesta de sol.
Nos acostamos pronto, porque de madrugada vendrán
a recogernos al hotel. Estamos impregnados de un cierto
espíritu de Safo; todo aquí parece querer recordarla: versos
estampados en un monumento en el puerto, libros en los
escaparates, nombres de establecimientos. Es su isla, es la
isla de Safo, la mayor poetisa de la antigüedad.
Amanece en el Egeo. Cientos de voluntarios nos alineamos en la playa ante las lanchas. Las embarcaciones
de la guardia costera y las fragatas han desaparecido del
horizonte. Las hordas de periodistas aún no han aparecido,
manejan otro horario. Se produce un silencio plúmbeo
59
EL MUNDO INVISIBLE
cuando nos hacemos a la mar. Miro a Manuel y veo el
mismo asombro que tengo encima desde que llegamos a
la isla: la banalización de la supervivencia humana. Hay
deshumanización por doquier: horarios, protocolos, sincronización, el pasillo de pasividad que abren las autoridades para que los voluntarios nos hagamos cargo de algo
que oficialmente no pueden llevar a cabo por los tratados
firmados. Navegamos unas millas, nos detenemos justo a
un centenar de metros de la línea invisible que delimita las
aguas jurisdiccionales griegas, y de repente sobreviene un
grandioso espectáculo: todo el horizonte está cubierto por
barcazas, lanchas, gabarras, balsas de troncos ensamblados
en las que ondea un mástil con un trapo blanco. Sin saber
muy bien a qué obedece mi asociación de ideas, pienso en
el desembarco de Normandía, a lo que debieron ver los
soldados de vigilancia alemanes que se les venía encima.
Seguramente sea una protección mental para no interiorizar el desarraigo y el miedo que debe de tener ese ejército
de desheredados que acabamos de avistar.
Todos estamos impacientes de acercarnos, de remolcar,
proteger, asistir, pero hay órdenes estrictas de respetar la
línea fronteriza señalada por las boyas. Nos limitamos a
observar con unos potentes prismáticos. Hay muchos
niños y mujeres en el sector que parece que nos atañe
en la invisible partición del mar que tácitamente nos ha
correspondido.
A unos escasos cincuenta metros de la raya, un bulto
cae de una balsa, como un fardo. Sin dudar un instante me
lanzo al agua; escucho tras de mí otro zambullir y al
instante supongo que es Manuel que me sigue. Protegidos
por los trajes de neopreno, nadamos a toda velocidad hacia
el cuerpo que agita los brazos pero no consigue acercarse
a su balsa. Desde arriba le ofrecen una especie de pértiga,
pero la mujer, -ahora ya la vemos claramente-, está ya muy
separada de los troncos y no parece saber nadar más allá
60
Finalista
Eduardo IZQUIERDO IGLESIAS
del movimiento desesperado de brazos y piernas que
podemos observar. Manuel llega antes que yo y le sostiene
la cabeza fuera del agua; una vez estabilizada la llevamos
hasta nuestra lancha que nos ha seguido a discreta distancia. Solo cuando nos disponemos a izarla, observo un dron
que sobrevuela la zona registrándolo todo. Parece provenir
de la zona turca. Todo el equipo de nuestra lancha se afana
en calentar con mantas térmicas a la mujer que hemos rescatado. Después, nos miran en silencio. Saben que al llegar
a la playa seremos detenidos.
61
“La sombra de Cervantes”
Finalista
Reflexiones de un quijosancho enamorado
José Luis bRAGADO GARCíA
A
hora, cuando la primera luz de la mañana
comienza a iluminar la ciudad, creo entender
que, en la naturaleza, se está produciendo una
transformación indefinible que hoy tendrá
consecuencias en mi vida.
Sobrecogido, desde mi ventana observo como poco
a poco el alba se abre paso. Aparecen las costaneras
de Parquesol, Girón y la Maruquesa. Los altozanos de
Fuensaldaña y el Berrocal. Las pendientes de Cabezón,
Renedo y, el cerro de San Cristóbal. En el exterior la
helada blanquea y descarna los almendros. Aquieta las
tierras. Congela el agua de los manantiales.
Mi nombre es Andrés y tengo treinta y seis años. Transito por la vida al trote que marcan las dos fases de mi
problema bipolar. Unos días cabalgo lento a lomos de un
Rucio mohíno siendo un Sancho prudente y resabiado y,
otros días galopo raudo sobre un famélico Rocinante,
como un loco y quijotesco idealista en busca realizar los
sueños anhelados.
Como a Alonso Quijano, me apasiona la lectura. Y las
personas de mi entorno me reprenden por hacerlo con desmesura, afirmando que, por este despropósito, tengo la cabeza mal. Pero, no es cierto, porque mi interés literario no
es discernir entre quién es mejor, si “Palmerín de Inglaterra” o “Amadís de Gaula”, para emularlos; sino que leo
para profundizar en lo divino y en lo humano. Porque, sin
salir de la ilustrada Europa, cómo ignorar a los clásicos
griegos, la civilización filosófica del alma y del espíritu;
la del pueblo de Roma, que junto a sus obras nos dejó el
65
REFLEXIONES DE UN QUIJOSANCHO ENAMORADO
latín y, qué decir de la civilización española, plena de idealismo quijotesco y que a la llamada del destino, cabalgamos con entereza para enderezar el entuerto, aunque nos
aguarden allá arriba los cien brazos del Gigante Briareo,
despreciando el sabio consejo de nuestro realista Sancho
que nos grita: ¡Que no son gigantes! ¡Que son molinos
señor...!
En mi cerebro coexisten un “Panza” y un “Quijano”
que me absorben como alveolos de esponja. Y todos aquellos que no me comprenden, me acusan –injustamente- de
ser un vulgar orate. Y lo ratifican con la frase cervantina
que dice: “del poco dormir y del mucho leer, se le secó el
cerebro de modo que perdió el juicio”. Pero, los ignorantes, desconocen que no puedo controlar a este rufián que
se apodera de mi cabeza robándome en ocasiones el muy
impostor toda la armonía. Y, aunque vivo solo porque
estoy emancipado, no voy por la vida como un inconsciente, cometiendo desatinos, más bien es mi problema de
bipolaridad el que me secuestra el libre albedrío. Quien no
sabe interpretar una mirada inocente tampoco comprenderá una explicación y, deberían saber antes de criticarme,
-maldito estigma- que lo mío no es un castigo buscado y
merecido, si no un error de la genética, alguien a quien,
caminando, se le ha pegado un chicle en el zapato y no
halla forma de soltarlo y, aunque te preguntes: ¿por qué
me ha pasado a mí? No encuentras una respuesta que te
llene de sosiego.
Ocho horas y treinta minutos. Me dirijo al ancestral
edificio donde trabajo de bibliotecario. Poseo una memoria
visual admirable que no se permite la más mínima duda al
seleccionar la información que, luego se traduce en la
perfecta colocación de cada volumen en su sitio. Me gusta
mi trabajo y no suelo coger la baja laboral cuando hidalgo
y escudero entran en controversia en mi cabeza. La enfermedad no me condiciona para un correcto desempeño de
66
Finalista
José Luis BRAGADO GARCÍA
mi labor, pero, sí sufro, como todos los que trabajamos de
cara al público, de la intolerancia y la burla de unos pocos
desaprensivos y, las más de las veces, ignorantes literarios,
pues confunden “La vida es sueño” de Calderón, con “El
sueño de una noche de verano” de Shakespeare. Y yo, condescendiente, jamás uso contra su burla, como haría Don
Quijote, el espaldar y el peto, el lanzón y la espada. Y es
que siempre han corrido malos tiempos para los que padecemos de la cabeza, pues si me descuido, un vecino disfrazado de pícaro ventero me administra la pescozada y
el espaldarazo. Una moza “aprovechada” me calza la
espuela; otra “aburrida” me ciñe la espada; y, armado
caballero andante, me jalean para que deshaga el entuerto
de turno. Y yo, todo pundonor altruista, me meto en el turbio charco hasta que descalabrado noto la burla. Al cabo,
siento vértigo de ser un Quijote idealista, alto y delgado;
es entonces cuando me transformo en un Sancho retraído,
bajito y gordo, que padece en las carnes su refrán de:
“a perro flaco, todo se le vuelven pulgas”.
Quince horas y treinta minutos. Mientras preparo en
mi casa la comida, rememoro que esta mañana, en la sala
de lectura de la biblioteca, al llamar la atención a unos
alborotadores, me han llamado: “el loco de la quijoteca”.
No he reaccionado a la provocación con ira, ni con un desplome emocional. Y es que la locura y la cordura son dos
países limítrofes, de fronteras tan imperceptibles, que uno
nunca puede llegar a saber con seguridad si se encuentra
en el territorio de la una o en el de la otra. Y no hay
que ser muy cuerdo para descubrir que, el cielo que nos
promete esta sociedad, es un paraíso de seres anodinos
aferrados a vanas quimeras. El cielo siempre será de los
que saben ver, de los que saben descubrir la vida en esta
tierra detrás de su propia fatalidad. Mi existencia no es una
vereda por la que vago errabundo cometiendo sinrazones.
Tengo una enfermedad, que no es lo mismo que ser un
67
REFLEXIONES DE UN QUIJOSANCHO ENAMORADO
“enfermo”. Lo mío son dos universos intentando convivir;
dos seres, Quijote o Sancho, que se complementan y
necesitan. Mi vida es intentar pasar los días en armonía,
cabalgando sobre un Rucio o Rocinante sin el plomo del
“estigma de loco”. Yo no voy de senda en senda persiguiendo falsos señuelos, encandilado por soles negros, alucinaciones o espejismos. Yo me aferro a mis sueños y creo
en ellos. Y mi credulidad es la consecuencia de la confianza en la rectitud de las palabras de los demás porque,
como afirma el hidalgo Quijano: “Es tan ligera la lengua
como el pensamiento, que si son malas las preñeces de los
pensamientos, las empeoran los partos de la lengua”.
Cinco campanadas impregnan de bronce la tarde. Clase
de pintura. La genialidad –dicen los expertos-, es algo que
se rebela contra lo cotidiano. Quien posee ese don percibe
la realidad de una manera diferente al común de los mortales, por eso siempre ha existido una frontera difusa entre
el genio y el loco. Mi genialidad o locura es la pintura. Mi
memoria visual no cesa de recoger información que luego
plasmo en el lienzo. Y, sí, es cierto que no todos comprenden lo que pinto, ironías, ven un árbol donde hay un rostro
pero, es que todo es relativo. Esta es la base de la generosidad humana que tan bien recoge la prosa cervantina
evitando los dogmatismos, no todo es blanco o negro,
como queda expuesto en la agudeza del neologismo “baciyelmo” creado por Sancho Panza para zanjar la disputa
con Don Quijote, convencido de que el suyo, es el yelmo
de Mambrino, y los demás, que es una vacía de barbero.
El reloj señala las 18,30. Me dispongo a correr por el
parque. Es el momento de ser libre entre tanta seguridad
mental mal entendida y pretendida. Cada segundo que
vivo, es un instante único y nuevo del universo. Yo anhelo
una vida sin fármacos ni gurús saludables que conduzcan
mi cabalgadura mental. ¡Qué hermoso sería poderse deslizarse a favor de corriente por el ancho cauce de la vida!
68
Finalista
José Luis BRAGADO GARCÍA
En apacible bonanza. De paisaje en paisaje… Me gustaría
gozar del don de una buena salud mental. Saber que,
siendo Quijote o Sancho, Rucio o Rocinante, escribes tu
propia historia, sin que nada interfiera en tu mundo y, aunque en él, los tiburones naden entre los árboles y tú, estés
perdido en el bosque.
Ocho de la tarde. Me ha vuelto el presentimiento del
amanecer, ¿Qué va a ocurrirme? Dejo atada mi bicicleta
en el anclaje. Es la hora de terapia. Ahora mis diferentes
“yos” deben hablar y comprenderse. El idealista y el realista. Ese quijotesco yo que está dispuesto a ayudar a los
demás sin beneficiarse a cambio; siempre luchando por un
mundo mejor, libre de injusticias. Y ese otro yo de Sancho
que, enfoca la vida y los hechos con crudeza, tal y como
son, sin concesiones. La prudencia dice que no es bueno
el exceso de una de las dos actitudes, sino que se trata de
buscar lo mejor de cada una de ellas y compensarlas, pero
a mí me sale más la vena idealista, para tratar de conseguir
algo mejor de lo que existe.
Veintiuna treinta. Dos bajo cero. No ha dejado de helar
en todo el día. Es la hora de la tertulia en el café. Aquí está
Inés. La amo, pero aún no se lo he dicho. No es fácil declarar el amor cuando se carga con el lastre del “estigma
mental”. Siempre que estoy a su lado, el Sancho realista y
sensato me dice que no es para mí. Hoy, con el frío, no han
venido más tertulianos. Nos sentaremos a hablar los dos
solos. Circunstancia rara vez conseguida. Felicidad plena
que no es más que un pestañeo cósmico, un ligero parpadeo que me permitirá ser feliz estando con ella en la realidad y no en la oscuridad de mi mente.
Veintiuna cuarenta. Mientras nos sirven el café con
leche para ella y zumo de naranja para mí, pienso que el
amor es como la vida, nace y se apaga sin que intervenga
la voluntad. Estoy convencido de que no hay nadie sobre
la tierra –por cuerdo que sea- que no pueda convertirse en
69
REFLEXIONES DE UN QUIJOSANCHO ENAMORADO
un loco caballero andante por amor. Las palabras de Inés
enamoran, son frases como bálsamo de Fierabrás. La vida,
idealista o real, se crea a través de las respuestas que
damos al conjunto de circunstancias que nos toca vivir.
Es una elección permanente… y con cada elección hay
renuncia. ¡Renunciaría a todo por ella!
Veintitrés horas. Seguimos hablando. Es mi Dulcinea,
mi sueño. Si hay algo necesario, como el pan de cada día,
es el amor de cada día, amor sin el cual la vida es amarga.
Habla, y todo en ella es milagro. Yo la escucho, pero hoy
tampoco me atrevo a decirle que la quiero. Son instantes
en los que me faltan las palabras para reflejar el cúmulo de
sentimientos agolpados en el corazón. Las manos me tiemblan levemente; el corazón late descompasadamente; los
ojos brillan como sol de mayo; la sangre rezuma a raudales
regando los rincones olvidados, el pulso me aumenta…
Son las doce de la noche. Regreso a casa exultante.
Hemos quedado para ir solos al cine mañana. Un hombre
con un ideal por realizar es un loco hasta que logra triunfar.
¿Estoy enfermo? ¿Enamorado? Ahora sólo sé, que soy un
Quijote idealista y loco, galopando con ilusión sobre un
famélico Rocinante, en pos del amor de mi Dulcinea. Y,
sí, es cierto que escucho mi otra voz de Sancho que afirma:
“El amor y la ilusión, a menudo ciegan los ojos del entendimiento”, pero, nadie puede negar que, siempre se necesitará, un poco de locura para forzar un destino. ¡Nadie!
70
“El escudero”
Finalista
La novia del predicador
Jorge SAIZ MINGO
A
sus pies, señora condesa, y los iris de Alonso
dibujaban un barranco de locura escarpada, las
uñas pulidas por la lija de los incisivos, la
cotidianeidad del cacareo abrumadora.
Todos le llamaban el predicador. Cortejaba a varones
y damas por igual, sin distinción, ajeno a los problemas
irresolubles del orbe. Intentaba seducir a cualquiera que
osara aventurarse por la planta octava del hospital. Se arrodillaba, cabizbajo, en actitud de recibir una orden de caballero feudal. Luego se izaba y su cabeza de patricio
brotaba adornada con una sonrisa de hombre bueno.
Enseguida, sin tiempo de obsequiarle con un apretón de
manos o con dos besos de urbanidad, iniciaba el trajín de
una verborrea especializada en nociones eclesiásticas.
Otras veces, sin embargo, a la mínima ocasión, lanzaba
una andanada de improperios al narrar lo mal que lo había
pasado en el internado de los dominicos, y las puntas de
los dedos, cárdenas con el rigor de la regla, se ensamblaban con los brazos en cruz y diez libros en cada palma.
Después, sin venir a cuento, azotado por el látigo de una
chifladura de muñeco esperpéntico, se reía de una forma
desconsoladoramente alborotada.
Encantado de conocerla, alteza, y la curva de la reverencia se sumaba a un hilo de saliva desparramado, las palabras tumultuosas, el cricrí de los párrafos centuplicado.
Comía con ansia de animal asilvestrado y sonrosaba
los matices de las mejillas con el tinte de la grasa. Eructaba
con naturalidad de petunia, convencido de que algún día
le darían el alta médica y podría ir a Portugal, a localizar
73
LA NOVIA DEL PREDICADOR
una antigua novia de la que seguía enamorado hasta lo
ojos. A menudo balbuceaba frases en el ilustre lenguaje de
Pessoa y terminaba sus disertaciones con un obrigado que
en su boca, sin necesidad de intérprete jurado, se transformaba en un gracias dulcificado. Nadie creía en la existencia de la fémina lusa. Las enfermeras bromeaban con el
anillo de compromiso que exhibía en el anular y expelían
risitas de mujeres picaronas. Él nunca se quejaba de nada,
adaptado a la rutina de los menús, a la dureza del colchón
y a las escasas horas establecidas para ver la televisión.
Hacía la digestión encajado en un sofá de escay descascarillado, pensando, quizás, en comprar el billete de un tren
nocturno para Lisboa. Se afeitaba con habilidad de donjuán, la piel tersa a sus más de cuarenta años, la precisión
del flequillo cabal. Además era alto como un chopo y el
porte de su presencia imponía un respeto casi aristocrático.
Estamos aquí para hacer más agradable su estancia,
señorita, y se ofrecía con los brazos abiertos a la recién
llegada, el donaire de la genuflexión armonizado, el perfil
de los pies simiesco.
Roncaba con aspavientos de demonio enjaulado. Sus
compañeros de habitación maldecían a todos los dioses del
universo en cuanto se giraba en el asilo de la almohada.
Tanto por la noche como durante la siesta, se convertía en
un monstruo de resuellos horrísonos, y el ritmo, desafinado, se acompasaba con el de un fuelle mal engrasado.
En el sueño vespertino hablaba en voz alta con frecuencia,
a través de una suerte de diálogo con los mil comediantes
que poblaban su mundo de oscilaciones esotéricas. Los
rasgos de su cara se serenaban entonces y componían
la figura de una persona preñada por el atavismo del
sufrimiento. Al despertar ladeaba la sien en busca de un
salvavidas que no flotaba en la mesilla y, con las córneas
enrojecidas por el esfuerzo de regresar del infierno, amansaba el alazán de la expresión.
74
Finalista
Jorge SAIZ MINGO
Cualquier cosa que pueda hacer por usted, señor, y
recitaba de memoria pasajes bíblicos escogidos al tuntún,
la dicción de los dientes simétrica, las connotaciones del
pretérito vivas.
El comedor constituía su reino preferido. Allí engullía
los alimentos con afán de epulón. Masticaba y avizoraba
el contorno, por si acaso algún ser imaginario merodeaba
con la intención de hurtar algo de la ración, absorbiendo
los espaguetis con silencio de serpiente pitón y bebiéndose
el agua a matacaballo. Odiaba los plátanos. Todos, pacientes y trabajadores, conocían el grosor de la fobia y nunca
los había en los fruteros próximos a su territorio. Pero si
por casualidad percibía que un comensal se deleitaba con
uno en el postre, el predicador se levantaba de inmediato
con los belfos airados. Una baba espesa se le despeñaba
por la cañada de los labios y un miedo feroz se le dibujaba
en el lienzo de la frente. Literalmente, se hinchaba. Su
cuerpo se abombaba asemejado a una sandia gigantesca
y los concurrentes reculaban temiendo una explosión
de violencia que, en realidad, no se producía. Enseguida,
apaciguado por la batuta de un amigo invisible, se sentaba
de nuevo y tornaba a las cucharadas de su flan de vainilla.
La carcajada trazaba entonces un garabato de ilusión en
la bondad del rostro y la facundia de cada día se erguía
indómita entre los cubiertos de plástico.
Es usted la persona que estaba esperando, y el chaparro
recién ingresado se afincaba en la patria de la perplejidad, el
gesto alicorto, los enviones de la sobaquina demoledores.
Alonso comenzó una perorata acerca de los viejos
tiempos que, en teoría, habían compartido en uno de los
seminarios conciliares más reputados de Lisboa. Aportó
detalles precisos de la disciplina draconiana de los horarios, de los castigos corporales infligidos por los hermanos
instructores y de la solidaridad esgrimida por ambos ante
la severidad del establecimiento. El otro, que solo abrió la
75
LA NOVIA DEL PREDICADOR
boca para decir que se llamaba Sancho, se mantuvo al margen del aluvión léxico y se limitó a calibrar la fealdad de
los padrastros en actitud de patán endomingado. Ni asentía
ni negaba. Tan solo permitía que el sacamuelas continuara
con el quehacer de su delirio, las efes blandengues en el
registro del paladar, las jotas arrastradas por una cuadriga
de mulas holgazanas. Cuando el cielo se encapotó tras la
ventana enrejada, un turbión diluyó la atmósfera pesada
que se estaba formando dentro de la habitación y el repiqueteo de las gotas contra el cristal avanzó a zancadas
entre los presentes.
Te encantaba el queso de cabra, Sancho, y el aludido
continuaba zambullido en la burbuja de la mudez, los
dedos trémulos, las píldoras de la medicación ingeridas a
la hora exacta.
Alonso prosiguió con sus maniobras para ser reconocido por su compañero de estudios. En la reunión semanal
de terapia le alabó de modo desmesurado. El psiquiatra encargado de la moderación carecía de autoridad real para
poner coto a los desenfrenos lingüísticos del predicador.
Los demás, una decena de pacientes variopintos, se aburrían como ostras, pero apenas ponían objeciones a la
retahíla que escuchaban amuermados por el narcótico del
desinterés. Una chica anoréxica trató, en vano, de contener
la impetuosidad de la avalancha. Alonso se acuclilló adoptando su posición favorita, besó los pies de la muchacha
y, a pesar de recibir una patada en la quijada al rozarle los
tobillos, prorrogó el varapalo del sermón. Entonces un
timbre anunció el fin de la hora dedicada al ajuste de las
circunstancias y todos se largaron con la intención de
fumarse un cigarrillo prohibido.
Iba para monja, pero se salió, y la tarde se arrollaba en
la ruana de la melancolía, los recuerdos de la enamorada
embebecidos, el jamón york de la merienda tragado de
mala traza.
76
Finalista
Jorge SAIZ MINGO
Al parecer ella apenas salía del monasterio donde
estudiaba y él se servía de una sarta de triquiñuelas increíbles para escaparse del seminario. Su punto de encuentro
en las escasas citas que mantuvieron era la estación central
de autobuses. Allí, tras inebriarse con bobería púber, se
montaban en un vehículo renqueante y descendían en la
ciudad mágica de Sintra. Luego caminaban de la mano por
el laberinto de los jardines, atortolados, sumergidos en la
atmósfera medieval de la ciudad. Tornaban un par de
refrescos en cualquier calle empinada o un bocadillo de
bacalao rebozado en una tasca de parroquianos adustos.
Al cabo de la jornada se besaban con castidad infantil y se
separaban antes de enclaustrarse en la sobriedad de sus
respectivas celdas. El predicador relataba todo aquello
con una llaneza espiritual que embriagaba a los nuevos
y saturaba a los veteranos que conocían de la historia
de pe a pa. Era el mismo cuento chino referido mil veces,
con pelos y señales, solo remecido por las vacilaciones
tonales que el narrador regalaba a diestro y siniestro.
Se fue a Angola, a buscar a sus primas, y el desenlace
de la aventura desembocaba siempre en la huida femenina,
las lágrimas robustas, los respingos de la nuez convulsionados.
Los días pasaban lentos, encabalgados sobre un vaivén
interminable de actos anodinos. El pasillo de la planta hervía con la concisión de los paseos matinales y vespertinos,
cincuenta metros para arriba y cincuenta metros para
abajo. Todos los pacientes, Alonso, Sancho, la filiforme,
el yonqui suicida, la rubia depresiva, el que se creía un
murciélago, la compradora compulsiva, el que se comía
los periódicos y el maniático del polvo, deambulaban unidos por el lazo de una mirada varada en una playa demasiado remota. La mayoría eludía la lata del predicador con
circunspección de catequista y solo un par de despistados
se enfrentaban a la cara santa del gárrulo. Sin embargo, un
77
LA NOVIA DEL PREDICADOR
martes de abril, antes de la cena, Sancho se desmayó. Los
dos ayudantes de clínica de guardia estuvieron atentos al
desliz y la alarma se acalambró en un santiamén de milagro. Lo ingresaron en la enfermería, pero al día siguiente
volvió a su cuarto redivivo. Durante el desayuno arrambló
con un plátano del frutero que descollaba en el mostrador
de la cocina y fue directamente a la mesa de Alonso. Se lo
ofreció como una dádiva agorera y, sin mediar palabra,
antes de que la piel del lenguaraz se inflara, le abrió la
garganta con dos certeros tajos de cúter. El arma, sisada al
parecer de la enfermería en un descuido nocturno, fue depositada en la bandeja del moribundo mientras los testigos
continuaban paladeando tan panchos sus rebanadas untadas de mantequilla.
Mató a mi hermana porque se alejaba de Dios, y Sancho se convirtió en el charlatán oficial de la planta octava,
la espalda palmeada, la novia del predicador tachada de
los renglones del horizonte.
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“Rocinante, somos excluídos”
Finalista
El amor de Rodolfo Trescantos
Antonio F. GARCíA ENCINAS
R
ecluido en aquel despacho caótico de la facultad, Rodolfo Trescantos daba toda la sensación
de haberse mimetizado con el personaje. Barbita puntiaguda y cana, más densa en la barbilla
que en las patillas, donde casi se fundía con una piel blancuzca; un vestir anticuado y a veces andrajoso de puro descuido; unas gafas convertidas en anteojos y con una
graduación insuficiente para sus incipientes cataratas; un
hablar excesivamente retórico y plagado de palabrejas
incomprensibles. Se diría que solo le faltaban el rocín flaco
y el galgo corredor para convertirse en un homenaje
viviente a Alonso Quijano.
Porque Dulcinea sí tenía, desde luego. Y podría decirse
que también un Sancho Panza, aunque con más querencia
a los latiguillos que a los refranes.
Dulcinea era en realidad Marisa Cifuentes, una mujer
ya camino de los sesenta, con los rasgos finos de la belleza
sencilla que había sido y con el toque elegante de una
madurez bien llevada. Irónica, más rápida de mente que
de lengua, su prudencia la había salvado de algunos
encontronazos profesionales con hombres más mediocres
pero con cargos más altos que el suyo en la Universidad.
Así llegó a decana y candidata al Rectorado. Y desde allí
contempló la deriva de quien un día fue un hombre
apasionante, después un novio apasionado y por último un
marido nada pasional. Marisa había aguantado con calma
estoica el interminable proceso de la tesis doctoral de
Rodolfo. Seis años de vacaciones en La Mancha, de escapadas de fin de semana al pueblo sanabrés de Cervantes,
81
EL AMOR DE RODOLFO TRESCANTOS
donde algunos ubicaban el nacimiento del autor del Quijote,
e incluso el escenario de su obra magna, en busca de algún hallazgo insospechado. Seis años sin una salida al cine o al teatro,
de «estoy con la tesis», de estrenar lencería a solas mientras
Rodolfo se enterraba de noche bajo libros y papeles.
Seis años de desilusión nada disimulada.
–La vas a perder, Rodolfo, no sé si me explico –le
advertía su Sancho Panza particular, un becario eterno
aspirante a ayudante doctor. Para conseguirlo solo le quedaba terminar esa tesis infinita que comenzó siglos atrás.
“No la terminarás nunca, Manuel”, le había dicho muchas
veces su mentor, en una advertencia que año tras año tomó
consistencia de profecía. Y Manuel Aranzadi sonreía
burlón. “No me presione, profesor, que eso es algo que no
llevo bien, ¿me entiende?”.
El retraso perpetuo de Manuel no le impedía meterse
a consejero sin que nadie se lo pidiera. Incluso en los
temas más personales, esos en los que Rodolfo Trescantos
mantenía una discreción absoluta.
–Te digo que la pierdes, no sé si me escuchas. La pierdes. Se te va. Adiós. Bye, bye. ¿Sabes?
Rodolfo asentía en silencio, con una medio sonrisa
amarga. Resignado a que eso sucediera cualquier día.
A que un día apareciera en sus vidas un maldito Sabio
Frestón y le arrebatara la mirada amorosa de Dulcinea.
Pasaría, sí. Rodolfo lo sabía.
–Lo que haya de llegar, llegará, amigo Manuel. El
destino es terco y no somos nosotros quiénes para osar enfrentarnos a él –replicaba con su discurso sobrecargado.
Siempre sintió por ella un amor inconmensurable,
elevado, glorioso. Cuando coincidieron por primera vez,
ella como estudiante de primer año y él como profesor asociado de la Universidad, le deslumbró su manera de andar
mientras el pelo, larguísimo, negro y liso, se acompasaba.
Era un caminar que susurraba, que acariciaba la vista y
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Finalista
Antonio F. GARCÍA ENCINAS
anunciaba lujuria. Rodolfo Trescantos pensó entonces que
haría lo que fuera por abrazar aquellos andares. Durante
unos días, hasta el siguiente encuentro en clase, se le
aparecían como ensoñaciones sus caderas zigzagueantes
y entonces confundía a Garcilaso con Quevedo, a Rubén
Darío con Lorca y hasta a Alonso Quijano con el bachiller
Sansón Carrasco, tal era su atolondramiento.
Su primera conversación fue trivial, apenas una breve
consulta sobre las tutorías, los exámenes y otras zarandajas
académicas. Sin embargo, si él sintió que ese cabello negro
le llamaba, a ella le rozó su voz honda, como de sabio
trasnochado, y su forma de hablar sosegada y con palabras
pasadas de moda.
Poco a poco, durante el curso, fueron observándose.
Tanteándose con las miradas, las preguntas en clase, con
algún comentario al coincidir en la cafetería de la Facultad.
Pasados unos meses, se consideraban buenos amigos. El
paso siguiente, sin embargo, les preocupaba. Para la carrera
de un profesor asociado, liarse con una estudiante podía
suponer el fin de su carrera universitaria. Hablaron. Muchas horas. Mataron muchos sueños. Sometieron muchos
deseos. Marisa cruzó por la carrera sin un novio mientras
sus compañeras encontraban aquí un rollo ocasional, allá
un amigo buenorro, acullá un futuro marido o quizá un divorciado a medio plazo. Esperando. Cinco años de estudios
aguardando, juntos pero separados cada día. Sin relaciones
sexuales, sin más intimidad que alguna conversación a la
vista de todos, para evitar cualquier comentario.
Acabada la carrera, lo festejaron desnudez en alto.
Se casaron.
Y el día a día descubrió a Rodolfo Trescantos que no
podía abrazar la perfección.
Volvió la vista a sus libros, a sus estudios, a su tesis. Y
simplemente dejó que languideciera la pasión mientras
crecía la idealización. Sumergido en Alonso Quijano
83
EL AMOR DE RODOLFO TRESCANTOS
disfrutaba más del recuerdo de la Marisa Cifuentes que
soñó que con la presencia de la Marisa Cifuentes que compartía cama con él.
–La pierdes, fijo –le reconvenía Manuel.
–No te preocupes, amigo Manuel. Seguimos bien.
–No es lo que ella me ha dicho.
Rodolfo miró a su escudero sorprendido.
–¿Tanta confianza te tiene? –le preguntó escéptico.
–Son muchos años ya, Rodolfo. Y el roce hace el
cariño y la confianza, no sé si me explico. Y sí, me ha dicho
que hace meses que no os acostáis, que cree que ya no te
gusta. Incluso sospecha que hay otra mujer en tu vida.
–¿Cómo?
–Ya, ya le he dicho que no, que de eso nada, que tú solo
tienes ojos para ella. Entonces se me ha echado a llorar y
no he sabido qué decirle.
Hacía muchos años de aquella conversación.
Rodolfo Trescantos recordaba que después de aquello
quiso salir a comprarle un detalle, unas flores, un colgante,
algo romántico. Para llegar a casa y darle una sorpresa,
decirle que la quería, que era la mujer de su vida. Lo tenía
decidido, pero se dio cuenta de que se le había pasado la
hora cuando el conserje del edificio llamó a la puerta del
despacho común de los asociados. “Señor Trescantos, son
casi las diez. Cerramos en cinco minutos”. Un día más,
el último en marcharse de la Facultad. “Mañana se las
compro”, pensó.
Pero nunca existió ese mañana.
Meses más tarde, Marisa le esperó en la puerta del
despacho a la hora del cierre.
–Lo siento, Rodolfo.
Le besó en la mejilla. Le acarició la barba. Se secó una
lágrima.
–De verdad que lo siento.
Y se marchó.
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Finalista
Antonio F. GARCÍA ENCINAS
Rodolfo Trescantos quiso rebelarse contra aquello,
pero no supo cómo. La amaba, pero la sabía perdida. La
necesitaba, pero ya no sabía si era a ella o al ideal que
almacenaba en su cabeza. Conforme pasaban las semanas,
los meses, se le difuminaba la Marisa real. La soñaba con
el mismo pelo negro, largo y liso, con las mismas caderas
zigzagueantes, pero cuando abría los ojos apenas distinguía sus facciones en el destello que creía ver un segundo
antes de que la luz del día la hiciera desaparecer.
Enrabietado, se enfrascó en sus investigaciones. Presentó
su tesis, protestó por no ser premio extraordinario de doctorado, aspiró a director del departamento, guerreó contra el
rector por la política de profesorado, se lanzó al ruedo político
con un partido marginal con el que consiguió 752 votos tras
gastarse el sueldo de cinco meses en la campaña electoral de
las municipales. Litigó con un catedrático al que acusó de plagiar uno de sus textos. Fundó una editorial para autores vetados por las grandes empresas del libro y trató de distribuirlos
librería por librería, sin éxito. Escribió artículos periodísticos
a favor de la cultura escrita y contra la ignominia televisiva
que le procuraron insultos feroces desde las pantallas.
Hoy, en la cafetería en la que ha quedado con Manuel,
parece un remedo actualizado del Quijote.
–¿Qué tal estás, Rodolfo? –le pregunta su fiel escudero
tras los saludos iniciales.
–Bien, Manuel, bien.
Se hace un silencio. Ambos bajan los ojos.
–¿Sabes una cosa, Manuel?
Su amigo niega con la cabeza.
–La perdí. A Marisa. Realmente la perdí. Ya ni siquiera
soy capaz de recordar su cara.
Rodolfo Trescantos rompe a llorar con un quejido
silencioso. Manuel, azorado, le pone una mano en el
hombro. Una carpeta cae al suelo. Los papeles se desparraman por las baldosas. Manuel, de reojo, solo alcanza a
leer “tumor”, “metástasis” y “paliativos”.
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“Cervantes”
Finalista
En memoria de Lucas, mi Quijote
Raquel SAN JOSé PELAZ
L
ucas es un hombre enjuto en carnes, aunque muy
alto y fuerte. La verdad es que bastante mayor,
de cara larga y nariz afilada. Me recuerda mucho
a la imagen de Don Quijote, representada en los
dibujos animados que veía de niña.
Y ahí, en esa habitación de ventana opaca, pasa los días.
Durante diez largos años, todo su paisaje es lo que puede
adivinar tras aquel sucio cristal. Un par de breves salidas,
dentro de una furgoneta cerrada, han sido sus únicas escapadas. Detrás del cristal amarillento, los molinos y Dulcinea. Probablemente todo esto, haya agravado sus delirios.
Los martes y los jueves, no falta ni un solo día, su
amigo Ricardo traspasa el umbral de la puerta que le
separa de los molinos de viento, los gigantes y las batallas.
Una visita que Lucas espera impaciente, guardando el
resto de los días como oro en paño, el detalle de las historias con su amada, Dulcinea. Lucas es un hombre bajito,
de complexión fuerte, y rostro redondeado por la realidad
de la vida. A Lucas, esos momentos, le aportan sensatez y
una inmensa calma. Los Quijotes necesitan de Sanchos, y
los Sanchos visitan a los Quijotes de vez en cuando.
Ambos se complementan, y enriquecen.
En los últimos meses, Lucas no habla más que de una
mujer. Una mujer, que pasa cada mañana a las nueve en
punto por su ventana .La define como una dama delicada
por sus formas de andar y sus vestimentas, además se
inventa mil historietas sobre ella, le ha puesto incluso
nombre. Se imagina cómo será su familia, como olerá, a
donde irá todas las mañanas a la misma hora…. Y así es
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EN MEMORIA DE LUCAS, MI QUIJOTE
como Lucas consigue soportar los eternos días dentro de
su habitación, cuenta las horas deseando que lleguen las
nueve de la mañana del día siguiente.
Hoy es martes, Ricardo ha traspasado el umbral de la
recia puerta, dispuesto a pasar dos horas en compañía de
su amigo Lucas. El tiempo es escaso, pero suficiente para
ellos. Ricardo apunta en el cuaderno de piel negra, todas
las fantasías que Lucas le cuenta de aquella mujer, que él
todavía no visto.
23 de Mayo del 1956:
“¡Hoy ha vuelto a venir a verme!, no me ha mirado
pero estoy seguro que es porque es toda una dama, no
quiere que los demás se den cuenta de nuestro amor,
hemos de mantener su honra a buen recaudo. Hoy llevaba
un vestido rosa con mucho vuelo, parecía un ángel, se adivinaban sus senos, con la delicadeza de un tibio adivinar,
que yo sólo puedo presagiar. También cargaba en su mano
derecha una cesta de mimbre, fíjate que yo creo que iba al
mercado a por flores para mí, así que he preparado un vasito de agua para que cuando las traiga no se pongan feas.
Además he pedido un traje, ¡el traje azul!, y he pedido que
por favor me mandaran una costurera, porque he adelgazado mucho y yo creo que es mejor arreglarlo antes del
gran día, querido amigo. ¿No crees?”-dijo Lucas con una
gran sonrisa que iluminaba su rostro.
Ricardo nunca le desmentía nada de lo que Lucas se
inventaba, era feliz viendo que tenía una ilusión, incluso
encerrado allí. En esa mazmorra de silencio y cristales
opacos, en la que el destino le había mutilado de por vida.
Era lo único que le hacía sonreír y le daba ese pequeñito
empujoncito para seguir teniendo ilusión por la vida.
Ricardo desconocía qué era eso del “gran día”, ¿a qué
día podía referirse Lucas?, así que decidió preguntarle. Y
Lucas respondió bruscamente, perdiendo las formas con
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Finalista
Raquel SAN JOSÉ PELAZ
aquel amigo que venía a visitarle, cuando las visitas eran
escasas e incluso nulas.
“¿Cómo que cual es el gran día estúpido, acaso no te
has enterado? Es la hija de Don Mauricio, y el otro día me
llegó una carta, era de ella, me pedía que le acompañara
al baile de verano. Así que he pedido a las chicas del
servicio que me preparen algo para convidarla, quizás una
tarta o unos pasteles”.
Entre historia e historia habían pasado las dos horas,
Ricardo tenía que marcharse. Y lo hacía con las ideas descolocadas en el cuaderno de piel negra, desconcertado,
pero a la vez dejaba a Lucas feliz y eso le reconfortaba.
Incluso le envidiaba, porque él, Sancho, era incapaz de
dibujar sueños en el cielo de la realidad.
Lucas pasó los días esperando, hasta que su gran amigo
regresara en su encuentro para poder seguir con la historia
de aquella mujer a la que él había llamado Dulcinea,
debido a su rostro fresco que aportaba dulzura a sus días.
Días y días, viendo la vida pasar.
Hoy vuelve a ser jueves, a las cinco justas Ricardo ya estaba allí, con su inseparable libreta negra y la pluma que llevaba siempre en el bolso de la camisa. Hoy es 28 de Junio,
solo queda una semana para “el baile de verano”, Lucas estaba impaciente, se notaba la emoción en su delgado rostro.
“Querido amigo, no te imaginas lo que me ocurrió el
otro día, iba con mi caballo por el campo, y a lo lejos vi
venir a una dama en un caballo negro, precioso, se acerco
a mí, ¡era Dulcinea!, nunca la había tenido tan cerca. De
cerca es una mujer bellísima, más si cabe, que de lejos.
Estuvimos hasta el amanecer de paseo por los caminos, incluso tuvimos que enfrentarnos a unos gigantes que querían
atacarnos. Pero no te preocupes amigo, que saqué mi espada
y luché contra ellos hasta que los derribé, mi amada quedó
asombrada de mi fuerza y valentía.” –decía Lucas mientras
tomaba una taza de café caliente frente a la ventana.
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EN MEMORIA DE LUCAS, MI QUIJOTE
Pasaron los días, y volvió a ser martes, Ricardo hoy iba
contento, ya sólo quedaba un día para el baile de verano, y
sabía que su amigo iba a estar eufórico. Al entrar por la
puerta principal, se dirigió al mostrador de recepción,
como cada martes y jueves. Preguntó por Lucas Monterey
la mujer del mostrador retorció el rostro y dejó caer una
linda lágrima. Ricardo vio en ella el rostro que tantas veces
le había descrito su amigo Lucas, el de Dulcinea.
“Lo siento Don Ricardo, el señor Lucas falleció anoche
mientras dormía” –le explicó la mujer de tez sonrosada y
semblante cabizbajo.
Aunque dolorido, Ricardo sintió alivio, una paz
interna.
Lucas padecía esquizofrenia, una enfermedad que le
tenía recluido en la celda de su existencia, durante diez largos años. Un hospital psiquiátrico en Cáceres. Todos estos
años, Ricardo iba a visitarle, cada día le veía más triste,
más abatido, con lo cual nuestro Sancho, decidió hacer
algo al respecto.
Dulcinea no existía. Ni Dulcinea, ni el baile de verano,
ni los paseos a caballo, ni los gigantes, ni los molinos.
Esa mujer era Ricardo, que para poder dar emoción a
los días grises de Lucas, sepultado en los cristales opacos
de su ventana, se disfrazaba. Si, sí, cada día, a las nueve
en punto, sin faltar ni uno, pasaba por su ventana. Para que
su amigo diera rienda suelta a aquella bendición que la
vida le había dado, una cabeza de Quijote. O que le había
proporcionado su enfermedad, y que le haría mucho más
feliz en los últimos días de vida, su imaginación.
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