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Inéditos
Publicación literaria semestral de la Fundación Mario Benedetti
prosa
p o e1 s í a
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s
í
a
ensayo
1
ISSN1688-8510
revista
Año I / N°1
P u b l i c a c i ó n s e m e s t ra l
Oc t u b re 2 0 1 1
D i s t r i b u c i ó n g ra t u i t a
M o n t e v i d e o / U r u g u ay
E q u i p o d e t ra b a j o
Redactor Responsable:
Ariel Silva
D i re c t o ra s:
María del Carmen González
L a u ra F u m a g a l l i
G rá f i c a y Fo t o g ra f í a :
A n d ré s C r i b a r i
S e c re t a r í a :
Inés Silva
C o l a b o ra n e n e s te n ú m e ro :
C i rc e M a i a , G u s t av o L e s p a d a
I m p re s i ó n :
M a s t e r g ra f S . R . L .
D. L . N ° 3 5 6 9 9 3
Ministerio de Educación y
C u l t u ra N ° 2 3 6 1
ISSN 1688-8510
S e p ro h í b e l a re p ro d u c c i ó n
t o t a l o p a rc i a l d e l m a t e r i a l
p u b l i c a d o s i n p re v i a
autorización del autor/a.
Los conceptos vertidos en
los textos publicados son de
e xc l u s i v a re s p o n s a b i l i d a d
d e s u s a u t o re s / a s .
Esta publicación es de
d i s t r i b u c i ó n g ra t u i t a , e s t á
p ro h i b i d a s u v e n t a .
En la Fundación Mario Benedetti hemos recibido con agrado la
Inéditos es una revista literaria que nació con el propósito de crear
iniciativa de publicar obra inédita de autores nacionales, más
un canal de comunicación entre los nuevos escritores uruguayos y el
aún al tratarse de un llamado abierto. Nos pareció interesante
público lector. De esta manera se piensa contribuir a la divulgación de
la inquietud como forma de darle la oportunidad a quienes, por
una producción literaria que por diversas razones no ha encontrado su
diferentes razones, no acceden a los canales existentes.
lugar en el campo editorial.
Respondieron a la convocatoria más de noventa textos, lográndose
En este primer número publicamos un conjunto de poemas y relatos,
así entre los publicados una muestra heterogénea. Debido a la
seleccionados entre los numerosos textos presentados al concurso
cantidad de páginas de la revista fue necesario para el jurado
organizado por la revista en abril de este año. La selección estuvo
establecer un orden de prelación. Esperamos que esta publicación
a cargo de un jurado integrado por Rafael Courtoisie (votado por los
sea un incentivo para la creación literaria, un medio facilitador y
concursantes), Álvaro Ojeda y Daniel Vidal.
un aporte a la reflexión.
Además de la publicación de los textos que surgieron del concurso,
La próxima salida está prevista para el primer semestre del año
Inéditos reserva un espacio para artículos que contribuyan a reflexionar
entrante. Cada número tendrá un jurado diferente y un artista
sobre temas relacionados con la producción literaria en nuestro país. A
invitado para ilustrar desde distintas técnicas, así como el valioso
este fin responde la encuesta realizada a jóvenes escritores, a quienes
aporte de obra inédita de escritores reconocidos.
agradecemos la amabilidad de haber contestado nuestras preguntas. Por
La Fundación Mario Benedetti, cumpliendo con los objetivos
establecidos en forma testamentaria por su creador agradece el
esfuerzo del equipo de trabajo y los participantes.
C o n t a c t o, i n fo r m a c i ó n y
co m e n t a r i o s:
re v i s t a i n e d i t o s @ g m a i l . c o m
último, la revista también intenta acercar a los lectores colaboraciones
de autores que ya cuentan con una trayectoria reconocida. En este
número tenemos el privilegio de publicar textos inéditos de Circe Maia
y Gustavo Lespada.
Agradecemos a la Fundación Mario Benedetti el apoyo prestado a este
proyecto. También agradecemos a todos los escritores que enviaron obra
para que fuera evaluada. A ellos y a todos los que deseen participar les
anunciamos que próximamente se hará un nuevo llamado a presentar
textos para el segundo número de la revista, previsto para el primer
semestre del año 2012.
María del Carmen González
L aura Fumagalli
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sumario
Selección de textos para el concurso de
Jurado Álvaro Ojeda - R afael Courtoisie - Daniel Vidal
Fallo
Luego de minuciosas lecturas del numeroso material poético y narrativo presentado a concurso, el jurado destaca la
gran heterogeneidad de corrientes y enfoques de los textos, la variabilidad en cuanto a extensión y concreciones estéticas y el voluntarioso y loable empeño de expresarse por medio de la palabra creativa, hecho básico en la prosecución
de todo emprendimiento cultural nacional y latinoamericano.
Asimismo, el jurado decide seleccionar la siguiente lista de obras en verso y textos narrativos, para ser publicada en la
Revista Inéditos de la Fundación Mario Benedetti:
Poesía
tiempo amarillo - Gerardo Ferreira. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4
Regicidio Music Glam - Santiago Pereira. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 6
a raúl gómez jattin - Líber Mendizábal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 6
Del silencio; A a media voz; Ruido - Fiorella Pena. . . . . . . . . . . . . 7
Sin título - Elías Emir . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 8
Contar la infancia; Es posible; Casi el final; Más cerca;
Buenos lugares - Silvana Hernández. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
Narrativa
Sueña Orieta, sueña - Margarita Silberberg. . . . . . . . . . . . . . . . 10
La abuela - Dominga Nelly Ruffo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 12
Tres por uno - Francisco Ramos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 14
El hombre en la cama - Ignacio Fernández . . . . . . . . . . . . . . . . 20
¿Y ahora qué? - Eloisa Armand Ugon. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 24
El velorio del Mani - Gustavo Rivero. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 26
Rapport - Florencia Gambetta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 28
La nueva - Juan Rodríguez Brites. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 30
Mi obra - Elena Solís. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 32
Ama de casa - Claudette Perrés. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33
Pelotita - Juan Carlos Albarado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 34
Un tiro en la cara - José Lissidini. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 36
Dos hermanos - Raúl Caplán. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 38
Fragmento de “La Poesía que tenía…” - Maximiliano García. . . . . 42
Buracos - Rafael Fernández Pimienta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 46
Incensario - Gabriel Boffano. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 48
Bibliocausto - Silvia Bechler. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 50
Invitados
escribe - Gustavo Lespada. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 54
conversaciones - Circe Maia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55
Encuesta. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 56
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poesía
tiempo amarillo
Gerardo Ferreira
y s e l l e va l a p e n a co m o u n s o m b re ro, s í .
C r i s t i n a C a r n e i ro
Volaré
máscara
eólico
viaje
en el callejón un papel se arruga
se avienta sudoroso contra la pared blanca
lucha enérgicamente | la traspasa
lo que la máscara afirma no es otra cosa
la necesidad de convertirse
el aire no tiene fecha de vencimiento
goza de salud por ahora
es igual a la poesía
fuerte como un paquidermo
la vela de un pequeño barco es tu pecho
y el mío
navegando entre las olas
su mástil de viento
cuando algo no nos gusta
cuando algo nos fastidia
andamos por el mundo en busca de aire
salimos a respirar eucaliptos o el perfume del amor en una bufanda vieja
encontré
grabado en el agua tu nombre
afirma la aparente verdad que representa
tener un par de manos para hacer
un par de ojos para comprobar si el dios de los demás existe
un par de piernas que ayuden a cruzar inevitables puentes
puentes sanos de madera curiosamente arqueada
puentes finos deseosos de penetración al alba
cae al suelo lastimado en posición fetal
abre apenas un ojo en señal de triunfo.
Una nueva pared emerge frente a él, firme, suntuosa
se pone de pie la voluntad.
la luz rebota sobre el telón
rebota sobre la necesidad de contemplarse
de ver qué posición asumirán los párpados esta vez
lo que la máscara afirma no es otra cosa
el cabo de una cuerda que une mundos
con un par de orejas que escuchan lo que quieren escuchar
con un par de brazos que construyen alegría o cansancio
desde el más allá, en el más acá
la palma de los pies, la planta de las manos
el cuello de la cintura abierto en un canto
en un signo
en una callada curva del campo.
qué más decir
las galletas saladas caminan sobre el diccionario pocket inglés - español
quieren traducir la palabra “hambre”
para que no las coma
o para que siga hablando de cosas sin importancia
como la tenaz supervivencia de una soda cracker
oigo a mis espaldas una pava que hierve y se despluma
se acaricia el pico sobre el piso de la cocina
y con la punta de sus alas
salpica los azulejos con lágrimas de pava
pluma / caída
la punta del pico le arde
como la punta del lápiz que se usó
para dibujar las estrellas cuando todo era caos dice el génesis
en la boca del caimán
tropiezan los gritos del ave
para qué alargar la noche con todo esto
agua con algo de gusto nada más
agua verde escupida hacia adentro
y el organismo se acostumbra a repeler toda cosa ignota
y la mente se acostumbra a permitir muchas maneras de intoxicarse
entre gruesos dientes se desvanece
como un eco
que al chocar interrumpe su viaje
uno de sus gritos implota áspero, derretido
chorro de humo en las montañas
(sobre las demás cosas
siempre reclamará el cuerpo absurdos señoríos)
cae la sangre en finos tallos
cae vestida de sangre.
“Yaciyateré es nombre de yerba” escribí
en la espalda maciza del homo faber salteño
pero las cosas siguieron igual bajo aquella palmera dorada
para qué fastidiar a los ángeles con mis protestas diarias pensé
no hoy
se pagan grandes sumas por tenerlo
(puede guardarse en bolsas el aire
pero de dos asas deben ser)
Augur
el aire apelmazado
el aire que algunos roban de bolsillos ajenos
o el aire viciado de un cuarto
hacen mal
no vale la pena comprarlos
De tarde vi una nube que corría presurosa entre las demás
viajera, hacíase lugar y se alejaba.
Ahora, diez años después
aletea en el mismo sitio
el señor apuntó los números que dicté
doce a la cabeza, nueve, y otro que no recuerdo
desmorrugó el billete que le di
roto, casi hecho hilacha
me miró
yo quería el aire que no podía comprar
la veo
constato en su pelaje:
el transcurrir es la meditación del tiempo en torno a quien lo mide.
yo quería llevarlo y no me alcanzaba
imaginé como sería tenerlo entre mis manos
así de manso, atesoré su idea
ignorancia que se tiene a los diez años
a oscuras nos buscamos dando a conocer nuestras infancias
respirar de nuevo ese aire frente al sol
radiante jazmín quieto
sentarse al lado del viento
y por un momento sentir
el aroma que otro hubiese olido
el terco deseo de elevarse
la necesidad de envejecer de acuerdo a ciertas reglas.
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y por allí merodeábamos
sin ir más lejos.
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Regicidio Music Glam
Santiago Pereira
Fiorella Pena
Rayo de Lord Byron al oscuro tuneado.
Boris Karloff bajo formol sus ojos de frasco.
¡Oh, percanta! lengua de entraña, ojos los palmos,
manos de Prometeo lujuriosas de párkinson.
Decantar de los ojos al neófito verbo;
concepto infundado del fundado concepto.
La mirada al reverso del decoro inverso.
El verso:
pasta de sangre, de sangre y cabello.
La facundia en cuello, la afasia del adefesio,
acelerar de nucas de viruta al destello.
¡Crack! del hueso de arranque, funámbulo del fémur;
iceberg de la piel, lengua misógina de Otelo.
Filomeno cantare a dos graves de Strauss.
Mp3 knife del regicidio music glam;
del sintagma bacanal al aluvión broadcast;
del “MÍ” sostenido a la autofagia de llorar.
Lento de pixeles el absurdo en movimiento;
de la flecha de Zenón al estúpido desmedro;
del violar niños a ningún remordimiento.
Yo verso:
pasta de sangre, de sangre y baberos.
E l s i l e n c i o e s e l r u i d o m á s f u e r te , q u i z á s , e l m á s f u e r te d e t o d o s
Miles Davis
a raúl gómez jattin
Líber Mendizábal
los poetas son unos monstruos de soledad
tenías razón poeta
porque escribir
es trepar en el aire
respirar arena
abrazar a nadie
caerse de los renglones y
para colmo estos son de cemento
los poetas son unos monstruos de soledad
lo son poeta
lo son
I. Del silencio
II. A media voz
Sin ser verso, ni estrofa, ni poema,
estas nadas son silencios.
Hace tiempo, un día miraba
con apatía y desgano el reloj
esperando que el tiempo pasara
en este cosmos de gélido alioj.
Se dice más de lo que se dice,
cuando se calla.
Dicen las palabras
lo mismo,
más,
o lo mismo,
que el silencio,
silencio,
sí…
Ruidos, que son ruidos,
por el silencio.
Con tal avidez lo contemplaba
que en ese quietismo enmudecido
veloz el tiempo me atravesaba
y yo sólo moría abatido.
Hay una fracción en el devenir
en que el tiempo sigue transcurriendo
aunque la aguja en su ir y venir
en un punto su andar va suspendiendo
No son estrofas,
son vacío,
vacío,
silencio.
No se dice
nada
y
se dice
todo.
y esa pizca de legado divino
es en esencia nuestra libertad.
Creación inefable y torbellino
que contemplamos sin eternidad.
III. Ruido
Nada. Una partícula. Algo.
El vacío llenándose de sentidos.
Espacio-tiempo. Ser. Rumor vago.
La eternidad y solamente un testigo.
Dos, tres, seis, tres mil trescientos treinta y nueve,
un Uno al que todo todos esos le deben.
Paz. Intereses. Maldito hado.
Codicia, poderes, usuras y olvidos.
Míos y tuyos causan estragos
Ruido, gritos, muerte, ningún alma, ruido.
Estruendo y brillo de alborada,
algo, alguna partícula, nada.
pero no queda más que escribir
inventar
ficcionar
delirar incluso
los poetas son unos monstruos de soledad
tenías razón poeta
tenés razón
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elías emir
Silvana Hernández
Un ser humano camina por el lúgubre pasillo, cruza la gran
biblioteca
se detiene ante la enorme ventana. El mismo vacío.
Los dedos van hundiendo las teclas. Una a una. La manera
de pensar no es usual, y comienza a sorprenderle que en
cada momento no advenga el final.
Los ojos de aquella niña al borde de la playa lo observan
desde gran distancia; unos veinte años. Vuelca
maquinalmente la taza sobre su labio inferior. Sin ganas. El
café está poco caliente, y poco frío. Observa su cama; una
muchacha duerme, y en un lugar inextricable, comulga con
la noche.
Contar la infancia
Esa niña
mirando cada detalle
Mirando
sin saber que mirar así
es estar triste
Las nubes juegan a tapar la luna
y todo lo cubre
el antiguo barniz del silencio.
Los policías exhalando el aliento, visible desde el bar,
hablan en grupitos cruzando la calle;
El fuego arde sobre el caucho de tres neumáticos.
Las camperas gruesas defienden de los golpes,
del frío, de los milicos
El viejo pide un café mientras lee Brecha
sus ojos recorren veinte palabras y vuelven a la calle;
tiene que estar atento, tiene que.
El coche en marcha. 10:35 pm.
La oscura carretera se despliega, ante el veloz artificio de
cinco velocidades.
Esa canción, que en el momento de encender la radio,
nace en un rincón de 1979 y se acurruca en mi oído, logra
transformarlo todo.
La ruta aparece como una hermosa metáfora del infinito
El infinito como una misteriosa metáfora del instante
Es posible
Resistirse no vale la pena,
empujar tampoco.
Apenas se puede crear una brisa
y eso moverá todo.
1994
Deja el cigarrillo en el cenicero
Las brasas del pucho iluminan la mesa
que parece abrir un ojo rojo que llora humo
El bar es un nido con ventanas que lo separan de Cufré
La gente converge
las miradas contienen el aliento
Los teléfonos suenan en despachos lejanos;
despachos que observan
y esperan.
Sé que al voltear solo estará aquella vieja biblioteca de roble.
Tan pródiga en letras germanas. Oscura.
La moquette repulsa los ruidosos pasos.
Solo pienso en el enigma.
El misterio de ese viejo, que aquí escribía
arrebatando piedras al mar
para romper la insoportable monotonía del papel.
Luna.
Ella trae a la vida los jardines que el sol dejó morir.
Pero, es otra vida.
Los niños juegan hasta que ya no exista el aliento.
En cada escondite
permanecerán ocultos.
Eso es todo.
Casi el final
En ese mortal instante
todas las tristezas
se juntan
desesperadamente.
Y claro que no hay consuelo
para esa estúpida desilusión
de mí misma.
Ella duerme tranquila
En un teclado hundido en un cuarto de Montevideo
se escribe su nombre
El tipo se le levanta
camina entre la oscuridad
solo interrumpida por el cuadrado incandescente
y se cuelga
de un sueño imposible
Sus labios se desprenden, y el olvido aún está por arribar.
La tarde fue el último alarido, del día que muere.
Se separan.
Ambos se hunden en la penumbra pisando las aliviadas
aceras.
El líquido inunda los ojos, salta a la comba de las mejillas
para luego humedecer la oscura barba.
Más cerca
poco he podido hacerles saber
acerca de esta manera quebrada de estar
Coches se pierden veloces rumbo al centro
papeles que cubren el piso de un ambiente revuelto
Desde la puerta abierta que da a la calle observa un niño
Miran los ojos en la cara del niño
El mundo era una plétora de enigmas
Desde el adoquín puedo respirar noviembre en calma.
Tan solo un foco logra vomitar su palidez, en esta calle de
despótica penumbra.
El día comienza a escupir su gris luz por la ventana.
En un tiempo en que me oculto en el escondrijo de un
sueño al revés
el amanecer se arrastra lentamente por las azoteas.
El nervioso taconeo marca un trepidante ritmo sobre el
pavimento. Unos ojos me escrutan por encima de la piel de
un pobre animal.
La mujer golpetea la cerradura con la llave, penetra, gira,
consigue resguardo;
que la aleja, de un posible delincuente.
Buenos lugares
La guía telefónica está a mano
La computadora está funcionando
La aceitera tiene aceite suficiente
Todo está en su maldito lugar
Cuando lo antiguo no termina de volver
la mística de una vieja pensión
permanece soterrada
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narrativa
Sueña Orieta, sueña
Margarita Silberberg
Ya de pequeñita, cuando a Orieta le hacían la desubicada
pregunta: ¿qué vas a ser cuando seas grande?, ella respondía: Cantante de Ópera. Le encantaba escuchar a su padre haciéndola dormir con las famosas arias de óperas y zarzuelas. Su madre le enseñaba canciones infantiles francesas, para exhibirla ante las visitas.
A los ocho años comenzó los estudios de ballet y también
de piano con un bello profesor, un poco abúlico para enseñar. Cuando Orieta terminó segundo año ya muy desmotivada, el maestro
consiguió un álbum con arreglos fáciles de los fragmentos más
reconocibles de las óperas famosas. Para estudiar esas partituras
Orieta mostró una dedicación y capacidad pianística insospechada.
Eso motivó a su profesor a seguir adelante con esa niña que sólo
aprendía lo que le gustaba.
En la escuela ella era de las que cantaban el solo del Himno, recitaba en las fiestas patrias, y todas las tardes tocaba al piano
marchas, mientras los alumnos se formaban en el patio y desfilaban
hasta la puerta, a la hora de salida.
La mamá de Orieta la colocaba en cuanto festejo surgiera.
Si le pedían que cantara, cantaba, que recitara, recitaba y también
bailaba. La niña necesitaba comunicarse y lo hacía con sus mejores
dotes. Los años la fueron convirtiendo en una graciosa adolescente,
y una vez superada la edad del cambio de voz, la aceptó entre sus
alumnos la profesora María Kubes. Estudiar canto con esa ya envejecida pero renombrada cantante checa, era un logro del sueño
de Orieta.
Tomaba clases dos veces por semana. Aprendió a respirar,
a vocalizar, a leer partituras a simple vista y en varios idiomas que
le eran muy extraños, como el checo o el alemán. Llegó a entender
el sentido de todas las palabras de lo que interpretaba, las tribulaciones de Butterfly, Violeta, Bess, Micaela, Gilda y todas las heroínas dramáticas con las que se llegaba a identificar. A escondidas
de la Kubes estudió romanzas de operetas, zarzuelas, canzonetas,
boleros y otras músicas en boga, que su profesora catalogaba como
despreciables.
Llegó el verano de los 15 años de Orieta y con las vacaciones, el calor y el ocio, las pullas de sus amigas.
– Parecés una ridícula siempre de sombrero…
– ¿No te comés un heladito, Orieta?
– Esa profe te sorbió el seso.
– ¿No te vas a bañar más en la playa?
– Fumate un cigarrillo.
– Qué ¿No podés traspirar jugando al volleyball?
– Che!!! Metete a monja…
Orieta sonreía y seguía en las suyas. Sabía lo que queria
lograr y eso exigía mucha disciplina.
En los cuatro años de liceo fue una alumna correcta aunque
sobresaliente en Literatura y Educación Musical. Formó parte del
coro y del grupo de teatro. ¿Amores? Sí, de ojito. A ella le gustaban
los chicos formales. Pero éstos la rechazaban, no la entendían, un
poco se burlaban y también le temían. ¡Ella la iba de artista! Al finalizar el liceo continuó con Academias Pitman para estudiar Dactilografía y Teneduría de Libros y al Anglo a estudiar inglés. Estaba con
las horas tan contadas que sus posibles amores no pasaban de ensoñaciones. Cuando se recibió y pasó a trabajar ocho horas diarias, (de
algo había que vivir, decía su padre), le quedaba poco tiempo para
estudiar lo que realmente le importaba.
La madre ya no estaba tan feliz con su arte, (se preguntaba
para qué) desde aquella vez que Orieta, para cantar en el festival de
la Sociedad de Beneficencia de las Damas del Arca, tuvo que contratar una pianista, alquilar vestidos de gala para ambas, pagar taxis
de ida y vuelta y destinar muchas horas a ensayos. Aclaró que no
cantaría más si no le pagaban. Es que se resintió al ver que la hija de
la Presidenta recibía un gran ramo de flores, después de declamar
unas atrocidades, y a ella ni las gracias. Mostró su molestia a la secretaria de la Institución reclamando el mismo trato y la respuesta
fue: “todavía que te damos la oportunidad de cantar en público…”
Ese fue el fin del amateurismo. Cantó en radios, en eventos, con orquestas en festivales y se hizo conocer en esos rubros y
ambientes con buen éxito, pero no era lo que ella quería y además
de eso solo tampoco se podía vivir. Debió seguir con los Libros de
Contabilidad.
A los veinte años cuando ya su soltería preocupaba a amigas y familiares, la invitaron a cantar unas coplas, acompañada por
guitarra, en una obra de Lope de Vega.
Conocer al guitarrista y perder el sentido fue todo uno.
Dominar la respiración a su lado se le hizo difícil, él le cortaba el
aliento, pero gracias a Kubes y a su dominio del diafragma salió
adelante. Durante los ensayos notó que él la miraba con interés y al
fin la buscó fuera del teatro. Orieta no se sentía bonita, su madre
se había encargado de resaltarle repetidamente todos sus defectos,
pero Floreal la hizo sentir bella y ella se abrió como un capullo y
amando se dejó amar.
Floreal la impulsaba en la preparación de obras de mayor
exigencia y juntos estudiaron a Ravel, de Falla, Villa Lobos y otros.
Ella dominaba un amplio repertorio y poseía además, un timbre de
voz limpio, bien colocado y maduro. Él, excelente guitarrista ya consagrado, daba conciertos en Brasil, Bolivia, Perú, Argentina y casi
todos los países del Caribe. Sabían que no había mucho futuro en
este medio tan limitado pero Orieta, todavía muy joven y temerosa, no consideraba emigrar. Tenía muy presentes los cuentos de los
abuelos que obligados por las pestes y el hambre se vinieron desde
Siracusa y de cuya decisión no se resignaron nunca.
Floreal ignoraba las indirectas en relación a la posibilidad
de casamiento. “El artista vive en forma demasiado inestable, para
asumir esa clase de compromisos,” decía. Y así, entre encuentros
y desencuentros y mucho trabajo, transcurrían sus amores con la
mira puesta en la posibilidad de seguir estudios en la soñada Europa. No había tiempo para dedicar a la vida privada.
Orieta cumplió veintidós años insatisfechos, hasta que
de pronto surgió una luz, una posibilidad. El Instituto Nacional de
Ópera llamó a concurso para el año siguiente. Las autoridades, pese
a la crisis económica, decidieron seguir adelante con la temporada,
pero con cantantes locales. Orieta estudió en profundidad las partituras y los personajes de las cuatro óperas anunciadas. El Instituto
la citó para la primera prueba y su profesor y preparador, don Alfredo, le aseguraba que nadie podría hacerle sombra y que confiara en
su talento. ¡Fue intimidante! Los hicieron pasar al enorme escenario. El piano en el centro con un foco blanco sobre él y un atril para
colocar partituras a su lado. Don Alfredo se sentó al piano, Orieta
enfrentó la sala vacía iluminada a medias y en el medio de la platea
oyó fuertes voces y distinguió a cinco señores que hablaban entre sí.
Luego de aguardar un tiempo que le fue eterno, uno de ellos gritó:
“¿Qué espera? ¡Comience!” Don Alfredo la envolvió con su mirada
alentadora y le dijo por lo bajo: “Ignóralos y canta como tú sabes.”
En el silencio del teatro se intercalaban las voces masculinas con las
sonoridades y la dulzura de Puccini. Para Orieta fue un desastre, y
pese a eso supo que pasó la primera prueba.
Entre medio de la angustia por varios meses de espera,
Floreal consiguió una beca para estudiar en Siena con el Maestro
Segovia, y partió no se sabía hasta cuándo. Sus padres sufrieron
un accidente de automóvil, su madre falleció en el acto y su padre,
luego de dos semanas de pelear por la vida, sucumbió. Recurrió a
Floreal, quien desde Siena, por teléfono contestó con un lacónico:
“Lo siento mucho”. Orieta quedó flotando en la nada. La sostenía
aquello del concurso.
Para su sorpresa, la llamó por teléfono el propio Director
Estable y le comunicó la fecha de la nueva prueba en la que tendría
que cantar y actuar, ya que había sido preseleccionada para Tosca.
Muy gentil, la invitó a tomar un café en la confitería Oro del Rin,
para facilitarle aspectos de la prueba definitiva. Luego de un altercado en su trabajo por salir –otra vez– antes de hora, a las cinco
de la tarde estaba sentada ya esperando por él, y no cabía en sí de
alegría y ansiedad.
El Dr. Kirich (doctor en musicología en algún lugar de Europa), llegó veinticinco minutos después, muy protocolar y atento,
y entre sorbos de café le dio a entender que la favorecería frente
a las otras dos candidatas, ya que su desempeño habría sido, por
lejos, el mejor. La interrogó sobre su vida y trabajo y en el trascurso
de la conversación fue adoptando una confianza desubicada, que
Orieta sabía bien que en ningún momento propició o instigó. Ya
francamente incómoda llamó al mozo para pagar el café y cortar
con ese extraño malentendido. Él le tomó la mano mientras la miraba con intensidad lasciva. Orieta trataba de sostener la mirada
preguntándole: ¿qué? Y como si la quemaran, zafó su mano. El Dr.
Kirich se acomodó en la silla y dijo: “La situación es ésta: si tú te
portas bien, yo también me porto bien.” Le extendió una tarjeta y
agregó: “Acá te espero esta noche a las nueve”.
Orieta quedó en la mesa petrificada con esas palabras resonando como latidos. Sí, sabía, oyó que hablaban de historias similares, pero ella no había dado lugar… en ningún momento podía
suponerse que ella… ¿Es que él dijo lo que entendió que dijo? Fue a
ver a Don Alfredo y le contó lo sucedido. Él sacudió la cabeza acongojado, “Queda en tus manos la decisión, pero si no vas esta noche,
no vale la pena que te presentes a la segunda prueba.”
Pensó en la idea de prostituirse a cambio de la posibilidad
de cantar la Tosca, (otras lo hacían), pero la superó el asco de ese
sujeto y de su propio pensamiento.
Vendió el piano, cargó con sus partituras y viajó a España
en un barco carguero para seguir tras su sueño.
En el peor de los casos siempre le quedaba la contabilidad.
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La abuela
Dominga Nelly Ruffo
La abuela siempre dice: - Si querés conocer cómo es una
persona, hay que mirarle los zapatos. Instalada debajo de la mesa
enorme y cuadrilonga del patio, tengo mi puesto de observación.
Está vestida con un mantel blanco que llega hasta el piso, como un
vestido de novia. Estratégicamente ubicada, puedo observar todo el
transitar de mi familia por la casa.
Sobre su tabla, la abuela amasa, plancha, toma mate y juega al solitario. La tiada juega al truco, al monte, a la escoba del quince y a la generala.
Nosotras hacemos los deberes, jugamos al ludo y en las noches de tormenta no nos perdemos el juego de la copa.
La primera en acercarse a la mesa, es la tía Lisa. Arrastra
los zapatos pequeños que desbordan dos empeines inflamados, que
anuncian su muerte. Me tiento. Sumerjo mis dedos en ellos, hasta
imprimir en su piel múltiples hoyuelos circulares y espero que lentamente se vuelvan a rellenar.
El abuelo calza dos alpargatas siempre nuevas que se deslizan constantemente sobre el damero del patio. Lleva un bastón que
lo ayuda a no derribarse.
Busca y rebusca por todos los rincones de la casa, como
si hubiera perdido algo muy importante. Deambula, susurra frases
que nadie comprende. Nunca se aquieta.
Mi hermana viene y va con sus guillerminas rojas talla cuarenta. Un elástico le tritura los enormes pies que maldice. Todos
la consolamos mintiéndole: - Cuando los cimientos son grandes, el
edificio es enorme.
El tío Nicola viene regresando de cualquier barrio de Montevideo: El Cerro, Belvedere, La Teja o Carrasco. Sus piernas resisten el cansancio hasta que vende el último billete de lotería.
La abuela lo espera con una palangana repleta de agua tibia con sal y una costilla redonda con dos huevos fritos. Abandona
los zapatos apenas traspasa la puerta cancel. Están gastados, viejos,
escorados y forrados con papeles de diarios. Usa medias diferentes.
A veces son tan pequeñas, que se les escurren hacia la planta del
pie. Cuando son muy grandes, dobla sus puntas que le sirven de
amortiguadores.
Es el bueno de la familia. Trae dinero, alegría y equilibrio.
En cambio cuando papá se sienta a la mesa para leer el diario, todo en la casa tiembla. Usa dos resplandecientes zapatos negros, impecablemente lustrados. Con los cordones siempre atados en
forma casi simétrica. Lo primero que hace es requisar el suplemento
dominical del diario. Lo esconde en un lugar de su pieza, que él cree
inaccesible. No quiere que las niñas miren las inmoralidades que imprime: El Baño de Diana, El David, La Maja Desnuda. Mientras tanto
mi hermana y yo escupimos sus zapatos como venganza.
La abuela es el centro de nuestro sistema familiar. Hijos,
tíos, sobrinos y nietos gravitamos siempre a su alrededor. Lleva botitas negras de felpa, medias de muselina, una enagua, dos polleras
superpuestas y el delantal. Con su aspecto gallináceo, vive para darle el gusto a su pollada.
Anoche, mientras toda la tribu estaba reunida en la sobremesa, invadieron la casa unos hombres vestidos de verde que gritaban, insultaban, pateaban y destruían todo. Usaban botas negras
acordonadas hasta las rodillas.
La abuela arrebató un paquete que estaba sobre la mesa, lo
metió debajo de sus polleras, se sentó sobre él en una silla de ruedas
que no le pertenecía. Se quedó inmóvil y con cara de idiota.
El resto de la familia remontó las escaleras, ganando las
azoteas de los vecinos.
Solo quedamos mi hermana y yo debajo de la mesa, la
abuela y el abuelo.
Los hombres de botas negras abofeteaban el piso del baño
con un armatoste que llevaban colgado en sus hombros.
Mi abuelo de puro solidario también aporreaba el piso con
su bastón.
Los hombrecitos le hacían preguntas a la abuela, pero ella,
de golpe, se había quedado ciega, sorda, muda y paralítica.
Cuando no había más nada para romper, se fueron ordenadamente hacia la calle y se treparon a unos camiones, también
verdes.
La abuela, de pronto, volvió en sí y como una enorme catedral saltó de la silla de ruedas que no era suya y besó el paquete que
estaba incubando. En unos segundos transformó todo el caos en un
orden perfecto. Tomó la escoba, la volteó y con el palo dio cuatro
golpes en el techo de la cocina. Toda su nidada volvió de las azoteas
reuniéndose nuevamente alrededor de la mesa cuadrilonga vestida
de novia. Beben café con anís y festejan no sé qué!
Mientras tanto, mi hermana y yo guarecidas debajo de la
tabla, leíamos los suplementos que papá escondía y la abuela encontraba.
El abuelo, solidario y porfiado, continúa aporreando el piso
con su bastón.
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Tres por uno
Francisco Ramos
Densas sombras negras devoraban las calles mientras la
ciudad dormía. Los vientos que traían voces desconocidas, ahuyentando los sonidos del silencio, cambiaron de rumbo transformándose en ventolera. La inseguridad retenía a la gente en su casa
incluso a los noctámbulos más recalcitrantes. Un ejército cada vez
más numeroso de delincuentes cometía delitos y más delitos. El
vandalismo y la violencia callejera venían en aumento y se estaba
descargando sobre Montevideo una epidemia de crímenes. El detective Dupré, “el francés”—como lo llamaban sus compañeros—
se había labrado la reputación de ser el mejor entre los mejores,
debido a su facilidad de comprensión, a su rapidez en reaccionar
y a su sagacidad y destreza, que lo hacían capaz de convencer a un
dálmata de que no tiene manchas.
Era un investigador acostumbrado al mundo del crimen,
un verdadero criminólogo.
Él estaba atado al timón del Departamento de Homicidios
y como rastreador de la delincuencia de alto voltaje comandaba un
grupo de detectives especialmente elegidos y entrenados para indagar delitos graves: homicidios, robos con violencia, violaciones
o asuntos de drogas. El francés irrumpía en el mundo del crimen
como una motosierra en un matadero, haciendo todo lo necesario
para llegar a la justicia. Por ello todos los casos complejos le caían
encima como una pesada piedra y venía soportando una sucesión
de días de mierda, jornadas muy jodidas, en las que si lograba dormir tres horas seguidas era Gardel.
Ese día Dupré se había acostado hecho polvo luego de dieciocho horas ininterrumpidas de investigación. Poco después de
conciliar el sueño el sonido de su celular lo arrancó de una fantástica quimera erótica. En el cuartel de la brigada criminal el teléfono había sobresaltado al agente de guardia, que cabeceaba en su
puesto, recibiendo la llamada anónima de un hombre avisando que
había ejecutado un homicidio. El cadáver podían hallarlo en el baúl
de un automóvil Daewoo Cielo color marrón estacionado con la luz
de baliza, palpitando como un corazón asustado, en la intersección
de las calles Casupá y Cno. Eolo en los Bañados de Carrasco.
—Uno de tres —solo había agregado el informante antes
de colgar.
El francés palideció y apretó la mandíbula con un chasquido,
mientras mascullaba: ¡Mierda! tres veces mierda, con un gesto agrio.
Al tiempo que sin restregarse el sueño de los ojos se levantó de un brinco como si sus piernas fueran un par de resortes y
rebotó dentro de los zapatos, se vistió, se saltó el café, corrió y subió
al coche, dejándose caer detrás del volante, tardando en todo ello
menos que una pulga en retozar sobre su perro.
Su viejo y destartalado Chevette del ’88 arrancó a regaña-
dientes dando un respingo, los neumáticos chirriaron airados dejando olor a gomas quemadas tras de sí, cuando el vehículo aceleró
a toda pastilla desafiando los baches y pozos del camino.
Mientras conducía rápidamente como si dejara que su rabia comandará la presión con que su pie pisaba el pedal del acelerador, llamó a su equipo de investigadores, él era el jefe, el líder de
la manada y con ellos siempre trazaba un plan de acción. No hacía
mucho tiempo había incorporado a su brigada a una mujer, Flor Larrosa, capullito de sobrenombre. Era una chica rubia de veintisiete
años atractiva y muy sexy, con el rostro en forma de almendra, la
boca perfecta y una intensa mirada verde. Sus pechos firmes le hacían llevar la camiseta de un modo que resultaba cautivador. Era de
una belleza arrolladora, además sabía moverse, resultaba imposible
verla venir de frente sin volverse a comprobar su retaguardia que
encandilaba al alejarse por el meneo de sus glúteos de concurso, que
Dupré siempre miraba sin asomo de remordimiento.
Le seguían un par de piernas muy voluptuosas. Era una
mujer que debería estar en una pasarela de París. Además de su patrimonio físico, era de inteligencia práctica, aunque muy sensible,
directa y franca. Tenía lógica y dotes de investigadora, por lo que
era una detective muy buena, astuta y tenaz.
Amanecía lentamente sobre la ciudad, el sol desperezándose
empezaba a ponerse naranja, silueteando edificios y árboles cuando
llegaron a la escena del crimen, casi al borde del mapa de la ciudad.
Dupré sintió que se le aceleraba el pulso y que un torrente de adrenalina fluía por sus venas. Ahí estaba el coche con su carga mortuoria
yacente en el maletero, sus muñecas y tobillos estaban atados con
un trozo de cuerda enrollado varias veces y luego asegurado con un
nudo. La víctima tenía la cara destrozada, pareciéndose a una hamburguesa. Era un verdadero guiñapo humano, un pedazo de carne
impasible lastimosamente fría y rígida, con un montón de huesos
rotos y expuestos, cuyo blanco relucía ante todo aquel rojo y los dientes debían estar desparramados por todas partes menos en su boca.
Había muerto en una orgía de sangre y violencia, sus ojos
abiertos estaban fuera de las órbitas, sombríos, yacentes, viendo un
cielo permanentemente negro.
El occiso presentaba, además, una puñalada en el antebrazo izquierdo y otros cortes, aunque ninguno de ellos había sido el
fatal. Una gran herida se veía en su muslo derecho.
El médico forense examinó el cadáver en busca de pistas.
En una investigación el examen exterior del cuerpo tiene una historia que contar, así como en la autopsia el interior cuenta la suya.
Según el informe preliminar del forense había muerto
desangrado. La hambrienta hoja afilada de un cuchillo capaz de
afeitar una barba de varios días en una sola pasada, había atravesado
piel y músculos provocando la rotura de la arteria femoral derecha
y la hemorragia había acabado con su vida. De ahí el gran charco de
sangre coagulada, casi negra y espesa como jarabe, que se veía en la
valija del vehículo, haciéndola asemejar a una carnicería.
Señalaba también que por la potencia de la cuchillada el
asesino era un hombre y por la dirección de los cortes podía afirmar que era zurdo. Además muchas de las lesiones en la cabeza,
así como otras extensas mutilaciones, con seguridad le habían sido
provocadas a la víctima después de muerta.
Mientras tanto el resto del equipo especializado en criminología, esos tipos con batas blancas y tapabocas que por su vestimenta parecían astronautas queriendo protegerse de una epidemia, proseguía su estudio técnico y metódico de la escena. Unos
fotografiando, otros oficiales etiquetando las pruebas que hallaban,
ninguna de naturaleza significativa y otros buscando huellas digitales en el automóvil, que no encontraron. Hicieron también un video
de la escena del crimen para su posterior estudio.
Finalmente el cadáver fue colocado en un sudario negro de
plástico con cierre para ser trasladado en una ambulancia a la morgue, donde previo a vestirle con el pijama de madera, le efectuarían
el último y más invasor examen que jamás le haya hecho un médico.
La documentación encontrada en el coche y en su billetera,
permitió saber que el difunto era Martín Javier Torres, de 39 años,
las fotos de los mismos mostraban a un hombre atractivo de rasgos
cincelados, con la cara de un astro de cine no descubierto. En fin ese
tipo de hombre que las mujeres y los homosexuales pueden encontrar fascinante y los hombres en general detestan. Tenía un historial de condenas por diversos delitos: robos menores, contrabando,
transacciones monetarias ilegales, habiendo sido arrestado en diversas oportunidades por conducir borracho. Era una bala perdida.
Una vez llevada a cabo la comprobación de la identidad de la víctima, uno de los detectives de homicidios pondría en conocimiento
de lo sucedido a la familia.
El francés y sus subalternos llegaron a la conclusión de que
el homicida había acechado y secuestrado a su víctima en la cochera
donde guardaba el rodado en los fondos de un edificio en la calle
Maldonado donde él vivía, manchas de sangre y algunos dientes
esparcidos en el lugar confirmaban este hecho.
¿Por qué aquella violencia enfermiza? —Se preguntaba el
detective. Finalmente dijo: —Con seguridad este ha sido un homicidio premeditado. Una ejecución. Ni siquiera le han robado. Por la
violencia a la que fue sometida la víctima en un asesinato de brutalidad demencial, es la manifestación de un odio puro y en estado
concentrado, de alguien interesado en ajustarle las cuentas.
El quid de la cuestión es el porqué. Yo me atrevo asegurar
que el motivo es la venganza. Y continuó: con toda seguridad esta
investigación no va a resultar coser y cantar. Esto es solo el principio; más, mucho más habrá de venir. Si algo empieza mal termina
mal, si huele feo acaba podrido.
No olvidemos que las últimas palabras en el teléfono fueron “Uno de tres” y cuando una persona ha cometido un asesinato
no retrocede ante otro. Ni siquiera ante un tercero. Por ello bautizaremos al caso como: “Trilogía del vengador”. Ojalá me equivoque.
Había un asesino suelto a la caza de nuevas víctimas y ellos
no poseían aún ninguna pista. Por el momento solo tenían muchas
preguntas y ninguna respuesta.
Empezaba ahora la laboriosa tarea de acosar al asesino,
buscando testigos al acecho que aportaran datos. ¿Cuándo había
sido vista la víctima por última vez? ¿Quiénes eran sus amigos?
¿Quiénes eran sus enemigos? Ya que en las primeras etapas de una
pesquisa, la información es la única herramienta disponible, todo lo
demás sería como perseguir sombras. El asesino continuaba siendo
desconocido, como en una operación matemática una X sin resolver. —“El que quiera pescado que se moje” —dijo Dupré, y agregó:
“Levantar el trasero y salir a la calle” es el dogma de los investigadores de homicidios. La policía empezó entonces a peinar los barrios
dando vuelta patas arriba los caseríos que alojaban una fauna abigarrada de mal vivientes, en busca de datos. Lugares donde muchas
veces se enlazan la corrupción policial y la pequeña delincuencia.
A su vez los patrulleros, con las sirenas ululando y las luces
centelleantes, acudían apresuradamente ante el menor indicio.
Tarde o temprano saldría algo, una pista, un hilo del cual
empezar a tirar para unir las costuras deshilachadas y los cabos
sueltos del caso —pensaba el detective. Además ya la prensa anunciaba la crónica del homicidio con caracteres destacados y en primera plana.
Pero durante el atardecer del octavo día, mientras hacia el
oeste el sol poniente teñía de rojo el cielo, al francés le llegó la noticia fatal que temía recibir, el homicida había anunciado su “Dos de
tres”. A pesar de haber vivido dos décadas chapoteando el crimen,
al recibir la noticia descargó el puño sobre el escritorio, en una sucesión de diez golpes lentos, como una marcha fúnebre. Tragó saliva
y su nuez pareció bailar. Se enfrentaba a un asesino que actuaba a
ritmo rápido cual un resorte. Era como el ajedrez. Se anticipaba a
las jugadas antes incluso de que ellos hicieran un movimiento. El
cadáver se hallaba en la calle Buxareo en Pocitos, en una vivienda
lúgubre rodeada de otras construcciones muy buenas. Montevideo
es una ciudad de contrastes sin misericordia.
Dupré y Larrosa estaban en el interior de la zona acotada
por la cinta amarilla, los destellos de los coches patrulla ilumina-
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ban la escena del crimen y teñían sus semblantes. La luz brillaba
en sus rostros y proyectaba sombras enormes en las paredes. Pasaron varias jornadas y la investigación permanecía completamente
a oscuras. Al entrar a la casa los inspectores percibieron que era un
sitio sórdido, de donde emanaba un tufo fétido y ácido, a cañerías
cansadas y alcantarillas inmundas. Acompañado por una sumatoria imposible de precisar de olores a humedad, a mugre y orines, a
cuerpo sin lavar, a grasa reutilizada de papas fritas y comida rancia, a alcohol, resina de marihuana y nicotina. Todo este escándalo
de pestilencias atacó sus narices, disimulando el hedor dulce de la
muerte.
Allí reinaba un rechazo al orden. Toda la casa era una covacha. Las paredes exhibían con impudicia sus caries, el polvo se había acumulado durante años, formando una espesa capa de mugre
sobre todas las cosas como un paño mortuorio. Jirones de cortinas
harapientas, que habían contribuido a alimentar generaciones de
polillas, cubrían parcialmente mezquinas ventanas con los vidrios
cagados por las moscas.
El muerto parecía tan amorfo como una aceituna descarozada en agua y formaba parte de la coreografía. Era un hombre con
aspecto de buldog, con abundante cabello entrecano y con una tremebunda y enorme cara cuadrada cubierta de cicatrices, que él llevaba como un policía lleva su placa. Su rudo rostro podría muy bien
ilustrar un póster anunciando una contienda de boxeo. Hablando
con total exactitud su cara era más fea que una de las gárgolas del
techo de las iglesias.
Sus ropas semejaban ofertas de una tienda de mal gusto y
no habían visto una lavadora durante muchas semanas.
Sus negras y cavernosas fosas nasales ya no necesitaban
más el aire para respirar.
Según el informe inicial del forense había muerto asfixiado por estrangulamiento con un cordel resistente que comprimió
sus arterias carótidas provocándole el deceso por hipoxia cerebral.
La cara abultada con el color azul-grisáceo de una ostra y la lengua
saliendo de su boca como una banda azulada, eran prueba de ello.
Sus ojos estaban abiertos e hinchados con las pupilas dilatadas y
tenían mirada ciega como un murciélago. El derecho estaba fuera
de la órbita y reposaba sobre la mejilla azulina e inflamada. Había
hemorragia capilar en ambas córneas y la piel que rodeaba al ojo
izquierdo también estaba roja.
El informe hacía ver además que las lesiones internas de
la faringe eran pequeñísimas, no sufriendo roturas el hueso hioides y el cartílago tiroideo. Ello significaba que la víctima había sido
estrangulada a propósito muy lentamente, sufriendo la misma una
agonía de terror duradera como un ascenso al cielo.
Pero además había recibido dos disparos post mortem uno
en el culo y otro que le había volado las pelotas, era una salvajada,
una violación. Constituía algo teratológico, un asesinato extraordinariamente inhumano. Asimismo según dicho informe había ex-
pirado hacía alrededor de seis o siete días. El cuerpo ametrallado
por los gusanos y el zumbido de las moscas, estaba abotagado y
descomponiéndose por el calor, de ahí el tufillo a putrefacción humana, pestilente como pescado pasado que se olía aproximándose
al extinto. En la cuenca vacía de su ojo derecho, las larvas se arracimaban y retorcían allí donde las moscas habían puesto sus huevos.
Tenía la cabeza ensangrentada y su boca destrozada y abierta con
seguridad tratando de embuchar la última bocanada de aire que jamás le había llegado.
Durante su autopsia los patólogos forenses tratarían de
leer en la carne descompuesta la historia que el muerto no podía
ya contar.
El modus operandi para su secuestro inicial, había sido similar al anterior. El victimario había acechado al occiso fuera de la
casa, flotando en un entretejido de penumbras con fondo de oscuridad para emboscarlo. Cuando aquel abrió la puerta, le asestó un golpe con un objeto contundente, confirmaba ello una laceración pre
mortem circular y superficial, que presentaba el cadáver. El impacto
en la cabeza debió debilitar a la víctima reduciendo su resistencia.
Sin embargo él era un hombre corpulento y fornido de bíceps abultados y una tupida mata de pelo negro rizado que le cubría la parte
superior de su imponente pecho, asemejándolo a un oso. Por su poderosa musculatura y manos enormes como herramientas, cuyos
dedos estaban ahora hinchados por la putrefacción, había ofrecido
lucha, debido a ello el homicida debió blandir su cuchillo, provocándole varias heridas en los brazos. Una vez logrado su objetivo
le había colocado unas esposas, que pertenecían al extinto y cuyas
ataduras de acero se habían hundido en la carne del mismo. Había
enrollado además cinta aislante alrededor de la cabeza de la víctima
para formar una mordaza muy apretada en torno a su boca.
La documentación permitió saber que el occiso era Carlos
Alberto Lemos de cincuenta y ochos años, de profesión inspector de
policía. Pero lo más importante lo descubrió Flor Larrosa que vio en
una de las paredes, la marca de una palma ensangrentada, que por
su tamaño no correspondía al muerto sino al asesino, ello llevaría
a la identificación del mismo. El homicida resultó ser Juan Pablo
González un ex convicto por robo, que él nunca había reconocido
y que hacía muy poco había recobrado su libertad. En la actualidad
tenía treinta y cinco años.
Dupré ya conocía el móvil y ahora también quién era su
hombre. Sólo tenía que encontrarlo y debía apostar todos sus recursos para ello. El francés sabía que hallarlo no sería tarea fácil
y el tiempo urgía ya que el recorrido del criminal hasta el presente era una auténtica procesión de secuestros y asesinatos. Por ello
a pesar que los despreciaba recurrió a la información de chivatos,
que siendo delincuentes conocían muy bien los teje y maneje del
submundo del hampa. Pero no obtuvo resultado alguno. El hallazgo de los dos cadáveres había suscitado un revuelo en los medios
de comunicación, y como la información era el fluido vital de los
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mismos, se habían lanzando como buitres sobre el caso. La prensa
se transformó entonces en verdadero mercader del caos, tildando
al asesino con adjetivaciones de espanto que iban desde psicópata
hasta monstruo, alterando así a la población.
El detective sabía que estaba cerca del filo del problema.
Así mientras tomaba un cortado, que reclamaba con vehemencia
su estómago, y su cerebro programado para la investigación funcionaba aceleradamente, recordó que el asesino no había aceptado ser
culpable del delito que le habían imputado y por el cual fue encarcelado. Llegar a una conclusión lógica es como desatascar una cañería.
Tan pronto queda desobstruída todo fluye. Solicitó entonces el dossier del juicio y con sorpresa descubrió que el inspector actuante era
Carlos Alberto Lemos. La persona a la que González había acusado
como autor del robo, que a él se le imputaba, era su compañero de
trabajo en una inmobiliaria Martín Javier Torres, el juez del juicio
había sido Domingo Mesías ya fallecido y la fiscal una mujer de iniciales L.G, que por aquél entonces actuaba en el área penal y ahora
estaba en actividad como fiscal civil.
Todo encajaba, como la última partícula de arena que cae
por el hueco del reloj de cristal y no era necesario ser Sherlock Holmes para deducir que ella sería la próxima víctima. Dupré sabía que
en los asesinos en serie el intervalo de tiempo entre los homicidios
se va reduciendo. Con la rapidez del caso trató de localizarla, pero
en el juzgado le comunicaron que estaba en uso de licencia y que
no se encontraba en Montevideo. Podía hallarla en su casa de la
parada 1 ½ de la Playa Mansa en Punta del Este de la cual le dieron
la dirección así como el número de su celular. El detective llamó
de inmediato reiteradas veces pero siempre le respondía el maldito
correo de voz.
Una funcionaria de la magistratura, rubia teñida, con el
culo gordo y piernas raquíticas semejantes a las de una gallina, volteándolo con su aliento de perro y dejando al descubierto al hablar
dos incisivos, lo que daba a su cara aspecto de ratón, le dijo: —No
se preocupe de seguro no le ha pasado nada, las malas noticias son
como los malos olores. No hay modo de ocultarlas. Él hizo caso omiso al comentario y se comunicó de inmediato con Flor para pasarla
a buscar y también con los encargados de una patrulla.
El detective conducía su Chevette apresuradamente haciéndolo roncar sobre el pavimento, detrás de un coche policial con
la sirena en marcha y las luces centelleantes lanzando resplandores
azules hacia el cielo. Se habían encontrado en el cruce previamente
acordado. En esos momentos la tensión parecía cortar el aire. Flor
viajaba tan callada como un ratón de iglesia. Su rostro permanecía
rígido y su cuerpo atlético estaba tieso en el asiento. Se mordisqueaba inconscientemente el labio inferior, cosa común cuando
estaba excitada por resolver algún problema o delito. En el camino
mientras el sol se deslizaba cielo arriba sus rayos se reflejaban en el
parabrisas como guiños, en cambio en las zonas arboladas el ramaje
hacía que el mismo quedara festoneado de sombras.
Por fin llegaron al sitio, el aire olía a pino y flores silvestres,
un coche Chevrolet Corsa de color verde con matrícula de Punta del
Este se encontraba aparcado en el frente. La puerta estaba sin seguro,
al entrar, Clara una perra Cocker no paraba de ladrar ni un segundo,
aunque seguramente sería incapaz de hacerle daño a una mosca.
El cuerpo de la fiscal yacía en posición decúbito supino, la
muerte agazapada la había encontrado y ejecutado a través del caño
de una pistola de calibre 22. A su lado un papel decía simplemente:
“Tres de tres” Se produjo un silencio oscuro como el interior de un
ataúd. Los investigadores se sentían como un colegial que llega tarde a clase, al tiempo que barruntaban introspectivamente que tres
personas habían muerto a sangre fría debido a su incompetencia.
En su larga carrera como detective Dupré había ganado batallas y
perdido algunas peleas, esta era una de ellas.
El asesino le había metido a la mujer limpiamente una bala
entre los ojos, la que había puesto fin a su vida atravesándole el cerebro. No había orificio de salida. Aún tenía el plomo en la cabeza.
El disparo había sido efectuado a un metro o más de distancia, pues
la herida era limpia, con sangre pero sin quemaduras. Su rostro
atractivo se había quedado sin expresión, miraba con ojos del color
del bronce deslustrado y tan muertos como las piedras del piso. Los
labios lívidos estaban separados de los dientes, como si hubiera fallecido intentando sonreír.
De la boca y la nariz le caía un hilillo de fluido sanguinolento
emborronándole las mejillas. El resto del cuerpo estaba más limpio
que la conciencia de un bebé. El médico forense anunció que prácticamente había muerto en forma instantánea e indolora. El rigor mortis
estaba en un estadio muy temprano, recién empezaba a aparecer en
el rostro y el cuello, el resto del cuerpo seguía flexible y cálido. Presionando un dedo enguantado contra la piel, que palideció bajo su roce,
el forense dijo. —todavía no presenta lividez. Ello puso peor a Dupré
y Flor pensando en lo cerca que habían estado de evitar el desenlace.
Muy quebrantados abandonaron el lugar cuando el sol empezaba a
hundirse por detrás de un grupo de grandes edificios vigilantes. Ahora debía continuar la caza del asesino.
A la mañana siguiente la policía recibió un llamado del dueño de una fonda de mala muerte ubicada en la Ciudad Vieja, dando cuenta de que había escuchado una detonación procedente del
cuarto doce y al entrar comprobó que el huésped se había suicidado.
Resultó ser Juan Pablo González. En aquella habitación alumbrada
por la luz cenicienta de una lamparita de pocas bujías basculante
del techo colgada de un cable negro de moscas, el triple homicida
serial que había tenido en jaque a Dupré y a todo su cuerpo de investigadores, se había quitado la vida, introduciéndose el caño de
una pistola calibre 22 en la boca. Con el disparo, la pared tras su cabeza se había llenado de sangre oscura, esquirlas de hueso y trocitos
de sesos. A su lado estaba garabateada la palabra “Uno”. Sobre una
mesa desvencijada descansaba un escrito firmado JP, que llevaba
por título “Tres por uno” y decía así: A Quien corresponda:
No soy un animal con un prontuario delictivo extenso, había dentro de mí un buen hombre, pero siempre el destino se ha
ensañado conmigo. Ya de muy joven me jugó una mala pasada haciéndome perder a mi padre. Debí decidir entonces entre el estudio
y el hambre de mi familia —era por lejos el mayor de seis hermanos— con una madre que solo había servido para parir hijos, y que
además sobrevivió tan solo unos meses a la muerte de mi progenitor. Trabajé en cuanto trabajo honesto conseguí, pero como de costumbre lo decente no iba de la mano con la retribución, hasta que
entré de dependiente en una importante inmobiliaria. Poco a poco
y con mucho esfuerzo fui escalando posiciones en la misma, y justo
cuando estaba levantando cabeza, Martín, un estúpido compañero
de sección, robó una significativa cantidad de dinero. Al verse acorralado, tuvo la muy puta idea de esconderlo, aún no sé como, bajo
unos papeles en un cajón de mi escritorio.
Al descubrirse el robo el dinero fue encontrado, Martín que
era un mierda, un gusano, un hijo de puta, como buen cobarde negó
todo, cargándome a mí con el fardo. Con la complicidad del policía Lemos corrupto a tiempo completo, tan deshonesto como los
matones y delincuentes que gobiernan nuestras calles, y que él se
vanagloriaba en encarcelar, me inculparon del delito. En la prisión
se contaban numerosas cosas escabrosas sobre este cana podrido,
muchísimas eran ciertas, otras tal vez no del todo. Lo que sé con
seguridad es que aceptaba sin disimulo el soborno que se le ofrecía, como precio de la inmunidad por una fechoría. Por dinero y según la cifra que se le diera tanto era capaz de discutir con un santo,
como podía ponerse de acuerdo con el diablo. Obtenía de esta manera poco ortodoxa ganancias ilícitas, muchas de ellas teñidas de
sangre. Él convenció de mi delito a la fiscal, la que con sus palabras
acusatorias hizo que el juez decretara mi culpabilidad.
—Sabemos que robaste —me decían
—¡Yo no fui, soy inocente! ¡Todos ustedes mienten! —les
grité.
Pero: “En el reino de la mentira, el poder es el rey y su palabra la verdad absoluta”
La justicia “muy justa” practicó conmigo el puto juego del
gato y el ratón, condenándome por apropiación indebida, a ocho años
de prisión, que se me redujeron a seis por notoria buena conducta.
Logré sin quererlo el boleto pago a la cárcel. Allí convivían
en una armonía poco armoniosa una confusa orquesta de delincuentes. Habían penados por hurto, estafa, homicidio y violación,
toda una fauna heterogénea de malhechores.
Yo trataba de coexistir con todos y cada uno de ellos, entre los que se encontraban individuos muy peligrosos, pero con mi
humildad había logrado que se dirigieran a mí con cierto respeto y
al igual que los guarda cárceles me llamaran JP, lo que hacía menos
penosa mi situación, pues me parecía estar entre amigos.
Ingresé al presidio el 12 de Mayo del ’99, tres semanas antes de contraer matrimonio con una hermosa y delicada muñequi-
ta, ocho años menor, perteneciente a una familia social y económicamente, muy por encima de mi nivel, y de la cual estaba perdidamente enamorado.
Sabedora de mi inocencia, prometió y juró que su amor
por mí sería incondicional, que me esperaría y nos casaríamos al
finalizar mi condena.
Transcurrido poco más de un año, una noche al entrar a
mi celda, el guardián previa censura, me entregó una carta que
abrí confiado y expectante. El dolor casi no me permitió terminar
de leerla. Mi novia adorada se había casado. Mi pasión por ella
hizo que la perdonara, pero de aquí en más la vida para mí no
tenía sentido. Doblé con cuidado la carta borroneada por mis lágrimas, colocándola bajo la almohada y con una tira de mi manta
me colgué de los barrotes, pero un guardia me vio antes de que
llegara a estrangularme.
Una vez más le había perdido la batalla al destino.
Sentí auténtica rabia en la sangre y ello avivó mi rencor
por los culpables de mi condena, ellos habían matado todas mis
ilusiones que era como quitarme la vida. Los sueños muertos no
pueden resucitarse, igual que ocurre con los difuntos. Hasta ese
instante y a pesar de todo lo que me había sucedido era gente de
poner la otra mejilla, de ahí en más fui gente de ojo por ojo. Juré
entonces cautivo de un odio infinito que en algún momento los
mataría, los cortaría en pedazos y los daría de comer a los perros,
Esa idea creció día a día como un cáncer en mi mente. Ni
bien salí en libertad cumplí mi represalia “Tres por uno”. Total
hace tiempo que yo estoy muerto.
Hay una regla que establece “que él último que queda vivo
gana”, aquí nadie sobrevivió, pero sus almas chillarán de agonía y
yo gozaré con mi venganza sobre la injusticia amarga y quemante.
El oscuro drama acababa de concluir. Dupré pensó que
todo había sido como un espacio de representación teatral de público silencioso y cuyos actores principales eran los muertos. Incluso le pareció ver como caía el telón. Las investigaciones habían
terminado. El francés estaba hecho trizas. La fatiga se veía en sus
manos, en sus ojos, en las líneas de su boca. Su cuerpo se caía de
falta de sueño.
Si bien su tarea seguiría siendo ir de un cadáver a otro,
de una escena del crimen a otra, cazar un asesino hoy, y perseguir
uno nuevo mañana, antes de tener otros casos para resolver, necesitaba imperiosamente descansar.
Pero al salir encontraron un enjambre turbulento y parloteante de periodistas que pululaban como moscas en una cagada
y los habían sitiado.
Dupré alzó las manos como si tratara de aplacar a una
jauría de mastines y se dispuso a contestar las infinitas preguntas que le formulaban. La puesta en escena había continuado de
inmediato.
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El hombre en la cama
Ignacio Fernández
La túnica blanca le había parecido una transición entre el
sanatorio y el apartamento. Allí, además de la camilla incómoda y
la molestia del color blanco martillado por los zuecos de las enfermeras nocturnas, estaba el compañero de pieza siempre lleno de
visitas. El televisor del sanatorio era lógicamente dominado por
cualquiera que no fuera él. El último compañero había sido un gordo operado del corazón. Se notaba que cuando estaba sano era de
esos que hablan a los gritos. Ahora, entre el cagazo previo y el dolor posterior, estaba con el mentón en el pecho, con un silencio de
esos que reclaman atención. Todo le había salido bien, se notaba.
Era un hombre de unos cincuenta y pocos. En un momento en que
la familia, bastante ruidosa y grupal, se tomó un descanso, el gordo estiró el brazo hacia la mesa de luz y agarró el control sin más,
dando por descontado que el otro ocupante, bastante más viejo
que él y muchísimo más inmóvil, no podría o no querría ver la tele.
Empezó a saltar de canal en canal, al principio con cierto espíritu
investigador, pero después con una irreflexión agobiante. Parecía
que simplemente estaba haciendo fisioterapia para el dedo gordo.
En definitiva, a él no le importaba mucho. Incluso se distraía con
los saltos de los colores. Pero le provocaba una sorda indignación
que ni se molestaran en preguntarle, que todos dieran cosas más
que por sentadas, por acostadas. Por acostadas… Había sido una
vieja costumbre suya eso de tomar los lugares comunes para torcerlos modificando alguna palabra. Tenía varios del estilo. Provocaba
sonrisas a veces, las cuales repasó hacia atrás cuando un reo medio
sin dientes le dijo que a él no le decían las cosas en la cara porque
era el jefe. Fue cuando le dio por cuestionárselo todo. Empezó a observar las conductas de su familia. El hermano, con el que hablaban
de negocios porque el otro era de Wanderers y con él no se podía
hablar de fútbol. La mujer, que siempre iba linda y perfumada, que
dejaba lo que fuera por las sesiones del spa y las clases de pilates.
Tenía unos años menos y la piel mucho más suave que su esposa de
los treinta años anteriores. Gastaba más también, pero no era problema. De algún modo, no veía problemas. Pero empezaron a roerlo
por dentro las palabras del desdentado. Solo consintió ensuciarse
las manos con la tinta de los clasificados, donde buscó alguien que
hiciera el trabajo para él. Quería saber, nada más saber, cuál era
la vida que llevaba su familia. Fue viendo cumplidos los encargos
uno por uno. No le caía demasiado bien el tipo, que tenía acento
del norte y se vestía con una formalidad sintética. Nunca le habían
gustado los bayanos. Pero hablaba poco y eso le iba a favor. A la
hora de los resultados, además, era de una eficiencia que ya hubiera
querido él en sus gerentes. Empezó por el hijo. Descubrió que tenía
una hembra, tomaba merca y hacía unas jodas con un despachante
de aduanas con el que él mismo había arreglado alguna cosa. Era
medio chanta, pero se notaba que se las iba a apañar bien: estaba
muy vinculado a un grupo político que proclamaba cosas opuestas
a las que él hacía. Parecía haber leído muy bien a Maquiavelo en la
facultad. Siguió por la ex mujer, de quien no obtuvo resultados des-
tacables, salvo que le había dado por consultar a un astrólogo que la
expoliaba. De algún modo, todavía la consideraba su familia. Había
sido él quien había dejado de quererla, pero ella seguía mamando de
su teta. No había habido berrinches. Un apartamento, un auto, plata todos los meses y sanseacabó. Sabía que ella no lo odiaba porque
jamás lo había amado. Más bien, lo había usado a él para satisfacer
su necesidad de tener una familia e hijos. Durante unos años quiso quererla, pero ella estaba siempre molesta y demasiado ocupada
engordando, por lo que no vio otra salida que la sustitución lisa y
llana. No la dejó en banda, ya que eso habría sido de una clase de canalla que él no era. Por último, Giovanna, la actual. El bayano le trajo un informe detalladísimo, acompañado de algunas fotos con más
esfuerzo que pericia, pero en las que se podía distinguir a la mujer
sin que hubiera posibilidad de confusión. El tipo se disculpó por la
falta de calidad de las tomas y se excusó diciendo que la cámara que
tenía era de las baratas, falta de buen objetivo, que el zoom y la mar
en coche. Pero presentó todo impreso en unas hojas que solo echaban en falta un membrete. La mujer efectivamente iba a pilates, a
ver a unas amigas, al Shopping. Y también concurría, sin demasiadas precauciones, a un apartamento en el Cordón en el que vivían
unos estudiantes del interior. Detalló: uno de José Pedro Varela,
uno de Lascano, dos de Treinta y Tres. Era capaz de afirmar por un
escaso margen de error que andaba con el de Lascano, que apareció
fotografiado vistiendo camisa a cuadros y el pelo lacio con cierto
aire de crines. Estudiaba Veterinaria, le faltaban pocos exámenes
para recibirse y buscaba trabajo porque el padre había muerto hacía poco. Se preguntó cómo mierda habría obtenido tantos datos el
bayano este. Resolvió agendarlo porque era bueno de verdad. Acto
seguido, tomó la determinación de darle trabajo al muchacho de la
camisa a cuadros. El frigorífico bien podía necesitar un veterinario.
Se lo comunicó al investigador. Le encomendó un último trabajo
por el momento: lograr que el estudiante se empleara en su planta.
Esto estuvo pronto dos semanas después, gracias a la inteligente
planificación del riverense, que sugirió una secuencia de acciones
cuyo fin daba como fruto maduro que el lascanense pasara a tener
un trabajo en el frigorífico, luego de una entrevista con el dueño y
todo lo de rigor. Lo que él quería era, básicamente, tener control de
todo. Sabía, porque no era idiota, que los impulsos sexuales no se
refrenan, pero sí se puede con el bolsillo. Se cogería a la mujer de
él, pero gracias a que él ponía la plata. De última, Giovanna siempre
cumplía una vez por semana, como toda una profesional.
Recibía las visitas a un ritmo reglamentario. El hijo, siempre apurado, seguramente para ir a voltear con la hembra. La mujer,
más o menos lo mismo. Notaba que lo hacían más que nada por
compromiso. Como él no podía hablar, había perdido el control. Era
esto último lo que más le daba bronca. Perder el control. No le importaba mucho que los otros lo dieran por muerto ya en vida, ni que
nadie, exceptuando la ingenua excepción de la nieta, tuviera un interés real por su salud y su vida. Nunca había sentido eso. De chico
había aprendido que solo podía esperar cosas de sí mismo. Los padres eran inmigrantes que le habían impuesto una ética de trabajo,
que incluía lavar la propia ropa y saber que no se obtiene nada si no
es con mucho esfuerzo y constancia. Como además tuvo la suerte
de ser inteligente y de tener una instrucción, no le costó hacerse de
un lugar superior al promedio con bastante rapidez. Los escrúpulos no estuvieron ahí para molestarlo. Ahora, sin embargo, era una
especie de bulto consciente que se mueve de un lado para otro. Del
apartamento a una ambulancia, cuando la limpiadora lo encontró
duro a eso de las diez de la mañana. De la rambla al barrio de los sanatorios. De médico en médico. Del CTI a Cuidados Intermedios. Del
sanatorio al apartamento de nuevo. Del tope de la cadena alimentaria, dueño de frigoríficos y supermercados, a una posición vegetal en
la que unas enfermeras le daban comiditas de acuerdo a un instructivo escrito por una nutricionista, de hora en hora, con un sabor lejano
al condimento. Le molestaba que estuvieran pagando por esa cagada.
No lo decepcionaba la falta de atención de la familia, porque eso ya
estaba previsto. Pero no podía mirar películas que le gustaran, ni tomarse un güisqui escuchando a Wagner para “mamarse con gusto”,
como decía en las reuniones de todos los viernes, a las que tampoco
iba más y por cuyos integrantes no era visitado.
Eran tres turnos de ocho horas cada uno, tres mujeres diferentes con el mismo uniforme. Nunca había tenido tantas mujeres
pendientes de él. Jamás habían tenido tanto margen de decisión sobre su vida. La de la mañana era una flaca de pelos pajizos que llegaba a las cuatro, hora a la que él estaba despierto muchas veces, porque dormía a cualquier hora y bastante poco. La siguiente llegaba al
mediodía y se encargaba de dos comidas. Era a la que más veía. Era
la única que le dirigía algo de conversación. Se notaba que hablaba
con todo lo que se pusiera en frente y, gracias al celular, con lo que
se le alejara. Como por ejemplo la hija, con quien mantenía largas
conversaciones. Era de la Ciudad de la Costa. Tenía que hacer combinación de omnibuses para llegar a la casa. El marido trabajaba
en la construcción y era una lucha con la hija adolescente para que
le diera bola al liceo, porque estaba más para los papelitos pintados que para encarar la vida. Ella tenía miedo de que entrara en
las drogas y pensaba meterla en una UTU para que por lo menos
hiciera peluquería o algo, para que se pudiera defender en la vida,
pero la guacha la mandaba a la mierda. Todo eso lo supo porque
una vez la mujer se puso a llorar desconsolada después de una de
las conferencias telefónicas. Pidió disculpas y escupió la historia
frente a la mirada de él, que siempre era más o menos la misma.
Tenía tetas grandes, indisimulables. Se adivinaban los volúmenes
a través de la túnica, lo que constituía el último estímulo vital que
tenía. La cara era normal, con una boca chica que imaginaba posada sobre su miembro destinado a un irremisible desuso. Llegó
a pensar cuántas mujeres como ella pudo haber conocido de haber
hecho otra vida. Las enfermeras tenían todas la misma falta de
asco, pero variaban sus grados de sensibilidad o de cansancio, cosa
que se notaba en la tercera de ellas, la que llegaba a las ocho, con
todas las evidencias de que había empezado a trabajar bastante rato
antes. Era oscura, callada. Sólo le tocaba darle de cenar y, en todo
caso, de cambiarlo, pero él no se cagaba de noche, a lo sumo meaba
y esa limpieza era más rápida. No le daba nada de placer ella. Era
como una máquina cansada. Dormía, él lo sabía. No podía hacer
nada pero igual la veía, la oía.
Así que, por lo regular, la enfermera tetona era la embajadora de la humanidad en su casa. Nunca habría confesado a nadie
que había llegado a desarrollar una suerte de afecto por ella. En su
horario, se encargaba de perseguirla con el olfato o el oído si no
estaba a la vista. Ella también manejaba el control de la tele, de la
única, que estaba en el cuarto. Su mujer, una vez que sintió que él
estaba muerto en vida, se mudó prontamente con el veterinario y
se llevó el aparato de la sala, con lo cual dejó la enorme pared vacía. Así que la enfermera miraba las novelas adelante mismo de él,
que imaginaba estar pagando adelantos al infierno. La tortura, sin
embargo, no llegaba a ser total, porque una vez que se terminaban
los melodramas, la mujer evitaba con regularidad los informativos.
Le bastaba con su dosis de tres novelas diarias. A veces cambiaba a
canales de fútbol. “Se ve que a usted le gusta el fútbol, don” le había dicho después de dar una mirada a los banderines de River que
colgaban en una pared. O capaz que vio en el cajón del escritorio la
foto de él con el plantel de hacía tres años, cuando habían ganado
aquel campeonato. Era consciente de que ninguno de los jugadores
sabía bien quién era él, del mismo modo que conocía la opinión del
presidente, eso sin mencionar sus negociados. Pero era su debilidad. Ponía plata sin demasiada intención de tener retorno. Más que
nada empataba. “Mirá delincuente” le había dicho señalando dos
sobres, “esta guita es para el club y esta otra es para vos, te la doy
así porque sé que si no te doy te la afanás igual, consideralo como
un sueldo y tené bien presente que justo a mí no me vas a cagar.”
El otro no había dicho ni pío. Hablaba en la radio, eso sí. Decía las
clásicas intrascendencias de los dirigentes de los cuadros chicos.
Pero cuando había que votar en la Asociación no tenía más remedio
que seguir las órdenes del jefe. Por eso le había ido bien al sorete. Y
después salía en la tele recibiendo felicitaciones de esos periodistas
falsificados. “Le voy a poner un canal de fútbol…” dijo, y en seguida
agregó “así ve verde, dice mi prima que fue a cromoterapia que es
calmante, vio…” Se ve que le brillaron los ojos o algo porque ella
sonrió un momento antes de dejar un horrible partido de fútbol
mexicano. Pensó que, evidentemente, solo sabía que se trataba de
un deporte con fondo verde, pero seguro que era mejor el fútbol
mexicano que sus coterráneos culebrones. Abrigó la esperanza de
que el azar le deparara mejores partidos.
El mes último no la había pasado mal, a decir verdad. Si
se exceptuaba el sudor corrosivo fruto de estar todo el tiempo en
la cama, las éscaras. El último mundial, calculaba, ojalá que sea el
último. La mujer, sabedora de la importancia del torneo, había dejado un poco de lado las novelas. Ponía los partidos y los resúmenes. Aun más, a raíz de la inusitada campaña de Uruguay, mostraba
un entusiasmo nuevo por el fútbol, del que ahora parecía manejar
nuevos rudimentos teóricos. “Fue posición adelantada, por eso lo
anularon…” llegó a soltar en un partido entre Alemania y Grecia.
Más de una vez sintió ganas de abrazarla, de darle las gracias. No
pudo. La túnica blanca de la tarde ahora era el amor que nunca había tenido. Ni de la madre hosca primero y neurótica después, ni de
sus mujeres sucesivas tan capacitadas para verse a sí mismas. La
mujer casada de las tetas grandes tenía el perfume de la carne que
jamás penetraría. Le traía una certeza de ocho horas. Lo frotaba con
las esponjas antisépticas más cálidas del mundo. De haber podido
hablar, era seguro que habría logrado retenerla, controlarla. Tenía
ese impulso casi todo el tiempo.
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El domingo era un día embanderado. Desde la vista privilegiada que tenía, veía los autos con mástiles por la rambla y un
puesto de venta de toda clase de productos celestes hechos de apuro. Incluso habían brotado infinidad de picaditos, mucho más aguerridos que de costumbre. De verdad quería presenciar el partido.
Nunca había visto a la selección en una final del mundo. Y, encima,
el diez del cuadro había jugado en River gracias a la plata de él, antes del derrame, antes de que el cuadro se desarmara todo, de que
no le pagaran a los jugadores ni al técnico. Estaba visto que si al
sinvergüenza de Benítez se le daba un metro de ventaja la carrera
estaba perdida por muerte. Era un profesional este guacho, se le
notaba desde las inferiores, y qué inteligencia para jugar al fútbol.
Era de un pueblo, ahora no se acordaba si era de Tacuarembó o de
Melo. Tanto daba, había marchado en la desbandada. Lo compró
Nacional a precio de pollo. El tipo hizo un campeonato bárbaro y
lo vendieron al Corínthians. Lo eligieron el mejor centrocampista
ofensivo del Brasileirão. En unos meses todo. “Hoy ganamos, don”
había dicho la enfermera mientras le limpiaba el culo, cosa que solía
suceder ya que esto era lo único que lograba controlar. Se aguantaba
hasta que veía que se iba la de la mañana. Era un esfuerzo supremo que hacía por sentir en los huevos los dedos cuidadosos de ella,
que nunca reclamaba. “Hoy les rompemos el culo a estos brasileros,
como dice mi marido…” agregó, sin relacionar las palabras con las
manos. Después de la higiene, un rato después, venía la comida licuada e introducida en la boca. Ese día estaba especialmente conversadora. Contó que la pasaba a buscar un primo que justo andaba
en la vuelta, de modo que pudiera llegar en hora a casa. Hasta la gurisa iba a mirar el partido. El marido ya tenía un acopio de cervezas.
El primo llevaba las pizzas y los “sólidos”, según dijera ella.
La tarde fue toda de previa. Ella se asombraba de las cifras que dan siempre, los dólares, los teleespectadores. Él veía los
goles y las jugadas que se había perdido mientras echaba en falta
la sinfonía de Wagner que siempre escuchaba en soledad antes de
los partidos importantes. Detestaba a los arengadores consuetudinarios. Esta vez los toleraba porque eso daba pie para que ella
hablara. Quería escucharla todo el tiempo, que nunca parara de
hablarle, aunque dijera simplezas. Tenía una voz un poquito nasal,
con una leve ronquera. La memoria le traía una puta con un tono
similar, sin que hubiera punto de comparación, porque aquella era
desagradable, no tenía el tonito dulce de esta que, ahora lo sabía,
era la mujer de su vida, la única que en todos sus años mostraba
un interés verdadero por él y ni siquiera podía contestarle; el único
gesto de acercamiento de que era capaz era cagarse en su horario. A
lo sumo un parpadeo. Se estaba dando cuenta ese domingo. Quería
que ella lo acompañara a ver la final, aun cuando usualmente no
toleraba una mujer en las proximidades de un partido importante.
Era la última final del mundo. Deseaba verla junto a la mujer de su
vida, no con la funcionaria oscura de la noche, incluso contando
con que no le apagara el televisor. Necesitaba sentir su música y su
olor. Le habría regalado flores y bombones, como nunca hizo con
las otras. Pero eso no iba a ser. Como a las cinco de la tarde, tocaba
otra ración. Mientras ella le daba en la boca, pasaban un especial
sobre el Mundial del Cincuenta. Mostraban los goles, las entrevistas viejas, los testimonios de los que eran chiquitos, los de los que
no habían nacido, que eran la mayoría. Contaban una vez más la
historia del cambio de colores del uniforme de Brasil, hablaban del
tipo que había hecho el diseño y señalaban la curiosidad de que el
hombre ni siquiera hinchaba por la selección de su país. Lo de siempre. Lo sentía mucho más dulce oyendo la voz de ella, sabiendo que
sólo la tendría con él hasta las ocho. El amor de su vida se marchaba
puntual, con el primo y las pizzas. Nunca había tenido tiempo para
pensar en cómo sería tener un amor-de-su-vida. Se le antojaba cosa
de películas y de pelotudos con tiempo de sobra. Era un hombre
práctico. Uno que ahora no deseaba otra cosa que estar con una mujer cuyo nombre no había llegado a memorizar. Cómo se llamaba. Si
al menos pudiera invocar el nombre mentalmente. Tal vez le llegara
el llamado. No, no sería posible. Se acercaba el fin del horario.
A las siete y media, se hizo evidente que iba dando todo por
terminado. Estaba cansada, por lo cual casi no hablaba.
Ocho menos cuarto. “Bueno” dijo, “¿está bien?” No iba a
poder obtener más respuesta que un revoleo de ojos, que fue lo que
efectivamente ocurrió, de manera tenue. Lo que ella no sabía era
que eso significaba “por favor, quedate”. Sonrió.
Menos cinco. “Vamos a ver que esté bien…, que le llegue
limpito a Angélica.” Revisó los pañales por última vez. Secos. “Muy
bien.” Se hacían las ocho. La otra todavía no había llegado. Solía estar menos cinco normalmente. Se pasaban la planilla, se saludaban.
“Señor, yo me voy yendo. Mi primo está abajo esperando. Capaz
que Angélica demora porque vio cómo está el tránsito con esto del
partido.” La mujer de su vida lo dejaba solo a las ocho. Venía la otra
pero no era lo mismo. “Hasta mañana, que disfrute el partido.”
Cerró la puerta. Su amor imposible se iba. En unos minutos venía la otra. Angélica. ¿Por qué sabía el nombre de esta? Porque
ella lo había dicho. Y la de la mañana se llamaba Marina. Porque ella
lo había dicho. Mierda. ¿Por qué la mujer amada no tenía nombre
para él? Giovanna, su última mujer. Graciela, la de los treinta años.
Micaela, Verónica, Patricia, habían sido amantes suyas por cortos
períodos. Verónica de la oficina... Recordaba incluso los nombres
de algunas locas de quilombo, o por lo menos los cartelitos de las
puertas. Vivi, Sharon, Haideé, algunas repetidas. Sintió cómo los
ojos producían lágrimas. Todas las mujeres le habían costado bastante plata, pero todo bajo control. Una vez que se descargaba, no
las necesitaba para nada. La tele seguía con la previa, ahora ya desde el estadio. Aparecía la cara anémica del comentarista corrupto
ese. Pensó en la vez que lo coimeó por unos negocios del club de
los que se había enterado. El muy hijo de puta. Por unos verdes,
después hablaba maravillas del “proyecto institucional” e invitaba
a los otros cuadros a seguir el ejemplo. Ella no le costaba casi nada.
Es decir, nada. Porque él lógicamente no decidía nada sobre la plata
ni sobre cosa alguna. Pagaba el hijo, el muy sorete del hijo, que hacía
un mes que no aparecía ni en figurita. Ella se había ido a las ocho.
Pasaban los minutos y la otra no llegaba. La transmisión mostraba
los jugadores. Había plata de él puesta en el ataque de Uruguay. Ya
eran casi las nueve.
Angélica llegó como a las once y media. Había decidido que
la esperara el viejo de mierda ese. Total, nadie tenía por qué enterarse de que había llegado tarde. Él no iba a decir nada, seguro. A
Cristina le decía que se había retrasado un poco y pronto. Comprendería. El tránsito, las frecuencias de ómnibus, esas cosas. Lo que
tuvo que pensar fue qué iba a decir sobre la hora del deceso.
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¿Y ahora qué?
Eloisa Armand Ugon
de regreso con sus “el próximo domingo no venimos, no soporto el
replay de domingos con recitaciones de los Cálices Vacíos y el monotema de la Agustini”; y me dolía escucharla impostar la voz para
imitar la de su padre y agregarle una nota de burla al preguntarme:
Eros, ¿acaso no sentiste nunca piedad de las estatuas?
Pero volvemos cada domingo, a empacharnos bajo los caireles con los poemas y con los ravioles de verdura de Amelia, que
le ha dado por servirlos flotando en salsa pomarola, a pesar de la
insistencia de Marta de servirlos solos y poner la salsa aparte. “Así
le gustan a tu padre.” Y miro a mi suegra alcanzarnos los platos
repletos de ravioles, con las arrugas alrededor de la boca y un gesto
cansado y a la vez anestesiado, ¿acaso no sentiste nunca piedad de las
estatuas? Nada dijo nunca de su rival, de quien su marido prefiere
los besos-versos, entregarse a los abrazos de las estrofas y penetrar cada poema para arrancar los gemidos dolientes de las grandes palabras que ella escribió con mayúsculas: Amor, Vida, Carne,
Muerte. Él desea copular con la intensidad de los querer decires de
la poetisa, internarse hasta en los más nimios detalles de su vida y
de su muerte, en la muñeca, en las cartas en media lengua al marido y amante, en la contemplación durante horas de la foto del
cuerpo ensangrentado tendido en el suelo junto al de su asesino
y esposo. Se desvela con todo eso como si en ello le fuera la vida y
apenas se entera que Marta perdió su segundo embarazo y dice el
doctor Márquez que ya no habrá otros, y entonces no habrá nietos
a quienes sentar sobre las rodillas y recitarles al oído... yo vivía en
la torre inclinada /de la Melancolía...; ni supo que la novia de Alfonso
murió en Buenos Aires, tanto que llegó a preguntar por Lina dos
domingos después.
La tía Sara, dada su edad y privilegio, era la única capaz
de expresar en voz alta su hartazgo hacia el tema de Delmira, pretendiendo narrar episodios de la radionovela o alguna otra cosa del
pasado que su Alzheimer le hacía pensar que había sucedido esa misma mañana. Tampoco Alfonso logró nunca interesarlo y cambiar
el tema de los almuerzos introduciendo, entre un raviol y otro, comentarios acerca de la bomba en Burkina Faso, las inundaciones en
Durazno, el conflicto en la Facultad de Humanidades o en el análisis
El primer domingo sin Ignacio sentado a la mesa. En el comedor de la casa de la calle Rodó con la araña de caireles siempre
prendida sobre la mesa de nogal. Los años aflojaron los tablones
de madera del piso, se hunden un poco al pisarlos y trasmiten una
vibración por las paredes que termina en un tintineo de cristales
sobre nuestras cabezas.
El primer domingo sin mi suegro sentado en la cabecera
delante del gran aparador, adornado con la loza inglesa de la abuela,
las fotos de él con Amelia saliendo de la iglesia el día que se casaron,
y las de Marta y Alfonso de niños en el balneario. En el mismo aparador, casi escondida en un rincón, está la foto en blanco y negro de
la muñeca de Delmira. Quizás porque Ignacio intuyó que la familia
no toleraría una foto de la dueña de la muñeca, y colocó uno de sus
símbolos. Ahí está la muñeca que siempre mira la mesa con los ojos
muy abiertos, un lazo en el pelo y el brazo derecho extendido hacia
adelante como preguntando:
- ¿Y ahora qué?
El primer domingo después del último con Ignacio, pero
con otro en el medio, otro que todos pactamos sin palabras en olvidar. Porque sólo poniendo ese domingo entre paréntesis, pudimos
venir a casa de Amelia e Ignacio hoy. A sentarnos frente al plato de
ravioles en la mesa que siempre presidía Ignacio desde la cabecera, iniciando el ritual del almuerzo con un verso o alguna alusión
a Delmira Agustini. A estudiar vida y obra de la poetisa dedicó sus
últimos años. Recluyéndose por períodos en la casa del balneario
a desmenuzar sus poemas hasta dejarlos como polvo de palabras
entre los dedos, a deshilvanar los versos, a hamacarse dentro de las
letras redondeadas para descubrirles el ritmo, o a encerrarse dentro de las letras “o” y “a” para explorar su centro más íntimo. Para
espiar la vida de la poetisa en la correspondencia a los amigos, a
Rubén Darío y a su marido. La llamaba “la Nena”, como lo hacían los
Agustini, y hubo veces, en mis primeras conversaciones con él, que
no supe si se refería a Delmira o a Marta, mi mujer.
Y sufrir por Marta durante todo el almuerzo, anticipando
que luego se iría de casa de sus padres descargando el dolor en forma de irritación, sentada a mi lado en el coche durante el trayecto
que hacían en la Sorbona sobre un plagio a Baudelaire.
Estuvieron las palabras sarcásticas de Marta dichas un domingo de lluvia camino a casa, antes de la muerte de Ignacio, nunca
después, de que en la lápida de su padre debiera tallarse un epitafio
que rezara, “Una vida dedicada a Delmira Agustini”.
Pero no lo repitió nunca más desde que nos fue entregado
el cuerpo y tuvimos que resolver todos los detalles del velorio y el
entierro, incluida la lápida y el epitafio. Ni en la larga noche junto al
ataúd de Ignacio entre el olor a las flores marchitándose, el rosario
bisbiseado por la tía Sara y los sollozos intermitentes de Amelia.
Nos sentamos tomados de la mano, con la garganta apretada por el
estupor, y la incredulidad de lo que estábamos viviendo era tal que
no me hubiera sorprendido levantar la cabeza y encontrar a Delmira vestida de negro con un traje de su época, con la muñeca en una
mano, y un ejemplar de El Libro Blanco, inclinada sobre el cuerpo de
Ignacio recitándole: Yo te diré los sueños de mi vida/ en lo más hondo
de la noche azul... /Mi alma desnuda temblará en tus manos, /sobre tus
hombros pesará mi cruz.
Sólo había Delmira en los almuerzos de los domingos, hasta éste, con la cabecera de la mesa vacía, con Alfonso que trae una
noticia tras otras de las que leyó en el diario durante el desayuno,
con Marta que suspira al ver venir a Amelia desde la cocina con
la fuente de ravioles que este domingo también vienen embebidos
en la salsa pomarola. Todos tenemos miedo al vacío, el hueco que
hay en la mesa, tanto que creemos escuchar: Eros, ¿acaso no sentiste
nunca piedad de las estatuas?, y la tía Sara deja escapar la siguiente
frase: “Justo hoy, domingo, se le ocurrió irse para el balneario”. Y
no sabemos si es un desvarío de su mente o una ráfaga de lucidez lo
que ilumina esas palabras y nos cae encima un golpe de silencio sólo
interrumpido por la gran cuchara de Amelia que dosifica ravioles
con pulso tembloroso y les vierte salsa por encima. Sirve a todos,
menos a Ignacio. A Ignacio no, porque se ha ido al balneario con su
adorada poetisa y entonces Marta abre el debate de sí Enrique Reyes habría ya resuelto matar a Delmira cuando la citó aquella tarde,
o si el crimen, y su posterior suicidio, fueron fruto de una chispa,
de un cortocircuito de la pasión. La tía Sara dice que ella no sabe,
que el que sabe mucho de eso es Ignacio, que hay que preguntárselo
cuando vuelva. Pero Alfonso opina que sí, que Reyes ya tenía pensado matarla, que lo prueba una carta que él escribió esa mañana al
propietario de su cuarto en la pensión de Andes y Canelones que da
indicios de que la decisión ya estaba tomada.
Amelia se levanta para recitar con una voz de exquisita
dulzura: en mi alcoba agrandada de soledad y miedo/ taciturno a mi
lado apareciste/ como un hongo gigante, muerto y vivo, / brotado en los
rincones de la noche.../ y los caireles tintinean aunque nadie se mueve, como si Delmira estuviera jugando con ellos para enfatizar la
declamación de Amelia.
Y no habrá bombas en Burkina Faso, ni inundaciones en
Durazno, ni conflictos en la facultad de Humanidades, ni plagios a
Baudelaire este domingo. Sólo está Delmira llenando la mesa entre
los ravioles y el trago de vino tinto y el “me alcanzás la panera, ¿y
alguien se sirve más?” Debatimos los misterios de su vida apoyándonos para eso en todo lo aprendido de Ignacio, cuya necesidad de
Delmira Agustini no se agota, sino que se incrementa con los años
tanto que ahora hasta se pierde los almuerzos del domingo con la
familia para estudiar sus versos.
Se levantan los platos y Amelia retira de la mesa el queso
rallado y dos rodajas de pan que quedaron ignoradas en la panera y
“¿nadie come postre?, no, nadie, tal vez más tarde”.
Amelia trae la bandeja con el café y suena el teléfono. Esa
llamada es igual a la otra. O la misma. La que suena mientras Amelia pasa las tazas y rezonga a la tía Sara para que se quede con una y
no las pase todas. El mismo timbre del teléfono que se impone por
sobre el chocar de las tazas contra los platos y el tintinear de las
cucharas. Las cucharas de alpaca que a Ignacio no le gustan porque
tiñen el paladar con su sabor.
Nos quedamos quietos escuchando el teléfono, ubicado en
la mesita redonda a la entrada del comedor que vibra con cada campanazo, como si dejarlo sonar, no atenderlo, pudiera cambiar lo que
va a pasar, lo que ya pasó. Evitar que nos lleguen, desde el otro lado
de un hilo de cobre, a cincuenta kilómetros de distancia, las palabras que nos dirán que Ignacio tuvo un accidente en la carretera.
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n a r r a t i v a
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El velorio del Mani
Gustavo Rivero
La paloma de la paz resultó un gallo borroso y elemental implorando en el reclinatorio público el martes por la mañana. Esa fue
la primera decepción grande con Dios, puesto que el torcaz de la conciliación me pareció más un carancho aturdido que agujereaba isocas
de compasión y picoteaba de miopía migajas de grisines de manos
de los transeúntes del calor, que el aura justa del espíritu santísimo.
Eran los preparativos de la fiesta del entierro y en esas ocasiones fue que lo avisté, cuando al Mani le había dado por la desgracia de hacerse velar antes de morir, sólo para ver quién lloraría de
pena y quiénes por interés. Pues decía que con este desarreglo del
mundo ya no se podía confiar en nadie y que pretendía acreditarlo
de cuerpo presente y con las dos vistas abiertas, aunque para ello
tuviese que permanecer tieso toda la encíclica cantada entremetido
en el catafalco.
Que era cierto que el Mani ya no se guisaba en dos agüitas,
era cierto, pero de ahí a penarse me parecía tornadizo. A su edad de
él, con aquellos ojos heroicos que aún podían vislumbrar visigodos
a media luz y en domingo; o con su hambre de abandonado en la
mañana y el apetito de expósito al mediodía, que más módico fuera envolverlo y ajustarlo que darle de comer; era un desperdicio de
muerte, aunque ella no durase más que la farsa del velatorio.
Yo se lo indiqué y respondió que me dejara de clarines, que
no era por la edad ni por los godos, ni por los apátridas atormentados de lumbago, sino por empalago y por el acomodo de ir planeando la venganza de resarcimiento de aparecérseles en las noches
vuelto una porquería de piltrafa y con un cuadrado de esparto en las
bicheras, a los sanguinarios que no le fueran a gimotear el deceso.
Y para eso no veía más remedio que extinguirse nomás mientras
estuviera vivo.
Lo cierto es que en esas épocas empezó la decepción y el
despelote con Dios. Pues yo le había pedido que de socorro, Padre,
mándeme una seña, aunque sea una muequita de nada de que me
atiendes y que el Mani no se sucumba en esas historias descabezadas, y ahí fue que apareció ese bicho de palomo malherido, blanquecino pero desplumado por los garrotazos del tiempo y tan mojado
por la indolencia bendita que cuando lo avisté, el martes anterior al
agasajo del velatorio, lo confundí con uno de los espaciosos bañistas argentinos, mucho culo y poco paño, que a veces asoman por
aquí, ya que no se parecía en nada al pájaro de delegación de nuestro Señor bendito, sino que se igualaba a los amansalocos de plasticina que reparten en los dispensarios administrativos.
Lo cierto es que me mantuve callado aun cuando espanté
de un gallardetazo al bicho detenido en la hornacina, pues el Mani
estaba tan feliz con ese asunto de morirse, que no me midió la entraña para descomponerle la fiesta de su deceso con cosas de tanta
vida. No iba yo a decirle que con este descangayo de la engañifa de
fenecerte cuando aún tás pataleando, que estaban fundando rifas
las maestras de la escuela para beneficiarse con un espantajo de
cretona con las hebillas frotadas, pasada la tiniebla de la feria de
tu muerte. O de que las vecinas, aquellas diablas mal opinadas que
dicen que “el matrimonio es sólo entre el macho y la hembra y que
por eso el Mani y tú y todos los sediciosos maricones como ustedes,
a secas merecen el canyengue de arcangelazos en las carúnculas que
el monseñor quiere brindarles y no el andar llamándosenos familia,
que para eso el bienaventurado no los puso en esta tierra, ¡evadidos!”; bueno, incluso esas andan preparando estupores chocolatados para el día del despiplume de tu muerte.
Y no se lo dije porque cuando abrí la puerta me lo encontré
probándose de cadáver sobre la mesa, con los zapatos pulidos y una
faja presidencial atravesándole el sudario, y tan compenetrado con
la tarea que hasta la nata del tránsito ya se le vislumbraba entre las
cejas.
Entonces me mantuve a su lado componiendo escarpines y
recitando en falsete las estaciones que sobrevienen a la muerte, ya
que el muy atravesado quería que la patraña del deceso fuera teatralizada ante los niños de la escuela por un coro de maniseros tullidos
sosteniendo los velones de tristeza que alumbrarían la desesperación de los dolientes, que de seguro estarían ahora apacentando los
bueyes y los carretones para cruzarse transversalmente la patria y
sujetarle cápsulas de ruido a nuestra Señora para el alivio merecidísimo de tu muerte falsaria.
Y en esas estábamos cuando de repente se le apremió un
pensamiento en la joroba y pareció que hasta la orla gubernamental
se le descosería del temblor, porque se recordó de que en el armatoste a sulfuro tuvieron dicho que en una tierra que llamaban Roma
les ponían monedas a los ojos de los muertos y qué sé yo cuánto
bullicio, y ya se puso de rodillas en mi mesa de comer en la cocina,
para revisar los escaños altos del armario donde yo guardaba los
dineros del provecho, y hasta allí llegó mi silencio y le dije que te
tengas quieto que bastante ruido has hecho con esto de morirte
de juguete y que hasta a Dios he fastidiado y por eso nos envió ese
bicho embarazado de escueto, que me parece prudente, pues que el
Divino no va a estar derrochando de sus finos ángeles de raza contigo y tu bola de muerte, está sabido; pero eso de llevarte mi dinero
aunque sea por un rato, no te lo aguanto yo.
Y entre que me los devuelves digo, y que no te los restituyo
carajo, le unté la mollera de un calderazo que fue a dar con el desmayo hasta la puerta del calentador.
Lo cierto es que no sé ni cómo en el último momento y
cuando ya los cobres de la banda giraban por el camino y las carretillas con flores y los enanos disfrazados de honestos batían manos
en el frente, me lo subí al Mani a la mesada con su cinta de la patria,
su defunción de vahído y los botines modernos, para que le hiparan
la muerte todos aquellos idólatras que se comieron las batatas y
sustrajeron mis bonetes.
Y en el momento más triste no me aguanté la agonía y saliéndome hasta el patio cogí al bicho sacro por las alas, para meterle
canicas de carne dentro del pico carcomido por el abandono papal
de este asueto de amargura, sentado en la hornacina pública del
jueves del velatorio.
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Rapport
Florencia Gambetta
- ¿Me llamó, señor Jefe con Incidencia en los Sueldos? Pensé que
no sabía mi apellido.
- Pase Analista; efectivamente no lo sé, con saber para qué está en
La Organización me alcanza y sobra.
- Permiso. Queda muy mal que agarre un caramelo ahora.
- Siéntese, que no le va a gustar lo que le voy a decir.
- Permiso. Lo dije de nuevo.
- No le dan los cojones para agarrar un caramelo.
- No.
- Bueno. Veamos. Se lo digo de una así terminamos con esto y
puedo seguir leyendo noticias. Le pedí que viniera, porque quiero encomendarle La Tarea.
- ¿La Tarea? ¿A Mi? Realmente no tiene idea de quién soy, ¿verdad?
- Si. La Tarea. A Usted. No creo que esté capacitado; pero a mí
me aburre mortalmente y no quiero que se desmotiven mis mejores
analistas tampoco. Se lo pinto como que es un gran honor, así quizás
agarra viaje.
- No tengo ni idea de como se hace; pero lo acepto igual, y cuando
usted no esté mirando voy a ver qué encuentro en elrincondelvago.com.
- O en wikipedia.
- O en Monografias.com
- Esa no la conocía. Bien.
- Ahem...
- Y... ¿Qué se supone que sigue haciendo en mi oficina?
- ¿Me larga así como así con La Tarea? ¿Hay algo que tenga que
saber antes de empezar? Ahora sí que necesito un caramelo.
- No tiene ni idea, ¿no?
- La verdad, la verdad: no. Pero le pregunto por los detalles así no
parezco tan sonzo, y quizás saco algo por contexto.
- Ok. Mire la pantalla. Me tomé la molestia de ponerlo todo por
escrito, porque prefiero eso a tener que repetírselo cinco veces en los
próximos tres días. Estos son los objetivos. No son alcanzables, pero
tampoco es que lo vayamos a medir, ¿no?
- No, por supuesto. A los compañeros de sección les va a parecer
bien lo que haga, y siempre hay algún fanático que viene a felicitar;
creo que con eso estamos.
- Eso sí: que tenga buena pinta el informe. Ya sabe: frases largas
cosa que se pierda el hilo, alguna que otra tabla bien densa; y mucho
de esas palabras de moda como empoderamiento, articulación, sinergia...
- ¿“Convergencia digital”?
- También. El auditor solo va a controlar las negritas y que estén todos los subtítulos, así que attenti con eso. En cualquier caso,
si después la rentabilidad baja, le echamos la culpa al Estado y a La
Coyuntura. Y a Brasil.
- Está complicada la cosa en Brasil, ¿eh?
- Supongo: lo dice la tele.
- No miro tele, juego jueguitos de computadora desde que llego
hasta que me voy a dormir.
- No esperaba otra cosa de alguien que viene a trabajar con una
remera de space invaders.
- Tengo que comprarme una camisa menos trasparente
- O asumir que tiene 30 años, y usar remeras de gente normal.
- Permiso, ya que estamos hablando de trivialidades, voy a agarrar
un caramelo.
- ¿Justo el último de miel, tenía que ser?
- Volviendo al tema: tengo que organizarme para alinear las
ideas que ya tengo y que hace meses quiero que me aprueben, con
los Objetivos.
- Eso mismo. Si quiere darse la cabeza contra la pared y buscar
una forma diferente de hacerlo, que seguramente ya probamos y descartamos por algún otro motivo, adelante. Si prefiere ser de la gente
inteligente como yo que sigue el librito y asciende rápido, siga el Procedimiento.
- ¿El Procedimiento que usamos todas las veces, y solo retocamos
un poquito para que no quede tan obvio? ¿El Procedimiento pensado
para que lo puedan aplicar hasta simios amaestrados?
- Ese mismo. Y lo de los simios lo pensé, pero no quiero problemas
con PETA.
- Entre PETA y los sindicatos...
- No entremos en detalles. Después de todo, usted puede ser un
espía.
- Faltaba más. Entonces, estos son los Objetivos, y sigo El Procedimiento.
- Exacto. ¿Ya está? ¿Se puede ir de una vez?
- Una última cosa: ¿Para cuándo pretende que haga esta monstruosidad?
- Lo necesito para dentro de tres semanas; pero le pido que lo haga
en una, porque ya sé que no va a cumplir.
- ¡Perfecto! Seguro que me lleva tres semanas, pero si usted me lo
pide para dentro de una, seguro es que lo quiere para dentro de dos...
y quien dice dos, dice tres. - De acuerdo. ¿Toma La Tarea bajo su responsabilidad? No es que
tenga otra opción, pero quería recalcar la palabra “responsabilidad”.
- La acepto. De lo contrario, me haría la vida imposible hasta que
yo mismo tuviese que admitir mi torpeza y renunciar.
- No habría problema. Diríamos que estaba “poco comprometido
con la Organización”, y hasta serviría de ejemplo para el resto.
- Por ahora aguanto todavía. Repasemos, porque me quedé pensando en space invaders y los juegos de los 80, y perdí el hilo. Menos
mal que me lo va a pasar por escrito.
- Estos son los Objetivos, éste el Procediemiento, y éste el plazo.
¿Alguna pregunta?
- Ninguna: tengo dudas tan pero tan elementales, que si se las
hago va a quedar muy obvio que no tengo idea.
- Me lo sospechaba. Si se le ocurre algo puntual, me manda un
correo, y con suerte le respondo en una semana.
- ¿Me puedo ir a ver videos graciosos, antes de encarar La Tarea?
- Claro, claro. Yo quiero entrar a facebook a ver si subieron fotos
del fin de semana.
- Gracias por darme La Tarea así me puedo sentir importante en
el próximo asado con mis amigos.
- No hay de qué. Me viene al pelo que agarre el trabajo que no
me gusta. Siga así, Analista cuyo nombre todavía sigo sin poderme
acordar.
- Qué bueno que nos entendamos así, Jefe con Incidencia en
Sueldos.
- Por supuesto. La comunicación es lo más importante.
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La nueva
Juan Rodríguez Brites
Podría decir que desde el primer momento lo supe, pero
la verdad es que ni siquiera lo vi entrar. Al darme vuelta estaba
junto al mostrador, enfundado en un saco negro que no había sido
hecho para él. Las manos deformes por el trabajo tampoco parecían suyas. Dedos torpes delataban cierto nerviosismo que su
entrecejo serio y sus palabras apagadas intentaban encubrir. En
algún otro momento hubiera tratado de hurgar en su misterio,
pero aquella noche ya tenía mis pensamientos ocupados. Supuse que su motivo no era diferente al del resto: beber unas copas
antes de salir a la búsqueda del amor que esperaba en diferentes
laberintos de aquella cuadra. Pidió una caña y se quedó acodado
a la barra, ojeando hacia la puerta. A los pocos minutos ya había
olvidado su presencia. Deseaba su muerte ignorando que estaba a
mi lado, que bebía una copa servida por mí. Cada vez que la puerta
se entreabría lo buscaba a él, hasta que un rostro habitual desbarataba el presentimiento. Así el augurio de que mi plan fallaría
comenzó a crecer en la penumbra. La misma que ahora cubre los
trastos llenos de polvo y enciende mis recuerdos. Es tan difícil
ordenar en mi cabeza algo de lo que sucedió esa noche, darle una
secuencia. Cualquier detalle puede ser el detonante, y luego viene
el torbellino de imágenes que arrastran todo a su paso, hasta el
fondo de mis entrañas. El fin es siempre igual. La niebla dominando las primeras luces de la madrugada, y a través de la pared de
ceniza emerge el asesino. Veo por la ventana como se va caminando para la seccional, a las bromas con los milicos. Un oficial bajito
y con cara de dormido queda vigilando la escena del crimen. Al
cuerpo lo retiraron enseguida, pero el cuchillo sigue tirado a un
par de metros del charco de sangre que parece manar del medio
de la calle.
Dos o tres borrachos hacen un par de comentarios y regresan a sus vasos. El Manco sigue durmiendo sin enterarse de nada,
aunque en los meses siguientes repetirá incansable la historia,
agregando pormenores que sólo él pudo ver. El comisario se asoma
y me dice al pasar: Hernández, no es necesario que cierre el bar, en
estos casos es mejor no armar revuelo.
Al otro día no pude abrir. Me quedé en el catre, afiebrado, con los sentidos perdidos en una garganta afilada y fantasmal
abrigada por el rasguear de las guitarras. Quise entender qué había
ocurrido por la noche. Yo había movido las piezas para que esos
hechos se desencadenaran y sin embargo no podía comprender el
porqué. Me pareció que aquella noche no terminaría nunca, repitiéndose una y otra vez en mi mente. El filo cortó la carne y el grito
que lo sucedió, o me inventé, había enrollado para siempre mis pensamientos sobre ese instante y sus alrededores.
No tengo excusas, yo también soy culpable. El Tano terminó su copa de un trago, me guiño un ojo y se puso el sombrero
para salir a la calle. Giuseppe Malatesta había nacido el veinte de
enero de mil novecientos ocho en Italia, o por lo menos eso figura
en el documento que conseguí luego de su muerte por medio de
unos conocidos. Sabe Dios cómo terminó en el pueblo. Cuando yo
lo conocí ya estaba cerca de los cincuenta, el pelo negro y los bigotes
bien recortados. Las mujeres lo adoraban y lo seguían como ratas,
si se me permite la expresión. Las traía cuando eran poco más que
unas niñas, y las echaba en cuanto el tiempo y el oficio las marchitaba. Debo reconocer que nunca se trabajó tan bien como en aquellos
años. Venían desde lejos a probar nuestros manjares. Él nunca tuvo
un problema, conocía la noche y se sabía manejar con la policía.
Siempre tuve una buena relación con él. Más de una vez le alquilé la
pieza del fondo para que dejara un par de días a la nueva, mientras
le conseguía una pensión. Cuando llegó con Alejandra sucedió así.
Lo único que me preguntó fue si me molestaba que la piba se quedara un poco más, estaba un poco enferma y tenía que recuperarse
antes de empezar a trabajar. Terminé el mate, miré al cielo y le dije
que el tiempo no era mi problema. Ella estaba de espaldas mirando
hacia la calle, no parecía gran cosa; un animal herido y abandonado deseando morir. Al principio era toda desconfianza. Me miraba
de reojo como si yo fuera a atacarla en cuanto la sorprendiera descuidada. Con el paso de los días supongo que se sintió protegida y
terminé pasando las tardes viendo cómo dejaba de llorar y volvía
a ser una hermosa mujer. A veces, por las mañanas le cebaba unos
mates mientras lavaba ropa en la pileta. Las gotas de agua y espuma
salpicaban su vestido blanco mezclando el aroma del jabón con el
suyo. Me contó pocas cosas, pero suficientes. Supe que había dado
a luz una criatura y que se lo había dejado a su hermana para que
lo cuidara. Como si fuera él un par de veces sorbí de sus pechos.
Una especie de pago por mis cuidados, pero que no se malentienda,
no sucedió nada más, nunca me acosté con una puta. Así se fue el
verano, y entre una cosa y la otra, el Tano nunca se la llevó de la
pieza. Él no era de los que se encariñan pero la trataba diferente. El
porqué, lo desconozco. Se dicen muchas cosas, pero yo no puedo repetir las habladurías que andan por ahí. A pesar de que sus sonrisas
eran cada vez más frecuentes, hasta el final del otoño no empezó a
trabajar. Parecía que nunca habían visto una belleza igual en aquel
pueblo. Y puede ser verdad.
No soportó mucho. La tarde que entró a mi pieza y me dijo
que se iría, que tenía que ayudarla, que no podía quedarse más en
aquel infierno, lo odié. Lo odié incluso antes que pronunciara su
nombre, y la odié a ella, claro. Al principio no supe qué decir, apenas mascullé unos gruñidos, pero ante su insistencia le dije que la
ayudaría. Que si no era para problemas, yo la ayudaba. Sabía que el
Tano no iba a dejar que se fuera así nomás.
Estaba todo preparado para que escaparan esa noche, pero
las horas pasaron y cuando todo sucedió me tomó desprevenido,
como si nunca hubiera imaginado que esa madrugada pudiera traer
consigo algo nuevo. Alguien entró al bar gritando: la va a matar.
Dos o tres curiosos salieron. Uno se asomó y repitió: la va a matar,
tiene un cuchillo. Ante la indiferencia general agregó: el Tano a la
Ale. Recorrí las caras y fue en ese momento que supe quién era el
muchacho de negro. En su mirada vi el miedo absoluto de la presa
que sabe que ha caído en la emboscada. Dio un par de pasos, apretando con todas sus fuerzas el vaso y salió vacilante hacia la puerta. Sentí lástima por él. No tenía otra alternativa, tenía que salir a
defender a su hembra y el Tano no tendría piedad de su juventud.
Me había imaginado varias veces la escena, los forcejeos, la risa del
Tano y el cuerpo tendido sobre la calle. Su fin estaba a unos pocos
pasos. Al llegar al umbral se paró en seco y echó un vistazo a su
alrededor, como si no conociera dónde estaba. Esa duda astilló mi
certeza, y poco a poco el miedo también se adueñó de mí. Nunca se
puede jugar a los dados con el destino. Giró balanceándose y retrocedió hasta apoyarse en el mostrador, me miró a los ojos y me pidió
otra copa. Demoró unos instantes en tomar el vaso y, temblando,
llevarlo a su boca. Mientras bebía sorbo por sorbo su medida, escupitajos y patadas empezaron a caer sobre el pequeño cuerpo tirado
en medio de la calle.
Siguió bebiendo hasta que la luz empezó a revelar las caras
que la penumbra enlutaba con discreción. Tomó la última de un trago. No pude, balbuceó y salió a los tumbos, pasó rozando la mancha
de sangre y se paró en la esquina antes de ser tragado por la niebla.
No supe nada más de él. Al Tano lo vi una vez más. Quedó libre al
poco tiempo y pasó por el bar una noche, no nos dijimos nada. El
cáncer fue menos piadoso que el juez. Hay quien dice que se dejó
envenenar por la culpa.
Ahora los días pasan lentos, como vísperas de horas verdaderas que prometen llegar cuando la oscuridad gobierne. Noche
tras noche, espero que la puerta del bar se abra y aparezca sonriente
y cómplice como una adolescente. Pero nunca viene, y por la madrugada cuando el hastío ensordecedor inunda el lugar, espío los
rincones en busca de sombras familiares, y es en esos momentos de
delirio que aparece con su saco negro, para susurrarme al oído como
una puteada mordida: no pude. Fuimos culpables e indignos, pero
al menos yo no me escapé o me dejé morir. Aquí me quedaré hasta
que se apaguen sus últimos fulgores en mi memoria.
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Yo me ocupo de la limpiadora del edificio, pues siempre
estoy. Soy la única que trabaja en casa. Todos los demás van a una
oficina, así que no pueden abrirle a la limpiadora. Yo la recibo y le
pago. Lunes miércoles y viernes. En definitiva soy la que trato con
ella. A lo largo del mes van viniendo a tocarme timbre para pagarme
la parte que les corresponde.
Le puse un horario, que venga más o menos cuando interrumpo para almorzar. Eso es entre las dos y las tres de la tarde. La
mato si llega a aparecerse cuando yo estoy completamente ensimismada, sudando y temblando, esparciendo colores sobre el lienzo,
con la convicción de que no hay nada mejor en el mundo que la
visión que está frente a mis ojos, mi propia obra.
Se hacen las tres de la tarde y no vino. El corredor está sucio. A las siete bajo a fumar para ir viéndolos llegar. A muchos no
les gusta que fume en la puerta del edificio, pero que no se quejen
porque yo soy la que le abre a la limpiadora. ¿Acaso alguien podría
hacerlo por mi? ¿Van a contratar un portero, o qué?
“No vino”. “Hoy faltó la limpiadora”. “Janet no vino”. “No
avisó”. Voy cambiando la frase para no aburrirme. La digo diez veces, la cantidad de departamentos que tiene mi edificio. Se me acaba el cigarro y ya no tengo más que decir. Vuelvo a mi atelier.
El miércoles ocurre lo mismo. Se hacen las tres de la tarde y
Janet no se aparece. Si me hubiera avisado. Pensar que interrumpí
sólo para asegurarme de escuchar su timbre sonar. Estaba con la
música a todo volumen. No podía parar de pintar. “Tenés que abrirle a la empleada” “Tenés que abrirle a la empelada” “Se hace la hora”
me decía una vocecita. Así que paré. Comí. Se hicieron las tres de la
tarde y no se apareció. Mi cuadro quedó inconcluso, no sé si podré
recuperar ese efecto, lo que sentía en ese momento para plasmarlo
en el lienzo.
Miro todos mis cuadros silenciosos. Salgo al corredor. Observo las baldosas. Las escaleras oscuras. Me dirijo al placarcito del
hall. Saco el Poet, la Jane, el Cif. Busco el lampazo, el trapo. Empiezo
Mi obra
Ama de casa
Elena Solís
Claudette Perrés
a tirar agua con Cif y Jane. Paso el trapo. Imagino que así es como
se hace. Por el rabillo del ojo veo mi imagen en el espejo ese que uso
siempre para ver si estoy linda antes de salir. Pero esta vez no me
miro. Cuando todos lleguen no van a poder creer mi amabilidad. Se
van a caer de culo cuando les diga que como no vino Janet, yo decidí
limpiar. Vuelvo a dejar todo en su lugar. Me encierro una vez más.
Golpean a la puerta. Es el del 203, extiende hacia mí su
parte del mes. Miro el dinero. $140. Lo acepto. También el del 301.
Ya son $280.
El viernes a las tres tampoco viene. Abro el placard. Saco
todo. Empiezo a pasar el trapo mojado. Voy viendo cómo la suciedad se desprende, se disuelve en el agua que hay en el balde. Enjuago el trapo. Lo lavo. Vuelvo a pasarlo. Miro cómo quedó todo. Se ve
que le agarré la mano. Está impecable.
Como todos vieron el piso brillante se acordaron de venir
a darme la plata para Janet. Viene el del 202, me entrega el dinero.
Viene la mujer del 401, una tipa muy comedida. Me dice que qué
suerte que Janet está viniendo, porque era una vergüenza cómo estaban antes los corredores. Le explico que yo le ordené que viniera
y le indiqué cómo debía hacer para limpiar. Ella sonríe y me agradece de parte de todo el Palacio Uruguay, que ese es el nombre de
mi edificio. Se aleja felicitándome por ser tan buena patrona. Los
corredores están hechos una pinturita.
El lunes siguiente estoy limpiando el corredor de mi piso.
Son las dos y media de la tarde. Oigo el teléfono de mi departamento sonar. Me saco los guantes. Levanto el auricular. Es ella, Janet.
Me dice que tiene a alguien enfermo, un pariente, un hijo probablemente. Le digo que no podemos tolerar eso, que tuvimos que
contratar a otra persona, que por qué no avisó antes.
Apoyo con fuerza el auricular sobre su base. Dejo los guantes junto al teléfono. Sumerjo las manos en el balde. Siento toda esa
suciedad en mis manos. Tiro con fuerza el trapo al piso. Sacudo el
lampazo a un lado y otro enojada. Debió haber avisado antes, ¿o no?
No puedo dormir. Me desvelé. Miro de reojo a mi marido
dormido a mi lado. Hace más de veinte años que compartimos el
mismo lecho, pero hay momentos en que tengo la sensación de dormir con un desconocido.
Era ayer- veinte años no son nada, cantó Gardel- que me
casé con Javier. Seguía estudios de derecho, soñaba con ser abogado, defensor de la justicia. Luego, a la muerte de su padre, no
encontró trabajo. En el interior del país- vivíamos en este entonces
en el departamento de Durazno- sólo había trabajo en las chacras o
había que ingresar en la policía. Empezó de abajo, pero fue ganando posiciones. Sus superiores apreciaban en él muchas cualidades:
era puntual, no tenía vicios, ni bebía ni fumaba. Cumplía con sus
obligaciones.
Era testarudo, no aflojaba nunca: solo contaba su visión de
la realidad, nunca consideraba la razón de los demás como valedera.
Fue escalando posiciones, como ya lo dije: de simple recluta llegó
en pocos años a comisario, lógico, era uno de los pocos policías en
haber cursado estudios universitarios.
Ya a partir de fines del 60 y principios de los años 70 el país
se había cubierto de negros nubarrones, pero la tormenta se desató
ese fatídico 27 de Junio de 1973 cuando se disolvió el parlamento
y los militares tomaron el mando absoluto. Ese día Javier volvió a
casa eufórico, lleno de proyectos, hablaba y hablaba.
Luego empezaron los cambios. En un matrimonio los cambios raras veces son radicales, son tan sutiles que es difícil trazar
una fecha de inicio. Su carácter antes jovial se tornó taciturno. Hablaba cada vez menos. Se encolerizaba más rápidamente. A veces,
ingenuamente le preguntaba: “¿Cómo te fue hoy? ¿En qué consiste
tu trabajo?” Me miraba con cierta bronca contenida y su violencia
verbal estallaba: “A ti que te importa, si igual no entendés nada”
Nunca usó la violencia física ni conmigo ni con nuestros
dos hijos: Juan de 8 años y Sofía de 6, pero ya no jugaba con ellos
como antes, no cantaba cuando se duchaba. Evitaba reunirse con
amigos a comer un asado. Se replegaba sobre sí mismo.
Al principio, pensé que estaba enfermo o deprimido.
Cuando me contestaba nervioso, me callaba. Es verdad, yo no cursé estudios universitarios, sólo soy esposa y madre. Dirijo bien mi
casa, pero los problemas políticos del país deslizan sobre mí, no me
mojan.
Sin embargo, mi existencia tranquila de ama de casa y
mamá se quebró. Mi vecina, una mujer muy servicial, tenía un hijo
universitario de dieciocho años. Un adolescente educado que me
ayudó más de una vez con mis bolsas de feria. Un día desapareció.
Su madre quedó como loca. No hubo comisaría en dónde no fue
a golpear pidiendo que lo buscaran. Cuando me contó lo que sufría, mi corazón dio un brinco y enseguida hablé con Javier: “Sos
comisario, podés ayudarla”. Su respuesta me heló el corazón: “No
ves estúpida, que es un tupamaro, un peligroso sujeto que quiere
romper con el orden establecido, quiere barrer con todos nuestros
principios de religión, democracia. Gente como él, mejor que muera
de una vez por todas”. Se dio vuelta y se marchó. Yo me sentí mareada. ¿Qué le iba a decir a la madre? Más allá de las palabras lo que
me mató fue el odio contenido en su voz. ¿Por qué tanto odio hacia
un chiquilín? la verdad, no entendía.
Desde ese momento, empecé a escuchar los informativos
y lo único que se repetía era “Alias tal, Alias tal” y eran todos tan
jóvenes. Cuando mi esposo no estaba y los niños en la escuela, subía
a lo de mi vecina. Me contó sobre las torturas en comisarías y otras
prisiones. Me contó sobre las desapariciones. Me contó… Nunca
me animé a comentar lo escuchado con Javier, como si desconfiara
de él, pero él era mi esposo, padre de mis hijos. Seguramente no tenía nada que ver. Yo era loca asociando lo escuchado con mi esposo.
De día él se callaba, pero sin embargo de noche al lado mío, hablaba
en sus sueños. Eran frases deshilvanadas pero aterradoras. No me
torturen- gritaba- ¡piedad!, tengo familia. ¡La picana no!
De mañana, no recordaba lo que había gritado pero se
despertaba mojado en sudor. Cada vez yo dormía menos para estar
atenta a sus palabras, cada vez hacíamos menos el amor. Él no lo
buscaba y yo sentía por momentos asco de que me tocara. Pero de
día con la luz del sol, mis hijos jugando, volvía a pensar que eran
alucinaciones mías, que él era incapaz de ser, de hacer lo que temía
tanto. Pero, ¿cómo saberlo? Pensé en abandonarlo, pero ¿con qué
pretexto? No sé defenderme en la vida ni ganar el sustento. Sólo
soy madre y ama de casa.
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Pelotita
Juan Carlos Albarado
Fue cuando la pelea de la Cris Namús esa, viste, cuando el
Eduardo me dijo que yo era un peligro y que el domingo no iba. A
la Cris Namús le estaban dando terrible paliza, la picaron pa queso
como dicen los guachos. Venga un traguito. Y el Eduardo viene y
me dice eso, viste, me dejó más o menos como la Cris Namús. Yo sé
que es cierto que a veces me distraigo pero fui yo el que les enseñó
la joda, si no todavía andarían choriando por ahí, esperando que
cualquier gil un día les metiera un chumbo. Fue idea mía lo de la
pelotita, idea mía, hace años. Yo lo había visto a mi tío, le volaban
las manos, aquel sí que era un mago pa hacerla desaparecer. Unas
cuadras más arriba era, cerca de 18, porque en esa época la feria no
era ni la mitá de la de ahora. Él me había enseñado bastante, él y
los amigos, siempre después que terminaban y se juntaban en aquel
bar que ya no existe más, del viejo negro aquel ¿cómo era el negro?
Y, bue, yo me olvidé de todo viste, cosas de guachos. Venga un traguito. Pero después, en la malaria, viste, te viene eso de acordarte
alguna cosa que te enseñaron como pa salvarte y seguir remando.
Y yo me junté estos gurises y el viejo, el rengo. Si me habrá complicado la vida ese rengo de mierda después que lo eché. Venía a joder
che. Viste que en este negocio no se puede avivar a nadie y el rengo
de mierda venía a joder nomás, a “espantar” como quien dice. Pero
mis otros colegas, ahí, se encargaron de eso, no sé ni qué le hicieron
eh. Venga un traguito. El tema es que el rengo no se apareció más.
Y ahora me vienen a decir a mí, bue, “me vienen”, un decir,
porque lo mandaron al Eduardo solo. Yo al guacho ese lo rescaté
cuando era un flaco que no podía ni con las patas y, ahora, mirá,
casi dos metros y un lomo que ta pa ser el novio de la Cris Namús…
¡Cómo le jedían las patas cuando lo rescaté! Le conseguimos unas
bases, como dicen ahora, posta nike originales y quedó contento el
guacho. Venga un traguito. Además era bueno, me dijo que no le
gustaba eso de andar en la calle choriando, y bue, el asunto es que
se nos pegó, era un guacho viste, pero flaco y todo siempre pareció
más. Y ahora me viene a decir a mí que soy un peligro y que no
voy el domingo, solo porque perdoné a una pobre vieja. Siempre
me dieron un poco de lástima las viejas, por suerte son las que menos entran, viste, mucho macho a la vuelta y como que se cagan un
poco, aunque les guste el tema, se quedan viendo de lejito nomás
pero hacen la apuesta, siempre se nota cuando hacen la apuesta, así
pensando nomás. Lo más lindo son los pibes, viste, que van con la
novia y la convencen que saben dónde está la pelotita, se creen los
más vivos hasta que los cagás bien en una. Esos casi nunca vuelven,
yo los fichaba bien, por las dudas viste, y al otro domingo pasaban
mirando de lejos nomás.
No voy a ir no… Vamo a ver si no voy a ir yo. Voy a ir y los
voy a cagar, pa que vean nomás, no como el boludo del rengo, yo los
voy a cagar bien cagados, viste. Esos guacho. Venga…
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Un tiro en la cara
José Lissidini
Primero fue la soledad. Esa pena terrible. Esa pesadilla. Es como tomar conciencia repentinamente de que nuestra
vida carece de sentido. Y de ahí en más, ya no esperar nada,
existir cual fantasma que flota entre la apatía y el vacío. Luego, el peor castigo. Esa presencia del amor intentando sus argucias, pretendiendo reestablecer su dominio quebrado, sin
importarle el dolor casi irresistible que provoca y que de él
se nutre la ciega locura. Por ello, enseguida, el ramala- zo de
venganza atrevida que urge, que impacta violenta para luego
inyectar vida por medio de esa lava que recorre voraz incendiando el corazón y corrompiendo el cerebro, para al final,
sumirlo en las más oscuras e insondables marismas del odio,
esa maligna entidad que invita a la degradación y a la miseria
del alma. Y aunque dé risa, es entonces la cobardía infestada por el germen del licor que desgarra aún más las heridas,
la que se revela y propone la figura de la muerte como una
tentadora alternativa, una perla que enriquece, la salida más
digna, la opción acertada, la solución final.
Al emerger el veintidós niquelado, desde las profundidades del cajón de la mesita de luz, una resplandeciente
llamarada logra que la soledad, hasta entonces dominante,
se vuelva una cosa minúscula, tan solo una deuda a saldar,
un espacio en el que solo el olvido tiene cabida, ni el mirar
hacia el futuro, ni el vivir sueños nuevos. Gestada en esa trama que urden el desconsuelo y la necesidad de poner fin a
semejante agonía, es cuando la idea punzante relampaguea
primero para luego tornarse de ectoplasmática en física. Así,
presentándose como familiares, la muerte y la mutilación,
no queda otra cosa más que jalar el gatillo.
Abre la boca. Introduce con extremo cuidado el caño
del arma en dirección de la garganta, lo apoya en el paladar,
las manos sudan algo temblorosas, busca una posición cómoda, el dedo se curva sin prisa. A estas alturas, parece inevitable el instante en que los ciclos de vida se detendrán
junto con el dolor. Pero para ciertos seres en esta tierra ingrata, no todas las cosas suelen ser así de fáciles. Es cuando
se presenta ese momento en donde se toma conciencia de
que el hombre puede llegar a extremos de horror, al enloquecimiento, cuando se tambalea el centro del gran esquema de
las cosas. Suelen llamarlo dudas, una luz en la oscuridad o
el despertar de la cordura. En medio de la habitación en penumbras, se presenta como una flama irrumpiendo violenta,
desafiante, irrespetuosa, un visitante que intempestivamente abre la puerta y descarga un golpe potente. No lo conoce.
No distingue su rostro, pero no importa, porque la propuesta
es atractiva y se propaga virulenta y voraz, invade los huesos
y contamina la sangre. Sangre. Esa es la idea. Y... ¿ por qué,
no? Si ella lo condenó a la soledad, al suplicio del olvido. Si
esgrimió el desprecio cual puñal que sin contemplaciones ni
misericordia hundió en sus entrañas. Si segó sus manos tendidas y arrancándole el corazón, lo exhibió ante todos aun latente como si de un trofeo se tratara para luego tirarlo a los
perros. Si optó tan agradablemente por la traición. Entonces,
porque quien ya no vive tampoco puede morir, la castigada
debe ser ella. ¡Que muera ella!
Ella lo había hecho a un lado, desechado como se
desechan la escoba o el trapo de piso. Luego de compartir
la cama y planificar una vida juntos. Luego del aborto y los
sueños postergados, porque fue un descuido, porque no era
el momento. La ruptura absolutamente egoísta, unilateral.
Pero no fue por cansancio, no fue por culpas, incompatibilidades o intolerancias, no hubieron riñas, ni siquiera eso.
Sencillamente, la peluquerita pelirroja se había enamorado
de una clienta, una tilinga de familia bien de Pocitos, la cual
se la venía cargando desde hacía algún tiempo. Contra eso,
¿quién puede?
La idea arrebatadora, en principio, lo toma de sorpresa. Desde su origen incierto plantea el tope de la equilibrada justicia. Salvaje y seductora, la violencia posee una
sombría sensualidad en su corrupto misterio interior, en su
propuesta deshonesta siempre, que apareja una furia asesina
incontrolable. Como impulsado por un gran resorte, se puso
de pie con firmeza y decisión. Minutos más tarde, presa de la
excitación que le provocara aquel descubrimiento gratificante, cierra la puerta de segunda, de la piezucha de tercera de
aquella pensión de cuarta. Maquinal y nerviosamente, palpa
el bulto del arma en el bolsillo de su abrigo y se lanza eufóricamente escaleras abajo con destino a asesinar a la culpable
de ese sufrimiento tan oscuro y fatigante, la sentencia era
irrevocable, no admitía apelación, acabar con aquella angustia sorda, con su vergüenza. Imaginó sus ojos desmesuradamente abiertos, su figura petrificada con el secador en una
mano y la otra mano entre el cabello de su nuevo amor. Horrorizada por el convencimiento de que ella iba a morir, pero
también por el hecho de que vería morir a su amante, porque, a su entender, la pelirrojita no era tan culpable como lo
era aquella “cosa” que llegó a sus vidas y lo destruyó todo. Iba
a morir allí sentada con una bala en la cabeza y la peluque-
rita la vería desangrarse sin poder hacer nada, loca de dolor,
antes de morir ella también. A él le esperaría la cárcel, pero
qué más daba, mitigado el dolor y la humillación el resto era
soportable, además, de la cárcel se sale. La venganza es una
ilusión oscura que juega a destruir.
El salteño se mueve por las callejas de la Aduana cabizbajo, inmerso en esos pensamientos que lo envenenan,
apresurando el paso como temiendo arrepentirse. Cuando
de pronto, introduciendose en lo profundo de su abismo,
cual un llamado al despertar, la voz tímida que parece suplicar auxilio lo arrastra a la realidad. Desde su figura angustiosamente escuálida, todo un canto al desaliño, la negrita
lo miraba con ojos de abandono, famélicos de misericordia.
Él levantó apenas la cabeza para, sin detenerse, mascullar de
mala manera entre dientes:
- No hay guita.
Ella se le puso delante y con ojos de cabrita degollada, cruzando los brazos sobre el estómago como para proteger un embarazo, gimoteó:
- Tengo hambre.
Hubo un breve silencio. Un paso más corto que los
demás. Hasta… un cierto titubeo.
Los restos de la pizza que había oficiado a modo de
compensación por los “servicios” prestados, yacían a un costado de la cama, en el piso. A las tres de la madrugada, en el
cuartucho apenas iluminado por una lámpara de queroseno,
sin embargo, brilla la esperanza y hay promesas de algunas
horas más de vida para tres, en la ciudad del desencuentro,
porque después de hacer el amor y cargar el estómago, todas
las cosas se tornan posibles. Cosas, como el fin del odio y las
ganas de muerte que repentinamente se vacían y pierden el
sentido. El único ingrediente que había faltado a la cita, para
redondear un entorno idílicamente romántico, quizá similar
a algo parecido a la gloria, fue el golpeteo lánguido y monocorde de la lluvia sobre el techo de zinc de aquel mísero
ranchito. En cambio, proficuo en la noche era el monótono
y desganado aullido de los perros a la luna. Esos, que a veces
aúllan tan solo porque está en sus genes, por voluntad propia
no perderían el tiempo del sueño o los basurales. Quebrando
la paz nocturna, el escándalo estalla en una voz chillona de
mujer que entre la furia y el llanto le increpa a su hombre
la borrachera de turno, a continuación la sonoridad de un
golpe y los gritos histéricos proclamando obscenidades y
amenazas, gritos a los que nadie responde porque son parte
de la vida en el barrio y enseguida, así como comenzó todo,
al igual que se presiona un botón o se baja un interruptor,
sobrevino el apagón humano y vuelta al silencio.
Él observa por unos segundos desde la puerta entreabierta, a la “devoradora de pizza” que despatarrada, ronca como una bendita. El revólver quedaba allí sin una sola
bala, yaciendo sobre la mesita a un lado del Primus. Si “la devoradora” era viva, de seguro le haría unos mangos. En aquel
barrio no iban a faltar los interesados.
La noche del Cuarenta Semanas bostezaba indiferente al paso del salteño que con las manos en los bolsillos, tanteando en uno las balas y en el otro solo pelusa, se movía entre la miseria, pero no primordialmente la miseria económica, sino más bien la otra, la más degradante y des- piadada,
la miseria humana, esa de la que él se sentía parte integral
al haber obtenido un cuerpo donde descargar toda su rabia y
frustraciones, al irrisorio precio de unas porciones de pizza.
¿Escrúpulos? No. La vida. Tan simple como eso o el mal hábito del ser humano, ese mal hábito de cuestionarse y sentirse
culpable, pero nunca antes, siempre después. No tenía ganas
de silbar, ni de cantar, pero sentía el corazón extrañamente
pacífico. Sentía vueltas al cuerpo las ganas de vivir y eso bastaba. Porque el mundo es tenebroso e infame, pero no todas
las historias tienen por qué terminar mal.
El pibe chorro irrumpió en el negocio intentando reducir a la dueña y a una cliente ocasional. Más que nervioso,
exaltado. Saturada la sangre de droga que le exprimía el cerebro. Exhibiendo una violencia inusitada e innecesaria, encaró
a la dueña poniéndole el arma a la altura de la boca, mientras
le exigía a grito pelado la entrega del dinero o era “boleta”. La
mujer presa de un ataque de nervios, sin poder dominarse gritó. Lo inesperado de la actitud, el miedo y la inexperiencia en
el delito, provocaron que el dedo se curvara sobre el gatillo,
más por un reflejo involuntario que por intención. El proyectil
impactó en la cara de la mujer que salpicándolo todo a su alrededor de sangre, cayó fulminada, mientras la cliente se desmayaba en su asiento. Una bala expulsada por el caño de un calibre 22 niquelado que el menor delincuente había comprado a
“crédito” en su barrio a una negrita muerta de hambre, el que
iba a pagar con el producido de la rapiña.
Escapó como alma que lleva el diablo. Asustado. Desorientado. Sin tener plena conciencia de lo que había pasado. No se llevó otra cosa, más que la vida de una peluquera
pelirroja.
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Dos hermanos
R aúl Caplán
A m i h e r m a n o, e x c ro n i s t a d e fó b a l y g ra n p a t a d u ra
entre los diez mejores jugadores de la historia del fútbol mundial,
ya pocos se acordaban de Raúl Antonio Ischia, también conocido
como el «Pequeño Maestro», por su físico pequeño y retacón. Por
eso me llamó la atención aquel veterano petiso, de gorrita escocesa,
nariz colorada y pantalones de franela gastados, que parecía una
estatua de yeso en el rincón más oscuro de un bar ya de por sí oscuro, porque el patrón del Sporting sólo prendía las luces cuando
ya no quedaba otra, cuando ya no se veía ni lo que se tomaba y se
corría el riesgo de que algún parroquiano se fuera sin pagar. Por eso
me llamó la atención, y porque el hombre discurseaba solo, aunque
eso no es cosa tan rara en esta ciudad ni en estos tiempos. Para embromarlo un poco, y porque me quedaba media hora antes de que
llegara una minita con la que me había dado cita (la había conocido
la víspera en una conferencia del Presidente del Banco de Boston
sobre estrategias off shore; verla, poner el motor fuera de borda y
abordarla fue una sola cosa), me le acerqué al veterano; tras un «¿me
permite?» que no obtuvo otra respuesta que un casi imperceptible
balanceo de cabeza que tomé por un signo de aceptación –aunque
bien podía tratarse de un leve síntoma parkinsoniano o de la reacción producida por el arranque de un ómnibus cuyo cansado motor
escupió una espesa bocanada de humo negro y acre al encarar la
subida de Bulevar España- me senté a su lado y le dije, tomando el
clásico papel del «contra» siempre presente en aquellas conversaciones de café:
- Usted disculpe, pero esa historia ya no se la traga nadie:
el Raúl era pura moñita y cuando llegaba la hora de definir dos por
tres la pifiaba. ¡Se mandaba cada zapatazo a la tribuna!
El veterano me miró de arriba abajo con un gesto levemente burlón, después señaló su vaso vacío dándome a entender que
llenarle el tanque era la condición necesaria para que se dignara a
responderme. Le hice un gesto al gallego que, detrás del mostrador,
le pasaba primorosamente un plumero a la caja registradora como
si en vez de contener 50 míseros pesos escondiera los diamantes de
Sierra Leone o el tesoro de las Masilotti; el gallego me pescó al vuelo, y hasta me pareció que le tendía una mirada pícara al veterano
mientras le servía, y de pronto me pregunté si aquel viejito no trabajaría para el bolichero, a la manera de las coperas en los bares de
la Ciudad Vieja, sólo que en vez de mostrarte las gambas y decirte
«¿venís, papito?» te enganchaba con los cuentos de los hermanos Ischia. ¿Estaría cayendo como un gilún? Ya era demasiado tarde para
pensar en eso, porque el veterano, tras bajarse de un sorbo medio
vaso (a este ritmo puede salirme cara la espera, pensé) volvió a hablar:
- Y usted mocito, ¿cuántos años tiene?
- Treinta y dos.
- Ajá… Así que cuando Raúl dejó de jugar, usted no sólo no
era nacido sino que su madre andaría todavía con túnica y moña de
escolar…
- Es cierto –concedí-, pero esa historia de Raúl la escuché
tantas veces que ya me tiene cansado. ¿Para qué discutir sobre lo
- ¿El Beto Ischia? Un fenómeno. Pero ¿quiere que le diga una
cosa? El verdadero crack era su hermano Raúl, y si no hubiera sido por
aquella lesión habría brillado mucho más que el Beto…
Aquella sanata, tema de conversación obligado en cuanto café montevideano reuniera a dos o más hinchas de fútbol para
discutir y matar la noche, yo la había escuchado infinidad de veces.
Siempre me había sorprendido aquella historia, porque Norberto
« Beto » Ischia era una gloria nacional desde el día en que hizo el gol
del empate contra Brasil en pleno Maracaná en la final del Mundial
de 1950. Empate que abrió el camino de la gesta más inolvidable del
país, más recordada que la defensa heroica de Montevideo contra los
ingleses en 1807, que el desembarco libertador de los Treinta y Tres
Orientales en 1825 o que el No contra los militares en el plebiscito
de 1980. El 2 a 1 de la celeste en las entrañas de un monstruo que se
preparaba a vivir una inolvidable fiesta era el orgullo de ese pequeño
país de tres millones de habitantes al que le gustaba representarse
como David triunfando sobre Goliat, aunque en esa ocasión hubiera
sido sobre todo el aguafiestas de un gigantesco carnaval.
Siempre pensé que la mitificación del hermano que pudo
ser un crack y no llegó a serlo, era para el que así hablaba una manera inconsciente de valorizarse; la modesta carrera de Raúl, abortada
unos años antes del mundial del 50, hacía de cada anónimo uruguayo un crack en potencia. Al Beto se lo podía admirar a partir de
datos de la realidad: fintas, goles, jugadas, títulos. A Raúl en cambio
se lo admiraba de una manera más misteriosa, porque sus hazañas
eran más legendarias que verificables y porque en la siempre provinciana Montevideo uno sabía que podía cruzárselo en la calle, que
quizás fuera él el despachante de la farmacia, el cajero del banco o el
recolector de residuos.
El juicio venía siempre acompañado de datos precisos en
los que el que hablaba tenía un papel de testigo y a menudo de actor : «yo lo vi jugar a Raúl en el 46 contra Defensor, todavía me acuerdo
del golazo aquel en el que se dribleó a 7 y entró con pelota y todo en el
arco.» «Yo lo seguí desde que jugaba en 3ra división.» «Yo lo vi debutar en
primera contra Fénix en el 43. Fue verlo y decirme : este pibe va a llegar
lejos.» «¡Qué tipo bárbaro! Era capaz de hacer cualquier cosa con una
pelota y tenía una sencillez que te conmovía. ¡Las veces que tomamos
copas juntos a la salida de los entrenamientos!». «Un señor jugador» decía uno; «Un señor a secas» acotaba otro. En un país de tres millones
de directores técnicos (lo que lo hace más difícil de gobernar que
un país con trescientos sesenta y cinco quesos, como la Francia de
De Gaulle), esas frases caían como sentencias inapelables, cargadas
de una sabiduría macerada en grapa con limón, caña con arazá o
espinillar.
Pero es cierto que esos comentarios se escuchaban cada vez
menos, porque los que habían visto jugar a uno u otro hermano
iban desapareciendo de los bares, de la ciudad y de la vida, y porque
la reciente muerte del Beto le había dado a aquella opinión un toque
levemente blasfematorio. Ahora que el Beto gambeteaba con San
Pedro en el once verdaderamente celeste y que la FIFA lo incluía
que podría haber sido y no fue? El Beto fue campeón del mundo,
y no sé cuántas veces campeón de Italia con el Inter de Milán. En
cualquier parte del mundo, si usted dice que es uruguayo le van a
hablar de la dictadura de Stroessner, del clima tropical, de las montañas o de cualquier otro disparate por el estilo. Pero en Milán la
gente le hablará quizás de Recobita (porque todavía está fresca su
imagen), tal vez de la red de tráfico de prostitutas desmontada por
el Juez Lippi hace una década, pero de fija que lo primero que le
dirán será: « Uruguay ? Il Beto Ischia ! E comme ch’io mi lembro ! » o
algo así. Cincuenta años después se siguen acordando del Beto, ¿se
da cuenta? Raúl se habrá lucido en algún campito, y más de una vez
en el Estadio Centenario, no se lo niego, pero lo bravo es triunfar
donde las papas queman, en Maracaná con 200.000 personas en
contra o en el San Siro de Milán, ¡qué joder!
- Ajá…
Diciendo esto se bajó la otra mitad de la grapa y se quedó
mirando una de esas manchas que le daba a las mesas del Sporting
ese aspecto de test de Roschart que solía reanimar conversaciones
desfallecientes. Estaba visto que aquel hombre necesitaba mucho
combustible para arrancar, así que le hice otro gesto al gallego y me
quedé callado esperando que pusiera la primera. Mientras el gallego
rellenaba el vaso tras pasar mecánica e inútilmente un mugriento
trapito sobre la mesa, el hombre continuó:
- El Raúl no habrá jugado en Maracaná ni en San Siro, como
usted dice, pero lo que hizo el 12 de agosto de 1945 a las 4 y 43
minutos de la tarde en el Estadio Centenario, nunca nadie lo hizo
ni lo volverá a hacer –dijo y se quedó otra vez mirando el fondo
semivacío de su vaso.
- Bueno, cuente hombre, que en una de esas logra convencerme –dije echándole una ojeada discreta al reloj, porque no quería desencontrarme con la rubia, ya que había registrado dos datos
fundamentales : el nombre (Graciela), y las medidas (95-60-95 a ojo
de buen cubero) pero no había conseguido sacarle el teléfono, por
lo que no podía perderme la cita a la vuelta de aquel bar (y del bulín
del Mono): sabía que vendría, porque le había prometido pasarle algunos datos sobre exoneraciones fiscales, lo que de paso, pensaba,
me permitiría pasármela por las armas.
- Si está apurado lo dejamos.
- No don, faltaba más, dele dele –dije, estimando que los 15
minutos que quedaban serían suficientes para escuchar esa anécdota que a priori no me sonaba conocida.
- Entonces escuche bien, mocito, porque no me gusta repetir
las cosas ni andar a los gritos. Bastante tengo con la televisión a todo
volumen en el bar, con las cumbias en los ómnibus y con las guarangadas de ese cómico -¿Polinetti? ¿Petinatto?- en las radios de todos
los comercios. Así que preste atención. El 12 de agosto de 1945 jugaban Peñarol y Nacional en el Centenario; un clásico muy importante,
porque estaba el campeonato en juego. Los Ischia vivían en Malvín, a
pocas cuadras uno del otro, porque nunca habían podido dejar pasar
un día sin verse. Es cierto que desde que el Beto se había casado con
Adela las cosas habían empezado a cambiar un poco. Adela era una
muñequita, siempre bien peinada y vestida con unos tailleurs ajustaditos, una pizpireta según comentaban las viejas del barrio, pero usted ya sabe que las viejas de barrio sólo sirven para barrer chimentos.
Y si no lo sabe ya lo aprenderá, cuando una pebeta como la que va a
ver usted en un rato -porque está dele mirar el reloj, y lo comprendo,
porque con las minas hay que ser puntual, si no no hay tu tía-, se pon-
ga ruleros y se transforme en una bruja como mi Delia, que en paz
deje descansar a Tata Dios. Eso es así, jovencito, está escrito y no lo
cambia nadie. Bueno, el caso es que la víspera del partido habían estado reunidos en casa del Beto, prendidos a la radio que no hacía más
que traer aquellas noticias grandiosas u horrendas, el fin de la guerra
y los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, la paz y el apocalipsis, y
la paz lograda supuestamente gracias al apocalipsis. Al Beto la política no le importaba mucho, él era batllista como su viejo y como el 99
por ciento de los italianos o descendientes de italianos que vivían en
aquel pacífico país, en el cual los actos de violencia más sonados eran
el suicidio de un ex presidente de la República en 1933 tras el golpe
de estado y la autodestrucción del acorazado alemán Graff Spee por
su capitán en 1939. Raúl en cambio había amigado con el Quique Lobos, obrero portuario, líder sindical y activo militante comunista. El
Quique le traía seguido folletos editados por el Partido, le daba a leer
proclamas, manifiestos, odas a Stalin, relatos heroicos de la batalla
de Stalingrado y de paso le mangueaba alguna entrada para ir a ver a
Peñarol en el Estadio. Fue el Quique el que le dio aquella idea a Raúl,
la de que había que hacer algo, y que qué mejor ocasión que el clásico
del domingo, cuando todo el país iba a estar pendiente de lo que pasara en la cancha. Lo combinaron todo y el Quique le dijo que todo
tenía que quedar top secret porque si no el plan podía fracasar. Raúl se
lo guardó hasta aquella víspera, cuando estaban cenando con la radio
prendida y seguían llegando, entremezcladas con la voz de Gardel, las
propagandas de Café El Chaná y los detalles del clásico del domingo,
aquellas noticias sobre el Japón. Raúl dijo entonces que aquello había
sido una hijodeputez -eso dijo, sí, hijodeputez ; me acuerdo perfectamente, porque no era un término que se usara mucho en Uruguay en
aquellos años , y
- Disculpe –interrumpí-, pero ¿cómo sabe usted todo eso?
¿Usted estaba ahí?
- Para explicarle eso tendría que contarle otra historia, y
con la sed que me está dando esta charla –dijo, haciéndole al gallego el inequívoco signo de la victoria con dos dedos, que equivalía a
pedirse una grapa doble y agregarla a mi cuenta- no sé si nos dará el
tiempo. Además usted tiene una cita en un rato, ¿no?
Asentí y lo incité a continuar, mientras el gallego obsequioso y sonriente traía un vaso más grande y lo llenaba hasta el borde con maquiavélica precisión. Fuera de nosotros, no se oía en el
bar más que el arranque periódico de la heladera y las moscas que
se achicharraban cada tanto en la rejilla protectora del tubo fluorescente violeta. De afuera entraba por una rendija de la ventana
corrediza el viento de setiembre, retazos de conversaciones sostenidas por debajo de compactas bufandas y el monótono pregonar del
quiosquero: « ¡El País, con todos los detalles del clásico de esta tarde!
¡Ultimas Noticias, viene con la banderita de Peñarol o de Nacional para
poner en su coche! » El gallego, aburrido, sacó el control remoto de la
tele de la caja registradora y puso canal 12, donde todos los días al
filo del mediodía había una cámara indiscreta en la que se podían
descubrir, encubiertas en algún gag de décima categoría, algunas
nalgas de mujer o un par de tetas bien puestas.
- Y entonces Raúl le dijo a su hermano que, ya que los dos
iban a ser titulares al otro día, podían combinarse para que el plan
del Quique tuviera más resonancia. Y alentado por las cervezas tomadas a escondidas del técnico le contó a su hermano el proyecto,
que consistía en desplegar una banderola con una inscripción roja :
«Yanquis asesinos de niños inocentes». Lo mejor sería hacerlo
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cuando terminara el partido, en el momento de festejar el triunfo y
dar la vuelta olímpica, para así evitar todo tipo de problemas para
el cuadro. Raúl le explicó que la banderola la tendrían unos muchachos que iban a estar en la Platea América, y que se la tirarían
en el momento en que emprendieran la tradicional vuelta olímpica.
Para que aquello fuera un éxito, era fundamental que Peñarol ganara, porque de lo contrario no habría vuelta olímpica ni denuncia
ni nada. (Lo que Raúl no sabía es que los camaradas habían sido
previsores, y también se habían apalabrado a un par de jugadores
de Nacional. En un país en el que una mitad era de Peñarol y la
otra de Nacional, manyas o bolsilludos, el Partido no se podía casar
con ninguno). El Beto escuchó sin decir ni sí ni no. Sensible a los
argumentos del hermano mayor, dijo que lo pensaría. Terminada
la cena, Raúl se volvió a su casa, y a eso de las 11 de la noche, cuando estaba por acostarse, sonó el timbre. Sorprendido, fue hasta la
puerta y vio que era Adela.
- ¿Puedo pasar?
- Entrá –dijo Raúl, y por primera vez se encontró pensando lo buena que estaba la mujer de su hermano-. ¿Qué te trae por
acá a estas horas?
- Es por lo que le pediste a Beto, lo de la banderola. Él me
lo contó todo, no sabe qué hacer.
- ¿Es él que te manda?
- No, vine porque quería. Mirá Raúl, yo te quiero como si
fueras un hermano –y diciendo esto se sentó en el sofá y cruzó las
piernas descubriendo una entrepierna que era una invitación al sacrilegio - y por eso te vengo a pedir que no hagas esa barbaridad, vas
a comprometer tu carrera y la de tu hermano.
- ¿Por qué? Si ganamos nadie nos dirá nada, y si perdemos
no habrá demostración alguna.
- Pero ustedes no pueden meterse en política, Raulito, vos
sabés cuánto me importás.
Fue ahí que Raúl la cagó. Nunca supo si Adela lo estaba
calentando de gusto, si se sentía atraída por él, si había jugado esa
carta como última estrategia para obligarlo a abandonar el proyecto, o si era el resultado de las cervezas y la tensión del clásico, pero
el caso es que se abalanzó sobre ella, y sin que hubiera ninguna resistencia se la llevó a la cama. Después de hacer el amor, mientras se
ponía las medias, ella le dijo como al pasar: « Bueno, ahora sí me vas
a prometer que no vas a hacer ninguna tontería, ¿eh? » y él murmuró
algo que pudo ser un sí y que le quedó atragantado toda aquella
maldita noche, en la que no pudo cerrar el ojo ni un solo instante.
- ¡Usted sí que está en el secreto de los dioses! –le dije para
alentarlo a seguir, mientras se bajaba de un trago casi toda la grapa
doble.
- Son años, pibe; son años… ¡Gallego! Servime otra a la
cuenta del muchacho. La última, ¿eh? Que si no, no llego a casa…
Bueno, ¿en qué estaba?… Ah, sí. Tras aquella horrible noche, la
noche más terrible que le tocó vivir, aquella en que traicionó a su
hermano y se comprometió a traicionar al partido y a sus ideales,
marcharon ambos hermanos para la concentración por la mañana.
Raúl ni lo miró al Beto, y por supuesto nada dijo de la visita de
Adela. Probablemente el Beto, que tenía un sueño pesadísimo, ni se
había enterado de que su mujer había salido.
El partido fue de rompe y raja. Nacional entró con todo, y
a los 25 minutos Atilio García se metía un golazo. El primer tiempo
terminó 1 a 0 y en el vestuario el técnico les dijo que si no ponían
más huevos los iba a cagar a patadas a todos. Así hablaban los técnicos en aquella época, había menos pizarrón, menos estadísticas,
nada de informática y mucho huevo. Dispuesto a jugarse el todo por
el todo, sacó a un lateral y metió un mediocampista para reforzar el
ataque. Raúl no podía dejar de pensar en el cuerpo de Adela, en los
muchachos del Partido que estaban en la platea (creía haberlo visto al
Quique al retirarse al vestuario al terminar el primer tiempo), en su
hermano menor, el ser que más quería y al que había transformado
en cornudo. Todo le daba vueltas en la cabeza y no conseguía concentrarse en el juego. Sin embargo, cuando sonó el silbato indicando el
comienzo del segundo tiempo se metió de lleno en el partido; a los 32
minutos, tras un corner, a pesar de su escaso metro sesenta y cinco de
estatura se metía un golazo de cabeza que volvía a darle la esperanza
a Peñarol. Pero el empate le servía a Nacional, que llevaba un punto de ventaja en la tabla de posiciones, por lo que había que jugarse
el todo por el todo. La tribuna alentaba de manera imponente, los
ataques se seguían pero el bastión tricolor resistía. A los 43 minutos
del segundo tiempo, el « patrullero » Vidal se escapó por la punta, le
metió el pase a Raúl que dribleó a uno, a dos, a tres y encaró hacia el
arco. Ahí estaba Aníbal Paz que, tratando de achicar, le había dejado
abierto el lado izquierdo del arco. El gol ya estaba hecho, al alcance de
su pie derecho estaba la gloria de convertir dos goles en un clásico,
de darle el triunfo y el campeonato a su cuadro, de transformarse en
el ídolo de la mitad del país y el verdugo de la otra mitad. Al alcance
de su mágico pie derecho estaba la consagración, y la posibilidad de
transformarse en el Ischia más famoso y más querido por la hinchada. Todo eso pasó por su mente en ese instante, y también el cuerpo
de Adela cediendo bajo su peso y la mirada de su hermano mientras
iban a la cancha y su mirada ahora que le pedía que pateara al arco
de una buena vez o que se la pasara, porque él también estaba solo y
en posición de hacer el gol. Raúl se bajó de aquella nube y volvió a la
cancha, e hizo lo único que le pareció justo y humano en aquel momento: pasársela a su hermano para que él hiciera el gol, renunciando
así a acaparar para sí toda la gloria. Pero aquella fracción de segundo
en la cual el cuerpo de Adela pasó por su mente había estado de más:
cuando le pasó la pelota, el Beto había quedado en offside. Mientras
en el estadio resonaban aún gritos de bronca, puteadas al juez y suspiros de alivio, los tricolores lanzaron un contragolpe mortífero y en
tres pases, aprovechando que todo Peñarol estaba lanzado al ataque,
llegaban al arco de Máspoli y marcaban el 2 a 1 que clausuraba el
partido, el campeonato y la carrera de Raúl. Dos minutos más tarde
la vuelta olímpica la daban los de Nacional, pero sin cartelones antiyanquis porque a los bolches la policía los tenía vigilados, les habían
requisado la banderola y se los llevaron a todos a la jefatura. Mientras
salían de la cancha en dirección al túnel, el Beto le preguntó en voz
baja (para no dejarlo mal delante de los otros compañeros) por qué
carajo había demorado tanto en pasarle la pelota, en qué mierda estaba pensando. Raúl se quedó callado; una semana más tarde, tuvo
aquella lesión que lo alejaría para siempre de las canchas.
- ¡Qué historia, don! Pero disculpe que insista, porque así
como me la cuenta, no me parece que demuestre que Raúl es mejor
jugador que su hermano, ¿no?
- Tenés razón, botija –me dijo despidiéndose-. Pero yo te
puedo asegurar que ese gol estaba hecho, que no había más que empujar la pelota, y que fue Adela la que lo dejó en offside. -Y diciendo
estas palabras, salió rengueando con paso temblequeante rumbo a
la puerta-. ‘Ta luego –musitó al pasar frente al gallego.
- ‘Ta luego Don Raulo –dijo el gallego sin sacar los ojos de
unas nalgas insidiosamente inclinadas ante la cámara, que en ese
momento, por la magia de la transmisión en directo, se transformaban en la imagen en ese momento incomprensible de un avión
estrellándose contra un rascacielos neoyorkino. Pero como para televisión estaba yo en ese momento. Eché un vistazo al reloj, dejé un
par de billetes en la mesa y salí corriendo y puteando diciéndome
que a la rubiecita la había perdido para siempre.
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Fragmento de
“La Poesía que tenía olvidada ahora
enramada en las prosas de algún cuento”
Maximiliano García
Entre disqueteras locas, caseteras como boca sin teclas
iguales a quien no visitó al dentista. Entre computadoras recauchutadas que hicieron a un lado las máquinas de escribir, la Olivetti
bajo el escritorio llena de polvo y la lapicera bic negra que sigue el
vicio de desprender tinta inquieta. La pintura en pastel tiza mirando desde la pared que no podía ser un simple blanco, la marca de un
día sin palabras que explotó en un cuerpo de mundos abstractos,
senos desnudos, miradas intensas, féminas, corredores de agua,
figuras maquilladas, copas inmensas, crucifixiones en sus cabos,
parques de pensamientos viendo formas con sed de tambor, colores de una sed de expresión. La cama eternamente sin tender, los
libros de poco orden mezclando cuentos, poesías, petacas, ropas y
hojas manchadas. La ventana abierta, la visión de la poesía en un
libro llamado Miseria, las mañas del destino, la música y el silencio,
los miles y miles de pasos, los eternos viajes, la sagaz inquietud. La
yerba, termo y mate. El perro enteramente negro, grande, con cara
de ternura y locura que causa impresión pidiendo, intentando abrir
la puerta para salir a buscar… la enésima musa.
Las miles y miles de gentes que no son yo y mi mundo.
Los pies de aquí para allá presentando veredas llenas de
luna llena pasando diapositivas, bailando campos de juegos con sudor de tamboril, con el estigma en mi mano sobre el cuero viendo
mover tus caderas. Los ojos perdidos en un lugar, los labios cerca diciendo que sí, los ojos salvajes en una noche de seducción, los
abismos de pasiones amigas del pecado corriendo, escapando como
estos dos gatos de lo posible en un rumbo de proscriptos sin rumbo.
Es como la batalla del mundo imposible de saciar. Así nos vemos en
una marea de gente sin dirección, en adiós sin saber el encuentro,
tocando, cantando pero ahora la familia, el amante y ella allá, yo
acá. La mueca cómplice de ambos y el retiro. La última copa de vino.
Las calles que cambio al caminar con la falta de encontrar
un algo que me saque del mismo camino. Las noches que duermo
en la palma de un vuelco al olvido en la segunda fila de los cuentos
de café, en las horas pasando con un saludo lento cuando miro por
la ventana. Las heladas a la hora del alba introducidas en las miradas del alma, los desaparecidos en la pelea, los cansados de pelear,
los pasos tranquilos y meditativos en las formas y deformas. El café
con whisky en las noches de invierno con el ángel de la mano por
los tugurios. Las sonrisas pasajeras que cobran ser musas de una
poesía. El plagio de uno mismo dibujando el autorretrato en la madrugada que no durmió, la delgada línea roja cayendo en el recuerdo
blanco y negro sobre la hoja en blanco, sobre la inmensidad del mar
dibujando un río iracundo. Las fábulas de las caricias, las pausas al
respirar, es segundo muerto, el silencio. Un día más…
Van las hormigas apuradas antes de la lluvia, va la humanidad, apura a chocar contra el muro de los lamentos girando
sobre su eje. Todo parece pasear por mismas geografías, las calles
fuera, las sensaciones al encierro, suena la Milonga del Ángel por
Piazzolla y Di Meola, caminan una costa del Mediterráneo gozando
la vibración del aire que no he contrariado. Se desplazan las olas en
las pupilas, la calma reflexiona copulando la magia que tienen, los
piropos despojados en resacas de la ribera se apabullan de sirenas.
Por las calles van suspiros que son lamentos. El gato lleva la pausa
de la respiración, de la pesadez de la tarde echada en la ventana,
levanto la cabeza de la hoja, una pareja baila al ritmo vertiginoso de
Libertango en el loft del segundo piso de un edificio abandonado de
Nueva York, una solitaria rata contempla las piernas de la mujer, el
gato en la ventana contempla la rata hipnotizada parada en dos patas, la mujer y el hombre se contemplan a si mismos olvidados del
mundo, inmiscuidos en el éter de cada paso, de cada sensación, de
cada roce convertido al placer. Las Meninas de Velázquez se pierden
en el espejo tomadas de la mano de Narciso. El tango concluye, la
rata escapa, el gato bosteza. Los bailarines se besan, se desnudan,
siguen sudando contra la pared entre gemidos y sonrisas. Astor me
sirve la copa de Merlot, le agradezco el viaje, deja la botella y se va.
Disfruto de la lluvia mansa al atardecer del balcón.
Con el diluvio en la vereda, el pancho con arroz dando
vueltas en la cuneta y la copa de vino en la mano. Dando prismas
por los lados en una habitación de ventanas abiertas. Así se concilió
mirando la foto de Chaplin vestido a rayas como presidiario, su cara
de infeliz sin remedio hace cargo a la culpa. La leyenda de bajo “Me
gustan mis errores: no quisiera renunciar a la deliciosa libertad de equivocarme”. La gozosa simpatía subida como Juan al techo para sentir
desnudo la lluvia en la fascinación de la locura, de la utopía, del
horizonte siempre sin estar cerca ni lejos. De los comunicados de
la mentira que no nos deja mentir croando con las ranas, saltando
con ellas sobre los barcos de papel. Viendo allí la plausible puesta
en escena de una de las tantas mitologías. Pero la mujer con la ropa
mojada no aparece descalza por la calle de reflejos, ni cae cerca en
un rayo de Zeus. La implacable cortina de agua es la única música,
los labios acolchonados, los ojos grandes, los cabellos salvajes y el
cuerpo bendito duermen en otro colchón protesta de la rebeldía,
del sueño que es poeta, del bohemio que es solitario y las apuestas
de corazones perdidos.
El tiempo pasa en las agujas aburridas, amorfas manchas
en la pared húmeda convierten al reloj, llevan puestas etéreas conformaciones inundadas de silencios. Ahí sopla el viento acariciando
las rotativas miradas turbias, suaves, interrogantes, delicadas al
infinito hipnótico de un juego mental, de una figura sentimental
ocasión de atracción sin cercos ni alambres ni fronteras. Se zambulle la fantasía de una marcha al ritmo que el alma deja sin sentido
al cuerpo. Alma, cuerpo y mente en la conjugación del presente.
Azarosas fisonomías toman sombras encendiendo secretos de una
nada independiente que despierta, me convence, llama, se recrea
hacia los verdugos con quienes pelea la conciencia engreída, ausente, sentada sin cargas en una plaza otoñal mira jugar los niños bajo
el sol. Ella se va escabullendo de soslayo y el aire encuentra su fresco
paseo despertando al estupor agobiado. Llega a la esquina y espera
una milanesa en dos panes tomando un vino rosado, creando lo que
ha escrito, sencillo, anónimo.
Descalzo tomo el whisky sin hielo paseando los ojos en la
mirada de la nada. La piedra ha caído al estanque de agua turbia y
en el silencio donde se asienta la calma, una puerta sin el país de
las maravillas pero con el presupuesto de las aventuras “de los pibes
sin calma”. Una amiga en pupilas de cielo ha perdido su valija en el
puerto, una casa de artistas medios hippies no pone pausa en la
comunidad y comienza a pintar. Una lágrima al ayer, una temprana
mañana del revés tirada en el colchón. La sombra del árbol matutino desde un cuarto desnudo.
Woman de John Lennon suena en la radio. La lluvia ahora es intensa, consumadamente afrodisíaca, la valija está vacía. Un
trueno hace temblar la casa, el sol le guiña al crepúsculo. Niños juegan bajo la lluvia entrando y saliendo debajo de un techo. El caos, la
tormenta, la naturaleza ríe con ellos. Los disfruto así como la algarabía de los gorriones que también juegan el mismo juego. La lluvia
se detiene. Vuelvo sobre mis pasos dejando la puerta abierta, llego
al cuarto, la observo agarrada de la almohada bajo la ventana entre
abierta. La sábana hasta la cintura y su espalda desnuda me llaman,
me tientan a la satisfacción de lentamente entremezclarnos al coito. La música de la pausada lluvia ha vuelto a comenzar.
Que calor que hace en este Montevideo, ya hace media
hora que comí mi hamburguesa simple, tomé mi grapa e intento
bajar la temperatura con un poco de agua soda.
El bar está lleno, el fresco del aire en la ventana tupida por
la sombra de los árboles, de los plátanos que apaciguan esta mesa
de tres sillas vacías. Espero, quien sabe que espero. Estoy cansado
de caminar por la avenida 18 de Julio, las piernas las siento flojas,
he buscado las soluciones a una serie de problemas y me enamoro dos, tres, hasta cuatro veces por cuadra. Que buenas que están
las minas montevideanas, bah, las minas uruguayas. Esas mezclas
musulmanas, rubias, negras, blancas, morenas, pelirrojas, rubias,
morochas jaaa…
La heterogeneidad de las razas en la mujer uruguaya. Ojo,
las argentinas son muy bonitas. ¿Será el Río de la Plata?
El ruido de los bondis. Sigo sentado en la ventana del bar
por calle Mercedes, una calle con nombre de mujer, son las catorce
y veintitrés. Llega un amigo, paga una cerveza Patricia helada, es la
birra que me gusta, tiene nombre de mujer y es uruguaya. Retumba
otro bondi al ver el verde del semáforo, tomo un largo trago. Mi
amigo mira por la ventana, meneando la cabeza dice – ¡Qué buenas
que están las mujeres de este país!
Me sonrío y dejo los problemas en otro lugar.
Del tío y la pequeña…
Tanto pasan caminando carreteras sin frenos, intensos bu-
llicios, hermosa Maja subida a una silla expresando frescas incidencias de futuros más allá, dueños de la antiapatía junto al Marqués
de fantasías. Se remontan barriletes volando figuras de un caleidoscopio por ojos brillantes, así la lluvia por la madrugada hidrata casi
imperceptible al frío, riendo, pidiendo no termine al abrir la puerta,
bebiendo las almas, compartiendo complementos. Transformados
en juglares de sus comedias piensan al teatro de la anécdota donde se ven cómplices. Ahora nos miran, nos sienten protectores de
sus desastres, nos dicen gracias con cada pestañeo. Son amantes de
cada gota que fue rechazada en las nubes, y vienen a bailar al compás de los movimientos shockeantes de sus bocas. Voy a disfrazar
mis gestos, estoy disfrazando mis gestos, aniquilado de pensar en
rápido. No veo más, simplemente porque sé que detener la carrera
es morir, y eso es mucho placer para mí. Prendería mil luces para
dejar de correr y de correrlos, que también mueran, salgamos del
globo donde la muerte no se ve, donde todo es violeta viejo. El resto
encontrará la solución cuando el mundo les estalle en la cara y en
1756 pedazos estén todos volando. Nosotros... nosotros mirando
desde arriba de nuestras mentes, bajamos la cabeza, sonreímos con
desgracia y nos vamos a dormir. Impidiendo los propios pasos, la comezón de la cabeza
fuerza los riñones en un molesto dolor. Los zapatos de payaso en
un rincón con la mueca perdida balbucean palabras esquivando balas en un punto ciego. El quiebre de las sonrisas compitiendo, atenuándose, dejando al menor descuido en mirada cautelosa por la
próxima jugada. Dejando al costado la suerte y verdad en un barrido, para llegar al avaro donde muere la confianza desvelada por un
colchón de espinas. Intensas lágrimas de sangre en la civilización
para el muestrario de los siglos, de la historia. La imaginación vale
más que la imagen para poder seguir, para poder excluir el paradigma de lo perfecto por el esfuerzo de lo cierto. Miré parado en
aquella esquina la figura de un personaje entrañado, me moví para
alcanzar aquel pasajero de la muerte. ¿Sería o no sería? Esa pérfida búsqueda atrevida, viuda de la rutina entre los peatones tras la
silueta. Choqué con un estudiante cuando parecí perderla. Volví a
localizarle deslizando comprensiones. Era la realidad a quien había
visto por el mañoso destino…
La llegada. Paso a paso bajan del ómnibus por la última cerveza. Tres días de gira, de bares, de música, de charlas, de eternas
caminatas por la capital viendo crudezas y curdas, de artes amantes
reencontrando y encontrando personas y personajes en teatros y cuchitriles, de frescas sensaciones reabriendo puertas. Las botas bufan
el trajín amparando los pies húmedos maniatados por las medias hediondas. La remera fría gimiendo axilas, torso y espalda cubiertos
por buzos y campera. El andar lento junto a su amigo consecuente
aventurero, son dos marinos llegando de la ciudad de la fructífera
tormenta diamantina, sus ojeras en la respiración cansada que los
acompaña. No lograr entrar a ningún lugar de costumbre eludiendo
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las desdichas en lo mundano. Caminan como parias frente a la vereda
de una fiesta impregnada de neón. Allí, una dama osa cruzar la calle a
interceptarle. Los ojos de la platea en ambas orillas están por el andar
certero de sus tacos, de las piernas estampadas por sus medias negras, de su vestido corto y justo delineando las curvas de su cuerpo.
La incógnita sorpresa amparando la seducción, la osadía – Me voy la
semana que viene – La niña y el fulano escritor agotado despertado
por el flash de la luz. La simpleza de su rostro delicado, astuto, casi
ingenuo. La fotografía, la escena antípoda, sus palabras que olvida
el fulano magullado como no pudiendo entender. Unas frases en
francés. Los ojos enfrentados, las palabras cruzadas, la distancia, los
silencios, la comprensión, la despedida, el hasta luego, los diferentes
tiempos, el corto lapso del diálogo no tan casual, impactante – Te
dejo seguir con tu amigo – su madurez.
– Nos vemos – el estoicismo en ese momento de poeta.
La última cerveza en un bar de borrachos y damas maduras casadas con la noche. La cabeza perdida resignándose a dormir,
la beatitud de la dulzura como una caricia en la imagen de aquella
cuadra. Así a veces son las cosas, un suicidio vivo que refresca al
despertar los recuerdos pateándonos las costillas sin lastimarnos.
Desprovisto, tomé el abrigo para caminar por las cuadras
vestidas de reflejos ante la garúa. Esquivando charcos la pensaba
y me pensaba por un ambiente reflexivo, paulatino, abrazando lo
fraterno de naturaleza y ciudad. Atento a los personajes, en la fauna
de cemento comencé por mis adentros a cuestionar mi existencia,
allí fue cuando el pie derecho quedó inmerso al chasquido de un
charco, allí lo apacible estuvo incómodo pero como dice el querido
Julio César “Es parte del asunto”, el confort es justamente lo que me
sucedía en ese momento melancólicamente venerable para un ácrata sensiblero de lo simple. Unos perros, cruza de galgos con rayas
de cimarrón hicieron la pausa en las bolsas de basura, me vieron
pasar junto a ellos. Nos reconocimos sin preocupación, sin miedo
ni ataque regulándonos cierto estudio. Seguimos cada cual sus existencias. Me reconocí animal en la paciencia inquieta de una lechuza
en la rama del árbol, está apreciando los movimientos noctámbulos
al descuido en el mínimo sonido. Así, ostensible al sobresalto deseoso quería que algo pasara, estos instantes desconcertados parecían pinceladas de una pintura impaciente. Un personaje inmutable
pasó en una bicicleta tapado hasta la cabeza con movimientos femeninos, con cuerpo de hombre. Varios autos bofetearon el silencio
en su andar de olas constantes, marcadas por escapes y ruedas. Yo
la pensaba, me reconocía tonto, ahogado en los remedios falaces
de subsistencias apetecibles donde suelo ser el ojo de la tormenta.
Embarullado, proseguí el retorno vestido de brillos por el hormigón
y los árboles. Rociado de garúa y luces me vi escapando por la selva.
Yo la pensaba. Llegué a la casa, al refugio donde lágrimas del cielo
hacían música en el cinc. Dejé la puerta abierta para que el refugio
sea parte de ese otro mundo. Yo la pensaba, y ella probablemente
no se acordara de mí.
crazy Diamond de Pink Floyd, salta un príncipe sapo croando en un
charco, las puertas abiertas dejan conciliar el aire fresco. Tal vez tú
pocas veces eres tú y eso es lo que pesa en cada encuentro, en cada
enigma de las perdidas trepadas al muro de los sin razón cuando
esbozas una sonrisa para la contra, defensa íntima del nido. Pero
henos aquí desnudos en la madrugada de un verano, plenos en la
pausa de un patio. Tal vez algún vecino mirando desde la oscuridad
a aquellos locos degenerados simplemente abrazados, reflejados al
agua bendita solo por ellos. En otra parte del mundo una bomba
del ajedrez mundial explota, mata a un inocente que dice “Donde tú
quieras que estés”. La vida quiebra como un cristal ante el sarcástico
mirar de la codicia, los pueblos duermen soñando paraísos despertando en el infierno. Los ciclos, la vida, las colectividades individuales al paradigma de lo simple, las máscaras de lo perfecto. Los
juegos del poder, la avaricia de la inteligencia, las obtusas falacias
del mundo. Tú cuerpo tomándome de atrás dejando mis manos en
tu monte de Venus, tus manos sobre mis hombros, mis labios en
tu cuello. Los relámpagos, el estruendo del trueno, los retos de los
dioses paganos al libertinaje veraniego, la tormenta pasajera. La
crisálida que se rompe, la sombra que pasa dejando ver las infinitas
estrellas en las mariposas de la noche. El abrir de tus ojos, el enfrentarnos, el beso, el coito.
Chamullo a la silla vacía sin decirle nada pensando en la
espalda de la mujer, escalera sensual, tímida. La campera jean negra
que se ha revolcado conmigo por diecisiete años empuña la taza de
café, escucho la poesía de una francesa en una suite al ritmo melódico de otro suave blues. Mezclo el café con whisky, la veo percibir
glamour, sus largas pestañas, su voz tersa, grave, hablando como
imanto de serpiente y a su vez dejada, descreída para si misma diciendo – l’amour est une leçon dans le voyage pour pas s´arrêter.
Callé hasta lo que pienso, la veo en la dimensión que me
parece, sonrío. La bocina de una ambulancia suena, Ícaro yace tirado espaldas al suelo. El mensaje se ha perdido, la bitácora inconclusa relata fisuras, esfuerzos, perezas y eternos remos contra la
corriente en la inmensidad de la habitación sucumben, deja caer el
liviano vestido rojo que llega un poco más bajo de sus firmes muslos tostados, se roba el rey negro del tablero de ajedrez, me ve y
parte ondeando sus caderas sin ropa interior bajo la larga cabellera
negra…
Hay días cuando las palabras son solo rayas tachadas de
una vieja canción repitiendo tu mismo error, dándote una bofetada
desesperada. Atrapándote fuera del juego con la sensación desgarrada de volver a perder, de volver a no tomar ese tren, y bajas del
vértigo endiosado de tu mitología. Allí desnudo, solo en el cadalso
mortal picas las paredes del pensamiento con sensaciones de vacíos pintando los colores del otoño en las hojas muertas, viendo
de frente al viento respiras purificándote, buscando el equilibrio de
tu triste ira con las faltas implantadas al horizonte. Tu nariz arde,
las narinas no resisten y estornudas otra parte del alma que grita,
vuelves a respirar. Tus ojos gotean una lágrima, abres los brazos
queriendo planear. El mecánico mundo ha quedado a tus espaldas.
Recuerdas el lejano invierno en la montaña junto al lago disuadiendo a la soledad, y caminas a la ciudad para volver a pelear.
Las gotas de lluvia en mi cuerpo regado, bestial, brillante
mientras toco las aureolas de tus erizados senos. Dejo en el tendal
las pobres presencias al vendaval mundano, me olvido de la corrosión social sangrante por el patíbulo de la ignorancia. Subrayo la
palabra madre cuidándola ante los sacrificios, escucho Shine on you
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Buracos
R afael Fernández Pimienta
La primera vez que oí la palabra se la escuché al uruguayo.
Yo tendría diez años y el yorugua venía todos los domingos a comer a casa. Papá decía que era el tipo más inteligente y gracioso que
había conocido. La fábrica de cemento y el pasado del charrúa los
había unido, aunque aún hoy, pasado el tiempo, sigo sin comprender
esta última parte. Es así que los domingos la familia se agrandaba.
A mamá y papá, a los abuelos y a algún tío ocasional se sumaba un
integrante más. Generalmente el invitado era el centro de atención
del almuerzo. Era él quien quebraba la rutina de los domingos con
algún cuento que nos ofrecía después de los fideos. Todas sus historias tenían que ver con alguna avivada. El Walter, que así se llamaba
el oriental, parecía ser el inventor de la frase viveza criolla. Recuerdo un día que nos habló de la vez que entró a un supermercado sin
un solo centavo y salió con un carrito lleno de cosas. Empezó por
agarrar el carro. Luego fue colocando los productos más caros que
se le ponían ante los ojos: whisky importado, arenques (al parecer
un pescado carísimo que viene en lata), vinos, y yo que sé cuántas
cosas más. Pasando frente a la góndola de los detergentes y en un
momento que no lo veía nadie (cosa que fue bastante difícil debido a
la cantidad de gente que había), rompió una de las botellas y derramó
un poco de jabón líquido en el suelo. Siguió caminando y dio vuelta a
la góndola. Se quedó unos instantes mirando unos productos y cuando se aseguró de que había gente que pudiera observarlo volvió hacia
la sección de productos de limpieza. Una vez allí y caminando de la
manera más natural posible – según nos decía, aunque me parecía
una forma demasiado exagerada, como de actor de teatro, de esos
que engolan la voz pero como si engolara los pies- caminó en dirección de la mancha roja y pegó un resbalón digno de Chaplin. Contaba
que había caído sobre su mano izquierda, la cual lo había sacado muchas veces de apuro. Cuando tenía doce años se había fracturado esa
mano cayendo del árbol de nueces de un vecino, por supuesto estaba
en él sin autorización. Una mala praxis le había dejado la mano con
una particularidad, se desacomodaba a piacere, salvo sacarla del brazo podía hacer casi todo con ella. Cuando llegaron los empleados del
supermercado a ayudarlo su mano había girado ciento ochenta grados, tenía la palma hacia arriba. Juro que no mentía, pues mientras
contaba la historia recreaba la dolorosa ilusión, dolorosa al menos
para el observador, pues él aseguraba no sentir absolutamente nada.
Todo fue condimentado, por supuesto, con unos gritos terribles. Con
la mano al vesre y los gritos que daba, todos los que formábamos el
fiel auditorio de los domingos estallamos en carcajadas, tanto que
tuvo que frenar unos minutos para poder continuar. Se notaba que
si algo le gustaba al Walter era ser oído. La gente lo rodeó, vino el gerente y pidieron una ambulancia. Todos trataban de calmarlo pero él
aumentaba el volumen de sus lamentos hasta contagiar el dolor que
no sentía a todos los observadores. Una vieja hizo notar a los demás
la botella rota y la mancha de detergente que avanzaba por el piso.
Llegó la ambulancia. Un médico joven y el chofer se acercaron a él.
Ante la gravedad de la herida el profesional decidió que lo mejor era
trasladarlo a un hospital. El gerente, un tipo obeso, sudaba como un
vidrio en invierno. Antes de que la ambulancia se lo llevara el obeso
le pidió la dirección para enviarle toda la mercadería que había seleccionado, sin costo, hasta su casa.
Debieron haber visto la cara del médico en la ambulancia
cuando me enderecé la mano delante de sus ojos; el guacho nunca había visto algo así. Le pedí que frenara la ambulancia y le informé que
ya me sentía bien, que no era nada de importancia. El chofer me miró
con una cara cómplice y me dijo que al menos le podía tirar con una botella de vino. Tuve la impresión de que el muy garronero se había dado
cuenta de todo desde el principio, por lo pronto había observado lo que
contenía el carro. Es así que pasamos por casa y les regalé dos botellas
de vino. Nos dimos la mano, la derecha por supuesto, y nos despedimos
deseándonos feliz navidad; ah, porque a todo esto era veinticuatro de
diciembre. Todos aplaudimos con ganas. Pero fue otro domingo cuando
salió de su boca y cayó en la sobremesa esa palabra que sonó a pedrada.
Eran tiempos difíciles. La fábrica en la que el viejo y el yorugua trabajaban había cerrado dejándolos en la calle. Mamá hacía algunas costuras
y junto con algún ahorrito permitía que siguiéramos comiendo como
buenos tanos, pero de seguro la cosa no iba a durar mucho. Oliendo
esta situación es que Walter, el mago de la mano quebrada, dijo que él
tenía la solución y la solución era nada más y nada menos que un BURACO. Buraco. Ahora me parece una palabra extremadamente común
pero juro que en ese entonces no la había escuchado. Papá nos pidió a
mamá y a mí que nos fuésemos del comedor. Era un domingo extraño. Nunca supe si los abuelos y los tíos no vinieron porque papá se los
había pedido. Yo quise quedarme detrás de la puerta escuchando pero
mamá me sacó de la oreja. Me quedé toda la tarde y parte de la noche
encerrado en el cuarto leyendo mi colección de D´artagnan. El Walter
comenzó a venir más seguido a casa, ya no era un visitante exclusivo de
los domingos. Yo lo atribuí a que papá y él tenían mucho tiempo libre.
Se juntaban en el fondo de casa y hablaban de herramientas y del famoso buraco, o sea del agujero, que eso me explicó mi mamá que quería decir buraco, “no aujero como dicen las personas sin educación”. Hacían
dibujos, martillaban ladrillos y piedras, miraban almanaques y discutían, discutían mucho. Antes de la palabra buraco nunca los había visto
tener un desacuerdo. Ahora peleaban seguido. Papá ya no lo recibía con
la alegría y la expectativa de antes. Incluso Walter había cambiado. Algo
en sus ojos era distinto. Pienso que en esos tiempos se miraban como
extraños, pero no como cualquier tipo de extraños. Como extraños que
se encuentran de repente en la noche, en una zona peligrosa, y ambos
intuyen en el otro la posibilidad de un asesino. Las reuniones en casa se
sucedieron durante un mes. La noche de un viernes papá vino hasta el
cuarto, me dio un beso y me dijo que tenía que hacer un viaje por unos
días, que no sabía por cuánto tiempo iba a estar afuera, que yo ya no era
un bambino y que debía cuidar mucho a la mama. Nunca lo vi tan triste al viejo. Tenía los ojos de alguien que estaba haciendo una traición,
de alguien que se había vaciado por dentro pero que aún era capaz de
sentir nostalgia de algo que ya no era y que sabía, con toda seguridad,
ya no volvería a ser. Me abrazó con fuerza y se fue. Para esta historia
quisiera poner que la vieja rogó, imploró, lloró e intentó impedir que
papá se fuera. Nada de eso ocurrió. Ni bien el viejo salió del cuarto me
asomé muy despacio hasta el comedor y vi la despedida. Ni siquiera se
abrazaron. A la mañana siguiente, cuando vi a la vieja comprendí que
ella también tenía la mirada vacía. Cinco días después el viejo caía preso. Dicen que el yorugua logró escapar a su país. Para entonces buraco
había dejado de ser tan sólo una palabra, era un agujero, o mejor, un
aujero, que no estaba únicamente en la pared del banco.
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n a r r a t i v a
n a r r a t i v a
Incensario
Gabriel Boffano
marco ancho y negro. Alguien se sentó a su lado cuando ya la noche
había caído y la luz escaseaba como para leer, una mujer, sentí celos,
unos celos antinaturales, pero los sentí, no soy celosa, pero los sentí, no me voy a mentir. Lo vi moverse casi como una sombra dentro
de su apartamento, lo vi por la ventana del balcón y por la otra, que
nunca se abría más de las rendijas de la persiana y que yo sabía que
escondía su cuarto, él nunca me vio a mi. Lo vi durante toda una
semana en la que no aparecía más que en la ventana del balcón,
hablando solo. ¿Le hablaba al balcón? Vi las luces no encenderse durante meses sabiendo yo que él se escondía en esa oscuridad. ¿Sabía
él que yo lo miraba? No lo vi irse. No está ahí ahora, está ahí ahora.
No lo vi llegar. Sé que no sabe que lo veo, aunque no esté, lo veo,
lo veo en sueños, en la calle en otras personas, lo veo y lo miro, en
silencio. No sé por qué lo miro. Me pregunto si estaré esperando
que se muera o si estaré planeando matarlo.
I
La gente se hace costumbres no hay duda. Se las hace y las
mantiene. Aún hoy, en el día del mañana me olvido, la gente busca
la tranquilidad de las costumbres.
No sé si búsqueda del equilibrio o qué, lo que sí sé es que la
gente repite sus comportamientos. Incluso de la más extraña forma. Por ejemplo. Este tipo compra siempre inciensos en mi puesto.
Mis inciensos no son los mejores, son muy difíciles de identificar o
de distinguir unos de otros, por más que las varillas sean de distintos colores, y que estos colores se relacionen, aunque sea de forma
caprichosa, a los aromas, o al nombre del incienso. Reina de la noche por ejemplo, que tiene varita violeta, aunque el violeta no tenga
relación alguna con el aroma de una reina de la noche, cómo huele
una reina de la noche? A traspiración, alcohol y humo por lo menos.
No he podido establecer cómo elige los inciensos este tipo. A veces
parece que los elige por el nombre, otras veces por las combinaciones de números, siempre son quince varillas eso sí, es la oferta mínima, quince varillas veinte pesos, entonces el tipo pide por ejemplo cinco de tres aromas distintos, o tres de cinco aromas distintos,
ocho y siete de dos distintos, en cuyo caso yo le regalo una del que
haya elegido siete, a mí no me gustan las cosas impares, me parece
que a él no le gustan las pares porque alguna vez me ha rechazado
la varilla extra. Otras veces parece que las eligiera por el color de la
varilla, eso le ayuda a diferenciarlas porque nunca las huele, pero
una vez se llevó todas del mismo color y de cuatro aromas distintos,
que es el número máximo de distintos aromas con el mismo color,
ni siquiera me dejó separarlas en distintas bolsas de a dos, unas con
el cabito para arriba, las otras para abajo.
Tampoco viene todos los domingos. Debe vivir cerca, anda
con el mate y el termo, no tiene perfil hippie, no sé por qué se me
ocurrió que no tiene perfil hippie, no sé por qué se me ocurrió que
debe vivir cerca. ¿Será que aunque no viene todos los domingos sí
viene casi todos? Siempre se acerca al puesto como casualmente,
como si se acordara en ese momento de que precisa inciensos, como
si se diera cuenta de que mi puesto está ahí, donde siempre, piensa
un minuto apreciando los inciensos como si fuera la primera vez
que ve algo de lo que le han hablado mucho y bien, como si disfrutara de esos objetos delicados y alargados, perfumados.
III
Le hablaba de otros tiempos, de cuando ella era chica y del
lugar donde vivíamos, después claro, pasó lo que pasó y esas historias… eran todas mentiras, empezó a escuchar otras, esos hijos de
puta no se habían conformado con habernos puesto a todos en la
situación que nos pusieron, no se podía vivir así, en esa anarquía,
¿qué pretendían? ¿Que no los salieran a buscar? ¿Pensaron que nadie les iba a hacer frente? ¿Que podían matar y secuestrar y nadie iba a hacer nada? ¿Cómo se puede ser tan estúpido? Y después
bueno, empezaron a aparecer otra vez, y sí, los largaron a todos, y
los culpables éramos nosotros, yo le salvé la vida, con ellos hubiera
terminado muerta, desnutrida, ¿sabés cómo estaba cuando me la
dieron? No quiero acordarme. Los primeros años fueron perfectos,
le inventaba historias, una vez preguntó donde estaban sus fotos de
cuando era un bebé, ¿fue ahí que se empezó a preguntar? Cuando
empezaron los juicios Jorge dijo que nos teníamos que ir del país.
Y nos fuimos, a Brasil, no habló en todo el viaje, yo tampoco, al
final nos trajeron de vuelta y ahora estamos presos los dos, ella ya
no es nadie, ahora lo perdió todo, lo que me pregunto es si ellos
son conscientes de todo el daño que causaron, no tengo muchas
esperanzas, todos están de su lado, y nosotros y otros como nosotros que no están presos, están asustados, nadie se anima a hablar,
nadie quiebra una rama por nosotros, ¿se puede vivir así? ¿Amenazados? Perseguidos por habernos interpuesto entre el caos y el
orden. Entre la vida y la muerte. Cuando Carlos dijo en televisión,
a la salida del juzgado, paz, amor para todos, alguno de esos negros
ignorantes ¿fue capaz de entender? No, ellos no conocen el amor,
ellos quieren lo que no tienen, quieren ser ricos, pero no quieren
trabajar como todos los demás, quieren robarle la riqueza a los que
se desloman trabajando, y que han contribuido a construir un país,
no a destruirlo. Mi sentencia es de siete años, cómplice de rapto y
de sustitución de identidad. Identidad. Eso es lo que le dimos, no
como ellos, que no se preocuparon nunca de cuidarla y darle amor
y se divirtieron matando, escondidos detrás de máscaras y por la
espalda. Estoy sola, escribo sola, estoy en la cárcel.
II
Lo vi recostado en una ventana con una cámara de fotos
en la mano. Miraba. Nunca supe qué estaba pensando. Lo vi otro
día, estaba sentado en el balcón, el balcón al cual da la ventana en
la que estaba asomado con una cámara de fotos en la mano. Miraba
el suelo, después entró y volvió a salir con una taza de algo caliente
en la mano, me imaginé que era té, no lo sé hasta el día de hoy. Lo
vi en invierno entre la condensación del agua en la misma ventana,
se asomó un instante y desapareció. ¿Se estaría preguntando algo?
¿Habrá encontrado la respuesta? Vi esa ventana abierta todo el verano y no lo vi a él ni una sola vez, ahora sé que no estaba más ahí
para esa época, sin embargo lo volví a ver, estuvo horas en el balcón leyendo detrás de una barba espesa y unos lentes gruesos y de
IV
Trabaja dieciséis horas por día por lo menos, a veces no
vuelve en días, en la oficina como le dice él, tiene un traje de repuesto, una o dos camisas y ropa interior, duchas por supuesto que
tienen claro, pobre, todo lo que trabaja y yo llevo la casa adelante
claro, y como puedo, ¿cómo va a ser? Él no gana demasiado, ninguno gana demasiado, no no, jefe no es, él es de investigaciones, investigan, reúnen información, pero él no usa uniforme no, de traje
siempre y en invierno sobretodo, gabardina y sombrero, a mi me
gusta más en invierno sí, él sufre mucho, los casos son difíciles,
fijáte que están trabajando en uno de los casos de los desaparecidos,
dice que tuvieron que leer un informe completo de un rapto y varios
asesinatos de un caso que tiene ya más de treinta años y claro, una
nena, el rapto de una nena, los militares claro, espantoso… y peligroso. Parece que la muchacha está desorientada, no, no pueden
hacer mucho porque cualquier publicidad de estos casos complica
mucho, empiezan a aparecer testimonios de todas partes y se ensucia el caso, la vigilan nomás, que no haga nada raro, nadie se puede
imaginar lo que puede sufrir una persona que le haya pasado una
cosa así, creemos, porque somos madres, que podemos ponernos
en el lugar de ella, pero es mentira, no podemos, este país es gris no
hay nada que hacerle, gris y lluvioso y tiene una memoria caprichosa, estamos todos locos, enfermos de nostalgia.
están en cana, los demás no van a aparecer, lo gracioso es que algunos reclaman todavía el un solo juicio, por favor, me voy, sigo trabajando, clasificando los testimonios en dos grupos, los que aportan
por lo menos un dato y los de delirantes vengativos.
VI
El humo purifica el ambiente. Me gusta el incienso. El incienso y las paredes blancas, limpias y con bellas imágenes ordenadamente dispuestas. Me gusta mi ventana. Viajo mucho, Brasil,
Perú, México, Argentina, España, Chile. Trato de reorganizar la red,
la red dentro de la red, no es fácil, mucho cagón, mucho buchón, mucho zurdo hijo de mil puta. Mientras estoy de viaje dejo el apartamento vacío, aunque no todas las veces. Le pido a ella que se quede,
no me gusta que quede demasiado tiempo solo, se junta olor, no sé
de dónde viene, hice revisar todo el sistema de cañerías del edificio,
dijeron que está todo bien. “Todo bien”, lo que me falta, que se me
pegue la jerga de los faloperos, vivo en una ciudad de faloperos, putos, y zurdos, ah, y de abúlicos ex camaradas, no se me olvidan no.
No sé de dónde viene el olor, incluso estando yo en el apartamento,
con las ventanas abiertas, la cocina funcionando, viviendo en fin, el
olor aparece. Lo que hago es comprarle inciensos a la hippie de la
feria, está buena, buenas tetas, buen culo, el marido tiene pinta de
puto y de falopero, ella solo de hippie, pero ya se sabe, los hippies
son faloperos, faloperos y degenerados, igual le compro incienso,
sería muy gil yo si me limitara a comerciar solo con aquéllos con
los que comulgue ideológicamente, ¿a quién carajo le compraría incienso? A nadie. A no ser las santerías, pero nunca me gustaron las
santerías, ni los umbandas, aunque la mayoría siempre estuvieron
con el partido, a mí no me gustan, mucho travesti en la vuelta, aunque la función política que cumplen es indispensable, cuanto más
místico en una sociedad mejor, más dócil ésta. Vivo en una calle de
la que por las noches restos humanos se enseñorean como si fueran
dueños, los muy retrasados mentales, creen cosas, creen a fuerza
de droga de pésima calidad. Yo me dedico a observar, saco algunas
fotos de los que me parecen… no ya peligrosos pero… estos giles,
ninguno es peligroso, pero si sospechosos de portar un mínimo de
inteligencia, hago circular las fotos por el servicio, ellos sabrán qué
hacer, toda la información se revela como necesaria llegado determinado contexto, hoy hay que andar con cuidado, el propio servicio
está escondido dentro de la estructura, el ministro no es amigo pero
el servicio no puede dejar de funcionar, no se lo puede desarmar,
no se puede perder un mínimo de información, hay que reducir el
nivel de existencia nada más, recabar información, aunque solo sea
lo indispensable, y esperar, la política es como la economía, cíclica,
ya vamos a encontrar un punto favorable en la curva y en la distribución de poder. La verdad es que la hemos llevado bien. Tenemos
cinco o seis presos, eran inevitables, los reconocía cualquiera, eran
los simbólicos, y que no quede duda, la lucha es, y ha sido siempre,
simbólica, para ellos, para nosotros no, el servicio se dedica a lo
concreto, a lo real y tangible. Yo por ahora me dedico a pasar lo más
desapercibido posible, la llevo bien, nadie sabe donde estoy, nadie
sabe quién soy, uso ropa suelta, sandalias, me dejé un poco largo el
pelo, barba, hasta una caravana, mínima, directamente en el cartílago, en la parte alta de la oreja izquierda y lentes de sol, siempre y
ante todo. Nadie sabe quién soy, nadie sabe dónde estoy.
V
Es una vigilancia, está vigilando a alguien, no, no sabemos
quién es, todavía. Los tiempos cambian, me acuerdo hace veinte
años los investigábamos a ellos, ahora investigamos a los que los
mataron, torturaron, desaparecieron, pero a ella la vigilamos sí.
Antes, si precisabas saber quién era alguien no tenías más que investigarlo y agregarlo a un reporte, ahora hay todo tipo de pruritos
legales, morales en el fondo, y por ejemplo este tipo no sabemos
quien es, y si no nos llega una orden expresa nos vamos a quedar
sin saber, a no ser que claro, te la juegues, hagas la investigación y
no la incluyas en el expediente, curiosidad personal, muy castigada,
en realidad todavía no es importante, ella no ha hecho nada, creemos que lo observa y nada más, una conducta medio patológica sí,
será cuestión de que algún psicólogo se interese, pero, ¿quién sabe
por qué se interesa un psicólogo? Por la cocaína cuando mucho, son
todos iguales, maricas y faloperos, pero qué carajo, ¿a quién le importa una mierda? A nadie, a mí tampoco, yo cumplo mi parte del
contrato, ellos me pagan, pero no para opinar ni para emitir juicios
de valor sobre lo que la gente hace de noche o de día mientras no
viole alguna ley, me pagan para saber, para averiguar, nada más, las
conclusiones las sacan otros. Andá a saber donde va a parar esto,
si es que va a parar a algún lado, la investigación está en un punto
muerto, los jueces rechazaron las pruebas, el ejecutivo no se ha expedido, la suprema corte rechazó el pedido de inconstitucionalidad,
no creo que se enteren nunca de qué les pasó a los padres, como si
hubiera algo más de lo que enterarse, los torturaron, los mataron
y los tiraron al río, qué más? Hace años que estamos en esta situación, ella no se comporta como los demás, los otros están casi todos
en política, por los derechos humanos dicen, en realidad carrera política, pésima apuesta si me preguntás a mí, ya nadie quiere saber
más nada, nadie se quiere acordar, los peces gordos, los simbólicos
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n a r r a t i v a
n a r r a t i v a
Bibliocausto
Silvia Bechler
Po rq u e s e e s t á s o l o a h í ,
p o rq u e e n l a l o c u ra y l a m u e r te
s e e s t á s o l o,
p o rq u e h a y u n o j o f i j o,
i n c a m b i a d o q u e a ce ch a s i n s e n t i d o,
y o q u i e ro a h o ra a b ra z a r n o s ,
y s i q u i e ra n o m á s ,
h a b l a r d e có m o c a m b i a e l c i e l o.
L í b e r Fa l co
Son las siete de la mañana de un día más. Los horarios apenas se dibujan por el sonido de la chicharra, el ruido de los platos de
lata, las puertas que se abren y se cierran y los gritos desesperados.
Los gritos. No hay dos iguales.
Aquí casi todos nos entregamos a la obsesión por caminar de un lado a otro, conversando, circulando apresuradamente o
como yo, hablando solo, hablándote. “Es para creerse que uno está
en la calle”, bromean algunos. “Estos compañeritos quieren ejercitar
las articulaciones para no quedar lisiados”, se mofan otros. Porque
aunque te parezca mentira, en este satélite artificial inmóvil a diez
metros del suelo, con un edificio central y cinco barracas —cada
una con dos alas que no se comunican entre sí —hay bocanadas de
humor y de risa que nos permiten continuar vivos. Los recreos, las
cartas y alimentos que nos llegan de la familia una vez por semana y
los libros, son nuestro sustento para paliar el aislamiento. Cuatro libros por celda individual es el máximo. Y yo, converso contigo para
decirte que no pierdo las esperanzas de reencontrarnos.
Vengan, vengan, “el Francés” nos lleva al aeropuerto. ¡Olvidé los microfilms! las fotos, vayan saliendo, ya las alcanzo. Latidos,
latidos, palpitaciones, el pecho estalla, adiós, adiós, tu pelo mi pelo,
tu boca mi boca, tus manos mis manos, besos, abrazos, ¿abrazos?
Las botas, las botas, metralletas, murallas, y hierros, soledades, esperanzas muertas. Los mato, me matan.
mandan mis padres, nos arreglamos para vivir con lo indispensable. Tu
mamá nos llama cada dos semanas y nos da alguna noticia tuya.
La celda es húmeda y fría. Pequeñísima. Una colchoneta
de paja tirada en el piso de cemento y una pelela celeste son mi
mobiliario. “Niñitos, aquí no van a ir al baño más que a la hora del
recreo y para la ducha cada dos días”.
Luego, se cierran puertas y candados. El silencio nos aturde. Cada uno se queda consigo mismo.
Nanai pregunta: “¿Por qué papá no vino con nosotras? ¿Dónde
está?” Y no sé cómo explicarle que no estás por causa de una cruda guerra de ideas, por pensar diferente y querer cambiar el mundo. “¿Cuándo
vendrá papá?”
A veces alguien silba una canción, otro se suma y otros.
Nuestros silbidos derriban puertas, candados, murallas, y nadie lo
puede impedir. Ese es nuestro triunfal abrazo.
La ciudad me gusta cada vez más. Sus calles están pobladas de
centros culturales, con exposiciones, museos, galerías de arte y ruinas
aztecas prodigiosas. En cada cuadra, encuentro alguna puerta abierta
y recuerdo lo que siempre decías: “Si ves una puerta abierta, entrá”. El
cuerpo se me riega de asombro y sorpresa porque al traspasarla, encuentro maravillas inimaginables de tribus indígenas. Ruinas. Kahlo, “Las
dos Fridas. Diego en mi pensamiento. Diego y yo. Frida con el cuerpo
mutilado”. Ando amor, ando, como Frida, con el cuerpo mutilado. Como
un espectro que está aquí y allá. Allá, mi amado Diego, donde sea que
estés.
Los libros ahora están cautivos. Nuestro mayor logro, la
biblioteca, que nos llevó un año armarla, la clausuran. Dicen, temporalmente. Doce mil libros, aporte constante de nuestras familias
que nos ocupamos de ordenar, armar ficheros, archivar los formularios que nos permiten saber a quién se le entregó cual libro y en
qué día, todos forrados con nylon, también están presos. Me estoy
volviendo loco...
¿Ya te había contado ésto?
Nanai adora los parques. Pasamos muchas tardes en el Parque
de Hidalgo o en la feria de Chapultepec, esperándote. Estoy partida al
medio entre el norte y el sur, entre este pueblo que me acoge en la supervivencia y los uniformes que nos obligan a desaparecer de nuestra tierra.
Escribirte en este cuaderno y criar a nuestra hija son los dos
motivos que me permiten continuar viva. Nanai me ha dado la fuerza
que necesito y cuando llego al fondo del pozo es ella quien logra remontarme a la superficie. Floto en “el agua siempre turbulenta”. Si la vieras... ¡Está linda y grande! La semana pasada comenzó la escuela; su
primer año y allá fue contenta con su túnica blanca. La inscribí en la Ricardo Flores Magón porque nos mudamos a Coyoacán y ahora vivimos a
tres cuadras de esa Escuela. Sí, nos mudamos al barrio de Frida y su casa
Azul. A sus pinceladas primero lúgubres y dolorosas que fueron tomando
colores intensos cuando se enamoró de Diego.
Continuamos recibiendo la ayuda de Pepe Polanco, el Negro
Urrutia y sus mujeres que son ahora nuestra familia. Sigo trabajando
con las traducciones y ahora agregué la repostería, más el dinero que nos
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n a r r a t i v a
por los innumerables días que estando juntos no lo estábamos debido a mis reuniones y viajes por la causa, por lo que fuimos y no
supimos, por lo que quisimos ser y no pudimos.
Camino por el patio, aun con rastros de sangre de ayer.
Allí fue “el gran circo”, justamente donde todos pudimos ver y oír a
un grupo de presos corriendo desnudos, con las manos atadas por
alambres de púa y perseguidos por una jauría de perros. Pedazos
rojos, perros babeando sus piernas hasta el silencio final.
Acabo de hablar por teléfono con tu madre. Te extraño y la
extraño, también a mi familia, a los amigos, al paisito, al aire montevideano y a nuestro cielo, porque aquí el cielo es otro y a decir verdad,
una nunca se acostumbra al desarraigo. Me alegró saber que tus padres
no han bajado los brazos ni un solo día, que continúan luchando con los
abogados, y moviendo los hilos de la justicia para obtener tu libertad.
Laura, mi amor...miro al cielo con la esperanza de divisar
una bandada de pájaros azules y alas tiernas que lleven mejores
pensamientos hasta donde se encuentren y toquen a tu puerta. Pájaros azules, nuevos colores.
Diego, por momentos me broto de esperanza. Rezo todas las
noches por tu vida, y por el calor de nuestros cuerpos enlazados en un
interminable abrazo antes de que sea demasiado tarde.
Esta vez te hablo sin poder caminar. Hace una eternidad
que estoy de pie, quizá haya pasado un día o dos, o dos días y una
noche, o dos noches y dos días, o simplemente un día y ninguna noche. No lo sé porque aquí el tiempo pasa repentinamente de lo breve a lo extenso y de lo extenso a la brevedad más acuciante. Estoy en
un calabozo de un metro por un metro, en oscuridad total con pies
atados y manos esposadas, sin agua ni comida. Un milico me vigila
por una rendija finita de la puerta. Con ese hilo de luz, cuento que
arriba hay cincuenta y cuatro agujeros por los que pasa el mínimo
de aire. No tengo casi fuerza para hablarte, ni para pensar. No nos
dejan pensar. ¡Por favor, guardia, un sorbo de agua!
Querido, ¿cómo decirte que se me perdió lo más valioso de
nuestras vidas? ¿Con qué palabras? Hace dos días que “no respiro”, no
duermo, no vivo. Nanai, el parque, mis gritos, tus gritos, escucho tus alaridos buscándola. ¿Cómo puedo escucharte gritar? Mi nena dónde está,
secuestro, nuestra hija, me muero, te mueres, policía, no paro de gritar.
Mi nena, ¿Qué le han hecho? ¿Qué le han hecho? ¿Dónde está?
“Preparáte, vas de paseo, no hables y no preguntes nada”.
Así sonó de autoritaria la voz de un guardia. Con las manos esposadas y ojos vendados me condujeron a un auto junto con otros dos
presos políticos. En el trayecto pude reconocer por sus respiracio-
Nuestro paisito... en el futuro, la felicidad tiene que estar en el sur, pero
quizá lo que soñamos siempre esté en un lugar distante y diametralmente opuesto. Cada día me pregunto si aun estás vivo y el mundo se pone
infinitamente ancho y triste.
Falco, Onetti, Galeano, Espínola y Benedetti están censurados y en un container que oficia de crematorio, dicen que están
las cenizas de Freud, Brecht y Proust entre otros. Quemar un libro
es quemar a un hombre, a dos, a millones. Nos carbonizan...Qué
ironía, ¿no? Como al Quijote cuando le quemaron sus libros, incluso los de un tal Cervantes. El bibliocausto más atroz que podamos
imaginar. Paco, Juan Carlos, Eduardo, Líber y Mario. Repito sus
nombres en voz alta para que nadie pueda alejarnos y recito partes
de poemas. Como dijo Mario:
“...alguien quiso ser justo
no tuvo suerte
es difícil la lucha
contra la muerte
alguien limpia la celda
de la tortura
lava la sangre pero
no la amargura.”
Nos prohíben leer. Nos apartan del mundo y roban una
parte de nuestro ser. Debilitarnos es la táctica y, cuando estamos
en el límite de nuestras fuerzas, nos dan algún respiro, como la comunicación por parlantes o el cine para recobrar algo de energía y
luego apretarnos otra vez. Seguimos resistiendo las torturas y cada
tanto un compañero desaparece. Si preguntamos dónde está, no
responden o dicen que fue trasladado. ¡Esos hijos de puta no lograrán que hable! Perdóname amor, hace siglos que no te digo que
te amo.
El sábado le haré un pequeño festejo de cumpleaños a Nanai.
Apenas vendrán tres compañeritas de la escuela y nuestros amigos. Una
torta de chocolate con seis velitas. “¿Papá va a venir para mi cumpleaños?”
Se me hace un nudo desde la garganta hasta el estómago y el
frío mustio de tu ausencia se torna insoportable.
Intento imaginar la carita de nuestra pequeña, su voz, su
estatura y los abrazos apretados que hace año y medio no le puedo
dar. Te pido perdón por el tiempo de ausencias presentes y pasadas,
nes y el carraspeo de gargantas, que se trataba de Beto y Tulio. Hemos aprendido a reconocernos sin usar nuestras voces, agudizando
otros sentidos, por el oído y hasta por el olfato. Nos hicieron subir
a una avioneta. El temblor de los tres, sacudía el aire. No podíamos
parar. Recé... Recé... Me despedí. El Beto no se controló y gritó “¿A
dónde nos llevan?” “Al mar” contestó una voz de ultratumba.
comienza a silbar. Otro lo sigue y otro. Silban una tonada que reconozco hasta que alguien se anima a deletrear la canción y muchos se
unen a coro cantando bajito:
“...si estamos lejos como un horizonte
si allá quedaron árboles y cielo
si cada noche es siempre alguna ausencia
y cada despertar un desencuentro.
¿Qué le han hecho? ¿Qué le han hecho? ¿Dónde está? Diego,
¿dónde estás?
Y con ellos canto sin medir las consecuencias:
Contraorden, volvimos al penal. Desde el patio, el paisaje
externo es siempre el mismo, un yermo de metal y rejas poblado de
soldados, perros policía, garrotes y estrictos reglamentos. Lo único
que podemos hacer es inventarnos la realidad. Nombramos lo que
no existe para que comience a existir. Me contaba “el Pato”, un preso común encargado de servirnos un agua sucia sobre la que flota
un puñado de lentejas o un cucharón de polenta desabrida, que lo
que él hacía cuando supo que nació su hijo, era concentrarse en la
meditación para salirse del cuerpo porque de esa forma podía atravesar la muralla y penetrar en su rancho todas las veces que quisiera
para ver crecer a su niño. Esta noche, en el dolor del silencio, lo
intentaré. Espérame amor, espérame hijita mía.
Hace más de tres años que no abro este cuaderno. El sentimiento de pérdida y de culpa se mezclan en una mochila demasiado pesada de llevar. Acordamos con tus padres cuando me dieron el alta en
la clínica psiquiátrica que nada te dirían hasta que salieras en libertad
para no agregar sufrimiento a tu calvario. Sé que estás vivo, que has resistido y que las visitas fueron tan restringidas que apenas se han visto
un par de veces en todo este tiempo. Decías que valía la pena esta guerra
por un mundo mejor y más justo, por una sociedad más equilibrada. Te
entiendo y sé que seguirás luchando por esos ideales. ¿A dónde nos llevaron esos ideales? Pagamos un precio demasiado alto. ¿Valió la pena?
Todavía no sabes que la hemos perdido...
¡Laurita, Laurita! Vino un guardia y me dijo: “Preparáte,
agarrá rápido tu cosas que te vas”. “¿Me van a dejar libre?” “Parece
que sí, falta un trámite en la fiscalía, luego volvés a recoger tus pertenencias y a tu casa”.
Me he quedado sola. Mi culpa, mi culpa, me muero. El parque,
el parque. Su muerte, mi muerte...
Grito una eufórica despedida a los compañeros. Avanzo
lentamente, aunque a punta de rifle me exigen apurarme. Intento ver rostros y manos que se agitan a través de las rejas. Alguien
...cantamos porque el río está sonando
y cuando suena el río / suena el río
cantamos porque el cruel no tiene nombre
y en cambio tiene nombre su destino.
Bajo las escaleras y camino rápido, lo más veloz que mis
huesos me permiten, no sea que alguien de la contraorden. El portón se abre, el sol me encandila y a lo lejos apenas distingo la silueta
de mi madre. Camino hacia ella, y mientras lo hago, temblando,
declaro que amo las luchas que tuvimos, las derrotas y las pequeñas
victorias. Declaro al viento, al Río de la Plata que baña nuestras costas y al Río de los Pájaros Pintados que nos bordea, al Cerro Catedral y al de las Ánimas, a la fertilidad de estas tierras y a la humedad
de donde vengo. Declaro a los secretos de la vida y de la muerte, al
ondular de luz y de sombra, a todos los tiempos: al que se fue, al que
vivimos, al que vendrá, DECLARO QUE TE AMO y que fui dejando
de decirlo porque en mi pecho se fueron anudando miedos, cuerpos
torturados, gritos y noches silenciosas sobre baldosas tristes.
Ya no tengo motivo para permanecer aquí. Hoy empiezo a deshacer la casa para volver al Sur sin saber qué será de mi vida o de las
nuestras si algún día te dan la libertad. Porque fuimos derrotados, porque nunca seremos los mismos, porque ya no existimos.
Estoy a diez metros del portón, a diez metros de abrazar a
mi madre. Libre. Ya voy Laurita, en pocos días volaré al Norte. Iré
a tu encuentro y al de mi querida niña con su túnica blanca y los
bucles dorados.
Nanai, ¡Volaré...! y mientras las nombro, en la inmensidad
del universo, declaro que las amo.
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n a r r a t i v a
n a r r a t i v a
invitados
escribe
no me dejes caer
que hay la ventana
abierta y que la noche
susurra tentaciones / despliega
sus encantos / como cera
en los oídos / escribe
como sujeto al mástil
por una cuerda negra
no me dejes
escribe
no me dejes caer
que nunca fue tan duro
el cielo / no me dejes entrar
en la mujer oscura / como filoso
acero en el agua indescifrable
como diente en la fruta
tierna / no dejes
que me asome
escribe
no me sueltes
a reventar como una calabaza
en el pavimento / ¿acaso no la sientes
deambular golosa, pasearse con
sigilo detrás de mi cabeza?
entonces, no me dejes
escribe
cada gesto desnudo
cada hueso en su sitio
cada susurro intacto / todo
lo no vivido / todo lo blanco
estéril / (las caricias tiritan
a la sombra de las manos)
escribe / fija un orden
traza la raya / divide
el universo en dos
con la escritura:
toda argumentación es una cárcel
todo verbo se agota en el silencio
escribe: sólo los extranjeros
valoran la morada
escribe: toda sabiduría
opera con la muerte
¿no ves que disimula
su oficio tras los libros…?
escribe
conversaciones
Gustavo Lespada
Circe Maia
deja sus telarañas desvaídas
hace como con normalidad
desgarros, tajos, roza
al pasar mi nunca
mi nuca roza al pasar
y, como al descuido, abre
el doméstico abismo / levanta la cortina
y siembra lucecitas a lo lejos / pero escribe
para que no me atraiga o se encarame
en mi insomne torpeza
y yo no me desdoble
y yo no me levante y permanezca
(en suma todo se resume a eso:
poder permanecer en esta
inercia de lagartos
aunque el sol
pudra todo)
escribe
para que nadie corra abajo
hacia el obsceno estruendo de la nada
y sus chasquidos agrios
te salpiquen
escribe
para no interrumpir
a ningún justo el sueño
con malas noticias / escribe
que en algún lugar alguien
escribe sobre un hombre
que sentado en su cama
solo piensa en abrir la
noche, la ventana, y solo
se repite / sólo escribe y escribe
sobre qué poca cosa le frena el infinito
(un envión y el cielo
se vacía) por eso
escribe
escribe
escribe solo
contra todo lo blanco.
Un amigo me cuenta sobre los lepidópteros
-mariposas, polillasUnas vuelan de día y son brillantes;
las otras, por las noches o en los atardeceres
y son opacas.
Pero hay excepciones:
hay polillas de color brillantísimo
y algunas mariposas
son deslucidas.
Las antenas, en cambio son siempre diferentes.
Hay que mirar, entonces, las antenas.
Unas, como palos de golf invertidas
las otras, como palos agudos o con forma de plumas.
- Y en cuanto a la hermosura?
- “Joyas volantes”, dice
pero no es fácil verlas:
Panambí morotí, la mariposa blanca
más bien aguamarina, delicada y sutil, como una gota
del Océano Ártico.
Con un cuerpo minúsculo, con alas gigantescas,
revolotean sobre los coronillas.
El color no parece de este mundo y vuelan lento
como planeando, dice, como hadas en los bosques.
Brusco cambio de tono:
- Las larvas son fuertemente rojas
parecidas a bichos-peludos
y viven todas juntas cada una pegada a las otras
como si se tratara de una oruga gigante.
Mi nieta arruga la nariz: “No me gustan
las mariposas”, dice.
“El cuerpo y la cabeza son horribles.
Feos, como los cuerpos de gusanos”.
En sus lejanos montes
la panambí morotí sigue volando.
No la tocan palabras ni miradas.
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pn a or re a st i í v a
pn a or re a st i í v a
encuesta
¿Qué leemos?
1 ¿Qué libro estás leyendo actualmente?
2 ¿Cuál fue el último libro que leíste?
3 ¿Qué escritores uruguayos te interesan?
Diversos escritores y escritoras nacidos después de 1971
contestaron amablemente estas preguntas.
He aquí las respuestas:
Alex Piperno (1985). Poeta.
1) En la calle: Los vagabundos del Dharma, de Kerouac y La
verdad de la democracia, de Jean-Luc Nancy. En la cama:
releo INRI, de Zurita.
2) Animal doctrina, de Julio Inverso y El espectador
emancipado, de Rancière.
3) Olga Leiva, Manuel Barrios, Diego De Ávila, Santiago
Márquez, Horacio Cavallo, Diego Recoba, por ejemplo.
Andrea Viera (1976). Narradora.
1) Actualmente tengo en mi mesa de luz un tomo con la
Poesía completa de José Saramago pero leo mucho ensayo
porque estoy haciendo mi tesis de Maestría en Psicología
y Educación y además leo bastante más sobre Lingüística y
cuestiones afines, por ejemplo ahora estoy leyendo de Mijaíl
Bajtín Estética de la creación verbal porque estoy preparando
una clase sobre géneros discursivos, en el marco del Curso
de Psicolingüística en la Facultad de Psicología (UdelaR).
2) El último libro que leí fue La aventura de un fotógrafo en
la Plata de Bioy Casares y cada tanto leo alguna historia de
Agatha Christie, aunque pueda anticipar el final, me gusta
sobre todo en el verano.
3) Con respecto a los escritores nacionales, destaco algunos.
He leído algo de Marosa di Giorgio, me gusta mucho su
prosa poética. También de Lalo Barrubia he leído alguna
cosa y me gusta bastante, lo último fue Arena, creo que
con esa novela ganó los fondos concursables. Me gustó
mucho un trabajo de Julio Inverso Papeles de un poseído. Me
gustan algunos cuentos de Duilio Luraschi. Por supuesto
Benedetti, sobre todo la poesía. Tengo pendiente a Onetti,
hace tiempo... De los más jóvenes leí la novela de Agustín
Acevedo Kanopa que fuera premiada últimamente en los
Fondos concursables, Antes del crepúsculo.
Bruno Maximiliano (1993).
Narrador.
1) Sostiene Pereira de Antonio Tabucchi
2) El zahir de Paulo Coelho
3) Leo con gran placer a los contemporáneos: Claudia
Amengual y Jorge Burel.
José Luis Gadea (Hoski) (1988).
Poeta, narrador.
1) Juan Rulfo: Pedro Páramo
2) Cacareos poéticos y poemas de amor misógino de Jorge
Alfonso.
3) Juan Carlos Onetti, Idea Vilariño, Mario Levrero,
Felisberto Hernández.
Ana Grynbaum (1971). Narradora.
1) Actualmente estoy leyendo Norep, de Omar Genovese.
2) Anteriormente estaba releyendo El maestro y Margarita,
de Mijail Bulgakov.
3) Los escritores uruguayos actuales que me interesan son
Ercole Lissardi y Felipe Polleri. Y los fallecidos: Felisberto
Hernández, Armonía Somers y Marosa Di Giorgio.
Gabriel Boffano (1977).
Narrador.
1) Una Antología Poética de Vicente Huidobro, La
trayectoria poética de Garcilaso de la Vega de Rafael Lapesa,
¡Adelante! de Charles Bukowski.
2) Playstation de Cristina Peri Rossi, Nocturno de Chile de
Roberto Bolaño.
3) Cristina Peri Rossi, Felisberto Hernández, Juan
C. Onetti, Tomás de Mattos, Horacio Quiroga, Isidore
Ducasse.
Paula Simonetti (1989). Poeta.
Fernanda Trías (1976).
Narradora.
1) Estoy leyendo: Las maquinarias de la noche, de Abelardo
Castillo.
2) Antes leí La náusea, de Sartre.
3) Me interesan muchos escritores
uruguayos, principalmente Felisberto Hernández,
Morosoli, Onetti, Marosa di Giorgio, Armonía
Somers. Contemporáneos Cristina Peri Rossi, Alicia
Migdal, Hugo Fontana, entre otros.
Martín Acuña (1981). Narrador.
1) Estoy leyendo Aquellos comunistas, de Marisa Silva.
2) El último libro que leí es La cocina de la escritura, de
Daniel Cassany.
3) Juan Carlos Onetti, Mario Benedetti, Eduardo
Galeano... tengo planes de leer más de todos, también hay
otros autores pero en principio me interesan esos.
Natalia Mardero (1975).
Narradora.
1) Cuentos europeos, de Doris Lessing
2) Las vírgenes suicidas, de Jeffrey Eugenides
3) Mario Levrero, Andrea Blanqué, Idea Vilariño, Roberto
de las Carreras, Horacio Quiroga, Henry Trujillo.
Pablo Trochón (1980). Poeta,
narrador.
1) Estoy leyendo Internados de Erving Goffmann.
2) Lo último fue El tercer Reich de Bolaño.
3) Me interesan Maslíah, Levrero, Herrera y Reissig,
Lautreamont, Felisberto, Dani Umpi
Federico Ferreira (1993). Poeta.
1) Ahora estoy leyendo Rayuela de Cortázar.
2) El último libro que leí fue Cumbres Borrascosas de Emily
Brontë.
3) Y escritores... Delmira Agustini.
Andrés Bazzano (1986). Poeta.
1) Los Siete Locos, de Roberto Arlt.
2) Diario de la Guerra del Cerdo, de Bioy Casares.
3) Los autores uruguayos que más me interesan son Juan
Carlos Onetti, Felisberto Hernández y Mario Levrero. 1)Estoy leyendo Sefarad, de Muñoz Molina, y Los
detectives salvajes, de Bolaño.
2)Ultimamente he estado releyendo The waves y To the
Lighthouse, de Virginia Woolf
3)Onetti, Felisberto, Levrero. Marosa di Giorgio,
Berenguer, Vilariño, Orfila Bardesio, Eduardo Milán,
Selva Casal
Manuel Barrios (1983). Poeta ,
ensayista.
1) La Invención de Morel, de Bioy Casares.
2) Semmelweis, de Louis Ferdinand Celine.
3) Aquellos que existen más allá de la Literatura
Uruguaya, Enrique Fierro, Sabat Ercasty, el resto es
mampostería.
Virginia Lucas (1977). Poeta.
1) La venus de las pieles de Leopold Sacher-Masoch
2) El amor de Platón de Leopold Sacher-Masoch
y La monja Alférez de Catalina de Erauso (los leí de foma
conjunta)
3) Alberto Nin Frías, Jules Laforgue, María Eugenia Vaz
Ferreira, Susana Soca... Alicia Preza (1981). Poeta.
1) Alimaña de Paola Gallo.
2) Espejismo en reiteración real de Laura Alonso.
3) La pregunta más difícil, la lista es larga y muchos me
quedan por leer, pero aquí van:
Marosa Di Giorgio, Selva Casal, Felisberto Hernández,
Idea Vilariño, Roberto Genta, Laura Alonso, Amanda
Berenguer, Alejandro Michelena, Enrique Bacci, Nancy
Bacelo, Zuleika Ibañez, Eduardo Curbelo, Luis Bravo,
Silvia Prida, Elbio Chitaro, Gerardo Ciancio, Paola Gallo,
Claudia Magliano, Gualberto Martínez, Manuel Barrios,
Olga Leiva, Sofía Rosa, Daniel Morena, Elder Silva,
Fabián Severo, Gustavo Esmoris, Horacio Cavallo, Alex
Piperno, Lilián Hirigoyen, Leonardo De Mello, Jorge
Alfonso, Sandra Miguez, Paula Simonetti, Martín Barea,
Paulo Roddel, Juan Manuel Sánchez, Stephanie Amaro,
Xime de Coster, Hoski, Andrea Estevan, Gabriel Till,
Eduardo de Souza, Julio Inverso, Ismael Smith, Pablo De
Grossi, Lara Ferreira, Diego de Ávila, Catherine González. 58
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