Mary Jo Putney - La Bestia Negra de Belleterre - P Q

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Mary Jo Putney - La Bestia Negra de Belleterre - P Q
Mary Jo Putney - La Bestia Negra de Belleterre.doc
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MARY JO PUTNEY
La Bestia Negra de Belleterre
Dentro de la AntologÃa Christmas Revels
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MARYÂ JOÂ PUTNEY
La Bestia Negra de Belleterre
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Dentro de la AntologÃa Christmas Revels
The Black Beast of Belleterre (2002)
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ARGUMENTO:
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La historia de la Bella y la Bestia en la Inglaterra victoriana.
La bestia negra de Belleterre tiene un héroe: James Markland, barón de Falconer, quien
creció en soledad y, además, está desfigurado por una lesión. Lleva una capucha para ocultar
su rostro, y vive en soledad.
Un hombre llamado Sir Edward Hawthorne toma prestada una cantidad sustancial de dinero
de él, y no se lo puede devolver. Cuando va a enfrentar al señor Hawthorne, ve desde lejos a
Ariel, su hermosa hija. Luego se entera de que Sir Hawthorne tiene la intención de casarla con
un hombre mayor con el fin de pagar a sus acreedores. Falconer se ofrece en su lugar, a contraer
matrimonio sólo de nombre con Ariel.
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SOBRE LA AUTORA:
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Mary Jo Putney nació en Upstate New York, desde siempre fue una adicta a la lectura,
enfermedad para la cual hoy no se conoce cura. Después de graduarse en Literatura Inglesa y
Diseño Industrial en la Universidad de Siracusa, estuvo trabajando en el mundo del diseño en
Inglaterra y California. Pasado un tiempo se fue a vivir a Baltimore (Maryland) donde reside desde
entonces. Ser novelista era su última fantasÃa, todo comenzó cuando tuvo que comprarse un
ordenador para realizar su trabajo. Un buen dÃa comenzó a escribir una historia que se
convertirÃa meses más tarde en su primer libro.
Desde 1.987, Mary Jo Putney ha publicado veinticuatro libros. Sus historias de amor se
caracterizan por su profundidad psicológica e incluso por los temas que en ocasiones refleja en
ellas, como el alcoholismo, la muerte e incluso los abusos domésticos. Aclamada por la crÃtica,
sus obras han estado incluidas en todas las listas de bestsellers incluyendo las del New York
Times, Wall Street Journal y Publishers Weekly. Tres de sus libros además han sido nominados
entre los cinco mejores libros románticos por The Library Journal.
También ha sido galardonada en numerosas ocasiones: el Ritas por Un baile con el diablo y
por The Rake and the reformer y con dos premios Romantic Career Achievement. En Mayo del
pasado año 2.000 se publicó su primer libro romántico contemporáneo `The Burning Point`,
y en Agosto del mismo año publicó The China Bride.
LA BESTIA NEGRA DE BELLETERRE
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Él era feo, muy feo. No habÃa sabido eso cuando era joven y tenÃa una madre que lo amaba
a pesar de su rostro. Cuando la gente lo miraba de modo raro, habÃa asumido que era porque
era el hijo de un lord. Como habÃa pocos niños que estuvieran dispuestos a ser amigos suyos,
no pensó más en eso.
Fue sólo más tarde, cuando su madre habÃa muerto y el accidente habÃa aumentado su
natural fealdad, que James Markland se dio cuenta de lo diferente que era. La gente lo miraba
fijo o, si eran educados, apartaban rápidamente la mirada. Su propio padre no lo miraba
directamente en las raras ocasiones en que se encontraban. El sexto barón Falconer habÃa sido
un hombre muy apuesto; James no lo culpaba por despreciar a un hijo que era tan claramente
indigno del antiguo y noble nombre que ambos llevaban.
No obstante, James era el heredero, asà que lord Falconer habÃa manejado el desagradable
asunto con una consumada y aristocrática gracia: habÃa instalado al niño en una pequeña y
remota finca, se habÃa ocupado de que fueran contratados tutores competentes, y no habÃa
pensado más en él.
El jefe de los tutores, señor Grice, era un hombre severo y beato, generoso con las golpizas
tanto como con los sermones sobre la ineludible maldad de la naturaleza humana. En sus dÃas
más joviales, el señor Grice le decÃa a su estudiante lo afortunado que era por ser bestial en
un modo que todo el mundo podÃa ver; la mayorÃa de los hombres llevaban la fealdad en sus
almas, donde fácilmente podÃan olvidar su maldad básica.
James deberÃa sentirse agradecido de que se le hubiera concedido semejante oportunidad
señalada para ser humilde. James no habÃa estado agradecido, pero sà resignado. Su vida
podrÃa haber sido peor; a los sirvientes se les pagaba lo suficiente como para tolerar al muchacho
al que servÃan, y uno de los mozos de cuadra incluso era amistoso. Asà que James tenÃa un
amigo, una biblioteca, y un caballo. Estaba satisfecho la mayor parte del tiempo.
Cuando el sexto lord murió —de un modo propio de un caballero, mientras jugaba al
whist— James se habÃa convertido en el séptimo barón Falconer. En los veintiún años de
su vida habÃa pasado un total de, quizás, diez noches bajo el mismo techo que su difunto padre.
HabÃa sentido muy poco por la muerte de su padre; ni pena, ni triunfo, ni culpa. Quizás habÃa
habido arrepentimiento, pero sólo un poquito.
Era difÃcil lamentar no conocer mejor a un hombre que habÃa elegido ser un extraño para
su propio hijo. En cuanto su padre hubo muerto, James habÃa tomado a dos sirvientes de
confianza y volado a un mundo más amplio, como el ave al vuelo del escudo de armas de la
familia. Egipto, Õfrica, India, Australia; los habÃa visto todos durante sus años de viajes. HabÃa
descubierto que la vida de un excéntrico lord inglés le sentaba bien, y también habÃa
desarrollado hábitos que le permitÃan mantener al mundo a una distancia segura. Ver a los
monjes en un monasterio en Chipre le habÃa dado la idea de vestir un manto con una pesada
capucha que lo ocultarÃa de la curiosidad ocasional.
Siempre vistió un manto o capa similar cuando debÃa andar entre extraños. Como era joven
e incapaz de reprimir sus vergonzosos deseos, también habÃa aprovechado su riqueza y
distancia del hogar para educarse en los pecados de la carne. Por el precio adecuado, era sencillo
contratar a mujeres hábiles y experimentadas que no sólo se acostaban con él, sino que
incluso simulaban que no les importaba cómo se veÃa. Una o dos, las mejores actrices del
montón, habÃan sido casi convincentes al declarar que disfrutaban de su compañÃa y de su
toque.
Él no se ofendÃa por sus mentiras; el mundo era un sitio complicado, y si mentir podÃa
conseguirle más dinero a una muchacha, uno no podÃa esperar que ella dijera la verdad. No
obstante, su placer estaba teñido por la amarga conciencia de que únicamente su dinero lo
hacÃa aceptable. Regresó a Inglaterra a los veintiséis años, más fuerte por haber visto el
mundo más allá de los lÃmites de su patria; lo suficientemente fuerte como para aceptar los
lÃmites de su vida.
Nunca tendrÃa una esposa, ya que ninguna muchacha de buena cuna se casarÃa con él si
tenÃa opción y, por lo tanto, él nunca tendrÃa un hijo. Ni tendrÃa una amante, sin importar
cuánto añorara su cuerpo el breve y dichoso olvido que sólo una mujer podÃa proveer.
Aunque él era filosófico por naturaleza y habÃa decidido temprano que no se permitirÃa la
auto-conmiseración, habÃa lÃmites a la filosofÃa.
Las únicas razones por las que una mujer se someterÃa a sus abrazos serÃan el dinero o la
lástima. Ninguna de esas razones era tolerable; aunque James podÃa soportar su fealdad y
soledad, no podrÃa haber soportado saber que era patético. En vez de detenerse en la
amargura, estaba agradecido por la riqueza que lo amortiguaba del mundo. A diferencia de los
hombres feos que eran pobres, Falconer estaba en posición de crear su propio mundo, y lo hizo.
Lo que hacÃa que su vida valiera la pena era el hecho de que cuando habÃa regresado a
Inglaterra, se habÃa enamorado. No de una persona, por supuesto, si no de un lugar. Belleterre,
en el exuberante condado del sureste de Kent, era la finca principal de la familia Markland. James
nunca habÃa ido allà siendo niño, porque su padre no habÃa deseado verlo. En cambio, James
habÃa sido criado en una pequeña propiedad familiar en las industriales Midlands. No le habÃa
importado, porque era el único hogar que habÃa conocido y no sin su propio encanto austero.
Sin embargo, cuando regresó de su gira del mundo luego de la muerte de su padre y vio
Belleterre por primera vez, por un breve momento habÃa odiado a su padre por mantenerlo
apartado de su herencia. Belleterre significaba “hermosa tierra―, y nunca habÃa habido un
nombre más apropiado. Los ricos campos y bosques, la antigua mansión de piedra parecida a
un castillo, eran un objeto digno del amor que él anhelaba expresar. Se convirtió en el trabajo
de su vida ocuparse de que Belleterre fuese cuidada tan tiernamente como un niño.
Diez años habÃan pasado desde que habÃa llegado a Belleterre, y habÃa tenido la
satisfacción de ver la tierra y a la gente prosperar bajo su administración. Si estaba solo, era no
más de lo que esperaba. Los libros habÃan sido inventados para salvar la soledad humana, y
eran amigos sin par, amigos que nunca se burlaban, se estremecÃan o reÃan a las espaldas de un
hombre. Los libros revelaban sus tesoros a todo el que se tomara el esfuerzo de buscar.
Belleterre, los libros y sus animales... James no necesitaba nada más.
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PRIMAVERA…
Algunas veces, lamentablemente, Falconer consideraba necesario abandonar Belleterre, y hoy
era uno de esos dÃas. El aire era cálido y estaba lleno de aromas y canciones de la primavera.
Disfrutó del viaje de quince kilómetros, aunque no esperaba con ganas la entrevista que
tendrÃa lugar cuando llegara a destino. Frunció el ceño mientras refrenaba a su caballo ante
la entrada principal de Gardsley Manor, ya que el herraje estaba oxidado y la argamasa estaba
desmoronándose entre los ladrillos de los pilares que encerraban la entrada. Cuando hizo sonar
la campana para convocar al guardián, pasaron cinco minutos antes de que un hombre hosco y
mal vestido apareciera.
Dijo secamente:
—Soy Falconer. Sir Edwin está esperándome.Â
El guardián se puso tenso y abrió rápidamente el portal, manteniendo la mirada apartada
de la figura cubierta que pasaba junto a él. Falconer no estaba sorprendido por la reacción del
hombre; sin dudas los campesinos contaban muchas historias sobre el misterioso lord
encapuchado de Belleterre. Qué tipo de historias, Falconer no sabÃa ni le importaba.
Antes de encontrarse con sir Edwin, Falconer supo que debÃa establecer la condición de la
propiedad; era la razón por la que habÃa preferido visitar Gardsley en persona en vez de
convocar al baronet a Belleterre. Una vez que estuvo fuera de la vista del guardián, pasó del
camino principal a una senda que giraba al oeste, apenas paralela al borde del castillo. Amarró
su montura a un lado de una colina coronada de hayas y sacó un par de prismáticos de su
alforja, luego trepó a la cima.
Como no habÃa nadie a la vista, apartó su capucha hacia atrás, disfrutando de la sensación
de la suave brisa primaveral contra su rostro y su cabeza. Como habÃa esperado, la colina daba
una clara vista de la ondulada campiña de Kent. Incluso podÃa ver en la distancia el vapor de
un tren rumbo a Dover. Pero lo que vio más cerca no le agradó. Los prismáticos mostraban a
Gardsley con lamentable detalle, desde cercos desmoronados a campos llenos de malezas y
ganado de pobre calidad. Mientras más veÃa, más se tensaba su boca, porque la propiedad
habÃa sido claramente descuidado durante años.
Cinco años antes, sir Edwin Hawthorne habÃa ido con Falconer y le habÃa pedido un
préstamo para ayudarlo a mejorar su finca. Aunque a Falconer no le habÃa gustado mucho el
baronet, habÃa estado impresionado y divertido por la pura audacia del hombre para pedirle
dinero a un completo extraño. Probablemente Hawthorne habÃa sido inspirado por las historias
de la generosidad de Falconer hacia la caridad, y habÃa decidido que no tenÃa nada que perder
pidiendo un préstamo.
Sir Edwin habÃa sido muy elocuente, hablando emocionalmente de la costosa enfermedad de
su esposa y la reciente muerte, de su única hija, y de cómo la propiedad que habÃa estado en
su familia durante generaciones necesitaba desesperadamente inversiones para ser próspera
nuevamente. Aunque Falconer habÃa sabido que estaba siendo tonto, habÃa cedido al impulso
y le habÃa prestado al baronet las diez mil libras que habÃan sido requeridas. Era una fortuna
considerable, pero Falconer bien podÃa permitÃrselo, y si a Hawthorne realmente le importaba
tanto su finca, merecÃa una oportunidad para salvarla. Pero donde quiera que hubiesen ido las
diez mil libras, no habÃa sido a Gardsley.
El préstamo habÃa vencido un año atrás, y Falconer habÃa otorgado una extensión de
doce meses. Ahora que el perÃodo de gracia habÃa terminado, el dinero no habÃa sido devuelto,
y Falconer debÃa decidir qué hacer. Si hubiese habido alguna señal de que al baronet le
importaba su tierra, Falconer hubiese estado dispuesto a extender el préstamo
indefinidamente. ¡Pero esto...! Hawthorne merecÃa ser azotado y arrojado a la ruta como un
mendigo por el abandono de sus responsabilidades. Falconer estaba a punto de descender de su
caballo cuando alcanzó a ver un destello de azul al otro lado de la colina.
Pensando que podrÃa ser un MartÃn pescador, volvió a levantar sus prismáticos y registró
la pendiente inferior hasta encontrar el color que estaba buscando. Se quedó sin respiración al
ver que no era un MartÃn pescador sino una muchacha. Estaba sentada con las piernas cruzadas
bajo un manzano en flor y bosquejaba con carboncillo sobre una tablilla apoyada encima de su
regazo. Mientras él la observaba, ella hizo una mueca y arrancó su último dibujo. Luego
arrugó el papel y lo dejó caer sobre una pila de trabajo similarmente rechazado. La primera
impresión de James fue que era una niña, porque era pequeña y sus cabellos de plata dorada
caÃan sueltos sobre sus hombros en vez de estar sujetos.
Pero cuando ajustó el foco de los prismáticos, la mayor claridad mostró que su rostro y
figura eran los de una mujer, aunque una joven. TenÃa dieciocho años, quizás veinte por fuera,
y era elegante aun sentada en el suelo. Pese a la simplicidad de su vestido azul, debÃa ser la hija
de Hawthorne, porque no era una granjera. Pero no se parecÃa a su recargado padre; en cambio,
tenÃa una cualidad de brillante dulzura que llamó la atención de Falconer. La visión de él
era de costado, y el puro perfil de ella le recordó a la imagen de una diosa en una moneda griega.
Si su viejo tutor, el señor Grice, pudiera haber visto a esta muchacha bajo el manzano, incluso
ese viejo cascarrabias podrÃa haberse preguntado si todos los humanos eran inherentemente
pecadores. Ella era tan adorable que a Falconer le dolió el corazón. No sabÃa si su dolor
derivaba de la tristeza porque nunca la conocerÃa, o de la alegrÃa de que semejante belleza
pudiera existir en el mundo. Ambas emociones, quizás. Inconscientemente, levantó una mano
y llevó la oscura capucha sobre su cabeza para que si, por casualidad, ella miraba hacia él,
serÃa incapaz de verlo. PreferÃa morir antes de ver ese dulce rostro mostrando miedo o
repugnancia.
Cuando habÃa hecho su súplica por dinero cinco años antes, sir Edwin habÃa mencionado
el nombre de su hija. Era algo extravagante que habÃa hecho que Falconer pensara que a su
madre debÃa haberle encantado Shakespeare. ¿Titania, la reina de las hadas? No, no era ese.
¿Ofelia o Desdémona? No, ninguno de esos.
Ariel... su nombre era Ariel. Ahora que Falconer veÃa a la joven, se daba cuenta de que el
nombre era perfecto, porque ella parecÃa no del todo mortal, una criatura de aire y rayos de sol.
Su madre debÃa haber sido profeta. Aunque sabÃa que estaba mal espiarla, no podÃa obligarse
a apartar la mirada. Por el modo en que la mirada de ella subÃa y bajaba, estaba dibujando el
viejo roble enfrente suyo.
TenÃa la hábil rapidez manual de una verdadera artista, quien compite con el tiempo para
capturar una visión privada del mundo. James estaba seguro de que ella veÃa más profundo
que la mera corteza y las hojas de primavera; era una lástima que no pudiera ver su trabajo. Una
ráfaga de brisa sopló por la ladera, levantando mechones de su brilloso cabello, llevando uno
de sus dibujos arrugados por el césped y soltando flores del árbol. Pétalos rosados
golpeados por el sol llovieron sobre la muchacha, como si hasta la naturaleza se sintiera obligada
a celebrar su belleza.
Mientras el aroma de las manzanas ascendÃa por la colina, Falconer supo que nunca olvidarÃa
la imagen que ella componÃa, dorada por la luz del sol y rondada por las flores. Estaba a punto
de alejarse cuando la joven se puso de pie y quitó los pétalos de su vestido. Después de
juntar sus dibujos descartados, se dio vuelta y descendió por el lado opuesto de la colina,
apartándose de él. Sus zancadas eran tan gráciles como James sabÃa que serÃan, y su cabello
era un rielante manto plata dorada. Pero ella habÃa pasado por alto el dibujo que habÃa volado
lejos.
Luego de que la muchacha quedara fuera de su vista, Falconer descendió y recuperó la hoja
arrugada de la mata de perifollo verde donde se habÃa alojado. Alisó el papel, con cuidado de
no correr la carbonilla. Como habÃa adivinado, el dibujo de la muchacha del nudoso roble iba
más allá de una mera ilustración. En un puñado de lÃneas fuertes y libres, habÃa insinuado
duros inviernos y veranos fértiles, ricos de bellotas; sol y lluvia y sequÃa; la larga historia de un
árbol que habÃa brotado por primera vez generaciones antes de que la joven hubiera nacido y
que sobrevivirÃa por más siglos.
Esa menuda niña dorada era efectivamente una artista. Como no habÃa querido el dibujo,
seguramente no harÃa ningún daño que se quedara con él. Y, sabiendo que era un tonto
sentimental, James también arrancó algunos cabellos del césped que habÃa sido aplastado
debajo de ella mientras trabajaba. Buscó a la joven mientras completaba su camino a la
mansión, pero sin éxito. Si no fuese por la evidencia del dibujo en su alforja, podrÃa haberse
preguntado si la habÃa imaginado.
Sir Edwin Hawthorne recibió a su invitado nerviosamente, dando efusivas bienvenidas y
disculpas. HabÃa sido un hombre apuesto, pero lÃneas de disolución marcaban su rostro y ahora
el sudor brillaba en su frente. Como Falconer esperaba, el baronet era incapaz de devolver el
préstamo.
—Los últimos dos años han sido difÃciles, milord —dijo, con los ojos disparándose por
la habitación, lo que fuera necesario para evitar mirar a la figura encapuchada que estaba
sentada inmóvil en su estudio. —Arrendatarios perezosos, enfermedad en las ovejas. Usted
sabe lo duro que es obtener beneficios de la agricultura.
Falconer no lo sabÃa; su propia finca era asombrosamente rentable, porque prosperaba en
manos amorosas. No sólo las manos de su amo, sino las de todos sus arrendatarios y empleados,
porque no aceptaba a nadie en Belleterre que no amara la tierra.
Con calma, dijo:
—Ya le he dado un año más del término del préstamo original. ¿Puede hacer pagos
parciales?
—Hoy no, milord, pero muy pronto —dijo sir Edwin. —Dentro de uno o dos meses, deberÃa estar en posición de devolverle al menos la mitad de la suma. Bajo su capucha ocultadora, la
boca de Falconer se torció.
—¿Es usted un jugador, sir Edwin? Es poco probable que la vuelta de una carta o la
velocidad de un caballo lo salven de la ruina.
El baronet se movió nerviosamente ante el comentario de su invitado, pero era el golpe de
la culpa, no la sorpresa. Con veloz mendacidad dijo:
—Todos los caballeros apuestan un poquito, por supuesto, pero no soy un jugador. —Pasó
una mano húmeda por su cabello. —Se lo aseguro, si tan sólo me da un poco más de tiempo...
Falconer recordó los campos descuidados, las pobres casitas de los peones, y casi se negó.
Entonces pensó en la muchacha. ¿Qué pasarÃa con Ariel si la propiedad de su padre era
vendida para pagar sus deudas? Ella deberÃa estar en Londres ahora, revoloteando por la
temporada con las demás mariposas brillantes y de cuna noble. DeberÃa tener un esposo que
la apreciara y le diera hijos. Pero un debut en Londres era costoso, y probablemente cualquier
dinero que su padre lograra mendigar o conseguir prestado iba a sus propios vicios.
Pese al aislamiento de su vida, Falconer no era ingenuo sobre sus prójimos. Seguramente no
era el único acreedor de Hawthorne; el hombre probablemente habÃa tomado dinero prestado
en cada dirección y tenÃa deudas que no podrÃan ser pagadas aun si Gardsley era vendida.
Falconer sintió una oleada de furia. Un hombre que descuidaba su tierra también
desatenderÃa a su familia, y una joven que deberÃa haber estado vestida con sedas y adorada
por el hombre más noble de la tierra vestÃa algodón y estaba sentada sola en un campo.
No era que ella hubiese parecido infeliz; adivinaba que tenÃa el don de ser feliz en cualquier
sitio. Pero ella merecÃa mucho más. Si Falconer insistÃa con el pago ahora, su padre estarÃa
arruinado, y la joven probablemente terminarÃa siendo una pariente pobre en la casa de alguien
más. Incapaz de soportar esa idea, Falconer se encontró diciendo:
—Le daré tres meses más. Si puede devolver la mitad del capital para entonces,
renegociaré el resto. Pero si no puede pagar...
Era innecesario completar la frase.
Farfullando de alivio, sir Edwin dijo:
—Espléndido, espléndido. Le aseguro que tendré sus cinco mil libras de aquà a tres
meses. Seguramente podré devolverle la cantidad entera para entonces. Falconer miró al
baronet y lo despreciaba. Era un hombre débil y superficial, incapaz de ver más allá del hecho
de que habÃan perdonado las consecuencias de sus acciones por un tiempo más. Falconer se
puso abruptamente de pie.
—Regresaré dentro de tres meses a partir de hoy. Pero mientras viajaba a casa hacia
Belleterre, seguÃa perseguido por un pensamiento. ¿Qué le sucederÃa a la joven? Â
Ariel regresó a la casa para almorzar, satisfecha de haber realizado varios bosquejos que valÃa la pena guardar. Su satisfacción murió al descubrir que su padre habÃa tomado el tren desde
Londres esa mañana. En cuanto el mayordomo se lo dijo, Ariel llevó una mano a su cabello
desordenado y salió disparada escaleras arriba hacia su habitación. Mientras cepillaba los
nudos de su cabello, se preguntó cuánto tiempo se quedarÃa sir Edwin en Gardsley esa vez.
La vida siempre era más agradable cuando él estaba lejos, que era la mayor parte del
tiempo. Pero mientras estaba allÃ, ella debÃa andar con cuidado y mantenerse fuera de su vista.
¡Ay!, no podÃa huir de su deber filial de cenar con él cada noche. Él criticarÃa su apariencia
impropia de una dama; siempre lo hacÃa. También serÃa bastante especÃfico respecto a las
varias maneras en las cuales ella era una decepción para él.
Una o dos veces Ariel habÃa pensado en señalar que él no le daba suficiente dinero para
que estuviera vestida a la moda si hubiese tenido tal predisposición, pero la prudencia siempre
refrenaba su lengua. Aunque no era un hombre verdaderamente malicioso, sir Edwin era capaz
de atacar cuando habÃa estado bebiendo, o cuando estaba particularmente frustrado con sus
circunstancias. Aún cepillando su cabello, vagó hasta su ventana y miró hacia afuera. Adoraba
esa vista en particular. Las nubes eran bastante dramáticas esta tarde; quizás podrÃa subir al
techo e intentar capturar el atardecer en acuarelas.
Pero no, eso no serÃa posible esa noche, ya que deberÃa cenar con su padre. Estaba
apartándose con pesar de la ventana cuando una extraña figura descendió los escalones del
frente. Era un hombre alto vistiendo un remolineante manto negro con una capucha profunda y
holgada que oscurecÃa totalmente su rostro. Como se decÃa que Gardsley tenÃa un fantasma o
dos, Ariel se preguntó distraÃdamente si uno de ellos estaba haciendo una aparición. Pero el
hombre que se movÃa tan ágilmente por los escalones y luego pedÃa que trajeran su caballo
parecÃa bastante real.
Ciertamente, el caballo y el lacayo de Gardsley que lo llevaba no eran fantasmas.
Abruptamente se dio cuenta de que la figura sólo podÃa ser el misterioso y solitario lord
Falconer, a veces llamado la Bestia Negra de Belleterre. Era una especie de leyenda en Kent, y las
doncellas con frecuencia hablaban de él en callados susurros y deliciosamente escandalizados.
Ariel habÃa oÃdo que lo describÃan como un santo tanto como un demonio, a veces todo en
el mismo aliento. Se decÃa que daba mucho a caridad y que habÃa dotado de fondos un hospital
para pobres en la cercana Maidstone; también se decÃa que tenÃa salvajes orgÃas de
medianoche en su finca. Ariel habÃa buscado el significado de la palabra “orgÃa―, pero la
definición habÃa sido tan vaga que no habÃa sido capaz de deducir qué involucraba.
Sin embargo, habÃa sonado alarmante. Despojado de los rumores y excitadas suposiciones,
los chismes sobre él se reducÃan a tres hechos: habÃa crecido en las Midlands, era tan
horriblemente deformado que su propio padre habÃa sido incapaz de soportar verlo, y ahora se
ocultaba a sà mismo de las miradas de todos excepto un puñado de sirvientes de confianza,
ninguno de los cuales decÃa una palabra sobre él. Si su silencio era producto del miedo o de la
devoción, era una fuente de mucha especulación.
Mientras Ariel lo miraba subiendo a su caballo sin esfuerzo, decidió que su deformidad no
podÃa ser del cuerpo, porque era alto y de hombros amplios, y se movÃa como un atleta. Con
compasión, se preguntó qué lo volvÃa tan reacio a mostrarle su rostro al mundo. Aun más,
se preguntaba por qué lord Falconer estaba en Gardsley. DebÃa tener negocios con su padre.
De hecho, eso explicarÃa por qué sir Edwin habÃa regresado inesperadamente de Londres.
Ariel acababa de llegar a esa conclusión cuando lord Falconer levantó la vista hacia la
fachada de la casa. Su mirada pareció ir directo hacia ella, aunque era difÃcil estar segura, ya
que su rostro estaba en sombras. Instintivamente, ella dio un paso atrás, sin querer ser atrapada
en el acto de mirar fijamente. Aunque, pensó con un toque de mordacidad, un hombre que se
vestÃa como un monje medieval debÃa esperar atraer la atención.
Dejando caer la mirada, él hizo dar vuelta a su caballo y partió a medio galope. Montaba
hermosamente, tan en sintonÃa con su montura que parecÃa moverse sin el uso de riendas o las
rodillas. Volviendo a adelantarse, Ariel lo vio desaparecer de la vista. La Bestia Negra de
Belleterre.
HabÃa una cualidad impresionante en ese hombre, que era tan romántica como trágica.
Ariel comenzó a considerar diferentes modos de retratarlo. No en acuarelas, eso no era lo
suficientemente fuerte. TendrÃa que ser la crudeza de la pluma y tinta o la voluptuosa riqueza
de los óleos.
Se quedó parada junto a la ventana por algún tiempo, perdida en contemplaciones, hasta
que su atención fue atrapada por otra figura que descendÃa los escalones. Esa vez era su padre,
seguido por su ayuda de cámara. Mientras observaba, el carruaje apareció desde los establos.
Después de que los dos hombres se hubiesen subido a él, oyó a su padre ordenarle al
cochero que lo llevara a la estación. Asà que regresaba a Londres sin siquiera pedir verla.
Qué tonto de su parte sentirse herida cuando sus encuentros eran tan incómodos para
ambos. Además, ahora serÃa libre de subir al techo y pintar el atardecer. Pero Ariel descubrió
que eso era un consuelo inesperadamente débil. Un atardecer ya no parecÃa tan interesante;
no cuando acababa de ver al enigmático lord Falconer. SÃ, pluma y tinta serÃan lo mejor para
él.
Â
VERANO…
Falconer regresó a Gardsley exactamente tres meses después de su primera visita. El dÃa
también era excelente, asà que, despreciándose por su debilidad, tomó el mismo desvÃo por
la finca que habÃa tomado antes. La tierra no estaba en mejor forma de lo que habÃa estado, y
el heno estarÃa arruinado si no era cortado inmediatamente, pero eso no le importaba. Su
verdadero propósito era una melancólica esperanza de que podrÃa ver brevemente de la
muchacha. Pero ella no estaba dibujando en la colina hoy. Las flores hacÃa tiempo que habÃan
desaparecido del árbol, y ahora pequeñas y verdes manzanas colgaban de las ramas.
Giró su caballo con pesar y montó hacia la casa. HabÃa hecho que su abogado hiciera
preguntas acerca de sir Edwin Hawthorne y los resultados habÃan confirmado todas las
sospechas de Falconer. El baronet era un apostador y un conocido seductor de las esposas de
otros hombres. Estaba lejos de Gardsley durante meses interminables, y habÃa estado
suspendido al borde del desastre financiero durante años.
El informe del abogado continuaba diciendo que la única hija de sir Edwin, Ariel, tenÃa veinte
años. HabÃa tenido una institutriz hasta los dieciocho; desde entonces, aparentemente habÃa
vivido sola en Gardsley con sólo sirvientes por compañÃa. En las raras ocasiones en que era
invitada a la sociedad comarcal, era muy admirada por su belleza y modestia, pero la reputación
de su padre y su propia falta de dote debÃan haberla excluido de recibir alguna oferta
matrimonial apta.
A Falconer le habÃa costado creer esa parte del informe. Seguramente los hombres de Kent
no podÃan ser tan ciegos, tan codiciosos, como para pasar por alto a semejante joya simplemente
porque no tenÃa fortuna. El mayordomo dejó entrar a Falconer y lo dejó en una sala de dibujo
al frente de la casa, diciendo que sir Edwin estarÃa con su invitado en un momento. Falconer
sonrió sin alegrÃa. Si el baronet hubiese tenido el dinero, lo habrÃa estado esperando con un
talón bancario en la mano. Ahora probablemente se encontraba en su estudio intentando
desesperadamente pensar en un modo de salvar su derrochador pellejo.
Falconer se paseaba por la sala de dibujo cuando oyó el sonido de voces elevadas, el nervioso
tenor del baronet chocando con los tonos más suaves de una mujer. La sala de dibujo tenÃa
puertas dobles que conducÃan a otra sala de recepción detrás, asà que Falconer las atravesó.
Las voces eran mucho más fuertes ahora, y vio que otro par de puertas llevaba al estudio de sir
Edwin, donde se estaba llevando a cabo la disputa. El baronet estaba diciendo:
—¡Te casarás con él porque yo lo digo! Es el único modo de salvarnos de la ruina.
Aunque Falconer nunca habÃa oÃdo la voz de Ariel, supo instantáneamente que ese tono
dulce y suave le pertenecÃa.
—Quieres decir que te salvará a ti de la ruina, al precio de arruinarme a mà —respondió
ella. —Hasta yo he oÃdo acerca de Gordstone; el hombre tiene mala fama. No me casaré con
él.
Falconer sintió como si lo hubiesen golpeado en el estómago. Gordstone de hecho tenÃa
mala fama, era un apestoso lascivo que habÃa llevado a tres jóvenes esposas a sus tumbas. No
sólo tenÃa una reputación maligna, sino que debÃa ser más de cuarenta años mayor que
Ariel. Seguramente sir Edwin no podÃa ser tan vil como para ofrecer su única hija a semejante
hombre. Sin embargo, Gordstone era rico y el padre de Ariel necesitaba dinero.
En un intento transparente de sonar tranquilizador, sir Edwin dijo:
—No deberÃas oÃr los chismes clandestinos. Lord Gordstone es un hombre rico y
distinguido. Como su esposa, tendrás una posición en la más divertida sociedad de Londres.
—No quiero ser parte de la sociedad de Londres —replicó su hija. —Lo único que qui...
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