Relatos de Plumas Ausentes - Bibliotecas Virtuales de México

Transcripción

Relatos de Plumas Ausentes - Bibliotecas Virtuales de México
Relatos de Plumas Ausentes.
Resaltos, Cuentos y Recuento de los
Narradores de Durango
Antonio Avitia Hernández
México, 2006
Relatos de Plumas Ausentes;
Resaltos, Cuentos y Recuento de los Narradores de Durango.
Antonio Avitia Hernández.
México, 2006.
Derechos Reservados.
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Prólogo
Relatos de Voz a Oído.- Quienes habitaron el territorio del actual estado de Durango antes del
arribo de los europeos, como sociedades ágrafas, al no contar con un sistema de escritura,
juntaron los cuentos, historias, leyendas y mitos de su cultura seminómada en sus mentes y
lenguas y de allí los revelaron y transmitieron a sus descendientes. Al realizar el relato de voz a
oído, heredaron esa imaginación colectiva que dio identidad propia a sus pueblos. Conjunto
integrado de sistemas de ideas, costumbres y creencias que ha logrado sobrevivir a la conquista
europea de Aridoamérica y a los impactos e influencias de otras culturas.
La riqueza de la tradición narrativa oral prehispánica se muestra parcialmente en la serie de relatos
recogidos por el explorador noruego Carl Lumholtz en su libro El México Desconocido, que fue
producto de sus expediciones e investigaciones entre los pueblos indígenas de la Sierra Madre
Occidental, durante las postrimerías del siglo XIX.
Por su parte, el investigador americanista alemán Konrad Theodor Preuss afirmó que: “si él lograba
vivir en una de las tribus descritas por Lumholtz quizá proyectaría una nueva luz acerca de México
prehispánico y particularmente de los aztecas” (BENÍTEZ, FERNANDO. “Los tepehuanes / los
náhuas”, en: Los Indios de México, Tomo V, México, Ed. Era, 1980, p. 110). Entre abril y junio de
1907, Preuss compiló una excelente colección de relatos populares en San Pedro Jícoras,
municipio de Mezquital, Durango, y con ellos integró el libro: Mitos y Cuentos Náhuas de la Sierra
Madre Occidental. Las narraciones incluidas en este libro, recogidas originalmente en la lengua
náhua del pueblo mexicanero o azteca del norte (vecino de los tepehuanes, coras y huicholes)
fueron posteriormente traducidas al alemán por la etnóloga Elsa Ziehm. Sesenta y un años
después, en 1968, los cuentos del libro de Preuss fueron publicados en Alemania, pero todavía
tendrían que pasar catorce años más para que estos relatos náhuas de los mexicaneros
durangueños se imprimieran en español y mexicanero, traducidos del alemán por Mariana Frenk
Westeim. Así, esta importante obra de la narrativa popular de Durango pudo ser leída en México y
descubrió la visión del mundo que tenía y aún conservan los habitantes primigenios del estado.
No solamente Lumholtz y Preuss se han interesado por esta expresión de la cultura popular
durangueña, también Fernando Benítez, en sus textos de Los Indios de México, José Guadalupe
Sánchez Olmedo, en su Etnografía de la Sierra Madre Occidental y Roberto Mowry Zinng, en su
libro Los Huicholes, se han ocupado en la recolección de la narrativa popular de los indígenas y
campesinos de Durango. Todas estas narraciones son importantes, entre otras razones, porque
son producto de la imaginación y la creatividad popular. Sin embargo, por el hecho de no haber
sido expresadas inicialmente por escrito y porque seguramente fueron creadas y recreadas por
diferentes narradores anónimos, se les ha circunscrito o encerrado en los amplios campos de los
estudios del folklore, la antropología y la etnología.
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En el mismo terreno del folklore, un buen número de investigadores y compiladores regionales
como Everardo Gámiz,
Luciano López, Manuel Lozoya Cigarroa, Guadalupe León Barraza,
Francisco Antúnez, Betty Grace Santiesteban y Xavier Gómez han tenido la paciencia y disciplina
suficiente para recoger los relatos populares de la entidad, mismos que se siguen transmitiendo de
voz a oído entre los durangueños y que, en su conjunto, configura uno de los principales elementos
del acervo cultural de la tradición oral regional. Como ya se apunto, antes de la llegada de los
europeos, los habitantes primigenios de Durango eran ágrafos, es decir que, hasta donde se tiene
conocimiento, no contaban con sistemas de escritura, y ese fue el principal motivo por el cual el
desarrollo de su comunicación y tradición oral cobró mayor importancia.
Lírica Narrativa.- Otra forma de expresión cultural muy arraigada en el estado, es la de la lírica
narrativa, que, en sus modalidades: histórica y de ficción, se manifiesta en composiciones poéticas
y musicales conocidas como: tragedias, mañanas y corridos, en las que se relatan los sucesos
sobresalientes de la vida cotidiana en forma cantada.
Aprovechando los elementos de la construcción narrativa y poética de la lírica regional, durante el
primer tercio del siglo XX, el doctor Francisco Castillo Nájera escribió su poema lírico-narrativo El
Gavilán. Corrido Grande, como un intento de girar la lírica narrativa folklórica al terreno poético
académico. Tanto los cuentos como las leyendas, los mitos y las obras de la lírica narrativa
populares se enmarcan dentro del estudio del folklore como elementos importantes de la creación
artística y, aunque en ocasiones son desdeñadas como narrativa estrictamente literaria, su
permanencia hace evidente el gusto del pueblo de Durango por los relatos orales como formas
afortunadas y perdurables de comunicación e identidad.
El Alfabeto y la Cruz.- Solo hasta el siglo XVII y con grandes dificultades de tipo militar, el territorio
estatal fue casi totalmente conquistado por los españoles, quienes aún tuvieron que enfrentar las
múltiples guerras de resistencia de los pueblos seminómadas que habitaban la gran extensión
norteña de Nueva España. Sin embargo, las riquezas minerales fueron acicate suficiente para que
de manera constante se intentara la dominación armada y el sometimiento espiritual de las etnias
de la Nueva Vizcaya y el establecimiento de misiones, congregas y presidios. Así, con el arribo de
los misioneros europeos que buscaban el martirio o la difusión de la doctrina católica, arribaron
también los primeros tinteros y hojas de papel a los territorios neovizcaínos.
Fieles a su religión y a sus órdenes monásticas, los misioneros, sobre todo jesuitas y franciscanos,
comenzaron a difundir el evangelio y a escribir edictos, pastorales, catecismos, diccionarios,
milagros, oraciones, epístolas, pastorelas, pasiones, elogios, sermones, juicios, estatutos, poemas
religiosos, alabanzas y loas, así como relaciones y romances históricos y de ficción en idioma
español y algunos de estos textos, sobre todo teatrales, fueron traducidos a los idiomas de las
etnias a evangelizar.
A pesar de la paulatina implantación de la cultura y la población europea y el surgimiento del
mestizaje en la Nueva Vizcaya, el analfabetismo, la inexistencia de una industria editorial y la
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imaginación atada a los cánones culturales de la religión, obstaculizaron, hasta donde se sabe, al
menos durante el periodo colonial, el desarrollo de las narraciones literarias en la entidad.
Relatos de Plumas Ausentes.- Según se tiene noticia, es hasta mediados del siglo XIX cuando,
en la capital de la República, dieron inicio las publicaciones de relatos de ficción de un escritor
durangueño: Francisco Zarco Mateos, a quien se le puede considerar como el primero de los
narradores literarios de Durango.
A principios del siglo XX, en la ciudad de Zacatecas, se pusieron a la venta los volúmenes con las
novelas y los cuentos de Rafael Ceniceros y Villarreal. Después, desde 1915 hasta 1986, la ciudad
de México y, en un caso aislado, la ciudad de Xalapa, Veracruz, fueron los lugares en donde se
reprodujeron, en letras de molde, los relatos de los escritores nacidos en el estado de Durango que
han obtenido algún reconocimiento de importancia, por parte de la crítica.
Criterios de Selección.- El objeto principal de esta antología es el de ofrecer diversas muestras de
lo más reconocido de la producción literaria narrativa, principalmente en los géneros de novela y
cuento, de los escritores oriundos de la entidad.
El realizar una antología representa en sí, una selección, en la cual, los criterios de selección
pueden parecer absurdos o injustos y la razón evidente puede significar algo muy lejano o ajeno,
en ocasiones, a los resultados. Por otra parte, si no se imponen reglas para elaborar el trabajo, las
excepciones y las tolerancias pueden llegar al extremo de no permitir selección alguna.
Una vez analizado el abundante aparato crítico de los materiales compilados, se observó que la
mayoría de los escritores nacidos en Durango, habían realizado y publicado su obra fuera del
estado al tiempo que, en el interior de la entidad, se habían desarrollado diversos narradores que
no son oriundos del lugar.
El sólo hecho de nacer o radicar en determinado lugar, no trae consigo calidad o talento literario y,
por el hecho de que el objeto de esta compilación es el de reunir muestras de las letras narrativas
de los escritores oriundos del estado, se optó por esta base normativa de manera rígida, la cual,
como todo principio, puede aparecer como injusto, sobre todo a quien se le aplica en su perjuicio o
exclusión. De esta manera se excluyó a los escritores que, aun cuando han vivido y publicado su
obra en Durango, no fueron originarios del territorio estatal.
En relación con la regla impuesta es lamentable la ausencia, en esta antología, de escritoras como
Olga Arias y Yolanda Natera, entre otras y otros. No obstante, en algo puede aminorar la posible
injusticia de la exclusión, la mención de la obra de los excluidos en la bibliografía final. De cualquier
manera, se ofrece una disculpa a los narradores, o a las narradoras, posiblemente afectados, o
afectadas, por la involuntaria y posiblemente injusta omisión de sus textos en esta antología.
Se consideró también el hecho de que la obra de los escritores antologados hubiese sido
publicada, de manera parcial o total. Sin embargo, el principal criterio que guió la selección fue el
de la consagración que el tiempo y la crítica han dado a la obra de los narradores, estableciéndoles
un lugar en la historia de la literatura internacional o nacional. Esto sin olvidar a los escritores
relativamente jóvenes cuyo talento ha sido objeto de reconocimiento.
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Al momento de escoger las obras que integran esta colección se tuvo que lidiar con diversas
limitaciones, a saber:
Extensión.- Por motivos de economía y volumen, las obras no debían exceder una extensión
razonable. Por esta razón se prefirió siempre el cuento. En los casos de los narradores que no han
producido textos de extensión breve, se seleccionó cuidadosamente un fragmento o capítulo,
resalto de su producción novelística, verificando que los cortes no fuesen bruscos en lo que a la
secuencia del relato no íntegro se refiere.
En algunas memorables excepciones, dado el prestigio del escritor o la importancia de la obra
transcrita, se superó ligeramente la extensión promedio del texto, reproduciendo varios relatos
breves o una novela corta.
Filiaciones e Ideologías.- De acuerdo con su participación política e ideológica en la sociedad,
algunos de los narradores reunidos tuvieron papeles importantes en diversos periodos de la
historia del país:
Francisco Zarco Mateos fungió como líder intelectual liberal de la época de la Reforma, a mediados
del siglo XIX. Rafael Ceniceros y Villarreal, en sus letras, representó a la tendencia conservadora
de principios del siglo XX, fue presidente del Partido Católico Nacional, PCN, y durante la Primera
Rebelión Cristera, dirigió la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, LNDRL.
Abordando la temática del periodo revolucionario, Nellie Campobello tomó el bando popular
campesino villista del norte de Durango y el sur de Chihuahua, mientras que Martín Gómez Palacio
y Atanasio G. Saravia escribieron en sus textos sobre la Revolución, en contra de los ejércitos
populares y abogando por los grupos conservadores citadinos de la capital del estado.
Por su parte Xavier Icaza y José Revueltas expresaron, de manera abierta, su posición política
afiliada, en su momento, a la izquierda radical mexicana, mientras que Antonio Estrada Muñoz, sin
vínculos reales con grupos conservadores, optó por escribir sobre la Segunda Rebelión Cristera,
más relacionada con los indígenas y mestizos del sur del estado.
Los exponentes durangueños de las letras de las postrimerías del siglo XX: Jaime Muñoz Vargas y
Jaime del Palacio junto con algunos de las primeras tres décadas de la segunda mitad del siglo XX
como: María Elvira Bermúdez, Salvador Reyes Nevares, Ladislao López Negrete y Francisco
Durán no declaran en sus relatos una posición política definida.
De los catorce escritores reunidos, cinco de ellos: Nellie Campobello, Francisco Durán, Antonio
Estrada Muñoz, Jaime Muñoz Vargas y Atanasio G. Saravia han ubicado el ambiente de la mayoría
de sus relatos en los campos, sierras, poblaciones y llanos de Durango, mientras que los demás no
han circunscrito su narrativa al ámbito estatal.
De los catorce autores incluidos en esta antología, dos son mujeres, y doce son hombres. Uno de
ellos, Francisco Zarco Mateos, produjo únicamente obras de narrativa breve. Dos: Nellie
Campobello y Atanasio G. Saravia únicamente han escrito novelas y los doce restantes han
trabajado los dos géneros literarios. De los catorce escritores que integran esta colección,
solamente Jaime Muñoz Vargas ha radicado la mayor parte de su vida en el territorio estatal. Los
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trece restantes, en su mayoría, establecieron o han establecido su residencia en la ciudad de
México. Once de los catorce nacieron en la ciudad de Durango y los otros tres fueron oriundos de
otras ciudades y poblaciones del estado.
Los veleidosos movimientos, estilos, tendencias y escuelas literarias cambian constantemente,
aunque domine un determinado gusto o forma en cada época y lugar, de acuerdo con los grupos
sociales y de poder, las opiniones y crítica literaria predominantes. Como los lectores podrán
observar, las escuelas a las que pertenecen los escritores antologados abarcan: El costumbrismo,
en el que se describen o retratan las costumbres o modos de vida regionales. El modernismo,
movimiento que rompe con las formas anteriores y que prefiere temas y formas de expresión llenas
de metáforas brillantes. El estridentismo, movimiento con el que Xavier Icaza buscaba la manera
de constituirse en la vanguardia poética y narrativa de la ideología revolucionaria y acercar las
letras a la sociedad. Los escritores durangueños también ensayaron otros estilos, como el realismo
socialista de las letras de José Revueltas, o el género policiaco de los relatos de María Elvira
Bermúdez y Salvador Reyes Nevares, sin dejar de mencionar la sátira de Francisco Durán y el
género histórico de Atanasio G. Saravia. Entre los textos narrativos producidos por los escritores
aquí reunidos hay algunos en los que se suscita la combinación de diversos modos literarios sin
una pureza específica de estilo.
Pocas han sido las publicaciones periódicas regionales especializadas en narrativa y únicamente la
Universidad Juárez del Estado de Durango, UJED, y uno que otro grupo cultural se han ocupado
por la difusión de textos de relato, en los que, excepción hecha de José Revueltas, María Elvira
Bermúdez y Nellie Campobello, pocas veces se incluye a los escritores no radicados en la entidad.
En los últimos años del siglo XX se instituyó el Premio de Novela Corta Antonio Estrada y el Premio
de Cuento María Elvira Bermúdez, al tiempo que se conformaron dos asociaciones de escritores
durangueños.
Para evitar confusiones, en esta antología se optó por ordenar los textos de manera cronológica,
con respecto a la fecha de nacimiento de sus autores.
Como se puede desprender de este trabajo, no es falso, hasta los inicios del siglo XXI, que el
desarraigo y la ausencia de los durangueños que a las letras han dedicado total o parcialmente sus
vidas, ha tenido como consecuencia una mejoría en su calidad narrativa. De este recuento se
puede afirmar que los narradores más galardonados y reconocidos que han nacido en el estado,
casi todos, tienen la constante de la migración, la nostalgia o el olvido de su tierra natal, eso que se
ha dado en llamar la Patria Chica.
Este libro no hubiera sido posible sin la colaboración, en múltiples aspectos y desinteresada, de
las siguientes personas: El librero de viejo y viejo amigo Francisco Javier Gómez Muñoa; los
escritores Francisco Durán Martínez, Jaime del Palacio, Beatriz Quiñónez, Lidia Acevedo Zapata,
Jaime Muñoz Vargas, Yolanda Natera y Emma Rueda Ramírez. También: Patricio Avitia, Juan
Antonio de la Riva, Martha Irene León Vera, Irma Angélica Camargo Pulido, Andrea Olivia
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Revueltas Peralta, Beatriz Reyes Nevares, María Rosa Fiscal, Fernando Martínez Sánchez, María
Saravia y Guy Thiebaut. A todos ellos, mi más profundo agradecimiento.
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Francisco Zarco
El periodista, político, políglota, autodidacta, inventor de un sistema de taquigrafía, traductor, editor,
diputado del Congreso Constituyente de 1857, historiador, ministro de diversas carteras, miembro
del Partido Liberal, literato, ensayista y narrador; Joaquín Francisco Zarco Mateos, nació en la
ciudad de Durango, el 3 de diciembre de 1829.
La vida del ilustre duranguense se desarrolló en medio de las turbulentas pugnas políticas entre los
grupos de liberales y conservadores, del siglo XIX. Como miembro y dirigente intelectual del
bando liberal, Zarco puso su capacidad de escritor al servicio de la causa de la República y la
Reforma con sus artículos, reportajes y crónicas; mismos que eran publicados en los más
prestigiosos periódicos durante la conflictiva época juarista y que ahora forman parte importante de
la historia de la Nación.
No fueron pocas las ocasiones en que Francisco Zarco fue aprehendido y encarcelado a causa de
las reacciones que, en la opinión pública, provocaron sus escritos.
Cuando la Patria se vio invadida por el Ejército Francés, Zarco no dudo ni un momento en combatir
contra la oprobiosa Intervención y desde el exilio, en los Estados Unidos, con sus textos, defendió
la razón de la República contra quienes apoyaban al Imperio de Maximiliano de Habsburgo, hasta
que éste cayó.
El 22 de noviembre de 1969, Zarco Mateos murió y dos días después de su fallecimiento fue
declarado Benemérito de la Patria.
La obra de Zarco, en lo que a literatura se refiere, fue limitada y sólo produjo textos narrativos entre
los años de 1849 a 1855, aún así, en tan breve lapso, Zarco pudo escribir un centenar de trabajos
literarios entre que los que encontramos ensayos morales y descriptivos, ensayos biográficos,
artículos de costumbres y crítica.
En muchos de ellos, como escritor costumbrista, Zarco se
firmaba con el Pseudónimo de Fortún.
Afortunada, aunque poco conocida, la obra literaria de Zarco fue truncada por el llamado del deber
nacional o, como nos lo dice el escritor René Avilés Favila:
Fortún fue un joven escritor que sacrificó su amor a las letras en aras de la Patria; un joven
que envejeció prematuramente, tal como lo vio (Guillermo) Prieto, “encorvado sobre su
mesa en su humilde asiento de periodista”.
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Francisco Zarco
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PARÁBOLAS
La Reina y la Pastora
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En verdad os digo que quien envidia la condición ajena no sabe lo que envidia.
En un tiempo que pasó ya, había una reina que dominaba extensas comarcas, que contaba por
millones el número de sus vasallos, que oía resonar continuamente en sus oídos el suave
murmullo de la lisonja, como se oye a la hora de siesta el continuo zumbido de la abeja que gira en
torno de las rosas.
Y era la reina joven, y su frente relucía como un cielo sereno, y la voz de los hombres la aclamaba
la más bella de las mujeres.
Y sus caprichos eran leyes, y su voluntad soberana.
Y la reina no era feliz.
Porque la felicidad huye de la grandeza y del fausto.
Es una ave caprichosa que gusta de formar su nido en la soledad y en el silencio, y que se refugia
en lo más íntimo del corazón.
Y la reina en medio de su brillo y poderío, se sentía devorada de tedio y de tristeza.
Y había mil gentes que se preguntaban atónitas: ¿Qué es lo que puede causar la tenaz melancolía
de nuestra soberana?
Porque todos creían que quien domina a los pueblos, y tiene sus arcas llenas de oro, es feliz en
este mundo.
Y la reina que dominaba a los pueblos y que tenía sus arcas henchidas de oro no era feliz.
El tedio la devoraba, el tedio que es un gusano pérfido que roe todas las delicias del alma.
Y la reina para divagar su tedio, se entregaba a fiestas espléndidas que lucían todas las pompas
de su ostentosa corte.
Y después de mil festines, en que había armoniosas músicas y festivas danzas, la reina estaba
cansada de sus palacios y de su fausto, y a veces si frente se anublaba en medio de las galas del
sarao.
Y había mil gentes que se preguntaban confusas. ¿Qué es lo que puede entristecer a nuestra
reina, que vive presidiendo magníficos festines?
Porque creían que quien vive en perpetuas fiestas es feliz en este mundo.
Y la reina que se había entregado al bullicio de los festines no era feliz.
Y un día dispuso para divagar su tedio salir con su corte a las selvas, para entretenerse en cazar.
Y todos sus cortesanos se aprestaron a la caza, y prepararon soberbios corceles, y vistosos
jaeces, y certeras armas, y todos anhelaban hacer tiros felices para obtener una mirada de la reina.
* Fechado en 1851. Apareció en El Presente Amistoso de 1852, pág. 257
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Y llegó el día señalado para la caza, y todo el palacio era movimiento y ruido.
Los cortesanos cubiertos de púrpura y de grana, de oro y de pedrería, formaban un vistoso
enjambre. Y el sol reverberaba en los brillantes adornos de ellos y de sus caballos.
Y la reina montó en un palafrén, blanco como los campos sembrados de lino, manso como las
palomas, y ligero como las águilas que viajan a lo más alto de las nubes.
Y el palafrén estaba lleno de oro, parecía contento y orgulloso, porque sus narices se hinchaban, y
relinchaba satisfecho.
Y damas y caballeros, escuderos y pajes acompañaban, a la reina, buscando una sonrisa de sus
labios.
Y todos llevaban ballestas y flechas, y sobre la muñeca de las damas se posaban, impacientes de
lanzar su vuelo, los halcones.
Y luego, muchos escuderos guiaban una multitud de galgos corredores y ágiles para perseguir a
los habitantes de las selvas.
Y la regia comitiva salió de la ciudad, y a poco llegaron a un bosque, que era espeso y confuso
laberinto.
Y a una señal dada por la reina sonaron los cuernos de los cazadores, y damas y caballeros,
galgos y halcones se internaron en la espesura buscando cerdosos jabalíes, tímidos ciervos,
ligeros venados, traviesas liebres e inocentes aves.
Y hubo ruido y confusión por algún momento, y la reina también corrió en pos de caza, para matar
su tedio.
Y cuando ella corría, los otros cazadores se quedaban atrás, para que ella les llevara ventaja, y a
cada movimiento de la reina, veía que le daban mil muestras de respeto y de sumisión.
Y si ella perseguía a una fiera aunque no la alcanzara, todos aplaudían con gozo y entusiasmo, y
cada cazador venía a contarle sus tiros y a ofrecerle su caza, y los caballeros la elogiaban y las
damas la ensalzaban.
Y toda esta adoración no satisfacía el corazón de la reina.
Porque la reina no era feliz.
Cuando más respetos y atenciones a la reina prodigaban sus vasallos, acertó a pasar cerca del
lugar de la caza, una pastora que apacentaba su rebaño.
La pastora era niña, y era hermosa y fresca como las flores que crecen a la orilla de los ríos.
Y el ruido de la caza llamó la atención de la pastora, que curiosa se dirigió a ver quiénes eran las
gentes que llenaban las selvas, e interrumpían su silenciosa calma.
Y los ojos de la pastora se deslumbraron con tanto brillo y con tanta pompa, y se detuvieron en la
mujer a quien todos tributaban homenajes.
Y la pastora comprendió que aquella mujer era la reina, de quien había oído hablar con admiración
y asombro.
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Y la reina la descubrió a lo lejos, y sus miradas separándose de sus cortesanos se fijaron en la
pastora y en sus ovejas, como el sol a veces se retira de los techos dorados de los palacios para
alumbrar la paja de las cabañas.
Y cuando la reina y la pastora se miraron y se contemplaron un instante, se entristecieron, y
sintieron ganas de llorar.
Porque la reina pensó dentro de su corazón:
“¡Feliz es esa pastora, a quien nadie adula, y desgraciada soy yo a quien todos ponderan!
“¡Feliz es ella sin pompas y sin galas!
“¡Feliz es ella que no tiene ambición, ni ama los honores!
“¡Feliz es ella que no teme perder lo poco que le dio la fortuna!
“¡Feliz es ella que encuentra sumisas a sus ovejas, y no envidiosas ni altaneras como a veces
encuentro yo a los príncipes de mi reino!
“¡Si nadie la adula, nadie la engaña; si nadie le rinde homenajes de respeto, ella se ve libre de
tantos rostros indiferentes, de tantas adoraciones frías, de tantas humillaciones insulsas, y ella vive
contenta y feliz!
“¿Por qué mi destino me hizo reina y no pastora?
“Yo sufro, yo lloro, yo me canso de la vida, y de mis palacios, y de mi poder y de mi oro.
“Y quisiera vivir como esa pastora apacentando ovejas en medio de la soledad, libre y contenta,
humilde y satisfecha.
“¿No podrá cambiarse mi destino?”
Y la reina suspiró y la tristeza plegó sus negras alas sobre su frente de alabastro.
Y entre tanto la pastora pensó dentro de su corazón.
“Feliz es esa reina a quien nadie desprecia, y desgraciada soy yo a quien todos humillan.
“¡Feliz es ella sin soles y sin trabajos!
“¡Feliz es ella que no tiene miseria, ni vive con ovejas!
“¡Feliz es ella a quien la fortuna asegura sus inmensas riquezas y su poder soberano!
“¡Feliz es ella que encuentra tantas gentes que se le inclinen, que tiene hermosos caballeros y
lindas damas que la sirvan, que es adorada y ensalzada por su corte.
“¡Ay!, nadie la desprecia, ni la humilla, todas la aman, la veneran, la respetan y le dicen que es
hermosa. En medio de tantas pompas, ella debe vivir contenta y feliz.
“¿Por qué mi destino me hizo pastora y no reina?
“Yo sufro, yo lloro, yo me canso de la vida y de mis ovejas, y de mi cabaña y de mi pobreza.
“Yo quisiera vivir como esa reina, dominando a los grandes de la Tierra, en medio de ruidosas
fiestas, orgullosa y contenta, altiva y satisfecha.
“¿No podrá cambiarse mi destino?”
Y la frente de la pastora se inclinó entristecida, y lloró; y su pecho lanzó un gemido de dolor.
Siguió la caza y terminó cuando la noche cobijada con sus alas la tierra.
Y la reina volvió a su palacio y la pastora a su cabaña.
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Y ambas encontraron duro su lecho y suspiraron llenas de tristeza.
La reina volvió a su palacio y la pastora a su cabaña.
Y ambas encontraron duro su lecho y suspiraron llenas de tristeza.
La reina pensaba en árboles y en flores, en arroyos y en canoras aves, en la soledad de los
campos, en la inocencia de los pastores.
Y la pastora veía palacios y tronos, cetros y coronas, el brillo de las cortes, y el poder de los reyes.
Y ambas se quejaban de su destino y se tenían envidia.
Porque ninguna de las dos sospechaba las penas de la otra.
Y ni la reina, ni la pastora eran felices.
Y lo que ellas llamaban destino, que es el Señor que vive más allá de las nubes, no hizo caso del
lamento de las dos mujeres, y dejó que la reina fuera reina, y la pastora, pastora.
Y así acontece con los hombres de todas las condiciones que siempre se imaginan feliz la suerte
de los demás, y creen ser los únicos desgraciados de la Tierra.
Pero en verdad, os digo que quien envidia la condición ajena no sabe lo que envidia.
Porque en la Tierra están las chozas humildes y los soberbios alcázares, y la tierra es sólo el
camino en que es peregrina la humanidad, sin hallar nada que satisfaga sus insaciables deseos.
Al fin de esa jornada, están el cielo, y el Padre que reina en el universo.
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El Egoísta ∗
Había un hombre que era muy rico, porque su padre lo había sido.
Pero si bien él amaba las riquezas, no sabía el trabajo que cuesta adquirirlas, ni pensaba jamás en
explicarse por qué mientras él era rico, otros hombres eran pobres.
Y como él tenía grandes casas y lujosos muebles, y muchos criados, pensó para sí: “A ningún
hombre necesito en el mundo”.
Y creyendo que de nadie necesitaba se resolvió a vivir aislado, comprando a peso de oro algunos
placeres.
Y creyendo que de nadie necesitaba no tenía amigos, ni relaciones, y temía que si algunos llegaba
a tener, servirían sólo para disminuir sus riquezas.
Y no había amado a mujer alguna, porque su corazón estaba lleno con su avaricia, y en él no
había hueco para otras emociones.
Si un forastero pedía albergue en la casa del hombre rico para pasar la noche, se lo negaba para
no incomodarse con tener que obsequiarlo.
“Jamás iré yo a dormir a la casa de nadie, decía, y así ¿para qué he de recibir al vagabundo que
quiere cenar!
Un ciego preguntó un día al hombre rico por dónde había de dirigir sus inciertos pasos para llegar
al mercado, y el rico volviendo la espalda tuvo pereza de responder, y no quiso tocar con su mano
la mano del ciego.
“Si yo veo bien, pensaba, cual es mi camino, ¿para qué me he de entretener en guiar a los ciegos
que piden limosna?”
Al pasar una vez junto a un río oyó los gritos de una mujer que clamaba de dolor.
Era una madre, cuyo hijo se llevaba la corriente.
Cuando vio al rico, imploró su auxilio para salvar a su hijo, y el rico no quiso mojarse, y siguió su
paso fingiendo que nada veía.
“Si yo no me baño en el río, ni tengo hijos, ¿para qué, pensaba, he de andar salvando a todos los
imprudentes que se dejan arrebatar de la corriente?”
Si de noche oía el grito de un hombre a quien acometían y despojaban los malhechores, aunque
con sólo hablar pudiera salvarlo, permanecía impasible.
“¿Por qué he de andar cuidando a los que se dejan robar, una vez que a mi casa no pueden entrar
los ladrones?”
Un día vio en el camino a un leñador rendido de fatiga, que no tenía fuerzas para echar a sus
espaldas su carga.
Y el leñador le rogó que le ayudara nomás a colocar la carga sobre sus espaldas.
* Fechado en 1851. Apareció en El Presente Amistoso de 1852, pág. 267.
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Y el rico no quiso ayudarle. “Si yo no tengo nada que cargar, ¿he de andar ayudando a todos los
perezosos?”
Y el rico vivía rico; pero no tenía amigos, ni había una sola mujer que lo amara.
Y sus criados lo temían, pero no lo amaban.
Y el caminante que no encontró abrigo en su casa, y el ciego a quien no quiso guiar, y la madre a
quien no quiso ayudar a salvar a su hijo, y los que eran robados en su presencia sin que él los
amparara, y el leñador a quien negó su ayuda, contaban entre el pueblo que aquel hombre no
tenía corazón…
Y el pueblo no lo aborrecía, porque el pueblo raras veces suele aborrecer, pues el odio popular es
un monstruo que se aparenta por unos cuantos impostores.
Pero de boca en boca se fueron contando las cosas que yo os cuento ahora.
Y nadie ya pensaba en encontrarse a su paso con el hombre que estaba lleno de riquezas, que en
ninguna parte era amado, ni bendecido.
Porque para ser amado, fuerza es amar en este mundo y sólo recoge bendiciones quien siembra
beneficios.
El que sembró guijarros nunca cosechó espigas de trigo.
Y parecía que la prosperidad se había fijado para siempre en la casa del hombre rico.
Pero es la fortuna mudable como las olas del mar y nunca un día se pareció a otro día.
Y una noche vio el pueblo que se levantaban columnas de humo de la casa del hombre rico; pero
el pueblo no se inquietó.
Y después se elevaron llamas de fuego que subían hasta el cielo, y el pueblo miraba desde lejos,
sin afligirse por la suerte del hombre rico.
Y los criados de éste huyeron, y su casa se redujo a cenizas.
Y él salió llorando de dolor; pero sus gemidos se perdieron en el viento sin que lo siguiese ningún
corazón para consolarlo.
Y cuando él pidió un rincón en qué descansar, le contestaron: “Cuando tenías casa a nadie
hospedabas; no nos molestes, duerme a campo raso”. Y el egoísta lloró de dolor.
Y había en la ciudad un hombre que daba limosna a los pobres, y cuando lo supo el hombre que
había sido rico, quiso ir a ser socorrido.
Y preguntó a un muchacho que iba guiando a un ciego: “¿A dónde está la casa del que socorre a
los pobres”?
“No lo sabrás por mi boca, dijo el muchacho, porque la tuya estuvo cerrada cuando mi padre te
preguntó cuál había de ser su camino”.
Y el egoísta lloró de arrepentimiento.
Y como tenía hambre y no pudo llegar a la casa del que socorría a los pobres, casi desfallecido,
pidió un pedazo de pan a la puerta de una casa, y oyó una voz de mujer que le decía: “Tú eras
sordo cuando yo te gritaba para que salvaras a mi hijo, ¿cómo quieres que yo te oiga ahora que
tienes hambre?”
18
Y el egoísta lloró de hambre y maldijo su propio corazón.
Y cuando la mujer lo vio llorar, le arrojó un pedazo de pan como se tira un trozo de carne a un
perro hambriento, diciéndole: “Come, pero vete”.
Y una noche en que nevaba, el egoísta desnudo temblaba de frío y quiso sentarse junto a una
lumbrada de una miserable familia.
Pero cuando la llama iluminó el rostro: “Apártate de mi fuego”, le dijo un hombre, “que tú no
quisiste ayudarme a cargar mi leña”.
Y el egoísta se fue llorando de desesperación.
Y un día pidió limosna a un hombre en medio del camino.
Y el hombre le dijo “Tendría que darte, si tú no me hubieras dejado robar sin moverte”.
Y el egoísta no inspiraba lástima a las gentes que decían: “A ese hombre castiga Dios porque
jamás hizo bien a nadie”.
Y después de muchos años de miseria y de llanto, el Señor Dios debió conocer que el egoísta
había expiado su maldad, y le envió la muerte.
Pero cuando él murió no hubo quien llorara por él.
Porque aquél que a nadie ama no puede ser amado.
Y si sois ricos, pensad que Dios da y quita las riquezas a su antojo, y que nada es nuestro en este
mundo.
Y si no queréis un día sufrir lo que el egoísta, no seáis como él.
Y tened presente que el egoísta no ama más que a sí mismo, y que la dicha y el placer consisten
en amar y en ser amado de los demás.
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20
El Salto del Imprudente ∗
Dos hombres se encontraron en un camino, y con la mira de ayudarse mutuamente, convinieron en
acompañarse.
Y pronto ellos mismos pudieron notar la diferencia que en su carácter había, porque era el uno
impetuoso, violento e impaciente, y el otro por el contrario, era sosegado, tranquilo y sufrido.
Y a pesar de esto, no disputaron con calor, y mutuamente sufrían sus defectos, porque la
necesidad los unía.
Y un día en que ya estaban cansados por el calor, y en que ansiaban llegar a alguna posada, para
comer y refrigerarse, una tempestad horrenda se desató en los cielos, y el día se oscureció, y
retumbó el trueno majestuoso, pero aterrador.
Y los dos viajeros seguían caminando a cada paso más cansados.
Y el impaciente corría y saltaba de despecho, y esto sólo servía para cansarlo más y más.
Pero el sufrido iba callado y en calma, y se agitaba menos.
Y cuando ya el cansancio los rendía, vieron que la oscuridad de la tormenta les había hecho
extraviar el camino, y vieron delante de sus pies la barranca profunda. Y había un espacio difícil
de salvar, porque serían quince pasos de hombre lo que faltaba para que la planicie de la tierra
estuviese unida.
Y entre los quince pasos de hombre había un abismo hondo, insondable y tenebroso.
Y los dos se detuvieron horrorizados, y con tristeza pensaron que necesitaban volver a andar el
camino, para lo que ya no tenían fuerzas. Y viendo del otro lado de la barranca una pequeña
aldea, sintieron ganas de no retroceder.
El impetuoso dijo: yo atravieso de un salto la barranca.
Y el sufrido dijo: difícil y riesgoso es. Y viendo un árbol que el huracán había encorvado hacia el
suelo, añadió: si pudiéramos hacer caer este árbol, nos serviría de puente para pasar la barranca.
Y dijo el impetuoso: hacedlo si podéis, que yo sin puente puedo pasar. Y lanzó un grito de
desesperación, y se mesó los cabellos, y vio con aire de desprecio al sufrido, con esa mirada que
quiere decir: “miedo tienes”.
Y el sufrido comenzó a hacer caer el árbol para que le sirviera de puente en la barranca.
Y viendo esto el impaciente, se lanzó de un brinco a salvar la barranca. Y después se oyó un
gemido de dolor.
Había saltado la barranca, pero al llegar al otro lado su cuerpo se había lastimado, y una pierna se
le había roto, y no podía moverse.
* Fechado en 1851. Apareció en La Ilustración Mexicana, tomo I, pág. 314.
21
Y el sufrido no podía auxiliarlo, porque aún no pasaba la barranca, y seguía doblando el árbol. Los
vientos le ayudan, y algún tiempo después el árbol tocaba en los dos lados de la barranca, y servía
de puente. Y el hombre sufrido pasó poco a poco y llegó a salvo, y podía seguir su camino.
Pero el impaciente no podía andar, y sufrió mucho para moverse, y se tardó lo mismo que el
hombre tranquilo, y se hubiera tardado mucho más si éste no lo hubiera acompañado.
Hombres impetuosos, cuando en vuestro camino encontréis barranca, no saltéis, si podéis hacer
puentes.
Porque el que salta puede romperse una pierna o quedarse en la barranca.
22
El Ansioso de Honores ∗
A las puertas de una ciudad populosa vivían dos hombres, cada uno en su casa. Y los dos tenían
esposa e hijos y algunos bienes de fortuna.
El uno aspiraba a que su nombre resonara por el mundo, y a que se le tributaran elogios, y se
complacía en oír alabar la belleza de su esposa, las gracias de sus hijos y el lujo de su casa. El
otro no quería ser aplaudido, y vivía retirado trabajando y ensañado a trabajar a su familia.
El ansioso de honores daba convites y festines, y tenía juegos y músicas, y se rodeaba de los
grandes y de los potentados, para que éstos esparcieran su fama por el mundo. Y los grandes y
los potentados decían: “En verdad que mucho gasta este hombre, pero nos obsequia más por
vanidad que por aprecio”. Y el ansioso de honores quedaba contento con los elogios que oía
hacer de sus manjares, de sus vinos, de sus muebles y de sus carruajes.
Y a la casa del que no quería honores no iban ni los grandes ni los ricos, pero cuando pasaba un
pobre era socorrido, y cuando sabía que había un enfermo, era curado.
Y el ansioso de honores no sabía si en la Tierra había pobres ni enfermos.
Y los hijos del ansioso de honores eran hermosos, y sabían cantar, y bailar, y comer, y hacer
ostentación de su riqueza.
Pero los hijos del que no quería honores, sabían trabajar, y no sabían cantar ni bailar ni se
enorgullecían con su riqueza.
Y aconteció que de repente hubo un incendio que consumió las casas de los dos hombres. Y las
familias arruinadas y pobres, entraron llorando a la ciudad. El hombre ansioso de honores estaba
desesperado, y sus hijos también. El hombre que no quería honores estaba triste; pero resignado,
y consolaba a sus hijos.
Y el orgulloso tocó a la puerta de los grandes y de los potentados, que no lo conocieron, y no tuvo
ni un pedazo de pan. Y el humilde, que había sido bueno y caritativo, fue llamado por los pobres y
tuvo que comer.
Y corrieron días, y meses, y años, y el que no quería honores seguía trabajando y sus hijos con él,
y todos eran estimados por su honradez; y en ansioso de honores no halló quien lo ayudara; ni él,
ni sus hijos sabían trabajar; y él era mendigo, y sus hijos cantaban y bailaban en las plazas y en las
calles divirtiendo a la multitud para no morirse de hambre.
Obsequiad a los ricos y a los grandes, y seréis abandonados; servid a los pobres y a los pequeños,
y un día ellos os servirán en la desgracia.
* Fechado en 1851. Apareció en La Ilustración Mexicana, tomo I, pág. 329, con el título de
Parábola.
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24
El Piloto y los Navegantes∗
En otro tiempo, varios hombres construyeron una barca para atravesar los mares e ir a buscar
fortuna en apartadas regiones.
Y desde que comenzó la construcción arreglaron que uno de ellos había de ser piloto para dirigir la
nave y llevarla a un buen puerto.
Y como todos tenían iguales derechos a esas importantes funciones, convinieron en elegir
libremente al piloto el mismo día en que abandonaran las playas de la patria.
Y convinieron también en que el elegido fuera respetado y obedecido, y en que además recibiera
dones y homenajes de todos los navegantes.
Entre ellos había marinos valerosos e inteligentes que parecían a propósito para dirigir el timón, y
que por una larga experiencia conocían el curso de las corrientes, los peligros de los escollos y de
los bancos de arena. Pero estos tales eran modestos, y no quisieron mendigar los sufragios de
sus compañeros.
Y había otro ignorante, orgulloso y lleno de ambición, que aspiraba a honores que no merecía. Un
día que sopló la tempestad y silbó el huracán, y las olas embravecidas subieron a la playa
amenazando llevarse la barca a medio construir, el ambicioso huyó despavorido y dejó a los
demás el cuidado de salvar la nave.
Pero cuando pasó la tempestad volvió sonriendo y se excusó diciendo: que como él tenía poder
sobre los vientos no quiso estar presente a la hora de la tormenta.
Y comenzó a implorar de todos que lo nombraron piloto, jactándose de que sabía vencer la
tempestad, prometiendo que siempre llevaría la nave viento en popa y que no abusaría del poder
que le otorgaran. Y como había muchos que no creían en sus palabras, ofreció a algunos dividir
con ellos su autoridad y partir el fruto de los dones de los navegantes. Y por interés gritaron que
era inteligente y activo.
Y estos hombres interesados gritaron tanto, que hicieron callar a los demás, y a fuerza de intrigas y
amenazas y promesas, el hombre ambicioso fue nombrado piloto y sonrió de gozo, y sólo pensó en
ser respetado y ensalzado.
Y así es como la ambición se sobrepone al mérito, la intriga a la inteligencia, y la bajeza a la virtud.
Concluyóse la barca; levaron anclas, el viento soplando suave y sereno infló las velas, y todos se
alejaron del puerto contentos, esperando unos que el piloto pensara sólo en cumplir con sus
deberes, y otros que realizara sus promesas.
El buen tiempo continuaba, y la barca se deslizaba sobre las aguas blandamente. El piloto a cada
instante decía: “¿Veis cómo es cierto que sé conjurar la tempestad y que sin mí ya hubierais
perecido?”
* Fechado en 1852. Apareció en La Ilustración Mexicana, Tomo III, pág. 442.
25
Y los que dividían con él los dones de los navegantes, fingían creer que al piloto se debía el buen
tiempo, y los otros callaban…
Y el piloto tenía autoridad para castigar, y no castigó al ebrio ni al maldiciente, sino a aquellos que
en tierra habían dudado de su ciencia. Y se hizo amigo de todos los intrigantes, y seguía diciendo:
“A mí debéis no perecer”.
Pero cuando él ejercía venganzas y quería humillar a los que lo habían elevado, se vio en el
horizonte un punto negro, un punto que poco a poco crecía y era ya una nubecilla lejana…
“Anuncio de tempestad”, gritaron sobre cubierta. “Me insultan esos que creen que puede haber
tempestad cuando yo dirijo el timón de una barca”.
Y castigó e insultó a los que temían la tempestad. Pero la nube crecía, y el miedo hacía que todos
dijeran: “Nada vemos”.
Y el viento sopló enfurecido, y levantó las olas como montañas de espuma, y la barca se vio
azotada por todos lados, y el miedo hacía que todos dijeran: “Nada sentimos”.
Y el cielo se oscureció, y el mar bramó, y el rayo estalló, y el trueno ensordecía, y el miedo hacía
que todos dijeran: “Nada oímos”.
Y el piloto decía: “buen tiempo tenemos”, y no sabía qué hacer, y se enfurecía contra los que
conocían el peligro.
Y la barca se extraviaba y estaba entre escollos, y arrecifes; entre rocas y bancos de arena.
Y la navegación se prolongaba, y los víveres se acababan, y los navegantes tenían hambre y sed.
Cuando alguno se atrevía a murmurar del piloto y a indicar el peligro, lo mandaba echar al agua.
Cayó un rayo sobre el mástil, y todos se asustaron, y el piloto dijo: “Cayó el mástil; pero la barca
está bien”.
Se estropeó la quilla, y el piloto dijo: “No importa; la barca está bien”.
Y entraba agua a todos los camarotes, y las velas estaban destrozadas, y los cables rotos, y el
piloto siempre decía: “La barca está bien, a mí me debéis el buen tiempo, yo sé conjurar la
tempestad”.
Pero al fin, el agua entró a la cámara del piloto y él se estremeció, y temiendo que se hablara del
peligro y que se clamara contra su torpeza, puso mordazas a los que querían salvarse y salvarlo…
Y el desaliento o el miedo, la poca fe o la apatía, dominaba a los navegantes. Cualquiera de ellos
podía salvar la barca, aún era tiempo; pero mientras pensaban en lo que habían de hacer, la
tempestad siguió, la barca se estrelló contra los arrecifes, se hizo pedazos, y no quedó ni una tabla
de salvación. Navegantes y piloto perecieron; el mar se tragó a los que habían conocido el peligro
y a los que habían querido disimularlo.
Y en verdad os digo, que merecieron su suerte, porque navegantes que sufren pilotos
descuidados, vanos e ignorantes, y que ven llegar el peligro y no procuran salvarse, con ellos han
de perecer en medio de la tempestad.
26
Obra Narrativa de Francisco Zarco
Escritos literarios, Selección, prólogo y notas de René Avilés Favila, México, Editorial Porrúa,
Colección Sepan Cuantos # 90, 1968; Segunda Edición, 1980.
Castillos en el Aire y Otros Textos Mordaces, México, PREMIÁ / INBA / SEP, Colección La
Matraca, Segunda Serie # 8, 1984.
“Literatura y Variedades. Poesía. Crítica Literaria”; Obras completas de Francisco Zarco, Tomo
XVII, Compilación y Revisión: Boris Rosen Jélomer, México, Centro de Investigación Científica
Jorge L. Tamayo, 1994.
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28
Rafael Ceniceros y Villarreal
El político, dramaturgo, cuentista, novelista, abogado y moralista Rafael Ceniceros y Villarreal nació
en la ciudad de Durango el 11 de julio de 1855.
Durante algunos años, Ceniceros estudió en el Seminario Conciliar de Durango pero abandonó la
carrera clerical para estudiar jurisprudencia en el Instituto Juárez de la ciudad de Durango. Desde
joven Ceniceros se inició como escritor de piezas teatrales, especialmente melodramáticas. Al
recibir su grado académico de abogado, Rafael Ceniceros trasladó su residencia a la ciudad de
Zacatecas en donde continuó escribiendo obras dramáticas, novelas, cuentos, poesías, artículos
periodísticos y catecismos, entre otras cosas.
Hombre interesado en los problemas sociales de su tiempo, Ceniceros se dedicó a una intensa
actividad política, participando como miembro de la Orden de los Caballeros de Colón y desde el
bando conservador y por el Partido Católico Nacional, PCN, ocupó en dos ocasiones el poder
ejecutivo del estado de Zacatecas.
La obra narrativa de Ceniceros y Villarreal consta de dos novelas: La Siega, publicada en 1905 y El
Hombre Nuevo, que se puso a la venta en 1908. Los relatos de Ceniceros incluyen una colección
de 48 cuentos cortos que se dieron a conocer en 1909.
En sus relatos, Ceniceros y Villarreal, apegándose al género de realismo costumbrista, recrea un
sistema de ideas conservador de la clase media y la clase alta de la provincia mexicana de su
tiempo. En esa época, el escritor José López Portillo y rojas opinó:
Rafael Ceniceros y Villarreal se nos revela en La Siega escritor fino y atildado observador
profundo (...) La Siega tiene páginas encantadoras y despierta honda emoción en sus
pasajes culminantes. Está impregnada de la vida nacional, es fruto de la verdad y la
observación y una nota triunfal de nuestro progreso. (AGÜEROS, VICTORIANO. “Apuntes
biográfico-críticos acerca del autor”, en: Obras del Licenciado Rafael Ceniceros y Villarreal.
Tomo I, México, Imprenta de Victoriano Agüeros, Biblioteca de Autores Mexicanos # 58,
Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional, UNAM, 1908, p. I.).
Por su parte el crítico John S. Brushwood, refiriéndose a Ceniceros y a otros escritores
conservadores del periodo porfirista, señaló que:
La moral cristiana por la que abogaban está más ligada al tradicionalismo que a la fe
cristiana. El elemento costumbrista de sus novelas es algo más que un cuadro de
costumbres; es la base de la moralidad (...) pero la pretensión de que cristianismo y
moralidad son términos equivalentes, no es sino otro ejemplo de la artificiosa realidad del
periodo. (BRUSHWOOD, JOHN S.. México en su Novela, México, Fondo de Cultura
Económica, Colección Breviarios # 230, 1973, pp. 264 a 265.).
29
La ensayista Joaquina Navarro en su análisis de la obra narrativa de Rafael Ceniceros y Villarreal
destaca que:
Si las novelas de Ceniceros y Villarreal no estuvieran tan impregnadas del deseo del autor
de dar consejos de conducta cristiana, sería fácil encontrar analogías entre algunos
retratos que presenta, de personajes de la clase media de provincia (...). Se ha juzgado a
este escritor como regionalista porque sitúa sus obras e Zacatecas. Pero a través de ellas
es imposible reconocerla ciudad ni la región. Presenta un ambiente de tradición española
general, sin color ni tipos locales. (NAVARRO, JOAQUINA. La Novela Realista Mexicana,
México, Universidad Autónoma de Tlaxcala, Serie Destino Arbitrario # 8, 1992, p. 195.)
Consecuente con su pensamiento conservador, Ceniceros actuó como opositor político de los
primeros gobiernos de la Revolución por lo que, entre 1914 y 1926, estuvo en prisión en catorce
ocasiones. Fungió como presidente del Partido Nacional Republicano, PNR, y en 1926, al
momento de la Primera Rebelión Cristera, el para entonces ya anciano novelista tuvo el papel
protagónico de presidente de la Liga Nacional Defensora de la
Libertad Religiosa, LNDRL,
organización urbana de extrema derecha que tuvo una parcial relación con la instigación de la
rebeldía cristera.
El 27 de diciembre de 1931, en la ciudad de México, con su fortuna y su lucha perdidas, el
empobrecido y senil Rafael Ceniceros y Villarreal dejó de vivir.
30
Rafael Ceniceros y Villarreal
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32
Tal Para Cual
I
Agustín Benavides, colegial de agudo ingenio, buen corazón y audaz hasta la temeridad, estaba
haciendo brillantísima carrera en el Seminario Conciliar de Durango – pues en aquella época los
seminarios daban magnífico contingente a las carreras literarias, - los maestros deshacíanse en
elogios del joven estudiante, quien año por año presentaba el acto público de estatuto. Mas estaba
cansado, muy cansado, no tanto del estudio, cuando de las privaciones a las que, por seguir una
carrera, obligábale la pobreza. Más de una vez decidióse a arrojar a la mitad de la calle los libros
de Filosofía y a buscar un empleo cualquiera que aligerara la pesada carga de la vida; pero
revocaba su resolución ante los ruegos de su anciana madre.
A aumentar el candente anhelo del estudiante vino el amor que le inspiró una aristocrática joven de
la más encumbrada categoría, no solo por su prosapia de abolengo, sino también por su crecido
caudal. Hija única de don Rosendo Galván y de doña Serafina Plancarte, era Matilde amor y gloria
de sus padres, que en ella se veían.
La joven, por maravilla, no abusaba de aquel cariño, y sus deseos, siempre satisfechos,
conteníanse dentro de las justas aspiraciones de su elevada jerarquía social. Afable y discreta,
granjeábase la estimación de cuantos la trataban, y aunque no era una belleza, tenía poderoso
atractivo y singular donaire.
Don Rosendo, hombre de mucho mundo, egoísta, socarrón y mentiroso cuando vio a Matilde en
edad de tener esposo, alarmóse mucho, y en su interior la condenó a perpetuo celibato. Temía,
con razón, que su fortuna atrajera a los pretendientes. Hay tantos, pensaba, que buscan en el
matrimonio las comodidades de la riqueza y no las satisfacciones del corazón. El egoísmo paternal
tomó también gran parte en la resolución del millonario. Ni uno más rico que él separaría de su
lado a la hija de su alma.
Bien sabía don Rosendo que de tal decisión Serafina ia a ser la más terrible enemiga; pero el
banquero era fecundo en argucias, y sonreíase satisfecho al considerar las que inventaría para
persuadir a su mujer.
Lo peor de todo era que había observado que a su hija no le caía mal el maldito estudiante. Una
que otra furtiva mirada de Matilde púsole patitieso. Si no daría la mano de su hija ni a un Nabab, ni
al rey del petróleo, ni al del acero, ni a ninguno de los multimillonarios yanquis o mexicanos, iba a
casarla con un pelele de baja estofa que faltábale de seso lo que de audacia le sobraba.
¡Imposible! El humillaría a aquel presuntuoso mozalbete.
II
33
Agustín, entretanto, no se durmió, no solo llovieron amorosos billetes en la casa de la rica
heredera, sino que diose maña para hablarle algunas palabritas en casa de una amiga. Y el
corazón de Matilde, que por lo suave era yesca, ardió con el fuego de aquellas palabritas. Sobre
todo, la frase: “amo a usted con toda mi alma”, le calcinó el peco hasta en la más escondida
arteria.
Los libros de Filosofía estaban cerrados y llenos de polvo, en cambio, el de las ilusiones era leído
de cabo a rabo por el enamorado galán que se hallaba ya en plenas relaciones con Matilde.
Un día, por ciertas palabras de su madre, comprendió el joven que ésta temía que anduviese en
criminales trapicheos y llorando por el dolor de la autora de sus días, a quien tiernamente amaba,
revelóle todo, todo. Le manifestó su inquebrantable resolución de amar siempre a Matilde y hacer
cuanto pudiera y aun lo que no pudiera por casarse con ella. La fe de los enamorados se parece a
la de los santos y no es extraño, porque en el orden de la naturaleza y en el de la gracia, es el
amor la pasión más fuerte.
Madre e hijo acabaron por llorar juntos, de esperanza el uno, de temor la otra. ¿Quién era su pobre
hijo para aquella joven tan rica y que como tal debía ser muy orgullosa? ¿Valía algo el talento?
¿Conquista hoy la virtud muchos corazones? Y la experiencia de la anciana respondía a estas
preguntas: El oro es el gran conquistador en este mundo. El talento y aun la virtud a él se han
vendido muchas veces.
A aquellos doloroso pensamientos replicaba la fe de la buena madre con palabras de eterna
verdad.
-No ha muerto el Dios de mis padres, que es mi Dios, a Él fío la causa de mi hijo. Hay aún y habrá
siempre almas buenas en medio de la universal idolatría del becerro de oro.
III
Pasease Agustín por las primorosas alamedas de la ciudad. El amor hale sacado de quicio: quiere
casarse con Matilde y ésta quiere casarse con él. ¿Qué más se necesita que dos voluntades
firmes y decididas?
No habrá, de ello está seguro, nadie que quiera pedir para él al millonario la mano de su hija. Si él
fuera rico, tal vez; pero es un pobre colegial sin porvenir aún. No importa, trabajará, siéntese capaz
de heroicas empresas. El amor es fuerte, muy fuerte; pero también es loco de atar, y en aquel
momento las ideas de Agustín son las de un loco, pues se resuelve a ir él en persona a pedir la
mano de Matilde. Y pensarlo y dirigirse a la casa del banquero fue todo uno.
No voy a cometer un crimen, se dijo: el cariño da derechos, y más aún el cariño correspondido.
Llegó al despacho del banquero y llamó suavemente a la vidriera de la puerta.
34
- Adelante, contestó con voz grave don Rosendo.
Estaba el banquero hojeando un legajo de documentos, alzó la vista por encima de los anteojos, y
no fue poco su asombro al mirar frente a él al colegialillo.
-¿Qué se le ofrece a usted? Díjole sin siquiera indicarle que se sentase.
- Pues mi negocio es muy sencillo, repuso Agustín sin turbarse, cuestión de dos palabras.
- Hable usted.
- Vengo...
- No tengo en qué ocupar a usted, dijo don Rosendo interrumpiendo al joven y con la dañada
intención de humillarle.
- No vengo a pedir empleo, sino algo que vale mucho más.
- No presto dinero.
- No pido dinero.
- Pues ¿entonces...?
- Vengo a pedir a usted la mano de Matilde.
El sofocón que sufrió el banquero fue terrible, ni siquiera pudo hablar. Quedóse contemplando a
Agustín de hito en hito. Aquella audacia era inverosímil. Poco después sonrióse con maligna
sonrisa y dijo con arrogancia al audaz mozalbete:
- Mi hija lleva un millón para el desayuno, ¿qué lleva usted para la comida?
Agustín comprendió la intención de don Rosendo de humillarle, e impertérrito contestó:
- Con tan buen desayuno, ¿a quién le quedan ganas de comer? No comeremos señor don
Rosendo, no comeremos.
Tan inesperada respuesta desconcertó por un momento al banquero, que boquiabierto miraba a
Agustín, más vuelto en sí, repuso iracundo:
- Quítese usted de mi presencia.
- Volveré cuando usted haya reflexionado, murmuró el colegial, hizo una cortés reverencia y
sonriente salió del despacho.
IV
Bien lo había previsto don Rosendo; la mortal enemiga de su resolución fue Serafina. ¿Pues no le
cayó en gracia a la estúpida de su consorte la insultante contestación del atrevido colegial?
35
- Es un necio, decía Rosendo.
- No le conoces bien, replicaba Serafina.
- Se ha burlado de mí.
- El enamorado inconscientemente se burla de todo el mundo, y no hace más que vengarse, pues
todo el mundo se burla de él. Tú querías humillarle.
- Y el pillastre me ofendió.
- Tú le ofendiste primero.
- Pero mujer, sé racional.
- Te conozco de cara y mañas. Tú lo que quieres es que nuestra hija no se case jamás.
- Y no se casará. Te lo juro.
- Se casará como dos y tres son cinco.
- Aun suponiéndolo, no se casará con ese pelagatos.
- Matilde ha nacido para el santuario del hogar. Conozco bien a mi hija.
- Para su felicidad no necesita ese santuario.
Estas disputas eran cotidianas, y claro es, con el maternal apoyo, Matilde seguía obstinada en
querer a Agustín.
- Confía y espera, decíale a su hija, yo quebrantaré la cerviz de la serpiente.
No hay para qué decir que la serpiente era Rosendo.
A la hora de la sobremesa, cuando Matilde se iba a sus habitaciones, empezaba la diaria disputa,
que concluía siempre con la huida del banquero. ¡Demonio! Después de un cuarto de siglo de paz
octaviana, es que no se había oído una sola palabra que subiese de mesurado tono, tener que
soportar aquel alud de gritos y aquellas nerviosas contorsiones de la Serafina que al pie del altar,
le juró amor, y con esto , como era natural, respeto y resignada sumisión.
Aquello no era vida. Además, Matilde estaba muy triste, y antes era alegre como día primaveral.
Todo, todo había cambiado en el hogar de don Rosendo hasta los criados que antes eran
respetuosos, pero afables, tenían hoy cara de sargento primero.
Hallábase el capitalista enfrascado en aquellos pensamientos, cuando ocurriósele una idea
salvadora, sin duda, a juzgar por el relámpago de regocijo que le inundó el rostro.
Esto es decisivo en pro de mis proyectos, exclamó. Veremos qué puede oponer en contra la
testaruda de Serafina.
36
Ese día estuvo contento y hasta chancista durante la comida, y a la hora de la batalla, llenó hasta
los bordes la taza de café, encendió con estudiada calma – que no pasó desapercibida para
Serafina - un magnífico puro y miraba de soslayo a la temible enemiga.
Traes alguna trampa, pensó Serafina mas ya te conozco marrullero.
Don Rosendo tosió, Serafina también. Aquella tosidura fue como un clarín que anunciaba el
combate.
Estás matando a Matilde, clamó Serafina, con dolorosa voz.
- Quiero la felicidad de mi hija. ¿Cómo no la había de querer?
Pero ese matrimonio es imposible.
- ¿Por qué Agustín es pobre? Esa no es razón, nosotros somos ricos.
- No es eso, Serafina. ¿Qué me importa a mí que ese rapazón no tenga un centavo? Hay otro
motivo que no puedo decirte.
- Sea cual fuere, debes decírmelo.
- Si tú lo exiges... pero conste que sin este inesperado suceso, y sin tu exigencia no te lo hubiera
dicho nunca.
- Bueno, conste y adelante.
- Pues has de saber. – El banquero tragó saliva. – No puedo, no puedo.
- Habla, no soy caprichosa; si la causa de tu obstinación es racional, no insistiré en defender a la
hija de mi alma de tu inexplicable tiranía.
- ¿Quieres que hable? Sea.
- Te oigo.
- Durante mi juventud, no fui un santo ni mucho menos, tuve un desliz; pero conste que fue
solamente uno y este, en un momento de aturdimiento, de diabólica sugestión. Don Rosendo vio a
su consorte, tragó saliva y continuó.
- ¿Te he dicho lo bastante?
- Si no me has dicho nada.
- Debías haberlo comprendido: ese matrimonio, agregó con solemne voz, es imposible porque
Agustín es mi hijo. He aquí el “pro” de mi causa.
Y don Rosendo inclinó la cabeza avergonzado.
Doña Serafina quedóse algunos momentos contemplando a su esposo, sonrióse con socarronería
y dijo con admirable tranquilidad:
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- La revelación que de hacerme acabas, no es obstáculo para la dicha de Matilde.
- ¡Qué dices! ¿No es obstáculo?
- Ya que te has confesado conmigo, en justa correspondencia me confesaré contigo. Yo como tú,
tuve un desliz, nada más uno, también por diabólica sugestión, y Matilde no es tu hija. He aquí el
“contra“ de tu causa.
Don Rosendo se quedó boquiabierto, rascóse una oreja y luego la cabeza. Siguió una escena
muda que se prolongó por algunos momentos, después de la cual los esposos soltaron tremenda
carcajada.
- Eres terrible, dijo el banquero.
- Tal para cual, respondió la esposa.
- Basta, basta, que se case Matilde.
El estudiante acabó su carrera y fue médico notable.
Y no hubo remedio, Matilde y Agustín se casaron y fueron tan felices como serlo pueden dos
personas virtuosas en este pícaro mundo.
Cuentos Cortos, 1909.
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Obra Narrativa de Rafael Ceniceros y Villarreal
Novela:
La Siega. Novela de Costumbres, Zacatecas, Zac., Ed. Nazario Espinoza, Primera Edición, 1905.
“El Hombre Nuevo”, en: Obras del Lic. Rafael Ceniceros y Villarreal. Tomo I, (Novelas), México,
Imprenta de Victoriano Agüeros. Biblioteca de Autores Mexicanos # 58, (Fondo Reservado de la
Biblioteca Nacional, UNAM), 1908, pp. 281 a 518.
Cuento:
“Cuentos Cortos“, en: Obras del Lic. Rafael Ceniceros y Villarreal. Tomo I, (Novelas), México,
Imprenta de Victoriano Agüeros. Biblioteca de Autores Mexicanos # 68, (Fondo Reservado de la
Biblioteca Nacional, UNAM), 1909.
Ç
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Atanasio G. Saravia
El historiador, músico, poeta, políglota, astrónomo, administrador y propietario de haciendas
agrícola y ganaderas, soldado de la Defensa Social huertista de la ciudad de Durango, empleado y
gerente del Banco Nacional de México, miembro de diversas sociedades científicas e históricas y
narrador Atanasio G. Saravia Aragón nació en la ciudad de Durango, el 9 de junio de 1888.
Por su obra reunida en los cuatro tomos del libro Apuntes para la Historia de la Nueva Vizcaya,
publicados por la Universidad Nacional Autónoma de México, Saravia es considerado como uno de
los más prolíficos y destacados historiadores de Durango y como uno de los más connotados
estudiosos de la historia del norte de México.
Con claro estilo narrativo, Atanasio G. Saravia escribió dos novelas que pueden ser calificadas
como histórico testimoniales: ¡Viva Madero! (1940) y Cuatro Siglos de Vida de una Hacienda
(1959); de la primera, el mismo Saravia nos dice:
Nunca he sido novelista, cuando he escrito para el público ha sido, casi siempre, sobre
motivos de historia; pero conocí costumbres y vi su recuerdo hallé más fácil darles vida en
forma de novela que marcándolas en las severas normas de la historia.
¡Viva Madero! es el relato de la transformación de hombres y lugares, ante el impacto de la guerra
revolucionaria, en el periodo antihuertista, desde el punto de vista protagónico de Antonio De los
Cobos, cuyos parientes, relaciones y hábitat nos recuerdan al propio Atanasio G. Saravia, en sus
actividades como administrador de haciendas y como miembro de la Defensa Social
contrarrevolucionaria huertista de la ciudad de Durango.
En Cuatro Siglos de Vida de una Hacienda, ocupando como narrador al Cerro del Píndoro, Saravia
describe la evolución histórica de la hacienda de La Punta.
Atanasio G. Saravia falleció en la ciudad de México, el 11 de mayo de 1969.
En 1984, los descendientes del escritor durangueño, junto con Fomento Cultural Banamex,
establecieron un fideicomiso para el certamen académico bienal que lleva como nombre Premio
Atanasio G. Saravia de Historia Regional Mexicana.
El 15 de septiembre de 1989, los restos del autor de ¡Viva Madero! fueron reinhumados en la
Rotonda de los Hombres Ilustres de la Ciudad de Durango.
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Atanasio G. Saravia
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¡Viva Madero!
Soldaditos
Unos meses después, Antonio, vestido de charro como en el rancho acostumbraba, pero llevando
dos cananas de parque cruzadas en el pecho y un rifle en bandolera, caminaba por las calles de
Durango. Estas, no obstante lo temprano de la hora, pues apenas serían las ocho de la noche,
hallábanse desiertas; las ventanas de las casas, cerradas, impedían toda vista al interior y sólo se
descubría la vida de sus habitantes por escucharse, en algunas, el sonido de un piano que tal vez
animaba el encierro de alguna familia o quizá distraía sólo el ocio de alguna señorita.
Ningún gendarme se miraba en los cruceros de las calles, como era la costumbre, y la claridad que
arrojaban los focos de luz de arco en las esquinas, sólo descubría calles y aceras desiertas.
A lo lejos, hacia las orillas de la ciudad, se escuchaban aislados e intermitentes disparos de fusil, a
veces muy lejanos, más cercanos a veces.
Sólo los pasos de Antonio resonaban en la calle mientras caminaba hacia el centro de la ciudad.
Poco antes de llegar al Palacio Municipal, un centinela, apostado a la puerta le gritó con voz fuerte.
¡Alto!
Antonio se detuvo.
¿Quién vive? volvió a gritar al centinela.
¡México! contestó Antonio
¿Qué gente?
¡Defensa social!
¡Siga!
Siguió Antonio su camino, cruzó frente al Palacio, tomó la calle que entonces llamábase Mayor y
después de andar una cuadra, nuevo grito de otro centinela lo obligó a detenerse. Cruzadas las
palabras de rigor, se acercó Antonio a la puerta en que el centinela hallábase apostado y en que
un pequeño letrero anunciaba ser allí las oficinas de una Compañía de Voluntarios de la Defensa
Social.
El centinela no era sino un amigo de Antonio, uno de tantos muchachos de Durango, pero al llegar
frente a él, sin saludarlo cruzó el rifle para impedirle el paso y gritó con voz marcial:
¡Cabo de cuarto!
El cabo de cuarto se presentó; un alegre muchacho también con grandes cananas que al ver a
Antonio lo saludó con un cordial ¡qué hubo viejo! y le brindó franco el paso, mientras el centinela,
gravemente, con su rifle terciado, reanudaba su corto paseo frente a la puerta, consciente de sus
deberes militares.
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Entró Antonio a la oficina en donde una docena de voluntarios entretenían sus ocios leyendo
algunos libros o jugando a las cartas.
Todos era muchachos de buenas familias, ahora en
funciones de militares en virtud de circunstancias especiales que ya habrá ocasión de referir.
Buenas noches señores, dijo Antonio al entrar, al mismo tiempo que se desembarazaba del rifle y
lo colocaba en un rincón al lado del banco de armas en donde se veían, correctamente alineados,
los rifles de la guardia.
¡Hola Toño! ¿Qué hay Cobos? contestaron los presentes.
¿De dónde vienes? Le dijo el cabo.
Vengo del cuartel de los federales en donde pasé un rato de la tarde de charla de algunos oficiales.
Los demás, al oír esto, abandonaron los libros y las cartas y se agruparon cerca de Antonio y de su
cabo.
¿Y qué se dice por ahí? le dijo el cabo.
Pues mucho y nada en resumen, porque parece que los oficiales no están más enterados que
nosotros o por reserva del oficio no dicen lo que saben. Que seguimos sitiados, cosa que ya
sabemos; que parece que les llegó más gente a los rebeldes del lado de la Sierra, según informes
que dieron del fortín de Guadalupe y del fortín de los Ángeles de donde dicen que vieron bajar
bastante caballería del lado de la Sierra y que tomó con rumbo a la Tinaja en donde dicen está el
cuartel general de Calixto Contreras; dicen que serían como quinientos hombres.
¡Pues no son nada! contestó un jovencito con todo aplomo; un hombre en la trinchera vale por
cinco a pecho descubierto. Nosotros estamos en los fortines, ellos nos tienen que atacar de
afuera, de modo que, quinientos, sólo entretienen a cien de los nuestros, y como somos dos mil,
mientras no tengan más de diez mil hombres, no hay el menor cuidado, sin contar lo que les
aventajamos en calidad, pues no es lo mismo tropa disciplinada que una chusma cualquiera mal
armada.
Antonio oyó sin interrumpirlo el discurso del muchacho y luego añadió:
También dicen los oficiales que con seguridad debe haber salido para acá alguna columna de
Torreón, porque sería inconcebible que el Estado Mayor no haya considerado la importancia que
tiene reanudar los trenes de Torreón a Durango que hace ya mucho están interrumpidos, tanto
para auxiliar a la ciudad con víveres y tropas de refresco como para, de paso, envolver si es
posible al núcleo de rebeldes que se ha acercado aquí.
¡Eso seguro! Repitió el jovencito que hablara antes. Los federales luego se dilatan en moverse,
porque así conviene para los planes de campaña, pero, cuando se mueven, ¡golpe seguro! ¡Como
que están mandados por generales!... ¡No tiene remedio!
¿Y en dónde vendrá la columna? preguntó el cabo, porque así conviene para los planes de
campaña, pero, cuando se mueven, ¡golpe seguro! ¡Cómo que están mandados por generales!...
¡No tiene remedio!
¿Y en dónde vendrá la columna? preguntó el cabo, porque si viniera cerca ya notaríamos
movimientos de esta gente a retirarse y, al contrario, según dices, están viniendo más.
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No, mi cabo, interrumpió el jovencito ¿cómo quiere usted que vengan descubiertos? ¡Si no son
reclutas! Estos vienen por ahí sin que los sienta la tierra y la primera noticia que tengan de ellos
los rebeldes van a ser las granadas que les empiecen a estallar en sus cuarteles, y como el
general aquí sí ha de saber porque son unas águilas para avisarse, combinará al mismo tiempo
sus movimientos y copan a los rebeldes. Un golpe a lo Blanquet… ¡Ya verán!
¿Y de complots aquí, no te dijeron nada? Porque dicen que había un complot muy grande, pero
que el general cogió todos los hilos y que con unos cuantos oficiales desbarató el asunto y que hay
varias personas aprehendidas… ¡y que en una nada las truenan!... terminó el cabo.
¡Hombre! La verdad, dijo calmosamente Antonio; yo en los complots no creo, y los oficiales
tampoco. ¿Quién quieres que se levante en armas aquí adentro con la ciudad ocupada por la
guarnición, rodeada de fortines que impedirían la salida de cualquier grupo, y las calles recorridas
por patrullas de voluntarios que no dejan reunirse ni a dos personas aunque no sean más que
parejas inofensivas que pelan la pava en la ventana?
No te creas, interrumpió el jovencito, es que los maderistas se disfrazan de mujer y simulan platicar
con el novio en la ventana para irse pasando de uno en uno sus planes y ponerse de acuerdo. Por
eso necesitamos andar como Argos y si no fuera eso ¡quién sabe ya lo que hubiera sucedido!
Sonrió Antonio de la inocencia del muchacho y del aire de seguridad con que exponía sus ideas, y
cambiando de conversación preguntó al cabo:
¿No está aquí el Capitán? Deseaba hablar con él.
Está ahí en la otra pieza, en una junta con otros de los jefes, tanto de la infantería como de la
caballería. Dicen que se trata de arreglar que salgan por la vía de Torreón trenes escoltados por
voluntarios para despejar la vía y buscar la unión con los federales que han de venir de Torreón
reparándola.
Va a ser difícil salir, dijo uno de los jóvenes, pues se necesitaría mucha gente para poder guardar
los flancos mientras se avanzaba con el tren.
No, contestó el jovencito que a todo hallaba salida, yo ya oí hablar de eso y como lo van a hacer.
Se ponen carros blindados, pintados de cuadritos para disimular las troneras por donde se sacan
las puntas de los rifles, se les ponen tres máquinas por su alguna fallare; adelante se ponen
ametralladoras y cubiertos por éstas los trabajadores van reparando los rieles y el tren avanzando,
y como en esa forma es casi inexpugnable pues sólo lo tomarían con artillería, y eso no tienen los
rebeldes, es sólo cuestión de tiempo para ir avanzando y puede decirse que prácticamente es
imposible hasta tener bajas en esas condiciones, así tiroteen el tren de día y de noche.
¿Y se tardarán mucho en la junta? preguntó Antonio.
Yo creo que no, dijo el cabo, pues oí decir a tu jefe, al de la caballería, que iba a cenar con el
general a las nueve… y poco falta ya.
En efecto, en esos momentos se abrió la puerta y mientras los voluntarios presurosos se alineaban
en orden, aunque sin rifles, listos para cuadrarse al paso de los jefes, tres o cuatro señores
vestidos en forma disímbola, pero que se apartaba del sencillo traje del civil, aparecieron en la
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puerta. Los muchachos se cuadraron y permanecieron inmóviles, mientras el centinela, muy serio,
presentaba armas.
Antonio adelantó un paso hacia uno de ellos y tocándose el ala del sombrero le dijo familiarmente:
¿Qué tal? ¡Mi capitán!
¡Hola Toño, contestó el interpelado que era el jefe superior de los voluntarios de a caballo a que
Antonio pertenecía. ¿Qué haces por aquí? y al mismo tiempo le estrechó la mano.
Vengo en busca del Capitán de la Compañía a que estoy incorporado en el servicio mientras nos
vuelven a montar, añadió sonriente.
Aquí lo tienes, contestó el jefe de la caballería señalando a un señor de aspecto serio y grave que
guardaba unos papeles en la mesa del cuarto siguiente.
Mi capitán, dijo Antonio, avanzando hacia adentro y quitándose el sombrero.
Usted perdone, contestó el interpelado, ¿es usted el señor de los Cobos?
A las órdenes de usted.
Entonces, debo primero hacerle una advertencia; para hablar a sus superiores, ni para hablar a
nadie, debe usted quitarse el sombrero, porque, por el momento forma parte del uniforme. Sólo
debe usted cuadrarse haciendo el saludo militar. Y ya hecha esta advertencia ¿qué desea usted?
Como parece que la noche se presenta tranquila, contestó Antonio solicito del señor capitán
licencia para salir del servicio, por esta noche, a fin de cenar en casa de un amigo y dormir en mi
casa, porque tengo asuntos particulares urgentes que arreglar.
¿En que fortín está usted de servicio?
Unas veces en uno y otra en otro, según me manda el sargento, pues ya ve usted que los de
caballería andamos todos desorganizados.
Nunca brillaron por su organización, con perdón de mi compañero aquí presente, añadió saludando
con una inclinación al capitán de caballería; siempre fueron ustedes una cuadrilla de muchachos
alegres y poco disciplinados, pero en Abril se portaron bien ¡qué caramba!... ¿Y a qué fortín iba
usted esta noche?
No lo sé, capitán, porque desde hace dos días pedí esta noche al sargento y sólo falta que usted
autorice mi licencia.
¡Hum! La cosa no es tan sencilla, porque si vamos a dar licencia a cada voluntario a lo mejor una
noche tenemos solos los fortines. ¿Qué asuntos particulares tiene usted que arreglar?
Mi capitán, dijo Antonio conteniéndose apenas; los asuntos que tengo que tratar son cosa mía
¿puede usted concederme la licencia, entendidos de que si hubiera novedad estaré aquí al
momento, o me entiendo con mi jefe aquí presente para dejar de seguir al servicio de esta
campaña? Los de a caballo, un grupo de rancheros, nos entendemos bien.
No se acalore usted, joven, que puede usted transgredir la disciplina y tendríamos que juzgarlo en
una corte marcial lo que debemos evitar, tratándose, en el fondo, de sólo compañeros. Tiene
usted su licencia, mas si hubiere un ataque acuda usted aquí inmediatamente.
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Gracias, contestó Antonio secamente, y dando la vuelta salió a la pieza siguiente echándose desde
luego su rifle al hombro para salir.
Espera Toño, le dijo su jefe; te voy a acompañar; perdóname un momento; y volviendo a la pieza
en donde se encontraba el capitán de Infantería le dijo así:
Compañero: va muy mal si quiere manejar a mis muchachos en esta forma; ellos no sabrán de
disciplina ni de hacer ejercicios y paradas como la tropa de usted, pero no se le olvide que esos
rancheros son la gente mejor con que contamos; son gente de a caballo, muy buenos tiradores,
traer todos buenas armas, son resueltos y valientes y están acostumbrados a los peligros; si me los
empieza usted a incomodar pediré que me los dejen de nuevo solos conmigo y que ustedes se
entiendan con esa bola de chamacos que ya están aprendiendo hasta a roncar por escuadras…
¡Mi gente no es para eso!
Pero compañero usted comprende que en el ejército es básica la disciplina y que sin ordenanza no
vamos a ningún lado.
¡Qué ordenanza ni que ojo de hacha! contestó el capitán de los rancheros. Aquí andamos de tropa
de lance y no se puede pedir a los muchachos más que buena voluntad y decisión para aguantar
los tiros mientras no llegue alguno que los reviente… Bastante desvelados y fastidiados están para
todavía salirles con tanta zarandaja. Y dejando el capitán estupefacto salió a reunirse con Antonio
al que cogió familiarmente del brazo, diciendo:
Vamos, ¿a dónde cenas hoy?
Con el señor Guardado, contesto Antonio.
Pues, caminando, dijo el capitán, que te voy a dejar hasta su puerta, y bajando la voz al mismo
tiempo que se alejaban añadió: y no hagas caso de ese amigo capitán; es un oficinista que nunca
había mandado un hombre y todo quiere arreglarlo en los papeles; por qué diablos resultó capitán
yo no lo sé, pero anda en el cargo como chiquillo con zapatos nuevos, y estudia que te estudia la
ordenanza… ¡para lo que le ha de servir a la hora de los trancazos! ¡Ya quisiera yo ver a las
escuadras haciendo figuras de esgrima cuando se les echaran encima a bala y bala doscientos
cuencameros endiablados. ¡Y riendo fuertemente, el singular capitán se detuvo a encender su
grueso puro ofreciéndolo enseguida a Antonio para que encendiese en él su cigarrillo.
En tanto el Capitán de los infantes encerróse de nuevo con los dos o tres jefes que quedaban,
mientras los voluntarios, dejando su alineamiento, volvían a sus libros y a sus naipes, y el
centinela, cansado ya de estar presentando armas, se echaba el fusil al hombro y reanudaba su
paseo frente a la puerta, en espera del revelo que le permitiera entrar a charlar “como gente” con
sus demás camaradas.
Señores, les dijo el capitán a sus compañeros en cuanto cerró la puerta, es imposible organizar
nuestra gente mientras tengamos esa caballería que no obedece a Dios ni al Diablo y que no se
ocupa más que de parrandas y a diabluras junto con su capitán que puede que sea el peor de
todos… ¡como que por eso lo eligieron! terminó. Sus compañeros, el capitán segundo y dos
tenientes guardaron silencio.
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Y luego, este Antonio de los Cobos no me gusta para nada. Será valiente y tirador y todo, pero en
el fondo es maderista el condenado y amigo de casi todos los cabecillas sitiadores. Yo se lo dije al
general, que no le tengo confianza y que por eso he querido que me lo tengan cerca para vigilarlo
mejor. ¿Qué opinan ustedes señores?
Mi capitán, dijo el capitán segundo, no sé qué habrá opinado mi general, pero yo, por mi parte creo
conocer a Antonio y no es de los que traicionan; si entró con nosotros, con nosotros cumplirá hasta
el fin y, por mí, ya quisiera que todos tuvieran su temple; con diez hombres como él me siento más
seguro, en cualquier parte, que con cincuenta de estos jovencitos a quienes sobra buena voluntad,
pero que no tienen ni idea de en lo que andan metidos y no saben ni cuidarse, ni menos combatir.
En Abril, cuando marché en un ataque con algunos, más temía yo que por torpeza me metiera uno
de ellos una bala por la espalda que me dieran un tiro los rebeldes… Y mire que yo tengo cierta
experiencia, pues que de joven anduve un tiempo de subteniente en la campaña del Yaqui.
Pero, ¿no le parece a usted que hemos adelantado enormemente de Abril acá en nuestra
organización? Entonces apenas si sabíamos los componentes de cada Compañía; no estaban
bien organizadas las escuadras; no teníamos un estado de las armas y el parque con que
contábamos ni muchos otros detalles necesarios para darnos bien cuenta de las cosas; mientras
que ahora usted ha visto cómo están arregladas las nóminas, con expresión exacta de cada
soldado, o sea su nombre, su domicilio, su teléfono, si tiene o no bicicleta, las armas que posee, el
número de cartuchos de que dispone, la escuadra a que pertenece y el nombre del cabo de la
misma; y luego el grupo de cabos en la misma forma y coronando todo la Plana Mayor, o seamos
nosotros cuatro. Al General se las enseñé y me dijo que ni en el ejército de línea estaba todo tan
bien arreglado. Y todavía no es todo, porque no hemos tenido tiempo de concluir esa labor, pero
verán ustedes que llegaremos a tener una hoja de servicios de cada hombre, con todos los datos
que ya tenemos más su retrato de frente y de perfil y la noticia completa y pormenorizada de las
acciones en que haya tomado parte, su comportamiento en las mismas, hechos señalados en su
carrera, etc. etc. y pienso arreglar también que cree el Congreso una condecoración especial para
los cuerpos de voluntarios y cuando algunos se haga acreedor a ella, formamos en gran parada y
al jefe de las Armas se la coloca en el pecho mientras redoblan los tambores y toda la tropa
presenta armas. Y otra cosa que nos falta, el uniforme, ya he mandado hacer varios diseños pero
ninguno me satisface por completo…
Perdone usted, mi capitán, dijo uno de los tenientes que lucía un elegante traje de caza con botas
altas charoladas, y cerrada la cazadora con un cinco de cuero del que pendían una pistola
Parabellum y un cuchillo de monte; el diseño de guerrera azul claro, pantalón rojo, napoleónico, y
botas de charol negro, con tacón militar y vuelta amarilla, es un diseño preciosos; se ve
elegantísimo, y como en la directiva del Casino ya me dijeron que darían un baile cuando tuviera
su uniforme la Compañía, ¡calcule usted el efecto del salón con todos los muchachos vistiendo ese
uniforme! Yo creo que deberíamos adoptarlo.
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Pero tiene el inconveniente, contestó muy serio el capitán primero, de que esos colores se
destacan mucho en la campaña, pues ustedes saben que ahora, para la guerra, se recomiendan
uniformes de un color que se confunda con el suelo o con los matorrales.
Ya había pensado en eso, contestó el distinguido teniente, pero creo que se puede remediar si
añadimos al uniforme una capa o pelerina de color gris, o color caqui; se harían esas capas de
fieltro, con ligeros bordados de oro en el cuello y forro de seda blanca, que llevadas airosamente
darían un precioso efecto.
A algunos de los muchachos les he
mostrado la idea y están
entusiasmadísimos.
¡Bueno! ¡Bueno! pensaremos sobre ellos, contestó el capitán. Ya ve usted, añadió dirigiéndose al
capitán segundo, así vamos logrando toda la organización… sólo es cuestión de tiempo.
¿Y dispondremos de ese tiempo? contestó sonriendo socarronamente el capitán segundo, porque
según se dice esos caballos que bajaron del rumbo de la Sierra son la gente de Tomás Urbina y
créame, mi capitán, que ese es pollo de cuidado.
¡Qué va! ¡Hombre! ¡Qué va! Urbina no es más que un cabecilla como los otros y su gente no anda
mejor arreglada que las demás. Yo los vi desfilar con los gemelos. ¿Vio usted qué formación? Sin
guarda flancos, sin reserva, sin nada; todos en hilera, acomodándose donde mejor les parecía, la
bandera tan pronto adelante como en medio, o por un lado; ¡eso no es ejército! Y luego con tantos
generales todo se les va a ir en discusión y a la mejor se pelean unos con otros. En donde no hay
unidad de mando, no es posible. ¡Lo va usted a ver! Y además, tiene que tardar mucho en
organizarse para el ataque. Si nosotros que contamos con mayores elementos en la ciudad que
los que ellos tienen en la Tinaja y San Ignacio, todavía no acabamos de arreglarnos ¡calcule ellos
que además no tratan como nosotros con gente consciente, sino con una bola de gente analfabeta
que ha de ser un triunfo que aprendan siquiera a numerarse!
Pero mi capitán, insistió el capitán segundo, es que no se organizan. Dan la orden de ataque, se
vienen como perros, y si dejamos siquiera un clarito por donde se cuele la gente de Urbina, no
paran hasta el cuartel. Yo los conozco, porque viví en un tiempo por el rumbo de Bocas y el
Canutillo y la Rueda ¡es gente endiablada!
Pues si nos atacan sin organización, concluyó el capitán primero solemnemente, ¡allá ellos!
Tendremos otro Zataraín, cuando el coronel Cortés con cincuenta dragones del 11 Regimiento
desbarató una chusma de más de quinientos hombres y a carretadas trajeron los muertos a la
ciudad. ¿Nos vamos, señores? añadió afable, tengo que visitar unos fortines en cuanto acabe de
cenar; como es ya tarde, voy a pedir una escolta ¡Cabo de cuarto!
¡Presente! Contestó el cabo abriendo la puerta y cuadrándose.
Deme usted cuatro hombres para escolta.
Saludó nuevamente el cabo y girando en los tacones con técnica irreprochable se volvió hacia la
puerta.
¡Guardia! ¡A formar! gritó con voz marcial.
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Los muchachos, apresurados, cogieron sus rifles de banco de armas y se alinearon en posición de
firmes.
¡Numerarse por la derecha!
¡Uno! ¡Dos! ¡Tres! ¡Cuatro! Fueron respondiendo los muchachos.
¡Alto! Interrumpió el cabo, y añadió: ¡Tercien!... ¡armas!
Los muchachos ejecutaron el movimiento.
¡Hasta el número cuatro!... ¡Dos pasos al frente!
Los cuatro muchachos adelantaron la distancia fijada y quedaron inmóviles.
El cabo volvió a girar sobre sus tacones, y se cuadró de frente al capitán que observaba
complacido la maniobra.
¡Mi capitán! ¡Está la escolta a la orden!
Vamos, señores, dijo el capitán al resto de la Plana Mayor, usted mande la escolta, dijo al teniente.
El cabo se volvió rápido a sus hombres. ¡Presenten... armas!
Erguido atravesó el capitán por la pieza que inmóviles ocupaban los muchachos; se llevó la mano
al ala de su casco colonial y solemne cruzó frente al centinela de la puerta seguido del capitán
segundo y de uno de los tenientes.
El otro, el del traje de caza, daba órdenes a la escolta.
¡Armas al hombro! ¡De frente!... ¡marchen! y el ruido acompasado de los pasos de los cuatro
voluntarios se perdió por la calle solitaria.
¡Viva Madero!, México, 1940
Editorial Polis, pp. 152 a 163.
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Obra Narrativa de Atanasio G. Saravia
Novela:
¡Viva Madero!, México, Primera Edición en Editorial Polis, 1940;
Segunda Edición, Durango,
Universidad Juárez del Estado de Durango, 1992.
Cuatro Siglos de Vida de una Hacienda, México, s.p.i., 1959; Segunda Edición,
s / l, s.p.i., s/f.
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54
Xavier Icaza
El catedrático universitario, abogado litigante en pleitos petroleros, Ministro de la Sala de Trabajo
de la Suprema Corte de Justicia de la Nación; a la que correspondió fallar el caso de la
Expropiación Petrolera en México, en 1938; fundador de la Universidad Obrera de México Vicente
Lombardo Toledano, poeta, ensayista, dramaturgo y narrador, Xavier Icaza y López Negrete nació
en la ciudad de Durango el 2 de octubre de 1892.
En Dilema (1921), su primera novela, Icaza reproduce la visión aristocrática de su origen. Sin
embargo, paulatinamente, su narrativa fue transformando sus temas y contenidos, al ceder paso a
nuevas ideas e influencias, producto los sucesos y del entorno revolucionario del país. En sus
siguientes novelas cortas: Unos Nacen con Estrella, La Hacienda y Campo de Flores, reunidas
bajo el título de Gente Mexicana (1924), Xavier Icaza, según explica Abel Juárez Martínez:
Bajo el perfil de sus personajes protesta continuamente ante la injusticia social, pero
detiene su pluma para vaciar en su texto un autocuestionamiento. Así, en lugar de
favorecer o de situar en un contexto preciso a los alzados y revolucionarios, los denuncia
como individuos sedientos de venganza a quienes el odio conduce... pobres y resentidos.
(JUÁREZ MARTÍNEZ, ABEL. “Invitación a Tres Textos de Xavier Icaza”, en: ICAZA,
XAVIER. Gente Mexicana, Xalapa, Veracruz, Universidad Veracruzana, Colección Rescate
#17, 1986, p. 11)
En el segundo lustro de la tercera década del siglo XX, Xavier Icaza se afilió al movimiento estético
estridentista, cuyo objetivo primordial era el de constituirse en la avanzada poética, plástica y
narrativa de la ideología revolucionaria. En otras palabras, en un afán casi doctrinario y de panfleto,
los estridentistas pretendían proporcionar un proyecto cultural a la rebeldía de los alzados y de los
trabajadores en general.
Con Panchito Chapopote (1928), una narración dinámica y sintética en la que Icaza, aprovechando
audaces y, en ese momento, innovadores recursos y elementos literarios, incluyendo la teatralidad,
las onomatopeyas y los personajes secundarios y multitudes que, como corifeos apuntalan las
rápidas imágenes, sin detenerse en detalles, logra la obra modelo de las letras estridentistas.
De acuerdo con el crítico John S. Brushwood:
Panchito Chapopote es el cuadro surrealista del imperialismo económico practicado por los
Estados Unidos en México (...). Sin embargo, las técnicas literarias del autor son tan
extremas y su mundo tan poco creíble que la novela resulta más curiosa que convincente.
(BRUSHWOOD, JOHN S.. México en su Novela, México, Fondo de Cultura Económica,
Colección Breviarios # 230, 1973, p. 345).
Xavier Icaza y López Negrete murió en la ciudad de México el 10 de septiembre de 1969. En la
Biblioteca de México, se encuentra el fondo bibliográfico de Xavier Icaza.
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Xavier Icaza
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Panchito Chapopote
Retablo Tropical o Relación de un Extraordinario
Sucedido de la Heroica Veracruz
Veracruz. Portal del Hotel Diligencias. Viajeros que se aburren y sudan. Boleros impertinentes,
vagos, cargadores.
En tres mesas, petimetres que beben. Consumen cerveza, mint-julep, limonada, agua de coco.
Charla, gritan, gesticulan. Invita Panchito Chapopote.
- Conque ¿te vas, Panchito?
- Me voy.
- ¿Te vas y nos dejas?
- ¡Ay, qué tristor!
- ¡Ay, qué guanajo!
- ¡Envidia! Me voy al viejo mundo en vapor.
- ¿Conque en vapor, Panchito? Já, já, já, já....
- ¿Querían que en ferrocarril,... já, já, já, já...
- ¡A la salud de Panchito Chapopote!
- ¡A su salud, pero que invite sidra!
- Allí viene la Porfiriata.
Un arribeño: ¿La Porfiriata?
- ¡Claro, hombre! Porfiriata, el viejo loco que vende periódicos y billetes y que se cree
reencarnación de héroes.
- Es una jaiba.
- Y que canta rumbas y consigue mujeres...
- Y que cuando hay mitote siempre sale a rumbiar.
..................................................................................................
- ¡Que viva Porfiriata!
Porfiriata entra muy serio al soportal, con boina marinera y grueso bordón.
- ¡Tiene su cábula el numerito!
- ¡Capicúa! ¡capicúa!
Porfiriata se pone a rumbiar.
- Este billete se la saca...
...¡Capicúa! ¡capicúa!
- Este billete le da, 96, ¡ay, el 96! Ay el 69, 69,69...
- ¡Se te hace agua la boca, chico!
59
- ¡A tu nana, guanajo!
... este billete se la saca, este billete se la da...
.....................................................................................
Porfiriata bailotea grotesco, la cara inexpresiva, los ojos en blanco. Hace contorsiones. Mueve el
pecho cachondo.
Todos corean la rumba con palmas.
El círculo de curiosos que lo rodea crece.
Porfiriata pone calor en la rumba. Mujeres de ojos enormes se acercan. Su respirar es un danzón.
El círculo de hombres y mujeres se contrae. Diríase que su aliento es de una sola boca gigantesca.
La masa humanase confunde en una sola aceitosa y temblona. Se oyen palmadas cual toque de
timbal. El estrujarse de los concurrentes evoca el rapar de los güiros. Porfiriata no ceja. Porfiriata
canta, canta desafinado y caliente. La rumba sigue.
- ¡Dale la vuelta negrito!
Porfiriata se deja caer grotescamente, con mueca lujuriosa.
Panchito está inquieto. No le quita la vista a una mulata frondosa y brillante. Parece llena de
promesas.
La mulata lo nota, le hace un guiño y se va.
Panchito paga las copas. Intenta seguirla. Sus amigos no lo dejan.
Panchito invita a dos en secreto. Se le cuelgan del brazo. Se marchan alegres.
A lo lejos, se divisa la silueta ondulante de la mulata.
- Saquen al toro, saquen al toro. Allí viene el negrito. Diez por un rial -¡Que viva tu mamá!- ¡Yo te
puedo Porfiriataaa, Porfiriataaa!...
- ¡Cállate, loro del diablo! – ordena gruñona la vieja celestina, y abre la puerta a la mulata.
- Allí vienen esos, ¡Déjalos pasar!
- La vieja se asoma. Hace señas a Panchito y a sus amigos. De no apresurarse, les cerrará.
Panchito llega pinto en su traje blanco.
- ¡Al blanco y al negro, al blanco y al negro!
- ¡Cállate perico, cállate loro, ya no muelas!
La casucha tiene un patiecito de luz y de color. Paredes azul de mar, macetas rojas, amoratado
alero, puertas y helechos verdes. En su jaula estañada, preside la escena el enorme perico locuaz
e impertinente.
- Blanco y negro, negro y blanco. Porfiriata te pega. Esa está como para mí, esa está como para
mí...
- Lo mismo digo, - grita Panchito. Corre a abrazar a la guapa mulata.
Desde una puerta, la morena excitante sonreía. Luce perfectos dientes y rubicundas piernas.
- Oye, Panchito, ¿qué nos convidas?
- ¡Que traigan sidra para todos!
- ¡Que viva Panchito Chapopote!
60
- Chapopó, chapopó, chapopó... –comenta el loro.
Panchito Chapopote amaneció sentimental. La mulata, contagiada, contó su triste historia.
Panchito le va a contar la suya.
- ¿Y cómo le hiciste tan tonto para tener dinero?
- Pues dicen que por tonto me hice rico.
- Si lo confiesas, no has de serlo tanto.
- Te contaré, mulata.
En el cuarto desecho, olor picante de mujer y bebidas. Perfumes corrientes complicaban la
atmósfera espesa.
Afuera, la ciudad comenzaba a vivir un nuevo día. Un negro rumbero pregonaba alegre su nieve
cantando rumbas:
De piña sí,
de piña y mamey.
¡Tómela, niña, tómela!
¡Tomelá’ste, tómela!
¡Tómela mejor la de mamey!...
- ¿Una copa, mulata?
- No, mejor que traigan café de olla.
La vieja, sueltas las cintas del corsé, chancleando desidiosa, entra dos tazas. Abre las persianas,
verdes y rojas. Una corriente de aire tibio renovó la atmósfera pesada del cuarto. El pregón del
rumbero persistía. Panchito apeteció nieve de mango.
- No, mejor café. Nieve en ayunas, no, - decidió rotunda la mulata.
- Entonces que nos traigan canillas.
- ¿Y tu historia mi negro?
- Te la voy a contar.
- Tus amigos te envidian, ¿sabes tú? Dicen que por purita argolla estás armado y todos te
conocen.
Y era cierto. En Veracruz y en Tuxpam, en Orizaba y Córdova, en los pueblos de palma de la
ardiente Huasteca, todos lo conocían – lo conocían por tonto.
Gracias, mi mulatica ¿Dame un beso?...
- ¿En todavía besos a estas horas? Y dime. Dicen que si te hiciste rico, que la verdad de Dios fue
un chiripazo.
- Pues tú verás, mulata; por lo menos, lo oirás.
Panchito cuenta su historia a la morena.
Vivía en la rica y calurosa Huasteca, los pueblos de palma y sones, baños de río, perfume de
vainilla, mujeres caderonas de ojos grandes. Hubiera sido feliz, si su amada correspondiera a su
pasión. Pero la ingrata quería otro. Le parecía Panchito poca cosa.
61
Se ganaba su mísero pasar en Tepetate, oscuro pueblo entonces –casas de palma, escasos
habitantes, poco dinero.
Era amanuense de don Tato, comerciante en zapupe, rica fibra, rival del henequén. Tenía la mejor
letra del pueblo. Los rasgos de sus mayúsculas y letras finales, de primorosidad recargada, hacían
crecer el hígado de la maestra de escuela, vieja solterona, rabietuda, procaz:
Este es el son de doña
de doña vieja Liboria.
Liboria escribes muy mal,
escribes muy mal Liboria.
y ai las das,
y ai te las doy.
Y este es el son,
de la vieja Liboria,
de la maistra Liboria
este es el son.
Panchito no tenía bien alguno. Mejor dicho, como si ninguno tuviera.
Su padre le había dejado una tierritas, pero se diría que pesaba sobre ellas la maldición de Dios.
Por lo menos de San Isidro Labrador. San Isidro Labrador, quita el agua y pon el sol.
No producían nada. Ninguna semilla fructificaba en sus landas negruzcas. El agua del manantial
que borboteaba en ellas era aceitosa. Parecía maldita. Diríase que su simple contacto quemaba
las plantas.
- Muy mala suerte tiene Panchito. Por una chapopotera su tierrita es estéril.
- ¿Por una chapopotera, chico?
- Sí, por la chapopotera.
- ¿De dónde sacan aceite pa quemar?
- De la misma.
La maestra se entera de estos pormenores. Recuerda el subido color de Panchito. Inventa el
apodo, tan popular después. Lo hace circular.
-
¡Arriba Panchito Chapopote!
Caleritos, caleritos
que se avientan y caen paraditos.
Y Panchitos y Panchitos,
que son ya chapopotitos.
Festejos en honor del nuevo nombre. Tepetate se engalanó de noche, pero durmió después a
oscuras por más de una semana:
- Señor Presidente, usté’s muy riata, y estamos de buen humor. Hemos organizado una rumba.
Véngase con nosotros porque va a estar bueno eso, pero, pa qu’este mejor, denos permiso de
balaciar los focos, de apagarlos a tiros... ande, que va a estar bueno...
62
- Pero muchachos, no sean guanajos: la seguridad pública, las señoras, ¿y si el jefe político
brinca?
- Es por Panchito.
- ¿Por Chico Pancho?
- Sí, que le hemos puesto Panchito Chapopote y hay que bautizarlo con tequila.
- Já, já, já, Panchito Chapopote, já, já, já. Está bueno eso.
- Va a estar mejor si rompemos los focos.
- Pero muchachos...
- Don Panchito Chapopote, señor, y miré, le llevamos gallo a...
- ¡Chist! Bueno, pues qué he de hacer, pero no lo digan a nadie. Y miren pa que estén contentos
les voy a regalar una caja de habanero.
- ¡Que viva el Señor Alcalde!
- ¡Qué viva Panchito Chapopote!
- ¡Paf!... un foco.
- ¡Paf! ¡Paf! ¡paf! ¡paf!
- A la saludo de Panchito va este...¡paf!
Voces de auxilio. Las mujeres tiemblan. Las jóvenes rezan. Comentarios absurdos por el pueblo.
- ¡Se ha levantado Panchito Chapopote!
- ¡Han matado a Panchito Chapopote!
- ¡Se raptó a Liboria!
- ¡Han matado al Alcalde!
- ¡Son los dorados!
- ¡No! ¡Son los Plateados!
- ¡Qué va, son los tiznados!
................................................................
- ¡Pif! ¡paf! ¡pif! ¡paf!
- ¡Que viva el Señor Alcalde!
- ¡Que viva mi cuate!
- No se oye la guitarra.
- Se juntan las guitarras. Los cantores insisten en su son.
...................................................................................
- ¡Que viva el Alcalde!
- ¡Arriba Panchito Chapopote!
- ¡Pif! ¡paf ¡pof! ¡puf!
Se acabaron los focos. El pueblo queda a oscuras. Los juerguistas le disparan sus pistolas a la
Luna. La Luna hace un guiño burlesco. Panchito le dispara muy serio un escopetazo de chapopote.
Desaparece la Luna entre las nubes, (año de chapopote). El cielo se encapota. La noche se nubla.
- ¡Pif! ¡paf! ¡pof! ¡puf!
63
- ¡Panchito ha apagado la Luna!
- ¡Viva Panchito chapopote!
Un poeta borracho, desde Francia:
-
¡Hé bonsoir la Lune!
Llega una caravana de gringos a caballo. Rumores extraordinarios llenan el pueblo.
Al frente de la caravana, un viejecito simpático: bigote blanco, recortado a la inglesa, casco de
corcho y ojos claros.
Junto a él, solícito y meloso, un licenciado, vestido de jaquette, zapatos negros y bombín.
Atrás, la guardia escolta:: soldados, sargento, coronel. – Sólo faltaba un cura para que estuviera
representado todo el país.
El gobierno de don Porfirio cuida al gringo. Teme que algo le pase al viejecito que busca petróleo.
Para él, era Tío Sam un bicho de cuidado.
Aún no descubría México el secreto. Habían de pasar muchos años, correr mucha sangre, para
que prendiera a reírse de él.
La caravana de gringos busca albergue.
En Tepetate no hay hotel. Tepetate se agita, las viejas se asoman. Manchas blancas de camisolas
alegran las casitas. Panchito Chapopote deja el cabo de pluma. Salta entre haces de zapupe,
arriesga la cara fuera de la puerta.
Todos buscan al alcalde. El alcalde no parece.
Un chusco:
- ¡Mi reino por un alcalde!
El alcalde se ha vuelto ojo de aguja.
- Ha d’estar en casa de l’Ulogia –apunta al gendarme. (El gendarme es Inspector General de
Policía).
- Acabáramos... – comenta.
Se va por el alcalde. Paso veloz: ¡a una!... un, dos; un, dos; un, dos...
Los pasos del gendarme hubieran resonado, de existir pavimento de asfalto y si usara zapatos. No
había asfalto, carecía de zapatos; su marcha veloz y marcial no tuvo el merecido lucimiento.
Llega el alcalde sudoroso y mohíno. El gringo ese, ese viejito, sería muy importante (Muy señor
mío y amigo), pero la Ulogia era mejor. A él, le gustaba más la Ulogia.
El alcalde se excusa. Asuntos oficiales lo habían demorado. Estaba a sus órdenes.
El gringo vuelve los ojos al licenciado. Este, flaco y prietito, insignificante y fatuo, tose, se da
importancia.
- El señor, rico y poderoso industrial...
Se omite el preámbulo por inútil e imbécil. Se omite el discurso, por mayoría de razón, terminajo
jurídico, propio de la gente de curia.
Traducido al romance, querían, por el momento, albergue. Más tarde, hablarían de negocios.
Respaldan sus peticiones, cartas presidenciales, un coronel, la escolta.
64
El alcalde se turba. Quisiera excusarse, no halla cómo. Busca mentalmente un albergue, no da con
ninguno.
- ¡Me han fregado estos!... Pero ni modo de excusarse. Trae cartas del Viejo, un coronel y un retén.
El alcalde esconde hábilmente su contrariedad. Acepta. Finge satisfacción. Está a sus órdenes.
Ahora, que albergue...
- Oh, never mind, buen hombre. Mi quere solamente una cama, y después hablar osté de
negocios.
Business, business and business. Time is money: evangelio sajón impuesto al mundo.
El viejo yanqui sonríe. Allana cualquier dificultad. Es, después de todo, un viejo simpático y
corriente.
El alcalde hace de tripas corazón. Trata de recordar una casa adecuada. Medita, piensa, busca.
Ninguna satisface. Todos lo observan, están pendientes de sus labios. Se da una palmada. El
gendarme se cuadra. ¡Eureka!
El alcalde ha tenido una idea. Ha dado con una casa regular: la del juez.
En ella asisten a Panchito.
La casa del juez. Con la del alcalde, la más amplia del pueblo. Muros de madera, ocres y azules;
ventanillas claras. Patio amplio y fresco. Buen jardín. En los arriates, plantas costeñas.
Los árboles, poblados de parásitos. Toritos, canelitas, vaquitas,
- orquídeas – de aroma
penetrante, perfuman el jardín.
El jefe de la caravana, el licenciado, el coronel, los ingenieros se acomodan en las aireadas piezas
de la casa. El resto de la comitiva se reparte en casas menos grandes.
El alcalde hace los honores. Panchito Chapopote lo secunda. Les ayudan el juez y el secretario.
El licenciado, el juez y el secretario halan de las Siete Partidas. El yanqui los observa burlesco.
Panchito los escucha alelado.
El yanqui arrastra a Panchito a que le enseñe el campo. Que los abogados se queden solos con
sus abstracciones polvosas.
El alcalde los alcanza cuando van a salir. Le quiere convidar una copa de licor de vainilla.
En la sala –muebles de palma, consolas románticas, espejo, caracoles enormes, estrellas de mar,
plumas de pavo, amplificaciones familiares – toman la copa.
El yanqui insiste en salir a pasear. Convida al alcalde. Arrastra a Panchito. Quiere que su abogado
haga investigaciones con el juez. Prefiere que las realice a solas.
El alcalde accede a regañadientes. La Ulogia lo espera. Con ella sus ardientes caricias.
El gringo, al llegar al jardín, grita asustado:
- ¡Oh, un lagarto, un lagarto!
Intenta correr. Panchito lo detiene.
- No tenga miedo, Mister. No hace nada. Es una iguana. Se come los ratones y las tusas... Mire
usted...
65
Y Panchito se llega a ella, la recoge. La iguana lo colea cuidadosa. Parece acariciar a un viejo
conocido. Panchito le pasa la mano por el lomo, cantando un viejo son:
A la gea, gea,
¡Qué iguana tan fea!
Se sube al árbol
y se zarandea,
pone su huevito
y luego se apea.
- Pone su huevito...
- Y luego se apea...
Hacían el eco el loro y la cotorra. Sus periqueras guardan la puerta de la sala. Sus plumas
brillantes la limitan, como los Indios Verdes el canal de La Viga.
El yanqui piensa que en la noche no dejarán dormir con sus chillidos.
Recuerda que en la noche colocarán las camas en la sala – es la pieza más amplia, mejor
ventilada, menos calurosa.
- Estos pericos tienen mucha memoria, - comenta el alcalde, - repiten todo lo que oyen.
- Oh, listos los pericos, listos los pericos...
- ¿Qué quieres por tus tierritas, Panchito? – Pregunta el secretario cuando aquel vuelve de paseo.
- ¿Por mis tierritas? ¿Pa qué las quieres?
- Hombre, t’estimo y un cliente m’encarg’unas, pues aunque no sirvan te las compro, ¿hace?
. Bueno, pero ¿qué me das?
- No, ¿pos qué quieres?
- Te diré...
Panchito se rasca la cabeza. Panchito no halla qué pedir. Cree que sus tierras nada valen. Pero
algo han de valer puesto que alguien las quiere. ¿O será de veras que el secretario lo hace por
ayudarlo? Pero si nunca lo ha podido ver. Pero si sus tierras no sirven. El agua es aceitosa, todo lo
quema... ¡maldita chapopotera!
- Bueno, ¿pues cuánto quieres?
- Te diré, mano, te diré...
- Mira si no hallas cuánto, te compro cosas. Mira, te compro un buen fonógrafo que hace mucho
querías... –En Panchito, se despierta la ambición, are tamaños ojos -... te compro una máquina,
una buena jarana, un escritorio, un acordión, - Panchito no decide. Panchito está asombrado. El
otro sigue ofreciendo más – una hamaca de Mérida, un sarape... y mil pesos, ¿hace?
Panchito va a responder que sí. El abogado del yanqui presencia la escena, oculto en una puerta.
Su mirada es diabólica.
- El yanqui se da cuenta por casualidad de la escena. Aparece indignado.
- ¡Oh, no, Panchito! Eso no ser limpio. Mi querer su terreno d’osté. Osté contratar conmigo. Osté
será muy rico. Su terreno chapopotero, mucho petróleo. Yo darle buen dinero mañana...
66
El secretario corre a ver al alcalde. Si el gringo lo molió, previniendo a Panchito, ahora a moler al
gringo. Hay que ayudar a Chapopote. Hay que apoyarlo contra el gringo. Hay que sacarle al viejo
yanqui muchos dollars.
- ¡A cuenta de Texas, ya sabes, mano!
El alcalde se entera con asombro. No puede creerlo. El secretario se lo explica. Los gringos venían
a contratar terrenos, para sacar petróleo. El que tenían mayor interés en contratar, el de Panchito.
- ¡Hay que moler al viejo gringo metelón!
- ¡Hay que molerlo! – Asienta el alcalde, entusiasta y decidido -. Recuerda la cama de la Ulogia. Y
hacen pacto de unión.
“Gringos patones malvados,
abortos del mismo infierno,
mulas, güeros desgraciados,
1
que odian a nuestro gobierno” .
..........................................................................
Media noche. El yanqui, el licenciado, el ingeniero se recogen en la sala. Tienen que hablar. Los
demás se despiden. La iguana duerme bajo el árbol.
La cotorra y el loro cabecean en sendas periqueras. Las periqueras orillan la entrada de la sala.
En el cielo, la Luna flirtea con Marte y Júpiter. Tepetate se refresca bajo la luz plateada. Las
muchachas y los hombres compiten en la invención de sones, en las aceras arenosas. Revientan
por inventar el son del gringo.
Pero algunos de la caravana pasea por las callejas. Ahí mañana será.
Es la una. En la sala, el trío negociante, el trío petrolero discute. El magnate, el técnico, el leguleyo
que barre obstáculos para que aquél trabaje.
En la puerta, el loro y la cotorra cabecean sin dormir
En otra pieza, el secretario y el alcalde aleccionan a Panchito “para que no se deje”. No debe
firmar ningún papel sin que ellos lo examinen. Ellos deben antes estudiar los papeles. Debe
cuidarse del gringo, no confiar en ellos.
Son las seis. El yanqui, el ingeniero han buscado a Panchito. Se lo han llevado, apenas
comenzaba a clarear. Han ido a visitar los terrenos. El ingeniero
necesitaba conocer la
chapopotera.
El licenciado y el alcalde espían la sala. De puntillas, entran. Quieren ver si han dejado papeles o
algún dato secreto. El licenciado duerme tirante.
Pueden buscar confiados. Están en ello, cuando oyen charlar a los pericos:
Loro: Contratar terreno cualquier precio, contratar terreno cualquier precio...
Cotorra: Explorar, arrendamiento, subsuelo... títulos...
Loro: Arreglar títulos, inventar títulos, inventar gente...
1
Corrido Popular
67
Cotorra: Cueste lo que cueste.
Loro: Tres por ciento, ocho por ciento, tres pesos, cinco pesos...
Cotorra: Urgente. Rancho Viejo, ocho por ciento, salir pronto.
Loro y Cotorra: Cueste lo que cueste, cinco pesos, ocho por ciento, tres pesos, ocho por ciento,
Rancho Viejo.
El alcalde y el secretario se miran. Entusiasmo, congratulaciones. ¡Chócala hermano! Sabían
cuánto necesitaban.
Se firmó el contrato del yanqui con Panchito Chapopote. El secretario y el alcalde le sacaron la
mitad del anticipo. El juez lo supo. Hizo que le dieran su parte: no en balde se había enterado del
enredo. Panchito se veía y no se reconocía.
- ¡A poco estoy soñando!
La caravana se fue, dejando su tentadora huella de oro. Empezaba una nueva era en La Huasteca.
Del resto del país llegaban tristes nuevas. La
Revolución había estallado. Un chaparrito audaz se enfrentaba al tirano.
La caravana se dirigía hacia Rancho Viejo –como Tepetate, futuro Eldorado.
El secretario, que ansiaba vengarse, hizo que les dieran mala dirección. La caravana de buena fe
la sigue.
Panchito estaba rico. Grandes festejos, gran parranda. Tepetate de nuevo quedó a oscuras.
Bacanal en casa de l’Ulogia. Panchito Chapopote se convertía en burgués. Las niñas casaderas
tratarían de pescarlo. Pero la que él amaba quería a otro. Panchito, deslumbrado y feliz, recayó
pronto en la melancolía.
Tlac, tloc, tlac, tloc, tlac, tloc. Nueva caravana que llega. Son ingleses. Al saber que los yanquis ya
habían “trabajado la plaza”, deciden encaminarse, sin pérdida de tiempo, a Rancho Viejo.
El secretario les confía su secreto. Puede tomar la delantera. Los otros llevaron mala dirección.
Los ingleses siguen presurosos el consejo. Dejan caer, como al descuido unos billetes. Las libras
esterlinas han hecho su aparición en Tepetate.
La caravana se encamina a Rancho Viejo. Ha dejado también huella dorada.
El cielo se encapota. La lucha comienza. La Revolución se extenderá por el país. La caravana se
retira. Deja temeroso presentimiento en Tepetate. Ya se pierde a lo lejos. Tlac, tloc, tlac, tloc, tlac,
tloc.
Las dos caravanas llegan casi al mismo tiempo a Rancho Viejo. Una por un extremo, por el
contrario, la otra. Se encuentran en el centro de la ranchería, frente a frente, cual regimientos
enemigos. Se saludan desconfiados.
El jefe yanqui y el inglés se adivinan. Presienten lo que pasa. Se aproximan. Deciden conferenciar
en la casa de la hacienda. Ambos traen carta para el dueño. Ambos idéntica y nutrida
documentación.
Hacen que se presenten mútuamente sus abogados. Que ellos se arreglen.
- Siempre a sus órdenes, muy estimado compañero...
68
- ¡Yo incondicionalmente a las de usted, señor compañero!
- ¡Que se te cai el bombín, chico! – Grita un mulato.
- Que se le cai, y no se le quiebra... rumbea otro.
Los rábulas miran a todas partes desconfiados. Se estudian recelosos. Los jefes, reunidos, halan
del campo y del calor.
La casa de la hacienda. En la sala, se han reunido las bandas rivales.
Los abogados discuten. No se vislumbra arreglo alguno. Discuten y discuten, enredándose en
nimias diferencias técnicas. Se embrolla más y más la cuestión. Hará que romper lanzas. Es quizás
imposible transigir.
El jefe yanqui se violenta. Se acerca a ellos. Que no discutan más los abogados.
Callan éstos, biliosos. El momento es solemne.
El jefe gringo llama al inglés, ¿qué es lo que pretende?
Los dos quieren lo mismo. Propone repartirse la hacienda en dos mitades.
Llaman a los ingenieros. Se extiende el plano. Trazan la línea. Sortean las dos porciones. Se
dividen la finca, como quien parte una manzana.
Se diría que es la manzana bíblica. Es el petróleo que se reparten –para México, será el petróleo
siempre la fruta prohibida.
Se redacta el contrato de partición. Los ingenieros y los abogados lo formulan.
Los jefes, entre tanto, se pasean caviloso.
Ya terminado, se va a firmar.
Lo leen los jefes. Es una transacción. Es, en realidad, la lucha que comienza. Requieren la pluma
para firmar. Expectación.
Al rubricarlo, el inglés se transforma en John Bull; en Uncle Sam, el yanqui. El acto de la firma es
solemne. Se miden uno a otro con los ojos.
John Bull piensa que su hijo creció ya demasiado; que necesita un escarmiento.
Uncle Sam se siente más alto que su padre. Piensa que le podrá a su antiguo señor.
Se oyen marchas guerreras.
En el cielo, entre gruesos nubarrones., la escuadra blanca. Rayos, nubes espesas. Se enfila la de
ala Reina de los Mares. El himno yanqui. God Save the King. Tipperary. Alegre Yanqui Doodle. Los
cañones hacen los disparos de ordenanza.
Uncle Sam y John Bull se saludan cuadrándose.
Al despedirse, se han transformado de nuevo en hombres de negocios.
Las caravanas se alejan por extremos opuesto.
Todavía se escuchan sus pisadas. Marchan tras nueva caza apetitosa.
Sus pisadas se pierden a lo lejos. Tlac, tloc, tlac, tloc, tlac, tloc...
En la atmósfera, se anuncian tempestades.
69
Golpes de güiro. Timbalazos. Rayos. Truenos. Relámpagos. Rasguear de jarana. Golpes de clave,
sones. Una andada de loros y cotorras que, en sus alas, traslada el campo al cielo, chillan el himno
nacional.
Años más tarde. Cualquier pueblecito mexicano de cualquier latitud.
Entre copas de zotol y tequila, al son de harpa de mano y de jaranas, el pueblo mexicano
desempeña papel de coro griego. Canta un corrido comentario que contiene su juicio:
Quisiera cantar a ustedes
de grandes hombres proezas
que honra dieran a la Patria
por sus heroicas empresas.
Mas por desgracia funesta
están los tiempos tan malos
que hasta los hechos notables
están todos enfangados.
Voy a referir la historia
de un hombre que fue temido
en La Huasteca, hace poco
y que jamás fue vencido.
No fueran dignos de loa
sus vicios que dan horror,
si no fuera porque llenan
páginas de gran dolor...
..............................................................................
Otra vez en Veracruz. La casa de citas. Panchito Chapopote acaba de relatar su historia. Por
primera vez en su vida, ha estado interesante. La mulata sonríe. Se ha impresionado. Mueve la
cabeza meditabunda.
Pero... no tiene derecho a sentir ni a pensar. Casi olvidaba lo que era.
Lanza una carcajada estridente. Es de dolor. Panchito se estremece.
Ella, maquinal:
-¿Y qué hiciste de rico, Panchito?
Había dejado su empleo. Adolorido por el desprecio a sus amores, abandonó su Tepetate.
Traslado a Veracruz. Derroche. Sastres y zapateros que “se arman“. Llamativo equipaje de rasta.
Mujeres, juego, champaña. Quería aturdirse, quería olvidar. Recargado palacete en la playa.
Mueles Luis XV; fumador turco; billar Misión. Muchos amigos; muchos parásitos.
-...y mucha tristeza, mucho dolor...
70
-¿Mucha tristeza, mucho dolor?
- Yo buscaba un amor, mulata.
- Te han de querer, Panchito.
-¿Lo crees, mulata?
- No te pongas romántico.
- Tienes razón, mulata.
- ¿Una copa, Panchito?
- Y otro beso, mulata.
Panchito la besa con ardor. Se refugia en su carne morena. El cuarto se oscurece: la vigilante
celestina entorna las persianas.
La celestina, sueltas las cintas del corsé, desabrochado el talle, chancletea presurosa; resuelta con
fuerza y envidia.
Han llamado a la puerta. Su hombre que llega. Ansiosa se echa en sus brazos.
- Ese está como para mí; ese está como para mí...
La playa. En la arena, Panchito pensativo. Hace recuerdos. La conversación con la mulata ha
renovado heridas.
Se siente enamorado. Quiere casarse antes de partir, antes de embarcarse “al viejo mundo en
vapor”. Ha de casarse.
En Tepetate, dejó una morena. Pero la ingrata lo desprecia. Ama a otro. Parece encaprichada por
un Enrique.
- Intentaré de nuevo. Soy rico y ella, pobre. Ese Enrique, ese enamoriscado no tiene tras de cairse.
Soy rico, ella pobre.
Decidido, hace su plan de acción. Ha de irse a Tepetate. Conquistará a su amada. La ha de hacer
suya. Es rico y ella, pobre.
Se lanza a la aventura.
México. Alguien que se cree héroe representativo se prepara a huir de la Capital. Saldrá con sus
partidarios. El Gobierno los hostiliza. El Gobierno hostiliza al Pueblo: se siente el Pueblo. Carreras
rápidas y sigilosas. Mensajeros secretos que llegan. Enviados confidenciales que van. La ciudad
no se da cuenta. El Gobierno se encoge de hombros. Santo y seña.
Tomarán el tren nocturno a Veracruz. Las revoluciones siempre buscan los puertos. Llevan sus
papeles. Avisarán a los demás cuando estén salvos.
Noche. Parte el tren. El héroe y su secretario suben disfrazados en La Villa. Otro sube en el
kilómetro 15. Otros, en el 20. Otros, en el 40.
El tren vuela sin desconfiar. Nadie sospecha nada. Comentarios; pláticas sosas en el Fumador.
- ¡Cigarros, cerillos, chocolats!
El tren rueda, rueda, rueda.
Nadie se da cuenta de nada.
71
En los gabinetes del pullman, los conspiradores vigilan. A cada ruido, les da un vuelco el corazón:
¡si los aprehendieran! ... Cambiaría la historia del país –(eso creen ellos).
Nadie sospecha nada. Risas, comentarios vacíos. Unos recién casados se esa.
- ¡Amor mío!
-.............................
- ¡Cigarros, cervezas, chicle, chocolats!
Solamente los cuatro jinetes del Apocalipsis se preparan. Pronto cabalgarán por el país.
Una nube de zopilotes rodea el tren cuando se acerca a Veracruz.
Tepetate. Panchito chapopote busca a Amalia María Dolores. Panchito no encuentra amigo alguno.
Panchito esperaba gran recibimiento: es un magnate; antiguo hijo del pueblo que ha triunfado.
Nadie lo conoce. Nadie le hace caso.
- ¡Amalia María Dolores! ¡Amalia María Dolores! Nadie responde. Nadie hace caso. Todos se
chuflan de él.
- ¡No dé la lata! ¡Déjenos trabajar!
Es natural. Ya no es el antiguo Tepetate pintoresco y risueño. Lo atraviesa amplia carretera
asfaltada. No más casas de palma, sino casonas galeras de tablón,. Hoteles malos más caros que
el Ritz: veinte dollars cama. Comida yanqui, costumbres ayancadas. Lonches. Quick Lunch. Free
Lunch. Banana Lunch . No se asoman camisolas blancas de mujeres cuando alguien llega. Hay
continuo tráfico intenso. Pesados camiones con herramientas y maquinaria se entrecruzan. Carros
tanque. Camiones regaderas. Camiones de carga. Camiones atestados de obreros. Automóviles
con magnates de Nueva York, de California, de Londres, de no mans’land.
- Yes. No. Allright. Very well. No. Jesuchrist!
- ¡Cállese, gringo malora!
- You stupid, you greeser.
- ¡Cállese, gringo malora!
- ¡You greeser!
- ¡Su madre, gringo c...!
¡Paf! ¡paf! ¡paf!
Un yanqui menos y un pasajero más para el viejo Caronte. Después de todo, en los infiernos
quizás no esté tan mal.
Un poeta estridentista se lo encuentra. Dominado por cólera patriótica lo arroja del arco de
Caronte, en impulso multiánime.
En la tierra, al prófugo lo esconden los vecinos. Nadie lo ha de encontrar.
Uncle Sam presenta a México su cuenta, muy serio, con gran solemnidad:
- Fifty thousand dollars, please!
- Újule, gringo, en la frontera los regalan...
- Fifty thousand dollars, please!
- En Arizona los regalan, en la frontera los regalan...
72
Comisión de reclamaciones. Notas, notas, discusiones. El tío insiste.
México se encoge de hombros. Nada resuelve. Inercia.
- ¡Újule, gringo! ¡Újule, gringo!
Y mientras, el petróleo sigue brotando. Los obreros trabajan bajo el sol. Las turbas bailotean y
bostezan.
Otra vez Veracruz. Compacta multitud. El tren de México con el héroe que llega. Gran recibimiento.
Generales. General de División, comandantes, coroneles, capitanes, diez soldados, carne de
cañón.
-¡Carne de cañón, a peso diario carne de cañón!
LOS ZOPILOTES.- ¡Carne de cañón, carne de cañón, queremos engordar!...
LOS COMPARSAS.- ¡Viva el caudillo! ¡Viva el jefe de la Revolución! ¡Viva el salvador del país!
EL CAUDILLO IMPROVISADO.- (Desde el techo del tren).- ¡Conciudadanos! El pueblo mexicano.
Los tiranos. La imposición. Voy a salvar al pueblo. El pueblo me llama. Me sacrifico por la Patria. El
voto, los tiranos...
LO QUE PARECE PUEBLO.- ¡Otro toro! ¡Otro toro! Queremos otro disco ¡algo nuevo! Ese ya está
rayado...
EL GENERAL DE DIVISIÓN.- (Frunciendo el ceño) - ¡Viva el jefe de la Revolución! ¡Viva quien va a
salvar al pueblo!
LA COMPARSA.- ¡Viva! ¡Viva! ¡Viva!
El pueblo hace mutis. El general abraza al caudillo:
- ¡Eres el primer jefe!
- Le muestra su espada, la tropa. El jefe mira, palidece y comprende.
- ¡Allí viene Porfiriata!
- ¡Cuándo había de faltar!
- ¡A ver qué tanto traí!
- Pues siempre que hay mitote, siempre sale a rumiar...
- ¡Porfiriata, oye Porfiriata!
- Aquí’sta Porfiriata, señores,
¡Señores aquí’sta!
Yo soy su Porfiriata,
Y les voy a rumiar,
Y les voy a rumiar
Porque soy Porfiriata.
........................................................
Porfiriata hace contorsiones grotescas. Baila la rumba violento. Baila la rumba con ardor.
- ¡Dale la vuelta, negrito!
- Negrito, dale la vuelta!
Porfiriata jadea, pero no cesa de rumbear.
73
Güiros que llegan lo acompañan.
Suenan claves, palmadas, timbalazos. El pueblo palmea la rumba con calor y compás.
Llega un retén.
- ¡Prohibidos los grupos de más de una persona!
- ¡Ha estallado la Revolución! Es orden del día...
- ¡No raspen... viva la juerga! ¡Que nos dejen rumbiar!
- ¡La Revolución es la Revolución!
Tepetate. Panchito sigue buscando.
- ¡Amalia María Dolores! ¡Amalia María Dolores!
Panchito, al fin, encuentra a la Amalita. La Amalita resiste. La madre ansía que acepte: ella es
pobre y él, rico. Amalita resiste.
- ¡Pobrecita de Amalia María Dolores!
Escena familiar. Discusión. Miseria. Egoísmo. Necesidad. Egoísmo maternal. Necesidad. Amor.
Amalita llora. La madre insiste. Aquella se defiende.
- ¡Amo a Enrique, amo a Enrique!...
- ¿Y no piensas en mí
Lucha interna. Sacrificio. Dolor, dolor, mucho dolor. Llanto. Desesperación. Momentáneo flaqueo.
No hay remedio. Se sacrifica por la madre...
Lejos, en otro pueblecito. Enrique, el otro amor, desesperado, rasguea violento la jarana y entona
un son con furia:
Muy poco el mundo sabe
quien de una mujer se fía,
sabiendo qu’es alcancía,
que todos cargan la llave...
¡Yo también traigo la mía
y a cualquier chapa le cabe!
Otra vez Veracruz. El primer jefe publica un manifiesto. Se repite el discurso: la patria, la
imposición, el voto, los tiranos, sacrificio desinteresado, todo por la Patria, (todo con mayúscula).
Se fija el manifiesto en las esquinas... ando. Marcha militar. Clarinazos. Tambores. Marcha de
honor. El himno nacional.
EL PUELO.- ¡Quiere ser presidente!
EL PRIMER JEFE.- (A solas). ¡He de ser presidente!
EL GENERAL DE DIVISIÓN.- ¡Ha de ser presidente! ¡Lo he de hacer presidente! Yo seré
presidente.
Y mira su espada de reojo.
Tepetate. Va a celebrarse la oda; todavía no llega la “bola” a Tepetate.
EL AUTOR.- Si no se “apuran” no se casan.
Panchito se encoge de hombros, pero la suegra se “apura” y los casa.
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La boda se celebra. Panchito, muy serio, está hecho un negro de revista...
- ¡Pobrecita Amalia María Dolores!
La suegra está de fiesta. Amalita, muy pálida, parece virgen de retablo. Esfuerzos sobrehumanos
para no llorar. Marcha nupcial y danzonera.
Brindis. Sidra. Habanero. Mucho tequila. Gran huapango.
- ¡Vivan los novios!
- Desfile nupcial a la casa del novio. Comentarios picantes. Sonrisas. Sonrojos. Telón rápido.
- ¡Pif! ¡paf! ¡pum! ¡pam! Cañonazos. La bola se pone caliente. La bola ha llegado a Tepetate. ¡De
veras hay revolución!
Diez mil, veinte mil, cincuenta mil cartuchos se disparan. Las ametralladoras se embalan. Los
cañones carecen de telémetro. Cincuenta mil cartuchos disparados. ¡Ya cayo Tepetate! Se levanta
el campo: dos muertos, tres heridos.
Los rebeldes no tienen dinero. Los ricos y las compañías sí.
- ¡La bolsa o la vida!
- ... ¡O la libertad, cuando menos!
- Dinero, dinero, dinero.
Préstamos forzosos.
- Dinero o fuego al pozo.
- ¡Si quieres perforar, suelta la mosca!
Cargos de los rebeldes. Acusaciones del Gobierno.
- ¡Es qu’estás con los rebeldes!
- ¡Es qu’estás con el Gobierno!
Las compañías, los ricos alzan las manos con desesperación.
- ¡No me meto con nadie!
- ¡Déjennos trabajar!...
- Que han sido préstamos forzosos...
Buscan a Panchito chapopote. Panchito chapopote se esconde. Alguien da con su pista. Imposible
escapar. Lo plagian. No hay remedio. Panchito Chapopote suelta la “mosca”...
EL AUTOR.- Muérete ya, Panchito. Ya no te necesito. Con tu boda y tu plagio, tu razón ha
terminado. Tu existencia no tiene justificación.
PANCHITO CHAPOPOTE.- ¡Qué cosa? ¿Qué cosa?
(Panchito chapopote no entiende. Interroga a todos con la vista. Nadie contesta. Fuera de él,
ninguno escucha el diálogo).
EL AUTOR.- Sí, que te acabes de morir. Ya estorbas. No haces falta. Apúrate a acabar. Tu viaje ya
es inútil.
PANCHITO CHAPOPOTE.- Quiero vivir. ¡Quiero ir al viejo mundo en vapor! Quiero “actuar”. No le
hago mal a nadie. Soy bueno. No molesto. Soy bueno.
CORO COMENTARIO.- ¡Pasivamente bueno!
75
PANCHITO.- Insistiendo. Soy Bueno, no hago nada.
EL AUTOR.- Cabalmente por eso. Lo dicho. Apúrate a morir. Ya no estorbes.
(Panchito are los ojos muy serio, con azoro. Se rasca la cabeza: ¡quisiera comprender!)
CORO RELATOR.- Panchito sigue en Tepetate. Ha dado un nuevo préstamo forzoso. Nuevo
combate en Tepetate. En la Huasteca, los pueblos son un día del Gobierno, de los de retirada los
rebeldes. Panchito siente ganas de espiar. Panchito arriesga la cabeza... Panchito quiere ver. Una
bala perdida (tambazos, como en los saltos mortales de los circos) una bala perdida lo atraviesa.
PANCHITO CHAPOPOTE.- Al expirar. ¡Ese c... autor me hizo mal de ojo!
CORO COMENTARIO.- Así acabó la vida de alguien que cuando iba a hacer algo no hizo nada...
Marcha fúnebre. Música dulzona de Ponce. Son de Panchito Chapopote. Son y corrido de la
maestra Liboria.
- ¡Por un quinto la trágica y dolorosa muerte de Panchito chapopote!
¡El corrido de esa muerte desgraciada por un quinto!
Güiros, danzón, rumba, timbales...
¡Que viva la rica Amalia María Dolores!
Marcha final grotesca. Motivos y coros de La Viuda Alegre.
En la Huasteca. Cerca de Tepetate, entre tiros y plagios, en el antiguo amado, renace la
esperanza.
De nuevo Veracruz. Parece que los rebeldes triunfan. Bluff. Exageran ruidosamente sus victorias.
Propaganda inalámbrica. El primer jefe publica nuevo manifiesto. Se repite el discurso: el pueblo
mexicano. Los tiranos. El voto. La conculcación del voto. Los tiranos. El sufragio. La salvación del
pueblo. El pueblo lo llama. Se sacrifica por el pueblo... Las mismas palabras altisonantes resuenan
otra vez. Se fijan nuevos carteles por las calles.
EL PUEBLO.- ¡Quiere ser presidente!
Morelia. El jefe de las armas se levanta. Manifiesto. La imposición. Sufragio libre. Los tiranos.
Llega el General en Jefe de las operaciones. Se adhiere a la proclama.
Repiques. Cohetes. Disparos. Su matona parece flotar desde las torres. Marcha de honor. Parada
militar.
EL PUEBLO.- Quiere ser presidente.
Guadalajara. Idem. Idem. Idem.
- Quiere ser presidente.
Puebla. Idem.
- Quiere ser presidente.
TODOS LOS JEFES.- El Pueblo. El Pueblo mexicano. La salvación del Pueblo...
EL PUEBLO.- ¿Hablaban de mí? No me molesten. Déjenme descansar.
Yo lo que tengo, amigo, es un profundo deseo de dormir...
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Sigue deshecha la vida del país. Todos sufren. Todos pierden. Lágrimas, sangre, padecer. Los
jinetes trágicos cabalgan. Destrucción. Ruinas. Dolor. Plagios. Siguen los préstamos forzosos. Las
bolsas burguesas se vacían por la fuerza. Los militares rebeldes son insaciables. Los combates no
cesan. Continua mortandad. Solamente los zopilotes medran.
Un viejecito ha salido hacia Washington. Es un embajador especial. Lleva en la maleta buenas
proposiciones. Doy para que des. Viejo contrato romano. Doy para que hagas. Haré para que des.
Alguien en Wall Street ve su oportunidad: conviene ser amigos del Gobierno. Hay que ser amigos
del Gobierno. Hay que ayudar al gobierno.
Prevé mucho petróleo. Concesiones. Grandes empresas. Facilidades.
Doy para que me des. Doy para que hagas.
El viejecito embajador sale buen negociante. Regresa vencedor. Himno triunfal. Música de Aída.
- ¡Atención, atención, atención! ¡Va a hablar Chapultepec! ¡Va a hablar la Secretaría de Guerra!
Las estaciones inalámbricas de Veracruz, Oaxaca, etcétera escuchan ansiosas. El solapado
rumbear del Puerto se suspende. La Huasteca también quiere escuchar...
- El Gobierno Americano no reconoce a los rebeldes. Está del lado del Gobierno. Hay que sostener
incólume la legalidad. No permitirá la libre exportación de armas. Sólo para el Gobierno venderá.
Nos llegarán todas las armas necesarias. Nos sobra parque. En una semana, terminarán los
cuartelazos...
En Veracruz, Oaxaca, Puebla, Guadalajara, etcétera, entre los rebeldes, cunde el pánico.
El primer jefe fuma marihuana para aturdirse.
El pueblo de Veracruz continúa indiferente y rumbea.
Los ejércitos revolucionarios se reúnen. Se reconcentran los rebeldes Ejército del Norte. Ejército
del Sur. Cuerpo del Centro. División del Este. Cuerpo del Oeste. Ejército del Sureste.
Los generales rebeldes, en su pullman, procuran divagarse. Mujeres. Champagne. Caricias.
Drogas. Esos torpes.
Afuera, en el campo, indiferencia de los “juanes”. Alguien “se da las tres”. Llanto de soldaderas.
Frío. Miseria.
- ¡Alerta!
Agudo toque de atención. Redoble de tambores. Todo el mundo a su puesto. Estruendo
formidable.
-¡FUEGO!
Una gran escuadrilla de aeroplanos, zepelines, dirigibles, globos, cargados de fusiles y parque,
flotan sobre el campo rebelde. Vuelcan su cargamento desde lo alto. Millares de fusiles, cañones,
ametralladoras, obuses, tanks caen sobre las huestes rebeldes. Las aplastan. Las sepultan. Se
forma grotesca pirámide del sol.
El general en jefe del gobierno llega triunfante. Con ademán de cazador de leones, sube a lo alto
de la pirámide de despojos humanos. Con un pie en la cúspide, levanta la cabeza triunfador.
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El primer jefe, que se había quedado a la espectativa en algún puerto, ahueca el ala. Raudo
embarca con su secretario en un velero. Va a escribir al extranjero sus memorias, a vivir de sus
rentas.
El pueblo veracruzano rumbea gozoso.
Porfiriata y todos los rumberos se reúnen. Su rumba se torna gigantesca y simbólica. Han crecido
diez codos. Sus cabezas alcanzan las bóvedas del templo.
Nadie los molestará. La revolución ha terminado.
- ¡Hasta que haya otra, mano!
- ¡Viva el Gobierno!
- ¡Viva la rumba, viva la juerga!
y que viva el Gobierno
y que viva su madre
y viva Porfiriata
pues yo soy Porfiriata, señores
y les voy a rumbiar...
y les voy a rumbiar
porque soy Porfiriata...
..........................................
Veracruz se va a normalizar. El país se va a normalizar. La Huasteca se va a normalizar.
Todas las estaciones de radio piden:
- ¡CHAPULTEPEC! ¡CHAPULTEPEC! ¡CHAPULTEPEC!
Chapultepec escucha:
- ¡Listo Chapultepec!
RADIO 1 ¡Habla Washington! Coolidge al aparato. Coolidge que felicita al presidente.
RADIO 2 ¡Habla New York! La bolsa al aparato. Wall Street felicita al Gobierno.
RADIO3 ¡Habla Europa! Europa que felicita al Presidente.
RAIO 4, RADIO 5, RADIO 6..... Felicitaciones, felicitaciones, felicitaciones...b
Hosannas, dianas, desfile militar. Las instituciones se han salvado.
Marcha de honor. Noche Mexicana. Música popular. Resuenan dianas en toda la República.
La Huasteca. Tepetate baila un huapango. Amalita se casa. La rica Amalia María Dolores se une a
su antiguo amor. Felicitaciones.
Las dianas resuenan en toda la República. Marcha de honor. Marcha triunfal. Las instituciones se
han salvado. Aplausos generales. Fuegos artificiales. Fuegos fatuos. El himno nacional. Gran
apoteosis.
EL PRESIDENTE: desde la torre de Chapultepec.
¡Señores, muchas gracias!
En la Huasteca. Luna de miel. Se olvida el pasado sufrir. Renace el viejo idilio.
Cada vez que cai la tarde,
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en vez de llorar me río,
recordando los besitos
que me dabas junto al río,
con tu boquita temblando,
¡pobrecita, tendrías frío!
Xalapa, julio de 1926.
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Obra Narrativa de Xavier Icaza
Los Fanáticos: Acerca de Carlyle, Jalapa, El Fénix, 1921
Dilema, México, Editorial Andrés Botas e Hijos, 1921.
Gente Mexicana (novelas), Xalapa, Veracruz, Tipográfica de la viuda e hijos de A. D. Lara, 1924; 2ª
edición, Xalapa, Universidad Veracruzana, colección Rescate # 33, 1990.
.
Panchito Chapopote, Retablo Tropical o Relación de un Extraordinario Sucedido en la Heroica
Veracruz, México, Editorial Cultura, 1928; 2ª edición, México, Editorial Aloma, Centro Mexicano de
Escritores, 1961; 3ª edición, Xalapa, Universidad Veracruzana, Colección Rescate # 17, 1986.
Mitote de la Toloacha, México, Editorial América, 1955.
Coloquio de Juan Lucero, México, Editorial Aloma, Centro Mexicano de Escritores, 1962.
El Cantar de Chaneque, México, Editorial Aloma, Centro Mexicano de Escritores, 1962.
La Patrona, México, Editorial Aloma, Centro Mexicano de Escritores, 1962.
Caracol Mexicano (en quince presencias), México, Edición del Autor, 1962.
Corona de las Tres Divinas Niñas, México, Edición del Autor, 1963.
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Martín Gómez Palacio
El abogado, poeta y narrador Martín Gómez Palacio, nació en la ciudad de Durango, el 7 de
septiembre de 1893.
Gómez Palacio estudió la carrera de Derecho, en el Instituto Juárez y se dedicó a trabajar en
actividades judiciales. Siendo muy joven, el abogado se trasladó a la ciudad de México en donde
se integró al Nuevo Ateneo de la Juventud, asociación que pretendía introducir cambios en los
afrancesados cánones literarios de principios del siglo XX. Como miembro del Nuevo Ateneo,
Gómez Palacio compartió diversas experiencias creativas con algunos poetas, ensayistas,
dramaturgos y narradores que destacaron en las letras mexicanas, como Carlos Pellicer, Jaime
Torres Bodet y Celestino Gorostiza. En el libro La Literatura Mexicana del Siglo XX, José Luis
Martínez y Christopher Domínguez Michael consignan de Martín Gómez Palacio que:
Su ora principal es narrativa y en ella los motivos revolucionarios son incidentales. Su tema
constante es la vida de los burócratas, profesionales y hombres cercanos a las letras y al
arte de la ciudad de México, entre los veinte y los cincuenta. Aprovechaba sus propias
experiencias, como en A la Una, a las Dos y a las... (1923), que cuenta aventuras de las
oficinistas, y El Santo Horror (San Luis Potosí, 1925) sobre los amores estudiantiles.
El Mejor de los Mundos Posibles (1927) es una novela extensa un poco desmadejada. Se
inicia hacia 1913, con la reacción carrancista contra Huerta, y concluye ya en pleno
obregonismo. Los personajes aparecen, reaparecen o se olvidan, y los hilos conductores
carecen de consistencia. La Revolución no es ni drama ni tragedia sino injusticia y
desorden vistos con despego satírico. Hay cuadros de costumbres bien logrados (...). Doña
Agustina, una vieja rica y maniática de Durango, es un personaje notable. Y hay un curioso
relato de la pasión de don Venustiano Carranza por una guapa duranguense, la güera
Lupe Saracho. El estilo, descuidado, mezcla cursilerías con pasajes sobrios y eficaces.
Gómez Palacio tenía una visión aguda e irónica de la vida mexicana en estos años, pudo
haber sido un excelente novelista, si hubiera cuidado su composición y el estilo de su obra
(MARTÍNEZ, JOSÉ LUIS y CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL. La Literatura
Mexicana del Siglo XX, México, CONACULTA, 1995, p. 92.)
Las posteriores novelas y relatos de Martín Gómez Palacio se centran en los ambientes urbanos
mexicanos de la primera mitad del siglo XX y en las crónicas de viajes. La abundante obra
narrativa de Gómez Palacio fue objeto de disparejos y controvertibles comentarios por parte de la
crítica.
Martín Gómez Palacio murió en la ciudad de México en el año de 1970.
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Martín Gómez Palacio
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El Mejor de los Mundos Posibles
Primera Parte
Capítulo Segundo
“El Palacio de Cristal”
(...)
En una de aquellas espléndidas mañanas estivales podía observarse en La Alameda el desfile de
un batallón abigarrado: era la “Defensa Social” ¿De quién había partido la idea de semejante
agrupación? Se ignoraba. Era una de esas modas que tienen repentino éxito, pues vino a
desaburrir a la gente de una ciudad sitiada prácticamente desde hacía algunos meses, y a servir
de válvula de escape a la nerviosidad que hincaba su garra en los corazones.
Los muchachos hallaban ocasión de lucir donaires ante las miradas de sus novias, y éstas
sentíanse madrinas de guerra al contemplar las marchas desde los balcones.
La guarnición era escasa; los elementos de combate se veían mermados. Por eso el general
Escudero había aceptado el contingente de mil individuos que se presentaban armados y
municionados. ¿Quién no tenía por lo menos un rifle y balas en su casa?
Y el entusiasmo por pertenecer al flamante cuerpo fue desde un principio desbordante.
- Ahora que entren... si pueden
- se decía en las filas, con respecto a la multitud agolpada
alrededor de la ciudad.
Todos se sentían invencibles. A nadie se le ocurría, ni por un momento, la idea de perder la
partida.
El Gobernador había tenido una frase lapidaria cuando aprobó el proyecto del batallón.
- ¿Quiénes queremos que nos defiendan de la casta desarrapada que viene a quitarnos lo nuestro
a quienes tenemos algo? ¿El Ejército Federal? ¿Los soldados, es decir, los mismos del bando
contrario? ¡No, señores! No tendremos más defensa que la que nosotros mismos organicemos.
¿No es ésta una lucha de clases? ¡Pues lucidos estamos si queremos confiarnos a la clase
enemiga!
Temíase que los soldados de línea, a la mejor se pasarían al campo contrario. Había sido un error
de don Pancho Madero despreciar al ejército disciplinado y aguerrido: ¡el de don Porfirio!... Ahora,
¿ quién iba a estar seguro de la fidelidad de las tropas? ¡Ni el mismo General Escudero!
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Corría por ahí la especie de que el General, en más de una ocasión, había manifestado sus dudas,
sus desconfianzas...
¡Pero con mil hombres de la “Defensa Social”, parapetados en los fortines, era suficiente! Y en
caso de que no lo fuera, entonces se metería a toda la sociedad amenazada dentro del primer
cuadro de la población, en unas cuantas manzanas de casas, y así, se morirían de hambre, pero
nadie tocaría a las mujeres. ¡Se salvaría, por lo menos, la honra!
Por las mañanas tenía lugar la instrucción. Los oficiales de la Guarnición eran los encargados de
proporcionarla. En los anchos senderos de La Alameda se ponían todos los de la “Defensa”, en
pie, de dos en fondo. Luego atronaba el aire un vozarrón terrible y todos volteaban para el mismo
lado. Otro vozarrón iba y otro venía, los defensores ponían una rodilla en tierra, en ademán de
disparar, o bien se acostaban, como para burlar al enemigo. Enseguida echaban todos a correr, y
esto si rompía un tanto el orden militar, porque entre los voluntarios había personas de edad o con
defecto físico. Pero era lo cierto que, en materia de constancia y de adelanto, no se podía pedir
más.
Por último venía lo que a todos agradaba: el regreso por las calles, bajo los balcones constelados
de caras de mujer. Una lluvia de flores caía incesantemente sobre los héroes en cierne, manojos
que, tras de besar las cabezas iban a chocar, olvidados, contra las piedras musgosas de la calle. Y
aplausos, y sonrisas, todo alegraba la enrarecida atmósfera de ciudad sitiada.
El rumor propagado, primero por el licenciado Hernández, y casi al punto por mil bocas, encendía
el entusiasmo como llama. “Tenemos que perseguirlos – se decía -, tenemos que perseguirlos un
buen trecho y hacerles algunas bajas... ¿Cómo vamos a dejarlos levantar tranquilamente el cerco y
largarse por donde vinieron?”
Sin embargo, los días pasaban... Noche a noche se gastaba el parque; ya casi no había qué comer
en las despensas de los hogares ni en las tiendas. ¿El refuerzo? Todo el mundo aseguraba que ya
venía, que el General Huerta no podía resolverse a perder una plaza tan importante ..., que ya se
dirigían de Torreón cinco mil hombres de las tres armas ... , que ya estaban más cerca de Durango
que de Torreón... Y, sin embargo...
Una mala mañana el General Escudero dio una orden terrorífica. Ya no habría ejercicios militares:
todo el mundo en la trinchera que le correspondía, quietecito...
¿Qué sería ello? Por lo pronto obedecer... Y entonces sí, ya sin desfiles, ya sin las miradas
amantes, la suerte se tornó amarga y dura para todos.
Lo mejor del tiempo eran las noches, cuando el frescor y la luna permitían a los incipientes
soldados salirse un poco del estrecho escondrijo e las torres y agruparse en el techo de los
templos.
Entonces, en cada corazón, flotaba un aliente misterioso de novia distante, una implorante mirada
de hermana en peligro. Además, se entonaban cantos, decían chistes. Pero semejante
compensación ¡La única! Llegó a faltar bien pronto. Disparos subrepticios alargaban su silbido
entre las cabezas de sus defensores, a lo mejor interrumpiendo una canción. ¿Quién era? ¿Quién
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disparaba? Cateos, búsquedas prolijas en las casas de las inmediaciones no dieron resultado.
¡Imposible dar con los ocultos tiradores! Las cárceles, los cuarteles estaban llenos de individuos
sospechosos, y la muerte según zumbando, brotaba de las casas, de las calles, de quién sabe
dónde...
“Pero ¿quién tira?”, era la pregunta que se hacían, dentro de las trincheras, unos labios pálidos a
otros labios trémulos.
“¿Si se habrán estado metiendo, uno por uno, estos bandidos?”...
Y la incógnita cruel, la incógnita triturante, nadie era capaz de descifrarla.
(...)
Capítulo Cuarto
“El Desastre”
Los gallos no cantaron aquel final de noche lívido y dilatado.
Todos los días, antes de amanecer, aves de corral atronaban los aires; ahora dijérase que habían
sido estrangulados. Las almas de los veinte eran solo oído que se prendía a los timbres del
teléfono; pero éste no funcionaba desde la medianoche. A veces, trotando junto al atrio del templo,
pasaba algún caballo desorientado, loco... Ni traza de aclararse el horizonte por ningún lado... ¡Y
un temor, un infinito temor...! ¡Qué distinta la situación a la de hacía apenas algunas horas!
¡Aquella noche que empezara bella y luminosa, los ánimos encantados fuera del lúgubre baluarte,
sobre el techo cóncavo de la poética iglesia, arañando una guitarra y entonando canciones!
¡Qué harían, las novias puras de los veinte, en aquel lapso de nublos y de incertidumbre! ¿Sabrían
mejor lo que pasaba, o al par que ellos mismos en sus arpilleras, echarían las caras azoradas entre
las rejas de las ventanas interrogando a la distancia?
Por fin amaneciera, pero ni clara ni alegremente.
Y luego la noticia, que sonó a los oídos de todos como fúnebre tañido. La trajo un miserable
heraldo, un recluta puesto en fuga.
- Ahora sí, jefecitos, ya me derrotaron...
Fuera de tan triste mensaje, ningún otro indicio, hasta que, al cabo, un nutrido fuego hizo a todas
las miradas volverse al Cerro de los Remedios, el más importante punto estratégico. Rodaban,
cerro abajo, porque aquello no era bajar, hombres, monturas y piezas de artillería.
Descolgábase el cañón, levantando una leve polvareda.
Escuchóse una carrera en las baldosas del pórtico, y una voz rasgó el aire:
- ¡Repliéguense al cuartel! ¡Abandonen el fortín!
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Desordenadamente, presas de pánico, ganaron el camino. Entraron en las calles aneblinadas,
desiertas. Atravesaron algún húmedo jardín donde volaban pájaros dementes... Por fin, como una
bendición, vieron el cuartel al que penetraron sin que nadie se les opusiera. El General Escudero
ya no mandaba, ebrio de miedo, y solo buscaba el sitio por dónde escapa. El cañón, emplazado en
el patio, no era para iniciar la recuperación de la ciudad perdida; sino para hacer sentir a los
rebeldes algún respeto, y así, a falta de otro punto mejor, enviaba sus granadas sobre el cerro. A
poco viose caer, solemnemente, en trágico mutismo, la esbelta torre que coronaba aquella altura.
La confusión aumentaba por instantes; no había caballos para todos...
Por último, una esperanza postrera: los cónsules de las naciones extranjeras habían marchado a
conferenciar con los jefes del movimiento revolucionario en son de un armisticio. Desde las azoteas
pudiéndose ver el auto, protegido por blancas banderas, atreverse por los huecos de las últimas
casas, mas viósele enseguida, ya a la falda del cerro, girar y retroceder ante los disparos
enemigos.
Roberto lo miraba todo con impavidez. La mañana brillaba ahora como esmalte; en los cielos había
una paz dichosa, una luminosidad que hacía olvidar, por instantes, el miedo de morir... Pero,
reaccionando el pensamiento, sintió, avasallador, el terror de la muerte. Aventó lejos su fusil, su
canana, su distintivo y echó a correr hasta su casa seguido por tres de sus compañeros. Hubo
necesidad de hacer algunos rodeos, pues a la mejor encontraban ya las calles pobladas de
rebeldes. Uno de éstos, veloz como centauro, pasó al lado de los fugitivos, sin mirarlos, así iba de
frenético, y lanzando una maldición se perdió calle adelante...
Roberto llegó a su casa, acezante, e introdujo en ella a sus tres amigos. Los encerró en su cuarto y
se dispuso a esperar lo que viniese. Fue enseguida a la pieza de su tía. La buena señora no se
levantaba aún. Cuando el sobrino narró lo que estaba pasando, comenzó ella a llorar y a
contorsionarse debajo de las sábanas.
- Anda – dijo por último -, sal para que me vista. Pídele mucho a Dios...
Salió Roberto. En el segundo patio de la casa, en unión de sus amigos, dedicóse a escuchar con
profunda atención. Se oían todavía disparos, muchos disparos. A las veces se oían pasar por la
calle tropeles de caballos, y atronar pistoletazos y obscenidades. De pronto hubo un estallido y una
trepidación. Una mujer, sirviente de doña Agustina, que espiaba desde la azotea, asomó y dijo:
- ¡Niño Roberto, ya volaron la tienda de don José María!
Tragaron gordo, los cuatro; ninguno atrevíase a hablar.
Al estrepitoso derrumbe había seguido un desconcierto de gritos jubilosos. Luego, nada... A poco
otra vez disparos. ¡Qué largos los minutos! ¿Cuándo acabaría tan angustiosa situación?
Volvió a pesar un silencio absoluto que se prolongó quién sabía por cuánto tiempo. La misma
sirviente volvió a asomarse y a informar:
- Ya se fueron como quien va a la plaza de armas.
Pasados unos momentos hizo su aparición en el segundo patio la propia doña Agustina, presencia
inusitada, porque jamás salía de sus habitaciones. Su desenfadada tranquilidad, sin embargo, era
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la misma de siempre. Quedóse un rato mirando a los cuatro jóvenes y suspiró, no se sabía si
irónica en tan graves circunstancias.
- ¡Ay, muchachos! ¡Tan bien que marchaban ya! ... vengan, - anadió - a que tomen algo, han de
tener fiebre...
Obedeciendo a una, Roberto y sus camaradas entraron en el comedor, limpio y dilatado. Pero no
probaron bocado: algo de café y de vino, solamente.
- ¡Pobres mamás!... – se tornó piadosa la tía Tina, mirando a los tres abatidos defensores -. Pero ni
modo de mandarles avisar...
Roberto vio el gran reloj colgado a la pared: eran las tres de la tarde. ¿Cómo se resolvería aquella
situación?
A los cuatro los empezó a invadir una dulce somnolencia... ¡Como hacía tantas noches que casi no
dormían! De muy buena gana se hubieran entregado al sueño; pero otra vez los disparos les
pusieron los ánimos de punta. Luego una fuerte llamada, a la puerta de la calle, hizo latir
violentamente los corazones. Doña Agustina ser quedó inmóvil.
- ¡Qué Dios nos asista! – fue lo único que acertó a pronunciar.
Roberto sobrepúsose a su miedo y fue a abrir. Había llegado el instante de dar cuentas a la clase
siempre
sobajada y ahora enfurecida. Invadíalo
el terror hasta los huesos. ¡Sea! Se dijo,
completamente seguro de que; no bien franquease la resistente puerta, caería atravesado por tres
balas. ¡Siquiera, así, no recibiría ofensas personales!
Abre, e ideas inconexas pasan por su cerebro... Una multitud de hombres, confusa, entra
atropellándose... Luego ve, por encima de aquella oleada, a don Alejandro Martínez... Este lo
reconoce... ¿pero, si vendrá a matar, el servidor de doña Agustina?
Don Alejandro, pues él es, en efecto, desciende con dificultad de un caballo; penetra a la casa y
abraza enseguida a Roberto. Este se siente intensamente dichoso con el acre olor a cuero peculiar
e don Alejandro y que siempre, antes, le repugnara.
-Vamos- - dice el Administrador -, usted ya puede considerarse en salvo. A eso he venido, a
defender esta casa...
Semejantes palabras despertaron en el alma de Roberto una gratitud inmensa.
Pasó don Alejandro, pasó su Estado Mayor. Aquel cruzó el patio con la seguridad de quien conoce
el camino, y penetró en el comedor. Fue recto a doña Agustina y le tendió su mano dura y
regordida.
- ¡Ah! ¿Es usted, Martínez? ¡Quién lo había de decir! Ahí tiene usted a estos pobres muchachos...
Que no les hagan nada, Martínez; ellos no tienen la culpa...
- Pierda cuidado – dice don Alejandro sentándose en una silla demasiado pequeña, demasiado
frágil para su pesado cuerpo. Tienen que pasar sobre mi cadáver antes de tocarlos a ellos.
Algunos peones de la hacienda lo han seguido y permanecen fuera, en el corredor. Son hasta una
docena de diablos, de calzón y huarache, pero, eso sí, provistos de rifles que arrastran consigo,
cogidos por la punta del cañón.
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- ¡Vaya por Dios! – Exclama doña Agustina -. Ya han de haber dejado sola la hacienda...
- ¿Y qué remedio tienen? – Explica el fiel servidor -. Ahora hasta que no se hayan restaurado las
sagradas instituciones y hasta que no echemos a patadas al traidor Huerta y a los enemigos del
pueblo.
Doña Agustina suspira, resignada.
- Sí, Martínez; tiene razón... pero usted ya no se mueve de aquí; con usted me siento tranquila. ..
- Al administrador se le arrugan los cachetes: las palabras de la señora lo satisfacen.
La propia dona Agustina ruega a uno de los muchachos que atónitos contemplan a Martínez que
vaya a la cocina a decirle a alguna criada ponga su cuarto a don Alejandro, que le arregle un
lavabo por lo pronto.
- Necesitará usted lavarse... – dice, después que el joven ha salido.
Mas en esto penetra a la casa un hombre armado en busca de don Alejandro. Sale éste al corredor
y es informado de que su gente está saqueando una casa próxima.
- ¡Ahorita verán esos sinvergüenzas!...
Luego entra en el comedor a pedir a doña agustina licencia de salir.
- No me dilato – dice -, nomás voy a meterlos al orden. Nosotros no venimos a robar, nosotros no
somos revoltosos, somos revolucionarios.
El ama de asusta; pero Martínez la tranquiliza al punto.
- Ahí le voy a dejar una escolta en la puerta...
Y se marcha. Entonces una doméstica. Lo del cuarto se arreglará como quiere la señora; pero lo
del lavabo... No hay agua, ni para un remedio.
- Bueno, hija, ¿qué le voy yo a hacer?
Doña Agustina aguarda el regreso de Martínez. Transcurre cosa de una hora. Roberto ha estado
en el zaguán hablando con los de la escolta. Los conoce a todos, como que son muchachos de La
Punta. Los interroga sobre el movimiento, sobre sus jefes, sobre el rumbo que tomaron, al salir, los
federales.
- ¿Y para qué diablos cortaron el agua? – Se dirige con curiosidad a uno de ellos.
- Por timidez de que fueran a envenenarla los pelones...
2
Vuelve Roberto a reunirse con su tía y amigos en el comedor. Esto de permanecer en tal sitio tenía
su razón de ser, de la que ellos mismos, quizá, no se daban cuenta. Era el instinto de
conservación. Estando en la sala, ¿no podía entrar una bala traspasando las maderas?
De pronto, como si un común pensamiento los moviese, todos se miraron sin hablarse. ¿Qué sería
de todos y cada uno de los de la Defensa Social? ¿Estarían ya colgados de los árboles de La
Alameda? ¿A cuántos habrían matado? Porque pocos tendrían la suerte de contar con un don
Alejandro...
2
.- Pelones.- Así se designa en México, despectivamente, a los soldados de línea.
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La tarde comenzaba a declinar. Nuevos tropeles pasaban por la calle, en un sentido y otro. Lo que
exaltaba excesivamente los nervios, eran las odiosas bombas de dinamita que oíanse estallar a
veces. ¿Para qué las bombas? Se preguntaban. Disponiendo como disponen de todo, no tienen
más que tomarlo...
Una criada que había salido a la calle confundiéndose con la multitud, entró a dar una noticia que
consternó a Agustinita.
- Figúrese, niña, que ya se metieron a la Catedral, y están desenterrando a los obispos... diz que
para robarles los anillos.
- ¡Jesús, qué profanación! – Dice la opulenta dama, cubriéndose el rostro con las manos.
- Y dónde que se agarraron a balazos ellos mismos, porque al pretender salir de las naves no
encontraron la puerta, y se creyeron engañados los unos a los otros.
Doña Agustina estaba horrorizada. ¡Y Martínez que no venía!
- Anda, muchacha; vete y no andes saliéndote a la calle.
En las frentes de los cuatro jóvenes volvió a distender su ala un sueño insinuante, irresistible. Las
paredes del amplio recinto estaban ya tintas en sombra, y e el patio defendíase débilmente la
última claridad. Afuera, a través de la gran puerta que guardaban los soldados, veíase el ambiente
extrañamente colorido, debido a que la luz del alumbrado había sido cortada, lo mismo que se
hiciera con respecto al agua. ¿Quién realizó semejante acto de barbarie? Por más esfuerzos que
se hicieron, nunca pudo saberse. Mas era el caso que la total penumbra circundante hacía más
halagüeña, en las frentes de los cuatro, la dulce caricia del sueño. A ella se abandonaban ya,
cuando hirió sus pupilas una tonalidad naranja que se extendió en el patio y corredores. Esto los
reanimó.
- ¿Qué será? – Se preguntaron.
La visión se hacía por instantes más intensa. De súbito, una lengua de fuego lamió las cornisas de
un lado de la casa. Todos se dirigieron al zaguán, a preguntar a los de la guardia. Y era que ardían
simultáneamente dos edificios, a un lado y a otro de la finca.
- ¡Dios nos valga! – Gritó doña Agustina.- ¡y no haber ni luz ni agua con qué combatir el incendio!
En esos momentos apareció don Alejandro. Venía cansado y con visible mal humor. Había
repartido algunos culatazos entre los salteadores de casas y comercios, pero era por demás.
Todos andaban ebrios y con tal ímpetu ladrón, que ni recibiendo los golpes en sus espaldas
dejaban de apoderarse de lo ajeno.
- ¡No puedo... ! – Dijo tristemente, conforme avanzaba al interior de la casa al lado de doña
Agustina. – Ni aunque me convirtiera en mil podría sujetar a tanta gente...
Roberto y sus camaradas salieron hasta el medio de la calle. Pasaban grupos numerosos e
incontenibles; pero todos tan borrachos que nadie se fijaba en ellos. Entonces pudieron darse
cuenta de que los incendios no acababan ahí. Hacia el centro de la población subían espesas
humaredas, y el firmamento enrojecía aquí y allá. El cielo de obsidiana era escenario de
inacabable desfile fantasmagórico. Un trozo de jardín, la plaza de armas, sin duda. Figuras de
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variedad infinita saltaban de un extremo a otro de las casas. Volaban chispas; caían a lo largo de la
calle alambres enrojecidos; crujían las llamas.
Y, moviéndose entre las rojas decoraciones, en plena embriaguez, discurrían en compacta
muchedumbre hombres grises, jalando el arma o machete y vestidos del modo más extravagante.
Los había con levitas cuyos faldones caían de cualquier modo sobre el blanco calzón; quién iba
tapado con un cubre cama, a la romana; quién se había embutido en una bata de señora...
Deteníanse a la puerta, pero luego seguían de largo, al saber que era la casa de uno de sus jefes.
Pero, no obstante, la escolta de don Alejandro había disfrutado del magno, insaciable y animado
saqueo. Roberto vio muy bien, debajo de la banca que estaba en el zaguán, cajas, paquetes y
objetos varios. Unos de los centinelas pugnaba, puesto en cuclillas, por calzarse unos buenos
zapatos de charol. ¡Y ésta es la recompensa – pensó Roberto – de haber expuesto así sus vidas
estos desgraciados!
El mismo hombre de los zapatos, todavía agachado, goteando sudor, acabó por hacer un
descubrimiento importante. Los tales zapatos eran desiguales, de distinta forma y tamaño. Y claro,
como en los aparadores de las tiendas se exhibía el calzado del pie derecho únicamente,
quedando el compañero en la caja respectiva...
La cosa era para reír, si no fuera por el
espectáculo del cielo, donde se había vaciado un mar de culebras escarlata...
* * *
La ilustre casa de la opulenta, desenfadada y reaccionaria doña Agustina Cuenca de Palacio había
llegado a gozar ¡quién lo diría! fuero de inmunidad.
Poco a poco habían ido llegando a ella muy connotados miembros de la “Defensa Social”, a
quienes lo repentino de la evacuación no había dejado meterse en los hogares, o a quienes,
simple y sencillamente, habían echado fuera de sus domicilios los ciegos fulgores del saqueo. Los
hogares de todos los notoriamente adeptos al General Huerta, a riflazos habíanlos hecho
desocupar los rebeldes, para que sirvieran de cuarteles...
El primero en llegar había sido don Jacobo Saracho. Arribó por las azoteas, pues se había
ocultado en un horno de mampostería, ahí en una casa a donde se metiera sin que lo viesen, y de
cuyo escondite lo echó fuera el dueño de la casa y del horno.
Al día siguiente de la “toma” descubriéralo al tal, un hombre ajeno a la piedad.
- ¿Y a dónde quiere que me vaya? – Había preguntado don Jacobo, desde dentro.
- A donde usted quiera; ¿no ve que me compromete y que compromete a mi familia?
Y no hubo tregua, ni espera. Salió don Jacobo, pero, ¡oh idea salvadora!, se acordó que en la
misma manzana quedaba el domicilio de Agustinita, y hacia él se dirigió sin más, por la azotea,
como queda dicho, en calidad de gato.
- ¡Miren nada más! – Exclamó Agustinita al verlo – Ahí viene Saracho... ¿qué será ahora del
“Palacio de Cristal?”
El pobre hombre tuvo un ademán supremo:
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- Ya se lo llevó el Diablo al “Palacio de Cristal...”
A don Jacobo lo siguiera otro, y otro... Pronto había cundido la noticia de que aquella casa estaba
segura, y nada, que se le metían a doña Agustinita familias enteras. Y para tocarles el cabello a
cualquiera de ellas había que pasar antes por el cadáver de don Alejandro.
El médico de cabecera llegó también, con todos los suyos. Comunicárale, al presentarse,
vivamente a su eterna cliente y señora sus fugaces emociones.
- Figúrese, Agustinita, que se metieron como cuarenta desalmados a mi domicilio a que les
entregase los caballos... ¿Cuáles caballos?, decía yo... Pues que los caballos, querían llevarme a
mí prisionero; hasta que me acuerdo del brazalete de la Cruz Roja y que me lo planto... Ya con
esto me dejaron en paz; pero ni así me sentí seguro hasta que supe lo de don Alejandro.
Este había tenido serios disgustos con el General Tomás Urbina, general en jefe de las huestes
insurrectas; pero como era hombre de importancia por el contingente que mandaba, se salía con la
suya y no se apresaba a nadie de los refugiados en aquella mansión, ni a ninguno de los ahí
encerrados se le imponían préstamos forzosos ni otras cargas semejantes.
Doña Agustina, por su parte, se encontraba en sus glorias. Le venían a pelo las partidas de “paco”
y de tresillo a que se consagraba por las noches con todos sus alojados. Lo único que le
atormentaba a ratos, era que por ningún precio se encontraba morfina en ninguna parte. Por lo
demás, como cada quien se preocupaba por su alimentación, y ella se iba a acostar cuando le
pegaba la gana, no andaba mal la cosa...
Pero a todo el que no fuese ella, la cosa le iba resultando pesada. Siempre era necesario salir, ver
lo que se hacía. Cierto que no habían sido colgados los de la “Defensa” de los árboles de La
Alameda; pero el encierro alteraba los nervios, exasperaba los ánimos. El General Urbina había
decretado la amnistía, mas con la condición inevitable de que cada curro entregase su arma e el
cuartel general, a cambio de lo cual se le daría un salvoconducto. Pero como todos habían tirado el
arma en la carrera, resultaba difícil conseguir el tan necesario indulto.
El sólo consuelo que hacía pasaderos los días, eran los diálogos habidos en los rincones, cuando
don Alejandro no podía oírlos.
- ¿Qué se dice de los federales?
- Ahora sí ya vienen... Vienen por cuatro lados distintos, par que no escape ninguno de estos... Son
por todos veinte mil y parece que viene el mismo General Huerta. ..
- Que su boca sea de ángel, don Severo.
- Y lo será, don Ricardito.
Pero pasaban los días y ni señales de recuperación. Don Ricardito cada vez más pesimista, se
acercaba muy abatido a don Severo.
- A mí se me hace que ya el General Huerta ni se acuerda de nosotros. Ya hasta nos borraría del
mapa...
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- Ni diga eso... ¿Cómo quiere que las cosas se arreglen tan pronto? ¿Usted sabe lo que son veinte
mil hombres en marcha? Porque naturalmente no han de dejar atrás a ningún enemigo: de lo
contrario, ¿qué chiste? El avance es lento, pero seguro...
- Pues ahí verá como no vienen...
- Pues ahí verá como sí...
Y la situación empeoraba cada día, porque no podía salirse ni a la esquina. En cuanto los rebeldes
divisaban un curro, ya estaban disparándole a los pies. Era lo que llamaban buscapieses.
Don Alejandro llegaba cada noche a la casa y sus noticias eran siempre fatales. El General Urbina
no cejaba; curro que no le entregase un arma, curro que no se amnistiaba...
Doña Agustina pensaba y pensaba, con motivo de tanta terquedad. ¿De dónde irían a coger armas
los señores, si las únicas que tenían las habían tirado? ¿Cómo iban, entonces, a llevarle arma
alguna al General Urbina? Una vez les dijo a algunos de sus huéspedes, como si hubiera resuelto
la cuestión:
- ¡Ay, hombre; llévenle un palito...!
¡Pero el General Urbina no quería palitos, sino armas hechas y derechas!
Roberto se pasaba largos ratos conversado con los de la escolta, antes simples peones y ahora
unos soldados temibles, porque no dejaban ni a sol ni a sombra sus fusiles.
- Pónganlos ahí, sobre la banca – les decía -, con la culata para abajo y el cañón para arriba: los
rifles no se toman sino cuando se necesitan.
Pero nadie hacía caso, y no pasaba día sin que no se disparasen los máuseres, con grandes
sustos de los habitantes de la casa. Era porque, de hacer lo que aconsejaba Roberto, se hurtarían
las armas los unos a los otros...
No otra cosa había pasado con las cajas y paquetes provenientes del saqueo: ya ninguno poseía
nada. Solamente uno de ellos, llamado Evaristo, conservaba una chalina de señora a guisa de
bufanda, y eso gracias a que no se la quitaba ni para dormir ni para ninguna otra función de su
cuerpo.
Roberto escuchó cierta vez cómo uno de aquellos infelices, recortando su huarache con un
cortaplumas, le decía a otro que enderezaba su sombrero de palma la imagen de la Virgen de
Guadalupe, amarrada sobre la copa:
- Oye, ¿y ahora qué nosotros semos – el gobierno...?
El del sombrero se había quedado mirando a su camarada, sin contestarle palabra...
Otra vez, Roberto preguntó a unos llamado Sixto Parra, que en la hacienda era el mejor jugador de
gallos, si no sabía que ya venían los federales a recuperar la plaza, que qué había oído a sus jefes
sobre el particular.
El mocetón se cambió de lado un mechón de pelo que colgábale en la frente.
- ¿Qué han de venir? Son puros cobardes... No les gusta peliar más que encerrados dentro de las
ciudades; no saben guerriar como es debido, e el campo del honor...
Y escupió por un colmillo.
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Una buena mañana tocaron las campanas de los templos, largamente enmudecidas, con gran
asombro de todos los huéspedes de la tía Tina.
- ¿Qué podrá ser? – se preguntaban.
Al cabo de una hora larga llegó don Alejandro visiblemente satisfecho.
- Ahora sí – anunció – ya pueden salir todos a la calle; el General Urbina les perdona, sin
condiciones...
Todo el mundo aceptó gozoso el perdón; pero, ¿por qué habría sido semejante cambio del General
Urbina?
- ¡Hombre! ¿No lo saben? – Explicó el Ex–Administrador -. Pues simple y sencillamente porque ya
cayó Torreón, ya lo tomamos...
El gozo de todos los oyentes se trocó en una amarga decepción. Don Ricardito buscaba con sus
ojos inyectados los de don Severo, pero este se hacía el disimulado.
- El General Urbina – continuó don Alejandro – para celebrar el acontecimiento les dispensa a
todos. Si ya vamos ganando, ¿para qué tanta extorsión?
El decreto, efectivamente, estaba ya fijado en la puerta del cuartel general. Pero no era tan liberal
como había dicho don Alejandro, pues que siempre establecía dos limitaciones. Podían salir todos;
pero quedaba abolido el uso del saco y de todo sombrero que no fuese de petate. Con semejante
disposición, de dar comienzo se trataba a la supresión de las odiosas diferencias, causa de la
sangre derramada. Por lo demás, se daban amplias garantías, prometiéndose el castigo de todos
aquellos soldados que echaran buscapieses.
Las calles, las plazas y jardines se poblaron de seres ávidos de libertad.
Don Jacobo Saracho retornó a “El Palacio de Cristal”. Abriólo, mas no para vender, que no tenía
qué, sino para pasarse las horas detrás del mostrador en cuanto veía pasar por delante de su
puerta a algún amigo, lo llamaba.
- ¡Puras mentiras – le decía en secreto – lo de la toma de Torreón. ¡Ya quisieran...!
- Entonces, ¿Por qué nos pusieron en libertad a nosotros?
- ¡Ah qué usted tan guaje! Pues porque nos tienen miedo... Ya se quieren congraciar con nosotros
para que les ayudemos a ellos.
- ¿Y que dice usted de Torreón?...
- ¡Más fuerte que nunca! Dicen que hay ahí una de generales...; pero de generales de deveras, no
de estos...
Ambos interlocutores ríen sardónicamente.
- Oiga usted: el General Huerta ha de estar indignado con lo que ha pasado...
- ¡Nada más figúreselo! Inmediatamente mandó fusilar al General Escudero, por cobarde, y porque
nos dejó aquí a nosotros a la hora de la hora...
El primer dialogante baja aún más la voz.
- Oiga, ¿y como nos querrá el General Huerta!...
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- Nada más le digo que a todos nos va a dar el grado de teniente para arriba... –concluyó,
satisfecho de sí mismo, don Jacobo.
Por frente a “El Palacio de Cristal” acertaron a pasar los señores licenciados. Se veían rarísimos,
en camisa, con sombrero huichol y de bastón, pues prenda era ésta que por costumbre no la
podían dejar.
Don Jacobo pónese muy contento aguardado que entren; pero los señores abogados no son tan
tontos. Pásanse de largo. Se limitan a enviar desde lejos a su amigo un saludo que quiere decir:
“Mire cómo nos vemos en esta facha...”; mas de ahí no pasan. Y es que si el General Urbina se
entera de su ida a tales mentideros...¡para como las gasta el General!
Tanto don Isidoro como don Antonio habíanse propuesto no cruzar con nadie una palabra de
política, por aquello de que en oca cerrada no entra mosca. Pero entre ellos, sin que nadie pudiera
oírlos, no cesaban las murmuraciones.
Gustábales pasar por enfrente del Hotel San Carlos, del cual se había adueñado Urbina haciendo
de él su cuartel general. En cuanto empezaba a caer la tarde, salía a sentarse en el borde de la
banqueta con todos los de su Estado Mayor, a comer cacahuates. Por las cáscaras que dejaban
sabían los soldados si ahí había estado el jefe de las armas.
- Ahora se conoce que sí estuvo aquí el General Urbina... – se decían.
Los señores compañeros pasaban por frente a la hilera de jefes, y se daban con el codo para
burlarse en cuanto habían traspuesto la calle.
Pero de estas burlas se encargó de vengarse don Sabás Quiñones, quien a la sazón ya no estaba
del lado de don Alejandro, sino del General en jefe. Este lo había escogido por escribido y medio
poeta.
- Déme a este don Sabás... - le había dicho don Alejandro, quien no tuvo reparo en deshacerse del
antiguo escribiente.
- Don Sabás, mismo que redactara el manifiesto tendiente a suprimir los buscapieses, les sacó a
los señores abogados unos versitos que hacían reírse a carcajadas al General Urbina:
“Las torres de Catedral
están que se caen de risa,
de ver a los licenciados
con bastones y en camisa...”
Doña Agustina estaba cada vez más insoportable con la falta de morfina. En vano le decía su
médico que esperase a que hubiera comunicación con Torreón, pues de seguro en esta plaza sí
existiría la droga.
- ¿Y cuánto tiempo tardará en haber comunicación? – Preguntaba lánguidamente la dama.
El viejo galeno no podía contestar a esta pregunta.
- Yo no sé... serán quince días, será un mes...; figúrese que están todos los puentes quemados.
La señora suspiraba.
- ¿Y qué no pueden pasar sin puentes, doctor?
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- No, Agustinita...
- ¡Ay, hombre! ¡Yo no creía que los puentes tuvieran tanta importancia!
Concluía Agustinita, que se ponía tonta como una pequeña.
A Roberto, entre tanto, ahogábalo el ambiente en que se agitaba. Toda la ciudad olía a huarache.
No era que despreciase a nadie; pero había cosas que inevitablemente chocaban con sus
aristocracias interiores. Si acaso desdeñaba a alguien era a los suyos, a sus amigos que parecían
amoldados ya a aquella época de miasmas levantados. Veíalos cómo permanecían en las bancas
de los jardines públicos, riendo y fumando, tan vulgarizados como la soldadesca revolucionaria que
ambulaba por las calles.
Prefería estarse en su cuarto, leyendo. Y cuando la lectura lo fatigaba poníase a soñar. Pensaba
en su ida a México a emprender la carrera de medicina, cosa ya convenida con su tía antes de la
revuelta.
A veces la buena señora mandábalo a buscar. Oía abajo, en el patio, la voz de la criada que le
gritaba.
- ¡Niño Roberto!...
- Pero se hacía el sordo. ¿Para qué lo querrían? Ya se sabía de memoria el modo de ser de su tía
y maldito lo que le gustaba hablar con ella. ¿Si sería un egoísta? ¿Y si tendría razón doña Agustina
al reprocharle que se estuviera todo el día sin halar ni una sola palabra? Pero... cada uno era a su
modo.
Se aburría a más no poder, en aquel fondo moral de vulgaridad y grosería, donde no había
heroicidad, ni espíritu, ni sueños...
¡Tan bello que sería arder en holocausto por un ideal, y no vegetar estúpidamente como se había
hecho estilo en Durango!
En tanto, la Vida seguía su curso allá afuera; los días formaban una procesión desesperante; todo
estaba lleno de polvo, todo aplanado de fastidio, y hombres de calzón jalando fusiles por las calles,
sin descanso, lo más del tiempo borrachos, hechos unos lelos, hechos unos idiotas...
El Mejor de los Mundos Posibles, 1927.
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Obra Narrativa de Martín Gómez Palacio
La Loca Imaginación, México, Ediciones Botas, 1915.
A la una, a las dos y a las..., México, Editorial Cultura, 1923.
El Santo Horror, México, s / p, 1925, (Biblioteca Nacional, UNAM, Fondo Reservado.).
El Mejor de los Mundos Posibles. Romance de Episodios Nacionales, México, s / p, 1927.
Entre Riscos y Ventisqueros (Novela de Indios), México, Editorial La Razón, 1931.
La Venda, La Balanza y La Ejpá, México, Ediciones Botas, 1935.
El Potro, México, Ediciones Botas, 1940.
Cuando la Paloma Vence al Cuervo (Tres Novelas Cortas), México, Ediciones Botas, 1953.
La Ambición del Diablo, México, Ediciones Botas, 1962.
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Ladislao López Negrete
El contador público, guionista, dramaturgo, cuentista, poeta y novelista; Ladislao López Negrete
nació en la ciudad de Durango y se desconoce el día exacto del mes de septiembre de 1886, en
que Ladislao comenzó a vivir.
Como miembro de una acaudalada familia de latifundista del estado de Durango, López Negrete
tuvo la oportunidad de estudiar en el extranjero y trabajó en diversos negocios bancarios del país.
En 1913, durante el periodo revolucionario, mientras radicaba en la ciudad de México, su poema
dramático El Beso del Mar obtuvo el segundo lugar en el concurso literario de la revista Mundial de
París, para los países de habla hispana. Este premio fue el estímulo suficiente para que López
Negrete no dudara de su talento como escritor y en 1914, de manera valiente, con el riesgo de la
represión, en medio del gobierno usurpador del general Victoriano Huerta, López Negrete se
aventuró a escribir su obra teatral La Revolución Mexicana iniciando, sin proponérselo, la
dramaturgia de la Revolución Mexicana.
Después de sus primeros triunfos como autor dramático, López Negrete comenzó la manufactura
de sus guiones cinematográficos, así como de sus cuentos y novelas. En algunas ocasiones, dada
la fuerza de sus historias, el mismo López Negrete hacía de una narración corta, una novela, un
guión cinematográfico y también el guión dramático, es decir que abarcaba varios géneros a partir
de un solo tema argumental. Así sucedió con el cuento El Último Centauro, que se transformó en el
drama del mismo nombre y que, con otra estructura, fue publicado como novela, bajo el título de
Fuego en la Cumbre. De la misma manera, el cuento La Mujer que Quiere a Dos, se transformó en
novela con igual título y posteriormente, en 1946, fue llevado a la pantalla.
Escritor prolífico, sencillo, costumbrista y sin complicaciones de estilo, López Negrete se hizo
acreedor a múltiples reconocimientos por su abundante producción literaria. Con su talento satírico
y melodramático, Ladislao López Negrete alimentó una buena parte de la producción
cinematográfica mexicana de la llamada época de oro del cine nacional. Murió en la ciudad de
México el 22 de noviembre de 1962.
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Ladislao López Negrete
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El Último Centauro
Hay en tierras de Durango un valle espacioso y de acabado primor, extendido como un tapete de
brocado, al pie de la Sierra Madre. El valle mismo tiene ondulaciones montañesas, y un río lo
cruza, torrente en tiempo de aguas y manso caudal el resto del año.
Al pie del monte, en las estribaciones de la sierra, se levanta un pueblo: Ocotal.
Tiene
pretensiones de ciudad por la riqueza de sus tierras y vetustas tradiciones. Principalmente explotan
sus habitantes el fruto eterno de sus montañas; la madera, y hay importantes aserraderos en la
región.
Es el lugar severo y montaraz. De piedra del monte están fabricadas sus casas; parece estar
clavado al pie de la sierra, y mirado de lejos, desde el camino real, parece un enorme peñasco
desprendido de las cumbres sombrías, y detenido, por arte de milagrería, al borde del abismo. Su
iglesia es una joyita arquitectónica del siglo XVI, de severidad franciscana; está hecha, como todo
el pueblo, de la misma piedra del cerro, con murallón que la ciñe, contrafuertes y almenas, estilo
mudéjar, de la cantera gris, pardusca, de veta blanquizca. De piedra son también los altares y
muchas de las estatuas de santos que sustenta, eternamente adustos, de cuerpos alargados,
como reflejo mental del los acantilados de la sierra; y, lo que es más de notar, los mismos
habitantes del pueblo tienen carácter “pétreo”, de andar largo, pausado, estirados, rituales; parecen
también imágenes escapadas de sus hornacinas, o peñascos cincelados, vivientes, arrancados del
monte. Son expertos cazadores y jinetes a carta cabal: charros sin par, en diez leguas a la
redonda, para lazar, a campo raso, el toro salvaje o el indomable garañón.
Vivía en Ocotal un viejo y rico ranchero, administrador que fue de la gran hacienda de San José del
Valle, ahora desmembrada. Se llamaba Ramón Núñez, alto, delgado y fuerte, de ojos pequeños y
frente abultada; de andar majestuoso y grandes y atezadas manos. Tenía la fuerza de un toro, y, a
más de uno, lo había echado por tierra, después de lazarlo, barbeándolo, en mitad de llano y a los
cuatro vientos. Era querido en toda la comarca por su amor al terruño, su carácter noblote y
tradicional, y la liberalidad de su mano, siempre tendida y abierta a quién de ella necesitaba.
Había quedado viudo y tenía una hija. Mercedes, el orgullo del pueblo y de todo la región. Entre
padre e hija se había creado un gran cariño, un afecto hondo; y él se recreaba en ella, en sus
ojazos grises, en su cabello largo y castaño, en el misterio de su alma, algo triste y callada, como
aquellas soledades monteses en que nació.
La casa de Núñez tenía aspecto y dimensiones conventuales. Al caer la tarde, al toque de oración,
Mercedes misma hacía prender los faroles de petróleo a la entrada de la casa, en el zaguán, y en
el patio grande, embaldosado; y adquiría entonces la casa de cantera el encanto de las cosas
viejas de nuestros abuelos. Parecía que se erguían en la penumbra pilastras de formas fantásticas,
y los arcos severos dejaban caer suavemente su sombra en los anchos corredores, donde dormían
las camelias en sus macetas de barro.
La tenue luz de las farolas alumbraba apenas a los
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canarios dormidos en sus jaulas, y a los cenzontles, que callaban, esperando que saliera la luna
para cantar… En un rincón, formando un semicírculo, había unos bancos de cuero y varios
equipales anchos y recios, donde años atrás, contaban las abuelas a sus vástagos las viejas
historias de los indios.
Al caminar Mercedes dentro de aquel enorme caserón, parecía el encanto de su espíritu viviente.
Los arcos suntuosos, los arquitrabes, y la sombra de las gruesas pilastras se pegaban, ceñían a su
cuerpo, cuando pasaba cerca de ellos, como queriéndola estrechar y acariciarla. El ruido tenue de
sus pasos sobre las losas de los patios, sobre la madera de los cuartos callados, adquiría un ritmo,
un tic-tac uniforme y grácil, que se extendía por los pasillos y habitaciones, como si fuera el palpitar
del corazón de aquel caserón adusto.
El día en que esta historia verídica principia, es domingo; son las seis de la tarde, y empiezan a
llegar a la casa de Núñez las visitas de los “días de fiesta”, como era costumbre inmemorial. Allí se
reunían el cura, el presidente municipal, el notario, el jefe de armas de la región, y las familias
principales. Allí se formaban los noviazgos de la gente moza; los viejos jugaban a la malilla, el
cura y el boticario hacían una partida de ajedrez, en un rincón. Unos muchachos tocaban las
guitarras, otras mozas cantaban las dulces y tristes canciones del terruño…
Siempre había allí un buen jarro de “aguamiel hervida”, con su par de cemitas; para las “señoras
de respeto” su tacita de chocolate con sus gorditas de horno; mezcalito para los hombres, y para
los más glotones siempre tenía “Chona” en la cocina una cazuela humeante del picoso y tradicional
“caldillo de carne seca”. Y el tiempo corría, hasta que el reloj de la Presidencia Municipal daba las
once de la noche, y entonces, como por ensalmo, se disolvía la reunión y todo mundo salía a la
calle rumbo a su casa.
Esa noche había la novedad de que Núñez había recibido carta de don Enrique Villegas, hijo del
antiguo dueño de grandes haciendas de la comarca. Aún tenía Villegas grandes terrenos, sobre
todo en la Sierra, donde había instalado un gran negocio maderero en compañía con Núñez
enseñaba la carta a sus invitados, y decía con satisfacción:
-Es un gran honor para mí que venga don Enrique a ser huésped de esta casa. Cuando era un
niño yo le enseñé a tirar con el rifle y a cazar coyotes por la Sierra Chica… Hoy es ya un hombre
formal y de gran estima entre la gente rica de la capital… Recordaré en él a mi viejo patrón, que
más que eso fue mi gran amigo, el señor don Enrique, el grande, que de Dios goce, que fue,
ustedes lo recuerdan muy bien, el hombre más bueno y noble del Estado de Durango…
En aquella gente, acostumbrada al silencio y “calma chicha” de su pueblo, siempre adormilado y
tristón, la noticia de la próxima llegada del último de los Villegas causó gran alboroto, y hacían
cometarios sobre el esperado “príncipe azul”, rico, joven, solterón y con merecida fama de disipado
y tenorio. Y empezaron las murmuraciones…
-Dicen que viene a ver sus tierras y los aserraderos del monte…
-¿Sí…? Como no venga a buscar novia…
-¿Novia…? Puede ser… Ya me figuro lo que va a pasar aquí…
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-Huésped rico, joven y enamorado, teniendo una muchacha bonita en casa…
* * *
El día de la llegada de Enrique Villegas amaneció lloviendo tupidamente. Temprano Núñez había
hecho ensillar los mejores caballos y los había mandado delante, a la estación, que distaba tres
leguas del pueblo. También había mandado alistar la diligencia, con su tiro de seis mulas, para
que trajera el equipaje, y por si acaso venían “personas de compañía”. La partida de la diligencia
era un acontecimiento en Ocotal. Arriba, en el pescante, guiaba el gran “Pelluja”, cochero de fama
doquiera, llevando a su lado El Sota. Tres peones fornidos sujetaban las mulas nerviosas y
encabritadas. Pelluja se trepaba al pescante, empuñaba en sus manos las riendas, se alzaba un
poco el sombrero, y gritaba:
-¡Ámonos! –Los peones se hacían rápidamente a un lado, El Sota lanzaba un chiflido estridente,
hacía tronar su enorme chicote, y la diligencia partía a escape, como alma que lleva el diablo.
Mercedes se había quedado acabando de arreglar la casa. Habían preparado al huésped dos
grandes habitaciones independientes; una para alcoba y la otra “la asistencia”, para “recibir a las
personas”. Salieron de los viejos roperos las finísimas sábanas de lino, con encajes y bordados;
los enormes cojines de seda de “pura pluma”, y las colchas a cuadros, de hilaza, tejidas a mano,
por dos generaciones de primas y tías…
Llovía a cántaros cuando Enrique Villegas llegó a la estación, después de mediodía. Los
aguaceros en aquellos lugares son imponentes. Las “crecientes” bajan de la sierra y forman ríos
impetuosos, que arrastran árboles, animales y, a veces, chozas y casas despedazadas. Villegas, a
caballo, bien cubierto con su manga de hule, estaba asombrado. Recordaba los primeros años de
su juventud, su vida medio salvaje en aquellas tierras corriendo los llanos o cazando, monte arriba.
Venía también a su memoria el recuerdo de su padre, serio, gentil, forrado en la vieja cortesanía,
que, al paso lento de su caballo, caminaba por los vastos campos de sus heredades. Núñez, a su
lado, comprendiendo, callaba, y lo dejaba pensar.
Al apearse Villegas y sus acompañantes en las caballerizas de la casa de Núñez, llovía a torrentes.
Salieron a recibirlo, Mercedes, las viejas tías, una mujer ancianita, que había sido su “nana” y
algunos viejos servidores de su padre. A unas personas recordaba Villegas, a otras ya había
olvidado. De Mercedes tenía el vago recuerdo de una chiquilla delgaducha y muy enojona. Quedó
admirado de verla ahora, grande y muy guapa. Al llegar al patio de la casa, bajo los corredores,
quedó asombrado. El agua caía a chorros de las canales sobre el patio enlosado, haciendo el
ruido de una catarata. El recién llegado decía asombrado:
-pero si esto no es un patio, es una enorme y curiosa fuente… ¡Qué hermosos canalones de
cantera labrada! Y los chorros de agua que arrojan desde arriba… ¡Qué viejo y qué bello es todo
esto! Si mis ojos no lo vieran no creería que existe esto en México, todavía…
Más admirado quedó aún al ver el cuarto que le habían arreglado para alcoba. ¡Los gigantescos
roperos de caoba, la gruesa alfombra floreada que cubría todo el piso; la cama ampulosa, cubierta
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de sedas y linos blanquísimos; el buró con su botellón de cristal cortado; los gruesos cortinajes de
terciopelo que cubrían puertas y ventanas… El encanto de un cuadro vetusto, un viejo molino, en
su marco de madera labrada… Y, en la penumbra, sobre la cabecera de la cama, un crucifijo de
plata, bajo un dosel de cenefas de brocado!
Aquella noche, en la tranquilidad de aquella casa conventual, tres espíritus meditaban…
Mercedes, recostada en su cama, rezaba, inquietamente…
Ramón Núñez, sin poder dormir también, meditaba; y, de vez en cuando, quizás con alguna
preocupación en su mente, suspiraba…
Por su parte, el recién llegado, bostezaba a cada momento, enterrado sabrosamente entre linos,
plumas y sedas, y decía para su sayo:
-¡Qué contratiempo!
contrariedad!
ojos…?
Nunca pensé encontrarme esto…
Está guapa, muy guapa… ¡Qué
¡Qué posible complicación! Tiene un modo de mirar… ¿De qué color son sus
Esto es una contrariedad… ¡Una divina contrariedad!
-Y se quedó dormido,
profundamente.
El silencio de la noche reinó en aquella casa, donde antes no había penetrado el cuidado; y ahora
albergaba el misterio de tres almas… Apagadamente, llegaba el rumor de los torrentes que
bajaban de la sierra, todavía…
* * *
En este momento principia, por decirlo así, la lucha de tres almas. En las novelas se forja siempre
un padre noblote, sencillo que nada ve y todo le sucede; una doncella virtuosa, sin malicia, que
casi siempre cae o cuando menos, resbala; y un galán majadero, sin conciencia, que todo
desbarata…
Pero, en la realidad de la vida, nunca, o casi nunca, es así. Ni el padre es del todo ciego, ni la
joven ingenua o simple, y, por excepción el galán suele no ser un majadero, absolutamente…
Cuando menos en esta breve y triste historia suceden las cosas en forma “algo rara”.
Y
conoceremos “su verdad”, escarbando en el limo de sus almas.
Desde que recibió Núñez la carta de don Enrique, anunciando su llegada, como un alfilerazo se
clavó en su mente la idea de su hija; la circunstancia de que llegaría a gustarle al mozo y las
terribles “complicaciones” posibles…
En el alma de la joven, tranquila como un lago dormido, que jamás había sido agitado por el oleaje
de la pasión, empezó a levantarse una brisa de inquietud. Pensaba:
-Dicen que es buen mozo… Apenas recuerdo de él… ¿Cómo será…?
En cuanto a Villegas, cansado de mujeres mundanas y fáciles, tenía la “idea” de encontrar en su
viaje a Ocotal, un “romance”, “algo nuevo”, algún amorcillo fugaz… Y así se habían preparado las
tres almas a la lucha.
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Fatigado por el largo viaje, Villegas había dormido hasta muy entrada la mañana. Después de
bañarse y vestirse con su traje de campo, salió a buscar a don Ramón y a su hija. Ya estaba allí el
cura esperándolo, quien le dio un fuerte abrazo y empezaron a platicar de las cosas de “aquellos
tiempos”. Tomaron el desayuno, no en el viejo y sombrío comedor, sino en el patio, en una mesita,
bajo la magnolia. Villegas saboreó entonces el “champurrado”, tamales y los vasos de leche recién
ordeñada.
El día era claro, lucía el sol, y de la tierra húmeda y caliente se levantaban nubecillas de vapor.
Villegas miraba a Mercedes, admirando sus ojos de color indefinido, azulencos, del color mismo de
la montaña que se erguía frente a ellos. Desde el patio, alzando la vista, se veían las cumbres,
clavadas en el azul, sombrías, cubiertas de árboles inmensos.
Tras un largo silencio, Núñez dijo:
-Don Enrique, anoche no quise decírselo a usted por no alterarlo con gratos pero tristes
recuerdos… Los muebles de la recámara en que usted durmió anoche, son los de su señora
mamá. Usted, seguramente, ya no recuerda… La arreglamos tal como estaba cuando ella vivía,
allá en la casa grande de la Hacienda. Allí nació usted… Allí murió ella… Cuando vino la
revolución y se quemaron las haciendas, yo salvé, por orden de su papá, todo lo que me fue
posible; y me traje esos muebles, y otros que guardo para usted. Porque son suyas esas cosas
que fueron de sus padres…
Hubo otro silencio, y los ojos de Villegas se humedecieron un poco…
Rompió la tristeza de los recuerdos la llegada de Mr. Clark, el socio de Núñez y Villegas en el
negocio de los aserraderos, quien semanariamente, enviaba muchos carros de madera fina a
Estados Unidos, pues el negocio había crecido por la guerra. Mr. Clark era un hombre de cuarenta
años, “optimista”, jovial y muy francote. Cuando vio a Enrique corrió hacia él, le dio un fuerte
abrazo. Villegas le gritaba:
¿Cómo te va, gringo? Has engordado, de tanto dinero que me robas…
Mr. Clark, que estaba colorado hasta las orejas, por el esfuerzo del abrazo, decía riendo a más no
poder:
-Tú por acá, sinvergüenzo, sinvergüenzo… Te estoy haciendo más rico… Poco tiempo aquí, en
este pueblo de santos, todos millonarios… ¡Vas a ver!
-Mañana, gringo, vamos a ver en la Sierra, esa maquinaria que trajiste, y que tanta plata nos
sacaste por ella, ladroncísimo. Tenemos que darnos prisa porque vengo por muy pocos días.
Mr. Clark se le quedó viendo y lo amenazaba con el índice extendido:
-Tú decir irte pronto a México, por seguir tus picardías… ¿Sí? Vas ver… Así dije yo primer vez vine
hace diez años. Quien viene este pueblo aquí muere… Montañas aquí tienen misterio, brazos
largos que tú no ves, pero aprietan todo el cuerpo y el alma. El dinerro, las minas, la maderra, la
caza… ¡Y también amor, qué carramba! Cuando vine primer vez viví casa compadre de Núñez,
allí conocer Lolita, buena muchacha, calladita, mucho rezar siempre…
Yo la fui queriendo,
queriendo…. ¡Ja! ¡Ja! Y me casé. Enrique… -Y añadía, con gran gusto y orgullo; ahorra seis, seis
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chamacos tengo; unos güeros, otros prietitos, pero todos fuertotes y sanos como el papá… Te
dice gringo, gringo te jura, quien muerre… ¡Vas ver!
Cuando, minutos después, el gringo se despedía, Villegas salió a la puerta a acompañarlo. Al
alejarse a lo largo de la calle, Villegas vio asombrado, que el gringo tomaba el mismo paso de
estatua de todos los vecinos, largo, pausado, ritual… Villegas se pasó la mano por la frente,
preocupado.
* * *
La verdad de las cosas es, que don Enrique que fue al pueblo por tres o cuatro días, “cuando
mucho”, ya va a cumplir un mes y todavía tiene “negocios pendientes”. Y es lo cierto que el único
negocio que le interesa es su idilio con Mercedes, que va viento en popa. Aunque procurar
ocultarlo, y hacen todo lo posible porque “no se sepa”, todo mundo sabe que son novios. La
preocupación de Núñez va en aumento, se ve en su frente, donde parece revolar una bruma de
inquietud; en su mirada dura, donde vela, en guardia, una tristeza amenazante…
Mercedes ha abierto, de par en par, las puertas de la jaula al pájaro de su ilusión, y lo deja volar,
sin límites, por todos los espacios azules. No piensa porque no quiere pensar; es más bello
amar…
En cuanto a Enrique Villegas… En su mente luchan, tenazmente, fuerzas encontradas. La pasión
por ella, esa fuerza terrible de naturaleza que lanza al hombre a todas las audacias; y el temor,
porque piensa, sabe bien, que Ramón Núñez no tolerará una mancha en su honra, de nadie, ni del
señor Enrique Villegas. Luego ¿casarse? ¿Vivir allí, toda una vida en aquella ruda y tediosa
“poesía”?
¿Llevarse a Mercedes?
Ella era seductora allí, en aquel medio salvaje, entre la
naturaleza, bajo aquel cielo enigmático de días tibios y soleados y de tormentas de espanto. En
otro lugar, en la gran Capital, sería la burla de todas sus relaciones, y él, sin duda, pronto dejaría
de amarla. No había otra solución que llevar a la práctica su plan “audaz y definitivo…” Y había
que obrar pronto, porque “su instinto” le murmuraba que “había peligro…” Y pensaba:
-Voy a probar a ese gringo idiota que el misterio de su montaña azul es un mito…
Siguieron días placenteros, y los novios disfrutaban a placer del encanto de la aurora de todo
amor. Aunque el viejo padre no los perdía de vista, ellos buscaban la ocasión corriendo a caballo y
escondiéndose un momento bajo los álamos del río, donde juntando sus cabalgaduras se besaban
ardientemente; o en la casa, a hurtadillas, en los atardeceres encantadores, cuando el sol envolvía
los montes y los espacios, se abrazaban calladamente, en la soledad de los anchos corredores
conventuales.
Desde hacía algunos días, Núñez tenía otra sería preocupación. En el mismo corazón de la Sierra,
frente al pueblo, donde la gigantesca arboleda es más tupida y se pierde en las alturas, y por
muchas leguas adentro; en la cordillera, se había declarado un incendio, una “quemazón”, como
dicen los serranos. Por varios días habían estado tratando de localizarlo. Primero había mandado
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Núñez veinte hombres; después cincuenta. Luego tuvo Núñez que ir personalmente con cien
hombres y había logrado localizar el incendio, al parecer, abriendo un gran trecho en círculo,
alrededor del foco de la quemazón, derribando, con maquinaria especial, millares de árboles.
En la noche, descansando en su casa, y rodeado de las autoridades y principales vecinos, todos
atemorizados, Núñez dijo:
-El foco de fuego está controlado. Si lloviera fuertemente esta noche o mañana, todo estaría
salvado; estamos en tiempo de aguas y es fácil que así suceda.
Pero, si no llueve, y por
desgracia, vienen vientos fuertes, no sé qué sucederá…
Enrique Villegas se había aprovechado bien de las ausencias de Núñez. Ya había anunciado su
próxima partida, y con ella había disminuido la preocupación de Núñez, y llenado de tristeza y
desconsuelo el corazón de Mercedes.
* * *
Era una noche clara. La luz de la luna inundaba la casa, la huerta y las flores dormidas en sus
tiestos. Noche de quietud, en que parece que el ritmo de la vida se para o suspende… Rompió el
encantamiento un ligero ruido de una puerta que se abría, sigilosamente… Enrique Villegas salió
de su pieza, llegó al patio y se detuvo bajo la sombra de un corredor. Desde allí se veía el reflejo
del terrible incendio, y se oía el fragor ronco, como si fuera el respirar de una fiera apocalíptica.
Siguió Villegas a lo largo de un pasillo y llegó a otro patio interior. Por la parte inferior de la puerta
de una de las habitaciones se escapaba una ligera franja de luz. Hacia esa puerta se dirigió
Villegas, caminando muy quedo… Llegó frente a la pieza, se detuvo un instante, miró a todos
lados, empujó con suavidad la puerta y penetró en aquella habitación.
* * *
De madrugada se levantó Núñez al día siguiente, y poco después empezaron a llegar a escape
hombres a caballo, trayendo noticias alarmantes de la quemazón. Temprano había soplado viento
fuerte y habíase comunicado el fuego a otros lugares… Núñez estaba inquieto, por su hija… Don
Enrique había anunciado su partida para ese día. ¿Se resolvería a marcharse de su propiedad?
Por otra parte el deber lo llamaba, a él, allá, donde la destrucción y la muerte enseñaban sus
garras… ¿Y su hija…?
Se habían mandado traer hombres de todos los ranchos y pueblos vecinos; y empezó a llegar
gente por todos lados. Millares de hombres esperaban las órdenes de Núñez, en grupos, el hacha
en la mano, diseminados al pie de la Sierra. Todos esperaban de él su salvación, de aquel hombre
que otras veces había salvado ya millares de vidas; como años pasados, cuando cayeron, una tras
otra, varias tormentas en la Sierra, y se inundaron los llanos y los pueblos… Y aquel hombre, hijo
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de aquella tierra bravía ayudado de todos los hombres de los llanos, abrió un túnel enorme y las
aguas se alejaron… Pero hoy, el enemigo era más terrible, el fuego indomable…
Los habitantes de todos los lugares vecinos contemplaban la hoguera inmensa, que parecía un
volcán arrojando torrentes de fuego hacia el cielo. A veces, el viento envolvía nubarrones de humo
espeso que se arrastraba bajando hasta los techos de las casas. Toda aquella gente comprendía
que en aquel momento se jugaba el pan de millares de seres, pues aquellas montañas eran la
fuente del sustento de todos ellos.
Empezaron a llegar, aterrados, los pastores y habitantes de las rancherías más cercanas al
incendio, trayendo sus animales y todo lo que pudieron salvar de sus casas… El mismo Ocotal
estaba ya en gran peligro, pues el fuego se extendía por todos lados, y bajaba, llevado por el
viento, rumbo al valle. Las campanas de la iglesia tocaban a rebato, incesantemente. Las puertas
estaban abiertas de par en par, y la multitud, no cabiendo en el interior, se había arrodillado a lo
largo de las calles, rezando en voz alta.
Salió Núñez a caballo de su casa, seguido de su gente. Su cara estaba ennegrecida con el humo
de la lucha constante de los días pasados; en su traje de charro, de gamuza, en sus chaparreras,
había huellas del fuego. Su caballo, nervioso, alzaba el cuello y miraba alto, a la montaña roja de
llamas. La multitud, en silencio, le habría paso y decía:
-Es don Ramón…
Y aquel hombre, en aquellos momentos, había olvidado todo… Su hija, y un honor, que había sido
la estrella de oro de su vida, que podía ser mancillado. Sólo tenía presente, latente frente a él, la
angustia de millares de seres que sólo esperaban de él su salvación.
Aquel hombre, resto de la grandeza de una raza, que fue valiente y supo ser mártir, sólo pensaba
en aquel pedazo de tierra que fue de sus padres y abuelos, la montaña misteriosa y terrible…
Salió al campo, dictó sus órdenes, dividió la gente en cuadrillas; a escape iba de un lado a otro,
atacando por todas partes al enemigo rojo que destruía todo. Montado en su caballo, alumbrado
por la luz del incendio, con un hacha en su diestra, las facciones alargadas y duras de aquel
hombre tenían un halo de grandeza. Era el vástago postrero de un ideal; el último centauro…
Cuando se levantó Enrique Villegas ya estaba mediando el día. Fue a despedirse de algunas
personas, pues no quería dejar la impresión de que había huido. Le maravilló la magnitud del
siniestro que había venido a ayudar a sus planes, maravillosamente, y mandó arreglar todo para
salir esa tarde para estación a tomar el tren. A Mercedes, que estaba desolada, le había jurado una
y mil veces que regresaría antes de un mes.
El proyecto principal de Núñez era hacer cambiar el curso del torrente, que, a media legua de
distancia, bajaba de la sierra. Si lograba precipitar las aguas en la Cañada Baja, se formaría un
foso enorme, un lago alargado, donde el incendio, tal vez, tendría que detenerse; pues, soplando el
viento hacia la llanura, ya no extendería por las otras partes de la sierra. Para lograr eso había que
volar un pedazo grande del monte, y expertos mineros ponían cohetes de dinamita que
despedazaban los flancos de la montaña.
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Empezaba el crepúsculo de la tarde, esta vez, con orlas trágicas de fuego y penachos de humo
negro. El reflejo de la quemazón abarcaba ya toda la extensión del cielo y alumbraba toda la
llanura, a lo lejos… El sol que se ponía era una gran esfera, roja también…
Enrique Villegas salió de la cochera de Núñez, a caballo, a hurtadillas, huyendo cobardemente,
como un ladrón. A inmediaciones del pueblo tuvo que detenerse, pues se había formado una gran
multitud recibiendo a los heridos que llegaban del monte… La gente que veía a Villegas le lanzaba
miradas duras, injurias mudas a aquel señorito inútil, cuando los hombres luchaban a muerte
contra la naturaleza, protegiendo otras vidas, y una riqueza, que, en parte, pertenecía también a él,
a Villegas; que, siendo su huésped, su amigo, había abusado de su bondad, y había mancillado su
nombre…
Allí, donde Villegas tuvo que detenerse, a un lado del camino, se había establecido un hospital de
emergencia, en unas tiendas de campaña.
Había hombres horriblemente quemados; otros,
golpeados por el derrumbe de los árboles y peñascos o medio asfixiados por el humo. Villegas,
maquinalmente, se bajó del caballo, y empezó a ayudar a las enfermeras. Un hombre con una
herida terrible en el pecho, y con medio cuerpo quemado, se dejaba curar sin dejar salir una queja.
Mirando hacia el incendio, decía:
-¡Bendiga Dios a ese hombre… Bendiga Dios a Ramón Núñez…!
Esas breves palabras, dichas por un hombre, que, sin duda alguna, pronto moriría, produjeron un
extraño efecto en la mente de Enrique Villegas. Hay momentos en la vida del hombre en que
fuerzas extrañas operan, y cambian las rutas de las vidas. Villegas se sintió empequeñecido, vil y
miserable, en aquel momento, frente a aquel pobre ser tirado en el suelo, sin pronunciar una queja;
y, sin pensar, sin razonar, sin saber por qué lo hacía, tomo una hacha que vio allí tirada, tal vez la
de aquel hombre que agonizaba, montó de un brinco en su caballo, y partió a galope tendido
rumbo al monte, que era de aquellos momentos un mar de fuego…
Una cuadrilla de cien hombres luchaba desesperadamente por arrancar los últimos pedazos de
rocas y arbolado que faltaban, para precipitar el torrente en la cañada. La columna de fuego, como
un monstruo, se acercaba, arrastrándose como una serpiente, abrazaba, se ceñía a los árboles y
seguía sin detenerse… El calor era insoportable, y, a cada momento, tenían aquellos hombres que
irse a meter en el agua para poder seguir en la lucha. En el lugar de mayor peligro, estaban dos
hombres juntos, medio desnudos, con los restos de su ropa destrozada y quemada. Uno era alto,
delgado, fornido, un poco viejo ya; el otro, joven, blanco, de recia musculatura también. De pronto
hubo un derrumbe en la tierra desquebrajada, y varios hombres rodaron al fondo de la barraca, que
ya empezaba a ser pasto de las llamas… Alguien gritó:
-¡Se cayó don Ramón a la barranca!
El hombre joven que había logrado escapar del alud, era Villegas; con unas cuerdas se hizo atar
de la cintura, tomó un hacha, y, sostenido por varios hombres, bajó al fondo de la cañada, de la
que brotaba ya espesa columna de humo negro. Con unas cuerdas que llevaba ató a tres hombres
que pudo rescatar del fondo tenebroso. Desde arriba los izaron; uno de ellos era Ramón Núñez,
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sin sentido, mal herido. Tras de ellos subió Villegas, los demás que cayeron habían desaparecido.
En aquellos momentos, el fuego llegaba al borde de la cañada y las llamas empezaban a saltar por
encima de ella. Poco tiempo después toda la montaña y los pueblos y ranchos situados a orillas
de la sierra quedarían arrasados por el fuego.
Habían llevado a Núñez a la orilla del agua y empaparon su cuerpo; alguien le hizo pasar una copa
de aguardiente. Abrió los ojos, y dijo, muy quedo, pero con entonación desesperada:
-¡Pronto, dinamita, allí… borde torrente… pronto!
Un viejo minero comprendió; hizo que todos, rápidamente, bajaran los heridos hasta guarecerse
tras unos peñascos de humo y vapores. Un momento después apareció corriendo por la colina;
apenas había llegado a unirse a los demás, cuando se escuchó un estrépito horrendo, como si
hubieran reventado las entrañas del monte…
¡Bendito Dios! El torrente, al fin, se había desviado, precipitándose, furiosamente, en la cañada.
Se trabó una lucha a muerte entre los dos terribles elementos; entre el fuego que quería seguir su
paso de destrucción, y el agua, que le marcaba el alto.
Ríos de fuego, árboles encendidos,
disparados como flechas candentes, piedras calcinadas, caían sin cesar en el torbellino de agua,
alzando chorros de vapor. Pero el caudal seguía adelante, rugiente, como hidra enfurecida. Los
habitantes de los pueblos del valle presenciaban atónitos aquel duelo a muerte.
Cuando las
columnas de fuego disminuían, y se alzaban en su lugar nubes de humo y vapor, empezaron a
gritar, regocijados. Las mujeres lloraban, alzando en brazos a sus hijos pequeños, y las campanas
de las iglesias de todos los pueblos repicaban a vuelo, con el grito ronco de una multitud, que daba
gracias al cielo…
Empezaba el alba a dorar las cumbres de los montes, cuando millares de hombres, cansados, con
las ropas deshechas y quemadas, bajaban lentamente por las faldas del monte. Muchos hombres
quedaron aún vigilando que la quemazón no surgiera en algunas partes, las más peligrosas.
Detrás venía una comitiva larga y doliente, la que conducía los muertos y heridos. En una camilla
llevaban, apresuradamente, a un hombre mal herido, cubierto con una manta; era Ramón Núñez.
Atrás quedaba la inmensa mole, humeante, rugiente aún, pero vencida…
En la casa de sombra y misterio, en el refugio conventual, donde antes anidaban la paz y el amor,
reina ahora el dolor. Han venido doctores de Durango, la capital del Estado, que han hecho
esfuerzos, durante varios días, para salvar la vida de Núñez, pero han perdido ya todas las
esperanzas. Tenía rota la espina y destrozos internos mortales. Le han sostenido la vida
aplicándole transfusiones de sangre; el primero en dar la suya fue Enrique Villegas, que, en unión
de Mercedes, no se ha separado un momento del lado del herido. Ha habido necesidad de aplicar
a Núñez algunos calmantes, para aliviar sus sufrimientos… Su vida se apagaba… Abrió un
instante los ojos, entonces Villegas acercó sus labios al oído de Núñez y le dijo, lentamente, unas
palabras. El moribundo abrió nuevamente los ojos, miró a los dos, largamente y sonrió. Oprimió en
las suyas las manos juntas de los dos jóvenes, y, penosamente, apenas perceptible, pronunció una
sola palabra:
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-…Si…
De tierras lejanas, de rancherías, de la costa, vinieron las gentes a los funerales de Núñez.
Hombres viejos, que conocieron su vida y hazañas de charro bravo por el norte de México, hicieron
ensillar sus caballos, y fueron a verlo en su lecho de muerte. Vinieron los charros afamados de
Sombrerete y Zacatecas, los mineros de Peñoles, San Dimas y Guanaceví… Las madres de los
ranchos del valle llevaban a sus hijos pequeños en brazos… y algunas besaban una mano yerta y
quemada…
Una escolta de millares de charros y mineros a caballo acompañaron a Núñez a su tumba, cavada
allí en el corazón mismo de la montaña, en la tierra caliente y humeante aún; bajo el negro
acantilado, frente a la fértil llanura, ancha y temblante… Las campanas de todos los pueblos tañían
lúgubremente. Junto al féretro, camino de la sierra, iban el Cura, el Presidente Municipal, Mr. Clark
y Enrique Villegas.
No pusieron lápida sobre su tumba. Su lápida era toda la mole granítica, la Negra Montaña, a la
que había vencido aquel hombre, vástago postrero de una raza que fue noble y supo ser mártir…
Un rudo minero, a cincel, en el alto acantilado, gravó estas palabras:
EL
RAMÓN
NÚÑEZ
ÚLTIMO
CENTAURO
Pasados los días de duelo, celebraron su matrimonio, en la iglesia de pueblo, Mercedes y Enrique
Villegas. Fue padrino de bodas Mr. Clark, a quien acompañaban su esposa y sus siete hijos, por
haber venido otro “morenito” al mundo, recientemente…
Narraciones y Cuentos Mexicanos, Tomo I,
México, 1944, pp. 168 a 189
117
118
Obra narrativa de Ladislao López Negrete
Novela:
La Calle de los Amores, México, Ediciones Provincia y Metrópoli, 1946.
La Mujer que Quiere a Dos, México, Ediciones Provincia y Metrópoli, 1946.
El Canto del Cisne, México, Ediciones Provincia y Metrópoli, 1946.
La Venus Azteca, México, Ediciones Provincia y Metrópoli, 1947.
Al Caer la Tarde, México, Ediciones Provincia y Metrópoli, 1948.
Fuego en la Cumbre, México, Ediciones Provincia y Metrópoli, 1953.
Encrucijada, México, s.p.i., 1954.
Cuento:
Narraciones y Cuentos Mexicanos, Tomo I, México, Ed. Polis, 1944.
Narraciones y Cuentos Mexicanos, Tomo II, México, Ed. Polis, 1945.
Narraciones y Cuentos Mexicanos, Tomo III, México, Ed. Polis, 1952.
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120
Nellie Campobello
La escritora, coreógrafa, folklorista y bailarina Nellie Campobello, nació en Villa Ocampo, Durango,
el 7 de noviembre de 1909. Su verdadero nombre fue Nellie Francisca Ernestina Luna Moya y lo
modificó adoptando el apellido, traducido del inglés, de Ernest Campbell Reed, su padrastro inglés.
El tiempo de la infancia de Nellie transcurrió en una de las zonas de mayor influencia de la guerra
revolucionaria, encabezada por Francisco Villa, contra el gobierno de Venustiano Carranza y en
sus novelas, Nellie recreó los ambientes y personajes cotidianos de ese periodo.
Huyendo de la guerra, la madre de Nellie trasladó a su familia a diversas ciudades del estado de
Chihuahua. Tiempo después, en el año de 1919, Nellie y su hermana Gloria se establecieron en
Laredo, Texas, lugar en donde se iniciaron en el arte dancístico. En 1923, las hermanas
Campobello se radicaron en la ciudad de México. Allí se dedicaron de lleno a la danza y Nellie
ocupó diversos cargos públicos importantes en el Instituto Nacional de Bellas Artes, INBA.
La obra narrativa de Nellie Campobello incluye dos novelas: Cartucho, publicada en 1931 y Las
Manos de Mamá, que salió a la venta en 1937.
De Cartucho, la misma narradora expresó:
La escribí para vengar una injuria. Las novelas que por entonces se escribían, y que narran
hechos guerreros, están repletas de mentiras contra los hombres de la Revolución,
principalmente contra Francisco Villa. Escribí en este libro lo que me consta del villismo, no
lo que me han contado. (CARBALLO, EMMANUEL. Protagonistas de la Literatura
Mexicana, México, SEP / Ediciones del Ermitaño, Colección Lecturas Mexicanas, Segunda
Serie # 48, 1986, p. 417)
Por su parte, el crítico John S. Brushwood opinó:
La Revolución en Cartucho, es exterior a la vida de la niña, pero el golpe de su irrupción lo
siente menos la niña que los adultos que la rodean. Ciertamente, ella comprende que el
ruido y la brutalidad de la revolución son naturales y en ese sentido se le puede considerar
como criatura de la Revolución. (BRUSHWOOD, JOHN S.. México en su Novela, México,
Fondo de Cultura Económica, Colección Breviarios # 230, 1973, p. 356).
Ubicadas en la corriente literaria llamada Narrativa de la Revolución Mexicana, las novelas de
Campobello han sido objeto de múltiples ediciones por diversos sellos editoriales.
En un lapso de catorce años, a partir de 1985, en medio de un lamentable caso de la nota roja, el
paradero de la escritora y coreógrafa Nellie Campobello fue un misterio. Fue solo hasta diciembre
de 1998, como resultado de múltiples demandas y movilizaciones por parte de diversas
organizaciones civiles, que se logró esclarecer que la narradora durangueña había sido víctima de
un secuestro, durante al cual murió, al parecer el nueve de julio de 1986, a la edad de setenta y
121
siete años y sus restos fueron inhumados por sus captores en un pequeño poblado del estado de
Hidalgo.
En 1999, una vez exhumado y analizado el cuerpo, se dio fe legal de la identidad del cadáver de la
autora de Cartucho.
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Nellie Campobello
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124
Cartucho
(Fragmentos)
II.- Fusilados (...)
EL CENTINELA DEL MESÓN “EL ÁGUILA”
El mesón de El Águila es ancho, chato, sucio afuera y adentro; tiene el aspecto de un animal
echado en las patas delanteras y que abre el hocico.
Parte de la Brigada Chao, desarmada la noche anterior, dormía. Los hilos de su vida los tenía el
centinela dentro de sus ojos. En sus manos mugrosas, tibias de alimento, un rifle con cinco
cartuchos mohosos. Estaba parado junto a la piedra grande; norteño, alto, con las mangas del
saco cortas, el espíritu en filos cortando la respiración de la noche, se hacía el fantasma
No oyó el ruido de los que se arrastraban; los carrancistas estaban a dos pasos; él recibió un
balazo en la sien izquierda y murió parado; allí quedó tirado junto a la piedra grande. Muy derecho,
ya sin zapatos, la boca entreabierta, los ojos cerrados; tenía un gesto nuevo, era un muerto bonito,
le habían cruzado las manos.
Algunos lo miraban con rencor - no dio el aviso -. Dentro del cuartel había trescientos cuerpos
regados en el patio, en las caballerizas, en los cuartos; en todos los rincones había grupitos de
fusilados, medio sentados, recostados en las puertas, en las orillas de las banquetas. Sus caras,
salpicadas de sangre, tenía el aspecto desesperado de los hombres que mueren sorprendidos. (A
un muchachito de ocho años vestido de soldado, Roberto Rendón, le tocó morir en el patio; estaba
tirado sobre su lado izquierdo, abiertos los brazos; su cara de perfil sobre la tierra, sus piernas
flexionadas, parecían estar dando un paso: el primer paso de hombre que dio).
- Más de trescientos hombres fusilados en los mismos momentos, dentro de un cuartel, es mucho
muy impresionante – decían las gentes, pero nuestros ojos infantiles lo encontraron bastante
natural.
Al salir del caserón volvimos a ver al centinela. Nadie sabía su nombre. Unos decían que había
disparado un tiro; otros que no. Yo sé que el joven centinela no murió junto a la piedra grande. Él
ya era un fantasma. Tenía cinco cartuchos mohosos en sus manos y un gesto que regaló a
nuestros ojos.
EL GENERAL RUEDA
Hombre alto, tenía bigotes güeros, hablaba muy fuerte. Había entrado con diez hombres en la
casa, insultaba a mamá y decía:
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- ¡Diga que no es de la confianza de Villa! ¡Diga que no! Aquí hay armas. Si no nos las da junto con
el dinero y el parque, le quemo la casa – hablaba paseándose enfrente de ella.
Lauro Ruiz es el nombre de otro que lo acompañaba (este hombre era del pueblo de Balleza).
Todos nos daban empujones, nos pisaban; el hombre de los bigotes güeros quería pegarle a
mamá; entonces dijo:
- Destripen todo, busquen donde sea. Picaban todo con las bayonetas, echaron a mis hermanitos
hasta donde estaba mamá, pero él me dio un empellón y me caí. Mamá no lloraba; dijo que no le
tocaran a sus hijos, que hicieran lo que quisieran. Ella, ni con una ametralladora, hubiera podido
pelear contra ellos. Los soldados pisaban a mis hermanitos, nos quebraron todo. Como no
encontraron armas, se llevaron todo lo que quisieron; el hombre güero dijo:
- Si se queja vengo y le quemo la casa.
Los ojos de mamá, hechos grandes de Revolución, no lloraban; se habían endurecido recargados
en el cañón de un rifle de su recuerdo.
Nunca se me ha borrado a mi madre, pegada en la pared, hecha un cuadro, con los ojos puestos
en la mesa negra, oyendo los insultos. El hombre aquel güero se me quedó grabado para toda la
vida.
Dos años más tarde nos fuimos a vivir a Chihuahua; lo vi subiendo los escalones del Palacio
Federal. Ya tenía el bigote más chico. Ese día todo me salió mal, no pude estudiar, me lo pasé
pensando en ser hombre, tener mi pistola y pegarle cien tiros.
Otra vez estaba con otros en una de las ventanas del Palacio; se reía abriendo la boca y le
temblaban los bigotes. No quiero decir lo que le vi hacer ni lo que decía, porque parecerá
exagerado. Volví a soñar con una pistola.
Un día aquí, en México, vi una fotografía de un periódico; tenía este pie:
“El general Alfredo Rueda Quijano, en consejo de guerra sumarísimo”
(tenía el bigote más chiquito). Y venía a ser el mismo hombre güero de los bigotes. Mamá ya no
estaba con nosotros; sin estar enferma cerró los ojos y se quedó dormida allá en Chihuahua – yo
sé que mamá estaba cansada de oír los 30-30-. Hoy lo fusilaban aquí, la gente le compadecía, lo
admiraba; le habían hecho un gran escenario para que muriera, para que gritara alto, así como le
gritó a mamá la noche del asalto.
Los soldados que dispararon sobre él aprisionaban mi pistola de cien tiros.
“Lo mataron porque ultrajó a mamá, porque fue malo con ella”. Los ojos endurecidos de mamá los
tenía yo y le repetía a la noche:
“Él fue malo con mamá. Él fue malo con mamá. Por eso lo fusilaron“.
Cuando vi sus retratos en la primera plana de los periódicos capitalinos les mandé una sonrisa a
los soldados que tuvieron en sus manos mi pistola de cien tiros, hecha carabina sobre sus
hombros.
TOMÁS URBINA
126
Mi tío abuelo lo conoció muy bien. “Son mentiras las que dicen del Chapo – dijo mi tío -; el Chapo
era buen hombre de la Revolución”. ¡Ni lo conocían esos curros que hoy tratan de colgarle santos!
Y narra como si fuera un cuento, que el general Tomás Urbina nació en Nieves, Durango, un día
18 de agosto del año de 1877.
Caballerango antes de la Revolución, tenía pistola, lazo y caballo. La sierra, el sotol, la acordada,
hicieron de él un hombre como era.
Su madre, doña Refugio, se desvelaba esperándolo. Rezaba al Santo Niño de Atocha; él se lo
cuidaba. Un hombre que atraviesa la sierra necesita ir armado y a veces necesitaba matar. Su
panorama fue el mismo de todos. Hombres del campo, temidos de frente y muertos por la espalda.
Urbina portaba su pantalón ajustado de trapo negro, su blusa de vaquero y el sombrero grande.
Pocos años en los huesos forrados de piel morena. Sabía montar potros, lazaba bestias y
hombres. Tomaba sus tragos de aguardiente de uva y se adormecía entrelazado en los cabellos
negros de alguna señora (composición hecha a escondidas de mi tío).
La Revolución y su amistad con Pancho hicieron de él un soldado de la Revolución, al que cuidaba
el Santo Niño de Atocha.
Llegó a general, porque sabía tratar hombres y tratar bestias. Llegó a general, porque sabía de
balazos y sabía pensar con el corazón.
Urbina, general, fracasó ante Urbina hombre.
En esos días él estaba en El Ébano, venía para Celaya. Allá en Nieves pasaron acontecimientos
familiares; al saberlos vinieron a descomponer su sonrisa de general.
Margarito, el hermano, sabía todo: Doña María y el jefe de los talabarteros, de la “Brigada
Morelos”.
Urbina, con la estrella en el sombrero, con sus venas gordas, palpitantes bajo la piel prieta,
abriendo los ojos hasta hacer gimnasia, haría un resoplido de general ante aquellas noticias. (Todo
esto es una suposición inocente, nacida hoy, acá donde las gentes ignoran al Santo Niño de
Atocha y al general Tomás Urbina).
Urbina le dio orden a su hermano de que llegara a Villa Ocampo y que Catarino Acosta corriera a
fusilar al talabartero en la puerta de la casa. En el cuarto donde Urbina le tenía permanentemente
levantado un altar al Santo Niño de Atocha y velas encendidas, allí mismo tenía una cama donde
dormía y rezaba. Nadie entraba en aquel lugar. Doña María tendió allí al fusilado. Lo veló y le hizo
su entierro.
Allá, en El Ébano, Urbina lo supo y todo él se descompuso. Sus sentimientos salieron en tropel.
Tres personas lo relatan. Pasaron las fuerzas de Rodolfo Fierro rumbo a Las Nieves entre seis de
la tarde y diez de la noche. ¿Qué día? ¿Qué mes? ¿Qué año? Todos iban muy apurados y
hablaban en voz baja. Acabando de llegar fusilaron al chofer de Fierro, y que al tiempo que lo
llevaban al camposanto les había contado que Villa iba allí disfrazado, que quién sabe a qué iría.
El Kirilí, que estaba con Tomás Urbina en la hacienda, ha dicho que a los primeros balazos ellos
comenzaron a poner colchones de lana en las puertas y que entonces a él le habían volado un
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dedo, seguramente el desde donde él usaba su anillo de oro que le quitó a un muerto. Kirilí vio
cuando hirieron a Urbina y oyó que dio órdenes de cesar el fuego.
Martínez Espinosa, nacido en Las Nieves y sobrino de Urbina, con la sencillez que tiene el caso,
relata lo que él vio:
-Tomás Urbina Reyes tenía la muñeca de la mano izquierda seca. En el momento de los balazos lo
hirieron en el brazo derecho, partiéndole completamente el antebrazo. Tenía otro balazo en el
costado y, no pudiendo ya disparar, se rindió. Sus heridas eran no de gravedad. Se quedó dentro
del cuarto hasta que el general Villa entró, recibiéndole Urbina con estas palabras:
- Yo nunca me esperaba esto de usted, compadre.
A lo que Villa contestó textualmente:
- Pues ya verá las consecuencias. (Había el antecedente de que doña Refugio, la mamá de Urbina,
y el general Villa se querían entrañablemente; así que cabía la esperanza de que no pasaría nada,
a pesar de ciertos tratados que, según se decía, Urbina tenía con los carrancistas).
Urbina, ya de pie, salió caminando al lado del general Villa y se fueron a la esquina. Allí estuvieron
hable y hable. Nadie oyó nada ni supieron lo que estaban tratando. Aquella conversación de Urbina
herido y de Villa duró más de dos horas. Cuando se desprendieron de la esquina, Villa traía a
Urbina del brazo y se venía riendo; se veía que estaban contentos.
Nadie se esperaba lo que pasó un minuto después.
Al llegar los compadres junto a Rodolfo Fierro, Villa le dijo:
- Ya me voy. Mi compadre se queda para curarse.
A lo que Fierro contestó, casi dando un brinco:
- Ese no fue el trato que hicimos.
Y volvió el rostro instantáneamente para ver a su caballería, que la había formado casi rodeando la
hacienda y lista para disparar.
Villa siguió la mirada y el ademán de Fierro y rápidamente dijo:
- Bueno; mi compadre necesita curarse. Entonces llévelo, pero que primero se cure, porque mi
compadre está malo. (Cuentan quienes vieron la escena, que si Villa defiende un poquito a Urbina,
allí se habrían muerto los dos, porque toda la tropa era de Fierro; Villa no tenía un soldado y Urbina
unos cuantos que lo acompañaban en la hacienda).
Entonces Rodolfo Fierro mandó que subieran al general Urbina al automóvil, junto con un individuo
a quien le decían el doctor. Con ellos subió al coche el mismo Fierro. Iban nada más cuatro
personas: ellos tres y el chofer. Al llegar a Villa Ocampo, rodearon el automóvil como sesenta
hombres de Urbina, todos montados y armados, y le preguntaron:
- ¿Qué pasa, mi general?
- Pos que ya nos llevó... Pero desde este momento yo no doy un solo paso si no me van
escoltando ustedes.
Salió el automóvil escoltado hasta llegar a la cuesta del Berrendo, donde, por culpa misma del
camino, el coche pudo dar vuelta a una curva y trepar rápidamente, dejando muy abajo a la
128
caballería. Al estar arriba, se detuvo tantito, y por más que corrieron los montados, ya ni el polvo le
vieron, porque se fue casi desbocado hasta llegar a Las Catarinas.
III.- En el Fuego (...)
LOS HERIDOS DE PANCHO VILLA
En la falda del cerro de La Cruz, por el lado de la Peña Pobre, está la casa de Emilio Arroyo. Villa
la había hecho hospital. Allí estaban los heridos los heridos de Torreón, con las barrigas, las
piernas, los brazos, clareados. Villa en esos momentos era dueño de Parral. Tenía muchos
heridos, nadie podía curarlos.
Mamá habló con las monjitas del Hospital de Jesús y consiguió ir a curar a los más graves; así
fueron llegando señoras y señoritas; había muchos salones llenos de herido, los más acostados en
catres que se habían avanzado de los hoteles de Torreón.
Mamá me dijo que le detuviera una bandejita; ya iba a curar. Orita le tocó un muslo; apestaba la
herida; la exprimía y le salían ríos de pus; el hombre temblaba y le sudaba la frente.
Mamá dijo que hasta que no le saliera sangre no lo dejaba; salió la sangre y luego le pusieron
algodón mojado en un frasco y lo vendaron.
Vino una cabeza, una quijada, como seis piernas más, y luego un chapo que tenía un balazo en
una costilla; este hombre hablaba mucho; un vientre grave de un ex general que no abría los ojos;
otro clareado en las asentaderas. Curó catorce; yo le detuve la bandeja. Mamá era muy conocida
de la gente que sufría.
Un día oímos hablar da los heridos acerca de Luis Herrera: “Ese desgraciado qué bien murió; lo
tenían acostado en el hotel Iberia, de Torreón; Llegamos y lo envolvimos en una colchoneta y lo
echamos por la ventana, se llevó un costalazo; qué risa nos dio; le dimos un balazo en el mero
corazón; después lo colgamos; le pusimos un retrato de Carranza en la bragueta y un puño de
billetes carrancistas en la mano. Si hubiera tenido con qué sacarle un retrato – dijo uno alto de ojos
verdes -, lo haría puesto en un aparador para que lo vieran sus parientes, que viven aquí. Tenía el
desgraciado la cara despavorida, como viendo al diablo. “¡Qué feo estaba!”, decían tosiendo de
risa.
La noticia del día era que el general le había dado una trompada a Baudelio porque este había
fusilado a unos que no quería que matara. Cada día se comentaba algo: “Los villistas triunfan.
¿Por qué siguen en Parral y no se mueven? ¿Por qué no pueden avanzar más?”
Esa tarde todos hablaban en secreto. Fue llegando la noche, se movían las gentes con el solo
pensamiento de que los carrancistas llegaban, Pancho Murguía y todos los demás. En la mañana,
el general ya se había ido; quedaban los soldados, que siempre salen a lo último, y eso sí, muchos
heridos; a muy pocos se pudieron llevar, quedaban los más graves.
129
Mamá en persona habló con el presidente municipal y pidió, suplicó, imploró; si estas palabras no
son bastantes para dar una idea, diré que mamá, llorando por la suerte que les esperaba a los
heridos, anduvo personalmente hasta pagando gente para que le ayudaran a salvar aquellos
hombres, trasladándolos al Hospital de Jesús, de las monjitas de Parral. El presidente le dijo a
mamá que se metía a salvar unos bandidos; ella dijo que no sabía quiénes eran. “En este
momento no son ni hombres”, contestó mamá.
Al fin le dieron unas carretillas y se pudieron llevar a los heridos al hospital; en tres horas se hizo el
trabajo. Mamá se fue muy cansada a la casa.
Llegaron los carrancistas como al mediodía; luego, luego, comenzaron a entregar gente. A los
heridos los sacaron del hospital, furiosos de no haberlos encontrado en la casa de Emilio Arroyo
con las monjitas no podían matarlos así nomás y los llevaron a la estación, los metieron en un
carro de esos como para caballos, hechos bola; estaban algunos de ellos muy graves. Yo vi
cuando un oficial alto, de ojos azules, subió al carro y dijo: “Aquí está el hermano del general –
quién sabe cómo lo nombró -, aquí entre estos”, y les daba patadas a los que estaban a la
entrada.
Otros nomás les daban aventones; otros, para poder caminar por en medio de los heridos que
estaban tirados, los hacían a un lado con los pies, casi siempre con bastante desprecio.
Decían que aquellos hombres era unos bandidos; nosotros sabíamos que eran hombres del norte,
valientes, que no podían moverse, porque sus heridas no los dejaban. Yo sentía un orgullo muy
adentro, porque mamá había salvado aquellos hombres. Cuando los veía tomar agua que yo les
llevaba, me sentía feliz de poder ser útil en algo. Mamá le preguntó al oficial qué iban a hacer con
aquellos hombres. “Los quemaremos con chapopote al salir de aquí y volaremos el carro” – dijo
chocantemente el oficial.
Mamá tuvo que ir a la estación; ellos querían saber por qué los había llevado al hospital. Mamá
contestó lo de siempre: “Eran heridos, estaban graves y necesitaban cuidados”. Contestó que no
conocía a nadie, ni al general – sabía que ella estaba mintiendo y la dejaron -.
Los heridos se estuvieron muriendo de hambre y de falta de curaciones. Casi no dejaban ni que se
les diera agua. Todas las noches pasaba una linternita y un grupo de hombres que cargaban un
muerto; por toda la calle iban; la luz de la linterna hacía un movimiento rítmico de piernas.
Silencio, mugre y hambre. Un herido villista, que pasaba meciéndose en la luz de una linterna, que
se alargaba y se encogía. Los hombres que los llevaban allí los dejaban tirados afuera del
camposanto.
(...)
LAS RAYADAS.
Allá, en la calle Segunda, Severo me relata, entre risas, su tragedia:
-
Pues verás, Nellie, cómo por causa del general Villa me convertí en panadero. Estábamos
otros muchachos y yo platicando en la puerta de la casa de uno de ellos. Hacía unos
130
momentos que el fuego había cesado. Los villistas estaban dentro de la plaza. De repente
vimos que se paró un hombre a caballo frente a la puerta; luego nos saludó, diciendo:
“¿Quihúbole, muchachos; aquí es panadería?” Nosotros le contestamos el saludo y le
conocimos la voz; al abrir la hoja de la puerta, le dio un rayo de luz sobre la cara y vimos que
efectivamente era el general Villa. Estaba enteramente sólo en toda la calle de Ojito. Nosotros,
que sabíamos que ya no era panadería, no le pudimos decir que no era, porque no pudimos;
todo en aquellos momentos era sospechoso. Lo único que había de panadería era el rótulo.
Los otros muchachos eran músicos como yo y sastres. Muy contentos le contestamos que sí,
que en qué podíamos servirles. “¿Qué necesitan para hacerme un poco de pan para mis
muchachos?”
- Harina y dulce, general.
- Bueno, pues voy a mandársela – dijo desapareciendo al galope.
Nosotros nos quedamos muy apurados. Ahora ¿qué hacemos?, nos decíamos yendo de un lado
para otro. ¿Qué hacemos? Pues vamos a llamar a Chema; siquiera él sabe hacer rayadas y entre
todos haremos aunque sea rayadas para el general – les dije yo muerto de risa y de miedo.
Trajeron la harina y el dulce. Chema llegó corriendo. Nos remangamos y ahí estamos haciéndola
de panaderos.
Salieron las primeras rayadas; las habíamos hecho de a medio kilo, las empacamos en unos
costales y les dije:
“Bueno: vayan al cuartel y llévenselas al general para ver si le gustan como están saliendo”.
Dicen que cuando el general vio los costales, se pudo contento y agarró una rayada, la olió y
riéndose se la metió en el hueco de la mitaza y dijo: “¡Qué buenas rayadas! Síganlas haciendo
así”.
Nunca supo el general que nosotros no éramos panaderos; todos nos sentimos contentos de
haberle sido útiles en algo.
(...)
LAS HOJAS VERDES DE MARTÍN LÓPEZ
Fue el 4, era septiembre; ¿de que año? A Martín López se le incrustó en el vientre una bala fría.
Esto sucedió después de un combate que daban los villistas al ir sobre la capital de Durango. Fue
en la hacienda La Labor y murió al llegar a Las Cruces. En el acto se supo que había muerto el
segundo de Villa.
Los carranzas llegaron unos días después y lo desenterraron. Querían ver si efectivamente era
Martín López. Le tenían tanto miedo que, cuando lo sacaron de debajo de la tierra, lo vieron
incrédulos. Le sacudieron la cara, le limpiaron los ojos, le abrieron la blusa y le vieron el vientre,
donde tenía alojada la bala. También le despegaron unas hojas verdes que le cubrían la herida.
Hicieron muchas cosas para convencerse de que Martín estaba muerto.
Martín López, el hombre que no los dejaba dormir. Le tenían mucho miedo.
131
El general Villa lo lloró más que nadie. Lo quería como un hijo. Desde la edad de doce años, en
1911, Martín López era su asistente.
Pablo, Martín y Vicente López, tres hermanos, murieron siendo villistas. El último fue Martín; llegó a
ser segundo y su hijo. Nadie con más derecho puede llamarse hijo del general Villa. Martín sí se
parecía a Villa, era su hijo guerrero. En él el general realizó sus ideas guerreras con exactitud
matemática. Nadie pudo haberlo entendido mejor en los momentos de batalla.
El muchacho, delgado y rubio, estaba borrado por la tierra con que le habían tapado sus
compañeros. Sus manos ágiles para manejar las riendas y repartir balas ya no existían. Podía
quedar contentos los enemigos, podían llorarlo sus compañeros; otro Martín López no volvería a
verse por esos rumbos.
(...)
Cartucho, 1931
132
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Obra Narrativa de Nellie Campobello
Novela:
Cartucho. Relatos de la Lucha en el Norte de México, México, 1ª Edición, Ediciones Integrales,
1931.
Las Manos de Mamá, México, 1ª Ed. Juventudes de la Izquierda, 1937.
Nota.- Las obras de Nellie Campobello se pueden encontrar en múltiples publicaciones de diversos
sellos editoriales.
134
María Elvira Bermúdez
La novelista, cuentista, prologuista, abogada y conferencista, María Elvira Bermúdez Cisneros
nació en la
ciudad de Durango, el 27 de noviembre de 1912. Sin casi darle tiempo de ser
durangueña, la niña María Elvira fue llevada por su familia a la ciudad de México en donde creció y
estudió leyes en la Escuela Libre de Derecho.
En la quinta década del siglo XX, el mal remunerado trabajo de defensora de oficio, la dura práctica
litigiosa y las lecturas literarias llevaron a María Elvira a sentarse ante la máquina de escribir para
llenar las cuartillas de una cultura narrativa con fuerte preferencia hacia el género policiaco o
detectivesco, en el cual intentó seguir los cánones clásicos, pero ubicados en el entorno mexicano
de su época. Durante el año de 1948, en el periódico El Nacional y en la revista Selecciones
Policiacas y de Misterio se publicaron los primeros cuentos de la escritora. A partir de ese
momento los editores de diversas revistas periódicos y suplementos culturales buscaban los
amenos relatos salidos de la máquina de María Elvira. En 1953, con la publicación de su novela
Diferentes Razones Tiene la Muerte, Bermúdez se colocó entre los mejores creadores del género
narrativo policiaco en México.
Durante el año de 1955, María Elvira antologó y prologó los textos que integran el libro: Los
Mejores Cuentos Policiacos Mexicanos. En los años siguientes el escaso público lector mexicano
podía leer las entretenidas y talentosas colecciones de cuentos policiacos de María Elvira en los
libros: Detente Sombra y Muerte a la Zaga.
Con respecto a las características de la narrativa policiaca mexicana, María Elvira Bermúdez
explicaba:
El mexicano siempre ha tenido poca fe en la justicia; si antes desconfiaba de la policía,
ahora la odia, sin esa idea de justicia, el delincuente mexicano tiende a escabullirse a
evadir un sistema jurídico al que, como ciudadano, se ve sujeto (...). Lo policiaco
tradicional, se apoya en la justicia. Sin esa fe en ese factor, es difícil que lo policiaco se
desarrolle, eso por una parte. Por otra, los métodos de averiguación y los medios legales
están más desarrollados en otros países. (GUZMÁN BURGOS, FRANCISCO. “Entrevista
con María Elvira Bermúdez. Entre el Bien y el Mal. La Literatura Policiaca”, en: Tierra
Adentro, #49, México, septiembre / octubre de 1990, p. 10).
Atendiendo a otros géneros ajenos al policiaco, María Elvira Bermúdez publicó también sus libros
de cuentos: Encono de Hormigas, Alegoría Presuntuosa y Cuentos Herejes.
Desde los últimos años del Siglo XX, en la ciudad de Durango, existe un premio de cuento que
lleva el nombre de María Elvira Bermúdez.
La creativa existencia de la narradora durangueña terminó el 7 de mayo de 1988 y como una
muestra de su talento literario se reproduce aquí el cuento Cabos Sueltos.
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María Elvira Bermúdez
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Cabos Sueltos
El grito de la mujer penetró como una saeta en su cerebro y disipó las últimas brumas del sueño.
Tardó Armando Zozaya unos segundos en recordar que estaba en Durango, en la casa de
huéspedes de los Núñez. No se detuvo a preguntarse qué pasaría. Se puso su bata y sus
pantuflas y salió de la habitación a averiguarlo.
En el patio, cerca de la puerta de un cuarto, la recamarera hablaba a gritos y señalaba hacia
dentro. Tito Núñez, en pijama y descalzo, venía del otro lado de la casa. Se encontró con él.
Ambos se miraron un momento y sin hacer caso de la muchacha entraron al cuarto. Era el de Lalo,
el mayor de los Núñez. La cama estaba intacta. Y Lalo, vestido aún, yacía boca abajo en el suelo.
Tito se apresuró a levantarlo y apenas le hubo dado vuelta, declaró:
- Está muerto.
Le ayudó Zozaya a poner el cuerpo sobre la cama. Estaba ya rígido, en efecto.
- ¿Qué hacemos? – Preguntó Tito.
- Llamar a Danglada – aconsejó Armando. Pero ya aquel venía entrando a la habitación.
Guillermo Danglada era médico. Hacía veinte años había sido compañero de Zozaya en la
Preparatoria. Estaba en Durango ejerciendo su profesión y había sido
él quien había
recomendado a Armando la casa de los Núñez como un buen sitio, donde se comía muy bien, para
hospedarse. Él vivía allí desde que llegó ala ciudad de los alacranes.
- ¿Qué pasa? – Preguntó al entrar. Ni los otros se la dieron ni él espero respuesta, porque vio
inmediatamente el cuerpo de Lalo y procedió a auscultarlo.
- Tiene muchas horas de muerto - dijo al cabo de unos minutos.
- Pero, ¿Cómo...? ¿De qué? –Exclamó Tito -. ¿Un infarto? –sugirió.
- No - contestó Danglada -. Parece envenenado. Tiene las pupilas dilatadas y la cianosis es más
visible en la parte superior de la cara que en la inferior, lo que permite suponer que se produjo
antes de la muerte.
- ¿Se suicidó, entonces?
- Pues no sé. Es lo más probable. Aunque yo nunca lo hubieran creído de Lalo. Habrá que hacer la
autopsia, de todos modos.
- Válgame Dios, qué trastorno. Ya la muerte de por sí es una desgracia y luego, en esa forma. No
podrías tú, Danglada... – miró de reojo a Zozaya y ya no habló.
- Comprendo, Tito, que para ti sea muy penoso que le hagan la autopsia a tu hermano. Pero no
hay otro remedio. ¿Verdad, Zozaya?
- Tú eres el médico. Tú eres el que tiene que resolver.
- Pues... no puedo arriesgarme a firmar un certificado así como así. Y ahora que me acuerdo,
desde anoche lo noté un poco raro.
139
- ¿Raro? – interrumpió Tito -. Yo no le noté nada, aparte de su borrachera de costumbre.
- Danglada y Zozaya se miraron. Tito tradujo su mudo comentario:
- Para ser su hermano, no me muestro muy apenado por su muerte, ¿verdad? Pero qué quieren,
yo no soy hipócrita. No voy a empezar ahora a decir, nomás porque está muerto, que era un santo.
- Nadie lo está juzgando a usted. Ni a él. Vamos a vestirnos, a tomar un café y a pensar con calma
lo que es necesario hacer, ¿no le parece?
- Buena idea – aceptó Danglada. Y mientras salía de la habitación, seguido de los otros dos,
continuó:
- Tal vez sería bueno llamar a otro médico. Yo puedo estar equivocado. Rosa, la recamarera,
estaba en el patio, sollozando aún. Danglada le dijo:
- Cálmese Rosita. Ya ni modo.
- ¿Está muerto el señor Lalo?
- Sí, Rosita. Avísele a los demás. Y tómese un té de boldo para el susto.
Vio Zozaya en un ángulo del patio la mesa en que los Núñez y el doctor habían estado jugando
pokar la noche anterior. Todavía se veían encima barajas, fichas, ceniceros y vasos. Varias sillas
en desorden completaban el escenario.
- Si me lo permiten – suplicó -, creo que sería bueno que dejaran esa mesa tal como está.
- ¿La mesa? – se asombró Tito -. ¿Por qué? ¿qué tiene que ver la mesa?
- Aquí, Zozaya, es detective, ¿sabes? Y probablemente quiere reconstruir los hechos.
- Exactamente – convino Armando.
Tito se encogió de hombros. Zozaya se dirigió a Rosa:
- Deje todo tal como está, por favor. Y adviértale a los demás que nada toquen, ¿eh?
-
Sí, señor.
....................................................................................................................................
Una hora más tarde se encontraban Danglada, Tito y Zozaya reunidos en el comedor de la casa.
Dos médicos habían visto ya el cadáver de Lalo y ninguno de los dos había dado una opinión
precisa sobre la causa de su muerte. En vista de ello parecía inevitable dar aviso al Agente del
Ministerio Público. De acuerdo con Danglada, Tito había creído conveniente presentar a las
autoridades un caso de suicidio. Pero en esos momentos la duda se había apoderado de ambos.
- Es increíble - decía Tito -, que no hayamos encontrado ni un frasco, ni una caja, ni nada que
pueda haber contenido veneno, en el cuarto de Lalo.
- Ni en su vaso – adujo Danglada.
- Un rastro de veneno –preguntó Zozaya -, ¿es siempre perceptible por el olor?
- Depende del veneno que se trate. Si es ácido cianhídrico, por ejemplo...
- ...Olor a almendras amargas.
- Sí. Y si es arsénico o estricnina, son tan amargos también que aún por el olor pueden delatarse.
Incluso únicamente en forma de píldoras suelen ser ingeridos. Aunque un paladar un poco...
estragado, como el de Lalo, pudo haber soportado el sabor.
140
- Dijiste – recordó Armando – que anoche lo habías notado un poco raro.
- Sí. Estaba muy sensible a la luz y al ruido. No toleraba risas fuertes ni que lo tocaran. Y se
estremecía. Casi puedo asegurarte que vi cuando comenzaba a ponerse morado y a respirar con
dificultad. Fue poco antes de que se retirara a su recámara. Le pregunté si se sentía mal y me
mandó a la chingada.
- ¿Y todos esos síntomas qué podían significar?
- Envenenamiento por estricnina. Son muy definidos. Viene luego la cianosis, la dilatación de las
pupilas y la asfixia.
- ¿De dónde pudo obtener la estricnina?
- De cualquier veneno para ratas.
- Ajá. Pero entonces, tuvo que tomarlo antes de retirarse a su cuarto.
- Evidentemente.
- ¿Puede afirmarse que ingirió veneno mientras estaba jugando?
- Sí. Tú llegaste como a las nueve, ¿verdad? No quisiste jugar, porque venías muy cansado y te
retiraste inmediatamente. Llevábamos como una hora jugando y Lalo estaba perfectamente aún.
Después llegó Estela. Y luego el señor Ruiz. Durante todas esas interrupciones Lalo no pareció
afectado. Fue como a las once cuando empecé a notarlo un poco mal.
- Ajá. Pero su ánimo, dices, ¿no parecía decaído?
- En lo más mínimo. Al contrario: se veía contento, dicharachero, hasta un poco cínico. No parecía
ni mucho menos una persona dispuesta a suicidarse.
- Además – intervino Tito -, viéndolo bien, mi hermano no es de los que se matan. Era demasiado
egoísta para eso.
- Y no tenía ningún motivo para matarse –completó el médico -. Estaba muy satisfecho de la vida.
Callaron los tres por breves momentos. Apuraron sus respectivos cafés. Encendieron sendos
cigarros. Fue Zozaya el que se atrevió a expresar en voz alta el pensamiento común:
- Tenemos que pensar entonces en la posibilidad de un asesinato.
- Es verdad – admitió Danglada -. Hay que pensar en ello.
- Y enemigos, por cierto, no le faltaban a mi señor hermano.
- Mencionaste – recordó Armando – a una Estela y a un señor Ruiz.
- Esos son precisamente los enemigos a quienes me refiero – siguió Tito -.Estela es la novia
despechada, ¿sabe? Ayer en la tarde vio a buscar a Lalo. Tuvieron un pleito horroroso. Él decía
que Estela quería “colgarle el milagro” y ella lloraba. Pero luego se exaltó y salió gritando que “se
las pagaría”.
- ¿Y regresó en la noche?
- Sí. Venía ya más mansita. Creo que tenía intenciones de hablar conmigo. Seguro quería que
influyera en mi señor hermano. A buen santo se encomendaba. A mí no me gusta meterme en
asuntos de otros. Y con mujeres de por medio, menos.
- ¿Y qué pasó luego?
141
- Nada. Estuvo un rato nada más viéndonos jugar y se fue.
- ¿Tuvo oportunidad de echar el veneno en el vaso del señor Lalo?
- Hum... ¿Tú qué dices a esos, médico?
- Si mal no recuerdo, fue una o dos veces al comedor a traer más ron. Y coca-colas y hielo. Pero
todos teníamos ya nuestros vasos en la mesa.
- Puede poner el veneno en la coca-cola que destinó a su ex novio. ¿Las traía destapadas?
- Sí – dijeron Tito y Danglada a un tiempo.
- Ajá. Y el señor Ruiz, ¿quién es?
- Un pobre diablo que le debía a mi hermano grandes cantidades de dinero. Vino a pedirle una
prórroga que él no le concedió. Y Ruiz se fue echando chispas.
- ¿Tuvo oportunidad de poner el veneno en el vaso de Lalo? Meditaron un momento Tito y
Danglada. El primero contestó:
- Sí, sí la tuvo. Porque Lalo le sirvió una cuba y llevó la suya propia a la sala, donde se encerró
unos momentos a hablar con Ruiz.
- Ajá. Entonces tanto la señorita Estela como el señor Ruiz tienen el móvil y tuvieron la
oportunidad, claro; pero, ¿el móvil? Por lo que a mí se refiere...
- ...Aparte de ese horrible lío en que se metió mi hermano, por el cual estuviste a punto de perder
tu empleo, no tienes ninguno, claro.
Enarco Armando una ceja y se quedó mirando a Danglada. Este vio para otro lado y carraspeó. Al
fin dijo:
-Fue un asunto muy desagradable, realmente. Núñez me pidió que emitiera un dictamen en un
proceso para ayudar, según él, a un inocente. Yo le hice el favor y resultó luego que otros peritos
demostraron que lo que yo había afirmado era una falsedad. Me puse en ridículo. Casi me
procesaron. Pero – añadió riendo – por eso no iba yo a matarlo.
- Quién sabe – murmuró Tito -. Pudiera ser que guardaras un tremendo rencor, aunque en
apariencia hubieras olvidado el asunto.
- Pero, ¡hombre! ¡Qué empeño tienes en acusarme! – El médico parecía desconcertado en
realidad. Al cabo de un momento agregó -: Si yo lo hubiera matado, ¿por qué me negué a firmar un
certificado de muerte natural? A ver, dime.
- Pues... – dudó Tito.
- Nada, nada. ¿Qué puedes decir? Tu teoría es absurda. Hubiera yo firmado el certificado y santas
pascuas. ¿No crees, Zozaya? A ver, hazle ver a éste que lo que dice es una pendejada.
Armando comenzó a decir:
- Realmente...
Tito lo interrumpió:
- Puede ser que Danglada cambiara de opinión y no se arriesgara, precisamente porque usted
llegó.
- Pero si yo mismo lo invité. Yo sabía que iba a venir.
142
- Pero no sabías cuándo. No creas, me fijé en lo que ustedes platicaban anoche. Tú nada más le
habías dicho que cuando pasara por aquí, llegara a nuestra casa. Pero te sorprendió verlo.
- Vaya, pues. Te empeñas en hacerme aparecer como sospechoso. Si a esas vamos.
- ... Yo también soy sospechoso, ya lo sé. Odiaba a mi hermano y además estábamos peleando la
herencia de mi madre.
- Apagó el cigarro violentamente contra un plato, se echó sobre el respaldo de la silla y se quedó
mirando alternativamente a Danglada y a Zozaya. Respiraba de prisa y sus ojos brillaban.
Armando esperó a que se calmara. Pidió a Rosa más café y ofreció sendos cigarros – pipas de la
paz – a sus interlocutores.
- Estamos teorizando únicamente – afirmó -. No hay que tomar lo que aquí digamos, ninguno de
nosotros, como un afán de molestar o de acusar en serio a nadie.
Sus oyentes nada dijeron. Él prosiguió:
- Si a móviles vamos, también el muerto los tenía.
- ¿Cómo? ¿Qué dices? – Preguntó Danglada.
- Quiero decir que en un momento dado todo el mundo puede tener motivo para matar a alguien y
que eso no significa necesariamente que sea capaz de matar.
- ¡Ah! – Rió el médico -. Yo creía que...
- Un momento –interrumpió Tito -. Lo que dice Zozaya tiene sentido. Así como Estela, Ruiz,
Danglada y yo teníamos motivo para odiar a Lalo, él lo tenía para odiarnos a nosotros. Al menos a
alguno de nosotros. A estela y a mí, por ejemplo. Si hubiera habido confusión y...
El médico lo miraba, perplejo. Tito que quedó en suspenso. Zozaya fue en su ayuda:
- Nuñez quiere decir que a lo mejor Lalo quiso envenenar a Estela, o a él, y que por error tomó el
veneno.
- Exactamente – corroboró Tito.
Danglada admitió.
- Pues sí, es muy posible. Bueno, sólo en tu caso Tito, porque Estela no probó una gota anoche.
- De eso se trata, de que no tomara nada. ¿Cómo iba a tomar si ella misma había echado veneno
en el vaso de mi hermano?
-¡Ah, sí, claro – el médico se rascó la cabeza.
Armando sugirió:
- Vamos por partes. Es preciso reconstruir pormenorizadamente los hechos. ¿Me permiten que les
haga unas preguntas?
- Vienen – aceptó Danglada.
- Bueno. Partiremos de la posibilidad de que Lalo haya sido el que puso veneno en su vaso.
Destinado a otro, naturalmente. Ahora bien, ¿destinado a quién? No a Ruiz porque de manera
obvia no le convenía asesinar a su deudor. Tampoco a ti, Guillermo, porque más bien era ofensor
que ofendido en aquel incidente y supongo que ya lo había dado al olvido.
- Así es.
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- Bien. ¿A Estela? ¿Creen ustedes realmente que quisiera matarla? ¿Por qué?
- Bueno – empezó Guillermo -, para que ya no lo acosara tal vez...
- ... Pero - concluyó Tito -, no creo que de matarla lo hiciera aquí en el asa y menos con veneno.
- Evidentemente – admitió Armando.
- La hubiera golpeado, o le hubiera dado un tiro, o algo así.
- Es claro. Entonces, solo queda usted. Y ahí sí encaja todo: simularía después un suicidio o
convencería al médico para que extendiera el certificado.
- ¡Hombre! ¡Otra vez! Ya me viste cara de...
Armando interrumpió a Danglada:
- Advertí que estamos en el terreno de la hipótesis, no te enojes. Ahora bien, ¿cómo pudo tener
lugar la confusión?
- Danglada consultó con la mirada a Tito. Este guardó silencio. Armando los apremió.
- A ver. Traten de recordar todo lo que sucedió anoche.
Bueno – comenzó el médico -, Lalo se empeñó siempre en que Tito bebiera. Y Tito, como siempre,
se negó. Se enfurece cuando el otro quiere obligarlo a tomar. Oye, ahora que me acuerdo...
- ...Sí, acepté beber. Para tener la fiesta en paz, ¿saben?
- Ajá. ¿Y bebió usted?
- No. Lalo me sirvió una cuba. Pero yo me hice guaje. No la tomé.
- ¿Qué hizo con ella?
- La hice a un lado, nomás. Seguimos jugando, y... Oye, Guillermo, ¿te acuerdas? ¿No fuiste tú
mismo el que se la pasaste a Lalo?
- ¿Yo?
- Sí, acuérdate. El ron se acabó. Y Lalo se empeñó en seguir bebiendo. Estaba necio. Tú,
entonces...
- ¡Ah, sí! Tú me dijiste: “Aquí está la mía” o algo así. Y yo se la pasé. Sí, sí es cierto.
- ¿Podrán identificar el vaso?
- Sí. Son de esos que tienen números. El de Lalo era siempre el uno – explicó el doctor -, el mío
era el dos. Debe ser el tres.
Al mismo tiempo se levantaron y se dirigieron a la mesa de pokar. Zozaya sacó su pañuelo,
envolvió un vaso marcado con el número tres y lo olfateo. Se lo acercó al médico. Este , a su vez lo
olió si tocarlo.
- Bueno. Es difícil decidir; pero, sí: me parece que huele a algo más que a ron. Queda bastante
líquido e el vaso. Probablemente el sabor fue demasiado amargo para Lalo después de todo y por
so no lo terminó.
- Hay que enviarlo inmediatamente al laboratorio. Y también los otros.
....................................................................................................................................
Tres horas más tarde se reunieron de nuevo. Comenzó Tito:
144
- Bueno. Los hechos han probado que nuestra hipótesis era correcta. Se encontró estricnina en el
estómago de mi pobre hermano y se encontró estricnina en la cuba que él había preparado para
mí. Pero, ¿creen ustedes que las autoridades van a entender nuestra explicación? ¿No valdría
más decirles, sencillamente, que Lalo se suicidó? De hecho así fue. Y para qué enlodar más su
memoria.
- Por mí, o hay inconveniente –aceptó Danglada -. Tú, Zozaya, ¿qué dices?
- Yo creo que tendremos que decir la verdad.
- Pero fíjate que Tito tiene razón. Es un poco rebuscada la cosa.
- Me refiero a la verdad.
- ¿Cómo? No te entiendo.
Si tienen paciencia para escucharme, les explicaré. Ustedes saben que un homicidio, en un
accidente, en fin en cualquier caso de muerte violenta, es indispensable no dejar ningún cabo
suelto. Es necesario probar que las cosas sucedieron tal como se supone que sucedieron y no de
otra manera. Nuestra hipótesis, como ustedes le llaman, tenía algunos puntos débiles: ¿por qué
Lalo, si había echado el veneno en el vaso de Tito, no se cercioró de que este lo tomara? ¿Por qué
se acabó el ron anoche, precisamente anoche? ¿Fue simple casualidad que anoche viniera tanta
gente? Mientras esperábamos que nos comunicaran el resultado de la autopsia y de los análisis,
estuve pensando y haciendo averiguaciones. Platiqué con la señora Estela y con el señor Ruiz
quienes, como ustedes saben, vinieron hoy en la mañana tan pronto, según dijeron, como les llegó
la noticia de la muerte de Lalo. Hablé con el mozo, con la cocinera y con Rosa. No voy a detallar
mis conversaciones con cada uno. Solo les digo lo que averigüé: hace apenas cuatro días trajeron
de la tienda una caja de botellas de ron. No era posible que en tres noches Lalo, ni siquiera con la
ayuda de su médico, se las bebiera todas.
- ¡Cómo! – Exclamó Tito -. Yo... yo pregunté... No hay ron, estoy seguro.
- Anoche había muchas botellas de ron sin abrir. Estela las vio. Los criados también. Hoy
efectivamente no hay una gota. Todas las botellas están vacías, como conviene a nuestra
hipótesis. Ahora bien, fui a la despensa y noté cierto olorcillo a ron. Ese olor se acentuaba en el
pasillo que da al baño de la servidumbre y ahí era francamente fuerte. Deduje entonces que
alguien, hoy en la mañana, vació todas las botellas de ron.
- ¿Por qué? ¿Con qué objeto?
- Con objeto de justificar a posteriori, nuestra teoría. Es decir: para demostrar que Lalo se tomó por
error la cuba de Tito resulta indispensable probar que el ron se acabó, ¿no es cierto? Pues bien, el
ron se acabó. Solo que no anoche, sino hoy por la mañana.
- ¿Y quién lo tiró? – Demandó Danglada.
- Alguien que quiere fortificar la hipótesis y no dejar caos sueltos.
- Y puesto que nada más nosotros tres...
- Déjame seguir, ¿quieres? Averigüe otro detalle muy importante: recordarán que al mediodía
encontramos al fin varios paquetes vacíos de veneno para las ratas en el ropero de Lalo, ¿verdad?
145
Muy oportunos, hasta cierto punto. Prueban que él puso el veneno; peto, ¿no sería más verosímil
que Lalo, para cubrirse él mismo, lo hubiera tirado? Fue ese otro exceso de precaución por parte
de la persona que tiró el ron.
- Correcto – insistió Danglada -, Lalo queda eximido de toda culpa ya que evidentemente él no tiró
hoy el ron ni escondió las cajas vacías de veneno en su ropero. ¿Quién es el asesino, entonces?
- Espérate. El asesino, al principio, actuó sencillamente como dentro de nuestra teoría actuó Lalo:
tenía el veneno a la mano, listo para ser usado en cualquier momento. Esperaba la ocasión.
Anoche se le presentó por la circunstancia de la concurrencia de otras personas. “En la bola no se
sabe”, como luego dicen. Conocía muy bien a Lalo, por lo demás, y sabía que bebería cuanto
tuviera a su alcance.
- Eso quiere decir – observó Tito -, que pudo ser cualquiera de nosotros. Incluso Ruiz o Estela.
- Permítame continuar: Contaba el asesino con un certificado de defunción por causas naturales o,
en el peor de los casos, con la suposición de un suicidio.
- Y llegaste tú y todo se complicó.
- En cierto modo, sí. Aunque probablemente ustedes por su cuenta hubieran construido la
hipótesis. El cambio de destinatario del veneno y todo eso.
- En todo caso, esa hipótesis solo es conocida por nosotros tres – recalcó el médico -, los
sospechosos quedamos reducidos a dos. Aparte de que Ruiz y Estela difícilmente pudieron ir y
venir hoy libremente por la casa. Oye, Zozaya, espero que tu deducción sea buena hasta el final
porque palabra que yo no maté a Lalo.
- Yo tampoco – se apresuró a aclarar Tito -. Nomás eso faltaba, que porque el señor es tu amigo
me quieran cargar a mí con el muerto.
- No me dejan terminar. Necesito que sigan paso a paso mis deducciones. Por favor. Fíjense en
una circunstancia muy importante: fue en el vaso número tres donde se encontró el veneno.
- Sí, en el mío – interrumpió Tito -. Pero mío solo por hipótesis, acuérdese.
- ¡Cállate, hombre! – Exigió el médico -. Déjalo hablar.
- ¿Y por qué he de callarme? Ya lo veo venir y no voy a quedarme tranquilo esperando a que me
acuse.
- ¿Eso teme usted, Tito? A ver, dígame, ¿qué iba yo a decir?
- Pues... que era mi vaso, que yo eché el veneno... Que sé yo qué.
- Pues si no sabes qué espera a que él lo diga, ¿no te parece? Para ser inocente actúas en una
forma muy rara, Tito.
- Con un carajo. Pero está bien, que hable.
- Gracias. Iba a decir que era probable que si Estela hubiera escogido el vaso de Lalo, el veneno
hubiera estado en el uno. En el dos se hubieran encontrado los rastros si Danglada lo hubiera
vertido ahí y se lo hubiera pasado a Lalo. Y en el cuatro si Ruiz hubiera hecho un cambio con Lalo,
en la sala.
- ¿Lo ven? Queda el tres, el mío.
146
- Que fue, en efecto, donde se encontraron los residuos de veneno. Pero lo importante es
reconstruir el momento en que el asesino echó la estricnina en el vaso. Era posible que lo hubiera
hecho en la mesa, delante de todos. Ustedes saben, cuando uno está jugando se abstrae. No
puede dar cuenta exacta y constante de los movimientos de los demás. Pero en este caso creo
que el asesino se levantó, con su vaso lleno de cuba en la mano y fue en busca del veneno.
Ni Danglada ni Tito chistaron. Zozaya había logrado al fin captar su atención. El detective
prosiguió:
Fuera del alcance de la vista de los demás, en alguna parte de esta casa, sacó la estricnina de su
escondite y lo vertió en la cuba. Regresó a la mesa y lo puso ahí nomás, encima. A los tres no les
extrañó su maniobra. Era natural o en todo caso inocua en apariencia. Luego, cuando Lalo pidió de
beber y dado que ya no había ron, le pasó el vaso con veneno.
¡Tú se lo pasaste! – Gritó Tito.
- ¡Pero tú dijiste que se lo pasara! – Replicó Danglada -. Y yo no me levanté para nada de la
mesa.
- Eso dices. Yo sí que no me levanté.
- Esperen, por favor, todavía no termino. Cuando el asesino puso el veneno en el vaso lo revolvió
para que se disolviera e hiciera efecto más rápidamente. Lo revolvió con una cucharita. La que usa
para tomar carbonato.
Danglada abrió la boca, pero nada dijo. Se quedó mirando a Tito. Todos en la casa conocían la
costumbre del menor de los Núñez: tomaba carbonato casi todas las noches. Tito se echó a reír:
- ¡Muy bonito! ¿No se los dije? Yo iba a ser el chivo expiatorio.
Pero, ¿cómo va a probar su hipótesis, señor detective?
- La cucharita tiene residuos de veneno. Ya la analizaron.
Tito se quedó serio un momento. Luego, en son de triunfo, declaró:
- Cualquiera pudo usarla, para incriminarme.
- Es cierto. Sin embargo, falta todavía algo qué decirles: Rosa, la recamarera, estaba anoche en la
ventana de la recamara de usted, Tito, platicando con el novio. Usted no la vio porque ella, cuando
lo oyó entrar, se escondió. Ella vio cuando usted echaba algo en el vaso y oyó el ruido de la
cucharita al remover la mezcla. Está dispuesta a declarar ante el juez.
3
Tito no replicó, de pronto. Agachó la cabeza. Su cara había adquirido un color cetrino. Luego
murmuró:
- ¡Maldito entrometido ¡ ¡Con lo bien que hubiera salido todo!
- Se irguió -: Está bien. Yo lo maté. Pero de aquí a que me pesquen... Rápidamente se levantó.
Atravesó corriendo el patio y salió de la casa. Danglada se apresuró a seguirlo.
* Fenómenos ópticos que tiene lugar en la Catedral de Durango y que se han convertido en
personajes de leyenda.
147
- ¡Déjalo! – Le gritó Zozaya -. Ahí afuera lo están esperando. Regresó el médico al lado de su
amigo.
- ¿Cómo? ¿Quién lo espera?
- Unos policías. ¡Quién había de ser! ¿La Monja de Catedral, o el Angelito Maromero*? Avisé con
anticipación al Agente del Ministerio Público. Solo le pedí tiempo a ver si conseguía que confesara.
Y sacó de debajo de la mesa una grabadora. Hizo retroceder la cinta y se oyeron estas palabras:
“Maldito entrometido. Con lo bien que hubiera salido todo. Está bien. Yo lo maté. Pero...”
La apagó. Y con cuidado extrajo el cassette.
- Oye – preguntó Danglada -, ¿para qué tenías que grabar su confesión si tienes un testigo?
- No tengo nada. Fue una bravata, Rosa no los vio, ni estaba en la ventana.
- ¡Ah, qué Diablo de hombre! Lo tanteaste bien y bonito. Y dime, ¿cómo supiste que él era? A mí
ya me andaba llegando la lumbre a los aparejos.
- Psicología pura. La actitud de Tito era de por sí chocante. Muy franco, demasiado franco. Como
si nada le preocupase; pero atento siempre a desviar cualquier sospecha hacia otros. Fue él quien
inventó la hipótesis, ¿te acuerdas? Yo le ayudé porque al principio la idea me pareció muy
plausible. Sin embargo, cuando supe que él nunca aceptaba la invitación de su hermano para
tomar y que anoche sí aceptó, comencé a sospechar de él. Luego averigüe con los criados que él
es el encargado de comprar todo para la casa o de pedirlo a la tienda. Sabía pues que había ron y
tuvo que ser él quien lo tiró. Y fue él sin duda quien estuvo comprando veneno para las ratas y
almacenándolo. Lo de la cucharita sí es cierto. La vi en su buró. Sin rastro de carbonato y con un
ligero olor a ron y a algo amargo. Dudo que constituya una prueba en el proceso. Tampoco
admitirán la grabación. Pero ésta, cuando la oiga Tito, vendrá a ser una presión efectiva. Para que
no se desdiga. Es duro de pelar el hombre.
- Y tú muy listo, Zozaya.
- Cuestión de suerte. Me limité a observar retrospectivamente los hechos y a atar cabos sueltos.
Muerte a la Zaga, 1985.
148
Obra Narrativa de María Elvira Bermúdez
Novela:
Diferentes Razones Tiene la Muerte, México, Plaza y Valdez, Colección Policial, Segunda Edición
(Primera Edición en Talleres Gráficos de la Nación, en 1953), 1993.
Cuento:
Alegorías Presuntuosas y Otros Cuentos, México, Federación Editorial Mexicana, Narración
Representativa # 5, 1971.
Detente Sombra, México, Universidad Autónoma Metropolitana, Serie Narrativa, colección Molinos
de Viento # 36, 1984.
Cuentos Herejes, México, Ed. Oasis, Los Libros de Kakir # 53, 1984.
Muerte a la Zaga, México, Premiá / SEP Cultura, Colección Lecturas Mexicanas , Segunda Serie #
31, 1985.
Encono de Hormigas, Xalapa, Universidad Veracruzana, Colección Ficción, 1987.
149
150
José Revueltas
El guionista, adaptador y argumentista de cine; reportero, poeta, articulista, historietista,
dramaturgo, ensayista, teórico político y sobre todo narrador; José Revueltas Sánchez nació en la
ciudad de Durango, el 20 de noviembre de 1914. Fue miembro de una creativa familia de artistas
de fama internacional, entre quienes se encuentran: el músico Silvestre Revueltas, los pintores
Consuelo y Fermín Revueltas y la actriz Rosaura Revueltas.
Como militante y activista político radical de la izquierda mexicana, José Revueltas fue acusado de
conducta subversiva y de disolución social, por lo que estuvo encarcelado en numerosas
ocasiones. La primera vez a los 14 años y la última, en la penitenciaria de Lecumberri, en la
ciudad de México, por su participación en el Movimiento Estudiantil de 1968, en esa ocasión fue
liberado hasta 1971. Con los mismos cargos, en dos ocasiones, en el año de 1932 y de 1934 a
1935, Revueltas visitó, de manera involuntaria, la colonia penal de las Islas Marías. De hecho, las
experiencias carcelarias y de represión de que fue víctima por parte del gobierno, sirvieron a
Revueltas como temas de algunas de sus narraciones, tal es el caso de Los Muros de Agua la
primera novela de Revueltas, publicada en 1941. Para 1943 los lectores podían encontrar en
librerías El Luto Humano, novela con la que obtuvo el Premio Nacional de Literatura.
La narrativa de José Revueltas ha sido objeto de múltiples críticas y elogios. Para Pablo Neruda:
Es “una síntesis del alma mexicana. Tiene, como su patria, una órbita propia, libre y violenta.
Tiene la rebeldía de México”; John S. Brushwood nos dice de Revueltas que: “es uno de los
escritores más comprometidos y capaces artísticamente de México”.
En 1944, el escritor
durangueño publicó su libro de cuentos Dios en la Tierra y años después, su novela Los Días
Terrenales (1949) suscitaría una gran polémica entre los militantes izquierdistas y entre los críticos
literarios del momento por lo que, tras retractarse de su trabajo narrativo en Los Días Terrenales, el
escritor renunció al Partido Comunista Mexicano, PCM, y posteriormente fundó la Liga Leninista
Espartaco, organización de militancia izquierdista
.En Algún Valle de Lágrimas (1956), Los Motivos de Caín (1957), Los Errores (1964) y El Apando
(1969) complementan la obra novelística de Revueltas, mientras que Material de Sueños (1974) y
la compilación póstuma Las Cenizas (1981), son sus dos últimos libros de cuentos.
Con gran prestigio, tanto por su congruencia y honestidad política y por sus creaciones artísticas,
José Revueltas murió en la ciudad de México, el 14 de abril de 1976. Andrea Olivia Revueltas, la
hija de José Revueltas,
junto con Philippe Cheron prepararon la publicación de las obras
completas de Revueltas en 25 tomos que incluyen su producción literaria, teórica, política,
dramática, ensayística y poética.
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José Revueltas
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Dios en la Tierra
…y, sin embargo, estoy seguro de
que el hombre nunca renunciará al
verdadero sufrimiento; es decir, a
la destrucción y el caos.
Dostoievski
La población estaba cerrada con odio y con piedras. Cerrada completamente como si sobre sus
puertas y ventanas se hubieran colocado lápidas enormes, sin dimensión de tan profundas, de tan
gruesas, de tan de Dios.
Jamás un empecinamiento semejante, hecho de entidades
incomprensibles, inabarcables, que venían… ¿de dónde?
De la Biblia, del Génesis, de las
tinieblas, antes de la luz. Las rocas se mueven, las inmensas piedras del mundo cambian de sitio,
avanzan un milímetro por siglo. Pero esto no se alteraba, este odio venía de lo más lejano y lo
más bárbaro.
Era el odio de Dios.
Dios mismo estaba ahí apretando en su puño la vida,
agarrando la tierra entre sus dedos gruesos, entre sus descomunales dedos de encina y de rabia.
Hasta un descreído no puede dejar de pensar en Dios. Porque, ¿quién si no Él? ¿Quién si no una
cosa sin forma, sin principio ni fin, sin medida, puede cerrar las puertas de tal manera? Todas las
puertas cerradas en nombre de Dios. Toda la locura y la terquedad del mundo en nombre de Dios.
Dios de los ejércitos; Dios de los dientes apretados; Dios fuerte y terrible, hostil y sordo, de piedra
ardiendo, de sangre helada.
Y eso era ahí y en todo lugar porque Él, según una vieja y
enloquecedora maldición, está en todo lugar: en el silencio siniestro de la calle; en el colérico
trabajo; en la sorprendida alcoba matrimonial; en los odios nupciales y en las iglesias, subiendo en
anatemas por encima del pavor y de la consternación. Dios se había acumulado en las entrañas
de los hombres como sólo puede acumularse la sangre, y salía en gritos, en despaciosa,
cuidadosa, ordenada crueldad. En el norte y en el sur, inventando puntos cardinales para estar
ahí, para impedir algo ahí, para negar alguna cosa con todas las fuerzas que al hombre le llegan
desde los más oscuros siglos, desde la ceguedad más ciega de su historia.
¿De dónde venía esa pesadilla? ¿Cómo había nacido? Parece que los hombres habían aprendido
algo inaprensible y ese algo les había tornado el cerebro cual una monstruosa bola de fuego,
desde el empecinamiento estaba fijo y central, como una cuchillada. Negarse. Negarse, siempre,
por encima de todas las cosas, aunque se cayera el mundo, aunque de pronto el universo se
paralizase y los planetas y las estrellas se clavaran en el aire.
Los hombres entraban en sus casas con un delirio de eternidad, para no salir ya nunca y tras de
las puertas aglomeraban impenetrables cantidades de odio seco, sin saliva, donde no cabían ni un
alfiler ni un gemido.
155
Era difícil para los soldados combatir en contra de Dios, porque Él era invisible y presente, como
una espesa capa de aire sólido o de hielo transparente o de sed líquida.
soldados!
¡Y cómo son los
Tienen unos rostros morenos, de tierra labrantía, tiernos, y unos gestos de niños
inconscientemente crueles. Su autoridad no les viene de nada. La tomaron en préstamo quién
sabe dónde y prefieren morir, como si fueran de paso por todos los lugares y les diera un poco de
vergüenza todo. Llegaban a los pueblos sólo con cierto asombro; como si se hubieran echado
encima todos los caminos y los trajeran ahí, en sus polainas de lona o en sus paliacates rojos,
donde, mudas, aún quedaban las tortillas crujientes, como matas secas. Los oficiales rabiaban
ante el silencio; los desenfrenaba el mutismo hostil, la piedra enfrente, y tenían que ordenar,
entonces, el saqueo, pues los pueblos estaban cerrados con odio, con láminas de odio, con mares
petrificados. Odio y sólo odio, como montañas.
-¡Los federales! ¡Los federales!
Y a esta voz era cuando las calles de los pueblos se ordenaban de indiferencia, de obstinada
frialdad y los hombres se morían provisionalmente, aguardando dentro de las casas herméticas o
disparando sus carabinas desde ignorados rincones.
El oficial descendía con el rostro rojo y golpeaba con el cañón de su pistola la puerta inmóvil,
bárbara.
-¡Queremos comer!
-¡Pagaremos todo!
La respuesta era un silencio duradero, donde se paseaban los años, donde las manos no
alcanzaban a levantarse.
Después un grito como un aullido de lobo perseguido, de fiera
rabiosamente triste:
-¡Viva Cristo Rey!
Era un rey. ¿Quién era? ¿Dónde estaba? ¿Por qué caminos espantosos? La tropa podía caminar
leguas y más leguas sin detenerse. Los soldados podían comerse los unos a los otros. Dios había
tapiado las casas y había quemado los campos para que no hubiese ni descanso ni abrigo, ni
aliento ni semilla.
La voz era una, unánime, sin límites. “Ni agua”. El agua es tierna y llena de gracia. El agua es
joven y antigua. Parece una mujer lejana y primera, eternamente leal. El mundo se hizo de agua y
de tierra y ambas están unidas, como si dos cielos opuestos hubiesen realizado nupcias
imponderables. “Ni agua”. Y del agua nace todo. Las lágrimas y el cuerpo armonioso del hombre,
su corazón, su sudor. “Ni agua”. Caminar sin descanso por toda la tierra, en persecución terrible,
y no encontrarla, no verla, no oírla, no sentir su rumor acariciante. Ver cómo el sol se despeña,
cómo calienta el polvo, blando y enemigo, cómo aspira toda el agua por mandato de Dios y de ese
rey sin espinas, de ese rey furioso, de ese inspector del odio que camina por el mundo cerrando
los postigos…
¿Cuándo llegarían?
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Eran aguardados con ansiedad y al mismo tiempo con un temor lleno de cólera. ¡Que vinieran!
Que entraran por el pueblo con sus zapatones claveteados y con su miserable color olivo, con las
cantimploras vacías y hambrientos. ¡Que entraran! Nadie haría una señal, un gesto. Para eso
eran las puertas, para cerrarse. Y el pueblo, repleto de habitantes, aparecería deshabitado, como
un pueblo de muertos, profundamente solo.
¿Cuándo y de qué punto aparecerían aquellos hombres de uniforme, aquellos desamparados a
quienes Dios había maldecido?
Todavía lejos, allá, el teniente Medina, sobre su cabalgadura, meditaba. Sus soldados eran grises,
parecían cactos crecidos en una tierra sin más vegetación. Cactos que podían estar ahí, sin que
lloviera, bajo los rayos del sol. Debían tener sed, sin embargo, porque escupían pastoso, aunque
preferían tragarse la saliva, como un consuelo. Se trataba de una saliva gruesa, innoble, que ya
sabía mal que ya sabía a lengua calcinada, a trapo, a dientes sucios. ¡La sed! Es un anhelo,
como de sexo. Se siente un deseo inexpresable, un coraje, y los diablos echan lumbre en el
estómago y en las orejas para que todo el cuerpo arda, se consuma, reviente.
El agua se
convierte, entonces, en algo más grande que la mujer o que los hijos, más grande que la mujer o
que los hijos, más grande que el mundo, y nos dejaríamos cortar una mano o un pie o los
testículos por hundirnos en su claridad y respirar su frescura, aunque después muriésemos.
De pronto aquellos hombres como que detenían su marcha, ya sin deseos. Pero siempre hay algo
inhumano e ilusorio que llama con quién sabe qué voces, eternamente, y no deja interrumpir nada.
¡Adelante! Y entonces la pequeña tropa aceleraba su caminar, locamente, en contra de Dios. De
Dios que había tomado la forma de la sed. Dios. ¡En todo lugar! Allí entre los cactos, caliente, de
fuego infernal en las entrañas, para que no lo olvidasen nunca, nunca, para siempre jamás.
Unos tambores golpeaban en la frente de Medina y bajaban a ambos lados, por las sienes, hasta
los brazos y la punta de los dedos: “a…gua, a…gua, a…gua…” ¿Por qué repetir esa palabra
absurda? ¿Por qué también los caballos, en sus pisadas…? Tornaba a mirar los rostros de
aquellos hombres, y sólo advertía los labios cenizos y las frentes imposibles donde latía un
pensamiento en forma de río, de lago, de cántaro, de pozo: agua, agua, agua. “¡Si el profesor
cumple su palabra…!”
-Mi teniente… -se aproximó un sargento.
Pero no quiso continuar y nadie, en efecto, le pidió que terminara, pues era evidente la inutilidad de
hacerlo.
-¡Bueno! ¿Para qué, realmente…? –confesó, soltando la risa, como si hubiera tenido gracia.
“Mi teniente”. ¿Para qué? Ni modo que hicieran un hoyo en la tierra para que brotara el agua. Ni
modo. “¡Oh! ¡Si ese maldito profesor cumple su palabra…!”
-¡Romero! –grito el teniente.
El sargento se movió apresuradamente y con alegría en los ojos, pues siempre se cree que los
superiores pueden hacer cosas inauditas, milagros imposibles en los momentos difíciles.
-¿…crees que el profesor…?
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Toda la pequeña tropa sintió un alivio, como si viera el agua ahí enfrente, porque no podía discurrir
ya, no podía pensar, no tenía en el cerebro otra cosa que la sed.
-Sí, mi teniente, él nos mandó avisar que con seguro ahí´staba…
“¡Con seguro!” ¡Maldito profesor! Aunque maldito era todo: maldita el agua, la sed, la distancia, la
tropa, maldito Dios y el universo entero.
El profesor estaría, no cerca ni lejos del pueblo, para llevarlos al agua, el agua buena, a la que
bebían los hijos de Dios.
¿Cuándo llegarían?
¿Cuándo y cómo?
Dos entidades opuestas, enemigas, diversamente
constituidas, aguardaban allá: una masa nacida en la furia, horrorosamente falta de ojos, sin labios,
sólo con un rostro inmutable, imperecedero, donde no había más que un golpe, un trueno, una
palabra oscura, “Cristo Rey”, y un hombre febril y anhelante, cuyo corazón latía sin cesar,
sobresaltado, para darles agua, para darles un líquido puro, extraordinario, que bajaría por las
gargantas y llegaría a las venas, alegre, estremecido y cantando.
El teniente balanceaba la cabeza mirando cómo las orejas del caballo ponían una especie de
signos de admiración al paisaje seco, hostil. Signos de admiración. Sí, de admiración de asombro,
de profunda alegría, de sonoro y vital entusiasmo. Porque, ¿no era aquel punto…, aquél…, un
hombre, el profesor…? ¿No?
-¡Romero! ¡Romero! Junto al huisache... ¿distingues algo?
Entonces el grito de la tropa se dejó oír, ensordecedor, impetuoso:
-¡Jajajajay…! –y retumbó por el monte, porque aquello era el agua.
Una masa que de lejos parecía blanca, estaba ahí compacta, de cerca fea, brutal, porfiada por una
maldición. “¡Cristo Rey!” Era otra vez Dios, cuyos brazos apretaban la tierra como dos tenazas de
cólera. Dios vivo y enojado, iracundo, ciego como Él mismo, como no puede ser más que Dios,
que cuando baja tiene un solo ojo en mitad de la frente, no para ver sino para arrojar rayos e
incendiar, castigar, vencer.
En la periferia de la masa, entre los hombres que estaban en las casas fronteras, todavía se
ignoraba qué era aquello. Voces sólo, dispares:
-¡Sí, sí, sí!
-¡No, no, no!
¡Ay de los vencidos! Aquí no había nadie ya, sino el castigo. La Ley Terrible que no perdona ni a la
vigésima generación, ni a la centésima, ni al género humano.
Que no perdona.
Que juró
vengarse. Que juró no dar punto de reposo. Que juró cerrar todas las puertas, tapiar las ventanas,
oscurecer el cielo y sobre su azul de lago superior, de agua aérea, colocar un manto púrpura e
impenetrable. Dios está aquí de nuevo, para que tiemblen los pecadores. Dios está defendiendo
su iglesia, su gran iglesia sin agua, su iglesia de piedra, su iglesia de siglos.
En medio de la masa blanca apareció, de pronto, el punto negro de un cuerpo desmadejado, triste,
perseguido. Era el profesor. Estaba ciego de angustia, loco de terror, pálido y verde en medio de
158
la masa.
De todos lados se le golpeaba, sin el menor orden o sistema, conforme el odio,
espontáneo, salía.
-¡Grita Viva Cristo Rey…!
Los ojos del maestro se perdían en el aire a tiempo que repetía, exhausto, la consigna:
-¡Viva Cristo Rey!
Los hombres de la periferia ya estaban enterados también.
Ahora se les veía el rostro
ennegrecido, de animales duros.
-¡Les dio agua a los federales, el desgraciado…!
¡Agua! Aquel líquido transparente de donde se formó el mundo. ¡Agua! Nada menos que la vida.
-¡Traidor! ¡Traidor!
Para quien lo ignore, la operación, pese a todo, es bien sencilla. Brutalmente sencilla. Con un
machete se puede afilar muy bien, hasta dejarla puntiaguda, completamente puntiaguda. Debe
escogerse un palo resistente, que no quiebre con el peso de un hombre, de “un cristiano”, dice el
pueblo. Luego se introduce y al hombre hay que tirarlo de las piernas, hacia abajo, con vigor, para
que encaje bien.
De lejos el maestro parecía un espantapájaros sobre su estaca, agitándose como si lo moviera el
viento, el viento que ya corría, llevando la voz profunda, ciclópea, de Dios, que había pasado por la
tierra.
Dios en la Tierra, 1944
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Verde es el Color de la Esperanza
Desde la cama y al inclinar la cabeza hacia adelante, apoyado el cuerpo en el antebrazo, advirtió a
su mujer, que en esos momentos, como de costumbre todas las mañanas, vestía a los pequeños.
A los pequeños tan asombrosamente graves, los dos, con sus ojos y sus razones y sus cerebros.
Ahí estaban ellos silenciosos y lo terrible era haber abandonado los sedantes corredores de hacía
un minuto, la manzana rota y aquello suave, negro, que se le había escurrido tan sin saber por qué
al sólo regresar nuevamente a la vigilia clarísima, hiriente, de la habitación, de los hijos, de la carta,
la esperada, prodigiosa carta.
Por grados su mujer volvíase más fea. Ayer lo fue menos, desde luego, fea y enigmática, y
aunque no las tuviese hoy sobre el cráneo, encima, las canas sucias que ayer, desde luego, no
estaban ahí. Tal vez porque la carta no había llegado, o, sí, nada más un efecto de luz, de la luz
solar blanda, terrestre.
-Te aseguro –dijo para tranquilizarla- que hoy llega. No puede pasar de hoy.
Aunque estas mismas palabras las había pronunciado ya otros días, iguales, sólo que entonces el
cielo estuvo nublado y la voz, al decirlas, casi le dudó un tanto, como si él tampoco creyese en la
carta.
Los carteros no se equivocan nunca: son como ángeles materiales y llegan a las puertas con
sollozos, con mentiras con honores, con nombramientos, con cadáveres. Su mujer, no obstante,
podría escuchar mal, confundirse, decir al cartero que ahí no u otra cosa.
-Mira. Será un sobre tamaño oficio. Con membrete.
Echó las piernas fuera de la cama y miró sus pies y las uñas.
Entonces podría comprar un abrigo, inscribir a los dos niños en la escuela, mandar a su mujer con
el médico y tantas cosas más, cortinas, zapatos, sábanas.
No lloraban desde hacía mucho tiempo y dentro de su pequeñez eran como dos seres maduros, de
mucha edad y muchos pensamientos.
-¿Qué quieren que les traiga? –los interrogó, engañándose a sí mismo como todas las mañanas.
Si lloraran serían como niños verdaderamente.
El mayorcito apretó los labios:
-Un pan con mantequilla –dijo.
Eran dos arbolitos sin hojas, graves para siempre.
-Sí, sí. Todo. Muy pronto. Un pan. Un ferrocarril de juguete, también.
El niño negó, muy serio:
-No. Sólo un pan. Un pan con mantequilla.
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Al volverse la mujer, su marido ya tenía los zapatos puestos. El hombre no pudo menos que mirar
de nuevo el rostro que dos meses antes no era así y que, en efecto jamás había sido así, sólo que
las cosas ocurrían de otra manera.
-Acaba de vestirse para que desayunemos.
Él obedeció con docilidad infinita, colocándose los pantalones.
-¿Qué te parecería –dijo- comprar el terreno por Mixcoac o San Ángel, entre grandes árboles, y ahí
tener la casa y un jardín para los niños?
Fingieron disputar si mejor en otro sitio con un aire más sano y transparente, y parecía como si en
realidad disputasen, pero brillaban sus ojos con una luz muy tierna y esperanzada para que aquello
fuese siquiera discusión, antes al contrario tal vez nuevo cariño, más hondo de lo que ellos creían.
Los dos chicos corrieron hacia la mesa para tomar el té en que consistía todo el desayuno,
mientras su padre se miraba en el espejo con muchísimo asombro de verse, de examinar su
mirada opaca, sus pómulos, los dientes sin aseo.
La carta sería de la Presidencia o de Gobernación, él no estaba bien seguro, con membrete oficial.
Quizá dentro de un sobre amarillo, largo que es donde se remiten los oficios, comunicaciones,
nombramientos. Los carteros son muy diligentes, cumplen su deber como sin fatiga, a través de
las calles, los barrios, las ciudades.
-Bueno –concluyó, convencido en lo absoluto-, definitivamente lo compraremos en San Ángel.
¿Quién sabe si se extraviara o llevase la dirección mal puesta? Luego en las oficinas ocurre que
hay un descuido espantoso, una pereza. Amontónanse expedientes, legajos, archivos. A los ojos
del simple burócrata sin corazón una carta carece de individualidad, de vida. Ocurre así. Aunque
esa carta sea inmensa y entrañable.
Primero sacudía su escritorio, para sentarse después con la pluma entre las manos, orgulloso de
ser uno de los mejores escribientes del mundo. Todos los días, en ese justo minuto, sonaban las
nueve de la mañana.
No podría olvidarlo, después de veinte años.
-Me gustará –le dijo a su mujer, desde el espejo- ir al campo los domingos y llevar un pollo frito y
manzanas…
La mujer le dirigió una mirada de reproche a tiempo que significativamente señalaba a los
pequeños.
Él se encogió de hombros:
-Mira –dijo con seguridad-, hoy llega esa carta. Lo sé bien. A otros les ha llegado. Yo no puedo
ser una excepción. Tendremos entonces pollo y fruta y todo cuanto podamos desear.
Uno de los mejores escribientes del mundo, con una de las más bellas letras que se hayan
conocido, así que no podrían, de ninguna manera, olvidarlo, ni olvidar sus veinte años de trabajo.
Al principio no pudo entender en una forma completa cómo, de súbito, terminaron esos veinte años
para siempre.
Miró alucinado el rostro del jefe.
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Tan no pudo entender que al otro día acudió, y ya en las puertas mismas de la oficina se sintió
extraño, solitario y muerto, como si nadie le tuviese el menor cariño en la tierra.
Dejaba de
pertenecer a aquel hermoso sistema de papeles, de cifras, de jerarcas, y todo era vacío,
definitivamente triste.
Había que tratar bien al cartero, pues suele ocurrir en ellos, que aun siendo obligación suya la de
entregar las cartas, abriguen animadversión contra cualquier destinatario y con este o aquel
pretexto no le hagan entrega de su correspondencia.
-¡Fíjate bien! ¡Será un sobre grande y encima mi nombre, escrito a máquina!
Si nada más lloraran los dos niños serían como cosas vivas y menos dolorosas. Pero estaban
viejos, sin voz, y llenos de experiencia, de ideas, de conocimiento de la vida.
-Toma el té. Es lo único que hay. Siquiera que te caiga algo caliente.
Él observó el pocillo de peltre, desportillado en algunas partes y se puso a pensar en muchas
cosas que antes no advertía. Recordaba que su mujer era de rasgos finos y cálidos, con su
mentón especialmente suave, mientras hoy los pómulos mostrábanse furibundos y el rostro se
había tornado ancho, crecido. Crecíale asimétricamente, sin concierto y como si las mismas líneas
sufrieran al crecer dentro de un espacio opositor y agudo, más triste a cada minuto.
Ella ignoraba todo lo ocurrido en la oficina y que el hombre era incapaz de cualquier trabajo, pues
únicamente tenía la letra más hermosa del mundo, la más bien hecha.
Lo observaba como
siempre, sólo que con algo allá adentro que no se podría comprender jamás.
-Seguramente será una carta muy amplia y extensa –dijo el hombre a la mitad del cuarto, mientras
los tirantes le colgaban por detrás.
Lo asombroso era que los dos hijos no tuviesen una sola queja aunque se les veía el hambre sobre
la piel, extendiéndose como barniz.
De no llegar a la casa aquella comunicación, iría, sin duda, a la lista de correos, ya que ahí todo
encuentra su orden, pues nada existe más bien organizado, más eficiente, que el correo, donde
saben cómo se llama uno y si trabaja o no y hasta si tiene hijos.
Sonreíale diariamente aquel hombre del correo tras la ventanilla.
-No señor. No tiene usted carta.
Es imposible que una carta se pierda, aunque, de cierto, la manejan muchas manos y transita
como en un sueño mágico desde el buzón hasta su destino. En el edificio de correos conoció a
una familia indígena: sentábanse el hombre, la mujer y los hijos, junto a la Lista, para aguardar una
carta que debería llegarles. Era mucho más seguro estar ahí, que no se escapase, y ver a cada
momento si, prodigiosamente como todo lo del correo, de pronto figuraba ya el nombre debajo de
los demás, alegre, profundo.
El jefe y el subjefe lo miraron tan abatido, ahí frente a ellos sin saber qué decir, con una sonrisa de
lágrimas en el rostro completamente estúpido y humilde, que el subjefe le tocó el hombro:
-No se preocupe. El gobierno no puede dejar de utilizar sus servicios algún día nuevamente.
Tenga por seguro que lo llamarán otra vez.
163
Y eran palabras del subjefe, siempre noble, severo, digno, a las cuales no podría dejárseles de dar
crédito.
Comenzó a sentir el miedo cuando justamente se aproximó para tomar su desayuno. Los tirantes
no le colgaban ya tras la espalda, sino que, bien firmes, manteníanle sujeto el pantalón, negro y
viejo.
Le temblaban las manos y no quiso levantar los ojos de sobre el pocillo de té. Ahora comprendía
por qué estaba ella tan fea y por qué sus rasgos se iban agravando con lentitud.
-¿No hay tal carta, verdad? –preguntó como si su voz fuera una racha de viento doloroso.
Entonces él permaneció firmemente callado, con el corazón lleno de pavor y soledad, pues si
dijese las cosas como eran, ya nada le quedaría en el mundo.
Dios en la Tierra, 1944
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El Dios Vivo
A José María Arguedas
Confusamente distinguía, desde el caballo, la pequeña luz de la única linterna, y por debajo de ella,
a las blancas de Vicam-Pueblo, donde bailaban con los blancos, en silencio, mientras del fonógrafo
desgarrábase la humilde musiquita.
Algunas iban descalzas como él, y a través de la ventana abierta, en mitad del calor, sentían los
pies desnudos y la quietud y el silencio de esos pies al posarse sobre la tierra.
“Fiesta de yoris”, pensó sin moverse de su sitio.
Mojados del sudor, dejaban una huella armoniosa encima de la tierra, como si fuese una flor cálida.
Eran flores de zahuaro, rodeadas de espinas, las blancas, flores de otro mundo. Y tan próximas,
ahí, pero como la roja, casi negra flor del cactus, inalcanzable.
Miró, inclinado como estaba sobre la silla de su caballo, sin que, no obstante, pudiera vérsele, la
noche apretándolo, él mismo nocturno, hecho de negros elementos.
-¡Yoris! (blancos) –gritó en su lenguaje yaqui-. ¡Yoris malditos!
Allá adentro no entendieron, pues nadie comprendía el idioma del indio, pero miráronlo, entonces
sí, de sombra, irreal, que ocupaba todo el hemisferio terrestre de las tinieblas.
-Ahí está un yoreme (que quiere decir “hombre de la tribu yaqui”) –exclamaron, sin pavor, pues la
ronda de los federales recorría Vicam-Pueblo para que los yoris, los blancos, no fuesen
importunados por los indios.
Algunas descalzas, porque también a veces los blancos son pobres, y éstas eran soldaduras o la
mujer de uno que otro subteniente, que sí llevaba zapatos. Morenas, prietas, pero no pertenecían
a la tribu –blancas, en fin-, ni hablaban la lengua, sino “el castilla” sangriento.
Llevó la botella de bacanora a los labios para que penetrase por su cuerpo esa tristeza, esa
obstinación, esa lujuria triste. “Yoris –pensó otra vez tercamente- fiesta de yoris”. No lo invitaban,
era como un animal, como un perro, cuando aquella debía ser su casa.
Por la tarde de ese día había estado con el jefe Buitimea, que era coronel de los pueblos de
Bácum, Cócorit, Ráhum y del Vicam indio, capital de la tribu. El jefe tenía un mechón de pelo
negro que le caía sobre la frente como una cuchillada. Sus ojos miraban muy lejos, al hablar, y
eran al mismo tiempo fascinantes, de culebra.
-No bebas hoy –le dijo, y señaló al alawasin, al verdugo, a modo de advertencia. El alawasin
castigaba el mal comportamiento de los miembros de la tribu.
Conversaron bajo una enramada y Porfirio Buitimea no le miró a los ojos en todo el tiempo, pese a
lo cual él los sentía sobre sí, fríos, densos de profundo misterio.
Ahora la noche era como los ojos mismos de Buitimea, una noche preterrenal, una noche del
espacio.
165
-No vayas –le había dicho también- a la fiesta de los yoris. Nos han humillado.
Tomó otro chorro del bacanora siniestro para sentir, así, la soledad, el poder, el llanto. Querría
entrar en el baile, a pesar de la prohibición de Buitimea, y que alguna mujer reconociese en él lo
antiguo, lo poderoso, pero se quedó aún junto a la ventana, infinito y negro, rodeado por todas las
sombras, sobre el caballo, sintiendo cómo crecía su orgullo de yoreme.
En lugar de plantas, una flor en los pies, un túmulo quedo móvil, sin gravitación. Junto a eso,
mirando desde el mundo anterior, tierra ecuestre, él, a quien Buitimea había prohibido acudir al
Vicam yori.
-No cumplieron –le contó esa misma tarde Buitimea, en relación con la tierra que la tribu había
prestado a los blancos-. No saben cumplirle al yoreme y luego nos engañan con los licenciados.
Los yaquis habían prestado su tierra a un grupo de blancos a condición de que éstos entregaran
una parte de la cosecha para el fondo común de la tribu.
-Ni un grano nos dieron, tantito así –le había explicado Buitimea-; todo lo llevaron para Cajera, a
los molinos.
Buitimea tenía los ojos puestos en el horizonte y su pañuelo rojo de seda en torno del cuello
agitábase movido por el viento. No había cólera, ni odio, en sus ojos tremendamente fríos, crueles.
Tal vez algo más allá de la cólera y el odio, algo más y terrible. Volvióse de espaldas al inmenso
cerro del Bacatete coloreado por el crepúsculo, como con sangre. El Achai-taa-á, el padre sol, se
ocultaba por el lado del río, en un incendio antiguo y lustral.
-No haremos más trato con los yoris –terminó.
Acerada, con filo, como los ojos de serpiente del cacique Buitimea, era la noche. Vagarían los
animales, las tarántulas silenciosas, las víboras insomnes, con su lentitud, por entre los chaparros,
por entre los chaparros, por entre los tequesquites, con la sed ardiéndoles.
Se desprendió del caballo con dulzura, al fin, cual una barca que dejase suavemente la margen de
un río. Luego entró en el baile, caminando bajo los horcones de la casa, para sentarse después en
una silla, como en su trono.
No bailó, no habló, no tuvo una sonrisa, los ojos sin ver a quienes lo rodeaban, hermético y
superior, ni nadie, tampoco, se atrevió a decirle nada, porque era un Dios lejano, corporal,
presente, construido por la tierra como una estatua pura.
Con el alba se dirigió al Vicam yoreme dejando atrás el Vicam de los blancos.
Estaba ahí Buitimea con su mechón como un ave negra que se le hubiese posado en la frente y
aletease.
-Buitimea- dijo el indio que había desobedecido-, llama el alawasin para que me castigue…
Vino el alawasin y entonces el indio fue colgado de las manos, para que le dieran cien azotes
sobre el cuerpo.
Dios en la Tierra, 1944
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Natalia
Se detuvo en medio de la sala, las manos en la cintura, envuelto el pegajoso cuerpo en una terrible
bata de colores:
-¡Ya estás con esos vidrios! –exclamó dirigiendo hacia Natalia una mirada vacía, pobre, con
aquellos ojos amarillos que se movían con brusca lentitud, como si tropezasen, dentro del rostro
monstruosamente vulgar.
Tenía, en efecto, unos ojos amarillos, aunque toda ella era amarilla-rojiza. Sin duda se trataba de
un color absurdo, pues hacía pensar desde luego en materias sin jovialidad, como el yodo, o como
esas heridas secas y abiertas que la gente oculta de las miradas, que la gente ocultaría, de ser
posible, por debajo de la piel.
“¡Ya está con los malditos vidrios!”, pensó otra vez con desolación y pereza.
Natalia, ciertamente, estaba con los vidrios, limpiándolos con un trapo. Sus muslos, nunca como
en ese instante tan de carne, y el torso duro, rotundo, se movían en corrientes estremecidas,
mientras en el otro hemisferio los brazos limpiaban la ventana. “Siempre, todas las mañanas, los
vidrios”, repitiese la patrona sin apartar la vista de aquella brutal carne femenina, como desnuda
por los rayos del sol. Sin embargo no eran los vidrios: la patrona miró con rencor las pantorrillas de
Natalia y casi estuvo a punto de comprender que no eran los vidrios, sino todo aquel joven cuerpo,
ahí, replicando extraordinariamente, el que la ponía descorazonada, colérica, rabiosa.
-No lo soporto –dijo, pero con indolencia, triste y sin voluntad verdadera.
Con deseos de enojarse por algo:
-¿Dónde está Josefina? –preguntó con voz rasposa, sucia.
No pudo menos que imaginarse entonces a Josefina, la criada. Josefina, que tenía una frente
estrecha, labios torpes y gruesos senos ignorantes, estúpidos en cierta forma. Comparada con
Natalia, Josefina parecía no poder caminar, cual si estuviese rodeada de obstáculos invisibles, y se
la pensaba, también, no de otra forma que inmóvil, permanente, como una materia secretísima,
que no podía dejar que saliesen de ella nada, ni pensamientos, ni emociones, ni movimientos.
Al hablar, la patrona escuchó su propia voz. Era su voz de las once de la mañana, su terrible voz
sin aseo, su voz llena de tabaco trasnochado. Le nacía del cuerpo, le ascendía desde el bajo
vientre y desde el sexo, oscura, verdadera, con un sentido de obstinada realidad. Si nada, en
efecto, existía y el mundo tan sólo era una pesadilla ausente, ahí, sin embargo, la voz, como
cuerpo vivo, como suprema referencia, renovada con terquedad la vida indudable de la patrona.
Aquella voz recorría veinticuatro horas, igual que la tierra al girar y, a semejanza de ella, marcando
un tiempo indefinido, preciso y eterno.
Por la mañana era una voz recién levantada, aturdida, con las sábanas pegajosamente cálidas,
adheridas aún, surgiendo apenas del cenagoso choque de los sexos. En la oscuridad del cuarto,
por la noche, tenía, empero, un tono diferente, casi tierno, un poco más lleno de mentiras, pues en
167
la oscuridad no había dimensiones y sólo dos seres diferidos, sobre la cama, entregados a una
ficción monstruosa que los negaba y los hacía olvidar.
Sin un fin preciso, aunque con la vaga pretensión de poner las cosas en orden, la patrona recorría
el cuarto trasladando de un lugar a otro los pequeños objetos que encontraba.
-Aquél tiene que bañarse –musitaba para sí, al pensar con orgullo en las higiénicas costumbres de
Gustavo, que tal vez dormiría aún, allá arriba-… tiene que bañarse…
Sobre las alfombras había cigarrillos aplastados, ceniceros, una escupidera. “¡Qué porquería!”,
pensó. Recordaba al cliente ebrio de la noche anterior que, entre risas y con pretensiones de
gracioso, había querido orinar en la escupidera logrando tan sólo emporcar toda la sala.
“Gustavo debe bañarse. Hay que calentar el baño. La obligación de Josefina es hacerlo. Hacerlo
siempre. Lo hace desde que entró aquí y ya va para cuatro años. En julio se cumplen”.
De pronto, dirigiéndose a Natalia:
-¿Por qué no me contestas? –gritó-. ¿Dónde se mete Josefina?
-¿Decía, señora…? –repuso Natalia abriendo los grandes ojos.
-Gustavo quiere bañarse… -dijo la patrona con un aire sencillo y triste, en cierto modo como con un
arrepentimiento muy grande, que no se explicaba por qué así, y de esa manera, había
sobrevenido.
Gustavo debía estar arriba, entre las sábanas, perezoso, con la barba crecida y la boca sucia. El
de Gustavo y la patrona era un amor, ¿cómo decirlo?, acaso únicamente extraño. Los unían quién
sabe qué razones brutales y desnudas dentro de las que no podía caber equivocación alguna.
Quizá no se amaran puesto que eso implica una serie de consideraciones abstractas y “puras”. Se
eran recíprocamente como sucedáneos atroces de algo que no existía sobre la tierra, de algo que,
de igual manera, no existía tampoco en sus vidas y que a falta de otro término llamaban amor.
Para ellos era absolutamente necesario olvidar, olvidar muchas cosas en absoluto.
-Josefina –gritó la patrona por dos veces hasta que desde el fondo de la casa una voz se abrió
paso, con timidez.
-¡Ya voy!
-¿A qué horas vas a preparar el baño?
Había en esa atención tan nimia, de preparar el baño a Gustavo, un sentimiento oscuramente
maternal, de cuidado, de dulzura por parte de la patrona. Era como si él fuese un pequeño, un
pequeño caprichoso a quien había que tratar simultáneamente con dureza y bondad, como se trata
a un hijo grande, insolente y querido, a un hijo, por otra parte, fantástico, con el cual se mantenían
relaciones sexuales.
Sin embargo, para él, bañarse diariamente en aquella casa tenía un sentido muy diverso. Después
de estar con su amante, le era necesario despojarse de aquel cuerpo amarillo, de yodo, que ella le
dejaba sobre el suyo, entre los muslos, en las axilas. Bañarse era como romper, como protestar.
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Por la noches ella lo vigilaba con unos ojos profundos que se movían en la oscuridad, muy grandes
y llenos de angustia, de temor. Se daba cuenta que era imposible todo y que si él estaba ahí no
era por ella, sino por la otra, por Natalia.
Detúvose la patronas frente a la rival, junto a la ventana. Aquella grupa extraordinaria de mujer era
irritante, desconsoladora y enemiga. ¿Por qué lavar todos los días los vidrios, por qué dejarlos tan
limpios, tan claros y transparentes? Sólo podía explicarse por Gustavo, por aquella indicación
violenta de Gustavo, quién sabe cuándo, de que los vidrios estaban sucios, de que la casa era un
basurero. Desde entonces ahí estaba Natalia, con esos muslos de hembra y ese torso sólido,
tangible, entregada al aseo, todo por quedar bien con el hombre.
La patrona experimentaba una desconcertante sensación. Se volvía loca por impedir todo, por
esconder su amor donde nadie lo viera, donde el aire mismo no entrañase una acechanza. Sin
embargo, ¡qué imposible luchar contra Natalia! ¡Si se pudiera ignorar, suprimir! Pero Natalia era el
mismo amor; ella debía permanecer en la casa para que Gustavo no se alejase, para que muy
dentro del pecho, muy en lo profundo y en el oculto, él pudiese conservar la esperanza de ese
anhelo que la patrona no podía proporcionarle ya. Entonces la patrona sentía como una especie
de cariño lleno de odio hacia Natalia; una estimación violenta, capaz e incapaz de matar. ¡Cuán
extraordinaria presencia, aquélla! ¡Cómo era compacto su cuerpo y qué juego maravilloso el de
sus articulaciones, ajustadas exactamente, como las de una estatua móvil y proporcionada!
Al contemplar ese cuerpo enhiesto, combinado graciosamente con los cristales, la patrona
experimentó un vértigo, una emoción inaudita.
Sentíase de pronto fascinada.
Algo que no
acertaba a calificar y que le bullía en las venas con tenacidad y con malicia le nublaba súbitamente
los ojos, le hacía más trémula la voz y entonces, olvidándolo todo, olvidando la sombría rivalidad
que las enfrentaba, hubiese querido someterse, entregarse a aquel ser superior del cual dependía
en forma tan inusitada. ¡Con qué ternura tomaría en sus manos viejas, amarillas, los senos aún
duros de Natalia! ¡Cómo acariciaría aquellos omóplatos odiosos, aquella cintura bestial y atroz!
No pudo contenerse. Temblándole las palabras en la garganta:
-¡Natalia! –exclamó.
Con lejana lentitud, moviéndose en el aire, Natalia descendió de la ventana para sentarse
muellemente:
-¡Dígame usted! –pronunció sin el menor asombro.
Los ojos amarillos de la patrona se perdieron como tras una nube gris y pesarosa.
-¡Natalia! ¡Tú estás enamorada de Gustavo, no lo puedes negar! ¡Quieres quitármelo!
El rostro joven, apenas un poco perverso, de Natalia, se cubrió de impenetrable frialdad.
“¿Quitárselo?” Algo, muy dentro de ella, vibró orgullosamente, como una afirmación descomunal e
inmisericorde. Apretó los puños y sintió cómo sus músculos eran fuertes, alegres y dominadores.
¡Qué hacía frente a ella esa mujer vieja y fea, empobrecida? ¿A qué demonios llegaba ese ser
maltrecho y despreciable? Imaginó entonces un vientre distendido y flojo, una carne blanda, fría,
donde el hombre tropezaba con aburrimiento y asco.
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-Sí –dijo sin moverse, como su pronunciara alguna cosa muy clara, definitiva y llena de
pensamientos-. Lo quiero con toda el alma.
La patrona retrocedió como si alguien iniciara una persecución enloquecedora en su contra y subió
las escaleras en busca de Gustavo, trastornada y a la vez reía.
Pero, ¿qué podía hacer si él lo había oído todo y esperaba, acostado, con la vista en el techo y una
lucecita, alegre y maligna, en los ojos?
-¡Gustavo!
El hombre volvió el rostro, sin pensamientos.
-¡Dile a Natalia que suba! –ordenó a su amante.
La patrona pareció dudar un instante, pero en seguida, se aproximó al barandal de la escalera:
-¡Natalia, Natalia! –suplicó-. Te necesita…
Salió entonces del cuarto cruzándose en el camino con la otra hembra, vencedora como un
destino.
“Las cenizas, obra literaria póstuma”
Obras completas Tomo II, 1981.
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Obra Narrativa de José Revueltas
Novela:
Los Muros de Agua, México, Talleres de la Sociedad Cooperativa de Artes Gráficas Comerciales,
Primera Edición, 1941.
El Luto Humano, México, Ed. México, Primera Edición, 1943.
Los Días Terrenales, México, Ed. Stylo, Primera Edición, 1949.
En Algún Valle de Lágrimas, México, Los Presentes # 41, Primera Edición, 1956.
Los Motivos de Caín, México, Fondo de Cultura Popular, Primera Edición, 1957.
Los Errores, México, Fondo de Cultura Económica, Colección Letras Mexicanas # 78, Primera
Edición, 1964.
El Apando, México, Ed. Era, Primera Edición, 1969.
Cuento:
Dios en la Tierra, México, Ediciones El Insurgente, Primera Edición, 1944.
Dormir en Tierra, Xalapa/México, Universidad Veracruzana, Colección Ficción # 16, Primera
Edición, 1960.
Material de Sueños, México, Ediciones Era, Primera Edición, 1974.
“Las cenizas (obra literaria póstuma)” Obras Completas, Tomo II, México, Editorial Era, Primera
Edición, 1981.
Nota: Todas las obras narrativas de José Revueltas han sido publicadas por
Editorial Era, compiladas por Andrea Revueltas y Philippe Cheron.
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Salvador Reyes Nevares
El abogado, periodista, editor, bibliotecario, funcionario público de instituciones culturales, crítico
literario, filósofo, ensayista, diputado federal por el estado de Durango, litigante de asuntos
agrarios, conferencista, catedrático universitario, prologuista y narrador Salvador Reyes Nevares
nació el 21 de noviembre de 1922, en la ciudad de Durango.
En el ejercicio de la escritura, Reyes Nevares se dedicó más al ensayo que a la narración. Como
cuentista produjo relatos notables como El Vitral de la Corneja (1989), y los cuentos que integran el
libro Frontera Indecisa (1955). Lo policiaco, lo absurdo y lo fantástico fueron los temas preferidos
por Reyes Nevares.
Salvador Reyes creó atmósferas diversas, en algunos casos misteriosas, con un excelente y
ameno manejo del lenguaje y las técnicas narrativas. Las situaciones y personajes que inventa
nunca pierden credibilidad y logran la atención constante del lector. Tiempo Arriba (1989) fue la
primera novela de Reyes Nevares y se sitúa a fines de la cuarta década del siglo XX, en un
contexto realista en el que se describen importantes hechos históricos que se desarrollan en la
ciudad de México, todo ello desde el punto de vista de un conjunto de jóvenes amigos y de una
pareja de adolescentes enamorados que mantienen su relación independiente a todo lo que
sucede a su alrededor.
Salvador Reyes Nevares murió en la ciudad de México, el 29 de junio de 1993 y sus restos
descansan en la ciudad de Zacatecas.
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Salvador Reyes Nevares
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El Estilete Prodigioso...
Nunca hubo perversidad más sostenida, más sujeta a cálculo y a esperas, que la de Gabino
Rincón, aficionado al arte y cazador de pájaros.
Nunca hubo tampoco maniobra criminal de tan inesperados efectos.
*
*
*
Aquel hombre sentíase comido por un odio sin tregua hacia Menandro Romo, comerciante e
alhajas. Menandro lo irritaba con el tono de su voz, con el color de su traje, con el movimiento de
sus manos. Si Menandro estaba alegre y bromeaba, Gabino sentía cólera hirviente que le
abrasaba el pecho y le emponzoñaba las palabras. Y la excitación de Gabino era mayor cuando
Menandro estaba triste. Entonces, intentaba romper aquella gravedad con una actitud violenta que
el otro sufría resignado.
Esa resignación de Menandro ante sus provocaciones ponía a Gabino fuera de sí. Lo llevaba a
escenas en que sólo se oían sus gritos y sus puñetazos sobre la mesa; y de vez en vez, calmadas,
las contestaciones de Menandro, que no respondía a la agresión.
Gabino trataba de dominarse, y entonces sus reproches salían quedos, nerviosos, llenos de eses
silbantes y de vocablos truncos. Era peor: era como si una furia sin salida se le vertiera en las
entrañas, y le amargase todos los humores.
Gabino veía en Menandro un hipócrita incapaz de cambiar razones por razones. Un hombre
resbaladizo y viscoso, que reía cuando él fruncía el ceño, y que callaba cuando él quería aliviarse
con una efusión de insultos. No había duda: la lejana amistad de Gabino y Menandro estaba rota.
Gabino no llegó a encontrar más remedio para aquella bola de odio de su garganta que la
destrucción del hombre que reía y que callaba.
Sostuvo su proyecto, calculó todas las posibilidades, esperó por meses y por años.
Analizó primer todos los procedimientos de asesinato impune. Las técnicas más raras, los métodos
más retorcidos, fuero revisados por su mente.
Abrió tratados de Criminología, historias policiacas, recurrió a archivos judiciales y a testimonios de
asesinos y de investigadores.
Dibujó esquemas y escribió, como si se tratase de argumentos cinematográficos, las posibles
historias de su futuro crimen. Llegó a tener, así, quince versiones diferentes de la hazaña. Pasó
noches y más noches comparándolas, corrigiendo los puntos defectuosos, alterando detalles y
ajustando episodios. En sus escritos constaban los días, rigurosamente computados, que tendrían
que sucederse hasta el acto final; y figuraba todo cuanto haría de ocurrir hasta ese cabo. Según
uno de aquellos planes, el asesinato sería por medio del veneno. Había otro en que se recurría a la
escopeta; otro más, conforme al que habría una tan minuciosa concatenación de causas, que
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Menandro sería muerto por el yatagán que caería de una panoplia, mientras él estuviere hablando
por teléfono
con su administrador de bienes raíces. Y así, una gran variedad de formas de
asesinato. En todas ellas, las circunstancias sopesadas puntualmente. Ni un solo movimiento
librado a la casualidad.
Gabino cayó en la cuenta de que, según las especulaciones y estudios, estadísticas e historias de
más crédito, eran tres los sistemas capaces de dar impunidad: el primero consistía en probar la
coartada; el segundo, en hacer desaparecer el cadáver; y el tercero, en disfrazar el crimen para
que pereciera muerte natural. Gabino eligió el tercer medio, aunque le hubiese gustado más el
primero, que concertaba mejor con sus aficiones artísticas.
Probar la coartada, en efecto, requiere de sutiles maniobras, ajedrez de voluntades, de
sugerencias, de intuiciones. La coartada no debe ser perfecta, porque se hace sospechosa; pero al
propio tiempo debe convencer, como al azar, como inocentemente, de que quien la presenta no
pudo realizar el acto en tal sitio y a tal hora, para ello se precisa gran lucidez de cerebro, y sangre
fría, así como también se requiere un talento especial para resolver las dificultades menos
esperadas.
Pero borrar las huellas del asesinato, hacerlo de tal forma que todos crean en una muerte natural,
no es tampoco tarea despreciable. Implica cierta elegancia en la ejecución, cierta limpieza de juego
malabar, que atrajo a Gabino definitivamente.
Ya con esta elección firme en su cerebro, Gabino se dio a seleccionar el plan concreto, entre todos
los que llevaba urdidos. Rechazó el uso del veneno, porque implicaba la pura y ciega casualidad
de un proceso químico, en el que su mano no podría intervenir sino para el primer impulso. Gabino
deseaba matar con su mano. Hacer ceder la vida bajo su golpe.
Decidió pues realizar uno de sus primeros proyectos, para el cual era menester un arma nunca
vista. El proyecto tenía la ventaja de la sencillez. Conocía cierto artífice, capaz de forjar y afilar el
puñal.
*
*
*
Era Pietro Petrópolus, un florentino descendiente de griegos, Trabajaba metales, por la noche,
pues sus ojos extrañamente conformados, no resistían la luz solar. Tenía barbas canosas,
divididas desde el mentón en dos haces hermanos, que fluían sobre el pecho. Su rostro ostentaba
mil arrugas muy hondas, precisas, como talladas a cincel con sumo esmero. Sus ropas de trabajo,
intemporales, ajenas a la moda de cualquier época, lo hacían incalculablemente viejo. Cuando
chispeaba el fuego del horno, y lo iluminaba, era Pietro uno de aquellos genios de las artes
menores, amorales y afanosos, que fulguraron por debajo del resplandor renacentista.
Gabino le confió su proyecto, sin ocultarle nada. El uso que se proponía dar al arma sería
indiferente para Pietro. Y no incurría en error el asesino. Los ojos enfermos del artesano se
entreabrieron placenteramente, y su boca asintió con gravedad. Debería hacer un estilete tan fino,
que después del golpe no quedase señal en el cuerpo de la víctima. La obra se le presentó como
178
digna en sí misma, y el crimen no fue para él sino un medio excelente de comprobar la maestría de
su trabajo.
- Lo haré, señor Gabino, con mis cinco sentidos puestos en ello. He de conseguir mayor finura,
mejor temple y más filo que nadie hasta ahora. Veo que aún hay hombres capaces de imaginar
grandes cosas, y lo celebro, porque sin su concurso no podríamos salir de la mediocridad del
tiempo de nosotros, los humildes artífices. Le prometo que no ha de ser vana la fe que tiene en mi
habilidad y en los conocimientos que heredé de mis abuelos. El hombre a quien quite la vida,
quedará intacto en apariencia. Ni una gota de sangre, ni la más leve escoriación en la piel,
indicarán el sitio de la punzadura. Ni sus vísceras quedarán estropeadas. Se lo prometo, señor
Gabino... Usted es generoso, y no me dejará sin la justa retribución...
Y Pietro Petrópolus se aplicó a la tarea, por meses y meses. Abrió libros viejísmos, y de ellos tomó
fórmulas, para las más raras aleaciones. Las ensayó una y otra vez, introdujo cambios. Siempre
surgía algún inconveniente. Al terminar lo que en apariencia era por fin la obra maestra, esta
resultaba quebradiza, o endeble, o demasiado gruesa. Pietro sacrificó peros vagabundos, en cuyas
carnes hundía las hojas que forjaba para cerciorarse de que no quedaba huella. Salía la sangre, y
Pietro sentía desesperación. Quiso experimentar en cuerpos humanos, para que los factores de su
problema estuvieran exactamente representados. Hirió sus propios brazos, y sus muslos. Siempre
la gota de sangre, el puntito oscuro. Rompió muchas hojas verdaderamente admirables, que sin
embargo no satisficieron su ambición.
La mirada de Pietro se había hecho taladrante e implacable. No dormía. De sus pergaminos
pasaba a sus fuelles, a su yunque, a los peroles y calderas de su taller. Sus manos trabajaban
lentamente, pacientes y firmes, mientras en su alma le urgía la imagen de la obra terminada; y el
ansiaba llegar a ella, pero sabía que sus dedos tendrían que vencer, una a una, las mil dificultades
de la empresa. Hasta que fueran iguales la obra de sus manos y la imagen de su cerebro.
Por fin, después de tiempo y tras innumerables pruebas satisfactorias, quedó sobre la mesa de
trabajo el estilete.
Era un hilo metálico. Un puro filo, sin hoja a la que pudiera llamarse filosa. Era una línea, casi sin
materia: la idea de la Línea Recta materializada. Rígido, duro, el estilete yacía sobre un paño, y el
artista lo acariciaba con sus manos largas y victoriosas. Colocado en cierta posición respecto a las
llamas del horno, el puñal hería la mirada como un relámpago diminuto e instantáneo. Era tan fino
que la menor oscilación lo desviaba del ángulo en que la luz lo hacía brillar. Sin brillo apenas se
veía, hilera estricta de puntos inmóviles. Sólo en ciertas condiciones, y para ojos muy expertos, era
dable percibir su sombra.
Pietro labró una empuñadura llena de primores. Para que sirviera cómodamente resultó
desproporcionada con la hoja.
* * *
179
Gabino tuvo por fin el arma. Pago con esplendidez a Pietro y llevó consigo el estilete, la obra
maestra que daría muerte a Menandro.
En adelante, todo se redujo a desarrollar con cuidado el plan que tenía. Gabino pasaba las noches
en sueños e insomnios febriles. Imaginaba y volvía a imaginar el instante en que podría hundir
aquel prodigio de finura en la carne de Menandro. Cuando por las mañanas iba a tirar al pichón, y
erraba sus disparos, antes tan certeros, no sentía la humillación del deportista, sino la impaciencia
de quien tiene que matar el tiempo, antes de destruir, matar verdaderamente, al objeto de su odio.
Menandro no sospechaba nada. Solamente se hacía cargo de que Gabino no era ya tan irascible,
y de que podía hacer bromas delante de él, sin enfadarlo. También podía ponerse pensativo, y su
antiguo censurador ya no chistaba.
Por fin, el tiempo fue hermoso. No hacía frío, y no llovía. Era la ocasión que esperaba Gabino. Con
una frase dicha a la ligera, provocó en Menandro una asociación de ideas que condujo,
inevitablemente, a que el propio Menandro pensara en ir al campo, con el grupo de amigos al que
él y su enemigo pertenecían.
Todos aceptaron la iniciativa. Acostumbraban ir a la montaña o al campo dos o tres veces al año.
Gabino simuló oponerse, y a la postre cedió, como para no contrariar a los demás.
Gabino sabía que en la montaña, a donde irían, no faltaría la oportunidad. La natural agitación del
paseo, y del ascenso, causaría la muerte de Menandro, quien padecía una vieja lesión cardiaca.
Todos los del grupo estaban enterados, y todos pensarían así al encontrar el cadáver.
El día del paseo, Gabino preparó su estilete con cuidado amoroso. Lo vio, lo limpió hasta donde
era posible –pues todos caían hendidos al tocar el filo- y lo guardó en un estuche alargado y
plano, fácil de llevar y de ocultar.
Alegremente partió el grupo, de hombres y mujeres que iban a divertirse. Gabino no vio el paisaje,
ni contempló la montaña que sería el lugar del sacrificio. Las nubes de la cúspide eran como nubes
también para él, para su cabeza que pensaba entre algodón, sólo atenta a conservarse lúcida para
el gran momento.
Todo fue como lo había previsto. Comer, charlar –la charla tan estúpida de Menandro, por encima
de todas- y después languidecer de conversaciones.
Los amigos se dispersaron en parejas. Algunos a dormir bajo los árboles, otros a pescar en un
criadero próximo, otros más a tomar fotografías...
Menandro trepó por las breñas de un altísimo tajo, empinado y fragoso, Gabino observaba. Se
tendió la víctima sobre una peña cóncava, tallada por las lluvias, y sobre la que daba la sombra de
un pino.
Había un gran sosiego. El sol de la tarde, amarillo y caliente, el aire estancado, los ruidos, lentos
en el remanso de la atmósfera. Gabino trepó. Llegó junto a Menandro, que dormía. Boca arriba,
con el pecho desnudo, descansaba Menandro.
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Desenfundó Gabino el arma portentosa, apeló a todos sus recuerdos de la voz de Menandro, de
sus actitudes, de los movimientos de sus manos. Empuñó el estilete, y cuando sintió que la
garganta se le llenaba de odio hasta la asfixia, lo hundió con furia en el pecho del hombre dormido.
Menandro no se movió. Su rostro no sufrió alteraciones, y no hubo ni un gemido, ni un gesto de su
boca. Gabino guardó el arma y fue a reunirse, despreocupadamente, con los otros. Mientras
saltaba de peña en peña, comprobaba, examinando la imagen que todavía tenía en la memoria,
que Menandro no había perdido ni una sola gota de sangre.
* * *
Dos horas más tarde, cuando el cielo se iba haciendo de un azul más alto, y las sombras de los
árboles caían muy largas sobre las piedras y las yerbas doradas, todos pensaron en regresar.
- Ya vienen Luis y Amanda; y allá, Pedro con Jacobo y José...
- Ya vienen, ya vienen.
- Falta Menandro.
- ¡Menandro! ¡Menandro!
Gabino, a su pesar, sintió una gran ansiedad de culpa; pero nadie pudo notarle nada.
-
¡Menandro! – hacían magnavoz con las manos, y dirigían el grito a los cuatro vientos -
¡Menandro!
* * *
Pietro Petrópolus dobló la carta de Gabino. En sus ojos nictálopes había una enorme felicidad.
Estaba alegre aquel rostro del doble caudal de hilos blancos, aquel rostro que parecía labrado
nada más para expresar pasiones melancólicas, o dramáticamente desatadas.
”Su estilete, señor mío, ha resultado un fracaso –decía la carta -. Le di su uso propio, aquel para el
que estaba destinado. Lo hundí con toda seguridad en el sitio preciso, y mi enemigo sigue con
vida. Solamente tuvo un sueño profundo, pero agradable, según me ha dicho. La extrema finura de
la hoja hizo que penetrara en los, músculos y en las vísceras separando apenas los tejidos,
haciendo delicadamente a un lado células contiguas; pero al salir, los tejidos quedaron como antes.
Las células recobraron, sin el menor tropiezo su posición normal.
“Hiere tan imperceptiblemente, que no hiere”.
“El corazón de mi enemigo, taladrado, sigue latiendo sin siquiera alterar su ritmo. Hasta
desapareció, por causas que los médicos no han esclarecido, una afección cardiaca de que sufría
mi pretendida víctima”.
Sí. Pietro Petrópolus lloraba de gusto. Nunca de manos de ningún forjador había salido una hoja
tan fina, tan admirablemente forjada como aquella.
Frontera Indecisa, México, Los Presentes # 23,
1955, pp. 9 a 21.
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Obra Narrativa de Salvador Reyes Nevares
Novela:
Tiempo Arriba, México, Premiá Editora, Colección Red de Jonas, Literatura Mexicana # 39, 1987.
Los Designios de la Providencia, Inédito.
Cuento:
Frontera Indecisa, México, Los Presentes # 23, 1955.
“El Vitral de la Corneja”, en: BERMÚDEZ, MARIA ELVIRA. Cuento Policiaco Mexicano, Breve
Antología, México, UNAM / Premiá Editora, 1989, pp. 91 a 104.
183
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Antonio Estrada Muñoz
El escritor Antonio Estrada Muñoz nació el 23 de octubre de 1927, en Santa María de Huazamota,
municipio de Mezquital, Durango.
Antonio Estrada fue hijo de Dolores Muñoz y de Florencio Estrada, un ranchero que, de 1927 a
1936, participó en las dos Rebeliones Cristeras, con grado de coronel, afiliado al Ejército Libertador
Cristero del Estado de Durango y que combatió al lado de los cristeros indígenas no católicos;
coras, huicholes, mexicaneros y tepehuanes.
En la Cristiada, Dolores Muñoz siguió a su marido junto con sus niños, aunque era hermana de los
caciques locales, partidarios del gobierno y enemigos de los cristeros. Por este motivo, Antonio
Estrada vivió sus primeros años como espectador y protagonista involuntario de la Segunda
Rebelión Cristera, en el sur del estado de Durango. Estas vivencias y experiencias, en medio de la
guerra en la sierra, fueron las que dieron origen a la novela Rescoldo. Los Últimos Cristeros
Después de la cacería y muerte del coronel Florencio Estrada, su viuda huyó a la ciudad de
México, donde Antonio Estrada estudió en la escuela para huérfanos de cristeros de La Divina
Infantita. Continuó sus estudios en el Seminario Conciliar de León, Guanajuato, y finalmente, en
1953, en la Escuela de Periodismo Carlos Septién, de la ciudad de México.
Como periodista, Estrada mantuvo el ánimo opositor de su padre y estuvo a punto de acabar igual,
cuando se sumó al movimiento cívico del doctor Salvador Nava en San Luis Potosí, contra el
cacique Gonzalo N. Santos. El movimiento navista publicó su libro reportaje La Grieta en el Yugo
en febrero de 1963, mismo que fue inmediatamente confiscado y destruido, y le ganó una
persecución a muerte, de la que escapó. El libro fue reeditado por la Editorial Jus, que había
publicado su primera novela dos años antes.
Casado en 1954 con Dora Maldonado, Estrada procreó seis hijos y sobrevivió con muchas
angustias económicas.
Trabajó como meritorio en El Universal Gráfico, hizo
trabajos de
corrección de estilo y redacción, así como reportajes periodísticos por encargo para las revistas:
Gente, Mundo Mejor, Señal y Siempre!, y para el periódico El Universal. Fue velador en una fábrica
de colchas y en las tiendas Elektra. Empezaba a estabilizarse económicamente, como editor de
una revista interna de la constructora Ingenieros Civiles Asociados, ICA, cuando, en la ciudad de
México, a los cuarenta años, enfermó y murió de infarto al miocardio, el 7 de abril de 1968.
.Juan Rulfo reconoció el talento literario de Antonio Estrada, aunque al narrador durangueño no le
fue posible alcanzar el reconocimiento público. Gran parte de su obra sigue inédita, aunque
después de su muerte han señalado su valor: Jean Meyer (La Cristiada, México, Siglo XXI, 1977),
Christopher Domínguez Michael (Antología de la Narrativa Mexicana del Siglo XX, México, Fondo
de Cultura Económica, 1989), Aurora M. Ocampo (Diccionario de Escritores Mexicanos, México,
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UNAM, 1992), Adolfo Castañón (Arbitrario de la literatura mexicana, México, Vuelta, 1993) y José
Luis Martínez (La Literatura Mexicana del Siglo XX, con Christopher Domínguez Michael, México,
Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1995). Rulfo calificó a Rescoldo como “una de las
cinco mejores novelas mexicanas”, según el testimonio de Jean Meyer (“Rescoldo, los últimos
cristeros”, El Nacional, 12 de marzo de 1989). Guy Thiebaut presentó en una tesis de doctorado
sobre la novela cristera, donde Estrada ocupa el lugar central (THIEBAUT, GUY. Le ContreRévolutión Mexicaine á Travers sa Littérature,.Paris, L’Harmattan, l997).
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Florencio Estrada, Antonio Estrada y Dolores Muñoz
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Antonio Estrada Muñoz, en 1950 (circa)
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Antonio Estrada Muñoz, en 1964 (circa)
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Qué no proviene de las mujeres…
esa historia de
Adán, Eva y la serpiente,
por ejemplo.
Cómo Nacen las Culebras
Culebras son las que se mueven en el agua. Las otras, las que andan sobre la tierra, son las
víboras, que las hay de muchas clases: de cascabel, ratoneras, cincoates o chirrioneras y otras.
Culebras nomás las del agua.
Las culebras son más susto y decires que nada. Sobre todo, cómo meten miedo a las mujeres, y
más cuando se bañan. Casi como ver al diablo y a un ratón, y aún más. Provocan ondinas verdes
en el río, al aire siempre su cabeza y su lancetilla colorada apuntándote. Pero no hacen nada, ni
siquiera se atreven a arrimársete. Si te muerden es porque las pisas en la orilla, pero sin ponzoña.
Allá cada año, cuando cala el frío, duele un poco la cicatriz.
Las culebras son más misterio que nada. Mucho se dice de ellas, pero muy poco hay de cierto.
Única verdad que hasta espanta es saber cómo vienen al mundo.
Nacen de los cabellos que al río dejan caer las mujeres cuando se bañan o se peinan. Cuando se
han ablandado bien, empieza a nacerles cabeza, a poquito serpentean, y ya son culebras que
crecen hasta un metro y más.
Narrativa Típica, inédito.
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Fe ante todo
y algo de esperanza
más malo es no creer
que desesperar.
Sembrar un Manantial
Cosa seria es sembrar un manantial. Es oración y esperanza. Sobre todo fe, mucha fe. Debe uno
creer, si no, mejor ni intentar el milagro. Cuando vana resulta la semilla, no hubo agua, es que falló
la fe. Culpa es de quien sembró el manantial. Seguro.
Y hay que saber hacerlo. Si harto difícil resulta asegurar la cosecha de maíz y fríjol, cómo no va a
serlo conseguir que allí mero donde pusimos el ojo, el saber y la ilusión, brote agua para siempre.
No cualquiera puede intentarlo.
Se necesita conocer muchas cosas.
Tener en el puño los
secretos de la tierra y del cuelo, y hasta de lo que hay entre el cielo y la tierra y lo que no se mira ni
se siente, pero que late en el rancho y sus alrededores. Lo de más allá no importa mucho.
Hace uno un viaje especial a la costa de Nayarit. Seis días de ida y otros seis o siete de regreso, y
en mula. Bueno es el puerto de Novillero. Allí no hay ese rebumbio de gente que mira uno en San
Blas o en Mazatlán, por ejemplo. En Novillero uno llena dos o tres botellas con agua de mar. Muy
de mañana es mejor. Para agarrar mar vivo, muy brioso.
Ya en el rancho, allí donde desde cuándo tienen uno puestos los ojos y la esperanza, allí donde las
señales de que la tierra oculta mantos de agua: un saucillo, una humedad y un verde en todo
tiempo, la gota que escurre en la peña; allí se siembra el manantial con todo el cuidado y la
devoción de que uno es capaz. Sin padrinos o mirones. Todo como un rezo del corazón.
La botella con agua de mar debe quedar enterrada ni muy abajo ni muy arriba. Todo bien medido,
en lo justo. Y a empezar a rezar. Aguardar las señales del cielo sobre la siembra de manantial.
Sobre todo, aguardar el gran milagro: cuando reventada amanezca la tierra y el arroyo viejo tenga
un hijo, ese manantial que volverá a dar vida al rancho.
Narrativa Típica, inédito.
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El bocado más tierno y a
la mano bien puede tener
sus inconvenientes.
El Lobo
Cuando no había combate, nos mudaba de escondite, ora por las partes altas, ora por las
barrancas. Según convenía.
Esa vez nos había dejado en la punta de un cerro que resultó cargado de otros peligros. Era
lobera. En cuanto caía la noche, se destapaban los lobos con sus aullidos dolientes, de hambre.
Mamá rezaba el último rosario por él y por nuestra propia suerte. Tres ocotes clavados en la tierra
alumbraban la ramada.
De pronto, sin hacer ruido, allí un lobo… Algo busca. Husmea y husmea con ganas, más cerca de
su pensamiento. Más que verlo, ella lo presiente. Su fetidez a carroña o el aire que roba… Corta
el ave-maría, se para, le clava unos ojos que crecen, las manos entrelazadas, de muerta.
Ni se da por enterado.
Parece no advertirla.
Continua en su búsqueda hasta dar con ese
envoltorio de trapos viejos, en el rincón más protegido del viento, ese viento helado y silbador de
enero. Ella más de piedra, los ojos de leche, de cera los labios. Y aquel grito que no sale y el
cuerpo todo que no responde, que traiciona su urgencia de ganarle el tesoro. Pero sólo por unos
instantes, para ella siglos.
Sí, ya se va como entró, sin fijarse en ella y sin ruido. Afuera del jacal estornuda dos veces y a
toda carrera se pierde en la noche de nieve y olor a pino.
Mojándome con su llanto que revienta en carcajadas, ella me muda, me pone trapos limpios.
“Sábado”, Uno más Uno, 14 de enero de 1989.
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Esa tropa era a lo mejor
la que había combatido a
papá, el afamado villista.
El Sombrero
1
Yo no sabía cómo ni por qué pasaba todo aquello. Era como si ventarrones que yo no sabía de
dónde venían, jalaran a los hombres de mi tierra a meterse en esos remolinos de guerra entre
hermanos.
No se me olvida la noche cuando alguien llevó la mala nueva sobre mi padre. A mí nomás me
dijeron que había caído herido en combate con los “pelones” en La Sierra, su guarida y su mejor
campo de guerrilla, su refugio para reír y cantar al son de acordeón y guitarras con los hombres a
su mando, otros rancheros del rumbo. Gente de La Estanzuela, del Ocotal, de Monte Alto y otros
ranchos cuyos nombres se me hacían tan bonitos, que me sonaban como a nombres de países
lejanos y misteriosos.
Recuerdo que nuestra casa, la cueva aquella que nos escondía, se convirtió esa noche en un puro
rebumbio de llantos sin fin, de dolores del alma, desesperaciones de nunca acabar y hasta
maldiciones contra todo y contra todos. Mi madre, mis hermanas mayores y Juan, el hermano al
que yo seguía, todos eran un puro tronar de dedos y sangre en los ojos, quejidos como de lobos
golpeados de muerte, y desesperanzas sin fin.
Nomás yo me estaba callado, mira que mira tanta angustia.
Me parecía que ya ni en el mundo me hacían, como su hubiera caído con papá, malherido por un
puño de balas del gobierno.
Con el clarear del día salimos a Sombrerete, en burros, mulas y un caballo de carga. Recuerdo
que las mujeres eran una mortaja de paños negros y un silencio como de ánimas en pena a la luz
del nuevo día, día que luego se hizo un sol de brasas y vientos que nos aventaban puños y puños
de caliche suelto, al rozar los muertos tepetatales por donde avanzaba la muda caravana.
-¿Y mi papá? –se me ocurrió preguntar ya por media tarde, tanto había crecido mi confusión.
Parece que no estaba del todo seguro de lo que había pasado, tan aparte me habían tenido todos-.
¿Y mi papá? –volví a preguntar.
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-Está malherido, hijito –respondió mamá, casi sin voz-. Sabes que se lo llevaron a curar a Vicente
Guerrero.
Mi gran esperanza me hizo creer de pronto la santa mentira.
2
Sombrerete me parecía una alucinación. Como uno de tantos misteriosos países que me figuraba
al oír mentar los ranchos que rodeaban a nuestro Arroyo Zarco, en la falda de la alta sierra. Yo
nomás miraba y miraba a gentes y casas, a ver cuáles puertas nos iban abrir.
- Aquí aguardaremos a papá –me dijo Evelina, mi hermana mayor.
- Aquí esperaremos a Emeterio –apoyo mamá, también atragantándose las forzadas palabras.
Nuestra caravana pasó de largo por el centro de Sombrerete, para parar casi al final de la otra
orilla. La compasión de los dueños de la casa me volvió a meter en la congoja de anoche. Mas si
me estaban engañando todos…
La cama me sabía a nicho de plumas, pero me revolvía y me revolvía como acostado sobre un
montón de piedras. Sería por eso o por mis confusiones que yo no pude pegar un ojo… O sería
también por el llanto de nuestras mujeres y de las caseras, que de rato en rato se alzaban por aquí
y por allá en la ancha casa.
Cómo extrañaba los cálidos ladridos de los perros de nuestros ranchos y a veces también los
aullidos de lobos o coyotes que últimamente habían sido el pan de cada noche alrededor de las
cuevas que nos escondían. En su lugar, llenaban el ambiente las refinadas campanadas del reloj
del Palacio Municipal. No me podía hacer el ánimo que estábamos en un pueblo grande. Me
hacían falta también acordeón y guitarras de nuestros ranchos, esas polcas y corridos cuando
algún gustador paseaba la música con los amigos por veredas y caminos, o de jacal en jacal.
3
Aquel amanecer en Sombrerete fue como desperezarse un gigante aletargado tras un sueño a
pierna tirante, todo lo contrario a nosotros, que, o éramos desvelo y ojeras, como Juan y yo, o
nuevo llanto escondido tras los chales de mamá y mis hermanas.
Era como si aquel pueblo grande nada le importara lo nuestro, fuera lo que yo creía o no. Fuera
mi esperanza esa, terca, inacabable de que en verdad él no estaba muerto sino nomás malherido.
Hasta me figuraba sus carnes floreadas por las balas o la metralla. Y en ratos hasta miraba en
dónde le habían pegado.
- Vente rancherito. Vamos a la calle –me invitaban los muchachos de la casa, tan campantes
como si no estuvieran mirando el penar de mamá y mis hermanas.
- Anda, vente. Vamos a que veas la gente que va a misa.
Tuve que obedecer, más atento al sonoro repicar de la parroquia y demás iglesias, que era como
un coro de alegres bronces, que a su insistencia.
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Parecía una procesión aquel pasar y pasar de gente. Como la procesión que en Arroyo Zarco se
armaba cada año en el día de San Quintín, el santo patrono. Cuando llegaban rancheros de los
alrededores a animar el rebumbio en su honor. Cuando los señores paseaban en andas al santito
alrededor de los veinte jacales para que dejara su bendición en cada puerta, en cada milpa y en
cada corral.
Me senté en el quicio de la puerta. Ellos se pusieron a rondar sus trompos. La gente, sobre todo
las muchachas, nomás no me quitaban la vista de mis huaraches de tres puntadas. Por ser
domingo, todo mundo calzaba zapatos de charol o huaraches tejidos.
Los colores de trajes y vestidos me llenaban los ojos, como neblina, de pesar y gusto, de
esperanzas y congojas que me quitaban de pronto de allí para llevarme a Vicente Guerrero, donde
decían que estaba él mal herido… Y miraba sangre y sábanas, remedio azules y color de rosa,
ramos de girasoles morados y blancos como los de Arroyo Zarco; y a veces también sombras a su
alrededor y la llamita amarilla de una vela a su cabecera…
De repente, impensadamente, cuando el desfile de las gentes endomingadas se había perdido en
dirección de las iglesias, un murmullo de azoro me volvió allí. Los muchachos que no iban a misa,
volteaban espantados hacia la otra punta de la calleja, hacia el encuentro de las últimas casas y el
mismo camino real que nos había traído de los arroyos.
Eran ellos… ¡¡Los “pelones”!!
Quise entrar a la casa, pero no pude. Se veía tan bonita la fila verdinegra que formaba la garbosa
caballería; soldados jinetes en pencos prietos, relumbrosos de bien comidos. Me tamborileaba el
corazón como zapateado de mi tierra, y más y más se me tullían las manos. Me zumbaba la
cabeza y sentía pelillos en la espalda. Mis amigos, los muchachos de la casa, me miraban a mí y
luego a la tropa: a mí con ojos blancos y a los soldados sin aliento.
-¡Métete; métete aprisa! –me urgieron a una en un puro susurro, como haciendo porque no los
oyera la caballería que ya estaba a cien metros, brava; los rifles despintando tras los hombres,
aceros enfundados en brillo de sol nuevo.
Estornudos de los pencos, traqueteo acompasado de
mil herraduras sobre el empedrado, como el tamborileo de mis adentros.
Viré la cara, y no hallé una sola alma por ningún lado. Y hasta me pareció que las palomas de la
Plaza de Armas volaban despavoridas de la soldadesca.
Casi sentí su aleteo de estampida.
Busqué a mis amigos, y tampoco estaban. Recordé que me habían testereado el hombro al
meterse a la casa y que de golpe habían cerrado la puerta.
Diez, cuarenta, cien… Era un mundo de tropa. Unos volteaba a mirarme y otros pasaban de largo,
firmes, la frente hacia el horizonte. Parecían hombres de peña y de fierro. Sin alma, unos, y con
el ánimo agazapado entre valentías, otros. Sus espuelas tramaban un coro parecido al de los
campanarios que ahorita daba la tercera de misa de siete, sólo que un coro más chiquito, más
afinado. Algunos pencos dejaban ver rozones de bala.
Era como estar yo bien dormido. No sabía más que de esa tropa, a lo mejor la mismita que había
combatido a papá, a Emeterio Sosa, el afamado villista.
199
Los sardos que me soslayaban, me volvían al momento. Era como me zarandearan ladeándose
en la montura. Casi sentía sus manos de acero sobre mis hombros. Pero no podía moverme, me
sentía agarrotado. Además si intentaba tocar la puerta, de seguro les daría que maliciar.
Ya se acababa la fila. Cómo desee saber leer para comprobar si los números que marcaban las
monturas bajo la cabeza de la silla, correspondían al 29, el Regimiento que había malherido a papá
en combate.
Pero ninguna falta hacía saber leer los números, porque allí estaba la verdad: en efecto, se trataba
del 29 Regimiento de Caballería, y papá no estaba mal herido en Vicente Guerrero, como decían
mamá y mis hermanas, sino bien muerto en La Sierra… Así lo decía ese sombrero.
Porque la tejana amarilla, con una águila dorada en la frente de la copa, era la suya… La portaba
como trofeo el soldado a quien tocó en fortuna matarlo. Y la llevaba de mi lado, colgando de la
cabeza de la silla, como si fuera el cadáver mismo de mi padre: “El Tigre de la Sierra”.
Me perdí en unos ojos de mil rabias, bien abiertos sobre la tejana y el soldado entero. El volteó
entre espantado y risueño, como no sabiendo qué hacer, entre dolorido y cansado. Cómo quise
abalanzármele para arrebatarle con todas mis uñas el tesoro, pero no podía ni mover un dedo…
Y el soldado pasó de largo, se perdió tras larga calle, como el último punto verdinegro de la
aguerrida tropa. Se fue de allí, pero nunca de mis ojos, con todo y el cadáver de papá colgando de
la cabeza de la silla… Nunca de mi.
El Cuento, Revista de imaginación, Tomo I, # 13,
Junio de 1965, pp. 471 a 474.
200
Por comer ansias
puede uno provocar
que le alejen la canasta.
Los Benditos
1
-Si no cree en sus cosas o no se siente con fuerzas para disimular siquiera, mejor no vaya, amigo.
Mejor no les busque ruido al chicharrón –le habíamos advertido bien claro por todo el camino.
Cuando llegamos a Candelaria, apenas había comenzado la gran fiesta o mitote, como le llaman
los indios.
A la carrera, con su trotecito atencioso, salió a recibirnos el abuelo Sacramento
Marcelino.
- Ora llegando tarde, hirmanos- casi nos regañó por todo saludo.
Y luego luego le echó encima sus ojillos de desconfianza a Gumaro Benítez, principalmente a
causa de no haber dicho bien alto como nosotros la palabra “hermano” al dar las buenas tardes.
Parecía decirnos el viejo “pa’que train fuereños a nuestro mitote”. Nos conformamos con mover la
cabeza gacha, como respondiéndole que no se había podido menos, que el comprador de ganado
se nos había pegado a la mala.
El abuelo Sacramento ya había puesto en marcha las ceremonias, empezando por la bendición de
las ofrendas con su cruz de plumas de gavilán. Con todo, Gumaro alcanzó todavía la llegada de
“los benditos” que se habían retrasado.
Hacía nueve días que todos los hombres maduros se habían ido a los montes más altos alrededor
de Candelaria, a cumplir con la penitencia, para hacerse “benditos” mientras lavaban sus espíritus
y sus cuerpos de todo mal cometido durante el pasado año.
Ante todo les importaba meditar sobre las faltas a la ley tepehuana, cuyos principales
mandamientos son: no mentir ni engañar, sobre todo en cuestión de amistad; no robar, ni aun en
gran necesidad; no matar, ni aun viéndose provocado; no pegarle a las esposas sin motivo
justificado; ni venderlas, cambiarlas o prestarlas nada más porque sí; no faltar al respeto a los
mayores, sobre todo a los abuelos y gobernadores.
Los “benditos” también ayunaban, sosteniéndose nada más con una tortilla diaria y agua, y se
olvidaban hasta en pensamiento de sus mujeres. Habían de estar solos con sus rezos y sacrificios
201
purificantes, por lo que se cuidaban hasta de mirar al muchacho que les llevaba el cestillo o
tompiante con las tortillas.
Igualmente habíamos advertido bien claro a Gumaro que la bendición de los indios se acababa
hasta medianoche, y, mientras tanto, también estarían benditas las comidas, las de la gente y las
del Santo Niños –el Niños Dios de los mestizos o “vecinos”.
- Buen tarde, hirmanos –nos saludaban ahora los otros jefes de la tribu, que tenía como centro esa
ranchería de Candelaria, un llano redondo siempre cubierto de flores por la humedad que
mantenían las ciénegas.
- Buenas tardes les de Dios, hermanos –respondimos respetuosos, por nuestra parte.
Mi compadre Lorenzo me dio un codazo para que mirara los ojos incrédulos y la risita burlesca que
dejaba traslucir el comprador de ganado. Y todavía más gracia le causó que nos coronaran con la
misma diadema de tamalitos de pinole que lucían los indios principales.
2
Cuando no quedaba más que el último resplandor de sol, empezó el baile –el verdadero mitote- el
sonecito llorón de unos músicos de violines de colorín y tripas de gato montés. Las muchachas
traían atado a la espalda un tamal de dos cuartas. Hombres con hombres y mujeres con mujeres,
en limpia danza, sin acercar mucho los cuerpos. Pasitos para adelante y pasitos para atrás, lentos,
respetuosos.
A los tres “vecinos” nos pusieron en la misma cuadrilla de abuelos y gobernadores. Nuestras
parejas de enfrente eran otros indios de categoría, fuera por sus muchas vacas o por algún cargo
en el gobierno.
Mi compadre Lorenzo me dio otro codazo para que soslayara al fuereño. Ya no se aguantaba la
risa de mirarse en semejante baile, y más cuando su pareja movía por igual el cuerpo que ojos,
boca y manos, como en ensimismamiento de agonizante. No sabía el zacatecano que se trataba
de un “bendito” que por el ayuno y la meditación se contoneaba así, todavía metido en su éxtasis
penitencial.
Y así, entre tanto mitote con pasos y musiquita casi siempre la misma, al menos para nuestro
gusto, pasaron horas y horas. Clarito entendimos mi compadre Lorenzo y yo que el comprador de
ganado ya no aguantaba el hambre, porque nomás no quitaba los ojos de las tatemas de venado
que unos muchachos sacaban de los hoyos recalentados, para luego acomodar la sabrosa carne
en bateas de madroño que repartieron en los jacales. Y lo que sea de cada quien, los puros
olores, a epazote, chile y todo, metían hambre sin querer.
Por fin, haciéndose el cansado, Gumaro se quitó de la danza y fue a sentarse a la puerta del jacal
capilla, donde todo eran comidas a los pies y a los lados del Santo Niño, allí entronizado en su
altar: un puro capullo de orquídeas lilas, margaritas blancas y girasoles rosados. El hombre se
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limpiaba el sudor con todo el paliacate y echaba un ojo hacia adentro y otro hacia la hija menor del
abuelo Sacramento, la indita más chula y de mejores gracias al mitotear.
Madrugué a mi compadre Lorenzo con el codazo para que mirara semejante desacatos. Luego,
los dos no le quitábamos los ojos asustados al viejo cacique y a su mujer Prudenciana, que con
todo y lo gorda que era, parecía la más muchacha de tan animosa que ejecutaba los pasos del
baile.
Fue cuando de veras nos arrepentimos de haber dejado que se nos pegara el zacatecano.
Y
nuestro escalofrío llegó a su punto cuando miramos que los indios viejos se inquietaban ya un
tanto, soslayando a Gumaro que se había metido al jacal capilla, dizque a rezarle al Santo Niño.
Empezamos a mostrar la mejor buena cara a todos, a fin de distraer su atención y meterles la
confianza de que nuestro compañero no haría nada malo. Pero pronto ya estaba allí lo temido: el
fuereño, a lo más disimulado, se comía un bizcocho del santito, siempre de cara al florido altar.
Luego, en otro descuido, arrancó un pedazo a una pierna de venado.
Dejamos de sudar frío cuando el abuelo Sacramento dio la señal de que el mitote había terminado.
Callaron los violincitos llorones y el zapateado lento de las cuadrillas. Los muchachos renovaron
los ocotes que aluzaban el patio, y las mujeres se fueron a los jacales.
Con los ojos, Sacramento nos llamó a ofrendar al Santo Niño los bizcochos, el chocolate espeso y
las naranjas que especialmente habían encargado a nuestro pueblo, como era la costumbre cada
Fiesta de los Benditos.
Pasados los momentos necesarios para que el santito comiera algo, el abuelo procedió a ofrendar
a los espíritus de los antepasados tepehuanes las carnes, las pitahayas y ciruelas; los tamales y el
pinole. La ceremonia terminó con la bendición a los cuatro vientos con la cruz de plumas de
gavilán. Ahora seguía la sagrada cena.
Gumaro, que se había hecho el serio, nos dijo a mi compadre Lorenzo y a mí:
- Ya cené yo. La verdad que no me pude aguantar. Mis tripas se comían unas a las otras de tanta
hambre, y tuve que pellizcar por aquí y por allá en las ofrendas.
3
Todo parecía caminar bien, a pesar de todo, y hasta pensábamos mi compadre y yo que el fuereño
había tenido suerte, pues ningún indio había hecho aspavientos. Y el asunto no era para menos.
Gumaro había cometido allí el mismo pecado que el cristiano que, por su propia cuenta, se hubiera
servido la hostia consagrada por los padrecitos en las misas.
Lo que ahorita hacíamos todos, cenar así sentados alrededor de las fogatas, era nada menos que
comulgar al modo tepehuán. Era comer la carne, las frutas, los tamales y el pinole consagrados
por el abuelo Sacramento, que por su edad y ascendencia, era a la vez sumo sacerdote y gran
cacique.
203
Creíamos que los indios no se habían dado cuenta bien de la profanación de Gumaro, pero ya nos
puso carne de gallina comprobar que para todo lo saltaban, nadie le hablaba ni le atendía como a
mi compadre y a mí. Era como si ya no existiera.
Luego noté que el abuelo Sacramentó me miraba a ratos entre descompuesto y rabioso, como
culpándome del pecado a su ley y costumbre sagradas.
- Será mejor que se haga el perdido por ahí y luego se vaya al pueblo, amigo –le dije al oído a
Gumaro, cuando me pidió un puño de pinole- Si no se escabulle cuanto antes, quién sabe lo que
pueda pasar.
El hombre se sonrió burlesco y movió la cabeza como siempre. Le volví a hablar, ya enojado.
- No siga provocando a esta gente, por favor.
Ya se escamó. Empezó a rascarse la cabeza y hasta tiró uno de los tamalitos de la corona de
pinole. Luego también se rascó la espalda y, como por no dejar, soslayó a los indios de alrededor.
Y tuvo que mirar lo que mi compadre Lorenzo y yo: todos le echaban unos ojos de filo, por lo claro,
encorajinados por su sacrilegio.
- Apúrese, Gumaro. No aguarde a que esta gente se emborrache más, pues entonces sí se
animarán a hacerle un buen escarmiento.
Gumaro se sentó a nuestro lado como un niño enfermo. Me quitó la damajuana de mezcal bravo
que me había pasado Sacramento y tragó como con una sed de tres días. Le di un codazo a mi
compadre Lorenzo, y sin más hicimos como que queríamos brindar con cada tepehuán. Las
mujeres nomás se reían, mirando nuestro gusto desde los jacales.
A la carrera nos hicieron rueda los más animosos, barullo que aprovechó Gumaro para escabullirse
por entre los duraznos que bordeaban el patio. Ladraron corajudos los perros, pero mi compadre
Lorenzo y yo nos hicimos los desentendidos.
Cuando el rebumbio se aquietó por fuerzas, porque la tepehuanada ya andaba reteborracha,
volvimos a sentarnos alrededor de las lumbradas, contra la cerca de troncos de pino y los duraznos
cargados de priscos. Mi compadre y yo nos cambiábamos miradas preguntando por la suerte del
fuereño.
Lo que más mala espina nos dio siempre a mi compadre Lorenzo y a mí, fue que nadie de los
tepehuanes, ni siquiera el abuelo Sacramento en sus pláticas de amigo a amigo, nos recriminó
nunca por el sacrilegio de nuestro amigo el zacatecano.
Por lo que toca a Gumaro Benítez, cuando varios años después hizo intentos de comerciar de
nuevo en la Sierra, siempre se encontró con el mismo proceder de los tepehuanes que la noche
aquella de “los benditos”, tras de haber probado de las ofrendas. Nomás no volvieron a hablarle ni
a mirarle siquiera, como si no existiera en el mundo, y por más pesos de plata que les sonó
siempre por una vaca, un queso o un vaso de agua.
El Cuento, Revista de Imaginación, tomo I, # 4,
agosto de 1964, pp. 94 a 97.
204
Pagar la muchacha encomendada
es fácil cuando a la mano hay
otra igual… o casi igual.
Udocio Mister
En sus jacales de Santiaguito cierta vez estuvo un arriero llamado Eudocio Farías. Fuera que el
nombre le sonó bonito, fuera que el falluquero le cayó bien para “hermano” –para coras, huicholes
y tepehuanes hermano es el mestizo que sabe ganarse su cariño-, el caso es que desde entonces
sólo respondió como Eudocio. Luego fue Udocio, para abreviar.
“Udocio Flores Soto, para lo que gusten y manden…” Nadie tomó a mal el cambio. Son dados los
tepehuanes a imitar de los “hermanos” lo que más les llega. Nadie volvió a llamarlo Luiso.
Por otra parte, el muchacho apuntó brotes de torete salidor.
Que lo jalan los horizontes anchos, lo deja bien claro eso que ningún tepehuán había hecho antes:
quiere irse de bracero. Luego de muchas pláticas sobre braceros con pablo Ortiz, el falluquero que
a la indiada provee de los artículos de más urgencia, reclama a su tata las dos vacas que le señaló
cuando dejó de comer blando, las vende al mismo arriero y con él se va a Durango. Compran
trapos de ranchero y se ganan la simpatía de los contratantes. Juntamente con unos
mezquitaleños se mete al tren.
Un año vaga por territorio gringo, haciéndola de todo, más de vaquero…
- Juntaba la mierda de las vacas –platicará después.
Cansado de tanto Texas, como saliera regresa a la sierra, a su querido arroyo Santiaguito donde
los jacales de sus viejos. Lo único que trae es una muda al puro estilo gringo: sobrero negro de
fieltro, el ala arrequintada; chamarra de flecos en la espalda y pantalones ajustados, de mezclilla
azul; zapatos de tacón alzado, para pisar hondo, para dejar huella, como quien dice.
De novedades, una vez más ha cambiado de nombre. Ahora se llama Udocio Mister… Más que
los apellidos paternos Flores Soto le llena esa palabrita que más oyó a los gringos… “mister,
mister”… en todo y por todo.
Mucho sufrió en ranchos y sembradíos de Texas, ciertamente. Con todo, si un ranchero de esas
sierras no es dado a quejarse de pasadas cosas, menos gusta lloriquear desdichas un tepehuán.
No faltaba más, Udocio Mister solamente platica trances chuscos o alegres.
- Unos decían que era tarahumara. Otros que huichol… “Mejor víbora o zorrillo” –les respondía.
¡Carajos!
205
Tan campante como se fue, se hace el aparecido en la sierra. Eso sí, a más de poder presume su
indumentaria nunca allí vista. También escupe fuerte.
Sin embargo, aunque él no porta queja, en Santiaguito lo aguarda un problema. Después del
saludo “cómo estás, hijo, bien padre”, el viejo Luiso se lo suelta a quemarropa:
- Me jodieron la muchacha. Valerio Quintín, hijo. Le cayó en el arroyo. Andaba en el agua. Vete
a Yonora a hablar con tu tata suegro.
Udocio Mister besa a su madre, en la mano, y enfila hacia el otro rancho, por la vereda que se
columpea entre quebradas que no dejan ver fondo. Con las mismas lo recibió el tata suegro:
- Me jodieron la muchacha, hijo. Valerio Quintín, el de Morohata. Pasa a lo barrido. Vamos a
comer un taco. Tengo venado.
Sentados en la puerta del jacal cocina, de cara a los filosos acantilados y ralos pinares de la otra
sierrita, entre taco y taco y tragos de mezcal nuevo dan rienda al asunto.
- Ya te digo: me jodieron tu muchacha, Udocio Flores Soto.
- Ya no soy Flores Soto. Hora me llamo Udocio Mister.
- Bueno, Udocio… Mister. Tú dirás cómo le hacemos. Te regresaré las ocho vacas que Luiso el
viejo me trajo por la Maurilia.
- No, tata Cornelio. Salgo perdiendo.
- Te agregaré un torete, por el estropicio a la Maurilia.
- No me conviene así…
El ex bracero para de remoler el taco de venado, cobra aires. Parece mirar un fantasma. Es la
Florinda, gemela de Maurilia. Acaba de salvar la huestecita del arroyo. Se cimbrea apenas, un
cántaro en la cabeza y otro en el cuadril volado. Punto de colores que crece y crece.
- Entonces te daré a la Luciana. Vale más que la Maurilia. Es la mayor y sabe hacer grande y
sabroso el queso y es buena como pocos para el cuamil. Como buey para eso del barbecho.
- Tampoco, suegro. La Luciana vale más, pero ya está usada. ¿Crees que no lo sé? Va a tener un
hijo de Pablo Ortiz, el falluquero.
Se enfría del todo el viejo Cornelio. Acaba el taco, traga grueso el bule mezcalero y del morral de
ixtle que trae al costado saca hojas, tabaco macuche, el pedernal y la yesca. Arma dos cigarros.
El flaco para el muchacho, el gordo para él. Chupan a las calmadas, casi sin humo. Udocio en la
aguadora, ya a tiro de piedra: llenita, escurridiza, bailadora con los cántaros que se desbordan a
los lados.
- Me vas a dar la Florinda ésta, tata suegro.
- Te llevarías toda la luz de mi rancho. Me dejarían a oscuras de una vez. Mira que solitos ya se
enturbian mis ojos y aún sentado se me hacen nudo los nervios.
- Me la vas a dar, suegro. ¿O quieres que vayamos con los otros abuelos y el gobernador Quirino
Mendía?
-¿Me tiras un pial, muchacho?
La Maurilia y la Florinda son una misma. Nacieron juntas, ¿o no?
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- Son cuatas. Todo mundo lo sabe. Nomás mirándolas se sabe.
- Son igualitas. Aquí está el asunto. Dejaste que jodieran a la Maurilia, la otra mitad de Florinda.
Entonces tu deber es pagar con la Florinda. Como pagar un peso con otro peso. Qué mejor
justicia.
Casi traga la colilla el viejo. Le da la tos. Carraspea como malo de la tisis. Le azulean las venas
de la frente, se le hincha el pescuezo.
- Eres diablo, Udocio…Mister. Es verdad que la Maurilia y la Florinda son una misma. Carga pues
con esta diantre que te viene dando lado, como si supiera. Nomás que me traes un torete. Es un
pelo más bonita esta Florinda. Vale un tantito más que la Maurilia.
- Échale, échale… Eres judío, suegro.
La aguadora tuerce el rumbo para rozar al elegantioso bracero. Se le ladea un cántaro y un chorro
de agua con pétalos de dalia besa los zapatos texanos. Udocio Mister se para.
- Mañana mismo vendremos mi tata y yo por la Florinda ésta. Ya veremos lo del torete que pides
de pilón. ¿O quieres que vayamos con los otros abuelos y el gobernador Quirino Mendía? Tú
dices.
-Yo nomás legaba… Por no quedarme de una vez ciego y tullido.
“Sábado”, Uno más uno, 14 de enero de 1989.
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208
No sólo por sangre se dan los
hermanos: también por pleito de
infancias.
Vente, Pasmao
Lo llevaron a tierras lejanas cuando ganaron la partida los Hurtado, al aliarse a las fuerzas
federales.
Creció lejos del río, de las vacas y del queso y de la calabaza con leche recién ordeñada, todavía
espumosa. Enchiquerado entre casas año con año un tanto más altas. Entre aires pardos, la
educación que todo sabe fingirlo y gente siempre corriendo y llegando tarde.
Su padre no había perdido la vida en la bola, no obstante haber sido el guerrillero más bravo de
esas sierras. Lo mataron en la paz, al año de haberse firmado el armisticio entre los bandos. Lo
emborracharon, lo provocaron como a perro prieto. Y lo cocieron a balazos entre tres pistolas,
cuando al fin se llevó la mano a la cintura.
La madre se fue secando de la pena. Aquellas carnes de por sí minadas por los dos años de
peregrinar por las sierras, más y más se pegaron a los huesos. A él, único retoño, lo guardaron en
un orfanatorio de México.
Pero Efraín chico quería ir a su pueblo, a su Refugio tan bonito. Lo soñó durante varios años.
Hasta que un día le dijeron las monjas:
- Vete a trabajar. Deja el lugar a otro huérfano. El señor Gómez necesita un ayudante en la
tlapalería.
Aprovecho las primeras vacaciones.
De inmediato logró abordar la troca del Refugio.
Todo un día por laderas peladas, arroyos
pedregosos y chaparrales la pura espina.
Lo creían un ingeniero en misión del gobierno, a causa del zaracoff y las botas nuevas. Sentado
en las cajas de mercancía, paraba oreja a las pláticas:
- Los retoños de esos bandidos nunca volverán.
- Cuanto mejor… No faltaría quien se cobrara en ellos aunque fuera una de las muchas que deben
sus tatas.
Uno se mostró comprensivo:
- Así pasa siempre en los lugares chicos, al menos en Durango. Los que pierden una bola, ya
nuca pueden regresar a su tierra.
209
Sentía la boca amarga y le sudaban las manos. El compañero de al lado lo acosaba con miradas
de invitación a entrar en la plática, y tuvo que decir algo.
- Eso pasa en todas partes de México y del mundo… No sólo en Durango.
Más allá en el camino pedregoso, le fueron señalando los lugares en donde se dieron los combates
más duros y las emboscadas más sorpresivas. De trecho en trecho había cruces de palo, con su
leyenda grabada a cuchillo.
- En esta rinconera una vez cayó Efraín Tabares con su gente. Nomás con cinco hombres asaltó la
troca de Ponciano Mora. Mató a todos los que iban arriba, asina como ahora caminamos nosotros,
ingeniero.
- Nomás Ponciano escapó. Corrió por esta huizachera.
Cuando el maltrecho camión zigzagueaba entre lomeríos de palmillas y magueyes enanos
apareció El Refugio, allá como una mancha blanco. Su río de aguas verdes. Los flancos de
sabinos grandotes y ramudos que le siguen viaje a las aguas, raíz con raíz. Las huertas de limas y
limoneros.
Y los planes sembrados de camote y cacahuate…
Todo según la fotografía que
guardaba bien adentro. Hasta en los colores, en los mismos tonos de entonces. Única novedad,
que El Refugio se ha hecho un tanto viejo.
Ya para meterse el sol están en la Plaza Principal. Pregunta quién renta cuartos. El mismo
compañero de asiento lo lleva con Clarita, la fondera.
Fue una noche tan larga como el tiempo que había estado fuera de su pueblo… Cuando ladraban
los perros de uno en uno o en coro que crecía en rabias, le parecía que eran los mismos chuchos
de entonces. Como si ninguno hubiera muerto. También los mismos aullidos de coyotes lejanos,
seguramente rondando por las orillas: cerca de la casa de Lucio Hurtado, su padrino de bautizo; o
junto a la de don Tadeo Serratos, el de la mano torcida.
Era un limón recién exprimido. Como los ojitos de agua del rancho, que solamente manaban
cuando las lluvias. Le duele la cabeza. Un peso lo aplasta.
También las mismas campanadas. Bronces de su pueblo, como no los había vuelto a oír.
Gente, mujeres. Pasos de huaraches, a misa de cinco. Remuelen la arenilla de las torcidas
callejas en su semitrote. Los hombres han tomado otro camino, el de los plantíos o rumbo a los
agostaderos, a inspeccionar los animales. Una tira de sol se filtra a través de la ventanilla de gasa
azul, corriente.
Cuando sale, la plaza está quieta. Sólo meten bulla los chanates prietos, apiñados en los pinillos
que florean gusanitos rosados.
“Es mi oportunidad…”
Una bonita mañana, verdaderamente del Refugio. A cada rato voltea hacia el lomo de las viejas
bardas. Sus geranios de todos colores parecen decirle:
- Buenos días, Efraín chico.
-¡Qué milagro que vuelves a tu tierra!
210
Ya en las afueras del pueblo, al enfrentarlo se quitan el sombrero los muchachos que llevan los
becerros al río.
Con gracioso mohín lo atienden las muchachas que regresan de los pocitos…
Muchachas con cántaros de barro requemado al hombro, arqueada la otra mano contra la cintura.
- Buenos días le dé Dios…
- Buenos días le dé dios –es el recibimiento, tonadita de canción.
Da con el Peñasco Colorado mero allí donde lo recordaba. A medida que trepa en la peña, al
detalle aparecen los planes del otro lado del río. Al tocar la cima, un beso de boca gigante
envuelve su alma…
Allí enfrente está lo que buscaba: el blanco casco de la Hacienda Chica. Ruinas, aparición en
noche de pesadillas. Habían sido su casa. Allí nació y allí revoloteó la avejilla de sus primeros
años.
“De aquí nos fuimos aquella noche… Allí las calles de mezquitales. Era tan sabrosa la mielecita de
los mezquites, güera y espesa.
Y las lagartijas rayadas… Las mariposas blancas, luego las
amarillas, después las pintas… En esa charca lavaba mamá. Ya cambiaron la cruz. No hace
mucho. Aún blanquean las rosas de magueicillo sotol… Cuando Erasmo Torres fue el Jesús, le
presté el hacha de mi papá. No traían hacha. Luego él me pegó por prestar sus cosas…
- Buenos días, ingeniero.
- Buenos días, ingeniero –insiste una voz bronca a sus espaldas.
Voltea de golpe, cenizo. Respira para adentro. Es como tener pesada mano sobre el corazón en
momento de soñar fuerte. Con trabajos puede responder:
- Buenos días, señor…
- No se espante asina, ingeniero. Lo divisé caminar para acá tan solito que me dije: Voy a
ofrecerme a su buena persona… Si le está cuadrando nuestro pueblo, yo lo llevo a andar por ahí.
Mire, allá donde se esconde el río hay un baño de aguas que hasta echan humo de tan caliente.
Allá donde rebuzna ese burro mojino hay limas ya en su punto.
Era otra cosa. Palabras broncas, pero con sabor a lima madura, con calorcito de aguas termales.
Cobra aire y sangre. Su cara es tuna duraznilla, de las rojas, rojas.
- Esta casa vieja tiene sus historias, ingeniero. Aquí vivió el cristero ése de quien le platicamos
ayer en el viaje. Fue el jefe de los bandidos cristeros, esos de “¡Viva Cristo Rey! Quiero la vaca y
el buey”… Muchos le darían veneno de coyote a su mismita ánima, si algún día se nos apareciera.
Lo mismo que a su retoño si… Quién sabe. A lo mejor tampoco vive Efraín chico. Y aunque
viviera, qué ha de volver. Su tata y el mío fueron los jefes de los bandos que pelearon por todas
estas sierras de alrededor.
Retrocede en los hechos el hombre aparecido. A los tiempos de paz, “los buenos tiempos” que allí
llaman. Cuando Efraín Tabares era un amigo de los amigos, refugeño de los meros jaladores y
compadre de todo el pueblo.
- Allí vivían, en esa hacienda vieja, sabe. Se llamaba Hacienda Chica. Desde que ellos se fueron
a La Sierra, nadie volvió a entrar en sus tapias, ni siquiera a pepenar hierbas de remedio. La casa
211
se vino cayendo sola… Ese Efraín Tabares tenía unos torones joscos, tan deslavados que hasta
parecían bayos. Yo era un chamaco y jugaba con Efraín chico. Una vez nos dieron de piedrazas
en aquel clarito de llano…
Están de cara al casco viejo, olvidados. El “ingeniero” se lleva una mano al zaracoff, para palparse
la sien.
- Yo le aticé una pedrada al Efrencillo en la mera maceta. ¡Qué cosas! Ja, ja, jaaá… lo descalabré
rete feo. Muchos días le duró la herida, por eso le pusimos El Pasmao. Desde entonces nunca
volvimos a hablarnos… Me recuerdo que en ese mismo clarito habían sembrado… Habían
sembrado… Hombre, no puedo recordar lo que habían sembrado allí.
-¡Cebollas!
- Eso merito: ¡¡cebollas!!
A una giran sobre los talones. Se trenzan en un tejemaneje de cuatro ojos, ya de espanto, ya de
duda y sorpresa… Se miran sin mirar. Se estudian como dos toros que luego de un buen rato de
jugar a las cornadas fueran a comenzar una pelea de a deveritas por habérseles calentados la
sangre. Efraín esconde los ojos bajo el zaracoff.
El hombre ofrecido sonríe en los adentros. Su
voz suena más bronca que al principio:
- Óigame, ingeniero: aquí usted se llama… Se llama… Epifanio… Inzunza. ¿Qué le parece?
Lo toma del brazo.
-Vamos a empujarnos unos mezcales, ¡diantre de Pasmao!
“Sábado”, Uno más uno, 14 de enero de 1989.
212
Obra Narrativa de Antonio Estrada Muñoz
Novela:
Rescoldo. Los Últimos Cristeros,
México, Primera Edición: Jus, Colección Voces Nuevas # 17,
1961. Segunda Edición 1988. Tercera Edición, Colección Clásicos Cristianos #6, 1999.
La Sed Junto al Río, México, Ed. Jus, colección Voces Nuevas # 26, 1967. Segunda Edición 1988.
Los Indomables, inédito.
La Buena Cizaña, inédito.
Cuento:
“Vente Pasmao”, El Universal, Suplemento Dominical Revista de la Semana, cuarta sección,
México, año XLVI, domingo 12 de agosto de 1963, p. 3.
“Los Benditos”, El Cuento, revista de imaginación, Tomo I, Número 4, México, agosto de 1964, pp.
94 a 97.
“El Sombrero” El Cuento, revista de imaginación, Tomo I, Número 13, México, junio de 1965, pp.
471 a 474.
“Leandra” ”, en: Pasos, Imagen Multiplicada del Vivir, Amar y Morir, México, Taller de Escritores
Renovación/ Ediciones Oasis, 1968, pp. 11 a 16.
“Eudocio Mister”, en: Pasos, Imagen Multiplicada del Vivir, Amar y Morir, México, Taller de
Escritores Renovación/ Ediciones Oasis, 1968, pp. 95 a 98.
“El Pañito”, en: Pasos, Imagen Multiplicada del Vivir, Amar y Morir, México, Taller de Escritores
Renovación/ Ediciones Oasis, 1968, pp. 105 a 108.
“La Cita” ”, en: Pasos, Imagen Multiplicada del Vivir, Amar y Morir, México, Taller de Escritores
Renovación/ Ediciones Oasis, 1968, pp. 153 a 158.
213
”La Gavilla”, en: Pasos, Imagen Multiplicada del Vivir, Amar y Morir, México, Taller de Escritores
Renovación/ Ediciones Oasis, 1968, pp.187 a 196.
“El Lobo”, “Udocio Mister” y “El Pasmao” ”, en: Sábado, Suplemento Cultural del Periódico Uno más
Uno, 14 de enero de 1989
”Valentín de la Sierra”, en: Sábado, Suplemento Cultural del Periódico Uno más Uno, México, 21
de enero de 1989, p.4.
“Suerte de San Antonio”, “Remedios” y “La Otra Mejilla”, en: Letras Libres # 22, Año II, México,
octubre de 2000, pp .73 a 74.
Narrativa Típica, inédito.
214
Jaime Del Palacio
El Licenciado en Letras Españolas por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, Doctor en
Lingüística y Literatura por el Colegio de México, editor, funcionario público, catedrático, articulista
y novelista José Jaime Del Palacio Montiel, escribió de sí mismo: “Nací en la calle de Saucos de la
ciudad de Durango en 1943. Todavía no lo lamento”. (DEL PALACIO, JAIME. Parejas, México,
Plaza y Valdés Editores, 1987, cuarta de forros).
La fecha exacta del natalicio de Del Palacio fue el 20 de julio de 1943 y desde muy joven vivió en la
ciudad de México. En 1980, Del Palacio publicó su primera novela Parejas, por la que recibió los
premios Xavier Villaurrutia y Nacional de Narrativa de Colima, ambos en el año de 1981.
Mitad de la Vida es la segunda obra narrativa de Del Palacio y apareció en las librerías en 1985.
De Mitad de la Vida, su editor nos dice:
Si algo define a este texto de Jaime Del Palacio es la desolación. Un proceso ritual y
continuo de desintegración que inminentemente conduce a la desolación. Narración de
desencuentros, sus protagonistas se unieron para practicar la separación mediante la
mutua destrucción, en un deambular caótico en el que nadie sabe quién es y a quién ama.
El resultado es de una estricta sobriedad que linda en la frialdad y lo patético. Su lectura
es ardua y angustiosa: no concede nada al lector. Cinco capítulos que pudieran ser textos
autónomos pero que los personajes involucran desde distintas ópticas y con voces en
primera persona diferentes.
(Jaime del Palacio. Mitad de la Vida, México, Editorial
Grijalvo, Serie Narrativa, 1985, cuarta de forros)
En 1999, junto con Miguel Kolteniuk, Jaime Del Palacio escribió Las Estaciones del Duelo, un libro
de aforismos y relatos. En el año de 2003, bajo el sello editorial de Joaquín Mortiz sale a la venta
Seis Mujeres. Una Exploración Literaria Sobre los Límites del Erotismo, libro de seis relatos de
Jaime Del Palacio.
Se reproduce aquí un fragmento de Mitad de la vida.
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Jaime Del Palacio
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Mitad de la vida
(Fragmento)
CAPITULO 2
Suspendida ahora mismo en mitad de la habitación comenzaba a sentir cómo su sangre iba
llevando el mensaje a todo su cuerpo y era como si los latidos aparecieran y desaparecieran de su
campo visual ciertos renglones que se habían quedado prendidos a sus ojos más que otros y, así,
al lado de las imágenes plásticas en que ciertos seres ejecutaban ciertos actos repugnantes, esos
conceptos referidos a aquel viaje arrojaban una luz intermitente. “Pensó siempre en su placer…”;
“Nunca le importó lo que yo sintiera…”; “No supo que yo sólo experimentaba disgusto…” Y esas
pulsaciones llegaban como la luz de las estrellas que han muerto hace millones de años y era
como si ella, por esa extraña simultaneidad del conocimiento, percibiera a la vez la luz y la certeza
de su muerte ocurrida hacía diez años en aquella ciudad. Pero de algún modo hacía mucho que
esperaba la verificación de esa certeza, sólo que esa espera se había realizado en alguna parte de
su espíritu que su cuerpo desconocía por completo, de tal manera que ahora que su sangre la
recorría cargada con aquella información era como si por virtud de una enfermedad genética
revelada de un modo inesperado la energía estuviera impedida de llegar hasta sus músculos. Los
intestinos recibían la noticia y se contraían desesperadamente, caóticamente, y le causaban un
dolor en el vientre que le transmitía, a su vez, una opresión en el pecho y una alteración en el ritmo
cardiaco. La náusea empezó a perturbar todas sus percepciones de tal modo que el temor del
desmayo pasó a ocupar masivamente su atención como si fuera esa la única manera de olvidar las
imágenes que hasta hacía unos momentos habían poblado su mente.
¡No pensar! Era
indispensable dejar de pensar. Para lograrlo, su cuerpo debía ocupar el lugar de su mente y
ocuparse de los cuidados que le atormentaban. El malestar crecía y la angustia, como si quisiera
salir de una cárcel golpeaba indiscriminadamente todas las puertas de su cuerpo como una
mariposa ciega moviéndose en su interior; aleteaba en sus pechos y en su vientre, en las piernas
sobre todo, y no se conseguía salir. Y el malestar crecía. Corrió hasta las escaleras obediente a
un impulso salvador. En la cocina llenó un vaso con un licor fuerte; bebió de un golpe y llenó de
nueva cuenta el vaso. Volvió a la sala bebiendo a tragos cortos y sintiendo cómo el alcohol
asperjaba desde su vientre una fuerza que le permitía plantear sólidamente sus pies sobre el
suelo. Se sentó, el vaso entre las dos manos y éstas entre las piernas, y miró insensible hacia el
jardín; la sombra espesa del ciruelo la atrajo como un imán. La gran copa tan milagrosamente
poblada después del invierno con esas hojas surgidas de la nada, producto de la preñez eterna de
la naturaleza, florecidas ahora por la gracia de la primavera, le causaron uno como descanso
inconsciente. Diez años antes, al regreso de aquel viaje, había plantado ese árbol con sus manos
y ahora, como un hijo agradecido, le daba la confirmación de su propia existencia en un momento
219
en que la creía perdida: la concreción, la referencia de su propio vivir. Y así como el árbol año con
año había verdecido y florecido cada vez con mayor majestad, con mayor seguridad, renovando
con ello su voluntad de vida, así ella, por gracia del licor que llegaba a su cuerpo a estimular una
secreta fuente de fuerza, decidía en ese momento la prolongación de su vida a medida que iba
sintiendo la seguridad en la posesión de su cuerpo. Salió al jardín y arrastró una silla de metal bajo
el ciruelo; se sentó y siguió bebiendo del vaso poco a poco, a tragos cortísimos, como para igualar
su fortaleza con el sabor fuerte de la bebida. Un viento tibio movía las ramas del árbol y recorría su
piel como para comunicarle la complacencia de la naturaleza por su decisión de no enloquecer, de
no morir. El cielo despejado no era todavía perseguido por el humo del norte y permitía el jugueteo
de las golondrinas, ya no arriesgaban su vuelo más allá, hacia dentro de la ciudad. Junto con la
decisión y la fuerza regresaban los pensamientos: otras imágenes, otras palabras, otras
sensaciones… Repentinamente un recuerdo la tomó por sorpresa, como si los hechos ocurridos en
su pasado pudieran llegar hasta ese presente para protegerla. Le regresaron las imágenes de otra
primavera, la de los llanos, cerca ya su cumpleaños. Caminaba de la mano de su padre hacia
Santa María. Las abejas volaban perezosamente sobre las flores silvestres. El aire caliente,
cargado de los ruidos de los insectos y del olor y la humedad de las plantas, flotaba sobre sus
cabezas mientras el hombre cantaba canciones en un idioma hecho de sonidos guturales que ella
pronunciaba con dificultad.
El campo se extendía ante sus ojos con manchas de amapolas como barcos que navegan en un
inmenso océano verde. La presión de la mano del hombre parecía envolver no solamente esa
porción de su cuerpo que eran sus cinco dedos, sino toda su piel, toda su carne tan semejante a la
de él. Ser protegida de esa manera; tener de nuevo la sensación de pertenencia a alguien de ese
modo tan íntimo, tan perfecto que no admitía resquicios o pensamientos ajenos… Su padre se
puso a cantar en español una canción que sólo cantaban los campesinos. En esa entonación tan
curiosa del norte mezclada con las dificultades nunca superadas de su castellano la canción era un
diamante encontrado en un páramo y ahora volvía a sus oídos con ese valor, con el ruido del agua
saltando sobre el pedregal de su interior…
Amores he tenido
y amores tengo,
pero a nadie he querido
como te quiero.
Y el ritmo juguetón volvía y volvía desde los labios de su padre hasta su oído, hasta su corazón, a
través de todos los años y todas las nieblas para hacerla vivir de nueva cuenta la ficción del amor
y, gracias a esa ficción, devolverle su propia vida, su propia historia, su única posesión verdadera.
Tenía entonces diez años. Había nacido en los llanos de Victoria, a donde su padre había llegado
para instalar una tienda de ropa en el floreciente pueblo de agricultores, paso obligado a las
220
ciudades de Gómez Palacio, Torreón y Durango. Don Amín, grande y blanco como el Pantocrátor
de la iglesia, hizo construir un enorme y extraño chalet de dos pisos frente a una gran mora que
daba unos frutitos disminuidos y amargos que los niños cortaban siempre para escupirlos siempre
con disgusto. En la planta baja de aquella casa, don Amín almacenaba mercancías que hacía
traer desde Monterrey, desde Torreón e incluso desde México para llevarlas paulatinamente a la
tienda. Aquellos vestidos, ropa interior, perfumes, constituían la coquetería de las mujeres de los
agricultores que hacía mucho se habían diferenciado de los meros campesinos… Cuando pidió la
mano de Rosa, don Amín era ya un hombre mayor; pero tampoco ella era demasiado joven: sus
mejores atractivos consistían en un rostro trigueño y en un cuerpo esbelto y pequeño. El orden y el
trabajo eran los dones que poseía aquella mujer que había rechazado varios buenos partidos.
Todos sabían que no habría amor en aquel matrimonio; también sabían que de otra manera Rosa
no se había casado. Ciertamente don Amín gozaba del vago desprestigio de los libaneses cuyos
descendientes todavía no formaban la poderosa comunidad que crecería en los llanos durante los
años siguientes, ¿pero no era un ferviente católico? ¿No había contribuido más que ningún otro
comerciante en la construcción del templo? Don Amín y Rosa se casaron en la iglesia y en esa
iglesia hizo Isabel, la única hija, su primera comunión.
Entre fondos de nylon y vestidos de algodón, jugando con muñecas que todas las niñas envidiaban
y con frasquitos azules y olorosos, creció Isabel en el chalet. Había heredado la delgadez de su
madre y la estatura un poco desvencijada, la piel blanca y los ojos claros de don Amín; también la
capacidad de parecer asombrada ante lo desconocido con la actitud semejante a la del extranjero
que no conoce una palabra pero que debe fingir el perfecto conocimiento de su significado. El
orden de doña Rosa había producido en ella una permanente apariencia de cuidado que, sin
embargo, desmentía la ropa sucia amontonada bajo la cama a pesar de las furiosas advertencias
de la madre. Esta, ocupada siempre en las contabilidades de la tienda y en mantener el chalet
impecable para las visitas femeninas que acudían cada vez en mayor número a mirar las
novedades, descubrió que su hija había tenido la menarca. Isabel tenía catorce años cuando esto
ocurrió y entonces sólo se ocupaba de ocultar todo a doña Rosa; pero también ocultaba todo a los
demás. En el colegio de monjas, que se había instalado con el beneplácito de los propietarios que
durante años habían mandado a sus hijos a la escuela del estado, las compañeras crecían como
ella y como ella también se avergonzaban: miraban secretamente sus senos y sus caderas cada
noche para comprobar el volumen; pero ellas parecían compartir el secreto.
Algunas incluso
parecían estar orgullosas del florecimiento de su cuerpo y lo mostraban a otras: no Isabel, que
sumía el pecho y caminaba ligeramente inclinada con la esperanza de que nadie notara las dos
protuberancias que habían surgido en su pecho. Los vestidos eran entonces escotados y
vaporosos, incluso el uniforme del colegio se había atrevido a levantar el dobladillo: entre las
jóvenes casi había desaparecido la ropa rígida que su madre y las mujeres mayores del pueblo
aún llevaban; las mujeres se ataban cintas en el pelo y admitían que con el aire de abril las faldas
se les pegaran al cuerpo y permitieran a los hombres adivinar la línea de las piedras. En esa ropa,
221
la estatura de Isabel resultaba ridícula; sin embargo, bastaba mirar su cara un momento para saber
que había algo extremadamente hermoso en ella. No eran quizá las facciones en que los pómulos
ligeramente duros la aproximaban a las muchachas de la sierra, aindiadas y masculinas; eran los
enormes ojos tornadizos, verdes o azules según cambiaran la hora del día o el color de su ropa.
Hizo de pastora en una obra de navidad: todo el pueblo quedó prendado de ella no tanto por su
dulzura o su belleza, más bien por el desconcierto encantador con que se movía en el escenario
improvisado en la casa cural. Ese encanto tenía, sin embargo, algo de perverso, una negativa de
la vida que afuera transcurría en primaveras con días floridos, en borrascas de verano, en
polvaredas y parvas de tlazole del prolongado invierno, y en su interior en cambio se había
detenido en un rechazo fundamental de su propio crecimiento. Las muecas eran aún su única
compañía verdadera y la colección de cuentos de Andersen, Grimm y Perrault, que su padre le
había traído de un remoto viaje a México, el único alimento de su espíritu. Y aquellos objetos
inanimados de zololoi, desportillados por la edad, que habían sido los interlocutores de su primera
infancia, seguían siendo tal vez los personajes principales de su vida. Y las fabulaciones de la
humanidad recogidas por aquellos cuentistas europeos la mantenían en ese delicado equilibrio,
que sólo los cuentos de hadas propician, y que permiten a los niños no deslizarse por la pendiente
del vacío y de la muerte.
Cuando don Amín murió, todo cambió súbitamente para doña Rosa y, consecuentemente, para
Isabel. Distante de su hija, hacía mucho que ésta se le había escapado entre una maraña de
formalidades minuciosas que doña Rosa se esforzaba tercamente por mantener.
Comer,
merendar, intercambiar algunas ocasionales palabras en torno a los quehaceres; recomendar
trivialidades a propósito de la escuela, habían constituido la relación entre los padres y la hija de
los últimos años. Habían quedado en un remoto pasado los días en que la niña era el encanto del
hombre que envejecía; los días en que la tomaba de la mano para llevarla, en la primavera tardía,
cerca ya de su cumpleaños, a caminar por el llano de Santa María. Crecer sin repetir, hasta
hacerla propia y que no hubiera necesidad de que existiera en la realidad, esa sensación de
pertenencia a su padre no tenía sentido alguno: era preferible vivir precisamente en ese orden
impuesto por su madre, en medio de los quehaceres establecidos por un destino previamente
fijado, aún cuando no se supiera todavía de qué modo. Don Amín parecía, él también, quererlo de
esa manera: la distancia, el desconocimiento de su hija, se le habían propuesto como una vía para
salvarse de una cercanía que no podía tolerar. Por eso cuando murió, Isabel apenas pareció darse
cuenta. Ella misma se asombraba de no tener lágrimas para llorar a su padre: sólo los ojos
desmesuradamente abiertos y asombrados, y la inconsciencia; una vaga pesadumbre que se
tradujo en cansancios y distracciones, el temblor de una pierna que fastidiaba a doña Rosa porque
la mesa se movía cuando merendaban juntas en el chalet vacío. Unos meses después de la
muerte de su padre, Isabel dejó de menstruar. Apenas se dio cuenta de que su madre había
vendido la tienda y la casa para ir a Durango; apenas supo que ya estaban en la ciudad, viviendo
en una casa más pequeña que el chalet, con pisos de mosaico azul; apenas se dio cuenta de que
222
se encontraba despachando, al lado de su madre, botones, hilos de colores, ropa de niño, en la
mercería que doña Rosa había comprado.
Sabía confusamente que en ese orden ella tenía el
lugar privilegiado y que quizá gracias a él había podido sobrevivir porque se encontraba incapaz de
suponer siquiera que hubiera podido llevar otra vida distinta en algo de la que doña Rosa le
dictaba. No le preocupaba en absoluto la manera en que su madre sobrellevaba la muerte de don
Amín, de qué manera había organizado otra vez la existencia que llevaban en Durango: le bastaba
ejecutar las órdenes que ni siquiera venían de su madre; emanaban del día mismo, del momento
en que era necesario cocinar, de las horas en que era preciso entrar en la mercería, del instante en
que había que suspender toda labor para recogerse, desnudarse, ponerse el camisón y dormir en
noches sin sueños y sin insomnios. Doña Rosa nunca se enteró de que su hija había dejado de
ser una persona para convertirse en algo trémulo y vegetal; su madre era solamente la dueña
completa de la existencia de las dos.
Pero la vida de Isabel se transformó cuando el hermano de su madre llegó a la casa acompañado
de un viejo minero harto de la sierra que buscaba un trabajo fijo en el Cerro del Mercado. Ya para
entonces se había vendido también la mercería y las dos mujeres se habían mudado a un barrio en
las afueras de la ciudad. En su momento, eso tampoco tuvo demasiada importancia para la joven:
el mismo orden reinaba infrangible aún cuando ahora se limitaba a barrer las banquetas, a mojar
los pisos de ladrillo, a preparar la merienda (debía comer sola y había abandonado el hábito de
sentarse a la mesa) y a tejer mientras esperaba a doña Rosa que llegaba, infatigable, a contar
cómo había cocinado todo el día para el restaurante lujoso de la ciudad… La espiral de su vida
había descendido y se había estrechado de tal manera que ahora contemplaba siempre los
mismos paisajes repetidos y repetidos hasta la inconsciencia.
Los dos visitantes dormían en la sala envueltos en sarapes. El hermano de doña Rosa, capataz en
las minas de Tayoltita, venía a Durango a ensayar minerales; había traído al viejo que estaba
cansado de vagar por la sierra encontrando un metal que nunca podía sacar y soñando con un
placer que nunca llegaría. Se levantaban al alba y doña Rosa y su hermano salían juntos mientras
el viejo se sentaba en cualquier lugar a sorber el café de la taza que Isabel le procuraba cada vez
con menos desconfianza. Al principio el hombre permanecía silencioso durante horas hasta que el
sol calentaba; entonces pronunciaba unas palabras de despida y salía para volver a la comida. A
veces salía por la tarde, pero nunca regresaba después de oscurecer; daba vueltas hasta la hora
de dormir para volver a levantarse a la madrugada siguiente y liar un cigarro interminable que
prendía de nuevo con el café.
-¿De dónde vienen ustedes, don Ramiro? –preguntó Isabel una mañana.
-¡Uh, niña, si supiera! De todas partes y de ninguna –el hombre tenía ese acento serrano en que
las eses iniciales tenían una fuerte aspiración que las hacía sonar como jotas: “….ji jupiera…”,
había oído Isabel, pronunciadas las dos palabras con un aspaviento que suponía toda una vida de
minuciosas horas.
223
A partir de aquel momento nació entre don Ramiro e Isabel una amistad hecha de una sencilla
complicidad. De los dientes renegridos del minero salían historias que a la muchacha parecían
arrobadoras. Crecida en los llanos, apenas podía imaginar qué utilidad podía tener el saber olfatear
el agua o los animales, el conocimiento de las plantas y las piedras, el discernir entre las abejas
que iban y las que volvían según el vuelo ligero o pesado, pero los hechos que aquel hombre
contaba la devolvían a una infancia muy otra de la suya propia, reseca y cotidiana: era esta una
niñez poblada de árboles gigantescos, de musgo sobre las piedras y ardillas y piñones y arroyos
helados…, y nieve, nieve en el invierno, cayendo en copos suaves, tal y como parecían dibujados
en sus cuentos de hadas.
Don Ramiro y el hermano de doña Rosa se fueron. El viejo no había conseguido trabajo en el
Cerro porque la compañía sustituía a los trabajadores por enormes camiones capaces de
transportar varias toneladas hasta la tolva que a su vez llevaba el mineral hasta el molino de donde
salía directamente a las góndolas que se llevaban lejos. Su tío regresaría a Tayoltita cargado con
los saquitos de piedras que había traído. Habían permanecido sólo quince días en su casa, pero
las palabras que llenaron esos días parecían haberse quedado pegadas en las paredes, metidas
en los roperos, entre los trastos de la cocina, sobre la mesa: aquel hombre había llegado a
devolverle la posibilidad de soñar, largamente perdida. Ahora las esperas y el tejido transcurrían
llenos de imágenes y deseos. La vida que empezaba a percibir a través de su cabeza parecía
descender a su cuerpo para hacerle sentir su propia existencia, la presencia de sus senos
olvidados, de su sexo tanto tiempo indiferente, su calidad de mujer entre los seres humanos, su
calidad de ser humano entre los demás. En aquel estado naciente en el que tímidamente
comenzaban a entrar en su mente, en su cuerpo, sensaciones enteramente inusitadas, los libros
iniciaron en ella su tarea perturbadora. Incapaz de tolerar un encuentro con otro ser hecho de la
misma materia que ella misma, las ficciones de las novelas comenzaron a suplir esos encuentros
que nunca había podido tener. Así, a través de los cientos de páginas que muy pronto desplazaron
al tejido y a las esperas, a los delirios y a los tiempos muertos, Isabel conoció la vida de otras
personas, los sentimientos que otros seres podían vivir y de los que no se avergonzaban. Con Ana
Karénina aprendió que el amor puede ser desesperado y puede ser inútil, porque si Ana muere al
fin por causa de su amor loco, como una Isolda encarnada en el siglo XIX, Levin pasará por el
amor de Kitty, que a su vez habrá pasado por la humillación de su enamoramiento por Vronski, sin
que éste le deje apenas huella, como si lo hubiera necesitado solamente para poder plantearse, en
la paz de las emociones, las grandes preguntas que lo agobian. ¡Y cómo le despertaba simpatías
Alejandro Karenin, ese ser rechazante y despreciable, pero sufriente y fuerte! Leyó muchas veces
la obra de Tolstoi porque encontraba en ella todas las complejidades de su propio espíritu, porque
en cada lectura podía identificarse con los distintos personajes, así fueran hombre, y sentir la
frivolidad de Stiva y el sufrimiento craso y mediocre de Dolly o los tormentos de la joven Kitty.
Amaba esas descripciones de cacerías porque le evocaban la sierra que no conocía…, y la nieve,
¡cuánta ilusión le causaba el pensamiento de encontrarse encerrada en una de esas casas durante
224
el invierno ruso y contemplar la caída de la nieve suave, de los copos de mariposas blancas
vacilantes en el aire, suspendidas por la fuerza de su vuelo! Y este reconocimiento de su interior en
los seres de las grandes ficciones, esta confesión de sus propias emociones frente a personajes
complejos, le impidieron que su placer fuera suscitado por la literatura ramplona que difundían las
revistas ilustradas que por entonces comenzaban a aparecer. Leyó todos los libros que cayeron
en sus manos y supo que las novelas son indispensables para el conocimiento de la vida, tal vez
porque ella misma no tendría nunca más conocimiento de la vida que ese; supo que las novelas
son la única fuente a donde se puede acudir para saber cómo pasan su vida entera los semejantes
a uno mismo, porque el conocimiento de las personas “reales” está hecho de tal variedad de
fragmentos que es imposible conocer a nadie. Y si para ella la vida había sido hasta entonces un
encuentro con nadie en el desierto de sus pensamientos, la aparición de Bixiou, de Lucien, de
David Séchard, de Florine, de Vautrin, de Eugenia Grandet; del príncipe Mishkin, de Sonia, de
Stravroguin, constituyó la aparición de un universo completo, de una sociedad más viva aún que la
que podía observar cotidianamente cuando barría la banqueta o paseaba por la Plaza en
compañía de su amiga, la única, que ahora podía tomarla de la mano y arrastrarla al paseo.
-o- Tal vez yo tenga la culpa.
Dijo en voz alta, y como si ésta hubiera sido la cerradura vencida de una trampa demasiado
cargada, se le vinieron encima las lágrimas y los años. Recordaba imágenes felices de la infancia
y pedazos sin aparente relación de todos los años pasados al lado de Joaquín. Recordaba el
crecimiento de sus hijos y recordaba la distancia. Recordaba tardes pasadas en ese jardín sola,
mientras él, en la biblioteca, se hundía cada vez más en un mundo del que ella quedaba excluida,
no por el conocimiento: ¿no había terminado, ella también, por ser una intelectual respetada
admirada por sus alumnos y sus colegas? Acaso había sido eso: la envidia de Joaquín por su fácil
acceso a cosas que a él parecían costarle tanto. ¡Cuántas veces había creído ser superior a él a
pesar de las sonrisas de condescendencia que recibía cuando comentaba algo que se creía del
exclusivo dominio de su esposo! ¡Cuántas veces había creído ser más inteligente incluso en la
aceptación de la mayor inteligencia de Joaquín!
Recordó un día en que tristemente él le había confesado su incapacidad para relacionarse con sus
propios hijos. Joaquín había aceptado pasar unas vacaciones en el mar. Los días transcurrían
lentamente con gigantescos atardeceres malva en una bahía de pelícanos. La mayor parte del
tiempo entregado a la lectura, apenas dedicaba unos minutos a la presencia exigente de los niños
que demandaban interminablemente la atención de los adultos, mientras Isabel se afanaba en los
juegos para preservar el silencio y la calma que él creía indispensable y que parecía imponer como
condición para permanecer al lado de su familia sin sufrir demasiado. Una de aquellas tardes
Isabel lo arrastró a un paseo por la playa; los niños, adelante, se dejaban mojar los pies con las
olas. En un punto del norte, el crepúsculo comenzaba a producir un efecto violáceo muy tenue,
225
perceptible apenas por unos minutos para desaparecer después confundido en la oscuridad. Por
un instante Joaquín se abandonó a la contemplación de aquel espectáculo que súbitamente se
sustraía, gracias a su atención, del orden vulgar de la vida y al mismo tiempo perdía la nitidez de
sus contornos. Todo parecía más bien disperso y nebuloso aunque en su interior y, gracias a una
fuente misteriosa de energía, se restituía sobre todas las cosas una delicada suavidad. Mezcla de
azules y rojos en el cielo: los cárdenos parecían pintados al óleo con una dilución del aceite
semejante a la empleada en las manzanas de Cézanne, su Cézanne: como si el pintor hubiera
acercado el pincel saturado de material a una tela limpia y fuera invadiéndola de un aparente caos
que, desde una distancia adecuada, formara un orden nuevo, así, de pronto, todos los problemas y
todos los incidentes de la vida poseían una dulzura, una ternura, una paz incomparables y, al
mismo tiempo, un sentido enteramente nuevo. Las nubes eran una creación perfecta, humana;
surgían de la nada, de un cielo limpio y azul, confundido rigurosamente con el turquesa e iban
formando esos violetas y verdes y distintos tonos de rojo, con el contacto de la luz poniente. En la
playa, la marea subía, lentamente, inadvertida; los niños jugaban con las olas que casi los
alcanzaban: corrían hacia adentro y hacia fuera del mar exactamente como gaviotas, las cabecitas
impasibles, serias, casi circunspectas, y los pies delgados y ligeros que se movían con una rapidez
y una precisión ya impensables en ellos, los adultos. Las olas rompían cada vez más fuerte en la
pequeña bahía. Que en el mar las islitas comenzaron a recortarse en el gris acerado del agua
contra la oscuridad, no era la aproximación de la noche, el mero paso del tiempo, la verificación del
tránsito de la vida; era un acontecimiento que se hundía indescriptible, casi doloroso, en el
corazón; y ni siquiera se trataba de un acontecimiento, sino de un estado… En el cielo quedaban
apenas rasgos ya casi indistinguibles de los colores magníficos que, como ese estado de su alma
que también desaparecía, existían apenas unos segundos antes, cuando Joaquín dijo:
- Es inútil. No puedo estar con los niños. Más lo pienso y menos me lo explico. No comprendo
sus necesidades, sus exigencias; no puedo tolerar sus reclamaciones; no lo comprendo.
Me
molesta…, sé que es injusto…
Y ella había comprendido y había hablado condescendientemente de lo difícil que era, de su
posibilidad de comprender según las edades; de su propia entrega tal vez excesiva… Había
comprendido y lo disculpaba, sólo que no sabía que con ese acto lo condenaba a cancelar para
siempre toda relación con esas puertas al infinito de la vida que hubieran podido ser sus hijos para
él; y mientras ella quedaba como guardián indiscutido, él quedaba excluido, fuera, en su mundo de
laberintos inútiles, agostado entre sus fichas y sus libros. Por lo demás, ya en esa época Isabel
había aprendido a llenar todos los vacíos que Joaquín dejaba como una estela a su paso. A su
lado, Joaquín había ahondado esa tendencia suya a caminar sin tener conciencia muy clara de las
necesidades que dejaba atrás, insatisfechas, de los deseos que iba generando en otros y que no
podía desahogar. Y esa tendencia, que más tarde llevó a la expresión de sus pensamientos y
confundía con la honestidad y la sinceridad, causaba un perjuicio del que él que no podía ser
consciente y por ello tampoco podía sentirse responsable….
226
-Tal vez yo tenga la culpa.
Ocho años dedicados minuciosamente al ahorro para construir aquella casa; ocho años de
sacrificios le habían enseñado el valor de cada centavo escatimado a la ropa, a los placeres, a la
compra de insignificancias pensadas como prescindibles en función de un fin superior frente al que
ningún gasto se justificaba. En ese tiempo Isabel parecía haber recuperado toda esa vida larvada
al lado de su madre en que, sin darse cuenta, sin desearlo siquiera, había aprendido todos los
trucos primero de la administración y luego de la pobreza. Prescindieron de la sirvienta hasta que
fue imposible que los niños se quedaran solos mientras ella salía a sus quehaceres en la calle;
vivieron con los mismos muebles, un conjunto deshilvanado de sillas y sillones, de mesas y roperos
hasta varios años después de mudarse a la nueva casa; como si todos esos años de vagabundaje
con su madre después del chalet la hubieran marcado con el signo de la carencia y ahora debiera
prepararse para nunca más tener que mudar de lugar o de estado.
La casa y el tiempo de Joaquín… A toda costa debían ser protegidos del peligro de las
intromisiones de los cuidados administrativos de la vida y de los niños. El trabajo de su marido
estaba por encima de todo y, puesto que no se oponía al otro fin, la consecución de la casa, sino
que más bien lo favorecía con ese quietismo monástico que no necesitaba de ninguna inversión
para permanecer en su ser, se convirtió en un espacio sagrado, intocable, indiscutible.
Fue precisamente entonces cuando Joaquín inició su investigación de la que apenas unos cuantos
artículos habían visto la luz. Las lecturas y las anotaciones lo derivaban: buscaba por distintos
caminos, se topaba con puertas cerradas, regresaba; se introducía en laberintos con salidas falsas
y no acertaba a salir sino para meterse en otros laberintos aún más complejos.
ansiedades que generaba su busca imparable era necesario aliviarlo.
Y de las
Solicitaba por otras
atenciones, siempre inmediatas, Isabel había encontrado que la mejor manera de ayudarlo era
dejarlo solo, entregado a sus tareas, mientras ella se ocupaba de que las molestias de la
cotidianeidad no llegaran hasta la biblioteca.
“Hijo de la chingada…, hijo de la chingada…” Las lágrimas comenzaron a salirle, incontenibles, y
el pensamiento se le entrecortaba con los sollozos. El hipo le ponía en la boca un sabor asqueroso
de alcohol y jugos gástricos que le suspendía por instantes la respiración, de tal modo que sólo
alcanzaba a articular frases inconexas en las que volvía como en su estribote el insulto que por
primera vez en su vida se atrevía a pronunciar. “Hijo de la chingada…” Sentía cómo la lumbre iba
subiendo por el esófago; luchaba con el combustible de ese sabor repugnante que la obligaba casi
al vómito, y como si esa sustancia, que debiera ser expulsada de su cuerpo, por un extraño
metabolismo se transformara en pensamientos y éstos en palabras, comenzó primero a articular
en su mente y luego en su boca todos los insultos, todas las palabras “sucias” que debían salir de
ella junto con una saliva biliosa y amarga. “Maricón, hijo de puta, mierda, hijo de la chingada,
pinche, cabrón, puto…”
Eran para ella una mera acumulación de violencias masculinas que
habían estado prohibidas durante años, que habían sido convertidas en otros sentimientos a fuerza
227
de ocultarse… Por ello, las palabras eran pronunciadas como por un extranjero que desconociera
su verdadero valor, su distribución complementaria en el idioma, o por un niño que intentara
traspasar los límites que tiene impuestos y cuya última frontera le es desconocida. Tiró el vaso
sobre el pasto, bajó la cabeza y la ocultó entre las piernas, todavía musitando, masticadas, esas
palabras que repetía y repetía en su pobreza léxica como una inocente planilla de palotes.
Y como si por gracia de esa inclinación todos los pensamientos depositados en su cuerpo volvieran
a la cabeza, ésta se pobló súbitamente de imágenes confusas como en un revuelto calidoscopio.
Una, sin embargo, comenzó a distinguirse cada vez con mayor claridad: correspondía a un
recuerdo de los primeros días del nacimiento de su hijo. Esos días terribles en que, sin ninguna
experiencia, intentaba mantener viva aquella cosita desvalida llena de llanto y necesidades; esos
días terribles en que Joaquín sólo era capaz de mostrar la ausencia o de poblar esa ausencia con
la rabia que le daba la existencia de aquel niño. Y qué desesperación sentía durante aquellas
noches en que, los pezones agrietados, debía levantarse para amamantar, insuficientemente –
siempre insuficientemente- a su hijo mientras él dormía ajeno a su angustia, a su cansancio,
protegido por su cuidado para no despertarlo porque luego le sería imposible dormir el resto de la
noche y, así, debía levantarse y buscar a tientas la lámpara velada y acallar rápidamente al niño
para que él no alcanzara a despertarse. Y sentada en la mecedora, despierta enteramente por el
dolor en lo pechos y el temor de que el niño no chupara con la fuerza suficiente, pensaba, pensaba
tristemente que el resto de su vida sería así porque, como él lo había insinuado, ella lo había
querido de ese modo. Y es que, en efecto, ella lo había querido así. De nuevo: tener hijos había
sido su decisión. Si: él no había querido sus embarazos y, ahora resultaba claro, tampoco había
querido a sus hijos. De esa manera, sólo quedaba ella en el mundo, ella sola, para cuidar sus
preñeces, para cuidar de sus hijos. Una noche se despertó con sus propios gritos; Joaquín no se
movió a pesar de que ahora el niño prolongaba su llanto. Se levantó violentamente y encendió la
luz. Se levantó violentamente y encendió la luz más potente del cuarto para verificar que su hijo
estaba ahí, indemne. Entre tanto, Joaquín protestaba y regañaba; Isabel tomó al niño entre los
brazos y salió al pasillo; lo arrullaba y lo estrujaba como si con la insistencia y el movimiento
pudiera devolverlo a su cuerpo y así protegerlo para siempre del mundo, guardarlo de Joaquín.
-¿Qué ocurrió anoche? –preguntó su esposo a la mañana siguiente.
- Tuve un sueño terrible –contestó ya liberada de la oscuridad, los sentimientos de abandono y
odio ya lejanos, guardados en alguna parte de su cuerpo-. Soñé que lo había dejado sobre la
cama, al lado de un montón de trozos de vidrio. Se los llevaba a la boca y sangraba y se cortaba
las manos…
Joaquín la había mirado de un modo extraño; como si en su no pensar en “esas cosas”, de pronto
concediera toda su atención a un sueño angustioso, previsible dadas las circunstancias, vulgar, al
fin y al cabo.
¡Ah, cuánto deseaba ahora que aquellos hijos no hubieran sido suyos! ¡Cuánto deseaba no haberlo
conocido! ¡Cuán odioso y odiable le resultaba! “Hijo de la chingada…, hijo de la chingada…” La
228
cabeza todavía entre las piernas; la fuerza de la sangre que aumentaba el peso de su frente, Isabel
se entregó a una reflexión coherente que parecía tomar por testigo a un juez imparcial que viviera
dentro de ella y del que tuviera la seguridad de un juicio justo. “… ¿qué otra cosa podía hacer
contigo? ¿Qué otra cosa, cuando tú ni siquiera dabas la cara...? Vas a decir ahora, con esas
palabras ridículas que has aprendido, que yo te impedí, que no te castré, que yo me impuse…
¿Qué otra cosa podía hacer contigo? ¿Qué otra cosa puedo hacer cuando me levanto todos los
días y te miro y sé que no podré contar contigo para vivir un día más y que tengo que valerme de
mis propias fuerzas? ¿Ah, por qué construimos esta vida? ¿Por qué lo permití? Y yo que sentía
lástima de ti, ternura de que no fueras capaz de tomar un camión, de que te hubieras incapacitado
de esa manera. ¿Yo te castré? Te castró tu madre o tu vida; ya estabas castrado cuando yo te
conocí… Sí,; yo tengo la culpa por no haberte pedido, por no haberte exigido…, pero yo no soy tu
madre; apenas soy tu mujer, y aun eso… Eres un hijo de la chingada ¿y sabes por qué lo eres?
Porque eres al mismo tiempo un hipócrita. Llevaste escondida veinte años esa vida y quieres
vivirla ahora. Hazlo. Me engañaste. Y no me importa que te pongas en el mercado del orgasmo
como una sardina en venta; alguien te comprará. Me importa y me duele haber sido tan imbécil
como para creerte, como para haber pasado veinte años de mi vida no sabiendo qué tenías dentro.
Tienes razón: no te conozco. ¡No quiero conocerte! ¡Ya no me importa conocerte! Te puedes ir al
carajo…”
Levantó repentinamente la cabeza y, los ojos abiertos, sintió cómo todo daba vueltas y vio los
plúmbagos de la barda del fondo como una masa azul que caía encima de ella como si esa
delicadeza hubiera tornado en un monstruo incontrolable. Cerró los ojos, al borde del desmayo y
echó su cuerpo hacia atrás de un modo tan violento que sus cabellos volaron en desorden para
meterse entre el tejido de la silla que resonó con el impulso. Permaneció unos minutos en esa
posición, mientras su cuerpo recuperaba el equilibrio indispensable y la sangre volvía a circular
firmemente por las venas de su cabeza. Poco a poco la expresión de su cara se volvía serena,
desprovista de emociones, como si súbitamente se hubiera entregado a razonamientos
perfectamente fríos. Pero esto ocurría de un modo transitorio e inadvertido, porque ahora lo que
había en sus pensamientos aparecía paulatinamente, muy lentamente, en su boca, en la forma de
una sonrisa. Inaccesible a la burla, Isabel había reído siempre de un modo tan inocente que
muchos suponían que algo perverso debía ocultarse detrás de esa risa fácil y algo ruidosa. Ahora,
sin embargo, asomaba en su gesto una punta de esa maldad que se le suponía; y es que, en
efecto, si alguien hubiera visto la modulación en la sonrisa acompañada por la mirada vacía, no
habría podido sino figurarse que en aquella cabeza se alojaban pensamientos hirientes. La sonrisa
de ahora tenía que ver son su risa habitual: era una mueca desconocida, como si su cara tuviera
que acostumbrarse a la expresión de sentimientos nunca antes experimentados. Se rió con un
sonido extraño, falso, como el que se produce en el curso de una imitación; y ese sonido era
inequívocamente mordaz, perverso, triste; envidioso de alguna oscura manera. Y es que había
recordado…
229
No hacía mucho había asistido a una conferencia de su esposo y fue ahí que comenzó a advertir el
cambio que Joaquín experimentaba y del que formaba parte, indisoluble, la escritura en esa libreta
que tanto mal le causaba. Se figuraba ahora a su marido yendo y viniendo por el entarimado, lleno
de esos gestos inusitados hasta entonces, afectados, y en los que había un algo irritante que en
ese momento no pudo definir pero que ahora,
comprendía claramente.
a la luz terrible que le arrojaba la libreta,
Joaquín se paseaba, hacía énfasis, movía las manos de un modo
sorprendente incluso para ella que creía conocer todos sus movimientos; regresaba al escritorio y
leía de sus fichas sólo para volver a levantarse nerviosamente y emprender la marcha frente a los
asistentes…; precisamente como uno de esos actores que improvisan en el escenario atentos
siempre al estado de ánimo de un público que puede insultarlos si no se cree divertido;
precisamente como uno de esos actores profesionales que leen en los ojos de su público el
próximo movimiento que deberá realizar porque en él está el secreto del aplauso. Como un actor;
como un actor divertido que a ella causara una profunda molestia, una suerte de vergüenza. Quiso
permanecer ahí por una mera lealtad acostumbrada, pero también por la curiosidad que
experimentaba frente a ese nuevo modo de ser de su esposo. Y Joaquín divertía a su público: lo
interesaba, lo llevaba consigo a los lugares que él quería; producía en él una repetición de su
propio pensamiento, lo seducía: primero fingía darle precisamente lo que creía desear y luego le
imponía un pensamiento ajeno, que nunca hubiera llegado a poseer por sí mismo. Pero lo que en
ese momento Isabel experimentaba confusamente como envidia disfrazada de irritación y
vergüenza porque su esposo realmente mantenía la atención de sus oyentes, ahora se había
convertido en sarcasmo, ya lejos la fascinación que había causado Joaquín sobre aquella figura
algo bufonesca, algo cargada de hombros, algo envejecida, ya no convincente para la seducción.
Se trataba de aquellas manos grandes, con dedos gruesos, bastos, que realizaban movimientos
afectados, afeminados, de una delicadeza que a ella parecía completamente ridícula; se trataba de
aquellos paseos acompañados por los gestos en un movimiento que más bien simulaba una de
esas danzas folklóricas en que el hombre lleva a cabo ciertos escarceos con la mujer mientras ésta
huye continuamente.
Así, en su imagen, Joaquín
se disminuía lleno de afectaciones y
comportamientos mujeriles y, producto de aquellas imágenes, la risa le salía como un cloqueo
sucio que contaminara el humor y la sabiduría que aquella tarde Joaquín derramaba sobre su
auditorio.
Joaquín hablaba del prosaísmo, un fenómeno que en los últimos meses lo había absorbido de una
manera inusual. Desde luego, había acumulado todo el material disponible de la manera en que
siempre lo hacía y ahora, durante la conferencia, lo había expuesto con la ortodoxia del profesor
cuyo deber se cumple al formular objetiva, fielmente, un estado de conocimiento en torno a la
materia tratada.
Así, había abordado y discutido los textos clásicos de Spitzer sobre la
enumeración caótica y había concluido, con el maestro alemán, que este “procedimiento” se nos
aparece como consecuencia y extremamiento de esa mezcla estilística que Auerbach ha estudiado
particularmente en la novela del siglo XIX. En Stendhal, en Balzac, en Flaubert, en tantos otros, se
230
borran las fronteras de las clases sociales y se reconoce lo que hay de trágico en la existencia
cotidiana del hombre “medio”, entre cosas “medias” –mientras que para los siglos XVII y XVIII, que
distinguían claramente los géneros literarios y respetaban tanto la jerarquía social como la literaria,
sólo los príncipes de la tierra eran dignos de la tragedia, y el hombre medio y sus sufrimientos
pertenecían a la comedia. Llega a establecerse así en la literatura del siglo XIX, una democracia
exclusivamente humana a la cual corresponde, en el dominio de los procedimientos literarios, la
mezcla de estilos condenada por el clasicismo… Y luego Joaquín insistía en esta democracia ya
no del hombre, sino de las cosas que habían llegado a un nivel tal de autonomía que se mezclaban
y se situaban a la altura del hombre. “En la lírica de Whitman, la enumeración caótica es el reflejo
verbal de la civilización moderna en que cosas y palabras han conquistado derechos democráticos
extremos, capaces de llevar al caos”. Y si Whitman había iniciado ese caos nadie había hecho
nada por detenerlo.
¿No había reprochado Duhamel a Apollinaire esa mezcla de casullas,
bicicletas y adminículos de higiene íntima? ¿No había incluido Joyce esos torbellinos de palabras,
de slogans, de frases hechas, en sus novelas consagrando con ello el caos? Y ese maravilloso
“clasicista, realista y anglocatólico”, esa delicadeza extrema de la creación poética contemporánea
que era T.S. Eliot, ¿no había venido a mostrar –y de paso a enseñar a nuestro Neruda- que era
posible producir una “gran poesía”, en el sentido mismo en que puede hablarse de gran estilo, con
todos esos elementos coloquiales, prosaicos, “culturales”, en una mezcla violenta?
¿Qué era La
canción de amor de J. Alfred Prufrock si no una muestra de la más alta lírica que podemos escribir
en este siglo los hombres? Precisamente porque podemos decir cosas como.
Me pondré los pantalones blancos de franela y pasearé por la playa.
He oído a las sirenas cantándose unas a las otras.
Isabel estaba cada vez más sorprendida por estas declaraciones. Cuando lo razonable hubiera
sido esperar de su marido una advertencia contra los procedimientos prosaicos que invadían la
poesía contemporánea, he aquí que daba patente de corzo para que se desarrollen. Así, mientras
Spitzer y Alonso parecían condenar el exceso de prosaísmo (“La enumeración caótica no puede
ser más que un episodio en la historia literaria…”), Joaquín estimulaba su empleo como medio de
crear otra “realidad” poética. Y hablaba ahora de los jóvenes poetas mexicanos a cuya lectura se
había entregado hacía ya tiempo y muchos de cuyos primeros poemas habían pasado por sus
manos antes de ser publicados.
-“Ahora (dice Octavio Paz en un libro que acaba de salir y que ustedes deberían leer) –y hablaba a
su auditorio como si se encontrara en el salón de clases-; ahora el poema en prosa se expande en
círculos cada vez más amplios y colinda con el relato. El experimento, a primera vista, parece
peligroso: la brevedad mantiene la ambigüedad entre prosa y poema, impide que ésta se disuelva
en aquélla…” Es cierto, independientemente de la brevedad; es cierto también que el experimento
es peligroso y camina en la cuerda floja del ridículo. Y, si no lo creen, juzguen por estos ejemplos:
Besos chafados blandos como el peso de la plastilina;
O bien:
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La música del mar movía aquel barco.
Alguien cantó contra los vientos
y yo sintonicé en mi radio
una estación de límpidos relámpagos.
O bien:
A la vuelta de espejos y sismos clamorean
Pueblos de distintas ocupaciones…
O bien:
Mientras tomo una taza de café repaso los poemas
que he escrito
¡Cuánta confusión! ¡Cuántas palabras perdidas!
Si supiera cuánta razón tiene este joven –decía Joaquín produciendo con ello una carcajada que
ya había venido induciendo con risas apagadas. Y crecido por la atención del auditorio, que se
sometía a sus designios con una puntualidad que a él parecía gozar más porque se le presentaba
como un placer hasta entonces desconocido, repasaba sus fichas para obtener más jugosas
muestras de la inepcia prosaística de los jóvenes poetas-. Miren esto, por ejemplos:
…que si es la muerte no le digan nada
díganle que regreso en media hora
y si insiste que ya no regresaré.
O del mismo:
…A ese sujeto que enviaba implacablemente
sus pensamientos llenos aún del olor del estipendio.
La lista de honorarios es como a continuación se dice:
El perfeccionamiento de lo inútil,
el vasto dominio de lo superficial…,
en donde la palabra “estipendio” en la poética de ese joven parece cumplir con la extraña función
de maravillar al lector con su absurda extracción del código comercial. Pero oigan esto:
Sé de una paz que viene a aletearte en las axilas…
Alada, aleteas alrededor de la casa
y alrededor de la mesa.
Aquí el poeta buscó la comparación con la mariposa del amor; lo que consiguió, sin embargo,
parece más bien estar cerca de la mosca en la sopa. Creo que mientras viva me resultará muy
difícil olvidar la experiencia de uno de mis alumnos que dedicaba sus preocupaciones poéticas
nada menos que a la famosa actriz del cine nacional Ana Berta Lepe. En uno de sus poemas
hablaba de “los ojos de coral” de su amada. ¿Imaginan ustedes el color de esos ojos? ¿Habría
confundido el poeta los ojos con los labios? No resisto la tentación de ofrecerles una última perla
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cuya topografía me resulta absolutamente incomprensible más allá del potente hermetismo de las
imágenes.
La mancha de su cuerpo doblada en las paredes
meando oscuras golondrinas…
¿Qué podrá significar esa mancha? ¿Qué nos pide el poeta visualicemos?
La risa franca del auditorio era producida mucho menos por la cualidad propiamente cómica del
material citado que por el manejo que de él hacía Joaquín. Ya tenía en sus manos las emociones
de sus oyentes, ya podía hacer cualquier cosa con ellas y así como en este momento inducía en
ellos las risas como si no fueran más que esos personajes homéricos en quienes las emociones se
producen por la voluntad de un dios, así también hubiera podido provocar el llanto o la ira. Sólo
Isabel permanecía ajena a ese liderazgo.
Mitad de la Vida, 1985
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Obra Narrativa de Jaime Del Palacio
Novela:
Parejas, México, Plaza y Valdés Editores, Tercera Edición (primera edición, 1981, segunda edición
1982, Martín Casillas Editores), 1987.
Mitad de la vida, México, Editorial Grijalvo, Serie Narrativa, 1985.
Relato:
“La Mirada del Otro”, en: Argos 16 / Narrativa, [email protected], octubre – diciembre 2000.
Seis Mujeres. Una Exploración Literaria Sobre los Límites del Erotismo, México, Joaquín Mortiz,
2003.
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236
Francisco Durán
El historiador, doctor en literatura brasileña, docente de educación superior, traductor, ensayista,
investigado, políglota, funcionario cultural y narrador Francisco de Guadalupe Durán y Martínez
nació en la ciudad de Durango, el 23 de mayo de 1946.
Aunque realizó sus estudios en la ciudad de México, Durán no reniega de sus orígenes como
narrador en la provincia y al respecto comentó:
Había dos amigas de mi abuela de Nombre de Dios, las señoritas Ramírez, María y
Concha, que eran verdaderamente unas joyas para charlar y para narrar historias, por
ingenuas que estas fueran; a ellas las he mencionado y dedicado varios de mis cuentos.
Fueron personas tan especiales que yo creo que me dejaron una honda huella en lo que
era la plática decimonónica, y el arte de ejercerla, que ahora se ha perdido casi totalmente.
Creo que eso me impactó de tal manera que, de alguna forma, sentí la necesidad de
rescatar ese mundo que ya se acabó. (FRANCISCO DURÁN / Antonio Avitia, México,
1995).
Escritor fantástico y con sentido del humor obedece en sus creaciones al denominado realismo
mágico. Usa a sus personajes y ambientes para recrear, de manera satírica, el conservadurismo
de la sociedad duranguense –parecido al de otras provincias mexicanas- con sus veleidosos
cambios de acciones y pensamientos, de acuerdo a los intereses y con un inútil y cómico esfuerzo
por ocultar las cotidianas corruptelas de la moral católica.
En palabras del propio Durán:
Lo que más me interesaba era la novela histórica, de hecho es uno de los temas que aún
sigo estudiando (…) Yo creo que lo que escribo es una crítica muy cáustica que, a querer
o no, te arranca una sonrisa. (FRANCISCO DURÁN / Antonio Avitia, México, 1995).
La obra narrativa de Durán ha sido objeto de varios reconocimientos. Su antología de cuentos Se
Sufre Ajeno recibió el precio Alcione el mejor libro en 1983 y por su novela La Breña se le dio el
mismo galardón en 1984.
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Francisco Durán
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Se Sufre Ajeno
Rutilia había heredado de su madre, quien a su vez heredó de su abuela, el arte de coser. Sabía
desde deshilar, hasta bordar; no digamos hacer vestidos, blusas o carpetas; Rutilia era experta en
todo. Ese oficio transmitido por los sabios conocimientos de sus ancestros, le había dado una
forma de vida; a raíz de que llegó la Revolución, y las familias decentes vinieron a menos, pudo
salir adelante gracias a la profesión, que con tanto esmero efectuaba. Sin embargo su mayor
demanda era la de vestir Niños Dios. Para el dos de febrero, día de La Candelaria, tenía tal
cantidad de niñitos que había que aderezar, que contrataba a una muchacha para que le ayudara
en tan delicada labor. Algunos había que ponerles pestañas postizas y lunares; pero a ella no le
gustaba mucho, le parecía en realidad una verdadera frivolidad; pero era el gusto de las clientes, y
había que complacerlas; tenía una que quería el lunar en la frente, como el de una artistilla de muy
mala reputación, pero en fin, pensaba, allá ellas y su conciencia. No era esa la única cualidad de
Rutilia, sabía escuchar a la gente, no había cliente por nueva que fuese, que no acabara
contándole confidencias e intimidades, hechos que conmovían tanto a nuestra protagonista, que
acababa junto con sus confidentes bañada en llanto o ahogada en sollozos; esto reconfortaba
tanto a las clientas, que hacían de su costurera una verdadera amiga y confidente; ya que esa
manera de abandonarse al dolor ajeno las conmovía particularmente. Esta cualidad había que
explotarla, tenía que sacarle partido, así lo indicaban varias de las amigas de Rutilia, la que, al fin
convencida, añadió un nuevo lema al anuncio que pendía en su ventana:
“Se forran botones, hebillas,
se visten Niños Dios y
se sufre ajeno”
¿Y por qué no? Pensaba ella, si hay quien lava ajeno, plancha o cose ajeno, ¿por qué no sufrir de
esa manera? Si lo anterior descarga el trabajo físico, pues el sufrir descarga el alma. Fue desde
aquel día, que Rutilia triplicó su clientela. Conservó a la que le cosía, pero a la otra, la que venía
en busca de consuelo espiritual aumentó considerablemente.
Mujeres con problemas de
infidelidad, de maridos borrachos, de impotencia sexual, de hijos incorregibles llenaron la casa de
la costurera. Llevaron ahí sus vidas íntimas, sus problemas personales o familiares, confortaron su
preocupación con el llanto de Rutilia, sintieron que las lágrimas que aquella mujer derramaba por
ellos eran más valiosas que el problema en sí. Vieron entonces, que lo que creían el fin del mundo
era tan sólo un reparo que la vida les había dado, una caída insignificante que el devenir les había
interpuesto. Salían llorosas y sonrientes, confortadas en sus vidas, llenas de esperanza y ánimo
para resolver los desaires que esta existencia les hacía.
estableció una cuota que variaba según el problema:
Infidelidad. . . . . . . . . . . . . . . . . . $ 50.00
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Rutilia tuvo que valorar su llanto y
Abandono del marido. . . . . . . . $ 25.00
Problemas filiales:
(domingo siete, drogadicción
y abandono del hogar). . . . . . .. $ 25.00
Enfermedades. . . . . . . . . . . . .
$ 15.00
(No se sufre por enfermedades venéreas)
Golpes dados por el marido . . . . $ 10.00
Menopausia, golpes, caídas y
huesos rotos. . . . . . . . . . . . . . .
$ 5.00
Había problemas por los cuales Rutilia se negaba a sufrir, tales eran la prostitución, problemas
causados por los anticonceptivos y herejías contra el Papa; no admitía por supuesto, a gente que
viniera de sectas protestantes como: Testigos de Jehová, los del Séptimo Día, o cualquier otra.
Había que ser muy estricta al respecto, cualquier desviación en su dolor y se condenaba.
Entre su clientela, había unos que se enmendaban, ya bien porque Dios las dejaba viudas o
quedaban huérfanos o solteras. Otros, sin embargo, seguían solicitando a nuestra costurera su
llanto y su dolor. Empezó entonces a encontrar una nueva variedad de problemas que no sabía
cómo valorar, éstos eran: -demolición de la casa por paso de un eje vial, -pago mínimo (miserable)
por un terreno tomado por el D. D. F., -desalojo de la vivienda por la fuerza, -soborno del abogado
encargado del caso, -atracos policiales. En fin, una nueva variedad que había tomado tan de
sorpresa a nuestra protagonista que no había podido cobrar por tales sufrimientos. Rutilia tuvo que
ponerse a pensar muy seriamente ¿cómo iba a cobrar tales abusos? ¿Qué tan grave era el
despojo? Los atracos ¿a cuánto equivalían?
¿La pérdida de la casa pagado a lo que las
autoridades gustaran? Había que pedir una Asesoría Legal, sí, eso había que hacer, esa era la
solución.
Rutilia llamó al abogado que su confesor le había recomendado; hombre honrado,
cristiano y de buenas costumbres. El Lic. Paniagua, que tal era el apellido del individuo, informó a
Rutilia cuánto cobraría por tales casos. Sobra decir que nuestra modesta costurera se fue para
atrás al saber que por un desalojo se cobraba de $3,000.00 a $5,000.00; por demandar a las
Autoridades. Cargaba unos $ 15 ó 20,000.00 aparte de que el demandante tenía perdido el caso
de antemano.
La costurera imaginó que sufrir por … $20,000.00 equivaldría a llorar
aproximadamente cinco años seguidos, y que quedaría a deber aunque fuera en sollozos algunos
meses más. Pero había que determinar una cuota pues cada día eran más y más los casos que
llegaban con ese mismo problema, muchas de sus amigas cercanas y de sus clientas más
antiguas, se veían desposeídas de sus casas; de un día para otro se quedaban en la calle, ya bien
porque habían demolido el edificio en donde vivían o porque la casa quedaba en medio de lo que
sería un futuro eje vial. Rutilia perdió casi toda su capacidad de llorar, se dedicaba a oír, y tratar de
consolar a los que buscaban consuelo en ella.
Se estaba volviendo una mujer reacia, dura,
templada. Pocas cosas la conmovían, y naturalmente esa actitud vino en demérito de su negocio.
La clientela cada vez la buscaba menos, las que querían que les vistiera a su Niño Dios, notaron
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igualmente el cambio. La última en visitarla fue una señora que quería le pusiera a su Santo Niño
dos lunares, pestañas postizas, una capita roja con filo de peluche blanco, y que amén de las
sandalias doradas, tratara de ponerle unos anillitos en sus dedos. Rutilia exasperada por tanta
mariconería le grito: “Váyase y vista usted misma a su Niño, como a una …una cabaretera, porque
en eso quiere que le transforme a la divina infancia, vieja ridícula, prostituida”. Aquel fue el final de
la carrera de vestidora de Niños Dios. Nadie volvió a buscar a Rutilia para tal menester, su
profesión había concluido. Su fin era total, Rutilia se sintió acabada.
Fueron muy duros los meses que siguieron, Rutilia estuvo prácticamente sola. Nadie, ni siquiera
las amigas se atrevían a visitarla. La veían dura, introvertida, respondona. No era aquella mujer
de lágrima fácil que a los primeros visos de un problema soltaba el llanto como un riachuelo, como
catarata que cae espontánea y libremente; dejó de ser aquella fémina que acababa hecha una
verdadera bomba de mocos, que lloraba de moco y baba caliente. Eso había terminado, era
historia vieja, cuenta aparte.
Ese tiempo fue, no obstante, muy fecundo para nuestra ex costurera. Fue época de madurar, de
dejar aquel vientre en el que segura de todo lo que la rodeaba, vivía sin relación alguna con el
mundo exterior. Aquel universo que creía era el de los hombres infieles, los hijos ingratos y los
Niños Dios. Esa visión de la vida se rompió en pedazos y luego, poco a poco, se hizo polvo. De
aquello no quedó nada.
La transformación de Rutilia fue total, empezó por leer acerca de las violaciones a la Constitución,
pasó a los derechos de los trabajadores, siguió con las asociaciones gremiales y finalizó
organizando la Asociación Independiente de Costureras Sindicalizadas. No paró ahí su empeño;
representó primero ante su Delegación y después ante el mismo Departamento Central las
protestas hechas por vejaciones cometidas ante la construcción de los ejes viales. Sus antiguas
clientes eran ahora sus mejores colaboradoras, sus seguidoras más fieles; se arrepentían de
haberla abandonado, bebían sus palabras, hacían lo que les decía, eran perros de fidelidad.
Organizó así, la “Asociación de Ciudadanos Afectados por las Obras Públicas”, organización que
empezó a tener más y más adeptos. Algunos casos se empezaron a ganar, gracias a las cuotas
con las que se pagaban buenos abogados, se les recompensaba bien para que no se dejaran
sobornar por las Autoridades. La fama de Organismo empezó a tener mayor fuerza; Rutilia en
lugar de pasar las tardes escuchando radionovelas y vistiendo infantes divinos, pasaba los días
abstraída, viendo como luchar por los derechos de los ciudadanos, cómo ayudarlos, en qué forma
hacerles justicia.
Su vida estaba ahora entre juzgados, delegaciones, abogados, colonos de
ciudades perdidas, gente timada por compañías fantasmas, personas que habían pagado tres
veces su condominio, individuos que habían comprado cada quien por separado, un mismo
terreno, una misma casa, un mismo apartamento. Problemas más trascendentales ocupaban la
mente de Rutilia.
Problemas de verdadera importancia, de relevancia social; no aquellas
preocupaciones infantiles de vestir santos o llorar por el abandono de un marido que en última
instancia no servía para maldita la cosa, ni siquiera para… en fin, esos eran problemas
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conyugales, que lejos de ocupar la mente de la nueva mujer, la enojaban por haber pasado tanto
tiempo con tonterías tan fútiles.
En la Delegación, aquel hombre empezó a abordarla. Todo en ella le gustaba, la decisión, la
firmeza de su carácter, y por otro lado una femineidad, y un aire de tradicionalismo mujeril. Rutilia
pensó que era aquello un mero pretexto para distraerla, pero poco a poco fue notando que el
abogado persistía en su asedio. El liberalismo y la autosuficiencia que Rutilia había desarrollado
de las cuales ahora se sentía orgullosa, fueron las armas que utilizó el hombre para seducirla; la ex
costurera cayó entre los brazos de éste, como cae la liebre ante la víbora. Cuando menos lo
pensó estaba embarazada.
Todas sus actividades se vieron truncadas por mareos, vómitos,
antojos. Del insistente amante no volvió a saber nada. Tanto que había llorado cuando casos
semejantes venían a contarle, y ahora como si nunca se hubiera enterado de aquello, lo sufría en
carne propia. Los colonos y las arbitrariedades eran sin embargo una realidad, tenía que hacerles
frente y a pesar de su estado había que afrontar la vida que se le venía encima.
Un día la visitaron dos representantes de una de las compañías constructoras más fuertes y a la
par más fraudulentas. Iban a ofrecerle un soborno, un jugoso soborno para que suspendiera una
demanda que había formulado en su contra. Rutilia se negó y los echó fuera de su casa; sin
embargo, quedaron en los oídos de la mujer las últimas palabras que uno de aquellos individuos le
había dicho “Cuide muy bien a su bebé, ojala no le pase nada antes de nacer”. Ella sintió que
aquella amenaza le llegaba muy profundo, le causaba un temor no sentido con anterioridad. ¿Qué
le podrían hacer a su criatura? ¿Serían capaces?
El alumbramiento no tuvo mayor problema, a pesar de que Rutilia era ya una cuarentona, el niño
nació sano, rollizo y muy inquieto.
El parto tuvo a la nueva mamá fuera de acción por dos meses, en los que lógicamente se
perdieron muchas demandas.
Corrupción en sus abogados, pensaba la mujer, era una gran
prostitución. Les habían encontrado el precio y los estaban comprando.
Había que cortar de raíz, suspender a todos los litigantes y contratar nuevos. La reputación de la
asociación iba en juego, tanto años de lucha para que en dos meses todo se fuera por la borda.
Las compañías demandadas enviaron a sus primeros delegados para llegar a
llamaban un acuerdo “amistoso”.
lo que ellos
Hubo muchas pláticas entre éstos y los abogados de la
asociación. No se llegaba a ninguna solución. El juicio se les venía encima, y mientras Rutilia
presidiera las juntas se veía claramente que no habría coyuntura por donde enmendar nada.
Una noche, después de una discusión inútil, Rutilia encontró en la puerta de su casa a dos
individuos.
- Si quiere que no le pase nada a su niño, tiene que transar con la compañía, le dijo uno de ellos.
La mujer trató de pasar para entrar a su casa, no la dejaron, la detuvieron, brusca, decididamente.
- Adentro está uno de los nuestros con la nana y el niño, si no quiere que les pase nada, mejor
ahora mismo habla con nuestro patrón.
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Rutilia vio por la ventana la cara llorosa de la muchacha que con el niño en brazos le indicaba que
estaba bien.
- Vamos, dijo.
Aquella noche llegaron a un acuerdo, Rutilia, o más bien la asociación perdía los casos más
gordos y ganaba los insignificantes.
Camino a su casa la mujer se vio a sí misma, llorando por las infamias, padeciendo por las mujeres
abandonadas con un niño en brazos. Se vio llorando por aquellas madres que por un hijo ingrato
padecían día y noche. Se acordó de aquella mujer que la golpeó su marido, le vinieron a la mente
todos los Niños Dios que tuvo que vestir. Y se vio a sí misma vendiendo a esa gente que venía a
ella en busca de apoyo. Se imaginó a aquellos colonos, que habían pagado tres veces su terrero,
echados a la calle por no haber cubierto sus cuotas. Vio también la cara de su hijo; y sintió la
angustia de que algo le pasara.
Rutilia se afianzó en su puesto, empezó a observar a otras asociaciones de menor peso. Volvió
en un gran monopolio aquella pequeña organización que ella había creado; dio más impulso al
gremio de costureras y absorbió a otros como zapateros, talabarteros, etc. No había huelga ni
pleito que sin la intervención de ella se resolviera bien o mal. Fue electa Diputada, era ya Doña
Rutilia, solemne, elegante, de sonrisa perpetua, abrazo ladeado, de frases como “Muchos éxitos
Licenciado”, “Licenciado ¿qué tal de salud?”, “Andamos buscando una coyuntura Licenciado”, “Qué
tal si nos reunimos a desayunar señor Licenciado”.
Había, sin embargo, quien la recordara costurera, pobre, llena de necesidades y con un letrero en
la puerta que decía:
“Se sufre ajeno”.
Se Sufre Ajeno, 1982.
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Vanidades
El reencuentro con aquella revista fue para Romelia una verdadera revelación.
¿Qué había
sucedido? ¿Cómo era, que nunca había visto un magazine así? Aquello era una guía para vestir,
comer, engordar, adelgazar, casarse, divorciarse, analizar a los hombres y … bueno… ver la vida
sexual; La Biblia, claro la católica, era un vulgar cancionero Picot, comparado con tanta sabiduría.
Venían libros condensados, y a ella que no le gustaba leer, aquello le aliviaba el camino. Cuando
Romelia se sentaba a hojear Vanidades sentía que estaba platicando con una amiga, una
verdadera amiga; así como cuando platicaba de sus cosas con sus compañeras de la escuela; era
el hablar del novio, de los vestidos, criticar a las otras, y a veces con un rubor en la cara comentar
que… en fin, andaba en esos días, bueno como decían ellas: que Juan no había llegado. Y ahí en
aquella maravillosa revista, encontraba hasta la solución para cuidarse de Juan. Consejos para la
mujer que trabaja; bueno, lástima que Romelia no trabajara, pero había cosas dignas para la
perfecta casada; por ejemplo: Cake de Kiwi, ¿qué será Kiwi? se preguntó Romelia, bueno no
importaba era algún nombre exótico para algo muy sencillo. La receta constaba de: 2 mazapanes
redondos (fáciles de encontrar en paquetes especiales al vacío en los supermercados), nuestra
protagonista iba por lo general al mercado, pero en fin una vuelta por el super, no estaría de más.
Cuatro cucharaditas de Prosecco, ¿pro…qué? Eso sí que Romelia no lo conocía, en fin las
instrucciones dirán qué es. Seis cucharadas de Alkermes, ¿será algún betún?; cuatro claras de
huevo, esas sí las conocía, dos sobrecitos frappé liofilizados de plátano. No, definitivamente esa
receta no va por buen camino pero sigamos; tres Kiwis maduros (frutas exóticas que se encuentran
en los comercios de especialidades y primicias de frutas y legumbres). No, eso sería para París o
Nueva York, porque para donde vivía Romelia no se conseguían Kiwis. Pero no importaba una
receta exótica, no hacía toda la revista.
“Hagamos nuestras joyas”, esto estaba bien; había que saber vestirse; ya que cocinar estaba un
poco difícil. Qué linda la modelo que estaba en el artículo; rubia, de ojos azules y piel muy blanca;
y las piedras que traía eran preciosas, ¡claro! Esas eran joyas. Romelia leyó: Busque en los
montes o montañas que estén alrededor de su ciudad alguna piedra de colores; amárrela con
alambre de cobre de la manera que se indica y después con un trozo de cuero átela en su cuello.
¡Qué barbaridad!, pero en Huazamota todo era llano y las únicas piedras que había eran las de la
breña, que da únicamente piedra volcánica rasposa y muy grande.
Romelia siguió leyendo Vanidades, e imaginando que vivía en Nueva York, que era rubia, que
hacía “test” sicológicos a su marido imaginario para ver si no le era infiel; planeando la moda para
el invierno, el otoño y la primavera, cuando en Huazamota sólo había un sol quemante y aturdidor,
tan aturdidor como su revista.
Se Sufre Ajeno, 1982.
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La Gran Ciudad
Se fueron integrando; venían de distintos pueblos, ciudades y barrios. Pero como si olfatearan, se
iban identificando, simpatizando y uniendo.
Todos venían del mismo nivel social; habían empezado desde abajo y aunque lograron una
posición dentro de sus empresas, mentalmente se habían quedado más debajo de donde
originalmente comenzaron.
Su nivel les otorgaba un grado de respetabilidad sin embargo no
sabían respetar. Tenían alguna autoridad que utilizaban alzando la voz cuando no sabían cómo
ordenar. Su posición era ahora de confianza, aunque no eran confiables. Su imagen era ahora de
cierta importancia, no obstante no eran importantes. Su puesto era el de tomar decisiones, lástima
que no supieran qué decidir. Su nivel les daba influencia, pero ésta era irrelevante. La imagen que
creían proyectar era la de profesionistas, no obstante no habían pasado de la secundaria.
Pretendían tener una personalidad propia, aun cuando la copiaban de cursos de superación
personal y de revistas. Creían ser elegantes pero siempre había un dejo de vulgaridad que los
delataba. Querían ser refinados aunque generalmente eructaban cuando comían. Pretendían
tener cultura y habían leído tan sólo dos libros.
Tenían en mente superarse a pesar del complejo de inferioridad que venían arrastrando; creían
haber hecho mucho y no habían logrado nada; sentían que ya figuraban y a lo único que habían
llegado, era a hacer el ridículo.
Creían ser felices cuando lo único que obtuvieron fue una
insatisfacción cada vez mayor. Y así, se fueron integrando, venían de distintos pueblos, ciudades
y barrios….
Como en Botica, 1986.
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El Ropero
A la memoria de tía Mencia.
Todo cambió cuando aquel ropero que había sido la tía Mencia llegó a la casa.
Era un mueble victoriano adquirido por el bisabuelo en el año de 1904. Esas maderas fueron
tierno receptáculo en que se guardaron los encajes, las joyas y los secretos de una jovencita de 15
años. Sus lunas reflejaron la figura esbelta de una muchacha llena de vida y de ilusiones. Con el
tiempo se convirtió en el lugar donde con tristeza se arrinconaron los primeros lutos familiares, las
cartas de amor, los secretos íntimos, las frustraciones, para, finalmente, guardar la soledad. Con
las innovaciones y los cambios el ropero fue a dar al sótano, ahí junto con todos los recuerdos, tan
pasados como la moda, duró setenta años.
Tiempo en el que –como conciencia sin
remordimiento- fue olvidado con todo lo que en él se guardo. Hasta que un día, los objetos ahí
depositados, dejaron de tener sentido alguno para su dueña y para todos los demás. Ya no serían
de ninguna utilidad, ni los encajes, ni los sombreros y menos los abanicos que se quedaron ahí
para no ser usados por nadie, ni siquiera por su poseedora, quien hacía tiempo había dejado este
mundo.
Tres años más estuvo el mueble abandonado por sus “nuevos” dueños, hasta que un día por falta
de espacio decidieron enviarlo a un sobrino lejano a quien –decían-, le gustaban todos esos
trebejos.
Llegó el viejo ropero a su nuevo hogar. El sobrino curioso observó las maderas bien conservadas
a pesar del tiempo. El ropero venía con llave, por lo que hubo que llamar a un cerrajero.
Al abrirlo, empezaron a salir palomas, mariposas que era los recuerdos aún tiernos de la difunta
tía; luego salieron gatos amodorrados y perezosos, caricias nunca utilizadas por la solterona;
cayeron después muchas ciruelas rojas, como besos nunca dados; aparecieron dos corderitos que
resultaron ser el sexo impoluto de la mujer. Y al final salió un ángel quien con mucha dulzura dijo
que era el guardián de la ancianita. El sobrino y el cerrajero asomaron la cabeza al interior del
mueble buscando cualquier otra cosa. Pensaron erróneamente que la experiencia había terminado
y cerraron el ropero donde en un cajón –hasta el fondo- estaba el espíritu de la vieja tía, que
dormía con sus otros recuerdos.
Como en Botica, 1986.
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Obra Narrativa de Francisco Durán
Novela:
La Breña, México, Palabra y Voz, Letras Contemporáneas # 8, 1984.
El Cuervo de Dios, México, Ed. Katún, 1992.
Cuento:
Se Sufre Ajeno, México, Palabra y Voz, Letras Contemporáneas, 1982.
Como en Botica, México, Ed. Oasis, los Libros de Fakir # 83, 1986.
Como en Botica II (ácidos, vitriólicos y corrosivos), México, Ed. Rumbo Norte, Colección
Alcaravanes, 1992.
El Difunto Ruiz, Durango, Gobierno del Estado de Durango, Colección Ciervo Volador, 1994.
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Jaime Muñoz Vargas
El periodista, docente, poeta, licenciado en Ciencias de la Comunicación y narrador; Jaime
Eduardo Muñoz Vargas nació en la ciudad de Gómez Palacio, Durango, el 23 de mayo de 1964.
En 1990, Muñoz Vargas publicó su primer libro de cuentos El Augurio de la Lumbre, del cual
Gilberto Prado Galán se expresa en los siguientes términos:
Hay en los cuentos de El Augurio de la Lumbre una galería de personajes miserables y
solitarios. Su única oportunidad de relación es la violencia, el insulto, la tortura, el robo, la
trampa, el sojuzgamiento mediante el sexo, la eficacia del puñal. Para contar sus vidas
hay un derroche verbal, una riqueza estructural que hacen de las mejores historias del libro
piezas dignas de larga recordación. Entre el dolor de los personajes y el artificio del relato
hay un autor sabiamente austero en los sentimientos y pródigo en los recuerdos de su
oficio.
Una buena cantidad de los relatos de Muñoz Vargas están ambientados en los vericuetos urbanos
de la Región Lagunera; ese lugar en donde las ciudades de Torreón, Coahuila; Gómez Palacio y
Lerdo, Durango, tienen marcados sus límites estatales y municipales, de manera casi sólo nominal,
en lo que es para sus habitantes el árido e inhóspito desierto citadino.
En 1999, la Editorial Joaquín Mortiz sacó a la venta la novela El Principio del Terror, ambientada
en Paris, durante la época de la Revolución Francesa.
En el año de 2001 Jaime Muñoz Vargas fue galardonado con el Premio Nacional de Novela
Jorge Ibargüengoitia, por su divertido y gozoso trabajo narrativo de humor Juegos de Amor y
Malquerencia, ubicado en la Región Lagunera de la tercera década del siglo XX que fue publicado
en 2002, por Ediciones La Rana, con el nombre de Fervor de Santa Teresa, y en 2003 por
Joaquín Mortiz.
En el libro Cuentos de la Laguna y en diversas revistas culturales nacionales y de la Región
Lagunera también se han reproducido algunas piezas de la narrativa de Muñoz Vargas.
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Jaime Muñoz Vargas
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Las Vicisitudes del Gigante
A Pablo Arredondo, compañero
El tacto parsimonioso sobre las cuentas tuvo un estremecimiento. Los dedos rugosos, secos
vacilaron atorados en el tercer misterio y un suspiro ahogado anunció la alteración de los
acontecimientos. Las flamitas de las veladoras, envasadas en cristal muy ornamentado, perdieron
sus alargadas inmovilidades haciendo que temblara la parafernalia de imágenes y figurillas sacras.
La abuela, sentada en el catre pando, acusó en el pecho el rebote de su agotado corazón,
suspendiendo por un momento el seseo del rosario. Después de la agitación, las llamas volvieron
a ser esos ojos verticales de pusilánimes destellos que la abuela sólo percibía como círculos
opacos. Algo pasó con su Zurdo, se lo dijeron como palabras el bailecillo de las flamas y el titubeo
de los dedos uñudos. Las veladoras y los dedos no fallaban. Cuando la lumbre se alteraba en los
recipientes parafinosos sus manos, acostumbradas a caminar seguras por los misterios, se
coludían al funesto mensaje ígneo para provocarle una callada afirmación: algo le andaba mal al
Zurdo, su Zurdo. Entonces, sin desearlo, suspendía el rezo débil pero fluido que salía de aquella
boca como jalada para adentro, sumida por la completa desdentación frontal, y tomaba un respiro
hasta saturar los pulmones con un mendrugo de oxígeno aromado a incineración de pabilo y a
consomé. Al venirle algo de paz, sus pupilas son fortaleza se fijaban en la llama quieta, redonda,
desafocada por las córneas exhaustas de mirar sin cooperación de anteojos. Aún estancados
entre las mismas piedras, los dedos de mono araña disminuían, sin terminarlo, el isócrono
cascabeleo del rosario, porque el Zurdo andaba en problemas, y eran problemas de los buenos ya
que la temblorina no cesaba y eso fue, después de las sutiles confidencias de las veladoras, indicio
irrefutable de que el Zurdo afrontaba dificultades en el campo. Obligándose, la abuela trató de
continuar los ruegos que por su nieto incrementaba ostensiblemente en días de partido,
apoyándolo desde el umbroso cuarto con notorios aumentos a su devoción. A veces alcanzó a
dedicarle tres rosarios y en medio, para no atarantar a Dios con la misma cantinela, escogía
oraciones y plegarias de la prolija cartera que armó gracias a nueve décadas de indeclinable fe en
el Señor. No fueron escasas las ocasiones en que la abuela, luego de un régimen estricto y
misceláneo de encomios y peticiones al creador de todas las cosas, recibía a su Zurdo apestoso
pero felicísimo de haber maravillado con su desenvolvimiento a los que miraban sus lances en el
área opositora. Por alcanzar más dicha para el Zurdo, y con el permiso del de arriba, la viejecilla
ajada intensificó sus ruegos cuando notó buenas resultados, pero ahora algo andaba fuera de
orden, la veladora y el golpeteo de los diamantes sintéticos se lo revelaron. La situación del Zurdo
daba razón a las conjeturas de la abuela. No lejos, en la extensión más amplia y pasaderamente
plana del barrial, un tumulto de veintidós jóvenes tostados levantó los gañotes azorados de los
pocos seres que presenciaban el humilde encuentro. Aunque la trapisonda era fragorosa el Zurdo
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la ignoraba. El grito de la rodilla dilacerada exigía desatender las insolencias y los empellones que
sobre él, tirado en el polvo como soldado agónico, armaron los bandos aterrados. Los compañeros
replicaban al silbante buscando desquitarse, vengar la afrenta si encontraban la oportunidad,
devolver el atropello cometido a uno de sus alienantes. Hecho un gusano, su mano indagó en la
pierna izquierda, la mejor de las suyas, y la inesperada humedad de la sangre se le quedó en los
dedos. La rodilla estaba convertida en una desgracia y en torno la gresca crecía sin que nadie
procurara auxilios al ariete.
Los rivales, a veces disimuladamente y a veces con descaro,
respondían a las injurias de los ofendidos. Uno lanzó en el pandemónium un codazo virulento
tratando de localizar cejas enemigas; otro, mientras la autoridad desunía a dos revoltosos
entretejidos, dirigió un moquete artero al más distraído; y otro, el ducho del barrio para esa
habilidad, expulsó un gargajo café a la cara de zotaquito constructor de la media cancha.
Bocarriba y sufriente, con una mano consolando el sector donde le colocaron el puntapié criminal,
el Zurdo sintió todavía que en las costillas le hundieron unos tachones que le quedarían marcados.
Luego de un alarido casi de chucho, y luego de que la mano disponible sobó el tórax, dentro de su
dolor, su gran dolor, notó lejanamente que sobre él se intensificó la guerra que más que ver oía, en
donde las maldiciones y los gritos descompuestos cuchileaban la ira de los contendientes, amigos
y enemigos. Lindando en la inconsciencia, agobiado por los estropicios infligidos en la rodilla y en
el tórax, unas manos que sintió fuertes entraron a sus axilas aún bañadas de transpiración. Las
manos lo jalaron y, a rastras, dejó con las piernas un par de surcos en la tierra hasta que abandonó
la cancha por la lateral, alejándose del ingobernable surtidor de agresiones de carne y verbo. La
ayuda emigró de sus sobacos y él, con los ojos convertidos en rayas empolvadas y acuosas, pudo
ver que quien lo sacó del vórtice se incorporaba al ojo del remolino. Ya no le importó nada. Que
se mataran, que se despedazaran, que se dijeran lo que quisieran, que fulminaran al juez ataviado
de terlenca negra. Todos aquéllos que allá levantaban una violenta nube eran mediocres, no
tenían futuro, no saldrían del pestífero llano, del triste peñón miserable, la cancha mugrienta,
horrible, empeligrada por vidrios y latas oxidadas, cuevas de topos viejos, excrementos de
animales. En cambio él, ahora fastidiado, se aseguraba poseedor de un porvenir luminoso y
alguna vez, ya no recordaba cuándo, un pálpito remoto le señaló que la gloria era una prenda
fabricada a su medida, y que debía alcanzarla para lucirla por la calle, a la vista de todos. Cuando
amainó la dolencia creada por la mordiente suela que le cayó en el tronco fue a tallar la tierra que
cubría su cara.
Más humedad no pudo encontrar revuelta con partículas tercas y rasposas.
Lloraba sin haberlo intentado y sin saberlo. Llegó a su boca una murmuración quejumbrosa:
“¡Qué jijos hace uno en esta cochinada!” Con mayor amargura llegó otra: “Jodidos”, y pensó que
era un hombre fuera de lugar, un grande inmiscuido con pequeños.
Le irritó que nadie acomidiera su colaboración para calmar los ardores a una estrella. Pero la
explicación de todo anidaba en la geografía presente: estaba en el llano. Aquí no había linimentos,
vendas o aerosoles. El que cayera que se levantara solo. Sintió odio y lástima por todos los que
acaloraban el escándalo. Los maldijo. Juró ser grande. Rejuró ser el mejor. Un cosquilleo en la
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pierna adolorida lo trajo de nuevo al llano. El cosquilleo invadió también la sana. Después lo sintió
en la espalda, en los testículos, en el cuello, tiró un manotazo a la nuca y como pudo trasladó su
humanidad cinco o seis metros durísimos, apartándose del hormiguero, que se agregó a la funesta
cadena de los tachones que le hollaron el abdomen y al cruento porrazo a los meniscos
equivalente o peor, quizá, al destellón de un tigre. Sacudió los insectos que localizaba sólo por la
sensación de las patitas y escurrió más lágrimas al repasar que en el llano un grande no servía,
que era necesario, urgente, avanzar a mejores terrenos, a céspedes como alfombras, a metas con
redes, a jueces serios y conspicuos, tal vez a estadios. El llano, el llanote, el peñón, origen de
todos los grandes, según argüían sus deidades en la actividad, le sacó tanta reflexión y sufrimiento
aquella tarde como nunca. Las lágrimas en el rostro, charcos en un desierto cutáneo, atestiguaban
su impotencia y su desdicha pero confirmaban a su vez la convicción fanática de alcanzar luengas
distancias por el sesgo de la fama y de la plata, de llegar lejos, lejísimos, mucho más que los
bastos pelagatos que en el área derecha de la infame cancha continuaban entreverados en una
brava interminable.
Reñían como lo que eran, pobres mentecatos pateadores de domingo. El
Zurdo los compadeció. Aquel atajo de cochambrosos entraban al terreno para desahogarse,
jugaban para sabotear mejor, con el subterfugio ramplón del triunfo o la derrota, las cervezas o el
tequila infaltables al final de las escaramuzas. Así perdían el domingo, así seguían sus vidas poco
itineradas por el bienestar el goce, vidas que si el Zurdo hubiera podido escoger, tendidas en un
mesón, las hubiera rechazado con pestes y refunfuños de por medio, como se aleja un plato con
bazofia. Al terminar el domingo, toda la turba macilenta volvería con la refriega cotidiana por
embolsarse los quintos necesarios para malcomer y sostenerse en pie, ruta sempiterna, dinámica
de todos en la barriada, desde las mantillas nejas hasta el túmulo en el apartado pinchurriento del
panteón municipal. Todos conformes o encabritados con el negro pasado, el oscuro presente y el
bruno futuro, tomaban el descanso obligatorio como un día inane pero menos injusto, porque en él
se acomodaba una pizca de placer, ya en el alcohol, ya en el juego, ya en la simple pachorra.
Pero se conformaban y eso para el Zurdo no era válido. Él quería brincar la mediocridad del triciclo
y de las frutas, no vivir amarrado a ese trabajo que inició desde que sus piernas alcanzaron
fortaleza suficiente para pedalear. No quería fenecer mondando frutas, recorriendo la ciudad sin
que nadie reconociera su oficio, ignorado, olvidado y solo. Ahí el voltaje de los alebrestados
decreció y al fin pudieron tomarle los brazos, extendérselos, montarlos en un par de hombros
correosos sin que el pie izquierdo rayara el suelo hasta llegar a su techo. Al escuchar que su nieto
llegó puje que puje, molido, la abuela pidió a las siluetas anónimas que lo encaramaran en el catre
que tenía aire de hamaca. La vela y su soflama tuvieron razón, al Zurdo le pasó algo que ella
localizó en la rodilla guiada por su tacto con mirada. De una cómoda secular extrajo, entre otros
bártulos sanatorios, los frascos que al identificar en continentes identificaba en contenidos. Sus
mejunjes juratorios alcoholizaron el espacio. Al cálculo, vaciaba en trapos los desinfectantes y
ungüentos que luego embarraba en el sitio estragado sacando ayes de la yugular tensa del nieto.
“Y otra vez la zurda Zurdo”, decía sin dejar el frotamiento amoroso de su liturgia terapéutica. Los
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dedos seniles, óseos, le comentaron que era grave la lesión pero supo que con los maravillosos
remedios de su patente se franquearía esa malhadada coyuntura.
“Pronto sale, pronto sale”, le
confiaba al nieto con la certidumbre de que egresaría airoso y rozagante del sinsabor. Al final de la
untazón escrupulosa la abuela aliñó, en doble nudo simple, el espadrapo con flores verdes y
violetas que daría calor a los meniscos del Zurdo. Entonces la abuela, tranquilizándose por sentirlo
cerca y atendido, tomó el rosario y frente a su do acostado rezó silente, viéndolo, en su magín,
reposar hermoso.
Todavía en forma de boomerang, sin poder estirarla plenamente, la izquierda fue recogida y a
fuerza de pie derecho el Zurdo frenó el triciclo para despachar un pepino con poco chile que le
solicitó un mocoso. Era de las últimas frutas que guardaba la vitrina después de la venta del día.
Desde las siete de la mañana en que la abuela le mecía los hombros para despertarlo, el Zurdo
afanaba limpiando los productos, picando hielo, organizando la empresa de metro cuadrado que
los mantenía vivos. Con retazos de tela policroma traía la rodilla vendada, y así salió a pedalear
dos días después de la plancha perruna que le colocaron. Trabajar para comer. Si no salía a la
calle poco había que engullir en el adoberío sin enjarre que habitaban y, aunque su abuela comiera
poquísimo, casi nada, no hubieran pasado tres días sin que sus tripas exigieran pábulo sin ser
complacidas. Hecha un breve aliento, reducida a la mínima complexión humana, la abuela aún
tenía vigor para impulsar la vida del Zurdo. La traza esquelética, arqueada siempre al suelo como
en pesquisa de un centenario perdido lustros ha, estaba cubierta por un pellejo, una película que lo
único que ocultaba era un puñado de huesos encogidos y combados por su evidente malpasada
de noventa años. Estaba claro que no era feliz en aquella condición, que no estaba alegre con la
vida de carrizo que le tocó vivir. Pero si algo en la reconditez de sus entrañas le contentaba era la
seguridad del hogar eterno, la certeza completa de que ella, segundo a segundo, había pagado y
desquitado y desquitado y pagado en la tierra su transferencia al ámbito del bienestar infinito. Dios
no podía ser con ella tan injusto e insensible. La abuela merecía el cielo y cuando reflexionaba
pesimista acerca del último viaje se consideraba derechosa de exigir justicia al creador. Para el
Zurdito, en cambio, deseaba felicidad, mucha felicidad terrena, toda la que ella jamás tocó sin que
por eso le escamoteara, al partir, su ingreso al perímetro celeste. Sin entenderlo, intuía que era
perfectamente posible combinar dos alegrías, la de aquí y la de allá. A ella le fue negada la de
aquí y para el Zurdo quería ambas. Sus ruegos puntuales y metódicos, aparte de cumplir con el
allanamiento de su derrotero en dirección a San Pedro, perseguían que el Señor recordara
diariamente que el Zurdo era un joven cumplidor de oficios y religiosidades, trabajador y puro, nada
reprobable, nada licencioso, muy devoto, aunque su máxima devoción no fuera, pensaba la
abuela, sincerándose, la de charlar con Dios, sino la de consagrar su tiempo hábil a lo que más
aspiraba, la persecución en las redes, o del marco, pues nunca había ensartado un tanto en metas
empioladas, y no por incapacidad o falta de destreza sino, más bien, porque en el llano los postes
y los travesaños apenas existían y exigir algo más hubiera sido lujo, suntuosidad gravosa. El
Zurdo, muchacho de bien, merecía la eternidad y la felicidad terrena, a juicio de la abuela, pero
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mientras cualquiera de las dos dichas advenía, el Zurdo alejaba un poco la cabeza, fruncía el ceño
–no por enojo sino por precaución- y comenzaba a maraquear el frasquito de Nescafé que
guardaba el picante en polvo menos ácido hasta empecar de rojo la superficie semilluda del pepino
en mitad. Mientras alcanzaba la grandeza tenía que atizarle a los pedales, seleccionar fruta en el
mercado, limpiarla y mondarla, venderla por la ciudad en puntos de concentración infantil. Antes
de las cinco, siempre, trataba de agotar el arsenal de sandías, piñas, jícamas, membrillos, pepinos
y naranjas que desde temprano trepaba al triciclo en bellos volcanes a escala. Desde las ocho de
la mañana, variando sus puntos de clienterío para no aburrirse, frenaba en alguna escuela
primaria, cazando desde el enrejado los recreos y la ganancia; luego deambulaba por colonias de
laya decorosa, pisaba el centro de la ciudad, las terminales de autobuses, asediaba las colas en
los cines, en la plaza de toros y en la arena de lucha libre. Aprovechaba mítines políticos y
muchedumbres domingueras para colocar la mercancía.
Le gustaba localizar, sobre todo,
agrupaciones pasajeras en torno de una cancha. No fueron pocos los compradores que lo
sorprendieron corrigiendo lances, marcando jugadas, quejándose en voz baja pero apasionada
ante una pifia de zaguero, de una pared mal estructurada. Entonces los clientes le rompían el
encanto de corrector de juego diciéndole “¿A cómo los membrillos?”
En el Zurdo no había
apocamiento cuando lo pescaban ensimismado dirigiendo a los jugadores, amaba dar consejos
tácticos y regaños severos por torpezas y desaciertos en el terreno, pues aparte de hacer versos
con el esférico dominaba la estrategia, los tipos de juegos, el cerrojo, el contragolpe, sistemas de
marcación personal y por zonas, jugadas de pizarrón, mañas y artilugios útiles ante combate
cerrado. Y no estaba para andarse callando tanta sapiencia. Siempre que veía un encuentro,
aunque fuera callejero, observaba unos minutos hasta ajustar mentalmente las líneas, ubicaba a
los jugadores, reprendía al guardameta por los yerros, hacía indicaciones al ataque y la defensa.
Esa pasión tenía asiento en su niñez. Eran sus manos muy pequeñas para asir el fenomenal balón
de nailon que gozó como único juguete. La abuela, sin proponérselo, golpeó la cabeza del clavo.
Así como ella amó su primer rosario de preciosas cuentas púrpuras engarzadas por una cadena
dorada, el Zurdo descubrió algo mágico en aquella esfera plástica. No podía agarrarla con una
sola palma y tomarla con las dos era fastidioso, además de que así jugaban las niñas. Entonces la
golpeó con el pie y el sonido, la sensación, el rebote en el muro de adobes resultó entretenido y
misterioso.
Descubrió también que una pierna era más torpe, menos educada.
Ambas le
obedecían, pero en la mejor había tal tino, tal precisión y pericia, que en muchas ocasiones
colocaba objetivos que infaliblemente derribaba desde varios metros. Así surgió su romance con
aquel globo enigmático que desde ahí no se separó de sus botines. Hasta antes de que el trabajo
finiquitara la fortaleza de la abuela, el Zurdo gozaba largas horas dominando el esférico. Cuando
sus piernas pudieron imprimir movimiento al triciclo tuvo que salir a la calle, suceder a la abuela en
el oficio de manutención. Entonces se estrechó el horario dedicado a dar placer a los zapatos.
Afortunadamente sólo fue el trabajo el que le robó horas de goce. Rápido se enteró de que el
número y la letra no tendrían acogida en su cerebro y de lleno se instaló en su vida el imperio del
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pulmón y el músculo. Cualquier resquicio era aprovechado para decantar sus facultades. La
abuela lo sabía, por eso nunca renegaba al escuchar los monótonos estallidos del balón en la
pared del patio. “Al Zurdo le gustaba eso”, decía, respetuosa de aquella rara devoción. Raras por
eso le parecían las tardes sin ruido de rebotes. La convalecencia del Zurdo, aunque no lo alegaba
del trabajo, le impedía adiestrar las piernas con la bola. Cuando llegaba de la joda, la abuela le
atendía la rodilla con los líquidos y pomadas de hechura doméstica. Sin la rodilla en condiciones el
balón no podía tocarse –fue la prescripción casera- y el Zurdo, carente de ese instrumento no era
el Zurdo, como la abuela sin rosario no sería la abuela. Confiado en que las manos arrugadas
podían devolverle la normalidad a la articulación, el Zurdo llegaba del trabajo y expedito acomedía
su pierna a las manos de la vieja, quien con los ojos que tenía en los dedos aplicaba masaje
impregnando las sustancias milagrosas. Con todo, el Zurdo no desaprovechaba los crepúsculos.
Salía a caminar un poco y a probar en largas pulmonadas el aire denso de las tardes de sol. Como
su rodilla no podía ser exigida, fortalecía en rigurosas sesiones diarias, con ejercicios toscos, ahora
los brazos, luego el pecho, después el cuello. Con el régimen de trabajo en la calle y la disciplina
calisténico, además de los afanes herbolarios de la abuela, la penuria de los meniscos fue saliendo
hasta convertirse en una cicatriz como larva brillosa, recordatorio de la atención que debía poner
en adelante a los mastines defensivos.
Al son del paso veloz que sus prodigios marcaban en el pavimento, el Zurdo corría sin extraviar el
ritmo de su respiración le determinaba. Aproximadamente eran diez los kilómetros que a diario
devoraban sus suelas, sin incluir los que encima del triciclo recorría por toda la ciudad. No gustaba
de un solo trayecto. Hoy tomaba el sur, mañana el oriente, pasado el norte, prefería trotar a
diferentes direcciones dejándose llevar por los dictados de sus piernas. A las cinco, siempre
presuroso, entraba con el triciclo raudo, besaba a la abuela y calzándose el pantalón corto salía
ganándole aire a la contaminación de metalúrgica que, sin falta, caía densa como a las siete de la
tarde, alejando hasta la aurora siguiente cualquier bocanada de higiene en la atmósfera. Sus
prolongados egresos a trote, sin altibajos, desembocaban en un remedo de espacio verde que
llamaban “parque” sólo por contar con algunas bancas de ladrillo tosco y árboles sedientos. Allí el
Zurdo frenaba el paso, caminaba después como sacudiéndose moscas en una pierna, luego en la
otra hasta distender las fibras, se detenía por completo, flexionaba la cintura hacia delante y sus
manos amarraban los tobillos. Pegaba brinquitos y brincotes para golpear con la cabeza un objeto
imaginario, volvía a pernear, levantaba los brazos, se retorcía, bufaba, examinaba su capacidad
para las lagartijas batiendo marcas que él sólo conocía. Muchos que lo miraron fueron arrastrados
a risa por ese circo de contorsiones desmedidas, de retortijones de culebra. Incontadas veces
escuchó carcajadas de grupitos esquineros que lo observaban como a un loco embebido en la
exigencia al músculo. Pero al Zurdo ni las carcajadas directas ni las befas furtivas le iban a coartar
la disciplina que le conduciría a la dicha. Los mediocres que hoy reían mañana, sentados las
tribunas del estadio, lo mirarían surgir de los vestidores subterráneos para saltar al tapete verde
como punta de lanza titular, pensaba el Zurdo sin interrumpir su empeñosa dinámica en el parque.
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Lo verían calentar con el balón poco antes del encuentro y ofrecer una entrevista previa a cinco
reporteros juntos. Aquéllos que hoy ríen, continuaba, levantarán entonces un comentario al verlo
embutido en fina casaca, reconociéndolo: “¿Qué no es ése el que entrenaba en el parque?” Sí, el
mismo que se uniforma y clava tantos, el mismo del que muchas veces se mofaron, del que en
innumeras ocasiones hicieron guasa al verlo aplicado en el fortalecimiento del cuerpo, el mismo
que vendía fruta por la calle para sobrevivir, que ya compró un caserón para su abuela, el mismo
que no quiso condenarse a vivir como todos en el andurrial, el que ahora es dueño inobjetable del
eje del ataque. “¡Ése es el Zurdo!”, dirán todos los que reconozcan la cara del muchacho que
hacía ejercicio solo.
Y boquiabiertos, algunos hasta babeantes, lo verán controlar el esférico
sometido a estrecha custodia, lo verán quitarse a dos rivales, sacar el guardavallas y empujar el
cuero con tranquilidad de sacerdote, lo verán levantar los brazos y recibir un diluvio de palmadas y
felicitaciones de sus compañeros, y la borregada, arriba, aclamará jubilosa al nuevo astro que no
hará concesiones y apelará a su venenoso dribling para moler con fulgurantes horadaciones a la
línea rival, y marcar tanto pepino como se le antoje, de todos los gustos, uno de testa para que el
resorte de sus piernas deje testimonio, otro de tijera para que su elasticidad persista en el
recuerdo, uno de gambeta y pique en ráfaga para que la opinión se generalice: “¡qué completo es
este Zurdo!” Esos que hoy se ríen lo verán asediado al final de la disputa: “¡Zurdo una entrevista!”
“¡Zurdo un autógrafo!” “¡Zurdo una foto!” “¡Zurdo platícanos!” “¡Zurdo coméntanos!” “¡Zurdo para
allá!”
“¡Zurdo para acá!” “¡Zurdo, Zurdo, Zurdo!” Y él de mesurado talante y en excelentes
condiciones concederá, ¿por qué no hacerlo?, todo lo que le exija su calidad de ídolo. “El equipo
rival fue muy difícil pero creo que yo y mis compañeros yo no hubiera podido meter cuatro”, dirá a
los periodistas, con modestia de real electo. Perseguido por los chiquitines que saltarán al terreno
para pedirle un garabato, el Zurdo despachará firmas como hace un tiempo en su triciclo despachó
piñas y naranjas, y entrará a los vestidores, más agotado de atender a sus fanáticos que de haber
empapado el jersey en el escenario de contiendas.
Luego se duchará reposadamente, hará
abundante espuma del jabón que despide esencias dignas. Con la frescura de recién bañado
saldrá del estadio y todavía algunos niños que lo esperaron pacientes le extenderán un cuaderno,
donde el Zurdo remarcará una gran zeta aderezada con trazos y rayones ilegibles. Al fin, trepará a
su carro deportivo, sintonizará la estación del encuentro para regodearse íntimamente con los
elogios que seguirán vertiendo los locutores; puras loas a su pasta, panegíricos a su madera,
ditirambos a su cepa: “¡Excelente!” “¡Soberbio!” “¡Se perfila como monarca de los bombardeos!”
“¡Un divo!” “¡Talento y enjundia!” “¡En la velocidad una gacela!” “¡En la fuerza un toro!” “¡En la
sagacidad un felino!”
“¡Figuronón!”
Conducirá despacio, dueño de la ciudad, saludando sin
entusiasmo a los coches que le bocinean: “¡Quihúbole mi Zurdazo!”, y él levantará la mano
displicente, pero satisfecho de su notoriedad, de que ahora su trabajo vale y es reconocido. Tirará
rostro.
Frenará junto a una casa,
bajará del carro y de la casa saldrá una de sus damas,
muchachitas que sabrán a qué aspiran con el Zurdo, propietario de un presente y un porvenir
donde reinarán la popularidad y el billete.
Volante en mano conducirá sin prisas mientras la
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chamaca, desvivida por quedar bien, le armará un aparato de comentarios insulsos: “¡Fíjate que
esto Zurdito!” “¡Fíjate questotro!” El Zurdo pensará que debe ser cuidadoso para enlazar pareja.
Muchas lo seguirán cuando olfateen su gloria y su inversión bancaria. Sólo una, la ideal, será la
agraciada que compartirá las alturas con el Zurdo, quien pensará que la grandeza no le vendrá
gratuitamente sino con labor diaria y sacrificio, por eso no le importará el escarnio público y seguirá
en el centro del parque, doblando las rodillas, saltando, haciendo que la condición de su cuerpo se
empate a su talento natural, a claras sabiendas de que entre los aplausos, los micrófonos y las
mujeres mediará tal cantidad de ejercicio capaz de agotar a una boyada, pero no al Zurdo, que
seguirá en lo propio aunque a la distancia escuche risas y a veces carcajadas de ineptos que, se
imbuía, no alcanzarán a conocer el limitado espacio de la cumbre, destinado sólo a gente con
espíritu de Zurdo.
Dos devociones la repararon. El amor dactilar y místico de la abuela y el empuje irreductible del
Zurdo devolvieron vida a la rodilla. La coyuntura respondía como gozne lubricado y el Zurdo
desquitó las horas negadas al éxtasis con el esférico. Su izquierda volvió a tocar el círculo para
que resurgiera la grata sensación que hace años, de niño, experimento con sus primeras patadas.
Algo contenía aquella esfera que a cada golpe lo alimentaba de vibraciones secretas que lo nutrían
quizá más que la comida. Minuto tras minuto, el Zurdo podía ausentarse del mundo al dialogar a
puntapiés con el balón. Su Dios estaba en ese elemento que estimaba como a una parte de su
cuerpo, que cumplía con los ordenamientos de sus piernas: subir, bajar, correr, golpear, botar. Le
obedecía todo y el Zurdo gratificaba con ternura la docilidad. Alguna vez, en una escena que le
sacó llanto a las paredes, el Zurdo más agradecido, dio un beso al esférico transmitiéndole el
ingenuo mensaje de su alma: “Gracias por todo”. Pronto la amistad volvería a una cancha y el
Zurdo, lozano, proseguiría la trayectoria que hoy estaba en el barrial y que poco a poco lo iba a
llevar a geografías menos hostiles y más aptas para destinos selectos. Mientras eso llegaba
disfrutó algunos encuentros en los que chispearon sus aptitudes. Tanto benefició la inclusión de
sus zapatos en la alineación que sus pepinos, durante buen periodo ausentes, ayudaron a que el
viejo escuadrón llanero se arrimara a la final. Si alguien lo dudaba era el Zurdo con sus maravillas
el que dotó de proteínas al conjunto. Ahora el barrio podía comparar, el equipo era uno sin el
ariete titular y otro, casi completo, con la presencia de aquella pierna izquierda con engranes y
pensamientos. Entonces sí las voces del hacinadero urbano comenzarán a dirigir sus comentarios:
“Aja Zurdito cómo la mueve”.
“Él solito nos amarra el campeonato”.
El Zurdo supo que el
reconocimiento iniciaba, supo que el ascenso era irrefrenable y pensó, claro, que su juego de
piernas pronto sería detectado por un inteligente cazador de talento que dirá “este Zurdito ya está
listo para primera”, o “un poco de fogueo y gánenle”. Más voluntarioso ante los elogios comprendió
que no podía decepcionar a nadie. Todos esperaban sus portentos y él depositó la vida en el
afinamiento de sus capacidades. La abuela aceleró sus oraciones encarándolas con religiosidad
exacerbada. Diariamente solicitó a la deidad que tratara bien al nieto, que le ayudara a embolsar
el campeonato que haría más llamativa la extremidad izquierda que ella había cuidado.
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La
conjunción de devociones, el ejercicio del joven y el rezo de la anciana, convirtieron al Zurdo en el
jugador más decidido del arrabal, y no dudaba un ápice en arribar a su meta: brillar y ser campeón,
sobresalir. En el choque del domingo, por todas sus implicaciones, estaban ubicadas por de
pronto sus esperanzas de victoria en la vida y nadie, sépase bien, nadie podía frenarlo.
Una chispa alevosa detonó el zipizape de mandobles y maldiciones en el área chica. Vapuleado,
tragaba polvo sin poder cerrar la boca. El impacto bestial le impedía pegar los dientes. La rodilla
nuevamente lloraba rojo. Sus compañeros, golpeando y discutiendo de compromiso, arremetían
contra los provocadores y exigían legalidad al silbante. Pero por dentro ya estaban contentos. El
Zurdo había tomado el balón a mitad del territorio. La primera línea defensiva, ya probada en su
reciedumbre, fue eludida sin dificultad. El defensa salidor se tragó un túnel centelleante. Luego el
Zurdo, en maniobra inefable, llena de virtud y arrestos, sacó la lámpara, apareció el genio
descomunal y rebasó al cuevero con una pincelada de singular finura. Desprotegido, el cancerbero
encarreró su cierre de ángulo y para frenar la gambeta inevitable navegó con las dos suelas por
delante. Listo como ninguno, el Zurdo filtró la bola combándola hacia la única rendija visible. El
esférico se deslizó rasante, brincoteando hasta penetrar la raya. Desde que miró el resquicio el
tanto para el triunfo era suyo, tan suyo como los tachones del arquero que mordieron su rodilla,
desgraciándola después de haber impulsado el balón a la meta. La anotación de la ventaja, casi al
final del encuentro, ratificaba la valía del Zurdo aunque él quedara destruido. Atontado por el
percance, el ariete escuchaba la ensordecedora alharaca sobre él. Mientras el porvenir brotaba de
la coyuntura macerada, un par de flamas tartamudearon frente a las imágenes de vírgenes y
santos. Los dedos como ejotes prietos agitaron sin control el rosario, haciendo rebotar las cuentas
como tiritar de dentadura. Algo le andaba mal al Zurdo, que poco después, entre palmadas y
frases de ánimo y congratulación, llegó auxiliado al catre de la abuela. Los dedos con mirada no
eran mentirosos. La anciana, a puro pulso y análisis de yemas, obtuvo conclusiones íntimas.
Hacía más de setenta años que los ojos de la abuela no juntaban humedad. El Zurdo, al doblar la
nuca encontró algo desconocido, agua en los ojo casi muertos de la vieja que palpaba y palpaba el
destrozo en la charnela de carne. El Zurdo comprendió que estaría más vallado el alcance del
aplauso y los micrófonos, pero se dijo que el óbice de una rodilla perclusa no prohibiría su acceso
al reconocimiento. Por ahora su obligación era reiniciar, tomar el triciclo con decisión. Recordó
que debía visitar el mercado y adquirir una arpilla de naranjas como la que terminó en la venta del
sábado. Con el índice de mono araña, la abuela le untaba saliva en el ombligo como principio de
una curación más complicada. Por la costumbre de vivir entre cuitas, los ojos de la vieja pronto se
resignaron ante aquello que le andaba mal al Zurdo. Entonces, en la boca hundida, comenzó el
seseo de una de las plegarias más amargosas que guardaba en la memoria.
El Augurio de la Lumbre, Guadalajara, 1990.
267
268
Obra Narrativa de Jaime Muñoz Vargas
Novela:
El Principio del Terror, México, Primera Edición, Editorial Joaquín Mortiz, 1999. Segunda Edición
en Booket, 2004.
Juegos de Amor y Malquerencia, México, Primera edición con el nombre de: Fervor de Santa
Teresa, Ediciones La Rana, 2002, Segunda edición Editorial Joaquín Mortiz / Editorial Planeta
Mexicana, Colección Narradores Contemporáneos, 2003.
Cuento:
El Augurio de la Lumbre, Guadalajara, Patronato del Teatro Isauro Martínez /
Programa Cultural de las Fronteras / CNCA / INBA, 1990.
“Los Muertos no Ríen” en: ROSALES CARRILLO, SAUL. Cuentos de La Laguna, Torreón,
Municipio de Torreón, 1994. Pp. 117 a 129.
“La Palabra Fatídica” en: ROSALES CARRILLO, SAUL. Cuentos de La Laguna, Torreón, Municipio
de Torreón, 1994.
“Singladuras en la Marigalante”, La Tolvanera, Suplemento Cultural de la Revista Brecha, Año 5, #
67, Región Lagunera, 1de junio de 1994, Pp. 16 a 18.
269
270
Cronología de las Obras que se Mencionan en Esta Antología
1849 a 1855
Escritos Literarios, Francisco Zarco
1905
La Siega, Rafael Ceniceros y Villarreal.
1908
El Hombre Nuevo, Rafael Ceniceros y Villarreal.
1909
Cuentos Cortos, Rafael Ceniceros y Villarreal.
1915
La Loca Imaginación, Martín Gómez Palacio.
1921
Dilema, y Los Fanáticos; Acerca de Carlyle, Xavier Icaza.
1923
A la Una, a las Dos y a las…, Martín Gómez Palacio.
1924
La Hacienda y Gente Mexicana, Xavier Icaza.
1925
El Santo Horror, Martín Gómez Palacio.
1927
El Mejor de los Mundos Posibles, Martín Gómez Palacio.
1928
Panchito Chapopote, Xavier Icaza.
1931
Cartucho, Nellie Campobello.
Entre Riscos y Ventisqueros, Martín Gómez Palacio.
1936
La Venda, La Balanza y la Ejpá, Martín Gómez Palacio.
1937
Las Manos de Mamá, Nellie Campobello.
1939
Viaje Maduro, Martín Gómez Palacio.
1940
¡Viva Madero!, Atanasio G. Saravia.
El Potro, Martín Gómez Palacio.
271
1941
Los Muros de Agua, José Revueltas.
1943
El Luto Humano, José Revueltas.
1944
Dios en la Tierra, José Revueltas.
Narraciones y Cuentos Mexicanos, Ladislao López Negrete.
1945
Narraciones y Cuentos Mexicanos II, Ladislao López Negrete.
1946
La Calle de los Amores, El Canto del Cisne y La Mujer que Quiere a Dos, Ladislao López Negrete.
1948
Al Caer la Tarde, Ladislao López Negrete.
1949
Los Días Terrenales, José Revueltas.
La Venus Azteca, Ladislao López Negrete.
1953
Narraciones y Cuentos Mexicanos III, Ladislao López Negrete.
Cuando la Paloma Vence al Cuervo, Martín Gómez Palacio.
Diferentes Razones Tiene la Muerte, María Elvira Bermúdez.
1954
Encrucijada, Ladislao López Negrete.
1955
Mitote de la Toloacha, Xavier Icaza.
Frontera Indecisa, Salvador Reyes Nevares.
1956
En Algún Valle de Lágrimas, José Revueltas.
1957
Los Motivos de Caín, José Revueltas.
1959
Cuatro Siglos en la Vida de una Hacienda, Atanasio G. Saravia.
1960
Dormir en Tierra, José Revueltas.
1961
Rescoldo. Los Últimos Cristeros, Antonio Estrada Muñoz.
Detente Sombra, María Elvira Bermúdez.
1962
Coloquio de Juan Lucero, El Cantar de Chaneque, La Patrona y Caracol Mexicano, Xavier Icaza.
272
La Ambición del Diablo, Martín Gómez Palacio.
1963
Corona de las Tres Divinas Niñas, Xavier Icaza.
Vente Pasmao, Antonio Estrada Muñoz.
1964
Los Errores, José Revueltas.
Los Benditos, Antonio Estrada Muñoz.
1965
El Sombrero, Antonio Estrada Muñoz.
1967
La Sed Junto al Río, Antonio Estrada Muñoz.
1968
Leandra*, Eudocio Mister*, El Pañito*, La Cita*, y La Gavilla*, Antonio Estrada Muñoz.
1969
El Apando, José Revueltas.
1971
Alegorías Presuntuosas y Otros Cuentos, María Elvira Bermúdez.
1974
Material de Sueños, José Revueltas.
Parejas, Jaime Del Palacio.
1982
Se Sufre Ajeno, Francisco Durán.
1984
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282
ÍNDICE
Página
Prólogo_______________________________________________________________________3
Francisco Zarco________________________________________________________________9
PARÁBOLAS__________________________________________________________________13
La Reina y la Pastora____________________________________________________________13
El Egoísta_____________________________________________________________________17
El Salto del Imprudente__________________________________________________________21
El Ansioso de Honores___________________________________________________________23
El Piloto y los Navegantes________________________________________________________25
Rafael Ceniceros y Villarreal_____________________________________________________29
Tal Para Cual__________________________________________________________________33
Atanasio G. Saravia____________________________________________________________41
¡VIVA MADERO! Soldaditos______________________________________________________45
Xavier Icaza___________________________________________________________________55
Panchito Chapopote_____________________________________________________________59
Martín Gómez Palacio__________________________________________________________83
EL MEJOR DE LOS MUNDOS POSIBLES. Primera Parte, Capítulo Segundo,
El Palacio de Cristal_____________________________________________________________87
Capítulo Cuarto, El desastre______________________________________________________89
Ladislao López Negrete________________________________________________________103
El Último Centauro_____________________________________________________________107
Nellie Campobello____________________________________________________________121
CARTUCHO (fragmentos) II.- Fusilados____________________________________________125
III.- En el Fuego_______________________________________________________________129
María Elvira Bermúdez_________________________________________________________135
Cabos Sueltos________________________________________________________________139
283
José Revueltas_______________________________________________________________151
Dios en la Tierra_______________________________________________________________155
Verde es el Color de la Esperanza_________________________________________________161
El Dios Vivo__________________________________________________________________165
Natalia______________________________________________________________________167
Salvador Reyes Nevares_______________________________________________________173
El Estilete Prodigioso… _________________________________________________________177
Antonio Estrada Muñoz________________________________________________________185
Cómo Nacen las Culebras_______________________________________________________191
Sembrar un Manantial__________________________________________________________193
El Lobo______________________________________________________________________195
El Sombrero__________________________________________________________________197
Los Benditos__________________________________________________________________201
Udocio Mister_________________________________________________________________205
Vente, Pasmao________________________________________________________________209
Jaime Del Palacio_____________________________________________________________215
MITAD DE LA VIDA (Fragmento del Capítulo 2)______________________________________219
Francisco Durán______________________________________________________________237
Se Sufre Ajeno________________________________________________________________241
Vanidades___________________________________________________________________247
La Gran Ciudad_______________________________________________________________249
El Ropero____________________________________________________________________251
Jaime Muñoz Vargas__________________________________________________________255
Las Vicisitudes del Gigante______________________________________________________259
Cronología de las Obras que se Mencionan en Esta Antología___________________________271
Fuentes_____________________________________________________________________275
284

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