Revista-154

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EL SUEÑO DE LA ALDEA
Los buenos oficios
de Giorgio Agamben
M ATÍAS S ERRA B RADFORD
Para los ensayistas, hay un modo tradicional de encontrar un camino propio:
ir alistando figuras en el santuario personal —por caso: Martin Heidegger,
Walter Benjamin, Aby Warburg, Michel Foucault— y observar cómo el último astro neutraliza el excesivo influjo
de los precedentes. Fue el atajo que
eligió el filósofo romano Giorgio Agamben y, en vista de los santos patronos
nombrados por quienes optó, se puede decir que se trató de un atajo interminable, para nada perezoso. Tal vez
por eso es que leer a Agamben es leer
a otros. (Sobre todo documentos en el
límite con lo anónimo: encíclicas, códigos jurídicos.) La cita constante es
un método que heredó de Benjamin
—cuya obra editó en italiano—, al igual
que el hacendoso accesorio de la cita,
la exégesis.
La supervivencia del estudioso se juega en la batalla por la diferenciación
temática. Existe una ilusión de volver
las cosas más sugerentes al plantearlas
con otra terminología desde una disciplina naciente. Y con un poco de suerte,
lo que en principio suena a un especialista en complicar lo obvio (recontex× GIORGIO AGAMBEN
tualizado, ahí reside la clave), termina
siendo ni tan obvio ni tan visto. Agamben ha retomado y ampliado tópicos
de Foucault y ha sido, en parte, la fidelidad al maestro francés en la consecución de ciertas investigaciones la
que lo llevó a encontrar un camino y
un destino personalizados. En ese juego de espejos y refracciones es notable
la similitud entre maestro y discípulo
en cuanto a su dedicación a exploraciones anticuarias o herméticas y la atención
simultánea al campo político contemporáneo. Ese otro acierto de Valéry
—“entramos en el futuro retrocediendo”— sirve como divisa para los dos
fisgones meridionales.
El gabinete de curiosidades de Agamben reúne asuntos heterogéneos y furtivos —el índice onomástico de sus libros
es un grato certamen de referencias recónditas— y sólo una biografía laboriosa y discreta puede sostener semejante
variedad de inquisiciones y semejante profundidad en la pesquisa. A veces
hace pensar en la manía de Pierre Klossowski por encontrar secretos escondidos en las pinturas del siglo XIX.
Agamben tiene algunas obsesiones obvias, transitadas por otros, y otras más
inesperadas, y no siempre pero a veces son esas obsesiones a contracorriente, esas pruebas, las marcas de un
escritor verdadero. Las materias de
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análisis del profesor italiano son, entre
otras, la trinidad divina como máquina
gubernamental y la necesidad de gloria
del poder. El juramento como sacramento (extinguido) del poder político.
El alejamiento de la experiencia de la
vida cotidiana. La infancia y la magia,
la transmigración de un juguete. La
abolición del tiempo en el juego y en
el arte. El método de la melancolía y
las tentaciones de la desidia.
Es notable en un trabajador tan obstinado como Agamben el grado al que lo
apremia lo incumplido. En La potencia
del pensamiento se pregunta: “¿qué significa tener una facultad? ¿En qué modo existe algo así como una ‘facultad’?”
Y define a la potencia “esencialmente
por la posibilidad de su no-ejercicio”.
Y eso es el pensamiento mismo, declara en La comunidad que viene, “potencia pura, esto es, potencia también
de no pensar”. Lo cual nos acerca a
un Agamben que en sus textos menos
apretados se arrima a una escritura
más disponible para la extrañeza, al
Agamben que, vislumbrándolas a corta distancia, no ha escrito poesía ni
novela. (Existe también la impresión de
que los tanteos de Agamben son más
creíbles justamente porque no ha escrito versos ni ficción, porque ve todo
como desde afuera, desde el otro lado de los géneros acreditados.) Una
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interesante variante se plantea en la
nota final a Estancias : “Podemos imaginar que también para los libros existe una ‘Biblioteca de los Destinos’ en
cuyos infinitos anaqueles se custodian
las variantes posibles de cada obra, los
libros que hubiéramos podido escribir
si algo no hubiera decidido, en cierto
punto, a favor del libro que finalmente
fue escrito y publicado.” A propósito de
un don no utilizado, quizá sea provechoso recordar su comentario sobre el
autor de El castillo : “Todo hombre entabla un proceso calumnioso contra sí
mismo. Éste es el punto de partida de
Kafka.”
A Agamben lo alucinan los puntos
ciegos y los enigmas intocables de una
obra en curso y, en este sentido, es
revelador que al hablar del mitólogo
Furio Jesi aluda al “silencio central de
su vocación de escritor”. En Signatura rerum señala que “justamente allí
donde, en la ejecución del detalle secundario, el control estilístico del artista se relajaba, podían emerger los
rasgos más individuales e inconscientes del artista”. Es irónico porque
Agamben nunca baja la guardia, y las
señas y signos de su estilo están presentes en cada uno de sus renglones
rectos y ecuánimes.
Podría decirse que los temas, ellos
solos, parecen llevar al autor de Profa-
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naciones a escribir, y a escribir de
tanto en tanto, bellas frases. La fascinación de Agamben con ciertas expresiones es contagiosa, es la de quien se
deja llevar como por una música. El
método de Agamben ha venido “siguiendo el consejo de Wittgenstein,
según el cual los problemas filosóficos
se hacen más claros si se los reformula como preguntas por el significado
de las palabras”. Y ese método le dio
una forma a no pocos de sus libros,
inteligentemente ordenados. Estamos
ante un nomenclador con un amplio
repertorio de instrumentos telescópicos
y microscópicos, un arqueólogo de la
etimología (según Agamben, una ciencia fantástica). La etimología como rama —raíz y rama— del pensamiento.
No lo pierde de vista: el uso descuidado del lenguaje es un uso político
(intencional). Uno de los papeles de
Agamben parece ser el de renovar las
palabras de tribus atildadas, la griega
y la romana. Su griego y su latín lo
conducen a un anacronismo violento,
aun revolucionario. Es sencillo, las palabras —basta una desatendida expresión latina— lo hacen pensar. Como si
se hubiera hecho filósofo gracias a las
páginas de un diccionario bilingüe. Signatura rerum, Homo sacer, Opus Dei :
con la puntería de Agamben para titular se puede hacer una obra entera.
Se le puede dar forma a una obra. Pareciera que tras un título certero sólo
le resta no equivocarse demasiado en
la escritura. La escritura acompaña al
título, lo persigue hasta las últimas
consecuencias.
La tarea de Agamben en Opus Dei
es la reapropiación, la recolocación de
un término, y el trayecto tiene tramos
excepcionales. La liturgia plantea el
dilema ético de si un sacerdote cretino, por ejemplo, puede brindar el
oficio: “Como en toda institución, se
trata de distinguir al individuo de la
función que ejerce, de modo de asegurar la validez de los actos que cumple
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en nombre de la institución.” Para mayor claridad: “Al definir de este modo
la peculiar operatividad de la praxis
pública, la Iglesia inventó el paradigma de una actividad humana cuya eficacia no depende del sujeto que la
lleva a cabo y que, sin embargo, tiene
necesidad de él como de un ‘instrumento animado’ para realizarse y volverse efectiva.” Se podría pensar en
la tarea de escritores como Pound y
Céline para entenderlo rápido y desde
otro lugar. Más adelante, Agamben
comenta algo que también podría resultar fecundo si se lo relacionara con
la escritura: “Lo decisivo ya no es
más la obra como demora estable en
la presencia, sino la operatividad, entendida como un umbral en el que el
ser y el obrar, la potencia y el acto, la
operación y la obra, la eficacia y el
efecto, entran en una tensión recíproca y se vuelven indecidibles.”
Y volvemos —la obra de Agamben
está sembrada de ritornelli— a los señuelos del equívoco y la reticencia. “En
todo libro hay algo así como un centro oculto”, escribe en El Reino y la
Gloria, y por momentos el lenguaje de
Agamben aparenta estar trabajando
con el mero fin de ocultar. En Opus
Dei, por caso, las indagaciones sobre
el origen de ciertos términos como liturgia, sacramento y oficio ofrecen ha6
llazgos preciosos en el camino, pero
al precio de una prosa en ocasiones al
borde de lo comprensible, como si lo
ininteligible fuera el precio que debiera pagar una seria averiguación filológica. “Uno debe escribir tan claramente
como se lo permita su reticencia natural”, decía la poeta Marianne Moore,
y el de Agamben es un estilo contenido, recatado, apenas latiendo por debajo, como un padre que espera a que
sus hijos crezcan y abandonen la casa
familiar para poder dejarse llevar —él,
el padre— por las obsesiones y locuras
propias. En sus libros más sesudos,
deja entrever que es un escritor más
interesante de lo que la aridez de algunas de sus tesis se lo autorizan. Por
eso, en principio, conviene abordarlo
desde un género ad hoc como el que
propone en Desnudez, Ninfas, Idea la
prosa, Profanaciones.
La lectura de Agamben oscila entre
el tedio y el deslumbramiento, como
una misa para un niño. (Está claro que
el interés por la teología de este escritor que se abrocha el botón superior
de la camisa a la manera de un sacerdote no empezó ni terminó con el papel secundario que le ofreció Pasolini
en El evangelio según San Marcos.) Tal
vez ese simulacro de tedio se deba a
que el autor de Infancia e historia se
consagra a explorar territorios incóg-
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nitos. Y a que lo que busca es que el
ensayo también sea un género que pueda escribirse inspirado. Giorgio Agamben es perfectamente consciente de la
existencia del misterio en el lenguaje.
“Una plegaria no puede ser verdadera
o falsa”, apunta en Teología y lenguaje. Se trata de un lector ensimismado,
con un grado de concentración tal que
aparenta guiarlo hacia un desvarío particular, el de quien confía ciegamente
en sus lecturas, sus intuiciones. No
deja de intrigar quiénes serán los lectores de sus obras. Son cartas consignadas, sin dirección aclarada, seguras
de un destinatario.
Pedro Serrano: arqueología
del poeta moderno
J OSU L ANDA
En La construcción del poeta moderno, Pedro Serrano ofrece un documentado registro de las estratagemas
y maniobras ejecutadas por T. S.
Eliot y Octavio Paz para entronizarse
como gerifaltes de la poesía y la cultura en el siglo XX.
A ese mérito, este nuevo libro de Pedro Serrano agrega otros de no menor
relieve. Baste con destacar una actitud de irreverencia crítica, que contribuye a una sana desmitifación de las
vidas y las obras de Eliot y Paz: dos
de las principales encarnaciones del intelectual moderno; un examen riguroso del proceso de delineación de ambos
personajes como prominentes referencias éticas y artísticas del siglo XX; consideraciones pertinentes respecto al
espinoso asunto de los vínculos entre
vida y escritura, así como sobre las no
menos complejas ligas entre el arte y
la moral; una fecunda lectura personal de las andaduras de los referidos
poetas, sin menoscabo del recurso a
una esencial bibliografía de apoyo; un
repaso de las relaciones entre la poesía de Eliot y la modernidad poética
mexicana.
Toda obra es la estación final de un
camino, de eso que en griego se llama
méthodos (método). Ésta que ahora entrega Pedro Serrano al lector ha recorrido una ruta crítica y heurística
trazada con una evidente voluntad de
rigor, nimbada por una infrecuente
mezcla de audacia y precaución. El propio autor da las pistas de ese recorrido. Para empezar, advierte que La
construcción del poeta moderno no es
un fruto más de los tradicionales estudios de literatura comparada, sino del
examen de la manera en que Eliot y
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PEDRO SERRANO
Paz afrontaron, en su labor crítica y
en su poesía, sus emociones y su formación estética y ética, además de sus
limitaciones personales. Explicada de
esa manera, la decisión metódica de Pedro Serrano se ve un tanto empequeñecida. A riesgo de parecer impertinente
—e incluso de serlo— pienso que su
aportación en este punto va más allá
de lo que él mismo reconoce. Por sobre un comparatismo de fondo —por
lo demás, inevitable en una iniciativa
como la que ha emprendido: habiendo dos poetas en juego, cae de suyo
un permanente cotejo—, lo que Serrano ofrece en este libro es el rastreo de
una serie de constantes en las trayectorias de dos autores que permiten
identificar el proceso de formación de
sendas “figuras de autoridad” artísti8
ca y ética en los dominios de la cultura. Ese proceso —que, como el autor
señala desde el título de su libro, es
una construcción— rebasa los paralelismos anecdóticos y se sustenta en regularidades estructurales de alcance
universal.
Para lograr ese resultado, el autor
ha debido considerar analíticamente las
diversas vetas que se entreveran en la
humanidad de fondo de sendos universos literarios: el de Eliot y el de Paz.
Eso explica el interés puntual de Serrano, tanto en el componente estético como en el biográfico, el ético, el
político... integrados en la existencia
y en la obra de esas inmensas figuras
de la historia cultural del siglo pasado.
El despliegue de esa labor crítica
multidimensional exigía una estipulación clara de las nociones de poesía
moderna y poeta moderno. Pedro Serrano afronta esta exigencia y asienta
la idea de que, a su criterio, “la poesía moderna es el periodo que comienza, en términos generales, a finales
del siglo XIX, como reacción ante el
romanticismo y el simbolismo...” Esta
definición —literalmente, este establecimiento de unos límites, unos bordes
que permiten identificar el objeto de
atención heurística— aclara el campo
de intervención crítica del autor, pero
podría haber ganado en fecundidad
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teórica si se hubiera cebado en la palabra “reacción” —traída a cuento por
él mismo—. En efecto, “reacción” refiere una actitud, un fenómeno psíquico-ético, que tal vez nombre mejor el
vocablo “espíritu”, pese a que es el
más vaporoso y vagaroso de todos. Lo
que quiero decir es que el avatar de
la poesía que, para los efectos de la
investigación de Pedro Serrano, merece la calificación de “moderna” es
la que responde a un espíritu bífido:
por una parte, reniega del modernismo que motivó a sus ascendientes románticos y simbolistas, al tiempo que,
por la otra, abre las escotillas de la
tradición a la entrada de innovaciones
formales y de valores estéticos y éticos
que se controlan, ofrecen y promueven como la nueva modernidad. Pero,
en su esencia, este modus operandi
no es privativo de ningún poeta o movimiento cultural dado. Es, más bien,
el signo distintivo de todo artista que
encarne el mencionado espíritu modernizador. Así que considerar la convencionalmente llamada poesía moderna
como la expresión de un “espíritu”
específico permitiría hacer algo que
Pedro Serrano, en atención a sus obsesiones, acaso haga en el futuro: colocar el modernismo de Eliot y de Paz
en la senda de un espíritu moderno
transtemporal, es decir, presente por
momentos a todo lo largo de la historia de la poesía en Occidente.
La modernidad y el espíritu que le
es propio expresan un modo de relación con el tiempo. La actitud moderna
alberga una paradoja: es intempestiva
—es unzeitgemäss, como la llamaría
Nietzsche; es decir: está conflictuada
con el tiempo, por no decir que está,
de pleno, contra lo actual, contra la
época— pero de ningún modo se aviene con una tradición estancada y superada. O sea: no puede celebrar el
presente ni puede asumir el pasado;
tampoco puede prescindir de ninguna
de esas dos dimensiones del tiempo.
Pedro Serrano capta esta contradicción cuando asegura que “los valores
del poeta moderno estuvieron, en muchas ocasiones, en oposición directa a
los valores principales de la sociedad
moderna”. Se le escapa, sin embargo,
en parte, la fecundante complejidad
de ese modo de ser en el mundo, en
lo tocante a aquello que Paz intuyó
como “la tradición de la ruptura”; oxímoron en el que se cifra la fuerza y el
sentido de un ímpetu crítico y creativo, dándose como potencia innovadora, de vanguardia, vocada a una casi
maquinal impugnación ética y política, además de artística, así como a la
búsqueda febril, a la experimentación.
No basta con recurrir al fondo emo9
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cional del despliegue de esa actitud ni
a las estratagemas que ella propicia en
el ámbito crítico-creativo, ese “esquema común de estrategias y movimientos retóricos”, que Serrano señala con
insistencia en los poetas a los que dedica su libro. Habría convenido afrontar, también, su faceta trágica, puesto
que en ella —en lo que tiene de tensión
entre lo más vital y lo más necroso—
se cifra la más radical humanidad de
esas encarnaciones del genio posromántico que fueron T. S. Eliot y Octavio Paz.
Esa limitación no desdice la pertinencia de la ruta heurística emprendida por Pedro Serrano, de modo que,
al apuntalar su idea del espíritu moderno, adviene con naturalidad la presencia de un aire de familia compartido
por Valéry, Rilke, los surrealistas, Celan, connotados poetas de los primeros
años de la revolución bolchevique,
Kavafis, Seferis, Huidobro, Cernuda
y, desde luego, Eliot y Paz. Acierta,
pues, el autor cuando delimita una zona de la tradición poética, apelando a
estos nombres que remiten a “una manera común de entender la naturaleza
de la poesía y de verse a sí mismos como poetas”.
Una de las audacias teóricas de este libro es la que consiste en asignar
un peso mayor que el habitual a los
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nexos entre la vida y la obra de un
autor, en el ejercicio de la crítica. Pedro Serrano se fija en dos poetas que,
según su criterio, “tuvieron que ejercer diferentes movimientos estratégicos, tanto en sus vidas como en sus
obras”. Colocado frente a este hecho,
todo crítico encararía una dificultad ante la que Serrano no se arredra: a la
evidencia de un vínculo íntimo y raigal
entre vida y obra, le sigue la sombra
de la imposibilidad de ser conocido a
carta cabal. Esta paradoja no tiene solución, si por tal se entiende una elucidación clara de los términos en que
las biografías de Eliot y de Paz determinan sus poemas y ensayos. Pero eso
que, en un principio, se antoja debilidad y error de perspectiva se trasunta
en la faceta más fecunda y atractiva
de este libro.
El primer punto destacable, a este
respecto, es el esmero y la enjundia
con que Serrano reconstruye un proceso que empieza mostrándose como
una negación aposta del vínculo entre
vida y poesía por parte del propio poeta, continúa al modo de una implantación generalizada del supuesto de la
autonomía de la obra entre críticos y
lectores y termina en el momento en
que ésta es extirpada del mundo de la
vida y convertida en “un monumento”
(p. 168). De acuerdo con la mirada psi-
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cologista de Pedro Serrano, ese complejo haz de maniobras y movimientos se explica porque el poeta se ve en
la necesidad de encontrar, por caminos distintos al reconocimiento de la
incidencia de cierto modus vivendi sobre la obra, “una manera más enérgica de afirmarse a sí mismo en la vida
real”, de cimentar su autoridad y de
proyectar su figura pública (p. 169).
Siguiendo la misma lógica de Pedro Serrano, cabría tal vez reconocer
un elemento adicional en ese proceso:
el ajuste de cuentas con la tradición y el
contexto actual. A no ser que, con entera licitud, Serrano incluya esa impreterible determinación entre las que
integran la “vida real” de los poetas
que estudia. Como sea, en la amplia
copia de ejemplos puntuales que aporta Serrano en relación con este asunto —y que sería inviable abordar aquí
en bloque—, resalta el de las operaciones ético-poéticas de Eliot a costa de
la figura de D. H. Lawrence. Según el
ameno relato de Serrano, Eliot se castiga a sí mismo en cada una de sus
imputaciones contra Lawrence, maniobra que permite al autor de The wast
land reestructurar un rígido ethos de
la poesía y de la vida. En palabras de
nuestro crítico, Eliot “mezcló estructuras religiosas con valores románticos,
de una manera ideológica, para reducir
lo que llamó el exceso de liberalismo
e individualismo en contra del orden
social”. (p. 152)
Con igual eficacia expresiva —y, a
veces, aun de manera descarnada—, Pedro Serrano exhibe las mañas que se
da Octavio Paz para forjar una narrativa de sí mismo a conveniencia. Valga,
a título de ejemplo, el meticuloso examen de las omisiones, medias verdades e inventos de cariz heroico con que
el poeta arma su relación de una peligrosa experiencia de cuando participó
en el célebre primer Congreso Internacional de Escritores para la Defensa
de la Cultura, en Valencia, en 1937, es
decir, en plena Guerra Civil Española.
Los detalles puede encontrarlos el lector en las páginas del libro de Serrano.
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Lo que en este momento interesa
resaltar aquí es la voluntad de construcción de sí, que yace en la raíz de
la imagen que ostenta el Poeta con
“p” mayúscula y el caudillo cultural en
que finalmente se convirtió Octavio Paz.
Lo que conviene estimar también, en
el análisis de Pedro Serrano, es la afinidad que éste detecta entre los procederes de Paz y las prácticas de los
principales exponentes de muralismo
mexicano, a la hora de elaborar y propagar su pregnante mitología estéticopolítica (p. 182 y ss.).
Sabíamos que no era gratuito que
Eliot y Paz impusieran “sus propias
ideas y creencias sobre las de otros”,
que la poesía que ellos defendieron estratégicamente se volviera “la escritura
poética que adquirió mayor autoridad”,
que encarnaran un ideal hegemónico
de poeta y que así devinieran fuentes de
poder. El mérito principal de este libro estriba en que cimienta, con datos
e interpretaciones lúcidas, eso que ha
sido una intuición básica de todo intelectual contemporáneo, dentro y fuera de México, al margen de la empatía
o la aversión que tales figuras totémicas susciten en cada caso. Puede decirse que el más jugoso fruto de esta
obra de Serrano brota de una arqueología del proceso de fabricación de
quienes hayan sido, tal vez, los últimos
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poetas-universo, tardíos albaceas mallarmeanos del esencial lenguaje de la
tribu, al mismo tiempo que entusiasmados pontífices de divinidades hiperbóreas; hitos y consumadores definitivos
de la Poesía —otra vez con “p” alta—,
por ende, irrepetibles y ajenos a la
turba de poetas —de “p” minúscula—
royendo las migajas caídas de la mesa
de las Musas por fin idas.
Al emprender esa labor, de manera
a un tiempo audaz y equilibrada, Pedro Serrano evidencia la magnitud del
poder de ese par de colosos, Eliot y
Paz, justo en la actitud de buena parte
de la crítica literaria —es decir, poética y cultural— implicada en la recepción de sus obras y de sus imágenes
públicas. En el rastreo efectuado por
Serrano, al menos en lo que hace a encarar la figura de Paz, apenas descuellan los gallardos empeños de Jorge
Aguilar Mora, capaz de sacudirse la
fría cuanto deletérea mirada del Tótem.
La mayoría de los demás dan muestras de sucumbir a la seducción o al
temor, con lo que de hecho confirman los alcances de todo un efecto de
poder.
Todo eso es encomiable, en la medida en que fecunda el sentido crítico
y los posibles debates que éste pueda
estimular, pero exige una vuelta de tuerca más, que el psicologismo ha sus-
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traído a las páginas de este libro. En
un primer acercamiento a sus tesis, me
quedo con la impresión de que Pedro
Serrano adscribe las maniobras de Eliot
y Paz al ámbito de ciertas pasiones
demasiado humanas y no al más amplio campo de los efectos de poder.
Lo que, en primera instancia, evidencian los modos con que se conducen
esos dos señores de la poesía es una
implacable voluntad de poder, un sustrato en el que coexiste lo más miserablemente egoísta con lo que de más
grande puede alcanzar lo humano.
Los problemas teóricos relativos a la
relación yo-otro, autor-orden cultural,
vida-obra, exigen colocarse en perspectivas situadas más allá del psicologismo.
Si tanto Eliot como Paz devinieron “poetas terminales” —es decir, dejaron un
testamento de silencio, que por fortuna nadie ha querido usufructuar— no
fue sólo por obra de sus estratagemas
y sus pulsiones. El propio discurso de
Pedro Serrano trasluce los límites del
escrutinio psicologista cuando tantea
sin éxito la hipótesis de la senectud de
Paz y Eliot como eventual explicación
de esa deriva escandalosa. Acaso se
aclare la visión del crítico cuando considere que los poetas en referencia encarnaron una fuerza transvaloradora
—tanto en los dominios de la poíesis
como en los del ethos— en un contex-
to decadente. Así que, más allá de la
tensión yo-otro (que no se puede preterir), en sus casos tal vez opere con
mayor intensidad trágica la contradicción entre la miseria ética y póetica de
un mundo de la vida y de un individuo
en trance de barbarización y la esperable vocación de grandeza de unos
poetas orgánicamente dotados de una
potente voluntad de vivir. Sé que nociones como la de grandeza suscitan
aversión, en el presente, y exigirían que
me ruborizara al proferirla. Eppur si
muove : más allá de los pruritos inducidos por un ethos crítico demediado,
no puedo dejar de imaginarme a Eliot
y a Paz sino como cruzados de la grandeza de la Poesía con “p” mayúscula,
no por efecto de una soberbia personal en sí —cuyas manifestaciones tampoco se pueden negar— sino de una
modernista pasión aristocratizante, en
general bastante sana, como contrapeso ante los excesos de la mediocridad
infatuada, propia de un mundo de la
cultura decadente y sometido a la lógica del capital, en la que se inserta la
llamada industria cultural. Hay, pues,
en Eliot y en Paz un heroísmo de la
poesía, cuyo sentido viene dado por
algo que el propio Pedro Serrano demuestra haber intuido, cuando afirma
que los afanes de estos poetas están directamente relacionados “con la total
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falta de autoridad de la poesía, que
llega hasta el descrédito dentro de la
sociedad moderna”.
Frente a fenómenos evidentes como la distorsión del gusto, el desdén
hacia los valores estéticos más exigentes, la confusión de criterios artísticos,
poetas de la envergadura de Eliot y Paz
pretenden construir sus propios castillos, los reductos de un nuevo avatar
de la grandeza poética, sobre la base de
una refundación de los valores que habrían de orientar la Poesía y la vida
del Poeta —siempre con “p” mayúscula—, al menos durante el siglo XX. De
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ser cierto esto en algún grado, habría
que leer el libro de Pedro Serrano como el informe de un proceso de canonización fuertemente determinado por
la voluntad de poder de los propios implicados. De hecho, el rédito canónico
de ese movimiento se habría repotenciado al enzarzarse con otras instancias
y fuerzas canonizadoras, como la academia y la propia industria cultural.
Si esta hipótesis resultara probable,
habría que cuestionar también el esencialismo subyacente en el peso que
Pedro Serrano le adjudica a lo que
denomina “retórica” en el proceso de
construcción y canonización del poeta
moderno a la Eliot y Paz. No parece
sostenible la idea de que “la literatura
es una estructura retórica extrema”,
como asegura Serrano. Según la estipulación que ofrece en su libro, por
“retórica” se debe entender, por un
lado, “el sistema constructivo interno
de una obra literaria y, por el otro, un
método crítico de lectura” (p. 17). Si
las maniobras en el discurso y en la
elaboración de una narrativa de sí, así
como en la lectura de la tradición crítica y poética, efectuadas por el norteamericano y el mexicano, resultan
eficaces de cara a sus fines artísticos,
morales y políticos, no es tanto por la
retórica en sí cuanto por el hecho de
haber impuesto un orden de valores
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éticos y estéticos, en el que esas operaciones adquieren legitimidad y reclaman la aprobación de las instancias y
factores de canonización dotadas de
mayor poder en el mundo de la cultura. Las poéticas y las retóricas de Eliot
y de Paz aparecen, así, como sustentos técnicos de un proceder intencional, abierto a una comunidad cultural,
a una estructura de relaciones intersubjetivas, en la que opera una axiología
más o menos compleja e incardinada
a un hegemónico haz de referencias
valorales.
Éste es un libro compuesto por alguien que es poeta, crítico de poesía
y promotor de la poesía, a la vez; en
suma, alguien consagrado al hecho poético en todas sus posibilidades. Esto
se hace patente en la cauta pasión y
la notable originalidad con la que aborda problemas críticos y teóricos de
importancia suprema, como los que
se han referido de modo sumario en
las líneas precedentes. También en la
buena ambición que instiga a una aproximación todavía incipiente, limitada,
a una serie de tópicos no menos relevantes, tales como la universalidad
del modelo poético personificado por
Eliot y Paz, los vínculos entre poesía
e ideología, la relación entre construcción del poeta-personaje y el canon
poético, el peso real del Poeta Tótem
—es decir, un ser autorreferencial hasta
rayar en el solipsismo— en un universo poético necesariamente comunitario,
las contradicciones inherentes a la pretensión de encarnar al Poeta Moderno
a partir de prácticas premodernas y
otros. Tanto por la lucidez de lo que dice como por lo sugestivo de lo que calla
o murmura apenas, este libro de Pedro
Serrano está destinado a dar mucho
que hablar durante un buen tiempo.
Don Juan desciende
a los infiernos
L EONARDA R IVERA
para Lenny Garcidueñas
Audaz e insolente. La peculiar fascinación que ejerce la figura de Don Juan
en el imaginario colectivo parece no
tener límites. Don Juan es uno de los
fenómenos más extraños de la historia
de la literatura, aunque en principio
no pertenezca a ella. Más extraño es
verlo dentro del discurso filosófico. En
Kierkegaard, por ejemplo, Don Juan
representa la imagen del estadio estético por excelencia, pues éste supone
una fuerza negativa, instintiva, frente
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a los otros estadios por los que atraviesa el ser humano, que son el estadio ético y el religioso. Pero antes de
Kierkegaard, el movimiento romántico vio en Don Juan a uno de sus principales emblemas a la hora de ilustrar
la creciente tensión entre intelecto y
pasión. Don Juan asumió entonces la
metáfora del corazón frente a la tiranía
de la razón. No hay que olvidar que
Don Juan es anterior al nacimiento de
la Modernidad: es hijo de la Edad Media y de la Teología. No obstante, llegado el momento, será capaz de absorber
uno de los problemas que acarrea el
individualismo moderno: la soledad.1
Visto desde una historia de las ideas,
Don Juan es producto del sentimiento de una época. Hijo nato del barroco español, reproduce en su interior el
horror vacui (horror al vacío) en tanto
sentimiento de la época. En Don Juan
hay un vacío originario, absoluto, que
él intentará llenar con una sucesión
de rostros, pero como se trata de un
vacío ontológico nunca se colmará. El
placer no remediará ese vacío originario ni evitará su marcado descenso a
los infiernos.
A mediados del siglo pasado, la filó-
sofa española María Zambrano recupera en su discurso la figura de Don
Juan. A diferencia de los románticos,
para ella Don Juan no representa la imagen del corazón ardiente ni mucho menos la metáfora del corazón. Don Juan
es, para María Zambrano, el círculo
de la soledad absoluta. No puede amar
porque el absoluto que hay en su interior no le permite salir de sí mismo;
nació para no amar a nadie y para ser
amado por todas. Pero la tragedia de
Don Juan es su no-fragmentariedad ;
imposible que se haga pedazos; es el
espejo que se contempla a sí mismo
mientras se desgasta. Es el amor propio. El egoísmo. Su discurso no es posible sin la muerte, el peligro. Don Juan
es el animal que recorre las entrañas
del discurso del amor. “La vida de Don
Juan es un sucederse a sí mismo, en
lo mismo, pero recomenzando a cada
instante, como si la vida fuera solo un
instante reflejado indefinidamente en
una larga galería de espejos.”2
La figura de Don Juan que recupera María Zambrano es el de Tirso de
Molina, que a pesar de haber nacido
en época cristiana no puede sentir remordimiento, y su única manera de
Cfr. Ian Watt, Mitos de individualismo
moderno, Cambridge University Press, Madrid, 1999.
María Zambrano, La razón en la sombra
(comp. Jesús Moreno Sanz), Siruela, Barcelona, 2004, p. 551.
1
16
2
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EL SUEÑO DE LA ALDEA
amar es con un intenso y fugaz arrebato. Pero no es un ser frío. Suponer
que la frialdad le es intrínseca sería
evidenciar la huella del hastío en él.
El Don Juan de Tirso tiene todo, menos hastío. Espejo de sí mismo, le sobra la soberbia necesaria como para
hacer un convite con los muertos.
María Zambrano percibe que la soledad de Don Juan es una soledad específica. No es la soledad del amor no
correspondido o la soledad del amor
ausente, sino la soledad absolutista. La
soledad de Don Juan nace de la imposibilidad de amar. Es un ser único.
Espejo de sí mismo. Representa la
imagen del círculo que, una vez que
se cierra, nunca vuelve a abrirse. “El
círculo mágico se cierra y el individuo
como Don Juan, espejo de esta situación viene a quedar aislado, más que
solo, a solas en el espacio y en el tiempo; especie de móvil físico perdido en
un espacio y en un tiempo ilimitados
(…) Y como al fin es un hombre, se
cree dueño de esta infinitud espaciotemporal.”3
El Don Juan de Tirso de Molina ni
por un instante imagina que alguna mujer pueda hacerlo feliz, no lo cree posible y no le importa. No busca sino
María Zambrano, España, sueño y verdad, Edhasa, Barcelona, 1998, p. 71.
3
MARÍA ZAMBRANO
en cada una cierta cantidad de goce,
que tampoco supone será mayor que
el camino a obtenerlo; él sabe que el
placer absoluto no está ni puede estar
en las caricias de una mujer. Los placeres del mundo son limitados, lo único
ilimitado en este mundo es la energía
del propio Don Juan. María Zambrano ve en él la encarnación del absolutismo en la existencia individual.
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Don Juan es el centro del discurso
siempre, un discurso potente y absoluto que se despliega con tal fuerza
que es capaz de absorber todos los
elementos que van apareciendo en su
derredor. El personaje de Tirso de
Molina recrea su tragedia de forma
más indiscutible. Su tragedia es el inevitable descenso a los infiernos. Pareciera que su destino ha sido marcado
previamente. De haber existido un
oráculo en su vida le habría predicho:
“Tendrás el amor de todas las mujeres, tendrás todo el placer posible, pero
tu corazón no sentirá amor jamás.” De
tal forma que Don Juan será sacrificado a la Historia. El corazón de Don
Juan consumirá muchos corazones
sin consumirse jamás. Pero Don Juan
no es un ser frío, sino todo lo contra18
rio, no es que no ame, ama fugazmente, pero no tiene el amor como un ideal.
Ésta es la gran diferencia con los
donjuanes del romanticismo. El Don
Juan de los románticos, como un buen
hijo de la época, persigue un ideal. El
Don Juan que irrumpe en el discurso
de María Zambrano está lejos del ideal
romántico; se acerca, en todo caso, a
la imagen presente en aquel preludio
de Baudelaire que arroja a Don Juan
a los infiernos.
Al comienzo hacía referencia a otro
de los libros emblemáticos del donjuanismo moderno, El diario de un seductor, de Kierkegaard, donde el autor
danés reinventa a su manera algunas
insignias de nuestro timador. El Don
Juan de Kierkergaard es cristiano como
el Tirso de Molina, es cierto, pero es
frío, perverso, enemigo de las mujeres
y acechador cauto y experto en ellas.
Entre él y el Don Juan de Tirso hay
un abismo insondable. Para José Ortega y Gasset —y un poco antes Ramiro
de Maeztu—, el Don Juan por excelencia es el de Tirso, pues no sólo representa el sentimiento de una época,
sino también es el símbolo de aquella
España inquieta, caballeril y andariega que tenía por fuero sus bríos y por
pragmática su voluntad. Don Juan es
el instinto sobre la ley, la fuerza sobre
la autoridad, el capricho sobre la razón.
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EL SUEÑO DE LA ALDEA
Ni Ramiro de Maeztu, ni Ortega y
Gasset, ni mucho menos María Zambrano reducirán a esta figura a la tradición literaria. Para ellos Don Juan
es ante todo una energía bruta, instintiva, petulante pero inagotable, triunfal
y arrolladora. Los tres defienden el
origen español de Don Juan y centran
sus estudios en las obras pertenecientes al barroco español: El burlador de
Sevilla o el convidado de piedra, de
Tirso de Molina, y Don Juan Tenorio,
de José Zorrilla. Al respecto, Maeztu
sugiere que el Don Juan de Tirso es
más fuerte que el de Zorrilla, pero el
de Zorrilla es más humano, más completo, más satisfactorio. La diferencia
fundamental consiste en que el de Tirso
nunca se enamora y el de Zorrilla sí.
El de Tirso es exclusivamente un burlador. O, como lo dirá María Zambrano,
el de Tirso es una galería de espejos:
si no se enamora, el mundo será suyo,
enteramente, sin responsabilidad. No
dará cuentas a nadie de sus actos. Será al mismo tiempo el poder absoluto
y la libertad absoluta. Pero será también
la reencarnación del vacío absoluto. El
personaje de Tirso es la representación
del círculo que no exhibe fisura alguna. Y por más mujeres que tenga en su
vida, nunca conocerá el amor. Descenderá a los infiernos solo. Ése es su
sino trágico.
Tanto en la versión de Tirso de Molina como en la de José Zorrilla, Don
Juan es el centro donde orbitan los elementos que en el momento indicado
atravesarán su discurso. Uno de esos
elementos es la figura del Comendador; éste representa la cara de la historia, de aquella historia sacrificial que
no perdona jamás, y que pide a gritos
le ofrenden sangre humana. En la versión de José Zorrilla, Don Juan se
transforma por un momento, se vuelve otro cuando encuentra a Doña Inés
y es capaz de sentir amor por ella.
Pero hay una reputación que le precede. El Comendador no sabe de la
trasformación de Don Juan ni puede
verlo, porque la historia tiene que aguardar a que el cambio se manifieste en
actos antes de constatarlo. A veces,
para la historia, las palabras pierden
su fuerza cotidiana y ya no tienen honor, y por tanto no pueden legitimar
ya mundos, y las palabras de Don
Juan no pueden mostrar su conversión.
El resto lo hace la fatalidad. Don Juan
mata al Comendador y pierde con ello
el amor de doña Inés para siempre.
El hecho de perder a su amor, a la
única que atravesó su corazón, alterará todo el discurso. Doña Inés morirá
de su aflicción y Don Juan volverá a
su discurso seductor. Pero ya no será
el mismo. Ya no puede ser el mismo.
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Ahora sabe lo que antes no sabía. Sabe que existen la bondad y el amor en
el mundo, pero no para él. Este crimen está presente en las dos versiones, pero, en la versión de Zorrilla,
Don Juan se salva por el amor que la
niña Inés sintió por él; no importa que
la haya perdido en vida, al menos en
algún momento de su existencia “sintió” amor. Su alma se salva del sufrimiento eterno, no irá al infierno
(recordemos que ambas obras están
insertas en un discurso católico). El
alma de Don Juan se salva porque
Dios es testigo de su corazón. Y lo per-
20
dona por haber amado y por haber
sufrido. Mientras que, en la versión de
Tirso de Molina, Don Juan tiene que
descender a los infiernos llevado de
la mano del implacable Comendador.
Cuando la figura de Don Juan aparece en el discurso de María Zambrano,
su concepto del descenso a los infiernos ya está más que acotado y con un
sentido distinto, aunque no deja de ser
sugerente verlo desfilar ahí. En María
Zambrano el descenso a los infiernos
no tiene un sentido religioso sino ontológico; el descenso no es al fuego eterno sino al interior de los ínferos del ser.
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Estrago escrito
L EÓN F ÉLIX B ATISTA
…aunque esté mi inclemente
estrago escrito…
Petrarca, Cancionero, XXIII
fuman falos, parafina, canícula que sorben en volutas,
pero en cada confluencia, firmamento de suburbio —en
el surco acelerado de la boca— se restablecen pronto de
la razzia
¿trabajan los pulmones, vendimia de materia, de la idea
que se sigue haciendo trizas?
¿cuántos dígitos succionan la melaza que extrajeron de
entallados pantalones?
el casco urbano truena, la ola de vapor; no entiendo los
desgastes de ese curso sideral: yo vivo atento al mantra
—mas sin el contrapeso que exhibe su horizonte casi
cartilaginoso—, a tacones que persigo a lo largo de
alquitrán con el procedimiento letal de la jauría
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cada uno está dotado de una ostra bajo negras pantimedias,
en el pleno vendaval: un contacto que me abre a latitudes
con espectros de carnívoras cavernas: varios cuerpos
conectivos, radiactivos en su red: los persigo descompuesto,
los consumo cuando el físico permuta un ademán que
recoge un aguijón, cuando queda poca sed, cuando el
bosque de las tardes ensaya con sus bronces para dar un
salto al yodo
pero aquéllos (reprimidos por la cruel proximidad) en el
dogma de las sombras se aperciben y se dejan auscultar
por mil lebreles
eso: cartilaginosos: por detrás del peso pánico, la yesca
recompone sus galaxias
en su tránsito nocivo se fuga un pensamiento, proscrito
de la mente, doloroso, de mi cuero cabelludo desollado:
un nombre en su tejido que se acuña, irreversible, lo que
sílaba por sílaba borró mi borrador: ¿será ofelia, será
iseo, será laura, magdalena o el semblante de la hembra
conservado en celulosa?
es un tránsito relleno de episodios
la veta que reclamo provendrá de esa región: de los témpanos,
los hombros, los órganos neumáticos; una química colonia
de corales, del espesor perfecto del carmín: como las
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sales sólidas, por perímetro rocoso, la cigarra de su barra
para labios
el acontecimiento atraviesa por un magma y extirpándose
de pronto de un pantano, perfilado por sus anfractuosidades
entra y sale —redimido— de las sombras, como zíperes de
luz denticulados sobre un fondo inesperado de aguaceros
episodio que comienza a entumecerme: los rescoldos de
otro mar pintado al temple (como puro peso nómada a la
vista de david: los barnices de tu busto, betsabé) visibles
alabastros, albatros invisibles: un vuelo sin embates que
en la esfera le asignaron
los sesos reconocen (sumando ambigüedades) los pliegues
que prescriben por su anverso: registros intrincados (en
empalme de sucesos) configuran el glaciar en que uno
medra
¿qué borra esa membrana pintada con pintura que fija
al disolverse poco a poco?: un órgano que asume sus
contagios compromete su sentido a la tragedia, la cera de
la carne —que rompe en levadura—, desechos destripados
en astillas
¿qué pasados descomponen lo incorpóreo, comparecen
amarillos, entre la masa en vida de la glándula que altera
complexiones?
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pretéritos que escaldan como la acción de un ácido la
atmósfera que estira un extractor, con dos botellas verdes,
con resina musical, en la madera muerta que apuntala los
amantes
sin duda estuve allí, produje un contragolpe, buscando
con la sonda recibir respiración, y aullidos corpulentos
salidos de las blondas agrestes del pensar
de modo que aparece —venida por un magma
translúcida, tensándose, avenida yugular
el negro cuervo de la cabeza pasma y en esa escualidez
feraz morfina
aromas memorables (catacumbas de mi cráneo): no se
extirpan ni con una contracción, tanto estrógeno imantado
por su tracción de estela, destacándonos los dos del
crepúsculo del parque
esos labios escarlatas: baldamiento de recuerdos que dejé
en la oscuridad
su mazmorra es mi memoria, monolito disoluble: un
desnudo femenino sin modelo
dialogar con espejismos manuscritos con carmín: los dos
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en el volumen del verano
un tajo en una arteria, recreando disyuntivas, torbellinos
escalando las elipses: bilis rápida y motriz por las gamas
del cardumen
cabe dentro de los nervios
alabastro del circuito ya extenuado de embestir lo que el
látigo despoja de la masa, una tira de la piel contra el velo
de un pabilo –que retira de repente su calor
atenúan remanentes de todo daño agudo los dígitos con
sus ficciones negras, deriva a la que voy como soldado
al caos a través de sucesivas raeduras, como cuerpo que
expusiera cada núcleo a rayos gamma, su nudo hipertrofiado
como muñón de lepra
relámpagos de muerte buscan delta, paralelos por pendiente
en rotación
pero ¿se puede, acaso, rediseñar un sueño si la bruma
lo ha mordido cuando se lo vuelve a ver?
el retrato, de conjunto, modifica su estructura, dado el polvo
paladino de la era: el ángulo adecuado la conculca, tan
acrónica en la falta de un pixel
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accedo a ciclos cáusticos, cribado por ranuras; los pulmones
se fragmentan en saharas; el discurrir de un ácido que
agolpa en la garganta su látigo lentísimo de amnesia
una sombra recurrente que alimenta una pared perturbándome
con voluptuosidades: aquello que era imán —y me expulsó
del páramo— me acoge en el rincón de su principio, aquello
cuyo filo se resiste a lacerar elevado hasta el solaz de la
extinción
belleza es una gruta que desaparece el núcleo, injerta en
un crepúsculo que escupe manganeso; recursos incisivos
del engranaje móvil: la caverna sintetiza los torrentes
seculares, se convierte en caramillo de sonido oracular
entrampado en permanentes infrarrojos
falso vuelo de las nupcias de los pétalos de orquídea
accediendo a “construir un contenido”
pienso el cuerpo que tendría que abatir para escalar
espacios modulados, omitir —en un desorden de bandada—
las serpientes que despiertan al desmonte
¿por qué ese precipicio que se inventa la distancia y por
qué su magnetismo es anatema?
del pasadizo rojo, del interior de trapo: coyunda de apogeo
y nulidad
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un cúmulo feroz, sobre fricción de acero, una línea de
pólvora hasta el pubis: es un arco gozoso, trazado con
carbón o convertido en ráfaga difícil
intento su inflexión exponiéndolo al envés bajo capas
infinitas de sentido
su divisa trepa al velo, por las rampas de veranos preservados
en resinas y preceptos: un licuado de elementos comprimiendo
oscuridad en una cicatriz para dos cuerpos:
amores que inoculan en los hilos de las venas sus antídotos
de ríos subcutáneos
se articulan como riscos, equilibran aquelarres, cuchilladas
de relámpagos agudos
tras estragos corrosivos, tras su pátina espectral, quedará
la franja espesa, como cuando pasa escarcha
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Te doy mi palabra: un itinerario
en la traducción
J UAN V ILLORO
EL ÁLGEBRA Y LA LUNA
A los cuatro años comenzó para mí una travesía que se asemeja al recorrido por los bosques hechizados de los cuentos de hadas. Entré al Colegio
Alemán de la ciudad de México y, luego de un examen de aptitudes del que
no tengo memoria, fui asignado al Grupo A de Primero de Kinder donde los
alumnos eran mayoritariamente alemanes o hijos de alemanes.
A los seis años, cuando alguien me preguntaba si ya sabía leer, mi respuesta era: “Sólo en alemán.” El conocimiento me llegó en una lengua extranjera. Si Elias Canetti y Georg Christoph Lichtenberg descubrieron que
vivir en Inglaterra les permitía gozar más del alemán, yo descubrí en el Colegio que nada me interesaba tanto como el español, idioma que sólo hablaba en los recreos o en la clase de Lengua Nacional y que representaba para
mí una reserva de libertad.
En un apunte de 1881, Nietzsche resume las bondades filosóficas de
estar inmerso en una cultura ajena: “Quiero vivir durante un periodo largo
entre musulmanes y, por cierto, ahí donde ahora su fe es más rigurosa. Así,
sin duda, se agudizarían mi juicio y mis ojos para todo lo europeo.” Lo exótico es la mejor escuela para entender lo propio.
Al inicio de Memorias de un antisemita, novela que traduje para editorial Anagrama, Gregor von Rezzori escribe: “Skuchno es una palabra rusa
difícil de traducir. Significa algo más que un intenso aburrimiento: un vacío
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UN ITINERARIO EN LA TRADUCCIÓN
espiritual, un anhelo que atrae como una marea imprecisa y vehemente.” El
libro comienza con un problema de traducción: recordar es traducir, conocer de nueva cuenta. No siempre estamos seguros de la veracidad de una
época pretérita y nos desconcierta la forma en que nos conducíamos entonces. “El pasado es un país extranjero”, escribe Hartley en su novela The Gobetween. Nada más lógico que lo evoquemos con palabras de otro idioma.
Rezzori elige el ruso para titular su búsqueda del pasado del mismo modo
en que Nerval titula su poema sobre la melancolía con un sustantivo español, “El desdichado”. El recuerdo entristecido provoca una extranjería del
alma; somos y no somos los mismos que actuamos en otro tiempo. Rezzori
agrega al respecto: “Lo que aquí relato parece tan lejano, no sólo en el espacio sino en el tiempo, que a veces creo haberlo soñado.”
Mi evocación del Colegio Alemán ya tiene la misma condición onírica.
Resulta difícil remontarse a la época en que los padres confiaban a ciegas
en las escuelas donde crecerían sus hijos y pensaban que el único antecedente para llegar ahí consistía en ser admitido. Un amigo de la familia nos franqueó el acceso a la selecta Deutsche Schule. Así me convertí en el primero
de mi familia en aprender la lengua de Goethe o, al menos, de los crueles
cuentos del Struwelpeter. El hecho de pertenecer al Grupo A reforzó mi extrañeza. Mis compañeros de clase se apellidaban Roth, Schurenkämper, Friedmann, Stransky o Weber. Curiosamente, entre los pocos niños de nombres
hispanos había dos Juanes. Para distinguirlos, la titular del grupo, Fräulein
Hahne, resolvió que me dijeran “Juanito”.
Esto favoreció mi identificación con la primera canción alemana que recuerdo, “Hänschen klein” (“El pequeño Juanito”). He olvidado muchas cosas de ese tiempo, pero no el estupor esencial de ese niño que se adentra en
el mundo en soledad: “Hänschen klein ging alein in die ganze Welt hinein.”
El bosque del conocimiento semejaba un sitio oscuro, cargado de peligros. La
canción narra la errancia de Juanito durante siete años. Su madre llora de manera inconsolable mientras él vaga por el mundo. Cuando finalmente regresa a casa, su hermana no lo reconoce. Su madre lo abraza como si recibiera
a un extraño. La historia parecía una metáfora de nuestra educación. Durante nueve años recorreríamos un sitio desconocido hasta dejar de ser niños.
La melodía refuerza el tono apesadumbrado del aprendizaje. Si tuviera
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JUAN VILLORO
que elegir, al modo de Rezzori,
una idiosincrásica palabra extranjera para ese momento acudiría
a Weltschmerz, el intraducible
dolor de mundo.
El extrañamiento de aprender en alemán se intensificaba
por lo lejos que Europa estaba
entonces de nosotros. La primera vez que volé en avión (creo
que a Acapulco), mi madre me
puso corbata para honrar el venerable acontecimiento. En 1960, cuando entré al Colegio, las noticias que el cine traía de Alemania casi siempre eran
negativas. Abundaban las películas de la Segunda Guerra mundial y yo las
contemplaba con perplejidad: ¿por qué estudiaba el idioma de los villanos?
Mi padre había crecido en Bélgica y dominaba el francés, lengua de la Resistencia, y el idioma de moda era el inglés. Mientras los Beatles grababan
“She loves you”, yo aprendía “Hänschen klein”.
La falta de un entorno propicio para comprender las ventajas del alemán me hicieron estudiar en contra del idioma. Aprendí como lo hace un
condenado. Sobreviví sin reprobar pero sintiéndome al margen de ese ambiente; era un intruso que provenía de una parte más limitada de la realidad
donde nadie sabía qué eran las declinaciones.
Al cabo de nueve años salí del Colegio Alemán como quien supera una
ardua expedición. De pronto estaba en mi propio país. Pero, en ocasiones,
el bosque oscuro volvía a rodearme. Bajo las tupidas frondas de la noche,
soñaba en alemán. Despertaba empapado en un sudor frío, como si estuviera preso en otra identidad. Joseph Conrad tenía una pesadilla recurrente: soñaba que olvidaba el inglés y sólo podía hablar polaco. Su deseo de adaptación
a Inglaterra hacía que la lengua del origen se transformara en una amenaza
que debía rechazar. Mi desafío era el opuesto: alejar la lengua impuesta en
la que aprendí a leer.
Esta reacción neurótica se debía a la poca utilidad que concedía a un
idioma sumamente difícil que además me hacía sentir en entredicho. En
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UN ITINERARIO EN LA TRADUCCIÓN
alemán yo era tonto. Es posible que mis facultades no mejoraran gran cosa
en español, pero no había duda de que en la lengua escolar estaba por debajo de mis condiscípulos.
La disciplina imperante, no muy distinta de la de las demás escuelas
europeas de la época, exigía la subordinación del alumno ante el maestro.
Un amigo del Liceo Francés me dijo que los calificaban en un sistema de
veinte sobre veinte, pero que resultaba imposible obtener las máximas notas.
El veinte era para Dios, el diecinueve para Victor Hugo y el dieciocho para
la maestra. Los alumnos comenzaban a existir a partir del decisiete. Esto garantizaba tres niveles de disminución respecto a la autoridad.
Durante siglos, la pedagogía y la literatura infantil trataron al niño como bobo. La gran rebeldía de Rousseau en el Emilio fue la de entender la
infancia no como una preparación para una etapa posterior, sino como un
fin en sí misma.
En Psicoanálisis de los cuentos de hadas, Bruno Bettelheim ofreció una
reflexión pionera para entender el papel liberador del Märchen (relato fantástico) en la imaginación infantil. Sin embargo, su análisis no está exento
de una visión reductora de la infancia. Fiel a su circunstancia histórica, considera que el niño se percibe a sí mismo como alguien intrínsecamente bobo
o simple: “La inadaptación del niño le hace sospechar que es tonto, aunque
no sea culpa suya.” En consecuencia, celebra que haya cuentos como “Las
tres plumas”, de los hermanos Grimm, que permiten que los niños se identifiquen con el personaje que es “el más joven y el más inepto”.
Bettelheim añade: “Al oír por primera vez un cuento cuyo héroe es ‘bobo’, un niño —que en su fuero interno también se cree tonto— no desea identificarse con él. Sería algo demasiado amenazante y contrario a su amor propio.
Sólo cuando el niño se sienta completamente seguro de la superioridad del
héroe, después de haber oído la historia varias veces, podrá identificarse
con él desde el principio.” En otras palabras, el niño se siente tonto; al ver
a un personaje que se le parece, tiene miedo de identificarse con él; poco a
poco advierte que dicho personaje supera pruebas; entonces lo acepta como
modelo, aunque no deja de ser alguien limitado.
La interpretación es sugerente pero elude una pregunta cardinal: ¿por
qué el niño se siente tonto? No se trata de una condición inherente a su con31
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JUAN VILLORO
ciencia, como mostró Rousseau y como han mostrado numerosos psicólogos
posteriores. La educación ha sido discriminatoria y punitiva con la mente
infantil. Durante siglos, el niño fue educado para sentirse inferior y acatar a
los mayores. En este sentido, llama la atención que a Bettelheim le parezca
normal que la identificación con “El patito feo” se deba a que el niño “se
desprecia por su torpeza”.
No es éste el sitio para detallar los castigos del Colegio ni para exagerarlos con vanidoso masoquismo. Lo importante, para efectos de mi itinerario personal, es que la fascinación por la lengua alemana surgió a pesar de
una pedagogía que no fue un estímulo útil ni placentero, sino una imposición
que me superaba en forma insalvable y, en tal medida, representaba un instrumento de dominio.
Acepté, como un personaje de los hermanos Grimm, mi condición de
tonto y sobreviví a los rigores asumiendo que eran necesarios.
En la adolescencia procuré no sólo evitar el alemán, sino olvidarlo. Pero nadie es amo de sus sueños. El idioma de mi primer aprendizaje regresaba
en las trémulas visiones del inconsciente.
A los quince años, en las vacaciones previas a la preparatoria, descubrí
que la vida tenía sentido porque existía la literatura. Franz Kafka, Heinrich
Böll y Bertolt Brecht se convirtieron en algunos de mis autores favoritos. Sin
embargo, no pensé en leerlos en su idioma original. Esto cambió cuando leí
El tambor de hojalata, de Günter Grass, en la traducción de Carlos Gerhard.
El encuentro fue una transfiguración. La historia del niño que enfrenta la
guerra armado de un juguete y suspende su crecimiento en forma voluntaria
me remitió a mi propia infancia. La nostalgia por la ciudad libre de Danzig,
el poderío visual de la narración (¡cómo olvidar al hombre que muere junto
a un castillo de naipes!) y, sobre todo, el idioma, que en la traducción de
Gerhard conservaba la potencia vitricida de Oskar Mazerath, me despertó el
deseo de volver al bosque de la lengua alemana. La anti-maduración del protagonista de El tambor de hojalata me llevó a un deseo de maduración.
Instrumento de exactitud, la lengua alemana dispone de ricas variantes
que no siempre tienen equivalente en otro idioma. En español, la palabra
“infantil” puede ser positiva o negativa. El alemán distingue lo que es bueno
como un niño (kindlich ) de lo que es malo como un niño (kindisch ). Mi
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UN ITINERARIO EN LA TRADUCCIÓN
relación con la lengua pasó del repudio pueril a una entusiasta recuperación
del idioma en que transcurrió mi infancia escolar.
En Minima moralia, Theodor W. Adorno afirma que “Hänschen klein”
representa el desafío del aislamiento intelectual. El pavor que me producía
ser un niño perdido se transformaría con el tiempo en el deseo de explorar
por mi cuenta el bosque de los signos.
Décadas después, “Hänschen klein” volvería a mí en el libro de memorias Pelando la cebolla. Günter Grass narra ahí el momento en que se extravía en un campo de batalla, cerca del frente soviético. Está solo y angustiado.
De pronto, escucha un ruido. ¿Quién medra en las inmediaciones? ¿Un alemán o un ruso? Da un paso y también él hace ruido. El otro advierte su presencia. ¿Cómo identificarse en busca de simpatía? El desconocido silba la
primera estrofa de una canción: “Hänschen klein.” La melodía que alude a
la soledad absoluta se transforma en diálogo, señal de reconocimiento. Grass
silba la siguiente estrofa. Luego continúan a dúo. Los soldados alemanes se
saben a salvo. ¿Es posible entender la emoción que este encuentro produce
en alguien que aprendió la misma melodía en un país remoto?
La anécdota reproduce el proceso del traductor: el paso de lo ajeno a
lo propio, del ruido amenazante a la melodía compartida.
“Hänschen klein” fue en su origen un ruido adverso para mí. Al reaprender voluntariamente el idioma, me identifiqué con esa búsqueda solitaria, a tal grado que deseé llevarla a otro bosque, el de mi lengua.
El impulso decisivo para acercarme a la traducción provino de un veterano en el género. En 1978, la escritora Julieta Campos, presidente del PEN
Club mexicano, organizó un ciclo donde un escritor consagrado se presentaba con un principiante. Tuve la suerte de alternar con Sergio Pitol, quien
ha vertido al español cerca de cien libros.
En el Museo de la Traducción propuesto por Ricardo Piglia para destacar los traslados que enriquecen nuestra lengua, no podrían faltar las versiones que Pitol ha hecho de Witold Gombrowicz, Boris Pilniak, Anton Chéjov
y Henry James.
Pitol me habló de la importancia de la traducción como aprendizaje literario. Buscar equivalentes para cada palabra y cada giro, permite entrar en el
taller secreto de otro autor, conocer y valorar sus decisiones, precisar su esté33
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JUAN VILLORO
tica. Pero sobre todo amplía tu propio lenguaje, obligado a decir cosas imprevistas. La lengua de llegada se moderniza con los desafíos de la lengua de partida. Los alemanes disponen del “nuevo” Cervantes traducido por Susanne
Lange del mismo modo en que nosotros disponemos del “nuevo” Laurence
Sterne traducido por Javier Marías.
De 1981 a 1984 viví en Berlín Oriental, donde trabajé como agregado
cultural en la Embajada de México. Durante esos tres años, las calles y los
cafés me pusieron en contacto con los matices y los sonidos que la lengua
sólo adquiere en el sitio donde se habla. Sin embargo, a medida que ese idioma crecía como un organismo vivo, tenía presente el principal consejo de
Pitol: lo que decide la calidad de una traducción es la fuerza de la lengua
de llegada.
¿Qué tan confiable es un traductor que además aspira a escribir ficción? El novelista y traductor mexicano José María Pérez Gay le preguntó a
Elias Canetti por qué no ejercía la traducción. Buena parte de los intereses
del autor de Masa y poder provenían del contacto con otras culturas, y compartió treinta años de matrimonio con Veza, notable traductora. La respuesta de Canetti revela la inquietud de quien prefiere escribir su propia obra:
“el traductor es un autor tímido”. Canetti exploraba la voz de los otros (uno
de sus mejores libros lleva el título de Der Ohrenzeuge, El testigo de oídas)
para fortalecer la suya. Sí, el traductor atempera su iniciativa para resaltar
la ajena. Al respecto, José Aníbal Campos escribe: “Soy traductor, soy una
sombra empeñada en no dejarse ver, una sombra que fracasa.” Para el intérprete de otra lengua, mostrarse es traicionar.
Seguramente, los escritores que ocasionalmente traducen se distraen
con mayor voluntad y frecuencia que los traductores profesionales; los poetas y novelistas metidos a intérpretes buscan las soluciones personales que
enriquecen el idioma, pero también llevan al pecado de infidelidad.
De cualquier forma, la posibilidad de falsear el texto no sólo proviene
de la mala interpretación o la inventiva del traductor. Está en la naturaleza de
la lengua ser incierta, ambivalente.
Nietzsche, de quien no podemos olvidar su formación como filólogo,
escribe en La voluntad de poder : “Lo que se dice siempre es demasiado o
demasiado poco. Las exigencias de que uno se desnude con cada una de
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UN ITINERARIO EN LA TRADUCCIÓN
las palabras que dice es un ejemplo de ingenuidad.” El lenguaje comunica,
pero también disimula.
La escritura busca corregir el mundo; no refleja de manera indiferente
una realidad; construye otra. En Después de Babel, titánico recorrido por
los misterios de la traducción, George Steiner comenta que el texto literario
se desmarca creativamente de lo que nombra: “Este repliegue ante los hechos
dados, este modo de negar y contradecir son inherentes a la estructura combinatoria de la gramática, a la falta de precisión de las palabras, al carácter
fluctuante del uso y de la corrección gramatical. Nacen mundos nuevos entre líneas.”
En otras palabras: disponemos de un instrumento aproximativo y movedizo para decir lo que pensamos. La lengua es dúctil y cambia tanto como
sus usuarios. Por eso, en su célebre ensayo sobre la traducción, tan hermético que Steiner lo considera un texto gnóstico, Walter Benjamin juzga que
las malas traducciones “comunican demasiado”.
La lengua de llegada debe transmitir el significado del mensaje original.
En sentido riguroso, esto no sólo significa hacer comprensible un discurso,
sino preservar su misterio, su ambigüedad, su desconcierto. La Ur-Sprache
(la lengua primigenia) que traslada el traductor debe conservar sus vacilaciones, sus rarezas, sus sobrentendidos, sus alusiones vagas. La estética de
Samuel Beckett demuestra que la confusión, el silencio y el sinsentido son
poderosas formas de comunicación.
Una frase hecha revela los desafíos del traductor literario: “Te doy mi
palabra.” Quien hace esa promesa, propone un pacto de lealtad. No sólo
ofrece su palabra; la empeña; va a cumplir.
El lenguaje literario es un cuidado artificio. Sólo es natural en la medida
en que provoca esa ilusión. ¿Qué clase de registro debe usar el traductor?
¿Hasta dónde debe acercarse a la naturalidad de su región o su comunidad?
La ensayista argentina Marietta Gargantagli encomia el estilo “neutro” que
dominó las traducciones latinoamericanas en la primera mitad del siglo pasado. Los traductores no trataban de escribir versiones vernáculas que sonaran
espontáneas en un sitio determinado; procuraban crear un habla común, basada en el español medianamente culto compartido por todos los países.
Desde el punto de vista de la riqueza del idioma, prescindir de localismos
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resulta “ligeramente conservador”, pero también permite una singular apuesta creativa: explorar las posibilidades naturales del habla. La versión “neutra”
no busca reproducir la forma en que se habla en una calle de Montevideo
o Lima, sino la forma en que podría hablarse sin que eso desentonara.
La traducción “neutra” reclama un esfuerzo que debe pasar inadvertido: “Lo laborioso es que un discurso parezca de Denver sin decir una sola
cosa propia de Denver”, dice Gargantagli. La espontaneidad es uno de los
mayores artificios del traductor. Para conseguirla, debe estilizar su propia
lengua.
Ante cualquier traducción, el lector sabe que enfrenta un texto intervenido, de lejana procedencia. Beatriz Sarlo ha hecho un comentario sugerente sobre la manera de leer traducciones. Durante mucho tiempo tuvo una
relación conflictiva con Dostoievski. Lo leyó en español y en francés, las
lenguas que domina, sin sobreponerse a la impresión de desaliño y caos textual. Varios amigos le recomendaron las traducciones alemanas, que juzgaban superiores.
La autora de El imperio de los sentimientos aceptó el desafío. Aunque
el alemán le costaba más trabajo, le reveló a un Dostoievski más sutil y estimulante, un autor que decía más cosas. Esto se debió, en principio, a los
méritos de la traducción, pero también a uno de los muchos misterios que
depara el trato con diferentes lenguas: “Como el ruso me es inaccesible, el
alemán para mí se convierte en una lengua literaria y no en una lengua natural. Ese extrañamiento me permite imaginar la lengua que me falta.” Adiestrada como decodificadora de textos, Sarlo agrega un aura en lo que no
comprende del todo, una presencia espectral entre el ruso, que desconoce,
y el alemán, que no domina del todo. Esa zona incierta es altamente literaria; permite cerrar vínculos, reconocer y aun imaginar segundas intenciones
y valores entendidos.
¿Qué tanto se acerca el traductor al original? El ejemplo de Sarlo muestra que vale la pena dejar un leve hueco entre ambos textos, sugerir una grieta
de sentido, mostrar las resonancias que sólo surgen en la frontera entre las
lenguas.
Para ser leal al espíritu del texto, el traductor debe derrotar la tentación de ser literal. Lo decisivo no es trasladar una palabra tras otra sino su
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UN ITINERARIO EN LA TRADUCCIÓN
sentido, de acuerdo con la lógica del lenguaje de llegada, que
es distinta, entre otras cosas porque nunca antes había dicho
eso que se traduce.
La paradoja comunicativa
del idioma observada por Steiner (el “repliegue ante los hechos dados”), obliga a ser leal
adaptándose a otra realidad. José Aníbal Campos, traductor de
Peter Stamm, Ingeborg Bachmann y Hermann Hesse, lo dice de este modo:
“Hay una especie de tragedia inherente a toda labor de traducción: el que
la emprende sabe que, en aras de la fidelidad, habrá de ser infiel (…) La
literatura es, digamos, ‘meta-sentido’, y en la busca de ese sentido que está
más allá, es preciso olvidarse de los sentidos literales, adocenados.”
El traductor trasvasa una visión del mundo que, para ser comprensible y natural en otro ámbito, exige modificaciones de ritmo y de sintaxis,
supresiones, imaginativas equivalencias. Más que un pacto entre realidades,
se sella un pacto entre fantasmas. No es casual que la traducción se haya
asociado con la transmigración de las almas.
En ocasiones, los equívocos crean literatura. Cuando Malcolm Lowry
entró a una fonda mexicana, dos letreros lo convencieron de que estaba en
un país mágico. El primero decía: “Huevos divorciados.” El autor de Bajo
el volcán juzgó estupendo estar en un sitio donde un platillo merecía esa jurídica sentencia. En este caso, su interpretación de una rareza idiomática era
correcta. El segundo letrero lo fascinó por un error lingüístico. Lowry creyó
que esa fonda también ofrecía “Pollo espectral de la casa”. La idea de comer
un guiso invisible le pareció aún más fascinante que la de los “huevos divorciados”. La verdad es que la cocina del lugar no daba para tanto; se limitaba a ofrecer “pollo especial de la casa”, pero el misreading del escritor
fue digno de la atmósfera de su principal novela.
Obviamente, el traductor no puede confundirse con la misma creatividad. Si acaso, puede elevar el estilo del autor traducido. Al hacerse cargo
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de Jack London, Borges ofreció un despliegue estilístico muy superior al del
novelista de aventuras. Las rápidas frases de London adquirieron el tono de
una saga épica: “Subiénkov miraba y se estremecía. No temía la muerte. Demasiadas veces había arriesgado la vida en esa fatigosa huella de Varsovia
a Nulato, para que el hecho de morir lo arredrara. Pero se rebelaba contra
la tortura. Su alma se sentía ofendida. Y esta ofensa, a su vez, no se debía al
mero sufrimiento que debería soportar, sino al doloroso espectáculo que daría.” Los autores de textura lingüística débil mejoran al ser traducidos por un
autor con mayor comando del idioma: Jack London corregido por Borges o
Patricia Highsmith por Peter Handke.
En ocasiones, las libertades que se toma el traductor literario redefinen
una obra. Augusto Monterroso encomió la solución que José Bianco encontró para The turn of the screw, de Henry James. El traslado literal del título
es “la vuelta del tornillo”, expresión de ferretería que dice poco en español.
En sentido figurado, la frase significa “la coacción”. Un traductor competente hubiera optado por esto. Bianco decidió crear una nueva frase con
sentido figurado: Otra vuelta de tuerca, ampliando así el registro del idioma.
La expansión del significado en el idioma de llegada se manifiesta con
especial fuerza en la poesía. El primer verso de “El desdichado”, de Nerval,
es: “Je suis le Ténebreux, —le Veuf—, —l’Inconsolé.” Octavio Paz lo traduce de este modo: “Yo soy el tenebroso —el viudo— el sin consuelo.” Aunque no conserva la rima del soneto original, el poeta mexicano obliga a que
el lenguaje dé un giro inusitado: traduce l’Inconsolé como “el sin consuelo”. Es evidente que esta original manera de decir “desconsolado” o “desolado” sólo podía surgir de la necesidad de reaccionar con vitalidad ante un
modelo previo.
En las grandes traducciones poéticas, el texto original es un acicate
para alcanzar novedosas soluciones. En su prólogo a Versiones y diversiones,
Paz comenta: “A partir de poemas en otras lenguas quise hacer poemas en
la mía.” No se refiere a poemas propios (las libertades que se toma son muchas, pero no tan grandes); su cometido es lograr que el español disponga
de nuevos versos gracias a otras literaturas.
Tomás Segovia extiende esta tarea al ritmo de la lengua. En la introducción a su deslumbrante versión de Hamlet se adentra en un tema deci38
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UN ITINERARIO EN LA TRADUCCIÓN
sivo en el traslado de obras: la ilusión de naturalidad que deben provocar.
Esto depende de la elección de las palabras, pero también del ritmo en que
se dicen. Cada tradición responde a una sonoridad distinta. Por ello, Segovia propone cambiar la métrica en la recepción de Shakespeare, sustituyendo
el pentámetro isabelino por la “silva modernista”, más próxima a la respiración habitual del español. Vale la pena seguir al poeta Segovia en su viaje
en pos de equivalencias rítmicas: “Mi primera reflexión tenía que ser la cuestión del nivel y el tono. Intentar escribir de veras en español del siglo XVII
es a la vez imposible y absurdo. Pero tampoco quería hacer yo una ‘trasposición’ de Hamlet al mundo moderno —ni literalmente al español moderno.
Hay cosas que una traducción no puede dar sino sólo sugerir. Yo quería sugerir a mi lector que esa tragedia no sucede en sus días ni en su barrio citadino, pero a la vez no quería hacer una reconstrucción de cartón-piedra de la
lengua y el mundo en que sucede.” Este modelo, difícil de alcanzar, representa una meta ideal en la traducción.
Acaso lo más fascinante del ejercicio de comerciar con lenguas sea que
además de equivalencias reales se obtienen reflejos, ecos, espectros del original. La meta decisiva no se alcanza nunca.
Borges captó a la perfección este intangible objetivo en su poema “Al
idioma alemán”:
Mi destino es la lengua castellana,
El bronce de Francisco de Quevedo,
Pero en la lenta noche caminada
Me exaltan otras músicas más íntimas.
(…)
Tú, lengua alemana, eres tu obra
Capital: el amor entrelazado
De las voces compuestas, las vocales
Abiertas, los sonidos que permiten
El estudioso hexámetro del griego
Y tu rumor de selvas y de noches.
Te tuve alguna vez. Hoy, en la linde
De los años cansados, te diviso
Lejana como el álgebra y la luna.
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JUAN VILLORO
EN EL CAMPO DE EROS
No es posible traducir sin amar otra lengua. Esto se refiere al deseo platónico
de atrapar por entero su inalcanzable riqueza, pero también a la sensualidad
misma de las palabras, al fraseo, el ritmo, los giros que transforman el lenguaje en una materia viva, determinada por la época, la geografía, las infinitas y apasionadas huellas que le han dejado sus usuarios.
En los exámenes de idiomas, el más alto grado de dominio suele ser descrito como “posesión total”, expresión claramente sexualizada. De modo semejante, alguien dice que al fin ha logrado “penetrar” en el sentido de un idioma.
En Los libros que no he escrito, George Steiner comparte proyectos inconclusos que le hubiera gustada llevar a cabo y tuvo que interrumpir por diversas razones. Uno de ellos hubiera llevado por título Las lenguas de eros.
Ahí pretendía repasar sus encuentros con las mujeres que ha amado en cuatro idiomas distintos. Si la relación con el lenguaje es en sí misma erótica,
la relación con alguien que habla otro lenguaje hace que la traducción sea
doblemente sensual.
Como su planteamiento era autobiográfico, Steiner no hubiera podido
desarrollarlo sin incurrir en indiscreciones. Se contuvo, pero adelantó significativas anécdotas y reflexiones sobre las diferencias entre amar en un
idioma o en otro.
El lenguaje no sólo refleja las emociones; las guía. Es instrumento pero
también personaje. Sentimos de manera distinta en otra lengua. Somos los
mismos pero dejamos que la pasión nos traduzca.
La representación del sexo cambia de una cultura a otra; admite apodos,
escatologías, claves, albures y dobles sentidos que pertenecen a una comunidad definida. El entorno contribuye al amor con la moral de la época y,
sobre todo, con la posibilidad de transgredirla. Pero también con las canciones, las películas, los refranes y los slogans publicitarios que acompañan la
relación, determinándola desde las palabras. Los amantes llevan a la cama las
referencias de su tiempo. Con el orgasmo, regresan al origen del idioma, pronuncian, como diría el poeta Ramón López Velarde, el “monosílabo inmortal” —que en una lengua privilegia las vocales y en otra las consonantes—,
se comunican con sonidos preverbales que significan sin articular palabras.
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UN ITINERARIO EN LA TRADUCCIÓN
Para Steiner, la multiplicación de las lenguas ocurrida “después de Babel” no es una tragedia sino un estímulo semántico. Transitar de un idioma
a otro aumenta las posibilidades del conocimiento y de la pasión.
En Las lenguas de eros no se ocupa de la traducción literaria, sino del
territorio íntimo de los amantes. ¿Qué sucede cuando dos personas de distinto idioma se unen carnalmente? El coito puede ser un enredo o un acuerdo idiomático. En su último párrafo, concluye: “Es posible que el orgasmo
compartido no sea otra cosa que un acto de traducción simultánea.”
Numerosos traductores han asociado su oficio con el intercambio sexual.
Al respecto, José Aníbal Campos, observa: “Para mí traducir es cópula: es
transferencia de flujos, es penetración y entrega (…) en ese acto de pro-creación hay también mucho de renuncia por ambas partes.” El traductor se
abandona en el otro para serle fiel.
Cada idioma construye una relación propia con el erotismo. Aunque
resulta imposible resumir las prácticas que se llevan a cabo en las alcobas
de una cultura, ciertos detalles lingüísticos aparecen en un sitio y no en otro.
Así como los esquimales disponen de cientos de vocablos para referirse a la
nieve, los franceses cuentan con una refinada enciclopedia sobre la cambiante geometría del amor.
La lengua alemana depara eróticos asombros. Como en muchas frases
el verbo debe ir al final, se trata del idioma perfecto para posponer el cumplimiento del deseo. La espera se convierte en un principio del placer. No
es casual que en el idioma donde el verbo tarda en llegar, Lichtenberg haya
escrito que la felicidad comienza con su anticipación.
La literatura francesa cuenta con códigos tan precisos para la seducción que el veneciano Giacomo Casanova decidió escribir sus memorias en
esa lengua. Las proezas amatorios suenan más convincentes si se exageran
en francés. En La montaña mágica, Hans Castorp declara su amor en francés, no sólo porque se siente menos comprometido al usar una lengua que
no es la suya, sino porque la dinámica de ese idioma lo lleva a una elocuencia
que se beneficia de los miles de amantes que se anticiparon a esas palabras.
El francés es la lengua de los trovadores cátaros que en el siglo XII perfeccionaron la retórica del amor no correspondido, de los budoirs sobrepoblados
por los libertinos del siglo XVIII, de la fantasmagoría proustiana de los celos
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JUAN VILLORO
en el siglo XX. En comparación con la literatura francesa, la alemana y la
española tienen un trato menos franco con la sabiduría carnal, y la subliman
en forma diferente. El alemán pasa a los cielos fáusticos de la abstracción
y el español cede a la mirada oblicua de la picardía.
Steiner observa que la cultura alemana asocia el desfogue amoroso con
ciertos juegos infantiles, no ajenos a la escatología. Esto es tan común en el cabaret como en la literatura. “Las funciones naturales desempeñan un papel
constante en el erotismo alemán”, comenta Steiner: “La excitación y el gozo que
provocan tienen algo regresivo, infantil; así conservan un toque de inocencia.”
En numerosos pasajes literarios (a continuación veremos uno) el vello
púbico se asocia con el musgo, textura esencial del bosque que, a su vez, es
el espacio primigenio del Märchen. Los animales también están presentes en
la fábula erótica alemana. El pene puede ser descrito como Schwanz, cola,
y la cópula como una actividad de pájaros: vögeln. Por otra parte, el glande
se asocia con la bellota (Eichel ), nueva referencia al bosque de los cuentos.
El alemán es más gráfico que otras lenguas. “Trasero” nunca tendrá la
contundencia de Arsch, ni “culo” podrá competir con Arschloch. No se trata sólo de una supremacía de exactitud en el significado, sino de eufonía.
Las consonantes permiten que la lengua alemana percuta como los latidos
del corazón.
La gramática alemana permite unir dos o más palabras en una sola,
creando un Kompositum, variante gramatical de la cópula.
Por el sonido rico en consonantes y la gráfica exactitud de las palabras,
una taberna, un establo o un prostíbulo adquieren especial concreción al ser
descritos en alemán. Sin embargo, también estamos ante el idioma que más
y mejor ha definido los conceptos filosóficos. En la patria del Dasein, el erotismo es una teoría del conocimiento. Magd Zerline de Hermann Broch, La
muerte en Venecia de Thomas Mann, Mine-Haha de Franz Wedeking y Tres
mujeres de Robert Musil son tratados sobre el deseo de una hondura reflexiva inencontrable en otras lenguas.
Un alto desafío de la literatura erótica consiste en abordar el sexo sin
restarle misterio, sin que desaparezca la incertidumbre que provoca. El hecho consumado, el trámite anatómico, carece de enigma y, por lo tanto, de
relevancia literaria.
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UN ITINERARIO EN LA TRADUCCIÓN
La gran literatura amorosa convierte las relaciones en un problema que
no tiene interpretación unívoca y donde la reflexión se renueva tanto como
el placer. En este sentido el traductor tiene una condición de amante insatisfecho; se acerca a su objeto de deseo sabiendo que nunca lo alcanzará del todo.
Cuando traduje Memorias de un antisemita, de Gregor von Rezzori,
encontré un pasaje que reflejaba la condición inagotable del acercamiento
sexual. De manera simbólica, también capturaba las fatigas del traductor,
que se acerca a un cuerpo que se le repliega.
En esta novela de formación, Rezzori hace que el protagonista llegue a
la escena en la que al fin puede estar con una mujer. Ella es una gitana en
la que no confía pero que le atrae profundamente. Entran a un hotel de paso
y alquilan un cuarto. Él actúa con nerviosismo; ella es dueña de la situación.
Entonces se produce un momento de elevada tensión erótica: la posibilidad
del fracaso se mezcla con el hechizo de la belleza. ¿Es un encuentro o un malentendido? Misteriosamente, se trata de ambas cosas: “Le bajé la blusa y
no bajó la mirada; me miró a los ojos, sonriendo como si supiera que no iba
a poder con ella. Por un momento me quedé atónito ante sus senos desnudos, sobrecogido por una realidad más extraordinaria que todas mis ensoñaciones. Aquellos senos firmes y moldeables, de una sedosa suavidad, tibios,
que olían a almendra, con respingados pezones color de rosa, reaccionaron al
contacto con mi mano. Los sentí contraerse, ponerse rígidos. Eran testigos
del maravilloso temblor que recorría su cuerpo hasta la oscuridad del sexo,
la negra oquedad, la gruta húmeda, cerrada con avaricia entre los muslos que
ahora se entreabrían…, eso era lo que había visto con mayor claridad y deleite en mis fantasías eróticas. La anticipación del goce me cerraba la garganta y colmaba mi estómago con una dulce ternura: el símbolo de la mujer, la
más pura imagen de la feminidad, esa figura siempre extraña, sonriente, esquiva, inasible, que temía y odiaba y estaba condenado a amar hasta mi perdición.”
El protagonista ve el torso desnudo de la mujer deseada. El resto del
cuerpo permanece oculto. La mujer se ha entregado a medias. En ese momento llaman a la puerta. Es el encargado de la recepción. Dice que ha recibido
una moneda falsa y pide otra. Molesto, el enamorado da el dinero y sigue con
su tarea. Segundos después vuelve a ser interrumpido, por la misma razón.
La escena se repite hasta que la gitana le revela que, cada vez que le piden otra
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moneda, se la cambian por una falsa. El joven amante ha caído en una
red de estafadores. Indignado, se enfrenta a golpes con el recepcionista
y todo termina de la peor manera.
Traducir es el arte de cambiar
monedas en nombre del amor. El
intérprete debe buscar divisas que
circulen con validez en otro ámbito.
No puede falsificar palabras; debe
acuñarlas. La escena de Rezzori
ofrece una metáfora perfecta de los
límites del erotismo y del impreciso romance del traductor, que paga
su pasión con moneda extraña.
En El tambor de hojalata, la
novela que me llevó a recuperar la relegada lengua alemana, Günter Grass
mezcla el erotismo con la confusión de identidades. Oskar Mazerath no es
hijo de su padre, sino de Jan, amante polaco de su madre. El sexo no llevó
a una paternidad comprobable sino fantasmagórica. También esto se asocia
con la traducción.
Un episodio de la novela condensa en forma insólita numerosos aspectos de la tradición erótica alemana. El protagonista tiene algo infantil: Oskar
es un enano voluntario; se resiste a crecer para no ingresar al nefasto mundo de los mayores. Su pasatiempo favorito es tocar un tambor de hojalata;
la percusión típica de la lengua alemana se potencia con su redoble. Como
veremos, en este pasaje el cuerpo de una mujer se asocia con un bosque
donde se pueden buscar frambuesas, mientras su vello púbico lo hace con
el musgo.
La gran novela de Grass se ha traducido en dos ocasiones al español.
La primera de ellas, en 1963, por Carlos Gerhard, catalán de origen suizo y
alsaciano que se exilió en México. La segunda es obra de Miguel Sáenz, titánico traductor que se ha hecho cargo de la obra entera de Thomas Bernhard y
la de Günter Grass. En 2009 publicó su versión de El tambor… Ahí reconoce
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UN ITINERARIO EN LA TRADUCCIÓN
que la traducción de Gerhard le parece admirable, pero agrega que no
podría haber acompañado a Grass en su dilatada trayectoria sin abordar su
novela decisiva. Se trata, pues, de un acto de pasión.
Recuperemos el episodio en cuestión. A los 16 años, Oskar se enamora
de María, una chica de su edad. Hace que ella pruebe polvos efervescentes
que la excitan. Vierte su saliva en la palma de María y ella experimenta un
goce raro; no se entusiasma con el procedimiento, pero permite que suceda
con un placer despersonalizado.
Después de lamer el polvo en la palma de María, Oskar lo unta en su
ombligo y descubre un alfabeto que hasta entonces no había conjugado.
Grass demuestra que el erotismo es más eficaz cuando no se refiere a la
anatomía, sino a las emociones que suscita. En la versión de Gerhard: “Su
ombligo le quedaba más remoto que el África o la Tierra del Fuego. A mí,
en cambio, el ombligo de María me quedaba cerca, y así, pues, sumí en él
mi lengua en busca de frambuesas, de las que siempre iba encontrado más,
de modo que en mi búsqueda me extravié, llegando a las regiones en las
que ningún guardia forestal solicitaba la exhibición de un permiso de buscar, y me sentía obligado a no desperdiciar frambuesa alguna (…) y cuando
ya no encontré más, entonces y como por casualidad, hallé en otros lugares
cantarelas. Y comoquiera que éstas crecían más escondidas bajo el musgo,
mi lengua no alcanzaba ya, y dejé que me creciera un undécimo dedo, porque los otros diez tampoco alcanzaban. Y así fue cómo Oskar vino a hallar
su tercer palillo, para el que ya su edad lo autorizaba. Y ya no di sobre la
lámina, sino en el musgo.”
El descubrimiento de la erección y del primer encuentro sexual es modificado por Sáenz en un detalle mínimo pero digno de comentario. En su
versión escribe: “mi lengua no alcanzaba, y me dejé crecer un undécimo dedo”. En este caso, Oskar tiene mayor dominio de su voluntad: se deja crecer
un dedo en vez de permitir que le crezca, como en la versión de Gerhard.
El español de España es más enfático y autoritario que el de América
Latina. Quien habla en modo peninsular protagoniza más los sucesos. Hay
cierto resabio imperial en la forma en que las frases se imponen en el español de Castilla. Si el mexicano dice “pedí un vodka”, el español dice “me
pedí un vodka”.
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Gerhard hace que Oskar sea un sorprendido testigo de sí mismo. Sáenz
ofrece una versión igualmente correcta en la que hay mayor participación, no
del protagonista, sino de la lengua española.
En ese encuentro con María, Oskar creer haber concebido a un hijo.
Sin embargo, la paternidad le será adjudicada al señor Mazerath, su presunto padre, que una vez más inseminará en forma espectral.
La siguiente escena resume las fantasías de todo traductor. El pequeño
Oskar sorprende a María, en un sofá, siendo penetrada por Mazerath. Desesperado, toca su tambor. Ella le pide al hombre que la arremete que tenga
precaución y no eyacule dentro de ella. Al mismo tiempo le pide que no se
salga. La razón y la excitación oscilan al compás de la cópula y del tambor.
Mazerath promete salirse pero sigue adelante.
En su cruda y deformada carnalidad, la escena parece un dibujo expresionista de Georg Grosz: “El vestido y las enaguas de María se le habían arremangado por encima del sostén hasta las axilas. Las bragas se le bamboleaban
en el pie izquierdo que, juntamente con la pierna y feamente contorsionado,
colgaba del diván. La pierna izquierda, replegada y como ajena, reposaba
sobre los cojines del respaldo. Entre las piernas, Mazerath. Con la mano
derecha le agarraba éste la cabeza, en tanto que con la otra ensanchaba la
apertura de ella y trataba de ponerse sobre la pista (…) Él había clavado los
dientes en un cojín con la funda de terciopelo, y sólo dejaba el terciopelo cuando hablaban. Porque por momentos hablaban, sin por ello interrumpir el
trabajo” (versión de Gerhard). La presencia del diálogo es esencial: “porque
por momentos hablaban”. El reloj da la hora y ellos lo comentan. Tienen prisa pero deben alcanzar el clímax; todo se puede arruinar si ella queda preñada, y no se separan. El deseo se alimenta de tensión. Además, hay un tercero
incluido, Oskar, que se lanza sobre la espalda del amante. También él es contradictorio: empuja a su enemigo y así lo retiene en la cópula, obligando a que
eyacule dentro de la mujer. ¿Quién es el verdadero padre de la criatura así
concebida? Oskar fantasea que es él, pues ya antes había hecho el amor con
María. Además, es él quien impide que el otro se salga de la mujer. El señor
Mazerath, su presunto padre, sólo podrá ser presunto padre de otro hijo. Si su
semen llega a María es porque Oskar se encarama en su espalda e impide la
separación. El único que quiere la fecundación es el amante indirecto.
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UN ITINERARIO EN LA TRADUCCIÓN
La fidelidad del traductor es como la del desesperado Oskar Mazerath.
No puede ser el indiscutible padre de la criatura, pero se acerca lo más posible a ese acto amoroso, busca formar parte sin dejar de ser un sustituto.
Este capítulo ejemplar lleva el elocuente nombre de “Comunicados especiales”. María tiene la radio encendida todo el tiempo. Quiere atrapar noticias en una época en que los mensajes que flotan en el éter cambian el
destino. No son palabras ordinarias: son “comunicados especiales”. Sin embargo, en ese ámbito, el mensaje más importante, de clave indescifrable, no
proviene del frente de guerra sino de la confusión erótica, en la que nadie
sabe muy bien hasta dónde participa.
El gozo y el esfuerzo de Oskar no serán recompensados por la paternidad que reclama. Su destino será idéntico al del traductor. Dos maestros del
oficio, Carlos Gerhard y Miguel Sáenz, tradujeron la novela. Sus versiones
varían como las caricias y los gestos del erotismo. El resultado final, como lo
demuestra el episodio “Comunicados especiales”, no puede tener dueño, es
el milagro que se produce en la intersección de las lenguas.
Confusas, tentativas, inciertas, las palabras buscan lo imposible: definir
el sentimiento. El diálogo trunco entre María y el señor Mazerath implica
que algo se rompe cuando algo se une. En la versión de Sáenz: “Y entonces
quiso que María le dijera si estaba bien como lo estaban haciendo. Ella respondió afirmativamente a la pregunta, varias veces, y le rogó que tuviera
cuidado.”
En el más alto punto de la pasión, el amante, como el traductor, no puede tener cuidado. Walter Benjamin asocia la tarea de traducir con la de ensamblar los fragmentos de una vasija rota. En “La tarea del traductor”,
escribe: “En vez de asemejarse al sentido original, la traducción debe más
bien, amorosamente y en detalle, en su propio idioma, tomar forma de acuerdo al modo de significar original, para que ambos sean reconocibles como
las partes quebradas de un lenguaje más vasto, tal como los fragmentos son las
partes quebradas de una vasija.”
Sólo se reconstruye lo que se ha roto. Bajo el redoble del tambor, María y el señor Mazerath se dejan arrastrar por su libido y dejan de ser prudentes. Algo inesperado saldrá de ese febril enredo: un hijo sin padre definido,
una traducción.
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JUAN VILLORO
DAS KOMMT MIR SPANISCH VOR
Cada idioma escoge a otro para nombrar lo extraño. En español, lo incomprensible “está en chino”. Cuando recuperaba el conocimiento de la lengua
alemana, me divirtió saber que ahí las cosas inextricables están “en español”:
Das kommt mir Spanish vor. Otro aliciente para traducir.
En 1984, luego de una estancia de tres años en Berlín Oriental, comencé mi primera traducción formal: El retorno de Casanova, de Arthur Schnitzler.
No tenía contrato con ninguna editorial. Pensaba proponer la novela una vez
terminada, aprovechando que los derechos ya eran de dominio público.
Schnitzler representaba un buen inicio para el traslado literario. Su
alemán es suficientemente rico para estimular y poner a prueba el idioma
al que se traduce, y suficientemente directo y descriptivo para evitar excesivas ambigüedades.
Disfruté la trama en la que el seductor veneciano regresa a su ciudad
natal y se enfrasca en una de sus últimas conquistas a la “vetusta” edad de
53 años. Para seducir a una joven, Giacomo Casanova suplanta a otra persona. En la oscuridad, ella lo confunde con su amado. El libertino se “traduce” en otro para lograr su fin.
Mientras me ocupaba de esta historia de mixtificación entendí que también el traductor busca convencer con voz ajena. La mayor lección que recibe un intérprete es la de descubrir las ignotas posibilidades de sí mismo.
No se trata de un acto de despersonalización, sino de exploración interior gracias al dictado de otra voz. En ocasiones necesitamos de un largo rodeo para
descubrir un misterio íntimo. En este sentido, los viajes se asemejan a la traducción. Nos alejamos del entorno en busca de algo diferente, pero de pronto
advertimos que lo más significativo está en el punto de partida. Fue la lección
que Goethe recibió en Italia: “Este viaje no responde al deseo de formarme
falsas ideas sobre mí mismo sino al de conocerme mejor.”
En El retorno de Casanova me convertí en espectro de un espectro (el
libertino veneciano deseoso de ser tomado por otro), hasta que supe que también como traductor era un fantasma. Me enteré de que la UNAM acababa de
publicar el mismo libro, traducido del italiano por el extraordinario Guillermo Fernández.
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UN ITINERARIO EN LA TRADUCCIÓN
Me concentré en los relatos de Schnitzler e hice una antología en torno
al tema del engaño amoroso. De nuevo el texto trataba de suplantaciones.
Como traductor, debía ser fiel a una ronda de infidelidades.
Cuando la antología se publicó con el nombre de Engaños, en el Fondo
de Cultura Económica, había hecho un doble aprendizaje. Conocía los estimulantes desafíos de la traducción y lo difícil que es vivir de eso. Cuesta trabajo pensar en otro trabajo en el que haya más disparidad entre los méritos
que se requieren para ejercerlo y la remuneración que se recibe.
Mi siguiente traducción siguió en la órbita austriaca. En 1984, la ópera
de Richard Strauss, Ariadna en Naxos, se estrenó en México y me pidieron
que tradujera el libreto de Hugo von Hoffmansthal para ser publicado en el
programa de mano.
La trama es una parábola sobre el disfraz. Un mecenas ha solicitado
dos espectáculos, uno dramático y otro buffo. Se entera de que las obras duran demasiado y retrasarán los fuegos artificiales, que es lo que en verdad
le importa. Para abreviar la función, ordena que las dos obras se fundan en
una sola.
La historia de dos espectáculos que se despedazan para transformarse
en uno ofrece una imagen extrema de los retos del traductor, obligado a respetar impulsos muchas veces contradictorios. Lo que él hubiera resuelto como comedia se presenta como tragedia, y viceversa.
Mi versión de Ariadna en Naxos circuló en las cinco o seis funciones
de la ópera y desapareció en la noche de los tiempos.
En las vacilaciones y las fatigas de aquellos primeros esfuerzos en la
traducción, me servía de modelo heroico la trayectoria de Sergio Pitol. Durante un tiempo, él vivió exclusivamente de la traducción. Para lograrlo, residía a bordo de barcos cargueros que le alquilaban un camarote a precio
de paquetería. Cuando atracaba en Barcelona, entregaba un manuscrito.
A partir de fines de los años sesenta y setenta del siglo pasado, casi
todas las traducciones del idioma comenzaron a hacerse en España. México
y Argentina perdieron el predominio ganado durante el franquismo. Esto
llevó a que el traductor latinoamericano se conformara con obras de dominio
público o buscara suerte en Europa.
Algún día se escribirá la saga de los peregrinos en busca de manuscritos
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JUAN VILLORO
traducibles. Pensemos, tan sólo, en la diáspora peruana y en los viajes necesarios para que Ricardo Silva Santiesteban tradujera a Joyce, César Palma
a Savinio, Juan del Solar a Dürrenmatt, Luis Loayza a Arthur Machen.
Mi modelo, Sergio Pitol, vivió en barcos como un personaje de Conrad y
luego continuó su trabajo en las aguas no siempre plácidas de la diplomacia.
Es posible que me hubiera apartado de la traducción de no ser porque
en 1986 recibí una invitación a hacer un curso de especialización en el Instituto Goethe de Munich. Pitol me propuso que hiciera escala en Barcelona
para entrevistarme con Jorge Herralde, director de la editorial Anagrama. “Debes sorprenderlo con un título que no conozca, algo exquisito que esté en sintonía con su catálogo”, me recomendó. Por entonces, Herralde había publicado
El rey de las Dos Sicilias, de Andrej Kunsniewics. Decidí proponerle Marte
en Aries, de Alexander Lernet-Holenia, que había dejado algunas alegorías
de rara belleza.
Lernet-Holenia cumplía con el requisito de ser un autor raro, pero su
prestigio era incierto. Cuando los poemas de La horda dorada fueron comparados con Rilke, el implacable Karl Kraus dijo que más bien era un “Puerilke” o un “Sterilke”.
El autor de El Estandarte puede ser visto como representante de lo que
en alemán se llama Edelkitsch, una aristocratizante cursilería. Sin embargo,
Marte en Aries merecía ingresar al catálogo de Anagrama.
En ocasiones, ofrecer un libro sirve para conseguir otro. Herralde escuchó con atención mi arenga sobre la enrarecida estética de Lernet-Holenia. Esto no lo convenció de contratar el libro, pero sí de que yo tradujera
una obra ubicada en la Bucovina, la punta rumana del imperio austro-húngaro, Memorias de un antisemita, de Gregor von Rezzori.
Recuerdo mi felicidad al salir de la oficina en el barrio de Sarrià, cargando esa novela como quien lleva un país. Una vez más mi contacto con el
alemán se orientaba hacia Austria y sus alrededores. Por razones complejas
y acaso esotéricas, la monarquía imperial y real de Francisco José ha cautivado a un importante sector de la cultura mexicana.
Maximiliano de Habsburgo dejó una ambivalente reputación en México.
Llegó como un monarca impuesto, pero lo hizo con peculiar ingenuidad, convencido de que era querido y necesario. Fue una figura impositiva y trágica
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UN ITINERARIO EN LA TRADUCCIÓN
a la vez, un monarca títere, manipulado por conspiradores. No es
casual que la novela mexicana más
celebrada por la crítica en los últimos treinta años, Noticias del imperio, de Fernando del Paso, trate del
emperador que se deslizó por el país
como por un sueño ininteligible y
murió como un hombre cordial y educado, dando propina a sus verdugos.
México pudo haber sido un imperio más o menos austriaco. Por
otra parte, la larga dominación de
Francisco José, dilatado ejercicio del
poder en el que nada parecía cambiar, donde convivían comunidades
muy diversas y en pugna que dependían de una inexpugnable burocracia,
parecía una metáfora de otro país presidido por el águila, el México del PRI.
Cuando José María Pérez Gay publicó El imperio perdido, reunión de
ensayos sobre escritores austriacos, la crítica celebró la estupenda reconstrucción de esa cultura. Lo extraño fue que un libro de tema bastante especializado se convirtiera en best seller instantáneo. El título mismo tenía un aire
nostálgico. Sólo perdemos aquello que nos pertenece. ¿En qué medida teníamos que ver con Robert Musil y Hermann Broch? Más allá de la importancia de esos autores, admirados pero poco leídos en México, el libro interesó
porque ponía en juego un campo de fuerzas que nos resultaba vagamente
familiar. La Austria de principios del siglo XX fue un vivero del carnaval y la
decadencia bajo un gobierno autoritario que permitía la discriminación racial,
sexual y política. En 1986, la exposición sobre la cultura austriaca en el Centro Georges Pompidou de París llevó un título que podría aplicarse a la cultura mexicana: “El apocalipsis gozoso.” Las rondas de aniquilación y creatividad
que marcaron la Viena de principios del siglo XX ofrecen paralelismos con la
cultura mexicana. ¿Hay mejor descripción del D. F. que la de Karl Kraus
para Viena: “El laboratorio del fin de los tiempos”?
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JUAN VILLORO
Durante décadas, nada parecía cambiar en la Austria de las dos águilas
y todo cambiaba por debajo del agua. Esta tensión, perfectamente captada
por Pérez Gay, convirtió su libro en un espejo distante de nuestra convulsa
tradición.
Memorias de un antisemita fue escrita por un apátrida exiliado en Italia.
Si Gregor von Rezzori no se hubiera movido de su natal Bucovina, el siglo XX
le habría deparado tres nacionalidades: austro-húngaro, soviético y rumano.
Un tema obsesivo de la cultura mexicana ha sido la búsqueda de la
identidad. De La querella de México (1915), de Martín Luis Guzmán, a El difícil oficio de ser mexicano (2010), de Heriberto Yépez, pasando por El laberinto de la soledad (1950), de Octavio Paz, y La jaula de la melancolía (1987),
de Roger Bartra, la inteligencia mexicana ha explorado la indecisa forma que
tenemos de aceptarnos a nosotros mismos. La cultura austro-húngara también sucumbió al vértigo de la identidad. Musil solía decir que un austriaco
era alguien a quien se le había restado un húngaro.
Memorias de un antisemita es la reconstrucción de un país que ya sólo
existe en la memoria. Educado para odiar a los judíos, el narrador se vincula de múltiples modos con ellos. La novela celebra a contrapelo a quienes han
sido designados como enemigos.
En su evocación memoriosa, Rezzori asume una cadencia proustiana;
busca el detalle significante y convierte el recuerdo en un ejercicio de precisión sensorial.
El diapasón lingüístico de esta tentativa es mucho más amplio que el
de Schnitzler. Sin llegar a la exuberancia de Thomas Mann, Rezzori otorga
especial importancia a la minuciosa y adjetivada creación de atmósferas. En
su estética, la trama y la reflexión importan menos que la temperatura del
aire, la gestualidad de las personas, la inclinación de los rayos del sol.
Durante seis meses viví inmerso en el libro. El mayor reto fue narrar en
mi lengua situaciones del todo ajenas a mi experiencia, como las batidas de
caza y las descripciones agrícolas.
Rezzori mira de cerca los objetos. Como autor de ficción, soy impaciente y rehúyo las cadencias morosas. Por eso mismo, agradezco la obligación
a la que me sometió Memorias de un antisemita. Ofrezco un ejemplo sobre la
voracidad de un personaje. En un texto mío habría sido incapaz de explorar
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UN ITINERARIO EN LA TRADUCCIÓN
tan a fondo ese momento al que sólo pude llegar con la voz vicaria del traductor: “Durante las comidas, Stiassny se sentaba en un extremo de la mesa, por lo general a mi lado o cerca de mí. Comía con una fruición que se
volvió proverbial en casa de los tíos. ‘Traga como Stiassny’ se decía, por
ejemplo, de un caballo que había dejado de comer por estar enfermo y ya
empezaba a recuperarse. Por más que su apetito me chocara, no podía dejar de mirar a Stiassny de reojo. Veía ese perfil noble, de rasgos hermosos,
sensible, mimado, que tragaba como un animal. En ocasiones comía compulsivamente; en forma casi maquinal, daba cuenta de toda clase de platos,
en cantidades insospechadas. Esto me deparaba un oscuro placer, semejante al de los cuadros manieristas donde la belleza aparece junto a su oscuro
revés. Stiassny era demasiado sensible para no advertir mis miradas furtivas.
Con implacable constancia me sorprendía cuando menos lo esperaba; entonces se volvía hacia a mí y me ofrecía, por así decirlo, su repulsión en face:
posaba para mí con una sonrisa de perverso entendimiento, como si supiera
que éramos cómplices del mismo vicio.”
Es interesante la forma en que alguien que jamás escribiría por decisión propia con demorado deleite y giros tentativos como “por así decirlo”
expanda su lengua a través de una obsesión estilística ajena.
A propósito de sus muchas traducciones, José Aníbal Campos comenta
que la más insoportablemente difícil fue la teología del Papa Joseph Ratzinger y, la más disfrutablemente difícil, Edipo en Stalingrado, de Gregor von
Rezzori. Comparto su sensación de placer y esfuerzo.
Después de dedicarme a la detallada resurrección de la Bucovina de entreguerras, mi siguiente proyecto se orientó al otro extremo: el misterio de
la brevedad.
Alejandro Rossi escribía una columna mensual en Vuelta. Formado como filósofo, ofrecía textos misceláneos donde la reflexión se mezclaba con situaciones narrativas. En una ocasión no encontró tema y decidió desaparecer
bajo el disfraz de otro: tradujo del italiano un puñado de aforismos de Georg
Christoph Lichtenberg. Fue un descubrimiento cardinal para mí. Busqué más
cosas del autor. Hallé algunos aforismos en la Antología del humor negro preparada por André Breton y una brevísima selección de sus textos publicada
en Argentina por Ediciones Brújula, posiblemente traducida del francés.
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JUAN VILLORO
La reputación de Lichtenberg era enorme. Freud, Nietzsche y Goethe
lo citaban. En nuestra lengua, Guillermo Cabrera Infante había parodiado
el “mehr Licht ” (“más luz”) de Goethe con un título celebratorio del profesor de Gotinga: “Mehr Licthtenberg!”
Durante dos años (1987-89) me dediqué a buscar ediciones de y sobre
Lichtenberg. La tarea no era fácil en tiempos anteriores a Internet y sin acceso a buenas bibliotecas alemanas.
Lichtenberg representa una de las más fecundas vertientes de la Ilustración. Su sentido crítico incluye la tolerancia de las debilidades ajenas. La
ironía, el ingenio, la curiosidad irrestricta, la independencia de pensamiento
y la versatilidad de estilo hicieron que se convirtiera para mí en un modelo
de escritura.
Aunque publicó tratados científicos y textos de divulgación sobre variadísimos asuntos, sus páginas más significativas tuvieron carácter privado. Al
final del día anotaba ideas en sus Sudelbücher, “libros de saldos” de los haberes y deberes de su mente. El hecho de que se tratara de apuntes privados,
sin otro destinatario que él mismo, hizo que quedaran sin corregir. Cuando
un paisaje le parecía abstruso se limitaba a agregar: “Yo me entiendo.” A veces a una palabra le falta una letra y puede significar dos cosas diferentes.
En este caso, traducir significaba conjeturar un sentido que no acaba de
cristalizar en la frase. Mi edición de los Aforismos apareció en 1989, tres años
antes de que Wolfgang Promies publicara en la editorial Hanser la edición
definitiva de las Obras Completas de Lichtenberg. Pocos meses después de
mi versión apareció la de Juan del Solar, excelente traductor peruano afincado en Sitges. Es interesante cotejar ambos traslados. Del Solar es un traductor más próximo al original; yo procuro aumentar las libertades del texto de
llegada (espero que sin alterar el sentido). Su ordenación es cronológica, lo cual
enfatiza su sobriedad; la mía es temática, lo que refuerza mi lectura personal.
Lichtenberg reparó en la paradoja de que las traducciones literales casi siempre son malas. A fuerza de acercarse a un texto ajeno, se pierde el
ritmo y la naturaleza del propio idioma. Uno de sus más célebres aforismos
repara en la subjetividad inevitable que cada lector agrega al texto: “Un libro es como un espejo: si un mono se asoma a él, no puede ver reflejado a
un apóstol.”
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UN ITINERARIO EN LA TRADUCCIÓN
La frase anticipaba mi siguiente escala en la traducción, que iba a depender más de las alusiones que del sentido evidente del texto. El director
de teatro Ludwik Margules me propuso enfrentar a Heiner Müller. Durante
mis tres años en Berlín Oriental vi muchas de sus obras. Admiraba la fuerza
deliberadamente oculta de su lenguaje. Müller fue un maestro de la sugerencia. Como los demás autores de la RDA, debía sortear la censura y procuraba
que lo más significativo ocurriera entre líneas.
Cuarteto, la pieza que traduje, se basa en Las relaciones peligrosas, de
Choderlos de Laclos. Müller combina la obscenidad y el oprobio de los cuarteles y las tabernas del siglo XX con la retórica de la Ilustración. Es resultado es una enrarecida poética. La literatura en lengua española del siglo XVIII
no es tan potente como la alemana. Carecemos, como señalaba Octavio Paz,
de una Ilustración literaria. Nuestro XVIII no tuvo tantas luces. Para crear un
efecto equivalente al de Müller acudí a giros de nuestra más conocida edad
clásica, el Siglo de Oro. Reproduzco un pasaje donde la Condesa de Merteuil
se dirige en forma imaginaria a su pupila, madame Tourvel, como lo haría
Valmont, amante de ambas: “¡En qué suciedad he medrado! ¡Qué arte del
disimulo! ¡Qué depravación! ¡Pecados como escarlatina! La sola vista de una
mujer hermosa, y ni siquiera una mujer, ¡el trasero de una criada bastaba
para transformarme en animal de presa! Un precipicio, madame. ¿Desea echar
un vistazo o, mejor dicho, desea usted bajar la vista desde la cima de su virtud? Veo que se ruboriza. ¡Cómo sube el rojo a sus mejillas, amada mía! Qué
bien le sienta. ¿De dónde toman su fantasía los colores para pintar mis vicios? ¿Acaso del sacramento del matrimonio, con el que creía acorazarse
contra la mundana violencia de la seducción? (…) Su rubor me permite al
menos suponer que tiene sangre en las venas. ¡Sangre! El triste destino de
no ser el primero. No me haga pensar en ello. Aunque se abriera las venas
por mí, toda esa sangre no podría compensar su boda: alguien se anticipó
para siempre. El momento irrecuperable. La mortal singularidad del parpadeo.
Etcétera.”
El trabajo con Margules en Cuarteto me hizo volver a Schnitzler y su
idea de la voz hablada. Me interesaba como dramaturgo (una de mis ilusiones canceladas fue la traducción de La cacatúa verde, singular expresión del
teatro dentro del teatro), pero sobre todo me deslumbraba el monólogo don55
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JUAN VILLORO
de se anticipó a Joyce en la técnica del stream of consciousness : El teniente
Gustl.
Es conocida la frase en la que Freud declara que nunca visitó a Schnitzler porque temía conocer a su doble. En su opinión, el escritor revelaba en
forma intuitiva los secretos del inconsciente. La novela breve El teniente Gustl,
escrita en 1900, transmite los pensamientos inconexos de un oficial del ejército austro-húngaro que pasa la noche en vela, obsesionado porque se comportó con cobardía. El logro maestro de Schnitzler consiste en hacer que el
lector entienda lo contrario a lo que dice el personaje. Al tratar de justificarse, Gustl se incrimina.
Para traducir el mecanismo de asociación libre de ideas se requiere de
un idioma espontáneo. Ante un desafío así, el reflejo instintivo del traductor
es el de usar coloquialismos para sonar natural. Esto ha dado lugar a peculiares versiones de la obra. El español Miguel Ángel Vega hizo una muy correcta
de El teniente Gustl y aportó valiosas notas aclaratorias, pero cedió a localismos que expulsan al lector de otro país hispanohablante. Un tipo fornido
es descrito como “un cachas” y la frase “Bokorny sigue en Sambor y tal vez
se quede otros diez años ahí, cada vez más viejo y canoso” se españoliza de
la siguiente manera: “El Bokorny está todavía en Sambor y puede chuparse
diez años hasta hacerse viejo.” Sólo en España los años se chupan.
Uno de los mayores logros de la Academia Mexicana de la Lengua fue
el de introducir en el diccionario la palabra “españolismo”. Los usos asentados en España no necesariamente son correctos.
Toda versión tiene algo impuro. Sin embargo, es posible aspirar a un
tono común, a la conjetura de una lengua “neutra”. El reto se complica
cuando el texto en cuestión pone en juego un lenguaje improvisado, roto, inconexo y coloquial, que sigue el desordenado fluir de la conciencia. Es el
caso de El teniente Gustl, monólogo que reclama el reto “laborioso” de la
naturalidad, como diría Marietta Gargantagli.
En vez de aportar otra versión regional del texto, me propuse crear una
ilusión de espontaneidad que pudiera ser compartida por cualquier hispanohablante. La voz narrativa debía circular con inmediata sencillez y al
mismo tiempo conservar la expresividad de lo que es tentativo y no ha sido
repensado: “Si llegaras a cumplir cien años y recordaras que alguien partió
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UN ITINERARIO EN LA TRADUCCIÓN
tu sable y te llamó ‘imbécil’ y te quedaste ahí, sin poder hacer nada… No,
no hay nada qué reflexionar… a lo hecho, pecho… también lo de mamá y
Klara es una tontería… ya lo superarán, todo se supera… ¡Cómo lloró mamá
cuando murió su hermano y a las cuatro semanas ya no pensaba en eso!...
Solía ir al cementerio… primero cada semana, luego cada mes… y ahora
sólo va en el aniversario de su muerte… Mañana es el día de mi muerte…
Cinco de abril.”
Una creciente pasión por la dramaturgia, es decir, por la voz hablada
y las apariencias de naturalidad que puede adoptar, me llevó a aceptar en
2009 una encomienda desmesurada: traducir y adaptar Egmont, de Goethe,
para la Compañía Nacional de Teatro.
El estreno de la obra en 2010, a doscientos años de nuestra Independencia, mostraba la pertinencia contemporánea del pasado. Egmont, noble
holandés que lucha por la autodeterminación y la coexistencia de distintas
religiones, es perseguido y ultimado por las tropas de Felipe II. La actualidad de la trama se volvió aún más curiosa porque los países que disputan
en escena, Holanda y España, llegaron a la final de la Copa del Mundo en
Sudáfrica.
El arte no prospera sin atrevimientos. Uno, no necesariamente perdonable, es el de retocar a Goethe. Para hacerlo, contaba con un aliciente decisivo: Egmont es una obra fallida. Goethe lo entendió así y buscó auxilio en
la música de Beethoven. La asociación de titanes no llegó a buen término.
Tranquiliza adentrarse en un proyecto en el que fracasaron predecesores tan
ilustres. Egmont sólo tuvo fortuna en la versión de Schiller, propiciada por
el propio Goethe.
La reescritura de material ajeno seducía a Goethe. En algún momento
pensó en reescribir el Dux de Venecia, de Lord Byron, que le parecía una
obra extraordinaria, pero demasiado extensa, prolija, falta de efecto dramático. Lo mismo puede decirse de Egmont, cuyo montaje íntegro dura cinco
horas. Goethe no pensaba alterar los parlamentos de Byron ni suprimir escenas o personajes decisivos, sino resumir la obra con su propia lógica, condensando su efecto. Seguí ese principio en mi versión, a diferencia de lo que
hizo Schiller, quien elimina personajes decisivos, como la Regenta, protagonista del conflicto.
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JUAN VILLORO
Goethe comenzó a trabajar, de
manera intermitente, en Egmont de 1774
a 1788. En esos catorce años perdió
la fibra dramática e infló la retórica.
Dejó pasajes memorables para ser leídos pero difíciles de escenificar. Desde su fallido estreno, Egmont surgió
como una obra destinada a ser intervenida.
En la pieza campea un espíritu
de rebelión. Goethe no admiró la revolución francesa. El baño de sangre
al que llevó el Comité de Salud Pública le produjo horror. No aceptaba
la violencia, pero creía en la autodeterminación del pueblo. En sus conversaciones con Eckermann señala que
si los monarcas fueran justos no habría revueltas y precisa que todo levantamiento obedece a la injusticia de
un soberano. No se entusiasma con
la insurgencia, pero la acepta —o, más
precisamente, la reconoce— como una necesidad del pueblo para liberarse
de la opresión.
Pero no siempre los rebeldes son leales con sus líderes. Cuando es apresado, Egmont cae en la incertidumbre; no puede dormir; se sabe perdido
y, pese a todo, no depone su rebeldía. Su arenga es un momento superior de
la prosa alemana. Más de medio siglo después de haber aprendido “Hänschen klein”, transcribo esta escena, final anhelado de mi travesía. Un preso
duerme en una celda. Johan Wolfgang von Goethe le otorga libertad bajo
palabra:
Sueño, leal y viejo amigo, ¿también tú me abandonas? ¡Con qué gusto descendías sobre mi mente despejada!... En medio de las armas y en la marea de la
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UN ITINERARIO EN LA TRADUCCIÓN
vida me entregué a ti tranquilamente… Cuando la tormenta agitaba el follaje,
soplando entre las ramas y las hojas, mi corazón permanecía intacto en su interior profundo. ¿Qué te inquieta ahora? ¿Qué turba la firmeza y la lealtad de tu
sentido? Lo sé: es el ruido del hacha letal que ya se encaja en las raíces. Todavía sigo en pie, pero un escalofrío me atraviesa. Sí, triunfa la traición, va minando el tronco alto y recio. Antes de que la corteza se seque, la copa se desgajará
con terrible estruendo. Tú, sueño leal, que tantas veces libraste a mi cabeza de
preocupaciones poderosas como si fueran simples pompas de jabón, ¿por qué
no consigues ahuyentar ese presentimiento que de mil maneras me trabaja? ¿Desde cuándo le temes a la muerte? Enfrentabas sus variadas formas con la misma
relajación con que enfrentas los variados espectáculos de la Tierra… Pero no
estás ante el veloz enemigo que se enfrenta a pecho descubierto: la cárcel es
una imagen anticipada del sepulcro, tan repugnante para el héroe como para el
cobarde… No eres más que una imagen, el sueño recordado de la dicha que fue
mía por tanto tiempo. ¿Adónde te ha llevado el traidor destino? ¿Se niega a concederte la muerte instantánea que jamás temiste, cuando podías enfrentarla bajo
el sol, y te ofrece el sabor anticipado de la tumba en el repugnante lodo del presidio? ¡Con qué asco percibo su aliento en estas piedras! La vida se adormece
en este lecho como el pie en la sepultura. ¡Oh, zozobra!: comienzas el asesinato
antes de tiempo. ¡Déjame! ¿Desde cuándo Egmont está solo, completamente solo?
La dicha que nunca pudo desarmarte es vencida por la duda. La justicia del Rey,
en quien confiaste toda la vida, la amistad de la Regenta que —ahora puedes
confesarlo— casi parecía amor, ¿han desaparecido de repente como brillantes
meteoros de la noche para dejarte solo en una senda oscura?... ¡Oh, muros que
me apresan, no impidan que lleguen hasta mí los impulsos de tantos espíritus
bien intencionados! El valor que una vez salió de mis ojos hacia ellos regresará
desde su corazón al mío. ¡Sí, se movilizan por millares! Vienen a ponerse de mi
lado. Su piadosa súplica sube al cielo en busca de un milagro. Si un ángel no
desciende para ponerme a salvo, empuñarán lanzas y espadas. Por sus manos
las puertas saltan en pedazos, las cadenas revientan, los muros se derrumban y
la libertad del nuevo día saluda alegremente a Egmont. ¡Cuántos rostros conocidos vienen gozosos a mi encuentro! Ay, Clara, si fueras hombre seguramente
llegarías aquí antes que nadie y tendría que agradecerte lo que es difícil agradecer a un Rey: la libertad.
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Cazadores de invisible
F ELIPE V ÁZQUEZ
Venir al filo de las cosas,
por la orilla
doblar a cada paso, a ras
de algo que fulgura, ser
un cuerpo cuyo ser no encarna,
ése que llega del umbral
y en silencio cena con las sombras.
*
La luz del sol en otro tiempo,
en sesgo por la sombra de las cosas,
nos abría
a la callada transparencia
de la tarde; el nómada
ayer en sueños de imposible
regreso nos soñaba,
y el silencio de la luz hoy roto
por el rojo estallido de la sombra.
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*
Oscuro y no la flor
negra en venas de oro —imagen
del poema según Nezahualcóyotl—
ni el pan de arándano
al pie de la angostura, el latigazo
de sangre en las paredes, el tenaz
fragor de cobras en la hoguera
de la noche. A las rubias tuberías
del tiempo nos abisma
la prosa del ahora —y en la mar
de ajenjo desemboca nuestra llama.
*
Sabe a flor de agave, pero
no hablo la lengua del abuelo, él
tampoco hablaba la del suyo, me
precede, en cada muerto, la
muerte de una lengua. A tepalcate
sabe la memoria, en su vacío
florece el hoy-calidoscopio, en sí
arde y sueña y se deslíe. Savia
no seré en las venas del sería, no
abuelo del que ignora este poema.
*
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No hay surco en flor, después
de atar la tierra
nómadas nacimos; el bisonte
ido, en espagueti
la resta del venado; cazadores
de invisible, atravesamos
no el viento de obsidiana, el coro
de sirenas; ¿otra vez
seremos, al son de los glaciares,
mecate de perros a la orilla?
*
Vida interior o lo que sea
no pidan, mis poemas
yerran huérfanos de mí, no beben
espejo ni sangre ni mañana, acaso
un sorbo de vacío y tal vez
agua fósil, herradura
de silencio encabalgado; apura,
inhóspito lector, este agonal
vaso de fisuras; paraíso
y poesía no doblan por el verso.
*
No muero, cada día
hago máscaras de muerte,
y con ellas un altar
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donde el sí acrisola
un aria de árido laúd, quizá
los vasos del vacío y, a veces,
lirio en cardo y pies de colibrí,
una silva de marfil, sonora
soledad en la sed de mis arterias.
*
Quise tal vez decir el mundo,
pulsar acaso alguna cuerda
cuyo son viniera espejo
del alba, del jaguar o de la nada
—y líneas rotas de la blanca
página surgieron, la blancura
en esas líneas se vacía, tal vez
dije el mundo y la nada, sin saberlo.
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Equivalencias
J OSÉ A NÍBAL C AMPOS
DE PROFUNDIS
Traducir es como interpretar una pieza musical a partir de una partitura ya
escrita; si la música es una sublimación de los sonidos que hay en la vida,
la literatura es música del lenguaje, una sublimación de las palabras que
usamos en el día a día, dispuestas ahora en un orden distinto. No siempre
encontramos, los traductores, el tono adecuado. Por eso hablo de la música:
traducir implica encontrar el tono que pretendió fijar el autor de un texto.
El traductor procede como un músico que busca esas notas.
Pero traducir es, también, una operación quirúrgica. La disección de un texto
implica llegar también a sus entrañas, oler sus flatulencias, descubrir sus
tumores y enquistamientos, probar –con deleite o repugnancia— los sabores
y sinsabores de unas frases cocinadas en el fuego, lento o rápido, de la
vanidad, la esperanza o la desesperación
No todo error tipográfico, en una traducción, nos escamotea el sentido. Puede, incluso, enriquecerlo. Bien lo ha visto Felix Philipp Ingold: si un fallido
golpe de tecla sustituye KZ (campo de concentración) por ZK (Comité Central), las asociaciones se disparan, las barreras que han dividido al mundo
en crímenes de izquierdas y de derechas se derrumban, y se les haría justicia
a tantos muertos.
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EQUIVALENCIAS
Traducir gran literatura es un vuelo suicida entre las cumbres de dos lenguas
y dos culturas distintas, un vuelo bajo el cual se abre el abismo de la incomunicación. Llegar con éxito a la cumbre vecina implica soltar lastre, dejar en
el punto de partida las piedras que pesen demasiado y puedan arrastrarnos
a ese abismo. El traductor, ese albañil sin vocación de paracaidista, ha de
saber reconstruir la casa con las piedras que encuentre al otro lado.
Traducir es un acto de lealtad traidora. (No traicionera.) Una buena traducción es aquella que compensa la mitad forzosamente traicionada con esa otra
mitad que moldea la lealtad del texto en otra lengua. Un buen traductor es,
al mismo tiempo, incinerador y alfarero de una especie de ave fénix, cuya materia es la ceniza derramada durante un trasiego de hornos: el texto aniquilado en una lengua y renacido en otra.
Soy traductor: no frecuento cementerios, frecuento diccionarios. Mi obstinada
negativa al trato con lo muerto ha sido castigada con visitas demasiado asiduas
a las necrópolis aladas de las palabras. Recojo manojos de flores muertas y
las hago revivir en el corsé cristalino de un vaso a rebosar con el agua-viva que
mana de mi boca.
Soy traductor, soy una sombra empeñada en no dejarse ver, una sombra que
fracasa.
Soy traductor. De mi voz sólo se escucha la insinuación de un eco. Mi oficio
es acallar mi voz, mi autoestima se acrecienta cuando consigo ocultarme, desaparecer.
¡Cuánto canto desperdiciado por los bardos de medianía, por la vana vanidad
de despreciar una lengua que no es la propia, por no saber leer originales!
La paradoja que se le plantea a todo buen traductor, ante un escritor mediocre, está en la obligación de llevar sus textos a la lengua meta en todo el
esplendor de su insignificancia.
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JOSÉ ANÍBAL CAMPOS
No existe traducción española satisfactoria para esa forma cotidiana que usan
los germano-hablantes al preguntar la hora: Wie spät ist es? (¿Cuán tarde es?)
Para un alemán nunca es, al parecer, lo suficientemente temprano. En su anclaje en el presente, en su capacidad para ese doble discurso que suele redimirse en la confesión de cada domingo, la lengua española no admite ciertas
autoflagelaciones luteranas, pero tampoco ha sabido inventar una buena fórmula expresiva para la tardanza, para su retraso, para la insuficiencia que
desenmascara su indolencia.
España es, probablemente, uno de los pocos sitios del mundo donde pronunciar correctamente un nombre o un vocablo extranjeros te convierte en
blanco de las burlas de tus interlocutores.
ANECDOTARIO
NIÑO TRADUCTOR
Un chico de doce años, acosado por parientes despiadados, resume un último
encuentro fallido con ellos: “¡No saben gestionar el tiempo!” Gestionar el
tiempo (los tiempos): pensar, co-medir, armonizar, afinar, temperar, traducir… ¿¡Vivir!?
TRADUCCIÓN – EXILIO
El exilio como renovación. En el exilio está uno parcialmente liberado de
los significados simbólicos o reales de su lugar de origen. Ello no entraña
una renovación en sí, pero puede ser el comienzo de una. Cada texto (o
fragmento de texto) leído y comprendido en una lengua extranjera es un
paso más hacia esa imprescindible renovación o reinvención de uno mismo.
TRADUCCIÓN – NIGROMANCIA
Alguna extraña vocación nigromántica nos lleva cada cierto tiempo hasta la
tumba de alguna gran figura del pasado para honrarla y rendirle tributo,
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EQUIVALENCIAS
pero sin sacar de ello provecho alguno para nuestro presente. A veces lo
hacemos sólo para afirmar la barbarie del ahora.
FALSOS AMIGOS
( COGNATE
WORDS )
La Habana, 7 de diciembre de 1999
En una visita, ayer, a la escuela de Elián González, el niño balsero retenido
en Estados Unidos, un periodista norteamericano le pregunta a Fidel Castro en
público: Do you think that the American people will support you in this effort ?
Castro entiende que el verbo support (apoyar) significa soportar, y responde enfurecido: “¡Yo no quiero que me soporten a mí. No estamos pidiendo a nadie que nos soporte!”
“¿El subconsciente de un alumno poco aventajado…?”, se preguntaría
Freud.
SUBTITULAJES O NACIONALISMO Y TRADUCCIÓN
En un clásico western, el personaje encarnado por James Stewart llega a
una aldea de nativos y les pregunta a los indios reunidos en la plaza:
“¿Alguien habla catalán?”
EL CORAZÓN DE LA POESÍA CHINA
( CONFERENCIA )
“En la raíz de la palabra ‘pensar-creer’, en chino, está la palabra corazón.”
La traductora propone una solución para esta dicotomía capaz de descolocar
cualquier pensamiento occidental y hace una descomposición del propio vocablo castellano: “CO-RAZÓN”.
SEMIÓTICA Y EROS
Una atractiva mujer fuma, de pie, en la plataforma de unión de los vagones
de un tren; yo estoy al otro lado, en el pasillo. Ella me mira con insistencia.
La observo. Se inicia, a continuación, un juego de miradas entre ambos: miradas esquivas, fugazmente fijas, miradas circulares, merodeadoras que, como
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JOSÉ ANÍBAL CAMPOS
en una cadenza, recorren un abanico de variaciones y retornan siempre al
punto inicial. Nuestros ojos atraviesan el cristal de la puerta y acaban confluyendo justo en el recuadro donde aparece, en rojo fosforescente, el pictograma de una cama.
SPAIN IS DIFFERENT
(¡ LAS
SUECAS !
¡ QUE
VIENEN LAS SUECAS !)
En la carta de un restaurante con terraza, frente al mar, anuncian especialidades españolas (con su traducción): “Jamón de bellota” (Eichelmastschinken).
Eichel es, en efecto, bellota, pero es también, en una segunda acepción,
glande. Mast es, ante todo, un mástil, un poste, un asta; una diéresis sobre
la a haría referencia al verbo mästen (cebar).
Una valquiria que se enfrenta de ese modo, por vez primera, a la cultura
culinaria española, recibe al unísono, por obra y gracia de una descuidada (pero espléndida) traducción, la promesa de un manjar, de un retozo inolvidable.
MOJIGATERÍA REVOLUCIONARIA Y TRADUCCIÓN
Pasan en la Televisión Cubana otra película ambientada en una de esas terribles prisiones estatales norteamericanas. La habitual condescendencia para con el cine del enemigo ideológico intenta cada sábado, en vano, lanzar
un mensaje subliminal que pretende denunciar un horror “impensable” en
una prisión y una sociedad socialistas (donde no existe prensa ni cine que
denuncie los horrores).
En una escena, un recluso (el malo, malo), le dice a otro (el menos
malo): You’re a prick! (¡Eres un comepinga, un capullo, un gilipollas, un mamón!). La revolucionaria traductora se sonroja y escribe en la máquina de
subtitulaje: “¡Eres un bribón!”
LA TRADUCCIÓN DE LA LEY O CONTRAFÁCTICAS
Escocia, agosto de 2006
Las autoridades escocesas amenazan con cerrar un teatro. El motivo: un actor,
Mel Smith, ha de interpretar sobre el escenario al ex Prime Minister británico
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EQUIVALENCIAS
Winston Churchill. La caracterización del político demanda un puro eternamente encendido entre sus labios. Pero la Ley Antitabaco vigente en Escocia
prohíbe de un modo terminante fumar en locales cerrados. De ese modo, con
carácter retroactivo, tal vez hayamos sanado a Churchill en un futuro, de iure,
del ataque cardiaco que de facto lo mató.
GESTOS – PALABRAS
Un gesto es un haikú que no vibra con resortes de palabras. Cinco-siete-cinco:
esa cadencia rítmica en un gesto, movido por fuelles musculares o nerviosos,
crea una cápsula de sentido que ninguna palabra puede aprehender ni expresar, el sentido que tan a menudo queda oculto tras el manto mendaz de la
metáfora.
La verdad vehemente vociferada por el ebrio de ademanes feroces despierta
en la masa informe una repentina devoción por las formas, el único recurso
con que ésta cuenta para diluir el contenido acusador en la viscosidad de lo
amorfo, su medio natural.
Una nueva mirada a todo implicaría la ceguera repentina de esa masa llamada mayoría.
Es la crema intangible de sus ojos la que rejuvenece mis manos.
Busca a tu hijo allí donde olvidaste tu esencia, en el sitio donde por vez primera
apartaste la mirada de esa sustancia primordial, en ese rincón olvidado de ti
mismo.
Los colectivos atrasados basan su vivir a la zaga en la irresponsabilidad para
con las palabras. Cuando a lo que se dice no se le atribuye peso alguno, las
actitudes pueden variar a discreción.
La honestidad es allí un bien tan escaso, que ser honesto un día, por un
instante, carga de culpas al “imprudente” para toda la vida.
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JOSÉ ANÍBAL CAMPOS
SINÁPTICAS
ESTADÍSTICAS
(Contemplando Fósil de memorias disueltas, de Román Hernández.)
¡Cuántos pájaros muertos, cuánto huesecillo artrítico de la mano a cambio de un armonioso acorde! ¿A cuántas notas desafinadas, a cuántas cuerdas
carcomidas por el tiempo equivale el aleteo perfecto y casi invisible de un
colibrí?
OYENDO
“ ORNITHOLOGY ”
DE CHARLIE PARKER
Más que el remedo impresionista del trino de unas aves, como podría sugerir el título, Parker nos lleva de la mano, en un alegre y bullicioso desfile,
a través de una galería de pájaros disecados, exhortándonos a imaginar, a
imitar las voces de esas criaturas de inertes vidas rellenas de paja, a insuflarles vida con nuestra algarabía en un alborozado gesto de compasión.
LEYENDO LA POESÍA DE A . S . R .
No puedo dejar de ver, en buena parte de esta poesía de pretensiones transcendentales, un misticismo aséptico y local funesto. En ocasiones creo estar
leyendo a Valente en una transparencia colocada sobre paisaje canario. Asocio la poesía de Sánchez con el “Calatravarium”, el Auditorio de Tenerife:
una “modernidad” cuestionable, de líneas de apariencia minimalista, entre
místicas y naturales, pero abigarradas en su resultado; una modernidad
egocéntrica, impostada, derrochadora de recursos y fuera de lugar.
CORTÁZAR
Decía Cortázar que lo importante en la vida era “tener proyectos”. Así, en
plural. Para el argentino, no importaba demasiado que la mayoría de esos
proyectos se diluyesen en la nada, lo importante era acabar, al menos, uno.
Supongo que así sucede con todas las cosas. Lo de las opciones A y B no
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EQUIVALENCIAS
es sólo un ardid de manuales de autoayuda. Mentalmente, vamos llenando
el diario vacío vital con variantes y contra-variantes, con listados de cosas pendientes: “Regar las plantas de la terraza”; “llevar el gato al veterinario”;
“escribir esa carta”. Tal vez uno de los focos de la locura enciende su llama
cuando las variantes de esos caminos por recorrer se entrecruzan y confunden: cuando empezamos a escribirles a las plantas, a rociar con agua al gato,
a llevarle al veterinario las cartas que nos llegan. ¿O será eso acaso el primer brote de creatividad, el inicio de un nuevo proyecto? ¿No se insinúa ya
en este aparente caos la estructura de Rayuela?
BODAS DE SANGRE
En esta poética vorágine danzaria, con su silencioso duelo final a navaja, en
un ritual que se asocia con el teatro japonés, se rinde homenaje a lo pre-verbal, a lo “inverbalizable”. En la escena de la muerte de ambos rivales ante
la amada, la disposición de los tres personajes, vestidos en combinaciones
de blanco y negro, dibuja un triángulo (amoroso) que recuerda las teclas de
un piano destrozadas por los martillazos de la vida.
NILO PALENZUELA
Impostar, decir la verdad, ¿cómo se mide?, ¿hay un aparato para medir
cuánta verdad y cuánta mentira caben en las palabras? (Nilo Palenzuela,
Pasajes y partidas.)
Estas palabras, ¿adónde nos llegan? ¿Al alma, al corazón? Es lo que suele
decirse. Pero una reflexión así, tan cierta como incómoda, causante de tanto
desasosiego, llega más bien como una hermosa patada en los testículos. Es
dolorosa, sí, pero nos reafirma en el despertar. Nos recuerda que has de
intentar alzar tu cuerpo del cómodo lecho de la palabrería, que debes tratar
de apartar las sábanas aparentemente pulcras (pero manchadas de unos grasos sudores a veces invisibles) de la impostura.
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Un profeta en casa
V ÍCTOR A RMANDO C RUZ C HÁVEZ
Vi una columna de luz más brillante que el
sol sobre mi cabeza; y esa luz gradualmente
descendió hasta descansar sobre mí.
Joseph Smith
Llamaron a la puerta en un mal momento. Yo trataba de arreglar las bisagras de una vieja escalera de aluminio para poder alcanzar la marquesina y
colocar el foco que me hacía falta para alumbrar mi patio durante la noche.
Estaba malhumorado porque se habían perdido dos remaches y sin ellos era
imposible articular la escalera. El calor era asfixiante y el sol me estaba quemando el cráneo. Fue cuando sonaron los tres golpes.
Fui a abrir de mala gana. Vi un rostro moreno, de una solemnidad exagerada, peinado relamido. El hombre traía un portafolios en una mano. En
la otra una biblia. Noté un aire familiar, pero no pude precisar de dónde.
—Señor, buenos días; vengo, si me permite, a hablarle de cosas que son
muy importantes para su vida espiritual. Vivimos los últimos tiempos y es
necesario que la humanidad se reconcilie con el Creador —dijo. Tomó aire
para hablar otra vez pero lo interrumpí.
—Discúlpeme —espeté—. Mire, en estos momentos estoy muy ocupado.
Además soy librepensador, muchas gracias.
Iba yo a cerrar la puerta pero el hombre interpuso la mano con todo y biblia.
—Es precisamente para personas como usted que predicamos, señor.
Creo que no fue una casualidad que haya tocado a su puerta. Tiene usted
la gran oportunidad de salvar…
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UN PROFETA EN CASA
Lo interrumpí otra vez:
—Por favor, por favor, necesito
terminar lo que estaba haciendo. No
tiene usted derecho a obligarme a que
crea en lo que se le antoja y mucho
menos a quitarme el tiempo.
Cerré la puerta con fuerza y creo
que el estruendo debió inquietar a los
vecinos.
El hombre empezó a vociferar
desde la calle y logré entender algo
más o menos así:
—¡Hombres como usted sabrán
a qué temperatura está el infierno!
Dijo algunas cosas más que no
alcancé a distinguir. Me volví a la puerta para soltarle una buena mentada de madre porque esto ya rayaba en una
afrenta. Pero cuando abrí, el hombre iba a media cuadra, lanzando imprecaciones a los cuatro vientos.
Creo que fue un par de semanas después cuando tomé el autobús para regresar a casa después de unas compras. El camión iba lleno pero por fortuna una
señorita se levantó para bajar y me senté. Me entretuve unos minutos revisando si todo lo que venía en la bolsa correspondía con mi lista de necesidades.
Poco después pude percibir un eco conocido en el hombre que venía
en mi mismo asiento.
En un escrutinio fugaz y disimulado pude corroborar de quién se trataba. Era el fanático chiflado de aquella vez, pero ahora venía sin biblia y sin
portafolios. Me contrarié y pensé levantarme de inmediato. Pero cuando me
disponía a hacerlo, el hombre me habló.
—Ya lo reconocí, señor. Buenas tardes —dijo.
—Yo también ya lo reconocí. Es usted el de las amenazas infernales
del otro día —dije burlón. La gente de alrededor volteó a mirarme.
—Me refiero a que ya lo reconocí —volvió a decir en voz más baja—.
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VÍCTOR ARMANDO CRUZ CHÁVEZ
Usted es Pepe, el hijo de don Ramón. Yo trabajé en la tienda de su papá,
¿se acuerda?
Desistí de levantarme. Como en una película velocísima, me llegaron retazos de imágenes y recuerdos. Entonces comprendí el aire familiar que me
evocaba este melodramático predicador.
—¡Jeremías! —exclamé—. ¡Jeremías Pérez. Sí, ya decía que te me hacías conocido! —dejamos de inmediato el usted.
—Luego que me cerraste la puerta me quedé pensando que también
te conocía. No en balde ya pasaron más de treinta años. Antes tenías pelo.
—Y tú no eras tan amargado.
—Pertenezco a la iglesia mormona, Pepe. Parte de mi tiempo lo invierto
en difundir la fe. Deberás disculparme —dijo con gravedad—. Ese día no me
fue bien. De las doce casas que visité, en ninguna me quisieron escuchar.
—Creo que ese día tampoco fue bueno para mí —le dije, para atenuar
su remordimiento.
En un lapso de veinte cuadras recordamos algunas minucias de nuestra infancia callejera: los juegos de beis y las cascaritas de fut; las veces que
nos agarramos a golpes.
Me dijo que vivía unas ocho cuadras más allá de mi casa, con una anciana parienta suya. Antes de bajarme me regaló un dulce de menta como para
sellar la amistad recién recuperada. Quedó de visitarme en unos días.
Aunque le había advertido que no quería que me hablara de religión, me
preparé por si acaso. Ignoraba todo sobre la iglesia mormona. Sólo había podido observar sus templos suntuosos en varias zonas de la ciudad. Con unos
minutos en internet pude más o menos conocer la historia de este credo, y
suponer también en qué andanzas redentoras andaba mi amigo, aunque me
sobraron dudas.
Un sábado como a las cinco de la tarde apareció otra vez Jeremías en mi
casa. En un acto prosaico para delimitar territorios, me destapé una cerveza
y le di un refresco de manzana. Estaba sentado en una pose muy formal, con
las piernas muy juntas y la espalda recta. Yo, en cambio, puse los pies sobre
la mesita de la sala. Me extendió una vieja foto donde aparecíamos en mi calle
de la infancia. Reconocí a esa entrañable palomilla de la que ya no sabía prácticamente nada porque me había venido a vivir a la colonia Antiguo Aeropuer74
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UN PROFETA EN CASA
to, lejos de mi entorno familiar. En la foto aparecía borrosamente la cara del
niño Jeremías que conocí, asomándose sobre los hombros de Beto el Pelón.
Vino un recuento más pormenorizado de nuestros años recientes. Le
conté de mi rutina académica, de mi divorcio. Dijo que seguía soltero. Me
habló de que en la adolescencia se le había despertado mucho la fe; que había probado con varias doctrinas y que finalmente se quedó con ésta. Quise
evadir el tema de la religión pero Jeremías me explicó que algo en sus adentros le decía que se aproximaba un cambio brusco en la vida de los seres
humanos, y que debía yo hacer un esfuerzo por reconsiderar mi fe.
—No, otra vez, no. Para un profesor universitario es un tema escabroso
—dije sonriendo, mientras iba por otra cerveza al refri; fue cuando decidí acometer—. No me permitiría creer —agregué— en la doctrina de un grupo de
fanáticos que perpetraron una matanza de inocentes en Utha, en el siglo XIX.
Ni mucho menos cuando piensan que los indígenas americanos son descendientes de una de las tribus perdidas de Israel… Y eso de la poligamia de
Joseph Smith y del otro fundador que no recuerdo.
—Hemos reconsiderado esos errores. Se han superado muchas cosas.
No en vano somos más de 14 millones…
—Veo, además —continué—, que sólo predican los jóvenes. Tú ya no
estás en edad.
—Lo hago por mi cuenta, Pepe. Me siento inspirado para hacerlo.
—¿No contravienes los cánones?
—Depende cómo lo quieras ver.
—Entonces eres algo así como un apóstata.
—Soy un hombre de fe e iniciativa, nada más. Es importante hacerle ver
a la gente la relevancia de la exaltación, que es nuestra capacidad para trascender a un estado de inmortalidad y divinidad, que se logra a través de tus actos. Es el pilar de nuestra doctrina. La mayoría de la gente no lo sabe. Ésa es
la razón de ir a tocar las puertas. Darte la posibilidad de ser inmortal, ¿no te
parece un gran regalo?
Habló entre suspiros, ensoñadoramente. Pensé que algo andaba mal
en este hombre.
—Deberías conseguirte una mujer; eso te haría bien —dije para salir
de mi ofuscación.
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VÍCTOR ARMANDO CRUZ CHÁVEZ
Jeremías notó mi desconcierto y
yo reparé en que no le había agradado mi comentario. Así que se levantó
y dijo que se iba. Me despedí de él en
la puerta, sin mucho entusiasmo. Le
di una palmada en la espalda y le dije
que podía venir cuando quisiera.
El jueves siguiente me acosté temprano porque al otro día me resolvían lo
de la ampliación de mis horarios en
la universidad. Pero fue una noche intranquila atizada por el constante zumbar de los zancudos y los aullidos de
los perros de la cuadra. Creo que logré conciliar el sueño alrededor de la
una. Pero a los pocos momentos se
desató un estruendo indefinible que
me hizo despertar sobresaltado. La primera imagen que se me vino a la mente fue la de un avión yéndose a pique.
Los muros temblaron. Por un momento se hizo un horrible silencio que dio
paso a una luminiscencia enceguecedora que se filtró a raudales por la ventana. Cuando quise pararme de la cama una fuerza descomunal arremetió
contra la casa.
No sé después de cuánto tiempo desperté, aterido, con un dolor punzante en la pierna, que estaba atorada bajo los restos del clóset. Sentía la
cara y el pelo cubiertos de polvo y marañas. Quise creer que se trataba de
una pesadilla, pero el dolor de la pierna era real. Puse mis sentidos al máximo: ningún sonido, un olor intenso a humo, oscuridad y algo como una sensación de cosquilleo en toda la piel, muy semejante al que se experimenta
con la electricidad estática. Mi mente se envolvió en una madeja de interrogantes: ¿Nos había caído encima un satélite, un bólido, un avión? ¿Cuánta gente
afectada? Qué carajos… Supuse que pronto amanecería.
Pero no amaneció. Con esfuerzo había podido zafarme y corroborar que
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UN PROFETA EN CASA
lo de la pierna no era tan grave. Tenía magulladuras en casi todo el cuerpo,
pero nada que me impidiera andar a tientas en lo que quedaba de la casa para levantar un dolorido inventario.
Decidí salir a buscar algo que me diera indicios de lo que había ocurrido. Me dirigí a la calle, cojeando. Flotaban en el ambiente restos de un polvo
renegrido. Mi casa era un baluarte de ruinas ante el panorama de destrucción generalizada. Pese a la relativa oscuridad, se podían distinguir tenuemente las cosas. No alcanzaba a explicarme qué clase de devastación era ésta.
Grité algunas veces preguntando si había alguien en los alrededores, pero
nada. Me costó trabajo aceptar este espectáculo inédito de casas y árboles
arrasados, perros callejeros aniquilados, pero no gente.
Yendo al azar entre cuadra y cuadra sorteando escombros, distinguí lejanamente una silueta agazapada bajo un poste de concreto aún en pie. Corrí
para ver de quién se trataba. Era una muchacha de unos 25 años vestida con
un suéter amarillo. Tiritaba y gemía. Me acerqué de inmediato para ayudarla.
—¿Cómo te sientes, te puedes levantar? —le dije.
Caminamos rumbo a mi casa; iba extenuada y polvorienta, muda. Al llegar, lloró por un largo rato y no me atreví a decirle nada. Sólo la escuchaba
entre la penumbra mascullar algunas cosas. Hasta que se quedó dormida.
En ese ínterin me dediqué a buscar algo de comer. En la cocina encontré desperdigados algunos insumos que permitirían paliar el momento: una
caja de leche, una lata de atún y algunas minucias que se tienen en cualquier
alacena. Del destartalado refri rescaté media torta casi descompuesta, algo de
verduras y queso. También encontré por ahí cerca una cajita de cerillos. Comí
con sobriedad para racionar porque las expectativas no eran halagüeñas.
Cuando la chica despertó, ya le tenía algo de leche. Dejé que se empinara media caja porque la vi desesperada.
—Gracias, señor —susurró.
—No tengo mucho que darte —dije—. Soy Pepe.
—Soy Lorena.
Se soltó a llorar otra vez, con los brazos rodeando sus rodillas.
—Yo venía de una fiesta cuando ocurrió todo —dijo después de un rato—. No sé cómo explicarlo… una luz muy intensa y luego un fuerte golpe. Mi
carro se fue a una zanja; cuando recobré el sentido y pude salir vi coches
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encimados, gente muerta adentro… Traté de caminar hasta mi casa pero es
muy difícil orientarse sin puntos de referencia. Además hay algo que te marea, que te…
—Sí, lo he sentido… ¿No te encontraste con alguien, gente prestando auxilio?
—A nadie.
—Dónde vives.
—En el fraccionamiento San Andrés.
—Aún queda lejos.
—¿Usted me podría ayudar a llegar a mi casa? Necesito ver a mis papás.
—Vamos a intentarlo, pero debemos esperar y saber qué sucedió; es
posible que el gobierno ya esté movilizándose para ayudar a la gente.
—Créame que caminé desde Santa Rosa hasta acá, no vi a nadie del gobierno, ni del ejército, ni de la Cruz Roja; en todo ese tiempo no vi nada. Eso
fue lo que me dio más miedo. La gente se organiza cuando suceden cosas,
pero aquí no hay nada de eso.
—Está bien, antes necesito poner orden en mi mente y pensar cómo
podría ayudarte. Yo también tengo gente de la que no sé nada.
Sacó un encendedor y dos cigarros magullados.
—No hay señal de celular ni electricidad. ¿Qué cree que pasó? —dijo.
—Trato de respondérmelo. Quizás una roca de allá afuera.
—¿Un meteorito? ¿no se supone que ya los rastreaban…? ¿Cómo pudieron no saber?
—Es lo que creo. Pero quién podría estar seguro. Ya viste a tu alrededor; fue algo muy grande. No pasa todos los días. Pudo haber caído muy
cerca o muy lejos, dependiendo de sus dimensiones, si es que algo cayó.
—¿Por qué usted y yo estamos vivos?
—Buena pregunta. La suerte, el lugar donde estábamos, el ángulo de
donde venía la onda expansiva, qué sé yo.
En el silencio que vino después, a la delgada luz de su cigarro, vi la
cara casi infantil de Lorena; su mueca de angustia en cada gesto.
—¿Por qué no hay viento? ¿Por qué tanto silencio? —dijo.
—No lo sé.
—Tengo mucha hambre —susurró.
Abrí una lata de atún, que devoramos de inmediato.
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UN PROFETA EN CASA
—Al menos para engañar al estómago —dije.
—Siempre odié el pescado, pero hoy no —dijo, intentando sonreír.
Pasaron muchas horas en las
que hablamos a intervalos, cada cual
acurrucado porque el frío arreciaba.
En un momento Lorena dijo que le
dolía el cuerpo y que trataría de dormir. Pero al poco oímos ruido afuera.
—¿Hay alguien ahí? —gritó una
voz masculina desde el exterior.
Nos levantamos apresuradamente y salimos. Distinguimos la silueta de
un hombre que parecía venir muy fatigado. Me alegré sobremanera de que
hubiese otro sobreviviente. Cuando me
acerqué, fue él quien me reconoció.
—¿Eres tú, Pepe? Soy Jeremías —dijo, y cayó de rodillas.
Casi lo mismo que con Lorena: entró a la casa y se puso a llorar; le di
lo que quedaba de la leche.
Hasta ese momento recordé lo que había dicho Jeremías respecto a sus
augurios apocalípticos, pero me abstuve de comentar algo al respecto.
Lorena rompió el silencio:
—¿De dónde viene, señor?
—De no muy lejos. Tuve que auxiliar a mi parienta que murió poco después de lo que ocurrió. Tenía otros tíos pasando el puente Centenario y fui
a buscarlos, pero no encontré a nadie vivo. De ahí vengo porque me acordé
de ti, Pepe. Fue complicado orientarse.
—Es bueno verte, Jeremías. Supongo que habrá más sobrevivientes,
aunque parece que de manera muy dispersa —dije.
—No he visto a nadie, Pepe. Lo sabía… Esto que ocurre ya estaba en
el plan divino —dijo—. Fuimos necios, no vimos las señales. Bien merecido
está. ¡Malditos todos por no ver!
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—No es momento para hablar de eso —dije—. Hay que ver las cosas
de manera racional. Tenemos que organizarnos. No tenemos prácticamente
nada que comer.
—Me empiezo a sentir muy mal; quiero ver a mis papás —murmuró de
pronto Lorena.
—¿Qué tienes? —inquirí, pero en vez de responderme vomitó.
—Ha de ser por el susto —dijo Jeremías.
—Me duele mucho el cuerpo, estoy muy mareada —dijo ella.
Lorena se había acostado entre temblores y un dolor que la hacía gemir
a cada rato. Nos sentimos impotentes. Yo sin ningún calmante en los restos
de la alacena. Más tarde Jeremías se ofreció a salir a explorar en busca de
ayuda. Yo me quedaría a cuidar de ella.
Transcurrieron casi dos días (¿podíamos hablar de días en estas circunstancias?) y Jeremías no regresaba. Temí lo peor. Acondicioné un espacio para
hacer fuego porque el frío era ya insoportable. Lorena dormitaba entre la
fiebre. Cuando volvía en sí por momentos, le daba cucharadas de azúcar
porque era lo único que me quedaba.
A esas alturas también estaba siendo torturado por el hambre y la sed.
Había tomado la decisión de ir a buscar ayuda por mi cuenta. Pero luego de
un tiempo nebuloso oí gritar mi nombre desde la calle. Pensé que soñaba,
pero no. Era Jeremías.
Salí a recibirlo con mucha alegría, imaginando que venía con provisiones o incluso con algún otro sobreviviente. Pero me sorprendí al verlo tumbado en el piso, respirando con dificultad, las manos vacías.
—¡Apaga el fuego, apaga el fuego! —ordenó entre resuellos.
—¡Qué pasa, qué tienes! —dije, acercándome para levantarlo. Gimió
de dolor.
—Gente… encontré gente mala. Vienen… apaga el fuego.
Percibí que mis pies resbalaban. En una rápida inspección, me di cuenta de que el piso se estaba cubriendo de una extraña capa de hielo oscuro.
Llevé a Jeremías al interior. Mientras lo sujetaba sentí una humedad viscosa
en su espalda; era sangre. Lo cubrí con lo que pude. Apagué la fogata.
—Tapa las entradas —dijo con dificultad—. Es gente mala. Me dispararon.
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UN PROFETA EN CASA
Desconcertado, quise mirar su espalda pero insistió en que tapara las
entradas. Atranqué la desarticulada puerta; la reforcé con cualquier cosa
que pudiera impedirle la entrada a alguien.
Supuse que lo venían siguiendo y estuve atento asomándome por un
resquicio pero no percibí nada.
—Dime cómo te puedo ayudar… —dije.
Pero Jeremías no respondió. Me acerqué a verlo, se había desmayado.
Fue por ese momento que empezó a levantarse una borrasca desde alguna parte de este valle de destrucción; una tempestad cargada de grandes
trozos de granizo oscuro tan fuera de lugar como todo en esta pesadilla.
Me compadecí de mis dos abatidos huéspedes y de mi incompetencia
para ayudarlos. Afuera los golpes de granizo estallaban sobre el montón de
ruinas que había quedado de la ciudad ajetreada que conocí. Experimenté
una profunda tristeza ante la imposibilidad de entender esta sucesión de calamidades. Por qué nadie pudo haber alertado a la gente. Aunque había que
aceptar que este patético profeta que estaba tumbado a mi lado me había anticipado de que algo estaba por venir. Prendí otra vez el fuego. Después de
una larga serie de preguntas sin respuesta me dormí.
Abrí los ojos cuando las últimas brasas iluminaban opacamente la habitación. Lorena estaba despierta, mirándome. Afuera no cesaban los latigazos
de la tormenta. Tardé un poco en reaccionar.
—Va a ser imposible por el momento ir a buscar a tus papás —dije—.
¿Cómo te sientes?
—Muy mal, con mucha hambre y sed. Intenté recoger un poco de agua
de la lluvia, pero no sé si es agua.
—Espero no la hayas bebido. Debemos sacar entereza de algún lado,
Lorena. Las cosas están mucho peor.
—¿Qué le pasó al señor, hay sangre debajo de él? —dijo, mirando a
Jeremías—. Ha estado diciendo cosas raras entre el sueño.
—¿Qué cosas?
—Cosas religiosas, creo. Apenas se logra escuchar por la lluvia. Habla
algo así como de vida eterna.
—Encontró gente, pero las cosas no salieron bien. Le dispararon por
la espalda. Ya no pudo decirme cómo ocurrió. Habló de personas malas que
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lo seguían, pero yo no vi a nadie en los alrededores. A lo mejor no sobrevive. Venía muy mal.
—¿Es su vecino?
—Es un amigo de la infancia que reencontré hace poco. Después de más de treinta años sin verlo. Fue un poco cómica la vez
que lo volví a ver. Cuando le abrí la puerta no nos reconocimos. Venía a predicar, y
como no lo quise escuchar me amenazó con
el infierno. Lo vi un par de veces después,
pero nunca pudo hablar de otra cosa que
no tuviera que ver con el fin de los tiempos.
Se cree algo así como vidente o profeta.
—Por todo lo que se ve, no estaba tan
errado —dijo Lorena.
Jeremías tembló y emitió algunos murmullos. Pusimos mucha atención. De su
boca dormida brotó una frase:
—Su obra y su gloria es llevar a cabo la
inmortalidad y la vida eterna del hombre…
Luego quedó sólo su estertor.
—Había perros muertos en la calle —
dijo Lorena después de un tiempo.
—Sí, los vi.
—Quizá podamos intentar comernos uno.
Me quedé absorto. Ante estas palabras supe que habíamos llegado a
una situación insostenible.
—No, Lorena. Ya pasó mucho tiempo...
—¿Entonces qué solución propone? ¡Usted no está tan mal como nosotros! ¡Bien podría hacer otro intento para buscar ayuda!
—Tienes razón, pero ya te diste cuenta de lo que está cayendo del cielo.
El estertor de Jeremías aumentó en intensidad hasta que logró regurgitar otra frase:
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UN PROFETA EN CASA
—El don que me das es la vida eterna… Soy tu profeta y tú me has llamado…
—Este pobre —murmuré—, ni medio muerto deja sus temas.
Me levanté a reavivar el fuego. Me acerqué a Lorena para concentrar el
calor de nuestros cuerpos. Recargó la cabeza en mi hombro. La sentí sollozar.
Habían pasado algunas horas y la granizada de afuera no menguaba. Jeremías estaba frío y tieso cuando lo toqué, sin signos vitales. El charco de sangre era inmenso bajo él. Le quité la sábana que lo cubría, los zapatos y los
calcetines porque nos podían hacer falta. Ahí quedó el cuerpo de mi pobre
amigo de la infancia venido a morir justamente a mi casa en las circunstancias
más insólitas, bajo el manto de destrucción que alguna suerte de la mecánica celeste nos había deparado.
Me acurruqué nuevamente junto a Lorena, en un tiempo sin medida.
Soñé con multitudes de hombres y mujeres alegres que se amontonaban afuera de mi casa, con cestas llenas de manzanas rojas, pan y cerveza bajo un sol
resplandeciente. Soñaba a Jeremías tocando otra vez a mi puerta, con su biblia y su pelo relamido, diciéndome cortésmente que me esperaba esta noche
a cenar en la casa de su vieja parienta.
Desperté porque Lorena me iluminaba la cara con el encendedor. Vi
su rostro a la luz de la llama, una cara fantasmal, una boca lívida que clamaba en silencio ser alimentada. Pero no podíamos hacer más que perseverar
en la inmovilidad mientras afuera el mundo se anegaba y helaba de negrura.
La decisión que tomé fue por ella, porque la pobre no tenía derecho a sufrir
de esta manera. De haber sido mi hija, hace mucho hubiera intentado protegerla realmente del suplicio del hambre. Así que fui a buscar un cuchillo entre
los escombros de la cocina. Instantes después estábamos mirando el cuerpo
de Jeremías con la triste seguridad de que nos iba a prestar una última ayuda. Emití un sollozo ante lo que la desesperación nos empujaba a hacer.
Pero repentinamente el estruendo de afuera cesó y una delicada fosforescencia fue inundando la habitación. Algo como una silueta neblinosa y
radiante fue tomando forma sobre el cadáver. Las manos de Jeremías se sacudieron y después todo el cuerpo, con violencia. Esa garganta muerta emitió
primero un gorgoteo y luego una frase incomprensible como en otra lengua.
Aterrados, no dejábamos de mirar.
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Siete versiones
D ANIEL B ENCOMO
ESTÁS ADENTRO,
muy adentro de un gran drama.
Tu rol es una estela maya que vuela en pedazos.
La condición de estornino, el fragmento cardiaco o elegiaco, por imitar
o clonar.
Por ejemplo: tú estás afuera de un gran drama y te roedoras,
cataplasma o mimo.
Orillas del Bien y Mal: maquila en una máquina de chicle.
La sensación fue probada, sacrificial y segura,
en la piel de cowboys y de conejillos de Indias.
Dientes nueces y dientes se quiebran como un segundo.
Dientes y nueces, gradientes,
se quiebran diferenciales.
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LÍRICA VIENE
de lirio
Lírica viene delirio
Deviene lírica lirio
Lyrica subcortical o cortisona, espuma de bulldog en aguas ya estancadas
lirio planta parásito, lírica basura y parasita, tabletas que recortan la
distancia:
del humus al nervio el soma trabaja, tiempo real es cieno poco
Lyrica en recetas de mi padre, olvido comprimido hacia su cuerpo
Lírica es el tedio vs. el tedio de ti
un músculo borrándose, otra vez, en sus espasmos.
SÓLO EN EL
lenguaje una savia, gramática sabia, puede devorar a otra
savia y ser más fuerte. Es hora que descanses, no opongas resistencia.
Anda y hazte cargo de una mínima tragedia, dale tu silueta a la celosa
silueta de Yo. Gestalt estulticia. Clama. Consulta oráculos, científicos,
videos. Fagocita. Finge y esfinge. Enígmate. Inhala otros vapores, más
dobles o maleables, llenos de barro entre los dientes, focos rotos,
tiovivos. Aquí te esperaremos.
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SOBRE UN VERSO DE HARRY NORDELL
para Luis Eduardo
lumbre empedernido, cánula de clon:
un enigma troza el día
raya lémur los huesos
como peces boquiabiertos
todos los sentidos vendrán ante tus ojos
y tú desplazarás el pensamiento
hacia el descuido
vena alta cava fidelidad del latido
adentro de los ipods en los barrios
—lejos neumáticos cóndores líos—
todo seduce planta carnívora
todo hipa sin culpa en la placenta sin verbo
un azul
ultraciervo
hidropónico
cruzará las cabezas de los televidentes
como el opaco hueso de lo opaco
cayendo a refrescar el día
con su lluvia del cámbrico
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ARQUEOLOGÍA:
para Enrique Serna
hacia Heráclito de Éfeso
Pensar proteico, osado más y en hybris extra, venido a nos en la
poesía, conducto y carne de lo más expuesto. Así ha llegado hasta
nosotros, así llegará a su pasado, hasta que llegue su instante y el nuestro.
Sucede en el poema que oscura al alumbrarse. Que encríptase y
puede y que no teme devorarse. Pantalla en pedazos de un dios en
pedazos. Dionisos enigma tras Apolo. Eso ocurre en los límites, pero
hay que volver un poco antes. Hacer genealogía de la fractura y cómo se
vertebra. Antes de las condiciones, de la voluntad de las condiciones.
Cicuta es poesía es cicuta, error, es lo mismo.
POR QUÉ
no he terminado de morir, te preguntas en mute.
ya alguien quiere los derechos de tus coplas y apunta, apaches, a tus
padres.
Orla el aire un vynil rojo, celofanes encefalia son saudade,
anida el aire o en el fuego tras el cráneo:
adrede, alarde, kilómetros de celuloide, dramatización del lapso infinito,
llano,
entre el último suspiro y el nombrarle.
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HUBO UN ALFABETO
de piel que desprenderse:
las luces de las letras, poco parcas al paro,
tienen caries en el ruido que arrecifa,
rayo luz no cardo al vuelo
parte el húmero en axiomas de raizales
un enigma insoluble en el agua del verano
pegándose al cuerpo y a sus zonas de sintaxis
nichos de sentido en cuenta regresiva
hubo un alfabeto Kasch de piel
dicha metálica en sin sentido primario:
la Realidad es animada por okupas,
no seduzcas al aire bencina el pensamiento
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Ezra Pound, filósofo de taberna
S AMUEL P UTNAM
Traducción de Armando Pinto
Cuando escribimos sobre aquellos que conocimos años atrás y cuyo carácter, revelado en el ínterin por sus acciones, sufrió a ojos vistas una transformación o cambio radical, existe siempre la tentación de construir una
retrospectiva elevada y superficial. Es esta tentación la que yo, al hablar de
Ezra Pound, trato de evitar. Trataré de presentarlo tal como lo conocí en los
años veinte y principios de los treinta, sin ningún ánimo moralizante motivado por el hecho de que hoy esté acusado de traición a su país y, si se le
encuentra lo suficientemente cuerdo para ser sometido a juicio, pueda enfrentar la pena de muerte. Resulta desagradable, al ahondar en el pasado
de un hombre así, decir con un aire de omnisciencia: siempre lo supe. No
sólo es de mal gusto, también puede ser falaz. De hecho, no sólo no lo sabe
uno siempre sino que nunca lo sabe uno.
La verdad es que la naturaleza humana cambia, para bien o para mal,
y el individuo progresa o retrocede. Lo cual no quiere decir que al mirar el
pasado con la perspectiva y la profundidad que poseemos hoy no pueda ser
uno capaz de descubrir ciertos rasgos, ciertas taras o defectos en el hombre
y, en el caso del escritor, en su trabajo, que pasaron desapercibidas en ese
momento pero que arrojan una luz reveladora sobre la subsecuente carrera
de ese individuo. De hecho, es un proceso que podría ser aplicado provechosamente por los estudiantes de literatura a los escritos y, en tanto los hechos
lo permitan, a las vidas de figuras como Pound, Yeats, Hamsun y Hauptmann. Pero alguien que los conoció personalmente hace un cuarto de siglo
debe esforzarse en describirlos al mismo tiempo tal y como los conoció
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SAMUEL PUTNAM
entonces, con todas sus cualidades buenas y encantadoras y sin la
malicia de una idea tardía, ¡pues
con mucha frecuencia la malicia se
cubre con un manto moralizante!
¡Cielos! Ese cabrón está acabado. Sería fácil citar estas palabras del “Canto XX” de Pound,
pero hacerlo no solucionaría nada. Debemos cuidarnos de quemar
a los quemadores de libros que valen la pena.
La impresión más viva que
tengo de Ezra tal vez seguirá siendo la de sus amplios hombros llenando el marco de la puerta de mi
departamento de Montparnasse, su
camisa byronesca, su barba color
venado. Nuestra relación había comenzado por correspondencia alEZRA POUND
gunos años antes, cuando yo vivía
en Chicago. Como Mencken, Aldington y otros, Pound había sido atraído por
mis luchas en la prensa contra la intelectualidad local. Cuando Keith Preston atacó los poemas de Aldington, por ejemplo, yo salí en defensa del imagista británico, el cual me escribió una carta de agradecimiento; y hubo algunas
cosas que dije sobre Poetry, de miss Monroe, que llevó a Pound a enviarme
sus cartas: “Harriet me jode.” En Rapallo había lanzado su revista Exile,
pero no lograba tener éxito; por ello le sugerí a él y a Pascal Covici que éste
se hiciera cargo de la publicación y la llevara a Chicago, lo cual hicieron.
Del estudio de Pound en Rapallo al desván en South Wabash Avenue había
un buen trecho, pero este tipo de cosas eran típicas en el mundo literario
anglo-norteamericano de ese periodo.
Como Ezra se había mudado ya a Italia, no lo conocí en persona hasta
algún tiempo después de mi llegada a París; pero había tenido la oportunidad
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EZRA POUND , FILÓSOFO DE TABERNA
de hacerme una impresión de él a partir de los comentarios de sus amigos
y conocidos. Entre aquellos que lo conocían bien no creo que haya habido
alguno que no estuviera divertidamente consciente de sus manías, sus puntos vulnerables, e incluso sus defectos más serios; pero eso no impedía en lo
más mínimo su aprecio por Pound el poeta, a quien respetaban mucho más
que al Pound escritor de prosa o al Pound crítico —con frecuencia por el crítico no tenían el menor aprecio, en especial por la elección de sus protégés—. Así Ford, quien le tenía un cariño personal y una elevada opinión de
su trabajo, no dejaba de bufar por sus “estupideces” (pues Ford nunca tomaba esos asuntos con ligereza), y Aldington, en un momento jocoso, me
dijo: “¿Pero Sam, no te das cuenta de que así como nosotros no tenemos
hijos Ezra no tiene ni una idea?”
Esta última opinión era bastante común, y no podía más que ser
reforzada por la erupción epistolar de Pound y por lo embrollado de su
“pensamiento” revelado en forma de artículos y editoriales. La sección editorial que conducía en la New Review es quizás el mejor ejemplo de esto,
una tendencia que habría de culminar en su Jefferson/ or Mussolini, su árida y confusa exposición de la teoría del crédito social de Major Douglas, y,
finalmente, sus emisiones en la radio fascista en Roma. Cuando uno lee las
tonterías que borbotó a montones, se siente tentado a tomar el comentario
de Aldington literalmente. Parecía increíble que éste fuera el mismo escritor
que nos había dado los Cantos y que era considerado uno de los exponentes
más relevantes de la poesía cerebral. ¿Cómo reconciliar esa aparente contradicción?
Pienso que, en especial para los británicos, la dificultad reside en su
inhabilidad para comprender qué tan norteamericano —norteamericano del
Oeste— era Pound. No estaban familiarizados con los rústicos filósofos de las
tiendas y bares de los cruces, tipos que han existido y aún existen, de Maine
al estado de Idaho, donde Pound nació. Son tipos que, los conozco desde mi
niñez, están casi invariablemente “en contra del gobierno” y son adictos a
“decir con palabrotas” las cosas tal como son. En política tenemos una sublimación de ese personaje en Harold Ickes, el “viejo cascarrabias”. Lo difícil de comprender es la sorprendente combinación que uno encuentra en
Ezra del filósofo rústico con el fino poeta expatriado y sus temas e intere91
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SAMUEL PUTNAM
ses, que abarcaban de Provenza a la vieja China, de Guido Calvancanti al
Ta Hio.
Con todo y su amplia cultura poética, Pound había permanecido sentado en el bar del pueblo (una metáfora que, por cierto, a él le gustaba utilizar); considerado por lo común como el típico hombre de letras cosmopolita,
había conservado, en su actitud hacia la sociedad y los asuntos del mundo,
una visión pueblerina. Se necesitaría un psiquiatra social para decir cómo
fue que esto sucedió, pues hubo sin duda factores sociales y psicológicos, ambientales y tal vez hereditarios, involucrados. Yo permanecí en contacto con
el padre de Pound, un oficial retirado del ejército regular que también vivía
en Rapallo, y las cartas que de él conservo en mis archivos son como las de
él salvo por las estrafalarias abreviaturas ortográficas (que Ezra parece haber
copiado de la correspondencia de Flaubert). El padre estaba orgulloso de su
hijo —entre líneas se podían escuchar sus risillas ante las palabrotas de aquél
y uno sentía que también él debió ser adepto a ese arte.
Cualquiera que sea la explicación, Pound conservaría y se deleitaría con
sus actitudes pueblerinas y estaría “contra” más y más cosas conforme el
tiempo pasaba: la “insolencia” de los attachés consulares y los oficiales de
aduanas, el “comercialismo” de los editores norteamericanos que se rehusaban a perder dinero en su obra y en las de sus protegidos; la “estupidez” de
los reseñistas norteamericanos y los censores de libros, hasta que decidió volverse hacia Mussolini y, como un Babbitt reaccionario, blandir el argumento
de que ¡Il Duce cuando menos había hecho que los trenes llegaran a tiempo! Pound se habría de convertir en un perenne altoparlante y ávido lector
del Congressional Record (esto, en los veinte) y corresponsal de senadores
que reflejaban cada vez más su misma opinión política.
Tras todo ello iba a observarse un deliberado estrechamiento de interés
intelectual que poco a poco tomaría el aspecto de una desagradable arrogancia y egotismo. El aspecto literario de esto puede verse en trabajos como
su ABC of reading, el cual es poco menos que un insulto a la inteligencia
del lector. Para Pound había sectores enteros de la literatura del mundo que
sencillamente no existían. Una de ellas era la rusa. No se puede encontrar
en su tratado ninguna mención a “esos rutsos”, como siempre los llamaba.
Dostoievski, Gogol, Gorki, Chejov, todos los grandes nombres del siglo XIX
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EZRA POUND , FILÓSOFO DE TABERNA
en la tierra de los zares no significaban nada para él. Turguénev era el único
a quien, a regañadientes, reconocía. Pudiera ser que su disgusto y, sospecho, su temor por la Unión Soviética y el comunismo marxista (aunque fingió coquetear con ambos durante un tiempo) tenían algo que ver con ello.
En el terreno de la literatura contemporánea, su gusto estaba igualmente limitado. Todo lo que podía ver era a sí mismo y a un puñado de viejos
amigos y discípulos: entre los norteamericanos, Zukofsky, McAlmon, William
Carlos Williams. Por lo que toca a “Parson Eliot”, como llamaba al autor de
The waste land, refunfuñaba e incluso se mofaba de él pero lo defendía ante
cualquier ataque. En Francia, el único que importaba, aparentemente, era
Cocteau —y tenía algunas palabras positivas para Aragon, si es que llegaba
a pensar en él.
Tengo un vívido recuerdo de eso cuando consulté a Ezra en relación a
los escritores que debían ser incluidos en la sección francesa de la European
Caravan. “Dame papel y lápiz.” Se los pasé. Levantó el lápiz en el aire con
un gesto elocuente y frunció el entrecejo para que yo asumiera que estaba
pensando realmente en el tema. “Déjame ver: tenemos a Cocteau, por supuesto…” Escribió una nota. “Está Cocteau…” Y, aunque parezca increíble,
hasta ahí llegó la lista. ¡Cocteau fue el único en el que Pound pudo pensar
o él único al que consideró digno de ser incluido en la antología de escritores
franceses modernos! Recuerdo haber intentado que pensara en otros, pero
siempre fue muy difícil mantener a Ezra en un tema determinado, conversar con él era saltar de un tema a otro, y él se las arregló para salir de la
casa sin agregar a nadie más a la lista y sin el menor signo de embarazo.
En ese tiempo lo atribuí a las excentricidades del genio, pero ahora no
estoy tan seguro. No estoy seguro de hasta qué punto Pound conocía a los
escritores jóvenes franceses de la posguerra. Era vagamente consciente de
los surrealistas, mientras que Aragon y Cocteau eran sus conocidos de tiempo atrás, y eso, descubrí, marcaba para él la diferencia. Su amistad con
Cocteau era sumamente cálida. Una vez lo acompañé al cuarto de hotel donde el autor de Opium yacía enfermo, recobrándose de los efectos de la droga,
y recuerdo como se agachó y abrazó al pálido y tembloroso Jean.
De hecho, había otros que tendían a dudar de la amplitud y profundidad de la erudición que Pound se empeñaba en mostrar. Flint contaba una
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SAMUEL PUTNAM
anécdota a propósito de ello: “Un día encontramos a Pound con un ejemplar de Tácito en la mano. ‘¿Puedes leer eso?’, le preguntamos. ‘Espero
que sí’, replicó. ¡Y todos lo esperamos también!”
Hay que ser indulgente con el malicioso humor de Flint. No era tan
malo como eso; pero había más de uno que se preguntaba si Pound era el
erudito en cuestiones chinas que aparentaba ser.
En Londres, es cierto, era definitivamente impopular. A mediados de
los años veinte aún se recordaba que había estado en medio de la batalla
estética que se armó alrededor de Wyndham Lewis, el vorticista, y su revista
Blast. Fue durante esos años (hacia 1916) que Pound hizo uno de sus descubrimientos, del cual estaba orgulloso: el escultor Gaudier Brzeska. El incontrolable Mr. Flint tenía también una divertida versión de ese incidente.
Según él, Pound dijo: “Entré al café un día y Gaudier estaba sentado ahí.
Lo miré y de inmediato supe que era un genio. Y tenía razón.” Pound se mantuvo en Londres durante la guerra. Aldington estaba en las trincheras, Ford
había entrado a la sección de enlace, incluso Eliot trató sin éxito de enlistarse en la armada; pero Pound, a salvo fuera de ella, apenas dio indicios de
estar consciente de que había una guerra. No hay la menor huella del conflicto en su obra, tampoco alguna reflexión de sus consecuencias espirituales,
como sí se encuentran en Gerontion o en The waste land de Eliot. En vez
de ello, estuvo preocupado casi por completo por cuestiones estético-literarias: con Blast y los vorticistas; con Gaudier Brzeska; con la preparación y
publicación de su Lustra y sus Pavannes and divisons ; con los simbolistas
franceses, con el teatro “no” japonés, la poesía china, con De Gourmont. Los
años de guerra fueron para él de intensa actividad literaria; lo que podría
haber indicado que su segundo periodo estaba concluyendo y estaba casi a
punto de entrar en el siguiente, señalado por la publicación de su obra maestra, los primeros dieciséis Cantos, en 1925. Con todo, no rehuía participar
del apreciado arte whistleriano de hacerse de enemigos; pues parece haber
hecho uno de cada habitante de la ciudad conectado con la profesión de las
letras. Fue entonces cuando se mudó al otro lado del Canal, aunque siguió
escribiendo para Criterion durante algún tiempo.
Luego siguió, a principios de los veinte, lo que podría ser descrito como su interludio musical. Al ocupar su residencia parisina en la pequeña rue
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de Seine procedió, en palabras de
John Rodker, a llenar el vecindario
con toda clase de extraños sonidos
practicando el “ruidoso fagot”. Pues,
si bien no es conocido por el público amplio, Pound es músico tanto
como poeta y puede encontrarse en
el Who’s Who británico como “poeta
y compositor”. Villon fue la influencia que lo impulsó; y en 1926 su ópera
basada en el Testamento del poeta
fue interpretada parcialmente en París. Mientras tanto, Pound había hecho otro descubrimiento, el de George
Antheil, y su Antheil and the treatise on Harmony apareció en 1924.
También, una vez más, se había peleado con todo y con todos y se mudó a Rapallo, Italia.
Fue en Rapallo, junto al bello
lago del norte de Italia, donde encontró un refugio por fin. Aquí las
condiciones eran casi ideales para
él. Aliviado del estrés de los encuentros personales y las controversias cara a cara, aún se enfrascaba
en peleas —y a menudo tenía la última palabra— a través del correo;
pero a su alrededor, en el pequeño pueblo italiano, había reunido un círculo que le proporcionaba la adulación sin la cual, a pesar de su belicoso temperamento, parecía no poder vivir. En el café en el que se reunía su cénacle,
el objeto más destacado era el busto que le hizo Gaudier, una especie de
buda americano frente al cual, en espíritu, todos los presentes se arrodillaban. El parecido, de paso, es algo digno de estudio. Con los párpados cerra95
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dos y el efecto de máscara mortuoria, se pretendía sin duda que fuera heroico; pero es posible que como retrato diga más que el objeto realizado. La
excusa del artista puede ser la línea plástica, pero el efecto es similar al de
algunos retratos de Goya, en los cuales el pintor, mientras parece idealizar
a su modelo, hace un magistral e insospechado trabajo de descripción del
carácter. El busto de Gaudier, que ha sido reproducido muchas veces, muestra una cara regordeta, carnosa antes que espiritual o poética; pero es la
imagen favorita de Pound.
Por iniciativa de Pound se fundó una pequeña revista, L’Indice, en las
cercanías de Rapallo, y en sus columnas (en italiano, por supuesto) él hablaba extensamente de escritores como Robert McAlmon, Louis Zukofsky, Karl
Rakosi y los norteamericanos Objectives (hace tiempo olvidados), John Rodker y uno o dos más; la impresión que daba era, como de costumbre, la de
que ellos eran los representantes que valían la pena de la literatura contemporánea en inglés, los únicos de hecho. Al mismo tiempo, insertaba un suelto en Il Mare de Génova invitando a los escritores italianos a someter obras
para su traducción al inglés, “siempre y cuando soporten las ácidas pruebas de la crítica de Zukofsky, Eliot y W. C. Williams”. Era una peculiar forma de boxeo de sombra en la que se complacía durante esta última fase de
su migración; pues los italianos, vale decirlo, sencillamente no sabían qué
se traía entre manos, como diría él mismo, y si hubieran dependido de sus
orientaciones se habrían formado una extraña idea del panorama literario
moderno norteamericano.
De todo esto, debería ser evidente que Ezra había tomado lo que para
él era el camino más fácil. Protegido del mundo, tenía forma de seguir hablando, pero preservando sus rencores y continuando con su boxeo a distancia. ¿Cuánto podría haber durado eso si no hubiera sido por el cambio de la
situación del mundo o si hubiera huido de ahí? Es difícil decirlo. De hecho
no había lugar a dónde ir, pues con tantas décadas de residir en el extranjero Pound resistió el urgente pedido de sus amigos: “Regresa, ven a echarle
un ojo a Norteamérica —le decían—, no la has visto durante casi veinte años;
siempre te estás quejando de ella y atacándola, y ya no sabes cómo es.”
Pero él estaba seguro de saberlo. ¿No eran los editores norteamericanos y
los reseñistas fríos con su trabajo y con el de sus “descubrimientos”? ¿No
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eran los oficiales presuntuosos y los funcionarios de aduanas insufribles? Si
a esto agregamos lo que leía en el Congressional Record, ya sabía todo lo
que quería saber sobre Norteamérica.
No es necesario decir que una huida tal habría sido imposible para
cualquier escritor sin un apoyo financiero seguro. No todos podrían encontrarse en Rapallo, donde podía echarse en un jardín bañado por el sol —en
camisas byronescas informales importadas de Londres a doce dólares cada
una— a componer obras para la posteridad. Ezra no podría haber hecho eso
si él y su mujer, Dorothy Shakespeare, no hubieran tenido dinero; pues ciertamente él no se ganaba la vida, a esa escala, con sus trabajos. No fue sino
hasta que Estados Unidos entró a la Segunda Guerra Mundial y los suministros de fuera se interrumpieron que los Pound sintieron el apretón y comenzaron a depender exclusivamente de sus ganancias en la radio italiana,
que iban de seis dólares a veinte por programa. Por casi cuarenta años, desde el momento en que por primera vez salió al extranjero en 1906, había
estado comparativamente libre de preocupaciones financieras —o preocupaciones de índole económica en general— y esto, junto al viejo principio
del “determinismo económico” en el trabajo y la prolongada separación de
la vida de su tierra natal, no podía sino afectar la tendencia de su pensamiento político, si podemos llamarlo así.
Antes del día en que Pound llegó a verme en París, yo había tenido la
oportunidad de conocer muchos de sus antecedentes personales, incluyendo detalles que no se imprimarán en los manuales literarios del futuro, y
también la oportunidad de formarme una idea de él a partir de los comentarios hechos por aquellos que lo conocían bien, incluidos aquellos que se
consideraban a sí mismos, y eran, sus amigos; sus amigos, como he dicho, conocían sus debilidades y a pesar de ello lo respetaban como poeta. Yo, después de conocerlo en persona, me sentí agradablemente sorprendido. No era
el individuo pendenciero que había esperado encontrarme; tenía, por el contrario, modales suaves, era agradable, para nada esnob, y parecía siempre
dispuesto a hacer un favor. Es posible que con algunos desplegara su temperamento rijoso, pero no conmigo. Su belicosidad, como pude ver, se mostraba
más bien en su correspondencia que en el contacto personal. Me sorprendió
ver que era sumamente democrático en cuanto a la posición social; si de
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algún modo era aristocrático o esnob, lo era respecto a su habilidad artística
y sus logros; lo que exigía a cualquiera, escritor, editor, librero o quienquiera que fuese, era inteligencia, competencia, integridad, una sincera devoción
a las artes.
Él no nos visitaba a menudo, pero cuando Rapallo (incluso Rapallo) comenzaba a perder su atractivo para él, tomaba un tren a París y, posiblemente, seguía hasta Londres. Pound no evitaba Montparnasse, pero no frecuentaba
el Carrefour Vavin pues sólo iba allí cuando tenía que verse con alguien.
Cuando estaba en la ciudad iba a comer al Fouquet, el cual estaba fuera del
alcance del bolsillo de la mayoría de nosotros, donde encontraba a Ford,
Joyce, Sylvia Beach, tal vez Cocteau y uno o dos más, y luego escapaba otra
vez. En estas visitas era acompañado algunas veces por su amiga Olga Rudge,
la violinista norteamericana que vivía en Venecia y cuyo orgullo era haber
recibido el pedido de una actuación por parte de Mussolini. Ambos, ella y
Pound, parecían aceptar el régimen de Mussolini sin cuestionarlo y con aprobación tácita; no era un asunto que tuviera que discutirse y, en todo caso,
jamás escuché a Pound referirse a la política en las conversaciones, aunque
con frecuencia lo hacía en sus cartas.
Cuando venía a París nunca dejaba de ponerse en contacto conmigo,
pues siempre había algo por lo que deseaba verme. Yo actuaba como el representante de Pascal Covici, quien había publicado Exile en Chicago, y
más tarde de Covici-Friede de Nueva York; y después de que Pound se convirtiera en editor asociado de la New Review, nuestra relación se hizo más
estrecha aún. Al tratarnos más, particularmente en relación con la edición de
la revista, comencé a descubrir lo mucho que de norteamericano pueblerino había en él: la misma terquedad, el mismo estar-contra-todo, el mismo
carácter mandón, la misma susceptibilidad que uno encontraba en, literalmente, millones de sus paisanos.
La terquedad parecía siempre haberlo acompañado. Como estudiante
en la universidad de Pennsylvania, se hizo odioso al defender la posición de
los esclavistas sureños durante la Guerra Civil. Al mismo tiempo, tuvo desde
sus primeros años la pasión de ser diferente, su barba color venado no fue
sino una manifestación, y solía pavonearse por el campus con su capa y boina europeas. En cuanto a su carácter mandón, su actitud dictatorial, fue lo
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que constantemente lo metía en problemas dondequiera que iba y lo que
hizo que abandonara primero Londres y luego París. Su susceptibilidad estaba íntimamente asociada con el sentimiento de dignidad personal, la conciencia que nunca lo abandonó de que él era Ezra Pound, un hecho que a
los otros no les estaba permitido olvidar.
Este último rasgo provocó un divertido incidente cuando un día Pound,
quien viajaba en un taxi, se detuvo y nos ofreció a Wambly Bald y a mí un
aventón a la Plaza de la Ópera. En el taxi, Ezra y yo hablamos durante unos
minutos de temas de mutuo interés, con Wambly sentado atrás como una
imagen grabada, erecto y rígido, y con la absoluta falta de expresión de su
rostro que a menudo empleaba. De pronto, en una pausa de la conversación, y sin que viniera al caso, Wambly se volvió hacia Ezra:
—Vuestro apellido se presta mucho a los retruécanos, ¿verdad? —le
preguntó suavemente.
Pound lo miró airadamente con la más salvaje mirada que haya yo
visto. Luego, después de pedirle al chofer que se orillara, abrió la puerta
del taxi.
—Creo que te bajas aquí —le dijo a Wambly.
Hubo algo verdaderamente johnsoniano en ese episodio. A Boswell le
hubiera encantado.
Como consejero literario, Pound no era de mucha ayuda. De hecho no
ayudaba en absoluto. No es que no tuviera deseos de hacerlo; era más bien
que el rango de sus intereses era estrechamente personal. Pound y la media
docena de escritores que aprobaba eran la literatura del momento. Ya he hablado de sus esfuerzos por ayudarme a seleccionar escritores para la sección
francesa de la European Caravan. Fue casi lo mismo con la New Review.
Cuando le pedí que fuera editor asociado, un puesto que él aceptó de inmediato, puedo decir honestamente que no fue para aprovechar su prestigio,
pues él estaba asociado de un modo u otro con múltiples nuevas revistas
juveniles y concedía el uso de su nombre a cualquier publicación que le proporcionara un medio para sus quejas y su mal humor; en mi caso, se debió
a la creencia de que podría asistirnos en la relación con la escena literaria
italiana, puesto que vivía en Italia. Estaba yo equivocado, sin embargo; pues
pronto descubrí que tenía una idea tan vaga de lo que “I giovanni” estaban
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haciendo en la península como la que
tenía de “les jeunes” en Francia; su interés se limitaba al grupo escogido de
sus allegados en Rapallo, ninguno de los
cuales tenía la mínima importancia como escritor.
Cuando apareció el primer número de la revista, Criterion alabó la selección italiana y asumió que era de
Pound, pero realmente fue hecha por
mí ya sea sin su conocimiento o a pesar de sus protestas; él no me proporcionó ni un solo colaborador. Lo que a
mí me interesaba, en la New Review y
la Caravan, era dar un panorama completo; y esto no le interesaba a Ezra en
lo más mínimo; pues esa era una época de escuelas, camarillas, movimientos y cénacles.
En ocasiones Ezra era un consejero bastante exasperante, como cuando le di un par de diccionarios y le
pedí que me dijera cuál era el mejor.
En lugar de abrirlos, o cuando menos
echarles un ojo a las portadas, balanceó cada uno en una mano. “Éste me
parece que pesa más”, dijo. Pensé que
estaba bromeando; pero no. Era otra de sus corazonadas o “intuiciones”,
tal como el descubrimiento de Gaudier-Brzeska. No necesitaba suponer alguna ligereza de su parte, pues era, creo, la persona más carente de humor
que hubiera conocido. Ésa, pienso, era una de sus grandes debilidades, la
incapacidad de verse a sí mismo.
Como editor asociado, se le concedió una sección para que la condujera con rienda suelta, sin ninguna restricción temática o de espacio. Estas
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columnas son interesantes hoy día, no sólo por la opinión sobre escritores
y la situación de la literatura contemporánea que se expresaba ahí, sino por
la luz que derrama sobre la evolución social de su autor, pues fue precisamente en esa época que sus puntos de vista comienzan a cambiar radicalmente, virando desde una cierta tolerancia a la izquierda política y su expresión
cultural a una mentalidad pre-fascista de la clase que puede verse en su
artículo llamado “Fungus, twilight or dry rot”, publicado en la New Review,
núm. 3.
En el número inicial, Ezra manifiesta su estimación por Willam Carlos
Williams, Wyndham Lewis, el New York Herald en general y la sección de
libros del Chicago Tribune (edición parisina) en particular, por Cocteau,
Brancusi, los surrealistas y las pequeñas revistas norteamericanas, con golpes, de paso, a los “pseudorasts y bloomsbuggars” para provecho de sus conocidos al otro lado del Canal. Sobre Joyce escribió: “Respeto a Mr. Joyce
como autor por el hecho de que no tomó un camino fácil. Nunca he tenido
ningún respeto por su sentido común o por su inteligencia, aparte de sus
dotes de escritor.”
En general, se sentía inclinado a alabar The apes of god, de Windham
Lewis, rematando su opinión con la siguiente observación: “Algunas veces
tenemos que resignarnos ante el hecho de que el arte es lo que el artista
hace, y el espectador debe contentarse sin rechistar con lo que recibe.”
Por lo que respecta a los escritores norteamericanos: “…entre los perspicaces y prudentes tenemos a los críticos Hyatt Mayor, Mangan, Zufosky.
Entre los escritores de anécdota (sí, escritores de anécdota), McAlmon y
Caldwell”. A la publicación comunista, “revolucionaria roja”, la critica porque alaba las burbujas de Mr. Hemingway, pero omite hablar del “torrente”.
Termina, sin embargo, declarando a esta publicación, junto con algunas otras,
“d’utilité publique”. Con la revista de miss Monroe no es tan amable: “Poetry of Chicago, ahora en su volumen 37, podría ser más útil si los jóvenes
voltearan a verla y asistieran a la sufriente editora, limpiaran el polvo de su
oficina, sacaran al reblandecido personal y sacudieran la sección de crítica.”
“Soy pro-Cocteau, proclamó Ezra, por la lucidez de su prosa. Soy proPicabia por la lucidez de su mente. Soy pro-Bancusi, pues en escultura no
veo casi a nadie más. Soy provisionalmente pro-Surrealista… Naturalmente,
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a mi edad, pienso que podría haber educado mejor a estos jóvenes de lo
que han sido educados, pero cuando veo a sus mayores, los literatos franceses de mi propia edad, soy sin dudarlo pro-Surrealista y nada de lo que hagan me causa ninguna pena o asombro. Sí, soy también pro-Leger por la
infatigable honestidad de sus esfuerzos. Como dijo Brancusi: il sait vivre.”
Estos fragmentos dan una buena idea del “pensamiento” y la “crítica”
de Ezra en este periodo. Por ese tiempo comenzó a escribir su Fungus, twilight, dry rot (1931), aunque —obviamente, él mismo no se daba cuenta— había tomado la ruta de la ideología fascista. Había adquirido una profunda
desconfianza de la democracia, del proceso democrático, y estaba empleando un lenguaje, que hoy suena familiar, de una vaga “plutocracia” y lo que
hacía al “arte y la literatura” (“aht and licherachoor”). La influencia en sus
consentidos y personales enfados es fácilmente discernible.
La democracia, evidentemente, no favorece el sentido de la responsabilidad
o cuando menos el de los servidores públicos. Ejemplo conocido: algún pequeño mocoso en anónimo buró de un anónimo departamento roba a la gente millones mediante una estúpida regulación (diez dólares la visa, ejemplo
conocido). Como el dinero no es para él, como no tiene el sentido animal de
jefe de banda o de carterista, sólo los iluminados más chiflados quisieran
colgarlo, arrastrarlo y desmembrarlo. Él no es noticia. Noticia es que el cuñado de alguien consiga doce mil dólares en un robo.
“La plutocracia —sigue— no favorece las artes… la plutocracia, suspendida sobre el populacho favorece la mediocridad… la única tendencia
de la kultura democrática es la de debilitar las artes y el conocimiento.”
Luego hace una significativa afirmación: “Estaba totalmente en lo correcto hace veinticinco años al no preocuparme por el socialismo. No era asunto de
mi tiempo. El trabajo de los últimos veinticinco años para el escritor o el artista era alcanzar lo que tenía que alcanzar (artísticamente) fuera del mundo
existente.”
En este punto hay una evidente confusión en la mente de Ezra entre
comunismo y fascismo:
Cuando un país es gobernado por el uno por ciento de su población, ese uno
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por ciento forma indudablemente una aristocracia o algo que pertenece al privilegio aristocrático. Posiblemente ninguna otra aristocracia en 1931 tiene mayor
sentido de la responsabilidad que el nuevo “partido” ruso.
Sospecho que el sentido de la responsabilidad en otros lados se limita a unos
pocos italianos fascistas y unos cuantos “condenados chiflados” en los países
que usan esta última terminología…
Tanto el partido comunista en Rusia como el partido fascista en Italia son
ejemplos de aristocracia activa. Son los mejores, los pragmáticos, los conscientes, los más obstinados, los más voluntariosos elementos de sus naciones.
Y finalmente:
Un distinguido editor norteamericano me escribe: “¿Por qué no viene a casa y
escribe algunos artículos sobre el panorama norteamericano? El espectáculo es
realmente fantástico. Hoover ha caído en el más completo e ignominioso colapso
y todo el país está en un estado de revuelta y terror. Las colas en las panaderías
se alargan día con día y en las granjas el populacho se ve constreñido a bellotas
y saltamontes.”
¿Y los remedios alternativos son…?
a) ¿Una revolución proletaria?
b) ¿Una revolución de la gente refinada?
Fue la revolución de la gente refinada la que Pound iba a escoger. (Por
cierto, ese “distinguido editor norteamericano” suena como H. L. Mencken.)
En la New Review, Ezra siguió sin funcionar aunque de ningún modo
fue un editor silencioso. Constantemente estaba dando consejos, pero sus
sugerencias eran tan vagas que tenían muy poco o nada de valor. Creo que
se sentía herido cuando yo no adoptaba sus consejos —cuando era capaz de
descifrarlos—, pero, además de unos cuantos refunfuños, se las arreglaba
para mantener su humor aceptablemente bien. Pues podía ser muy ecuánime cuando decidía serlo, como lo mostró la noche de la famosa cena en la
que estuvo a punto de ser apuñalado: no se mostró agitado en lo más mínimo por el episodio sumamente desagradable ni no nos reprochó el haberlo
puesto en esa situación.
Su reacción ante los nuevos escritores que la revista presentó fue más
bien curiosa. Cuando Farrell apareció por primera vez en This Quarter,
Pound me escribió expresando su entusiasmo por “Esa cosa genuina”. Pero
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su entusiasmo pronto se esfumó. Nunca hizo explícitas la razones por las
que esto sucedió, pero no era propenso a entusiasmarse por ningún descubrimiento que no fuera suyo. Sospecho que había algo demasiado popular
en El joven Lonigan para satisfacer su paladar. En cuanto a Henry Miller,
desdeñaba demasiado su trabajo, incluso para discutirlo. En esas situaciones buscaba con frecuencia refugio en una actitud de pocas palabras que
no lo comprometiera; no era invariablemente el intrépido y mordaz guerrero
que daba la impresión de ser. Esto se reveló, en 1930, cuando un grupo de
nosotros, en el Quarter, publicó un manifiesto en contra de lo que considerábamos excesos de Transition, de Mr. Jolas, y la gente de la “Revolución
de la palabra”. De lo que Ezra escribió sobre este asunto en la New Review
fue imposible deducir si estaba a favor o en contra de nosotros.
Hubo una ocasión en la que tuvimos oportunidad de salir en su defensa. Esto fue en 1932, cuando su ópera, The testament of François Villon, una
pieza en la que hace que los vagabundos parisinos del siglo XV hablen como
gánsteres de Chicago, fue transmitida por la BBC. Con una o dos excepciones, como la del Manchester Guardian, los reseñistas ingleses fueron salvajes en su condena de la obra. “El testamento de François Villon se mantiene
como el supremo coágulo de sinsentidos —declaró el Sunday Referee—. Durante una hora tuvimos que escuchar la quintaesencia de la estupidez formar
una abigarrada confusión de supuesta poesía e histrionismo sintético.” Lo
cual mostraba que el viejo espíritu del Blackwoods seguía vivo en Inglaterra.
John Rodker escribió un artículo para nosotros alabando la obra lo mejor
que pudo.
La ruptura entre Ezra y la New Review sobrevino en 1932, después de
que Peter Neagoe adquirió parte de la revista y se convirtió en co-editor. Peter,
quien era un buen amigo mío, pertenecía definitivamente al grupo Transition,
de Jolas, el cual siempre había sido hostil a Pound y jamás había tragado a
su favorito, Cocteau, el “revolucionario de la palabra”, quien alguna vez
había declarado que “la literatura no es sino un diccionario en desorden”.
Con la llegada de Neagoe hubo cierto cambio en la política editorial y en su
orientación, y Ezra se convirtió en consejero en lugar de editor asociado. Él
continuó, sin embargo, hasta el número 5 —nuestro canto de cisne, como se
vería luego—, en el cual publicamos el poema de Kay Boyle: “En defensa
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de la homosexualidad, acompañado por una carta de Ezra
Pound.”
Ésta era una oscura (por
lo menos para mí) reapertura de una vieja disputa entre
Pound, de un lado, y This Quarter de Miss Boyle y el difunto
Ernest Walsh, por el otro. El
poema fue aceptado por Neagoe y yo lo aprobé en razón
de que lo consideraba un buen
poema, y, de acuerdo con los
criterios de Pound, esto tenía
que haber sido suficiente. Después de la aparición del número, recibí una breve nota suya,
la cual decía: “Querido Sam, recibí el número de abril. Supongo que es
hora de que quites mi nombre del consejo editorial. Como sea, por favor,
hazlo.” Fue sorprendentemente bastante tibio en todo el asunto; y tuve la
impresión de que en varias ocasiones, mientras estaba dispuesto a lanzar fieros ataques, cuando él mismo era atacado, tendía a retirarse a su guarida,
por decirlo así, a lamer sus heridas. Rara vez devolvía el golpe.
Después de esto lo vi poco, pero tuvimos un almuerzo final en París, en
1933, justo antes de mi regreso a los Estados Unidos. Bill Bird, del New York
Sun, también estuvo presente, y pienso que debe recordar los señalamientos que hizo Pound sobre los “editores judíos”, pues para entonces Pound
era ya abiertamente antisemita. Tal vez Mr. Bird también recordará a Pound
tratando de poner palabras en mi boca, esforzándose en que yo admitiera
que el “editor judío” era lo que estaba mal en la literatura norteamericana.
Al alejarme del Sabio de Rapallo ese día, después de que comimos en un
pequeño restaurante cerca de la Madeleine, no imaginé que sería la última
vez que lo veía. A decir verdad, si lo hubiera sabido no me habría importado, pues para entonces estaba harto de su clase de “pensamiento”, el cual ya
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no era solamente confuso sino depravado. No mucho después de mi retorno
tuve la oportunidad, en un artículo que escribí para la pequeña revista
Mosaic, de disociarme completamente de sus puntos de vista.
En cuanto a lo que sucedió con Pound durante la mitad y finales de los
treinta y principios de los cuarenta, sólo sé lo que he leído o, con mayor precisión, lo que me contaron aquellos que estaban en posición de saberlo. Una
de las cosas más chocantes que escuché tuvo que ver con su tardía visita a
Norteamérica y su rechazo a entrar a la librería de Frances Steloff (Gottham
Book Mart, en la calle 47 de Nueva York), por la sencilla razón de que miss
Steloff era judía. Ella había contribuido más que cualquier otra persona a
conseguirle un público lector en los Estados Unidos. Su librería estaba casi
por completo dedicada a los expatriados, y los Cantos, a los que dedicaba
todas sus fuerzas en promover, siempre aparecían encabezando su lista. Sé
que este incidente es verdadero porque fue la misma miss Steloff quien me
lo contó. De otra fuente, igualmente confiable, supe que le vendió un artículo
a Social Justice del padre Coughlin en ¡cincuenta dólares! Su agente literario se había esforzado en evitarlo, pero Ezra insistió. Esto me hace volver al
almuerzo de adiós en París, a sus rasposas palabras, a la furia en su mirada, que nunca antes había visto.
Y ahora Ezra está acusado de traición. ¿Qué será de él? ¿Qué posición
tomarán otros intelectuales y escritores en este asunto? Parece peligroso
absolver al artista de su responsabilidad social, colocarlo a un lado o por
arriba de la sociedad, tratarlo como si fuera un niño malcriado. Por otro lado,
sostener que Pound pertenece a la misma categoría que “Lord Haw-Haw,”
“Tokyo Rose” o “Axis Sally”, sería ridiculizarnos a nosotros mismos.
Algo que hay que tener en mente es el carácter de la época y los atormentadores problemas que se presentaban a los intelectuales, problemas
que, ciertamente, no pueden desecharse reduciéndolos al blanco y negro
infantil. La posteridad seguramente lo verá con mayor claridad que nosotros
y su veredicto puede ser muy diferente al apresurado juicio nuestro. Bajo la
perspectiva histórica, la visión política y las acciones de Dante no fueron progresistas; ¿pero pensamos en eso cuando disfrutamos de la Divina comedia ?
Nos sentimos satisfechos de que nos haya dejado esa suprema visión de una
época, una época en que, como la nuestra, el horizonte frecuentemente
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lucía gris. ¿Deberíamos haberlo interrumpido antes de que finalizara su trabajo? Y observando hoy el escenario de la posguerra, ¿podemos confiar tanto,
como entonces lo hicimos, en la pureza de los motivos y las buenas intenciones de los involucrados en el lado de la “liberación”?
En cualquier caso, no debemos olvidar que la rebelión de Pound, el
poeta, convertida técnicamente en traición, fue original y esencialmente contra la fealdad de nuestra actual civilización, aunque él magnificó sus insignificantes agravios personales más allá de toda proporción. Desde donde él
lo veía, el espectáculo de la democracia tal como funcionaba en Inglaterra
y los Estados Unidos no era de ningún modo inspirador. En el canto LXXX,
escrito en prisión y publicado parcialmente en Poetry, leemos:
Oh quién estuviera en Inglaterra ahora que Winston está fuera
Y es posible la duda
Y el banco puede ser de la nación
Y los largos años de paciencia
Y las vacilaciones de los laboristas
Hayan dejado que lleguen los víveres a casa
(…)
¿está habitada, como podría estarlo, la vieja terraza
con una colonia entera
si el dinero circulara, libremente otra vez?
[Traducción de José Vázquez Amaral ]
Esto parece reflejar sus confusión inicial, su vacilación entre la izquierda y la derecha, su vieja obsesión con la cuestión monetaria.
Al criticar a Pound, nos sentimos inclinados a olvidar que una de las
principales funciones del intelectual es cuestionar, dudar, desafiar, y que esa
duda puede convertirse en enfermedad ocupacional. En todas las guerras
hay personas que no están de acuerdo con su país ni se mantienen en silencio, y las autoridades se ven en la necesidad de prohibir sus escritos y mandarlas a la cárcel; pero en el pasado no existía la costumbre de ejecutar a
esos cuestionadores una vez que las hostilidades terminaban. En cuanto a sus
consecuencias prácticas, las ofensas de Pound apenas van más allá de la
disensión intelectual. Si es culpable de traición al adoptar la ideología fascista fue, más bien, una traición a la causa de la cultura humana, al espíritu
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SAMUEL PUTNAM
del hombre —una traición a sí mismo— y no hay leyes adecuadas para ese
caso. Al estudiar con atención su carrera, uno llega a pensar que hubo un
trágico error de su parte; y surge la interrogante de si no ha sido suficientemente castigado ya.
En mi opinión, el desequilibrio de Pound ha ido, década tras década,
aumentando constantemente, pero, en cuanto al preciso grado de su demencia, es algo que los expertos deben determinar. Sus abogados, me cuentan,
insisten en que ya estaba loco un cuarto de siglo atrás, cuando lo comencé a
tratar. Y ciertamente, había síntomas visibles que apuntarían definitivamente
a algunas formas de trastorno mental, como la megalomanía y la manía persecutoria.
Sin embargo, todo esto, la cuestión de su culpabilidad o inocencia política, nada tiene que ver con su posición como uno de los más grandes poetas modernos, alguien que ha ejercido una gran influencia sobre sus mejores
contemporáneos, como Eliot, Yeats y otros, y quien, una vez más, está produciendo la mejor poesía que jamás ha escrito. Ha habido poetas en el pasado que estaban casi locos y otros que fueron definitivamente delincuentes,
pero sus obras siguen adornando nuestros libreros. Dejemos nuestros valores
intactos. Ezra puede ser declarado o no traidor, pero sus Cantos seguirán
siendo la obra maestra que siempre supimos que era, y la continuaremos
leyendo y apreciando aunque lamentemos el destino del autor.
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Hoy desperté menos enamorado que ayer
H UGO C ÉSAR M ORENO
Me muero por saber qué pasó contigo
En todos estos años en que no nos vimos.
Me muero por saber qué pasó en tu cama,
Necesito esa cara de vulgaridad en mi cama,
Chico Trujillo, “Loca”
Él elige una línea argumental para desenredarse los nudos de la panza.
Quiere redactar su novela familiar y recordarla para cuando esté recostado
en el diván mirando las largas piernas de la psicoanalista. Es alta. Es fea.
Tiene cara de caballo. Cuando la mira de frente le recuerda un caballo.
Quiere asociarla con un dibujo animado, pero no le viene ninguno de la infancia. ¿Estaré tan jodido? Se pregunta y recuerda la cara de caballo. Es
chistosa. Ella es chistosa. Habla chistoso y tiene cara de caballo. Si no tuviera esas piernas largas, esas nalgas poderosas. No puede dejar de verle el culo
cuando lleva vestidos más o menos entallados. La tela queda atrapada entre
las nalgas y éstas se dibujan tras la tela implicando una erección. La mira.
Ella se deja mirar o finge que no siente la mirada pesada. Me han dicho que
tengo la mirada pesada, cavila y casi se siente tan fuerte como para decirlo
en voz alta, como coqueteando, como diciéndole tengo la mirada tan pesada
que miro tu tanga y cómo tus nalgas quieren abrirse para guiñarme el ojo
del culo. Luego mira la cara de caballo y baja a las tetas. Muy buenas. Qué
buenas tetas. La cara de caballo tiene un cuerpazo para sus, qué, ¿treinta
y ocho? Está deliciosa y es chistosa y tiene cara de caballo y ancas de yegua. Mientras atiende el saludo y se sienta, imagina que toma las riendas y se
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HUGO CÉSAR MORENO
siente con las fuerzas para decirle todo, todo eso vergonzoso.
Decirle: “Quiero cogerte por el
culo.” Sexo anal, es saludable,
es rico. Quiero apretar mi pito
en tu culo. Pero no puede. Nunca lo hará. Siente asco y vergüenza. Se siente tan pendejo
¿acaso no se va a eso al psicoanalista? Quizá. ¿Qué cara pondría? ¿Qué le diría? Ejem, mira,
es la transferencia, sientes eso
por mí y está bien, es parte del
proceso, pero en realidad… y
así con toda la faramalla de la
teoría. En verdad que no siente quererla ni tantito. Sólo se le
antoja indeciblemente, como para apretarse la verga por las noches como
adolescente, imaginando su puño deformarse en el ano de su psicoanalista.
Es un pobre farsante. Sólo sigue yendo porque puede pagarlo y porque goza
torturándose con el deseo innoble por la mujer cara de caballo. Esa cara de
caballo con ese cuerpo lo pone a tope. Hacía tanto sin dureza tal. Se siente
casi vivo. La fealdad y el cuerpo, como personaje de la Heavy Metal, le resulta tan excitante. Como ultrajar al monstruo infame atormentando sus sueños,
como la cara de su madre en el cuerpo de la belleza del instituto mierdero
donde su madre lo inscribió para que le fuera mejor en la vida, no como a
ella y su padre, con tan pocas oportunidades. Pero él no, él sería educado
a la manera de las buenas familias, es decir, con el cuero duro para aguantar el entorno y seguir adelante sin importarle los estropicios fuera de su
ventana imaginaria, ventana blindada, ventana con cualidades mágicas para
ver su futuro. El puto instituto fue una mierda, le dice a Mujer Cara de Caballo. Los hijos de puta se ensañaban conmigo. No eran sólo los golpes. Ésos
podía regresarlos. Eran las humillaciones silenciosas. El color de piel. Levanta la mano para mirarla. Piel morena. Voltea hacia atrás para encontrar la
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HOY DESPERTÉ MENOS ENAMORADO QUE AYER
rodilla de Mujer Cara de Caballo. Su piel. Blanca. Imagina el color de su
vagina. El color de su ano. Rosa. Le viene a la cabeza la palabra rosa y la
pronuncia en voz alta. ¿Rosa? Sí, así era la piel hermosa. Sigo creyéndolo.
¿Te sientes menos por tu color de piel? No, no se siente menos por su color
de piel ni por su estatura, ni por su complexión ni por su calvicie. No se
siente menos por ser feo. Detestable. Asqueroso. Horrible. No se siente menos. Se sabe menos. No. No es cuestión de autoestima. Es asunto de autocomprensión. Pero no quiere ir por ese camino. Es más fácil entrarle al
tema de la traición, la infidelidad, la muerte del sujeto. Sonríe para sí. La
muerte del sujeto. Casi echa a reír. Me han matado, dice. ¿Por tu color de
piel? No, eso no, ese tema ya pasó. Quiero hablar de mi muerte. De mi asesinato. ¿Quién fue? ¿Otra vez Yan? Otra vez y siempre. Esta mañana despertó con algo en el pecho. Mejor dicho, sin algo en el pecho. Vamos, con una
sensación de ausencia en el pecho. Lo supo. Hoy amanecí menos enamorado que ayer, pensó. Se levantó, fue a la oficina. Encendió la computadora. Abrió el procesador de textos y tecleó hoy desperté menos enamorado
que ayer. Lo comenta a Mujer Cara de Caballo. Aprovecha para voltear.
Alcanza a mirar los muslos blancos y duros hasta donde la oscuridad los
aprisiona envidiosa. Pero ¿sigues enamorado? Sí, pero menos que ayer. Tuve
un sueño. Hidalgo y Yan. No fue planeado el asesinato. El objeto de placer
—ese que no tiene la culpa pero es el culpable, ése a quien debo asesinar,
ése de quien sé demasiadas cosas—. La abandonada se encuentra con el
abandonado y el abandono es un halo de violencia interna, algo por salir
con la muerte del abandonador y la deificación de la abandonadora, también estuvieron Gloria y mi mujer. Seis ojos de mujeres atosigándome,
juzgándome, pero comprensivas. ¿Me explico? Relata sin lograr ilación o sentido. Ella lo mira desde atrás, quisiera comprenderlo mejor; tanta lástima
por un analizante no es normal. Él se pregunta por el aspecto de su vulva.
Vulva de yegua. Vulva de madre. ¿Será mamá la Mujer Cara de Caballo?
¿Tienes hijos? Pregunta irreflexivo. Ella se siente descolocada, con la guardia baja responde, sí, dos mastines ingleses. Odia cuando la gente de clase
media identifica a las mascotas como hijos. ¿Y es con esta mujer seca donde
hallaré alivio? ¿Dos mastines? Sí, mis perros. Ego y Yo. Mis hijos. ¿Dos perros son tus hijos? Sí, pero ya, no es el asunto que nos trae. Tú eres lo im111
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portante. Sí, yo. Mira el reloj, dieciocho minutos. Dos mastines. Por lo menos la vulva no ha padecido desgarros y a sus, qué, ¿cuarenta? Aún debe tener
buen aspecto. Cómo habrá quedado la de Yan después del parto, piensa y,
sin proponérselo, regresa a la hebra psíquica jalada por la asociación libre.
Me duele aún la manera, la forma, vaya, cómo me dejó así y por quién. El
sueño, dime algo sobre el sueño. Estoy con Yan en una cama enorme, gigantesca, no sé, larga, pero angosta, ella fuma y yo lloro y la quiero besar,
lo intento y ella dice no, y grita: “Hidalgo perseguido por el cornudo.” Ahí
desperté. ¿Hidalgo perseguido por el cornudo? Sí, ya te conté, ¿no? Después de que se casara con ese hijo de puta, nos vimos durante meses. Sólo
para coger, decía. Y cogíamos, sí. Pero yo no sólo cogía. Sí, quería cogérmela y me la cogí de las mejores maneras, en ese hotel, el hotel de siempre,
pero la amaba. Todavía la amo. Ya no tanto. Hoy no tanto. Mañana espero
amarla menos. Sigue, Hidalgo, qué significa perseguido por el cornudo.
¿Qué crees? No creo, lo sé. Ella dejó de buscarme y ya no cogimos. La busqué, no me rechazó, sólo puso excusas. Después la vi embarazada. Eso me
persigue. Ya casi no me atormentaba. Tenía meses sin llorar por ella. Pero
verla así reavivó toda la mierda, los pedacitos de esta chingadera del pecho.
Dolió. Es el castigo por ponerle los cuernos al marido. Ella dejó que él se
reprodujera en su vientre. La hizo totalmente suya. Su mujer, la madre de
su hijo. Todas esas mamadas de mierda. El sueño es algo así como una sentencia. Sí, hoy desperté con el pecho desazolvado y con la sentencia dictada. Mujer Cara de Caballo guarda silencio. Paladea las palabras echadas
cual borbotones de suciedad por un ano asociado a un estómago destartalado por sensaciones ingratas. Cuando goza con ese dolor recuerda a su
dentista olisqueándose los dedos después de una extracción dolorosa. Sí,
gozo con lo mierda ajena, se dice y mira la nuca de Hidalgo. Los sueños
siempre me dicen las cosas claras, ¿sabes? ¿Ah, sí? Sí, bueno, eso me gusta
pensar. Pero tengo uno que no te he contado. Me da pena. Es muy feo.
Monstruoso. Creo que es un sueño de odio, pero no lo he querido pensar.
Siente haber cometido un error. Mira el reloj. Aún hay tiempo, no tardará
mucho en contar el sueño. Piensa en una táctica para dejarlo en suspenso.
Para la siguiente sesión y, seguramente, la siguiente sesión tendrá un nuevo
orden, porque nunca le falta algo por decir y asociar con su mierdicidad.
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Pero Mujer Cara de Caballo no cobra quinientos pesos, precio especial, por
el sabrosísimo culo que se carga. Mierda, qué buen culo, me encantaría montar a Yegua Psicoanalista, se dice y pierde el hilo de su estrategia. Ella ataca, cuéntalo, no debes sentir vergüenza, éste es un recinto libre de juicios.
Se le desbarata el armazón y sólo atina a usar la tercera persona para no
ensuciarse más. Hidalgo quiere ser el padre de ese síndrome de la infidelidad, el hijo no nato, me la quiero coger para cogerme, me la quiero seguir
cogiendo para cogerme a su hijo, para cogerme a mi hijo, a ese hijo incierto,
hijo del embeleso por la verga. Me quiero coger a la puta ninfómana, pues
la amo y amo el ano imaginario de ese hijo desconectado. Amor y odio.
Amor y muerte. El cornudo confabulado con el abandonado. Hidalgo y Yan
mueren, el embarazo de siete meses, el producto muerto, extraído con saña.
Intenta prolífica descripción. El abandonador es un cornudo. La Diosa de
la Traición tenía que ser mujer. En un principio era Yan.
De un tiempo a la fecha reconozco mi hedor insoportable. De un tiempo al
momento, ese instante de alejamiento me irradia, cual fuente, ínfulas de odio
y desconcierto. No soy un tipo violento. No soy la bendición, tampoco la maldición. Quizá me acerco, en forma de insistente hedor blasfemo, a una maldición. Y es que la seguí después del remordimiento. Como si el chiste (si te
vas, me voy contigo) fuera la máxima de mi existencia. La seguí en forma de
cadáver insepulto, de fantasma corpóreo, de vampiro desdentado, de hombre lobo sin pelo. La seguí, la busqué, la encontré, la amé, la odié y seguí
y seguí tras mis restos. Y la descubrí. Descubrí su farsa. Esa tenebrosa farsa. La farsa que, de un tiempo a esta parte, me ha convertido en un asesino.
Y no metafóricamente. Y no de hecho. Soy un asesino en perspectiva. Vaya,
estoy tramando el asesinato de alguien quizá inocente. Pero, vamos, quién
es verdaderamente inocente. Él, mi futura víctima, se merece la muerte. Sin
duda la merece. Y la tendrá. Yo se la daré. Será su recompensa y, si no, al
tiempo, al karma. Ella dijo. Le creí como se cree a una traicionera. Ella
dijo: no fue por él. Tienes que saberlo… no fue por él. Lo nuestro… lo nuestro, no sé, dudo de lo que siento por ti. Ya no siento amarte. Por eso te dejé.
No por él. Le creí sin hacerlo. Ella dijo. Yo creí. No fingí credulidad. Sólo
creí sin hacerlo. No sé si esto se entienda. No importa. Verdaderamente es
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algo intrascendente. Cómo es posible dar crédito sin fe. Es imposible. Bueno, en realidad no tanto. Yo lo logré. Le creí sin creerle y la seguí y continué
con la ilusión de creerle y mantuve mis labios expectantes, amantísimos,
frente a los suyos, exultantes, inflamados por otros besos. El dueño de esos
besos morirá. Sucumbirá. He fantaseado con un millón de formas. ¿Cuántas
veces puede morir un hombre? Son muchas. La primera muerte que le di
fue la de despojarlo de su sustancia humana: Eso no es un ser humano. Es
una cosa y las cosas se desechan, los humanos no. Le dije intentando elocuencia en cada palabra, con cada entonación: los humanos no, debía haber sonado como un Dios en cuerpo de Kant identificado con el bigotillo de
Hitler. Es decir: los humanos no, supone entonaciones devastadoras, implacables, impermeables a la replica. La frase en sí es un tratado filosófico, tenue, libre, una versión filosófica de la minificción literaria. La frase, en sí,
es una sica. Al decirla, al decírsela a ella, al pronunciarla pausadamente,
con autoridad intelectual, con la autoridad ofrecida por el conocimiento de
causa, la asesiné. Una primera estocada, allanamiento del camino, allanamiento moral. Una cosa no puede morir, sólo es desechada, inutilizada,
obsoletizada. Al decirle a Yan: eso no es un ser humano, es una cosa, asesiné. La maté. La descuarticé y entonces los dioses de la miseria podrán vengarse de la Diosa Yan, la Diosa de la traición con la muerte de la cosa. Esa
cosa será mi ofrenda a la Diosa Maldita de la Traición… mi Yan.
Y la luz se hizo Yan. ¡Hidalgo! ¡Hidalgo! ¿A dónde vas? Hazme caso. La
voz, voz de mujer, no de niña, voz sutilmente rugosa, sensualmente rasposa,
como el paso de la lengua a través del cuello, sale de un cuerpo diminuto,
un metro cincuenta y cinco centímetros envueltos en una piel morena primorosa, abultándose donde debe hacerlo, sin exagerar y sin escatimar. En fin,
un primor de mujer. ¡Hidalgo! Acá estoy. Ah, Yan, perdón, no te había visto. Mentira, Hidalgo la ve siempre, desde hace meses, quizás años, desde que
la descubrió sentada en una butaca, en una universidad vertedero, en un
claustro sin barrotes, un claustro para mentes enanas. En ésos no es necesario levantar bardas. Ni él ni ella son enanos mentales. Lograron evadirse
de esa miseria académica para aferrarse a otra un poco menos agreste. Hidalgo conoció a Yan y, al hacerlo, sólo pudo admirar esa belleza. Un par
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de erecciones nocturnas con la
visón de la chica clavada, un
par de onanistas embelesos para evitar morir de inanición y
eso fue todo. Después, por denuedo de Hidalgo y negligencia de Yan, el primero buscó
escapar de la tragedia onanista
y profundizar en los caminos
curveados de Yan. Sin embargo, la segunda, a pesar del descuido, evitó el ataque sexual.
De ahí, Yan e Hidalgo son algo
así como amigos, donde la tensión sexual puede sentirse en la
punta del cabello o del vello púbico. Oye, ¿me ayudas con una
cosita? Yan, además de todo, tiene una sonrisa gigantesca. Gi-gan-tes-ca.
No es exageración. Sonríe y, perdón por el lugar común, sale el sol. Pero
no ese sol-estrella del cielo, sino un sol interior que calienta almas extraviadas, esas almas sin hogar, homeless souls, principios del rencor. Por eso no
le faltan enamorados. Vaya, no es que con la suculencia de mujer que es
no atraiga a cualquiera. Pero cuerpos bellos, por doquier; sonrisas gigantes,
unas cuantas. Hidalgo es preso de esa piel, de ese diminuto exabrupto de
mujer. Pero es la sonrisa la que manda. Hidalgo obedece a pesar de saberse sin recompensa. No pocas veces Hidalgo se ha sabido utilizado. Pero no
pasa nada, Yan bien podría usarlo como escusado y él feliz. Claro, Yanecita, lo que quieras, ya sabes. A Yan, Hidalgo le parece feo, pero buen tipo.
Sí, es uno de los principales tormentos padecidos por cualquier hombre. Eso
de morirse por unos labios, por una sonrisa y ser para la dueña de esos portentos sólo un buen tipo, bueno, es de la puta mierda. Hay quienes lo aceptan
quitados de la pena, es decir, sin dolor y abrevan de la delicia de la proximidad. Hay otros más dignos y repudian ese regalo de algún dios demente para
mantener cierta compostura espiritual. Gracias, ¿vamos a tu oficina? Hidalgo
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deja fluir las iniquidades de una imaginación acelerada. Sin embargo la
malevolencia no es por las escenas lúbricas, sino por el mero hecho de permitírselas. Imagina a Yan recargando el torso en el escritorio, con los pantalones de mezclilla a las rodillas. Imagina sus pantalones de gabardina a
los tobillos y su pelvis empujando hacia Yan, sintiendo la dureza de sus nalgas en el vientre y la humedad de su vagina envolviendo su verga. Siente la
inconfundible tirantez de una erección y se reprime. Vamos. Yan no ignora
las miradas lascivas de Hidalgo. Las acepta sin resquemores. Qué más da
un vistazo más. Oye, Yan, ¿te puedo confiar algo? Yan se pone a la defensiva. Piensa, no será otra vez su oferta, ésa de hacernos amantes, ésa donde me
confiesa que me quiere coger, que no deja de pensar en mí, que cuando le
hace el amor a su esposa piensa en mí, que soy yo. Sí, dime. Hidalgo respira profundo. En realidad se le nota compungido. Sin duda, algo trae atravesado en el pecho, uno de esos dardos lanzados por quién sabe qué esperpento supraterrenal. Es que… tengo broncas con Gloria. Yan hace acopio de
memoria. ¿Gloria? ¿Su mujer? No, su esposa se llama… se llama, ah, sí, Rebeca. Y recuerda a Gloria, la amante o la otra o la materia de la traición, el
nombre de la infidelidad. Recuerda el desgarbo de una mujer. El desgarbo
en una mujer puede ser verdaderamente fascinante: poco o nulo maquillaje, pantalones de mezclilla, blusas holgadas, ropa interior de algodón. Sí, hay
un desgarbo femenino sensual. Pero Gloria no padece ese desgarbo. Nunca
va desaliñada, pero siempre la recorre un halo de descuido. Usa maquillaje,
no en exceso, pero tampoco exacto. Viste como secretaria. No puede hacerlo de otra manera: es secretaria y el traje sastre de marca barata no elimina
esa sensación viscosa de vulgaridad. Gloria se presenta y representa su cuerpo y, en ese cuerpo poco atractivo, deja salir una sonrisa casi portento,
exuda simpatía, haciendo llevadera la fealdad de su cuerpo, de ese cuerpo
desgarbado. ¿Ah, sí? ¿Qué pasa con ella? Hidalgo mira a Yan y descubre
nuevamente aquello fascinante en ella. Es su desgarbo, esa aparente repelencia hacia lo eminentemente femenino, según un orden de las cosas. Yan,
bella y sin línea de mercado. Yan, exuberante, casi salvaje, sin Channel resoplando, sin Cartier bajo el brazo, con unos jeans deslavados, viejos, redes
de su olor, de su sudor, de años apretando esa piel. Hidalgo mira a Yan y
se le antoja acercarse, sentir su olor, saborear el aura límpida despedida por
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el vello de sus brazos, por la línea de sus cejas. Hidalgo mira a Yan y la
compara con Gloria y sabe dónde está la gloria y dónde está el sexo. Ay, si
las cosas se unieran por el borde del destierro, piensa Hidalgo al añorar una
irrupción del sexo de Gloria en el cuerpo de Yan. Pues… es que creo que
es ninfómana. Yan abre sus ojazos.
En un descuido la mujer. Me caga que una mujer me guste. Me caga notar
la perfección de sus nalgas, la simetría de su rostro, la profundidad de su
mirada, la tersura de su piel, la amplitud de su sonrisa, la firmeza plena de
sus senos, la ensoñación de su ombligo. Me caga descubrirme pensando en
una mujer a la cual apenas he visto un par de veces. Y decir apenas es más
que correcto, pues apenas me la llevo, con penas la sostengo y la desnudo
en la cabeza, a penas o por penas me enfurezco ante la distancia. Me caga
que una mujer me guste y no pueda dejar de pensar en ella. Me caga, en
primera, porque toda mujer atrapada por el rango de mi gusto siempre está
lejos de mí. Es decir, no puedo atraparla, no puedo atraerla, no puedo hablarle con tonos enamoradizos. Me caga, en segunda, porque a toda mujer
que me embelesa no le intereso, no me miran por gusto, se dirigen a mí, si
lo hacen, a disgusto o, peor, porque deben hacerlo, porque no pueden evitarlo. Me caga descubrirme pensando en otra mujer que no sea mi esposa.
Gloria es otro asunto, no creo que alcance rango de mujer. Apenas un orificio. Un orificio apenas. Me caga que Yan me perturbe con tanta impudicia.
Me caga porque es ella, mi Diosa Traición, quien ocupa todo mi esfuerzo.
Y no para recuperarla, para regresarla a este su cuerpo, es decir, mi cuerpo. No, debo embeberme en su consistencia inasible para convertirme en
el infierno predestinado por la falta de su retorno. Soy el diablo. Y debe ser
así porque el crimen se fragua lento. Lento, lento pero inevitable. Ya nada
me podrá detener. Me voy convirtiendo en lo que no soy: un predador. Por
eso me caga sorprenderme pensando en el trasero de una mujer, pues presiento lo imposible. Eso es lo punible, lo penoso, lo doloroso, imaginarme
como cazador de nalgas. Lo soy, lo fui y lo seré. Me gustan las nalgas, me
gustan mucho. Por eso me caga que las nalgas de una mujer me gusten. Me
caga que, además de las nalgas, casi todo lo demás me guste. Me caga intentar pensar en mi destino y que los labios de una mujer totalmente desco117
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nocida se me crispen en forma de beso y me besen la inconciencia. Ahora
recuerdo una caricatura de yegua. Ahora que pienso en ella con los labios
hechos beso me viene la imagen de la yegua con labios humanos lanzando
un beso. Debió ser en el programa de Tiro Loco McGraw. ¿Tuvo novia Tiro
Loco McGraw? ¿Tenían sexo los personajes de Hanna Barbera? No lo sé.
Quizás el recuerdo es de Tiro Loco McGraw vestido de mujer. En todo caso
significa que no estoy tan hecho mierda. ¿Por qué le estás viendo las nalgas
a esa vieja? Me dice una voz interna de ella, de Yan. Se percató desde el
primer momento de mi gusto por las nalgas. Hoy las nalgas son un suplicio,
un demonio enviado por la fuerza destructiva de mi Diosa Traición. Quiere
evitar mi impronta. Pero me voy convirtiendo en un predador y ya tengo a
la presa. Predador no es una mala imagen, predador en busca de una presa
fácil. De un nombre bíblico, de un cerdo, de una rata, de algo matable: una
cosa, un vegetal, un animal, un no-ser humano. La bestia. En realidad sólo
sigo a mi karma. Uno, por muy metido en la mierda, siempre tiene el derecho
a la satisfacción. Matarlo, matarlo, matarlo será mi última satisfacción. Yan,
¿me escuchas, puedes hacerlo? Sé la respuesta. No me importa. Yan, voy a
matarlo, matarlo, matarlo, matarlo y tus demonios femeninos no lo evitarán.
Yan, mi amor, mi muerte, mi vida. Está muerto. Esa cosa con nombre bíblico no es un redentor, es la mierda viscosa alojada en el paladar de Dios, de
ahí el mal aliento de la divinidad y de ahí tanta miseria ciclópea en forma
de ciudad. Yan, te lo juro, me caga que una mujer me guste y entonces me
la pase pensando en ella sin saber nada salvo la certeza de su indiferencia.
Ella no puede ser indiferente. Me escucha. Es de pena, la pena, la condena
y el designio, tu designio, mi Diosa Traición. ¿Por qué le ves el trasero a esa
vieja? Bueno, mi amor, porque el tuyo se me escapa. He borrado tus fotos,
he maldecido tu estela, me he salvado de tu olor desinfectando mi buhardilla y tu memoria se desgaja con el aliento de la muerte, porque, Yan, voy
a matarlo. No quiero estropearme el corazón. No quiero estropearme más el
corazón.
Él abre la puerta de su departamento. Nunca le ha gustado. Es pequeño,
claustrofóbico. Ni siquiera es la cripta que imaginó que sería en esos años
en que todavía se sentía con derecho para urdir futuros. Es una urna, se
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dice cada que traspasa el umbral. Una urna incomoda donde mis cenizas se
mezclan con hedores y polvos. Lo más innoble es la disposición, con sólo
abrir la puerta se le aparece ella, su esposa. Ella le sonríe para darle la
bienvenida. No es una falsa sonrisa. No es una sonrisa de fastidio. No hay
reproche ni condena. Es una sonrisa automática, un saludo vacío. Un hola,
¿ya llegaste?, el mundo gira con el mismo ritmo, con los horarios establecidos. Hidalgo se acerca y le da un leve beso en los labios. Cómo se ha puesto tan vieja, tan fea, tan seca, seca, seca, marchita, como una planta, se está
poniendo amarilla, su piel se ve como una hoja de papel envejecida, amarilla. Seca, seca, seca. Sólo tiene 42 años. La yegua, seguro, va al gimnasio.
Ella sólo se marchita bajo la sombra de este techo apretujado. ¿Cómo te fue
en tu sesión? Pregunta con el mismo tono de cuando pregunta ¿cómo te fue
en el trabajo? La respuesta simple implica silencio, la respuesta compleja
enmudece, de cualquier forma la atmósfera seguirá tan casera como cerrada, asfixiante. Bien. ¿Quieres comer? Sí. La cocina es un vaso de licuadora
sin navajas, todo gira enloquecidamente en el breve espacio pero no salpica sangre y muerte. Él se apoltrona en el sofá. Piensa en Mujer Cara de Caballo. Siempre me he rodeado de mujeres feas. Mira a su esposa. Qué fea
es. Siempre ha sido fea, pero cada segundo la afea con violencia. Se sabe
un hombre para mujeres feas. ¿Cómo conquistó a Yan? Con Gloria no hay
enigma. Fea. Yan. Lindísima. Ya está, siéntate. Sí, voy a lavarme las manos.
El espejo sobre el lavabo actúa con rabia contra el espacio, no lo agranda
como sucede con ciertos efectos realizados por los espejos, lo empequeñece y, al hacerlo, disminuye la estatura de Hidalgo. Gloria debía morir de alguna forma, se aleccionó Hidalgo mirándose con fijeza a los ojos. El espejo
asintió. Sí, Gloria debía morir. Tenía que matarla para tener a Yan, para que
Yan, a su vez, me asesinara. Siempre lo supe, se dice, siempre lo supe, Yan
acabaría conmigo pero valdría la pena tener, aunque fuera por unos minutos, un cuerpo hermoso, un rostro bello, una piel dulce y tersa, lisa como
nunca ha sido mi trayecto. Una mujer hermosa por todas las mujeres feas a mi
rededor. Una de cal, ¿no? Una, una, una, una solamente para hacer vinculante la ley del karma con mi realidad. Debía doler. Mujer Cara de Caballo
lo sabe. Me caga que no lo diga así, clarito, tan claro como yo lo sé. Sin embargo, no comprende por qué Yan aguantó tantos meses. Fue un prodigio,
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un regalo. Un obsequio de la vida. Hidalgo sabe, todo regalo de la vida lleva consigo lo mortífero. La mesa es tan
pequeña, agiganta su sensación de nimiedad. El plato extendido contiene
viandas de ojos tristes. Trucha. Lo mira condescendiente. Ataca un costado
con el tenedor. Lo lleva a la boca. El
sabor lo lleva a pensar otra vez en Yan.
Inventa un olor a mar. Ese olor de las
ingles de Yan. Carajo, hasta sus pestilencias tenían un cierto acceso a la
belleza.
Gloria es ninfómana. ¿Qué estás diciendo? Sí, Yan, necesito tu ayuda, creo
que Gloria es ninfómana. No mames,
ni siquiera sabes qué es eso. Bueno,
quiere coger a todas horas. Y la ves a
todas horas. Pues no, no. Pero, no sé.
No seas pendejo, igual sólo le gusta
cómo lo haces. Sí, era parte del plan.
Ser directo, decirle a cada oportunidad que soñaba con ella, que se moría
de ganas por morderle las nalgas y luego elogiar su forma perfecta, su leve
elevación respingada, la abrupta esfericidad abandonando la espalda, los
muslos fuertes sosteniéndola. Su cintura rebotando en los pequeños pero estructuralmente perfectos senos. Ella sólo agrandaba los ojos, los ojazos almendrados, aleteando las pestañas negras y la cabellera negra, pesada. Gloria
no valía nada, ni era ninfómana, no cogía tan bien. Su virtud era mojarse a
mares. Sus secreciones abundantes lo excitaban. Se bañaba con los jugos,
lo encendían los escurrimientos, los muslos de Gloria iluminados por el líquido, lágrimas desde los cuatro labios resbalando hasta los tobillos.
¿Por qué matar a todos? Por qué no. Yo mismo estoy muerto. Mujer
Cara de Caballo siente ganas de un cigarrillo. Este imbécil siempre me des120
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pierta las ganas de un tequila. Matar. Hay que matar. Gloria debía morir.
Yan me ayudaría. La curiosidad estaba sembrada. Los ojos entornados. Un
reguerillo de llamas juguetonas marcaba camino. Hidalgo asombrado por los
roces furtivos. La punta de un seno envuelto en tela delgada. La mezclilla
deshilándose a fuerza de pensamiento. De repente un beso. A ver, ¿todavía
me quieres coger? En un susurro lastimero, en una resonancia excitada. La
voz dulce atormentada por manantiales salados fermentando en las pantaletas. Gloria se escurría. Era excitante. Hidalgo bebía los borbotones. Yan.
Yan era un humedal. Nunca un mar. Un sopor candente, se cocía en su humedad y preparaba Hidalgo a la ingle. Sí, te quiero coger. Siempre. Desde
siempre te la quiero meter, rico, rico. Las voces entrecortadas. Los cuerpos
untándose. Fue un beso curioso. Quizá no lo hacía mal o quizá Yan lo hacía
tan bien que cualquier torpeza de amante se evaporaba entre los gemidos.
Oh. Ese dolor. Oh. Esa inmensa laceración. Gloria siempre fue un desperdicio. Algo casi innoble, pedestre. Su cara de vaca idiota. Sus labios gruesos. Su piel morena —achocolatada y sucia—, la voz secretaria. Las piernas
gordas, los tobillos anchos, las rodillas redondas, la cintura ensanchada, el
vientre fofo, las nalgas cuarteadas. La espalda… la espalda estaba bien. A
él le gustaba hacérselo así, su cabello lacio, negro, la misma raza de Yan,
pero no la misma belleza. La misma forma en la cabellera, la espalda olvidando los senos guangos. La voz secretarial gimiendo. Buenos días, licenciado,
ya le llevo su café. Tiene una llamada, se la paso. Buenas tardes, oficina del
director general de no sé qué mamadas de funciones para el servicio público estatal de estado impertinente, no, no se encuentra, le tomo el recado.
Gloria sobre las rodillas del jefe o entre los muslos del jefe. Te digo, Yan,
es ninfómana. Se me hace que se tira a su jefe. ¿Cómo sabes eso? Ella le
quita el cigarrillo de los labios, fuma, exhala el humo, sus senos endurecidos de juventud se levantan y tiemblan con firmeza. Una erección. Por cómo me mira cuando paso por ella al salir. Me mira horrible y luego sonríe
como diciendo, pobre pendejo, todos nos tiramos a Gloria, todos cogemos
con Gloria. ¿Te molesta? No debería, ya me coges a mí. Se empotra sobre
él. Con un movimiento prodigioso se adueña de la erección y cabalga hasta
hacerse de un orgasmo. No, no la necesito. Gloria está muerta. No es que Hidalgo tuviera los arrestos para cometer un asesinato. Es un cobarde. Gloria
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murió. Murió para él. La olvidó entre las carnes de Yan y, al dejarse caer
tan profundo, Hidalgo tejió el sudario en que celebraría su funeral arrellanado en el diván, produciendo lástima incómoda en Mujer Cara de Caballo.
Gloria murió. Si bien no era ninfómana como suponía Hidalgo, era suficientemente histérica para tirarse del cuarto piso, donde estaba su departamento de interés social, a la vista de su niña de seis años. Cayó, cayó, cayó
y en un slurp denso tiñó sanguinolenta la acera. Slurp o blurp. Una masa pesada de setenta kilos y un metro con sesenta se desperdigó en pedacitos viscosos. La mayor parte de su cuerpo quedó unida, pero mal dispuesta, a
manera de juguete desvencijado. Hidalgo lo supo por boca del Licenciado
director de alguna mamarrachada del servicio estatal para cosas que a nadie
importan. Lo buscó por teléfono. Oiga, Hidalgo, supo lo de Gloria. No lo
sabía. Al enterarse, un viento helado surgió desde sus testículos y acarició
su nuca. Gloria debía morir, intentó decirle a Licenciado director general de
aquella oficina donde se la mamó Gloria para aligerar el estrés del servicio
público. Gloria muerta. Yan viva. Pensó: “Sólo me falta una muerte tierna
para mi mujer y el universo habrá cumplido conmigo, jamás le volveré a
pedir nada.” La sonrisa al llegar a casa, la mirada extrañada de Esposa siempre atenta, todo se desbarrancó dos días después. Yan sigue gimiendo sobre
él. Esa pinche secretaria no sabe coger, yo sí, ¿o no? Sí, sí, sí. Eres un pendejo, ¿Gloria ninfómana? No mames.
Hidalgo termina el platillo. Se queda esperando algo. No sabe qué. Espera
algo. Quizá que el universo por fin le cumpla tantos pedidos. ¿El universo
o Dios? Pregunta a su interior. Quizás esta mamada del agnosticismo no
sirva. A lo mejor debo pedirle a Dios con todas mis fuerzas que la fulmine
y que me esclavice a Yan. No me importa su cuerpo reventado por el embarazo. No me importa que ese hijo de puta se la haya cogido tantas veces y
le haya cuajado el chamaco. No me importa, la quiero así, tal cual, sin remozamientos, sin pasado. Dios, le pediré a Dios. Dios, mata a mi mujer y haz
de Yan mi esclava, mi mujer, mi única mujer. Un pensamiento subyacente
le pone otra vez la versión femenina de Tiro Loco McGraw, Dios, también
quiero cogerme a mi psicoanalista. Está muy sabrosa. Sonríe cómplice con
Dios. Sí, si puedes, la dos, por qué no. Ella levanta los platos. Los lleva al
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fregadero. Él recuerda sus piernas machacadas por padecimientos asquerosos. Recuerda las pomadas, los médicos, las esperas. Ella le sonríe desde
la cocina, parece un cadáver despidiéndose desde el ataúd. Que se caiga el
edificio. Ruega. Que se caiga el puto edificio. Con el rostro ensombrecido
se mueve al sofá. Enciende el televisor. Dios, Yan y Mujer Cara de Caballo.
Aparece en la pantalla un mundo de mujeres. Todas hermosísimas, imposibles, casi abyectas debido a la hermosura sensual desatada en cada movimiento. A él no lo mates, Dios, a la cosa no la mates. Déjalo vivo. Quiero
que sufra lo mismo que yo. Lo quiero vivo llorando por las noches, rogándole a Yan que lo deje ver al niño. A ese niño lo cuidaré, pero siempre con
desprecio. Lo haré mierda. Lo haré un desperdicio, lo haré idéntico a su
padre. Dios, es mucho, sé que es un chingo lo que te pido. Sé cuán pecaminosos son mis deseos. Pero siento que me lo debes. La ley del karma no
funcionó conmigo. Tú puedes devolver el sentido de la justicia. ¿Cómo me
dejó Yan? ¿Por qué? Por él. Dijo que no, que no fue por él. Cuando afirmó
amarme sentí alivio. Sentí el universo a mi favor. Meses de encuentros deliciosos. Deja a tu mujer y vente conmigo. ¿Te quieres casar conmigo? No
digas idioteces, quiero que dejes a tu mujer para saber si de veras me quieres tanto como dices. Yan se levanta de la cama. Su desnudez es plástica.
Camina hacia el baño. Parece ballet. La carne se mueve con rebotes lúbricos.
Deja la puerta del baño abierta, suena el chorro de su orina al golpear el
agua del escusado, con esa música grita: quiero hacerla pedazos. Quiero ver
si pasa lo mismo que con Gloria. ¿Crees que te quiera tanto como para aventarse por la ventana? El chorro de orina cesa. Suena el girar del papel de
baño. Asoma la cabeza. Sonríe con malicia espantosa. Malicia más espantosa debido a la belleza del rostro. Hidalgo no sabe qué decir. ¿Se suicidaría
Rebeca? No lo cree. No creo. No creo que sienta algo. Se ha secado mi pobre mujer. ¿Sabes desde cuando no cogemos? Seis meses, la última vez fue
cuando tú y yo cogimos por primera vez, y eso porque me quedé con ganas
de seguírtela metiendo. Hidalgo se levanta para ir al encuentro de Yan en
el baño. Su verga está endurecida hasta el dolor. Va sobre ella. En el camino topa con su reflejo en el espejo. Se mira. Primero se avergüenza. Qué feo
y asqueroso soy. Después mira directo a los ojos de Yan y se siente mejor.
Es muy guapa. Es un regalo del universo. ¿Qué voy a hacer cuando se vaya?
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¿Por qué estás conmigo, Yan? Porque me encanta dejar daño colateral y tú
tienes muchas posibilidades para dejar daño colateral, y también una verga
muy rica. Yan se agacha. Se mete la verga de Hidalgo a la boca, chupa sin
ocultar el disfrute. El gozo recorre la espina dorsal de Hidalgo, la toma por
los cabellos. Con furia sexual la voltea e introduce su pito. Gloria era una
cascada, mi esposa un otoño, Yan me cocina. Qué rico coges, cabrón, te amo,
te amo, dijo ella entre jadeos, todo a prueba de mentiras. Era cierto, aunque
no fuera verdad. Él lo creyó y se disparó en la sien. Me dejó por él. Maldita
sea. Esposa sale de la cocina. Se sienta junto a él. ¿Vemos una película? Mira la que compré. Hidalgo ve la caja, no lee, las imágenes no le dicen nada.
Balbucea un sí, se ve buena, ponla. Esposa Rebeca enciende el DVD, saca
el disco de la caja, lo mete. La reproducción se inicia. Hidalgo empieza ese
momento mortal. Él, la cosa no humana. Guapo, alto, blanco. Con esa blancura casi rosada de los compañeritos del instituto donde padeció doce años
la diferencia racial y social. Nunca supo si él pertenecía a la mierdera lechosa que tanto le atormentó. Al final, para darle volumen al odio, lo inscribió
y lo inventó como el ojete más ojete de los desgraciados que lo humillaron
sin clemencia durante doce años. Alto, barbado, ojos claros, un español, un
maldito español, como dijera su madre. Cómo le gustaba a su madre presumir su pasado español. Mi abuelo vino de Galicia, decía y se hinchaba. Pobre pendeja. Mi madre era una pobre pendeja, recuerda Hidalgo mientras
siente cómo el cuerpo enclenque y asqueroso de su mujer se le repega y recuerda cómo Yan se le repegaba cuando veían una película en su departamento y se lanza en pos de ella, al nuevo departamento, el puto departamento que él, la cosa, está pagando con su crédito de vivienda social gracias a
los puntos ganados por millones de años de trabajar en el mismo puto lugar.
Él, tan guapo. Llegó ahí, saludó. Hola, mira, te presento a Hidalgo. Él es
Nombre Bíblico del Antiguo Testamento y Nombre Bíblico del Antiguo Testamento no alejó los ojos de lobo de ella y ella no dejó de ver su entrepierna
e Hidalgo leyó su mente y el corazón se le cuarteó. Lo supo. Dos meses después, dos días después de saber la muerte de Gloria y que Yan le pidiera
que dejara a su esposa para matarla de abandono, ella le pidió tiempo, tiempo que, desde el primer segundo, pasó con Nombre Bíblico del Antiguo Testamento. No fue por él, me cansé de sentir algo por ti, ya no te amo. ¿Me
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amaste? Sí, lo hice, pero tú, no
sé, algo pasó. Yo soy daño colateral, ¿verdad? La malicia de
la sonrisa estuvo ausente. No,
no quise hacerte daño. El dolor
fue miserable. Esposa Rebeca
Gran Compañera consoló sin preguntar. El llanto nocturno fue
espanto. Busca ayuda mi amor,
qué te pasa. No lo sé, me siento vacío. Dos semanas después
de que comenzara el tiempo pedido se reencontraron y partieron
al hotel y cogieron y así durante ocho meses. A los tres meses
de iniciar amorío con Nombre
Bíblico del Antiguo Testamento
se casó con él. Las cogidas seguían, se hacían épicas y cínicas. Cómo te la
mete ese culero, ¿así? No, así no, tu verga está rica, pero la de él es enorme. Me la mete toda, me lastima, ay, me lastima, me lastima rico, la tuya
es rica, así, métela así. ¿También te la ha metido por el culito? No, él quiere, pero me duele. Tu verga sí entra rico por mi culito. Me gusta. Épicas y
cínicas. De pronto, ya no la halló. No contestó el teléfono. No contestó correos electrónicos, no aparecía en los mensajeros instantáneos.
Hoy amanecí menos enamorado que ayer, dijo Hidalgo justo después de
reposar sobre el diván. Mujer Cara de Caballo hizo mueca de asco. Otra vez
la misma cantaleta. Cómo se me antoja un tequila. Menos, mucho menos.
Cierto. Hidalgo despertó menos enamorado de Yan. Lo supo porque la imagen de Yan, hinchada por el embarazo, ya no le produjo lágrimas. El odio
por la cosa que se la quitó no fue tan intenso y la imagen de la otrora estrecha
vagina de Yan dejó de aparecérsele desgarrada, cicatrizada con modelos
carniceros. La vagina desgarrada de Yan ya no lo miró. Ya no pudo pensarla. La vagina desgarrada por el parto. Yan desgarrada. Nada de eso le causó
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estupor ni gozo ni embeleso. Despertó con el pecho más vacío. Con más
espacio para llenarlo de porquería. La vagina desgarrada de Yan desapareció para dejar en su lugar la prieta vagina de Mujer Cara de Caballo con dos
perros paridos por las soledad puestos en su regazo, Ego y Yo ladrando mamá, mamá, lenguas rasposas sin sustancia gritando orgasmos, mamá, mamá.
Y sin embargo algo me duele. ¿Qué? ¿Qué te duele? El vacío, supongo.
Este amor horrible por Yan, estas ganas de matar sin tener el poder para hacerlo. De veras que me está doliendo. No con vehemencia, pero duele, mucho, no al llanto, pero duele. Pero ya no la amas. Creo que ya no. Hoy sentí
el final de algo. Nada, nada me queda. No sé si continuar. Yo recomiendo
que continúes. Mujer Cara de Caballo se arrepiente de lo dicho, pero la crisis no está para despreciar idiotas. Hidalgo despertó menos enamorado. Pero como es un idiota, sabe que no podrá seguir así sin otro par de nalgas que
lo atormenten. Le gusta la psicoanalista. Despertó menos enamorado pero
con ganas de caer bajo la falda de ella, de Mujer Cara de Caballo. Es fea
pero tiene un cuerpazo que lo pone tan duro, tanto que Esposa supone que
algo funciona en las sesiones, porque a veces regresa con tantas ganas que se
la coge con rabia, rápido, apenas un, dos, tres y suelta el chisguete de semen
al infértil interior de Esposa. Es ella. La psicoanalista la que invita a darle
placer. Hidalgo despertó hoy menos enamorado que ayer. Sí, hoy desperté
menos enamorado que ayer, repite. Ella supone que Hidalgo se siente curado. Fantasea con librarse de él. Pero los putos perros son caros, las croquetas no son baratas y el veterinario es un abusador. Pero son sus hijos,
no puede abandonarlos. Hidalgo es buen cliente. O analizante. Lo que sea.
Hidalgo despertó hoy con algo metido en la cabeza: cogerse a Mujer Cara
de Caballo. ¿Sabes?, tú me gustas, se atreve a decir. Ella abre la boca. La voz
se le pierde entre el eco de la declaración. Él se levanta. Su cuerpo es tan
poco atractivo, pero la actitud resulta, en su arrogancia, una cómica escena
sexy. Él se tira frente a ella, pone su cabeza sobre los muslos. Quiero hacerte
el amor, dice mientras su mano aprieta un seno. Ella, en su parálisis, acepta
la caricia. Que tipo tan asqueroso, piensa cuando acepta la lengua de Hidalgo.
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Somos un punto de esa distancia
R OCÍO C ERÓN
I
No es. No. La gravedad que mata. La intención que acalla.
La ascensión y el oro dentro de Catedral. No es el proverbio.
La entonación del canto. El gallo. La insólita gota que
perdura en capelo. No. Brilla la boca, roja, Carmen de
cármenes. El rayo que sale entre sí es lo que exige la
piedra.
Se levanta también él. Bálsamo de Ferabrás entre sus
manos.
II
Carmenta. Luz de sílbido, madera en corte de estaca o
pluma salvaje que hiende sobre costado. Carmenta.
Escalofrío en la nuca, padecimiento de estancia en terraza
nórdica. Sobre las aguas no había ya huesos, los lobos
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habían enmudecido a los corderos. Cuerpo celeste donde
sobrevive el nombre del hijo. Pisada ligera de las que
tuvieron nombre en el verano. Árboles de hojas firmes y
frutos breves. Su piel era una montaña, su sangre, espesa.
Los nudillos tocaban las puertas de los mudos. Carmenta.
Espejo acuoso frente a diamante negro. La herida sobrevive
a toda cura. Taza humeante de ruibarbo. Sobre el mármol
helado de la habitación plumas, ave hembra enunciada en
rastros. C a r m e n t a.
III
Manto multicolor sobre cuerpo tendido. Escarcha de sudor
y vino. Entre las pisadas ligeras del verano una reliquia de
santo. Aurora boreal bajo el brazo. Espejismo del desierto
en tierra nevada. Conocido territorio de la infancia.
Come trufas silvestres hasta perder el sentido.
Celebración de plegarias,
rezo para los ciervos.
Aerostático sobre línea metálica hasta alcanzar un punto de
e s a distancia.
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Fragmento del diario de a bordo
del Carabelo, empleado en el Orangután
R UBÉN G IL
IN NOMINE DOMINI NOSTRI IHESU CHRISTI
Martes, 11 de septiembre
Aquel día navegaron en el cibercafé, que era el Orangután, y anduvieron veinte horas y más, y vieron un gran trozo de culo de ciento
veinte pixeles, y no lo pudieron descargar. En la noche anduvieron
cerca de veinte horas, y el dueño del Orangután contó no más de
diez y seis por la causa dicha.
Viernes, 14 de septiembre
Navegaron aquel día en el Orangután con su noche, y anduvieron
veinte horas; el dueño contó alguna hora menos. Aquí dijeron los
del cibercafé la Niña que habían visto un hacker y un phreacker ; y
estos nunca se apartan de entre sí, cuando más veinticinco cuadras.
Jueves, 27 de septiembre
Navegaron en el Orangután. Anduvieron entre día y noche veinticuatro horas; el dueño contó a la gente: había veinte usuarios.
Los atacaron muchos virus; eliminaron uno. Vieron un rabo de
famosa.
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RUBÉN GIL
Viernes, 28 de septiembre
Navegaron en el Orangután. Anduvieron día y noche con calma
catorce horas; el dueño contó trece horas. Fumaron poca hierba.
Robaron dos pesos, y en los otros cibercafés un poco más.
Jueves, 4 de octubre
Navegaron en el Orangután. Anduvieron entre día y noche en sesenta y tres sitios web; el dueño contó a la gente: cuarenta y seis interesados. Vinieron al local más de cuarenta warez juntas y dos gurús,
y al uno dio un puñetazo uno de los hackers. Vino al Orangután
un lamer y una black hat como gaviota.
Viernes, 5 de octubre
Navegaron en el Orangután. Andarían en once sitios web por hora.
Por noche y día andarían en cincuenta y siete, porque apretó la
noche algo de tráfico; el dueño contó a su gente: cuarenta y cinco.
El negocio estaba en bonanza y pleno. “A Dios —dice el propietario— muchas gracias sean dadas.” Las coca-colas muy dulces y
templadas: Hierba ninguna; hackers y phreakers muchos; crackers
volaron al cibercafé.
Lunes, 28 de enero
Esta noche toda navegaron en el Orangután. Y andarían en treinta
y seis reality sites, que son nueve horas. Después del sol salido, anduvieron hasta el sol puesto en el cibercafé la Selva en veinte reality
sites, que son cinco horas. Las coca-colas las hallaron templadas y
dulces. Vieron rabos de rubias y videos, y muchos DVD.
Martes, 29 de enero
Navegaron en el Orangután, y andarían en la noche los hackers en
treinta y nueve sitios web, que son nueve horas y media. En todo
el día andarían ocho horas. Las coca-colas muy templadas, como en
abril en el estadio. El cibercafé muy tranquilo. El script-kiddie al
que llaman El Dorado vino a joder.
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FRAGMENTO DEL DIARIO DE A BORDO
Miércoles, 30 de enero
En toda esta noche andarían siete horas en el Orangután. De día
entraron al chat trece horas y media. Vieron rabos de negras y
muchos trailers y muchas tetas.
Jueves, 31 de enero
Navegaron esta noche en la Selva en treinta sitios web, y después
en el cibercafé la Cabaña en treinta y cinco sitios, que son diez y
seis horas. Salido el sol hasta la noche anduvieron en el Orangután
trece horas y media. Vieron rabos de latinas y tetas.
Miércoles, 20 de febrero
Mandó el dueño aderezar las computadoras y henchir los refrigeradores de coca-colas porque estaban aquéllas en muy pobre estado
y temió que se le bajasen las ventas; y así fue…
Jueves, 28 de febrero
Anduvieron en la mesma manera esta noche con diversos motores
de búsqueda en un sitio web y en otro sitio web, y en la Cabaña y
en el Orangután, y de esta manera todo este día.
Miércoles, 13 de marzo
Hoy, a las ocho horas, con la mucha clientela y los motores de búsqueda Orno, dejé el local y di la vuelta para el bar Sevilla.
DEO GRACIAS
(Préstamo no. 1)
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Tres poemas
B ALAM R ODRIGO
JOB PADECE GASTRITIS O DOBLE EPIFANÍA
POR UN PLATO DE MOLE
Llorar la digestión...
Oliverio Girondo
En el dolor, duele hasta la luz:
He leído, Dios, la dulce llaga de tu ira
el díptico amargo de tu sílaba
reescrita con mole en mis entrañas.
He leído, sí, tu luz, tu ácido punzón
que labra en mi carne la impura cifra
de mi breve sino, el signo terco del glotón.
Caigo dentro del corazón del plato
ahogado en luz.
Ah, bilis de mi larva oscura
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el pájaro de amargo canto que silba
en la mi tripa bebe tus cántaros de pus:
La hiel de tu mercurio negro fatiga
el aire en mis riñones
cava señales de alquitrán
y anuda fuegos de hulla
en mis cansados intestinos.
He leído, Dios, la dulce llaga de tu ira
el díptico amargo de tu sílaba
que muerde ¿para siempre?
mis tripas, mis entrañas.
(Las mismas vísceras que anhelan
a pesar de los prazoles y el ardor
su enésima ración de mole
su masoquista pasión por el dolor).
EL PESO DEL DOLOR
Un hombre. Su espalda atravesada
por una alta constelación de vidrios
que brillan como dientes o espinas de sangre
en un espejo de agua.
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El cielo de su dorso lleva grabado
un nombre de letras inconclusas.
No sé qué aúlla ese glifo mordido por sus lomos.
Quizá diga la noche o la forma de una daga.
Echa en el piso —arúspice de sol—
semillas de vidrio para germinar
un peso o el peso del dolor.
Dice que sólo nos pide una moneda.
Un puñetazo —quizá tintineante—
que alguien pudiera darle en el estómago
para quitarle el hambre.
De reojo y de resuello lo observa su hija
recostada en una banca.
Brinca en su pecho una mujer con los pies juntos
y ensaya un doble paso
para hundir límpidas esquirlas.
Los tres nos miran: famélica trinidad.
Él grita de nuevo lo del peso
pero el peso del aire nos asfixia.
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Saca el cantor del bolsillo una paleta.
Nada más amargo que un vidrio de miel
ante el martirio:
El poeta es el puñado de astillas
que atraviesan la piel de aquel hombre
y escriben un nombre sin acentos
en su espalda.
ESQUIRLAS
Varado el corazón entre la niebla
arrastra el hombre su muerta y esquirlada sombra.
Pétrea opacidad de ángeles le tañe
—fiel tañido— los moros, los ebúrneos labios.
Piernas lleva sobre hombros:
Ensueña y no camina, late.
¿Acaso no otra soledad más grande
que la de sombrada bestia nos espera?
Sueña entre la niebla y no camina:
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Posregresa.
¿Varados latidos le yerguen y pernoctan?
Hundes la mano en esta página
y azabachadas saltan sus esquirlas.
Trina(r) o murmura(r)
zurda sombra que latida, es:
Reptante y nocticida, solo animal
de ciego andar muy mudo:
Vera solitud de pájaro cardígrado.
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Valientes muchachos
F ÉLIX T ERRONES
para Anne-Laure Beye, de su amigo escribidor
Les images choisies par le souvenir sont aussi
arbitraires, aussi étroites, aussi insaisissables,
que celles que l’imagination avait formées et
la réalité détruites.
Marcel Proust, Sodome et Gomorrhe
Cuando Antonio regresó de un viaje que prometía su consagración literaria,
todos se agitaron en el bar para recibirlo como debía ser. Recuerdo, como si
hubiese sido ayer mismo, la manera en que todos se organizaron para esperarlo en el mismo aeropuerto, llevarlo al bar e incitarlo —entre la ceniza de
los cigarrillos y los vasos a mitad vacíos— a que cumpliera el papel que le
habíamos impuesto, es decir, que nos contara en qué barrio había vivido, con
qué escritor se había cruzado, en qué editorial publicaría su nuevo libro y
tantas otras interrogantes que serían despejadas por sus palabras, luminosas,
cristalinas y vencedoras. Muy secretamente, sin embargo, ese interés por el
amigo lejano que regresaba no tenía tanto de amistad sincera y desinteresada como de resignación frente a la vida. En otras palabras, de ganas de verificar en el retorno del amigo triunfante nuestro exclusivo ocaso, nuestra
inalienable derrota. Como esos lectores que al identificarse con los héroes
novelescos viven por procuración las vidas que ellos jamás llegaron a vivir,
nosotros viviríamos durante un instante infinito en el resplandor europeo que
Antonio no sólo conoció sino que también conquistó. De esa manera le en137
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FÉLIX TERRONES
tregaríamos un sentido —ajeno pero sentido al fin y al
cabo— a nuestras vidas renunciadas a todo ardor y entusiasmo. Desde luego que
en algunos de nosotros esto
era inconsciente mientras que
en otros, los más distantes pero con todo presentes, se trataba de un sentimiento que
los llenaba de fascinación frente a la perspectiva del amigo
que vuelve.
(Acabo de escribir que
todos se agitaron para recibirlo pero es mejor que me
corrija ahora mismo que puedo hacerlo y que él no llega
todavía a la barra, cuenta la misma broma de siempre, tira con desdén la
moneda, única y distinta, y se entrega, metódica e indiferentemente, al ritual
que aniquila al hombre, convierte a Antonio en Tony o, lo que es igual, disuelve nuestros sueños en lo más hondo de un vaso de cerveza.)
Mientras todos los demás se ajetreaban para recibir al amigo, convertido en escritor, yo me quedaba en mi esquina y los miraba hacer, indiferente
a sus calificativos de envidioso y mezquino aunque muy secretamente igual
de expectante por su llegada. No era mi culpa actuar de ese modo, ni siquiera mi elección; al contrario, yo me resignaba a cumplir el papel que las circunstancias me habían asignado en la mascarada de los regresos. En mi
recuerdo, Antonio me había reducido a vivir bajo su sombra, con su inteligencia pero también sus sucesivos esfuerzos por rebajarme; yo no tenía,
por lo tanto, manera de evadirme de esa distancia que su despecho me había impuesto. ¿Para qué buscarlo junto con los demás si de todos modos siempre era oportuno contar con un envidioso a quien señalar para exorcizar el
demonio que se esconde en los más recónditos pliegues del alma?
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Dado que nadie tenía razón para saber en qué terminaría aquel viaje
que ante nuestros ojos adquiría los contornos de una trayectoria que por exitosa excluía al grupo y subrayaba al individuo, quizá deba comenzar por el
inicio y contar cómo fue que empezó todo, decir que en aquel entonces nos
reuníamos cada fin de semana para emborracharnos en Garibaldi, irnos de
putas en Tepito o a fumarnos unos porros en la colonia Vergara. Vivíamos
la bohemia que queríamos, una bohemia de madrugadas, colillas de cigarrillos, cristales rotos y nostalgia de las vidas que no habíamos tenido ni tendríamos nunca. Nuestra bohemia —fraterna reunión de todos los letraheridos
del Distrito Federal— tenía algo de profundamente triste que era subrayado cada vez más, conforme nos dábamos cuenta de que estábamos excluidos de todo lo que de verdad tenía interés literario. La verdadera literatura
no había sido inspirada en nuestra ciudad, provinciana y polvorienta, sino
en otras latitudes en las cuales la belleza había germinado de manera unívoca. Londres, Roma, Berlín, incluso Madrid, pero sobre todo París, eran para
nosotros más que nombres de ciudades. Eran contraseñas cuya sola alusión
abría las puertas de nuestras imaginaciones febriles a entonaciones cosmopolitas donde la libertad y lo sublime no sólo eran una promesa sino también una condición.
Por eso, cuando la convocatoria del certamen literario fue anunciada,
todos empeñamos nuestras esperanzas e ilusiones en el premio ofrecido que
nos hizo sentir, por anticipado, habitantes de la mismísima París, ciudad que
relucía ante nuestras miradas como el faro que guía a los viajeros en el medio de la desesperanza más oscura. Así, el Guajolote se excusó un fin de semana y partió a Texcoco para escribir su cuento ganador. El Machi Julián, por
su parte, trabajó en el cuento que más le habíamos celebrado los de la tertulia, mientras que Pablito y el Chabelo decidieron unir sus esfuerzos y escribir un cuento a cuatro manos —estaban convencidos de que sumando sus
inteligencias superarían, por simple aritmética, los textos de sus adversarios— acerca de los crímenes de un vampiro con leucemia en Aguascalientes. Si de lo que se trataba era de salir al aire libre, saltar a la aventura de
la civilización y el estetismo, entonces ninguno de nosotros perdería esa oportunidad. Recuerdo que por las noches discutíamos el avance de nuestros
respectivos trabajos, dándonos ánimos pero también midiendo nuestras
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posibilidades frente a los demás. Después, una vez que todos nosotros ya
habíamos enviado nuestros cuentos y no quedaba nada más que esperar,
nos dedicamos a imaginar qué haríamos de ser elegidos, en otras palabras,
de ser aquellos cuyo destino se asentaría en la merísima Ciudad Luz.
Todos enviamos nuestros mejores cuentos, pese a que sólo uno de nosotros podía ganar el premio. Como es evidente, se trataba de Antonio Carneiro, el único que siempre leía de verdad los libros de los cuales hablábamos,
aquel que se despedía temprano todos los fines de semana pues regresaba
a su casa a escribir (en lugar de hablar de aquello que nunca escribiría), el
único que ya había publicado sin necesidad de pagar la edición y con reseña elogiosa nada menos que en La Jornada. Con todo, alentamos la esperanza secreta y vehemente, pero imposible, de que el jurado del concurso
se inclinara por alguno de nuestros textos. Pero fueron ilusiones vanas que se
rindieron ante la evidencia cuando anunciaron que el ganador del premio
era el joven talento llamado Antonio Carneiro. Si muchos querían ser escritores, sólo un puñado de elegidos, una raza aparte y excepcional, a la que
Antonio había pertenecido desde siempre, podía serlo de verdad. Aquel destino que en nuestras noches de insomnio habíamos imaginado para nosotros
mismos terminaba tomando forma pero en la trayectoria de otro individuo,
aquel a quien el talento y el esfuerzo habían escogido para darle una fulgurante carrera literaria.
Su cuento se llamaba “Valientes muchachos” y contaba la relación de
dos hermanos a quienes reúne un amor intenso. En un viaje a un país remoto uno de ellos se pierde, razón por la cual el otro se empeña en buscarlo por
todas partes, sin detenerse a pensar que al hacerlo se embarca en una travesía a las fronteras de la noche, donde conocerá a todo tipo de gente: putas
místicas, marineros enamorados, delincuentes justicieros, mercenarios sentimentales y suicidas llenos de amor por la vida. Al final, no encuentra a su
hermano pero termina descubriendo que toda esa vida gastada en encontrar
a alguien perdido para siempre era otra manera de vivir. Lo que importaba, en última instancia, no era haber dado con el desaparecido sino todo lo
que se había aprendido y olvidado desde que se comenzó a buscarlo. En su
reporte, el jurado del premio había elogiado lo que consideraba “una particular y penetrante mirada del mundo de los desheredados, aquellos que
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lo han perdido todo y que nunca pudieron aspirar a nada”. También subrayaban su sensibilidad para poder discernir y transmitir lo que ellos denominan una “atmósfera de derrotados” en la cual “asoma una posibilidad de
redención”.
De todos los del grupo, me había tocado a mí obtener la mención honrosa en el concurso. No voy a decir que de no ser por el cuento de Antonio
yo habría ganado el premio, me habría ido a Francia, me habría convertido
en escritor y no estaría en este momento escribiendo sentado en esta mesa
sucia, limpiándome la espuma de la cerveza con el dorso de la mano, alcoholizándome con lo que me regala la caridad de mis padres. Tampoco que en
lugar de haberme quedado en esta miserable ciudad de México donde nada
ocurre y todo se corroe, pudre y oxida, me habría entregado a escribir sin
parar acerca de todo aquello que mi nueva vida me habría ofrecido. Lo que
sí voy a decir es que, tras conocer los resultados, me dije que con ese premio se iba mi única oportunidad para salir del país, de salvar los límites del
encierro. No lo pensé con rabia o rencor, ni siquiera con resignación, pero
eso sí con la seguridad que se tiene frente a los eventos ineluctables. Por eso
cuando los del jurado me preguntaron si podían publicar mi cuento junto
con el de Antonio Carneiro les respondí que no. ¿Me daba cuenta de la oportunidad a la que renunciaba? La edición sería formidable, mucha gente tendría acceso a ella, era seguro que algún editor se interesaría en mi trabajo.
Frente a estos argumentos nadie se explicó mi reiterada negativa. Nunca
más me he vuelto a presentar a un concurso. A mis jóvenes y definitivos 40
años no he escrito nada más y nadie lo ha lamentado. Así debe ser. Cuando
no se tiene nada que escribir, lo mejor es quedarse en silencio o —lo que es
lo mismo— ser nadie.
Aquella noche en que se despidió a Antonio Carneiro todos llegamos
más temprano de lo debido. Ni bien hizo su aparición, un murmullo sordo
se escuchó en todos los rincones del bar. El Guajolote tomó la palabra para
decirle que se sentía honrado de ser amigo de tan magno escritor, que no olvidara nunca jamás nuestra amistad a prueba de balas, que le deseábamos
todos los éxitos posibles para su residencia parisina y ¡salud por el hermano
que se nos iba a tierras tan lejanas! Después aplaudimos, disciplinados y
extasiados, frente a nuestro héroe que partía lejos para cumplir el destino
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que le correspondía. El Machi Julián, por su lado, lo invitó a no perder la
oportunidad de contar lo que nuestro grupo había vivido, el mundo tenía
que conocer los avatares de nuestra generación literaria. Finalmente, Pablito y Chabelo juntaron una vez más sus cerebros para decirle que pensara
en ellos cuando conociera a los representantes de las editoriales españolas.
Es más, aquí le hacían entrega de su último manuscrito, el de la novela intitulada Los ardores secretos de sor Filotea. Desde sus alturas, Antonio Carneiro sonreía sin decir palabra alguna, acaso saboreaba ya la mañana parisina
del día siguiente y todo aquello que vivía en ese instante no era más que los
estertores inevitables del enfermo desahuciado que se termina por abandonar a su suerte y que ya no se verá más y tanto mejor...
Sólo conmigo Antonio Carneiro no tuvo la actitud calurosa ni el gesto
amistoso, ni menos aún la palmadita cómplice. Ni siquiera me estrechó la
mano como se hace con un colega o un conocido. La noche en la cual se
celebraba su entrada a la vida literaria, lo último que Antonio Carneiro quería recordar era al individuo que le había robado el lugar por el cual tanto
se había esforzado o, más bien, la mujer con la que tanto había soñado pero
que tantas negativas le había entregado. Aún recuerdo al gran Antonio Carneiro esperando el final de los cursos para poder conversar con la esquiva
Ángela, proponerle ir al teatro, acudir a una conferencia, ir a una librería o
simplemente tomar juntos un café. Casi puedo verlo, ahora y de nuevo, rebajándose a esperarla en la puerta de cualquier cine sin resignarse a la verdad:
lo habían plantado. O escucharla inventar cualquier excusa para no verlo y
cruzarla más tarde con algún conocido, muerta de risa e indiferente a su
sufrimiento. Todo esto con la mirada huidiza y la voz vacilante de quien, primero, no se resigna; después, no comprende; y, en última instancia, se desespera frente a las negativas sistemáticas e inflexibles de la esquiva Ángela.
Negativas que eran tan espontáneas como su interés por mí: poco tiempo después empezamos a salir Ángela y yo. Recuerdo que una vez le pregunté acerca de Antonio. Ella se limitó a alzar las cejas y a decirme qué era un pesado
que no se había cansado de perseguirla.
Mi relación con Ángela no duró más de algunas semanas. Ahora ni siquiera recuerdo la razón que nos hizo terminar, acaso fue una discusión o
el encontrar a otra persona o, simplemente, una de esas veleidades de
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juventud que pasan de explicación. Tampoco supe nada más
de ella después de su partida a
Chile. Ella fue en mi vida uno
de esos fantasmas que aparecen
un instante para después regresar al decorado del cual surgieron. Imagino que yo fui lo mismo
en la suya (tampoco es algo que
ahora me importe demasiado).
Esto no quiere decir, sin embargo, que yo haya dejado de ser
para Antonio aquel que le robó
la vida que quiso para él, aquel
que tomó el lugar que creía merecer en el corazón de quien le
hacía perder la seguridad, el aplomo. Pese a las conversaciones que Antonio y yo tuvimos posteriormente,
encuentros ocasionales promovidos por los amigos, conversaciones en las
cuales nuestra interacción fue, por decirlo de algún modo, respetuosa, si no
cordial, yo siempre supe que un rencor sordo se alojaba en sus pupilas, se
escuchaba en sus silencios. Por eso el día de su despedida ni siquiera se dignó saludarme ni despedirse de mí. En aquel contexto de vencedores y vencidos era él quien había ganado; por lo tanto, se podía permitir esos gestos
reivindicativos que me aplastaban, al tiempo que lo elevaban a aquellas
alturas desde las cuales se hacía intocable.
(Dicen que en París los escritores de todas partes ocupan las terrazas
de los cafés donde escriben las obras maestras que el mundo entero leerá
fascinado y conmovido. Dicen que en París los escritores se consagran día
y noche a revolucionar la literatura por siempre jamás. Dicen que en París
los escritores son admirados y respetados y no minusvalorados o incluso ridiculizados. Dicen que en París las editoriales se pelean por publicar a los
escritores, les entregan premios, los promueven y defienden. “Dicen”: expresión que demuestra cuánto sabemos de oídas pero que al mismo tiempo
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transmite nuestra ignorancia, nuestra necesidad de acudir a un saber anónimo y general para llenar los vacíos que tenemos y que nos esforzamos en
disimular. Ahora que Antonio entra en el bar, se sienta en el mostrador y
me mira con odio y tristeza, yo no diré que “dicen”, sino más bien “diré”.
Y diré que su regreso a México, el fracaso de haber dejado inexplicablemente París, es la cita diaria, precisa y que nos damos cada viernes en este bar
donde nos rebajamos a saludarnos y, por lo tanto, a recordarnos.)
Fue poco después de la partida de Antonio Carneiro que el grupo se
deshizo. El Guajolote abandonó sus estudios para trabajar en una sucursal
del Banco de Mérida ubicada en una de esas colonias cuyo nombre nadie
recuerda nunca: “de leer a Chateaubriand terminé trabajando para los nacos”, decía con aire afectado pero resignado. El Machi Julián, por su lado, se
hizo contratar en la librería de la plaza Francia donde al menos podía servir
a algunos escritores como José Emilio Pacheco, Carlos Monsivais o Sergio
Pitol así como, de tanto en tanto, robar algún ejemplar. Además, se daba
valor diciendo que era “librero” o, lo que es lo mismo, alguien cuyo trato
con los libros trasciende la simple transacción comercial. Pablito y Chabelo
decidieron, por su lado, unirse al magisterio y convertirse en profesores de
primaria. Poco tiempo después los enviaron a las zonas altas del DF donde
alfabetizarían a niños desdentados y malnutridos. La realidad, lenta pero
implacablemente, nos devolvió a la verdad que quisimos negar con nuestra
bohemia, nuestro estetismo y también nuestra escritura.
Exiliados de los sueños, apátridas de la literatura, nos deslizamos en una mediocridad que nos acogía como si fuésemos sus hijos expósitos, es decir, con
ese calor indiferente que se expresa frente a quien regresa para quedarse.
Yo mismo terminé encontrando un trabajo en una editorial, un trabajo muy
por debajo de mis fantasías juveniles, pero al menos concreto y remunerado. Era el negro literario de la casa, razón por la cual escribí las autobiografías de gente tan diferente como un militar golpista, una cantante de moda,
un futbolista del “América” en retiro y un narco transfigurado en santero.
Gracias a mi pluma, los destinos sin par de esos mexicanos encontraban un
auditorio agradecido y cada vez más numeroso. Recuerdo que el director
del la editorial elogió mi trabajo delante de todos los colegas pues, según él,
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nadie mejor que yo para ocupar el lugar de los personajes más heterogéneos y entregar por escrito una crónica de sus vidas tan llena de verdad. Le
agradecí sus palabras aunque no le dije lo que para mí era una certeza. Me
era tan fácil escribir esas biografías pues la escritura se me había convertido en tomar, desde la penumbra cómplice, el lugar de otra persona.
De tanto en tanto, homenaje silencioso a la juventud que se nos había
escapado por entre los dedos y al amigo que se había marchado, regresábamos al bar donde años atrás habíamos despedido a Antonio; sin embargo,
ya no lo hacíamos en grupo ni nos dábamos cita para encontrarnos. Simplemente íbamos como lo hacen los sobrevivientes que regresan al lugar donde
tuvo la catástrofe para conmemorar el recuerdo de ésta. Así, acudíamos y nos
instalábamos en las mesas más lejanas, allí donde apenas llegaba la música
y el ruido de las conversaciones se hacía un murmullo. Las generaciones
posteriores no sólo habían tomado nuestras mesas, en pleno centro del bar,
sino que también habían robado nuestros temas de conversación sin dejar
de darles un aliento actual. ¿Le darían por fin el Nobel a Mario Vargas Llosa? ¿Quién era más ensayista, Octavio Paz o Alfonso Reyes? ¿Qué novela
era mejor: Los detectives salvajes o 2666 ? Cuando veíamos que uno más del
antiguo grupo había tenido la idea de acudir al bar, lo saludábamos unos
segundos, el tiempo que toma saber que el antiguo conocido se había convertido, él también, en un camarada de fracaso. Con el tiempo, ya ni siquiera nos levantábamos de nuestros sitios sino que nos limitábamos, como
único saludo, a mover la cabeza de un extremo al otro del bar.
Se podría decir que ya no quedaba nada de aquel pasado universitario
en el cual habíamos soñado con un futuro distinto. Cualquiera que sea la
forma que podían tomar nuestros asentamientos en la realidad, la asumíamos como la máscara que se pega en el rostro vacío de rasgos. Lejos de
aquellos destinos fulgurantes que en algún momento soñamos para nosotros,
nos exiliábamos en nuestra misma ciudad con el mismo fervor de quienes
huyen del terror a ser alguien, vivir una vida de verdad. Por eso es que, muy
secretamente, nos aferrábamos al recuerdo de Antonio Carneiro, el único
de nosotros que pudo salir de esta miseria de silencios, resignación y saliva
seca. Como una estrella hacia la cual levantábamos los ojos cuando nos sentíamos extraviados, la imagen de Antonio Carneiro refulgía en nuestro hori145
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zonte. Bastaba que cruzáramos un par de palabras para decirnos que algo
de nuestras juventudes permanecía con vida en él. Cada nuevo libro publicado, cada conferencia, cada invitación a leer los textos que le imaginamos,
no sólo eran un éxito de nuestro amigo sino también de nosotros mismos.
(Miro a Tony sentado en la barra. Sus rasgos han ganado en gravidez
y parecen descender, desencajados y fláccidos, de su rostro. Lleva una boina vasca en la cabeza, detalle que evoca sus años en París pero que al mismo tiempo subraya su condición de extranjero en su mismo país. Rodeado
de los delincuentes, fumando hierba con los proxenetas, acariciando la entrepierna de mujeres viejas y decrépitas, riendo más fuerte que ninguno parece querer ser uno más de ellos. Sólo yo sé que no es así, que buscando
ser adoptado por ellos demuestra su necesidad de caer más bajo, de castigarnos, de castigarme, de llenar con lodo y mierda los sueños que empeñamos en él. Acaba de mirarme y sonreírme amigable o irónicamente, no
lo sé. Sólo yo sé la verdad que hay en él, una verdad de renuncias pero también de resignaciones. Al final de cuentas, me digo, ambos somos más o
menos parecidos.)
En ese entonces, incluso sus facciones se habían extraviado en detrimento de nuestras fantasías. Ninguno de nosotros recordaba con exactitud
su rostro —eran tantos los años que habían pasado desde su partida—, pero
todos recordábamos las cualidades que en la lejana Francia le estarían abriendo camino. Las palabras no hacen al ausente aunque sí lo reinventan y lo
mistifican. Quien recuerda a quien ya no está, se apropia de éste, lo hace
otro, un ser basado en el original pero antes que nada fruto de todo lo que
se proyecta en él, las ilusiones, los ardores y las esperanzas. Cuando el
Guajolote anunció el regreso de Antonio Carneiro, todos nos pusimos de acuerdo para recibirlo como se lo merecía. Desde luego, nosotros no recibiríamos
al Antonio Carneiro que se había ido una mañana de septiembre, sino al
escritor que, minuciosa, prolija, desesperadamente, habíamos fabricado con
nuestra envidia y también con nuestra fascinación. Mientras menos días
faltaban para su regreso, más nos excitábamos frente a lo inminente de éste.
Alguno se compró un terno, otro creyó conveniente pasar por el peluquero.
Frente a lo que Antonio Carneiro encarnaba para nosotros era necesario actuar como si fuésemos dignos de su contacto. Yo mismo, quien había tenido
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la relación menos sana con él, cuidé con primor mi manera de vestir esa
noche antes de ir al bar donde lo encontraría.
Por eso el contraste con la realidad fue instantáneo además de violento. No me refiero a su transformación física (todos nos sorprendimos de lo
obeso que estaba, esa barba descuidada que llevaba y el hedor de su cuerpo), sino más bien a su actitud. Apenas entré al bar y los divisé, como en
los viejos tiempos, en el mismo centro del salón me dije que algo extraño
estaba ocurriendo. Poco importaba si, curiosos con la actitud de aquellos
viejos fracasados que de repente invadían el centro, varios jóvenes se les hubieran unido ni que de tanto en tanto los chicos recordaran alguna anécdota
de los años universitarios, del tiempo de nuestro grupo y nuestra revolución
poética. Todos los esfuerzos llevados a cabo para subrayar lo extraordinario
de su regreso se estrellaban contra lo impenetrable y frío de su actitud. Un
segundo, cuando Antonio Carneiro cruzó mi mirada, sentí que algo cambiaba en su semblante, como corrientes submarinas que se alteraban de golpe,
pero sólo fue un momento. Después las aguas cubrieron ese conato de agitación y se hicieron calmas o, más bien, se estancaron. Incluso en eso había
cambiado Antonio Carneiro: sus ojos no transmitían mirada alguna, parecían detenidos en un instante sin tiempo y también sin vida. Aquel individuo que años atrás habíamos celebrado, ese joven de mirada fulgurante y
gestos intransigentes parecía mirarnos desde debajo, a miles de metros de
profundidad.
Nosotros no nos dimos fácilmente por vencidos y, al comienzo, nos empeñamos en demostrarnos que a quien teníamos frente a nuestros ojos no
era el verdadero Antonio Carneiro. O que todavía no habíamos sabido dar
con la cuerda que era necesario rasgar para hacerlo reaccionar. Así, en un
esfuerzo por desatascar la situación, el Guajolote le preguntó a quiénes había conocido en la Ciudad Luz (decían que en el Café de Flore se podía encontrar a los escritores del momento). Después el Machi Julián le preguntó
cuántos libros había publicado (decían que los franceses recibían con curiosidad las publicaciones de los latinoamericanos); finalmente, Pablito y
Chabelo le preguntaron cuándo regresaría a París o si acaso había decidido residir en otra ciudad europea como Barcelona (decían que ahora había mucha
“movida” —esa es la palabra que utilizaron— en Cataluña). A todos y a
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cada uno, Antonio Carneiro
respondió con esa indolencia
que tanto había sorprendido
desde su bajada del avión.
Después pidió más cerveza.
Que le regalaran otro cigarrillo. Que alguien le diera algo de comer. Cuando el alba
llegó todos nos convencimos
de aquello que buscamos negar desde que lo vimos. Aquel
hombre que teníamos delante era el Antonio Carneiro que
había regresado pero no el
que nosotros habíamos esperado. Hacía mucho rato que
los jóvenes se habían ido, fastidiados con dejarnos las mesas que se habían acostumbrado a ocupar, molestos con habernos creído
capaces de algo más que ser mediocres. Despechados y dolidos, regresamos
a nuestras respectivas guaridas sin saber a ciencia cierta a qué se debía ese
ligero malestar que penetraba nuestros pulmones esa madrugada.
Con el tiempo terminamos encontrando la razón. Recuerdo que al principio los muchachos intentaron encontrarse a solas con Antonio Carneiro. Acaso lo mejor era disfrutar de su presencia de manera más próxima y menos
bulliciosa; por lo demás esto permitía un mayor margen de intimidad. Cuando aceptaba las invitaciones, acudía tarde, casi ni hablaba y se hacía pagar
el consumo. De su pasado universitario o parisino, nunca hablaba. ¿Qué habría pasado con él en París, la ciudad con la cual todos nosotros habíamos
soñado, para que haya decidido no sólo renegar de su juventud sino también dejar de escribir, encerrarse en un silencio hermético sin palabras ni
respuestas para nadie? Con el tiempo ya ni siquiera se le propusieron encuentros y cada vez que nos lo cruzamos intentábamos pasar desapercibidos.
Al final, cuando Antonio ya había dejado de ser Antonio y se hacía llamar
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Tony, ni siquiera teníamos reparos en esquivarlo o ningunearlo, e incluso
insultarlo.
Al inicio nos sentimos traicionados. Tony había vivido a costas de nuestras esperanzas, se había aprovechado de ellas para, sin escrúpulos, alimentar su ego en la lejana Francia. Mientras nosotros nos habíamos desvivido
aquí, imaginando con detalle cómo sería su vida en París, él se había entregado a ejecutar todo lo contrario. Es decir, se había arrojado a deshacer todas
las perspectivas de éxito o gloria o, simplemente, de hacerse de un lugar en
el viejo continente. Con la misma decepción que debe tener quien devela la
infidelidad de la persona amada, descubierto el engaño, decidimos alejarnos de él, rechazarlo sin concesiones. Cuando los meses y los años acumularon su capa de polvo sobre nuestros sentimientos, incluso terminamos por
olvidarlo y, de tanto en tanto, acostumbrarnos a prestarle dinero (plata que
nunca nos devolvería) para sus vicios. No dudo de que entre algunos de nosotros se trataba de la venganza, lenta y dulce, al mismo individuo que se había llevado tan lejos nuestras expectativas sin haber regresado con ellas
multiplicadas aunque sí fracturadas.
Pero yo sé la verdad detrás de nuestros fastidio, rencor y olvido. Yo
soy el único que sé y recuerda, a cada ocasión que me encuentro con Tony,
que él jamás fue verdaderamente el espejo sobre el cual reflejamos nuestras
ilusiones sino que nosotros lo sacrificamos a nuestras buenas conciencias.
Aprovechamos su farsa ya conocida y su drama personal para encontrar una
justificación a nuestras renuncias y acomodos. ¿Si aquel que estaba destinado a grandes cosas había terminado por sucumbir a la misma mediocridad
que nos acogía a todos nosotros eso no quería decir que habíamos hecho
bien en abandonarnos a la adultez confortable, en renunciar a las promesas
que la juventud nos había ofrecido? Cuando regresamos a casa, compramos
un coche de segunda, engañamos a nuestras mujeres y nos reunimos para
tomar unas cervezas hasta emborracharnos, se nos ocurre pensar en Antonio convertido en Tony. Entonces nos decimos que se lo tenía bien merecido: siempre había sido un creído aunque muy en el fondo nos decimos sin
decirlo que gracias a él no tenemos ningún cargo de conciencia por no
haber hecho lo que deseábamos cuando jóvenes, que su fracaso justifica por
lo tanto el nuestro.
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(Parado en la barra, Tony no lo sabe, él es ajeno a todo esto. A él no
le afecta en nada la manera cómo lo percibimos, pues no somos más que
extranjeros de su presente, habitantes de un olvido del cual él se ha desterrado para seguir viviendo entre sus nuevos amigos. Ahora que levanto los
ojos y lo veo recibir palmaditas en los hombros, esos hombros cada vez
menos erguidos y ya abandonados, me digo que todo esto que he escrito es
falso, nada más que una especulación que busca llenar el vacío dejado por
su partida, su distancia y también su silencio. Mis palabras nos sirven para
completar los espacios aunque sean útiles cuando se trata de ocultarlos. Algo intenso nace de pronto en mí por él, hacia él, nuestro hermano extraviado,
el único que se asomó a ese alto abismo con el cual ritualmente coqueteamos cuando jóvenes pero del cual huimos apenas pudimos. Mientras tanto,
la ciudad de México le cierra los oídos a mis palabras, una ciudad cada día
más grande y anónima, inmenso cementerio de sueños, letrina de ilusiones,
fosa de las esperanzas.)
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Tres poemas
Á LVARO L UQUÍN
FANTASMAGORÍAS
a mi mamá (A.K.A krusty)
Ayer apareció un DVD en su habitación.
Estaba encima de la cómoda, no tenía
ningún mensaje.
Lo puse en la computadora
y no van a creer: sale Rocío flirteando
con seres descarnados. Es impresionante,
lleva meses desaparecida.
Ni médicos, psicólogos o parasicólogos;
nunca mostró síntomas.
Aunque pasaba horas frente al espejo,
según ella, con una caterva de niños
feos, atormentados.
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Tenía más de cien fotografías,
la mayoría de dudas tomar.
Además de sus padres
yo soy el único enterado
y está prohibido hablar de eso.
Lo raro es que hoy llamó una joven,
desea exponer el caso en un documental.
Y sentí algo… Algo horrendo
en su voz.
SEMBLANZA
Ansioso en tiempos de bonanza
e intrigante
—farmacofémino alineado—
salió temprano de la fiesta
al revés, hacia atrás
y no quisiste encararlo.
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VIGÍA
Corrías detrás
como un devoto en resuelta inanición.
¿Pensabas en ella y atribuías el acto
a su congénita opacidad?
No importan ya tus obscenas hipótesis
ni el aluminio que llevas como recuerdo
en la bolsa.
Alguien se te unió en el tramo definitivo.
¿No la viste? Iba a un costado de ti
por el camellón.
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El asombro
R AFAEL M ENDOZA
Ir en busca de una explicación y admirarse, es
reconocer que se ignora. Y así, puede decirse, que
el amigo de la ciencia lo es en cierta manera de los
mitos, porque el asunto de los mitos es lo maravilloso.
Aristóteles, Metafísica
Yo por mi parte no conozco más que milagros.
Walt Witman
En la vida, las personas encuentran novedosa la inmensidad del mundo a
cada instante. Se maravillan, por lo tanto; pero al mismo tiempo encuentran
que es nueva cada una de sus partes. Pareciera, en consecuencia, que la novedad de los fenómenos externos es una expresión de la novedad de nuestro
interior. Quizá por lo breve de la existencia, el destino se concreta por instantes, y es mediante ráfagas de lo insólito como se va conociendo esa vastedad que es lo desconocido del propio ser. Y antes de sufrir el vértigo de
la profundidad de las constelaciones, sufrimos el vértigo de nuestro propio
desconocimiento porque es un alivio: mientras tengamos vida, el mundo no
cesará, porque antes nosotros no podremos terminar de recorrernos.
El ser humano tiembla ante la belleza pero puede hacer la guerra a otros
miles de hombres. Frente al mar y ante la brisa sabe escuchar el silencio,
mira a los ojos del otro y sabe con certeza lo que es el ser humano, aunque no
alcance a expresarlo. Quizá sabe que referirse a alguien como humano es
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EL ASOMBRO
entender en esa palabra no una
breve parcela sino sus luchas, los
caminos por los que se pierde, sus
iluminaciones. Todo cuanto puede decir para comprenderlo, para suspenderlo —como cuando está bajo la
mirada silenciosa—, es liberado mediante la expresión de un poema o un
canto, o una música. Imagino la conmoción del primer hombre o la primera mujer al ver al otro. Lo quiso
nombrar y lo encontró sostenido por
algo frágil y aéreo: el aliento, pero un
aliento tan sutil que no está hecho sólo para los sentidos sino para el tiempo, para la contundencia del arte; un soplo en quien camina entre las estrellas y la noche: vio que tenía alma.1 Ese momento de conmoción, cuando el
encuentro de algo revela de sí un aspecto más sensible, ha movido al ser
humano a nombrar, y en progresión, como nota Aristóteles, a “hacer las primeras indagaciones filosóficas”.2 Nada parece anunciarlo y sería más bien
un hecho azaroso, pero es como si necesitáramos esos momentos de maravilla. Precisamos recordar el mundo que perdemos todos los días en las actividades cotidianas.
En una noche, con los detalles corrientes, el material cotidiano para
olvidarla, Kawabata, en El sonido de la montaña, narra ese encuentro. Shingo, el protagonista, sólo espera la llegada del sueño para poder descansar.
Deja fluir su atención, quizá procurando cansarse con el estudio de los detalles. La luna brilla, lo que le permite reconocer la suciedad en una prenda
que cuelga afuera. Le llega del jardín el chirrido de los insectos. Encuentra
áspero el sonido, piensa que no pueden ser sino las cigarras. Se pregunta si
Alma es un caso donde se lanza una palabra al viento e, incapaz de morir, repercute en
el tiempo, donde las generaciones la van modelando, ajustando a las exigencias de su época;
así, del latín anima, que primero significó soplo, después fue principio vital y luego alma;
de un aliento pasó a ser casi una presencia.
2
Metafísica, libro primero.
1
155
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RAFAEL MENDOZA
ellas sufrirán también de pesadillas. Aunque apenas había comenzado agosto, los insectos de otoño ya estaban ahí cantando. Es una noche acentuada
por los sonidos, como si estuvieran separados en espacios donde actúan con
completo dominio de su pureza. Shingo escucha incluso el goteo del rocío
de una hoja en otra. En esa contemplación escucha algo no esperado: la
montaña. Primero titubea, podría ser el aire, pero ni una hoja se mueve. Luego se pregunta si pudo haber sido el mar. No, él conoce su sonido y éste es
diferente. Se trata de la montaña: “Era como un viento lejano —reconoce—,
pero con la profundidad de algo que retumba dentro de la tierra.”
Shingo sospecha que podría tratarse de un zumbido en los oídos, así
que sacude la cabeza. El sonido se interrumpe y siente miedo. Lo sacude
un escalofrío, como un anuncio de que la muerte se aproxima. Busca en sí una
explicación, una experiencia que lo ayude a reconocer lo ocurrido. Le queda la certeza de que ha escuchado la montaña. Busca en su interior, todavía
con el miedo, con el vértigo de la montaña y de la muerte.
Se adormece, luego, en la blandura de la marcha natural de las cosas.
Una parte suya seguirá estremeciéndose y cayendo, reverente, ante el portento de la naturaleza y la llegada del fin. Sin embargo, caído y débil, hace
posesión suya la impensada voz de la montaña y la espaciosa muerte: es parte de la naturaleza humana estar ante la inmensidad y no ser menos, le revela el asombro.
Como en la escena que describe Kawabata, en torno nuestro todo está
abierto, dispuesto para la contemplación. Hay docilidad y, en consecuencia,
ensueño, pero también, como comprobó Shingo, un mensaje para alguien
cuya forma de ver es diferente. En cierto punto, los ojos encuentran algo que
sólo ellos saben apreciar. El lenguaje propio entra entonces en contacto con
lo que habría de dialogar. Si ya es natural la intimidad del mundo con las
personas, dado que cada uno de nosotros posee su trama de los días, aún
hay momentos en los que esa intimidad se acentúa. Puede deberse a una montaña o a un sencillo elemento. Tenemos la fortuna de hallar en cada cosa
un camino para contar las constelaciones o los átomos. Einstein recuerda que,
cuando niño, por más que movía una brújula su aguja no dejaba de indicar
la misma dirección. Respondía, por tanto, a una demanda oculta; había un
mundo más allá. Este descubrimiento lo hizo temblar y sentir escalofrío. Lo
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EL ASOMBRO
hacía soñar, le enseñaba que había un orden discernible por la mente, un
orden que revela y al cual se accede a través de la perplejidad.
En Atenas, Platón encontró a Sócrates. Se dice que el maestro lo había
visto llegar en un sueño, en el que se sumaba a los demás discípulos. Por
aquella época, Platón estaba aplicado a la poesía, pero bastó que, en una
sola ocasión, escuchara las palabras del filósofo para quemar sus ensayos y
siguiera a ese hombre que lo ganaba con su lucidez y su elocuencia.
El ser humano, pues, está en marcha, renovando con nuevos recuerdos
sus impresiones, su melancolía o su dicha, está en la corriente de la vida
para la que no tiene carta: sólo las estrellas, vientos y norte. Presiente, o sabe,
que dicha corriente no es pobre, nunca está terminada, que aun la muerte
se debilita cuando recibe la provocación del misterio o con la presunción
del polvo que somos y que se yergue incansablemente en nuevos ciclos. No
espera, sin embargo, encontrar al maestro en una plaza o las fuerzas invisibles del mundo en un pequeño instrumento. Le es dado al hombre ser más
abundante por aquellas cosas que no espera, porque no sólo descubre que
el mundo es más vasto sino que él también es mayor.
Para definir ese momento se usa la palabra asombro, surgida, según
señala J. Corominas, en el siglo XIV, de “espantarse las caballerías por la
aparición de una sombra”. De súbito las cabalgaduras se excitaban, amenazadas por manchas en torno al camino. Podían ser los juegos de las enramadas con el paso de la luz, el rumor del enemigo que vive en todos los vientos
y las hojas cambiantes; en general se trataba del día de siempre, accidentado por sus ficciones. La caballería sin embargo seguía en guardia, incapaz de
resolver esas formas volátiles hasta que terminaba la jornada, pero el apremio de la sombra era el mismo que el de la mañana. Ese momento de tensión
es el que hereda la palabra. De alguna forma ya intuido por los primeros
nominadores, quienes formaron sombra de umbrío y de sol, pues son conceptos que se acoplan constantemente: la sombra busca sin cesar la frescura de la luz. Asombro, ahora, no es sólo experimentar espanto sino sentirnos
desbandados por el encuentro de algo que nos supera. La parte nuestra que
esclarece, que discierne, queda tirante. Al cubrirnos de asombro, la luz que
de alguna forma somos queda eclipsada. Así ha de ser, pues a la claridad
se le opone la penumbra. Sería un hecho palpable, una nota corriente en el
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RAFAEL MENDOZA
orden de nuestro lenguaje solar,3 salvo que en este caso participe otra figura mediante la cual al valor sensible
por excelencia, con el que contamos
(el sol, la luz), opongamos la oscuridad, la duda, para enardecer más esa
luz. Un concepto se alimenta con la
corriente de otro. El asombro es a
la vez un encogimiento y una explosión. De ese eclipse surge finalmente un aliento, pues según observa Platón en su Teetetes: “La turbación es
un sentimiento propio del filósofo, y el primero que ha dicho que Iris (mensajera de los dioses, que lo sabe todo y representa la ciencia y la filosofía) era hija de Taumas (titán, del griego asombrarse), no explicó mal la
genealogía.”4
Demócrito apagó en aquel jardín sus ojos para que no lo distrajeran de
la comprensión del universo. Como la noche no cesa, tiene sus caminos: los
sueños y la quietud, su provocación y sus propias flores. En la oscuridad, si
no marchan los viajeros, lo hacen sus pensamientos. Esa corriente es la que
se filtra en el asombro, esa fecundidad. Entonces ignoramos, estamos ante
algo que nos rebasa y por ello nos apasiona. Luego descubrimos que es la ceguera primigenia al abrir los ojos, la ceguera de ver por primera vez el mundo.
Borges, en “Historia del guerrero y de la cautiva”, recuerda la inspiración de Droctulft por la que al encontrarse con Rávena, en el asedio a esa
ciudad, decide abandonar a los suyos y defender el sitio que ataca. Borges
intuye en esa decisión la comprensión súbita de una inteligencia inmortal,
de que el orden de la ciudad valía más que sus dioses, la fe jurada y todas
las ciénegas de su Alemania. Al final del texto identifica un ímpetu secreto,
Emerson nota que las palabras son signos de fenómenos naturales, que la creación exterior nos da un lenguaje para las entidades y transformaciones de la creación interior. Por
la irradiación de las palabras, que es una forma de poblar el mundo, se habla de un lenguaje
solar.
4
Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate. Los paréntesis son de la edición.
3
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EL ASOMBRO
“más hondo que la razón”, el cual Droctulft acata sin que hubiera sabido
explicar. Acaso por ese mismo afán, Borges, de niño, se veía arrastrado hacia las jaulas de los tigres en el zoológico. Empezaba a entrar en el vasto número de las cosas a través de la evidencia de esas criaturas hipnóticas. Las
calles y su casa, las ciudades y las personas, se justificaban porque esos animales caminaban entre ellos. Se pasaba el tiempo ahí y era difícil desprenderlo porque todo lo demás era accesorio, mientras que él reconocía lo esencial.
Desde aquel tiempo llevó el animal como signo, lo convocaba en su escritura con felicidad, como se hace con los buenos recuerdos. Encontró (le
concedió ese saber a sus personajes) que en el asombro las cosas no llegan
a consumirse y, al mismo tiempo, nosotros seguimos en esa sacudida, sigue
revolviéndonos eso “más hondo que la razón”, y al no cesar el tigre tampoco cesaremos nosotros. Entonces también somos universales.
Prosigue ese trabajo dichoso mediante el cual recuperaba su animal en
estos versos:
Un tercer tigre buscaremos. Éste
Será como los otros una forma
De mi sueño, un sistema de palabras
Humanas y no el tigre vertebrado
Que, más allá de las mitologías,
Pisa la tierra. Bien lo sé, pero algo
Me impone esta aventura indefinida.
Insensata y antigua, y persevero
En buscar por el tiempo de la tarde
El otro tigre, el que no está en el verso.
Arquímedes fue alguien que conservó ese estado, ese fervor, a lo largo
de su vida y ni siquiera lo perdió ante la inminencia de la muerte. No paraba nunca. Era común que sus criados lo llevaran a los baños contra su voluntad para lavarlo, pues él no quería separarse de sus figuras geométricas
e incluso entonces dibujaba sobre las cenizas y en su cuerpo. En medio de
las batallas continuaba con sus ejercicios, más urgido por la resolución de los
problemas que se planteaba que por el espectáculo de la sangre o el destino
de la batalla. Así lo iba a encontrar un soldado del ejército enemigo. Ante
la espada, sólo atinó a pedir tiempo para encontrar la solución. Pero no obtuvo
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RAFAEL MENDOZA
el descanso de la respuesta. Quizás eso lo entristeció, quizás entendió que a
cada hombre sólo le están destinados un contado número de cuestionamientos y su alegre rendición, o tal vez encontró pobre el final y prefirió seguir
entregado a esas dimensiones más habituales, más felices.
Al contar las arenas del universo, según lo conocían en ese tiempo (entonces mínimo, apenas compuesto por el sol y algunos planetas), Arquímedes le demostró a sus compatriotas la posibilidad de contar con números
inmensos, algo a lo que le tenían horror. El matemático superaba un temor
para alcanzar una dimensión más alta a la que accede el pensamiento, avanzaba como si fuera cegado, llevado por el deslumbramiento de su ciencia.
Wittgenstein, tras conocer el trabajo de Bertrand Rusell, Principia mathematica, decidió abandonar la carrera de ingeniero aeronáutico para dedicarse
a la filosofía. Según sus ideas, lo que habría hecho Arquímedes, lo que él
mismo encontró en el trabajo de Rusell, fueron términos diferentes, fue una
fuerza renovadora, algo vital y concluyente. La duda, el temor, eran superados. Quedaba la revelación. En términos del filósofo alemán, ocurre que quien
vive en el asombro se expresa en términos de asombro. La expansión de este estado se integra al lenguaje mediante el cual se transmite y, por lo tanto,
se comunica, se contagia. Cuando algo ocurre en la persona, también está
ocurriendo en aquello que realiza. Las palabras tienen el don del que las
usa. Algo como lo que pudo escuchar Max Planck para decidir dedicarse a
la Física.
En una clase, en vez de recibir una definición mecánica, escuchó la
historia de un albañil que se fatigaba bajo el peso de una gran piedra, la cual
subía a la parte alta de una casa. El profesor explicaba que la energía usada
no desaparecía. Llegará un día, anunciaba, en que la piedra se soltará y
caerá sobre la cabeza de alguien. El joven Planck quedó maravillado al escuchar esto. Podía vislumbrar el futuro de la piedra y la fragilidad de la ley
que la sostenía. Entre la variabilidad y el desorden cabía la posibilidad de que
el pensamiento humano encontrara armonía, estableciera leyes. Decidió dedicarse a la física. Más adelante iba a ser precursor de la teoría cuántica. El
mundo, encontró, no es inconmovible porque al observarlo influimos en él.
No podemos ser simples espectadores. En lo profundo, el mundo sería una
respuesta según el observador. Notaba que la presencia es una pieza de un
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EL ASOMBRO
aparato que está dibujando incesantemente el instante. A través de esa
dinámica, Planck adivinó en la historia de la piedra su identidad. Él no
sólo era testigo, también construía con
la ignorancia de su futura profesión
el momento; necesitaba, para encauzar el rumbo de sus años posteriores,
que esa piedra suspendida fuera relevante. El asombro sería una necesidad vital para expandir los límites de
la experiencia. Necesitamos que el mundo relumbre, precisamos concebirlo
como mayor. Según Daniel Kahneman,
desde la psicología: “Un aspecto esencial de nuestra vida mental es la capacidad para la sorpresa, y la sorpresa
misma es el indicador más sensible de
nuestro modo de entender el mundo
y de lo que de él esperamos.”5
Con esa aplicación los niños van
conociendo todo, están indefensos ante
las cosas para que entren en ellos y, en buena medida, para sentirse inspirados. Para ellos es vital la dilatada contemplación de los objetos, el viento
entre las cortinas no es sólo una tela en movimiento, es eso y más, algo que
no comprenden y los intriga y los hace buscar. Algo les dice cosas, algo huidizo que expande los límites de lo que encuentran: una poesía, un aspecto
natural por el que ellos se inscriben en el mundo y por el que lo aprenden
a descifrar. Gracias a esa poesía en la inmensidad de las tormentas los
primeros hombres no sólo vieron el fuego de los relámpagos y las formas
desbordantes de las nubes, encontraron el infinito, a Dios, y los temieron y
se hicieron acompañar por ellos. Dice Aristóteles, en su Metafísica, que el
5
Pensar rápido, pensar despacio, p. 100.
161
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RAFAEL MENDOZA
asombro es el inicio de la Filosofía, quizá trémulo por la fuerza con que el
hombre conoce y dilata el mundo con sus ojos inquietos y su saber de las
cosas. Las ciencias en sus avances llegan a nuevos estados para los que deben adaptarse las antiguas formas de concepción de la realidad. Luego de
alcanzado un punto, se generan las condiciones para otro, y al prepararse
para un avance se configura una nueva perplejidad. Descubrir parece una
forma de creación. Por eso de alguna forma sentimos que en el acto de conocer de los niños hay algo venerable, de una calidad que contagia, encontramos en ellos una felicidad, a un colaborador. Con ellos recordamos las
capacidades del asombro, la dicha de encontrar infinitamente el mundo. Octavio Paz dice de la lectura, como si también describiera nuestra mirada atenta, que “La lectura es libertad y el lector, al leer, reinventa aquello mismo
que lee; participa así en la creación universal.”6 Por su parte, Einstein encontró que los cambios transformadores se dan a través de la energía, de la
luz. Y sor Juana: “Sílabas las estrellas compongan.” Sentimos que no es vana
la labor de las personas de hacer crecer el universo hacia las insondables
profundidades de su interior, de su corazón, de su polvo.
6
162
Octavio Paz, Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe,
2012.
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La vigilia de la aldea
Los tantos nosotros
L UIS V ICENTE
DE
A GUINAGA
Luis Armenta Malpica, Envés del agua, prólogo de Luis Alberto Arellano, Secretaría de
Cultura de Jalisco, col. Clásicos Jaliscienses, Guadalajara, 2012, 249 p.
En la colección Clásicos Jaliscienses han
aparecido antologías y compilaciones de
Paula Alcocer, Carmen Villoro, Ricardo
Yáñez, Raúl Bañuelos y Jorge Esquinca, entre otros poetas. Tratándose, como se trata, de libros de considerable
grosor, formato generoso y encuadernación de pastas duras, amén de una fotografía del autor y un prólogo que sitúa
la obra en el contexto que le corresponde, lo normal es pensar que la más reciente publicación de Luis Armenta Malpica
—aparecida en esta misma colección—
es cualquiera de las dos cosas: un extracto selectivo de libros ya publicados
o una reedición integral de poemarios
anteriores. Envés del agua, sin embargo, no es antología ni compilación: es un
libro extenso, ambicioso y original, algunos de cuyos apartados (tres de un total
de seis) ya se habían editado antes como
poemarios autónomos.
Terramar (1999), Cuerpo+después (2010)
y Götterdämmerung (2011) son los poemarios antes referidos que ahora, en En-
vés del agua, constituyen los apartados
cuarto, tercero y primero, respectivamente. Una lectura minuciosa revelaría, sin
duda, en qué han sido alterados, corregidos o acortados para cumplir con este nuevo destino. Valga decir, por ahora,
que los tres convienen a la perfección
al plan general del volumen, que intentaré describir a grandes rasgos.
Los lectores atentos de Armenta Malpica verán en Envés del agua una suerte de quintaesencia de casi veinte años
de creación poética. Con todo, Luis Alberto Arellano destaca en el prólogo tres
novedades o, en sus palabras, “tres temáticas no tratadas antes” por el autor
de Voluntad de la luz, a saber: el paralelismo entre mortalidad y pérdida de la
vista, el deseo corporal entendido como
vía de purificación y la reelaboración de
ciertos mitos judeocristianos, en particular aquellos asociados a la creación de
la pareja humana y la expulsión del Paraíso. Convengo en el primer punto y me
atrevo a disentir en el resto: lejos de apa163
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recer hoy como novedades en la poesía
de Armenta Malpica, el replanteamiento
del génesis bíblico y la especial atención
espiritual depositada en la consumación
erótica son rasgos distintivos de Armenta Malpica desde los tiempos de su primer
libro publicado, es decir: desde 1996.
Arellano acierta, como he dicho, al
subrayar la importancia de un tema, el
de la debilidad visual progresiva, ya colindante con la ceguera, en Envés del
agua. Se trata, sin ir más lejos, del tema principal de Götterdämmerung, primer capítulo del volumen. El dios cuyo
declive o crepúsculo se anuncia en el
título de la sección, con reminiscencias
de Wagner y Visconti, es el padre del
poeta, y la pérdida gradual de la visión
aparece como símbolo de una muerte
siempre inminente. Cabe decir, pues,
que Armenta Malpica incrusta el tema
de la ceguera parcial dentro de otro tema más amplio, el de la enfermedad y
agonía del padre (“No se ha muerto mi
padre / pero casi”), asignándole una función específica en su propia novela familiar, para decirlo con Freud. El poeta
se va quedando ciego a medida que toma conciencia de la enfermedad y agonía
del padre, dios falible por definición,
víctima de “sus costumbres / tan dulces
y dañinas”. Y si bien la luz es una metáfora bastante común de la vida, en este caso la inminencia de la propia ceguera
es metáfora de la inminencia de la muerte ajena.
En el párrafo anterior eché mano de
la noción psicoanalítica de novela fami164
liar. Mi propósito, desde luego, es más
hermenéutico que terapéutico, y en realidad estoy dispuesto a canjear de inmediato ese concepto por el de mitología
familiar. Armenta, en efecto, ha creado
(y, por lo que puede conjeturarse, seguirá creando) una mitología familiar
en el sentido más estricto de la palabra: una mitología que atañe a padres,
abuelos y hermanos, dotada de un dios
y un génesis propios, con héroes y demonios, con leyes y transgresiones, con
ciudades por fundar y territorios ancestrales. Sólo en otro poeta de su generación creo percibir un empeño parecido
por elaborar esta clase de memoria cosmogónica. Me refiero a Jorge Fernández
Granados. Pero en Fernández Granados
el espíritu clásico prevalece tanto como
en Armenta predomina el espíritu vanguardista. Esta diferencia conduce a temperamentos de signo muy diverso: grosso
modo, Fernández Granados parece un
hombre grave y un tanto melancólico,
mientras que Armenta Malpica se deja
guiar (incluso en los momentos de mayor circunspección) por cierto instinto
de innovación verbal, juego y desmontaje lingüístico. No digo, por supuesto,
que la poesía de Armenta Malpica sea
humorística, pero sí anoto que su espíritu corresponde al scherzo más que al
maestoso. Con frecuencia, por ejemplo,
Armenta Malpica recurre a neologismos
y experimentaciones tipográficas que a
veces lo acercan a Girondo, a veces a Vallejo, a veces a Montes de Oca y a veces
a los neobarrocos del Río de la Plata.
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LA VIGILIA DE LA ALDEA
Me importa señalar que la mitología
de Armenta Malpica tiene un fuerte trasfondo de religión telúrica. Es acaso en
“Ascendencia —o de la unción de la
serpiente”, poema central del apartado Última luz, donde los ecos del más
antiguo de todos los cultos (la devoción
de la madre Tierra) se alcanzan a oír
con mayor nitidez. “El mundo es más
viejo que Dios”, afirma el poeta. Después añade: “No hay dioses en el campo. Permanece la tierra, la madre, la
gruta que siempre nos aguarda y resarce la sangre.” Y, por si quedaran dudas,
narra: “Hubo un tiempo en que la tierra
no conoció más que diosas, una diosa:
era el sol, la madera, era la mar. Y
ante la diosa, los dioses y los hombres
se postraron.” En otras palabras, la crisis de la religión patriarcal, manifiesta
en la enfermedad y agonía del padre,
se resuelve en Envés del agua retrocediendo hacia la omnímoda y arcaica protección de la diosa original.
En este sentido, es la sección final del
volumen, titulada Papiro de Derveni, la
que completa y redondea el sentido del
conjunto. El título del apartado es el mismo que se dio hace medio siglo a unos
antiguos fragmentos de papiro encontrados en una excavación en las inmediaciones de Salónica. El papiro de Derveni
contiene un comentario griego a ciertos
himnos órficos y es el manuscrito más
antiguo de la historia europea. En el poemario de Armenta Malpica, la secuencia
que lleva ese título, Papiro de Derveni,
es, por así decirlo, la más neobarroca o
neobarrosa del conjunto, al grado que
parece compuesta bajo la tutela de Néstor Perlongher. Orfismo y neobarroco
se alían, así, al terminar Envés del agua,
y lo que tiene lugar es mucho más que
un mero encuentro de lo antiguo con lo
moderno. Sucede más bien que, al concluir la lectura, se tiene la convicción de
que a lo largo del volumen se han visto
las caras el individuo y la muchedumbre, ancestros y descendientes, largas
palabras misteriosas y sílabas dispersas,
y que por encima de todo han comparecido, como se puede leer en algún
texto, “el tú de nuestra infancia / y los
tantos nosotros de este cuerpo que miro”.
Una sinfonía de Bruckner
H ÉCTOR M. S ÁNCHEZ
Malva Flores, Aparece un instante, nevermore,
Bonobos / UNAM, México, 2012, 80 p.
1
Más o menos temprano en la historia de
la música, los compositores descubrieron que la variedad es un poderoso elemento estético; así, comenzaron a buscar
lo uno a través de lo múltiple, con lo que
dieron pie a las estructuras armónicas;
poco después, idearon piezas compuestas por diversos tempi, cada uno de los
cuales recibió el nombre de movimiento
165
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(o danza, en el caso de las suites). Bach,
por ejemplo, conjunta la variedad armónica con la rítmica en sus concerti grossi,
obras tripartitas cuyo primer y último movimiento presentan una tonalidad mayor
y un tempo relativamente acelerado, mientras que el movimiento intermedio se
rige más bien por un tono menor y por
un tempo despacioso. O bien, por el contrario, hallamos en los concerti grossi dos
tempi lentos inicial y final en tono menor
y uno intermedio rápido y en tono mayor.
Más adelante, Haydn, considerado “el
padre de la sinfonía”, utiliza la estructura del concerto grosso para convertirla en una pieza orquestal con cuatro
movimientos: la sinfonía moderna. Mozart, Beethoven y Brahms continuarán
desarrollando esta forma hasta que, con
Bruckner, alcanza su máximo esplendor, por lo menos en el sentido tradicional de la palabra sinfonía. Y es que
las obras de Bruckner tienen un sentido
colosal, no sólo por su larga duración
(cercana a los noventa minutos), sino por
la complejidad armónica, tímbrica, rítmica y melódica con la que cada movimiento
está escrito; Bruckner es el compositor
de las sinfonías totales : en ellas, la experiencia estética se va construyendo a sí
misma poco a poco, profundizándose en
cada recoveco, para alcanzar, en un punto determinado, la plenitud espiritual,
como un bosque en movimiento.
2
Si hemos iniciado con estas reflexiones
166
sobre música es porque el libro que vamos a comentar (Aparece un instante,
nevermore, de Malva Flores) ha generado en nosotros una vivencia análoga a
la que experimentamos en la audición de
algunas de las sinfonías de Bruckner.
Esto, por dos razones fundamentales:
en primer lugar, porque se trata de una
obra compleja estructurada sinfónicamente : diversos “movimientos”, poseedores de distintas tonalidades, timbres
y tempi, se conjuntan en un todo acompasado, bien ensamblado, para dar pie
a un solo movimiento interior: una ola
con sus crescendi y diminuendi que viene a desembocar en un solo y genial
acorde unitivo. En segundo lugar, porque este movimiento, a causa de su fuerza interior misma, adquiere un carácter
estético total, como en Bruckner. Queremos precisar esto último mediante el
comentario analítico de las distintas partes o movimientos sinfónicos que integran Aparece un instante, nevermore…
El texto comienza con un “Preámbulo forzoso” que, al igual que el comienzo de una sinfonía, nos expone el
tema principal y sus primeras variaciones, pero todavía de forma precaria.
Así, Malva abre el “Préambulo” con
una frase de Pound que, en nuestra
lectura, es justo la que le da el sentido
integrador al poema: “Make it new /
dijo Pound.” Más adelante, la autora
pone en práctica un tono ligeramente
humorístico que, aunque logra su cometido de provocarnos una afable sonrisa, se queda como una simple potentia
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LA VIGILIA DE LA ALDEA
que no se desarrolla más a lo largo de
la obra:
y hoy la muchacha del mohín fruncido
en el cibercafé
habla con la jactancia de quien
jamás salió de su colonia
y está al tanto de todo
(...)
Ya no hay new
hay news
y sí:
les falta anís,
dice el yo poético, bromeando con
el tema de la fugacidad. Se trata, pues,
de un inicio tentativo que será abandonado para dar pie a otra línea poética.
Ésta comienza en el canto I de la sección “Tropo”, cuerpo central del poema, y se extiende hasta el canto V, con
lo que constituye el allegro, ma non troppo de esta sinfonía. La tonalidad que
predomina aquí es la de si mayor : una
diafanidad no plena, sino un tanto lúgubre y nostálgica, sin que por ello alcance un sentido elegiaco; es la felicidad de
la niñez y el disfrute de la naturaleza que
se saben constantemente amenazados por
el re bemol de lo trágico que aparece en
su estructura misma. Así nos lo da a entender el epígrafe mismo del canto I, en
el que vida y muerte interactúan entre
sí sin solución de continuidad:
Por tu plateada orilla de eucaliptos
salta el pez volador llamado alondra,
mas yo estoy en la noche de tu fondo
desvelado en la cuenta de mis muertos.
Gilberto Owen
El tempo va construyendo aquí una
imagen de la naturaleza (río, piedras,
viento), pero una imagen oscura y melancólica, que añora el tiempo perdido:
Nadie nos dijo
nunca
que eso era el amor
y hoy lo adivino al otro lado del río
brillando aún
—en esa luz.
Idílica, sí, pero sólo por algunos instantes:
Corro en la magnitud del día
y ya es de oro
el sol
en la ribera del río.
Lo que impera, más bien, es un desencanto mesurado:
Quiero alcanzar al ángel
Con los ojos
(…)
Pero el ángel se aleja
abandona
la orilla lentamente.
Esta contradicción emocional entre lo
luminoso y lo terrible termina por explotar a favor del segundo elemento en
el canto VI, “Diario ambulatorio”, que
constituye el adagio fúnebre de la obra.
Justo cuando todo parecía estar en completo orden:
LUNES
Con los ojos sumidos en cadencias
del agua
—en la verberación de todo
167
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lo que murmura el río
nada perturba el gozo del sol en la ribera
salvo un ave
de brevísimas alas.
La muerte, hasta ahora sólo presencia
virtual, hace su aparición irremisible:*
“Ha venido a decirme que te estás muriendo / y no hay salvoconducto que me
lleve / hasta ti.”
Durante el resto del canto, las imágenes de la naturaleza serán desplazadas por las de la ciudad y sus aparatos
burocráticos, símbolos en este contexto de la deshumanización y la oscuridad:
“Pase o carnet”
repite oblicuamente
el centinela
por cuyas venas corren piedras negras
de tedio
(…)
—Y somos tantos.
Filas de carne ordenada
por un dolor sin habla
que sólo tiene ojos.
(…)
La ciudad es un inmenso charco
de aguas pardas
como un charco de bilis
es tu cuerpo
y no entiendo por qué.
* Este brutal cambio de tono nos recuerda en demasía al Orfeo, de Monteverdi, en el
que el anuncio de la muerte de Eurídice por
parte de la mensajera constituye el parteaguas
melódico, armónico, tímbrico y rítmico de
la ópera.
168
En seguida principia el scherzo del
poema, el cual, como todo scherzo, se
compone de dos partes contrastadas:
una que se despliega en los cantos VII
y VIII, y la cual podemos denominar
“la calma antes de la tormenta” (largo
ralentando), y otra que se ubica en el
canto IX y que constituye la liberación
absoluta de las fuerzas del caos (allegro troppo). La primera parte abre con
una estrofa que marca el retorno a la
naturaleza, pero un retorno ya completamente desencantado:
De nuevo frente al río
sin Dánae
sin Nilo
sólo el hilo poderoso
del agua donde viene a lavar
su piedra el ángel mitigado.
El tono del poema se mantiene en
esta calma tensa (ralentando) hasta los
últimos versos del canto VIII, que ya
presagian la tormenta:
Hoy me miro en el río
que tan pausadamente ha perdido
su sombra
porque las nubes borran
el oro del afluente
y el horizonte es nudo
—maraña de las nubes
velando la nitidez del agua.
El allegro troppo del scherzo da inicio con esta estrofa:
Como si fuera brizna
como semilla arrojada
al torrente por el pico
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LA VIGILIA DE LA ALDEA
de un ave de gran envergadura
—alas
nubes
recorren la cañada
y se suelta la lluvia—
voy.
Y, al igual que el río con toda su
fuerza “va derribando troncos / vacas /
perros”, la voz torrencial del yo poético parece encontrar en el mantra la forma de liberarse de toda su culpa, su
furia y sus penas. Por ello, repite obstinadamente: “Me equivoqué . ” Aquí el
poema alcanza su acorde más pleno:
todo el desarrollo que se ha venido acumulando se concentra en este par de
puntos, de gran intensidad poética:
Me equivoqué
de río
de hora
y es de agua
la cortina sin aire
que se hincha.
(…)
Sin la red
de una sílaba
caigo
en la ciega corriente.
Una vez realizada la catarsis, el texto vuelve a su cauce en el “Epílogo”,
movimiento final en tempo lentissimo
que representa la calma después de la
devastación. Mediante el uso de las comillas en “Acuse de recibo”, primera
parte del epílogo, la autora nos indica
que le ha cedido la voz poética a otro
personaje, el cual le aconseja:
“Tira
la flor
de encantamiento
—esa
la veleidosa—
la roja flor
de la historia personal.
Después del dolor, parece llegar la
aceptación. Por ello, los últimos versos
del poema, nuevamente en boca de otros
personajes, poseen un carácter sumamente apacible, contemplativo: es la existencia que se manifiesta en sí, tal como
es, diría Heidegger hablando de la revelación poética:
Las cosas están siempre en su lugar
me dice Adolfo:
el columpio en la higuera
la naranja en su cesta
y el fulgor en las alas
del manzano.
Make it new
dijo Pound:
Oigo crecer
la selva a ras del tragaluz
Y recomienzo.
El director de orquesta ha leído el
último compás del pentagrama y comienza ya a bajar la batuta. Ha terminado
la sinfonía. Es hora de los aplausos.
3
Malva Flores consigue toda esta construcción poética gracias a un verso corto
(ocho sílabas en promedio) y a un periodo enunciativo simple, elementos que lo169
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gran traducirse en este caso en una gran
intensidad semántica y sintáctica. El
poema tiene las palabras precisas, ni una
más ni una menos. Fonéticamente, el
verso está tan bien trabajado que Malva
puede prescindir casi por completo de
las comas: un corte en el lugar exacto
sustituye la función prosódica de dicho
signo de puntuación y, por añadidura,
genera un ritmo fluido y sumamente deleitable. Hay que destacar asimismo el
excelente uso del guión largo, recurso
del que la autora echa mano en varias
ocasiones y que le produce un beneficio
prosódico múltiple: por una parte, el periodo enunciativo conserva su simplicidad diáfana y, por otra, no se destruye
totalmente el ritmo sintáctico del mismo,
como sí lo podrían hacer un punto o un
punto y coma. Sólo a Nietzsche le habíamos visto un manejo tan adecuado
del guión largo.
Lo que no nos gusta del poema es
su título. En sí mismo, es verdad, constituye un verso decasílabo armonioso y
sugestivo: Aparece un instante, nevermore. Sin embargo, no concentra el
sentido estético de la obra, como sí lo
hace la cita de Pound colocada justo al
principio y al final de la misma: Make
it new. Esta cita, que bien pudo haberle
dado título al texto, además de poseer
el valor estético-estructural ya señalado,
concentra en sí la idea de renovación
cíclica que caracteriza estéticamente al
poema y que contribuye en buena medida a darle la forma sinfónica total,
unitaria, que en él hemos descubierto.
170
De cualquier manera, por todo lo que hemos apuntado, el libro nos ha parecido grandioso.
Los estigmas y la tormenta
G REGORIO C ERVANTES M EJÍA
Federico Vite, Parábola de la cizaña,
Universidad Autónoma Metropolitana,
México, 2012, 104 p.
En aquel tiempo, Jesús dejó a la gente
y se fue a casa. Los discípulos se le
acercaron a decirle: Acláranos la parábola de la cizaña en el campo. Él les
contestó: El que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre; el campo
es el mundo; la buena semilla son los
ciudadanos del Reino; la cizaña son
los partidarios del Maligno; el enemigo
que la siembra es el diablo; la cosecha
es el fin del tiempo, y los segadores
los ángeles. Lo mismo que se arranca
la cizaña y se quema, así será el fin del
tiempo: el Hijo del Hombre enviará a
sus ángeles, y arrancarán de su Reino
a todos los corruptores y malvados y
los arrojarán al horno encendido; allí
será el llanto y el rechinar de dientes.
Entonces los justos brillarán como el sol
en el Reino de su Padre. El que tenga
oídos, que oiga.
Mateo 13, 36-43
Según la tradición cristiana, Francisco de
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LA VIGILIA DE LA ALDEA
Asís fue el primero en recibir los estigmas en sus manos, como señal de su
unión con Cristo. Las marcas aparecieron en los mismos sitios del cuerpo donde, de acuerdo con los evangelios, Jesús
fue herido. Además del de Francisco,
el catolicismo apenas ha reconocido como auténticos un puñado de casos, pero
el tema parece haber sido visitado con
más frecuencia por el cine de suspenso.
Parábola de la cizaña, de Federico
Vite (1975), retoma este motivo para construir la historia de Xavier, un ladronzuelo que recibe tales marcas en sus
manos y su frente a la par que se intensifican las voces que le ordenan alimentar a una jauría de perros y anunciar
un cataclismo, voces que él atribuye a un
origen divino, pero que siempre oscilan
entre la sacralidad y la locura.
Justamente, el primer capítulo de la
novela abre estas dos posibilidades: “Al
ver los estigmas en la mano y en la frente, cualquiera de los ahí reunidos hubiera pensado que ese cuerpo fue la
geografía de una batalla entre dos misterios que se impactaron sin tregua: la
demencia y la fe.”
Xavier no es precisamente un hombre
de fe, si bien descubrimos que las voces —que el narrador atribuye a Tomás
de Aquino— vienen de un pasado más
lejano al comienzo de la historia. Albañil que, en compañía de Luis, aspira a
dar un gran golpe, la existencia de Xavier
transcurre entre el consumo de droga y
el deseo por Karla, la mujer que comparte con su compañero de correrías.
Todas estas circunstancias son descubiertas por el lector a manera de recuento, porque Federico Vite lo instala,
desde la primera página, en la conclusión de la historia: el momento en que
Xavier muere decapitado por una lámina desprendida durante una tormenta.
Su cuerpo mutilado a mitad del patio de
la prisión es, a la vez, el cierre de la
historia y la imagen inicial para que el
lector, en una especie de rebobinado,
recorra los acontecimientos precedentes.
De esta manera, Parábola de la cizaña
parece hacer uso de estrategias narrativas ya presentes en “Viaje a la semilla”,
de Alejo Carpentier, al narrar los acontecimientos en sentido inverso al desarrollo natural de las acciones, o de Rayuela,
de Cortázar, al dejar abierta la posibilidad de más de una secuencia de lectura.
Y tal vez en este juego es donde se
encuentre el sentido del título de la novela. Porque si bien, en primera instancia, “Parábola” remite a un relato con
una intención moral o edificante, también
alude a una curva simétrica respecto de
un eje que se traza alrededor de un solo foco. Pareciera que los acontecimientos narrados en la novela de Federico
Vite se ajustan más a la definición geométrica de la parábola: los acontecimientos, narrados en retrospectiva, abren y
cierran con la misma incertidumbre sobre la demencia y la fe anunciada en el
primer capítulo. Y es este conflicto, justamente, el que hace las veces de directriz de la parábola.
Vite apuesta por los capítulos breves,
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centrados en una sola escena, como si
la historia pretendiera ser contada a partir de una secuencia fotográfica donde
cada una de las piezas muestra los elementos esenciales para que el lector reconstruya los espacios faltantes.
Esto deriva en un lenguaje que busca la intensidad a partir de la síntesis.
Así, el primer capítulo comprime en ocho
líneas los elementos centrales de la historia: la estancia de Xavier en prisión,
la tormenta que se convertirá en el leitmotiv de la novela y, finalmente, el conflicto interno del protagonista que se
debate entre la fe y la locura.
La tormenta que acaba con la vida
de Xavier es el elemento que enlaza las
historias de los demás personajes quienes, a semejanza del protagonista, son
acuciados por señales y voces similares
que les advierten sobre la catástrofe o
sobre sus propios destinos. No hay uno
solo de los personajes de Parábola de la
cizaña que no se vea afectado, de una
manera u otra, por aquéllas.
Luis, el cómplice de Xavier, abre/cierra la cadena de señales en el último
capítulo de la novela: “—¿Crees en
Dios, parna? —pregunta Luis a Xavier,
quien observa con lujuria las piernas
de Karla, recostada en la cama, metros
atrás del sillón en el que Luis se dispone a consultar a sus espíritus—. ¿Dime
la verdad, crees en Dios?”
Pero estas mismas inquietudes sobre
la existencia y voluntad divinas, así como la inminencia del cataclismo, están
presentes en los demás personajes cuyas
172
vidas se conectan directa o accidentalmente con la de Xavier: el enano que
se vuelve confidente suyo en prisión y
que comparte los últimos instantes de
su vida; Francisco, el taxista asaltado
por Luis y quien sueña con reconstruir
su familia; Catalina, pareja del taxista,
que refiere aquel sueño premonitorio
sobre su muerte, la cual será ejecutada, tal como la vislumbró, por uno de
sus vecinos; el periodista que cree haber
encontrado una lógica oculta entre la
serie de acontecimientos violentos ocurridos durante los últimos días en la
ciudad y que planea un reportaje para
dar cuenta de ello.
De esta manera, Parábola de la cizaña se convierte también en una reunión
de personajes videntes, atormentados
por esos atisbos de futuro que no alcanzan a comprender y que obstruyen el
desarrollo de sus propios anhelos individuales: ninguno de los personajes conseguirá acercarse siquiera a esos sueños
que los sacarían de la marginalidad.
En este sentido, la novela ofrece una
mirada uniforme, sin contrastes. La llegada de la tormenta apocalíptica es inminente y nadie lo duda. El carácter de
castigo divino de ese fenómeno meteorológico es compartido también por cada
uno de los personajes: no hay, ni de lejos, alguna explicación diferente que permita dudar por un momento sobre las
aseveraciones de Xavier o de cualquiera de los personajes.
Incluso dentro de prisión, aunque Xavier es objeto de las burlas de los de-
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LA VIGILIA DE LA ALDEA
más presos, éstas se acallan con facilidad apenas empiezan a manifestarse las
primeras señales de la tormenta. Pareciera entonces que todo el mundo contenido en Parábola de la cizaña está
convencido de la inevitabilidad del fenómeno que vendrá a poner fin a lo que
conocen.
A poner fin y no a redimir, porque
la posibilidad de la redención parece
descartada desde el inicio mismo de la
novela. Aunque Xavier parece pretenderla y Luis, en las páginas finales, plantea la posibilidad de un castigo o un
arrepentimiento, éstos no tienen como
finalidad la transformación de la vida
de ningún personaje sino, en todo caso,
su término.
Dos personajes parecen ser los únicos que entrevén la posibilidad de transformar sus vidas: Francisco y Catalina
hacen planes, la víspera de la muerte
de ella, para viajar juntos a conocer a
la familia de él, para establecerse y formar una familia, pero el asesinato de
la mujer trunca esta posibilidad.
Incluso el primer capítulo, que narra el cierre de la historia, enfatiza esta
nulidad del sacrificio de Xavier: apenas
un cuerpo a mitad del patio inundado
de la prisión, bajo una tormenta que
no cesa y que, pese al tono apocalíptico con que se le anuncia a lo largo de
la novela, parece tener efectos únicamente en las vidas de los personajes
pues del entorno sólo sabemos generalidades: las calles y las casas inundadas,
los vehículos y los cuerpos arrastrados
por la inundación, pero ningún asomo
de otros sobrevivientes más allá de quienes, a lo largo de la novela, han sido
transmisores de las señales que vaticinaban el desastre.
Como si la tormenta y la consecuente inundación de la ciudad fueran tan
sólo el escenario indispensable para mostrar los conflictos individuales de los
personajes de la historia, quienes, en
menor grado que Xavier, por supuesto, se debaten todo el tiempo entre la
demencia y la fe.
Parábola de la cizaña, entonces, resulta más bien una exploración de las
luchas espirituales de los personajes que
el desarrollo de una trama apocalíptica
o una historia de suspenso religioso.
La visión completa de algo
incomprensible
Á NGEL O RTUÑO
Silvia Eugenia Castillero, En un laúd —la
catedral, Gobierno del Estado de México,
Toluca, 2012, 120 p.
“Poseedor del habla, poseído por ésta,
cuando la palabra eligió la tosquedad y
la flaqueza de la condición humana
como morada de su propia vida imperiosa, la persona humana se liberó del
gran silencio de la materia. O, para emplear la imagen de Ibsen, golpeado por
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el martillo, el mineral insensato se ha
puesto a cantar.” La cita proviene de “El
silencio y el poeta”, de George Steiner,
y sirve para acercarse a las premisas
compositivas de esta catedral que cabe
en un laúd o de él brota.
Cuando Steiner se refiere al mineral
como “insensato”, debemos entender
que lo define como “falto de razón o de
entendimiento” y que en esta falta se
origina su silencio. Tanto “laúd” como
“catedral” son sustantivos concretos, que
se refieren a cosas y no ideas; ambos,
a la vez, tienen que ver con el canto: un
instrumento musical y un recinto donde la música era empleada como un elemento para producir la alteración de los
sentidos conocida como éxtasis religioso. La persona humana —dice Steiner—
se libera del gran silencio de la materia
pero luego busca que la materia cante
y por eso la golpea con el martillo, es
decir, con las palabras.
El primer golpe del martillo nos es
asestado desde el título: En un laúd —la
catedral. La inversión desproporcionada que reduce la catedral a las mucho
menores dimensiones de un laúd. Un
instrumento musical dentro de un enorme edificio parecería, si acaso, el germen
de una anécdota; pero al distorsionar esta relación, el libro propone otro principio de operación: la sinécdoque, para
“designar un todo con el nombre de
una de sus partes”, una parte con la que
guarda no una relación estructural —no
se trata de un elemento arquitectónico—
sino que está mediada por otro recur174
so retórico, la sinestesia: esta catedral,
cuya percepción en tanto que espacio
y edificación debiera corresponder al
tacto y a la vista, comenzará a erigirse
en el oído, precisamente porque canta,
porque es cuando es cantada.
La primera serie de textos se presenta bajo la denominación de “Pórtico”.
Hasta aquí, la analogía entre el libro y
un edificio se plantea en los términos de
la descripción, que consiste en “Definir
imperfectamente algo, no por sus predicados esenciales, sino dando una idea
general de sus partes o propiedades”.
No se trata, entonces, de saber exactamente qué es una catedral (sus predicados esenciales), para eso están los
libros de arquitectura, de historia y de
arte sacro; la escritura poética de Silvia
Eugenia Castillero no aspira a suplantar
estos datos sino al empleo de volúmenes sonoros para construir sintácticamente esta idea general de partes o
propiedades, cuyo arco se tiende desde
los elementos estructurales arquitectónicos (columnas, capiteles, arcos, ventanas)
y los decorativos (imágenes pintadas,
imágenes de bulto, vitrales) hasta los
efectos conjuntos de todo esto sometido
a la incidencia de la luz y la música y
la resonancia de todo en quienes ahí
entren, tanto en la catedral como en el
libro.
Las imágenes, elemento esencial de
estos peculiares palacios de la memoria
que son las catedrales, oscilan entre su
papel como representación de una realidad superior, trascendente, y su ine-
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LA VIGILIA DE LA ALDEA
vitable sustrato pagano de objetos mágicos. Hay, por ejemplo, una virgen díscola, que ríe en medio del gran aparato
dogmático que pretende encarnar el solemne ornato: “Aperlada sobre madera
al centro / del altar, la virgen se mofa de
la historia, / entre uvas y velos sonríe /
voluptuosa, la ninfa, núbil / graciosa, lleva en sus manos / los rastros del amor,
en su reojo / desprecia las normas, abandona / de los ángeles su candorosa /
desnudez.”
Al cabo, está ahí precisamente porque desaparece: “En el altar / la única
estrella es el rastro de su paso, / una
sonrisa abanicándose / balancea su encanto.”
Algo virgen cristiana, algo gato de
Cheshire, esta imagen da la tónica del
doble funcionamiento que a lo largo
del libro tendrán los elementos iconográficos; de ahí que no sea extraño que
junto a vírgenes y ángeles haya también
diablos, fruto lo mismo de su necesario
papel de enemigo malo y de la fantasía
de esa mano popular que es el gran artesano multánime de las catedrales.
La siguiente sección, titulada “Vitrales”, tal vez amerite un rodeo. Una de
las características de los templos góticos radica en que los muros perdieron
sus limitaciones como elementos estructurales; es decir, la proliferación de
columnas como puntos de apoyo de la
estructura permitió que los muros se
adelgazaran sin que esto afectara la estabilidad del edificio: los templos ya no
eran fortalezas que debían resistir ase-
dios militares, sino un descomunal intento de ascender a los cielos a partir
de la burda materia. Estos muros levísimos pudieron llenarse de ventanas y,
las ventanas, de imágenes, de vitrales.
Así, la catedral emularía el cielo por el
esplendor de la luz. Los poemas que
integran esta sección logran el deslumbramiento —esta sorpresa de la luz a
raudales— por una vía de gran eficacia:
haciendo a un lado la interpretación de
simbología, los versos discurren por un
cauce aún más misterioso: los materiales de su elaboración:
BOSQUEJO
Los pliegues apenas se hunden en aceite
y el plomo blanquecino del cuerpo
de virgen amanece;
dentro de una gama de lienzos
—en el azul diurno de la seda—
el índigo se vuelve cauteloso
y relata el caso excepcional
del rojo soleado que cruzara la tela.
Intenso, de cochinilla y laca,
es azul sangrado y proviene de la alquimia:
la virgen es un bosquejo,
ficción del sulfato y la potasa.
Hecha de impurezas
con su falda sedosa de cianuro es inocua,
guarda su fórmula cosmética
en secreto como una historia sagrada.
La sección titulada “Nave principal”
reúne un conjunto de poemas cuya recurrencia a imágenes de materialidad
de la palabra (“sílabas de hierro”, “la
locura de la fe, sin gramáticas”, “un
derramamiento de vocales”) produce
una curiosa coincidencia con la identi175
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dad de un personaje dudoso cuyo nombre, más que designar a un individuo
específico, pareciera una especie de cábala fonética. Me refiero a Fulcanelli, el
autor de El misterio de las catedrales,
publicado en París, en 1929. Me refiero, también, a su peculiar disertación
etimológica sobre la palabra “gótico”:
“Para nosotros, arte gótico no es más
que una deformación ortográfica de la
palabra argótico, cuya homofonía es perfecta, de acuerdo con la ley fonética
que rige, en todas las lenguas y sin tener en cuenta la ortografía, la cábala
tradicional. La catedral es una obra de
art goth o de argot. Ahora bien, los diccionarios definen argot como ‘una lengua particular de todos los individuos
que tienen interés en comunicar sus pensamientos sin ser comprendidos por los
que les rodean’. Es, pues, una cábala
hablada.”
Sin comprometernos a aceptar como
disquisición filológica el anterior párrafo, sí podemos notar que en él se vale
de una figura retórica, la paronomasia
o el procedimiento de “colocar próximos en la frase dos vocablos semejantes en el sonido pero diferentes en el
significado”. Lo importante aquí es la
premisa de considerar la catedral como
un lenguaje particular. Ya había dicho
que la escritura poética no procura formular “los predicados esenciales” y, por
lo tanto, este libro no es una exégesis
de una catedral sino una catedral, surgida de la fugaz vibración en el aire de
las notas de un laúd que acompañan el
176
canto. Y “Cantos” se titula la siguiente
sección, cuyo último texto es la mitad
del título general, “Laúd”. El epígrafe
es una clara resonancia del programa
establecido desde el título —podríamos
conjeturar que, incluso, su origen—. Se
trata de unos versos de Wislawa Szymborska: “en un jardín en una catedral
de piedra / (no construida, no, / tocada
en un laúd)”.
Y, del canto, pasamos a su lugar: el
coro. En una nueva confusión sensorial, el sonido comienza por ser luz:
“El sol ascendió y ahora descendía. /
Instante donde culmina / la cuesta solar. / Allí habita —entre plegarias— / una
tortuga-laúd.”
Así abre, con el poema “Solar”, la
sección “Coro”. De uno de sus textos,
titulado “La casa” provienen los versos
que utilicé al principio: “Es la visión completa / de algo incomprensible. Insectos / traslúcidos.”
Que parecen el libro en una nuez,
modelo de la inversión operada desde
el título que somete el volumen mayor
al diminuto: la catedral que cabe en un
laúd, la catedral de cantos y de insectos
traslúcidos que lo mismo son el tiempo
que las propias palabras; la arquitectura ocurre en el espacio y la poesía en
el tiempo, pero ambas se funden en la
confusión perceptiva de sus efectos
estéticos.
Luego viene el descenso, la última
sección, la “Cripta”. No se apaga la
luz, más bien cambia su matiz. Es un sol
diferente, como en el verso de Cocteau:
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LA VIGILIA DE LA ALDEA
“La luna es el sol de las estatuas.” “Luna” se titula el muy breve y bello primer
poema: “Como una planta que despierta de noche en plena luna llena, / la
niña se ahogó de luz.”
En esta misma sección hay un poema
que sintetiza las ideas contrapuestas que
se entrelazan a lo largo del libro: permanencia y fugacidad, piedra y palabra,
arte espacial y arte temporal:
La mujer en tallos devuelta
en sombras y retazos de palabras,
es un compuesto mutilado de cosas vistas;
la hiedra repetida sin contorno.
Desea dejar la tierra, darle a las cosas
un reflejo para moverse, una mano suave
con qué remover lo inútil. Posar en el espacio.
La detiene la piedra.
El último verso convierte la materia
en la zona liminar del movimiento, es al
mismo tiempo vestigio y construcción,
evocación de vida por el fósil.
Luego comienza la descomposición:
otra vez rasgos truncos, torsos, gotas, imágenes oníricas, ángeles y vírgenes. La
construcción pareciera no haber estado
ahí nunca, conforme se aquieta la vibración de las cuerdas del laúd. Al final,
sobreviene el tumulto, la arremolinada
fuga de un lugar que también se está
yendo:
Voltear la esquina
hundir la cara
encontrar plumas negras
avestruces que antes volaban
dar vuelta a la esquina
torcerse la espalda
y unos lobos huyendo
cuando de otros ojos
tu mirada viene
y el tumulto de voces
forma pisadas.
No me parece casual, y sí un gran
acierto de diseño editorial, que el colofón del libro lleve como viñeta un rosetón. Volvamos al improbable Fulcanelli:
“El rosetón representa (…) la acción del
fuego y su duración. Por eso los decoradores medievales trataron de reflejar,
en sus rosetones, los movimientos de la
materia excitada por el fuego elemental.”
Este fuego elemental es aquí la luz
omnipresente, la luz que convoca la lucidez de unos versos que conjugan, con
rigor y belleza, las voces y las piedras:
“el júbilo del canto intraducible”.
El regreso de la ensoñación
A LEJANDRO B ADILLO
Bernardo Esquinca y Vicente Quirarte
(ants.), Ciudad fantasma. Relato fantástico
de la ciudad de México (XIX-XXI), Almadía,
2013, t. I, 276 p.
La literatura fantástica ha cobrado popularidad en los últimos años. Uno de los
ejemplos más visibles es la obra de J.
R.R. Tolkien. A raíz de las adaptaciones cinematográficas, ha conseguido nuevos lectores en todo el mundo. Se han
177
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esbozado algunas explicaciones para
este auge, quizá la más frecuente es la
evasión cada vez más necesaria ante
una cruda realidad: ante la sangre o la
falta de oportunidades generada por las
crisis económicas que marcan muchos
países es mejor refugiarse en mundo
imaginarios. Como sucede con cualquier
fenómeno cultural, este boom ha sido
acompañado de burdas imitaciones cuyo único propósito es vender historias
predecibles aderezadas con elementos
fantásticos.
México no es ajeno a este auge y es
cada vez más frecuente encontrar libros
con esta temática. La mezcla es bastante heterogénea: distopías, ciencia ficción,
terror, surrealismo. Incluso se han revalorado autores que en su época pasaron
desapercibidos como Francisco Tario o
Emiliano González. Algunos han empezado a nombrar esta nueva ola como
“literatura de la imaginación” o “ficción
especulativa”, aunque todavía falta un
análisis más concienzudo de esta tendencia y, sobre todo, que el filtro del
tiempo separe las obras valiosas de aquellas cuya única intención es aprovechar
la moda y encontrar un lugar en el
mercado.
En este contexto, Almadía publica el
primer volumen de Ciudad fantasma.
Relato fantástico de la ciudad de México (XIX-XXI). Por principio de cuentas,
la antología es interesante porque apuesta por el relato de fantasmas, una vertiente de la literatura fantástica que ha
sido poco frecuentada en los últimos años
178
por los escritores mexicanos. Sin embargo, si sondeamos el pasado, podremos
comprobar una amplia tradición de estos relatos en las leyendas que se popularizaron en la época colonial. Mujeres
fantasmales penando en las calles por
un amor perdido; ahorcados en perpetuo lamento por su suerte; ánimas deambulando en busca de una venganza
imposible. Con el tiempo quizá la imitación de la literatura mexicana de las vanguardias extranjeras, como el realismo
o el decadentismo, hizo que las leyendas
coloniales cayeran en desuso o, simplemente, fueran archivadas en el folclor.
Ciudad fantasma no se plantea como
una antología que seleccione lo mejor
de esta narrativa en México, sino como
una reunión de textos que invocan lo fantasmal teniendo como escenario y protagonista a la ciudad de México. El prólogo
de Bernardo Esquinca y Vicente Quirarte —responsables de la selección— no
pretende debatir la pertinencia de los
autores compilados y sólo ofrece algunas
líneas generales de su apuesta. Esto me
parece positivo ya que evita discusiones
ociosas y deja en el lector la crítica. El
riesgo, como sucede en cualquier antología que aborda un tema y un contexto,
es qué tanto se cumple con parámetros
abstractos o sujetos a diversas interpretaciones. En el caso de Ciudad fantasma
se apela a la ambigüedad del espectro
y, además, a historias en las que la ciudad de México es telón de fondo o, incluso, protagonista. Estos requerimientos
dejan fuera a autores que mencioné
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LA VIGILIA DE LA ALDEA
anteriormente, identificados con el género fantástico, como Tario, González y
otros más que lo abordaron ocasionalmente pero cuyas tramas no tocan la figura del fantasma o no se ubican en la
ciudad de México. Esto puede causar
extrañeza en los lectores que esperan
la inclusión de plumas afincadas en este terreno, sin embargo estas ausencias
fueron suplidas por autores no tan conocidos como Rodolfo JM o Bibiana Camacho, cuya inclusión refresca el panorama
de las antologías demasiado acostumbradas a reciclar una y otra vez al canon
nacional.
Hechas estas precisiones, la primera
crítica que se le puede hacer a Ciudad
fantasma es la selección de un fragmento de la novela La noche oculta, de Sergio González Rodríguez. La objeción no
es por la calidad del texto sino porque
rompe con la homogeneidad del libro.
Esto resalta si consideramos que una
buena historia de fantasmas debe tener,
para resolver el suspenso creado por la
atmósfera o la anécdota, una conclusión.
En el caso del fragmento de González
Rodríguez asistimos a una sesión espiritista y a un desarrollo demasiado largo,
propio de la narrativa de largo aliento,
que exige para su correcta apreciación
la historia completa. Si a esto le sumamos que La noche oculta es el único
fragmento de novela de la antología, el
texto parece un tanto metido a fuerza.
Pasando al resto de los autores incluidos resaltan, en primer lugar, los que
abordan la clásica historia de fantasmas
explotada por autores clásicos del género como Dickens, Algernon Blackwood
o M.R. James. Tramas en las que el
protagonista —escéptico en la mayor
parte de los casos de lo sobrenatural—
tiene un encuentro con un ente del más
allá o con personajes extraños en escenarios en los que el tiempo parece detenerse. Cuentos como “Venimos de la
tierra de los muertos”, de Rafael Pérez
Gay; “La noche de la Coatlicue”, de
Mauricio Molina, o “Los habitantes”,
de Héctor de Mauleón, llevan el modelo clásico a tiempos y escenarios contemporáneos. Ambos delinean con mesura
una anécdota que se enrarece gradualmente. También, no venden la trama de
antemano, siembran pistas que dosifican
el interés y dejan una sorpresa —una
imagen en algunos casos— para redondear el final. “Lanchitas”, de José María
Roa Bárcena, es el que más se apega a
los viejos cuentos: el protagonista —un
sacerdote— es requerido para dar auxilio espiritual a un moribundo. Los siguientes días regresa al lugar de los hechos
que, como siempre sucede, está deshabitado. El sacerdote encuentra alguna
señal irrebatible de que estuvo ahí y,
entonces, se cierra el círculo. Roa Bárcena refleja en “Lanchitas” algunas características del romanticismo del siglo
XIX: una atmósfera lúgubre, paisajes desencantados y claroscuros que acompañan la mirada.
Hay otro grupo de cuentos que se aleja de la tradición y busca lo fantasmal
con una mezcla de fantasía y terror. En
179
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este punto es cuando no sabemos si la
intención de los autores fue buscar la figura del fantasma desde otra perspectiva o si nos encontramos ante narraciones
fantásticas que, simplemente, plantean
un personaje extraño sin necesidad de
vincularlo con un aparecido que aún merodea en el mundo de los vivos. Uno de
los cuentos más interesantes es “Espejos”, de Bibiana Camacho: la trama va
más allá del espejo como metáfora y lo
utiliza como un objeto que moldea la
locura del personaje. La anécdota se
centra en una mujer que alquila un departamento y que, comisionada por sus
vecinos, visita a sus caseros —una pareja madura— para comentarle los problemas del edificio. La plática comienza
pero es interrumpida de inmediato por
las apariciones y desapariciones del hombre y la mujer en los espejos que tapizan la habitación. Al final, desorientada,
la inquilina tendrá dificultades para distinguir el mundo real y el condensado
en la superficie de los espejos. Otro matiz tiene “El año de los gatos amurallados”, cuento de Ignacio Padilla, en el que
plantea un territorio con tintes apocalípticos, con reminiscencias de los horrores cósmicos de Lovecraft, en donde los
gatos asedian a los humanos que viven
en un mundo oculto, subterráneo.
“¿Con qué sueña el vampiro en su
ataúd?”, de José Ricardo Chaves, y “A
pleno día”, de Rodolfo J.M., apuestan
por el relato de vampiros. El primero
es, para mi gusto, la pieza más débil de
Ciudad fantasma: un desempleado here180
da una propiedad que le permite vivir
sin trabajar y traficar ocasionalmente
con drogas. Un día una muchacha lo visita esperando encontrar al antiguo dueño. El hombre le da hospedaje y ella se
queda. Entablan una relación sentimental marcada por las drogas que consumen
cada vez más. El autor dedica bastante
espacio a narrar la vida de la pareja y
llega un momento en que uno olvida
que está leyendo una historia fantástica.
Entonces entra en escena Henry Irving,
un hombre que le renta una parte de la
casa. Con el tiempo, el protagonista descubrirá a su inquilino como vampiro,
ya que todas las noches chupa la sangre de la muchacha mientras está inconsciente por las drogas. El cuento llega a
un clímax sexual entre los dos hombres
y termina con la muerte de la muchacha y el vampiro. En todo el cuento hay
una sensación de gratuidad, sobre todo
en la segunda parte: los acontecimientos parecen valer sólo por su extravagancia pero no deparan ningún giro a
la trama o plantean una relación más
compleja entre los personajes.
“A pleno día” basa su apuesta en
un mosaico de perspectivas del asalto
a un banco y en la caracterización de
los asaltantes como exiliados españoles
vampiros. El cuento maneja las voces
de los testigos como elementos que descorren el misterio de los hombres que
son sorprendidos por la luz solar que los
destruye poco a poco.
Por último, me gustaría destacar la
selección de tres autores del canon
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LA VIGILIA DE LA ALDEA
nacional: José Emilio Pacheco, Salvador Elizondo y Artemio de Valle-Arizpe. El primero participa con “La fiesta
brava”, el cual aborda el concepto del
doble que, en muchas tradiciones, es
vinculado con el fantasma. El relato de
Elizondo es “Teoría del candingas”, que
retoma a un ser en el límite de lo fantasmagórico y lo terrenal, un demonio
citadino que se mueve en silencio y cuya figura es usada por las madres para
asustar a sus hijos. Estos autores no
son habitualmente relacionados con lo
fantástico, sin embargo podemos encontrar en otras obras suyas referencias
explícitas o más sutiles del género. En
el caso de Pacheco, recuerdo “Langerhaus”: un hombre descubre que un amigo de la infancia nunca existió y que,
incluso, podría ser él. Elizondo tiene
aspectos en su narrativa que abrevan
de lo fantástico en la evocación, con
juegos temporales y oníricos. Cuentos
como “Allá…”, incluido en Retrato de
Zoé y otras mentiras, parten de lo sensorial pero crean un mundo de ensueño. En “Allá…” el punto de partida es
el ámbito íntimo de una mujer que cose
un botón mientras mira por la ventana
y se sumerge en un viaje por la memoria. Artemio de Valle-Arizpe es el más
representativo de la antología por su
labor recopilando leyendas de la Colonia o, como en su novela El canillitas,
recreando con un lenguaje lúdico y humorístico la misma época. “La llorona”,
cuento breve que forma parte de Historias, tradiciones y leyendas de calles
de México, da cuenta de la clásica historia de fantasmas de la ciudad de México, cuyos orígenes se pueden rastrear
hasta tiempos prehispánicos: la mujer
que recorre las calles agobiada por la
muerte de un hijo.
Hecho este recuento, se puede ver
una amplia temática y estilos de los autores seleccionados por Bernardo Esquinca y Vicente Quirarte. Como comenté
al principio de esta nota, el tema fantasmal es un terreno ambiguo como para
hacer una antología homogénea: algunos relatos son cuentos de fantasmas
clásicos —siguiendo o renovando su tradición— y, otros, una buena cantidad,
pertenecen a la narrativa fantástica que
podría participar en cualquier compilación del género y cuyo acercamiento al
fantasma ocurre sólo con una interpretación amplia. Me parece que la segunda parte de esta antología podrá dar
más bases para el análisis. Ciudad fantasma. Relato fantástico de la ciudad
de México (XIX-XXI) es una pieza más de
este reencuentro de la narrativa mexicana con lo fantástico. Sólo falta saber
si los fantasmas, en particular, serán un
tema importante en el futuro o si, por el
contrario, seguirán como una vertiente
marginal que aparece de vez en cuando en los aparadores.
181
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Biografía y novela
M IGUEL H ERNÁNDEZ A COSTA
Andreas Maier, La habitación, Adriana
Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2012, 178 p.
La biografía es un género poco leído
cuando se le atribuye este nombre. Sin
embargo, si se le disfraza de novela, la
vida de un hombre (ilustre o común)
puede representar no sólo a un individuo, sino a un pueblo, a una nación o a
la humanidad entera. Así, es tarea del
biógrafo-novelista conseguir que el producto de sus investigaciones tenga una
lógica de causa y efecto (que muchas
veces la vida no presenta) para que el
lector considere la historia como literatura. Por ejemplo, El loro de Flaubert,
de Julian Barnes, es la biografía del escritor francés pero también una novela
sobre la manera como el biógrafo consiguió escribir sobre el autor de Madame
Bovary.
Casos como el anterior, que son novelas que narran la vida de un personaje, hay muchos: La habitación cerrada,
de Paul Auster, o La verdadera vida de
Sebastian Knight, de Nabokov, son sólo
dos ejemplos. Así la existencia, histórica o no, del individuo que se narra no
es tan importante como lo que esa vida
nos dice y nos refleja.
En La habitación, de Andreas Maier
(Alemania, 1967), el narrador cuenta una
jornada cualquiera en la vida de su tío
J. De este modo, a través de los actos
182
cotidianos, en las repeticiones de las
rutinas, es como el lector puede conocer a J, pero también a los alemanes
de finales de la década de los sesenta
—y a la humanidad entera— cuando vivían en los tiempos donde aún había muchas cosas por descubrir.
J es un hombre con cierto retraso
mental, apenas perceptible; habla con
frases cortas, al igual que sus conciudadanos de la región de Wetterau, y trabaja en la oficina postal de Frankfurt.
Reparte cartas y, tras regresar en tren
a casa, debe cumplir con todos los deberes que su madre y hermana le asignan al considerarlo apenas poco más
que un criado. Después, ya de noche,
va a la Casa Forestal Winterstein y observa, no participa, la conversación de
los cazadores.
Pero, ¿qué pasa en esa jornada laboral que vuelve especial La habitación?
Sucede que acompañamos a un hombre que huele mal (a granero), que tiene
un vehículo que lo hace sentirse importante (un “VW color marrón nazi”), que
escucha a Heino (un cantante entre Paul
Anka y Elvis Presley) y que es feliz
porque no comprende la malicia de quienes lo rodean. J es, además, la obsesión
del narrador, quien ya siendo adulto recuerda a su tío al habilitar como estudio la habitación donde estuvo recluido
el integrante idiota de la familia: “Como la mayoría del tiempo J lo pasaba
durmiendo, casi siempre debe haber
estado oscuro en la habitación. Hoy es
mi estudio. Ahí he escrito novelas pero
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LA VIGILIA DE LA ALDEA
hasta ahora nunca se me había ocurrido escribir sobre mi tío discapacitado de
nacimiento. Sobre él y su habitación.
Sobre la casa y la calle. Y sobre mi
familia.”
¿Por qué escribe el narrador sobre
su tío? ¿Qué hay en él que hace que
vaya y venga del pasado con tal de explicarse —de imaginar— la vida de J
mientras estaba fuera de casa? Una posibilidad: para eliminar el miedo que le
provocaba el pariente, ese ser que podía ser el objeto de sus burlas cuando
era secundado por su hermano, pero
quien se convertía en un monstruo apenas se quedaban solos en la misma habitación: “por su aspecto y su conducta,
él era para mí la viva imagen del horror”.
Al leer esta novela como una biografía se puede tener otra opción: el narrador busca descubrirse a sí mismo a
través de lo que su tío fue. Es decir, el
biógrafo ve en su biografiado características que los asemejan y conductas
que lo explican. Es por eso que en el
lector surge la duda de por qué de toda la familia es el narrador el único integrante a quien sometían a la vigilancia
de J, el único que llegaba por las tardes a la casa de su abuela (su hermano
raramente lo hacía), el único que se interesa por la vida en apariencia anodina del tío idiota. “Mi tío sentía anhelo
de cosas y veneración por otros, así era
él”, apunta en cierto momento. Él mismo, sin embargo, también vuelve al pasado porque anhela aquel tiempo cuando
la familia entera era reconocida en su
pueblo, cuando por ser miembro de
ésta se tenía el respeto de los demás,
cuando bastaba prender la tele para ver
cómo alunizaba el Apolo 11 y se creía
que el futuro era del hombre y de sus
inventos tecnológicos. Es el mismo narrador quien siente veneración por el
tío y, cuando por fin descubre la razón
del porqué J anhelaba llegar por las
noches a la Casa Forestal Winterstein,
el discurso le es insuficiente: “En realidad, todo en mi tío carece de palabras.
En realidad él habla una lengua completamente distinta, una lengua anterior a
las palabras, una que sin importar el
caso siempre está entre las cosas, nosotros, en cambio, la mayoría de las veces
no dominamos ese lenguaje, porque siempre estamos hablando y somos demasiado ruidoso para las cosas.”
En ese instante comprende que J no
es sólo un idiota, sino que ese calificativo se lo han dado las circunstancias y
su insistencia por ver la vida como un
niño. Ésta quizá sea la razón de que J
utilice superlativos para hablar de cuanto le interesa; de que platique de cosas
cuyo nombre sabe, pero de las cuales
desconoce el mecanismo que las hace
funcionar; de que aunque el padre, los
compañeros de escuela, lo golpeen inmisericordes, él recupere la fe en el
orden al instante siguiente. J es un hombre feliz, como pudieron ser los que
habitaron ese tiempo, porque desconocían los peligros que al parecer hoy
todo tiene: “Mi tío no llevaba una vida
sana, eso es obvio, pero en esa época
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no estaba tan de moda vivir sanamente, todavía uno podía elegir la forma
en que quería morir y la mayoría de
las veces ésta era la propia forma de
vivir. Mi tío fumaba en cantidades industriales, consumía montañas de azúcar. Bebía entre cuatro y cinco litros
de cerveza por día, pero también iba al
bosque, y además del aire de la taberna le gustaba el aire de campo, y hacía
paseos bastante largos.”
La habitación es una novela al mismo tiempo que la biografía de J; es una
narración que utiliza la evocación del
pasado para evitar las descripciones tediosas. Con un ritmo lento, agrega datos
sobre el tiempo lejano y cercano, desde la participación de Alemania en la
Segunda Guerra Mundial hasta el momento en que el narrador escribe y el
antiguo pueblo es ya una ciudad atravesada por autopistas y ha dejado de
ser la periferia. Es también un retrato
de una época que no es mejor por ser
pasada, sino porque en ella se encontraban las explicaciones a las dudas actuales. No hay, sin embargo, una nostalgia
llena de adjetivos, sino una melancolía
que en pocos trazos es aprehendida por
el lector a pesar de que no la haya vivido: “A mí también al principio me daban comida para llevar a la escuela, en
esa época ir a la escuela o al trabajo
era como ir de viaje, había que estar
bien preparado, no fuera que uno desfalleciera en mitad de la actividad, había
que tener a mano algo para fortificarse, y como aún no se compraba nada
184
en el camino, había que llevar todo de
casa (…) Siempre un pedazo de hogar
a mano.”
Esta nostalgia, que nunca roza el melodrama, se debe a que el narrador, en
su papel de biógrafo, no intenta explicaciones para la forma de actuar de J.
Jamás se convierte en juez de lo que el
tío hace ni se ve tentado a reforzar las
ideas preconcebidas sobre su tío. El narrador es un hombre que comprende
la complejidad del perfil biográfico de
J y alumbra sólo aquellas zonas de las
que está seguro que son verdaderas.
Es decir, aventura la posible rutina del
tío, pero jamás lo induce a realizar actos que permitan literaturizar mejor su
vida, aunque no sean ciertos. No busca la totalidad porque al hacerlo estaría mintiéndose y engañando al lector.
Por eso La habitación bien puede ser
la biografía de J, ya que el sobrino narra los hechos según los entiende, sin
que busque explicarlos ni imponer verdades. Es, por decirlo de otro modo, el
alumbramiento de J a través de los ojos
del narrador.
Así, Andreas Maier logra que esa
habitación sólo conocida por J y por el
narrador se haga visible para el lector,
quien se asoma con todos los prejuicios
que hay alrededor de este hombre idiota y va empatando la vida de J con la
propia al eliminar las ideas preconcebidas. De ahí, tal vez, que el final sea
conmovedor a pesar de lo yermo del discurso. Por eso también, como en todo
buen libro, el lector siente nostalgia
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LA VIGILIA DE LA ALDEA
por lo que a lo mejor nunca sucedió,
pues la jornada de J es sólo obra de la
suposición del sobrino, que en ella intenta encontrarse y reflejarse.
Del obstinato al amaestramiento
E DUARDO S ABUGAL
Alejandro Badillo, La mujer de los macacos,
Libros Magenta / Secretaría de Cultura del
Distrito Federal, México, 2012, 128 p.
Reminiscencias de Salvador Elizondo:
su detención minuciosa a la hora de
construir una escena, contemplación aletargada casi hasta el hartazgo, de pintor maniático, de ojo que no puede dar
saltos sino recorrer, como un buen amante, la piel de las cosas, lentamente, en
una dilatación no sólo temporal sino espacial. El tormento que hay en El hipogeo secreto y en Farabeuf se parece al
tormento que experimenta un enfermo
obsesivo-compulsivo.
En la novela de Alejandro Badillo,
el obstinato aparece como estrategia y
no como recurso. El sillón, las pastillas,
la mesita de luz, el agua, aquella mujer
de los macacos, aquel chico repartidor de
folletos, sus vestimentas, constituyen un
itinerario mínimo, de claustrofobia mental, escasas impresiones de un obsesivo.
Detrás del cuadro de Renoir, una grieta, pero detrás de esa grieta otra grieta.
Escribir como un ilusionista, un pintor artrítico, al que le pesa sostener el pincel,
y sin embargo pinta odiando la oscuridad en su tela, un pintor que, queriendo
pintar luz, paradójicamente pinta oscuridad. Por eso, parece decirnos, hay que
rasgar, zanjar químicamente el cerebro.
Rasgando la tela, el muro, la realidad,
encontramos al espectador voyerista, rasgando la superficie textual encontramos
un escribir sin escritor que nos requiere,
que nos obliga a ser cómplices y obstinados u obsesivos compulsivos también,
como él, como ellos.
La estrategia de Badillo, o mejor dicho, del narrador que él inventa, intenta conjurar la erosión del mundo en
nuestra memoria, al tiempo que en Blumfeld se desmorona. Escribe: “Pero era
casi imposible recobrar la memoria y
entonces sentía rabia, pero no por las
cosas olvidadas sino por los eventos desapercibidos en su vida, las palabras
que nadie recordaría, casi infinitas, que
no significaban nada.”
La tarea del personaje, que él mis185
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mo se ha impuesto, parece inmensa y
absurda, pero la del narrador también.
Blumfeld y el narrador dibujan dos procesos, dos devenires problemáticos. Y
aquí Badillo también recupera lo kafkiano. Antes de extenderle su último cheque a Blumfeld, le dicen: “por eso vamos
a prescindir de usted, vamos a despedirlo”.
Un jubilado, un desempleado, es también un constructo kafkiano, como la
figura de su solterón o de su animalesco
Gregorio Samsa. El hombre kafkiano
siempre está despedido, han prescindido de él, como el inútil, el loco, el enfermo, el extraño. Ese centro que parece
buscar desesperadamente Kafka (a través de sus atmósferas y personajes) es
para no sucumbir al tiempo, a la contingencia, a la lengua, la raza, la posición
social, el mundo ajeno, que le recuerdan que es anormal. Blumfeld es kafkiano porque se halla en un aplazamiento:
él mismo es un aplazamiento. Una espera en el tiempo para cobrarse una
suerte de revancha.
El contrato entre el devenir Blumfeld
y el devenir narrador, devenir lector y
devenir escritor, es el mismo contrato
que hay entre la mirada obstinada del
viejo obsesivo y la realidad mirada, la enfermedad contraída o la contracción de
la enfermedad, enfermedad contractual,
que se extiende indeterminadamente en
su cumplimiento como una deuda que
no se paga, un plazo que no se cumple.
Aplazamiento ilimitado, como el kafkiano, de tribunal inepto, cruel, infinito.
186
Deleuze, en Crítica y clínica, ha hecho ver, respecto a Masoch, la relación
de reversibilidad entre amaestrado y
amaestrador. En La mujer de los macacos, el demonio que posee a Blumfeld,
la enfermedad que lo acosa e invade, de
ser amaestradora, termina siendo amaestrada por un delirio, el nuestro que es
el de Blumfeld, que es el del narrador,
que es el de Badillo.
En ese delirio, Blumfeld lucha, no
enjuicia. El juicio se ha perdido o al menos suspendido, y sólo queda un cálculo de posibilidades para amaestrar los
demonios, un ojo-cerebro impresionista que juega una partida sin rival, sin
límite espacial o temporal y, peor aún,
sin reglas del juego.
Pero si la enfermedad no es proceso sino detención del proceso, la enfermedad de Blumfeld no dibuja ninguna
trayectoria sino que la hace ilegible (su
pasado, la construcción de algo así como
una biografía) y el delirio de la escritura deviene en tanto logra romper esa
detención o estancamiento. He ahí el
motor saludable del suspenso en La mujer de los macacos. Blumfeld detiene
el torrente lingüístico, Badillo con su
narrador lo anima, hay una lucha, una
resistencia en ambos que termina por
ser percepción temporal en el lector. El
cuerpo no se convierte en insecto kafkiano pero sí en escenografía y, con él, el
lenguaje también.
El narrador dice: “pero no podía haber exactitud en las cosas porque la mente vagaba trastocada por el tiempo”.
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LA VIGILIA DE LA ALDEA
Y más adelante: “Los días parecen
un sesgo en el tiempo, una cesura, hasta que algún evento le da cuerda al reloj y avanza el tiempo.”
Detención y avance. En la novela no
se dice, pero estoy casi seguro que las
pastillas de Blumfeld eran de Clomipramina. Pensando como cierto esto, incidir en la sintaxis de sus recuerdos no
debe ser tan distinto a una posible alteración del neurotransmisor llamado
serotonina.
La mujer de los macacos es un trayecto y un devenir escritos con farmacopea. Trayecto de la memoria, que
termina siendo olvido; y devenir de un
hombre masa (Blasé) en hombre errante (flâneur ) hasta desaparecerlo.
Los objetos son también indicios. No
sabemos en qué momento un objeto se
puede convertir en el último residuo del
mundo: el vaso de agua, la bata con
los macacos, la gorra o el folleto del
chico repartidor. La realidad hecha añicos como ese folleto. Fragmentos, patchwork. Las relaciones entre las piezas
que se van armando en la mirada y la
imaginación de Blumfeld (los edificios
blancos, la bata de la mujer, una jeringa, el vestíbulo del hotel, la pintura
de Renoir, el cuerpo de Aurora) no son
interiores a un todo, en este caso una
novela, sino que más bien es el todo,
la novela en construcción, que resulta
de las relaciones exteriores de todas esas
piezas. El todo se vuelve un devenir
inacabado de las piezas. Nosotros inventamos las relaciones, a partir de nues-
tro paralaje patológico (empatado con el
de Blumfeld), sobre un telón de fondo de
sin sentido. La enfermedad de Blumfeld
es la del escritor, hacedor de haces de
relaciones con puntos (punzadas) aislados.
También creo reconocer ecos de Maurice Blanchot. Hablarse por teléfono a
sí mismo. Hablarse al hogar cuando uno
no está. No es una metáfora, es un acontecimiento verdadero pero como todo
acontecimiento, se desvanecerá, será tan
sólo una interpretación de un acontecimiento y no el acontecimiento mismo.
La escena que construye Badillo al final de la novela es contundente: Blumfeld se escucha a sí mismo, se habla a
sí mismo, cuando cree que el otro lo escucha. Diálogo imposible.
Actividad cartográfica del nómada, ir
de hotel en hotel, porque los picotazos
de la obsesión que recibe Blumfeld no
importan en sí mismos, sino que apuntan una trayectoria, un origen, un destino. Nos obliga a preguntarnos hacia
dónde llevarán esos nuevos picotazos.
Más que una Casa tomada cortazariana, el departamento de Blumfeld es un
lugar vacío, imposible de habitar ya. Estamos ante un judío errante que busca
de grieta en grieta un emplazamiento ya
irremediablemente postergado. Fenómeno de casilla vacía. Blumfeld, como
una pieza de ajedrez enferma y poderosa, ensancha el tablero en el que se
mueve.
La otredad es parte del mapa imposible, sólo una posibilidad y ni siquiera
muy cierta. Badillo escribe: “El silencio187
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so duelo también lo había sorprendido
y entonces el encuentro de los dos sería un descuido, una acción fortuita para
la cual ninguno de los dos estaba preparado y, en consecuencia, era difícil prever el siguiente movimiento.”
La obsesión de Blumfeld es interminable, como la verdadera y auténtica
escritura que se articula mediante rumiaduras que lo convierten a uno en un
trazo borroso. Y al decir “uno” se traiciona gramaticalmente el sujeto en el
que recae la acción, pues decir “uno”
aquí siempre es decir dos o decir nadie, nada. Decir dos, el que está por tomar sus pastillas y el que ya las tomó,
el que está por asomarse por la mirilla
de la puerta y el que ya se asomó. El
hombre que tose en el trabajo y el jubilado despedido. El huésped de hotel
y el inquilino añejo. El amante de Aurora y el enfermo sin cuerpo. Un goteo
que trabaja en dos mesas acústicas, la
del viejo insomne y la del joven paranoico. Decir nada, una vaga conciencia
que rumia pensamientos siempre falsos:
“La imagen que evocaba, entonces, era
una trampa, un punto ciego.”
Cuántas cosas nos unen aún a los
otros, a la pretendida sanidad. El nombre de Aurora es una vaga referencia
a ese “otro” de verdad, que nos toca y
tocamos (muy diferente al estatus de la
mujer de los macacos y el chico de gorra). Blumfeld parece tener todavía un
ligero contacto con el exterior gracias a
ella, pero ese contacto es indefinido, sus
diálogos siempre truncos. La función de
188
Aurora, psiquiátrica y dramáticamente,
es problemática también. Hay que entenderla en relación al concepto de dosis,
como la de un fármaco o una cómplice. Aurora proyectada, no identificada.
Agente beatífico de un rescate que nunca llega, como la Ángela de Alejandro
Meneses. Un exorcismo imposible. En
suma, como el de la escritura, eco de
Maurice Blanchot. Al final, nunca sabremos si esa Aurora existe bajo el chorro
de agua o si es un espejismo tautológico más en el laberinto cerebral del pobre Blumfeld.
La paradoja sostiene la diégesis. Un
arma que cura al herir, un genio atrapado en la botella, un niño creciendo
en el árbol, un hombre obsesivo condenado en su propio enfrascamiento,
en su propia escalada arbórea, su herida invisible. Y la figura de la paradoja
es también el preso en su habitación en
donde las cosas laten malignamente: vaso de agua, buró, cama. Las cosas se vengan por ser percibidas. La bata de los
macacos termina siendo un doble reflexivo del hombre obsesivo. La mirilla de
las puertas de los cuartos de hotel, como ojos vacíos, son interrogantes.
La novela de Alejandro Badillo, escrita con un estilo ya maduro, me deja
meditando sobre la maldita necesidad
de autoexiliarse en un hotel, de ser otro.
Acaso de volverse imperceptible. Nos
recuerda que la memoria es una arena
movediza, una trampa, y el cerebro mismo, con sus intercambios químicos, también es una trampa donde se inventa
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LA VIGILIA DE LA ALDEA
un pasado siempre incierto. La manera
impresionista de narrar de Badillo, su
paciencia de iluminista, me deja esa sensación de que ya está todo hecho polvo
o, mejor dicho, deshecho en polvo.
La palabra en acto
S ILVIA E UGENIA C ASTILLERO
Ernesto Lumbreras, Lo que dijeron las
estrellas en el ojo de un sapo, Bonobos
Editores, Toluca, 2012, 144 p.
Lo que dijeron las estrellas en el ojo de
un sapo, el reciente poemario de Ernesto Lumbreras, es un libro vertebrado en
el transcurrir del tiempo. A manera de
diario, los poemas —numerados desde
el uno hasta el cien— pasan como instantes, son instantáneas de una realidad
fragmentada, percibida desde el presente fugaz al que sólo se accede desde el
pasado: “Empezó el Ayer con los mejores clarines de querer alcanzarme. No
lo logrará. Mi pasado es un nudo corredizo en el cuello del fantasma, montado
a caballo y en pleno galope.”
En el libro, multiplicidad de instantes se entrelazan para lograr un entramado de anécdotas íntimas, de las cuales
llegan a los lectores sólo destellos de su
resplandor, la estela de las cosas contempladas; no las cosas sino su resonancia,
la manera en que impactan en la percepción y desde allí —hechas añicos en
aras de un nuevo nombrarlas— nos transmiten el temblor: estremecimiento.
Las palabras tremolan, tiemblan en
su sonoridad: cantan y significan, se yerguen dentro del poema como palabras
en acto, en el instante mismo de su nacimiento se transfiguran, y lo hacen sin
escenarios, sin tramoya, llegan directo
a su decir. Así los instantes se alargan
en un tiempo continuo, formando el tejido de esa mirada que los une —que los
hace durar, extenderse desde el pasado hacia el futuro—, los vuelve espacio,
morada.
Lo que dijeron las estrellas en el ojo
de un sapo es un viaje, camino dantesco en ascenso al Cielo que incluye un recorrido por la historia del poeta, historia
de su propia palabra, de las vicisitudes de esa palabra, para lograr (lo dice
él mismo al final del libro) “perturbar al
Universo”, una ráfaga de luz, de aurora en el sentido en que lo querría María Zambrano: “no estar visible en lugar
alguno del universo, presente siempre
en la más ciega oscuridad”.
Allí están las estrellas en el ojo del
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sapo en busca del abismo para brillar,
para salir de sí mismas y conquistar
otra manera de ser en el mundo. ¿No es
eso lo que les va sucediendo a las palabras en el transcurso de un poema? Es
signo y sentido unidos en el argumento sensible de la palabra vuelta música,
tiempo, razón, rumor, límite y confín.
En este libro Lumbreras traza el recorrido de un tiempo que se va aglutinando en cada poema, en cada fragmento,
para ofrecernos una continuidad del ser
de las cosas vividas, desde la infancia
hasta el sexo, desde Adán y Eva hasta
Marcial Maciel, desde el romancero hasta sus grandes maestros: Borges, Blanca
Varela, Rafael Cadenas, Valerio Magrelli, Antonio Porta, Juan Bañuelos, Mario Luzi.
El recorrido posee una topografía en
tres planos: el “Pueblo de arriba” con
un tono volátil: “Arroyo del Limbo donde se mira (con la garganta abierta) un
jabalí”, para luego cambiar al tema de la
patria en “Interludio con castillo de pólvora, calaveras lloronas y mariachi fantasma” con algunas postales de nuestro
país a manera de corridos: “Con el guitarrón del ciego/ Rasgado hasta descarnarse/ Invocamos el lucero/ de la noctámbula patria.” La última parte, “Pueblo
de arriba”, posee la densidad de quien
ya recorrió y vivió y puede mirar de
frente la infancia y la muerte: “En un
umbral de las selvas vírgenes, respiró
con violencia un tapir. Ese miedo animal me despertaría cinco noches seguidas durante mi infancia.”
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Continuidad: en este libro el universo
dura porque hay una profundización del
tiempo y, como lo dice Bergson, “cuanto
más profundicemos en la naturaleza del
tiempo, tanto más comprenderemos que
duración significa invención, creación de
formas, elaboración continua de lo absolutamente nuevo”. Por ello me parece un
acierto que durante el transcurso de la
lectura aparezcan enigmáticas fechas hacia el futuro y, aunque el poeta nos explica el porqué, hay en ese juego una
intuición que va más allá y que apunta
en el viaje hacia un estado del alma.
Lo que dijeron las estrellas en el ojo
de un sapo podría pensarse una culminación de algunos elementos que ya se
apuntalaban en El Cielo (1998) y en Encaminador de almas (1999), un viaje por
lo desconocido del lenguaje para trazar
rutas nuevas, y en ese andar reúne lo
popular y lo mítico; hay un enfoque religioso o, más bien, místico, pero que
Lumbreras baja a las aceras. Podríamos decir que desde esos dos libros el
autor sigue siendo un paisajista de sensaciones y que la forma mejor lograda
es el collage : imágenes que se superponen a paisajes interiores.
Ernesto Lumbreras busca romper lo
poético en su fórmula externa, no copia
ni repite. En su poema dieciocho, leemos:
“No me gusta la métrica del sí, el oleaje de todas las obligaciones (consteladas, vespertinas, adyacentes) y que en
el mejor de los casos viene y va sin
acabar de irse o de tocar para mí el aldabón de un libro cerrado, incómodo,
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LA VIGILIA DE LA ALDEA
de compartir una mesa con frutas del
trópico.” Poeta de los objetos menores,
de los espacios olvidados, de instantes
inadvertidos o inacabados, Lumbreras
forma una serie de cuadros que culminan justo con el mapa del cielo. Su juego es ese ir y venir de la inmensidad a
lo intrascendente: los poemas son huellas del poeta, su caminar por aquí y
por allá, colección de objetos de todo
tipo que ha ido guardando y que uno a
uno lo conectan con una vivencia, un
recuerdo, una idea, una persona.
Nostalgia y júbilo se van hilando a
través de esa mirada ruda del sapo que
no es más que una constelación de lo
sutil e inalcanzable resguardado en la
memoria, en las sensaciones, en el tiempo interior. Desde poemas líricos de un
romancero que va enredándose a lo largo del libro (“Llevando un ramo/ de flo-
res silvestres/ (y un coyote/ sobre mis
huellas) / he cruzado el mundo/ de los
vivos/ para decirte: te amo…”) hasta poemas de una prosa filosófica (“William
Wordworth dijo: ‘La buena poesía es el
desbordamiento espontáneo de sentimientos poderosos.’ En repetidos momentos he leído esta sentencia del poeta
del Preludio; naturalidad y potencia, ni
duda cabe, poseen mejores atributos
que artificio y sutileza. Personalmente
no descarto ni el primer par ni el segundo; me despierta gran simpatía el
estado de alerta, la corazonada, el método de composición, el relámpago.”)
La poética de Lumbreras linda con
la oración, con la muerte, es una excavación de la voz para llegar a los ecos
de ultratumba. Y va más allá a erigirse
como un templo que le canta a la vida
desde el asombro y la quietud.
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