Diego de Silva y Velázquez

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Diego de Silva y Velázquez
I.E.S. Valle del Ambroz
2º de Bachillerato Historia del Arte
Manuel Torres Zapata
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Velázquez (1599-1660)
Diego de Silva y Velázquez no es sólo el
pintor más destacado de todo el barroco español,
sino también del que conocemos mejor sus vida y
tenemos más información sobre su vida. Velázquez
nace en Sevilla en 1599, primogénito de una familia
con pretensiones de nobleza pero de medios
modestos. Su padre era de origen portugués, y su
madre, cuyo apellido habría de adoptar y bajo el que
es más conocido, era sevillana. Su formación
artística comienza en torno a 1610, año en que su
padre lo coloca en el taller de Francisco Pacheco
como aprendiz de pintor. Pacheco era un pintor de
poco talento, que de amplia formación humanística y
teórica, que lo elevaba intelectualmente sobre los
demás pintores de Sevilla. El contacto con hombres
ilustrados en el circulo de no sólo le capacitaría para manejar la literatura del
Renacimiento, sino también le inculcó unos hábitos intelectuales que habían de
configurar sus ideas en sus años de madurez.
Tras el periodo de formación en el taller de Pacheco, fue admitido en el gremio
de pintores en 1617, y un año más tarde se casaba con la hija de su maestro Juana
Pacheco. Entre 1617 y 1623 sus pintura se encaminó en una dirección que tiene más de
las teorías de Pacheco que de su práctica. El naturalismo y el tenebrismo de las obras
tempranas de Velázquez coincide con las tendencias realistas renovadoras de las pintura
italiana de finales del siglo XVI y principios del XVII, de las que Caravaggio es el más
notable exponente, y con el incipiente naturalismo y tenebrismo practicados en Castilla
por pintores españoles tales como Sánchez Cotán, Tristán y Maíno.
Las primeras obras de Velázquez
son todas bodegones, hecho que en sí
mismo es una demostración de su espíritu
innovador, ya que son las primeras
escenas de genero que se pintaron en
España.
Su primera obra maestra juvenil es el
cuadro de La vieja friendo huevos de
1618, que ya demuestra la impresionante
capacidad técnica de Velázquez para la
imitación de la naturaleza.. Cada objeto
está captado en todas sus particularidades
de textura y colorido, y las figuras son
definidas con la misma precisión casi
obsesiva que las convierte en objetos y las
inmoviliza. Como en sus primeras obras,
a las que esta supera en poder descriptivo, tal concentración en cada objeto tiene un
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resultado negativo en cuanto a la composición general, pues no hay verdaderamente un
foco visual. La paridad pictórica dada a cada elemento es aun más notoria al estar
combinada con un claroscuro intenso, que acentúa el efecto de dispersión de formas
aisladas en el plano. Las dos figuras están también psicológicas aisladas la uno de la
otra, pues aunque están conectadas por la botella de vino, sus gestos no las relacionan.
Ese afán realista se percibe también en las diferentes perspectivas empleadas por
Velázquez.
Entre sus cuadros de la primera época, El aguador de
Sevilla de 1619 es el primero
en el que virtuosismo
descriptivo ocupa la posición
adecuada en la concepción del
cuadro. Aunque la descripción
de cada objeto es igualmente
esmerada, las figuras y sus
acciones son ahora las que
dominan la imagen, y cada
elemento de la que está compuesta está integrado en
una unidad compositora coherente. El claroscuro está
también manejado de modo que unifique las diversas
partes el cuadro y enfoque la atención del observador
de modo que unifique las diversas partes del cuadro
sobre el cambio de manos del vaso de agua. En “El
aguador de Sevilla” los gestos forman parte de un
movimiento fluido que no sólo une a las figuras
físicamente, sino que también las conecta por medio
de una acción común.
Del mismo año de “La vieja friendo
huevos” es Cristo en casa de Marta y
María, cuadro que también a simple
vista parece ser un simple bodegón en
el que dos mujeres se dedican a la
preparación de una comida. Como en
el primero los diversos elementos
están observados con minuciosa
atención, pero las figuras dominan
este primer plano, y poseen una carga
emotiva ausente en los personajes de
los otros dos cuadros. El contenido
narrativo continua al fondo donde se ve a un hombre en coloquio con dos mujeres.
Aunque la relación de esta escena con el primer plano resulta algo ambigua. Las dos
escenas corresponde a la visita de Cristo a la casa de Marta y María según narra el
evangelio de San Lucas (10, 38-42). El equivoco formato de esta composición donde la
parte más importante de la narrativa se desarrolla al fondo, corresponde exactamente al
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de buen número de pseudobodegones flamencos de la segunda mitad del XVI; en ellos
una escena de cocina en primer plano sirve de introducción a una escena religiosa vista
a la distancia. Se trata de una idea típicamente manierista, que busca desorientar al
espectador, aunque Velázquez introduce la figura de una anciana que señala la escena,
planteando al cristiano la alternativa entre la vida activa o contemplativa.
El realismo e intenso claroscuro de las primeras pinturas de Velázquez
generalmente se asocia con la pintura de Caravaggio y sus seguidores, y es natural
preguntarse si el pintor desarrollo estos rasgos por
la influencia del caravaggismo. La respuesta más
probable es que no. Los contemporáneos italianos,
franceses u holandeses habían absorbido el lenguaje
caravaggista en Roma o Nápoles, mientras que
Velázquez en este momento sólo pudo tener un
conocimiento indirecto. Hay que tener en cuenta
que pinturas como la de Sánchez Cotán fueron
realizadas muy a principios de siglo.
La Adoración de los Reyes de 1619, trata
un tema religiosos de forma más convencional, pero
dota a la escena de las misma cualidades que se
aprecian en los anteriores bodegones. Los tipos
físicos de los personajes son comparables a los que
aparecen en estos, y el espacio que ocupan está
restringido a un franja de poca profundidad definida
por sus cuerpos mismos. Los volúmenes de las
figuras están comprimidos en una compacta masa a
modo de relieve, y el espacio no existe más que
como intervalo entre los sólidos. Solamente en la
esquina superior se abre la composición a un paisaje
nocturno. El asunto coloca a Velázquez en la
necesidad de representar un escena al aire libre, pero el cambio de ambiente no modifica
la relación entre los volúmenes y espacio observada en los cuadros anteriores, de modo
que el paisaje está tan desconectado del primer plano como la escena de Cristo en el
anterior. Lo que si cambia es la relación con los anteriores cuadros es el grado de
comunicación psicológica entre los personajes, aquí centrados en el Niño Jesús.
En 1622 Velázquez está en Madrid a probar suerte en la corte, ya que en ese
momento los pintores de la corte de Felipe IV, llegado al trono
el año anterior, pertenecían a una generación cuyo arte seguía
firmemente atado a formas y convenciones ya desfasadas.
Como estímulo a este viaje estaba la esperanza de la protección
que podía recibir Velázquez del conde-duque de Olivares,
conectado con el grupo de personalidades que frecuentaban la
casa de Pacheco en Sevilla.
Aunque esta vez las perspectivas de Velázquez hubieron
de quedar defraudas, de sus viaje nos queda un retrato
memorable, el del poeta Góngora, pintado a instancias de
Pacheco, si bien no es el primero de la obra de Velázquez es el
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que manifiesta más claramente hasta ese momento sus grandes dotes para este género.
Yendo más allá de la representación fidedigna de la fisionomía del poeta, penetra bajo la
superficie para darnos una espléndida caracterización de su gran intelecto y de
desencanto que oscurecía su ánimo. La técnica muestra ya una depuración de detalles
que señala el sendero que habría de seguir su arte.
A pesar del éxito conseguido con el retrato de Góngora, no tuvo la oportunidad e
pintar al rey o sus familiares de modo que regreso a Sevilla. Pero en agosto de 1623 ya
estaba de nuevo en Madrid, pues la muerte de uno de los pintores del rey había abierto
un vacante.
El primer cuadro que pinta es uno de cuerpo de Felipe IV,
que sólo se conoce por copias contemporáneas, ya que el original fue retocado por el
propio Velázquez para introducir los cambios fisionómicos del rey y modernizar la pose.
El ambiente y el colorido no pueden ser más simples, aunque dentro de la simplicidad
hay una gran invención artística. El uso de la fuerte y complicada sombra que proyecta
la figura define por si sola el plano del suelo.
Durante estos primeros años , Velázquez también retrato de cuerpo entero a su
protector el Conde-Duque de Olivares, presentando los retratos de este un curioso
contraste con los del rey. El retrato del Conde-Duque con vara de la Hispanic Society,
presenta al valido en una posee y formato que le dotan de una aura de poderío que no
ostentan los del rey.
El retrato del Infante don Carlos es de la misma época, que refleja en la posee el
primer retrato de Felipe IV, es aun más simple en cuanto a la definición del espacio que
rodea a la figura. Elimina por completo los accesorios de rigor que aparecen en los
anteriores; la figura se halla aislada en un ambiente tan sólo sugerido por vagas líneas
de encuentro del suelo y las paredes de igual colorido y por la sombra proyectada por el
infante en el suelo. Se resta importancia al entorno, el suelo aparece ligeramente
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levantado, en un doble punto de vista para intensificar la ilusión espacial. Este sistema
de figuras aisladas dentro de un espacio poco definido tiene precedente en los retratos
de Sánchez Coello. La técnica pictórica empieza a soltarse, a sugerir mas que a
describir, lo que se aprecia en la cadena de oro, que está pintada con toques de empaste
blanco sobre pinceladas muy irregulares de amarillo.
Aparte de varios retratos pintó muy pocas pinturas durante estos primeros años
en la corte. La más notable es la llamada de los “Los borrados”, más propiamente
denominada El triunfo de Baco o “Bacanal”, pintada en 1628. El joven semidesnudo
lleva una hoja de parra que lo identifica como al mítico Baco, pero su rostro y sus
cuerpo distan mucho de parecer divinos; son los de un joven vulgar y demasiado bien
alimentado, sin la menor idealización. Velázquez sitúa la escena al aire libre y muestra a
Baco sentado sobre un barril, coronando de hoja a un joven arrodillado, mientras un
grupo de campesinos disfruta de vino, regalo del Dios a la humanidad. Al fondo, a la
izquierda hay un sátiro recostado a sus lado, y a la derecha un mendigo se aproxima
humildemente a pedir limosna. Los rostros de los bebedores no sólo superan en
realismo a los personajes de bodegón, sino que además son muy expresivos y vivaces,
sus gestos tienen un naturalidad que es nueva y totalmente convincente. La composición
no difiere radicalmente de la de “La adoración de los reyes”, pues está también pensada
como alto relieve, como un
mínimo espacio entre figura y
con un fondo de paisaje
desconectado del primer plano.
La luz aquí sigue siendo
iluminación de taller, pero
parece más natural y sobre todo
es mas generalizado sus sombras
más transparentes. Arte de los
elementos que continúan ideas
pictóricas ya expresadas en su
anterior obra, o que desarrollan
ideas nuevas, el “Triunfo de
Baco” también da muestras de
que Velázquez había estudiado con provecho las pinturas de la colección real. Si bien en
tono y composición parece no tener mucho que ver con la “Bacanal” de Ticiano, la pose
del sátiro recostado detrás de Baco se aproxima mucho a la de una de las mujeres del
centro de esa composición y posiblemente está inspirada en ella.
El año en que pinta los “Borrachos”, Rubens que entonces estaba en el apogeo
de su fama, pasaba una larga temporada e la Corte española como diplomático,. Durante
su estancia dedicó algún tiempo a la pintura, y por lo trató de cerca a Velázquez,
utilizando su taller, realizando retratos de Felipe IV, además de varias copias de cuadros
de Ticiano. No hay duda de que la presencia del pintor flamenco tuvo sobre el arte de
Velázquez un efecto que poco después se habría de notar. La técnica y el colorismo de
Rubens, inspirados en la pintura veneciana , se desarrollaban a través de una pincelada
más suelta y una luminosidad cada vez mayor. Este desarrollo se había de ser reforzado
por el íntimo contacto que tuvo Rubens con las obras de Ticiano durante esta estancia en
España, y su estilo, a su vez hubo de orientar a Velázquez hacia la pintura barroca
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contemporánea flamenca e italiana, en la que el tenebrismo había ya desaparecido en
gran medida.
Pero aparte de la influencia
que tuviera Rubens sobre la
subsiguiente evolución del arte de
Velázquez, su visita alentó también a
éste a hacer un viaje de estudio a
Italia. Poco después de la partido de
Rubens en agosto de 1629, consigue
el permiso de Felipe IV y allí
permanece un año y medio,
empleado en viajar por toda la
península y en una larga permanencia
en Roma. De Génova paso a Venecia,
y de allí viajó de regreso a Madrid
siguiendo la ruta de Nápoles,
completando así sus conocimiento de
las diversas escuelas de pintura
italianas, antiguas y modernas.
Las obras más relevantes de Velázquez durante este periodo son la “Fragua de
Vulcano” y la “Túnica de José”. La distancia estilística que separa la Fragua de
Vulcano de “El triunfo de Baco” nos muestra claramente la importancia que tuvo el
viaje a Italia para el pintor. Aparte de la obvia idealización de los cuerpos, lo que salta a
la vista e inmediato es la diferente concepción de volúmenes y espacio con respecto a su
pintura anterior. Aunque aquí también la escena está compuesta por un grupo de figuras
paralelas al plano pictórico, los intervalos entre ellos son tan importantes como las
figuras mismas. Los objetos sirven para definir la distancia entre los personajes y el
plano pictórico, siendo el espacio tras ellos también conmensurable; la chimenea y la
figuras detrás de ella hacen a sus vez retroceder los limites de la estancia. No menos
notable es el cambio en la representación de la luz; a pesar de que en este caso la escena
ocurre en un interior, una luz diurna no sólo ilumina los cuerpos semidesnudos de los
dioses y los cíclopes, sino que impregna el espacio que habitan. La ilusión de realidad
en esta obra es aún más convincente que en las anteriores pues ahora Velázquez
empieza a describir lo visto en términos de la impresión que esto hace en el ojo del
observador, y no en sus sustancia táctil. La fisonomía y el gesto de Vulcano están
logrados con muy poco detalle, las transiciones entre facción y facción aparecen
borrosas, sin líneas nítidas. En la figura de
fondo, la economía de pincelada sin
pérdida de forma o expresión es
extraordinaria. Esta técnica, desde luego,
no aparece repentinamente en la obra de
Velázquez, pues ya lo encontramos en un
grado menor en el cuadro del “Triunfo de
Baco”, donde los contornos de los cuerpos
y facciones no tienen la nitidez que vemos
en los retratos regios de la primera etapa
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madrileña.
En La túnica de José percibimos también la misma evolución en el tratamiento
del espacio que aparece en La fragua de Vulcano, buscando introducir unas líneas de
perspectiva y una serie de elementos que dan profundidad al cuadro. Ambos fueron
realizados en durante la estancia de Velázquez en Roma, y se nota claramente la
influencia de los modelos clasicistas en el tratamiento de la anatomía en la musculatura
de los torsos desnudos, en el tipo de luz,
que abandona el claroscurismo caravagista
Una de las visitas que realizó durante su viaje a Italia fue a Florencia en donde
conoció Villa Medici y
donde pintó dos de sus
cuadros más importantes, se
trata de dos vistas pintadas
al natural en los jardines. Se
trata de un caso único en
toda la pintura española, e
incluso en la europea, ya
que no volveremos a
encontramos un concepto
semejante de paisaje hasta
la
llegada
del
impresionismo. A pesar de su pequeño tamaño son obras maestras, ejecutadas con una
rapidez y agilidad en el trazo asombrosas.
Al regreso de Italia, Velázquez comprobó que Felipe IV había esperado su
regreso para encargar nuevos retratos reales y del príncipe Baltasar Carlos nacido en
1629, el primer retrato de este, acompañado de sus
enano debió ser pintado en 1631.
El heredero de la monarquía más poderosa
de Europa aparece en actitud hierática, vestido y
aparejado con los símbolos de su rango y mando
militar, el enano, que parece retirarse con gesto
melancólico, lleva en las manos un sonajero y una
manzana, objetos que pertenecen al mundo de la niñez
pero que también traen a la memoria el cetro y el orbe,
símbolos del poder real. La inclusión de un enano en
el retrato regio continua una tradición
establecida en el siglo anterior, de la
cual el retrato del Principe Felipe y el
enano Soplillo, de Rodrigo de Villandrando, puede servir de ejemplo. En
la yuxtaposición conmovedora de las dos figuras la triste condición del
servidor hacen resaltar la perfección de sus príncipe.
Desde que se instaló en la corte en 1623 hasta el fin de sus días,
Velázquez hubo de ejecutar contadísimas pinturas de tema religioso, de
las que por lo menos una de ellas fue hecha para el Alcázar. De los
encargos que caen de fuera los más importantes el gran Cristo en la cruz
pintado hacia 1631-1635 para el convento de monjas de San Placido en
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Madrid, y el lienzo de San Antonio abad y San Pablo ermitaño para la ermita de San
Pablo en el Buen Retiro de 1634-35. La disposición general del Cristo de San Plácido
sigue el trazado de un cuadro del mismo asunto pintado por Pacheco y las
prescripciones iconográficas propuestas por este en su Arte de la Pintura; según
Pacheco Cristo fue crucificado con cuadro clavos y asó lo presentan la mayor parte de
pintores y escultores sevillanos del XVII, Aunque la composición no difiere de otros de
Pacheco o Zurbarán es única en la concepción del cuero de Cristo y en la expresión
lograda por el inusitado tratamiento de la cabeza. El cuerpo de Cristo tiene una
perfección clásica que hace pensar en las obras de los grandes escultores griegos del
siglo IV a. C.. El patetismo del Cristo de Velázquez se apoya en un detalle de gran
originalidad: el de que la cabellera de Cristo caiga hacia delante bajo la corona de
espinas, cubriéndole la mitad de la cara; el desaliño que este detalle sugiere dentro de la
compostura de Cristo a la hora de su muerte, que es en todo lo demás perfecta, trae
consigue el recuerdo de la crueldad y el escarnio por el Salvador durante su Pasión.
El San Antonio abad y San Pablo ermitaño es un cuadro excepcional en todos
los respectos, pero quizás el más visible es que el paisaje tiene en él gran prominencia,
casa inusitada hasta el momento en la obra de Velázquez. Aquí el tema humano y la
grandeza del paisaje tiene paridad de importancia de importancia visual; la fe pura y
radiante del ermitaño encuentra su equivalencia en la belleza y luminosidad del paisaje
y el cielo. Si se considera el asunto principal, los dos santos recibiendo la doble ración
de traída por el cuervo que alimenta a San Pablo, la extensión del paisaje es innecesaria
para la figuras. Y aun si se toma en cuenta que este cuadro presenta la historia de dos
santos en un serie de episodios consecutivos distribuidos por el paisaje, toda la parte
superior del lienzo huelga para los efectos de acomodar la narrativa. Es evidente que
Velázquez se interesa en ese momento por la pintura de paisaje en sí, y amplias vistas de
valles y montañas sirven de fondo a los muchos retratos de la familia real durante el
periodo de 1633-1640. Al igual que la composición de sus figuras, el carácter del
paisaje también parece inspirado en fuentes norteñas tales como los cuadros de Patinir
que existían en la colección real. La pintura de paisaje
nos recuerda también a los frescos de Veronés que
Velázquez conocería en Venecia.
En su colorido, luminosidad y tratamiento
del paisaje, el San Antonio Abad y San Pablo
ermitaño, marca evidentemente la enorme distancia
recorrida por Velázquez en sólo cinco o seis años tras
su primer viaje a Italia. La comparación de estilo y
técnica entre la “Adoración de los Reyes” o “El
triunfo de Baco” con este cuadro nos proporciona una
visión muy clara de la extraordinaria capacidad de
autotransformación del genial pintor.
Uno de los retratos más espléndidos de
Felipe IV es el pintado entre 1634-35 (Silver Philip)
de la National Galley de Londres, vestido con un
lujosos traje bordado de plata; la impresión de fasto
también queda aumentada por el uso de un cortinaje
rojo, que repite el color del tapete de la mesa. Se
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diferencia de los anteriores no sólo por lo rico del traje, sino también por el modo en
que está pintado, el bordado de la tela está sugerido por un trama de pinceladas abiertas
y toques de empaste. Estas pinceladas, que vistas de cerca se disuelve en una informe
sucesión de toques separados, vistas a distancia se unen en la retina y se perciben como
parte de un dibujo regular. Al no describir los bordados con detalle, Velázquez retira el
énfasis de la vestimenta y lo concentra en el retrato del monarca, en su apariencia física
y en sus papel regio. Si volvemos la vista atrás podemos comprobar la evolución de
Velázquez respecto a otros retratistas como Pantoja de la Cruz.
La mayor parte de la actividad artística de Velázquez en la década de 1630
estuvo dirigida, como aposentador de palacio, a la decoración del nuevo Palacio del
buen Retiro y del pabellón de caza del Pardo, la Torre de ParadaTorre de Parada los
retratos de hacen como cazadores, lo que reduce la formalidad y el tratamiento rígido de
los retratos oficiales, aumentando la sensación de cercanía, de humanidad tanto en los
reyes, como especialmente en el
príncipe Baltasar Carlos. Son
retratos extraordinarios no sólo por
esta circunstancia, sino también por
el tratamiento que hace de la luz, del
paisaje de la sierra madrileña que
sirve de fondo a la escena, de la
naturalidad con la que son
retratados los perros...
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Aparte de dirigir los programas decorativos en general, sus aportación de
cuadros propios fue considerable, entre los se encuentran muchas de las obras más
notables y originales de toda sus carrera artística.
El proyecto de más envergadura en el Buen Retiro fue la decoración del Salón
de Reinos, parte del palacio que aún se conserva en lo que hoy es el Museo del Ejército.
Este salón de grandes dimensiones, era el que se utilizaba para la ceremonias de Estado,
y su decoración consistía en doce lienzos conmemorando los triunfos logrados por
España y Felipe IV sobre sus numerosos enemigos, cinco retratos ecuestres de la familia
real, y una serie de diez cuadros de los Trabajos de Hércules, héroe mitológico asociado
a la dinastía de los Austrias y el origen de España. Este programa de glorificación de la
casa reinante continua una tradición establecida en España desde Carlos V y continuada
por Felipe II en El Escorial.
Las doce pinturas de batallas fueron distribuidas en sus mayor parte entre los
pintores del rey. A Carducho se le encargaron tres, a Félix Castelo una; a Eugenio Cajés
dos; a Jusepe Leonardo dos; a Maino una. y una a Pereda, Velázquez y Zurbarán, el
único de ellos que no residía en la Corte. A Zurbarán se le encargaron también los
trabajos de Hércules, mientras que los retratos ecuestres fueron realizados por
Velázquez y su taller, de estos los de Felipe IV y el príncipe Baltasar Carlos son los
únicos pintados por Velázquez. Los prototipos para el Felipe IV eran el retrato ecuestre
de “Carlos V en Mülberg” de Ticiano y desaparecido retrato de Felipe IV de Rubens.
Aunque comparable a ellos en sus rasgos generales, el retrato ecuestre de Felipe IV se
aparta de ambos en aspectos esenciales, Mientras que Carlos V cabalga a través de un
paisaje de bosques y praderas, Velázquez presenta a Felipe IV en un paisaje montañoso;
el retrato se acerca más al pintado por Rubens, pero también difiere de él en la ausencia
de figuras alegórica; el simbolismo que lo informa se desprende de una imagen por
completo realista. El rey aparece erguido, en actitud e mando y controlando el caballo
con una sólo mano en el difícil ejercicio de permanecer inmóvil sobre las patas traseras;
su capacidad para gobernar está sugerida por su total maestría como jinete. Presentando
a Felipe IV de perfil, con la mirada fija en la distancia, Velázquez lo aísla del
observador, retirándolo de su ámbito. La imagen de Felipe IV es más que un soberbio
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retrato ecuestre, es también icono del poderío del monarca. El Felipe IV a caballo nos
permite observar con especial facilidad cuál era la manera de pintar de Velázquez, pues
correcciones y cambios en varias áreas del cuadro se pueden detectar a simple vista. Su
práctica parece haber sido en la mayoría de los casos, determinar la forma final de la
composición mientras aún lo estaba pintando; su trazado era más o menos modificado
hasta llegar a la perfección deseada. A diferencia de los contemporáneos italianos o
flamencos, Velázquez parece no haber hecho uso de los numerosos dibujos
preparatorios o bocetos a óleo con los que ellos estudiaban la composición, poses y
demás detalles de una obra antes de comenzar a pintar el lienzo. Esto no quiere decir
que Velázquez jamás hiciese uso de tales estudios preparatorios, pero que, como
Caravaggio, trabaja más alla prima que otros pintores del barroco. El resultado es que
hoy en día se puede estudiar el proceso de elaboración de la imagen en muchos de sus
cuadros ha simple vista, sin la necesidad de rayos X.
En el retrato del Príncipe Baltasar Carlos a caballo emplea también un realismo
simbólico para proyectar una imagen ideal del príncipe. El retrato estaba destinado a la
sobrepuerta, por lo tanto en una posición más alta, lo que es aprovechado por Velázquez
para plasmar una composición dramática y monumental. El caballo colocado en línea
oblicua parece abalanzarse sobre el espectador, pero la pequeña figura de Baltasar
Carlos también revela el perfecto control con el príncipe lo domina. La configuración de
caballo y su jinete se aproxima mucho a la usada por Rubens en su retrato del marqués
Giacommno Doria, pero también al retrato ecuestre de Marco Aurelio.
En ambos la técnica se adapta a las condiciones en que iban a ser vistos, ya que
colocados muy por encima de la cabeza del observador. La pincelada impresionista que
simula la forma y textura de trajes y arreos se aleja aún más de una descripción acabada
que el retrato de Felipe IV en plata.
De la misma época y relacionado por su contenido, formato y tamaño a los
retratos ecuestres del Buen Retiro, es el retrato del Conde-Duque de Olivares a caballo
de 1635-38. La pose del animal, visto por detrás y en escorzo, aunque inspirada en
grabados italianos sobre emperadores romanos, es completamente nueva en cuanto a la
escala y el medio pictórico. La conexión formal con la imagen de Cesar no baldía, pues
en este cuadro glorifica las virtudes de valor y capacidad para el mando de su primer
protector. El punto en que la pose de Olivares diverge de la de César es que el general
vuelve la cabeza hacia atrás, como
animando a sus tropas a seguirlo. Este
gesto crea una ilusión de espontaneidad
y movimiento y vincula al espectador
dentro del cuadro.
El más famosos de los cuadros que
decoraban el Salón de Reinos, es sin
duda La rendición de Breda pintado en
1634. De los demás triunfos, sólo “La
reconquista de Bahía” de Maino, se
acerca en invención y calidad pictórica.
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Ahí Velázquez interpreta el asunto de modo que pone
de relieve la caballerosidad y magnanimidad del general
victorioso Ambrosio Spinola, y de las armas españolas.
La composición de las figuras principales no se inspira
en las tradicionales imágenes del tema de rendición, con
el general vencedor a caballo y el vencido de rodillas.
La expresividad de los gestos de todos lo participantes
en esta escena, en particular las de los dos generales, la
iluminación de sus dos figuras, Nassau en la sombra y
Spinola iluminado, y en contraste entre el desordenado
grupo de los holandeses y la masa compacta de las
lanzas españolas, revela con gran sutileza y aparente
naturalidad del contenido político y humano de la
escena. En esta composición sigue Velázquez un
trazado que puede considerar clásico y que refleja el
estudio dela obra de Rafael y Carraci. A cada lado de los generales,
la masa de los ejércitos y la disposición de los diversos elementos
que componen la imagen están en perfecto equilibrio. El estilo
naturalista de Velázquez se pone al servicio de un ideal clásico de
estructura pictórica y de un intención simbólica de contenido moral
y político.
La decoración del Buen Retiro incluía en los apartamentos
privados varias series de retratos de los enanos y bufones residentes
en la Corte. Estos cuadros ejecutados en los años treinta y cuarenta
son de especial interés, no sólo como documento histórico sino como
tempranos ejemplares del retrato psicológico, son espléndidos
testimonios de sus habilidad para expresar el contenido espiritual del
asunto por medios de recursos pictóricos.
EL retrato de Juan de Calabazas de 1637.1639, es de un
riqueza de invención extraordinaria y lleva hasta su límite la técnica
ilusionista de Velázquez en este periodo. La semblanza del idiota lo
muestra mirándonos desde sus rincón en el suelo con ojos
bizqueantes y una sonrisa en la boa, acurrucado sobre su cojín como
s quisiera hacerse más pequeño. La postura del bufón ,piernas y
brazos retraídos contra su cuerpo y las manos juntas en una actitud
desmañada y patética, sugiere vivamente el cruel desamparo y
aislamiento que al idiota le impone su condición. su rostro está
descrito con infinita sutileza en las transiciones de luz a sombra, y
sus rasgos emergen por virtud del puro color, sin un sólo contorno
neto, imprecisión de las forjas que parece traducir a términos
pictóricos las nieblas de la mente. Velázquez representa al bufón, no
como figura cómica, sino como a un ser humano imperfecto sin
conciencia de serlo que es capaz de provocar nuestra compasión e
incluso despertar nuestra simpatía.
De los otros retratos de este grupo el del enano Sebastián de
Mora de 1644 es quizás el más impresionante como semblanza
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psicológica. La simplicidad de sus composición y la proximidad de la figura a los
bordes del cuadro le dan especial fuerza a la imagen y concentran el énfasis pictórico y
emocional en la mirada acusadora que nos dirige, contrahecho de cuerpo pero lúcido de
mente. La postura frontal y simétrica del modelo acentúa lo corto de sus piernas pero
como tal frontalidad es algo que en la retratista se suele reservar para personajes de alto
rango, le presta también una grandeza inesperada.
Bufones, locos y enanos eran presencias de rigor en todas las Cortes europeas
del siglo XVII, y la española no era una excepción. Algunas de estas criaturas ya
aparecen en la pintura italiana del siglo XV, solas o acompañando a sus señores, pero
los muchos retratos de bufones de corte pintados por Velázquez constituyen una
colección verdaderamente sin igual en la pintura europea, y cabe preguntarse el porqué
de esta abundancia. Se ha supuesto que tales seres eran particularmente numerosos en la
corte, con la sugestión implícita de que ésa era una señal más de la decadencia de la
dinastía. Era más probable que la cantidad de retratos de bufones no este relacionada en
términos absolutos al número de los que residían en la corte, sino que sea explicable por
razones primordialmente artísticas. Como pintor de cámara residente en el palacio real y
como aposentador de palacio estaba en contacto
continuo con estos hombres, con quienes toparía
innumerables veces y no es extraño que le apeteciese
pintarlos pues presentaban un amplio y variado
espectro de tipos físicos y psicológicos cuya
representación estaba libre de las limitaciones
impuestas por el decoro en los retratos de la familia
real. En estas obras Velázquez se podía permitir
experimentar y llevar su técnica impresionista hasta el
limite. Tampoco ha de sorprender que Felipe IV
animase a su pintor a este empeño; los sujetos
retratados eran parte de la vida y de palacio y el rey,
conocedor y apasionado de la pintura, debía de
admirar tanto como el moderno aficionado el arte de
las brillantes caracterizaciones de estos seres.
Posiblemente el mejor de todos los cuadros de
bufones es el retrato de D. Pablillos de Vallodolid,
cuadro en el que Velázquez hace un alarde de su
capacidad técnica revolucionando elementos
tradicionales como el fondo. En este caso el personaje
esta rodeado de vacío, no hay ningún elemento que
nos de alguna referencia sobre el lugar, parecería más
bien que esta flotando en el aire, salvo por un detalle, la composición del personaje y la
pequeña sombra que proyecta. Está con las piernas abierta, firmemente asentado en el
suelo, incluso con un ademán exagerado, que llevó a que durante mucho tiempo el
bufón fuera confundido con un cómico de la Corte de Felipe IV. Cuando en el siglo XIX
el pintor impresionista Manet viaja a Madrid y conoce el cuadro, le causó una gran
impresión, de tal manera que lo tomará como modelo para uno de sus cuadro más
conocidos, “El pífano”.
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Retratos, de otro tipo, pero también libres de los
controles de orden social, los de los pintores “Esopo” y
“Menipo” probablemente pintados para la Torre de la Parada
entre 1638 y 1640. Estos retratos imaginarios de filósofos
pertenecen a una tradición corriente en el siglo XVII que ya
vimos con algunos cuadros de Ribera. El Esopo y el Menipo
fueron pintados como pareja y es posible que los retratos de
Demócrito y Heráclito de Rubens sirvieran de estímulo
inmediato para que Velázquez pintara los suyos. El retrato
imaginario de Menipo es único en representar a este poco
conocido filósofo cínico, que floreció hacia el 270 a. C. pero
forma pareja inteligible con el de Esopo. Los dos tienen el
mismo grado de individualización que los retratos de los bufones de la corte, y el
contenido ideológico de sus escritos se expresa en su atuendo y fisionomía. .
Otra obra extraordinaria de Velázquez para la Torre de Parada es el “Marte”,
representando al dios de la guerra en descanso, este tipo de representación no se
relaciona con ningún otra representación, el dios aparece semidesnudo y en actitud
pensativa. La más reciente explicación del desánimo de Marte, de sus desnudez y de los
elementos que lo rodean, Velázquez lo representa después del desenlace poco digno de
su aventura amorosa con Venus, sentado aun en la cama. La originalidad y el tono ligero
con que está tratado el tema mitológico empalman perfectamente como los retratos
imaginarios de filósofos de la antigüedad. La pose del personaje no recuerda la figura de
Lorenzo de Medici de la Capilla Nueva de Florencia realizada por Miguel Ángel.
Entre los retratos femeninos de Velázquez muy pocos son los que representan a
damas ajenas a la familia real, el más hermosos de ellos es Dama con abanico, muy
posiblemente su hija Francisca, pintado en 1639, que también es retratada en Mujer
cosiendo. La mujer retratada, combina una belleza sensual con el aire de modestia y
dignidad. Es un de un gran sobriedad colorista y sólo los labios de la dama y el lazo azul
que cuelga del rosario de oro son los elementos que prestan una nota de color. La
concepción del cuadro entre de lleno en las convenciones barrocas de este género. pues
la dama parece estar en movimiento, como si fuese camino de la iglesia.
Durante el periodo de finales de la década de 1630 y sus
segundo viaje a Italia a finales de 1648 la producción pictórica de
Velázquez empieza a disminuir, y ese descenso se acentúa aun
más despues de su regreso de Italia. Se debió sobre todo a la
progresiva elevación del rango del pintor como cortesano y
aposentador de la casa real. En 1643 fue nombrado Ayuda de
Cámara y en 1652 el cargo de Aposentador Mayor de Palacio,
cargos que conllevaban numerosas responsabilidades. Como
ayuda de cámara se ocupaba de atender la persona del rey,
acompañándolo en sus múltiples viajes y como Aposentador sus
funciones incluían la decoración de los reales sitios. Ya desde
1640 se había encargado de la compra y disposición de las obras
de arte de Felipe IV, acumulaba en cantidades prodigiosas.
En los años cuarenta la producción pictórica de Velázquez
se limitó en gran parte a los retratos de la familia real. El más
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notable es el de Felipe IV pintado en 1644 en Fraga durante la campaña a Cataluña,
posando con el traje
que luego usaría para la entrada en Lérida liberada. La
composición está basada en la del retrato del Cardenal Infante pintado por Van Dyck en
1636, pero simplificada al situar la figura contra un
fondo neutro en vez de un rico cortinaje. Al igual que
en el prototipo el rey esta vuelto hacia su derecha, ,
ejecuta la cabeza con técnica más minuciosa de la que
utiliza para las manos o la ropa. El traje carmesí con
bordados de plata está pintado con extraordinaria
soltura, produciendo brillantes efectos ilusionistas.
En noviembre de 1648 Velázquez partía en sus
segundo viaje Italia, donde había de permanecer
durante dos años y medio, empleado en la búsqueda y
compra de obras de arte clásicas y modernas para la
colección de Felipe IV. Su estancia en Italia supuso un
gran triunfo personal, pues fue calurosamente acogido
por patronos y artistas como un gran maestro. En
Roma fue nombrado miembro honorario de la
Academia di San Luca y de la Congregazione dei
Virtuosi al Pantheon.
Durante su estancia en esa ciudad, Velázquez
pintó numerosos retratos del clero y de la nobleza, gran
parte de los cuales se han perdido, el más importante
de ellos es el del papa Inocencio X. EL formato de esta
obra continua la tradición establecía por Rafael con su
retrato de Julio II, donde se ve al papa, de media figura
sentado en una pose de tres cuartos. Este tipo de
retrato había sido muy utilizado por distintos pintores,
pero Velázquez le otorga mayor monumentalidad que
a estos prototipos y emplea una técnica pictórica
superior y más revolucionaria, como por ejemplo en
las tonalidades blancas de los ropajes, realizadas con
rápidos y pastosas pinceladas verticales. La
caracterización del papa Inocencio es una de las más
agudas de Velázquez, y evoca el carácter difícil y
desconfiado del modelo, pero también su vigor, a
pesar de la avanzada edad. Dentro de la convención
del retrato papal, Velázquez logra una composición de
incomparable fuerza de la realidad física y psicológica
de Inocencio. Solo los mejores bustos de Urbano VIII
realizados por Bernini son de un nivel artístico y
expresivo equivalente. Es uno de los retratos que más
incidencia ha tenido posterior, llegando su vigencia
hasta el siglo XX, la capacidad de penetración psicológico hizo que el pintor inglés
Francis Bacon hiciera una versión de este.
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De fecha muy cercana al de Inocencio X es de su
ayudante y esclavo Juan de Pareja, probablemente pintado
en 1649 o principios de 1650. Este retrato parece ser un reto
del pintor a sus colegas italianos, pues fue exhibido en el
pórtico del Partenón, con ocasión de la exposición anual que
los pintores romanos celebraban allí. El cuadro es una
incomparable demostración de sus genio pictórico, pues con
medios en apariencia simples es capaz de crear una imagen
de extraordinaria presencia y vitalidad, reproduciendo el
retratado en un efigie tan viva como el mismo. A pesar de
que Juan de Pareja era un esclavo, se fue formando en el
taller de Velázquez, y acabó siendo un pintor con cierto
éxito; Velázquez no retrato a un esclavo, sino a un hombre
completamente libre, con una
gran personalidad, incluso con
cierta arrogancia, un tratamiento
que escandalizó a la sociedad del
siglo XVII.
Probablemente realizado en
Roma, aunque no se puede fechar
con certeza, es la Venus del
Espejo, destinada a la colección
del marqués de Eliche, donde ya
se hallaba en 151. Este cuadro se
puede considerar extraordinario
por varios conceptos pues no sólo
es el único desnudo femenino que
se conserva de Velázquez, sino uno de los poquísimos de la pintura española del siglo
XVII. El tema que ilustra, una mujer desnuda mirándose al espejo, se remonta a
principios del siglo XVI, pero sus antecedentes más inmediatos son los de Rubens y
Ticiano, pero ninguno iguala en sensualidad y novedad a esta. El prototipo formal se
acerca más a la del hermafrodita durmiendo. Ejerce una atracción que va más allá de la
producida por la belleza de la modelo y la brillante ejecución del lienzo, sobre todo por
el hecho de que no se muestra directamente su rostro, sino que lo hace a través de un
borroso espejo. La vista de esas facciones queda fuera de nuestro alcance. El tema
puede ser interpretado como una alegoría de la vanidad, entendiendo el reflejo en el
espejo como metáfora de la belleza terrenal, insustancial y fugitiva. Para destacar aún
más las formas sinuosas de la mujer, la curva de sus cadera, crea un delicado contraste
cromático entre los tonos sonrosados de su piel, con el gris plomizo y carmín del lecho
sobre el que esta tumbada.
Al regreso de Italia se dedico a la decoración del Alcázar y del Escorial, pero los
requerimientos como pintor del rey también aumentaron, por lo que conservamos más
retratos de la familia real que en la década anterior. El primer retrato de la reina Mariana
la muestra de cuerpo entero, siendo el único que utilizó de este formato, pues los demás
son bustos o medias figuras. Los retratos de la princesa Margarita, primera hija de
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Mariana nos presentan a una bella niña en una serie de imágenes que documentan su
crecimiento.
El más famoso de estos retratos es el de Las meninas, el cuadro más famosa y
más estudiado de toda la obra de Velázquez. fue pintado en 1656 y desde entonces se ha
considerado una obra maestra. Su asunto mismo, híbrido entre pintura de género y
retrato de grupo es ya un aspecto inusitado de esta extraordinaria obra. La infanta
Margarita a los cinco años es aquí el centro de un escena de carácter intimo en la que
los personajes son individuos
reconocibles y que transcurre en una
estancia del viejo Alcázar. El cuadro
parece captar un instante específico, en
el que la acción de cada personaje ha
sido fijada para siempre en el lienzo.
Pero ¿Qué momento es el que recoge?
Aunque la infanta es el centro de
atención de nuestras miradas, por sus
posición central y brillante
iluminación, hay también otro centro
de interés implícito, un centro que
ocupa el espectador, hacia el que se
dirigen las miradas de los personajes
del cuadro, lugar ocupa hoy día por el
espectador, pero que en el momento
que representa sería Felipe IV, que
junto con su mujer aparecen reflejados
en el espejo del fondo.
Lo que el cuadro representa es el
momento en que la infanta con su séquito entra en la cámara
donde Velázquez esta pintando un cuadro de la pareja real.
Aunque para otros autores el cuadro que estaría pintando
Velázquez es precisamente las Meninas. Velázquez, con un idea
muy barroca quiera introducir al espectador en el desarrollo de
la escena que se representa, utilizando todos los recursos de su
arte. Las figuras del primer plano y sus vestiduras tienen la
solidez y la textura de sus modelos, pero entre ellas hay
diferencias de enfoque, ya que las del centro aparecen más
nítidas que las de la periferia. La variación en la nitidez también
funciona en relación a sus distancia del plano pictórico; las del
primer plano, que reciben más luz, son las más nítidas; en un
segundo plano ya en penumbra, la figura de Velázquez está menos definida y con menos
detalle; la vida Marcela Ulloa y el guardadamas quedan apenas sugeridos. Fuera de la
estancia, vistos a contraluz por la puerta entreabierta, aparece la silueta del aposentador
José Nieto recortado por un fuerte foco de luz, y en el fondo de la estancia en borroso
espejo con las imágenes reflejadas de Felipe IV y Mariana. En la parte superior de esa
pared se reconocen dos cuadros pintados sobre un bosquejo de Rubens, un Apolo y
Marsias y una Minerva y Aracne. Esta variedad de efectos en la representación de las
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figuras va acompañada igualmente por sutiles variaciones de la luz en la representación
del espacio. El mismo tamaño de Las Meninas y el despliegue de su arte hace que
Velázquez en esta obra no pueden menos que sugerir que ella fue de importancia capital
para el pintor, y así ha sido interpretada. Las imágenes que la componen apuntan a un
significado elaborado con meticulosos cuidado, que metafóricamente expresa la visión
que Velázquez tenia de sí mismo y de su arte. En estos momentos Velázquez intentaban
conseguir el nombramiento de caballero de la Orden Militar de Santiago, con lo que su
ascenso social culminaría, en principio tenía negado su acceso por realizar un arte
mecánica. En Las Meninas Velázquez demuestra que la pintura es un arte liberal e
intelectual y por lo tanto ocupación digna para un caballero, defendiendo el concepto de
la nobleza intrínseca del arte de la pintura mediante la presencia en su taller de los
miembros de la familia real y de los dioses en los cuadros del fondo.
Si bien la producción pictórica de Velázquez fue pequeña en la última década de
su vida a este periodo pertenecen sus obras más importantes y complejas, el cuadro más
notable despues de Las Meninas es la Fábula de Aracne o Las hilanderas pintado al
año siguiente 1657. Como en sus
escenas de la época sevillana, lo
más importante tiene lugar al
fondo del cuadro, más iluminado
que el primer plano. Esa escena
del fondo representa el pasaje del
mito en que Minerva debe admitir
que el tapiz tejido por Aracne en
competición de habilidad en su
arte con la diosa, supera en
belleza al suyo. Momentos
despues la diosa destruye el tapiz
de Aracne y la convierte en araña.
El tapiz tejido por la infortunada
representa el rapto de Europa, por
Zeus covertido en un toro blanco
(tema que toma del cuadro de Ticiano pintado para Felipe II) La
escena del fondo demuestra que los dioses se enorgullecen de su
arte, y que un mortal puede aspirar a igualar con su obra la de un
dios.
En las Hilanderas Velázquez nos muestra el gusto barroco
por ofrecer al espectador una realidad mutable, en continuo
cambio, una realidad múltiple, con diversas lecturas de entre las
que no siempre sabremos cual es la más acertada. En este caso
¿Qué vemos en el lienzo?
¿Un simple taller de tapices? ¿Una escena cortesana en la que dos
damas eligen tapices para su casa? ¿La alegoría de Atenea y Aracne? ¿O la
representación real de ese pasaje mitológico en el momento en el que la diosa va a
convertir a la doncella en araña? ¿La escena del rapto de Europa pintada por Ticiano y
empleada como motivo para el tapiz del fondo? ¿Una advertencia sobre los riesgos de
competir con los dioses (o los reyes)? ¿Una representación teatral que comienza al
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descorrerse el telón que sujeta la muchacha de la izquierda?... ¿ Todas a la vez? ..
¿Ninguna de ellas?
Entre los cuadros pintados por Velázquez antes de su muerte, el de Mercurio y
Argos no presenta un interpretación de un asunta tratado por Rubens para la Torre de
Parada, debido a que el cuadro iba a ser visto a contraluz (estaba encima de una de las
ventanas) utilizó una técnica aún más descriptiva . La figura del Argos deriba del “Galo
herido” helenistico.
De 1659 son los últimos dos retratos de la
familia real el de la Infanta Margarita y el del
Príncipe Felipe Prospero, más vinculado éste con
las pinturas tardías de Velázquez que el primero.

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