1.5. Por qué se construyen los edificios de gran altura

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1.5. Por qué se construyen los edificios de gran altura
1.5. Por qué se construyen los edificios de gran altura
• Desde que nació la tipología de los edificios de altura allá en Chicago a finales del siglo XIX, se
han argumentado razones de toda índole tratando de justificar su presencia y su escala abrumadora
como solución a múltiples problemas urbanísticos dentro del paisaje edificatorio de nuestras
ciudades.
Indudablemente, los partidarios de los rascacielos encuentran mil y una razones a favor de los
mismos y sus detractores, que también existen en un número tal vez mayor que sus defensores,
argumentan de igual forma mil y una razones para que no se construyan más, y si fuese posible,
intentarían hacerlos desaparecer de la faz de la tierra sin mayores remordimientos, aunque, y
esperemos que así sea, lo hagan con métodos más sutiles y civilizados que los empleados por los
iluminados de Alá en las “Torres Gemelas” de Nueva York.
Trataremos de exponer en este apartado, sin ánimo alguno de agotar el tema, algunas de las
razones básicas de los que están a favor y de los que están en contra de esta tipología de edificios; y
lo haremos también sin intención alguna de ser objetivos, puesto que nosotros somos unos claros
partidarios de estas construcciones, puesto que en sí mismas nada tienen de malo.
Se cuenta en el mundo del montañismo que al preguntarle a un afamado montañero por qué se
jugaba la vida escalando montañas, él sencillamente se limitó a responder: “Porque están ahí”. Un
razonamiento similar podríamos argumentar a favor de la construcción de los rascacielos:
Simplemente, nos limitamos a construirlos porque están ahí, están a nuestro alcance y tenemos a
nuestra disposición la tecnología que los hace posibles. Tal y como se comporta y reacciona el ser
humano, la argumentación anterior bastaría por sí sola para justificar la aventura y el reto de construir
estructuras que rozan los límites de la gravedad y desafían las tormentas, elevándose majestuosas e
imponentes hasta perderse en el interior de las nubes.
El anhelo del hombre por la altura, por alcanzar el cielo con sus obras, resulta claramente evidente
en infinidad de antecedentes.
• Las construcciones de gran altura siempre estuvieron latentes a lo largo de la historia de la
Humanidad, reflejadas en la arquitectura de los más ambiciosos e imaginativos proyectos nunca
construidos, y en menor medida, pero en un volumen considerablemente elevado, también en la
arquitectura realmente construida.
Fig. 1.31. Representaciones tradicionales de la Torre de Babel. La primera, obtenida de un manuscrito francés
del siglo XV y la segunda, del pintor J.N. Brueghel (siglos XVI y XVII)
No existe un solo libro dedicado a los edificios de gran altura que no muestre como antecedente de
los mismos la mítica Torre de Babel, motivo del castigo divino a la presunción y soberbia del hombre
por pretender con la misma llegar al cielo y salvarse de otros posibles diluvios universales que
podrían acontecer en su futuro.
La legendaria Torre de Babel fue, probablemente, un zigurat, una torre escalonada cuya
construcción fracasó al tratar de erigirla en un territorio donde no existían canteras, pretendiendo
realizar su construcción con materiales prefabricados, ladrillos de barro cocido y de barro con paja,
bastante inapropiados ambos para una obra que requería sobre todo resistencia por su volumen.
Fig. 1.32. El coloso de Rodas, supuestamente desaparecido en el año 227 A.C. tras el terremoto.
Sin lugar a dudas el Coloso de Rodas, una de las grandes maravillas del mundo, si es que
realmente llegó a existir alguna vez, con su potencia y sus 35 metros de altura en bronce
representando al dios Helios (el Sol), refleja espléndidamente el deseo del hombre por construir en
altura. Según cuenta la leyenda, su presencia servía de faro y guía a las naves, hasta que se vino
abajo por un terremoto en el siglo III A.C. Sus despojos de bronce permanecieron abandonados hasta
que unos mercaderes los vendieron en el siglo VII de nuestra era, según cuentan las leyendas.
La naturaleza, en este caso puesta de relieve por sus montañas, siempre ha sido un filón de
referencias a imitar. Poco se diferencian las siluetas de un número elevado de rascacielos, de las
agujas de piedra que conforman con su desnuda grandeza y sus impresionantes alturas, las
cordilleras que pueblan nuestros continentes.
Fig. 1.33. Agujas montañosas: Claros antecedentes de los rascacielos postmodernistas y los obeliscos
egipcios.
La Edad Media y el Renacimiento fueron periodos especialmente proclives a la construcción de
grandes torres, propiciada por creencias religiosas de todos los signos. Especialmente las religiones
musulmana y cristiana sirvieron de base, justificación e inspiración, al diseño de infinidad de edificios
y torres, convirtiéndose incluso en modelos a imitar, principalmente y sobre todo por los rascacielos
del período ecléctico y modernista, que con su presencia construida, poblaron de encanto las calles
de Chicago y Nueva York con harto dolor de los padres de la Bahaus y sus discípulos.
Fig. 1.34. Obelisco egipcio (Luxor), claro
antecedente del perfil troncopiramidal del Hancok
Center de Chicago, uno de los rascacielos más
emblemáticos de los construidos hasta el presente.
Fig. 1.36. Campanile de Florencia
Fig. 1.35. Minarete en Yemen
Fig. 1.37. Campanile de San Marcos (Venecia) de
98 metros de altura reconstruido miméticamente a
partir del original, que sucumbió bruscamente tras una
sacudida de origen sísmico en 1902.
Fig. 1.38. Skyline medieval y renacentista. San Giminiano – La Toscana (Italia).
Todavía hoy nos sigue maravillando y sorprendiendo la enorme grandeza y altura de las torres de
las catedrales medievales, especialmente las góticas, construidas con un refinamiento y virtuosismo
más propio de orfebres que de constructores artesanos, y que con unos medios sumamente
precarios, fueron capaces de elevarlas hacia el cielo y hacerlas permanecer en el tiempo, incluso por
encima de las guerras. Estas construcciones de piedra alcanzaron su apogeo en la aguja calada de la
Catedral de Ulm, al sur de Alemania.
Fig. 1.39. Aguja de la Catedral de Ulm, de finales del siglo XIV al sur de Alemania. Es la torre de piedra más
alta jamás construida por el hombre.
El conjunto de faros que poblaron y todavía pueblan las costas del mundo entero y que sirvieron de
hitos de referencia a la navegación hasta que dejaron de ser escasamente útiles merced a los
modernos G.P.S. y demás artilugios modernos de navegación por satélite, configuran un conjunto
construido donde se han inspirado también más de uno de los diseños arquitectónicos de los
rascacielos historicistas después de su primera etapa funcional.
Fig. 1.40. Posible sección inventada del Faro de Alejandría y la Torre de Hércules (La Coruña, España)
construida inicialmente durante el mandato del emperador Trajano, aunque posteriormente experimentó reformas
y reconstrucciones a través de los tiempos.
• Aunque podríamos seguir buscando referencias y antecedentes de todo tipo buceando en el
pasado, tratando de explicar por qué se construyen los rascacielos dentro de un contexto
espiritualista del hombre, mucho nos tememos que los edificios de gran altura, sin negar en modo
alguno dicho contexto, se han construido, se están construyendo y se construirán, por razones
mucho más prosaicas y materialistas, tal y como fueron aquéllas con las que empezaron su andadura
en los Estados Unidos de América.
Los edificios de gran altura se construyen porque dentro de la industria inmobiliaria representan la
guinda emblemática de un puro pastel financiero. El rascacielos no nace de la mente creativa de los
arquitectos e ingenieros sino de la mente de empresarios y políticos que perciben la necesidad de la
sociedad demandando vorazmente nuevos y deslumbrantes espacios construidos, ya sea para
oficinas, locales comerciales o simples viviendas, y tratan de satisfacerla con edificios que produzcan
el máximo beneficio posible echando mano de todo aquello que posibilite el lograrlo.
Fig. 1.41. El edificio del Banco de Hong Kong (1979-1986), de Norman Foster, imagen corporativa de la
institución. Desconocemos si en el presente sigue ostentando el record de ser el edificio más costoso jamás
construido.
Si la máxima rentabilidad se consigue con un edificio de 80 pisos, el empresario tratará de
construirlo por todos los medios a su alcance; pero si la rentabilidad se alcanza construyendo hacia el
interior de la tierra, la estructura de su edificio en vez de rascar los cielos buscará los infiernos con el
mismo denuedo y afán, al margen de cualquier consideración que no sea la del máximo beneficio; y
sobre esto último téngase en cuenta que no siempre tiene que ser el puramente material a corto
plazo, puesto que existen otros valores intangibles sumamente importantes, como los fondos de
comercio y los de imagen, que el marketing más agresivo y visionario ha puesto de moda en la
desnortada y algo estrafalaria época que nos ha tocado vivir.
Para conseguir sus fines constructivos, empresarios y políticos irán frecuentemente de la mano,
bordeando incluso los límites del urbanismo legislado y, si así fuese necesario, modificándolo
puntualmente con tal de hacer posible la construcción de tal o cual edificio, la mayoría de las veces
amparándose también en rimbombantes y grandilocuentes conceptos sobre los beneficios sociales y
económicos que dicho edificio aportará para el bien de la ciudad; y a veces sorprendentemente,
hasta resulta que son ciertos y verdaderos, como pueden demostrar bastantes edificios construidos
que han logrado alcanzar el calificativo de “emblemáticos” (Empire State, Torre Eiffel, Museo
Guggenheim de Bilbao, etc).
Ya lo hemos dicho, pero no está de más repetirlo para tenerlo más claro: los beneficios materiales
que puede aportar un determinado edificio no siempre se miden en términos de dinero a corto plazo,
ya que si así se hiciera, un buen número de ellos jamás se habrían construido.
El poder de las imágenes corporativas dentro del mundo de los negocios globalizados hace fluctuar
los valores bursátiles más allá de los valores tangibles reales que posean. La mentira y el engaño,
adecuadamente envueltos en el ropaje adecuado (y qué mejor envoltura que la que pueda
proporcionar un bello edificio de una firma consagrada) pueden ser vendidos a unos niveles
claramente preocupantes para el bien del futuro de la Humanidad; aunque sobre esto último se puede
argumentar, con razón, que este tipo de cosas se ha estado haciendo siempre a lo largo de la historia
y el hombre, con mayor o menor dificultad, ha sido capaz de sobrevivir siempre dejándose jirones de
su espíritu y de su carne en el camino.
No obstante, los ingenieros y arquitectos, que normalmente no suelen pintar absolutamente nada y
son ignorados en los procesos y las decisiones previas trascendentales, que son las que realmente
dan pie al desarrollo urbanístico y constructivo del mundo, se prestan después con denodado y loable
empeño, incluso dándose dentelladas entre sí para conseguirlo, a materializar en acero, hormigón y
cristal, lo que desean construir sus clientes promotores con las formas más llamativas y brillantes
posibles, siempre y cuando sean compatibles con el beneficio esperado, ya sea éste de tipo material,
inmaterial o político.
Los intentos teóricos de establecer modelos urbanos donde los rascacielos tengan una razón de
estar y de ser han sido simplemente eso: meros intentos teóricos y puros teoremas especulativos que
solamente sirven a los retóricos del urbanismo y a la arquitectura teórica para rellenar algún que otro
capítulo en sus rimbombantes tratados, repletos de justificaciones y explicaciones a toro pasado.
Tomemos, por ejemplo, la figura arquitectónica de Le Corbusier, como el exponente más
representativo y brillante de la arquitectura teórica, injustamente vilipendiado por el polémico
periodista americano Tom Wolfe, al decir sobre el mismo en su libro Quién teme a la Bauhaus feroz:
“Enseñó a todo el mundo cómo ser un gran arquitecto, sin construir apenas nada”.
Sin embargo, y sin estar de acuerdo con lo expresado por Wolfe, no deja de ser cierto que las
elucubraciones teóricas de Le Corbusier de cómo debían de ser las ciudades y sus rascacielos, no
sólo han sido ignoradas olímpicamente por los políticos y promotores del urbanismo, sino también por
sus propios colegas, que pasaron de proyectar los modelos de rascacielos cruciformes y los restantes
edificios de gran altura por él propuestos, puesto que nosotros sepamos, jamás fueron construidos ni
en similares apariencias, salvo cuando se avino a proponer una planta simple y tradicionalista con su
modelo de rascacielos lenticular, fielmente materializado por el edificio Pirelli de L. Nervi y el edificio
Panam de Nueva York (Met Life en el presente), en el que intervino en 1963 el famoso maestro de la
rompedora Bauhaus, W. Gropius, colaborando en machacar con el mismo la visión y el horizonte de
Park Avenue porque así lo exigía el negocio de sus promotores.
Fig. 1.42. Los edificios Pirelli y Panam ejemplos representativos del rascacielos de planta lenticular. ¿Se
hubiesen diseñado igual si no hubiesen existido Le Corbusier y su modelo de rascacielos lenticular?: Que Le
Corbusier nos perdone, pero creemos que sí.
Le Corbusier realizó planos para construir todo lo divino y humano, como el propuesto para
levantar una “ciudad radiante” donde hileras de rascacielos idénticos se disponían en una cuadrícula
geométrica que, utópicos por su escala y propósito, jamás pasaron de ser una simple especulación
urbanística.
Fig. 1.43. La Ville Radieuse, una propuesta teórica de Le Corbusier (1985).
Con una forma expositiva más academicista y algo más oscura que la nuestra, si nosotros
acertamos a interpretarla correctamente (no siempre estamos seguros de hacerlo), los arquitectos I.
Ábalos y J. Herreros nos exponen la intencionalidad de Le Corbusier cuando, nada más empezar su
magnífico libro Técnica y Arquitectura (Nerea, 3ª edición, 2000), exponen:
“El centro de negocios de las principales ciudades americanas fue entendido por Le Corbusier
como un hecho que afectaba de forma radical al plano de la ciudad, producto y consecuencia
directa de los cambios impuestos por la industrialización sobre la sociedad y el territorio.
Rascacielos y centro de negocios se interpretan como acontecimientos aún no desarrollados en el
contexto europeo, pero fatalmente destinados a transformar el paisaje urbano de toda la sociedad
industrial. De ahí la urgencia, la necesidad de Le Corbusier por anticiparse al vértigo de los
movimientos del capital en su primeros proyectos urbanos. En ellos se expresará ante todo el
deseo de imponer un orden formal como expresión de su fe positivista en la historicidad, y el
carácter benéfico de tal proceso obliga a ensayar las potencias del rascacielos prescindiendo de
toda contingencia, de toda mediación pragmática en un método coincidente con la abstracción de
tantos proyectos académicos”.
Traducido a un lenguaje más coloquial y menos barroco, lo que Ábalos y Herreros creemos que
nos quieren transmitir es que Le Corbusier iba con la lengua fuera tratando de anticiparse y explicar lo
que el empresariado americano en ciudades como Chicago y Nueva York materializaba con
espléndidos edificios, sin que existiera una teoría arquitectónica academicista previamente definida
sobre los rascacielos y el urbanismo que tenía que soportarlos.
Sin esperar a Le Corbusier, los gestores americanos ya habían resuelto el problema con el sistema
urbano de grandes cuadrículas conformadas por amplias avenidas antes que lo hiciera el urbanismo
de Cerdá en Barcelona. Y este tipo de urbanismo, como bien manifestaba públicamente el arquitecto
Sáez de Oiza, es tan bueno, que es capaz de aguantarlo todo.
Fig. 1.44. Aspecto teórico de los rascacielos “cruciformes” de Le Corbusier, recogidos en su teórico Plan
Voisin, que tampoco llegó a ver la luz (1925).
Los arquitectos, y en menor medida pero a muy escasa distancia los ingenieros, siempre han
caminado detrás de los empresarios y políticos que señalaban el camino y el fin a conseguir, dejando
escasa autonomía a especulaciones de tipo alguno, salvo las meramente expresivas y formales que
pudieran vender de la mejor manera posible el producto ideado.
Pensar y creer lo contrario de lo expuesto, posiblemente sólo responda al lícito deseo de luchar
contra la depresión que semejante hecho suscita entre nosotros los técnicos, especialmente si no
formamos parte del reducido y selecto grupo de los “elegidos”, al que el poder establecido y los
medios de comunicación oficialistas permiten alguna que otra diablura, siempre que lo hagan con las
debidas cautelas y rindiendo las pleitesías correspondientes, ya que experiencias tan positivas como
la del museo Guggenheim de Frank O. Gehry en Bilbao, solamente resultan bien y brillantes una de
cada diez, siendo sumamente optimistas.
Cualquier construcción singular, y un edificio que se aproxime o supere las cincuenta plantas, por
su propia idiosincrasia y envergadura puede ser considerado también como una obra singular, exige
para su materialización constructiva la movilización de una cantidad de recursos impresionantes.
Estos recursos, que abarcan casi todas las áreas que puedan ser imaginables en la actividad y
humana de una ciudad, por su magnitud y coste, requieren ser planificados cuidadosamente por un
equipo multidisciplinar, una vez que los primeros estudios políticos y financieros deciden la
construcción de un edificio de esta naturaleza.
Un error serio en la construcción y planificación de un rascacielos, no sólo lo pagan los financieros
que lo promueven y los políticos que lo autorizan, sino toda la sociedad en su conjunto. La grandeza y
miseria de estas grandes operaciones urbanísticas constructivas es que tienen repercusiones de todo
tipo y en todos los campos: Ambientales, sociológicos, circulatorios, estéticos, económicos, etc, etc,
en la sociedad que tiene que soportarlas, mantenerlas y usarlas por unos periodos de tiempo muy
considerables, dado que salvo que el error cometido alcance un grado tal que exija su demolición,
como ha sucedido alguna que otra vez, su presencia puede torturar la trama urbana de una ciudad y
a sus habitantes por más de un siglo.
Recopilando el material que nos permitiera escribir esta sencilla introducción, topamos con un
artículo publicado en la R.O.P. por el ingeniero de caminos Domingo Mendizábal allá por los años
treinta del siglo pasado, que explica y confirma nuestra opinión básica de por qué y cuando se
construyen los rascacielos.
El ingeniero Domingo Mendizábal fue enviado a Nueva York nada más acabar de construirse el
Empire State, con el encargo por parte de un grupo financiero español de estudiar los edificios de
gran altura y de analizar su viabilidad económica trasplantados a una de las ciudades españolas, sin
que llegara a decir cuál en el artículo donde resume las conclusiones de su trabajo de la siguiente
forma:
“Veamos ahora si en Europa, y especialmente en España, existen todas las circunstancias, y
por ello estaría justificada la adopción de estos enormes edificios.
En primer lugar, en ninguna de las principales capitales europeas el terreno ha alcanzado
valores tan extraordinarios como los indicados en estas notas, principal motivo y motor de la
tendencia a la construcción de estos enormes edificios, en los que se busca, con elevación vertical
considerable, las posibilidades de obtener rendimiento al crecidísimo capital empleado, que de otro
modo se encontraría imposibilitado de alcanzar interés razonable; ya hemos visto que, en general,
se contentan con un 10 por 100 de interés, porcentaje no muy crecido dada la categoría de la
empresa.
En Londres es quizás donde esos valores alcanzan mayor importancia, pero existe todavía
gran diferencia si se comparan con Norteamérica.
La centralización de las actividades comerciales e industriales de cuantas personas se
ocupan de ellas y les interesan, ha de venir acompañada, como contrapartida, de la
descentralización de sus viviendas (puesto que en estos rascacielos no suelen establecerse), en
zonas de la población más bien alejadas del centro y en edificios si es posible, y ello en general
todavía es un ideal, utilizable por una sola familia.
¿Son éstas las condiciones existentes como precisas en las poblaciones europeas, y muy
especialmente en España, las que pudieran justificar la tendencia que examinamos?
Todavía no, y por ello la necesidad no se ha sentido, no digo como apremiante, ni siquiera
como aconsejable, y la realidad acompaña y confirma esta conclusión al ser tan pocos los edificios
que en Europa se han construido, no en realidad rascacielos, pero sí con alturas excepcionales,
dadas las que corrientemente se alcanzan.
Solamente pueden citarse dos importantes: en Madrid, el primero en altura y fecha, aquella de
88,90 metros, que aloja todas las oficinas de la Telefónica, y el segundo, en Amberes, con 85,50
metros de altura, como sede de «Algemeine Bank Vereiningen».
Mi opinión es terminante: No ha llegado todavía el momento de la erección de estos edificios, y en
este sentido, y fundamentándolo con todas estas notas, evacué la consulta que se me había hecho, a
la que aludo al principio de estas páginas, y ello en sentido negativo.
Doy a la publicidad todos estos datos y conclusiones, por si a alguien pudieran ser útiles al tener
que hacer algún estudio semejante, y del que tal vez pudiera deducir consecuencias contrapuestas”.
Tal vez debido a las razones expuestas, debieron pasar más de treinta años desde que el
ingeniero Mendizábal escribiera su artículo para que empezara a construirse en Madrid y en
Barcelona tímidamente algún que otro edificio que superase las veinte plantas, excepción hecha de la
singularidad que presentan en el panorama constructivo español la provincia de Alicante, donde la
construcción de estos edificios, esencialmente en su costa norte, constituye una realidad cotidiana.
1.6. El futuro de los edificios de gran altura
¿Quién lo sabe? Aceptando el hecho incuestionable de que la construcción de los edificios de gran
altura depende del mundo empresarial y que los movimientos de este mundo se encuentran
íntimamente ligados a los vaivenes de la economía, y teniendo presente que los ciclos de pujanza y
recesión de la economía no los entienden ni los pueden vaticinar ni los propios economistas, resulta
atrevido aventurarse a hacer de profeta y dibujar el futuro de los rascacielos en el mundo.
Si le hubiesen dicho a un norteamericano de Chicago hace escasamente 25 años que el orgullo de
su ciudad, la torre Sears (442 m), se iba a ver superada por las torres Petronas (452 m) en Kuala
Lumpur (Malasia) y, por si quedara alguna duda de esta realidad debido a las discusiones en el
establecimiento y medición de la altura de los edificios, que también se vería superada por la torre
que tiene un círculo en su parte superior, la Shanghai World Financial Center (459,9 m) en Shanghai
(China), y por el Tai Pei 101 de 509 m en Taiwán, y otros que vienen de camino, como la Torre Borj
que se construye en Dubai y que se especula tendrá 700 m de altura, probablemente nos hubiera
dicho que estábamos soñando y que eso no sucedería jamás y, sin embargo, ha sucedido.
Y si, además, le hubieran dicho al mismo ciudadano americano de Chicago que el liderato en la
construcción de los rascacielos en el mundo no lo iban a poseer los downtowns de sus ciudades más
cinéfilas y que el mismo se iba a desplazar a Hong Kong, Kuala Lumpur, Sanghai, Yakarta, etc,
hubiera añadido con seguridad que no sólo estábamos soñando sino que éramos unos
antiamericanos por decir algo que resultaba imposible que pudiera suceder y, sin embargo, ha
sucedido.
No obstante, a nuestro asombrado americano, una vez que se convenciera de que las cosas iban
a suceder como se las estábamos contando, siempre le hubiese quedado la satisfacción y el orgullo
(¿hasta cuándo?) de que pudiera respondernos: “De acuerdo, está sucediendo así, pero se están
diseñando y construyendo con tecnología americana, alguna que otra participación de los ingleses a
través de N. Foster y el equipo de ingeniería Ove Arup y la inevitable tecnología nipona, mitad
copiada y mitad de producción propia”.
La globalización de la economía y el desplazamiento de los procesos productivos fácilmente
transportables a países y regiones con mano de obra barata o etiquetados como “paraísos fiscales”,
han sido causa suficiente para propiciar rascacielos corporativos y crear una especie de espiral sin fin
con una imagen de riqueza y prosperidad que sirviera a su vez para atraer nuevos negocios y nuevos
rascacielos. Ciudades como las mencionadas anteriormente (Hong Kong, Sanghai, Kuala Lumpur,
etc.) son extraordinarios y claros ejemplos representativos del proceso mencionado.
La ciudad de lujo, fantasía y horterismo que se desarrolla en Dubai para cuando se acabe el
petróleo que la está haciendo posible, rompe todos los esquemas que una imaginación desbocada
del siglo pasado hubiese podido concebir.
Fig. 1.45. Dubai: Presente y Futuro (Oriente Medio).
Por otra parte, dentro del panorama actual de los edificios de gran altura, desaparecido ya el
monopolio que tenían los norteamericanos debido a la ya mencionada globalización de la economía y
la incorporación a la misma por la puerta grande del lejano oriente, cabe incluir en dicho panorama
con todos los honores al Japón y sus grandes edificios, y también resulta obligado contar con las
recientes y brillantes aportaciones que Europa ha hecho y está haciendo al mundo de los rascacielos
con proyectos interesantes, especialmente en las ciudades de Londres y Berlín, y a las que se ha
incorporado recientemente Madrid con sus torres en el norte de la Av. de la Castellana Norte de
Madrid.
Cuando comenzó a manejarse ampliamente el concepto de la globalización económica del mundo,
fechado aproximadamente en los comienzos de la década de los noventa –coincidiendo
prácticamente con el nacimiento y desarrollo de las comunicaciones telefónicas inalámbricas y de
Internet–, se creó una atmósfera algo paranoica que propició que muchos futurólogos enterraran
prematuramente a los rascacielos como contenedores de servicios unificados, creyendo que Internet
iba a convertirse en la solución de todos los problemas haciendo innecesario centralizar los servicios
en grandes edificios corporativos.
En línea con lo mencionado anteriormente, resulta sumamente interesante traer a colación algunas
de las ideas contenidas en algunos párrafos del artículo publicado en el diario El Mundo (12-05-96)
escrito por el arquitecto Carlos Fresneda, desde Nueva York, con el periodístico y llamativo título
“Requiem por el rascacielos”, que a la postre se ha demostrado bastante inexacto y equivocado:
“Durante años han reinado los rascacielos en los cielos de las ciudades americanas. Eran el
símbolo de la prepotencia de los EE.UU. y la confirmación del sueño más antiguo del hombre:
llegar más alto. Hoy son enormes moles desiertas, heridas de muerte por la informática que ha
llevado el trabajo a casa y ha descentralizado las empresas”.
“El país que inventó y mitificó los colosos de acero ha decidido volver a poner los pies en la
tierra. Hoy por hoy, sólo se están construyendo en Estados Unidos diez edificios por encima de los
veinte pisos”.
“Los rascacielos quedarán como iconos de una época que ya pasó”.
“Son y seguirán siendo impresionantes: pero cumplieron su función y ya no sirven”.
“Según Birch, los rascacielos pasarán a la historia como las catedrales góticas del siglo XX,
colosales monumentos a la desmesura, símbolos anacrónicos de la edad de oro del capitalismo”.
“Tuvieron su razón de ser cuando las comunicaciones eran frágiles. Hoy con las autopistas de
la información en marcha, ya no hacen falta. Las compañías se están descentralizando y la gente
trabajará desde sus casas. En cierto modo, el ordenador está matando al rascacielos: construir otro
Empire State a estas alturas es un atentado contra la lógica”.
“La construcción ascendente de rascacielos en Asia constituyen ramalazos del capitalismo
tardío, y que tarde o temprano sus boyantes “downtowns” acabarán mirándose en el espejo
patético de Detroit, la ciudad fantasma”.
“Las grandes compañías prefieren ahora construir sedes de apenas dos plantas y cuyos
empleados trabajen con el ordenador desde casa (teletrabajo)”.
Fig. 1.46. Imagen de algunas de las siluetas de los rascacielos más emblemáticos del mundo, publicada por
C. Fresneda en el diario El Mundo (1996), que se encuentra en el presente ampliamente superada al no haberse
cumplido sus presagios agoreros.
Las opiniones sobre los rascacielos expresadas por uno de los arquitectos que más rascacielos ha
proyectado, Philip Johnson, en la entrevista que Judith Dupré le hace en su popular libro sobre estos
edificios, sin lugar a dudas también merecen nuestra atención:
“Creo que lo más interesante es preguntarse por qué el hombre quiere construir hasta el cielo,
por qué se erigieron en su día las pirámides y más recientemente torres de gran altura. Cómo se
relaciona eso con el afán de dominio, de acercarse a Dios o con el orgullo personal. Todas las
civilizaciones muestran la misma inquietud: los aztecas con sus grandes escalinatas, las pagodas
chinas, los templos del sur de la India, las catedrales góticas como Ulm. Todos se alzaron para
conseguir una altura dominante. El impulso ha podido ser diferente, pero hay un sentimiento común
en la mayoría de las culturas.
En el mundo comercial, el rascacielos empezó a existir porque no había ninguna religión que
expresar. Sin embargo, fue el deseo de alcanzar el cielo - no el resultado de una necesidad
económica - lo que originó su existencia, aunque, por ejemplo, el señor Rockefeller (centro
Rockefeller) o los arquitectos de Chicago no estaban muy interesados en los «esqueletos de
acero», a pesar del interés general. Fue un intento de ascender al cielo y su mejor exponente tal
vez sea la torre Sears.
Existen diferentes opiniones sobre el origen de los rascacielos, pero, en realidad, sólo existe
una razón - presente en todas las culturas - y es el afán por «llegar allá arriba» ya sea por una
creencia religiosa o por orgullo. Nuestros rascacielos comerciales son el resultado del empuje y la
iniciativa del competitivo mundo de los negocios. Todo empezó en Norteamérica, porque era allí
donde había la tecnología y los conocimientos necesarios, y más concretamente en Chicago y en
Nueva York, aunque esta última ciudad, que es tan importante como Chicago en el desarrollo de
los rascacielos, se suele infravalorar. El edificio Home Insurance no llega arriba realmente ...
[Louis] Sullivan es más interesante, aunque en realidad fue decorador y no perteneció a la escuela
arquitectónica de Chicago.
La albañilería brindó el mayor monumento de mi país, el monumento a Washington, un
importante símbolo de Estados Unidos que se halla en solitario. Precisamente éste es su éxito: su
ubicación. Todo en la historia se relaciona con la ubicación, excepto en el mundo de los negocios,
en el que domina la competitividad. La agrupación de torres representa una época cultural que
busca la fama y el reconocimiento. «Poseo algo más grande que tú». Este deseo de altura parece
un deseo natural, como el sexo o la lucha. Piense en el mito de la torre de Babel. Se relaciona con
el poder y la dominación, unos conceptos que aparecen en el alma humana sin encontrar su vía de
expresión.
Desde Nueva York y Chicago, los rascacielos fueron avanzando hacia el oeste. Ahora el
círculo del Pacífico es el nuevo mundo: el simbolismo del rascacielos se ha desplazado a Asia. En
Estados Unidos ya no se hacen rascacielos, ya que no son nada rentables debido a su elevado
coste. En Manhattan, por ejemplo, se alude al precio del suelo para justificar la construcción de
rascacielos. Si esto es así, ¿por qué se construyen en China?
No, las torres se levantan por el afán de poder. Quizás las construyan para competir con
Occidente. Personalmente, no comprendo la mentalidad asiática, y creo que ningún
norteamericano pueda hacerlo. Sin embargo, es interesante que sus edificios altos se inspiren en
los de Estados Unidos en lugar de hacerlo en su arquitectura religiosa indígena y tradicional. Asia
es un cheque en blanco. No hay nada que la detenga, pero eso no parece una buena razón. No
están emulando nuestro modelo económico sino nuestro orgullo. También es interesante observar
cómo se están imitando las formas norteamericanas, aunque no sé qué va a decir la historia sobre
esto. Es prácticamente imposible prever qué va a ocurrir con los rascacielos.
Creo sinceramente que la época de los rascacielos se ha acabado. ¿Por qué digo esto yo que
los he construido? Pues porque no son necesarios desde el punto de vista económico; es sólo una
cuestión de orgullo. Los rascacielos siempre serán un capricho, caros y superfluos. Hoy en día
podemos «celebrar» la cultura con las ilustraciones de rascacielos. Nuestra manera de entender la
vida se expresa mejor a través de ellos, y cuando digo rascacielos, quiero decir la cultura
norteamericana durante la gran época de estos edificios. En Estados Unidos se ha dejado de
construir edificios altos sin una razón aparente” (Philip Johnson, 1995).
Resulta evidente que los dos autores mencionados se han equivocado en sus apreciaciones sobre
el futuro de los rascacielos, al menos analizando el período que va desde que dichas manifestaciones
fueron hechas hasta el presente, puesto que ha resultado ser uno de los períodos más fecundos,
donde más y más altos rascacielos han sido construidos y han sido proyectados para ser construidos
en el futuro.
En un período de cierta atonía económica como fue el período comprendido entre 1990 y 1996, el
que esta tipología de edificios hiciera crisis entra dentro de lo esperable si aceptamos la tesis ya
expuesta de que su construcción se encuentra íntimamente ligada a la economía de los países. Basta
que se despierte la situación económica de cualquier país para que inmediatamente surjan
promotores que deseen construir grandes edificios y se revaloricen otros que se encuentran en
decadencia.
Por otra parte, posibilita que los nuevos rascacielos hayan abandonado su carácter funcional
exclusivo de oficinas y se diseñen ampliando su espectro de uso (hoteles, residencias, centros
comerciales, etc.), para que se haya producido un incremento en la demanda de los mismos en todo
el mundo, sin que ello suponga que se haya abandonado del todo el carácter corporativo de un cierto
número de los que se han proyectado y construido, estando ahí para demostrarlo el Commerzbank en
Frankfurt de Norman Foster o la Torre Agbar de Jean Nouvel en Barcelona.
Fig. 1.47. Edificio Commerzbank en Frankfurt (N. Foster) y Torre Agbar en Barcelona (J. Nouvel).
Y otra razón fundamental de por qué se han seguido construyendo edificios de gran altura,
contradiciéndose los augurios pesimistas sobre los mismos, tiene que ver con las expectativas
puestas en Internet como solución a todos los problemas, creyéndose además que la misma iba a
revolucionar los sistemas tradicionales del trabajo en las empresas, y que a la postre, dichas
expectativas se han demostrado evidentemente sobredimensionadas y de alguna manera falsas; y
las Bolsas de todo el mundo así lo hicieron patente, penalizando con sonoros batacazos la cotización
de muchos de los valores bursátiles tecnológicos sustentados en la red y las imágenes proyectadas
por la misma, mucho más virtuales que reales.
Las empresas siguen necesitando espacios donde concentrar y coordinar servicios y trabajo y no
acaban de fiarse de la disponibilidad y los rendimientos que su personal pueda tener fuera de su
control físico tradicional vía Internet; y por otra parte, las personas que trabajan necesitan espacios
donde alojarse y también de sitios donde disfrutar de los tiempos de ocio cada vez mayores que se
generan en los sistemas avanzados de producción, todo lo cual puede ser recogido funcionalmente
en los diseños de los modernos rascacielos respondiéndose con ellos a dichas demandas.
El todo uso (mixed-use), como una ya no tan nueva premisa de proyecto, está siendo la salvación y
una nueva razón de ser de muchos de estos grandes edificios, justificando su proyecto y
construcción.
En definitiva se trata de organizar y planificar en altura y en un solo edificio, lo que la ciudad puede
ofrecer (servicios, oficinas, comercios, viviendas, parkings, etc) en un conjunto de edificios dispersos
en su trama urbana, tratando de simplificar la movilidad y el transporte de los ciudadanos
relacionados con todo aquello que puede ofrecernos el edificio de gran altura construido.
Más acertado en sus previsiones sobre los rascacielos, y más optimista sobre el futuro de ésta
tipología de edificios, se muestra el profesor M. Salvadorí en su espléndido libro ¿Por qué las
estructuras se mantiene en pie?, publicado en 1980, cuando nos dice que la ciencia y la técnica
avanzan de forma imparable y que ambas son capaces de responder a todas las demandas sociales
que los hombres plantean, impulsados por nuevas necesidades y por el anhelo de constantes
cambios.
“Desde 1850 la población de la tierra ha sufrido un aumento considerable de su demografía y,
simultáneamente, la masiva industrialización de todos los sistemas productivos agrícolas ha
despoblado las zonas rurales, propiciando la creación de grandes aglomeraciones que obligaban a
conformar las ciudades modernas de manera mucho más imaginativa y avanzada. Los viejos
clichés de los urbanismos al uso, prácticamente se encuentran en una profunda crisis, si
escuchamos el constante lamento de los urbanistas más dinámicos. Son ya muchas las ciudades
del mundo en las que su población supera los cinco millones de personas y una veintena de ellas
alcanzan la escalofriante cifra de los veinte millones.
Las grandes poblaciones que el éxodo rural ha originado poseen un apetito voraz –nunca
suficientemente satisfecho– de suelo edificable para todo tipo de uso, lo cual ha disparado los
precios del mismo hasta unos niveles tan altos que hacen justificable la construcción de
rascacielos.”
Con la argumentación anterior el profesor M. Salvadorí no aporta nada original, pero une su voz a
los que de alguna manera piensan que los rascacielos están respondiendo técnica y económicamente
a una demanda social propiciada por la coyuntura de los tiempos en las grandes metrópolis, sobre
todo cuando en el presente prácticamente todos los problemas técnicos relacionados con las
construcciones de gran altura se encuentran resueltos; aunque nosotros nos atreveríamos a matizar
la afirmación anterior del profesor M. Salvadorí añadiendo que siempre y cuando las alturas no se
alejen excesivamente del rango de los 500 metros, al menos en los tiempos presentes.
Superar el perfil de los 500 metros supone penetrar en una galaxia inexplorada, donde los costes
constructivos y funcionales pueden alcanzar rangos desconocidos y absurdos.
Los perfiles de acero empleados en los elementos estructurales han pasado de tener un límite
elástico de 250 MPa a tenerlo de 350 MPa y la resistencia de los hormigones, gracias a la cada vez
más sofisticada química de los aditivos, especialmente con el uso masivo de los fluidificantes, cenizas
volantes y el humo de sílice, pueden alcanzar valores oscilando entorno a los 80 ± 20 MPa sin
prácticamente problemas dignos de consideración.
En España, sin ir más lejos y pese a que la altura de los edificios parece encontrarse acotada en
las 50 plantas, podemos dar fe de la materialización práctica de las palabras de M. Salvadorí, ya que
se han construido una docena de Torres de viviendas con hormigones que alcanzan y superan la
resistencia de los 60 MPa en las provincias de Alicante, Murcia y Valencia.
Independientemente de los materiales, M. Salvadorí apuesta decididamente por los sistemas
mecánicos que dinámicamente colaboren con los sistemas estructurales para resistir las oscilaciones
de viento y sismo, posibilitando afinar los costes estructurales de los grandes edificios en altura. Nos
estamos refiriendo a los sistemas de feed-back de reacción mecánica opuesta a los movimientos,
también llamados TMD (Tuned Mass Damper Sistem); es decir, sistemas que amortiguan las
oscilaciones, de los cuales tendremos ocasión de hablar más adelante.
Resumiendo, lo que M.Salvadorí nos viene a decir en su libro es que no existe técnicamente nada,
sino todo lo contrario, que haga peligrar el futuro de los rascacielos por causas técnicas, al contar el
hombre con recursos de diseño, cálculo, materiales y elementos dinámicos cada vez mejores y más
sofisticados.
Sin embargo, y no obstante lo anterior, algunos técnicos y promotores, tras lo ocurrido con el
colapso terrorista de las Torres Gemelas, pueden opinar de forma contraria a M. Salvadorí,
considerando que los rascacielos son demasiado vulnerables para que el hombre siga empeñado en
construirlos (Véase la opinión de J. Carlos Canalda recogida en el punto 1.2). Nosotros discrepamos
radicalmente de toda opinión que pueda extraerse contra cualquier obra humana, fruto de romper las
reglas de juego más elementales de la convivencia social que nos hemos dado, y vulnerar los
derechos humanos con actos vandálicos basados en la destrucción y en la muerte. En nuestras
carreteras muere cada año 6.000 personas y salvo las breves reseñas de los telediarios, nadie
pestañea por ello: ¿Cinismo? ¿Hipocresía? ¿Distintas formas de apreciar los muertos?.
A título meramente de ejemplo, afirmamos con rotundidad, que ninguna conclusión válida puede
extraerse con relación a la resistencia al fuego de los edificios de altura tras el colapso bajo el mismo
de las Torres Gemelas, puesto que los edificios jamás pueden diseñarse teniendo presente que algún
terrorista vaya a colocar en cualquiera de sus plantas más de 500 kN de combustible para después
prenderles fuego o haga impactar unos aviones sobre los mismos.
En sentido contrario, basta que un edificio se encuentra razonablemente bien hecho, para que
pueda soportar los incendios, digamos “naturales”, con notable dignidad; y el incendio de la Torre
Winsor de Madrid lo demuestra claramente, habiendo resistido el edificio un incendio global sin
colapsar, tras soportarlo durante un periodo de tiempo que supera todos los ratios de las Normas de
Fuego vigentes, aunque después haya tenido que ser demolido.
No tener presente lo anterior, supondría aceptar el hecho de que las ciudades tendrían que ser
diseñadas y construidas pensando que pueden ser bombardeadas. Estaríamos locos si
condicionáramos la construcción y el urbanismo vital de una ciudad con parámetros de tipo bélico, en
vez de parámetros basados en una calidad de vida creciente.
Fig. 1.48. Inicio del colapso de las Torres Gemelas bajo la acción del fuego (11 de septiembre de 2001).
Sin dudas de tipo alguno, otras deberán ser las razones en las que deberemos basarnos si
queremos prescindir de los edificios de gran altura, puesto que si no, estaríamos subordinando
nuestra forma de vida, nuestras creaciones y nuestros pensamientos al terror, a los fascismos y a un
conjunto de fanáticos religiosos, dejando que sean ellos los que decidan y no nosotros, renunciando a
poder proclamar democráticamente lo que está bien y lo que está mal, lo que tenemos que construir y
lo que debemos ignorar para mejorar el contexto donde vivimos.
La postura final de M. Salvadorí con relación a los rascacielos creemos que es la adecuada cuando
la expresa acabando el capítulo de su libro dedicado a los rascacielos de la forma siguiente:
“Hay rascacielos que han emergido gracias a la presión demográfica de algunas de nuestras
más densamente pobladas áreas metropolitanas: ¿Son fruto de la deshumanización o de la
tecnología? ¿Son los rascacielos ejemplos de una economía emergente o de nuestras
aspiraciones espirituales que pretenden superar los obstáculos de la naturaleza? ¿Son una
expresión de una cultura puramente materialista o la realización de los sueños del hombre? ¿Son
éstas acondicionadas colmenas aéreas el ambiente ideal del hombre moderno, o representan lo
peor de nuestra individualidad y la negación de la naturaleza?
Ya sea que nosotros crezcamos en un rascacielos o no, dejadme recordaros que las
aspiraciones del hombre a lo largo de la historia, han tomado diferentes formas y que muy
posiblemente, los rascacielos desaparezcan cuando llegue la hora de su defunción. Lo efímero de
nuestras construcciones es la mejor esperanza para el futuro, ya sea en el espacio o bajo tierra”
Dejemos pues que sean las aspiraciones del hombre las que acaben con los rascacielos como dice
M. Salvadorí, pero no lo terrorista y, hoy por hoy, las aspiraciones de los hombres, social, técnica y
económicamente, no parece que tengan intención de acabar con los edificios de gran altura a tenor
de lo que la prensa cotidiana nos trasmite, incluso sin salir de España, nación escasamente proclive a
la construcción de rascacielos.

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