Rafael Llano — Muy buenas tardes. Quiero en primer lugar

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Rafael Llano — Muy buenas tardes. Quiero en primer lugar
Rafael Llano — Muy buenas tardes.
Quiero en primer lugar agradecer a la Librería Laie el que haya
querido acoger esta presentación. Y en particular a Lluís Morral, que es quien
ha organizado este acto. Por supuesto quiero agradecer también la presencia
de los dos escritores, sentados junto a mí, que han querido acompañarnos esta
tarde, Ignacio Vidal-Folch y Rafael Argullol. Es para mí una gran satisfacción
que estén aquí pero también me produce un gran respeto tener que
presentarles, porque de algún modo los que somos sólo un poco más jóvenes
—Rafael e Ignacio todavía lo son— hemos aprendido de sus libros —entre
otros— a hablar de las imágenes con palabras.
Esto es algo relativamente complicado; por lo menos, cuando se
intenta, no siempre sale directamente. Pero creo que también es algo muy
contemporáneo. De algún modo las imágenes se han metido en nuestro
circuito neuronal, en nuestro modo de pensar… Y lo hacemos mucho más de
los ciudadanos de hace cincuenta o setenta o ciento cincuenta años. Esto
forma ya parte de nuestro ADN cultural, aunque al mismo tiempo nos crea
una dicotomía con el lenguaje. Al menos a mí me ocurre así y creo que
también a otros escritores, como tal vez les suceda a los que nos acompañan
aquí esta tarde.
Porque las imágenes producen como una doble vida, por lo menos en
la esfera intelectual. Pues una parte se desarrolla la necesidad de ver, de
emocionarse por los sentidos, de conocer la materialidad y la sensorialidad del
mundo. Pero por otra parte está el lenguaje simbólico, que es ese modo de
contar las experiencias estéticas, las experiencias sensibles, con un
equivalente que es sólo eso, un equivalente. Comento esto para agradecer
también la obra ya escrita de Rafael e Ignacio, porque a los que venimos
detrás nos ha servido de ejemplo y hemos aprendido de ellos a manejarnos en
este entorno.
Este libro que ahora se presenta ha nacido de una experiencia fuerte en
el Museo Picasso de Barcelona. La serie la conocí la primera vez que vine a
Barcelona, en el año noventa o así, y llegué a él después de haber visto los
otros museos de la ciudad. Recuerdo cómo entonces me quedé muy
sorprendido; no digo emocionado, porque no lo estaba, pero sí sorprendido.
¿Qué es esta serie, que se atreve a repetir casi 50 veces el tema de Velázquez,
que está en El Prado? Era algo simplemente que no entendía, por qué Picasso
lo había hecho así.
Luego vino una exposición, que fue como un punto intermedio en este
camino, y que fue la que se dedicó a los retratos de Jacqueline, organizada por
la Fundación Juan March. Y allí tuve una experiencia de Picasso que metió
sus imágenes en mi circuito mental o psicológico. Eran unos 50 óleos, 15 o 20
esculturas, otros tantos dibujos… El resultado de aquello fue para mí fue una
sensación simultánea de arbitrariedad y necesidad muy rara. Por un lado, era
claro que aquel mundo era arbitrario, que nacía de una voluntad poderosísima
de que las cosas existan así como esa voluntad lo había querido. Y sin
embargo las hace existir en un punto en que eran necesarias, milagrosamente
necesarias. De algún modo esa arbitrariedad convivía en el límite con la
necesidad de que fuera así. Y eso me pareció una experiencia muy extraña y
fuerte, porque las cosas se habían llevado a un límite muy interesante.
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Estos son los precedentes de la segunda visita a la serie de Picasso de
Barcelona. Para entonces, inquietado por esta figura y por su obra, yo había
leído ya algunos textos suyos, las típicas ediciones conjuntas de entrevistas,
declaraciones, etc. A pesar de que él hacía pocas declaraciones, cosa que es
importante decir aquí; su primera entrevista es de los años veinte. Pero hay
una cosa que había dicho Picasso y que yo había leído y que decía: “Después
de Cézanne, es imposible llevar más lejos las tareas del color”. Esa era una
frase que yo había leído en alguna de esas entrevistas y que se me había
quedado dentro. Y en mi segunda visita al museo Picasso de Barcelona, se me
ocurrió algo a este respecto, que fue el origen de este libro.
Porque la serie de Barcelona estaba realizada, manifiestamente, bien a
través de pintura blanca y negra —unos quince lienzos habían sido realizados
de ese modo—; o bien a través de color, que en alguno de los otros lienzos
alternaban con grises. Eso fue lo que me puso en marcha, tenía que descubrir
por qué aquello se había realizado de aquel modo dual. La pintura tenía dos
escalas, podríamos decir, o metodologías, para significar sus contenidos. Tan
pintura es una como la otra. El puro blanco y negro es pintura, y corresponde
más a la tradición de la que procedía Picasso. Pues también era bitonal la obra
del periodo rosa y del periodo azul. Como es pintura la del color, que es más
francesa y que, asociada a una serie de descubrimientos científicos, a los que
yo hago también referencia en mi libro, tiene que ver más con una percepción
moderna del color. Esa es la que descubre Picasso en su primer viaje a París,
en 1900.
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Pero por el color no se preocupa Picasso, a mi entender, de manera
particular, hasta mediados de los años veinte, cuando empieza a aparecer en
los bodegones de esa época. Finalmente, Picasso llega a dominar el color, a su
manera, en los años cincuenta. En la serie de Las mujeres de Alger, por
ejemplo, que es le precedente inmediato de la serie de Las meninas,
encontramos esta misma dicotomía. De los 18 lienzos de esa serie —creo que
ese es el número exacto—, los dos o tres primeros están realizados con pintura
blanca y negra, mientras que en el resto va incorporando paulatinamente el
color. Esa doble escala, ese doble modo de significar, pintando, era lo que me
invitaba a analizar esa relación y en definitiva a escribir este libro.
Creo que como introducción a la experiencia que puso en marcha el
libro, esto es suficiente, es el relato mínimo. No sé si vosotros queréis
continuar por ahí, o empezar por otro sitio.
Ignacio Vidal-Folch —
Para mí es un poco comprometido estar aquí hablando de Picasso, en
compañía primero de un especialista tan extraordinario y tan profundo en la
obra de la que vamos a hablar ahora, Las meninas de Picasso, como lo es el
autor de este libro.
Tendría que ser él solo quien hablara de esto o, en su defecto, que
hablara solo Rafael Argullol, que es un especialista no sólo en literatura sino
también en arte y que además es una de las personas con mayor capacidad de
explicación y de acercamiento al público, a los lectores, acerca del arte, que
yo he conocido. Así lo ha demostrado en algunos de sus últimos libros,
publicados por El Acantilado. En mis muchos años de periodistas sólo he
conocido a tres personas de las que, cuando las he entrevistado, he pensado:
“Qué bien, aquí yo me gano la vida sin hacer absolutamente nada, porque tal y
como hablan, así va a salir publicado mañana”. Estas tres personas son Basilio
Baltasar, Rafael Argullol y Pere Gimferrer. Las cabezas de estos personajes
están tan perfectamente ordenadas que no había nada que tocar, cuando se les
entrevistaba.
En el caso del señor Llano, el trabajo que presentamos me ha
interesado por lo que tiene de obsesión desaforada. Estamos, podríamos decir,
y sin que el autor se lo tome de una forma peyorativa, ante un caso de locura
(Risas). Una aproximación, hay que decirlo también, que le acerca sin duda a
la experiencia de Picasso cuando se enfrenta a Velázquez, pues es también es
un caso de pasión, de locura. O como le pasó a otro gran especialista en
Picasso, Palau i Fabre. El fue un hombre, como sabéis, que siendo poeta, llegó
al extremo de dejar la poesía so pretexto de que lo que él quería explicar con
palabras, Picasso lo decía mejor con la pintura. ¿Por qué tenía que seguir él
escribiendo poemas, cuando ya estaba Picasso pintando sus cosas? Y dedicó
toda su vida a Picasso, a escribir libros sobre él. Y entre ellos, uno que está
dedicado precisamente a Las meninas.
Una de las grandes satisfacciones de Palau i Fabre fue escuchar del
mismo Picasso que Las meninas irían a Barcelona, como un regalo del pintor
a la ciudad. Esto era el homenaje de Picasso a su amigo Sabartes, su secretario
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personal durante muchos años, que se había muerto recientemente, y que ya
había donado su colección particular de picassos al museo Picasso de
Barcelona. Picasso quiso hacer un homenaje a la lealtad de su amigo Sabartes,
durante tantos años, y a su propia juventud, regalando este testimonio de una
locura.
Porque Picasso realizó esta serie en unos pocos meses. Él mismo
preparó un estudio en la planta superior de la casa que ocupaba entonces, que
era La Californie, en el sur de Francia. Desembarazó todo un piso y ahí se
encerró durante cinco meses para lidiar con Velázquez. Las meninas, como
sabéis, es la cima de la pintura clásica; y creo que, como españoles, podemos
estar orgullosos de que las cimas del arte sean españoles, como en el caso de
El Quijote, que es de donde sale todo lo demás en novela. Y que en la pintura
lo sea Velázquez, que es también imbatible. Quizá los cincuenta cuadros de
Picasso sean la confirmación de que Velázquez es imbatible (Risas).
De hecho, Picasso se enfrenta a Las meninas en un momento de crisis
personal muy fuerte. En efecto, tú has mencionado, Rafael, cómo, después de
Cézanne, las tareas del color no se podían continuar. Y luego aparece el
expresionismo abstracto, en Estados Unidos, que para Picasso fue un desafío
angustioso. Porque de algún modo le vino a decir cómo él, que había sido el
abanderado de las revoluciones en pintura, no sabía ya continuar marcando el
paso. Tenía la sensación por primera vez en su vida de que era un hombre
mayor, y que la marcha del arte la estaban marcado en otro lugar.
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Por otro lado, confluye en ese momento la muerte de su primera mujer,
Olga Koklova, que también tiene que ver con esto. Pues Picasso estaba
entonces empezando un nuevo romance; y, como sabéis, siempre los
romances estaban ligados a revoluciones en sus estilos pictóricos. Olga había
muerto en 1955; y Picasso, desde el 57, estaba con su segunda y última mujer,
Jacqueline. A la crisis pictórica de Picasso se unía esta historia personal con
Koklova, que le hizo encerrarse estos cinco meses en el segundo piso de La
Californie y enfrentarse a Velázquez.
Olga Koklova había sido bailarina de la compañía de Diaguilev, y fue
precisamente representando Las meninas, en España, cuando se conocieron y
se enamoraron. Por eso en la serie de Picasso aparece de vez en cuando un
piano, que nada tiene que ver con el original de Velázquez. Ese piano no está
en el original de Velázquez, pero sí estaba en los ensayos de ballet de la
compañía de Diaguilev, a los que Picasso asistía y en los que conoció a su
primera mujer.
De hecho el último de los cuadros de esta serie se dedica a Isabel de
Velasco, que es el personaje que interpretaba Olga Koklova, precisamente, en
la representación de Diaguilev. En la serie vemos cómo, tras el estallido
central de color, que llega después de los primeros lienzos más sobrios, de
negros, grises y ocres, en continuidad con la tradición española, como tú has
dicho, la serie concluye con una despedida graciosísima: un cuadro pequeñito,
de Isabel de Velasco interpretado por Olga Koklova, en aquel gesto suyo tan
gentil y tan galante, que parece que se está despidiendo. Así se despide Isabel
de Velasco, así se despide Olga Koklova y así se despide también Picasso de
todas esas historias y de esa época que le ha tenido cinco meses obsesionado.
Rafael, no sé qué pensarás tú de esto…
Rafael Argullol —
Respecto a esto que has dicho, creo que en efecto es interesante recordar la
importancia que tiene el traslado de Picasso desde París hasta la Costa Azul.
Pues confirma lo que tú dices, el hecho de que, después de la II Guerra
Mundial, estando acostumbrado Picasso, como lo estaba, a ser el centro del
mundo artístico, se siente desplazado, como acabas de decir. Es Brassai, el
fotógrafo, quien cuenta esto, en su libro de conversaciones con Picasso. Y
también lo atestigua Sabartes, cuando cuanta cómo un marchante neoyorquino
visitó por entonces el estudio de Picasso para conocer sus últimas obras; que,
sin duda, le interesaron y compró algunas, pero sin mostrar gran entusiasmo, y
que fue el que le dijo que el arte del futuro sería abstracto o no sería en
absoluto. Aquello supuso una convulsión para Picasso, que tal vez en ese
momento pensó abandonar París y marchar a ese exilio dorado. Y es allí, en
efecto, donde tiene lugar, al cabo del tiempo, ese enfrentamiento con uno de
los grandes maestros de la pintura y que era para Picasso —tú lo cuentas muy
bien en tu libro, Rafael— probablemente el más grande: Velázquez.
Yo quiero comentar que la lectura de este libro me ha recordado el
anterior libro de Rafael, que conozco, y que es el exhaustivo estudio dedicado
a Tarkovski. Es uno de los libros más exhaustivos que yo he visto en mi vida,
sobre cualquier tema y sobre cualquier autor. Se trata de una disección, una
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radiografía o anatomía total de este gran cineasta ruso. Y conociendo este
precedente, cuando me llegó este otro libro sobre Picasso, pensé: vamos a ver
qué ofrece. Porque el título tampoco ilustraba demasiado; y el subtítulo era
igual de sutil y elusivo. Pero leyendo el libro, querido Rafael, descubro que
haces de nuevo un estudio extraordinariamente documentado,
extraordinariamente exhaustivo, a partir de lo que has contado ahora, que fue
aquella conmoción que te produjo la visión de la serie de Las meninas. Y a
partir de esa conmoción te remontas al original, con el que dialoga Picasso
tres siglos después.
Y a partir de aquí te lanzas a una especie de, no ya de radiografía de
Velázquez, y de Las meninas de uno y otro, sino de la historia de la pintura. Y
sobre todo sobre algo que sí queda insinuado en el subtítulo, que es esta
especie de dialéctica, delicada y frágil, que hay en la pintura europea, entre la
pintura de color y la pintura de lo que los italianos llaman il disegno. Porque
es a partir de este combate como el libro de Rafael va articulando una cierta
historia de la pintura europea.
A mí esta elección me parece perfecta porque, Las meninas es una
obra tan excepcional que no sólo resulta una obra maestra de la pintura, sino
que sería el más genuino ejemplo de la pintura sobre la pintura. Si de algunos
poetas hemos dicho que es poeta de la poesía, o poeta del poetizar, como
Hölderlin o Rilke, en el caso de Velázquez y Las meninas es como si la
pintura hiciera su autobiografía, o un autorretrato de la propia pintura. Y de
ahí que tres siglos y pico después nosotros aún estemos ante toda esa
ambigüedad y todos esos claroscuros que significa el enfrentamiento con la
obra.
En su libro, Rafael entra muy detalladamente en la disección de Las
meninas de Picasso, pero también en la radiografía de Las meninas de
Velázquez, y en la famosa cuestión del punto de vista, de qué era lo que allí
estaba pintando Velázquez. Tú incluso explicas que dependiendo de si
pudiéramos saber hacia dónde están mirando las dos efigies que se reflejan en
el espejo, al fondo de la escena, podríamos decidir si es un retrato de la
infanta, o un retrato de los reyes, etc. Todo eso adobado por el hecho de que
es también un autorretrato de Velázquez: un autorretrato de la pintura que
incluye un autorretrato del pintor.
Por eso creo que la elección es buena, no sólo por esta autorradiografía
que se plantea en Las meninas, sino porque Velázquez ha recogido otro tema,
que a Picasso le va también a obsesionar, y que es el del taller o del espacio
donde está pintando, casi como en un nuevo espacio sagrado. El tema está
también en Vermeer, pero no lo encontramos en el Renacimiento, que es mi
periodo favorito. Yo tengo que decir que, aunque admito que, como pintor,
Velázquez es la cumbre del arte pictórico, la pintura que a mí más me
tranquiliza, que más me serena y sobre la que siempre puedo volver y volver,
es la del quattrocento italiano. Reconozco sus grandes méritos hasta el
momento en que esta pintura se teatraliza en exceso, porque entonces se aleja
de esa serenidad que proporciona desde sus inicios.
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Pero en toda la pintura del Renacimiento, el taller como espacio
sagrado no existe todavía. Lo que hay entonces es el pintor y sus trabajadores:
Rafael y sus servidores, Verrocchio y los suyos, etc. En cambio, desde finales
del siglo XVI y a partir del XVII empieza este espacio íntimo, este espacio
sagrado e inviolable, que es el del taller del pintor.
Esto está también presente en Las meninas de Velázquez, y tiene que
ser retratado en su obra. Y posteriormente, Picasso recogió también muchas
veces esta misma obsesión por el espacio donde se estaba creando, donde se
estaba pintando. Tú, Rafael, citas varias veces en tu libro esa joya literaria,
que sabes que me gusta mucho, que es La obra maestra desconocida, de
Balzac, porque trata también de este espacio.
Por otra parte, el libro describe muy bien la crisis estética de Picasso, a
la que se refería Ignacio, y está muy bien visto que el escenario donde
cristaliza esta crisis es el enfrentamiento con el gran maestro. Ese encerrarse
en la casa de la Costa Azul, durante seis meses, para enfrentarse a fondo, con
los todos los detalles, a la obra de Velázquez. Y es lo que Rafael, en su libro,
va siguiendo pero, repito, con su estilo propio, que es el que Ignacio antes ha
resaltado.
Un estilo en el cual hay una obsesión por la documentación, por la
erudición, pero una obsesión sana, en el sentido de que una cosa lleva a la
otra, y ésta a la siguiente, etc. Y te encuentras que en estas páginas sale la
historia de la sombra, y la historia del claroscuro, de la perspectiva, de la
maniera leonardiana, etc. Y cómo de aquí pasa al color, si es posible o no
después de Cézanne, viniendo de Delacroix y de los impresionistas… Uno se
va encontrando con una auténtica crónica no sólo de la pintura sino también
del arte de pintar, de su técnica.
Con un telón de fondo —y con esto acabo—, que no deja de ser
impresionante e interesante, para tenerlo en cuenta, y eso lo de considerar la
pintura —y en eso, todos parecemos estar de acuerdo— como esa búsqueda
de la luz, incluida la sombra. Aunque si el camino para lograrlo es a través del
color o si es a través del diseño, en eso se diferencian las escuelas de pintura.
Porque la española era mucho más austera, desde el punto de vista cromático,
que la veneciana, por ejemplo, que enseguida se decantó por el color.
Pero la propia historia de la sombra es muy interesante, pues en el
quattrocento, tan querido por mí, no hay sombra. La sombra aparece a final
del siglo XV o a comienzos del XVI, y se convierte paulatinamente en un gran
protagonista con, por ejemplo, Caravaggio. Pero antes, la luz llegaba desde
fuera. Tú, Rafael, citas a Giotto como el padre de la pintura moderna —
porque la antigua la hemos perdido casi por entero—; y en su pintura la luz
entra, en efecto, desde fuera. Pero en un momento posterior, la luz empieza a
salir de dentro del cuerpo. Así ocurre también por ejemplo en el cristo de
Velázquez, donde, en medio de la oscuridad, la luz surge desde el cuerpo
mismo del crucificado.
Esa intimidad de la pintura con la luz es, en el fondo, la gran crónica
que hace Rafael en su libro, tomando dos interlocutores que son dos cimas de
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esa búsqueda y dejando un poco abierto el resultado del combate. Tengo que
felicitarte por tu libro porque realmente es impresionante la cantidad de cosas
que uno aprende con su lectura.
R. Llano— Muchas gracias por vuestros comentarios, Rafael e Ignacio, tan
generosos, que me conmueven y que os agradezco. Me encanta por otro lado
que la palabra que esté saliendo ahora con más frecuencia sea la de “pintura”.
Quizá lo que voy a decir sea trivial, pero uno de los resultados de esta
experiencia, que ha sido la de escribir este libro sobre las imágenes de Picasso
y de Velázquez, es lo que podríamos llamar “el amor a la pintura”.
Hay un libro de Claude Roy, titulado L’amour de la peinture
(Gallimard, 1956), que habla de Goya y de Picasso y de otros pintores. No me
parece un libro excepcional, aunque el título me encanta: El amor a la
pintura. Porque la pintura puede generar “amor” como lo hace la filosofía, que
es “amor a la sabiduría”; o como lo hace la afición a los caballos o cualquier
otra afición. En efecto hay cosas y sobre todo actividades que nos aficionan y
por las que acabamos teniendo una “afección” particular, tal vez un poco
extraña, pero que realmente nos condiciona a una dedicación, a un
entusiasmo, una capacidad de sorpresa permanente, que nos activan para
conocer y convivir con las cosas que nos interesan y que sólo buscamos por
ellas mismas.
De algún modo Picasso es, para la mí, el gran defensor de esta
“cochina pintura”, y perdón por llamarla así, pero es que quiero subrayar que
no estamos hablando de —no sé— las nuevas tecnologías, sino de algo muy
simple y conocido, que tiene más de 15.000 años. Pues, tan pronto como
fuimos capaces de obtener unos pigmentos, nos pusimos a pintar en las
cuevas. Y es eso: esa mancha, ese color, ese dibujo, ese representar y
significar cosas, lo que crea afición. Crea una afición que, en definitiva,
espero que justifique mi obsesión, la que me ha llevado a escribir este libro —
y con esto me refiero al comentario de Ignacio—. Pues Picasso me ha
aficionado a la pintura. Yo tenía afición al cine: me encanta el cine, eso es
conocido…
R. Argullol— ¡Sobre todo a Tarkovski! (risas)
R. Llano — Así es, sobre todo a Tarkovski, hay que reconocerlo. Le
he metido muchas horas a la filmoteca; quizá no haya visto todas las películas
que me hubiera gustado, pero he visto bastante cine y he gozado viendo
películas, y hablando de ellas, y escribiendo sobre ellas… Pues con la pintura
me ha pasado lo mismo, gracias a Picasso.
Si me lo permitís decir así, Picasso me ha descubierto la desnudez de
la pintura —a eso me refiero al final de mi libro—. Para mí Picasso es una
persona que despoja a la pintura —y con ello me refiero a su materialidad, al
óleo— de las convenciones que la rodean. De algún modo, Picasso es tan
descarado en el modo de tratar esa materia, que todavía hace más
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sorprendente que esa materia resulte tan significante. Eso para mí es también
un modo de revelar la pintura, de dar a conocer sus posibilidades…
Yo creo que aquí puede haber algo también de biográfico. Pues a mi
padre, en un momento de su vida, le dio por pintar. Él tenía varias aficiones
artísticas, una de las cuales y más constantes era la fotografía, aunque todas
eran un poco cíclicas. Y una de las que practicó por temporadas fue la pintura.
Su pintura no era demasiado buena, pero a él le gustaba. Y cuando le daba por
ahí, había una habitación de la casa que periódicamente se llenaba de pinceles,
de óleo, de tubos de pintura, de retratos nuestros… En su día mi padre quiso
ser químico, pero aquello no funcionó y se dedicó a otra cosa. Y seguramente
encontró en la pintura su vocación perdida de alquimista. Porque toda esa
mezcla de los aceites, de las pinturas, de los pigmentos, de cómo se extienden
sobre los lienzos, toda esa plasticidad y materialidad de la pintura… es posible
que estuviera en mí y haya salido a flote al enfrentarme a la pintura de
Picasso.
Creo también que una de las grandes ventajas de tener un museo,
como éste de Barcelona, es que ninguna reproducción —ni siquiera las
excelentes reproducciones de mi libro— puede sustituir la experiencia directa
del óleo sobre el lienzo. No hay nada equivalente. Y eso lo logra de nuevo la
pintura. Por eso me parece a mí que en la pintura hay algo muy elemental, tan
familiar para nosotros como la propia historia de nuestra civilización, y que
sigue estando muy activa.
Si me lo permitís, yo trasladaría la discusión sobre la obsesión de la
pintura no a mi particular obsesión —que me la voy a hacer ver, Ignacio,
porque a lo mejor hay algo de eso—, sino a la de Picasso. Lo que me inquieta
es que el maestro indiscutible de la pintura del siglo XX, a los setenta años,
cuando ya lo había pintado todo, hiciera solo series. Es decir, que las
obsesiones eran sobre todo suyas, porque al final sólo pintaba series: la serie
la de las mujeres de Alger, esta serie y luego la serie que nunca terminó, y a la
que tú te has referido, Rafael, es la del pintor y su modelo.
Esta última serie reúne dos cosas que tú has comentado, Rafael, y que
son las dos muy importantes. Uno, ese amor, esa atracción por la modelo, que
funciona, según creo, como un signo o un símbolo del propio amor a la
pintura. Al final de su vida, Picasso decía: “Yo no mando, hago lo que ella
manda”, refiriéndose a la pintura. Era como decir: “En esto yo voy detrás, no
soy capaz de controlar los procesos sino que me vienen impuestos, por la
propia presencia de la pintura”.
Y eso se junta con el problema del espacio, que sería el segundo
aspecto. En él, efectivamente, el estudio, que está presente como tú has dicho,
Rafael, en Las meninas, se transforma en el espacio abierto del Desayuno
sobre la hierba —otra serie de variaciones del último Picasso, sobre el
original de Manet— y luego en el espacio que reúne sobre el lienzo al pintor y
a la mujer, su modelo.
Voy a tratar de decirlo sucintamente: el espacio que maneja Picasso no
es euclídeo. La pintura, a diferencia de la fotografía, puede representar un
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espacio donde cada una de las partes del espacio representado no es
homogénea. Ni siquiera está en escala, como pensaría Leonardo. De manera
que en estas últimas series de Picasso, incluida la de Las meninas, la pintura
puede ficcionar, por decirlo así, o puede fingir que ocurren sobre el lienzo
cosas muy cerca o muy lejos que nunca serían aprobables, o representables en
un sistema leonardiano, de espacio euclídeo.
Eso es muy contemporáneo. Tiene que ver, me parece a mí, también
con la evolución de la ciencia natural; y tiene que ver asimismo —y lo
propongo aquí como un tema de discusión— con la huida de la pintura de la
fotografía. Introduzco aquí este tema porque me parece muy importante. Hay
una fecha clave, a la que yo me refiero en mi ensayo, que es 1839.
En esa fecha, se presenta el daguerrotipo ante la Academia francesa de
las Ciencias; y esa primera fotografía —aunque no es exactamente todavía
una fotografía— deja a todo el mundo pasmado. Pasmado porque es un
sistema técnico capaz de reproducir con una fidelidad increíble los menores
detalles de la realidad. Los críticos de arte iban a ver los daguerrotipos con
una lupa, para poder apreciar las macetas con las flores de la quinta planta de
la casa en la rue no sé cuántos, porque el sistema de reproducción
daguerrotípico era capaz de fijar todos esos detalles con pasmosa exactitud.
Yo entiendo —y así lo propongo a la reflexión— que la fotografía
planteó un problema a la pintura, porque la representación de la realidad ya no
era un tema que ésta tuviera que resolver, porque eso lo haría más
exactamente la fotografía, de allí en adelante. La pintura tipo David o Ingres
ya no tenía sentido, porque la representación del detalle documental la iba a
hacer en adelante la fotografía.
Pero lo que la fotografía no abordaba, y no lo haría hasta comienzos de
siglo XX, era fijar el color. Ni los daguerrotipos, ni las albúminas ni los otros
sistemas podían reproducir todavía el color. Pero en ese mismo año, 1839, se
había presentado, en la misma Academia francesa, por un químico, llamado
Chevreul, la ley del contraste simultáneo de los colores complementarios.
Este señor era el director de la Real Fábrica de Tapices francesa y él lo
que descubre es que los negros junto a violetas, por ejemplo, se contaminaban
de éste ultimo color y nunca aparecían enteramente negros. Pero hay colores,
como los complementarios, que al ser yuxtapuestos entre sí —por el ejemplo
el amarillo y el violeta— se realzaban mutuamente y lejos de confundirse, se
reforzaban en su propia tonalidad. Esto es una ley óptica, que no tiene que ver
con la mezcla de los colores, sino al revés; justamente sin mezclarse, sino
simplemente yuxtapuestos, el contraste más fuerte se da entre los
complementarios.
Esto fue un descubrimiento muy importante para el uso del color, y
puso en marcha una reflexión y una práctica pictórica que desembocó primero
en el impresionismo. En efecto, después de Chevreul, ya se podía hacer un uso
pictórico del color distinto del que había teorizado Leonardo, y los tratadistas
del Barroco, etc. Esa práctica reflexiva en torno al color moderno alcanzó a
los neoimpresionistas, a los que Seurat llamaba “impresionitas científicos”. Y
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produjo como reacción la rebelión de los pintores fauve, que se alzaron
precisamente contra la supuesta cientificidad del color que están empleando
aquellos neoimpresionistas.
El color contemporáneo tiene una historia propia, que es francesa y
que, por haber empezado en 1839, marcha en paralelo con la historia de la
fotografía y a la cultura contemporánea de la imagen. Es ella la que pone a la
pintura en la obligación de hacer lo que no va a hacer la fotografía. En una de
las citas que hago en el libro, recojo un comentario de Picasso sobre las
consecuencias de una tarde en que él, Max Jacob, Apollinaire y otros amigos
consumieron hachís. El poeta volvió a los prostíbulos que visitaba
habitualmente, Max Jacob a un estado de felicidad perfecta y Picasso creyó
que se había convertido en el fundador de la fotografía. “He descubierto la
fotografía”, pensó horrorizado, “sé hacer fotografía y ya no tiene sentido que
haga más pintura”. Su pesadilla, a la que le condujo el consumo del hachís,
era tener que someterse a esta técnica, el no poder saltarse las leyes de la
mecánica óptica. Pero creo que estoy ya hablado suficiente… No sé si alguien
del público…
I. Vidal-Folch—
Sí, ahora podemos dar ocasión a las preguntas del público, pero
permíteme recordar aquí, a propósito de lo que has dicho, a Dora Maar, una
fotógrafo muy buena y muy inteligente, que fue miembro destacado del
movimiento surrealista. Porque ella enfermó y enloqueció, como es sabido, y
eso originó el enfrentamiento entre Eluard, amigo de Picasso, y Picasso
mismo, cuando aquel le acusó, en una escena famosa, de ser responsable de la
enfermedad de Dora. A ello respondió Picasso que, por el contrario, había
sido gracias a él como Dora había conseguido mantener a raya su locura
durante todos varios años, y que ha sido sólo cuando ellos habían roto que la
locura de la fotógrafa se había manifestado del todo.
Pero lo interesante con ella es que, siendo una gran fotógrafa, se
convirtió en pintora, gracias a la relación con Picasso. Y éste estaba convenido
de que le había hecho un gran favor a Dora, al alejarle de un arte, en la que
ella era muy buena, para llevarla a la pintura donde, francamente, Dora ya no
sería tan importante. Porque, para Picasso, en todo fotógrafo había escondido
—así lo pensaba también de Brassai, al que tú citabas, Rafael— un pintor que
no se había atrevido a desarrollarse y al que había que ayudar a manifestarse.
No obstante, Picasso no hablaba tan poco como tú has sugerido,
Rafael. Él solía estar rodeado de poetas, intelectuales, escritores, y era muy
hábil en su trato con ellos. No me refiero a lo que hizo como autor literario,
pues lo que escribía era francamente malo, ilegible. Pero en cambio en sus
explicaciones sobre la pintura y la historia de la pintura era muy lúcido. Hay
otro libro, de otra de sus mujeres, Françoise Gillot, que siendo pérfido e
indecente por lo que tiene de indiscreto sobre sus años con Picasso, a mi
juicio, es interesantísimo por todo lo que cuenta de lo que le decía Picasso
acerca de la pintura, de la tradición, etc.
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R. Argullol — Así es, Picasso estaba completamente imbuido de
pintura… Y estableció diálogos con Delecroix, por ejemplo. Quizá el máximo
fuera Velázquez, pero había otros muchos.
I. Vidal-Folch — Sí, y cuando se expresaba al respecto, lo hacía con
gran agudeza. Y acerca de la obsesión, déjame decirte que no lo decía porque
ahora tuvieran que venir aquí unos con una camisa de fuerza para llevarte con
ellos (risas), sino porque realmente describes la materialidad de la pintura,
cada pincelada, en cada cuadro de la serie… Es una aproximación fanática, y
lo digo aquí en el mejor sentido de la palabra (primero te llamo loco, y ahora
te llamo fanático…)
R. Llano — Vamos mejorando, vamos mejorando…
I. Vidal-Folch — “Fanático” en el sentido en que le dijo Freud a Dalí
que nunca había visto un fanático español como él, y Dalí se lo tomó como un
gran elogio. También Rilke, en uno de sus más famosos poemas, que escribe a
propósito de un torso arcaico griego, acaba diciendo: “Esto te está llamando”.
Tú hablabas del amor a la pintura, pero se puede extender a todas las otras
artes: y cuando uno vea una obra de cualquier arte, como Rilke, o estas de
Picasso que tú has visto, ellas te está diciendo que no existen para decorar tu
vida, sino para cambiarla, para transformarla. Y por eso la obra te acaba
diciendo que has de cambiar de vida. Y qué mejor modo de cambiar de vida
que escribir un libro como éste, que tú has escrito. Una vía de conocimiento
de la pintura, que pones además al alcance de los lectores. Yo no quiero añadir
nada más. No sé si alguien del público querrá preguntar algo…
Una asistente — Muchas gracias a los tres por su presentación. Yo no
he leído el libro, pero tengo muchas ganas de hacerlo, después de estas
intervenciones. Yo trabajo en arte, aunque prefiero decir que soy profesora de
arte, más de historia del arte, porque a veces tratamos del arte de una manera
excesivamente historicista, a mi juicio. A mí me ha gustado mucho uno de los
temas planteados, que es el de imagen y realidad. Rafael Llano ha empezado
a hablando de la importancia de la imagen. Yo pienso que en arte ha habido
un planteamiento que no es sólo el del dibujo y el color, sino el de la imagen
de la realidad o la realidad de la imagen. Porque ambas cosas son
absolutamente distintas. Porque tanto en el caso de Velázquez como Picasso,
sus cuadros tiene una realidad como imagen, que es algo más que una pura
imagen de la realidad.
R. Llano — El tema que planteas es muy gordo, y yo creo que el
profesor Argullol podría decir algo. Por mi parte, no sé si a las ocho y media
de la tarde, como es ahora, seré yo capaz de responder a ella…
R. Argullol— Bueno, tú eres el autor, eres el que puedes contestarla…
(risas)
R. Llano — Yo, lo que diría, es que cada imagen es una realidad; o si
quieres, lo diría de esta otra manera: que conocemos la realidad a través de
imágenes. La distinción entre imágenes y realidad es muy difícil de sostener,
porque no accedemos a la realidad si no es a través de vehículos, sean
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palabras o iconos, que nos permitan delimitar las realidades. Realmente sin
límites no podemos hablar de la realidad. Y los límites son sujeto, verbo y
predicado; o los límites son dibujo, mancha y color, etc. Sin eso, estamos en el
aire, es decir, estamos en el blanco, o en el negro, si lo prefieres, pero no
estamos en la diferenciación. La diferencia es limitación. Y eso es significar,
porque no hay significación sin limitación, porque limitar es distinguir. Y no
importa que los signos sean lingüísticos o icónicos, porque en todo caso lo
curioso es que, tanto como delimitan algo y lo diferencian del resto, señalan
también lo que no es, la infinitud de cosas que se puede decir que no son las
cosas significadas. No sé si podríamos ir por aquí o no, sé si estáis de
acuerdo…
R. Argullol — En todo caso, Las meninas expresa muy bien el carácter
de realidad infinita que tiene la imagen. La expresión “obra de arte” nos ha
acostumbrado de manera equívoca a considerarla como algo enmarcado y
limitado. Pero Las meninas, las de Picasso y sin duda las de Velázquez,
rompen ese marco e introduce a la obra en la ilimitación. Claro que
convencionalmente se imponen unos límites; pero estas obras consiguen lo
ilimitado dentro de esos límites.
Eso ocurre en todos los lenguajes artísticos; incluso en la escritura es
muy difícil saber en qué momento tú tienes derecho a decir “basta”, “fin”,
“aquí se acabó un poema”, “aquí se acabó una narración”. Seguramente lo
haces por cansancio, por agotamiento, pero en realidad, el poema, o la
narración casi nunca se acabaría, porque tú vas penetrando de un plano a otro,
y a otro y a otro…
En Las meninas de Velázquez esto es excepcional, porque no está sólo
la sucesión de planos que claramente capta la retina, sino que está también lo
que se insinúa más allá de lo que capta la retina. El espectador tiene la
impresión de que no hay un límite por delante ni hay un límite en el fondo; y
esto es excepcional, porque es introducirte a esta realidad ilimitada, a la que,
aunque nosotros le ponemos marco, desborda este marco.
Entonces, cuando tú hacías este juego de realidad de la imagen o
imagen de la realidad, hay que decir que la imagen es siempre inaprensible,
ilimitada: tú no la puedes domesticar, va siempre más allá. Y ahí está la
grandeza y la ambigüedad del arte desde los inicios, y en la pintura de manera
muy clara. Cuando nosotros vemos los ciervos o los bisontes de las pinturas
rupestres ya sabemos que aquello estaba orientado hacia ritos de fertilidad, o
de poder, etc.; pero nos introduce a ese plano ilimitado, a esa ambigüedad que
es propia del arte. Porque el arte tiene que ver con interrogantes, más que con
respuestas.
R. Llano — Puedo añadir que, en una reciente presentación del libro
en la Facultad, con profesores de varias disciplinas, un Catedrático de
Filología, que se había leído mi libro, me dio su opinión sobre Picasso y
añadió: “Mira, lo que me sorprende, porque es lo mismo que yo veo en los
filólogos con los que yo trabajo, es el formalismo de Picasso. Si en algo no
estoy de acuerdo es en este perderse en las posibilidades casi infinitas de la
pintura, en las posibilidades formales de este lenguaje”. Y yo estoy de acuerdo
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en que las posibilidades expresivas de la pintura son casi ilimitadadas. En el
libro comento que si Picasso hubiera estado en la Unión Soviética, cuando se
decretó el Realismo Socialista, le hubieran acusado de formalismo con toda
seguridad. Porque, en efecto, un arte como el que desarrolla en esta serie no
estaría al servicio de la Revolución. Repetir cincuenta veces lo mismo; los
mismos contenidos, expresados de cincuenta maneras formalmente distintas,
no es estar trabajando por los contenidos de la Revolución. Eso es sin duda un
punto de discusión. Y no obstante, se puede contestar diciendo que esa
exploración formal, como la de Picasso, también permite que se enriquezca mi
experiencia. Es decir, que la propia ilimitación de la pintura —lo que tú
estabas comentado, Rafael—, y la fecundidad del lenguaje que emplea, es ya
un enriquecimiento casi de contenido. No necesito que el arte me aleccione;
con que me demuestre que una cosa tan “tonta”, entre comillas, como la
pintura, es capaz de tener tal riqueza, me está enseñando muchas cosas del
mundo. Es asombroso que con tan poca cosa se pueda hacer tanto y tan
diferente, que se pueda representar el mundo en su totalidad. De hecho, uno de
los adjetivos que Leonardo empleaba en su tratado, como vosotros sabéis, era
el de “divina”, aplicada a la “ciencia” de la pintura, porque con ella podemos
representar todas las cosas. Hay una imagen para cada cosa.
R. Argullol — Leonardo decía algo más prodigioso todavía, y es que
todas las cosas estaban en un punto. Que el punto contenía ya todas las cosas.
Esto es genial, era ya casi un Malevich anticipado…
Otra persona en la sala — Yo quería introducir el tema de la física
cuántica. Porque, ¿qué hubiera hecho Picasso si hubiera tenido el soporte de
la física de probabilidades? El famoso experimento teórico del gato vivo y
muerto al mismo tiempo… Quizá no tanto en Las meninas, pero sin duda en
muchas de sus otras obras, Picasso pinta las figuras con tres ojos, o dos
narices, etc. ¿Está Picasso intentando, con estas obras, penetrar en este
futuro cuántico, en que las cosas son probables? O que tú puedes girar en
torno a un mismo individuo, y trates de meter las tres dimensiones en dos,
porque el cuadro en definitiva no son más que dos dimensiones… Me planteo
qué habría hecho Picasso con este soporte maravilloso, teórico, que es la
Física cuántica.
R. Llano — No sé si mis compañeros de mesa sabrán más que yo de
Física cuántica; es muy probable que sea así, porque yo sé muy poco. Pero lo
que has dicho sobre la bidimensionalidad de la pintura y la esfericidad de todo
volumen es una verdad como un templo. Y ese es desde luego un problema de
Picasso, quien efectivamente se dice: “Vamos a ver si conseguimos que en
dos dimensiones se representen simultáneamente tres”. Por lo menos, tres
puntos de vista distintos, y que eso quede sujetado por una forma.
I. Vidal- Folch — Aunque esto, más que un problema de la Física
cuántica, es del cubismo, ¿no? Diferentes puntos de vista sobre un mismo
objeto…
R. Argullol— Al respecto, yo creo que cada lenguaje artístico tiene
envidia de los demás. Y en ese sentido, la pintura, no ya la del siglo XX, sino
desde que tenemos reflexiones sobre ella en el siglo XVI, tiene envidia de la
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Escultura y de la Arquitectura; y tiene envidia también de la narratividad de la
Literatura. Así, hay dos envidias que siempre están presentes en los tratados
de Pintura, como en el de Leonardo, que son: cómo conseguir que la doble
dimensión se convierte en triple; y cómo conseguir que el estatismo del
momento que tiene que reflejar la pintura, que es sólo un corte en el tiempo,
se convierta en narración.
Hay un texto de Piero de la Francesca, escrito al final de su vida, que
es un clarísimo precedente del cubismo, y en el que imagina un pintor que
fuera capaz de reducir todo el mundo a seis o siete figuras geométricas. Esto
es un casi un precedente de la pintura contemporánea. Y ¿qué fue la
perspectiva, sino eso? Y cuando ya la perspectiva se convirtió en teatro
barroco, en tromp l’oil, lo agudizó aún más.
Y buscó también la narratividad, desde el inicio. Masaccio, por
ejemplo, en El tributo de la moneda, representa varias escenas en una sola. Y
en Turín, hay un cuadro maravilloso de Hans Memling, que son todas las
escenas de la Pasión en un solo cuadro, en el que está todo narrado en un
único espacio. ¿Por qué? Porque la pintura quiere ese narratividad.
Y con las otras artes, yo diría que sucede lo mismo. La música ha
recurrido innumerables veces a los cromatismos y a otras analogías con la
pintura. Y aunque se diga que la música es espiritual, vemos así que tiene
envidia de la sensorialidad y del color propios de la pintura. Hay así esta
especie de competencia, que es una búsqueda de la pluridimensionalidad de
las manifestaciones artísticas, que ya está anunciado en los orígenes de la
pintura, en el siglo XIV.
R. Llano — Me parece que llevamos ya un buen rato y que nos
corresponde acabar. Y lo haré agradeciendo en primer lugar a todos ustedes la
presencia en este acto, esta tarde que han querido pasar con nosotros. Muchas
gracias también y sobre todo a Ignacio y a Rafael, por sus comentarios y la
generosidad con que han enjuiciado mi libro. Y hasta la próxima. Espero que
nos veamos pronto otra vez en el Museo de Picasso, o en cualquier lugar de
Barcelona. Muchas gracias a todos y buenas noches.
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