Yo vivo, tú vives, él/ella vive

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Yo vivo, tú vives, él/ella vive
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Yo vivo, tú vives, él/ella vive
Testimonio
El 14 de enero de 2010, dos días después del
terremoto, llegamos a Haití como parte de una
pequeña misión de asistencia humanitaria; yo
era la única que había vivido en el país.
Redacción Plaza Pública
21 02 11
Fácilmente, uno se dejaría llevar por contar
los horrores vividos durante esos días, pero
no sería rendir justicia a la nobleza y heroísmo
del pueblo haitiano frente a una tragedia de
una magnitud insospechada hasta que ocurrió.
Cuando les pregunto donde viven, me
contestan que muchos se han ido, pero ellos
no, ya que no hay donde ir.
La primera noche nos quedamos, junto a 500
personas más, en la pista del aeropuerto en la
que aterrizaban aviones monstruosos que
llevaban camiones, grúas, comida, equipos de
rescate...
Una de las cosas más fastidiosas después de
un desastre es lo complicado que se vuelve
todo, por ejemplo, el trámite para alquilar un
automóvil conlleva un mínimo de seis horas;
los teléfonos y los bancos no funcionan;
siempre hay un colado que conoce al
encargado; para pagar en efectivo hay que
hacer otra cola. Después vienen las colas
para revisión y entrega de vehículos y llenado
de tanque... Además la gente está
traumatizada y deja de atender para llorar,
consolar, recordar o contar.
Después de todo esto, logré ir a traer a mis
compañeros y cargar las maletas, kits de
sobrevivencia, equipos, teléfonos satelitales…
y entonces, a buscar posada. Los televisores
no habían sido fieles testigos del espectáculo
porque no cabía en una pantalla. Ninguno de
mis puntos de referencia se encontraba; la
ciudad estaba totalmente destruida. Yo estaba
perdida en una ciudad que había recorrido
miles de veces y que creía conocer con los
ojos cerrados. Me paraba a preguntar dónde
estábamos, y las respuestas que recibía: “está
es la iglesia del Cristo Rey” o “usted está
enfrente del colegio Sagrado Corazón” me
dejaban perpleja. En los próximos días, la
carga emocional fue tremenda: tener que
evidenciar que ya no existía nada tangible a lo
cual aferrarse y que todos los recuerdos de
aquí en adelante serían parecidos a sueños,
sin nada concreto para sustentarlos.
Me impresionaba el mar de gente caminando
por las calles, buscando dónde quedarse, un
familiar desaparecido, noticias, agua, en fin.
La gente caminaba sin nunca parar: como
zombis, viendo nada más al que estaba en
frente y siguiendo su ritmo.
Fácilmente, uno se dejaría llevar por contar
los horrores vividos durante esos días, pero
no sería rendir justicia a la nobleza y heroísmo
del pueblo haitiano frente a una tragedia de
una magnitud insospechada hasta que
ocurrió. Me recuerdo cómo, en la noche,
sentada en la terraza de la casa donde nos
hospedábamos, el único lugar donde había
una bombilla de luz y una conexión para la
computadora, agitada y alterada por todo lo
vivido y visto durante el día, oía a la gente en
el barranco cantar, tocar tambores, bailar y
celebrar la vida antes de regresar a sus
carpas de fortuna. Suelo pensar que soy
demasiado exigente con la vida y que nunca
tendré tal optimismo y valor.
El 12 de marzo, dos meses más tarde, fuimos
con un colega y una voluntaria al barrio
popular “Fort National”, situado en una colina
con una vísta increíble de la bahía del
caribeño Puerto Príncipe. Destrucción total; ni
un muro parado, las calles eran montículos de
tierra y concreto. La gente nos recibía muy
agradecida y nos llevaba por escombros,
desafiando todas las normas de seguridad.
Para tolerar la pestilencia de los cuerpos
descompuestos y jamás recogidos, dos
meses después del terremoto, encienden
papeles mojados en sustancias desconocidas
que nos emboban.
Cuando les pregunto donde viven, me
contestan que muchos se han ido, pero ellos
no, ya que no hay donde ir. ¿Pero dónde
viven?, insisto. Encima de lo que parece
inaccesible, una montaña de ripio, sobre un
pedazo de lo que fue un techo. Un niño de
unos 9 años, en un short kaki y una playera
verde neón –impecable- tiene un bebé
dormido sobre sus piernas y en sus manos,
lee un viejo libro de gramática. El niño,
indiferente a su entorno, repite sus tablas de
conjugación: “J’aimerai, Tu aimeras, Il/Elle
aimera” (yo amaré, tu amarás…).
Hace cinco años, íbamos con un colega
rumbo a Chiquimula y al pasar El Progreso
Guastatoya me dijo una frase que no olvidaré:
“Hoy hace 30 años fue el terremoto en
Guatemala. Esa noche nos acostamos siete
en la casa y amanecimos dos”. “¿Cómo así?
¿Qué me estás diciendo?”, le pregunté
perpleja.
Mi compañero me explicó cómo la casa de
adobe donde él vivía con su familia no había
resistido al temblor y murieron sus padres, su
hermana, su hermanito y la empleada. Por
suerte, un ropero había caído en un ángulo
sobre las camas suya y de su tía y los
protegió.
Por una ventana lograron salir al patio y
momentos después se dieron cuenta que iban
a ser los únicos sobrevivientes de la casa. Él
se pasó a vivir a la capital con unos familiares;
su tía no resistió mucho tiempo las emociones
y las tristezas provocadas por el terremoto y
murió a pocos meses. Me conmovieron la
historia y el tono ligero y apacible con la que
me lo contó mi compañero. Sin embargo, hoy
entiendo que la vida que vale es la de los
sobrevivientes y por ello existen niños y niñas
que en situaciones paradójicas repiten sus
conjugaciones: Yo vivo – Tú vives –
Él/Ella/Usted Vive – Nosotros vivimos.
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