Avía un río de Gustavo Mujica.

Transcripción

Avía un río de Gustavo Mujica.
Reseñas
Avía un río, una fábula antiortográfica
Por Waldo Rojas
Universidad de París I-Sorbonne
[email protected]
Durante el decenio de los ochentas, en
París, Gustavo Mujica, poeta y editor de
poetas, entregó a sus amigos y lectores
una plaquette cuidadosamente impresa
en grandes caracteres compuesta de un
solo poema ni muy largo ni muy corto,
cuya peculiaridad mayor consistía en la
prefiguración de un hablante cuya entidad o identidad iba surgiendo como a
tirones y trastabilleos de la lectura de sus
líneas y con la cual dicho personaje hacía
cuerpo pareciéndose un poco más a ella
en cada verso, tropezando en las aristas
de su afán de encarnarse en una lengua
y una escritura propiamente personales.
Desde el título quedaba claro que detrás
de aquel hablante en pugna con el entorno
natural y humano se encubría un autor
cuyas relaciones con el espinudo arte de
la ortografía no resultaban menos ríspidas.
El texto se desplegaba en un tejido –valga
el nexo etimológico– hecho de dislates
disléxicos y de ajustes desprolijos entre
las venerables normas de la gramática
castellana y algunas de las flagrancias más
satisfechas del hablar demótico chileno.
Se trataba, en suma, de un antihéroe,
algo así como un híbrido de buen salvaje
rousseauniano y de náufrago robinsonesco.
Un dulce cavernícola, un tierno troglodita,
un rupestre algo ladino, que interpelara a
un mundo en perdición con los acentos y
epítetos desencantados de su inocencia
astuta. Me refiero por supuesto a “La
luna me viene mui lus”, texto que ahora
clausura este nuevo poemario y en cierto
modo cierra su círculo, puesto que es ahí
que este eremita primigenio, Robinson
de un naufragio universal que monologa
en medio del cataclismo impávido de la
Avía un río
Poemas de Gustavo Mujica
e ilustraciones de Vivian
Scheihing
Santiago: Ediciones Grillom, 2007
64 p.
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modernidad, es tributado con
un poema escueto ofrecido por
su compañero de infortunios,
una especie de Viernes poeta
salvaje, que en la ocurrencia se
llama Jueves, y cuyo primer verso
corresponde justamente al título
del presente libro: “Avía un río/
qe tenía mui agua i pese/ e lo
secaron…”
Una nueva vuelta de tuerca
comprime ahora los resortes de
esta escritura a lo largo de una
decena de poemas. Sus piezas
ya no tienen juego, si entendemos por tal unas solturas y
desajustes en sus articulaciones,
ahora que, paradójicamente,
sí que hay juego, puesto que
el texto se da en este sentido
unas reglas explícitas. El libro
–en cuidada edición enriquecida
por las bellas ilustraciones de
Vivian Scheihing– se abre en
efecto sobre una advertencia del
autor en cuanto a la modalidad
de lectura recomendada y a la
eliminación de unas letras en la
escritura siguiendo un criterio de
transcripción fonética peculiar.
Sus anomalías son ahora la norma
de un lenguaje y los contorneos
de un estilo. Hay juego también
en el sentido lato de un talante
lúdico, guiños de humor y estocadas propinadas con la espada de
madera de sus ironías. El poeta
Mujica quisiera de este modo
dar testimonio a contrapelo de
esa idea según la cual la palabra
poética, como aquella pensante,
excede a aquel que la pronuncia y la piensa. Sin embargo es
justamente este exceso lo que
hace posible el fundamento, o el
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funcionamiento, de esta escritura
de cuño personal.
Tomarse libertades con el sistema de la lengua, escrita u
oral, plegando este al amaño
dos veces arbitrario del aserto
pasablemente falaz de que “esto
se escribe como se pronuncia”,
o sea “como yo lo pronuncio”,
debe tener algún sentido. Y
este sentido tiene que ver con la
reafirmación palpable de que la
poesía instaura su estatuto en una
zona descentrada del lenguaje,
en un más allá o un más acá de
los deslindes y constricciones
de la comunicación ordinaria y
doméstica. Pero las cosas deben
ser tomadas aquí de más lejos.
O sea… de más cerca (!).
Digamos, primero, que de ser
asumida dicha recomendación
preliminar, no habría necesidad de una presentación en
forma más allá de la invitación
ritual a entrar o no en el juego.
No obstante, la pertinencia de
dicha prevención se hace problemática en el encuentro de
los textos mismos, puesto que
entre la empresa solipsista de
un lenguaje hiperpersonal y la
intención comunicativa que la
anima se requiere el pacto de una
convención, y, que se sepa, no
hay convenciones individuales.
(El esperanto, porque utópico se
quiere universal). De lo que se
trata en verdad, desde el punto
de vista del lector, es de comprender qué sentido tiene esta
complicación premeditada de
no escribir como Dios y la Real
Academia mandan. O como dicen
Reseñas
los franceses, para qué hacer
las cosas con sencillez cuando
es tanto más fácil hacerlas
complicadas…
Desde ya en el poema “La txatarra de la mía nave” vemos
que la consonante coronal sorda
alveopalatal [ch], como diría un
ceñudo filólogo, es ortografiada
a la manera vasca, tx. Tenemos
enseguida toda una gama de
otros casos ejemplares: como
el uso polivalente del artículo
neutro “lo”, que evocando seguramente cierto uso mapuche
del castellano, no solo suplanta
a los artículos singulares y plurales, sino que reemplaza toda
o casi toda otra función pronominal. Luego, hay las elisiones
respectivas de la s como marca
del plural, y de la d final o en
ciertas posiciones intervocálicas,
en honor sin duda a uno de los
traspiés más propios del habla
chilena. Cabe a este título hacer
notar el empleo de un puñado
de chilenismos tenaces, además
del recurso escolar de unas palabras pegadas y también de otras
seccionadas; o la transposición
del posesivo o su doblete (“mío
padre”, “miojo mío”, etc.), el
empleo de la forma arcaica del
demostrativo (“desta”, “deste”,
etc.), de la negación “non” así
como de la conjunción “e” en
lugar de y; allegadas a unas
construcciones sintácticas aventuradas supuestamente venidas
de otra época de nuestra lengua,
junto a algunos pseudoarcaísmos
como “nostros”, que se agregan
a unos neologismos de fortuna
con sustantivos o formas verbales
inventadas: “sufransa”, “errunve”,
“nostalgéo”, etc.
Inútil precisar que esta panoplia
de heterodoxias de pluma nutre
bajo su canon todos y cada uno
de los poemas del conjunto.
Aquellas que en el orden de la
Letra se delatan como erratas,
en el orden de la Voz lo serían
como barbarismos, en el sentido
de voces de bárbaros, que es
como los griegos antiguos denominaban con ánimo etnocéntrico
el habla del meteco, aquel habitante periférico respecto del área
medular cubierta por la lengua
de un Demóstenes, es decir,
nada menos que todo el resto
del mundo de aquella época.
Solo que aquí lo que se postula
de facto, sin mayor aspaviento,
es por lo menos la inversión en
la precedencia de rangos entre
la Voz y la Letra; y por lo más, la
sumisión de la potestad de esta
última a la Voz como forma de
presencia real del sujeto de carne
y huesos que asume el acto de
la enunciación.
Valga hacer notar que es sobre
todo en la lectura visual, página
en mano, que esos yerros deliberados inscritos materialmente
en la Letra, y que son al mismo
tiempo fundamento de una estética, se perciben como tales
y cumplen su papel. Por el contrario, la lectura oral tiende a
enmascararlos en buena medida.
El detalle este no es anodino, pues
el hablante de los textos insiste
en su condición de “escriva”
(sic), más exactamente la de un
escribiente furtivo ignorado por
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los miembros de su propia tribu
o clan. Sin tener que rebanar un
cabello en cuatro, y con ayuda por
ejemplo de las citas de Rimbaud
(simbolismo), de John Lennon
y Lewis Carrol (non sense) aquí
insertas, y hasta las de un Vate
Verde, poeta más o menos ficticio,
¿cómo no ver encarnada en ese
linaje de ángel caído la sempiterna condición del poeta? Pero
ese sería ya otro cuento.
Es de hecho por la vía formal
“(del) vicio secreto de los lenguajes inventados”, a que se refería
J. R. R. Tolkien a propósito del
“quenya” y del “sindarin”, esas
lenguas imaginarias en que el
autor de El señor de los anillos
hace hablar a los elfos, que la
obra de Mujica se inscribe en
una muy antigua corriente de
experimentos verbales, literarios
o no. Entre los más cercanos se
recordarán, en primer lugar, las
jitanjáforas que el erudito mexicano Alfonso Reyes describió y
formalizó a partir de unos poemas
del cubano Mariano Brüll (18911956), construcciones lúdicas
en las que las palabras eran
despojadas de sus implicaciones
conceptuales y afectivas en un
juego de sonoridades puramente
sugerentes, dirigidas no ya a la
razón sino a la sensación y a la
fantasía: “Filiflama alabe cundre/
ala olalúnea alífera/ alveolea jitanjáfora/ liris salumba salífera….
Etc.” (“Leyenda”).
Por cierto que tales ejemplos de
lenguajes inventados son legión,
como el “Parto de palabras” del
poeta cordobés Juan Morales
Rojas (1918-1991); los guíglicos, insertos en el capítulo 68 de
Rayuela de Julio Cortázar, suerte
de lenguaje musical que aspira a
comunicar significados mediante el sonido de sus sílabas y el
ritmo de la escansión, pero sin
abandono radical de la sintaxis
lógica: “Apenas él le amalaba el
noema, a ella se le agolpaba el
clémiso y caían enhidromurias,
en salvajes ambonios, en sustalos
exasperantes.”
Hasta la impagable “Mazúrquica
modérnica” de Violeta Parra, a
quien Mujica rinde homenaje –en
el poema “menfermo filosófico”–,
incurriendo en el modo suyo de
dardos esdrújulos:
Me han preguntado varias persónicas
Si peligrósicas para las másicas
Son las canciones agitadóricas.
¡Ay, qué pregúntica tan infantílica!
Tal y como los versos del “ejersisio” (sic) que sirve de epígrafe
al poemario nos lo señalan, las
voces que aquí hablan y, por
cierto, escriben “narran universos
paralelos” –válganos restablecer
la ortografía canónica aunque
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Menfermo filosófico
Cansáo de nomádico
Asumí lo diaspórico
Dejé lo sedentárico
sea al precio de desestimar la
astucia textual de ese “versos
para lelos”–, y también evocan
“escritos encontrados” menos
imaginarios que lo que parecen
–se nos dice–, y que son “reales
como todo lo ficticio”. Hay, pues,
Reseñas
una historia, o sea un decurso
o itinerario en el tiempo y el
espacio, un tiempo intemporal
y un espacio ubicuo, adonde
algo sucedió y aún sucede, una
fábula contenida en las páginas
de una bitácora. Se consignan
ahí, remotivados en su virtualidad
metafórica, fragmentos de experiencia, a los cuales se engarzan
tópicos diversos extraídos de
algunos arquetipos de nuestro
fondo cultural legendario. Ahí
se da cita, entre otros motivos,
aquel del ámbito edénico, adámico, del paraíso perdido, seguido
de “diaspóricas epopeyas” (sic),
pellejerías del exilio, bajo el
signo de un viaje iniciático y
la figuración de un nomadismo
interestelar en fuga lejos de un
mundo vuelto humanamente
insufrible, en busca de un nuevo
nicho ecológico adonde reiniciar
la Odisea de la Especie. Apenas
disfrazados, se superponen en el
texto con transparencia mutua
tópicos tales como el panecológico avatar del Arca de Noé
y el de alguno de los relatos de
las Crónicas marcianas de Ray
Bradbury. Pero sobre todo hay el
tópico o motivo, aquí fundamental, de la Torre de Babel, sobre el
cual quisiéramos concluir junto
con subrayar parte importante
del interés de este poemario.
Es cosa sabida que la leyenda
sumeria de la Torre de Babel,
recogida a su manera por el
Antiguo Testamento y representada en múltiples pinturas
desde entonces, ha dado pábulo
a sucesivas especulaciones sobre
el origen del lenguaje y la diver-
sidad apabullante de las lenguas.
Es un motivo polivalente ligado
de manera imaginaria a la problemática del lenguaje y así lo
han evocado teólogos, filósofos,
lingüistas y creadores de todo
orden, tan diversos como, por
ejemplo J. L. Borges en La biblioteca de Babel, Jacques Derrida
en Torres de Babel, Fritz Lang
en el filme Metrópolis y hasta
el cantante popular francés Guy
Béart. A este respecto, Gustavo
Mujica nos entrega en el poema
“Cuero escrito encontráo en
escombros”, una clave singular
para la lectura del conjunto de
su poemario.
El hablante del poema narra en
medidos octosílabos la desmesurada misión suya de demoler
ladrillo a ladrillo la célebre torre,
obra humana titanesca que fuera
motivo de la ira punitiva de Dios,
con la subsecuente dispersión
de los hombres por la faz del
planeta y causa de la pérdida de
lo que debió ser la lengua única,
universal y unívoca, gaje original
de entendimiento y de armonía
humanas. Su labor demoledora
es la de un “vovo decontructor”
(sic), o sea un desconstructor,
un cómplice a pesar suyo en
la destrucción de la obra monumental en que se concretó
originariamente aquel estado
de lengua ideal capaz de poner
el cielo al alcance del hombre.
Aunque no sería vano recordar
que la destrucción legendaria
de la Torre de Babel no involucró para nada las manos de los
hombres, sino que fue obra de
los rayos y centellas de la cólera
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divina, hay que ver en este personaje demoledor el punto de
alejamiento del paraje mítico
asimismo que la apertura hacia
el terreno de una poética.
Desconstruyendo materialmente la Torre, lo que el hablante
efectúa de modo figurado es la
desconstrucción de una lengua
común, operación que al mismo
tiempo se plasma visualmente en
el relato escrito de la misma, gracias al artificio de una gramática
a retropelo de las normas, de una
ortografía errática imitadora de
una fonética aleatoria. Digamos,
una “antiortografía”, en las dos
acepciones ya evocadas. No es
casualidad tampoco el empleo
del vocablo ‘desconstrucción’,
que como se sabe designa un
método crítico contemporáneo de
análisis textual que, de Heidegger
a Derrida y los suyos, se emplea
para desmontar, desmenuzar,
escritos de diversa naturaleza
con el fin de indagar y poner de
manifiesto sus descalces y confusiones de sentido mediante una
lectura que se concentra en los
postulados y sobreentendidos de
dichas producciones discursivas
tanto como en sus omisiones, y
que ciertas articulaciones internas del texto mismo permiten
sacar a luz.
Así visto el asunto, avía un río
tendría por ambición más o
menos subyacente nada menos
que remecer un concepto con-
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formista del poeta y su acción
prefigurado en este desconstructor resignado por fuerza
mayor a contribuir con su faena
oscura a la dispersión de los
sentidos y a la incomunicación.
Si bien su escritura atrabiliaria
va desmedrando piedra a piedra
el monumento de la lengua
castellana, en el fondo de esta
operación le asiste a nuestro
hablante una razón tan truculenta como solidaria. Frente a
un mundo degradado en donde
el lenguaje, el bien más preciado de la especie, se ha vuelto
sordo y ciego a los clamores del
alma humana y tiende a ser un
recinto de engaños y de ocultamientos, un oscuro instrumento
de querella y división, de lo que
se trata aquí ¿no será más bien
de hacer poéticamente patente
el riesgo creciente de sumirnos en la soledad radical y la
incomunicación? Dicho de otro
modo, ¿al precio de la tentativa
insensata de escribir en una
lengua arduamente individual,
revelarnos nuestro inefable malestar en el Lenguaje, “dar un
sentido más puro las palabras
de la tribu”?
Los últimos versos del texto final
ya citado, a mí “me vienen muy
luz” en este sentido:
i qiero estavlecer
con lo clane desta terra,
a la orilla deste río
qe su canto siento mío.

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