Tres reflexiones des-coloniales Por Rafael Bautista S. Resumen

Transcripción

Tres reflexiones des-coloniales Por Rafael Bautista S. Resumen
Tres reflexiones des-coloniales 1
Por Rafael Bautista S. 2
Resumen
Estas tres reflexiones des-coloniales, son parte de una perspectiva que tematiza la
descolonización como aquel criterio metodológico que nos permite establecer las
condiciones iniciales de producir pensamiento crítico. En ese sentido, el concepto no puede
resumirse a su consideración lógica sino debe insistir en su constitución histórica; por eso
no puede obviar la tematización del locus histórico del cual se parte y al cual se debe toda
reflexión crítica. Estas tres reflexiones tienen que ver, entonces, con el concepto, con su
aparecer lógico e histórico. El racismo, es constitutivo de la naturalización de las relaciones
de dominación; la clasificación antropológica que produce es el contenido del
eurocentrismo, como la ideología pertinente del mundo moderno; desde allí se puede
comprender el androcentrismo prototípico de un ego dominador. La descolonización no
puede prescindir de la constitución histórica de la modernidad en tanto proyecto, a partir de
una clasificación antropológica que establece las fronteras de lo humano para, de ese modo,
presentarse como lo único racional posible.
Abstract
These three decolonial reflections are part of a point of view that views decolonization as a
methodological criteria that allows us to stablish the initial conditions to produce a critical
thought. In this sense, the concept cannot be reduced logically but it should insist on its
historical creation: hence it cannot omit the theme of its historical locus as the place from
where reflection starts and to which one owes any critical thought. These three reflections
have to do with the concept, with its logical and historical appearance. Racism is a result of
the naturalization of power relations; the anthropological classification that comes forth is
filled with eurocentrism as the appropiate ideology of the modern world. One can only
understand from this point of view, the prototipical androcentrism of a dominant ego.
Decolonization cannot disregard the historical formation of modernity as a project that
departs from an anthropological classification establishing human borders in order to
present itself as the only rational possibility.
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Anticipo de nuestro próximo libro: La primera teoría de la descolonización.
Escritor y filósofo boliviano. Autor de: Pensar Bolivia del Estado colonial al Estado plurinacional, vol. I y
II; La Masacre no Será Transmitida; Del Mito del Desarrollo al Horizonte del Suma Qamaña; La
Descolonización de la Geopolítica; etc. Es columnista en diversas páginas de información y pensamiento
alternativos, como rebelión, ALAI, loquesomos, argenpress, aporrea, foromundialdealternativas, etc.
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El concepto
A mi padre, in memoriam
La descolonización atraviesa un reposicionamiento que manifiesta su vigencia en nuestros
procesos de liberación. Como toda novedad paradigmática, se enfrenta no sólo a la
incomprensión, sino al prejuiciamiento que carga todo conservadurismo. Un nuevo
paradigma inaugura una ruptura inevitable, más aun cuando se trata de un paradigma que
trasciende las esferas teóricas y se presenta en casi todos los ámbitos de nuestra existencia.
Por eso la descolonización no es una agenda pasada, tampoco algo de simple resolución. Su
insistente permanencia, muestra la constante actualidad de su problemática. Por eso, no es
exagerado decir que, la descolonización, es el tema del siglo XXI.
Pero, ¿qué es la descolonización? Como en todo proceso histórico, la respuesta que
se pueda dar a una gran pregunta, se remite siempre al contexto en el que la pregunta nace.
Ese contexto, para nosotros, es el proceso de revolución democrático-cultural que se
inaugura, en Bolivia, a partir de la asunción democrática del primer presidente indígena. El
hecho no es menor, pues representa, no sólo una novedad, sino una profunda interpelación
histórica que, el boliviano, se hace a sí mismo. En esta interpelación se juega su destino,
porque preguntar por la historia es preguntar por sí mismo. Bolivia ya no es la misma
cuando apuesta a mirarse como lo que es, porque lo que es, es la más irracional persistencia
en negar lo suyo de sí, lo más propio. Por eso tiene sentido la afirmación que encarnó
nuestra Asamblea Constituyente: “Bolivia es un Estado sin nación y nosotros, los pueblos
indígenas, somos naciones sin Estado”.
Por eso la insistencia en refundar algo que había sido mal fundado. Si no hay
fundamento firme, nada tiene futuro. Por eso nuestro Estado era aparente, porque su
fundamento no estaba fundado en sí mismo sino en un auto-engaño: querer ser lo que no se
es. El Estado es aparente porque no tiene contenido nacional; porque todas las formas que
adopta, para ser algo, no son la expresión de lo más propio que se tiene. La auto-negación
de nuestras elites descubre la patología de un Estado que, a nombre de independencia, no
hace sino apostar voluntariamente a la más cruda dependencia.
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El paso de la colonia a la república no logra traducirse en una superación de la
condición colonial. Ésta persiste, de forma tal, que evidencia el carácter estructural de una
condición que atraviesa, ya no sólo, al estamento oligárquico sino a casi toda la sociedad
(urbana sobre todo). A un Estado colonial le corresponde una sociedad colonial. La
legitimación de ese Estado, impuesta por una estructura legal heredada de la colonia,
también logra hegemonía entre la sociedad citadina y, contra toda profecía, aun las propias
revoluciones, insisten en la auto-anulación.
Por eso, la “revolución nacional” de 1952, acaba también y, como siempre, en la
capitulación. La propia cultura social que va asimilando los valores señoriales, hace que, las
propias apuestas revolucionarias se hagan, con el paso del tiempo, bastante conservadoras.
Ya no se trata sólo de una ideología señorial sino de la adopción paulatina de las creencias
que sostiene a una oligarquía que, como nunca mira para adentro, tampoco nunca descubre
al país que sí le vio nacer. Heredera del señorialismo más decadente (aun en la propia
España) y proclive siempre a la xenofilia antes del amor a lo propio, no concibe otra forma
de sobrevivencia que el entreguismo más denodado. Por eso también su señorío es aparente
y, por eso mismo, no sabe hacer otra cosa sino transferir sus miserias a su propio pueblo.
Se cree “libre” y “Señor” sólo mientras haya indios. Esa es su creencia básica e
irrenunciable: la constatación de su “superioridad” es la miseria del indio.
El indio no es sólo su sostén material sino también espiritual. La negación del indio
es su afirmación. Su riqueza, la miseria de aquél. Por eso no puede superar su condición
colonizada; como no se afirma en su propia nación, tampoco afirma al Estado. Vivir a costa
de su propia nación, se convierte en cultura política que permea en sus subalternos; cuando
esto se generaliza, la propia nación y el Estado se hacen vulnerables y, quienes soportan
todo esto, los más vulnerados, los indios, evidencian la colonialidad de un Estado
constituido en contra de su propia nación (la violencia de ese Estado es la pura impotencia
de su saberse frágil, sin legitimidad ni vocación de poder real).
Entonces, la nación que dice representar, es un remedo que busca suplantar su
propia realidad. Su existencia se hace patológica; argumentar contra sí mismo se vuelve la
más recurrente plataforma que le sirve a los poderes foráneos para socavar una soberanía
débil. Por eso el Estado es aparente, porque su soberanía se diluye, paulatinamente, en una
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suerte de servidumbre voluntaria a poderes foráneos que le prestan la legitimidad que no
posee. Incapaz de proponerse como nación, su devenir es la pura adaptación resignada a
escenarios que se deciden siempre al margen de éste.
Cuando nuestras repúblicas nacen a la vida “independiente”, el mundo ya se halla
constituido en cuanto mercado mundial. Ingresar a éste supone adecuarse a prescripciones
ya establecidas por los poderes mundiales. La independencia no asegura una situación postcolonial sino todo lo contrario, pues los nuevos mecanismos de una economía globalizada
aseguran, de modos más sofisticados, una disposición que expresa la consolidación colonial
del mundo moderno: centro-periferia.
Por eso los procesos emancipadores, por sí mismos, no pueden remediar una
situación que es estructural a nivel mundial. El centro dispone de la periferia en un mundo
organizado por las necesidades de un mercado en continua expansión y una acumulación
global de capital en continuo crecimiento; en ese sentido, son las propias necesidades
concéntricas de la economía, las que condenan toda independencia. El precio de la
sobrevivencia, en un mundo estructuralmente injusto y desigual, es un precio que, en el
mediano y largo plazo, resulta impagable. Pero, aun así, el mundo sigue su curso y la
economía, a pesar de sus crisis, sigue mostrando un crecimiento y desarrollo imparable.
Pero, ¿cómo se sostiene aquello?
La disposición centro-periferia explicita una clasificación previa que le da sentido a
esta suerte de dicotomías, con las que nace y se desarrolla el mundo moderno. Para que
exista un centro único, la periferia debe estar constituida según las necesidades del centro.
La transferencia continua, creciente y sistemática de recursos, sólo es posible si esta
transferencia implica, a su vez, el no aprovechamiento autóctono de esos mismos recursos;
es decir, en aquella transferencia va, como un añadido esencial, una plus-valorización
creciente hacia el centro que, significa también, una desvalorización continua del lado
contrario.
Las materias primas no van solas al mercado, sino que conllevan la humanidad de
los productores, en este caso, la negación de su humanidad. Sólo de ese modo se hace
estable la relación centro-periferia. Porque esta relación expresa una clasificación
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antropológica previa, que estructura la propia racionalidad moderna: el centro es la imagen
del “desarrollo” y la “civilización”, mientras que la periferia mundial es el retrato del
“atraso” y el “subdesarrollo” (condición supuestamente previa, propia del estancamiento
económico que caracteriza a una sociedad pre-moderna).
Esta clasificación es consustancial al mundo moderno, pues expresa la posibilidad
de concebirse, a sí mismo, como la culminación providencial de lo humano: el hombre
moderno es superior, por eso es “civilizado”, “desarrollado”, “moderno”; el atraso del resto
de la humanidad es a causa de su inferioridad congénita, por eso los “bárbaros” del mundo
moderno son “subdesarrollados”, son “pre-modernos”. La inferioridad naturalizada de
unos, es condición para hacer estable y duradero, el carácter concéntrico del desarrollo
moderno del centro.
La clasificación antropológica moderna que separa lo humano de lo no humano, al
“civilizado” del “bárbaro”, es el primer mito moderno; pues sólo de ese modo la
dominación se naturaliza. Sólo de ese modo, la invasión y conquista del Nuevo Mundo
puede considerarse un “descubrimiento” o la colonización un “acto civilizatorio”. En ese
sentido, la dicotomía centro-periferia o desarrollado-subdesarrollado, tiene su fundamento
histórico en la dicotomía civilizado-bárbaro, superior-inferior. En ese sentido, la conquista
aparece como fundamento del mundo moderno y no como mera anterioridad que se haya
superado; la conquista es el suelo fundacional de un proyecto global de dominación
planetaria, de una desnuda voluntad de poder absoluto. En eso consiste la modernidad. Sin
la conquista es impensable la consolidación de Europa, y después USA, como centro
mundial. Ser centro y saberse centro es la determinación civilizatoria del mundo moderno.
Ese es el diagnostico histórico que origina una toma de consciencia: la
descolonización. Por lo que se ve, no se trata de un colonialismo a la usanza antigua sino de
una re-significación del concepto mismo, pues una nueva forma de colonización inaugura
el proyecto moderno, que va determinando sus posibilidades mientras la conquista se va
desarrollando. España (como el primer imperio moderno) va ir desarrollando su
colonización por medio de una argumentación de derecho: el “derecho de conquista” se
justifica mediante la inferiorización naturalizada de las víctimas que está produciendo.
Esta argumentación ha de ser el núcleo de una dominación naturalizada. Deshumanizar a
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las víctimas ha de convertirse, metódicamente, en el acto de transferencia de subjetividad
que el naciente ego moderno ha de requerir para reconstituir su propia subjetividad (que
arrastra su historia medieval como enclaustramiento cultural).
La experiencia de haber sido colonia musulmana, por ocho siglos, será la base
histórica para que España despliegue, desarrolle y sofistique los métodos de colonización
en el Nuevo Mundo. Despliega lo que ya contiene, pero ahora en situación propicia,
teniendo no sólo un vasto territorio a su disposición sino millones de dominados para su
entera disposición. Esta constatación cambia definitivamente la subjetividad del
conquistador: ahora se sabe y se comporta como un ego dominador.
La transferencia no sólo de riqueza (en todos los sentidos, desde el vegetal hasta el
mineral) sino, sobre todo, de acumulación superlativa de trabajo impago, será la verdadera
acumulación originaria que hará posible la llamada “acumulación primitiva” que da origen
al capitalismo. Es decir, la sangre de millones de seres humanos, de indios y,
posteriormente, negros (del literal no-pago de su trabajo), será el fundamento de la riqueza
moderna; riqueza que, constantemente, debe volver a producir genocidios semejantes para
desplegar nuevos procesos de acumulación de capital.
El trabajo impago de indios y negros presupone, el tiempo de vida, la existencia y la
humanidad de estos, concebidos como no humanos. Se trata, entonces, de una transferencia
sistemática de valorización unilateral, de vaciamiento sistemático de la humanidad de las
víctimas; de ese modo se llena y se completa una subjetividad dominadora, de todo lo que
le vacía a sus dominados. Se trata de un despojo total, del vaciamiento absoluto de todo su
mundo de la vida; si el mismo sentido de humanidad que se posee es vaciado, entonces no
hay modo de recomposición, lo único viable y posible se deduce de lo que es el dominador,
de modo que, el dominado, para ser algo, debe negar lo suyo de sí y aspirar a ser lo que no
es.
Entonces, la colonización moderna es un fenómeno nuevo que, ha demostrado hacer
de la dominación, algo mucho más sofisticado, estable y duradero, a partir de una
clasificación antropológica que sostiene a toda la clasificación social y la división mundial
del trabajo. Ya no se trata de una colonización sólo material sino de la trasferencia
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sistemática de humanidad, de los dominados a los dominadores. El ego moderno, como
voluntad de poder, constituye su voluntad a partir de toda la vida que extrae de sus
víctimas; se trata de una transferencia de voluntad, de vida (por eso no es gratuita la
metáfora que usa Marx, refiriéndose a la dominación del capital al trabajo: es como el
vampiro que chupa ya no sólo sangre sino vida en sentido explícito).
La colonización ya no constituye sólo tributarios sino que estos tributarios empiezan
a consentir, de modo voluntario, una tributación ya no sólo de riqueza sino hasta de su
propia humanidad. Por eso las primeras colonizadas son las elites, pues éstas acaban siendo
las más fieles administradoras de este vaciamiento sistemático de la humanidad de sus
propios pueblos.
Por eso la independencia sorprende a unas elites colonizadas que ven, en la libertad
lograda, apenas la oportunidad para buscar un nuevo amo. Su poder adquirido se diluye en
una trágica vocación de transferir, también ese su poder, como reconocimiento de lo
aparente de su propio poder. En esa resignada capitulación condenan, a sus propios
pueblos, a una más inmisericorde, por más consistente, explotación y dominación colonial.
La descolonización, entonces, no describe una situación clásica de colonialismo
tributario, sino de una más compleja dominación estructural, desplegada en casi todos los
ámbitos de la propia existencia, de modo que, hasta los procesos emancipatorios persiguen,
como lo único posible, el horizonte moderno que prescribe el propio dominador; es decir,
hasta el mismo dominado persigue realizar, en sí mismo, el proyecto que niega su
humanidad, en consecuencia, no halla más salida que negar y vaciar, todavía más, el resto
de humanidad que todavía posee: se libera para dominar, a imagen y semejanza del
dominador moderno; por eso busca a quién dominar y encuentra a sus propios hermanos,
que cargan con el estigma de la dominación, o sea, su inferiorización justifica el que se los
domine.
La dominación se ha naturalizado. Esto quiere decir que, hasta en las propias
estructuras mentales, en los prejuicios, los hábitos y las costumbres, la concepción del
mundo y de la vida, la conciencia de uno mismo, se halla atravesada por el factum de la
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dominación, contaminada por la visión del dominador. Esto es lo que quiere decir
colonización de la subjetividad.
Cinco siglos de expansión moderna testimonian las consecuencias de una
racionalidad moderna que, en nombre de la razón, destruye todos los mitos de la
humanidad para afirmar su propio mito: auto-concebirse “perfecta”, “buena”, “racional”,
“verdadera”, “justa”, “universal”, etc. Frente a su conocimiento y su saber pretendidamente
“universales”, absolutamente “racionales”, todo otro conocimiento y saber es puro mito,
según siempre la racionalidad moderna. Para mostrarse lo moderno como lo único posible,
viable y deseable, no sólo destruye todo otro tipo de conocimientos y saberes sino que los
niega y los declara “irracionales”, “salvajes”, “míticos”, “premodernos”. Cuando el
dominado llega a creer esto, todo proyecto que pretenda, acaba en la frustración; pues si lo
único viable es lo que le niega, entonces, nada positivo puede producir para sí.
La modernidad sólo puede aparecer deseable para todos, cuando la inferiorización
de todo lo que no es ella, se ha hecho sentido común. Para eso produce sus más sofisticadas
armas: la ciencia y la filosofía. Para que las víctimas de la conquista, sean concebidas como
inferiores, se debe justificar “racionalmente” la conquista como si se tratase de un hecho
emancipatorio. En eso consiste la concepción moderna de “ilustración”. La víctima es
culpable, porque rechaza la “civilización” de sus “superiores”. De ese modo lava su
conciencia el victimario: él no tiene culpa alguna, toda la culpa la tiene la víctima.
La constitución de una subjetividad que ha de desplegar la dominación global, de
modo decidido, cuenta, de ese modo, con la legitimación que le otorga un conocimiento
que se funda en aquellos prejuicios que dan origen al mundo moderno. La fundamentación
de la filosofía y la ciencia moderna formalizan aquellos prejuicios y le otorgan legitimación
racional. Por eso la ciencia moderna no es inocente. En ella se expresa la experiencia
fundacional de la conquista, por eso encubre, de modo sofisticado, su más profunda
referencia. Por eso una liberación, si quiere hacerse real, no puede partir ya más del
conocimiento del dominador, sino que necesita producir un conocimiento propio; porque
todo proyecto político nace de la propia historia, de la reflexión necesaria que brinda la
historia cuando el presente se debate su propio porvenir.
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Por eso, no se puede partir de otro fundamento que no sea el propio o, lo que más
coloquialmente se dice en la siguiente sentencia: “si no sabes de dónde vienes, es imposible
que sepas a dónde ir”. La afirmación de lo propio es la primera muestra de autoconsciencia
que adquiere un genuino proceso de liberación, ya no solamente de emancipación. Cuando
un pueblo decide, por voluntad propia, libre y autodeterminada, producir su propio destino,
es cuando el pueblo se hace sujeto histórico. Despojarse de la imagen que tenía de sí, como
expresión de la visión que le dominaba, es la clara muestra de su liberación. Por eso tiene
sentido hablar de descolonización.
La descolonización no es “volver al pasado” sino afirmar la propia historia negada.
No es darle la espalda al presente sino enfrentar sus contradicciones, como contradicciones
acumuladas históricamente. No significa el encierro fundamentalista hacia lo meramente
autóctono, sino la apropiación crítica de conocimiento, cultura, ciencia y tecnología, que le
puedan posibilitar el despliegue de un proyecto de liberación, cuya base fundamentativa
parta siempre de lo más propio, de lo que, precisamente, había negado la modernidad para
afirmarse exclusivamente ella.
No son las culturas indígenas las que “deban modernizarse”, sino la modernidad es
la que debe reconocer que, lo que había negado, es la alternativa a su propia decadencia. Si
ya no sabe ofrecerle alternativas a la humanidad, en medio de la crisis que ha originado ella
misma, es ya hora que deje de verse exclusivamente a sí misma y reconozca, en el resto de
la humanidad, las salidas al laberinto que ella misma ha generado.
La crisis civilizatoria actual es el contexto para insistir en una descolonización
planetaria. Por eso llegó la hora de ceder la palabra a los pueblos y naciones indígenas. Lo
más despreciado por el mundo moderno, resulta ahora lo más necesario para seguir
viviendo, para darle un nuevo sentido a la vida, como una necesaria re-cualificación del
sentido mismo del vivir. En eso consiste la descolonización: en el proceso de toma de
consciencia de una nueva forma de vida, más justa, más digna, más libre y más igualitaria.
El androcentrismo moderno-occidental
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A mi madre
La lucha por los derechos de las mujeres indígenas, nunca se expresaron en términos
exclusivistas, marcando un distanciamiento paulatino del hombre, como dos realidades sin
posibilidad de reconciliación. Ésta ha sido una diferencia básica que motiva a plantear una
lucha distinta a los feminismos radicales. Porque el fundamento y el horizonte del “vivir
bien” presupone, siempre, a la comunidad, como postulado irrenunciable de nuestra propia
identidad. Somos comunidad, es decir, nos debemos, hombres y mujeres, el reconocimiento
mutuo de nuestra dignidad humana.
Por eso peleamos, por reconstituir la comunidad que siempre presuponemos, en
nuestras luchas y en nuestra vida. Creemos que la vida es sólo posible en y como
comunidad. Por eso una dignificación de la mujer no es una cuestión de incumbencia sólo
de las mujeres sino de los varones también. No creemos en una lucha que nos enfrente sino
que nos reconcilie, a partir del reconocer que padecemos ambos una sociedad machista, que
ha naturalizado el sometimiento de las mujeres a las necesidades exclusivas de un modelo
de hombre auto-centrado, ensimismado en su propio yo masculino que, desde el hogar
hasta la política, concibe al mundo como el teatro de su realización individualista.
Por eso, la lucha de la mujer, es lucha también por el hombre, porque un mundo
hecho a imagen y semejanza exclusivamente suya, no sólo encubre e invisibiliza a la mujer,
sino termina destruyendo toda posible convivencia humana. La crítica a un sistema
machista tiene que ver con la crítica a la auto-referencialidad del hombre como único ser de
derechos, de voz, de decisión, de mando, dejando a las mujeres como un mero apéndice de
todas sus realizaciones personales egoístas (porque en éstas tampoco ya incluye a su familia
ni a sus hijos, dejando a la mujer cargar con toda una responsabilidad que nunca la asume
también como suya). Las mujeres luchan entonces por remediar esta situación injusta, a
nombre también de los hijos e hijas que sufren las consecuencias de un mundo concebido
sólo para los adultos varones.
¿De dónde viene todo esto? Viene de la asimilación paulatina de, sobre todo los
varones, a un mundo que no respeta lo sagrado, lo espiritual, la vida y la comunidad.
Cuanto más se destruye las formas de vida comunitarias, más expuestas están las mujeres a
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una dominación que domestica sus prioridades, haciendo olvidar que, como madres, son
ellas el conducto de trasmisión cultural a las hijas e hijos, ellas son la personificación de la
PachaMama como dadora de vida y que, como criadoras, son la imagen de nuestras huacas
y apus, que nos enseñan que la vida se cría continuamente.
El resultado dramático de ésta desvalorización no es más que la desvalorización de
la vida misma. Por eso la declaración siguiente no es gratuita: este sistema actual moderno
es un sistema de la muerte; por eso ve la procreación no como un acto sagrado, por eso la
profana, para el puro placer egoísta de unos, sin goce ni bienestar para otras; por eso ya no
reivindica al hogar, porque hace de la vida pública la única forma de realización personal,
dejando la intimidad a una suerte de confinamiento de los puros fracasos; por eso los hijos
se convierten en pura carga, porque si todos velan por sus propios intereses egoístas,
entonces nadie se hace responsable de nadie; por eso dispone la vida de todos, como cosas
al servicio de uno.
El desprecio hacia la mujer, sobre todo, a su condición de madre es, en realidad, el
desprecio hacia la vida que manifiesta un sistema de la muerte. El capitalismo es eso. El
mundo moderno es eso.
La mujer entonces se convierte en la alerta de la vida. Por eso reivindican a la
PachaMama, porque saben lo que es ser madre, porque saben lo que es criar. Por eso la
crítica: “nuestra lucha es su lucha, porque si no se libera a la mujer, tampoco el hombre será
libre”. Cuando a la mujer se le priva la salud, la educación, el trabajo digno, la herencia, la
identidad, etc., lo que se priva, en realidad, es justicia, y eso llena el alma de dolor, de pena,
de fracaso y frustración, y de eso también se llenan los hijos, porque la madre transmite,
inevitablemente, todo eso a sus hijos. Esa frustración se convierte en frustración de los hijos
y hasta de los padres, porque la frustración se convierte en un mal-estar general.
Esta es una mirada crítica que específica la dominación naturalizada que sufren las
mujeres, pero, especialmente, la mujer indígena (cuyo grado de exclusión y negación es
triple: por mujer, por pobre y por india). Denuncia una situación que atraviesa al todo social
que, de la ciudad se extiende al campo, desconstituyendo saberes y formas de vida,
haciendo que la frágil situación en la que se encuentran las mujeres se vuelva todavía más
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precaria, generando discriminaciones al interior de los propios núcleos familiares,
desarrollando prácticas que no coinciden con las propiamente ancestrales (lo cual no
significa que todo haya sido un paraíso sino que ninguna dominación es comparable a lo
que ha producido una dominación naturalizada, prototípica de la colonización moderna) y
que acelera la destrucción de nuestras comunidades.
Decimos naturalizada porque hasta la propia mujer llega a creer que no tiene voz ni
voto en esta situación, que “así nomás es la vida”, cargando un conjunto de
discriminaciones como si se tratara de una maldición divina. El hombre cree que, por ser
“amo y señor”, decide todo sin tomar en cuenta a la mujer, esto que es “normal” en el hogar
también se hace “normal” en la política, donde la mujer, pese a luchar incluso más que el
hombre, no decide. La decisión es algo privativo del hombre.
Esta naturalización de las relaciones de dominación permite hacernos creer que, si
hay “señor”, debe haber siempre siervos, que, si el “señor” es el hombre, la sierva natural
es la mujer, que nadie puede cambiar eso. Pero las relaciones de dominación son producto
de historias de poder y esta particular forma de dominación naturalizada es la que sufrimos
desde la invasión y conquista del Abya Yala. Por eso la descolonización denuncia aquella
naturalización como la más sofisticada forma de dominación que ha existido y que
atraviesa, material y espiritualmente, nuestras vidas y hasta los procesos de liberación que
protagonizamos.
Cuando la clasificación antropológica que produce el racismo inferioriza a los
dominados, las más expuestas fueron las mujeres, por eso también las más vulnerables;
vencidos los guerreros, quienes quedaron fueron domesticados en la más cruda
servidumbre, donde se los privó de humanidad, o sea, de dignidad, por eso también, entre
los varones, reprodujeron aquella dominación con los y las más vulnerables, socavando
todavía más aquella precaria existencia que persistía en sobrevivir. La naturalización de las
relaciones de dominación facilita aquello, pues las víctimas ya no aparecen como víctimas,
como seres humanos, sino privados de humanidad, por lo tanto, la violencia ya no es culpa
del verdugo sino de la propia víctima, por negarse a obedecer a su “superior”, a su “señor”,
porque la violencia que se le aplica es concebida hasta como un favor que se le hace a la
víctima, en su resistencia a obedecer. Para el “señor” es cosa justa, por derecho natural,
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que los brutos obedezcan al hombre y la mujer al marido, porque en esto consistiría la
perfección, el supremo bien que establece un mundo machista.
Por eso también se denuncia que, nuestras propias prácticas y costumbres, se hallan
contaminadas por aquello que denunciamos, lo cual nos impele también a asumir, de modo
crítico, nuestra propia tradición. Porque si bien la dominación naturalizada que nace con el
mundo moderno es algo que nos llega de afuera, también descubrimos resabios de
discriminación en nuestras propias culturas. Eso nos permite también hacernos la
autocrítica, porque lo que nos proponemos ya no es una liberación de esto o aquello sino
liberarnos de toda forma de dominación.
Por eso insistimos en recuperar un proceso de liberación desde nuestra propia
identidad, de modo crítico y responsable. Porque se trata de reconstruir la comunidad, que
era y es nuestro horizonte de vida. Por eso la lucha de las mujeres busca la
complementación, el encuentro con el varón, para reunir lo que se ha separado y producir,
de nuevo, la comunidad, es decir, la vida.
La vida reúne lo diferente. La comunidad no es algo que se impone sino algo que se
propone en la complementariedad; en ésta no puede haber enfrentamiento u oposición,
porque la complementación sólo puede ser recíproca, mutua, donde el uno y la otra se
brindan en la libertad y la responsabilidad. Nuestra identidad concibe una dualidad
originaria; por eso la PachaMama necesita del Alaxpacha. Todo es par: la luna necesita del
sol, el día se corresponde con la noche, el frío pide el calor, el macho busca a la hembra y la
hembra espera por el macho; los que son pares, al complementarse recíprocamente, crean
la vida.
Una crítica al mundo androcéntrico quiere reivindicar la responsabilidad que
significa ser padre y madre. Por eso las mujeres indígenas hablan por las hijas e hijos, cuya
vulnerabilidad lanza a las madres a denunciar el acumulado rechazo machista a asumir la
responsabilidad de ser y comportarse como padre. En eso nuestras antiguas culturas se
mostraban más dignas que la actual, moderna (extendida hasta nuestras comunidades),
donde ya nadie quiere ser padre y, hay que decirlo, tampoco nadie quiere ser madre, porque
todos quieren velar exclusivamente por sus propios intereses individualistas. Así actúan los
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poderosos, los ricos, y así también empezamos a actuar nosotras y nosotros, legitimando el
mundo que tanto criticamos. Por eso la descolonización es sólo viable si acontece, de modo
práctico, en nuestras propias creencias y acciones.
Hay que recuperar, en nuestras culturas, los valores de responsabilidad, que
implicaba el hacerse cargo de los demás y, en primera instancia, de los hijos; y la
dignificación de la mujer, que permitía recibir a las niñas no con resignación sino con
alegría, porque la primogénita quería siempre decir “casa llena”. Esa dignificación hacía
posible que, hasta en la lucha, varón y mujer, dirigían y comandaban conjuntamente a los
pueblos indios, porque en estos, en sus mitos y creencias, la mujer significaba la vida y la
vida era lo más preciado, más que el oro, era lo que había que cuidar y respetar siempre.
Por eso no hay Manco Kapac sin Mama Ocllo, tampoco hay Túpac Katari sin Bartolina
Sisa.
Volver a aquello no es “volver al pasado” sino restaurar en el presente los sentidos
que hacían posible esa forma de vida. Tenemos que resignificar la función del padre y de la
madre; que ser padre sea algo que se desea, con responsabilidad, que ese hacerse cargo sea
vivido con la alegría del vivir: el hacerse criador es corresponder a la propia vida que cría
todo lo que crea. La PachaMama cría, porque es dadora de vida. La vida de los hijos se
deduce de la afirmación de la vida de la madre; por eso el padre contempla, como su
primera responsabilidad, el cuidar y proteger la vida de la madre. Por eso hay como una
pasión por la vida en la afirmación de la naturaleza en cuanto PachaMama, porque no se
trata de una ajenidad sino de la fuente de la vida, por eso, ser Madre es algo sagrado.
La cultura actual profana todo lo sagrado, por eso hasta de la belleza de la mujer
hace patrimonio público, cuando es algo digno y sagrado que sólo puede brindarse en lo
íntimo del respeto y amor plenos. Una cultura que profana todo, afirma una total
irresponsabilidad que confunde con la libertad, porque resume toda libertad a la libertad
individualista, sin responsabilidad. Adquirir la responsabilidad de una nueva vida significa
convertirse en modelo de vida. El jaq’i quiere decir eso, porque jaq’i se dice de alguien
responsable. El mérito de ser autoridad proviene de aquello, sólo puede ser responsable
alguien que ya proviene de una experiencia responsable. En la comunidad, la política es
servicio porque el servicio a la comunidad es algo que se desea, de modo libre y
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responsable. Lo que hace posible la política, en la comunidad, es la experiencia previa del
hacerse responsable, y eso empieza en la familia, para trascender a la política misma: el
hacerse responsable por todo y por todos y todas, es una vocación que adquiere un alguien
que no se concibe como “arrojado en la existencia” sino como un “enfamiliado en el ayllu,
en la comunidad”: con fiesta se le recibe y con fiesta se le despide.
No nacemos solos sino en comunidad, tampoco morimos en la soledad sino
acompañados por la comunidad. La vida misma testimonia la reunión de quienes se
complementan para hacer posible vida. Esto quiere decir el chacha-warmi. Es un ideal que
da sentido a la noción de complementariedad y aparece como el criterio de evaluación al
que acudimos para advertir si lo que producimos coincide con aquello que nos proponemos.
El chacha-warmi no quiere significar la corroboración porcentual de una distribución
numérica, tampoco una obligación moral al matrimonio. Es un ideal que se asume como
figura modélica de lo que debiera ser una reunión o relación común, por complementación
recíproca; la conjunción recíproca y complementaria, libre y responsable, es lo que hace
que la vida se manifieste como fiesta. A esto tienden, de modo voluntario, quienes se
conciben como criadores. Criando la vida es como la vida empieza a criarles. La madre es
el testimonio vivo de esta vocación de servicio; el desvivirse de la madre por los hijos es la
prodigalidad de la propia vida que, en cuanto PachaMama, es madre que otorga sus frutos
por pura generosidad. Esa es la experiencia que poseían nuestros pueblos que veían el
trabajo, la cosecha, como fiesta, como realización de la comunidad.
Pero la vida moderna destruye toda forma de comunidad, nos hace creer que
estamos solos, que los demás no son hermanos sino enemigos. Necesitamos la recuperación
de nuestras comunidades, pero no como una adopción romántica de lo que fue sino
recuperar críticamente lo que ha despreciado el mundo moderno.
La lucha de la mujer no busca anular la familia sino resignificarla, desde nuestras
identidades, para hacer posible concebir una familia verdadera, es decir, liberadora; por eso
decimos, ni el varón ni la mujer pueden ser libres si su liberación es unilateral, sólo pueden
liberarse si se liberan de toda dominación. A esto apunta una liberación de la mujer, porque
desde la mujer, de la triplemente discriminada, por pobre, por india y por mujer, se puede
afirmar: la humanidad no será libre si no hace libre antes a la PachaMama.
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Somos la cultura de la vida, presuponemos la dualidad, la reunión de lo que la vida
ha dispuesto para renovarse siempre; por eso la comunidad es obra nuestra. Las mujeres
saben eso, por eso su lucha contiene a las demás. Afirmando la vida de la PachaMama, de
la Madre primera, aseguramos la vida nuestra; sus hijas e hijos reconocemos esto en la
maternidad y paternidad (experiencia que también se realiza cuando uno o una decide, por
ejemplo, ser maestro o maestra, líder o lideresa, que también significa ser madre y padre).
Esto es lo que destaca, en todos y todas, por opción libre y soberana, hacerse ser humano,
porque eso quiere decir: hacerse responsable de la vida, no sólo de mi vida sino de la vida
toda. La locha de la mujer es entonces la afirmación más contundente de la vida toda.
El racismo como mito fundacional del mundo moderno
A mis abuelos
El racismo es una invención moderna. A lo largo de la historia de la civilización humana,
no encontramos un tipo de devaluación absoluta de la humanidad del otro que se domina.
Dominación existe, explotación del trabajo también, lo mismo que la esclavitud y el
colonialismo, pero nunca la dominación se había naturalizado como hace el racismo,
inferiorizando a las víctimas, o sea, hacerlas desaparecer como víctimas y mostrarlas como
inferiores.
Esta devaluación absoluta de la humanidad de los conquistados, aparece en los
albores del mundo moderno. Entonces, el racismo aparece en el suelo fundacional de un
proyecto, gracias al cual, Europa sale de su enclaustramiento económico y cultural
(relegada, desde los griegos y romanos, a ser mera extensión periférica del Mediterráneo) y
que, desde la conquista e invasión del Nuevo Mundo, no sólo provoca un despegue
civilizatorio sino que afirma, a sangre y fuego, su nueva condición de centralidad mundial.
El precio de esa centralidad lo va a pagar absolutamente su primera periferia; en la
experiencia de conquista y posterior coloniaje es donde aparecen los términos exclusivos de
la dominación que desarrolla. Para desarrollarse a sí misma, debe hacerlo a costa de su
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primer conquistado, el indio, luego del afro; en estos descarga, en primera instancia, los
costos reales (materiales y existenciales) de su proyecto de dominación global.
Europa ya no es la misma después de la conquista. Su propia historia medieval no le
proporciona una base existencial que pueda traducir en proyecto civilizatorio (frente al
apogeo árabe, turco, persa, hindú, chino, etc., no tiene contrapeso alguno). Pero la
conquista cambia todo. La propia imagen que tiene de sí, empieza a re-evaluarse, por eso la
imagen de nuevo mundo no es casual, porque en ésta empieza a concebirse de nuevo modo,
(el sentido original del concepto “moderno”); re-evaluarse significa reconstituirse, pero no
es una reconstitución desde sí sino una reconstitución por desconstitución.
Para reconstituirse, la subjetividad europea, debe desconstituir a alguien, al otro
que encontró allende la mar océano: el indio. Transfiere lo que es en el otro, de modo que
la humanidad del otro retorna como reconstitución suya. Cuando transfiere al indio sus
propias miserias, su humanidad aparece recuperada y empieza a concebirse en los términos
exclusivos a los que apuesta: se concibe como “superior”.
Para que haya “superior” debe de haber “inferior”. Pero, para producir la
“inferioridad” que necesita, como contraparte de su “superioridad”, debe vaciarle toda
humanidad a su víctima, de modo que la conquista se justifique por ese acto de
transferencia; pues si lo que busca es desprenderse de todo lo que era, no hay otra forma
que acabar con eso que era, que ahora lo representa el otro.
Por eso la conquista despierta una crueldad inimaginable hasta para los propios
cronistas y religiosos críticos. El conquistador será el nuevo modelo de humanidad que se
impone. Inferiorizar a las víctimas será fundamental para concebirse, para siempre, en los
términos de la primera dicotomía moderna, explícitamente racista: superior-inferior, que, en
los términos ideológicos que empiezan a enmarcar el discurso científico moderno, aparece
de este modo: civilizado-bárbaro.
La categoría de “raza” empieza a ser el criterio de clasificación antropológica que
nace con el mundo moderno y que, por medio de una naturalización de las relaciones de
poder y dominación, clasifica a la humanidad en “superiores” e “inferiores”, expresando
también una línea evolutiva, que sitúa al hombre moderno en la cúspide de un supuesto
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desarrollo humano, dejando a las otras “razas” en la prehistoria de la humanidad. La
transferencia ha sido total.
El precio de la humanidad, ahora moderno-europea (después norteamericana y,
siempre, anglosajones “blancos”), lo paga la humanidad restante. El racismo produce, por
vez primera, la identificación de las diferencias culturales como si fuesen biológicas, por
eso la fenotipia de los caracteres humanos se moraliza: lo blanco es “puro”, “bueno”,
“limpio”, “inmaculado”, etc., mientras que lo negro es “sucio”, “impuro”, por naturaleza.
La naturalización de las diferencias produce las más sofisticadas relaciones de
dominación que hayan existido, haciendo de éstas, relaciones mucho más estables, sólidas y
duraderas. El racismo moderno inaugura un desarrollo que condena al 80% de la
humanidad a su desaparición, justificando aquello –hasta científicamente– por una suerte de
“selección natural” que adopta la propia “mano invisible” del mercado (por eso, la propia
ciencia no escapa a estos prejuicios modernos).
Decimos que el racismo es moderno porque, sin la experiencia de la conquista, esta
nueva subjetividad conquistadora y dominadora, como prototipo del nuevo ser humano,
jamás podría haberse desarrollado. El impacto de la dinámica de la producción económica
moderna oculta aquello, pues nunca se había dispuesto, de modo tan cruel e infame, del
trabajo (además nunca pagado) de millones de indios y afros, de sus recursos, de sus
alimentos, en fin, de su riqueza, exclusivamente hacia un centro único, de carácter mundial.
Por eso la conquista no cesa, por eso, en cada nuevo proceso de acumulación, debe
reproducirse nuevas conquistas, como el fundamento de un proyecto que, retornando
siempre a lo que es, nos muestra lo perverso de sus propósitos.
El racismo constituye el nuevo horizonte de creencias del mundo moderno, que se
traduce en los prejuicios típicos que asimila la subjetividad moderna, como el núcleo desde
el cual organiza su concepción de la vida y el mundo y que, por mediación del
conocimiento científico y filosófico, se traduce en sistema institucional. La racionalidad
prototípica del mundo moderno, el eurocentrismo, representa la formalización de ese
horizonte de creencias.
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Para comprenderse y desarrollarse, a sí misma, la nueva subjetividad moderna, se
concibe siempre, desde aquellos prejuicios asimilados continuamente, con vocación de
dominio y poder. Para esta nueva subjetividad, ser significa ser dominador. La dominación
le brinda la posibilidad de hacerse “superior”. De ese modo ordena, construye y hasta
critica sus propias posibilidades, en un mundo comprendido bajo la lógica de la
dominación, o sea, se auto-interpreta como medio para la realización de los fines de toda
dominación posible.
Por eso el racismo no se reduce a una teoría o ideología política. Constituye, más
bien, el núcleo mítico fundacional de la modernidad. En ese sentido, fundamenta la
racionalidad eurocéntrica que sostiene al pensamiento moderno.
No precisa mostrarse de modo explícito, pero, cuanto más encubierto se encuentra,
más afirma el prejuicio que dice que, sin la modernidad, la humanidad “seguiría en la
barbarie”. Cuando el racismo inferioriza la humanidad del otro, inferioriza también su
cultura, su religión, su arte, su ciencia, su medicina, sus alimentos, su música, su lenguaje,
su filosofía, en suma, inferioriza, deshumaniza, toda su civilización.
Por eso, aunque pueda demostrarse, “científicamente”, las falacias racistas, éstas
siguen intactas en la subjetividad moderna como estructurantes de ella misma, a modo de
prejuicios, es decir, como una convención pre-lógica que adquiere por acumulación cultural
y reiteración pedagógica; además por la consolidación institucional clasificatoria que se
corresponden con aquellos prejuicios.
Objetiva y subjetivamente, el racismo penetra y atraviesa todas las esferas de la
existencia, agudizando y agravando el alcance del conjunto de discriminaciones que, con la
naturalización de las diferencias y su inferiorización, desata la violencia de modos
inauditos; produciendo hasta movilizaciones sociales para “restaurar el orden” impuesto,
cuando los inferiores osan desafiar lo que se concibe como “orden natural”.
Entonces, el racismo no es un algo dado, una vez y para siempre sino, más bien, se
trata de algo en continuo proceso de resignificación. La formalización de sus contenidos se
halla en el fundamento mismo del pensamiento moderno; por eso también hasta puede
prescindirse de la idea de raza y, no por ello, abandonar las dicotomías prototípicas del
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mundo moderno. Superior-inferior, civilizado-bárbaro, son el sentido que expresan las
dicotomías centro-periferia, desarrollado-subdesarrollado, atrasado-moderno, Norte-sur,
etc., etc.
Por eso la superación del racismo, no es sólo y únicamente, una tarea institucional.
Se trata, más bien, de un proceso de reconstitución de la subjetividad de las propias
víctimas, de su mundo, de su cultura y de todo aquello inferiorizado; de un proceso de
liberación de toda naturalización de las relaciones de dominación y de clasificación
jerarquizada de roles, trabajos y funciones. Por eso se trata de una tarea compleja que
prescribe una transformación institucional como acompañante de una reconstitución y
constitución de una nueva humanidad.
Las estructuras coloniales de una sociedad y un Estado, que basan su clasificación
social en una clasificación racial, delatan un sistema de dominación naturalizada que
opera, tanto a nivel objetivo como en la propia subjetividad de los individuos. La
transformación de todo aquello supone un proceso de transformación integral que se
objetive, no sólo en nuevas instituciones sino en un nuevo ser humano, que deposite en esas
instituciones su propia transformación, como constatación de la nueva forma de vida que
porta la nueva intersubjetividad en proceso continuo de liberación de toda forma de
dominación.
La atención decidida a la superación del racismo, tiene que ver con su función
legitimadora de toda forma de discriminación del mundo moderno; pues todo el conjunto
de discriminaciones que conocemos se promueven siempre a partir de la devaluación
absoluta del otro, de la naturalización y moralización de las diferencias.
Eso es producto del racismo, como especificidad estrictamente moderno-occidental.
No se trata de un fenómeno que atraviesa toda la historia de la humanidad, como una
discriminación más, sino del mito fundacional del propio mundo moderno. La creencia en
la “superioridad” europeo-occidental es lo innegociable en la idiosincrasia moderna, porque
constituye la base y el fundamento de todos sus prejuicios, formalizado y desarrollado por
las ciencias y la filosofía modernas.
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En tanto prejuicio o convención pre-lógica, el racismo es un mito, en el que se
elabora la creencia básica de la conquista: hay “superiores” e “inferiores” por naturaleza.
Es ideológica, porque es la visión básica de una subjetividad colonial que afirma lo ajeno
antes que lo propio, valoriza más la forma de vida de los dominadores cuanto más
desvaloriza su propia forma de vida, desprecia lo suyo como “inferior” y admira a los
“superiores” (porque quiere ser como ellos), por eso se brinda a despojar más a los suyos
para beneficio exclusivo de sus admirados.
El racismo no es el resultante negativo de alguna exacerbación étnica; de este modo,
apenas sería el exceso espurio de algún etnocentrismo. Pero ningún etnocentrismo ha
desarrollado una clasificación naturalizada como lo hace el racismo moderno. Por eso no
se trata de un fenómeno más, sino del “núcleo esencial” de un mundo profundamente
injusto que, en cinco siglos, ha desatado la más acelerada carrera por la destrucción de todo
y de todos. La riqueza moderna es injusta porque es el fruto del despojo sistemático de toda
la riqueza de la humanidad y la naturaleza.
Para hacer legítima esa situación, la modernidad debe justificar sus propias
pretensiones, y lo hace a partir de sus propios mitos. En ellos se encuentra el racismo. Que
no se trata de un mito de liberación sino de dominación, porque es, en su esencia,
irracional, impuesto contra toda la historia y la humanidad y promovido en función del
aniquilamiento sistemático de todas las víctimas que produce la expansión moderna.
Hoy por hoy, el racismo pretende ser encubierto como una discriminación más, que
se inscribiría en la propia naturaleza humana. Pero esto no es más que la sofisticación
retórica de la misma naturalización de la dominación que ha producido el racismo.
De ese modo se cree que, el racismo, puede ser considerado fuera de la historia;
pero, si es así, entonces la modernidad afirma, de nuevo, su inocencia, y nos hace creer que
la conquista es apenas un episodio, además, “superado”.
Pero la injusticia monumental que produce la economía moderna –el capitalismo–
es producto de toda la historia de despojo sistemático que se ha hecho y se sigue haciendo
de la humanidad y del planeta.
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Si el racismo se nos apareciera como alguna “esencia metafísica o natural”, al
margen de la historia, entonces, nadie tendría que hacerse responsable, ni siquiera el
racista. La responsable sería esa “esencia”, “impersonal”, “neutra”; vindicación prototípica
de un gnosticismo al servicio del poder.
Por eso hablamos de una superación del racismo en cuanto reconstitución de la
subjetividad de las víctimas. Por eso la historia, sobre todo, nuestra historia excluida y
negada, se hace fundamental en ese proceso de reconstitución que precisamos, para
enfrentar uno de los males más acuciantes del mundo que nos tocó vivir.
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